La Mujer Fantástica

Novela

Carmen de Burgos


Novela



I. Las amiguitas

Las tres jóvenes acogieron a Andrés con exclamaciones de júbilo.

—¡Qué suerte que vengas!

—¡Qué alegría!

—¡Siempre eres oportuno!

Andrés se caló el monóculo y alzando un poco la barbilla les dirigió esa mirada de ave desconfiada que da el cristal, y la fué deteniendo, lentamente, de una en otra.

Las tres eran bonitas, graciosas; parecían tres damitas del Segundo Imperio, escapadas de un cuadro de Winterhalter.

—¿De veras que os da tanta alegría verme?

—Mucha...—repuso Clotilde, que parecía la más joven y bulliciosa de las tres—. Figúrate que estábamos citadas con Enriqueta y sus hermanos para salir juntos, y de pronto hemos recibido una carta de Elena D'Aurenville, anunciándonos que viene a pasar la tarde con nosotras.

Andrés, sin alarmarse por la gravedad del caso que le referían, se arrellanó en el sofá, y preguntó:

—¿Quién es esa señorita?

—Una francesita que ha traído una carta de la señora Renyer.

—Pues no veo nada de particular en que venga a veros.

—Sí... pero ya ves... tenemos que salir.

—Puede ir con vosotras.

Las tres hermanas se miraron desconcertadas, y Susana exclamó:

—¡Dios nos libre! Es tonta de capirote para tener que aguantarla toda la tarde.

—Pero si viene recomendada a vosotras...

—Ya la invitó mamá a comer el sábado... y ojalá no lo hubiera hecho.

—¡Se toma unas confianzas!

—Nos aguaría la tarde si viniera hoy.

—¡Seguramente!

—Como que se pone sentimental con Alejandro...

—¿Pero qué queréis que yo haga?

—Que te la lleves, querido tío, que te la lleves.

—¿Dónde diablos me la voy a llevar?

—A dar un paseo, al teatro. Donde quieras...

—¿Pero por qué?

—Porque es demasiado fuerte decirle que vamos a salir y que no queremos que nos acompañe.

—Sí...

—Eso es.

—Clotilde finge que está enferma... ponemos la habitación a media luz... No hablamos por no molestarla... y en vista de lo aburridos que estamos, tú la invitas y te la llevas.

—¿Creéis que aceptará?

—Sin duda.

—¿Pero cómo voy yo a cargar toda la tarde con esa chiquilla que decís que es tonta?

—Vamos... para un rato...

—Garantizadme, al menos, que es elegante y no haré el ridículo a su lado. Eso sí, desde luego supongo que es bonita, cuando tanto os molesta su compañía.

—¡Eres poco galante!

—¡No vayas a creer!

—No, no creo nada... vosotras sois muy lindas... Tres princesitas de novela... pero no queréis que nadie diga que se reúnen cuatro gracias en vez de tres.

—¡Adulador!

Las jovencitas lo acariciaban.

—¿Quieres?

—¡Dí que si!

—¿Te la llevarás?

Se dio por vencido.

—Bueno...

Las tres palmotearon.

—No debe de tardar... Ven aquí, Clotilde. Siéntate. Hay que echarte por cima una manteleta.

—Me vais a chafar la gasa del vestido.

—No es culpa nuestra. Nadie está enferma con trajes apres midi... Hay que sufrir.

—Bueno... pero vosotras me parecéis también demasiado compuestas para enfermeras.

—Trae mi salto de cama, Susana.

—Yo me pongo el delantal de la clase de dibujo.

—A la enferma es preciso colocarle una cofia de encaje en la cabeza.

—¿Y vosotras?

—No te encuentras bastante grave para que estemos mal peinadas—respondió Margarita.

Andrés las miraba riéndose de la travesura, con ese agrado de los viejos solterones galantes para con las muchachas bonitas que no están obligados a cortejar.

—La señorita D’Aurenville—anunció la criada.

—¡Ya está ahí!

Cada una corrió a ocupar su puesto, precipitadamente; tropezando con las mesitas y los muebles del salón. Acarició a Andrés el airecillo de un revuelo de gasas y encajes, oliendo a perfumes y a juventud.

Susana cerró a toda prisa la ventana, mientras Margarita se adelantó hacia la puerta para recibir a la recién llegada, la cual, sorprendida de la obscuridad, se detuvo con vacilación.

—Adelante, querida amiga, por aquí—dijo cogiéndola de la manó y guiándola entre los bibelots, que aún se tambaleaban de los pasados encontronazos—.

Estamos muy disgustadas hoy... Clotilde está enferma.

La condujo al sofá, al lado de la butaca en que se había sentado Andrés.

—¿Qué tiene Clotilde?

Las dos hermanas se miraron sin saber qué responder. No habían contado con la pregunta.

—Dolor de cabeza—dijo una.

—Fiebre—añadió la otra.

—Y tos...

—Sarampión...

La francesita, que empezaba a distinguir en la obscuridad, hizo un movimiento para replegarse hacía el otro extremo del sofá y al volverse vio a Andrés.

—Es nuestro tío, don Andrés Laurent—presentó

Susana—. Venía a tomar con nosotras el té... Qué contrariedad.

El solterón miraba encantado la gallarda figura y el perfil impecable de Elena.

—Yo lo lamento principalmente por la enferma y por usted, señorita...—dijo galantemente.

—¡Espero que no será de cuidado!

—No... permaneceremos aquí cerca de ella, calladitos... Ahora reposa.

—Oh, no es cosa de condenar a esta señorita a pasar así la tarde—dijo Andrés.

—Yo... no... pero...

Se la veía que había caído en el lazo de sentir el miedo que les causa a las mujeres bonitas el contagio de las enfermedades que las pueden desfigurar.

—Si usted quiere, yo me atreveré a invitarla a dar un paseo.

Vaciló ella.

—¿No sé si debo?...

—Mis sobrinas pueden abonar por mí. Aunque soy un solterón recalcitrante, con la mala fama de todos los solterones, mi edad me autoriza a poder acompañarla.

—¡Qué duda cabe!—interrumpió Margarita—. Sale siempre con nosotras.

—Y con nuestras amigas.

La francesita estaba deseando ceder.

—Se lo agradezco.

El se levantó tomando la vacilación por asentimiento y se acercó a la enferma.

—¡Duerme... no quiero despertarla!

—¡Ni yo tampoco!

Se veía que la joven tenía prisa de salir de allí, asustada de la enfermedad. En cuanto se cerró la puerta del salón, las tres hermanas soltaron una carcajada.

—¡Ya estamos libres!

Corrieron a mirar a través de los visillos y vieron a Andrés y a Elena montar eñ el automóvil.

—¡Qué bonito traje lleva!

—¡Hermosas pieles!

—No se podrá quejar el tío.

—La verdad es que ella no se ha hecho rogar.

—La asustó Susana con el sarampión.

—Así no volverá en mucho tiempo.

—Es tonta.

—Y empalagosa.

—El tío va entusiasmado.

—Y ella muy contenta.

—A ver si se entienden.

—¡Buena la habríamos hecho!

En aquel momento la joven alzó la cabeza, mirando distraída hacía el balcón y los ojos grandes, azules, magníficos, se llenaron de sol, brillando como los vitrales góticos en la cara sonrosada, tan perfecta y tan angelical, con su diadema de cabellos de oro, que Margarita no pudo menos de murmurar:

—La verdad es que está guapa.

Y Susana respondió con despecho, pensando en las coqueterías de la joven con su novio:

—No es un prodigio.

—Bobalicona—añadió Clotilde, que se desembarazaba de su cofia y de su maneleta, tratando de componer de nuevo su traje y sus cabellos.

—¡Es tarde!—exclamó.

Las tres se empujaban delante del espejo, para verse mejor. Se arreglaron los rizos y las patillas que asomaban debajo de las alas de sus sombreros.

Se sentían bonitas y estaban alegres de verse libres de una rival que podía eclipsarlas.

—Dame tu barra de carmín—demandó Clotilde—. Tengo los labios pálidos.

Su hermana le entregó el tubito de metal abierto, con el que acababa de dibujar su boca en forma de corazón, diciéndole burlonamente:

—Efectos de la enfermedad.

II. El encuentro

Al fondo del salón del Gran Casino, que mentía una mayor grandeza reproducido por los espejos y los dorados, la orquesta de orientales, vestidos de amarillo y rojo y tocados con el fez turco, ejecutaba mecánicamente, siempre con la misma entonación, las piezas de concierto, y parecían hacer sufrir a sus violines y violonchelos el tormento del constante rascarles las cuerdas con el arco, en la monotonía que cambiaba el sonido del violín en el cri-cri de los élitros de los grillos.

La música era sólo la nota central del acorde de todas las conversaciones, su acompañamiento.

Cuando la música cesaba, todos se interrumpían, se quedaban callados, con un tácito acuerdo.

Cerca de la entrada, en el mejor sitio para pasar revista a los que llegasen, había tres jóvenes vestidos de smokin, con ese aspecto de pingüinos que da la pechera blanca, muy atentos a notar cuántas personas entraban, como conocedores de toda la sociedad elegante, sujetos al deber de llevar la cuenta de las notabilidades que asistían, cosa difícil en un país tan cosmopolita.

—Tú, Enrique, te haces una historia ante cada mujer hermosa—dijo uno de ellos—, sin que el equivocarte siempre te haga escarmentar.

—No—respondió aquel a quien se dirigía, un rubio albaricoque, granujiento y pálido—. Es que hay algo de terrible en los ojos tan grandes de esa mujer, Adolfo. Mira qué negro tan intenso tiene en las pupilas y en el cabello de ébano.

—Es una belleza sudamericana— dijo Adolfo—.

Una belleza matronil y exuberante, propia de ese país donde la mujer está hecha para poblar pampas... con amplias y fuertes caderas.

—Pero esa mujer—siguió Enrique—tiene, digas lo que quieras, algo extraño. No es normal esa blancura de mármol, tan mate, tan pura, sin una gota de añil o de amarillo diluida en ella, y esos labios tan rojos... es una mujer interesante y peligrosa. Me parece más bien italiana. Una Juno que se escapó de un Museo para vestirse a la moda y venir aquí.

—No—terció el otro joven, moreno, alto, todo afeitado, de ojos vivos y maliciosos—; Adolfo tiene razón, en cuanto a la nacionalidad.

—¿La conoces?

—¿Quién es?—preguntaron los dos con interés.

—Una sudamericana, en efecto. Es hija de uno de esos emigrantes españoles que hicieron fortuna allá en los primeros tiempos de la colonización. Debe tener también sangre de indio. Se ha casado con un príncipe austríaco, viejo y arruinado, pero de la mejor nobleza... Ella ha pagado con sus millones y su juventud el gusto de estampar su nombre en el Gotha.

—Es un libro que ahora resulta un mal negocio para el editor.

—En efecto, está tan trastornado como una guía Baedeker. Mira la prueba.

Pasaba una señora vestida con un exceso de metros de gasa que flotaba por todos lados. Una mujer pintada de rubio, pintada de blanco, pintada de rosa, con las uñas y las dos primeras falanges de la mano como si acabase de salir de una tintorería. Era la mueca de una mujer que había sido hermosa.

Detrás un hombre grueso, satisfecho, relativamente joven, iba cuidando de desenredarle las gasas y le llevaba el perrito negro, lanudo, como una bolita de piel, adornado con un gran lazo grana. Ambos avanzaban con un andar rítmico.

—Es la ex reina de un estado de los Balkanes— dijo Luis—y la acompaña el que fué su primer ministro, que no pudiendo hacer ya la felicidad de sus vasallos, se limita a cuidarle el perrito.

Pero los amigos no le escuchaban. La entrada de Elena atraía la atención. Se diría que la dulce luminosidad de la belleza rubia eclipsaba a todas las otras mujeres.

—Mira—siguió Luis—, si esa criselefantina no es más bella que tu estatua de mármol. Es una mujercita de nácar y oro. Tiene una carne lechiterna, traspasada de luz. No he visto jamás una mujer tan delicada, tan luminosa.

—Demasiado. Me daría miedo tocarla... Además, esos ojos rodeados de oro, con aguamarinas por pupilas, no me dicen nada... Me parece una muñeca excesivamente grande.

—Pues yo te confieso que me siento impresionado. Le rogaré a Andrés que me la presente.

—Debe ser una hija de familia.

—Quizás alguna amiga de las sobrinas.

—Míralas, ahí vienen.

Susana, Clotilde y Margarita, aparecían acompañadas de otras dos jóvenes y varios caballeros.

En los primeros momentos no se dieron cuenta de la concurrencia, ocupadas en buscar sitio donde sentarse. Elena las miró y se puso intensamente pálida.

Andrés notó su conmoción, siguió la mirada y se encontró con sus sobrinas que charlaban y reían alegremente, mientras se colocaban alrededor de dos mesitas en el fondo del salón. ¿Qué hacer? Sin decirle nada, Elena le marcaba la actitud que debía tomar.

Había recobrado su tranquilidad y continuaba hablando como si no hubiese visto a las jóvenes.

Comenzó una conversación banal:

—¿No conocía usted Suiza?

—No.

—¿De dónde es usted?

—Bretona.

—Me lo debía haber imaginado.

—¿Por qué?

—Por el ensueño que lleva usted en los ojos. Las bretonas son todas grandes enamoradas del ensueño.

—¿No lo son todas las mujeres?

—No; las hay muy poco dispuestas a soñar. Muy prácticas. Yo creo que la geografía tiene gran influencia en los sentimientos.

—¿Y ha hecho usted estudios geográficos en ese sentido?

—Muchos. He tratado mujeres de todos los países. Podría escribir un tratado...

—Sería curioso.

—Vea usted. Las mujeres que viven al lado del mar son románticas, tiernas y buenas, por lo general.

—¿Y las de la montana?

—Tristes y pesimistas. Le amargan a uno la vida.

Las mujeres que más me gustan son las francesas.

—Es natural, estando hablando conmigo... pero... iy después?

—Las portuguesas. No hay en el mundo mujeres más apasionadas que las portuguesas. Son unas pasiones locas, ardientes. Los artistas de ópera que van a Lisboa, dicen que en ninguna parte reciben declaraciones tan numerosas y entusiastas, hasta de «las niñas bien».

—Pues la fama la tienen las españolas.

—Esas inspiran pasiones más fuertes que las sienten ellas» y se les suponen las que hacen sentir.

Las sobrinas de Andrés no tardaron en verlos.

—¡Elena y Andrés!

—¡Buena la hemos hecho!

—¿Cómo se le habrá ocurrido traérsela aquí?

—Las cosas de tío Andrés.

—Ha querido lucir una mujer hermosa.

Después de este primer comentario siguió el desconcierto de la situación embarazosa en que estaban colocadas.

—¿Qué hacer ahora?

—¿Debemos saludarla?

—Parece que no nos ha visto.

—No nos hagamos ilusiones. Nos ha visto, nos ha visto tan bien como nosotras a ella, y ese cuidado de no cruzar su mirada con la nuestra, indica bien claro que la indiferencia es fingida y que ha debido comprenderlo todo.

La más apurada era Susana.

—No me gusta hacer un desaire así a nadie. Nos tomará por cómicas.

Entretanto, Luís de Mersey le decía a su amigo:

—Me había equivocado. Andrés Laurent no saluda a su familia para no tener que presentarles a su compañera. Puedo tener esperanzas.

III. El espíritu del lago

Salió Elena erguida, altiva, apoyada en el brazo de Andrés; pero una vez en la calle se separó bruscamente de su lado.

—Adiós, señor... y gracias por haberse prestado a complacer a esas señoritas librándolas de mi presencia...

Andrés la retuvo sujetando entre las suyas sus manos y dijo:

—¿Me perdona usted?

Ella sintió fundirse su enojo en lágrimas.

—¿Qué derecho tengo yo a perdonar? No soy más que una pobre mujer que ha querido trocar su destino...

Los ojos de pervinca llena de rocío eran tan tiernos, tan elocuentes, que el viejo aristócrata se conmovió.

Estaba desconcertado. De una parte, la gran dignidad, la elegancia y la mesura de la joven, acusaban una persona distinguida. De otra, en su conversación, en sus discreteos, existía algo de atrevido, hasta de procaz, que no se avenía con su tipo de señorita inocente y con su juventud.

No decía nada que dejase adivinar su familia, su vida, su condición, por más que él, tan habituado a tratar mujeres, había conducido la conversación con habilidad hacia el pasado. El mismo interés que ella ponía en evitar hablar de ello, era un indicio desfavorable. En la duda, adoptó una resolución:

—Toda mujer debe ser tratada como una princesa mientras no dé lugar a otra cosa...

La belleza de Elena lo ofuscaba y no le permitía razonar con frialdad.

—¿Dónde vive usted?—le pregunto.

—Estoy en casa de unos compatriotas.

—Yo no tengo casa tampoco. Vivo en una pensión... ¿Quiere usted venir a comer conmigo?... Quisiera sincerarme...

—¿Para qué?

—¿Me guarda usted rencor?

—No...

Entraron en el departamento, compuesto de gabinete, alcoba y cuarto de baño. Olía a perfumes.

Elena lo abarcó con rápida mirada y se acercó a la mesa de tocador cargada de frascos de esencia, de polvos y de fards. Tuvo un movimiento instintivo de arreglarse los cabellos y pasarse la borla sobre el rostro, como mujer acostumbrada a tomar posesión, con facilidad, de una casa ajena. Había valuado con la primera mirada que Andrés tenía una buena posición y recibía amiguitas. No eran sólo para su uso aquellas cosas.

El colocó una butaca al lado del gran balcón, la hizo sentarse y le quitó los alfileres del sombrero, sin que ella se resistiera. Estaba más hermosa así, con la cabeza descubierta. Las crenchas aureolaban un rostro juvenil, tan inocente, que lo desconcertaba.

El panorama, sobre el lago, rodeado de jardines y de grandes palacios, era espléndido.

Enfrente, la perspectiva de la ciudad, con sus edificios, sus torres y las cúpulas de oro de la iglesia rusa, más allá la silueta de las montañas, la grande y la pequeña «Salerne», de un tono obscuro, en contraste con el fondo que formaban la «Aguja de Plata», clavada en el cielo azul y el gigante «Monte Blanco» cubierto de nieve, que parecía achatado, como el cono de un gran sorbete al que hubiesen sorbido la punta.

—Crea usted—dijo Andrés—que en todo lo que ha pasado no hay nada deprimente para usted, nada que sea falta de consideración. Una travesura de mis sobrinas a la que yo me presté antes de conocerla a usted. En el fondo de todo, la culpa la tienen los celos que usted debe inspirar con su hermosura a las demás mujeres, por lindas que sean.

Pero Elena no le prestaba atención. Lloraba desconsoladamente.

Él se sintió invadido de una gran ternura.

—Cálmese usted, hija mía. Yo las obligaré a que le pidan perdón.

Le separaba las manos del rostro, le limpiaba los ojos con su perfumado pañuelo de batista.

—¡Si usted supiera lo desgraciada que soy, señor Laurent!—balbuceó ella.

—Cuénteme usted todo lo que le pasa. Quizás nuestro encuentro ha sido providencial. Tenga usted confianza en mí, llámeme sólo Andrés...

Empezaba a caer la tarde; el lago, azul claro, inmóvil, brillaba con las guirnaldas de luces que subrayaban los puentes; las montañas se perdían como arrebujadas en el manto de sombras.

Los jardines eran manchas negras, al lado de las manchas blancas de las casas, y a lo lejos, en lo alto, como una constelación luminosa, seguían luciendo las cúpulas de oro de la iglesia rusa.

Elena contaba su vida con un acento ingenuo, como si se escapase del alma su confesión y Andrés la oía embobado, cautivado por cosas que de no ser tan bonita la que se las relataba, no le hubiesen interesado.

Ella le refería cómo habían transcurrido sus primeros años en una aldea de su país, donde vivía con sus padres y sus numerosos hermanos, todos varones, con los que se acostumbró a convivir. Por eso no le gustaban los juegos de las otras niñas. Se entregaba a ellos un rato; pero pronto se alejaba con aire de mal humor, que obligaba a las compañeras a preguntarle:

—¿Te has enfadado?

Lo mismo le sucedía después de jugar un rato con la muñeca o hacer una de esas comiditas o esas comedias que improvisan las niñas, en la que toman sus papeles de «señora», de «mamá» o de «visitante» .

Jamás pudo tomar parte en aquellos juegos. Prefería correr, tirar la pelota y entregarse a las diversiones de los chicos.

Su carácter disgustaba a la madre, que la amaba menos que a los otros hijos, menores que ella.

—Es una criatura fantástica —decía—, demasiado mimada. Esto acabará en cuanto vaya al colegio y no trate más que con niñas.

Por eso la envió a la ciudad, a casa de una tía suya—, solterona y devota, que la recibió a regañadientes y la puso en la escuela.

Sentía deseos de tener compañeras, de no verse tan sola; pero desde el primer día, todas las niñas se reían de ella o esquivaban su compañía. Llevaba su trenza rubia, que era entonces de un rubio más obscuro, atada con un lazo; el cabello tirante, el flequillo cortado sobre la frente, dejando ver las orejitas. Aunque tenía las facciones correctas, no era entonces muy bonita, a causa de su color amarillento y de su semblante sin expresión.

Oía los comentarios que las compañeras hacían de ella.

—Es fea—decía una.

—No, fea no—respondía otra—; es que parece boba.

—Porque es tonta.

Ella sufría, las amaba a todas, le parecían bonitas, superiores a ella, sencilla aldeana, que no sabía tomar parte en sus juegos, ni hablar de elegancias, de frivolidades y hasta de novios, ¿Qué podía saber, ni qué podía contar, estando tan sola en casa de aquella tía que no se ocupaba de ella para nada? No le hacía nadie caso. Su única distracción era jugar con los dos gatos de la solterona el «Ney» y la «Maricota», con los que hablaba como con dos buenos amigos.

Todas las noches oía leer a su tía el folletín de «Le Matin», y ella poblaba su soledad de todo un pueblo de muñecos de papel, hombres y mujeres, con los que ponía en escena las novelas leídas, continuándolas según su inventiva.

Pero su tía dio al traste con aquella inocente diversión, asegurándole que era el demonio el que encarnaba en sus muñecos.

—Eres una criatura fantástica—le decía—que no te ocupas de nada útil.

Y, sin embargo, ella quería estudiar y aprender mucho para ir a ayudarle a su madre; no era culpa suya aquella volubilidad de su atención, que le impedía aprender de memoria la tabla de multiplicar) y no hacer una sola curva bien hecha en la plana de papel pautado, para los primeros ejercicios, con la pluma cogida de aquella manera tan rara, sacando unos dedos y metiendo otros. Tal vez los hubiera hecho buscándose ella sus mañas; pero dona Elisa era inflexible. La buena colocación para la escritura era indispensable. La castigaba constantemente y todas las niñas se reían de ella, que las amaba tanto. Tanto, que mientras las miraba con sus grandes ojos tristes burlarse sin piedad, se entretenía en desear un gran incendio que devorase el colegio para ser ella la que pasara a través de las llamas y salvase a sus compañeras.

Viendo que cada día estaba más pálida y desmejorada, y que nada adelantaba, la maestra llamó a la tía.

—Deben ustedes llevarse esta niña—le dijo—. No se consigue nada de ella. Es una criatura fantástica.

Tuvo entonces una crisis de misticismo. Pasaba los días de rodillas rezando Padres Nuestros, Aves Marías, Credos y Salves. Era sobre todo la Salve lo que le gustaba rezar. Hallaba una gran dulzura en repetir las palabras dulces y poéticas. El Credo le parecía una cosa árida, color caramelo, empedrada, como un almendrado. La Salve era como una guirnalda de flores olorosas.

Cogía todas las rosas del único rosal del huerteci11o para adornar su Cruz de Mayo, y como todas eran rojas, las convertía en blancas con el humo del azufre.

Leía la vida de los santos con tanto entusiasmo como si fuesen novelas. Soñaba con martirios como había soñado con recorrer las grandes ciudades y viajar por las selvas de África, como los héroes de Salgari, cuando oía leer a su tía los folletones. La acometió la manía de ofrecer promesas y por cualquier cosa se comprometía a rezar centenares y miles de salves.

Quiso entrar en un convento, pero las monjitas la rechazaron con aquella ternura que a ella, ansiosa de ser amada, la seducía.

—No se puede fiar en la vocación de una niña tan fantástica—dijeron después de enterarse que no llevaría dote.

Esta vez tuvieron razón. Su misticismo se desvaneció con la primera pasioncilla que se olvida pronto y que no se confiesa jamás; esa pasioncilla inocente, pueril, imaginativa, y que es quizás la mayor pasión de la vida: la revelación.

Vivía enfrente de su casa una viudita joven. Ella no la recordaba bien; pero conservaba la idea de que debía ser hermosa como su nombre. Mercedes evocaba en ella, con aquella fantasía de su imaginación, que daba formas plásticas a los sonidos, un color azul celeste, de manto de Purísima, luminoso «Mercedes», pero ella era «Celeste».

Fué la primera mujer a quien trató. La viudita hablaba como las heroínas de las novelas. Tenía un novio y hacía a la niña confidente de su amor: Elena se enamoró del novio de Mercedes. Aquél había sido su primer ensueño, su primera pasión. Huía de él cuando quería besarla y llegaba a golpearlo si le tenía alguna broma. Daba a todos la impresión de que lo odiaba... Cuando él se dio cuenta de la pasión que inspiraba a la niña, se sintió halagado en su vanidad masculina y tuvo para ella una mirada y una sonrisa de triunfador, que bastaron a desvanecer toda la ilusión de Elena. Se le hizo odioso y repulsivo.

Fué el instante en que nació en ella la mujer. La mujercita caprichosa, fantástica, porque tenía que ser así forzosamente, ya que todos le habían hablado de su fantasía y la habían persuadido de tenerla.

Osear fué su primer novio. Era un muchacho de su edad, hijo de unos amigos de su tía, con el que jugaba y corría por el huerto.

Una tarde él le dijo:

—¿Quieres que seamos novios?

—¿Para qué?

—Pues para que tú no pasees con los otros chicos y salgas conmigo todas las tardes.

Ella dudó, pero la decidió el que se llamase Osear.

A los pocos días de ese juego la llamó su tía.

—Elena, es preciso que no te reúnas más con Osear.

—Es mi novio—dijo audazmente.

—Ya lo sé... pero tú no estás en edad de casarte.

—¡Voy a cumplir ya catorce años!

—Eres una mocosa, no sabes hacer nada.

—Ya lo aprenderé... Otras se casan de mi edad.

Está muy bonita una madre de quince años, paseando con la nodriza y el bebé. Después no tiene gracia.

—¡Tú estás loca! Pero no te hagas ilusiones. La familia de Osear se opone a que se case contigo.

—No les haremos caso.

—Tienes que hacerlo. Tienen una razón respetable.

—Quiero saberla.

—Es mejor que la ignores.

—Seguramente será una invención cualquiera.

—Veo que es preciso revelarte lo... lo que yo no te quería decir, para que no dudes de la verdad...

Tu padre fué un hombre que hizo sufrir mucho a tu madre... Mi pobre hermana tuvo que abandonarlo.

—Pero se juntaron otra vez...

—No, mi pobre Elena; ese hombre que tú has conocido, es el padre de tus hermanos, pero no es tu padre.

Aquella revelación abrió una brecha terrible en el espíritu fantástico de la joven. Se creyó heroína de novela; deshonrada, sin amor de la madre, perseguida por un sino fatal. Osear estaba a la altura de la situación. Vacilaban entre la fuga o el suicidio.

Y una noche huyeron. Se marcharon a París.

Fueron dos meses de embriaguez, de amor, de romanticismo... hasta que se les acabó el dinero que él había robado a su madre, y con el que le compró trajes y pieles...

Del hotel lujoso donde se habían hospedado, pasaron a la «Maison Meuble», de allí a un sotabanco inmundo, pero Elena se creía amada y vivía en plena novela, como una Mimí. Trabajarían...

Pero una tarde esperó en vano la vuelta de Osear.

Pasó la noche llorando, sin dormir. Incapaz de dudar del cariño de su novio, pensaba que le había ocurrido alguna desgracia. No se atrevía a recurrir a la policía por no denunciarse. A la mañana siguiente fué a buscarlo a la Morgue, y paseó por las orillas del Sena, mirando si aparecía algún cadáver entre las aguas...

Al volver a su casa le dieron una carta. Osear, arrepentido, se volvía con la familia, dejándola sola y abandonada, aunque con la esperanza de que ella se iría con su madre y podrían rehacer ambos su vida después de aquella calaverada. ¡Calaverada! ¡Así calificaba un amor en el que ella había puesto toda su vida!

Lloró mucho, estuvo varios días sin comer... quiso morir, echarse al río...

Al fin su desesperación cedió.

Encontró algunas señoras piadosas que la compadecieron y se ofrecieron a buscarle una colocación de señorita de compañía, pero un día le advirtieron:

—Indudablemente tu madre te reclama. Han venido unos policías preguntando por ti.

Era menor de edad. Para escapar a la patria potestad tenía que irse al extranjero. Las señoras le dieron una recomendación para la hermana y las sobrinas de Andrés.

El escuchaba con emoción creciente aquella historia vulgar, tan infantil, tan pura en medio de todo.

Aquella historia de chiquilla inocente.

—¿Y cómo no le dijo usted su situación a mi hermana?—preguntó al fin.

—Esa es mi falta. Por eso no me quejo de lo ocurrido. Me habían acogido como a una señorita... Me ofrecieron su amistad... Me invitaron a comer... ¡Eran tan simpáticas!... Tenía miedo a decaer en su consideración... por eso no dije nada... Tenían razón... mi cabeza loca... fantástica... Por eso no seré jamás feliz, por eso no me ha querido de verdad nadie nunca... ni mí propia madre.

Volvía a llorar con amargura.

Andrés sentía crecer su interés por momentos.

—No. No se acuse usted. No es su fantasía su enemigo, es su hermosura—le dijo—. La hermosura es un lujo que sólo pueden permitirse sin gran peligro las mujeres muy ricas e independientes. Una mujer bonita no puede esperar la protección que sólo se otorga a las feas como una compensación.

Siguió hablándola paternal y dulcemente mientras ella lloraba. Era un hombre encantador, conocedor del mundo, escéptico sin ser cínico y vividor sin llegar al egoísmo. Tenía una voz grave y dulce que la conmovía. Hubo un momento en el cual no oyó lo que le decía. No escuchó más que el rumor de su voz. Se le abrió el corazón inundado de esa melancolía que hace más amantes que el amor.

Andrés se esforzaba por mantenerse sereno. ¿Debía aprovechar la situación? Estaba hermosísima, con sus cabellos rubios, su rostro de ángel, los ojos azules, tan claros, tan inocentes, de una mirada tan cándida, velados por las espesas pestañas luminosas.

Su misma belleza le marcaba el camino que fatalmente había de seguir.

No puso resistencia. Se dejo besar en los ojos, en la garganta, en la boca, abandonándose en los brazos de Andrés. No percibía más que el rumor de la ciudad, ni veía otra cosa que el resplandor lejano de las estrellas. Era la ciudad, la silueta de las montañas y de los sauces, el perfume del lago, los que la poseían. No era el hombre. Sentía el encanto de las cosas, de la naturaleza, del ambiente. Era la mujer fantástica que lo amaba todo y todo tomaba cuerpo para encarnar y abrazarla. Aquella noche era la enamorada de Ginebra. Se entregaba a la ciudad, al espíritu del lago.

IV. La amiga de los negros

Andrés había tomado en serio aquellos amores.

Para él equivalía a ser el primer amante de Elena a ser el segundo. El primero era como uno de esos ensueños de colegialas que al despertar de sus sentidos se enamoran de un primito o del hermano de la amiga, si no es de la amiga misma. Nada de transcendencia.

Ella le había ocultado que aquellas «señoras» que la amparaban en su abandono eran dos muchachas de vida alegre, las cuales le dieron un remedio para verse libre del hijo de Osear, que llevaba en su vientre.

Después se había ganado su vida por los «cabarets» y los bulevares con los estudiantes y los extranjeros que van a París con la leyenda de las grandes cocotas y se conforman con las muchachitas modestas, a las que llevan a cenar a un restaurante y les alegran unas horas, creyéndose que son mujeres de un excesivo «chic», distintas de las que conocen en sus provincias, porque se dan rojo en los labios, fuman el cigarrillo luciendo uñas miniadas, cruzan las piernas y se envuelven con descoco en sus abrigos amplios.

Era fatigoso ese modo de vivir. Ella que lo ejercía sin entusiasmo, pensando en el potentado que asegurase su vida, eligió para sus amigos sólo a los negros.

Tenían por ella los negros una especial predilección, sin duda los atraía el contraste de la blanca más blanca de todas las blancas. Tal vez despertaba en ellos un instinto de antropófago, no bien dormido aún, con la carne tan lechosa, tan tierna y el gesto un poco bovino que solía poner. No le costaba gran repugnancia, como a otras de sus amigas, que por nada del mundo hubieran amado a un negro.

Sólo alguna vez que otra tenía miedo de un contagio de raza y se miraba al espejo con el temor de que apareciese sobre la limpieza impecable de su cutis alguna mancha de color obscuro. Las otras compañeras, celosas de su belleza, encontraron en esto manera de humillarla. La llamaban «la amiga de los negros» y hacían que los blancos se apartasen de ella. Pero los negros se lo agradecían. Ellos la llamaban también «la amiga de los negros», y la mimaban, la obsequiaban, la atendían.

Eran menos exigentes y más correctos que los otros.

La colmaban de regalos y ella lo gastaba todo en toilettes, no quería hacer de su vida un «oficio», quería buscar en ella el «placer»; por eso, en vez de la sordidez de economizar para hacerse una rentista, hallar un marido complaciente y asegurar la vejez, lo derrochaba todo.

No era falta de previsión, no era que la hubiese abandonado el sentido práctico de las mujeres que saben, hasta por instinto, el valor del dinero, la fuerza que hay en él y la necesidad de conquistarlo. Era que sabía que el medio de llegar a tener dinero era aquél. Su belleza, los refinamientos, el lujo en el atavío, eran sus instrumentos de trabajo.

Estaba borrada de su alma, aunque de tiempo en tiempo debiese reaparecer la visión de la casita blanca, con el marido enamorado, los bebés rosa, que juegan con el perrito y con el gato, mientras ella cuida las gallinas y las flores o prepara la mesita de blanco mantel. El idilio clásico y aburrido en el que suele introducirse cualquier doncellita pizpireta o cualquier jardinero buen mozo.

Lo que le hacía falta era destacarse, hacerse notar, y en París aquello era muy difícil. Por eso se le ocurrió irse a Ginebra, el «pequeño París», la ciudad cosmopolita, como un gran hotel de extranjeros. Se cambió un poco su apellido, para que admitiera una «de» con apostrofe y tuviese una armonía elegante.

Convirtió Abrenville en D'Aurenville y emprendió su viaje. En el camino encontró una vieja señora entrometida, a la que contó una historia de grandezas, y ella le dio la presentación para la familia Laurent. Elena pensó aprovecharse de la ocasión para introducirse en una sociedad donde podría lograr la «gran conquista» deseada.

Los acontecimientos precipitados la echaron en los brazos del viejo solterón, para formar un verdadero idilio.

Andrés se apasionaba cada vez más de la mujercita que creía romántica y enamorada, de una manera a la que desde hacía largos años no estaba acostumbrado.

Hombre de mujeres, rico, galanteador, la vida había sido para él fácil y no le había dejado sentir la necesidad de crearse unos lazos más íntimos.

Amo tanto a todas las mujeres—solía decir—, que me creería ofenderlas si le diera la preferencia a una sola.

Cuando su hermana le aconsejaba que buscase una compañera para su vejez, contestaba:

—Esa es la mayor de las tonterías. Se le consagran los días de juventud a una mujer que coarta la libertad y amarga la existencia, con la esperanza egoísta de tener en ella una enfermera dedicada cuando llegue la vejez, y la suerte nos hace la mueca burlona de que se muera y nos deje solos, en la época en que es imposible ya rehacer la vida o de que sea ella la imposibilitada a quien tengamos que cuidar e infierne también nuestros últimos días. Castigo merecido para los que se hacen del matrimonio un seguro de ancianidad.

Pero aunque creía eso se había ido creando lazos, que ahora le impedían tener toda la libertad deseada para gozar su nuevo amor.

Se lo impedía aquella señora casada cuando él la conoció con la que no creyó comprometerse en un galanteo, y que poco a poco se había ido apoderando de su vida. Estefanía tuvo un hijo que pasaba por hijo del marido, y que ella le aseguraba que era suyo. Andrés llegaba a creerlo, por el extraordinario cariño e interés que le inspiraba la criatura.

Cuando se quedó viuda Estefanía, él fué de los albaceas testamentarios, y de tal modo se enredó en sus relaciones, que todo el mundo las sabía, las aceptaba, y ya sentía miedo del día en que ella se empeñase en legalizarlas, dando al traste con su cómoda vida de solterón.

No concebía la vida de familia, acostumbrado a la independencia de la vida del hotel y a la frecuentación de la vida de sociedad, mimado por todas las jovencitas, que veían en él un marido posible. Era la última seducción que le quedaba de su juventud de buen mozo y conquistador, por la atracción que la manía matrimonial ejerce sobre las mujeres.

Tenía distribuidas sus noches para ir a cenar cada una en casa de un amigo o pariente, sin olvidar a Estefanía, y él llevaba los vinos y los postres, los cuales sabía elegir con un gusto exquisito. Por eso no se presentaba sino rara vez en público con Elena, ni podía resultarle demasiado pesado con su asiduidad.

La había instalado en un lindo pisito, en la otra orilla, frente al jardín inglés, y atendía a sus necesidades de manera que la joven vivía como una buena burguesa rica, que nada tenía que desear.

Con la volubilidad de su carácter, Elena encontró agradable aquella etapa de su vida. Pensó amar a Andrés, si no con pasión, con una ternura casi filial.

Lo encontraba discreto, amable y fino siempre.

La cautivaba su aplomo, su trato, sus maneras de gran señor, a las que no estaba habituada y que satisfacían el deseo de distinción tan arraigado en la mayoría de las mujeres.

Aunque ella salía sola en su coche, e iba sola a su palco del teatro, limitándose a saludar de lejos a Andrés, al que veía mariposear de un lado para otro, besándolas manos de las damas de grandes descotes, su belleza era demasiado notable para que no se tratase de averiguar su vida y se enteraran de sus amores.

El escándalo de las sobrinas de Laurent fué inmenso.

—¡Suerte que pocas personas la han visto en nuestra casa! —decía la madre.

—¡Y pensar que se la hemos presentado nosotras al tío!—exclamaban las hijas.

—Ya se comprendía qué clase de pájara era— añadía sin ceder en su primer rencor Susana.

Era ella, sin embargo, la que nada decía a Andrés contra la joven. Le gustaba que no estuviera libre, recordando con miedo las coqueterías que se permitió con Alejandro.

Pero Andrés no les hacía caso; jugaba también, , sin darse cuenta, como Elena, al «buen burgués».

Era ella una esposita deliciosa, tanto, que a veces Andrés pensaba de buena fe, con el deseo de asegurarse aquella felicidad: «Si me casara con ella», y suspiraba recordando a Estefanía y al muchachote, que empezaba su curso universitario.

Adivinaba Elena sus gustos. Le preparaba sus meriendas, sus cenitas, sus golosinas. Se había empeñado en que usase en la casa su pyjama y sus zapatillas, y aunque Andrés se negaba, por corrección, acabó por ceder y aquello fué un paso más que lo unió al hogar apacible.

Se sentía tan cómodo y tan bien en pyjama y babuchas, que las veladas se hacían más deliciosas.

El carácter vehemente de Elena ponía pasión en sus caricias.

Lo besaba ardorosamente, jugaba con su cabello y le solía decir:

—¿Para qué te tiñes? ¡Me gustaría tanto besarte las canas!

—Porque aún no tengo el cabello bastante blanco —respondía él con cierta coquetería—. Está en ese período de «sal y pimienta», que resulta tan feo, aunque menos que la calva.

—En ti no es feo nada—le contestaba ella—. Tienes un alma muy hermosa. ¡Te adoro!

Sentía él optimismo y juventud al lado de aquella mujer, a la que hallaba más hermosa cada vez.

La belleza de Elena era para sentida, para contemplada. Era toda armonía. De estatura regular, muy esbelta, muy carnosa, al mismo tiempo, deliciosamente formada. Se veía que estaba avalorada por los cuidados, la limpieza y el mimo. Era la suya una carne albirrosa, con un aterciopelado de pétalo de jazmín, que daba a los ojos la impresión que causa al tacto la seda y la suavidad del satinado. Tenía el encanto con que las miniaturas atraen las miradas y las reposan aunque no tengan la fuerza magnética de la pintura al óleo.

Era la mujer miniada, con aquella carne de porcelana de pasta blanda, con reflejos de nácar, los ojos azules, los labios rojos, y las cejas y las pestañas rubias, que le daban el toque del oro de las miniaturas de misal. Sus cabellos hacían resplandecer el rostro, tan correcto de forma, tan limpio de tachas, sin un granito, una rojez o un vello imprudente, que viniesen a macular la pureza tan graciosa, iluminada por la sonrisa, detrás de la cual relucía una dentadura pareja y brillante.

—Es pena—le decía acariciándola—que las obras hermosas de la naturaleza se destruyan. Que la belleza se marchite como las rosas.

—No me hables de eso, te lo pido por Dios—rogaba ella—. Si yo estuviese entre trapenses, sólo de oir continuamente «Morir tenemos», me hubiera muerto a los dos días. Y aún es peor que morir esto de pensar en las arrugas y en la decadencia... Es morir dos veces. ¡Qué infamia! Se debía morir en la plenitud de la fuerza y la hermosura.

—No lo creas. La decadencia prepara a la muerte, que sin ella sería demasiado dolorosa.

—Bésame... Bésame mucho, para que yo no me acuerde de todo eso.

La felicidad ponía en él un aire que lo rejuvenecía.

—Me vuelvo un muchacho a tu lado — le confesaba a Elena—. Hay que creer que la juventud es contagiosa. Por eso Salomón, el portento de la sabiduría, se rodeaba de mujeres jóvenes.

Pero su dicha la nublaba Estefanía, celosa de algo raro que había en la conducta de Andrés. El no quería romper con Estefanía; era la costumbre, la tradición, el pasado todo; lo que estaba unido a ella.

Quería conciliar su amor con el de Elena, como lo había hecho con tantos otros. Bastarían unos días de asiduidad para dejar a Estefanía tranquila. Elena había mostrado deseos de conocer Suiza. Le propuso que hiciese un pequeño viaje a Lausana, Berna, y Basilea, hasta llegar a Schaffehouse y ver las cataratas del Rhin.

—¿Por qué no me acompañas tú?

—No puedo, por mis asuntos, dejar ahora a Ginebra.

—Entonces, prefiero quedarme a tu lado.

—Es que voy a pasar unos días de no poderte atender... vienen unos ingenieros franceses... y belgas... tenemos que ir a ver las minas... Unas minas de mi pertenencia... los negocios inevitables... Por eso podías aprovechar la ocasión.

Ella ardía en deseos de hacer aquel viaje y se dejó convencer. Comenzó su excursión sin sentir gana de dejar su papel de burguesita. Admiró en Lausana la belleza del lago y las montañas, paseó las calles medioevales de Berna, y visitó los museos de Basilea, sin experimentar la necesidad de hacerse acompañar por nadie, Pero bien pronto la soledad la cansó. Necesitaba tener alguna persona que se ocupase de ella continuamente para estar contenta.

Tal vez el cariño que le profesaba a Andrés nacía de ese sentimiento, que él, sin saberlo, halagaba, con su dedicación y sus continuas alabanzas.

Elena le escribía diariamente cartas apasionadas:

«Sin que tú estés conmigo no veo bien estos paisajes», le decía. Y él contestaba con otras cartas románticas, llenas de pasión, en aquel extraño idilio de la muchachita que comenzaba a vivir, y el viejo solterón acostumbrado a los. amores fáciles.

V. Al borde del Rhin

Estaba recostada en la baranda de madera del enorme puente del Rhin, que sostenía la vía férrea e iba a introducirse en el corazón de la montaña, donde se apoyaban sus pilares.

El recodo brusco del río ocultaba por completo su curso. Parecía un lago verde, sereno y manso, de un modo que hacía incomprensible el furor conque desde allí se precipitaba en el abismo, y los remolinos de espumas de sus cataratas, con aquel torbellino infernal.

—Aquí es donde descansan las aguas para tomar fuerza—dijo Elena—. Se parecen a esos saltimbanquis que se preparan a dar el doble salto mortal.

—Es más bien como una travesura del río—contestó Luis, que estaba a su lado—, un salto a la comba, según lo pronto que se serena y continúa, tranquilo, su curso.

—Parece que nace aquí. Está el agua tan clara, que deja ver las piedras, verdes y lucientes como esmeraldas. Se piensa en la heroína de Maeterlinck, que creía ver coronas en el fondo del agua. Atrae de un modo poderoso. Dan deseos de tirarse, no para hallar la muerte, sino para buscar un placer supremo.

—Tal vez sea ese el secreto por el que tantas mujeres y hombres jóvenes se han arrojado desde este lugar al río. Dicen que hay ondinas que los llaman.

—Lo que le sé decir a usted es que pocos sitios he visto tan melancólicos. Este remanso a nuestros pies, a ese lado la montaña, con la boca negra del túnel, en donde acaba el puente, a ese otro la ribera de chopales, y allá, abajo, el ruido de la catarata y el remolino de agua blanca entre esas tres piedras desafiadoras de su fuerza, aunque estén horadadas, día a día. Es esta melancolía la que incita a echarse al agua.

—¡Cuidado, que ya me repite usted dos veces esa idea y va usted a sugerirme el deseo de que se quiera usted tirar al río!

—¿Qué dice usted?

—Que si yo tuviese la suerte de ver que se iba usted a suicidar, podría salvarla estrechándola entre mis brazos.

Puso una pasión en su acento que la hizo temblar.

Le parecía hermosísimo Luis con su cabellera leonada, abundante, los hermosos ojos grandes, almendrados, velados por los párpados que se entornaban y, sobre todo, la voz de una nota monocorde, pero intensa, aguda, clara y penetrante. ¡Qué contraste entre aquella juventud lozana y la vejez de su amante!

Se habían encontrado en Basilea. El joven había reconocido a la criselefantina que lo enamoró en Ginebra. Encontró manera de acercarse, de hablarle, de recordarle su primer encuentro en un día que ella no podía olvidar nunca y, por último, se ofreció a ser su cicerone. El momento era propicio. Elena aceptó. Habían visitado juntos Schaffehouse y la vieja iglesia que inspiró a Schiller su canción a las campanas.

Luis le hacía la corte sin necesidad de una declaración vulgar. Ella se sentía enamorada, sin pensar para nada en Andrés. ¡Por algo le amaba «como a un padre»! Saboreaba su papel de mujercita decente que resiste. Desvió la conversación.

—Es que esas cataratas no me causan la impresión de grandeza que yo me había figurado.

—Aún no las ha visto usted bien. Sigamos. Apóyese en mi brazo.

—No... gracias.

Escapó corriendo delante de él, con los cabellos revueltos por el aire, brillándole al sol como hebras de oro y dejando valer, en su marcha gallarda, todos los escorzos de su cuerpo ligero y perfecto. Subieron la cuesta del montecillo. Al fondo del sendero se alzaba el antiguo castillo de Laufen, la morada feudal convertida en albergue. Entraron en los magníficos jardines. Elena corría por ellos, desdeñando las rosas y las flores cultivadas para coger por los ribazos las pequeñas miosotis azules.

Hizo dos ramitos, sé prendió uno en el pecho y ofreció otro a Luis.

—¿Sabe usted el significado que tienen estas flores?—preguntó él.

—¿Qué mujer no lo sabe? Hay algo que nos inclina a aprender el lenguaje de las flores. ¿Y usted, lo sabe?

—Sí. «No me olvides». ¿No quiere usted que la olvide?

—Naturalmente que no.

—¿Por qué?

—Por un sentimiento muy humano. Quisiéramos perpetuarnos en todo.

Había entrado en el Belvedere, donde al través de los vidrios de colores veía el paisaje iluminado por luces diferentes: violeta, azul, rojo o verde.

—Esta puerilidad para engañar niños—dijo Elena—empequeñece el paisaje. Vamos a seguir bajando.

En el Kauzeli, a la altura de la catarata, el ruido era atronador, las masas de agua, como nieve batida, se precipitaban semejantes a un glacial inmenso, como una lava blanca que destroza a su paso.

Las tres rocas resistían el empuje de la catarata, estaban allí erguidas, con sus piedras horadadas, cubiertas de musgo y de flores.

—Son el paraíso de las ondinas. Boeklin debió pintar aquí ese cuadro que hemos admirado en Basilea. Es el pintor del Rhin.

—¿Quiere usted llegar hasta el Fischetz?

—¿Qué duda tiene?

—¿Y embarcarse para cruzar el río e ir a ese palacio?

—Eso no, porque me marearía, me pondría muy fea y no quiero que usted «no me olvide» en una figura lamentable.

Luis le llamó la atención. A la entrada del Fischetz, en la piedra viva, Schiller y Goethe habían grabado sus nombres.

Elena tuvo el talento de hacerle creer, con su gesto, que comprendía de qué se trataba, aunque no sabía quiénes eran aquellos señores.

—Es preciso ponernos unos impermeables.

La mujer que los alquilaba, una suiza de carne curtida y pecosa, con cabello de lino, les ayudó a vestirlos y los dos jóvenes penetraron bajo la catarata.

El ruido era atronador, parecía como si la montaña toda fuera a desplomarse sobre ellos. Las gotas de agua que chocaban con sus rostros les hacían daño, tenían dureza de chispas de pedernal. Un polvo de agua espeso los cegaba. Era una belleza imponente, grandiosa, terrible. Un inmenso «Magnificat» entonado por la naturaleza.

Ella se asía con las dos manos a la barandilla del balcón, que se movía a impulso del retumbar del agua. Estaba próxima a desvanecerse; él la sujetaba, la oprimía contra su pecho. Creía sentir la palpitación de su carne al través de sus vestidos y rozaba sus cabellos de oro con sus labios.

Salieron de allí silenciosos y comenzaron a subir la cuesta.

Esta vez ella se apoyaba en su brazo y no se decían nada. Llegaron al Castillo y les sirvieron la comida al aire libre. No se enteraban de lo que comían.

—Una naturaleza como ésta, absorbe, mata, consume. Se encuentra todo pequeño ante ella.

El estaba contrariado. Comprendía que las emociones violentas los habían alejado del amor. Se habló sólo de cosas triviales. Estaban disgustados los dos.

Una muchachita de frente grande y cabellos crocinos, apareció con dos palmatorias encendidas para acompañarlos a sus habitaciones.

Se despidieron en la puerta del cuarto de ella.

Pero apenas resignado a su fracaso había entrado Luís en el suyo, la oyó llamar con voz de mimo:

—Señor Mersey... Señor Mersey... Señor Luis...

Acudió con presteza.

—¿Necesitaba usted algo?

—¡Tengo miedo!

—¿Miedo a qué?

—Vea usted.

El entró en la alcoba. La luz de la vela no bastaba a alumbrar más que un pequeño círculo de la estancia de techo artesonado. Debía haber sido el Salón de Honor del gran Castillo. No tenía apenas muebles, desmantelada, desnuda, fría; la cama parecía una cunita de niño en el fondo. El comprendió su miedo y quiso tranquilizarla.

—Puede registrarse fácilmente; aquí no hay nadie.

En cerrando la puerta...

—No... no... no basta registrar. Me parece que esto debe estar lleno de espíritus de las gentes que vivieron aquí, que en este cuarto hay una historia... que aquí mataron a alguien y se me va a aparecer.

—¡Qué niñería!

—Además, en estas paredes, con estas tapicerías viejas, debe haber puertas secretas.

En aquel momento resonó un grito extraño fuera y algo tocó los cristales del balcón.

—Si estoy sola me muero—dijo ella bajando la voz, por esa fuerza con que el miedo obliga a hablar bajo.

Luis abrió un postigo.

—Son cornejas de la torre que tenemos al lado.

—Esos pájaros siniestros.

—Unos pobres animales como todos los demás.

—No... no son como todos los demás... Me dan miedo.

—Venga usted, serénese usted... Mire. Rostand estuvo aquí, con segundad. Esta es exactamente la decoración de Grano de Bergerac.

Era, en efecto, aquel gran balcón de piedra, iluminado por la luna, con su luz blanca y fría, el mismo de la decoración del drama.

Estaba allí el gran jardín, el magnífico árbol solitario; todo el encanto y toda la poesía de la noche, envolvía al paisaje.

A un lado, la torre; en el fondo, los bosques.

—¿Qué es aquello?

Señalaba a uno de los lados.

—Es el cementerio más florido de todos los cementerios. Todo cubierto de rosas, con las tumbas blancas como camitas de sanatorio. Hemos pasado por él esta tarde. Me creí que lo había usted visto.

—No... no lo vi... si lo hubiera visto, no me hubiera quedado a dormir aquí tan cerca...

—¿Es usted supersticiosa?

—Es algo más fuerte que yo.

Guardaron silencio.

—Y luego, no haber aquí luz eléctrica—siguió ella—, ni siquiera un quinqué. SÍ la vela se apagase.

No quiero ni pensarlo.

—¿Por qué se ha de apagar?

—Además, no dura para toda la noche.

—Le daré a usted la mía.

—¿Y usted?

—Yo no tengo miedo.

—¡Dichoso usted!

—Si usted quiere, me quedo a su lado a velar su sueño.

—Sería abusar de usted.

—Nada de eso. Será usted como esas princesas que se acostaban al lado del paje, descuidadas, porque ponían la espada en medio.

Guardó silencio.

Le molestaba ya tanto respeto, cuando la proximidad de la muerte engendraba una ansiedad de amar, de amar mucho para no morir fracasado. Se escuchaba fuera el ruido estruendoso de la catarata, que tomaba ecos extraños en el silencio de la noche.

Aquel ruido de jazz-band gigantesco, apagaba el del vendaval que hacía agitarse a los árboles locamente con contorsiones de epilépticos, como si bailaran una danza macabra, una zarabanda infernal, con todo su ramaje dislocado.

Un cielo manchado de nubes dejaba brillar la luna a ratos y a ratos la ocultaba, dando la impresión de una lucha, en la que la luna rasgaba los vendajes que la querían envolver.

Goterones de agua volvieron a apedrear el cristal.

—Debe oler a tierra mojada—murmuró ella.

Luis abrió los cristales. El ruido torrencial de las cataratas, llegó más distinto y más asustador. Una ráfaga de viento hizo oscilar la luz de la vela al par que un relámpago iluminó las tumbas del cementerio próximo, que parecían fantasmas blancos, movibles, por efecto de la luz azulina y fugaz.

Ella dió un grito.

—¡Luis!

Y se abrazaron, sin cuidarse de cerrar el balcón, con toda la voluptuosidad del miedo.

VI. El encanto de los celos

Se prolongó el viaje más de lo que pensaban. Eran días de apasionamiento en el pequeño hotel de Neucasen, haciendo deliciosas excursiones en los vaporcitos que iban hasta Constanza, muy unidos los dos, arrimados el uno al otro, como si tuviesen miedo de naufragar.

Amaban aquel río, que les parecía recién nacido, al verlo salir del lago, con las aguas frescas, verdes, infantiles, tan gracioso y tan romántico, que no hacía suponer fuese el mismo Rhin, de Basilea, Maguncia y Colonia.

Pasaban aquellas poblaciones rientes de la ribera, cada una de una nación: Suiza, Alemania, Austria, Baden, como si allí se hubiese enmarañado la madeja de las naciones, cruzándose los hilos de un modo imposible de desenredar. De burguesa había pasado Elena a ultra-romántica. Envidiaba a las mujeres que vivieron allí en la época de las ciudades lacustres, sin comunicación con otras gentes; deseaba quedarse para siempre en una de las aldeas de pescadores, pintorescas, poéticas, como Ermatingen, o en la bella isla de Reichenau, y hasta hablaba de tener un hijo, con gran susto de Luis, que aunque se sentía feliz aquellos días no pensaba prolongar sus amores más allá del término del viaje.

Ella le había contado su misma historia infantil, que conmovió al joven mucho menos que a Andrés.

Lo único que había alterado fué su condición de modesta bretona. Ya se pintó descendiente de una familia noble de la Vandé, Naturalmente que la historio acabó en el abandono del primer novio. Ahora vivía recatada en Ginebra con una tía suya. La influencia del Rhin había despertado su primer amor.

Luis fingía creerla. No hubiera sido de buen gusto contradecir a la mujer bonita y amable. El sabía sus amores con Andrés, al que más de una vez había envidiado. Aparentaba no fijarse en la carta de la anciana tía, que con un sobre de letra masculina recibía Elena todos los días, aunque algunos olvidaba el contestar.

La separación fué triste. Ella lloraba mucho y él se dejó conmover. Le confesó que era casado, pero alguna vez, con discreción, podrían verse en su cuartito de soltero.

Andrés la encontró más bella y más amante a su regreso. Al verlo sintió ella renacer su ternura. Lo abrazó con transportes de alegría y de pasión. Por ningún joven del mundo hubiera dejado a su protector, tan elegante, tan bueno. Su vejez era casi un mérito, una depuración.

—Te adoro, «viejo mío»—le susurraba.

Eso no le impidió acudir solícita y llena de una pasión loca a la primera cita de Luis. Era tan atrayente, tan sana, su juvenil alegría, su fuerza, su vehemencia, en contraste con la dulzura de Andrés. Era el de Elena un sentimiento que se completaba entre los dos. No hubiera sabido prescindir de ninguno de ellos.

Luís representaba la emoción, la vida agitada y tempestuosa; Andrés el plácido reposo hecho de cuidados y ternuras. Debían sucederse como el sueño sucede a la vigilia.

—Es una tontería hacer incompatibles los sentimientos que caben en el corazón al mismo tiempo —se decía.

Una noche, cuando Andrés entró a cenar en casa de su hermana, la encontró más seria que de costumbre, mientras que las sobrinas lo miraban con una sonrisa alegre y picaresca.

—¿Qué os pasa, mis queridos diablillos?—preguntó él.

—Son cosas que las niñas no deben saber—respondió Margarita.

—Razón de más para que estéis rabiando por decirlo.

—¿A tí? Jamás!—exclamó con cómica gravedad Clotilde.

—No, no...

—No—corearon las otras dos.

Una seña de la madre las obligó a ir a su lado y vio que les hablaba con energía. Andrés, intrigado, disimuló hasta el final de la comida. En un momento que se quedó sólo con su hermana, le preguntó:

—¿Puede saberse, querida hermana, qué estaban deseando decirme esas criaturas a pesar de tu prohibición?

—Debías no preguntármelo y tener más juicio, Andrés—respondió con severidad la señora.

—¿Pero tan grave es?

—Grave, porque las locuras de los viejos vienen a turbar las cándidas imaginaciones de los niños.

—¿A qué viejos aludes?

La dama se mordió los labios, recogiendo la hábil sátira de la respuesta. Su hermano era menor que ella.

—Si no precisamente un viejo, en toda la extensión de la palabra, eres ya de bastante edad para no permitirte ciertas cosas.

—¡Ah, vamos, se trata de mi!

—Todo el mundo sabe tus continuas tonterías, sobre todo con la señorita D'Au...

—Sí, sí; pero ¿es alguna deshonra en un soltero, aunque sea viejo, tener una amante bonita?

—No tan soltero.

—¿Me limitas mi soltería?

—¡Naturalmente! Si se acepta en sociedad a Estefanía es porque se considera vuestra unión una cosa sería. Ya se ha admitido. El que se respete a una mujer en las condiciones de ella, hermano mío, consiste en que el hombre que la compromete empiece por respetarla. Que la sostenga de su brazo o que la deje caer.

—¡Excelente moral social! Me hablas, pues, en interés de Estefanía.

—¡Claro! Si la dejases por una cosa sería... Pero por una chicuela que te engaña.

—¿Que me engaña? Las mujeres creéis siempre en que engañan todas las demás. Tenéis experiencia...

La llegada de otras personas cortó la conversación. Una vez en el salón Andrés se aproximó a las sobrinas y les preguntó con aplomo:

—Vamos a ver. ¿Cómo habéis averiguado que me engaña la señorita de D'Aurenville?

—¿Lo sabes?

—¿Te lo ha dicho mamá?

—Sí.

—No hemos sido nosotras quien lo ha descubierto, sino Hanny—exclamaron las tres a un tiempo.

—¿Ha sido la americanita, tan santurrona y tan correcta?

—No la conoces bien. No puede vivir sin meterse en vidas ajenas y averiguarlo todo.

—Como que dice que la mujer que no se ocupa de las locuras de las otras, es que las hace ella misma.

—No está mal la teoría. ¿Y por qué se ha ocupado de mí?

—De ti no se ha ocupado.

—Aclaradme el enigma. Os lo pido.

—¿Y no harás nada?

—A mi edad no se suicida ya uno por un desengaño, queridas.

—Pues es cuando debía doler más.

—¡Si fuese el primero! Pero nos acostumbráis a sufrirlos desde tan jóvenes que ya tenemos encallecido el corazón.

—Pues siempre se dice que los hombres sois los culpables.

—¿Culpables? Es demasiado solemne eso. Ni unos ni otros somos culpables. Es la vida así. Un intercambio...

—Ya que lo tomas de esa manera, vamos a contarte lo que sucedió.

—Escucho.

—Pues ya sabes, Hanny es la curiosidad en persona... y no tiene nada que hacer... su marido con los emplastos para los riñones ganó una fortuna.

—Abrevia las digresiones. Ya la conozco.

—Ella vio que a la casa situada enfrente de la fachada de la suya, que da al jardín, acudían casi todas las tardes, a la misma hora, un caballero y una señora jóvenes. Se pasó semanas y semanas expiándolos. Logró conocerle a él.

—¿Quién era?

Dudaron las tres, mirándose.

—Os juro que no lo desafiaré.

—Luis de Mersey.

—¡Digno rival! Seguid.

—¿Te molesta?

—No, por cierto. Me hubiera molestado un ente más vulgar...

—Bueno, pues Hanny no podía averiguar quién era la dama. La mandó seguir, preguntó a los porteros.

—¡Qué interés!

—Es terrible. Se apasiona de esas investigaciones hasta el punto de que le quitan el sueño y el apetito.

—¡Qué gran detective pierde el mundo!

—Un día logró averiguar que la elegante señora era rubia, porque la portera, al hacer-la limpieza del cuarto, encontró en el peine un cabello largo, rubio, luminoso, como un hilo de oro para bordar.

—¡Muy bien! Es poética la descripción.

—Otro día la llamaron para que subiera una botella de Oporto y unas bananas.

—¿Y la vió?

—Sólo un pie desnudo, que asomaba de la «chaisse-longue»; dice que era precioso, y que tenía en el pulgar una sortija.

—¡Demonio!

—¿Qué?

—Nada.

Aquello ya era un indicio. Los pies de Elena eran de una belleza admirable. Andrés recordaba cuando los veía reposar sobre la colcha color de oro, como dos pedazos de alabastro. Unos pies perfectos de forma, de planta arqueada, empeine alto, dedos largos, en los que lucían las uñas pulidas y pintadas con carmín. Se diría que aquellos pies no habían andado ni se habían calzado nunca. El le regalo una pulsera de oro incrustada en brillantes para aquel tobillo estrecho como cuello de ánfora y una sortija con una esmeralda para el pulgar.

—¿Y qué más?

—Oyó que le llamaba Elena.

—Y os vino con el cuento a vosotras. Es un cuento para niñas hecho por una dama honesta.

—¡No tiene nada de particular!

—Y vosotras habéis deducido que hermosa y rubia no podía ser otra que la señorita D'Aurenville.

No os falta lógica.

—Como se llama Elena...

—Pensasteis: «Aquí fué Troya».

—¿Lo tomas a broma?

—Naturalmente. No veo nada malo en que esa señorita, u otra cualquiera, no se conforme en lucir sus sortijas ante un solo individuo. Está en su derecho.

—¿Qué vas a hacer?

—Yo nada. Lo encuentro muy bien.

—Eres un cínico.

—Merecéis todos que os engañen.

—Y no dudo que lo conseguiremos, si las damas decentes os educan de este modo.

A pesar de su mundaneidad, Andrés estaba hondamente preocupado. Le dolía el engaño de Elena como no le hubiese dolido el de otra mujer, excepto el de Estefanía. Había querido creer en la novela de la joven.

Pasó unos días hasta serenarse antes de ir a verla y tomó el partido de hablar con Luis. Necesitaba saber la verdad.

No le quedó duda al ver el gesto inquieto y sonriente, un poco irónico, de Luis.

—Somos dos hombres de mundo, querido amigo —dijo el viejo—, y no vamos a andar con niñerías. ¿Es usted el amante de Elena D'Aurenville?

El otro vaciló y al fin dijo:

—Por lo mismo que somos dos hombres de mundo, Laurent, sabe usted que esa pregunta no se puede contestar nunca más que con una negativa.

—Cuando se puede perjudicar a una mujer; pero en este caso no importa.

—¿No es usted su amante?

—Sí.

—¿Y le habrán dicho algo que usted desea comprobar para hacer una escena de celos?

—Nada más lejos de mi ánimo.

—O tomar la resolución transcendental de abandonarla.

—Menos aún. No se renuncia a una mujer tan encantadora como Elena. Yo no deseo las exclusivas, que me parecen hasta inmorales. Pero me gusta valorizar las cosas en mi afecto. No dar por el perro más de lo que el perro vale.

—Pues bien, amigo mío, yo no soy en realidad su amante.

—Eso depende del concepto que dé usted a esa palabra.

—La aplico, al que, aunque sea temporalmente, acapara y sostiene.

—No es usted más que un capricho.

—Usted lo ha tomado más en serio.

—Lo confieso.

—Es interesantísima.

—Mucho.

—Yo me sacrifico por usted, Andrés.

—No hay necesidad. Una mujer bonita tiene derecho a todo. Dejémosla creer que nos engaña.

Elena no pudo sospechar nada en la actitud de aquellos dos hombres. Ellos de no saberlo, no hubiesen sospechado tampoco ante su pasión y su ternura. Cuando se encontraba en el Club o en el teatro solían cambiar impresiones.

—¿Ha visto usted a Elena? — preguntaba Andrés.

—Ayer estuvo en mi casa.

Otras veces interrogaba Luis:

—¿Y Elena?

—Acabo de verla hoy.

Llegaron a hacerse confidencias íntimas y a cotejar los embustes que a los dos les había contado.

Era para desconfiar de todo.

—¿En quién creer? ¡Con esa carita de ángel inocente!—dijo Andrés.

—En las caras cándidas no hay que fiar—repuso Luis—; todas las jovencitas bobas, sin espíritu, parecen inocentes, cuando son bonitas, por pervertidas que sean.

—Pero Elena tiene talento.

—Es peligrosa.

—Yo confieso que me tenía engañado.

—Hasta cierto punto. Ella lo ama a usted.

—¿Cómo lo sabe?

—Por el cuidado que pone en ocultárselo todo y porque... en los momentos más íntimos me llama «niño», como si tuviese miedo de equivocarme el nombre.

Andrés rió.

—Entonces los mismos motivos hay para creer que lo ama a usted. A mí me llama «niño» también.

Verdad es que siempre me lo ha dicho.

—No tenemos por qué envanecernos. Es costumbre antigua. Seguramente no hacemos el número que creíamos en su corazón.

Un día, Andrés, recibió un billete de despedida de Luis; se iba por unos meses a Italia: «Le dejo libre a Elena. Consuélela». Se fué inmediatamente a verla, con curiosidad. Estaba contenta, como siempre. No se adivinaban las crisis de lágrimas y los ataques histéricos con que había despedido a Luis.

Pasaron unos meses de paz, de calma, encantadores para Andrés. Un día, Elena le dijo:

—Desearía hacer un viaje por la Suiza del Sur...

Lugano, Lucerna...

Partió abrazándolo tiernamente. Había recibido una carta de Luis:

«Estoy en los Grandes Lagos; ven a renovar nuestros recuerdos del Rhin.»

Pasaron dos meses sin que Elena hablase de volver. Le escribía todos los días a Andrés, poniéndole el encabezamiento de sus cartas en el italiano aprendido en su viaje: «Amore mío caro.» Hacía ya unas semanas que le escribía desde Lucerna. Andrés comprendía que los dos amantes se hubiesen detenido allí. Se arrepentía de no haber hecho él aquel viaje con Elena, gozando esa intimidad de los viajes, esa especie de renovación de los amores que ponen los cuartos del hotel. Se acusaba de haberla aburrido demasiado. Lucerna era un marco apropiado para gozar el amor de una mujer como Elena. Lucerna era un marco para el cromo con sus azules, sus dorados, sus crepúsculos de plata; aquel amaneramiento. Estaba preparada para estuche de una belleza rubia y luminosa.

El sentía que la necesitaba. Tomó el partido de escribirle a Luis al hotel donde estaban fechadas las cartas de Elena.

«Amigo mío, déjeme ya a Elena. La necesito.»

El joven rió. Así como así, empezaba a cansarse otra vez del idilio. Buscó un pretexto para separarse y le rogó a Elena que lo esperase en Ginebra. Ella telegrafió su vuelta a Andrés, que fué a esperarla a la estación.

Después de dos meses de calma, el viejo se quedó sorprendido al llegar a casa de Elena y hallarse con todos los muebles empaquetados, todas las cortinas y los cuadros descolgados, las maletas hechas. Si tarda un poco no encuentra a nadie.

—¿Pero qué es esto?—le preguntó a la joven, lindísima con su traje gris de viaje y su sombrero envuelto en gasas.

—¡Que me marcho a París!

—¿Pero así? ¡Quitando la casa sin decirme nada!

—No tengo que darle a usted cuentas...

—¡Elena!

—No le consiento confianzas.

—¡Es posible!

—No existe nada de común entre nosotros.

Estaba desconocida. Más rubia con el tono rosa que el berrenchín ponía sobre el blanco mate de su rostro.

El se enfadó también. Pensó en que Luis faltaba al pacto y se la quitaba.

—¿Te marchas con Mersey?

—¡Usted y él son dos miserables!

Estaba estupefacto.

Elena sacó de su bolso un papel arrugado.

—¡Mira!

Lo reconoció. Era una carta de Luis que él había recibido al salir de su casa un par de días antes y que debió caérsele en la habitación de Elena.

El joven le decía entre otras cosas:

«No podrá usted quejarse de que no me apresuré a enviarle a Elena. Agradecido a que la dejase usted venir. ¿Cómo está esa encantadora criatura?

Era aquella revelación la que suscitó la cólera de Elena. Ella, que creía engañar a los dos, se sentía traicionada por ellos.

Ninguno de los dos la amaba; se la cedían como un bibelot cualquiera.

En su arrebato, había decidido romper con todo, quitar la casa, llevarse sus muebles, irse a París.

En vano Andrés, desolado, trataba de calmarla.

—Querida Elena... sé razonable.

Se enfurecía más.

—Sí, eso no se hace... No se engaña así a una mujer... Habéis jugado conmigo... Sois unos miserables... Os habéis reído de mí... Me iré... me iré para nunca más volver, para no veros jamás... Quiero vivir mi vida, mis caprichos, ser la mujer fantástica que soy... Necesito que me ame un hombre... un hombre de verdad... que me tiranice... ¡Quiero un hombre con celos!

Se le aparecían los celos como el supremo aliciente del amor. Eran la sal, la mostaza que le faltaba. Sin ellos, sin el placer de exponerse, de bordear el drama, de provocar el sufrimiento, no tenía interés el engaño, ni valía la pena tomarse el trabajo de engañar.

VII. La sugestión del arte

Despierta más temprano que de costumbre, a pesar de haber dormido poco, Elena se desperezaba entre las pieles, las batistas y los almohadones que le servían de lecho, mirando al través de la ventana entreabierta un cielo de día tormentoso, en el cual se asemejaba el sol a uno de esos héroes de cinta cinematográfica, siempre perseguidos y luchando con los nubarrones dispuestos a ahogarlo, pero a las que desgarraba en momento oportuno un protector invisible que no podía impedir que surgiesen otros inmediatamente.

Ponía frío en el ánimo el aspecto del cielo y Elena se aovilló como si sintiera en su carne la caricia de un baño tibio.

Entre sus caprichos estaba el de haber suprimido la cama. Se acostaba en el salón, en el tocador, en el comedor, en cualquier parte, puesto que todas las habitaciones podían ser camas, según se amontonaban en ellas pieles de oso, de tigre y de león, tapices de Gobelinos, de Arras o de Esmirna, mezclados con preciosos almohadones.

Aquella mezcolanza no daba la sensación de desmarañamiento, porque la presidía un buen gusto exquisito.

Al pie del crucifijo de marfil, obra de un escultor italiano del siglo xv, estaba la pecera de cristal, como pila de agua bendita, donde nadaban lindos pececillos negros, blancos y rosados, con los brochazos de oro o plata corno un sello sobre la cola.

Era la hora de comenzar Elena su «toilette», la fatigosa ocupación de las que no tienen nada que hacer.

El conservar su hermosura, con su piel de nácar, sin una sola tara, costaba inmenso trabajo. Toda la mañana le pertenecía a masagistas, depiladores, dentistas, peluquero, pedicuro y manicura; hasta quedar después del baño perfumada y pulida como un ídolo.

Luego había que emprender la tarea de presentarse en los paseos, en casa de los modistos en los lugares donde es preciso que una mujer a la moda se deje admirar para sostener su rango.

Su marido, a pesar de ser un tanto tacaño, no le regateaba el dinero. Los grandes pintores inventaban para ella modelos y se hacía ejecutar exprofeso los tejidos. Buscaba la originalidad en las joyas, en los perfumes, para tener el placer de deslumbrar con su lujo y su belleza; pero Elena no era feliz.

A su regreso de Suiza, se había instalado espléndidamente en uno de aquellos nobles hoteles viejos de la rue de la Université, en el barrio aristocrático, silencioso y rodeado de jardines.

Como el jugador desesperado que pone toda su fortuna a una carta, entregando al azar su suerte o su ruina, Elena gastó todos los ahorros para presentarse con un lujo capaz de llamar la atención en París.

Sabía que no bastaba sólo la belleza para triunfar.

Mil mujeres bonitas pasaban inadvertidas sin que los grandes elegantes parasen mientes en ellas. Los hombres solían ser más sensibles al influjo de la moda que al de la belleza. Elena se había trazado su plan de aparecer en aquel círculo, relativamente pequeño, que forma la selección de la vida parisién, como una mujer independiente y difícil.

Bien pronto la siguió una nube de adoradores, intrigados con la verdadera resistencia de la joven.

Era la duda la que mantenía su abstención. Un solo pretendiente hubiera triunfado con facilidad, el tener que elegir la embarazaba. En cada uno de sus adoradores veía el tipo genérico. Aquel gordo y opulento banquero, de gruesa cadena y grande solitario, debía roncar y oler a champagne y trufas de un modo insoportable. El joven sporman, de monóculo de concha prestaría a su conquista menos atención que a su caballo de carreras. El gran político la tomaría sin concederle importancia, entretenido con sus múltiples cuidados.

El joven cito heredero de una gran fortuna sería demasiado impertinente y voluble. En el fondo de su espíritu existía un anhelo, una inquietud, un deseo de amor. Había ya gustado todos los amores sin saborear ninguno. A pesar de la ilusión francamente sentida por Osear, con la revelación del paternal cariño de Andrés; del amor romántico de Luis y de la multitud de pasiones de unas horas o unas semanas, que la agitaron en su época de convivencia con estudiantes y africanos, Elena pensaba que no conocía el amor. Se necesitaba un hombre superior para inspirarlo tal como ella i o concebía.

Era capaz de amar a uno de esos hombres que atraen la atención general y el aplauso de la multitud, pero sentía una gran repugnancia hacia todos aquellos hombres de casino, de gran mundo que le parecían los bolsistas del amor, siempre dispuestos a cotizar la belleza nueva puesta al servicio de su vanidad. En este estado de ánimo su atención recayó sobre Leopoldo Marigni.

Había llegado a obsesionarla la figura del gran actor. Llevaba ya varios meses de ir todas las noches al mismo teatro sólo por verlo.

—Es el primer actor del mundo—decía entusiasmada, batiendo palmas a cada frase feliz.

No era Leopoldo Marigni un hombre joven; pero disimulaba bien la edad, que no se le hubiera computado sin los dos hijos, con apariencia de hermanos menores, que lo acompañaban en la escena y que ya habían hecho su servicio militar. El gran actor continuaba siendo un buen mozo, guapo, un poco más grueso de lo que convenía, de facciones nobles, francas y abiertas, en las que todos sus personajes parecían haber dejado un reflejo, según eran de cambiantes en la expresión.

Lo que más encantaba a Elena era su mirada. Tenía en el círculo morado de sus ojeras toda una patente de hombre de mundo sensual y afortunado.

Elena había oído referir las innumerables aventuras que se le achacaban con las más bellas mujeres.

Ninguna había resistido a su seducción. Eran ellas las que se le declaraban, lo buscaban, lo perseguían.

Se hablaba de mujeres que se habían suicidado o se habían muerto a causa de su desdén.

Pensaba en lo orgullosa que debía de estar la mujer preferida por un hombre de tanto prestigio, triunfando en su elección.

Notaba la diferencia que había entre esa mujer y la entretenida de cualquier adinerado, que lucía a su querida como a un perro de raza, haciendo ostentación de cuanto le costaba.

Un día le señalaron a la amante de Marigni. Era muy jovencita. Podría ser hija del actor y tuvo que confesar que resultaba bella. Una mujer vistosa, alta, de cabellos rubios, de un matiz ardiente, grandes ojos garzos, ornados de pestañas obscuras, largas y abundantes. Tenía unas facciones incorrectas que rimaban armónicamente en el juego de su fisonomía muy graciosa y muy vivaz, en el cual su boca grande, de labios rojos y gardezuelos, formaba al sonreír una línea luminosa que dejaba ver los dientes de albura deslumbradora, y marcaba cerca de las comisuras, entre el rosa de las mejillas, dos hoyuelos sensuales y provocativos, exigiendo que los llenasen y los borrasen con besos.

La miró con rencor. ¿Sería más bonita Marta Alberti que ella?

—¿Por qué no he luchar para arrebatarle ese hombre?—le dictó su amor propio.

Desde aquel día todo su esfuerzo se concentró en hacer que Marigny reparase en ella.

Al fin, uno de sus enamorados, viendo su entusiasmo, se ofreció a llevarla entre bastidores y presentársela a Leopoldo.

Desde entonces la mirada del gran artista se detenía en el palco de Elena cada vez que saludaba al público. Una noche ella le echó al escenario un ramo de flores con una tarjeta en la que había escrito con lápiz:

«Donde usted quiera y cuando usted quiera.»

Y Leopoldo Marigny no la desdeñó. Se había prendado tan ciegamente de la hermosa rubia que, a pesar de todos los obstáculos, no vaciló en casarse con ella. Elena se sintió feliz en el más alto grado.

El casamiento constituía el triunfo más completo para una mujer como ella. El gran actor era millonario y en su carta dotal dejaba asegurada su fortuna. Le parecía a Elena toda aquella felicidad un sueño de tan difícil realización que apenas lo podía creer. Había sido una carrera de obstáculos hasta firmar el contrato de matrimonio.

Marta había llorado, amenazado y los dos hijos hicieron causa común con ella; le habían contado a Leopoldo horrores de la vida de Elena. Todas las contradicciones encendían más el deseo y empeñaban a los dos amantes. Escaparon de París, para volver casados y hacer desistir a todos de una oposición inútil.

Pasada la embriaguez de su triunfo, Elena comenzó a sentirse de nuevo descontenta.

Deseosa de un culto continuo, soportaba mal la especie de segundo término en que estaba al lado de su marido. La gloria del gran actor lo llenaba todo, Una vez satisfecha su vanidad sentía el vacío al lado del marido viejo, que se preocupaba de sus papeles más que de su mujer.

Elena sentía la necesidad de ser admirada como lo era su esposo.

Se había apoderado de ella un deseo loco de ser artista. Cuando se lo comunicó a su marido, éste soltó una franca carcajada. Lo tomaba como una broma, pero, ante la insistencia, tuvo que ser cruel.

—No basta ser hermosa para ser artista.

Elena guardaba rencor a Leopoldo desde entonces.

Pensaba que tuvo la insolencia de humillarla, pero tenía el talento de saberlo disimular. Aparecía cada vez más unida a él, más apasionada. Le llevaba las cuentas, le copiaba los papeles, se preocupaba de que lo tuviese todo dispuesto para los estudios de maquillage, en los que el gran actor podía considerarse un escultor de sí mismo, según sabía componer y tallar su rostro y su actitud.

Era Elena la que le entraba los periódicos que hablaban de sus triunfos, la que tenía el cuidado de formar el álbum con todas las críticas elogiosas.

Ella hacía llegar a sus oídos las frases de admiración que había sorprendido en el público.

—Eres tan grande—solía decirle—que a mí misma no me pareces un hombre sino un Dios.

Halagaba así aquella terrible vanidad de los actores que en Leopoldo llegaba a la exageración. El también se juzgaba un Dios, hasta el punto de no poder sufrir que lo comparasen con ningún otro.

—Yo no soy el mejor actor, soy el único—decía con la impertinencia a que le daba derecho su triunfo.

Así permanecía envuelto entre el incienso de la gloria y el aroma del amor sin acordarse para nada de los hijos.

Fué terrible la llamada del amor paterno en su corazón. Un telegrama de Pedro le avisó que Antonio estaba moribundo.

Leopoldo se hallaba en Roma en una de sus grandes excursiones artísticas; pero lo abandonó todo para correr al lado del hijo enfermo. Gracias a la prontitud con que acudió pudo abrazarlo antes de morir. Su desesperación había sido inmensa y su cariño, despierto bruscamente, se reconcentraba todo en Pedro.

El joven vivía pobremente, se había casado y él y su mujer ganaban la vida contratándose en las compañías de tercer orden que recorrían los pueblos de Francia. Había tenido la delicadeza de no explotar ni usar el nombre que le pertenecía, por consideración a la gloría de su padre.

Aquel rasgo conmovió al gran actor.

—Trabajaremos juntos—le dijo.

Los dos necesitaban hacer el esfuerzo de admitir la nueva situación. Pedro tenía que transigir con Elena y Leopoldo aceptar como hija a Marta, su amante desdeñada, que se había vengado de su abandono apoderándose del hijo.

Fué inútil la oposición de Elena ante la firmeza brusca de su marido.

Y era aquel día el señalado para que Pedro y Marta viniesen a tomar posesión de las habitaciones que Leopoldo les había cedido en su propia casa.

—Tú verás cómo no nos estorban para nada—le había dicho—. Tendremos completa independencia.

Aquí no hay más dueña que tú, que eres toda mi alma.

Ella recordaba. ¿Cómo poder olvidar que Marta había sido su rival? ¿Cómo podría tratar jamás con dulzura a esa mujer?

—No me cabe duda de que se ha casado con el tonto de tu hijo por vengarse de mí... de ti... para llevar tu nombre, ser Mme. Marigny lo mismo que yo, introducirse en esta casa, de donde la hemos arrojado, por la puerta grande...

Leopoldo se enfureció.

—Te prohibo que hables así. Aquella Marta ha muerto, ésta es la mujer de mi hijo que nada debe saber y cuya felicidad es sagrada para nosotros.

—Está bien; el día que no me agrade, yo sabré hacer mi maleta y desaparecer para que te quedes con ellos.

Ante aquella amenaza el viejo enamorado la colmó de caricias.

—Se irían todos antes que tú, le ofreció.

Era preciso ceder; pero en lo íntimo de su espíritu se le hacía insoportable tener que convivir con aquella mujer que tanto había odiado.

Durante toda la noche, en su insomnio, la había atormentado una especie de recapitulación de su vida. La acosaba la visión de la juventud que había sacrificado a la vanidad de ser la esposa de Leopoldo. No era la vida que soñó a su lado la que se le ofrecía. Perdía el encanto el artista, viéndolo componer su tipo, estudiar sus papeles, preparar su éxito, granjeándose la amistad de los críticos y comprando una numerosa clac.

El grande hombre era cicatero, preocupado de pequeñeces, egoísta. Después del esfuerzo de cada nuevo estreno, donde brillaba lleno de energía se le mostraba sólo a ella agotado, macilento, envejecido hasta el extremo de causarle repugnancia. Se amaba demasiado a sí mismo para poder amarla a ella. Su casamiento se le aparecía como el egoísmo de su decadencia que se apegaba al amor de la mujer joven, que le ofrecía con su admiración toda la juventud magnífica de su carne, blanca como la almojábana. Se casó para asegurarla para él sólo.

—Sí—murmuró, siguiendo el curso de sus pensamientos—. Debe haber en el mundo algo más interesante que todo lo que yo he encontrado hasta ahora.

Al dar una vuelta se vio en el fondo de la plancha de acero bruñido que le servía de espejo y sonrió satisfecha.

—¡Soy hermosa!

Aquella seguridad la consolaba de su vida sin amor. No era por falta de belleza por lo que nadie, ni el mismo marido, había sabido amarla del modo absorbente que ella necesitaba.

Quería el culto en todos los instantes, la admiración continua, la sumisión absoluta para ser feliz...

Su belleza espléndida era la promesa de conseguirlo.

Extendió la mano al cordón del timbre y no tardó en aparecer una doncella alemana, trayendo el desayuno y los periódicos.

No se permitió ninguna pregunta. Cuando su señora no hablaba debía permanecer silenciosa.

Lo colocó todo sobre una mesita ratonera, incrustada de nácar, cerca de Elena, y se dirigió de nuevo a la puerta.

La joven la detuvo con una pregunta.

—¿Ha venido el peluquero?

—Más de media hora hace que llegó—repuso la doncella en alemán.

Elena se impacientó.

—Contésteme usted en francés como yo le hablo—dijo.—No puedo acostumbrarme a ese idioma que me apedrea los oídos.

No confesaba que apenas comprendía algunas palabras de alemán, aunque acataba la imposición de la moda, que exigía que las damas francesas tuviesen las doncellas extranjeras.

La alemana repitió la respuesta sin alterarse.

—Dígale que voy al momento.

—La señora no necesita apresurarse.

—¿Por qué?

—Está poniendo las inyecciones rizadoras a la otra señora.

—¡La otra señora!

Quiso disimular su desconcierto delante de la criada.

—¿Cómo han venido tan temprano?

—Llegaron a las nueve, pero el señor dijo que no molestasen a la señora, que la verían a la hora del almuerzo.

—Está bien.

—¿Desea algo más las señora?

—No... avíseme cuando acabe el peluquero.

No pudo ser la sonrisa de gozo maligno, que desplegó la alemana.

Estaba rabiosa, desesperada, sentía ganas de desgarrarse la ropa, de romper los bibelots, de tirarse al suelo. Había en la casa «otra señora», y no entraba con un pie modesto sino ocupando a aquel peluquero que ella pagaba a peso de oro para hacerle ir a domicilio. Hacía uso de sus refinamientos, de aquellas inyecciones rizadoras que había hecho traer de Nueva York para no sufrir el tormento de las tenacillas con la ondulación Marcel, ni del rizado eléctrico.

Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse.

—Debo disimular—pensó—, que no crea que le tengo envidia... Lo mismo que la he vencido una vez la venceré siempre...

Adivinaba una lucha que iba a comenzar entre aquella mujer y ella. En su fantasía bullían mil ideas mezcladas, confusas, de humillaciones y represalias.

VIII. La vengadora

—¿No te aburres? —le preguntó de pronto Elena a Marta.

—Yo, no.

—¡Dichosa tul El aburrimiento es el fantasma de mi vida, me atrae todo con tal de libertarme de él.

Marta tuvo una sonrisa, se consideraba muy superior a Elena, sin ser tan hermosa como ella. Positivista, con cálculo frío y certero, había logrado lo que se proponía. Agradecía a Elena que la hubiese librado del viejo actor, para encontrarse con un marido joven y al mismo tiempo con mayores ventajas. Al lado de Pedro había debutado, estudió y logró encontrar una nota suya, personal. Nadie sabía lucir las piernas en escena como ella. Las piernas de Marta comenzaban a tener fama desde que las mostraba en el gran escenario, al lado de su suegro. En un país donde descotes y piernas al aire no inquietan a nadie, se iba al teatro por el encanto de cómo descubría Marta aquellas magníficas piernas estatuarias.

La prensa se ocupaba de ella elevándola cada día más. No eran sólo los hombres los que la elogiaban.

Tenía un gran partido entre las mujeres. Las escritoras y las damas de sociedad, entraban a saludarla en su cuarto del teatro, donde se formaban grandes tertulias. Por eso Marta no se aburría y trataba a Elena con una afable superioridad que la ponía fuera de sí. Se sentía envejecida cuando ella la presentaba.

—Mi madrastra.

Se creía ajena, desligada, intrusa en aquella familia de artistas. A despecho de los cuidados y atenciones de su marido, tenía la sensación de estar en un lugar secundario. Sobre todo, no podía sufrir la preponderancia de la otra. El abandono en que la iban dejando.

El padre y el hijo estaban siempre juntos tratando de los tipos que habían de encarnar, estudiando, ayudándose. Parecía que Pedro la sustituía al lado de su marido; era él quien lo acompañaba al teatro, quien le llevaba tas cuentas y le preparaba los fracs y las pelucas.

Marta alternaba con ellos. Tenía una habilidad técnica para todas aquellas cosas que le faltaba a Elena. Muchas veces los tres se reían de su desconocimiento del oficio y las ingenuidades que se le ocurrían.

—Ocúpate en alguna cosa que te distraiga—insinuó Marta.

—¿Te crees que estoy ociosa?—exclamó enfadada Elena—. Todos pensáis que el que no está todo el día tendido en la chaisse longue o dando paseos por la habitación como una fiera enjaulada y repitiendo las palabras que tiene que decir delante del público, ni trabaja ni hace nada.

—No es eso.

—Yo tengo a mi cuidado la casa. Si no fuera por mí no se podrá entrar de polvo, nos ahogarían los papelotes, no habría ya más flores, ni se quemarían perfumes en las habitaciones; las gentes entrarían en casa de Marigny como en la de un burgués cualquiera. Créete que sin la dirección de la señora, las criadas no están en esos detalles.

—Pero eso te cansa y no te distrae—respondió

Marta, que había escuchado la relación de la otra con tranquilidad.

—¿Y las relaciones sociales? ¿Quién se cuida más que yo de enviar invitaciones a todos los amigos y a esas cacatúas que os rodean? ¿Quién tiene el cuidado de escribir a los críticos, de invitar a los periodistas, de visitar a los amigos, si no soy yo?

—Tienes razón, pero ¿cómo no te has de aburrir con todo eso?

—¿Y qué le voy a hacer? ¿Me sustituirías tú?

—¡Dios me ubre! Yo tengo que dedicarme a mi arte.

—Es muy cómodo. Todos decís lo mismo. Os creéis unos genios... Y así yo cargo con todo el trabajo. Apenas me queda tiempo para ir al modisto, al peluquero, al masagista...

—Hija—interrumpió la otra—. Si a mí me costara tanto trabajo ser hermosa, preferiría meterme en un convento.

Se levantó, y antes de que Elena saliese de su estupor, ya había desaparecido.

La joven se puso furiosa. Comenzaba lo que ella se temía. Aquella mujer la odiaba, la humillaba, se complacía en serle desagradable. Y era gracias a ella por lo que vivía libre de todo cuidado.

—¡Necesito dedicarme a mi arte! ¡A mi arte! ¡A mi arte! repetía Elena imitando la voz de Marta y su gesto de chicuelo alegre.—¡Valiente arte! El arte de enseñar las piernas... ¡y luego se cree seductora!...

Me ha dicho que a mí me cuesta trabajo ser hermosa... Cree que sólo soy bella porque me cuido. Ha tenido el atrevimiento de llamarme fea.

Oprimió violentamente el botón del timbre como sí quisiera hundirlo en la pared para que sonase más.

—Diga al señor que yo le llamo, que venga en seguida—ordenó a la doncella.

Pasaron diez minutos, al cabo de los cuales volvió la alemana.

—El señor está muy ocupado y dice que le dispense la señora, que luego vendrá.

Aquella respuesta hizo estallar la cólera de Elena.

—Corra... vaya de nuevo... dígale que es urgente... que me siento mala... Dése prisa... Necesito que venga inmediatamente.

La doncella regresó poco después.

—Dice que está bien.

Estallaron los nervios de Elena.

—Dios mío, me siento enferma, me ahogo, me voy a morir...

Se dejó caer sobre el sillón, presa de una violenta convulsión nerviosa.

La alemana, fingiéndose asustada, acudió con el frasquito de sales. Pero Elena no cesaba de llorar, gemir, retorcerse con un estertor que la ahogaba.

Acudieron los criados. Uno corrió a llamar al médico siguiendo las órdenes de la alemana; el ayuda de cámara avisó al actor; mientras las doncellas llevaran a Elena al lecho; intervino hasta la cocinera. Pero Marigny tardó media hora en acudir.

Estaba haciéndose la máscara de, Alejandro el Grande para la obra próxima a estrenarse. Era el momento preciso en que había encontrado la expresión que deseaba. El sabía la importancia de no descomponer ni un músculo o cambiar una pequeña arruga. Ni siquiera se enteró de lo que le decían.

El médico era un gran doctor de moda que sabía tratar a las damas. Encontró a Elena muy grave, gravísima. Unos nervios torturados, un corazón débil, cualquier contrariedad podrá matarla. Se lo dijo en un aparte a Leopoldo, recetándole un calmante, distracción y que no la contrariasen en nada.

Ella conoció el susto de Leopoldo en su sumisión y supo explotarlo. Marta le pidió perdón por la broma, no intencionada. Tanto ella como Leopoldo se acusaban de incomprensivos. Elena tenía talento, al lado de ellos conocería los secretos de la escena y podría debutar. El autor, condescendiente, escribió un nuevo papel para ella.

Durante dos semanas Elena conoció la embriaguez de preparar su debut. Pensaba que bastaría presentarse para conseguir el triunfo. Algo semejante a la Frine convenciendo con su belleza.

Aquellos días se arrepentía de haber pensado mal de Marta. Era ella quien le ayudaba a preparar sus pinturas, su peinado, su traje. Aprenderse el papel la preocupaba menos que todo aquello.

—Yo tengo buena memoria—decía—y además he adquirido ya la costumbre de oir al apuntador.

El más inquieto era su marido. Le parecía que le iba una parte de su fama en el posible fracaso de su mujer. No se cansaba de hacerle repetir los ensayos, de marcarle las entonaciones, el gesto, los ademanes.

Al fin llegó el día del acontecimiento. Estaba todo revuelto, los criados iban y venían de la casa al teatro trayendo y llevando encargos de la señora.

No comió nadie en casa: una verdadera locura.

Leopoldo no se había descuidado en regalar entradas, preparar la clac, pagar estupendos reclamos.

Elena se presentó hermosísima, un poco pálida y admirablemente vestida. Pero el público la acogió cortésmente, sin el entusiasmo franco que provocaba Marta con su boca grande, sensual y los atrayentes hoyuelos de sus mejillas.

Elena tuvo un triunfo de jovencita ingenua, de señorita aficionada y bella: una artista de salón.

Aquello acabó de ponerla furiosa; maldecía del teatro, de los cómicos y sobre todo de la mala fe que la había rodeado. Creía que su fracaso había sido preparado por la envidia de Marta. Culpaba a los consejos que le habían dado; al traje mal elegido. Algún periódico insinuó que toda la familia de Leopoldo podía formar una compañía completa.

Y su marido volvió a repetir la terrible frase que tanto la molestaba.

—No basta ser hermosa para ser artista.

Pero esta vez tenía la venganza.

—Se necesita también desvergüenza.

—No creo que sea lo que más te falte—exclamó

Marta.

Siguió una escena terrible. Las dos mujeres se echaron en cara todos los devaneos y se prodigaron todos los insultos en presencia de los respectivos esposos. Ambos concordaban en que era imposible vivir juntos.

La primera en apaciguarse fué Marta, como mujer segura del triunfo final. Elena transigió; pero desde aquel momento no volvió a ocuparse para nada de las «cosas de cómicos».

—Aparte mi marido, que es genial e incomparable—decía—, los cómicos no son artistas. Son loros que no hacen más que repetir las frases del autor y seguir sus indicaciones. «Aquí se sienta usted.»

«Aquí se levanta.» «Ahora llora.» «Ahora ríe.» «Buenas tardes, condesa.» Es abominable; prefiero a los saltimbanquis que a lo menos obran con independencia y crean su arte.

Y no perdía la ocasión de añadir:

—De las mujeres las que más triunfan en la escena son las más desvergonzadas. Las que llevan el talento en el descote o en las piernas.

Elena gastaba el dinero a manos llenas para lograr que se hablase de ella, de su elegancia, de su talento, de sus caprichos, para lograr una moda más difícil que la gloria de la escena.

Comenzaba a llamar la atención por sus excentricidades. La había acometido una inquietud que no podía dominar. No se cansaba nunca de ir de un lado para otro. Tiendas, fiestas, bailes, visitas. Tenía una multitud de amigas que la acompañaban a todas horas.

Un día llamaba la atención con el atrevimiento de un traje, otro con la esplendidez de las comidas que obligaba a dar a su marido y a las cuales no asistía jamás Marta. Esta podía triunfar en el teatro, pero en la vida ordinaria, la victoria era de Elena.

Había gastado una fortuna en amueblar su casa.

En todas partes se hablaba de su buen gusto, de su originalidad.

—Yo voy casa de Marigny—confesaban algunas damas—sólo por verme en sus espejos. Son una cosa sorprendente.

Elena había llenado de espejos todas sus habitaciones sin darles ese tono banal que ponen los espejos claros, los suyos eran planchas de acero pulimentadas, donde se destacaban las figuras como en un fondo profundo, con los contornos vagos, como envueltas en una neblina gris. Tenía espejos de cristal lechoso, en los que se veía toda blanca como una estatua de mármol, y espejos de cristal negro, en cuyo fondo tomaba los colores de la miniatura, Pero el más original era el espejo de cristal morado, con gran marco de plata, que dulcificaba la imagen hasta fundirse como una sombra.

Pero a veces se cansaba de todo aquello y permanecía días enteros en su habitación presa de una crisis de misticismo. Tenía temporadas de ayunar, de pasar las tardes en las iglesias, adormecida en la penumbra, como si experimentara el doloroso placer del renunciamiento.

Pero bien pronto surgía su nerviosismo, su inquietud; se escapaba con cualquiera de sus amigas para ir a los «cabarets», a los bailes, a los sitios canallas, donde tenía galanteadores que ponían en su médula un revuelo de pavor cuando se le acercaban.

La había acometido la manía epistolar. Escribía cartas románticas a todos los amigos de su esposo, que se dejaban prender con facilidad en el placer de la correspondencia con una mujer bonita. Se escribía con músicos, con novelistas y con pintores, lo mismo que con políticos y aristócratas. Su vena romántica y tornadiza se esparcía libremente en esa correspondencia, especie de circular, por como les repetía a todos la frase espiritual que se le ocurría al contestarle a uno. Gozaba como si recibiese el folletón de una novela cuando la doncella le pasaba todas las mañanas las cartas timbradas. La distraía la tarea de hallar frases literarias y de inventar fantasías para timbrar sus papeles, con divisas y dibujos extraños, entre los que no faltaba desde el buho y el papagallo hasta la cabeza de asno que representaba igualmente la sabiduría.

La entretenían todos aquellos galanteos, aquellos «flirt» con todos, dándose a todos por igual, como si la embriagase el aroma de los deseos que despertaba su belleza.

Leopoldo se desesperaba de aquella actitud de su mujer. El, que había sido en su juventud el terror de padres y maridos, adoraba ahora, en las proximidades de la vejez, a Elena con un fervor que hacía sonreír a los malévolos, los cuales comenzaban ya a llamarle la vengadora.

IX. Inquietudes

La puerta se abrió violentamente, corrió el portier rechinando las argollas, con un ruido semejante a si lo rasgaran, y una mujer joven, alta, con la cabellera cortada a lo «garçonne», apareció en la estancia con esa libertad sólo permitida a una amiga íntima.

—¡Pero todavía sin arreglar, querida!—exclamó la recién llegada con tono de reproche.

Elena dejó caer la mano que sostenía las pinzas de depilar y levantó perezosamente la cabeza, sonriendo para mirar a su amiga.

—Me he levantado tarde...

—¿Estás enferma?

—No... cansancio... aburrimiento... tristeza, sin saber de qué...

—De estar aquí encerrada cuando hace un día tan magnífico. Vístete pronto. He dejado el auto a la puerta.

—No es posible.

—¿Por qué?

—Mira.

Le señalaba su rostro, en el que las cejas llenas de grasa, desiguales, una roja y despoblada y la otra blanca y espesa, ponían una mueca de luna llena.

Renee se echó a reir.

—¿Pero cómo te haces tú sola eso?

—No sería capaz de ponerme en manos de nadie.

Me unto con vaselina y un poco de éter; así se ablandan y no se siente dolor. Es cosa fácil arrancar los vellos y hacerme las cejas a mi gusto.

—Te esperaré si no tardas mucho...

—Una media hora. Tú no sabes lo importante que es esto. Me gustan las cejas a lo emperatriz Eugenia.

Un poquito más pobladas en el entrecejo y disminuyendo en arco finísimo hasta acabar en un solo pelo...

Esas que comienzan y acaban en una línea seguida, son odiosas.

Mientras hablaba, seguía el picotear de las pinzas que con los ligeros tironcillos iban sacando los vellos sobrantes para lograr el dibujo de las cejas.

—Si quieres que te diga la verdad me gustas más sin hacerte esa diablura—aseguró Renee—. Se pierde expresión con los peinados tirantes y las cejas despobladas. Encuentro algo de muñeca de cera a las mujeres que van así.

—Mayor ingenuidad.

—No... Bobería... Las mujeres de nuestra época no logramos fingir el candor. Lo desmienten todos los gestos, todas las miradas, todas las actitudes. Es que ha cambiado hasta el tipo. No existen ya las mujeres de hombros anchos y cuerpo de ánfora. Somos seguidas, esqueléticas, andróginas... tenemos las bocas muy sabias y el mirar canalla.

Saltó Elena.

—Oye, eso no reza conmigo.

—No, tú tienes una morbidez que todavía se te perdona.

Había cruzado las piernas con un aire muy masculino y encendió un cigarrillo, mostrando al llevarlo a la boca una mano delgada, larga, de uñas metálicas, que daba la sensación de ser una mano dura.

Miraba a la joven dejando asomar a los ojos grises un raro relámpago violáceo.

Su amiga íntima era un misterio hasta para Elena.

Ignoraba si era casada, soltera o viuda y en qué región había nacido.

Se habían encontrado en uno de esos salones por los que desfila todo París. Las presentó un amigo que no sabían quién era. Simpatizaron y se habían tornado inseparables. Pero Renee no le había hecho ninguna confidencia de su vida a Elena, ni había querido recibir ninguna de ella.

—Las mujeres —le dijo— tenemos una historia dividida en tres tomos: los dos primeros son iguales en todo; días de inocencia y un desengaño que, por unas cosas o por otras, no perdona a ninguna.

El tercero lo escribe la fatalidad y siempre se ignora el desenlace. Yo no quiero decirte nada que pueda amenguar tu amistad, ni saber cosas que luego te pese haberme dicho.

Con Renee volvía Elena a su antigua vida. Daba satisfacción a su gusto por el lujo y las diversiones extravagantes. La acompañaba a las reuniones, los paseos, los teatros y los bailes. Aparecía a su lado en los palcos de la Opera, como si su decadencia sirviese de marco para que resaltase más la lozana juventud de Elena.

Lejos de sentir envidia experimentaba placer con los triunfos de su amiga. Su único pesar era que Elena, rica e independiente, no se mezclaba en aventuras galantes.

Con frecuencia la sacaba de su marco de refinamientos para llevarla a los restorantes baratos de los barrios de Grenelle o de Montmartre, en busca del contraste que ofrecían.

Entraban en los bailes escandalosos, en las tabernas canallas y Renee se reía del miedo de Elena, que solía decirle:

—Una noche nos van a cortar los dedos y las orejas, para llevarse los anillos y los pendientes.

—No lo creas—decía ella—. No se figuran que son verdaderos. Los triunfos que alcanzas aquí son los más desinteresados.

Leopoldo había querido impedir aquella amistad de su mujer, en sus comienzos, pero bien pronto se dejó ganar por la simpatía que despertaba Renee.

Fuerte, decidida, hombruna, no daba sensación de marimacho, sino de mujer despreocupada, sin más pasión que la de vivir respirando muy profundo y riendo a plena boca.

Ella prestaba al actor muchos pequeños servicios; jugaban los dos a veces partidas de billar o de damas, y Leopoldo notaba la influencia benéfica, que ejercía en los nervios de Elena.

Se hizo la indispensable en la casa. Comía todos los días allí; disponía de los autos, se quedaba a dormir con frecuencia. La querían todos los criados y hasta Pedro trataba de disimular la simpatía que le inspiraba para no desagradar a Marta, que era la única irreductible.

Renee parecía no notarlo. Aunque no conocían su pasado todos la tenían por una mujer distinguida; bastaba ver su porte y las amistades que tenía, para conocer que no era una advenediza.

Ahora Elena desenredaba sus cabellos que daban reflejos luminosos, de una electricidad felina, como la que desarrolla la piel de los gatos cuando se le pasa la mano.

—Es enojoso—exclamó coqueteando con la abundancia de su pelo—, casi envidio a Marta, que se peina la cabellera en las rodillas.

Rió Renee de la frase malévola.

—Acaba pronto. Vamos a comer cerezas a la Isla del Bosque.

Se escapó el peine de la mano de Elena, que palmoteó batiendo el suelo con el pie.

—¡Magnífico! ¿Por qué no lo has dicho antes? Tienes unas ideas maravillosas. Ya no me peino más.

Se mete así bajo el sombrero.

Apretada en un nudo sobre la nuca ía madeja luminosa. Ya no se acordaba de Marta ni de nada.

Había desaparecido su melancolía, con aquella facilidad con que pasaba de una cosa a otra o daba un salto de una idea a la opuesta.

Bajó corriendo la escalera» con miedo d e q u e i a detuviesen y montó con ligereza en el auto, tomando el asiento de preferencia, sin hacer ceremonia.

Renee se sentó a su lado y guardó la boquilla de ámbar eh el bolso.

—¿Te has fumado ya tu cigarro?

—No. Lo tiré. No me gusta fumar en público, porque nadie lo prohibe ni nadie se escandaliza.

Eso no es «chic». Es muy americano.

Despedía un fuerte olor a tabaco.

—Por fortuna, porque tus cigarros son insoportables.

—¿A qué quieres que huelan? ¿A Crema Divina?

No valdría la pena fumar. Eso se queda para los hombres.

Corría el auto ya por la ancha avenida de los Campos Elíseos, serpenteando entre la multitud de coches que corrían en ambas direcciones.

Las saludó con la mano una señora alta, morena, que iba repanchigada en su auto con un deleite que delataba el estreno.

—Es Albertina.

—Sí, ha casado a su amante con una buena chica normanda, riquísima y como es la madrina gobierna la casa. La mujer está criando y ella luce los autos.

—¿Y el marido?

—Siempre con sus fantásticos negocios, viajando por el mundo y apareciendo sólo de vez en cuando para pagarle las cuentas.

—La verdad es que tiene suerte. Es la cocota de su marido, ¡y tan vieja!

—Idiosincracia de familia; la sobrina también tiene domado a su gordo banquero, que no se atreve a acercarse a ella sin llevar un obsequio preparado.

Suspiró Elena.

—Sí. "Los hombres que no están demasiado llenos de sí mismos aman más.

Acababan de pasar la puerta del Bosque. Aún en pleno aire libre reinaba allí una atmósfera de salón.

Los autos habían moderado la marcha, para dejar lucir a las lindas mujeres que los ocupaban. Muchas amazonas llevaban al paso sus caballos y a un lado y otro, bajo los castaños que parecían tender con un gesto versallesco los grandes ramilletes piramidales de sus flores rojizas, había mujeres bien vestidas y hombres elegantes, muellemente reclinados en los butacones, formando alegres grupos.

Por entre los bancos se divisaban las lejanas platabandas cubiertas dé césped, donde los niños se esparcían a la vista de sus guardianes, como bandadas de polluelos que picotean la hierba. Por entre ellos, sin hacer caso de sus saltos y sus cacareos, pasaban parejas de enamorados, absortos de tal modo, que parecían irlos a pisar.

A veces, entre los coches lujosos aparecía un simón derrengado, conducido por un cochero apoplético, enseñando la morcilla sanguinolenta del cogote bajo el peso del enorme sombrero de copa charolado. Despacio, adormilados, con su ritmo cadencioso, conducían extranjeros y provincianos, de ojos muy avizores, compuestos con gran atildamiento y satisfechos de ir haciendo un gran papel.

Varias personas los saludaban al pasar. Elena había tomado ese gesto de soy yo, en el que las mujeres muy conocidas componen su rostro y su actitud toda, al exhibirse.

Podía asegurarse que todo aquel chichisbeo de conversaciones entrecruzadas eran tijeretazos.

Cruzó uno de esos inmensos coches ómnibus de las agencias, estivado de turistas italianos, gesticulado y hablando en alta voz, al mismo tiempo que lanzaban miradas incendiarias al fondo de los trenes lujosos donde iban mujeres.

—Es el amor que pasa—dijo riendo Elena.

Y Renee, respondió filosófica.— ¡Quién sabe!

Se detuvo el coche al lado del lago. El chófer, vestido de blanco, con tipo de granjero cubano acudió a abrir la portezuela y las dos jóvenes descendieron de un salto.

La isla fresca y verde, con su macizo de altos árboles, parecía una maceta recién regada.

Se acercó la gran barca, y los remeros atracaron al embarcadero, con toda la solemnidad de los que preparan un largo viaje.

—Cuidado—exclamó Elena, al ver que la embarcación oscilaba, meciéndose como una cuna con el peso de su amiga—. Nos vas a hacer zozobrar.

—No tengas cuidado— respondió Renee haciendo una de aquéllas profundas inspiraciones en las que parecía quemar toda la sensualidad—; sé nadar muy bien.

Estaban ya en la otra orilla sin haber tenido apenas tiempo de sentarse.

El criado del restaurante estaba allí, como un poste, esperando si querían apoyarse en él para desembarcar, pero sin atreverse a tocarlas.

Casi todas las mesas estaban ocupadas; los que ya habían comido paseaban en el interior de la islita.

Muchos se habían sentado en la hierba y hacían fotografías, con las máquinas automáticas que permitían figurar en el grupo a los que las preparaban.

Las dos fueron a sentarse en un extremo, bajo el sauce que formaba un toldo a la mesa con su ramaje colgante. Había allí esa nota melancólica que ponen los llorones, con el suplicio de la sed insaciada, que les hace tender las ramas hacia el agua.

Elena sintió un rehilo que agitaba su médula.

Tuvo un gesto de abrigarse dentro de sí misma.

—Mis poros comenzaban a sentir la necesidad de la caricia del agua—dijo sentándose a la misma orilla del lago—. Tengo algo que debe ser semejante a la sed de las plantas. Me voy a escapar a la Costa de Plata el mejor día.

—¿No acompañarás a tu marido a España?

—¿Qué papel tendría yo en esa tourné? ¿El de llevarle los equipajes? No, no iré.

—¿Crées que te dejará?

—No tendrá más remedio. Como no me lleve arrastrando. Nosotras nos iremos al mar. A una playa. Disponía de su amiga antes de consultarla.

—Mejor sería quedarnos en París. Son muy bellas estas mañanas de la isla y las tardes de la Bagatella. París en verano está encantador.

—No digas eso, París con sol es feísimo. Se vulgariza. Es el París de las gentes que sólo viajan los veranos. Yo no lo concibo, sin la patina de neblina grisácea que lo envuelve los inviernos. El sol es encantador en el mar cuando espejea en las aguas y hace valer el tono de pan tostado de las arenas. En las grandes ciudades revela demasiado todas sus lacerías.

Mientras ella hablaba, Renee había hecho el menú sin consultarle.

Cuando apareció el camarero con las viandas, Elena palmoteo.

—¡Qué hambre tengo! ¡Huevos con gelatina...! ¡Me has adivinado el gusto! Lo malo es que voy a engordar dos kilos.

Engullía los huevos aprisionados en su transparente nido de gelatina que brillaba como esos pisa papeles de cristal que tienen flores dentro.

—¿Qué más has pedido?

—Un pollo con ostras.

—¡Muy bien! Estoy cansada del invariable Chateaubriand y del pollo a la Marengo. No me parece que para conmemorar el heroísmo haya que tragarse una mala salsa; pero Leopoldo adora esos dos platos... Era lo que comía en su juventud los días de gran fiesta... y nuestro cocinero encuentra tan cómodo repetirlos, que no sabe ya hacer otra cosa.

Satisfecho el apetito, la fantasía de Elena, que le hacia disgustarse de todo, reapareció.

—Después de todo, no se está aquí tan bien... Camarero, tráigame un taburete para los pies... ¿qué más has elegido? Lenguados... No, por Dios... Estoy harta de lenguado... y después del pescado... Eso no es elegante. Tráigame jamón crudo... bien seco... ¿Qué aguas de mesa hay?

El camarero, que esperaba con el librito abierto y el lápiz en la mano, tomó la lista de otra mesa y se la entregó...

—¡Qué desesperación! Todas aguas vulgares Wichy, Eviansl... Nada nuevo. Como si no hubiera otros manantiales en el mundo.

—Puedes tomar mejor vino, indicó Renee.

—Me pongo demasiado roja. Pero tómalo tú... No se cuál elegirte... Champagne, Jerez, Oporto... Lo de siempre...

El camarero continuaba con su lápiz preparado.

—Pero, ¡Dios mío! ¿Aún no ha traído usted el jamón? Dése prisa... Y un vino espumoso cualquiera, con tal que no sea el eterno Champagne.

Renee sonreía con los ojos entornados como si gozase intensamente con los caprichos de su amiga.

Apenas se había servido Elena el jamón, le preguntó:

—¿No había dicho que trajesen cangrejos de mar?

—No recuerdo...

—Sí. Hablábamos del mar. Me sería imposible tomar nada más si no hay cangrejos de mar...

Interrogó el camarero.

—¿Hay cangrejos?

—Sí, señora. Acaban de llegar vivos aún.

—Bien... pues entonces... no los traiga, prefiero la fruta. Cerezas.

—A mí fresa del bosque—intervino Renee.

Colocó el camarero en la mesa las dos enormes cestas llenas de fruta. Eran las fresas menudillas y perfumadas tan famosas y las célebres cerezas, que se encontraban allí únicamente como si poseyesen el secreto de una selva misteriosa donde existían los árboles extraordinarios.

Clavaba Elena con delicia los dientecillos blancos en la sabrosa pulpa, entregada ya por completo a la nueva voluptuosidad que la poseía.

Una risita de su amiga la distrajo.

—¿Por qué ríes?

—De verte comer con esa glotonería.

—Están deliciosas.

—Pareces una chiquilla golosa y estás llamando la atención de un ilustre vecino.

Giraba los ojos hacia el lado, para indicar una dirección sin señalar.

Miró Elena.

—¿A quién? ¿A ese señor tan afilado que parece un retrato de Richelieu?

—Sí...

—Es verdad... Me mira con una insistencia que me dan ganas de sacar la lengua y hacerle una mueca.

—Harías mal. Es uno de los hombres más importantes de Francia y, sobre todo, el más espléndido.

—¿Pues quién es?

—El príncipe de Tronny.

Elena se puso seria, despierto su instinto de conquista.

Había oído hablar del príncipe, que tenía fama de rico y tonto, como uno de aquellos Sultanes, Marajhas o Sahs, que iban a París y derrochaban sus tesoros con las afortunadas muchachas que los conocían.

—Es lástima que estés casada—dijo Renee—porque la conquista del príncipe es una fortuna fabulosa.

—A lo mejor es tacaño.

—No lo creas. Es el hombre que por mucho que gaste, no se puede arruinar.

—¿Tan rico es?

—Ni él mismo sabe lo que tiene. Es descendiente de Luis XV y su manía constante es sostener con su lujo la grandeza de sus antepasados. Tiene una vida fastuosa.

—Cuéntame.

Renee trazó la silueta del aristócrata. Era el hombre que tenía la mejor mesa de París, la más rica bodega, donde las botellas de vinos raros y añejos, estaban catalogadas como tomos en una librería. Enfermo del estómago, él apenas comía ni probaba el alcohol, pero tenía a gala que sus amigos disfrutasen de su hospitalidad. Del mismo modo, sin ser un enamorado, tenía siempre por amante la mujer más bonita y más fastuosa.

—El no conoce de la historia de Francia más que los nombres de Gabriela de Estrés, Diana de Poitieres, Luisa de la Vailiere o la Du Barri, la Maintenon o la Montespín. Quisiera poder resucitarlas.

Elena reía del retrato.

—Lo que no tolera jamás en una mujer—siguió la otra—es una falta de distinción o una coquetería que lo ponga en ridículo. Terminó con una circasiana, que era la mujer más divina que puedes imaginar, porque supo que se preocupaba de hacer economías en sus gastos. El desdeña el dinero hasta el punto de no llevar jamás una sola moneda en el bolsillo. Le complace sacar el lápiz, escribir una cantidad en un papel cualquiera y que la magia de su firma se convierta en un billete de Banco.

—¿Cómo estás tan enterada de todo eso?

—Traté mucho a una de sus amigas.

—Te conoce él.

—Sí.

—No lo has saludado.

—Es mejor que no me vea.

—¿Por qué?

—Te mira demasiado. Se ve que le gustas... y si se enamorara... es demasiado audaz.

—¿Qué mal habría en eso? Me divertiría.

—Eres la señora de Marigny.

—Pero eso no importa para que me lo presentes.

Vacilaba Renee. Hubiera complacido a su amiga si en aquel momento la barquita no hubiera llegado a la orilla. Salieron de ella dos mujeres. Una alta, morena, con tipo de argelina. Elena no vio bien de ella más que el soberbio collar de perlas, que daba vueltas y vueltas cubriéndole el exagerado descote y que brilló al sol, cuando al besarle el príncipe la mano, resbaló la echarpe.

—Es la amante del príncipe.

—Vamonos—exclamó Elena.

Se sentía molesta de quedar relegada a un segundo término y que la atención que ella había atraído se reconcentrase ahora sobre la recién llegada. ¿Tendría más importancia ser la amante del príncipe que la esposa del gran actor?

Salió apresuradamente, sin mirar, pero al pasar cerca de la mesa del aristócrata le pareció sentir en la nuca el calorcillo de una mirada que la penetraba.

X. El ídolo blanco

Aquella noche apareció Elena en su palco, vestida de rojo, con el peinado radio que tapaba las orejas con los rodetes en forma de auriculares de teléfono hechos de gruesas perlas.

Su belleza atrajo la atención. Muchos comentaban.

—No sé cómo siendo tan rubia se viste de rojo.

Otros, dándose de enterados, afirmaban:

Es la última moda. Las rubias necesitan esos tonos fuertes que las animen. Las morenas resultan muy ordinarias con ellos. Están mejor de azul.

—Ya Anatole France vistió de rojo a la condesa Martín, que era rubia—dijo alguien.

—La verdad es que está hermosísima—convenían todos.

Renee le hizo notar a Elena la admiración que despertaba.

—Sí... aquí soy ya de nuevo la esposa de Marigny. Una linda muñeca que está en el palco para completar su gloria.

Le costaba trabajo tomar de nuevo ese papel después de haber compartido con él los aplausos en la tourné por España.

Leopoldo había agotado amenazas y súplicas para obligarla a acompañarlo. Había cedido entre amedrentada y compasiva, aunque al verlo temer de pasión, solía decirle:

—Sabes hacer tan bien las escenas de amor y de lágrimas, que cuando te veo así no sé distinguir la verdad.

Pero lo había seguido. Leopoldo, en su agradecimiento, hizo el viaje sólo con ella, dejando en diferente tren a su hijo y a su nuera con el resto de la compañía.

Llegaron solos a Madrid, muy juntitos, muy enamorados, con un recrudecimiento de la luna de miel.

Los periodistas que acudieron los entrevistaron juntos, asombrados de un amor tan grande.

—Somos un matrimonio a la española—afirmaba ella—... pero sin hijos.

Uno escribió que parecía quemarse en el altar de su gloria. Aquello fué simpático a las damas españolas, tan guardadoras de los fueros matrimoniales.

Le testimoniaban su afecto todas las señoras. La invitaban a sus palacios las aristócratas, la mimaban las artistas. Hubo en honor de los esposos una comida de Embajada. Elena figuraba sola en todo.

Marta quedaba relegada allí a un segundo término.

El peligro para Elena estaba en el teatro.

—Dame un papel de jovencita ingenua, buena y algo cómica—le dijo a su marido—, verás cómo lo desempeño bien.

Leopoldo cedió y Elena estuvo insuperable. Los críticos confesaban que Marta era más artista, pero todas las señoras estaban de parte de Elena, seducidas por sus manifestaciones.

—No puedo sufrir los papeles de mujer inmoral y perversa. Me repugnan.

Tuvieron que convenir en que no tenía más que una nota, hacer siempre la jeune fille. En los papeles trágicos parecía una niña que rabiaba con ese dolor un poco falso y muy ostentoso de los niños. ¡Pero estaba tan encantadora en su nota de ingenua!

Ahora, de nuevo en París, Leopoldo no se quería exponer a las consecuencias de las representaciones de su mujer. Elena tenía que tomar de nuevo su papel de mujer elegante, para la que no hay negocio de más importancia que la elección de la toilette.

En el primer entreacto acudieron a saludarla muchos de aquellos hombres con quienes sostenía correspondencia. Les había enviado postales y había recibido cartas durante todo su viaje.

Estaban allí los periodistas que favorecerían aún más a su esposo por agradarla y los literatos célebres que intentaban adularla para granjearse a su marido. No podían faltar los hombres de club, los elegantes, que tienen obligación de hacer la corte a toda mujer bonita. Había momentos en que todas las miradas caían sobre ella.

Fueron también varias damas, deseosas de saber cómo lo había pasado en España. Una vizcondesa que había escrito un drama español sin haber pasado la frontera le pedía noticias de cómo era Bombita y que sin duda figuraba entre sus personajes. Una escritora, pequeña, jorobadita, con un enorme sombrero que no lograba disimular la largura de su nariz, la intervievaba sobre la familia real y todos oían encantados sus narraciones, con esa curiosidad que los pueblos republicanos sienten por las cosas regias.

Cuando se levantó el telón de nuevo y las dos amigas quedaron solas, en la media luz de la sala, Elena dijo muy bajito:

—Yo no aguanto el otro entreacto.

—¿Quieres que entremos entre bastidores?

—No... me ahogo allí... Aquéllos son los dominios de ellos. Nos iremos por ahí... a cualquier café, a correr por las calles. Vengo ansiosa de respirar mi París. Nos escabullimos en las últimas escenas.

—¿Y tu marido?

—Ni se dará cuenta. Cuando pisa el escenario deja de ser mi marido para convertirse en el personaje que representa. En esos momentos no se acuerda de mí.

Causó sensación su entrada con aquellos trajes en el café m on parnasiano de «La Cocarde». Estaba tan lleno que les costó trabajo encontrar una mesa.

Se acercó el camarero.

—Tráigame un cock-tail—dijo Renee.

—Y a mí, otro —agregó Elena.

Era moda no pedir allí nada delicado ni femenino.

—Si estuviera en Madrid—dijo añorante Elena— pediría chocolate con ensaimada u horchata de chufas.

—¿Qué brebajes son esos?

Mientras Elena se lo explicaba, Renee se distraía mirando la concurrencia que se renovaba continuamente. Cerca de su mesa había un muchacho alto, guapo, rollizo y sano sentado cerca de otra persona que no podían distinguir si era hombre o mujer, aunque de mujer era el traje. Un cuello musculoso, una risa procaz, el gesto de la boca, todo denunciaba la masculinidad.

Unas mesas más allá estaba una inglesa alta, chata, con el cabello cortado, y un aspecto masculino, al lado de una muchachita morena y delicada que le dirigía una mirada húmeda, tierna, implorante, casi ovejil.

Un hombre de sombrero ancho y chaquetilla corta, que le recordaba los toreros andaluces, estaba sentado a su izquierda, con tres muchachitas rusas, trigueñas, de grandes ojos, bocas nobles y facciones interesantes, que tenían un aire resignado. Estaban como si esperasen a que escogiera la que había de ganar el jornal.

Había muchas mujeres viejas, siguiendo aún su mísera carrera galante, con el cabello blanco, llenas de arrugas, vestidas de gasas y faralaes. Esas no eran exigentes y en la mayoría de los casos eran ellas las que convidaban y servían de Providencia a alguno de aquellos pobres muchachos que se morían de hambre y de frío.

Las dos amigas, con el lujo de sus trajes y el fulgurar de sus joyas, llamaban la atención. Nadie les decía nada, tal vez pensaban que eran grandes señoras de las muchas curiosas que iban a observar y ver los tipos y los cuadros. Estaban todas las paredes cubiertas de pinturas extrañas, de formas raras y bizarras y de una inusitada violencia de color. Eran todo cuadros medio cubistas y medio impresionistas, por entre los que paseaban sus autores, con las melenas largas y los trajes grasientos.

Renee se fijó en un horrible cuadro amarillo, un paisaje todo pajizo, con luz de yema de huevo, en el que había una melancólica mujer, color bayeta.

—Es muy feo y, sin embargo, me gusta ese cuadro—dijo—. Lo amarillo tiene una cosa de sol, de luz cuajada, que alegra.

—A mí me encanta todo—le respondió Elena—, porque todo esto es París. No se ve este conjunto en ninguna parte. A pesar de todo hay un latido de vida tan profundo, tan de vida animal, que parece que da fuerzas.

Comenzó a tocar la orquesta cerca del mostrador.

—Esto es nuevo.

—Sí.

—Y tocan bien.

—Sobre todo el violín.

Elena se quedó mirando a los músicos.

Pasó bailando entre las mesas una pareja, como una tromba, amenazando con echarlo todo a rodar.

Ella era una jovencilla flaca, de cabellos cortos, apenas vestida con una túnica corta y descotada como una camisa. Llevaba una docena de pulseras que tintineaban como el distintivo de las hetairas griegas.

El iba correctamente vestido de etiqueta, con zapato descotado, smokin, chaleco blanco y el retaj cayendo sobre el pantalón, pendiente de la cinta de seda.

Antes que los pudieran detener habían cruzado el salón y ya resonaban en la calle sus risotadas.

—¡Qué golfa!—comentó Elena.

—El es un chico bien—dijo Renee.

—Pero está en la digestión de una cena con exceso de Champagne.

—O de algo peor.

—¿Qué?

—Pueden ser efectos del ídolo Blanco.

—Es una cosa que me da miedo.

—¡Alegra tanto!

—Sí, pero cuando estuve con mi marido en Buenos Aires había una muchacha encantadora que vivía en nuestro mismo hotel, y una mañana amaneció muerta, con una máscara de la coco puesta.

—No te quepa duda de que eso fué un suicidio... y se buscó una muerte encantadora. Si alguna vez me diera por ahí haría como ella. Elegiría la cocaína o la morfina.

Renee pagó y dijo:

—Debemos irnos. El teatro debe estar acabando.

—Es verdad... pero... de buena gana no me iría.

—¡Pues aquí se está bastante aburrido! Mira esa que hay en la mesa de al lado. Se ha quedado durmiendo sobre la mesa. Está borracha perdida.

—Sí... pero... ¿sabes?... Me ha impresionado de tal modo aquel muchachito moreno que toca el violín, que me estaría aquí toda la noche.

XI. El nuevo amor

—¡Rico! ¡Encanto! ¡Hermoso! ¿Quién te quiere a ti, luz mía?

—Calla, Elena.

—¿Pero no ves qué cabecita y qué cara tan linda tiene mi Kiki?

—Sí, es muy bonito.

—Me conoce... por las mañanas va al tocador para que le laven los ojos con manzanilla. Le amanecen pegados. Sin duda, Marta, para hacerme rabiar, le daba azúcar.

Acercaba a su cara la cabecita de su lulú y lo besaba con pasión en el hociquito.

—¿Querrás creer que me encontré a Margarita y me dijo que era un asco besar así a un perro? Esto no es un perro, ¿verdad, rico, que tú no eres un perro? Mira cómo atiende.

—Más asco es besar los chicos que tiene ella, tan esmirriados y metidos entre escayola.

—Como que tienen el mal de Pot. Mi kyky tan limpio...

La última temporada se había apoderado del espíritu inquieto de Elena la manía de los perros. Fué durante su estancia en Suiza, donde estuvo con su marido un mes en busca de descanso para el gran actor. Todos aquellos hoteles de Lausanne y de Ginebra, estaban llenos de elegantes con perritos.

Había ya en todos pensiones para los perros. Veía a todas las damas guardar pedacitos de carne y postres para llevárselos a sus perros, con un gesto un poco misterioso. Como el de las asistentas que tienen hijos y procuran llevarles alguna golosina de la mesa de sus amos, para no defraudar su esperanza cuando salen a recibirlas.

Había un diplomático en el Beau Rivage que pasaba orgullosamente, con esa ceguera de los diplomáticos que aprenden a esconder la mirada, correctamente vestido de smokin y llevando en la mano la cazuelita de plata en que había ido guardando durante la comida las cosas para su bulldog.

Las damas estaban atareadísimas con el cuidado de sus perros. Los llevaban de paseo sujetos con cadenitas, y casi siempre, para que no se cansaran, tenían que cargar con ellos en brazos los señores que las acompañaban.

Eran un elemento de conversación muy neutral los perritos. Hablaban de sus gracias y sus monadas con el mismo encanto que madres cariñosas que se ocuparan de sus hijos. De esas no se hablaba jamás.

Resultaría cursi. El tener hijos no dependía de su voluntad y las damas que hacían mérito de su maternidad, habían humillado bastante a las otras. El perrito era una maternidad que las igualaba a todas.

Elena se apasionó de los perros, tanto como Leopoldo los aborrecía. Encontraba él ridículas a las mujeres que llevaban siempre sus perritos.

Unas iban con sus lulús en brazos; otras, seguidas de feos Carlinos, de pelos cortos y cabeza aplastada, y entre toda aquella cáfila no faltaban algunas con el perro lobo, el perro Renar y hasta los horribles Bulldog.

Se solían mirar unas a otras con enemistad a causa de sus perritos. Las que tenían un buen pedigre de los suyos, trataban de evitar las uniones bastardas.

Ya había una tienda más que recorrer para comprarles los objetos de tocador y las cosas que se vendían para ellos en establecimientos especiales.

A su regreso a París, la afición de Elena creció. Ella prefería los perritos pequeños, los Pomerania y los galguitos ingleses.

Semana hubo en que llenó sus habitaciones de variedades de esas dos razas. Sus doncellas se pasaban el día en asearlos, peinarlos y ponerles los lacitos.

Tenía que llevar un registro para distinguir a unos de otros.

Por fortuna, antes de hacer estallar la paciencia de Leopoldo, encontró aquel kyky de lanas negras, brillantes como la seda, que se quedaba quietecito en la delantera del palco como si fuese un manquito y no quería tirarse del automóvil.

No sabía hablar más que de su perro. Unos días elogiaba el valor con que desde su falda había hecho frente a un terrible mastín que llevaban amarrado de una cadena.

—Le ladraba sin acobardarse de su fiereza—decía.

Otros días llegaba de su paseo contando la admiración que había causado su perrito. Dos señoras lo habían tomado en brazos para besarlo.

—Estaba hecho un amor.

—Aconséjele usted que deje ese perro que va a ser causa de divorcio—le había dicho Leopoldo a Renee.

—¡Dios me libre! Ya sabe usted cómo es. Hay que dejarla que se le pase.

—Sí... pero que se le pase pronto...—había respondido el marido—. No puedo soportar esos extremos con un animal, me parece una infidelidad a los hombres. Ayer le hubiera dado de buena gana un mordisco en la nuca a una mujer muy blanca que estaba sentada delante de mí en un banco de las tullerías y no hacía más que bajar la cabeza para besar el hociquito de su perro. Me tuve que ir de allí para librarme del arrechucho.

—¡Ay, amigo mío!—repuso riendo Renee—. Con un enamorado se puede luchar, pero con el perrito es completamente inútil. Acuérdese usted de Napoleón. Tuvo que aguantar el cariño de Josefina que partió su lecho la noche de boda y le mordió al César en la pantorrilla.

—Y éste me morderá a mí. No lo dude usted, a no ser que haga como Napoleón también, y me traiga un bulldog que lo devore.

—Sí, pero entonces se corre el peligro de que siguiendo su afición por la bicharada meta en casa un mono, un osezno o una serpiente, que, como usted sabe, están ahora tan de moda.

—Pues de seguir así, le juro a usted que no resisto.

Renee creyó necesario advertir el peligro a Elena; pero estuvo mal buscado para abordar el asunto aquel momento de entusiasmo canófilo. Elena se puso furiosa.

—Cree que es la influencia de Marta. Leopoldo no es lo que era. Está cambiado, desconocido... y se ha vuelto tacaño... Me regatea el coste de los sombreros... Me ha llegado a decir que «otras» los llevan más bonitos y más baratos. Para eso vengo a Poiret y luego iremos casa de Bremet. No estoy por hacerle caso. Me llevaré el vestido y el abrigo más lindo de París, para las carreras. Después de todo estoy hecha una miserable, ¿qué joyas tengo yo?...

—Sin embargo, ten cuidado. Ese mismo cambio que tú notas, significa que tus enemigos van ganando terreno en su ánimo.

—Es que están que rabian desde que después del último disgusto conseguí que no vivieran en casa. No saben qué hacer para indisponerme con Leopoldo, pero todo es inútil. Yo no presento blanco y él, a pesar de todo, no puede vivir sin mí... Pero sobre todo que no se metan con mi kyky, porque entonces salto y me van a conocer. Les clavo las uñas.

Apretaba el perrito contra su pecho con un gesto de maternidad burlesca, que resultaba lo bastante gracioso para disculparla.

El auto se detuvo.

—Quédate con él. Te lo confío. No tardo.

Pasaron dos horas antes de que volviera.

—Vengo cansada y sin haber hecho nada... Un lío de cosas... Unas maniquíes escuálidas que se les caen los trajes... y todas con unos zapatos horribles, que no se cambian nunca... No se puede ver el efecto de un traje así... Y miles de francos por cualquier trapo. He tardado... Mi pobre kyky... ¿y tú?...

Nos iremos a tomar el té. ¿Dónde quieres?

—Podemos ir a la Plaza de la Opera. Hay unos brioches deliciosos. Ayer estuve allí con Julieta.

—¡Ah! Es verdad que ayer me has abandonado.

—No pude safarme de ella. Me quiere mucho. ¿Querrás creer que me propuso que fuera la amante de su hijo? Dice que yo soy juiciosa y sana y que podría confiármelo, como tú a kyky, hasta que se casara.

Elena soltó la carcajada.

—¿Y no le has dicho nada de lo que se merecía?

—No. Le he dado las gracias. ¿Qué mal hay en que la madre sea previsora en todo?...

—¿Y dónde estuvisteis?

—Tomamos el té y luego nos fuimos al Sacre Coeur. Ya sabes que ella es muy devota. Al volver entramos en un cine de Montmartre,,, y... por cierto ¿a que no adivinas a quién vi allí?

—¡Qué sé yo!

—Al violinista moreno que había en el café de «La Cocarde» y que tanto te gustó.

—¿Estaba de espectador?

—No, en la orquesta, y es un muchacho interesante.

—Mucho... Yo volví varias veces buscándolo, pero se había ido y nadie me supo dar razón.

—Pues siento habértelo dicho.

—¿Por qué? ¡Ojalá me enamorara de alguien!...

Eso me distraería un poco y mi marido lo merece.

—No lo creas. En los maridos hay algo que no existe en los otros. El respeto.

—Tú no entiendes ni una palabra de esas cosas.

Cállate y no moralices en vano. Ahora vamos a tomar el té y después... al cine de Montmartre.

XII. El embrujamiento

Hacía más de una semana que Elena y Renee no salían juntas. La primera había mostrado un retraimiento que alejó a su amiga; pero ella parecía no notarlo. Con su carácter voluble inconstante, apenas se acordaba de ella. Todos sus apasionamientos pasaban de igual modo. Se interesaba por todas las cosas con la misma vehemencia y las abandonaba igual.

Víctima del último capricho, no pensaba ni siquiera en el kyky. Estaba ya abandonado, en su gabinete, sin hacer caso de él.

Todas las tardes, después de dejar a su marido en la función o en el ensayo, ella seguía su costumbre de irse de paseo en el auto.

Era lo establecido, puesto que su riña con Marta fué el pretexto para librarse de acompañar a su esposo entre bastidores y de asistir a la representación.

Pero en vez de irse a buscar a Renee, ni de mostrarse en el paseo de moda, Elena acudía todas las tardes al modesto cinematógrafo de Montmartre, donde su entrada causaba el efecto de un aumento de luz con su belleza rubia y resplandeciente.

Iba a sentarse en primera fila, experimentando el placer que la mirasen como a una gran dama disfrazada que tenía el capricho de ver las películas, Pero los que componían la orquesta no tardaron en notar que la atención de la hermosa dama rubia sólo se fijaba en ellos. Todos tuvieron ese momento de fatuidad en que los hombres estiran el pescuezo y se arreglan el cuello y la corbata, con el gesto del gallo que deja caer la punta del ala para comenzar la rueda.

Bien pronto se dieron cuenta de que el preferido era Alberto. Ya, como si todos estuviesen mezclados a la aventura, sus compañeros le animaban.

—Debes acercarte.

—Ha venido por ti.

—No seas cobarde.

Uno se brindó a ayudarle.

—Yo traeré quien ocupe tu puesto mañana.

—Admirable—aplaudieron los demás—, y si tienes la bella fortuna, nos pagarás una cena.

La decepción de Elena fué grande al no ver al músico en su sitio.

Se disponía a salir, cuando lo divisó al extremo del pasillo. Lo miró y creyó notar una sonrisa de triunfador sobre sus labios. Le causó mal efecto; pensó en irse. Tal vez no conservaría la misma impresión cuando le hablase que le producía cuando lo veía tocando el violín, con aquella silueta del brazo levantado sosteniendo el instrumento, la cabeza inclinada, como si escuchase los sonidos, la vista fija e iluminada por la inspiración y, de vez en cuando, ese gesto de los violinistas, gesto de aprobación de «está bien», que hacen como si se aplaudieran con un aplomo que comunica confianza. ¡Aquella sonrisa era impertinente!

Alberto debió notar el gesto de desagrado, porque se puso serio, enrojeció e hizo un movimiento como de ir a retirarse, pero las miradas de los compañeros, fijas en él, lo decidieron. Avanzó lentamente y se sentó a su lado. Tropezó con un extremo de la piel, que ella retiró.

—Perdón, señora—dijo.

Le pareció a Elena que su voz tenía los sonidos armoniosos de su violín, Le contestó con un leve movimiento de cabeza. El se hallaba tímido, confuso. Ella, irritada. Todos aquellos músicos miraban con curiosidad.

Se puso seria, rígida, clavó la mirada en el violinista que suplía a Alberto. Los músicos sonreían, sus miradas parecían empujarle a hablar. El quería hacer un esfuerzo, pero se sentía cohibido, sin fuerza.

La veía con su carne de mármol rosa, su mirada lunar y aquellos cabellos rubios, como si las raíces estuviesen aferradas en algo muy puro, muy noble y se sentía sin fuerzas. Lo invadía un respeto y un enamoramiento que lo entravaban. Aquella mujer debía ser una gran señora.

Acabó la representación sin que ella mirara una sola vez, ni él dijera una palabra.

Cuando se levantó para salir, le ayudó a ponerse su piel; una magnífica piel de zorro azul que Alberto no conocía, pero que le daba la impresión de que debía valer mucho, y estaba impregnada en un perfume delicioso. Se sentía de nuevo intimidado por la gran dama, que le dijo secamente:

—Gracias.

Salió detrás de ella. La vió acercarse al coche que esperaba, pero, en lugar de subir, dio una orden al chófer y se alejó a lo largo de la acera. El la siguió sin atreverse a abordarla. De pronto, ella se paró y, volviéndose resueltamente, le preguntó con voz de enojo:

—¿Le parece a usted bien lo que ha hecho?

—Señora... yo...—no sabía qué decir.

—Me ha puesto usted en evidencia delante de todos aquellos hombres de la orquesta, confesándoles que se ha dado usted cuenta de que yo iba allí por simpatía hacia usted.

—Y si no lo hago así, ¿cómo hubiera podido acercarme a usted?

Rió ella de la ingenua confesión; el violinista le seguía pareciendo encantador.

—Déme usted el brazo y continuaremos hablando.

Se apoyó en él y lo envolvió en el perfume que se escapaba de su cuerpo.

—¿Es usted francés?

—Sí, señora.

—¿De dónde?

—Nací en Bayona.

—Me explico el tipo de usted y la semejanza con los españoles. Me alegro que sea usted francés.

—¿Por qué?

—No creo que se pueden entender bien dos personas de diferente nacionalidad.

—Yo la adoraría a usted aunque fuese de donde fuese.

—No lo crea. La diferencia de idioma supone diversa modalidad de pensamiento. Impide la compenetración. ¿Quiere usted contestar a mis preguntas?

—¿Qué duda cabe?

—Dígame si es soltero.

—Sí...

—¿Sin ningún lazo que limite su soltería?

—Sin nada que pueda impedirme dedicarle a usted mi vida.

—¡Otra vez! ¡Bien se ve que es usted del mediodía! Exagerado.

—No... lo crea usted. No lo soy. Pero a usted no puede extrañarle mi entusiasmo. ¡Habrá usted despertado tantos!

—No digo que no. Pero una adoración así, tan de repente.

—Era una cosa que yo tampoco creía posible hasta que la he visto a usted. Es usted una mujer diferente de las otras. De luz.

Se sentía halagada, Era el aroma del amor de un ingenuo que hasta entonces no había gozado. Un nuevo aspecto de la vida y del amor se aparecía a sus ojos, despertando su fantasía.

—¿Tiene usted familia?

—Mi madre, un hermano casado y una hermana.

Están en la provincia, en la casa de labranza. Son labradores.

—¿Y usted?

—Me enviaron a estudiar a Toulouse por esa cosa de los padres que no quieren que los hijos sigan su profesión. Mi padre murió y tuve que dejar mis estudios. Era ya incapaz para volver al campo, inadaptable para aquella vida, inútil para ese trabajo. ¡Si viera usted cuánto he lamentado ese error de los padres que hace a los hijos extraños para ellos!

—¿Hace mucho que está usted en París?

—Cerca de un año. He pasado muy malos días.

Ahora me gano la vida tocando en este cine. Han parado en esto mis ilusiones de artista.

Había amargura en su voz. Ella lo miró con ternura.

—¿Con qué soñaba usted?

—Compongo música. Deseaba darme a conocer...

Algo imposible.

Elena comenzaba a sentirse presa en aquel vago sueño.

—Pero ahora—continuó él—, lo doy todo por bien empleado habiéndola conocido a usted.

—¿Crée usted que ha hecho mi conquista?

El se quedó desorientado.

—Sea usted franco como lo fué con su sonrisa de vencedor al aparecer hoy a mi lado.

—Sí, he sido un fatuo, pero usted me perdonará.

—¿Qué es lo que piensa usted de esta situación tan rara en que nos encontramos?

—Pienso que no le soy a usted indiferente cuando así llega hasta mí, y me siento tan enamorado, tan esclavo, que soy feliz con tenerla cerca y nada más quiero ni me atrevo a esperar. Es un presente tan intenso, tan lleno de alegría, que no quiero pensar en lo porvenir.

—Tiene usted razón. No le puedo negar que me he sentido atraída hacia usted por una gran simpatía.

—¿Simpatía sólo?

—Digamos amor.

—¿Así? ¿Tan fríamente?

—No sabe usted quién soy.

—A una dama como usted no se le pregunta más que lo que ella quiera decir.

—¿Pero usted qué piensa de mí?

—No me atrevo a pensar nada. Me asusta que es usted como un hada blanca y rubia, espuma de mar y oro, que va a desaparecer.

—¿Tiene usted miedo?

—Sí... yo soy un pobre muchacho...

—Conquísteme usted.

—No comprendo.

—Lo hallo a usted interesante, creo que podré amarlo, pero es preciso que borre usted de mi mente aquella sonrisa triunfante. No vengo a entregarme a usted, vengo a que me enamore usted. A que seamos novios.

Empezaba a nevar; los copos se quedaban presos en las puntas de los pelos de la piel formando un escarchado ideal. Ella pasó su mano enguantada para deshacerlos.

—La aguardaba a usted un auto y va usted a pie por mi culpa.

—¡Oh! No importa. Me gusta esta sensación de frescura; yo también me he criado en el campo.

Mire, me encuentro tan contenta, tan infantil esta noche, que de buena gana tiraría mi sombrero para que me cayese la nieve en la cabeza... como hacía cuando era niña, creyendo que así me crecería más el cabello, vivificado por la frescura, como la mies.

—Tal vez por eso tiene su cabello de usted el tono de los trigales maduros.

—Y, sin embargo, no puedo llegar a mi casa empapada de agua. Es preciso que nos separemos.

—¿Tiene usted quien la espere?

—Sí.

Guardaron silencio.

—¿Ve usted cómo ya comienza a preguntarme?

—Perdóneme... Debo parecerle a usted tonto...

Pero no me atrevo a nada... Si usted quisiera, entraríamos en un café. Sería tan feliz invitándola.

—¿Por qué no lo hace usted?

—Le he confesado mi pobreza.

—Convidaré yo.

El joven hizo un movimiento brusco y contestó con un acento de indignación y energía.

—¡Eso nunca!

—Entonces, no hay remedio.

—Sólo el que usted descendiera hasta los modestos sitios donde yo como.

—Aceptado.

Alberto iba preocupado mirando los pobres restaurantes. Ella lo adivinó.

—Tendría capricho de comer aquí—dijo.

Entraron en el pequeño local. Unas sillas de enea, unas mesas desvencijadas.

Acudió una mujer gorda, con un delantal que se hundía en la cintura y le marcaba la barriga.

Sacudió con la mano el papel manchoso que cubría la mesa, dejando caer las migas sobre ellos, y después preguntó:

—¿Quieren servilleta?

—Sí.

Aquél era un supremo lujo, había que pagar treinta céntimos por cada una.

Pronto estuvo la mesa cubierta, con los vasos de vidrio grueso, la botella de vino peleón, los cubiertos de lata y el salero, en el que la pimienta parecía más bien polvo que pimienta molida. La mujer llevó dos pedazos de pan, cortados de una enorme barra; y los platos, en los que se iba bañando los dedos, en un consomé negruzco, parecido a esa calandraca que hacen los marinos hambrientos con cuscurros y galletas. Elena comía encontrando todos los bodrios exquisitos. Recordaba, después de tantos años, su vida de bohemia, su vida canalla, y volvía a ser la muchachita alegre y afable de antes de su matrimonio.

Se rejuvenecía.

Se iba olvidando de todo. El amor ponía sed en su garganta. Bebía con delicia el peleón, la cena se animaba. Cuando les sirvieron la carne ya se hablaban de tú y se llamaban Elena y Alberto. A los postres se estrechaban las manos con un amartelamiento que hizo sonreir a la vieja cuando le pidieron la cuenta.

Salieron estrechándose el uno contra el otro; él dejaba oir una especie de chacoloteo sobre la nieve. Ella se fijó en que no llevaba tampoco abrigo y lo envolvió en un extremo de su larga piel de zorro azul como si lo amarrase a su cuerpo.

Iban así enlazados, besándose y mezclando los alientos. Ella, embriagada, olvidada de todo, enloquecida con la excitación de su fantasía. El, mareado, sin más noción de la realidad que el encanto del perfume y de las suavidades que se escapaban del cuerpo de Elena.

—Vente conmigo—suplicó.

Ella vaciló. Pero vencía su voluntad de mantener el idilio.

—Es imposible.

—Dime quién eres y dónde vives. ¿Dónde vas?

(¡Quién te espera? Te amo de una manera que esas preguntas incontestadas me van a volver loco.

—Piensa sólo en que yo te amo también y que mañana te esperaré en un coche a la puerta del cine.

—¿Y si no volvieras?

—Volveré... no lo dudes.

XIII. El idilio

Tenía la noche una placidez silenciosa y blanda que apagaba y domeñaba la influencia de la vida tumultuosa en la gran población. Con la noche, el campo entraba en la ciudad, se adueñaba de ella, llegaban, envueltos en la sombra, los grandes bosques, los grandes pinares, que se asomaban curiosos de ver los bulevares y esparcían su olor de selva por todas partes. Elena se apoyaba, negligentemente, en el brazo de Alberto. Llevaba ya un mes de gozar aquel idilio de las noches plácidas del comienzo del otoño en París, de aquellas noches de Septiembre, claras, charoladas, sin perder su palidez y su melancolía. Del conjunto de muchas ciudades, que era la gran ciudad, ella había elegido aquélla, que tiene sus fronteras desde el Observatorio al Quai Voltaire, limitando sus laterales el Bou Mich y la rue de Rennes.

Se sentía cada vez más enamorada. Alberto era alto, moreno, con una morenez argelina y un cabello tan negro, que tenía los reflejos azules de las alas del cuervo.

En su imaginación ardiente y fantástica, acariciaba el goce de la conquista romántica, del despertar del amor de Alberto, cuya ingenuidad la seducía.

Resistía al amor del joven por prolongar aquella voluptuosidad de la espera como goloso que toma despacio el postre para que le dure más.

—Eres mi novio; nada más que mi novio; y es así como yo te adoro—le decía.

—¿Pero nos vamos a pasar la vida de este modo?— le respondía él.

—No.

—¿Entonces?

—Yo seré tuya un día.

—¿Cuándo?

—Cuando menos lo pienses. Cuando yo misma no lo sepa. Sin preparar las flores de azahar.

A veces, él preguntaba ansioso:

—¿Ya?

Y ella le respondía riendo, con el deseo de prolongar la espera encantadora.

—Aún no...

—¿Es que no me amas todavía lo bastante?

—Es que te amo demasiado.

Se engolfaban en una conversación en la que trataban de convencerse ambos de lo que ya estaban convencidos.

Por nada del mundo hubiera Elena cambiado aquellas noches. Alberto se había dado cuenta de qué clase de mujer era y se adaptaba a sus caprichos con la docilidad de los enamorados.

Eran deliciosos sus paseos por las calles desiertas y silenciosas a esa hora. El pavimento, siempre brillante, como regado o llovido, tenía ese espejeo del asfalto en el que se reflejaba en regueros la luz de los faroles y de los grandes focos.

Solían llegar algunas noches hasta la Cité, a contemplar la multitud de figuras de piedra que vivían entre el boscaje de la ornamentación de su catedral, defendidas por las aterradoras quimeras y monstruos.

—Vámonos de aquí. Desde que leí Notre Dame, le tengo un miedo terrible a este sitio. Me creo que voy a ver la cueva de la mendiga y a presenciar el suplicio de la pobre Esmeralda. Si pienso en eso, me causan asco y desprecio los hombres...

—¿Y el pobre Quasimodo?

—A ese le tengo más miedo aún, y... ¿Lo creerás? Me parece que no ha muerto; que vive convertido en una gran araña en lo alto de la torre y puede caer sobre nosotros, deslizándose por una cuerda invisible, como hacen todas las arañas cuando algún sonido las atrae.

El se reía. Iban hacia la plaza Doffine, donde evocaban aquellas exposiciones de cuadros al aire libre, poblando la gran plaza de damitas vestidas con sus paniers, una torre por peinado y los taconcitos altos y rojos, que las sostenían gracias al apoyo de las sombrillas.

Allí estaba, dominándolas a todas, la lunetiera, la linda Manon Filipon, alegre y bella.

—Debía ser de cuerpo y de gracia como tú—le decía —; la he visto en una miniatura, y se te parece.

Buscaban sus recuerdos por todas partes. Los palacios y las casas donde moró y hasta la prisión en el Luxemburgo. En sus excursiones le salían otras sombras al paso. Se entregaban a los recuerdos de la época revolucionaria, única parte de la historia que conocían, y experimentaban un placer en aquellas resurrecciones de figuras, que tenían algo de una prolongación de su vida, como si vivieran en ellas.

Unas noches, al cruzar por San Sulpicio, la maciza y barroca iglesia, que siempre le causaba miedo a Elena, porque le parecía el sitio más a propósito para las emboscadas, Alberto le hablaba de Condorcet, escondido en la calle solitaria y triste, por donde ella no quería pasar, y de donde lo echaron los amigos para que se viera en la necesidad de suicidarse.

—Mira—decía ella otras veces—, por aquí siguió el cortejo de la boda de Lucía y Camilo Desmoulins...

Los aclamaba todo aquel pueblo que pocos días después los acompañó al suplicio.

Llegaban a aquel trozo de final de la calle del Odeon, donde todo hablaba de Danton; más allá estaba el primer restaurante que existió en París, el «Procopio».

—Nos rodea todo el pasado—decía él—. Murat tuvo aquí enfrente la imprenta. En ese patio próximo ensayaba su aparato el señor de Guillotin...

—¡Oh! Todo esto es lúgubre, triste, y, sin embargo, nos atrae. ¿Será verdad que queda algo del espíritu de los muertos en los lugares en que han vivido?

—Quizá sea eso.

Se estrechaba contra él como si se la entregase la idea de la muerte, y se besaban en medio de las calles tan obscuras, porque aumentaba su obscuridad la negrura de sus piedras.

Una noche se pelearon en aquel sombrío recodo donde existió la fantástica Torre de Nesle.

—Me gustaría encontrarme a Margarita de Borgoña—dijo él—. Era una mujer resuelta.

Elena tuvo celos.

—Es de mal gusto que me digas eso.

Alberto se esforzó por desenojarla, y pasada la fanfurriña ambos convinieron:

—Pues no pasaremos más por aquí.

Llegaban al parapeto del Sena. Lo veían correr tan lento, tan manso, con su aspecto de agua sucia; miraban en su fondo esperando ver pasar un cadáver, como si el Sena fuese el encargado de arrastrar los cuerpos de los asesinados, como los ríos que acarrean las maderas de los árboles que se cortan.

Parecía que debía haber siempre asesinatos y citas misteriosas en la noche del Sena.

De pronto, con su volubilidad, Elena soltó la carcajada, y dijo señalando la estatua:

—¿Ves? Parece que Voltaire ha dejado su gravedad de filósofo y se recoge la falda para marcar un paso de baile.

Cada día le costaba a Elena más trabajo separarse de su amante, para volver a su casa, que le parecía triste como una prisión.. Gozaba el encanto de la noche, chapoteando con sus zapatitos de piel de serpiente en el asfalto brillante, mojado en la luz, alrededor de los jardines del Luxemburgo, tan conocidos que, cuando pasaban al lado de la verja cerrada, creían oír que les hablaban en el interior y que allí, en la obscuridad, paseaban las estatuas de los poetas y las reinas para desentumecerse de la inmovilidad del día, dueños absolutos ya de sus flores, contándose sus amores y sus ansias.

Pero Alberto, a pesar de su dicha, estaba preocupado. Era para él difícil costear el gasto de convidar a Elena, la cual hallaba medio de escapar de su casa todos los días.

—Tienes que dejarme que te convide yo—decía ella.

—No quiero.

—¿Por qué?

—Los hombres no deben dejarse convidar.

—Eso es un prejuicio, una tontería con la que nos condenas a comer mal.

—Soy pobre.

—Eres orgulloso.

—¡No me quieres!

—Ya sabes que sí. Y si me dejas convidarte probarás una cosa que no has probado jamás.

—¿Qué?

—El champagne en la taza de mi boca.

¡Beber el sorbo de champagne, tibio, en el beso de la boca de Elena!

Alberto accedió. A esa concesión siguieron otras.

Ya era ella la que lo invitaba siempre a los grandes restaurantes. Gozaba, sin dárselo a entender, las sorpresas de Alberto al vislumbrar aquella vida elegante.

Encontraban a veces gentes que los conocían.

Cuando eran amigos suyos, se quedaba confuso, un poco avergonzado; si eran amigos de ella, Elena saludaba con aplomo y desfachatez.

—¿Por qué te inmutas tanto?—le preguntó un día Elena.

—Porque me parece que los que me ven a tu lado me han de encontrar muy inferior; yo soy un pobre muchacho y tú tienes una majestad, una gracia al andar, como la que se cuenta que poseía la duquesa de Marne, que hacía correr a las gentes para verla bajar del coche y subir la escalera de la Opera.

—¡Exagerado siempre!

—Te juro que te digo la verdad. Algunas veces, cuando te veo venir desde lejos, me parece que tu andar tiene un ritmo de danza, de pisar rosas. Tengo miedo de que te avergüences de mí.

—No, lo único que me compromete—le confesó un día—es que vayas vestido así, es verdad que no hacemos buena pareja. Pero sólo por culpa de eso.

Déjame que te compre un traje.

Desde el sastre, donde no le encargó un solo traje, sino un equipo completo, Elena hizo ir a Alberto a casa del camisero.

—Aunque te parezca que no, la ropa interior se adivina al través del traje—le decía—. Hay un chic, una soltura, una gracia especial. Yo te diría a la primera ojeada, quién lleva seda o algodón.

—Perdóname que no pueda resistir tu perfume— le dijo otro día—. Es preciso que te compres perfumes buenos. Déjame que yo te los regale.

—Que sea el mismo que usas tú.

—De ningún modo. Creerías tenerme contigo, y yo quiero que me eches de menos. Además, quiero que lleves un perfume de hombre, especial, tuyo.

Les costó trabajo encontrar aquel perfume Bichara indio, excitante, que adoptaron, al fin, después de recorrer todas las tiendas más elegantes de París.

Elena veía poco a su marido. Cuando regresaba Leopoldo del teatro estaba ya acostada. Entraba a besarla y a darle cuenta de sus triunfos, renovados cada noche.

Los dos esposos almorzaban siempre juntos. Después ya no se podía contar con Leopoldo. Estaba en vísperas de uno de esos estrenos en los que un actor se juega toda su fama. Aquello lo preocupaba más que su mujer. Era con su hijo y con Marta con los que tenía que consultar y con los que necesitaba trabajar. Elena se quejaba de su abandono.

—Perdóname... Es por ti por quien trabajo... para que puedas estar orgullosa de tu Leopoldo—le decía él—. Ya sabes que el público es implacable. Una sola falta le hace olvidar muchos años de éxito. En cuanto acabe la temporada nos iremos solos, juntitos, a un rincón del mundo, donde tú desees...

Haremos lo que tú quieras.

La estrechaba entre sus brazos, complaciéndose en besar con sus labios fuertes la carita tierna y rosada, donde se quedaba grabado el beso, como una de esas rosas de deseo con que nacen algunos niños y en seguida escapaba a continuar su tarea.

Elena daba un suspiro de satisfacción.

—Me daría pena reñir con papá Leopoldo—pensaba, expresando con aquella frase su cariño al marido—. Mejor es así.

En cuanto se veía libre corría a reunirse con Alberto. Se sentía verdaderamente enamorada, quizás por la voluntad de querer estarlo.

Habían alquilado un cuartito para albergar sus amores.

El tuvo que ceder a que ella lo decorara y arreglara a su gusto.

—No me puedes exigir—le decía—que yo me hiele de frío o me acueste en una de esas horribles camas de todos que nos dan en los hoteles amueblados.

El, que pensaba morir de felicidad viéndola a su lado, cubierta de sedas y de joyas que avaloraban su belleza de ídolo, cedía a todo. Estaba deslumbrado. Era la primera vez que se acercaba a él una mujer como aquélla.

Ella seguía su obra de desmoralizar a Alberto, de acostumbrarlo a aceptar sus dádivas. Le compraba pañuelos, corbatas, calcetines, tabaco. Al fin, llegó a darle dinero para sus gastos.

Ante las protestas débiles, pero continuas del joven, le dijo:

—En tu mano está el solucionarlo todo. Deja ese empleo ridículo y compon música. Así podrás hacerte un porvenir y ganar mucho dinero. Yo atenderé a tus necesidades y luego me lo pagarás todo.

Abriremos una cuenta corriente y lo iremos apuntando.

De aquella manera artificiosa se había apoderado de toda la vida de Alberto, y lo esclavizaba a su capricho.

XIV. Ceromancia

—¿Qué le pasa a Renee que no viene? — le había preguntado Leopoldo—. ¿Os habéis disgustado?

Se quedó un poco sorprendida. Se le había olvidado su amiga.

—Está algo enferma—respondió—. Voy a ir hoy a verla.

El recuerdo de Renee, evocado de repente, le causaba algo de remordimiento.

—He hecho mal en pasar tanto tiempo sin verla.

Además la necesito para que me ayude a evitar que Leopoldo se entere de lo que me pasa. Verdaderamente he sido imprudente... Me absorbe demasiado mi morenillo... Ni siquiera hago caso de ky-ky.

Salió más temprano que de costumbre y se dirigió a casa de Renee. Apartó a la criada y avanzó llamando a su amiga, como si con su apresuramiento al entrar quisiera borrar los días de separación. Pero al llegar a la puerta de la alcoba se detuvo asustada.

Renee, descalza, despeinada, mal cubierta por un salto de cama color rosa, estaba sentada en el suelo, ante una gran fuente de loza verde llena de agua y rodeada de velas encendidas.

Un insoportable olor de cera y de pábilos llenaba la habitación. Renee parecía una muerta entre los cirios. Jamás la había visto tan pálida.

—Entra.

—¿Pero qué haces ahí? ¿Estás enferma?

—No... Estoy triste.

—¿Y qué significa todo esto?

—Adivino el porvenir.

—¡Ah! ¿Te echas las cartas?

—No. La baraja es una cosa complicada y que en" gaña casi siempre. Yo adivino en el café, en la ciara de huevo y en la cera.

—Nunca me has hablado de eso.

—¿Para qué? Hay muchas cosas de las que nunca te he hablado.

—Mal hecho.

—Tienes un espíritu bastante inquieto para que yo me permita turbarte más.

—Pero yo quiero ver el porvenir—dijo Elena.

Adivina delante de mí.

Renee volvió a sentarse entre las luces, tomó dos velas y dejó caer lentamente las gotas de cera en el agua, murmurando una oración. Luego las dejó, cogió otras, repitió la misma operación y volvió a recomenzar con las primeras, Elena miraba aquellas gotas ardientes, de cera derretida, que se congelaban en el agua formando una especie de florecilla cóncava, como pequeñas anémonas blancas. Se movían solas, se agrupaban y se separaban como si las impulsara un viento o un oleaje imperceptible, para formar mil raros dibujos caprichosos y diferentes.

Renee los descifraba y leía en ellos:

—Aquí está tu estrella, tiene más de ocho puntas... estrella feliz... Tu vida comienza brillante... Aparece un hombre en tu vida... Una mujer rubia te tiende una asechanza... Un hombre joven te quiere bien...

Ese otro hombre se interpone... Triunfa... Tu lo sigues... No veo más...

Se interrumpió, cansada y sudorosa.

—Todo eso es muy vago—dijo Elena. Quisiera que concretases más.

—No sé si podré. Estoy cansada. Hace mucho rato que te esperaba.

—¿Sabías que iba a venir?

—Te he esperado siempre.

—No creas que te he olvidado...

—Hoy estaba cierta de que vendrías.

—¿Por qué?

—Me lo había predicho la cera...

—Yo quisiera que me dijeras mi sino con más claridad.

—Tú no crees en esto.

—Sí, desde que tú me lo aseguras... tan en serio.

—Probaremos.

Vertió el agua, tomó un jarro y llenó de nuevo la vasija. Apagó las velas y las volvió a encender con los mismos ritos y oraciones. Bien pronto la fuente estuvo otra vez cubierta de florecillas de cera, blanca, nadando en el agua. La ceromántica comenzó su lectura:

—Mi estrella se mezcla con la tuya... Apenas tiene cuatro puntas... En lugar de estrella es cruz...

Lágrimas... ¡Siempre lágrimas!... El sino misterioso...

Y un hombre me quiere salvar. Hay un obstáculo que no deja que se acerque... Allí... En ese ángulo...

Míralo... Un ataúd... Un muerto... ¿Quién es?La sombra empieza con R... E... soy... ¡Mi entierro!

Dio un grito y cayó presa de una violenta convulsión. Elena, asustada, llamó apresuradamente al timbre. Acudió la doncella que no pareció sorprenderse del espectáculo. Renee se revolcaba por la alfombra sin que Elena pudiese sujetarla. Su cuerpo se había convertido en una especie de serpiente descoyuntada, alzándose sobre la cola y sacudiéndose como un látigo que rastrillase en el aire.

—Apague usted esas luces—ordenó la joven—y ayúdeme a conducirla a la cama.

La mujer obedeció sin apresurarse.

—Hay que llamar al médico.

—No es necesario—repuso la doncella—. Le da eso con frecuencia. No hay que hacer más que sujetarla para que no se golpee y cuidar de que no se muerda la lengua, pues se la destrozaría entre los dientes.

—Y apretarle el dedo del corazón... Traiga agua... dele a oler sales...

—Es todo inútil, señora. No es mal de corazón.

Son los efectos del «ídolo Blanco». La pobre tiene sueños terribles... Unas veces cree que está cubierta de bichos, otras rodeada de arañas, de serpientes, de perros rabiosos. Desde hace algún tiempo le han comenzado los ataques de epilepsia. ¡Está tan estropeada!

Elena se acercó al lecho y la miró atentamente.

Así, sin adornos, sin pinturas, sin joyas, no le parecía la misma.

Sus cabellos habían perdido su brillantez y aparecían de dos colores diferentes, obscuros en la raíz y blanquecinos en las puntas, como si no llegase bien a ellas la savia. Daban la impresión de la plata sobre dorada cuando empieza a perder su baño.

El rostro, de color cera de altar, surcado de arrugas, entre las que se destacaba la terrible «pata de gallo», no recordaba su color albirosa, tan jugoso, tan mórbido, tan fresco, hacía poco. Parecía haberse secado, como si le exprimiesen los jugos, para convertir la carne en una cecina con todos los poros abiertos, señalados como si sus mejillas fuesen un acerico.

Alrededor de los ojos verdes se veía el abultamiento del edema, se notaba la escasez de las pestañas y la despoblación de las cejas.

Estaba disecada, sin carne en la garganta ni el descote, con el seno nacido, los brazos como aspas de lanzadera. Pero lo más apiadable eran aquellas pobres manos, magras y pulidas, centelleantes de sortijas, con las uñas brillando como piedras preciosas, que descansaban sobre la colcha amarilla con un gesto infantil, cuando eran quizás lo más envejecido y descarnado de todo su cuerpo.

Entonces se daba cuenta del esfuerzo realizado por Renee para imitar una juventud a su lado, de aquella extraña pasionalidad que le hacía sufrir alternativas de depresión y de vehemencia, de aquella prisa con que quería vivir, liquidar sus energías y sus ansias. Del modo artero con que Renee se apoderaba de su vida y de sus sensaciones para vivirlas ella.

Sentía un impulso de piedad hacia aquella mujer que la amaba tanto, quizás con un amor inconfesable, y que sería capaz de sacrificarse por ella.

Le separó los cabellos de la frente y la besó con ternura.

Entreabrió la enferma los ojos, con una mirada agradecida.

—¿Cómo estás?

—Mejor... estando tú aquí.

—Perdóname... el no haber venido antes... Puedes creer que no te he olvidado...

—Calla. No te esfuerces en demostrarme eso... No me dés disculpas...

Le apretaba la mano atrayéndola hacia ella. Elena cedió al llamamiento de su cariño y las dos se abrazaron con efusión. Renee se quedó mirando a su amiga, que tenía las mejillas sonrosadas y la punta de la nariz enrojecida de haber llorado.

—Cuéntame lo que has hecho en todo este tiempo.

—No me atrevo...

—Al menos, dime si lo has pasado bien.

—¡Oh! Eso sí... He sido muy feliz.

—¿Y ya no lo eres?

—Sí... sí lo soy...

—Entonces puedo enorgullecerme de veras con tu cariño.

—¿Por qué?

—Sólo se acuerda uno de los amigos que quiere mucho, cuando es feliz.

—Te lo voy a contar todo.

—Advierte que yo no te pregunto ya nada.

—No importa.

Sentía necesidad imperiosa de hacerle a Renee la confesión de sus amores.

—Ten cuidado con lo que haces — dijo la amiga así que la hubo escuchado.

—Leopoldo no es celoso.

—Pero no olvides que tienes enemigos cerca de él.

—No importa.

—¿Te es indiferente reñir con tu marido?

—No por cierto... yo quiero a Leopoldo como a un padre... Me daría pena dejarlo.

—Entonces.

—Pasados estos primeros arrebatos ya encauzaremos la vida con más prudencia... y he pensado una cosa... con la que tú puedes salvarme...

—¿Qué?

—Que pases por la novia de Alberto.

—Muchas gracias.

—¿Te niegas?

—Es una locura...

—Pero si tú no amas a nadie y así me puedes ayudar... ¡Quiere, rica! ¡Quiere! Di que sí.

La besaba con una gracia infantil, abrazándola y reclinándose en su pecho.

Renee, cedió.

—Bueno... Será lo que tú desees, me vestiré y nos iremos a cenar con... con mi novio.

—¿Pero te sientes ya con fuerza?

—Sí... ¿Sabes? Estas crisis me dejan una sensación de bienestar... Tienen algo de sangría.

—¡Te has quedado tan pálida! Quizás harías mejor en no salir.

—No temas por eso... Ya verás cómo dentro de un momento no se me conoce nada.

Saltó del lecho, abrió la puerta del cuarto de baño, entró dentro de la bañera de mármol y dejó caer sobre ella una ducha de agua fría, bajo cuya lluvia menuda tiritaba. Unos minutos después se zambullía en la cama.

—Ahora, Manuela, me da una buena fricción y recobro en un momento toda mi frescura. Te aconsejo, ya que estás enamorada, el aceite de sándalo. Una mezcla de sándalo y benjuí. Tienen algo de litúrgico que aumenta la voluptuosidad.

Una vez frotada, se levantó de un salto, ágil, ligera, fresca; era otra mujer.

Se colocó el vestido sobre el cuerpo completamente desnudo.

—Aborrezco el traje tailleur porque obliga a llevar corsé. Con el corsé todo se sale de su sitio. No hay flexibilidad. Sobre todo, es odioso para las que estáis un poquito gruesas. La carne tiene que estar en alguna parte; si se aprieta por un lado, sale por otro, y suele ocurrir lo que le sucede a Alina... Se le sube el pecho a la boca y se queda sin garganta.

—Y sin nuca, porque esa tiene pecho por delante y por detrás. Yo no llevo más que una fajita... y la combinación.

—Haces mal, querida. Cree que el llevar camisa es de gente que necesita economizar los vestidos...

La ropa interior es siempre sucia...

Así hablando, se había alisado la melena y rebuscaba con las pinzas en la caja de pestañas postizas las que se había de colocar.

—Tengo pestañas para de noche y para de día.

Con la asquerosa luz del sol y los velitos se necesitan un poco cortas y claras. Pero ahora las largas y obscuras quedan bien.

Se pasaba los dedos sobre los párpados para cubrir bien la pegadura con la mezcla de blanco y rojo s que daba a su tez un tono indio.

—Estás muy guapa—aseguró Elena.

Renee se encogió de hombros.

—¿Qué más me da? Yo estoy ya al margen de la vida. Así es como se la ve mejor.

—Porque tú quieres.

—Estoy bien segura. Si no fuera así, no me confiarías a tu novio.

—Te juro que sí.

—No jures, que te vas a condenar. Vamos de pris3, que ya tengo gana de conocer a tu músico.

Por lo menos estoy segura de que no haré a su lado mal papel. Tu tienes buen gusto.

XV. La despedida

Gracias a la sabia intervención de Renee, Elena había encauzado su vida para gozar de la situación ventajosa que le ofrecía su marido y tener el aliciente de la pasión de su amante.

El actor tenía ya noticias del novio de Renee, que acompañaba a las dos amigas por todas partes. Al principio no puso buen talante.

—Tú debías apartarte de eso—le aconsejó.

Pero Elena se puso furiosa.

—Son unas relaciones formales. Se van a casar y yo le hago mucha falta.

Leopoldo transigió- Estaba demasiado ocupado, en plena temporada teatral, para prestarle demasiada atención a su mujer. Hasta le gustaba que se distrajera y lo dejara tranquilo.

Elena se sentía dichosa. Le faltaba tiempo para aburrirse. Además de sus citas diarias y sus cenas con Alberto, tenía que hacer su vida de costumbre para no despertar sospechas. Aparecía en el teatro todas las noches; iba por las tardes al bosque; recibía en su casa los martes; daba las comidas habituales para celebrar los éxitos de su esposo e invitar a los autores y a los críticos. Todo eso la obligaba a pasar el día de un lado para otro comprando sus perfumes, eligiendo sus trajes y atendiendo al cuidado de su belleza. Había vuelto a despertarse en ella el amor por su kyky y llevaba al perrito a todas partes, hasta a sus citas amorosas.

Sobre todo aquellos días eran de una gran tarea.

Su manía epistolar la obligaba a responder a todas las felicitaciones de la próxima Navidad. Le seguían llegando cartas de todas partes, Sus amigos se quejaban de que los tenía un tanto olvidados. En su falta de tiempo y en su deseo de coqueta, que no quiere ver disminuir sus adoradores, Elena recurría a los christmas. Aquellas tarjetas, en las que se podían interpretar alegorías al gusto de cada uno.

Había en los christmas una gracia especial, que salvaba a una mujer de buen gusto de la vulgaridad de las cartas.

Pasaban los días Elena, Renee y Alberto, recorriendo bazares y papelerías en busca de los christmas más extraordinarios. Elena se sentaba frente a los marcos de sus orlas de un modo algo semejante al de los niños que escriben con su letra más redondeada las planas de Pascua, destinadas a los padres y los padrinos. Buscaba en su libro de direcciones para que no se quedase ninguno de sus amigos sin recibir el recuerdo.

Alberto se desesperaba de todas aquellas ocupaciones que le robaban a Elena. La sentía menos suya que en aquellos días de verdadero noviazgo, cuando recorría con él París como una muchachita insignificante, pero no se atrevía a quejarse. Una risa, un beso, una gracia cualquiera de Elena, bastaban para hacérselo olvidar todo.

Había dejado su modesto destino en el cine y vivía en aquel pisito elegante, que le había amueblado Elena, sin que ningún cuidado lo preocupase.

Tenía un magnifico violín, un hermoso piano, papeles de música, obras de estudio y de consulta, y sin embargo, no producía nada. No acudía a sus llamadas la inspiración.

—Me martiriza demasiado la idea de que Elena no me pertenece por entero, la incertidumbre de volverla a ver—decía para disculparse de no componer la obra maestra—. Me paso la vida pendiente de su capricho.

Elena iba a buscarlo todas las tardes cuando salía a dar su paseo o cuando iba de compras, y se citaban para cenar con Renee; pero nunca podía conseguir de Elena que le dedicase las primeras horas del día.

—Es la hora en que se cogen los besos con la misma frescura que las flores llenas de rocío—le había dicho.

Pero ella se disculpaba siempre.

—No; yo no comprendo la mañana. Le tengo odio al sol con esa luz tan cruda, tan deslumbrante. No es distinguida esa luz. En París, donde él procura ser más elegante y atenúa un poco su brillantez, me levanto por la tarde. En Nápoles o Andalucía, no me levantaría hasta la noche.

La cita de aquel día por la mañana le daba optimismo. Elena le había prometido que no iría Renee.

El joven, en vez de agradecer el sacrificio de la amiga, sentía por ella esa antipatía, mezcla de celos y desconfianza, que inspiran los amigos íntimos de los que se aman.

Mientras esperaba a Elena, paseaba contemplando las hojas mustias de los rosales que iban del amarillo al rojo, con un medio tono broncíneo, requemado, viejo. En algunas ramas, había rosas secas que parecían de papel.

Los tallos, en los que dormía la savia, formaban arcos como sí fuesen alambres pintados de verde, completamente lisos, desprovistos de ramas.

Y caía un sol pálido, que no llegaba a esclarecer el cielo, de un intenso y limpio azul angélico, en el que parecía que el frío dejó cuajado algo de la pasada noche.

La escarcha, derretida, había lavado los festones de boj, y el suelo, sequerizo, tenía una blancura hornagada, extraña, que parecía más bien debida al ardor del sol que a la quemadura del hielo.

Se le hacía larga e incomprensible la espera. Elena no llegaba. Iba impaciente de un lado a otro, dando vueltas, sin atreverse a alejarse, temiendo no verla llegar. Tenía pensamientos absurdos.

—¡Acaso ha pasado por aquí y no me ha visto! ¡Acaso no la he visto yo!

Su amor le hacía sufrir una augustia inmensa.

—¿Le habrá sucedido algo? ¿Estará enferma? ¿No vendrá?

El único pensamiento que no osaba delinearse con claridad, era el que más le atormentaba. «¿Habría dejado de amarle?» Aquella era la mayor inquietud.

Avanzaba el día, sin más medida que el reloj, porque las nubes habían vencido aquel sol enfermizo, ocultándolo detrás de las manchas blancas de sus vapores cenizosos.

Un sombrero, un vestido de mujer, visto a lo lejos, le hacía latir el corazón creyendo que fuese ella, puesto que por el traje, variado continuamente, no la podía reconocer. Pero advertía a distancia que no era, por el porte, el andar, los movimientos. No miraba siquiera a aquellas mujeres cuando se le acercaban.

Sentía lástima de los hombres y de las mujeres que pasaban solos, como él, viéndose que aguardaban; y experimentaba envidia y una rabia loca al verlos irse, ufanos y alegres, reunidos a los que esperaban.

Algunas mujeres, cansadas de esperar, se habían ido solas. Ellos no habían llegado; pero ellas eran más fieles y consecuentes, vinieron todas, todas menos Elena.

Miraba al cielo, para ver si se acusaba, bajo el toldo gris, el disco de acero, apagado y frío, pero no había nada que denunciase al sol más que la luz cernida, difusa. El cielo estaba cercano, la tierra aterida, y aquella prematura cara de invierno del día otoñal, lo hacía más triste, más desesperado.

Alberto sentía algo del temor de los que esperan en el puerto, al viajero que debe venir en el barco.

Pasaban parejas amarteladas, dichosas.

Algunas reían y jugueteaban con la risa importuna que disonaba del silencio plácido y del día triste. Era la carcajada allí una nota discorde, imprudente, que rompía la religiosidad de comulgantes que el ambiente estableció para sus fieles.

Cansado de mirar al cielo, a los árboles y a las estatuas, Alberto empezó a mirar a las personas, no ya con aquella indiferencia con que las había visto pasar, como siluetas sin valor, sino atentamente.

Sin darse cuenta se había grabado en su memoria todo lo que lo rodeaba; podría luego dibujar el paisaje con los menores detalles: el desconchado de un muro, la mancha patinosa del brocatel de las estatuas, el moho de una piedra... Los detalles del camino; los grupos de hierbecillas escapadas a la segur. Todas las ramas, los tallos, las raíces, que salían a la superficie y se veían hincándose en la tierra como manos que se encrispan y se aferran.

Conocía los paseos con las piedrecillas que sobresalían de la arena menuda, las acequias llenas de agua; el árbol en cuyo tronco se encaramó burlón un trébol amarillo, el tronco donde apareció una hijuela.

Miró las personas, tratando de adivinar las historias de cada uno. Allí, a aquella hora, con aquel día, no debía haber más que enamorados. Sin querer, comparaba a todas las mujeres con Elena. Pasaban ágiles jovencillas, que le parecían poco distinguidas, mujeres esbeltas de largas piernas, que no tenían su gracia; morenas que no competían con su cabello rubio y sus ojos cerúleos.

Tenía a veces celos de los hombres, de los jovencitos guapos y morenos. Ella le había dicho que le gustaba el tipo moreno. ¿Los miraría si estuviese allí? Sentía entonces la procacidad de los hombres, la eterna ocupación de amadores sin amor, viendo aquellos barbilindos rucios que acompañaban bellas mujeres y jovencitas.

Los jardineros limpiaban la braña y ponían a las plantas nuevas las bohordas que las habían de sostener. Uno, subido en una escalerilla portátil, podaba con sus grandes tijeras las ramas sequerizas de los rosales, entonando entre dientes una vieja cantinela.

Se sentía enfermo; aquella larga espera lo deprimía, tenía el cerebro vacío. Se dejó caer en un banco, ya vencido, cabizbajo, sin saber qué partido tomar.

Permaneció así mucho tiempo; se fueron todas las parejas mañaneras; el lindo jardín romántico se quedó solo, y él continuaba sin moverse.

Empezó a llegar la concurrencia más vulgar de la tarde; aparecieron nodrizas y niñeras; mamas burguesas, niñas que van a pasear y mujeres que se llevan su labor para disfrutar del aire libre.

Entonces se dio cuenta de la hora que era. Las nubes se habían desvanecido y el sol brillaba en un cielo de un fuerte azul cobalto. ¿Dónde encontrarla? Si ella había tenido un capricho y se había alejado de él, ¿cómo podría ya nunca acercarse y hablarle? Desesperado, sin saber qué hacía, se fué hacia la casa de Elena. Pasó varias veces ante el gran portalón de uno de esos edificios de París, que con fachada de casa, son una especie de patio de aldea lleno de magníficas viviendas. Entró. Enfrente estaba el bello palacete, cerrado todo, ventanas, puertas, con un aspecto de deshabitado.

Se apostó ante él, en acecho, sin atreverse a llamar y con el pánico de que Elena no estuviera ya allí.

Vio varias veces descorrerse los visillos de una ventana alta como si alguien también lo espiase a éi desde allí. ¿Sería Elena o alguna otra persona? La discreción le ordenaba no mostrarse y se alejó.

Deambuló por las calles, entró en varios cafés, leyó periódicos... sin enterarse de lo que decían, y al fin, se dirigió a su morada.

Preguntó, disimulando su angustia, a la portera si había algún recado para él. La contestación fué negativa.

Subió. Allí no había nada que acusase el que Elena hubiese estado durante su ausencia, como otros días que iba y le dejaba unas flores y unas líneas.

¿Qué podría hacer él? Se veía pequeño, pobre. Le parecía que sucedía lo que fatalmente tenía que suceder cuando ella viese claro. Tan inferior a ella se sentía. Le dolía la cabeza. Recordó que no había comido; puso agua en su cacharro eléctrico, lo enchufó, y mientras hervía, preparó la cafetera para tomar un café bien cargado.

Oyó abrir la puerta de entrada. Debía ser Elena. Estaba seguro; sólo ella tenía la llave. Además, la delataban ya, no sólo el frufruar de sus faldas y el perfume que la precedía, sino los latidos de su corazón.

Hizo un esfuerzo, quería recibirla con seriedad, dejarle sentir su enojo, que supiese que no se podía jugar así al balón con su alma; pero su amor se sobrepuso y corrió a la puerta, con las manos tendidas, exclamando:

—¡Al fin!

Esas dos palabras condensaban todo su día de amargura, de tormento; todo el poema de su amor.

Pero Elena venía pálida, demudada. Se dejó caer en una silla, sus dientes castañeteaban y sus manos ardían. Las crenchas de oro de sus cabellos caían revueltas sobre sus hombros.

—¡Elena! ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede?

Ella se rehizo, le echó los brazos al cuello y le murmuró, rozándole los oídos con el carmesí de sus labios.

—Alberto, amor mío, acabo de separarme de mi marido para siempre. Ha sido una cosa horrible.

Figúrate que el muy canalla lo sabe todo... Han sido mi doncella alemana y Marta las que se lo han dicho... ¿Y querrás creer lo que ha hecho? Anoche, cuando nos separamos, al volver a casa, me encontré la puerta cerrada... Llamé... y la doncella me dijo por la ventana que había orden del señor de no abrir... y fué en vano que llamara y que gritara...

Llamé a la policía... Nada... Tuve que dormir en casa de Renee.

—¿Por qué no me avisaste?

—No pensé en nada. Me tenía loca, no la separación de ese hombre al que no amo, sino el pensar cómo gozaría Marta... Porque es una intriga de ella.

Ha logrado que mi marido me ponga en la puerta de la calle con menos consideración que hubiese tenido para despedir a un criado.

—¿Y qué has hecho?

—Esta mañana volví y como no me abrieron, hice levantar acta notarial de lo sucedido. La cocinera me ha entregado un poco de ropa blanca... Suerte que mis alhajas las tenía en la Caja del Banco y ya las he puesto a salvo... y mí dinero está a mi nombre... Del mal el menos... Pediré el divorcio... El no tiene pruebas de nada, estoy segura... Y una vez divorciada nos casaremos. Viviremos modestamente, estoy cansada del gran mundo. Quiero la paz del hogar... el reposo... la vida en una granja...

XVI. El electrolisista

Marigny habría tenido un rasgo de gran señor.

Después de haber despedido a su mujer como a una cocinera infiel no había discutido nada relativo a los intereses. Cuando le comunicaron la cantidad que el Juzgado asignaba a Elena para alimentos, exclamó:

—Eso es una tontería. La esposa de Marigny no puede vivir con tan poco dinero. Triplico la suma.

Aquel rasgo habrá aumentado el entusiasmo de los que se ponían de su parte, pero no convencía a los partidarios de Elena.

Estaban al lado de ella todas esas mujeres que se hallan dispuestas siempre a solidarizarse con las de su sexo. El escándalo del divorcio del gran actor había sido grande. Suscitaba la admiración aquella mujer bella, dictadora de caprichos, cortejada por los hombres más célebres, escribiéndose con los grandes políticos y los grandes artistas cartas, que se habían hecho públicas, llenas de gracia y discreta indiscreción. De pronto, esa mujer se encuentra al pobre músico de cinematógrafo y, herida de amor casto y verdadero, lo abandona heroicamente todo.

No quiere engañar al marido con el que le es imposible convivir, al lado de la nuera que usurpa su lugar. El marido la arroja de su lado de un modo innoble, deseoso de quedarse con la fortuna que ella llevó al matrimonio.

La leyenda era muy bonita, muy parisién, y Elena, que se sentía humillada y contrariada con todo aquello, supo aprovecharla. Quería que la engañase a ella misma la ficción, se aferraba a la fantasía para vivir la novela de amor humilde que deseó siendo poderosa.

Se refugiaba así en el cariño romántico de Alberto, llegando a persuadirse de que, voluntariamente, lo había dejado todo por él.

Todas elogiaban la gran dignidad de que había sabido revestirse. Resultaba al fin la Vengadora de todas las mujeres desdeñadas por Marigny y de todos los hombres celosos. Era la ocasión de vengarse de la superioridad del gran artista y todos querían aprovechar lo que había de humillante para su fama en el abandono de la esposa.

Elena vivía su leyenda romántica en aquel pisito, alegre y claro, jugaba a la niña enamorada con la misma buena fe y la convicción que ponía siempre en todas sus cosas.

No ocultaba su pasión por Alberto, al que presentaba a todas sus amistades, diciendo con admirable sencillez:

—Mi novio.

Pero representaba la comedia de la mujer austera, intachable, que no quiere caer en una pasión impura, sino en un matrimonio por amor.

No se había dejado engañar por la aparente indiferencia de su marido, para no tener nada que la pudiese comprometer. Cuando el Juzgado se presentó en su casa, todos sacaron el convencimiento de que la joven era víctima de una intriga. Por todas partes había recuerdos y retratos de su esposo, atestiguando el culto y la admiración que le profesaba. No habría duda de que Elena ganaría su divorcio. Convencido de eso Marigny hacía uso de toda su gran influencia para retrasarlo.

Gracias a la estratagema de vivir al lado de Renee, los dos amantes podían estar siempre juntos y libres de toda sorpresa. Continuaba la comedia de una falsa vida burguesa. Comían en la pequeña mesa servida por una sola criada, pero en la que no faltaban aves, peces, mariscos, dulces y los vinos más exquisitos, ¡hasta embriagarse de ellos y de amor!

El le servía de doncella. Adoraba hasta enloquecer aquel bello cuerpo albirrosa cubierto de batistas y de encajes tan finos que se irisaban con las tonalidades de su carne.

Alberto había aprendido los secretos de tocador, conocía las mezclas sorprendentes de perfumes de Coty o de Houbigant. Aquellas combinaciones de «El Buen Tiempo Viejo» con «La Hora Azul» y de las «Rosas de Francia» o las «Rosas de Jaqueminot», el «Perfume del Harem», el «Nardo Indio» o el «Ámbar de las Pagodas».

Se había convertido para ella en una especie de servidor dedicado. Le hacía todas las compras, todos los recados y hasta los menesteres de la casa.

Cansada en medio de todo Elena trataba de leer, de bordar, de pintar al batik un pañuelo o una echarpe, llegando a teñirse las manos de anilina; pero en nada fijaba la atención. Iba de la maceta en donde cuidaba una camelia a la jaula del canario, esponjadizo y espelechando, con aquel frío, al que le ofrecía azúcar, o su propio dedo, gozándose con el ligero dolor del picotazo.

La gran distracción era jugar con aquel gato, maligno, como un pequeño tigre, que les arañaba sin piedad, acometía a las visitas, y amenazaba con subírseles a la garganta. Les hacían reir los sustos que daba a sus amigos, y sobre todo, les divertía el que la fierecilla hubiera arañado un día a Marigny.

Estaban ya en un período en que no encontraban qué decirse; realmente cansados, aburridos, presos en la vida que ellos se habían creado. Alberto, adorándola, sentía la necesidad de salir, de esparcirse, de verse con sus amigos, en libertad.

Elena necesitaba hacer su vida, buscarse sus distracciones habituales en el teatro, los paseos y las reuniones. Pero no se atrevían a confesárselo temiendo desagradarse. Se necesitaban. Los unían los latigazos poderosos de un amor carnal y esperándolos soportaban las largas horas, invadidos de tedio.

Renee les era precisa, pero Renee los abandonaba. Esta vez la morfinòmana aseguraba que ella también se había enamorado de verdad.

Reían Elena y Alberto de escucharla relatar sus amores. Estaba como sorprendida de ser capaz de aquel sentimiento. Había un eco de ironía de burla contra ella misma por ceder a la pasión.

—No hacemos más que romantizar. No vayáis a creer otra cosa—decía.

—¿Es que no te fías de él?

—Que no me fío de mí... y me da lástima de interesarlo demasiado.

Con frecuencia elogiaba la elegancia de su novio.

Una de las cosas que le agradaban era su nombre.

—No le falta nada para ser interesante —les dijo un día—. Se llama Ernesto y todo.

—Lo que más me gusta de él es la mano—confesó otra vez—. Es una mano preciosa, blanca, suave como la de una dama. No la había visto hasta hoy que se ha quitado por primera vez los guantes delante de mí.

—¿Y cómo no se los había quitado antes?

—Porque no nos hemos visto hasta hoy más que en la calle.

—Entonces es que eso progresa.

—Sí... Hemos estado en el teatro.

Los dos se echaron a reir.

—¿Pero tan inocentes estáis?

—Inocentísimos.

—Tenemos gana de que nos lo presentes.

—Aún es prematuro.

Pero la novela amorosa duró pocos días.

Renee apareció una tarde cuando menos la esperaban, en un estado de excitación que los asustó.

—¿Qué le sucede?

—¿Qué te pasa?

Se dejó caer en el diván y exclamó con un suspiro en el que no se percibía si dominaba la tristeza o la satisfacción:

—He terminado con Ernesto.

—¿Cómo ha sido eso?

—Figuraos que acepté entrar con él a almorzar en un reservado por la primera vez... y... y se quitó los guantes... A tiempo, por fortuna... ¡Me quedé horrorizada!

—¿Qué tenía?

—¡Era un electrolisista!

—¿Qué?

—Uno de esos señores que se dedican a la electrólisis. Mi elegante se pasaba el día quitando los pelos superfinos a las damas. No se ha atrevido a negarlo.

—¿Pero cómo lo conociste?

—Porque todos se depilan una sola mano para hacerse la propaganda. ¿No te las han enseñado a ti, cerrando el puño y adelantando una después de la otra? «Mire usted ésta». «Mire usted ésta» «¡Qué diferencia!» Y luego tan cochinos, guardando en cajitas los pelos que han sacado, muy enroscaditos, para convencer mejor de que hay que dejarse pinchar.

—¡Vaya una pregunta! En cuanto vi juntas aquellas dos manos tan diferentes, peluda la una como la pata de un osezno y tan blanca y pulida la otra, salí huyendo como si me fuera a querer depilar toda, Elena y Alberto reían de tan buena gana, que las lágrimas les rodaban por las mejillas.

—¡Sí, reirse; a mí ninguna gracia me hace!...

—Perdóneme usted—dijo él.

—Después de todo—agregó Elena—no creo que estuvieras muy enamorada.

—Eso mismo me parece a mí—confesó Renee con ingenuidad—. ¿No os parece que haríamos bien con irnos a cenar?

Elena aceptó la idea con alegría.

—Eso, eso está bien pensado. ¿Pero a dónde iremos?

Habían ya recorrido muchas veces todos los lugares que existen en París. Unas noches sus cenas eran en los restorantes y en los hoteles más lujosos; otras buscaban los mariscos de Prouniér o los platos regionales de italianos o españoles; algunas iban a cualquier brasserie del Faubourg Mortmartre o a uno de aquellos restorantes especie de tabernas, de la orilla izquierda, donde acostumbraban a cenar chófers y cocheros, Renee prefería ir a los sitios de lujo, donde las rarezas de Elena llamaban menos la atención. Siempre se le ocurría pedir las cosas más raras en los restorantes modestos para obligar a ir a buscarlas, sin perjuicio de desdeñarlas después. Obligaba a los criados a cambiarle el taburete de los pies, modificar una luz; calentar más el plato, o traer una nueva fruta. Era como si temiera que de no hacer todo eso no la hallasen bastante distinguida.

Había siempre grandes discusiones para elegir.

Renee propuso:

—¿Y sí fuéramos al restorante Chino?

Se levantó Elena palmoteando con alegría.

—Te aseguro que me encanta el proyecto. ¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes? Recuerdo haber estado hace tiempo a un restorante ruso, y jamás he olvidado el rico caviar y el té con rueda de limón que me daban. Aunque nos engañen dándonos la choucrout con un nombre helénico, como sucede en el Griego, a lo menos se encuentra algo original.

Una hora después las dos amigas y Alberto estaban sentados ante una mesita, en la sala del restorante Chino, mirando la enorme carta, encuadernada en pergamino, y llena de nombres que no comprendían.

—¿Qué elegir?

—No entiendo una palabra.

—Pues hay que tener cuidado no nos pase como al torero español, que eligiólos cuatro primeros platos de la carta y le sirvieron cuatro consomés.

—Preguntemos al camarero, y sobre todo no dejemos de encargarlos célebres nidos de golondrinas —dijo Elena.

—Que, seguramente, no serán tan sabrosos como los pececillos fritos que nos servían aquí cuando esto era la Taberna Pascal—repuso Renee recordando los días de su juventud.

—¿Estás añoradora?

—¿Y tú?

—Yo encantada de haber hallado algo que me entretenga.

La llegada del primer plato cortó la conversación.

Les distrajo la contemplación del servicio de mesa, el pote de arroz que ocupaba el lugar del pan, las cucharillas de hueso, pintadas, casi sin mango, para servirse, y las tazas sin asa para beber el té, que reemplazaba al vino.

—Todo esto—comentaba Elena—es muy agradable. Pero yo quisiera que fuese más chino todavía.

No basta con la decoración del local y el servicio de la mesa. Debían servirnos camareros amarillos de ojos oblicuos, con túnica y coleta.

—¿Y que no supieran francés?—preguntó Alberto.

—¡Claro!

—Te pareces a una amiga mía que lamentaba, en una excursión a las grutas de Ham, que estuvieran iluminadas—intervino Renee.

Pero el entusiasmo decayó cuando probaron la sopa de nidos de golondrinas.

—¡Puaf!

—Es imposible comer esto.

El camarero sonreía burlonamente. Estaba acostumbrado a ver aquel efecto.

—¡Si todos los platos son como éste nos hemos lucido!—decía Elena.

—Los otros platos les gustarán—intervino el camarero —. Para tomar los nidos de golondrinas es necesario tener el paladar habituado. Lo mismo le pasó a Mme. Lantelme cuando le ofrecieron un banquete chino en Niza. Poco antes de su suicidio... La serví yo mismo.

Aquella cita avaloró la cena y dio importancia al camarero.

Los platos que se sucedieron eran sabrosos y desconocidos. Había tallos tiernos como de lentejas recién nacidas, y de plantas que no sabían lo que eran; semillas raras, setas, ancas de rana, pescado y pollo mezclados. Todo condimentado con especias aromáticas del Oriente.

Habían tenido que aceptar los cubiertos vulgares, después de intentar en vano servirse de los palillos.

Repitieron los postres de capullos de rosas en almíbar, y la extraña confitura picante de jengibre.

Mientras comían veían salir al salón del piso superior muchos chinos y chinas auténticos, vestidos a la europea, pero delatados por la mirada oblicua, el color amarillo y algo de ese aire que toman las mujeres al ponerse traje de hombre, o los curas al vestirse de paisano. Se les conocía el gesto y el ademán de la costumbre de usar ropones.

—Son feos—dijo Alberto.

—Porque no van vestidos como debieran—respondió Elena con mal humor—. Te aseguro que con uno de esos hermosos vestidos bordados de mandarín, que hay en los Museos, y esa especie de plato que llevan en la cabeza, habría algunos seductores.

—Pero necesitarían su coleta y sus bigotes colgantes—dijo Renee.

Una mujer alta, con aspecto de esos palos de maniquí que sostienen una gran cabeza de peinadora, les interrumpió, ofreciéndoles un periódico. Era una inglesa. Propagandista de una obra social para la liberación de las mujeres orientales, les repartía una hoja, e iba a buscarlas allí, a su propia casa, con más cuidado por su suerte del que sentían ellas.

Alberto compró un número.

Elena estaba distraída.

—Figúrate—le dijo—en cómo todos estos mandarínes en ciernes vienen con francesas en vez de acompañar a sus chinitas.

—En cambio, ellas vienen con franceses.

—¿Y crees tú—siguió Elena—que si estos chinos y chinas vuelven a encontrarse allá en su país se podrán conocer?

—¡Vaya una pregunta!

—Es que me da la impresión de que son todos iguales.

—Mira que saben francés —observó Renee señalando a un hombre, color azafrán, que comía en la mesa de al lado.

Debía ser joven, aunque era muy difícil conocer la edad en aquellos rostros impasibles, inmóviles.

Era el gesto que imprimía en ellos los ojos oblicuos, formando con las cejas levantadas un ángulo agudo sobre la frente, la nariz chata, el labio prognata, que hacía la boca triste. El chino comía, moviendo ligero los dos palillos en una sola mano para servirse de ellos como de cuchara y tenedor.

—Te aseguro—dijo Elena—que me interesa ese hombre, tan insensible en la apariencia. Me dan ganas de acercarme a él y pedirle que me refiera cosas de su país, y me cuente cuentos de «Lao-ti-Chan» o de «Li-Chan-Lao».

Alberto se puso serio. Ella soltó la carcajada.

—Mira, Renee, Alberto tiene celos de un amarillo.

—La verdad es que no tiene de qué.

Elena se mordió los labios de despecho.

El chino había alzado la cabeza y pasado su mirada indiferente sobre ellos. Poco después se levantó, pagó, dio la propina al camarero, sin volverlas a mirar, y salió con paso lento y rostro inmóvil, como si estuviera sumido en un ensueño profundo.

Elena estaba rabiosa. Un hombre que había fijado su atención y no la miraba, era como si la ofendiese.

Le gustaba el chino. Sentía una atracción hacia todos los hombres que no se fijaban en ella. Era como un deseo de humillar, de vencer. Y la atracción era aún más fuerte hacia los hombres de otras razas.

Quizás una reminiscencia de los tiempos, que tanto quería ocultar, en que se sentía feliz siendo la amiga de los negros. La atraía lo exótico.

—Sí... no volveremos aquí...—dijo levantándose para disimular su despecho—. Estoy convencida de que mi Alberto tiene la razón. ¡Quién pudiera escaparse de París para siempre !

—Mira quién te está contemplando y se ríe de verte tan rabiosa—dijo Renee.

Elena enrojeció al ver a Silver, el célebre banquero judío, que tantas veces le hizo el amor.

—Pero éste es el hombre de los restorantes, no se le ve más que cuando se va a comer—dijo.

Experimentaba vergüenza de que la viera allí, acompañada del músico, pasando inadvertida, como inferiorizada. Cruzó ante él sin mirarlo, y sin contestar al saludo que le dirigía.

—La verdad es—pensaba—que entre Alberto y el electrolisista de Renee la diferencia no es muy grande.

XVII. La larva imposible

A los pocos días Elena le confesó a su amiga:

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—De mi inconstancia. ¡Nos aburrimos ya tanto Alberto y yo! ¿Sabes lo que pienso?

—No.

—Que esta inquietud que preside mi vida toda no es más que por no haber tenido un hijo.

—¡Quizás! Yo también he pensado eso de mí muchas veces.

—Y debe ser verdad, porque no tienes más que ver qué felices son todas esas mujeres que van con los niños a jugar en los jardines y los pasean en los cochecitos.

—¡Claro! Y eso que los maridos suelen no ser muy amables.

—Y pasar miserias.

—Sí... La salvación sería un hijo.

Esperó impaciente la vuelta de Alberto para comunicarle la decisión.

—Es preciso que tengamos un hijo.

Comenzó para ellos otra luna de miel con la esperanza del hijo. Elena volvía a ser cariñosa y encantadora como le sucedía siempre que encontraba el aliciente de un capricho bastante fuerte para distraerla.

Se pasaba el tiempo leyendo libros de medicina, que tuviesen relación con la maternidad. Todos los días iba con Alberto a la consulta de un doctor célebre a fin de hacerse reconocer y emplear cuantos medios tiene la ciencia para alcanzar su deseo.

Se sometía a las operaciones más dolorosas, a llevar bizmas que la martirizaban, a tomar medicinas.

Su deseo le hacía encontrar diariamente los síntomas del embarazo.

—Me siento mal... Tengo angustia... Me molestan los olores. ¿No os parece que estoy más pálida y ojerosa?

Había que darle la razón para no exponerse a su enojo. En seguida comenzaba a tener caprichos, deseos y violencias, que explicaba como hijos de su estado.

Esperaba la llegada del hijo como una cosa que no podía faltar.

Le había entrado tal afán por los niños que se paraba a mirarlos en la calle y les hacía fiestas a cuantos encontraba al paso; a veces con disgusto y desconfianza de las madres, alarmadas con aquellas explosiones de entusiasmo.

—Mira qué hermoso—exclamaba dirigiéndose a Alberto cuando pasaba un niño, aunque fuese gordo y chato, con cara de perro pachón.

Al mismo tiempo la acometió una verdadera manía por las muñecas. Ella, que no podía resistir los Grandes Almacenes, en los que distinguía siempre olor a pies, los recorría todos ahora en busca de los juguetes más raros. Tenía la casa llena de todos los juguetes mecánicos que aparecían. Se mezclaban las damiselas de ojos claros, serenos y picarescos a un tiempo mismo que llevaban las enormes cabelleras encrespadas alrededor de la cabeza, con docenas de muñecas rubias y morenas, vestidas con trajes pintorescos, y con los muñecos de trapo, grotescos y expresivos como la caricatura.

Ella disculpaba su afición a los juguetes:

—Serán para el niño. Hay que comprar cosas extraordinarias, porque los niños de ahora no son tan inocentes como los de antes. Los niños nacen con la experiencia de muchas generaciones pasadas. Son más viejos que los niños antiguos.

Pero cada mes traía un nuevo desengaño. El hijo no llegaba. Elena acudía a todos los remedios.

Llegó hasta a someterse a la incubación artificial.

Esta vez su esperanza fué tanta que compró la cuna y el moisés. Hablaba de criar ella misma a su hijo, de ir a encerrarse con él en el campo.

Su desilusión fué tan dolorosa que Elena tomó el aspecto de una madre que hubiere perdido al hijo.

Estaba convencida de que era ella la estéril. Sin duda quedó inutilizada con el aborto provocado cuando el abandono de Osear.

—No vale la pena la vida de familia sino hay un hijo que alegre el hogar—pensaba.

Y un día llegó a decirle a Alberto:

—No puede ser verdadero un amor que no da fruto.

El joven protestó.

—Yo no amaría a un hijo como te amo a ti; quisiera tener uno para sacrificarlo en honor tuyo, como los antiguos los quemaban en holocausto a sus dioses.

—Eso de los hijos—decía Renee—es una obsesión. Albertina casó a su amante para que él tuviese hijos que la llamasen mamá, y la condesa de Cotillón consentía a su marido una amante para que le llevase sus hijos.

—Yo no voy tan lejos.

—Podéis adoptar uno.

—Mejor es no pensar más en ellos. Le he tomado ya horror a los chicos.

Se había quedado en uno de aquellos períodos en los que se sentía como si la vaciasen. Sin ilusión, sin gana de vivir, presa de una desesperación que no por ser injustificada era menos honda y profunda.

Necesitaba uno de esos cortes que ella sabía dar en su vida.

—Es preciso que yo salga de todo esto—decidió—. Necesito acabar con Alberto, acabar con Renee, acabar con todos... Irme lejos, muy lejos... A América, a la India... En busca de lo nuevo, de lo imprevisto, de la emoción... Todo menos sentirme así, como si el alma se me volviera piedra.

XVIII. La tornadiza

El escándalo de las damas que habían defendido la causa de Elena, fué enorme. Elena había puesto fin al idilio con Alberto para contratarse en una casa de películas. Iba a explotar su belleza y su condición de esposa divorciada del gran hombre para dar libre curso a sus fantasías.

Pero lo que más las molestaba era la sumisión de Alberto. El joven no se atrevía a oponerse a la voluntad de Elena. En el fondo era su sostenido, su entretenido, estaba acostumbrado a obedecerla.

Elena no era responsable de la reacción que se operaba en su naturaleza, donde toda crasiología tenía su fracaso. En su espíritu ansioso, inestable, versátil, todas las sensaciones dominaban con la misma rapidez con que se desvanecían. Era la primera engañada, porque había creído de buena fe en la verdad de sus sentimientos y en su eternidad.

Su memoria afectiva escasa le hacía olvidar de la misma manera, como si no los hubiese conocido, amigos y amantes. Igual que un bello animalillo sensitivo, se dejaba guiar por el instinto para no hacer más que lo que apetecía; presa de la ansiedad que la llevaba de una cosa a otra con su volubilidad de siempre.

El pesar de Alberto la entristecía.

—No quiero verte triste—le dijo—; yo no te abandonaré si eres bueno, te quiero mucho y siendo razonable me tendrás con frecuencia a tu lado.

Alberto lo aceptó todo; hasta admiraba la hermosa independencia con que Elena sabía igualarse a los hombres para satisfacer sus caprichos. En el fondo estaba dominado por la ruindad de raza y sentía el deseo de no perder la vida muelle que le debía a la joven.

Ella era feliz con que su gran amor no acabase en tragedia. Amaba la placidez y los desenlaces armónicos.

Llegó a hacer de Alberto su confidente.

—Verás qué feliz voy a ser. Haré papeles de reína... tendré que montar a caballo... subir en aeroplano... viajar en yacht... y luego... ¡Ya comprenderás! Verse una misma en el escenario. Quedar así perpetuada para siempre. Saber que nos aplauden y deliran por nosotros cien públicos a la vez. El empresario me halla bonita... Tal vez tenga que ponerme morena. Entonces no tendría rival en el ecrain...

Había caído de nuevo en el vértigo de modistas y proveedores de todas clases que ocupaban sus horas.

Se entusiasmaba palmoteando ante cada nueva toileta especial. Confiaba el triunfo de su arte a sus vestidos, a su presentación, a su hermosura, pensando que eso lo era todo. El viaje por España y por Italia la apasionaba.

—Quiero divertirme mucho—le confesaba—. Para gozar bien un país hay que no fijarse sólo en sus paisajes, sino comer sus platos nacionales, beber sus vinos y gustar sus amores clásicos.

Quería ser amada en Italia por uno de aquellos elegantes curas de sotanas de seda con adornos morados, oliendo a incienso; en Suiza, por un alpinista vegetariano, a la luz de la luna, en un paisaje de montañas; en Berlín, por un estudiante en una habitación humilde, y en España, por uno de esos tipos de sombrero ancho, chaquetilla corta, que no entienden de discreteos ni de cartitas perfumadas.

Su fantasía insaciable corría desbocada por el ancho campo que el viaje y la escena ponían ante su paso.

Una mañana llegó la doncella de Renee.

—La señora ha muerto hace tres días—le dijo con el mismo tono que le podía haber dicho que había salido.

Elena tuvo un sentimiento grande con la muerte de su amiga. Lloró, gritó, se acusó de no haber ido a verla en tanto tiempo. Se indignó de que no le hubiesen avisado. Desaparecía con su amiga el único afecto capaz de dominarla. La muerte de Renee tenía algo de suicidio que no la dejaba tranquila. La habían encontrado con una careta de cocaína, y ella no ignoraba la manera con que aquella mujer la había amado. Parecía que había estado esperando que llegase a ella ya cansada, y que al fin perdió toda esperanza. Tornó a entregarse a la fiebre de sus aventuras. Sin llegar a la celebridad que deseaba se hablaba lo bastante de ella para sentir satisfecha su vanidad.

El verse en la pantalla era para Elena como una compensación de su deseo de ser artista y como una venganza de su marido. Se ponía en los carteles Mme. Leopoldo Marigny. El escándalo y su belleza le abrían paso.

Y sin embargo, no se sentía feliz. La cansaba y la molestaba todo, envidiaba a sus compañeras, deseosa de ser la única en todo. La perseguía aquel anhelo continuo de su fantasía siempre descontenta, siempre aspirando a más.

Tuvo un momento de sinceridad para confesárselo a aquel periodista que fué a intervievarla.

—Quisiera fundar y dirigir un gran music-hall.

—¿Le gusta a usted la música?

—Sí... pero me gustaría más dedicarme a la comedia. Es lo que pienso hacer.

—Estará usted deliciosa.

—Aún no lo he decidido; el drama me atrae, es más intelectual, más intenso. Seguramente me decidiré por el drama.

—Usted tiene aptitudes para todo.

—¡Y si viera usted qué cansada estoy! Quisiera hacerme monja, profesar y apartarme del mundo como Eva Lavallière.

—¿Sería usted capaz?

—No lo dude usted. Aunque mi proyecto es retirarme al campo y explotar una granja modelo. Las artistas servimos para todo. Ya ve usted. La primera modista de sombreros que tenemos en París es una actriz.

—¿Y su divorcio?

—No debe tardar en fallarse. Lo estoy deseando, para irme a los Estados Unidos y casarme con un multimillonario americano.

La revelación de aquel carácter ansioso y voluble fué para ella un nuevo éxito.

Por si algo faltaba, Marigny acudió a los Tribunales para impedir que su nombre figurase en los carteles. El empresario se negó a retirarlo y el gran actor entabló el pleito.

Esta vez una gran parte de la opinión estaba a su lado. A Elena ya no le bastaba arruinar a su empresario para comprarse joyas y trajes, sino que admitía descaradamente a todos los hombres que no la regateaban su dinero. No faltaban pruebas contra ella.

Hasta se contaba la escena sentimental de la esposa del empresario, débil, tuberculosa, casi moribunda, que en un arrebato de celos había ido a ver a Elena para suplicarle que le devolviera a su marido. Se había arrastrado agarrándose a las paredes para llamar a la puerta de la joven y ella la había despedido ignominiosamente, sin prestarla atención, sin oírla y sin compadecerse de su estado. Tuvieron que recoger a la linda rubita, blanca como el papel, desmayada al pie de la escalera, y en tanto que la condujeron a su casa, la acometió un vómito de sangre que puso fin a su vida. La historia se hizo pública y las mujeres, celosas de la belleza de Elena, aprovecharon la ocasión de censurarla duramente. Elena contestó a sus murmuraciones presentándose en el teatro vestida de luto y acompañada del viudo.

El escándalo proyectaba cada vez con más intensidad su foco sobre ella, convirtiéndola en la mujer del día. Fuese como fuese, aquello constituía la celebridad que tanto había deseado.

XIX. La viudez

Iba ya siendo Elena una de esas mujeres que parecen gozar de una perpetua juventud, para renovarse siempre y continuar un no interrumpido reinado de la moda.

Después de una larga ausencia volvía de nuevo a aparecer en París deslumbrante de lujo y de belleza.

Su apasionamiento por el arte de filmar se había desvanecido después de verse vestida de reina y de pilluela en la pantalla y en todas las revistas. Su espíritu inquieto no podía seguir soportando la disciplina del trabajo. Se entregaba a las diversiones de una manera tan ciega, que estaba ya en una situación de vértigo, de locura, en la que llegaba hasta a no recordar el nombre de su amante del momento.

Aquello mismo le sirvió para conquistar a Silver, el rey de la banca, que ansiaba tener la amante que pudiera darle más prestigio con su belleza y su nombradía.

El divorcio de Elena, que no se fallaba nunca, gracias a los incidentes que su abogado iba suscitando para prolongarlo, le permitía seguir usando el nombre de su marido, cosa que constituía una de las atracciones más poderosas. Ella no quería abandonárselo a Marta hasta después de haberlo arrastrado en sus locuras. El actor y su hijo hacían en la actualidad una gira por América, con el deseo de estar lejos de la Vengadora hasta lograr la sentencia de divorcio.

Elena se había instalado con lujo en París, gracias a la generosidad del banquero. Su salón gozaba de fama. Había aplicado el sistema de invitar una sociedad heterogénea, que se salvaba del ridículo por su propia mescolanza, por su exceso, su multitud, que daba un rumor de plaza pública a su salón.

Acudían las mujeres más lindas de París, tal vez con el deseo de acercarse a Silver que no era capaz de sentir más seducción que la emanada de la celebridad y estaba cada vez más apasionado de Elena.

Ella era feliz. Su fantasía le daba siempre medios de seguir inventando algo nuevo para no decaer en la actualidad y mantenerse siempre viviente en el interés de la multitud versátil. Tenía la seguridad de que al ser superada por otra reina de la moda, Silver correría tras ella.

Aquel día preparaba en su casa una de las grandes comidas que el banquero solía ofrecer a sus amigos.

En ninguna parte lograba un efecto tan sorprendente de lujo y de buen gusto como en casa de Elena.

Los zakouskis, que se servían a la rusa en una habitación contigua al comedor, antes de pasar a éste, tenían fama en todo París.

Elena sabía reunir en la gran mesa de los zakouskis todos los más variados. Se podían encontrar las entradas de todos los países, desde los deleites de caviar a la rusa, las ensaladas de lapas a la andaluza, los caracoles borgoñones y las extrañas carnes de elefante del Japón o de perro de la China, que aunque eran inabordables para paladares europeos hacían las delicias de algún hijo de aquellos padres, invitado a su mesa cosmopolita.

Estaba aún en su gabinete envuelta en su amplio kimono azul Sarah.

Sobre una mesita, el pequeño gramófono de tocador, que le acababan de llevar del Instituto de Belleza, le repetía la lección que había de aprender para hacer su tocado, A su lado, sobre una silla, estaba la gran sombrerera en donde un renombrado modisto le remitía el sombrero de plumas doradas, muy lacias, con aspecto de casco militar, que era su última creación extravagante.

De la percha colgaba la capa, estilo español,, de colores vivos, que recordaba un poco el tono caliente de las capas toreras hecha en tejido simultáneo.

Elena acabó de dorarse las cejas y las pestañas, dejó el pincel, volvió a dar cuerda al gramófono y colocó en él un segundo disco.

«Lo primero que hay que hacer, después del masaje y el astrigente— dijo la voz ronquiza—es extender bien sobre el rostro, con ayuda de un algodón hidrófilo, una ligera capa de crema novena...»

Sonaron unos discretos golpes en la puerta y la voz de Silver preguntó:

—¿Puedo entrar?

Elena hizo un gesto de contrariedad. Detuvo el gramófono, y con la gran borla dejó caer una nube de polvos color amatista sobre su rostro, al mismo tiempo que respondía.

—¡Oh! ¡Naturalmente! Tú eres siempre el bien venido.

Apareció en la puerta la alta silueta esquelética del banquero, que, casi sin mirarla, le besó la mano y se dejó caer en la butaca.

—Me parecía que hablabas con alguien—dijo.

—Era mi gramófono de tocador.

—No sé cómo tienes paciencia de escuchar eso.

Estoy seguro de que ninguna dama de la corte de Luis XIV hubiera sido capaz de soportar este invento de un comadrón de la vejez. Aquellos eran otros tiempos. Bellezas perfectas, que no necesitaban mejunjes, diosas, como Diana de Poitiers, tan encantadora que...

—Sí,ya sé...ya sé—interrumpió, molesta, Elena— que los cortesanos bebían el agua de su baño como de una fuente milagrosa... Pero si no usaban las cosas de que nosotros disponemos, estoy segura de que no era por su gusto... No las tenían... Por eso no se alumbraban con luz eléctrica.

—Tenían una iluminación más artística... Menos vacía. La luz eléctrica no es nada.

—Eso es cierto—dijo ella recobrando su paciencia—. En la primera reunión o cena que demos, haré que iluminen toda la casa con lamparillas.

—Ya lo trataremos; siento encontrarte aún en el tocador.

—Me entretuve dando órdenes para el almuerzo.

Quiero que resulte bien... y como no esperaba la felicidad de que vinieras tan temprano...

—Quiero hablarte de algo serio.

—¿Pero qué sucede?

—Podemos pasar a tu gabinete. Me molestan tantos perfumes. Verdaderamente no es distinguido un olor tan fuerte.

—Es el último perfume oriental de Bichara, el número 7.

—Pero tú te excedes un poco.

Se levantó y se dirigió a la puerta. Elena lo siguió; y antes de salir cogió la capa y el sombrero, en los que él parecía no haber reparado.

Entraron en el gabinete cuyas paredes estaban cubiertas de dibujos cubistas, sobre el fondo color amaranto, y las cortinas y los muebles de tercipelo negro.

Apenas entraron, los almohadones del sofá comenzaron a moverse y a avanzar hacia ellos.

—Esto resulta insoportable—murmuró él en voz baja.

Elena comenzaba a alarmarse de aquel mal humor.

A su amante le encantaban los gatos de colores que reunía Elena en torno suyo.

Aquella moda de rodearse de raminagrobiss lanzada por las millonarias yankées, era muy del agrado del banquero, tanto más cuanto constituía un capricho difícil de satisfacer. Más de cien pobres gatos tenían que sucumbir para poder lograr un gato verde o un gato azul, que eran los preferidos, porque el color azul alejaba las hormigas de las flores, que siempre llenaban los salones de Elena.

Ella pensó que estaba de mal humor y quiso distraerlo con su frivolidad.

—Mira... no te había enseñado esta última creación que me han traído. Me sentará bien, ¿verdad?

—Indudablemente—repuso él—, pero tú no te podrás poner ya eso... por lo menos durante algún tiempo.

—¿Por qué?

—Veo que no has leído los periódicos de hoy.

Hay obligación de leer los periódicos...

—No comprendo.

—Lee. Siento tener que ser yo quien te dé la noticia.

Le entregó Le Fígaro abierto por la sección de telegramas.

A Elena le pareció que las letras bailaban, que se le iba la cabeza: «El gran actor Leopoldo Marigny, ha muerto».

—¡Mi marido!

No pudo reprimir aquel grito de angustia, de arrepentimiento, de amor, con la evocación de su pasado, y rompió a llorar.

El permanecía indiferente y silencioso.

Elena hizo un esfuerzo para serenarse.

—Perdóname... la sorpresa...

—No me parece mal que llores... pero la verdad... no es un espectáculo agradable. Me permitirás que me retire...

—¿Pero, y el almuerzo?

—Tiene que suspenderse... Al fin y al cabo, Marigny era tu marido.

—Estábamos ya muertos el uno para el otro.

—Sí, pero el divorcio no se ha fallado... desgraciadamente... Yo soy el primero en lamentarlo. Eres la viuda de Marigny.

—¡La viuda!

—Es desagradable, ¿verdad? No se me oculta. Ha sido intempestivo esto ahora.

—Pero, después de todo, ¿qué puede importarnos?

—Mucho, querida, mucho... Una señora viuda... y viuda de un hombre célebre. ¿Tú sabes a lo que eso compromete? Yo no me siento con fuerzas... Te soy franco.

—¿Qué quieres decir?

—Nada... nada... No tengo la idea de hacer una escena...

—Te has ofendido por mis lágrimas. No ha sido más que un momento de sorpresa. Te lo juro. No amo a nadie más que a ti...

—No te esfuerces... ni me hagas la injuria de suponerme celoso.

Se acercó con su gesto más irresistible de mimo.

El la rechazó con firmeza.

—Eres lo bastante inteligente, Elena, para comprenderme y no tratar de empeñarte en lo imposible... Preparo mi viaje... Ya tendrás noticias mías...

Hasta pronto.

Volvió a besarle la mano, con el mismo aire distraído y se alejó.

Elena se dejó caer llorando entre sus raminagrobiss, que la arroparon.

No lograba coordinar bien sus ideas. Veía un cambio en su vida. Una cosa inusitada. Se transformaba todo a su alrededor. Experimentaba, sin darse cuenta, la influencia del orden establecido, la gran fuerza que representa el matrimonio.

Instintivamente se miró al espejo y sonrió al verse hermosa.

Había tenido miedo de envejecer de repente. Su viudez la avejentaba, la inferiorizaba. Una viuda en sus condiciones,era como la mujer repudiada por el marido.

Lo que más la desconcertaba era la huida de su amante.

—Tendré que ponerme de luto—pensó—. El luto me sienta bien; pero es lástima no haber podido estrenar mi capa y mi sombrero.

Abrió la ventana y a plena luz se colocó delante del espejo, envuelta en la magnífica capa.

—¿Y por qué he de llevar luto, si ya no era nada para mí?—se preguntó.

Se encontraba correo el viajero en la encrucijada de los caminos. No sabía por cuál decidirse. Podía tomar el papel de viuda inconsolable, arrepentida, y crear en torno suyo la respetabilidad que acompaña a las viudas de los grandes hombres. Sabía lo fácil que era en una gran ciudad como París, borrar el pasado, pero su pasado era toda su existencia.

No sabría prescindir de él.

El timbre la sacó de su abstracción. Pocos instantes después, apareció la doncella.

—La señorita L'Otel.

—¡Ah!

Comenzaba la curiosidad. Después de aquella gacetilla de salones, que se pasaba la vida hablando de las tristezas de la expiación que le imponía su karma, vendrían otras amigas deseosas de saber la impresión que le causaba la muerte del marido. ¿Qué debía hacer? El abandono de su amante venía a complicarlo todo.

Rápidamente adoptó una resolución: la de tomarse tiempo para reflexionar.

—Diga que no recibo a nadie—ordenó—. Prepáreme el equipaje. Salgo en el primer tren para Normandía.

XX. Melancolía

No había sido un acierto de Llena ir a buscar Trouville como punto de retiro. Era un lugar de los más frecuentados por el mundo de que quería huir.

El espíritu contradictorio que existía en ella le hacía desear siempre, a un mismo tiempo, las dos cosas más opuestas y los imposibles que no se podían unir.

De las dos villas rivales, Deauville y Trouville, era esta última la que tenía la aristocracia de la tradición y presentaba carácter de mayor distinción y estabilidad, con sus plazas de árboles añosos, las viejas iglesias y los rincones antiguos llenos de una paz ancestral.

El castillo, convertido en pensión, conservaba su carácter aristocrático, con sus largos corredores, cuyas paredes desaparecían bajo la multitud de cuadros de asuntos cinejéticos, representando, la mayoría, lances de caza, de ciervos y jabalíes.

Le daban cierto miedo aquellas grandes habitaciones que conservaban su sello de antigüedad. Sobre todo la intimidaba el lecho, con su alto dosel, de que pendían un amplío cortinaje de tafetán blanco con lazos cereza.

Era un lecho señorial, imponente, de madera laqueda y cubierto por pesada colcha de damasco rojo.

—La cama de un hotel—pensaba Elena—da siempre la impresión de que es una cama traída de un bazar, la cama en la que todos duermen sin dejar huella; una cama en la que no ha muerto nadie; pero esta vieja cama es una cama que tiene carácter, como nos dicen los anticuarios. Una cama de familia, en la que se puede asegurar que se ha celebrado una boda, que han nacido hijos, que ha oído confidencias de amor y secretos importantes. Sobre todo, es la cama de la larga enfermedad crónica, la cama en que alguien ha muerto, y conserva hasta la misma colcha.

Era todo allí antiguo. De la pared colgaban retratos y grabados por Isabey, representando cabezas de mujeres peinadas con bucles, sobre los que había un adorno de tul, que descendía sobre los hombros y se mezclaba a las pieles, estaban colocadas al lado de la gran chimenea, que dejaba adivinar las alegrías de los paisajes que evocaría en ella el fuego de las frías noches de invierno.

Aquellas habitaciones debían haber sido las predilectas de las antiguas dueñas. Conservaban una feminilidad noble y apasionada.

Estaba allí el secreter que conservaba el limpia plumas de fieltro de tres colores, en forma de hoja de parra, las plumas de ave, el tarro de la arenilla y la caja llena de obleas.

La vitrina con su juego de frascos de cristal tallado, verde y blanco, cuya base rodeaba una cadena de marfil calado, como un trabajo de filigrana. Entre ellos habla varios de esos mueblecitos hechos de plumas de pichón, cuya confección entretenía las largas veladas de invierno a las castellanas de 1840 a 1845.

En la mesita de costura quedaban restos de lanillas de colores, mezclados con algunas de esas piedras de la China que se raspaban para quitar las manchas. Sobre la mesa de noche había una fila de libros de devoción, con una encuadernación adamasquinada y en el cajón una agenda en la que estaban apuntados algunos gastos.

Y, sin embargo, había allí un optimismo que la influía todo el día con Ja entrada de la luz, tan viva, que le impedía abrir los ojos para contemplar el inmenso horizonte que se divisaba desde la ventana.

Siempre tomaba el desayuno en la cama. Un desayuno campesino que traía una criada tan arrugadita y apergaminada, que debía haberse conservado como los muebles y los bibelots antiguos.

Era un desayuno un poco de granja normanda, con el gran jarro de leche hirviendo, el café bien cargado, la bandeja con panecillos calientes y la gran mantequera.

Tenía pasión por su desayuno.

—Para mí el desayuno es una cosa sagrada—decía—. Me conformaría a no comer ea todo el día por tal de tomar mi desayuno.

Se levantaba temprano envuelta en su salto de cama de crespón blanco, todo bordado de flores de seda, blancas también, con su luto de reina blanca, y comenzaba la tarea de su toca dor. Tenía que ir y venir por la habitación, llevando el gran cubo del agua de un lado para otro, porque no había que pensar en baño ni en agua corriente en la antigua casona.

Tenía un librito de memorias colgado detrás de su acerico, en el que estaban escritos los cuidados especiales que tocaban cada día, además de la limpieza obligada y habitual.

No desmentía la regla de que puede medirse la edad de una mujer por el tiempo que tarda en su tocador y que desde los treinta años se alarga todos los días como ese pasito de gorrión, de que se servían los antiguos como imagen para señalar el crecimiento de los días.

Una vez hecha la toilette, atravesaba el largo pasillo y llegaba al comedor cuyo testero principal ocupaba la gran chimenea, y cuyas paredes desaparecían bajo los armarios, trincheros y guardaplatas de caoba torneada y tallada, con una labor artística.

Tenía algo de iglesia aquel comedor artesonado, solemne, en el que, sin darse cuenta, se sentía una impresión de grandeza y pesantez que hacía bajar la voz.

Conservaba aún mucho de su prestigio señorial, aunque había venido tan a menos, que en lugar de las platas y las ricas cristalerías, no guardaban ya los estantes más que vajillas de diversas clases, descabaladas, cubiertos de metal y servicios de vidrio.

En medio de la mesa redonda, que no era ya la mesa primitiva, había una desserte de porcelana turnante sobre la que estaban colocados los platos para el almuerzo y hasta las tazas del café. No había más que servirse los hors-d'oeuvre, el pescado y la carne fría, con ensalada y el queso y las frutas que formaban el menú.

Aquella independencia señorial, que le hacía creerse huésped en una gran propiedad, era una de las cosas que más le gustaba.

Pero luego las horas del día, y sobre todo las de la noche, pasaban con una lentitud desesperante.

Aquel mundo elegante y frívolo, continuamente renovado, donde todas las figuras se olvidan fácilmente, no reconocía ya la reina de la moda en la viuda de Marigny. Estaba como amortajada en su viudez, a pesar de no llevar luto.

Parecía que se habían dado cita en Trouville Deauville todas las mujeres de moda, todas las aristócratas y todas las que careciendo de personalidad tenían que asistir a la exhibición de la moda, que congrega a sus adeptos en determinados lugares, con la esperanza de hacerse notar de algún modo y no quedar siempre envueltas en la denominación común de millonarias.

Ella quedaba reducida a un término muy secundario, a formar parte de la multitud que constituía la decoración, como los coros de las zarzuelas, en las que apenas se distinguen algunas figuras que se acercan al proscenio.

Apenas iba ya al Casino sino para sentarse cerca de la mesa de juego.

No es que le faltasen amigos y galanteadores, sino que ni unos ni otros estaban ya a la altura del rumbo y de la fantasía a que estaba acostumbrada.

Prefería rechazarlo todo, encerrarse en su mutismo, y permanecer apartada. La única persona que le interesaba era una jovencita, casi una niña, que apenas tendría diez y ocho años y había venido a ocupar la habitación contigua a la suya.

Había revolucionado la casa. Aquel silencio conventual del antiguo castillo convertido en pensión había desaparecido. Los huéspedes que antes no se demoraban en el comedor hacían largas sobremesas.

Luisa hablaba con todos, hasta con los que no conocía, y su risa clara se elevaba continuamente sobre todas las conversaciones.

Algunas noches, cuando entraba en el salón y comenzaba a recitar con su voz sonora poesías de Baudelaire, los hombres todos formaban círculo en torno de ella y muchas damas permanecían allí, presas por el encanto de su voz, aunque algunas celosas marcaban un alejamiento desdeñoso.

Estaba verdaderamente linda Luisa, con su tez blanca y sus cabellos negros; abiertos los grandes ojos de criolla, llenos de luz y de tinta, que se ocultaban bajo las pestañas, tan largas y tan pobladas, que tenían un aletear de golondrinas.

Sin saber por qué, pues ella no había sido morena ni bulliciosa, Luisa evocaba en Elena el recuerdo de su adolescencia.

La joven no iba al Casino. Elena la veía pasar los días enteros en la playa, con un libro en la mano, teniendo que hacerse la distraída para evitar el asedio de los enamorados que la seguían.

Aquella tarde, la pleamar, que señala en las playas de los mares del Norte la hora del baño, había llevado a la multitud hacia la playa de Deauville. Las aguas, de un blancor cenizoso, cubrían hasta las platabandas de pelargonios y se deshacían susurrantes con una orla de espuma sobre el arenal que se extiende, semejante a un jardín, a lo largo de la costa.

Entre las casetas en que se desnudaban las bañistas y el mar, quedaba un gran espacio, ocupado por los espectadores, que formaban animados grupos en torno de las tiendas de campaña, de lona rayada, o de las cómodas butacas de mimbre, cubiertas por un enorme quitasol. Algunos, menos refinados, o quizás más llenos de la sensualidad del mar y de la tierra, cavaban anchas zanjas, en las que se enterraban con el deleite de sentir el frescor y el vaho de aquellas arenas saturadas y resecas del aire del mar.

Muchas señoras llevaban sus aparatos de telefonía sin hilos, y tendidas, con los bañadores mojados, al borde mismo de la rompiente, parecían absortas en recoger para ellas solas la música que pasaba sobre los otros, como sobre una multitud de sordos.

Tenía toda la playa un aspecto de aduar.

A pesar del mal tiempo, habitual allí, las bañistas no se arredraban; se las veía salir de la caseta envueltas en sus capas, apenas calzadas con unas sandalias, tan ligeras que no dejaban huellas, y atravesar entre la multitud. Todas dejaban caer la capa al llegar a la orilla, y aparecían envueltas en los lindos bañadores, en los que habían agotado las fantasías y los refinamientos de la coquetería y el lujo.

La multitud se agrupaba cerca de la orilla y solía resonar un aplauso a los encantos de una bella bañista. Era algo semejante a ese primer aplauso que resuena en el music-hall a la presentación de las estrellas.

Luisa arrancó uno de los aplausos más sinceros al aparecer con el bañador ceñido que apenas ocultaba el tronco y dejaba al aire los muslos, los brazos y los hombros. Tenía un cuerpo esbelto, ligero, juvenil y la cara, con sus grandes ojazos negros, tomaba un gesto de pilluelo, lleno de gracia con el pañuelo de colores vivos: azules, encarnados y amarillos, que tomaban en algunas el aspecto de gorritos, llenos de la coquetería íntima de los tocados de dormir, pero que a Luisa le daba una mayor picardía, con las puntas anudadas sobre la cabeza, como orejitas de conejo asustado.

La joven avanzó hasta el borde de la ola, juntó los pies y balanceó los brazos como una gimnasta, e hizo ademán de chapuzarse, pero el cosquilleo del agua fría le hizo retroceder. Se iban agrupando cerca de ella otras bañistas deseosas de colocarse frente a las máquinas de los fotógrafos que pululaban por la playa, queriendo sorprender la belleza de las mujeres en la gloria de su triunfo. Tenía que darse prisa. Mojó la mano en la espuma como en una inmensa pila de agua bendita y trazó una amplia cruz de un hombro a otro y de la frente al estómago, en un rápido santiguar, En seguida, como para vencer mejor el frío, llenó el hueco de su mano de agua y se mojó las axilas.

Elena se acercó atraída por su gracia y vio cómo el mar la vestía con su agua, no dejando ver más que la cabeza, que se sumergía de vez en cuando, y aparecía de nuevo como una flor acuática que saliera de las ondas.

La joven la vio mirarla y le dedicó una sonrisa.

Aunque no se habían hablado se saludaban siempre, y Luisa la miraba con una especie de tierna simpatía.

Varios bañistas de ambos sexos llegaron saltando, jugando y chapuzándose al lado de la joven y todos, con las manos entrelazadas, comenzaron a danzar en una rueda en la que tenían que vencer la resistencia del agua.

Algunas salieron a jugar una partida de tennis y sumergirse de nuevo, y otras se quedaron tomando el té que les servían los camareros del Gran Hotel, sobre pequeñas mesitas flotantes.

Cansada del juego, Luisa se había tendido en la arena.

—Se va usted a enfriar—le dijo Elena sin poder contener su deseo de hablarle.

La joven la envolvió en la mirada amplia de sus grandes ojos y le dijo:

—No tema usted, señora. Estoy muy acostumbrada al aire Ubre.

—Pero usted no es francesa—dijo Elena—. A juzgar por su acento es usted andaluza o americana.

—Soy de la Argentina.

—Esos climas no se asemejan a éste, traicionero.

—Tiene usted razón. Le agradezco su interés, porque yo sé ya quién es usted.

—¿Sí?

—Sí, y la conocía ya mucho de nombre. La admiro mucho. Lo que no me la había figurado era tan joven y tan hermosa.

Elena sonrió un poco confusa con la ingenuidad de la joven.

—Voy a vestirme rápidamente—siguió ésta—y si usted quiere la acompaño a nuestra casa.

Media hora después las dos caminaban por entre los senderos floridos, que costeando la playa iban de Deauville a Trouville. Era como si cruzasen un gran jardín y los lindos hoteles no fuesen más que cenadores puestos en medio de él. En tan breve tiempo eran ya las mejores amigas del mundo.

Luisa le contó cómo al quedarse huérfana había querido venir a Europa. Tenía una fortuna que en la provincia de la Argentina, donde nació, le había parecido grande, pero que en Francia se mermaba, hasta no consentir más que una vida modesta, cuando ella había cruzado el mar atraída por el ensueño de una vida espléndida. Comenzaba a aburrirse sin conocer a nadie que la pudiese guiar.

Estaba en medio de la multitud tan sola y tan perdida como en medio de un bosque, con miedo de todos los que se le acercaban. Elena se ofreció a ser su amiga e introducirla en aquel mundo que deseaba conocer.

XXI. La nueva llama

A Elena le pareció que recobraba aquella noche toda su belleza antigua. Cuando se miró al espejo tuvo el recuerdo de sus días más gloriosos. Era la misma mujer, sólo un poco más rubia, un poco más gruesa, pero siempre hermosa.

Se había ataviado como en sus mejores días para llevar a su amiga al Gran Casino, comenzado su papel de introducir a la joven en aquel mundo que no conocía.

Luisa alcanzaba un triunfo en el salón. Apenas entraron, el conde de Magenza, uno de los elegantes que imponían la moda, se adelantó al encuentro de Elena para besarle la mano y rogarle le presentara a su amiguita. Elena lo aceptó sin dejarle comprender que había advertido que evitó saludarla varios días en el paseo. Era de esos hombres que creen comprometer su fama de distinción si tratan a personas que no sean todo lo chic que la moda exige.

El que entrara acompañándolas bastaba para que Luisa quedase consagrada entre las elegantes.

Elena hizo la presentación y el conde las acompañó hasta el hall, resplandeciente de luces y saturado de una mezcla de perfumes. Había acabado en el teatro el segundo acto de los bailes rusos y la anuencia de gente dificultaba el poder adelantar un paso.

Las dos amigas recogían con orgullo las miradas que les dirigían. Comenzaba su deseado triunfo.

Lucía la belleza pálida, morena y ardiente de Luisa entre todas las mujeres rubias que llenaban el salón.

Ponían un reflejo de oro tantas cabelleras rubias de todos los matices. Las había desde ese rubio blancuzco y deslucido de los niños anémicos que juegan al sol en las calles, hasta el ardiente rubio rojizo de las venecianas.

Los rubios luminosos y brillantes, los rubios cenizosos, los rubios mate, color de miel y color de trigo, ya naturales, ya debidos- al heno y al agua oxigenada, lucían en profusión.

En medio de tantas mujeres rubias, cerca de la espléndida belleza matronil de Elena, la figura de Luisa se destacaba por el contraste. Con su melena negra usa, apretada a la cabeza de un modo que recordaba los antiguos bandos, con su sencillo traje negro que hacía valer el descote y la mórbida blancura de los brazos, resaltaba su fresca juventud y su puro perfil de Donatello, Parecía una menor, una adolescente, una niñita.

Elena estaba contenta.

Le parecía que revivía en su amiga y estaba en la época de sus mejores triunfos.

El conde les hablaba de las celebridades que había allí aquel ano.

—Hemos tenido un rey auténtico—les decía—, pero no despertó gran entusiasmo, porque en vez de saber conservar el prestigio de su realeza, perdió el juicio entre las bellezas que lo rodeaban, y se lanzó al baile y la diversión como el último de los cadetes. Fué pronto desbancado por un fastuoso príncipe indio y después por el fantástico Sha de Persia; es lástima que no hubieran ustedes estado aquí.

—Debemos irnos—le advirtió Elena a Luisa—. Conviene que todas estas gentes se queden con la impresión de tu paso. Hay que graduar los efectos.

El conde las acompañó hasta el auto que las esperaba a la puerta.

—Voy a estar una semana sin ver a ustedes—les dijo—. Tenía ya preparada una excursión de automóvil.

—¿Adonde va usted?

—Ni yo mismo lo sé. Era una cosa ya aceptada por aburrimiento. Correremos muchos kilómetros por hora; mataremos algunos perros y algún niño a nuestro paso, iremos de un lado para otro por todos los pueblos de Normandía. Muchas tonterías para matar el tiempo, a las que siento haberme comprometido después de conocerla a usted.

—Has hecho la conquista del conde—le dijo Elena riendo.

—Pues te aseguro que no me satisface. No quiero que me prenda un amor, quiero divertirme a mis anchas sin más compañía que la tuya. Ya no nos separaremos nunca.

A Elena la encantaba aquella promesa. Su amistad se había hecho íntima, sin que fuese un obstáculo la diferencia de edad que había entre ellas y que hacía olvidar la gran belleza de Elena.

Esta no sabía estar sin su amiga. Habían puesto en comunicación sus habitaciones y en cuanto )a sentía despierta, acudía a vería.

A veces aparecía en la puerta como un fantasma, con su vestido blanco, suelta la cabellera de oro y enmascarada con la careta de goma que se ponía para tonificar los músculos de su rostro o de su cuello y llegaba a besar a Luisa, que se defendía diciéndole:

—Retírate. Me pareces un miembro del Ku-kus-klan.

Luisa era más egoísta; sentía despertarse con vehemencia su ansia de placeres, de diversiones, de sensualidad.

Su amistad con el conde la había puesto de moda, y se entregaba con tal vértigo a las diversiones que Elena no podía seguirla.

Se resignaba ya con su papel pasivo de acompañanta, contenta de aparecer de vez en cuando a su lado, en el festejo, y de recibir las cartas y los obsequios que le enviaban a su amiga.

La esperaba ansiosa de oir sus relatos, eje conocer sus impresiones.

Jamás había gozado tanto con los regalos que a ella le habían hecho como con las flores y los bombones que le enviaban a Luisa.

Lo cogía todo de un modo avariento, ansioso.

Era su última cosecha.

Y sin embargo, tenía deseos de irse de allí. El triunfo de su amiga le hacía recordar más Vivamente su época de triunfo y de esplendor. Creía que en París volvería a tener de nuevo sus días gloriosos y su rencor se volvía contra Trouville.

—Esta Normandía es un engaño—aseguraba Elena—. Lo he dicho siempre. Defrauda las ilusiones que hace concebir. Su paisaje es menos agreste de lo que se esperaba. El mar mismo no tiene la belleza del Mediterráneo. Siempre hace frío, mal tiempo, tempestades. Es abominable un invierno con el disfraz del verano. Son tempestades sordas, sin grandiosidad. Con razón merece el nombre de Mar Bestia.

—Pero tú me has hablado de que venías antes aquí y te gustaba mucho.

—Sí... pero eran otros tiempos. ¡Ha variado tanto el mundo en pocos años!

Quería achacar a la mudanza general hasta lo que dependía de su propia mudanza.

Dejándose llevar de sus recuerdos le hacía a su amiga el retrato de sus glorias, de sus excentricidades, de sus toilettes magníficas. Se diría que hablaba de otra mujer, de una especie de Emperatriz Eugenia.

Luisa la escuchaba, encarnando a su vez en Elena para envidiar sus triunfos. Le parecía que no podía haber felicidad mayor que reinar, siquiera una noche, en aquel brillante salón, donde se daban cita todas las celebridades del mundo.

—Los hombres—suspiraba Elena—se han materializado mucho. Ya no son lo que eran. Se han acabado los príncipes rusos.

Luisa sonreía sin decir nada. Pensaba que aunque aquel rumbo de los hombres hubiese terminado para Elena, ella lo podría encontrar. Necesitaba sólo la ocasión de destacarse, de hacer conocer su belleza morena, pero no entregando sus encantos a las miradas de todos, como hacían las bellas bañistas, despreocupadas, que se contentaban con saberse hermosas.

Su ensueño viajaba en los yates de banderas estrelladas, hacía el país de los grandes triunfos.

—Mira, Elena, parece que todos esos yates blancos y grises que cruzan a lo largo de la costa, están colocados ahí de un modo estudiado.

—¿No has tenido tú nunca yate?

—No... Apenas los había entonces...

Se detuvo, como si aquel detalle le recordase la distante fecha de su juventud y le hiciese vender su edad. Luego, continuó:

—No eran moda...

Pero Luisa no la escuchaba, entretenida en contemplar las embarcaciones.

—Mira, la mayoría de ellos llevan la bandera de rayas azules y blancas, tendidas horizontalmente y cerca del asta esa especie de pañolillo azul sembrado de estrellas, muy apretadas las unas contra las otras, como si quisieran dejar espacio libre, a fin de que puedan caber todas las que se han de añadir.

—Quizás has adivinado la verdad. Los Estados Unidos son ahora un país tan fabuloso como lo era antes Rusia. Los yankees, reyes de los metales y de los cueros, han venido a sustituir a los príncipes.

—¿Y tú, has estado en América y en Rusia?

—No.

—¡Qué mal has hecho! Con tu hermosura y con tus triunfos hubieras logrado allí una fortuna.

—Tal vez.

—¡Yo no me quiero morir sin intentarlo!

Elena no se atrevió a contestar. Había vuelto con Luisa a encontrar el sentido de su vida que no podía satisfacerse sin el aliciente del lujo y de las diversiones extravagantes. Tenía miedo al alejamiento de la joven y la vuelta a París se le aparecía como salvadora. Se proponía divertirla tanto que no tuviese deseos de abandonarla.

XXII. Los injertos

Se detuvo el auto de Elena en la avenida del Bosque, ante el precioso hotel del siglo XVIII, y mientras el lacayo iba a llamar a la verja, ella acarició con la vista la fachada, recargada de adornos, pero con una gracia de líneas que la salvaba del amaneramiento.

Un portero galoneado acudió a abrir y Elena atravesó el gran jardín que se extendía ante la casa. Era uno de osos jardines húmedos de París: frescos, llenos de césped y de verdor, en los que rara vez abre una flor.

Los árboles inmensos, añosos, subían más alto que la casa. Le parecían árboles históricos, por ese prestigio que tienen los viejos hoteles aristocráticos de una ciudad que durante medio siglo encerró en su recinto toda la historia universal.

El criado la seguía al través de los senderos enarenados, hasta que al llegar a la escalinata se le adelantó, con un hábil movimiento, para abrir la puerta del gran hall, preguntando la formula sacramental:

—¿A quién tengo el honor?

—Señora Elena D’Aureville.

Prefería dar su nombre de soltera a aceptar el título de señora viuda.

Se quedó sola en el amplio recibimiento, desde el que la mirada atravesaba las habitaciones contiguas para ver el jardín verde, húmedo, y el cielo gris acero a través de las ventanas de las cuatro fachadas.

Era esa hora de la mañana en que se abre la madre-selva del Sena, esparciendo un perfume de melancolía sobre París.

Su mirada, de mujer habituada al lujo, valuó la fortuna que representaban los muebles y las tapicerías antiguas que la rodeaban.

Indudablemente, aquel decorado pertenecía a los antiguos dueños. Aquel enorme cuadro que ocupaba todo el testero con el caballero cruzado, de cuerpo entero, lanza al puño, no debía ser retrato de los antepasados del doctor checo eslavo que habitaba el palacio.

La pared de enfrente estaba cubierta por un retrato ecuestre de Luis XIV, y entre ambos lienzos se veían grabados representando escenas de caza, planos del edificio, castillos históricos y escudos de nobleza. Ella sabía por experiencia que era imposible imitar aquel espíritu por mucho dinero de que se pudiera disponer.

Iba allí en busca del famoso doctor que tenía fama de asegurar la eterna juventud, atormentada por el miedo a ver decaer su hermosura.

Había huido de París temiendo al ridículo que caía sobre ella con el abandono de Silver y con su viudez, pensando que al volver ocuparía de nuevo, fácilmente, el lugar que dejaba.

Su desencanto fué grande, al verse acogida con frialdad por todas sus antiguas amistades.

Era imposible luchar con el lujo que todas las mujeres desplegaban. Se diría que se había excitado el deseo de lujo y de ostentación. Las damas todas se permitían los atrevimientos que antes eran privativos de las artistas y de las mujeres a la moda.

En la última reunión de la señora Leblanc, ella no había ya llamado la atención con su traje de Well y su hermoso collar de perlas.

—Lleva usted demasiado tiempo las mismas joyas, amiga mía—le había dicho la dueña de la casa—.

Es necesario variarlas.

Pasaba inadvertida entre los esplendores de las mujeres congregadas en los salones de la señora Leblanc. La reina de la moda, la que conquistaba la admiración de los hombres y la envidia de las mujeres, la que tenía a todos pendientes de su sonrisa, como ella los había tenido en otra ocasión, era aquella princesa de los Balkanes, morena y majestuosa, que acababa de publicar un libro. Estaba vestida con una sencilla túnica de terciopelo negro, sin más adorno que un cabachón de esmeraldas que lo sujetaba al hombro.

Sólo Cecilia Sorel lograba destacarse a su lado, con su tocado siempre juvenil, y moderno a fuerza de ser anticuado. Con su traje de tisú de oro y crespón rosa, especie de gandourah del oriente, y con los brazaletes, verdaderas cinturas de los brazos, hechos de brillantes.

Pero el éxito d e la Princesa llegó a su colmo cuando se envolvió en su chal español de flores multicolores, con los flecos cortos, en señal de su auténtica antigüedad. Salió con la actriz, que se envolvía genialmente en una capa de damasco de tapizar, oro y verde.

Elena tuvo un movimiento de rabia. Aquellas dos mujeres no eran más bellas que ella. No le faltaba más que el dinero para poder competir y eclipsarlas. Lo que más sentía era su derrota delante de Luisa.

Pasó la noche sin dormir, y al día siguiente visitó todos los antiguos amigos y adoradores que la solicitaban para el teatro o el cinema, pero sin lograr más que evasivas, poco corteses.

Se acrecentaba su deseo de volver a ocupar su lugar de reina de la moda, de mujer admirada, festejada. Necesitaba aquella prodigalidad de los hombres a que estaba acostumbrada.

Llena de inquietud, encendió todas las luces de su tocador y se colocó delante del espejo.

Estaba bella aún. Conservaba su cuerpo lozano, esbelto, el talle lleno de gentileza, el busto redondo y gracioso. Con los vestidos sueltos y los sombreros que encuadraban su rostro blanco y rosa, los ojos azules y los labios sangrientos, tenía un aspecto de infantilidad, que le permitía reírse de su partida de bautismo.

Aquella belleza y aquella frescura eran obra suya, hijas del perseverante cuidado de toda su vida. Se había atormentado siempre para conservar su hermosura. Desde hacía muchos años no hubo masaje ni remedio que no emplease para evitar la decadencia. Se había sometido a la operación de que le cortasen pedazos del cuero cabelludo y uniesen después los bordes de la herida, bajo el cabello, para que la piel quedase lisa y tirante como si la apretasen en un bastidor. Cuando le pareció que se profundizaban sus ojeras y se marcaban las comisuras de los labios, se hizo dar por un médico hábil las inyecciones de parafina, que habían de impedir, mejor que todos los astrigentes, el cambio y la flacidez de sus facciones.

Pero aquel día no estaba contenta. Se notaba más rubia, con aquella rubiez que es como el heraldo de la decadencia, y que se marca hasta en las morenas. Su cabello se hacía más rojizo, y su piel florida acusaba un poco de más lozanía. Estaba más redondeada, más gruesecita, más frutal, quizás más apetitosa; pero la asustaba aquel resplandor que era como el signo del descenso.

Dio la culpa de todo aquello a la falta de los productos de tocador a que estaba habituada. Se quejaba con sus amigas de que ya no se fabricasen los cosméticos de hacía quince años. Ahora todos los productos de tocador no eran más que mejunjes que de nada servían. Fabricación de charlatanes, que apartaban de lo ya probado y realmente bueno.

Fué entonces cuando le hablaron de los experimentos de aquel émulo de Voronof que aplicaba, con una invención personal, los injertos de glándulas para conquistar la eterna juventud.

Esperaba verle aparecer, un poco emocionada e inquieta, en el gran salón, donde el silencio era tan profundo que se oía a la llama cantar en la chimenea, mientras iluminaba con reñejos cambiantes las figuras de los lienzos que parecían moverse, en su temblar, y la seda carmesí, con ese inconfundible carmesí del siglo XVIII, que tapizaba las paredes.

Como si saliese de la pared, apareció a su lado el doctor, que le tendía la mano con ese gesto familiar de los grandes doctores, para los que un nuevo enfermo no es nunca un desconocido. Elena tenía también la idea de haberlo visto. ¿En dónde? El doctor, que clavaba en ella una mirada investigadora, respondió a su pensamiento.

—He sido siempre un gran admirador de usted, señora, y he tenido ocasión de aplaudirla muchas veces. ¿A qué debo el honor de su visita?

Elena se ruborizó. Una llama roja subió a sus mejillas.

Le costaba trabajo decir delante de un hombre que le temía a la vejez.

Pero el doctor leía en ella y se adelantó de nuevo.

—Veo que no es usted, por fortuna, una enferma; pero, sin embargo, hace bien en recurrir a mi especialidad. Las glándulas encierran el secreto de la longevidad y de la juventud.

Mientras hablaba, se había levantado, y sin más preámbulos, cogía con su mano larga y huesosa las delicadas muñecas de la joven para tomarle el pulso.

—El pulso es el revelador de todo; pero usted está tan nerviosa en estos momentos, que su pulso me engañaría. No se puede fiar en el pulso de las damas europeas. Los doctores chinos, que todo lo confían al pulso, fracasarían aquí.

Metió en sus orejas los dos extremos del auscultador y aplicó el tubito sobre el pecho de la joven.

—Respire fuerte...

Después de una pausa.

—No respire ahora.

Otra pausa.

—Perfectamente. Ahora siéntese. Cruce las piernas. Así.

Tomó un martillito de plata y golpeó la rodilla de la joven, buscando los reflejos nerviosos.

—Estire el brazo. Vuelva la mano. No se mueven los dedos. Perfectamente.

Tocó la garganta con gesto del que va a extrangular a otro, para apreciar bien la tiroides.

—Sí... Creo que debe usted tomar la tiroidina.

Es un medicamento excelente. Yo he conseguido con él maravillas. Las glándulas lo contienen todo...

Salud e inteligencia. Con la tiroides he conseguido verdaderos milagros en los niños cretinos. Ha habido algunos que han llegado a tener una inteligencia normal. También la ovarina le hace a usted falta.

Las alternaremos. Los ignorantes que no saben administrarla, quieren desacreditar la opoterapia...

Ya aquella digresión daba margen para llegar al punto que ella deseaba.

—¡Y ha hecho usted injertos de tiroides, doctor?

—Sí, muchos. Especialmente en niños. Sus madres han dado la tiroides para los hijos.

—¿Y no se han perjudicado ellas?

—En estado normal, una sola glándula funciona bien. Además, ¿quién es capaz de hablarle de su conveniencia a una madre? No hay nada más abnegado en la tierra. ¿Tiene usted hijos?

—No...

—Es lástima... Pero vamos a nuestro caso. Tendrá usted que someterse a un análisis metabólico.

—Y los injertos de glándulas de... de juventud.

—Son maravillosos.

—¿Es cierto que rejuvenecen?

—¡Qué duda cabe! Dan fuerza, vida, energía. Alejan la vejez y la muerte.

—¿Y no sería mejor practicar ese injerto conmigo?

—Desgraciadamente aún no es extensivo ese beneficio a las mujeres. La desigualdad de que se quejan proviene de la injusticia que la naturaleza ha cometido con ustedes. Su organismo, interno y complicado, dificulta procedimientos que en los hombres son fáciles de ejecutar. Sin embargo, espero llegar a conseguirlo.

—¿Ha hecho usted experimentos?

—Sí, y con éxito. Espero resolver eso pronto de un modo satisfactorio.

—Pero mientras...

—Da excelentes resultados la opoterapia. Se necesita constancia solo.

—Yo la tendré. Lo que me extraña es no ver aquí la multitud, agrupándose en torno de usted, pidiéndole el milagro.

—Es que en los tiempos modernos, señora, no es como en los antiguos, en que los milagros se hacían de balde. Las glándulas cuestan caras y son difíciles de obtener.

—¿Vienen muchas mujeres a solicitarlo?

—Sí. Ahora estoy tratando a una que se me presentó diciendo que estaba decidida a suicidarse y quería intentar la operación. Tan resuelta la vi que pensé que podía hacer la tentativa, sin remordimiento, en caso de un mal éxito. Pero en el momento de la operación, su valor decayó y me pidió que le hiciese el injerto en un brazo.

—No estaba por lo visto tan decidida al suicidio.

—Y tenía razón. La injerté, como deseaba, y los resultados han sido sorprendentes.

—Pues yo insisto, doctor, aunque me costara toda mi fortuna, quiero librarme de la vejez. Me hará usted también la operación en un brazo, por lo pronto.

—Por mí no hay inconveniente... pero estoy seguro de que usted no lo hace por un deseo de longevidad. Usted teme, y con razón, ver marchitarse su belleza que sólo una fuerza ciega y odiosa, como la naturaleza, sería capaz de destruir. Pero a ese punto no hemos llegado aún. Yo puedo comunicar a usted mayor vigor juvenil, prolongar su existencia; pero con detrimento de esa hermosura magnífica que usted ama más que a su vida.

—¿Cómo?

—La glándula masculina, obrando sobre su organismo, cambiaría su voz en voz de hombre; sus costumbres y sus ideas se transformarían, tendría usted otros movimientos, otro color de tez y le nacerían barbas y bigote.

—¡Qué horror!

—¿Lo ve usted, cómo no habría de querer?

Elena se puso de pie.

—Quizás se burla usted de mí, doctor.

—Le hablo seriamente.

—Entonces tengo que renunciar a mi intento.

—Hace usted lo que todas las mujeres hermosas.

Olvidé decirle a usted que la que se sometió al injerto era vieja y feísima. Sí pasados muchos anos, cuando usted tenga sus noventa, quiere aprovechar este adelanto de la ciencia, que aprendí del gran Voronof, aquí me tiene a su disposición.

Le pareció a Elena percibir un ligero eco de burla en aquellas palabras. Se detuvo, cerca de la puerta, y volviéndose hacia el médico, dijo sonriendo:

—Pero cuando yo pase de los noventa años, ¿estará usted capaz de hacerme esa operación sin que le tiemble el pulso, doctor?

Y él, sin desconcertarse, respondió con acento de gran seguridad:

—No dude usted que me encontrará aquí a sus órdenes.

Había algo en el acento del doctor que la conmovía. Le pareció estar ante uno de aquellos personajes infernales de las novelas. Volvió a fijarse en el extraño aspecto del checoeslavo. Era alto, muy alto, con las piernas y los brazos extremadamente largos, parecía como si después de acabar su crecimiento hubiera vuelto a crecer de nuevo.

—Tiene algo de mono este hombre—pensó.

Indudablemente, él había aprovechado el descubrimiento más de una vez. A su rostro juvenil se asomaban unos ojos azules, dulces, que parecían mirar desde otro plano, desde otra existencia ya agotada.

—¿Cuántos siglos tendrá?

La sonrisa del doctor, entre maligna y comprensiva, le expresaba la claridad con que leía en su pensamiento.

Elena entonces sintió miedo de que aquel hombre, que le parecía seguir viviendo siempre al través de los siglos, tuviera un sortilegio para obrar sobre su voluntad y apresuró la despedida. Perdía aquella única esperanza.

XXIII. Hasta renacer

Después de aquella última decepción, Elena se aferraba más cada vez al cariño de Luisa. Se había convertido en su compañera, en su maestra, dedicándole por entero su vida. La llevaba con ella a todas partes, a los paseos, a los teatros, a los bailes, le enseñaba el difícil arte de la verdadera elegancia para conseguir el triunfo de la hermosura.

Se sentía contenta de los triunfos de su amiga, como si le alcanzase una parte de ellos. Se gozaba en notar las miradas furtivas llenas de envidia que las otras mujeres dirigían a Luisa, como si eso la vengase, en cierto modo.

No profesaba a la joven un cariño materno, pero la quería de una manera tiránica, como sí hubiese encarnado en ella, para gozar con los triunfos que no podía alcanzar por sí misma. Sacaba su juventud de la juventud de su amiga.

Se sentía vivir en Luisa y se apoyaba en ella para seguir la vida intensa.

Tuvieron una temporada de rendirse en ir detrás de todas las diversiones: Exposición que se abría, salón de poetas o salón de modas, fiesta pública o reunión privada, estrenos notables, conciertos o conferencias, tés, visitas, comidas; se multiplicaban para ir a todas partes.

Elena se vestía cada vez de un modo más juvenil, su rostro delicadamente rosado por los fard, lucía la pureza de sus facciones, bajo el oro de su cabellera cortada a lo Ninón.

Jamás su afición a las joyas había sido tan grande. Se ponía los collares unos sobre otros, los pendientes, las barretas, la gran cruz de brillantes, los brazaletes, los dijes y los aderezos en profusión.

En los dancings, ella bailaba más que Luisa.

Esta se reía del entusiasmo de su amiga, infatigable para danzar tangos. A veces se quería disculpar de seguirla, pero entonces Elena lo abandonaba todo para quedarse a su lado.

—Sin ti no tengo placer en ir a ninguna diversión—le decía con acento de sinceridad—. Me veo como al margen cuando tú no me acompañas.

Su amistad y su unión tan íntima hacía asomar a los labios de las envidiosas una sonrisa malévola. No faltó alguna de sus antiguas amigas que le preguntase a Elena:

—¿Te has enamorado de tu amiguita?

A pesar de su falta de moral, Elena se indignaba contra las que no podían comprender aquel amor con que se asía una pobre vida que acababa a la vida fresca y lozana que la sostenía.

—Sin duda era así como me amaba Renee—pensaba.

Entonces sentía miedo.

Veía que su amiga sufría la antigua inquietud que siempre la había atormentado a ella, y que nada bastó a satisfacer.

Aquella inquietud que le hacía cansarse lo mismo del esplendor que de la modestia, del placer y las diversiones que de la quietud; pero al mismo tiempo se reconocía y se amaba en Luisa. Se daba cuenta del extraño amor celoso, apasionado y nada sexual que le profesaba. No era siquiera amor a la mujer semejante, ni a la hija, ni a la creación. Era amor a sí misma. Había renacido en Luisa. Esta quería también a Elena, pero con un cariño más egoísta. Sufría el encanto de su prestigio y su autoridad de veterana de la galantería, y le confiaba todos sus pensamientos y todas sus imaginaciones.

¿A quién le podría consultar sino a Elena desde los problemas más graves a las simples dudas que ocasionaba la elección de un vestido?

Pero Elena se asustaba sólo con la idea de perder a Luisa. Le era necesaria, imprescindible. Luisa representaba ya para Elena el último destello de juventud, el último lazo que aun le permitía pensar en la vida de agasajo y de galantería a que estaba acostumbrada.

En su afán de distraerla, de tenerla a su lado, de hacerla más suya, Elena se arruinaba sin darse apenas cuenta.

Quería hacer de aquella última fase de su vida una continua fiesta, llenarla de pequeñas pasiones, de vulgares galanterías, en las que ella parecía tener su parte, de cosas que las unieran más y más.

Se creía haber logrado su objeto. Luisa, después de sus caprichos, sus amoríos o sus aventuras, volvía de nuevo al lado de Elena, la confidente y la amiga, siempre dispuesta a ayudarle en todos sus trapicheos de mujer coqueta. Elena sentía el placer de mezclarse en todo aquello, de vivir su parte al margen de las pasiones, los celos, las derrotas y los triunfos de su amiga, dichosa de ir en su compañía. Se resignaba un poco al papel de segundona, vistosa, guapa, apetecible, que encontraba sus aventuras en ciertos momentos.

Se le ocultaba su decadencia envuelta en los agasajos que le prodigaban a Luisa, encontrando al lado de ella el rumbo de los hombres.

Temblaba cuando en momentos de sinceridad Luisa le decía:

—Yo necesito cambiar con frecuencia de ambiente, quiero viajar, conocer Europa. En el fondo me aburre todo... todo menos tú.

XXIV. El último palco

Descorrió las cortinas del balcón, tirando del cordelito de seda, y el día gris, mojado y humoso de París penetró en su habitación, Una estancia de Hotel económico, clásico, con su tapiz rojo, y los muebles escuetos. La luz parecía entrar fría y helar la atmósfera del cuarto. Puso la mano sobre el radiador, que apenas calentaba, y se envolvió en el gran ropón de lana para comenzar su tocado.

Estaba guapa en ese momento de levantarse, que es el más cruel para las mujeres que decaen. Tenía esa belleza de las rabias que prolonga la juventud, en su carne más blanca, mórbida, el color de los cabellos brillantes donde el blanco es de un rubio plateado. No estaba aún en el período de belleza cotorresca que les sale a algunas rubias, en una vejez de arlequín, en vez del franco y noble envejecer de las morenas, pero parecía cada día más rubia y peligrosamente redondeada.

Al separar los ojos del espejo vio la carta que había entrado por debajo de la puerta. Un sobre vulgar, con un membrete de Hotel de lujo que le hizo sonreir contenta al cogerlo.

—Es de Luisa—se dijo adivinando por el membrete la procedencia.

La tomó con dos dedos, con la mano mojada, y la dejó sobre el ángulo de la mesilla de noche, mientras terminaba su ablución.

—Será el palco—pensó, queriendo también adivinar el contenido.

Aquella idea aumentó su alegría. Era como la llegada del sol para disipar las tristezas de su espíritu, que la acometían en la soledad, un frío seco que pesaba sobre su corazón cada noche cuando se despedía de Luisa a la puerta del teatro para irse sola a su cuarto de Hotel. No aceptaba jamás las galanterías de ningún enamorado, absorta en el cariño de Luisa.

Contaba las horas que le faltaban para volver a verla y entrar de nuevo en el palco a su lado. Era el teatro su diversión favorita, pero no por la representación, sino por el palco.

En el palco no eran las mujeres espectadoras solamente. Eran todas artistas, por como parecía que les daban parte en la representación aquellas guirnaldas de luces colocadas bajo los antepechos, que tenían algo de la iluminación del escenario.

Formaban cadena unas con otras, como si enlazaran sus descotes y sus brazos desnudos para ayudarse todas en el triunfo femenino de belleza y de coquetería que lograban en la sala.

Había un tocado, un traje especial para el teatro.

El palco era el nido donde sentían abrigadas sus desnudeces, como si las vistiese la mullida tapicería de terciopelo, que formaba para ellas como uno de esos estuches de las vitrinas de las grandes joyerías.

Debería haber palcos azules y palcos rojos, para rimar con las carnaciones y los cabellos. Los hombres, en el entreacto, dirigían los gemelos a los palcos. Era en ellos donde lucía la belleza que se disimulaba en las butacas. Por eso los hombres, orgullosos de la hermosura de sus amantes, o los pretendientes que deseaban agradarlas, enviaban siempre palcos de regalo y por eso se daban cita en el teatro todas las mujeres hermosas.

Estaba todo hecho en el palco para que resaltase la belleza. Los dorados, los bronces, las columnas y los alicatados, más que ornamentos de la arquitectura y de la decoración, se convertían en adorno de las mujeres. Ellas tomaban allí otro aire, se sentaban y se reían de un modo especial.

Revivía en la atmósfera caldeada de jardín de invierno de la sala, todo su pasado; aunque en su inconsciencia ella no se preocupaba de su pasado ni de lo porvenir. No recordaba ni a sus amantes, ni a sus amigas, ni las fases de su vida anterior; para ella se borraban igualmente en la sombra de la memoria los esplendores y las penas.

Vivía al día. La envolvía la vida de Luisa. Cuando se asomaba al antepecho de su palco, al lado de la jovencita y los gemelos caían sobre ellas punzándolas con las miradas de tantos espectadores, compartía el triunfo de la amiga como si fuese su propio triunfo.

Renovaba sus noches triunfales con sus caprichosos trajes y sus espléndidos tocados. La juventud de Luisa ponía todo lo que a ella pudiera faltarle y su palco llamaba la atención como en sus buenos tiempos.

En cuanto acabó de lavarse, recogió el ropón sobre el pecho y fué a abrir la carta. En lugar del alegre papel de color que esperaba, encontró una carta.

Luisa se despedía de ella. Con un tono frívolo y ligero le decía que le era imposible soportar durante más tiempo el clima de París y se marchaba en busca del sol.

«No he querido arrancarte de tu París, que tanto te gusta—escribía—, ni afligirte diciéndote adiós.

Escríbeme mucho y hasta la vuelta.»

Cuando acabó de leer la carta la copa de los ojos azules de Elena estaba llena de espuma de lágrimas.

¿Qué había en el fondo de aquella repentina e insospechada resolución de Luisa? Acaso un amor que ella ignoraba, acaso un deseo de libertad, de no convertirse en su inseparable; tal vez todo eso y nada.

Un impulso juvenil, la vida misma, que como el agua arrojada a la tierra busca cauces por donde correr.

Sentía un lancetazo en el corazón. Ella que todo lo había arrollado en su vida con su incongruencia y su aturdimiento, que jamás fué fiel al amor ni a la amistad, se volvía contra los otros al sentir el vacío de la vida. Se creía traicionada por todos, víctima de los demás. La de Luisa se le representaba como la última y definitiva traición.

Rompió a llorar con desconsuelo en aquel duelo de sí misma. Con la separación de Luisa terminaba su vida de brillantez, de palcos, de alegría, de plenitud. Elena no había vivido más que para su propio culto, todas sus alegrías y sus disgustos, en la vida falsa y fantástica que se había trazado, sólo provinieron siempre de su hermosura. Creía que su desesperación al perder a Luisa era hija del amor que profesaba a la joven; no se daba cuenta de la verdad del desenlace. Con Luisa perdía el último adorno de su belleza, su último engaño de juventud y por eso pasaba de ser una mujer fantástica y relumbrante a ser una mujer real y anodina, la mujer sin luz que busca la sombra de los aleros para pasar las calles y se esconde en los refectorios para señoras solas.


Publicado el 21 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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