Genoveva de Brabante

Christoph von Schmid


Cuento infantil



I. Genoveva se casa con el conde Sigifredo.

La aurora del Evangelio comenzaba a iluminar con su luz fraternizadora a Alemania, que entraba en un nuevo período de dicha y prosperidad, al dulcificarse las costumbres de sus naturales con el contacto de los primeros propagadores del cristianismo entre los germanos; el suelo, hasta entonces inculto y estéril, recibía también de mano de sus primeros cristianos una labor fecunda, que, insensiblemente, iba convirtiendo en ricos campos productivos y en jardines llenos de florea los extensos y sombríos bosques de la Germania.

Este notable progreso llenaba de satisfacción a la mayor parte de los señores alemanes, que eran los primeros en reconocer y acoger favorablemente la benéfica influencia de la nueva doctrina.

Por esta época, es decir, hace ya muchos siglos, vino al mundo Genoveva, hija del duque de Brabante, gran señor a quien todo el mundo admiraba, tanto por su intrepidez y arrojo en los combates, como por sus generosos sentimientos, su incorruptible justicia y su amor al prójimo, cualidades que adornaban igualmente a su esposa la duquesa, hasta el punto de que podía, decirse de ellos que eran dos cuerpos y un alma. Puede deducirse de aquí la educación que recibiría Genoveva, que era su hija única, y a la que Amaba con una ternura inefable. Mostró ésta, desde su más tierna infancia, una clara inteligencia, un corazón noble y sensible, y un carácter poco común, por la mansedumbre, modestia y amabilidad que la adornaban.

Si la duquesa, siguiendo la costumbre de aquel tiempo, sentábase al torno para hilar, la pequeña Genoveva, que apenas tenía, cinco años, situábase en un taburetito junto a su madre, y aprendía a manejar el huso con sus tiernas manitas, acabando por sacar de su rueca hilos muy delgados y perfectamente torcidos. Mientras tenía lugar esta labor, todos los que la presenciaban quedábanse prendados de la niña, al escuchar las ingeniosas preguntas que dirigía a su madre y las oportunas, claras y precisas respuestas que daba cuando aquélla preguntábale a su vez, dando a conocer, con una discreción tan superior a su edad, que con el tiempo llegaría a ser una criatura extraordinaria.

Cuando ya, al contar diez o doce años, veíasela en la iglesia, arrodillada, ante el altar, entre el duque y la duquesa, sobre un reclinatorio de púrpura, al contemplar su bellísimo y agraciado rostro, en el que se retrataba la más pura inocencia, su rubia cabellera, flotando en largos y ondulantes rizos sobre la espalda, sus hermosos ojos azules, de mirada humilde y cariñosa a la par, se habría confundido fácilmente con un ángel bajado del cielo. Esta semejanza resaltaba, sobre todo, cuando aparecía en la choza de un pobre, como un verdadero ángel de caridad y consuelo. Repartía entre los niños indigentes vestidos hechos por ella misma, y a menudo veíasela distribuir a las madres el dinero que su padre le daba para que lo empleara en adornarse. Apenas amanecía, unas veces, y otras cuando el crepúsculo bajaba a la tierra, se la podía ver, con una cesta de provisiones en el brazo, encaminarse presurosa a la morada de los enfermos, llevándoles alimentos con que restaurar sus perdidas fuerzas, y frutas exquisitas, que aun eran muy raras en Alemania, las cuales las había recibido como regalo, y de las que se privaba para obsequiar a su vez a los indigentes.

De este modo iba creciendo Genoveva, quien, al llegar a los diez y ocho años, era la imagen acallada de la inocencia y de la hermosura, hasta el punto de que las madres del dominio la presentaban a sus hijas como modelo de generosidad, recato, sencillez y, en resumen, de las más preciosas virtudes que deben adornar a una joven.

A esto se debió que se prendara de ella un valiente y apuesto caballero, llamado el conde Sigifredo, el cual era igualmente querido y respetado de todos por la nobleza de su estirpe y las bellas cualidades de su carácter. Habiendo un día salvado la vida al duque en una batalla, éste le invitó, al terminarse la campaña, a que pasara une temporada en su castillo, durante cuyo tiempo llegó a cobrarle tal cariño, que gustoso se prestó a darle su hija en matrimonio.

El día en que Genoveva debía partir con su esposo, fue de verdadero dolor para todos los habitantes de la comarca en que se hallaba situado el castillo del duque, sin que hubiera uno solo que, al ausentarse la joven, dejara de derramar lágrimas, con las cuales confundíanse también las de Genoveva, así como las de su padre, el cual dijo a aquélla, al darle el abrazo de despedida:

—Ve, hija mía; tu madre y yo llegamos ya a la ancianidad, e ignoramos si aun nos es dado aguardar la dicha de volverte a ver algún día. Confía en Dios, sin embargo, y no dudes que Él te acompañará adondequiera que se dirijan tus pasos; sigue constantemente fiel a los preceptos de virtud que te han inculcado tus padres, y jamás abandones la senda del deber, pues, de este modo, nosotros estaremos siempre tranquilos respecto a tu suerte y moriremos satisfechos.

Luego, su madre, abrazándola a su vez, díjole con la voz ahogada por los sollozos:

—Adiós, mi querida Genoveva. Dios te acompañe y te dé su bendición. Ignoro lo que el destino te tiene reservado, pero abrigo los presentimientos más crueles, aunque no acierte a explicarme la causa de ellos. No obstante, siempre has sido una hija obediente y cariñosa para tus padres; nunca, nos diste el más leve, motivo de pesadumbre, y así debes conservarte en lo sucesivo, apartándote siempre de cuanto pueda avergonzarte ante tu propia conciencia. Te lo repito; sé siempre buena y virtuosa, aunque jamás debamos volver a vernos en este mundo.

Acto seguido, los padres de Genoveva volviéronse hacia el conde y le hablaron en esta forma, cada cual a su turno:

—Puesto que es necesario, lleváosla, hijo mío; ella es nuestro más preciado tesoro y la mejor recompensa a que podíais aspirar. Amad a la pobre niña y sed para ella el padre y la madre de que habrá de carecer en lo sucesivo.

Así lo prometió el conde Sigifredo, y arrodillándose, así como Genoveva, ambos recibieron la bendición paternal. En aquel instante apareció el obispo que había de bendecir la unión de los dos jóvenes esposos, el cual llamábase Hidolfo y era un piadoso y venerable anciano, de cabellera blanca como la nieve, si bien sus mejillas estaban aún frescas y sonrosadas. Cuando estuvo ante los jóvenes, dióles también su bendición y díjoles, aunque dirigiéndose particularmente a Genoveva:

—No lloréis, noble condesa. Dios os tiene reservada una inmensa dicha, aunque por caminos muy distintos de los que podéis imaginar al presente. Llegará un día en que, cuantos nos hallamos aquí, daremos por ello gracias con lágrimas de alegría. No olvidéis nunca, hija mía, las palabras que acabo de pronunciar, y creed que pronto os sobrevendrá un acontecimiento extraordinario. ¡Quiera Dios no abandonaros jamás!

Estas misteriosas palabras del piadoso anciano, llevaron al corazón de todos los circunstantes la firme creencia de que Genoveva estaba destinada providencialmente a pasar por grandes y maravillosas aventuras, y esto mitigó algún tanto el dolor que les causaba su partida. Inmediatamente, el conde ayudó a su joven y desconsolada esposa, cuyas mejillas, inundadas por el llanto, parecíanse a los lirios cuajados de rocío, a montar en el magnífico palafrén, espléndidamente enjaezado y dispuesto para ella, lanzándose a su turno sobre su brioso corcel, y en breve desaparecieron ambos, escoltados por una brillante comitiva.

II. El conde Sigifredo marcha a la guerra.

El conde residía en un castillo denominado fortaleza de Siegfridoburgo, situado en un bellísimo paraje, entre el Mosela y el Rin. Al llegar a sus puertas el conde, acompañado de su joven esposa, estaban ya dispuestos a recibirlos todos sus sirvientes y vasallos de ambos sexos, ataviados con sus mejores galas. La amplia portada del castillo estaba adornada con verdes follajes y espléndidas guirnaldas, y por todo el tránsito hallábase el camino cubierto de flores. Todas las miradas estaban fijas en Genoveva, pues los vasallos del conde Sigifredo tenían gran curiosidad por conocer a la que sería su nueva señora. Todos quedaron asombrados al verla, pues la belleza del alma de Genoveva asomábase por completo a su hermoso rostro, cuya angelical expresión conmovió los corazones de todos los circunstantes.

Apenas se apeó Genoveva, saludó a todos los habitantes del señorío de su esposo con palabras llenas de dulzura y bondad; dirigíase preferentemente a las madres, que la rodeaban llevando en brazos a sus tiernos hijos, y a los cuales hablábales con cariño, informándose de la edad y nombre de los niños, y obsequiando a todos tan generosamente, que acabó por conquistarse las generales simpatías, que se convirtieron en un verdadero frenesí de agradecimiento, cuando el conde Sigifredo hizo saber a todos los presentes que, a ruegos de su esposa, iba a doblar durante aquel año el sueldo de todos sus soldados y el salario de todos sus sirvientes; que por igual tiempo quedaban libres sus vasallos de pagar arrendamiento, y que todos los pobres que no mendigaran recibirían un espléndido regalo, consistente en granos y leña. Lágrimas de gratitud brillaron en todos los ojos, y todos felicitábanse a porfía por tener unos señores tan buenos y generosos como el conde y su joven esposa, por cuya felicidad hacíanse los más ardientes votos. Hasta los guerreros, soldados veteranos del conde, que permanecían impasibles, cubiertos con su centelleante armadura, teniendo a un lado la espada y la lanza en la mano para hacer los honores a su señor, no pudieron impedir que, sobre sus bigotes, brillaran las lágrimas que deslizábanse por sus bronceadas mejillas.

Genoveva y su esposo vivieron durante algún tiempo en medio de la mayor ventura, la cual, sin embargo, sólo duró algunas semanas.

Cierto día, al anochecer, en el momento en que retirábanse de la mesa y comenzaban a encenderse las luces, Sigifredo y Genoveva se hallaban conversando alegremente en la estancia en que tenían por costumbre pasar las horas, cuando, de repente, oyéronse vibrar los bélicos clarines hacia el exterior del castillo.

¿Qué sucede? —preguntó alarmado el conde, corriendo al encuentro de su escudero que, en aquel instante, entraba precipitadamente en la estancia.

¡Guerra! ¡Guerra! —repuso éste—. Los moros de España han invadido a Francia repentinamente, y amenazan llevarlo todo a sangre y fuego. Acaban de llegar en este momento dos caballeros que traen órdenes del rey, y es preciso que, a ser posible, nos pongamos en marcha esta misma noche, para unirnos al ejército real sin la menor tardanza.

Sigifredo, al conocer esta noticia, apresuróse a bajar, con objeto de recibir dignamente a sus huéspedes, que fueron conducidos por él al salón de ceremonias. La condesa, por su parte, trastornada de dolor se dirigió a la cocina donde hizo preparar lo necesario para dar de comer a los recién llegados, porque en aquella época las principales señoras se preocupaban de los más pequeños detalles domésticos, sin que esto rebajara lo más mínimo su dignidad. El conde invirtió toda la noche en hacer sus preparativos para salir a campaña, enviar mensajeros a sus tropas y dictar disposiciones encaminadas a mantener el orden durante su ausencia. Todos los caballeros de las inmediaciones acudieron al castillo para acompañarle en su expedición, y sólo se oían el estruendo de las armas, los pasos de los guerreros y el rumor vibrante de sus espuelas.

Tampoco descansó Genoveva en toda la noche, pues a la par que constantemente acudían nuevos huéspedes, a quienes había que atender, tenía que sacar y empaquetar las ropas y cuantos objetos habría de llevarse el conde para el viaje. Al despuntar el alba, todos los caballeros acudieron al llamamiento, armados de punta en blanco, reuniéndose alrededor del conde en el patio de honor; Sigifredo iba asimismo armado con todas sus armas, con él yelmo coronado por un penacho ondulante. Los peones y jinetes, formados ya en orden de batalla en la vasta plaza del castillo, aguardaban tan sólo el toque de marcha.

Genoveva apareció entonces y, conforme se usaba en aquellos tiempos caballerescos, presentó a su esposo la espada y la lanza, diciéndole:

—Emplea estas armas por la gloria de Dios y de la patria; sirvan ellas en tus manos sólo para proteger al inocente y dé espanto para los viles y arrogantes infieles.

Así se expresó la condesa, que cayó, más blanca, que el pañuelo que tenía en la mano, en brazos del conde. Siniestros presentimientos la asaltaron, ofreciéndole para lo porvenir crueles sufrimientos, vagos e indeterminados por entonces.

La desventurada exclamó:

—¡Ah, Sigifredo! ¡Acaso no te vuelva, a ver jamás! Y cubría sus ojos con el blanco pañuelo, que empapaba en su llanto.

El conde repuso:

—Consuélate, amada Genoveva; volveré sano y salvo, pues Dios me protegerá por doquiera que vaya. Tan cerca está de nosotros la muerte en nuestra casa como en los campos de batalla, y sólo la Providencia puede librarnos de ella a cada momento, pues con su ayuda, tan seguros estamos en medio de los más sangrientos combates como en nuestro propio castillo. He aquí, amada mía, por qué me hallas tan tranquilo. Confío, además, en la fidelidad de mi intendente, el cual quedará al cuidado de cuanto a ti se refiere, así como del señorío y de la fortaleza; él queda, desde este instante, constituido en administrador de todas mis posesiones y en castellano a la vez; respecto a ti, esposa mía, te encomiendo a la protección del Altísimo. Adiós, acuérdate de mí y tenme presente en tus oraciones.

Al acabar de decir esto, lanzóse el conde, fuera de la estancia, pero Genoveva lo siguió para acompañarlo hasta el pie de la escalera principal. Salieron en pos de ella todos los caballeros, y a los pocos instantes abríase la puerta del castillo para darles acceso a la gran plaza; una vez en ella vibraron los clarines, y todas las espadas desenvaináronse a la vez para saludar al conde, brillando sus hojas al sol que, en aquel momento, acababa de aparecer. Sigifredo arrojóse velozmente sobre su caballo, para ocultar el llanto que bañaba sus ojos, y partió a galope, después de mirar amorosamente a Genoveva. Los caballeros, acompañados de toda su gente, lanzáronse en seguimiento del conde, y cruzaron velozmente el puente levadizo, haciéndolo retemblar con un estrépito semejante al del trueno. Genoveva seguía desde el torreón con la vista la numerosa hueste del conde, el cual saludaba con su pañuelo, y no quiso abandonar aquel sitio hasta que dejó de ver el último soldado. Luego corrió a encerrarse en su aposento para poder llorar desahogadamente, y allí pasó todo el resto del día, negándose a tomar alimento alguno.

III. Genoveva es víctima de una acusación falsa.

Desde el día en que partió el conde, Genoveva vivía en el mayor aislamiento, retirada en lo más solitario del castillo. El sol, al iluminar, con sus primeros rayos los bosques de abetos, hallábala sentada junto a la gótica ventana, entregada a sus labores; sus lágrimas, como otras tantas gotas de rocío, bañaban las flores del bordado en que trabajaba. Apenas la campana de la capilla del castillo anunciaba la hora de la misa, acudía ante el altar y allí pedía a Dios fervorosamente que protegiera a su esposo. Jamás se vio en la iglesia su reclinatorio desocupado mientras duraba la misa; y, no solamente esto, sino que allí solía pasar una gran parte de la noche. A menudo reunía a su alrededor a las doncellas de la aldea, situada, al pie del castillo, a las que enseñaba a hilar y coser, refiriéndoles, durante el trabajo, interesantes historias. Los enfermos y menesterosos, para quienes había sido una amiga desde su niñez, tenían en ella una verdadera madre. Jamás dejaba sin socorro al necesitado, y constantemente veíasela acudir al lado de los enfermos, a los que daba ella misma las medicinas con la angelical dulzura que era tan propia de su carácter. Atendía, a su vez, cuidadosamente, a la vigilancia del castillo, haciendo cuanto estaba a su alcance porque jamás se alteraran el orden y las buenas costumbres, no tolerando en sus subordinados una sola acción que no fuera honrada y virtuosa.

El intendente del conde, a quien éste había confiado, al partir, el cuidado de todos sus bienes, se llamaba Golo, y era un hombre fino y de buena educación, que, con su astuta conducta y melosas frases, captábase las simpatías generales y sorprendía la confianza de todos, lo cual no era obstáculo para qué fuese un hombre sin conciencia y dotado de un brutal egoísmo, al que ajustaba hasta el menor de sus actos, sin que jamás se preocupara si aquéllos eran buenos o malos, justos o injustos; interesábale solamente si resultaran agradables para él, y con esto tenía suficiente.

Apenas se ausentó el conde, Golo comenzó a proceder en todo como señor absoluto, vistiendo con más riqueza que su amo y derrochando los bienes de éste en los banquetes y diversiones que diariamente concertaba. Trataba, además, con altanería e impertinencia a los fieles y antiguos servidores del conde, disminuía el salario a los jornaleros más laboriosos y necesitados y jamás dio un bocado de pan a un mendigo. Sólo a Genoveva trataba con gran respeto y profunda veneración.

No obstante, siempre se mostró la condesa digna y reservada con Golo, sin entablar con él otras conversaciones que las absolutamente necesarias para el servicio doméstico, y aun estas pocas las aprovechaba para aconsejarle dulcemente que no se apartase una línea de lo que le trazaba su deber. En un principio, Golo aparentó obedecerla, y realmente trató de atenuar algo su escandalosa conducta; pero no tardó en recobrar toda su audacia, llevando su cinismo hasta el extremo de hacer a la condesa proposiciones deshonrosas; a las que contestó la castísima Genoveva escupiéndole al rostro con todo el horror y desprecio de que era digno. Golo, desde aquel instante, trocando en odio su amor, decidió la perdición de la condesa, quien, temiéndolo todo, comenzó por escribir al conde, pintando al infame intendente como era y rogándole que retirara de su servicio a un hombre tan peligroso. En seguida, entregó la carta a Draco, el cocinero del conde, que era un hombre muy honrado y celoso defensor de los intereses de sus señores, el cual se encargó de hacerla llegar a manos de Sigifredo por medio de un emisario de toda su confianza.

Este proyecto de la condesa no pasó, sin embargo, inadvertido para el astuto Golo, quien, en el momento en que aquélla entregaba a Draco la carta, lanzóse en la estancia y atravesó de una estocada al leal servidor, que cayó exhalando un espantoso grito de agonía. Inmediatamente acudió al aposento toda la gente del castillo, encontrando a la condesa pálida y desfallecida, con la garganta anudada por el terror y sin poder articular una sola sílaba, y a sus pies al infeliz Draco, cubierto de sangre, mientras el intendente, de pie y blandiendo la sangrienta espada, alabábase de haber vengado el honor de su amo, calumniando tan indignamente al muerto y a la condesa, que hasta los mismos sirvientes del castillo llegaron a avergonzarse.

Inmediatamente, el malvado envió un emisario al conde con una carta llena de falsedades y calumnias, en la que pintaba a Genoveva, la más pura y fiel de las esposas, como una mujer deshonesta; pero, no contento con esto, mientras llegaba la respuesta, encerró a la desventurada en el más sombrío calabozo del castillo.

Conocía Golo muy a fondo el carácter del conde. Sabía que éste era generoso, compasivo y que estaba adornado de los más bellos sentimientos, pero que, a tan hermosas cualidades, reunía una extrema vehemencia de carácter, y que era incapaz de dominar los ciegos arrebatos que en él despertaba el enojo.

El astuto malvado decíase que esta sola propensión que dominaba en absoluto a un hombre tan bueno por lo demás, era en él algo así como la argolla en la nariz del oso, que sirve para llevarlo a capricho por donde se quiera.

Golo estaba, pues, seguro de que el conde, en el primer arrebato, ordenaría la muerte de Genoveva.

IV. Genoveva en la prisión.

El calabozo destinado para encerrar en él a los malhechores, llamábase calabozo de los pobres penitentes y era el más horroroso del castillo. Jamás pudo pasar junto a él Genoveva sin sufrir un estremecimiento de horror, y eso que sólo iba a visitar a los infelices encarcelados, siendo ella, al presente, la que se, veía aprisionada en aquella espantosa cárcel, cuya bóveda era tan espesa y sombría como la de una tumba, y cuyas paredes estaban cubiertas de un musgo negruzco a causa de la humedad. El piso era de ladrillos rojizos. Nunca, en su interior, pudo el cautivo entrever el sol ni el pálido disco de la luna. La débil luz que entraba por una pequeña abertura, defendida por gruesos barrotes de hierro, sólo servía a la desgraciada para hacerle percibir la pálida blancura de su vestido y los horrores de un encierro tan espantoso.

Genoveva, comenzó por dejarse caer sobre el montón de paja que había de servirle de lecho, temblando de terror y angustia. Tenía junto a ella un cántaro de barro con agua, y por todo alimento un trozo de pan negro y no muy grande.

Cuando, vuelta en sí algún tanto de la espantosa impresión que le causara la situación en que se veía, recobró el uso de sus sentidos, unió sus manos fervorosamente y sus labios murmuraron la siguiente plegaria:

—¡Oh Dios, que me ves precipitada en esta espantosa prisión! A Ti dirijo mis miradas, pues me veo abandonada de todo el mundo, y sólo de Ti espero protección y ayuda. Nadie se compadece de mí; nadie oye mis lamentos. Tú sólo ves mis lágrimas, Tú sólo oyes mis quejas, pues dondequiera que estemos, nos sigue tu providencia. Nada saben de mí mis padres, y mi esposo está muy distante de aquí. No hay a mí alrededor un solo amigo que quiera ayudarme; sólo tu brazo puede abrir los cerrojos de mi prisión. ¡Oh, Dios, protégeme y no me abandones! Genoveva permaneció muchas horas sin hacer otra cosa que derramar lágrimas, las cuales acabaron por hincharle las mejillas y amoratarle los ojos. Por último, agotado su llanto insensiblemente, quedó como aniquilada bajo el peso de la angustia que la oprimía. Luego, a intervalos, exclamaba:

¡Ay! ¡Cuán felices son los hombres más desgraciados, comparados conmigo! A lo menos ellos pueden ver el hermoso azul de cielo y el verdor de los campos. ¡Ojalá fuera una pastorcilla en lugar de una princesa, o una mendiga en lugar de una poderosa! ¡Cuánto ganaría en el cambio! ¡Ay! Nada me queda ya, pues todo me lo han arrebatado. Hasta, el sol, que para todos luce, no existe para mí. Pero no importa —agregó, y corrió de nuevo su llanto—. Tú, Dios mío, eres siempre el Dios de la desgraciada Genoveva. Tú eres mi sol y lo serás siempre. Siento que la esperanza entra en mí; que en mi interior todo se serena e ilumina y que la nieve del quebranto que envuelve mi corazón, se derrite en lágrimas que lo reaniman como a las flores el rocío.

Al acabar de decir estas palabras, recordó las del venerable obispo que había bendecido su casamiento, y no pudo menos de exclamar, mirando en torno de su encierro:

—¿Esta es, santo varón, la felicidad que me profetizasteis? ¿Tras de una puerta de flores, debía abrirse para mí la de esta obscura prisión? Mas, de pronto, sintiendo el consuelo de la resignación, añadió:

—Puesto que Dios ha permitido que venga a parar a este calabozo, será indudablemente porque así me convenga, pues todo sucede para bien del hombre. Las mismas tribulaciones no son más que beneficios encubiertos. La apariencia del mal vela a nuestras miradas la ventura y la felicidad, como la cáscara con que ciertos frutos se revisten, encubre un sabor delicioso. En lo sucesivo, estoy resignada a sobrellevar todos los males, como otros tantos dones venidos de la mano de Dios, y en Él sólo se fijarán mis miradas, sin quejarme jamás por lo que sufra. Esta será mi morada, ya que así Dios lo quiere. Me resigno a su voluntad, pues sé que sin que Él lo permita, no habrá de caer un solo cabello de mi cabeza.

Al concluir estas palabras, Genoveva sintióse fortalecida y su corazón abrióse a la esperanza, como si una voz interior le hubiera dicho:

—¡Animo, Genoveva!; mucho te queda aún que sufrir, pero llegará un día en que pasarán todos tus dolores. Hoy los hombres te consideran culpable, pero tu inocencia brillará un tiempo radiante como el sol.

Reanimada de este modo, Genoveva durmióse con un sueño reparador y tranquilo.

V. Genoveva tiene un hijo en la prisión.

Genoveva permaneció en la prisión durante muchos meses, sin que en todo este tiempo viera a persona alguna, a excepción del infame Golo, el cual no cesaba de repetirle sus deshonrosas proposiciones, prometiéndole reparar públicamente su honor y ponerla en libertad. Genoveva, sin embargo, firme en su dignidad y entereza, respondíale siempre:

—Prefiero parecer mil veces deshonrada a los ojos de los hombres, antes que serlo una sola vez en realidad, a los de Dios. Sí, muera yo mil veces en medio de los horrores de este calabozo, antes que elevarme al trono de un rey a costa del deshonor.

Pero sus sufrimientos debían aumentarse todavía. Al poco tiempo de haberse ausentado el conde, tuvo un hijo en el calabozo.

La desventurada madre decía al tierno pequeñuelo, estrechándolo incesantemente entre sus brazos:

—¡Hijo adorado; ya estás entre los muros de esta prisión, en la que debías venir a este mundo! Ven, hijo mío, aquí, que te abrigue contra mi corazón. Tu infeliz madre carece hasta de pañales para envolverte. Extenuada y sin fuerzas, como estoy, ¿cómo he de poder alimentarte? Tu único lecho, en esta espantosa prisión, sólo puede ser un haz de paja o las duras losas del pavimento, y aquí perecerás de humedad y frío, bajo el agua que se filtra por las bóvedas. Esas piedras, que empapan con las gotas que destilan, al hijo de mis entrañas, son tan despiadadas y duras como los hombres. Pero no; estas mudas paredes son menos insensibles que ellos, pues no pueden contemplar sin conmoverse mi miseria y la de mi hijo, y unen sus lágrimas de tristeza a las que yo derramo.

Y, al decir estas palabras, elevaba sus ojos al cielo, que no podía divisar a través de aquellas bóvedas, y continuaba diciendo, después de acariciar nuevamente al idolatrado niño:

—¡Dios mío! Yo veo en este tierno niño un presente que Vos me hacéis, puesto que Vos le habéis dado la vida. Como vuestro que es, a Vos os pertenece y a Vos debe ser consagrado. No me es posible enviarlo a un templo para que lo bauticen, pero Dios está en todas partes y, dondequiera que se le siente, allí está su templo. No hay aquí ninguna mano cariñosa que lo sostenga en la pila del bautismo, ni tampoco un sacerdote que recuerde sus deberes a los que pudieran hacer las veces de padrino; pero yo, que soy la madre de esta desgraciada criatura, seré también madrina, padre y sacerdote a un mismo tiempo. Si os place concedemos a ambos la vida, Dios mío, yo os hago el voto solemne de educar a mi hijo en la verdadera fe, de enseñarle a amaros, así como a amar igualmente a los hombres sus semejantes, y, a apartar a su alma del mal, como una preciosa reliquia confiada a mi cuidado, a fin de que un día podáis recibirlo en vuestro seno puro y sin mancha de vicio alguno, y yo, su madre, pueda daros cumplida cuenta de este sagrado depósito.

En seguida, Genoveva oró en silencio durante largo rato y, luego, tomando en sus manos el cántaro de agua, bautizó al niño, dándole el nombre de Desdichado.

Realizado este acto solemne, exclamó la pobre madre:

—Te he dado el nombre que más te cuadra, pues naciste entre dolores y lágrimas, hijo mío. Desdichado será tu nombre de pila y, el día de tu bautizo, sólo recibirás como don el llanto de tu madre —y, dicho esto, lo arrebujó en su delantal, y púsose a mecerlo sobre sus rodillas, exclamando:— Mi regazo será tu sola cuna, hijo mío.

Dirigiendo luego una melancólica mirada al negro y duro pan que tenía junto a sí, prosiguió:

—He aquí lo que, en adelanto, habrá de constituir tu sustento. Es cierto que, sobre ser muy duro, apenas basta para alimentarme a mí sola; mas consuélate; el llanto de tu madre lo ablandará, y la bendición de Dios, al caer sobre él, hará que sea suficiente para los dos.

Luego, mascando algunos pedacitos, los fue dando al inocente, que se quedó tranquilamente dormido. Genoveva vigilaba su sueño, y a intervalos lanzaba profundos suspiros, y decía:

—Tened piedad, ¡oh, Dios mío!, de este tierno niño que reposa en mi regazo. ¡Ay! Bajo esta espesa y tenebrosa bóveda, donde el aire jamás se renueva, ni entra la luz del sol ni el calor, si Vos no lo protegéis perderá muy pronto su frescura y sus colores, y en breve se marchitará y secará como una flor. ¡Dios bondadoso! No permitáis que perezca tan miserablemente. ¡Lo amo tanto, Dios mío! ¡Cuán gustosa daría mi vida por salvar la suya! Pero vos lo amáis más aún que yo. Vos me amáis a mí y a todos los hombres, mucho más que una madre puede amar a su hijo.

Su voz, al decir esto, tomó un acento más tierno y conmovido, y continuó:

—Sí, Vos mismo lo habéis dicho. Aunque una madre sea capaz de olvidar a su hijo, yo no me olvidaré jamás de los míos.

El rumor de estas palabras, pronunciadas en voz alta por Genoveva, despertó a la criatura, y la condesa vio, por primera vez, entreabrirse sus inocentes labios con una graciosa sonrisa. Ella sonrió a su vez entones, y también ésta fue la primera sonrisa que había alegrado, su rostro desde que entrara en la prisión. Acto seguido, exclamó la infortunada madre:

—¿Sonríes, hijo mío? —y lo estrechó contra su corazón apasionadamente, prosiguiendo—. Sonríe, sonríe. Millares de palabras no me dirán lo que me dice tu sonrisa, pues me parece oírte en ella «No llores, madre mía, recobra tu alegría. Es verdad que eres pobre, mas Dios es rico. Tú estás desamparada, pero Dios es omnipotente y nos ampara. Tú me amas entrañablemente, más Dios nos ama muchísimo más a ambos». Sí, sonríe, ángel mío, y no dejes de sonreír nunca, pues tu madre no puede llorar en tanto vea que tú sonríes.

Transcurridos algunos días, presentóse Golo nuevamente a la condesa, llevando en su semblante retratada la feroz agitación que lo dominaba. Apenas penetró en el calabozo, dijo:

—Ya he sido demasiado condescendiente. Basta de contemplaciones. Si persistís en vuestra locura y no renunciáis a esa fanática virtud de que hacéis gala, compadeceos siquiera de vuestro hijo, pues, sabedlo de una vez, ambos moriréis, y muy pronto, si al fin no os doblegáis a mi voluntad.

Con absoluta tranquilidad, como si aquellas palabras no la hubiesen hecho impresión alguna, Genoveva repuso:

—Prefiero morir antes mil veces que cometer acto alguno del cual pudiera remorderme la conciencia, o me avergonzara ante Dios, ante mis padres y ante todos los hombres.

Golo púsose pálido de rabia al oír esta contestación, y lanzándole una mirada feroz, volvió la espalda y salió de la prisión con tal furia, que sus muros parecieron estremecerse, y bajo las bóvedas repercutió durante largo rato el ruido de los cerrojos.

VI. Anuncia su muerte a Genoveva.

Sería la media noche próximamente, cuando Genoveva oyó que alguien llamaba a la puerta del ventanillo de su prisión, y que una voz, débil y llorosa, exclamaba:

—Querida condesa; ¿estáis aún despierta, a esta hora? ¡Dios Santo! Ignoro si las lágrimas me dejarán decíroslo… Ese infame Golo… ¡Ay! ¡Castigue Dios a ese malvado y arrójelo en lo más profundo del infierno! —¿Quién sois?— interrogó Genoveva, levantándose y avanzando hacia, el ventanillo, defendido por una fuerte reja.

—Soy la hija del centinela de la torre, Berta; ¿no os acordáis de mí? Berta, que ha estado enferma mucho tiempo, y que lo está todavía, y para la cual habéis sido siempre tan buena. ¡Ay! Os amo mucho, y mi mayor deseo sería poder demostraros mi gratitud. En vez de esto, sólo os puedo traer una noticia espantosa. Esta misma noche debéis morir; así lo ha ordenado el conde, el cual, engañado por las calumnias de ese infame Golo, os cree verdaderamente culpable. Le ha escrito, por consiguiente, y ya han dado la orden a los verdugos que han de cortaros la cabeza. Yo misma he oído a Golo que les daba las instrucciones; pero, ¡ay, Dios mío! no es esto todo. El conde no ha querido reconocer a vuestro hijo, y éste también debe morir. Señora, la angustia apenas me deja respirar, y no he podido dormir un solo momento en todo lo que va de noche. Cuando vi que todos estaban durmiendo, he abandonado, el lecho en que el mal me tiene postrada y, a costa de esfuerzos indecibles, he procurado llegar hasta vos, pues me habría sido imposible vivir si no os hablaba una vez siquiera, para, despedirme de vos y demostraros mi gratitud por todo el bien que me habéis hecho. Si tenéis algo que mandarme, o bien algún encargo que hacerme, hablad y desahogad conmigo vuestro corazón; que no se sepulten con vos en la tierra todos vuestros secretos. ¡Quién sabe si estaré yo destinada a demostrar vuestra inocencia algún día!

Genoveva, profundamente conmovida por la terrible noticia que acababa de recibir, no pudo articular palabra en un principio; más, recobrando en breve todo su valor, dijo a la cariñosa joven:

—Hija mía, ten la bondad de traerme luz, tinta, papel y una pluma.

Apresuróse la joven a complacerla, y Genoveva escribió la siguiente carta, en el mismo suelo, pues no tenía mesa ni escaño alguno en la prisión:


«Amado esposo»:

«Te escribo por última vez, echada sobre el frío pavimento de mi calabozo».

«Cuando llegues a leer esta carta, ya hará mucho tiempo que la mano que la escribió estará pudriéndose en el sepulcro. Dentro de pocas horas ya habré comparecido ante el tribunal del Supremo Juez. Tú, creyéndome desleal e infame, me has condenado a muerte, pero bien sabe Dios que muero inocente. Te lo juro por Él y hallándome a las puertas de la eternidad. Cree que no sería capaz de mentir al abandonar este mundo».

«¡Áh! querido esposo; si algún desconsuelo experimento es solamente por ti. Sé bien que, a no haber sido engañado por una calumnia espantosa, no condenarías a muerte a Genoveva y a tu hijo. Cuando, andando el tiempo, llegues a descubrir la infame impostura, no sientas remordimientos. Siempre me has amado y no puedes acusarte de mi muerte; si así sucede, es porque Dios lo ha permitido. Puesto que ya no tiene remedio, pide a Dios que te perdone, y no vuelvas a condenar a nadie sin oírle antes, y que esta sentencia, que es la primera que has pronunciado impremeditadamente, sea también la última. Esta acción, que es la única mancha que empaña tu vida, y en la que sólo tienes una mínima parte, trata de borrarla con acciones benéficas y generosas, puesto que es lo mejor que puedes hacer, ya que el desesperarte y afligirte de nada te ha de servir. Piensa igualmente que hay un cielo y que en él volverás a ver a tu Genoveva, y allí reconocerás su lealtad y su inocencia; allí, por último, conocerás al hijo que no has podido ver sobre la tierra, sin que haya malvados que nos puedan volver a separar».

«Sólo me quedan algunos momentos de vida y quiero emplearlos en cumplir mis últimos deberes y el primero es demostrarte mi gratitud por todo el amor que me tuviste en mejores días, y cuyo recuerdo me acompañará hasta el sepulcro».

«Cuídate de mis amados padres; consuélalos en su dolor y sé para, ellos un hijo afectuoso. ¡Ay! Yo no tengo ya tiempo de escribirles, pues se aproxima mi última hora; pero diles que su hija no fue nunca criminal, que murió inocente, y que, al morir, pensaba en ellos y les agradecía con el alma todos los beneficios que de ellos había recibido».

«Respecto a Golo, al desventurado loco, no lo mates en un arrebato de ira. Perdónalo como yo lo perdono. ¿Me oyes? Te lo ruego. No quiero que odio alguno llegue conmigo a la tumba. No quiero ser la causa de que se vierta, una sola gota de sangre».

«No guardes tampoco rencor a mis verdugos; en vez de aborrecerlos, porque muero inocente a sus manos, ayúdales a ellos y a sus familias. No han hecho más que obedecer, y seguramente obedecen contra su voluntad».

«El buen Draco, que fue asesinado sin culpa alguna, era, ten la seguridad de ello, el más fiel de tus servidores. Socorre, pues, a su desamparada viuda, y sirve de padre a los infelices que, con su muerte, ha dejado huérfanos, pues ésta es para ti una obligación imprescindible, toda vez que su lealtad hacia ti, ha sido la sola y verdadera causa del desdichado fin que ha tenido. Créelo, ha muerto por ti. No lo olvides, y procura rehabilitar su memoria pública y solemnemente».

«También te pido que recompenses a la generosa criatura que se ha encargado de hacer llegar a tus manos esta carta; se llama Berta, y ella es la única que me ha permanecido fiel, precisamente en los momentos en que todos, personas y sucesos, se han puesto en contra mía; éstos, por la fatalidad; aquéllas, por temor al odio vengativo del infame Golo».

«Sé un señor indulgente para tus vasallos y trata de disminuir los crecidos impuestos que sobre ellos pesan. Haz por darles administradores honrados, sacerdotes piadosos y médicos hábiles. No desatiendas a nadie que se llegue a ti en demanda de socorro o de justicia y, sobre todo, sé compasivo y generoso con los pobres, a los cuales pensaba yo, ¡ay!, servirles de madre y colmarles de beneficios; procura tú hacerles el bien que yo ya no podré hacer, pues ahora estás doblemente obligado a ser para ellos un verdadero padre».

«Adiós, por última vez, esposo mío; adiós, y no sufras porque yo muero, pues dejo contenta una vida tan corta y llena de tribulaciones; una vez más sabe que muero inocente de las calumniosas acusaciones que me ha dirigido el infame Golo. Dios se apiadará de mí. Adiós, una vez más, y ruega por mi eterno descanso. Te dejo en este mundo con el corazón lleno de perdón y ternura, siendo hasta en la misma hora de la muerte tu fiel esposa».

«GENOVEVA»


He aquí la carta que escribió la condesa, en tanto que las lágrimas inundaban sus ojos de tal modo, que, confundiéndose la tinta con el llanto, apenas si podía leerse lo que había escrito. En seguida púsola en manos de Berta, y le dijo:

—Querida mía; guarda esta carta como la más preciosa joya y que no la vea nadie; ponla en manos de mi esposo cuando éste regrese de la guerra.

Luego, despojándose de un collar de perlas que aun llevaba al cuello, se lo dio, exclamando:

—Mi buena Berta, toma estas perlas, con las que trato de recompensar esas lágrimas que prueban tu fidelidad y la compasión que sientes por tu señora. Este collar es uno de los regalos y adornos de mi boda, y no se ha separado de mi cuello desde que lo recibí de manos de mi esposo. Quiero que él te sirva de dote, pues vale mil florines de oro; pero que, en modo alguno, sea causa para ti de que te aficiones a las cosas mundanas. No olvides que el cuello que adornaron estas perlas ha sido cortado por el hacha de los verdugos, y que mi suerte te sirva de ejemplo para que jamás te fíes ni aun del hombre que más bueno te parezca. ¡Cuán distante me hallaba yo de pensar que, el que adornaba mi cuello con esta espléndida alhaja, habría de ordenar que me lo segasen en lo mejor de mis años! Así, pues, pon solamente en Dios toda tu confianza, y sé siempre tan buena y generosa como hoy lo eres. Yo voy a prepararme para dejar este mundo, disponiendo a mi alma para que entre en la vida eterna.

VII. Genoveva es llevada a la muerte.

Pocos momentos después de haberse retirado la doncella, abrióse la puerta del calabozo rechinando sobre sus goznes, y entraron dos hombres armados. Uno de ellos llevaba en una mano una antorcha encendida, y el otro apoyábase en un enorme espadón que tenía desenvainado. Genoveva, viendo cercana la muerte, arrodillóse para orar, teniendo en brazos a su hijo.

Los dos hombres hicieron un movimiento de asombro al descubrir el pálido y demacrado semblante de la condesa y el del tierno infante que bañaba con su llanto, a la vacilante claridad que despedía la antorcha. Uno de ellos, aquel a quien Golo había encargado que hiciera de verdugo, díjole con voz brusca e imperiosa:

—Levántate, Genoveva; toma a tu hijo y síguenos.

Genoveva exclamó por toda respuesta:

—Estoy en manos de Dios; que su gracia no os abandone —y, levantándose, los siguió con trémolo paso.

Hallábase el calabozo en un corredor sombrío y abovedado que, por lo largo que era, parecía que no tenía término. Iba delante el hombre de la antorcha, luego Genoveva, seguida del que llevaba el espadón y, por último, cerraba la marcha un enorme perro de lanas erizadas. Llegaron, por último, a una gran puerta de hierro; el hombre que iba delante introdujo una llave en la cerradura y apagó la antorcha. Apenas la puerta giró sobre sus goznes, halláronse en el campo, no lejos de una selva espesa e intrincada.

La noche era de otoño y bastante clara. La luna, destacándose sobre el azul del cielo, comenzaba a trasponer los árboles, cuyo ramaje agitaba el frío viento de la, estación. Los dos hombres, guardando el más profundo silencio, internáronse en lo más intrincado de la selva. Genoveva siguió caminando en medio de ellos, hasta que, al fin, llegaron a una plazoleta, completamente cercada de álamos, olmos silenciosos y altos y gigantescos abetos. Cuando hubieron llegado a este sitio, Conrado, que tal era el nombre del que llevaba el espadón, exclamó con voz ruda:

—¡Alto! Arrodíllate, Genoveva.

—Dame tu hijo, y tú, Enrique, véndale los ojos.

Y, diciendo estas palabras, adelantóse a coger al niño, y alzó el espadón, que brilló como un relámpago en las sombras de la noche. Pero Genoveva, estrechando a su hijo contra su pecho con desesperación maternal, exclamó, elevando sus ojos al cielo:

—¡Dios mío, dejadme morir, pero haced que se salve mi hijo!

La condesa hizo lo que le decían y Conrado prosiguió:

El verdugo dijo entonces con tono brutal:

—Cede buenamente, y no hagas resistencia alguna, pues lo que ha de ser, será de todos modos.

Mas Genoveva, que nada oía, continuó diciendo entre quejas y lágrimas:

—Amigos míos, ¿tendríais valor para asesinar a esta criatura tierna e inocente y que en nada ha delinquido ni ha hecho mal a nadie? Aquí tenéis mi garganta desnuda; matadme a mí, pues yo moriré contenta. Os lo ruego de rodillas; perdonad la vida a mi hijo de mi alma y llevadlo a mis padres. Si no os atrevéis vosotros, concededme la vida, no por mí sino por amor a mi hijo. Nunca, mientras viva, volveré a salir de este bosque, y Golo ignorará siempre que me habéis dejado vivir, pues no volveré, a reaparecer entre los hombres. Contempladme a vuestros pies, yo que soy vuestra condesa, vuestra señora, que os imploro con lágrimas en los ojos. Si alguna vez os hice mal, matadme; sí, quitadme la vida si me creéis capaz de haber cometido crimen alguno. Pero bien sabéis que soy inocente. ¡Ay! Llegará un día en que os remuerda la conciencia por no haber tenido compasión de mis lágrimas. Tened piedad para conmigo hoy, si queréis que un día la tenga Dios para con vosotros. No os expongáis a ser condenados para toda una eternidad, por mundanas y mezquinas recompensas. Temed a Dios más que a los hombres. ¿Os atreveríais a preferir a Golo sobre el Creador del Universo? No derraméis sangre inocente, porque la sangre inocente clama al cielo, y no hay sobre la tierra descanso para el que llega a derramarla.

Conrado, sin bajar el espadón, que conservaba alzado al aire, repuso:

—Por mi parte, me limito a obedecer a los que me mandan; si es o no justo lo que hago, el conde y Golo responderán ante Dios.

No obstante, Genoveva prosiguió suplicando y quejándose:

—¿No veis la luna en el cielo? Observad cómo se oculta, cual si se negara a presenciar la acción que pensáis llevar a cabo. Mirad cómo, al ocultarse, se vuelve roja, de color de sangre. ¡Oh! Siempre que la veáis ponerse de esta manera, ella hará que se eleve un grito en vuestras almas, para acusaros de la sangre inocente que vais a derramar. Mientras todos los hombres la admirarán, clara y brillante, en lo alto de los cielos, sólo vosotros la creeréis ver de color de sangre. Oíd cómo el viento muge. ¿Veis cuan terriblemente conmueve y agita los árboles? Toda la Naturaleza se estremece de horror en el momento en que la inocencia va a ser sacrificada. En lo sucesivo, os haría temblar el más leve rumor de una hoja. ¿No veis las estrellas, allá, en lo más alto? Ellas son otros tantos millares de ojos con que el cielo os contempla en este instante. ¿Y podréis cometer un crimen tan espantoso a la faz del mismo cielo? No olvidéis que allá arriba, sobre las estrellas, hay un Dios, en cuya presencia tendréis que comparecer un día. ¡Vos, Dios mío, amparo de los desvalidos, hablad al corazón de estos hombres, que son también esposos y padres, y detened su brazo para que no quiten la vida a una infeliz madre y a su desventurado hijo; haz que no carguen sobre su conciencia el peso espantoso de un crimen tan horrible!

Entonces, Enrique, que había permanecido hasta aquel momento sin hablar una palabra, enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla, y dijo:

Te digo, Conrado, que esto me destroza el corazón. Dejémosla vivir. Si estás resuelto a bañar en sangre tu acero, húndelo más bien en el corazón de Golo, puesto que, si hay algún culpable, es él solamente. La condesa no nos ha hecho siempre más que bien; y, si no, acuérdate de cuando, hace poco tiempo, estuviste enfermo.

De todos modos, es preciso que muera —repuso Conrado—, ahora, no viene a cuento nada de cuanto tú puedas decirme. Yo también encuentro muy duro el quitarle la vida; pero recapacita que, si no la matamos, moriremos nosotros dos. Llegado este caso, ¿de qué le habrá servido que la perdonemos? Golo sabrá hallarla donde se oculte y, por otra parte, tenemos necesidad, pues así nos lo ha exigido, de llevarle un testimonio irrecusable de su muerte.

Bien podemos dejarla con vida, si no es más que eso —dijo a su vez Enrique—. Oye lo que podemos hacer. Para que no puedan ser descubiertos, hagámosla que nos jure que no abandonará jamás este bosque y llevémosle a Golo los ojos de tu perro para que crea que positivamente ha muerto. Ten la seguridad de que su turbada conciencia no le dejará descubrir el engaño y creerá cuanto le digamos nosotros. Pero no es esto todo. Ya me hago cargo de que no matarás de buen grado a tu perro; mas no hay otro remedio. Piensa, Conrado, que la vida de nuestra buena, condesa y de nuestro joven conde, una madre desventurada y su inocente hijo, es más digna de nuestra compasión que la de tu perro. Dios me perdone; pero creo, Conrado, que no tendrás el corazón tan duro.

Yo soy tan generoso como tú, y acaso más —repuso Conrado—, y bien sabe Dios que jamás se me ha hecho tan duro mi oficio como en este instante; pero, si no cumplimos las órdenes de Golo, éste se pondrá con nosotros como una bestia feroz.

¡Y dale con Golo! —interrumpió Enrique—. Perdonar la vida al inocente es una acción generosa, y cuando se obra bien no debe temerse nada; por otra parte, aunque nos sucediera algún percance penoso, ¿por qué habríamos de acobardarnos? Está seguro de que, más o menos tarde, llegaremos a encontrar la recompensa.

Conrado, convencido por las razones de su compañero, acabó por decir: —Conforme, pues; aventurémonos.

Y, encarándose con Genoveva, la obligó a comprometerse, bajo un terrible juramento que él le fue dictando palabra por palabra, a no abandonar mientras viviera el bosque en que se encontraban, que estaba completamente desierto. También juró Enrique, por su espada no hablar jamás ni una palabra sobre lo había sucedido aquella noche; ni ir nunca a visitar a la condesa en su aislado retiro.

Inmediatamente, y para mayor seguridad y secreto, internó a Genoveva tres o cuatro leguas en la espesura de la selva, conduciéndola por montañas y valles despoblados, hasta lo más intrincado de la sierra, donde no se sabía que se hubiese posado jamás la planta de hombre alguno. Genoveva, rendida, de cansancio y sin poderse sostener apenas, dejóse caer al pie de un chopo, teniendo constantemente abrazado a su tierno hijo.

Allí la dejaron los dos hombres y retrocedieron por el mismo camino que habían recorrido. Tan sólo Enrique la contempló un instante, con la vista empañada por el llanto, y exclamo:

—Dios se apiade de vos y vele por vuestra vida y la de vuestro hijo. Si Él no tiene de vos más compasión que han tenido los hombres, en este lugar desierto estáis perdida irremisiblemente.

Cuando ambos estuvieron de vuelta en el castillo, hallaron a Golo en un aposento retirado, sentado, con la cabeza apoyada entre sus manos y con un aspecto de abatimiento y desesperación imposibles de describir. Conrado, al aparecer en la estancia, mostróle en una mano los ojos ensangrentados de su perro, y exclamó:

—Aquí tenéis los ojos que me pedisteis.

Golo repuso con voz espantosa:

—Marchaos, no quiero verlos —y dejando su asiento, avanzó hacia él con la espada desnuda, diciendo:— Si alguno de vosotros vuelve a nombrar delante de mí a esa desventurada, le hundiré esta espada en el cuerpo. Idos, que no os vuelva a ver jamás en mi presencia.

Luego, cuando quedó nuevamente solo, continuó hablando consigo mismo:

—Es muy extraño lo que me sucede. Antes creía que me sería muy dulce vengarme de Genoveva, y ahora, por lo contrario, me es tan insoportable la idea de que ha muerto, que daría un dedo de la mano por deshacer lo hecho. ¡Ay! Todo el que se deja llevar por sus pasiones, acaba siempre por engañarse a sí propio.

VIII. La cierva.

Genoveva permaneció durante un gran rato al pie del árbol, privada de sentido, hasta que, recuperando el conocimiento, se halló con su hijo en brazos y en aquel solitario bosque.

El cielo estaba completamente cubierto de negras nubes, y las tinieblas eran aún más profundas a causa de haberse ya puesto la luna; en la espesura del bosque rugía un huracán espantoso; un mochuelo silbaba entre el ramaje del árbol a cuyo pie estaba reclinada, y, a no mucha distancia, percibíanse los aullidos de un lobo. La desgraciada púsose a temblar con todo su cuerpo, y exclamó con voz trémula:

—¡Oh, Dios mío! El terror se apodera de mí; pero Vos, Dios bondadoso, para quien no existen la noche ni las tinieblas, estáis conmigo y no me abandonáis, porque no abandonáis jamás a los que en Vos confían. Vos me veis, pues estáis en todas partes, aun allí donde no puede llegar el hombre. ¡Cuánto os agradezco, Dios mío, el que me hayáis librado, y también a mi hijo, de las manos de esos hombres! Confío en que no permitiréis que sucumba en las garras de las fieras, y en Vos se cifra toda mi esperanza.

Y, dicho esto, sentóse nuevamente al pie del árbol con las manos cruzadas sobre sus rodillas, en las que descansaba su hijo; y con los ojos, que el llanto anegaba, elevados al cielo, permaneció en esta actitud hasta que brillaron las primeras luces del alba.

La mañana, que era una de esas tristes y nebulosas que tanto abundan en otoño, no le trajo consuelo alguno a sus dolores. Hallábase en un sitio abrupto, completamente estéril y de salvaje apariencia. Adondequiera que dirigía la vista, sólo tropezaba con áridos peñascos, negros abetos, abrojos y sombríos matorrales. Corría un viento tan frío que cortaba la piel, y no tardó mucho en empezar a caer una copiosa nevada.

Seguía temblando Genoveva, y su tierno hijo, desfallecido de hambre y frío, lanzaba quejidos desgarradores. Púsose a buscar la pobre madre un sitio cualquiera que pudiera servirles de refugio, ya en el hueco de algún tronco de árbol o en la cavidad de una roca, tratando de hallar también algunos frutos para alimentarse. Pero todos sus esfuerzos fueron estériles, pues no encontró ni un pedazo de tierra seca ni una mora que llevarse a la boca. Desesperada, comenzó a escarbar la tierra con sus dedos delicados, a fin de extraer de ella algunas raíces, las cuales mascó ella y dio luego a comer a su niño. Más para lograr este miserable alimento tuvo necesidad de enrojecer la nieve con su propia sangre.

Genoveva, débil y sin fuerzas como estaba, echó a andar, llevando a su hijo en brazos, sin saber a qué punto dirigirse de aquel intrincado bosque, arrostrando la nieve y la lluvia. Al cabo de algún rato, y después de haber logrado encaramarse a una escarpada roca, diviso un pequeño valle, fértil y alegre. Escaminóse a él, y, cuando hubo llegado, descubrió una cavidad bajo las colgantes ramas de los abetos. Era la entrada de una cueva, en la cual podían caber cómodamente hasta tres personas. Cerca de la cueva había una risueña fuentecilla de cristalinas ondas, formadas por las aguas que se precipitaban de la roca. Junto a la fuente crecían muchos manzanos, pero de cuyas ramas, de follaje seco y amarillento, no pendía un solo fruto. Adherida a la roca, elevábase serpenteando y festoneándola, una tupida enredadera, que producía una especie de calabazas, pero cuyo fruto, aunque grueso y de un amarillo brillante, no era ya comestible.

Llevando siempre a su hijo en brazos, Genoveva se introdujo en la cueva para resguardarse de la intemperie, temblando de frío. El hambre la atormentaba de un modo espantoso, pues era ya el mediodía, y su hijo comenzó a llorar de nuevo desconsoladamente. La pobre madre, presa de la desesperación, puso a su hijo en el suelo, junto a ella, arrodillóse en la cueva, y elevó sus ojos al cielo, y formuló, con voz trémula, la siguiente plegaria:

—¡Oh, Dios mío! Mirad compasivamente a una madre infeliz, y a su desfallecido hijo. Vos, que procuráis el alimento, a los mismos cuervos que surcan el espacio y hasta al más insignificante de los gusanos que se arrastran por la tierra, aun en las épocas más inclementes del año, podéis, si así es place, convertir en pan hasta las mismas piedras, y hacer que mi hijo y yo encontremos en este desierto el alimento que tanta falta nos hace. Vos, padre mío, no permitiréis, seguramente, que perezcamos de hambre. De igual modo que nos habéis proporcionado un albergue, nos proporcionaréis también el sustento necesario.

Al acabar Genoveva da expresarse en estos términos, desgarráronse las nubes, y el sol, luciendo en el azul firmamento, envió sus rayos a la cueva, reanimándola con su vivificante calor. Simultáneamente percibióse un leve rumor en la enramada, de la qué cayeron algunas hojas, y una cierva apareció súbitamente a la entrada de la caverna. Como el veloz animal no había sido nunca perseguido en aquel desierto por cazador alguno, a la vista de Genoveva no experimentó el menor espanto. Avanzó en el interior de la cueva con manso aspecto y ligeros pasos, por ser su guarida acostumbrada, y detúvose al llegar frente a Genoveva, la cual, sobrecogida en un principio a la vista del animal, recuperóse en breve y posó su mano en él para acariciarlo; al ver que la cierva recibía sus caricias dócilmente, concibió la idea de utilizar su leche para alimentarse ella y su hijo.

Y, acto seguido, colocó a su hijo en posición conveniente para que pudiera mamar de la cierva, exclamando:

—¡Oh, Dios mío! Véase a lo que obliga la necesidad a una madre desventurada.

La cierva, a la que no hacía mucho había arrebatado un lobo su cervatillo, y que estaba dolorida por el exceso de leche, dejóse mamar sin oponer resistencia alguna. El niño, una vez bien alimentado, quedóse dormido, y Genoveva, envolviéndolo en una parte de sus ropas, lo acostó en un rincón de la cueva, en donde había un reducido espacio que parecía hecho a propósito. Una vez hecho esto, pensó la pobre madre atender a sus propias necesidades. En seguida salió de la cueva y, valiéndose de una piedra afilada como un cuchillo, abrió algunas calabazas, a las que despojó de la carne y las pepitas, dejando sólo las cortezas, con las que volvió a la caverna. Luego dio de comer a la cierva algunas hierbas frescas y muy tiernas, y se puso a ordeñarla mientras comía; logrando obtener de ella leche suficiente para llenar todas las calabazas. Confiada y alegre, arrodillóse para dar gracias por este socorro providencial, y elevando en sus manos una dorada escudilla llena de pura y blanquísima leche, exclamó:

—Recibid, Dios mío, mis lágrimas en prueba, de gratitud por el generoso presente que me habéis hecho, porque presente vuestro es esta leche, manantial de sustento que me habéis hecho encontrar en las entrañas de esta dura y estéril roca. Vos sois quien todo lo ha dispuesto para nuestro socorro de un modo tan providencial; quien, seguramente, hizo que algún pájaro, o un cenobita oculto en estas soledades, sembrase en estos riscos las semillas de calabaza, que me acaban de proporcionar vaso en que recoger vuestro precioso regalo. Vos me habéis guiado hasta esta cueva, para que en ella pueda vivir sustentada por este generoso animal, apartando de mí el temor de que mi hijo y yo perezcamos de hambre. Contando con vuestra ayuda, estoy confiada en el porvenir, y ya no temo al duro y riguroso invierno.

Acabada esta plegaria llevóse la taza a los labios, y su llanto de gratitud mezclóse con la leche dulce y vivificante; cuando hubo bebido algunos tragos, que repararon sus fuerzas, exclamó:

—¡Qué bebida más deliciosa! Jamás saboreé, durante mi vida, un manjar más sabroso que éste. ¡Qué poco aprecio hacía yo, Dios mío, de vuestros dones en la mesa de mis padres! Perdonadme, por no haber sido más generosa con los pobres, pues nunca sentí los padecimientos del hambre. ¡Cuán poco trabajo costaría a los ricos hacer innumerables beneficios a millares de indigentes!

Una vez confortada con la sustentadora bebida, salió nuevamente de la cueva, a la que hizo repetidos viajes, para transportar a ella, en su delantal, algunos montoncitos de suave musgo, que arrancaba de los árboles y de las rocas, y con el que logró formar un blando lecho para ella y para su hijo.

Luego, y con el fin de resguardar la cueva, aún más de lo que estaba, del viento, púsose a arreglar las ramas de los abetos que pendían sobre la entrada, disponiéndolas en la forma más a propósito para el objeto, que se proponía. De este modo y con el calor que prestaba la cierva, no sólo quedó bien abrigado el interior de la cueva, sino que se respiraba en él un delicioso perfume, que se desprendía de las ramas dispuestas en forma de cortina.

Rendida, por último, de todo este trajín, y acabados todos los preparativos, Genoveva sentóse en un peñasco, dentro de la caverna, el cual parecía haber sido puesto allí deliberadamente para que hiciera las veces de un escaño. Una vez sentada, sintióse tranquila y como aliviada de un peso enorme, mostrándose íntimamente agradecida por verse libre del lóbrego calabozo en que gemía, y haber hallado un retiro seguro, en el cual podía arrostrar impunemente el odio del infame Golo. De sobra conocía que en aquel paraje, hallábase también expuesta a mil clases de padecimientos, pero sentíase reanimada, y el consuelo de los beneficios recibidos dábale ánimo para aguardar confiada en el porvenir.

Hallábase entregada a estas meditaciones, cuando, de pronto, su vista tropezó con una rama seca de abeto, desprendida casualmente del árbol, la cual se hallaba cubierta de musgo y caprichosamente pintarrajeada de manchas amarillas y blancas. Tomó la rama, y, partiéndola en dos pedazos, los dispuso en forma de cruz, ligándolos luego con algunas tiras de corteza flexible. Cuando hubo realizado esto, exclamó:

—Quiero tener siempre ante mi vista, ¡oh, Dios mío!, esta prueba de vuestro inmenso amor hacia mí y hacia todos los hombres; la cruz, en la que Vos moristeis por todos nosotros, me recordará constantemente los beneficios que de Vos estoy recibiendo. Desde este instante, quiero dar principio a una existencia de cenobita, y tendré en ella por cruz la adversidad de mi fortuna. Resignada, la llevaré sobre mis espaldas, a ejemplo vuestro, y diré constantemente, como Vos dijisteis: «Padre, hágase vuestra voluntad y no la mía». Esta acabará necesariamente algún día, y entonces podré decir asimismo: todo está consumado.

Dicho esto, puso la cruz en un hueco abierto en la pared de la cueva, donde siempre podía tenerla a la vista, y se acostó en el lecho de musgo que poco antes había preparado. A los pocos momentos, quedose dormida con un sueño tranquilo y reparador, como no lo había disfrutado desde hacía mucho tiempo. El niño dormía, igualmente, sobre su seno, y a sus pies reposaba la fiel cierva, que ya no los abandonó nunca.

IX. Genoveva en el desierto.

Desde entonces, vivió Genoveva aislada en aquella soledad, como una verdadera anacoreta. Transcurrió el invierno, luego la primavera y el verano, y sucedióse el otoño y otro invierno sin que ocurriese nada digno de mención. Cuando, en las siestas del estío, sentábase a la sombra de algún árbol y oía solamente el graznido de los cuervos o los picotazos de algún pájaro al escarbar la tierra; cuando en el otoño, durante, las frías noches, veía alzarse la pálida luna y proyectar sus rayos sobre el pequeño valle rodeado de montes; cuando en el riguroso invierno descubría, desde su gruta, todo el paisaje cubierto de nieve, sembrado de huellas de fieras, lanzaba hondos suspiros, nacidos en el fondo de su corazón, y ansiaba ver otra vez siquiera las facciones de sus padres, las de su esposo, las de sus amigos, las de un ser humano, en fin, cualquiera que éste fuese, y solía exclamar entre sollozos:

—¡Qué felices son los hombres que pueden vivir en sociedad, hablarse entre sí y comunicarse mutuamente todas sus alegrías! ¡Cuán locos son aquellos que, ignorando el valor de estas satisfacciones, se amargan la existencia unos a otros! —y continuaba, recobrándose algún tanto— pero poder hablar a solas con Dios vale infinitamente más que conversar con los hombres. Si estamos privados de su trato, Vos, Dios mío, no nos abandonáis jamás, ni aun en los más aislados desiertos ni en las noches más sombrías y silenciosas. Nada hay comparable a la ventura de poder conversar con Vos, Dios de bondad, a cada momento; con Vos, que sois el verdadero amigo de nuestras almas.

De este modo, completamente resignada con su suerte, Genoveva fue acostumbrándose poco a poco a comunicarse con Dios, en espíritu, y la esperanza que tenía hacía que para ella transcurrieran las horas velozmente, confiada por completo en la ayuda del Creador.

En las horas que le dejaban libre el cuidado de su hijo y la recolección de raíces y frutos que le servían de alimentos, y las cuales pasaba en una completa vagancia, que llegaba a aburrirle, acostumbraba decir:

—Si siquiera tuviese unas agujas de hacer media y algún hilo, cuan gratos serían para mí estos ratos de ocio, los cuales invertiría en vestirme a mí y a mi hijo. Los hombres suelen quejarse del trabajo a que están obligados, como de un peso que les abruma. ¡Oh! El trabajo, por duro que sea, no puede compararse a la ociosidad, que hace la existencia triste y aburrida.

En ocasiones, lo que echaba de menos era un libro, con cuya lectura pudiera distraer la grande y brillante imaginación de que estaba dotada. En tales momentos, decía:

—¡Cuánto me alegraría de poseer un libro, sobre todo, un buen libro, que me distrajera agradablemente en estas horas de descanso! No obstante, el mejor libro que pueden contemplar los ojos del hombre, ¡oh Dios mío!, son las obras de vuestras manos.

Desde entonces observó a la Naturaleza con más atención que nunca lo había hecho. La menor flor, el insecto más pequeño, la más insignificante mariposa, producíanle un placer inexplicable, al contemplar en la belleza de sus matices, y en la sabia disposición de su organismo, las huellas de una bondad y de una sabiduría infinita, y al recordar que, la mayor parte de aquellos hermosos objetos de que se veía rodeada en el desierto, habían servido a Jesucristo para hacer bellísimas parábolas, sentía, igualmente, una impresión grata y consoladora.

En la primavera, cuando el sol enviaba directamente sus rayos cariñosos hasta el interior de la cueva, Genoveva, extasiada, solía decir:

—Dios mío, el sol es para mí una imagen de la bondad y del amor que profesáis a todos los hombres, pues Jesucristo ha dicho: «Mi padre celestial hace brillar el sol para buenos y para malos». Quiero que mi amor al prójimo se parezca a vuestro sol, pues yo también haría gustosa el bien, aun a mis enemigos, si me fuera posible.

En ocasiones asaltábala el temor de que llegara un día en que no pudiera sustentarse en el desierto, y la melancolía se hallaba a punto de invadir su corazón. Al amanecer de un día, en que sintió que el desaliento se apoderaba de ella, exclamó, al oír vibrar en su oído los trinos de las aves:

—¡Cuán alegres y regocijados cantan esos pequeños seres, demostrando así que están libres de todo cuidado! Yo debo sentir la misma alegría que vosotros demostráis, puesto que Cristo ha dicho: «Mirad las avecillas del cielo; ellas no siembran, ni siegan ni almacenan en sus trojes y, no obstante, las alimenta mi Padre celestial. ¿Creéis que Él no os ama más que a ellas?». Sé, Dios mío, que Vos me amáis mucho más que a todas estas aves, y debiera estar, por ello, más alegre que ellas, expresar mi alegría en mis cantos y no entristecerme por no haber podido sembrar un grano, ni sembrar un tallo, ni almacenar una sola gavilla.

Al contemplar las mil florecillas del desierto, que con sus alegres y variados matices esmaltaban el pequeño valle, exclamaba de igual modo:

—Hermosas florecillas, vosotras sois para mí otras tantas preciosas y encantadoras nomeolvides, que me recordáis constantemente que Dios no se olvida de mí. A vosotras se refería Jesucristo cuando decía: «Contemplad las flores de los campos; ellas no trabajan ni hilan. Y, sin embargo, os digo: Ni Salomón, a pesar de toda su magnificencia, estuvo jamás tan hermoso y espléndidamente vestido como lo está cualquiera de estas flores. Y, si Dios viste tan magníficamente la hierba de los prados, ¿no hará otro tanto con vosotros, hombres de poca fe?». Por consiguiente, yo debo tener más valor y confianza en lo sucesivo. Y, aunque no hile ni cosa, no me preocuparé de qué modo habré de ir vestida.

Al volver de nuevo el verano, cuando se sentía abrasarse de calor, aun dentro de su cueva y acudía al manantial para apagar en sus claras y frescas aguas la sed que la devoraba, solía decir con frecuencia:

—El mismo efecto que produce esta agua en mis abrasados labios, causa en mi alma la fe que he puesto en el Creador y Él mismo nos ha dicho: «Venid a mí y bebed los que tenéis sed; el agua que yo os daré será para vosotros un manantial que correrá hasta la eternidad». Sí, este manantial interior es el que solamente me da vida, me fortifica y consuela, me llena de ventura, en este momento en que estoy privada de todo consuelo extraño, y en que me han sido arrebatados todos los placeres que se disfrutan en el trato y la sociedad de los hombres.

Otras veces, cuando contemplaba las colosales rocas que rodeaban el valle y que habían resistido inmóviles durante tantos siglos el embate de los huracanes y de las tormentas, recordaba aquellas palabras de Cristo: Quien oye mi palabra y la cumple, es como el hombre prudente que construye su casa sobre una roca, y decía:

—De igual modo quiero fundar mi salvación sobre vuestra palabra, para que nadie pueda echarla a tierra.

Poseía tan profunda imaginación, que sabía sacar útiles lecciones hasta de las malezas y cardos, y exclamaba ante ellos:

—Pobres y estériles plantas, si fuera posible que dierais racimos de exquisitos frutos, me extasiaríais con vuestra vista y me haríais más agradable la soledad de este desierto. Pero Jesús lo ha dicho: «No es posible coger uvas de los abrojos, ni higos de los cardos. El árbol bueno dará buen fruto y el árbol malo lo dará malo». Yo quiero ser un buen árbol y hacer todo el bien que esté a mi alcance, para no parecerme lo más mínimo a esas plantas, que sólo dan malos frutos y dolorosas espinas.

De este modo, hallaba motivo para hondas y consoladoras meditaciones en todo cuanto contemplaban sus ojos, desde las mismas malezas y cardos, hasta el sol, las aves, las flores y las frutas, aunque la presencia de su hijo fuera para, ella mil veces más agradable que el sol primaveral, más alegre que la estación de las flores y de las aves y más instructiva que cuanto pudiera hallar en su retiro.

Sacaba al niño a pasear al aire libre durante los días serenos, y allí, fuera de la cueva, bajo la azulada bóveda del firmamento, mientras, no lejos de ellos, la cierva pacía la tierna y fresca hierba de los prados, ella iba y venía, llevando en brazos a su hijo y sin alejarse de la gruta. El inocente nada comprendía aún, pero su madre dirigíale esas frases de ternura que sólo inspira y dicta el amor maternal; y, si por acaso, la tierna criatura rodeábala el cuello con sus bracitos en tales instantes, sonriéndole, su sonrisa embellecía y alegraba el desierto. En tales ocasiones, parecíale que, cuanto la rodeaba, brillaba como el oro y los diamantes; se arrodillaba, en el éxtasis de sus transportes maternales, estrechaba a su hijo contra su corazón y devolvíale sus besos y caricias con una ternura maternal indescriptible, exclamando:

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo he de demostraros toda mi gratitud por haberme conservado este hijo? ¿Qué dicha, qué consuelo y qué distracción más variada y deliciosa pueden existir, que los que él me proporciona en mi soledad? Dirigid, Señor, desde vuestro celestial trono vuestras protectoras miradas sobre este tierno niño, y dejadle que crezca y se desarrolle. Ved qué inocente serenidad se refleja en su rostro y qué dulzura en sus ojos. ¡Cómo se pinta la pureza de su alma, en sus rosadas mejillas y en su frente adornada con rizados caballos! ¡Con cuánta tranquilidad reposa sobre mi seno! Bien ha dicho Cristo: «Si no hacéis como los niños, no llegaréis a entrar en el reino de los cielos». ¡Ojalá todos los hombres ignorasen el mal y fueran inocentes como este niño, de una manera espontánea, por convicción y sin violencia, y sin envidias ni orgullos! ¡Entonces sí que sentiríamos en nuestro corazón, aun en esta vida, un reflejo de lo que debe ser el reino de los cielos, y viviríamos todos tan felices como lo es en mis brazos este niño, y llegaríamos a las puertas del sepulcro con la tranquilidad y satisfacción que proporciona a la conciencia la convicción del deber cumplido!

Genoveva sentía frecuentemente el deseo de visitar una iglesia, y entonces exclamaba:

—No hay mayor ventura que la de unir su pensamiento al de millares de hombres arrodillados ante la Divinidad, oyendo todos atentamente la palabra de Dios, elevando sus almas hasta El con recogimiento, entre los himnos de alabanza que conmueven los corazones. ¡Cuánta, sería mi alegría, si pudiera oír una campana, con cuyo sonido estoy segura, de que se confortaría mi corazón!

Mas, luego, rehaciéndose, decía:

—Pero, ¿qué digo? Toda la Naturaleza, la tierra que nos rodea y el cielo que está sobre nosotros, no son más que un templo de Dios, cuyo altar es el corazón que late y suspira por Él, aun en el fondo del más salvaje desierto. Estoy, pues, resignada. Sea, ¡oh, Dios mío!, este pequeño valle tu templo, y tu altar mi corazón.

En resumen: en todo el valle no veía un árbol o una roca, al pie de los cuales no se postrase de hinojos para orar; y, durante el invierno, cuando no podía abandonar la cueva, arrodillábase ante la tosca crucecita, sirviéndole de reclinatorio el peñasco en que se sentaba, y permanecía durante muchas horas inmóvil, elevando su espíritu hacia el sublime Redentor, que murió por amor a la humanidad.

X. Alegrías maternales de Genoveva en el desierto.

Así como en el bosque elevábase sobre su tallo una flor purpurina entre malezas y abrojos, de igual modo veía Genoveva, en su soledad, florecer la más pura alegría que pudiera experimentar su corazón. La causa de esta alegría era su adorado hijo Desdichado, al cual, entre transportes de gozo, había visto crecer, dar, trémulo, los primeros rasos y balbucear las primeras palabras.

Y, realmente, el niño desarrollábase siendo un verdadero encanto, y mostrando para todo extraordinarias disposiciones.

Genoveva no tenía, en su soledad, con qué vestir a su hijo. Pero un día encontró en el bosque una pequeña gamuza, a la que acababa de matar un zorro, el cuál comenzaba a devorarla, y trató de espantar a éste, con objeto de utilizar la preciosa y pequeña piel gris y moteada de blanco, de la víctima, para hacer un vestido al niño, y logrando lo que intentaba, consiguió realizar su pensamiento. Tan sólo quedaron desnudos las manos y los pies, recordando, por la humildad de sus vestidos, al precursor San Juan Bautista en el desierto.

El niño tenía por únicos alimentos hierbas y raíces, leche y agua; mas no por ello conservábase menos sano, teniendo en sus mejillas los colores y frescura de las rosas.

Júzguese el gozo indecible con que la pobre madre, que hacía más de un año que no había oído una sola palabra salida de labios humanos; oiría el primer sonido inteligible en boca de su hijo; y este gozo aumentóse hasta el éxtasis, cuando le oyó pronunciar, clara y distintamente, el dulce nombre de madre. Ocurrió esto en los comienzos del invierno, así es que pasaba las horas con él en su triste caverna, o recorriendo el valle cuando hacía buen tiempo, enseñándole los nombres de cuantos objetos se ofrecían a sus miradas; desde el sol hasta los peñascos, desde el musgo hasta los abetos, poniéndolo, insensiblemente, en situación de entablar diálogos fáciles y sencillos.

Más adelante, cuando advirtió en la tierna criatura los primeros rayos de su naciente inteligencia, los primeros destellos de su amor filial, invadió su corazón una alegría inexplicable. Cada día era para ella más pródigo en nuevas y encantadoras impresiones, pareciéndole como si surgiera una fértil y risueña primavera en medio del árido invierno. Al concluir esta estación, el pobre niño enfermó gravemente, y Genoveva no pudo salir de la gruta durante una larga temporada. Más, a poco tiempo, al comenzar la primavera, el niño recobró la salud, volviendo a sus mejillas los frescos y alegres colores de las rosas. Genoveva, entonces, sacóle fuera de la gruta, por la primera vez después de mucho tiempo, en una hermosa mañana de primavera, y llevólo a lo largo del valle esmaltado de flores, al aire libre, en plena campiña.

Lucían espléndidamente todas las riquezas de la estación, y, al ofrecerse repentinamente a las miradas del niño, que se encontraba ya en situación de poder apreciarlas, causáronle una impresión deslumbradora. Presa de un profundo estupor, detúvose y se quedó como en éxtasis, contemplándolo todo con los ojos extraordinariamente abiertos, en los que se reflejaba el asombro y regocijo que lo invadía. Por último, exclamó:

—¡Mamá, mamá! ¿Qué es lo que veo? Todo está muy distinto de como antes estaba. Todo es más bello. Ved el valle, que hace poco tiempo se hallaba cubierto de nieve, ahora es de un verdor tan brillante y hermoso, que, en comparación con los abetos, parece negro. Los árboles y plantas, antes tan tristes y desnudos, sin más que algunas hojas secas y amarillentas, están ahora cubiertos de hojitas tiernas y verdes. ¡Mirad el sol! Da gusto calentarse a sus rayos, bajo el hermoso azul del cielo. ¡Mamá! ¡Mamá! Ved en el suelo, a mis pies, qué cosas tan bonitas, tan limpias y tan diminutas. Ved qué colores tan hermosos, dorado, azul y blanco.

—Querido hijo mío, eso son flores —repuso Genoveva—. Mira cómo cojo algunas para ti; aquí tienes; éstas que ves aquí, blancas, son caléndulas y velloritas. Míralas por dentro, qué amarillo tan bonito tienen; ve ahora qué hojitas hay alrededor, blancas, con gotitas de púrpura. Estas otras, completamente amarillas, se llaman primaveras; esta azul es una violeta y exhala un perfume muy agradable. Aquí las tienes, todas son tuyas; ahora, si quieres, coge todas las que desees Lleno de alegría, púsose el niño a coger flores, y, tantas cogió, que no podía abarcarlas con sus tiernas manecitas.

Luego lo condujo Genoveva al extremo del valle a, un frondoso bosquecillo, y, una vez allí, díjole:

—¡Escucha! ¿No oyes?

El niño púsose a escuchar atentamente, y por la primera, vez llegó a su oído el canto de una multitud de pajaritos que, en armonioso concierto, lanzaban al aire sus gorjeos, sin temor a manos crueles que viniesen a interrumpir sus alegres trinos.

—¿Qué es eso tan bonito que suena ahí? —Exclamó el niño—. Por todas partes, en los montes y en los árboles, oigo muchas vocecitas encantadoras. ¡Mamá! ¡Mamá! Vamos a ver lo que es; vamos corriendo.

Sentóse Genoveva sobre una piedra tapizada de musgo, puso al niño en sus faldas y, según acostumbraba hacer durante el invierno y en los primeros días de la primavera, esparció en torno suyo sobre el césped algunas semillas de frutos silvestres, y luego llamó a los pájaros. Acudieron inmediatamente innumerables avecillas; el dócil petirrojo, el canario doméstico, el pardillo, adornado con su corona y su pechera de púrpura; el pintado jilguerillo, ansiosos todos de picotear las semillas, mientras Genoveva decía:

—Ahí tienes los pájaros cuyos cantos tanto te gustan.

Transportado de alegría y como fuera de sí, exclamó el niño:

—¡Cómo! ¿Sois vosotros, preciosos animalitos, los que entonáis tan graciosos cantos? ¡Ah! Vosotros lo hacéis mucho mejor que los grajos, que nos molestaban en invierno con sus graznidos, y sois también mucho más bonitos que ellos —y continuaba, dirigiéndose a su madre—: ¿En qué consiste que ahora está todo tan bonito? ¿De dónde han venido todas estas cosas tan bellas que hay a nuestro alrededor? Vos no podéis ser quien, mientras yo estaba enfermo, haya adornado tan espléndidamente este vallecito, pues casi siempre estabais conmigo en la gruta; y, además, es preciso ser muy hábil para adornar esto en esta forma.

—Hijo mío —repuso Genoveva—, ¿no te he dicho que tenernos en el cielo un padre muy bueno y generoso? Pues bien; este padre es Dios, y Él es quien ha creado el sol, la luna y las estrellas, y Él también quien ha hecho cuanto ves, para, regocijar nuestros corazones y alegrar nuestras miradas.

—¡Qué bueno es Dios! —Dijo entonces el niño—. ¡Qué hermoso y diestro se presenta en todas sus obras!

La inocente sencillez de Desdichado fue acogida por Genoveva con una sonrisa, diciéndose en su interior:

—¡Ángel mío! ¡Cómo se reirían de ti otros niños de más edad que tú! ¡Cómo te tratarían de tonto! Pero los que esto hicieran, habrían olvidado que ellos hablaron como tú en otro tiempo y que sólo paso a paso y muy lentamente llegaron a poder apreciar verdaderamente las maravillas del Universo, que es lo que le sucede a la inmensa mayoría de los hombres.

Al día siguiente despertó el niño a su madre cuando apenas amanecía, diciéndole a gritos:

—Mamá, mamá; levantaos en seguida y venid conmigo. Vamos a ver todo lo bonito que Dios ha hecho.

Genoveva, al oírlo, sonrióse dulcemente y, levantándose, lo llevó hasta las márgenes de un arroyo que cruzaba el vallecito. Cuando hubieron llegado a aquel paraje, díjole:

—Mira, allá, a la sombra de aquella elevada roca que cierra el valle en la parte por donde penetran los vientos más fríos. ¿Ves esos arbustos llenos de espigas y que pinchan tanto? Se llaman endrinas; ahora tienen unas bolitas verdes y blancas, muy pequeñas, que son las yemas de las flores. Ahora, mira hacia el otro lado. ¿Ves aquellos arbustos, que tienen también espinas, pero muy pequeñas? Son escaramujos y tienen igualmente yemas, pero más largas. Mira ahora allí, a lo alto del vallecito; aquellos dos árboles que hay allí son, el uno, un manguito, y el otro, un peral silvestre; fíjate bien en ellos, por más que los conozcas ya hace tiempo; sólo verás ahora ramitas cuajadas de yemas; mas, de hoy en adelante, obsérvalos detenidamente, a ver qué es lo que les sucede, y luego me lo dirás.

Empapó la tierra, aquella, noche una de esas suaves y templadas lluvias primaverales, que hacen brotar las hojas y las flores como por encanto. Aun seguía lloviendo cuando amaneció; mas, habiéndose serenado el cielo poco después, bajó Desdichado al valle y, lleno de asombro, exclamó:

—¡Oh, mamá! Las bolitas verdes de las endrinas se han convertido en unas florecitas blancas como la nieve. Los espinos restantes están cubiertos de hojitas verdes y las yemas están más gruesas. También están llenos de flores blancas y encarnadas los árboles que hay a orillas del arroyo. ¡Qué placer! Ven, y verás qué bueno es Dios.

Genoveva, acudió adonde la llamaba su hijo, el cual prosiguió:

—¿Ves? Pues ahora verás los escaramujos. Seguramente darán flores encarnadas, pero no están abiertas todavía. No obstante, si las examinas despacio y atentamente, verás las yemitas que comienzan a brotar. ¿Es, acaso, que esta noche no ha podido Dios acabarlo de hacer todo?

—Fácil le hubiera sido a Dios, hijo mío —repuso Genoveva—, acabarlo de hacer todo, como dices, pues a Él no le cuesta trabajo alguno hacer eso, puesto que, siendo, como es, omnipotente, lo puede hacer todo en un abrir y cerrar de ojos.

A lo cual argüía a su vez el niño:

—Decidme, no obstante, ¿cómo Dios puede hacer todas estas cosas en la obscuridad de la noche?

Entonces, contestóle Genoveva que Dios, para el que no existen las tinieblas, veía tan bien durante el día como en la noche, al oír lo cual quedóse el niño absorto de admiración.

Genoveva dijo otra madrugada a Desdichado:

—Hoy vas a tener una gran alegría; ven conmigo.

Y tomando una cestita de mimbres que ella misma había tejido, guióle hasta un verde césped, que iluminaba el sol alegremente al penetrar al través de las rocas y abetos, y en el cual había visto, hacía algunos días, unas cuantas fresas próximas a su madurez, las cuales estaban ya aquel día perfectamente maduras y rojas como la grana. Tomó Genoveva unas pocas y díjole al niño:

—Toma, y come de esta, fruta.

—¡Ay qué buenas! ¿Quieres que, yo arranque más?

—Toma, y come todas las que quieras. —Respondióle Genoveva—, pero sólo de aquellas que están encarnadas. Luego llenaremos la cestita y la llevaremos a casa.

Hizo Desdichado lo que le decía su madre, y exclamó con grandes transportes de alegría:

El niño púsose acto seguido a hacer cuanto le había dicho su madre, mientras decía:

—¡Qué bueno es Dios y cuántas buenas cosas nos regula!

—Por eso mismo —repuso su madre—, tienes el deber de darle las gracias.

En seguida elevó al cielo el niño los ojos impregnados de gratitud, y exclamó en voz alta, enviando con sus tiernos dedos un beso al infinito:

—¡Oh, Dios de bondad! Yo os doy gracias por estas fresas.

Y, luego, volviéndose vivamente hacia su madre, le preguntó con acento de sencilla ingenuidad:

—¿Me habrá oído bien Dios, madre mía?

—Seguramente, mi querido hijo. —Respondióle su madre, sonriendo y abrazándolo cariñosamente—. Más aún; Dios, que lo ve y lo oye todo, sin exceptuar lo más mínimo, te hubiera oído penetrando hasta tu corazón y tu mente, aun cuando no hubieras expresado tu pensamiento con palabras. Desde aquel día, Desdichado sólo deseó ver cosas nuevas que le demostraran la bondad y omnipotencia de Dios. Genoveva decíale:

—Ve, hijo mío, y examina con tus propios ojos cuanto de nuevo y admirable encuentres en el valle, y luego ven a contarme todo lo que llegues a descubrir.

Fiel a estas palabras, Desdichado acudió un día a la gruta haciendo grandes demostraciones de entusiasmo y diciendo a gritos:

—Ven, mamá; he hallado una cosa preciosa; un cestito pequeño, que tiene dentro un pajarito. ¡Si vieras qué bonito y qué pequeñito es! Ven corriendo —y, asiéndola de la mano, la condujo hasta un grupo de endrinas, y, mostrándoselo, le dijo—: ¿Ves mamá? Aquí tienes el cestito. ¿Lo ves bien?

—Querido mío, eso es un nido de pájaros —repuso Genoveva—. Esa clase de cestitos se llama un nido, y el pájaro es un pardillo. Las aves tienen sus nidos, de igual modo que nosotros tenemos una cueva. ¿Ves dentro del nido, qué atento nos está mirando el pájaro? ¡Ah! Mira cómo se escapa. Acércate con cuidado, procurando no pincharte, y contempla el nido. Mira con cuánto ingenio y destreza está compuesto exteriormente, con hierbas secas, y con cuánto primor han formado la parte de adentro, cubriéndolo con suave crin recogida al azar. Pero no es esto todo. Registra bien el interior —y, al decir esto, alzó a su hijo en sus brazos todo lo más alto que pudo.

El niño comenzó a palmotear, y gritó entusiasmado:

—¿Qué son esas bolitas tan preciosas que hay allí dentro?

—Eso son los huevecitos —contestó Genoveva—. Mira qué bonitos son, con su color verde claro y qué rayitas tienen tan preciosas.

—¿Y qué hace el pájaro con los huevecitos? —interrogó Desdichado.

—Pronto lo sabrás —respondió Genoveva—. Te bastará, para ello venir a verlos diariamente, pero sin tocarlos ni molestar nunca a los pajaritos.

Transcurridos dos días, Desdichado hizo que su madre lo acompañara al lugar donde se encontraba el nido, en el cual halló preciosos pajarillos, en substitución de los huevos que había visto anteriormente. Genoveva, entonces, le dijo:

—Observa cuan tiernos y chiquitines son. ¿Ves qué bonitos? Todavía están con los ojitos cerrados y sin plumas. Aun no pueden volar ni arrojarse fuera del nido.

—Están desnudos los pobrecitos —exclamó Desdichado—. Van a perecer de frío y de hambre.

—De ningún modo, hijo mío —contestó Genoveva—. Dios cuida de ellos. Conforme te hice notar el otro día, el nido está blando y recubierto por una suave pelusilla, a fin de que los pajarillos estén en él cómodos y abrigados. Es de forma redondeada, para que no puedan tropezar ni hacerse daño alguno. El pardillo, que es el padre, lo ha hecho todo, según pudiste ver. ¿No es verdad que está construido primorosamente? Seguramente que no podríamos nosotros mismos hacer otro igual. Y, ¿sabes quién ha dado a ese pajarito el arte maravilloso que nos asombra? Dios, cuya providencia, vela amorosa y constantemente sobre todas las criaturas que pueblan el Universo. Pero no es esto todo; ese frondoso y espléndido follaje de los espinos, les presta ahora fresca y agradable sombra, y al mismo tiempo los defienden de la humedad y de la lluvia. Apenas hace un poco de frío, sea por la mañana, por la tarde o por la noche, acude el padre, unas veces, y otras la madre, y, posándose cuidadosamente sobre ellos, los cubren con sus alas para darles calor e impedir que los entumezca la helada. No creas que están puestos al azar los punzantes espinos de que el nido está rodeado. Sin ellos los voraces cuervos se comerían a los pajarillos, y las puntas de que están erizados los espinos, defienden al nido, desviando a los que tratan de acercarse a él y hacer daño a los pequeñuelos. El pardillo, padre, aunque es el más grande, no lo es tanto que no pueda deslizarse ligera e impunemente a través de los espinos. Ve, pues, cómo en todas las cosas, aun en las abruptas malezas, se echan de ver el amor y la paternal protección de la Providencia.

Ínterin Genoveva hablaba de esta forma, llegó volando la madre y púsose en el borde del nido. En seguida, todos los pajarillos alzaron sus cabecitas, piando y aleteando y, abriendo sus piquitos, recibían en ellos el alimento que su madre iba dándoles, a cada uno a su turno. Desdichado, transportado y saltando de alegría, exclamó:

—¡Oh! ¡Qué bonito es esto! ¡Qué precioso!

—Mira —le dijo entonces Genoveva— cómo la madre viene a traerle la comida a los animalitos, que aun no están en estado de ir en busca de ella. Aun serían para ellos demasiado duras las semillas, y los padres las trituran primero con el pico, las tragan, para que se ablanden en el buche, y luego se las dan. ¿No encuentras todo esto maravillosamente ordenado? Pues todavía cuida Dios más amorosamente de nosotros, que lo hace con todos los seres creados, aun con los mismos pajarillos. Sí, hijo mío —prosiguió con los ojos inundados en llanto—, ese Dios clemente y bondadoso que, hasta ahora, ha cuidado de ti en medio de tu debilidad, seguirá cuidando de ti en lo sucesivo.

—Ciertamente —repuso Desdichado—. El buen Dios ha cuidado de mí, y a Él debo el teneros a vos, mamá, que me amáis más que los pajaritos a sus hijuelos. Hace ya mucho tiempo que yo hubiera muerto sin vos, y al decir estas palabras se arrojó en brazos de su madre, a la que abrazó cariñosamente, con los ojos bañados por el llanto de la gratitud y de la ternura.

Diariamente tenía Desdichado una nueva maravilla que referir o un nuevo hallazgo que enseñar a su madre. Todas las mañanas llevábale las flores más bellas, y los cestitos que ella le había fabricado con juncos, llenos de fresas, de arándanos, zarzamoras o frambuesas, según la época. Contábale también cómo se iban cubriendo de flores las endrinas, cómo aumentaban de tamaño las redondas y verdes bolitas de los agavanzos y cómo crecían asimismo y echaban plumas los pardillos, por último, llegó el día en que, con gran regocijo, pudo decirle que las endrinas lucían ya su negro fruto, los agavanzos estaban cuajados de rojos escaramujos y los pardillos habían ya alzado el vuelo.

Conducíase en todo de igual forma. Cuando por primera vez distinguió el brillante y hermoso lucero de la mañana; cuando descubrió por primera vez el arco iris después de haber caído la lluvia; cuando contempló el espectáculo de una espléndida puesta, de sol a través de los negros abetos, siempre corría, en busca de su madre para referírselo y llevarla consigo, a fin de que todo lo viese y admirase con él, y ambos unían sus acciones de gracias a la Providencia por los prodigios que había realizado. Como consecuencia de todo esto, Desdichado estaba constantemente alegre, siendo causa de constantes satisfacciones para su madre que, con los ojos inundados de llanto, solía exclamar muy a menudo, al ver los inocentes transportes de su hijo:

—Basta que un corazón sea inocente, ¡oh, Dios mío!, para que encuentre un paraíso en el desierto; y que un alma os ame y os conozca, para que goce las delicias de un cielo en medio de las aflicciones y sufrimientos.

La cuidadosa y prudente madre se preocupó también de hacer a su hijo precavido contra las plantas venenosas, que abundaban en aquel desierto, engalanadas con una peligrosa belleza. Fuéle mostrando una por una las negras y brillantes cerezas de la belladona; las rojas y lustrosas bayas de la camelia; el fruto, de un verdor sombrío, del estramonio; las lechosas raíces de la cicuta, y las setas purpurinas y cuajadas de perlas.

—Qué no se te ocurra comerlas en modo alguno —decíale—; lo mejor es que me lo enseñes todo antes que lo comas, pues de otro modo enfermarías gravemente; ¿me comprendes? El mismo amoroso interés puso la cariñosa, madre en apartarlo de la desobediencia, el aturdimiento, la terquedad y otros muchos defectos peculiares de la infancia. Con este objeto, decíale:

—Esos defectos son aún más perjudiciales que los venenos de las plantas. El pecado se parece, con frecuencia, a esas cerezas encarnadas o negras, que tan bellas nos parecen al mirarlas, pero que, en vez de beneficiarnos, son causa para nosotros de horribles padecimientos y aun de la muerte. ¡Ay! Por desgracia es muy cierto qué, a menudo, lo malo nos parece, mucho más agradable que lo bueno, como sucede con la seta venenosa, que, en la belleza de los colores, aventaja a la gris, que es comestible y completamente inofensiva.

XI. Un lobo viste a Genoveva.

De este modo, entre placeres inocentes y puros, pasaron Genoveva y Desdichado la primavera y el verano. Luego llegó el otoño, en cuya estación el sol, además de tener mucho menos calor en sus rayos, sale más tarde y se pone más temprano. El límpido azul del firmamento veíase durante semanas enteras cubierto por nubes sombrías y negruzcas y la tierra quedóse casi estéril por completo.

Ya no se oían en el valle los trinos de las aves, pues la mayoría de ellas habían emigrado al acercarse el invierno. En lo que a las flores se refiere, la mayor parte de ellas habían desaparecido, y las que quedaban hallábanse marchitas y secas. El follaje de los árboles, sin jugo y amarillento, colgaba flojamente de las ramas, y el que no se desprendía por sí solo, era arrebatado por el espantoso viento que mugía en la selva. En ocasiones, Genoveva, con el corazón angustiado por la proximidad del invierno, sentábase en silencio a la entrada de la gruta, contemplando desde allí, con los ojos inundados de llanto, la destrucción que se efectuaba en el valle. En cuanto a Desdichado, no tardó mucho en decir a su madre:

—Mamá; ¿es que ya no nos quiere el buen Dios, puesto que deja marchitarse todas las flores y que se sequen los árboles y las plantas? ¿Querrá ahora abandonarnos, Él, que era tan bueno, y nos miraba con ojos tan cariñosos?

—No, hijo mío; mientras seamos buenos y piadosos. Dios no nos abandonará y nos querrá siempre; pero ten en cuenta que todo cambia y es perecedero sobre la tierra. Lo único que es inmutable y eterno es el amor que Dios siente por nosotras. Lo que sucede ahora es que llega el invierno; pero cada año, al invierno sucede la primavera, en cuya estación todo reverdece y vuelve a ponerse como el año anterior.

A pesar de todo, el niño contemplaba con aire triste e inquieto la devastación que se efectuaba en el vallecito, y repuso:

—Será como dices, mamá; pero yo temo que se acabe el mundo.

—Está tranquilo —respondió Genoveva, con una sonrisa—, pues todos los años ocurre lo mismo, y una estación sucede a otra. Por consiguiente, al ver acercarse el invierno, alégrate pensando en la primavera.

La mayor parte del otoño la empleó Genoveva en recolectar los manguitos y peras silvestres, escaramujos y endrinas, avellanas, y, en resumen, todos aquellos frutos de que podía sacar algún provecho o le servían para alimentarse, ayudándole continuamente Desdichado en esta faena.

Pero la forma en que había de arreglarse para proporcionarse vestido para el invierno, preocupábala aún más que el alimento, pues ya estaba completamente inservible el único vestido que poseía y que llevaba sobre su cuerpo desde hacía ya algunos años. Un día, hallábase sentada en la puerta de la gruta, con los ojos inundados de llanto, y procurando adherir unos a otros los jirones de su vestido, para lo que se servía de hebras resistentes de vegetales y aguijones de espinos; mas, a pesar de todos sus afanes, no podía lograr su objeto. Lanzó un profundo suspiro y exclamó, hablando consigo misma:

—¡Cuánto daría yo ahora por tener una aguja y algunas hebras de hilo! ¡Qué poco aprecio hacen de los beneficios que disfrutan los que viven entre los hombres!

Desdichado, que contemplaba el profundo pesar de su madre y la inutilidad de sus afanes, le dijo:

—Mamá, ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando se le caían los pelos a nuestra cierva? Pues me dijiste que Dios daba dos vestidos cada año al animalito: uno rojo y ligero para el verano, y otro gris y de más abrigo para el invierno. En consecuencia, no debes afligirte, pues seguramente Dios te proporcionará un vestido de bastante abrigo para el invierno, a no ser que pienses que te ama menos que a nuestra cierva.

—Tienes mucha razón, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa y abrazándolo—, Dios cuidará de nosotros. Él, que viste a los animales y a las flores, sabrá también cómo ha de vestirme.

A los dos días de este diálogo, Genoveva encargó a Desdichado que no se alejase de la gruta, y tomando un fuerte garrote y una calabaza con leche que se colgó al costado, internóse en el bosque, con objeto de dar una vuelta por él y buscar, aun entre los árboles, algunos frutos que añadir a sus provisiones. Cuando hubo llegado a la falda de un monte, a cuya cima se proponía ascender, sentóse para tomar algún descanso y confortarse con unos tragos de leche.

De repente, vio venir hacia ella un lobo de aspecto terrible, que llevaba una oveja en la boca. Detúvose la fiera al ver a Genoveva, y se quedó contemplándola con miradas chispeantes. La desventurada púsose a temblar con todo su cuerpo, llena de terror. Mas, serenándose de pronto, y revistiéndose de una sangre fría verdaderamente extraordinaria, empuñó el garrote que llevaba consigo y, lanzándose hacia el lobo, le descargó sobre la cabeza un terrible garrotazo para librar de sus dientes a la pobre oveja. El feroz animal abandonó acto seguido su presa, y precipitóse rodando por la montaña abajo, lanzando espantosos aullidos. Inmediatamente, Genoveva arrodillóse junto a la oveja, y vertiéndole en la boca algunas gotas de leche, trató de volverla a la vida. Mas todo fue inútil, pues el pobre animal estaba, ya muerto.

A la vista de tan triste espectáculo, conmovióse profundamente el corazón de Genoveva, la cual exclamó:

—¡Pobre animalito! Tú también has sido arrancado de los fértiles campos en que mi castillo se levantaba. ¡Cuánto tiempo hace que no los he visto ni he tenido noticia alguna de ellos! ¡Quién sabe si tú serás de mis mismos ganados o de los de mi esposo! ¡Dios mío! —Gritó de repente—. Sí, estoy segura; lleva nuestra marca. ¡Ah! Si vivieras y entendieses el lenguaje humano, ¡cómo te colmaría de preguntas! ¿Ha regresado mi esposo de la guerra? ¿Se acuerda aún de su Genoveva? ¿Sabe ya que soy inocente o permanece indignado contra mí? ¡Ay! Él vive rodeado de abundancia, y esplendor, mientras yo sucumbo aquí lentamente entre la pereza y el hambre.

Luego, reanimándose algún tanto, se hizo las reflexiones que siguen:

—Indudablemente, no debo hallarme lejos de mi amada patria, pues, a no ser así, no se comprendería cómo ha venido a parar aquí este animal. ¿Qué ocurriría si yo volviese a ella llevando a mi hijo conmigo? —y al surgir repentinamente en su corazón el tierno sentimiento de su país, las lágrimas inundaron su rostro; mas, después de meditar en silencio algunos instantes, prosiguió:— Bien pensado, yo no debo abandonar jamás estos parajes, pues me obliga a ello un juramento solemne, que no me es dado quebrantar. Sé que, en todo caso, podría argüir que ese juramento me fue arrancado por el miedo a la muerte; mas, a pesar de todo, el violarlo sería una injusticia, pues acaso mi audaz intento costaría la vida a los dos hombres generosos que me la perdonaron a mí. No, de ningún modo. Aquí permaneceré mientras Dios no disponga otra cosa; pues si algún día le place que yo abandone estos sitios, sabrá encaminar a ellos a algún hombre de corazón compasivo. Es preferible sufrir resignadamente los más grandes infortunios, a que la conciencia nos remuerda por una acción culpable.

Una vez adoptada esta generosa resolución, púsose a buscar en las márgenes del arroyo una piedra bien afilada, y cuando la hubo encontrado, valióse de ella como de un cuchillo para despojar a la oveja de su grande y lanuda piel. Lavóla después en la límpida corriente, para, limpiarla del barro y la sangre que tenía, y luego de haberla secado al sol, envolvióse en ella y, como ya avanzaba la tarde, regresó al vallecito en que estaba situada la cueva, en la que le aguardaba Desdichado, que, al divisarla desde muy lejos, salió a su encuentro corriendo y diciéndole a gritos:

—Mamá, ¿estás ya de vuelta? ¿Dónde has estado tanto tiempo? No sabes con qué cuidado me tenías —y al decir estas palabras, detúvose sobrecogido de asombro.

La débil luz del crepúsculo, por una parte, y por otra la piel de la oveja en que su madre se envolvía, impidiéronle reconocerla. Disponíase a retroceder y guarecerse en la cueva, cuando le detuvo la cariñosa voz de Genoveva, que le dijo:

—Nada temas, hijo mío; soy yo.

—¡Alabado sea Dios! ¿Eres tú realmente? ¡Qué alegría! Más, ¿qué es esto que traes? ¿Dónde has encontrado ese vestido? ¿Ves? Ya estás vestida como yo.

—Es un regalo que Dios me ha hecho —dijo Genoveva.

—¿Ves cómo ha sucedido lo que yo te decía? Dios te ha dado un vestido nuevo para el invierno —añadió Desdichado, loco de contento, y palpando la zalea, prosiguió—: ¡Qué lana tan blanca y tan suave! Estos vellones se parecen a las nubecillas que nos anuncian la primavera. Bien se conoce que esto es un don celestial.

Hablando de este modo, penetraron los dos en la cueva. En seguida dio Desdichado a su madre una calabaza llena de leche y un cestito con frutas. Cuando hubo recobrado sus fuerzas, Genoveva le contó todo lo sucedido y cómo había llegado a sus manos la piel de la oveja.

De nuevo encerró en la gruta el riguroso invierno a Genoveva y a su hijo, y sólo en los días templados, tan escasos en esa estación, podían salir a dar una vuelta por el valle. En estos días, decía Genoveva al niño:

—Mira, hijo mío, cómo la inagotable bondad de Dios se nos muestra aun en el invierno. ¡Cuán bello y limpio está todo a nuestro alrededor! Los árboles y las plantas están ahora más lustrosos, como si comenzaran a florecer. Mira cómo brilla la nieve, lanzando chispas blancas, verdes y rojas, al ser herida por los rayos del sol. A pesar de que los árboles están desnudos de hojas, los abetos ostentan su eterna verdura, bajo la cual se guarecen los animales del bosque; y, para que los pajaritos no perezcan de hambre, los enebros bríndanles, aun en el invierno, sus tiernos y azules frutos. Tampoco se hiela nuestro manantial, para que los animales puedan beber en él y alimentarse con la hierba que crece en las orillas. Ve ahí cómo Dios, aun en la estación más rigurosa, se muestra pródigo y generoso con sus criaturas.

Cuando el frío arreciaba y el huracán rugía en la selva, Desdichado esparcía a la entrada de la gruta semillas y heno, y allí acudían los pájaros, los cervatillos y las liebres, familiarizándose con él hasta el punto de picar el grano y comer el heno en sus propias manos y juguetear triscando con él por el vallecito.

Genoveva y Desdichado pasaron el invierno entregados a estos inocentes goces. Sin embargo, Genoveva no carecía de pesadumbres; pero Desdichado, apenas se acostaba, quedábase dormido, pasando toda la noche en un sueño, al contrario de su madre, que pasaba desvelada en la gruta la mayor parte de aquellas horas interminables, lanzando profundos suspiros, y diciendo con frecuencia:

—¡Cuánta sería mi alegría si tuviera al menos una lamparilla para alumbrarme en este sombrío refugio! ¡Qué agradables pasarían para mí las horas si tuviera un libro, un huso y cáñamo! La más humilde sirvienta, la pastora más miserable del condado, no carecen de ello y son más dichosas que yo en este instante. Formando corro en torno al caliente hogar, siéntanse a la luz de la lámpara, y pasan la velada en amenas conversaciones.

Mas, luego, reanimándose, decía:

—Sin embargo, y aunque estoy alejada de los hombres, Dios no me abandona, y puedo conversar con Él en estas tristes noches invernales, lo que es para mí el mayor consuelo, pues, sin esto, ya me habría muerto de pena. Sea cual fuere la condición en que vivimos, Dios tiene siempre, para quien en Él confía, los consuelos más agradables.

XII. Genoveva enferma.

De igual modo que habían pasado hasta entonces, Genoveva y Desdichado, los veranos e inviernos transcurridos, pasaron algunos otros, hasta siete, en aquel vallecito. No había sido el invierno extremadamente riguroso en los años precedentes; pero, el que hizo siete que vivían en aquellas soledades, fue para ellos espantoso. La montaña y el valle se hallaban cubiertos por una enorme cantidad de nieve, bajo cuyo peso desgajábanse las ramas más vigorosas de las hayas y de las encinas. El frío era casi inaguantable.

A pesar de todos los esfuerzos realizados por Genoveva para resguardar la entrada de la gruta de los furiosos ímpetus del viento, éste barría hacia el interior grandes montones de nieve, mojándolo todo, hasta el musgo que les servía de lecho, que estaba empapado de humedad. La escarcha cubría con su terrible blancura las ramas de los abetos que defendían la entrada de la cueva, y en el interior, las paredes se hallaban erizadas de hielo. EL espantoso frío que sentíase en la pobre morada, mitigábase muy escasamente con el calor natural de la cueva. De noche, en el exterior, resonaban constantemente los ladridos de las zorras y los terribles aullidos de los lobos. El frío impedía a Genoveva quedarse dormida; a pesar de todo, Desdichado, como criado desde los primeros años de su niñez en una vida muy dura, y alimentado con groseros manjares, resistía bien todos los rigores y su salud era perfecta. Pero Genoveva, criada, por lo contrario, con grandes esmeros y comodidades, como una tierna princesa, no podía resistir el helado ambiente que respiraba bajo aquellas rocas; y, al ver que su salud se quebrantaba, exclamaba entre sollozos:

—¡Oh! ¡Cuánta necesidad tengo de un poquito de fuego! ¡Con qué facilidad podría encender lumbre y calentarme, con tantas ramas de abetos y tanta leña seca en torno mío! ¡Más, seguramente, estoy destinada a perecer de frío en medio de estas selvas! ¡Hágase la voluntad de Dios!

Sus bellas facciones iban demudándose paulatinamente. Una palidez mortal sucedía al rosado matiz de sus mejillas, y sus ojos brillantes y expresivos hasta entonces, perdieron su brillo y su expresión y hundiéronse en las cuencas. Poníase cada día más delgada, hasta llegar a ofrecer un aspecto consumido y miserable; de tal modo, que, llegó un día en que Desdichado no pudo menos de decirle:

—Mamá querida, apenas puedo reconocerte; ¡Dios mío! ¿Qué significa esta alteración de tu semblante?

—Es que estoy mala, hijo mío —respondióle Genoveva, con una voz muy débil—, y acaso voy a morir muy pronto.

—¿Morir? —Dijo a su vez el niño—. ¿Qué significa eso de morir? Jamás he oído esa palabra hasta ahora.

—Hijo mío, morir es dormirse para no despertar nunca más. Sí, nunca vibrará más tu voz en mi oído, ni mis ojos se abrirán a los rayos del sol. Mi pobre cuerpo quedará tendido en tierra, frío y helado, sin poder mover siquiera un dedo, y, al fin, llegará a corromperse y a convertirse en polvo.

Al oír estas palabras, Desdichado se arrojó al cuello de su madre, vertiendo lágrimas de amargura, y sin cesar de repetir constantemente:

—¡Mamá, mamá! ¡No te mueras, te lo ruego!

—No llores, hijo mío —repuso Genoveva—, pues no consiste en mí el que viva o no; Dios es el que ha dispuesto que muera.

—¿Cómo Dios? —preguntó el niño, asombrado—. ¿No me has dicho, mamá, que Dios era tan bueno? ¿Cómo, entonces, ha de querer que tú mueras? Ya ves; yo que no sería capaz de matar un pájaro, mucho menos habría de querer que murieras.

—Discurres acertadamente, hijo mío —contestó su madre—; puesto que, si tú no me podrías ver morir ni matarme, mucho menos lo haría Dios, que es infinitamente bueno; mas Él, que vive eternamente, quiere que también nosotros participemos de su eternidad. Es preciso que yo te explique esto de un modo más claro. ¿Recuerdas, hijo mío, que cuando yo abandoné mi vestido viejo, porque ya estaba inservible, Dios me regaló otro mejor? Pues de igual modo dejaré mi cuerpo, caduco y mortal, y que se consumirá, como el vestido viejo de que te he hablado. La parte más pura de nuestro ser, el alma, volará al infinito, y en la eternidad tendrá, otro cuerpo más hermoso y espléndido que el que ahora poseo, ¡Cuán venturosa seré en esa nueva patria! Allí no tiritaré de frío como aquí; allí, no padeceré enfermedad alguna; allí, por último, viviré eternamente sin exhalar suspiros ni derramar lágrimas y, en vez de motivos de aflicción, sólo tendré alegrías y satisfacciones. Todos los que en esta, vida son buenos y generosos, gozarán de la misma ventura, que a mí me está reservada.

—¡Mamá, yo quiero irme contigo! —Exclamó entonces Desdichado—. No es posible, pues, que yo me quede solo entre estos animales del desierto que no me contestan cuando les hablo. Yo quiero también despojarme de este vestido de carne y hueso.

—No, hijo mío —repuso Genoveva—. Tú debes aún continuar en el mundo. Llegará un día, pues también habrás de morir, en que, después de vivir durante mucho tiempo, siendo bueno y generoso, vendrás a reunirte conmigo. Oye, entretanto, lo que voy a decirte. Cuando yo ya no pueda hablar, cuando haya perdido el aliento, tenga apagado el brillo de mis ojos, lívidos los labios y las manos rígidas y heladas, tú permanecerás aún aquí durante dos o tres días, hasta que tengas la seguridad de que he muerto. Al cabo de este tiempo abandona el desierto y echa a andar en línea recta hacia donde ahora se pone el sol. Cuando pasen uno o dos días, según camines más o menos de prisa, te hallarás fuera de este bosque, en una llanura muy grande y hermosa, en la que habitan muchos miles de hombres.

—¡Miles de hombres! —interrumpió con asombro Desdichado—. Siempre he creído yo que éramos solos en el mundo. ¿Por qué no me has hablado de esto hasta ahora? ¡Ah! Si no tuvieras que dejarme, nos iríamos los dos allá en seguida.

—¡Triste hijo mío! —Exclamó la madre con voz dolorida—. Esos hombres son los mismos que nos han echado de su lado, exponiéndonos a la ferocidad de los animales que pueblan estas selvas; los mismos que quisieron darnos a ambos la muerte.

—En este caso —dijo acto seguido el inocente—, es preciso que yo me vaya con ellos. Al principio creí que eran buenos como tú. ¿No han de morir también esos hombres?

—Seguramente —repuso Genoveva—. Todos los hombres han de morir.

—Siendo así, ellos lo ignorarán, como yo lo he ignorado hasta ahora —observó Desdichado—. Así, pues, yo iré a su encuentro y les diré: Todos vosotros tenéis que morir; sed buenos, pues, de lo contrario, no iréis al cielo. Y no hay duda que me creerán.

—Hijo mío, hace ya mucho tiempo que ellos lo saben, y, no obstante, no se corrigen. Viven en la abundancia; la tierra les produce los frutos más dulces y sabrosos, como jamás los verás en este desierto; tienen en su mesa bebidas y manjares exquisitos, y en sus vestidos, hechos con telas de los más bellos colores, ponen adornos tan bonitos, que brillan lo mismo que las estrellas. Sus moradas no son húmedas y sombrías como esta cueva, sino edificios cuya descripción no podrías comprender a causa de tu ignorancia. Durante el invierno calientan sus habitaciones con el fuego, que hace para ellos las veces del sol; el fuego, del que no puedes formarte una idea; que esparce en torno suyo un calor igual al que se siente en la primavera y el verano y que, por las noches, produce una luz que rivaliza con la del día. ¿Verdad que todo esto es muy bello? Pues, a pesar de estas bellezas, la mayoría de los hombres no agradecen los beneficios que reciben y, en vez de amarse unos a otros, como debieran, se odian entre sí y hacen todo lo que pueden por atormentarse mutuamente. No pasa un solo día sin que muera alguno de ellos, pero los demás no se preocupan lo más mínimo de ello, y continúan su vida desordenada, como si ésta hubiera de ser eterna.

—¿Sí? —Preguntó ingenuamente Desdichado—. Pues siendo así, ya no deseo ir con ellos. Puesto que los hombres son tan malos como los lobos y tan irracionales como esta cierva, que no entiende una palabra de cuanto le decimos, lejos de envidiarles los preciosos vestidos y ricos manjares de que disfrutan, prefiero seguir viviendo entre los brutos; pues éstos, a excepción de la zorra y el lobo, viven en paz unos con otros, y pacen tranquilamente la hierba y el césped. No, no quiero ir a vivir entre los hombres; aquí continuaré, como hasta ahora, con nuestra cierva.

—A pesar de todo, hijo mío, es necesario que vayas —le observó Genoveva—. Óyeme. A ti no han de hacerte daño. Por otra parte, hasta ahora sólo te he hablado de tu padre, el buen Dios; pero debo decirte que tienes otro padre, de igual manera que tienes una madre.

—¿Un padre en este mundo? —Contestó el niño lleno de gozo—. ¿Un padre a quien podré ver cómo te veo a ti, a quien podré abrazar como a ti te abrazo, y que no será invisible como nuestro padre el buen Dios?

—Ciertamente, hijo mío —añadió Genoveva—.

Y podrás verle y hablarle, como ves y hablas a tu madre.

—¿Le veré y hablaré con él? —repitió el niño, cuyos ojos chispearon de entusiasmo; más, súbitamente, disipóse su alegría y, después de reflexionar un momento, preguntó a su madre:— Entonces, ¿cómo no viene a reunirse con nosotros? ¿Será, tal vez, uno de esos hombres perversos de que me has hablado?

—Por lo contrario, hijo mío —contestó Genoveva—, es la bondad personificada; él no sabe que estamos abandonados aquí, y hasta ignora que vivimos; nos supone muertos y me cree la madre más criminal de la tierra, pues así me han representado a, sus ojos las calumnias de algunos malvados.

—No entiendo lo que quiere decir eso de calumnias —contestó el niño.

—Calumniar es imputar a una persona una mala acción que no ha cometido; como, por ejemplo, decir que alguien ha matado a otro no siendo verdad; ya sabes qué es una calumnia.

—¿Y puede ocurrir eso que me dices? —Preguntó el niño—. Nunca habría podido imaginármelo. ¡Qué hombres! —continuó diciendo—. Realmente, son unos seres muy extraños.

—Bien; pues por esa clase de hombres ha sido engañado tu padre —añadió Genoveva.

Y acto seguido púsose a contar al niño toda aquella parte de su historia que aquél estaba en estado de comprender y mostrándole un anillo de oro que, hasta entonces, había tenido oculto en una hendidura de la peña, continuó:

—Este anillo es un regalo que me hizo tu padre.

—¡Mi padre! ¡Oh, dámelo, que lo pueda contemplar a mi gusto! —exclamó Desdichado—. He visto cosas muy bellas, de mi padre, el buen Dios: el sol, la luna, las estrellas y las flores; pero, ¡triste de mí!, nada he visto aún del padre que tengo en este mundo.

Genoveva entrególe el anillo y el niño prosiguió diciendo:

—¡Qué bonito es! Si mi padre tiene muchos como éste, ¿me dará también a mí alguno?

—Seguramente, hijo mío —contestó su madre, tomando el anillo y poniéndolo en uno de sus dedos—. Cuando yo haya muerto, que será muy pronto, me sacarás este anillo, que quiero tener conmigo hasta el último instante de mi vida, en testimonio de la fidelidad que he guardado a tu padre hasta las puertas del sepulcro. Sí, lo juro. Mi amor hacia él ha sido siempre tan puro como el oro de este anillo, y mi fidelidad, eterna como su redondez, la cual, por no tener fin, es imagen fiel de la eternidad.

Y continuó luego, dirigiéndose a su hijo:

—Cuando llegues a encontrarte entre los hombres, pregunta por el conde Sigifredo, pues tal es el nombre de tu padre, y pídeles que te conduzcan hasta donde él esté; pero ten mucho cuidado en no decir a nadie quién eres, de dónde vienes o para qué fin quieres ver al conde. También te encargo con mucho interés que no enseñes este anillo a persona alguna. Únicamente cuando te halles en presencia de tu padre, se lo darás, diciéndole: Padre mío, este anillo os lo envía mi madre, vuestra esposa Genoveva, en prueba de que soy vuestro hijo. Hace algunos días que ha muerto ella, y, al morir, me encargó que os diera su último adiós, y que os asegure que era, inocente y que os perdona. Ella confía en que, ya que no ha podido reunirse con vos en este mundo, logrará ver coronados sus deseos en la eternidad, y sólo os recomienda que no lloréis ni os desesperéis pensando en ella, y que os encarguéis de velar por mí.

Después de una pequeña pausa, continuó la desventurada:

—No te olvides, hijo mío, de asegurarle que yo era inocente y que siempre le he permanecido fiel. Que te lo he declarado a las puertas de la eternidad y he muerto repitiéndotelo. Díselo así y repíteselo muchas veces. Dile, igualmente, que, al morir, lo amaba aún igual que a ti te amo. Cuéntale del modo que aquí he vivido y he muerto y ruégale que saque mi cadáver de esta caverna y lo entierre en el panteón de mi familia, pues he permanecido siempre digna de ello, aunque labios calumniadores hayan querido hacerme pasar por una mujer infame.

Nuevamente descansó unos momentos, y prosiguió:

—No es esto todo, hijo mío; aun he de manifestarte una circunstancia que ignoras. De igual modo que tú tienes en este mundo un padre y una madre, también los tengo yo.

Más, ¡qué digo, Dios mío! ¡Los tengo! No sé si los tengo aún, o si habrán sobrevivido al dolor que les causé inocentemente. Pero, si viven aún los nobles autores de mis días, suplica a tu padre que te lleve inmediatamente con ellos. Seguramente, cuando reconozcan en ti a su nieto se llenarán de alegría, y esta alegría les hará olvidar los siete años que han pasado gimiendo; porque… —al llegar aquí la moribunda no pudo contener el llanto, que corría a raudales—, vos, padre mío, habréis llorado mucho por vuestra hija; y vos, mi buena madre, también habréis vertido muchas lástimas por tu Genoveva. ¡Oh, mis amados padres! ¡Tiernos compañeros de mi infancia! ¡Cuánto daría yo por ver vuestro semblante antes de morir! ¡Ah! ¡Cómo volaríais a mi encuentro si supieseis que vivo aún y que me encuentro en estos parajes! Pero, ¡infeliz de mí! Vosotros creéis que mi cadáver yace, hace ya mucho tiempo, reducido a polvo en un rincón perdido del desierto. ¡Ah! ¡Cómo alegra y reanima mi alma la esperanza, de volver a encontraros en la eternidad! Sin este consuelo, el peso de los dolores que he padecido en este mundo agobiarían mi corazón, y débil y pobre criatura como soy, sólo tendría, motivos para desesperarme.

Al decir estas palabras, Genoveva observó que su hijo estaba llorando, y, estrechándolo contra su seno, exclamó:

—¿Lloras, hijo mío? Perdóname si te he afligido con mis palabras. Óyeme. Si Dios permite que, tan niño, pierdas a tu madre, es porque ha resuelto que tu padre ocupe mi lugar. No llores, hijo de mis entrañas; no llores, te lo ruego. Tu padre tendrá una alegría infinita al verte a ti, su hijo, al que no habrá visto hasta entonces. No lo dudes, hijo mío; él te abrirá sus brazos y te colmará de besos y caricias. Te llamará su hijo, te abrumará a preguntas acerca de mi suerte y llorará de ternura y regocijo. El te amará lo mismo que yo te amo, y en prueba de este amor recibirás de él innumerables beneficios que no has podido recibir de tu pobre madre.

El llanto interrumpió nuevamente a la desventurada Genoveva; su cabeza cayó sobre el miserable montón de heno que le servía de lecho, y sus Labios fueron impotentes para pronunciar una sola palabra durante mucho tiempo.

XIII. Genoveva se dispone a morir.

Cedió, por último, el frío de aquel terrible invierno, y comenzó a sentirse un aire más tibio y benévolo. Cuando llegaba el mediodía, el sol, brillante y risueño, llegaba hasta el interior de la gruta, y el calor de sus rayos hacíase sentir dentro de ella notablemente. De las ramas de los abetos y de los muros del interior, destilaban continuamente, claras y menudas gotas, los hielos y escarchas que comenzaban a derretirse. No obstante, y a pesar de haber mejorado mucho el tiempo, Genoveva empeoraba más cada día; hasta el punto de que, viéndose próxima a la muerte, la desgraciada se dispuso para trance tan doloroso. En tales momentos solía decir:

—¡Ay! Ni siquiera he de tener en mi agonía un sacerdote a la cabecera de mi lecho de muerte, que me prepare a bien morir y fortifique mi alma para tan penoso trance, preparándola para entrar en la eternidad. Pero Vos, Dios mío, que sois el mejor sacerdote, estáis conmigo, pues no abandonáis jamás a los que recurren a Vos en el desamparo y la desgracia. Todo corazón que sufre y confía en Vos, puede estar seguro de que en Vos encontrará el consuelo, puesto que habéis dicho: «Ved aquí que llegó frente a la puerta y llamó; así que, cualquiera que haya oído mi voz vendrá a abrirme, y entraré en su casa, y yo cenaré con él y él conmigo».

Luego de haber pronunciado estas palabras, oró Genoveva largo rato, con las manos cruzadas y los ojos bajos.

Desdichado pasó todo el día y la mayor parte de la noche sin preocuparse de comer ni beber, y también en la más profunda obscuridad durante muchas horas, prodigando a su idolatrada madre todos los cuidados que estaban al alcance del pobre niño. Cogía puñados de musgo entre sus manecitas y alzándose sobre las puntas de los pies hasta donde podía llegar con sus bracitos, enjugaba, los húmedos muros de la gruta para que no gotearan sobre ella. Recogía de las rocas y árboles próximos el musgo seco para arreglarle un lecho mejor que el húmedo en que yacía. Otras veces iba a llenar una calabaza en las límpidas aguas del manantial, y se la ofrecía, diciéndole:

—Bebe, mamá querida; hace calor y tienes secos los labios.

También solía presentar a su madre una calabaza llena de leche, y, para incitarla a beber, hablábale en esta forma:

—Bébetela, mamá mía; la acabo de ordeñar en este momento y está exquisita —y, dicho esto, arrojábase llorando al cuello de su madre, y le decía entre sollozos—: Querida mamá; ¡cuánto daría yo por estar malo en tu lugar y morir por ti, si fuera necesario! Por último, una mañana, después de algunas horas de un dulce y tranquilo sueño, despertóse Genoveva más despejada y de mejor semblante que de costumbre. Durante su sueño, había dejado caer la crucecita de madera que tenía en la mano y, como tratase de buscarla, Desdichado adivinó sus deseos, la recogió y se la puso nuevamente entre los dedos, preguntándole:

—Mamá, mía, ¿por qué tienes siempre estos palitos en tus manos?

—No te he dicho hasta ahora lo que esto significa, hijo mío —repuso Genoveva—, porque esperaba vivir mucho tiempo todavía.

Apenas sé si podré hacerlo hoy, y, con gran sentimiento mío, comprendo que nunca debe retrasarse el cumplimiento del deber. Ya te he contado otras veces, que nuestro padre, el buen Dios, tiene asimismo un Hijo que es completamente igual que él; pero aun no he podido decirte todo lo que este Hijo ha hecho por los hombres, pues no habrías entendido nada absolutamente, habiéndote criado en este desierto apartado de todo el mundo. Hoy, que ya sabes que hay una multitud innumerable de hombres sobre la tierra; que conoces su condición y la conducta de la mayor parte de ellos; que, por último, me has oído explicarte lo que es la muerte, comprenderás ahora lo más esencial de la historia de Cristo, y te harás cargo de lo que significan estos palitos que, colocados en la posición que ves, forman lo que se llama una cruz, la cual ya has visto que siempre tengo en mis manos. Oye, pues, atentamente lo que voy a decirte, y no borres de tu corazón las palabras de tu madre:

«Sabe, hijo mío, que ese Padre celestial de los hombres, infinitamente bueno, afligido al ver la maldad de sus criaturas, envió a la Tierra a su muy amado Hijo con la sublime misión de corregir a los hombres. Este Hijo se llama Jesucristo».

«Siendo todavía más niño que tú lo eres, y tan omnipotente y sabio como su augusto padre, estuvo, igualmente, con su tierna madre en una gruta, que, muy parecida a ésta, servía de establo para las bestias. Cuando, más adelante, creció y llegó a tener más años que los que yo tengo ahora, estuvo asimismo en un desierto mucho más terrible que éste en que nos encontramos, en donde oraba constantemente porque no fuesen estériles sus esfuerzos y sacrificios por salvar a los hombres. De regreso entre éstos, díjoles que su Padre, del cual eran también hijos, como él, todos los hombres, le había enviado a ellos, para aconsejarles que se hicieren buenos, que lo amasen y se amasen unos a otros entre sí, con el mismo amor que Dios siente por todas las criaturas».

«—Para todo el que mejore su condición oyendo la palabra del Hijo de Dios —decíales—, llegará un día en que disfrutará de mil felicidades. Mas, por lo contrario, el que no la oiga ni le obedezca, jamás entrará en el reino de los cielos, e irá a parar a un lugar de tormento y de tinieblas».

«Pero los hombres, hijo mío, no quisieron creer sus palabras, ni que fuese el Hijo del Padre celestial, ni que su Padre lo hubiese enviado, y entonces él hizo milagros para que creyesen que, efectivamente, era tan poderoso como su padre. He aquí cómo: »Una madre como yo, aunque de más edad, se hallaba en cierta ocasión tan enferma como yo y padeciendo una calentura igual a la que yo padezco. Nadie en el mundo era capaz de curarla. Mas Jesucristo cogió tan sólo su mano, como yo cojo la tuya, e inmediatamente se puso buena, fuerte y colorada como estaba anteriormente».

«En otra ocasión, murió un niño algo mayor que tú. Su pobre madre, a la que desgarraba la pena de verle morir, no tenía más hijo que él, así como yo no tengo otro hijo que tú. Iban ya a enterrarlo, y su madre lloraba con el desconsuelo que puedes figurarte, cuando, súbitamente, preséntase el Hijo de Dios y dice con una voz muy dulce: “No llores, mujer” y, volviéndose al niño muerto, le dijo solamente: “Levántate”, y acto seguido el niño se levantó y recobró la vida y el Hijo de Dios lo entregó a la madre, que lo recibió en sus brazos transportada de alegría».

«Sin embargo, los hombres, ni aun con estas pruebas que les dio de su origen divino, quisieron creer que el Cristo fuera Hijo de Dios, ni que su Padre celestial lo hubiese enviado para redimirlos. Ellos no podían tolerar que les dijese: “Sois unos malvados; corregíos”».

«Y, ¿sabes qué hicieron? Construyeron una cruz, como ésta que tengo en mis manos, con unos grandes y pesados maderos, y después, con unos clavos, que se parecen a los aguijones de los espinos, aunque son mucho más duros, atravesaron las manos y los pies del Hijo de Dios y claváronlo en la cruz. Manábale la sangre de las heridas, y tenía que morir irremisiblemente, y aun sus verdugos mofábanse de Él, riéndose de sus torturas y sufrimientos, a pesar de que no les había hecho el menor daño, y, por lo contrario, había acogido cariñosamente y colmado de beneficios a cuantos llegaron a Él».

Desdichado exclamó entonces con generosa indignación:

—¡Oh, infames y perversos hombres! ¿Cómo es que el Padre celestial permitió que así sucediera y no los confundió con sus rayos? Si yo hubiera sido Él, los habría matado instantáneamente.

—Hijo mío —repuso Genoveva—; el Hijo rogaba por ellos al Padre, diciéndole: «Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que se hacen». Así, pues, Él murió, impulsado por el amor que sentía por todos los hombres, aun por aquellos mismos miserables que lo crucificaron. Murió para conseguir que todos vivamos eternamente, pues era necesario que así sucediese. Si no nos hubiera amado hasta el punto de morir por nosotros, ningún hombre habría sido salvado; ni tú, ni yo, ni nadie, he aquí por qué padeció y murió en la cruz.

El generoso Desdichado, sentado junto a su madre e inmóvil, escuchaba atentamente, mientras corrían de sus ojos raudales de llanto, pues oía tan conmovedora narración por la primera vez en su vida, y la intensa impresión que producía en su cerebro; conmovíale profundamente. Por fin exclamó, enjugándose el llanto:

—¡Qué bueno era el Hijo de Dios! Pero, también estará en el cielo, ¿no es verdad?

—Así es, hijo mío —contestóle su madre—. «Cuando hubo expirado, bajáronle de la cruz, echáronle en tierra, y, por último, lo depositaron en una especie de gruta de piedra, parecida a ésta en que habitamos y cerraron la entrada con un gran peñasco. Mas, asómbrate; al tercer día resucitó y salió de la gruta. Un corto número de hombres, que no habían persistido en el mal como los otros, y le oyeron y se enmendaron, amábanle de todo corazón y lloraron su muerte con gran desconsuelo. Fue, pues, a su encuentro, y ya te harás cargo de la inmensa alegría que sintieron al verlo. Pero Él díjoles que se volvía de nuevo al cielo con su Padre; y como se entristecieran al oírle hablar de este modo, añadió: “No lloréis ni se os angustie el corazón; allá arriba, donde mora mi Padre, hay también puesto para vosotros, y yo voy a disponéroslo ahora; entretanto, haced tan sólo lo que os tengo dicho y luego vendréis un día a reuniros conmigo, allí donde yo estoy, os volveré a ver y vuestros goces serán perfectos y nadie podrá arrebatároslos. Además, aunque invisible a vuestros ojos, estaré con vosotros sobre la tierra y con vosotros permaneceré hasta la consumación de los siglos”. Y, dichas estas palabras, les dio su bendición y desapareció a su vista, elevándose al cielo lentamente, hasta que, por último, sus ojos dejaron de verlo por habérselo ocultado una dorada nube».

—¡Qué bello debió ser esto! —prorrumpió Desdichado—. Y, ¿piensa aún en nosotros el Cristo? ¿Sabe que vivirnos en lo más intrincado de este desierto? ¿Llegará, un día en que volvamos a verlo en el cielo?

—Ciertamente —contestó su madre—; nada se escapa a su mirada y dondequiera que estemos Él nos ve, se halla con nosotros, nos ama, inclina hacia el bien nuestros corazones, y nos ayuda para que nos hagamos buenos y lleguemos a merecer un puesto en el cielo. Así, pues, hijo mío, aunque tú has sido siempre un buen niño y sólo me has dado hasta ahora motivos de alegría y satisfacción, no te baste con esto; es preciso que imites la bondad y dulzura del Cristo. Por ejemplo; tú no habrías rogado a Dios por los hombres, sin duda, si ellos te hubiesen dudo muerte. Recuerda, si no, que tu primer impulso, hace poco, fue matarlos a todos instantáneamente, si hubieras podido hacerlo. Ya ves cómo no has sido tan bueno ni capaz de sentir el amor del Hijo de Dios. Y, no obstante, debemos tomarlo por modelo, e imitarle en la bondad y en el amor si queremos ser gratos a sus ojos, así como a los de su Padre celestial, si queremos entrar en el cielo algún día. Pues por ello, precisamente, es por lo que nos ayuda el Hijo de Dios, por lo que ha venido al mundo, y por lo que sufrió el suplicio afrentoso de la cruz, y ahora, hijo mío, ya comprenderás por qué tengo constantemente esta cruz en mis manos, pues ella nos recuerda también constantemente los beneficios de Aquel que llevó su amor por los hombres hasta el punto de padecer y morir por ellos, advirtiéndonos que nosotros, de igual modo, podemos, por medio de los sufrimientos y de la muerte, llegar a obtener un puesto en el cielo. He aquí la misión de este humilde signo, de valor inestimable.

Genoveva interrumpióse al llegar aquí, y, después de una pequeña pausa, prosiguió, elevando al cielo sus ojos agonizantes:

—¡Ay, hijo mío! No tengo más herencia que legarte que esta crucecita. Conmigo la tendré hasta mi última hora; pero, apenas muera, sácala de entre mis manos rígidas y frías, y consérvala a tu vez fielmente. Si algún día llegas a ser rico y poderoso, no te avergüences de poner este humilde recuerdo que te deja tu madre en un lugar preferente de tu magnífico palacio. Siempre que fijes en ella tu mirada, piensa, en Aquel que murió en ella por amor a ti, y también en tu madre, que muere conservando en sus manos este signo de la fe. Procura constantemente ser piadoso, y bueno, tener una vida sencilla y pura, amar a los hombres, hacerles todo el bien que puedas, hasta llegar a sacrificarte por ellos si necesario fuera, y aunque para ti hayan de ser ingratos. Si así lo haces y te lo propones siempre que fijes tus miradas en esta cruz, entonces, esta pobre herencia que de mí recibes, será, para ti de mucho más valor que todos los lujos y comodidades de que tu padre pueda rodearte.

Este largo discurso dejó a Genoveva tan desfallecida y sin fuerzas, que se vio obligada a descansar durante un largo espacio de tiempo, pasado el cual, prosiguió:

—¡Si al menos supiera que te aguarda la dicha de llegar a ver, sin tropiezos, a tu padre! Para lograr esto, tienes que atravesar espantosos desiertos, intrincadas e impracticables selvas, profundos precipicios y áridos peñascos. Este camino es demasiado largo y peligroso para ti, que no eres más que un débil y pobre niño. Dios, no obstante, te dará su ayuda y protección para que llegues sano y salvo a la casa de tu padre, de igual modo que a todos nos ayuda a atravesar los ásperos desiertos de este mundo, a fin de que un día podamos llegar a su propia casa, y contemplemos cara a cara a ese verdadero y único padre de toda la humanidad. Acuérdate de llevar contigo dos calabazas llenas de leche para que puedas tomar algún alimento, durante el camino. Lleva, igualmente, un palo para defenderte de las fieras. ¡Pobre niño! Realmente eres muy débil; pero yo, débil mujer, vencí a un espantoso lobo con la ayuda de Dios, y Él te protegerá también contra todas las bestias feroces que encuentres en tu camino, pues no existe verdadero peligro, ni aun entre los leones y serpientes, para aquel que pone en Dios toda su confianza.

Al anochecer, aumentóse la debilidad de Genoveva, hasta el punto de que, a los esfuerzos que hacía para respirar, cubríasele la frente de un sudor que abrasaba. Hizo, no obstante, un esfuerzo para recuperar sus perdidas fuerzas, y sentándote en el lecho de musgo, dirigió a su hijo, que no se apartaba de ella un momento, una mirada triste y grave, y exclamó, con pausado y solemne acento, que hizo estremecer al pobre niño:

—Arrodíllate, hijo mío, para que pueda darte mi bendición, de igual modo que a mí me bendijo mi madre cuando me separé de ella. Creo que mi fin está ya cercano.

Arrodillóse Desdichado lanzando tristes gemidos, inclinó su afligido rostro y alzó sus manos al cielo piadosamente. Entonces, Genoveva puso sus desfallecidas manos sobre la rizada cabellera del niño, y con voz conmovida, y trémula exclamó:

—Hijo mío, yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Dios te proteja y te dé también su bendición; sé bueno para que un día podamos encontrarnos en la eternidad, y abrazando estrechamente a su hijo, prodigóle las últimas caricias, y luego continuó: —Hijo mío, cuando te veas entre los hombres, ni imites sus malos ejemplos ni te hagas malo como ellos. Si te ves rodeado algún día de fausto y esplendor, no olvides a tu pobre madre. Si alguna vez olvidaras mi ternura, mi llanto maternal, mis últimos consejos, ¡consejos de una madre moribunda!; si, infiel a tus tiernos recuerdos, se pervirtiese tu corazón, entonces, hijo mío, quedarías separado de mí eternamente.

Genoveva, sin tener fuerzas para añadir una palabra más, cayó abatida sobre su lecho y entornó sus párpados.

Desdichado ignoraba si su madre dormía, o estaba muerta realmente. Arrodillado junto a ella, prorrumpió en amargo llanto, diciendo constantemente:

—¡Dios mío, no permitas que muera! ¡Resucitadla, Dios mío!

XIV. Sufrimientos del conde Sigifredo.

Cuando, a consecuencia de la falsa acusación de Golo dictó el conde, en su primer arrebato de ira, la fatal sentencia de muerte contra Genoveva, hallábase en el interior de su tienda de campaña, postrado en el lecho, a consecuencia de una herida que recibió combatiendo. Su escudero, el anciano Wolf, que era también su más fiel y antiguo compañero de armas, no estaba entonces en el campamento, por haber sido enviado, a la cabeza de un destacamento de caballería, con la orden de ocupar un desfiladero de unas montañas.

Una vez relevado, regresó al campamento y, apenas llegó, penetró en la tienda del conde para informarse del estado de su salud, y aquél le refirió acto seguido todo lo que había pasado mientras él estuvo ausente. Estremecióse el fiel y antiguo servidor y una palidez mortal invadió su rostro, exclamando con voz trémula:

—¿Qué habéis hecho, amo mío? Vuestra esposa es inocente, sin duda alguna; respondería de ella con mi cabeza sin vacilar un solo instante, y ya sabéis que mis cabellos han encanecido en la experiencia. Creedme; es imposible que tan pronto se pervierta un alma tan pura y una hija educada con tanto esmero. Golo, vuestro confidente, es un malvado y un miserable. Ya sé demasiado que él, a fuerza de adulaciones y lisonjas, se ha captado vuestro cariño. Perdonad la franqueza de un antiguo y leal servidor, pero vuestro mayor enemigo es aquel que siempre os alaba y os da la razón. El adulador desprecia interiormente a aquel que adula, y se vale de este medio para satisfacer su egoísmo. El que os dice la verdad, por lo contrario, ése es vuestro mejor amigo, aunque os desagrade el escuchar sus palabras. Creedme, señor, y revocad la precipitada sentencia que habéis expedido. ¿Cómo es, amo mío, que habéis podido dejar que la ira os arrastre a tal extremo? Vos, que habríais calificado de la más grave falta el hecho de condenar sin oírle al último de vuestros vasallos, habéis condenado a vuestra misma esposa, que era la imagen encarnada de la virtud y de la bondad. ¡Ah! En lo sucesivo, tratad de dominar esos funestos y coléricos arrebatos, de los cuales os habéis arrepentido en muchas ocasiones; mas, por esta vez, temo que la desgracia sea irreparable.

Tuvo que convenir Sigifredo en que había obrado con excesiva precipitación; mas, no obstante, dudaba aún acerca de quién sería el verdadero culpable: si Genoveva o Golo; pues la carta de su favorito era un conjunto de falsedades urdidas tan ingeniosamente, y el emisario con quien la había enviado estaba tan ejercitado en la mentira, que el conde quedó engañado por completo. Sin embargo, envió inmediatamente un nuevo mensajero a Golo, con la orden de mantener prisionera a Genoveva en su propio aposento hasta que él regresara, sin causarle el menor daño ni tocar siquiera a un solo cabello de su cabeza.; y para el mejor y más pronto éxito de su comisión entrególe su mejor caballo, encargándole que corriese con toda la rapidez que pudiera, prometiéndole una gran cantidad de oro si llegaba, aún con tiempo oportuno y volvía en breve trayendo una respuesta favorable.

La agitación que se había apoderado del conde aumentóse de día en día, durante el tiempo que tardó en ir y volver el mensajero. Ya creía en la inocencia de Genoveva, ora juzgaba imposible que Golo, al que había colmado de generosos dones, hubiese llevado su perfidia hasta el extremo de hacerlo víctima de tal engaño. Así, pues, su corazón estaba incesantemente atormentado por la duda y la incertidumbre. Enviaba a su leal Wolf diez veces cada día a ver si volvía el mensajero y, durante las noches, le era completamente imposible cerrar los ojos.

Por último, llegó este mensajero tan ansiosamente esperado, trayendo la fatal noticia de que Genoveva y su hijo habían sido ejecutados en el bosque, de noche y en secreto, según las órdenes del conde. Sigifredo quedóse, al saber esta noticia, como si hubiera oído su propia sentencia y se entregó a una muda desesperación. Por su parte, el anciano y fiel Wolf apresuróse a abandonar la tienda para que el conde no viese el llanto que resbalaba por sus mejillas; pero, una vez al aire libré, comenzó a lanzar grandes gemidos, los cuales atrajeron a su alrededor a los caballeros del conde, quienes, al saber lo que sucedía, llenaron de maldiciones a Golo, y a una sola voz juraron que, apenas estuvieran de regreso en su patria, harían pedazos al miserable que con tanta vileza se había conducido.

Las heridas que había recibido el conde tuviéronlo postrado en el lecho durante un año, pues la agitación en que le sumían los remordimientos, privábanle de la calma y reposo que necesitaba para su curación. Cuando estuvo restablecido y pudo montar a caballo, pidió una licencia, que le fue concedida por el rey, por no ser ya temibles los árabes invasores que, con los reveses sufridos, habían abandonado el territorio.

Púsose en camino para su patria el conde, sin perder momento, acompañado de su leal escudero Wolf y seguido de sus guerreros, llegando, al fin, a la primera aldea de sus dominios.

Todas aquellas gentes sencillas, hombres, mujeres y niños, saliéronle al encuentro abandonando sus chozas, y le decían con tono triste y afligido:

—¡Oh, señor; qué espantosa desgracia! ¡Nuestra querida condesa!… ¡Oh, infame Golo!…

El conde apeóse de su caballo y los saludó a todos con amabilidad; estrechábales a unos la mano; preguntábales a otros qué novedades había habido por casa durante su ausencia, y todos convinieron en que la condesa era digna de todos los elogios y en que Golo era un infame.

Lleno de tristeza y de siniestros presentimientos, siguió el conde su camino, con objeto de llegar aquella misma noche al castillo. Cuando llegó a la vista de éste, ¡cuál no sería su sorpresa al ver todas las ventanas iluminadas espléndidamente! Según iba aproximándose, y cuando llegó a la cima, de la montaña en que se elevaba la fortaleza, hirieron sus oídos los ecos de una música ruidosa. Era Golo, que daba un banquete a sus amigos y allegados.

El malvado, creyendo como cosa segura, que el conde moriría de sus heridas, suponíase ya señor de todo el condado, y trataba de ahogar sus remordimientos, en continuas diversiones y festines. Mas en vano se esforzaba por aparecer alegre, sentado a la cabecera de una mesa espléndidamente servida, pues, a menudo, decíanse unos a otros los sirvientes, en voz baja:

Si muriera nuestro buen amo, el astuto Golo se apoderaría de todo en los actúales tiempos, y llegaría a ser nuestro amo. No obstante, yo no quisiera hallarme en su puesto.

Es cierto —contestaban otros—. Por más que hace por aparentar alegría, se ve que todo es inútil y que nada le alegra. Allí le tienes sentado como un reo que celebra su última comida con el verdugo. Seguramente que no quisiera repartir con él la recompensa que le aguarda en la otra vida.

A la llegada del conde a la entrada del castillo, mandó a sus trompeteros que hicieran la señal de arribo. El centinela que había en la plataforma de la torre contestó con las señales de rúbrica, al oír las cuales, Golo y sus invitados saltaron de sus asientos como impulsados por un resorte, mientras que en todo el castillo resonaban los gritos de: ¡El conde! ¡El conde!

Por su parte, Golo, que todo lo habría esperado en aquel momento menos al conde, apresuróse a bajar, llevando un candelabro en la mano y, muy humildemente, fue a tener el caballo y el estribo para que su amo se apease, el cual permanecía aún a caballo.

Sigifredo, sin hablar una palabra, miróle con tanta fijeza y severidad, que Golo, a pesar de su audacia, púsose pálido y comenzó a temblar como un reo ante su juez. Asomábase a sus espantados ojos su turbada conciencia y, en su desencajado rostro, como en un libro abierto, podían leerse todos los detalles del terrible drama que había tenido lugar.

Echó a andar delante de su amo con paso tan incierto y trémulo, que la luz vacilaba en sus manos y parecía que se iba a caer a cada instante. En cuantos aposentos del castillo atravesaba, sólo veía el conde señales de abandono, disipación y desorden; en todas partes veía rostros espantados y desconocidos y, los pocos servidores antiguos que aun quedaban, saludábanle con el llanto resbalando por sus mejillas.

Cuando hubo entrado en el salón de ceremonias, dejó el conde la espada y el casco sobre la mesa, pidió a Golo todas las llaves del castillo que entregó a Wolf, encargándole su custodia y vigilancia y que no dejase salir a nadie de su recinto y luego de encomendar a sus sirvientes que cuidasen con esmero de sus cansadas tropas, hizo una señal a todos para que salieran y lo dejaran solo.

El primer aposento que visitó el conde fue el de su esposa, que había sido cerrado por Golo inmediatamente después de la prisión de Genoveva, porque no le dejaban entrar en él sus remordimientos. Así es que todo estaba lo mismo que ella lo dejó cuando la arrancaron de allí. Aun veíase un bordado a medio concluir en el que había una inscripción incompleta, ceñida por una corona de hojas de laurel, entretejidas de perlas, la cual decía: A Sigifredo, su fiel esposa Genoveva. Algo más allá, junto al laúd de la condesa, había también un libro de devociones, todo él escrito primorosamente por Genoveva; pues, aunque por aquella época eran muy escasos los caballeros que sabían escribir, no sucedía lo mismo con las damas que, para suplir la carencia de la imprenta, dedicábanse a copiar los Santos Evangelios y escritos de los Apóstoles, demostrando singulares aptitudes para los trabajos caligráficos. Sigifredo encontró, entre los papeles de la condesa, muchos borradores de cartas que le había dirigido, y que estaban llenas de los sentimientos más nobles y de la más acendrada ternura. El conde no había recibido estas cartas por haber sido interceptadas por Golo. Decíale en ellas, que todos los días oraba por él para que Dios lo sacara sano y salvo de los sangrientos combates; pintábale cuál sería su alegría cuando, a su regreso, saliera a recibirlo, llevando un niño o una niña en sus brazos; añadíale que, a causa de su continuado silencio, pasaba muchas noches desveladas, llorando y gimiendo por él constantemente, pues Golo había interceptado las cartas del conde, de igual modo que había hecho con las de Genoveva.

Había llegado la media noche y Sigifredo, al que habían consternado profundamente estos descubrimientos, permanecía sentado en su sitial con los brazos cruzados sobre su pecho, presa de un dolor mudo, y sin advertir siquiera que se iban extinguiendo las bujías. De súbito, Berta, que era la sola doncella que había permanecido fiel a la desgraciada condesa, entró, y poniendo en sus manos la carta que Genoveva había escrito en el calabozo, enseñóle el collar de perlas, que él reconoció inmediatamente y, entre raudales de llanto, le refirió los muchos beneficios que recibió de Genoveva mientras estuvo enferma, y todo lo que le había dicho aquella fatal noche, antes de ser llevada a la muerte por sus verdugos.

Aquel ingenuo y sencillo relato, y especialmente la carta, que eran otros tantos testimonios irrecusables de la inocencia de Genoveva, hicieron estallar el dolor del conde, hasta entonces mudo y comprimido. Corrieron por sus mejillas torrentes de lágrimas, que llegaron a empapar la carta de la desventurada condesa, y parecía querer exhalar su alma en los profundos suspiros que brotaban de su angustiado pecho, mientras exclamaba con desesperación:

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Oh, adorada Genoveva! ¡He podido yo ser la causa de tu muerte! ¡Matarte yo, ángel mío! ¡Y a tu hijo! ¡Oh, soy el más desgraciado de los hombres!

Al oír estos desesperados lamentos, acudió el fiel Wolf, el cual en vano trató de mitigar el dolor del desconsolado conde, empleando para ello todos los cuidados que su lealtad y cariño le sugerían.

Súbitamente, Sigifredo, después de haber permanecido llorando durante mucho tiempo, abandonó su sitial, tomó la espada y disponíase ya a dar muerte a Golo, cuando lo contuvo Wolf, haciéndole observar que tampoco Golo podía ser castigado, sin oírle antes lo que tuviera que decir para justificarse, a lo cual repuso el conde, calmándose algún tanto:

—Sea; pero que se le prenda inmediatamente y, cargado de grillos y cadenas, sea llevado a la misma prisión en que por tanto tiempo se consumió Genoveva. Hágase otro tanto con sus cómplices y acólitos, hasta que se examine el modo como han procedido.

Las órdenes del conde fueron ejecutadas al punto, con gran alegría de sus soldados.

A la mañana siguiente, Golo, cargado de cadenas, fue llevado a la presencia de su señor. Éste, que, mientras se lo traían, estaba repasando la carta da Genoveva, sintió que se clavaban profundamente en su corazón las palabras «Perdónale como yo le perdono, y no se derrame por mi causa, una sola gota de sangre». Así, pues, cuando introdujeron a Golo a su presencia, miróle tristemente, con los ojos arrasados en lágrimas, y díjole con tono de reconvención benévola:

—¿Qué te hice yo, Golo, para que atrajeses sobre mí tan espantosa desgracia? ¿Qué te hicieron mi esposa y mi hijo, apenas recién nacido, para que te convirtieras en su verdugo? Cuando llegaste a este castillo eras un pobre muchacho desvalido, y sólo has recibido en él beneficios y mercedes. ¿Qué te ha impulsado a recompensarlos de este modo?

Creyó Golo que el conde estaría iracundo y furioso, de suerte que esta dulzura inesperada conmovió su corazón endurecido; y, prorrumpiendo en llanto y profundos suspiros, exclamó:

—¡Ay! He sido cegado por una pasión infame. Vuestra esposa es inocente como un ángel del cielo; yo fui el malvado que le hizo proposiciones deshonestas; pero ella, me rechazó, e irritado entonces, quise vengarme de ella y asegurar mi propia vida, pues temía que si os confesaba la verdad me castigaseis con la muerte. Para, evitarlo, levanté esa calumnia, que tan funesta ha sido para ella y para vos.

Consoló mucho al conde esta franca confesión, que ponía de manifiesto la inocencia de su esposa; y acto seguido hizo una seña para que volviesen a Golo a la prisión. Una vez solo, ocultó el rostro entre sus manos y entregóse de nuevo a sus transportes de pena, abominando de los coléricos ímpetus que le arrebataban.

Apoderóse de él, desde entonces, una profunda tristeza que, aumentando de día en día, llegó a poner en peligro su existencia. Había momentos en que su dolor llegaba al paroxismo. Todos los caballeros de la comarca, que eran amigos suyos y habían regresado a sus castillos inmediatamente después que él, visitábanle y se esforzaban en darle consuelos, pero eran inútiles cuantos afanes se tomaban para disipar su tristeza. Negábase a participar de toda distracción, y sólo consentía en salir del aposento de Genoveva para ir a la capilla del castillo.

Su primer cuidado fue hacer que buscaran el ignorado sepulcro de Genoveva, pues quería llorar sobre él y hacerle al cadáver los honores correspondientes. Mas, por más que se hizo no fue posible encontrarlo. Los verdugos habían desaparecido del condado hacía mucho tiempo, y nadie sabía dónde paraban. Entonces, el desventurado conde mandó celebrar unas solemnes honras fúnebres en la iglesia del dominio, a las que asistieron todos los caballeros de la comarca con sus esposas, que eran todas ilustres damas, una multitud de los pueblos inmediatos, y, por último, toda la servidumbre; la concurrencia, en cuyos rostros veíase retratado el dolor más sincero, era tanta, que sólo pudo caber en la iglesia una décima parte de ella.

Acabado el oficio, hizo el conde que repartieran entre los pobres abundantes limosnas, y mandó erigir un monumento en una capilla de la iglesia, y grabar en ella con letras de oro una inscripción, por medio de la cual llegase a la posteridad la lamentable historia de la desventurada Genoveva.

XV. Sigifredo encuentra a Genoveva.

Transcurrieron algunos años sin que fuera posible obtener del conde que siquiera saliese del castillo; y, aun al cabo de ellos, el mismo Wolf, y los caballeros sus amigos, habían de agotar todo su ingenio para lograr que su tristeza se disipara por unos instantes. Los unos celebraban festines amenizados con cánticos y melodiosos acompañamientos de arpa; otros concertaban torneos y juegos de sortija y, por último, otros le invitaban a partidas de caza, a cuya diversión había sido muy aficionado el conde en su juventud, y era la más a propósito para distraerle de sus tristes pensamientos.

Cuando los caballeros se hubieron hecho cargo de esto último, menudearon las cacerías; en aquellos tiempos abundaban en los bosques de Alemania los jabalíes, osos, lobos y ciervos, que brindaban terreno amplio a la intrepidez de los cazadores, por lo que no faltaba a ninguna el conde Sigifredo, el cual, a su turno, dispuso una partida de caza, a instancias de Wolf, a la que invitó a todos los caballeros comarcanos. Acababa el invierno, señalóse para la cacería el día que hubiese nevado la noche anterior, dándose cita, al efecto, bajo una encina colosal que había a la entrada del bosque.

Apenas amaneció el día señalado, el conde, seguido de un brillante cortejo de servidores, partió, internándose en el bosque, para el lugar de la cita. Todos los cazadores iban montados, formando cada uno de ellos un grupo independiente de los otros, constituido por los peones, con caballos de reserva, acémilas y perros de caza que le seguían.

Los caballeros que habían sido invitados por Sigifredo, acudieron puntualmente al lugar de la cita y, en seguida, resonaron en el bosque las alegres tocatas de caza, que comenzó inmediatamente, entregándose a ella con gran entusiasmo todos los cazadores.

Habían sido ya levantados muchos jabalíes y corzos, cuando el conde, después de disparar contra una cierva, que salió a escape, internóse persiguiéndola, y, siguiendo las huellas del animal, atravesó arbustos y malezas, saltó erizados peñascos, cruzó los laberintos más intrincados del bosque, hasta que, por último, la vio esconderse en la gruta de Genoveva; pues, justamente, era la fiel cierva con cuya leche se habían alimentado durante siete años en el desierto ella y su hijo.

Siéndole completamente imposible conducir su caballo por aquellas asperezas, apeóse Sigifredo, y atándolo a un árbol, llegó hasta la gruta, guiado por las huellas que la cierva había dejado impresas en la nieve. Su mirada, al examinar el interior ávida y curiosamente, descubrió en su sombrío recinto, con gran estupefacción del conde, una criatura humana, flaca y pálida como un cadáver, que no era otra que Genoveva.

La desventurada había conseguido, ciertamente, salir triunfante de su grave enfermedad; mas estaba tan débil y extenuada, que, convencida de que no podría recobrar su salud en aquel estéril desierto, decía todas las tardes al ponerse el sol:

—Ya no volveré a verle jamás.

El conde, avanzando dentro de la gruta, gritó:

—Si eres un ser humano, muéstrate a la luz del día.

Genoveva, obedeciendo acto seguido, salió envuelta en su zalea, y cubiertas las espaldas con su abundante cabellera rubia, desnudos los pies y los brazos, trémula de frío y pálida como un cadáver. Al verla, el conde Sigifredo le preguntó, mientras retrocedía espantado y sin reconocer a Genoveva:

—¿Quién eres tú y cómo es que te hallas en estos parajes?

—Soy yo, Genoveva —respondió la infeliz, que, por lo contrario, lo había reconocido a la primera ojeada—; tu esposa, a la que sentenciaste a muerte; pero soy inocente, bien lo sabe Dios.

Quedóse el conde como si hubiera sido herido por un rayo, y sin acertar a explicar si soñaba o estaba despierto. Como, en ocasiones, su dolor y pesadumbre eran tales, que llegaba a perder el conocimiento y, en aquel momento, veíase tan apartado de sus gentes en aquel retirado valle, le pareció que veía el alma de Genoveva, y exclamó con una voz ahogada por el espanto:

—¡Oh! Tú, alma de mi difunta esposa; ¿vienes, acaso, al mundo para pedirme cuenta de la sangre que he vertido? ¿Fue aquí, en este mismo lugar en que nos encontramos, donde se efectuó el terrible crimen? ¿Esta cueva, fue donde sepultaron tus inanimados restos? Sí, seguramente, no puede ser de otro modo. Y ahora, se halla tu cadáver en su tumba, para no permitir que huelle la tierra, que he enrojecido con tu sangre, y tu espíritu, indignado, se me aparece para arrojar al asesino de la tumba de su víctima. ¡Ah! Déjame, alma bienaventurada; déjame, que ya me atormenta bastante mi propia conciencia. Vuélvete a la pacífica morada en que te encuentras, y ruega por mí, por este esposo desventurado, que no puede hallar tranquilidad en este mundo. Y si quieres aparecerte a mí, toma un aspecto menos miserable, y que yo te vea, como un ángel de luz, pronto a otorgarme tu perdón.

—Esposo mío, Sigifredo —repuso Genoveva, rompiendo en llanto y con voz llena de ternura—; no soy un espíritu, sino tú esposa Genoveva.

La emoción y el espanto impedían, no obstante, al conde, sacudir el estupor que le embargaba. Sus ojos parecían estar cegados por una nube y de su garganta no podía brotar el menor sonido. Limitábase a mirarla fijamente, con ojos que el terror dilataba, sin atreverse a aproximársele, y cada vez más convencido de que era sólo un fantasma que tenía ante su vista.

Por último, Genoveva cogióle cariñosamente una mano; pero él se apresuró a retirarla, exclamando con voz trémula:

—Déjame, déjame, sombra de mi víctima; tu mano está helada. Pero no, no te alejes de mí; llévame contigo al sepulcro, pues me es imposible soportar por más tiempo la vida.

—Esposo mío, amigo mío, Sigifredo —insistió Genoveva, mirándole con ternura y cariño indecibles—. Vuelve en ti, por piedad. ¿Cómo es que ya no reconoces a tu esposa? Mírame bien; soy yo, yo misma. Mira este anillo que tú me diste y que aún conservo en mi dedo. Vuelve en ti, ¡por Dios!, y que a Él le plazca abrirte los ojos.

Pudo, al fin, Sigifredo, dominar su terror, y exclamó, como si hubiera salido de un ensueño:

—¿Conque, realmente, eres tú?

Y arrodillándose, aniquilado por la fuerza de la emoción a los pies de Genoveva, permaneció mirando fijamente, y durante mucho tiempo, el demudado rostro de su esposa, sin poder articular una sola palabra; hasta que, por fin, prorrumpiendo en un mar de llanto, exclamó:

—Sí, tú eres mi compañera, mi esposa, mi Genoveva, mi hermosa y agraciada Genoveva.

¡En qué situación! ¡Y por causa mía te ves tan desnuda y miserable!… No merezco que me sustente la tierra. ¿Será posible que puedas perdonarme, cuando ni aun me atrevo a levantar hasta ti mis miradas?

—Mi querido Sigifredo —repuso Genoveva—, jamás abrigué contra ti el menor resentimiento, pues siempre he creído que eras víctima de un infame ardid. Levántate y ven a mis brazos. ¿No ves cómo lloro de alegría?

—¿De modo —preguntóla el conde sin atreverse, apenas, a mirarla— que no me diriges ni un solo reproche, ni una reconvención? ¡Eres un ángel! ¡Oh, alma mía! ¡Y he sido yo quien ha podido ofenderte con tanta crueldad!

—Tranquilízate, Sigifredo, y ve en todo ello la mano de Dios, pues Él es quien lo ha dispuesto y ordenado todo, conforme a su voluntad. Si Él me ha colocado en este desierto, es porque así me convendría, seguramente. ¿Quién sabe si el esplendor y el fausto hubieran llegado a corromperme, al paso que en la soledad de este desierto se ha depurado mi alma?

Mientras hablaban de este modo, llegó Desdichado, sin otro vestido que la piel de corzo que lo envolvía y chapoteando con sus desnudos piececitos en la nieve, que aun cubría con una densa capa algunos puntos del valle. Llevaba bajo el brazo un haz de hierba mojada todavía por la escarcha, que había ido a recoger en las márgenes del arroyo, y en la mano traía una raíz, de la que venía comiendo en aquel instante.

Al distinguir al conde, vestido con el magnífico traje de los caballeros, y cubierta la cabeza con el yelmo, en el que ondeaba graciosamente un vistoso plumaje, el niño quedóse sobrecogido de espanto, y permaneció inmóvil, sin pronunciar una sola palabra.

Luego, miró a su madre, y dijo, al verla con las mejillas inundadas de llanto:

—No llores, mamá; ¿éste es alguno de esos hombres malos que vienen a matarte? —y, dando un salto, púsose al lado de su madre, y continuó—: Yo no he de consentir que te toquen. Antes me matarán a mí que a ti te hagan el menor daño.

—Nada temas, hijo mío —repuso Genoveva, con una sonrisa—. Mira cariñosamente a este guerrero y bésale la manó, pues no quiere hacerte daño alguno. Es tu padre, tu buen padre. Mírale cómo llora al contemplar nuestra miseria. Dios le ha enviado para salvarnos y llevarnos con él a su casa.

Al oír estas palabras, el niño contempló de nuevo al conde atentamente. En sus negros y rizados cabellos, en su noble y hermosa frente, en la viva expresión de sus ojos, en su fina y curvada nariz y en el dibujo correcto de su boca, vio Sigifredo que era su mismo retrato; y, al contemplarlo tan hermoso y lleno de vigor, sintió que una intensa alegría invadía su corazón, a la que se mezcló una profunda piedad al ver la miserable piel que lo envolvía. Al fin, desbordóse en él la ternura paternal y exclamó, desahogando en un grito todo el sentimiento que llenaba su corazón:

—¡Hijo mío, mi querido hijo; ven a mis brazos! —y tomó al niño en uno de sus brazos, mientras ceñía con el otro a Genoveva, que elevó al cielo sus ojos inundados de llanto, mientras el conde proseguía—: Dios mío, ésta es demasiada ventura para mi corazón. He hallado a la vez, lo que nunca me hubiera atrevido a soñar: a mi idolatrado hijo, que aun no conocía, y a mi amada esposa, a la que creía muerta, y que, por lo tanto, ha resucitado para mí.

—Sí, Dios mío —añadió Genoveva—, Vos sois tan pródigo en vuestros beneficios, que os basta un instante para recompensar años enteros de sufrimientos. ¡Alabado seáis por toda la eternidad!

El tierno y generoso niño, al ver la emoción de que se sentían invadidos sus padres, elevó también sus manos al cielo, sin que nadie se lo advirtiese, y exclamó a su vez:

—¡Sí, Dios mío; alabado seáis por toda la eternidad! Y los tres, inmóviles y silenciosos, permanecieron, como en éxtasis, abrazados durante largo espacio de tiempo, elevando hacia el infinito la gratitud que llenaba sus almas, en ese mudo lenguaje que ninguna lengua sabría expresar. La primera en romper el silencio fue Genoveva, la cual dijo:

—Dime, esposo mío; ¿viven aún mis padres? ¿Gozan de una vejez tranquila? ¿Creen en mi inocencia? ¡Ay! Muy pronto hará siete años que me lloran por muerta, y desde entonces no he tenido de ellos la menor noticia.

—Todavía viven, mi amada Genoveva —repuso el conde—; están buenos y te creen inocente. Tan pronto como me sea posible, les enviaré un mensaje, comunicándoles la feliz noticia de haberte hallado.

Entonces, Genoveva, que permanecía con las manos cruzadas sobre su pecho, elevó al cielo sus miradas, en las que, a través de las lágrimas, reflejábanse la gratitud y la felicidad, y exclamó:

—¡Bendito seáis mil veces, Dios mío! Vos habéis oído favorablemente todos mis ruegos, colmando los más íntimos deseos de mi corazón. Vos habéis cumplido más de lo que yo nunca hubiera soñado. Librasteis a mi esposo de los azares de la guerra; pusisteis de manifiesto mi inocencia; habéis dado fin a mis sufrimientos, sacándome de este desierto, como también de las prisiones y de la muerte. Vos, por último, habéis preparado este dichoso momento, en que pueda presentar a su padre al hijo de mis entrañas y, para colmo de dicha, vais a dejarme ver a mis amados padres. ¿Cómo agradeceros bastante vuestra bondad, Dios mío?

Dicho esto, Genoveva introdujo a su esposo en la gruta, pues como tenía los pies desnudos, no podía sufrir la frialdad de la nieve.

El conde, para penetrar en la cueva, tuvo necesidad de encorvarse, y, en esta actitud violenta, fue examinando las toscas paredes cubiertas de musgo; el lecho de hojas secas; las calabazas, que hacían las veces de vasijas y las cestas de mimbre; todo, en fin, lo que constituía el menaje de aquella miserable morada, que ponía bien de manifiesto la indigencia de Genoveva. Contempló asimismo, con un piadoso recogimiento, la crucecita de madera, fija en una hendidura, de la roca, y junto a ella el peñasco que servía de reclinatorio, brillante y gustarlo por las rodillas de Genoveva. Por último, dirigió una melancólica mirada a las estériles asperezas del valle, desde la entrada, de la gruta y, al observar el triste paisaje y los negros abetos cargados de nieve, el llanto empapó de nuevo sus mejillas, y no pudo menos de exclamar:

—¡Ay, Genoveva! Dios ha hecho un verdadero milagro conservándote en este paraje desierto y espantoso. ¡Siete años! —añadió con voz triste y pausada—. Siete largos años sin un bocado de pan, sin fuego en invierno, sin un lecho, sin un vestido, y con los pies descalzos y hundidos en la nieve con que se cubren estas soledades en el invierno. Y esto lo ha sufrido una hija de príncipes, acostumbrada a comer en vajillas de oro y plata, criada entre púrpuras, y que jamás se vio molestada por el airecillo más ligero. ¡Esto hace estremecer! ¡Y yo he sido el que he acarreado sobre ti todos estos males! Y aún sigues amándome, ángel mío, después de tantas angustias y sufrimientos como han consumido tu vida. ¿Qué más podrían hacer los santos y los ángeles?

Quiso interrumpirle Genoveva para mitigar la agitación que se había apoderado de él, y exclamó con voz dulce y cariñosa, mientras una sonrisa angelical iluminaba su rostro:

—No te preocupes más de esto, querido Sigifredo. No todo han sido para mí penas en este desierto, pues también he tenido en él mis goces. Acaso hayas sido tú más desgraciado que yo; conque así, olvidemos el pasado —agregó, procurando apartar aquellas ideas de la imaginación del conde—. Mira a tu hijo; ¿ves qué puro es el sonrosado matiz de sus mejillas? Sólo comiendo alimentos sencillos y respirando aire puro, se ha mantenido sano y vigoroso. Tal vez en nuestro castillo, criado entre exagerados mimos, estaría pálido y enclenque, como la mayor parte de los niños de los nobles. Por consiguiente, alegrémonos y demos gracias a Dios porque se ha criado de este modo.

Y, al decir esto, sentóse sobre el peñasco que había en la cueva, e invitando al conde a que tomase asiento a su lado, puso a Desdichado entre los dos, y comenzó a referirle la manera verdaderamente prodigiosa cómo se habían sustentado ella y su hijo, desde el momento en que la cierva se apareció por primera vez en la gruta, hasta el instante en que, perseguida por el conde, vino a refugiarse junto a ella. Cuando oyó este conmovedor relato, Sigifredo dijo, a su vez, profundamente enternecido:

—¡Dios mío! ¡Cuán digno de que se os ame sois en vuestros designios y cuan pródigo en recursos para favorecer a las criaturas! Cuando yo precipitaba en la miseria y el abandono a mi mujer y a mi hijo, Vos, Dios de amor y de piedad, extendisteis vuestra mano omnipotente sobre ellos, en el instante en que iban a sucumbir de hambre y frío, y os habéis valido de este generoso animal para librarlos de tantos horrores. Sí, en el momento en que el desamparo había llegado a su colmo, en que la madre, desfallecida de hambre y de frío, ponía un pie en el borde de la tumba, y en que este pobre niño, al salir en mi busca, debía perecer entre las garras de las fieras que pueblan estos bosques, Vos, Dios mío, a cuyas miradas nada se oculta, hicisteis que este pobre animal me guiara hasta aquí, adonde no me hubiera podido conducir hombre alguno. Os prometo, pues, que en lo sucesivo, por duras que sean las aflicciones que nos enviéis, no dejaremos de poner toda nuestra confianza en Vos, que sois el más tierno y generoso de los padres.

XVI. Genoveva vuelve al castillo.

Acto continuo salieron de la cueva el padre, la madre y el hijo, llevando aún los ojos completamente inundados de lágrimas de ternura. Inmediatamente, el conde, para hacer que se le reunieran sus gentes, asió la trompa de caza que llevaba al cinto, y que era de plata, arrancando de ella algunos toques que resonaron a larga distancia, repetidos incesantemente por los ecos del bosque. Como Desdichado no había oído jamás una cosa parecida, quedó encantado al oír el sonido de la trompa y, queriendo tocar a su vez, la pidió a su padre, la examinó y preguntó de qué era y por qué estaba tan brillante, probando luego a soplar en ella y arrancándole algunos sonidos que hicieron reír a su gozosa madre.

No tardaron mucho en acudir, de todos los ámbitos del bosque, los caballeros y pajes que formaban, la comitiva del conde, los cuales quedaron profundamente sorprendidos al ver aquella mujer flaca y descolorida que acompañaba al conde, y al tierno y sonrosado niño que éste llevaba en brazos. Apresuráronse todos a salirle al encuentro y, formando corro en torno suyo, guardaron profundo y respetuoso silencio, porque observaron que los ojos del conde, de la mujer y del niño, estaban llenos de lágrimas. Entonces, el conde, dirigiéndose a todos, díjoles con voz trémula por la emoción:

—Nobles caballeros, fieles servidores, esta mujer y este niño que aquí veis son: mi esposa Genoveva, a la que por tanto tiempo he creído muerta, y mi hijo Desdichado.

Al oír éstas palabras, todos los concurrentes prorrumpieron en gritos de espanto y asombro, y cruzáronse entre sí mil exclamaciones y preguntas.

—¡Gran Dios! —decíanse—; ¿cómo ha de ser ésa nuestra señora?

—¿No le habían cortado la cabeza?

—Pues ahí la tenéis resucitada. ¡Pero esto es imposible!

—Pues, no obstante, ella es.

—¡Y en qué estado más miserable, Dios mío!

—¡Ved qué pálida está!

—¡Ah, mirad nuestro condesito!

—¡Qué amable y hermoso niño!

Y el asombro, la curiosidad, la alegría y la compasión llenaban todos los corazones, y no cesaban de oír, exclamar, preguntar, compadecerse y alegrarse.

Contóles Sigifredo brevemente la parte más substancial de la historia, e inmediatamente les dio las órdenes que consideró más oportunas. Envió a dos de sus caballeros al castillo con el encargo de traer vestidos para Genoveva, hacer conducir hasta allí una litera y ordenar los preparativos para su recibimiento. Ordenó a algunos pajes que fuesen adonde se hallaban los bagajes que se habían preparado para la cacería, y que los trajesen a aquel lugar, mientras otros fueron a recoger leña, encender una gran fogata en el hueco del una peña y disponer la comida. Él, a su turno, abrió la maletilla que llevaba en el arzón, y envolvió a la condesa en su capa de grana, forrada de negra piel, cubrióle la cabeza con un pañuelo finísimo y extendió un tapiz en el suelo para que se sentase. Allí, Genoveva fue recibiendo los homenajes de todos los caballeros, que, unos tras otros, llegáronse a saludarla con gran respeto y veneración, expresándole con sentidas frases las distintas emociones de lástima y gozo que experimentaban. Cuando llegó el turno a los servidores del conde, Wolf, que ansiaba, extraordinariamente que le llegase su vez, avanzó a la cabeza de todos y, besándole la mano, que inundó con sus lágrimas, exclamó:

—Señora, ahora es cuando verdaderamente me alegro de que los sarracenos no me hayan cortado esta cabeza, cubierta de canas, y de haber sobrevivido a tantos combates. Ahora ya puedo morir satisfecho.

Luego, cogiendo en sus brazos a Desdichado, con un transporte de alegría, besóle en ambas mejillas, y le dijo:

—Sed bien venido, mi querido amigo. Sois el vivo retrato de vuestro noble padre, y seréis también valiente y generoso como él; amable y bueno, como vuestra madre, y piadoso como ambos.

En un principio, quedóse Desdichado como aturdido y receloso a la vista de tanta multitud de gente, de que tan pronto se vio rodeado. Mas, poco a poco, fue adquiriendo confianza y entablando conversación. Como veía por primera vez innumerables objetos que le eran completamente desconocidos, veíase obligado a preguntar constantemente, y todos, en particular el anciano Wolf, regocijábanse al ver las vivacidades de sus preguntas y lo ingenioso de sus observaciones.

Lo que, ante todo, le causó mayor asombro, fueron los jinetes que iban de aquí para allá por el valle; y a semejanza de aquellos pueblos salvajes que, al verlos por vez primera, creían que el caballo y el jinete no formaban más que uno solo, exclamó el inocente niño:

—Papá, ¿conque hay hombres de cuatro pies?

Hizo Sigifredo que se apeara uno de sus jinetes y que le presentasen el caballo; y, acto seguido, el niño prosiguió:

—Papá, ¿dónde han cogido estos animales? En el desierto no los hay como éstos.

Luego, contemplándolo más de cerca, reparó en el freno de plata con adornos dorados, y exclamó:

—¡Cómo! ¿Estos animales tan hermosos, comen oro y plata? Seguramente quo no encontrarán en el bosque pasto para ellos.

Otro tanto ocurrió cuando vio elevarse las llamas; contemplábalas estupefacto, y decía:

—Mamá, ¿han hecho bajar los hombres esta luz de las nubes, o el buen Dios se la ha enviado? —y como creciese su éxtasis a medida que contemplaba el hermoso reflejo y sentía su bienhechor influjo, prosiguió—: ¿Conque esto es el fuego? Seguramente que es éste un magnífico presente del cielo. Ya me lo habías explicado tú, mamá; pero estaba yo muy lejos de figurármelo tal y como es. Si antes lo hubiese conocido, está segura de que se lo habría pedido a Dios en mis oraciones. ¡Qué útil nos hubiera sido este invierno! ¿No es cierto, mamá?

Lo que principalmente, llamó su atención durante la comida, fueron las frutas que se sirvieron. Tomó inmediatamente una hermosa, manzana, de un amarillo de oro matizado de púrpura, y exclamó:

—En donde habitáis, papá, no habrá invierno, seguramente, pues que traéis tan frescas y hermosas frutas. ¡Oh! Debe ser muy agradable vivir en vuestra compañía.

Mas, aunque lo celebraba en esta forma, dudaba si comería de ellas o no, diciendo: —Da lástima, ¡son tan hermosas!

Fijóse luego en un vaso, sin atreverse apenas a tocarlo; tomólo, al fin, con mucho cuidado, y exclamó asombrado:

—¡Y no se derrite! Pero, ¿no está hecho de hielo? Pero, cuando se le hubo explicado de qué materia estaba hecho el vaso, y se le invitó a que mirara los objetos al través del cristal, dijo:

—¡Oh! ¡Cuántas cosas tan hermosas ha criado Dios y yo no sabía que existiesen!

Más, cuando tuvo un gran sobresalto, fue al presentarle un paje una fuente de plata bruñida, clara y brillante como un espejo, y vio en ella reflejada su imagen. Retrocedió al pronto; pero luego, tomándola recelosamente, quiso tocar por detrás de ella al niño que le pareció ver. Por más que hacía no podía explicarse cómo, en tan poco espesor, podía caber un niño, y lo que, sobre todo le admiraba hasta trastornarlo, era que si él se ponía serio, lo mismo hacía el niño; y si él reía, el niño reía de igual modo.

Distraíanse en gran manera los invitados con todas estas gracias de Desdichado; en cuanto a Genoveva y Sigifredo, reían ahora tanto como habían llorado antes, y tan de buena gana, que hicieron coro a sus risas con general regocijo todos los concurrentes.

Apenas terminó la comida, regresó uno de los caballeros que Sigifredo había enviado al castillo, trayendo los vestidos de Genoveva, y acto seguido pasó ésta a la gruta, donde se vistió, después de haber dado gracias a Dios por el prodigio que había realizado para salvarla. Después, tomando la crucecita de madera, para que siempre le recordara los sufrimientos pasados y las alegrías y regocijos presentes, presentóse ya vestida, a todos los circunstantes. El conde mandó disponer una dócil hacanea, sobre la que él mismo extendió una gualdrapa finísima, y luego de ayudarla a montar, saltó él sobre su alazán, tomó en brazos a Desdichado y, seguido de toda la, comitiva, echó a andar en dirección a Siegfridoburgo.

La mitad del camino habrían recorrido, próximamente, cuando encontraron la litera, en la cual se acomodaron Genoveva y su hijo; como más cómoda para hacer la expedición.

Cuando hubieron salido de los intrincados laberintos del bosque, tropezaron con una inmensa multitud de gentes de todas edades, sexos y condiciones, atraída por la noticia del hallazgo de Genoveva, que se esparció con la rapidez del rayo por todo el condado y los lugares vecinos de aquella dilatada comarca. Inmediatamente quedaron interrumpidos todos los trabajos, abandonándose en un rincón las ruecas y los trillos. Quedaron deshabitadas aldeas enteras, quedando sólo por salir al camino los enfermos y los que estaban a su cuidado. Todos iban engalanados con sus mejores vestidos, apresurándose a salir al encuentro de su querida condesa. Aquél, en resumen, fue un verdadero día de fiesta para toda la comarca; a cada lado del camino veíase una doble hilera de gente que, al pasar, la saludaban con vítores y lágrimas de contento.

Entre los hombres que salieron a su encuentro, iban también dos peregrinos, a juzgar por los bordones en que se apoyaban y los sombreros y capas adornados de conchas con que iban cubiertos.

Apenas divisaron a Genoveva, acercáronse ambos a los costados de la litera, e hincáronse de rodillas a los pies de la condesa. Eran los dos hombres a quienes Golo había dado el encargo de cortarle la cabeza.

Ambos, especialmente Conrado, pidieron que los perdonase por haberla dejado abandonada en el desierto por temor a Golo, en vez de conducirla a Brabante, a casa de sus padres, y, a su vez, contáronle sus aventuras; poco después de aquel suceso, como temieran por su vida estando cerca de Golo determinaron ir en peregrinación a la Tierra Santa; habiendo regresado de su viaje pocos días antes, anduvieron errantes por el condado, sin dejarse ver más que de su familia; y, por último, al saber que todos, desde hacía mucho tiempo, daban a Genoveva por muerta, convinieron mutuamente en no decir una palabra respecto a esta historia, con objeto de no aumentar la tristeza del conde Sigifredo. Y acabaron diciendo:

—¿Cómo es posible, nobilísima señora, que no hayáis perecido de hambre y frío o despedazada por las fieras? Nosotros estábamos convencidos de que hallaríais, vos y vuestro hijo, en el desierto, una muerte más espantosa que la que no tuvimos valor para causaros.

—Levantaos, amigos míos —díjoles Genoveva, tendiéndoles la mano afectuosamente—; después de Dios, es a vosotros a quienes tengo que agradecer la vida —y volviéndose vivamente a Desdichado, continuó:— Hijo mío, tú también debes estar agradecido a estos compasivos hombres; pues ellos, que tenían la orden de matarte, prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres. ¿No es verdad —prosiguió, dirigiéndose a los peregrinos con la sonrisa en los labios y los ojos inundados de llanto—, no es verdad que no os arrepentisteis jamás de habernos perdonado la vida?

—Bien sabe Dios que no, señora. Tan ciegos estábamos entonces, que creíamos ser excesivamente generosos al dejaros con vida a vos y a vuestro hijo. Mas ahora conocemos cuan engañados estábamos, y que debíamos haber arriesgado la nuestra por salvaros y conduciros a vuestro país al lado de vuestros padres.

Acto seguido apresuráronse aquellos dos hombres a arrojarse, igualmente, a los pies de Sigifredo; y, después de pedirle perdón, demostráronle su gratitud por lo generoso que había sido con sus esposas e hijos, siguiendo las súplicas de Genoveva, lo que habían sabido con gran admiración de su parte. Mas el conde les respondió:

—Realmente, yo no sabía que vosotros habíais tenido lástima de mi esposa y de mi hijo y que les habíais perdonado la vida; por lo que, al socorrer a vuestras esposas e hijos, obedecí inconscientemente a aquel precepto de Jesucristo, que nos dice en el Evangelio: «Sed misericordioso, si queréis alcanzar misericordia». Id, pues, en paz; que en lo sucesivo seguiré cuidando de vosotros y de vuestras familias.

Pusiéronse de pie ambos a la indicación del conde y continuaron su camino, escoltando la litera de su señora. Mientras andaban, iba diciendo Enrique a su compañero:

—¿Ves ahora cómo tenía yo razón al decirte que debemos siempre procurar hacer bien, aunque haya de ser en perjuicio nuestro? Más tarde o más temprano, ya ves cómo se obtiene la recompensa.

Cuando la litera en que iba Genoveva llegó a una eminencia, desde la cual se dominaba a Siegfridoburgo, fueron lanzadas a vuelo todas las campanas de la población, que se extendía al pie del castillo señorial y también las de las aldeas comarcanas. Todo el mundo creía que en la salvación de Genoveva había intervenido la mano de Dios, y por esto celebraban su ingreso como una fiesta religiosa. Al oír las campanas que saludaban su vuelta, Genoveva no pudo contener el llanto y, entre todos los habitantes, más conmovidos aún que ella, no había uno solo que no llorase.

Al llegar a la entrada de Siegfridoburgo, la multitud aumentóse de un modo incalculable. A ambos lados del camino veíanse hombres encaramados en los árboles; y en la población, llena de una enorme concurrencia, las ventanas y azoteas de las casas por donde había de pasar la comitiva, estaban cuajadas de gente, pues todo el mundo quería ver lo más cerca posible a su querida condesa, a la que habían creído muerta durante tanto tiempo.

En medio de esta estruendosa emoción, Genoveva conservaba una actitud tan sencilla, que parecía la encarnación de la modestia.

Tenía los ojos bajos, como si se ruborizara del recibimiento que se la tributaba.

Desdichado, que iba sentado en sus faldas, llevaba aún su piel de corzo y tenía en las manos la crucecita de la gruta. El conde cabalgaba a la derecha de la litera y el fiel Wolf a la izquierda, al cual acompañaban los peregrinos, seguidos a su vez de la cierva, que iba tras ellos como un perro doméstico. Una parte de los caballeros y servidores del conde precedían, montados, a la litera, y el resto seguía detrás.

Ínterin atravesaba lentamente por entre la multitud, decíanse unos a otros los espectadores:

—¡Qué flaca y pálida viene nuestra buena y querida condesa! ¡Parece una santa! Así debía estar María al pie de la cruz.

Otros, contemplando a Desdichado, decían:

—Ved qué niño tan hermoso; con su pielecita y la cruz que lleva en la mano, parece la imagen de San Juan Bautista en el desierto.

Hasta la cierva era objeto de admiración, y muchos exclamaban al verla:

—Mirad la cierva; hasta los mismos animales, no obstante carecer de inteligencia, aman a nuestra buena condesa.

Las madres, a su vez, alzaban en alto a sus hijos para que pudiesen ver a Genoveva, y se la mostraban, diciéndoles:

—¿Ves esa señora? Pues por ella es por quien me has visto llorar tan a menudo, y de la que te refería tan buenas acciones. Aun no habías tú nacido cuando nos la arrebataron.

Más lejos, un padre, subiendo sobre sus hombros un niño ya crecidito para que viese también la comitiva, le preguntaba:

—¿La ves bien? Ella es la que te hizo tantos beneficios cuando aun estabas en la cuna.

Veíanse también entre el gentío algunos ancianos que, sosteniéndose penosamente apoyados en sus bastones, habían acudido a verla, y los cuales lloraban de alegría, dándose el parabién por haber vivido hasta entonces para gozar de tan hermoso día, siendo tan intensa la emoción que los dominaba, que temblaban de pies a cabeza.

Cuando Genoveva llegó al patio del castillo, halló al pie de la escalera principal a todas las señoras de la nobleza del contorno que, sin ponerse de acuerdo, habían acudido espontáneamente, llevando consigo a sus hijos, para darle su afectuosa bienvenida. Todas, sin excepción alguna, alegrábanse al saber que era inocente y de que viviera aún; y, complacidas de verse congregadas por una misma idea, miraban aquel día como de triunfo para la virtud femenina, por lo que iban engalanadas como para la fiesta más solemne. Una de ellas, que se distinguía entre todas por su belleza y juventud, vestida de blanco y adornada con un collar de perlas valiosísimas, avanzó hasta reunirse con Genoveva, apenas bajó ésta de la litera; llevaba una corona de arrayanes entretejidos con rosas blancas y se la ofreció en testimonio de su «lealtad e inocencia», diciéndole con voz entrecortada por el llanto:

—Aceptad, señora, este homenaje, que todas nosotras os ofrecemos, insignificante es la oferta, comparada con el premio que os aguarda en la eternidad, donde recibiréis otra corona más digna de vuestras virtudes.

La doncella que, en nombre de todas sus compañeras, cumplimentaba a Genoveva, era desconocida para ésta, cuya curiosidad se despertó, viniendo a satisfacer esta curiosidad algunas señoras que acudieron a decirle su nombre.

La joven llamábase Berta, y era la misma amable y bella criatura que la había visitado en su prisión. En su consecuencia, y al notar la satisfacción que experimentaba Genoveva al conocer estos detalles, dijéronle las señoras:

—Sí, condesa; ella fue la que únicamente se interesó por vos en aquellos días adversos en que todos os abandonaron. Por eso la hemos elegido para que participe de nuestra felicidad y del homenaje que os tributamos.

Entonces volvióse Genoveva nuevamente A la joven, y al fijarse en el collar de perlas, que tan bien conocía, recordó aquella espantosa noche, la última de su cautividad y la primera de su abandono en la selva, y exclamó, elevando sus ojos al cielo:

—¿Quién habría pensado en el momento en que era arrojada de aquí como una criminal miserable, llevando a mi hijo en brazos, que volvería a entrar de esta forma? Sólo Dios podía saberlo entonces, y Él era quien me preparaba la ventura que ahora disfruto.

Luego, aceptando, no sin ruborizarse, la corona que Berta le ofrecía, exclamó:

—¡Dios mío! Si esta es la recompensa que ofrecéis al inocente en esta vida, ¿cuál será la que le reserváis en la eternidad?

—Efectivamente, mi querida ama —repuso Wolf—; si es cierto que la inocencia no siempre alcanza en este mundo la recompensa que merece, y pocas veces ve brillar para ella un día tan glorioso como éste, Dios quiere, no obstante, de vez en cuando, que así sea para darnos con anticipación una idea de lo que deben ser las alegrías celestiales —y dirigiéndose luego al conde, continuó—: Sí, amo mío, al cabo de ochenta años de vida, he presenciado varias entradas triunfales en este castillo, pero ninguna que se pueda comparar a la que hoy ha hecho en él nuestra querida señora.

—Dices muy bien, Wolf, porque en ésta no ha tenido la menor participación el hombre; ella entraña el triunfo más espléndido que puede soñarse, porque es el triunfo de la virtud sobre el vicio.

Las damas y caballeros acogieron estas palabras de Sigifredo con estrepitosos aplausos; respecto a sus hijas, acordaron que en lo sucesivo, el arrayán y las rosas blancas serían el símbolo de la pureza virginal en las doncellas y de fidelidad conyugal en las esposas, y que, por consiguiente, con ella formarían toda su corona nupcial, y esta costumbre se ha conservado hasta hoy en algunos puntos de Alemania.

Las dichosas emociones de tan fausto día, en que tantas felicitaciones había recibido y tantas lágrimas derramado, habían acabado por rendir el desfallecido cuerpo de Genoveva. Lleváronla inmediatamente a su aposento, de donde faltaba hacia tantos años, y después de haber dado de nuevo gracias a Dios por su salvación prodigiosa, y de cambiar algunas frases con la viuda y huerfanitos de Draco, a quienes prometió protegerles, entregóse al descanso que tanto necesitaba en el lecho que ya le tenían dispuesto. La fiel Berta quedóse velando junto a ella y, desde entonces, no se separó más de Genoveva, la que, por su parte, negóse a ser servida por nadie que no fuese su leal doncella.

XVII. Entrevista de Genoveva y sus padres.

Ínterin la alegría rebosaba de todos los corazones en el castillo de Siegfridoburgo, el desconsuelo más profundo reinaba en el palacio ducal de Brabante. El fiel Wolf, no obstante sus muchos años y sus achaques, ofrecióse a llevar a los padres de Genoveva la feliz noticia de su hallazgo. Pero Sigifredo se opuso, diciéndole:

—De ningún modo, viejo amigo; permanece aquí y delega tan penoso viaje en un hombre de menos edad que tú. Demasiadas fatigas has padecido ya cuando regresamos de nuestra campaña contra los árabes, pues con frecuencia solías decirme: «Este es mi último viaje a caballo».

Pero Wolf, insistiendo en su resolución, añadió:

—El hombre propone y Dios dispone; al cabo de tantas expediciones, sin otro fin que sangrientos combates, Dios me ha reservado para esta otra de honor y alegría y a la cual no renunciaré bajo ningún concepto. De modo, señor, que debéis creerme y dejarme que parta.

—Piensa en tu ancianidad —repuso Sigifredo—; medita en lo largo del camino y en lo riguroso aun de la estación. Reflexiona, mi fiel amigo, en todo esto.

—Todo eso no vale nada —agregó Wolf—, y, por otra parte, me siento rejuvenecido desde que tenemos entre nosotros a nuestra muy amada señora la condesa. Parece como si me hubiesen quitado de encima diez años, lo menos. Esta comisión coronará dignamente mi profesión de escudero. Luego, estad tranquilo; me tenderé cargado de años, y dormiré hasta despertarme en la eternidad.

El conde, aunque con gran sentimiento de su parte, acabó por acceder, y dijo:

—Bien; parte, ya que te empeñas, mi viejo y leal compañero de armas; elige el mejor caballo de mis cuadras y doce de mis mejores jinetes para que te sirvan de escolta; y, una vez allá, di a los padres de mi amada Genoveva lo que creas que yo mismo, si fuese, les diría, y lo que tu propio corazón te dicte. Dios te acompañe en el camino y te devuelva a mis brazos sano y salvo.

Genoveva, lo mismo que su esposo, hizo llamar a su presencia al anciano escudero, dándole el encargo de que dijese a sus padres cuanto de más expresivo pueden dictar el respeto y la ternura filiales.

La satisfacción de que se hallaba poseído, impidió a Wolf conciliar el sueño en toda la noche, y, antes de que amaneciera, despertó a los que habían de servirle de escolta, ayudóles a dar el pienso y ensillar sus caballos, y acto seguido emprendieron el camino a galope, llevando consigo un buen provisto equipaje, preparado desde el día anterior.

Wolf, siempre a la cabeza de sus apuestos jinetes, como si se tratase de salir al encuentro del enemigo, alentábales, diciendo:

—¡Animo, camaradas! ¡Ea, adelante y a la carrera!

Y, lo mismo el primer día que los que le sucedieron, corrían desde el amanecer hasta bien entrada la noche, hasta el punto de que, aquellos valientes, no pudieron menos de preguntarle:

—Señor mayordomo, ¿podéis decirnos para qué corremos de este modo desenfrenado durante todo el santo día?

Pero Wolf, espoleando su caballo, contestábales:

—¿Desenfrenado? Acordaos de la pena de que vais a aliviar a unos cariñosos padres.

Cuando un bravo puede aliviar al infeliz que padece tormento, aunque sólo sea por algunas horas, no debe retroceder ante un poco de cansancio ni preocuparse de si se fatiga o no. En muchas ocasiones, ¿no hemos andado a caballo meses enteros para distribuir mandobles y hacer derramar llanto? Pues corramos también ahora para enjugar el llanto y curar heridas. Lo que yo quisiera es que este caballo fuese alado como el que vi una vez pintado no sé dónde y que, dicho sea francamente, es lo que más admiración me ha causado en esta vida.

Y, al decir esto, acicateaba con más vehemencia, a su caballo.

Una noche, que se hallaban pernoctando en un castillo, díjole a Wolf el anciano señor de la fortaleza, que el venerable obispo Hidolfo, que bendijo el enlace de Genoveva y Sigifredo, se encontraba, precisamente, a, pocas leguas de allí, adonde había ido para bendecir un templo recientemente edificado.

Wolf, volviendo inmediatamente a ensillar su caballo, exclamó:

—Pues corramos a todo galope para encontrar a eso santo varón que, seguramente, no ignorará la venturosa nueva que traemos. Quiero también pedirle consejo, como prudente e instruido que es, respecto al modo de desempeñar mi encargo cerca del duque y la duquesa; pues, por más que he atormentado mi magín durante el camino, no he encontrado un medio que me satisfaga. Por mi parte, lo mejor sería llegar y decir a gritos desde la puerta: ¡Ha sido hallada Genoveva! ¡Genoveva, vive todavía! Pero, y esto es para mí lo más raro, las cosas no se arreglan de esta manera. Por más que soy un viejo soldado que jamás tuvo miedo de nada, os aseguro que, estas tres o cuatro palabras: «Genoveva vive todavía», causáronme tal emoción, que un temblor general se apoderó de mí y aun tiemblo al recordarlas. Jamás hubiera creído que la alegría, pudiera espantarlo a uno de tal modo. Y ahora os pregunto yo: ¿Si la alegría causa esta impresión a los extraños, qué sucederá con los padres? ¿No es probable que un exceso de felicidad, así, de repente, les hiriese en el corazón como una flecha mortal? Es necesario, pues, darles la noticia poco a poco, midiendo y pesando las palabras, hablar muy despacio y valiéndose de rodeos; y esto, camaradas, no lo sé hacer yo, pues jamás me he visto en semejante apuro. Todos nosotros manejamos la espada mejor que la lengua; de modo que, lo mejor que podemos hacer, repito, es ir al encuentro de ese venerable prelado, para que él nos aconseje, pues debe conocer a fondo la ciencia de insinuarse en los corazones.

Y, acto seguido, montaron a caballo Wolf y su escolta, y partieron a galope en dirección al punto en que les habían dicho que el obispo se encontraba. Antes de que hubieran transcurrido tres horas, estaban en su presencia, refiriéndole cuanto sucedía y pidiéndole consejo. Lleno de piadosa alegría, díjole Hidolfo a Wolf:

—¡Vivid tranquilo, buen anciano, pues en todo esto se ve la mano de Dios! En este momento, precisamente, me disponía a partir al lado de esos afligidos padres, porque así lo exigía mi deber. Marchemos, pues, juntos.

Esta respuesta, llevó a su colmo la alegría del honrado Wolf; y éste, así como los jinetes que lo acompañaban, miraron como un gran honor servir de escolta al venerable prelado.

Los duques de Brabante, que, llenos de pesadumbre, celebraban anualmente una fiesta religiosa en conmemoración del espantoso día en que llegó a su conocimiento la fatal noticia de la muerte de Genoveva, encontrábanse, justamente, a la mañana del siguiente día en su estancia, preparando el sexto aniversario, poseídos de una pena angustiosa. Los muchos sufrimientos que habían experimentado durante tanto tiempo, habían encanecido prematuramente sus venerables cabezas. Ambos vestían de riguroso luto, que ni un solo día había abandonado la duquesa desde que supo el aciago suceso.

Estaba ya próxima la hora de los oficios, y los duques aguardaban tan sólo la llegada del obispo, que estaba encargado por ellos de celebrar todos los años el oficio de difuntos, en el mismo altar en que había bendecido la unión del conde y Genoveva.

Acongojado el duque por el mudo dolor que le oprimía, decía con voz trémula:

—¡Ay! ¡Qué golpe tan espantoso! ¡Qué espantoso desastre! ¡No obstante, hágase la voluntad de Dios!

La duquesa, a su vez, murmuraba sollozando:

—¡Perder de esta forma a nuestra única y adorada hija! ¡A manos del verdugo! ¡Ya no podrá realizarse nuestro hermoso sueño, que nos dejaba creer que tú, Genoveva, nos asistirías como un ángel a la hora de nuestra muerte, y nos cerrarías cariñosamente los ojos! Pero —añadió, diciendo como su esposo—, sea lo que Dios quiera.

—Desterrad vuestros pesares y dad gracias a Dios.

Aun no había acabado de decir estas palabras, cuando penetró en el aposento el anciano obispo, llevando en el venerable rostro reflejada una gran alegría. Al entrar, exclamó:

Y con frase trémula, de ternura y entusiasmo, recordó a los duques el pasaje bíblico en que le es arrebatado a Jacob su hijo, y el gozo del anciano patriarca cuando José le fue devuelto. El entusiasmo con que habló el obispo, así como el dulce consuelo que se desprendía de su elocuente palabra, emocionaron profundamente a los augustos consortes. El sentimiento de inefable ternura que surgía del símil bíblico, iluminó su corazón con un rayo de alegría, que, en breve, logró disipar su dolor inconsolable.

La duquesa exclamó, cruzando sus manos sobre el pecho:

—¡Si nosotros pudiéramos disfrutar de un solo reflejo de este gozo!

—¡Imposible, no será en este mundo! ¡Solamente en la eternidad!

Y también en este mundo —exclamó entonces el venerable prelado—. Aun vive el Dios de Jacob y de José y Él siempre está realizando prodigios; causa las heridas, es cierto; pero también las cura. Rogadle ahora que os dé fuerzas para sobrellevar la alegría como antes os las dio para resistir la pesadumbre. Sí, en lugar de los cánticos fúnebres que íbamos a entonar en el templo, entonemos otro de ventura, y resuene bajo sus bóvedas el Tedeum, pues Genoveva vive todavía y la veréis de nuevo.

Esta noticia dejó estupefactos de asombro al duque y a la duquesa, y ambos quedáronse mirando al obispo como alocados y presa de un temblor que invadió de repente todos sus miembros. No atreviéndose a dar entero crédito a lo que oían, su corazón fluctuaba entre la esperanza y el miedo.

El obispo abrió entonces la puerta y llamó a Wolf, que estaba con su gente en la antecámara, lleno de febril impaciencia. El prelado, mostrándolo a los duques, prosiguió:

—Aquí tenéis un mensajero que os dará detalles más precisos.

Inmediatamente penetró Wolf en el aposento, exclamando:

—Os aseguro que vive la condesa, pues yo la he visto con mis propios ojos, he oído su voz y he besado su mano.

En breve se propagó esta noticia por todo el palacio ducal de Brabante con la rapidez del rayo. Entre las damas y escuderos que constituían la servidumbre del duque, sólo se oía esta exclamación: «Genoveva vive». Todos; llenos de asombro y estupor, precipitáronse en la estancia, como dominados por un verdadero frenesí de alegría. Acto seguido, Wolf, a cuyo alrededor formaron todos un círculo, comenzó a referir con minuciosos detalles la prodigiosa historia, con voz trémula por la emoción y los ojos arrasados en llanto, que corría también por las mejillas de todos los circunstantes, ínterin el duque y la duquesa, trastornados por revelación tan inesperada como repentina, apenas tenían conciencia de lo que pasaba en torno suyo.

Al fin, los amorosos padres, no pudiendo conservar la menor duda ante las aseveraciones de los mismos que acompañaban a Wolf, y los encargos que éste les daba de parte de Genoveva y Sigifredo, quedáronse como si acabaran de despertar de un profundo letargo.

—Háganse inmediatamente todos los preparativos para ir a ver, antes de morir, a nuestra querida hija, pues bastante hemos vivido ya, puesto que ella vive todavía.

Poco después, y luego de haber dado todos gracias a Dios por el prodigioso suceso, emprendieron el camino para Siegfridoburgo, escoltados por una numerosa y brillante servidumbre, por Wolf y por su gente, a la que se habían unido doce jinetes al servicio del duque.

Ínterin tenía lugar todo esto, habíase restablecido Genoveva, merced a los solícitos y cariñosos cuidados de que era objeto, y un leve carmín comenzaba a colorear sus mejillas. Sólo atormentaba su corazón el deseo, cada día más vehemente, de abrazar a sus amados padres.

Mas, cuál sería su regocijo, cuando aquéllos lucieron su entrada en el castillo de Siegfridoburgo mucho antes de lo que todos esperaban, derramando un caudal de lágrimas al recibir a su hija en sus brazos.

El venerable duque, presa de una emoción semejante a la que conmovió al anciano Simeón en otras épocas, exclamó:

—¡Hijos mío, ya puedo morir en paz, puesto que mis ojos han alcanzado esta dicha!

—También yo puedo ya morir gustosa. —Repuso a su vez la duquesa, con una ternura parecida a la de Jacob—, pues te hallo viva, y rehabilitada ante todo el mundo.

Y, vertiendo abundantes lágrimas, ambos ancianos abrazaron alternativamente a su hija.

Sólo repararon en Desdichado cuando hubieron pasado los primeros momentos de expansión, y acto seguido exclamaron el duque y la duquesa simultáneamente:

—¿Conque tú eres nuestro nieto? ¡Ven a mis brazos!

El duque, después de abrazarlo, dióle su bendición, también la duquesa, la cual, colmándole de besos y caricias, decíale:

—Sí, Dios te bendiga una y mil veces, hijo mío.

Luego, llenos ambos de admiración ante aquel suceso prodigioso, exclamaron, dirigiéndose a Genoveva:

—¡Hija querida! Nosotros te llorábamos creyendo que jamás volveríamos a verte, pues te creíamos muerta, cuando he aquí que Dios nos concede hoy la inmensa dicha, no sólo de abrazarte a ti, sino también a nuestro querido nieto, al que no conocíamos todavía.

Entonces, el anciano obispo, que había permanecido algo retirado presenciando esta escena, presentóse ante Genoveva y Sigifredo, que, en los transportes de la alegría, no habían reparado en él. El anciano y prudente varón, posando una mirada satisfecha y cariñosa sobre los duques, Genoveva, Sigifredo y Desdichado, dio a todos su bendición, y exclamó, elevando las manos al cielo:

—Ya ha cumplido el Señor lo que permitió que entreviera mi alma. Dios, hija mía, os ha proporcionado, como igualmente a toda vuestra familia, una ventura inmensamente superior a todas las delicias y glorias de esta vida. Una ventura que ha principiado por grandes padecimientos, que es como debe principiar toda ventura positiva, pues ellos son los que llevan a la perfección cristiana comparada con la cual es vil escoria todo lo terreno. Y ese camino, a cuyo fin está la salvación eterna, es el que Dios os ha hecho recorrer a todos. En él ha probado Genoveva su fe y confianza en Dios, su paciencia y su aflicción, su caridad para con sus enemigos y verdugos, y, en resumen, otras muchas más preclaras virtudes; en él, se ha sublimado por medio de las pruebas, hasta el punto de podérsela comparar con el aire más puro. Sigifredo, merced a una saludable experiencia, ha aprendido, a su vez, cuan perniciosos efectos, cuántos males incalculables suele acarrear el dejarse llevar por el vehemente impulso de las pasiones, y la necesidad en que está el hombre de someter aquéllas al imperio de la razón, la ha visto patentizada en la sombría desesperación en que se ha visto sumido y en la desolación y desamparo a que dejó reducida a la criatura, que amaba más en el mundo. Por lo que a Desdichado respecta, puede afirmarse que, en el desierto, ha aprendido a conocer a Dios mejor que lo hubiera hecho probablemente en el castillo de su padre, donde, en todos conceptos, se habría visto rodeado de comodidades y distracciones. ¡Quién sabe si Dios lo hubiese llevado a una corte, aun en el palacio de su mismo abuelo, donde, pululan los adoradores, si habrían descollado en él esas preciosas virtudes que hoy lo adornan y que han nacido y desarrolládose el influjo del aislamiento y la soledad! La modestia, la sobriedad, la inocencia y la humildad, son en él otras tantas tempranas flores que prometen los más óptimos frutos. Por último, en cuanto a los padres de Genoveva, llenos de pesadumbre por la supuesta muerte de su hija, han elevado a Dios sus corazones, no encontrando consuelo ni felicidad posible en la tierra. Cada día, han ido conociendo cada vez más la mezquindad y pequeñez de todo lo terreno y de lo imposible que es encontrar una dicha positiva y duradera fuera del cielo, de ese mundo mejor, donde no hay hombres que nos despojen, muerte que nos separe ni ojos que lloren. De este modo, impulsados por el deseo de llegar a él, han soñado en su posesión, ansiando alcanzar lo que todos temen o sea la muerte, pues sólo han visto en ella lo que verdaderamente es; es decir, el único medio para abrir las puertas de la eternidad. Así, pues, todos hemos ganado en virtud y experiencia, y, habiendo logrado llegar al fin de las aflicciones, nos vemos aquí, a Dios gracias, reunidos por un verdadero prodigio, en contra de lo que hubiéramos podido esperar, cuantos éramos la última vez que nos vimos. Pero, he dicho mal, puesto que nuestro número se ha aumentado con este hermoso niño, por lo que debemos admirar a Dios, que da más de lo que ofrece, y tratar de perseverar en el bien para toda nuestra vida, en la seguridad de que aquel que logre salir victorioso recibirá el justo premio que Dios concede siempre a los que le aman, premio que, por consiguiente, está al alcance de todos.

XVIII. Las desgracias de Genoveva redundan en provecho del país.

Apenas propalóse la noticia de que Genoveva estaba mucho mejor y restablecida de todos sus padecimientos, una multitud innumerable acudió diariamente al castillo, pues todos estaban deseosos e impacientes por verla. Wolf prometió a la condesa, bajo palabra de honor, no despedir a nadie, aunque fuese el más humilde vasallo; así que, como la afluencia era tan numerosa, siempre estaba llena de gente la estancia de Genoveva. Sin embargo, todas aquellas buenas gentes guardaban un silencio tal y conservaban una actitud tan recogida, que casi no osaban respirar ni penetrar en el interior, permaneciendo de pie, a la entrada, la mayor parte de ellos, teniendo los hombres la gorra en la mano, como si estuvieran en la iglesia, y los niños, hasta los que iban en brazos de sus madres, elevaban al cielo sus manecitas con un gesto lleno de gracia.

A la hora en que solían acudir aquellas buenas gentes, Genoveva se hallaba, por lo regular, descansando todavía o acababa de levantarse y, por lo tanto, recibíalas en el lecho o en un magnifico sitial. Su pálido y bello rostro respiraba una dulzura tan angelical, tanta ternura y benevolencia, que, a los ojos de cuantos la miraban, su cabeza parecía rodeada de una divina aureola. Las palabras que ella les dirigía, después de hacerles entrar e invitádoles a que se le acercasen, quedaban para siempre grabadas en la memoria de todos. Entre otras cosas, acostumbraba decirles, con su dulce voz, que le conquistaba todos los corazones:

—Amigos míos, tengo una gran alegría en que vengáis a visitarme, y os agradezco mucho el amor que me demostráis, participando así de mis penas y alegrías. Ya sé que, por desgracia, tampoco a vosotros os faltan pesadumbres; pero no dejéis nunca de amar a Dios, poned en Él vuestra confianza y esperad días mejores, pues no hay apuro de que Él no pueda sacarnos, ni situación, por desesperada que parezca, en la que no nos pueda socorrer viniendo, por lo regular, en nuestro socorro, cuando mayor es nuestra angustia. Todo lo lleva Él a buen fin, y ya podéis verlo bien demostrado en mis mismas aventuras.

«Creed que se puede vivir dichoso en medio de la pobreza, por lo que debéis contentaros con lo que tengáis y estar satisfechos con poco, pues por poco que tengáis siempre tendréis más de lo que tenía yo en el desierto. Vosotros, al menos, no carecéis de una cabaña, un vestido, un lecho, fuego para calentaros en el invierno y una sopa caliente, que es cuanto, en rigor, puede necesitar un hombre. Así, pues, no dejéis que la avaricia se apodere de vuestro corazón, ni cifréis vuestra felicidad en los bienes terrenales, sino en Dios, pues Él puede convertir en un momento al millonario en mendigo, así como enriquecer con castillos y tesoros al más necesitado, y en mí podéis ver una buena prueba de ello».

«No perdáis nunca vuestra confianza en Dios y procurad que siempre se conserve pura vuestra conciencia, pues de este modo también estará siempre alegre y satisfecho vuestro corazón. La fe impulsa a las acciones buenas y generosas y nos fortalece contra la adversidad, quedando muy rara vez sin la recompensa que merece. Por otra parte, un corazón creyente y una conciencia limpia, de toda mancha, es el mejor consuelo que puede tenerse en las aflicciones, en las enfermedades, en la prisión y aun en la muerte, y acaso un día lo experimentéis, como yo lo he experimentado».

«Siempre que la conciencia os acuse, pues a todos nos acusa de algo, de una falta cualquiera, por grave que ésta sea, poned en Dios vuestra esperanza, y no olvidéis que Cristo vino al mundo para redimir a todas las criaturas a fin de que obtuviésemos el perdón de nuestras faltas. Cuando creemos que de nada tenemos que acusarnos, nos engañamos a nosotros mismos; mas, si reconocemos nuestras faltas, Dios nos las perdona, purificando nuestras almas».

«Si queréis mejorar vuestros corazones, complaceos en oír la explicación del Evangelio, pues en vano trataría yo de explicaros la benéfica influencia que él ejerce sobre nosotros. Los primeros propagadores de la fe cristiana vinieron hacia nosotros con el Evangelio en una mano y una cruz en la otra. Os lo repito; oíd el Evangelio, grabad sus máximas en vuestro corazón y ajustad a ellas vuestra conducta, pues, de este modo, lograréis obtener toda la felicidad que al hombre le es dado conseguir en esta vida».

Y, al decir esto, Genoveva tendíales sucesivamente la mano a uno después de otro, haciéndoles prometer al despedirse que cumplirían fielmente todas las recomendaciones que les había hecho.

También solía dirigir algunas prudentes y oportunas reflexiones a los maridos y a sus mujeres, a los padres de familia y a sus hijos. Aconsejaba a los casados que se amaran y considerasen mutuamente y terminaba diciéndoles:

—No prestéis oído a las lenguas calumniosas, que sólo pretenden introducir entre vosotros el odio y la discordia.

Nadie podía hablar en esta forma con mas fundamento que ella, que había experimentado las desgracias que las malas lenguas hacen caer hasta sobre los matrimonios mejor avenidos.

Dirigíase a los padres y madres, encareciéndoles la necesidad en que estaban de educar a sus hijos en la probidad y la honradez, hablándoles como sigue:

—Pensad que vuestro hijo no lleva su destino escrito en la frente. Hoy, es cierto, sonríe dichosamente en este mundo, en el que acaba de nacer, pero llegará, un día en que se entristecerá y llorará como todos los humanos. Debéis, pues, educarle, de modo que adquiera la fuerza y el vigor necesarios para la lucha por la existencia. Cuando me tenía en sus brazos mi madre, la duquesa de Brabante, como ahora tenéis vosotras a vuestros hijos, no podía, en modo alguno, ocurrírsele que llegaría un día en que a su hija le faltara un asilo, un pedazo de tela para abrigarse y hasta un pedazo de pan que llevarse a la boca. Por fortuna me educó fortaleciendo mi espíritu en el amor y temor de Dios; de otro modo, los grandes infortunios que he padecido, habrían acabado por rendirme y, acaso, la desesperación me hubiera llevado a atentar contra mi vida en el desierto, y seguramente no me vería hoy feliz y dichosa entre vosotros, como me veo. Sin la fe, que nos fortifica y alienta, la vida es una pesada y enojosa carga que acabaría por aniquilarnos. Si queréis ver felices a vuestros hijos, inculcad en ellos esta fe desde su más tierna edad.

Luego de hablarles en esta forma, Desdichado, por encargo de su madre, hacía algún bonito regalo a cada niño, sin exceptuar a uno solo. Estas generosidades, así como los prudentes y cariñosos consejos de la condesa, conmovían a aquellas buenas gentes, hasta el punto de hacer derramar lagrimas de gratitud y ternura hasta a los más endurecidos en la lucha por la vida. Las desgracias de Genoveva, unidas a sus virtudes y prudentes exhortaciones, acarrearon la prosperidad para todo el país, cuyos habitantes, en muchas leguas en contorno, hiciéronse más buenos y caritativos, y muchas familias, que hasta entonces estuvieron mal avenidas, en lo sucesivo vivieron dichosas y amorosamente unidas. Frecuentemente solía decir el venerable obispo:

—Siempre que Dios quiere conceder al hombre algún bien, envíale duros padecimientos, que se convierten luego en otras tantas bendiciones que la Providencia nos envía. Los infortunios de Genoveva han convertido y llevado al buen camino a más gentes que todas mis predicaciones.

XIX. Castigo de Golo.

Al bajar de las habitaciones de la condesa, las gentes que iban a visitarla, lo que más particularmente excitaba su curiosidad era Golo, el cual había sido sentenciado, por el tribunal que se constituyó para fallar su causa, como calumniador y desleal sirviente, y reo de triple asesinato, a ser descoyuntado por cuatro fogosos caballos, y, a falta, de éstos, por igual número de poderosos bueyes. Pero el conde, obedeciendo a los ruegos reiterados de su esposa, conmutó esta terrible pena por la de cadena perpetua, en el fondo de un calabozo, pues que no estaba ya en su mano dejarlo completamente libre.

El guardián que tenía la misión de dejárselo ver a todo el que lo solicitaba, apenas podía descansar durante algunos minutos; no obstante, prestábase siempre a ello da buen grado, y solía decir:

—Seguidme, que si allá arriba, en las habitaciones de la condesa, habéis visto un retrato de la inocencia y de la virtud, aquí abajo, en la prisión de Golo, veréis la imagen de la depravación y del crimen.

Después de decir esto, tomaba una linterna, y un manojo de llaves, y bajaba precediendo a los visitantes por los estrechos peldaños de piedra de una escalera de caracol, hasta unos profundos subterráneos. Cuando las férreas puertas giraban rechinando sobre sus goznes, ni uno solo dejaba de estremecerse; sobre todo, cuando a la luz de la linterna, descubrían a Golo en las sombras del horrible calabozo.

No podía ser más espantoso su aspecto. Caíanle en desorden y enmarañados sobre la frente sus crespos cabellos, y una barba hirsuta y erizada cubríale casi por completo el semblante, pálido como la cera; de sus ojos, negros y hundidos, exhalábanse miradas de salvaje ferocidad.

Conocíase que los remordimientos de su conciencia lo atormentaban hasta el punto de sumirlo en un verdadero delirio; y, cuando esto ocurría lanzaba espantosos aullidos, sacudía estrepitosamente sus cadenas y golpeaba su cabeza contra los muros de la prisión. Cuando lograba, calmarse algún tanto, su locura tomaba diferente aspecto, pues comenzaba a hablar de mil asuntos diferentes, y sus incoherentes frases causaban verdadero pavor a cuantos las escuchaban, que no podían menos de decir:

—¡Ah! ¡Cuán loco e insensato he sido! Desgraciado de aquel que se aparta del sendero de la virtud, y permaneciendo sordo a la voz de la conciencia, abre su corazón a los malos instintos. Aunque, en un principio, disfrute del logro de sus perversos fines, al fin llegará a verse atormentado y miserable. Cree caminar por un sendero de flores; mas éstas desaparecen de repente a su vista y se ve hundido en un abismo espantoso. ¡Ay de aquel que aspira a impuras voluptuosidades! Lentamente se acerca al florido rosal y cuando alarga la mano para coger una de sus rosas, ve alzarse súbitamente entre ellas una venenosa serpiente, y enróscasele silbando alrededor de su cuerpo, y lo oprime, le sofoca, le muerde e infiltra en su sangre la ponzoña que no tardará en causarle la muerte.

Con frecuencia preguntaba, aunque ya había oído la misma respuesta en varias ocasiones:

—Decidme: ¿es verdad que la condesa y su hijo han sido hallados, o es que yo lo he soñado tal vez? Mas, no, no ha sido un sueño, sino que realmente ha sucedido así. Y así tenía que suceder, porque Dios castiga, y venga terriblemente todos los crímenes. Él fue quien los sacó a ambos de esta prisión espantosa, arrojándome en ella a mí. Sí, aquí estaba ella, sentada —decía, golpeando con los crispados puños los rojos ladrillos del pavimento— aquí, en el mismo sitio en que yo ahora me encuentro. ¿Quién, pues, dudará de la justicia de Dios?

En ocasiones, al oír el chirrido que hacía la puerta al abrirse, solía exclamar:

—¡Alabado sea Dios! ¿Al fin venís a buscarme? Perfectamente. Llevadme al suplicio, pues ése es mi mayor deseo —y se levantaba al decir esto, continuando después— sí, llevadme; yo hice degollar a una madre inocente y a su hijo, y, por consiguiente, es justo que a mí se me corte la cabeza. Lo repito; yo he hecho derramar sangre inocente; ved, si no, cómo están teñidas con ella mis manos; sí, aun están rojas y destilan sangre, sin que sean bastantes a limpiármelas los raudales de lágrimas que derramo. Aquí tenéis la causa de que la mía deba correr en el patíbulo, y a él iré de buena voluntad. Prefiero mil veces morir bajo el hacha del verdugo, a padecer aquí —y al decir estas palabras llevábase la mano al pecho, como queriendo con ella arrancarse el corazón—, a padecer aquí —repetía— los tormentos que estoy sufriendo.

Otras veces, atenazado por las espantosas angustias con que lo atormentaban sus remordimientos, y sumido en la más horrible desesperación, cuando, en tales momentos llegaban a abrir la puerta, quedábase mirando a los que penetraban en el calabozo con una fijeza terrible, dejando ver reflejado en sus ojos un profundo estupor y exclamaba, lanzando una carcajada convulsiva:

—¿Para qué venís vosotros a este lugar? ¿Es que Santanás os ha arrastrado como a mí? Quiero ver vuestras manos; enseñádmelas; que yo me asegure de que están humedecidas por el llanto de alguna madre desventurada, y manchadas con la sangre de algún tierno recién nacido. ¡Enseñádmelas! ¿Por qué no me las enseñáis? ¿Es que no tenéis valor para ello? ¡Ah! —gritaba, con voz terrible—. Es inútil que las ocultéis, pues lo sé todo; es cierto lo que os he dicho. Tenéis las manos empapadas en llanto y tintas en sangre; lo mismo que están las mías; sois tan malvados y tan infames como lo he sido yo. Venid, pues, a reuniros conmigo. Venid —añadía retirándose, como para hacer un puesto a su lado—; aquí, junto a mí, tendréis un lugar de hoy en adelante. Todos los asesinos son mis compañeros de prisión.

Los niños, aterrados por estos gritos delirantes, comenzaban a llorar y a ocultarse entre las faldas de sus madres; los jóvenes de ambos sexos proponíanse en su interior firmemente no dar jamás cabida en su corazón a instintos tan perversos, y que proporcionan tan miserable destino al que los abriga, y más de un marido y de una madre de familia ausentábanse exclamando:

—Querría mejor vivir en un desierto, alimentándome solamente de hierbas y raíces, conservándome pura e inocente como Genoveva, que habitar en un palacio, rodeado de placeres y opulencia, como Golo, para venir a parar luego a este miserable estado.

Al oír esto, el carcelero respondíales, mientras cerraba la puerta de hierro del calabozo:

—Tenéis razón mil veces; y aunque es verdad que no siempre el hombre malvado y criminal alcanza este castigo en la vida, no cabe duda alguna de que lo recibirá en la eternidad.

De esta manera, vivió todavía Golo muchos años en la más espantosa desesperación. Si su muerte fue tan angustiosa, se ignora en absoluto, pero todo el mundo aseguraba firmemente que jamás tuvo un momento de descanso; por lo que se le aplicó finalmente la última pena, que de tal modo había merecido.

XX. Algunas líneas más acerca de Genoveva.

Invariablemente sucedía que, los niños, después de haber visto a Genoveva, Desdichado y Golo, querían ver también a la cierva, con la curiosidad que fácilmente podemos explicarnos.

Había hecho el conde construir un bonito establo para que ella sola le ocupara, aunque a menudo la dejaban que anduviera en libertad por el patio y aun por todo el castillo, y, la mayor parte de los días, subía triscando la gran escalera y presentábase de pronto en la estancia de Genoveva, la cual no consentía que la sacasen de allí hasta después de haberle prodigado algunas caricias. Completamente familiarizada con todo el mundo, dejaba de buen grado que cualquiera la acariciase, acercábase a tomar la comida en la mano, y ni los mismos perros de caza del castillo hacíanle el menor daño, aunque pasaran junto a ella.

Para quienes, sobre todo, constituía un gran motivo de diversión el ver al hermoso animal, era para los niños, los cuales dábanle pan, la acariciaban pasándole la mano por el lomo y hasta abrazábanse a su cuello; con frecuencia oíaseles decir:

—¡Dios mío! Si no hubiera sido por la cierva, habrían muerto seguramente de hambre en el desierto nuestra amada condesa y nuestro querido condesito.

Al oír estas infantiles palabras, contestaba a los pequeñuelos la joven que estaba al cuidado de la cierva:

—He ahí por qué no debe hacerse daño a los animales. Si nosotros no tuviéramos bueyes para uncir al arado, ni vacas que nos dieran su leche, lo pasaríamos tan mal, como lo hubiera pasado en el desierto sin la cierva nuestra amada condesa. ¿Qué sería, por otra parte, para nosotros, el mundo mismo sin los animales? Tan sólo un desierto. Casi todo el terreno permanecería sin cultivo y para nada nos servirían las hermosas praderas. Así, pues, no hagáis daño a los animales y, por lo contrario, dad gracias a Dios que, con ellos, nos ha proporcionado el mayor de los beneficios.

Ignórase de un modo seguro los años que todavía vivió Genoveva después de los sucesos que hemos referido. Sólo se sabe a punto fijo que fue dichosa hasta el último instante de su vida, y que ésta fue una cadena jamás interrumpida de acciones caritativas y generosas. Desde el día en que fue salvada tan prodigiosamente, la existencia de Genoveva asemejóse a una de esas tranquilas y hermosas tardes de primavera que suceden a las tempestades, y su muerte a una de esas puestas de sol, en las cuales, el radiante astro, sin extinguirse, va alejándose lenta y gradualmente hasta que nos envía su último rayo y desaparece a nuestros ojos, para enviar a otro hemisferio su calor vivificante.

Acompañó su cadáver a la última morada una multitud innumerable de personas, que lloraron a raudales en su sepulcro, aunque, como es lógico, nadie lo hizo con el desconsuelo que Sigifredo y Desdichado. En cuanto a la fiel cierva, apenas fue cerrada la tumba, echóse, sobre la losa, sin que hubiera medio posible de apartarla de allí. Se trató de hacerle comer, y para ello, lleváronla allí mismo algún pasto, pero todo fue inútil, pues negóse en absoluto a tomarlo, y así permaneció hasta, que, por último, una mañana la encontraron muerta sobre el sepulcro de su dueña.

Mandó el conde levantar a la memoria de su esposa un magnífico monumento de mármol blanco, en cuya base veíase esculpida a la cierva sobre la losa sepulcral.

También hubo de construir Sigifredo, a ruego de Genoveva, una ermita en el desierto. Junto a la gruta en que había vivido por espacio de siete años, del lado de la derecha, se hallaba la capilla, que fue bendecida por el venerable obispo Hidolfo, y que fue llamada por todos los habitantes de la comarca la Ermita de la Señora. Fueron pintados en sus paredes todos los pasajes de la historia de Genoveva y, cuando murió Desdichado, púsose en el altar, engastada con gran riqueza, la tosca crucecita de madera que encerraba tantos recuerdos de piedad y ternura.

Al otro lado de la gruta había, una pequeña celda para el ermitaño, con un huertecito regado por el manantial.

Continuamente era visitado el santuario por multitud de fieles, y todos ellos eran cariñosamente acogidos por el bondadoso ermitaño, el cual les mostraba la crucecita, las pinturas, la gruta, la piedra en que Genoveva se arrodillaba para orar y el manantial en que había bebido, referíales su historia, y siempre acababa exhortándoles para que imitasen su ejemplo.

El pueblo veneró siempre a Genoveva corno una santa, y, cerca de un siglo después de los acontecimientos que hemos referido, oíasele decir a algún anciano de barba blanca y cargado de años:

—Siendo todavía niño, conocí yo a Genoveva —y tenía por su mayor dicha el poder contar a sus nietos cuanto había oído decir a la condesa, cuando era como ellos, escuchándolo las tiernas criaturas como encantadas.

Con el transcurso del tiempo, el castillo de Siegfridoburgo, residencia de Genoveva y Sigifredo, fue demolido. Actualmente, se ven aún, cerca de Coblenza, unas ruinas conocidas con el nombre de Altsinrmern. No obstante, el amor y veneración hacia Genoveva consérvanse más firmes y duraderos que las almenas de esas ruinas, sin que su recuerdo haya podido borrarlo el tiempo de la faz de la tierra. El nombre de muchas señoras y señoritas de aquella comarca, recuerda aún a sus habitantes el de aquella tierna y generosa criatura que se llamó Genoveva de Brabante.


Publicado el 10 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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