En los pueblos salvajes, la mujer, instrumento
pasajero de placeres brutales, es horriblemente desdichada. Su
feroz tirano la sacrifica y la abruma de trabajo y de dolor. Sin
más ley que la fuerza ni más necesidades que groseros apetitos,
oprime a la pobre esclava, que no halla misericordia, porque su
verdugo no sabe lo que es amor, compasión ni justicia; tampoco sabe
lo que es felicidad.
La vida del bárbaro ya no es tan dura ni tan
rudo su entendimiento. Empieza a pensar, a sentir, a guarecerse de
la intemperie; su mujer le parece hermosa y, aunque con un amor
grosero, la ama.
El hombre se civiliza, se hace más sensible,
más humano, más justo; se mejora. Entonces, hasta sus necesidades
materiales deben satisfacerse de un modo menos material; quiere
adornar su casa y su persona; quiere que la mujer sea bella, y para
esto necesita pensar en que, al menos materialmente, no sufra, y
cuida, en efecto, de que sus sufrimientos no disminuyan sus
atractivos: este egoísmo está ya muy lejos del egoísmo salvaje, y
prueba bien que el hombre es mejor a medida que es menos grosero.
Cuando da un paso más; cuando su corazón empieza a tener
necesidades; cuando observa que en aquel ser, donde al principio no
había visto más que belleza material, hay tesoros de amor que
pueden serlo de dicha para él, entonces el instinto se hace
sentimiento, se purifica, se espiritualiza y el placer se convierte
en felicidad. Pero, veleidoso, busca el bien en uniones pasajeras
o, grosero todavía, se deja arrastrar muchas veces por sus
instintos brutales. Entonces aparece una religión que diviniza la
castidad, santifica el amor, bendice la unión de los dos sexos y
hace del matrimonio un sacramento. La mujer pudo creerse doblemente
redimida por el que murió en la cruz.
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