Maura

Concepción Gimeno de Flaquer


Novela corta



Dedicatoria

Novela dedicada a la inteligente y bella dama Carmen Romero Rubio de Díaz

Concepción Gimeno de Flaquer

I

Era una mañana primaveral: la perla de las Antillas despertaba del letargo nocturno; los pájaros cantaban como solo cantan bajo el risueño cielo tropical, las flores exuberantes de vida alzaban erguidas sus corolas sacudiendo el brillante aljófar de sus pétalos; la naturaleza entera parecía entonar un himno al Creador.

En elegante casa situada en una de las principales calles de La Habana y tras ancha ventana de un cuarto bajo, veíase medio oculta por el encaje de las cortinas a una bella joven sentada ante una mesita escribiendo con gran rapidez, cual si la dominara febril agitación. A través de su despejada frente, se adivinaba el tumulto de sus ideas librando extraño combate. Un espiritista la hubiera supuesto medium inspirado.

La poética figura de la joven despertaba grandes ilusiones: esbelta, pálida como un rayo de luna, adornada de abundoso cabello negro, y con grandes y rasgados ojos árabes en los que ardía la llama de la inteligencia iluminando la melancólica expresión de un correcto rostro, su aspecto era fascinador, podía considerarse como la representación de la materia espiritualizada.

En la casa reinaba profundo silencio, pues la mayor parte de sus moradores se hallaban en brazos de Morfeo. Veamos lo que contienen las páginas escritas por la interesante joven, con gran exaltación.


Habana, 27 de marzo de 1860. Sr. D. Alberto Laplana.

Respetable doctor: gracias mil por su bondadosa deferencia al permitirme la dicha de conversar con usted por medio de estas páginas.

Mi salud sigue quebrantada, la debilidad física que tanto ha preocupado a usted es hija de mi debilidad moral. A usted, alma generosa que desciende hasta mí, nacida en tan humilde condición, no debo ocultar mis sentimientos, y así cuando vuelva a estas playas tal vez reforme el plan curativo, para conservar una existencia que detesto, pero a la que no pondré fin porque la defiende el juramento que a usted hice. Acépteme este sacrificio como la mayor prueba de gratitud que puedo ofrecer a sus bondades.

Deseo me diga usted la impresión que le ha causado esa adorada España que me forjo tan hermosa y que aparece en mis sueños como un edén encantado, porque representa para mí la libertad. ¡Libertad! ¡Oh, fúlgida palabra! ¡emblema de la felicidad! Yo la veo escrita en los esplendores de la naturaleza y no la puedo gozar ya que el destino cruel me ha condenado a la esclavitud. Nada importa que en mi blanco rostro no se adivine la sangre que circula por mis venas, si pesa sobre mi existencia el estigma maldito de una raza desdichada.

No puedo fingir a usted una resignación que no siento, mi mirada serena tal vez refleja las tranquilas ondas de un lago; pero mi alma es un volcán en ignición. Tempestades de ideas bullen en mi cerebro, candentes pensamientos abrasan mi frente, agitadas pasiones exaltan mi corazón, y en todo mi ser domina una anarquía moral que me hace vagar sin rumbo fijo, con el incierto paso de una enajenada. La lucha de mi fuerte voluntad contra mi grande impotencia aniquila el vigor de mi juventud.

No espere usted doctor, que le revele la ciencia los males que me aquejan: ¡es mi espíritu quien mata mi cuerpo!

Lucho por adquirir la humildad que necesito para acatar mi destino, y la soberbia satánica se alza en mi alma con más fuerza que nunca. La naturaleza debió crearme en un momento de error: todo es contradictorio en mi ser; para mi baja condición me hallo dotada de ideas muy altas; para mi pobre estado, de aspiraciones muy ambiciosas. Mi altivez se subleva al considerar que desciendo de una raza clasificada como inferior a los seres racionales. Quiero elevar mi pensamiento a Dios por medio de una plegaria, y dirijo una blasfemia; quiero suplicar y exhalo quejas; deseo refugiarme en la religión que mi madre adoptiva me ha enseñado, y me revuelvo en la impiedad.

¡Resignación! La esclavitud ha existido siempre en diverjas formas; ¿qué ha hecho por mí el cristianismo, esa religión redentora? Nada: soy una mercancía; si es tan poderosa esta religión ¿por qué me tiene cautiva? Dios es la justicia, y esta división de castas es injusta. La explotación de la desgracia por los afortunados es inmoral. Mas qué digo; me atrevo a juzgar a Dios: él puede arrojarme al abismo como el ángel soberbio. Si esta vida es de expiación, debo hacer méritos para conquistar otra mejor. Si Dios derramó su sangre por el género humano, los hombres son los que cometen un crimen contra la naturaleza al postergarme. ¡Las leyes, fatal palabra! La conciencia debe anular esas leyes infames.

¡Vender el hombre al hombre! ¿Puede existir derecho más absurdo? ¿Por qué me ha sido concedida esa chispa de inteligencia que poseo? Si no me hubieran educado, si viviera en la ignorancia, cual las de mi raza, no comprenderla la injusticia de los hombres y no odiaría a la sociedad. ¿Por qué me han ilustrado? otra blasfemia doctor, otra ingratitud hacia la buena señora que me enalteció con su nombre. ¡Renegar del saber, qué aberración! Acaso la alondra mensajera de la luz, querría cambiarse por el feo murciélago o la siniestra lechuza.

Hay momentos, doctor, en que soy impotente para contener mi frenética desesperación; en tal estado rasgo mis lujosas galas porque ellas representan mi esclavitud. ¡Es tan satisfactorio vestir, aunque sea unos harapos, pero que nos pertenezcan! Este lujo, este lujo con que me cubre la opulencia de mis amos, es la librea de sus vanidades, estos atavíos son humillantes. ¡Paciencia! Quisiera ser humilde y no puedo. Algunas veces quiero llamar a las puertas del cielo, pero lo hago tan imperiosamente que no se me franquean.

En la soledad medito acerca de mi triste sino, me pregunto el lugar que ocupo en este mundo, y me convenzo de que soy cual esa flor olvidada, pálida y triste que se llama ranúnculo glacial en torno de la cual jamás revolotean las mariposas.

Hasta la amistad que usted me concede, asegurándome que soy digna de ella, paréceme una limosna de su alma a la mía.

¡Inútil es me diga usted que no reconoce más jerarquías que las del espíritu! ¡Generosidad! ¡todas esas frases son generosidad!

Perdóneme, solo a usted muestro las llagas de mi corazón, pues al bondadoso Aureliano le afligiría conocer el estado de mi alma. El afecto de usted es mi consuelo; a veces temo perderlo: no le sorprenda, los desdichados desconfían de todo y es muy desdichada. MAURA.

II

Ha llegado el momento de presentar al lector los habitantes de la casa en que le hemos introducido. El señor don Mariano Brasel era un opulento propietario, enriquecido con el inhumano y vil tráfico de los negros. Acababa de perder a su virtuosa esposa, en los momentos en que aparece en escena y no le quedaba más que un hijo de 22 años de edad, llamado Aureliano. Al morir la señora de Brasel, había encargado a su esposo que considerase a Maura como hija, y murió tranquila pensando que a la pobre mulata no le faltarían las comodidades y el bienestar, que a su lado había disfrutado. No pensó en destinarle ningún legado, porque cuanto poseía era de Brasel y el carácter tímido de esta señora no le permitía disponer del dinero de su marido.

Maura era hija de una negra que murió al darle la vida: la propietaria de la madre de Maura hubiera sido completamente feliz a no haberle negado la naturaleza el placer de la maternidad.

No teniendo hijos, se propuso educar a la mulata como hubiera educado a una hija suya y la cuidaba con un entusiasmo y una ternura que revelaba un delicado instinto natural. Lo primero que hizo fue darle su nombre y buscarle los mejores profesores.

Maura, dotada de gran inteligencia y de extraordinaria belleza, satisfacía las aspiraciones de su madre adoptiva y había concluido por llenar el vacío que existía en el corazón de aquella señora, nacida para el amor maternal.

Los progresos de Maura la envanecían muchísimo, llegó a estar orgullosa de la niña y se forjó la ilusión de que era hija suya; mas la suerte de esta cambió notablemente: su protectora enviudó, puso al frente de los intereses de la casa un apoderado o administrador que la dejó en la miseria, y la triste viuda sucumbió, víctima del dolor.

Desde la muerte de su adorado esposo, no había tenido un momento de salud, y los pesares que le ocasionó la miseria a que no estaba acostumbrada, acabaron con su combatida existencia. Íntima amiga de la señora de Brasel, llamó a esta momentos antes de morir, para decirla que moriría tranquila si la ofrecía encargarse de la desdichada Maura, pues su gran desesperación era la soledad en que la dejaba.

No habiendo podido conservar una cantidad que hiciera independiente a la mulata, resignábase dejándola al lado de la virtuosa señora de Brasel. Dicha señora hizo a su amiga los más solemnes y cariñosos ofrecimientos, y la moribunda bajó al sepulcro con la esperanza de que dejaba asegurada la dicha de su protegida. A Maura no podía causarle violencia vivir con los de Brasel, porque estaba acostumbrada a ver a dicha familia en casa de su madre adoptiva, diariamente, y a partir sus juegos infantiles con Aureliano. Había sido el único amigo en los primeros años de su vida. Mientras vivía la señora de Brasel, Maura no carecía de nada y continuaron desarrollándose con el estudio, los ricos tesoros de su inteligencia; pero a la muerte de su segunda protectora cambió la brillante decoración de su existencia. El señor de Brasel la suprimió todas las consideraciones de que estaba rodeada y la rebajó hasta colocarla al nivel de sus criados. La muerte de sus dos protectoras, y este cambio de posición, causaron en el alma de Maura tristísima impresión, y desde entonces no volvió a iluminar su semblante la más leve sonrisa. Colocada a las órdenes del señor Brasel, negrero de oficio, se comprenderá lo que debía sufrir. Pasados algunos meses, la situación de Maura se complicó, tomando un carácter más desolador. El señor de Brasel invitó a su única sobrina, huérfana que vivía con un aya, para que formara alianza con ellos, y ambas se trasladaron a casa de don Mariano Brasel. Carlota, que así se llamaba la sobrina, era una joven de diez y nueve años de edad, caprichosa, díscola y antojadiza. Una tía suya muy lejana, le había legado por no tener parientes más cercanos su título de nobleza. La vanidad de Carlota se había hinchado tanto, que exigía la apellidasen marquesa, y el que la llamaba por su nombre, incurría en su desagrado. Carlota padecía constantemente mal humor, pues era tan marcada su fealdad que hasta tenía conciencia de ella. Toda mujer fea, rechaza la idea de su fealdad con mil sutilezas ingeniosas, pero cuando sus amigas la hacen comprender la verdad, ah, entonces germinan en ella perversos sentimientos que no se habían descubierto antes.

La mujer que carece de belleza y lo conoce, no puede ser más que santa o malvada; ángel o demonio. Necesita poseer un alma muy sublime para poder perdonar una mujer a otra, el privilegio de la hermosura.

El martirologio hubiera aumentado sus páginas, si hubiera consignado los nombres de todas las mujeres feas; ¡lo cual fuera muy justo!

Carlota no era mártir, era sacrificador; sus amigas no podían soportar la dureza de su carácter, y los criados su tiranía.

El señor de Brasel ofreció a su sobrina un regalo, y le entregó a Maura como si hubiese sido un perrito faldero. Maura fue declarada propiedad de Carlota. La desdichada mulata no podía sufrir la penosa transformación operada en tan corto tiempo. Servir a Aureliano, su amigo de la infancia, le era grato, servir a Carlota le parecía humillante. Aureliano era el contraste de su padre y su prima: bondadoso, sencillo o ingenuo semejábase notablemente a su madre. Parecía que, al darle el beso de despedida, le había transmitido la virtuosa señora, todos sus nobles sentimientos.

Su situación era difícil, rodeado de aquellos seres: al querer tributar la más leve consideración a Maura, inspirado por la compasión hacia criatura tan desdichada, oía los más duros reproches dirigidos por su padre y su prima.

Vivían en una batalla perpetua: no emitía él una idea, sin que sufriera mil contradicciones. Caracteres diametralmente opuestos, a cada palabra se armaba discusión.

Aureliano que había sido inspirado por su madre, consideraba a Maura como a hermana suya: su padre y su prima la creían de raza muy inferior. Era imposible armonizar tan divergentes ideas. El aya se inclinaba hacia Maura, atraída por los encantos de la mulata, pero como el papel del aya era muy secundario y además estaba pagada por Carlota, tenía que disimular el desagrado que le causaba la conducta de esta para la desdichada Maura. Aureliano, poco podía hacer en obsequio de ella; su padre tenía una inteligencia limitada y había creído ignominioso que el hijo de un millonario estudiase una carrera, y como todos los intereses eran suyos, el pobre joven vivía supeditado a la voluntad del negrero.

Aunque bajo dorado aspecto Aureliano era tan esclavo como Maura, porque no poseía la independencia que da el producto del trabajo. Tenía que sufrir la dura opresión de su padre.

No poseyendo instrucción sólida, y solo un ligero tinte artístico, no le era fácil dedicarse a trabajos que le emanciparan. Mataba sus ocios, dibujando, y para este arte, contaba con bastante aptitud. Sobre todo para el dibujo natural.

III

Las diez de la mañana acababan de dar en el elegante péndulo del tocador de Carlota. Esta, cubierta con un blanco peinador, oprimió el dorado botón de un timbre, y se presentó Maura con triste y resignada expresión.

—Maura, hoy quiero salir a paseo y es preciso que me peines con todo esmero.

—Como siempre, haré lo que pueda.

—Es que, si no me peinas bien, no sufriré la molestia de que repitas el peinado, sino que mandaré a dos esclavos que te den cincuenta azotes.

—Puede hacer la señora lo que guste: hasta la sensibilidad física he perdido ya; lo único que sentiría, es la desnudez a que podrían someterme.

—Siempre eres altanera y la altanería no va bien con tu mísera condición.

—Señora Marquesa, ¿acaso cree usted que nosotros, no conocemos el pudor? En nada se diferencian las formas de ustedes de las nuestras, así es que, si ustedes las cubren, la misma razón tenemos nosotras para cubrirlas; por lo demás no se esfuerce usted en recordarme mi pobre condición, que no la olvido jamás.

—Tengo que darte varias órdenes, que te apresurarás a cumplir.

—La señora dirá.

—Te prohíbo tocar el piano; no consiento que mis esclavas se igualen a mí.

—Yo solo toco cuando el niño Aureliano me lo manda.

—Mi primo carece de facultades para mandarte porque ningún derecho tiene sobre ti. Eres completamente mía. Él tiene la culpa de que seas tan orgullosa: toda la buena sociedad le critica el que se tutee contigo y sin embargo quiere que le trates con esa vergonzosa familiaridad.

—Su buena madre nos enseñó cómo nos habíamos de tratar.

—Su madre era una estúpida.

—Todo lo que es más sagrado para mí lo veo escarnecido.

—Dejemos estas simplezas y colócame con más gracia el bucle de la izquierda.

—Procuraré hacerlo así.

—Mis órdenes no han terminado.

—Puede la señora ordenar.

—Guárdate bien de vestir los colores que yo uso y por los cuales tengo predilección.

—No me he fijado nunca en el vestido que me pongo.

—Pues fíjate. Además, no quiero que lleves el cabello suelto porque yo lo llevo así con alguna frecuencia.

—Señora marquesa, lo llevo por comodidad.

—Es falso, lo llevas así porque lo tienes más largo que yo.

—No me ocurre la más leve coquetería respecto a mi persona.

—Lo que no te ocurre nunca es callar.

—Callaré si así le place a la señora.

—Insisto en que no te dejes las trenzas sueltas.

—Manifiesto con todo respeto a la señora, que me hace sufrir el cabello recogido y que las horquillas me lastiman, produciéndome gran dolor de cabeza.

—Es imposible que te duela a ti.

—Es verdad, olvidaba que mi cabeza es distinta a la de la señora marquesa.

—Desvergonzada, ¿crees que no comprendo tu burlona ironía?

—Señora, no he tratado de faltarla al respeto, sino de manifestar una opinión que es la de usted.

—En seguida que me prendas el último adorno llama inmediatamente a las dos negras mayores, que las necesito aquí.

Maura terminó aquella toilette que para ella era una hora de suplicio, y fue a llamar a las negras.

Pronto se presentó con ellas.

—Entrad y cerrad la puerta —dijo Carlota.

Las tres obedecieron con prontitud.

—Atad a Maura sentada en esa silla —prosiguió imperiosamente hablando con las negras.

Maura bajó la cabeza y se dejó atar.

Carlota se dirigió a un armario de espejo y de un elegante estuche sacó unas tijeras de tamaño imponente. Tomad —dijo entregándoselas a las negras—, cortad el pelo a esta majadera, que quiere igualarse a mí.

—Señora marquesa —gritó Maura fuera de sí—, por lo que más améis en el mundo que no toquen mi cabello: es mío, es lo único que poseo, porque estos vestidos no me pertenecen. El pelo es mío, Dios me lo ha dado. ¿Desde cuándo las criaturas pueden disponer de los dones que ha concedido el Creador?

Las negras aturdidas, aguardaban en completa inmovilidad.

—Piedad, señorita —volvió a exclamar Maura entre sollozos—. Dios os castigará y hará que perdáis el vuestro, si tocáis mi cabello.

—Tus amenazas me hacen reír.

Maura dominada por el más profundo dolor y presa de una convulsión nerviosa, lanzó una sarcástica carcajada.

Carlota creyó que se burlaba de ella y le cruzó el rostro con un pequeño látigo que tenía en la mano.

Fue tan grande la indignación de Maura al verse humillada por una mujer tan infame, que adquirió en un momento las fuerzas más hercúleas. Dio un gran salto y la silla se rompió en tres pedazos, quedando ella libre de las ligaduras. Dirigiose a la puerta y con toda la fuerza de sus pulmones gritó: «Aureliano, piedad para mí».

Cuando las negras fueron a sujetarla, ya la puerta había cedido, empujada fuertemente por el primo de Carlota, que se presentó lleno de espanto, al oír el penetrante grito de Maura.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó.

—Que Maura ha estado muy insolente conmigo y castigo su desvergüenza, cortando sus cabellos.

—¿Qué es lo que intentas Carlota?

—Lo tengo resuelto.

—Pues bien, como cualquiera puede ser el comprador, yo los compro ofreciéndote por ellos esta sortija de mi madre, única joya que poseo. Esto con la condición de que las trenzas quedarán en la cabeza de Maura, si aceptas este pacto.

Carlota dirigió al brillante de la sortija una codiciosa mirada y quedó deslumbrada un momento.

—¿Aceptas, prima?

—Acepto: pero con la condición de que no llevará las trenzas sueltas.

—Lo prometo —contestó Maura sollozando.

Carlota tomó la sortija de su primo y Maura se arrojó a los pies de él, besándole las manos y bañándolas con las lágrimas de la gratitud.

—Ahora, Carlota, te ruego que permitas a Maura reposar en su cuarto, pues el mal rato que la has hecho sufrir, la ha puesto muy agitada.

—Puede hacer lo que guste, Ana y María me vestirán.

Maura marchó a su cuarto y Aureliano quedó un rato con su prima reconviniéndola por su dureza de corazón.

Pronto le despidió esta, pretextando que quería vestirse para salir.

IV

Cuando Carlota hubo salido a paseo acompañada de su aya, Aureliano se dirigió al cuarto de Maura, llamó nuevamente a la puerta, y la joven, que no dormía, salió a recibirle.

—¿Cómo estás, querida Maura? —preguntó Aureliano tiernamente.

—Muy buena en este momento y muy agradecida a tus cuidados; has heredado el alma santa de tu madre, querría tener mil vidas y mil corazones para agradecer tus beneficios.

—¡Oh! no digas eso ¿no eres mi hermana? Al protegerte cumplo mi deber. Ten valor, que Dios se apiadará de ti; Carlota tiene una horrible envidia a tu belleza y a tu inteligencia, y no se resigna a que seas superior a ella en lo más leve.

—Suelta tus trenzas, querida Maura, quiero contemplarlas yo, que yo solo las admire.

Maura soltó ligeramente sus cabellos.

Aureliano estrechaba las trenzas entre sus manos y exclamaba con efusión: ¡nuestras trenzas, hermana mía, porque son de los dos! ¡Qué bella eres! no extraño te envidie esa mujer feroz, que tiene corazón de hiena. Prométeme, querida Maura, hacerte sorda a las desagradables frases de mi prima, y no llorar jamás; hazlo por mí, yo te lo premiaré con mi ternura de hermano.

—Sí, Aureliano, ya no sufriré más: estos ratos de expansión me vivifican, y sufriría mil veces a esa odiosa mujer, si a costa de tormentos pudiera alcanzarlos. Tú eres mi vida, en la tierra no vislumbro otra aurora que tú.

—Siéntate al piano, querida Maura, ahora que no nos oyen deja vagar a tu alma por mundos elevados en alas de la música. Toca y yo te escucharé extasiado.

Maura se sentó al piano del salón inmediato, y Aureliano la contemplaba desde un diván. Maura tenía muy desarrollado el sentido estético, y cuando se hallaba sola con Aureliano, se olvidaba de su esclavitud, y libre de toda traba, dejaba volar su espíritu levantado.

Con maestría, delicadeza e inspiración tocaba Maura una dulce melodía; a medida que recorría el teclado, su semblante se iluminaba y su belleza tomaba un tinte fascinador.

Aureliano la admiraba absorto y enajenado de placer. Como las notas arrancadas al piano seguían el curso de las ideas de Maura, unas veces parecían por su languidez el canto de un pájaro moribundo, y otras el murmurio de un torrente desbordado, precipitándose tumultuosamente.

Su alma entusiasta se identificaba tanto con la música, que las más fuertes emociones se apoderaban de su debilidad física, hasta producirle una ardorosa fiebre.

No pudiendo continuar dejó caer sus manos sobre la falda con abandono.

Aureliano notó su postración.

—No te agites, Maura —le dijo dulcemente—, estás muy nerviosa y necesitas descansar; cierra el piano, y si te molesta que hablemos, al momento me retiraré.

—No, Aureliano, no, estos momentos son mi vida, y aunque la fuerza de la felicidad que experimento gastara mi existencia, gustosa la vería terminar. Solo se vive el momento en que se goza, lo restante del día son horas perdidas. Cuando me encuentro a tu lado, me parece que un ángel protector tiende sus alas sobre mi frente, y que me hallo libre de todo peligro.

—Confía siempre en mi protección.

—Dios te premiará todo el bien que me haces. Yo ofrezco al Ser Supremo todos mis sufrimientos en provecho tuyo; si tengo algunos ratos de resignación, anhelo que me los tome en cuenta y los convierta en felicidad para ti.

Un carruaje que penetró en el anchuroso portal, puso fin a este cariñoso diálogo.

Carlota regresaba con el aya y su tío, al que habían encontrado en paseo. Aureliano salió a recibir a su padre, y Maura marchó a su habitación.

Toda la noche la pasó desvelada: su estado nervioso no la permitió gozar un sueño reparador.

Lanzaba grandes voces y se la oía pronunciar frases entrecortadas sin conexión alguna.

Su debilidad la hacía medrosa, así es que no apagó la luz.

Repentinamente se levantó de un salto, animada por una fuerza atlética, y empezó a dar grandes pasos por la habitación. Tropezaba con los muebles y caminaba siempre en línea recta, sin advertirlo con gran impavidez.

Aquellos ruidos despertaron a Aureliano que dormía en el cuarto contiguo.

Se acercó a la cerradura y al ver luz, se detuvo contemplando a Maura.

A los pocos momentos la vio ponerse a escribir: llenaba muchas páginas y las hacía mil pedazos. No se atrevía a respirar Aureliano, por no interrumpirla, ni a empujar la puerta por librarla de un susto, así es que permanecía con los ojos fijos en el cuarto y la mirada llena de ansiedad.

Se conocía que Maura se hallaba en un período de somnambulismo, por la vaga expresión de su semblante, y su vidriosa mirada.

Al día siguiente Aureliano le hizo mil preguntas, pero ella nada recordaba.

Algo sorprendida quedó al encontrarse los dedos manchados de tinta.

A la noche siguiente, redobló Aureliano su atención y observó por la cerradura de la puerta que había varias páginas esparcidas sobre la mesa de Maura, y que esta se había dormido rendida de fatiga, dejando encendida la luz.

Era fácil abrir la puerta y apoderarse de las páginas, pero Aureliano no quise cometer esa profanación.

Maura se consideraba tan guardada por la delicadeza de Aureliano, que jamás le ocurría tomar precauciones para encerrarse.

Aureliano apenas pudo dormir aguijoneado por la curiosidad. Al amanecer llamó a su criado para ordenarle que llevase a una de las negras a su cuarto. Una vieja se presentó, y a esta le fue dado el encargo de tomar las páginas del velador de Maura. Tan pronto como las tuvo en sus manos, Aureliano las leyó con avidez.

Aquellas páginas escritas en estilo elegante, irradiaban ternura y pasión.

Aureliano, que creía algo en el espiritismo, creyó a Maura el medium de algún ser que había muerto enamorado y cuyo espíritu continuaba sufriendo víctima de ese sentimiento.

Supuso que los espíritus se apoderaban de Maura, mientras el somnambulismo la colocaba en un estado anormal; se imaginó que dormía en ella la materia, y que se convertía toda en alma.

Se dice que los espíritus más perfectos no obran sobre la realidad material, pero que son dueños de producir en el cerebro de aquellos a quienes obsesionan espectáculos terribles o encantadores, negros o rosados.

Maura no veía más que negros cuadros en el espacio. Sus tristes ideas las había trasmitido inconscientemente al papel.

Como Aureliano estaba fanatizado hacía algún tiempo con las doctrinas de los espiritistas más creyentes, Maura tomó a sus ojos un carácter más interesante, y empezó a considerarla de naturaleza muy superior a las criaturas de este planeta.

V

Veamos la segunda carta que Maura dirigía a su confidente.


Mi querido doctor: no escribo a usted con más frecuencia, porque temo molestarle; como mis sufrimientos aumentan de día en día, nada halagüeño puedo referir a usted. Aureliano sigue manifestándome el más dulce afecto, que cual el de usted obedece a la compasión.

Perdóneme: sé que esta idea le ofende, y como la tengo tan grabada en mi alma, se escapa de mi pluma sin que la voluntad tenga parte en ella.

A veces la gratitud que hacia usted siento, se oscurece por una nube de soberbia. Siempre impera en mi alma el pecado de los ángeles caídos. Si yo fuera humilde sería menos infeliz. Sobre todo, lo que más exalta mi orgullo es hallarme a las órdenes de esa mujer despiadada. Ser la última de las esclavas de Aureliano lo consideraría un honor; ser la primera de las de ella, me indigna. Creo que he recorrido toda la escala del dolor, porque mis sufrimientos cada día son de índole distinta. No puede usted imaginarse el daño que me hace ver a Aureliano ofreciendo el brazo a la marquesa, para subir o bajar la escalera.

Todas las finezas que Aureliano le prodiga y que no tienen significación alguna, porque la cortesía es innata en él, me sublevan de un modo atroz.

Si él le regala flores, cuando arreglo yo el cuarto de esa mujer, las deshojo todas. Por ella cometo hasta malas acciones.

¿Serán celos?

¡Qué disparate! Los celos pueden sentirse entre iguales, y como según el mundo soy inferior a Aureliano, no debe caber en mí esa pasión.

Además, él no la amará nunca, se lo he preguntado y me lo ha dicho así.

Ella tampoco es capaz de querer. Como es fea, le agrada que le digan lisonjas, y como no tiene ningún adorador, las atenciones de Aureliano, hijas de la educación, son para ella un culto que acepta henchida de vanidad.

Cuando pienso que Aureliano puede casarse algún día, me abandona la resignación y me creo capaz de ser criminal. Matar a su esposa... ¡qué horror! no, eso no, él maldeciría mi recuerdo. No, no, si este caso llega me mataré yo. Esto es menos vil. ¡Ah, cuán volcánicas son mis pasiones!

Acaso dirá usted, que solo una mujer enamorada puede sentir con esa vehemencia. No lo crea, hay sentimientos que son completamente distintos y se parecen entre sí. Al casarse Aureliano perdería yo el lugar que tengo en su corazón; su mujer, sus hijos lo llenarían demasiado, y nada quedaría para mí. Además, ¿cómo me trataría la compañera de su vida? Si se pareciese a la marquesa, ¿qué sería de mí? Porque yo no quiero separarme de Aureliano; su dulce sonrisa me infunde valor para soportar mi triste existencia. Sin verle, no podría vivir. Aunque se me presentara un novio rico que, colmando la avaricia de la marquesa, me comprara y me sacara de Cuba para ser libre a su lado, no aceptaría la proposición. Observo que todavía amo alguna cosa más que a mi ansiada libertad: más que a mi libertad amo a Aureliano.

No se alarme usted, doctor, de una desgracia que afortunadamente no existe. Amo a Aureliano con afecto fraternal.

Abandonar a Aureliano me parecería dejar para siempre el sol, las aves, las estrellas, las brisas y las flores.

Aureliano es mi cielo. ¡Casarse Aureliano! Dios no permitirá que llegue para mí ese día de luto. Yo le pido al Omnipotente, con toda fe, que eso no suceda; oirá mis fervientes ruegos. Mas ¿acaso merezco que me escuche? Como soy tan desgraciada, no me acuerdo de Dios sino en los momentos más culminantes; me refugio en él cuando toda esperanza me abandona, cuando solo me falta dar un paso para llegar al abismo de la desesperación.

¿Tendrá valor este fervor egoísta? Acláreme la duda, doctor.

Escríbame frecuentemente: cuando recibo carta suya, mi alma está de fiesta. Anhela ardientemente el regreso de usted su agradecida. MAURA.

VI

El señor de Brasel llamó a su hijo a sus habitaciones, para conferenciar con él amplia y secretamente.

Aureliano se presentó.

Su padre le hizo tomar una silla a su lado, y esforzándose por suavizar su duro acento le habló así:

—Aureliano, tengo que reconvenirte por la familiaridad con que tratas a Maura; los criados me han contado que cuando yo estoy fuera de casa, le dedicas largos ratos de conversación y esto me ha disgustado.

—No veo el motivo de ese disgusto.

—El mundo sí, pues desciendes de tu elevado rango.

—Descender por hablar con la hija de la que fue mi nodriza, o lo que es lo mismo, mi segunda madre, no lo comprendo, papá. Maura es honrada, y como tal digna de consideración. Maura vale mucho más que algunas encopetadas señoritas. A Maura me unen lazos de gratitud.

—¡Qué ideas tan absurdas! Al ser tu nodriza la madre de Maura, se honró considerablemente.

—No necesitaba honra ajena quien la tenía propia.

—¿Te parece que esa mujer se elevó poco?

—No calculo como usted, al darme parte de su propia vida, el favorecido soy yo.

—El mundo se reirá de esas ideas si se las haces conocer.

—También yo me río del mundo.

—Hay que respetar su fallo.

—No me asusta cuando obro rectamente.

—Según sus juicios no obras bien.

—Juicios erróneos.

—Teme a la opinión.

—Nada tiene que temer quien es digno en todos sus actos.

—Sin embargo, en mis círculos eres censurado.

—Los círculos de usted están formados por hombres que se dedican a la trata, y que tienen empedernido el corazón a fuerza de comerciar vilmente con seres racionales. No merece el nombre de hombre quien se considera con derechos para convertir al prójimo en cosa. La esclavitud es ilegítima, odiosa e infame. Es bárbara esa opresión ejercida por el fuerte contra el débil. La sana filosofía, la moral pública, la moderna civilización, la cultura de los pueblos reclama la total abolición de la esclavitud. Mientras exista la esclavitud, no habrá verdadero progreso. El esclavo es un ser desgraciadísimo que no tiene hogar propio ni familia. Proteger al oprimido es un deber, al cual solo pueden faltar los malvados. ¡Qué sangrienta ironía es decir que todos somos hermanos y que debemos tratar al prójimo como a nosotros mismos, y después de esto consentir la esclavitud! Para que todos los hombres seamos iguales es preciso romper las cadenas de los esclavos. Al considerarlos inferiores a nosotros les negamos toda personalidad, por consiguiente, si no tienen derechos, tampoco tienen deberes que cumplir. De modo que, si un esclavo comete un crimen, se debe castigar a su amo. Donde no hay libertad de acción no puede haber responsabilidad.

—Observo que me atacas indirectamente.

—Siento que quede usted aludido.

—Sobre todo, has hablado mal de mis amigos, que no merecen tus duros calificativos.

—También usted impugna a los míos.

—Tus amigos son imbéciles.

—Si en el siglo de las luces se enaltece la infamia, quiero vivir en tinieblas. Si entre los amigos de usted hay uno sensato, aprobará mi conducta; y estimo en más la opinión de un hombre de buen criterio, que la de cien estúpidos ignorantes.

—Cortemos esta discusión.

—Es lo mejor.

—Si te he hablado de esto, es porque molestaba a tu prima.

—Nunca he juzgado sus actos, me extraña que Carlota no respete los míos.

—Es que tu prima tiene celos de Maura.

—No había sospechado que mi prima pudiera amarme.

—Te ama.

—Agradezco su equivocación, pues no es otra cosa. Carlota tiene un alma de roca y solo se ama a sí misma.

—Me extraña tu benevolencia para Maura y tu severidad para Carlota.

—Soy imparcial.

—Tienes ideas muy falsas que es preciso desvanecer.

—De todos modos, me halaga que mi prima tenga celos de Maura, pues esto indica que la encuentra superior a ella, y como tantas veces la ha menospreciado...

—Al decir celos dije mal: no son celos, es indignación, porque Carlota se ve pospuesta a esa chicuela.

—¡Siempre su vanidad! Carlota no es accesible más que a esos sentimientos.

—Conviene a mis planes que te cases con ella.

—Pero no le conviene a mi corazón.

—¡El corazón! Palabra vana y estúpida. El corazón hace lo que quiere la voluntad.

—La mía no se inclina hacia mi prima.

—Mi voluntad debe doblegar la tuya.

—¿Qué se propone usted?

—Ennoblecerte. Al morir yo serás millonario, he colmado completamente mi ambición; no falta a ella, más que un marquesado que dé lustre a mi apellido.

—Yo honraré el apellido de usted con mi conducta intachable.

—No destruirás mis ilusiones y el sueño de toda mi vida, porque te destruirías a ti mismo. Tú no tienes un peso, todo es mío, y sin mi protección y sin mi dinero, no serás considerado. El dinero es el rey del mundo y el dios de la tierra; la pobreza envilece y desprestigia. Todas las manchas las cubre una capa de oro: al que tiene dinero le rinde culto la sociedad sin preguntarle por qué medios lo ha adquirido.

En otros tiempos la primera aristocracia era la de la sangre, luego la de la inteligencia, hoy lo es la del dinero. Los que se apellidan reyes de la inteligencia y no tienen dinero, ¿qué cetro empuñan en nuestra moderna sociedad? Un cetro de palo. El que no tiene dinero es la befa, el escarnio de la sociedad, todo el ridículo más espantoso desciende sobre él. Es preferible el dictado de criminal al de pobre. Todos huyen del miserable como de peste contagiosa. Al pobre ni se le encuentra belleza, ni mérito, ni distinción, puede ser un grande hombre y, sin embargo, la sociedad le llama perdido. ¿Quién es fulano? pregunta una señorita, y le contesta otra: no le mires es un pelafustán. ¿De qué le sirve a ese hombre poseer un corazón elevado si nadie se lo conoce? A toda costa hay que rechazar el duro epíteto de perdido, y para esto hay que adquirir dinero por cualquier modo.

Aureliano, enrojecido de cólera por tales argumentos, se levantó ciego de furor.

—Cálmate, hijo mío, le dijo su padre, ahogando la primera palabra de Aureliano, cálmate y no seas visionario.

—Rechazo el dinero que usted me ofrece, si ante los ojos de la sociedad vale más que yo. Quiero ser respetado por mis acciones, y si usted me ha negado una carrera por creer que un millonario no debe tenerla, me basto a mí mismo, tengo juventud y salud, me separaré de usted y me ganaré el sustento. ¿Ha querido usted tenerme esclavo por medio de las privaciones? Esta es una crueldad más pero no importa. Está usted muy equivocado, usted cree que el dinero le hace omnipotente, y sin embargo, sucede lo contrario. Con su fortuna ha labrado usted mi desdicha; bien me lo decía mi santa madre.

—Tu madre era una necia, que yo elevé hasta mí: tu madre era de humilde cuna, y por eso te inculcó esos bajos instintos que solo alimenta el populacho.

—Respete usted el recuerdo de mi madre y no me haga perder la razón; mi madre no me ha legado ninguna deshonra. Usted sí; la sociedad puede decirme impunemente, que soy hijo de un negrero.

Al oír esto el padre de Aureliano le tiró una silla a la cabeza, que por suerte fue a dar en la pared: el joven, ciego de ira, levantó la mano contra su padre; pero se detuvo exclamando:

—No, ni para defender a mi madre quiero faltar al respeto paternal que tanto me recomendó, y cerrando la puerta tras sí, salió precipitadamente del cuarto de su padre.

El señor de Brasel permaneció largo rato con la cabeza baja, entregado a mil meditaciones.

Poco después de esta escena, ocurría la siguiente en el gabinete de la marquesa.

—Si, querido tío —decía Carlota—, necesito dinero y antes de desprenderme de una joya, prefiero vender a Maura.

—Eres muy dueña de hacer lo que te plazca, Maura es tuya, dispón de ella a tu antojo.

Estos dos seres de alma pequeña y ruin, querían deshacerse de Maura, cada uno por sus fines particulares. La exaltación en que veían al joven la creían ocasionada por la mulata.

Largo rato continuaron hablando hasta que Carlota terminó la conversación diciendo a su tío apresuradamente:

—Nada, nada, decidido: poco tiempo falta para la feria, procuraremos cuidarla para que engorde y nos darán más por ella.

—Si es preciso le pones color postizo, pues con su palidez la rechazarán por enferma.

—En estos meses se repondrá.

Maura que se hallaba arreglando el cuarto contiguo, oyó toda la conversación.

Al escuchar la última frase, cayó de rodillas, llorando amargamente.

—Dios mío —exclamó—, ¿hay justicia en la tierra? Voy a ser vendida como un caballo, o un perro, y vendida en el mercado público. Mil chanzas deshonestas herirán mis oídos, atrevidas bromas tendré que sufrir, los libertinos se permitirán tocar mis miembros y hasta me desnudarán para hacer la tasación de mi cuerpo. No, no, eso no será, eso no puede ser. ¡Separarme para siempre de Aureliano, no, antes la muerte! Dios mío, apiadaos de mí, perdonad mis desatinos, atentar contra mi vida es un crimen: no quiero ser suicida, pongo toda mi fe en vos, iluminadme para que sepa yo conjurar esta nueva y desesperada situación.

Maura oró con fe, y después de la plegaria su semblante quedó inundado de alegría y esperanza.

El doctor, vuelve pronto, decía hablando sola, él no es rico, pero en estos meses Aureliano me ayudará a ganar dinero, se lo daremos al doctor, y no tendrá que poner tanto de su cuenta. El doctor es muy bueno y me comprará para evitar que me lleven al mercado y me separen de Aureliano. Estando en casa del doctor, Aureliano me verá todos los días. Tengo un medio para ganar dinero, ayer he leído en un diario que el escultor de la esquina necesita modelos y los pagará bien: todas las tardes, cuando compro las flores para esa infame mujer, sacaré media hora del tiempo que me dan y tendré un sueldo diario en casa del escultor. Mis formas son poco robustas, aunque bien contorneadas, pero la belleza que todos me ensalzan, servirá a un artista para representar al espíritu. Yo no puedo representar la materia. Si tuviese que padecer mi pudor nunca sería tanto como en el mercado público; un artista es un ser delicado, cuya mirada procurará no lastimarme. Este plan se lo ocultaré a Aureliano, le enteraré de lo que proyecta su prima, y cuando él haya adquirido algún dinero le sorprenderé con el mío. ¡Ah! él tendrá un gran placer, porque su alma es muy noble, y me quiere como a una hermana.

Maura le comunicó a Aureliano la fatal noticia, callándose sus planes, y este le aseguró que no sería vendida en el mercado público mientras él viviera, pues su imaginación le sugeriría medios para evitar tal desgracia.

VII

El estudio del escultor Samper, era magnífico: no pasaba por delante ningún transeúnte sin que se detuviera a contemplar lo que desde la calle se podía ver. La planta baja como estudio que tenía que contener a veces gran peso, era alta de techo, el salón espacioso con fácil acceso, y a nivel de la vía pública, entrada amplia y libre, grandes luces y muros resistentes, con todos los accesorios perfectamente combinados para el objeto. La puerta de entrada se hallaba casi siempre abierta con ese abandono natural en el artista. Un estudio de artista es un templo que siempre debe estar abierto para el que llega allí con fervor y entusiasmo, con el anhelo de pensar y sentir, con el afán de admirar. Dos hermosos jarrones antiguos a los lados y una graciosa reducción de un bajo relieve de Canova, formaban el adorno de la antesala del estudio. Al penetrar en él quedaba un observador estático de asombro. Profusión de objetos llenaban el espacio con encantador desorden. En los ángulos de aquel inmenso paralelogramo y a distancia equidistante se admiraban sobre elegantes ménsulas reducciones y copias preciosas de los monumentos más sobresalientes. Veíase la Venus de Milo y la de Médicis, el Gladiador, el Discóbolo en reposo, el grupo de Laocoonte, la Minerva de Fidias, la Níobe, el Antínoo, el Apolo de Belvedere, la Magdalena de Vinci y algunas obras de Miguel Ángel: más arriba y sobre columnas de los más graciosos contornos que ideó el innovador genio del Renacimiento, ya en mármol ya en yeso y aun bronce, obras maestras modernas.

Allí se hallaba la Psiquis de Tenerani, tan famosa, el San Bernardo de Aquiles Slochi, el bello grupo de Ulises y Euridia de Ponciano Ponzano, el Salvador de Thosuvaldsem y un Vulcano, el grupo de la defensa de Zaragoza de Álvarez, la Medea de Vallmitjana, la Eurídice de Sabino Medina, una encantadora joven dormida, de Trochel, el Perseo y el precioso grupo del amor de Veneciano. No faltaban cabezas antiguas y hermosas de mármol pentélico, bustos, mascarillas, florones, camafeos, vasos etruscos, trozos de cariátides, ánforas adornadas de flores, extraños candelabros griegos y ricos jarrones con otros mil objetos artísticos y variados. Todo se ofrecía allí en desorden artístico a la atenta mirada del observador y del amateur. En el centro se hallaban colocados desde el caballete de ruedas de cuatro pies, hasta el trípode giratorio de más esbelta forma.

En uno había una figura cubierta a la cual acababa de ponérsele los paños; y en otro modelado en barro una hermosa cabeza de mujer. En uno de los lados aparecía una mesa de nogal con relieves de bronce, sobre la cual se encontraban hacinados esa multitud de enseres indispensables a los trabajos del escultor, tales como palillos de boj, cincel, espátulas, reglas de hierro, macetas, punteros, gradinas, uneras, caladores, trépano, brocas, raspines, tendales, codales y otros varios. En dos ángulos del salón se hallaban colocados una arpa y un piano: en los otros un velador de mosaico con álbumes y más lejos un estante con buenos libros. Dos grandes lunas de Venecia daban un suntuoso aspecto al estudio de Samper, reflejando el vestuario. En un cuartito contiguo tenía todos los objetos toscos necesarios al escultor.

Arcones para guardar el barro y la greda, la escayola, las barras, los rodillos, las masas o bloques de mármol y las sierras, tableros, martillos, bastidores, cuchillos, etc. Todo se hallaba oculto para no destruir el elegante efecto que producía el ornamento del salón.

Pasando a las habitaciones interiores se encontraban salones cubiertos de cuadros, que parecían los departamentos de un pequeño museo.

Samper era escultor y pintor, y aunque su riqueza le permitía cerrar su estudio, continuaba trabajando por amor al arte.

Cuando sus amigos le reconvenían por la asiduidad con que se entregaba al trabajo, contestaba:

—Lo mejor que puede hacer un desdichado, es estar ocupado siempre, para pensar menos en su desdicha. Desde que murió mi esposa y mi hija, el arpa y el piano han quedado mudos; si yo no oyera sonar el martillo sobre la piedra, me moriría de pena.

En las salas de pintura se hallaba un magnífico cuadro copia de Nicolas Poussin representando a David vencedor de Goliat coronado por la victoria. El joven pastor aparecía sentado en una peña, con la mano izquierda sobre la enorme espada del gigante. La victoria estaba a su derecha poniéndole una corona de laurel y recibiendo al mismo tiempo otra de oro de manos de un niño. A la derecha del espectador se veían las armas de Goliat, dispuestas en trofeo y en medio de ellas la cabeza del mismo.

En uno de los testeros brillaba una copia de Tintoretto representando a Nuestro Señor Jesucristo difunto, adorado por las tres Marías, José de Arimatea y Nicodemus.

Otro cuadro contenía en grupo a las diez sibilas famosas, esos seres poéticos que vivieron en tiempos remotos y poseían el don profético.

En esa sala había algunas estatuas completamente terminadas: entre las mejores figuraba Cornelia llevando a Roma las cenizas de su marido Pompeyo, estatua en yeso.

En bronce se hallaban las dos estatuas de Cástor y Pólux, modelos de verdadera fraternidad. Un Anfión de mármol, un Apolo, Minerva y Ceres, ocupaban los cuatro ángulos de aquella sala.

En La Habana no se conocía otro estudio igual al del célebre Samper.

A este estudio se dirigió Maura, donde se pagaban bien los modelos según había anunciado un periódico.

VIII

Maura salía todas las tardes a buscar flores para la marquesa, pues como la mulata tenía tan buen gusto, nadie se las llevaba a Carlota más bellas, nadie le hacía mejores guirnaldas. Aprovechando esta ocasión entró en el estudio de Samper, trémula de emoción. Allí esperaba el sacrificio de su pudor, y candentes lágrimas rodaban por sus mejillas.

Preguntó por el escultor, y uno de los aprendices la condujo donde el maestro se hallaba.

El escultor Samper frisaba en los cuarenta años, su fisonomía tenía un sello particular de bondad y honradez, que inspiraba confianza y simpatía.

Al manifestarle Maura el objeto de su visita, el escultor la miró fijamente y comprendió lo que pasaba en su alma.

Maura permanecía con la cabeza baja: su aspecto tímido y medroso, su actitud humilde y triste, conmovieron profundamente al escultor. La joven poseía extraordinaria belleza, y por esto mismo su modestia causaba más asombro.

Casi todas las mujeres que se presentaban en el taller de Samper tenían aire altanero y provocativo. Mujeres envanecidas de su hermosura y orgullosas de poder servir para modelo, no pensaban más que en estudiar el efecto que causaban, y en recoger aplausos y admiración.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el escultor a la joven.

Maura le dijo su nombre y le relató la mayor parte de sus sufrimientos, hasta llegar a revelarle la violencia que le causaría, despojarse de sus vestidos y cubrirse con gasas para servir de modelo.

—No, Maura, no, la figura de usted no es la belleza plástica, es la belleza espiritual. El mármol es duro para copiar a usted, el lienzo y el pincel son más delicados. En mi taller será usted respetada, ninguna mirada indiscreta lastimará su pudor. Entre la Venus capitolina y la de Milo, siempre he preferido esta, porque es más ideal: la otra habla demasiado a los sentidos. El pudor de usted me encanta, como toda belleza que viene del alma: ese sentimiento no lo he conocido jamás en las mujeres que pisan nuestros talleres. Hay en el rostro de usted célica expresión: va usted a servirme de modelo sin tener que ruborizarse; quiero pintar una virgen, y copiaré la cabeza de usted.

Maura alzó la vista al cielo, enviando al Eterno una mirada de gratitud por la protección que le dispensaba.

El escultor le dijo que volviera al día siguiente, más serena y tranquila, que ya tendría todo preparado para empezar su trabajo.

Maura volvió al siguiente día, animada por la mayor confianza.

El escultor no necesitaba tener a la joven delante en los primeros momentos, mientras se ocupaba en hacer la parte preliminar de su trabajo, pero era tal la fascinación que le había producido, que anhelaba con vehemencia el instante de volverla a ver.

Rico, caritativo y generoso, asignó a Maura una espléndida cantidad por la media hora que diariamente la retenía en su taller.

Algunos días sufría Maura reprensiones de la marquesa por haber tardado, pero siempre encontraba una disculpa para calmarla.

Transcurría el tiempo velozmente, y el escultor no adelantaba en su trabajo. La media hora que Maura estaba en el taller la pasaban conversando.

El escultor había visitado la Grecia, ese soberbio país de tan grandes hombres y tan grandes cosas; ese bello país descrito tan admirablemente por Chateaubriand y Lamartine. Allí en la cuna de hombres tan célebres como Pericles, Milcíades, Aquiles, Leónidas, Demóstenes, Platón, Sócrates, Fidias, Solón y Licurgo, había elevado el escultor su inteligencia y había perfeccionado su arte.

Maura, cuya fantasía soñadora jamás estaba bastante alimentada, ansiando volar siempre por regiones desconocidas, gozaba extraordinariamente con los encantos que le ofrecía la amistad del escultor.

—Dígame usted, señor Samper, ¿qué es el Partenón? —preguntó la joven.

—No me será fácil describir con palabras lo que debiera ser expresado con pincel, pero intentaré satisfacer la curiosidad de usted. Soy poeta de corazón, y como dice el ilustre Lamartine, la belleza crítica o histórica será buena para los sabios, pero los poetas quieren la evidente y sensible, porque no son seres de abstracción, sino hombres de la naturaleza y del instinto. El Partenón fue construido de mármol blanco, llamado pentélico, nombre tomado de la montaña donde estaba la cantera. Consiste en un cuadrilongo rodeado de un peristilo de cuarenta y seis columnas de orden dórico. Cada columna tiene seis pies de diámetro en su base y treinta y cuatro pies de altura. A cada extremidad del templo hay un pórtico de seis columnas. En tiempos remotos se hallaron hasta los nombres de todos los artistas que cortaron una piedra o prepararon el mármol para erigir una estatua. Hoy desgraciadamente tribus bárbaras y sectas estúpidas lo han asaltado. Los fragmentos de los mármoles tostados por el sol y por la continuidad de los siglos, presentan casi todos los colores del arcoíris con bellísimos tonos.

Las grietas que se ven en los mármoles parecen de nácar trabajado poco ha. Los trozos de mármol hacinados se hallan en un desorden solemne y majestuoso. Producen estas ruinas un efecto sublime: se admiran con lástima, como si cada pieza hubiera sido animada por vida propia. Los pies tropiezan a cada paso con las obras maestras del buril de los griegos, y parecen escombros sagrados que se teme profanar.

¡Oh fanatismo del arte, más entusiasta todavía que el religioso!

De esta suntuosa mansión de piedras preciosas no queda más que el polvo y, sin embargo, querida Maura, yo lo he mirado con respeto.

Ante la grandeza del lugar no se piensa en que fue el altar donde rindieron culto los paganos a sus dioses.

¿Acaso por este motivo tiene que desaparecer el mérito de las líneas al buen gusto del artista?

No; pues lo mismo sucede a la fantasía del poeta.

Allí no se raciocina, se admira solamente, pues el sentimiento estético es lo único que toma parte activa.

Los artistas somos unos niños que nos diferenciamos de los hombres, en que estos tienen el criterio en la cabeza y nosotros en el corazón.

Todas las arduas cuestiones las resolvemos con el criterio del sentimiento.

¡Pensamos con el corazón!

El artista en este mundo pasa siempre desconocido; todos le juzgan un ser raro, y nadie se detiene a estudiarle.

Verdaderamente el artista no se parece a la generalidad de los demás hombres, sin dejar de pertenecer por esto a la gran familia humana.

El artista suele ser apellidado loco, porque desprecia todo lo vulgar, porque ama con delirio las creaciones originales, porque su rica fantasía embellece todas las miserias de la vida, porque necesita soñar despierto, porque se aísla cuando no le comprenden, porque mira todo lo que no es arte con glacial indiferencia.

Maura le hizo presente al escultor que tenía que marchar, pues estaba impaciente por la dureza con que su señorita la recibiría si calculaba que había tardado.

El escultor entusiasmado ante Maura, se olvidaba de los deberes que esta tenía que cumplir. La joven se los recordó.

—Es verdad, el tiempo no detiene su rapidez según nuestra voluntad: observo que no he descrito lo que usted deseaba. No pida usted descripciones a mi volcánica fantasía; a la vista de una flor, exclamo, es bella, pero nunca me ocurre contar sus pistilos, ni medir su tallo; los botánicos entienden la floricultura de otro modo que los artistas.

Los días iban trascurriendo, y el escultor cada vez más enamorado de Maura, se decidió a declararle su amor.

—No me crea usted viejo por mis años, le decía emocionado. El corazón es insenescente, pues el artista en todas sus edades atesora en su alma exuberancia volcánica. El artista es siempre niño por la inocencia de su alma, por la pureza de sus ideas y por la sencillez de sus costumbres. Un rayo de gloria o de amor puede iluminar nuestra vida, prestando alegría al corazón.

El escultor propuso a Maura comprarla a su infame dueña y hacerla su esposa.

En el siguiente capítulo verá el lector los motivos que obligaban a Maura a rechazar tan ventajosa proposición.

IX


Querido doctor, usted ha tenido razón desgraciadamente para mí.

Me pareció errónea la sospecha de usted, pero ahora comprendo que el corazón humano rechaza todo lo que le mortifica y se defiende contra ello. El corazón crea mil subterfugios para engañar nuestro criterio.

Agradecimiento, fraternidad, apellidaba yo a este sentimiento que domina mi ser, y que no es otro que un amor inconmensurable hacia Aureliano.

¡Cuánta ha sido mi ofuscación!

¿Por qué he tardado tanto tiempo en confesarme a mí misma este secreto que usted me ha sorprendido?

Sí, doctor, le amo con el delirio de un corazón virgen y volcánico.

¡Yo rebelde y fuerte, yo de granito para todos! soy de cera ante él. Mi alma de pedernal, se deshace con una mirada suya, como deshace el rayo de sol a la flor de escarcha. Él es la vida de mi vida, el imán de mi existencia, mi sueño, mi gloria, mi cielo, mi fe, mi Dios. Beso en sueños su recuerdo, con el beso eterno, impalpable, puro e inmaterial de los ángeles. Acaricio su imagen como la brisa nocturna acaricia las hojas de los lirios.

En vano, procuro huir de su recuerdo: me persigue como la sombra al cuerpo.

En el adiós del día, en los fantásticos pabellones que forman las nubes de oro y zafir, en la espuma del arroyo, en las ondas del lago, en el perfume de la flor, en el murmurio del céfiro, y en las olas embravecidas del iracundo mar; en todo lo dulce, grande, asombroso y sublime; le veo surgir, flotar, agigantarse y sonreírme como esos ángeles que parecen desprenderse de los cuadros y elevarse en nubes de incienso a la eternidad, haciéndolos con la mirada promesas seductoras.

Mi amor no es un sentimiento vulgar y pasajero, mi amor es la llama que se alza al infinito. Es un encanto espiritual que no puede ser sustituido por ninguna otra pasión. Necesito abandolearme al hechizo de ese sentimiento para no recordar mis desventuras y terminar con el suicidio.

Su acento es para mí lluvia benéfica que devuelve a la floresta su pasada lozanía. Inferioridad de clase, dificultades materiales, obstáculos y ambiciones, separan y contrarían nuestras almas en este mundo de lo tangible y lo real, de lo matemático y frío; pero qué importa si volarán a juntarse en los cielos, como las palomas en los espacios.

Nuestras almas inseparables y gemelas: fueron forjadas en la misma divina fragua y en el mismo yunque, fueron fundidas, en igual crisol graduadas: son de idéntico temple.

Suma felicidad, supremo instante, cuando rotos los lazos que nos ligan a la tierra, sin trabas el albedrío, desbordados los ímpetus de la pasión incorruptible, vayamos a reunirnos para siempre en las esferas de otros mundos, de otros planetas cuyas órbitas temblarán de júbilo al eco amantísimo de nuestro eterno beso luminoso. Con esta esperanza, vivo sin celo y sin temores.

Tal vez se case, tal vez nos separemos, será feliz y poderoso; pero yo fuerte con la seguridad de lo futuro escudada en mi confianza, flotando en las regiones serenas del ideal, recogida en mi conciencia inmaculada, y con mi amor imperecedero, le esperaré tranquila y resignada en los dinteles de la eternidad: segura de que allí tengo un derecho que aquí no he de conseguir jamás. La muerte que para todos es el fin, para mí será el principio.

El anuncio del regreso de usted me enloquece de júbilo, usted me enseñará a esperar mejores tiempos.

Jamás me hubiera convencido yo de este amor que siento, si un acontecimiento extraordinario no me lo hubiera revelado.

Mientras he tenido pretendientes insignificantes para mis aspiraciones, no me ha sorprendido la impavidez con que los he rechazado, prefiriendo la pesada cadena que arrastro; pero hoy que he inspirado un gran sentimiento al escultor Samper, del cual tanto he hablado a usted y que me he negado a ser su esposa, me doy cuenta de lo que pasaba en mi corazón.

¡Un artista! Nada podía halagarme tanto como un ser así. Mi fantasía reviste a esos seres de todas las perfecciones y los diviniza. ¿Ser la esposa de un hombre célebre? ¿puede haber nada más fascinador?

Un rayo de su gloria me hubiera llegado a mí: todos se hubieran olvidado hasta de la clase abyecta a que pertenezco. Y, sin embargo, todo lo pierdo por la dicha de respirar bajo el mismo techo que Aureliano.

Olvido hasta mi porvenir, porque él seguirá su destino y solo Dios sabe dónde irá a parar.

Empiezo a cometer culpas por Aureliano. Después de las proposiciones cariñosas del escultor que he rechazado, no he tenido el valor moral de presentarme otra vez en el estudio. ¡Qué ingratitud! Porque ha terminado su obra habiéndole yo servido de modelo creo que a nada estoy obligada.

Cuando salgo a la calle cambio mi camino, por no encontrarme con Samper.

¿Qué me reservará el destino?

¡Problema eterno imposible de resolver!

No quiero pensar en esto, porque se debilita mi razón, y la tristeza se apodera de mí.

Adiós, querido doctor, como nos veremos pronto, no doy a usted más detalles acerca de mi vida.

Sigo sufriendo y siendo víctima de los caprichos de aquella mujer.

Ya dije a usted que Aureliano piensa parar el golpe que me preparan.

¡Qué chasqueados quedarán tío y sobrina!

Por ahora estoy segura de vivir al lado de Aureliano.

No soy tan desventurada.

Adiós, otra vez, ruego al cielo para que le conceda un buen viaje. MAURA.


El plazo prefijado para la venta de la mulata llegó y esta no había podido reunir una cantidad que satisficiera la ambición de Carlota, pero esperaba con fe la solución que Aureliano había de dar al asunto.

Efectivamente, sin dinero consiguió el hijo del negrero lo que se proponía.

Buscó recomendaciones para los médicos que habían de examinar a las criaturas destinadas al mercado público y consiguió declarasen todos padecía Maura una enfermedad mortal.

Ayudaba a fomentar esta idea la extrema palidez de la joven, Maura se había quedado delgada hasta la transparencia, se la hubiera creído fácilmente, cuando los rayos del sol la herían, una estatua de cristal.

Felizmente no llegó el momento de que Maura pasara por la ignominia de asistir al mercado público.

Volvió a quedarse en la casa, porque afirmaron distintos facultativos que sería rechazada en el mercado.

X

El calor avanzaba y la familia Brasel dejó la ciudad para marchar al ingenio que poseían a algunas leguas de La Habana.

Al ingenio del señor de Brasel se le apellidaba «El Ingenio Florido», porque no había en las cercanías otro ingenio con jardín.

El señor de Brasel lo había comprado a un alemán de muy buen gusto, y toda la belleza del ingenio era debida a su antiguo posesor.

El Ingenio Florido estaba cercado de caña brava: se dividía en cuatro calles inmensas en forma de cruz, donde se perdían otras calles más chiquitas.

En el centro del Ingenio se hallaban varios edificios a los cuales en conjunto se les llama Batey: el edificio más elegante era el de los amos, edificio de estilo inglés, en el cual también habitaba el administrador. Entre los otros edificios se encontraba la casa caldera o sea donde está la maquinaria para la elaboración de azúcar; la mayordomía, depósito de los efectos necesarios; barracón de los negros, la enfermería, la casa de criollos, o sea los niños que salidos de la lactancia están al cuidado de una negra que les hace trabajar en faenas de escasa importancia; la casa del mayoral o sea el jefe de los negros, que es un blanco armado siempre de machete y látigo para dirigirlos.

Casi en medio del batey se hallaba el campanario, formado por tres escalones circulares de piedra, en cuyo centro había un madero que sostenía la campana para los toques que anunciaban los distintos trabajos a que los negros debían entregarse.

Riquísimas frutas se cultivaban en el ingenio, entre ellas las siguientes:

Piña, anón, mamoncillo, mamey, mango, coco, zapote, guayaba, chirimoya y plátanos hasta de sesenta clases. Lo más bello del ingenio era el jardín. Flores exóticas, acuáticas, parietarias, plantas del Japón, de la China y de otros países. Entre las flores más comunes se encontraban rosas de cien clases, y también rivalizaban en belleza, la diamela, el jazmín del Cabo, la guacamaya (más grande que nuestra amapola), la azucena, el geranio, la dalia, la capuchina elegante, el pelargonio, la azulina, la caléndula, la valeriana de los Pirineos, la ambrosina, la helenia, la cineraria, la plumeria, la teresiana, la peonía, el miosotis y otras varias; todas estas flores formaban pequeños cuadros.

El jardín, rodeado de palmeras, tenía un aspecto sorprendente.

Bosquecillos de adelfas, ayudaban a formar un panorama encantador.

Estatuitas, lámparas rústicas, arcos de hierbas aromáticas, surtidores, canastillos formados por diversas plantas, estanque, lago, fuentes, arbustos recortados formando caprichosas figuras y, sobre todo, una preciosa cascada de la cual salía un Neptuno de mármol, hacían de aquel jardín una mansión soñada por la más exigente fantasía.

Al contemplarle, se recordaban los soñados jardines de Armida y los de las Hespérides.

Aventajaba a los renombrados jardines de Génova y Florencia. Allí se encontraba Maura mejor que en la ciudad. Las almas tristes aman el campo. Maura se hallaba sola en el bullicio de la ciudad; y rodeada de árboles, flores, pájaros y brisas, se consideraba acompañada. Cuando todos dormían, se dirigía al jardín y allí se consideraba libre. Dando rienda suelta a sus pensamientos se elevaba a las zafíreas cimas del ideal, fingiéndose mil esperanzas seductoras.

Sus nacaradas ilusiones le arrullaban dulcemente como tórtolas enamoradas.

Tenía diálogos con la luna y con el ruiseñor.

Alma poética, exaltada y soñadora, necesitaba alimentar su espíritu, y este solo se alimenta con lo impalpable.

Amaba con el corazón y con la fantasía. Muchas noches se soltaba el cabello, y con la aguja que lo sujetaba, escribía sobre la arena del jardín un nombre: el de Aureliano. Después de escrito, lo besaba borrándolo instantáneamente y exclamando: No quiero que la aurora lea mis pensamientos. Otras veces decía: mientras él duerme mi alma le consagra una serenata de pensamientos.

Aureliano se encontraba muy bien en el ingenio: libre de amigos importunos, se dedicaba a la pintura, haciendo rápidos progresos. Indudablemente había nacido artista. Con escasas lecciones consiguió lo que pocos consiguen con un trabajo asiduo. El señor de Brasel, activando los trabajos no se aburría. El aya de Carlota prefería la vida campestre, a las diversiones sociales.

Solo Carlota se encontraba de mal humor, porque en todas partes le sucedía lo mismo.

Los que más ventaja sacaban de la soledad, eran Maura y Aureliano: la soledad para ellos era fuente de inspiración.

Mientras Aureliano pintaba en su estudio situado en el piso alto, Maura se ocultaba en el jardín protegida por la sombra de un frondoso arbusto florido y escribía con lápiz, llenando muchas hojas de papel: esto era en las horas de la siesta.

Cuando Carlota dormía, Maura vivía nueva vida.

Una tarde se hallaba esta en el jardín escribiendo con lápiz sobre un voluminoso cuaderno: se respiraba una fresca brisa y Aureliano dejó sus trabajos pictóricos para pasear entre las flores. Vio a Maura, pero ella entusiasmada con la costumbre de traducir sus pensamientos e impresiones, no advirtió que la miraban.

Aureliano se dirigió a ella y Maura al oír sus pasos escondió el cuaderno entre la espesa hiedra y demás plantas trepadoras que festonaban el gigante árbol que la ofrecía grata sombra.

Tuvo que contestar a las preguntas que le dirigió Aureliano, pero lo hizo con tan marcada turbación y tan encendido rubor, que el joven comprendió que la sucedía algo extraordinario. Dirigió escrutadoras miradas por los alrededores y divisó el cuaderno mal oculto entre las hierbecillas.

Siguió hablando con Maura tranquilamente, por no despertarle sospecha alguna y pasando un rato le envió a su despacho diciéndola:

—Ya puedes ver lo que a todos os he ocultado tanto tiempo, el trabajo está muy adelantado y no quiero reservarlo más: es un ensayo que espero perfeccionar.

Maura curiosa como Eva, marchó precipitadamente al estudio de Aureliano, para conocer el secreto tan guardado.

Mucho tiempo hacía que les preocupaba a todos, el secreto de Aureliano.

Cuando Maura partió ligera como una flecha, Aureliano se apoderó del cuaderno y se puso a leer el contenido de sus páginas, las cuales decían lo siguiente:

XI


El amor es un astro que ilumina la lóbrega noche de nuestros pesares. Para conocer todas las bellezas que existen en la creación se necesita tener templada el alma para el amor. El amor llena un vacío que infinitos mundos no podrían llenar. Aunque el amor no sea correspondido, enciende en nuestra alma un fuego que nos da la vida. El amor hace poetas a los hombres.

Los trinos del ruiseñor, los cantos del jilguero, la luna rielando en un lago, el suspiro de la brisa, el beso de las auras, el murmurio del arroyo y el susurro del viento en el frondoso bosque, tienen menos poesía que el amor.

Consiste el amor en la célica fusión de dos almas en una; en la armonía de dos corazones identificados.

El amor es para el corazón humano lo que las frescas auras para las plantas que mueren abrasadas por el sol, lo que la vista de la playa para el náufrago desalentado, lo que un oasis, para el árabe sediento.

Cuando el amor, afecto angélico, y deleite divino, penetra en nuestro corazón, siembra en él un germen fructífero del cual nacen, la paz, la dicha y el entusiasmo hacia todo lo bello y sublime.

El amor inspira las grandes acciones, los grandes sacrificios y los pensamientos grandes.

Existen inmensos espacios, infinitos horizontes que solo pueden profundizar los corazones enamorados, que viven la vida del espíritu.

No admite mi alma otra esclavitud que la del amor.

La parte más bella de la vida permanece oculta para quien no ha sentido las palpitaciones del amor.

Para revelarte, amado Aureliano el estado de mi corazón, necesitaría trazar estas líneas en hojas de rosa con pluma de cisne, pues el papel es grosero y el lápiz de que me sirvo muy insuficiente.

Yo querría convertir cual Bellini mis pensamientos en notas, para que dejasen eco en el mundo.

La criatura más indigna queda purificada en el crisol del amor.

El amor es el único tirano tolerable porque esclaviza dándonos en cambio la felicidad.

Benditos sean los anillos floridos de la cadena del amor. El amor ha sido, es y será siempre mi ambición: le he visto en sueños de tal modo, que las definiciones de los poetas las encuentro pobres.

Mi corazón es un santuario, el amor es el divino sacerdote de ese templo.

En los piélagos tenebrosos de este mundo, no hay otra perla que el amor.

La vida, esta preparación ininteligible al destino desconocido, es un abismo, si no la embellece el amor.

Cuando amamos, ni en la soledad de nuestro cuarto nos encontramos solos.

Si yo no tuviera esperanza ni amor, mi existencia sería un disfraz del fatalismo, una ironía de la adversidad, una burla del destino.

Mi alma abandona su crisálida y se eleva a mundos mejores.

Hago del nombre de Aureliano una plegaria ferviente que sube al cielo.

¡Me parece un nombre tan hermoso! ¡Ah! que no vea él estas expansiones.


Aquí terminaba el escrito que Aureliano interrumpió con su llegada.

Después de esta lectura, colocó el cuaderno en el mismo sitio en que se hallaba.

Su asombro crecía cada vez más: llegó a considerar a Maura como un ser de esencia muy superior a la suya.

Abismado se hallaba en esta idea, cuando Maura se dirigió a él, ligera, sonriente y bulliciosa.

Por un momento se rompió la eterna monotonía de su tristeza.

—Gracias, gracias, Aureliano —exclamó—: nunca hubiera esperado sorpresa tal. Es un retrato muy hermoso. No, yo no soy tan bella. Pero ¿qué dirá la señora marquesa? ¿Qué títulos tengo yo para tal deferencia?

—La belleza es el verdadero blasón de la mujer; sus sentimientos, sus mejores títulos nobiliarios. Tú eres bella, ¿quién podía inspirarme mejor?

—¡Cuánta gratitud siento hermano mío!

—No la sientas hacia mí, si no hacia el Hacedor que te ha dotado de tanta hermosura.

Este diálogo se prolongó algunos momentos hasta que Aureliano se alejó, para volver a su estudio.

Maura al verse sola recogió las páginas y las guardó.

El aya de Carlota le anunció que esta la llamaba.

XII

Aureliano inspirado por la belleza de Maura y por las brillantes facultades pictóricas que poseía, había hecho una obra maestra al retratar a la joven.

La envidia y la desesperación de Carlota fueron grandes cuando vio el retrato. Determinó destruirlo meditando un plan que pusiera a salvo su soberbia para que nadie pudiera adivinar que la envidia, la pasión más ruin de todas, se había apoderado de su alma.

Nadie se acusa del pecado de la envidia, porque tener envidia es suponerse inferior al envidiado.

Después de haber discurrido acerca de la combinación más fácil a sus designios, resolvió valerse de la hija del mayordomo, niña de ocho años de edad.

Una niña cuenta siempre con la impunidad.

La primera tarde que vio a todos distraídos, hizo buscar a Blanca que así se llamaba la niña, la condujo al gabinete de pintura, y hasta le dio la perrita Clora que era el ser más amado de Carlota.

Blanca era una niña muy traviesa.

Su imaginación inquieta, no quedaba satisfecha con los tranquilos juegos de las otras niñas: sus amiguitas vestían a sus muñecas de señoritas como era natural, Blanca las disfrazaba de soldados. Si había que robar frutas y hasta coger algún nido, Blanca trepaba por los árboles y sus compañeras menos atrevidas, la contemplaban estáticas de asombro.

Como el aleteo de una mariposa, asustaba a las amiguitas de Blanca, al ver a esta jugar con toda clase de animales, la llamaban por apodo: la valiente.

Todas las niñas la tenían miedo y al mismo tiempo la buscaban.

En el ingenio había varias chicuelas y la valiente era el general en jefe de aquel pequeño ejército. Las otras, débiles y sumisas, habían nacido para obedecer, Blanca para tiranizar. La tiranía era su instinto.

Sucede entre los niños como entre los hombres, el que posee más energía, más carácter o más audacia, aunque no sea superior a los otros, tiene bastante con estas condiciones, para imponerse completamente.

Blanca se imponía de ese modo.

Si jugaban alguna vez poniéndose los trajes de sus madres, Blanca los dejaba muy sueltos para que le arrastrase mucho la cola, y se hacía apellidar la reina; si formaban colegios, Blanca se confería a sí misma el título de maestra.

Con este pretexto castigaba a las otras niñas, que más inocentes, aceptaban los castigos sin réplica considerándola un ser superior a ellas.

Carlota dejó sola a Blanca con la perrita en el gabinete de pintura y se quedó espiándola. La niña no había visto nunca un retrato, por eso su alegría fue muy grande al ver el cuadro colocado en el caballete.

No comprendiendo que fuese un retrato y siendo este tan exacto, al verlo, empezó a dar voces exclamando:

—¡Maura! ¡Maura! ¿no me quieres contestar? ¿por qué estás tan seria? ¿te he enfadado yo?

Habla, te pareces a la negra Panchita que es muda. ¿Ya no me quieres? Yo sí porque me das bombones.

¿Por qué estás tan alta? Si no bajas de ahí no puedo darte un beso.

Después de este monólogo, Blanca colocó una silla ante el caballete, y subió sobre ella. Besó al retrato, le acercó la perrita y al alzarse sobre la punta de los pies, porque no llegaba, cayó la silla cogida al caballete, y niña, retrato, caballete y perro, rodaron por el suelo en la mayor confusión.

Carlota que observaba esta escena, sonrió satisfecha.

Los colores se habían mezclado y el retrato quedó convertido en un gran borrón.

Todo se hallaba en completo desorden: los pinceles cada uno por su lado, la paleta sobre el cuadro y varios frascos rotos con los líquidos derramados, por el suelo.

Blanca se lastimó una mano con los cristales de los frascos y empezó a dar gritos al ver que le salía sangre.

Al oír el estrépito acudieron todos: Aureliano a pesar de su carácter dulce lanzó mil imprecaciones viendo su obra deshecha, Maura sollozó silenciosamente, Carlota fingió indignación por ver manchadas las lanas de su perra y el aya se lamentó como si ocurriese una desgracia.

El traje de Blanca quedó inservible.

Aureliano que estaba dotado de muy nobles sentimientos no tuvo valor para castigar a la niña, pero recibió un verdadero disgusto con la catástrofe ocurrida.

La infame Carlota quedó satisfecha al ver realizado su deseo.

Nadie pudo sospechar que aquella fuese la autora del suceso y todos creyeron que hallándose abierta la puerta del gabinete de pintura, se había introducido en él la niña, por sí misma, sin la menor intervención de nadie.

Carlota había triunfado.

A pesar de que la mujer mira siempre a las mujeres, con el lente que usaba María de Valentín, cuyo cristal microscópico artístico y hábilmente dispuesto destruía la armonía de las más hermosas facciones, dándoles horrible aspecto, Carlota veía siempre en Maura demasiada belleza.

Otras rivales tienen la suerte de ver mil imperfecciones que las producen cierto consuelo y cierta calma; pero Carlota estaba condenada al suplicio de ver siempre hermosa a Maura, lo cual exasperaba más su dolor.

Este era un horrible tormento creado por su imaginación, pues la imaginación es la que disminuye o aumenta la belleza.

XIII

Desde la lectura del cuaderno de Maura, fue creciendo en el corazón de Aureliano el afecto que hacia ella sentía. Al verse amado por la joven con tanta ternura y timidez, resolvió hacerla conocer sus sentimientos. Estudió su corazón profundamente, y seguro de su amor a Maura y de la dicha que a esta causaría tal revelación, se dispuso a hacérsela. Tan pronto como pudo, le comunicó que cuando todos durmieran, quería hablarla en el jardín.

Con la mayor impaciencia esperó Maura el ocaso del sol. No sabía de qué se trataba, pero partiendo de Aureliano, era muy interesante para ella cuanto le pudiera decir.

Las doce de la noche sonaron y Maura salió de su cuarto, atravesó el jardín y se dirigió al sitio convenido; cuando llegó, Aureliano la esperaba ya. Este la tomó una mano y la atrajo hacia sí, hablándola con el mayor entusiasmo, en voz apenas perceptible.

A los pocos minutos otra persona cruzaba el jardín, queriendo escaparse de los esplendentes rayos de la luna para no ser vista. Era Carlota, que hallándose desvelada se le antojó asomarse a la ventana y divisó el grupo que formaban los dos jóvenes.

La luna, que aparece en Cuba tan radiante, iluminaba la dura fisonomía de Carlota, dándola una apariencia muy extraña. A medida que se aproximaba a los jóvenes, se hacía más severa y repulsiva la expresión de su rostro, el cual por grados tomaba tinte de ferocidad.

En las arrugas de su frente se adivinaba la insaciable sed de venganza que la abrasaba.

Tal vez en aquellos momentos meditaba un plan cruel.

Por fin llegó donde se hallaban Maura y Aureliano, y colocándose tras ellos, pudo oír claramente este diálogo:

—Sí, Maura, he comprendido que te amo, y al mismo tiempo que me amas tú.

—¿Será posible? —preguntó la enamorada joven, loca de entusiasmo.

—Sí, Maura, sí que lo es: cuando yo te lo digo, es porque estoy completamente seguro de que mi corazón es tuyo. Me conozco bastante, soy muy formal y sé positivamente que no me equivoco.

—Me maravilla lo que me dices, yo quisiera saber qué es lo que ha inspirado tu amor.

—Tus méritos, tu belleza de alma y de rostro.

—Pero nuestro amor es imposible: la revelación del tuyo me aflige más, porque me parece una sangrienta burla de mi adversa suerte.

—Eres injusta con Dios, querida Maura, eres bella y eres amada, ¿poseen estas dos cosas todas las criaturas de la tierra?

Mi prima Carlota daría años de existencia, blasones y millones si los tuviera, por ser bella cual tú eres.

—Lo único que me desespera es mi inferioridad ante ti, el baldón que me abruma al pertenecer a esta raza abyecta y desgraciada.

—Para el amor no hay jerarquías, querida Maura; en el mundo de los espíritus tal vez seas superior a mí por ser más perfecta: en esta baja región somos iguales. ¿No ha pretendido apoderarse de mi corazón mi prima Carlota, sin medir la distancia que nos separaba?

—¡Oh, ella es aristócrata!

—La nobleza la quiero en el corazón, la aristocracia en el alma. Carlota es el reptil, que siempre se arrastra, tú el ave que alza muy alto el vuelo. Tú eres la luz, Carlota las tinieblas, porque tu inteligencia es un sol esplendente. Eres el ideal que mi fantasía acariciaba sin haberlo visto jamás. Te amaría eternamente en cien mundos que hubiera.

Maura muy conmovida contestó:

—Al oír esas frases se me figura que el cielo ha bajado a la tierra: te veo y dudo de que seas un mortal, tus acentos me parecen melodías célicas que purifican el alma. Los sufrimientos de toda mi vida quedan sobradamente premiados con estos momentos. ¿En qué consiste la bienaventuranza que gozan los justos en el Paraíso? Si consiste en el éxtasis, lo estoy gozando yo.

—Sin embargo, acostúmbrate a creer, Maura mía, que nuestra dicha no será nunca completa, porque lo absoluto, es imposible en este mundo. Desde el momento en que sea conocido nuestro amor, se alzarán mil barreras entre nosotros, y mil escollos que nos separarán. ¿Quién, dime, quién, se atreverá a turbar nuestra dicha? ¿Quién me disputará tu corazón que espontáneamente me has entregado?

—Las criaturas y los sucesos nos harán una guerra sin tregua.

—Los hombres y las cosas no son nada frente a nuestra potente voluntad.

—Me agrada tu valor, yo jamás desmayaré en esta nueva batalla que se nos prepara; pero era mi deber hacerte comprender que es muy escabroso el camino que tenemos que recorrer.

—Al lado tuyo lo encontraré festoneado de flores.

—Es que tendremos que atravesar separados, sendas erizadas de espinas.

—Observo que te has vuelto más pesimista que yo.

—Porque me da miedo la felicidad que en estos momentos disfruto y considero que se me esperan algunos muy amargos.

—Lucharemos con perseverancia hasta vencer.

—Sí, mucho tendremos que luchar.

—Ofrezco a nuestro amor la existencia y no es ofrecer demasiado, pues sin tu amor, la vida es una carga odiosa para mí.

—Por más que sea doloroso, necesito revelarte un proyecto que, aunque nos separa temporalmente, es para aproximarnos más.

—¿Me anuncias algún viaje?

—Sí.

—¡Oh, Dios mío, cómo lo ha presentido mi corazón!

—Es indispensable, ¿acaso si no lo fuera tendría yo valor para alejarme de ti? Mi padre que es muy ambicioso, no ha de consentir nunca en nuestra unión, y para ser yo libre, independiente y dueño de mis acciones, necesito ganarme una posición que me defienda de la miseria. El trabajo me emancipará de la esclavitud moral a que me tienen condenado. Todo el mundo celebra mis pinturas que más bien son hijas de la inspiración que del estudio; todos me dicen que debo perfeccionarme en el divino arte que cultivo, una voz secreta me impulsa hacia adelante y una mano invisible coloca ante mi vista laureles y coronas que espero merecer. Esta ausencia no será larga, querida Maura, y tras ella, no nos separaremos jamás.

—Un negro velo cubre los risueños paisajes, los rientes panoramas y los encantadores sueños que mi fantasía había forjado, todo me parece triste y desconsolador. La felicidad que hace un instante sentía, paréceme ligera bruma que se desvanece ante mi vista; creo que he sido víctima de una engañosa alucinación.

—No exageres nuestros males, Maura mía: tu situación no es desesperada. Antes vivías sin mi amor y ahora lo posees, la posesión de él, engendrará en tu corazón la esperanza, y la esperanza te hará vivir feliz.

—¡Cuán amarga es la convicción de que todo es imperfecto en este mundo!

—Es verdad, aquí todo es incompleto.

—Si encontramos la felicidad ¿por qué hallarla eslabonada con el dolor?

—Porque pesa de un modo ineludible, esa fatal ley sobre la humanidad.

—Dios que te ha inspirado el amor que tan venturosa me hace, velará por los dos.

—Confía en él.

—Sí, necesito creer.

—Nunca desampara al que con humildad cristiana le pide y le ruega.

Mientras los jóvenes sostenían este diálogo, Carlota pronunciaba con fuerza la palabra venganza, sonriendo satánicamente al acariciar una idea infame.

Aureliano y Maura se hicieron mil protestas amorosas y cada uno marchó en distinta dirección, temiendo ser vistos.

Aureliano se acostó y durmió tranquilo algunas horas fiando en un alegre porvenir.

Maura al entrar en su aposento cayó sobre una silla y permaneció largo rato en triste estado de angustiosa postración.

Las revelaciones de Aureliano le habían hecho mucho bien y mucho mal. Así es que la joven se encontraba en un estado imposible de definir.

En este mundo las felicidades, son siempre mezquinas y suelen comprarse demasiado caras.

Un eminente poeta dotado de ternísimo corazón poeta filósofo que puede figurar entre los primeros de nuestra época, ha definido exactamente, los goces de nuestra triste vida, en los siguientes versos:


Siempre en el fondo del estanque, el fango,
siempre el gusano en la gallarda flor.
Siempre en fatal consorcio inseparable
la gloria y el dolor.
Siempre una nube en el azul del cielo,
siempre una mancha en el brillante sol,
y en la costosa dicha al fin lograda,
de perderla el temor.


Efectivamente, conociendo, la brevedad de nuestras dichas, no nos permite entregarnos con abandono a ellas, el temor de que inmediatamente van a desaparecer.

Todo lo bueno, es frágil, efímero y fugaz, solo el dolor es persistente, eterno.

XIV

Sigamos a Carlota y la encontraremos muy próxima a saciar su satánica sed de venganza. En los momentos en que la contemplamos tratando de realizar su infame proyecto, debía asemejarse a una furia infernal.

Carlota tenía una fealdad antipática. Su frente, rara vez se desarrugaba; sus pequeños y redondos ojos inyectados de sangre, querían salir de sus órbitas; sus pómulos salientes, eran muy rojizos y su nariz chata acababa de afear su dura fisonomía. Agréguese a esto, una gran obesidad, con estatura muy exigua, y se comprenderá fácilmente que Carlota pareciese más que una criatura del bello sexo un bicho raro.

Dirigíase con sigilo al cuarto de Maura y al penetrar en él, su planta vaciló un poco, y su mirada tomó cierto fulgor siniestro, cierto extravío inexplicable. Por fin, volviendo la cabeza en todas direcciones, se acercó lentamente al modesto lavabo de la joven y allí permaneció algunos minutos. En el lavabo no había más que una jofaina con su jarra, los peines, y un frasco roto bastante grande, que contenía pomada. Nadie hubiera podido explicarse tan extraña actitud de Carlota en los momentos que permaneció en el cuarto de Maura.

Después de estos momentos se dirigió hacia la puerta, diciendo ferozmente: no, no morirás, Maura, te reservo cosas más horribles que la muerte, cosas, que han de quitar la ilusión a tu apasionado amante.

¡Morir! Eso es bien poco. Poetizarían tu recuerdo y te amarían después de muerta. No, no, no es ese el intento mío.

Envidió el talento de Locusta pero, aunque no lo posea, mi odio me dictará mil recursos que me satisfagan.

Es preciso que antes de marchar mi primo a Roma, se halle completamente desencantado.

Halagada por esta idea, pasó Carlota el día muy contenta y se durmió con la sonrisa en los labios, con aquella infame sonrisa que no abandonó desde el momento en que hubo concebido su plan criminal.

Trascurridos dos días, nuevos y dolorosos sucesos ocurrieron en el ingenio.

Refiramos una de las escenas más importantes y tristes acaecidas en ese breve período.

Hallábanse almorzando en el comedor que daba al jardín, y Maura servía el almuerzo. Llegó el momento en que le tocó llenar de agua el vaso de Carlota, y se le cayeron sobre el traje de esta, algunas gotas. Como debe suponerse, Carlota aprovechó el incidente para lanzar mil insultos a la joven, la cual fue víctima de un vértigo y cayó al suelo.

Aureliano y el aya, fueron a levantarla, porque ninguna de las negras que se hallaban en el comedor se atrevió a hacerlo por temor de desagradar a Carlota.

Aureliano la examinó y dijo en alta y dura voz: ¿por qué la has regañado? ¿No comprendes que se halla enferma y que el derramar el agua no ha sido sino efecto del temblor nervioso que la sobrecoge?

Carlota contestó:

—Mira sus mejillas y te convencerás de que su color no es el de una enferma.

—Por el arrebato de su color, comprendo que no está buena, pues en Maura, es natural la palidez.

Maura empezó a delirar.

Sus frases eran incoherentes y difusas, pero se adivinaba aún en el mismo desorden de sus ideas, que había un pensamiento fijo en su cerebro que la preocupaba constantemente.

—Sí, sí —exclamó con voz muy alterada—: la ausencia es muy horrible, pero hay un espíritu superior que protege a las almas enamoradas. El amor es un don del cielo y cuando penetra en nosotros, nos eleva y nos acerca a los ángeles. Nada pueden los que viven sin amor, contra los que amamos. Podemos alzar el vuelo por los espacios, como lo alzan las golondrinas.

Carlota sufría reflexionando que hasta en su delirio tenía Maura pensamientos halagüeños que a ella la mortificaban.

Carlota hubiera gozado viendo a Maura retorcerse por el suelo, presa de la mayor desesperación y víctima de ideas horribles, pero la joven en medio de su delirio sonreía dulcemente.

Por fin el aya conmovida preguntó: ¿qué tendrá?, y Carlota contestó:

—Es usted muy torpe si no lo ha sospechado.

Aureliano miró a su prima fijamente; esta, lejos de desconcertarse, añadió:

—Maura necesita dormir y el sueño curará su mal.

El señor Brasel que continuaba almorzando sin inmutarse por lo ocurrido, apoyó las indirectas frases de Carlota, agregando los más groseros epigramas, acerca del estado de Maura.

Esta, entretanto, trataba de ponerse en pie y caía cien veces describiendo las mil curvas que acostumbran a describir los beodos.

De nuevo empezó a delirar y mientras todos estaban distraídos, Carlota con gran rapidez cogió una copa que contenía vino, y se acercó a la enferma, sin ser vista por nadie. Ya cerca vertió en el traje de Maura, algunas gotas; después se alejó paseándose por el comedor, hasta llegar al extremo de él.

La enferma parecía estar peor.

—Que llamen a un médico —gritó Aureliano, sujetando el brazo de Maura, para evitar que cayese al suelo. Carlota contestó:

—No seas tonto, primo, tú supones a Maura un ser perfecto e ideal, incapaz de pasiones vulgares, un ser inmaterial, no sujeto a nada de la tierra, un ser hecho de espumas, esencias y fulgores; para despertar de tu error, tienes que verla envilecida por el más grosero vicio. Observa su traje y analiza las manchas que tiene: Maura está sufriendo los efectos de su borrachera.

Esta dura palabra buscada expresamente, indignó a Aureliano que se dirigió al aya diciéndola:

—Pronto veremos quién tiene razón: cuide usted a Maura mientras voy por un médico.

Aureliano salió de allí mesándose los cabellos.

Pronto montó a caballo y se dirigió a un ingenio inmediato, en el cual residía un doctor.

Maura continuaba delirando.

—Aureliano ¿dónde estás? —decía la enferma con frenesí—: ven, no me dejes que tengo miedo; ¿te he enfadado? yo me echaré a tus pies y los cubriré de lágrimas para que me perdones. Dime lo que quieres que haga para desenojarte.

A estas frases siguieron otras muy vehementes y desordenadas. Recreábase Carlota con su triunfo, el aya sufría y Brasel abandonaba con indiferencia el comedor, para marchar a entregarse de lleno a sus negocios.

XV

A las pocas horas dos jinetes se apeaban en el ingenio florido: eran Aureliano y un doctor.

Maura se hallaba en su lecho gracias a los cuidados del aya.

Cuando llegó el médico, esta se dirigió con Carlota al cuarto de la desgraciada joven.

No era interés por su salud lo que le impulsaba a Carlota a entrar en el cuarto de Maura, sentimiento muy distinto le dominaba.

Sin quitar la vista del lavabo de Maura, apenas escuchaba a nadie.

Por fin el médico examinó a la enferma que se hallaba muy postrada y le dijo a Aureliano:

—Por ahora nada se puede afirmar, porque distintas enfermedades se presentan con los mismos síntomas: tiene temblor en los miembros, alternativas de calor y frío, tensión de pecho con dificultad en la respiración, agitación en el pulso y apenas perceptibles los movimientos del corazón. Las risas inmoderadas de la enferma, que ustedes me refieren, su locuacidad, las extravagancias y gesticulaciones ridículas, son hijas del delirio que le produce la fiebre intensa que la devora. Por la misma causa ha tenido los rechinamientos de dientes, convulsiones y furores inesperados. Maura continuó algunos días en el mismo estado, hasta que después se fue agravando por momentos.

El médico que la visitaba era poco inteligente y nada decía acerca de los padecimientos de la enferma.

Aureliano vivía muy impaciente esperando al doctor de la familia, señor de Laplana, en el cual tenía completa confianza.

Laplana había anunciado su regreso, y de un momento a otro esperaban verle llegar.

La confianza que el señor Laplana inspiraba a Aureliano era muy merecida, pues dicho médico, se había acreditado repetidas veces curando enfermedades muy difíciles.

Entretanto Carlota, ya es hora de que lo digamos, continuaba todos los días realizando su infame venganza, su horrible atentado.

Cada vez que entraba en el cuarto de Maura, le anticipaba a esta la muerte; pues en el frasco de la pomada que usaba la joven, colocaba una preparación de atropina.

A fuerza de aumentar la dosis, Maura sufría ya una ligera lesión cerebral, y por esto aparecía frecuentemente en un estado tristísimo que era fatalmente interpretado entre las negras del ingenio.

Hallábase desprestigiada ante estas, ya no inspiraba respeto por la superioridad que todos la reconocían: habiendo fomentado Carlota ideas que perjudicaban a su víctima, todos los del ingenio le decían a Maura que su malestar era originado por su mala conducta, y que sus desvaríos, se los ocasionaba el vino.

Si Maura tenía un momento de lucidez, era para desesperarse al oír los groseros insultos y sangrientas burlas que se la dirigían.

Su único consuelo era elevar su pensamiento a Dios y pedirle fortaleza.

Al amar y ser amada, su corazón se hallaba más dispuesto al fervor religioso y a la piedad.

El amor le había hecho adquirir a Maura, una dulce virtud muy ajena a su carácter: la resignación.

Si frecuentemente se exaltaba durante la enfermedad que padecía, no pudiendo adivinar de dónde le provenía, su furor era hijo de la fiebre, de manera que no era responsable ante Dios, la paciente, sino su verdugo.

Entretanto, Carlota continuaba empleando distintos venenos contra Maura, procurando que no fueran propinados en grandes dosis. Como el estado de la triste joven, era un estado de febril excitación nerviosa, quería gozarse en su tormento. Además, aspiraba a verla rechazada por Aureliano, y en eso fundaba su triunfo más halagador.

Veamos en el capítulo siguiente, el resultado de los perversos esfuerzos de Carlota.

XVI

Llegó un día en que para todos los habitantes del ingenio brilló la aurora, menos para Maura.

Esta se fatigó de dar cien vueltas en el lecho, se dirigió a la ventana para abrir las persianas y se volvió a acostar esperando la luz del día para vestirse, pues no veía brillar el sol.

Su impaciencia crecía atribuyendo a insomnio, la desazón que experimentaba.

No era el insomnio, sin embargo, lo que la aquejaba; pues había dormido bastante sin sospecharlo.

Avanzaba ya el día demasiado, pero Maura continuaba en el lecho esperando el primer rayo de luz.

Ya serían cerca de las diez de la mañana, cuando observó Carlota que su víctima no se presentaba, y por consiguiente que había pasado muchas horas gozando de alguna libertad.

Al momento dio orden de buscar a la joven.

Una de las negras entró en el cuarto de Maura dando fuertes voces al verla todavía en el lecho, diciéndole la hora que era.

Al oírla, Maura exclamó:

—Nunca creí, Severiana, que tuvieses humor de burlarte de mí.

—Tú eres quien te burlas de todos.

—Te ruego, Severiana, que no imites a los demás, mortificándome.

—No me propongo tal cosa, te digo que son las diez, porque son.

—Entonces, me habré dormido, por más que no lo recuerde, y alguna de vosotras se ha divertido en cerrar la ventana.

—¡Cerrar la ventana!

—Justo, eso es lo que han hecho.

Maura se levantó para abrir la ventana y se dio un golpe en la frente.

La negra la contemplaba con expresión estúpida, y luego le preguntó:

—¿Te convences de que está abierta la ventana?

—No, y mil veces no.

—Es que no te quieres convencer y representas una comedia que disculpe tu pereza.

—Infame, infame tú también, infames todos; ¿queréis volverme loca?

Al decir estas frases, Maura se había acercado tanto a la ventana que llegó a tocar el cristal; la frialdad de él la impresionó un poco y fijó un instante su pensamiento.

Pronto exclamó con desgarradora amargura:

—Luego es cierto, Dios mío, la ventana está abierta y son las diez como dice Severiana; sí, sí, yo siento mucho calor ¿qué me sucede? Dios mío no me abandonéis. Que no sea verdad lo que dicen, que no sea cierta mi locura. Dios justo, Dios clemente y poderoso, no quitéis la razón a la que tanto necesita para subir la penosa cuesta del calvario de su vida. ¿Acaso me he quedado ciega?

La desgraciada se había tendido en su lecho, y continuaba dando voces y mordiéndose las manos, presa de horrible desesperación. Un fuerte vértigo se había apoderado de ella.

Dios mío —volvió a decir momentos después—, quitadme la vida, antes que la inteligencia.

¿Estaré ya loca, o me encuentro próxima a estarlo?

Todos me dicen que lo estoy menos Aureliano; pero este no es un hombre, es un ángel, y los ángeles se apiadan de las criaturas desgraciadas. Sí, por eso me trata con tanta dulzura, así tratan a los locos para no exasperarlos.

¡Ah! otra idea. ¿Me habrá dicho Aureliano que me ama, por no contrariarme, por saber que le amo yo?

Yo necesito saber esto pronto, que me desengañe Aureliano, que me diga la verdad. Yo se lo pediré de rodillas, y él no me engañará.

Severiana, ven, Severiana, tú eres buena, ven, ven aquí. La negra se aproximó y Maura le dijo acercándosele al oído: haz el favor de decir a Aureliano que venga en el momento. Ya ves que intento vestirme y no puedo, estoy sin fuerzas y en este momento me hallo muy enferma, que venga Aureliano.

Severiana marchó y Maura se cubrió completamente con las ropas de su cama.

La infeliz tenía perturbada la razón. Sus momentos de lucidez, eran los menos.

Sofocada en su lecho, se descubrió la cabeza y volvió a preguntarse a sí misma.

¿Pero cuándo entra la luz en mi cuarto? Oigo que todos trabajan en el ingenio y que hay movimiento en la casa.

¿Qué nueva burla me han preparado?

En los cristales no han puesto nada, yo los he tocado y, sin embargo, he oído hablar a Severiana y no la he visto.

¿Quién me ha quitado el cuadro de la Virgen?

Tampoco lo veo. Maura extendió el brazo y alcanzó una bella Concepción, copia de Murillo, que Aureliano había pintado.

Al estrecharla entre sus manos y no verla estalló su dolor.

¿Será posible? ¿Me quieren hacer creer que he perdido la vista? De nuevo se detuvo para lanzar una ruidosa carcajada, tan dolorosa que más bien parecía una queja desgarradora.

Luego continuó: ¿A qué preocuparme? Cualquier criatura invocaría la ciencia, llamaría un buen médico, se sometería a un detallado examen y a mil experimentos para convencerse de si era ciega realmente o padecía aprensión. Yo estoy en mejor condición: todas esas cosas para convencerse de la verdad, son demasiado complicadas, yo tengo un medio más fácil.

Ver o no ver a Aureliano, equivale a ser o no ser ciega.

¡Si yo no le viese! ¡qué horror! Aunque cien médicos me aseguraran que tenía vista, lo negaría con resolución.

¿Qué mejor prueba? ¿Qué vale la ciencia ante el sentimiento?

La ciencia es nada; el sentimiento lo es todo, y es el único que no engaña jamás.

No hay nada más exacto que el corazón: él me avisará mi verdadero estado.

El día en que no vea a Aureliano, aunque vea a todo el mundo, me convenceré de que soy ciega. Ahora nada importa que no vea a nadie si lo veo a él.

¡Ciega yo! Imposible. Todavía no ha llegado Aureliano y casi le veo, le veo sonriente, con esa bondadosa sonrisa que presta a su semblante una expresión celestial.

Aureliano se dirigió al cuarto de Maura lleno de miedo, y completamente demudado por las entrecortadas frases de la negra, respecto al estado de la enferma.

Maura conocía sus pisadas y le oyó al penetrar en los primeros corredores. Como su imagen la tenía tan grabada en el alma, al oír sus pasos le pareció verle. Su alterado espíritu se tranquilizó un momento, una sonrisa cruzó por sus labios; pero esta no fue más que el fulgor de un relámpago.

Aureliano entró precipitadamente en el cuarto de la enferma y la tomó la mano.

Al sentirlo Maura tan cerca de sí, recobró un momento la razón para ser más desgraciada, para convencerse de la más amarga realidad que puede afligir a la criatura.

Lanzó un ¡ay! que desconcertó a Aureliano, hasta el punto de tenerse que apoyar en la cama para no caer. Maura continuó exhalando las más dolientes quejas, acompañadas de las siguientes frases:

—Sí, es verdad, no me cabe la menor duda, me he quedado ciega: cuando no veo a Aureliano, muy ciega debo de ser. Jamás lo hubiera creído sin someterme a esta prueba. Aureliano es para mis ojos más que la luz, si a él no le veo, sería inútil que inundaran mi cuarto las luces más radiantes.

El enamorado joven sufría horriblemente con el monólogo de la enferma. Por fin se serenó un instante y le dijo:

—Maura, sé fuerte y ten resignación, para que te ame más; tienes que ser sufrida y valiente: fía en mi amor. Ahora dispondré que la negra María a quien tú tanto quieres, se quede contigo, mientras voy a buscar los primeros oculistas de La Habana. Ofreceré mucho dinero y vendrán a curarte: esto pasará, hemos acudido a tiempo.

Yo venderé el único brillante que conservo de mi madre: ella desde el cielo bendecirá esta resolución.

Adiós, no me detengas, vuelvo al momento, necesito dar los pasos necesarios para tu curación.

Maura al verse sola, elevó su pensamiento a Dios y le pidió le devolviera la vista.

—Dios mío —decía tiernamente—, os doy cien años de vida porque me devolváis cinco minutos la vista, para ver a Aureliano.

¡Dios mío, qué desventura! ¡nublada mi razón como todos me dicen y nublada mi vista!

¡Tinieblas en los ojos y tinieblas en la inteligencia!

Dios mío, abdico de la cualidad más bella, que eleva a la criatura racional por cima del bruto, abdico del entendimiento; pero concededme la vista.

Si me la devolvéis, todo lo sufriré con valor. Os ofrezco mi más sumisa resignación. Piedad, piedad, Dios mío. Todo lo espero de vuestra bondad. Creo, espero en vos, y os amo. Premiad mi fe.

XVII

Por una feliz casualidad supo Aureliano que su amigo predilecto, el inteligente doctor Laplana había llegado.

Inmediatamente mandó a buscarle, escribiéndole una apremiante carta, en la que le comunicaba el inminente peligro en que Maura se encontraba.

Aureliano dotado de un alma tierna y elevada, amaba mucho más a Maura viéndola tan desgraciada, y no la dejaba sola un instante: como la enferma se levantó de la cama pasado el acceso que la acometió, necesitaba un guía para no caer.

Algunas de las negras se condolían de ella y le ofrecían tiernos cuidados; pero Aureliano no cedía a nadie los pequeños detalles que tanto satisfacían a Maura y que le ayudaban a sufrir con resignación.

Los esfuerzos de Carlota habían sido contraproducentes: se había figurado que las desgracias de Maura alejarían a Aureliano, pero estas le aproximaban todavía más.

Las almas delicadas se apasionan de los seres desgraciados.

Maura continuaba más tranquila animada por la más viva fe en Dios, en Aureliano y en el doctor.

La joven pasaba las horas en el jardín, al lado de su amante aspirando el perfume de las flores. Al aspirarlo creía verlas. Ya que no podía conocerlas por sus matices, las conocía por sus esencias.

Maura, semejante a la Dea de Victor Hugo, tenía vista para su amado, porque le veía con las pupilas del corazón. Como la Nydia que nos pinta Bulwer; siendo completamente ciega, parecía tener vista para las flores; la ninfa Cloris la iluminaba de tal manera, que nadie tejía una guirnalda como ella. Parecía haber recobrado la razón, pero esta le servía para comprender mejor su desventura.

Los diálogos de Maura y Aureliano eran tristísimos; después del luctuoso acontecimiento se les oyó entablar un día la siguiente conversación:

—¿No comprendes, Aureliano, que soy una carga pesada para ti?

—Esa frase es muy dura y me ofende, querida Maura.

—Es verdad, mi nueva desgracia aumenta tu compasión.

—No me proporciona molestia alguna tu estado actual, me produce desconsuelo, porque te veo sufrir.

—De nada puedo servirte, mientras aumentas tus desvelos y centuplicas tus cuidados, experimento una gran amargura, al considerar que no puedo corresponder a ellos.

—¿No me correspondes con amor?

—Sí, pero el amor es una necesidad de mi alma, y al amarte, satisfago una imperiosa aspiración de mi ser. Al fijar mi amor en ti nunca pudiera haberlo fijado más alto, pues tú eres el ser que más perfecciones atesora.

—Exageras mis cualidades, Maura.

—Yo creo que apenas alcanzo a comprenderlas. Pero dime, Aureliano, y si el doctor no me devuelve la vista, ¿qué será de nosotros? Quiero saber a qué estoy sentenciada.

—Mi corazón me dice que recuperarás la vista, pero si así no sucediese, en nada se alterarían mis planes; tan pronto como sea posible, un sacerdote bendecirá nuestro amor.

Al oír Maura estas frases, cogiole a Aureliano las manos con efusión y se las estrechó diciéndole:

—Eres admirable y yo debo adorarte. Te amo demasiado y jamás querré enlazar tu bello porvenir a mi suerte desgraciada. Hay seres que nacen para ser desventurados siempre, y yo no tendré el egoísmo de arrastrarte en mi senda fatal. Unir la luz a la sombra ¡qué consorcio tan espantoso! Sería cobarde que por no querer sufrir yo sola lo que mi destino me depara, te hiciese partícipe a ti.

—Lo que sería verdaderamente infame, es que yo te abandonara: te quise con los dones que Dios te otorgó, y debo quererte cuando te los niega. Este es el modo de respetar su voluntad.

—Sí, tu delicadeza te dictará eso en mi favor, pero la mía también me prohíbe aceptarlo. Yo quiero que no me abandones; pero quiero también que no asocies tu vida a mi desgracia. Mi resolución es irrevocable. Para saber si Dios permite nuestra unión, he pensado lo que te voy a decir.

—Habla.

—Óyeme atento.

—Siempre lo hago así.

—Si consigo recuperar la vista, Dios habrá dispuesto que nos unamos en eternos lazos; si no la recupero, estará decretado que no me he de unir a ti.

—¿Y quieres fiar nuestro amor, nuestro destino y nuestra vida al mayor o menor acierto del médico? ¿Y si este no acierta? ¿Y si no te cura? ¿Has pensado a lo que me condenas y a lo que te condenas tú?

—Si Dios dispone nuestra unión, él inspirará al doctor Laplana, que es un buen oculista. ¿Crees que yo volveré a ver?

—Sí, lo creo firmemente.

—Pues esa creencia emana de Dios.

—¿Qué es lo que te lo indica?

—Su suprema bondad.

—No te comprendo.

—Siendo Dios tan infinitamente bueno, no nos permitirá a los dos, abrigar una dulce esperanza, para verla desvanecida como el humo. ¡Oh! eso sería cruel y aumentaría nuestra desventura.

—Es verdad, fiemos en Dios.

—Mi fe es grande.

—También la mía, y espero que mi santa madre que tanto te quiso intercederá por los dos.

—Sí, creamos lo que dices. ¡Es tan consolador!

Desde la inesperada ceguera de Maura, Aureliano había redoblado su ternura, dispuesto a unirse a la desgraciada joven, cualquiera que fuese la suerte de esta, lo único que le preocupaba, era la ausencia forzosa a que se hallaba condenado. Dejarla ciega, era su mayor preocupación.

Así es que las horas del día las consagraba a la joven, y las de la noche a meditar los mejores medios para asegurar la tranquilidad de esta, y rodearla de mil cuidados, si no recobraba la vista. Tenía miedo a su padre y su prima, porque ninguno de los dos querían a Maura.

Mientras esto sucedía en el ingenio florido, el doctor Laplana se preparaba para ir a ver a Maura.

Sentía hacia ella un cariño paternal: Laplana había sido muy desgraciado y la desgracia le inspiraba la más viva simpatía.

El doctor Laplana era un hombre poco vulgar: su alma sublime, su corazón gigante y sus altas ideas, le hacían incomprensible a los ojos de la multitud.

En una época en que el yo es la pasión dominante, los generosos rasgos de abnegación que el doctor practicaba constantemente, llamaban mucho la atención. Le veían cuidarse más de los enfermos, que de sí mismo, y por su celo y esmero especial, por sus visitas constantes, no admitía la menor retribución, si los enfermos no disfrutaban posición desahogada. Sumamente despreocupado, miraba con desdén a los potentados y con indiferencia a los predilectos de la suerte; pero la desgracia le atraía completamente.

Para los dichosos era indiferente y frío: la vida de estos nada le importaba; pero al ver un desventurado, penetraba en su hogar y detalle por detalle se apoderaba de los secretos de este, con objeto de suavizar sus amarguras. Por este motivo los tristes y los menesterosos, le apellidaban el padre de los afligidos, y los egoístas, el excéntrico.

Los hombres suelen censurar las altas virtudes que no saben imitar.

Practicaba el bien por el bien, por satisfacción de su conciencia, jamás por alarde.

La vanidad, como toda pasión pequeña, era muy ajena al alma gigante del doctor. Las fibras de su corazón vibraban para todo lo elevado, y permanecían mudas para lo ruin y lo mezquino. Una acción levantada, siempre encontraba eco en su corazón.

Las pocas necesidades de su vida, le daban gran independencia, así es que, dotado de ideas muy firmes, la justicia era su pasión, y si lo hacían juez en alguna causa, daba la razón a quien la tenía, sin doblegarse jamás ante nadie.

Su enérgico carácter, su igualdad y su intolerancia para todo lo que no era decoroso, le hacían aparecer severo; pero tratándole íntimamente, pronto aparecía su dulzura y bondad. Era afable con las personas dignas, y muy duro con las de malas costumbres. Esta severidad, le está bien a un hombre intachable, y el doctor lo era.

Conozcámosle físicamente, ya que le hemos retratado de una manera psicológica.

El doctor tenía cincuenta años; pero la mano del dolor había impreso profundos y numerosos pliegues en su semblante y plateado sus cabellos. Esta particularidad, su grave aspecto y el tinte melancólico que cubría su rostro, le hacían representar más de sesenta años. Su frente espaciosa reflejaba la serenidad de su conciencia, contemplar la frente del doctor, era contemplar un cielo sin nubes. Sus oscuros y rasgados ojos tenían una mirada escrutadora y fija, que parecía abarcarlo todo rápidamente sin equivocarse jamás; su boca tenía una expresión dulce y bondadosa, aunque rara vez se veía en ella dibujarse una sonrisa; y su poblada barba parecía cubierta por un velo de escarcha.

Todo su aspecto era noble, distinguido y digno.

Vivía completamente solo y, aunque en el hombre los cincuenta años es todavía edad de amores, nadie sabía que se dedicase a ninguna mujer.

Eminentemente cortés y caballero, respetaba al sexo femenino sin distinción de clases.

Cuando hablaba entre hombres y le conducían a las gastadas discusiones que suelen surgir, al comparar a los dos sexos, exclamaba con voz segura y viril: «contra una mujer nadie tiene razón».

Esta frase, que el doctor había elevado a la altura de axioma, hace su apología, mejor que nosotros la podríamos hacer.

Tal era don Alberto Laplana. Creemos que, aunque retratado a grandes rasgos, el inteligente lector lo podrá conocer.

Pasemos a otro capítulo.

XVIII

Gran agitación se observaba en el ingenio desde la llegada del doctor Laplana. Algunos días hacía que Maura se hallaba ciega y los preparativos para la consulta se activaban por orden del doctor. El señor Brasel estaba de caza y el doctor podía obrar con más libertad. Estando el doctor en el ingenio, Carlota no tenía iniciativa porque el doctor era uno de esos hombres de mundo que se imponen suavemente y que cohíben a los que les rodean. Los mejores oculistas de La Habana, llegaron con el doctor Laplana para la consulta.

Carlota entre tanto hombre eminente, sentía un miedo horrible: el temor de que fuese descubierto su crimen, la exaltaba sin cesar. Tan pronto como le fue posible, hizo desaparecer la pomada que usaba Maura en el cabello, para que no quedaran vestigios de su maldad.

La perturbación de la conciencia anonada y abate: la audacia de Carlota se convirtió en timidez. Ella quiso presenciar la consulta, por no mostrarse indiferente ante la desgracia de la ciega. El juicio de aquellos sabios le asustaba.

Temía que por el más leve detalle pudiera ser descubierta, y procuraba no descuidar ninguno.

Aureliano sostenía a Maura ayudado del aya de Carlota, pues la pobre ciega estaba dominada por el mayor abatimiento.

Se trataba de su vida o de su muerte, porque para ella la vida era el amor. Su conciencia no la permitía unirse a Aureliano siendo desgraciada y si no se unía a él, moría de pena. Así es que esperaba el fallo de los médicos con temor y esperanza, y por eso crecía su agitación a cada palabra de estos. Maura conmovió a los doctores con su figura simpática, y les inspiró vehemente deseo de curarla.

Después de haberla reconocido, convinieron todos en que estaba envenenada.

Al oír esto, Carlota se estremeció, pero pronto se repuso procurando que nadie lo advirtiera.

Aureliano no pudo imaginar que el veneno procediese de la maldad de su prima.

La joven presentaba un raro caso patológico. El doctor Laplana manifestó que alguna sal de atropina había producido la intoxicación, pues los síntomas eran infalibles: rubicundez de la piel, especialmente en el rostro, dilatación de la pupila y delirio. A la sal de atropina se había mezclado también, otra sustancia venenosa que había producido atrofia en el órgano óptico.

En la consulta quedó resuelto que la medriasis sería atacada con seguridad de éxito y que también el cerebro de la enferma, funcionaría en breve con toda regularidad.

Al oír el diagnóstico, distintas emociones hubiera conocido un observador en los circunstantes.

Con la mayor rapidez procedieron a la curación.

Tras de constantes cuidados Maura recobró la vista: en los primeros días le quedó gran debilidad en el órgano visual; pero el uso de unos anteojos completamente opacos, con un agujerito en su centro para hacer converger los rayos de la luz sobre la retina, dio muy buen resultado.

La fe de Maura fue premiada, lo mismo que los nobles sentimientos de Aureliano.

Los perversos intentos de Carlota no pudieron triunfar.

Los notables médicos consagrados al estudio del difícil caso, experimentaron el placer de salvar a la joven, y este fue el mayor premio a sus desvelos.

XIX

La familia Brasel abandonó el ingenio y se trasladó a la capital de Cuba, punto de su residencia habitual y de su predilección. Aureliano tuvo que marchar a Roma a terminar sus estudios pictóricos, para los cuales había nacido con brillante aptitud.

Para ser libre necesitaba una posición obtenida dignamente por sí mismo: sin esta, su emancipación era imposible y tenía que continuar, moralmente, tan esclavo como Maura. Su padre se oponía fuertemente a que elevase a esta a más alto rango y eran temibles los elementos de que disponía el negrero para hacer la oposición.

Aureliano marchó tranquilo al ver a Maura completamente restablecida, y altamente halagado porque el doctor continuaría velando por la joven, a la cual quería paternalmente.

Impulsado por sus sentimientos, Aureliano lo encontraba todo fácil y breve: cuando el amor guía nuestros pasos, corremos con gran velocidad.

Entretanto, Maura esperaba, y la esperanza es la vida del espíritu.

La ternura del doctor y los mil consuelos que la prodigaba, dulcificaban los pesares de Maura, producidos por la ausencia de su adorado.

En los primeros meses de ausencia, Maura recibió frecuentes cartas de Aureliano y con ellas vivió más feliz; pero pronto le fue negada esta dicha.

El doctor que recibía la correspondencia, se vio privado totalmente de las noticias de Aureliano.

Maura lloraba constantemente, creyendo que este la había olvidado, y el doctor se esforzaba en asegurarla que no creía en ese olvido tratándose de Aureliano.

Carlota que no podía herir directamente a Maura, porque la amparaba con fuerte escudo el doctor, había interceptado la correspondencia de su primo.

Para ello se había valido de mil medios ingeniosos que siempre encuentran los malvados.

El silencio de Aureliano se prolongaba más y más: el doctor apenas podía hacer frente a la desesperación de Maura. Él por su parte llegó a creer que la vida bohemia que en Italia llevan los artistas, distraía los sentimientos amorosos del joven.

Así es que los consuelos que el doctor prodigaba a Maura, iban siendo cada vez menos eficaces, porque los prodigaba sin fe.

Una tarde fue el doctor a visitar al señor de Brasel y encontró que había salido con su sobrina Carlota: Maura aprovechó esta oportunidad para comunicarle al doctor un proyecto que acariciaba con entusiasmo.

Tan pronto como el doctor tomó asiento, la joven le dirigió la palabra en estos términos:

—Espero, querido doctor, que me ayudará usted a conseguir lo único que anhelo hoy.

—Si te conviene, cuenta conmigo.

—¡Oh! sí me conviene, pues se trata de la salud de mi alma. He reflexionado que ya no debo esperar nada de los hombres y todo de Dios. Mi esperanza está muerta, he sido burlada en mi fe hacia Aureliano, mil peligros me amenazan entre las personas con quienes vivo, y quiero, ya que es imposible para mí la dicha, encontrar una tranquilidad que me compense de cuanto he sufrido. Se va a fundar un convento dedicado a las que pertenecen a mi raza: esa idea la han esparcido señoras generosas, que están dispuestas a privarse de las esclavas que tengan vocación y méritos, para consagrarse al servicio de Dios, y yo aspiro a que alcance usted para mí, una plaza en el convento. Como me odian en esta casa, accederán al ruego de usted.

El doctor exhaló un suspiro y después contestó con energía:

—Jamás te ayudaré en ese propósito.

—¡Es decir que también usted me abandona, doctor!

—Tú eres la ingrata que anhela dejarme.

Algunas lágrimas rodaron por las mejillas del doctor, y cuando se las hubo enjugado exclamó:

—Cansarse de la lucha de la vida es de almas cobardes, encerrarse en el claustro, es inutilizar una existencia, es suicidarse moralmente. Ofrecerse a Dios cuando faltan las fuerzas para la batalla de la vida, es ofenderle: en medio del mundo se le puede servir fielmente, y es más meritorio que encerrarse en el claustro. Creo firmemente que tengo asegurada la salvación de mi alma y encerrado en un convento, tal vez no la hubiera alcanzado. He hecho mi vida útil a mis semejantes, porque desgraciadamente siempre he encontrado hogares sin amparo, y a los cuales he llevado el consuelo, desvalidos a quienes he protegido, náufragos del alma, a los que he tendido una tabla salvadora. No, mil veces no, mientras en el mundo haya afligidos a quienes consolar, injurias que perdonar, almas que fortalecer, huérfanos, ancianos, enfermos e indigentes; se necesitarán hermanas de la caridad que velen, al lado del afligido; mas no mujeres que se encierren en los conventos, para pasar los años rezando. Mi noble profesión, que es el mejor de los sacerdocios, me ha proporcionado la ocasión de hacer un bien que no hubiese hecho en un convento.

Los que se dedican a mi profesión son héroes sin palma, mártires sin corona; porque los mártires de la religión tienen panegiristas que los ensalzan, pontífices que los canonizan, y los héroes de la guerra, poetas que les cantan; pero el médico sucumbe herido de la peste contagiosa, sin que su nombre quede grabado en los anales de la historia. Despreciar la existencia propia, por atender a la de los demás, es meritorio, es generoso; es una virtud hija de la mayor abnegación; pero gastar la existencia entre las frías paredes del claustro por librarse de los dolores morales, es cobardía.

Maura estaba anonadada ante las enérgicas frases del doctor: a medida que la exaltación hacía palidecer a Laplana, ella enrojecía de vergüenza, considerándose muy pequeña ante aquel ser tan superior.

—Maura, no te asombre mi agitación, sin saberlo me has abierto una profunda herida: yo le tengo horror al convento, porque mi hija, mi única hija murió en él.

—Perdone usted doctor, lo ignoraba completamente.

—¿Puede haber nada igual al dolor que siente un padre al verse abandonado por su hija cuando esta se encierra en el claustro? ¿Es laudable el sentimiento que arrebata a una joven de los brazos de su anciano padre, para dejarle triste y solo?

Paréceme cobarde renunciar a los deberes de la vida, para entregarse a las perezosas melancolías del claustro.

A las almas pequeñas les seduce el atractivo del eterno reposo por carecer de valor para resistir los embates del mundo. Mi hija al abandonarme, no se sacrificó; me inmoló a mí.

Hay momentos en que soy impío ¿puedo amar la religión que me arrebató a mi hija?

Cuando mi hija debía llenar el vacío que me dejó la prematura muerte de su madre, me he tenido que contentar con verla a través de fúnebres celosías, sin abrazarla jamás. No he sabido lo que eran lágrimas, hasta que mi hija entró en el claustro, pues antes de ese triste suceso, las lágrimas eran en mi opinión, un poco de agua, una secreción mucosa, fosfato de sosa y fosfato de cal... después ¡ah! después he sabido que las lágrimas son sangre del alma.

El doctor lloraba y Maura le decía sollozando:

—Domine usted esa aflicción, usted que es tan fuerte, usted que ha sabido sufrir tanto; demuestre su heroísmo hasta el fin de la jornada.

—No puedo más: es muy grande mi dolor. Por vivir unos momentos al lado de mi hija, tuve el bárbaro valor de asistir a la ceremonia de profesión.

Tú no te puedes figurar lo bella que estaba Rosina, cuando vistió por última vez el traje mundanal.

Las novicias contemplaban con horror las galas que representaban a Satanás, y de las cuales Rosina tenía que abjurar; mas yo la encontraba fascinadora con ellas.

La superiora me había preparado un banco en el presbiterio; pero no lo acepté y me sostuve en pie, apoyado en una columna de la iglesia. El dolor me petrificó de tal modo que trocó mi sensibilidad en idiotez, y asistí a toda la ceremonia semejándome a un curioso o a un indiferente.

—Doctor, doctor —exclamó Maura—, no resucite usted esos recuerdos que le atormentan.

—No lo creas, siento gran bienestar hablándote de cuanto se relaciona con mi hija; además, están muy vivos mis recuerdos y concentrados en mí mismo, toman más fuerza. Tal vez al comunicarlos pierdan alguna intensidad, y esto me aliviará.

—Si es así, puede usted continuar.

—Empezó la ceremonia al resplandor de cien luces y de armonías y perfumes, que hacían más solemne el holocausto. Rosina se dirigió al altar con paso firme. Yo no recuerdo lo que sentí.

Pronunció las palabras sacramentales que separan para siempre del mundo, y rechazó con el pie el rico almohadón de terciopelo bordado en oro, que exige el ritual de la ceremonia. El sacerdote se quitó sus ornamentos, subió al púlpito con solo el alba y por medio de un discurso sencillo y patético, describió la felicidad de la vida religiosa, las tribulaciones y la paz de la virgen que se consagra al Señor. Acabado el discurso, se puso sus vestiduras y continuó el sacrificio.

Rosina se arrodilló al pie del altar...

El doctor se quedó un instante sin poder articular una sílaba. Maura creyendo que se desvanecía, le aproximó un frasco de colonia.

—No te asustes —continuó—, es un ligero vértigo.

—Doctor, hablemos de cosas más agradables.

—No es posible para mí. Además, quiero que conozcas bien los detalles de esa cruel ceremonia, para que te espante como a mí.

Maura bajó la cabeza.

El doctor prosiguió:

—Dos monjas presentaron las tijeras para cortar su hermosa cabellera.

En aquel momento me sentí helado, creí que el acero de aquella tijera, había tocado mi corazón. Al caer los dorados bucles en la bandeja, pensé que el templo se desplomaba. Uno de aquellos hermosos bucles, rodó por la alfombra y lo recogió una piadosa mujer, besándolo con ternura. Mis lágrimas aumentaban. La concurrencia no se fijaba en mí, estática ante el drama religioso que se estaba representando. La multitud devora con los dientes de la curiosidad, lo mismo un suceso doloroso, que un acontecimiento placentero. Todavía presencié lo más desgarrador: Rosina tuvo que acostarse en un ataúd para expresar su rompimiento con el mundo. La colocaron en una caja blanca cubriéndola con un paño funeral, y encendieron cuatro hachones. El sacerdote empezó a rezar el oficio de los difuntos y las religiosas lo continuaron. Cuando alzaron el paño fúnebre, Rosina permaneció inmóvil con el crucifijo en la mano. Su inmovilidad la dio aspecto de muerta. Creí que me iba a desmayar.

Rosina abrió los ojos tranquilamente, y me buscó entre los concurrentes; pero tuve buen cuidado de que no me viese. Por fin se la llevaron a la sacristía, luego oí débilmente la ceremonia de los cerrojos que indican encierro eterno, y la multitud se dispersó.

Mi amigo me sacó del templo y me llevó a su casa.

Desde entonces perdí la alegría completamente.

Nuevos dolores han destrozado mi alma; al volver de un largo viaje, fui al convento y con glacial serenidad, me dijo la superiora que sor Rosina había volado al cielo.

Mi pobre hija había muerto de anemia, como la mayor parte de las jóvenes que se encierran en los conventos, de asfixia cual las flores aprisionadas en cárceles de cristal.

El relato del doctor conmovió tanto a Maura que la hizo exclamar:

—Quede usted tranquilo, querido doctor, que yo no le abandonaré: renuncio a mis proyectos, si Dios le ha quitado a usted una hija, debo reemplazarla yo. Mientras usted exista, no dispongo de mí; me concreto a ser su consuelo. Si por usted no he puesto fin a mis días, tampoco debo encerrarme en un convento ya que para usted equivaldría a lo mismo.

—Sí, hija mía, Dios te colmará de bendiciones. Gracias, mil gracias; todo el bien que he prodigado, no vale lo que tu ofrecimiento. Consagrarte a mí, es consagrarse a un desdichado, sin apoyo ni sostén. ¡Cuán buena eres!

—Usted me enseña a serlo, doctor: fijas en mí las ideas religiosas de la que me sirvió de madre, creí que el mayor grado de virtud era encerrarse en un convento; pero usted que es un hombre de talento, reñido con toda rutina o superstición, me dice otra cosa, y me convence su doctrina.

—Me felicito de que tu clara inteligencia acoja la razón. Los dos podremos practicar la caridad en el más alto grado. Yo te haré comprender que el mejor culto que se puede ofrecer al Hacedor, es el cumplimiento de nuestros deberes.

—Sí, querido doctor, usted con su ejemplo me inspirará la resignación que necesito, para sufrir el olvido de Aureliano.

—Ten fe, yo no desconfío de él.

—Su conducta no tiene disculpa.

—Hay en la vida apariencias, que condenan al más inocente. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?

Esta conversación fue interrumpida por la llegada del señor de Brasel.

XX

El tiempo se deslizaba con vertiginosa rapidez, y los pesares de Maura no se mitigaban: para todo tenía fuerza la desdichada joven, menos para sufrir el olvido de Aureliano.

El doctor dio mil pasos para averiguar si se hallaba interceptada su correspondencia, pues desde que no recibía las cartas que Aureliano le dirigía para Maura, tampoco recibía las de sus amigos.

Después de mil ideas complicadísimas, le ocurrió al doctor la más sencilla de todas.

Procuró ver sola al aya de Carlota y trató de ganarse sus simpatías.

No tuvo que hacer grandes esfuerzos, pues la anciana le debía al doctor tiernos cuidados y además se compadecía mucho de la desgraciada Maura.

Pronto se pusieron de acuerdo y se decidió que el aya registraría los papeles de Carlota.

El aya al practicar esa acción se violentaba mucho, pero la idea de consolar a la joven, borraba sus escrúpulos.

Además, el doctor le había asegurado su sustento, si Carlota lo descubría todo y encolerizada la arrojaba a la calle.

Las pesquisas del aya tuvieron un éxito feliz: toda la correspondencia de Aureliano, se hallaba en poder de Carlota, pasando después a manos de Maura.

Gran regocijo experimentó la joven al ver tantas páginas dirigidas a ella; pero la carta que más absorbió su atención y la inundó de dicha, fue la que intentaremos trascribir. Véase:


París, 26 de mayo. Maura de mi alma: Un siglo de dolor me va pareciendo el tiempo que trascurre sin ver tu letra; pero mi fe no desmaya, únicamente sufro, porque te creo víctima de alguna infame asechanza.

Ya lo sé: tú me amas siempre, el olvido no es posible entre tú y yo. Si no he muerto de pena, es porque confío en la protección del doctor que, si ha sido ineficaz para dar con los medios de que se valen tus enemigos, para tenernos incomunicados, no lo será contra cualquiera idea agresiva que alienten contra ti.

Te participo que mi regreso será muy pronto. Hace quince días que me hallo en esta Babel y solo me detienen algunos asuntos que pronto ventilaré.

En Roma he dejado grandes simpatías y he obtenido una plaza en la Escuela de Pintura, con un buen sueldo. Ya no necesitamos nada de nadie; vuelo a tu lado, un sacerdote bendecirá nuestra unión y nos instalaremos en Roma, que es para mí el mejor Edén.

¡Ah! ¡si por casualidad recibes esta, cómo sonreirás de felicidad!

No quiero hablarte de Roma, porque como será nuestra segunda patria, tú irás viendo detalladamente las bellezas que encierra.

Te hablaré un poco de lo que más me deslumbró en París, por si esta carta llega a tu poder.

Fui a la plaza del Arco de Triunfo, y desde aquella altura contemplé por primera vez a París y sus alrededores, a vista de pájaro. Me coloqué en el centro de los cuatro arcos que forma ese monumento romano acabado por Luis Felipe, y divisé los doce boulevards o avenidas que parten de allí, y se pierden sin que la vista alcance el fin de ellos.

Después me apresuré a visitar a Nuestra Señora de París, templo tan idealizado por los literatos franceses: tiene tres puertas ojivales y está rematado por un frontón triangular, sostenido por veintidós columnas, con preciosos bajo relieves, grupos y pinturas al fresco.

Entre los templos de otros cultos, sobresale la iglesia griega (rusa) de estilo greco-moscovita, bellísimo y caprichoso.

Los palacios me parecen soberbios: el Louvre, las Tullerías, Luxemburgo y Real, son notables por su riqueza y grandiosidad, y por sus pabellones y pilastras dórico-jónicas, frontones artísticamente esculpidos y galerías de estatuas.

El palacio de la Justicia es imponente, domina en él, el orden corintio.

El museo de pintura tiene una riqueza incalculable; el museo de dibujo encierra 35544 ejemplares de todas escuelas, incluso la India y la China.

El de grabado contiene 5000 ejemplares y planchas.

¡Cómo embriaga el arte y cómo hace soñar!

No es menos notable el pabellón egipcio: allí tienen científica y honrosa representación, los objetos arqueológicos.

El pabellón de Napoleón III, es indescriptible.

He visto varias bibliotecas: las más notables son la de Mazarino, Arsenal, y Louvre, y como instituto admirable, el Conservatorio de Artes y Oficios.

Lucen desde las artes de reproducción hasta la óptica, con todos sus aparatos; desde el arte mecánico, con todas sus manifestaciones y objetos de fábrica y productos de porcelana ingleses, del Japón y de Sèvres, hasta los productos químicos; desde la relojería, hasta la colección de pesos y medidas; desde los productos minerales, hasta las máquinas e instrumentos más modernos en todos los ramos. Aquí toman las cosas un aspecto muy grandioso.

No soy más extenso, porque me asalta el temor de que se pierda esta, cual las anteriores.

Adiós, vida mía, haz presente a nuestro querido doctor, el testimonio de mi gratitud. Como tus cartas no llegan a mí, desisto de escribirte, ya que pronto tendré la inefable dicha de abrazarte y no separarme jamás de ti.

Tuyo. AURELIANO.


La lectura de esta carta dejó a Maura abismada por algunos segundos: sus fuerzas muy gastadas por el sufrimiento, no la permitían soportar tan fuerte emoción. Sin embargo, como es más fácil reponerse de una emoción grata que de una dolorosa, animose, y se prosternó para elevar al cielo una plegaria.

El doctor experimentó vivísima alegría, al saber lo ocurrido.

Las cartas volvieron al dominio de Carlota, y esta no se enteró de nada.

Las conversaciones de Maura y el doctor tenían un tinte muy rosado; parecían haberse rasgado los negros crespones de sus horizontes.

El doctor no era más que el eco de las penas y alegrías de sus amigos.

Maura solo pensaba en Aureliano, que equivalía a pensar en sí misma. La felicidad es egoísta.

XXI

La época de los baños había llegado y Maura al acompañar a Carlota se sumergía también en el mar, obedeciendo las prescripciones del doctor.

Como Carlota no poseía las dulces gracias y méritos de su sexo, había aprendido las habilidades del sexo fuerte.

En equitación, esgrima y natación, se hallaba a gran altura; sus miembros se habían desarrollado notablemente, con los ejercicios a que tan afecta era, y habían adquirido un vigor extraordinario.

La hora del baño era su momento de gloria, el triunfo de su vanidad.

Mientras los bañistas la contemplaban desde la playa, asombrados por la agilidad que desplegaba para nadar, ella sonreía orgullosa pensando que, siquiera una vez, era objeto de la atención general. Sobre todo, al impulsar a Maura a que la siguiese, y ver que la joven se quedaba muy atrás, su gozo era completo.

Maura intentaba obedecerla por temor; pero sus débiles fuerzas no la permitían esos ejercicios.

Carlota gozaba al observar la debilidad de Maura.

Esta, ajena a todo sentimiento de vanidad y dotada de una naturaleza poética, se entregaba a las más dulces emociones, contemplando el magnífico espectáculo que ofrecía el mar.

Mientras nadaban como sirenas, Maura creía ver en el fondo del océano, islas de nácar habitadas por diosas marinas, grutas de cristal pobladas de nereidas, palacios de coral donde danzaban ninfas extrañas, adornadas con flores acuáticas. Su fantástica imaginación la trasportaba a los tiempos mitológicos, y soñaba encontrar a Neptuno de pie sobre las olas, enfrenándolas con su tridente; o sentado en una carroza formada por una concha inmensa, con ruedas de oro y caballos alados. No faltaba para completar su ilusión, el cortejo de delfines y tritones, adornando la carroza con algas marinas.

El mar que es magnético, fascinaba a Maura, creando en su inteligencia ideas y sueños nada vulgares.

En la cerúlea superficie del mar, veía a la aurora tejiendo con sus rosados dedos, áureos hilos para formar los inimitables encajes de las nubes, y vestir al cielo de gala, con gasas y tules de colores indescriptibles. Las espumas diamantinas, formando montañas nevadas, grecas caprichosas, festones de plata, cintas bruñidas y otros recortes extraños, las arenas argentinas o doradas, las estelas fulgurantes despidiendo gotas de luz, las brisas con sus blandos quejidos y las esferas con sus melodías indefinibles, exaltaban su cerebro propenso a inflamarse.

Era la estación de las mariposas y de los gorjeos, las brisas cantaban, las flores al besarse, producían con sus besos armonías seductoras, los arroyos murmuraban con acentos desconocidos, las aves entonaban himnos de amor, las montañas renovaban sus musgos, y ardiente savia circulaba por todas partes, animando con océanos de vida, toda la naturaleza.

La decoración se cambió: una tarde salieron a tomar el baño nuestras nadadoras, era día de gran marea, y el mar estaba agitadísimo. Ningún bañista prudente se echó al mar; pero Carlota queriéndose hacer admirar, para que contrastase más su intrepidez con el temor de los espectadores, se arrojó al mar obligando a Maura a que la siguiese.

Todos les dijeron que era una temeridad tomar el baño en aquel día; pero Carlota confiando en sus fuerzas, quiso exponer con satánica intención la vida de Maura. Los revueltos elementos favorecían su plan para hacer desaparecer a la joven, quedando ella impune.

La tarde estaba encapotada, parecía un día de difuntos, un día del negro mes de noviembre, poblado de fantasmas y terrores, de cuervos y lechuzas, un día del mes de los tedios, las hipocondrías y las supersticiones. Una cortina de niebla cubría el horizonte, toda la cólera de los elementos, se había desencadenado furiosamente. Las olas se elevaban tan altas, que parecían bajar del firmamento en forma de nubes, absorber el agua del mar y descargarla sobre las cabezas de las nadadoras. Carlota avanzaba, gritando con pequeños intervalos, estas palabras:

—Cobarde, adelante; sígueme porque si no, te mandaré dar cien azotes.

A Maura se le acababan las fuerzas. Hubo un momento en que elevó su pensamiento y su mirada al cielo con medrosa actitud.

Cuando no creía en el amor de Aureliano, la muerte le parecía bella; pero en aquellos momentos en que le esperaba, y veía próximo a realizarse su deseo, tenía fe en la dicha y anhelaba vivir.

Entretanto, los rugidos del mar las dejaban sordas momentáneamente.

Parecía que las rocas vociferaban, se oían aullidos feroces y una gritería diabólica; como se hubiese escuchado en una reunión de hidras, euménides, parcas y demás furias infernales.

Hasta el cielo presentaba un negro aterciopelado, que le hacía semejarse a un templo en día de funerales.

A veces brillaba un relámpago cual serpiente de fuego, semejando un incendio.

Del espacio parecían rugir ángeles exterminadores.

La tarde moría y los bañistas que esperaban la vuelta de las nadadoras, estaban muy impacientes.

Por fin decidieron enviarles unos marinos dedicados a auxiliar a los imprudentes bañistas que exponían sus vidas.

La noche se cerró, y el mar brilló cubierto de una sábana luminosa, semejante a esos tules de brillante escarcha, que emplean las mujeres en sus trajes de baile. A efecto de los gases atmosféricos, salieron a la superficie del mar, miríadas de infusorios flamígeros, prestándole una fosforescencia, mágica y sorprendente.

Ráfagas errantes producían un brillo metálico, un resplandor rarísimo, que no se parecía ni al fulgor del relámpago, ni a un incendio ni a un fuego fatuo. Era una claridad siniestra que daba miedo, una reverberación imponente, indescriptible y aterradora.

Los marineros querían compararla al brillo extraño de los colibríes marinos, o a la fugaz estela que dejan los peces-lunas, y no le encontraban bastante parecido. La fosforescencia de que nos hablan Quatrefages y Becquerel, puede darnos una idea aproximada del espectáculo que ofrecía el mar en aquellos momentos. Centelleaban las olas despidiendo chispas de fuego, que encendían las cabelleras de las nadadoras. Las cabezas de las dos jóvenes parecían ígneas. Las olas unas veces las sepultaban en el mar, como en una tumba de hielo, y otras las alzaban sobre la superficie, meciéndolas en una cuna de espumas. Carlota, ebria por el ardor de venganza que la animaba, desconocía el peligro, y se dejaba empujar mar adelante. Si en aquel momento hubiera pensado en la segura muerte que la esperaba, se hubiese dejado arrastrar impávida por las olas, por el gusto de que sepultasen estas a Maura.

Su razón la iluminó un instante y la hizo exclamar:

—Estamos perdidas, pues bien, no importa, muramos las dos, cuando regrese mi primo, se encontrará sin ella.

Su acento era fatídico, al pronunciar aquellas palabras.

Los marineros habían avanzado y tendieron un cable a Maura, que no habiendo podido seguir a Carlota, luchaba sin fuerzas contra las olas, muy distante de ella.

Un marino se echó al mar y cogió a Maura medio desmayada. Cuando entró esta en el bote salvavidas, ya iba aplacando la tormenta.

—Avancemos para alcanzar a la otra —exclamó un marinero, mientras los demás prestaban delicados cuidados a Maura.

Alumbrados por la fosforescencia, dominaron con un anteojo de mar grandes lontananzas; pero nada pudieron divisar.

Después de largas horas se convencieron de que el mar se había tragado a Carlota, y se dirigieron al puerto bastante abatidos, por no haber podido arrancar dos víctimas a la muerte.

Los salvajes rugidos del mar, fueron la música fúnebre que acompañó a Carlota en sus últimos momentos.

¡Demasiado grande fue aquella tumba para alma tan pequeña! ¡No merecía tanto el verdugo de Maura!

Cuando depositaron a Maura en una cama preparada al efecto, el señor Laplana acababa de llegar consternado por el suceso. Al abrir los ojos, la joven encontrose con la dulce mirada de su protector.

Dos semanas después de lo ocurrido, llegó Aureliano de París. La alegría de ver a Maura, embargó tanto su espíritu que no le permitió afligirse mucho por el luctuoso acontecimiento. El señor Brasel fue el único que sintió verdaderamente la desgracia. Quizás el abatimiento profundo por la inesperada muerte de su sobrina, acaso el verse libre de la pérfida influencia de esta ejercida contra Maura, o tal vez los achaques que iban precipitando su vejez, le hicieron mirar benévolamente el casamiento de su hijo con la mulata. Verificado ya, Aureliano habló a su padre de marchar a Roma; pero él le contestó que sintiéndose viejo, necesitaba su ayuda, para la administración de los intereses y que no debía partir.

Maura se hallaba anonadada por la rapidez con que se habían deslizado tantos y tan notables acontecimientos, en un breve plazo. Contrarias impresiones turbaban su espíritu. Su delicada salud que los sufrimientos habían quebrantado, no la permitía entregarse con vehemencia a las expansiones de la felicidad.

La dicha había llegado para ella, pero había llegado demasiado tarde. Debilitadas sus fuerzas por tantos sufrimientos, no pudo soportar las exaltaciones de su ventura.

Hay seres que sucumben por exceso de felicidad.

XXII

El féretro de Maura se halló tan cerca de su tálamo nupcial que, para ir desde este a aquel, solo dio un paso.

Las luces crepusculares de lánguida tarde proyectaban fantástico resplandor, iluminando débilmente los soberbios mausoleos, y las humildes tumbas del cementerio de Colón en La Habana.

Una modesta sepultura, cercada de una pequeña valla formada por flores trepadoras y yerbas aromáticas, ostentaba una lápida sepulcral, leyéndose en su blanco mármol la siguiente inscripción:


¡Maura! ¡solo es muerte el olvido!


Arrojadas al suelo y entre blancas flores, se hallaban unas cadenas de hierro, con varios eslabones sueltos. Las cadenas rotas se prestaban a mil comentarios. Tratándose de la mulata eran una doble alegoría.

Todas las tardes era visitada la humilde sepultura por una anciana, un hombre de avanzada edad y un joven que vestía luto riguroso.

El joven era Aureliano, acompañado de la anciana aya y del doctor. Los tres renovaban con piedad ferviente las flores del sepulcro de Maura, los tres vivían anhelando reunirse con ella, pues no encontraban encantos en la existencia, desde que Maura había dejado de existir.

¡Maura! este nombre era para ellos el foco de luz hacia donde convergían sus pensamientos. La atrevida inscripción del sepulcro, era cierta.

La inscripción de aquella tumba, impulsaba a la meditación: era el desafío del espíritu a la materia, queriendo dar vida a la muerte por medio del recuerdo; era el último acento de un corazón apasionado que anhela eternizarse; era el desprecio hacia todo lo perecedero, era una constante aspiración a lo inmortal.

Ante aquella sepultura, se sentían impresiones desconocidas que no inspiraban los soberbios mausoleos, los regios alcázares de la muerte.

El mármol de aquel sepulcro, parecía menos frío que el de los otros, y es que lo habían caldeado lágrimas de fuego.

Ante aquella tumba se rendía gran culto a la muerte.

¡No muere la criatura verdaderamente, hasta que no se ha extinguido su recuerdo, en el corazón de los que la han amado!


México, 1888.


Publicado el 21 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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