La Justicia del Mar

Carmen de Burgos


Novela corta



«El mar es la conciencia del pescador y tiene que mostrarse honrado delante de él
ESQUILO.

I

El más joven de los mares, el incoloro golfo del Zuiderzee, se extendía tranquilo, en una tranquilidad felina, satisfecho del zarpazo, artero y travieso, con que se había apoderado de aquel vasto campo verde que servía ahora de lecho á sus aguas. En la tarde tranquila, sin rumores, sin brisa que cabrillease en vellones de oro nevado la superficie, se destacaba del cristal lechoso de las aguas el contorno de las islas arraigadas en su seno, semejantes á gigantescas plantas de nenúfar que se abren al sol, para alcanzar el misterio del amor y la fecundación, y se vuelven á hundir en el silencio del sudario cristalino.

El cielo, blanco, hacía blanco al mar, espejo continuo de su dulzura y sus borrascas, sometido ahora á plácida quietud. Lamía apenas, con imperceptible chapoteo, los acantilados abruptos del norte de la costa y las pobres defensas de piedra musgosa con que los habitantes de Monikembarken pretendían defender el suelo de la isla de las invasiones furiosas de aquellas olas traicioneras que de vez en cuando asolaban su escasa vegetación y ahogaban á los ganados.

Monikembarken es quizá la isla más muerta de todas las muertas islas del Zuiderzee; quedó aislada del continente, cuando el mar, en su constante lucha con el genio holandés, le robó aquel territorio. Unas cuantas familias refugiadas en el altozano que forma hoy la isla, habían fundado en ella un pueblo de pescadores que crecía y la poblaba, mientras las islas cercanas, alguna tan importante como Enkhuizen, se iban despoblando y arruinándose, porque sus hijos, rompiendo la tradición de esperar que se retirasen las aguas para volver á pisar el continente, escapaban en busca de otra vida más fácil y emigraban á los países del sol.

Tarde de sábado, la alegría de la vuelta de los pescadores rejuvenecía el ambiente de otoño con un efluvio primaveral. Libres de inquietudes por la bonanza mujeres, niños y viejos, únicas personas que restaban toda la semana en la isla, cuando los hombres se hacían á la mar el domingo en la noche, acudían al pequeño puerto resguardado de la galerna, en el cual iban á atracar y á varar las embarcaciones, ávidos todos de ser los primeros en divisarlas.

Al grito de alegría de los que aguardaban, respondió un movimiento más acelerado de los remos. Se mecían las velas como trapos colgantes de los palos, en la flacidez de la calma chicha; y las pesadas barcazas adelantaban lentamente con el esfuerzo de los brazos y los velludos pechos de los remeros. Avanzaban destacando su masa más bien que su línea, en esa modalidad del ambiente holandés en el cual parecen emerger los objetos unos de otros, como si estuviesen incrustados ó yuxtapuestos, sin el círculo de claror y luz que aumenta en torno de ellos en los países meridionales y les presta contornos prolongados y sutiles. La luz del norte comprime á los objetos que la nuestra alarga y estiliza; ella les hace más pesados, más sombríos y la tendencia á la policromía lucha con su ensombrecimiento. Por eso reía la isla entre la luz tamizada, que conserva recuerdos de la sombra.

Todo era risueño y alegre, hasta el cementerio que dibujaba la silueta de su cerca de tierra, en el montículo más chato y más distante, con sus cruces de piedra y sus arbolillos puntiagudos, de esos que se recortan siempre lejos, en el horizonte de planicie de Holanda, con los troncos pintados de azul hasta el nacimiento del ramaje negruzco y ralo.

En los tres barrios, las casas estaban construidas sobre altos cimientos, dispuestas á la defensa de las inundaciones. Los vanos eran escasos y la mayor parte no tenían más que las dos puertas del establo y del servicio y la, puerta grande, que se abre sólo en ocasión de bodas, nacimientos ó entierros.

El más cercano al puerto, el Barrio rosa, tenía de este color todas las fachadas, el otro recibía el nombre de Torre de fuego, por el color rojizo de las casas, á las que el sol poniente vestía desde el mar con tonalidades de incendio, y el último, el más moderno, era el Barrio de la iglesia; sus casas parecían agruparse en torno de la torre á piñón de alta veleta, á cuya sombra dormían el Presbiterio y la Escuela, regentado todo por el viejo pastor, hijo de la isla, sacerdote de la religión reformada y maestro de un centenar de chicos de ambos sexos, de cuyas inteligencias estaba encargado de formar del mismo modo que dirigía sus conciencias.

Cuando sobrevenía una inundación los tres barrios quedaban separados; en algunas ocasiones era necesario ir de unos á otros con barcas, y más de una vez se verificaron de este modo bautismos y sepelios. Cubrían las aguas el precioso campo verde de bien oliente heno, y ovejas, corderinos y vacas tenían que encerrarse en los establos, edificadas en alto para estos casos de peligro. Los que mejor escapaban eran los gatos, esos gatos grandotes de pelo corto, cuya cría es una industria de los holandeses, que los exportan á Rusia, donde sus pieles se convierten en preciadas zíbelinas.

Habían quedado las casas desiertas; corrían todos hacia el mar; algunas mujeres llevaban de la mano ó en brazos á los chicuelos, señalándoles con el índice el punto donde aparecía la barca en que venía el padre que le enseñaban á amar y á respetar. Todos los vestidos eran de colores vivos; cofias blancas amarradas bajo la barba dejaban ver guarniciones de oro, y las guedejas de cabello de lino de las mozas caían en dos tirabuzones hasta el hombro y encuadraban los semblantes de angelitos bobalicones, con ojos celestes de agua cuajada, ingenuos, inexpresivos, en su cara ancha de cutis amoratado y lechoso.

Todas llevaban corpiños de arabescos polícromos, dejando ver las mangas á rayas de diferentes colores de su camiseta; se oprimían el cuerpo hasta dejarlo aplastado y sin curvas, mientras que las caderas, el vientre y el torso quedaban salientes, como una almohadilla de carne blanda, bajo las complicadas envolturas de sayas y zagalejos.

Las casadas se distinguían por el gorro, sobre el cual habían bordado en letras negras el nombre del señor y esposo á que pertenecían, y las viudas por su luto perpetuo.

No menos pintoresco era el traje de los hombres, con sus grandes zuecos de madera, sus pantalones verdes bombachos y sus camisas de color vivo. Al correr de los años se diversificaban los rasgos tan iguales al principio entre los dos sexos. El aire del mar empezaba á curtir y avellanar á los mozos que se aguachaban á la ancianidad para ser viejos panzudos, de barbas blancas y semblante actinodermo y coloradote, al mismo tiempo que convertían las carnes lechiternas de las niñas en los carrillos tumefactos de las mozas y la amarillenta enjutez de las ancianas, como si se disecase en ellas la enorme cantidad de agua en que parecen estar amasados el suelo y la gente de Holanda.

El júbilo era silencioso; los hombres buscaban, al llegar, á las amadas, con una mirada sobria y casta, procurando disimular su emoción. Ellas, apenas se acercaban, sabían recoger la mirada y enviarles su sonrisa mimosa y envuelta. Salían del vientre de la barca las redes grises de anchas mallas; los palangres, con sus hileras de anzuelos; los cordajes, los corchos y las boyas; y por ultimo, las canastas llenas de peces, con sus corazas de escamas y de coral, los cuales, con sus coletazos, fingían á la luz un movible lago de azogue, juguetón é inquieto. Aquellos peces que no se enviaban al mercado servían para el alimento de los isleños, y la provisión de salazones que pendientes del techo formaban después la reserva del invierno, cuando el mar se helaba y podía cruzarse con patines á las islas más próximas.

Algunos viejos, como Domingo el pescador, eran dueños de barcas, y acudían ansiosos de saber qué parte correspondía á la embarcación en el reparto proporcional de lo ganado, pues el instrumento de trabajo representa una parte igual á las

fuerzas que lo maneja. Era el modo de vivir de muchos inválidos del mar, que, escapando de sus tormentas, llegaban á viejos y languidecían en la tierra firme, cuidando del ganado, de la cría de gatos ó de moler la harina en esos molinitos de aspas en cruz, que, con las augustas vacas alazán y blancas, han llegado á constituir el blasón de Holanda.

—Es una desgracia para un marinero —solía decir Domingo— estar reducido á la compañía de las mujeres, convertido en cosa inútil, menos que ellas aún.

Su único consuelo era aquella tarde de sábado, especialmente los días de borrasca, cuando los otros le contaban los lances y peligros de la mar, y escuchaban sus consejos sobre rutas y maniobras. Sin aquellos ratos y el consuelo de su gran pipa, Domingo se hubiera muerto ya lejos de su barca. Era desdichado en la familia; se le murió la mujer siendo aún muy joven, y le dejó dos chicas, dos hijas sin madre, que si bien no le causaban inquietudes por la sana moral de la isla, en la cual toda joven en estado beni se casaba enseguida con el seductor, temeroso del castigo de las olas si su conciencia no está limpia; él hubiera querido tener un hijo. Con las muchachas no se entendía bien; le hablaban de las cosas de la casa y del campo cuando él quisiera que le hablasen de aventuras y de pescas. Sus hijas eran hermosas, de belleza muy diferente. Isabel, la menor, era alta y opulenta, de una opulencia acuosa, redonda, mórbida, mullida, con las carnes satinadas, de un blancor tierno, que rimaba con los cabellos dorados y los ojos claros en el rostro miniado por el bermellón de las mejillas, á las que el frío matizaba de tonos rojizos, negruzcos y violáceos, fundidos en una masa de color fuerte sobre los pómulos. Magda era la mayor: alta, esbelta, enjuta, de ojos de almendra color tabaco, grandes, melancólicos, pensativos y dulces, con esa dulzura de los que miran mucho al mar y al cielo. Sus cabellos, de un dorado obscuro y sedeño, le daban un aspecto poco común en las bellezas del Norte. Tenía la carne vigorosa, trigueña, dura, de rasgos pronunciados y enérgicos. Sin la sensualidad de los labios rojos de remolacha y la corrección purísima del semblante, se hubiera encontrado en ella algo de varonil.

Pudo elegir entre todos los mozos de Monikembarken y se casó con el que le señaló su padre. Se casó cuando se lo ordenaron, sin inquietudes ni pasión, pero sin resistencia ó repugnancia, con esa tranquilidad de los calvinistas que parecen encontrar en los familiares versículos de la Biblia la fórmula de la severidad de una humanidad fatalista, regida por Dios y encadenada á sus leyes. Magda parecía nacida con mal sino. Lo mismo que á poco de su bautismo se abrió de nuevo la puerta grande para el entierro de su madre, en cuyas entrañas dejó al nacer un desgarrón de muerte, al poco tiempo de su boda volvió á abrirse otra vez para el entierro de su marido. Quedó sumida en una tristeza mortal. La viudez era temible en Monikembarken, donde la costumbre imponía la mayor austeridad á la viuda. Era una vejez prematura que no rimaba con el ardor de su sangre y su mente poblada de ensueños bajo las tocas negras del duelo. No se había dado nunca en la isla el caso de infidelidad ni en la novia, ni en la esposa, ni en la viuda. La viuda seguía siendo la esposa del muerto. Le consagraba su culto, lo visitaba en su tálamo del cementerio, y procuraba avivar el fuego de sus recuerdos y su martirio. El respeto de los hombres ayudaba á esta virtud de las mujeres. En realidad, todos eran una familia, procedían del mismo tronco, se educaban juntos en la misma escuela, orando en la misma iglesia y sufriendo los mismos peligros. Les unía esa hermandad del peligro común, más fuerte que los lazos de la sangre, para los hombres que exponen su vida juntos. Ninguno de ellos se hubiera atrevido, sin avergonzarse, á poner los ojos en la mujer del hermano.

Domingo deseaba el casamiento de Isabel para alegrar su casa, tenía ansias de nietecillos, de criaturitas con mejillas aceitosas y manos y pies pequeños que se acurrucaran entre sus manazas. Por eso cedía á concederle la mano de su hija á Guillermo, aunque éste no tenía casa ni más familia que un cuñado y una hermana, de modo que al casarse viviría al lado del suegro. Así tendría un compañero con quien hablar; no se cuidó de interrogar á la hija sobre su gusto, pero su elección había sido muy del agrado de Isabel.

Guillermo era un muchacho guapo, con su belleza holandesa, sanote y fuerte, con pómulos pronunciados, cutis rosáceo y ojos de verde agua. Las mozas de la isla lo rodeaban y lo mimaban á porfía, pero no se le conocían galanteos ni noviazgos; era la suya una extraña frialdad, que no hacía excepción ni aun para la prometida que le había buscado su pastor, el cual, hijo de la isla, jamás había salido de ella y se interesaba por la suerte de todos sus feligreses como un verdadero padre.

Allí, cerca de la barca, estaban su esposa y sus dos hijas con la espuerta grande, en la que los pescadores depositaban, á manera de diezmo, las ofrendas de sus peces, con las cuales el buen cura socorría las necesidades de toda la gente menesterosa de la isla, donde no se conocía la riqueza y, por lo tanto, la pobreza no se hacía tampoco sentir, ni se tenía idea de la servidumbre asalariada.

Los ojos de Guillermo se detuvieron en su novia breves momentos al llegar, y en seguida erraron como si buscasen alguien que no se encontraba presente. Estaban allí todas las gentes del pueblo, excepto algunos ancianos imposibilitados ó algunas viudas, cuyo duelo no rimaba con la alegría general; hasta el viejo Bartolomé, que era raro que figurase entre sus convecinos, porque se pasaba la vida roncando al resguardo de cualquier tapia, estaba allí, congestionado y mudo, con su cuello de vaca, sus hombros hercúleos y su gran pipa en los resecos labios; una pipa histórica, heredada en su familia de padres á hijos; databa de fecha anterior á la importación del tabaco en la isla, y les servía á sus antepasados para fumar el embriagante cáñamo. Él la llevaba casi siempre apagada, sin fuerzas para chupar: parecía que sólo su presencia bastaba á continuar sus ensueños y no desmentir su tipo.

Tres cosas no haría jamás Bartolomé: dejar de emborracharse, desprenderse de su pipa y trabajar.

Cuando terminó la faena, después de las bienvenidas y los cambios de impresiones, cada pescador emprendió el regreso á su casa junto con el grupo que lo esperaba. Isabel y Guillermo cogieron de las asas su canasto, y se alejaron seguidos de Domingo hacia el Barrio rosa, donde se alzaba su morada. Los dos jóvenes acompasaban silenciosos el paso, distraído él y observándole recelosa ella, mientras el viejo hacía el gasto de la conversación con sus incesantes preguntas. Los ojos del muchacho se tendían á lo lejos con mal reprimida ansiedad, parecían acariciar las casas cercanas, de las cuales por la abertura practicada en los techos á guisa de chimenea, se escapaba el humo tibio de los hogares. Sin darse cuenta apretaba el paso; y al llegar al pie de la escalerilla de la casa de Domingo, subió rápido los peldaños, dejó los zuecos de madera, grandes como barcazas, que usan los holandeses, junto al quicio de la puerta, y penetró en la casa descalzo, como entran los creyentes en el interior de las mezquitas. Registraron sus ojos la única pieza que la formaba, arreglada, compuesta y limpia con esa limpieza escrupulosa que impone el clima de Holanda, donde, con la humedad, el polvo se convierte en hongos y una mancha puede ser un veneno. La estancia se hallaba sola. Los tres lechos de madera, en forma de armarios ó cajones, estaban abiertos y dejaban ver el lujo de las colchas de volantes, los almohadones bordados en hilos de colores y las delanteras de encaje. Eran lechos tan altos, qué para subir á ellos hacía falta una escalerilla; después de acostarse se cerraban como cajones, dejando solo una abertura en la tapa para respirar. Eran los lechos tradicionales, especie de arca usados en la isla desde tiempo inmemorial.

En medio de ellos ardía una luz de aceite ante un Cristo colocado sobre una mesilla á guisa de altar, cerca de las estacas que sostenían las viejas redes inservibles de Domingo y algunos arreos de pesca.

Un vasar de arco empotrado en el muro aparecía con todos los tableros cargados de platos y vasos, que se extendían por las paredes, totalmente cubiertos de utensilios de cobre, de porcelana azul de Delft y de objetos de paja ó de madera. Unas cubas de agua junto al muro y unos barriles para servir de sillas completaban el mobiliario.

—Magda, Magda —llamó el joven con impaciencia—. ¿Dónde está Magda? —añadió, volviéndose hacia su novia y el viejo Domingo, que, después de haberse descalzado entraban detrás de él con la canasta de pescado.

No tuvieron tiempo de responder: se abrió la puerta del establo y apareció la viuda con un corderillo entre los brazos. Su figura gallarda, su actitud sencilla y sus ropas negras, entre el marco de luz de la puerta y la sombra de la estancia, le daban la apariencia de una figura de Rembrandt.

Guillermo la miraba ansioso.

—¿Qué haces? —preguntó el padre.

—He separado las ovejas que hay que ordeñar mañana, de los borregos grandes, y he recogido á este pobrecillo. Es un dolor; tan pequeñuelo y no lo quiere la madre. Dormirá aquí, al calor, y le daremos leche mañana.

Acurrucaba contra el seno al animal, aproximándolo á su rostro.

—¿Y los gatos? —preguntó el padre de nuevo.

—Encerrados, y la vaca también, en el establo; no se preocupe usted.

—Trabajas demasiado —dijo Isabel—; podías haber esperado y te hubiera ayudado yo; no me gusta que lo hagas todo sola.

—Eso no importa; yo no tengo otra cosa en qué pensar —repuso con dulzura Magda.

Su mirada se detuvo en Guillermo, le sonrió tranquila y le dijo:

—¿Qué tal la pesca?

—Regular nada más.

—¡Qué se le va á hacer!

Ayudada de Isabel acercó al fuego los barriles que servían de sillas, y todos se sentaron alrededor del hogar. Se arrellenó el viejo y quedó absorto saboreando su pipa; el borrego pasó de los brazos de Magda á los de Isabel, y la viuda tomó una labor de aguja.

—¿Qué es eso? —preguntó Isabel.

—Es tu cofia de lienzo para bordar el nombre de Guillermo.

La joven se ruborizó, y el muchacho pareció fijar la atención en ella por primera vez.

—¿Estás triste?

—No.

—Algo te pasa.

Insistió ella en negar, y él en interesarse para saber qué pensaba, hasta que logró arrancarle su queja.

—¡Tú no me quieres!

—Qué locura.

—No; me lo dice el frío que tengo en el corazón; cuando apareció tu barca te vi en ella, te distinguí entre todos, te esperaba ansiosa... y ni siquiera parecías reparar en mí..., no me has mirado..., no han buscado tus ojos mis ojos... ¡Esto no es querer, Guillermo!

—Eres injusta, Isabel.

—Quizá... pero he pensado tanto en ti durante tu ausencia, que hubiera querido podértelo contar todo en la primera mirada, y no encontraba la tuya...

Él pareció tranquilizarse. Se apresuró á atajar sus quejas, quizá con demasiada prisa para ser sincero, y precipitadamente, ansiosamente, le prodigó palabras de ternura, como si necesitara oirías él mismo.

Empezó un dulce murmullo de frases de amor dichas en voz baja, que vino á interrumpir el padre.

—Magda, ¿por qué no lees la Biblia esta tarde?

La viuda se levantó sin responder, despabiló la luz y fué á buscar la amarillenta Biblia de sus abuelos. Todos los pescadores de Monikembarken sabían leer y escribir. No había ningún analfabeto en las generaciones jóvenes, aunque algunos escribían y leían únicamente lo necesario para deletrear la Biblia y apuntar sus cuentas.

Las que más sobresalían eran las mujeres, más aptas, de mayor imaginación y más dedicadas al estudio.

Las hijas de Domingo se distinguían entre todas por su aprovechamiento y su graciosa manera de leer.

Abrió al azar el libro y leyó:

«He oído tu oración y tu plegaria, que has hecho delante de mí; he santificado esta casa que has edificado, á fin de establecer en ella mi nombre para siempre, y mis ojos y mi corazón estarán allí todos los días.

»Tú también si anduvieras delante de mí como anduvo tu padre, con sencillez de corazón y con rectitud, y hicieras todas

las cosas que te he mandado y guardases mis leyes y mis mandamientos:

»Estableceré el trono de tu reino sobre Israel para siempre, así como lo prometí á David, tu padre, diciendo: no faltará varón de tu linaje en el trono de Israel.»

El viejo se sumergía en un ensueño lejano siguiendo los espirales de humo blanco de la pipa, que se retorcían ascendiendo y obscureciéndose como un incienso sagrado que buscase la abertura del plafón para subir al cielo.

La joven viuda continuaba:

«Mas si obstinadamente os apartáis vosotros y vuestros hijos no siguiéndome, ni guardáis mis mandamientos y mis ceremonias, que os tengo prescritas, y os desviarais para dar culto á dioses ajenos y adorarlos:

»Quitaré á Israel de la superficie de la tierra que les di y echaré de mi presencia el templo que he consagrado con mi

nombre.

»Y esta casa será para escarmiento...»

—Es preciso obedecer los mandatos de Dios —interrumpió el viejo—. El nos ordena cumplir sus leyes y vivir en el solar en que hemos nacido. Yo nací en Monikembarken y pienso dormir en su cementerio.

—¡Padre! —exclamaron á un tiempo las dos hijas, como si quisieran alejar aquellas ideas lúgubres.

—No os asustéis. El que tiene la conciencia tranquila no teme dar sus cuentas.

El día que yo muera perderéis bien poco, con tal que Isabel se quede casada, que haya un hombre en la casa para velar por vosotras, ya que la mala suerte de Magda la hizo quedarse sin compañero antes de comerse el pan de la boda.

—¿Por qué nos aflige usted así, padre? —preguntó Magda.

—¿Es que no nos quiere? —añadió Isabel, mimosa.

Se enterneció el viejo.

—No es eso, pobrecillas; de poco os pude servir, porque los hombres no entendemos á las muchachas. Habéis estado siempre solas y yo luchando en el mar... Ahora, mejor es estar muerto, creedlo, que verse condenado á vivir en tierra martirizándoos con este maldito humor, lejos de mi barca y dedicado á criar gatos ú ordeñar ovejas... Al menos tengo la esperanza de que sois dignas de mí, de que sabréis guardar esta casa, dar honra á mi nombre y no alejaros jamás de nuestra isla. Aprended del ejemplo de vuestro tío, mi hermano Juan, que en paz reposa: sirvió en la marina y no desembarcaba jamás por no pisar tierra distinta de la nuestra. Dios bendijo su descendencia dándole hijos varones. Lo mismo hicieron nuestros abuelos, y por eso Dios ha bendecido la isla, tan poblada hoy día por sólo dos familias refugiadas en ella cuando las tribulaciones de la inundación. Aquí nos quiere Dios, que si fuese servido de sacarnos de la esclavitud de las aguas, la Biblia nos lo confirma, volvería á secar el mar para que fuéramos á pie firme á otra tierra; ahora sería contrariar la voluntad del Señor.

Ahogó su voz una tosecilla seca y volvió á guardar silencio. Resonó de nuevo la voz armoniosa de Magda, y los versículos del libro de Job, llenos de resignación y prudencia, se desplegaron en los ámbitos de la estancia. Era como una música dolorosa la voz de caricia.

«¿Por qué me sacaste de la matriz? Ojalá hubiera perecido para que ojo no me viera.

»Déjame que llore mi dolor...

»Antes que vaya y no vuelva á la tierra tenebrosa cubierta de obscuridad de muerte.

»Tierra de miserias y de tinieblas en donde habita sombra de muerte... y ningún orden, sino un horror sempiterno.»

No la escuchaba nadie. Dormitaba el viejo sobre sus recuerdos en la paz de su pipa; Isabel, calmados sus temores, edificaba su ensueño de dicha futura sobre los cimientos del viejo solar, mientras que Magda, afligida por las palabras que le presentaban como una maldición la falta de descendencia, seguía leyendo maquinalmente, sin escuchar su propia voz, sumergida en toda la amargura de caminar hacia la tierra de sombra con su existencia estéril.

Guillermo miraba sus dos tirabuzones á los lados de su largo cuello de santa bizantina, y veía plegarse sus labios como

si en lugar de leer llorase una oración, con tanta ternura, que los labios del joven pescador sentían ansias de agua fresca y sus nobles ojos verdes se humedecían en rocío de lágrimas.

II

Faltaban pocos meses para la fecha marcada al casamiento, y Guillermo se consideraba ya como de la familia. Isabel y su padre, ganados por el carácter amable del muchacho, iban á esperar su vuelta todos los sábados y á despedirlo todos los domingos; el tiempo que permanecía Guillermo en la isla lo pasaba casi todo en casa de su prometida. Cansado de los rudos trabajos del mar, sentía una gran dulzura en disfrutar de los sencillos placeres domésticos. Le invadía una sensación de paz en la casita tan limpia y arreglada; le eran familiares todos los objetos; conocía ya los reflejos que la luz arrancaba á las cacerolas de cobre colgadas de la pared, y sabía de memoria las inscripciones grabadas sobre las fuentes de porcelana de Delft, en que descansaban sus ojos. Formaban todos aquellos platos y fuentes como las hojas de una nueva Biblia, llenas de sentencias, sencillas unas, de moral otras, y algunas de una extraña ironía. «No hagas mal á nadie.» «El que no obra bien recibe su castigo.» «Conócete á ti mismo.» «El que es demasiado bueno es tonto.» «Antes de comer ora siempre.» «Compadece al menesteroso.» «No traiciones á tu hermano.»

En aquel marco que llevaba en su recuerdo toda la semana, aparecía siempre la imagen de Domingo, con su risa en los

labios, dormitando al lado del hogar, ó evangelizándolos con su palabra severa.

Isabel y Magda se le aparecían unidas de un modo inseparable. No podía pensar en la una sin la otra. Estaba acostumbrado á verlas siempre juntas. Por la mañana, cuando ordeñaban la leche de la vaca y de las ovejas, ya era Isabel la que las sujetaba y Magda la que exprimía sus ubres, ó ya era la primera que ejecutaba esta labor. Indistintamente las veía cuajar aquel jugo en el gran caldero de cobre previamente limpio, y exprimir la cuajada sobre la quesera de tablas rodeada de rollos de esparto, exprimiendo el requesón entre los lienzos blancos, con sus manos blancas. Las ayudaba á salar los grandes quesos macizos, á preparar los sequeros de pescado y á repartir los despojos á los gatos, de los cuales pululaban un par de cientos por la casa en cuanto se les abría la gatera. Todo el día se afanaba Domingo en la limpieza del corral y en cuidar su huertecillo de coliflores, única hortaliza que resiste bien el clima de Monikembarken.

Las hijas, entretanto, amasaban las pastas de harina candeal y el pan ázimo y sabroso que se cocía sobre las piedras caldeadas del fogón.

Guillermo sentía el encanto de aquella vida de familia que no había conocido en su temprana orfandad; Isabel era para él la promesa de la felicidad. La encontraba hermosa con sus redondeces mullidas, su rostro candoroso y sano y su blancura fría de alabastro. Se había acostumbrado á mirarla como á su compañera y la amaba de un modo tierno, tranquilo, fraternal. Sabía apreciar la dulce bondad de la joven, su interés ardiente, que traducía celosas quejas llenas de melancolía; había en todo un perfume suave de pasión femenina que se la hacía amada, y por nada del mundo hubiera querido proporcionarle un pesar.

Sin embargo, cuanto más pasaba el tiempo, la imagen de Isabel iba empalideciendo en su recuerdo todo lo que se acentuaba la de Magda, Había empezado por acariciarlas juntas sin reserva; conocía á Magda desde niña; asistió á su matrimonio; fué el mejor amigo de José, el compañero inseparable; le asistió en su enfermedad y le acompañó al cementerio. Jamás se le había ocurrido fijarse en Magda. Durante mucho tiempo no hubiera podido decir cómo era. El encontrarla hermosa fué para él una revelación.

Fué una mañana de sol, cuando Isabel y ella llevaban á los gatos su provisión de despojos de pescado. Los animales se precipitaban en torno de las dos jóvenes, las acariciaban restregándose con ellas, enarcados los lomos y húmedos de ternura los ojos fríos y verdes. Las dos hermanas reían alegres. Aquella risa de Magda, que no había oído jamás, sonora y fresca como su voz, le conmovió hondamente al pensar que había de encubrir siempre sus alegrías en sus tocas de viuda. Le pareció una injusticia el que aquella mujer no pudiese ya pensar en tener un hogar ó crear una nueva felicidad. Su risa le sorprendía por lo inesperada; la miró atento y la vio pálida, esbelta, grácil, con su figura marfilina y fuerte cerca de la mórbida blancura de su hermana. Le pareció más bella que Isabel.

Uno de los gatos había saltado sobre sus hombros y hecho caer la toca; los cabellos castaños, con reflejos metálicos, rodearon su garganta trigueña. Los lutos de la viuda desaparecían en la gala de su cabellera y la seda de su piel. «No hay ninguna muchacha en la isla tan hermosa como Magda», pensó el joven; y la isla formaba para él todo el conjunto del universo.

Desde aquel día, cuando quería pensar en Isabel pensaba en Magda, unas veces llena de vida, hermosa y lozana, como la había visto en el corral; otras, triste, doliente y resignada, leyendo con amargura aquellos versículos de la Biblia, fríos y rígidos, que parecían ser la condenación de su belleza. Aquella belleza le parecía un secreto que la casualidad le había revelado sólo á él. A los ojos de los demás, la viuda, pálida, algo morena, con los cabellos obscuros y su hábito de estameña, no había desplegado jamás la hermosura suprema que él conocía. Era una especie de posesión, un secreto ignorado de todos, de ella misma, que le pertenecía y que acariciaba en su intimidad más recóndita.

Sentía la necesidad imperiosa de verla, la buscaba ansioso con la vista al volver á tierra y no estaba tranquilo hasta encontrarla. Cuando la había visto, su presencia le aquietaba; era feliz sintiéndola á su lado. Se consideraría dichoso casado con Isabel y teniendo siempre á Magda cerca, acariciándolo en sus pequeñuelos, que jugarían con su garganta morena, como los gatos blancos de ojos verdes y fríos.

Y así pasaba el tiempo y así se acercaba el día de la boda.

Un hecho vino á turbar sus sentimientos, como una revelación. Bartolomé, el viejo pescador borracho, fué encontrado muerto en la primera nevada. Se había dormido repleto de alcohol, como de costumbre, cerca de un huerto de coliflores, y amaneció helado, rígido.

Su muerte causó una sensación general de sentimiento en la isla. Era el tipo legendario de que todos hacían mofa y al que todos amaban por la costumbre de verle constantemente. Parecía dormido en su caja de mal unidas tablas, envuelto en una manta de lana burda y con los labios fruncidos, como si aún sostuviera la pipa que el pastor se negó á enterrar con él, como querían sus compañeros, ya que no había quien le heredase, pretextando que sería un fetiche en su tumba.

Todos los habitantes de la isla siguieron el cortejo fúnebre. Era un espectáculo pintoresco aquel cordón de personas arlequinescamente vestidas, cruzando la extensa pradera de heno, con su perfume tenue y vivificante, detrás del ataúd donde iba el cadáver de un hombre al que todos compadecían y no lloraba nadie.

Estaba el cielo empanado; una ligera niebla unía sus celajes al mar, aumentando con su humedad el perfume acre de la tierra, que se abría y se hinchaba en grietas hondas, como surcos de arado, para dejar abrirse las semillas del heno. Partía el campo la entrecruzada red de los canales, y las olas venían son violencia á chocar contra la orilla, amenazantes como un preludio de tempestad.

El otoño es el peor tiempo para los pescadores, el de más revueltas y borrascas, y sobre todo, el de esas nieblas densas que parecen envolverles en el cielo y dificultan la vista y el oído hasta el punto de hacer chocar unas barcas con otras ó estrellarlas contra los escollos. Así es que la niebla les había entristecido más que el sepelio, y las gotas de agua de la lluvia bienhechora, que la deshacían y aplacaba el viento, fueron recibidas con júbilo. Corrieron todos á la desbandada hacia las casas, resguardándose las mujeres en sus zagalejos, con cuyo borde superior se cubrían cuerpos y cabezas, y los hombres subiendo los hombros y encogiendo el cuello para resguardarse entre el sombrero y la bufanda.

A los pocos momentos, el suelo, aguachado, estaba lleno de baches. El barrizal dificultaba la marcha; se hacía preciso zigzaguear buscando los pasos menos difíciles de los altozanos y las rocas. Los jóvenes ayudaban á los viejos y á las mujeres.

Domingo, hombre robusto y fuerte, llevaba apoyada de su brazo á Isabel, mientras Guillermo conducía á Magda. Lo exigía

así la reserva propia de la gente de la isla, celosos de las apariencias y severos con toda procacidad ó libertad desusada.

La joven viuda parecía evitar cuidadosamente la ayuda de su futuro cuñado.

En los momentos en que él la empujaba solícito, cogiéndola del brazo, ella le esquivaba apartándose, encogiéndose, reduciéndose dentro de sí misma para evitar su contacto. Aquella esquivez, que no tardó en advertir, provocó el deseo del joven.

Se preguntó si acaso Magda podía desconfiar de su afecto. La desconfianza suponía la posibilidad, y ante aquella idea

le martilleaban las sienes y se le nublaban los ojos. Violentamente cogió el brazo de Magda y lo oprimió bajo el suyo

con fuerza. Le sintió rígido, agarrotado, haciendo esfuerzos por escapar; al fin fué doblegándose en una resistencia pasiva, sin aflojar la tensión de los músculos... El la oprimía dulcemente, la miraba, la apretaba contra sí. En algunos momentos sus rostros se encontraban tan cerca, que sentía su aliento como si estuviesen envueltos en el embozo de una misma manta. Experimentaba deseos de morder sus labios, de quemarse en la luz de sus ojos. Perdía el camino hundiéndose con Magda en los baches y barrizales, mientras experimentaba una sensación de subir, de volar, de ensolarse en los rayos dorados... y el brazo que oprimía perdió su tensión: se había hecho blando, dulce; sorprendía algún estremecimiento nervioso que respondía á su presión.

Ella respiraba fuerte, con los labios temblorosos y los ojos cerrados. La tentación del beso era demasiado fuerte. Lo arrancó hambriento, feroz, violento, de aquellos labios de Verónica, que sintió estremecerse bajo los suyos, y desplegarse en un grito de terror y espanto. Los que caminaban más cercanos detuvieron el paso:

—¿Qué es eso?

—¿Qué pasa? —preguntaron asustados á un tiempo Domingo é Isabel.

—Me he torcido un pie— repuso sollozando Magda, que se había arrojado al suelo.

Se acercaron solícitos á levantarla, y Guillermo la ayudó, cogiéndola del talle, á llegar hasta su casa, apoyada en el hombro de su padre.

A pesar de todos los cuidados que le prodigaron y de la venda que le puso Isabel, Magda no quiso comer nada, y siguió toda la noche llorando y lamentándose de su dolor, hasta el punto de que Guillermo llegara á dudar de si, en efecto, le habría sobrevenido el accidente de que se quejaba.

III

Desde aquel día Guillermo no había vuelto á encontrarse á solas con Magda. La joven le trataba cada vez con más frialdad, con más despego, con más reserva, y aquella actitud lo desesperaba: hubiera preferido una franca hostilidad.

Se sentía enloquecer al pensar en Magda, y sus sentimientos se habían hecho claros y evidentes ante su conciencia. No era á Isabel á la que amaba: era á Magda. Aquella pureza mística, inconsútil, blanca, de su novia, se encendía como una provocación en los ojos de Magda, con una mirada sabia, de algo oculto, maligno, lleno de promesas y placeres, que pretendía velar.

Tal vez había contribuido el amor á la virgen, á la pasión por la viuda, la excitación de un perfume constante entre aquellas dos carnes de hermanas que se le hacían iguales y distintas, para atraerle la una suavemente á los plácidos goces del hogar, y la otra á las sacudidas violentas, desenfrenadas, de una pasión capaz de arrostrar todos los peligros para satisfacerse.

Enamorarse de una viuda en Monikembarken era una monstruosidad. La gloria de sus mujeres consistía en la fidelidad; jamás se había dado el caso de que ninguna viuda, por joven que fuese, escuchara otra palabra de amor.

La mujer pura, casta, virtuosa, no podría aceptar ninguna ley que no sentase bien á su virtud, y toda mujer que amase á más de un hombre debía considerarse deshonrada ante la severa moral de sus costumbres. El marido no ha muerto del todo para ellas; las deja en su casa, cerca de su hogar, al cuidado de su hacienda, mientras él va á dormir allí cerca, en el cementerio, esperando la hora de que ella vaya á buscarlo. Los amores de la viuda serían un adulterio quizá más grave que en la casada, puesto que se cree que el espíritu vaga y sufre cerca de los que amó en su vida mortal, y no puede ocultársele nada. Hasta los que morían en el mar, sin que éste devolviese sus cuerpos, tenían en el cementerio una cruz con su nombre, como si quisieran darle un punto de refugio al alma que vagaba entre las olas.

Los héroes de la isla eran aquellos hombres que encontraban la muerte en los naufragios, y la viuda del héroe había de mantener el prestigio de la gloria que se le legaba, tan pesada como todas las glorias. Todo el pueblo parecía hacer causa común para vigilarla, como si de su ejemplo hubiera de surgir la fortaleza de los héroes futuros.

Guillermo se desesperaba ante lo imposible de aquel amor, contra el que luchaba en vano y en el cual no podía abrigar ninguna esperanza. Cuanto fuese contra sus costumbres y tradiciones se consideraría como una monstruosidad.

Pasaba los días de pesca triste, ensimismado, desolado por no haberla visto, diciéndole adiós al partir.

¡Era tan poco lo que solicitaba! Trataba en vano de sugestionarse con el recuerdo de Isabel; de confundir en uno aquellos dos perfumes que le embriagaban. Era el de la viuda, fuerte y poderoso, el que vencía siempre. Miraba ansioso al regreso aquel cordón de gentes que los esperaba en el pequeño muelle entre los dos postes blancos, con bolas semejantes á quesos, que formaban su malecón. Distinguía desde el mar todos los vestidos polícromos, las graciosas cabezas rubias de las mujeres, buscando entre ellas sólo á la que estaba seguro de no encontrar.

Su tristeza, su honda desesperanza, llamaron la atención de sus compañeros. Aquel domingo, cuando todos los isleños se reunieron en la iglesia á la hora de los oficios, John, el patrón de la Gaviota, se acercó al grupo que formaban Guillermo con Domingo y sus dos hijas, y preguntó sonriendo:

—¿Cuándo es ese buen día?

Y como todos guardaran silencio, añadió:

—Es preciso que sea pronto, porque éste se nos muere de tristeza, y dando familiarmente unas palmaditas en el hombro del joven se alejó, repitiendo:

—Que sea pronto hay razón de estar impaciente.

Isabel había enrojecido hasta el blanco de los ojos, con un rubor de berengena; mientras Magda palidecía hasta convertirse en una figura de marfil, sin color en los labios ni más señales de vida que el brillo de calentura de sus ojos pardos.

IV

El invierno había caído con toda su pesantez y su impiedad sobre Monikembarken. El mar se había helado en una corteza de

dos metros de espesor como un cristal sucio y verdoso. Los barcos estaban varados en el puerto y los hombres metidos en sus casas, encerrados en ellas por el frío, sin que se reuniesen las familias nada más que el domingo en los oficios divinos. Todo el demás tiempo las mujeres no salían de sus casas si no lo exigía algún quehacer absolutamente necesario; como las sacerdotisas de Vesta, su deber era no dejar apagar el fuego. El agua, helada en grandes témpanos, hacía preciso derretirla al calor para que se liquidase. Se pasaban el tiempo al lado del hogar, ocupadas en sus labores de aguja ó en amasar el pan y preparar la polenta que, con el queso duro, el pescado seco y la manteca salada, constituían su principal alimento. En las tristes y cortas veladas se leía la Biblia en alta voz, y durante las horas del día, que se diferenciaban poco de la noche, los hombres dormitaban fumando ó se reunían á contar sus aventuras ó á entretenerse con algún juego inocente. Obedecían en esto al pastor, que les prohibía todo juego de interés pernicioso. En lo que no le obedecían era en abstenerse de la cerveza y el alcohol, que bebían con exceso y fruición de buenos holandeses para matar el fastidio y la monotonía de aquellos meses de invierno.

El alcohol, el juego y la pipa constituían la única distracción de todo aquel tiempo que habían de pasar envueltos en niebla, en obscuridad, quebrando el hielo bajo los patines que habían sustituido á los zuecos de madera.

Había que ir á la calle siempre envueltos en pieles de oveja, para caminar sobre la costra helada que había ocultado toda la vegetación y todos los canales. Se distinguía apenas el contorno de la isla por su blancura del vidrioso hielo del mar; muchos pescadores, aguijoneados por la necesidad de provisiones, se lanzaban sobre la corteza de las aguas con sus patines

y cruzaban velozmente, con una rapidez de cuarenta kilómetros por hora, de una isla á otra.

Los que se dedicaban á la cría de gatos como industria, aprovechaban á los animales para productores de calor; dóciles, mansos, enseñados, se les tenía en la sociedad de la familia sin peligro de suciedad, sólo con cuidar de abrirles la puerta de los corrales antes de obscurecer y prepararles, al acostarles, su lecho de heno, que se cambiaba diariamente.

En casa de Martín los gatos la animaban toda y la hacían tibia y agradable. Aquellos doscientos animales que se esforzaban por llegar hasta la ceniza caliente y se apretaban contra las personas, las vestían con el lujo de sus pieles blancas y atigradas.

Magda estaba obligada á pasar casi todo el día sola entre ellos.

Las dos hijas del pastor padecían una enfermedad de la garganta, originada por la rudeza del clima. Isabel iba por las mañanas á la escuelas para auxiliar al sacerdote en sus tareas de maestro.

La joven ayudaba al pastor á tomar las lecciones de catecismo y lectura á los muchachos y les empezaba sus labores á las niñas, porque en Monikembarken la coeducación era un principio tan natural, que á nadie le ocurría discutirlo.

Sabía la joven, con su dulzura especial, captarse la voluntad de los niños é infundirles el gusto al estudio de tal modo, que el pastor que pensó en hacer turnar en aquella prestación personal á todas las muchachas aptas de la isla, acabó por rogar á Domingo que le cediese á Isabel todo el tiempo que durase el mal de garganta de sus hijas. El buen viejo accedió contento y él mismo iba á buscarla todas las tardes para volver con ella y con Guillermo á su casa. Se recreaba oyendo de labios de Isabel las travesuras de los muchachos y los mil lances de la lección y de la escuela, que ella refería animada, contenta, haciendo notar al paso su superioridad y el cariño que despertaba en los educandos con una sencilla vanidad inocente.

Al llegar á casa parecía helarse la alegría de los tres, encontrando á Magda sola, triste, silenciosa, sombría, poniendo sobre su juventud la cruz de su viudez.

Guillermo se esforzaba por huir de la tentación de acercarse á ella, de hablarla á solas. En vano trataba de embriagarse con el amor de Isabel, inocente, confiada y contenta con las ardientes demostraciones de pasión que encendía el recuerdo de su hermana, más potente, más vivo, más embriagador cada vez cerca de ella.

La palidez de la viuda ante la imprudencia de John había sido una esperanza para Guillermo. Inconsciente, ansioso, había formado el proyecto de verla á solas. Tal vez con una explicación franca podría desaparecer la alucinación que le dominaba. Aquel día, cuando vio salir á Isabel y á Domingo, se deslizó furtivamente en la casa...

Magda estada inmóvil cerca del fuego, en actitud abandonada, y no le oyó llegar.

Guillermo retuvo el aliento para contemplarla. Su cuerpo había casi desaparecido bajo la envoltura de pieles de los gatos que la rodeaban, ondulando en torno de ella, acariciándola con sus sedosidades en el suave restregar de sus cabezas engalladas y de sus lomos enarcados.

Aquellos meses de celo parecían hacer á los animales más expresivos, más espirituales. La mayoría eran hembras destinadas á la cría, y ostentaban ya sus vientres macizos, pesados, repletos de una maternidad abundosa. Otras, con las barrigas peladas y los senos henchidos, se tendían cerca de la camada de gatillos informes, con los ojos cerrados, que sólo mostraban su vida en el instinto que les hacía buscar, con las bolas carnosas de sus cabezas, el pezón que chupeteaban.

Eran las gatas de ijares flácidos, hundidos, las que se intranquilizaban con inquietud de enamoradas en tímidos maullidos musicales cerca de los machos que, gordos y satisfechos, apenas les concedían una mirada.

Guillermo apreciaba, inconsciente, el conjunto de belleza del cuadro que rodeaba á Magda. La actitud tanto tiempo conservada por la joven tenía mucho de la actitud y del reposo felino.

Era graciosa y muelle como la de los gatos, que descansaban sus cabezas sobre las patas delanteras ó se enroscaban de un modo perezoso, rítmico, enseñando, coquetas, el collar atigrado de su garganta en movimientos siempre ondulantes, siempre armoniosos, siempre henchidos, de una cadencia voluptuosa.

Sin embargo, sentía una extraña impresión de miedo en presencia de los gatos. No podía decir si los ojos de todos aquellos animales lo miraban á él ó veían algo misterioso que contemplaban atentos en el vacío donde él no podía ver nada. Eran ojos fríos, ojos de piedras ó de agua cuajada, diferentes en expresión y matices: verdes, celestes, azules, opalinos...; unos con estrías doradas, salpicados otros de un polvillo de plata muy tenue y muy oculto en el fondo de la pupila, y otros con haces de bastoncillos obscuros y diamantinos. El centro de todos era un punto de luz, de luz propia, encendida en ellos, fosforescentes en la obscuridad. De allí partían las expresiones malignas, dulces ó irónicas; jamás apasionadas ni fieras; siempre reconcentradas, solemnes, frías... Tal vez los ojos de los gatos habían contribuido á formar la existencia de aquel mundo de espíritus en que creyeron los egipcios que hicieran de ellos sus dioses y que perpetuaban su dominio en la isla, aquella creencia absurda que repugnaba ahora á su razón y que venía á oponerse á su felicidad.

Al fin pudo vencer el terror supersticioso que le había paralizado un momento, como si aquellos animales crearan espectadores en torno suyo, y esforzándose por sentirse solo con la joven, llamó con voz dulce:

—¡Magda!

Se volvió ella, con los ojos muy abiertos, como si contemplase una visión de su sueño.

—¡Guillermo! ¿Tú aquí?

—Ya lo ves.

—¿A qué has venido? Sabes que no está Isabel.

—Buscaba á tu padre —murmuró él, vacilante.

—Acaba de salir... Puedes marcharte.

Tenía su voz un dejo de desencanto y amargura.

El imploró de nuevo:

—¡Magda!

—¿Qué es lo que quieres?

—No lo sé... no lo sé...

Se detuvo un momento, y añadió con calor:

—He venido para verte, Magda; sentía la necesidad de verte á solas, ni sé por qué, ni sé lo que tengo que decir...

—No te comprendo...

—No puedes comprender á un loco, yo estoy loco, Magda...; necesito que me mires mucho, mucho, mucho; que me desencantes con tus ojos del maleficio que tus ojos me han dado.

—Márchate, Guillermo, y olvida toda esa quimera —repuso ella con más tristeza que enojo.

—¡Imposible! ¡Imposible! Hace mucho tiempo que yo no vivo más que para ti... ansiando tus labios, tus ojos, tu cuerpo, que tiene un misterio que me inquieta, algo secreto que me atrae y me martiriza. Es tuya la culpa; si hubieras sido conmigo comunicativa, sencilla como las demás mujeres, yo no hubiera hecho de ti algo tan aparte de ellas. Ya no hay remedio. Te me has hecho precisa, indispensable. ¡No puedo vivir sin ti! ¡Magda, por caridad, dime que tú también me amas!

La joven lloraba sin contestar. Sus lágrimas exasperaban más á Guillermo; la encontró más hermosa entre ellas, más deseable.

—¡Por caridad, por compasión —exclamó desesperado—, no llores así! ¡Tus lágrimas me han robado hasta la alegría del único beso que te he dado en mi vida!

—Guillermo —exclamó ella acercándose con las manos juntas— , ¿por qué me hablas así? ¿Soy yo una mujer liviana para merecer este trato, de ti, del amigo de José, del novio de mi hermana...

Los gatos, asustados con el movimiento brusco de la joven, se replegaban mirándoles recelosos. El le cogió las manos.

—Perdóname —le dijo—, no llores, escucha. Lo que siento es más fuerte que yo. No puedo amar á tu hermana ni á nadie que no seas tú. Cuando hablo con ella le digo lo que te quiero decir á ti... pero mi voz no llega á tus oídos.

—No, no, no debe llegar —exclamó, retorciéndose desesperada, para desasirse de aquel contacto que la estremecía —; si la escucho no podré estar ya al lado de mi padre, de Isabel... no... ¡Malditos sean los oídos que oyen hablar el lenguaje que les está vedado!

Volvía los ojos asustada hacia aquellos animales, que se revolvían y se restregaban junto á sus rodillas y que parecían llevar en los ojos la sombría mirada de un misterio vivo.

La voz de Guillermo le infundió valor.

—No nos separa nada, Magda —decía el joven—; eres libre, yo lo soy también; escaparemos á todo, huiremos de la isla... la tierra es grande.

El halago era tan fuerte, que ella descubrió su deseo.

—Mi deber... mi muerto... mi padre... ¡Me maldecirían! ¡Tengo miedo!...

Aquellas palabras eran el resumen de todos los sentimientos que encadenaban su pobre alma para correr tras el amor.

El lo comprendió así; se sintió amado y le inundó una alegría inmensa.

—¿Qué importa todo si yo te bendeciré? —exclamó con pasión—. Yo te amaré por todos, Magda mía. Dime que tú también me quieres... ¡Sé mía!

La vio vacilar, temblorosa, en medio de las lágrimas que lo excitaban; pero comprendió que no cedería más que á la violencia, á una violencia que quizá, deseaba y le pedía desde el fondo del alma; y ciego, loco, la arrojó contra el suelo, estrujándola, ahogando sus gritos y sus lágrimas en un paroxismo supremo de pasión, mientras los gatos huían asustados, fijando en ellos las pupilas frías, con una atención suspicaz, silente, en la que parecían reservarse una sentencia providencial.

V

Desde el momento de la caída habían cesado para Magda todas las resistencias. Había entregado su virginidad de viuda en brazos de Guillermo, y le obedecía, dócil y sumisa, cada vez más enamorada y más ingenua.

Aprovechaban todos los momentos para verse, embriagados en aquella pasión tan potente que les libraba de sentir remordimientos.

Magda experimentaba un terror supersticioso, como si sintiese cerca de ella algo sobrenatural, un testigo al que no podía ocultar su falta cuando hubiera querido encerrarse en una impenetrable sombra, huyendo de los animales domésticos, de los muebles, hasta de los sitios familiares; para poder reír feliz en los brazos de su amante, satisfecha de su pasión, tranquila, olvidada de todo en una suprema embriaguez. Se le ofrecía con pudores de niña en un abandono y una virginidad completa, porque no estaba manchada en su deleite con recuerdos que le eran odiosos. Pasó para ella el matrimonio sin darle á conocer el goce de la pasión que se le revelaba con la juventud de Guillermo. Era una perpetua virgen, con esa virginidad real que no se pierde sin amar ni se pierde en un amor que sabe crearla constantemente en la emoción diaria. Se necesita pasar de un amor á otro para perder la virginidad maculada por los recuerdos, y Magda no había amado más que á Guillermo. Loca, apasionada, le rodeaba con sus brazos, le bañaba con sus cabellos y le repetía sin cesar entre sus besos un eterno

—Te quiero, te quiero, te quiero, que hubiera deseado repetir hasta el infinito.

Habían tenido bastante habilidad para ocultarse y no dejar vislumbrar su secreto favorecidos por las circunstancias; pero el invierno iba de vencida. Isabel acabaría sus tareas en la escuela, los pescadores debían volver á sus faenas y el fantasma de la boda se aproximaba dibujado en los primeros rayos del sol.

El amor de Magda era bastante grande para hacerle imposible tolerar la ficción de Guillermo cerca de su hermana; se indignaba de ver á ésta preparar su matrimonio cuando hubiera querido gritar al mundo entero, que Guillermo no amaba á nadie más que á ella. No sentía remordimientos ni lástima de nadie. Se imponía su vida de un modo tiránico, con toda la potencia del instinto, que quería vivir y gozar de la existencia. Su martirio estribaba en el disimulo, en la necesidad de asistir á los oficios divinos y en aquella lectura de sus libros sagrados que se le hacía insoportable con la continua amenaza de castigos crueles, destinados á los que vacilan en la senda de un áspero deber. Se creía aludida en aquellos versículos fúnebres que le hacían temblar de espanto, y no se atrevía á ir cerca de la tumba de su marido, que lo sabría todo, puesto que á los difuntos no se les oculta nada. Simulaba visitas para no llamar la atención alterando sus costumbres, pero se volvía de enmedio del camino.

Cuando se desheló el mar y su amante tuvo que volver á embarcarse, Magda sintió un gran terror. Tomó cuerpo el miedo á la venganza de un ser desconocido. «El mar lee en la conciencia y castiga á los culpables.» Era esta la creencia general de la isla, y merced á ella se contenían los instintos con el miedo á un castigo más próximo que los del infierno.

Magda se echó suplicante en brazos de Guillermo, rogándole que no se embarcara.

—Yo no puedo vivir así —le decía sollozando—; llévame de esta isla, líbrame de esta tortura; yo necesito ostentar tu cariño á la luz del día, vivir tu vida, compartir tu suerte, que mis brazos te cuiden y mis manos amasen tu pan y cosan tu lino.

Guillermo estaba demasiado envuelto en el amor de Magda pira poderse resistir á tal súplica, pero era preciso esperar. La convenció de la necesidad de ir con sus compañeros. En la primera ocasión combinaría con algunos pescadores de otra isla la manera de que viniesen con sus barcas á buscarlos. Necesitaban apelar á la fuga para escapar de aquella tierra, a la que estaban encadenados por la fuerza de la tradición y de la costumbre.

VI

Las dos hermanas se habían acercado varias veces á la puerta á observar el tiempo, llenas de honda inquietud. Aquel domingo se hacían á la mar los pescadores, tal vez demasiado pronto, en los días azarosos que dominaban sobre el golfo en la proximidad del equinoccio y las más altas mareas de todo el año.

Las aguas subían sin necesidad de tempestades hasta inundar la isla, haciendo preciso recorrer los canales en barcas.

Las señales del cielo no eran buenas; las cabañuelas habían predicho borrascas en aquellos días, y por la parte de Leuwarden aparecían las pequeñas nubecillas precursoras de la borrasca. A las nubes del Sur y del Este no había que temerlas, eran las del Norte y las del Noroeste las peligrosas; cuando aparecían encapotando el azul como un punto negro, semejantes á un gavilanejo lejano que tendía las alas en el horizonte, las mujeres se echaban á temblar y se intranquilizaban los pescadores. En aquellas circunstancias, por el consejo de los prácticos, no hubieran salido las barcas, pero los patrones tenían que mostrarse decididos y no perder los días de pesca por la amenaza de un peligro, que, aunque raras veces dejaba de cumplirse, no era de una certeza infalible.

Conforme descendía el sol apretaba el levante. Se le veía correr sobre la superficie del mar rizándola con rachas más plomizas. Fuera debía ser violento, por las fajas obscuras, casi negruzcas, que dominaban en pleno Océano.

Monikembarken está situado en la última cadena de islillas, que como un collar de perlas ciñen la salida del golfo. Sus pescadores habían de encontrarse en el mar libre, en ese Océano del Norte tan traicionero y violento, que los normandos, en una latitud tan inferior á la suya, empiezan ya á denominar el mar bestia. Un mar de aguas muy densas, muy salobres, muy yodadas, descoloridas y lechosas, con transparencias de estaño, que no tiene la furia poética del Mediterráneo en sus tempestades de opereta, fáciles de sortear para marinos tan expertos y decididos como los holandeses, hijos predilectos de Neptuno, á los que se diría que el dios de las aguas les había concedido algo de su dominación sobre los Océanos y algo de semejanza con los animales del mar.

Aquel mar del Norte era artero, caprichoso, de borrascas prontas y de súbitas calmas. Entre muchas olas tendidas venía de pronto la ola mortal, alta como una montaña, que sorbía la embarcación, la trituraba é iba á desvanecerse después sin espuma, sin color, sin grandeza.

A veces una gran borrasca daba lugar á que volvieran las naves al puerto, mientras que en ocasiones, con una ligera tormenta,

desaparecían para siempre. Por acostumbradas que estuviesen, las mujeres amantes no podían nunca ver con tranquilidad la partida de los pescadores. Sus rostros, que querían ser serenos, estaban graves, sus sonrisas eran melancólicas, sus miradas revestían un hábito de tristeza que obscurecía los ojos claros de agua cuajada, con rachas rizosas semejantes á las del mar. Sin embargo, todas parecían animarse, darse valor con su fortaleza de calvinistas. Trataban de ocultar sus impresiones, y sobre todo hablaban mucho de la vuelta. Era como si de ese modo, con el proyecto de algo lejano, creasen un porvenir que, habiendo de cumplirse fatalmente, obligaba al mar á respetarlo. Les ayudaban ellas mismas á embarcar sus provisiones, sus jarcias, sus aparejos, sus cubas de agua dulce y los sacos de lastre que irían arrojando al mar según formase el cargamento la pesca perseguida. Los comerciantes de las ciudades del litoral iban á las islas á comprar el pescado, y la mayoría de las veces los contratos se hacían de barca á barca.

Aquella tarde el agua, agitada á favor de la alta marea, hacía mecerse con violencia las maderas de ios barcos. Las mujeres no podían embarcar y tenían que contentarse con alargarles los objetos desde el malecón, mientras ellos procuraban mantenerse cerca del embarcadero apretando los remos á los escálamos y adosando el perchero á las rocas.

—¡Hoy vamos á bailar! —decía uno con voz irónica, no se sabe si confiada ó temerosa.

—¡Buena se nos prepara! —decía otro, mientras trataba de guardar el equilibrio para izar la vela, en cuyas jarcias soplaba el viento con silbido largo y musical, como en los tubos de un carillón.

Estaba todo dispuesto para partir; cada uno ocupaba su puesto, atentos unos á la vela y otros al timón, y todos, por un mutuo acuerdo, cuidaban de la apostura en que había de sorprenderles la última mirada de la gente de tierra, que se habían alineado de un modo respetuoso, guardando un silencio triste.

—¡Vamos con Dios!— exclamó el patrón de la barca delantera, levantándose el gorro de piel para saludar el nombre que invocaba.

—¡Vamos con Dios! — respondieron á coro con igual ademán los de las otras barquillas.

En aquel momento solemne las embarcaciones maniobraron y el pastor trazó con toda solemnidad su cruz en el aire.

Se rasgó bruscamente el silencio de la multitud.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

—¡Que Dios os acompañe!

—¡Buena suerte!

—¡El Señor vaya con vosotros!

—¡Hasta la vuelta!

—¡Buena pesca!

Estalló un aluvión de nombres propios:

—Pablo.

—Jorge.

—Guillermo.

—Antoñuelo.

—Nicolás.

Se esforzaban todas en hacerse oir de los suyos, en saludarlos, en acompañarlos con la voz y la mirada el mayor tiempo posible. Ellos respondían graves, con el pañuelo ó con la mano. Algunos permanecían callados y silenciosos, cuanto más les conmovían aquellas muestras de cariño. Poco á poco las barcas se iban alejando, perdiéndose sobre la mar, picada de un ligero cabrilleo, en que se rizaban y se rompían pequeñas olillas de espuma blanca, deshechas apenas formadas en las rachas de levante, que cada vez menudeaban más.

Los viejos marineros querían tranquilizar á las mujeres. Era cierto que las barcas no señalaban la estela de su quilla sobre un mar sereno; pero navegaban tranquilas, sin bachichon violento, aunque sobre ellas se cernía la amenaza de un cielo que se aborregaba y se entenebrecía con la masa negra que encapotaba la punta de Lawarden, y se hacía sentir en la hinchazón de las velas y la tirantez del cordaje.

Tristes y cabizbajos volvían todos á los hogares, que parecían desiertos sin los idos.

Indignados los viejos de tener que quedarse sin compartir el peligro de los hijos, impresionados los muchachos por el ambiente de tristeza de sus mayores, y fuertes las mujeres en su fe religiosa, que las hacía ir al templo á rogar por los ausentes, y encender la luz de aceite ante la imagen de Cristo, confiadas en que aquellas lucecitas, sus oraciones y sus promesas, tenían fuerza de talismán para proteger á distancia á los que amaban.

Cuando llegaron á su casa, Isabel corrió á los pies del Crucificado y le encendió su luz, llorando y orando. Magda la dejaba hacer. Sentía un consuelo en que el amor de su hermana protegiese á Guillermo, como si creyese que el suyo lo había de condenar. Permaneció grave y silenciosa, sombría, ensimismada en su lucha violenta de esperanzas, temores, remordimientos y recuerdos de dicha. De vez en cuando un recuerdo de amor venía á hacerla sonreír entre sus temblores.

—¿Vienes á la iglesia, Magda?

La voz de su hermana la hizo estremecer.

—No.

No tenía fuerza para presentarse á los pies de Cristo, le parecía airado con ella. La imagen de Dios-hombre era demasiado severa para abrirle su corazón de mujer. Recordaba la voz de su padre cuando les hablaba de su orfandad.

—Los hombres no os sabemos comprender bien.

Hubiera necesitado un Dios-hembra: la concepción de la Virgen de los católicos, que la consolaría con corazón de mujer. ¡Necesitaba tanto rezar! Sus nervios se hubieran aflojado, hubiera podido llorar, esperar, descargar aquel ardor de su cabeza, que le hacía martillear las sienes.

Una ráfaga de aire hizo crujir las puertas y temblar la alcatifa de la techumbre. Le parecía que alguien llamaba á la puerta grande, y se levantó estremecida de terror. Los gatos maullaban de un modo lúgubre en la gatera, con sus ojos magnéticos fijos y fríos y los lomos erizados, arqueados, en punta, semejante á los pequeños tigres que sienten llegar la tempestad en su camada del desierto. Vio á Magda y á Martín, que avanzaban corriendo hacia la casa.

—¡La inundación!, ¡la inundación!, ¡cerrad las puertas!— gritaban aterrados.

Vio bajo sus pies subir el agua, que ganaba el suelo de la isla. Las casas estaban rodeadas de mar, de mar con olas, que chocaba contra los muros á la altura de un metro.

Muchos hombres, con el agua á la cintura, llegaban corriendo del puerto. Eran los que habían logrado volver de arribada, con las velas rotas, impotente el timón y luchando con las terribles olas para ganar el amparo del puerto que habían abandonado poco antes.

Las masas de agua parecían irse agregando unas á otras, yuxtaponerse, para formar por su conglomerado una enorme montaña líquida, negra, que crecía, subía como atraída hacia las nubes por una potente atracción si fónica y se rompía rugiente, loca, en espumas duras como piedras al chocar en su violencia contra el escollo de una barca ó de las rocas de la costa. El viento, desatado en la llanura del mar, corría, las empujaba, mugía con furia destructora, rompía los palos de las embarcaciones, que abatían las velas á sus pies, temerosas de presentarle un obstáculo y como si quisieran desarmarlo con su humildad.

Los marineros holandeses rezaban al Altísimo al mismo tiempo que pretendían encontrar un refugio. De las cinco barcas, dos volvieron á la isla entre las sombras del crepúsculo. Ninguna era la de Domingo, ni la Gaviota, en que iba Guillermo.

Con la vuelta de aquellas dos naves unas cuantas familias recobraban la tranquilidad, al par que el desencanto de las que esperaban á los suyos se hacía aún más doloroso, con la decepción de la esperanza frustrada. Venían rotos, contusos, mojados y desalentados de aquellas horas de lucha con las olas. En su egoísmo todos hablaban de sus propios peligros, de sus momentos angustiosos. No sabían de los compañeros. Los vieron primero luchar á su lado, luego los perdieron de vista. Los alejó el mar; quizá no tardarían en llegar; quizá se habrían amparado en otra isla. No querían admitir la posibilidad del naufragio, la palabra fatídica que nadie se atrevía á pronunciar.

La vista perspicaz de los isleños destinguía dos barcas á lo lejos, que se iban acercando, en su lucha con las olas. No

era posible reconocerlas y sería difícil que pudieran llegar á tierra. Se las veía como frágiles juguetes de la inmensidad del agua, encabritarse al sentir en su vientre el espolazo de espuma y dar vueltas vertiginosas en su caída, como si se sepultaran para, siempre en el fondo de las aguas. Gritos de dolor, latidos jubilosos de esperanza, una tempestad de las almas impotentes para prestarles socorro, rimaba con la terrible borrasca del mar entre aquellas gentes ansiosas y aquel puñado de hombres que luchaba con la muerte sobre las frágiles tablas de las barcas, á la vista de sus mismos hogares, con una agonía desesperada y terrible.

Y en aquella angustia, en aquel suplicio, les envolvió la sombra. Se encendieron luces y antorchas que pudieran servir de guía á los navegantes. Los isleños no veían ya nada, escrutaban en vano con sus ojos la obscuridad; el misterio de las aguas negras era impenetrable. Una masa obscura, mugidora, insondable, como un sudario de muerte que se rasgaba de vez en vez con el desgarro de una culebrina zizagueando de modo que dejaba ver en el espesor del espacio y de las nubes un fondo denso, obscuro, hondo, aterrador, como si el dedo de la muerte pusiera con ellos una firma de fuego.

A la luz azul del relámpago parecían verse las barcas luchando con las aguas, entre el fuego, la sombra y la negrura del mar, sumergiéndose y reapareciendo sin cesar; ya sin remos, sin velas, sin timón, sin mástiles y sin jarcias, quizá sin hombres... El furor del huracán hacía repercutir el tableteo de los truenos, como voces de venganza, de lamento y de maldición. Las furias del mar y de los aires, los seres invisibles, los gérmenes del mar, anonadando la soberbia humana, un lamento prolongado resonaba en toda la isla. La tempestad y la alta marea combinadas habían determinado la inundación.

Se sentía crecer el agua sin verla y llegar hasta los trancos de las puertas amenazando con invadir las habitaciones, á pesar de la precaución con que estaban construidos sobre altos cimientos. Los animales, asustados, unían sus ecos lastimeros á las plegarias de los hombres; y el pastor, con un corto número de fieles sitiados en el templo por las aguas, ofrecían la función de desagravios al Altísimo, con el mismo temor á su ira que experimentaban los paganos cuando sacrificaban una víctima á Neptuno.

«Santo, santo, santo, Señor Dios de los ejércitos; llenos están los cielos y la tierra de la majestad de tu gloria», gemía el sacerdote ante el altar, y un sollozo de los fieles se extendía por las naves del templo al contestar:

«Señor, tened piedad de nosotros.»

Su oración era el grito de angustia, de impotencia, la confesión de la pequenez de los hombres perdidos en aquella roca, semejante á una balsa en medio de la grandiosidad de los elementos que parecían querer desgajarla y sumergirla. La incesante venganza del mar contra los holandeses, su furia magnífica desplegada en medio de las tinieblas y el macabro zumbido del viento implacable, rencoroso, amenazando con destruirlo todo.

VII

Lo mismo que el sacerdote en el templo, los vecinos, aislados, perdidos en las casas batidas por el agua, cuyos cimientos amenazaban derrumbarse, volvían la vista hacia un ser ignoto cuya mano potente les azotaba queriendo desarmar su cólera con la humildad de su pequeñez.

Domingo, afectando mayor serenidad que la que sentía, ordenó á sus hijas que leyesen la Biblia para fortalecerse con la palabra de Dios.

—Cuando la, conciencia, está, tranquila —les dijo— hay que tener confianza en la Providencia divina, que sólo los malvados pueden temer.

Aquella creencia en la Justicia Omnipotente parecía aliviar el pesar de Isabel, al mismo tiempo que renovaba la desesperación de Magda. Se reconocía culpable, y en su orgullo inconsciente pensaba que sólo por su pecado se desató la tempestad en que tantos corazones sufrían y en que padecían tantos inocentes. Ella y Guillermo habían sido culpables y Dios permitía que el mar los castigase haciendo justicia. Tenía el presentimiento de que no volvería á ver á su amante; de que las olas castigarían su resolución de abandonar la isla donde había nacido, la casa de sus padres, los cadáveres que dormían en aquel, cementerio inundado por las olas, cerca del hogar de sus afectos.

El recuerdo del marido airado que mezclaría su furia á la del viento contra Guillermo y contra ella, la aterraba.

Al fin el exceso de pavor, de dolor, de miedo, tendió sobre sus nervios el lenitivo del cansancio, ese atontamiento que parece una paralización del cerebro... y así, entre lágrimas, oraciones y piadosos intervalos de amodorramiento, después de los ataques de desesperación, fueron deslizándose las horas.

Cuando su padre sacudía su soñolencia para prestar atención á la lectura, Magda hacia un esfuerzo á fin de que la voz no se ahogase en su garganta, mientras Isabel procuraba escapar y acercarse al ventanillo de la puerta para mirar en la negrura los momentos que la luz azul del relámpago rielaba con su zigzag sobre las aguas agitadas.

La joven viuda leía las palabras de Gedeón al ángel:

«Si el Señor es con nosotros, ¿cómo es que nos han acaecido todos estos males? ¿Dónde están aquellas sus maravillas que nos han contado nuestros padres, diciendo: el Señor nos sacó de Egipto? Mas ahora el Señor nos ha desamparado...»

Se detuvo con un inmenso desconsuelo; aquella voz de duda, de queja, le hacía daño.

Volvió algunas hojas y halló el canto triunfal de David, el rey-profeta, que prorrumpía en su hermosa poesía lírica lleno de confianza:

«El Señor me retribuirá según mi justicia y me recompensará según la limpieza de mis manos.

»Porque guardé los caminos del Señor y no obré impíamente contra mi Dios.»

El libro de los Reyes contestaba al libro de los Jueces con el constante espíritu de venganza, de castigo, implacable contra el pecador. Ella necesitaba palabras de misericordia.

—No puedo más, no puedo más —balbuceó.

—Que lea Isabel —ordenó el padre, sin comprender su angustia.

La joven se acercó con lentitud y tomó el libro.

Maquinalmente continuó al azar la lectura:

«Tú sabes, Señor, que nunca he codiciado varón y que he conservado mi alma limpia de toda concupiscencia.

»Consentí en tomar marido en tu honor, no por liviandad mía.»

Otra voz cantaba sus méritos para implorar la gracia del Señor. ¿Qué méritos podría ella presentar? Ni siquiera aquellas de castidad de Sara, la hija de Raquel, que así podía hablar ante Dios después de tener siete maridos.

En aquel momento sonó un golpe seco en la puerta grande, como si un objeto pesado de madera chocase contra ella. Todos se estremecieron, pero Isabel no se atrevió á dejar su lectura. Magda se levantó presurosa y acudió al ventanillo. Una esperanza vaga la sostenía. ¿Habría arribado la Gaviota? ¿Acaso Guillermo...? Miró ansiosa. Un débil claror de día iluminaba ya las aguas. Vio un bulto largo junto a la puerta y otros dos algo más lejos, detenidos en su carrera sobre las

aguas, que empezaban á bajar por el remolino de un remanso. Hizo un esfuerzo por distinguirlos bien, mientras escuchaba la voz de su hermana que, mojada en lágrimas, leía:

«Por tu pecado, el Señor desató las aguas, destruyó los castillos y sembró la tierra de huesos de muerto.»

Un grito supremo desgarró el aire. Magda acababa de darse cuenta de todo el horror que veían sus ojos. El agua había socavado los muros del cementerio y roto las tumbas, arrastrando los cadáveres en la corriente, que seguían hacía la parte más baja de la isla, impulsadas por la marea.

Era como si todos aquellos muertos, evocados por extraño conjuro, volviesen á sus casas. Un alarido de terror resonaba en todo Monikembarken ante aquel espectáculo shakesperiano. En la procesión macabra pasaban ataúdes, tablas rotas, huesos y cráneos confundidos entre el cenagal de las aguas turbias, pedazos de mortajas, cadáveres y esqueletos en los que cada uno creía reconocer á su madre... su hijo... su hermano... su convecino...

Los últimos cadáveres enterrados daban la sensación de hombres ahogados. Se les reconocía en sus cajas y en sus mortajas, intactas aún. Bartolomé volvía á pasar cerca de las tapias que le prestaron sombra piadosa, envuelto en su manta de lana burda, con la carne de la cara podrida y dejando ver entre sus desgarrones la mueca de la calavera con la boca torcida, de un modo que recordaba el gesto con que sostenía su vieja pipa.

Se diría que había llegado el día predicho en el Evangelio para la resurrección de la carne.

Magda contemplaba helada de espanto el cadáver más próximo. Todos los muertos se confundían en uno solo, y, sin embargo, cada uno creía reconocer en ellos al que más amaba. Magda creyó ver en aquel cadáver á José, reconocerlo en los jirones de la ropa desgarrada y en los rasgos de la calavera, que se animaba en sus oquedades con la risa lúgubre de la boca desdentada y los ojos hueros.

Le parecía que sólo había salido de la tumba con su séquito de muerte para tomar venganza de su adulterio. Sin duda había castigado á su cómplice y llegaba á llamar á su puerta para cumplir su venganza. No pensó en ella, no pensó en el peligro que pudiera correr ni en la tremebunda escena que tenía delante. Alucinada, creía ver allá, á lo lejos, entre las aguas plomizas, en medio de la sombra, á la Gaviota, sin palos, velamen ni gobierno, que se hundía en el mar bajo las manos huesudas de aquel cadáver, mientras que la risa infernal se acrecía, rodaba en el aire y lo ensordecía y lo atronaba todo, amenazante y vengativa como los versículos del libro sagrado que habían preparado su espíritu para los remordimientos y el terror.

Mientras Domingo é Isabel se arrodillaban aterrorizados, humillados, conjurando con la señal de la cruz los espíritus de los insepultos que les amenazaban, ella, con el pecho desgarrado y la garganta hinchada, pudo balbucear apenas palabras vagas é incoherentes en un supremo arranque de temor y desesperación, hasta que la voz expiró, estrangulada, en una mueca que borraba para siempre su belleza, contrayendo sus rasgos hasta hacerlos semejantes á las de aquellas calaveras de expresión tan terrible, que parecían hablarle con acentos sordos que martilleaban su medula. Escapóse su razón en aquella convulsión horrible, descompuesta, y entre las últimas ráfagas de ideas que huían sólo pudo oir con vaguedad la voz de Guillermo, que llegaba ansioso, salvado, gritando con pasión el nombre de la mujer que amaba y que ya no podría reconocerle nunca.

—¡Magda! ¡Magda!...


Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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