Contra el Secreto Profesional

César Vallejo


Ensayo



Contra el secreto profesional

La mayoría de las gentes gusta ver el deporte, pero no practicarlo. Existen millones de espectadores en los estadios y apenas unos cuantos jugadores. La mayoría ama el deporte cerebralmente, cuando no literariamente.

Un día desaparecerá el campeón, para dar lugar al hombre en estado deportivo. El deporte no debe ser el arte de unos cuantos, sino una actitud tácita y universal de todos.

El monumento a Baudelaire es una de las piedras sepulcrales más hermosas de París, una auténtica piedra de catedral. El escultor tomó un bloque lapídeo, lo abrió en dos extremidades y modeló un compás. Tal es la osamenta del monumento. Un compás. Un avión, una de cuyas extremidades se arrastra por el suelo, a causa de su mucho tamaño, como en el albatros simbólico. La otra mitad se alza perpendicularmente a la anterior y presenta en su parte superior, un gran murciélago de alas extendidas. Sobre este bicho, vivo y flotante, hay una gárgola, cuyo mentón saliente, vigilante y agresivo, reposa y no reposa entre las manos.

Otro escultor habría cincelado el heráldico gato del aeda, tan manoseado por los críticos. El de esta piedra hurgó más hondamente y eligió el murciélago, ese binomio zoológico —entre mamífero y pájaro—, esa imagen ética —entre luzbel y ángel—, que tan bien encama el espíritu de Baudelaire. Porque el autor de «Las flores del mal» no fue el diabolismo, en el sentido católico de este vocablo, sino un diabolismo laico y simplemente humano, un natural coeficiente de rebelión y de inocencia. La rebelión no es posible sin la inocencia. Se rebelan solamente los niños y los ángeles. La malicia no se rebela nunca. Un viejo puede únicamente despecharse y amargarse. Tal Voltaire. La rebelión es fruto del espíritu inocente. Y el gato lleva la malicia en todas sus patas. En cambio, el murciélago —ese ratón alado de las bóvedas, esa híbrida pieza de plafones— tiene el instinto de la altura y, al mismo tiempo, el de la sombra. Es natural del reino tenebroso y, a la vez, habitante de las cúpulas. Por su doble naturaleza de vuelo y de tiniebla, posee la sabiduría en la sombra y, como en los heroísmos, practica la caída para arriba.

Concurrencia capitalista y emulación socialista

¡Quién vuela más lejos! ¡Quién da mejores puñetazos! ¡Quién nada más! ¡Quién bate el record de velocidad, de duración, de altura, de peso, de resistencia, de intensidad! ¡Quién hace más dinero! ¡Quién danza más! Record de ayuno, de canto, de risa, de matrimonios, de divorcios, de asesinatos, etc.

Este es el criterio capitalista de todo progreso.

El espíritu de «match» y de «record» nos viene del taylorismo, por el deporte, y, lógicamente, ofrece los mismos vicios y contradicciones del sistema capitalista de la concurrencia en general. Ya nadie hace nada sin mirar al rival. El hombre se mueve por cotejo con el hombre. Es una justa, no va de fuerzas que se oponen francamente, que sería más noble y humano, sino de fuerzas que se comparan y rivalizan, que es necio, artificioso y antivital. El hombre no puede ya avanzar por su propia cuenta y mirando de frente, como lo quiere el orden paralelo y multitudinario de las cosas, sino que vive y se desenvuelve teniendo en cuenta el avance y la vida de su vecino, es decir, mirando individualmente el horizonte.

Muerto el capitalismo e instaurado el socialismo, el hombre cesará de vivir comparándose con los otros, para vencerlos. El hombre vivirá entonces, solidarizándose y, a lo sumo, refiriéndose emulativa y concéntricamente a los demás. No buscará batir ningún record. Buscará el triunfo libre y universal de la vida.

Al régimen de la concurrencia capitalista, sucederá el régimen de la emulación socialista.

De Feuerbach a Marx

Cuando un órgano ejerce su función con plenitud, no hay malicia posible en el cuerpo. En el momento en que el tennista lanza magistralmente su bola, le posee una inocencia totalmente animal.

Lo mismo ocurre con el cerebro. En el momento en que el filósofo sorprende una nueva verdad, es una bestia completa. Anatole France decía que el sentimiento religioso es la función de un órgano especial del cuerpo humano, hasta ahora desconocido. Podría también afirmarse que, en el momento preciso en que este órgano de la fe funciona con plenitud, el creyente es también un ser desprovisto a tal punto de malicia que se diría un perfecto animal.

Explicación de la Historia

Hay gentes a quienes les interesan Roma, Atenas, Florencia, Toledo y otras ciudades antiguas, no por su pasado —que es lo estático e inmóvil—, sino por su actualidad —que es movimiento viviente e incesante. Para estas gentes, la obra del Greco, los mantos verdes y amarillos de sus apóstoles, su casa, su cocina, su vajilla, no interesan mayormente. ¿Qué les importa la catedral primada de Toledo, con sus cinco puertas, sus siete siglos, sus frescos claustrales, su coro de plata y su encantada capilla mozárabe? ¿Qué más les da la Posada de la Sangre, donde Cervantes escribiera «La ilustre fregona»? ¿Qué les interesa el Alcázar de Carlos V, todo de piedra y su egregio artesonado? Ya puede desaparecer en el día el célebre Castillo de San Servando, al otro lado del Tajo. Ya pueden desaparecer también los sepulcros de los héroes y cardenales de la catedral. La fábrica de armas de Toledo, ¿qué les importa?… La fina mezquita del Tránsito, construida en el siglo XIV por el judío Samuel Levi, ¿qué más les da?… La historia en texto, en leyenda, en pintura, en arquitectura, en tradición, les deja a tales transeúntes en la más completa indiferencia.

Mientras el guía les explica en el Puente de Alcántara, la fecha y circunstancias políticas de su construcción, he aquí que uno de los turistas se vuelve como escolar desaplicado y se queda viendo a un viejo toledano, que a la sazón entra, montado en un burro, a su casa. El viejo se apea trabajosamente, en mitad de su sala de recibo. ¡Ah!… bufa el viejo y empieza a llamar a voces al guardia de la esquina, para que le ayude a desensillar el burro. Esto sucede en la calle que lleva por nombre «Travesía del horno de los bizcochos» o en aquella otra, un poco más ardua, que se llama «Bajada al Corral de Don Pedro».

Estas escenas son las que interesan a ciertas gentes: la actualidad histórica de Toledo y no su pasado. Quieren sumergirse en la actualidad viajera, que a la postre, es la refundición y cristalización esencial de la historia pasada. Ese viejo, montado en su burro, resume en su bufido al Greco, la Catedral, el Alcázar, la Mezquita, la Fábrica de Armas. Es una escena viva y transitoria del momento, que sintetiza, como una flor, los hondos fragores y faenas difuntas de Toledo.

Lo mismo puede afirmarse de todas las ciudades antiguas, ruinas y tesoros históricos del mundo. La Historia no se narra ni se mira ni se escucha ni se toca. La historia se vive y se siente vivir.

Al animal se le guía o se le empuja. Al hombre se le acompaña paralelamente.

Existen preguntas sin respuestas, que son el espíritu de la ciencia y el sentido común hecho inquietud. Existen respuestas sin preguntas, que son el espíritu del arte y la conciencia dialéctica de la cosas.

La cabeza y los pies de la dialéctica

Ante las piedras de riesgo darwineano, de que están construidos los palacios de las Tullerías, de Potsdam, de Peterhof, el Quirinal, la Casa Blanca y el Buckingham, sufro la pena de un megaterio, que meditase parado, las patas traseras sobre la cabeza de Hegel y las delanteras sobre la cabeza de Marx.

La muerte de la muerte

En realidad, el cielo no queda lejos ni cerca de la tierra. En realidad, la muerte no queda cerca ni lejos de la vida. Estamos siempre ante el río de Heráclito.

Con el advenimiento del avión y de la telegrafía inalámbrica, el sentimiento de nostalgia de distancia va, en cierto modo, y hasta nueva orden, debilitándose o desapareciendo. Lo que no desaparece, con los progresos científicos e industriales, es la nostalgia de tiempo.

Entre las mil o más voces simultáneas de un coro, se oye únicamente dos de ellas.

No hay nada que temer. No hay nada que esperar. Siempre se está más o menos vivo. Siempre se está más o menos muerto.

La música viene de reloj. La música, como arte, nació en el momento en que el hombre se dio cuenta, por la vez primera, de la existencia del tiempo, digo, de la marcha de las cosas, del movimiento universal. ¡Uno! ¡Dos!… Y la escala nació.

El movimiento consustancial de la materia

Las paralelas no existen en el espíritu ni en la realidad del universo. Se trata de una mera figuración abstracta de la geometría. No cabe paralelismo dentro de la continuidad, una y lineal, de la vida. La historia y la naturaleza se desenvuelven linealmente y, en esta única línea, solitaria, los hechos humanos y los fenómenos naturales se suceden, uno tras otro, sucesiva y nunca simultáneamente.

En paralelismo de una línea férrea no tiene mayor realidad viviente que el de dos líneas que se trazan en una pizarra. Dos árboles o dos niños que nacen en un mismo instante, tampoco constituyen un paralelismo efectivo. En todos estos casos la ilusión geométrica no se sustenta en hechos objetivos, sino que participa de la naturaleza de otras tantas ficciones de los sentidos o abstracciones de la inteligencia, como cuando se ve, desde un tren en marcha, que las casas desfilan o cuando, moviendo circularmente un tizón encendido (véase Pascal), creemos ver y constatar un aro de fuego, etc.

La vida es una sucesión y no una simultaneidad. Las paralelas aparentes de una línea férrea, no se desarrollan a la vez, sino una después de la otra. Los hombres no conviven, sino que se suceden de uno en uno. Los pueblos tampoco conviven, sino que se suceden. La pluralidad es un fenómeno del tiempo y no del espacio. El número 1 está solitario de lugar. El 2 y los guarismos subsiguientes, dígitos o compuestos, no existen como realidad objetiva, sino como figuraciones abstractas del pensamiento.

La vida no se ensaya en varias formas a la vez. Sino en varias formas sucesivas. Un planeta no tiene un destino diverso al de los otros planetas, sino el mismo y único fin que los otros no han podido realizar. Una piedra ensaya idéntico destino que un molusco y ella marcha antes o después de un hombre, pero no al mismo tiempo que él. Si se pudiera figurar la evolución de la vida, se la representaría por una fila de seres y de cosas, de uno en fondo. En el terreno abstracto, los seres y las cosas se desenvuelven con un aparente carácter multitudinario. Pero, esto no es la realidad substantiva. Bajo la ilusoria simultaneidad de las cosas y los seres, reposa, en el fondo, la realidad exclusivamente sucesiva y en marcha del universo. La masa es más un desfile que un remolino. La asíntota surgente de la historia tiene más de línea que de punto.

Individuo y sociedad

Cuando se inició el interrogatorio, el asesino dio su primera respuesta, dirigiendo una larga mirada sobre los miembros del Tribunal. Uno de éstos, el sustituto Milad, ofrecía un parecido asombroso con el acusado. La misma edad, el mismo ojo derecho mutilado, el corte y color del bigote, la línea y espesor del busto, la forma de la cabeza, el peinado. Un doble absolutamente idéntico. El asesino vio a su doble y algo debió acontecer en su conciencia. Hizo girar extrañamente su ojo izquierdo, extrajo su pañuelo y enjugó el sudor de sus duras mejillas. La primera pregunta de fondo, formulada por el presidente del Tribunal, decía:

—A usted le gustaban las mujeres y, además de Malou, tuvo usted a su doméstica, a su cuñada y dos queridas más…

El acusado comprendió el alcance procesal de esta pregunta. Confuso, fue a clavar su único ojo bueno en el sustituto Milad, su doble, y dijo:

—Me gustaban las mujeres, como gustan a todos los hombres…

El asesino parecía sentir un nudo en la garganta. La presencia de su doble empezaba a causar en él un visible aunque misterioso malestar, un gran miedo acaso… Siempre que se le formulaba una pregunta grave y tremenda, mirada con su único ojo a su doble y respondía cada vez más vencido. La presencia de Milad le hacía un daño creciente, influyendo funestamente en la marcha de su espíritu y del juicio. Al final de la primera audiencia, sacó su pañuelo y se puso a llorar.

En la tarde de la segunda audiencia, se ha mostrado aún más abatido. Ayer, día de la sentencia el asesino era, antes de la condena, un guiñapo de hombre, un deshecho, un culpable irremediablemente perdido. Casi no ha hablado ya. Al leerse el veredicto de muerte, estuvo hundido en su banco, la cabeza sumersa entre las manos, insensible, frío, como una piedra. Cuando en medio del alboroto y los murmullos de la multitud consternada, le sacaron los guardias, sólo miraba fijamente a la cara de Milad, su doble, el sustituto.

A tal punto es social y solidaria la conciencia individual.

Sin mostrar el menor signo de temor, ni siquiera disfrazarse, el asesino siguió viviendo normalmente, a la vista general. Lejos de esconderse, como lo habría hecho cualquier matador ramplón, anduvo por todas partes. La policía no pudo encontrarle, precisamente porque él no se escondió. Pascal ha tenido razón, cuando ha dicho: «Tú no me buscarías, si no me hubieras ya encontrado».

A tal punto el individuo es libre e independiente de la sociedad.

Explicación del ejército rojo

Un hombre cuyo nivel de cultura —hablo de la cultura basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la única cultura verdadera— un hombre, digo, cuyo nivel de cultura está por debajo del esfuerzo creador que supone la invención de un fusil, no tiene derecho a usarlo.

Negaciones de negaciones

André Breton cuenta que Philippe Soupault salió una mañana de su casa y se echó a recorrer París, preguntando de puerta en puerta:

—¿Aquí vive el señor Philippe Soupault?

Después de atravesar varias calles, de una casa desconocida salieron a responderle:

—Sí, señor, aquí vive el señor Philippe Soupault.

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Un detective que figura en una novela de Chesterton, empeñado en encontrar el lugar donde se ocultaba un criminal, dio con él, guiado y atraído por ciertos detalles raros que ofrecía, en su arquitectura, la casa donde estaba escondido el delincuente.

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Un día que salía yo del Louvre, a un amigo que encontré en la puerta del museo y que me preguntó adónde iba, le dije:

—Al museo del Louvre.

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Bueno será recordar que Colón, según relata el biógrafo André de Loffechi, tuvo por la primera vez el sentimiento de la redondez del globo entrando a su dormitorio, en Génova. «Si en lugar de entrar a su dormitorio —observa Loffechi— sale Colón al jardín, pongamos por caso, no habría seguramente descubierto América».

Marquet de Vasselot se valió, sin darse cuenta, de una voltereta en su cama para descubrir el principio científico según el cual algunos bronces chinos de la época de la dinastía de Sing, mantienen una coloración azulada al contacto del aire.

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Lord Carnavon, que descubrió en febrero 1923 el tercer hipogeo funerario de Tut-Ankh-Amon, padecía, según se ha sabido después de su muerte, de una misteriosa enfermedad nerviosa. Su compañero de aventura arqueológica, Mr. Howard Carter, refiere que el infortunado Lord, estando aún en Londres, antes de su hallazgo faraónico, cada vez que venía a sus narices un olor a resina, sin saber por qué, se ponía mal y le acometían cavilaciones melancólicas. Entraba entonces a su biblioteca y abría sus volúmenes. El propio Mr. Howard Carter, al encontrar el sarcófago de oro macizo en que estaba encerrada la momia de Tut-Ankh-Amon, el héroe buscado por Carnavon, ha constatado que dicha momia se hallaba cubierta de una espesa capa de resina sagrada.

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Los trescientos estados de mujer de la Tour Eiffel, están helados. La herzciana crin de cultura de la torre, su pelusa de miras, su vivo aceraje, engrapado al sistema moral de Descartes, están helados.

Le Bois de Boulogne, verde por cláusula privada, está helado.

La Cámara de Diputados, donde Briand clama: «Hago un llamamiento a los pueblos de la tierra…», y a cuyas puertas el centinela acaricia, sin darse cuenta, su cápsula de humanas inquietudes, su simple bomba de hombre, su eterno principio de Pascal, está helada.

Los Campos Elíseos, grises por cláusula pública, están helados.

Las estatuas que periplan la Plaza de la Concordia y sobre cuyos gorros frigios se oye al tiempo estudiar para infinito, están heladas.

Los dados de los calvarios católicos de París, están helados hasta por la cara de los treses.

Los gallos civiles, suspensos en las agujas góticas de Notre-Dame y del Sacré-Coeur, están helados.

La doncella de las campiñas de París, cuyo pulgar no se repite nunca al medir el alcance de sus ojos, está helada.

El andante a dos rumbos de «El pájaro de fuego» de Strawinsky, está helado.

Los garabatos escritos por Einstein en la pizarra del anfiteatro Richelieu de la Sorbona, están helados.

Los billetes de avión para el viaje de París a Buenos Aires, en dos horas, 23 minutos, 8 segundos, están helados.

El sol está helado.

El fuego central de la tierra está helado.

El padre, meridiano, y el hijo, paralelo, están helados.

Las dos desviaciones de la historia están heladas.

Mi acto menor de hombre está helado.

Mi oscilación sexual está helada.

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Quiero perderme por falta de caminos. Siento el ansia de perderme definitivamente, no ya en el mundo ni en la moral, sino en la vida y por obra de la vida. Odio las calles y los senderos, que no permiten perderse. La ciudad y el campo son así. No es posible en ellos la pérdida, que no la perdición, de un espíritu. En el campo y en la ciudad, se está demasiado asistido de natas, flechas y señales, para poder perderse. Uno está allí indefectiblemente limitado, al norte, al sur, al este, al oeste. Uno está allí irremediablemente situado. Al revés de lo que le ocurrió a Wilde, la mañana en que iba a morir en París, a mí me ocurre en la ciudad amanecer siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo. Amanezco en el mundo y con el mundo, en mí mismo y conmigo mismo. Llamo e inevitablemente me contestan y se oye mi llamada. Salgo a la calle y hay calle. Me echo a pensar y hay siempre pensamiento. Esto es desesperante.

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Los técnicos hablan y viven como técnicos y rara vez como hombres. Es muy difícil ser técnico y hombre, al mismo tiempo. Un poeta juzga un poema, no como simple mortal, sino como poeta. Y ya sabemos hasta qué punto los técnicos se enredan en los hilos de los bastidores, cayendo por el lado flaco del sistema, del prejuicio doctrinario o del interés profesional, consciente o subconsciente y fracturándose así la sensibilidad plena del hombre.

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Todas las cosas llevan su sombrero. Todos los animales llevan su sombrero. Los vegetales llevan también el suyo. No hay en este mundo nada ni nadie que no lleve la cabeza cubierta. Aunque los hombres se quiten el sombrero, siempre queda la cabeza cubierta de algo que podríamos llamar el sombrero innato, natural y tácito de cada persona.

Desde el punto de vista del hombre, los sombreros se clasifican en sombreros naturales y sombreros artificiales. Se llama sombrero natural aquel que nace con cada persona y que le es inseparable aún después de la muerte. En el esqueleto, la presencia del sombrero natural y tácito es palpable. Se llama sombrero artificial aquel que se adquiere en las sombrererías y del cual podemos separamos momentánea o eternamente. En el esqueleto, la falta de este sombrero artificial es, asimismo, evidente.

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Se rechaza las cosas que andan lado a lado del camino y no en él. ¡Ay del que engendra un monstruo! ¡Ay del que irradia un arco recto! ¡Ay del que logra cristalizar un gran disparate! Crucificados en vanas camisas de fuerza, avanzan así las diferencias de hojas alternas hacia el panteón de los grandes acordes.

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Conozco a un hombre que dormía con sus brazos. Un día se los amputaron y quedó despierto para siempre.

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El agua invita a la meditación. La tierra, a la acción. La meditación es hidrográfica; la acción geográfica. La meditación viene. La acción va. Aquella es centrípeta; ésta, centrífuga.

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La danza, al repetirse, se estereotipa y se toma cliché. Cada danza debe ser improvisada y morir en seguida. Esto hacen los negros.

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Si no se quiere que el teatro, como representación, desaparezca, convendría, al menos, que cada pieza sea improvisada —texto, decorado, movimiento escénico— por los actores mismos, que, al efecto, deben ser también autores y «régisseurs» de las obras que representan. Tal hace Chaplin en la pantalla.

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Un médico afirma que para fruncir el entrecejo, se necesita poner en juego sesenta y cuatro músculos, mientras que para reír son suficientes trece músculos. El dolor es, por consiguiente, más deportivo que la alegría.

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Las personas y cosas que se cruzan en opuestas direcciones, no van a sitios diferentes. Todos van al mismo sitio, sólo que van una tras de otra.

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Los que viajan en la proa, llevan la izquierda de las cosas; los que viajan en la popa, el centro. La derecha de las cosas la lleva el piloto.

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La idea es la historia del acto y, naturalmente, posterior a él. Primero se vive un acto y, luego, éste queda troquelado en una idea, la suya correspondiente. Paul Valéry me excusará este pequeño aterrizaje, esta conjugación del infinitivo de «El alma y la danza».

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Se está siempre tomando el cuchillo por la punta, en lugar de tomarlo por el mango. Hay hombres destinados a engendrar genios y los hay destinados a hacer obras geniales. El coito en que el padre de Dostoiewski engendró al gran novelista, vale tanto como «El idiota». Entre una y otra cosa yace un reloj encadenado.

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El día tiene a la noche encerrada adentro. La noche tiene al día encerrado afuera.

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Le vi pasar tan rápido, que no le vi.

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En un match de velocidad entre una bicicleta y una rana, ¿quién saldrá ganando? La rana, diría Averchenko.

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Estuve lejos de mi padre doscientos años y me escribían que él vivía siempre. Pero un sentimiento profundo de la vida, me daba la necesidad entrañable y creadora de creerle muerto.

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Renán decía de Joseph De Maistre: «Cada vez que en su obra hay un efecto de estilo, ello es debido a una falta de francés». Lo mismo puede decirse de todos los grandes escritores de los diversos idiomas.

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Se puede hablar de freno sólo cuando se trata de la actividad cerebral, que tiene el suyo en la razón. El sentimiento no se desboca nunca. Tiene su medida en sí mismo y la proporción en su propia naturaleza. El sentimiento está siempre de buen tamaño. Nunca es deficiente ni excesivo. No necesita de brida ni de espuelas.

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El ruido de un carro, cuando éste va lentamente, es feo y desagradable. Cuando va rápidamente, se torna melodioso.

Teoría de la reputación

He estado en la famosa taberna «Sztaron» de la calle de Seipel, en Budapest, taberna, según se murmura, de una secreta firma bolchevique y cuyo gerente, Ossag Muchay, es tan cortés con la clientela. Muchay ha estado conmigo un gran rato, conversando y bebiendo absintio de Viena, esa destilación religiosa y armada, color de convólvulo, que extraen de una extraña gramínea salvaje, llamada «dístilo dormido». La taberna, esta tarde, se ha visto visitada por muy contados parroquianos, que entraban, estirando los miembros, bebían malvadamente ante el mostrador y se iban con gran perfección. Dos muchachas jugaban en un rincón de la planta baja, un juego de dulce de hierro, con pequeñas tortugas de capa y cintas de colores. A la entrada de la misma sala, platicábamos el buen Muchay y yo. Hablábamos de las supersticiones del Asia Menor, de las salobres ciencias de aprehensión de las hechicerías.

Me despedí de Muchay y abandoné la taberna. Avancé hacia la esquina y tomé la calle de Praga, que apareció invadida de gente. La multitud observada por sobre los tejados las maniobras de la policía. Entereme, por crecidas puntuales y menguantes de viñeta, que se perseguía a un delincuente de un alto delito, que nadie sabía precisar. Un grupo de gendarmes salió de una de las torres de la iglesia de Ravulk, conduciendo preso a un hombre. Al descender el prisionero las gradas del atrio, pude verle entre la muchedumbre, trajeado de una pelliza en losanges, los ojos enormes, perrazo de gran estimación, que acabase de morder a una reina.

Hasta el comisariado fui detrás de esta gente. El comisario interrogó al preso, en tono de legal indignación:

—¿Quién es usted? ¿Cuál es su nombre?

—Yo no tengo nombre, señor, —dijo el preso.

Se ha averiguado en Loeben, aldea donde vivía el aherrojado, por su nombre, sin conseguirla. Nadie da razón de nada que se relacione con sus antecedentes de familia. En sus bolsillos tampoco se ha sorprendido papel alguno. Lo único que está probado es que residía en Loeben, porque todo el mundo le ha visto allí a diario, caminar por las calles, sentarse en los garitos, leer periódicos, conversar con los transeúntes. Pero nadie conoce su nombre. ¿Desde cuándo vivía en Loeben? Se ignora, por otro lado, si es húngaro o extranjero.

He vuelto a la taberna de Ossag Muchay y le he referido el caso en todos sus detalles y aun dándole la filiación minuciosa del preso. Muchay me ha dicho:

—Ese individuo carece, en verdad, de nombre. Soy yo quien guarda su nombre. ¿Quiere usted conocerlo?

Me tomó por el brazo, subimos al segundo piso y me condujo a un escritorio. Allí extrajo de un diminuto estuche de acero un retazo de papel, donde aparecía, en trazos gruesos y resueltos, pero tan enredados que era imposible descifrarlos, una firma delineada con tinta verde rana, de la que usan los campesinos de Hungría. Argumenté a Muchay:

—¿Se puede acaso tomar el nombre de una persona y esconderlo en un estuche, como una simple sortija o un billete?…

—Ni más ni menos, —me respondió el tabernero.

—¿Y qué explicación tiene todo esto? ¿Cuáles, en resumen, ese nombre?

—Usted ni nadie puede saberlo, pues este nombre es ahora de mi exclusiva posesión. Puede usted conocerlo, mas no saberlo…

—¿Se burla usted de mí, señor Muchay?

—De ninguna manera. Aquel hombre perdió su nombre y él mismo, aunque quisiera darlo, no puede ya saberlo. Le es absolutamente imposible, en tanto no tenga en su poder la firma que usted está viendo aquí.

—Pero si él la trazó. Le será fácil trazar otra y otras.

—No. El nombre no es sino uno solo. Las firmas son muchas, sin duda, mas el nombre está en una sola de las firmas, entre todas.

Sus inesperadas sutilezas de billar, empezaron a hacerme palos. Muchay, en cambio, hablaba sin vacilaciones. Encendió su pipa con dos centellas de pedernal croata. Cerró su estuche de acero y me invitó a bajar.

—La vida de un hombre —me dijo, descendiendo la escalera—, está revelada toda entera en uno solo de sus actos. El nombre de un hombre está también revelado en una sola de sus firmas. Saber ese acto representativo, es saber su vida verdadera. Saber esa firma representativa, es saber su nombre verdadero.

—¿Y en qué se funda usted para creer que la firma que usted posee, es la firma representativa de ese hombre? Además, ¿qué importancia tiene el saber el nombre verdadero de una persona? ¿No se sabe, acaso, el nombre verdadero de todas las personas?

—Escuche usted, —me argumentó Muchay, dando inflexión prudente a sus palabras—, el nombre verdadero de muchas personas se ignora. Esta es la causa por la cual, en lugar de apresar al obrero de Loeben, no se ha apresado al patrón de la fábrica donde éste trabajaba.

—¿Pero usted sabe el delito de que se le acusa?

—De un atentado contra el Regente Horthy.

Bajé los ojos, dando viento a mis órganos medianos y me quedé Vallejo ante Muchay.

Ruido de pasos de un gran criminal

Cuando apagaron la luz, me dio ganas de reír. Las cosas reanudaron en la oscuridad sus labores, en el punto donde se habían detenido: en un rostro, los ojos bajaron a las conchas nasales y allí hicieron inventario de ciertos valores ópticos extraviados, llevándolos en seguida; a la escama de un pez llamó imperiosamente una escama naval; tres gotas de lluvia paralelas detuviéronse a la altura de un umbral, a esperar a otra que no se sabe por qué se había retardado; el guardia de la esquina se sonó ruidosamente, insistiendo en singular sobre la ventanilla izquierda de la nariz; la grada más alta y la más baja de un escalinata en caracol volvieron a hacerse sellas alusivas al último transeúnte que subió por ellas. Las cosas, a la sombra, reanudaron sus labores, animadas de libre alegría y se conducían como personas en un banquete de alta etiqueta, en que de súbito se apagasen las luces y se quedase todo en tinieblas.

Cuando apagaron la luz, realizóse una mejor distribución de hitos y de marcos en el mundo. Cada ritmo fue a su música; cada fiel de balanza se movió lo menos que puede moverse un destino, esto es, hasta casi adquirir presencia absoluta. En general, se produjo un precioso juego de liberación y de justeza entre las cosas. Yo las veía y me puse contento, puesto que en mí también corcoveaba la gracia de la sombra numeral.

No sé quién hizo de nuevo luz. El mundo volvió a agazaparse en sus raídas pieles: la amarilla del domingo, la ceniza del lunes, la húmeda del martes, la juiciosa del miércoles, la de zapa del jueves, la triste del viernes, la haraposa del sábado. El mundo volvió a aparecer así, quieto, dormido o haciéndose el dormido. Una espeluznante araña, de tres patas quebradas, salía de la manga del sábado.

Conflicto entre los ojos y la mirada

Muchas veces he visto cosas que otros también han visto. Esto me inspira una cólera sutil y de puntillas, a cuya íntima presencia manan sangre mis flancos solidarios.

—Ha abierto sol —le digo a un hombre.

Y él me ha respondido:

—Sí. Un sol flavo y dulce.

Yo he sentido que el sol está, de veras, flavo y dulce. Tengo deseo entonces de preguntar a otro hombre por lo que sabe de este sol. Aquel ha confirmado mi impresión y esta confirmación me hace daño, un vago daño que me acosa por las costillas. ¿No es, pues, cierto que al abrir el sol, estaba yo de frente? Y, siendo así, aquel hombre ha salido, como desde un espejo lateral, a mansalva, a murmurar, a mi lado: «Sí. Un sol flavo y dulce». Un adjetivo se recorta en cada una de mis sienes. No. Yo preguntaré a otro hombre por este sol. El primero se ha equivocado o hace broma, pretendiendo suplantarme.

—Ha abierto sol, —le digo a otro hombre.

—Sí, muy nublado, —me responde.

Más lejos todavía, he dicho a otro:

—Ha abierto sol.

Y éste me arguye:

—Un sol a medias.

¡Dónde podré ir que no haya un espejo lateral, cuya superficie viene a darme de frente, por mucho que yo avance de lado y mire yo de frente!

A los lados del hombre van y vienen bellos absurdos, premiosa caballería suelta, que reclama cabestro, número y jinete. Mas los hombres aman poner el freno por amor al jinete y no por amor al animal. Yo he de poner el freno, tan sólo por amor al animal. Y nadie sentirá lo que yo siento. Y nadie ha de poder ya suplantarme.

Magistral demostración de salud pública

Recuerdo muy bien cuanto pasó en el Hotel Negresco de Niza. Pero, por raro que parezca, hacer el relato de lo acontecido allí, me es absolutamente imposible. Hartas veces he querido —a la fuerza y revólver en mano— relatar este recuerdo o esbozarlo siquiera, sin poder conseguirlo. Ninguna de las formas literarias me han servido. Ninguno de los accidentes del verbo. Ninguna de las partes de la oración. Ninguno de los signos puntuativos. Sin duda, existen cosas que no se ha dicho ni se dirá nunca o existen cosas totalmente mudas, inexpresivas e inexpresables. Existen cosas cuya expresión reside en todas las demás cosas, en el universo entero, y ellas están indicadas a tal punto por las otras, que se han quedado mudas por sí mismas. ¿Cuáles son esas cosas mudas por sí mismas? Ya ni siquiera les queda nombre para indicarse y son ante las urnas, como si no existieran localmente.

He trazado, arrogando mi sentimiento, algunos dibujos, a la fuerza y revólver en mano. He golpeado piedra protegiéndome de mástiles. He pulsado una cuerda, poniéndome en la hipótesis de poder traducir lo del Negresco, si no por medio de palabras, al menos, por medios plásticos o musicales en mitos de inducción. Mi impotencia no ha sido entonces menos angustiosa. Un instante, en el son de mis pasos me pareció percibir algo que evocaba la ya lejana noche del Hotel Negresco. Cuando he pretendido someter ese fluido de mis pasos a un preconcebido plan de expresión, el ruido perdía toda sugestión alusiva al fugitivo tema de memoria.

Salí del español. El francés, idioma que conozco mejor, después del español, tampoco se prestó a mi propósito. Sin embargo, cuando oía hablar a un grupo de personas a la vez, me sucedía una cosa semejante a lo de mis pasos: creía sentir en este idioma, hablado por varias bocas simultáneamente, una cierta posibilidad expresiva de mi caso. Diré así mismo, que las palabras «devenir», «nuance», «cauchemar» y «coucher» me atraían, aunque solamente cuando formaban frases y no cada una por separado. ¿Cómo manifestarme por medio de estas cuatro palabras inmensas y en movimiento, extrayendo de ellas su contagio elocutivo, sin sacarlas de las frases en que estaban girando como brazos? Además, las otras voces con las que iban enlazadas, algo debían tener de simpatía semántica hacia mis ideas y emociones del Negresco, puesto que su compañía comunicaba valor a los cuatro vocablos que he señalado.

Un día, una muchacha inglesa, bonita e inteligente, me fue presentada en la calle. El amigo que me la presentó, a quien le dije luego que la niña era bonita, me dijo:

—Vous voulez coucher avec elle?

—Comment?

—Voulez-vous coucher avec Whinefree?

Entonces fue que la palabra francesa «coucher» y la inglesa «whinefree» me parecieron de súbito emitir juntas, por boca de mi amigo, una suerte de vagos materiales léxicos, capaces tal vez de facilitarme el relato de mi recuerdo de Niza. Esto explica por qué, algún tiempo después, me refugié en el inglés. Tomé, al azar, «Meanwhile» de Wells. Al llegar, reunido y en orden, al último párrafo de «Meanwhile», me asaltó un violento y repentino deseo de escribir lo sucedido en el Negresco. ¿Con qué palabras? ¿Españolas, inglesas, francesas?… Las palabras inglesas «red», «staircase», «kiss», se destacaban del último párrafo del libro de Wells y me daban la impresión de significar, no ya las ideas del autor, sino ciertos lugares, colores, hechos incoherentes, relativos a mi recuerdo de Niza. Un calofrío pasó por el filo de mis uñas.

¿No será que las palabras que debían servirme para expresarme en este caso, estaban dispersas en todos los idiomas de la tierra y no en uno solo de ellos?

Diversas circunstancias, el tiempo y los viajes me fueron afirmando en esta creencia. En el idioma turco no hallé ninguna palabra para el caso, no obstante haberlo buscado mucho. ¡Qué estoy diciendo! Las voces que iban ofreciéndoseme en cada una de las lenguas, no venían a mi reclamo y según mi voluntad. Ellas venían a llamarme espontáneamente, por sí mismas, asediándome en forma obsesionante, de la misma manera que lo habían hecho ya las voces francesas e inglesas, que he citado.

Aquí tenéis el vocabulario que logré formar con vocablos de diversos idiomas. El orden inmigrante en que están colocados los idiomas y las palabras de cada idioma, es el cronológico de su advenimiento a mi espíritu. Cuando se me reveló la última palabra del rumano «noap» que se presentó simultáneamente con el artículo, tuve la impresión de haber dicho, al fin, lo que quería decir hacía mucho tiempo: lo ocurrido en el Hotel Negresco.

El vocabulario es este:

Del lituano: fina — eimufaifesti — meilla — fautta — fuin— joisja — jaettä — jen — ubo — fannelle.

Del ruso: mekiy — chetb — kotoplim — yaki — eto — caloboletba — aabhoetnmb — ohnsa — abymb — pasbhtih — ciola — ktectokaogp — oho — accohianih — pyeckih — teopethle — ckol — ryohtearmh.

Del alemán: den — fru — borte — sig — abringer — shildres — fusande — mansaelges — foraar — violinistinden — moerke — fierh —dadenspiele.

Del polaco: âr — sandbergdagar — det — blivit — vederbörande — tva —stora — sig — ochandra.

Del inglés: red — staircase — kiss — and — familiar — life — officer — mother — broadcasting — shoulder formerly — two — any — photograph — at — rise.

Del francés: devenir — nuance — cauchemar — coucher.

Del italiano: Coltello — angolo — io — giros — copo.

Del rumano: unchiu — noaptea.

Esta caprichosa jerga políglota me da la impresión de expresar aproximadamente mi emoción de los Alpes marítimos. Solamente me resta dejar constancia de dos circunstancias, de dos masas de guerra, de dos cortes al sesgo. Primeramente, ninguna de las múltiples voces que la forman, puede, por separado, traducir mi recuerdo de Niza. En segunda confianza, el poder de expresión de este vocabulario reside, especialmente, en el hecho de estar formado en sus tres cuartas partes sobre raíces arias y el resto sobre raíces semitas.

Lánguidamente su licor

Tendríamos ya una edad misericordiosa, cuando mi padre ordenó nuestro ingreso a la escuela. Cura de amor, una tarde lluviosa de febrero, mamá servía en la cocina el yantar de oración. En el corredor de abajo, estaban sentados a la mesa mi padre y mis hermanos mayores. Y mi madre iba sentada al pie del mismo fuego del hogar. Tocaron la puerta.

—¡Tocan a la puerta! —Mi madre.

—¡Tocan a la puerta! —Mi propia madre.

—¡Tocan a la puerta! —dijo toda mi madre, tocándose las entrañas a trastos infinitos, sobre toda la altura de quien viene—. Anda, Nativa, la hija, a ver quién viene.

Y, sin esperar la venia maternal, fuera Miguel, el hijo, quien salió a ver quién venía así, oponiéndose a lo ancho de nosotros.

Un tiempo de rúa contuvo a mi familia. Mamá salió, avanzando inversamente y como si hubiera dicho: las partes. Se hizo patio afuera. Nativa lloraba de una tal visita, de un tal patio y de la mano de mi madre. Entonces y cuando, dolor y paladar techaron nuestras frentes.

—Porque no le dejé que saliese a la puerta, Nativa, la hija, me ha echado Miguel al pavo. A su pavo.

¡Qué diestra de subprefecto la diestra del Padre, revelando, el hombre, las falanjas filiales del niño! Podía así otorgarle la ventura que el hombre deseara más tarde. Sin embargo.

—Y mañana, a la escuela, —disertó magistralmente el padre, ante el público semanal de sus hijos.

—Y tal, la ley, la causa de la ley. Y tal también la vida.

Mamá debió llorar, gimiendo apenas la madre. Ya nadie quiso comer. En los labios del padre cupo, para salir rompiéndose, una fina cuchara que conozco. En las fraternas bocas, la absorta amargura del hijo, quedó atravesada.

Mas, luego, de improviso, salió de un albañal de aguas llovedizas y de aquel mismo patio de la visita mala, una gallina, no ajena ni ponedora, sino brutal y negra. Cloqueaba en mi garganta. Fue una gallina vieja, maternalmente viuda de unos pollos que no llegaron a incubarse. Origen olvidado de ese instante, la gallina era viuda de sus hijos. Fueron hallados vacíos todos los huevos. La clueca después tuvo el verbo.

Y nadie la espantó. Y de espantarla, nadie dejó arrullarse por su gran calofrío maternal.

—¿Dónde están los hijos de la gallina vieja?

—¿Dónde están los pollos de la gallina vieja?

¡Pobrecitos! ¡Dónde estarían!

Vocación de la muerte

El hijo de María inclinóse a preguntar:

—¿Qué lees?

El doctor alzó los ojos y lanzó una mirada de extrañeza sobre su interlocutor. Otros escribas se volvieron al hijo de María y al sabio rabino.

La asistencia al templo, aquel día era escasa. Se juzgaba a un griego por deuda. El acreedor, un joven sirio del país del Hernón, aparecía sentado en el plinto de una columna del pórtico y, por todo alegato ante sus jueces, lloraba en silencio.

—Leo a Lenin, —respondió el doctor, abriendo ante el hijo de María un infolio, escrito en caracteres desconocidos.

El hijo de María leyó mentalmente en el libro y ambos cambiaron miradas, separándose luego y desapareciendo entre la multitud. Al volver a Nazareth, el hijo de María encontró a su cuñado, Armani, disputando por celos con su mujer, Zabadé, hermana menor del hijo de María. Ambos esposos, al verle, se irritaron más, porque le odiaban mucho.

—¿Qué quieres?

El hijo de María estaba muy abstraído y se estremeció. Volviendo en sí, tomó a la calle, sin pronunciar palabra. Tuvo hambre y se acordó de sus primos, los buenos hijos de Cleofas.

—Jacobo, ¡tengo hambre!

—Me llaman por teléfono. Volveré, —respondiole Jacobo, en el hebreo dulce y axilado de la antigua Galilea.

Vino la tarde y hacía tres días que el hijo de María no tomaba ningún alimento. Fue a ver pasar a los obreros que solían volver de Diocesarea en las tardes y se dispersaban en las encrucijadas de Nazareth, unos hacia el Oeste, por las faldas apacibles del Carmelo, cuyo último pico abrupto parece hundirse en el mar; otros hacia las montañas de Samaria, más allá de las cuales se extiende la triste Judea, seca y árida. Se acercó a un muro y se acodó en la rasante. Estaba fatigado y sentía el corazón más vacío que nunca de odios y amores y más incierto que nunca el pensamiento.

El hijo de María cumplía aquel día treinta años. Durante toda su vida había viajado, leído y meditado mucho. Su familia le odiaba, a causa de su extraña manera de ser, según la cual desechaba todo oficio y toda preocupación de la realidad. Rebelde a las prácticas gentilicias y aldeanas, llegó a abandonar su oficio de carpintero y no tenía ninguna vocación ni orientación concreta. En su casa le llamaban «idiota», porque, en realidad, parecía acéfalo. Varias veces estuvo a punto de perecer de hambre y de intemperie. Su madre le quería por «pobre de espíritu» más que a los otros vástagos. Con frecuencia desaparecía sin que se supiese su paradero. Volvía con una hiena salvaje en los brazos, desgarrada la veste, mirando en el vacío y llorando en ocasiones. Acostumbraba también traer una rama de la higuera de los lugares santos de la edad patriarcal, con cuyas flores frotaban sus hábitos los finos y espirituales terapeutas de la vida devota.

El hijo de María alcanzó a ver una gran piedra, cerca de él, y fue a sentarse en ella. Anochecía.

Entonces, salió de Nazareth, por la rúa desierta y pedregosa, un grupo de personas de extraño aire vagabundo. Venía allí el barquero Cefas, de Cafarnaúm y su suegra Juana; Susana, mujer de Khousa, intendente de Antipas, e Hillel, el de los aforismos austeros, maestro que fue del hijo de María. En medio de todos, avanzaba un joven de gran hermosura y maneras suaves. Hillel decía preocupado:

—El reposo en Dios, he aquí la idea fundamental de Philon de Alejandría. Además, para él, como para Isaías y aún para el mismo Enoch, el curso de las cosas es el resultado de la voluntad libre de Dios.

Al advertir al hijo de María, sentado en una piedra, Susana se le acercó y le habló. Pero el hijo de María no respondió: justamente, en ese instante, acababa de morir. Hillel siempre engolfado en sus cavilaciones, tuvo una repentina exaltación visionaria y, dirigiéndose al joven de gran hermosura, que iba con ellos, le dijo, en el dialecto siríaco, estas palabras inesperadas:

—¡Ya eres, Señor, el Hijo del Hombre! ¡En este momento, Señor, empiezas a ser el hijo del hombre! En este momento, Señor, empiezas a ser el Mesías, anunciado por Daniel y esperado por la humanidad durante siglos.

—Ya soy el Hijo del Hombre, el enviado de mi Padre —respondió el joven de las maneras suaves y la gran hermosura, como si acabase de tener una revelación por espacio de treinta arios esperada.

En torno de su cabeza judía, empezó a diseñarse un azulado resplandor.


Publicado el 12 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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