La Malcasada

Carmen de Burgos


Novela



I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!

Llegaban las alegres voces de la calle hasta el gabinete de Dolores, de un modo inusitado, en aquel ambiente de ordinario pesante y silencioso.

Los días de feria eran como un despertar, un estallido de vida, de la ciudad toda. Era la época de esplendor, en la que acudían los bañistas de todos los lugares del interior, de Guadix y de Granada, atraídos por el encanto del mar. Venían también los ricos cosecheros de uva de los pueblos del río; los prestamistas, que adelantaban dinero sobre las cosechas y recibían en esa fecha sus réditos; las gentes del campo y de la vega, con las bolsas recién llenas del producto de la venta de cereales y ganados: acudían todos a pertrecharse de los objetos necesarios para su año y especialmente con la esperanza de hallar alguna ganga en la feria de animales, donde gitanos y chalanes de toda la comarca conducían las bestias de labor para ponerlas en venta.

Se podía afirmar que el día 15 de Agosto era día de fin de año y comienzo de un año nuevo en la provincia. La Asunción de la Virgen marcaba una época decisiva, y la ciudad se engalanaba para celebrar la fiesta de la Patraña, bajo la advocación de la Virgen del Mar. Todos los contratos de ventas y compras al fiado se hacían siempre señalando para fecha de su vencimiento el día de la Virgen; pero cuando las cosechas no ayudaban, no podía cumplirse lo pactado y se necesitaba un aplazamiento. Debido a esto, la Virgen de Agosto, tenía el remoquete de la Virgen de los Embusteros.

Era el día de la procesión, y Dolores se vestía lentamente, perezosa, sin gana, el traje de crespón brochado que acababa de recibir de Madrid. Estaba obligada a no faltar a la fiesta y le molestaba ya despertar del amodorramiento que le producía la ciudad. Encontraba ridículo engalanarse para ir a los sitios de siempre, con las personas que se veían todos los días.

Sonó vivamente agitada la campanilla.

—¡Ahí están ya las señoritas! —exclamó la criada, una muchacha morena, pálida, desgalichada, pelinegra, con talle estrecho y caderas de ánfora, que salió corriendo, con un ruido de cartón quebradizo, con la tiesura de sus múltiples volantes y faralás.

Momentos después las dos cuñadas, las cinco sobrinas, una vecina y una amiga forastera, irrumpieron en la alcoba.

—Pero ¡Dios mío! ¿Cómo entran ustedes aquí? Todo está revuelto —exclamó Dolores, para disculpar el desorden de la estancia, mientras contestaba al aluvión de besos y saludos.

—Eso no importa.

—Date prisa, que es tarde.

—Hay que coger sitio —exclamaron todas a un tiempo mientras se precipitaban hacia el tocador.

—¿Tienes polvos? —dijo una sobrina, y, sin aguardar respuesta, dejó caer sobre su rostro una nube de velutina.

—¡Qué bien huelen estos polvos! —comentó otra.

—¿Qué tienes en esos frascos? —preguntó una cuñada.

Dolores se sentía molesta, porque sabía cuánto le criticaban sus cuidados de tocador, sus baños y su elegancia. Sin responder a la pregunta, dijo:

—Arréglense ustedes, si lo desean.

—Yo no me echo en la cara más que jabón y agua —afirmó con cierto fiero orgullo la vecina de cutis embastecido y pecoso—, no me gusta nada de fililí.

—Me arreglaré un poco —asintió una de las cuñadas—. Estoy rendida de la tarea del día. He tenido que ir recogiéndolas a todas.

Se pasó por el rostro sudoroso el pañuelo y se esforzó por cubrir la faz luciente, coloradota, congestionada, con una capa de polvos.

Las miraba Dolores con cierto asombro. No le parecían las mismas de todos los días. Estaban disfrazadas con aquellos vestidos de telas ricas, de colores claros: celeste, rosa, crema y blanco; llenos de botones, lazos y encajes con profusión. Pero donde habían agotado todos los colores y todos los motivos de ornamentación: flores, frutas, plumas, bordados y cintas, era en los sombreros, excesivamente pomposos y empenachados. Estaban sudorosas, cohibidas, molestas, con toda aquella indumentaria que no acostumbraban a usar; pero satisfechas de su lujo y de la admiración de la criadita, la cual tocaba las telas y los adornos, que le hacían lanzar exclamaciones de elogio y asombro.

La atención de todos se fijó en Dolores.

—¡Qué talle! —comentó la forastera, que era mujer de un rico uvero de Dalias—. ¿Puede usted respirar bien así? Si me apretaran a mí de esa manera me moriría.

Mientras hablaba abarcaba la cintura de la joven como si quisiera ceñirla con sus manazas bastas, coloradotas y ensortijadas.

—¿Es éste el traje que te han enviado de Madrid? —preguntó la otra cuñada.

—Sí.

—Es bonito… —comentó la vecina—, pero la verdad es que no tiene nada de particular…

—¿Verdad? —dijo la criada metiendo su baza en la conversación, con la familiaridad de las criadas andaluzas.

Se admiraban de que un traje hecho en la Corte no tuviera adornos, encajes, nada llamativo y vistoso. La sobriedad, la gracia del corte, de la línea y del color eran cosas que no estaban a su alcance. Dolores gustaría menos que ellas, con seguridad, aunque se hubiese gastado el doble. Aquel traje sencillo les parecía pobre al lado de sus espléndidos vestidos de confección casera, tan estrepitosos, que llamarían la atención. Hasta no faltaría quien se riese del sombrero de Dolores, que parecía un casco sin adornar.

Algunas vecinas aguardaban en puertas y ventanas para verlas salir y acomodarse en las tres jardineras que habían de conducirías, y en las que apenas cabían todas las que se habían reunido, pues hubiera sido gran ofensa ir a un paseo, día tan señalado, sin avisarse toda la familia para ir como en corporación.

Aunque Dolores, sus dos cuñadas, la vecina y la forastera eran casadas, ninguno de los maridos las acompañaban. Era allí costumbre que los hombres fuesen sueltos y no pegados a las faldas de la mujer. Ya se encontrarían en el paseo para volver a casa.

Varias vecinas les hablaron:

—¡A divertirse mucho!

—¡Van muy guapas!

La que más les llamaba la atención era la otra vecina, doña Eduvigis, a la que no veían con corsé y con sombrero más que de procesión a procesión.

Partieron las jardineras a los alegres ecos de los cascabeles y las campanillas de las colleras, que hacían repicar el sonoro trote de las mulillas y el rastrilleo del látigo, que silbaba, castañeteaba y crujía, al azotar el aire con la correa, que parecía desanudarse en sus chasquidos.

Cruzaron el paseo, al que llamaban pomposamente los «Bulevares», y penetraron en la calle Mayor y aquel dédalo de callejuelas estrechas de casitas bajas y enjabelgadas. La feria era como un Carnaval de la ciudad. Estaba toda disfrazada. Nadie podía conocer en su fisonomía pizpireta y timbarilera la ciudad agarena, del silencio, de la pereza y del bostezo.

Todos los balcones estaban engalanados con colchas de damasco o de percal o con colgaduras de lustrina de colores. Se veían ya preparados los faroles de aceite para la iluminación de la noche, que daban a la población un aspecto de barrio en verbena.

En todos los balcones había señoritas vestidas de gala, con trajes y sombreros flamantes, y en las aceras una doble fila de campesinos y mujeres del pueblo, que desde muy temprano tomaban sitio para ver la procesión. Cruzaba por el centro de la calle la ronda de hombres de todas las clases sociales, entre los que se destacaban los señoritos gomosos que revistaban a las chicas bonitas.

Los coches de Dolores y sus amigas fueron a tomar puesto en la fila que rodeaba el antiguo paseo del Malecón, convertido en hermoso parque, donde debía dar su vuelta la procesión.

Iba Dolores con su cuñada María Luisa, sus dos sobrinas y doña Eduvigis, y le parecía que les había aumentado a todas la verba y la potencia visual, según lo observaban y lo comentaban todo.

Habían dicho los nombres de cuantas gentes encontraron, habían notado todos los atavíos y contado todas las historias.

La madre daba codazos a las niñas si se distraían, para que no dejasen de saludar a los señores que se quitaban el sombrero a su paso, y el codazo era más fuerte cuando se trataba de alguno de los ricos uveros de los pueblos, a los que asediaban todas las chicas casaderas.

Estaban allí todos los personajes de la población. Dolores los conocía ya por aquellos desfiles obligados, en los que se hallaban las mismas gentes: la señora de Martínez Gómez iba en su carretela, siempre sola con la señora de compañía, una inglesa delgada y rubia que formaba contraste con el cuerpo obeso y la tez morena de la señora. Ésta pasaba diez meses todos los años fuera de la ciudad, porque no se avenía bien con el marido y los hijos. Sólo se la veía los veranos, desdeñosa, sin saludar a nadie, deslumbrante de lujo y conservando una frescura, que hacía crecer la indignación de las envidiosas, las cuales achacaban su juventud a que se había gastado un millón de pesetas en ir a París y estucarse.

La viuda de Pérez rivalizaba con ella en lujo y deseo de humillar a los que la habían desdeñado antes de ser la esposa del viejo avariento, que la sedujo siendo una simple aldeana y se casó con ella en su última hora. De una belleza perfecta e inmóvil, como una estatua criselefantina, se gozaba en ostentar su fortuna en los paseos y los teatros, sin tratar a nadie que pudiese hacerle avergonzarse de su incultura y del lenguaje del pueblo en que seguía expresándose. Llamaba la atención el espléndido automóvil blanco del cacique, donde iba repanchigado, con aspecto de hombre satisfecho, al lado de su mujer, la más rica heredera de la ciudad, con la que eran proverbiales sus riñas, de las que ella buscaba el refugio en la morfina, cuyo uso la tenía débil y extenuada, sin conservar apenas una sombra de su belleza antigua.

La gobernadora y la alcaldesa iban juntas en el automóvil, ostentando la importancia de los cargos en que eran consortes y los galones dorados de chófer y lacayo, como si fuesen un adorno más.

El diputado García guiaba el automóvil, ocupado por su esposa y el amigo íntimo en plática sabrosa, sin importarle el comentario que merecía su condescendencia.

La rubia esposa del rico armador Rivera, iba sola en el coche, que había hecho parar bajo los balcones del doctor Núñez, con el que era fama que se entendía.

Todas aquellas observaciones intrigaban y divertían mucho a las compañeras de Dolores, la cual ya no prestaba atención a lo que comentaban, absorta en sus pensamientos. Empezaba el atardecer, y el calor abrasante del sol de Agosto se iba mitigando con la brisa del mar, que llegaba saturada de un perfume de algas y musgos, frutal, comestible, mezcla de sandía y de marisco.

Se desplegaba a su derecha aquella blancura inmensa, clara, del mar en calma, sobre cuyas aguas se extendían, como dos brazos gigantes, las lenguas de tierra del muelle y el contramuelle, que parecían abrazar la multitud de vapores amarrados a los andenes y las pequeñas embarcaciones ancladas entre ellos.

Una frescura, con olor a germinación, subía de la alfombra de arena recién regada que cubría el pavimento. Todo el paseo, ese paseo de todas las ciudades provincianas de la costa meridional, con la melancolía de sus palmeras, estaba cruzado por arcos de follaje, de lucientes hojas de naranjo, que daban a la vista una impresión agradable de frescura.

Sobre las casas se escalonaba la silueta gris del monte, cubierto de nopales hacia un lado y ofreciendo al otro la pintoresca población de las Cuevas, albergue de un pueblo de trogloditas, cuyas habitaciones, cavadas en la roca, carean el cerro, dándole el aspecto del corte de un enorme panal, cuyas celdillas subrayaban los porches y los encuadramentos de cal, de ocre o de añil, alrededor de las puertas.

Sobre todo aquello, recortándose en el cielo, pujante, majestuosa, la vieja fortaleza almenada de la Alcazaba, con sus murallas en ruina, sus torreones derrumbados, sus puertas de herradura, incrustadas en los típicos arrabbas, y la campana de la Vela, que encarna y perpetúa el espíritu árabe. La Alcazaba, la gran muralla que rodeaba la antigua residencia de reyes sobre el monte reseco, de vegetación ahornagada, cubierto de zarzales, de atochas raquíticas y de jaramagos anémicos, todo de un tono sepia retostado, era como una gigantesca flor de piedra, enseñoreándose de la ciudad, que seguía siendo mora hasta en lo que hubiera querido no parecerlo.

Se divisaba un dédalo de callejuelas tortuosas, de rejas empotradas en los muros, y aquel fondo, donde se adivinaba el verdegal de la vega, con sus bancales de panizo, sus ribazos de cañaverales, la desembocadura del Andarax y los nebulosos montes del cabo de Gata, envuelto todo en la gran melancolía del ambiente.

Dominada por la impresión del paisaje, Dolores no veía las burguesas endomingadas, la sociedad mediatizada que atraía la atención de las otras, De la multitud sólo la atraía el pueblo, el pueblo que rimaba con el paisaje y con la tradición, el pueblo que era como un fruto de la tierra.

Hombres cetrinos, enjutos, de músculos tallados y ojos negros, de movimientos tardos, rítmicos, algo solemnes y reposados, muy atentos a la compostura y a la dignidad de su porte.

Mujeres buenas mozas, bien plantadas, prematuramente maduras por el ardor del clima, de color moreno pálido, color veneciano, color de luna y de pasión íntima y concentrada. Se adivinaba, dentro de su reserva exagerada, la voluptuosidad latente, lánguida, llena de ardores secretos, que se les asomaba a los ojos, iluminados desde dentro por una luz de pasión. Se engalanaban con trajes de faldas claras, huecas y crujientes de almidón, almillas ajustadas y graciosos delantales. Los pañuelos de Manila o de crespón, color garbanzo, color aceite, color manteca, color canario o color tórtola, como los denominaban por la comparación de los matices, con cosas que les eran familiares, les velaban el talle con sus enrejados flecos. Todas tenían una elegante distinción de raza noble, de raza patricia, raza aborigen de España. Las casadas cubrían sus cabellos con pañuelos de seda de colores chillones, tomate y huevo, o con grandes cenefas azul magenta o carmesí; pero las solteras mostraban descubiertas las airosas cabezas de rizos negros, alisados y brillantes, entre los que lucían aquellas flores tan fragantes que dominaban todos los olores y ponían en el ambiente la embriaguez de los jazmines. La biznaga triunfaba de las rosas, de los claveles y de los alelíes.

Entre los pregones de flores:

—¡Rosiyas de pitiminí!

—¡Claveles de cravo y arbaca de limón!

Y los otros gritos que animaban el ambiente como el rumor de la gente y el estampido de los cohetes:


—¡Azafaifas!

—¡Arcagúeles y garbanzos tostaos!

—¡Armendras moyares y arvellanas!
 

—¡Agua fresquita! ¿Quién la bebe?

Sobresalían los gritos del pregón más castizo:

—¡Biznagas, biznagas!

—¡A cinco la perrilla! ¡Biznagas!

El encanto de la biznaga se imponía y lo dominaba todo. Era como esos días en que las grandes ciudades celebran la fiesta de una flor para algún fin benéfico. Aquellos jazmines blancos eran exclusivos de Andalucía, hijos de la sampaguita de la Arabia. Se cogían sus capullos reventones y se ensartaban en la bolilla de palos secos de las biznagas, para que se abrieran sobre el cabello o sobre el seno y ofrecieran su perfume con toda la pureza del aliento primero.

La blancura incomparable de los jazmines, que entrecruzaba sus pétalos hasta asemejarse a las grandes bolas de las hortensias o los mundillos, se hacía más intensa con el contraste de los rizos negros y parecía superar a la blancura misma.

Envolvían los jazmines a las mujeres en su perfume agudo, embriagador, tónico y tan penetrante, que llegaba a ser doloroso.

Dolores compró un cesto entero e biznagas a una de aquellas muchachitas cetrinas, desgreñadas y descalzas, que llevaban en bandejas de mimbre la gloria de los jazmines, y esparció las flores por el coche.

Aquella flor despertaba como una ansiedad de frescura en todo el cuerpo. Hubiera querido poderse acostar desnuda sobre jazmines.

No se fijaba tampoco en la expectación que su belleza despertaba. Alta, esbelta, graciosa, tenía el cutis ambarino, ligeramente róseo, con los cabellos y los ojos color tabaco y los labios del rojo brillante de la granada zafarí, y, sobre todo, el encanto de su gran distinción, aumentado con un aire de amable melancolía.

Ella deseaba olvidar, con la embriaguez del perfume y el ambiente, las ideas tristes que la martirizaban y le hacían sentir un rehílo en la espalda cada vez que veía a lo lejos a Antonio, su marido, paseando entre un alegre grupo de amigos.

Cuando la procesión dio la vuelta y pasó a su lado, el sol estaba ya próximo a perderse, como una dalia de color bermejo, que se deshojase entre los oros de la tarde, tras los montes de la Baja Mar, dejando un incendio rojo y llameante en los celajes del Poniente. Las sombrillas de colores, que formaban como un ribazo de hongos de color, a todo lo largo del paseo, comenzaban a cerrarse.

Hubo en torno suyo un momento de inmovilidad y silencio, durante el cual cesó el aletear de los abanicos y de los tallos de albahaca que las mujeres agitaban en el aire en torno de sus rostros.

Todos se fijaban en la procesión, una procesión que hubiese sido pobre sin el lujo de ambiente.

Pasó una doble hilera de gentes con velas: mozas, mozos y viejas, cumplían promesas en agradecimiento de alguna merced recibida. Muchas mujeres iban con los pies descalzos y otras con los cabellos tendidos, como pintan a la Magdalena. Seguían los pobres de los asilos y los niños de la Inclusa, y entre esa doble fila pasaban algunos estandartes y varios santos, tambaleándose sobre sus andas, con algo de ese vaivén de marineros borrachos que vuelven a los barcos.

Detrás de ellos venía la Virgen, bajo su palio, resplandeciente de luces y rodeada de azucenas, de nardos y de jazmines, envuelta en el manto de oro y seda, bordado por las señoras, y llevando en la cabeza la magnífica corona de oro y pedrería que le ofrendó la reina Isabel II antes de perder la suya.

Muchas damas se arrodillaban en el coche al pasar a su lado, y los hombres doblaban también la rodilla después de la precaución de poner el pañuelo debajo para no empolvarse. Verdaderamente tenía mucho de conmovedor aquella imagen, mascarón de proa de un barco, como se comprobaba por las anillas incrustadas a la talla de madera y ocultas bajo las vestiduras, paseando frente al mar entre la adoración de todo un pueblo.

Era la Virgen del Mar, el mar le había dado nombre porque había salido, como Venus inmortal, de entre las olas en Torre García, quizás muy lejos del lugar donde naufragó el buque cuya proa ornaba. Vino a reposar de la tormenta en la menuda arena de oro de la playa mediterránea, y desde entonces crecían en el arenal azucenas blancas, a las que no marchitaba el agua salada.

Un pastor, cojo y casi imposibilitado pero que tenía esa cosa de sacerdotal que tienen los pastores, siempre elegidos por la Divinidad para las revelaciones, la vio dormidita en su lecho de flores, y emprendió, a impulsos de la fe, el viaje a la ciudad para dar cuenta del hallazgo.

La tradición narraba el célebre pleito entre el Cabildo catedral, que la rechazó primero y la reclamaba después, y los frailes dominicos que desde el primer instante la acogieron.

Aquel pleito lo falló la voluntad de la imagen, que se escapó de la Catedral cuantas veces la llevaron, Al fin la colocaron sobre una mula con los ojos vendados, equidistante de los dos templos, y el animal tomó el camino de Santo Domingo, a cuya puerta murió, en el lugar donde habían quedado grabadas en la losa sus herraduras.

Tal vez era esta tradición, que probaba su libre voluntad, la que hacía temer el peligro de que la imagen, acostumbrada a surcar las aguas y bañarse en ellas, quisiera escapar de sus andas y sumergirse de nuevo en las olas, Era peligroso ese paseo de la Virgen frente al mar; había indudablemente en ella algo de viejo marino que añora los días de navegación, o de ondina que por amor a los mortales dejase su palacio del fondo del agua. Parecía que la imagen miraba al mar con dulce melancolía y respiraba la brisa salobre, como compensación de estar todo el año encerrada en su hornacina.

Delante de las andas iban varias niñas, ya zangolotinas, vestidas de ángeles, con trajes de linón y alas de tiritaña hechas de gasa y talco. Detrás iban el Cabildo, los dominicos y las autoridades: gobernador, alcalde, presidente de la Diputación, concejales, militares y cónsules; todos muy solemnes, muy poseídos de su papel, de gran uniforme, con las condecoraciones sobre el pecho, andando acompasadamente delante de la banda de música. Después de este esplendor, era más vivo el contraste de los chicuelos, que cerraban el cortejo, medio desnudos, negretes, corretones y ágiles como monos, saltando a compás de las piezas chillonas que tocaban los pobres músicos, sudorosos, congestionados, rendidos de soplar los instrumentos metálicos o de redoblar en bombos y tambores.

La procesión parecía tener una fuerza que arrastraba detrás de sí; la iban siguiendo los paseantes, lo mismo los de a pie que los de coche.

Ya estaban encendidas las luces, caían de los balcones lluvias de pétalos de jazmín, y de vez en cuando el resplandor de las bengalas teñía de rojo o verde el manto de la imagen y la blancura de las flores que la rodeaban.

Así fueron siguiendo la procesión durante todo el trayecto. Dolores se sentía presa de una emoción que las otras no podían ni siquiera adivinar, Aquella cadena de espíritus exaltados por la fe la influía, a pesar suyo, agudizaba sus sensaciones y confundía su pensamiento.

Respiró, como el que se libra de un peso enorme, cuando vio penetrar la imagen en la iglesia, entre el repiqueteo de las campanas y el alegre estallido de los cohetes. Sentía alivio de que se acabara la fiesta y volver a ser dueña de su sensibilidad.

Descansaron las andas un momento frente a la puerta, donde esperaban los monjes, unos monjes de Zurbarán, con trajes de estameña blanca; el incienso envolvió la imagen en una humareda de incendio. El interior del templo lucía como un ascua ardiendo o más bien como un horno lleno de llamas. La imagen se internó allí, se perdió, se desvaneció en la luz como si se quemara y se consumiera.

II. Las cuñás

La comida era aquella noche más triste que de costumbre. Antonio estaba inquieto, apenas había reparado en su mujer ni cambiado unas palabras con ella. Tenía a su lado todos los periódicos de Madrid y de la provincia y se enfrascaba en su lectura. De vez en cuando extendía la mano y palpaba el plato de las aceitunas o de los rabanetes para echárselos a la boca sin darse cuenta de lo que comía.

Dolores lo observaba con tristeza. Estaba pálido, con el halo de los ojos rojizo, hundido, y ese aspecto de cansancio de los hombres viciosos después de las francachelas.

—Se va a enfriar la comida —insinuó ella al fin.

Antonio dejó el periódico y preguntó con mal humor:

—¿Te molesto?

—No es eso…

—Sí… lo sé… Contigo habría que estar siempre en visita, no puede uno hacer en su casa lo que quiere… Me interesa hoy el periódico más que la comida… como te debería interesar a ti si te ocuparas de mis cosas.

—Pues ¿qué pasa?

—Pasa… pasa… que nos envían un gobernador de los otros… de los enemigos de don Patricio… por la tontería de si se juega o no se juega…

La presencia de la criada, con otro plato, hizo cesar la conversación, Venía vestida aún con su traje de fiesta, almidonado y crujiente, el pañuelo de flecos al talle y la cabeza cubierta de biznagas.

—¡Hola, Letrilla! —dijo Antonio sonriente—. ¿Te has divertido mucho en la procesión? ¿Eh? ¡Estás muy guapa!

Rió de buena gana la muchacha, acostumbrada a aquella familiaridad y falta de respeto a sus esposas de los señoritos de allí, y salió ligera en busca de cubiertos, mientras Dolores se preparaba a hacer el plato.

—No se puede soportar tu perfume —dijo Antonio—. No vas a perder jamás esa costumbre de perfumarte exageradamente. Seguro que esta tarde has llamado la atención. No quieres convencerte de que aquí no van apestando así más que cierta clase de gentes. Las señoras deben oler a ropa limpia y a jabón.

Dolores permaneció silenciosa. Estaba ya acostumbrada a prescindir de todos sus gustos y sus caprichos, por inocentes que fuesen, y a ver a su marido siempre descontento de cuanto hacía. Todo lo que ella llevaba le parecía a Antonio impropio de una señora seria. Cada vez que iban a salir a la calle le pasaba una molesta revista para buscar defectos. Le exigía ir de diario con mantilla o un espeso velo en el sombrero, de una manera que parecía temer a que no la encontrasen bastante bien y estar él en ridículo.

Apenas probó la comida Antonio rechazó el plato bruscamente.

—¡Esto no puede comerse! Está pasado. ¡Claro! Tú no te cuidas de nada.

El silencio de Dolores lo exasperaba más.

—¡Ya te tenemos enfadada, te conozco bien! A ti, para tenerte contenta, habría que ser siempre un trovador, diciéndote ternezas… Eso está bien en otras tierras… donde los maridos son… lo que son… Aquí nos gustan las cosas naturales y sin remilgos.

Dos lágrimas se asomaron a los párpados de la joven y se mantuvieron al borde sin rebasarlo, como si su propio ardor hubiera de sacarlas para que no las viesen correr. Antonio se irritó más.

—Eso es… Hazte la víctima… La verdad es que tengo yo la culpa… ¿En qué estaría pensando?

La criadita entró para anunciar a un caballero, que aparecía detrás de ella sin aguardar la venia.

—Don César…

Dolores compuso su semblante para no dejar ver su humillación delante de aquel hombre, al que odiaba.

César Lope era el amigo íntimo de su marido, y un amigo íntimo no puede ser indiferente para la esposa. Ella tiene que estar al borde de un gran interés por el hombre que se introduce en la intimidad del que ama, o al borde de un gran odio, con mezcla de celos y recelos. No puede ver que otro comparta el afecto y la confidencia, que en cierto modo le roba. Se cree humillada y postergada ante el que conoce secretos de su marido, que ella quizás no posee. El amigo íntimo sabe las infidelidades que ella ignora y acaso también conoce su propia intimidad. Al borde del amor o del odio que despierta el amigo íntimo, Dolores experimentaba sólo el segundo.

César Lope había tomado en serio su nombre. Quien llevaba nombre de héroe y de artista genial tenía que ser un hombre grande. Hablaba hueco, campanudamente, dando importancia a todas las palabras y pronunciando con sonoridad y lentitud.

Saludó a Dolores ceremoniosamente y le dijo a su amigo:

—¿Sabes la hecatombe que está suspendida sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles?

Dolores disimuló una sonrisa hacia aquella imagen de la hecatombe; pero Antonio, acostumbrado a los disparates altisonantes de su amigo, repuso:

—Sí… ya sé… Triunfan los enemigos de don Patricio… Le han minado el terreno en Madrid.

—Venía a buscarte, aunque lamento arrancarte del santuario del hogar, porque es preciso estar prevenido. No hay que dejarse acocear. Da la casualidad de que esta noche son los Juegos Florales… La poesía premiada es de don Enrique… El indiscutible… He hecho el artículo para nuestro periódico, pero necesito saber cuántas flores naturales ha tenido ya nuestro vate… He perdido la cuenta. Debe estar en el casino. Si quieres enderecemos hada allí nuestros pasos.

—Iba a ofrecerles a ustedes el café —dijo haciendo un esfuerzo Dolores.

—Gracias, querida señora. Quisiera contestarle en sentido asertivo, pero hay que renunciar a ese café, néctar viniendo de su mano, porque la trompeta del deber nos llama hada otro lado con sonidos épicos —repuso el saltacharquillos.

Cuando los dos amigos se despedían de Dolores apareció Juanita, la vecina de la casa de al lado, que era como la Gaceta del barrio.

Estaba vestida con descuido, sin corsé, despeinada y los pies metidos en unos zapatones viejos, cada une de su clase, que sonaban como si anduviesen dos personas distintas: se esperaba el otro paso, que no se oía nunca.

—¡Tempranito se marchan! —exclamó contrariada de no poderse enterar de las novedades que esperaba saber.

Como no le hicieron caso, se dejó caer en una silla al lado de Dolores.

—¡Ya sólita! ¡Qué hombres! Ese César será todo lo gran escritor que quieran… pero no me gusta nada. Una temporada le dio por reunirse con mi hermano y tuve bastante que hacer… Es hombre mujeriego, vicioso… Pero tú no eres celosa.

—Ahora los preocupa la política.

—¡Dichosa política! ¿Cuándo no es Pascua? Parece que esta noche habrá pita, ¿sabes tú algo?

—No.

—¡Pero, hija, si nunca te enteras de nada! ¿Os habéis divertido esta tarde?

—Bastante.

—Hubo mucha gente en la procesión.

—Mucha.

Juana siguió haciendo un ciento Hasta que cansada de no obtener contestaciones explicitas, puse puso de pie.

—¿Te marchas? —preguntó Dolores deseando una contestación afirmativa.

—Sí… Lo siento, pero no tengo más remedio… He de ir aún esta noche a visitar cinco enfermos y mañana tengo que dar dos pésames… Es para lo único que salgo de casa… Yo no soy entrometida como otras, metiéndose en todo… ¿Y tú, no vas a salir?

—No sé aún. Si vienen mis cuñadas…

—Pues también es humor estar aquí sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a qué hora vendrá. Muchas veces lo oigo llegar ya de día. Lo conozco en las pisadas… Yo tengo el sueño ligero y el vuelo de una mosca me despierta… Cuántas veces digo «¡Pobre Dolores!». Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme.

¡Qué hombres! El mejor, asadito y con limón. Pero tampoco se les puede dar tanta cuerda, a no ser que la mujer sea otra que tal y le convenga estar suelta… Yo he comulgado hoy… confesé con el padre Mateo. ¡Qué santo! ¡Qué pico tiene! ¡A ver cuándo vienes tú! Parece que te ocupas poco de las cosas santas. Seguramente que tu marido tiene la culpa. Espero que no faltarás a la junta de San Vicente… Es preciso que te hagas de la Sagrada Familia y de la Pindonga… Y eso que ahora se ve cada cosa… ¿Querrás creer que han admitido a la de García? ¡Tendrán que ver la Sagrada Familia y la Pindonga en aquella casa!

—¿Qué es la Pindonga?

Rompió a reír Juanita.

—Es nuestra Señora de los Dolores, que corno la llevan de visita de acá para allá, la llamamos así cariñosamente. Una broma… Adiós, hija, voy a casa de Enriqueta. ¡Qué gente para cuidar un enfermo!… Lo tienen todo sucio, todo por medio… La pobre Rosalía, la de Sánchez, ¿sabes?, está sin criada, la cogió en coloquio con su marido… y la infeliz está sola para todo, con esa gusanera de chiquillos que tiene… ¿Querrás creer que él se ríe de verla trabajar hasta echar los bofes, y le dice que le está bien empleado par celosa?… ¡Te digo que hay cada hombre! ¡Si fuera a mí!… ¡No quiero ni pensarlo!

Dolores no sabía qué contestarle.

Juanita se alejaba, sin cesar en su taravilla, y a Dolores, cuando la vio desaparecer le pareció que respiraba mejor.

III. Resignación

No era sólo la falta de inteligencia con su marido lo que afligía a Dolores. Sentía en torno suyo la hostilidad de todas las personas que la rodeaban, de la ciudad toda, sin que ella hubiese hecho nada para merecerla.

No le perdonaban el que su marido hubiese elegido una forastera, cuando tantas chicas guapas se quedaban para vestir santos, sin ser esa su vocación, pues en pocas ciudades del mundo tenían más afán de casarse que en Almería, donde las señoritas de la clase media no podían trabajar, sin desprestigiarse, y las mujeres no tenían empleo ni ocupación alguna.

Le llamaban la Madrileña, con un tono que envolvía una secreta envidia. Había como la superstición de que las madrileñas poseyesen un sortilegio, un refinamiento de voluptuosidad oculta que conquistase a los hombres de una manera decisiva. Todos los parientes y amigos de su marido la recibieron, desde el primer día, con hostilidad y recelo.

Educada en un colegio, casada antes de tener amigas y experiencia, sin más familia que un padre rico, viudo y joven, demasiado ocupado en sus asuntos para dedicarse a ella, Dolores desconocía la vida. No veía, del inmenso panorama desplegado ante sus ojos, más que el espacio que ella iba viviendo, lo que consumía y gastaba en sí misma: su existencia desligada del conjunto gen eral.

Antonio había sido su primer novio; se casó entusiasmada, soñando con el idilio de la vida provinciana, en una perpetua y mutua adoración.

Cuando el mismo día de la boda tomó el tren, con su marido, para ir a Almería, comenzó su desencanto. No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado.

No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu.

Y luego, ya en su casa, una casa en la que se sentía extraña, veía que no rimaban sus gustos ni sus costumbres. Estaba obligada a un continuo sacrificio de renunciación para acomodarse al ambiente y a los hábitos de Antonio.

Le criticaban sus inexperiencias de dueña de casa su afición a vestirse con elegancia.

—Es una ganga para un hombre —comentaban parientas y vecinas— dar con una mujer tan amiga de componerse y de cuidarse, cuando ya no tiene que agradar.

—Esas son las que tienen suerte —decía sentenciosamente alguna despechada.

—Porque los hombres son muy canallas y les gustan esas coqueterías, que no emplean las mujeres decentes —solía añadir alguna.

Si Dolores hubiera tenido duda acerca del espíritu de la ciudad, sus cuñadas y sus amigas tenían buen cuidado de que se enterase de todas las murmuraciones. Se asustaba cuando su cuñada Manuela le lanzaba su exordio:

—Yo, hija mía, la verdad, no quisiera ofenderte… pero como soy tan franca…

Después de la invocación de franqueza ya podía permitírselo todo. La pobre Dolores escuchaba asustada los comentarios que hacían de sus más inocentes actos.

Todo aquello le tornaba más pesante el ambiente; comprendía que jamás podría acostumbrarse al espíritu del país y ser, como las otras mujeres, sometidas y pasivas, que veían deslizarse la vida sin hacer nada, casi sin pensar en nada, esperando que el esposo y señor, que aun conservaba algo del dominio árabe, fijase la atención en ellas y las emplease en su servicio.

Todas declaraban que no les gustaría que su marido fuese «un soso, incapaz de ir adonde van los hombres, y que no tuviera quien le hiciese caso».

Se educaban los hombres en aquella desigualdad, viendo tratar a sus madres peor que a las criadas, vejadas, sin influencia. Los jóvenes no tenían costumbre de tratar a las señoritas. No acompañaban a las madres en sus visitas y huían a esconderse cuando venían amiguitas de las hermanas.

Así es que luego se sentían disgustados, molestos, en presencia de señoras: no sabían alternar más que con muchachas fáciles y con las criadas, a las cuales requerían de amores.

Su galantería con la novia era forzada, huraña, y no podían mantenerla después de casados. Necesitaban alternar con hombres solos, en sus juergas y obscuras combinaciones, y con mujeres ante las que pudieran prescindir de toda cortesía.

Para Antonio, corno para casi todos los hombres de aquel país moruno, la esposa era una servidora más. Se casaban porque era una cosa que se debía hacer por comodidad, para tener una especie de ama de gobierno.

Señoras y criadas rivalizaban en que nada les faltase a los dueños. Los hombres tenían que encontrarlo todo preparado para sus caprichos, sin agradecerles jamás su celo.

La vida de Dolores era triste, solitaria, aburrida, impregnada de aquel ambiente moro. A Antonio le aburría la lectura, no podía soportar una poesía ni escuchar un trozo de música.

—No toques el piano cuando estoy en casa —le decía—, yo voy más allá de Napoleón: la música es uno de los ruidos que más me incomodan. No sé por qué pasas el tiempo en una cosa que no te sirve para nada. Eso es cosa de niñas, que tienen que lucir en sociedad.

Cuando Dolores quiso arreglar el huerto, rodeado de altas tapias, con algunas plantas, Antonio se opuso.

—Las flores no sirven para nada, y las hortalizas salen así más caras que compradas —afirmó.

Él había hecho arrancar los heliotropos y las madreselvas, las diamelas, los jazmines azules y los rosales trepadores que cubrían antes los muros, para adosar a ellos las jaulas de los gallos ingleses.

Eran los gallos la gran pasión que dominaba a Antonio, y Dolores no podía comprender la afición a aquellos animales tan feos, de un genio tan endemoniado. Le parecía que la afición a los gallos revelaba su espíritu malo, cruel, torpe, grosero, que le causaba miedo.

No tenían nada de simpáticos aquellos animales, mal formados, zancudos, con las culcasillas y el pescuezo pelados casi siempre, y con aquellos ojos redondos, relucientes de rabia, de maldad, de recelo, en los que brillaban todas las malas pasiones humanas con una mayor bestialidad.

Antonio pasaba los días enteros frente a esos gallineros, que a pesar de todos los cuidados, tenían siempre ese vaho a estiércol caliente y nauseabundo que se escapa del cuerpo de las gallináceas, con algo del fato de la calentura.

Antonio era cirujano y enfermero de sus gallos. Los cuidaba con esmero y crueldad a un tiempo. Los bañaba para librarlos del piojo, ese terrible piojo de las aves, como harina cernida, que las consume y las mata; les curaba las heridas de las riñas o el gargajuelo, haciéndoles las difíciles operaciones de rasparles la lengua, saltarles los ojos o practicar la trepanación.

Tenía gallos veteranos, que ostentaban innumerables cicatrices. Algunos le costaban miles de pesetas y tenían su árbol genealógico, en el que se mencionaban los nombres de sus antecesores y se hacía constar la raza.

Él hubiera deseado que Dolores le ayudase en el difícil cuidado de los gallos, a los que era necesario dar de comer callos crudos, malolientes, cortados con las tijeras. A veces necesitaban tomar verduras refrescantes que mitigasen el ardor de la sangre, encendida por la calentura, o bien alimentos excitantes para enardecerlos más; pero Dolores no podía soportar a los gallos, que le causaban el efecto de las feroces aves de rapiña.

Ella comprendía que el espíritu de Antonio y el suyo no se habían casado. Estaban el uno lejos del otro. Su marido parecía complacerse en contrariarla más cada vez. No era dueña de elegir un traje, un color o un perfume sin sufrir toda clase de prohibiciones.

Nunca se tenía en cuenta su gusto para salir o quedarse en casa. Él era sólo el que disponía. Si pensando agradarle ella elegía un paseo solitario por la Vega o la Baja Mar, Antonio se irritaba.

—Parece que no te gusta que te vean conmigo.

Si ella deseaba un paseo céntrico él se enfurecía.

—No quieres más que ir a lucir, a buscar la gente. No te gusta estar sola a mi lado.

Cuando la sorprendía leyendo se burlaba.

—No es extraño que mi mujer no se cuide de nada. Se va a volver tonta de tanto leer. ¡Yo no sé qué tendrán que leer las mujeres! Sería mejor no enseñarlas, porque no sacan nada bueno y se vuelven noveleras.

Aunque él no se cuidaba de limitar sus despilfarros, reprendía a Dolores por sus pequeños gastos.

—Es insoportable que no lleves cuenta con nada, Mis hermanas, con tanta familia, no gastan ni la mitad que nosotros. Si todo se da a hacer no hay fortuna que resista.

Aquella aspereza, aquella desconsideración, la humillación continua, habían acabado por apagar el amor de Dolores y desvanecer sus ilusiones. Parecía que aquel hombre se había propuesto rehelear su vida. Se apoderaban de ella un desencanto y un cansancio profundos. Cuando su marido iba a buscar sus caricias de un modo rutinario, Dolores se sentía incapaz de corresponderle. Antonio, tan buen mozo y tan jacarandoso, le causaba una repugnancia invencible. Lo prefería enfadado a amoroso.

Permanecía muda, helada, sufriendo aquellos besos, que martilleaban dolorosamente en su cerebro; pero no tenía energía para rechazarlo. Su voluntad se dormía hasta para aceptar aquella abyección. Ella era como una cosa que le pertenecía a aquel hombre. Su rebeldía se apagaba ante lo general de su caso. Aun tenían envidia de ella casi todas las mujeres. A su marido no se le conocía querida, allí donde las queridas eran una especie de institución; ni la humillaba yéndose a buscar de noche a las criadas, que se gozaban en rivalizar así con sus señoras, y se dejaban tomar agradecidas. El amor propio de Dolores estaba a salvo y ella se acogía a aquel débil asidero para buscar disculpa a su marido. ¿De qué podía quejarse? No le faltaba nada de lo necesario; se hubieran reído de ella si hablase de los matices que torturaban su espíritu.

En algunos momentos ella sola, frente a la hostilidad de todos, llegaba a convencerse de que era exigente, inadaptada, romántica; que era culpa suya el no saber acomodarse al gusto de su marido y crear mayores simpatías.

¡Si a lo menos hubiera tenido un hijo!

Pensaba que tal vez el desamor de Antonio era debido a la esterilidad de sus entrañas.

Dos veces había dado a luz hijos muertos, uno de ellos abraquio y deforme. Se reprochaba no ser ella fuerte y sana para dar la vida a los hijos de su marido. Ni por un momento le ocurrió la idea de que Antonio pudiese ser el causante de la amargura en que se desvanecía su ilusión de madre.

Le parecía como si su marido le entregase los hijos para que ella los cuidase, y se acusaba de ser una administradora infiel, que dilapidaba la preciosa hacienda que le confiaban. Se consideraba culpable de robarle a su marido los goces de la paternidad. Era aquello lo que le quitaba fuerza moral y le hacía encerrar la protesta de su naturaleza noble en lo más íntimo de su corazón para seguir adormilada en aquella vida embrutecedora y enervante.

Y esa era su vida, día por día, con la misma monotonía desagradable; sin nada de íntimo ni afectuoso.

IV. La familia

La familia de su marido contribuía a que la vida de Dolores se hiciera insoportable. Antonio pertenecía a lo mejor de la ciudad; sus parientes eran todos políticos, y las mujeres gozaban fama de guapas, de virtuosas y de buenas cristianas.

Sobre todo la tía Pepita, la parienta rica, se había constituido en el jefe de la familia, que se sometía a sus caprichos, adulándola y disputándose su herencia.

Quizás la tía Pepita veía aquel pugilato y se divertía en dar y quitar esperanzas. Estaba a la sazón viuda de su quinto marido. De una belleza espléndida, célebre en aquel país de mujeres hermosísimas, todos sus esposos fueron hombres de posición y de dinero: banqueros, políticos, millonarios, y todos le legaron su fortuna.

Tía Pepita había adoptado a una niña, nieta de su segundo marido, que llevó al matrimonio una hija, a la que ella casó con su hermano Eduardo, a fin de que no se les escapase nada de la fortuna.

Había tenido mucho que sufrir tía Pepita, para agradar a aquel segundo marido y ser su heredera. Tísico y celoso, presintiendo sin duda los tres sucesores que iba a tener, deseaba contagiarla de su enfermedad y le ordenaba que se desnudase y le prestase la frescura de su cuerpo, cuando lo abrasaba la fiebre y lo empapaba el sudor.

Después de la muerte de su último marido, quizás el único que había amado, y que murió muy joven, como si el sino trágico de aquella mujer fuese el de ser viuda, tía Pepita cifró todo su cariño en la hija de su hijastra y de su hermano, que era una criatura enclenque, enteca, encanijada, con una degeneración hereditaria, llena de alifafes y de caries óseas, a la que era preciso alimentar con los regímenes más raros de carne cruda y leche de perra.

Por eso tenían esperanza los parientes y le hacían una asidua corte, deseosos de que les recompensase en el testamento su dedicación.

La casa de tía Pepita era como una pequeña corte, donde todos se disputaban el favor de privados, en el cual no duraban, pero en el que alternaban sucesivamente con la buena y mala fortuna. Era la tía Pepita la que disponía, aconsejaba y resolvía en todas las cuestiones de familia.

Tenían que concurrir todas las noches a la tertulia de tía Pepita hermanos, primas, sobrinas y parientes que se esforzaban en mimarla para hacerse notar, y se sentían felices cuando su opinión les era favorable en algo o cuando les dirigía una palabra o una sonrisa; que acrecentaba la importancia del favorecido sobre los otros.

La tía había acogido a Dolores con el mayor cariño y prodigaba elogios a su talento y a su belleza, lo cual despertaba mayores envidias.

Recibía sentada en la presidencia de la gran mesa de comedor, que ocupaba toda la estancia, cuyas paredes desaparecían bajo los armarios de soberbias tallas, repletos de vajilla de plata y de porcelanas preciosas.

A pesar de sus años, tía Pepita conservaba la suprema belleza de su porte, de su línea y de su gran distinción. Había en ella una superabundancia de hermosura que parecía inagotable. Encorsetada, vestida de negro, con el traje ajustado sobre su cuerpo, lozano y esbelto siempre, con el cabello negro, alisado con el procedimiento de la goma y la pepita de membrillo o la zaragatona, en ondas alrededor de la frente, los ojos inteligentes y las facciones de corrección insuperable; tía Pepita conservaba, sobre todo, la gracia de la sonrisa, que iluminaba aún de luz un semblante dulcemente macerado. Jamás se descomponía de palabra ni de ademán; tenía un ritmo de mesura y de ponderación. Se dominaba, con un continuo estudio de todos sus gestos y movimientos; su perfecto equilibrio, su ecuanimidad y su dulzura eran lo que constituía su mayor encanto.

Había sabido imponer a todos, en torno de ella, esa misma mesura. Su vida toda se ajustaba a la más estricta observancia religiosa. Después de comer iba, con toda la familia, al oratorio a rezar el rosario, que ella dirigía, con el interminable aditamento de estación al Santísimo, Salves y Paternóster.

Dolores, indiferente en materias religiosas, se aburría cuando la obligaban a tomar parte en aquellas prácticas. No sabía los detalles de las devotas de profesión, y tenían que advertirle cuándo era vigilia o día en que no se podía promiscuar.

—Esta niña es tibia en la fe —decía tía Pepita a veces—; pero es muy buena, hay que encauzarla.

Cuando alguien le advertía que Dolores se había dormido en el oratorio, para indisponerla con ella, la defendía:

—Son los pocos años. Piensa demasiado en su marido, pero es un alma pura.

La más devota de las dos hermanas de Antonio era María Luisa, que sacrificaba a las hijas y el marido a su exceso de celo.

Se pasaba la vida haciendo pastelitos y golosinas con un instinto monjil; les bordaba a sus hijas vestidos con lentejuelas e hilo briscado, como si fuesen santas de alguna capilla. Para su marido tenía todas las atenciones compatibles con la necesidad de comulgar todos los domingos. Su pesadilla era que no iba a estar a su lado en el cielo, porque Alberto tenía la maldita afición de los libros y había leído hasta a Flammarión.

Pero el marido era hombre sesudo, flemático, que con tal que su mujer le diese bien de comer y le cuidase la ropa y la casa, sin pasar de la suma mensual que le asignaba, no quería saber nada más.

La llevaba todas las noches a casa de la tía y allí la dejaba hasta la hora en que acababa su partida de tresillo; pero María Luisa tenía una susceptibilidad extraordinaria, y todos los días se achubascaba con alguno de la familia, si le parecía que no elogiaba bastante sus chucherías o sus labores de paciencia china.

La otra hermana, Manuela, era completamente distinta: revoltosa, hablaba alto, se la daba de enérgica y decidida, hasta el punto de provocar algunas veces las fanfurriñas de tía Pepita, lo que hacía que pasara temporadas sin asistir a la reunión, ocupada en mal decir de ella.

Otra asidua contertulia era una prima de tía Pepita, hermana de un cura, con el que vivía desde su viudez de un solo marido, y tan lejana, que había vuelto a recobrar la virginidad, con todos sus pudores y gazmoñerías. Se la hubiera creído soltera a no oírla recordar continuamente, entre suspiros, a los pedazos de piltrafa que abortó, pero a los que había echado el agua de socorro en el momento de salir al mundo. De ese modo si no había dado pobladores a España había aumentado la población celeste, pues allí le guardaban ya su pedacito de terreno los malogrados Burgundofero, Eleltrudo, Armogasto y Epifanio, con las niñas Társila, Perpedigna y Teopiste, nombres que, el espíritu selecto y aficionado a la poesía de la buena señora, había dado a sus vástagos, huyendo de la vulgaridad.

Iban con ella otras dos sobrinas, que conocían por el sobrenombre de las gordas, dos muchachas de dieciséis a dieciocho años, atacadas de obesidad, que pesaban diez arrobas cada una. Sus caras, de facciones bellísimas, hermosos ojos y cutis nacarados y róseos, perdían toda su gracia colocadas sobre las grandes bolas de sus cuerpos, en las que brazos y piernas resultaban flacos y cortas. Aquella mole de carne constituía el tormento de las pobres criaturas, románticas y sentimentales en alto grado. Eran dos pobres víctimas de aquellas costumbres morunas, que obligan a las niñas a crecer sin juegos, en una existencia sedentaria, sentadlas todo el día, con el pedazo de cañamazo en la mano para hacer un marcador. Se reían de ellas todas las otras gordas, porque era país de mujeres propensas a la obesidad; pero los hombres casi rebuznaban a su paso, seducidos por la abundancia de carne, apretada hasta reventar, dentro de un formidable corsé.

A veces aparecían las Chachas, dos tías de tía Pepita, ya ancianas y tan mesuradas y nobles como ella.

La Chacha Mar comulgaba todos los días sin tener que confesarse; pero la Chacha Dolores no podía hacerlo porque tomaba alguna que otra rabieta. Eran dos tipos diferentes las dos viejecitas, cuya estatura mermaba cada vez más la arterioescleorosis.

Mar sonreía siempre y miraba con candor de niña. Su cara era una bolita rosa, sedeña, delicada, con las mejillas sonrosadas, sin arrugas, que tenían el brillo y la blandura de los niños recién nacidos.

Chacha Dolores tenía en las comisuras de los labios dos pliegues enérgicos, acéticos. Su semblante era pálido, flácido, y los ojos, profundos y desconfiados, parecían animados de un fuego secreto y terrible; una llama de hoguera de la fe, que le daba cierto parecido con los retratos de Santo Domingo de Guzmán, del que se decía descendiente la familia, y seguramente no por descendencia directa, teniendo en cuenta la condición del Santo.

No faltaba nunca Elvirita, la hija de adopción de tía Pepita, sentada al lado de ésta, sin hablar, mirando a todos con su aire orgulloso, poco comunicativo, de niña mimada, y una mueca de quien percibe continuamente un mal olor que le repugna.

La esposa de su sobrino Juan era una señorita de Guadix, a la que lo unió un amor tan fulminante, que a los dos días de conocerse se escaparon juntos, sin que ella tuviese tiempo de llevar más equipaje que su añadido de cabello postizo y la caja de polvos de arroz. La muchacha salió cadañera y en tres años de casada le dio tres vástagos; pero ella misma los mató al poco tiempo: uno de la caída de un coche, durante un paseo, y los otros dos ahogados contra su seno mientras dormía.

Le gustaba estar grávida, y andaba dando vueltas a la mesa para colocar encima la barriga, como si no hubiese más embarazada que ella en el mundo. Se sentía orgullosa de aquello, pensando que le daba más importancia. La tía Pepita, molesta del alarde, solía decir la frase con que los almerienses herían a los de Guadix:

—Es de la tierra donde se paró la burra.

Aquella leyenda que les inventaban de la burra errante, que sólo se detuvo al encontrar a sus semejantes, sacaba de tino a las de Guadix, que a su vez llamaban a Almería:

—La tierra de la legaña y el esparto.

Y decían:

—Cuando Cristo fue a Almería lo llevaron al Barrio Alto y le hicieron majar esparto.

Cosa que ponía fuera de sí a los almerienses.

Hombres no recibía tía Pepita más que a los de la familia. Los esposos de las parientas no hacían más que aparecer y desaparecer para recoger a sus mujeres y cumplir la obligación de saludar a la tía. Sólo se quedaba allí uno de los sobrinos, un zarracantín, gordo y cachiporro, que tenía una imaginación volcánica para inventar embustes y tejer patrañas, con tanta perfección, que él mismo se las creía.

Atacado de manía de grandezas, había acompañado a Madrid a su tío Eduardo, cuando fue a jurar su cargo de diputado, y se metió en el Congreso haciéndose pasar por él, con tal aplomo, que los porteros expulsaron al verdadero diputado, creyéndolo el intruso.

Se quedaba en la tertulia haciéndole los cocos a Anita, la hija de un rico banquero, que era la única amiga de Elvirita. La chica era tonta de capirote, fea, derrengada, con una cara tan larga, que tenía doble distancia de la boca a la barba que de la boca a la frente. El peso de aquella gran barba le hacía tener la boca abierta, asomando la lengua, y parecía tirarle hacia abajo de las ojeras, que formaban triángulo sobre la mejilla. A pesar de su poca simpatía, toda la familia la mimaba con el deseo de que se efectuara un enlace que aseguraba la suerte del muchacho, el cual no servía más que para inventar trolas.

El otro sobrino, Luis, era el más mimado y respetado. Los eclipsaba a todos en cuanto aparecía con su aire de desenfado, andando a zancadas, sin ritmo, un poco encorvado por su alta estatura. Le tenían miedo por su carácter irascible. A pesar de ser tartamudo e ignorante Luis, tenía ínsulas de orador, hombre de talento y de un valor temerario.

Su orgullo consistía en su abolengo y su sangre azul. Creía a la familia de tía Pepita, herí nana de su madre, muy inferior a su familia paterna. Se pasaba el tiempo investigando en el escudo y las armas de su familia, en la que era tradición que ningún caballero montó jamás en burro, ni ninguna señora se dejó tocar por la matrona al dar a luz; lo que no impedía que una de sus nobles tías fuese a sentarse todas las tardes en los bancos de la Glorieta de San Pedro para charlar con los robustos mozos de la vega, a los que solía invitar en su casa. Algunas mañanas se la vio, desgreñada y en zapatillas, asomada al balcón del Palacio del Obispo, a la hora en que las devotas madrugadoras iban a misa.

Pero aquellas genialidades podían dispensársele, porque ella, con su belleza y su gracia, había dorado los cuarteles de la noble familia, bastante empobrecida. Lo malo era que aquella restauración debió costarle cara a su alma, porque era fama que, cuando estaba de cuerpo presente en el ataúd, apareció una manada de gatos, que comenzaron a saltar sobre su cuerpo, y desaparecieron como habían venido, sin que nadie supiera por dónde. Aquella era la mancha de la familia. De pronto invadía el comedor el tío Diputado, seguido de su pandilla. Entraban tumultuosamente, sin hacer caso de los asistentes ni saludar apenas. El prócer no faltaba ningún día a visitar a su hermana y a su hija. Tenía buen cuidado de que no lo acompañara su segunda esposa, una linda viuda de un vinatero, que lo sedujo lavando las copas detrás del mostrador con sus brazos redondos y su carne fresca. Aunque tía Pepita lo casó con ella para evitar el pecado de amancebamiento que cometían, la familia la consideraba como una esposa morganática, en especial su hija, que se avergonzaba de la madrastra y no le perdonaba que hubiese ido a ocupar el sitio que dejó su madre y a meter en la casa paterna la numerosa parentela, que mermaba su futura herencia.

Durante la visita no hablaba nadie más que don Eduardo y la tía Pepita. El político hacía gala de su oratoria, exponiendo sus planes, siempre azuzado por los sobrinos, que le enzarzaban en luchas violentas y partidistas, de las que ellos obtenían gajes e influencia.

Otras veces hablaba de los salones y de la vida de Madrid, poniendo en su relato puntos de picardía, que sólo a él le toleraban, y que, en ocasiones, obligaban a tía Pepita a ponerse seria y llamarlo al orden.

—¡Eduardo!… ¡Eduardo, por Dios!…

Las señoras oían, encantadas, aquellas narraciones en las que repetía: «Me dijo la Marquesa», «Me preguntó el general», «Maura me echó el brazo por el hombro», «Yo estaba al lado de D. Alfonso», «Pasó la Infanta», «La Reina iba guapísima con el manto de Corte».

Después salía satisfecho, encantado de sí mismo, seguido de la patulea de sobrinos ambiciosos, de matones y de parásitos pegadizos, que lo adulaban.

Hasta el sobrino más chiquitín, que apenas contaba doce años y deseaba ya distinguirse como hombre, solía decir, para probar su admiración a don Eduardo:

—Tengo gana de ser grande para ir por la calle rompiendo guitarras y matando electores.

Dolores no podía acostumbrarse al trato de todas aquellas gentes. Hubiera necesitado que influenciaran su espíritu desde pequeña para acomodarse a su rutinaria mediocridad. Todas aquellas mujeres tenían ideas limitadas y estaban preocupadas cada una con su manía. No pasaban, en lectura, del Museo de las familias, viejo y manoseado en su antigua encuadernación, y en poesía admiraban a Grilo y a Selgas. Toda idea nueva, toda elegancia y toda cultura era condenada sistemáticamente. No se atrevía a entablar conversación con aquellas fanáticas beatas por temor a chocar con sus gustos.

Comprendía que no la querían; le tenían una aversión envidiosa, oculta por temor al cariño que le demostraba la tía Pepita y por la amistad del tío Eduardo con Antonio, al que necesitaba para sus proyectos electorales.

Dolores tampoco podía amar a aquella familia; se ahogaba entre ella, sentía una especie de odio involuntario, algo como odio de raza.

Para escapar de allí algún rato se prestaba a llevar a la muchachada: las hijas de sus cuñadas y las amigas solteras —Elvirita no salía jamás— a dar una vuelta por la calle de las Tiendas o a rezar una Salve a la Virgen en Santo Domingo. Aunque Dolores era más joven que algunas de ellas, tenía que hacer de guardadora por su condición de señora casada.

Cuando se improvisaba un paseo, las jóvenes se envolvían rápidamente en sus abrigos y salían cogidas del brazo, dos a dos, para dar la vuelta por el Paseo, la calle de las Tiendas y la calle Real, que, siendo las principales, no habían perdido su aspecto morisco de callejuelas estrechas y tortuosas. La Puerta de Purchena era la Puerta del Sol de Almería, y en ella se alzaba el Obelisco a los mártires de la Libertad, al que denominaban pintorescamente «El Pingurucho de los Coloraos».

Las jóvenes se iban siempre por la acera donde estaban los cafés, para dejarse ver de los hombres que ocupaban las mesas cercanas a los ventanales. Era el lugar donde pasaban la noche en sus conversaciones y sus juegos, con el alejamiento habitual de las mujeres.

Algunas veces, sin que Dolores pudiese evitarlo, las jóvenes se metían en una tienda para revolverlo todo, sin comprar nada, sólo por el deseo de charlar, de moverse, de oir las galanterías de mostrador, las melosidades que los dependientes tenían preparadas para criadas y modistillas que, engolosinadas con ellas, daban la preferencia a determinadas tiendas.

¡Con qué envidia veían las muchachas, ansiosas de novio, en las callejuelas estrechas y morunas, alumbradas por los faroles de aceite, callejones de la Edad Atedia aun, las rejas, a cuyos hierros se agarraba un enamorado envuelto en la ancha capa! Las maderas entreabiertas dejaban vislumbrar una mujer en el fondo, aunque su recato no le dejase abrir por completo aquella especie de celosía.

Se detenían siempre ante el Señor del Portal, por cuya reja metían la mano para dejar caer una moneda de cinco céntimos. Era una habitación grande, con vertida en capilla, muy desguarnecida, con el suelo todo sembrado de calderilla, y en cuyo fondo se veía un enorme cuadro negro. La tradición refería que lo pintó un cautivo con carbón, teniendo las manos atadas. Era una imagen milagrosa, a la que tenían gran devoción los almerienses. Debía haber crecido, según el tamaño del Cristo, que ocupaba toda la pared y apenas se destacaba de su fondo ennegrecido.

Santo Domingo, a aquella hora era imponente; en tinieblas, sin gente, dejaba oír el eco de sus pisadas, que retumbaban con ese tono cóncavo que sólo se escucha en las iglesias solitarias.

Algunas noches de luna, serenas y plácidas, se atrevían a asomarse hasta el principio del Malecón o del Contramuelle Allí, frente a la melancolía del ambiente, Dolores sentía aliviarse su espíritu. A un lado estaba el mar, abrazado por los diques del puerto, manso como un balsón, sembrado de luces y embarcaciones, entre las que descollaban las grandes moles de los buques de alto bordo. Más allá, el mar libre, uniéndose al horizonte y confundiéndose con el cielo, tan igual a él, que la vista no podía precisar si era todo mar o todo cielo.

De aquel mar venían hasta ellos, entre el remusgo de la brisa, el eco de conversaciones: voces en idiomas extraños, cantos exóticos, mezclados con el ruido del trepidar de las máquinas y el rechinar de los hierros.

Algunas noches el grito estridente de una sirena rasgaba el aire, con esa cosa de agudo y desesperado que tiene el adiós de los barcos. Los veía alejarse, rompiendo la sombra con la alta luz de en medio, y los faroles verdes y encarnados a babor y a estribor, para servir de guías y señales a las otras embarcaciones que encuentran en esas carreteras ideales que han marcado los hombres en las aguas.

Dolores sentía entonces un deseo de gritarles que se detuvieran, que la esperaran, que la llevaran consigo, y sus ojos se volvían hacia la ciudad, con la angustia y el pánico del que se encuentra en una isla desierta, a la que no llega la nave salvadora.

Era negro el aspecto de la ciudad, escasamente iluminada, acurrucada como aterida y medrosa a los pies del monte de la Alcazaba, que recortaba en la sombra su silueta, dentada de torreones y almenas.

De allí caían sobre el caserío, desgranándose en el aire, los ecos de la histórica campana de la Vela, En aquellos momentos Dolores amaba a Almería, amaba la tierra, la Naturaleza, la dudad en sí, el mar y el cielo. ¡Si aquellas criaturas que la rodeaban hubiesen sido dignas de la grandeza del marco!

Seguían la vuelta de regreso por los nuevos «Bulevares», hasta llegar a la casa. Era la suya entonces una sensación algo parecida a la del penado que vuelve a tomar su cadena después de una tentativa de evasión, A pesar de todos sus razonamientos no podía evitar el pánico que se apoderaba de ella al considerar una existencia que se proyectaba inmutable, como un largo camino en el arenal, que había de recorrer sin pararse a descansar jamás, y se preguntaba aterrada: ¿Tendré que soportar esto toda mi vida? ¿Sin remedio? ¿Siempre así? ¡Siempre!

Tomaba ante ella todo su verdadero valor, para aniquilarla, aquel terrible: ¡Siempre!

V. Flores de luz

No estuvo mucho tiempo sola Dolores. Sus cuñadas vinieron a buscaría para no faltar a los fuegos artificiales, el espectáculo más popular y más del agrado de aquella gente, que conservaba la afición de les moros a los juegos de pólvora.

Había quien pasaba durante el día por el lugar donde estaba el castillo, tratando de averiguar que encerraría cada uno de aquellos ramilletes de caña, descarnados esqueletos, envueltos en extraños vendajes.

Los miraban con inquietud, con el temor de que pudieran estallar e incendiarse bajo las llamas de aquel sol africano, en el ambiente de horno de los días de Agosto, y propagar el fuego a toda la dudad. Otras veces, cuando las nieblas obscurecían la luz, tenían miedo de que la lluvia acudiese, por esa simpatía que las nubes deben tener hacia los cohetes que las van a buscar.

Para todos aquellos ingenuos campesinos y gentes de los pueblecíllos cercanos, era un triunfo que llegase la noche y que los castillos de caña se hubiesen salvado.

Algunos estaban allí desde las primeras horas de la tarde para coger sitio. Se llevaban la merienda y esas grandes botas que prueban la resistencia del hombre que las alza entre las manos y permanece como absorto, englutiendo el vinillo, que le pone en la garganta un rumor de gargoteo, mientras se marcan en la piel de la vasija hoyos como los que el cansando imprime en los ijares de los potros; hasta que ya rehartos, la separan de golpe, se pasan el dorso de la mano por los morros humedecidos, y la entregan al compañero, que espera sediento y ansioso.

La multitud se apretujaba emocionada en la gran plazoleta de la Rambla. A pesar de la proximidad las aldeanas no dejaban sentir el contacto de su cuerpo, envuelto en tantos pares de refajos de lana, en pleno verano, y tantas enaguas almidonadas y superpuestas.

Ofrecían el espectáculo de un pueblo árabe. Los hombres eran verdaderos rifeños disfrazados con los trajes de majo: calzón ajustado a la rodilla, chaquetillas de alhamares de plata, chaleco de seda bordado, camisa de chorrera, ligas con borlas sobre las calzas, y sombrero calañés encima del pañuelo de tomate y huevo anudado en la nuca.

Las mujeres parecían escapadas del harem: morenas, pálidas, color de pasión, ojos de pasión, boca de pasión, con labios muy rojos y pestañas muy largas.

El graneado de la piel tenía algo de reflejos de tisú o de escamillas plateadas.

Todos aquellos ojos miraban al cielo, clavándose en la oscuridad, para seguir la trayectoria de los cohetes. Estaban inmóviles, atentas, con la respiración contenida y la boca entreabierta. Para ellas era algo maravilloso la lluvia de fuego de las ruedas giratorias, chispeantes como brasa sobre yunques golpeados por el martillo; las fuentes, manando ascuas de lava; los castillos, con su simulacro de bombardeo, que lanzaban proyectiles inofensivos entre un torbellino de luego.

Seguían ansiosas los cohetes que subían al cielo, en un haz de flechas obscuras, escondidas en la sombra, y que se convertían allá arriba en cientos de sierpes de fuego para precipitarse zigzagueando cabeza abajo, como una plaga bíblica; pero que se extinguían antes de llegar al suelo, en virtud de algún conjuro.

Subían coronas y canastillos, que se abrían entre la sombra y daban la impresión de no extinguirse, sino de continuar ascendiendo para convertirse en estrellas.

Había algunos que crujían o silbaban, trazaban rúbricas de fuego, se perdían, como si se consumiesen, para luego aparecer más lejos; pero los que más entusiasmo despertaban eran los que se descomponían en luceros de colores vivísimos, flores de luz abiertas blandamente para esparcirse en la noche.

No eran ruidosos como los otros ni estremecían violentamente los nervios; en vez de un sasssss prolongado y el pum final, salían con su leve sisssss y acababan en un pam amortiguado, del que nacía la brillante floración de gemas topacio, rubí, coral, amatista y esmeralda, tan lúcidas, tan límpidas, tan vivas, que brillaban sosteniéndose en el aire, luchando por asirse y afianzarse en él, y se apagaban como absorbidas por las pupilas que las buscaban y las seguían con el deseo de hacer duradero lo que tenía su mayor encanto en lo efímero y fugitivo de su existencia.

Cada uno de aquellos cohetes hacía brillar todos los ojos, poniendo en ellos reflejos cambiantes e intensos. La aparición de las luces arrancaba de todas las bocas un «¡ah, ah, ah!» repetido, apagado, admirativo, El gran trueno final, el gran trueno paup, remate de la traca morisca, llegaba siempre de improviso, por más que se le esperaba.

Era la señal de dispersarse la multitud en la sombra de la gran plaza mal alumbrada, cuya oscuridad resaltaba después del contraste de la iluminación.

Se iban todos un poco sobrecogidos y descontentos, sin saber de qué; tal vez las mujeres llevaban la inconsciente nostalgia de ponerse en los cabellos una de aquellas biznagas de luz.

La mayoría iban rendidos de estar de pie, y muchos estaban chamuscados por la caricia de un cohete humeante aún. Los que estuvieron en primera fila se habían achicharrado con el chisporrotear de las ruedas… pero ninguno confesaba que no se había divertido.

Desde allí se iban a dar unas cuantas vueltas, muy tiesos y muy graves, con esa digna compostura de que tan celosos son los aldeanos, más protocolarios que ninguna otra clase social. Miraban las bendecidas de madera, instaladas a ambos lados del paseo, en las que estaban expuestos todos los trebejos del comercio de la ciudad, y disimulaban su sentimiento de admiración, como si todo aquello les hubiese sido familiar.

Los enamorados llenaban los pañuelos de las muchachas que festejaban de torraos, cacahuete, avellanas tostadas y toda clase de ñiquiñaque.

Así que daban unas cuantas vueltas al compás del chin-chin de la banda, se retiraban, como de común acuerdo, para dejar el sitio al señorio, que venía más tarde, y con el que no se atrevían a mezclarse, porque en ninguna parte se conservaban tanto corno allí las reminiscencias feudales.

Además de esta separación del pueblo, la clase media se dividía en grupos, que no se mezclaban jamás unos con otros. Las señoras, cuyos esposos pertenecían a un partido político, ni siquiera saludaban a las esposas de los que figuraban en otro bando distinto.

Las damas linajudas y devotas formaban grupo aparte. Lilas eran las que recibían la visita de la Sagrada Familia, la cual no iba a casa de las menos conceptuadas.

Luego estaba el grupo de la aristocracia de segunda clase, más tolerante, más libre; pero que no admitía en su trato a las modestas esposas de empleados y comerciantes.

Éstas se vengaban criticando a las que asistían a la Peña y al Casino y no se desdeñaban de jugar y bailar. Veían eso como una cosa escandalosa para sus costumbres tradicionales, y trataban de averiguar si la esposa de don Fulano se entendía con don Zutano y la de éste con don Mengano.

Las militaras formaban como clase aparte y rara vez se trataban con las civilas. Parecía, que andaban entre ellas con el escalafón en la mano, según se exigían unas a otras el respeto que correspondía al grado de sus maridos. Así la coronela mandaba en la capitana y ésta a su vez en la tenienta. Eran ellas más militares que sus esposos, y no era raro que se llamasen mi comandanta o mi capitana y que designaran a toda la gente que no pertenecía a su grupo los paisanos.

La concurrencia al paseo era brillante; lucía agrupada entre las casetas, bajo los arcos de luz y la blandura de la noche andaluza. Tenía el paseo algo de salón de baile, propio para una agradable sonochada.

Las jóvenes iban todas vestidas con trajes de seda blancos y de colores claros, verdaderos trajes de baile, recargados de profusión de adornos. Las mamas se engalanaban con los tradicionales trajes de seda negros. Aun se veían allí el paño de Lyon, el gro y la falla, en vestidos que sacaban del arca de año en año, oliendo a manzanas, a alcanfor o a naftalina. Solían no haber variado la forma de ellos ni de los sombreros, que eran los mismos que usaron en su juventud.

Aquellas señoras se quejaban de que la feria no tenía ya el encanto que le hallaron en su mocedad y lo atribuían al cambio de sitio. Hubieran querido que continuase bajo los soportales de la vieja plaza de la Constitución, que pasó de plaza de Abastos a Real de la Feria, y al fin guardaba sólo en su silencio el cenotafio de los que por la Constitución se sacrificaron. No pensaban que ya no cabría allí la concurrencia por el aumento de población, y siguiendo la trayectoria que habían hecho las casetas en los años anteriores, de la plaza al paseo y de éste al «Bulevar», solían decir:

A este paso van a echar la feria al mar.

La gente joven, en cambio, encontraba muy bien aquel paseo, que les permitía, por su largura, alejarse de la vista de las mamás, porque después de la primera vuelta los señores de categoría y las señoras casadas se sentaban en los grandes sillones de junco que desde los cafés inmediatos invadían el paseo.

Allí ellos se entretenían, en hablar de política, con el cigarro en la boca, medio tendidos de puro repanchigados y golpeándose la punta de la bota con la contera del bastón. Las señoras tijereteaban, mirando pasar a las otras, y las niñas se paseaban en lindos grupos, cogidas del brazo y seguidas de los cortejos, más o menos disimulados de los pollitos y de los gallos enfundados en sus trajes nuevos, con el pañuelo saliendo en punta del bolsillo, la flor en el ojal y muy enluchiquinados.

A esa hora no era ya la feria de objetos y comercio, apenas se hacía caso de las casetas engalanadas, que ofrecían abanicos, joyas, encajes, juguetes y demás zirigañas. Era la feria de las mujeres. Tenían que aprovechar el tiempo. ¡Se quedaban tantas sin casar! La mayor parte de los escasos hombres casaderos se enamoraban en Granada o en Madrid, donde iban a estudiar. La feria era el recurso para pescar marido entre los uveros y los hacendados de los pueblos del río.

Ya sabían las muchachas gobernarse para cazarlos, dirigiéndoles las miradas ansiosas, profundas, de sus ojos andaluces, donde se reconcentraba todo el fuego de la vida, preparada para el matrimonio como fin único.

Pasaban riendo, hablando alto, hacían carantoñas y cuquimangas, se movían con estudiada coquetería, aunque les resultaba torpe las más de las veces. Ellas sabían que las miraban, y deseaban hacer valer su belleza. La que lograba ser acompañada por alguno de los notables de la ciudad o de algún rico forastero, pasaba con la ufanía del triunfo, que le envidiaban las demás y del que se envanecía la madre.

Generalmente los mayores éxitos eran de tas bellezas ya consagradas como célebres. Era a ellas a quienes les presentaban todos los forasteros; pero se encontraban, esclavas de su fama, obligadas a guardar mayor mesura y prodigarse menos. Daban el tono de la moda en su pequeño mundo y lucían con gran prosopopeya los nuevos peinados, que luego imitaban las demás.

Era un paseo sólo de gente joven, y eso ponía en él mayor alegría.

Las señoras casadas, por jóvenes que fuesen, tenían que permanecer sentadas en los grupos aislados, donde rara vez se veía a los maridos, que tenían a gala hacer su vida con la misma independencia de solteros.

Las mujeres no eran más que seres a propósito para tenerlas en casa, a fin de que los cuidaran y les sirvieran pasivamente de regalo en sus ratos de ocio; pero a las que no se les podía dedicar demasiado tiempo ni hablar con ellas de asuntos que, dada su escasa cultura, no entenderían.

Preocupaciones y negocios eran para discutirlos con los amigos. Se hubieran reído de un marido siempre pegado a las faldas de su mujer.

De todo aquel conjunto de mujeres vírgenes se desprendía una sensualidad, que aumentaba la sensualidad del ambiente.

Las pasiones eran allí fulminantes, terribles; se enamoraban de repente y era inútil toda oposición. Era una cosa corriente el que muchas señoritas se escaparan con el novio. Después de estar perdidos un par de días, la Guardia civil los conducía de nuevo al domicilio paternal, y todo solía acabar en boda, ahorrándose trámites, tiempo y dinero.

Manuela y María Luisa, las dos cuñadas de Dolores, vigilaban atentamente a sus hijas. Sin confesárselo tenían celos maternales una de otra.

No podían ocultarse los vestidos y los sombreros que les hacían a las niñas para sorprenderse el día del estreno, como hacían casi todas las que competían; pero rivalizaban en componerlas y adornarlas. María Luisa, que no había perdido la ínfantilídad, a pesar de ser esposa y madre, pasaba el tiempo en inventar toilettes, que ella misma cosía y bordaba cachazudamente para las dos niñas.

Su moral era tan estrecha, que a pesar de su deseo de verlas casadas, había estropeado el matrimonio de las dos.

A la mayor le hizo reñir con el novio porque le escribió en una tarjeta donde estaba retratada una artista con excesivo descote. La otra acabó con su enamorado porque él se enteró de que María Luisa estaba detrás de su hija en la reja, y le dictaba todo lo que tenía que decirle.

En cambio Manuela tenía la manga más ancha; lo que deseaba era casarlas, fuera como fuera, pero no encontraba yernos. Los diálogos de las dos hermanas causaban risa a Dolores, detrás de la cual andaban siempre para que les hiciese un lazo o un adorno y les aconsejase tal o cual cosa.

Aquella noche ambas estaban igualmente disgustadas: las niñas paseaban mucho tiempo solas. Manuela no pudo aguantar su malhumor.

—Estas criaturas son demasiado sosas —dijo a su hermana—, y eres tú la que las enseñas a ser así con tu beaterío.

—No me pesa —respondió vivamente María Luisa—. Lo que esté de Dios ha de pasar.

—Sí, pero Dios dice: ayúdate y te ayudaré.

—Es que el buen paño en el arca se vende. Acuérdate de cómo ha sido nuestra madre, y nos hemos casado todas.

—¡Es verdad!

Aquel «Es verdad» estaba pronunciado como un suspiro, que equivalía a toda una vida de desengaño y tristeza. Dolores la miró con simpatía, pero ella, recobrándose, añadió:

—Mira. Para que faltaran esas. Las mesillas del turrón.

Pasaban tres señoritas vestidas de rojo, con grandes descotes, riendo a carcajadas, entre un grupo de jóvenes.

Eran el odio de casi todas las madres, que tenían contra ellas esa aversión injustificada que suele acumularse en las ciudades provincianas sobre algunas personas.

Hijas de un teniente retirado, que a falta de madre las acompañaba siempre, las tres muchachas eran generalmente conocidas por las niñas de Papá o por las mesillas del turrón, aludiendo a que eran ellas lo primero que se veía en toda fiesta.

Trabajaban las tres sin remilgos de aparentar fortuna y ocultar sus necesidades. Se ayudaban para poder vivir y que les alcanzase el corto retiro de su padre, y hacían flores artificiales con tanta maestría que parecían flores verdaderas, por esa cosa que hay en las flores que para ser perfectas deben parecer lo contrario de lo que son.

Llevaban siempre las manos pintadas de todos colores, y algo de la pintura se escapaba hada sus rostros y aparecían con las mejillas y los labios empurpurados y los ojos con gran cerco oscuro.

Sólo eso, su continua risa, el desenfado de su trato y la libertad con que recibían en su casa, eran motivos para no tener ni una sola amiga y que ninguna señora las saludase, por más que las tres hermanas, a pesar de sus risas y sus juegos, eran de una honradez irreprochable.

Pasaron charlando, con grandes risotadas y algazara, como si estuviesen en el patio de su casa, sin preocuparse de todas aquellas señoras que les hacían blanco de sus críticas y rehiletes.

Aquella noche era de mayor gala. A las doce se celebraba el gran baile en el Casino. Esta era la diversión preferida de las jóvenes, y más en la ocasión de haber un barco de guerra en el puerto y saltar la oficialidad a tierra.

Los marinos eran rivales terribles, aunque rivales de un día, para los hombres de la ciudad. Las muchachas, con gran imprevisión, desdeñaban los novios seguros por el encanto que tenían para ellas aquellos hombres desconocidos, de países lejanos, que les juraban amor una noche y que no volvían a ver más. En realidad no elegían entre ellos, el que las elegía era su preferido; más que el hombre, lo que las sugestionaba era el traje, su condición de habitantes del mar y desafiadores del peligre. Ellos pasaban alegres, sin dar importancia a la aventura de una noche. Apenas si al volver algún oía a divisar la ciudad desde el mar, recordarían haber bailado allí con una linda muchacha. En cambio ellas, dentro de su vida monótona, guardaban aquel recuerdo, siempre juvenil, en su imaginación. No olvidaban jamás la figura del hombre que hizo latir de amor y de vanidad su corazón. Se veían pasando de su brazo entre las muchachas que las envidiaban y quizás triunfantes también de otros amores y de otras mujeres que no conocían, y a las cuales eclipsaban en aquellos momentos, que tenían para ellas el valor de un triunfo definitivo.

El grupo donde estaba Dolores se hacía cada vez más numeroso con la llegada de otras personas de la familia, que se iban sentando allí.

La larga parentela de Antonio se había dado cita: tías, primas, sobrinas; todas con los maridos, los hijos, y algunas hasta con la criada para que cuidara de los niños.

La prima Aurora, que era la más rica y de más postín, iba con todos sus pequeñuelos; pero los tenía tan bien educados, que cuando llegaba la hora de tomar algo se informaban primero de quién había de pagar. Si era su padre no pedían jamás nada, pero si era otra persona elegían a tutiplén chocolate, pasteles, helados y jamón.

Los padres estaban orgullosos del talento práctico de la prole, que tanto prometía, y contaban, en alabanza de la mayor, que apenas tenía seis años, cómo el angelito lloraba todos los meses cuando les pagaban a las criadas.

Todos miraban con prevención a Dolores: era una extraña en medio de ellos. Sin explicarse por qué, sentían que la joven era de otro espíritu, de otra raza; no se entendían con ella más que si hablasen en diferentes idiomas, No le perdonaban su retraimiento, su no saber mezclarse a sus charlas y sus murmuraciones, y sobre todo, por ser la que, sin llevar nada llamativo, atraía más la atención en el paseo. Todos volvían la cabeza para verla cuando pasaban cerca del grupo, aun yendo con muchachas guapas.

La belleza de Dolores tenía un sello de noble distinción y una elegancia cautivantes. A veces las cuñadas pensaban que no debían salir con ella porque eclipsaba a sus niñas; pero no se atrevían a decir nada al ver que Dolores nada hacía para atraer la atención. Sin embargo, les quedaba el recelo de que fuese una gran hipócrita y supiese disimular para fingir que ni se enteraba ni ponía nada de su parte.

La última que llegó a la reunión fue Rosalía, sudorosa, jadeando, casi sin respiración. Había sido siempre la suya una belleza de gorda, de carne blanca, blanda, como adobada y pulida para despertar el apetito; las manos, pequeñas y carnosas, y las formas redondeadas. Por eso se había enamorado de ella, en la viudez de ambos, el tío Eduardo Ella supo barajar su vida para llegar a ser la indispensable al lado suyo. Tía Pepita, por evitar el escándalo y el pecado mortal de su hermano, los casó, y Rosalía, convertida en señora, merced al dinero y la posición política de su esposo, logró que la sociedad más severa le abriese sus puertas.

Hubiera podido ser feliz si no la hubiese acometido la manía casamentera. Supo tejer intrigas para casar a cinco hermanas, allí donde la mayoría de las muchachas se quedaban solteras. Les encontró maridos de todas las clases sociales, desde un zapatero a un banquero. Todos eran viejos, pero todos constituían buenos partidos. El corazón de las cinco muchachas no había hablado jamás ni se habían preocupado del amor. La cuestión era casarse.

Era fama que todas ellas brincaban y triscaban con el cuñado, sin que Rosalía se inquietase de aquella promiscuidad, en la que el bueno de don Eduardo tenía todo un serrallo.

Rosalía, que no había tenido hijos, prohijó a una sobrina, a la que estaba empeñada en casar, con el doble empeño de triunfar de aquel modo sobre Elvira, a la que pretendía un gordo y rico comerciante en grasas, que no se atrevían a rechazar por si no se presentaba otro, a pesar de que su vulgaridad revolvía de indignación los humos de grandeza de la familia.

Glorita se parecía a Rosalía como una gota de agua a otra; tenía las mismas redondeces, la misma carne blanda y lechosa, los mismos ojos claros y los mismos rizos castaños.

Pero a pesar de su belleza y de que Rosalía andaba paseándola siempre, sin perder ocasión de exhibirla, la chica no se casaba. Tenía fama de guapa, de elegante, de buena; iba siempre vestida con un lujo ostentoso; todos los hombres mariposeaban a su alrededor, pero ninguno solicitaba el honor de ser su esposo. Glorita era tan hermosa que hacía temer esa tragedia de la mujer hermosa que exige siempre servidumbre. Había doblado ya el cabo de los veinte años, allí donde de los veinte a los treinta años se declara solteronas a las mujeres y cae con eso sobre días el ridículo, del que nadie se atreve a redimirlas.

La solterona era un tipo tan corriente en Almería, que hasta por el número debía merecer respeto; pero que estaba siempre vejada, ridiculizada, en un aislamiento forzoso.

Rosalía se dejó caer en una silla y se limpió el rostro, congestionado, con su pañuelo de encaje, bien oliente a agua de Colonia.

—¿Qué te pasa?

—Nada… Me he cansado… ¡Es tan tarde!…

—¿Y Glorita? —preguntaron a la vez Manuela y María Luisa.

—No está aquí.

Las dos procuraron disimular su alegría, porque la chica era una rival terrible para sus hijas.

Rosalía procuró tranquilizarse, arregló los encajes de su vestido de seda y las innumerables alhajas que la cubrían. Su abultado pecho, tan abultado que se levantaba hasta suprimir el cuello, era como un escaparate de joyería, en el que se entrechocaban collares, cadenas y broches, con los que jugaban sus manos para lucir el valor de sortijas, pulseras y reloj.

Pasados algunos momentos se levantó y fue a sentarse al lado de Dolores.

—Estoy en un compromiso y es necesario que me ayudes —le dijo.

—Tú me dirás.

—¡Ha venido un forastero! ¿Me comprendes?

—No.

—Un forastero viudo y rico, ayudante del General… No es joven, pero sería un partido ideal para Glorita… Me lo acaban de decir en casa de doña Josefa.

—Pues me alegro.

—Sí, pero es que Glorita no está aquí. Se fue al cortijo porque no le hice un traje para el baile del Casino, y no era cosa de presentarse con el que ya le han visto. ¡Qué compromiso!

Dolores no sabía qué decir.

—Es menester mandar un coche al cortijo para que venga —seguía diciendo la casamentera—. Se necesita que esté aquí mañana mismo… y mientras ella viene, si tú me ayudas, le improvisaremos un traje como no habrá otro… Pero que no se enteren tus cuñadas… ya puedes comprender.

—Pero…

—No me digas que no… tú me aconsejarás… ya sé el buen gusto que tienes… Puedes hacer la felicidad de Glorita. No tienes idea de lo hermosa que está. Me da el corazón que lo pilla si nos adelantamos a las otras. ¡Vaya si lo pilla!

—¿Pero no es el baile esta noche?

—Queda otro pasado mañana. Yo voy a este… ya le he dicho a Eduardo lo que pasa… Él se ríe; pero como estaremos con el General, me presentarán al forastero. Así, cuando venga Gíorita, ya se fijará en ella; tendrá que saludarnos… de esta hecha la caso, no tengas duda. ¡Y qué boda! ¡Pobre hija! ¡Ya me podría morir tranquila!

En aquel momento las interrumpió una espantosa gritería; resonó un terrible jabardillo, una barahúnda de silbidos agudos, pitos, caracoles, cencerros, golpear de almireces y sartenes, arrastrar hierros, como si estallase una estruendosa y colosal cencerrada.

VI. La pita

Quedaron apagados los sonidos de la música entre la confusión y la batahola.

Todo el mundo gritaba:

—¡La pita!

—¡La pita!

Una muchedumbre astrosa, formada por mujeres con los vestidos sucios y rotos, hasta el puntó de que las faldas parecían esas colgaduras japonesas hechas de flecos; hombres, con los trajes tan desgarrados, que dejaban ver la carne; chiquillos negros, embarrizados, desgreñados, con las cabezas costrosas de los rifeños, invadían el Real de la Feria silbando, pitando, lanzando chillidos agudos, para producir aquel estruendo, aquel jabardillo infernal.

Las jóvenes que paseaban corrieron asustadas a buscar a sus madres, sintiéndose poco seguras cerca de los pollitos que las acompañaban, los cuales eran los primeros en correr como ellas.

Todas las señoras trataban de escapar del paseo, de refugiarse en alguna parte, en un café o en un portal, o bien de ganar las calles apartadas y silenciosas.

Avanzaban los de la pita, como ciegos que no ven los obstáculos, tropezando con la gente, dando encontronazos que hacían bambolearse al que los recibía.

De pronto formaban corro en torno de algunos paseantes, y los aturdían con pitazos y gritos en los mismos oídos. Era un espectáculo como el de la Befana en Roma, pero sin su carácter de diversión inocente.

Aquellas pitas eran un arma inventada por los políticos de oposición, que las organizaban como una protesta contra los gobernantes.

La política lo invadía allí todo y se convertía en una pasión innoble, baja, con cuanto tiene de ambicioso y abyecto.

No trataba allí la política de desarrollar mi programa de ideas, ni de llevara cabo ninguna obro interesante. Era sólo una lucha de hombres que deseaban dominar, y para lograrlo toleraban todos los abusos y todos los desafueros de sus partidarios.

Los políticos se dividían en tres clases: caciques, parásitos y matones. Los diputados y senadores forasteros, a los que se ofrecía la jefatura de los partidos, no eran más que pobres ilusos, que caían en aquel avispero para ser el juguete de los unos y el blanco de los odios de los otros.

Apasionaba la política con esa pasión ardiente e impetuosa que se advierte en los concurrentes a las plazas de toros, Allí no se razonaba, querían imponerse por la fuerza; no se hablaba más que de tiros, puñaladas, palizas, que si se hubieran dado con la prodigalidad con que se ofrecían, hubieran acabado ya con todos los políticos.

La hoguera encendida tenía de pronto intensas llamaradas de incendio, momentos en que se agudizaba, y entonces brotaban, al lado de la prensa seria, como flores mal olientes, los periódicos de infamia y de bandería.

Se insultaban unos a otros, sin respetar la vida privada, para lanzarse las injurias más rufianescas.

Aquellos periódicos estaban dirigidos por los matones, que paseaban por la ciudad, apoyados en grandes garrotes de cayada, y se paraban a mirar con fachenda a todos los afiliados al partido contrario con quienes topaban.

En cada esquina estaban los matones de los dos bandos, dispuestos siempre a agredirse, aunque rara vez llegaban a las manos.

Los gobernadores se desesperaban para dirigir aquella ínsula levantisca, tozuda, sin idea de moral cívica y sin más ley que la fuerza.

Se daba el caso de combatir las mejoras que habían de beneficiar a la ciudad por anteponer a todo interés las cuestiones personales. Allí no significaban les revueltas contra los gobernantes la justicia de un pueblo, sino la inmoralidad de un pueblo.

Hacía una temporada que la lucha era más enconada. Silbaban al cacique y al gobernador en todas partes donde aparecían: en la calle, en el teatro, y a veces delante de sus casas.

Entre el populacho astroso, que no hacía más que silbar y alborotar, estaban los ternejales de la Vega, de Dalias, de Cuevas y de Berja, bien armados y dispuestos a comerse los niños crudos, en la confianza de que, con la influencia de sus valedores, habían de salir bien de todos los malos fregados en que se metieran.

Había cundido la noticia del cambio de gobernador, y envalentonados con el triunfo, sus adversarios venían a despedirlo de aquel modo estruendoso y grosero. Bastaría la resistencia de cualquiera de los adictos para que los pitidos se trocasen en tiros.

Las mujeres corrían, chillaban, derribaban sillas y mesas. Si alguna persona caía, en lugar de ayudarle a levantar, pasaban por cima de ella.

Ante el peligro, Dolores sintió revivir en su corazón el cariño que había profesado a Antonio. Demasiado distinguida para descomponerse y gritar, pero llena de miedo, trataba de escaparse del paseo, al mismo tiempo que buscaba a su marido entre los grupos.

En un extremo vio a César Lope rodeado de una turba de bigardos, que soplaban con los pitos y lo aturdían, dando cabriolas en torno suyo, azuzados por uno de los directores del motín.

—Tengan la bondad de dejarme —decía él sin perder su prosopopeya—, yo soy adiáfora en estos asuntos y no es justo que me compliquen sin motivo.

Dolores hacía esfuerzos para llegar hasta él, separando con decisión a los truhanes que le estorbaban el paso. El prestigio de la Señorita se impuso, y después de resistirse unos momentos, el grupo abandonó al periodista y corrió a rodear a un desdichado concejal, que acertó a cruzar resguardándose en las casetas.

—¿Dónde está Antonio? —preguntó Dolores, ansiosa, cogiendo a César por un brazo.

Él trataba de arreglar lo descompuesto de su traje y de quitar las abolladuras a su sombrero.

—Perdóneme, señora —repuso—; tengo en este momento una extraordinaria adinamia que me impide coordinar las ideas.

—¿Pero dónde ha dejado usted a Antonio?

—No sé… estábamos a la entrada del Casino… nos separó la canalla… Si no llega usted tan a tiempo, hubiera dado una severa lección a esos mentecatos… Pero está usted mal aquí… Permítame que la acompañe a su morada.

—No… yo quiero reunirme con mi familia y buscar a Antonio.

—Eso no es agible en estos momentos.

La joven divisó un coche parado cerca de unos tendejos que terminaban el paseo y notó que la mirada de César se dirigía, inquieta, en aquella dirección, mientras pretendía conduciría por el lado opuesto, que era el lugar donde continuaba la trifulca.

Se dirigió hacía allí con decisión, sin atender las palabras del periodista.

—Señora, se lo ruego rendidamente, se lo imploro, deténgase.

Ella continuó sin hacer caso. Lo sentía caminar en pos suyo, con los brazos levantados, haciendo desesperadas señas a las gentes del coche, que al verlo acercarse prorrumpieron en carcajadas.

—¡Sube!

—¿Saliste con vida?

—Cosa mala nunca muere.

—Anda listo.

Eran dos mujeres, dos mujeres de grandes descotes, con las cabelleras enfloradas y los semblantes alegres y acanallados, que tenían casi oculto a Antonio entre sus faldas claras.

Al ver a Dolores todos se quedaron desconcertados, y el pobre César Lope exclamó con su acostumbrada ampulosidad:

—¡Tableau! ¡La debacle!

Antonio se quedó un momento estupefacto; pero luego, rehaciéndose, saltó al suelo, rechazó a la mujer que se le agarraba al brazo, y le preguntó a Dolores:

—¿Qué haces tú aquí?

Ella no respondió nada. Tenía ganas de llorar; pero su dignidad le impedía demostrar emoción, avergonzada, confundida de hallarse en aquella situación ante las dos mozuelas.

—¡Ay, qué gracia! —chilló una—. ¡Es su mujer, que viene a recogerlo como si fuera un niño de la escuela!

Pero César se había subido al coche ya y ordenó:

—Auriga, arrea.

El cochero se dio cuenta de la situación y fustigó los caballos, que partieron al trote.

Los dos esposos quedaron solos, y sin decirse nada, por un acuerdo tácito, empezaron a andar en dirección a su casa, buscando con rodeos las calles más apartadas.

Dolores experimentaba una extraña mezcla de ira y de dolor. Se arrepentía del momento de ingenuidad que le había hecho ocuparse tan afanosamente de su marido.

Ella disculpaba siempre en el fondo de su espíritu a Antonio, creyendo que eran las costumbres, la educación y el ambiente, los que le influían para ser brusco y desagradable; pero se creía amada a la manera que él podía amar. Creía no tener más rival que la pasión política. Jamás se le había ocurrido la idea de que la engañase con otra mujer.

Se le revelaba así, de pronto, toda la verdad. Veía a su marido olvidado de ella, envuelto en la crápula, entre mujerzuelas, ¿y en qué momentos? En los instantes de peligro, en los que ella sentía renacer su cariño y lo buscaba inquieta y ansiosa. Él no se había acordado de Dolores para nada. Sabía que estaba entre la turba, expuesta a las promiscuidades y los peligros, y no se había preocupado de buscarla.

Ante aquel desengaño, que la hería tan vivamente, Dolores sentía una gran vergüenza de haberlo sorprendido, de haberse visto frente a frente de aquellas mujeres. Se sentía humillada como si fuese ella la culpable.

Al cabo de unos minutos su marido la cogió familiarmente del brazo. Sintió un rehílo en la médula, como si hubiese sufrido una quemadura en carne viva. Sus nervios la sacudieron en una profunda repugnancia y separó bruscamente la mano de Antonio, diciéndole con un tono resuelto y enérgico.

—¡No!

Pareció él un poco sorprendido, pero insistió sin darle importancia.

—¿Te has ofendido? Te atufas por cualquier cosa.

Ella lo rechazó de nuevo.

—¡Déjame!

Entonces él habló con tono frívolo: no tenía Dolores motivo para ponerse así. Aunque fuera cierto que iba un rato de francachela, aquello no tenía importancia, lo hacían todos sin dejar por eso de querer a sus esposas. ¡Cosas de hombres!

Dolores sentía asco de oírle hablar así; no entendía tanto cinismo.

—¡Cállate! —le ordenó.

Entonces él, algo inquieto ante lo sostenido de su actitud, siguió en el empeño de convencerla.

Ni siquiera se trataba de eso. Eran sólo unas amigas de César Lope. Era César Lope el que iba con ellas y le hizo refugiarse en su coche al ver que él como amigo del gobernador dimitido, corría peligro entre las masas.

Dolores no le contestaba. Así llegaron a su casa. Hizo un esfuerzo, no quería que las criadas se dieran cuenta de lo que sucedía, y se dirigió a su alcoba. Antonio la siguió.

—Vamos… no continúes enfadada… Ven.

La estrechaba entre sus brazos, intentando besarla. Ella percibía un olor a vino y a licores mezclados, retestinados, con ese fato nauseabundo de zurrapas que hay en la bebida descompuesta en el estómago y combinada con el olor del tabaco y del aliento.

Aquella peste, que siempre le había repugnado, le era en aquel momento irresistible.

Se debatió rabiosa, queriendo escapar de su caricia: se revolvía, se retorcía, se convulsionaba como una epiléptica; hasta que, desesperada de su impotencia, comenzó a pellizcarle en los brazos, a morderle las manos, a defenderse a puntapiés.

Él dio un salto, la miró furioso, alzó la mano y la dejó caer sobre el rostro de su esposa. Ella dio un grito y se dejó caer contra el lecho llorando.

Antonio dudó un momento, y luego volvió a aproximarse a ella, con el deseo voluptuoso de gozar las lágrimas que había hecho derramar en el espasmo nervioso de la reconciliación; pero Dolores se ovilló y reunió toda la fuerza que le quedaba para rechazarlo, gritándole:

—¡Vete, vete!

Entonces él volvió a revestirse de su cinismo y, encogiéndose de hombros, exclamó:

—Está bien… corno quieras… ¡Tú me llamarás!…

Se dirigió lentamente hada la puerta y salió.

Dolores se alzó con un impulso de correr detrás de él, de llamarlo, de detenerlo, con un último resto de recuerdos y de amor que la inclinaban a perdonarlo.

Cuando le oyó cerrar la puerta de la calle sintió que la envolvía una ola de amargura. Le parecía que para ella se había acabado toda felicidad, que quedaba como flotando en un vacío inmenso.

Corrió al balcón. Antonio seguía apresuradamente su camino. Iba a llamarlo, cuando divisó a lo lejos, casi escondido detrás de la esquina, su coche.

Permaneció oculta entre las cortinas corridas y oyó el arrancar del carruaje entre un eco de risas y cantares. La risa forzada y ruidosa de las mujeres que siempre ríen y la monotonía monorítmica del canto forzado de los juerguistas.

Todos reposaban en la casa, sin inquietarse por la vuelta de Antonio. Él llevaba un llavín y ni ella misma solía esperarlo ya.

Recordaba los días amargos en que consumía sus noches en largas esperas, contando los minutos, forjándose, para su tormento, mil fantasmas de peligros y de celos. Pasaba las noches sin desnudarse, tendida en una mecedora colocada en el balcón de la casita situada junto al lecho de la rambla, y que le ofrecía tan amplio panorama. A la izquierda las palmeras y los cañaverales de la vega; a la derecha la ciudad; al frente la extensión del Mediterráneo, que se confundía allá a lo lejos con el horizonte azul.

Quizás aquellas noches y aquel paisaje, demasiado serio y fuerte, habían dormido lentamente en su alma el amor, sorbiéndolo gota a gota, sin dejar huellas, como el arenal reseco sorbe el agua.

El amor había sido reemplazado por la melancolía del espíritu solitario, desengañado; pero no sentía aquel arranque de dolor apasionado que la quemaba, la retorcía, la hacía vibrar y vivir. Estaba muerta para la pasión, envuelta en la blandura de la noche andaluza.

Poco a poco se habían ido apagando los ruidos y las luces, la ciudad se hundía en la sombra. De vez en cuando el paso de una alegre jácara rompía el silencio con sus cantos y el rasgueo de las guitarras. Una copla de flamenco tirao volaba como una saeta. Era como una flor de luz perdida en la sombra, que iba a morir a sus pies.

En ocasiones cruzaban transeúntes soles y silenciosos, que dejaban oír esa sonoridad hueca y extraña que toman los pasos sobre las losas de las aceras en las calles desiertas durante la noche.

Entre aquellos pasos distinguía Dolores siempre unos pasos amigos, unos pasos, de enamorado. Alguien pasaba todas las noches a la misma hora. No se paraba, pero cambiaba el ruido y el ritmo. Se hacía lento, como si quisiera prolongar el momento de pasar frente a su balcón. Ella no miraba jamás, casi se indignaba de la persistencia. Debía ser algún vecino bastante molesto. Pero aquella noche, frente a la traición de su marido, sintió un consuelo al pensar en que alguien la amaba secretamente. Le pareció no estar tan sola, con el amor de aquel desconocido.

Luego comenzó el amanecer.

El remusgo del mar fue apagando el calor de la tierra y el rosicler de la aurora hizo caminar las sombras amontonándolas hacia Poniente.

Apareció un paisaje de estampa bíblica. La población, con sus edificios blancos, bajos, de terrados planos y chatos. El desierto de la rambla con las arenas siena, como una cinta que serpenteaba hasta enlazarse al mar. Sólo tres grupos de palmeras, aisladas, cortaban la monotonía del panorama con sus grandes ramas tendidas e inmóviles.

En aquellos momentos Dolores sentía el encanto de la ciudad, experimentaba ternura por ella. Comprendía que hubiera podido ser feliz allí si la gente hubiese rimado con el paisaje; pero se sentía sola, peor que sola, rodeada de personas que le eran hostiles.

Ahora estaba más a merced de todas las insidias entre esas gentes, que en lugar de compadecerla por su desengaño y de comprender su dignidad, se volverían contra ella censurándola como una mujer soberbia y caprichosa, una esposa rebelde, una inadaptada.

Eran aquellas las únicas horas de reposo, cuando gozaba el ensoñarramiento languídescente que la enervaba. La campana de la Vela, que tendía su bendición por la ciudad desde su alta torre, desde la Alcazaba morisca, arrullaba la paz que la envolvía, tocando sólo en las altas horas de la noche. Era el sonido amigo que parecía velar con ella en la soledad.

La Naturaleza despertaba antes que la ciudad.

Aun tardarían en pasar los rebaños de cabras, con el rumor de taconeo que ponían las pezuñas en las losas y el alegre repique de campanillas y cencerros de sus collares, que anunciaban el viático de su leche.

Dolores las había visto muchas veces ir de puerta en puerta para ser ordeñadas a la vista de los compradores. Ellas despertaban a las mujeres madrugadoras, que abrían las puertas para comprar la leche.

Le gustaba ver cuando el pastor colocaba la vasija y la medida de hoja de lata detrás del animal, y después de mojarse los dedos en saliva, los pasaba por el pezón de goma de los grandes biberones colgantes y enchidos.

Brotaba la leche, blanca y espumosa, en mil chorrillos, con rumor de agua cristalina, y el animal parecía sentir un alivio al verse aligerado de su carga.

El ruido de los cerrojos de la puerta de una casa vecina le hizo sacudir el letargo que la invadía.

—Es Juanita.

Tenía miedo de Juanita, de la vecina solterona, devota, que iba de casa en casa manipulando en todo, contando todas las novedades con una verba inagotable, esparciendo todas las murmuraciones: gacetilla viva y temible.

Se retiró con presteza, cerró suavemente las maderas, sin tener tiempo de retirar del balcón la mecedora de lona.

Sospechaba que Juanita sabía ya la falacia de su marido. Recordaba las palabras con que le había dado a entender su desconfianza de César, pero no quería que tuviese la certeza y el placer de su sufrimiento.

Por entre los visillos, mientras sujetaba las maderas con su cuerpo, por miedo de que crujiesen o se abrieran, vio a la solterona, envuelta en su gran manto, con el rosario liado a la muñeca y el libro de misa en la mano, ir hasta el parapeto de la rambla y lanzar una mirada escrutadora a todas las casas, hasta detenerla en su balcón como si husmease allí algo.

Entonces sintió con más viveza, no los celos, sino el dolor del ultraje que su marido le infería; la herida en su amor propio; algo como vergüenza al sentirse interiorizada por su abandono: como un vago deseo de represalias.

Deseaba ocultar que su marido pasaba las noches fuera de casa o a lo menos que los criados creyesen que ella lo ignoraba.

Se dirigió a su alcoba. Se desnudó rápidamente, se acostó y se taperujó, para fingir luego ante la doncella un despertar de mujer confiada y satisfecha.

VII. La tregua

La enfermedad de Dolores provocó la tregua al odio, la reacción en favor suyo. Una enferma grave era una diversión para todas aquellas señoras que no sabían hablar más que de sus partos, de sus hijos y de sus enfermedades, en las conversaciones, llenas de revelaciones matrimoniales, que a Dolores le daba vergüenza seguir, y en las que se complacían las virtuosas casadas, que no tenían más que pensar en cumplir los deberes que el Sacramento del matrimonio les había impuesto, y encontraban el hablar de las intimidades con los esposos la cosa más sencilla y natural.

La casa en donde había alguna dolencia era un punto de reunión para encontrarse todas las vecinas, que no dejaban escapar la buena ocasión de penetrar en las intimidades ajenas, criticar todo lo que veían: la buena disposición de la dueña de la casa, la limpieza, el orden o la abundancia.

Algunas, como Juanita, tenían todo su placer en visitar enfermas y parturientas. Un parto difícil, una enfermedad grave, eran, para ellas, una felicidad.

Cuanto más trágica y melodramática era la situación, cuanto más ocasión de compadecer y de conmoverse ofrecía, cuanto más pudiese despertar la lástima su relato patético, más dichosas se sentían.

Su felicidad llegaba a su colmo cuando, merced a la tribulación de una familia, podían sorprender un secreto, que dejaba de serlo para toda la dudad.

Casi siempre, abusando del estado de cansancio y de debilidad de las familias, se erigía Juanita en directora de todo. Desde el primer momento se instaló en casa de Dolores y empezó a dar órdenes, y a mandar, como si en la suya propia se encontrase.

Juanita dispuso el médico que se había de llamar, las medicinas que debían darse a la enferma, y el plan que se debía seguir, con gran contento de Antonio, que se libraba así de molestias y cuidados.

Manuela y María Luisa, por su parte, hallaron el pretexto para no ir más que rara vez a ver a su cuñada, mostrándose ofendidas por la intromisión de Juanita en la casa de su hermano, donde ellas eran las llamadas a disponer, como sí esto fuese culpa de la enferma.

Pero Juanita no se apuraba por eso, seguía muy ufana mandando en todo y reservándose hasta el derecho de cumplir o no las órdenes del doctor.

—Los médicos mandan, mandan todo lo que se les antoja —decía— pero luego una sabe mejor que ellos lo que conviene. Yo no estoy conforme con todas esas pamplinas de desinfección —porque a nadie se le pega nada si Dios no quiere—; ni con esa exageración de matar al enfermo de hambre. El cuerpo necesita resistencia.

Así, caprichosamente, a veces le hacía comer a la enferma, a pesar de la desgana, que era como una protesta del organismo a ingerir lo que le perjudicaba, y otras la dejaba sentir los tormentos de la sed, en las horas de fiebre, negándose a darle la limonada que la podía atemperar. Gracias a que le propinaba un famoso acetomiel, preparado por ella, al que creía la triaca magna.

Era incomparable para, en momentos de apuro, disponer emplastos, preparar botellas llenas de agua caliente, sinapismos y reactivos de toda clase, excepto inyecciones, que le parecían una invención inútil. Se multiplicaba para cuidar, no sólo al enfermo, sino a toda la familia: que no faltase la tila y el azahar para unos, ni la leche o la taza de café para los otros.

Pero su gran preocupación era salvar el alma del paciente, a lo que concedía más importancia que a salvar el cuerpo. No perdía ocasión de aconsejar al enfermo que se pusiera bien con Dios y ordenase sus asuntos, sin sentir piedad de la impresión que producía aquella especie de comunicación de una sentencia de muerte.

Daba vueltas en torno del lecho, arreglando las ropas, preparando el altar, introduciendo en la habitación flores y luces, contra toda higiene, con su afición de sacristana.

Cada Viático que preparaba era una fiesta. Hasta que llegaba otro tenía materia de conversación, y se hacía lenguas de la unción con que los pobres enfermos recibían los Sacramentos, porque en la mayoría de los casos confundía el fervor con el miedo a la muerte.

En toda la ciudad existía el deporte de visitar a los enfermos o el de estar enfermos. Era como una especie de lujo de las casas ricas. Las señoras se aburrían demasiado sin una enfermedad suya o de alguien de su familia.

Se hacían más interesantes así. Gozaban con la visita de los médicos, con las consultas, con los regímenes difíciles de seguir, que, cuanto más costosos y llenos de privaciones, las seducían más.

La conversación favorita de las damas distinguidas versaba sobre sus medicamentos raros, sus inyecciones carísimas, las enormes cantidades gastadas en operaciones en baños, aguas medicinales o viajes para ver especialistas. No tenían ese pudor de las gentes verdaderamente distinguidas, que ocultan sus miserias físicas. Allí la medida de la importancia de la familia la daba su lujo de enfermedades. Señora había que se compraba aparatos ortopédicos sólo por el gusto de tenerlos, por si alguna vez hacían falta, y otras que se mandaban sacar toda la dentadura para poder decir lo que les costaba el oro que llevaban en la boca. No faltó quien, muy seriamente, quiso que le cortasen una pierna reumática y le pusieran una pierna articulada, para poder tener uno de los últimos inventos.

El aplicarse los rayos X, tomar baños de luz o corrientes eléctricas, era para aquellas señoras, que consideraban la enfermedad de buen tono, cosa habitual. Había verdaderas fanáticas, observantes, que se morían de hambre por seguir un régimen. Se quejaban del estómago, del hígado, de los riñones y de la matriz, y hacían gala de alimentarse sólo con chupar huesecitos de pollo o cabezas de salmonete frito.

Juanita, gorda y mofletuda, metida dentro de un corsé próximo a estallar, quería aparecer como una de las grandes observantes de la dieta, sin perjuicio de comerse a escondidas kilogramos enteros de jamón y embutidos.

—Es una desgracia —solía exclamar—. Como no se me pone mala cara, nadie cree en mi padecimiento, ni se da cuenta de las noches y los días que yo paso. ¡Dios, nuestro Señor, me lo tomará en cuenta!

El estado de Dolores no le permitió a Juanita tener a costa suya la fiesta del Viático. La joven pasó los días de peligro privada de conocimiento, delirando y lanzando de vez en cuando aquella terrible queja de la meningitis, aquel grito agudo, aquella cosa desesperada, especie de graznido bestial, arrancado por el dolor punzante del cerebro, que se aniquila.

Se creía que Dolores no iba a salir de aquellas noches de fiebre, de insomnio, de agitación y de delirio. Parecía que su espíritu se iba escapar en uno de aquellos lamentos, que salían por la ventana abierta e iban, rasgando el silencio, como flechas que se alejaban entre la sombra.

En aquellos días las mujeres olvidaban sus celos, se solidarizaban con ella y condenaban a Antonio.

—¡Qué hombre!

Juanita se sentía feliz con su soltería al oír las quejas de todas las casadas. Después del exordio de:

Yo no me puedo quejar, pero…

Aparecían las quejas, el descontento: eran en su mayoría malcasadas, resignadas, como seres en los que no se había definido la personalidad; pero que sufrían con paciencia bovina la carga de una vida vulgar, sin ideales, sin satisfacción, sin aspiraciones.

—Yo —solía exclamar Juanita—, para estar casada y comer poco, más vale ser soltera y tender el hopo.

Pero cuando Dolores comenzó a mejorar y entró en el período de una convalecencia lenta y penosa, dejó de despertar el interés. Las amigas de los días de peligro se alejaron, como si les hubiese estafado su sensibilidad al no morirse.

Antonio, que había empezado a sentirse viudo por anticipado, y que le guardaba rencor a su mujer por lo que él llamaba la exageración de ponerlo en ridículo, apenas entraba en la alcoba, con prisa de irse. Sus diálogos eran muy breves.

—¿Te sientes mejor?

—Sí.

A veces solía decir brutalmente:

—¡A ver si te pones buena pronto! Hay para desesperarse al lado de una mujer siempre enferma, que no le sirve a uno para nada. ¡Y lo que esto cuesta!

La debilidad y el agotamiento de Dolores contribuían a la indiferencia y la resignación con que ella lo soportaba todo.

Su rostro, afilado por la enfermedad, había tomado la expresión de una virgen bizantina, serena y traslúcida; los ojos parecían perder color con el brillo de la fiebre y aparentaban ser más grandes y expresivos sobre lo azulino de las ojeras.

Ella se sentía dichosa. Experimentaba una placidez de transfiguración, de no sentir el cuerpo, una alegría, una superabundancia de espíritu. Se alzaba, frente a sus dolores reales, la riqueza de su ensueño; al lado de su miseria física, el tesoro de su fiebre, que al aniquilar el cuerpo le producía el bienestar de la liberación.

Por la ventana abierta veía a lo lejos el mar. Jamás la había atraído tanto el mar; parecía que su alma volaba del lecho al mar. De noche pedía que abriesen el balcón para ver aquel paisaje lleno de luna. La luna, con su luz blanca, penetraba hasta la cama y bañaba las flores que la monja había colocado en el alabastrón, puesto delante de la imagen de la Purísima.

Se sentía Dolores protegida, tranquila, bajo el amparo de la Sierva de María, que la cuidaba y hacía su alcoba casta. Parecía que la monja dejaba caer la paz en torno suyo con la blancura de su toca. Así que la sierva plegaba lentamente su manto, se ponía los manguitos y el gran delantal y se sentaba de espaldas al balcón, para mascullar su rezo incomprensible, Dolores se sentía segura de que no había de llegar hasta ella aquel marido que le repugnaba. Sin saber por qué permanecía atenta a los ruidos de la calle, hasta oír los pasos aquellos que se le habían hecho familiares: los pasos amigos. Después de oírlos se dormía dulcemente.

Su marido no volvía hasta después de salir el sol, rendido de sus noches de juerga, e iba directamente a su cuarto, sin preocuparse de su mujer.

El día lo pasaba entretenido con el cuidado de sus gallos. Oía Dolores, desde su alcoba, la voz campanuda de César Lope y de los otros amigos y aficionados, que discutían acerca del valor de los gallos que iban a tomar parte en las próximas riñas. Gritaban, acalorados, como si ellos también fueran a pelearse. Por la noche, cuando se marchaban, oía Dolores las guitarras y los cantos y decires de las mujeres, que llegaban hasta su misma puerta. La querida, prevalida de la enfermedad de la esposa y de la publicidad de la aventura, no se recataba para irlo a buscar y llamarlo o enviarle cartas a su casa. Hasta un día, que Dolores se hizo llevar el teléfono para contestar a una insistente llamada, oyó venir, cabalgando por el hilo, una ronquiza voz de hembra que decía familiarmente:

—Pero Antoñico de mis entrañas, no tardes más, que te esperamos para irnos a roer cáscaras a Monserrote.

Aquellas palabras le recordaron la fecha. Era el 8 de Septiembre, el aniversario de su casamiento, día que se celebraba en la ciudad, con la romería al pequeño santuario de la Virgen de Monserrat, a cuyo alrededor se establecía el mercado de las apetitosas sandías, llegadas de Adra, famosas por su tamaño y por el dulzor de su pulpa roja.

Una lágrima subió del corazón a los ojos de Dolores. No sufría ya por el amor de su marido, sino por su amor propio de mujer, por la pérdida de las ilusiones pasadas y por el miedo al porvenir.

Ahora la enfermedad la protegía. Pasaba el tiempo sola. Su falta de confidencias con las demás mujeres, su reserva, su silencio, quitaban, a las que se llamaban sus amigas, el interés de ir a verla. Las cuñadas y las parientas apenas iban, demostrando en sus cortas frases una gran compasión hacia el pobre Antonio, sujeto a la pesada carga de una enferma.

Rosalía aparecía algunas veces, siempre de prisa; su intriga iba dando resultado. El viejo militar picaba en el cebo. Desde que vio a Glorita se había prendado de ella. Lo malo era que ya tenía una novia en Almería. Por eso, aunque le paseaba la calle, la chica no abría la ventana.

—Pero la cosa va bien; seguramente riñe con la novia. Con tal de que Glorita no se ablande, él caerá. Para estos cotorrones no hay nada mejor que el juego de la perdiz.

Aturdía con su charla y sus proyectos casamenteros a Dolores y se iba con la misma prisa con que había venido, siempre ocupada en sus tareas de juntas de San Vicente, o de la comisión de señoras de la Agencia Exprés, que, a cambio de ciertos ejercicios y ofrendas, expedían billetes para ir al cielo en tercera, segunda y primera clase, según la cuantía de sus donativos.

Dolores, frente a todo aquello, pensaba si no sería mejor morir que volver a tomar su papel entre aquellas gentes, para continuar siendo la esposa de un hombre que se le había hecho aborrecible. Deseaba ardientemente que ya no la amase, que no volviera a desear ejercer sus derechos de marido.

La enfermedad, que ponía una tregua de paz en su vida, era para Dolores un bien tan grande, que sentía miedo de ver tornar la salud.

VIII. Las cometas

La tarde, de comienzo de otoño, apacible y blanda, tenía un perfume de manzanas maduras. La luz del sol, como si éste fuese una fruta que madurase también, había tomado un tinte amarillento de sazón. Había como un reflejo de oro que envolvía los edificios. Una paz otoñal, casi mística, y se podría decir que penetrante, según influenciaba el cuerpo y el espíritu, adormeciéndolos en una suave languidez.

Las gentes estaban en los terrados y en las azoteas, ansiosas de disfrutar el encanto que la calma de la tarde ofrecía.

La azotea y el terrado eran para aquellas mujeres de serrallo una gran expansión. En vez de salir a la calle salían a los terrados, sin necesidad de vestirse y acicalarse, Desde allí se hablaban todas las vecinas que eran amigas y se observaban las que no lo eran.

Se conocían todas las vecinas. Vivían de un modo familiar inmiscuyéndose en sus asuntos. Era corriente mandar a buscar a casa de las vecinas las sartenes o las cacerolas. Las señoras madrugueras que cuidaban su casa con economía, sin comprar más que lo necesario, y que hacían personalmente su cocina, solían encontrar con frecuencia que les faltaba algún condimento.

—Chica —ordenaban a la criada—. Vete casa de doña Rosa o de doña Paca que te dé un ajito.

—Corre, chica; di a doña Manuela que me envíe una ramita de perejil.

—Anda y que doña Lola te dé un tomate.

—Dile a doña Juana que te preste una taza de vinagre.

Había un intercambio, un auxilio mutuo de todas aquellas pequeñeces, lo que, entre otras cosas, tenía la ventaja de que las mandaderas hablaran y contasen lo que se estaba haciendo en la casa, chismorreando a su sabor.

En las azoteas fisgaba cada una la labor que las otras hacían, los vestidos que se estaban cosiendo o las ropas que se reformaban. Juana era maestra de crochet y se complacía en hacer canesús de camisas, cuadros de colcha y encajes finísimos, con dibujos siempre nuevos, que no conocían aún las demás. Tenía gran orgullo en enseñarías y darles las muestras.

En la casa, situada a espaldas de la que vivía Dolores, habitaba un viejo miliciano nacional, que aun guardaba como reliquia su sable y su morrión, y que se distinguía entre sus convecinos por las ideas escandalosas que profesaba.

El pobre estaba baldado, hacía ya largos años, y lo subían a la azotea en su sillón. Allí se pasaba los días enteros entretenido en la lectura, que de vez en cuando interrumpía para echar una mirada a las macetas, colocadas a lo largo del pretil, formando filas y cuadros como un verdadero jardinillo.

Don Felipe no tenía amigos ya, y su hija Gertrudis, viuda y madre de un hijo que había estudiado en Madrid la carrera de abogado, era de un carácter tan retraído, que apenas cambiaba el saludo con nadie.

Su apartamiento no le valía para evitar las críticas.

—Es otra impía como el padre —decía Juana—. Los dos tienen el demonio en el cuerpo.

Por no ver a aquellos vecinos, Juana se iba hacia la fachada opuesta y Dolores aprovechaba la ocasión de sentarse por aquel lado. Ni el miliciano ni su hija la molestaban. Los dos la saludaban cariñosamente y él seguía su lectura y ella el cuidado de sus macetas.

En otro terrado de la acera de enfrente, un grupo de jóvenes se entretenía en izar una hermosa cometa.

Las chimeneas, humeantes, esparcían en el aire un tenue olor de las comidas que en las cocinas se preparaban. Juanita se entretenía en conversar con doña Matilde, la esposa del escribano; contándose, sin dejar de hacer crochet la una y tricot la otra, lo que habían comido aquel día.

Era una de las conversaciones favoritas de las señoras, que no solían decir la verdad, aunque era difícil engañarse, porque todas metían el cuezo en la cesta de la compra de sus vecinas, y sabían sus guisos.

Doña Matilde era una nueva rica, que alardeaba del lujo de su mesa y de que iba a parar a su casa lo mejor del mercado.

Apareció en la azotea vecina una fresca y rolliza mozuela, con las piernas desnudas dentro de las viejas alpargatas; la falda de percal, doblada, dejaba ver el refajillo de lana color magenta. Con esa pobreza de los bajos contrastaba el busto, envuelto en un pañuelo de flecos, de crespón color canario, y la cabeza cubierta de rosas. Tenía todo el tipo del país: los rizos negros, el rostro moreno, los labios rojos, grandes ojos negros y brazos desnudos y requemados. Su cuerpo se doblaba hacia un lado, por la cintura, a causa del peso de un enorme barreño lleno de ropa lavada y bien retorcida.

Lo dejó en el suelo y comenzó a sacar las prendas, a sacudirlas en el aire, haciéndoles producir chasquidos de vela azotada por el viento, y fue colgándolas en las cuerdas de esparto que se cruzaban de un lado a otro.

Mientras desempeñaba su tarea hinchó la fresca garganta y lanzó el primer verso de una copla popular:

Eres como la adelfa,

Guardó prolongado silencio mientras tendía la segunda prenda, y luego repitió:

Eres como la adelfa,

Sus brazos, rollizos y bien formados se arqueaban graciosamente sobre la cabeza, sujetando las camisas y los calzoncillos, que ondulaban al viento, con algo de impudicia, que debía costar cierta vergüenza a sus dueños. Salió otro verso lento:

Mala gitana,

Dolores oyó a su espalda unos pasos… los pasosAQUELLOS PASOS… Volvió vivamente la cabeza. Doña Gertrudis, después de quitar las hierbecillas parásitas y de mullir la tierra con su escardillo, dejaba caer sobre sus tiestos la lluvia menuda de la regadera de lata, cuyos chorrillos cantarines brillaban al sol. El viejo miliciano había cerrado el libro y se volvía sonriendo hacia un joven de estatura regular, algo fornido, de semblante franco y mirada noble.

La muchacha seguía cantando:

Echa flores hermosas

El aire llevaba frases de la conversación de las dos vecinas:

—Chuletas a la besamela.

………………

—Es el mejor pescado.

………………

—En la parrilla.

………………

Los jóvenes de la casa de enfrente, subidos sobre lo más alto, en el terrado del mirador de cristales que rodea el patio central de las casas almerienses, habían remontado su cometa, que lucía a una altura inconcebible su gallardía de astro artificial.

El joven se llevó la mano al sombrero. Dolores enrojeció al saludar, y el viejo miliciano, con un orgullo de renacer en su vástago, le hizo la presentación.

Mi nieto.

La madre, con las manos llenas de tierra, acudió a besarlo, y más comunicativa en su alegría se acercó a Dolores.

—¿No conocía usted a mi Pepe?

—No, señora.

—Como estaba siempre fuera no es extraño. Pero ya lo tenemos aquí hecho un señor abogado… aunque se ha vuelto madrileño.

La conversación debía oírse en el jardín de la casa, convertido en gallinero, porque la voz de Antonio llamó:

—¡Pepe! ¡Pepe!

El joven se asomó al pretil, saludó a César y a Antonio y comenzó a hablar con ellos.

Dolores se fijó en su hermosa cabeza y en los cabellos castaños, rizosos, que le caían sobre la ancha frente.

La criada se alejaba, con su lebrillo al lado y su copla interminable:

Y a luego amargan.

Antonio le contaba al joven, que tenía uno de sus mejores gallos enfermos. Se le estaba poniendo gordo corno un ansarón. Se subió hasta mediados de una escalerilla de madera para mostrarle el animal, que sostenía en las dos manos.

—Tengo que echar tierra nueva —dijo—. Los gallos necesitan tragar piedrecitas… siempre lo habrás visto…

El joven asentía con la cabeza y Dolores observaba con gusto que no comprendía palabra de todo aquello.

Antonio sacó la botella que llevaba en el bolsillo de la americana y se llenó la boca de líquido. Levantó el gallo, lo separó un poco y le espurreó con la boca el buche, como las planchadoras antiguas espurreaban la ropa. Un fuerte olor de aguardiente se esparció en el aire.

El animal, aturdido, pasó a manos de César, que fue a ponerlo en su jaulón, y Antonio dijo:

—Espera… Pepe… Salta a nuestro terrado. Vamos a subir la cometa para pelearla con la de esos mozos.

El joven vaciló, miró a Dolores con unos ojos dulces y claros, llenos de bondad y franqueza. Los ojos de ella, sin saber por qué, estaban húmedos.

—¿Usted me permite?

—Sí…

No acertó con otra palabra.

—¿Le gusta a usted Almería?, —siguió él.

—Almería… sí… ¿Y a usted Madrid?

—Me encanta.

Se oían las voces de César y Antonio, que subían la empinada escalera de caracol.

César saludó ceremoniosamente a Dolores.

—Felices, señora mía.

Antonio apenas reparó en ella.

—Hay que subir al mirador —dijo.

Pepe los siguió. Llevaban una enorme cometa, con muchos metros de cola y un gran ovillo de cordel, liado alrededor de un palo.

Era una diversión muy propia de la tierra la de pelear las cometas; unas veces entre amigos, otras entre desconocidos o adversarios. Se fabricaban con cañas y papeles de colores las grandes lunas ochavadas. Les ponían barbas, de papel picado, que producían una especie de rumor de hojas o de runruneo de aeroplano, cuando las azotaba el viento Lo principal era la gran cola, como un marabú hecho de trapos viejos, en trozos de diversos colores. El largo cordel las sujetaba para izarlas a alturas, donde adquirían tanta fuerza, que amenazaban arrastrar a los que las sostenían.

Las vecinas hablaban ahora de labores.

—Se cuentan veinte puntos… se mete en el que hace dieciséis.

………………

—¿Se vuelve a tomar la hebra?

………………

Antonio y César hacían esfuerzos por remontar su cometa; en la serenidad de la tarde no cogía viento para subir. No se movía un elemento; la ropa recién tendida estaba inmóvil; el humo de las chimeneas formaba columna y se quedaba quieto sin desvanecerse. Sin embargo, allá en las alturas debía hacer viento, por como se movía coleando majestuosa la cometa de los vecinos.

Corrían Antonio y César, llevando cogida de su cordel a la cometa, para darle viento y lanzarla. A veces le hacían subir un par de metros; pero bien pronto cabeceaba y venía a caer, arrastrando su larga cola por el suelo.

Pepe se interesó en ayudarles. No era tan ágil como ellos, no era un buen mozo; pero en su estatura, algo escasa, había más gracia y proporción. No le parecía a Dolores tan desgalichado como ellos, con aquel desgaire gitano de sus cuerpos.

Al fin la cometa tomó vuelo. Comenzó a subir torpemente, cabeceando, amenazando caer, con la cola colgando hacia abajo.

—Cuidado con la cola —le advirtieron a Pepe.

Aquella cola era peligrosa: en su punta, entre los trapos, llevaba cuchillas aceradas, cortantes, como hojas de navajas de afeitar, para segar las otras cometas.

El vientecillo de la altura la acogió al fin.

¡Arría! ¡Arría hilo!, —exclamó Antonio.

César se apresuró a desliar cordel. La cometa tiraba del hilo conforme se remontaba; en algunos momentos daba bruscas viradas, caía hilo flojo sobre la tierra; pero apenas liado volvía a alzarse y a ponerlo tirante de nuevo, exigiendo que le arriaran más metros.

Al fin llegó a la altura donde estaba la otra y poco después la sobrepasó, César, contento de sus dotes de constructor, que había sabido calcular matemáticamente las proporciones, repetía la vulgar frase de elogio a las buenas cometas, como si así la jaleara.

—¡Échale hilo y quítale cola, verás como vola!

Allá, en lo alto, como águilas, las cometas tenían algo de majestuoso, un vuelo propio y sereno, una silueta galana.

Había cometas en muchos terrados. Se las veía luchar unas con otras.

Los jóvenes del terrado vecino aceptaron el reto que les lanzaban. Antonio y César movían hábilmente el cordel para lanzar la cometa sobre la otra, y ellos, a su vez, le comunicaban movimientos de defensa o de acometida.

Las dos cometas se cruzaban, se acercaban, se separaban. Las largas colas, tensas, ondeaban en el aire y serpenteaban de un modo felino, como si se quisieran acariciar, con la caricia de sus cuchillos.

Había momentos en que se confundían, se juntaban, y se volvían a separar. El viento las llevaba por distinto camino. Luego volvía a empujarlas en la misma dirección, la una delante de la otra. Huían y se perseguían.

Arreciaba la batalla. Ya aquel duelo en las alturas había ganado la atención de todos.

De pronto la cuchilla de la cometa enemiga cortó por medio la cola de la cometa de Antonio. Se vio bajar aquellos pedazos de trapo e ir a caer en medio de la calle. Antonio soltó un temo, sin pensar en que lo oían señoras. Era una costumbre de los hombres de allí, que para ser enérgicos y muy hombres necesitaban salpimentar su conversación con ternos y groserías.

Un prolongado aplauso resonó en el terrado de los contrincantes, un clamor que resonó en los oídos de sus rivales con las notas del Tragalá.

—En el pedazo de cola cortada van dos cuchillas —dijo Antonio.

—Pero yo he puesto otras dos en lo que resta —repuso César— hay esperanza.

La cometa vencedora perseguía a la otra.

—¡Huye!

Un hábil guiñazo que abatió su cometa la libró de la caricia de la otra cola.

Otra vez volvieron a juntarse. César tiró con violencia del hilo y el cabo de la cola de su cometa envolvió el hilo que sujetaba a la otra.

Los vecinos vieron el peligro, y en vez de estar quietos, tiraron en sentido contrarío. Tensa la amarra, la cuchilla encontró momento propicio. La cometa cayó a tierra como un astro que se desprendiera del cielo.

—¡Cortada!

Eran salvajes los gritos de alegría de los dos amigos, el «¡Hurra!» prolongado de César.

Los otros respondían con grandes voces:

—¡Habéis jugado de un modo ilegal!

—¡Ya nos las pagaréis!

—¡A otra vamos!

Se veía el espíritu enconado, violento, de aquella gente acostumbrada a luchar y pelear hasta por juego. Desde niños luchaban a los eternos «moros y cristianos» o se organizaban en milicias, por barrios, para guerrear y zurrarse unos a otros. Había verdaderas batallas de chiquillos entre los de la Almedina y los del Puerto, o entre los del Quemadero y los de la Rambla.

Sin la presencia de las mujeres, tal vez las palabras hubieran pasado a mayores; pero se limitaron a retarse para pelear nuevas cometas.

De la calle subían las voces de los chicos que se daban de puñetazos disputándose el trofeo caído.

IX. La caricia insoportable

Dolores no volvió a subir al terrado. Le parecía que el vecino de los pasos era Pepe. Coincidía con sus períodos de vacaciones el oír aquella ronda respetuosa. Quizás no era todo más que una mera ilusión suya; pero sentía rubor frente al joven. Había en la manera que éste tenía de mirarla algo que le decía que la comprendía, que estaba enterado de su vida.

La situación que se había creado entre ella y su marido era insostenible. Después de la revelación del engaño y de la conducta de Antonio, durante su enfermedad, le habían hecho otras muchas revelaciones.

Ella, que había sido tan inocente para no sospechar que era sólo culpa de su marido el haberle hecho conocer los dolores de la maternidad, sin gustar sus goces, veía ahora, sin poderlo dudar, que era él quien había engendrado hijos degenerados, enfermos, que de no morir, hubieran constituido un tormento mayor.

Sentía un rencor, casi un odio, por su marido. La madre se alzaba en ella para reprocharle la muerte de sus hijos. Una idea terrible se delineaba en su cerebro.

—¡Si no hubieran sido hijos suyos!

Era un crimen que se uniera una muchacha sana e inocente a un hombre pervertido, gastado por los vicios, incapaz de cumplir los fines de la reproducción.

—¡Oh, si yo lo hubiera sabido! —pensaba.

Se hubiera guardado bien de amar a quien no fuese un hombre honrado, de costumbres puras, sano, como… Su pensamiento se detenía.

Recordaba… recordaba su matrimonio. Ella lo había puesto todo para crear cualidades y fundar esperanzas, según las fingía su deseo, en Antonio. El desencanto llegó desde el primer momento en que se vio ultrajada por un deseo feroz, sin consideración a sus pudores. Brutalizada, disgustada del matrimonio; el primer embarazo, con todas sus molestias, angustias y dolores, lo soportó contenta, por la esperanza de lograr el cariño que llenaría todo su corazón.

Fue un poema, no por vulgar menos tierno, el de la confección de la canastilla para el hijo futuro. ¡Con qué cuidado elegía las telas, evitaba las costuras que podían lastimar la carnecita tierna y buscaba los adornos delicados!

Cuando llegó el terrible trance del alumbramiento, a pesar de sus dolores y del miedo de la primeriza, se preocupó de preparar la primera muda, el gorrito, la camisita, los pañales… ¡y esperó en vano al hijo, que murió en sus mismas entrañas!

La ropita se quedó allí, en su canastilla, sobre la cama, y el gran beso ansioso, de madre, se le quedó en los labios.

Ella se creyó culpable de la muerte del hijo, por no ser tan fuerte y tan sana como la maternidad exigía. Se sintió fracasada en la vida, después de los inútiles sufrimientos de la gestación y del parto, cuando le dijeron que se había quedado incapacitada para la maternidad.

Lloraba amargamente al sentir henchírsele de calostros los senos, que se derramaban sin que llegase a ellos el dulce calor de la boquita del recién nacido. Su maternidad abortada era algo que la separó más del marido. Sufría sin quejarse porque creía no tener todos los derechos de esposa después de haberle robado los goces de la paternidad.

Ahora todo cambiaba. Pasaba de reo a juez. Sentía una gran alegría al liberar su espíritu de la responsabilidad que había aceptado. Le parecía que su matrimonio estaba anulado, porque se había realizado sobre la base de un engaño. Se resignaría a vivir al lado de aquel hombre, pero no podría considerarlo como marido.

Su actitud fría, sostenida, indignó a Antonio. Él sentía despertarse en su espíritu un deseo violento de reconquistar a su mujer. Poco a poco iba concibiendo una pasión despótica, casi de odio.

Dolores se encerraba de noche en su alcoba, con llave y cerrojo. Lo sentía acechando, rondando en torno de ella, y en ocasiones, cuando venía borracho, iba a llamar a su puerta exigiendo que le abriera, y como Dolores se negaba, daba golpes, gritos, herido de unos locos celos, que azuzaba César Lope con el falso axioma:

—Desengáñate, que la mujer que no tiene ilusión con su marido, es que la tiene con otro.

Acudía la vecindad, menudeaban los escándalos, y él no se recataba de insultar a su mujer y maltratarla.

Lo más raro era que toda la opinión se volvía contra Dolores.

Su cuñada María Luisa había dejado de ir a verla, y Manuela iba sólo porque tenía interés en llegar a hacer conocimiento con Pepe, por medio de Dolores. Se lo había confesado.

—Ayúdame, que ya ves qué gran partido sería para cualquiera de mis niñas.

El noviazgo de Glorita con el ayudante del General, que era ya público, agudizaba el deseo de las otras madres, más aun que el de las muchachas.

Rosalía no se acordaba de nada en aquellos momentos. No pensaba más que en la canastilla de la novia, deseosa de deslumbrar con su lujo a todo el mundo.

En cuanto a las otras parientes, habían dejado de visitarla, molestas por la conducta que observaba con su marido.

—Al fin y al cabo —decían— él es nuestra sangre y tiene que dolernos el ver como lo trata; porque después de todo no es ningún criminal, ni abre ningún libro nuevo. Hace lo que todos los hombres.

Las casadas se indignaban también. Aquella entereza de Dolores para afirmar su personalidad y su independencia, las humillaba en el fondo.

—Una mujer decente no puede ser así —decían—. Los hombres son hombres; hay que hacer un poco la vista gorda y dejarlos que corran, con tal de que no falte lo necesario en la casa. No van a venir encinta.

Sólo algunas solteronas despechadas se atrevían a darle tímidamente la razón.

—Yo no digo que haga bien en mantenerse con él de igual a igual —enunciaban—; pero hay que ver que también es muy duro recibir a un hombre que viene de estar divirtiéndose con mujeres de todas clases.

El escándalo de la tertulia de beatas de la tía Pepita era enorme. En cuanto las muchachas salían a dar una vuelta, todas las señoras comenzaban a ocuparse del mismo tema.

—Parece mentira que una mujer se mantenga así con su marido.

—Si fuera a confesar no le darían la absolución.

—Esos son los efectos de no ser buena cristiana y de no cuidarse de las cosas del Señor.

—No hay que olvidar que está criada en Madrid y la cabra siempre tira al monte.

—Pues ella es la culpable de todo cuanto su marido haga si se niega a pagarle el débito conyugal. Él es hombre.

¡Claro, y a la mujer le toca sufrir y aguantar!

Dolores, sin oírlos, adivinaba aquellos diálogos en las miradas que le dirigían todas las damas, las pocas veces que había ido a la tertulia. Aquellas noches las niñas no iban de paseo, para evitar que las acompañase, y notaba en sus caras bobaliconas que les habían dicho algo que no comprendían bien; pero que al mismo tiempo que las obligaba a apartarse de ella les hacía mirarla con curiosidad.

Dolores dejó de ir. Pasaba el día encerrada en su habitación, al lado de la rejuela, leyendo los escasos libros que se podía proporcionar por medio de la peinadora.

Las peinadoras eran allí una institución; no había señora que pudiese pasar sin ella, y, en algunas casas, peinaban hasta a las criadas.

Se veía cruzar todos los días a las innumerables peinadoras, envueltas en sus mantones, con el bolso, donde llevaban las tenacillas, en la mano. Las señoras gustaban de las peinadoras que les daban noticias de lo que pasaba en las otras casas, y se aconsejaban de ellas en sus asuntos domésticos. Algunas peinadoras vendían cremas, agua de belleza y hasta adornos del peinado.

Dolores, enemiga de aquellas camaraderías, tomó la costumbre de leerle a su peinadora durante la hora que se llevaba en ondularle el cabello, peinarla y darle infinidad de retoques.

Cuando Antonio se opuso a que su mujer adquiriera libros, Enriqueta se encargó de llevárselos.

—Mientras haya en casa de don Felipe —le dijo un día— no nos han de faltar. Me los da el señorito Pepe, y como sabe que son para usted, me escoge los mejores. ¡Ese sí que es bueno!

Dolores enrojeció; pero desde entonces leía más de prisa. En cada nuevo libro que recibía buscaba, con no sabía qué secreta esperanza, alguna frase con lápiz, algún papel, alguna flor marchita. Su alma de mujer, deseosa de amor, de amor romántico, de amor desinteresado, gozaba con la idea de que alguien la amase con sinceridad, respetuosamente, en silencio. Sin motivo ninguno se había formado la idea de que Pepe la amaba así, como ella quería ser amada.

Había dejado de ocuparse del cuidado de su casa. Eran las criadas las que disponían a su capricho. A veces las oía retozar y reír con su marido o con los amigos que él llevaba en su compañía.

Antonio se pasaba el tiempo que estaba en la casa frente a las jaulas de sus gallos; cada vez más dominado por aquella afición innoble, que parecía poner en él un alma más cruel, y llegaba a darle a su fisonomía algo de perfil de gallo, con su mirar enconado y rabioso.

Sentía Dolores miedo, verdadero miedo de verse allí sola, extraña y extranjera en su propia casa, sin familia, sin amigos, ante la hostilidad de la ciudad entera.

En varias ocasiones le había escrito a su padre, que seguía viviendo en Madrid, para contarle sus disgustos y pedirle amparo.

Su padre le había contestado reuniendo en sus cartas todos los lugares comunes.

«Yo nada puedo hacer —le decía—. Le he escrito a tu marido aconsejándole y me asegura que te quiere y procura hacerte dichosa. Tú lo has elegido. Ya sabes que siempre te he dicho que con la cuchara que eligieras comerías. Antes de casarte ya sabías cómo era. Antonio no es malo. Las mujeres exageráis las cosas, queréis que el marido esté siempre en trovador y eso es imposible. Tienes que quebrar de tu derecho. Él es el hombre y a vosotras os toca ceder».

¿Cómo no había de ser ese el criterio de su padre? ¡Hombre también!

El recuerdo que le quedaba de su madre era el de una mujer martirizada. Su padre, con fama de buen marido, había tenido devaneos, que ella sufrió como cosa obligada. Se plegó en todo a la voluntad del esposo. Jamás pudo descolarse, ni fue dueña de vestirse a su gusto, ni de ir a ninguna parte. Recordaba la situación de privilegio que tenía el padre en la casa, y de la que ella, sin darse cuenta, había protestado siempre.

Y en aquel triste hogar paterno había soñado con otro hogar modelo, feliz, con una base de igualdad, de compañerismo, de afinidad de espíritu. Se hubiera contentado, ante el derrumbamiento de sus ideales, con mantener entre su esposo y ella el respeto y la cortesía; pero le era imposible soportar más tiempo aquella situación que se había creado entre ellos.

¿Por qué no separarse y tratar de rehacer cada uno su vida, en vez de obstinarse en mantener una unión deshecha? ¿Por qué buscar la tragedia como elemento necesario en una cosa que se podía desenlazar armónicamente?

Comprendía más las teorías humanas de los libros que le enviaba Pepe, que los rígidos principios que sustentaban sus devotos parientes.

No era menester llegar a cometer faltas graves, o a sufrir el martirio para poderse separar un matrimonio. Bastaba la disparidad de caracteres para no condenar a una persona a soportar siempre a otra.

El derecho de propiedad, adquirido de cualquier manera que fuese, no podía ser aceptado sobre los seres inteligentes.

Por fortuna los acontecimientos políticos, relacionándose con su vida, la favorecían. Se preparaban elecciones para nuevas Cortes, y el tío Eduardo aspiraba a ser reelegido diputado. Los sobrinos que disfrutaban el cargo, como una especie de consortes, no pensaban más que en preparar la votación.

Eran constantes las juntas en casa del tío. Todos intrigaban, buscaban listas de electores; iban de casa en casa comprometiendo votos; adulando pequeños caciques, ofreciendo dinero o futuras mercedes. Los más fervorosos eran Antonio y Luis. El primero apenas se ocupaba esos días de sus gallos, y, naturalmente, mucho menos de su mujer. Luis parecía haberse puesto más tartajoso en su deseo de obscurecer a los demás. En su celo lo enredaba todo y creaba un conflicto diario. Se le veía constantemente de acá para allá, seguido de los Especieros, unos famosos matones que tenía a sus órdenes, sin cesar de armar riñas y pendencias. Quería ganar la votación a fuerza de amenazar a los contrarios.

César Lope prestaba también servicios a la causa del tío Eduardo, escribiendo altisonantes artículos en El Eco de la Opinión e inspirando los papeluchos, llenos de insultos y calumnias, que no respetaban la vida privada de los adversarios.

Pero algunas noches, cuando Antonio volvía a su casa, después de la tensión de nervios mantenida todo el día entre peleas y francachelas, borracho casi siempre, descargaba su malhumor en su mujer. No había sentimiento noble de ella que no se complaciera en denigrar.

—Al fin y a la postre —le decía— tú no te puedes interesar en nuestras cosas… eres una intrusa… tienes tu madrileñismo repugnante… Aunque no conozco bien tu vida de soltera, me figuro lo que habrás sido… pero si te crees que yo voy a ser un… consentidor, como tu padre, te equivocas. Estoy dispuesto a rajarte de arriba a abajo, a abrirte en canal.

Ella lo sufría todo paciente, con tal de que no pretendiera acariciarla. Los insultos le eran dulces comparados con aquel suplicio.

En esos momentos Dolores se revolvía, se retorcía, se sublevaba su carne toda, y toda su alma en un horror supremo. Su desesperación llegaba al odio. No podía comprender que se le quisiera imponer la obligación de entregar su intimidad, sin amor, a un hombre que había llegado a repugnarle, como si ella hubiese abdicado de su libertad de espíritu. No. No podía ser aquello. ¿Qué ley podía condenarla a besar?

X. Complicidad

Un día, mientras le desenredaba los hermosos rizos, Enriqueta le dijo:

—El señorito Pepe se ha ido a Madrid, pero su mamá nos prestará los libros.

Aquella tarde Dolores subió al terrado. Los vecinos estaban tristes, faltaba a su lado la alegría moza de Pepe.

Entablaron una conversación, frívola al principio, que acabó por irse haciendo más íntima. Sentíase Dolores a gusto cerca de ellos. El viejecito tenía una ironía suave, lejana a las preocupaciones habituales allí, e impregnada de la amable y sana galantería de los buenos ancianitos de espíritu limpio.

Desde entonces la joven no faltó a la reunión de la terraza todas las tardes. Se había establecido una confianza entre ella y los vecinos, que le daba la impresión de no estar ya tan sola. Ella, tan reservada, no tenía reparos en abrir su corazón a don Felipe y doña Gertrudis. La acogían los dos tan dulcemente, sin exagerar su cuidado para enconar más sus heridas, y sin pretender tampoco ofrecerle falsos consuelos, que la joven se sentía aliviada. Era como si hubiese encontrado la madre, en cuyo seno podía desahogar su dolor.

Nunca preguntaba Dolores por Pepe, pero sentía un gran placer cuando le decían que había llegado carta suya.

A veces la madre leía aquellas cartas. Tenían algo de cartas de niño, inocentes, bondadosas, optimistas. No se mezclaba en ellas la idea de ningún noviazgo, ni de ninguna preocupación.

Una tarde Antonio le dijo:

—Te veo muy aficionada a subir al terrado.

Ella enrojeció para responder:

—Me gusta tomar el sol.

—Pues me vas a hacer el favor de tomarlo por otro lado.

—¿Por qué motivo?

—No quiero que vuelvas ni a cambiar el saludo con esa gente, de quien te has hecho tan amigota…

—¿Qué mal hay en eso?

—Que no me da la gana de que mi mujer tenga trato con mis enemigos.

—¿Tus enemigos?

—Sí; el hijito se ha afiliado al partido liberal… ¡Hijo de su padre!… ¡Un viejo sinvergüenza!…

Algo muy arraigado protestaba en el corazón de Dolores.

—No debías hablar así.

—¿Tanto te interesa esa gentuza?

—No merecen que digas eso.

—Pues tendrás que aguantarte. Ya sabes que aquí no hay más calzones que los míos. Cuida de que no vuelva a suceder.

—¿Y si no quiero hacer caso de tus absurdas prohibiciones?

—Te llevaré arrastrando delante de ellos.

El miedo al escándalo, que podía molestar a sus amigos, obligó a la joven a obedecer a su marido. Volvió a la soledad de su habitación. Pasaba los días inmovilizada en su butaca.

—Doña Gertrudis y don Felipe me han preguntado que si estaba enferma Dicen que hace muchos días que no la ven —le dijo una mañana la peinadora.

Otro día añadió:

—Me ha encargado doña Gertrudis que le diga a usted que tiene muchas ganas de verla, que la tiene usted olvidada.

El miedo a parecerle ingrata a sus amigos rompió la reserva de la joven.

—No es eso, Enriqueta, no es eso… Es que ni libertad para verlos tengo.

—Vamos, no llore usted así; por Dios, señorita Dolores… Que se me parte el alma… Ya me figuraba yo algo de lo que a usted le pasa. Lo que no comprendo es cómo puede usted aguantar tanto.

—¿Qué remedio me queda?

—Yo le juro que no haría los huesos viejos al lado de un hombre así. Yo no sé para qué se casan algunos hombres. Para tener una esclava…

Fue Enriqueta la encargada de revelarle a sus amigos la situación de Dolores. Aunque la joven no se atrevió a preguntarle el resultado del mensaje, ella le dijo:

—No puede usted figurarse el disgusto que han tenido los señores de Suárez con esto. Don Felipe se puso rojo de rabia, estaba hecho un cangrejo y puso a don Antonio como chupa de pascua. Le dijo cuanto se merece.

—¿Y doña Gertrudis?

—¡La pobre es tan buena! Me encargó que le dijera que obedeciera a su esposo, pues no quería que por ellos tuviera usted disgustos.

—Pero ya sabrán que no es culpa mía.

—De sobra lo comprenden. La quieren a usted mucho.

—¡Si quisiera usted llevarles una carta!

—No tengo inconveniente. Lo haré porque me da lástima de la señorita y veo que no se trata de ninguna cosa mala. Yo, aunque me esté mal el decirlo, soy muy honrada y tengo mi conciencia muy limpia. No soy capaz de alcahueterías como otras. Por eso tengo entrada en las casas de todo lo principalito de aquí y nadie ha tenido que decir nada jamás, en buena hora lo diga.

Comenzó a citar nombres de las damas adineradas cuyos cabellos peinaba ella: cofrades de la Sagrada Familia, damas de San Vicente.

Dolores conocía sólo de nombre a la mayor parte de ellas; pero recordaba las escandalosas historias que había oído contar a sus cuñadas de las señoras de García, de Martínez y de Pérez, anteponiendo a sus murmuraciones un piadoso: Se dice o un Dios me libre de creerlo.

Al día siguiente le entregó a Enriqueta la carta, y como no disponía de dinero le pagó el servicio con una de sus sortijas.

Sentía un alivio en tener una aliada para luchar, en caso necesario, contra la tiranía del marido.

Aunque los vecinos no le contestaron, Enriqueta le siguió hablando de ellos todos los días.

Unas veces le decía que habían preguntado por ella, otras, que estaban indignados de lo que le su cedía y otras, que le enviaban sus recuerdos.

Un día le dio cuenta de la vuelta de Pepe y de su indignación al enterarse de la esclavitud que Dolores sufría. Hábilmente conoció la peinadora la impresión que las noticias del joven le causaban a Dolores, y todos los días le hablaba de él. Le decía cuánto se interesaba por su suerte, y cómo le preguntaba por ella constantemente.

—Yo creo —le dijo un día— que si usted fuera soltera no se quedaba sin que le dijera algo el señorito Pepe.

¡Qué cosas tiene usted!, —balbuceó Dolores.

—No. Es que una tiene experiencia. Cuando a un hombre le gusta una mujer se conoce… y lo que es usted ¡vaya si le gusta al señorito! ¡Más que el arroz con leche!

Ella lo pensaba también así. Volvía a escuchar los pasos del joven cuando se retiraba a su casa todas las noches, y le oía pasar de día con bastante frecuencia.

Iba siempre ligero, sin mirar, sin detenerse; pero Dolores tenía la certeza de que pensaba en ella, de que sabía que estaba allí. Sólo por la madrugada miraba al balcón y se levantaba el sombrero. Ella le respondía haciéndole un signo amistoso con la mano.

Sentía un cariño grande por sus amigos, y tenía que resignarse a oírlos insultar continuamente. La pandilla política de tío Eduardo estaba indignada de la oposición que encontraban en el joven. Hablaban de acecharlo, de darle un tiro, de propinarle una paliza. A pesar de la costumbre de oír bravatas, aquellas amenazas asustaban a Dolores.

Hubiera deseado escribirle a Pepe, prevenirlo de lo que contra él tramaban; pero no se atrevía a confiarse a Enriqueta, después de sus insinuaciones. La asustaba que pudieran creer que la guiaba un interés de otra naturaleza, distinta de aquella gran simpatía que le inspiraba el joven por su dedicación y su nobleza.

Sin pensar en que eso pudiera comprometerla escribió en una hoja de papel su aviso, y al pasar lo dejó caer a sus pies.

Le vio recogerlo y apresurar el paso, con prisa de enterarse del contenido del papel.

Aquella noche, cuando esperaba oírlo pasar, vio caer una piedrecita del terrado sobre el balcón. Iba envuelta en un papel con una sola palabra:

«Gracias».

Debía haber saltado a su azotea para enviarle aquel sencillo mensaje.

Se establecía así una mayor inteligencia entre ellos. Dolores, con el papel en la mano, gozaba la embriaguez de sentirse culpable por aquella amistad que, en cierto modo, la vengaba de su marido.

Algunas tardes venía a buscarla tía Pepita en su vieja galera tirada por dos poderosas mulas castellanas, por las que desdeñaba los automóviles. Ninguno de la familia se hubiera atrevido a rechazar el honor de aquellos paseos monótonos, siempre por las carreteras polvorientas, que se parecían todas. A tía Pepita no le gustaba dar vueltas al paseo, ni ir por los lugares frecuentados. Unos días era su paseo por la antigua ruta de Granada, hasta la cruz de Caravaca, la gran cruz de piedra que se alzaba en medio del camino, o hasta llegar a los callejones, como llamaban al estrecho paso, abierto en el cerro, donde todas las tardes se renovaban los relatos y los recuerdos de los leprosos que antiguamente desterraban allí, y que albergados en las cuevas, presentaban a los viajeros las esportillas de pleita para implorar las limosnas, o bien las historias de bandidos que asesinaban a los viajeros, hasta que un gobernador tomó la medida dictatorial de fusilar a todos los hombres del pueblecillo cercano. Volvían dando la vuelta por el Quemadero, que conservaba el nombre desde que se realizaban allí los autos de fe de la Santa Inquisición o por el Barrio Alto. Eran los barrios pobres e infectos, que parecen acechar cerca de todas las ciudades. Estaban formados de casas hechas con piedra y barro, con las paredes sin enlucir, los techos de alcatifa y los suelos de traspol. Se respiraba en aquellos barrios una mezcla tónica y picante de esparto maduro y de suciedad.

El esparto ponía un tono dorado en todo el Barrio Alto. Se veían, sentadas cerca de las puertas de las míseras viviendas rifeñas, mujeres morunas, haciendo fascal o tomiza, con los manojos de esparto bajo el brazo y las mechas, que arrancaban de ellos, sujetas entre los dientes para ganar en velocidad.

Los hombres, sentados también a las puertas de las casas, tejían pleitas y crinejas, sujetando la labor con el pulgar del pie derecho. Estaban descalzos, sucios, roñosos, con aquella uña negra y recomida como una gran haba seca. Algunos mocetones, en mangas de camisa, mojaban el esparto, ablandado durante algunos días en agua corrompida, con grandes mazas de madera, que volteaban sobre su cabeza para dejarlas caer sobre el manojo, colocado encima de la piedra viva. Algunos cosían las esparteñas, que eran el calzado que se usaba en toda la región. El suelo estaba alfombrado de briznas de esparto, entre las que picoteaban las gallinas y hozaban los cerdos, en libertad y plena camaradería con las personas.

Aquel barrio era el que había dado lugar a que los habitantes de los pueblos vecinos, en las continuas luchas a que los lanzaba su carácter belicoso, dijeran que las mujeres de Almería eran legañosas a pesar de sus hermosos ojos, porque el polvillo corrosivo del esparto les escaldaba los párpados a los que lo trabajaban, y todas las gentes del barrio tenían los ojos rojizos, hinchados y sin pestañas, ojos de rata blanca, y las bocas rajadas y llenas de boceras.

La pobreza del barrio no excluía que abundasen en él las tabernas, y que siempre al pasar por ellas se oyesen ruido de voces y chocar de los jarros de latón, que corrían de unos en otros los bebedores. Era un barrio de matones, que se pasaban la vida jugando groseros juegos de cartas, esperando que los políticos de uno u otro bando solicitasen sus servicios. Hasta las mujeres, las barrialteras, tenían fama de bravas.

En cuanto la galera cruzaba el arenal reseco del Andarax y seguía por entre boqueras y baches para desembocar en el barrio, acudía un hormiguero de muchachos en cueretes, que trataban de encaramarse en los estribos, corriendo en torno del carruaje, y que a veces lo apedreaban.

La galera iba siempre cargada de gente: seis personas dentro y cuatro en la berlina, pues en estos paseos tenían que alternar todos los parientes.

En las épocas de gran efervescencia política solían acompañar a tía Pepita los sobrinos, que se aprovechaban de la influencia que las dádivas de la buena señora le habían granjeado en el barrio, para hacer su propaganda.

La gran galera se detenía ante míseros tugurios o en la puerta de las tabernas, y mujeres, chicos y hombres acudían a saludar a la señora, que era la madrina de todos los que se casaban y de todos los chicos que había que bautizar. Y tía Pepita misma, influenciada por aquella ansiedad que la pasión política ponía en torno suyo, era la que les comprometía los votos.

—Tía —solía decirle el sobrino tartajoso, que conocía su flaco—. Es preciso que mandemos nosotros para evitar las impiedades y la falta de religión que fomentaran los liberales.

Las señoras sentían despertarse con aquellas palabras su fervor, su fe de catequistas, y aprovechaban el paseo para ayudar a la propaganda de la candidatura de tío Eduardo.

En su indignación contra los adversarios, execraban a Pepe como uno de los mayores réprobos. ¿Qué podía esperarse del nieto de un viejo miliciano nacional y de una madre que si se caía la iglesia no la pillaba debajo?

Una de las más indignadas era Lola, una prima de tía Pepita, casada con un calavera arruinado, que fomentaba su afición de arreglar altares, vestir imágenes y celebrar juntas de devotas y curas; con tal de que no se metiera en sus devaneos y lo dejara gastar todo el dinero de que podía disponer burlando la previsión de la suegra, doña Nicolasa, que era la que administraba la hacienda, cuidaba de la casa y de la educación de los nietos, cosa esta última que hacía bastante mal, pues los dos tagarotes no se ocupaban más que de jugar, ensoberbecidos con su dinero y su situación de privilegio.

—Esta señora es vuestra tía —les había dicho una tarde la abuelita presentándoles a Dolores.

Los dos la miraron sin conmoverse por el parentesco y uno de ellos preguntó:

—¿Es rica?

—No, hijos míos, no soy rica —contestó riendo Dolores.

—Entonces tendrás piojos —exclamó el otro, y los dos huyeron del beso, que por amabilidad intentaba darles la joven.

Lola era tonta de capirote, de mala intención, y encontraba medio de citarse siempre como modelo de todas las virtudes y de dirigir remoquetes a Dolores, con gran placer de todas las otras, que no se entendían bien con ella. No le perdonaban que no tomase parte en sus conversaciones de intimidades matrimoniales, de sus accidentes de sexo, de todas aquellas cosas que eran el alimento de las virtuosas casadas, las cuales recibían el sacramento del matrimonio para ocuparse constantemente de sus deberes conyugales, y de la maternidad.

—Yo —decía una— necesitaría tener un hijo cada año para estar saludable, porque mi naturaleza es muy fuerte.

La esposa del sobrino Juan se alababa de su frecuente maternidad como de la mayor de las virtudes. Rosalía, con la tristeza de no haber tenido hijos, les relataba sus dolores de riñones, sus desates y sus miserias. Ahora estaba contenta porque Glorita, apenas casada hacía un mes, daba ya indicios de maternidad.

—Desde el primer momento —decía satisfecha.

Gozaban en aquellas conversaciones, dándose unas a otras remedios de todas clases para tener familia, y que nacieran de uno u otro sexo, pues como decía Juana:

—Los padres quieren siempre tener varones, pero para las madres vale más una hija mala que cien hijos canónigos.

Dolores sentía subir el rubor a su rostro al oír algunas confidencias, pero aquellas eran las conversaciones propias de las virtuosas y honestas mujeres.

En cambio ellas estaban escandalizadas de Dolores, que parecía no preocuparse de su esterilidad y quería ser igual que su marido. Allí el hombre era señor sólo por ser hombre. Los hombres del pueblo dejaban sentir su señorío apaleando a las mujeres y haciéndose servir de ellas sin miramiento alguno.

En las clases acomodadas pasaba, sobre poco más o menos, lo mismo, y las mujeres no se atrevían a tener iniciativas ni a disponer de nada. Todas las mujeres de la casa estaban pendientes de la voluntad de los hombres, cuyas más vulgares palabras se reían como gracias, y cuyas voluntades se cumplían sin murmurar. Dominaba aún en la dudad mora el espíritu de serrallo.

Lola no se preocupaba de que el marido fuese tan enamoradizo que, engañado por su miopía, llegó a seguir a los curas por la calle, creyendo que eran señoras.

—A la mujer legítima no le perjudica nada de eso —decía.

Cándida tenía la vanidad de ser la propietaria de un marido guapo y buen mozo, que le envidiaban todas las mujeres. Daba tal fe a sus palabras que llegó a referirles que a su Manuel se le había caído un día la camiseta en la calle sin sentirla, y vino sin ella a su casa.

Adela era celebrada como modelo de buena pasta, porque consentía que su marido pasase las noches fuera de casa y la querida estuviese cubierta de joyas cuando ella apenas tenía qué ponerse. Y eso que aquel era caso de protesta. Las mujeres comprendían la indignación y los celos cuando la querida costaba demasiado dinero. Por lo demás, la querida era casi una institución, una de las muchas esposas que compartían el afecto del señor con la esposa favorita. Quedaba allí la raíz de la poligamia, y se citaba el nombre de la querida de cada uno al lado del nombre de la esposa. Un hombre sin querida no parecía un hombre completo.

XI. En la garrofa

—¡Si nos lo hubieran dicho no lo hubiéramos creído! —se repetían unas a otras.

Y, sin embargo, estaban contentas de verse allí, en aquella venta de «La Garrofa», frecuentada por la gente alegre, de la que se habían apartado siempre como de un lugar de pecado.

Se había necesitado toda la influencia del tío Eduardo, el jefe de la familia, para que se desvanecieran sus escrúpulos y consintieran en ir.

Él había creído necesaria aquella fiesta en honor de sus amigos de Madrid. Eran personas influyentes: el secretario y el sobrino de uno de los grandes políticos, el ministro que más le podía valer en la lucha que tenía empeñada.

—Si éstos van contentos y lo informan bien —le había revelado a su hermana—, vendrá la presión de Madrid y el triunfo es seguro. Tendremos juez y gobernador nuestro para las elecciones.

Era preciso obsequiarlos, tanto más cuando con ellos venía una señora madrileña, muy gran señora y muy considerada, según afirmaba tío Eduardo, y de una gran influencia, pues Clotilde Sáiz era viuda de un rey de armas, algo pariente de su excelencia.

Todos los forasteros eran gente joven y alegre. Había que festejarlos de un modo típico, algo distinto a las fiestas y banquetes que difieren poco en todas partes.

—Lo mejor es —habían acordado— una moraga en «La Garrofa».

Una vez aceptada la idea y vencidos los escrúpulos, estaba allí toda la familia, sin que faltase ninguna mujer, acompañadas las sobrinas de todas las amiguitas jóvenes y lindas, que tío Eduardo había tenido buen cuidado de hacer convidar. Sólo faltaban Antonio y Luis. El primero hacía ya ocho días que andaba por los pueblos cercanos, empeñado en su propaganda en busca de votos, y el tartajoso estaba ocupado en cortejar a una rica y vieja cubana, que se había enamorado de su figura de buen mozo, ya carcarrón, y le había pagado sus deudas y nivelado su situación, regalándole buenas joyas y viejas peluconas con el retrato de Carlos III, que él tomaba sin que protestaran sus principios de rancia nobleza y de sangre azul.

La idea de la fiesta había sido un acierto de tío Eduardo. Los forasteros estaban encantados. Desde que se puso en marcha la larga fila de coches no cesaban de alabar las bellezas del paisaje y del clima.

Cecilia estaba entusiasmada con el panorama espléndido del paseo de la Baja Mar. Era un sendero tortuoso, de vueltas y revueltas, abierto en medio de Ja vertiente del cerro, sobre el abismo de la roca cortada a pico y bajo el peligro de la alta cumbre, que amenazaba caer desde lo alto.

Los cortes en las canteras parecían hechos en una inmensa barra de jabón o en un enorme pan de azúcar. La cantería daba un tono blanco y desolado al paisaje. Era todo blanco, reseco, sin vegetación por aquel lado; pero la aridez y la blancura hacían resaltar más la extensión azul del Mediterráneo, que azotaba con sus olas las piedras de la costa, sobre las que estaba como colgado el camino.

Tío Eduardo se había reservado su sitio al lado de la hermosa viudita, en la berlina, adonde ella trepó con una soltura que no dejó de escandalizar un poco a las damas. Pero Eduardo iba satisfecho y hacía un derroche de discreteos durante todo el camino.

De vez en cuando veían pasar a los pescadores de ambos sexos, descalzos, con la nasa llena de pescado vivo, coleante, colocada sobre la cabeza. Marchaban con el cuerpo encorvado y un troteciílo de burro moruno, que sostenían en las dos leguas que separaban la ciudad de «La Garrofa», sin detenerse a descansar, a fin de llegar pronto al mercado.

Estaba la venta en la cima de un picacho, con los cimientos sobre las rocas, como esos pinos que nacen al lado del mar y parecen tener garras en vez de raíces para mantenerse sobre el abismo. Era como una especie de torreón, con los balcones abiertos de modo que desde todas partes se veían el cielo y el agua.

Olía allí a ese perfume de sandía madura que sale del mar en las bajas mareas, pero las damas olfateaban, queriendo percibir en la atmósfera algo de tabaco, de almizcle, de menta y de peleón, todo mezclado. Concebían así el olor de las mujeres de pecado.

No hicieron más que atravesar la gran estancia, cuyo vasar de arco servía de estantería, y en la que habían colocado el mostrador frente a la chimenea, para que la habitación sirviese a la vez de tienda y de cocina, y se internaron en el senderillo, abierto entre nopales y jaramagos, que iba de la venta a la playa.

Quedaba ya un solo copo que sacar. Se habían varado todas las otras barcas, y hombres, mujeres y chiquillos ayudaban a tirar de la gruesa maroma que arrastraba la red. Las últimas boyas estaban ya cercanas, flotando sobre el agua como ternerillos ahogados.

Cecilia palmoteaba de alegría, con gran contento del diputado, que la miraba con la baba caída, sin que su esposa pareciera darse cuenta de que en aquella asiduidad con la forastera había algo de anormal.

El secretario y el sobrino del ministro, por su parte, estaban mareados por el perfume de la castidad acre de todas aquellas muchachas, que parecían arcas cerradas esperando el momento de mostrar sus tesoros.

Tenían todas un mirar ansioso, profundo, avariento, dentro de su reserva. El aire del mar, que coloreaba las mejillas y agitaba los cabellos, las embellecía. Hasta Elvirita estaba apetitosa con su frescura juvenil, incitante.

Los jabegotes tiraban con brío de la cuerda. Mujeres descalzas, vestidas con refajos de lana amarilla y magenta, a pesar del calor, con pañuelos al talle y en la cabeza; chiquillos de tez tostada y cabello crocino por los efectos del sol; hombres aceitunados, con calzones bombachos, encarnados o amarillos, en mangas de camisa, despecherados, luciendo en el pecho desnudo el florón de pelos verdosos y rojizos como plantas marinas o afotístas.

Todos tenían largas cuerdas con rodajas de corcho en la punta, que servían para tirarlas a la maroma y que se enrollasen en ella a fin de poder tirar hasta llegar al límite de la arena, donde la iban enrollando como un gran cubilete.

Los que dejaban libre su tirante volvían a engancharlo junto a la orilla, y todos aunaban el esfuerzo con un «¡Ah, oh!», que rimaba con el tirón al unísono. Salía maroma, maroma, como una gran solitaria, del vientre del mar, y parecía que no iba a acabar de salir nunca. Los arrieros se impacientaban cerca de los borriquillos canosos, aparejados con capachos, y los vendedores preparaban sus nasas.

Al fin apareció la red llena de peces; que brillaron al sol poniente con reflejos de plata briscada, entre sus saltos y coletazos.

Los pescadores iban separando los diversos peces. La ventera, una rubia bien plantada, con los morenos brazos al aire, llenaba su canasta de gordos jureles y mantecosas sardinas para preparar la moraga.

Tenían fama las moragas de «La Garrofa», con sus apetitosas sardinas asadas en la arena, bajo la hoguera de plantas salobres, después de haberlas lavado con agua del mar y sin quitar las escamas, agallas ni buche.

Mientras se preparaba la comida volvieron todos a la gran cocina. Don Eduardo lo tenía todo preparado. Había dos tocaores de nombradía y un famoso cantaor de flamenco para que amenizaran la comida.

Los jarros de vino habían comenzado a correr entre ellos y los cocheros y zagales, que democráticamente se habían metido en la venta.

Los tocaores no acababan nunca de concertar sus guitarras. Era inacabable aquel modo de templarlas. Todo era torcer y apretar clavijas y sonar todas las cuerdas de tripa y de metal, desde el bordón a la prima. «Pom, dom, tin, ti, tiii. Dom».

Al fin consiguieron el acorde. Corrían ligeros los dedos de la mano izquierda punteando sobre los trastes, con temblores perláticos, mientras la derecha rascaba las cuerdas y hacía fiorituras de golpear a compás la madera.

La «malagueña» dejaba oír las notas melancólicas de las copias que no se cantaban.

Al fin el cantaor se acercó a los guitarristas, tosió, escupió, se pasó el dorso de la mano y el comienzo de la manga sobre los labios y lanzó con gran prosopopeya sus primeros lamentos:


Permita Dios de los cielos
permita Dios de los cielos,
que como me matas mueras,
 

En aquel momento la puerta de uno de los cuartos reservados se abrió con violencia, y una mujer, con el cabello y las ropas en desorden y las mejillas encendidas, se acercó al grupo y cantó los dos versos restantes, al mismo tiempo que el hombre, el cual continuaba impasible su tarea, como si no se pudiera detener:


y que te vean mis ojitos
querer y que no te quieran.
 

Era una mujer hermosa, de mirar canalla. Su voz acusaba la embriaguez que la dominaba.

—Vamos —gritó batiendo palmas—. ¡Venga de ahí!… Yo no he hecho nada para que me tengan ahí dentro encerrada como un loro, porque haya aquí marquesas.

Los invitados de tío Eduardo se miraban unos a otros sin saber qué partido tomar.

—¡Pues no parece sino que yo he asustado a tanta gente!, —siguió la moza—. ¡No es para tanto! Vamos, hijo, Antoñico, ven conmigo, a ver si se les pasa el mareo a estos señores.

Entró en el cuarto de donde había salido y no tardó en oírse un gran estrépito, corno de dos personas que luchaban. La puerta se abrió y la mujer apareció tirando de Antonio, el marido de Dolores, en tal estado de embriaguez, que no podía sostenerse.

La escena fue de confusión. La rubia ventera acudió y encerró a puñetazos a la causa del desorden, mientras Juan y los otros parientes se llevaron a Antonio, que no se daba cuenta de lo que sucedía.

Tía Pepita se había desmayado y todas las señoras la rodeaban, menos Dolores, que, pálida, con los labios contraídos y los ojos muy abiertos, parecía ajena a lo que acababa de pasar.

Doña Carolina se encomendaba a sus difuntos ángeles Burgundofero, Armogasío, Eldírudo, Társila, Perpedígna y Teopiste, que eran sus abogados en la corte celestial, como si los hubiera enviado para guardarle su silla en el Paraíso.

Cecilia se acercó a Dolores, la cogió del brazo, la sacó a la calle y le dijo:

—Llore usted, llore usted, no se contenga.

La joven permaneció silenciosa.

—¡Pobre criatura! —continuó la viudita—. ¡No esté usted más aquí! Pida el divorcio y escape…

Apareció el tío Eduardo queriendo arreglarlo todo. Era preciso tener calma. Aquello no tenía importancia. Habían echado a aquella mujer, y Antonio, cuando se diera cuenta, sería el primero en lamentar lo sucedido.

Pero Dolores se negaba a volver a entrar en la venta, y las demás mujeres se unían a su protesta. No, no podían consentir en permanecer allí.

La fiesta estaba desbaratada. La vuelta fue triste. El tío Eduardo estaba inquieto por cómo pudiera comentarse aquello en Madrid, y su enojo se revolvía contra Dolores. Ella era la que con sus gazmoñerías alejaba a su marido y tenía la culpa de todo aquello.

XII. Hacia la liberación

Ante el nuevo ultraje, Dolores se sentía con fuerzas para la lucha. El martirio sordo, la hostilidad contenida, el ambiente insoportable, la habían adormecido en una especie de sopor de pesadilla. La violencia le daba nuevas fuerzas.

Le parecía una idea salvadora aquella que había murmurado Cecilia en su oído: «Pida usted el divorcio y escape». ¡Ah, si ella pudiera escapar!

Por fortuna, no sentía el dolor de la mujer enamorada. Había dejado de amar a su marido. A pesar suyo, se le hacía cada vez más odioso, más aborrecible. Su pensamiento se volvía hacia Pepe Suárez. Él era abogado y podría ayudarle en su divorcio. ¿Pero cómo ver al joven sin que se supiera?

En cuanto llegó a su casa subió al terrado. Era ya de noche. Las puertas de todos los terrados vecinos se habían cerrado. Las monteras de cristales de los patios de luces estaban iluminadas, salpicando la oscuridad como si el cielo reflejara sus astros sobre la población. Todo era silencio y sombra a su alrededor.

Tuvo intención de saltar la tapia e ir a llamar a sus vecinos, pero se contuvo. Sentía miedo de que en aquellos momentos la buscasen y la sorprendiesen. Fue a encerrarse en su cuarto, se dejó caer en la butaca, y en la soledad y el silencio, las lágrimas vinieron a aliviarla.

Al amanecer oyó llegar a su marido, que vino a llamar a su puerta. Ella no contestó. Temía el escándalo, que estaba dispuesta a soportar; pero alguien lo apartó de allí. Algún amigo lo acompañaba.

—Mañana vendrá solo —pensó—. ¡Tendré que verlo! Se apoderaba de su ánimo una angustia inmensa, Le parecía imposible no sentir ya aquellos arrebatos de pasión, que la volvían loca sólo con la idea de que su marido pudiera mirar a otra; ya no era el amor lo que la preocupaba, era la repugnancia, el horror de permanecer al lado de aquel hombre.

—Es preciso que yo me divorcie, que yo huya de aquí —se repetía—. Y si no puedo lograrlo, siempre será mejor morir que soportar esta existencia.

Escribió unas líneas en un papel y se lo metió en el pecho. Era una carta para Pepe:

«Necesito ver a usted. Al oscurecer subiré al terrado».

Esperaba impaciente la llegada de Enriqueta.

No tuvo más que mirar a la peinadora para darse cuenta de que el escándalo se sabía ya en toda la ciudad. La mujer venía indignada:

—Me he tenido que pelear ya con dos señoras —le dijo—. Todo el mundo dice que es usted la que tiene la culpa de cuanto sucede…

Cuando supo la decisión de Dolores de dirigirse a Pepe, la aprobó.

—Hace usted bien. Lo que él no haga no lo hace nadie.

Pero cuando le dio la carta aparecieron sus escrúpulos.

—Yo sé que en todo esto no hay nada de malo; pero ya ve usted, señorita Dolores, que la gente piensa mal, y que una mujer como yo, que entra en todas las casas, en lo principalito de aquí, no puede dar que hablar.

—Es para verlo en presencia de su madre, para que me sirva de abogado —insistió Dolores, desvaneciendo los escrúpulos de la peinadora con el regalo de su cruz de oro.

—Pues vea usted, otra cosa en la que creo que usted hace mal —dijo Enriqueta—. A la madre no le va a gustar eso. Seguramente, por lo que yo he notado, tiene ya la mosca en la oreja, y por mucho que la aprecie a usted, al fin y al cabo es madre, y ya se sabe, que «el que ama a la casada la vida trae prestada», y más con esos líos de política en que todos andan metidos.

Cuando se fue Enriqueta, Dolores seguía pensando en sus palabras. La preocupaba el que doña Gertrudis pudiese dejar de ser su amiga y sufrir por su causa y el que se interpretase mal su conducta respecto a Pepe.

Aquella mañana su marido se levantó tarde y pidió el almuerzo en la cama. No hizo más que ver sus gallos y salió con su pandilla, avisando a las criadas de que no volvería a cenar; sin duda tampoco tenía mucha gana de encontrarse frente a frente de su mujer.

Dolores esperó que todas las azoteas estuviesen ya desiertas y que las criadas hubieran acabado de recoger la ropa y de regar las macetas, dominando su impaciencia, y luego subió al terrado.

Pepe no estaba solo. La aguardaba, acompañado de su madre y de su abuelo, como si así quisiera darle una muestra de mayor respeto.

Dolores abrazó con efusión a doña Gertrudis, y sin poder reprimir las lágrimas, les contó lo sucedido, que venía a colmar ya la medida de sus sufrimientos.

Los tres la oían conmovidos.

Conforme hablaba se diría que se iba sumergiendo cada vez más en su amargura, Pepe, acostumbrado a los relatos artificiosos, pesados, de las mujeres que llevaban preparada la relación y el capítulo de cargos contra el marido, apreciaba la diferencia de aquel relato espontáneo, en el que no había ninguna torpeza de pasión de mujer, sino desencanto, dignidad herida, nobleza desconocida y pisoteada. Pero él tenía un deber que cumplir. Hizo un esfuerzo para dominar su emoción, y contra lo que ella esperaba, en vez de darle la razón y alentarla en su rebeldía, tomó un aspecto sereno y le dijo:

—Está usted irritada con lo sucedido y piensa usted que no quiere ya a su marido; pero en cuanto deje de verlo ocho días, no podrá usted vivir sin él.

—¡Oh! Yo le aseguro a usted que no —exclamó Dolores con vehemencia, como si la suposición de poder amar a aquel hombre encerrase algo de injurioso.

—Aunque llevo pocos años de práctica en la abogacía, estoy ya habituado a ver mucho —insistió el joven—. En la mayoría de los casos, las mujeres que parecen más seguras de sí mismas son las que primero se arrepienten. Somos los abogados los que quedamos en ridículo, un poco en la actitud de amantes engañados, cuando los esposos se reconcilian, y, en muchos casos, hasta se pelean los dos con nosotros, como si fuéramos los culpables, sin acordarse de que hicimos todo lo posible por disuadirlos.

—Yo le ruego a usted que no se deje influir por esas ideas y me ampare en mi demanda. No conozco a nadie más que a ustedes que me puedan ayudar.

—He tenido una cliente —continuó el joven como si no la oyera— que se quejaba lo mismo que usted, y yo creo que tenía también motivo. Su marido la golpeaba bárbaramente. El día que al fin me decidí a intervenir y me presenté en su casa con dos agentes, llegué en el momento oportuno… Creo que si tardamos la ahoga. La tenía en el suelo, con el pie encima de la garganta. Los agentes se arrojaron sobre él, y ya se lo llevaban, cuando la esposa ¿qué dirá usted que hizo?, se levantó sofocada y medio muerta para increparnos por meternos en lo que no nos importaba. Defendía a su marido con una pasión inmensa: «Es mi marido —decía— y tiene derecho a pegarme y hacer de mí lo que quiera».

—Pues yo no comprendo esa clase de sentimientos —dijo Dolores—. Creo que para amar a un hombre así hay que ser como él.

El viejecíto intervino:

—Entonces es que es usted de otra casta; pero la mayoría de las mujeres tienen alma de siervas. Créalo. Nosotros tuvimos una criada que vino un día llorando amargamente a decirle a mi difunta esposa: «Soy muy desgraciada. Mi marido no me quiere. ¡Hace cerca de dos meses que ya ni siquiera me pega!».

—Pues yo les aseguro a ustedes —elijo ella con decisión— que prefiero el suicidio a continuar así.

—¿Y qué quiere usted hacer, criaturita? —preguntó el viejo.

—Pedir el divorcio.

—No existe en España.

—Yo veo anunciadas en los periódicos que hay agencias que los facilitan.

—¿Y ha creído usted en el engaño de esos anuncios, que explotan vividores de mal género protegidos por la impunidad? Líbrese usted de caer en sus manos…

—Lo único que la ley consiente en España —dijo Pepe— es la separación, a la que llama divorcio.

—Pues eso es lo que yo deseo.

—¿Pero qué puede usted alegar para pedir esa separación?

Se exaltó Dolores:

—¿Le parece a usted poco el que hayamos llegado a odiarnos, a ofendernos a todas horas, a no haber nada de común entre su espíritu y el mío?

—No… a mí no me parece poco. Es más, yo creo que es el caso más claro de todos el de la incompatibilidad de caracteres… Dos personas pueden ser muy santas y muy buenas, cada una por su lado, y muy desdichadas si se las condena a vivir juntas. Yo tengo un amigo que se separó de su mujer porque no le gusta el escabeche, y ella ponía escabeche en todas las comidas, A ella le gustaba, Pero la ley no admite estas cosas como causa de divorcio.

—Todo el mundo sabe la vida de Antonio. Que tiene queridas…

—Eso no importa; para ser delito la infidelidad del marido se necesita que viva con su amante o que la introduzca en el domicilio conyugal, Cuando se trata de la mujer, ya es otra cosa.

—Pero si no es eso sólo. Se emborracha diariamente, me insulta, me maltrata…

—Sevicia… sí… eso cae dentro del Código… Pero ¿tiene usted testigos de sus malos tratos?

—Todo el mundo lo sabe y los criados no creo que negaran la verdad.

—Aunque no la nieguen, los criados son testigos que no dan fe. Los malos tratos y las borracheras de su marido no tienen bastante importancia para pedir la separación. No dejan huellas en usted. Por fortuna no la ha herido o le ha saltado un ojo.

—Hágame usted parecer a mí culpable.

—¡Está usted loca! Se ve que no conoce la ley. Se la recluiría en una prisión o en un manicomio.

—Pero me vería libre de ese hombre, que ha pisoteado lo más noble que había en mi alma —exclamó ella con arranque.

El joven pareció conmoverse, pero, como el que cumple un penoso deber, prosiguió:

—¿Cree usted que se vería libre?

—¡Naturalmente!

—No. Estaría usted toda la vida sujeta a su vigilancia. Le nombraría a usted un depositario, una especie de tutor despótico… Estaría usted siempre sujeta a él.

—Pero el día en que se falle…

—No se falla nada nunca en este género de asuntos. Parece que la ley la han hecho solterones que querían fastidiar a los que se casaran.

—¿Entonces?

—La ley está de parte de los hombres… y hasta si tuviera usted hijos, él, con su mala conducta y todo, le arrebataría a usted los mayores de tres años.

Dolores lloraba tan desconsoladamente, que doña Gertrudis, que había permanecido silenciosa, sin poder vencer su disgusto de ver comprometido a su hijo en un asunto peligroso, sintió la compasión.

—Vamos, cálmese usted —le dijo—. Si las cosas siguen así, Pepe verá de encontrar alguna manera de ayudarle.

—Como que hay un caso que no han previsto los Códigos —exclamó el viejo—. Cuando las mujeres son bonitas y lloran. Para luchar contra eso sería preciso que los jueces fueran también mujeres. Vamos… vamos… Un poco de paciencia, y ya veremos. Nunca faltan callejuelas. Por algo se dice que quien hizo la ley hizo la trampa. ¡Si yo tuviera veinte años la dejaba viuda, aunque que tuviera que sufrir condena!

La joven sonrió más consolada.

—Aprovecharemos algún disgusto, algún escándalo —dijo Pepe—. Pero le ruego que lo reflexione usted bien.

—Estoy decidida.

—Y tiene razón —dijo don Felipe—. Hay que seguir los impulsos naturales, cuando son nobles. Si no se hubieran levantado contra ellos las preocupaciones y los egoísmos, para oponerles obstáculos, no existirían ni los infanticidios, ni los adulterios, ni tantas otras cosas que no hubiéramos conocido; ni siquiera el matrimonio.

—¡Padre! —exclamó doña Gertrudis como si quisiera contener al anciano.

—Sí —continuó él sin hacerle caso—. El matrimonio es una cosa que tiene que desaparecer. Se ha perdido la idealidad de la constitución de la familia, y los fines económicos que la sostenían son ya otros. La mujer se emancipa y no necesita aguantar al hombre, y al hombre no le conviene tener mujer si no se resigna a ser sierva.

—Sí —dijo Pepe riendo—; pero véngales usted con esas teorías alas que sin ser emancipadas, han pillado un hombre que las mantenga, y a todas esas niñas que andan a caza de maridos para hacerse un seguro de vida.

—Ya, ya lo sé —dijo el anciano—. Aquí se puede tocar a todo lo divino y lo humano con tal de no meterse con la organización de la familia y con su moralidad hipócrita. Hasta los que se tienen por más liberales flaquean en este punto. Por eso cuando hay una mujer con sensibilidad para no resignarse a ser la mujer de un hombre al que no ama, hay que ayudarle. Mi nieto le ayudará.

El joven no necesitaba hacerse rogar mucho. Se le veía la violencia que le costaba no ofrecerse de la manera vehemente con que lo hacía el anciano.

Doña Gertrudis, cada vez más inquieta, trataba de abreviar la entrevista. Quedaba combinado que, en caso de apuro, Pepe presentaría la demanda necesaria.

Al abrir la puerta de la escalera de caracol, para volver a sus habitaciones, Dolores oyó unos pasos ligeros y cautelosos, como de alguien que escapaba, y un frotamiento de enaguas almidonadas contra las paredes del cilindro que aprisionaba la escalera.

La turbación de Petrilla no le dejó lugar a dudas: sus criadas la espiaban en su propia casa. ¿Cómo contar con ellas para nada?

Veía tomar cuerpo a todos aquellos obstáculos de que le hablara el abogado y, en su desesperación, se acogía a la doctrina libertadora que por primera vez había oído de labios del viejo miliciano. Su respeto moral al matrimonio-sacramento se desvanecía, adquiriendo mayor impulso su deseo de deshacer el matrimonio-contrato.

Se sentía vigilada constantemente. Petrilla entraba en la alcoba o en el tocador cada vez que venía Enriqueta, fingiendo limpiar o arreglar las cosas. Aparecía detrás de cada visita. La sentía ir en la casa en pos suyo, como si hubiera recibido la orden de no perderla de vista.

La joven dominó sus impulsos y fingió no darse cuenta de aquello, pero no volvió a hablar de nada con Enriqueta ni a procurar ver a sus amigos.

Un papel, puesto bajo su cabellera, sobre la nuca, le sirvió a Dolores para avisar a la peinadora de lo que sucedía. A la mañana siguiente, otro papel, hábilmente colocado entre sus rizos, le trajo la contestación. Mientras dejaran que Enriqueta siguiera peinándola no había de faltarle medio de pedir auxilio, en un momento decisivo, a sus amigos.

Aquella seguridad la fortalecía, dándole nuevos ánimos. Había momentos en que deseaba la vuelta de Antonio, completamente alejado de ella, con la doble preocupación de la política y la francachela, para provocar la escena final: Morir o verse libre.

XIII. El amigo íntimo

Se sorprendió Dolores de escuchar en la antesala la voz de César Lope, sin haberlo oído entrar en la casa.

—¿Está don Antonio? —preguntaba.

Y como nadie le contestara siguió avanzando, y no tardó en aparecer en la puerta del gabinete. Al ver a Dolores se detuvo, como si experimentara una sorpresa de encontrarla. Se quitó el sombrero con presteza y avanzó con aire de bailar una figura de minué.

—Hoy es el día que debo señalar en mi vida con una piedra blanca, señora —le dijo—. Permítame usted que bese esas manos ducales.

Antes que ella pudiera impedirlo, tomó su mano izquierda y estampó en ella un beso, no con esa suave ficción de beso de los hombres educados, sino un beso hambriento y sensual, a plena boca. Dolores enrojeció. No existía allí esa costumbre galante y cortesana. Además, el beso en la mano izquierda, no habituada a recibir homenajes, le causaba mayor turbación y un sentimiento de rabia.

Dolores odiaba a César Lope, contra el que en un principio se había vuelto toda la ira que le inspiraba la conducta de Antonio, por ese deseo de disculpar los devaneos de las personas queridas, presentándonoslas como pervertidas por las malas compañías.

Deseosa de verse libre de él, Dolores repuso brevemente.

—¡Muchas gracias! Antonio no está.

—Lo sabía.

—No comprendo.

—Deseaba ver a usted un momento a solas.

—¿Cómo?

—Sí, Dolores… Yo necesitaba ver a usted, sincerarme, rehabilitarme en su opinión…

—No es necesario…

—Yo no quiero que usted ignore más tiempo los bárbaros suplicios que han dilacerado mi corazón durante su enfermedad…

—¡Gracias!

—No me hable usted con ese tono, Dolores. Se lo suplico. Óigame usted… Yo sé que usted me odia… que me cree cómplice de su marido.

—¡César!

—Cree usted eso sin saber que yo odio a Antonio…

—Pero…

—Lo he llegado a odiar sólo por usted.

—Es que…

—Déjeme usted hablar y luego arrójeme de su presencia si gusta.

—No lo comprendo bien.

—Le he dicho que aborrezco a Antonio, que un día fue, en efecto, mi mejor amigo, porque la amo a usted.

—Pero…

—Él ha estado ciego para no ver el tesoro de belleza y de gracia que tenía a su lado… pero yo he visto… yo he sentido… yo he aspirado el perfume del alma de usted… que él ni siquiera sospecha. Dolores, yo le he evitado a usted muchos disgustos. Cuando usted creía que yo pervertía a su marido, era yo quien se lo conservaba. Ahora, últimamente, ya no he podido más. Su vida se ha hecho indigna, canallesca.

—No tiene usted derecho para hablarme así.

—Lo sé… pero ¿cómo ocultar más tiempo la urente pasión que por usted siento? ¿Cómo no decirle mi amargura y mis lágrimas durante su enfermedad? He pasado noches enteras detrás del muro de la Rambla contemplando la luz que alumbraba el sufrimiento de usted… ¡Y no era yo sólo!

Dolores se rehízo de la sorpresa que todo aquello le había causado y le interrumpió:

—¡Basta ya!

—¿Va usted a castigar mi osadía? —respondió él—. Lo merezco; ¿pero cómo dejar que usted no me hiciera jamás justicia?

—Salga usted y olvidaré todo lo que me ha dicho.

—¿No comprende usted que ese sería el mayor de los suplicios? No, Dolores, maltráteme usted; pero que yo sepa que he grabado mi recuerdo en su alma. Yo no quiero que usted me olvide.

Se acercaba a ella con ademán tan descompuesto que la joven tuvo miedo.

—Bueno —transigió—. Yo estimaré su afecto si usted no olvida el respeto que me debe.

—¿Puede usted dudar de eso?

—No… pero márchese usted.

—¿Le molesta mi presencia?

—Es preciso que usted se vaya…

—Obedeceré… Pero… Ya que esta es la primera y la única vez que me será dado hablarle del amor que llena toda mi vida… concédame usted la felicidad que me bastará por siempre…

—¿Qué?

—¡Un beso!

La noble altivez de la joven fue más fuerte que su miedo.

—¡No…!

—¡Dolores!

—¡Márchese usted!

—¡Deme ese único beso!

—¡Jamás…!

—Sí.

Se acercó a ella con las manos tendidas, tremantes, el semblante descompuesto y los ojos encendidos de lujuria.

Dolores dio un grito:

—¡Petra!

—No vendrá nadie.

—¡Socorro!

Él reía.

—No sea usted más severa conmigo que lo es en sus escapatorias al terrado… Estamos solos.

La joven comprendió rápidamente que el espionaje de Petrilla no era por cuenta de su marido, como había creído, sino por aquel miserable, con el que la había dejado sola de un modo premeditado. No había nadie en casa.

Débil y sin tuerza, Dolores reunió todas sus energías para huir de allí y se lanzó hacia la puerta. Él la siguió. Iba a alcanzarla, desfallecida de miedo, cuando se oyó el ruido de un llavín en la cerradura de la puerta de entrada.

César recuperó su aspecto sereno, tomó el sombrero y con él en la mano se colocó en la misma actitud respetuosa que tuvo al entrar.

Antonio apareció en la puerta.

Dolores corrió hacia él sin tomarse el trabajo de dominar su excitación. Sentía ansia de venganza, deseo de desenmascarar al falso amigo, de ponerlos a los dos frente a frente.

Se encaró con su marido y le dijo:

—¡Ese hombre me ha faltado al respeto!

Él pareció no comprender bien.

—¿Qué dices?

—Me ha ofendido con una declaración de amor… ha querido besarme.

El semblante de Antonio se demudó de tal modo que Dolores se arrepentía de haber hablado así. Su marido se volvió hacia César.

—¿Qué tienes que responder a esto? —le preguntó.

Él, sin perder la calma, le repuso:

—Tú sabes que, para mí, labios de mujer no pueden decir más que la verdad.

—¿Entonces?

—No puedo defenderme… por ser quien es quien me acusa… Mira tú en el fondo de mis ojos… Recuérdame bien y… sentencia.

Antonio le tendió la mano, que él apretó con efusión, murmurando:

—¡Gracias! ¡Gracias, Antonio!

Éste se volvió hacia su mujer:

—No me coge esto de sorpresa. Conozco el odio que le profesas a César y veo que no omites medio para separarnos. ¡Pero conmigo no te vale ese recurso! César es mi amigo, mi hermano, y es inútil que intentes aprovecharte de una casualidad para sembrar la discordia entre los dos. Los dos te despreciamos.

Anonadada, sin saber qué decir, Dolores dejó correr silenciosamente sus lágrimas.

—¡Señora! —comenzó César como si quisiera disculparse de hacerle llorar.

—Déjala —interrumpió Antonio apoyándose en él para mantener el equilibrio que ponía en peligro la borrachera—. Son lágrimas de cocodrilo. Aquí no manda nadie más que yo… Soy el amo de mi casa, el que tiene puestos los pantalones. César es mi amigo. ¿Entiendes? ¡Mi amigo! ¡Que no es capaz de hacerme traición por ninguna mujer, aunque valga más que tú!

XIV. El obispo de piedra

Se comenzaron a abrir las puertas con lentitud, como si se abriesen en secreto, tratando de apagar el ruido para no turbar el sopor de la calle, dormida bajo su sábana de escarcha. Por las estrechas rendijas que abrían en las puertas se deslizaban mujeres muy arropadas en sus mantos, con el libro de misa en la mano y el rosario colgando de la muñeca. A veces, detrás de la señora iba la criada, arrebujada en su mantón, con la cesta al brazo, a fin de que la señora hiciera la compra después de oír su misa.

Era un público especial el que se encontraba a aquella hora. No se hallaba más que a los obreros que se dirigían a su trabajo; los cabreros, detrás de sus rebaños; las criadas y las devotas madrugueras, que pasaban como ateridas de frío, sin fijarse en nada.

Los únicos establecimientos abiertos eran las tabernas; donde se despachaba el aguardiente mañanero y el café caliente, y las buñolerías, que llenaban de su olor a aceite frito la calle toda. Los buñuelos eran el desayuno usual de casi toda la población. La especialidad, cuyo secreto enorgullecía a sus poseedores, era la de hacer aquellos buñuelos grandes, dorados como oro, con su cáscara coscurriente, sin masa en el centro, tan esponjados y huecos, que con medio kilogramo había para llenar una fuente.

A Dolores, que no estaba acostumbrada a madrugar, la sorprendía siempre aquel espectáculo. La calle conservaba aún la humedad de la noche, una especie de entumecimiento que los escasos transeúntes no acababan de borrar. Le parecía que tenía la ciudad toda a aquella hora un olor de amanecer y una luz gris, porque aun el sol no la había curado de la sombra de la noche.

Todas las distancias eran cortas. No tardó en llegar a la vieja Catedral, con su aspecto de fortaleza, y levantó el pesado portier de deslucida gutapercha para entrar.

Se detuvo un momento para orientarse en la escasa luz del templo, que le daba la sensación de algo tan frío y tan húmedo como la bóveda de un cementerio. La humedad parecía brotar de los recios muros como de las umbrías de los collados.

Aunque su paso era ligero, resonaba sobre las losas de mármol blanco y negro, debajo de las cuales reposaban las dignidades y grandes señores enterrados en el templo, que tenía mucho de cementerio. Aquel rumor de sus pasos la asustaba un poco, le parecía que la hacían muy visible, que atraían la atención, cuando ella quería disimularse y perderse.

Se dirigió a la capillita del Obispo de Piedra, que estaba situada detrás del altar mayor. Debía su nombre al sepulcro gótico, vulgar, sobre el que estaba la estatua yacente de un obispo, con su gran mitra y a cuyos pies había echado un perrillo.

Las gentes de la Vega, que jamás habían visto un sepulcro semejante, se conmovían con la leyenda de que el animal allí representado se dejó morir a los pies de su amo, y su fidelidad mereció que lo perpetuaran en la piedra.

El Obispo de Piedra había llegado a ser allí un personaje popular.

Para significar que una cosa era difícil o imposible solían decir:

—Eso que lo haga el Obispo de Piedra.

—Cuéntaselo al Obispo de Piedra —decían de una cosa que era increíble o absurda.

Y cuando ocurría algo que no se sabía quién lo había hecho, se lo achacaban también:

—Sin duda ha sido el Obispo de Piedra.

Dolores entró allí un poco asustada. Había varias devotas arrodilladas, rezando unas y leyendo otras en esos libros de oraciones, donde todos los días leen las mismas cosas, con una paciencia inacabable, para acabar por no enterarse a fuerza de tanto repetir.

Había oído contar a su cuñada cómo la de García tenía allí sus entrevistas con un concejal, cambiándose cartas casi a la vista del marido, y cómo doña Paquita colocaba allí su reclinatorio, frente al coro, para ver a un canónigo, su amigo, a las horas de rezo. Todas aquellas señoras eran, a pesar de eso, respetadas y consideradas, porque tenían la hipocresía necesaria para no romper con los convencionalismos de la sociedad. Se toleraban los engaños con tal de que se guardasen las apariencias.

Hasta la misma doña Carolina, tan severa en materias de moral, le había dicho un día:

—Es mejor cometer un pecado que tratar de evitarlo poniéndolo de relieve y produciendo escándalo.

Y ella, que no podía comprender aquella moral, estaba ahora casi en la misma situación, iba allí para ver a Pepe. Hacía dos días de la escena ocurrida con César y su marido, y durante todo aquel tiempo había permanecido encerrada en su habitación. Tenía miedo de verse, a merced de un miserable, en su propia casa. Había acudido a Pepe y el mensaje de éste le decía que lo esperase en la Catedral, en aquella capilla.

Fue a ocultarse en un ángulo de sombra, con su mantilla negra sobre el rostro, en un lugar desde donde pudiera ver la puerta. Las horas pasaban y Pepe no venía.

Las devotas se renovaban con frecuencia. Entre ellas vio a las Chachas, que no faltaban ningún día a su comunión. La Chacha Mar estaba absorta en su éxtasis, con su cara de pepona, tan tierna y rosa como la de una niña recién nacida, lustrosa e inocente. La Chacha Dolores leía en su devocionario, y la joven veía destacarse su perfil enérgico, ascético, con los tendones del cuello transparentándose bajo la piel rugosa y amarillenta de vieja gallina desplumada. Se veía vivir en aquel cuello toda su energía, en el tic que ponía los nervios tirantes, como cuerdas metálicas que sujetasen la cabeza al tronco.

Los espíritus de aquellas dos mujeres no eran hermanos. Debían ser tan distintos como sus rostros, A Mar le estaría bien una cofia de encajes con cintas rosa y a la otra la capucha y el sayal de un dominico.

Ninguna de las dos vio a Dolores. La mantilla era como una especie de disfraz, con esa cosa de protectora del misterio que tiene la mantilla.

Enervada por el ambiente, adormilada, Dolores vio como se acababa la misa en el altar mayor. Un viejo carlista, después de corear las tres Ave María que rezaba el sacerdote, se colocó en medio de la nave y comenzó a orar a voz en grito, poniendo tal alarde de fe ardorosa en su rezo, con una voz, que resultaba cálida merced al esfuerzo hecho para sacarla de muy adentro, que conmovía a los devotos. Aquella escena se repetía todas las mañanas, después de la misa mayor.

La iglesia se iba quedando sola. La hora del almuerzo alejaba a devotos y sacerdotes del templo. Dolores pensaba que ella también tendría que irse para no llamar la atención de los sacristanes y hacer que no notasen en su casa su ausencia.

Al fin oyó los pasos de Pepe. Lo conocía en el paso corto, reposado, de un ritmo que ella sabía distinguir. Vio aparecer al joven, pasar inclinándose ante el altar y entrar en la capilla. El corazón le latía fuertemente cuando vino a arrodillarse cerca de ella.

No le habló, no la miró apenas, le hizo un ligero signo amistoso y le entregó un pliego de papel y una pluma estilográfica.

—Aquí —dijo marcando un lugar.

Ella apoyó el papel en el brazo y firmó. Él lo recogió con su sombrero.

—Ahora espere usted en su casa que vaya el Juzgado… y que Dios nos ayude.

Dolores lo vio alejarse, sintiendo un alivio en su corazón. Sin ser devota era creyente y le parecía cometer un sacrilegio con aceptar la cita de un hombre en la casa de Dios. Pero la corrección de Pepe, su ausencia de galantería, la tranquilizaron. Le pareció que había sido un acto de piedad elegir aquel sitio para firmar la demanda de divorcio. Ir ante el Dios en cuyo nombre los habían unido a pedir la separación, puesto que Él sabía la razón que la asistía.

Además, no podía haber ido a otro sitio sin que en caso de ser descubierta la entrevista se le diera una versión calumniosa. Pepe la había puesto bajo la custodia del templo, como si invocara para ella el derecho de asilo. Su temor de haber cometido un sacrilegio se desvanecía.

Era indudable que ella hubiera podido subir a la terraza en cualquier momento y firmar, antes de que pudieran darse cuenta de ello; pero si Pepe no había preferido esto era por algún motivo poderoso. La joven comprendía que los primeros pasos para su liberación le enajenaban ya la amistad de la madre de Pepe.

Al salir se encontró con Juanita y sintió miedo de que aquella mujer hubiera visto a Pepe, Pero la entrometida acababa de llegar.

—¡Qué alegría, tú por aquí! —le dijo saliéndole al encuentro—. Ya decía yo que tendrías que entrar por el buen camino. Yo vengo a esta hora para aprovechar que hay menos gente y preparar el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro. Soy su camarera. Es un gusto poder servir a tal señora. ¿Verdad? Acompáñame.

Como siempre que soltaba su taravilla, Juanita no dejaba meter baza a nadie.

Dolores encontró por vez primera agradable aquella compañía, que la libraba de la soledad.

Volvió a entrar en el templo y acompañó a Juanita hasta la capilla de la Virgen. El templo, con las puertas cerradas y apagada la cera, había tornado otro aspecto distinto, más casero.

Juanita se complacía en hacer gala delante de ella de su confianza de sacristana con los santos. Iba de un lado para otro, moviendo sillas, tropezando, hablando alto y subiéndose en las plataformas de los altares para arreglar las flores y los candeleros, ni más ni menos que lo hubiera hecho en su casa.

Cuando se cansó de mangonearlo todo, fue a la sacristía a dejar su banqueta guardada hasta la hora de la función, y salió con Dolores, muy satisfecha, por la puerta de servicio.

—Ya verás si te aficionas a venir a la casa de Dios —le decía— como no tienes tiempo de aburrirte. No dejes de venir a la novena. Tenemos buenos predicadores, y estoy segura de que ha de llenarse la iglesia. Si quieres yo iré a buscarte.

—No sé si podré…

—Hay que poder… Es el único caso en que la mujer puede desobedecer al marido. Dios es antes que el mundo. Y, sobre todo, para ti que estás tan sola… No es menester que me digas lo que estás pasando. Bien lo veo yo… y encima te echan a ti las culpas… te digo que la gente es de una manera… Pero no eres tú sola… A Margarita Bertrán le ha dado una paliza su marido. En cambio, otras tienen suerte. Ya ves tú, Glorita. El marido, que fue una fiera para la primera mujer, es un cordero para ella. El otro día estaba yo en su casa cuando él llegó. Se puso de rodillas y comenzó a besarla… y luego la emprendió con nosotras… besó a las hermanas, a su tía Rosalía… hasta a mí. Y no creas que lo hace por mal. Es que es cariñoso… Verdad es que está en la luna de miel… Después veremos.

No cesó de hablar hasta que llegaron a su casa.

—Quédate a almorzar conmigo —propuso.

—Gracias.

—Anda. Quédate. Harás penitencia…

Dolores se sentía inclinada a ceder. Tenía miedo a estar en su casa.

—No te creas que tengo grandes cosas… pero comeremos más y comeremos menos. Lola me ha enviado fruta y unas hermosas patatas de su huerta… de esas que se hacen harina. Tengo un pan de higos que te gustará.

—Quédate tú conmigo.

—Si te empeñas…

Petra estaba asomada al balcón, con aire inquieto, y al ver a las dos amigas pareció tranquilizarse y corrió a abrir la puerta.

—Tenía miedo de que le hubiese ocurrido a usted algo, como nunca sale…

Juanita se echó a reír.

—¿Lo ves? Seguramente no te hubieran buscado en la iglesia… Ni yo tampoco… Pero ya se irán acostumbrando.

Dolores tuvo que soportar durante otras tres horas la charla de Juanita, a la que apenas oía. Todo rumor la hacía estremecer.

—¿Vendrán ya?

—¿Serán ellos? —se preguntaba.

Deseaba que no estuviera allí su marido para evitar una escena violenta.

Cuando se quedó sola subió a su habitación. Se asustó de ver su palidez en el espejo. Le dolía la cabeza y apenas se podía tener de pie. Sintió miedo de caer enferma y que esto dificultara su salida de aquella casa.

Abrió los cajones de la cómoda y comenzó a examinarlos uno por uno. Tenía en ellos joyas y recuerdos que deseaba llevar consigo. Eran todo nimiedades; las cosas que tenía cuando soltera, las que le habían pertenecido a su madre, iba poniendo aparte las que le había dado Antonio. La pulsera de pedida, la sortija de boda, el collar de perlas… Nada de aquello le interesaba. Apartaba sus retratos, los de sus padres, la peina que fue de su madre. Su abanico de nácar. En la rebusca aparecían recuerdos de su noviazgo, de su luna de miel. Cartas, flores marchitas… Lo apartaba todo con indiferencia, lo dejaba caer. Le parecía imposible cómo todo aquel período, en el que hubo ilusiones y amor, se hubiese desvanecido tan por completo, sin dejar una huella que pudiera despertar un sentimiento de ternura en su alma.

—¡Cuánto daño ha tenido que hacerme para pasar así del amor a la repugnancia! —pensó sintiendo lástima de sí misma.

Colocó aquellos recuerdos, que iban a constituir su único patrimonio muy en breve; arregló toda la ropa de su uso, separando la que su marido le había comprado; la colocó en un pequeño cofre, y ya con todo preparado, esperó.

Estaba nerviosa, agitada, sin poder estar quieta; iba sin cesar de su asiento a la ventana y de ésta a su asiento. Su deseo de escapar de allí aumentaba por momentos.

Pero la tarde pasó y llegó la noche.

—Si al menos Antonio no viniera a cenar.

Lo vio aparecer en la puerta de su cuarto, con aquel aspecto despabilado y torcido que se le iba acentuando cada vez más.

—¿Se puede saber dónde ha estado la señora esta mañana? —le preguntó sin tomarse el trabajo de saludarla.

Ella se sentía ya fuerte.

—¿Te pido yo cuentas a ti?

Él respondió con otra pregunta:

—¿Pero es que te has llegado a creer que eres igual que yo?

—He estado con Juanita en la Catedral —dijo para evitar la escena final.

—Vamos, menos mal —dijo él serenándose—; pero bien podías haberme pedido permiso. Que no te vuelva a ocurrir. No me gusta que mi mujer sea de las que andan comiéndose los santos y dejan la casa manga por hombro.

Ella guardó silencio.

—Vamos a comer propuso él.

La idea de la última comida frente a frente angustió a Dolores.

—No.

—¿Qué dices?

—No tengo gana.

—Vamos —dijo él suavizando la voz—. Anda, nena, no seas tan rencorosa.

Dolores sentía gana de llorar, de gritarle la verdad. Le hacía daño verlo confiado. Hubiera querido quede pegara, que la maltratara, en lugar de hablarle con ternura.

Por un fenómeno raro olvidaba todas las ofensas que él le había hecho, para no pensar más que en la doblez que había en ella en aquel instante.

—¿Irá a flaquear mí ánimo? ¿Tendrá razón Pepe? —se preguntó con miedo.

Antonio se acercó a ella, le pasó la mano por los cabellos y le acarició la barbilla entre el pulgar y el índice:

—Ven, nena.

Al sentir el calor de aquella mano se despertó toda la repugnancia que le inspiraban sus caricias. Lo rechazó con tal gesto de asco que hizo nacer la violencia y la cólera, apenas encubiertas.

—¿Así te portas? Pues vas a venir de grado o por fuerza.

—No.

—Lo veremos.

—No quiero.

La cogió brutalmente del brazo, atenazándola entre sus manos.

Dolores dio un grito.

Ciego de ira le descargó un bofetón. La joven escapó al balcón, gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Calla, maldita!

La cogió del cabello para arrancarla de allí; pero ella, asida a los hierros, soportaba el horrible dolor sin dejar de gritar.

Los vecinos salieron a los balcones y a las ventanas. La calle comenzó a llenarse de gente.

Petrilla, asustada, acudió a abrir la puerta.

César, que esperaba a su amigo en el comedor, fue el primero en intervenir llevándose a Antonio casi arrastrando.

Juanita vino en socorro de Dolores y se ofreció a pasar la noche a su lado. La joven, a pesar del dolor de los golpes recibidos, se sentía feliz. Había recobrado toda su decisión. El escándalo venía a favorecerla.

—¡Mañana seré libre! —pensaba.

XV. La riña de gatos

El reñidero estaba repleto de gente. Se iba a celebrar una de las más importantes riñas de gallos de toda la temporada, en la que se cruzarían grandes apuestas.

Una carcomida puerta de madera daba entrada a un corralón en cuyo centro estaba la arena para la lucha, rodeada de un cerco de tablas mal unidas, a cuyo alrededor se alzaban las gradas, hechas con bancos de madera, desvencijados y mugrientos, donde se apretujaba la concurrencia, en la que no había más que hombres, que ya comenzaban a dar muestras de impaciencia, esperando el principio de un espectáculo que había de satisfacer sus más groseros y salvajes instintos, sin tener que ponerles la máscara de la hipocresía. Parecían todos enardecidos por un soplo de odio y de violencia.

Dominaba dentro del estrecho recinto un tumulto de plaza de toros. Vociferaban, discutían, se cruzaban diálogos a voz en grito de un extremo a otro, con una algarabía infernal.

Al fin comenzó la riña. Uno de los campeones saltó a la arena de un vuelo, escapando a las manos de su amo. Al verse dueño del terreno tuvo un movimiento de alegría. Levantó las alas hacia arriba, se empinó sobre la punta de sus patas, estiró el pescuezo, que creció como una goma elástica, y después aleteó con furia mientras lanzaba un cacareo retador: le faltaba a su felicidad un enemigo de su raza con quien combatir.

Al otro gallo tuvieron que empujarle para apartarlo de la barrera. Avanzó con pasitos lentos, enarcando la cabecita y sin levantar una pata hasta después de asegurar la otra. Daba idea de una solapada seguridad frente a la fanfarronería del otro.

Aquellos hombres de pantalón caído, hombros en punta, rostros graves y ojos penetrantes, estaban todos pendientes de los menores movimientos de los animales. Los miraban concentrando en ellos toda su atención; los comparaban, hacían cábalas y conjeturas sobre su mérito. Era preciso ser muy duchos, porque en los gallos no había sólo que contar con su aspecto y con su fuerza, sino con las mañas y la astucia para pelear que su crueldad les sugería. Había verdaderos artistas de aquellos feroces duelos. Sin embargo, la actitud retadora del gallo de Antonio ganó las simpatías.

Empezaron a cruzarse las apuestas en pro y en contra, de uno y de otro. La pasión del juego de azar venía a enconar más la pasión de la sangre.

Los dos animales sintieron al verse un odio extraño. Se quedaron mirando con ese gesto de los animales de su especie que vuelven la cabeza para verse. Con los rabiosos ojos de lado, dispuestos a acometerse, los dos gallos continuaban inmóviles como si quisieran dar tiempo a que los examinasen bien.

El gallo de Antonio era rubio, con calza bermeja y cresta partida. El otro, propiedad de un aristócrata granadino que se preciaba de tener los mejores gallos de combate, era crestibermejo, ceniciento, con calza morada.

No tenían aquellos gallos la arrogancia de los gallos de cola arqueada y crestas encendidas que capitanean en paz sus gallinas en los corrales o en los cortijos. Estos gallos ingleses eran feos, con las patas amarillentas, en forma de garras, con el espolón afilado como navajas de afeitar. Las plumas, de colores deslucidos, se les erizaban como un collar en el nacimiento del cuello pelado; tenían la cola rala, abierta como un abanico al que le faltaran varillas, y las alas caídas, tocando con la guía en el suelo, como los pavos cuando hacen la rueda, con un gesto cobarde y traicionero.

Contra lo que parecía lógico, el primero en saltar contra su adversario fue el gallo tímido. Del primer golpe clavó una puñalada con su espolón en el costado de su contrincante. Las apuestas en su favor aumentaron.

El gallo rubio sintió más excitada su rabia con la herida. Acometió a su enemigo, dirigiéndole los golpes a los ojos, con una intención aviesa muy humana.

Los entendidos llevaban cuenta de sus golpes, de sus acometidas, de sus paradas, de un modo algo semejante a los aficionados a los toros, que entienden de verónicas, de pases y de quites.

Los dos animales formaban una masa informe, aferrados el uno al otro con su ansia destructora y feroz.

Después de los espolonazos con que se habían herido, comenzaron los picotazos. El gallo cenizoso había cogido al otro por la cresta y le hincaba el pico, al mismo tiempo que trataba de ponerse de perfil para hundirle el espolón. El pobre gallo rubio, cegado por la sangre, se revolvía queriendo clavarle el suyo.

Era un espectáculo innoble el de las dos a res zancudas, peladas, feas, acometiéndose de aquel modo miserable y desangrándose delante de una multitud, ebria de crueldad y de avaricia, excitada por la sangre y por el juego, que se complacía en azuzar, para divertirse, las malas pasiones de los animales.

Se cruzaban apuestas, gritos y palabrotas, sin dejar de prestar atención a los menores movimientos de los animales, para que no se les escapase ningún detalle de su agonía. Parecía que a todos aquellos hombres les había salido otro rostro más anguloso, más enconado, más cetrino.

Antonio y el Marquesíto, dueño del otro gallo, estaban cada uno entre su pandilla y se dirigían invectivas y frases tan apasionadas, al par que jaleaban a sus gallos como si quisieran excitarlos más. Ellos también parecían prontos a ir a las manos. Eran como los escuderos de los caballeros andantes, que veían la pelea, tremantes de emoción, sin poder tomar parte en ella.

Los dos gallos parecían dos personas, dos hermanos cainescos, cuya mala influencia se esparcía sobre todos, obsesionados con el mirar maligno y penetrante de los ojillos redondos e infernales.

Se redoblaban las apuestas, apasionadas e importantes, que era ya imposible admitir. Resultaba sorprendente que pudiesen resistir tanto tiempo aquellos dos animales.

De pronto se vio al gallo rubio zarandear al otro como un pellejo y arrojarlo a un lado.

—¡Lo ha matado!

Resonó aquel grito de aplauso. Ante la victoria, hasta los perdidosos lo aplaudían.

El animal sacudió las alas de nuevo, se irguió, con todas las plumas erizadas, en punta, y con el cuello de medio lado entonó un canto de victoria, un alegre y triunfante quiquiriquí. Estaba lleno de sangre. En torno suyo, como en torno del otro, había un charco de sangre, coagulada, que no adsorbió la arena.

Los hombres todos contemplaban la sangre con alegría feroz. ¡Qué lástima que tuvieran tan poca!

De pronto el gallo ceniza saltó, perfilándose para dar la puñalada, de un modo tan certero, que metió su espolón por el ojo del gallo rubio y le atravesó la cabeza. La mancha blanca de los sesos apareció sobre la rala cresta bermeja.

Los dos cayeron a sendos lados.

El entusiasmo de la multitud fue delirante. Los dos habían muerto; pero todos creían vencedor al gallo ceniza, que había recogido las últimas energías para acometer.

Las disputas entre los jugadores eran violentas. Antonio y el Marquesita —un marqués rural, de chaquetilla corta— habían saltado al ruedo a recoger los dos cadáveres. Tenían las manos llenas de sangre, y buscaban, como hábiles forenses, las heridas que se habían hecho en sus míseros cuerpecillos.

Ambos se increpaban.

—¡Usted no fue a recoger su gallo como debía! —decía el granadino.

—¡Ni usted el suyo!

—Creía que estaba muerto.

—Ya ve que no era cierto.

—¡Para sabido!

—¡Se está viendo la mala fe!

—¡Eso no me lo dirá usted dos veces!

—¡Y todas las que sea preciso para que lo aprenda de memoria!

—¿Aquí delante de tantos hombres?

—Y en donde usted quiera.

—¡Habría que verlo!

Los partidarios de uno y otro acudieron a poner paz.

Tenían que pelear otro par de gallos y ya las gentes se impacientaban de nuevo.

En aquel momento apareció César Lope. Venía descompuesto, con un aire despavorido. Antonio creyó interpretar su emoción.

—¡Amigo mío, me han matado a Lenin, mi mejor gallo!

—¡Déjate ahora de eso, que ocurre algo muy grave!

Él abrió los ojos con asombro. ¿Más grave que matarle su gallo? No comprendía. Como no fuese algo de las elecciones.

—¿Ha habido noticias de Madrid?

—No.

—¿Pues qué sucede?

—Dolores…

—¿Le ha dado algún faratute? —preguntó, sin ocurrírsele qué podía haberle pasado a su mujer para ser interesante.

—No…

—¿Entonces?…

—¡Se ha ido!

—¡Que se ha ido! ¿Dónde?

—¡No lo sé bien!

—¿Pero qué es lo que estás hablando?

—Escucha, Antonio. He ido a tu casa y Petrilla me ha contado que tu mujer acababa de marcharse, en un coche, con el Juzgado.

—¿Pero cómo?

—Ha pedido el divorcio, y el niño Pepito Suárez ha presentado la demanda.

Se tornó lívido Antonio.

—¡A ese niño y a ella les echo yo las tripas al aire! —dijo.

—¡Ya te guardarás de hacer tonterías! No merece una mujer que te pierdas por ella.

—¡Pero de mí no se ríen!

—¡Qué han de reír! Nosotros tendremos influencia y la demanda no prosperará… te la volverán a llevar a tu casa.

—¿Pero en qué se funda esa mala mujer para quejarse de mí?

—En sevicia.

—¿Qué es eso?

—Malos tratos.

—¿Y será capaz? ¡Malos tratos yo! ¡Que me he pasado de bueno! ¿Cuándo le ha faltado a mi lado de comer y de vestir y todo lo que ha querido?

—Las mujeres son así.

—¡Mala ralea! ¡Hay que tratarlas a puntapiés y no como yo lo he hecho! Pero te juro que me las ha de pagar.

—¡Ten calma!

—¿Por qué no me has avisado antes?

—En cuanto me lo dijeron me eché a buscarte… Estuve en casa de Isabeliya, de Paca, de Lola, y ninguna me daba razón de ti. Las tienes a todas enfadadas; dicen que no les haces caso. ¡A ver si vas a tener una huelga de mujeres!

Él repitió su frase favorita al hablar de ellas:

—¡Mala ralea!

Imperaba allí la costumbre, no sólo regional, sino española, de hablar mal de las mujeres, ridiculizarlas, como si no fuesen ellas la madre y la compañera dignas de respeto.

—Bueno —terminó César—. Vámonos a merendar a casa de Paca y allí veremos lo que se hace.

XVI. Las catequistas

La familia estaba desolada ¡Un escándalo semejante y una demanda de divorcio en una familia tan respetable y tan católica! ¡Y en qué momentos! Cuando la lucha electoral era más reñida y se hacía arma de todo en una provincia como aquella.

Dolores había experimentado, al salir de su casa en compañía del Juez, una sensación de bienestar, Esa sensación de la persona, largo tiempo encerrada, que abre un balcón sobre el campo y respira a gusto.

Se sentía salvada en su dignidad, no teniendo que prestarse a unas relaciones conyugales que le repugnaban, sin sentir amor por su marido. Era su repugnancia de mujer lo que le había dado fuerza para afrontar ella sola la autoridad del marido y el fanatismo de la ciudad.

La cuestión del lugar donde había de quedar depositada fue la primera batalla entre el abogado de Antonio y Pepe Suárez, El marido quería llevarla a un convento, pero no había motivo para aquel rigor, siendo ella la que acudía a los tribunales. Antonio tuvo entonces la osadía de proponer para depositario a su amigo César Lope. Al fin quedó convenido en que quedaría depositada en casa de Luis, para estar bajo la guardia y vigilancia de los parientes de su marido. Doña Matilde, la madre del tartajoso, era una dama de gran virtud, a cuyo lado estaría bien. Ya la cubana se había marchado, prometiendo volver, pero ni siquiera había escrito. Con ella desaparecían las peluconas, cosa que tenía a Luis más atraviliario y tartajoso que nunca.

—No te apures, hijo mío —le había dicho el tío Eduardo—. Y a ver si Dios te depara otra.

Pero como no era fácil que otra vieja rica viniera a enamorarse de él, y Luis encontraba muy oportuno recibir la pensión que Antonio tenía que pasar por alimentos a su mujer.

Antonio envolvía el despecho y la vergüenza que le producían el abandono de su mujer en una indiferencia y un desprecio forzados. Era un golpe mortal para su fama de buen mozo aquel repudio de la esposa legítima.

Pero sí él, por orgullo, no la molestaba, en cambio las catequistas habían caído sobre Dolores. Todo el mundo se creía autorizado para inmiscuirse en su vida. Iban a visitarla, no sólo las parientas y las amigas de su marido, sino hasta personas extrañas, que se permitían darle consejos.

La más insistente era doña Carolina, que se le ofrecía como ejemplo.

—¡Hay que sufrir, hija mía —le aconsejaba—. Nadie es feliz si no limita sus deseos y sus aspiraciones. Mi corazón está destrozado por la falta de mi Burgundofero, mi Armogasto, mi Teopiste, mi…!

—Pero tía —decía la joven atajando aquella letanía—, yo no hago nada malo en no querer continuar al lado de un hombre que me maltrata y…

—¡Las cosas que Dios ata no las pueden desatar los hombres!

—¿Pero está usted segura de que estos lazos los ha anudado Dios?

—¡Calla, infeliz, no blasfemes! Es cierto que Dios no ha bendecido vuestra unión dándoos un hijo (de tenerlo otra cosa sería), pero tienes el deber de sufrir con paciencia la cruz que te ha tocado en suerte.

—No tengo vocación de mártir.

—Ya lo veo… y así… como eres joven, correrás tras los placeres… y… ¡sabe Dios a lo que darás lugar! Pero no dudes de que Dios te pedirá cuenta de los pecados de tu marido, abandonado por ti…

—Habla usted así porque es feliz. Una cosa es aconsejar y otra sufrir.

—Sí, soy feliz, pero es porque no tengo necesidades que me opriman, ni deseos inaccesibles que me atormenten.

—¿Y esa felicidad de usted la hace cruel e incomprensiva para las demás?

—No es eso; es que yo he tenido la suerte de ser madre, y nada hay que haga conocer el sentido de la vida como los hijos.

—¡Los hijos! —exclamó Dolores—. ¡Pobres hijos! Yo me alegro ya de no haberlos tenido, si habían de ser el lazo enojoso que me uniera a ese hombre.

—¿Y entonces, por qué te casaste?

—Porque era una niña ignorante de la vida. Si las mujeres nos educáramos de otro modo, si supiéramos todo lo que representa el casamiento, si pensáramos en ser madres y en la responsabilidad de darles a los hijos padres enfermos y degenerados, no habría tantas desdichadas. Es un crimen que exija la pureza, el candor, la inocencia en una niña, un hombre enfermo, degenerado, vicioso.

—¿Pero tú te has vuelto loca? —exclamó escandalizada doña Carolina—. ¿Qué ideas son esas?

Se exaltó aún más Dolores.

—¡Las ideas verdaderas, las ideas humanas, las que enseñan la vida y los desengaños frente a todas las falsedades establecidas!

—¡Me estás ofendiendo con esas teorías!

—¡Quiero defender mi vida, sin dejar que nadie se crea con derecho a intervenir en ella!

—Si lo dices por mí, ya puedes estar tranquila. No he de volverte a importunar. Después de todo, Dios sabe que lo que he hecho no ha sido ni por ti ni por mi sobrino, sino por evitar el escándalo y el mal ejemplo que estáis dando.

Se levantó solemne, se colocó el manto con lentitud y salió andando despacio, como el que espera que lo llamen. Pero Dolores, con los hermosos ojos fijos, llenos de la fiereza que ponía en ellos la fuerza de su pensamiento, no se movió.

Doña Carolina salió murmurando:

—¡Está perdida, perdida! No hay salvación para ella. Esto es un charco demasiado pequeño para su ambición; quiere ir a ahogarse a un charco grande.

Pero el relato que hizo dona Carolina de su visita aquella noche en la tertulia de tía Pepita, en vez de apagar avivó el celo de las otras catequistas. Fueron desfilando por casa de Luis todas las que se creían capaces de convencerla. Vinieron sacerdotes, que le hablaron de la magnanimidad con que su esposo accedía a recibirla de nuevo y a olvidarlo todo para reanudar su vida.

Vino Lolita, con la lección aprendida de todo lo que había oído decir a las señoras, para asustarla con el infierno y el desprecio de la sociedad.

Acudieron las cuñadas para ofrecerle su perdón si hacía cesar aquel escándalo, impropio de una familia distinguida. La atormentaban todos tanto con sus razonamientos, que la irritaban y le daban nueva fuerza para mantenerse firme en su propósito.

A veces el cansancio le hacía flaquear. Sentía momentos de debilidad con la evocación de los días felices, sobre todo cuando vino a verla la tía Pepita, la dama prestigiosa y buena. Ella no le habló con hipocresía. Sus múltiples matrimonios parecían haberle dado una mayor comprensión de la vida.

—Yo tengo derecho a ser feliz, tía —se atrevió a decir la joven—. Yo creo que mi felicidad es tan respetable como la ajena.

—Sin duda; pero el divorcio, la separación de los matrimonios, ofende a Dios.

—Más lo ofendería mi deseo de ser feliz sin el divorcio; porque ese deseo envolvería el de la muerte de mi marido.

—¡Jesús!

—Sí, tía. Creo que es más noble firmar la petición de divorcio que ir a ofrendar a una imagen un alfiler de cabeza negra para que nos deje viudas. Yo no soy capaz de pedir a Dios un crimen ni de desear la muerte de Antonio.

Doña Pepita guardó silencio unos instantes y al fin tuvo una confidencia valiosa en una mujer casada cinco veces.

—¡Ay, hija mía! Es inútil buscar el ideal en el matrimonio. Siempre es superior el sueño a la realidad.

La ternura la conmovía. Pero se asustaba de ceder. Había entreabierto la puerta de su liberación y temía a la desesperación de verse de nuevo encerrada, sin esperanza, en aquel medio del que ya no podría escapar. Recordaba su angustia cuando creía que el matrimonio era indisoluble, aquel siempre que la había agobiado.

Para darse ánimos evocaba la figura de su abogado. Recordaba las palabras que Pepe le había dicho antes de ceder a presentar la demanda y entablar el pleito de divorcio:

—Somos nosotros, los abogados, las víctimas de estas desavenencias conyugales. Casi siempre, unas semanas de separación son como un vientecillo bonancible que aviva el recuerdo y convierte la costumbre en algo parecido al amor. Los esposos se reconcilian y los dos se vuelven airados contra el pobre abogado, al que culpan como si fuese un intrigante. La mayoría de las veces los dos esposes se convierten en enemigos suyos, y lo dejan en el lugar poco airoso de un amante burlado.

La detenía aquella consideración. Sabía que su marido se valía de todas sus relaciones políticas para combatir al abogado, buscándole disgustos. Estaba convencida de que éste la defendía con tesón, persuadido de su inocencia, de un modo noble y desinteresado. Apenas lo había visto después de su depósito en la casa de Luis, pero un secreto sentimiento le decía que velaba por ella, no se sentía sola. Era como un protector, que aparecería en el momento preciso, corno si por la evocación de una varita de virtud surgiese de la sombra.

—No —se decía para darse fuerza—, yo no debo ceder. Sería hacerle una ofensa a Pepe, que es tan bueno.

Su transigencia le parecía como una traición para aquel hombre, que la defendía en nombre de la ley.

Una mañana fue Juanita la que estuvo a verla.

—Yo, hija mía, no he querido venir hasta dejar pasar tiempo para que reflexiones. Yo, la verdad, creo que no soy sospechosa. ¡No me han gustado jamás los hombres! «¡El mejor, asadito con limón!». Es denigrante cómo nos tratan a las pobres mujeres. Por eso yo no he querido casarme nunca. Es verdad que el matrimonio no es un sacramento como los otros… ¡Como que tiene por ministros a los mismos contrayentes! Es una concesión que la Iglesia ha hecho a la impureza de la gente… No quieren dejar de pecar… por eso se les dio el matrimonio… no como una cosa buena, sino como un mal menor. San Pablo lo dijo: «Más vale casarse que abrasarse». Pero ya ves tú, sacramento y todo, el matrimonio es un estado menos perfecto que la castidad, que no es sacramento. Eso no quita para reconocer que la sociedad es así… tiene sus leyes y hay que respetarlas… Una mujer no puede hacer ciertas cosas… aunque estaría muy bien que las hiciese…

—¡Es cierto!

Le daba la razón para evitar más comentarios.

—Tú, créeme, has hecho mal en abandonar tu casa. Aquel era tu puesto. Antonio podía andar de acá para allá, pero tú eras la señora… y, al fin y al cabo, cuando pasan los años, los hombres vuelven a su casa y a su mujer, ya desengañados.

—Cuando necesitan una hermana de la caridad que cuide sus toses y sus reumas.

—¿Y qué somos más que eso? Si vieras tu casa te daría pena… Tú, que la tenías tan cuidadita y tan limpia… y que seguramente eres como yo… Yo les tengo cariño a las cosas…

Dolores sonrió. No, no le tenía cariño a aquella casa. No había tenido ella la iniciativa para hacerse un interior que le fuese agradable, que tuviese algo de espiritualidad. Antonio había querido los grandes muebles, los cuadros malos, los bibelotes caros, sin arte; y las cuñadas habían añadido su ofrenda de trapitos bordados, en todas partes, con lacitos rosa. No había allí nada que le fuese querido. Hasta el jardín, aquel jardín que quería cuidar y cultivar cuando se casaron, estaba destrozado por las jaulas de los gallos y por el palomar, sin flores y sin nada que pudiese agradarle. La otra siguió:

—¡Yo he ido varias veces… para decirles a las criadas que tengan orden… que esto no puede durar, que tú has de volver… a pesar de lo que dice Antonio en su enfado!… ¡Su lengua es un hacha!… No le queda nada malo que no diga de ti… ¡Es natural! Eso prueba que te quiere.

—¿Sí?

—No lo dudes… Y todo acabará como debe acabar. Ya lo dice el refrán: «Entre padres y hermanos, no metas las manos…». Es natural… Ahora estáis ofendidos… Él me puso mala cara… No es que me dijera nada. Eso no… Pero yo lo comprendí y no he vuelto… Mira… hasta creo que ha llevado a… a… esa mujer… ya sabes, a tu propia casa.

Después de lanzadas estas palabras se detuvo y añadió, extrañada de la serenidad de Dolores:

—¿Pero es que no te importa?

—Claro que no. Ya desde el momento en que estamos separados no me molesta que él ame a otra… ¿Por qué he de desear que no sea feliz?

—¡No me vengas con historias! Eso es inconcebible.

—Pues te juro que es así.

—Entonces tú no has querido a tu marido.

—Creía quererlo y quizás no me hubiera desengañado nunca.

—¿Pero es que no seguís siendo marido y mujer?

—Como si no lo fuéramos. No tenemos la misma sangre. El cariño era lo único que nos podía unir.

—¡Simplezas! ¿Y sabes lo que yo digo?…

Esperó que le preguntara, pero en vista del silencio de la joven, continuó:

—No es posible que una mujer no tenga ilusión con su marido… como no sea… que… la tenga con otro.

Volvió a quedarse mirándola, como si se dijese en su interior: «Anda, ya se la solté». Pero Dolores siguió inmutable.

—No faltarán gentes piadosas que lo crean así —dijo—; pero eso importa poco cuando se tiene la conciencia tranquila.

—¡Ay, hija! No se puede mirar con indiferencia que lleven y traigan en lenguas la buena fama de una…

—Cuando no se puede evitar.

—Es que cuando el río suena… agua o piedras lleva.

—¿Qué quieres decir?

—De ti nada…

—Bien clara es mi vida.

—Eso…

—¿Qué?

—La vida de una mujer que se va del lado de su marido, no es clara nunca.

—Pero todo el mundo sabe mi conducta y la razón que me asiste…

—Sí… no digo yo que Antonio fuese un modelo de maridos, pero tampoco era para tanto… ¿Qué es lo que te propones?

—Vivir lejos de él… Trabajando… Como pueda…

—¿Pero no pensarás en vivir siempre aquí?

—¡Naturalmente!

—¿Tú comprendes que, al fin y al cabo, en esta casa hay hombres?…

—¡Parientes de mi esposo!…

—Eso nada importa… ¡Cuanto más primos…! Pero no… no van por ahí las aguas… ya sabes tú por dónde van.

—¡No comprendo!

—Pues ya es antiguo que el mejor medio de comprometer a una mujer es defendería… ¡Pepe es demasiado joven y guapito!

Se levantó Dolores de un salto.

—¿Qué infamia es esa?

La otra sonrió satisfecha, Al fin había dado en el blanco.

—¡Yo no digo nada! Tú tienes bastante talento para no fiarte de nada. Ya se sabe: «la mujer casada, dos bocados y dejarla».

Se puso de pie.

—Me marcho. Yo no salgo nunca de mí casa como no sea para algo muy preciso… Ya lo sabes. Hoy van a sacramentar a la pobre doña Margarita… Tengo que estar allí, y temo no llegar a tiempo. ¡Esa sí que tiene la gloria ganada!… ¡Lo que la pobre ha sufrido con el marido y con los hijos! Se irá derechita al cielo… Y también tengo que ir a casa de Esteban… Su mujer tiene los pechos malos. Se le puso un pelo en el izquierdo; ya sabes, un caño tapado, y en lugar de darle de mamar al chico del revés, como yo le aconsejaba, llamó al médico y ¡claro!, se le han apostemado los pechos… Los médicos no entienden de estas cosas… Adiós, hija… ¡Juicio, juicio!… ¡Ah! ¿Sabes? También está con calenturas tu cuñada María Luisa… Tú no irás a verla… ¡Qué cosas! Hay que vivir para ver… yo… lo… es… ya…

Llegaron perdidas a sus oídos las últimas sílabas de lo que le decía Juanita, mientras se alejaba, sin cesar de hablar.

XVII. El serrallo

Se sentía humillado Antonio, como marido engañado, con la petición de divorcio de su mujer.

Sufría su fama de buen mozo, de hombre irresistible que esclaviza en su intimidad, con la huida de su propia mujer.

Le daba aquello un aire de abandonado, pero no de un abandonado que apiadase, como apiada la mujer, sino de un abandonado vejado, insultado. Disminuido en su importancia.

Tenía que extremar la exhibición de todos sus amores y todas sus calaveradas.

Es verdad que al hacerlo así, le daba, en parte, la razón a Dolores, pues de ella nada malo se podía decir; pero Antonio no contaba con eso, tenía de su parte la tolerancia de las costumbres, que consideran la disolución de los hombres como cosa de poca monta.

Además, colaboraba con los intereses de todos, que, con egoísmo, defendían la inviolabilidad del matrimonio y la constitución de la familia como cosa indiscutible.

Su caso era, en el fondo, no una cuestión que había de resolverse con el Código, sino con las eventualidades de la política. SÍ los liberales triunfaban, Pepe conseguiría salvar a su cliente; si venían los conservadores, Antonio triunfaría.

La lucha era empeñada; todo se volvían riñas, asechanzas, intrigas. Venían a las manos los del uno y el otro bando. Hasta las mujeres peleaban. Había hembra en el Barrio Alto que ya les había arrancado el mono a varías vecinas por sus convicciones políticas. Encarnación, una de las infinitas comadres de tía Pepita, una mujer pequeñina, renegrida y enclenque, tenía fama por cómo saltaba, igual que un gallo, y se colgaba de la cabellera de sus rivales, dirigiéndoles los golpes a los ojos. Ella era uno de los grandes agentes electorales.

Antonio pasaba la vida convidando a todos los vagos, gentes maleantes del Puerto, de la Cañada o de las Maravillas, de taberna en taberna. Eran estas las Bolsas de aquellos contratos. No se podían soltar los electores, y había algunos agentes que, un par de días antes de la votación, los encerraban en masa como un rebaño, y no los dejaban salir sino con ellos para ir a la urna, aturdidos de tanto comer y beber. ¡Y aun así les solían hacer traición!

Aquella tarde, calurosa, Antonio estaba en casa de Paca. Era la querida de las meriendas. Él, que durante los primeros años de su matrimonio, más bien por estar distraído con sus gallos que con su mujer, no había tenido queridas, a pesar de las burlas de sus amigos, tenía ahora también su serrallo.

El serrallo, reminiscencia de los antepasados árabes, era allí una institución. No estaban juntas todas las odaliscas, aunque a veces se mezclaban, sino que tenían categorías. Primero estaba la querida, a la que unía la costumbre de largos años, y que solía ser la más tolerante; la querida favorita, a cuyo alrededor se formaba el segundo hogar; luego la querida vistosa, con la que se satisfacía el orgullo de lucir una moza guapa y bien vestida. Daba idea de la importancia de los hombres la calidad y el número de sus queridas. Debían tener por lo menos dos, sin contar las accidentales.

Solía haber riñas y puñaladas por ellas, pues se las guardaba celosamente, sin que eso supusiera cariño, sino orgullo de dominación. A veces, al final de la juventud, cuando había un hijo por medio, la querida se convertía en esposa, y como si la bendición borrara los largos años de vida escandalosa, era ya recibida en todas partes.

Olvidaba Antonio en aquellos días a Lola, la mujer guapa, de grandes ojazos negros, con pestañas largas, que tenían un movimiento de abanico; de pecho opulento, caderas de ánfora, labios rojos y garganta blanca, de curva suave. Era la que lucía, para hacer confesar con envidia a todos los hombres que su amada era la más hermosa mujer de aquella dudad de mujeres guapas.

Ahora iba a casa de Paca, la del segundo hogar. Paca sabía, como ninguna, adular sus gustos canallas. Solía venir de su casa, donde apenas probaba los manjares, para comer con ella los guisos picantes y apetitosos, que nadie como Paca le sabía hacer. Los dos comían y bebían mano a mano.

Allí se encontraba a gusto; no estaba obligado a guardar etiquetas. Se quedaba sin más ropa que una camisetilla y los calzoncillos, de pretina desabrochada, para comer tranquilamente en las tardes del verano.

Los amigos íntimos iban a buscarlo allí y a participar de sus grandes merendolas.

Paca tenía el don de saberlas preparar. En el invierno, el azafate lleno de grandes lonchas de jamón bien curado y los enormes trozos de longaniza, acompañados de aceitunas aliñás y de rico Albuñol. Los veranos, la sangría del zumo de la sandía con el vino aromado de canela.

Y así como Dolores no hubiera podido asistir a las reuniones de amigos de Antonio, Paca tomaba parte en ellas. Actuaba medio de señora, medio de patrona de casa de huéspedes, en servirlos y acompañarlos, aunque de vez en cuando recibía una sarta de insultos de su amante.

En tiempo de elecciones los convites y las meriendas menudeaban en casa de la Paca. Se mezclaban allí los matones, los pequeños caciques de los pueblos, los «ganchos» empleados para cazar electores. Tomaba aquella salita cursi, de suelo con los ladrillos rojos, siempre fregados y húmedos, un aspecto de reservado de taberna. Al fondo se veía la alcoba, toda llena de espejos por todas partes, con la cama muy grande, muy alta, con colcha amarilla y sábanas de anchos embozos bordados.

Jugaban Antonio y algún amigo al tute, apuntando los tantos con garbanzos, y rodeaban la mesa todos los demás, pasando horas y horas pendientes de las peripecias de aquel juego. Sólo Paca, sentada en su butaca mecedora, cerca de la ventana, sabía conocer en la cara de su amante cuándo debía interrumpir la partida, porque Antonio estuviera cansado o perdidoso, para colocar en la mesa donde jugaban, los vasos y los platos para la merienda, jamás tenía la inoportunidad de interrumpirlo en mal momento.

Ponía aquella mujer, con su presencia, una nota de sensualidad. Era una mujer apetitosa, en plena sazón, con carne fresca, muy limpia y enjabonada, sobre cuya morenez no se disimulaba la capa de polvos de arroz.

Iba peinada con todo el pelo sentado, compuesto, lustroso, como si cada cabello estuviese pegado al otro, en una complicación de rizos simétricos sobre la cara, y la cabeza agobiada por el peso del gran rodete.

Iba vestida con una bata de tela blanca con ligeras motilas negras, adornada de lazos de terciopelo negro.

Era una bata muy lavada, muy alba, con un poquito de apresto de almidón, que crujía levemente al andar, y dejaba resaltar la carne morena del descote y el comienzo del parteluz de los senos. Sentada, echada hacia atrás en su mecedora, lucía los pies, calzados con zapatillas y medias de seda blanca, puestos sobre un banquillo. Por sus bajos se veía una confusión revuelta de encajes de enaguas blancas; las mangas, subidas, dejaban ver los brazos hasta el codo, y brazos y arranque de la pierna, torneados y carnosos, eran delgados en comparación con el tronco, y el abundoso seno, apretado y rebosante, donde campeaban un alfiler de brillantes y muchas cadenas.

Aun vestida de trapillo, llevaba desde la mañana sus alhajas, sus muchas pulseras y, en las orejas, las grandes orlas, que formaban su orgullo.

Cuando se acercaba a servir, con la manecilla pequeña, corta, mantecosa, de uñas cuidadas, oliendo colonia, más de un elector se quedaba mirándola mi deleite que no desagradaba a Antonio.

Venían a traer los platos las criadas, muchachuelas todas jóvenes, de carne morena, con las cabezas bien peinadas, llenas de flores y los pies en chancletas.

Por la puerta atisbaba la hija, que cosía en el cuarto inmediato. Antonio no la dejaba salir allí. Era hija de Paca; no conocía padre, y se había criado a su lado sin que le diera más importancia que a un faldeillo; pero ahora, con sus doce años, rolliza y ya desarrollada, comenzaba a turbar a Antonio.

—¡Me gusta Paquilla!, le había confesado un día a César.

—¡Como que es un bocado de cardenal! —repuso el confidente—. En mí también despierta sensaciones recónditas y dormidas.

—¡Pues te advierto que te guardes de hacerte ilusiones!

—Jamás abusaría del sagrado de la amistad, siendo cosa tuya.

Él lo creía así. Paquilla debía sustituir a Paca, sin que nada cambiara en la casa. Paca se iba ya ajamonando y la muchacha tenía para Antonio un atractivo casi de incesto. Despertaba el apetito que las queridas, remozando a éstas con su carne joven, tienen para los viejos libertinos.

¿Se conformará la Paca?, —solía preguntar César.

—Si no se conforma, se la robaré —respondía.

Contaba ya con la complicidad de la muchacha, sobre la que ejercía el dominio que el verlo predilecto de la madre le había dado.

Así pasaba el tiempo, metido en casa de la Paca, acariciando su sueño voluptuoso, entretenido en sus comilonas y sus intrigas. Allí no se hablaba de su mujer, pero se hablaba del abogadillo. Se acumulaban sobre Pepe, todos los odios. La política era el pretexto que hacía hablar de quitarlo de en medio. En el fondo, el defensor de la mujer tenía algo de rival para el marido. César tenía buen cuidado de no dejar dormir aquel odio en su amigo, asaz preocupado con los encantos de la adolescente, que le hacían olvidar hasta la pravedad de la lucha que se aproximaba.

XVIII. La ratificación

Le parecía a Dolores que el color de la luz tenía aquel día algo de solemne, de esa luz de obsesión de los Viernes Santos. Era el día que había de ir el juzgado para que se ratificara en su demanda, y tenía que verse de nuevo cara a cara con su marido, sostener su acusación delante de él, bajo las miradas curiosas de parientes y extraños.

Sin darse cuenta ponía más coquetería que de costumbre en su tocado. A pesar suyo, pensaba que Pepe iba a verla, y esa idea la preocupaba mientras se vestía. Cuando bajó a almorzar, la madre de Luis la miró con una seriedad curiosa, como miran las burguesas asustadizas a las mujeres de cuya conducta no están muy seguras.

No se habló apenas en la mesa, y todos comieron poco. Al acabar Luis sacó del bolsillo una carta y se la dio a Dolores.

—Te ruego que la leas, prima, antes de que llegue el Juzgado —le dijo.

Dolores sintió un rehílo en la médula al pensar en la proximidad del Juzgado. La justicia, en España, ofrece el fenómeno de asustar hasta a los que buscan su amparo.

Se levantó, tomó la carta y fue a encerrarse en su habitación. Mientras rompía el sobre miró por entre las persianas y le pareció sentir la presencia de toda la vecindad espiando la llegada del juzgado.

Leyó:

«Dolores; Estás aún a tiempo de retroceder. Yo estoy dispuesto a perdonarte. Mira bien lo que haces —Antonio».

Aquellas cuatro líneas estaban escritas con letra segura, sin emoción ninguna. Era la letra que ella tanto conocía, pero no le evocó otras misivas llenas de amor, sino que le revolvió todas sus indignaciones. ¡Perdonarla! ¿De qué? ¿Acaso de no resignarse a sufrirlo, como una pobre privada de sensibilidad que se presta a una convivencia bestial, ofreciendo lo más íntimo de su ser, sin amor, como una mujerzuela impúdica?

Rompió la carta con un movimiento nervioso, y golpeando su piececito contra el suelo, enérgicamente, exclamó:

—No, y no… No me arrepentiré.

—Señorita… que baje usted.

Había un temblor en la voz de la criada que la llamaba. Ella también se estremeció; pero con su instinto de mujer bonita, dirigió la mirada al espejo y arregló sus rizos.

Conforme bajaba la escalera iba sintiéndose poseída de una importancia que no había tenido hasta ahora. Se veía libre, desligada de los demás, para manifestar su voluntad, para ser día, para afirmar su personalidad y su vida: se sentía acrecentada. Experimentaba la impresión de la artista que va a debutar ante el público y que, a pesar de su susto, no pierde el deseo de aparecer bella.

Al entrar en la sala no vio a nadie en el primer momento. Estaban entornadas las ventanas y caídos los portieres, como era costumbre en una estancia donde no se abrían las ventanas lamas. La habitación, siempre cerrada, sin intimidad, esperando unas visitas que pasaban meses sin llegar, y sin que nadie la habitase, tenía un helor de casa abandonada, sin ese calor que presta la vida de las personas.

Bien pronto distinguió al juez, al escribano y a otro dependiente del Juzgado, agrupados los tres, cerca de la consola, como para dar idea del todo orgánico que formaban, con sus legajos de papeles y el aire profesional en el que se envolvían, como si se pusieran un traje.

Detrás de ellos estaba Pepe, muy serio también, también frío. Al otro extremo, su marido, con Luis, Juan y César Lope. La vista de éste devolvió toda su serenidad a Dolores. ¿Qué iba aquel hombre a hacer allí?

Saludó ligeramente y fue a sentarse cerca de su tía.

No la había acogido ninguna sonrisa amable, ni ningún gesto amistoso.

—¿Podemos empezar? —preguntó el escribano.

Ante el silencio de asentimiento comenzó a leer la demanda, que se fundaba en la sevicia, y en la que Pepe había acumulado las faltas del marido para demostrar la razón y el derecho de la esposa.

Parecía que, conforme iban leyendo, iba ella recordando ofensas y serenándose más y más. Veía a su marido sonreír sarcásticamente ante los cargos y mirar furiosamente de vez en cuando a Pepe. Éste oía impasible, como si no le concerniera nada de aquello, como si escuchase la lectura de una cosa que no había escrito él. Lo que más indignaba a Dolores era cómo César Lope y los otros subrayaban con sonrisitas la sonrisa de su marido. Era burlesco que una mujer llegase a quejarse de aquel modo porque su esposo se divertía y se iba con otras mujeres. Y todos miraban con sorna, casi amenazadores, al abogado que formulaba su querella.

Cuando el escribano acabó de leer, el juez hizo, con voz breve, las preguntas de rigor y propuso la reconciliación de los cónyuges. Dolores tuvo un grito salido del fondo de su alma:

—¡No!… ¡Jamás!

—¿Se ratifica usted? —preguntó el magistrado.

—Sí.

Entonces fue preciso llenar las formalidades de confirmar a Luis en el cargo de depositario y requerir a Antonio para que entregara a su mujer el lecho conyugal, las ropas de su uso y declarase los bienes que poseía para fijar la pensión que para alimentos había de señalar, y antes de que contestase Antonio, Dolores, deseosa de evitar una vergonzosa escena de regateos, se adelantó:

—No, señor juez, yo no quiero que me den nada.

—Tiene usted un derecho.

—Renuncio a él.

—¿Como vivirá usted?

—No me preocupa.

—Piense bien lo que hace.

—Lo tengo pensado No quiero nada, nada.

—Bien —dijo el juez, y dirigiéndose a su dependiente que extendía las diligencias, añadió—: Consigne usted que la señora renuncia a su derecho a los alimentos, por ahora. ¡Quién sabe lo que puede suceder en lo porvenir!

El rasgo de Dolores había iluminado de un matiz de dulce simpatía la mirada de Pepe.

—Pero, señor juez… —comenzó diciendo César.

—En este momento no puedo oírlo a usted.

—Es que yo protesto de esas calumnias que encierra la demanda, en nombre de mi amigo.

—No tiene usted facultad para eso.

—Es que yo también protesto —exclamó Antonio.

—Ya tendrá usted ocasión de hacerlo. No es este el momento —atajó el juez.

Se volvió hacia el escribano y añadió;

—Lea usted el apercibimiento.

La voz mecánica y sin inflexiones recitó aquellas disposiciones por las cuales el marido quedaba apercibido a no perseguir a la esposa, ni molestar al depositario, bajo severas penas.

En cuanto terminó la lectura todos los asistentes se pusieron de pie. El primero en salir de la sala, sin saludar a nadie, fue Antonio, seguido de César y Juan. Detrás salieron el juzgado y Pepe, a los que Luis hacía cortésmente los honores de su casa de un modo meloso y falso.

Cuando las dos mujeres se quedaron solas, la tía se levantó y se fue sin decirle una palabra a Dolores, sin mirarla siquiera; marcando con su actitud que no concebía tanta abominación.

Dolores se quedó inmóvil, mirando el lugar donde había estado sentado Pepe, como si aun lo viera allí alentándola y sonriéndola con el brillo húmedo de su mirada. Le parecía que había roto ya un nuevo eslabón de aquella pesada cadena que la sujetaba.

XIX. Amor que nace

Pasaban lentamente los días para Dolores. Habían cesado por completo las visitas. Ya estaban todos convencidos de que no era un disgusto de matrimonio, que, se podía arreglar. Era una mujer que tenía el atrevimiento inaudito de separarse de su marido.

—Una mujer joven —decían las virtuosas damas de la ciudad, cesando de hablar del precio de los comestibles y del lujo de sus enfermedades— no puede concebirse que quiera pasar su vida sola. Algo tiene.

—Esas forasteras —decía Juanita con su odio de solterona— ya se sabe lo que dan de sí. Ellas tienen ideas, les gusta la libertad, las atraen el lujo y las tentaciones. El Señor nos libre. Amén.

Acababa santiguándose.

—Se irá pronto a Madrid, con pretexto de su padrecito, ya lo verás —decía la hermana del cura—. Aquí, cerca de la familia, no tiene campo para hacer locuras. Necesita ir a ahogarse en un charco más grande y más sucio.

Madrid se les aparecía allí, a las damas de aquella generación, como una ciudad impura, digna de ser destruida como las ciudades bíblicas, en las que seguramente no pasaron tantas cosas como ocurrían en Madrid.

Dolores adivinaba aquellas hablillas como si las oyese. Las leía en las miradas de reojo que le dirigían al verla, por casualidad, las escasas veces que había salido a la calle. Se abrían ventanas, se descorrían persianas, se entornaban puertas a su paso. Sentía que la penetraban las miradas de gentes en acecho, a través de visillos que recordaban los espejos espiones de las casas belgas. Se daban de codos unas a otras, cuando la encontraban, para llamarse la atención sobre ella; pero miraban a otro lado, evitando el saludarla, como si se tratara de una mujer desacreditada en el concepto público.

A veces, al cruzar cerca de las que habían sido sus amigas, oía una frase intencionada, mordaz, un remoquete soltado con la oportuna viveza de ingenio de las andaluzas y con sobra de procacidad para que llegase a sus oídos.

Se sentía tan sola y tan aislada que tenía miedo a cualquiera asechanza. Las mismas criadas de la casa la servían de un modo displicente, grosero, sabiendo que así conquistaban la simpatía de su señora, que la mayor parte de los días decía que estaba enferma para comer en su cuarto y no encontrarse con Dolores en la mesa. Luis comía siempre a otra hora, y cuando veía a Dolores no hablaba más que para darle los buenos días o las buenas tardes, y eso no siempre. Si algún día coincidían en la mesa, él leía los periódicos mientras comía. Extendía la mano, sin dejar de leer, para coger a tientas el pan, los cubiertos, el vaso, y hasta metía así la mano en el plato de los rabanillos y las aceitunas.

Conforme se iban acercando las elecciones crecía la irritación de los ánimos. Se había vuelto a recurrir al sistema de pitas, a los periódicos de insulto, a los matones apostados en las esquinas. El tío Eduardo iba de un lado para otro, seguido de toda la patulea de sobrinos, deseosos del medro que su influencia les valía y que ya comenzaban a ofrecer destinos.

La saña era enconada contra Pepe. No lo nombraban jamás por su nombre. Lo designaban por «ese hijo de mala madre», «ese sinvergüenza» u otra frase por el estilo, que hacía daño a Dolores, aunque lo tenía que disimular, tanto por la injusticia como porque se sentía ligada a él de cierto modo. No podía dejar de temer siempre que oía hablar de conjuras contra él. Pepe era uno de los enemigos políticos más temibles; tenía en Madrid buenas amistades, y había vencido, por el momento, en el nombramiento de juez y gobernador. La balanza se inclinaba de su lado.

Al mismo tiempo que se revolvían contra él se enconaban contra Dolores, como si reconocieran también la unión moral que existía entre ellos.

La condición de Dolores allí era la de una presa, Luis le había prohibido que pusiera los pies en la calle, después de aquellos escasos paseos que le permitió.

—Yo lo siento —le dijo—, pero respondo de ti, prima, y no quiero verme en un compromiso. ¿Quién sabe las ideas que te pueden dar?

Ella no se dignó responder, y él, algo avergonzado ante su altiva serenidad, añadió:

—Podrías encontrarte a Antonio.

La joven tuvo un ligero movimiento de hombros, que no pasó inadvertido para Luis.

—No te fíes —dijo amenazador—. Tú no lo conoces bien, Lo tenemos contenido, pero no te las cuentes muy felices, que no se ríen, de él tan fácilmente.

Y como Dolores seguía encerrada en su silencio, él añadió:

—Una mujer, en el estado en que tú estás, debe tener vergüenza de salir adonde la vean. Aquí ni siquiera las jóvenes que se tornan los dichos se dejan ver de nadie, ni salen a la calle mientras están amonestadas. ¡Cuánto más tú! Esta es una ciudad de mujeres honestas No tienes que ir ni a misa. Mi madre, que es una santa, quería que te dejara, haciendo el sacrificio de que te acompañasen, porque tenía escrúpulos de privarte de eso; pero tú no te has preocupado mucho de la misa nunca, conque ahora… ¿Para qué quiere ir a la iglesia una mujer como tú, en pecado mortal?

Tuvo Dolores la paciencia de callar ante todas aquellas órdenes e insultos, fingiendo indiferencia, aunque en el fondo sentía miedo. Se veía a merced de aquella gente. Antonio, obedeciendo el mandato judicial, no iba allí, no la molestaba, pero lo había oído ya varias veces llegar a la puerta a buscar a Luis.

Su único consuelo era Pepe, Pepe que tío podía llegar hasta ella, pero que estaba segura de que velaba y no había de abandonarla. Seguía oyendo sus pisadas todas las noches a horas distintas. Se pasaba las noches sin dormir, con el oído atento, para oír aquellos pasos que había aprendido a distinguir de todos los demás.

Con la luz apagada, los visillos caídos, ella observaba de aquella manera espiona de la ciudad, deseando ver la silueta recatada y vigilante. Esperaba ansiosa todo el día la llegada de la noche, como si tuviese una cita con la noche. Eran aquellas horas en que esperaba ver pasar al joven de una voluptuosidad dolorosa y penetrante, en la que poco a poco se iba apagando su pensamiento, para entregarse a la dulzura de la caricia del silencio y la sombra, del frescor del aire, del perfume a noche, cosas todas que parecían emanar de Pepe.

Había un lazo poderoso de unión entre Pepe y ella. Dolores lo había visto surgir a su lado joven, digno, bello, protector y desinteresado.

En la crisis por que pasaba su espíritu, un galanteador le hubiera repugnado. La joven sentía el terrible vacío que queda después de la transformación de un amor, más o menos ilusorio, que nos llena el corazón, pero que de buena fe se ha creído sentir, en indiferencia primero y en repulsión después. Aquél apagarse la pasión, y nacer de sus cenizas un sentimiento distinto, no se hacía sino a costa de sangre del propio corazón. Aquel nuevo sentimiento, planta parásita, devoradora y estéril, nacía y crecía regado con lágrimas.

Se unía a aquello el desencanto, la mujer brutalizada en el matrimonio, que siente asco y horror físico hacia el hombre. Un galanteador, en esas circunstancias, no alcanzaría más que odio o desprecio. Pero el protector desinteresado y generoso ganaba toda la simpatía, y ésta, con el impulso juvenil, se tornaba estimación, afecto, amor.

Sin duda él la amaba también ya. Se interesó por ella noblemente al verla hermosa, digna, leal y ultrajada, y el pensar continuamente en ella lo llevaba al amor.

Pasaba todas las noches ansioso, no por verla, sino por miedo a las canalladas de que creía capaz a aquellas gentes, A pesar de la oscuridad, adivinaba el postigo entreabierto, percibía el temblor leve del visillo, como si lo agitase la respiración de la joven.

XX. Los protectores

Se quedó sorprendida Dolores al ver abrirse la puerta de su cuarto y asomar la cabeza de tío Eduardo.

—¡Usted aquí!

—¿Te molesto, hija mía?

—Nada de eso.

No mentía. Casi se alegraba de poder hablar con él, creyendo que sería más comprensivo que los demás y podría inclinarlos en su favor.

—Vine a ver a Luis —dijo él— y me encuentro que no está, ni mi hermana tampoco, y… ya que estaba aquí… he querido entrar y saludarte.

—Muchas gracias. Es raro que alguien tenga ahora conmigo atenciones.

—No, no es para que me lo agradezcas. Yo te tengo mucha simpatía y mucho cariño. ¿Sabes? Quería encontrar una ocasión de hablarte a solas para decirte que yo no estoy de parte de mí sobrino, ni le ayudaré en nada contra ti… Al contrarío. ¡Tener una mujercita tan mona y ser tan bestia! ¡Bruto! Bien es verdad que Dios da habas al que no tiene muelas. Ha ido a encontrar un dije, una joyita como tú, para no saber apreciarla.

Aquellas palabras, dichas con un persuasivo acento de piedad, que llegaban a ella en medio de su aislamiento, provocaron las lágrimas de la joven. El orgullo que mantenía su entereza se abatió y rompió en llanto.

—¡No llores, niñita! —dijo Eduardo acercándose más a ella—. ¡No puedo ver llorar a una mujer… bonita! Se me salta el corazón.

Sacó un gran pañolón de batista, mal perfumado, del bolsillo y con un gesto paternal, pero rápido, le limpió los ojos, la atrajo a sí y la besó ansiosamente en las mejillas y en el nacimiento del cuello. Ella quiso rechazarlo.

—No te asustes, tontita —siguió él recobrándose—. Es como si fuera tu padre… Más aun, porque él no hace lo que debe… ¡Pobrecita niña mía!… Mira… Hay que ser razonable… Tú cuentas conmigo… Si tú quieres, yo haré que se arregle bien lo de tu divorcio y puedas vivir tranquila e independiente.

—¡Hágalo usted, tío, por el amor de Dios! —dijo ella juntando las manos implorantes.

—Por el amor de Dios… y tuyo. ¿Sabes que eres muy hermosa?

—¿De qué me ha servido? Soy muy desdichada.

—Puedes ser feliz.

—No, feliz no lo seré ya nunca, tío. No se arranca nada, en ninguna parte, sin llevarse algo consigo. El clavo de la pared, la planta de la tierra, la ilusión del corazón. Pero me conformo con vivir tranquila, que me dejen en paz.

—¿Qué dice tu padre?

—No se hace cargo de nada. Se limita a darme consejos y a esperar lo que suceda. Claro que no me abandonará.

—Tú no lo necesitas, ni a él ni a nadie. Depende todo de ti misma.

—¿Cómo?

—Te basta con ser un poquito buena.

—Lo soy, tío; se lo juro. Yo no tengo la culpa de nada. Me calumnian.

—No es eso lo que te quiero decir. Lo que yo deseo es que no seas arisca y huraña conmigo, que tengas confianza en mí: que me quieras un poquito.

—Lo quiero a usted, tío, se lo aseguro, y si me ayuda para que consiga la única felicidad posible, la tranquilidad, lo bendeciré siempre.

—¡Con esa boquita de gloria! ¿Y me dirás que me quieres mucho?

—¡Tío!…

No me llames tío, llámame Eduardo… Eduardito… tu Eduardo…

—¡Qué horror!

Quiso huir, pero el hombre la aprisionó entre sus brazos y buscó, en su violento arrebato, la frescura de su boca, sin que ella, paralizada de sorpresa, asco y espanto, pudiera defenderse.

Dolores se sentía desfallecer, llena de desesperación, sin fuerzas.

El ruido de las voces que resonaban en la calle vinieron en su socorro e hicieron que el tío la soltase. No podían los sobrinos estar mucho tiempo sin su diputado, y al echarle de menos lo buscaban por todas partes, siguiendo su rastro como sabuesos. Hasta cuando iba al gabinete de toilette lo esperaban en la puerta,

—No tenga usted prisa, aquí aguardamos fumando un cigarrillo.

Lo acompañaban a casa de sus queridas y le ayudaban en sus conquistas. No había servicio que no fuesen capaces de prestarle.

Apenas tuvo Eduardo tiempo de componer su rostro, poniéndole la careta de su aire de gravedad, y de salir de la habitación a su encuentro. Ellos llegaban ya a la puerta.

—¿Sois vosotros, hijos míos? —dijo con su voz dulzona e hipócrita—. Voy… voy al momento.

Se volvió hacia la alcoba y dijo a la joven, al mismo tiempo que cerraba la puerta:

—Adiós, Dolores. Ya lo sabes, hija mía, piensa bien todo lo que te he dicho. Yo sólo quiero tu felicidad y la de mi sobrino.

Apenas se alejó de allí se encontró rodeado de toda la parentela y de la corte de parásitos. Todos le hablaban a un tiempo para referirle cómo los votos les hacían andar a mazagatos en su defensa. Ninguno sospechaba nada de la visita hecha por el tío a Luis, y la casualidad de hablar con Dolores y aconsejarle bien, con su autoridad de jefe de la familia.

Sólo Luis se había quedado pensativo.

—¿Cómo ha venido el tío a buscarme —pensaba— cuando a esta hora me había mandado ir a verme con Antonio y los de Dalias en casa de la Paca?

Era muy rara aquella visita y el haber entrado en la misma habitación de Dolores, cuando tío Eduardo sabía, además, que su madre no estaba en la casa, invitada a comer y pasar el día con su propia mujer en el cortijo.

—¿Qué han dicho esos hombres? —le preguntó Eduardo.

—No han parecido, y yo, temiendo que esto sea mala señal, me eché a buscar a usted para prevenirlo.

—Muy bien hecho. Yo también estaba inquieto; por eso me vine a ver si habías vuelto. Vamos para casa.

—Déjeme usted ofrecerle una copita —dijo Luis— ya que estamos aquí.

Estaba intrigado de cómo no se había presentado la sirviente. Llamó a gritos, según su costumbre:

—¡Pepa! ¡Pepa!

Nadie respondía.

—¡Pepa!

—¡Ah, Pepa! —dijo tío Eduardo—. La he enviado a mi casa para que le pida a Manuel unos papeles que olvidé, y se los traiga.

—Entonces podemos esperar aquí —propuso Luis.

—No, sobrino, te lo agradezco; pero allí estaremos mejor por si pudiera hacer falta algún dato más.

—Bien —accedió él—. Vayan andando que en seguida los sigo. Voy a recoger unas cosas.

Los vio salir, sonriendo irónicamente. Se le había revelado todo. Tío Eduardo había premeditado una entrevista a solas con Dolores. Lo había alejado a él, había alejado a su madre y hasta a la criada. Estaba seguro de que Pepa no volvería en mucho rato porque era indudable que Manuel, secretario y confidente de tío Eduardo, la había de entretener.

Le quedaba la duda de si aquella entrevista había sido preparada o no con el consentimiento de Dolores y de lo que habría pasado en ella.

Se dirigió a la habitación de la joven silenciosamente y empujó con cautela la puerta. Estaba cerrada por dentro.

Miró por la cerradura. Dolores lloraba. Lloraba por la ofensa nueva que acababa de inferir a su virtud un hombre que tenía la obligación de respetarla, de dignificarla, Su vida la había colocado hasta entonces en esa situación de privilegio de las mujeres protegidas por un padre o un marido, a las cuales no llegan jamás los atrevimientos y las groserías, y de pronto tropezaba en su camino con la bestia de la lujuria, con la desconsideración, y aquello le causaba un dolor que deprimía su ánimo. Había estado inerme, a merced de aquel hombre, del que la salvó una verdadera casualidad. Además, en las últimas palabras de tío Eduardo, iba envuelta una amenaza que ella había entendido; pero consentiría en sufrirlo todo antes que cometer una indignidad. Se aliaban su orgullo y su limpieza moral para formar una inquebrantable virtud.

Luis veía, inquieto, aquellas lágrimas, aquel desorden en las ropas y los cabellos de la joven. ¿Qué había pasado allí? Lo acometía una cólera violenta. A él le gustaba Dolores, sentía una verdadera pasión física por ella, y, sin embargo, no se había atrevido a decirle una palabra ni a hacer nada por lo cual alguien pudiera conocer su sentimiento. Se indignaba de que, sacrificándose él, por consideraciones de familia, se atreviese el tío a obrar de aquel modo. Rápidamente, entre su ofuscación, pensaba que ya, en lo sucesivo, todos se atreverían a solicitar el favor de Dolores. ¡Y estaba solo con ella! La criada y su madre no habían de venir. No acudiría nadie. Llamó con los nudillos a la puerta.

—¡Prima!

—¿Qué deseas? —contestó ella con la voz alterada.

—Quería hablarte.

—Espera.

—¿Qué haces?

—Me estoy peinando. Pero voy en seguida.

No sospechaba nada de Luis ni sabía que estaba sola en la casa. Se tomaba aquella tregua para disimular y tranquilizarse. Se arregló los cabellos y salió a la habitación en que estaba el joven.

Luis tenía un aire extraño. Le rogó que se sentase, sin la rudeza que le era habitual; pero ella permaneció de pie, apoyada en la puerta, ansiosa por lo que aquel hombre, que no le hablaba, quería decirle. Debía ser algo muy importante.

—Quisiera que me confesases una cosa, querida prima.

—¡Tú dirás!

—¿Qué te decía hace poco el tío?

Ella vaciló y guardó silencio.

—A menos —continuó el tartajoso— de que tú tengas interés en ocultarlo.

—¿Yo?

—Cuando no respondes…

—¿Quieres saberlo?

—Sí.

—Pues me decía una villanía. Me proponía que… que… que cediese…

—¿A reunirte con tu marido?

—No… a… ser su amante.

Los dos se quedaron callados, mirándose, como si con las palabras de la joven hubiese estallado una bomba cerca de ellos.

—¿Y… tú? —preguntó él limpiándose el sudor de la frente.

—¡No me lo debes ni siquiera preguntar!

—Tomas las cosas demasiado en trágico, primita —repuso él ya sereno y resuelto—. Eres hermosa, joven, estás sola…

—Y mi desgracia autoriza a faltarme el respeto. ¿No es eso?

—¡Valerse de tu desgracia!, —siguió él—. ¡Faltarte el respeto! Eso es muy trascendental, prima, demasiado trascendental.

—No me gusta que me hables tú así —dijo ella.

—Es que te quiero demasiado para engañarte.

—¿Entonces?…

—Reflexiona… Ahora estás aquí, con la familia; pero luego, si consiguieras la separación, es cuando verdaderamente te encontrarías sola.

—Ya lo tengo en cuenta.

—No, no conoces la vida. ¿De qué vas a vivir habiendo renunciado a los alimentos que debía pasarte Antonio?

—Me ayudará mi padre, trabajaré.

—¿En qué?

Se desconcertó ella un poco. Se le apareció, por primera vez, la diferencia que existía entre el propósito de trabajar y la manera de llevarlo a la práctica. Sin embargo, repuso:

—No sé… pero trabajaré…

—¡Qué inocente eres!

—Soy joven, siento en mí una fuerza de vida y de energía que me guiarán.

—¡Pobrecilla!

—¿Me compadeces?

—Sería mejor gastar esa fuerza de salud y juventud en algo mejor.

—¿Qué dices?

—En el amor.

—Pero…

—El tío ha sido el encargado hoy de iniciarte en el camino que ha de seguir aquí una mujer joven y bonita, separada del marido.

—No quisiera comprenderte, Luis.

—Pues no seas ñoña. Yo me doy cuenta de que el iniciador no es de tu gusto. El tío no es ya seductor… Pero no se encierra en él todo el mundo.

Dolores hizo ademán de entrar en su alcoba y dijo:

—¿Era eso lo que tenías que decirme?

Luis le tomó la mano.

—Sí, deseaba hablarte de esto… A mí también me gustas, Dolores. Yo también te quiero.

—¡Es indigno que me lo digas!

—¿Por qué?

—Estoy colocada bajo tu amparo.

—¿Y eso qué importa? Sería un tonto en callarme teniéndote a mi lado y esperar a que otro se me adelante.

Dolores se hizo atrás tan rápidamente, que lo cogió desprevenido y tuvo tiempo de ganar su alcoba y cerrar la puerta.

Luis se precipitó contra el obstáculo que se le interponía, llamando:

—¡Dolores!

La joven no respondió.

—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Dolores, ábreme!

—¡Vete! —respondió ella con voz entera.

—¡Abre o echo la puerta abajo!

—¡Pediré auxilio por la ventana!

Como testimonio de que iba a cumplir su amenaza, Luis oyó descorrer la falleba.

—¡Esta maldita no le teme al escándalo! —exclamó.

No la amaba, sentía odio hacia ella; pero le aguijoneaba un deseo brutal. Procuró serenarse y llamando suavemente imploró:

—¡Óyeme, Dolores!

—¡Vete!

—¡No me vuelvas loco! Óyeme.

—¿Qué quieres?

—Me rechazas… ¡Está bien! Vas a seguir viviendo al lado mío y no tendrás queja alguna. Esto pasó… ¡Pero desgraciada de ti el día que te fijes en otro!

—No tengo miedo.

—¡Lo mataré! ¡Te lo juro!

Después de pronunciar aquella amenaza, lo sintió alejarse. Ella, como enardecida por la provocación, lanzó una mirada a la ventana. Era por allí por donde buscaría la salvación. Aquella noche le pediría amparo a Pepe. Era siempre la figura del joven la que evocaba como a la Providencia en todos los momentos difíciles.

XXI. La traición

El cambio de depósito de Dolores, que daba una prueba de la influencia de Pepe, era un golpe asestado a todo el partido de tío Eduardo.

Luis había quedado sorprendido, al día siguiente de su escena con Dolores, de ver aparecer al Juzgado.

La joven no había salido de su cuarto, no había hablado con nadie, pero era indudable que se había puesto de acuerdo con el abogado. Éste pedía el traslado de depósito por no creer segura a su cliente entre los parientes del esposo. El juez había estimado sus razones y nombraba depositario de oficio. Dolores iba a estar en casa de una señora viuda, muy honorable, donde tendría toda su libertad y todas las atenciones que allí le habían negado.

Le pareció que era entonces cuando sentía, por primera vez, la sensación de libertad, que debía darle su divorcio. Había salido de aquella casa, altiva, orgullosa, como una triunfadora, apoyada en el brazo del juez. Se les había escapado sin que tuvieran tiempo de tramar nada para detenerla. Luis tuvo el cinismo de ir a ayudarle a ponerse el abrigo, pero ella lo rechazó.

En su impotencia y su rabia todos se volvían contra Antonio. Podía no querer a su esposa, como aseguraba, y, sin embargo, tener vergüenza de hombre y matarla antes de que lo pusiera en ridículo delante de toda la ciudad, allí donde las costumbres rechazan todos los actos de rebeldía de las mujeres.

—Es un calzonazos consentido —decían— y ya debía haberle dado un tiro hace mucho tiempo, pues por quitar de en medio a una mala mujer no le pasa nada a un hombre.

—Lo que debe hacer ahora —recomendaba Luis— es vigilarla, y a la menor sombra, que no faltará, sobre todo con el abogadillo, darle un tiro a él y encerrarla a ella en un convento.

Pero era necesario obedecer las órdenes judiciales. El asunto había ya pasado a la Curia, que tenía que dictaminar después de oír a los testigos.

Pasada la embriaguez del triunfo, y la satisfacción de verse libre, Dolores se sintió desconcertada. La libertad, para ella, era sólo fracaso de su vida, desamor, soledad, indiferencia. En el fondo de su alma sentía un resquemor que la intranquilizaba. No tenían ya sus actos la pureza y la rectitud que la había inspirado en sus comienzos. Ahora sentía que al huir de su marido y de todas aquellas gentes se aproximaba a otro hombre.

Doña Anita la recibió como a una hija. Era una señora distinguida, madrileña también, que no estaba contaminada con los fanatismos de la ciudad, en la que se había quedado después de la muerte de su marido, por no alejarse de los queridos despojos.

—En los matrimonios —decía— hay siempre una paradoja. Al que es bueno se lo lleva Dios.

A ella le era ya igual una población que otra, con tal de gozar el sol en su azotea y sentir la caricia del buen clima. No salía jamás de su casa; no trataba a nadie, pues su sencilla modestia había alejado de su lado a todas las entrometidas.

Dolores sintió latirle con fuerza el corazón cuando le dijeron que Pepe la esperaba en la salita. Se apresuró a ir a su encuentro, tendiéndole las dos manos con un movimiento efusivo. Él, siempre serio y comedido, se las estrechó respetuosamente y le dijo, como si quisiera disculpar su presencia:

—Vengo a cumplir mi deber de darle a usted cuenta del estado de su asunto.

—¡Si viera usted cuánto le agradezco todo lo que hace!

—Cumplo sencillamente con mi obligación.

—No diga eso. Si no fuera por usted, ¿qué sería de mi vida? Me hubiera muerto ya. ¡Le debo a usted todo: honra, vida… y esperanza en lo porvenir!

—No exagere usted así… ¿Qué hombre honrado no haría lo mismo que yo, en mi lugar?

Dolores fue a sentarse en el sofá y Pepe, en una butaca, a su lado.

—Tenemos conseguido —le explicó— todo lo que se puede conseguir en esta altura. Está usted depositada en casa honesta, donde la tratarán con el afecto que merece, y autorizada por el juez para ejecutar todos los actos compatibles con su dignidad. No crea que el divorcio le concedería muchos más privilegios.

—¿No?

—La separación, que aquí llamamos divorcio, no se llega a fallar casi nunca. La pobre mujer que salió de la patria potestad para quedar bajo la autoridad del marido, cambia ésta por la de un depositario. Entre nosotros la mujer es una verdadera esclava. No es esto una frase vana, no. Es una eterna menor.

—¿Pero cuando se falle el divorcio yo dejaré de ser ya la esposa de…?

—No, no señora. El vínculo subsiste siempre. No puede usted dejar de ser la esposa… de… su marido.

Parecía costarle trabajo enunciar aquella idea. Se exaltó Dolores.

—Pero es cruel no poder romper esa cadena que amarra a dos personas que no se aman.

—La cadena es sólo para la mujer, amiga mía. Las costumbres tienen una fuerza sobre el espíritu, superior a la de las leyes. El hombre conserva, en la desigualdad de los códigos que ha dictado, todas las ventajas legales y, además, toda la tolerancia que le concede la costumbre.

—Pero una vez separados…

—Él conserva siempre, mientras el divorcio no se falle, y no se falla nunca, una autoridad sobre usted. Él podrá vivir libremente, formarse un hogar a su gusto… Pero el día en que usted llegase a obrar con igual libertad, tendría derecho a recluirla en un convento y hasta a matarla.

—¿Existen esas leyes? —preguntó asombrada Dolores.

—Tácitamente al menos. Todo marido que sorprende a la esposa con un amante, puede matarla impunemente. Los jueces, son hombres; los jurados, son hombres. Se ponen siempre de parte de los hombres, no por justicia ni por simpatía, sino por la solidaridad con que defienden así sus egoísmos, sus fueros y sus privilegios, mientras que las mujeres, sin idea de la necesidad de defensa, guiadas por bajas pasiones de envidias y celos, son las que más contribuyen a su propio daño.

—¿Pero no hay casos de divorcio?

—No. Algunos de nulidad de matrimonio. Lo único que lograríamos sería darle a usted posesión de su propio cuerpo, sólo para guardarlo, pero sin disponer libremente de sus bienes, ni hacer contratos, ni viajar, ni nada, sin la autorización del depositario o del Juzgado, según el caso.

—¡Ay! Amigo mío. Crea usted que con eso me basta. No quiero más felicidad que el verme lejos de ese hombre. Tranquila. Yo he llegado a la conclusión de que lo que más se parece a la felicidad es la tranquilidad.

Él la miraba con tristeza.

—¡Ojalá pueda yo proporcionársela! —dijo.

—¿Duda usted? —preguntó ella alarmada.

—Sí. Pedir el divorcio se considera como una ofensa a la religión, que ha hecho del contrato matrimonial un sacramento indisoluble. La Rota no llega nunca a fallar un divorcio y la Curia pone todos los inconvenientes para admitir las demandas.

—Pero cuando está claro…

—La claridad es según el cuerpo en donde refleja. ¿No ha visto usted que una persona no puede acreditar su vida con su presencia si no tiene ese documento que se llama fe de vida?

—¿Y qué hacer entonces? —preguntó próxima a llorar.

—Nada, Cuando una mujer es joven y bonita (no crea usted que es una galantería, pues la respeto a usted lo suficiente para no permitirme jamás ofendería), cuando una mujer —decía— es joven y bonita y tiene la desgracia de ser una malcasada, sólo se le ofrecen tres caminos: el primero, el de resignarse a sufrirlo todo, a matar su dignidad para acomodarse a él o morirse de asco y de tristeza; el segundo, que toman la mayoría, es el del engaño y la hipocresía; el tercero, que algunos espíritus nobles arrostran con valentía, es el de la separación, pero sólo logran vivir una vida truncada, descentrada, mutilada. Perdóneme usted que le hable así, Dolores; pero tengo que cumplir mi deber de desengañarla, de mostrarle la verdad, ya que antes he cometido una falta.

—¿Una falta usted?

Le parecía imposible que Pepe pudiera delinquir.

—Sí, una falta; porque la amistad hacia usted me ha cegado, y al verla perseguida por pretensiones indignas, canallescas, no pensé más que en libertarla de ellas sin hablarle a usted de todo esto, sin hacerle ver el alcance del paso que daba.

—No importa. Me ha salvado usted así. ¡Si todos fuesen como usted! ¡Si todos sintiesen esa piedad por la mujer!

—¡Es que basta amar a una para amarlas a todas, y respetar a una para respetarlas a todas! —dijo él con calor.

Luego, como si temiera haber ido demasiado lejos, añadió:

—Además, la mujer es la más débil; oprimida siempre y ultrajada con frecuencia, sin que baste a redimirla la ternura que, como madre, le debemos y la felicidad que nos da como esposa.

Se puso de pie. Ella cruzó las manos, las apoyó contra su seno como si fuera a arrodillarse ante él, y le suplicó:

—¡Sálveme usted! ¡Prefiero suicidarme antes de volver al lado de ese hombre!

—¡No diga usted eso, Dolores; se lo suplico!

—¡Oh! No sabe usted todo lo que yo he sufrido; no sabe usted cómo se ha entretenido en ir arrancando una a una todas las ilusiones y todas las delicadezas que brotaban en mi espíritu, cómo me ha pisoteado el alma —añadió ella con creciente exaltación.

—¡Cálmese usted, Dolores! Me hace daño verla así… No es usted para mí una cliente como las otras… Ya lo sabe usted. Es usted algo tan distinto… tan divino.

Ella lo escuchaba sin separar sus manos, como si rezara.

—Pero no tema usted nada de mi cariño, Dolores. Yo no soy capaz de ofenderla, ni con el pensamiento, como esos villanos. Debe usted sentir desprecio y asco por todos los hombres…

—¡No!…

Aquella sílaba, pronunciada con arranque, que le salía del fondo del alma, era algo tan grande, tan sincero, tan inesperado, que él no pudo contenerse.

—¿Será usted capaz de… amar, Dolores? —preguntó ansioso.

Ella hizo un esfuerzo para recobrarse, y contestó:

—¿Cree usted que podría ser amada?

Él cerró los ojos y no respondió. Se trababa una lucha en su espíritu.

Ella se ocultó el rostro con las manos. Las dos preguntas estaban contestadas. Ella le hacía sentir que no era cierto que no podía amar; que amaba, que lo amaba a él apasionadamente. Se lo había confesado a él y a sí misma a un tiempo, con la sorpresa de la revelación.

Pepe, con aquel silencio, le hacía conocer qué inmenso era el amor que podía inspirar, que le había inspirado. Una palabra de amor en sus labios le hubiera producido un desencanto. La malcasada no podía ya distinguir el amor honrado del amor de ocasión. Hablarle de un amor que no podía darle la prueba de consideración que supone el matrimonio, era ofenderla. Estaban sintiendo el absurdo que suponía el matrimonio y las conveniencias que legislan sobre el amor y la libertad y, sin embargo, ellos mismos necesitaban de su amparo. La costumbre, imponiendo su orden, esclavizaba sus espíritus, La casada estaba ya contaminada por el matrimonio. Divorciada se encontraría fuera de su centro, en una situación anormal, en la que jamás podría compaginar su amor con la consideración social, que estaba acostumbrada a tener, y sin la cual su felicidad se hacía imposible.

Dolores inclinó la cabeza sobre el pecho y lloró. Lloró sin que él se atreviera a decirle una sola palabra. Silenciosamente tomó su sombrero y se alejó. Cerca de la puerta oyó la voz que lo llamaba.

—¡Pepe!…

—¡Dolores!…

Se acercaron uno a otra. Ella le tendió la mano, y con los ojos húmedos de amor y de ternura, pero tranquilos y puros.

—¡Seremos amigos! —dijo.

Se acogían a la mentira para engañarse a sí mismos, para echar aquel puente de unión entre sus dos caminos.

—¡Si! —respondió él besando aquella mano piadosa.

Volvieron a sentarse, hablaron de cosas indiferentes. La joven fue a llamar a doña Anita para que les hiciese compañía. Pasaron reunidos toda la tarde sin darse cuenta.

Se habían tranquilizado sus conciencias y sus corazones con aquella traición que se hacían para consentirse su amor, disfrazado con el nombre de amistad, —prométame usted volver algunas tardes a verme— le dijo ella al despedirse.

Y Pepe lo prometió.

XXII. La paz

Gozaba Dolores en su nuevo domicilio el encanto de la placidez y del reposo. Tenía la casa de la buena ancianita algo que venía a realizar el sueño de paz que sugieren esas casitas pequeñas de las aldeas, que dejan ver por las ventanas abiertas, cuando pasamos rápidamente ante ellas, una lámpara, un tapete y un cromo, y que tienen frente a la puerta el parral o la enredadera. Encontraba la dulzura del orden del silencio y de la seguridad que allí se le ofrecía. Sentía Dolores un cariño al hogar que hasta entonces no había experimentado. Se entretenía en ayudar a doña Anita, en el cultivo de sus macetas, el cuidado de sus canarios y las tareas de la cocina, golosa como cocina de mujer sola, que tenía a orgullo hacer los mejores pastelillos y el mejor alfajor moreno de toda la población. Corrían así los días dulcemente, llenos de infantilidad, de goces inocentes.

De noche venían los dos únicos amigos de doña Anita, que se vanagloriaban de tener ya entre los dos reunidos, en la caja de ahorros del tiempo, cerca de siglo y medio. La mayor parte de aquellos años pesaban sobre don Andrés, un viejo gentilhombre de su majestad, que pasó en Madrid toda su juventud, y pasaba la vida hablando de la lejana corte de la reina Isabel, con la que parecía haber tenido muy íntima relación, y maldiciendo de los palaciegos que pasaron al servicio de Amadeo sin guardar fe ni ley a su señora.

—«Los mismos perros con diferentes collares», como decía Fernando VII —repetía.

Entonces fue cuando él se vino a Almería, y no había querido volver a salir de allí para nada.

El tiempo había quitado al gentilhombre toda su gentileza, pero conservaba su pulcritud en el aseo y en el vestir, y las formas cortesanas de mediados del siglo XIX. Sin pestañas, cejas ni cabellos, su cabeza tenía semejanza con la de esos pajaritos que se fríen enteros. Comenzaban ya a acusarse en él la calavera y el esqueleto.

El otro contertulio era un italiano, gran amigo del difunto esposo de doña Anita. Un hombre de dos metros de alto, delgado hasta no tener más que la piel y el hueso, que andaba encorvándose de un lado para otro, y daba la sensación de que se iba a tronchar. Sobre aquel cuerpo de hueso se destacaba la cabeza con gran pelambrera, de barbas y melena larga, que agitaba y revolvía, con sus vivos gestos, descompuestos, en contraste con la mesura del gentilhombre. Para ser amigos habían tenido que convenir en no hablar de Amadeo y de Isabel II.

Jugaban los tres a la brisca todas las noches, a céntimo de real el tanto, y a veces se ganaban o se perdían hasta dos y tres reales, que se echaban en la hucha, con destino a celebrar una fiesta: la Pascua.

Doña Anita lucía sus dotes de confitera, ofreciéndoles la cenita a sus amigos antes de que se fuesen a acostar, y alguna copita de licor de infusión de hierbas, que ella misma hacía y aconsejaba como estomacal.

Pero durante la cena solían enzarzarse siempre en alguna discusión. El realismo de don Andrés chocaba con el anarquismo teórico y furibundo del italiano, y doña Anita tenía que poner paz entre los dos.

Dolores contemplaba aquellas vidas que tocaban ya al fin, que parecían adelgazarse, desvanecerse y que aun conservaban ilusiones, entusiasmos, proyectos, aunque la sombra de la muerte parecía aletear sobre sus frentes y recordarles frecuentemente su presencia, que les hacía exclamar a menudo, condicionando sus planes futuros:

—Si vivo…

—Si estoy vivo…

—Si llegamos allá…

Ella leía o hacía su labor de aguja, sentada cerca de la mesa y fingiendo interesarse por quién ganaba o quién perdía. A veces, alguno de los jugadores le enseñaba las cartas para que se diera cuenta del compromiso en que podía ponerlo el juego de tener que echar tantos o de que se comieran una brisca con el as.

Dolores se distraía, dejaba volar su imaginación fuera de allí, mientras sus ojos erraban por la salita.

Era la salita que llaman burlonamente cursi, y que tiene tanto de inefable y de íntima que no la han podido sustituir, en mucho tiempo, los muebles modernos con sus rápidos cambios. Aquel era el estilo que había perdurado durante siglos. No le faltaba nada a la salita clásica: la consola de madera, pintada de negro, con piedra de mármol, adosada a la pared, entre los dos balcones, que desaparecían bajo las grandes cortinas blancas de tul bordado, recogidas con abrazaderas de cinta rosa.

Sobre la mesita se veían los dos fanales de cristal, cubriendo los jarros de porcelana blanca, dorada a fuego, que sostenían los ramos de flores de trapo y frutas de cera y los dos candelabros de muchos brazos, simétricamente colocados a ambos lados de la urna de la Dolorosa, dentro de la cual estaban, como pidiendo protección, el retrato del difunto, el de doña Anita y algunos otros de familiares o personas queridas. Estaba, entre ellos, el retrato de don Gabriel. El italiano se reía de verse en tan buena compañía, sabiendo que doña Anita esperaba que Dios le tocase en el corazón, y solía decir:

—Ni así me escapo del infierno.

Alrededor de las paredes estaban el sofá y las sillas de caoba, cubiertas con fundas de colera blanco y flequítos al borde. Ante el sofá, las butacas, y a sus pies la alfombra de cañamazo, bordado por doña Anita, así como el marcador y el cuadro con el perrito de aguas, en relieve, hecho con lanilla alemana, los cuales, con sus cristales y sus marcos, formaban parte del decorado de las paredes en unión de unas estampas bíblicas: Judit cortando la cabeza a Holofernes, Rebeca dando agua a Eliezer y Jacob regresando a su patria con Rebeca y Lía.

Aquellos cuadros de colores vivos, con sus trajes y tipos exóticos, con sus paisajes luminosos, atraían la mirada de Dolores. El demudo de las mujeres bíblicas no alarmaba a nadie, y así podía lucir el hermoso muslo desnudo de Rebeca al dar su cántaro, y la desnudez de Judit con el alfanje en la mano, al alzarse del lecho y asesinar al tirano.

Aunque jugaban allí, por ser la mejor pieza de la casa, no usaban la sillería ni pisaban la alfombra. Se había colocado una estera cerca de uno de los balcones y allí estaba la mesa, cubierta por un tapete de Cachemira, hecho con un chal viejo, y las sillas del comedor, que traían para sentarse y se llevaban después.

Lo que más sentía doña Anita era el olor a humo de tabaco que le dejaba el italiano. Era un fumador incorregible, que parecía una chimenea. Tenía la dentadura postiza ennegrecida, quemados los dedos, chamuscada la barba, y no dejaba de fumar, a pesar de aquellos ataques de tos chillona y pertinaz, en los que le faltaba el aliento, enrojecía y parecía que iba a morirse.

Don Andrés, que no fumaba y sacaba de vez en cuando su pañuelo perfumado para librarse de la peste del tabaco, había dejado de predicarle viendo que era imposible la enmienda.

Pepe comenzó por ir algunas noches y estar breves momentos. Esas noches se interrumpía la partida para atenderlo, pero él exigió que continuasen sus costumbres, para volver, y una vez admitido en la intimidad, menudeaban sus visitas y se quedaba, mirando el juego, hasta participar de sus cenas. La presencia del joven abogado hacía variar las discusiones de final de reunión. No se enzarzaban en los comentarios de la política, para ocuparse de los temas de derecho y, sobre todo, de la necesidad de que existiesen leyes para proteger a la mujer y establecer el divorcio.

—Buena manera de ayudarle —había dicho doña Anita—. Si existiera el divorcio se escapaban todos los maridos.

—No perderían mucho con eso —exclamó el anarquista—. Así aprenderían ellas a pensar, a trabajar, a tener dignidad y a no aceptar el papel de amas de llaves para que les den de comer y las vistan.

—¿Pero y los hijos? —exclamó la buena señora.

—¿Cree usted que es más moral que se eduquen en un hogar donde reina la desigualdad y la tiranía, contemplando los vicios de los padres?

Pepe se esforzaba por probar que el divorcio favorece a las mujeres.

—Los hombres —decía—, el que no lo tiene de derecho, lo tiene de hecho. Nada les impide hacer lo que quieren.

Contaba casos de hombres que se casaban en América con otra mujer, contando con la piedad de la suya, que no había de perseguirlos; de otros que perdían la nacionalidad española y se acogían a los privilegios que las leyes de algunos países conceden a los sin patria, para divorciarse y casarse después allí.

—Y lo más curioso es —añadió— que la esposa, si habita en España, continúa casada, tanto ante la ley eclesiástica como ante la ley civil. No puede formar, como él lo ha hecho, un hogar legítimo, y hasta está expuesta, en caso de faltar a las conveniencias, a que la persigan por adulterio.

—Es verdad que las pobres mujeres lo pagan todo —asentía don Andrés— y que muchas, y no quiero citar la presente, tienen razón; pero si se abriera la puerta a los matrimonios, es decir, al vicio libre, ¿adónde iríamos a parar?

—Usted se cree —exclamaba el italiano— que con la ley de divorcio iban a tirar del marido por un lado y de la mujer por otro y separarlos a la fuerza; pero no señor, el divorcio es un remedio para los que sufren, como la quinina para las fiebres; quien no lo necesita no lo toma. Los biencasados no se separan por eso, y unos y otros cuidarán más de hacerse la vida agradable y no los oiremos decir a cada paso: «Yo ya no tengo que agradar».

—¡Palabras! ¡Palabras! —decía el gentilhombre—. No valen esas comparaciones de usted. La quinina es amarga y el vicio es dulce. ¡Pobre sociedad si el matrimonio no fuera más que un contrato como quieren los impíos! Se disolvería la familia. ¡Más vale que sufran unas cuantas, que no la inmoralidad de todas!

—Conozco esa moral de usted —decía ahogándose en su tos el anarquista—. Para conservar la moral necesitan meter a la gente en la cárcel.

—No es eso.

—Es inhumano condenar a dos personas a vivir juntas, aunque no hubiera motivo ninguno para su repugnancia. Eso de no haber más medio de liberación que la muerte, hace cometer el pecado de desear que mueran muchos cónyuges.

—Exagera usted.

—Vea usted si no hay quien pide a la Divinidad la muerte de quien le estorba.

Tenía que intervenir Pepe para ponerlos de acuerdo. Él tenía demasiado arraigadas en su propio espíritu las ideas con que las costumbres moldean y esclavizan para estar libre de la preocupación de la organización de la familia, el orden y las conveniencias.

—Pero —decía— hay que ver la manera de que las cosas cambien. Hay que evolucionar con la sociedad en que vivimos. Hoy la mujer no tiene como único medio de vida el matrimonio, para verse obligada a soportarlo todo; ni el hombre conserva esa idealidad que sabe mantener el sagrado del hogar. Hay que buscar nuevas fórmulas de sanción a las uniones.

—¿A qué sanciones? —decía entre su tos, excitada por la discusión, don Gabriel—. El corazón es el juez más sabio.

—No diga usted esas inmoralidades —exclamó ya asustada doña Anita.

—¿Lo ve usted cómo las mujeres protestan? —dijo don Andrés.

—Ya lo sé; aquí se puede tocar a todo menos a estas cuestiones de falsa moral; pero la Naturaleza se venga, y, como diosa soberana, castiga a los que la contrarían. Si se le pudiera mandar al corazón: «ama», la cosa estaba resuelta; pero los corazones florecen como los rosales y es una crueldad matar sus flores. Mientras no exista el divorcio perfecto, no debía castigarse el adulterio. La pobre esclava que no puede obrar libremente, tiene que engañar; la obligan a ello.

Dolores nada decía, pero sentía como penetraban a la vez en su corazón y en su cerebro aquellas doctrinas. No era ella sola la malcasada. ¡Había tantas malcasadas! ¡Se ocultaban tantas lágrimas desesperadas en el fondo de los hogares! Mujeres vejadas unas, martirizadas otras, incomprendidas la mayoría, sufriendo un yugo irritante, despótico, o languideciendo como plantas sin sol, por falta de compenetración espiritual con sus maridos. Hasta algunos, muy santos y muy buenos, no se ocupaban más que de su trabajo, de que nada faltase a su esposa, pero no se acordaban jamás de que tenía alma. Sus ocupaciones, sus gustos, les llevaban todo el tiempo. Apenas le preguntaban alguna vez al notar su inquietud:

—¿Pero qué tienes, niña; qué te pasa? ¿Te falta algo?

Y ellas no sabían, no podían formular la queja de aquella cosa espiritual, intangible, que no lograban materializar y representar con una palabra y que, sin embargo, murmuraba en su interior:

—Me falta todo.

XXIII. Los perseguidores

Hubiera sido casi feliz Dolores en aquel ambiente de reposo, si no llegara a todas partes la saña de sus perseguidores.

Antonio, herido en su amor propio de buen mozo y preocupado con sus aventuras y sus cuestiones políticas, no parecía hacer caso de su mujer.

—No quiero que me hablen de ella. Es como si se hubiera muerto —decía—. Si me opongo a la demanda, no es más que por dignidad; pero yo no he de volver a mirarla a la cara.

La familia toda, imitándole, y para dar gusto al tío Eduardo, que se mostraba indignado de que no hubiera atendido sus consejos, no se ocupaba de ella para nada.

Pero la calumnia y los odios velaban. De vez en cuando recibía anónimos groseros. No hubiera querido leerlos y, sin embargo, los leía. En ellos había, a veces, amenazas contra Pepe, que le causaban siempre miedo Temía que pudiera ser víctima de una asechanza al salir de su casa o al pasar de noche, a las altas horas, frente a su ventana.

Ahora ella lo esperaba con la ventana abierta, y siempre se cambiaban alguna frase al pasar. Era eso lo que le daba más la sensación de su libertad a Dolores.

Bajo los anónimos veía las innobles figuras de César y de Luis, a los cuales temía más que a su marido. Con los anónimos de éstos se mezclaban otros, más injuriosos aun, de las beatas y de sus antiguas amigas.

—Y, sin embargo —le decía a doña Anita, que se había compenetrado maternalmente con ella—, mi suerte es tal, que me hace más agradable el que me insulten que el que me hablen de amor.

La pobre joven sentía la tragedia de la persecución amorosa de todos los D. Juan de la población, que había comenzado el amigo íntimo de su marido y continuado su propia familia.

Pasaban semanas enteras sin atreverse a poner los pies en la calle, acosada por los piropos de todos los imbéciles que encontraba al paso.

Su belleza, su condición de forastera y la indiferencia del marido, contribuían a que todos se ocupasen de Dolores. No había hembra que no se complaciera en calumniarla ni macho que no la persiguiese.

Era como si la jauría de hombres de la ciudad se hubieran propuesto acosarla.

Parecía que la divorciada era una cosa que se ofrecía a todos como un objeto en subasta.

Creían tener ya a su alcance a la mujer altiva y blanca, a la cual no habían podido pensar en acercarse.

Diariamente recibía cartas, recados audaces, dándole citas groseras, con atrevimientos incomprensibles. A veces las cartas venían firmadas con descaro.

No bastaba su gran dignidad, su mesura, su falta de coquetería para hacer que la respetasen. Parecía que la divorciada, viuda de un marido vivo, inspiraba un deseo más acre, más incitante, que las viudas de muertos.

Todos veían en la divorciada la satisfacción de sus egoísmos: era la mujer que no comprometía, que no obligaba; la mujer de quien no había que temer la asechanza matrimonial.

Los hombres respetables, que temían al alarde de las queridas, encontraban en la situación de la divorciada una garantía de secreto y prudencia.

Algún cínico llegó hasta llamar de noche a su ventana solicitando que le abriera. Le hacían descaradamente proposiciones para pagar su amor con dinero.

—Hija mía —le decía doña Anita—, debíamos de dar cuenta de todo esto a Pepe y a nuestros amigos y que hicieran un escarmiento. Todos esos canallas se atreven así porque te ven sin más compañía que yo, que soy una pobre vieja inútil; pero en cuanto intervenga un hombre ya verás como la cosa cambia.

Dolores se oponía.

—Me sentiría morir de vergüenza al hablar de una cosa que tanto humilla —decía.

—¿Y tú qué culpa tienes?

—No sé… pero me siento avergonzada. Le ruego a usted que nadie sepa estas ofensas que me hacen.

Los días de las elecciones, llenos de sobresaltos y peligros, vinieron a agravar la situación.

El triunfo fue para sus enemigos. El tío Eduardo había vencido a sus contrarios.

Dolores se sentía perdida, por más que Pepe trataba de animaría.

—Lucharemos hasta el último momento —le decía.

Pero en su acento, en su decaimiento, en su tristeza, se veía bien claro que él tampoco tenía mucha esperanza.

Hasta entonces se habían contentado con la dulzura de tener libertad, de verse, de hablarse, gozando la voluptuosidad de saber qué se amaban y sin atreverse a formular ningún proyecto para lo porvenir. Parecían tener la esperanza de poder continuar siempre así. Ahora que se acercaba el desenlace era cuando veían la tristeza de su situación.

—¿Qué será de mí si tengo que volver a casa de mi marido y separarme para siempre de Pepe? —se preguntaba Dolores con terror.

—¡Qué vacío tan grande me quedará cuando no vuelva a verla! —pensaba Pepe con tristeza.

Pero los dos estaban como esas personas que se quedan paralizadas de terror ante el peligro, sin saber hacer nada para conjurarlo.

La visita de Juana, en aquellos momentos, le pareció a Dolores un signo de mal agüero.

—¿Te extraña verme, hija, verdad? —dijo la solterona—. Es natural… lo comprendo… Pero vengo de comulgar y… he tenido necesidad de hacer una buena obra… Consolar al triste… Porque me figuro lo triste que estarás… ¡Pobrecita! Yo sé que tú no eres mala. Te has desmejorado mucho. No hay que preguntarte. Quien no crea en dolor, que crea en color. Salta a la vista.

Se sentó en el sofá, y casi sin dejar meter baza a la joven, continuó su retahíla contándole el lujo del primer vástago de Glorita, que pesaba cinco kilos al nacer.

—Por poco se muere. Estuvo muy malita. Todas pensábamos que Dios iba a castigar a Rosalía por su manía en casarla cuando quizás no sería esa la voluntad del Señor, Pero al fin se salvó. Tuvieron que usar los fórceps y todo. El chico salió con la cabeza como un pepino… y había que ver al marido… ¡Qué extremos de hombre! Si ella se muere, se da un tiro. Corno que no hay más cariños en el mundo que el de padres e hijos y el de marido y mujer. Aunque tú no lo quieras creer.

Dolores comprendió que había llegado la conversación al punto donde la quería conducir, y esperó.

—Y ya verás como al fin lo reconoces. ¿Qué ha pasado con tu marido? Cuatro tonterías. Nada entre dos platos. Todos los hombres son así. ¿En qué matrimonio no hay dimes y diretes? Él es bueno. Las malas compañías… y tú que también has estado mal aconsejada.

—Te ruego que no hablemos de esto.

Como tú quieras. ¡Pero si vieras qué pena me da verte así, tan sola, cuando toda tu familia está de fiesta! Se casa Elvira. El que el padre sea diputado ha decidido al yerno, que se quiere meter en política. Es una buena boda. Tiene dinero, y el dinero lo da todo.

—Me alegro de que sean felices.

—¿Pero y tú?

—No deseo más que paz.

—La paz sólo se puede encontrar en Dios, y no por el camino que tú la buscas. La paz está en tu casa, al lado de tu marido. ¡Si vieras qué limpio y qué cuidado lo tienes todo ahora! Se diría que está preparado para recibirte. Yo voy a regar tus macetas. Lo encontrarás todo bien.

—Yo no volveré.

—¡Pero no ves que no hay motivo para el divorcio y que te obligarán!

—¿Sabes algo?

—Lo que todo el mundo.

—¿Qué?

—Que todo tiene que acabar bien.

—Yo no iré.

—No tendrás más remedio.

—Prefiero morirme.

—Tonterías.

—¡Me mataré!

—¡Ave María Purísima! ¡Pero qué cosas dices! —exclamó la otra asustada—. La falta de religión tiene la culpa de todo. Pero ya lo pensarás mejor.

Se dirigió a la puerta sin cortar la conversación, como era su costumbre, y antes de salir se volvió.

—El que queda con mala situación es el abogadito. ¡Y él que estaría esperando a ver si le caía algo! ¡Qué hombres! Por un capricho, sólo por un capricho, comprometen así la felicidad de una mujer. Bastante daño te ha hecho, sólo por fastidiar a los otros. Pero ahora peor para él. Le servirá de escarmiento… Vaya. Adiós, hasta que nos veamos. Ya sabes que siempre te he querido… ¡Juicio!… ¡Juicio!

Iba contenta, con el maligno goce de dejar a Dolores llena de terror. Había cumplido su obra de caridad.

XXIV. La despedida

La velada transcurría triste. Había algo de ese ambiente pesado con que el dolor enrarece el aire y hace respirar mal. Un ambiente de velatorio.

El gentilhombre se equivocaba en cada jugada, y mirando a Dolores sentía vacilar sus convicciones de hombre afecto a mantener la organización de la sociedad con todos sus errores y prejuicios.

La joven estaba sentada en una butaca, cerca de los jugadores, en el sitio que siempre solía ocupar. Se la veía hacer esfuerzos por permanecer serena; pero estaba tan cambiada que en pocos días daba la impresión de que hubiesen pasado muchos años sobre ella.

Su semblante estaba adelgazado, con una palidez de cera, que hacía destacar aún más los magníficos ojos, hinchados y enrojecidos por el llanto, rodeados de un círculo azul. Había pasado una semana en el lecho, creyendo morir de desesperación ante el mandato ineludible de volver al lado de su marido.

El matrimonio era algo más que la sanción legal que la sociedad concedía a los amores para garantir la suerte de los hijos y establecer una falsa moralidad. Era una cosa que sujetaba como una cadena, que prendía, que quitaba el derecho al libre albedrío. No podía escapar de vivir al lado de un hombre que le era odioso. Estaba obligada a sufrirlo, a obedecerlo, sin poderse librar de él. Su casa se le aparecía como la peor de las cárceles, porque en ella no tendría ni siquiera el derecho de ser dueña de su intimidad, de su pudor de mujer.

En aquella ocasión se habían creído en la necesidad de intervenir, como conciliadores, todos los amigos y las personas respetables.

Con tía Pepita se atrevió a venir tío Eduardo, en su calidad de jefe de la familia, aunque no se había atrevido a pasar de la puerta de la alcoba.

—Hija mía —le había dicho la buena señora—. Tanto tú como tu marido exageráis mucho las cosas… No me extraña… Sois jóvenes los dos y los dos tenéis un carácter muy apasionado. Créeme que esa felicidad y esa perfección con que a vuestra edad se sueña, son los peores enemigos que amargan la vida. Hay que ser tolerantes, admitir las imperfecciones que todos tenemos. No se debe pedir a la vida más de lo que la vida puede dar.

—No sé discutir con usted, tía —repuso la joven—; pero estoy segura de que si me llevan a mi casa, a casa de mi marido, mejor dicho, me moriré.

¡Qué te has de morir! En estos momentos en que las pasiones se agitan y se agudizan, no se ven las cosas con claridad. Si se tuviese un poco de fuerza de voluntad para dominar estas crisis, desaparecerían todas las tragedias. Segura estoy de que pasado algún tiempo, al volver la vista, al pasado, nos quedarnos sorprendidos de haber podido sentir y pensar ciertas cosas.

Tenía la voz de doña Pepita un acento de persuasión, y en cada una de sus palabras parecía percibirse el eco de una historia pasada, que no era extraña, a la viuda de cinco maridos.

Al fin tuvo que ceder. No había otro remedio. Se lo había dicho Pepe mismo. El último día que lo había visto estaba pálido, con aspecto de persona a quien le duele la cabeza; no podía dudar del dolor que el joven experimentaba también, pero no había perdido su corrección y la noción de su deber No había tenido un grito, un arranque de pasión, nada que revelara un amor como el que la fantasía de Dolores había creído que le inspiraba.

Hubiera dado toda su sangre por saber si aquella ecuanimidad de Pepe era la manifestación más grande de su amor. No sabía si la conducta obedecía a la delicadeza del hombre que no puede tornarse de protector en amante, sin envilecer a la misma que ha defendido, o si era el egoísmo del que no quiere comprometer su tranquilidad en una empresa peligrosa.

¡Le quedaban ya tan pocas horas para lograr saberlo!

Aquella era la última noche que pasaba bajo el lecho protector de doña Anita. La anciana trataba de estar sonriente, todos querían disimular, y, sin embargo, estaban preocupados, como si un gran peligro amenazase a Dolores, El viejo anarquista estaba silencioso, temiendo excitar más la rebeldía de la sometida, y el anciano tradicionalista sentía flaquear sus creencias, pensando en la crueldad que significaba entregar a su marido aquella pobre mujer, como la ley de la esclavitud entregaba las esclavas a sus dueños.

Las horas pasaban y Pepe no vertía, Dolores dejaba errar sus grandes ojos del reloj a la puerta.

—¿No vendrá? —se preguntaba con inquietud—. ¿Tendrá el egoísmo de evitarse esta despedida, que tanto me consolaría?

Faltaba ya poco para que fuese la hora de retirarse cuando Pepe apareció, y dona Anita sirvió la colación, atrasada por su culpa.

La conversación era entrecortada, vaga. Se tocaban todos los temas vulgares, sin hacer alusión a lo que les preocupaba. Se veía bien que mientras decían una cosa pensaban otra.

Y así se despidieron. Ninguna frase que revelase que al día siguiente no la encontrarían ya allí. La voz era más opaca, el apretón de manos más insinuante. Nada más.

Pero en el momento en que ya estaban todos en la acera y que doña Anita iba a cerrar la puerta, Dolores tuvo un grito:

—¡Pepe!… Señor Suárez, ¿podría usted dedicarme unos instantes?

El joven volvió a entrar, y la puerta se cerró tras los dos viejos, que se alejaban.

Volvieron a la salita y se sentaron junto a la gran ventana que daba a la azotea. No sabían cómo comenzar una conversación en la que, teniendo tanto que decirse, no se podían decir nada.

Ella no sabía por qué lo había llamado; en el fondo de su alma experimentaba un íntimo deseo de ofrendarle a aquel hombre su virtud, de infringirle a su marido una ofensa que la separara más de él para siempre. No sabía ni lo que sentía, ni lo que pensaba en el tumulto de su pasión desesperada.

Él la miraba y experimentaba también el impulse que lo acercaba a ella: el amor torturado en su corazón, que le pedía la vida.

Dolores fue la primera en romper el silencio:

—¡Pepe, por caridad, no me abandone usted!

Juntaba las manos y lo miraba con sus hermosos ojos pardos suplicantes.

—No, Dolores, no la abandonaré a usted nunca.

—Entonces…

—¿Qué?

—¡Ocúlteme usted!… ¡Lléveme de aquí!… Mañana ya será tarde…

—¡Cálmese usted, Dolores!… ¡Hay que resignarse ante la crueldad del Destino!

—¡Resignarse!

—Es preciso. Fuéramos donde fuéramos, nos alcanzaría la ley… Nos perseguirían… Es imposible escapar.

—¡Vamos a separarnos para siempre!…

—¿Y cree usted que no estoy yo más desesperado que usted?

—No deje que me lleven; la ley tendrá algún recurso que me proteja. No puedo pensar que exista una falta de piedad semejante.

—Hay que resignarse, Dolores; pero no por eso está usted abandonada. A cualquier nueva ofensa que su marido le haga, y pueda justificarse con pruebas, volveremos a entablar nuestra acción ante los tribunales.

Ella tuvo un grito.

—Es que yo no temo a las ofensas que su cólera me haga —exclamó—. No le temo a sus malos tratos, sino a sus caricias.

Pepe bajó la cabeza sin responder. Dolores se puso de pie con violencia, se acercó a él, lo sacudió por el hombro como si quisiera despertarlo, como sí no comprendiera que permaneciese indiferente ante la visión de su intimidad conyugal.

—¡Dolores! —imploró.

—Sí, Pepe; yo daré motivos para que me pegue, para que me maltrate, para que me hiera. Yo haré que me mate o que existan claramente los motivos de separación… y lo haré todo por volver a estar con usted… por no separarme de usted… ¡Que yo sepa que usted me ama, como me ha dejado comprender, y no le temo ya a nada en el mundo! ¡Usted… tu… me ampararás!

Se echaba en sus brazos, perdido todo miedo y toda timidez, con la serenidad del amor que excluye todos los pudores.

Él se puso de pie. Estaba pálido, demudado, con la nariz acentuada en el semblante, donde se hundían tas ojeras y las comisuras de los labios.

—¡Dolores! ¡Dolores, por caridad!

—¡Dime que me amas!

—Sí, te amo, te adoro; pero sería un villano si me aprovechase de tu confianza.

—¡No comprendo!

—Sería imposible lo que tú ante todos.

—¿Qué me importa el mundo?

—Sin destruir mi vida toda.

El grito del egoísmo que su sinceridad le arranca hizo retroceder a Dolores, Pepe avanzó hada ella:

—Perdóname… Mira que sufro como un condenado, Dolores… Yo te adoro… Daría mi vida por ti… te lo juro… Pero hay que pensar… Soy el hombre y debo ser el fuerte… La vida tiene sus exigencias… tu nombre… mi madre… mi carrera… ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a ser fuerte!… ¡Eres tan hermosa! ¡Te amo tanto!… ¡Yo no quiero perderte!… ¡Dolores! ¡Dolores mía!

La estrechó entre sus brazos y sorbió sus labios en un beso apasionado, en el que estallaban todos los deseos contenidos. Ella respiró aquel beso con avidez, pero las palabras de Pepe no la dejaban gozar el placer de entregarse a su amor. Con sus dos manos blancas separó la cabeza del joven, lo miró con los ojos entornados, con una mirada llena de dulzor de luna, y con voz gachona susurró:

—¿Seré… tu esposa para siempre?… ¿No me abandonarás nunca?

Él tuvo una vacilación que sintió ella. Lo reparó aún más, lo miró con los ojos más abiertos y acentuó con la voz más clara:

¡Júrame que me tomarás como tu esposa!

Él no contestaba. Ella creía leer los pensamientos en sus ojos. Su amor luchaba con su egoísmo, su miedo de comprometer su vida, de sacrificar su tranquilidad. La amaba; sí fuese libre no vacilaría en arrostrarlo todo por ella, pero la mujer casada lo asustaba. Veía la reprobación de su madre, las dificultades que se le crearían, las necesidades a las que no podría atender.

Dolores se separó de él.

—¡Vete, Pepe!…

—Pero…

—Te lo ruego… Yo también conozco a tiempo la razón.

—¡Dolores!

Ella, en vez de contestarle, llamó:

—¡Doña Anita!

Apareció la anciana.

—¡Estoy convencida de que todo es imposible!, —siguió ella—. Es inútil luchar… Gracias, Pepe… Jamás olvidaré lo que le debo.

—¡Dolores!

—¡Adiós!

Empujó la puerta de la terraza y desapareció entre el blancor de luz de la luna.

El joven hizo un movimiento para seguirla; pero la presencia de doña Anita lo detuvo, tomó su sombrero y salió sin decir palabra.

No se atrevió doña Anita a buscar a Dolores. Adivinaba el drama que existía en el alma de la malcasada, Era el drama de todas las malcasadas, que se resolvía, más o menos armónicamente, según el valor moral de cada una, El drama que se convertía en tragedia para unas y en una vulgar comedia bufa para otras.

Dolores se había dejado caer en un poyo, y después de serenarse con un largo llanto, miraba el panorama de la ciudad, que durante tantas noches de insomnio había contemplado. Su ánimo, amedrentado, le parecía ver latir sobre ella las alas del pájaro negro de la muerte.

Estaba allí, tendida a sus pies, con las casitas bajas, con terrados y miradores. Entre las casas se alzaban, más altas que ellas, las palmeras, que le daban un carácter tan marcado de ciudad árabe. Parecía que era una ciudad desierta, cuyos habitantes hubieran sido picados por la temible mosca del sueño.

Veía en la serena blandura de la noche andaluza, la silueta irregular, gallarda, inconfundible de la alcazaba, con sus torreones, sus almenas y sus puertas llenas de luna. Adivinaba sobre la planicie de los tejados, que dominaba desde su altura, los claros espacios de las plazas y la línea de los paseos. Allí, la torre de Santo Domingo… más acá, San Pedro… la Catedral, con sus torres macizas y con aspilleras, como una fortaleza.

Todos aquellos lugares tenían ahora un sentido doloroso que no habían tenido antes. Había como un acorde musical en la noche, saturada de un perfume de mar y de magnolias. Sus ojos buscaban la llanura del mar, en cuya calma había adormecido tantas veces las tempestades de su alma.

Poco a poco parecía borrarse de su espíritu el odio que había profesado a la ciudad. La ciudad era bella, con su naturaleza noble y su aroma arcaico, lleno de tradiciones. Era aquella gente que la poblaba la que se la hacía repulsiva con sus incomprensiones.

—Y quizás no soy justa tampoco al culparlas —pensó.

Ante el ejemplo de Pepe, se daba cuenta de cómo las profundas raíces de las costumbres y las preocupaciones se afincaban en los corazones, Las costumbres, al través de los siglos, habían creado algo muy íntimo, muy trascendental, que imprimía su huella en la vida de un modo despótico. Algo que estaba también en ella misma.

Dolores lloró mucho; como las hijas de Jerusalén, lloró sobre la ciudad, sobre sus habitantes, sobre su propia alma. Lloró sus dolores, su ruina, su desencanto, la soledad de su vida… Lloró como lloraría en su propio entierro.

Así fa sorprendió el momento del alba. Aquel momento de abrirse la gran biznaga del cielo en el rosicler de los jazmines de luz, en los que el día esparcía su primera claridad y su primera caricia. Momento de virginidad que se entrega, de comunión que se consuma, que parecía poner algo de paz en su espíritu. Pero el día le trajo como una impresión de la realidad que había olvidado. No tardaría en despertar la ciudad y en venir las gentes a mezclarse a su vida.

Pero ahora se sentía más fuerte, se abroquelaba en una gran indiferencia. Perdida la única ilusión que había alimentado, todo le importaba ya poco. Se iría consumiendo lentamente, sin tener el recuerdo grato de una persona que por ella se interesara.

—Lo que más se parece a la felicidad es la tranquilidad —pensó.

Todas sus aspiraciones se cifraban en un poco de paz.

¿Se le concedería el derecho de poder gozarlas?

XXV. Una tregua

Hasta la noche siguiente no vinieron su cuñada María Luisa y tía Pepita, con su galera, para conducirla a su casa. Habían esperado esa hora propicia a las reconciliaciones, hora de bodas, para evitar la curiosidad de las vecinas, que atisbaban a través de los visillos. Su cansancio le daba una blandura, una inconsciencia, que las otras creían un signo de que ya comenzaba a entrar en razón.

El largo rato que estuvo estrechamente abrazada a doña Anita, como si quisiera fundirse con ella para que no se la pudieran llevar, hizo fruncir las cejas a su cuñada.

—¡Sabe Dios lo que tendrán tramado entre las dos! Yo le advertiré a mi hermano para que no la deje tratar a esta mujer.

Al entrar en su casa, Dolores no experimentó ninguna sensación de las que esperaba. Le pareció que toda ella olía al aliento de Antonio. Una mezcla de vaho de gallinero y de tabaco.

Su marido estaba en el comedor. La tía lo empujó hacía ella, y María Luisa la hizo avanzar. Era necesario que se dieran el abrazo de la reconciliación, que no fue muy efusivo por cierto. Los rencores de ambos seguían viviendo.

Tía Pepita se creyó en el caso de dirigirles un breve sermón:

—Es necesario cambiar de vida y obrar como Dios manda, sin que nadie tenga nada que decir, que riéndoos los dos como siempre os habéis querido. Lo que Dios junta no lo pueden los hombres separar.

María Luisa, menos prudente, se extendió a presentarles el ejemplo de una futura felicidad, haciendo una vida completamente distinta de la que habían llevado hasta allí.

Los dos las oían sin prestar atención a sus palabras. Ella deseando que no se fueran, él mirando intranquilo su reloj, con la impaciencia de marcharse a casa de Paca. Su querida le exigía, celosa, que le consagrara aquella noche de segunda boda.

Pero tuvo que someterse a la voluntad de tía Pepita, que se quedaba a cenar en su compañía. Dolores se veía obligada de nuevo a tomar su sitio en aquella casa que odiaba, De buena gana hubiera gritado, como una loca, pidiendo auxilio, Sentía impulsos de tirarse al suelo, de llorar, de patear como una niña que se desespera, y, sin embargo, se contenía y aceptaba toda su fatalidad.

Las criadas, que debían estar aleccionadas, vinieron a saludarla como si llegase de un corto viaje. Pero ella veía sus miradas curiosas y le parecía oir sus comentarios.

No se habían sentado aun a la mesa cuando ya comenzaron a venir visitas. Todas aquellas mujeres tomaban el pretexto de celebrar su regreso para gozarse en su vencimiento. Lolita encontró ocasión de ponerse por modelo de mujer resignada. Doña Carolina lanzó una plática, que le hubiera envidiado su hermano el cura, sobre la excelsitud de la unión conyugal.

Juanita se empeñó en que Dolores viera las macetas que tenía en los balcones y que ella había cuidado durante su ausencia.

Antonio mandó traer dulces y una botellita de anisado para obsequiar a las señoras. La casa tomaba un aspecto de fiesta que contrastaba con el estado de espíritu de sus dueños.

Las señoras quisieron retirarse temprano. No faltaron algunas alusiones de esas de mal gusto que acompañan a los novios el día de su matrimonio. La más atrevida fue la solterona.

—Vaya… muchas felicidades y a ver si de esta vez tenemos pronto bautizo. Un nenito es lo que aquí hace falta.

Fue un momento de embarazo el de los dos esposos frente a frente. Él miró el reloj con impaciencia.

—Tengo que salir —dijo—. No me esperes.

—Haz tu vida con entera libertad, Antonio. Yo sólo te pido que no te ocupes de mí.

Él se volvió desde la puerta:

—¿Quieres decir que piensas que has venido aquí para hacer lo que te dé la gana?

—No es eso…

—Tú estás aquí bajo mi dominio. Ya ves de qué poco te han servido tus mañas. Y da gracias a que no me interesas y a que por no contrariar a los tíos te he perdonado; pero ten cuidado con lo que haces si no quieres saber de todo lo que soy capaz.

—No tengo miedo, Antonio.

—¿Me desafías?

—Estás dispuesto a entenderlo todo mal.

—No sé adivinar acertijos. Tengo prisa.

—Lo que quería decirte es breve.

—Pues dilo.

—Yo vengo dispuesta a no hacer más que lo que tú quieras, a no oponerme a tus deseos… A complacerte en todo.

—Me alegro, porque así evitaremos luchas.

—No saldré, no iré a ninguna parte, no veré a nadie… Sólo te pido una cosa.

—Acaba.

—Que vivamos como dos hermanos.

Él lanzó una carcajada.

—¡Tiene gracia! ¿Acaso te habías creído otra cosa? Ya sé que no me quieres, y yo tampoco te quiero a ti. Puedes estar tranquila, y cuanto menos me molestes con tu presencia, mejor.

Después de esta primera entrevista, los dos esposos apenas se veían. Dolores se sentía menos desdichada en su soledad. Antonio pasaba las noches y los días sin parecer por su casa, y cuando iba, no se ocupaba de su mujer para nada. Generalmente pedía a Petrilla que le sirviese el almuerzo en la cama, y si comía en su casa era siempre a horas distintas.

Su verdadera casa era la de Paca. Ya iban a buscarlo a ella sus amigos; se había llevado allí los gallos. Vivía en una promiscuidad escandalosa en sus amores con la hija de su querida, que, después de llorar y lamentarse de la traición, había acabado por consolarse. Sabía disimular para continuar aparentando que era ella la querida de Antonio. Le seguía preparando aquellas suculentas meriendas, que tenían el arte de ser siempre oportunas, elegidas, y proporcionarle alguna sorpresa. El arte de Paca era el arte de saber preparar sus meriendas de manera que rimasen hasta con el estado de ánimo de Antonio. Adivinaba su apetito y sus gustos, se apoderaba de él por la gula.

La muchacha era una especie de esclava sumisa. Los dobles celos de Antonio y de su madre la tenían encerrada allá en el fondo de la casa, esperando que el señor se dignase acordarse de ella, pero sin tomar jamás parte en sus francachelas y sus fiestas.

Las visitas que habían mortificado a Dolores en los primeros tiempos, se alejaron al ver que nada nuevo sucedía. No había vuelto a saber nada de Pepe; no tenía una amiga, ni una distracción, nada que amenizara su vida.

Poco a poco se iba abandonando en sus cuidados personales y en su atavío. No cuidaba de la casa, no leía, no hacía ninguna labor. Su espíritu se dormía para caer en un estado de inercia, de indiferencia, que no estaba lejos de la idiotez. Iba siendo lo que allí se entendía que debía ser una mujer casada. A Juanita no se le escapaba aquella desesperación íntima que la dominaba.

—No seas tonta, Dolores, y no te abatas así —solía decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tú te mereces y ande por ahí con querindangas. Pero no sabes tú lo que hacen otros. Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo.

Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal. Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.

XXVI. Contra lo indisoluble

La puerta de la alcoba se abrió como si la moviese un viento repentino.

Dolores se incorporó en la cama asustada. Antonio estaba allí, pálido, ojeroso, descompuesto.

—Buenas noches, nena.

Aquel saludo familiar, del tiempo en que su marido y ella vivían en buena armonía y no tenían las alcobas separadas, aterró a Dolores. ¿Qué quería aquel hombre ahora? Se arrepintió de no haber tenido la precaución de cerrar la puerta, tan segura y tan lejana de él se creía.

—¿Qué quieres? —preguntó, aparentando serenidad.

Él se había quitado ya la americana y el chaleco, todo junto, y los había colgado en la espalda de una silla Se acercó a la cama, diciendo:

—¿Qué he de querer? Vengo a verte… Eres mi mujer… Estás hermosa… Te quiero siempre… Aunque has sido malilla para mí…

Dolores se había arrinconado junto a la pared. Lo más lejos posible de su marido, pero hasta allí le llegaba la tufarada de peleón retestinado que exhalaba el aliento de Antonio y de la cabría sudación que se escapaba de su cuerpo, cubierto por la camisa, sobre la que se cruzaban los tirantes del pantalón.

—¡Déjame! ¡Déjame, Antonio! ¡Te lo suplico!

En su gesto había tal repugnancia, que él exclamó:

—Hija mía, eres demasiado delicada. Verdaderamente que no huelo a agua de Colonia y de rosas. ¿Pero qué hemos de hacerle? El hombre tiene que oler a vino, a tabaco y a… sí mismo.

—No lo digo por eso. Te suplico que te vayas.

—Conozco bien tus remilgos —siguió él—. Eres capaz de creerte que estoy borracho. Yo ya no bebo. Te lo juro. No he hecho más que tomar una copita para festejar a César Lope por su nombramiento… Le han dado la Cruz del Puente de San Pánfilo… y sólo le ha costado doscientas pesetas que le he dado yo a ese cura gallego, gordo y picado de viruelas, que es el que las proporciona… César es un excelente amigo… No es lo que tú te crees… Él mismo me ha acompañado a la puerta y me ha obligado a venir a verte. Me ha convencido de que no debe haber rencor entre los matrimonios. Te perdono, nena.

Pero Dolores ya no lo oía.

—¡Él! ¡Ha sido él!

Conocía la venganza de aquel hombre enviándole a su marido, y toda su sangre se revelaba contra su infamia.

—No… no… no… Vete.

Él rió.

—¡Irme! ¿Qué es lo que dices?

—Te lo suplico, Antonio… Me siento enferma.

—¡Bah! ¡Disculpas!

—¡Por Dios te pido que te vayas!

—No digas tonterías.

Se había sentado tranquilamente en el borde de la cama, y se quitaba con lentitud los zapatos y los calcetines.

—¡Es imposible! ¡Imposible! —gritó ella—. ¡Vete!

—¿Pero estás loca?

—¡Vete!

—¡Qué me he de ir! Tengo derecho a hacer lo que quiera. Estoy en mi casa… eres mi mujer… y… mira… Estás más hermosa de lo que me creía… No había reparado bien… Ven… No me huyas.

—¡Vete, por caridad!

—¡Qué rencorosa eres!

—No, no te tengo rencor… te lo perdono todo… seré tu esclava para todo lo que quieras… yo te cuidaré… te guisaré… velaré por la casa… No te diré jamás nada que te moleste… Pero vete, Antonio, vete…

—¡Tiene gracia! ¿Que me perdonas? ¿Que me vaya? ¡Sí que tiene gracia! ¿Te has llegado a creer que yo no puedo buscar a mi mujer cuando quiera y me de la gana?

Se deslizaba entre las sábanas extendiendo los brazos hacia ella, replegada en el extremo opuesto del lecho. Ya iba a cogerla, cuando Dolores dio un salto y escapó por los pies de la cama.

Él se quedó sorprendido. No esperaba aquella rebeldía.

—¿Pero qué es eso? ¿Te atreves a resistirme? ¡A mí! ¡A tu marido!

La miraba y poco a poco su furia se serenaba en la belleza de la joven. Apenas cubierta con la fina batista de su camisa de dormir; suelto el cabello en bucles sobre los hombros, el color de su carne resaltaba con una blancura de mármol, llena de suavidad.

«Qué hermosa está la indina —pensó Antonio—. Verdaderamente he sido un bruto en dejarla tanto tiempo. Tengo que desenojarla».

Hizo un esfuerzo para ser galante y le dijo:

—Vamos, ven, nena. No hagamos escenas. Nos van a oír los criados… Yo te he querido siempre… y ahora… te juro que tengo las mujeres a porrillo… y guapas… y… ya ves… te prefiero a ti… Me he dejado una muchacha de catorce años… No me gusta nadie como mi mujercita…

Mientras él hablaba, Dolores se calzaba rápidamente, como el que se prepara para huir de un incendio, y no le respondía.

Volvió a impacientarse Antonio.

—¿Pero qué es esto? ¿Vienes o no?

—No.

Su voz era tan firme, tan segura ya, tan dueña de sí misma, que Antonio se inquietó seriamente.

—¡Mira lo que haces, Dolores!

Ella se había echado su salto de cama, y ya vestida se sentía llena de valor, dispuesta a sufrir el escándalo, el tormento, todo antes de consentir en que aquel hombre, que le repugnaba la profanase sin amor. No podía existir ley divina ni humana que la obligase a soportar aquello.

Se alzó frente al hombre que pretendía imponerse y respondió:

—Lo tengo bien pensado.

—¿Entonces?

—Prefiero la muerte a tus caricias.

—¿Tanto te repugno?

—Sí.

—¿Me aborreces?

—No te amo.

Antonio estaba desconcertado, dudando qué partido tomar. Por una parte se encendía su deseo, cada vez más, ante la resistencia de su mujer, y por otra luchaba con los vapores de la borrachera y el cansancio, que le cerraban los párpados y confundían sus ideas.

Pero, sobre todo, dominaba un sentimiento: la necesidad de imponer su autoridad de marido, su dominio de macho.

—¿Conque no me amas? ¿Y quién me ha sustituido? —exclamó.

—¡No seas miserable! —repuso ella—. Ni te amo a ti ni, desgraciadamente, puedo volver a amar a nadie…

Él rió idiotamente.

—¿Conque esas tenemos?

Dolores prosiguió con vehemencia:

—Sí… yo te he amado… te he querido con toda la ilusión de mí alma… No quiero negarlo ni en estos momentos… Bien lo sabe Dios… Has sido para mí todo en el mundo… ¡Considera cuánto me has debido hacer sufrir para cambiar de este modo!… ¡Para que me des asco!

—¡Cualquiera que te oiga dirá que he sido contigo un mal hombre, un criminal! ¿Dime qué te he hecho yo?

Se quedó muda. ¿Para qué entrar en una penosa explicación? Aquel hombre no era capaz de comprender los mil detalles con que la había martirizado, las faltas de delicadeza que hirieron sus sentimientos, las pequeñas cosas en que miles de veces había pisoteado su corazón; sin contar las francachelas, la disipación, las orgías con otras mujeres en que la había humillado y le había causado una sensación de repugnancia.

Antonio interpretó su silencio por condescendencia. Se echó fuera de la cama para acercarse a ella.

Estaba grotesco. Tenía un movimiento de gallo, inclinando el pescuezo de un lado a otro, y estirándolo hacia delante, de un modo que parecía crecer y salirse de la tirilla del cuello de su camisa.

—¡No me toques! —imploró ella.

—¡Ven!

—¡Jamás!

—¡Dolores!

—¡No te quiero!

Él sintió un placer brutal en la resistencia llegada a un extremo tan grande. Era mejor así. La tendría a la fuerza. ¡La humillaría sin amor!

—No es preciso que me quieras. ¿Qué más da? Me gustas… Eres mi mujer.

Se acercaba y ella retrocedía.

—No… no… no…

Volvió a enfurecerlo la resistencia.

—¡No me hagas que te dé un golpe, Dolores!

—¡Déjame!

—¡Soy tu marido!

—¡Pero yo no soy esa bestia que buscas! No… no… Él había llegado al colmo de la rabia. Se lanzó contra ella, dispuesto a hacer valer el derecho de su fuerza, y la cogió de los brazos, retorciéndoselos sin piedad.

Dolores gemía y se debatía ya sin fuerza. Él la empujó y le hizo caer de bruces sobre el lecho. La joven seguía resistiendo, retorciéndose, dándole talonazos, que le impedían acercarse. Enloquecido la cogió del cabello y tiró de ella hasta incorporarla. La estrechó en un abrazo de amor y odio, que hacía crujir su carne, y acercó la cara a su cara con el deseo de besarla y de morderla. Ella lanzó un grito de ahogo.

—¡Socorro!

¿Socorro? ¿Se atrevía aquella mujer a gritar para que la defendiesen de su marido?

Se separó de ella, sujetándola brutalmente por el hombro con la mano izquierda, y la miró, queriendo influenciarla con sus ojos coléricos.

Dolores resistió la mirada, clavó sus hermosos ojos llenos de valentía dentro de aquellos ojos encarnizados, y repitió jadeante, reuniendo toda su energía:

—¡No!

Entonces él la soltó y le descargó con la mano derecha un bofetón que le hizo tambalearse.

Antonio fue a sostenerla, quizás asustado de su brutalidad, pero ella tuvo aún fuerzas para repetir:

—¡No!

Entonces, perdido el freno, ciego, excitado, comenzó a golpearla gritándole injurias:

—¡Perra! ¡Perdida! ¡Mala hembra!

Dolores huía, aterrada, sintiendo correr la sangre por su rostro. Trataba de ganar la puerta para escapar, o el balcón para pedir socorro.

Caían las sillas, las mesas, se rompían los vasos y los objetos de tocador. Perseguida, acosada, Dolores cogió el alabastrón, colocado en la mesilla de noche, y lo arrojó a la cabeza de su marido. Antonio, al sentir el dolor perdió por completo la razón. Alzó la silla de la costura para aplastarla con ella de un golpe. Dolores vio el peligro, se amagó, queriendo escapar; estaba allí la canastilla de los hilos… el dedal… las tijeras… No se dio cuenta de nada… Fue un segundo… aleteó el odio, el deseo de librarse del único modo que podía hacerlo… gracias al crimen…

Quedó espantada del súbito silencio de su marido. Había caído a su lado, boca arriba, con los brazos tendidos. Las tijeras seguían clavadas en su pecho y la sangre empurpuraba su camisa.

Tuvo un grito de terror:

—¡Lo he matado!

Lo veía allí, a sus pies, lívido, con los ojos vidriosos, con aquella cosa de gallo que tanto le había repugnado, y no sentía piedad de él, ni arrepentimiento de lo que había hecho.

La habían obligado al crimen, negándole todo medio de separarse de aquel hombre. Pero tuvo la rápida intuición de que iban a venir a prenderla… La cárcel se le presentaba con todo su horror y toda su promiscuidad. Se vería vilipendiada, despreciada de todos. Nadie sería capaz de comprender el crimen pasional en una mujer. Nadie se daría cuenta jamás de que la mujer casada pudiese llegar al crimen para defender su castidad, el derecho a la posesión de sí misma, frente a su marido.

—¡Si no estuviera muerto! —pensó.

Se dejó caer de rodillas a su lado, le levantó la cabeza y le puso la mano sobre el pecho.

Sintió la impresión de la sangre tibia y pegajosa como un líquido azucarado.

Entonces el terror de haber matado se apoderó de ella, sobreponiéndose a todo otro sentimiento. Quería a toda costa volver a infundir en aquel cuerpo la vida que le había arrebatado para que no se enseñorease de su recuerdo y de sus ensueños, y comenzó a gritar desesperada, loca de pavor, como si así pudiese despertarlo:

—¡Antonio! ¡Antonio! ¡¡Antonio!!


Publicado el 26 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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