La Mujer Fría

Carmen de Burgos


Novela corta



I

La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza.

Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco-azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.

Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».

Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.

—Marcelo la conoce —dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva—. La ha saludado desde el palco de su cuñada.

—Es preciso que nos dé noticias exactas de ella —dijeron, casi a un tiempo, los jóvenes y los cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus botonaduras y sus smokings, que acusan la última moda en la colocación de un botón o en la variante de una solapa.

—Yo tengo ya noticias de ella —dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que sostuviese los lentes sobre el pico.

—Cuenta.

—Creo que es vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole una inmensa fortuna.

—¿Es viuda?

—Por segunda vez.

—No se descuida para ser tan joven.

—No puede calcularse la edad de una estatua.

—El caso es que ella se dedicó a viajar. Ha estado en la India… en el Egipto… y al fin se casó con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto.

—¡Es una mujer magnífica!

—¡Extraordinaria!

—¡Original!

Los gemelos insistían sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la contemplaban.

Cayó el telón. Los hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida. La mayoría acabó por salir al foyer a fumar un cigarrillo o a cumplir el deber mundano de ir entre bastidores. Eran pocos los que se habían fijado en la cara. Corría de boca en boca lo poco que se sabía de aquella mujer, y las damas, que se contentaban, para desentumecerse, con cambiar de sitio en sus palcos, preguntaban a los amigos que iban a saludarlas. No había más que aquellas noticias: Era española, de raza vasca, dos veces viuda, con un nombre ilustre. Se había instalado con lujo en Madrid, en un magnífico hotel rodeado de jardín en la Castellana. Tenía coches y automóviles; se la veía en todos los teatros, pero no recibía ni sostenía relaciones con nadie. Por eso sorprendía la presencia en su palco de don Marcelo, el viejo senador, solterón y galante, que había ido a saludarla y departía con ella, en una actitud obsequiosa y rendida. Esperaban muchos en los pasillos a que saliese de allí para abordarlo y preguntarle, pero el timbre anunciador de que se iba a levantar el telón sonaba insistente con esa llamada nerviosa, de urgencia, y era preciso ir acomodándose en sus puestos. Marcelo siguió allí todo el acto, con una sonrisa socarrona, como si supiese que lo esperaban y le gustara defraudarlos.

—Esta noche tendré un gran éxito si voy a la Peña o al Casino al salir de aquí —decía—. Basta estar cerca de usted para despertar la curiosidad. No hay ojos en el teatro más que para usted.

—Pues crea que eso me causaría pesar. Estoy deseosa de serenidad, de reposo, de vivir mi vida sin que reparen en mí.

—Es usted demasiado joven y hermosa, señora, para conseguir eso, y sobre todo en estos países meridionales, tan llenos de curiosidad y de pasión.

—¿Olvida usted cómo me llamaban en Viena cuando nos conocimos?

—«La mujer fría». Razón de más para que mis compatriotas, jóvenes y fogosos, se lancen con entusiasmo a la empresa de derretir el hielo. Le aseguro a usted que esta es la vez única en que me alegro de ser viejo.

—No lo comprendo.

—Mi vejez me libra del ridículo de hacerla a usted el amor y de la vergüenza de la derrota.

Rió ella y dijo amable:

—¡Quién sabe! Tal vez el que usted no aborde la empresa me libre a mí del vencimiento.

—¡Oh, esa condescendencia de usted, amiga mía, es el peor de los síntomas! Las mujeres sólo hacen esas confesiones delante del hombre a quien no temen.

—Es usted la única persona a quien conozco en España. Me ha causado una sorpresa agradable encontrarlo, pero le ruego a usted que sea discreto, no diga lo poco que sepa de mí; no quisiera que me molestasen aquí con esa curiosidad que me persigue en todas partes y me hace no sentirme a gusto en ninguna.

—Madrid no es a propósito para no ser notada, es como una capital de provincia.

—Es que lo mismo me ha ocurrido en Londres…, en París… Es una fatalidad…

Y de pronto, como agitada por un pensamiento triste, su mano enguantada asió el brazo de Marcelo, diciendo:

—Pero ¿ve usted en mí algo de extraordinario, si no es el ser demasiado rubia, demasiado blanca?…

Él leía en su pensamiento su temor, y le respondió con viveza:

—Sólo el ser demasiado hermosa.

Sonrió ella, no satisfecha de la cortesía, cuya falta de sinceridad notaba, y se puso de pie.

—¿Se va usted sin acabar la función?

—Sí… no quiero encontrarme al salir con toda esa gente.

Ponía en sus palabras el eco de desprecio que sienten hacia la multitud todos los que son admirados.

Marcelo le ayudó a envolverse en su capa de armiño, con blancor de espuma, y le ofreció el brazo para acompañarla al coche. Al entrar encontró a todos los amigos, que habían dejado su palco. Lo acogieron con preguntas.

—¿Quién es?

—¿Dónde se ha ido?

—¿Qué sabes de ella?

—¿Me presentarás?

Él, ante aquella curiosidad de jauría sobre una pista, sintió algo de descontento hacia unas costumbres, que fueron las suyas siempre, al recordar el temor y la molestia de la mujer perseguida, y se propuso ser discreto. No diría las versiones que acerca de ella había escuchado en Austria. Se limitó a responder:

—La conocí con su marido en Viena, es la señora viuda de Hozenchis. Una millonaria muy guapa, como habrán ustedes podido observar.

—Magnífica… pero extraña… causa una sensación inexplicable… de frío…

—¡Bah! ¡Imaginaciones! Que es un poco más blanca y más rubia que lo ordinario. Eso es todo. Buenas noches.

Y se alejó, después de echar ese jarro de agua helada sobre el entusiasmo de los jóvenes.

II

La curiosidad seguía despierta en torno de aquella mujer elegante, bella, de una belleza tan extraordinaria, que se rodeaba de un misterio impenetrable. No aceptaba jamás ninguna invitación, no recibía ni hacía visitas, iba a los teatros, a los paseos, siempre sola, y de sus fabulosas riquezas daban idea los trenes, el lujo del hotel y sus joyas y sus trajes.

Únicamente don Marcelo era su amigo, el que la visitaba, la acompañaba en su coche y era recibido en su casa y en su mesa. Se veía diariamente asediado por hombres y mujeres que deseaban ser presentados a la misteriosa señora de Hozenchis, pero él se disculpaba siempre. Afectaba una gran familiaridad con ella, y para nombrarla usaba sólo su nombre: «Blanca». Al mismo tiempo que se negaba a hacer presentaciones, que le estaban prohibidas, afectaba una gran discreción, que despertaba más la curiosidad. En una de esas confidencias, Marcelo había dejado caer el apelativo de «La mujer fría», que arraigó instantáneamente. Este apelativo se recordaba en la evocación o en la presencia de Blanca: ponía frío en los ojos. Se diría que llevaba en torno ese halo luminoso que rodea los faroles encendidos en las noches de helada, cuando su luz aparece fría, cuajada, lechosa.

Sus trajes, casi siempre de tonos fríos; sus joyas, en las que no entraban más piedras que los ópalos, las perlas, las esmeraldas, las turquesas y los brillantes, tenían siempre como algo de frío o de fatídico. Al verlas brillar sobre el seno, en la carne de la blanca y compacta opacidad de alabastro, parecían una escarcha que brillaba con la luz.

Los que habían oído su voz decían que era entonada, armoniosa, pero penetrante, con algo de hoja de acero fría y cortante, igual que la mirada de aquellos ojos grandes y verdes, los cuales penetraban como saetas en el corazón, haciendo experimentar al que los miraba un escalofrío en la médula.

Las damas estaban intrigadas por saber qué perfume bien oliente usaba, que tenía una mezcla de oriental y de algo extraño y dejaba, al aspirarlo, cuando pasaba cerca, a pesar de su tenue discreción, la sensación fría del mentol.

Marcelo había prometido enterar de la marca del perfume a sus sobrinas Edma y Rosa, dos lindos y graciosos diablillos de dieciocho y veintidós años, que lo rodearon ansiosas en cuanto lo vieron entrar en el salón.

—¿Nos traes el secreto?

—¿Qué marca es?

Él sonrió satisfecho, con ese encanto de los buenos viejos que sienten la caricia femenina del perfume de las mujeres bonitas, y repuso:

—¿Por qué tanta curiosidad?

—Porque quisiéramos perfumarnos como ella —dijo Rosa.

—No lo necesitáis, tenéis un perfume de juventud que se exhala de vuestra carne.

—Si, sí. Galanterías tuyas —atajó Edma—. Se habla mucho de la belleza de lo natural, de la bondad, de la inocencia; pero yo veo que los hombres gustan más de los labios pintados y sabios. Se dejan a sus virtuosas mujeres por una «perversa». ¿No les llamáis así?

—¡Me asustas, chiquilla! —repuso don Marcelo—, ¿quién te enseña esas teorías?

—Me parece que se ve bastante para que no sea preciso decirnos nada… Yo, por mí, quiero saberlo todo… para que el día que me case no tenga mi marido que ir a buscar nada en otra parte.

—No le haga usted caso, tío, está un poco chiflada, porque se cree que Fernandito está enamorado de la señora de Haz… etc.

—¡Celos y todo!

Se habían ido acercando al grupo formado por una docena de jóvenes de ambos sexos, que tomaban el té. La jovencita le murmuró al oído:

—Sé discreto, tiíto, por Dios.

Rosa se había acercado a otras cuatro muchachas y hablaba animadamente con ellas.

—Es preciso saber si tiene o no la fórmula —fue el final de aquella deliberación.

—Sí, hijitas, sí la tengo —dijo don Marcelo—; pero es una cosa tan difícil, que es como si nada dijera. Ese perfume de Blanca está sacado de uno de los venenos más activos y sutiles: del acetato de bencyl, que, como ya se sabe, es el que ha servido para la composición de los gases asfixiantes, y que mediante una costosa operación se convierte en un perfume parecido a la sampaguita de la Arabia.

Las jóvenes se quedaron desconcertadas; verdaderamente era difícil luchar con una mujer que podía emplear tales recursos. Experimentaban como un odio, un deseo de vengarse de ella, de aquella superioridad con la que involuntariamente las humillaba.

—Todo es extraño en esa mujer —dijo una de las jóvenes.

—Y lo más extraño es ella misma —repuso uno de los caballeros—. Yo no conozco nada más original. Es un bloque de mármol con alma.

—Pero —añadió la joven— tal vez hay en esa impresión mucho de lo que ella cuida de aparentar. Entra en la figura que se ha trazado la necesidad de ser hermética. El no dejarse ver de cerca.

—Si yo fuera tan galante como me creen —dijo don Marcelo—, les daría la razón a estas niñas y hablaría mal de «La mujer fría» seguro de que así era agradable y simpático, pero soy un buen amigo de Blanca y debo hacerle justicia. Tratada es más interesante que vista así de lejos.

—¿Y no da sensación de frialdad?

—La hay siempre en ella, mientras se le habla causa la impresión que se experimenta en la sierra cuando se abre la ventana frente a los picos nevados. Algo frío y tónico que encanta.

—Pero que no da gana de acercarse —añadió burlona Edma.

—No diría yo tanto.

—Es que ella está enamorada de su nombre —añadió otra señora—, se ve que hace por merecerlo en cómo se viste y se adorna. Además, hasta en los movimientos da aspecto de frialdad, se desliza…

—Es que sufre la influencia de su nombre —dijo un joven de mirada inteligente—. Los nombres tienen colores y propiedades. Blanca es un nombre frío.

—¿Y el mío? —preguntó riendo otra jovencita.

—Mercedes es un nombre azul.

—Es que Ernesto es romántico, no hagan ustedes caso de su fantasía —dijo otro elegante.

—En cambio, Fernando no dice nada.

La mirada de Edma se fijó celosa sobre el joven. Él alzó la cabeza, de expresión franca y noble, dijo con sencillez:

—Nada puedo decir de una señora a la que apenas conozco y —añadió, mirando a Edma, como si quisiera tranquilizarla— que nada me interesa.

Rosita traía la taza de té ya servida a don Marcelo. Este fue a sentarse cerca de una señora un poco opulenta, de grandes ojos negros, diciendo:

—Aquí no tengo miedo de sentir frío.

—Pues usted parece aficionado a la nieve —repuso ella.

—No lo negaré; aunque es regla que no se debe elogiar a una mujer ausente delante de otras, son aquí todas lo bastante bellas e inteligentes para poder hacerlo sin peligro de molestar. Blanca, en la intimidad, es encantadora.

—Es lástima que no se pueda comprobar —dijo Rosa, burlona.

—No lo creas. Hay una ocasión de comprobarlo. He logrado que Blanca acceda a que la presente en esta casa.

El soplo de una sorpresa diferente para las jóvenes y los caballeros pasó por el salón. Don Marcelo se gozó en ella con una larga pausa, y al fin dijo:

—Sí; cuando le pregunté a Blanca el misterio de su perfume, le dije que se trataba de vosotras. Se rió mucho de vuestra curiosidad, y como yo le hablé con entusiasmo de vuestra belleza, y le dije que desearía presentaros, ella accedió a venir conmigo. La traeré el próximo día de recepción.

—¡Qué idea! —murmuró Rosa.

—La verdad es que no sabremos qué decirle a esa señora que… hiela las palabras.

—No tengáis cuidado; aunque en Madrid se ha dado en mirar a Blanca como un ser extraño y pensáis que os vais a encontrar en presencia de una monja exclaustrada que va por primera vez al mundo, Blanca es una mujer distinguida, una señora dignísima. La sociedad vienesa es severa, y ella era una de las damas más respetables.

Pero las chicas ya no lo oían, se habían juntado todas a deliberar. Era preciso «vestirse», hacer «toilette» para recibir a esa señora y no quedar eclipsadas por ella.

Los jóvenes hablaban también animadamente entre sí. Se veía que estaban contentos, que no faltaría ninguno. Se sentían felices al pensar que iban a descifrar una charada tan difícil y poder pasear la solución entre todo aquel mundo de desocupados que perseguía a Blanca con su curiosidad, quizás, más que por su, belleza, por como estaba defendida en su situación de privilegio para ser hermética e inabordable.

III

Curioseaban todos en el gran salón del hotel de Blanca, sorprendidos por aquel extraño estilo de decoración, que no era de ninguna época ni se parecía a nada. Era el salón internacional, la mezcla de todos los estilos, de todos los tiempos, las que se acumulaban allí, sin tomar, a pesar de prodigarse tanto los «bibelots», aspecto de casa de anticuario o de bazar. Por el contrario, los objetos más distintos se unían de un modo extraño para formar un todo armónico.

Las paredes, laqueadas de azul angélico, estaban cubiertas de cuadros de arte mezclados a cornucopias, terracota de Andrea della Robbia y tapices de Arras y de Gobelinos. En las vitrinas, sobre los vargueños y las cornisas, lucían cristales de Venecia, de Murano, y Galle alternaba con la cerámica de todos los países, pero dominando los amarillos y los azules. Porcelanas chinas, con las flores de almendro deshojándose en su azul de noche; porcelanas de Dinamarca con los barcos de ensueño, en el claro azul de espuma de mar en día de sol; porcelanas de Delp con sus holandesitas de blancas tocas en el azul de tempestad. Porcelana de Talavera con su amarillo de rastrojo reseco, o el verde requemado de planta sequeriza y sedienta, que representaban la aridez ardorosa de Castilla.

Sobre todo en los muebles se podía decir que se había suprimido el mueble; tal aparecían todos de desiguales, de raros. Sillones floridos, de ligeras maderas pintadas, de Noruega, cerca del amplio, cómodo, pesante y monacal sillón frailero; y las doradas sillas de Luis XV, las cretonas butaquitas Pompadour, las rallas de seda de María Antonieta y las coronas del Imperio.

Comentaban en voz baja:

—Está demasiado recargado.

—Es un alarde.

—Parece un Museo.

Satisfecha la primera curiosidad, se miraron unas a otras. Se habían puesto de acuerdo tácitamente para ir todas de colores claros y de blanco. En el té en casa de doña Matilde fue vano el alarde de trajes suntuosos, de creaciones de los grandes modistos, en diferentes tonos, que llevaban las señoras. Blanca las venció con su blancura, con su vestido de paño blanco, su gran piel de armiño, un sombrero de tisú, y su gran velo de encaje todo en plata. Estaba sugestiva, atrevida. Gracias a esa blancura fría se disimulaba el tono frío de su carnación, de un blanco tan puro que no llevaba diluido ni amarillo ni rosa, sólo, quizás, un poco de añil, para dar en algunos cambios de luz el tono violáceo a su carne.

Ahora que todas la imitaban, como cortesanas, ella aparecía vestida de negro, deslumbradora con aquel vestido de crespón chino, que se ceñía a su cuerpo con la flexibilidad del crespón, bordado de oro, de un modo a la par soberbio y fúnebre. Contra todos los usos, era la manga larga y el escote alto. Su mano calzaba guante negro, y su cabeza de piedra con las esmeraldas incrustadas, tenía apariencia de cabeza cortada descansando en el negro pedestal.

Saludaba dominando y suprimiendo el ritual. Ni besaba a las damas ni se dejaba besar el guante por los caballeros, sin impedirlo más que con el gesto de tender la mano. Detrás de ella aparecían jugueteando dos docenas de perritos de los más minúsculos, blanquísimos y perfumados con esencias de flores distintas.

—Está usted hermosamente trágica —le dijo don Marcelo.

Ella se estremeció como en un leve tiritón, y sus pupilas palidecieron un poco, declarando:

—No hable usted más de tragedia —dijo—; yo soy supersticiosa y creo que las palabras representan seres reales, en vez de imágenes de nuestro cerebro, y que hay evocaciones peligrosas.

—Parece usted andaluza —dijo doña Matilde.

—Es que no son los andaluces los más supersticiosos. Al contrario. Con su luz y con su sol no viven fácilmente los fantasmas. Yo soy del Norte, de la región montañosa donde todas las leyendas tienen asiento. En cada picacho de los Pirineos vive una bruja.

—O un hada —intervino Ernesto.

Ella rió.

Su risa tenía el eco de las ondas de un glacial chocando unas con otras, sonora como un carillón.

Fue recorriendo los grupos de todos sus invitados; tenía un cumplido y una frase amable para cada uno. Tuvo el buen gusto de hallar encantadores el vestido de raso ciruela bordado en cuentas de madera azul, y el abrigo de piel de topo de doña Matilde, y los graciosos vestidos de las niñas. Edma estaba encantadora con su trajecito a cuadros rojos y negros, y el sombrero pequeñín adornado de una cola de guacamayo; y Rosa, pequeñita y nerviosa, con su vestido rosa y su gorrita de seda azul.

—¡Oh, la juventud! —dijo con algo de coquetería, de quien la siente retozar en la sangre—. ¡Qué bellas están con tan poco esfuerzo!

Sabía que era preciso hablar a las señoras de sus trajes o de sus accesorios. A ésta le elogió sus plumas «cirée», a aquélla el «paraíso» de su sombrero negro, a la otra su bolsillo de «beige» y plata.

Todos jugaban con los perrillos, revoltosos, acariciantes, y se formaban grupos en torno de las diversas mesitas, el perfume tibio del té parecía poner toda su cordialidad en el gran salón, para que todos se sintiesen a gusto. Se establecía esa confianza que establece la merienda, la camaradería de la mesa, y a la que no se llegaría, sin su complicidad, en mucho tiempo.

Blanca, a pesar de su animación, de sus risas, de sus frases oportunas, sentía una preocupación. Sus ojos se volvían con frecuencia hacia la puerta. Al fin dijo:

—Parece que no están aquí todas las personas a quienes tuve el gusto de invitar la tarde pasada.

Se miraron unos a otros como si inventariaran, y Ernesto dijo:

—Sí, falta Fernando.

—¿No vendrá?

Edma se adelantó a responder con una audacia extraordinaria:

—Sí, me ha prometido venir a buscarnos.

Sus ojos pardos se fijaban con una expresión de celoso desafío en los ojos verdes, sosteniendo valiente aquel estremecimiento que le producía su frialdad. Blanca se limitó a responder algo secamente:

—Lo celebro.

Nadie había advertido la especie de desafío que se acababa de cruzar entre aquella mujer extraña y dominadora, y la muchachita sencilla que se aprestaba a defender su amor. Las dos se habían comprendido. Sabían que ellas no se engañaban: que se disputaban a un hombre.

IV

La verja del hotel los separaba del paseo de la Castellana, como si los alejase a muchos kilómetros de distancia. Se oían apenas los ecos de los coches que pasaban a aquella hora de la noche con paso perezoso, como si el caballo y el cochero fuesen dormidos y sólo velase dentro de ellos la pareja enamorada sumergida en su ensueño, o los románticos que deambulaban envueltos también en el encanto de la noche madrileña o en una evocación de la ciudad legendaria.

Blanca había mandado apagar los focos eléctricos, y el jardín, alumbrado sólo por la lima, tenía esas tonalidades de violeta y plata que pone la sombra y la luz de la noche en el campo.

—Estas noches —dijo Fernando, que estaba sentado junto a ella— son mis rivales. En vez de mirarme a mí miras al cielo.

—¡Me gusta tanto ver el cielo! Las estrellas son mis antiguas conocidas. Yo sé los nombres de todas… No saben esta pasión por las estrellas los que no han vivido en la soledad de las montañas o han navegado mucho. Yo he pasado mi niñez entre las fragosidades del Pirineo.

—Sin duda de tanto mirar al cielo han tomado tus ojos esa luz verde y fría. Mientras tú miras las estrellas yo te miro los ojos, que es como mirar al cielo.

—Es que tienen algo que me atraen. Esas estrellas que han servido durante tanto tiempo de guías de viajeros, dan deseo de viajar; se comprende el mito de los Magos siguiendo una estrella como se persigue una quimera.

—O, sustituyendo los términos, como yo persigo tu cariño.

—No eres justo. Sabes que yo te quiero… te he amado quizás antes que tú a mí: desde que te vi en el teatro con don Marcelo aquella noche. Ya sabes que fue sólo por ti por lo que me presté a ir a casa de las señoras de Meléndez. ¡Quizás hice mal!

—¿Te arrepientes?

—Me apena saber el estado de esa pobre muchacha que estaba enamorada de ti y con la que tú has sido ingrato.

—Ingrato, quizás; traidor, no. Yo no le había prometido casarme con ella.

—Pero la amabas.

—La quería. La quería como se quiere a una hermana, a una persona buena, inteligente, familiar, sin esa pasión que quema, que te arrastra la vida toda. Esa pasión que tú me has inspirado, y que de no encontrarte, quizás hubiese pasado por la vida sin conocer.

—Entonces te hubieras casado con ella.

—Tal vez sí.

—¿Y no te habías comprometido?

—No. Parecía que algo me hacía presentir que había de llegar «otra mujer».

—Yo siento ser la causa de la desesperación de esa niña. Ha venido a verme don Marcelo, mi viejo amigo, que ha dejado de serlo desde que nos amamos, a decirme que esa criatura se muere… La madre quiere venir a suplicarme… hasta ella misma, que piensa que yo acepto tu cariño ofendida por la arrogancia con que ella me lo disputaba.

Fernando se estremeció y la miró ansioso.

—No —dijo ella—, no soy capaz de esa baja pasión, y, sin embargo, no me deben creer capaz del inmenso amor que te tengo cuando vienen a exigirme que renuncie a mi felicidad por la felicidad de otra. ¿Acaso la mía no es tan respetable como la suya? ¿Es que en el amor pueden existir derechos de prioridad o de cualquier clase que sean? No. Es que no comprenden que una mujer que ha sido casada y madre, pueda amar hasta con más vehemencia que una criatura que aún no sabe lo que es el amor.

—Es que mucha gente no se da cuenta de tu amor, Blanca. No olvides que te llaman «La mujer fría». Creen que esa cosa que hay en tu tipo de augusto, de sereno, que llega a ser helado, se comunica al alma.

Ella guardó silencio.

—Yo mismo —siguió él— no podía esperar que me amases. Te aseguro que de no decírmelo tú, no hubiera sido capaz de confesarte mi amor. Tan alta y tan superior a todas las mujeres te veía.

—¡Oh, no me trates como a una diosa! Es preferible ser mujer. Si me vieras como a una divinidad, estaría perdida.

—Si te he de ser sincero, sentí una especie de dolor al verme amado. Es una confesión que tal vez no debiera hacerte; pero «La mujer fría» inabordable, me daba la seguridad de que era incapaz de… haber… amado a nadie.

—Y así era… Tú eres mi amor primero y único, Fernando. —¿Por qué me desesperas entonces?

—No quiero ser tu amante.

—Sé mi esposa.

—No.

—¿Por qué?

—Tengo la seguridad de que el amor se extinguiría al realizarse. Prefiero alejarme llevándolo en mi alma y dejándolo en la tuya.

—Pero eso es una crueldad.

—Menor que la de matar un sentimiento que tanta felicidad nos proporciona.

—¿Pero no comprendes que he puesto en ti toda mi vida?

En el arrebato de su pasión, Fernando se apoderó de las manos de Blanca y las estrechó entre las suyas.

Aquellas manos estaban heladas, yertas; no era la frialdad del mármol ni de la nieve, era la frialdad de la carne helada, la frialdad de la muerte.

Ella quiso esquivarlo, pero él la enlazó por el talle y la apretó entre sus brazos. Parecía vencida, dejaba caer la cabeza sobre su hombro, los cabellos ceniza cosquilleaban la mejilla de Fernando, semejantes a una lluvia de copos de nieve que le daban una sensación agradable. Besó el rostro helado, iluminado por la luz fría de los ojos de esmeralda y la luz de la luna, que lo hacía un poco cárdeno, poniendo manchas violáceas en las sombras de las facciones. La besaba loco, apasionado, como si quisiera darle calor y vida con sus besos, mientras que sus manos corrían apreciando febriles las magníficas curvas del busto de estatua.

Los ojos se habían entornado, elevando hacia arriba la pupila, que brillaban como un hilo de luz encendida a través de la pequeña abertura: luz de su alma. Bebía él con sus labios aquella luz fría, rostro con rostro, sin lograr darle calor. No sentía el aliento de Blanca. Era como si no respirase… Decidido a consumarse en la pasión, unió sus labios a los suyos… Sus brazos se abrieron, se apartó de ella, que cayó desfallecida en el banco, y se apoyó en el tronco de un eucaliptos para enjugar el sudor que corría por su rostro.

En aquel beso de amor había percibido claramente el vaho frío y pestilente de un cadáver.

Cuando se recobró, quiso disimular su impresión. Al mirarla tan bella, tan blanca, abandonada como en éxtasis, sin haber pronunciado una palabra ni hecho un movimiento, se arrepentía de aquel arranque, hijo de una impresión falsa, seguramente. Era preciso hacerle creer en su caballerosidad, ya que, contagiado de frío, no podía volver a encontrar los ardores de su pasión.

—Blanca mía —dijo, echándose de rodillas a los pies de la joven— perdóname este arrebato. Ya ves que, a pesar de todo, sé respetarte.

Blanca abrió los ojos. Si hubo pasión primero y dolor o tempestad después en su alma, ésta no había trascendido al semblante. Estaba serena, impasible. No le dio una queja ni por su arrebato ni por su cordura.

—La noche es cómplice, con su melancolía, de muchas cosas —dijo—. La melancolía hace más amantes que la alegría. Se duerme la voluntad.

Parecía disculparse de su flaqueza. Sin duda no había notado el verdadero motivo de la súbita cordura de Fernando. Él quiso ser galante y no darse cuenta de la entrega de sí misma que le había hecho.

—Tu voluntad, Blanca, no se duerme nunca, sino cuando está segura de hallarse bien guardada a mi amparo.

Sonrió ella, como si agradeciera el cumplido y dijo:

—Pero es tarde. ¡Mi reloj de estrellas anuncia el amanecer…! Es preciso separarnos.

Se puso de pie, y esta vez fue ella la que le tendió la mano yerta, que le produjo la impresión de cadáver, hasta el punto de no atreverse a besarla.

Lo acompañó ella misma hasta la puerta de la verja, y, como siempre, lo siguió con los gemelos por entre los claros de la yedra, viéndolo detenerse y volver la cabeza de minuto en minuto.

V

Cuando estuvo bastante lejos para no poder ser visto desde el hotel, Fernando se apartó de la acera y fue a sentarse en uno de los grandes sillones de hierro colocados debajo de los árboles de Recoletos, y ya casi desiertos a aquella hora. Sólo algunos rezagados habían hecho una especie de cama, entre dos de ellos, y dormitaban al fresco, con los chalecos desabrochados y la cabeza descubierta. Ya se habían cerrado los puestecillos de refresco, y aún quedaba en el ambiente esa especie de vibración que resta de la muchedumbre.

Estaba aturdido. Amaba a Blanca con una pasión terrible, avasalladora, capaz de todo. Era como si de las pupilas verdes se desprendiese una chispa fría y magnética que lo encadenase. No tenía vida ni voluntad más que para ella. Su pasión no era sólo espiritual, era una pasión física que lo abrasaba, y, sin embargo, no podía aspirar a ser satisfecha. Cada vez que se aproximaba a ella, que la tocaba, sentía una quemadura de nieve, pero con una sensación extraña, como si tocase un cadáver. Él no se había dado cuenta de aquel hedor al principio de sus relaciones. Pensó que aquel nombre de «La mujer fría» era debido a la clase de belleza inexpresiva y extraña de Blanca, y también a su carácter reservado, retraído, indiferente a los amores que despertaba. En ese sentido tomó su nombre, que llegaba a complacerle. Habría una mayor gloria en conseguir el amor de una de esas mujeres excepcionales, incapaces de amor. En el fondo del amor de mujeres como Cleopatra o Lucrecia Borgia debía haber a algo semejante a una gota de licor celestial que sólo pudieran libar hombres contados, hombres que se debieran sentir gloriosos, como los pastores de Atis cuando descendían hasta ellos las diosas para llevarse un hijo de mortal bajo sus ceñidores.

Había sido para él una sorpresa el contacto frío de aquella mujer. De no estar tan enamorado, hubiese huido de ella. La miraba a veces con miedo, con terror. Hoy por vez primera sentía una impresión de asco. No podía dudar que del fondo de aquella boca, del tan débil aliento, salía un olor de entrañas descompuestas. No era ese olor vulgar de las personas de aliento impuro, era algo más era pavoroso, más repugnante.

Ahora, reconstruyendo la escena en su imaginación, temía que Blanca se hubiera dado cuenta de todo. Acaso no era la primera vez que causaba esa impresión en un enamorado y ya sabía lo que había de suceder. Por eso sin duda su virtud era tan austera; tan vigilante, virtud de fea, a pesar de su belleza. Le mordían los celos. Pensaba que quizás aquella mujer habría vivido muchos idilios semejantes, y por eso se negaba a ser suya, queriendo dejarle un ansia y una ilusión insaciada, quizá como venganza de todos los demás que la habían abandonado.

¿Habría sido siempre así, en sus matrimonios y en su maternidad?

Sentía una ansiedad de saber, de profundizar el misterio. No podía dejar de amar a aquella mujer extraordinaria. Era un suplicio, ya varias veces repetido, el de aquella sensación de frío, que al llegar ansioso y temblando de pasión a ella, lo detenía, como una ducha. Le causaba la emoción penosa, extraña, ese frío que había en sus manos, en su rostro, en su carne toda.

Y ahora, que por vez primera había unido los labios a los suyos, se estremecía pensando en la impresión de terror, de repugnancia, que la felicidad soñada le había hecho experimentar.

Al fin se levantó, subió todo el paseo de Recoletos y entró con paso lento en la calle de Alcalá. Al llegar frente al Casino, se cruzó con un caballero que a pesar del calor iba envuelto en un amplio abrigo con cuello subido hasta los ojos que salía del edificio, dirigiéndose hacía un coche. En el aire conoció al viejo senador.

—¡Don Marcelo!

Lo llamaba sin darse cuenta, como un grito de su alma, como un quejido. Y tal acento desgarrador había en su voz, que el anciano señor se detuvo, lo miró un momento y, sin contestar, le hizo seña de que lo siguiera. Subió a su coche, cerrado, y, por la portezuela abierta, dijo al joven:

—Dispénseme, pero los viejos, aun en verano, necesitamos cuidar el vientecillo de la noche.

—Don Marcelo, quería hablar con usted.

—Pero hijo, la hora no es a propósito, me he entretenido con las cartas esta noche más que de costumbre. Empezó mal la suerte, me empeñé, sabiendo que como es hembra no es muy constante, y en efecto, he ganado… me he entretenido con el halago. Me muero de sueño y de cansancio.

—¿Dónde podría verlo a usted mañana?

—¿Para qué?

Se escuchó entre los labios del viejo una especie de silbido de indiferencia, esa sílaba «Pchs» alargada que tan bien dice la pregunta afirmativa de desprecio: «¿Y a mí qué puede importarme nada tuyo?».

Pero lo miró, y el aspecto del joven era tan pálido, tan conmovido, de un dolor tan sincero, que dijo:

—Bien. El mejor sitio de hablar sin que nos interrumpan es en la propia casa. Venga usted luego a la mía.

—¿A qué hora?

—Me levantaré tarde. A eso de las dos. Buenos días.

El viejo hizo un último signo de despedida y el joven iba a cerrar la portezuela, cuando lo detuvo.

—Después de todo, tal vez sea mejor que suba usted. Estoy algo nervioso y no me dormiré fácilmente. Lo mejor es que demos un paseo por las afueras; contemplaremos uno de estos amaneceres de Madrid y hablaremos. No respondo, cuando me acueste, de dar señales de mí hasta la hora de volver al Casino.

VI

El coche cruzó la Puerta del Sol en su hora de más sombra y soledad, que daba una sensación de ribera con su asfalto espejeante por el rocío, subió la calle del Arenal, pasó al lado del Teatro Real, atravesó la vieja plaza de la Encarnación, donde vive la leyenda de la Edad Media, y poco después entraba en el paseo de Rosales, esa «frontera» de la ciudad que hace a Madrid algo de provincia litoral, como recuerdo de un ancho mar que cubriese la llanura. Los caballos bajaron la cuesta y siguieron el camino de los jardines de María Luisa.

Los dos hombres habían guardado silencio mientras cruzaban las calles. La ciudad, aun dormida, les daba la idea de multitud ante la que debían ocultar su secreto. Callaban de ese modo instintivo con que callan los viajeros que cruzan un túnel. Cuando salieron a la Moncloa, en pleno campo, pareció que los unía una mayor confianza. Se habían borrado las estrellas del cielo y éste estaba esclarecido por un gris rosa, luminoso, que parecía escaparse y penetrar bajo los árboles, a través de sus troncos, mientras que en lo alto se refugiaba la sombra al amparo de las copas.

Aquel sitio se prestaba a la confidencia; los jardines de María Luisa ponían algo de más pintoresco al lugar con el nombre de aquella reina de cara de bruja, que retrató Goya, y que sin embargo guardaba cierto prestigio de amorosa, gracias a su adulterio en las frondas de la Moncloa.

Fernando hizo ante don Marcelo su confesión general. Sabía que lo escuchaba un hombre de mundo y de gran corazón, capaz de comprender aquella pasión loca que se había apoderado de él, trastornándolo hasta el punto de ver casi indiferente los tormentos de la que había elegido para su esposa antes de conocer a Blanca, y con la que lo ligaban tantos años de juventud vividos juntos.

El anciano lo oía tratando de disimular su interés y la especie de complacencia que experimentaba al escuchar aquel lenguaje, que era como la música olvidada que iba despertando ecos y recuerdos en su corazón.

Parecía atento a mirar el paisaje, que se desvelaba y acusaba líneas y colores con mayor brillantez de momento en momento. Cruzaban cerca del coche otros carruajes y automóviles que llevaban a los trasnochadores de la «Casa Camorra».

La mayoría de los coches iban abarrotados de gente; salían de ellos risas y gritos con acentos cansados y falsos; sólo se alcanzaba a distinguir las siluetas y las cabezas que se mecían, con la carrera, en un balanceo de peleles.

Cuando cesó de hablar Fernando, don Marcelo le contestó:

—Bien; pero ¿por qué me dices todo eso? Es que Blanca te rechaza y vuelves de nuevo a pensar en Edma, la pobre niña que no sabe ocultar su amor y su daño a nadie.

Él vaciló en responder, y don Marcelo añadió:

—Si no es eso, no comprendo qué puedas tener que decirme. No olvides que soy tío de Edma, y que me acuso de haber sido, en cierto modo, causa de lo que sucede.

—Es que yo mismo no sé lo que quiero. He llegado a conquistar el amor de Blanca, la adoro, sin dejar de querer a Edma, y cuando ha caído enamorada en mis brazos, la he rechazado, presa de una repulsión inexplicable. No sé si ese sentimiento es hijo de esta dualidad de dos mujeres que hay en mi alma, o si existe algo de real. Es usted la única persona que tiene antecedentes del pasado de Blanca, que puede revelarme algo, y le suplico que no me lo oculte.

Don Marcelo guardaba silencio. El coche había pasado Puerta de Hierro y continuaba en dirección a la Cuesta de las Perdices, como si el cochero se hubiese propuesto llegar al fin del mundo marchando en línea recta, mientras no le dijesen que volviese. Era ya día claro. Todo el cielo ostentaba un celeste suave, incendiando al oriente de rosa y plata, como heraldo del advento del sol. A la derecha se alzaban los montes de El Pardo, a la izquierda el boscaje de la Casa de Campo; cerca del camino, el campo de vegetación rala, de pinos anémicos y achaparrados, de malezas clareonas, entre las que se veían cruzar los conejos con su gracia saltarina, avispados, altas las orejas, como dos zapatillas, y enhiesto el rabillo blanco. De vez en cuando se mezclaba a ellos una bandada de perdices, que en vez de volar saltaban y corrían pizpiretas. Cruzaban sin miedo, familiarizadas ya con las gentes, como si supiesen su condición de caza de coto real, para creerse inviolables.

Don Marcelo dijo al fin:

—Blanca me había pedido que guardase silencio acerca de lo que de ella supiera, y aunque yo no le había prometido nada, había formado el propósito de callar. ¿No parecerá ahora mi revelación una venganza? A pesar de todo, esa mujer tan rica y tan admirada me causa una gran lástima.

—No comprendo.

—Es una mujer a quien le está vedado el amor. Nadie la ama más que mientras es una promesa.

Fernando no se atrevía a seguir preguntando.

Pasaban entre las ventas situadas a ambos lados de la carretera ofreciéndose a los viajeros. Tocó el anciano la goma destinada a llamar al cochero y ordenó al lacayo, de cara inexpresiva y adormilada, que se acercó a la portezuela:

—Para en la venta de la izquierda.

—Aquí podemos tomar una tortilla al ron y un excelente chocolatito a la española —añadió, dirigiéndose a Fernando— en uno de los gabinetes reservados que quedan sobre el jardín. Se goza de una vista y un aire deliciosos y podemos hablar a nuestro sabor.

VII

—Yo conocí a Blanca en Viena —dijo don Marcelo, mientras movía con su cucharilla el incendio del alcohol, mirando los cambiantes de esencia de llama, sutilizada como el espíritu del fuego, que se encendía en lucecillas azules, verdes, moradas y naranja que parecían arrancarse de la raíz para subir y perderse en el aire—. No sé si comenzar por las impresiones de esta época, o por lo que después he sabido, ordenando los hechos para la mayor comprensión.

—Como usted quiera.

—Bien, entonces comenzaremos por la niñez de Blanca. Su madre y su padre murieron al año de estar casados, a causa de un misterioso mal. Una enfermedad desconocida, que las buenas gentes del Norte creían producida por hechos demoníacos o brujos. El caso es que la madre murió al dar a luz una niña, que más que niña era un pedazo de carámbano. Se veía que estaba viva porque abría los ojitos. Y se movía, pero estaba fría, helada, y por más que la quisieron hacer entrar en calor abrigándola bien, todo fue inútil, jamás dejó de estar fría, con esa frialdad extraña. Ella me contó en su confesión la sorpresa que causó a los médicos la primera vez que le pusieron un termómetro y no le pudieron hacer subir de treinta y cinco grados.

—¿Pero cómo se explican esa cosa tan rara?

—No se la explican. Muchos hubieran querido hacer estudios respecto a ella, que no les, han dejado realizar. Lo raro es que ese frío que comunica no lo siente ella. Se encuentra bien, a gusto; se puede decir que siendo un glacial, ella no lo sabe, ignora la sensación del frío. Hombre de ciencia ha habido que ha pensado en un extraño organismo de reptil, de sangre fría, en el que ha encarnado una mujer. Otros lo atribuyen a una funesta herencia de la enfermedad misteriosa de sus padres; algunos creen que algún abuelo padeció en la Edad Media un mal extraño que se reprodujo, por el salto atrás, en el padre y que le ha alcanzado a ella. Sea lo que quiera, el fenómeno existe, no se puede negar, lo vemos y lo palpamos. Excusado es decir que para su abuela y las parientas que la criaron todo eran hechizos y obra de encantamiento. Han hecho exorcizar a la pobre criatura cientos de veces; pero la religión ha tenido tan poco éxito como la ciencia.

Mientras hablaba había acabado de comer su tortilla y se fijó en la de su amigo.

—Vamos, Fernando. Nada de niñerías. Coma usted eso o no le digo nada más. No espero que usted acabe para tomar mi chocolate. Se me enfriaría y ahora está en su punto. Es el más suculento desayuno del mundo, injustamente en desuso. Como obra de frailes, que ya sabían lo que se hacían.

Mientras mojaba los bizcochos en la nata humeante de su taza, siguió:

—Blanca pasó su infancia en un pueblecito vasco, en la frontera de España, perdido en las estribaciones de los Pirineos. No me acuerdo cómo se llama. La pobre criatura se consumía de hastío en su vieja heredad. Se pasaba el día cuidando sus animalitos predilectos, pollos, conejos, borreguitos. Ella misma corría la montaña para cogerles la hierba y los tallos tiernos, y se daba el caso raro de que los animales la rechazaban de su mano. Le huían los gatos y le aullaban los perros. Claro que no había que pensar en que las madres dejasen a ninguna niña jugar con ella. No le quedaba el recurso de la agricultura. Hubiera querido cuidar y cultivar plantas, pero todas las que tocaba se secaban, y las semillas no nacían. Esto no es tan extraño como parece. Son muchas las mujeres que ejercen esa mala influencia sobre las plantas. En mi país no se las deja entrar en los bancales y en los sementeros, sobre todo en ciertas épocas. En lo de los animales creo que habrá exageración. La pobre Blanca me ha contado las angustias que pasaba cuando iba de paseo por las gargantas y los valles que forman las cordilleras en su país y veía un monte sucediendo a otro monte. Se encontraba como perdida y aprisionada en la cadena de los cerros. Por suerte, un noble francés que fue por allí en una cacería se enamoró de ella y se casó. Era viejo, debía ser un tanto degenerado y sádico. Con él, esta mujer de hielo, cuyas funciones vitales no tienen nada de anormal, excepto su falta de temperatura, tuvo dos hijos: uno idiota, que vivió poco tiempo, y otro que a los dos años falleció también de un tumor en el oído. Su marido murió de otro tumor. Ella estaba sana, pero daba el efecto de esas manzanas podridas que pudren a las que están en contacto con su mal.

—Pero eso es terrible.

—Sí. Viuda y sin dinero, aceptó la mano del conde Hozenchis, un millonario austríaco, ya viudo con un hijo, por eso no tiene ella el título. Le dejó una gran fortuna. Ella no volvió a tener más hijos. Cuando la conocí en Viena era la mujer de moda, deslumbrante con su hermosura y su lujo. Siempre la habían llamado «La mujer fría» pero después de su viudez cambió su nombre, la llamaban por el nombre fatídico que le hizo huir de los lugares donde la conocían, y que me ha rogado, implícitamente, que no lo dijera.

—¿Pero qué nombre es ése?

—«La muerta viva».

—¡Ah!…

—Veo que no te sorprendes.

—Es mejor que calle usted.

—No, ya es mejor decirlo todo. No se puede condenar a una mujer hermosa y joven, que no tiene hijos, que no ha amado a los maridos que la tomaron como una curiosidad capaz de excitar sus temperamentos gastados, cuya juventud ha transcurrido en el tedio y la soledad, que sienta con vehemencia el deseo de amar. Ella tenía muchos pretendientes. Escogió, romantizó, fue difícil y los empeñó en la lucha… pero no «cayó» con ninguno. Todos la «respetaron», es decir, huyeron cuando se les reveló el frío y el olor a cadáver que había en ese hermoso cuerpo.

—¿No llegó a amarla nadie lo bastante para hacerse superior a esa fatalidad?

—La muerte rechaza a la vida, es una repugnancia física invencible la que crea. Blanca se hace un imposible para todos los que ella podía amar. Es decir, los sanos de cuerpo y de alma.

—Es terrible eso en una mujer tan hermosa, tan noble, tan espiritual…

—En Viena se habló mucho de este caso. Lo atribuían a la encarnación de un espíritu en el cuerpecito que la madre dio a luz muerto. Según los espiritistas, es un cuerpo de muerta donde vive un espíritu.

—¿Pero y todas las funciones vitales de ese cuerpo, su crecimiento? —Se las presta el cuerpo astral.

—Yo no creo esas patrañas de los espíritus, y me parece que éste es un caso único en el mundo.

—No, querido Fernando. Eso de que «no hay nada nuevo bajo el sol», es una verdad innegable. Todo existe, todo se repite, por poco común que sea. Evidentemente hay muchos casos de estos que no se conocen; pero existe en la historia un precedente conocidísimo, por tratarse nada menos que de una reina.

—¿Cómo?

—Sí. Catalina de Médicis era también una muerta viva. Se quedó huérfana a causa de una extraña enfermedad de sus padres, y el Papa Clemente VII, que había concebido el proyecto de casarla con el rey de Francia, cuidó de ella, apartando de su lado todos los enamorados, aunque para ello tuviera que hacer a su sobrino Hipólito Cardenal a los dieciocho años y enviarlo a España. Catalina se casó con Enrique II cuando éste no era más que duque de Orleáns, y tuvo hijos, a pesar de la repugnancia que por ella sentía su esposo. Fue madre de tres reyes degenerados. Su marido no la repudió porque ella se dio maña a ser la amiga de la favorita Diana de Poitiers, y él lo encontró eso muy cómodo. Pero Catalina de Médicis tenía siempre el cuerpo helado como un muerto, y cuando se quitaba los suntuosos vestidos olía a cadáver.

—¿Y a qué se atribuyó entonces el fenómeno?

—La ciencia no dijo nada. El pueblo la creía poseída del diablo, que ha sido sustituido por nosotros por los avatares y las reencarnaciones. Es igual. Lo cierto es que si no fue el diablo fue un mal espíritu el de esa mujer disoluta, envenenadora, que se gozó en los asesinatos. Hasta sin querer causaba maleficio. Hay quien sostiene que la desgracia de María Estuardo tuvo origen en usar el magnífico collar de perlas de su suegra.

Pero Fernando no oía la digresión histórica, poseído del horror de aquella vida.

VIII

Blanca, envuelta en el amplio peinador de crespón amarillo, con la cabellera ceniza y rizosa cayendo sobre los hombros desnudos, parecía, puesta de pie cerca de balcón, una estatua de piedra cubierta con la túnica de seda; pero aquella estatua animada sufría un dolor vivísimo, que se reflejaba en la mirada ansiosa y en las pupilas verdes que empañaban las lágrimas como si fuesen cristalillos de escarcha sobre una hoja tierna de árbol.

Se había acostado inquieta y preocupada después de despedir a Fernando en la puerta de la verja. Le quedaba una duda, que más bien creaba ella misma para engañarse. Eran ya muchas las veces que los enamorados huían al robar el primer beso a sus labios fríos. Pero esta vez quería dudar, porque era la única vez que amaba. No había mentido al asegurarle a Fernando que había visto en él su destino el día que lo vio en el teatro en el palco de los señores de Meléndez. Fue por acercarse a él por lo que le había hablado al viejo senador de sus sobrinas y por lo que quiso ir a tomar el té en su casa e invitarlas después a la suya.

El reto celoso de Edma había aumentado su pasión. La joven inexperta le decía así, con su actitud, que Fernando la amaba. Tenía que haberlo notado su novia para estar celosa hasta aquel punto. Había ella buscado a Fernando, lo había atraído y estaba satisfecha de la pasión que había despertado en él. Blanca había hecho un alarde de aquella pasión, sin compadecer a su rival, cuyo dolor era más fuerte que ese amor propio de mujer que hace a las desdeñadas aparentar indiferencia. Edma se sentía morir sin el amor de Fernando, y no lo ocultaba. Pasaba los días llorando, sin querer comer ni ir a ninguna parte, sumida en un duelo que estropeaba su salud y su belleza.

Creyendo que eran celos de la joven, don Marcelo había ido a rogarle a Blanca que le devolviera la felicidad cesando de recibir a Fernando. Pero, lejos de lo que esperaba, se encontró frente a una mujer enamorada, decidida a disputar a todos su dicha, a hacer triunfar su pasión pasando por cima de todos los obstáculos, cayese quien cayese, y que hacía callar todas sus razones filosóficas con las frases soberbias de egoísmo que existían en su propio corazón.

Pero por lo mismo que amaba como jamás había amado, su lucha era más empeñada que había sido jamás. No quería entregarse al amor de Fernando, por el miedo de verlo alejarse cuando sus sentidos, su tacto y su olfato sintiesen aquella extraña frialdad de su cuerpo y aquel incomprensible olor. Pensaba que lo mejor era huir, llevarse el recuerdo de su amor, dejarle una imagen de felicidad soñada para mantener siempre la ilusión con la fiebre del amor no satisfecho.

Pero no había sabido resistirse a la influencia de aquella pasión poderosa, incitada por el ambiente de la noche. El perfume de la madreselva y de las magnolias del jardín eran acicate para sus nervios. La magnolia es flor traicionera para el amor, flor sensual, carnosa, incitante… como aquellas estrellas, magnolias sin luz, abiertas en el gran magnolio del cielo.

Había dejado que la boca de él se uniese a su boca gimiendo de pasión. Quería engañarse y aceptar la versión de que aquella reacción brusca, súbita, incomprensible en un enamorado, era el triunfo del espíritu caballeresco de Fernando. Se aferraba a la esperanza de que el joven la amaba lo bastante para sobreponerse a toda mala impresión. Si él la amaba con un amor intenso como el que ella sentía, sería superior a todas las cosas. Los otros, los que se habían ido, fueron a su lado guiados por el orgullo que atrae en la mujer a la moda. Fueron los conquistadores de ocasión, los amantes frívolos, superficiales, los aspirantes a maridos por su dote o su belleza… Fernando era distinto, era el amor. Tenía la seguridad de que había de volver.

Se engalanó para esperarlo aquella noche siguiente. Su belleza alabastrina, adornada con perlas, estaba soberbiamente realzada. Un frasco entero de perfume de angélica la rodeaba de un aroma intenso, violento que podía apagar todos los otros olores. Fernando era siempre puntual. En el tiempo que se trataban lo había visto ir a su lado siempre bueno y dulce, sin hacerle esperar nunca. Ella conocía su manera de llamar al timbre. Cuando él tocaba había una vibración extraña que la conmovía toda, y así lo veía llegar con su sonrisa abierta, franca, sonrisa con olor a romero y madreselva, que lo mismo que el aire de la montaña levantaba el corazón. Era sano de alma de tal manera, que esparcía en torno las sanidades y la alegría. Jamás su cuerpo, insensible a la temperatura, se había estremecido como la noche anterior, cuando pasaron sus manos carnosas y fuertes sobre el bruñido de su piel.

Él tardaba. Blanca sentía la angustia, la zozobra de la espera, mirando impaciente el reloj, pensando cosas descabelladas que podían haberle sucedido, y haciendo proyectos locos para buscarlo.

Al fin, al cabo de medía hora de angustia, lo vio detenerse ante la veda. Venía andando despacio, como si lo llevase hacia allí una fuerza superior a su voluntad.

Después de la conversación con don Marcelo, él habría querido alejarse, romper con Blanca de un modo cortés, no volver a exponerse a aquella impresión de muerte cuyo horror no podría vencer. Sin embargo, cada hora que pasaba parecía aumentar su cariño. Ella no tenía culpa de aquellas anomalías de su organismo, de las que quizás no se daba cuenta en toda su gravedad, pues era piadoso ocultárselas, como se oculta su enfermedad a los tísicos y a los cancerosos. Se le aparecía Blanca como una princesa encantada de cuento de hadas, que sólo amaría a quien resistiese la prueba para hacer cesar el hechizo. Sin duda los hombres que se habían acercado a ella no la amaron como él, que no vacilaría en darse por entero a su adoración, aunque adquiriera la certeza de que su sangre estaba contaminada de una dolencia terrible y contagiosa, aunque su organismo anormal no fuese humano, aunque el espíritu amado viviese en una muerta desenterrada, aunque fuese un demonio encarnado… todo le daba igual. Era «ella», a fuerza de ser «ella», se desmaterializaba, se tornaba algo incorpóreo, sueño, idea. «Ella», el amor.

Al verla tan bella acabó de olvidarlo todo. Casi se reía de su impresión y de las historias de don Marcelo. Con aquellas supersticiones se influía en el ánimo de las gentes y miraban a Blanca como un ser sobrenatural. Era una anomalía la baja temperatura de su cuerpo, pero no lo bastante para llegar a esas exageraciones, que indudablemente propalaban los despechados y las envidiosas de su belleza. Acaso en Catalina de Médicis ocurría el mismo fenómeno y se tejían las leyendas de brujerías, demonios y hechicería en torno de ella, propaladas por sus enemigos.

Aquella blancura, aquel color admirable, aquella carne apretada cubierta de la piel sedosa, tan tersa, tan satinada, avaloraban la belleza de Blanca. Su rubio opaco, limpio, purísimo, daba esa sensación de reposo, de frialdad, que contribuía a la leyenda.

Pero a pesar de todo su amor, de todo su entusiasmo, de todos sus propósitos, no pudo disimular el rehilo que agitó su cuerpo cuando ella se apoderó con sus manos heladas de su mano febril para hacerle sentarse a su lado en el diván.

Los envolvía un ambiente de perfumes.

—Has tardado más que de costumbre —le dijo ella cariñosamente—. ¡Hoy que te esperaba más temprano!

En aquellas palabras adivinó él lo que no le decían, la inquietud de toda mujer que ha concedido sus favores y teme haber producido una desilusión. Era una queja a la ingratitud de no haber venido antes a tranquilizarla.

Se apresuró a disculparse con asuntos, ocupaciones, enredos de familia que lo retuvieron hasta última hora.

—Además, quizá no soy culpable de haber tenido menos prisa en venir —añadió—, estabas tan en mi corazón, te tenía tan dentro de mi alma, que en algunos momentos no me daba cuenta de que estabas ausente.

—¡Zalamero!

Se sentía feliz, tranquilizada súbitamente.

—¿Quieres tomar un refresco? —le propuso. Él sentía sed, esa sed que precede a los estados angustiosos, pero tenía miedo de tomar nada frío, de aumentar la sensación de frío que lo abrumaba.

—No… yo creo que sólo las bebidas calientes quitan el calor.

—Sí, es la última teoría, y la de ir vestido de lana en el verano. Yo tengo la suerte de no ser sensible a los cambios de frío ni de calor… y me siento siempre bien.

Él la oía afanoso de ver si entreveía en sus palabras una explicación del misterio.

—¿No sudas?

—Jamás… pero tampoco siento el frío… Mira, sé hacer un cocktail especial que ha de gustarte. Lo prepararé yo misma.

Tocó el timbre y dio a las doncellas algunas breves órdenes.

Él la miraba complacido. Le gustaba aquella familiaridad que hacía a la mujer bella y admirada como una diosa algo de mujercita casera.

—Te voy a hacer un ponche ruso —le decía ella, mientras ponía en la cocktelera un vaso de coñac, otro de ron, una copita de curacao, mezclado con unas gotas de amargo Reychaud, jugo de limón y azúcar.

—¡Pero cuánto ingrediente necesitas! —dijo él, mirando complacido la operación.

—Ahora té bien caliente. Con estas rodajitas de limón, que lo perfuman todo. Ya está. Verás cómo te gusta.

—Y tú.

—Yo me voy a preparar otro más simple. Sólo zumo de naranja con azúcar y unas gotas de Ginebra para aromatizar. No me gusta el alcohol.

—No. Bebe de éste.

Quería que bebiera de aquella mezcla de diferentes licores, con la creencia vulgar de que el alcohol, en las diferentes mezclas, marea más. Le gustaría verla beber, tomar aquellos licores que la embriagaran, que le añadiesen con su ardor una nueva gracia, que le incendiasen las venas de un fuego desconocido. ¡Cómo le gustaría ver encenderse sus mejillas y brillar sus ojos, aunque fuese con la lumbre del alcohol!

Ella cedía a probar las copas que él llenaba con demasiada frecuencia, vaciando rápidamente la cocktelera. Era él quien sentía vaguedad en la cabeza, y un nuevo fuego que hacía circular apresuradamente su sangre y latirle las sienes y el corazón apresuradamente.

La veía cada momento más bella, con su deshabillé elegante que tenía algo de traje de baile, y dejaba adivinar todos los contornos de su cuerpo de estatua. La hermosa cabeza, de líneas perfectas, sin más color que las esmeraldas de los ojos, se hacía obsesionante con su blancura.

Las ideas se iban borrando de su imaginación, olvidaba el relato de don Marcelo, la leyenda hecha en torno de ella, todo, para no ver más que su belleza y el encanto que lo envolvía.

Recostada en el diván, Blanca parecía ofrecérsele en un dulce abandono. Él sentía cierto miedo en acercarse, un miedo instintivo de que no se daba cuenta.

—¿Qué piensas? —le preguntó ella.

—No sé si debiera decírtelo.

—Dos que se aman no deben ocultarse nada.

—Pienso en que quizás tú has amado a otros hombres.

—No. Te he sido sincera al decirte que he ido al matrimonio impulsada por las circunstancias, por abulia por falta de un amor que me hacía aceptar como buenos los enlaces que me ofrecieron:

—Es que yo no tengo celos de tus esposos… otros hombres.

—Nadie había reparado en mí antes del que fue mi marido.

—¿Pero después?

—Tuve pretendientes, flirteos sin importancia… Nunca se formalizó nada. No tienes razón de ser celoso.

Él vaciló un momento, y al fin hizo la pregunta brutal.

—¿Y por qué causa no se formalizaron?

La vio estremecerse y guardar silencio como buscando una respuesta que no hallaba, desconcertada por su audacia. Al fin repuso:

—Cuando se habla con un señora, se supone siempre que el no realizarse algún amor ha sido porque ella no ha querido.

Se había alzado y le lanzaba un mirada altiva, fría.

Fernando se estremeció. Había ido muy lejos y temía haber ofendido a Blanca, haber causado en su amor propio, por su imprudencia, una de esas heridas por las que se desangra el amor.

Se acercó a ella y le cogió la mano. A pesar de su entusiasmo y de su amor, volvió a sentir aquel rehílo de su médula. Lo enervaba aquel frío de carne, que, sin duda por efecto de los relatos, le hacía recordar al cadáver.

Ella tenía los nervios en tensión. Notaba una dureza en sus articulaciones, que no le abandonaba la mano, que hacia una fuerza para no entregársele. Era su espíritu el que estaba apartado de él. Ansioso por conquistar aquel amor que parecía escapársele, hizo un esfuerzo para disimular la mala impresión y depositó un beso en su mano.

—Perdóname, Blanca de mi vida, los celos me vuelven loco. ¡Te quiero tanto!

Pareció conmoverse por la súplica y su cuerpo dejó la actitud de rigidez forzada.

—Blanca mía.

La estrechó contra su pecho, y en vez de buscar sus labios, la besó en la frente. Aquel beso le hizo bien. Era como el que tiene fiebre y pone los labios en un mármol, que apaga su ardor y lo alivia.

Blanca callaba, con los ojos entornados, abandonándose en sus brazos. Él, a pesar de su amor, se sentía cohibido. Indudablemente el tacto es uno de los mayores acicates del amor. Tal vez se ama tanto a los niños por ese tacto amoroso de la carne tibia, rosa y blanda, tan suave al tacto. En realidad, no se puede prescindir del tacto para el amor, como no se puede prescindir del timbre de la voz para la simpatía.

La besaba locamente, como si quisiera comunicarle calor con sus besos. Pensó que era preciso acabar con aquellas impresiones, quizás hijas de su estado nervioso, de su preocupación. Era preciso consumarse en la pasión para llegar a una normalidad.

Le cerró los párpados con besos, sintiendo cómo los ojos palpitaban como palomas bajo sus labios, y llegó ansioso a la boca… ¡El fato a descomposición! ¡Aquello era más fuerte que él, que su pasión, que su voluntad!

Sus brazos se abrieron y se apartó de ella con un gesto involuntario de repulsión.

Reinó un momento de silencio, que rompió un sollozo de Blanca.

Fernando se indignaba consigo mismo. No concebía lo que pasaba en su alma. La seguía amando y deseando locamente, y no podía superar aquella repulsión del tacto y del olfato.

—¿Qué tienes, Blanca?

Lo miró con sus hermosos ojos esmeraldinos, empañados de rocío helado. Había en ellos una expresión de desconsuelo inmenso. Fernando dudaba. ¿Acaso aquella mujer sabía la impresión que le causaba? ¿Era inocente? De un modo o de otro había una crueldad en dejarle conocer sus sentimientos. Los ojos verdes parecían suplicarle que no defraudase su pasión, que la tomara.

—Eres para mí algo tan grande y tan sagrado, que llego a ti temblando de pasión y no puedo vencer el respeto que me inspiras —le dijo, como disculpándose.

Ella no aceptó aquella galantería y le repuso con tristeza:

—No, Fernando, tú me quieres muy poco.

—¿Cómo puedes pensar eso?

—Lo veo.

—Te equivocas.

—No.

—¿Quieres que te jure?

—Es inútil… Te lo he dicho muchas veces… Yo debo irme… —No digas eso.

—Es preciso.

—Yo te seguiría.

—¿Para qué?

—Te he rogado que seas mi esposa.

—Pero yo no he aceptado.

—Sí, tú me has dado tu consentimiento tácitamente, no esquivando mis caricias.

—Es cierto…

—¿Entonces?

—No sé., no sé… Pero hay algo que nos separa. Te veo llegar a mí lleno de amor y retroceder como si estuviese guardada por un espíritu que me defiende.

—Es sólo mi respeto, el verte tan superior… El sentirme indigno de ti.

Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo.

Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.

Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una. El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.

De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.

No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.

Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían…

Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho… y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación, y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella.

La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoniaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.

Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.


Publicado el 26 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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