Dolores sentía entonces un deseo de gritarles que se detuvieran,
que la esperaran, que la llevaran consigo, y sus ojos se volvían hacia
la ciudad, con la angustia y el pánico del que se encuentra en una isla
desierta, a la que no llega la nave salvadora.
Era negro el aspecto de la ciudad, escasamente iluminada,
acurrucada como aterida y medrosa a los pies del monte de la Alcazaba,
que recortaba en la sombra su silueta, dentada de torreones y almenas.
De allí caían sobre el caserío, desgranándose en el aire, los ecos
de la histórica campana de la Vela, En aquellos momentos Dolores amaba a
Almería, amaba la tierra, la Naturaleza, la dudad en sí, el mar y el
cielo. ¡Si aquellas criaturas que la rodeaban hubiesen sido dignas de la
grandeza del marco!
Seguían la vuelta de regreso por los nuevos «Bulevares», hasta
llegar a la casa. Era la suya entonces una sensación algo parecida a la
del penado que vuelve a tomar su cadena después de una tentativa de
evasión, A pesar de todos sus razonamientos no podía evitar el pánico
que se apoderaba de ella al considerar una existencia que se proyectaba
inmutable, como un largo camino en el arenal, que había de recorrer sin
pararse a descansar jamás, y se preguntaba aterrada: ¿Tendré que
soportar esto toda mi vida? ¿Sin remedio? ¿Siempre así? ¡Siempre!
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