A don Benito Pérez Galdós
I
Leticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía una mirada cariñosa e interrogadora de animal doméstico. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar me producía el verla cerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mi mesa de trabajo! Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en el cual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mi pluma sobre las cuartillas. Cuando en mi trabajo se abría una solución de continuidad y levantaba la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la causa de mi interrupción… Otras veces entraba furtivamente en mi gabinete, y recostándose sobre el espaldar de mi sillón, leía los cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos me denunciaba la presencia de mi amada, pero entonces fingía yo no haberla advertido, y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella, sólo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que sólo a ella dirigía. Al verse descubierta, Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios… ¡Pobre reina mía!
Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subíamos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera el sutil polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida. Leticia parecía entonces albergar en su alma, el alma casta de las estrellas. Un ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una extraña pureza como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban los recuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era un culto: nos sentíamos impregnados del alma serena del Cosmos: nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirio y Canopo, por la Vega y Betelgeuse y por la amplia cabellera de Berenice y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno. Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los misterios de la noche vinculados por una entrañable fraternidad asexuada… Después, cuando el frío de la noche nos obligaba a retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros temperamentos, y la reacción impura de nuestro amor contra las Idealidades de nuestras divagaciones astrales.
Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la delicada Leticia. Nuestras locuras y caprichos debían matarla y así fue. Su cuerpo anémico había nacido para el amor burgués metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante exigido por nuestros cerebros llenos de curiosidades malsanas, por nuestras fantasías bullentes y atrevidas, por nuestros nervios siempre anhelantes de sensaciones fuertes y nuevas… Los viajes y las distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo, la nostalgia de mi Leticia, fueron inútiles. En mis horas de disolución y en las de descanso persistía en mi retina la Imagen de la amada, ida para siempre; sentía el vacío de la inolvidable pálida, lo sentía en medio de la insensata embriaguez a que recurría, lo sentía cuando besaba los labios de otras mujeres, lo sentía cuando meditaba, cuando escribía en mi ya solitaria estancia… Cuán desoladas eran mis noches, cuán angustiosos mis insomnios durante los cuales, con la mirada hundida en las tinieblas creía ver abocetarse, con líneas difusas, la curva de su cuerpo palpitante y febril, esa curva moderada y noble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio; esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior. El cuerpo de Leticia tenía la delicada pureza de una virginidad cristalizada, el encanto infantil y la gracia de una adolescencia detenida en los músculos antes de la expansión que experimentan éstos, cuando una joven ha visitado la isla de Citeres… Creía oír el crujido de mi almohada bajo el peso de la adorable cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de sus negros cabellos, tan negros como el dolor de la ausencia de mi amada, creía sentir la tibia mirada de sus ojos cariñosos y apacibles de cierva doméstica.
Una noche, en la que no podía dormir hostigado cruelmente por la visión de la inolvidable, recordó que tenía en mi escritorio una cajita de palma, primorosamente labrada y ornada con arabescos. Me la había enviado del Cairo un antiguo amigo que desempeñaba un consulado. La caja contenía el misterioso manjar del Viejo de la Montaña, el hachisch divino… Me levantó del lecho, toqué el botón eléctrico de la luz con una pequeña plegadera de plata, corté un pedazo de la pasta y comí. En seguida me senté a esperar los efectos. He aquí las impresiones que experimenté y las extravagancias que vi durante las varias horas que estuve sumergido en extraño ensueño.
II
Residía yo en la antigua Trapobana, haciendo vida errante, cuando sentí que se apoderaba de mi alma el más ardiente fuego místico; tuve súbitamente, la noción clara de la vanidad de las cosas humanas y resolví entregarme a la vida contemplativa. Recorriendo una selva, mientras mi pensamiento se deleitaba en altas concepciones teológicas, encontré un anciano fakir llamado Djolamaratta, muy austero y muy erudito en las ciencias teológicas, y profundo conocedor de las propiedades ocultas e íntimas de las cosas. Djolamaratta había leído y escoliado todos los libros sagrados de la India. A fuerza de meditación había llegado a vislumbrar, como a través de una espesa niebla, la infinitud de Brahma; y esa aproximación al gran Ser en una pulgada más que el resto de los mortales le hacía infinitamente superior a éstos en ciencia y en poder. El rostro de Djolamaratta era del color del cedro húmedo; sus blancas barbas le llegaban a las rodillas y en su enredado vellón se enroscaban cariñosamente los cobracapellas anidaban negros alacranes y reposaban tranquilamente infinidad de pequeñas alimañas, cuyo simple contacto podía producir la muerte. Djolamaratta estaba siempre desnudo, porque Brahma no gusta de los atavíos, y porque el viejo fakir quería que el aliento formidable de la Gran Causa le penetrara libremente por todos los poros del cuerpo. El anciano, desde su primera contemplación, tenía las manos perforadas como las de un crucificado. Hacía cincuenta años (y ya era anciano) se había hecho inhumar; dispuso que le enterraran con la lengua doblada hacia el paladar, los ojos vueltos hacia arriba y los puños cerrados. Ocho meses permaneció así y la humedad de la tierra hizo crecer de tal modo sus uñas que le perforaron las manos. En ese lapso, y durante el tiempo que dura el pestañeo de una estrella, vio la sombra de Brahma, y eso sólo le produjo una felicidad tan grande e indescriptible, que toda frase sánscrita y sacerdotal de encomio es infinitamente pálida, la más aproximada es opuesta, y solamente en uno de los Puranas había encontrado una palabra que muy remotamente pedía expresar la suprema venturanza que experimentó.
Djolamaratta me recibió afablemente como discípulo, y durante dos años recibí sus sabias lecciones.
Nada más terrible que sus éxtasis: los ojos se le saltaban, sus venas se inyectaban hasta casi estallar; su respiración se paralizaba, abundosa espuma salía de sus labios y copioso sudor brotaba de su cuerpo. De pronto, el maestro se elevaba en el aire como si terribles poderes le subyugaran; las cobras se ponían a danzar debajo de él, parados sobre la cola y recibiendo en sus lenguas bífidas las gotas de sudor que caían del cuerpo del sabio. En cuanto Djolamaratta volvía en sí, corría como un loco a precipitarse en un arroyo en el que abrevaban leones, hipopótamos y elefantes salvajes; allí hundía Djolamaratta la cabeza, pasando entre las feroces bestias que se separaban de él, como amedrentadas, y bebía, bebía hasta hartarse.
Con frecuencia hacíamos largas excursiones por las selvas y el maestro me instruía en los misterios sagrados, en los secretos más recónditos de la naturaleza, en la razón de los males de esto mundo, en los conjuros para atraer el auxilio de los poderes sobrenaturales; me refería los pensamientos de las bestias y de las flores y me traducía al más puro y noble pali las palpitaciones más sutiles de la vida, del dolor y de la alegría de la naturaleza.
Un día me llevó Djolamaratta a un valle obscuro rodeado de pardas montañas tan altas como el Himalaya.
Por todas partes se veían las enmarañadas copas de árboles extraños, cuyos troncos estaban llenos de pústulas. El aire tenía un olor repugnante, como el de la sala de un hospital de gangrenados. Las aves, que cruzaban el espacio, tenían los cuerpos purulentos, con una que otra pluma desmalazada: volaban tardamente, lanzando graznidos lastimeros; las fieras cruzaban nuestro camino con paso dificultoso de bestias baldadas por la elefantiasis, tiñosa la piel y los ijares hundidos, como interiormente corroídos por un mal implacable. Las flores, apenas abiertas, caían moribundas sobre el césped raquítico y gris; sus pétalos ardían en violenta fiebre, y sus estambres se estremecían y retorcían en las convulsiones de intenso dolor. Las sabandijas ponzoñosas se arrastraban con dificultad, presas de una horrorosa enfermedad. Las serpientes no tenían esa agilidad vibrante que las caracteriza; muy al contrario, sus cuerpos glutinosos reptaban en lentos ziszás, dejando en el suelo una huella húmeda como la de las babosas, y pasaban mirándonos lánguidamente con sus ojillos sanguinolentos y lacrimosos. Una leona, con su cría reposaba echada en medio del camino; estaba desfallecida y con el cuerpo cubierto de pústulas sobre las que saltaban moscas verdes, saltaban, porque no podían volar. La pobre bestia yacía con la lengua fuera, jadeante y quejumbrosa, mientras sus cachorros, flacos como galgos, con la desvencijada columna dorsal rompiéndoles la piel, se afanaban por mamar de unas ubres vacías y lacias de las que no manaba sino sangre viciada…
—Maestro, ¿qué tierra de desolación es ésta? —pregunté aterrado a Djolamaratta—, ¿es el país de la muerte acaso?, ¿el reino maldito de Siva?
—Hijo mío —me respondió el anciano con cierta expresión de sorna que no le conocía y que me pareció como un reflejo del espíritu de otra raza distinta de la suya—, aquí estuvo no tiempo el reino de la Felicidad: aquí vivió Adima, el primer hombre y el primer malvado… Cuando murió, los genios arrojaron su cadáver en aquel lago que ves a tu izquierda. La mujer de Adima vive aún y reina en esta región de la putrefacción y la enfermedad. De este lago salen cinco ríos que riegan todas las comarcas de la tierra. Mira, hijo mío…
Miré el lago. Flotaban en la superficie enormes cuerpos de lagartos con la panza arriba, roída por los gusanos. Por todas partes subían vahos infectos y calientes como el aliento de un horno en que se asaran tarántulas. A flor de agua vi pasar algunos peces escuetos, casi sin escamas, con los ojos velados por una nube y asomando por el dorso las espinas astilladas y cariadas. En las peñas de las orillas se formaban escoriaciones en las que crecían repugnantes hongos y asquerosos helechos que parecían quistes. Los anfibios habían perdido sus formas primitivas, porque la gangrena había devorado sus miembros dejando un muñón no cicatrizado donde hubo antes una pata o una cola.
—Dime, ¡oh, maestro!, ¿dónde está esa mujer tantas veces milenaria, obligada por Visnú a reinar en medio de tanta desolación y miseria? Muéstramela y dime su nombre…
Apenas hecha esta pregunta se verificó una transformación muy rara en el rostro de Djolamaratta; su cabeza se trucó con la cabeza de Ovidio Naso, tal como la había visto yo reproducida en una colección de estampas titulada: Effigies virorum illustribus antiquitatae, editado en 1692. Una sonrisa burlona y perversa vagaba en sus labios y, con acento de iniquidad perfectamente latina, respondió a mi pregunta:
—Venus Syphiliae, regina urbis!… Videor, fili mihi!
Y vi, vi en el centro del lago un islote en el que se alzaba un gigantesco hongo de forma obscena, a cuya sombra estaba sentada esa extraña reina en la actitud de los ídolos orientales. Parecía meditar y no tenía más adorno que una corona de adelfas. De pronto, levantó la cabeza y me miró… Sentí que un frío espantoso me helaba hasta la médula de los huesos y que el asombro más doloroso paralizaba mi vida… Eran el rostro y el cuerpo de mi Leticia, de mi pura e inolvidable Leticia. Ella, mi amada, mi esposa, reinaba allí, solitaria y melancólica, en medio de tanta desolación y espanto, reinaba desde la aurora de la Humanidad sobre esta Naturaleza corroída por la fiebre y la putrefacción…
Y sus grandes ojos negros me dirigieron una mirada bondadosa y apacible de pálido animal doméstico… Y todo el aterrador paisaje se desvaneció…
III
Tuve una reacción momentánea en mi cerebro, extraviado en las regiones extraordinarias del ensueño; me vi sentado junto a mi escritorio; frente a mí estaba el retrato de Leticia, el retrato de cuerpo entero que pintó con singular acierto el gran Carolus.
A poco me pareció que el aire se hacía muy ligero, muy sutil, como si sus átomos se hubieran reducido en número y ampliado enormemente en dimensiones; veía el aire como si lo percibiera a través de una poderosa lente biconvexa. Volví mi observación hacia mí y noté que estaba dotado de unas fuerzas desmesuradas, hiperbólicas, todo en mí era fuerza; yo era el núcleo de donde partían impulsiones en todo sentido. Hablé, y mi palabra resonaba con la intensidad de cien cañonazos. Estaba seguro de que fuera de mi casa, en las calles de la ciudad, en los bosques y en las ciudades vecinas, mi voz pasaba como una tromba sonora, como una ola de ruido que ensordecía a la gente, rompía los cristales y hacía vibrar, como cuerdas de guitarras, los hilos telegráficos. Y no era una presunción, sino que veía los efectos de mi voz, pues las paredes no oponían obstáculos a la fuerza de mi visión; todos mis sentidos superaban en energía, en proporción inmensurable, a los que la naturaleza ha puesto en la normalidad de los hombres, mis miradas atravesaban paredes, cuerpos y montañas, y la fuerza visual, cabalgada en un rayo vibrante del éter, se hundía sin agotarse en los infinitos y obscuros abismos del espacio. Yo estaba asombrado, pero después quedé tranquilo al encontrar en mi cerebro la explicación científica del fenómeno: «En la Naturaleza no hay fuerza detenida, ni impulsión perdida, ni energía esterilizada porque todo es movimiento y transformación. Un movimiento de mi mano por ligero que sea, empuja y pone en movimiento las moléculas del aire que la rodea, a su vez estas moléculas presionan a las siguientes, a las de la pared, a las que están al otro lado, y así el movimiento va transmitiéndose de molécula en molécula a través de los obstáculos que se interpongan y continúa por el éter a través de los cuerpos planetarios y siderales». Y con movimientos de mi puño hacía vibrar la creación entera. ¡Qué divertido era para mí hacer vacilar a voluntad a Marte primero, luego a Júpiter, a Saturno, a Urano y a Neptuno y la infinidad de astros que pueblan el Cosmos! Todo en mí era potencia extraordinaria, no había obstáculo para mis ojos, como si llevara en ellos poderosos aparatos de radiografía.
Observé mi propio organismo con la facilidad que tendría cualquiera persona cuyo cuerpo fuera hecho de límpido cristal de roca. Todas las vísceras me revelaron su funcionamiento: veía el corazón repartiendo la sangre por todo el cuerpo con la regularidad e isocronismo de una máquina a vapor; veía la fermentación de los mil jugos, la actividad torpe e irregular del sistema digestivo; veía la rígida gravedad del esqueleto soportando, como un apuntalamiento complicado ideado por extravagante arquitecto, las mil maquinarias, cuyo trabajo simultáneo constituye la vida; veía, como el cordaje de una extraña galera, el conjunto de venas, arterias y filetes nerviosos, que se anudaban aquí y se separaban allá. Me parecía que mis ojos estaban montados en ejes y podían volverse hacia adentro. Así fue como pude observar la vida cerebral. El cerebro era una pasta tenue que tenía de la gelatina y del ópalo. En el centro había una pequeña caldera con un líquido en ebullición; subían las burbujas a la superficie, unas burbujitas delicadas y llenas de cambiantes e irisaciones, como las pompas de jabón; antes de que estallaran, unos pequeñitos gnomos las cazaban con esas canastillas con mango que se usan para coger mariposas; en seguida las cogían y las arrojaban a diversos compartimentos que se abrían por todos lados al modo de un panal circular de abejas… ¡Pero cuántas burbujas estallaban antes de ser cogidas y colocadas en su sitio! Debían ser las ideas que abortan, las ideas que no llegan a surgir. Encima de todo se extendía ilimitada la piamater, llena de constelaciones, a semejanza del cielo de la tierra.
IV
Cuando volví de esta segunda crisis de mi ensueño, pensé haber vivido cincuenta años. Creía estar blanco de canas, pero pronto me di cuenta de que ello era una ilusión provocada por el hachisch. No sé por qué encontré esto excesivamente gracioso; me reí, y mi propia risa me excitaba cada vez más, al extremo de estallar, por fin, en una hilaridad ruidosa e incontenible. Con las carcajadas me parecía que me salía algo de la boca, y, en efecto, fijando mi atención observé que salían insectos alados. Cada nota de mi risa era un animal: zancudos, grillos, avispas, mariposas y parvadas infinitas de otros muchos insectos salían. Pero lo más curioso es que, en el tórax o coselete, llevaban todos cinco líneas negras paralelas y en ellas una flotación musical. Todos aquellos bichos en desaforada parranda, daban vueltas por mi cuarto yendo, por fin, a alinearse en apretadas filas sobre los estantes, las sillas y los demás muebles de la estancia; una serie de libélulas blancas se posaron sobre el marco del retrato de Leticia. Entonces callé, porque al mismo tiempo llegaron a mis oídos de un modo confuso los acordes lejanos de un clavicordio. Nuevos instrumentos fueron interviniendo: primero un violoncello, luego un contrabajo, en seguida una viola, a continuación una arpa, y, por último, una flauta. A medida que estos instrumentos tomaban parte, oía más distintamente la melodía ejecutada por ellos. Primero fue un aire de Paisiello, que se fue transformando en una sonata de Cimarosa; de pronto, las frases musicales se hicieron graves y eruditas, y surgió un quinteto de Bach lleno de gravedad mística. Cada melodía me producía una impresión hondísima, como si mi alma tradujera en cuadros sugestivos o en frases narrativas los sonidos. Por ejemplo, en un momento en que la misteriosa orquesta tocó La estepa de Borodino, la música tuvo para mí el relieve de una visión: veía una ilimitada llanura pedregosa de horizontes desiguales y obscuros, y cubierta por un cielo gris. En medio, un perro asmático aullaba junto al cadáver de su amo… A lo lejos cruzaban cabalgatas de calmucos, vestidos con pieles de lobo, con los ojos encendidos por la voluptuosidad de la carrera y las ansias de rapiña. Caía la noche, y el viento boreal jugaba con la nieve y el granizo; una turba de hienas con los lomos erizados acudía a rodear el cadáver, riéndose con risas lúgubres de hambre y ferocidad; luego, el festín de la carroña… Después de La estepa, la música se hizo suave, dulce, cristalina melancólica. Era un andante pianissimo tan misterioso, tan tristemente apasionado, que mi alma se impregnó de una angustia agradable y honda, semejante a esas dulces e inusitadas tristezas que se apoderan a veces de las muchachas románticas y nerviosas en la edad de la ilusiones y del primer amor. Mis ojos se llenaron de lágrimas, en tanto que la melodía parecía hundirse en el pavimento y los insectos se desvanecían. Yo no podía contener mi tristeza, y por más esfuerzos que hacía para reprimir las lágrimas, corrían abundosas por mis mejillas, produciéndome una gran vergüenza este rasgo de sentimental doncella. —¡Qué tontería!, ¡qué tontería!— murmuraba yo; pero mis lágrimas seguían saliendo con una abundancia bochornosa… —¡No ha habido ser humano que haya llorado tanto!— pensaba, aterrado, al ver que el suelo de mi cuarto estaba inundado, y mis lágrimas seguían corriendo. El agua me llegaba a la cintura y los muebles flotaban como balsas. Cuando amaneció, abrí la ventana de mi habitación y miré hacia la calle. ¡Qué horror! Por mi necio sentimentalismo toda la ciudad estaba sumergida. Sobre el mar de mis lágrimas destacábanse los pisos superiores de las casas, veía los tejados y terrazas atestados de gente que me dirigía amenazadora los puños, veía pobres perros que nadaban desesperadamente; caballos enganchados a los carros, pugnando por flotar, y arrastrados por el peso de la carga, se hundían al fin alborotando la superficie con millares de burbujas, portadoras de su cruel agonía; veía la cúpula del Observatorio, los dombos y las torres de los templos. El ángel dorado que coronaba un hermoso monumento, reflejábase invertido sobre la inmensa y serena superficie del agua: así, cabeza abajo, diríase un Luzbel de oro arrojado desde el cielo al abismo… Volví medroso los ojos a mi escritorio: abierto al azar tenía una edición antigua de la Cosmographia de Munster: era un final de capítulo adornado con una viñeta, que representaba una bella cabeza de ninfa, coronada de pámpanos y mirtos que se prolongaban a ambos lados de la cabeza, resolviéndose en retorcidos acantos de ornamentación que a su vez se convertían en cabezas de grifos, de hipocampos y de gnomos… De pronto, la viñeta comenzó a fundirse como si fuera una figura de cera expuesta al calor de un sol de canícula. La viñeta fundida se derramó por un borde de la mesa chirriando como un hierro candente que se sumergiera en el agua. Me levanté presuroso para ver lo que sucedía: al pie de mi escritorio había una galera de plata bruñida tachonada de esmeraldas: el mástil era de oro y la vela fenicia de tela blanca hecha con hilos de seda, de cristal y de plata. Sobre el banco de popa, formado por una lámina de azabache, estaba, en acritud de espera, una dama vestida a la usanza griega, cuyo rostro era el de la ninfa de la viñeta…
—¡Ven! —me dijo.
Me senté en la popa del esquife en un alto sillón de ónix, sostenido por cariátides de acero azul; y mi conductora comenzó a bogar. A nuestro paso, de todas las terrazas nos dirigían maldiciones e injurias. Pronto abandonamos la ciudad y nos vimos en medio de un mar sereno, inmenso, sobre el que se deslizaba el misterioso barco silenciosamente. De vez en cuando veía, junto a las bordas de la galera, el dorso de un delfín, la cabeza azorada de un tritón, el cuerpo híbrido y voluptuoso de alguna sirena que se ocultaba rápidamente haciendo un elegante escorzo, y dirigiéndome una sonrisa provocativa y medrosa.
—¿A dónde vamos? —pregunté a mi guía—, ¿al infierno o al paraíso?
El Carón femenino no me respondió limitándose a indicarme con un signo que debía confiarme a su pericia. Mucho tiempo estuvimos así, hasta que vi aparecer en el horizonte grandes bloques de hielo. La mar se endurecía a medida que la galera avanzaba, y entramos, por fin, en una zona silenciosa y helada, alumbrada solamente por la aurora boreal. En una costa vi un triste caserío, habitado por unos cuantos hombres forrados de pieles.
—¿En dónde estamos? —pregunté con angustia a mi callado piloto.
—¡Upernawick! —me contestó secamente. Y seguimos.
La barca de plata resbalaba sobre los hielos y a nuestra aproximación huían manadas de focas a esconderse entre las grietas. Arriba, en medio de la gris noche semestral, brillaba el carro de la Osa y el Boyero con fulgores intensos. Y seguimos; estábamos más allá del 85 paralelo. Los bosques de pinos escuetos habían quedado ya muy atrás, y la flora de esta región de las penumbras y de los hielos —algunas especies de hongos, helechos, musgos y líquenes— se hacía cada vez más escasa. De vez en cuando aparecía sobre algún flint glass un reno escuálido escarbando la nieve con la pezuña, o alguna osa que, navegando sobre algún carámbano, enseñaba a su cría la caza de la morsa. En otra comarca vi unos hombrecillos espantables con grandes cabezas erizadas.
—¿Los demonios de Dante? —pregunté horrorizado.
—No, son los runoyas. —Y seguimos.
Más adelante vi pasar unas mujeres envueltas en blancos peplos de lino; parecían buscar afanosamente algo perdido entre las grietas del hielo; iban de un lado a otro, regresaban, se inclinaban al suelo, en donde pegaban el oído como si quisieran oír los pasos de los antípodas. Pálidas, esqueléticas y llorosas expresaban en sus tristes caras y en sus ojos, que brillaban de fiebre, la ansiedad más vehemente. Cuando se aproximó nuestra galera, dieron todas un aullido y corrieron al borde del carámbano para mirarnos con ojos de locura y de dolor.
—¡Son las novias difuntas que buscan a sus amantes infieles! —murmuró mi compañera.
—¡Oh, ninfa misteriosa! —la dije—, ¿a dónde me llevas?, ¿terminará acaso esta lúgubre peregrinación en el país de la Muerte?
—No —me respondió—, ¡vamos al país de la viñeta! —Y seguimos.
Llegamos a un mar amplio, negro como de tinta china, un mar libre sin bloques de hielo. La naturaleza parecía reanimarse, volver a latir con la vida exuberante de los trópicos. Lejos se veía una isla parda, coronada por penachos de abundante vegetación. La faz de mi guía se animó; con mano ágil hizo en la vela la maniobra necesaria para que el esquife se dirigiera a la isla. Por todas partes se observaba el regreso la vida; pero, no a la vida natural, sino a una vida nueva, desconocida y extraña. El color del cielo era rojizo semejante al tono que colorea los párpados, cuando, cerrados los ojos, se aproxima una luz a la membrana. Las aves que cruzaban el espacio eran muy raras: tenían cabezas de sierpes y por colas y alas ramos de lis. Llegamos a una costa en que las peñas eran de cristal opaco. Desembarcamos, y a poco nos hundimos en un bosque de hongos gigantescos, que vertían sangre cuando se les hería en el tronco; las flores y los frutos eran animados, y las panzas de los árboles se agitaban como a impulsos de la respiración. No menos curiosos eran los animales; además de los centauros, faunos, esfinges e hipogrifos, observé otros muchos seres híbridos: perros cubiertos de hojas y con las extremidades de aves palmípedas, serpientes con cabezas humanas, salamandras que comenzaban siendo campánulas. Había violetas, heliotropos y camelias aladas que, como mosquitos, chupaban, no el jugo y néctar de las flores, sino la sangre-savia de lodos aquellos animales ambiguos de ornamentación. En un bosque de tulipanes grandes como hoteles, vi seres humanos que paseaban sobre los pétalos: eran mujeres, las mujeres más idealmente bellas que se puede concebir, envueltas en tules de rocío hilado. Sus carnes eran como de marfil y nácar blandos, sus ojos azules dirigían miradas candorosas y angelicales, sus labios parecían impregnados en la sangre de las granadas, y sus cabelleras, rubias como el jerez pálido, descendían en apretadas guedejas hasta más abajo de los muslos… Apenas me vieron me rodearon con adorable gracia y ternura. Sus inocentes caricias, desprovista del menor impudor, me causaron un placer purísimo de niño acariciado por los serafines; sentí por una de ellas un amor típico, sin deseos, sin turbaciones, una especie de amor apasionadamente místico e inefable, que me habría hecho quedar allí una eternidad si mi guía no me hubiera arrancado violentamente de mi éxtasis tirándome de un brazo a la vez que las miraba con despreciativa sarna.
—¿Son los ángeles esos seres divinos? —la pregunté suspirando.
—No —me respondió con irónica sonrisa—; son mujeres sin sexo… su amor es el amor del Limbo, desgraciado.
Substraído por mi guía de la influencia de esos seres, llegamos a una llanura cubierta de polvo y arena de oro, en el centro de la cual había un disco de plata bruñida enclavado al suelo. Entonces el guía volviose a mí y quedé deslumbrado: su rostro había adquirido la belleza ilustre y triunfadora de Helena, y de sus ojos de admirable brillo salía un fuego de orgullo divino, a la vez que de compasión y complacencia; me encontré turbado y caí de rodillas mientras ella me decía:
—Mírame… Yo soy el Amor con todas las energías… yo soy la eterna pasión con todos sus misterios de placer y de vida. Yo soy el delirio loco del amor de las almas vibrando en los nervios más sutiles y en la más pequeña gota de sangre viva… Ámame, que yo soy el Supremo Espasmo, en la doble ventura de las almas y de los cuerpos… Mírame, tal como en la aurora del mundo nací en el Egeo… ¡Yo soy la Forma Pura, la Belleza Inmortal!
Sus blancas vestiduras cayeron, y quedó ante mis ojos deslumbrados desnuda, alba, sublime, triunfal… Se inclinó sobre mi frente y besó mis labios. ¡Oh, divina Afrodita! Quise estrecharla en mis brazos para morir allí, y la diosa retrocedió y se elevó al cielo lentamente. Su cuerpo níveo y moldeado, como jamás lo fuera cuerpo de mujer, se deshacía en el espacio como si fuera de niebla y se descongelara. Yo avanzaba angustiado, sin mirar el camino, con los brazos extendidos, loco, hipnotizado por la sublime visión…
—¡Adiós, espérame, que algún día nos volveremos a ver… adiós! —me dijo.
Di un salto desesperado y logré coger un rizo de sus cabellos, que quedó en mis manos. Pero había puesto el pie, al caer, en el disco de plata, en el Polo del mundo. Mi cuerpo, adherido al disco por extraño magnetismo, se puso a girar vertiginosamente. Sentí un mareo agudo, y en mis angustias veía a mi amada perderse en el éter, mientras el carro de la Osa y el Boyero describían en torno de ella pequeños y rápidos círculos. El dolor en mis sienes era cada vez más agudo, una nube sangrienta cubrió mis ojos y caí desmayado en el momento en que, desde la Estrella Polar, venía hasta mí el último adiós de la inmortal Afrodita.
V
Estaba sentado junto a mi escritorio, tenía en las manos un rizo de los finos cabellos de Leticia, sobre mi escritorio estaba un ejemplar de una vieja edición de la Cosmographia de Munster, abierto en un final de capítulo engalanado con una viñeta; en frente de mí, el retrato al óleo de la implacable amada difunta, cuyo amor me perseguía hasta en mis ensueños. Allí estaba ella, la triunfadora anémica, la pálida e inolvidable, mirándome con esa mirada bondadosa y apacible de animal doméstico.