El Arte y la Revolución

César Vallejo


Ensayo, arte, política



Función revolucionaria del pensamiento

La confusión es fenómeno de carácter orgánico y permanente en la sociedad burguesa. La confusión se densifica más cuando se trata de problemas confusos ya por los propios términos históricos de su enunciado. Esto último ocurre con el problema, flamante y, a la vez, viejo, de los deberes del intelectual ante la revolución. Es ya intrincado este problema tal como lo plantea el materialismo histórico. Al ser formulado o simplemente esbozado por los intelectuales burgueses, toma el aspecto de un caos insoluble.

Empecemos recordando el principio que atribuye al pensamiento una naturaleza y una función exclusivamente finalistas. Nada se piensa ni se concibe, sino con el fin de encontrar los medios de servir a necesidades e intereses precisos de la vida. La psicología tradicional, que veía en el pensamiento un simple instrumento de contemplación pura, desinteresada y sin propósito concreto de subvenir a una necesidad, también concreta, de la vida, ha sido radicalmente derogada. La inflexión finalista de todos los actos del pensamiento, es un hecho de absoluto rigor científico, cuya vigencia para la elaboración de la historia, se afirma más y más en la explicación moderna del espíritu.

Hasta la metafísica y la filosofía a base de fórmulas algebraicas, de puras categorías lógicas, sirven, subconscientemente, a intereses y necesidades concretas, aunque «refoulés», del filósofo, relativas a su clase social, a su individuo o a la humanidad. Lo mismo acontece a los demás intelectuales y artistas llamados «puros». La poesía «pura» de Paul Valéry, la pintura «pura» de Gris, la música «pura» de Schoenberg, —bajo un aparente alejamiento de los intereses, realidades y formas concretas de la vida— sirven, en el fondo, y subconscientemente, a estas realidades, a tales intereses y a cuales formas.

«Los filósofos, —dice Marx— no han hecho hasta ahora sino interpretar el mundo de diversas maneras. De lo que se trata es de transformarlo». Lo mismo puede decirse de los intelectuales y artistas en general. La función finalista del pensamiento ha servido en ellos únicamente para interpretar —dejándolos intactos— los intereses y demás formas vigentes de la vida, cuando debía servir para transformarlos. El finalismo del pensamiento ha sido conservador, en vez de ser revolucionario.

El punto de partida de esta doctrina transformadora o revolucionaria del pensamiento, arranca de la diferencia fundamental entre la dialéctica idealista de Hegel y la dialéctica materialista de Marx. «Bajo su forma mística —dice Marx— la dialéctica se hizo una moda alemana, porque ella parecía aureolar el estado de cosas existentes». Bajo su forma racional, la dialéctica, a los ojos de la burguesía y de sus profesores, no es más que escándalo y horror, porque, al lado de la comprensión positiva de lo que existe, ella engloba, a la vez, la comprensión de la negación y de la ruina necesaria del estado de cosas existente. La dialéctica concibe cada forma en el flujo del movimiento, es decir, en su aspecto transitorio. Ella no se inclina ante nada y es, por esencia, crítica y revolucionaria.

El objeto o materia del pensamiento transformador radica en las cosas y hechos de presencia inmediata, en la realidad tangible y envolvente. El intelectual revolucionario opera siempre cerca de la vida en carne y hueso, frente a los seres y fenómenos circundantes. Sus obras son vitalistas. Su sensibilidad y su método son terrestres (materialistas, en lenguaje marxista), es decir, de este mundo y no de ningún otro, extraterrestre o cerebral. Nada de astrología ni de cosmogonía. Nada de masturbaciones abstractas ni de ingenio de bufete. El intelectual revolucionario desplaza la fórmula mesiánica, diciendo: «mi reino es de este mundo».

El intelectual revolucionario, por la naturaleza transformadora de su pensamiento y por su acción sobre la realidad inmediata, encarna un peligro para todas las formas de vida que le rozan y que él trata de derogar y de sustituir por otras nuevas, más justas y perfectas. Se convierte en un peligro para las leyes, costumbres y relaciones sociales reinantes. Resulta así el blanco por excelencia de las persecuciones y represalias del espíritu conservador. «Es Anaxágoras, desterrado —dice Eastman—; Protágoras, perseguido; Sócrates, ejecutado; Jesús, crucificado». Y nosotros añadimos: es Marx, vilipendiado y expulsado; Lenin, abaleado. El espíritu de heroicidad y sacrificio personal del intelectual revolucionario, es, pues, esencial característica de su destino.

La función política transformadora del intelectual reside en la naturaleza y trascendencia principalmente doctrinales de esa función y correspondientemente prácticas y militantes de ella. En otros términos, el intelectual revolucionario debe serlo, simultáneamente, como creador de doctrina y como practicante de ésta. Buda, Jesús, Marx, Engels, Lenin, fueron, a un mismo tiempo, creadores y actores de la doctrina revolucionaria. El tipo perfecto del intelectual revolucionario, es el del hombre que lucha escribiendo y militando, simultáneamente.

«Quien está contra la burguesía, está con nosotros». Esta es la palabra de orden —dice Lunacharsky— que debe servir de base para formar la Internacional de los Intelectuales.

¿Puede aplicarse esta fórmula a los intelectuales revolucionarios de todos los países? Evidentemente sí. En América como en Europa, Asia y África, hay ahora una tarea central y común a todos los intelectuales revolucionarios: la acción destructiva del orden social imperante, cuyo eje mundial y de fondo reside en la estructura capitalista de la sociedad. En esta acción deben acumularse y polarizarse todos los esfuerzos de la inteligencia. Importa mucho darse cuenta de lo que hay que hacer en un momento dado. El leninismo, en este punto, ofrece enseñanzas luminosas. «No basta —dice Lenin— ser revolucionario y partidario del comunismo: hay que saber hallar, en cada momento, el anillo de la cadena al cual debe uno agarrarse para sostener fuertemente toda la cadena y para agarrarse luego del anillo siguiente». Para los intelectuales revolucionarios, el anillo doctrinal y práctico del momento radica en la destrucción del orden social imperante. Tal es la consigna táctica específica de todo intelectual revolucionario.

Nuestra tarea revolucionaria debe realizarse en dos ciclos sincrónicos e indivisibles. Un ciclo centrípeto, de rebelión contra las formas vigentes de producción del pensamiento, sustituyéndolas por disciplinas y módulos nuevos de creación intelectual, y un ciclo centrifugo doctrinal y de propaganda y agitación sobre el medio social.

Nuestra táctica criticista y destructiva debe marchar unida inseparablemente a una profesión de fe constructiva, derivada científica y objetivamente de la historia. Nuestra lucha contra el orden social vigente entraña, según la dialéctica materialista, un movimiento, tácito y necesario, hacia la substitución de ese orden por otro nuevo. Revolucionariamente, los conceptos de destrucción y construcción son inseparables.

Ese nuevo orden social, que ha de reemplazar al actual, no es otro que el orden comunista o socialista. El puente entre ambos mundos: la dictadura proletaria.

El fenómeno soviético es la demostración objetiva, palmaria y de un realismo inexorable, del camino dialéctico ineludible que ha de seguir el sistema social capitalista para desembocar en el orden socialista. Citemos a este propósito unas palabras del manifiesto de la Unión de escritores Revolucionarios: «Una crisis económica inaudita —dice ese documento— quebranta al mundo capitalista. El número de los parados pasa de 50 millones y continúa aumentando. Multitud de desocupados y de hambrientos desfilan delante de inmensos depósitos rebosantes de víveres y un puñado de hombres de finanzas, que dictan su arbitraria voluntad a la sociedad capitalista, emplea como combustible de sus locomotoras las cosechas de los campos, arroja el trigo, el café y el azúcar al mar, quema enormes cantidades de lana y algodón, a fin de mantener a la altura de sus intereses personales la tasa de sus beneficios, único motor de la economía capitalista. Los salarios de la clase obrera y de los campesinos pobres, así como de los trabajadores intelectuales, caen con una rapidez catastrófica. El espectro del hambre, un porvenir desesperado y sin salida bajo el régimen capitalista, he aquí la realidad y el horizonte de las masas trabajadoras».

«La cultura burguesa está en plena decadencia. El espíritu imperialista ha infectado la literatura y el arte. Para nublar la conciencia de las masas y salvar así su hegemonía de clase, la burguesía se ve obligada a embridar el progreso de la ciencia y a retardar el desenvolvimiento cultural de la humanidad. Declarando la guerra a su pasado la burguesía busca un sostén en su alianza con la Iglesia católica, resucita las teorías místicas y feudales de la Edad Media, para enmascarar con el velo del oscurantismo su mortal descomposición».

«Entre tanto, los obreros y campesinos del inmenso país de los Soviets, después de haber derribado el régimen capitalista y de haberse salvado del hambre y escasez, echan las bases de una nueva sociedad socialista. En quince años de dictadura del proletariado, el entusiasmo de las masas laboriosas liberadas ha hecho de uno de los países más atrasados de Europa, el país más avanzado del mundo, el primer Estado que ha emprendido la construcción del socialismo. Las esperanzas de los gobiernos imperialistas y de sus lacayos social-demócratas, que creían imposible la edificación socialista en un solo país y pensaban poder reducir por el hambre y el bloqueo económico la voluntad heroica del proletariado, han caído por tierra. La Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas ha realizado y rebasado el programa del Segundo Plan Quinquenal, que sus enemigos calificaba, ayer nomás, de locura bolchevique. El Soviet ha suprimido los desocupados, arrastrando en su producción socialista nuevas capas de campesinos y miles de mujeres. Su agricultura está en vías de reorganización sobre una base colectiva socialista, que ha triunfado de la antigua vida rural y borra las barreras entre la ciudad socialista y los campos colectivizados. Sus aldeas que, bajo el zarismo, se hallaban ahogadas en el barro y la ignorancia, intoxicadas por el opio de la religión, se ven ahora atravesadas por una tupida red de escuelas, bibliotecas, radio, salas de lectura. En lugar de las campanas y del silbato del guardia, no se oye más que el traquido de los tractores. La U. R. S. S. ha entrado definitivamente en la fase socialista».

Valiéndose de nuevos métodos de trabajo, de ese trabajo que en el Estado socialista se ha hecho un motivo de orgullo, de valor y de heroísmo, e impulsado por la emulación socialista y las brigadas de choque, el proletariado soviético crea y desenvuelve gigantescas empresas de la industria pesada socialista, desarrolla el motocultivo, transforma la vieja Rusia agrícola retardataria en país del metal, del automóvil y del tractor.

«Del fondo de esta economía socialista nace y se desenvuelve, con un ritmo fulminante, el proceso colosal de una revolución cultural desconocida hasta hoy en la historia. Millones de analfabetos han entrado en una vasta iniciación cultural. Al fin del Segundo Plan Quinquenal, no quedará un solo analfabeto en Rusia. El aumento del tiraje de los periódicos y publicaciones literarias rebasa en gran medida los ritmos más rápidos del período más próspero del capitalismo alemán y norteamericano. El desenvolvimiento de las fuerzas productoras de la Unión Soviética marcha acompañado de un tal impulso en todas las ramas de la literatura, del arte y de la cultura en general, que el problema de los cuadros dirigentes adquiere una acuidad excepcional. Miles de hombres nuevos reciben la educación necesaria para ocupar los puestos más elevados de la revolución cultural».

«Las potencias imperialistas observan con un sentimiento de espanto y rechinando los dientes, este movimiento histórico incomprensible para ellas y que decide definitivamente el destino del capitalismo. Las potencias imperialistas quieren, por eso, ahogar en sangre semejante movimiento salvador de la humanidad».

Estrategia y táctica del pensamiento revolucionario

El intelectual revolucionario debe, en consecuencia plantear y encauzar sus obras y su acción dentro de unos cuantos imperativos y consignas, derivados de la propia naturaleza de su función social y que pueden reducirse a las siguientes directivas prácticas:

Agruparse en un organismo o colectividad mundial, destinada a organizar, sobre una plataforma común, a que hemos aludido anteriormente, desdoblada en dos agrupaciones, las actividades de todos los trabajadores intelectuales revolucionarios. Este organismo o colectividad existe ya: la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios y el Bureau Internacional de los Artistas Revolucionarios. La sede de ambos organismos se halla en Moscú.

La plataforma de ambos organismos, aprobada en el Congreso de Kharkov, abraza las siguientes consignas:

1. Defensa de la Unión soviética, contra la agresión de las potencias imperialistas.

2. Contra la opresión de los pueblos coloniales y semicoloniales.

3. Contra el fascismo, el terror blanco y el social-fascismo.

4. Contra la explotación de los trabajadores (obreros, campesinos o intelectuales), cualquiera que sea la forma de esta explotación.

5. Por la liberación del trabajo del yugo del capital.

6. Por la liberación de los pueblos coloniales y semicoloniales.

7. Por la creación de una cultura proletaria o cultura de los trabajadores.

8. Por la revolución socialista universal.

9. Defensa y desenvolvimiento

a) del contenido revolucionario y de las nuevas formas de pensamiento accesibles a las masas y fundadas en la práctica de la lucha de clases.

b) del arte obrero y campesino espontáneo y su participación en todas las campañas políticas, manifestaciones, fiestas obreras y en la prensa.

c) de las conquistas de arte revolucionario de los pueblos de la U. R. S. S. analizándolas y utilizándolas convenientemente.

Tanto la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios, como el Bureau Internacional de los Artistas Revolucionarios, han creado y siguen creando secciones nacionales en cada país, a las cuales los escritores y los artistas deben adherirse sin pérdida de tiempo o crear la sección correspondiente si aún no la hay.

¿Qué es un artista revolucionario?

Tres puntos suelen, de ordinario y en lenguaje corriente, confundirse, interferirse o simplemente codearse. Estos puntos se refieren al artista revolucionario, al artista socialista y al artista bolchevique.

1. º Revolucionario, política y artísticamente, es y debe ser siempre todo artista verdadero, cualquiera que sea el momento o la sociedad en que se produce. Artistas revolucionarios caben aún dentro del medio soviético y con respecto a la propia revolución rusa. Sólo que el estudio objetivo y científico de la historia, lleva a los artistas soviéticos a la convicción de que su rol revolucionario no está ni puede estar en obrar contra la revolución socialista naciente, sino en servirla e impulsarla. La revolución rusa está aún haciéndose y, dentro de ella, los artistas son revolucionarios precisamente porque son los pioneers de esa gran revolución. De otro lado, es en un plano mundial que los artistas soviéticos ejercen su función revolucionaria, y, en este plano, el régimen social dominante es el capitalismo, contra el cual la única manera que tienen esos artistas de ejercer su función revolucionaria, es trabajando según los principios e intereses soviéticos, que son los interesen y principios revolucionarios mundiales.

2. º Sólo desde un punto de vista dialéctico es que puede denominarse y se denomina socialista al artista bolchevique. Dado que éste interpreta y sirve los intereses clasistas del proletariado, y éste, a su vez, lucha por la instauración de la sociedad socialista universal, la idea de socialismo va implícita en la idea bolchevique. Es así como he dicho en otra ocasión que cuanto más proletario se es, se es más socialista. Es así también como Lenin llama con frecuencia al proletariado, proletariado socialista.

Ejecutoria del arte bolchevique

No hay que confundirla con la del poeta bolchevique, cuyo rol y temperamento son distintos.

El arte bolchevique es principalmente de propaganda y agitación. Se propone, de preferencia, atizar y adoctrinar la rebelión y la organización de las masas para la protesta, para las reivindicaciones y para la lucha de clases. Sus fines son didácticos, en el sentido específico del vocablo. Es un arte de proclamas, de mensajes, de arengas, de quejas, cóleras y admoniciones. Su verbo se nutre de acusación, de polémica, de elocuencia agresiva contra el régimen social imperante y sus consecuencias históricas. Su misión es cíclica y hasta episódica y termina con el triunfo de la revolución mundial. Su destino abraza un ciclo de la historia, que va desde los comienzos del movimiento obrero, hasta la dictadura universal del proletariado o, sea, hasta la implantación del comunismo. Al iniciarse la edificación socialista mundial, cesa su acción estética, cesa su influencia social. El arte bolchevique sirve a una vicisitud periódica de la sociedad. Operada esta transformación o «salto» marxista, las arengas, las proclamas y admoniciones pierden toda su vigencia estética y, de continuar, sería como si en medio de una labor de siembra o de cosecha, se oyese himnos de guerra, apóstrofes de lucha.

El arte bolchevique, por su prestancia actualista fulminante, requiere y embarga la atención colectiva más que el arte socialista. Siempre el arte temporal predomina, en el momento del que procede y al que sirve, sobre el arte intemporal.

Ejecutoria del arte socialista

El poeta socialista no reduce su socialismo a los temas ni a la técnica del poema. No lo reduce a introducir palabras a la moda sobre economía, dialéctica o derecho marxista, a movilizar ideas y requisitorias políticas de factura u origen comunista, ni a adjetivar los hechos del espíritu y de la naturaleza, con epítetos tomados de la revolución proletaria. El poeta socialista supone, de preferencia, una sensibilidad orgánica y tácitamente socialista. Sólo un hombre temperamentalmente socialista, aquel cuya conducta pública y privada, cuya manera de ver una estrella, de comprender la rotación de un carro, de sentir un dolor, de hacer una operación aritmética, de levantar una piedra, de guardar silencio o de ajustar una amistad, son orgánicamente socialistas, sólo ese hombre puede crear un poema auténticamente socialista. Sólo ése creará un poema socialista, en el que la preocupación esencial no radica precisamente en servir a un interés de partido o a una contingencia clasista de la historia, sino en el que vive una vida personal y cotidianamente socialista (digo personal y no individual). En el poeta socialista, el poema no es, pues, un trance espectacular, provocado a voluntad y al servicio preconcebido de un credo o propaganda política, sino que es una función natural y simplemente humana de la sensibilidad. El poeta socialista no ha de ser tal únicamente en el momento de escribir un poema, sino en todos sus actos, grandes y pequeños, internos y externos, conscientes y subconscientes y hasta cuando duerme y cuando se equivoca y cuando se traiciona voluntaria o involuntariamente y cuando se rectifica y cuando fracasa.

Ficha del nuevo rico

La presentación gráfica de los versos no debe servir para sugerir lo que dice ya el texto de tales versos, sino para sugerir lo que el texto no dice. De otra manera, ello no pasa de un pleonasmo y de un adorno de salón de «nuevo rico».

Así crea el teatro bolchevique

El teatro bolchevique introduce numerosos elementos nuevos a la plástica escénica. Para decir una cosa a otro personaje, aquél sube a dos metros de altura o se sienta. El novio corre a ver a su novia y sigue corriendo hasta cuando ya no se mueve; sigue corriendo en su mismo sitio. Hay cosas que se dicen bajo un paragua y otras, vestido de cuatro colores, etc. etc. Todos estos son inéditos resortes plásticos y cinemáticos del teatro, con evidente significación política y hasta económica, revolucionaria.

Escollos de la crítica marxista

Ni Plekhanov ni Lunacharsky ni Trotsky han logrado precisar lo que debe ser temáticamente el arte socialista. ¡Qué confusión! ¡Qué vaguedad! ¡Qué tinieblas! ¡Qué reacción, a veces, disfrazada y cubierta de fraseología revolucionaria! El propio Lenin no dijo lo que, en substancia, debe ser el arte socialista. Por último, el mismo Marx se abstuvo de deducir del materialismo histórico, una estética más o menos definida y concreta. Sus ideas en este orden se detienen en generalidades y esquemas sin consecuencias.

Después de la revolución rusa, se ha caído, en cuestiones artísticas, en una gran confusión de nociones diferentes aunque concéntricas, congruentes y complementarias. Nadie sabe, a ciencia cierta, cuándo y por cuáles causas peculiares a cada caso particular, un arte responde a una ideología clasista o al socialismo. Porque, por mucho que sostenga doctrinalmente Rosa Luxemburgo que «en el dominio del arte, los clichés de “revolucionario” o “reaccionario” no significan gran cosa», la realidad social exige y ha exigido siempre una clara delimitación de esos clichés, que no son simples clichés, sino nociones de sólido y viviente contenido social. ¿Vamos a aplicar indistintamente el epíteto de revolucionario, verbigracia, a Pirandello, y de reaccionario a Gorky? Ciertamente no. Tomemos algunos ejemplos. «La línea general», de Eiseinstein, ¿es clasista o socialita? ¿Por qué responde al socialismo? ¿Por qué a una ideología clasista? ¿«La línea general» es las dos cosas juntas o solamente alguna de ellas y por qué? Idéntico cuestionario se puede formular ante «El Cemento» de Gladkov, ante «La amapola roja» de Glier, ante las pinturas de Katsman o ante «150 millones» de Maiakovski.

Más todavía. Existe una palabra que ha causado y causa confusiones inextricables: la palabra «revolución». Esta palabra ha perdido, con frecuencia, su alcance y contenido vitales, para convertirse en máscara del impostor, del renegado y del oportunista. ¡Qué tráfico de aventureros, de cobardes y traidores, se ha consumado al amparo de esta contraseña de comadres! ¡Qué contrabando de ideas, de personas y arribismos, se ha perpetrado al amparo de este pasaporte!

En arte, el caos causado por la palabra o ficha «revolución» es desastroso. Ejemplo:

«Basta —me decía Maiakovski—, que un artista milite políticamente en favor del Soviet, para que merezca el título de revolucionario». Según esto, un artista que pintase —sin darse cuenta de ello, sin poderlo evitar y hasta contrariando subconscientemente su voluntad consciente— cuadros de evidente sustancia artística reaccionaría —individualista, verbigracia— pero que, como miembro del partido bolchevique, se distingue por su verborrea propagandista, realiza una obra de arte revolucionaria. Estamos entonces ante el caso híbrido o monstruoso de un artista que es, a la vez, revolucionario, según Maiakovski, y reaccionario, según la naturaleza intrínseca de su obra. ¿Se concibe mayor confusión? Porque el caso del pintor de nuestro ejemplo es cotidiano y se repite tratándose de músicos, escritores, cineastas, escultores, ante los cuales algunos críticos marxistas observan un criterio tan arbitrario, casuístico y anarquizante, como el de cualquier esteta burgués.

Porque en este punto, urge que nos entendamos.

1. Un artista puede ser revolucionario en política y no serlo, por mucho que, consciente y políticamente, lo quiera, en el arte.

2. Viceversa, un artista puede ser, consciente o subconscientemente, revolucionario en el arte y no serlo en política.

3. Se dan casos, muy excepcionales, en que un artista es revolucionario en el arte y en la política. El caso del artista pleno.

4. La actividad política es siempre la resultante de una voluntad consciente, liberada y razonada, mientras que la obra de arte escapa, cuanto más auténtica es y más grande, a los resortes conscientes, razonados, preconcebidos de la voluntad. Rosa Luxemburgo reflexionaba a este propósito: «Dostoiewski es, sobre todo en sus últimas obras, un reaccionario declarado, un místico devoto y un antisocialista feroz. Sus descripciones de revolucionarios rusos son nada menos que perversas caricaturas. Del mismo modo, las enseñanzas místicas de Tolstoy revisten un carácter reaccionario innegable. Y, sin embargo, las obras de los dos nos conmueven, nos elevan, nos liberan. Y es que, en realidad, son únicamente las conclusiones a las que ambos llegan y cada cual a su manera, y el camino que creen haber encontrado, fuera del laberinto social, lo que les lleva al callejón sin salida del misticismo y del ascetismo. Pero en el verdadero artista, las opiniones políticas importan poco. Lo que importa es la fuente de su arte y de su inspiración y no el fin consciente que él se propone y las fórmulas especiales que recomienda».

Llame en la calle a un «intelectual revolucionario», paladín ortodoxo y fanático del «arte al servicio de la causa social» y le dije:

—Venga usted a oír un trozo de música y va usted luego a decirme si esta música es revolucionaria o reaccionaria, clasista o socialista, proletaria o burguesa.

Nos detuvimos ante la puerta de una casa desconocida, donde alguien tocaba al piano una partitura. Tanto el «intelectual revolucionario», como yo, desconocíamos esta música, el título de ella, el nombre de su autor y el del pianista. Terminado el trozo, el «intelectual revolucionario» se vio en apuros para responderme. Temía dar su opinión y equivocarse. Estuvo a punto de aventurarse a decirme que esa música era reaccionaria, pero ¿y si su autor era un artista conocido y tenido por la crítica marxista como revolucionario? Iba a decir, por momentos, que estábamos ante un arte evidentemente clasista, pero ¿y si la pieza llevaba un título «au dessus de la melée»?… La cosa, en verdad, resultaba escabrosa. El «intelectual revolucionario», paladín ortodoxo y fanático del «arte al servicio de la causa social», vaciló, evadió, en suma, la respuesta y acabó por engolfarse en textos, opiniones y citas de Hegel, Marx, Freud, Bukharin, Barbusse y otros.

¿Existe el arte socialista?

Pero ¿existe actualmente el arte, socialista? Evidentemente sí. El arte socialista existe. Ejemplos: Beethoven, muchas telas del Renacimiento, las pirámides de Egipto, la estatuaria asiria, algunas películas de Chaplin, el propio Bach (en Rusia, se toca Bach), etc.

¿Por qué tales obras corresponden a la noción y al contenido del arte socialista? Porque, a nuestro parecer, responden a un concepto universal de masa y a sentimientos, ideas e intereses comunes —para emplear justamente un epíteto derivado del sustantivo comunismo— a todos los hombres sin excepción.

¿Quiénes son todos los hombres sin excepción? En esta denominación entran los individuos cuya vida se caracteriza por la preponderancia de los valores humanos sobre los valores de la bestia. Esta preponderancia de la melaza humana sobre el estado animal, basta a capacitar a un individuo para figurar entre «todos los hombres sin excepción», cuyos sentimientos, ideas e intereses le son comunes y orgánicamente solidarios. Dicho está que no figura «entre los hombres sin excepción» el individuo cuya conducta denota un estado mórbido o de insuficiencia psíquica que le coloca lejos por igual del hombre y de la bestia.

La vía y los medios que siguen los valores estrictamente humanos para nacer y desenvolverse, varían necesariamente según una serie de condiciones de medio telúrico y social, condiciones que en la historia producen otros tantos tipos de humanidad, diversos en las peripecias y accidentes de su desarrollo, pero idénticos en sus leyes y destinos generales. Cuando una obra de arte responde, sirva y coopera a esta unidad humana, por debajo de la diversidad de tipos históricos y geográficos en que ésta se ensaya y realiza, se dice que esa obra es socialista. No lo es cuando, por el contrario, la obra limita sus raíces y alcances sociales a la psicología e intereses particulares de cualquiera de las fracciones humanas en que la especie se pluraliza según el medio espacial y temporal.

El arte socialista no es, entonces, una realidad que vendrá, como parecen pensar algunos críticos marxistas, sino que es ya, como acabamos de decirlo, una realidad existente, según los ejemplos que he citado, aunque andamos aún lejos de la sociedad socialista, no podrá negarse que existen diversos aspectos de la vida social, cuya forma, estructura e irradiación colectivas son manifiestamente socialistas. Ejemplos: la técnica de producción en cadena, el motocultivo, el combinat y otras formas avanzadas del trabajo; el tipo standard de gran número de productos industriales, muchas costumbres cotidianas, las grandes viviendas obreras, y, finalmente, el gran arte. Se trata, desde luego, de formas socialistas rudimentarias e incompletas dado que se hallan frenadas por los antagonismos del sistema capitalista en que se produce. La masa misma es acaso la forma más sugestiva, por ahora, de vida socialista.

El socialismo se halla, pues, en marcha, encarnado en múltiples fenómenos de la vida social.

Además, no ya como sistema, elaborado consciente y científicamente, sino como ley e instinto racional del hombre a través de la historia, el socialismo no ha cesado de pugnar y manifestarse de diferentes maneras en las colectividades, aún desde la etapa preclasista y más aún, desde el comunismo primitivo. Plekhanov, en «El arte y la vida social» y Bukharin, en «La teoría del materialismo histórico», perfilan, con frecuencia y al azar, innumerables ejemplos de formas vagamente socialistas, esbozadas en la vida de las tribus. Más tarde, dentro de las sociedades del antiguo Oriente, observamos lo mismo: particularmente, el trabajo de las masas ofrece, —en Egipto, en Asiria— un acentuado carácter socialista. Durante la Edad Media, la pugna histórica del socialismo se eclipsa casi totalmente, para reaparecer solamente en los albores del capitalismo.

Al par de este parpadeo socialista, incongruente y larvado, pero tenaz y en creciente afirmación a través de la historia, se han producido otras tantas formas de arte socialista, reflejo más o menos directo de la vida social. El Coliseo de Roma contiene en su contextura arquitectónica y en el trabajo de masas que él revela, más de un aspecto o elemento artístico socialista, bien que todavía bárbaro y, sobre todo, malogrado por el pecado original de la sanguinaria injusticia social de que procede. Indudablemente, no se puede hablar de socialismo ni de arte socialista, en sociedades en que el hombre es explotado por el hombre. Esto es una verdad inobjetable. Pero aquí tocamos, precisamente, el punto decisivo de la cuestión.

La sociedad socialista no va a surgir de golpe, de la noche a la mañana. La sociedad socialista será el resultado de todo el proceso social de la historia. La sociedad socialista será la obra de un conjunto de fuerzas y leyes deterministas de la vida social. Ella no será una improvisación, sino una elaboración racional y científica, lenta, evolutiva, cíclica y revolucionaria. La prueba está en que la estamos viendo ahora (concretándose y definiéndose en Rusia) y la hemos visto, en el pasado plural y sucesivo de las sociedades, esbozarse y edificarse piedra a piedra —en muchos planes quincenales, más o menos brillantes u oscuros, pero todos enhebrados por un solo hilo de la historia. Lo que se puede entonces afirmar es que ha habido y hay formas de la vida social más o menos socialistas y que estas formas ofrecen en la historia escalas y grados variables, aunque siempre progresivas, de socialismo. La división de la sociedad en clases y el imperio de la injusticia han impedido, ciertamente, hasta hoy, una más vasta, profunda y pura socialización de muchos aspectos de la vida colectiva. Sin embargo, la dialéctica irrefragable de la historia, contrariando y triunfando de las clases dominantes, ha socializado, repito, ciertas formas sociales de la vida. Es así como los Estados Unidos, baluarte por excelencia del sistema capitalista —con sus injusticias más refinadas— ofrecen en su técnica de trabajo y en su estructura industrial, una creciente, aunque sorda y subterránea, tónica socialista. En grado revolucionario y sumo, Rusia —con la abolición de clases y la supresión de la injusticia social— ha cerrado el ciclo de las socializaciones esporádicas, intermitentes y larvadas y ha abierto para siempre la era socialista de la humanidad. Y mañana, cuando haya estallado y triunfado la revolución proletaria universal, la sociedad será socializada integralmente, no sólo en la producción, sino también y lo que es más decisivo, en la distribución de los productos.

Pues bien: las obras de arte socialista han seguido, siguen y seguirán idéntico desarrollo progresivo que la sociedad. La emoción artística socialista irá ganando en socialismo. La música socialista del futuro será más socialista que las sinfonías de Beethoven y las fugas de Bach. Estos músicos llegaron, en efecto, a tocar lo que hay de más hondo y común en todos los hombres, sin aflorar a la periferia circunstancial de la vida, zona ésta que está determinada por la sensibilidad, las ideas y los intereses clasistas del individuo. Otros músicos operarán de ambos modos en la vida social: en lo profundo y en lo contingente de todos los individuos; es decir, sus obras serán más socialistas que las de Bach y de Beethoven.

¿En qué medida el arte y la literatura soviéticos son socialistas?

De lo que, tocante a arte socialista y arte bolchevique, llevo dicho hasta aquí, pueden deducirse dos criterios en esta cuestión. En primer lugar, tomado el arte soviético como medio de realizar el socialismo y como una fuerza dialéctica de creación de aquella sociedad, ese arte puede considerarse o, mejor dicho, caracterizarse como socialista. En segundo lugar, tomado el arte soviético como reflejo y expresión de la sociedad de que procede, también puede caracterizarse como socialista, puesto que él encierra, repetimos, muchas y fundamentales formas, socializadas ya, de la vida colectiva.

Pero, juzgadas las cosas con mayor precisión, es imposible no percibir, a la base del arte y la literatura soviéticos, todo el espíritu y todos los caracteres de lo que más adelante hemos designado con el nombre de arte bolchevique. Más que expresar las formas de una nueva sociedad, socializada en un 25% a 30%, el arte soviético se propone, de preferencia, atizar y adoctrinar la rebelión y la organización de todas las masas del mundo, para la protesta, para las reivindicaciones, para la lucha de clases y para la revolución universal. Así pues, reuniendo el arte y la literatura soviéticos, responden exactamente a la ejecutoria del arte bolchevique de que hemos hablado anteriormente.

Tratemos de ver claro y ser precisos. Tratemos de entendemos. La revolución no se hace escamoteando la realidad, sino llamando las cosas por sus nombres verdaderos y mirándolas cara a cara.

Estoy seguro que la mayor parte de las obras artísticas y literarias soviéticas, (salvo la arquitectura), distarán inmensamente del arte socialista futuro. Las bellezas y emociones bolcheviques de «El acorazado Potemkin», de «Caballería Roja», de «Komandar», de «Amapola roja», se opacarán considerablemente. (Y que la crítica y la estética burgueses no se extrañen de esto de «bellezas bolcheviques». ¿Es que no nos hablan ellos hasta de la «belleza griega» o de la «belleza gótica»?).

Profecía y creación o el adivino y el trabajador

Con frecuencia, Víctor Hugo pretendía pasar como profeta.

Grosero estilo profético el suyo. El terrible retórico de «Las Orientales» profetizaba, no a la manera de los poetas auténticos, sino a la manera de los adivinos y brujas iracundas de las ferias. Creía que el rol del oráculo poético consiste en anunciar, por ejemplo, —como lo hace en «Plein Ciel»— que el avión será un factor de armonía y de dicha entre los hombres, aunque luego yerre su profecía y el aeroplano sirva, en 1914, de fuerza destructora entre los pueblos.

El poeta emite sus anunciaciones de otro modo: insinuando en el corazón humano, de manera oscura e inextricable, pero viviente e infalible, el futuro vital del ser humano y sus infinitas posibilidades. El poeta profetiza creando nebulosas sentimentales, vagos protoplasmas, inquietudes constructivas de justicia y bienestar social. Lo demás, la anticipación expresa y rotunda de hechos concretos, no pasa de un candoroso expediente de brujería barata y es cosa muy fácil. Basta ser un inconsciente con manía de alucinado. Así hacen las sibilas vulgares: no importa que se realice o no lo que anuncian.

La obra de arte y el medio social

¿Existe una estrecha correspondencia entre la vida del artista y su obra? ¿Existe un sincronismo absoluto entre la obra y la vida del autor? Sí. El sincronismo existe en los grandes y en los pequeños artistas, en los conservadores y en los revolucionarios. El sincronismo se ha producido en el pasado, se produce actualmente y se producirá siempre. Aun en el caso de artistas en cuya obra parece, a primera vista, faltar el tono peculiar de su vida, la concordancia profunda y, a veces, subterránea, es evidente. Para dar con ella, basta auscultarla con buena fe y con un poco de sensibilidad. Cuando faltan estas calidades en la exégesis, se cae frecuentemente en error.

Tomemos, en vía de ejemplo, algunos casos. Nietzsche fue físicamente un hombre débil y enfermo. ¿Se va a colegir de aquí que «El origen de la tragedia» es la mueca de un hombre deshecho y vencido? Tolstoy no tuvo nunca cuitas económicas. No supo lo que es ganar el pan con su trabajo.

Vivió como un pequeño burgués o, más exactamente, como un señor feudal. ¿Se colegirá de aquí que «Resurrección» es una obra feudalizante? Mallarmé vivió en perpetua abstención política, neutral ante el flujo y reflujo de los parlamentos y ausente de los comicios, asambleas y partidos políticos. ¿Se colegirá de aquí que «La siesta del fauno» carece de espíritu político y de sentido social? Evidentemente, no. Tales conclusiones le vienen solamente al crítico empírico y ramplón. A semejanza del mal fotógrafo, que busca en la fotografía la reproducción formal y el remedo externo del original, el mal crítico pretende hallar en la obra de arte la reproducción literal y el reflejo de repetición de la vida del artista. Cuando no halla este reflejo —cosa que, dicho sea de paso, ocurre, precisamente, en los grandes artistas— concluye diciendo que no hay ningún sincronismo entre la vida del autor y su obra. Así es como proceden quienes creen que la concordancia existe en ciertos artistas, pero no en todos.

Para encontrar el sincronismo verdadera y profundamente estético, hay que tener en cuenta que el fenómeno de la producción artística —como dice Millet— es, en el sentido científico de la palabra, una auténtica operación de alquimia, una trasmutación. El artista absorbe y concatena las inquietudes sociales ambientes y las suyas propias individuales, no para devolverlas tal como las absorbió (que es lo que querría el mal crítico y lo que acontece en los artistas inferiores), sino para convertirlas dentro de su espíritu en otras esencias, distintas en la forma e idénticas en el fondo, a las materias primas absorbidas. Puede ocurrir, como hemos dicho, que a primera vista no se reconozca en la estructura y movimiento emocional de la obra, la materia vital en bruto absorbida y de que está hecha la obra, como no se reconoce, a la simple vista, en el árbol los cuerpos químicos nutritivos extraídos de la tierra. Sin embargo, si se analiza profundamente la obra, se descubrirá necesariamente, en sus entrañas íntimas, conjuntamente con las peripecias personales de la vida del artista y a través de ellas, no sólo las corrientes circulantes de carácter social y económico, sino las mentales y religiosas de su época. Un análisis químico de la sustancia vegetal constataría, así mismo, un parecido fenómeno biológico en el árbol.

La correspondencia entre la vida individual y social del artista y su obra, es pues, constante y ella se opera consciente o subconscientemente y aún sin que lo quiera ni se lo proponga el artista y aunque éste quiera evitarlo. La cuestión para la crítica está —repetimos— en saberla descubrir.

Manía de grandeza, enfermedad burguesa

Algunos escritores creen infundir altura y grandeza a sus obras, hablando en ellas del cielo, de los astros y sus rotaciones, de las fuerzas interatómicas, de los electrones, del soplo y equilibrio cósmico, aunque en tales obras no alienta, en verdad, el menor sentimiento de esos materiales estéticos. En la base de esas obras están solo los nombres de las cosas, pero no el sentimiento o noción emotiva y creadora de las cosas.

Comunismo integral

Todo cuanto existe, digno es de entrar en la obra de arte, porque todo goza de la inmanente dignidad de la existencia. El arte no distingue cosa sucia o inferior. La distinción de cosa sucia podrá venir del estómago. Lo de cosa inferior, del cerebro. El corazón no tiene nada que ver en estas diferenciaciones. Un gran dolor, un inmenso placer, hacen olvidar lo sucio y lo inferior, nivelándolo todo en emoción.

Son muy ilustrativos, a este respecto, el arte y la literatura soviéticos. El aliento vital que sube por ellos desde el subsuelo y las entrañas sociales, está rectificando, como en alambique de gran precisión, todo el sistema de valores estéticos y morales de la historia. Es una ofensiva arrolladora de liberación y clarificación del arte, impulsada y sostenida por diversos y nuevos factores sociales revolucionarios, derivados, a su vez, de un vasto y radical desplazamiento de las relaciones de la producción y del derecho.

Conjuntamente con las costumbres, las ideas y los intereses, se sacuden bien al aire, cobrando salud y gracia nuevas, las palabras, los colores, las formas, las sensaciones, los sentimientos. Sobre todo, los sentimientos. Una nueva y hasta hoy desconocida psicología nace en Rusia, más libre, más natural y más racional que la psicología burguesa. ¡Qué lejos del tartufismo, de la «delicadeza» convencional y ñoña y de la vergüenza burguesa! En una pieza teatral, un hombre ordena el fusilamiento de su hermano, en nombre del interés revolucionario. En una novela, una mujer solicita y obtiene de las autoridades que el hijo que acaba de dar a luz, sea suprimido, en virtud de haber nacido estropeado. En un cuadro de pintura, figura un obrero en actitud de defecar, sentado en un confortable water-clos. En un «film», hay un toro negro y vigoroso, cubriendo a una ternera blanca y núbil. Etc., etc.

Qué lejos se está, asimismo, del vicio, del crimen, de la pornografía literaria y artística y de la «prostitución en forma de suplemento artístico» —que decía Lenin— del capitalismo decadente, y hasta de la propia inventiva aristofánica (malicia o tono subido sistemático, es decir, decadencia) y no digo ya de la bestialidad, regresiva y cínica, del Bajo Imperio y de las Babilonias refinadas de la antigüedad. No hay que confundir la naturalidad humana, libre y racional de la vida, con su desnaturalización infraanimal. Base de aquélla es el pudor; fundamento y apoyo de ésta es la pudibundez de fachada o el «desnudismo» inventado últimamente por la burguesía alemana y que no es otra cosa que el clásico cinismo, a las buenas.

La danza sin música

Una evolución sobrevendrá a la danza: su independencia de la música, de instrumento de fondo o batería, de un violín o de una castañuela. La danza será silenciosa, liberada de todo elemento extraño y de todo ritmo extraño advenedizo. La danza palpitará en silencio, inspirada y guiada por una sola música: la de la sangre del danzante.

«Espero una danza, —dice Alfonso Reyes—, que no pretenda contar un cuento, sino simplemente ser danza». Y Alfonso Reyes propone luego «el himno de los hombros, las sonrisas paralelas de la cara y del vientre», etc. Reyes rechaza la danza que cuenta cuentos, pero olvida rechazar la danza que danza motivos musicales. Yo querría algo más radical: la danza que dance la danza y que esté tan lejos de la literatura, como de la música. Algo de esto realiza Lisa Duncan, en «La Internacional» y sus danzas de la revolución rusa.

Estetia y maquinismo

Al celestinaje del claro de luna en poesía, ha sucedido ahora el celestinaje del cinema, del avión o del radio, o de cualquier otra majadería más o menos «futurista».

Los profesores, los filósofos y los artistas burgueses tienen un concepto sui generis del rol de la máquina en la vida social y en el arte, atribuyéndola una especie de carácter divino. El idealismo y la inclinación al misticismo, que se hallan a la base del criterio de esta gente, les hicieron ver en la máquina, desde el primer momento de la invención de Fulton, un ídolo o una divinidad nueva y tan misteriosa como todas las divinidades, ante la cual había que prosternarse, admirándola y temiéndola, a un tiempo. Y hasta ahora mismo observan esta actitud. Los artistas y escritores burgueses, particularmente, han acabado por simbolizar en la máquina la Belleza con B grande, mientras los filósofos simbolizan en ella la Omnipotencia con O grande. Entre los primeros está el fascista Marinetti, inventor del futurismo y entre los segundos, el patriarcal Tagore, cuyos clamores y gritos de socorro contra el imperio jupiterino de la máquina, no han podido menos que estremecer el templo fórdico y maldito de la «cultura» capitalista.

Pero el artista revolucionario tiene otro concepto y otro sentimiento de la máquina. Para él, un motor o un avión no son más que objetos, como una mesa o un cepillo de dientes, con una sola diferencia: aquellos son más bellos, más útiles, en suma, de mayor eficiencia creadora. Nada más. De aquí que, siguiendo esta valoración jerárquica de los objetos en la realidad social, el artista revolucionario haga otro tanto al situarlos en la obra de arte. La máquina no es un mito estético, como no lo es moral y ni siquiera económico. Así como ningún obrero con conciencia clasista, ve en la máquina una deidad, ni se arrodilla ante ella como un esclavo rencoroso, así también el artista revolucionario no simboliza en ella la Belleza por excelencia, el nuevo prototipo estético del universo, ni el numen inédito y revelado de inspiración artística. El sociólogo marxista tampoco ha hecho del tractor un valor totémico en la familia proletaria y en la sociedad socialista.

La corriente futurista que a raíz de la revolución de octubre pasó por el arte ruso y, señaladamente, por la poesía, fue muy explicable, amén de haber sido efímera. Era un rezumo clandestino y trasnochado de la época capitalista recién tramontada. Maiakovski, su mayo: representante en aquel momento, terminó muy pronto por reconocerlo así y boicoteó, en unión de Pasternak, Essenin y otros, todo residuo maquinista en la literatura.

Cuando Gladkov exclama: «La nostalgia de las máquinas es más fuerte que la nostalgia del amor», lo dice solamente como se podría decir: «La nostalgia de las máquinas es más fuerte que la nostalgia de mi cuarto» o de cualquiera otra cosa. No es la máquina la que sube, sino el amor el que aterriza. Y no deja de contar en este caso el sentimiento que Walt Whitman posee de la máquina, según el cual, sin desconocer el valor social y estético de ella, lo moviliza y sitúa en sus poemas con una justeza impresionante.

Tan equivocados andan hoy los poetas que hacen de la máquina una diosa, como los que antes hacían una diosa de la luna o del sol o del océano. Ni deificación ni celestinaje de la máquina. Esta no es más que un instrumento de producción económica, y, como tal, nada más que un elemento cualquiera de creación artística, a semejanza de una ventana, de una nube, de un espejo o de una ruta, etc. El resto no pasa de un animismo de nuevo cuño, arbitrario, mórbido, decadente.

Obreros manuales y obreros intelectuales

En el sistema capitalista de producción económica, resulta difícil determinar y medir en el obrero intelectual, su función social de cooperación humana —de rendimiento, en términos económicos. En el obrero manual, el trabajo es, por naturaleza, claro y apreciable en cifras concretas. El esfuerzo es aquí susceptible de ser medido y estimado con rigurosa exactitud. En régimen taylorista de trabajo —perfeccionado por el fordismo— existe una multitud de instrumentos científicos, destinados a medir y valorar las diversas e innumerables labores de la producción en cadena. El más sutil estremecimiento productor, realizado por el músculo, está cronometrizado en números infinitesimales. Tratándose del trabajo o eficiencia productiva del obrero intelectual, —del escritor, verbigracia— el caso ofrece infinitas dificultades para su cronometrización y valorización consiguiente.

En primer lugar, la forma subjetiva del trabajo intelectual escapa, al menos por ahora, al time study man y a todos sus diagramas y cronómetros. En segundo lugar, ni siquiera es posible atenerse al volumen o alcance objetivo del trabajo, de un libro de versos, por ejemplo. Para establecer el valor económico de este libro, hay que tener en cuenta una serie de factores inextricables: el prestigio del autor, el grado de su influencia pública, el momento social en que viene la obra, su filiación política, moral y estética y el valor intelectual intrínseco del libro. Ya sólo para determinar este valor intelectual intrínseco, independientemente de los otros mencionados, se necesita un índice infinito y cambiante de otros tantos datos y elementos importantes de estimación social y económica. Es entonces que el trabajo intelectual burla al time study man, a sus cronómetros y diagramas y a la clientela.

En el orden socialista desaparecen todas estas dificultades. En el orden socialista no hay salarios ni cronómetros para establecerlos. La actual máxima soviética: «De cada cual, según sus aptitudes; a cada cual, según sus necesidades», es reemplazada por un sistema tácito de trabajo espontáneo y desinteresado, de un lado, y de templanza temperamental en el consumo, de otro lado. El ejercicio del trabajo se hace una necesidad y la satisfacción de los apetitos lleva en sí misma su propia medida. Una y otra cosa son formas discrecionales de la conducta individual, disciplinas orgánicas, que excluyen y ponen de sobre todo control de coerción o mordaza colectivas.

Literatura proletaria

Ardientes discusiones se han promovido acerca de la naturaleza del arte proletario.

Al criterio leninista y oficial del Soviet, que quiere que aquél sea un instrumento del Estado para realizar la dictadura obrera y la revolución mundial, ha sucedido el de Trotsky, quien extiende el criterio proletario del arte a más vastos y profundos dominios del espíritu, y declara que ningún poeta ruso de la revolución, empezando por Block, ha logrado realizar aquellos trazos esenciales del arte proletario. Con todo, la literatura proletaria, según Trotsky, queda siempre encerrada dentro del catecismo espiritual del Estado Proletario. Se trata solamente de una relativa ampliación de vistas de la posición de Lenin y del Soviet.

Hay un segundo modo de caracterizar el arte proletario. Gorki ha dicho: «El trazo típico del escritor proletario está en el odio activo contra todo lo que de dentro o de fuera oprime al hombre, impidiéndole su libre desenvolvimiento y el pleno desarrollo de sus facultades. El escritor proletario tiende a intensificar la participación de los lectores en la vida, a darles un mayor sentimiento de seguridad en sus propias fuerzas y en los medios de vencer todo enemigo interior y ayudarles a adquirir el gran sentido de la vida y la alegría inmensa del trabajo». Como se ve, la posición de Gorki se confunde con el espíritu de la literatura burguesa, que trata de realizar propósitos literalmente idénticos a los que Gorki asigna, de modo harto genérico y vago, a la literatura proletaria. Gorki no bosqueja al carácter estrictamente proletario del arte en cuestión. Lo que dice de éste, han dicho del arte burgués los estetas y críticos burgueses de todas las épocas.

Aún no se ha llegado en Rusia a un acuerdo tocante a la literatura proletaria. Los más no quieren darse cuenta de que el arte proletario no es, en suma, sino el propio arte bolchevique. Una vez, más, Lenin tiene aquí razón y la tiene sobre Trotsky, que pretende, por decirlo así, desviar y dispersar en vagos humanismos, el trabajo del artista proletario, y sobre Gorki, que, como escritor, debería ver estos problemas con mayor penetración técnica que los que no lo son.

«Frente a las costumbres burguesas, —decía Lenin— frente al arribismo y al individualismo literario burgués, frente al “anarquismo aristocrático” y a la competencia por el beneficio personal del escritor burgués, el proletariado socialista debe afirmar, realizar y desenvolver, en su forma más completa e integral, el principio de una literatura proletaria. ¿Cuál es este principio? La literatura proletaria debe ser una literatura de clase y una literatura de partido. Ella debe inspirarse en la idea socialista y en la simpatía por los trabajadores, que encarnan y luchan por la realización de aquella idea. Esta literatura fecundará la última palabra del pensamiento revolucionario de la humanidad, por la experiencia y la actividad viviente del proletariado socialista».

Así, pues, la literatura proletaria debe servir los intereses de clase del proletario y, específicamente, debe enmarcarse dentro de las directivas y consignas prácticas del Partido comunista, vanguardia de las masas trabajadoras. En otros términos, literatura proletaria equivale a literatura bolchevique. Copnes, delegado de la Internacional Comunista ante el segundo Congreso Mundial de Escritores Revolucionarios, decía: «El actual período de agravación de los antagonismos del sistema capitalista, exige a la literatura revolucionaria hacerse proletaria. Si el escritor no se hace revolucionario por puro afán de publicidad, por pura gana demagógica, a fin de hacerse popular, sino porque está penetrado de un odio ardiente a la sociedad capitalista y porque está dispuesto a consagrar su talento a la destrucción de esta sociedad (dos características esenciales del arte bolchevique anotadas por nosotros C. V.), la lógica de la lucha, la lógica inflexible de su propio esfuerzo hacia la revolución, tiene que conducirlo a la literatura proletaria».

Universalidad del verso por la unidad de las lenguas

Un poema es una entidad vital mucho más orgánica que un ser orgánico en la naturaleza. A un animal se le amputa un miembro y sigue viviendo. A un vegetal se le corta una rama y sigue viviendo. Pero si a un poema se le amputa un verso, una palabra, una letra, un signo ortográfico, muere. Como el poema, al ser traducido, no puede conservar su absoluta y viviente integridad, él debe ser leído en su lengua de origen, y esto, naturalmente, limita, por ahora, la universalidad de su emoción. Pero no hay que olvidar que esta universalidad será posible el día en que todas las lenguas se unifiquen y se fundan, por el socialismo, en un único idioma universal.

Poesía e impostura

Hacedores de símbolos, presentaos desnudos en público y sólo entonces aceptaré vuestros pantalones.

Hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres.

Hacedores de metáforas, no olvidéis que las distancias se anuncian de tres en tres.

Hacedores de linduras, ved cómo viene el agua por sí sola, sin necesidad de esclusas; el agua, que es agua para venir, mas no para hacernos lindos.

Hacedores de colmos, se ve de lejos que nunca habéis muerto en vuestra vida.

Regla gramatical

La gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idioma. El poeta puede hasta cambiar, en cierto modo, la estructura literal y fonética de una misma palabra, según los casos. Y esto, en vez de restringir el alcance socialista y universal de la poesía, como pudiera creerse, lo dilata al infinito. Sabido es que cuanto más personal (repito, no digo individual) es la sensibilidad del artista, su obra es más universal y colectiva.

Mi retrato a la luz del materialismo histórico

Un retrato ha de contener en esencia a una vida, es decir, la personalidad infinita, la figura pasada, presente y futura, en fin el rol integral de una vida. El artista hurgará el misterio de esa vida, descubrirá su sentido permanente y cambiante de belleza y lo hará sensible en líneas, colores, planos, movimientos, masas, direcciones. Un retrato es, pues, la revelación de una vida, de principio a fin de trayectoria. Un retrato es dato de oráculo, cifra de adivinación, explicación del misterio, excavación de la fábula. Todo esto es el carácter de un retrato.

Pero la creación del retrato, como todas las creaciones, tiene su heroicidad. Esta heroicidad radica en una lucha entre el infinito de un ser o sea su carácter, que es descubierto y revelado por el artista, y la ubicación de ese ser en un espacio y tiempo circunstanciales. Esta ubicación, este finito, es el parecido. El artista dosificará las partes del conflicto según su emoción. Las circunstancias de espacio y de tiempo, dentro de las cuales es sorprendido el infinito de su vida, no han de ser subordinadas al punto de no ser ya posible reconocer a la persona en el retrato. De un cierto equilibrio misterioso entre lo visible e invisible de un retrato, entre lo circunstancial y lo permanente de él, o, lo que es igual, entre el parecido y el carácter, depende la grandeza de la creación.

Carácter y parecido son valores en lucha en el retrato y por eso se armonizan y se integran. En ambos reside, como en un compás, la emoción de plenitud del retrato. Constituyen la tesis y antítesis del movimiento dialéctico en este arte.

Dime cómo escribes y te diré lo que escribes

La técnica no se presta mucho, como a la simple vista podría creerse, a falsificaciones ni a simulaciones. La técnica, en política como en arte, denuncia mejor que todos los programas y manifiestos la verdadera sensibilidad de un hombre. No hay documento más fehaciente ni dato más auténtico de nuestra sensibilidad, como nuestra propia técnica. El cisma original de la social-democracia rusa en bolcheviques y mencheviques se produjo nada menos que por una discrepancia de técnica revolucionaria. «Si no discrepamos sino en la técnica», le argumentaban los mencheviques a Lenin, en 1903, y éste les respondía: «Sí. Pero, justamente, la técnica es todo».

Hay artistas que se inscriben como superrealistas y quisieran practicar la estética de Breton, pero su escultura, su dibujo o su literatura denuncia, por su clase de técnica —complejo concurso de profundos factores personales y sociales— una sensibilidad, pongamos por caso, impresionista o cubista o simplemente «pompier».

Creen muchos que la técnica es un refugio para el truco o para la simulación de una personalidad. A mí me parece que, al contrario, ella pone siempre al desnudo lo que, en realidad, somos y adónde vamos, aún contradiciendo los propósitos postizos y las externas y advenedizas cerebraciones con que quisiéramos vestirnos y aparecer.

Electrones de la obra de arte

Todos sabemos que la poesía es intraductible. La poesía es tono, oración verbal de la vida. Es una obra construida de palabras. Traducida a otras palabras, sinónimas pero nunca idénticas, ya no es la misma. Una traducción es un nuevo poema, que apenas se parece al original.

Lo que importa principalmente en un poema es el tono con que se dice una cosa y, secundariamente, lo que se dice. Lo que se dice es, en efecto, susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono con que eso se dice, no. El tono queda inamovible en las palabras del idioma original en que fue concebido y creado.

Los mejores poetas son, en consecuencia, menos propicios a la traducción. Así pensaba también Maiakovski. Lo que se traduce de Walt Whitman, son calidades y acentos filosóficos y muy poco de sus cualidades estrictamente poéticas. De él sólo se traduce las grandes ideas, pero no se traduce los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una «tournure», en fin, en los imponderables del verbo.

Se puede traducir solamente los versos hechos de ideas. Son traductibles solamente los poetas que trabajan con ideas, en vez de trabajar con palabras, y que ponen en un poema la letra o texto de la vida, en vez de buscar el tono o ritmo cardíaco de la vida. Gris me decía que en este error están también muchos pintores modernos, que trabajan con objetos, en lugar de trabajar con colores. Se olvida que la fuerza de un poema o de una tela, arranca de la manera con que en ella se disponen y organizan artísticamente los materiales más simples y elementales de la obra. Y el material más simple y elemental del poema es, en último examen, la palabra, como lo es el color en la pintura. El poema debe, pues, ser concebido y trabajado con simples palabras sueltas, allegadas y ordenadas artísticamente, según los movimientos emotivos del poeta.

Lo mismo ocurre con la arquitectura, la música, el cinema, etc. Un edificio se construye con piedra, acero, madera, etc., pero no con objetos. Sería absurdo un palacio fabricado de mesas, animales, tambores, trenes, barcos, con sus movimientos y roles peculiares. La música, asimismo, resulta de una ordenación de simplessones sueltos y no de frases sonoras. Sería absurda una rapsodia fabricada de mugidos de ganado, de chirridos de puertas, de risas, pasos, rumores vegetales, estruendos meteorológicos. En la «Consagración de la Primavera», de Stravinski, se puede constatar —como en una vivisección— el libre nacimiento de los sones, independientes de todo organismo sonoro y de toda combinación armónica y melódica. El cinema embrionario trabajaba con escenas y episodios enteros, es decir, con masas de imágenes. Hoy empieza a trabajar con elementos más simples, con imágenes instantáneas y al millonésimo de segundo, combinadas y «découpées» según el sentido cinemático del realizador. Ejemplos: «Los tres espejos», corrido en el cinema de vanguardia de las Ursulines de París y, en más ancha y esencial medida, «El operador», de Tziga Vertov, y gran parte del cinema ruso.

Autopsia del superrealismo

La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo económico, —la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas, los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución obrera, las insurrecciones coloniales, etc.— corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dvorak, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917, nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924, el superrealismo (Breton, Ribemont-Dessaignes). Sin contar las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por último, a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clichés, como si tuviese miedo de su libertad o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista.

La última escuela de mayor cartel, el superrealismo, acaba de morir oficialmente.

En verdad, el superrealismo, como escuela literaria, no representaba ningún aporte constructivo. Era una receta más de hacer poemas sobre medida, como lo son y serán las escuelas literarias de todos tiempos. Más todavía. No era ni siquiera una receta original. Toda la pomposa teoría y el abracadabrante método del superrealismo, fueron condensados y vienen de unos cuantos pensamientos esbozados al respecto por Apollinaire. Basados sobre estas ideas del autor de «Caligramas», los manifiestos superrealistas se limitaban a edificar inteligentes juegos de salón relativos a la escritura automática, a la moral, a la religión, a la política.

Juegos de salón, he dicho, e inteligentes también: cerebrales, debiera decir. Cuando el superrealismo llegó, por la dialéctica ineluctable de las cosas, a afrontar los problemas vivientes de la realidad —que no dependen precisamente de las elucubraciones abstractas y metafísicas de ninguna escuela literaria—, el superrealismo se vio en apuros. Para ser consecuentes con lo que los propios superrealistas llamaban «espíritu crítico y revolucionario» de este movimiento, había que saltar al medio de la calle y hacerse cargo, ende otros, del problemas político y económico de nuestra época. El superrealismo se hizo entonces anarquista, forma ésta la más abstracta, mística y cerebral de la política y la que mejor se avenía con el carácter ontológico por excelencia y hasta ocultista del cenáculo. Dentro del anarquismo, los superrealistas podían seguir reconociéndose, pues con él podía convivir y hasta consustanciarse el orgánico nihilismo de la escuela.

Pero, más tarde, andando las cosas, los superrealistas llegaron a apercibirse de que, fuera del catecismo superrealista, había otro método revolucionario, tan «interesante» como el que ellos proponían: me refiero al marxismo. Leyeron, meditaron y, por un milagro muy burgués de eclecticismo y de «combinación» inextricable, Breton propuso a sus amigos la coordinación y síntesis de ambos métodos. Los superrealistas se hicieron inmediatamente comunistas.

Es sólo en este momento, —y no antes ni después— que el superrealismo adquiere cierta trascendencia social. De simple fábrica de poemas en serie, se transforma en un movimiento político militante y en una pragmática intelectual realmente viva y revolucionaria. El superrealismo mereció entonces ser tomado en consideración y calificado como una de las corrientes literarias más vivientes y constructivas de la época.

Sin embargo, este concepto no estaba exento de beneficio de inventario. Había que seguir observando los métodos y disciplinas superrealistas ulteriores, para saber hasta qué punto su contenido y su acción eran en verdad y sinceramente revolucionarios. Aún cuando se sabía que aquello de coordinar el método superrealista con el marxismo, no pasaba de un disparate juvenil o de una mistificación provisoria, quedaba la esperanza de que, poco a poco, se irían radicalizando los flamantes e imprevistos militantes bolcheviques.

Por desgracia, Breton y sus amigos, contrariando y desmintiendo sus estridentes declaraciones de fe marxista, siguieron siendo, sin poderlo evitar y subconscientemente, unos intelectuales anarquistas incurables. Del pesimismo y desesperación superrealistas de los primeros momentos —pesimismo y desesperación que, a su hora, pudieron motorizar eficazmente la conciencia del cenáculo— se hizo un sistema permanente y estático, un módulo académico. La crisis moral e intelectual que el superrealismo se propuso promover y que (otra falta de originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su primera y máxima expresión en el dadaísmo, se anquilosó en psicopatía de bufete y en cliché literario, pese a las inyecciones dialécticas de Marx y a la adhesión formal y oficiosa de los inquietos jóvenes al comunismo. El pesimismo y la desesperación deben ser siempre etapas y no metas. Para que ellos agiten y fecunden el espíritu, deben desenvolverse hasta transformarse en afirmaciones constructivas. De otra manera, no pasan de gérmenes patológicos, condenados a devorarse a sí mismos. Los superrealistas, burlando la ley del devenir vital, se academizaron, repito, en su famosa crisis moral e intelectual y fueron impotentes para excederla y superarla con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas. Cada superrealista hizo lo que le vino en gana. Rompieron con numerosos miembros del partido y con sus órganos de prensa y procedieron, en todo, en perpetuo divorcio con las grandes directivas marxistas. Desde el punto de vista literario, sus producciones siguieron caracterizándose por un evidente refinamiento burgués. La adhesión al comunismo no tuvo reflejo alguno sobre el sentido y las formas esenciales de sus obras. El superrealismo se declaraba, por todos estos motivos, incapaz para comprender y practicar el verdadero y único espíritu revolucionario de estos tiempos: el marxismo. El superrealismo perdió rápidamente la sola prestancia social que habría podido ser la razón de su existencia y empezó a agonizar irremediablemente.

A la hora en que estamos, el superrealismo —como movimiento marxista— es un cadáver. (Como cenáculo meramente literario, —repito— fue siempre, como todas las escuelas, una impostura de la vida, un vulgar espantapájaros). La declaración de su defunción se ha producido en dos documentos de parte interesada: el Segundo Manifiesto Superrealista de Breton y el que, con el título de «Un cadáver», han firmado contra Breton, numerosos superrealistas, encabezados por Ribemont-Dessaignes. Ambos manifiestos establecen, junto con la muerte y descomposición ideológica del superrealismo, su disolución como grupo o agregado físico. Se trata de un cisma o derrumbe total de la capilla, el más grave y el último de la serie ya larga de sus derrumbes.

Breton, en su Segundo manifiesto, revisa la doctrina superrealista, mostrándose satisfecho de su realización y resultados. Breton continúa siendo, hasta sus postreros instantes, un intelectual profesional, un ideólogo escolástico, un rebelde de bufete, un dómine recalcitrante, un polemista estilo Maurras, en fin, un anarquista de barrio. Declara, de nuevo, que el superrealismo ha triunfado, porque ha obtenido lo que se proponía: «suscitar, desde el punto de vista moral e intelectual, una crisis de conciencia». Breton se equivoca. Si, en verdad, ha leído y se ha suscrito al marxismo, no me explico cómo olvida que, dentro de esta doctrina, el rol de los escritores no está en suscitar crisis morales e intelectuales más o menos graves o generales, es decir, en hacer la revolución «por arriba», sino, al contrario, en hacerla «por abajo». Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus «crisis de conciencia». La única crisis es la crisis económica y ella se halla planteada —como hecho y no simplemente como noción o como «diletantismo»— desde hace siglos. En cuanto al resto del Segundo Manifiesto, Breton lo dedica a atacar con vociferaciones e injurias personales de policía literario, a sus antiguos cófrades, injurias y vociferaciones que denuncian al carácter burgués, y burgués de íntima entraña, de su «crisis de conciencia».

El otro manifiesto, titulado «Un cadáver», ofrece lapidarios pasajes necrológicos sobre Breton. «Un instante —dice Ribemont Dessaignes— nos gustó el superrealismo: amores de juventud, si se quiere, de domésticos. Los jovencitos están autorizados a amar hasta a la mujer de un gendarme (esta mujer está encarnada en la estética de Breton). Falso compañero, falso comunista, falso revolucionario, pero verdadero y auténtico farsante, Breton debe cuidarse de la guillotina: ¡qué estoy diciendo! No se guillotina a los cadáveres».

«Breton garabateaba, —dice Roger Vitrac— garabateaba un estilo de reaccionario y de santurrón, sobre ideas subversivas, obteniendo un curioso resultado, que no dejó de asombrar a los pequeños burgueses, a los pequeños comerciantes e industriales, a los acólitos de seminario y a los cardíacos de las escuelas primeras».

«Breton —dice Jacques Preven— fue un tartamudo y lo confundió todo: la desesperación y el dolor al hígado, la Biblia y los Cantos de Maldoror, Dios y Dios, la tinta y la mesa, las barricas y el diván de Madame Sabatier, el marqués de Sade y Jean Lorrain, la Revolución rusa y la revolución superrealista—… Mayordomo lírico, distribuyó diplomas a los enamorados que versificaban y, en los días de indulgencia, a los principiantes en desesperación».

«El cadáver de Breton —dice Michel Leiris— me da asco, entre otras causas, porque es el hombre que vivió siempre de cadáveres».

«Naturalmente —dice Jacques Rigaut— Breton hablaba muy bien del amor, pero en la vida era un personaje de Courteline».

Etc., etc., etc.

Sólo que estas mismas apreciaciones sobre Breton, pueden ser aplicadas a todos los superrealistas sin excepción, y a la propia escuela difunta. Se dirá que éste es el lado clownesco y circunstancial de los hombres y no el fondo histórico del movimiento. Muy bien dicho. Con tal de que este fondo histórico exista en verdad, lo que, en este caso, no es así. El fondo histórico del superrealismo es casi nulo, desde cualquier aspecto que se le examine.

Así pasan las escuelas literarias. Tal es el destino de toda inquietud que, en vez de devenir austero laboratorio creador, no llega a ser más que una mera fórmula. Inútiles resultan entonces los reclamos tonantes, los pregones para el vulgo, la publicidad en colores, en fin, las prestidigitaciones y trucos del oficio junto con el árbol abortado, se asfixia la hojarasca.

Política afectiva y política científica

No me causa asombro el nuevo y repentino refleja de Panait Istrati: su rabiosa invectiva contra el Soviet, que él hasta hoy ha alabado también rabiosamente.

Panait Istrati ha sido siempre un instintivo. Piensa y obra por movimientos reflejos. Es un impresionable en su conducta y un subjetivo en sus observaciones y juicios. Bergson lo tiene acaparado, sin dejar en él sitio libre para las disciplinas y métodos nuevos del pensamiento. He llamado «reflejo», a su ataque al Soviet y «nuevo y repentino reflejo», porque toda la vida y los escritos del extraño rumano han sido y son exclusivamente «reflejos». Las peripecias personales que le sirven de tema permanente para su obra —«historia sempiterna de bandidos», como la llama Barbusse— las practicó y vivió del bulbo raquídeo para abajo. Iba a suicidarse, movido por resortes únicamente medulares. Impresionado por la célebre carta que le dirigiera Romain Rolland, a raíz de su fallida muerte, se volvió, también de golpe, escritor. Luego, abriendo los ojos sobre el panorama universal de nuestra época, halló que el país donde su temperamento rebelde y sufrido se enmarcaría mejor era Rusia, y se hizo, asimismo, de la noche a la mañana, panegirista excesivo e hiperbólico de Moscú. Nada, pues, más lógico que hoy se indigne de que su amigo Russakov tenga un altercado con una bolchevique y pierda su alojamiento y que, por esta causa, injurie de repente a la revolución, no viendo ya en el Estado proletario sino desastres, crímenes, abominaciones; tras de los hechos y circunstancias soviéticas más pequeñas e insignificantes se esconden y palpitan ahora para Istrati los horrores más sanguinarios de la historia…

El autor de «Kyra Kyralina» es libre de emplear el método de los «reflejos» en todo lo que quiera: en su vida personal como en su literatura. Pero no es libre de emplearlo en política, terreno para el cual es menester una sensibilidad menos animal y más humana, menos afectiva y más intelectual. En todo cuanto Istrati escribe sobre política hay, inevitablemente, alabanza o invectiva. Su cordialidad ignora la justeza y la justicia, que nacen de los datos de la realidad objetiva y no de los arbitrarios recovecos subjetivos. Las gentes como Istrati se hallan, en política, a mil leguas de la psicología marxista, según la cual nuestro concepto sobre la realidad social y económica debe ser racional, rigurosamente científico e independiente de nuestros caprichos sentimentales. Panait Istrati es, en política, como en todo, un mero sentimental y, en consecuencia, cambia, se contradice o se desmiente a su libre arbitrio, según sus impresiones ultraindividuales. En particular, odia lo malo y ama lo bueno y piensa con Hegel y al revés de Marx, que lo bueno y lo malo son conceptos absolutos e inmutables. Allí donde se fusilaba a los ricos porque explotaban a los pobres, como en Rusia, Istrati ha pronunciado sus más grandes oraciones apologéticas. Pero si, un día inesperado, un excelente amigo suyo riñe con una bolchevique y se le cambia de alojamiento —perdiendo en la riña y en el cambio—, Istrati, muy a su pesar, tiene que pronunciar su condena contra el propio Soviet de sus amores. Para Istrati, en un país donde se trata sincera y prácticamente de establecer la democracia, es inconcebible que se produzca una riña de comadres y que, por distribuir mejor unas habitaciones entre quienes las necesitan, se incomode de modo más o menos discutible a tal o cual sujeto. A partir del «affaire» Russakov, todas las excelencias soviéticas se truecan en ignominias infernales. La generalización es gusto y manía típicamente reaccionarios.

La mayoría de los hombres inspira su conducta política y procede de la misma manera que Panait Istrati: en la sensiblería. De aquí que no logran intervenir eficazmente en la organización y funciones del Estado y que la democracia sea imposible. No quieren convencerse de que la historia no se hace con sensiblerías —lágrimas o sonrisas—, sino con actos inteligentes, fundados en la realidad objetiva e implacable y en una perspectiva científica y global de la vida.

Literatura a puerta cerrada o los brujos de la reacción

El literato a puerta cerrada, no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones encontradas de la realidad social y objetiva, nada de esto llega hasta el bufete del escritor a puerta cerrada.

Este plumífero de gabinete es hijo directo del error económico de la burguesía. Propietario, rentista, con prebendas o sinecuras de Estado o de familia, el pan y el techo le están asegurados y puede escapar a la lucha económica, que es incompatible con el aislamiento. Tal es el más frecuente caso económico del literato de gabinete. Otras veces, el escriba se nutre el estómago de un tácito sentido económico, heredado de la psicología de clase de que procede. Carece entonces de renta, como vulgar parásito de la sociedad, pero disfruta de un temperamento que le permite practicar una literatura de gran cotización. ¿Cómo? «El artista —escribe Upton Sinclair— que triunfa en una época, es un hombre que simpatiza con las clases reinantes de dicha época, cuyos intereses e ideales interpreta, identificándose con ellos». En una sociedad de aburridos regoldantes y de explotadores satisfechos, que, como decía Lenin, «enferman de obesidad», la literatura que más place es la que huele a polilla de bufete. Cuando la burguesía francesa fue más feliz y satisfecha de su imperio, la literatura de mayor prestancia fue la de puerta cerrada. A la víspera de la guerra, el rey de la pluma fue Anatole France. Hoy mismo, en los países donde la reacción burguesa se muestra más recalcitrante como en la propia Francia, en Italia y en España, —para no citar sino países latinos— los escritores en boga son Paul Valéry Pirandello y Ortega y Gasset, cuyas obras contienen, en el fondo, una evidente sensibilidad de gabinete. Ese refinamiento mental, ese juego de ingenio, esa filosofía de salón, esa emoción libresca, trascienden a lo lejos al hombre que se masturba muellemente, a puerta cerrada.

Acerca del concepto de cultura

Se ha manejado con tal hartura y con tanto ensañamiento la palabra «cultura» en filosofía y la palabra «culto» en psicología, que pocos atinan ya a dar con el contenido de estos vocablos. No me refiero únicamente a la confusión que reina en la opinión pública, ni en la conciencia social media. Me refiero principalmente, a la confusión de las filosofías y de los propios filósofos. No hay dos de éstos cuyo concepto de «cultura» sea idéntico. Aquél llama culto al hombre que sabe sentir la música de Stravinsky, mientras éste llama culto al hombre honrado, aunque demuestre una sordera absoluta ante el «Apolo Musageta». Otro llama culto al hombre que maneja magistralmente el latín y el hebreo en la Academia, mientras un cuarto llama culto al hombre que cumple escrupulosamente sus compromisos cotidiano, aunque sea un analfabeto integral.

El escritor inglés, Stacy Aumonier, clasificada a los pueblos, según el grado de su cultura, en la siguiente forma: Primero. Pueblos cultos, por orden de sus méritos: Suecia, Escocia, Dinamarca, Holanda, Inglaterra, Noruega, Hungría Suiza y Alemania. Segundo. Pueblos semicultos: Francia Bélgica, Austria, Checoslovaquia. Tercero. Pueblos bárbaros Italia, Irlanda, Portugal, España, Grecia, Turquía y países balcánicos. Pero el escritor francés, M. Rosny —de la Academia Goncourt— cree, en cambio, que M. Aumonier se equivoca y que un pueblo como Francia, que ha renovado la filosofía y las matemáticas con Pascal, que ha creado el electromagnetismo con Ampère, que ha revolucionado la medicina con Pasteur, que ha ilustrado la pintura con Watteau y que en literatura ha producido a Montaigne, Rabelais, Molière, Balzac tiene derecho a figurar en la primera línea de los pueblos cultos.

Seguramente, M. Aumonier llama culto al hombre que M. Rosny cree bárbaro y viceversa. Probablemente, M. Rosny estima que un químico es, por el solo hecho de haber creada una gran fórmula científica, un hombre culto, mientras que M, Aumonier estima, tal vez, por su parte, que culto es sólo el hombre sano de cuerpo y espíritu, casto en la sensualidad, honesto para sí mismo y para los demás y, en fin, que comprende natural y humanamente su destino, aunque no sea química ni revolucionario en medicina.

La confusión en ese punto refleja la confusión y contradicciones inherentes al espíritu y a la sociedad capitalista en general. Dentro de ella operan las más opuestas filosofías, según el interés de clase, de patria, de raza, etc. Las filosofías varían hasta dentro de una misma estructura social. En cada país viven tantas filosofías y conciencias sociales, como clases hay en ellas. Las ideologías se superponen según la jerarquía de esas clases. Esto puede verse también reflejado en las formas de la educación, con su multitud de escuelas de tipos diversos y con su caos de métodos y fines. «La escuela burguesa —escribe el pedagogo ruso Pistrack— está incapacitada para dar una concepción unificada del mundo. Sólo la escuela única —propugnada por el Soviet— puede producir un tipo único y universal de cultura».

Así, pues, mientras subsista el régimen capitalista, con sus contradicciones emanadas de la concurrencia económica, subsistirá el caos ideológico y cultural en el mundo.

Los doctores del marxismo

Hay hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo, para luego tratar de meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esa teoría. La vida viene, en este caso, a servir a la doctrina, en lugar de que ésta —como quería Lenin— sirva a aquélla. Los marxistas rigurosos, los marxista fanáticos, los marxistas gramaticales, que persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la realidad histórica y social a comprobar literal y fielmente h teoría del materialismo histórico —aun desnaturalizando los hechos y violentando el sentido de los acontecimientos— pertenecen a esta clase de hombres. A fuerza de querer ver en esta doctrina la certeza por excelencia, la verdad definitiva, inapelable y sagrada, una e inmutable, la han convertido en un zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital —tan preñado de sorpresas— calce dicho zapato, aunque sea magullándose los dedos y hasta luxándose los tobillos. Son éstos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo, aquellos que velan y custodian con celo de amanuenses, la forma y la letra del nuevo espíritu, semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su aceptación y acatamiento al marxismo, son tan excesivos y tan completo su vasallaje a él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia —lo que hacen únicamente los hombres libres— sino que van hasta interpretarlo literalmente, estrechamente. Resultas así convertidos en los primeros traidores y enemigos de lo que ellos, en su exigua conciencia sectaria, creen ser los más puros guardianes y los más fieles depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a esta tribu de esclavos que el propio maestro se resistía, el primero, a ser marxista.

Partiendo de la convicción de que Marx es el único filósofo que ha explicado científicamente el movimiento social y que ha dado, en consecuencia, y de una vez por todas, con el clave de las leyes de la historia, la primera desgracia de estos fanáticos consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades creadoras, relegándose a la condición de simples panegirista: y papagayos de «El Capital». Según ellos, Marx será el último revolucionario de todos los tiempos y, después de él, ningún hombre podrá descubrir nada. El espíritu revolucionario acabe con él y su explicación de la historia contiene la verdad última e incontrovertible, contra la cual no cabe ni cabrá objeción ni derogación posible, ni hoy ni nunca. Nada puede ni podrá concebirse ni producirse en la vida, sin caer dentro de la fórmula marxista. Toda la realidad universal es una perenne y cotidiana comprobación de la doctrina materialista de la historia. Para decidirse a reír o llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan su «Capital» de bolsillo y lo consultan. Cuando se les pregunta si el cielo está azul o nublado, abren su Marx elemental y, según lo que allí leen, es la respuesta. Viven y obran a expensas de Marx. Ningún esfuerzo les está exigido ante la vida y sus vastos y cambiantes problemas. Les es suficiente que, antes de ellos, haya existido el maestro que ahora les ahorra la obligación y la responsabilidad de pensar por sí mismos y de ponerse en contacto directo con las cosas.

Freud explicaría fácilmente el caso de estos parásitos, cuya conducta responde a instintos e intereses opuestos, precisamente, a la propia filosofía revolucionaria de Marx. Por más que les anime una sincera intención revolucionaria, su acción efectiva y subconsciente les traiciona, denunciándolos come instrumentos de un interés de clase, viejo y culto, subterránea y «refoulé» en sus entrañas orgánicamente reaccionarias. Los marxistas son, en general, casi siempre, de origen y cepa social burguesa o feudal. La educación y la cultura y aun la voluntad, no han logrado expurgarlos de estas lacras y fondo clasistas.

El agro y la urbe y su síntesis socialista

Aún son legión los profesores patriarcales —Tolstoy a la cabeza— que levantan entre el burgo y el agro una barrera tremenda, sagrada, infranqueable. Esta misma barrera se apoya del otro lado, en una doctrina idéntica de los profesores ultraciudadanos. Aquéllos se han erigido en apóstoles y defensores de la existencia campesina, y los otros, en defensores y apóstoles de la existencia urbana. A lo sumo, ambos bandos llegan a la tímida concesión de un Hyde Park en Londres y de una Jasnaia Polania en la estepa.

Pero entre unos y otros, se yergue en esta cuestión la doctrina socialista. En Rusia, el campo y la ciudad se mancomunizan más y más, forjando el tipo del hombre nuevo, cuyo género de vida, trabajo y módulos culturales, participarán, por igual, de una y otra atmósfera. ¿Por qué al trabajador del campo le ha de estar prohibido conocer y disfrutar de los intereses, derechos, obligaciones, goces e inquietudes colectivas del trabajador de la ciudad? ¿Y por qué, a su turno, éste ha de estar condenado a idéntica privación respecto de la vida campesina?

El socialismo trata de refundir en el hombre futuro al habitante de la urbe y al habitante del agro. La civilización del porvenir debe basarse e inspirarse en ambos, someterlos a unas mismas disciplinas sociales y extraer de los dos el individuo nuevo, el molde sintético de humanidad. Y esto se está ya efectuando en Rusia con los kombinats, tipos originalísimos de convivencia social, especie de grandes núcleos colectivos —mitad agrarios y mitad industriales, mitad bucólicos y mitad ciudadanos.

El duelo entre dos literaturas

El proceso literario capitalista no logra, por más que lo desean sus pontífices y capataces, eludir los gérmenes de decadencia que le suben, desde hace muchos años, del bajo cuerpo social en que él se apoya. Esto quiere decir que las contradicciones congénitas, crecientes y mortales en que se debate la economía capitalista, circulan igualmente por el arte burgués, engendrando su debacle. Esto quiere decir, asimismo, que la resistencia de aquellos caciques intelectuales para no dejar morir esta literatura, es vana e inútil, ya que estamos ante un hecho determinado, en un plano rigurosamente objetivo, nada menos que por fuerzas y formas de base de la producción económica, muy distantes y extrañas a los intereses sectarios, profesionales e individuales del escritor. La literatura capitalista no hace, pues, más que reflejar —sin poderlo evitar, repito—, la lenta y dura agonía de la sociedad de que procede.

¿Cuáles son los más saltantes signos de decadencia de la literatura burguesa? Estos signos se han evidenciado harto ya para insistir sobre ellos. Todos pueden, no obstante, filiarse por un trazo común: el agotamiento de contenido social de las palabras.

El verbo está vacío. Sufre de una aguda e incurable consunción social. Nadie dice a nadie nada. La relación articulada del hombre con los hombres, se halla interrumpida. El vocablo del individuo para la colectividad, se ha quedado trunco y aplastado en la boca individual. Estamos mudos, en medio de nuestra verborrea incomprensible. Es la confusión de las lenguas, proveniente del individualismo exacerbado que está en la base de la economía y política burguesas. El interés individual desenfrenado —ser el más rico, el más feliz, ser el dictador de un país o el rey del petróleo—, lo ha colmado de egoísmo todo: hasta las palabras. El vocablo se ahoga de individualismo. La palabra —forma de relación social la más humana entre todas— ha perdido así toda su esencia y atributos colectivos.

Tácitamente, en la cotidiana convivencia, todos sentimos y nos damos cuenta de este drama social de confusión. Nadie comprende a nadie. El interés de uno habla un lenguaje que el interés del otro ignora y no entiende. ¿Cómo van a entenderse el comprador y el vendedor, el gobernado y el gobernante, el pobre y el rico? Todos también nos damos cuenta de que esta confusión de lenguas no es, no puede ser, cosa permanente y que debe acabar cuanto antes. Sabemos que para que ella acabe no hace falta sino una clave común: la justicia, la gran aclaradora, la gran coordinadora de intereses.

Entretanto, el escritor burgués sigue construyendo sus obras con los intereses y egoísmos particulares a la clase social de que él procede y para la cual escribe. ¿Qué hay en estas obras? ¿Qué expresan? ¿Qué se dicen en ellas los hombres? ¿Cuál es en ellas el contenido social de las palabras? En los temas y tendencias de la literatura burguesa no hay más que egoísmo y desde luego, sólo los egoístas se placen en hacerla y en leerla. La obra de significado burgués o escrita por un espíritu burgués, no gusta sino al lector burgués. Cuando otra clase de hombre —un obrero, un campesino y hasta un burgués liberado de su vértebra clasista— pone los ojos en la literatura burguesa, los vuelve con frialdad o repugnancia. El juego de intereses de que se nutre semejante literatura, habla, ciertamente, un idioma diverso y extraño a los intereses comunes y generales de la humanidad. Las palabras aparecen ahí incomprensibles o inexpresivas. Los vocablos fe, amor, libertad, bien, pasión, verdad, dolor, esfuerzo, armonía, trabajo, dicha, justicia, yacen vacíos o llenos de ideas y sentimientos distintos a los que tales palabras enuncian. Hasta los vocablos vida, dios e historia son equívocos o huecos. La vaciedad y la impostura dominan en el tema, la contextura y el sentido de la obra. Aquel lector rehúye entonces o boicotea esta literatura. Tal ocurre, señaladamente, con los lectores proletarios respecto de la mayoría de autores y obras capitalistas.

¿Qué sobreviene entonces?

De la misma manera que el proletariado va cobrando rápidamente el primer puesto en la organización y dirección del proceso económico mundial, así también va él creándose una conciencia de clase universal y, con esta, una propia sensibilidad, capaz de crear y consumir una literatura suya, es decir, proletaria. Esta nueva literatura está naciendo y desarrollándose en una proporción correlativa y paralela —en extensión y hondura— a la población obrera internacional y a su grado de conciencia clasista. Y como esta población abraza hoy las nueve décimas partes de la humanidad y como, de otro lado, la conciencia proletaria gana en estos momentos casi la mitad de los trabajadores del mundo, resulta que la literatura obrera está dominando casi por entero la producción intelectual mundial. «Algo tenemos ya que oponer —dice modestamente el escritor proletario alemán, Johannes Becher— en el dominio de la poesía, de la novela y hasta del teatro a las obras maestras de la literatura burguesa». Pero, con más justeza, Béla Illés dice: «La literatura proletaria se halla ya, en muchos países capitalistas (especialmente en Alemania), en condiciones de rivalizar con la literatura burguesa».

¿Cuáles son los más saltantes signos de la surgente literatura proletaria? El signo más importante está en que ella devuelve a las palabras su contenido social universal, llenándolas de un substractum colectivo nuevo, más exuberante y más puro y dotándolas de una expresión y de una elocuencia más diáfanas y humanas. El obrero, al revés del patrón, aspira al entendimiento social de todos, a la universal comprensión de seres e intereses. Su literatura habla, por eso, un lenguaje que quiere ser común a todos los hombres. A la confusión de lenguas del mundo capitalista, quiere el trabajador sustituir el esperanto de la coordinación y justicia sociales, la lengua de las lenguas. ¿Logrará la literatura proletaria este renacimiento y esta depuración del verbo, forma suprema ésta y la más fecunda del instinto de solidaridad de los hombres?

Sí. Lo logrará. Ya lo está logrando. No exageramos tal vez al afirmar que la producción literaria obrera de hoy contiene ya valores artísticos y humanos superiores, en muchos aspectos, a los de la producción burguesa. Digo producción obrera, englobando en esta denominación a todas las obras en que dominan, de una u otra manera, el espíritu y los intereses proletarios: por el tema, por su contextura psicológica o por la sensibilidad del escritor. Así es como figuran dentro de la literatura proletaria autores de diversa procedencia clasista, tales como Upton Sinclair, Gladkov, Selvinsky, Kirchon, Pasternak, O’Flaherty y otros, pero cuyas obras están, sin embargo, selladas por una interpretación sincera y definida del mundo de los trabajadores.

De otra parte, son muy significativos a este respecto la atención y respeto que la literatura proletaria despierta en los mejores escritores burgueses, atención y respeto que se traducen por la frecuencia con que tratan —aunque sólo episódicamente— en su reciente producción, de la vida, las luchas y derroteros revolucionarios de las masas trabajadoras. Esta actitud revela dos cosas: unas veces, el «snobismo», propio de las «inteligencias» bizantinas y, otras, la inestabilidad y vacilaciones características de una ideología moribunda.

En suma, todas estas consideraciones atestiguan, de un lado, el advenimiento y la ofensiva arrolladora de la literatura proletaria y, de otro lado, la derrota y desbandada de la literatura capitalista.

La encrucijada de la historia está, como se ve, zanjada en este terreno.

Poesía nueva

Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras «cinema», «avión», «jazz band», «motor», «radio» y, en general, de todas las voces de la ciencia e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras.

Pero no hay que olvidar que esto no es poesía nueva ni vieja, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el artista y convertidos en sensibilidad. El radio, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir «radio», a despertar nuevos temples nerviosos, más profundas perspicacias sentimentales, amplificando evidencias y comprensiones y densificando el amor. La inquietud entonces crece y el soplo de la vida se aviva. Esta es la cultura verdadera que da el progreso. Este es su único sentido estético y no el de llenarnos la boca de palabras flamantes. Muchas veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces, el poema no dice «avión», poseyendo sin embargo, la emoción aviónica, de manera oscura y tácita, pero efectiva y humana. Tal es la verdadera poesía nueva.

En otras ocasiones, apenas se alcanza a combinar hábilmente tales o cuales materiales artísticos y se logra así una imagen más o menos hermosa y perfecta. En este caso, ya no se trata de una poesía «nueva» a base de palabras nuevas, sino de una poesía «nueva» a base de metáforas nuevas. Pero, también en este caso, hay error. En la poesía verdaderamente nueva pueden faltar imágenes nuevas —función ésta de ingenio y no de genio— pero el creador goza o padece en tal poema, una vida en que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas y los hombres se han hecho sangre, célula, algo, en fui, que ha sido incorporado vital y orgánicamente en la sensibilidad.

La poesía «nueva» a base de palabras nuevas o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería de novedad y por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana y, a primera vista, se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no es moderna.

La imagen y sus sirtes

En una imagen de Guyau, la vida está representada por una virgen loca, novia de ilusión de un novio que no existe y al que ella, a cada aurora, espera alegremente, a cada crepúsculo llora no haberle visto llegar. En esta imagen, la vida, ella misma, desaparece y lo que tenemos ante nosotros es una novia loca. Queriendo comunicar mayor latido visible a la presencia de la vida, Guyau la hace, por el contrario, desaparecer y nos muestra, en su lugar, otra presencia, otra cosa: una mujer. Porque nadie negará que una cosa es la vida y otra cosa es la mujer.

Tal suerte corren todas las imágenes por sustitución. Ambiguas, inorgánicas, falsas, estas imágenes carecen de virtualidad poéticas. No son creaciones estéticas, sino penosas artificiosas articulaciones de dos creaciones naturales. No hay que olvidar que el injerto no es fenómeno de biología artística. Ni siquiera lo es la reproducción: en arte, cada forma es un infinito que empieza con ella y acaba con ella.

El cubismo no ha logrado eludir este género de imágenes. Ni el dadaísmo, ni el superrealismo. Menos, naturalmente, el populismo.

El caso Maiakovski

En una reunión de escritores bolcheviques, Kolvasieff me había dicho, en Leningrado:

—No es Maiakovski, como se cree en el extranjero, el más grande poeta soviético, ni mucho menos. Maiakovski no pasa de un histrión de la hipérbole. Antes que él están Pasternak, Biedny, Sayanof y muchos otros…

Yo conocí la labor de Maiakovski, y mi opinión concordaba absolutamente con la de Kolvasieff. Y cuando, unos días después, hablé en Moscú con el autor de «150 000 000», la conversación que tuve con él confirmó para siempre la sentencia de Kolvasieff. No es, en realidad, Maiakovski el mejor poeta del Soviet. Es solamente el más difundido. Si se leyese más a Pasternak, a Kaziin, Gastev, Sayanof, Viesimiensky, el nombre de Maiakovski perdería muchas ondas sonoras en el mundo.

Pero ¿por qué había de ser mi conversación con Maiakovski la clave definitiva de su obra? ¿Hasta qué punto puede una conversación definir el espíritu y, más aún, el valor estético de un artista? La respuesta, en este caso, depende del método de pensamiento crítico. Si partimos del método superrealista, freudiano, bergsoniano o de cualquier otro reaccionario, no podemos, ciertamente, basarnos en un simple diálogo con un artista para fijar la trascendencia de su obra. Según estos diversos métodos espiritualistas, el artista es un instintivo, o, para expresarnos en léxico más ortodoxo, un intuitivo. Su obra le sale natural, inconsciente, subconscientemente. Si se le pregunta lo que él opina del arte y de su arte, responderá, seguramente, banalidades y muchas veces, todo lo contrario de lo que hace y practica. Un genio, según esto, se desmiente, se contradice o pierde casi siempre en sus conversaciones. Atenerse a éstas, como fundamento crítico, resulta, por eso falso, absurdo. Mas no sucede lo propio si partimos del método del materialismo histórico, caro precisamente a Maiakovski y a sus amigos comunistas. Marx no concibe la vida sino como una vasta experiencia científica, en la que nada es inconsciente ni ciego, sino reflexivo, consciente, técnico. El artista, según Marx, para que su obra repercuta dialécticamente en la Historia, debe proceder con riguroso método científico y en pleno conocimiento de sus medios. De aquí que no hay exégeta mejor de la obra de un poeta como el poeta mismo. Lo que él piensa y dice de su obra, es o debe, ser más certero que cualquiera opinión extraña. Maiakovski, en las declaraciones que me hiciera, designó, pues, mejor que ningún crítico el sentido y monto verdaderos de su obra.

Maiakovski me hablaba con un acento visiblemente penoso y amargo. Contrariamente a lo que dicen de él todos sus críticos, Maiakovski sufría, en el fondo, una crisis moral aguda. La revolución le había llegado a mitad de su juventud, cuando las formas de su espíritu estaban ya cuajadas y hasta consolidadas. El esfuerzo para voltearse de golpe y como un guante a la nueva vida, le quebró el espinazo y le hizo perder el centro de gravedad, convirtiéndole en un «desaxé», como a Essenin y a Sobol. Tal ha sido el destino de esta generación. Ella ha sufrido en plena aorta individual las consecuencias psíquicas de la revolución social. Situada entre la generación prerrevolucionaria y la postrevolucionaria, la generación de Maiakovski, Essenin y Sobol se ha visto literalmente crucificada entre las dos caras del gran acontecimiento. Dentro de esta misma generación, el calvario ha sido mayor para quienes fueron tomados sorpresivamente por la revolución, para los desheredados de toda tradición o iniciación revolucionaria. La tragedia de transmutación psicológica personal ha sido entonces brutal, y de ella han logrado escapar solamente los indiferentes con máscara revolucionaria, los insensibles con «pose» bolchevique. Cuanto más sensible y cordial fuera el individuo para permearse en los acontecimientos sociales, más hondos han tenido que ser los trastornos de su ser personal, derivados de la convulsión política, y más exacerbado el «pathos» de su íntima e individual revisión de la historia. El juicio final ha sido entonces terrible, y el suicidio, material o moral, resultaba fatal, inevitable, como única solución de la tragedia. Al contrario, para los otros, para los insensibles, indiferentes «bolcheviques», fácil ha sido y nada arriesgado dar gritos «revolucionarios», ya que respecto de ellos la revolución se quedaba fuera, como fenómeno o espectáculo de Estado, y no llegaba hacerse revolución personal, íntima, psicológica. No había entonces dificultad ni peligro en asociarse a la corriente de los otros. Esto ha hecho y hace la mayoría de los escritores de Rusia y otros países. ¿Que escritores vayan hasta hacerse matar por la «sagrada causa»? ¿Y bien?… Ello no prueba nada. Muchos han sido los que se han hecho matar más barato en la Historia.

En el caso de Maiakovski hay que distinguir desde luego, dos aspectos: su vida y su obra. Después de su suicidio, la primera ha quedado redondeada como una de las expresiones individuales más grandes y puras del hecho colectivo. Sin duda, el suicidio no ha sido más que el milésimo trance de una larga viacrucis moral del escritor, «déraciné» de la Historia y poderosa voluntad de comprender y vivir plenamente las nuevas relaciones sociales. Esta lucha interior entre el pasado, que resiste, aun perdido ya todo punto de apoyo en el medio, y el presente, que exige una adaptación auténtica y fulminante, fue en Maiakovski larga, encarnizada, tremenda. En el fondo, supervivía tenaz e irreductible la sensibilidad pequeño-burguesa, con el juego de todos sus valores fundamentales de vida, y solamente afuera bregaba el afán voluntarioso y viril de ahogar el ser profundo de la historia pasada, para reemplazarlo por el ser, igualmente profundo, de la historia nueva. El injerto de ésta sobre aquél fue imposible. En vano cambió, al día siguiente de la revolución, su chaleco futurista por la blusa del poeta bolchevique. En vano anduvo desde entonces declamando sus versículos soviéticos por calles y plazas, en las fábricas, en los campos, en las «izbas», en los sindicatos, en los cuarteles del ejército rojo… En vano se hizo el Píndaro de la epopeya proletaria. En vano buscó en las multitudes la sugestión necesaria para sovietizar su ánima, íntimamente «désaxée». Gigantesco de cuerpo, fuerte, con un acento robusto y acerado, de altavoz, recitaba: «¡Oh mi país! Tú eres un bello adolescente. ¡Oh mi joven República! Tú te yergues y encabritas como una potranca. Nuestros impulsos van derechos al porvenir. Ya vosotras, patrias viejas, os vamos a dejar a cien kilómetros atrás. Salud a ti, ¡oh mi país!, que eres la juventud del mundo…». En vano, todo… En vano… La verdadera vida interior del poeta, aherrojada en fórmulas postizas de un leninismo externo e inorgánico, seguía sufriendo silenciosamente y sintiendo todo lo contrario de lo que decían sus versos, mientras Maiakovski continuaba confundiéndose en literatura con esa farándula de artistas «revolucionarios» que aparentan serlo con la misma facilidad con que aparentarían ser valientes, mayores de edad o nocherniegos, la vida interior del poeta, en abierto desacuerdo con un arte que no traducía, seguía pugnando subterráneamente y debatiéndose en la agonía. Fue la ruptura trágica y desgarrada de todo sincronismo entre la obra y la vida del autor. Y ni poeta revolucionario ni poeta reaccionario salió de él. Su lucha interior neutralizó su sensibilidad y su expresión artística, totalmente, Maiakovski fue un mero literato, un simple versificador, un retórico hueco.

—Guerra a la metafísica —me decía en Moscú—. Guerra al subconsciente y a la teoría según la cual el poeta canta como canta un pájaro… Guerra a la poesía apolítica, a la gramática, a la metáfora… El arte debe ser controlado por la razón… Debe siempre servir la propaganda política, y trabajar con ideas preconcebidas y claras, y hasta debe desarrollarse en tesis, como una teoría algebraica. La expresión debe ser directa, a boca de jarro…

¿Su poesía respondía a estos anunciados? Evidentemente sí. Sólo que la teoría de Maiakovski, sirvió únicamente para hacer de él un fabricante de versos «sur commande», fríos y muertos.

Las declaraciones de Maiakovski expresan la verdad sobre su obra en el sentido en que confirman el hecho de que ella responde a un arte basado en fórmulas y no en la sinceridad afectiva y personal.

Al sujetarse a un programa artístico, sacado del materialismo histórico, Maiakovski hizo tan sólo versos desprovistos de calor entrañable y sentido, suscitados por tracción exterior y mecánica, por calefacción artificial.

Maiakovski fue un espíritu representativo de su medio y de su época, pero no fue un poeta. Su vida fue, asimismo, grande por lo trágica, pero su arte fue declamatorio y nulo, por haber traicionado los trances auténticos y verdaderos de su vida.

Función transformadora del movimiento

En el Estudio 28, de Montmartre, Gance ofrece lo que él llama un ensayo de rítmica a tres pantallas. El ensayo se opera sobre un tema marino.

Una cortina se descorre, dejando ver tres pantallas apuntaladas horizontalmente como formando una sola. Un mar tempestuoso se proyecta sobre esta pantalla tripartita, en un solo y ancho paisaje. Las olas se suceden entre peñascos o sobre la arena, apoyándose por unidades en el horizonte o cuadrándose, por índole sinuosa, a las órdenes de la profundidad.

El trozo de paisaje que vemos en cada una de las tres pantallas, se repite, con idénticas y simultáneas variaciones, en todas las pantallas. Es como si se tratase de una sola «pose» fotográfica, repetida en tres tarjetas agrupadas, con la diferencia de que las tres tarjetas no forman, desde el punto de vista fotográfico, un todo orgánico, nuevo y distinto de cada una de las tarjetas, mientras que de las tres pantallas alineadas, resulta un conjunto orgánico nuevo y diverso de cada una de ellas. En el caso de las tarjetas, si se suprime una o dos de ellas, la tarjeta o tarjetas restantes no pierden fotográficamente nada, pues no sufren, como fotografía, ninguna mutilación, mientras que, en el caso de las pantallas, si se suprime una o dos de ellas, el paisaje restante se modifica sustancialmente, en los términos en que un cuadro de pintura o un retrato es mutilado.

La pantalla tripartita nos da un vulgar paisaje marino, pero se trata aquí de un paisaje fabricado de tres pequeños e idénticos paisajes, repetidos. Es como si de tres enanos agrupados saliese un solo gigante, con una sola gran cabeza hecha de las tres cabecitas, etc.

De esta rítmica a tres pantallas, se puede deducir muy densas consideraciones relativas a la posibilidad de comunicar a una misma imagen, idea o hecho material objetivo, valiéndonos únicamente del movimiento, una forma múltiple y diversa de sí misma, un ritmo orgánico nuevo, prolongación y crecimiento de la imagen, hecho o idea primitiva.

Lo que dicen los escritores soviéticos

Durante mis estancias en Rusia, he planteado a mis compañeros, los escritores soviéticos, frecuentes conversaciones relativas a los modos y formas colectivas de la actual literatura rusa. He anotado entonces las siguientes declaraciones suyas, que sintetizan, a mi parecer, los más diversos y proteicos signos de su estética:

1. No hay literatura apolítica, no la ha habido ni la habrá nunca en el mundo. «La neutralidad del justo medio, es imposible». La literatura defiende, impulsa y exalta la política soviética.

2. Guerra a la metafísica y a la psicología. Sólo las disciplinas sociológicas determinan el alcance y las formas esenciales del arte.

3. Los temas y asuntos de que trata la literatura rusa, corresponden estrictamente a la concepción materialista de la historia. El eje central de todo tema y de su desarrollo artístico, lo constituyen las relaciones económicas de los hombres.

4. La inteligencia trabaja y debe siempre trabajar bajo el control de la razón. Nada de superrealismo, sistema decadente y opuesto abiertamente a la vanguardia intelectual soviética. Nada de freudismo, ni de bergsonismo. Nada de «complejo», «libido» ni «intuición», ni «sueño». El método de la creación artística es y debe ser consciente, realista, experimental, científico.

5. Los temas literarios son la producción, el trabajo, la nueva organización de la familia y de la sociedad, las peripecias y luchas ineluctables para crear el espíritu del hombre nuevo, con sus sentimientos colectivos de emulación creadora y de justicia universal.

6. En la literatura rusa hay dos maneras de interpretar y transformar la realidad social: la vía destructiva, de beligerancia y propaganda mundial contra el espíritu y los intereses burgueses y reaccionarios (lucha de clases), de una parte, y, de la otra, la vía constructiva del nuevo orden y de las nuevas sensibilidades (edificación socialista). En esta última se distinguen, a su vez, dos movimientos concéntricos: radicalización proletaria de las masas y clases sociales vencidas y socialización del Estado Proletario.

7. Ha pasado el tiempo de los cenáculos literarios en Rusia. No queda ni akmeísmo, ni presentismo, ni futurismo, ni constructivismo. No hay más que el F. U. D. E. R. (Frente Único de Escritores Revolucionarios), cuyo espíritu y experimentos técnicos comunes, pueden sintetizarse en la doctrina general del «realismo heroico».

8. Los maestros o precursores rusos de los actuales poetas son Puchkin y Khlenikov. La influencia de Block ha sido esporádica y fugaz. Las influencias extranjeras se reducen a la inglesa de las baladas (Kipling, Coleridge) y a la alemana (Heine, Rilke).

9. El ejercicio de la literatura es libre y no está organizado en ninguna escuela o academia oficial preparatoria, ni se sujeta a programas o cuestionarios coactivos del Soviet. «Esta literatura —decía Lenin— es libre porque las nuevas fuerzas que ella no cesa de acopiar, están movidas por la idea socialista y la simpatía de los trabajadores y no por el ansia de ganar ni por arribismo. Es una literatura libre porque en lugar de consagrarse a la heroína colmada de bienes, a los “diez mil de la alta sociedad”, se consagra a los cientos de millones de trabajadores, que constituyen la élite del país, su fuerza y su porvenir. Es una literatura libre, porque ella fecundará la última palabra del pensamiento revolucionario de la humanidad».

10. Los escritores rusos forman un Sindicato profesional, como las demás ramas de la actividad soviética. La edición y cotización de las obras, corren a cargo de este sindicato y de una sección especial del Comisariato de Instrucción Pública y ellas siguen, para ser establecidas, un criterio de Estado.

11. El escritor despliega un dinamismo constante de acción y reacción sociales. «El escritor es un constructor de la cultura proletaria». Es por eso que viaja y está en contacto directo y diario con la vida campesina y obrera. Vive al aire libre, palpando en forma inmediata y viviente, la realidad social y económica envolvente, las costumbres en ensayo, las batallas políticas, los dolores y alegrías colectivas, los trabajos y el espíritu de las masas. Su existencia es un laboratorio austero, dedicado al estudio científico de su rol social y de los medios de cumplirlo. Las brigadas de choque literarias, marchan a la cabeza del entusiasmo socialista. Ellas recorren las más apartadas regiones, llevando un ejemplo práctico y heroico de esfuerzo creador. El escritor tiene la conciencia de que él, más que ningún otro individuo, pertenece a la colectividad y que no le está permitido confinarse a ninguna «torre de marfil» ni al individualismo del literato capitalista.

12. Ha muerto en Rusia el escritor de bufete y de levita, libresco y de monóculo, que se sienta día y noche ante una muralla de volúmenes, ignorando la vida en carne y hueso de la calle y del camino. Ha muerto, asimismo, el escritor bohemio, «soñador», ignorante, perezoso y anárquico. Un horario y un plano son inseparables del escritor soviético. En todo instante ajustan su actividad, por la derecha, a la aguja del reloj y, por la izquierda, a la aguja de la brújula.

13. La literatura soviética participa, en cierto modo, del antiguo realismo y del antiguo naturalismo, pero la separan de esas escuelas diferencias fundamentales, como separan, asimismo, de todas las demás literaturas de la historia.

En torno a la libertad artística

—Protesto, —me decía un poeta «au dessus de la melée»— de que el artista y el escritor se sometan al yugo de ningún gobierno ni clase social, así sean éstos el gobierno soviético y la clase proletaria. El artista y el escritor no tienen nada que ver con la política de partidos y de clases y deben trabajar en su arte, dentro de una libertad y de una independencia absolutas.

—¿Cree usted —le argumenté— que ha habido alguna vez en la historia escritores y artistas libres e independientes desde este punto de vista?

—Naturalmente. Hoy mismo, ahí tenemos a Bernard Shaw, Stravinsky, Picasso, Chaplin.

—¿Sí? ¿Libres de qué? ¿Independientes de qué?

—De la política de Chamberlain, de Stalin, de Chautemps, de Roosevelt.

—Alto ahí. Entendámonos. Póngase usted en el caso de que un día Picasso pinte un Laval cubista, haciendo sablear por la policía de Lille a los tejedores franceses, porque reclaman un aumento de salarios. ¿Qué ocurriría? Ocurriría esto: en primer lugar, ni M. Rosemberg —«marchand» de Picasso— ni ningún otro «marchand de tableaux» de París querría exponer ese lienzo al público en sus galerías; en segundo lugar, el público de la rue de la Boétie —público «chic», «le tout Paris cultivé et riche», capaz de comprar los cuadros carísimos de Picasso— se indignaría y hallaría el tema y hasta el desarrollo artístico del lienzo, «droles», de mal gusto, truculentos y, por último, enojosos, cuando no «pas intéressants» (¡y ya sabemos por qué!); en tercer lugar, la crítica de «Le Temps», de «Le Figaro», de «Paris Midi», etc, pondrían el grito en el cielo; y, en cuarto lugar, la policía secreta del famoso M. Chiappe visitaría una tarde a Picasso y le haría una notificación, por cierto, no muy agradable. Total, el pintor perdería en su prestigio y, consiguientemente, en su cartera, aparte de quedar sometido a una vigilancia sorda y alevosa, que puede terminar con el artista en Irún. ¿En qué quedó la libertad del pintor? Y conste que el tema del cuadro no sería invención de Picasso, sino tomado de la realidad de lo sucedido en julio 1930, cuando Laval era Ministro de Trabajo. Y conste, en fin, que las tragedias y —más si son sociales— contienen sugestiones artísticas de primera categoría.

Pero, precisamente —me decía un poco vencido, el poeta «au dessus de la melée»— el artista no debe meterse en temas políticos. Picasso no pintará nunca un cuadro semejante y, así, no le acontecerá jamás lo que usted dice…

—Claro. Desde luego. Picasso y los demás artistas «libres» no se meten en temas políticos por eso: para que no les suceda nada. Desconocen la frase de Zola: «Yo no puedo callar, porque no quiero ser cómplice». Es muy cómodo ver los toros de lejos. ¿Qué importa que esos temas tengan, por sí mismos, una grandeza temática extraordinaria? Pero de meterse en ellos, adiós «libertad».

—Pero Picasso, como otros grandes artistas, está lejos de hacerlo por cobardía y egoísmo…

—Ya, ya. Se trata de un egoísmo inconsciente y de una dependencia a la clase y al Estado burgués, asimismo inconsciente.

—Supongamos que así fuese. Pero de ahí a someterse con plena conciencia a un Estado y una clase social, como lo hacen, por desgracia, los escritores y artistas rusos, hay un abismo, y no hay comparación, posible.

—De acuerdo. No hay comparación posible. Mientras los artistas y escritores burgueses están sometidos a los Estados y clases capitalistas —basados en la explotación de la mayoría por unos cuantos parásitos, llamados patrones, en la injusticia más infame y en contradicciones crecientes, que están precipitando esos sistemas en la descomposición y la debacle irremediable— los escritores y artistas bolcheviques se someten, espontánea, racional y conscientemente (usted mismo lo ha dicho) a la dictadura proletaria y a la clase obrera y campesina, que lucha por implantar en el mundo la igualdad económica y la justicia social y que lleva en sus entrañas la salud y la dicha de la humanidad. Vosotros vais atados a un carro que está despeñándose al abismo y no tiene salvación; nosotros vamos atados a un carro que marcha al porvenir. En cuanto a la libertad, —no absoluta como ustedes la conciben, sino relativa— ella alcanzará su máxima expresión en la sociedad socialista, creada, precisamente, por la revolución proletaria.

El poeta «au dessus de la melée» se quedó viéndome.

«Ne sacrifiez pas des hommes á des pierres —afirma Proust— dont la beauté vient justement d’avoir un moment, fixé des vérités humaines». Le temps retrouvé. Conversation du temps de guerre avec M. Charlus, á propos d’une église que les avions avaient détruite.

El arte revolucionario, arte de masas y forma específica de la lucha de clases

1. En el actual período social de la historia, por la agudeza, la violencia y la profundidad que ofrece la lucha de clases, el espíritu revolucionario congénito del artista no puede eludir, como esencia temática de sus creaciones, los problemas sociales, políticos y económicos. Estos problemas se plantean hoy con amplitud y exasperación tales en el mundo entero, que penetran e invaden en forma irresistible, la vida y la conciencia del más solitario de los eremitas. La sensibilidad del artista, sensible por excelencia y por propia definición, no puede sustraerse a ellos. No está en nuestras manos dejar de tomar parte en el conflicto, de uno u otro lado de los combatientes. Decir, pues, arte y, más aún, arte revolucionario, equivale a decir arte clasista, arte de lucha de clases. Artista revolucionario en arte, implica artista revolucionario en política.

2. ¿De qué lado se halla hoy el frente revolucionario en la lucha de clases? ¿En qué clase social están encarnados el movimiento, la idea y la fuerza revolucionaria de la historia? Supongo que nadie osará suponerlos encarnados en el frente capitalista, en la clase burguesa. La revolución social está fecundándose con la sangre y las batallas de la clase proletaria, y el frente que en la lucha de clases lo encarna, no es otro que el frente bolchevique, vanguardia de las masas trabajadoras. El puesto de combate del artista revolucionario está, por consiguiente, en las filas proletarias, en los rangos bolcheviques, entre las masas laboriosas.

3. Siendo el arte revolucionario, forma específica de la lucha de clases y arte de masas, ¿cuáles deben ser el punto de partida, la forma, el contenido y los fines sociales de la obra de arte?

a) El punto de partida de la obra de arte revolucionaria deben constituirlo las posiciones estratégicas y tácticas que, en el decurso de la lucha de clases, tome según los trances y virajes que impongan las circunstancias de cada momento, la clase proletaria mundial. O en otros términos: la obra de arte ha de situarse siempre en la más reciente peripecia de la lucha y debe partir de las necesidades e intereses del día de esta lucha. De aquí que el artista o escritor debe seguir íntimamente y de cerca las directivas y consignas del Partido Comunista y estar al tanto, hora por hora, de los acontecimientos.

b) La forma del arte revolucionario debe ser lo más directa, simple y descarnada posible. Un realismo implacable. Elaboración mínima. La emoción ha de buscarse por el camino más corto y a quemarropa. Arte de primer plano. Fobia a la media tinta y al matiz. Todo crudo, —ángulos y no curvas, pero pesado, bárbaro, brutal, como en las trincheras.

c) El contenido de la obra de arte debe ser un contenido de masas. La sorda aspiración, la turbulencia, el frenesí solidario, las flaquezas y los ímpetus, las luces y las sombras de la conciencia clasista, el vaivén de los individuos dentro de las multitudes, los potenciales frustrados y los heroísmos, los triunfos y las vigilias, los pasos y las caídas, las experiencias y las enseñanzas de cada jornada, en fin, todas las formas, lagunas, faltas, aciertos y vicios de las masas en sus luchas revolucionarias. Al efecto, es necesario crear y desenvolver una basta red de organismos y contactos de arte revolucionario entre los rangos proletarios, como son, entre otros, los corresponsales de fábricas, corresponsales campesinos, el control obrero en las secciones nacionales de la U. I. R. E., en los órganos de prensa y en las editoriales revolucionarias; los círculos obreros y campesinos de lecturas, las «Camisas azules» teatrales, la crítica de masas, los clubs obreros, las exposiciones del pequeño artesanado campesino y proletario, las academias ambulantes, las brigadas de artistas y escritores en las organizaciones de los trabajadores, en las trincheras de las guerras civiles, etc.

d) Los fines concretos e inmediatos del arte revolucionario varían, según las necesidades cambiantes del momento. No hay que olvidar que el público de este arte es múltiple: la masa aún no radicalizada y que forma en las filas del fascismo o del anarco-sindicalismo y hasta de los partidos de izquierda burgueses; la masa sin conciencia clasista, la masa ya radicalizada y bolchevique y, por último, la pequeña burguesía y la propia alta burguesía. Una táctica fina, hábil, aguda y dúctil hay que observar en este terreno, ya que el objetivo práctico de la obra artística o literaria depende de los medios que se empleen para cada público y según las necesidades del instante. Tratándose, por ejemplo, de la burguesía en general, el fin revolucionario se realiza atacando a muerte o persuadiendo. «Los compañeros de ruta» —de que habla Romain Rolland— no se pueden suscitar ni atraer sino en un terreno de franca cordialidad. Y ya sabemos los grandes servicios que estos artistas e intelectuales liberales o simpatizantes de la causa proletaria, aportan al movimiento revolucionario, cuando, como en muchos casos, no acaban radicalizándose y hasta proletarizándose. Sabemos, por último, que la mayoría de los miembros de la «Unión Internacional de Escritores Revolucionarios» la integran actualmente «les compagnons de route».


Publicado el 11 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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