Agua de Nieve

Concha Espina


Novela



A ISABEL CARRANCEJA

Amiga y señora: Recibid con buen semblante esta novela, nacida en noble cuna, pues se escribió en vuestra casa al amparo de generosa hospitalidad. Si la dulzura del asilo que me disteis y la grandeza de esas marinas y paisajes montañeses no fueron parte á producir obra más bella, cúlpese á mi pobre ingenio, harto ruin, que no supo recoger de tantas hermosuras sino vedijas de niebla, pedazos de hielo y salitres de la mar. Pero la lumbre de vuestro corazón, al reflejarse en estas páginas, habrá de encenderlas con suavísimos resplandores, como sol de Mayo, alegría del agua y de la nieve...

Concha Espina


LIBRO PRIMERO. LA VIAJERA RUBIA


I

en el lazareto de san simón.—regina de alcántara.—el espejo turbio.—los misterios de una noche de mayo.—la felicidad descalza.

Tocó el bote dulcemente en la tierra, tierra frondosa y húmeda que emergía de las aguas como un jirón de los blandos vergeles submarinos. Regina de Alcántara, moza elegante y gentilísima, de ojos negros y cabellos rubios, desembarcó de un salto, rápida y leve, sin advertir que un pasajero le tendía, solícito, la mano. Dió la muchacha algunos pasos por la costa, con visible emoción, y, de pronto, hincándose de rodillas, hundió en la hierba fragante el demudado rostro. Acarició la mullida tierra con un largo beso y levantóse después; miró en torno suyo algo confusa, y como el mismo pasajero se acercara á decirla:—¿Llora usted?—ella, riendo, contestó:—No lloro... Es que la pradera me ha mojado con sus lágrimas... Esta tierra mía del Norte siempre está llorando...

Pero á Regina se le empañaba la voz al dar esta respuesta y le temblaban las manos al enjugarse las mejillas con el pañuelo. Volvió á quedarse quieta y muda, entre risueña y llorosa, mirando cómo desembarcaban en bulliciosos grupos los demás viajeros: gente humilde, repatriados pobres, de traza miserable algunos, espumas y relieves de la emigración española, que arrojaba en la costa de Galicia aquel gran trasatlántico Iguria, negro y humeante, presto á zarpar con rumbo á Francia. Los recios perfiles del navío se recortaban á lo lejos sobre el fondo verde obscuro del mar, bajo un cielo sereno, entoldado por gasas vacilantes de niebla y de sol.

Una señora, de semblante dulce y triste, que acababa también de saltar á tierra, cogía, de manos de un marinero, el equipaje menudo de Regina y lo colocaba en el suelo á los pies de la absorta muchacha. Pronto el «cabás» elegantísimo, la maletita de espeso correaje, el portamantas abrazado á los abrigos, las cajas y estuches, formaron alrededor de la señorita un copioso cerco. En el bote, donde los marineros aligeraban á saltos la carga de pintorescos atalajes, se mecían, bien arropados en sus fundas de lona, los enormes baúles de la interesante viajera. Absorta estaba todavía, mirando al mar de hito en hito, cuando la señora del semblante triste la tocó suavemente en el brazo, para decirle, como quien despierta á un soñoliento:

—¡Eh!... ¡Que ya estamos en San Simón!

Volvió Regina la cara con lentitud, y pronunció vagamente:

Sí... ya lo sé...

Miraba á su lado con hastío, como si la necesidad de ocuparse en algo práctico la produjese grave repugnancia. Vió que dos mozos del Lazareto se le acercaban, serviciales, y confióles al punto los trebejos, indicando que deseaban una de las mejores habitaciones del hotel.

—Podrá elegir la señorita, porque no hay pasajeros más que en el pabellón de tercera—le replicaron.

Y siguiendo una vereda adoselada entre los árboles soberbios, detuviéronse en un recodo del camino, ante una caseta rodeada ya por buen golpe de repatriados.

---Tienen ustedes que «pasar por el médico»—advirtió un mozo.

En el dintel de la puertecilla, rotulada con el aviso, Sanidad, aparecióse un empleado del Lazareto, que gritó:

—¡Pasajeros de primera! A ver... Por familias...

El caballero que antes habló á Regina, se acercó á ella sonriendo:

—Somos los únicos—dijo—; pasen ustedes.

Entraron las señoras, y un médico, joven y buen mozo, las pulsó ligeramente y las hizo algunas breves preguntas, de pura fórmula, para declarar que se hallaban en perfecto estado de salud. Un ayudante confrontaba las listas de los pasajeros, y apuntando los nombres en su libro, leía en alta voz: «Doña Regina de Alcántara, soltera, veinticinco años, pasajera de primera clase para Vigo... Doña Eugenia Barquín, soltera, cuarenta y ocho años, ídem ídem...» Les dieron á entrambas un pequeño pasaporte que debían entregar al encargado del hotel, y fueron despedidas cortésmente, no sin que Regina preguntase:

—¿Es verdad que no hay enfermos en la isla?

—Ninguno—respondióle el doctor, muy diligente.—Hubo, hace días, una defunción entre el pasaje que vino del Brasil, y ustedes traen patente sucia, por haber tocado en Río de Janeiro; pero sólo estarán aquí unas horas, pues no desembarcó ningún enfermo declarado por la sanidad de á bordo.

El empleado de las anotaciones murmuró, mientras escribía:—Daniel de Alcántara, soltero, diez y nueve años, fallecido en la travesía, á la altura de...

Regina volvió la cabeza, vivamente, al oir el fúnebre dictado. Sorprendió el médico la actitud de la joven, y reparando en la igualdad de los apellidos, preguntó:

—¿De la familia de usted?

—Mi hermano—balbució la muchacha. Y turbada y ligera salióse del pabellón, seguida por los ojos del médico, inquisitivos y galantes.

Diez minutos después se destocaba Regina en su estancia ante un espejo de infame luna, que hacía temblar las imágenes, desfigurándolas con matices verdosos y alteradas líneas. Volvióse la joven con inquietud hacia la señora que acomodaba el equipaje:

—Oye, Eugenia, mírame—exclamó.—¿Tengo la cara verde?

—No, mujer, ¡qué ocurrencia!

—Pues aquí me veo lívida.

—Será el reflejo de los árboles, ó la calidad del espejo; tú tienes buen color.

—Ahora me he vuelto aprensiva... Es tan fácil enfermar... y morir en plena juventud...

La señora, sin abandonar su trajín, respondía con razonada persuasión:

—Danielito estuvo siempre delicado... Acuérdate que desde pequeño era un nene cativo, siempre en cuita; no tenía resistencia para desarrollarse... Tú no pareces hermana suya; eres sana y fuerte.

—Sí; eso es verdad—declaró Regina con visible gozo. Irguióse arrogante, se miró las manos y las uñas y giró hacia el espejo la cabeza, pero sin atreverse á consultarle otra vez, señalósele á Eugenia, diciendo:

—No te mires... Creerías que tienes ictericia, y, además, sentirías náuseas y mareos, lo mismo que en el camarote.

Alzó los brazos para desprenderse las horquillas, y sobre sus hombros gentiles, cayeron lánguidas, unas guedejas de pelo dorado, fino y débil, en melena corta, como la de una niña. Aquel cabello sérico y laso, de traza infantil, contrastaba, de manera singular, con los ojos negros y apasionados de la moza y con toda su figura, fuerte y mimbreña, de actitudes algo varoniles.

Con el cabello suelto y flotante acercóse Regina al balcón y, abriéndole, se quedó recostada en la barandilla, acariciando con sus ojos profundos y ardientes las arboledas, ya sombrías en la caída de la tarde. Brotaba de la tierra una humedad fragante y deliciosa, el denso olor de la campiña del Norte, dulce beleño del alma y de los sentidos; el aire salobre de la mar, mezclándose con el perfume agreste, movía las frondas suspirando.

Se oyó la voz de Eugenia desde el fondo de la estancia:

—Si te quieres arreglar, ya lo tienes todo dispuesto.

Pero la muchacha respondió, desanimada y negligente.

—Me duele un poco la cabeza, y me alivia tener el pelo libre de las horquillas, así, al aire. Corre aquí un viento que es todo aromas. No iré á cenar al comedor... Me acostaré temprano...

Quedó en silencio, en una bella postura de abandono que hacía resaltar todos sus encantos. Era alta, delgada, la piel morena, los músculos recios, desarrollados en una vida de ejercicios corporales, casi continuos. Con el paso largo y marcial, el talle recto y el seno apenas iniciado bajo su traje de corte inglés, algo masculino, pareciera un doncel, á no serle propia cierta gentileza muy femenina, dulce y triste á la par. Sus ojos, grandes y negros, fulguraban con intensa inquietud de pasiones: en aquellos ojazos errantes y curiosos, se asomaban al mundo, al través de la niebla de la miopía, misterios, ansias y fiebres de un corazón nada tranquilo de mujer. Ojos eran que mostraban, á veces, una tristeza sorda, un hastío, un desaliento conmovedores, y, á ratos, una perfidia, una ambición diabólicas. Bajo el arco ligerísimo de las cejas, en el rostro nimbado por los pálidos cabellos, los ojos eclipsaban las demás facciones de Regina, no muy correctas, pero, en conjunto, de expresión hermosa y profunda. Tenía la frente altiva, la nariz un poquito gruesa, el mentón suave y redondo, la mano aristocrática. Su boca sensual, propensa siempre á sonreir burlona, pecaba de grande, pero enseñaba unos dientes blanquísimos y daba noticias de una voz musical y elocuente, cuyas cadencias sonaban á canción y á verso. Aquella voz cantora fluía en mágicas palabras llenas de agudeza y donaire, revelando una cultura, muy rara en labios y entendimiento de mujer. Su conversación, más todavía que su tipo, demostraba un carácter fuerte y original.

Largo tiempo estuvo en la misma postura, mirando á la arboleda; pero volvió sin duda á pensar en el espejo, porque con movimiento repentino se acercó á los cristales del balcón, tratando de mirarse en ellos. No estaban muy aseados ni parecían muy complacientes con la tenaz consulta de la muchacha, que murmuró, al cabo, llena de enojo:

—En este gran hotel sanitario no encuentro ni un cristal limpio donde mirarme.

Y pasaba el dedo por los vidrios, señalando una huella escandalosa, mientras Eugenia se lamentaba:

—¡Qué soledad tan triste! Por toda compañía tenemos de vecino á ese comisionista de Alcoy, tu pretendiente en la travesía. Los comedores y las dependencias de la servidumbre están en otro edificio.

—No tengo miedo—replicó la muchacha, acodándose de nuevo en el balcón.

Caía la noche con languidez amorosa en el regazo florido de la isla, entre el perfume de las rosas de Mayo y las frescas alas de la brisa marinera. Mostraba el cielo todavía un fulgor del incendio que circundara al sol en el ocaso; la fronda sostenía en cada rama un susurro glorioso y peregrino; latía una fuente escondida en el huerto, y un mirlo silbó dos veces, como un zagal oculto en la espesura.

—Parece que está la isla despoblada—murmuró Regina con asombro,—Acaso nos han dejado solas con el de Alcoy... Eugenia: podías asomarte por esos pasillos misteriosos, á ver si encuentras quien nos dé noticias del comedor... Tengo sueño y quisiera acostarme pronto.

Diligente, la señora, se alejó por los obscuros corredores, y, al cabo de un rato, volvió con una moza descalza y mal vestida, que hacía, por lo visto, de camarera.

—Mande la señorita—dijo, ofreciéndose con humildad.

La miró Regina un largo rato, con señales de que empezaba á divertirla aquel hospedaje pintoresco.

La moza bajó los ojos y se puso colorada. Entonces dijo la grata voz de la señorita:

—¿Qué hay de cena, sabes?

—Hay muchas cosas—respondió la mozuela muy ufana.—Hay sopa, jamón, pollos, pescado...

—Muy bien. ¿Y de postre?

—Dulce de cabello y fresas.

Regina palmoteó como nena antojadiza que ha logrado un capricho:

—¡Ah, fresas!... Pues yo no ceno más que fresas. Y quiero que me las traigas aquí... Muchas, ¿oyes? Un plato grande, con leche y azúcar.

La zagala, que era garrida y graciosa, parecía reflexionar. Al cabo dijo:

—Tendrá que pagar aparte, por servirla en el cuarto...

—Y mis raciones de jamón y de pollo, ¿no me las rebajaréis de la cuenta?—preguntaba Regina, con una curiosidad llena de regocijo.

Risueña y astuta, escuchaba la moza sin responder, fingiendo ignorancia, y cuando Regina le aseguró que pagaría lo que fuera menester por aquel antojo, alejóse en la sombra del corredor con pasos blandos y lentos, sin resonancia. Poco después volvió trayendo la silvestre cena, mal presentada y peor servida; pero las fresas eran buenas, y muchas, y tenían un penetrante aroma fresco y apetitoso.

Aderezó la viajera su manjar favorito con delectación refinada; en el plato sopero, un poco descascarado por los bordes, exprimió la fruta y la azucaró. Luego, despacito, vertió encima la leche densa y espumosa, hasta colmar el plato, y después, muy satisfecha, inclinó la cara con regalo para aspirar el aroma del singular banquete, poniendo en ello tales bríos, que tocó la crema rosada con la punta de la nariz...

Mientras cenaba Regina lentamente, con expresión golosa, la zagala camarera la estaba mirando, de pie al lado de la mesa, con los brazos en jarras y una mueca simplona en el semblante. No había solicitado permiso para amenizar con su presencia el refrigerio de la señorita, y calmosa, esperaba por el menguado servicio para economizarse un paseo al comedor lejano.

Después que la viajera apuró su golosina, encaróse con la moza, y sonriente inquirió:

—¿Sirves en el hotel hace mucho?

La galleguita, según la costumbre negligente y lacónica del país, respondió:

—Sirvo.

—¿Y estás contenta?

—Estoy...

—¿No sales alguna vez de la isla?

—No salgo, pero...—y tras breve indecisión añadió sonrojándose:—me divierto aquí porque tengo novio.

—¿Gallego como tú?

—Gallego.

—Será guapo...

—Es.

Y la zagala, que había recogido los ligeros cacharros de la cena, despidióse de la señorita muy amable, asegurándola que era deliciosa la vida del Lazareto, espléndido el trato de la fonda, y que lo pasaría muy bien en los dos días de cuarentena.

Respondióle Regina con benévola aquiescencia, y quedó sola en la estancia, á la temblona luz de una bujía, ya caída la noche dulcemente sobre el balcón abierto.

A instancias de la joven había emprendido Eugenia Barquín los penumbrosos caminos del comedor, y cuando la moza camarera se confundió en las espesas sombras del pasillo, en vano Regina tratara de sorprender algún rumor de vida en el enorme edificio desierto y mudo. Tan callando pasaba aquella hora, que la viajera oyó el tic-tac del tiempo, latiéndole en las sienes y en los pulsos y palpitando en la silente noche.

De pronto, en el corredor ululó el viento, arrastrando un profundo sollozo de la marina; se dobló la llama de la vela, y el taque de una persiana alzó un eco medroso. Quedó á obscuras el cuarto, y Regina se refugió en el balcón, avergonzada de tener miedo, pensando vagamente en su revólver, y conmovida, á pesar suyo, por la tristeza quejosa de aquel soplo extraño, que apagó su luz y agitó su cabello, alejándose rápido y solemne, como errante suspiro del mar. Miró al cielo Regina, y al fulgor solitario de la luna, vió cruzar, rauda, una estrella que se abismó en el fondo de la noche.

Es un alma que pasa—dijo con el poeta.—Un alma que suspira—añadió cavilosa y triste, sacudida por la ráfaga misteriosa.—Es el alma de mi hermano... Es Daniel que desde el mar me besa; Daniel que llora, que tiene miedo...

Convulsa y pálida, consultó las sombras del aposento y el suave resplandor del paisaje. Parecía investigar con avidez, buscando por el cielo y la tierra la escondida verdad de grave duda, y en la ardiente claridad de sus ojos fulguraba una interrogación ansiosa.

Pero, como pasaron fugitivas la ventada por la tierra y el astro por el cielo, así aquella intensa emoción de la dama huyó también fugaz, y una escéptica sonrisa apagó la inquietud de los radiantes ojos.

Era que Regina, en un instante, al evocar la escena cruel de la muerte de su hermano, se había sentido presa de una amargura penetrante y fría, tan fría como el cuerpo de Daniel sepultado en las olas. Era que le causaba siempre un helado estupor la imagen del enfermo, estremecido por la dura congoja de la asfixia, dilatadas las pupilas por el miedo, luchando mísero, unos minutos, para caer inerte y desvanecido, colgante como un pobre muñeco de trapo dentro del sillón de mimbres mecido en la cubierta del buque...

Aún sentía la muchacha en los labios el ardor de los besos con que quiso colorear la lividez del amado rostro; aún vibraban sus nervios con la fuerza de aquel abrazo en que alzó al muerto como á un niño, llamándole á la vida con vehemente súplica... Daniel fué insensible á sus caricias y á sus ruegos; él, tan apocado, tan espantadizo y cobarde siempre, mostró impasible en su cara una sonrisa de cera, cuando desde la borda le dejaron resbalar por el trágico tablón hasta el fondo del Océano...

En la presente espléndida noche, la primera noche española que custodiaba la juventud de Regina, sintió la viajera que en su alma hundía una vez más el desencanto su acero agudo. Y después del rápido sacudimiento que la estremeció, creyente y enternecida murmuró con la desilusión en los labios:

—No: el pobre Daniel, devorado por los peces, nada tiene que ver con una estrella que corre, con una brisa que pasa... Mi hermano se acabó para siempre; no me llama ni me sigue ni me necesita... Y es menester vivir y gozar y defenderse todo lo posible de ese espantoso acabamiento en que él cayó.

Rió la muchacha acerbamente cara á las estrellas pensativas, y sacudiendo su melena infantil, libre y lánguida, sobre los firmes hombros, tornó resuelta á su habitación, prendió la vela y empezó á desnudarse con lentitud. Pensaba en la felicidad con una vaga mueca de cansancio, mientras desabrochaba su levita y soltaba los automáticos de su falda tailleur, corta y liviana.

—¡La felicidad!... exclamó codiciosa. Y con súbita inspiración, acordándose de la doncellita del hotel, se le ocurrió que bien pudiera consistir la felicidad de una moza en andar descalza y tener un novio gallego... Pensar esto y descalzarse, todo fué uno. Curiosa y lista, se lanzó á la experiencia, en su primera parte por de pronto, y anduvo por la estancia, vagarosamente, en leves paseos silenciosos, inclinando la cabeza con placer para mirar sus pies largos y ágiles, de fina piel morena. Mas, á poco, se detuvo sintiendo la desagradable sensación del tillo empolvado bajo sus plantas, y sentóse al borde del lecho para sacudir con escrupulosidad ambos pies desnudos y mortificados... Decididamente, la felicidad de la niña camarera no era semejante á la de Regina.

En el pasillo, rumor de pasos y de voces rompió el silencio en que yacía el hotel. Eugenia Barquín y el caballero alcoyano, se despedían volviendo del comedor:

—Buenas noches.

—Muy buenas.

—A los pies de Regina.

—Desgracia doble para mis pobres pies—rezongó bajito la muchacha.

Y aún el de Alcoy taconeaba por el corredor cuando Eugenia, precavida y cuidadosa, empujaba los baúles detrás de la puerta antes de acostarse.

Agonizaba la bujía, crepitante y tembladora, y á Regina, adormilada ya, le rondaba el sonsonete de una popular oración, ingenua y simple, que sin pedirle al alma licencia, repetía muchas veces su memoria, como un eco de la infancia: Con Dios me acuesto... con Dios me levanto...

Rumores de la mar y de las frondas llegaban hasta el lecho, como acentos de la inmensa plegaria entonada por la naturaleza al otro lado del balcón, donde la luna rezaba con la noche.

...Blanqueaban apenas en el cielo las primeras luces de la aurora, cuando Regina se despertó sobresaltada por sueños confusos é inconscientes cavilaciones. Al abrir los ojos suspiró como aliviada de congojas y pesadumbres. Ya su cama no se mecía en el mar, ni en su cabeza rodaba isócrono y formidable el rumor del buque. En la quietud de su lecho, en la silenciosa paz de la alborada, le pareció sentir la maternal caricia de su noble tierra española. Mejor que entre el palpitante resuello del barco llegaba ahora á sus oídos la voz dulce del mar, que mansamente embatía en la ribera su espumoso oleaje. Al son de las olas cantaban los pajarillos muy delicadas y sutiles melodías, á la vez que se rizaba el follaje nuevo, tembloroso al recibir los primeros rayos de la luz. Los árboles centenarios, desperezándose también, modulaban con las lenguas de sus hojas un saludo cortés á la mañana.

Envuelta en los halagos de la tierra, la peregrina del mar sentíase dichosa. Y con tan blando deleite se le llenó á Regina el alma de unos deseos muy cándidos y sencillos. Soñaba ahora ser buena y humilde en un rincón del mundo; un rinconcito plácido, semejante á Torremar, la ciudad costeña cuna de sus mayores. Allí se casaría con un mozo hidalgo y robusto, sano brote de la indomable raza montañesa, diestra antaño en el uso de linajudos blasones y armas peleadoras, y le nacerían unos hijos fuertes y hermosos, sonrisas vivientes capaces de realizar todos los afanes de ventura que empujaron á la viajera ambiciosa por tan varios caminos de la tierra.

La sonrosada luz de aquellas ilusiones mostrábale á Regina el cuadro idílico de una nueva existencia: experimentaba la soñadora un bienestar intenso al sosegar su agitado espíritu en una visión tan apacible y balsámica. Torremar, la coquetuela ciudad donde nació, se le aparecía como un gran lecho de silvestres flores, donde iba á dormir años seguidos en la bella serenidad de un ensueño delicioso. Veía su casita blanca y verde, asomando al Cantábrico la solana profunda, y respaldándose en un cercado, mitad huerto, mitad jardín, donde lozaneaban las sabrosas frutas sobre las aldeanas clavellinas y las opulentas rosas de Jericó... Allí, entre la ciudad y el campo, entre el mar y la sierra, con amor y salud, y con dinero, era seguro alcanzar la dicha y esclavizarla, y poseerla plenamente, si de cierto en el mundo podía lograrse... Ninguna memoria triste ahuyentaría de la casa blanca y verde aquellas ambiciones; porque en su hogar sólo había llorado Regina lágrimas triviales, de las que no dejan sombras en el espíritu ni huellas en el rostro: todas sus penas nacieron y peregrinaron lejos de Cantabria. De llantos duraderos y recias tempestades del corazón supo y adoleció en lueñes playas, muy ajenas á la suya nativa; todos los jirones de sus anhelos insaciables pendían en las zarzas de remotos caminos...

De esta suerte razonaba la ilusa, nimbada por un cerco de optimismo matinal. Pero en el fondo de tales razonamientos, nacidos con la suave luz de la aurora, temblaba doliente la angustia de una vida llena de lutos é incertidumbres, de equivocaciones y fracasos...

Mientras sueña en su lecho la protagonista de esta veraz historia, yo te invito, lector, sobre sus páginas, á viajar conmigo en el raudo Clavileño de la fantasía, para que «á vista de pájaro» contemples una azarosa juventud de mujer. Por tan alado sistema, conocerás la vida y milagros de la viajera rubia.


II

la infancia de regina.—el árbol del bien y del mal—eugenia barquín.—la vuelta del padre pródigo—viva la bohemia.

Contaba ocho años Regina cuando murió su madre. El cariño de aquella dulce dama, enfermiza y risueña, de semblante infantil, quedó pronto confuso en el voluble corazón de la niña y llegó á ser, más tarde, para la ardiente púber, como una vaga sombra flotando en los recuerdos de los días de infancia y primavera.

La ausencia prematura de los desvelos maternales, emancipó á Regina de toda tutela familiar. Educóse en bravía independencia, bajo la guarda liberal y tolerante de Eugenia Barquín, doncella de confianza de la difunta señora. Mostraba la niña entonces un desenfado y una agudeza impropios de su edad: antojadiza y vehemente, con bríos y audacias varoniles, dióse á vivir sin ley ni freno, por campos y playas, criándose á su sabor en el regazo amigo de la madre naturaleza. Merced á este régimen de libertad é indisciplina, se acentuaron los rasgos de aquel carácter indómito, adquiriendo á la par la altiva huérfana un desarrollo físico admirable. Intrusa en el mar, con riesgo muchas veces de su vida; exploradora temeraria de las sierras y de los bosques; enamorada fuertemente de la emoción y del peligro; llena de precoces curiosidades, Regina supo de la montaña y de la costa, de los peces y de los nidos, de misterios y sorpresas, de juegos y burlas, tanto como el chicuelo más pícaro de la marina.

Medró en tales holgorios la salud de su cuerpo cenceño y grácil—rubia espiga en flor—y llególe con los primeros barruntos de lozana pubertad un ansia nueva, una codicia de conocer y penetrar los secretos de las cosas. Acontecíale á ratos quedarse como suspensa y triste, contemplando el mar y el cielo y la profunda soledad de las campiñas, escuchando en el silencio de los crepúsculos la sorda respiración de las aguas, las pulsaciones inefables del corazón de la naturaleza. Toda el alma se le henchía de voraces preguntas, de confusos deseos, de misteriosas revelaciones, y aquella muchacha tan robusta y alegre, que apenas sabía de lágrimas ni de penas, lloró muchas noches sin saber por qué...

Bajo la dura epidermis de su infancia libre y torcaz, sin consejos ni ternuras, empezó á latir blandamente, como un río de savia, el hondo sentimiento femenino, la voz íntima y dulce del sexo, á punto ya de florecer. Apartóse Regina por instinto de sus joviales camaradas, cultivó con más delicadeza los cuidados y placeres del hogar; sintióse mujer al cabo, y fué adquiriendo poco á poco un aire saladísimo de gravedad señoril.

Pero la vida sedentaria y monótona, entre un aya ignorante y un niño melancólico, lejos de satisfacer las ansias nuevas de Regina, las empujó por ásperas rutas de silencio y de tristeza. Juntamente con la fuerza juvenil se le habían desarrollado las fuerzas todas del espíritu: el agudo entendimiento, la fértil imaginación, la mal educada voluntad, el deseo imperioso de vivir y de saber. Encendiósele en el alma una sed abrasadora de emociones y novedades, una curiosidad violenta de cuanto veía y adivinaba en torno suyo, en la tierra y en el cielo. Mas recluída en un rincón provinciano, y un poco refractaria, por su genio desapacible, al trato de las gentes, cayó en una especie de melancolía, con trazas de incurable dolencia moral.

Abandonada á su albedrío, en esta profunda crisis de su ardiente naturaleza, dióse á la lectura sin freno, devorando cuantos volúmenes había en la olvidada biblioteca familiar. Las trece primaveras de Regina, inclinadas precozmente en voraces indagaciones, sobre todos los misterios de lo humano y lo divino, asaltaron como ladrones rapazuelos las viejas ramas del árbol de la ciencia. Gustaron primero los sabrosos frutos de la poesía, lindos como racimos de cerezas; luego las novelas de amor, agridulces como los nísperos; más tarde, las narraciones de viajes y de historia, las tragedias reales ó imaginadas, de recio sabor y humano perfume, como los membrillos maduros, y aun llegaron á clavar el diente en la áspera poma de la discorde filosofía.

Dueña la curiosa de aquellos tesoros ignorados y abierto el apetito por tan raros estimulantes, no hubo libro, ni siquiera de medicina, donde ella no clavase los ojos y el pensamiento; repasó estampas, índices, diccionarios y pergaminos; hurgó, avara, en viejos códices y en bibliotecas novísimas, royendo como un ratoncillo goloso, cuanto ofrecía pasto accesible á su creciente curiosidad. Pasó «las noches en claro y los días en turbio», desflorando las ideas sin discernirlas ni asimilarlas, creándose un mundo peregrino de falsas imágenes y confusas memorias, hasta sepultar poco á poco su fresca juventud bajo la balumba del papel impreso.

Como el Príncipe azul, del gran Benavente, que todo lo aprendió en los libros, en libros quiso aprender Regina el arte de vivir, y buscando, á tientas, luces para las más obscuras razones, abrió los empolvados volúmenes de su padre, andariego poeta á quien el hogar sólo recibía en fugaces horas de fatiga ó de antojo. En dos años de frenéticas lecturas agitó aquella niña su entendimiento y su corazón, sin otro fruto que una tristeza estéril. Los libros destilaban melancolía. ¿Es la vida, acaso, tal como la describen los poetas y filósofos?... Entonces no merece la pena de ser «vivida»; la única solución es morir... Presa de una calentura romántica, leía con avidez los sarcasmos crueles de escépticos y pesimistas, embriagándose con el néctar de fuego de Niezstche, con la cerveza negra de Schopenhauer y el licor untuoso de Renan.

—Es «el mal del siglo» lo que yo padezco—pensaba Regina entre afligida y gozosa, ante la idea de sufrir una enfermedad sutil y aristocrática. Pero en medio de sus hondas melancolías, mezcla de tristeza, de pedantería y de orgullo, juzgábase como un ente superior y miraba á sus convecinos con aire de vanidad satisfecha, como si dijese:

—Para mí no hay secretos... Lo sé todo...

Espíritu liviano y enfermiza voluntad, el padre de Regina se había sometido siempre á la cobarde esclavitud de sus pasiones. Confundiendo el amor con el capricho y la costumbre con el deber, se dejó llevar de la vida por los más fáciles senderos, medio loco, medio niño, inconsciente y errático, con una leve sospecha de sus errores y un gran fondo de bondad en el corazón. Tal vez la esposa que le destinaron no le convenía. Era una mujercita infantil, débil de cuerpo, inocente y cariñosa, que todo se lo toleró á su marido con la sonrisa en los labios, como si con sus tolerancias solicitase el perdón de alguna culpa grave. Torpemente le buscaron á Jaime de Alcántara esta novia enamorada y sumisa que debía refrenar los hábitos del bohemio, guardarle en el silencioso rincón de Torremar y convertirle en sensato padre de familia... El aceptó con júbilo aquella alianza, porque le divertía su inesperado papel de fundador de hogar con tan dulce muñeca. Y ella, sonriendo, sonriendo, le aburrió y le dejó partir.

Ave de alas inquietas, Jaime cuelga su nido donde el azar se lo depara, y cuando un ligero escozor de la conciencia le lleva hacia su esposa, aquella eterna sonrisa humilde le hastía y le entristece. Sus hijos le desconocen y le huyen; son criaturas ariscas que parecen haber dejado en los labios maternales toda la dulzura de la infancia; la casa es con exceso modesta; Torremar un pueblo chismoso y agresivo, donde oye Jaime reticencias sobre su conducta, consejos que le enojan y profecías que le estremecen. Entonces, desamorado y generoso, abre su bolsillo á la mujer que nada pide, que parece que nada necesita, y huye de nuevo hacia el placer errante...

Jaime sufre un amago de confusión al quedarse viudo. ¿Qué hará de aquellos niños rústicos que apenas han querido darle un beso? Dos años tenía Daniel, desazonado fruto concebido por una madre ya consunta, cuando Alcántara llegó á Torremar apercibido del grave estado de su mujer. Y como si esperase para ofrecerle su postrera sonrisa, al llegar el poeta murió la esposa.

Las ocho agrestes primaveras de Regina, nada íntimo y amoroso dijeron al padre; el adusto recelo con que ella le miraba le intimidó, como si en el semblante enérgico y esquivo de la niña viese una acusación severa. El nene, asustadizo y llorón, huía llamando á mamá por los rincones, y á las voces lamentables de la criatura, la imagen de la muerta se deslizaba por los aposentos delante del viudo, con un remedo de sonrisa en el rostro lívido, como Jaime la viera por última vez...

En la hostilidad de aquel ambiente, volvióse el poeta hacia Eugenia Barquín, buscando su auxilio inapreciable. La honrada montañesa había heredado la servidumbre en la familia hidalga y pobre de la difunta señora, y Jaime la había conocido siempre en aquella casa cumpliendo con abnegación fidelísima los más señalados servicios. Moza y agraciada, con gracia austera de solterona, Eugenia había desdeñado muy escogidas proposiciones de matrimonio; miraba á los hombres con una indiferente frialdad de mujer casta, que ninguna tentadora conveniencia lograra vencer. Su vida tenia algo de máquina fuerte y diestra, cuyo poderoso motor fuese la lealtad. Era esta doncella hija de una falta, que perdonaron los suegros de Jaime. Tan buenos fueron aquellos señores que consolaron, compasivos, á una pobre mujer engañada en la propia casa de ellos y apadrinaron á la criatura nacida al abrigo de tan noble misericordia. Desde que tuvo uso de razón se consideró Eugenia como «una cosa» de la legítima propiedad de sus padrinos. La gratitud y la devoción hacia aquella familia que la acogiera, deshonrada antes de nacer, arraigaron en su alma saludable, tan profundamente, que en ella no quedó lugar para otras afecciones, y acaso, también el ejemplo de su madre burlada, patente á sus ojos como ultraje vivo, la obligase á una rencorosa actitud contra los requerimientos del amor...

Una temprana siega de vidas dejó á Eugenia sola en el mundo con la hija única de sus padrinos, recién casada á la sazón. Amaba la moza entrañablemente á la endeble señorita, y sirviéndola con solicitud algo protectora, vino á ser la segunda madre de Regina y de Daniel. La dama doliente le contagió á la robusta doncella su blanda sonrisa y su apacible condición, por suerte de Jaime, que halló en aquella mujer paciente y desinteresada una activa y amorosa guardiana de sus hijos, á falta de más inteligente y más enérgica educadora.

Nunca olvidó el poeta aquel coloquio tímido, impaciente, que entabló con Eugenia Barquín para feliz, solución de su problema frente á los niños. Como si esperara tales proposiciones, Eugenia iba diciendo á todo que sí, con el alma y con los labios.—Cuidaría á los nenes igual que si fueran sus hijos; viviría para ellos; el señorito se podía marchar descuidado... Dinero... el que bien le pareciera; poco, muy poco...—Regina entró de rondón á este punto y el misterio obscuro de sus ojos se clavó en el padre como un puñal.

Jamás, como aquella vez, tuvo la partida de Alcántara toda la apariencia de una fuga. Salió de Torremar por la noche, esperando que sus hijos durmieran para besarlos ligeramente, con ruborosa caricia, temiendo hallar de nuevo en los ojos profundos de la nena aquel acerado fulgor que se le clavaba en la conciencia como un reproche ó como una acusanza. Sentíase culpable y avergonzado, y se prometía volver pronto, en íntima disculpa de su mal proceder.

Pero luego se acallaron sus débiles escrúpulos con el ruido ensordecedor de las grandes capitales. Las noticias de los niños eran buenas, descontando los frecuentes achaquillos que padecía Daniel; y, durante seis años, dos recuerdos contrarios y punzantes le alejaron de Torremar. Era el uno la heredada sonrisa de Eugenia, diciéndole con apresuramiento humilde:—Sí... sí... vaya usted descuidado; váyase cuando quiera; estése tranquilo...—Era otro el lancinante resplandor de unos ojos sombríos, que le miraban, le miraban, hasta el fondo del corazón.

Ya entonces de lejos, con sugestión indefinible, la proceridad inculta de la nena dominaba al hombre artista y mundano.

Un día, de pronto, sin atreverse á meditarlo mucho, por miedo á vacilar, fué Jaime á ver á sus hijos. Aquella buena corazonada tuvo un éxito feliz, que decidió la suerte de la pequeña familia.

La sorpresa de Alcántara en esta visita fué una deliciosa impresión de novedad y orgullo; el primer sacudimiento fuerte y noble de su alma. Los grandes ojos fulgurantes de su hija se le abrieron con una clara luz de alegría prometedora, y roto el secreto infantil de aquella mirada, la esfinge habló. Sus primeras palabras fueron de revelación y de asombro para el padre:

—Ya he leído tus versos—dijo, mirándole devotamente;—eres un poeta.

Estaba fundido el hielo. Regina ya no observaba á Jaime, investigadora y sombría, dudando qué clase de papá fuese aquel viajero, siempre en ausencia, siempre en fuga. Su corazoncito de catorce años se le había subido á la boca, para murmurar, en son de paces:—¡Eres un poeta!—Y los labios fervorosos de la chiquilla consagraron aquella alabanza con un beso de perdón y de olvido en los labios del bohemio...

Contemplábala Jaime embelesado. No parecía la misma: andaba con suma elegancia, erguía el talle con un señorío, hablaba con tal aplomo y gravedad, con tan escogido y docto lenguaje, que el frívolo Alcántara, poco ducho en achaques de erudición, tratóla en amistoso compañerismo, lleno de sumisas admiraciones, sintiéndose feliz bajo la influencia de aquel naciente dominio intelectual.

Aun el desenfado rústico y plebeyo de que en ocasiones hacía alarde Regina, era un encanto en su refinada naturaleza, pródiga en novedades y audacias. Todo en esta criatura tenía un carácter singular y extraño: su hermosura y su ingenio peregrinos; la mezcla de melancolía y de orgullo de su mirada; el contraste de viveza y languidez entre sus dichos y sus maneras; el conjunto armonioso de la figura, delicada y y fuerte, risueña y altiva, dulce y varonil al propio tiempo. Hasta el desequilibrio de la imaginación en perpetuo sobresalto, constreñida bajo el peso de torpe ciencia hurtada á los libros; la excitación constante de la sensibilidad; el brío precoz del temperamento, ponían un hechizo misterioso en su gentil cabeza y una sombra de tortura en la luz vigilante de sus ojos.

Las gracias de la niña sabihonda y refilotera, se le metieron al padre en el corazón. No comprendía el donoso vagabundo los peligros y tristezas que amenazaban á la joven, educada por sí misma en lecturas caprichosas, sin regla y sin oriente. Dióse á quererla con orgullo de artista, fomentando antojos y vanidades.

Danielito quedó en segundo término; asido siempre á las faldas de Eugenia, tímido y quejumbroso, no seducía como su hermana. Pero cuando ella sentaba al nene en las rodillas del papá y alzaba el pequeñuelo sus atristados ojos, cobardes para vivir, sentíase Jaime poseído de vehementísimas ternuras. Con la voz empañada por la emoción y el arrepentimiento, afirmábase en el propósito de nunca abandonar á aquellos niños con quienes tenia tan grave deuda de amor.

Toda la bondad nativa de Jaime de Alcántara se removió inquieta y desbordante, calentando su corazón, llevado siempre como una pluma por los vientos de las pasiones. Quería, al fin, á todo trance, pagar á sus hijos las caricias y los desvelos que en el olvido les negó; quería resarcirles del pasado abandono, dándoles ahora á manos llenas alegrías y regalos.

Regina aprovechaba tan buenas disposiciones para satisfacer sus más extravagantes caprichos, imponiendo con altivez majestuosa los dictados contradictorios de su voluntad. A fuerza de oir «que tenía mucho talento» concluyó por desdeñar á todo el mundo y contemplarse á si misma con egolátrica devoción. Era en el fondo piadosa y dulce; pero el sentimiento, como una fuente prisionera en el duro cristal de la nieve, corría perezoso bajo la costra pegadiza de ideas falsas y abigarrados sueños con que llenó su cabecita rubia. A la par escéptica y ansiosa, mezclaba las burlas y las lágrimas con mucha facilidad; pasaba de la tristeza al júbilo en un instante, de la acritud á la ternura; tenía arrebatos vehementes de curiosidad y extrañas crisis de desaliento y melancolía. Pensaba con gozoso candor que todo ello eran estigmas y señales de «un exceso de inteligencia».

—¡Si yo fuese artista!—dijo un día para sus adentros. Y se propuso escribir un libro, una obra genial que produjera asombro y maravilla. Largo tiempo estuvo con la pluma en la mano sobre las satinadas cuartillas, mientras acariciaba, en traza de meditación, los pelitos rubios de las sienes.

Pero incapaz de reducir á la disciplina la muchedumbre infantil de sus pensamientos, acabó por diseñar en las páginas unos muñequines de cabeza muy gorda y ojillos espantados, caricatura de sus ideas precoces. ¡Oh; el arte exige paciencia y esfuerzo doloroso; aprendizaje largo y difícil! ¡Jamás podría la soñadora someterse á tan duro ensayo! Escribir libros y tañer el piano y el violín; manejar los pinceles; hacer maravillas con mármoles y bronces, son cosas bellas y admirables, que despiertan asombro, curiosidad y devoción, pero no se logran sin trabajo y sin pena...

Regina, luego de llorar sobre las cuartillas de nieve, concluyó riendo como una loca al ver los fantoches que había dibujado.

—¿No es más cómodo y fácil—dijo al fin—gozar del trabajo ajeno y echar á volar la fantasía sobre todas las cosas del mundo?...

Dispuesto Jaime de Alcántara á cumplir sus propósitos paternales, preguntó á Regina qué clase de vida nueva quería emprender.

—¿Qué es lo que tú prefieres?—la dijo, como esos magos de los cuentos de color de rosa, que interrogan á las princesas sobre sus antojos, con una varita de virtudes en la mano.

La muchacha tenía prevenida la respuesta. Ya muchas veces se la había dado, en sueños, al hada visitadora de las juveniles fantasías.

—Quiero viajar—exclamó—. Este pueblo me aburre... Quiero ver cosas nuevas, atravesar tierras y mares, recorrer el mundo...

Había una infinita impaciencia en estas palabras, un desmán de curiosidades y deseos contenidos, el ímpetu brioso de una juventud enérgica y temeraria una ardiente sed de comprobar en el libro grande y abierto de la vida, cuanto la muchacha leyera en los otros libros, desatentada y febril.

—¡Viva la bohemia!—pronunció de repente, con un grito que hizo huir á los pájaros del huerto.

Jaime, halagado en sus gustos nómadas, estrechó en sus brazos á la niña, repitiendo alegre como un colegial en vacaciones, los versos de un poeta francés, amigo suyo en París:

Mon enfant, ma soeur, songe á la douceur d'aller la—bas vivre ensemble! Aimer á loisir, aimer et mourir au pays qui te resemble!
* * * * * * * *
Vois sur ces canaux dormir ces vaisseaux dont l'humear est vagabonde; c'est pour assouvir ton moindre desir qu'ils viennet du bout du monde...

Sin otras meditaciones y obtenido fácilmente el consentimiento de Eugenia Barquín, se puso en pie aquella singular caravana. Fuéronse con grande sorpresa de los vecinos de Torremar, sin previo itinerario, como artistas bohemios, por la vida adelante.

Quedó cerrada la vieja casita solariega, donde aún moraba la sombra triste de la mujer de Jaime; quedó el hogar abandonado, la huerta en barbecho, y abierta la solana, en muda hospitalidad, á las nidadas estivales de las golondrinas...


III

parís.—la musa del boulevard.—del sena al tíber.—las pulseras de fuego.—el castillo de rolando.—las fresas del rhin.

El primer alto de los peregrinos fué París, antiguo teatro de los triunfos y aventuras del buen Jaime de Alcántara; imán de todos los calaveras ociosos y noveleros del mundo. Allí conocieron Regina y su aya que el veleidoso poeta era todavía muy rico, porque Jaime acomodó á sus hijos en elegante morada y hartóles de regalos y finezas.

Pero aquel dorado bienestar tuvo para los niños una sombra; una sombra perfumada y tangible que respondía al nombre romántico de Silvia, y que arrastraba, con mucha languidez, por las lujosas estancias, el fru-fru de unas faldas de seda y la sonrisa inalterable de unos labios bermejos.

Antes que la penetración poco sagaz de Eugenia hubiese definido la categoría de aquella mujer, ya Regina la miraba con ceño adusto, calificándola, en castizo español, con ignominiosa palabra.

Todas las lagoterías de la astuta francesa para atraerse el afecto de la niña fueron inútiles; y cuando Silvia se cansó de halagarla y á su vez arqueó las cejas y esquivó la sonrisa, una guerra dura y enconada se entabló francamente entre las dos.

De cuanto disponía mademoiselle con dominantes atribuciones, protestaba Regina en duros enojos y en vehementes quejas á su padre. Ni una ni otra se entendían de palabra, pero por signos y ademanes, con ojos airados y acentos iracundos, se maltrataban y perseguían á todas horas, sin que Alcántara lograse que los espectáculos y curiosidades de París, tan nuevos para la niña provinciana, diesen tregua á la ardiente lucha.

No conforme la hija del poeta con rendir su orgullo á los pies de aquella Musa del boulevard, armóse capitana en la doméstica insurrección, y fueron tan hábiles sus trazas, que logró arrinconar maltrecho á su enemigo. Atrajo á Daniel primero, y con persuasivo discurso, halagador y mimoso, contóle que Silvia era «un demonio francés» disfrazado de señora; que sus labios tenían un carmín venenoso para los besos, y sus caricias un hechizo fatal para los niños... Medroso el nene huyó con espanto de mademoiselle; y la servidumbre francesa de Jaime, un poco fascinada por la travesura gentil de la mozuela, y un poco egoísta, afiliándose al partido más poderoso, pronuncióse también á favor de la niña española, imperante en aquel extraño hogar con toda la supremacía de un ídolo nuevo.

La apacible y diplomática Eugenia Barquín, tan enemiga de contiendas y disgustos, inflamóse al cabo en el belicoso espíritu de su adorada niña, y entre dientes llegó á llamar á Silvia co-co-te, cuando la francesa le daba cuenta de los desmanes de Regina, con muchos ¡Hèlas! y muchos ¡Mon Dieu!, que Eugenia tomaba por agravios.

En lo más recio de aquella diminuta guerra bilingüe, la niña, agotada ya la paciencia, se presentó á su padre con aire solemne y digna actitud de mujer, diciendo:

—Elige ahora mismo entre Silvia y yo. Si ella no sale de esta casa en seguida, yo me vuelvo á Torremar...

Tan firme era su acento y tan segura y valiente la expresión de sus ojos, que Jaime dispuso al punto la partida de la Musa...

Fué aquella la más sonada victoria con que Regina esclavizó al caballero; desde entonces afirmó su poder con perpetuo dominio sobre el corazón de Alcántara. No supo ella, ni le importaba gran cosa, si su padre seguía cultivando el trato de la vencida demoiselle, ó de otra tal; pero por la solicitud y fineza con que la regalaba el paternal cariño, pudo creer, y lo creyó desde luego, que todas las Silvias del mundo se habían muerto para el poeta...

Jaime de Alcántara desconocía como sus hermanos los bohemios suelen, la ciencia crematística. Era de esos hombres, pródigos de corazón y dinero, que tiran el oro debajo de sus placeres y hunden las plantas en el blando camino de su ruina, con la más admirable indiferencia; de esos que saben llegar á la vejez pobres y estoicos, ó morir voluntariamente, con un altivo gesto de rebeldía ante la miseria.

Oriundo de Torremar y nacido en Cuba, Jaime era rico por herencia de sus padres. La casualidad, mejor que su cautela, habíale conservado mucha parte del patrimonio, consistente en cafetales y vegas de tabaco, allá en la fecunda tierra nativa; pero las rentas copiosas de aquellas posesiones llegaban á su dueño tarde y con daño, filtrándose entre los dedos de uno de esos administradores de Ultramar, de quienes tan malas partidas se cuentan en Europa.

La mueca negligente con que Jaime recibía y gastaba aquellos dineros, sin contarlos siquiera, desapareció cuando Regina, ya en su papel de dueña del hogar, dilató la mirada interrogadora sobre los ojos de su padre, y le llamó á capítulo con una sonrisa no exenta de severidad. Y Alcántara, de cera entre las manos de su hija y decidido á ser la Providencia de sus antojos, se puso entonces á escribir cartas, hacer cuentas y dictar órdenes, ejercitando sus derechos como señor absoluto de sus haciendas. La amenaza de un viaje á Cuba dió como por ensalmo solución sencilla á estos asuntos enojosos. Crecieron las rentas, mejoraron los negocios y descansó Jaime, seguro de poder con holgura apoyar los designios de su hija.

Tal vez, un poco fatigado de andanzas y aventuras, él hubiera querido entonces anclar en París la nave de sus cuarenta años, y allí mecerla en el sosiego de una vida fácil, sin abuso de placeres ni agitación de pasiones, sometido al influjo bienhechor de sus niños, que tan dulcemente le habían echado al cuello la santa cadena de olvidados amores y deberes. Pero Regina, la maga de los cabellos rubios y de los ojos negros, que con sus manos casi infantiles gobernaba el hogar y señalaba el rumbo á la existencia del padre, no pensaba lo mismo.

Un año en París le había bastado para agotar el manantial de todas aquellas novedades. Contempló al principio con devoradora atención el semblante alegre y magnífico de la villa enorme; visitó los insignes monumentos, los teatros, los bazares cosmopolitas, los museos, los palacios históricos, y cuantos lugares le inspiraban curiosidad por haberlos ya conocido en las novelas. Vió lo que puede ver en París una mujer aprendedora y honesta, hizo milagros de brujería sobre la movible cara mundial de la villa luminosa, adivinando los misterios más recónditos, y así que logró disciplinar la palabra y el oído para comunicarse con aquel gran pueblo, como ya lo hicieron desde el primer instante sus ojos parlanchines, suspiró hastiada, y dijo, con insinuante ruego, firme como un mandato:

—¡Padre! ¡Vámonos de aquí!...

Con la esperanza de hallar nuevos y hermosos los caminos del mundo, al través de los ojos de su hija, emprendió Jaime sonriente la ruta que sobre un mapa señaló aquella linda «doctora» de diez y seis primaveras.

Componían un grupo interesante, el papá, joven y guapo, sumiso con rendición absoluta á los deseos ardientes de la muchacha, y ella, haciendo con mucho donaire de madrecita entre su padre y su hermano, á quienes por igual prodigaba órdenes y caricias.

En aquella pequeña tribu, formaba la vanguardia Eugenia Barquín, sin asombrarse de cosa alguna como buena montañesa, dócil siempre y mollar á los caprichos de la señorita.

De este modo salieron de París como de Torremar habían salido: llevados adelante por el mundo bajo el hechizo imperioso de una precoz curiosidad de mujer...

Anhelosa estaba Regina de verificar en ciudades y en caminos, en selvas y mares, las historias y las fábulas que aprendiera en su ambicioso hartazgo de lecturas. Poblada la memoria de ideas y de imágenes en confuso vértigo; exaltada la fantasía; lleno de fiebres el entendimiento y el corazón, no había de quedar rincón en el planeta, según se prometía, donde no pusiera los ojos.

Su gran deseo era conocer Italia. Aplazando con un desdén muy español, el viaje debido á las glorias y hermosuras de su patria, tan llena de arte y de recuerdos, quiso ir á Roma.

No la detuvieron por muchos días los monumentos de la ciudad eterna, Meca de los artistas, ni tampoco los dulcísimos paseos por la encantada Venecia, ensueño de románticos y propicia excursión de novios ricos. La reina del Adriático, puesta entre el cielo y el mar con desprecio de la tierra, tenía para Regina un semblante amigo; cruzó sin extrañeza sus silenciosas calles de agua, como si ya muchas veces hubiera contemplado la mansión de los Dux y el león de San Marcos, recostada en el fondo de una góndola, igual que una antigua dogaresa.

La pequeña mano dictadora se alzó en amistoso saludo hacia el puente de los Suspiros, y hasta le parecieron familiares á la niña las casas del Ticiano y el Tintoretto; recordó las páginas de El Fuego, de Gabriel d'Annunzio, y el ceño adusto de Ricardo Wagner llorando sus amores á compás de la música de Tristán é Iseo. Todas las sombras insignes que poblaban la vieja Señoría, inclináronse reverentes al pasar la niña española; tanto en láminas y en letras había ella navegado entre pórticos de mármol, y gondoleros tenores, por aquella peregrina ciudad de amoríos y tragedias...

La Pineta de Rávena, llamó luego su atención con grandes alicientes. Le parecía á la soñadora que en el inmenso bosque ribereño del Adriático, donde anclaron un día las guerreras naves de Roma, erraban los suspiros del Dante, que desterrado de Florencia bebió en la silvestre soledad inspiración para las páginas inmortales de su Infierno. Buscó Regina devotamente la silenciosa orilla del Canal, sitio predilecto del vate florentino; la célebre Vía del poeta, donde cantó y amó lord Byron á la condesa Guiccioli, donde también Bocaccio y Dryden padecieron y amaron.

Todo el bosque susurró en una lenta cabezada majestuosa, como de saludo y asentimiento á la férvida evocación de la niña perseguidora de ecos y de espíritus; y un aroma de poesía y de leyenda envolvió en le nemorosa espesura á la devota visitante...

Aquella frente juvenil, abrumada por pliegues prematuros, sintióse en Bolonia la Docta oreada por un altivo soplo de sabiduría; la rubia cabecita inquieta y febril se irguió con petulancia imperiosa entre monumentos etruscos y palacios de la Edad Media, ladeándose con tan ufana seguridad como las insignes torres inclinadas...

Un beso premeditado, un poco frío, incrédulo tal vez, sobre el sepulcro de Julieta y Romeo, en Verona, y luego el camino austriaco de Splügen para subir á los Alpes, que ya había contemplado con avaricia desde la catedral milanesa. Cuando hubo dado fe de arrestada alpinista en el soberbio monte Rosa, quiso bajar Regina al golfo de Spezzia en busca del magnífico espectáculo que ofrecen desde allí los mármoles de Carrara, lanzando sus crestas audaces al cielo intensamente azul, como bravía cantera de estatuas y palacios vírgenes aún no labrados por la gubia y el cincel... Deleitoso paseo por el valle del Arno, volviendo siempre la cabeza hacia el marmóreo monte que el sol inflama con sangrientas luces; al Sur de la dorada maravilla la solitaria torre de añeja mención en la literatura italiana, Pania della Croce, la Pietra Pane de Dante Alighieri... Otra vez el recuerdo del inmortal enamorado de Beatriz... ¡El Dante! ¡Oh, muy amigo de Regina!... La cual, como también conoce á Horacio, se detiene en Tívoli, frecuentado rincón del poeta latino, y allí consagra la viajera, en español un poco afrancesado, el testimonio de su fría admiración hacia las musas clásicas.

Pero estas excursiones son como visitas de cumplido, coyunturas que la niña aprovecha para engreirse de su familiaridad con tan egregios nombres; tácitas pruebas que á sí misma se ofrece de que todo lo sabe y todo lo comprende. Sus pasos por aquellos lugares predestinados, semejan reverencias gentiles, graciosas demostraciones de erudita amistad.

—¡Adiós, Dante!—murmura Regina.—¡Adiós, Horacio! Hasta otro ratito... Me reclaman las vivas realidades; quiero calentar mis manos en la hervorosa lava del Vesubio... Siento "la embriaguez del fuego"... Me voy á Nápoles... ¡Adiós! ¡adiós!

Pero Regina es ya una mujer, y mujer coqueta. Se olvida del volcán repentinamente para comprarse lindos corales en la Torre del Greco. Después, ya en lo alto de la trágica montaña, entre el cielo y el cráter, se divierte contemplando las sangrientas pulseras de cuentas coralinas, que caen como esposas de fuego sobre sus manos... Siempre guardará aquellas joyas como un regalo ardiente del Vesubio...

Quiere luego mirar el firmamento esplendoroso desde la torre de Bellosguardo, allí donde el mártir Galileo leyó en los mundos siderales, y gustar en Florencia, patria de tantos artistas próceres, un saludable reposo bajo el pálido verdor de las encinas, viendo correr el Arno entre laureles.

También quiere subir al Etna, que le inspira mucho respeto, ya que data nada menos que de Píndaro el relato de sus pujanzas destructoras.

Mas llegando á Sicilia ha de buscar la playa donde se abre un túnel en ruta desconocida. Sonríe la muchacha con desdeño, asegurando que el misterioso túnel corre por debajo del mar hasta la Elida, hasta el sitio donde Diana convirtió en fuente á la ruborosa Aretusa para sustraerla á las persecuciones de Arfeo, el dios río...

—Pero fué el caso—añade Regina—que Arfeo juntó sus aguas con las de su amada ninfa, y el doble caudal desapareció para siempre, perdiéndose en las arenas con secreto de amor... ¡Qué preciosa leyenda!... ¡Amar como los dioses y como las aguas, evaporarse como el rocío en el seno de la naturaleza! ¡Convertirse en fuente y en nube, en tierra y en flor! ¡Qué maravilla!

La andariega española, que á la postre no sabe qué busca ni qué quiere, concluye por cansarse de Italia. Ya los museos la aburren, la contemplación de los tesoros del arte y de la historia la causan un tedio y una fatiga que no se atreve á confesar. Atenta sólo á las superficies doradas de las cosas, no acierta á discernirlas, amarlas ni comprenderlas. El corazón permanece intacto y glacial bajo la calentura constante de la imaginación y de los sentidos.

Embriagada de luz y de color, en la tierra madre de la raza latina, busca ahora, por contraste, los cielos norteños, los países románticos de Noruega y Alemania. Ecos de los antiguos trovadores del Rhin le dicen leyendas de amor y de muerte, estupendos lances de pasión heroica, memorias perdurables prendidas en dramáticos jirones en los sombríos abetos de la Selva Negra. Ríos y afluentes que bajan tranquilos entre praderas lozanas para dar nombre á risueños valles; torrentes espumosos que rugen desmelenados en hondos desfiladeros y salvajes rocas, todas las aguas de la Selva, madre del Danubio, tuvieron para Regina lenguas y voces, antiguas imágenes y romancescas tradiciones.

Aquí estuvo el castillo que edificó Rolando para vivir en austera soledad, frente al monasterio donde su amada, creyéndole muerto, se encerró niña y hermosa... Allí la cima del Dragón, donde Sigfredo mató al monstruo que robara á la hija de Auderico... Más lejos, la montaña de la Nube, con la historia sangrienta de la esposa infiel, y entre visiones de sílfides y gnomos, surge de las aguas la poética relación de la doncella de Eherenthal. Regina está á punto de batir palmas como en el teatro de Torremar, durante aquella inusitada representación de El oro del Rhin.

Opera fantástica le parece también á la niña este paseo por el gran río alemán; cantan las aguas, cantan los bosques, desfilan los valles á manera de decoraciones peregrinas; y en la inquietud de las ondas, en las penumbras del paisaje, flota la tradición, viven y sienten las imágenes legendarias... ¡Rolando! ¡Qué nombre tan varonil!... Es un caballero fuerte y hermoso que vuelve de la guerra con marciales arreos...

—Aquí estoy, amor mío, exclama la imaginación de Regina.—No es cierto que me haya metido monja... No creí en tu muerte nunca... ¡Llévame á tu palacio de mármoles y bronces!

Y la mocita navegante extiende hacia la ribera sus brazos y dilata con emoción sus ojos de sonámbula.

Es ella la novia fiel, la dulce prometida. Rolando la espera para desposarla en su castillo mágico...

Pero la soñadora enamorada se asusta un poco de amores tan serios y definitivos. Impresionable y golosa, quisiera un placer á flor de labio, que no se adentrase mucho en el corazón.

Ved por cuánto el territorio de la Selva Negra está lleno de ricos y perfumados fresales que cubren de flores y frutos las faldas de las montañas y la ondulación de las praderas; que acosan las ciudades, los pueblos, las cabañas; invaden los caminos, patios y jardines, y trepan por las rocas, á lo largo de los muros, ofreciéndose entre las piedras con prodigiosa fecundidad...

Excitados el apetito y el asombro de la supuesta novia, sus labios «de fresa» buscan el fruto que tanto se les parece, con repentino abandono de Rolando el guerrero.

Y todas las leyendas del Rhin se eclipsan en la sabrosa realidad de aquella golosina predilecta...

IV

el niño enfermo.—oriente.—spa.—-la mujer cabeza.—la media luna.—¡vámonos á américa!—el mar.

Cuatro años de holgorio por Europa no bastaron á satisfacer la insaciable curiosidad de Regina. El espectáculo del mundo, atisbado en tan múltiples formas, superficiales y rápidas, no hacía sino excitar su apetito de emociones; todo quería verlo y sentirlo en su ruta, sin tener paciencia para detenerse á comprenderlo y amarlo. De cuantas cosas percibía no le quedaba luego más que un tropel de sensaciones contradictorias.

La naturaleza, el arte, la historia y la leyenda, íbanla llamando por diversos caminos; pero una dolorosa irritabilidad de su imaginación la obligaba á devorar las impresiones con estímulo impaciente de otras distintas, como si le faltase tiempo para saborearlas, como si alzase Dios sobre tan desbocadas ansiedades el castigo de no poder gustar los frutos de la vida, la maldición de desflorar todos los goces en una carrera anhelosa y penitente.

Las cuitas de Daniel obligaron á la viajera á muchas detenciones imprevistas. Con frecuencia el niño necesitaba reposo, y era siempre su hermana la primera en notarlo y prescribirlo.

En las forzosas paradas del errabundo peregrinaje, muchas eminencias de la medicina auscultaron el pechito endeble de Daniel. Aquellos sabios doctores mecieron la cabeza, conpungidos, diciéndole al padre inquieto:

—Muy lento desarrollo... Estrechez de la cavidad torácica... Pobreza de sangre...

Y algunos, más desengañados ó menos piadosos, añadieron cruelmente:

—Candidato á la tuberculosis...

La amenaza siniestra quedó flotando sobre los alegres nómadas como una ironía de su buena fortuna.

Joven y hermoso el padre; la hija moza y gentil; robusta y agraciada la doncella, iban por el mundo, derrochadores, sin pena ni gloria, y era Daniel á su lado la triste nota del humano dolor, la sombra de la fatalidad, que no perdona á los felices.

Amaba Regina á su hermano con pía ternura; le mimaba como á un chiquitín; tenía para él condescendencias protectoras y entrañas maternales. Pero desde que vió esquiciarse el señuelo de la Avara en los ojos velados y dulces de Daniel, padeció rudas crisis de terror y misericordia.

Si el pobre sentenciado se amortecía silencioso y febril, en horas turbias, era Regina siempre su más infatigable compañera. Apostábase junto al lecho del paciente, inflamada en temerarios rencores, avizorando, en traza de reto, el sutil avance de la Intrusa. Con el frescor saludable de sus bellas manos, acariciaba Regina las manitas madorosas del niño, y erguía el lozano busto como troquel adversador contra la enemiga invisible. En esta defensora actitud hablaba á Danielín alegremente, ocultando en la maravilla de sus gorjas los hilos de una voz que temblaban rotos de miedo.

Como el muchacho solía animarse con estos halagos, Regina se altivecía entonces, suponiendo que disputaba, triunfadora, su presa á la muerte.

Otras veces, medrosa del silencio en sus velatorios, entonaba una dulce cantilena, mientras se adormecía el niño en la quieta oscuridad de la alcoba. Viéndole ya en reposo, iba á besarle, pero al advertir que estaba desfallecido en profundo sopor, después del acceso febril, sentíase á punto de lanzar un grito, helado como la frente del enfermo... Allí estaba la Astuta, la Invencible... Se removía en la estancia el toldo de la sombra con rumores macabros, tal vez de mandíbulas crujientes ó de áspera guadaña, y Regina, en un esfuerzo viril de angustia y de valor, alzaba los brazos sobre Daniel como queriendo defenderle.

Cuando el hermanito recobraba algunas fuerzas y volvía, con arrestos fugaces, á la vida, en vano la moza pretendía arrebatar de aquella existencia amada el halo de mortal sufrimiento con que se inclinaba hacia la tierra. Imaginando que el niño se dejaba vencer por cobardía; que se dejaba morir, como su madre, en la dilatación de una sonrisa humilde pretendía aleccionarle, fortalecerle, henchirle de esperanzas y rebeliones.

Mirábale á los ojos con hipnótica fijeza; le soplaba en los labios el cálido aliento de la florida boca; le sacudía fervorosamente con sus brazos recios y hermosos, como si se creyera dotada de un poder sobrenatural para repetir en la carne marchita de Daniel el divino milagro:

—¡Levántate y anda!...

Reía el niño con diversión, tomando á juego los arrebatos de su hermana, mientras Jaime se conmovía en aquellas escenas rápidas y crueles, y Eugenia suspiraba, disimulando sus temores.

De aquellas luchas entre el cariño y el espanto, á la vera de Daniel, le quedaban á Regina un amargor y un tedio, contra los cuales buscaba defensa en furiosa renovación de placeres.

Apenas su hermano se animaba con aparentes destellos de salud, la madrecita delegaba en Eugenia sus obligaciones, y eligiendo un lugar sano y cómodo para la doncella y el niño, disponíase á tramontar volcanes, resucitar mitos, registrar monumentos y ruinas y perseguir sombras y musas. La acompañaba su padre, amante y orgulloso, aliviando su corazón de la presencia lastimosa de Daniel, con una facilidad acaso ligeramente egoísta.

Los dos, solos y juntos, sentíanse consolados y felices, llenos de la fuerza alegre que dan la juventud, el talento y la hermosura. Ligeros y engreídos, formaban una linda pareja de ambulantes, á quienes se tomaba por matrimonio, con gran contento por parte de la niña y halago juvenil para el papá. De esta guisa posaron su fugitiva planta en cientos de parajes raros y bellos, sin que Regina renunciase á uno solo de sus caprichos de exploradora, por costoso y difícil que pareciera. Cantó frente á Estambul la Canción del pirata en homenaje á Espronceda, su compatriota, y navegó sobre el Mármara y el Bósforo, deteniéndose á saludar la Torre de la Doncella, donde la infiel sacerdotisa de Venus adoraba en románticas citas á su heroico Leandro, náufrago de amor en las furias del Helesponto... Quiso buscar las huellas de Shakespeare en su tierra natal, cabe el Avon, y recitar las baladas de Walter Scott, á orillas del Tweed... Quiso dormir en los lagos de Suiza y deslizarse en raudo trineo sobre el Neva helado, envuelta en ricas pieles de Astracán... Erró, sabia y curiosa, entre los viejos mármoles de Atenas, y sus ojos aventureros navegaron por la azul bahía de Eleusis, á la hora melancólica del crepúsculo, cuando los centenarios bosques de mirtos se inclinan hacia el mar en lánguido suspiro...

Jaime y Regina habían llegado á olvidar un poco el adolecido rostro de Daniel; pero una fecha vino á decirles que había llegado el tiempo de llevarle á las aguas salutíferas de Spa, según prescripción de un médico ilustre.

Y allí precisamente, al pie del famoso manantial, promesa de salud, sintió Regina, por paradoja, su primer malestar físico. Era un mareo doloroso, con punzadas en las sienes; una profunda fatiga del espíritu, que hacía pesadas y enormes todas sus ideas, y mezclaba sus memorias en extravagante confusión. Inapetente y desmayada, sentía necesidad de cerrar los ojos á cada momento, con la rara sensación de que todo su cuerpo era cabeza.

A las alarmas de su padre, contestó, queriendo burlarse de sí misma.

—Tengo náuseas en la frente...

Y era verdad. Sentía ascos y bascas en la cabeza, en la cabeza monstruosa que le bajaba hasta los pies y le crecía sobre los hombros hasta dar en el techo de su cuarto. Se acostó entelerida. Dentro del miembro disforme que había tomado posesión de su persona entera, bailaban los recuerdos gigantescos y confusos, veloces, disparatados...

Un beso devoto que dió Regina en Ruan al Corazón de León de Ricardo I, mirábale ahora, sangriento como una herida, impreso en el rostro de Juana de Arco, la cual se paseaba tranquilamente por la plaza donde la quemaron, en la propia ciudad de Normandía.

A este punto llega Schiller, con su peluca rubia y su casaca con puños de encaje, dando voces, pretendiendo que se aplace el suplicio mientras él compone su drama La doncella de Orleans. La gran plaza se llena de soldados ingleses, de sacerdotes, de gente curiosa y vocinglera; pero de pronto se disipan todas las imágenes y se abre en el fondo un agujero inmenso, negro como la boca de un sepulcro. Lanza Regina un grito, y las tinieblas se deshacen; aparece el mar y en el mar unas islas blancas y sonrosadas, como mármoles al sol... Luego un paisaje bellísimo, todo sembrado de ruinas; al fondo se dibuja una gigante acrópolis de airosas columnas y labrado friso... Un tropel de garzas reales huye á esconderse en las orillas de un lago azul... Son los dioses fugitivos, que, añorantes de Grecia, se disfrazan á menudo para visitar los sagrados lugares de su antigua dominación... Al cabo, Regina, vestida de tirolesa, baja del Monte Rosa, pisando con blandura la nieve. Atraviesa valles y ríos con suma facilidad: se detiene en la isla Bella, bajo los opulentos toronjales, y se pone á hacer un lindo ramo de adelfas, blancas y rojas...

De repente se le echa encima la rígida sombra de un enorme ciprés, y Regina se siente presa en tupida maraña de siemprevivas. Todas estas flores de cementerio muestran unas caritas llorantes y resignadas, y parecen miniaturas de la cara angustiosa de Daniel.

Medrosa y contrita la muchacha, quiere rezar por su hermano, pero no se acuerda de ninguna plegaria. En vano pugna por hallarla en su corazón. Su corazón no existe. Regina sigue siendo toda cabeza... Busca que te busca, bajo el cráneo fenomenal, encuentra la infeliz muchas imágenes, algunas ideas enrevesadas, unos pensamientos que se encogen y se estiran, como larvas temblorosas... ¡oraciones, ninguna! Las caras de muchos Danielitos chiquitines la acosan en todos aquellos brotes de sepultura que aciagos crecen en la fecundidad de la isla Bella, entre bálsamos, orquídeas y limoneros... Quizá su hermanito abandonado la llama y la acusa; tal vez se está muriendo el triste, solo y mísero... Regina quiere, á todo trance, pedir clemencia al cielo.

—¡Una oración! ¡una oración!—grita desesperada. Su terrible cabeza se arrodilla, y con esfuerzo desgarrador, entre unos labios secos y duros, pronuncia maquinalmente una voz melodiosa:

Con Dios me acuesto... con Dios me levanto...

—Hija mía, ¿qué dices?—pregunta alarmado Jaime, á la cabecera de la cama.

La enferma abre los ojos.

—Estoy rezando—murmura. Y sonríe con gozo repentino, al sentir en la almohada su cabeza de tamaño natural, y al advertir que su cuerpo, bienlogrado y armonioso, obedece á la cabecita rubia en movimientos fáciles.

Alcántara la observa con ansiedad creyendo que delira, y la muchacha se coloca una mano sobre el corazón acuciando sus latidos con un resto de inquietud y pidiéndole todavía una plegaria, más supersticiosa que ferviente.

El buen corazón, pronto siempre á conceder cuanto le piden, contesta sin tardanza:

Padre nuestro, que estás en los cielos...

Regina cerró los ojos con dulzura y adormecióse en aparente serenidad, con la desusada oración entre los labios, que sonreían y rogaban en una vaga mezcla de beatitud y divertimiento.

Tal vez aquel benéfico reposo gustaba á medias de la santidad de una deprecación confortadora y de la fantasmagoría de unos sueños enrevesados y sorprendentes...

Poco después, en su visita de la noche, el médico pulsó á la enferma cuidadoso, sin despertarla, y aseguró á Jaime que había remitido la fiebre nerviosa que aquejaba á la niña, y que en unos descansados días de Spa quedaría sana y alegre.

Y fué verdad que muy pronto, curada y placentera, inventaba Regina nuevas caminatas, aburriéndose ya en el famoso paseo de Las siete horas, donde Meyerbeer compuso sus más bellas partituras; pero le habían probado tan bien á Danielito las aguas y los aires del balneario belga, que en obsequio al muchacho se detuvieron allí los viajeros cuanto la impaciencia pesquisadora de Regina lo pudo permitir.

Ya en traza de ruta, aquella impaciencia señaló audazmente el camino de Africa. Ningún obstáculo puso Jaime á tan imprevisto derrotero; mas ante la flaqueza de Daniel y el semblante estupefacto con que Eugenia recibió tal noticia, la señorita y el papá resolvieron dejarlos á los dos en un célebre sanatorio, donde el chico afirmase su naciente mejoría al lado de la solícita doncella, mientras ellos hacían con libertad y soltura la expedición africana.

Y así la emprendieron. Los abrasados países del Profeta, el misterio sensual de la vida mahometana atraían á la moza como un objeto de suprema curiosidad. Sus últimos sueños de inquietud y de neurosis se habían balanceado sobre un inmenso campo rojo, lleno de esbeltos alminares, bajo el arco gracioso de la media luna... Ansiaba conocer las orillas del Nilo y los restos ciclópeos del Egipto legendario; las tierras salvajes y escondidas, el desierto, las minas del oro y del diamante, cuanto había desflorado en los libros de su ardiente adolescencia.

Pero hubo de contentarse con un breve paseíto por tierra de moros, y al tornar dos meses después el poeta y su musa al sanatorio suizo, tuvieron la fortuna de hallar á Daniel muy repuesto de salud.

Al punto concibieron la perdida esperanza de lograrle, firme en la vida por una de esas prodigiosas evoluciones de la voluble pubertad. Infante caedizo se aparecía el muchacho, aun en aquel efímero gentilear de sus catorce abriles. «Su niño» le llamaban siempre con halago de protección Regina y Eugenia, y «el nene» le nombraba su padre todavía.

En los ojos claros y melancólicos de Danielito flotaba siempre una niebla de timidez infantil; toda la endeblez de su persona lánguida y menuda tenía un aspecto enfermizo y contristado que pedía ternura y caridad. Cuando una ficticia llamarada de vigor se le encendía en las mejillas y en los ojos y calentaba sus miembros, libertándolos de su habitual laxitud macilenta, Daniel, con su cabello dorado y rizo, sus pupilas pesarosas y su delicado perfil, era un bello adolescente, una interesante figurita que hubiera estado en carácter con hábitos de terciopelo y gorguera encrespada, como regalado pajecillo de una reina ó modelo de un cuadro de Van-Dyck.

El padre y la hermana hallaron al doncel sonriendo á una de aquellas mentiras de salud y de belleza con que los verdes años engañarle solían. Los peregrinos de Africa se dejaron encantar por la ficción acariciadora que había pintado rosas falaces en la cara del muchacho y que á su voz y á sus ojos diera brío y calor.

Regina entonces, infatigable y resuelta, dirigió á su padre unas palabras sembradas largo tiempo en su imaginación, y que lo mismo podían ser una consulta que un ruego, ó tal vez un designio.

—Vámonos á América.

Y Jaime, como un eco, sin vacilar ni discutir, con sugestión ferviente, repitió:

—Vámonos...

Eugenia y Daniel, que tenían ya el presentimiento de aquellas palabras en los sedientos labios de Regina, también dijeron sumisamente:

—Vamos—con lentitud en que temblaban la curiosidad y el miedo, en sigilo emocionante.

Y se fueron. En un puerto francés tomaron pasaje para Cuba, primera tierra americana que deseaba conocer la hija del poeta cubano...

—¡El mar, el mar!... Las azules llanuras pacíficas; las llanuras grises y espumosas; las naves lejanas, hendiendo la infinita soledad del horizonte con una vela blanca y fuyente, con una bandera que saluda y se borra... Las castas bodas inmensas del celaje con las aguas; un pez que vuela; un monstruo que asoma; un ave que pasa; una estrella que gira... El peligro acechante; la tempestad inclemente, la dulcísima bonanza...

Estaba Regina loca de contenta con el regalo de tantas novedades, apenas adivinadas por ella en sus breves navegaciones; y toda la codicia de sus ojos negros se derramó, febril, sobre la sábana enorme del Océano, mugiente y abismal...


V

tres años después.—el último soneto.—la segadora.—los sueños de una noche de calentura.—en las alas de un cóndor.

Pasáronse tres años desde que la aventurera familia desembarcó en San Cristóbal de la Habana, con grande escolta de ilusiones y recuerdos, hasta el instante en que volvemos á encontrar á Regina en otra playa de América, al lado de un tímido mozalbete y de una pensativa señora, ambos vestidos de luto...

Delante de aquel mozo eternamente niño, señalado ya por el dedo inexorable de la Muerte, cayó Jaime de Alcántara, el ufano caballero, cuando más ovante y feliz gozaba de la vida en la cumbre.

Hallábanse en la Argentina, descansando de aquellas frenéticas jornadas por el Nuevo Mundo, y de pronto dió Jaime inesperado fin á sus viajes y emprendió el de la obscura eternidad.

Murió lo mismo que había vivido, fácil y blandamente, sin miedo y sin dolor, reclinando la hermosa cabeza, vestida de ensortijados cabellos, sobre un pedazo de papel donde comenzara á escribir un soneto precioso «A la felicidad»... Dejó iniciada en sus labios frívolos cierta sonrisa gentil y en sus ojos una mirada burlona, como si una vez más le preguntase á Regina dulcemente:

—¿Y ahora, ¿adónde vamos?

La muchacha, loca de terror ante la irónica y fúnebre consulta, clamó, asida al cadáver, con insensata rebeldía:

—¿Adónde vas, adónde, frío, insensible y mudo?... ¿Adónde vas?... ¡Dímelo; quiero saberlo; quiero detenerte!... ¡No consiento que te vayas de esta espantosa manera, solo y ciego, por un fatal camino perpetuamente obscuro!...

Pero Jaime se había ido, á pesar de todo. Su arrogante figura de artista y hombre mundano, su romántica melena, sus ilusiones infantiles, cayeron allí bajo la tierra joven y floreciente de la costa del Plata.

Danielito le vió marchar sin grande asombro, con una especie de suave resignación que parecía decir:

—Hasta luego...

Largo tiempo le miró difunto, con fascinados ojos, y después, sin llorar, sin hablar, lanzó un suspiro y bajó la cabeza, como si á su vez ofreciese el dócil cuello á la hoz de la eterna Segadora.

Eugenia, apiadada y confusa, rezó y gimió calladamente, hasta que olvidó su pena para cuidar á Regina, enfebrecida y postrada, á punto de fenecer. Pasados los primeros días de estupor, después de aquella catástrofe imprevista, la joven, que había tomado una apariencia de estólida insensibilidad, sintióse de improviso enferma y náufraga en mares de amarguras y congojas indefinibles. Su dolencia, aguda y alarmante, tenía un punto de semejanza con la antigua fiebrecilla nerviosa padecida en Spa. Lo mismo que entonces, Regina sentía náuseas cerebrales y padecía delirios monstruosos. Todas las impresiones copiosas y aceleradas de sus lecturas y sus viajes le fabricaban en la imaginación estupendas fantasías, con dolor y quebranto de alma y cuerpo. Soñaba á gritos, despierta y espantada, ó soñaba dormida, quieta y silenciosa, sin otro síntoma de la quimera mortificante que alguna furtiva lágrima, densa y ardiente rodando por el rostro impasible, y algún apagado sollozo henchido de angustia. En aquellas crisis de acerba insensatez, cuantas figuraciones son posibles bajo una frente ahita de imágenes y de membranzas surgían volanderas en tropeles, fingiéndole á la visionaria una existencia de pesadilla y desatino, entre luces y sombras, entre delicias y torturas. ¡Qué de cosas leídas ó adivinadas; qué de sucesos peregrinos, fantasmagorías y novelas urdidas al azar en noches de fiebre! Ya son las impresiones de viajes, revueltas y agigantadas, encendidas en el lienzo de la imaginación por el pincel de fuego de la calentura; ya las letras de molde y las estampas de los libros, fingiendo absurdos garabatos, rojas quimeras, insectos fabulosos... Rotas las leyes de la gravedad y de la vida, la triste soñadora vuela de astro en astro, como un ánima en pena; se sumerge en el mar y hace su lecho entre las algas; corre por la tierra lo mismo que un antílope; siente palpitar en el corazón toda la muchedumbre de los seres y de las cosas...

Condenada como el judío errante á vagar por el mundo sin reposo y sin término, anda y anda y anda... muerta de cansancio y de sed. Abolidas las distancias para siempre, tan pronto pisa las arenas del desierto como hunde la planta en los remotos glaciares. Desde una isla de palmeras y bambúes, que se refleja en el mar como un paisaje de abanico, sube de repente al cono del Orizaba, de la mano de los volcaneros indios, y desgarra sus pies en las aristas de la roca. Luego registra con afán los despojos de un cementerio tolteca donde halla la estatua de una divinidad benigna: el dios de las cosechas y de las lluvias, Tlaloc el compasivo.

Entonces empieza á llover con mansedumbre y las montañas enverdecen bajo el dosel de púrpura del sol levante. Van creciendo las aguas del plácido diluvio hasta formar con su recial corriente un río inmenso, tal vez el Napo, quizá el Marañón.

La estatuilla del dios indio se anima por ensalmo, y Tlaloc el bueno, tripulando una piragua, conduce á la viajera en repentino desliz sobre las ondas, sin que la muchacha logre descubrir en las orillas rastro alguno de las bellas amazonas legendarias... Aquel río veloz obra el prodigio de subir faldeando ásperas y rígidas cordilleras, de cumbres rojas con fuego de volcanes, y desde la cima hirviente, desciende la piragua de Tlaloc en vorágine espantosa hasta el fondo profundo de las hoces. Regina hubiera querido morir pronto en aquella tragedia de los elementos, porque le dolía cruelmente la cabeza, herida sin piedad por los colmillos de un monstruo, y le causaba un asco intolerable el amargor de las aguas en la boca. Pero una mano varonil la levanta en vilo, salvada por azar del naufragio, y la joven, con una venda en la frente, trémula de frío y de terror, se encuentra delante de un hombre osado y apuesto que le dice con una cortesana reverencia:

—Jacinto Ibarrola, para servir á usted.

¡Es Ibarrola! El famoso explorador vasco, de quien Regina se supone un poco enamorada. Iba ella á corresponder con efusión á su saludo, cuando un súbito rubor la detiene, presa de terrible azoramiento: está desnuda, y el explorador vasco la mira con una complacencia sonriente y triunfal...

Huyendo la codicia de aquellos ojos, llega Regina en absurda carrera hasta una hermosísima selva colombiana: las cañas de bambú mecen sus airosas cabelleras verdes entre una corte ufana de bejucos; inmensos árboles indígenas hunden en la virginidad del suelo las colosales raíces, asomando á flor de tierra sus tramos retorcidos; los troncos de los cedrelos, tapizados con hojas nervadas de rubí, se yerguen entre los luengos y odoríferos estambres de las ingas; cañas bravas, altas cañas dísticas, aparecen enguirnaldadas por lianas, sutiles como cabellos, ó gruesas como mástiles, que entre el follaje se encabestran de mil modos, y que en la altura ostentan con orgullo sus campanillas purpúreas y azuladas; columnas arborescentes, artísticas y firmes como las de una catedral gigantesca, elevan un oquedal esquivo á los rayos del sol; vela la atmósfera misteriosa penumbra, y la silente paz de las llecas duerme sobre los cálices rojos y erizados, sobre las corolas retorcidas y doradas, de infinidad de plantas tropicales en plena ostentación de sus glorias.

De estas bóvedas divinas, cae sin cesar sobre la errante moza una lluvia de flores; y cada uno de aquellos pétalos odorantes y blandos, al acariciar su carne desnuda, la avergüenzan y la estremecen, como si fueran ojos ó besos atrevidos.

Huye y llora Regina sintiendo sobre su espalda la maldición que hace al pueblo judío vagar sin patria y sin sosiego por las patrias ajenas, entre los ajenos reposos. Aspada y rendida se deja caer al suelo la viajera. Unas gotas de líquido frescor le resbalan por la frente y le salpican el rostro. No sabe si son la sangre de su herida ó las lágrimas de sus pesares... Tal vez la bienhechora lluvia que el dios tolteca manda á los sembrados, ó el agua sedativa con que Eugenia humedece las sienes calenturientas de una joven que yace en desmayo conmovedor...

Encalmada un instante la paciente, se incorpora de pronto al escuchar cien distintos rumores que en la selva dormían al resistero de la hora meridiana. Erguida en su lecho, despierta y demente, trata de alcanzar los racimos de frutas comestibles que cuelgan de una palmera de los Llanos, y al levantar los ojos, distingue una legión de mariposas negras, encarnadas y azules, aleteando entre anacardos, musgos y líquenes, orquídeas y helechos trepadores. Todas estas parasitarias hacen nidos y palios á los loros y á las cotorras que se cortejan y charlan con agudas voces. En una red de encajes formados por vainillas de carnosas guirnaldas, un martín pescador está en acecho, y sobre el regio dosel del oquedal, pasan volando en raudas parejas los guacamayos de colores rútilos. A la par de una admirable pasionaria roja, coquetea un matrimonio de tangaras, y una espesa nube de libélulas cobalto, pinta un trozo de cielo tropical bajo la fronda... Toda la selvática hermosura del paraje se ha despertado de la siesta, en brava sacudida.

La enferma, á pesar de sus penalidades, sonríe con embeleso al sublime espectáculo de aquel paraíso natural, remecido por soberana brisa de amores bárbaros. Y, á tal tiempo, entre espigas de flores y parásitas cabelleras ondulantes, asoma enroscada y dañina una serpiente coral, de venenosa mordedura. Regina que la distingue, abre los ojos desmesurados, fijos con pavor en un ángulo de su gabinete. Quiere huir, y le corta el paso un río soberbio. ¿Acaso el Magdalena? No lo sabe. Todos los grandes ríos que han remontado con varoniles audacias, los confunde ahora; todos en su recuerdo son azarosos mares sin orillas... Buscando la salvación con impaciencia furiosa, halla la fugitiva un milagroso puente bamboleante, formado por dos troncos, cubiertos de fajinas y tierra. Perseguida muy cerca por la serpiente, trata de ganar de un salto la frágil esperanza, y una muchedumbre de siemprevivas pálidas forma un lazo traidor en torno suyo, mientras la sombra huraña de un ciprés la oculta el puentecillo y la detiene... A sus propios gritos desemejados y punzantes, recobra Regina la razón en medio del aposento, con la camisa arpada y la melena en vellones, jadeante y convulsa entre los brazos de Eugenia, que en el colmo de su aflicción no sabe contener aquel acceso de la extraña enfermedad.

Lúcida y humilde se esconde la muchacha bajo las ropas de su lecho, con triste cobardía, dudando y creyendo, entre el espanto del delirio y la luz de la cordura; trépidos los pulsos, palpitantes los nervios, desmayado el espíritu en confusiones temerosas.

Cuando supone Eugenia que ha remitido aquel grave recargo, aún la pobre Regina es un alma que tiembla acosada por un monstruo, delante de un abismo, agitando las alas con infinito anhelo hacia una sutilísima ilusión en forma de puente bamboleante...

La solícita enfermera se esperanza advirtiendo la actitud apacible de la joven, mientras ella, en su cuerpo cansado de correr por desiertos y montañas, siente las ligaduras de las lívidas flores que la persiguen como un augurio mortal. Pero tiende hacia su amiga una mirada complaciente y dulce, y Eugenia sonríe tranquila, sin notar que hay en aquellos ojos un bosque de secretos donde perdura y se agita la trágica sombra de un medroso ciprés... ¡Ya para siempre aquella sombra tiembla con recónditas ondulaciones de misterio en la mirada obscura de Regina!

Así, entre sueños y pócimas, entre los cuidados maternales de Eugenia y las caricias mudas y devotas de Daniel, padeció Regina, y con denuedo luchó cara á la muerte. En las breves remitencias de su mal, se daba cuenta de su estado y hacía inauditos esfuerzos por dominarle, acudiendo á todas las energías de su ánimo viril en apoyo de la naturaleza lastimada.

Lentamente iban siendo más largos los sosiegos y más breves las agitaciones de la enferma. Sus delirios tomaban una forma clemente, en sucesión de escenas mágicas y disparates confusos, sin graves notas de terror ni fatídicas advertencias de exterminio. Ya en las vírgenes espesuras donde ambulaba el espíritu errátil de Regina, no asomaban las serpientes su aguijón venenoso, ni á los diosecillos indígenas les acaecían lamentables naufragios al conducir en sus piraguas veloces á las vagantes doncellas.

Ya la doliente imaginadora no gira, perseguida y desnuda, por los paraísos americanos, ni lleva en la frente vendajes opresores. Ahora su cabeza es un casco ligerísimo y hueco, que apenas sirve más que para sostener los pelitos dorados que le cubren. Bajo aquella peluca liviana y graciosa, ruedan en el vacío, con ecos musicales y tenues, las palabras de la enferma, y suceden aventuras de raro prodigio y placentera traza... Ahora, entunicada á la griega, en traje vaporoso de ninfa, la niña rubia hace unas plácidas excursiones de ensueño por los más varios y admirables caminos del planeta... Cruza bosques perfumados por los aromas de la gran datura blanca, cubiertos de espigas rosas y azules y enmarañados de enredaderas floridas, y por senderitos abiertos en las taquitas de las montañas, sube á los Andes ecuatorianos desde el hondo valle del Chota, ardiente y feraz, el más profundo de la tierra, hasta el altísimo volcán del Corazón, cubierto de nieve perdurable. Aunque los parajes que atraviesa deben llenar su alma de espanto y admiración, ella camina con frívolo placer, sin extrañeza ni afán.

Va pisando suavemente las alfombras de miosótides blancos y las radiadas de flores de color de azufre, que en las vertientes de la cordillera se agrupan y sonríen con humildad á las plantas de la peregrina, mientras el alto paisaje parece tiritar de frío. La muchacha, indemne á todas las inclemencias de la temperatura, avanza con lentitud caprichosa, envolviéndose en cendales de tul; pero ya en la cima del páramo, siente un instante de incertidumbre, no sabiendo qué rumbo tomará por el sudario de armiño, sin rutas ni límites. Entonces un cóndor altanero y magnífico desciende hasta sus pies, en rendición de súbdito, y le ofrece el vasallaje de sus alas, reinas del espacio, deponiendo con estupenda gracia sus agresivas tendencias.

Sin dudar ni temer, se sume Regina con regalo en las regias plumas del ave, y se lanza á la inmensidad de los cielos, arrebatada y dominadora, en un espasmo indescriptible de voluptuosos deleites.

En aquel vuelo felicísimo, la sutil cabecita de la joven va afinando su ligereza á medida que sube y que flota, triunfante y mayestática. Y se va convirtiendo en una hoja de papel, en un pétalo de flor, en una burbuja... hasta quedar confundida con el éter; perdida en el azul; borrada entre las nubes...

Poco después, Regina, sin cabeza humana, con una especie de globo atmosférico encima de los hombros, sin dolores ni placeres, igual que una sombra ó que una estatua, se pasea vagarosa entre las mil quinientas hijas del sol que en el Imperio lejano de los Incas habitaron el Recinto de oro... Los jardines que rodean al famoso templo están formados de frutas, plantas y flores artificiales, de plata y oro, y el insigne inca Garcilaso de la Vega compone sus Comentarios reales en ronda solemne al través de las joyas del huerto y del vestalato juvenil.

Sin sorpresa ni admiraciones, la rodante muchacha abandona el jardín peruano que tal vez espera á muchos rimadores dueños de «la flor natural», y se detiene en la linde de unas ruinas donde un pastorcillo griego labra en su cayado una artística figura.

Del cercano bosque de laureles rosa llega hasta el camino un penetrante perfume que embriaga, y Regina comienza á observar que todo su ser, impasible y etéreo, se enciende en vida cálida y nerviosa, dócil á las impresiones de los sentidos. Mientras el aroma del bosque la deleita, tórnase la niebla de sus dedos en carne obediente, y encima de la estofa de su túnica halla la joven con asombro las sartas de diamantes transvalinos que le mostró un joyero en un bazar de Marrakkes... Son las mismas, rutilantes y pródigas, opulento milagro del desierto aullador, patria de héroes...

Conmovida la viajera por el hallazgo portentoso, con un vivaz sacudimiento de emoción se despierta en la cama y nota en la frente serenidad benigna y en las ideas calma saludable. Al recordar lo que ha soñado, con regocijo infantil evoca el sugestivo nombre de una comedia que antaño aplaudió en Torremar: Sueños de oro... El sol, como una bella realidad de aquella fábula, entra en el cuarto y se posa á los pies de Regina en dorada columna, viva y ardiente, y un ramo de flores que el astro besa, embalsama el aire con perfumes de laureles y rosas...

Daniel contempla á su hermanita con silencioso afán, y Eugenia, que ha envejecido un poco, la besa las manos tiernamente.


VI

ensenada.—tristes anatomías.—jacinto ibarrola.—placeres del gran mundo.—los amoríos de regina.—la caña y el heno.

Ensenada es un puerto chiquito y risueño, sobre El Plata, donde Regina convalece entre lágrimas y desmayos.

Su juventud y su voluntad le ayudan á vencer la dolencia. No se resigna á morir; siente una repugnancia insuperable hacia el tenebroso agujero del sepulcro; tiene un miedo cerval á la Intrusa y se azora, con temor de precita, ante la idea de borrarse en el mundo sin dejar de su paso un recuerdo, siquiera fugitivo; una estela como la nave en las aguas; un aroma como la flor en el ambiente...

A pesar de su escepticismo práctico, le acosa el vivo deseo de permanecer asida á las cosas firmes y perdurables. Abrazada la tierra, por un temor extraño de mirar al cielo, pretende hallar en todo lo que ven sus ojos raíces y promesas de vida y eternidad. Con delirante avidez quisiera á veces convertirse en campo, rosal ó piedra, para brotar, para florecer, para resistir... Quisiera ser un libro, un monte, un torrente, para tener siempre voz, siempre entrañas, siempre fuerza y poderío... En cuanto recobra algunos vigores se lanza de la cama con un impulso de terror y de altivez, recelosa y arrogante. Con las manos pálidas y temblonas se acaricia la frente, asegurándose de que todo está en su sitio allá dentro. Pero suspira adivinando que siempre habrá un eco de tormenta debajo de sus cabellos rubios; que siempre encima de sus ojos, cansados de aprender, habrá marejadas bravías de memorias y confuso ventar de pensamientos. Y que en aquella oculta borrasca de su existencia flotará siempre, zozobrante y sin norte, el ansia de la vida y el dolor de la muerte; dudas del cielo y odios á la sepultura de la tierra...

Aprendió Regina á rezar y á creer vagamente en el regazo de su madre, cuitada y niña. De aquella débil alborada de sus fervores infantiles, al través de los años y de la ciencia, le queda una sombra de crepúsculo. Y como la sombra es cosa espantadiza y pávida, la joven, al sentirla caer sobre su espíritu, reza algunas veces, con la tembladora ansiedad del «por si acaso», unas frías oraciones desamoradas que la atrición construye á flor de tierra.

Estériles los pasos de Regina por el mundo, no han levantado ni un leve soplo de inmortalidad que le haya penetrado el corazón. Todo lo vió y lo tocó su inteligencia. Ninguna maravilla le llegó á la medula del sentimiento.

Cuanto aprendiera en libros sabedores, lo comprobaron sus ojos; convirtiéronse en realidades las fantasías, pero su alma no sació ninguno de sus ocultos anhelos, y ninguna esperanza infinita encendió en el camino de la viajera la devota lámpara de promesas eternales. Creyéndose poseedora de raros secretos de la materia, quiso aplicar aquella sabiduría á los espíritus, empezando por hacer un despiadado análisis del suyo. Hundía con crueldad el escalpelo en la entraña viva de sus emociones, y autopsiando sentires y analizando instintos, venía á deducir que todo en ella era caduco y vano, todo miseria, automatismo y fatalidad.

Lo que tomó por dolor puro y amoroso en la muerte de su padre, era ahora lamentación miedosa y egoísta, sensación de abandono y de sorpresa. No le amaba, puesto que sin él podía vivir y gozar, puesto que no quería seguirle más allá de la tumba. No le amaba, puesto que al recobrar la salud, sus primeras ideas de sensatez fueron para pensar que el muerto había dejado su fortuna líquida y abundante, legada á sus hijos con todas las formalidades de la ley. También había pensado con descanso y fruición que era mayor de edad, tutora de Daniel, y apta para manejar los intereses de ambos. Había sentido crecer la importancia de su persona, con todas estas dignidades y méritos, y se había engreído con ufania pueril al borde mismo de la fosa de aquel poeta y amigo, que puso en la hija ingrata todas sus ilusiones...

Era, pues, evidente que la naturaleza humana se resistía á los duraderos cariños abnegados, de esos que tal vez no florecen más que en los discursos poéticos en los credos optimistas; ficciones inventadas por locos ó soñadas por ilusos, inverosímiles comedias de la vanidad mundana... Acaso Jaime la quiso á ella por antojo ó diversión, sin esa entrañable ternura del espíritu, llena de caridad y de heroísmo, que de los padres cuentan... ¿No la olvidó, como á Daniel, cuando eran pequeños? ¿No abandonó su infancia largos años en el viejo rincón de Torremar?

¡Oh! El sagrado calor de los hogares; los benditos lazos de la familia:—murmuraba Regina acerbamente ¡leyenda de corazones orgullosos, quimérica invención de almas que quieren emanciparse de la tierra, donde todo amor es costumbre, interés ó deleite!... Daniel y yo—seguía escudriñando la joven—queremos á Eugenia, porque nos convienen sus servicios honrados, y ella nos sigue y nos atiende por hábito y rutina, tal vez porque no sabe romper una cadena que el destino forjó.

¿Y aquel cariño delicado y profundo; aquella dulcísima terneza que su hermano la inspira? Regina está confusa unos instantes mientras clava en este fraternal amor su bisturí anatómico. Mas luego, levanta sobre aquella duda fugaz una de sus escépticas negaciones, y encogiéndose de hombros, con desdén de sí misma, declara:—Esto es lástima, es pena de ese niño infeliz que dan por muerto los sabios; que tiembla y gime á cada hora; es un alarde que hace mi robustez á su flaqueza. Y á esta virtud estética que embellece la vida, á este placer físico que produce el remediar el mal ajeno... porque es ajeno precisamente, le llaman los sentimentales sacrificio, caridad...

En tal fase del secreto estudio patológico, la doctora piensa con mucha curiosidad en el amor de los sexos, en el grande y eterno amor, clave de la vida. Y sonríe meciendo la cabeza con incrédulo signo, porque está segura que en los «choques pasionales», entre hombre y mujer, no hay más que instinto, conveniencias y goces.

—Es menester—musita, sagaz y perversa—enterarse de todas estas cosas. Me casaré; pero quiero un novio de mis gustos, un hombre excepcional y valioso... Suspira, y añade:—Jacinto Ibarrola tal vez...

No le conoce. Ha visto en los periódicos su retrato y en ellos ha leído sus aventuras sensacionales, aureoladas con altísimas ponderaciones.

Es Ibarrola un caballero vascongado, valiente y buen mozo, con una brillante historia de heroísmo. De ilustre familia española, ha luchado por su patria voluntariamente, con arrojo que decoró su pecho de heridas y galardones. Aventurero de noble estirpe, se arriesga ahora en una exploración peligrosísima por el interior del Gran Chaco, proponiéndose remontar el Pilcomayo hasta sus fuentes originarias; intento en que ya dejaron la vida ó los propósitos varias huestes de expedicionarios.

Cuatro fecundas castas de habitantes independientes y enemigos entre sí, celan con salvaje vigilancia aquel bravo territorio, y á sus primeras tentativas de avance entre las feroces tribus, Ibarrola se queda solo en la incógnita ruta. Retroceden sus camaradas, enfermos ó arrepentidos, y él prosigue impávido su temeraria empresa.

Los periódicos del Uruguay y la Argentina consagran diariamente á Jacinto Ibarrola arrogantes columnas de laureles, y describen imaginarios derroteros por donde le suponen señor del Pilcomayo, en regreso feliz. Y Regina, que ha seguido los pasos del héroe con enamoradas admiraciones, al recobrar los bríos juveniles, después de la tempestad de sus pesares y dolencias, vuelve hacia el peregrino del Chaco las miradas curiosas, y anhelante le busca su imaginación cual si entre ambos existiese el tácito acuerdo de una cita en tal valle, en tal cumbre, en el suave declive de esta montaña, en el pliegue feroz de aquella selva, ó en las embosquecidas márgenes de esotro río... Perdida en una niebla de ilusiones llegó la joven á pensar: Sí; donde nos vimos la otra vez...—Y recordaba confusamente una entrevista suya con Ibarrola en el fondo sombrío de una hoz...

Corrieron á poco rumores alarmantes sobre la suerte del viajero. Los quinientos hombres que en socorro suyo envió el Gobierno argentino al mando de un coronel, retroceden á las veinte leguas de indagaciones por el Chaco Austral, sin haber hallado la pista que buscaban. Y según confidencias de los indios pilagas, sus adversarios en las frecuentes luchas intestinas de la comarca, los sanguinarios tobas habían dado cruel muerte al solitario español prisionero en sus tolderías. La trágica sospecha se extendió con rapidez emocionante por aquellas repúblicas, interesadas de cerca en la intrépida excursión de Ibarrola, y agitóse Regina con profundos temores de novia en duelo, igual que si su denodado compatricio hubiese hecho votos de llevarla al altar cuando rindiera vencedor aquel famoso viaje...

Nota Regina que su dignidad de jefe de la familia la oprime ligeramente el corazón, y aunque antes lo fuese de hecho tanto como ahora, recuerda á cada instante con desaliento las confidencias amistosas y plácidas, que preparando el porvenir tejía con el galante cumplidor de sus antojos, el infatigable compañero de sus jornadas inquietas. Mira en torno, y las figuras insignificantes de Eugenia y Daniel la sonríen con pálida indecisión, con melancólica simplicidad de criaturas tímidas y obedientes, almas que sólo ofrecen aquiescencia pasiva y humilde.

Si no fuera por el recuerdo de Ibarrola que la encadena allí, por la inquietud con que aguarda su aparición, Regina escaparía con presteza en busca de caminos nuevos y de nuevos cansancios. Pero crece con tal ímpetu aquel interés por el esforzado caballero, que la joven se detiene uno y otro día, lanzando desde el escondite de la breve playa sus agitados deseos en pesquisas veloces detrás del peregrino. Pasmados están Eugenia y Daniel de contar tantas horas en un mismo paraje, mientras la bella convaleciente escucha con muda ansiedad los rumores que levanta por dondequiera el misterioso paradero del explorador, de quien ella se juzga enamorada. ¿Enamorada?

Sí; Regina empieza á creer, ó al menos á dudar en el amor; y ya no se atreve á analizarle con frías razones. Se ha vuelto de improviso respetuosa con aquel raro sentimiento que en forma de amor la acompaña y la abriga y la sostiene en medio del páramo de su mocedad, atenta al eco de unos pasos desconocidos, pronta á partir no sabe adónde, cuando la realidad de aquel ensueño llegue. Su actitud es la de una desolada viajera que en estación de tránsito aguardase un tren de recreo detenido por lastimoso azar...

Harto sabe la joven de galanteos y de coqueterías, que no en vano es moza y agraciada. Su belleza, rubia y original, ha despertado admiración y deseos en muchos pechos varoniles, y entre sus curiosidades de coleccionista guarda epístolas amatorias escritas en todos los idiomas universales. Los nerviosos pies, conocedores de las más altas cumbres y de los valles más hondos, portentos de la Naturaleza, saben, también, deslizarse por los salones mundanos con un señoril donaire, de mucha gracia y atractivo.

Jaime de Alcántara, bien relacionado desde París con las legaciones españolas en los países que ha visitado, pudo presentar á su hija en la más encumbrada sociedad mundial. Galán y artista, hombre de estrados, diestro en cortesanías, hizo el papá valer en todas partes la beldad extraña de aquella niña que le servía de adorno como una flor exótica de feliz cultivo, linda mujer que cruzaba los salones elegantes con firme paso de alpinista y gracioso desembarazo de cortesana. Iba ella posando en torno suyo el grave misterio de unos ojos que parecían pensar siempre en otra cosa, mientras yacía olvidada una sonrisa noble en la púrpura regia de sus labios. Su ingenio natural y su nativa distinción la daban un aplomo que suplía á su inexperiencia en aquellos lances, y detrás de su gentil persona rondaban siempre en traza de pleitesía rumores de curiosidad y admiración.

Así gozó Regina sonados triunfos mundanos en salas ilustres y en espléndidas fiestas. Y no desmintió su carácter femenino mostrándose insensible á los halagos del éxito y la lisonja, sino que reveló unas grandes aptitudes para la coquetería de buen tono, y supo acreditarse ducha en el flirteo más exquisito sin previa novatada.

Pero ningún doncel de los que la pidieron un vals ó un rigodón, en su galante odisea de excursionista universal, mereció de la niña española devociones extraordinarias. Cuando los homenajes de que era objeto tomaban proporciones de pasión, ella deponía sus travesuras femeninas con grave continente, y si la severa actitud no desanimaba á sus amadores, se encogía de hombros con indiferencia, para seguir agitando por la vida su vuelo de mariposa errante y libre.

En Tánger se prendó Regina de un moro rico y gallardo, hospedado en el mismo hotel que la familia de Alcántara. El hijo de Mahoma parecía haber inflamado con sus candentes ojos el corazón indómito de la viajera, y cuando acaso ella vislumbra una romántica aventura de apostasía y matrimonio, cae sobre la cándida chilaba del africano la funesta sombra de una tremenda acusación política, y desaparece el buen mozo prisionero y celado sabe Alah en qué mazmorras inclementes... El espacio de una quincena había durado aquel idilio singular; pero no fué menester tan largo tiempo para que la imagen del moro pasase á un rincón de la memoria de la niña, como pasa una prenda de ropa en desuso á la percha olvidada de un armario.

Y entre los recuerdos amorosos de Regina, quedó colgado un jaique, junto al gabán de pieles de un polaco guapísimo á quien ella creyó amar, en Varsovia, lo menos ocho días... Allí en la extensa galería de tales membranzas, se esquiciaban en turbio desfile rostros sonrosados y jocundos de ingleses y alemanes, pálidos fantasmas italianos, perfiles franceses, siluetas suizas, ropajes turcos... todo un relicario con vestigios varoniles de la vieja Europa.

Las Américas dieron á esta colección de apuntes íntimos un gran contingente de nombres y figuras; un cubano impetuoso se suicidó desesperado por los desdenes de Regina; un yanqui la siguió desde California, por toda la América Central, inútilmente decidido á congraciarla; dos bolivianos rivales se desafiaron en disputa celosa: el duelo era formal, y uno de los combatientes quedó con la cara partida por el sable enemigo. Como la señorita había coqueteado un poco aquella vez, sintió el cordial impulso de corresponder á la víctima, á manera de indemnización. Mas halló tan feo al incauto con las vendas y el descaecimiento del percance, que, sin esperar á que cicatrizara la herida de aquel rostro compungido, tramontó, ligera y conquistadora, sin remordimiento alguno...

Pero todas aquellas recordaciones de sus triunfos juveniles, las ponía la viajera, como un tributo, debajo de la imagen de Ibarrola, imagen brava y esquiva, reina de sus pensamientos.

—Esto es amor... Debe de ser amor—murmura la muchacha, deliciosamente sorprendida—; esto lo tengo aquí, clavado y doliente, hace ya mucho tiempo.

Y como Regina siente en la cabeza todas sus emociones, al decir aquí, apoya las dos manos sobre sus crenchas doradas. «Mucho tiempo» son tres meses para aquella novicia de amor, para aquella ilustre confinada que, desde su rincón porteño, avizora los horizontes donde ha de amanecer su felicidad en forma de aventurero caminante.

Y un día cercano estalla, al chispazo inquisitivo de los ojos negros, confirmada y rotunda dentro de un periódico, la tremenda noticia: ¡Ibarrola ha muerto! Los bárbaros tobas han destrozado á su heroico prisionero en suplicio salvaje.

Una misión que los españoles enviaron en socorro del compatriota, halla los restos mutilados del mártir, los identifica y los salva del abandono con veneración piadosa.

Toda la culta América se estremece de espanto al conocer este nuevo drama en que el altruismo y el valor de un extranjero caen en traición brutal bajo las mazas primitivas de los indios rebeldes á la redentora influencia de los conquistadores...

El general boliviano que fracasara en esta misma expedición capitaneando una lucida hueste; los alemanes Storn y Fielberg, que gastaron tan inútiles esfuerzos en idéntica empresa, se obscurecieron en el olvido cuando el francés Crevaux fué asesinado al tratar de internarse en el territorio independiente. A la sazón, sobre todos los intentos de exploraciones en el Pilcomayo, quedará el prestigio de la nueva tragedia, porque la sangre hispana de Ibarrola, sembrando abnegación y valentía en el vergel indiano, sobre el campo verde, bajo el cielo azul, es hazaña de sagrado linaje escrita en rojo surco de flores españolas que trascienden á bravura de raza, á fortaleza de un pueblo inmortal.

El cruento sacrificio se lamenta en todo el Continente con oraciones cordiales y admirativas, que proclaman á Jacinto Ibarrola mártir insigne del Gran Chaco, espejo y orgullo de andantes caballeros. Y un legendario aroma de bizarría castellana unge los despojos del explorador, á la vez que los cubre la gloriosa bandera, madre de veinte naciones...

Cuando los restos del noble sacrificado llegan á la costa del Plata entre cirios y reverencias, buscando amorosa repatriación, ya Regina de Alcántara atraviesa los Andes en desalada fuga, arrastrando á Eugenia y á Daniel, que, en pánico desconsuelo, la suponen definitivamente loca. Ella no se cuida de tranquilizarles. Les mira sin verlos; oye sus palabras y no las escucha. Huye del amor y de la muerte; huye velocísima; y estoica padece la puna de las altas mesetas, mientras gime una sentencia que no sabe dónde la aprendió: «No confíes ni te apoyes en la débil caña; porque toda carne es heno, y toda su gloria caerá como la flor del prado...»

VII

nuestras vidas son los ríos.—la cruz de los andes.—el loco de amor.—regreso á la patria.—la costa de la muerte.

Aquellas graves palabras de meditación no serenaron el alma tormentosa de Regina, antes bien la oprimieron con nuevas pesadumbres y tristezas.

—La carne es heno—repetía y nunca duerme la Segadora...

Como todos sus sentimientos volteaban fugaces en torno á las cosas aprendidas en los libros y almacenadas, sin orden ni luz, en el desván de la memoria, recordó luego Regina otras frases henchidas de incertidumbre y de lágrimas: «todo se desliza; todo resbala; nada se detiene»...

Su mismo fuyente caminar al través de tierras y mares; la fiebre de emociones renovada en caminos y en lecturas; el desencanto precoz de la existencia, exagerado por los estímulos de «la loca de la casa» aquel ir y venir sin término, por ásperas rutas, bajo cielos extraños, eran otras tantas voces, sordas y tristes, que respondían como un eco de ultratumba:

—Sí, es cierto; «nada se detiene; todo se desliza; todo se evapora»...

«Nuestras vidas son los ríos que van á dar en el mar, que es el morir...»

Al atravesar las cumbres soberanas de los Andes hallaron los viajeros una enorme cruz, erguida como símbolo de paz en la brava frontera de dos repúblicas hermanas. Alzó Regina las tinieblas de sus ojos hacia los brazos redentores, bañados en la luz alegre de una tarde de sol, y al punto aterró sus miradas con el desaliento de quien, rendido por sed abrumadora, viese el codiciado manantial muy lejos, donde nunca llegar pudiera.

La majestad de aquella cruz que parecía cobijar el mundo y ofrecerle un inmenso abrazo de misericordia, la dejó confusa y aniquilada.

Sentíase Regina en una de esas situaciones de ánimo en que todas los grandes ideas aplastan nuestro pequeño entendimiento. Atravesaba una de esas horas cobardes y estrechas de la vida, en que la consideración de toda magnificencia nos causa un insoportable esfuerzo del espíritu; hora mezquina y deprimente en que sobre las luces divinas de las almas caen turbias y cegadoras las cenizas de la materia terrenal.

Con la cabeza humillada y el cerebro oprimido; con los pies esclavos del monte; en una actitud de absoluto enervamiento, recordó vagamente una anhelante querella que se compadecía:—¿quién me diera alas como á la paloma, para echar á volar y hallar reposo?...

Mas sin alas, sin nido y enferma con el mal incurable de la vida, sólo tuvo energías para huir de la cruz colosal que la causaba el asombro martirizador de una quimera insondable, de una esperanza imposible. Torturada por ideas de acabamiento y fugacidad, padeció de repente, con desatinada violencia, el vértigo de la altura, y todo su ser, apasionado y voluble, sintió la atracción indefinible y repentina de los cauces hondos y de los surcos opresores. ¿Cómo había subido, ciega y rauda, la carga de su hastío y su dolor hasta la cumbre del mundo? Ya no se acordaba de que era aquel alto sendero de su fuga el paso para el país adonde maquinalmente se había señalado ella misma el camino. Volvióse á mirar en derredor. Eugenia y Daniel, mustios de cansancio y desaliento, la contemplaban casi con tanta indiferencia como los guías y los mulos...

Mísera como nunca se encontró la joven en la breve caravana de viajeros, en aquel grupo indeciso y callado, sin relieve y sin vigor debajo de la cruz gigantesca y del celaje infinito. Era una impotente, una casi invisible representación de la humanidad peregrina, que se arrastraba torpe y lamentable, con movimiento tardío y esforzado, sobre las espaldas soberbias de aquellos montes augustos... ¡Magníficos el paraje y el horizonte, qué pequeños, qué tristes los caminantes!

A esta consideración que se hizo Regina de una sola ojeada, recrudecióse acerbamente la impulsiva tendencia que la estaba arrebatando hacia los hondones y los abismos, y el punzador deseo de borrar de aquella excelsa cumbre la miserable huella de sus pasos.

La mujer bella y moza, de continuo atormentada por el terror de la muerte, dejóse poseer de una súbita tentación de exterminio y se lanzó por la vertiente de la cordillera en rápido descenso sembrado de escollos, con mortales exaltaciones, cuya arrogancia era una forma enfermiza de orgullo y de espanto. Como si hubiese subido á la cumbre andina con la sola idea de espeñarse desde la ufana altura, así trató de acometer la bajada, en un bárbaro intento de rodar y desaparecer, de hundirse, de acabarse. Se negaban los guías indios á correr á la par de ella, teniéndola por demente ó por suicida, y la muchacha, huraña y tenaz, tomaba la delantera por la arisca ruta, sin volver la cabeza hacia sus compañeros. El instinto y la mansa condición de la bestia que la conducía la fueron salvando de una en otra jornada fatigosa hacia los profundos valles de Chile, mientras la conturbada razón de la viajera murmuraba implacable: Querer sin motivo, padecer siempre, luchar siempre y luego... morir...

Por primera vez en su vida Daniel de Alcántara tiene una decisión y un arranque...

—Aquí me quedo—dice.

Y había tan inusitada seguridad en su acento, que las dos mujeres le miraron perplejas.

—¿Por qué?—pregunta Regina poco acostumbrada á la contradicción.

—Porque no puedo más y no quiero morirme en un camino.

¿Morir? Esta palabra buscada y huída constantemente por la viajera rubia, tiene el privilegio de contenerla en tímida zozobra. Contempla á su hermano con un interés que hace muchos días no tienen sus ojos para aquella lánguida existencia, cuyo límite aparece siempre cercano por irónica mueca de la juventud. Y ve Regina, con remordimientos y pesares, que Daniel tiene hundidas las ojeras, demacradas las facciones y estuosa la piel como en los días más desventurados de su lastimada existencia.

¿Otra muerte? ¿Otra tumba?—piensa con espanto la miedosa que ayer mismo se dejaba arrastrar por la sugestión de la tierra desde la espléndida altura vecina de los cielos...

Se detiene Regina en aquel extravagante nomadismo. Se detiene con la solicitud y terneza que había olvidado prodigar á Daniel durante los últimos meses de infortunio. Están en Santiago de Chile, y allí se quedan en largas semanas de inquietud para las dos mujeres y de creciente debilidad para el triste mozo que se apabila en rápida consumación.

En vano Regina lucha denodada otra vez contra el destino, y de nuevo, enérgica y dominante, reta á la muerte á la cabecera del enfermo, escudándole con sus brazos codiciosos. La muerte avanza con glacial sonrisa delante de aquellos escrutadores ojos negros donde tiembla en oculto sigilo la sombra funeral de un ciprés.

Las eminencias médicas acuden al llamado angustioso de la joven y pronuncian su última palabra: el mal que mina aquel pecho juvenil no tiene remedio humano y ha llegado al período postrero.

Un doctor especialista en la traidora enfermedad extrae de su caletre una receta muy compasiva para sí mismo y acierta á librarse de un triste espectáculo de dolor ajeno y de impotencia propia, diciendo á la muchacha:

—Tal vez una larga travesía por mar, y después los aires nativos...

—¿Si? Usted cree...—indaga febrilmente Regina.

—Yo espero... confío murmura el doctor entre egoísta y piadoso.

Y la señorita de Alcántara hace sus preparativos de viaje en pocos días y huye con Daniel, que apenas pregunta:

—¿Dónde vamos á parar, en Asia, en Oceanía?

—No, hijo mío; en Torremar, en nuestro pueblo, para que te cures...

El muchacho sonríe, vuelto á la dulce pasividad de su carácter infantil y sumiso. Y Eugenia se alegra profundamente, alentada por la ilusión de lograr en la patria remota el apacible bienestar de sus niños amados y la propia compensación de un definitivo descanso después de aquellos tiempos azarosos.

Salen de Santiago buscando la costa en demanda de un buque, llevando las dos enfermeras á Daniel entre sus brazos como una frágil preciosidad. Regina, mimándole, olvidada de todo lo que no sea aquella ansiada salud, repite: «¡Hijo mío, hijo mío!», con ternura que nace de sus entrañas de mujer, de los latidos maternales de su corazón.

La mísera mocedad del hermanito, triste como su infancia doliente, ha inspirado á Regina ráfagas de pasión y de misericordia, reveladoras de ocultas raíces sentimentales. En las perturbaciones de su espíritu se despiertan de pronto los instintos de amor y lástima hacia el pobre atormentado, que se extingue al lado suyo con inmensa humildad; y toda su alma femenina se exalta en aquella dulcísima frase, compendio de caricias y votos: ¡Hijo mío! Al pronunciarla siente en sus labios de doncella las mieles amargas de un sublime cariño que la enciende en compasiones y desvelos de madre.

La tensión vibrante de aquellos sentimientos da lugar á un episodio raro y fuerte que nunca olvida la viajera rubia. Ya cerca del gran puerto de Valparaíso se detiene en un cruce el tren que lleva á los de Alcántara, y en el convoy ascendente se alborota un jovencito, custodiado en un coche especial. Le llevan á un manicomio. Padece la locura de amor, que es la más triste de todas, según cuentan los sabios en locuras. Va el infeliz pidiendo á gritos:—¡Un beso, un beso! ¡Uno solo, por piedad!...—Oye Regina el desgarrador plañido; inquiere la razón de aquellos lamentos, y le dicen:—No hay razón; es un loco que pide un beso á una mujer. ¿A qué mujer?—pregunta.—A cualquiera, si es joven y hermosa—le responden—; está enamorado de un ensueño, y padece un horrible delirio de belleza y amor.—Impulsada entonces la viajera por una bienhechora actividad exenta de prejuicios y reflexiones, baja de un salto á la vía, sube al estribo, sobre el cual asoma su desmedrado busto el jovenzuelo demente, alarga el cuello flexible y le presenta los labios. El aplica los suyos con ansia de sediento en los frescos corales de aquella boca, y los besa largamente, vorazmente, silabeando:—¡Ah, eres tú!...—Luego pronuncia:—Gracias.—Y ahíto de felicidad, sacio y trémulo, se hunde en los divanes del coche. La generosa donante baja de aquel estribo y sube al otro, serena y alegre, sin enrojecer ante las curiosas miradas de todos los viajeros de ambos trenes, asomados á las ventanillas.

En el paisaje liso y árido de la costa volcánica, este singular suceso de piedad y dolor halla un escenario frío y silencioso. Tal vez en España, en el mismo caso, los viajeros espectadores hubieran aplaudido con apasionada admiración el rasgo noble de la moza enlutada y bella. Pero en aquel llano camino de América, abierto para el tráfico cosmopolita y mercantil, sólo quebró el silencio de tan tierno espectáculo el chasquido ferviente de ambos besos y el sollozo de gratitud con que el loco ahogó sus imploraciones satisfechas.

Partieron ambos trenes. Eugenia se enjugó los ojos llenos de lágrimas; estrechó Daniel las manos de su hermana, musitando:—Dios te lo pague.—Y sin duda se inicia un vago murmullo de comentarios á lo largo de los vagones caminantes, mientras Regina repite al oído de su pobre enfermo: ¡hijo mío! con un desbordamiento de piedades y dulzuras que alcanzaban al demente consolado y se extendían á toda la triste humanidad, huérfana de consuelos.

—¡Si pudiera dejar aquí todo lo que me entristece!—piensa Regina antes de embarcar. Está enojada contra sí misma porque le crecen en el pecho compasiones profundas hacia todas las pálidas cosas que sonríen con dolor en la vida, y se le oprime el corazón con extraños pesares.—No quiero sentir—exclama—; no quiero llorar ni quiero saber.—Y se golpea las sienes estallantes de ideas, y se enjuga unas lágrimas que en lenta rebeldía mojan su rostro, mientras cerebro y corazón, unidos con raro acorde en su gentil persona, laten al compás de unos recuerdos tentadores y amargos.—¡La huérfana de Alcántara, la viuda de Ibarrola!—piensa y siente en íntima consternación. Mas luego protesta con enojo, casi con brutalidad, murmurando:—Ni una cosa ni otra; el poeta, el amigo, el protector á quien lloro con el sentimiento egoísta de mi soledad, fué mi padre, más por el acaso que por el amor; yo fuí su camarada y su compañera mucho más que su hija, y ahora debo decirle, únicamente, con el espíritu sereno y el corazón mudo: «Adiós, Jaime; búscame en otras vidas si volvemos á nacer; quisiera ser siempre amiga tuya»; y mientras él duerme en este mundo joven, yo voy á ver si en el viejo mundo hallo un poco de felicidad... En cuanto á Ibarrola—conviene la viajera en su escéptico soliloquio—no era nada mío, nada; sólo le he visto en sueños y en retratos; no he podido quererle, me equivoco; me confundo á cada paso que doy buscando cosas imposibles; el amor... la dicha...; si existieran estas dos ansias de mi juventud, no he de lograrlas juntas, según sospecho. El placer es la ausencia del dolor; por eso la felicidad es placentera; pero el amor duele; luego la felicidad y el amor son enemigos... ¡Si un amago, un atisbo del amor me ha hecho padecer, huir, llorar!... Adiós, Ibarrola, mártir ó loco; quimera hermosa que me has servido de tortura; quiero olvidarte... ¡Adiós!

Y Regina, exaltada y arrogante en medio del fatalismo obscuro que la amedrenta, esconde sus vestidos de luto en el fondo de sus cofres, y con joviales adornos de primavera se despide de la costa americana, alardeando ante sí misma de que deja allí sus desengaños y sus miedos, sus pesimistas augurios, todas las raíces de futuros dolores.

Pero cuando huye la orilla, cuando el buque se engolfa en las pálidas aguas del Pacífico, sólo sabe de cierto la viajera que Daniel está allí, bajo su amparo con una veleidosa mueca de alegría en el semblante.

—Tal vez la muerte se quedará también en la ribera—piensa en zozobras calladas la fugitiva. Y hurgan sus ojos negros el paisaje ya lejano y sutil de la tierra abandona. Ondulan lueñes y rojas las colinas chilenas, y tórnase tan vago el horizonte á la luz del crepúsculo, que á la muchacha se le cansan los ojos de mirar y los cierra, humedecidos por ese sentimiento desgarrador de las despedidas.

—¿Llora usted?—la pregunta solícito un viajero que ha de hacerle esta misma interrogación el día del desembarco. Y molesta porque han sorprendido su dolor, desesperada porque ella misma le descubre, responde:

—Es un llanto material. Mirando con fijeza á un mismo sitio, durante largo rato, á cualquiera se le saltan las lágrimas...

Desde que Regina vió la muerte á bordo, entre sus brazos, y sintió que en un instante le arrancaba sin piedad, con sobrehumano poder, lo único que le quedaba en el mundo, ya nunca más pensó en huir de ella.—Está en todas partes—dijo.—¡Está en la vida!—Y con una impavidez martirizadora empezó á verla en el cabrilleo de la luna sobre las aguas, en los rizos del oleaje, en los cendales del cielo, en los astros, en las sombras, en los perfiles de la tierra aparecidos en lontananza, y hasta en su propio cuerpo vigoroso y juvenil. Quería familiarizarse con ella; empezaba á comprender que en el fondo del espanto y del odio que la inspiraba podía brotar una semilla de conformidad.—Morir... dormir... soñar acaso...—repetía, tratando de asir alguna esperanza que la amistase con «la traidora»; y por fin murmuraba con supremo hastío:—¡Descansar, á lo menos!...

Ya al final de la navegación, cuando los pasajeros se agrupan en la borda atalayando el horizonte, interroga Regina:—¿España?—Y la contestan:—Sí, Galicia, la costa de la muerte...—¡Ah! ¡Qué admirable!—dice, clavando en ella sus gemelos, con amor y terror al mismo tiempo. Y repite:—España... Galicia... ¡la costa de la muerte!... ¡Qué hermosura!...

Un sacudimiento poderoso de aquella pujante juventud devuelve al espíritu de Regina los bríos y las audacias que antaño la hicieron explotadora de realidades y de ilusiones al través de dos mundos. Y así salta en hispana tierra, conmovida por afanes nuevos, subyugada por los éxtasis de la vida moza, con vehemencias indefinibles que la causan alegre turbación.


VIII

aurora de mayo.—cruces y naves.—centellica de amor.—¡ah de la ribera!

La alborada radiante de aquella mañana española vino á encender con luces nuevas los fantaseos de Regina. Pegada al lecho, con perezosa delectación, en el aposento desnudo y frío del hotel, mira la ilusa desfilar por los muros de la estancia los acontecimientos tumultuosos de su rápida existencia.

Fatigada al cabo de tanto caminar, pretende ahora Regina trazarse con decisión una línea divisoria entre lo pasado y lo presente, y tomar un apacible rumbo hacia lo porvenir. Quiere ser otra de aquí en adelante: una señorita burguesa que descuelle por sus dineros y sus gracias, que pueda elegir marido y acomodarse lindamente en la sociedad; una mujer comedida y discreta, que saboree con tino y descanso todos los goces...

La voz previsora de Eugenia interrumpe la blanda meditación:

—¿Estás despierta, Regina?... Pensaba yo que hay que sacar del equipaje los vestidos negros... Los plancharé para que estén listos á la tarde cuando salgamos para Vigo...

Siente la muchacha cómo lo pasado tira cruelmente de sus propósitos en aquella advertencia, y responde con un suspiro:

—Bueno...

Al cabo de una hora, Regina, vestida de blanco, furtiva y sola, con el aire infantil de un párvulo que «hace novillos», se lanza al campo y al sol, resguardando la cabecita rubia bajo el dosel de una elegante sombrilla azul. Y así camina, ondulante y ligera, á grandes pasos, como guiada por el hilo invisible de una ilusión, embriagándose en la placidez de aquella mañana de Mayo que la fué á despertar con tan pacíficos sentimientos.

En los claros del añoso parque, las flores orillan los senderos, frescas y lozanas, con algo de selvática hermosura, y desde los ribazos enverdecidos, cara al mar y á la costa, ve Regina cómo tiembla el paisaje bañado de luz.

Liviana, lo mismo que un céfiro, recorre aquellos vergeles la gentil madrugadora. Se ha enflorecido los cabellos con unas rosas pálidas y le relumbran los ojos amorosamente.

Su traje blanco sonríe en la espesura, y su sombrilla semeja un errante jirón del cielo, que asoma entre los desgarrones de la selva.

Es cierto que Regina parece otra, y por la grata expresión de su semblante, diríase que está muy contenta de parecerlo. Sí; ella quisiera ser siempre, como en estos momentos de olvido y de esperanza, en que se la podría tomar por una niña vestida de primera comunión, creyente y venturosa...

En el recodo de un sendero encuentra al joven doctor, que llega con la gorra en la mano y la galante sonrisa en el saludo. La muchacha acoge, placentera, á su reciente amigo, y con esa sencillez natural de las costumbres campestres, comienzan á charlar. Él la cuenta un poco de la vida del Lazareto, mezclado con algo de su propia vida; es andaluz, y solicitó aquel destino en San Simón, por estarle indicado el clima á su mujer, enferma desde su último alumbramiento.

—¿Es usted casado?—pregunta Regina con alguna sorpresa.

Viudo... «Ella» murió, cuando aún tenía yo confianza de que se curase aquí...

Sólo entonces reparó la señorita de Alcántara en que el médico estaba vestido de luto. Y sonaba algo roto en la voz de Regina, alegre hacía un momento cuando murmuró:

—¡La muerte está en todas partes!—Pero queriendo, la muchacha resistirse á la invasora amargara de la conversación, y como para endulzarla, interrogóle con amable interés:

—Tiene usted hijos, ¿verdad?

Una parejita—contestó el caballero, levantando la cabeza que tenía inclinada.

El paseo se prolonga, la plática se enciende en confidencias cordiales y juveniles, y el doctor y la niña son ya íntimos amigos, merced á esa recíproca simpatía de dos caracteres francos que se encuentran en una hora sentimental.

Ya sabe Regina de memoria la vida de su nuevo amigo; ya se puede decir que «le conoce» y le juzga.

—Es un hombre apasionado y sencillo—piensa.

Por su parte, el doctor la examina con amables ojos, sin atreverse á definir más que una cosa:

—¡Linda y rara mujer!...

Ella le ha contado con llaneza y sinceridad algo de su historia y de sus sentimientos; pero sólo ha conseguido admirarle y confundirle.

A este punto de intimidad, acaso intensa porque va á ser breve, llegan los paseantes á una tapia florecida que cierra el terreno en declive hacia el mar.

Alza Regina sobre el muro su cabeza rubia, mientras dice el doctor:

—Es el cementerio.

Un tímido plantel de cruces levanta al cielo sus brazos entre cipreses y siemprevivas, y al fondo muestra el mar el abismo de su azul hermosura. Algunos mástiles de lejanas embarcaciones que se dibujan entre las cruces quietas, balancean sus finos perfiles sobre los callados sepulcros. Mirando los inmóviles maderos, que á su vez parecen clavados en el mar como arboladuras náufragas.—¡Han zozobrado!—piensa Regina, mientras la brasa ardiente de sus ojos busca en cada sepulcro una forma de nave.

Aquel breve descanso junto á la tapia en flor, queda atravesado por la saeta de una melancolía; mas, luego, el caballero y la muchacha tornan hacia el hotel, sin cesar de contarse muchas cosas. Ella sigue rebelándose contra el asalto de la «gran tristeza» que por todas partes la persigue. Y aunque en sus más ocultos senos tiembla y ruge el insuperable pavor, todas las energías de aquella alma están vigilantes en acecho de la felicidad.

—Me conformo—dice interiormente,—me resigno á morir; pero mientras llega mi hora, quiero gozar, lo quiero á todo trance...

Pasea con altivez su belleza rubia, nimbada con el toldo celeste de la sombrilla, en tanto que el bosque todo calla con solemnidad de templo.

El doctor embroma á la muchacha con el viajero de Alcoy que durante la travesía la cortejó sin tregua.

—Anoche me habló mucho de usted...

Y era cierto. Con esa locuacidad española, tan expansiva y frecuente, el pasajero, prendado de Regina le contó al médico los episodios dramáticos de la navegación, en los cuales tuvo la de Alcántara dolorido papel.

Evita el doctor ahora recordar á su amiga la tragedia. Contempla al lado suyo á la moza, sonriente y despreocupada, y sólo se le ocurre entretenerla con frívolas frases, por más que le conmueven los súbitos silencios de ella y la palpitación de astros con que tiemblan sus pupilas húmedas cuando enmudece el cristal de su voz.

—¿Por qué ríe, si parece que tiene ganas de llorar?—se pregunta perplejo.

De esta guisa llegan los dos á las inmediaciones del hotel, donde los empleados del Lazareto conversan con los únicos viajeros alojados en el pabellón de primera clase.

Eugenia aguarda á Regina para almorzar, y el señor de Alcoy, que es un joven adocenado y presentuoso, recibe á la muchacha con exagerados homenajes, que ocultan mal su celosa sorpresa de hallarla tan amistada con el médico. Ella responde levemente á sus saludos.

En un senderito de la fronda blanquean dos trajes infantiles, y el doctor dice señalándolos:

—Mis nenes...

Son dos criaturillas frescas y graciosas, que llegan asidas de las manos.

El niño, con calzones y melena, curioso y charlatán, parece un angelote.

La niña, que se suelta á andar con timidez, es menos fuerte que su hermanito, y responde á las caricias con una sonrisa incierta y suave.

Los toma Regina en sus brazos á los dos con alborozo, y pide la gracia de que se los dejen hasta el momento de partir. Otorgada la merced con sumo agradecimiento del papá, vase la niñera detrás de la señorita y murmura el de Alcoy al oído del médico, mientras se aleja el grupo:

—Coqueta, ¿eh?

—Interesantísima—contesta el interrogado con fervor.

Declina la tarde, dorada y silenciosa.

Regina de Alcántara, vestida ya de luto, al lado de su compañera, aguarda en el muelle el instante de partir. La despide el doctor, que lleva de la mano á sus hijos.

Había jugado Regina con ellos, sentada en la pradera colmándoles de caricias, tejiéndoles coronas de flores y durmiendo á la niña en su regazo al son de dulcísimos cantares.

Mientras la arrullaba de esta suerte, componían ambas un grupo blanco y delicioso en el cual la propia Regina se estuvo complaciendo. En la albura de sus vestidos se posaban como fatales mariposas negras los lazos de luto de la niña; pero agitó la moza sus ágiles dedos matando la señal triste de un tirón, y echó á volar las negras mariposas entre las cadencias de un villancico:

La virgen lava pañales y los tiende en el romero y los pajaritos cantan y el agua se va riendo...

Pero una gran tristeza de caridad se deslizó en el alma de Regina.

—¡Pobre nena sin madre! murmuró.

Y tomóla en sus brazos con tan vivo transporte de compasión que la niña, asustada, echóse á llorar...

La viajera está pensando ahora en todos estos menudos detalles de aquel día de regreso y de patria que tan hermoso y clemente amaneció para su espíritu. El doctor la contempla con una admiración un poco ansiosa.

Acaba de embarcarse el pasajero de Alcoy, el enamorado de Regina. Va solo y ceñudo, abrumado por el desdén glacial de una despedida que condena sin apelación sus amorosas pretensiones.

—¿No le da á usted lástima?—pregunta el médico á la desdeñosa, señalando la fugitiva estela.

Ella clava la honda fulguración de sus ojos en la nave, que se empequeñece sobre las olas como otras tantas visiones desvanecidas en el oleaje de la existencia. Luego replica:

—Me da lástima de estos niños, porque tienen que ser mayores.

Y los besa con ternura, suplicando al doctor que le dé alguna vez noticias de ellos. Pero el papá esta emocionado, y sin prometer nada, se atreve á preguntar:

—¿No se ha enamorado usted nunca?

—No he podido—responde ella sencillamente después de una leve vacilación. Y ataja otras averiguaciones que tal vez adivina, diciendo seria y triste:

—Quisiera ser amiga de usted mucho tiempo, porque me interesa la suerte de estos niños que he encontrado en un día memorable para mí... Yo soy voluble... olvido pronto... Mi vida es un naufragio de recuerdos. Olvidaría esta misma noche la amistad de usted á no ser por los nenes... ¡Tengo una memoria tan flaca y un carácter tan indeciso! Padezco una especie de anemia espiritual; los sentimientos más fuertes y cordiales se agitan un momento en mi corazón y en seguida se aflojan y se desvanecen como el humo... Por otra parte, me da pereza el sentir demasiado y rehuyo el querer como un ejercicio violento... Soy perezosa y egoísta... Ni siquiera puedo ni sé tener amigos... A veces, en un instante de vehemencia, quisiera amarlos y abrazarlos y hasta morir por ellos... mas, poco á poco los olvido y los mato y los sepulto en los abismos de mi corazón... Ya ve usted que me conozco á mí misma... que no soy buena.

Quédase pensativa al decir esto y añade después:

—Pero tampoco soy mala... Cuando algo me despierta de este sueño del corazón, me arrepiento de mis culpas... se recrudece el recuerdo de mis pasados errores y laten con fuerza en mi alma los sentimientos más dulces y afectuosos... ¡Ah! ¡Si yo tuviera fijeza y constancia! Es posible que me muriera de amor... como una heroína de novela... Pero no... no sé cultivar amistades ni amores, ni creo que aún pueda sentirlos nunca...

Al llegar aquí, Regina se confunde, se arrepiente de sus largas y contradictorias razones, y concluye diciéndole á su amigo:

—¡Cualquiera diría que me estoy confesando con usted!

Hay una pausa. El médico pugna por decir algo que le tiembla en el corazón. Pero Regina, cambiando de tono, añade:

—En fin, basta de psicologías y de confidencias. Prometo ser constante en esta ocasión y ser amiga de usted y de estos niños, si usted promete darme noticias de ellos á menudo.

Desea hablar el padre de los nenes, balbuce algunas palabras conmovido, pero enmudece ante la actitud súbita y reservada de la joven, que le tiende la mano, repitiendo:

—¿Quiere usted?

Y él, con semblante retraído, sin ocurrírsele otra frase, responde:

—Con muchísimo gusto.

—Adiós, doctor.

—Adiós, señorita.

Murmuraba el bosque con soñoliento murmullo, y los caminos se asomaban á la costa cubiertos de penumbra y soledad. Rodaba en el cielo un luminoso cuarto creciente; el mar tenía irisaciones de plata y mansa voz de remotas canciones...

Algo fenecía con acendrada tristeza en el regazo maravilloso de aquella tarde moribunda. Acaso uno de esos fugaces amores, relámpagos intensos que las tempestades de la juventud alumbran en los corazones abiertos á la vida.

La de Alcántara cambió con el médico su breve tarjeta, orlada de luto, por una cartulina negra, que decía en letras blancas: Rafael Marín.—Doctor en Medicina.

De un denso grupo de pasajeros pobres, que aguardaba el momento de embarcar, acercáronse algunos á las señoras en traza mendicante. Había mujeres desharrapadas y niños casi desnudos. Varias voces, evocando al malogrado Daniel, gimieron:

—¡Por el alma del señorito!

Regina, tratando de sonreir, dió algunas limosnas y gratificó con esplendidez á la camarera, que andaba rondando:

—¿Quedas contenta?—le preguntó.

Y ella, roja de confusión ante la buena dádiva, repuso:

—Quedo.

Ya en el bote, aún Regina avanzó su busto elegante sobre la borda para besar á los niños del doctor. El, entonces, la ofreció una magnífica rosa encarnada... Y se alejó el bote suavemente, al blando son de los remos.

Los colores y las formas se apagan ya en el misterio de la noche, como si el paisaje cayera en un sueño profundo. La isla de San Simón se hunde en el mar, y aparece en el cielo la blanca estrella que persigue á la luna.

Hace Regina un brusco movimiento para tornarse cara á la tierra. La flor que lleva en la mano se le deshace en lluvia de sangrientas hojas sobre las aguas azules y huye con la marejada, mientras la moza, escudriñando el horizonte perdido y confuso, se agarra á la vida con un corazón desierto que tiembla y clama:

—¡Ah, de la ribera!... ¿Vísteis por acaso la felicidad que persigo?


LIBRO SEGUNDO. HUMOS DE REINA


I

torremar, cinco minutos.—memorias y mudanzas.—los ojos entornados.

Nublada estuvo aquella última noche de viaje.

Hostigaba Regina las tinieblas, ansiosa de comprobar sus recuerdos desde que penetró en la tierra de Cantabria, pero sólo pudo advertir manchas de sombras, tendidas en un llano, enhiestas hacia el cielo, ó asomadas con fugacidad en el camino.—Son pueblos; son mieses; son montes—iba pensando, cuando oyó en una estación el anhelado aviso: «Torremar, cinco minutos de parada», y toda su impaciencia se cuajó en un asombro inmóvil, que Eugenia tuvo que sacudir activamente, lo mismo que en la llegada á San Simón.

—¡Que estamos en Torremar, Regina!

—¡Ah! ¿sí? ¿es cierto?

Conturbada, absorta, como si no esperase nunca haber llegado, saltó al andén, donde aguardaban unos parientes de Eugenia, encargados de cuidar la casita de Alcántara, en el largo abandono de sus dueños.

Tres personas componen la breve comitiva de recepción: Dolores Barquín, y sus hijos Marta y Pablo. Inicia el mozo unos cumplidos difíciles, llamando con mucha finura «doña Eugenia» á su tía, mientras las dos mujeres se comen á besos á las recién llegadas, lloriqueando, pesarosas, á guisa de saludo y de pésame:

—¡Pobre don Jaime, que en gloria esté! ¡Pobre Danielín!

No adivinaban ellas cuándo ni cómo Daniel se hubiese malogrado, porque en la ciudad se supo la desgracia del padre, únicamente. Eugenia les decía en su carta de aviso: «Llegamos solas; hay que divertir mucho á la niña, y no mentarle los muertos.»

Pero á las buenas provincianas les parece cosa inevitable «acompañar en el sentimiento» á la señorita, siquiera en el primer abrazo. La encuentran muy alta, muy hermosa.

—¡Válgame Dios, qué aire se da al difunto señorito! Se asemejan como dos gotas de agua, mismamente... Y tú, Genia—continúa Dolores—, vendrás hecha una madama franchuta; una extranjis del todo... ¡Tantos años por esos mundos!...

Sonríe Eugenia, desmintiendo con su expresión sencilla las probabilidades de aquel supuesto cambio.

Aunque le sientan bien las ropas señoriles, que modas y circunstancias le han obligado á usar, su semblante es siempre franco y modesto. Bajo los hábitos elegantes, que ya en la estación de su pueblo le dan el título de «doña», hace su entrada en Torremar con poca gallardía. Lleva el sombrero torcido y tiene una actitud de cansancio y pesadumbre, que le hace parecer casi una anciana. Emprende allí mismo con su prima una relación de penas, en voz sigilosa, mientras el mozo se hace cargo de los equipajes, y Regina reconoce en el agraciado rostro de Marta á la niña que compartió con ella, por vericuetos y riscos, las correrías salvajes, sirviéndola á modo de escudero en arriesgadas aventuras que ya en la niñez inició con vocación resuelta.

El camino hasta la casa es base de averiguaciones entre las dos muchachas, que van delante, á lento paso. Pero Regina sabe preguntar más de lo que responde, y se entera de muchas cosas sin haberle contado á Marta casi ninguna.

La sobrinuca de Eugenia, convertida en recia mujer, bien portada al uso de la clase popular del puerto cántabro, siente crecido y ferviente su respeto por la señorita que ya en la infancia le había inspirado admiración y docilidad. Va respondiendo á todas las consultas de la viajera, que se detiene á cada momento en un recodo, en un cruce, delante de un edificio, bajo la luz escasa y débil del alumbrado público:

—Este es el Ayuntamiento... ¿Le han levantado un piso?

—Sí, señora. Le han puesto encima unas cuantas sociedades: la de Socorros mutuos, la de Propietarios y no sé cuáles otras...

—Aquí está la iglesia parroquial. Pero la torre... ¿No tenía torre?

—La partió un rayo y hubo que tirarla. ¡Ya hace mucho tiempo!... Tenemos una parroquia nueva, muy preciosa, con dos torres altísimas, y ya de ésta no hace caso nadie.

—Es más largo el muelle, ¿verdad?

—Mucho más largo. Y el mar queda más lejos; rellenaron un trozo grandísimo y han hecho jardines donde entraban antes las olas...

—Por aquel lado se sale á la Plaza Mayor.

—Sí, señorita. Esa está lo mismo que cuando se marchó usted, sólo que en medio han puesto la estatua de uno... ¡No me acuerdo el oficio que tiene!...

—¿Poeta?

—Otra cosa.

—¿Novelista?

—Tampoco.

—¿Marino?... ¿Soldado?

—¡Menos!... Es uno de los que mandan en Madrid.

—¿Ministro?

—¡Justamente! Un ministro republicano... Por la noche da miedo pasar cerca de él; como es todo blanco parece un fantasma.

—Y dime, ¿todavía pasea la gente en los portalones?

—Todavía. Y hay música los jueves y los domingos, como «antes».

—Habrá muchas casas nuevas...

En el barrio de San Martín hay algunas; pero en el nuestro nada más que el hotel de los señores de Velasco.

—¿Viven en Torremar?

—Casi siempre. Desde que se murió el padre no aselan en Madrid, porque á la señora le pinta mucho esto.

—¿Qué fué de los hijos?

—El mayor estudia para sabio y parece que nunca acaba la carrera; lo mismo que el chiflado de don Juan Ramírez. Están siempre juntos entre libros, papelotes y animalejos... El otro es un cortejante de primera ¡y está muy guapo!

—¿Y esos de Ramírez? ¡Eramos tan amigos!

—¿Pero no sabe usted lo que les sucedió?

—Nada, hija.

—Una cosa tremenda...

—¿Triste?

—Muy triste.

—Entonces, no me lo cuentes. Oye: el Casino, ¿está donde estaba?

—¡Quia!... Tiene un edificio para él solo; dan bailes y conciertos. Además, «tenemos» Filarmónica y «estamos» haciendo un teatro...

—¡Cuántas novedades!... Pero, cualquiera diría que toda la población está durmiendo. Apenas hemos encontrado gente. Unas cuantas siluetas misteriosas, y pare usted de contar.

—Es que ya son las once, lo menos—dijo Marta bajando la voz, como si recordase de pronto que á tales horas era menester hablar bajito.

También siente Regina el imperioso mandato del «escucho». Y muy quedo, continúa la charla curiosa:

—¿Saben en el pueblo que yo llegaba?

—¡Vaya si lo saben! Todo el señorío está revuelto. Yo conté la noticia en la botica «de abajo», y como hay tertulia «se corrió» á escape. No hacen otra cosa que hablar de usted... Que si venía usted casada... que si viuda...

—¿Viuda?

—Que si se había usted quedado pobre...

—Pues date prisa á decir que vengo rica y soltera.

—Ya lo creo que lo diré... ¡Mire, mire! ¿Ve usted cómo tiembla aquella cortina?

—No veo nada.

—Sí; en ese antepecho del primer piso... Es el gabinete de labor de las señoritas de Bernaldo.

—¿Pero no se han muerto?

—¿Morirse?... ¡Si la más pequeña todavía piensa en casarse!... Ya suponía yo que estarían de atalaya para vernos pasar... ¡Ah! ¿Sabe quién se acuerda de usted muchísimo? Timonel; aquel pescador que la enseñó á nadar y la llevaba siempre en su bote.

—¡Pobre Timonel!... Ya estará viejo.

—Algo viejuco está, pero sigue «haciendo todas las mareas».

Un balcón se abre con sigilo encima de las muchachas, y unas cabezas se perfilan, estiradas y fisgonas, hacia la calle.

—¿Oye?—susurra Marta, oprimiendo el brazo que Regina apoya en el suyo.—Son las de Estrada, que la quieren ver.

—Buenas noches—dice pronta la voz de la señorita, lanzada al silencio con musicales trinos. Vibra el saludo en la obscuridad, mientras Marta acelera el paso y advierte á su compañera:

—No las diga nada... ¡Si es que la quieren ver á escondidas, sin que usted lo note!

Las cabezas acechantes se esfuman en la sombra, detrás del ruido sordo de una puerta.

—¡Ah, vamos!—dice Regina únicamente. Y se le figura que su pueblo dormido está soñando con ella; que los temblores del cortinaje y los mudos perfiles de las cabezas, son movimientos de pesadilla en aquel profundo sopor. En vano por sorprender los horizontes familiares del puerto, medio borrados en la memoria, quiso cruzar las calles á pie, desde la estación hasta el viejo arrabal donde se yergue la casa nativa al socaire del monte, dominando la playa. Todo lo encuentra confuso y extraño al través de la ciudad obscura y silente. Apenas si en la sombra se dibujan los contornos del caserío, en manchas densas, con bruscos tajos de vías angostas sobre un hostil pavimento y bajo la llama lívida de los escasos faroles. Por las embocaduras del muelle llega el aura del mar, salobre y tónica, entre los murmullos del puerto y de la bahía. Se oyen de tarde en tarde algunos pasos y se esquician en la penumbra formas inciertas y movibles...

Antes de doblar la última esquina del barrio de San Martín, llamada también «el de abajo», el más urbano y populoso, las dos muchachas aguardan á Dolores y á Eugenia, que con Pablo vienen detrás. Enciende el mozo su farol de aceite, necesario á los trasnochadores en el arrabal marinero, cuando falta la luna, y el grupo caminante encuentra á pocos pasos, otro grupo quieto y silencioso, recatándose de la luz que Pablo lleva.

Vuelve Marta á estrechar el brazo de Regina y le dice, muy bajo:

—Son señoritos que están en acecho de la llegada de usted...

Ya el resuello del mar, libre en la playa, sube al camino empujado por una brisa acre y sutil, que en los huertos cercanos ha recogido esencias de flores primaverales.

Aquel aliento puro del mar y de la costa besa con ímpetu la cara sonriente de la viajera, cuyo flotante velo de crespón va dejando una estela de curiosidad y de atisbos, al través del pueblo que la mira con los ojos entornados...

II

la cajita blanca.—lumbres de hogar.—remos y flores.

La lluvia amaneciente moja el paisaje con una triste dulzura, como de llanto infantil. Sube la niebla entocando los montes, y sus flecos deshilachados permiten ver á Regina un rebaño que ondula lento por la alta vereda. Los sordos gruñidos del mar extienden en la costa abrupta su amenaza resonante y quejosa.

Recordando las galernas terribles de aquel fiero Cantábrico, tan voluble como soberanamente hermoso, Regina escucha y mira en honda expectación.

Una campana vocinglera lanza al viento su toque de rebato, que rueda por el valle marinero con agudo estridor, mezcla de sollozo y de aleluya... ¿Es que llora?... ¿es que canta?

—¡Canta y llora!—piensa Regina, inclinando el busto sobre el trémulo barandaje de su balcón. De pronto mira al camino rústico que por encima de la playa cruza el arrabal hacia la sierra: extraño grupo bulle y se retuerce en el sendero, bajo la fina gasa de la lluvia; madrugadora procesión en cuyo centro blanco los ojos miopes de la muchacha descubren, al cabo de no pocas dudas, el féretro de un niño... Sí; eso es: una cajita que conducen cuatro chicuelas vestidas de albos ropajes, lacios y humildes; trepando van con rumbo al cementerio, que se asoma á los cantiles desde la silvestre llanura.

Sube la pobre comitiva en afanosa demanda de la tierra clemente; suben las nieblas á las cumbres montaraces, y el rebaño á las floridas brañas; suben las olas á la playa rubia, y las voces de la campana á los nublados cielos... También sube, azaroso, un suspiro temblón y zozobrante de Regina de Alcántara, aunque los labios que le dieron licencia tratan de sonreir, comentando:

—¿Un niño infeliz que logra descansar?... ¿Un ángel que ha volado á la gloria? ¡Aleluya... Aleluya...!

Por hay una ansiedad tan triste en aquel paisaje lluvioso; en aquellas neblinas desgarradas; en aquellos retumbos del mar y del bronce; en aquel entierro blanco y humilde que se agarra á las ondulaciones del camino, sube que te sube, arañando la tierra en el esfuerzo de la pendiente, que Regina abandona su observatorio, y dentro de la estancia se sienta en un sillón á forjar otros planes, perspectivas más luminosas que las que le ofrece aquella hora matinal de un Mayo norteño.

Pero allí anda Eugenia, limpiando viejos muebles y acomodando ropas de la señorita, que ha elegido aquel aposento y quiere aderezarle con las mejores prendas del modesto ajuar. Es la pieza un saloncito cuadrado, con las paredes tendidas de florido papel y el techo de cal, decorado por un friso y un rosetón de tosca factura. En un extremo se colocará la cama, con el recato de un gran biombo, y queda espacio libre para el diván y los sillones de sedosa tapicería, un poco pálida; el tocador y el armario; un bufetillo; una Venus de escayola, sobre su artística columna; una mesa de centro; cuadros antiguos, fotografías, flores; y el balcón abierto á la sierra y al mar, sin cortinajes ni estorbos...

—Tendré un cuarto confortable y alegre, á estilo de aldea—dícese Regina—. Luego modificaré un poco todo el mobiliario, y cuando me case haré un chalet moderno con mucho lujo y muchas cosas buenas.

Estos discursos silenciosos la inmovilizan toda la mañana, y reacciona de aquella postración y aquel mutismo con una repentina actividad nerviosa y apremiante, que la empuja por las habitaciones en voz de mando, disponiendo mil novedades y trajines, estorbando las faenas de la servidumbre, y fatigándose inútilmente, sin haber hecho nada. De la impaciencia que la mueve por todas partes, con estéril inquietud tienen mucha culpa sus deseos contenidos de verle al pueblo la cara, de reconocerle y pasearle, y aprender la historia de sus años de ausencia.

Aquel rincón del mundo tan absolutamente olvidado por la «viajera rubia» durante largo tiempo, despierta de improviso en ella sumo interés, como si sus límites le cerrasen todos los caminos de la tierra y allí estuviese esperándola su porvenir entero. Nada quiso saber de Torremar ni de sus habitantes, desde que, niña y ambiciosa, partió de la ciudad norteña; y ahora se le figura que tiene allí escondidas muchas esperanzas y emociones, muchos cariños y proyectos.

—No salgas—le ha dicho Eugenia viéndola pronta á lanzarse á la calle—; vendrán visitas...; estás de luto riguroso.

Y la muchacha se detiene, á su pesar, ante la evidencia de estos graves motivos de reclusión; pero á cada momento se asoma á los balcones, baja al portal, hace preguntas referentes á cosas y familias de su pueblo, y se ríe sola, sin saber por qué, con los ojos rasos de lágrimas, sean tristes ó alegres las respuestas que recibe, y que apenas escucha, con la prisa de hacer otras.

La víspera, al llegar, á instancia generosa y urgente de Regina, quedó convenido que Dolores, Marta y Pablo, se instalasen en la casa de Alcántara con la doble calidad de familiares y servidores, para que Eugenia estuviese descansada, gustando la compañía y ayuda de los suyos.

Fué Dolores casada de muy moza con un honrado marinero, y á los pocos años quedó viuda en una horrible galerna, de que aún se guardaba temeroso recuerdo en Torremar. Todo el espanto que la pobre mujer cobró al oficio rudo del esposo no pudo evitar que Pablo fuera grumete en cuanto el chico halló manera de cruzar sobre su elástica de punto un tirante ufano para sostén de los calzones. En continuas zozobras vió la madre espigar al marinero, y siempre encontró amargo como el agua salina el pan difícil que se gozaba el hijo en ofrecerla. Marta, más joven que su hermano, se hizo moza ayudando á su madre á coser toscas prendas de la gente de mar, á zurcir redes y aparejos, ó á la ordinaria confección de sacos para la vecina fábrica de yute, una de las más importantes industrias de la ciudad. Más tarde la muchacha, poco satisfecha de tan vulgares labores y de su escaso rendimiento, aprendió el oficio de planchadora, y merced á su aplicación logró aumentar los ingresos de la familia y ofrecer á su madre algún descanso.

En la actualidad Marta sabía presentarse con finura y vestirse con pulcritud, dentro de la modestia de su clase; era inteligente y graciosa, y Regina pensó, desde luego, convertirla en gentil camarera y adueñarse de su voluntad con cariños y mercedes. No necesitó muchos esfuerzos para conquistarla; pronto la moza se rindió, murmurando:

—Disponga lo que guste... ¡Tiene «un ángel» la señorita!...

Por su parte Dolores dijo que sí con efusión á cuanto Regina le propuso: vivir en una casa de señores, trabajar poco y gozar de buen trato y de buenas ganancias, le parecieron cosas admirables. El marinero estuvo más reacio á capitular en tierra firme. Se daba una fuerte rasquina de cabeza, no imaginando cómo á la señorita le parecía tan fácil que él dejara su puesto en la tripulación de Mariposa para cuidar un jardín:—¡Ave María Purísima! ¿Cómo va á ser eso?—se interrogaba á sí mismo.

Pero Regina mostrábase obstinada:—Os quedáis los tres—decía—. ¡Vamos, hombre, no pongas esa cara de susto! Te das de baja en el gremio de pescadores, pero no en el Cabildo de marineros. Compraré un balandro; tú me darás lecciones de náutica y yo á ti de jardinería... «Lo cortés no quita á lo valiente»: habrá en esta casa remos y flores. ¿Qué dices?

Las tres mujeres, que escuchaban con embeleso tan dulces ofertas, instaron á porfía para que Pablo aceptase. Y él, por fin, pronunció confuso:

—Digo... que bueno... si lo del balandro es de veras.

Afirmando que sí, Regina, muy alegre, tendió con llaneza las manos al pescador, el cual, no sabiendo qué hacer entre las suyas con aquel regalo tan fino, se puso muy colorado, y aflojó los dedos temblones y cobardes.

III

¡un alma nueva!—historia de la «bella durmiente».—el paladín de regina.

Las antiguas amistades de la familia de Alcántara muy correctas y rigurosas en cuestiones de etiqueta, aguardan, sin duda, que descanse la niña enlutada y que arregle su nido. Y ella, que ya logró reposo para su cuerpo y aliño para su casa, tiene en tortura la curiosidad, esperando visitas que no llegan.

Ha salido el sol; ha sacudido Mayo con arrogancia sus bancales de flores, y todo es dulzura y aromas en el ambiente, luz y belleza en el horizonte.

Punzada en sus pesares por la alegría exterior, Regina, desde el fondo de su cuarto, contempla el mar y el cielo acerbamente, y sospecha con pesadumbre: ¿Nadie se acordará de mí?

—Don Carlitos Ramírez—anuncia con ufanía la fresca voz de Marta.

Y entra en el aposento un mozo elegante y gentil, de pocos años, á juzgar por la cara imberbe y la ingenua expresión de niño: es alto, moreno; toda la gracia de su persona viste un aire de nobleza y de bondad que subyuga; tiene doradas las pupilas, en las que se derrama un corazón amoroso, á la sombra negra y doble de unas pestañas admirables; lleva sobre los labios la pincelada obscura de un futuro bigote, y le baña el rostro cordial sonrisa, que alumbra sus palabras y actitudes con luz melancólica y ardiente.

La señorita y el doncel se miran un segundo, y ella rompe el silencio investigador de aquella mirada, abriendo los brazos al visitante:

—¡Abrázame, chiquillo!

Es muda y tierna la caricia; ambos amigos, abrazados, sonríen para disimular su emoción. Él quiere preguntar alguna cosa, y tímidamente balbuce:

—¿Daniel?...

Regina se pone un dedo tembloroso en los labios.

—Quiero olvidar; ¿sabes? Quiero creer que soy otra; que ni la tierra sepultó á mi padre, allá en país extranjero, ni soy yo la misma que vió á Daniel, tu camarada, morir en un barco en medio de los mares, y después... No, no; ¡qué recuerdos tan horribles!... Soy otra, Carlos; soy una criatura rara que nació sin familia; que de su pasado nada sabe; que no habla nunca de su vida de ayer... Al cabo—añadió, con temblor de cobardía en el acento—¿qué importa lo que ya pasó?

—Sí; haces bien, lo mejor es olvidar. Solamente—replica el mozo con grave tristeza—que algunas desgracias están siempre activas sobre nuestro corazón, y no llega la hora en que podamos decir: «ya pasaron»...

Recuerda Regina entonces que, según noticias de su doncella, á los de Ramírez les había sucedido una cosa «muy triste», y pregunta con interés:

—¿Tus padres?... ¿Ana María?...

—Mi hermana deseando verte. Mi padre está bueno.

—¿Tu madre, quizá?...

—¿No sabes nada?—dice él, sin levantar los ojos de la alfombra.

—Que algo adverso os ocurre; pero no he querido que me lo cuenten.

—Luego, ¿sospechas?...

—Nada. El enorme egoísmo que estoy cultivando me hace huir de mis penas y de las extrañas; sobre todo, si las padecen personas á quienes aprecio tanto como á vosotros... Temo que se relacione con tu madre lo que os aflige... ¿Acierto?

—Si huyes de penas, ¿qué te voy á contar? Esta es amarga como la hiel.

Sonaba la voz dulce del muchacho tan sorda y contenida, que la de Alcántara se apresuró á indagar con sincera inquietud:

—¿Está enferma tu madre?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—Mi madre... huyó de Torremar hace tres años.

—¿Ella? ¿Carlota?... Huyó, dices... pero ¿por qué?

Callaba el mozo, trémulo, transido, luego de revelar con agudo esfuerzo la cruel noticia, pálido el semblante, henchidos de lágrimas los ojos.

Regina entonces, conforme sentía crecer la curiosidad en torno al drama, tuvo compasión, tuvo misericordia, un instante, de aquella pesadumbre tan dura que abatía la frente del muchacho.

Sentados como estaban los dos amigos en el pequeño sofá del gabinete, inclinábase ella, dulce y solícita, para buscar la turbia mirada de Carlos puesta en el suelo con angustiosa obstinación.

—Vas á contarme esa desventura—le encarece Regina.—Vas á decirme todas tus penas con grande confianza, como si fuésemos hermanos... No siempre creas en mi egoísmo; ya ves cómo tus palabras me conmueven.

Y, en efecto, la dama curiosa ha perdido la serenidad. No por la blanda emoción—vulgarísima y corriente á su parecer—del íntimo saludo ni del tierno coloquio, sino por la traza peregrina, por el aire singular con que el mancebo, heraldo de una tragedia, tal vez interesante, se manifiesta de súbito. La mujer zahorí, sabia leyente de corazones, piensa con avidez:

—No es un hombre cualquiera, ni un niño como hay muchos... Será preciso estudiarle...

Este afán, este loco deseo, se alza ahora en el corazón femenino dominando los impulsos de sus fugaces misericordias.

Con la rubia luz de los ojos y el treno apasionado de la voz, desata Carlos Ramírez en un segundo la dañosa afición que Regina siente hacia sorpresas y novedades.

Así que el amigo de la niñez habla, mira y sonríe, ella, la mariposa voraz sobre jardines raros, descubre la exótica flor, se estremece y murmura:

—¡Un alma «nueva»!...

Y giran las alas del insecto goloso en derredor del alma virgen, llena de luceros: espíritu infantil por su ingenuidad, santo y fuerte por su linaje.

Esconde Carlos como sagrada reliquia aquel pesar profundo que Regina quiere compartir; y á las exploraciones insinuantes de la dama se resiste con pudor y quebranto.

—Lo has de saber—asegura—aunque no lo pretendas. Las torremarinas se proponen que «ese asunto» no pase de moda... Ya te lo contarán «por ahí», aumentado y corregido...

—En cambio tú me dirías lo justo y lo cierto...

—Sí; pero entonces resultaría la historia larga y triste por demás...—Un aire de secreto infortunio cela aquellos reparos y los ofrece con tales atractivos de extrañeza y de sombra, que Regina, exaltada delante del misterio, no acertaría á decir si sufre compasión ó se embriaga de gozo cuando en las redes de sus artificios y razones siente al muchacho vacilar y le ve, al fin, entregarse á las dulzuras de una íntima confidencia.

Carlos Ramírez, que es un niño grande, con arrestos varoniles y ribetes de romántico, ha profesado siempre acendrada admiración á la niña viajera, rubia y pálida, de quien oyó contar pasmosas aventuras y atractivos deslumbradores. Ahora que la tiene delante, transformada en mujer bonita y lagotera, vestida de luto para mayor encanto, siente el mozo, mirándola, una dulce desgarradura en el pecho. Es que la flor de sus emociones se abre incauta á los ojos de Regina, como el capullo de rosa besado por el sol. La viajera de antaño puede libar á su placer las primicias sentimentales de un alma «nueva», porque ya Carlos ofrece, generoso, el divino licor de la suya.

En el inconsciente sacrificio, la víctima se ofrenda seductora: tiene oro en la mirada, miel en los labios y una tragedia obscura, sangrando en el abierto corazón... ¿Qué más pide Regina para considerarse feliz aquella tarde? Ya oprime el sazonado fruto del pecho herido y beberá el néctar hasta sentirse sacia. Tanto quiere saber del misterio de Carlota como del dolor de Carlos... ¡Aquellos ojos donde el sol se oculta en la nube de penas, aquella noble sonrisa resignada!... ¡Oh, el dolor!...—El dolor ajeno como espectáculo artístico—, piensa la escéptica observadora—, es curioso y notable. Hay en la más equilibrada naturaleza una dosis de crueldad que se gloria delante del drama humano y le busca y hasta le persigue...—Yo soy cruel—añade con un remoto espanto—, soy fría como la nieve. Estos sacudimientos que me estremecen ahora son morbosas impaciencias de morder las amargas revelaciones que he buscado, que he perseguido... Me voy á recrear en el drama de este mozo, mi camarada de la niñez, el ídolo pequeño de mi pobre hermano... ¡Y qué! Yo no tengo la culpa de que Carlos Ramírez, el rapaz que conocí, lindo como un juguete, venga hoy á visitarme en traza de hermoso caballero, con una historia tétrica en el bolsillo... Ni es cosa de hacer examen de conciencia porque El Dolor, usando el porte más garboso del mundo, me brinde un placer estético de alta categoría...

Aunque así razona la de Alcántara en rápida meditación, por el fondo de su curiosidad helada y cruel, sin pías veredas, igual que un monte nevado, corre un hilo de ternura, tan suave y oculto, que el mismo corazón por donde pasa no le siente. Mansa y sin voces la linfa del amor fluye y fluye, constante en las entrañas de Regina, como la excelsa gracia del bautismo que en los senos más duros prende y enflora; divino sol de piedad en lucha con la nieve de humanas impiedades...

También Carlos se sume en reflexiones aceleradas. Ha encontrado, sin duda, un corazón grande y amigo donde puede romper el broche pudoroso de su dolor: toma carne y espíritu la sombra fugitiva que se borró en la ausencia lo mismo que un ensueño, cuando el mozo de hoy era un nene que ya sabía soñar. Aquel rastro de ilusión infantil encendióse en luz de juveniles ansiedades, pero fué luz remota y ausente, como de estrella, resplandor inquieto de una felicidad imposible. Y de pronto, la errante lucecilla que Carlos avizoró por ilusos caminos, arde en negras miradas, calienta con acentos dulces, se yergue en la forma de una mujer peregrina del mundo, que ha sondeado los abismos de la tierra, que conoce las desolaciones del desierto y la llanura de los mares... ¡Cuánto no sabrá de vidas tristes! De seguro es su corazón un torrente de misericordia...

Así piensa el cautivo de Regina, mirando al suelo. En el vertiginoso volar de sus esperanzas le punzan con lacerante escozor los agravios que persiguen á su madre. Nadie se la nombra, como si fuese una vergüenza definitiva y segura que al hijo le quisieran perdonar; y los rumores hostiles que se acallan delante de él, por lástima ó por miedo, repercuten á su alrededor, sordos y agudos; le duelen, le sofocan; le han llevado, en instantes de espiritual cobardía, al borde de la demencia y del suicidio.

Sabe el muchacho de una sola mujer en Torremar que no culpa á Carlota de Heredia, que no atribuye delito ni sonrojo á su desaparición; pero es dama de muchos años y respetos á quien Carlos no se atreve á decir ni una palabra de la ausente. Hay un sacerdote en el pueblo que también por sus frases y actitudes demuestra caridad y ternura á la desaparecida señora, mas los hábitos y las canas de este varón piadoso sellan en la boca de Carlos la ansiada confidencia. Finalmente, un señor joven, muy amigo de la familia de Ramírez, es seguro que tributa á Carlota leal admiración y que la supone limpia de pecado. Aunque así lo comprende el hijo de la dama, motivos poderosos le retraen de tratar con el caballero las penas que le afligen. Y se conforma con sentir hacia aquella trinidad compasiva una profunda gratitud.

Así los años han corrido sin que logren refugio apropiado los anhelos del mozo: él quisiera verter del alma suya la piedad y el amor en la memoria de su madre; limpiar de dudas y de sombras el nombre amado; erguir la bella imagen de la ausente en un trono de lágrimas y duelo, puro y noble, donde se pudiera leer: «Fué desgraciada y buena»... Pero se siente amordazado por la inverosimilitud de muchas cosas que él solo sabe, que acaso nadie creerá cuando las diga; le detienen mil escrúpulos de íntimo pudor familiar; le amedrenta, sobre todo, la triste convicción de que sus palabras no hallarán en el pueblo ecos amigos ni piadosos rumores. No; su madre, la esposa de un hombre ilustre entregado toda la vida á su ciencia y á su hogar, es una mujer joven y hermosa... «que se ha fugado»... ni más ni menos... Solamente el corazón de Ana María conoce la tragedia en toda su magnitud. Y la moza también calla, también sufre, sin protestas ni alardes, el obscuro pesar, la negra desventura.

Pasa el tiempo, frío bálsamo de las cuitas humanas, y no acorta los afanes de Carlos. Tal vez olvidaría á su madre muerta, mas no la puede olvidar perdida sabe Dios dónde, loca ó desesperada por el mundo. La aflicción del hijo se convierte en un largo tormento. Trata de partir buscando las borradas huellas, el olvido ó la muerte; quiere padecer en el anónimo; lanzarse á una emigración pobre y suicida. Pero su hermana le persigue, cargados los grandes ojos de zozobra, y ruégale á menudo, con las manos en cruz:

—¡No me abandones!

Carlos se detiene conmovido, preso en las cadenas de enamorada caridad. ¿Qué haría sin él la dulce criatura, en las soledades de un rincón, siempre de luto?—Aguardaré—decide—hasta que ella se case. Y aguarda, romántico y triste, cuando aparece Regina como un astro, encendiendo promesas en los sombríos horizontes de aquella atormentada juventud...

Allí están los dos amigos, á la vez juntos y solos, ausentes en bien distinta ruta de pensamientos. Es ella la más pronta en regresar del imaginario viaje; pliega las alas de sus meditaciones, y segura de que tiene Carlos en sazón su discurso, le dice previsora:

—Espera.

Sale un momento y vuelve para tranquilizarle:

—Advertí á Marta y no vendrán á molestarnos. Ya puedes—añadió con aquella blandura persuasiva que su acento solía tomar—decirme tus pesares; que el relato brote desde lejanas horas, sincero y seguro del interés que me produce: muéstrame vida y corazón imagino que tus dolores son de los que se alivian compartiéndolos y tengo esperanzas de poder consolarte cuando me los confíes. No son así los míos—dijo aún entre dientes con repentina acidez;—por eso los oculto.

Alzó el muchacho la cabeza, y puso largamente los ojos en su amiga, con afanes y devoción:

—Sí;—pronuncia—te voy á contar todo lo que yo sé de mi madre; recuerdo que ella te quería mucho.

—Yo guardo la memoria de su triste hermosura y no olvido que me inspiró profunda simpatía. Siempre la llamé por su nombre, Carlota, como si fuese otra chicuela de mi edad. Tenía el aire juvenil de una colegiala.

—Los forasteros creyeron muchas veces que éramos hermanos, cuando yo la acompañaba por la calle—añora el mozo con melancolía.

Y la muchacha, con la imaginación ya ardorosa, insiste:

—Anda, Carlitos, cuenta...

Un breve silencio inicia la relación, y Regina escucha antes de que su amigo comience:

«Se me va la memoria detrás de mi madre, sufriendo siempre sumisa las tremendas borrascas del hogar. El genio violentísimo de mi padre conturbaba en agitaciones febriles la tristeza de nuestra vida... ¡Porque nuestra vida familiar era bien triste! Yo lo sentí, en cuanto la brasa dulce de otros hogares amigos me calentó el alma. Jamás entre nosotros amaneció una de esas alegrías generosas que todo lo besan y lo contagian de ilusión, desparramadas en risas y cantares. Teníamos dinero y salud, teníamos inteligencia y corazones, ¡y nos faltaba por entero la felicidad! El carácter irascible de mi padre, su trato huraño y brusco, eran como una torva nube que se cerniese sobre nuestro destino, negándonos la luz pacífica de toda íntima ventura. Bajo aquel ceño sombrío y dominador, vivía la casa en silencios angustiosos, sólo quebrantados por las crisis violentas del genial, fiero y hostil, que nos hacía esclavos. Nuestro Robledo, la finca mejor puesta de Torremar, altiva entre el bosque y la playa, libre y rebelde en la altura, me ha parecido toda, desde que siento y discurro, clavada con puñales de tristeza. La obscura masa del robledal tiene una inquietadora perspectiva...»

El relato se quebranta:

—¿No te has fijado? Acércate. Desde tu balcón se ven sus perfiles medrosos que ponen un gesto amargo en la casa, el huerto y el jardín. ¡Mira, mira qué desolada se yergue mi arboleda!

—Es verdad—asiente Regina, llevada por Carlos á la contemplación del alto bosque,—¡parece que clama al cielo!

Y vuelta al donoso conferenciante, sonríe:

—Oye: caes en lirismos agudos y me contaminas. Tu Robledo te hace poeta...

—Cursi, ibas á decir.

—Sentimental, que no es enteramente lo mismo. Hablas casi en verso.

—No te burles, por Dios. La historia rara y secreta que trato de contarte, me adiestró los sentimientos y hasta la palabra. A fuerza de escudriñar eternas horas en la negrura espesa de este dolor, he dado en la manía de escribirle; y en un cuaderno le he extendido con todos sus detalles y observaciones, para afinarle y medirle, destilado, gota á gota, como en un filtro, á ver si de mi análisis resulta algún rastro luminoso.

—¿Y no encuentras?...

—Nada. Siempre la impenetrable densidad del misterio...

—Pero has conseguido hacerte orador y adornar tu drama con divagaciones líricas que me están impacientando. Volvamos al sofá y al asunto de nuestra confidencia, y acuérdate de que yo no sé esperar; esa virtud la sigo desconociendo como antaño.

Entre dolorido y sonriente, Carlos reflexiona:

—Mi drama, sí; este «es mi drama».

Y dócil, se sienta junto á Regina, en tanto que el camarín se tiñe con resplandores de púrpura, como si en él reflejase su haz de llamas un incendio poderoso.

Es que el sol ha caído moribundo en el mar y su sangrienta agonía inflama en rojos destellos la sierra y el Cantábrico.

Exaltados en aquella luz de tragedia, Regina atiende sin interrumpir, y el narrador sentimental continúa:

«Las morbosas intolerancias de mi padre, crueles en ocasiones, solían tener sorpresas para mi hermana y para mí, porque se trocaban, de pronto, en arranques de ternura pegajosa y hasta un poco teatral. Esto sucedía precisamente cuando mamá nos juzgaba merecedores de alguna reprimenda ó prohibición. En tan inesperado momento, un melodrama paternal nos favorecía con descargos y mimos. Y á fuerza de ser injustos aquellos arrumacos, los reíamos en calladas burlas, á espaldas del autor y comediante. Si mamá sorprendía nuestra crítica irrespetuosa, decíanos con severidad:—Eso está mal hecho. ¿No le queréis?... Bajábamos la frente en grave confusión. A menudo yo le pregunté á mi hermana:—¿Le quieres tú? Y con la cabeza me contestaba que sí, muy despacio... Pero no era verdad. Mi padre nos inspiraba, únicamente, miedo ó risa. En él sólo veíamos dos aspectos ingratos: el de la tiranía y el de la ridiculez. La grande fama de sus científicos méritos, nos pareció siempre una leyenda en la cual pudiera tener fe todo el mundo, menos los hijos del naturalista ilustre. Manuscritos, dibujos y colecciones de que él se enorgullecía con vanagloria intolerable, fueron para nosotros una máquina infernal de suplicios. La servidumbre giraba ensordecida por voces y juramentos, en torno á los peces raros que el biólogo conserva, muertos ó vivos, en complicadas vasijas de cristal. Toda una instalación difícil de agua salada y de agua dulce; frágiles tubos, tendidos en forma de cañería al través de los vasos, desinfecciones, limpiezas, graduación varia de temperaturas en las diferentes salas del museo; cuanto se relaciona con los cuidados prolijos del laboratorio, corría mil azares en manos profanas, y era pretexto para que en aquel santuario de la ciencia estallasen borrascas terroríficas. Incapaz de sacrificarse á la enseñanza, y sin ideales de compañerismo, servíase mi padre de asalariados torpes, con tal que le permitiesen abrir curso sin freno á su mal humor. No atreviéndose al manejo de un látigo, pretendía, siquiera, fulminar á su antojo las amenazas y los improperios. Pero los criados pasaban como exhalaciones por el embudo de aquellas leyes tiránicas, y en huelgas tales, se quedaba mamá, sola y valiente, blanco de todas las iras y de todas las faenas. Viéndola soportar sin reproches las violencias del sabio, hablarle con dulzura y servirle con solicitud, decíame: ¡Ella sí que le quiere!—Pero me sublevaba contra aquella suposición. Yo empezaba á discernir y á razonar.—¿Por qué le ha de querer?—discutía conmigo mismo. ¿Acaso yo le quiero?—Después, arrepentido de mis ocultas rebeliones, optimistas y benévolo, pensaba:—Sin duda le admira porque es un hombre eminente y excepcional...—A escape, la más despiadada lógica daba gritos en mi conciencia.—Entonces—decía su voz—tú que eres sangre de ese hombre insigne, también debes admirarle...—Sí, le debo admirar, á lo menos,—medité, piadoso, muchas veces. Y á poco, la resonancia de una soez interjección, el ludir violento de una puerta, anunciando la presencia del déspota, me hacían estremecer y confesar:—No, no; ¡mentira!

Aquella lucha, tensa y martirizada, iba labrándome una sensibilidad precoz y depositando en el fondo de mi carácter franco y vivo, ácidos sedimentos de melancolía. Empecé á sentir por mi madre pungente compasión, y tanto supe aguzar mis dotes de psicólogo, que, de cuantas sospechas me atormentaban, hice seguridades en plazo breve. Entonces, con la triste carga de mis descubrimientos, fuí donde Ana María, deseoso de romper entre los dos el tímido ropaje de los disimulos; ya éramos «mayores», y se hacía urgente una alianza que nos pusiera á la defensiva, cerca de mamá.

En este paso, que me pareció una proeza varonil, sentíame orgulloso, á pesar mío, suponiendo que mi hermana, con dos años más que yo, iba á experimentar profundísimo asombro ante mis expertas revelaciones. La hallé sola, bordando, reflexiva como siempre. Me miró con los mismos ojos de mi madre y sonrió como ella, con esa expresión que, á veces, descubre en ambas un pliegue oculto del pensamiento, un signo de remoto desdén ó de pía benignidad... Cuando sonríen así, no se sabe si noblemente acusan ó perdonan... En aquel gesto dulce y conocido, tropecé de pronto con serias dificultades para iniciar mi discurso. Jamás de acuerdo habíamos lamentado la suerte dolorosa de nuestra madre. Una cortedad infantil, llena de azoramientos y de alarmas, nos cerró el camino de la fraternal confidencia. Sentíamos rubor y timidez para declararnos en posesión del amargo secreto. ¡Era que nos dolía la pena y el bochorno de tener que acusar á nuestro padre!

Cautivo una vez más en aquellos reparos, á despecho de mi arranque viril, me enardeció la pregunta adivinadora:

—¿Qué vienes á decirme?

Torpemente relaté mis averiguaciones; y, al cabo, con alguna arrogancia, expuse mis filiales intentos:

—Hay que «defenderla»—aludí, brioso, para convencer á mi hermana, que parecía perpleja en su actitud. Como un eco repitió:

—¡Hay que defenderla!

Pero aquella exclamación me sonó á lamento. Ana María se mantuvo absorta y muda, sin mirarme. Cuando con una caricia la hice volverse hacia mí, amapolada y trémula, se quiso cerciorar:

—En resumen: ¿qué es «lo que sabes» y lo que pretendes?

Sin pronunciar nombre alguno, le dije al oído:

—No le quiere... ¡Nada!... ¡Nada!

—¿Y qué más?

—No le admira.

—¿Eso es todo?—inquirió ansiosa.

—Sufre mucho y es preciso que pongamos remedio á su tortura.

—¡Sufre... sufre!... ¡Oh, cuánto!—gimió Ana María sobre mi corazón.

Y al morder un sollozo, lamentaba:

—¡Si yo fuera hombre!

—Pero yo lo soy—dije altanero.—Ella me ha defendido muchas veces de castigos y amenazas. Ahora, seré su defensor.

Enjugóse mi hermana los ojos con presteza, y endulzando sus frases me contuvo razonadora:

—Olvida lo que dije—suplicó.—Ser hombre es mostrar cordura... Sólo podemos «ayudarla» á llevar la cruz. También somos hijos de él... Sé prudente y humilde.

—No, no,—insistí con guapeza;—hay que hacer algo...

—Obedecer y callar—suspiró Ana María.—Tú irás á Madrid, dentro de un mes, á estudiar leyes. Yo—dijo con la voz temblorosa—iré á Zalla un año, á perfeccionar mi educación.

Quise alzarme en gallardas razones, sosteniendo bellas actitudes contra la idea cruel de separarnos de mamá cuando la podíamos servir de más consuelo y aun de fuerzas y refugio.

Pero mi hermana me aseguró, dolida:

—Ella lo busca; tiene afán de estar sola. Con difíciles y largos artificios ha logrado que papá decrete nuestra marcha.

—¿Y por qué? ¿No lo sabes? ¿No te sorprende?—interrogué confuso.

Se encogió de hombros, reprimiendo el llanto; y suplicante, presa de repentina zozobra, me hizo prometer una ciega sumisión á mi destino...

—Sigue, sigue—encareció Regina—al represar Carlos su palabra fluyente.

—Es que se hace de noche.

—No importa. Estoy ardiendo en el interés de tu relato. ¡Qué bien cuentas, chiquillo! Hundes la palabra en el corazón, y sabes construir y repentizar como un artista.

—Será el dolor de un buen maestro—responde, un poco vanagloriado el de Ramírez. Y á su vera, ya nublada en la obscuridad, Regina se duele:

—Pues aquí tienes una condiscípula, que no le honra mucho.

—¿Tú?...

Carlos deshojaría, galante, algunas flores cándidas en el regazo amigo, si la voz penumbrosa no dijera, empapada en recuerdos:

—Como á la luz del sol, se me ilumina la memoria, según estás contando tus pesares. Sois aquellos Ramírez de mi infancia á quienes nunca pude olvidar, porque vi en vosotros no sé qué raros síntomas dramáticos y tristes que hicieron huella en mi voluble imaginación. El pueblo no os conocía bien. Decíase entonces que tu padre, hombre de estirpe sabia, era un misántropo, enfermo de ciencia. Y que, celoso de la hermosura y juventud de su mujer, la esclavizaba por amor. De ella, todos sabíamos virtudes y primores singulares. Se la creyó algo altiva, y muy admiradora de su marido... Desde aquí abajo parecíais felices en vuestro Robledo señorial, casi divorciados de la población, tejedores de una existencia un poco extravagante, á la sombra dos veces grata del oro y la sabiduría.

—Miel sobre hojuelas—apuntó Carlos irónico.

—Por aquel tiempo ya gastaba yo opiniones propias, tan pintorescas y atrevidas, que las guardé para mi uso particular, ocultas siempre como un delito.

—Y opinabas de nosotros...

—Unas cosas muy raras.

—A ver, á ver.

—Os envolví en un cuento fantástico y emocionante. «El Robledo—imaginaba yo—es el castillo donde un ogro, don Juan Ramírez...» No te ofendas.

—Ni pizca—sonríe con resignación el joven.

—Bien: «pues el ogro tiene encantada á la princesa Carlota. Ana María es un hada gentil y vigilante, que sirve á «la hija del Rey» y la deleita en su cautiverio... Un duende muy mono, que conoce el encanto de la dama, la protege con ímpetus de libertador; usa «botas de siete leguas», igual que Pulgarcillo, y en artes de brujería siente las hierbas nacer. Este brujo, benéfico y sagaz, se llama Carlos «por mal nombre»; tiene dorados los ojos y aguda la inteligencia... promete mucho».

Sin levantarse, toca Regina un conmutador y queda la estancia en baño de apacible luz. Ingeniosa y festiva, la juglaresa pone al cuento un final inseguro:

—Creí que el hada y el duende libertarían á la princesa Carlota...

—El duende—alude Carlos pesaroso—duda que sea posible en la tierra la redención de esclavos.

Aquel dolorido comento, añorante de humanas liberaciones, sacude la versátil memoria de Regina.—¿Creerás—dice—que se me había escapado tu drama un minuto?

—Ya es tarde—anuncia el mozo poniéndose de pie. Consulta su reloj:—Cerca de las nueve.

—¿Y piensas dejarme loca de curiosidad?

—Hace más de dos horas que te acompaño... ¡Para ser la primera visita!...

—¿La primera? El duendecillo del Robledo estuvo en «esta tu casa» cientos de veces. Supongo que no irás á tratarme como si nos acabásemos de conocer.

—Claro que no.

—Somos viejos amigos, aunque la mocedad nos sonríe. Acuérdate cuando asaltaba vuestro cercado para sorprenderos en la casuca del bosque, donde solíais jugar. Yo era la mayor de los tres y exigía «la presidencia» en los enredos de aquellas tardes felices. Pero tuve, á menudo, tal cansancio y hastío de otras desenfrenadas diversiones por serranías y mieses, que permanecíamos sosegados mientras yo os relataba historias de mi fantástica invención, sólo por engreirme con la quietud halagadora del auditorio... ¡Ya el pedantismo afilaba las uñas en mi orgullo!... A la hora de la merienda iba tu madre á darnos golosinas y besos. Viéndola aparecer entre los árboles, tan hermosa y tan triste camino de la casuca, me decía yo: Es la princesa encantada, la bella durmiente del bosque.

Se ha levantado Regina para retener á Carlos pero, enfrascada en los infantiles recuerdos que entre los dos evocan, enhebra una felicidad, que ya pasó con la presente cuita de su amigo, y le turba, al referir:

—Sí; Carlota me quería, es cierto. Sus ojos, cuajados de éxtasis, se posaban en los míos con blandura maternal. Largo tiempo me acompañó por el mundo la impresión de aquella mirada...

Carlos balbuce:

—Es tarde... Adiós, Regina.

Ella, con la memoria en fuga, le detiene y dice:

—Tanto así levantabas del suelo, y ya con ribetes de erudito y de galante, traducías mi nombre al castellano. Me llamabas Reina.

Devoto, murmuro el doncel:

—Todavía te nombro como entonces, con el pensamiento y con los labios, callandito: ¡Reina de Alcántara! ¿Te gusta?

—¡Vaya!... Me enamora; no lo olvides.

Y vuelta al presente, desde la suave niebla del pasado, pulsa Regina las varias emociones de su amigo, y trata de explorar hasta el fondo aquel espíritu en tormento y vibración.

—Acaba de contarme la historia—encarece—; no sales de aquí sin decirme tu secreto.

Le estrecha las manos, que se encogen como las de un niño cobarde. Toda la juventud del mozo queda estremecida en aquella amistosa intimidad, y doblando las firmes pestañas sobre las ojeras azules, se defiende de su turbación, sonriendo:

—Ya volveré; practica la virtud de la paciencia... Esperar es un placer.

Dice Carlos con tal fuego las últimas palabras, que Regina, de pronto, asiente caprichosa:

—Sí; esperar es acaso un placer. Tener paciencia—añade con travesura—, quizá sea muy divertido.

—Entonces, quedamos en eso.

—Quedamos, ya que te empeñas. Eres irresistible; me gustas, y te cruzo mi paladín en Torremar.

En traza de broma le hizo con los dedos una cruz encima del corazón.

Salió el mozo de la estancia, radiante y fascinado:

—Adiós, Reina.

—Adiós... duendecillo. Un beso á Ana María, y que venga pronto.

Marta, al despedir en la cancela al caballero, murmura:

—Larga fué la visita de don Carlitos Ramírez.

Y el rumor de los pasos del visitante se confunde con el murmullo del mar, que en la playa interroga á los graves misterios de la noche.


IV

las alegres comadres de torremar.—«estraduca».—la «novia de gabriel».—idilio del boticario y la jamona.—la niña del «robledo».—ráfagas de piedad.

Vió Regina crecer la primavera sin tedio ni desilusiones. Aquel amago de precoz hastío en que la sorprendió Carlos Ramírez no tuvo, por fortuna, continuidad, porque todas las tardes, á la plácida hora del crepúsculo, surgía del pueblo inmóvil un grupito endomingado y vistoso que llamaba á las puertas de la recién venida ciudadana, y que, en el gabinete por ella preferido, hacía historia menuda de los más íntimos secretos de la población.

No se escapó á la de Alcántara ni una mueca, ni un retintín, ni una frase, en aquel desfile de visitas, soldadura de relaciones y efusión de saludos. Y entre sonrisas y reverencias hizo, con muchísimo donaire, todos los descubrimientos que se le antojaban.

Ya está Regina al cabo de Torremar como quien dice. Contagiada por la chismosa fiebre pueblerina, deja un punto en descanso sus propios anhelos para divertirse con ajenas aventuras, y en solaces curiosos, muy femeninos, va ordenando sus averiguaciones, según hemos de dar breve noticia en el presente capítulo.

Sabe la aprendedora que son las de Estrada dos mocitas arrogantes y jacareras, con muchas ínfulas y poco dinero, y que, por competir en lujo y aparato con las encumbradas familias de la ciudad y los contornos, hacen á su padre andar de cabeza, enredado en trampas, muriéndose de fatigas y sofocones... Quiere aquí Regina hacer memoria sobre esta gente tan sonada y visible, pero sólo recuerda que es de linaje ilustre, nativo de Asturias; que las niñas de Estrada eran ya de pequeñas muy ostentosas, y que vivían en una casa con balcones esquinados y ventrudos, semi-palacio de blasón y rejas saledizas, radicante en la Corredera. La mamá de estos dos pimpollos que tanto ruido meten en el pueblo, fué una mujer revoltosa y linda, que se murió de susto ante la bancarrota de su fortuna, y el esposo de la dama sensible, ha sido siempre un cuitado, preso antes en la imperativa voluntad de su consorte, mártir después de las trapacerías y locuras de sus retoños, Palmira y Jacoba; por donde el bueno y triste don Victoriano Estrada degenera en prototipo del «pobre hombre» inconsciente y lastado, ya viejo y miserable, en el total hundimiento de su flaca personalidad. Al través de los cristales obscuros que guarecen la cobardía de sus ojos, don Victoriano ve á una luz de panorama lívido todas las cosas del mundo: rostros, senderos, fiestas, jardines, astros y horizontes, cuanto mira aquel hombre infeliz, tiene un tinte amarillo de vergüenza y pesadumbre, un color trágico de bosque en deshoja, de cielo en borrasca. Estraduca suelen decirle, en son de caridad ó de altivez, al ruinoso caballero.

Y pronuncia Regina lentamente este diminutivo, con sonrisa lastimera, cuando salta de pronto otra imagen en aquella evocación complicada y rebuscadora: es la novia de Gabriel; una mujer tristísima, siempre de luto, que va con frecuencia al camposanto, que reza sin reposo y llora sin consuelo; su edad es indefinible, su dolor incurable. Ya casi no se recuerda su nombre en Torremar; la conocen por la novia de Gabriel; algunos la dicen solamente la novia, otros Gabriela. Su figura atribulada es, desde varios lustros, la nota fúnebre del mujerío porteño; pocos torremarinos oyen su voz, nadie su risa. Se cuenta que la novia hace mal de ojo, y los pacatos ó ignorantes huyen de ella con supersticioso disimulo. El glacial enlosado de la parroquia conoce los perseverantes duelos de esta mujer, que debió de ser bella porque aún tiene en los ojos, entre lágrimas y obscuridades, una ardiente lumbre de hermosura amorosa.

Cuando Regina corrió por los campos montañeses, rapaza y traviesa, ya la novia de Gabriel se amustiaba, fatal, en los rincones del templo; ya el perfil de la doliente, esquiciado un instante en los holgorios festivos, producía inquietud y desazón, como los revuelos de la nétigua sobre los valles, y los giros de las gaviotas en la ribera. Ya entonces Gabriel, un adorado novio, abonaba con su carne varonil el pedazo de tierra bendita donde el llanto de aquella mujer había de regar muchas primaveras de flores.

Tiene esta figura femenina un profundo atractivo para la demandante soñadora. Gabriela, con su ropaje de viuda, su encanto de esfinge y su aspecto funeral, causa á Regina asombros de misterio y de abismo. Porque esta febril admiración la atormenta un poco, rechaza el luctuoso recuerdo y acude á buscar otros menos inquietantes.

Aparecen al punto en su memoria las señoritas de Bernaldo. La más pequeña de las dos hermanas, una «pequeña cincuentona» y relamida, supone que la idolatra con propósitos matrimoniales el boticario don Celso Ortiz, señor que entretiene sus sesenta otoños machacando en la rebotica drogas y chismes, para ofrecer sus amasijos á los clientes, ora en píldoras, ora en revelaciones, siempre delante de una sonrisita dulce, que pueda quitar el amargor de sus cuentos y sus «preparados». Es ya notorio que don Celso tiene grande predilección por los ingredientes ácidos para componer medicinas, y por los noticiones picantes en tragedia, que él sabe inventar ó corregir, á la par de sus específicos.

Con una carcajada tendida y alegre comenta Regina el misterioso lazo de amor que une al boticario con la Bernalda «joven», y que tiene una historia «química» muy interesante. Observó la dama, de nombre Filomena, que don Celso conservaba incólume la negrura juvenil de su cabello, más ó menos poblado; y padeciendo ella el terror á la nieve en sus rizos de rubio origen, finos y enredadores, se llegó un día á la botica con disculpas de comprar pastillas de goma para un pícaro constipado de su hermana. Bien recuerda Filo que don Celso lucía, aquella tarde, rara travesura en sus ojos gitanos; que estábase envuelto en un chal escocés, de alegres colores, y calzaba escarpines de paño marrón. No puede la enamorada olvidar la hora solemne, cuando ella, «como quien no quiere la cosa», va y le dice:—Diga usted, don Celso: ¿conoce, «por casualidad», alguna tintura inofensiva que conserve el color de los cabellos? Es para mi hermana, ¿sabe usted? Pero no quisiera preguntar en la droguería, porque aquellos chicos tienen tan poco fuste, que, á lo mejor, creerán que trata una de pintarse... ¡Figúrese usted!... Todavía no está una en ese caso.

El farmacéutico, chispos los ojos de placer, sacó la lengua, se relamió, y repuso, en son de gran secreto:

—Yo le mandaré á usted una cajita con una untura. Se da por la noche, al acostarse, y se envuelve la cabeza en un paño para no manchar las almohadas. A pocas aplicaciones de este maravilloso ungüento, invención mía—dicho sea sin ofender á nadie,—los alados rizos de usted volverán á su pristino color de oro.

—Sí, oro puro, eso es; digo, así era el pelo de mi hermana, porque yo, todavía...—insiste ruborosa Filomena.

—Usted está admirable, como siempre,—adula el boticario—y muy joven; no pasa día por usted.

Con el regocijo de poder aliñar chistes en su tertulia, á costa de la Bernalda, don Celso mostróse decidor y pegajoso como las pastillas que iba á comprar Filo. Y poco después salió de la farmacia la ilusa jamona, llevando en los oídos un soniqueo de galantes chocheces, en la fantasía la promesa de un tinte para las canas, y en el corazón las ilusiones de una boda posible.

Aquella noche las de Bernaldo se acostaron con pañuelo á la cabeza, untadas del betún que don Celso les envió discretamente, mientras en la tertulia de la rebotica, unos señores ociosos reían la broma del boticario viudo á la noble doncella Filo.

En tan leve suceso se infló pronto la suposición de unas relaciones amorosas entre el químico taimado y la dama teñida. Ella, con sus dengues y sonrojos, dió alientos á la fábula, y en la penumbra de la vida social torremarina se comentó el asunto como si valiese la pena de reirle ó de tomarle en serio, mientras los rizos de Filomena seguían blanqueando, un poco mustios, ente el tizne y la grasa de la tintura maravillosa...

De todo lo cual se enteró Regina con burlas y pormenores referidos en su presencia durante el visiteo de la temporada.

Pero de cuantos lances supo la curiosa, con interés y fisga, desde su nido averiguador, ninguno le interesa tanto como el misterio que envuelve á sus amigos los de Ramírez. Secreto, dolor y amor; tales son los estímulos mayores para el corazón intranquilo de la de Alcántara, y los tres le subyugan á la par, en aquella familia breve y descollante, donde parece refugiado el antiguo recuerdo de la «viajera rubia».

Muchas veces la dulce voz de Marta ha vuelto á anunciar en la puerta de Regina:

—Don Carlitos Ramírez.

Pero el joven halló ocupado por otras personas el grato rincón de sus íntimas confidencias, y siempre prolonga poco su estada allí, creyendo notar que se interrumpen ó aplazan algunas conversaciones por causa suya.

Receloso y susceptible, Carlos huye el peligro de que le moleste en público la más ligera alusión ó indirecta al nombre de su madre. Y no anda equivocado suponiendo que la triste historia de la dama es todavía asunto que en la ciudad apasiona y ocupa á las mujeres. Por eso Regina sabe que Carlota de Heredia se fugó enamorada... ¿De quién?... Algo confuso queda este acertijo. La fuga realizóse en un barco que desde Santander hizo rumbo á Francia. Como únicos pasajeros iban con la dama un sacerdote, un anciano y un poeta...

—¿Cuál de los tres?—se preguntaba don Celso, que «como hombre de ciencia» era algo volteriano.

Siguiendo la opinión general, Regina dice: el poeta. Esta perspicacia adivinadora no aclara las negruras del percance. Porque ¿dónde y cuándo conoció y quiso la fugitiva al incógnito rimador? Ella casó en los albores de su juventud y parecía vivir muy á gusto en la solitaria residencia de su esposo, la que no abandonaba ni para bajar al puerto. ¿De qué países fantásticos le llegó la cita amorosa y qué hechizos fatales la indujeron á la tremenda aventura? Con las huellas de la dama bórrase el camino de todas las suposiciones.

Afirman los curiosos que don Juan Ramírez no ha buscado á su mujer, aunque vive en amarga desesperación, loco de pesadumbre, porque adora á la ausente... Otros cuentan que Carlos, con sigilo y empeños, logró ya descubrir á la fugada y procura convertirla hacia el triste hogar. Pero, en resumen, nadie, á sabiendas, puede decir dónde está la señora de Ramírez, por qué, ni con quién huyó. Ni aun es posible suponer la actitud del abandonado esposo, retraído en el más absoluto aislamiento después del drama, y desde años atrás casi en divorcio con la población.

Una nota alegre rompe de improviso la obscura tristeza del Robledo. Ana María se casa con Adolfo Velasco, Velasquín como familiarmente se le dice. Ya es casi oficial esta boda, que une á las dos familias más pudientes y encumbradas de la ciudad. Y la noticia es causa de grandes admiraciones en el vecindario. Sábese que la madre del novio es dama austera de mucho recato y sólidas virtudes, y sorprende la seguridad de que la rígida señora estimula con su patrocinio y simpatía la mutua afición de los muchachos.—¿Cómo—dicen los chismes populares—la displicente viuda acoge con regocijo, para nuera, á la hija de Carlota? Mirando los sucesos al través de Torremar, también á Regina le extraña el caso. Velasquín, mozo arrogante y distinguido, la primera figura masculina de la juventud porteña, está emparentado con rancios linajes españoles, y por sus méritos y posición, bien pudo él buscar novia tan noble y adinerada como Ana María, sin que tuviese mácula en el nombre de su madre...

Por cierto que los Velascos no han ido á visitar á la de Alcántara, y sólo con unas tarjetas ceremoniosas hicieron los honores del regreso á la interesante señorita. Lo está ella reflexionando con disgusto, cuando se dibuja sobre aquel enojo el perfil encantador de Ana María. Todas las memorias se obscurecen á la luz ideal de este semblante, lleno de sencillez y de frescura.

No es «una belleza» la niña de Ramírez; pero tiene un conjunto armonioso de juventud y de bondad, tan apacible y amable, que la admiran como portento de hermosura cuantos ojos la contemplan, y los corazones se van en pos de su gracia.

Sólo así se comprende que, teniendo la moza pocos años, rica dote y gentil presencia, no sufra de enemigos ni de envidias en los angostos límites de tan menuda ciudad.

Meditando la de Alcántara en estos privilegios de su amiga, murmura con admiración un poco triste: «No sé qué hechizo es el suyo para cautivar así.» Y la recuerda en el ademán de aquel abrazo con que anudó al cuello de la repatriada un roto collar de infantiles memorias. Fué una de aquellas tardes de expectación para Regina, cuando en su gabinete se hizo más agitado y reverencioso el movimiento de saludos: llegó Carlos Ramírez con su hermana, y ambos mostráronse tímidos un instante al advertir la presencia de un gran cortejo. Mas de pronto, Ana María dominó su cortedad en fuerte impulso de emoción, y abrazóse á la compañera de su niñez, prendiéndola con un lazo de cálida ternura. ¿Qué se dijeron las dos muchachas, juntos los labios y los corazones que tantas veces compartieran sonrisas y latidos? Habláronse á media voz, dulces y truncas frases de amistad y tristeza. En las palabras vehementes de Ana María cantó el sentimiento una romanza cordial y piadosa, mientras la rubia de los negros ojos pretende analizar sus impresiones en aquel mismo instante, al calor de los halagos que recibe y prodiga. De tan inusitada exploración saca la escéptica esta sola conjetura:—La niña del Robledo—dícese—es hogaño mujer seductora que hace honor á las gracias de su madre; pero nuestras caricias son aparentes, de seguro; esta emoción que nos sacude no es más que sorpresa, tal vez miedo... Entre dos mozas casaderas no cabe un cariño desinteresado; no puede existir la pura amistad, ni la simpatía noble... Estamos representando una comedia...

Y desde aquel momento la de Alcántara puso una triste suposición de hipocresía y falsedad en su íntimo trato con la de Ramírez, y amargó las frases y los besos de tan dulces relaciones, no mirando en Ana María á la paciente compañera de su niñez, sino á la terrible rival de su juventud.

Contribuyó á la malevolencia de estos juicios una casualidad muy frecuente en semejantes asuntos; la moza recién llegada había pensado elegir novio en el pueblo, y no supo sin sordas inquietudes que era el novio de su amiga la flor de los galanes torremarinos.

Esta averiguación impulsaba hacia el Robledo, con empuje de lucha, todos los instintos de Regina; era un excitante con que su vanidad y su impaciencia despertaron, fuertes y belicosas, después del sueño de aquella temporada.

Algunas sutiles inspiraciones detuvieron á la inquieta mujer antes de lanzarse á buscar entre los de Ramírez, con arrebato ansioso, el drama secreto de Carlota, el amor dulcísimo de Carlos, y tal vez la envidiable felicidad de Ana María. Irresoluta un punto la de Alcántara, trató de contener su insaciable apetito de emociones delante de aquellos dos hermanos que desde niños la querían, y en quienes adivinaba, á despecho de sus fatales ideas sobre la amistad, raras virtudes de adhesión. Acaso por primera vez quiso Regina combatir el ciego ímpetu de su naturaleza imperiosa. Y puso la atención nuevamente sobre el sencillo programa de existencia que se trazó á sí misma en alegre amanecer de ilusiones, cuando rememoró su vida y sus pesares al tocar tierra española, salvando del naufragio de sus quimeras una firme esperanza de ventura. Este sedante recuerdo amansó un poco la naciente agitación de su espíritu. Sonrió á su ideal de vida humilde, entre la tierra y las olas, poseyendo un jardín y un balandro; haciéndose querer de sus vecinos por la dulzura y sencillez de costumbres; practicando habilidades caseras y devociones religiosas, y esperando tranquilamente á la señora felicidad, que pasito á pasito llegaría en la forma de un arrogante mozo. Las cinco hijas del juez, portento de economía inverosímil, enseñarían á la novata á inventar postres, bordados y vestidos; el viejo doctor, D. Fermín Pérez, la sometería á un plan higiénico y saludable contra las aprensiones que la mortificaban; y del bondadoso párroco don Amador Olmeda, aceptaría la sabia dirección espiritual que con discreto interés le brindara desde su primera visita aquel dechado de sacerdotes.

Débiles eran estos sanos propósitos. Como si su mantenedora les augurase inutilidad y fracaso, abandonóse á ellos sin fervor y los puso en práctica tibiamente...

Entorna Regina los ojos con resignación al murmullo de las conversaciones, que se van haciendo pesadas para ella, en las tertulias de su gabinete: compra libros de rezo y manto devoto; y, del bolsillo de una falda manida, náufraga en el fondo de un baúl, extrae un rosarito, que Eugenia abrillanta con afán, asegurándole á la señorita:

—Es el que usó tu madre para diario.

Aquel soplo efímero de piedades mueve en la casa un ligero vaivén sentimental. Eugenia coloca sobre la cama de su niña un abandonado lienzo donde se aparece la Virgen del Carmen con el Niño Dios en los brazos. Marta, con disimulo y reserva, enciende á San Antonio una mariposa en un altarcillo parroquial; y Regina manda hacer funerales por sus difuntos, y pide con urgencia á Santander dos grandes ampliaciones de los retratos de sus padres. Quiere colgarlas en el saloncito dormitorio, allí donde piensa rezar y coser, glosando los amores de Filomena y don Celso, con embustes de las de Estrada y sandeces de la señora del alcalde, una dama que suele hablar de historia y literatura, confundiendo á doña Juana la Loca con doña Beatriz de Galindo.

Lleva Regina sus planes discretos hasta suponer que será la tierna confidente de Ana María, la fraternal camarada de Carlos y la devota practicante de todas las novenas y congregaciones de Torremar.

Con esta sola hipótesis ya se juzga ella un prodigio de abnegación, una heroína de la amistad y la misericordia.

Ya se siente crucificada en el más duro de los sacrificios; suspira con aire pesaroso, y luego rompe á reir, pensando que todo aquello es una broma irrealizable, una absurda ocurrencia reñida con el señorío indominado de sus prácticas y sus gustos...

Pablo, el marino jardinero, siente la placidez de aquella bonanza casera, y pide la nave que Regina le había ofrecido. A tiempo que el futuro patrón y la señorita riegan las flores, á la caída de la tarde, es cuando el mozo se atreve á recordar aquella halagadora promesa.

—Para las regatas de los Mártires—masculla enrojecido—ya puede estar en el balandro aquí.

Oyó Pablo contar que en Inglaterra tienen los yates hechos, y que los mandan á la medida, en cuanto se escribe.—Así lo consiguieron los señoritos del Club, en un periquete.

Pone la dama su mano de lirio en el hombro medio desnudo del marinero, y asegura su oferta con suavísimo agrado. El mozo se inmuta bajo la presión sedosa de aquella manecita condescendiente, y la muchacha, sonriendo y mirándole, le aturde hasta hacerle sudar y palidecer.

Quédase allá abajo quieto y confuso el paisaje marino. Cruzan el aire como saetas dos golondrinas, y en un hermoso cielo de julio, muere la luz del sol humildemente, sobre el repique grave de una campana y la canción profunda de las olas.


V

el ensueño del balandro.—corte de amor y galantería.—caballero en brioso alazán...

Vehemente, bullidora como la espuma, como la espuma tornadiza y frágil, pone la de Alcántara en sus proyectos el ímpetu de las cosas que no se realizan jamás. ¡Con qué entusiasmo se entrega á los ardores de la imaginación, sin perjuicio de abandonarse después á la indolencia y la acritud, desmenuzando cruelmente las causas de sus recónditos sentimientos! Todo se le vuelve tejer fantasías y destejer emociones, como la sombra de Penélope.

Allá van ahora, con ínfulas de actividad, sus bellos planes de burguesa urdimbre. Cosen las niñas del juez al lado de la extravagante moza, mientras ella asegura que va á empezar un encaje «al día siguiente». Ha decidido encargar su balandro á los Talleres de San Martín, en Santander; tendrá de largo siete metros, y le costará unas doce mil pesetas. «Mañana mismo» va á escribir pidiéndole, y dará mucha prisa para que se le entreguen pronto.

Timonel, el viejo amigo de la señorita, está muy interesado en esta compra, y tiene con la dama una conferencia sobre el negocio:

—Buen aparejo y buen personal para manejarle—recomienda prudente.

—¿Le parece bien Pablo?

El viejuco, con pertinaz guiño, como si escudriñase un horizonte peligroso, mira hacia adelante en lenta pausa, y replica:

—Sí, Pablo me parece bastante bien.

Luego se ofrece á probar él la nave y el piloto para mayor seguridad. Le preocupa á la muchacha el nombre que ha de ponerle; un nombre bonito y raro... Alza los ojos como si le buscase por el techo; y á poco, las niñas del juez, el marino, Eugenia y Marta, que están presentes, levantan la cabeza, buscando también por allá arriba. Sólo encuentran unas cuantas moscas que giran lentamente en un rayo de sol.

—«Eso»—alude Timonel, fallido—se discurre cuando el barco está pronto. Y «hacemos» aquí el bautizo, que es cosa maja y divertida, fiesta solene, con cura y todo...

—Velasquín—dice una de las aplicadas costureras—también tiene pedido un balandro no sé adónde.

—¿Y sabéis cómo le va á llamar?—inquiere la de Alcántara.

Marta sonríe muy segura.

—Le llamará Ana María, como la novia.

Recae la atención en este noviazgo, tema favorito de todas las conversaciones en la actualidad. Y Timonel, luego que dedica algunos pintorescos elogios á la gentil pareja, se despide, volteando la gorra en sus manos endurecidas como raíces secas y ásperas. Es un viejo sonriente y firme, que cuelga sobre el pecho, desnudo y velloso, los nevados flecos de una barba hirsuta. Tiene cierta costumbre fina de tratar con el señorío, y se paga mucho de su privanza con los marinos de afición más ilustres en Torremar desde las tres generaciones últimas.

Al salir del gabinete deja Timonel sobre la alfombra la huella vaga de sus zapatos enormes, y en el aire un fuerte olor á marisco y á brea.

Quédanse las señoras conversando de Ana María y Velasquín. Las del juez cuentan que el novio es riquísimo; que tiene automóviles, caballos, caseríos, fincas rústicas y millones de pesetas.

—No exageréis—arguye Regina con gesto impertinente—. Además—cuestiona—, Adolfo tiene un hermano.

—Sí, pero Manuel no se casará. Sólo piensa en los libros y en los descubrimientos biológicos.

—Puede gastar su fortuna en bichos ó en rarezas.

—Adora á su hermano, que es el ídolo de la casa, y que disfrutará todo el caudal, seguramente—afirma la del juez muy convencida. Las demás, conocedoras de estos caudales y estas adoraciones, dicen que sí con igual certidumbre. Y se dobla la frente de Regina opresa en la meditación que surge de aquellos comentarios:—Poco—piensa—se ha detenido Ana María en este gabinete recién abierto á la playa de nuestra niñez. Con la disculpa de que el Robledo está muy distante y de que ella tiene graves obligaciones de ama de casa, reposa apenas en este sofá que yo destino á íntimas confidencias... Casi nada me ha contado de su novio, á quien ni de lejos he logrado ver. Tal incógnito y reserva son indicios de que no hay sinceridad para mí en los halagos de esa muchacha...

La sospechosa, súmese después en más gratas cavilaciones. ¡Carlos sí que la quiere con fuerte cariño, seguro y grande!... Siéntese ella acariciada por la ardiente adoración de aquel mozo sentimental y extraño, que la envuelve en luces de sol cuando la mira y tiembla cuando la saluda.

Una atracción secreta y curiosa impele á la de Alcántara hacia su silencioso adorador. Lo mismo que de niña rompía los juguetes mecánicos para ver lo que tuviesen dentro, así ahora quisiera quebrantar la timidez de aquel corazón juvenil, para escuchar el grito ingenuo y apremiante de un primer amor.

Alentado Carlos por las preferencias de Regina, allí donde, por verla unos minutos, soportara la rivalidad de otros jóvenes torremarinos, abrió su alma á las ilusiones más sonrientes, soñando una divina gloria de venturas. Hizo versos eróticos; compuso al piano, con súbita inspiración, sonatas delirantes y febriles; y todas las tardes rondó la playa, subiendo y bajando, como el mar, á los pies de la casa de Regina. Luego, al anochecer, buscaba el camino de la parroquia para ver el perfil de la joven á la hora de la novena.

Comenzó á susurrarse en el pueblo que Carlitos Ramírez estaba locamente enamorado de la señorita de Alcántara; ella sonrió alegre cuando la dieron broma con él, y puso en incertidumbre á otros galanes atendiendo á Ramírez entre todos.

Ya su dote y su belleza habían rodeado á Regina de una respetuosa corte de amor. Fabricio Bernaldo, un hermano talludo de la amorosa Filomena, aplacía tiernamente los ojos y las frases sobre aquel astro nuevo de la dorada sociedad. El notario, un hombre muy triste, con cara de moro, buena hacienda y ganancias apreciables, suspiraba también por Regina, sin disimulo ni sosiego. Y la codiciaron con igual apetito, Felipe Alonso, rubio y lánguido como un tenor de opereta; Paco Ordoñez, médico, chiquitín y ocurrente, hijo único de viuda rica, y otros cuantos señores casaderos y estimables, cuyos nombres no son de interés ni utilidad á las páginas de esta historia verídica.

Cuando las dos niñas del juez, de turno aquella tarde en casa de Regina, terminaron su labor, era la hora del rosario. Ciñéronse las muchachas, como su huéspeda, unos velitos modestos sobre la frente, y se dirigieron á la parroquia.

Ibase el día vencido á morir en el mar túmido y sollozante. En lontananza serena se besaban las aguas y las nubes, ya obscuro el cielo con el manto de sombra de la noche.

Por una leve senda que bajaba á la ciudad desde el Robledo, resonó el trote firme de un caballo, y, delante de las tres niñas devotas, pasó, jinete en brioso alazán, un mozo arrogantísimo, con la solapa florecida, el puro en los labios, y un aire diestro y feliz, lleno de gracia.

—Es Adolfo, que viene de ver á la novia—anunciaron á Regina las del juez, mientras que el caballero saludaba cortésmente sin hacer alto.

Quedóse la de Alcántara presa de un deslumbramiento indefinible. Aquel rumbo, aquel porte del mozo, tan desenfadado y gentil, la recordaban los grandes salones que con su padre había recorrido en los días felices de triunfos y esperanzas, cuando desdeñó todas las dulces realidades del mundo para correr detrás de los sueños y las fantasías.

Ahora se había vuelto muy práctica. Ya no se enamoraría de un bravo explorador aventurero á quien los salvajes pudiesen hacer picadillo para amenizar las diversiones de una selva virgen... Quería un novio seguro, en tierra civilizada, un hombre elegante y alegre, acaudalado y noble... como Velasquín, por ejemplo... Detrás de él marchó cautiva la atención de la muchacha.

Lanzábase ya el caballo de Adolfo entre la melancólica polvareda de la ciudad, bajo los árboles hojosos del camino y el fulgurante silencio de la luna. Había pasado el jinete rápido y marcial, deslumbrador como una estrella que brilla y huye, dejándole á Regina una ansiedad punzadora clavada en el pensamiento.

Al salir de la novena y saludar ligeramente á los señores del pórtico, fuese la de Alcántara hacia Carlos Ramírez con fácil familiaridad y le contó, bajito:

—Mañana por la tarde os hago una visita. Espérame á las cuatro en la entrada del bosque... Tienes tú razón; mi luto no reza con vosotros.

En la sorpresa de su gratitud sólo halló Carlos palabras triviales:

—¡Cuánto me alegro!... Haces bien... Ya te lo había yo dicho...

Ella, furtiva y sonriente, se puso un dedo en los labios con expresivo ademán y echó á correr entre sus compañeras.

Cuando el muchacho subió á su casa, por aquel ondulante camino que frecuentaba Adolfo, parecióle que nunca fuese la vereda tan suave y halladiza. No vió como otras veces, la sombra triste de su madre en el solariego robledal, porque prendió la luna en el bosque la caricia de su luz y alzó la brisa tal rumor de besos, que se ahuyentaron los gimientes fantasmas perseguidores del mozo.


VI

¡adiós, luto!—«petit trianon».—prosigue la historia de la «bella durmiente».—la moral de regina.—tragedias y ternuras.—las flores que no sirven para nada.

A grandes pasos, como si todo el camino fuera suyo, cruzaba Regina el arrabal, buscando la altura del Robledo. Se había ceñido un traje de tul, calado en las mangas y el escote, impropio de su luto reciente; y aun alegró la sombra de la tela con unas rosas blancas, prendidas en la cintura. Salió anhelante, atropellada de vehemencias y de impresiones, sin saber á punto fijo qué cosa fuese á buscar sendero arriba; pero segura de que buscaba algo urgente y apetecible para su inquietud. Dejó á Eugenia en el zaguán haciéndose cruces:—¿Adónde iba la niña con el luto en alivio, sola y apresurada, ardiendo así la tarde?

—A divertirme. A salir de esta clausura donde ya me ahogo: ¿tiene algo de particular?

Y sin esperar respuesta, viendo que acudían también Marta y Dolores, y que Pablo se iniciaba sorprendido en el fondo del jardín, emprendió la marcha con mucha resolución.

Ya en el sendero que conduce al robledal, se detiene y mira á todos lados, con incierta sonrisa. Por allí subió muchas veces, rapaza errante, libre como los pájaros, á encontrar á los amigos, á quienes fascinaba y divertía con sus cuentos maravillosos. Siente la nostalgia de aquellas horas, cuando en la ruda independencia de su niñez le era tan fácil escalar un atajo y seducir unos corazones... Cautiva del mundo y de sus convencionalismos, atormentada por la educación, acaso es un delito repetir semejantes aventuras...

Así piensa Regina con despecho, posando sus ardientes ojos en la ciudad menuda, que en la modorra de la tarde estival parece dormir, pobre y cansada.

De pronto, en un límite confuso de la carretera, surge un tren pequeñísimo y veloz, que se agranda y silba, que se retuerce en la serpeadora línea blanca, y cruza la población y sube al arrabal. Es el automóvil de los Velascos, el único del pueblo. Regina no distingue quiénes van en él. Le ve ganar el soto sobre el cual se apoya la flamante casa de tan ilustre familia montañesa. Las torres del espléndido edificio asoman por detrás de la brava altura donde la casita de Alcántara se yergue.

Muchas tardes Regina, desde su mirador que da al jardín, á espaldas de la mar, contempla absorta aquella residencia de príncipes, palacio moderno en el cual supone encerradas todas las exquisiteces del lujo y el confort. ¡Ella tendría que gastar su fortuna sólo en la verja de una finca semejante! Tienen razón las niñas del juez: ¡deben de ser muy ricos los Velascos!...

La admirada mansión es de una arquitectura libre y voluptuosa, que, indisciplinada contra las reglas, sabe introducir las comodidades y la novedad, recordando las elegancias de Watteau, los refinamientos versallescos, los extravíos finos y raros del siglo XVIII.

Sorprende á Regina que haya sido la acogedora de tales sutilezas una dama devota y madura, consagrada al culto de los santos y de las flores. Y se confunde con este asombro el recuerdo de Ana María, aceptada con placer para nuera, por la viuda floricultora.—Tal vez—se dice—la madre de Velasquín, á pesar de sus afanes piadosos y sus prácticas severas, resulte, por dentro, una dama al estilo del pequeño Trianón...

Avanza Regina en su camino y en sus reflexiones, mirando siempre las cúpulas de los Velascos y la parte alta del edificio que la observadora descubre á medida que asciende; aquellos impacientes perfiles, aquellas líneas ondulantes, toda la linda traza y el conjunto inusitado de la construcción, ¡qué bien dicen las inquietudes y los refinamientos de la vida moderna! Allí las horas correrán muelles y solazadas sin la monotonía enervadora del vivir campesino... Regia instalación estival, con un yate liviano, cómodos carruajes, rápidos automóviles, y un bello amor, exótico y fuerte... En el invierno, Madrid, con su vida cortesana y opulenta; triunfos de salón, regocijos de hogar... ¡Qué dichosa iba á ser Ana María!...

Ya está la moza en la linde del bosque donde Carlos aguarda.

Manso el ramaje susurra débilmente, y por los desgarrones de la fronda afila el sol las saetas de su luz hasta la hermosura brava de la selva como un enamorado que con ojos atrevidos rasgase la pudorosa túnica de codiciada mujer.

Sintiendo está Regina toda la belleza del agreste paisaje, cuando llueve en la gasa de su ropa un puñado de flores. Sonríe la muchacha: registra en torno con sus lentes y descubre á Carlos tendido en el suelo, en actitud de lanzar otro puño de borrajas y margaritas. Cuando caen aquellos olorosos proyectiles sobre la elegante blusa, sutil como la niebla, Regina se detiene renovando con rara claridad la remota impresión de un sueño que tuvo no sabe cuándo, en horas de fiebre: Era en una espesura salvaje, huyendo, no se acuerda de quién; las flores le sonrojaban el cuerpo desnudo cayendo en lluvia suave, como de caricias ó de miradas... Vagamente murmura:

—¡Jacinto Ibarrola!... Fué un delirio, una ilusión...

Carlos ya está de pie, gozoso, esperanzado; y ella le saluda con la memoria ausente y la sonrisa lejana.

A la apremiante solicitud del joven trata Regina de sacudir aquella insólita enervación de su voluntad, y déjase caer en el mantillo de la selva, bromeando y sonriendo. Quiere desechar á todo trance las memorias tristes, porque sabe que le entorpecen su paso decidido y que turban su corazón. Y arriesga la mirada en la penumbra del bosque, con la cobarde ansiedad de esconder sus pensamientos á la sombra durmiente de los árboles... Fué de veras que los escondió, porque del toldo umbrío, rasgando los cendales de enredaderas y de helechos, vió Regina surgir la imagen dulce de Carlota. Al punto, olvidada de todo lo que no fuese la tragedia profunda del Robledo, volvióse hacia Carlos la muchacha, con la curiosidad encendida en los ojos, y rogó, insinuante, hasta que el joven, sentado á los pies de ella, ató el hilo de aquel drama sin final.

—Después que me lo cuentes—dice conqueridora la de Alcántara, buscaremos á Ana María.

Pero el mozo, que un minuto antes, ardiendo en ilusiones, estaba muy lejos de aquella realidad, patulla torpe en su relato.

Ayudándole Regina, inquiere:

—¿Qué sucedió cuando tú marchaste á Madrid y tu hermana al colegio de Zallas?

«—No partimos ninguno de los dos—dice Carlos, ya dentro de su pena.—Fuimos retrasando nuestra salida, porque mi madre, entonces, mostró un aspecto de cansancio y hastío que nos preocupaba mucho. Ella intervenía en todos los pormenores del laboratorio con trabajo incesante. No sólo estaba á las órdenes del «dictador» en los materiales trajines, sino que, además, copiaba escritos, leía en voz alta y hacía dibujos... Después, velaba á la cabecera del sabio, que se dijo «enfermo de fatiga»... Horas sin fin vagaba mi padre por la casa, mirándose la lengua en todos los espejos, tomándose el pulso en todos los rincones, maldiciente y desesperado, negro el humor, como un abismo. Seguíale su mujer igual que una sombra esclava, sirviéndole á cada ralo manjares preparados por ella, y que mi padre apuraba, protestando ruidosamente de su calidad y condimento. A menudo, mezclándose á las voces de furor, oíanse chasquidos de cacharros, y mi madre se adelantaba presurosa á nuestras preguntas, diciéndonos que había dejado caer por torpeza el servicio de la comida...

Una noche me pareció escuchar gritos lastimeros, sollozos y ayes. No era la voz irascente, terror de nuestra casa, la que así me despertó á deshora. Era un velado acento de mujer, una voz blanda como la de mi madre. Me levanté de un salto á medio vestir, salí al corredor y todo estaba obscuro y silencioso.—Habré soñado—me dije. Y atento á la paz negra que me envolvía, aún escuché un suspiro, dudando si era caricia del jardín ó desahogo de un pecho. Después llegó á mis oídos un susurro como de brisa ó de oración, y en la ceñuda sombra vi encenderse una raya de luz señalando el dormitorio de mi hermana. Fuime descalzo y cauteloso hacia el hilo brillante y abrí la puerta. Ana María, sentada en su lecho en actitud de quebranto y de insomnio, ahogó un grito de alarma.»

—¿Era ella la que te despertó gimiendo?—preguntó Regina.

—«No, al escuchar, como yo, la doliente quejumbre, se había desvelado en ansiedad miedosa. Pero ante las sospechas de mis preguntas mostróse calmada y rogó que me acostase sin hacer ruido, porque, seguramente, éramos unos locos que soñábamos con llantos mientras todos dormían en el Robledo. A medio convencer la obedecí, y aunque velé toda la noche, con el amargor de tristes dudas, ningún alarmante suceso me volvió á inquietar. Mas un ansia frenética de ver á mi madre me poseyó al siguiente día. Con la aurora ya estaba yo vestido, paseando por mi habitación en espera impaciente de que la casa se animase con los acostumbrados rumores. Sentí que se abría la puerta del gabinete de mamá. Salí corriendo y la puerta se cerró. Pero incapaz de contener mis prisas y mis inquietudes, entré resueltamente en el aposento contiguo al dormitorio matrimonial. Mi madre se estaba peinando, con el larguísimo cabello flotante hasta las rodillas. Al verme en la luna de su tocador, tornó hacia mí la cara llena de asombro y preguntóme ansiosa:

—¿Estás malo?... ¿A qué vienes y por qué madrugas así?

Yo también la miraba con ansiedad creciente. Observé su enfermiza palidez de encarcelada, y en los ojos agrandados por el sufrimiento, una luz sombría que me causó espanto. El livor profundo de las ojeras y el grave pliegue de la boca, daban á su rostro, siempre tan dulce, una extraña expresión de locura.

—Tú sí que estás enferma—pronuncié sin saber qué decir, asustado por la profundidad del dolor que su semblante traslucía.

Levantó ella los brazos maquinalmente, enlazándose el pelo de cualquier traza, tal vez para ocultar sus ojos turbados por los míos. Entonces, las mangas anchas y ligeras del peinador se le deslizaron hasta los hombros, y en los brazos, de sedosa y peregrina blancura, le vi de pronto, con terror indecible, varias señales negras y crueles, extendidas como sacrílega profanación en la hermosa carne sagrada para mí... Toda la tragedia bárbara de aquella vida se me reveló en tan espantoso minuto. Pero aun quise dudar, ciego por el terror de creer. Y tocando las mazadas huellas del suplicio, grité alocado:

—¿Qué es esto, dime; qué es esto?

Retiróse dolorida, se apartó los tenebrosos cabellos en ademán brusco, y con una resolución desesperada señaló hacia el dormitorio y me dijo únicamente:

—Ese hombre.

—¡Miserable!... ¡Miserable!—rugí. Toda mi ternura se deshacía en sollozos y en maldiciones, cuando se presentó mi padre con estrépito, medio desnudo, trágico y amenazador.

—Si no calláis os mato—regañó con fiereza.

—Acaba de una vez—respondió serena su víctima, con altivo desprecio.

Lanzóse furioso hacia la cama, buscó entre las ropas, y le vimos empuñar un revólver:

—¡Os mato!—repetía.

Dos acentos agudos apagaron su voz:

—¡Mi madre!

—¡Mi hijo!

Y á un tiempo nos arrojamos á la defensa mutua contra el cañón negro del arma. Yo la arrebaté de las manos cobardes que tantas veces con ella apuntaron al pecho de una mujer. Pero aquellos feroces puños se crispaban aún sobre la dolorosa que á mi lado sufría, y un torrente de injurias brutales abrumó á la infeliz. Cegado por la indignación, blandí el arma sin saber lo que hice, y amenacé:

—Disparo, si la tocas.

Al rozar los pálidos dedos de mi madre que desviaban el revólver, apreté convulso el gatillo, y silbó una bala que se clavó en el techo...»

—¿Qué más?... ¿Qué más?—pide Regina, acuciosa y febril.

Carlos parece que está fuera del mundo, en nublada existencia de visiones y pesadilla. Oye que le dicen otra vez: ¿qué más?, y murmura estremecido:

«—¡Ah! sí, pues nada; una cosa ridícula. Mi padre dió muchas voces pidiendo socorro; temblaba, quería huir. Tropezando en los muebles, á tumbos, llegó hasta el lecho: le miró, nos miró, y zambullóse en él con heroico arranque, en la actitud tremenda de quien se tira al mar. Se subió el embozo hasta cubrirse la cara, y quedó mudo, inmóvil.

—Está loco—dije á mamá. Acerba, segura, replicó:

—Es un infame.

Y giramos hacia la puerta al escuchar el roce de un vestido. Ana María, demudada, temblorosa, estaba allí.

Fué urgente que la prestásemos apoyo, porque la vimos desfallecer. Nos miraba interrogante, trémula, y aunque la queríamos tranquilizar, rompió en llanto, doliéndose:

—¡Qué vida nos espera ahora!

Pero yo no estaba para lamentaciones inútiles. Una actividad punzante me consumía. Anduve á pasos inquietos el saloncito de costura donde nos habíamos refugiado. Las dos mujeres, abrazadas en el sofá, tejían lástimas y consuelos como si estuvieran duchas en tan amargos lances de vergüenza y dolor.

Por fortuna, la servidumbre, escasa aquel día, trajinaba en el corral, y nadie oyó el disparo, que apagó su estallido en la profundidad de las habitaciones.

Pasamos la mañana en aflictiva sombra de pensamientos. Eran los míos tan atropellados y confusos, que en un instante caía desde la más terrible resolución á la impotencia más abrumadora. En un giro loco de tales ideas, pregunté á mi madre airadamente:

—¿Por qué te casaste con él?

Dejó temblar su voz llena de lágrimas, y con infinita ternura repuso:

—Porque debíais nacer vosotros...

Estrechóse mi hermana contra ella, balbuciendo no sé qué frases y caricias.

Yo, transido de gratitud y de emoción, me arrodillé á besar las manos de la mártir. Y entonces suplicó, enérgica y dulce.

—Júrame que le respetarás.

—No; le aborrezco—dije.

—Debes perdonarle. Es preciso que le perdones, como Ana María.

—¿Eres capaz de eso?—pregunté indignado á mi hermana.

—Hago lo que mamá quiere—confesó.—Me lo pide ella... Por servirla llegaré á las cosas más difíciles del mundo.

Había tal esfuerzo en sus palabras, que enmudecí, juzgando mucho más noble su obediencia que mi rebelión.

Mi madre insistía:

—Jura, Carlos...

Pero alcé los ojos á mirarla con tal angustia, vió en mi semblante el tormento de tantas inquietudes sordas y crueles, que poniendo las manos en mis hombros, me dijo, grave y digna:

—Jamás he merecido que él me trate así. ¿Oyes, hijo mío? ¡Nunca!... Por vuestro amor llevé la cruz de este suplicio en secreto espantoso... Ana María conoció antes que tú la intensidad de mi desventura...

—Es un crimen—le interrumpí horrorizado—que sigas viviendo con ese hombre.

—Ya no hay para qué—dijo—si tú sabes que no debo vivir con él; que no puedo. ¡No, ya no puedo más!—sollozó desolada...»

Se contrae la voz del mozo en repentino quebranto. Regina, más atenta á la curiosidad que á la compasión, apremia impaciente:

—¿Qué hicisteis, di?...

Ambos amigos están viviendo la fatal historia. El siente y sufre. Ella, imaginando, saborea el estimulante amargor del drama y le apura con trágica sed en los labios del joven, por lo mismo que él sazona con sus lágrimas la relación...

Esplende la tarde, rútila y bella. Bajo el toldo quieto del robledal gorjean y reclaman los pajarines, y en un ribazo florecido balitan unas ovejas, enamoradas ó errantes.

Carlos Ramírez, borracho con el ácido licor de sus recuerdos, nada escucha ni admira; arranca flores de la alfombra de césped donde se recuesta, y sigue diciendo con traspasada lentitud:

«—Nada hicimos entonces. Formamos un haz de almas en tortura, hasta que mi madre, de pronto, rompió el hechizo de nuestra pena con su palabra persuasiva y valiente. Nos prometió redimirse de su esclavitud sin retroceder ante ningún obstáculo. Iría en consulta á la capital aquella misma tarde, para entablar la demanda de divorcio lo antes posible.

—Tendré que separarme de vosotros provisionalmente—dijo. Y ante nuestra alarma dolorosa, añadió:

—Después que mi libertad se legalice, vendréis á mi lado sin abandonar por completo á vuestro padre. Es preciso—insistía—que le compadezcáis mucho, que le cuidéis. El os quiere y será bueno para vosotros.

Mi hermana se atrevió á decirle que ante la amenaza del escándalo y la separación, tal vez el culpable prometería una absoluta enmienda, un arrepentimiento lleno de compensaciones y humildades. Pero mamá dijo al punto, con viva repugnancia:

—No, no. Es imposible. ¡Nunca, nunca!

Vimos en su rostro la firmeza de una inquebrantable resolución. Su hermosura cobró un aspecto de altivez y poderío que jamás tuvo. Y hasta en el dolor y el embeleso con que nos acariciaba creíamos sentir un aura saludable y nueva, una fuerte expresión de dignidad y valentía. Me pareció mi madre otra mujer. Su nimbo de dolorosa tomaba realces gloriosos, resplandores de triunfo. Y, sin embargo, ¡cuánta amargura en su acento, y en su sonrisa cuánta tristeza!

Casi todo el día estuvimos los tres juntos, en una intimidad tan acordada y profunda, como no la disfrutamos hasta entonces.

El criado recibió con visible sorpresa la orden de servir á mi padre la comida en la cama. Poco más tarde, suponiendo que nos interesaba mucho la noticia, fué á decirnos «que el señor había comido muy bien, sin rechazar ningún plato». Y como mi madre no manifestara interés por el suceso, entre la breve servidumbre se inició un murmullo de asombro, al ver á la señora libre de sus hábitos de esclava, á salvo de apuros y de gritos.

Un silencio de tumba reinaba en las habitaciones conyugales, donde el drama absurdo y brutal se deslizó en la sombra tantos años.

Ya vencido el día, acompañé á mi madre á la iglesia. Quiso hablar con don Amador, y la dejé en el confesonario, mientras pedí un coche que nos esperase en la carretera del Robledo. Mamá deseaba no hacer uso del ferrocarril, temiendo que en la estación de Torremar la molestasen con preguntas ó acompañamientos importunos.

—Iré desde casa en un coche—dijo—y aun me queda tiempo para ver hoy al abogado. Mañana haré las diligencias más urgentes, y volveré á la tarde.

Preguntábale yo, si no temía la actitud violenta que él tomase por tan decisivas resoluciones.

—Bajábamos por ese mismo sendero—señaló Carlos á Regina—; estaba así la tarde, como ahora, tan espléndida y dulce. Mi madre respondió:

—No temo nada. Sólo es capaz de crueldades lentas, de infamias silenciosas... "Ese hombre" es un caso estúpido de ferocidad sorda y ruin, sin precedentes en cuanto yo sabía de crímenes humanos... Valido de mi flaqueza y mi terror, me hubiera matado lentamente, gozándose en atormentar mi alma y mi cuerpo en una bárbara cobardía de muchas horas. Roto el secreto de sus perversidades, amparada yo de la ley, pedirá perdón y llorará como un nene que delinque sin malicia ni consciencia, maltratando su juguete favorito...

—¡Pobre Carlota!—lamentó Regina.—Bella durmiente del bosque, encantada por el Ogro!...

Carlos vuelve un instante á la realidad, y contempla á la muchacha en muda adoración.

Pero ella está tranquila, pendiente de la historia, deseando á la vez que dure mucho y que se acabe pronto.

Y sin reparar en las emociones de su amigo, le apresura y le emplaza:

—Cuéntamelo despacio, y acaba en seguida.

—No acabaré nunca—se duele el mozo.—Y relata obediente:

«Después de la brevísima conferencia de mi madre con su confesor, volvimos á la finca, dejando el coche allá abajo, en un cruce del sendero y el camino real. En breve, mamá estuvo preparada. Entró en el laboratorio, no sé si á despedirse de Manuel Velasco, ó á buscar alguna cosa. Fué cuestión de un instante...»

—¿Manuel iba todos los días á vuestra casa?—pregunta Regina con vivo sacudimiento de interés.

—Iba á estudiar con mi padre, y muchas veces trabajó solo horas enteras, cuando el maestro, adolecido ó malhumorado en demasía, se encerraba en sus habitaciones.

—Ese Velasco es un excéntrico, ¿no?

—¿Manuel?... Un hombre encantador para mi gusto: serio, paciente, de carácter dulcísimo y simpático...

—Incasable, dicen.

—¿Por qué no tiene novia?

—Todos sus amores cuentan que los ha puesto en la biología.

Olvida Carlos su mirada entre los árboles, con evocadora expresión, y responde:

—No lo creo... Manuel—continúa ferviente—es mi mejor amigo.

—¿Más que Adolfo, tu futuro cuñado?

—Mucho más que Adolfo.

—¿Y era también—inquiere la curiosa—un buen amigo de tu madre?

Enrojece Carlos. Sus doradas pupilas se hunden en el bosque, como en persecución de algún secreto.

—Sí, porque había sorprendido toda la tragedia de nuestra casa. Durante muchos años Manuel casi vivía con nosotros. Su admiración á la ciencia de mi padre, sus aficiones al estudio y al trabajo, han sido poderosas para retener esa juventud varonil dentro de las terribles salas donde se han fraguado muchas tempestades de nuestro hogar... Manuel Velasco y mi madre simpatizaban mucho.

—¿Y dices que se despidió de él?

—Lo supongo. Tengo tan presentes todos los pormenores de aquel día, que nada olvido en esta crónica triste de mi corazón...

«Mamá salió del laboratorio más blanca que la nieve; en el dintel, Velasco parecía un espectro; tan pálido y fúnebre le vi. Ocultándonos de mi hermana marchamos en busca del coche y acompañé á mi madre hasta la salida de Torremar. Cuando ella mandó detener el carruaje para que yo bajara, sentí de pronto el miedo agudo de la irreparable separación. Y aunque ambos dijimos «hasta luego», quedéme temblando como una hoja en mitad del camino.

Allí, en el borde de la carretera, frente al mar, busqué el apoyo de un arbusto. Me pesaban en los párpados los últimos besos de mi madre, con dulzura nueva y solemne. La viajera, alejándose, alzaba su pañuelo entre las cortinas del coche para decirme:—Adiós... Adiós... Pero sentí un cansancio horrible, como si hubiera recorrido medio mundo; y en aquella postración profunda no pude contestar... La noche ensombrecía ya la costa, y los encendidos ojos del carruaje me miraban, me miraban de lejos con tal fijeza y dolor, que tuve impulsos de correr para apagarlos, para preguntarles por qué me perseguían con lívidos resplandores de fatalidad, en una noche tan hermosa, á orilla del mar azul... El traje claro de mi madre blanqueaba fugitivo, cada vez más distante, y aún me pareció distinguir las oscilaciones de una mano que decía siempre:—¡Adiós!...»

De nuevo Carlos Ramírez detiene su relato en un nudo de palabras deshechas. Y también Regina, implacable, perentoria, repite:

—¿Y después? Anda, hombre, ya falta poco.

—Falta mucho... ¡Mi madre no volvió!...

—¡Ah!—se le ocurre á la niña por todo consuelo. Y al cabo de una meditación audaz y silenciosa, pregunta:

—¿No sabrá de ella Manuel Velasco?

—Manuel sabe—dice el mozo con altivez—que mi madre es buena. Y dolido, pávido, interroga:

—¿Lo dudas tú?... ¿Admites las calumnias que de ella se dicen en Torremar?

Hay una inflexión ingenua y dulce en la voz que tranquiliza:

—¿Dudar yo de la virtud de tu madre? No, Carlos no... Escucha. Voy á ser muy franca contigo, únicamente contigo, muchacho; ideas de este calibre no las debe decir una moza casadera.

Y muy celosa, recatándose hasta de los robles y de los helechos, de los pájaros y de los grillos, secretea la de Alcántara:

—Yo juzgo que siempre, en todos los casos de la vida, es lícito y... «bueno» huir de un hombre odioso para querer á un hombre amable.

—¿Qué sospechas?

—¡Nada! Aseguro que Carlota, hoy ausente y libre es á mis ojos tan interesante y digna como lo fué esclava en el Robledo.

—Gracias, gracias—murmura Carlos devoto,—tú haces por ella más que Manuel y su madre, más que don Amador... La crees en pecado y la perdonas.

—Si es que no califico de pecado... «eso» que tú supones...

Posa el mozo todo el sol de sus pupilas en los ojos negros de la mujer, y turbándose profundamente, oye la consulta:

—Apela á tu propio corazón; dime la verdad: ¿la crees tú mala aunque la juzgues culpable del delito de amar?

Obstinado, confuso, él repite:

—Mi madre es buena.

—Puede ser un ángel y estar enamorada.

—¿De quién?... Se marchó sola. Cansada de sufrir, no tuvo valor para aguardar meses y meses, tal vez años, una sentencia oficial que rompiera su cautiverio. Los trámites judiciales le causaron repugnancia y bochorno. Así nos lo dijo en una triste carta de despedida... Sabe que para ir en su busca abandonaríamos á nuestro padre, y ella lo quiere evitar con el secreto de su retiro. Se alejó pobremente, con sus pequeños ahorros y sus joyas... ¡Oh, madre mía!... ¡Es buena, es buena! Los que la conocen bien, están seguros de ello.

—¿Lo has preguntado tú?

—Nunca. Es la primera vez que remuevo con la palabra estos pesares míos; pero sé que la infeliz ausente tiene en Torremar tres defensores: Manuel, su madre y don Amador.

—Tiene cuatro.

—¡Regina!

—Y yo, la más entusiasta, según tú dices.

—¡Vas tan lejos en tu bondad!

—En mi libertinaje.

—¡Por Dios!...

—Sí, Carlos. A la libertad del corazón y de los afectos, le llama libertinaje medio mundo.

—¿Aunque sólo el espíritu se liberte?—averigua el joven con zozobra.

—¡Aun así!—quéjase la voz musical, con acento de rebeldía.

—Leyes serán del mundo, no del cielo... Mi madre, hermosa y pura, muchos años martirizada, ¿no puede sacudir sus cadenas y disponer, á lo menos, de su corazón?... Si eso fuese un delito, yo la absuelvo y la perdono.

—Y en un caso de libertad... «absoluta», ¿te mostrarías inflexible con esa mujer, sólo porque es tu madre?

Certera, desconcertadora, la interrogación da en medio de las inquietudes de Carlos, que se defiende dudoso, tímido:

—Siento necesidad de creer en su virtud; su vida de sacrificios y abnegaciones no me deja derecho á dudas... ¡Ha sufrido tanto!... ¡Fué tan ruinmente atormentada!...

Como fruto de lentas consultas á la conciencia y al sentimiento, repite el mozo unas palabras muy dulces, que de fijo Regina las conoce:

«—No se debe golpear á una mujer, ni siquiera con una flor...»

—Aunque la mujer sea mala; pero si es buena, si vale tanto como la madre tuya... ¡Carlos, duendecillo de mis sueños de niña, no seas cobarde en tus perdones!...

Roto un troquel de timideces y de nieblas al conjuro de la voz tentadora, Carlos Ramírez se alza anhelante, hermoso en su ingenua solemnidad:

—Sí, sí. «En todos los casos», yo perdono á mi madre, y creo que merece ser libre y ser dichosa.

Con brusco transporte, ardiente en sus ojos una lumbre de afanes juveniles, el muchacho exclama:

—Escucha, Reina... Tú eres la mujer de mi vida... ¡Te quiero, te quiero!...

Y ella, en repentino abandono de la sensible narración, sonríe con los labios abiertos al placer, ufanándose en la golosina de una lisonja nueva. ¡Un niño gentil, que le dice amores entre lágrimas, con la voz caliente de ternura!... La sombra de los ojos á la moza se le inflama de luz.

—Carlitos, mi caballero—gorjea en triunfo,—me da mucha risa que me quieras tanto.

—No te burles; este es un amor de verdad; amor de hombre. Y ya nunca, ¿sabes?, nunca podré amar á otra mujer.

—Así dicen, y hasta creen, todos los pretendientes enamorados.

—Yo no soy «como todos». Yo te quiero desde que supe de ti. Cuando tú subías con Daniel á contarnos cuentos en la casuca, ya te quise. Después he soñado mucho con tu belleza, con tu donaire, con el misterio de tus ojos, con el encanto de tu palabra, con los dolores de tu corazón... Desde que volviste te elegí por confidente única de mis penas. Adiviné que me ibas á consolar, que la ibas á defender... Y ahora, ¡siento por ti una devoción, una gratitud!... ¡Quiéreme un poco, Reina, por caridad!

Trocó Regina en lástima su regocijo ante el discurso ferviente, preñado de anhelos y tristezas. Algo profundo y grande se estremeció en el pecho de la veleidosa, creyendo que el nombre de Daniel había temblado como una lágrima en el semblante deprecativo de aquella pasión tan dulce y tan humilde. Pero lucha contra la flaqueza del enternecimiento; quiere reir; hace una breve mueca de fastidio, y quédase absorta, con los ojos húmedos y la risa en quebranto.

Una voz perlada y juvenil punza el silencio, desde el fondo del bosque, y aparece donosa una dama, bajo el ramaje inmóvil.—¿Dónde estáis?—viene preguntando.

Regina, como en la insensatez de un delirio, murmura:

—¡Carlota!

Y el mozo vuelve la cara con estupor, á punto de gritar:—¡Madre!

Pero es Ana María la que llega, la que averigua con celo y cariño:

—¿Qué os sucede?

—Nada...

—Nada...

—Parecéis disgustados.

Niegan ellos: el calor y el palique les detuvo allí, gustosos de la frescura de los árboles, entretenidos en las memorias de la infancia.

La niña del Robledo interrumpe aquellas explicaciones con dulce enojo. Teda la tarde les aguardó impaciente, y hace más de una hora que les busca en el jardín y en la arboleda...

Está allí Velasco, que quiere saludar á Regina.

—¿Dónde?—interroga la de Alcántara, poniéndose de pie con visible azoramiento. Sacude su vestido y alisa sobre la frente la sérica mata rubia.

Aquella ráfaga de inquietud invade á la novia, que manifiesta un leve susto cuando dice:

—Venía detrás de mí.

Crujen las ramas menudas al firme paso del doncel, y se le recibe con rara expectación, como si fuese extraño que llegara una persona á quien se espera. Él avanza sonriente, despreocupado y festivo; pero ante la actitud cortada de los otros, siéntese algo confuso y saluda á Regina con etiqueta más cortés que afectuosa.

Resbalan desde un tallo hasta el suelo dos flores pálidas que Adolfo y Carlos quieren levantar. La dama rubia pone sobre ellas su bota elegante:

—No sirven para nada...—prorrumpe.

Los cuatro mozos, presa de inexplicable desazón, pasean lentamente, hablan y sonríen con esfuerzo. Regina dice que es la hora de volverse á su casa, y niégase á seguir hasta la de sus amigos, pretextando que aún está lejos y se hará de noche antes que ella baje á Torremar.

—Te acompañaré—asegura Carlos.

Y Adolfo, muy galante, advierte:

—Yo también bajo ahora y estoy á sus órdenes. La llevaré hasta su casa con mucho gusto.

En rápido asentimiento acoge Regina esta última oferta.

—Sí, es verdad—dice—; de ese modo no dejaremos sola á Ana María.

Hay una breve lucha de cumplidos porque Carlos insiste en bajar después que acompañe á su hermana hasta el límite del bosque; y ella pretende ir sola, asegurando que tiene muchas amistades con la paz de la selva y ningún temor á sus caminos silenciosos.

Ante un reparo leve de Regina, cuenta Velasquín que muchas noches retorna á pie á su casa, para hacer ejercicio, y sube luego un sirviente por su caballo.—-Hoy—sonríe galán—daré mi paseo con doble placer.

Óyese un repique de novena.

La de Alcántara se apresura á decir:

—Es tarde, es tarde.

Y ofrece que volverá al siguiente día, como aplazando las frases de cordialidad, las efusiones que faltan en su vuelta al Robledo después de muchos años de ausencia.

Está parado el grupo en la cumbre del bosque, en dominio del hondo valle donde la finca de los Velascos se extiende sin fin. Corre la pared en línea atormentada, bajando, subiendo, codiciosa de campiñas y mieses, y, señor de sus límites enormes, el palacio flamante se ufana de la tierra con desdenes del mar, que ulula lejos, al otro lado de la colina.

La sombra del crepúsculo envuelve en fantásticos matices aquel vasto panorama que la posesión señorea. Y de pronto, contemplativa y absorta la dama rubia, siente un vértigo de codicias y admiraciones ante el poder que atribuye al dueño de riquezas tales.

Tórnase hacia él, pálida y valiente, para ordenarle en son de reto:

—Vámonos.

La sigue el mozo sometido, casi sin volver la cara para decir adiós.

Y en la complicidad del paraje y de la noche, aquella extraña partida toma el aspecto de un rapto ó de una fuga...

Se encienden las estrellas, altas y palpitantes, en un cielo de raso azul. Carlos y Ana María, tristes y mudos, afrontan el camino penumbroso del robledal. Distraídamente el muchacho recoge en la hierba una cosa blanca y mustia; y al punto la niña extiende su mano hacia aquel objeto, y balbuce:

—Son aquellas dos flores... «que no sirven para nada».

Ha sonado su voz profunda y tremorosa, delatando la valentía de una pena que no quiere llorar. Un acento parecido, más sonoro, más grave, compadece:

—¡Ah, sí! ¡Pobrecillas!...

Y las flores tornan al prado, colocadas con dulzura, como si pudieran lastimarse y sufrir.

Con menos compasión de dos corazones amigos deja Regina de Alcántara las cumbres del Robledo, llevándose en las redes de sus curiosidades y ambiciones el drama de Carlota, el amor de Carlos y tal vez la felicidad de Ana María.


VII

el balandro de velasquín.—tempestad en un vaso de agua.—nuevos apuntes para la moral de regina.

Agoniza el otoño. ¡Qué triste y qué amarillo! La mar se mece turbia; están pálidos el cielo y la costa; la playa desierta, el muelle en quietud.

Los torremarinos desocupados no sienten la influencia pesarosa de esta mañana gris, merced á una emocionante noticia que voló como ventada de Noroeste, desde las mismas olas hasta la calle Real, los arrabales y la Plaza Mayor, agitándose con ímpetu de borrasca en la botica «de abajo», sobre los pintados bigotes de don Celso y la plácida compostura de unos papeles de sulfonal. Puso el químico seductor su más enigmática sonrisa en la ambigua frase:

—Considero elocuente y luminoso que el balandro de Velasquín se llame Reina.

Elocuente y luminoso... ¿Cree usted?...—subraya alusivo Paco Ordóñez.

El vejete afirma perspicaz:

—Hace ya tiempo que yo barrunto esa traición.

—¡Pero es inaudito!

—En materia de amores no hay nada que me asuste.

—Tiene usted buen olfato... Yo confieso que Adolfo no me hacía sombra.

—Pues les va á dejar á ustedes con tres cuartas de narices.

—Mal cambio hace—critica Ordóñez en lamentable tono.

—¿Malo?... Están de enhorabuena entonces los mocitos pretendientes—insinúa dicaz el farmacéutico.

Se enfrasca el doctor en graves meditaciones y hace volatines en el sofá, sentenciando:

—Es una monada esa chiquilla del Robledo, una criatura sans pareil, guapa, seria, lista, dulce, con dote, con ángel...; ¡pero esa historia!...

—¿De la mamá?

—¡Claro, hombre!... Y luego, si Adolfo «la planta», yo aseguro que se queda para vestir á la Virgen.

—Atrévase usted...

El doctor sacude dos dedos, que triscan; sonríe, pasea y responde:

—¡Cualquiera se atreve!

—¿No dice usted que Adolfo «hace mal cambio»?

—Y lo creo... Pero así es el mundo. La de Alcántara tendrá siempre más partido, porque es asequible, coqueta, independiente... Ana María, aparte «lo que sabe usted», causa un poco de susto por sí sola. ¡Se esconde tan lejana, tan sombría, entre un padre loco y un hermano altivo!...

—Carlos ahora se había humanizado mucho.

—Hasta el extremo de parecer otro. Bajó de su torre de marfil, enamorado de Regina, y todos le teníamos por rival con fortuna; pero... ¡si usted acierta!...

—Y predigo un sangriento desenlace—efunde don Celso con voz cavernosa—. El Ramírez ése, con su aire infantil y romántico, es un mozo de grandes pasiones, un impulsivo atroz, y tomará en Adolfo doble venganza. Se avecinan sucesos sensacionales; hay en la atmósfera saturación de odios... de amores... de crímenes...

El médico da un salto casi mortal, y á orilla de la vidriera escruta el horizonte en cómica actitud.

Pero la mañana torremarina no ofrece síntoma alguno de trágicas aventuras; la escoba de un barrendero traza en el desigual empedrado fugaces surcos de limpieza; un chiquillo haraposo vende los diarios de la corte y La Voz de Torremar; una moza desgreñada sacude alfombras en la casa vecina...

Aquel matiz tristón y anodino de vida provinciana ofrece tal contraste á los augurios de don Celso, que Paco Ordóñez rompe á reir.

—Ya vendrá mi tocayo, el tío de la rebaja...

Mas el célebre inventor de específicos no admite bromas ni sospechas contra sus predicciones. El está seguro de la que anuncia; tiene antecedentes y datos que acrediten sus profecías.

Y el mediquín, mozo placentero y amable, enemigo de la discusión, asiente sin más resistencia á las certidumbres dramáticas de don Celso; y mientras se calza los guantes, gesticula en faz de asombro:

—¡Menudo lío!...

Luego silba, tararea, se encoge escalofriado, y al fin se despide, en el preciosa instante en que don Celso recluye los papeles de sulfonal en una caja de color de rosa.

Ya está Ordóñez en la puerta cuando el químico le persigue aún.

—Vaya á ver el balandro por sus propios ojos.

—¿Le ha visto usted?

—Sí. Anoche, «á las altas horas», supe, «confidencialmente», que el yate de marras estaba en la bahía con el «nombre fatal» en el costado... Y al amanecer acudí á cerciorarme... Vaya usted, amigo mío, y medite en la versátil mudanza de los humanos sentimientos; en las traiciones, en los perjurios de la juventud.

El mozo rubio y festero ahueca la voz para decir, muy compungido y lúgubre:

—Iré á «la visita» por el muelle...

Da algunos pasos, y otra vez le asedia el farmacéutico, que cambia, de rostro, y plácido interroga:

—Muchas enfermedades, ¿eh?

—Algo de grippe.

—¡Eso es bueno!

—Cosa benigna...

—¡Válgame Dios!...

Con un suspiro, á sordas zancadas, el boticario desaparece detrás de la vidriera, dejando en el húmedo dintel señales puntiagudas de sus luengos escarpines.

Muerde Paco Ordóñez su risa retozona á espaldas de don Celso, sube la calle, cruza la Plaza y toca la ribera bajando por la rúa Mayor.

Menudo y saltarín, el médico se confunde con algunos golfillos que á la orilla del muelle vivaquean, sucios y haraganes. Y pronto uno de ellos apunta entre las embarcaciones fondeadas en la bahía al grimpolón azul del balandro nuevo.

—Aquel es, don Paco.

Contempla Ordóñez un hermoso «diez metros», de construcción reciente: su casco blanquísimo no parece tener sino un punto de contacto con el agua; sus lanzamientos de proa y popa son airosos y elegantes como dos flechas; alto de guinda, yergue su palo mayor de pino del Canadá, entre la finísima jarcia, y sólo considerando la enorme cantidad de plomo que forma el «bull», oculto bajo las olas, puede comprenderse cómo aquel armazón estrecho y de tan poco puntal, soporta la altura del palo.

Absorto el médico en estas observaciones admirativas, oye una voz varonil que amargamente censura:

¡Reina!... ¡Se llama Reina!...

El indómito acento emerge de la granada boca de Felipe Alonso, otro pretendiente desdeñado por Regina. Bello y lánguido muy poseur y algo cursi, el galán perora en trágica postura y balbuce crueles palabras de vilipendio y sorpresa, delante de aquel nombre mecido en la bahía con la altivez de una revelación que el mar hiciese á la costa: «Sí, señores,—parece decir el rótulo negro sobre el casco níveo—; Adolfo Velasco y Regina de Alcántara son novios; se entienden; se adoran; se van á casar. No escandalicen ustedes ni pongan el grito en el cielo: á pesar de Ana María, prometida esposa de Adolfo, y á pesar de Carlos, cortejante preferido de Regina... ¡el balandro de Velasquín se llama Reina!...» Y ante las voces mudas de aquel letrero, mientras Paco Ordóñez ríe consolado y voluble, Felipe Alonso entona hacia el mar su lírica declamación; habla de «felonías y de sangrientas burlas», y pone á los elementos por testigos de «aquella infamia». Diríase que goza en lamentarse, teatral y seductor, con los ojos en blanco y la palabra conmovida.

De pronto Ordóñez, que ha vuelto la cara, advirtiendo cómo la gente acude á la contemplación del Reina, ve agitarse un lienzo blanco y copioso en el mirador de las de Bernaldo. Es que Fabricio les hace señas con una toalla, acaso con una colcha. El talludo galán está frenético, al parecer, y los dos mozos cruzan el tablado del muelle y pasan veloces á la acera. Sorprendido en su crisis declamatoria, el orador va ensartando periodos retumbantes que á don Celso le harían muy feliz.

Pero ya Ordóñez se aburre un poco de tal comedia, y puesto que Fabricio y sus hermanas servirán admirablemente de auditorio á los discursos del amigo, puede el médico escaparse á la «visita». Saluda hacia el mirador, donde ya otean curiosas las dos Bernaldas, deja que Alonso se les arroje en el portal con frenesí.

Bajo los visillos temblorosos de las señoritas de Estrada, detrás de los cristales por donde se atisbó á Regina la noche de su regreso, suscítase, también, con violentas discusiones, el notición del día.

Juntas están aquella tarde allí las más parleras y desocupadas señoras de la vecindad, y todas á un tiempo charlan y censuran, se indignan y compadecen: «¡El balandro de Velasquín se llama Reina!...»

Esta frase, que ha volado sobre la bahía como una gaviota en augurio de tempestad, tiende ya sus alas por todo el recinto ciudadano, y anida en cada reunión donde los chismes son pasto del aburrimiento.

Gloriándose de adivinadoras, casi todas las mujeres que hacen coro á las de Estrada, cuentan que sospecharon siempre de la lealtad de Regina. Su carácter veleidoso, sus extravagancias, sus ideas, no están de acuerdo con los cánones de la educación y costumbres que allí se usan... Por eso la dejaron sola con sus caprichos y osadías; sola con sus predilectas amistades...

Y aquí aparece la herida de amor propio que la de Alcántara causó en muchos de aquellos corazones femeninos. Incapaz de disimulos ni de reparos que estorbasen sus intentos, Regina «dejó solas» á las damas que ahora se precian de haberla abandonado. Ella fué la que, en rebeldía contra la quietud y el encierro, licenció de un modo brusco y ejecutivo á la voluntaria corte de amor formada en su gabinete. Una tarde estival, cuando aquel mixto ejército de conquista, subió, valiente, á divertir á la de Alcántara, supo con sorpresa y enojo que el astro nuevo se declaraba en eclipse:—La señorita ha salido—anunció Marta, únicamente, sin más explicaciones ni disculpas. Y era de ver el trueque de voluntades y de sentimientos que envolvió desde aquella hora á la insurrecta muchacha, capaz de infringir en un arrebato jactancioso todas las leyes firmes de la buena sociedad torremarina. Densa nube de comentarios agresivos descargaba sobre la reputación de la moza.

Sordamente, en público y en secreto, pero siempre á espaldas de la víctima, satirizaron unos y otros:—Sólo quiere amistad con los de Ramírez porque seduce al pobre Carlos para esclavizarle á todas sus locuras; se casará con ella y será infeliz...—Ya no gasta luto...—Se prende rosas ¡y usa unos escotes!—Sube al Robledo todas las tardes, y baja de noche con Carlitos... ¡del brazo!—No «lleva trato» con las señoras porque las tiene envidia...—Ya no va á la iglesia.—Ni sabe rezar...—Dicen que es protestante...—La hemos visto en su jardín, de rodillas junto á Pablo el marinero...—¡besando una flor!—Tiene libros prohibidos...—¡Sabe Dios «lo que habrá sido de ella por esos mundos»...!

A la provocadora de tales iras se le ocurrió cierta mañana detenerse con unos señores conocidos que rendidamente la saludaron. Hablóles muy cordial y les convidó á tomar café. Eran pretendientes más ó menos platónicos de la damisela, y desde aquel día recobraron esperanzas de triunfar en el corazón de la hermosa, que se les mostró afable como nunca.

Reanudáronse las tertulias en casa de Regina, pero más amplias y alegres. Desertora audaz de todo vínculo esclavo, la muchacha se engolfó en sus gustos y tendencias. Holgóse con amistades varoniles, mantenidas por ingeniosos «flirteos», y ya en completa indisciplina, olvidados los antiguos planes, tornó á sus hábitos de aventurera y de rebelde.

No tuvo intención ninguna de molestar con su desdén á las porteñas damas; la aburrieron, la estorbaron y emancipóse por hastío del culto que antes buscase por curiosidad. Pero ya puesta en franquía la encallada nave de su independencia, Regina, hábil pirata de antojos y emociones, no guardaba rencor ni menosprecio á las causantes de su breve esclavitud.

Al contrario, feliz con el estímulo de nuevas luchas sentía compasión hacia las pobres mujeres enjauladas en la rutina y en el sacrificio, como aves prisioneras, codiciosas de cielo azul y de horizontes lejanos. Y al encontrarlas en la calle, al verlas pasar desde su jardín, les hacía un saludo cariñoso, un poco tímido, algo triste. La mayor parte de aquellas señoras, vestidas por el mismo patrón, peinadas de igual modo, murmurantes y oracioneras, acompasadas en sociedad como en un teatro, dejaban en el espíritu disconforme de Regina la sensación del grillete y las esposas, en los libres miembros de un cuerpo robusto y belicoso. En cuanto á ellas, desde las del juez, timoratas y obscuras, á las de Estrada, llamativas y refiloteras, un poco en discordia con la severidad de aquel régimen educativo, ninguna se atrevió á negar el saludo á la señorita intemperante. Casi todas la envidiaron mucho y hacían esfuerzos por volver á su gracia y á su trato, aunque á mansalva la zahiriesen con heroica furia.

Por inversión de razones, la insurgente moza era para las torremarinas una imagen tangible del vuelo errante en liberación de la jaula; de las cadenas truncas lejos de la cautividad. Y volvían hacia la joven los ojos deslumbrados, al trasluz de visillos temblorosos y de mantillas devotas, con la esperanza de sorprender un graciable signo de acuerdo, y presumir ellas también de anchura y de modernidad.

Para mayor encanto y más tormento de la torva falange femenina, cuando la de Alcántara, con fácil victoria, volvió á reunir en torno suyo á los donceles de más fuste, inicióse entre los tales un grato impulso de fervor hacia la singular muchacha; y acordes convinieron en que Regina, además de ser encantadora por su trato y su físico, tenía un fondo de nobleza y de bondad en el corazón, un poso de dulzura y benevolencia en el carácter. Arreció esta piadosa corriente ensalzando las virtudes de la dama, en apariencia mustias desde que los enojos populares se escandecieron sobre ellas. Y muy pronto, en la pública devastación de aquel jardín moral, un aura de lozanía irguió en triunfo las débiles flores, á despecho de murmuradoras y agraviadas.

Unidos y separados, los contertulios de Regina le cantaban loores. Para ellos, las libertades de la moza rubia, lucían un fuerte matiz de honestidad; aquella mujer pensaba alto, sentía ligeramente, era ingeniosa, franca, voluble. En su palabra, ingenua y prócer, hialina como arroyo cantarín, nunca advirtieron el amargor dañino de la murmuración...

Estas alabanzas martirizaron la femenina epidermis de Torremar con ascua de cauterio. Pronto agudas voces mujeriles designaron á los amigos de Regina con el intencionado remoquete de la Junta de defensa. Se comentaban en fragmentos menudos los más leves detalles de las excursiones y holgorios en que la de Alcántara se entretenía, y túvose por cierto que no llevaban otro camino que la conquista matrimonial de Carlos Ramírez.

Entretanto, la revolucionaria doncella no perdonó ninguno de sus placeres predilectos, por insólito que allí resultase. Montaba á caballo vestida de amazona, con sombrero calañés y flotante cendal, escoltada de jinetes; mecíase sobre las olas, en traje de balandrista, entre los yatchmen del club, sin haber amanecido aquel «mañana» en que debiera escribir encargando su esquife; salía de caza á deshora, con audaces bombachos y masculinos arreos, y supo cobrar gentil fama de valiente en todos los deportes que inició.

Era Carlos asiduo en estas lides, con mimo y preferencia por parte de Regina. Todo hacía presumir que ella le amaba; pero á la perspicaz observación del grupo pretendiente, no pasaba oculta la implacable nube de tristeza de aquellos ojos dorados, que el joven no alzaba por completo, cual si temiese delatar su inquietud.

Esta muda elocuencia de un dolor amante sostenía las ilusiones de los demás candidatos, entre los cuales el nombre latino de la muchacha se había hecho familiar y devoto, como una breve oración. Al llamarle Reina, á ejemplo de Ramírez, cada uno de aquellos cortejantes imaginaba rendir un tributo de soberanía.

Rara vez iba Adolfo mezclado á la corte de la dominadora. Solía verla en casa de Ramírez casi todas las tardes, y algunas noches la acompañaba, como en aquella primera entrevista que tuvo forma de secuestro. Pero el extraño poder de fascinación que ejercía en los hombres la rubia moza, fué, desde el primer instante, decisivo en Adolfo, que no supo razonar la causa del encanto.

Mocero y vehemente, Velasquín había pulsado toda la lira del amor y conocido todas sus emociones, sin perder nunca en absoluto el dominio de su apuesta persona. Hasta en el hondo afecto que desde la niñez profesaba á Ana María, hubo siempre una plácida serenidad, que le hacía sonreir con la beatitud del hombre llegado á la plena posesión de la dicha por sendero sin curvas ni abrojos, ancho y florido á la faz del sol.

Súbitamente, las claras acciones y los designios apacibles del muchacho, quedáronse en tinieblas cuando el brusco deseo de Regina se le clavó en los ojos como un puñal.

Obra de maleficio parecía aquella loca y fuerte pasión que daba al traste con la lucidez y la nobleza de Velasquín. Lanzóse en un vértigo de torturas y de ardores, sin ver más que un punto luminoso en el repentino caos de su conciencia: era una lumbre roja y cruel que iluminaba como un fanal gigante el nombre de Regina.

Los violentos latidos del corazón no le dejaron al muchacho escuchar lo que pasaba en torno suyo; ni la voz solemne de su madre, que hablaba muy contenta de la boda, ni el firme acento de Manuel, explorando con ansia en la torcida voluntad del novio... Ni siquiera el blando son de una palabra que jamás dejó de conmoverle: los gorjeos amantes de Ana María sonaban ya en los oídos de Adolfo como una música remota que se extingue, que se apaga en lejano confín. Poseído, alucinado, dejábase arrebatar en la recial corriente de aquel amor brujo, y apenas si un vago esfuerzo de la pobre voluntad cautiva, lograba entre los de Ramírez cubrir las apariencias de la traición amorosa.

Desde su primer triunfo con Adolfo, en la altura brava del Robledo, Regina recordó, con frases juguetonas, que de niños se habían tuteado, y él mordió sonriente la dulce licencia de una intimidad, que no pudo sorprender á quienes ya sabían de aquellas antiguas amistades; así el roce entre ambos, corrió pronto los graves riesgos de la ternura y de la confianza.

Una noche, agonizante ya el otoño, los dos amigos bajaban del Robledo, y de repente Regina se detuvo, mirando adusta á Velasquín.

—No me debes acompañar—dijo con sorda rabia.

Asustado de la inesperada prohibición, obseso y transido, él protestó:

—¡No quieres tú!

—Sí quiero; pero Ana María sufre y la gente murmura.

Silbaron las palabras candentes y angustiosas, aunque el doncel sólo oyera un himno de esperanza:—Sí quiero... ¡Sí quiero, había dicho Regina!...

En la arquitectura inquieta del celaje rodaban las nubes hacia el mar, y los impetuosos sentimientos de aquel hombre rodaron á las plantas de la mujer. Fué allí, oscilante en la rápida pendiente, de hinojos en la alfombra agostiza, donde Velasco derramó en tumulto sus declaraciones y promesas. La provocada confesión, resbalando en el silencio campesino, pobló el aura nocturna de notas crepitantes como chispas de un volcán; y Regina, más soberbia que dichosa, tuvo desde entonces en sus manos, lo mismo que un juguete, el porvenir de Adolfo.

Después de aquella noche blanca y triste, como abandonada novia, la existencia de los dos muchachos atravesó un obscuro sendero de mentira y traiciones, en pugna con las hostilidades del destino; fingieron, burlaron, y nadie supo su ardiente y silencioso amor, que logró, apenas, breves y temerosas entrevistas, saturadas con los encantos del misterio y del peligro. En cartas vibrantes de impaciencia y de inquietud, dijéronse sus propósitos y se juraron fidelidad mil veces. Tímido Velasquín para arrostrar el escándalo de la situación, le propuso á su amada una fuga, seguida de la boda; pero en la negra trama de aquel enredo, el más fuerte acicate de Regina fué siempre el seducir al mejor mozo de Torremar, y rendirle á discreción allí mismo, ante la estúpida sorpresa de sus paisanos.

Era un empeño cruel, una perfidia refinada y aguda que poseyó á la muchacha con halago y martirio al propio tiempo. Porque el solo afán de su existencia se redujo á la persecución de aquella victoria, y, sin embargo, en la dura masa de tales ambiciones, corría un hilo de lástima y de pena, un oculto manantial tenue y piadoso, henchido á las veces, cual si anhelase hendir el bloque de helada sabiduría que le esclavizó. Túmida y verberante la pía corriente, se fué labrando un lecho ya más amplio y más firme entre las rocas de la inteligencia, y el son de aquel arroyo alzábase infantil en el alma de Regina, aguzando un humilde cantar contra las voces sabias del entendimiento y los malos arranques del instinto. ¡Y no era mucho que los ojos graves de Ana María y las doradas pupilas de Carlos hiciesen temblar á la seductora! Todos la acusaban, menos los de Ramírez. Hasta Eugenia y Dolores dijeron:

—¡Qué mal hace!

Pero las dos víctimas de la maquinación temblaron mudas, sin atreverse siquiera á compartir el mutuo sobresalto. Vagamente advertían á su alrededor un cerco invisible, una niebla opaca, algo que les produjo singular zozobra. Diríase que Regina y Velasquín frecuentaban el Robledo con disfraz de amigos, con apariencia de leales, para mejor encubrir algún obscuro propósito.

Ya Regina se cansó de aquella equívoca conducta. No más rubores azorantes, cuando los de Ramírez la miraban hasta el fondo del corazón, con una débil lumbre de sospecha; no más placeres fraguados en la obscuridad como los robos... Si logró la soñada victoria, ¿por qué no estar alegre?

Velasquín la enorgullecía; sentíase curiosa de amor, impaciente como ante el secreto de una puerta entornada... Era preciso beber la copa llena de felicidad hasta los bordes.

Y Regina, achacando las amarguras de su conciencia á lo anómalo de las circunstancias, decidió poner fin al incógnito de sus amoríos y darles la consagración pública de la boda.

—No hago mal—decíase. Y como quien recita una lección que no pasa de la memoria ni de los labios, repetía con uno de sus filósofos:

—«El bien es el placer; el mal es el dolor.»

Aun para encruelecerse, sintiendo hervoroso en las entrañas el crecido caudal de su ternura, con ronca voz, ahuecándola para que sonase firme, rezaba como de carretilla:

—«Dolor es todo lo que pone obstáculo al placer. El hombre es un lobo para el hombre, y la vida una cacería incesante donde cazadores y cazados se disputan su presa... Cada uno tiene el mismo deseo que los demás y sólo el fuerte sale vencedor en esta batalla de todos contra todos...»

Y aplicábase las terribles lecciones:

—Yo quiero lo que Ana María quiere... Soy una loba con más poder que el suyo, y le arrebato su botín...

De súbito, en la hueca resonancia de tales sofismas, rodaba gimiente el arroyo de la misericordia, y la escéptica se apretaba el corazón con las dos manos, confusa y rebelada contra unas «vulgares emociones» que no razonan los filósofos, ni los materialistas definen. Nada, en resumen; ecos febles de acentos muy distantes, en mezcla con la voz de Daniel apagada y triste, igual que un sollozo; la gentil imagen de Carlota junto á la de una dama que á Regina, de lejos, le pareció su madre... ¡Su madre!... ¡Cosa más singular!... Nunca se le había aparecido; ya no se acordaba de ella. ¿Fué bonita?... ¿Fué inteligente?... Tuvo un nombre piadoso: Rosario... ¡Qué nombre tan español y tan dulce: Rosario!...

Y Regina sintió en el pecho una blandura muy grande, como si algo se derritiera al calor de aquella palabra que pronunció con alegre asombro, entre el tumulto de infantiles memorias. La pálida visión de su niñez se extendía, como liviano cendal, delante de una hora solemne en su juventud. Y al sentirse cegada y perseguida por imágenes tan endebles, quiso reir ó cantar en broma, y sólo se le vinieron á los labios oraciones deshojadas por la costumbre, y aun jaculatorias tan simples como aquella: Con Dios me acuesto...

Pero la muchacha se irguió ruborosa, y entonó arrogante la postura. Ella no sería víctima, jamás, de aquel sentimentalismo ramplón y cursi que le había mojado los ojos un momento... ¿Qué tenían que ver su infancia ni su madre con el mejor partido de Torremar? Sintióse loba, y escribió á Velasquín una apremiante misiva, exigiéndole públicas manifestaciones de amor.

A la mañana siguiente el balandro nuevo, recién venido de Santander, lanzaba á la ribera un nombre de inconfundible, alusión: ¡Reina!, clamó á gritos, cuando todos esperaban que cantase: ¡Ana María!


VIII

la vindicta pública.—la erudición de la alcaldesa.—el aguijón de una copla.—vanse los amores y quedan los dolores.

En el Casino de Torremar, sitio adecuado para toda clase de intrigas y conjuras, reuniéronse una tarde, la tarde gris de emocionante memoria, los caballeros de la llamada Junta de defensa.

Formaron al frente Alonso y Fabricio; éste, feroz; aquél, melodramático. Hacían la retaguardia Ordóñez, muy risueño, y el notario, muy triste.

Al cabo de una hora, desfogados los espíritus, agotadas las frases duras y los epítetos gordos, quedó la reunión reducida á un vago murmullo de colmena, un runrún, perezoso y mordaz, rodando entre claras notas de las fichas del dominó y densas nubes del humo de tabaco. Tres convicciones profundas expandieron en la pesadez del viciado ambiente: Regina era una loca; Adolfo un majadero; Carlos y su hermana dos ángeles del paraíso. Y los conferenciantes acordaron: dejar á la de Alcántara «por imposible», no hacer caso á Velasquín y rendir tributo de adhesión y desagravio á los de Ramírez. Tácitamente convinieron en que era Carlitos el único mozo burlado por Regina en la gran broma descubierta. Debían todos contribuir á distraerle, á consolarle, sin hacer ninguna mortificante alusión á su fracaso. Cuanto á la de Ramírez, era preciso indemnizarla con creces del ruin abandono que sufría y ofrecer en el altar de su belleza sacrificios de amor y de respeto.

En el fondo, ninguno de estos hombres piensa cumplir semejantes propósitos: del trato singular de Regina todos aguardan sorpresas raras, atractivos y alicientes á los que no renuncian; Velasquín es demasiado señor en el pueblo para que el desdén público se atreva á molestarle; y la piedad declamatoria de la fracasada Junta no se impondrá, de seguro, el trabajo de consolar á Carlitos ni de hacer la corte á Ana María...

Las damas, en sus conciliábulos interminables, denostan á Regina acerbamente y la auguran un «mal paradero»; compadecen en términos empalagosos «á los pobres» de Ramírez:—¡Sin madre! ¡Tan desgraciados!...—Y juzgan á Velasquín con mucha lenidad:

—Esa pícara le habrá dado algún bebedizo, pero no se casará con él; Dios no lo puede permitir... La culpa de todo esto la tienen los aduladores que se complacen en santificar diablos... ¡Lucidos están!

La alcaldesa, aprovechando el auge que disfruta Adolfo, coloca con gran éxito uno de sus «estudios feministas», como llama con pedantismo á las confusiones históricas que suele referir: «El ilustre doncel es descendiente de una dama famosa por su estirpe y caudales, doña Velasquita, oriunda de un cántabro solar que dió á España varones insignes como Lain Calvo y Nuño de Rasura...» Piérdese la bachillera en la noche de los tiempos, buscando el origen de Velasquín en la remota península de Escandinavia; y luego discurre sobre la etimología del apellido, «á que dieron honra Condestables castellanos, y títulos rivales en grandeza con los propios reyes...»

Lanzada la historiadora en un caos de erudición y verbosidad, á vuelta de comentos más confusos que verídicos, viene á decir, con énfasis, el pomposo mote de doña Velasquita, que en la cántabra ribera del Asón, orló su escudo con el soberbio alarde:

Cuanto ves de río á río, todo es mío...

Un aroma de abolengo y popularidad unge el nombre de Velasco en el auditorio femenino de la alcaldesa. Avidas de emociones y de asombros, las señoras atribuyen un poder casi regio al descendiente de doña Velasquita, y aplicándole una síntesis del heráldico aviso, murmuran con unción: ¡Todo es suyo!...

Sin llegar al Casino sabe Carlos la gran noticia. Se la dice Estraduca en el recodo del muelle:

—¿Vas á ver el balandro de Velasquín? Se llama Reina.

El viejo oye todo el día como un sonsonete aquella frase, sin advertir su importancia. Comprende que es cosa oportuna, de interés y valor, porque la siente rodar con metálicas vibraciones, como una moneda de oro, en los tristes silencios de la ciudad. Llevó aquellas palabras en los oídos al salir de su casa: el balandro de Velasquín se llama Reina... Y como un eco, el pobre señoruco, se las repite al primer amigo que le saluda. Después, aguarda los comentarios de rigor: —¿Es posible?... ¿Qué me cuenta usted?...—¡Pues está eso gracioso!...

Pero Carlitos no dice «esta boca es mía». ¡Qué pálido y qué mustio le parece el buen mozo á don Victoriano!

—¿Te sientes mal, hombre?

—No, señor.

—¡Ah!... Ya no me acordaba de que todo lo veo amarillo... perdona.

Y sonriente, simple, continúa la incierta marcha á la luz enfermiza de sus anteojos. Va diciendo, maniático:—Pues, sí, sí; ¡se llama Reina!...

En su profunda estupefacción, Carlos halla un solo impulso: llegar al muelle. Su mirada recorre la bahía con fulgores de relámpago. Allí está la verdad, irónica, implacable, meciéndose en la niebla bajo el señuelo vistoso del gallardete azul, como brote cruel de un largo temor, de un oculto presentimiento...

Con giros de beodo, atormentado por muchedumbre de angustias, cuajadas en una sola, el joven torna maquinalmente al yerto camino del robledal. Sube y sube, afianzando los pies en la pradera marchita, con esfuerzo terrible, como si escalase una montaña de abrojos. Ya en la línea siniestra del boscaje alza la frente y mira á su alrededor con novedad, igual que si nunca hubiese visto sus robles en deshoja, con el tétrico aparato del otoño.

Loca y triste, la quejumbre del viento mueve ruido de penas en las hojas caídas, y ante la desnudez crispada de los árboles, imagínase Carlos que todo el bosque se retuerce con pasión hacia los cielos.

Va á sonar la hora en que Regina sube por aquel camino muchas tardes. Con el corazón estrangulado, se detiene el mozo en la linde sagrada para sus amores: quisiera padecer muy de prisa, devorar su dolor en un hartazgo mortal; porque le amedrenta el porvenir extendido delante de su juventud, como una llanura sin límites; la vida de aquellos últimos meses, entre ilusiones y espantos, le arde en el pensamiento con ascuas que amapolan su rostro y le salpican de sudor.

Puesto que la burla de su felicidad sirve de mortaja á la felicidad de Ana María, Carlos tiene la certeza de que ya en el mundo todo le será hostil y aborrecible. Pero su amarga desesperación no fulmina una sola censura para la mujer traidora; y al sentirse incapaz de condenarla ni siquiera en mudo reproche, alza los hombros con desdén de sí mismo: ¡la ama dolorosamente, en desenfreno estúpido, que ni aun sabe maldecir! Y quédase clavado á la tierra, lo mismo que un brote débil del trágico robledal, desnudo de esperanzas como éste de hojas, cuando la vocecilla infantil de un pastor ó un vagabundo lanza al viento, desde oculta vereda, un canto montañés, triste y pausado:

«Que no la aguardes, porque no viene; que se ha quedado dormida debajo de los laureles... Ya no la llames, que no te quiere...»

Toda la hombría de Carlos Ramírez se derrumba al tenue contacto de aquel cantar. Siente en el corazón el vacío del hundimiento y en la carne un cansancio miedoso, igual que la noche en que una mano blanca le dijera en el hondo camino de la costa: ¡Adiós!... ¡Adiós!...

Rueda en el aire, arrastrándose con languidez el estribillo:

«Ya no la llames, que no te quiere...»

Y el mozo huye y llora, en humilde impotencia, sin rumbo y sin consuelo.

Cuando más abismada lleva la frente y más errante el paso, una voz oralina le sacude, y la sombra clara de una mujer se cruza en su camino.

—¿Adónde vas?—le preguntan.

—A ninguna parte—responde trémulo, mirando á su hermana con terror. La ve serena, y suponiendo: ¡No sabe nada!, añade difícilmente:—¿Y adónde ibas tú?

—En busca tuya, para decirte... «eso» que ya te han dicho...

—¿Que el balandro de Adolfo...?

—Se llama Reina—concluye Ana María con emoción de lástima, pero con mucha paz en el semblante y en el acento.

Aunque la muchacha es valiente, Carlos la observa con inquietud, y, por decir algo, mordiendo los sollozos, pregunta:

—¿Estabas sola?... ¿Él tampoco ha venido?

—¡Claro que no!

En el triste declinar de una sonrisa, la mirada indulgente y leal de la mujer va á hundirse en los ojos del niño, hinchados de lágrimas.

—Yo lo siento por ti—dice piadosa.

—¿Pero no le quieres mucho?

—No; no le quiero—explica ella con ingenuidad—, porque... ¡nunca he podido llorar por él!... Es menester—continúa—que no me hagas llorar tú... ¡Por ti sí que puedo llorar!

Y en aquel doloroso ambiente de ausencia le ofrece sus dos manos de niña, tan firmes y suaves, que el mozo se deja conducir con la gratitud del peregrino que, en la cerrada noche del desierto, hallase, por ventura, las alas de un querube para hurtarse á la sombra y al cansancio...

LIBRO TERCERO. EL DESHIELO


I

revelaciones de una hora sentimental.

Por qué lloras, Ana María?

Al son de esta pregunta, hecha con varonil y cariñoso acento, se estremece la joven y trata de esconder su pesadumbre; pero Manuel Velasco, sorprendido de hallar á la niña de Ramírez tan afligida y llorosa, en la gran sala del laboratorio, se acerca dulcemente con una noble expresión de ternura.

Es muy temprano. La cobarde claridad de una mañana inverniza penetra por los altos ventanales del salón y desciende hasta el suelo, como la lumbre perezosa de un crepúsculo. Bajo esta luz tan desmayada y triste, tiene el laboratorio un rígido semblante de aula desierta, de museo abandonado: las recias paredes; el techo de obscuros artesones; las puertas de hojas macizas; los estantes y anaqueles llenos de volúmenes, de aparatos científicos é instrumentos de labor; la fauna y la flora, disecadas y expuestas en aparadores y vitrinas, los metales, pedruscos, fósiles, monstruos submarinos, reliquias de la prehistoria; todo parece viejo, exangüe, descolorido, muerto, como si la naturaleza, agotada y marchita, yaciese en libros apolillados, en aguas turbias y en cárceles de cristal.

Una fuerte atracción guía con frecuencia los pasos de Ana María hacia este recinto de soledad y de tristeza, donde las voces retumban solemnes como en un templo. Si Manuel trabaja, la niña no le interrumpe: llega hasta el dintel, clava allí la penumbra de sus ojos, escucha, sonríe, y se aleja despacito, con la pena de no atreverse á entrar. Sólo algunas veces llama para balbucir:

—Mi padre padece demasiado... Tengo miedo... Acude, por Dios...

En ocasiones, abriendo la puerta de repente, el discípulo ve una sombra fugitiva que en el obscuro corredor deja rastros misteriosos, como el perfume de un secreto...

Aquella mañana, cuando Manuel sorprende á la madrugadora embebida en sus pesares tan temprano, se revela el más profundo cariño en la voz, que pregunta:

—¿Por qué lloras, Ana María?

Y entre el desorden de los cabellos graciosos, ella levanta el semblante apasionado y dulce para responder muy firme:

—No lloro por él... Te lo juro.

Lo mismo que Carlos una noche en el robledal, Manuel interroga con sorpresa:

—¿No le querías?

—Sin duda, no. Sus traiciones sólo me inspiran lástima. Lloro porque mi hermano sufre de un modo cruel y me siento incapaz de consolarle.

—Yo te ayudaré. No llores... le salvaremos.

Es tan enérgica y piadosa la expresión del amigo, que Ana María le contempla mudamente, con aquella mirada suya rebosante de revelaciones, que á Manuel le hace temblar.

—Buscaremos—dice él huyendo de tales miradas, breves y agudas como gritos—una eficaz medicina para Carlos.

—¿Sólo para Carlos?—pregunta la moza, ingenua y anhelante.

—Pero ¡si á ti no te hacen falta! En cuanto él se cure serás tú feliz... ¿No es cierto?

—¡Feliz... feliz...!—balbuce ella.

Y viéndola desfallecer con blancuras de lirio, Manuel la sostiene en sus brazos al borde de la mesa donde se apoya, entre vasijas con líquidos de colores, pinzas y bisturíes.

—Entonces... ¿le querías?—inquiere Velasco lleno de incertidumbre y de piedad.

—No... no...

—Pues si vamos á curar á Carlitos, ¿por qué lloras?

Una cabeza muda y pálida rueda sobre el hombro del caballero, y todo el busto de la muchacha, inerte y exánime, queda entre los brazos acogedores. Guarda Velasco, junto á sí, un momento, la reliquia de aquella frente pura y humilde, como trémula corola de una flor; levanta después el dulce peso de la joven desvanecida, la tiende en un diván, y angustiado, presuroso, rocía las heladas sienes, frota los pulsos irregulares y acerca á la afilada naricilla un frasquito de sal. De hinojos en el suelo, á los pies de la niña inmóvil, avizora en sus labios el soplo de la blanda respiración; y hay en la arrogante figura del discípulo, en su actitud devota y recogida una ternura paternal, un resplandor de fuertes y contenidos amores.

Va creciendo la mañana, lluviosa y triste; en los sonoros ámbitos del aula reina un silencio imponente. ¡Con que terrible melancolía se dibujan allí los tesoros y los misterios del mar, las algas, las conchas y las flores, las piedras y los moluscos, los pólipos gigantescos, las osamentas prehistóricas; jirones arrancados á las entrañas de la vida, yertos despojos de la ciencia militante! A la indecisa luz que vierte el cielo en el ancho salón, se ven confusamente aletas enormes y monstruosos tentáculos; arrecifes coralinos en miniatura; animales vivos en redomas de cristal; frascos panzudos donde el alcohol sostiene cien formas de vidas muertas...

Pero todo aparece sin el debido concierto ni la pulcritud que fuera menester. Añorante de las próvidas manos de Carlota, esta gran cátedra en que un solo discípulo estudia y vigila, tiene á la sazón un aspecto de pesadumbre y de abandono. Aquí donde tuvieron sus gérmenes las íntimas tormentas familiares, pasó antaño una ráfaga de heroísmo que dió al laboratorio cierto rumbo y compostura. Cuando Carlota posaba sus manos lindas y veloces en todo este arsenal languideciente; cuando ella ponía su gracia y su entendimiento al servicio de la ciencia, entre el sabio iracundo y el discípulo fervoroso, diríase que hasta en las vidas inferiores y petrificadas del museo se encendía una promesa de resurrección, un soplo invisible de inmortalidad. Y ahora que no estallan las voces furibundas en el derrotado salón, ahora que la heroína no ennoblece con sus lágrimas el semblante frío de esta ciencia ruinosa, todo aquí tiene un tinte de fracaso, un perfume acre y mortal. El biólogo, al recluirse mudo y hostil en su gabinete, ha dejado en irreparable revolución las colecciones, y ha puesto en fuga al breve personal que en su parte profana asistía á todos los menesteres del instituto. Sólo un misterioso encanto, de muy hondas raíces y muy fuertes ligaduras, abre todavía aquella puerta para que el discípulo de don Juan trabaje, sueñe ó llore... Más bien parece que sueña ó que llora, á juzgar por el desaliño de su mesa de labor y por el trágico matiz del aula. Y aunque va y viene por ella el «hada del Robledo», algún otro hechizo, como el que Manuel sufre, la incapacita para prevenir y atender aquellas minucias donde puso sus manos incansables la Bella durmiente del bosque...

A esta luz grísea, en este marco singular, adquiere ternura conmovedora el grupo de la niña aletargada con el caballero de hinojos á sus pies. Ya éste se impacienta, aguardando un síntoma de reacción en aquel ser angelizado y noble, en cuya frente el dolor finge un sueño. Tiene la muchacha inclinada la cabeza hacia Manuel, y toda su figura grácil yace desvanecida, con trazas de profundo cansancio, como si hubiese caído en el sofá después de un peregrinaje azaroso y terrible. La dulce faz dormida denuncia una temprana pena, y á la pálida boca parecen acudir, en amargo pliegue, implacables tristezas de amores imposibles.

Aquel gesto delator pone tal semejanza entre la niña y su madre, que Velasco, absorto y dolorido murmura:

—¡Carlota!... ¡Carlota!...

Como si este nombre la despertara, anhela el pecho de la joven, tiembla un suspiro en sus labios y abre los ojos con angustioso esfuerzo, muy turbada, muy sorprendida.

De repente se alumbra su memoria: ya sabe por qué está allí sin fuerzas y sin voz; por qué Manuel le dice cariñoso y aturdido:

—Esto no vale nada... Ya pasó; no te asustes.

Pero ¿qué? El está de rodillas acariciando las manos yertas de la muchacha: ¿cómo puede suceder semejante cosa?

—¡Dios del cielo!—prorrumpe Ana María, levantándose con vehemente impulso de esperanza y emoción.

Y Velasco, que también se levanta, la mira ahora hasta el fondo de los pensamientos, hasta hacerle bajar los melados ojos. Pero no está conforme todavía; ha llegado el instante decisivo en que él debe conocer todo el grave secreto que vislumbra. Toma familiarmente la barbilla de la muchacha y alza aquel lindo rostro, entre nubes de rubor, diciendo:

—Mírame bien.

Ella obedece, trémula y roja. Una niebla de llanto se deshace sobre la luz humilde, como albor de lámpara, que la pasión enciende en aquellos ojos.

—Ya te miro—musita.

El discípulo de don Juan es un gran sabio, sin duda, en más de una ciencia humana, porque no se deja engañar por el velo que en aquellas pupilas obscurece á la delatora lumbre.

Ya leyó, de corrido, en el precioso corazón de la mujer que le oye suspirar y le oye decir:

—¡Pobre ángel!

Y al comprobar sus temores, pálido y serio, sólo se le ocurre á Velasco esta pregunta, tácita y honda:

—¿Por qué «entonces», te ibas á casar con otro?

—¡Oh, Dios mío!—gime la turbada niña, que sólo sabe mentar á Dios en aquel apuro tan tremendo. Se ve descubierta. Comprende que ha mostrado el tesoro de su alma, precisamente al hombre á quien más quería ocultarle.

—Pero yo nada te he dicho—balbuce con timidez y asombro, sin comprender que alude al oculto reproche del caballero, ratificando así la inconsciente confesión de sonrojos y lágrimas en aquella hora sentimental.

Manuel la contempla, ausente de sí mismo, envolviendo en una mirada piadosa y limpia la juvenil hermosura que se le ofrece con tan ingenua sencillez.

Alta, mimbreña, con el cabello tenebroso, la boca dulcísima, los ojos enamorados y obscuros, la tez de una blancura mate y doliente, Ana María Ramírez es el vivo retrato de su madre. Aquel ademán gentil para alzar los cabellos sobre la frente, aquel hechizo de melancolía, la voz triste y suave como una romanza, todo es en ambas semejante y original...

Meditando en ello, Manuel Velasco sueña y adora, mientras la niña, confusa y atormentada, está á punto de echar á correr. El adivina su movimiento de fuga y la detiene.

—Todo el mal que mi hermano os hace—dice con solemne tono—, yo juro repararlo.

—¿Por lástima?

—Por amor.

—¡Ah!

Duda la niña, tremante y absorta, al borde de un abismo de felicidad, que mide su corazón por primera vez. Y Velasco, viendo disiparse la niebla de lágrimas en los radiantes ojos, sonríe y promete todavía:

—Por amor, te haré muy feliz...

No miente. Por un profundo y noble amor, lleno de caridad y devociones, ha jurado hace tiempo ser la providencia de Carlos y Ana María. Cumplirá su promesa por encima de todos los renunciamientos y de todos los sacrificios. Y como la muchacha, sacudida por violenta emoción, está pendiente de los labios que la sonríen, él acude á desvanecer los temores y las sombras que adivina en su actitud interrogante.

Tiende los brazos, acogiendo á la niña como cuando era pequeña, y la infeliz goza tan consolada ternura sobre aquel corazón amigo, que sus dolores se deshacen en alegría inexplicable y muda, en tanto que Manuel le dice:

—Antes que de nosotros, nos ocuparemos de tu hermano, ¿quieres?

—¡Sí, sí!... ¡Pobre hermano mío!

—Vamos á darle una carta que le alegre mucho... ¿De quién dirás?

—¿De quién?

—¡Si fuera de tu madre!

—¡Una carta de mi madre!—pronuncia Ana María con asombro rayano en terror.—¡De mi madre!—repite. Y luego interroga fuera de sí:

—Entonces... ¿la escribes tú? ¿Sabes dónde está?

Tiene extraña prisa por separarse de Velasco; pero él, reteniéndola, dícele de nuevo:

—Mírame á los ojos.

—Ya te miro—torna á responder seria y amarga.

—Me ves el corazón..., ¿no es verdad?... Escucha: tu madre escribe á la mía, porque desde lejos vela por vosotros. ¿Supones que podría vivir sin saber de sus hijos?

Ha puesto el mozo en estas frases calor de honradez y bálsamo de oración, con tal eficacia, que la niña, un tiempo recelosa de la asiduidad de Manuel en aquella casa, ya nada sospecha ni teme.

—¡Oh, mamá, mamá!—llora con infinita dulzura, sintiendo cómo las caricias de su madre llegan, providentes y milagrosas, á curar su infortunio.

Pasado el primer estremecimiento de la consoladora novedad, hablan largo y tendido Ana María y Manuel. Buscan horizontes de esperanza bajo la cerrazón de las nubes decembrinas, precisamente en el instante en que unos novios vuelven de la parroquia, con más trazas de duelo que de nupcias.

Al final del palique en que se engolfan la niña y el caballero, sabe ella cómo su madre se esconde en un rinconcillo francés, entre Pau y Lourdes, acechando la abrupta ribera española, donde por antojos de la suerte se llegó á convertir en selva de corazones tristes cierto bravo robledal. Y Manuel sabe, en confesión muy difícil y tímida, que una mujer encantadora, con alma de ángel, amó en Velasquín un sueño, un apellido... tal vez la semejanza con otro hombre que era el realmente amado y que á la moza le parecía un imposible...


II

historias retrospectivas.—la infancia de la «bella durmiente».—la atracción del abismo.—el fauno.—la mujer y la madre.—un idilio y un juramento.—aromas de caridad.

Manuel Velasco y su amiguita Carlota de Heredia crecieron casi á la par en Madrid, al amor de dos hogares vecinos y felices, donde se unían los privilegios de la opulencia y del blasón. Fué la niñez de ambos rapaces una dulcísima historia de ternuras y ensueños románticos; los dos mostraban igual aptitud y agudeza; los dos pertenecían á esa casta infantil soñadora y precoz que pone los ojos llenos de curiosidad en todas las secretas interrogaciones del mundo y otea el porvenir en las noches azules pobladas de prodigios.

La vecindad y continuo trato; la similitud de gustos y caracteres; la noble intimidad de sus familias, fueron parte á encender una suavísima afición en aquellos corazones afectuosos: mayor ella, tres años, y más viva de genio que el rapaz; madrileña, pero de origen andaluz, ponía su gracia impetuosa, como un rayo de sol, en la arrogancia taciturna del niño montañés, mientras el diminuto hidalgo, con el calzón á la rodilla y el aire severo, se engreía al recibir los favores de Carlota.

Muchas veces sus padres, al verlos juntos y escuchar palabras de aquiescencia en juegos y charlas, al sorprender sus actitudes inclinadas siempre hacia la misma curiosidad, siempre vueltas á un anhelo semejante, decían con fruición:

—Han nacido el uno para el otro...

Y un prematuro plan de boda consagraba estos cariños infantiles en la vieja amistad de Heredias y Velascos, sin suponer por cuán diversas rutas les había de encaminar el destino.

Espigaba en preciosa mujer la señorita de Heredia, cuando el hijo de doña Mercedes, la señora de Velasco, empeñado ya en serios estudios, fuese á trabajar en París cerca de un sabio naturalista español, oriundo de la Montaña. Al partir Manuel, puso, con sutiles afanes, cierto anillo familiar en un dedo muy mono de Carlota, para que prevaleciese en la ausencia aquella mutua afición, esperanza de sagrados vínculos, y las madres de los jóvenes aludieron al posible matrimonio siempre que miraban al porvenir en sus horas de intimidad.

Un suceso imprevisto y venturoso fué en casa de los señores de Velasco origen de emoción y de sorpresa: á Manuel le nació un hermanito cuando nadie lo presentía. El nene, á quien llamaron Adolfo, aparecióse en el mundo con traza muy alegre y gentil, como si quisiera ofrecer compensaciones y ternuras en el hogar del ausente primogénito.

Para Carlota, amada lo mismo que una hija por los sorprendidos papás, fué aquel infante un hallazgo feliz, los diez y seis años prometedores de la muchacha se iniciaron en maternales sentimientos al sedoso roce de la criatura. Como la de Heredia no tuvo hermanos ni vió en trato íntimo seres tan frágiles y puros, prontos á recibir sus caricias, toda la pujanza de un fino corazón de mujer se reveló en el pecho juvenil al tocar la feble existencia de aquel niño de color de rosa que apretaba sus puños chiquitines, en inconsciente ademán de rebeldía, como si ya pudiera defenderse de las iniquidades del mundo.

Una infinita sensación de lástima y de cariño prendió en las entrañas de Carlota: era el germen espiritual de futuros amores abnegados, amores de madre que duermen en el seno de todas las mujeres buenas, esperando que un grito de la vida les dé carne entre lágrimas. Meció la niña al recién nacido con dulces cantos y le cuidó con desvelos y coqueterías de mamá joven, mientras doña Mercedes, gozosa al lado del hijo chiquitín y de la precoz madrecita, sintió reflorecer su apacible otoño...

En aquel ambiente de esperanzas y ternuras alzóse de pronto la silueta arrogante de don Juan Ramírez, caballero maduro y altivo, aureolado con dones de sabiduría y proceridad. Regresaba á Madrid después de una fecunda excursión científica por los más afamados institutos biológicos de Europa; y durante su permanencia en la capital de Francia había dado muchas lecciones y consejos al devoto estudiante Manuel Velasco.

Los padres del discípulo se esforzaban en obsequiar al profesor insigne, y como adorno de algunas fiestas íntimas que le ofrecieron, presentáronle á Carlota con orgullo, ignorantes de que preparaban así la desventura de su amiga. Desde el primer encuentro, don Juan Ramírez depuso los prestigios de su ciencia y la corona de su notoriedad á los pies de la joven; quedó prendado de ella con ese antojo súbito y potente que á menudo se desarrolla en los hombres austeros llegados á la plenitud de la vida en castas nupcias con el trabajo. Y la misma vehemencia de su deseo por aquella mujer en capullo, tan delicada y espiritual, vino á ejercer sobre ella una especie de sugestión.

El renombre de don Juan, su arrogante figura, la autoridad y la fuerza que emanaban de toda su persona cegaron á la niña de tal suerte, que, sin saber cómo, rindióse al nuevo hechizo, diciendo siempre que sí con aire de sonámbula.

Cuento de brujas les pareció á los padres y á los amigos de la moza este cautiverio amoroso. Lucharon para libertarla con prudentes razones: don Juan la llevaba muchos años; contábanse de su vida íntima grandes extravagancias y de su genio y costumbres se decían cosas alarmantes. Pero Carlota, sin resistir de frente consejos y advertencias, mostró una actitud apasionada y firme, basta comprometerse en promesa formal de matrimonio.

Algo de la magia que el sabio ejerció sobre la niña fuese comunicando á los señores de Heredia, los cuales, pasado el primer movimiento de inquietud, padecieron también la sugestión de aquellos ojos, de aquella invencible majestad. Pronto la influencia del temperamento dominador extendióse como un contagio en los hogares amigos; hasta doña Mercedes llegó á predecir que la risueña juventud de la muchacha hallaría un gran destino ornando la gloriosa madurez de don Juan. Y ante la triunfal conquista del maestro, ¿qué podía valer la remota ilusión del discípulo ausente?

No eran egoístas los de Velasco: al suponer conveniencias y ventajas en el matrimonio de Carlota, abandonaron sus propias ambiciones, irrealizables quizá. Pensaban que á menudo los vientos de la vida tuercen un destino sazonado, y que el de Manuel aún estaba en flor...

¡Cuán rápidamente se desvanecieron las esperanzas de la pobre niña! ¡Con qué horrible desengaño expió la propia ligereza! Apenas celebróse el matrimonio cayó el disfraz galante del maestro naturalista, inútil en la ciencia sublime de cultivar cariños: enamorado de Carlota como un fauno y celoso de cuanto ella amaba, la escondió en el Robledo, solar montañés de la familia de Ramírez, y comenzó á tejer allí una existencia obscura y salaz entre conatos de labores científicas y violencias de animal en celo.

Fué un tránsito tan brusco el de la pobre criatura, desde la luz y la felicidad hasta la sombra y el dolor, que en torno á su hundimiento se alzaron espesas nubes, igual que cuando se derrumba una torre muy alta herida por el rayo. Murieron los padres de Carlota pocos años después, como atacados de un mal de penas ante la terrible equivocación de la boda, en que la joven se abismó lo mismo que en una sima, y quedó la triste á merced de su enemigo.

El logro y disfrute del amor fueron para el brutal esposo como un cáustico que le alzase ampollas en muchos malos instintos, y la débil mujer que sirvió de cebo á tales cobardías no las hubiera soportado sin el milagroso caudal de ternuras que vino al fin á calmar la ardiente sed de amores en su alma. Ni en los caminos más huraños del mundo apaga Dios por largo tiempo toda luz á los pobres caminantes. Sólo quien cierra los ojos con obstinación se sumerge en sombra inaccesible. Carlota la abría; miraba alto, muy alto; avizoraba el horizonte con infinito afán, y en el obscuro cielo descubrió una estrella. La historia del hallazgo celeste cabe en pocas sílabas de profunda sencillez. Carlota fué madre...

Rodaban los años encima de esta ventura, más fuerte que los fortísimos dolores de la maternidad, más grande que el infortunio de la mujer sometida al esposo con indignación y repugnancia. Sentía Carlota la vergüenza de la esclavitud y el terror del hundimiento; pero era madre, y esta solemne realidad descendía á su alma con divina estupefacción, á modo de anestesia contra todas las humanas tribulaciones. Estoica y dura para sufrir, llevaba en los labios esa inextingible sonrisa de los mártires, que luchan y mueren por un ideal sin que se nuble su gesto heroico ni aun con los velos lívidos de la agonía.

Derivó así la existencia de Carlota á merced de los tormentos más absurdos, sufridos con mansedumbre angelical; pero de pronto, en un instante de revelación, vió la triste con espanto que no sólo el amor de sus hijos le daba fuerzas para vivir: un astro nuevo se encendía en los cerrados horizontes de la mujer y de la madre. Examinó ella entonces, valerosamente, su corazón, y hallóle contrito y confeso, mas replicando á las acusaciones de la conciencia con absoluta sinceridad; había delinquido en amor de gratitud hacia un hombre; estaba picado de mal de rebeldía...

Y mientras la mujer hacía estas confesiones, lloraba la madre con supremo dolor.

Era Manuel Velasco un mozo cabal en la triste ocasión de fallecer su padre: bizarro porte, don de gentes y vasta cultura, daban al primogénito de la familia ilustre una singular virtud entre las mozas casaderas de la aristocracia y de la burguesía. Andaba él por el mundo con un desdén muy triste, que le hacía más interesante; sus treinta años varoniles proyectaban una sombra de vicisitud, una huella implacable de amargura. Con la barba crecida, y el aire serio, audaz y tímido á la vez, Velasco supo inspirar vehementes pasiones, y no pocas mujeres descollantes cayeron por él en fiebre de tristeza; mas no curaba de semejantes angustias quien dentro del corazón tenía una añeja cicatriz sangrando siempre, dulcemente enconada por la condolencia y el recuerdo.

Es ley de caridad en almas generosas embalsamar los dolores con el perfume de los amores. Y el duelo de Carlota Heredia repercutía en el alma de Manuel, despertando al amor continuamente; de las raíces de un afecto infantil, delicado y fino, brotó la pasión, la pujante pasión de la mocedad, ese impulso irresistible de una vida hacia otra, que en los temperamentos contenidos y equilibrados suele persistir hasta la muerte. Aquella marea de nobles afanes que no hallaba camino feliz hacia la amada mujer, embatía en el pecho del mozo con sones de tempestad; y aunque el respeto y las conveniencias refrenaban con exquisita corrección la actitud del enamorado, sus propósitos más insignificantes giraban, como por mágico resorte hacia el señero lugar donde la dulce elegida alzaba en sus hombros de reina el peso de abrumadora cruz.

Una lástima aguda y vehemente atormentó á Manuel muchos años, conocedor, por confidencias de su madre, del terrible martirio de Carlota. Todas las fuentes del sentimiento, henchidas por la savia de un corazón que sabía amar y comprender y perdonar, corrían sueltas y veloces á ofrecerse en holocausto de aquel martirio; ya la existencia del mozo no tuvo más oriente que el Robledo montañés, donde la triste padecía. Vivir cerca de ella, saturarse del amargo perfume de sus dolores, y al lado suyo mirar hacia el ocaso donde mueren los días en un rayo de sol; tales eran sus anhelos.

—Quizá—se decía—un crepúsculo sepulte la última jornada de semejante desventura...

Al erigirle en jefe de la casa el fallecimiento de su progenitor, mostrósele á Manuel una fácil senda hacia Torremar. Doña Mercedes vivía suspirando por el nativo terruño desde el instante penoso de la viudez; todo la llamaba en la montañesa orilla con sedantes recuerdos de otros días mejores y lenitivos al dolor presente. Manuel apresuróse á complacerla y dispuso que la madre fijara allí el nido de su ancianidad melancólica. Levantarían una casa moderna, un palacete cómodo y firme en mitad del valle; la vigilancia de estas obras servirían de distracción al genio activo de la viuda, mientras Manuel, nada conforme con la vida cortesana, hallaría un adecuado ambiente para vivir con blandura y reposo, según sus aficiones singulares. Adolfo, que ya hombreaba, compartiría los años entre la Universidad madrileña y las vacaciones torremarinas. Y así decidido, el soñador enamorado logró la ventura de aproximarse á la dama del Robledo.

Avecindados en Torremar doña Mercedes y su hijo, ofrecieron á su amiga nobles testimonios de solicitud y compasión, hidalgas prendas de un tutelar afecto henchido de piedades. Logró Velasco, al fin, mañosamente, introducirse en aquel hogar tenebroso, y estrechar con ansia y ternura las manos prisioneras de Carlota; creyó con esto la cautiva que comenzaba á amanecer en sus prisiones, y sintió un consuelo providencial, como si aliviasen sus doloridos hombros del bárbaro peso de su cruz.

Eran entonces Carlitos y Ana María dos preciosas criaturas con los ojos muy atentos á las inquietudes familiares: ella paciente, despierta y sufridora; él apasionado, ingenuo y curioso; ambos gentiles y finos, de viva inteligencia y noble corazón. Atravesaban aquellos meses de medrosos descubrimientos, descritos á la de Alcántara por Carlos; aquellos días de sombras y revelaciones, en que ambos rapaces se miraban atónitos, presintiendo la tragedia, mientras gemía el robledal, obscuro y doliente, bajo los cierzos invernales y las olas verberaban iracundas en los cantiles.

La aparición benigna de Manuel en tan lúgubre escenario, tuvo forma de prodigio venturoso. Para los pequeños, aquel hombre á quien apenas conocían, adquirió la importancia de un ser divino, obrador de milagros tan terribles como el de penetrar con aire indiferente por los silenciosos corredores, abrir puertas con ímpetu y revolver á su talante las salas del museo, mientras el sabio asentía con impenetrable rostro.

Hasta don Juan Ramírez estimó la vecindad de su antiguo discípulo como un hallazgo feliz. La mirada profunda de Manuel; su carácter tenaz y apacible al mismo tiempo; su exquisita prudencia; su solidez en cuestiones científicas, ejercieron raro dominio sobre el feroz misántropo. Con la ofrenda de libros nuevos y de investigaciones recientes, penetró Velasco en el laboratorio del naturalista, tendiéndole una mano salvadora en el único medio donde el biólogo era asequible al trato y la intimidad. Logró de esta suerte conquistarle y recoger con firmes puños el timón del malparado navío en que el maestro naufragaba sobre las espumas de su demente cólera.

Llevó el mozo su actividad y su inteligencia al maltrecho laboratorio de Ramírez, donde Carlota le ayudaba más que su marido; yacía éste quejoso y meditabundo, ó revolvíase violento, raras veces constante en el trabajo, mientras la señora, sonriente y dulce, prestaba su eficaz concurso á todos los designios de Manuel, envolviéndole en una mirada infinita de gratitud. La diligencia de Velasco, el interés y afán con que abrió las ventanas del Robledo á una brisa de renovación, eran para el ánimo de Carlota estímulos heroicos. Adivinando en aquel torrente de generosidad un homenaje á sus dolores, acaso un voto en aras del amor imposible, quiso ella merecer tanta abnegación y armóse de paciencia y de dulzura, basta erguir la noble frente sobre las sombras del infortunio. Y así llegó á establecerse entre ambos amigos una lucha sutil de abnegaciones: él, odiando á don Juan, se doblegaba á sus antojos crueles, y sonreía con aire feliz para dar á Carlota ejemplo; ella, atormentada siempre por su implacable verdugo, sonreía también, sin que jamás rezumara de sus labios la hiel de sus martirios. Los dos fingían engañarse mutuamente en este pugilato de finezas, y ambos tenían la seguridad de vivir en irreparable desventura.

Mas, un tiempo, Manuel llegó á confundirse: la gratitud de la amiga creció tanto, y la sutileza delicada de la mujer laboró de tal modo, que el joven pudo imaginar á Carlota menos infeliz. Ella hacía esfuerzos sobrehumanos para que los rumores de su tortura llegasen al laboratorio fugazmente, y si estallaba una feroz escena entre el fauno y su víctima, la valiente mujer, blanca de miedo, transida de indignación, buscaba un motivo para acercarse á Velasco, sonreir y hablar, sin que la piadosa máscara del rostro delatase la íntima tragedia: era el mismo sublime disimulo que la madre se imponía delante de sus hijos.

Había una mezcla de orgullo y de piedad en este heroico silencio: callaba Carlota por no herir el corazón de aquellas inocentes criaturas, y callaba también porque temía, con angustiosa vergüenza, descubrir al mundo, enteramente, el miserable suplicio á que un hombre vil la sometía, en el cómplice misterio del dormitorio conyugal. Así la mártir, vencida como un despojo inútil en la sorda marejada de sus terrores, perecía en insensato abandono de su persona, sin más razón para vivir que un átomo de instinto, sujeto, en crispatura doliente, á un grande amor y á una bella gratitud.

Confuso Manuel por esta inalterable mansedumbre, llegó á pensar que su maestro no era tan bárbaro como doña Mercedes le contara. También Carlitos, ya sagaz y curioso, imaginó á su padre menos terrible. Y sólo Ana María, al hacerse mujer, sorprendió con la aguda penetración del sexo todo el espanto de la tragedia.

Siempre que Velasco refería á su madre sucesos de la casa de Ramírez, entrevistos por el mozo entre penumbras, movía la dama la cabeza con incertidumbre.

—Carlota disimula—aseguraba—Carlota disimula por altivez y caridad; pero yo sé que su marido es un monstruo... Aunque ella finge tan discretamente, hay cosas que no pueden ocultarse...

Y con desbordamientos de compasiones, aquella mujer inteligente y virtuosa estimulaba en su hijo el amor á la cautiva. Por un exceso de bondad caía doña Mercedes en semejante imprudencia. Adivinando la pasión del joven no juzgaba peligrosa su intimidad en el Robledo; suponía que era justo confortar á una criatura tan triste con los bálsamos de un fraternal cariño y nunca pensó que flaqueasen la hidalguía de Manuel y la virtud de Carlota. Influía también en la viuda un sentimiento sutil, muy femenino y humano: don Juan Ramírez le arrebató del propio hogar la novia elegida para el hijo, y después, secuestrada—como decía la señora con encono—, la sacrificó años enteros... Si la infeliz estaba sola, indefensa, ¿no era lícito quebrantar sus prisiones y recoger sus lágrimas? Acaso la ingenua complicidad de doña Mercedes en la romántica aventura tuvo un fondo secreto de optimismo. Fiel á sus ilusiones, por la costumbre de haberlas realizado, esperaba todavía que la felicidad de su hijo amaneciese en la bella sonrisa de Carlota. Forjóse la madre un sueño con perfumes de leyenda: imaginaba la mano de Dios cayendo sobre la frente de Ramírez en castigo ejemplar; moría el atroz verdugo, y su víctima, libre y dichosa, daba su mano al caballero, al elegido... Todo esto acontecía con la rapidez de los cuentos de hadas, al golpe mágico de una varita de virtudes...

Convencida estaba la buena ilusa de que el biólogo se iba de este mundo, cuando llegó Manuel á decirle que era Carlota quien desaparecía de la escena. Sucedió una noche de estío, una hermosa noche de luna. Velasco hablaba con estupor, ronco el acento y turbia la mirada.

—Ha huído—balbucía.

Un juramento grave y solemne le condenaba á la pasividad más dolorosa.

—No la puedo seguir... Lo he jurado—contestaba atónito á las impacientes preguntas de su madre.

Doña Mercedes no comprendió por qué la triste, sometida mucho tiempo á los ultrajes de un hombre indigno, huía precisamente cuando irradiaba en torno suyo la solicitud de una tierna amistad. Y quedó inconsolable la señora, que sólo sabía de cultivar piedades, flores y ternuras, en paz y bienandanza...

Algunos días antes, Manuel halló á su amiga dibujando un esquema en la soledad del laboratorio; inclinábase con profunda atención, casi oculta la cara sobre el papel; pero la hubo de alzar para responder á cierta consulta interesante. Entonces el caballero, muy alarmado, descubrió en la mejilla de Carlota una señal violada, con matices de lirio. Y sin darle tiempo á preguntar la causa de aquella maceración, ya la dama aludía, confusa y roja:

—Fué contra un mueble; ¿sabes?... Tropecé anoche... Se me apagó la luz...

Un amor y una pena tan elocuentes se reflejaban en el rostro de Velasco, que la pobre mentirosa acabó de turbarse. El veía con implacable lucidez la terrible escena de la noche anterior: el monstruo habría esgrimido sus puños contra la turgente mejilla de la esclava; esta vez la huella del tormento florecía al sol, como rebelde grito de la sangre...

Locas ideas de venganza atravesaron, lo mismo que centellas, el pensamiento de Manuel; dijo alguna cosa vehemente y ruda, y crujieron sus frases con llamaradas de pasión. Mirábale Carlota, con el llanto al borde de las pestañas, mientras que un trozo del paisaje, abrazado al silencio, sonreía en el balcón, franco á la dulzura de una tarde estival. Puso un dedo la dama en su boca doliente, implorando:

—Calla, calla por Dios...

Y era tan apremiante y dulce su actitud, que el mozo con la mirada febril, lívido el semblante y rota la palabra, se retrajo á la soledad de su ternura, mudo y obediente. Pero desde aquel día, ni el discípulo pudo resistir la presencia de su maestro, ni Carlota gozar la de su enamorado. Del corazón de ella, fecundo por el riego de lágrimas purísimas, brotó una rosa, la más ufana de la vida y del sentimiento: el amor.

Carlota entonces fué tan valiente, que tuvo miedo de sí misma, ese miedo grandioso y sublime que se llama también «temor de Dios», y que es forma exquisita de arrogancia espiritual; hurtóse á las miradas profundas de Manuel; midió los riesgos de su ternura, y lloró con inquietud indecible, á la orilla floreciente del abismo. Quería la infeliz soportar la doble cadena del martirio y de la tentación callando y sufriendo; pero comprendió que en la brava lucha peligraban á cada instante la dignidad y el deber; que eran pocas las defensas de un solo pecho para tan fuertes y contrarios enemigos; que iba á rendirse, al cabo, á las sugestiones invencibles de un dulce amor vestido de caridad y gratitud.

Y tomó la heroica resolución de los débiles: decidió marcharse, sola con Dios y su conciencia. Peor que el escándalo de la fuga fuera la certidumbre de pecado. ¿Qué importaba que el mundo murmurase, si en el cielo se sabía la verdad?

Pensando de esta suerte se afirmó en sus propósitos ante los tristes descubrimientos que hizo Carlos en el drama. Ya nada la detuvo entonces; aprovechando la terrible escena para urdir su viaje, despidióse con loca prisa de Manuel, exigiéndole un juramento á la vez que le pedía un favor: que Velasco no la siguiera, que no la preguntara... Después de exigir dulce y amargamente, imploró con infinita humildad: que sus hijos hallasen en el caballero, en el amigo, un apoyo...

De pie, vibrando de emoción, con los ojos entornados sobre las mazadas orejas, esperó Carlota; una mirada, un gesto, podían delatar la lumbre del pobre corazón sacrificado, y la inaudita resistencia de la madre se alzó imponente contra el peligro. Pero Manuel no la detendría. Estuvo oyéndola con pánico asombro, sin dilucidar más que una cosa, en el deliquio de aquel instante horrible: la mujer que le hablaba de partir, que le decía adiós... no era nada suyo; de niños fueron novios, eran amigos siempre. Ni una fugaz promesa, ni una tímida confesión, le daba derecho á contrariar los designios de la señora de Ramírez... ¿Qué importaban, en la trascendencia de aquel grave minuto, las memorias del pasado ni aun las adivinaciones sutiles del amor?... Juró el caballero cuanto la dama quería, y prometió el amigo lo que imploraba la madre; mientras que el enamorado, estulto y febril, vió desaparecer del laboratorio á Carlota de Heredia, desgraciada y ausente, quizá para toda la vida.

Con movimiento indefinible abalanzóse Velasco al umbral que ella pisó. En el pasillo aguardaba Carlos silencioso, con señales de haber llorado mucho. Se miraron los tres, con una sonrisa atónita y violenta, que daba miedo. La madre y el hijo se alejaban, y el desolado amante iba retrocediendo en su impulsivo afán, para seguir mirando á la fugitiva desde el balcón. Pero la dama, presurosa, sin duda, bajó al camino real por el atajo, á espaldas del laboratorio, y Manuel hallóse enfrente de la belleza del bosque, apacible y melancólica como un paisaje copiado en aguas quietas. Se mecía en el aire el sonoro repique de una campana y el sol moría sobre el mar, en el ancho cielo azul...

Reflejo de la hermosura de la ausente le pareció á Velasco la suave languidez con que fenecía la tarde; así en el rostro de la mujer amada, embellecida por el dolor, se esparcía un vago tinte de crepúsculo, rútilo y emocionante como los resplandores del ocaso, apetente y dulce como las vendimias del otoño... Y la gracia luminosa del atardecer dió al enamorado una imagen de la esquiva y espiritual hermosura, con tal sensación de pesadumbre, que todo el torrente de su despecho se desbordó en cóleras insensatas; sentía crueles repulsiones hacia cuanto le quedaba en el mundo lejos de Carlota: ¿dónde pondría los ojos, que no viera angustia y soledad?

El reloj de la sala, indiferente á estos mudos afanes, enardeció de súbito las iras de Velasco; el isócrono tic-tac parecióle un lúgubre remedo del propio corazón, una burla de aquella implacable hora que desgranaba los minutos con ofensiva impavidez; arrojó á la blanca esfera un legajo de papeles que tuvo á su alcance, y el cristal, hecho añicos, cayó estrepitoso entre las hojas desparramadas; pero el inmoble centinela del tiempo, socarrón y firme, siguió burlándose: tic-tac, tic-tac...

Arrepentido Manuel de su arrebato, huyó del maquinal soniquete, lanzándose al misterioso corredor que aún guardaba del paso de Carlota un ligero perfume. Por una puerta entornada vió surgir de la salita de costura los cojines del sofá en desorden y el velador florido: una bata que el mozo conocía mucho, prendida del cuello, con las mangas fofas y vacías, le ofreció la fugaz impresión de unos brazos rotos en caricia imposible... Cerró los ojos á las amadas huellas, y atravesando el bosque, como un poseído, bajó al valle en la serena caída de la sombra.

Calmada la primera crisis de dolor y de sorpresa, la nativa bondad de Manuel Velasco hizo explosión con gallardas manifestaciones. Acometiendo como un héroe sus propósitos, empezó por volver al Robledo y entrar en derechura hasta la alcoba de don Juan: después que pudo resistir su presencia, hablarle con acento indiferente y permanecer en el laboratorio como antes, juzgóse vencedor en la más ruda batalla de su vida; una resignación mansa y piadosa sucedió á los furores de su alma; tal vez aquella virtud, mal conocida de los hombres, era un vestigio, un aroma que la mártir dejó entre sus cadenas.

Pasó Velasco por el fino tamiz de su hidalguía la historia de los recientes sucesos y sintióse culpable de la fuga de Carlota: él la puso en cuidado con la solicitud desmesurada de su amistad, y por fin, con las pruebas elocuentes de su pasión; y aunque le animó el consuelo de haber contribuído á libertarla, para mejor aplacar las voces de la conciencia dió, el enamorado, alcance de sagrada misión al imprevisto juramento que concediera á la fugitiva. Desde aquel punto, un ideal de egregia estirpe llenó la vida austera de Velasco: vivir para los hijos de la amada; guardar como devoto penitente el culto á los recuerdos de Carlota. Y sólo doña Mercedes, edificada y suspensa, vislumbró el sublime idilio, apéndice de un drama obscuro y brutal...

Como un premio á la nobleza de Manuel, quebróse el incógnito de la ausente; Carlota escribió á su amiga, á su segunda madre, la viuda de Velasco; y con especial cordura y cálida elocuencia, justificó la dama su grave resolución, abriendo por primera vez el arcano de sus dolores en el refugio de tan ferviente amistad. La esclava de Ramírez habíase convertido en modesta pensionista de un convento francés, en los Bajos Pirineos: el hábito de los pesares y la toca de la virtud la hicieron un rincón en la clausura religiosa, y allí recataba su infortunio, mirando al porvenir con incertidumbre.

Estas noticias fuéronle compensadas con las que la viuda le envió, muy tranquilizadoras, de Carlos y Ana María. Y tan dulces promesas obtuvo la pobre madre que logró al cabo algún reposo; ya su cielo sombrío lucía claros de sol, y amanecía en su horizonte esa ardiente esperanza del que torna á la salud desde la orilla del sepulcro, mientras doña Mercedes, secundada por Manuel, procuraba llenar un poco el vacío de Carlota en la desierta casa de Ramírez.

El ilustre maníaco se había hundido en la obscuridad más absoluta: la estampa recia y arisca de don Juan fué desapareciendo del laboratorio, hasta encerrarse en su gabinete; llevóse allí unos aparatos científicos y sepultó su rabia ó sus dolores en aquel extraño escondite, que tan pronto parecía la celda de un penitente como el tugurio de un nigromante. Sólo Ana María traspasaba el temeroso dintel, sirviendo al sabio con una solicitud triste y silenciosa, que á él le atormentaba como un reproche continuo, y, cuando en arranques de caridad ó compasión, pretendía ella ofrecerle algún consuelo, huía el culpable, ríspido y huraño, igual que un loco. Muchas veces, en estas sordas crisis, mediaba Manuel, imponiéndose á fuerza de sugestiones y bríos, á la demencia, la cobardía y la crueldad, ayuntadas en el carácter de aquel hombre incomprensible, y arrancaba de su duro corazón algunas chispas de luz... De aquellas victorias cobrábase con creces el discípulo en la casta lumbre de unas pupilas de mujer, que acaso le miraban con la elocuencia de un gran secreto. Carlitos, á distancia siempre de su padre, más por la hurañía de éste que por los rencores del muchacho, erraba por el Robledo, triste que triste, detenido allí por la insinuación constante de aquellos dulces ojos que tanto agradecían á Manuel su influencia sobre don Juan.

El mismo año, Velasquín, doctor en leyes, cansado peregrino de la bulliciosa vida madrileña, se quedó en Torremar, formando parte de la conspiración protectora establecida en torno á la casa de Ramírez; y con las ocasiones y el trato, á la luz de la belleza y al brillo de las lágrimas, el buen mozo se hubo de enamorar de Ana María. Por segunda vez tejió la juventud una promesa con las ilusiones de doña Mercedes. Juzgóse la niña afortunada con tan gallardo novio: varios indicios la hicieron suponer alguna inteligencia entre su madre y la del pretendiente; los anhelos de ésta parecíanle órdenes de la otra, y, feliz con dejarse llevar por tan piadosas voluntades, renunciaba á un ensueño remoto, apenas entrevisto del propio corazón que le dió vida...

III

el maleficio de unas bodas.—«la soledad de dos en compañía».—¡para siempre!—imágenes en la niebla.—la flor del romero.—retratos, versos, risas y sollozos.

En vano quiso disimular Regina, bajo las apariencias de un luto acomodaticio, la helada y triste soledad de sus bodas, pues todo tuvo en el solemne día la expresión tosca y ceñuda del remordimiento y del reproche. La casita montés de los Alcántaras, futuro nido de la gentil pareja, yacía en un silencio medroso y áspero, henchido de incertidumbres y zozobras; no había allí la menor señal de fiesta, ornato ni alborozo; ni galas en los roperos, ni flores en los búcaros, ni alegría en los semblantes, ni regocijo en los corazones. Marta y su madre se fatigaron inútilmente sin conseguir que las estancias mostrasen mayor comodidad y compostura; un aire de enojo y desabrimiento estremecía los arcaicos muebles, convulsos por el ímpetu y el desorden con que la novia agitó puertas y llaves, cómodas, cofres y alacenas, para ceñirse, al fin, un vestido negro y ajado, torpe disfraz de impacientes ambiciones, antiguo jirón de mal sufridas pesadumbres.

Huyendo Velasquín de la gente, con mil escrúpulos y reparos, aislóse en huraña reserva, fué y vino desde su casa al arrabal, como una sombra vigilante, y precipitó los desposorios, incapaz de resistir por más tiempo tan violenta situación, en pugna con su carácter comunicativo y apacible.

Don Fermín Pérez, médico y amigo muchos años de la familia, fué, después de algunas pláticas con doña Mercedes, el padrino de la boda; ofició de madrina Eugenia, con grande inquietud y no pocos llantos; y una turbia mañana de Diciembre, al filo del amanecer, pasó la breve comitiva, sin escolta y sin lujo, por el desierto arrabal, camino de la iglesia. La hora, el silencio, la soledad del paisaje, aterido y brumoso; los hervores y retumbos de aguas y espumas en los negros cantiles; la luz naciente de la aurora, que parecía enferma en un cielo cobarde: aquella grandiosa y lúgubre decoración del invierno puso en la frente y en el alma de Regina livores trágicos y escalofríos de angustia.

Una vez en el templo, bendijo á los novios don Amador, pálido y mustio, como si actuara en los funerales de ambos jóvenes, á quienes él mismo bautizó en las primicias de su apostolado parroquial; mirábalos á sus pies, impacientes y ansiosos, en actitud de reos, bajo la abrumadora pesadumbre de un íntimo terror... y en las penumbras de la iglesia, al cobijo de pilares y doseles, se dibujaban, en tanto, muchos perfiles curiosos, ceños delatores y sonrisas burlonas.

Un quejido amargo, entre sollozo y clamor, vino á quebrar el murmullo de los latines que el párroco desgranaba; era la novia de Gabriel que gemía siempre en los desposorios, añorante del suyo malogrado. Puestas las rodillas en el suelo, torcida la cintura como el tallo de una flor, caída la frente sobre las húmedas lanchas, lloró Gabriela con desgarradora expresión de locura, con trágicas voces de plañidera y suplicante.

Volviéronse los novios, trémulos de pavor, hacia aquella Melpómene, sin recordar que su plañido era el obligado acompañamiento de las bodas torremarinas desde hacía muchos años; pasóle á Velasquín por el alma un gélido soplo de mal agüero, y aunque pidió á los ojos de Regina calor y luz para confortarse, aquellos ojos brillaron como estrellas en noche helada, hermosos y duros como piedras preciosas...

Al regresar del templo don Fermín se despidió en la cancela, con la disculpa de urgentes visitas profesionales, y Adolfo y Regina se hallaron solos en el saloncito familiar de la muchacha, revuelto por las impaciencias de aquellas últimas horas. Prevaleció en sus manos, uncidas ya al vínculo indisoluble, el temblor de miedo iniciado en la iglesia, y mirándose como absortos, se hablaron al fin, advirtiendo en el timbre de sus palabras la expresión de extrañeza que suelen causar las voces desconocidas. Ya estaban unidos para siempre. ¿Era cierto?... ¡Para siempre!... Y aquel «siempre» en que los dos reflexionaron con insólita admiración, causóles diversa inquietud.

—¡Siempre!—decíase Adolfo, con ansias infinitas de poseer y de amar en plazo sin riberas. Miraba suya á la moza, y un delicado sentimiento le contenía, prudente y humilde, en los umbrales de la felicidad, pues al trasluz de la palabra «siempre», sinónimo de vida perdurable, aquella mujer adorada con tan frenéticas prisas, con tan locos apetitos, le inspiró á Velasquín ahora un deseo mezclado de pavor y reverencia.

Y Regina, cayendo en vertiginosas meditaciones, en previos análisis de inconsciente perversidad, tuvo un amago de tedio y de protesta.

—¡Siempre suya!—pensó, abrumada de súbito por la perspectiva de una esclavitud interminable, sin descanso ni variaciones. Siempre junto á un hombre, tal vez demasiado perfecto, con los ojos muy grandes, los dientes muy blancos, el bigote muy obscuro, la sonrisa muy pronta, dulce la palabra, el ademán cortés; tan fino, tan elegante, tan... iba á decir «monótono»...; pero, arrepentida, avergonzada de aquel examen burlón, ajeno á su voluntad, quiso escaparse del terrible «siempre», que la oprimía con la sensación espantosa de un sudario, mortaja de libertades y rebeliones. Sedienta de placer, empujó hacia sus despiertos sentidos todas las inquietudes de la madura juventud, y sonrió complaciente al esposo, que ya la envolvía en sus brazos...

Al amanecer otra mañana sobre el nuevo hogar, en plena embriaguez de su ventura, sintió Velasquín, más agudo y determinado que antes, el terror misterioso que se cernía sobre el raro suceso de su boda. Allí, en el mismo lecho de las nupcias, detrás de aquel biombo colocado por Regina entre la cama y el salón, cayeron las primeras ilusiones como rosas marchitas de la noche á la alborada. Halló Adolfo debajo de sus besos un vacío indefinible, una hermosura inerte, carne bella y curiosa no consagrada por los perfumes del sentimiento, el carmín de una boca glacial, donde no puso el corazón de la mujer ni la burbuja de un suspiro.

El miedo, la pena de estas novedades y de otras que presentía, lanzaron al mozo por la casa adelante, con el impaciente afán de quien busca y no encuentra alguna cosa. Torpe y distraído, paseó por la estrechez de los aposentos, que cabían, casi todos, en la holgada y señorial anchura de una estancia del palacio vecino; y entre el desquiciado menaje del reciente hogar, las caras de la servidumbre se le aparecían á Adolfo tétricas y hostiles, contagiadas también de una secreta desazón. Hasta el jardinero mostró un cariz sombrío, como si olvidase que, libre de simientes y de podas, quedaba reintegrado á la marina, «con galones de segundo» en la tripulación del Reina; cuando Velasco le salió al encuentro para recoger, al fin, una sonrisa franca en el esquivo hogar, el segundo de á bordo bajó la frente en sombras de incógnita culpa, igual que si fuese cómplice de aquel triste desbarajuste donde el señorito buscaba alguna cosa confusamente perdida.

Y mientras la esposa, por su propia mano, trató de componer los desarreglos de la morada, salió Adolfo á la calle con aquel mismo impulso de pesquisa y ansiedad que le había movido por las revueltas habitaciones. Desde la altura del barrio lanzó una mirada temerosa á la bahía, entoldada de brumas, y al vetusto caserío. Le pareció que el pueblo, amodorrado, le mostraba una faz hostil, el hosco semblante de quien se niega á responder á una pregunta. Y volviendo la cabeza, posó los ojos en el Robledo, camposanto de sus memorias: miraba al robledal sin conocerle; crispada y amarilla la arboleda, semejaba un fatídico brote del paisaje, un brazo nervudo y fibroso de la costa, que alcanzaba las nubes con los dedos de su mano brusca. De repente, Velasquín enrojeció al poner su alma en contacto con una multitud de recuerdos penetrantes y dulces. Un cendal de la niebla entre los robles fué la cortina que en el espíritu del visionario se alzó entre la conciencia y la memoria: el jirón intangible dióle la semejanza de un traje femenino, y tuvo luego en la excitada mente de Adolfo la silueta gentil de una persona y el ritmo grave y lento de un paso de mujer.

—¡Ana María!—murmuró Velasquín con involuntaria emoción—. Y en el amable nombre palpitaban todos los gérmenes de sus remordimientos...

Era la niña de Ramírez imán de muchas ilusiones en la ilustre y opulenta casa del muchacho. La madre y los dos hijos no acertaban, en los últimos tiempos, á encender esperanza alguna donde la imagen de la moza no surgiera, como un resplandor alegre del porvenir...

Pero aquella mañana invernal en que un recién casado mira al Robledo con el corazón oprimido, ¿dónde están las felices promesas, la arrogante y hermosa actitud de Adolfo, realizando ilusiones de dos familias, largo tiempo inclinadas á unirse en una?

Esto se preguntaba el mozo, doliéndole en el alma que la realización de aquellos planes sonrientes no hubiera podido navegar en el río de fuego de sus amores.

¿Por qué, de improviso—se decía—, un afán más duro que todas mis fuerzas ha tirado de mí, lejos de tales propósitos?

Y estremecíase, confuso de haber hecho daño sin poderlo remediar, de haber sido causa de dolor y de vergüenza para su madre, tan tiernamente amada, para sus mejores amigos, para su hermano, á quien Adolfo quería con entusiastas devociones. ¡Que la roja lumbre de la pasión no pudiese arder junto á la llama apacible de los cariños familiares!... Porque Adolfo pensaba en la niña del Robledo con ternura sedante y confortadora, llena de adivinaciones y deleites, como los que gozaba en el santuario de su propia familia.

Bajo el dominio de una amarga tristeza, envolvió en amplio ademán el amigo paisaje, aludiendo acerbamente:

—¡Todo se acabó!

Y volvió las espaldas al bosque deshojado, á la marina brumosa, al pueblo ceñudo, horizontes en querella con su porvenir. Siguió andando hacia la sierra salvaje, hacia la costa brava, como quien busca senderos piadosos, confines indulgentes para norte de su destino. En la tortura de una ondulación, la serranía dejó ver el camposanto, con su pálida toca de nubes sobre los graves maderos en cruz; y con brusco temblor cayó el mozo en la cuenta de que por allí sólo se iba al abismo de la muerte, más negro que la noche. De aquel lado agonizaba el sol. Toda la desgarradora tristeza de los crepúsculos norteños, se condensaba en el remoto confín del argomal bravío, entre las aguas grises y el cielo melancólico. Parecía que el mundo se acababa en aquel jirón de la sierra hincado en el mar, allí donde el tiempo hacía su fuga trágica en los atardeceres, galopando sobre un plantel de cruces que el humano dolor puso en la tierra...

Vuelve sobre sus pasos Velasquín, perseguido por la penosa sensación de infinita soledad que reina en el alto paraje, allí donde parece que se acaba el mundo.

La costumbre y el cariño llevan al muchacho, por detrás de la casita que ya es suya, hacia el hondo valle en tendal junto á la población marinera. ¡Pero también de aquí le espantan los temblores de su corazón!

Señora del valle la casa de Velasco, extendiendo sus límites con poderío solemne, infunde al mozo un respeto nunca por él sentido desde las amigas veredas. Toda la traza noble de su palacio parece que le acusa: huyen los linderos bajo la neblina que deshilacha el monte; las mieses, yermas, baldías, ondulan tiritando; el boscaje, desnudo y agresivo sobre un fondo de nubes aborregadas, ofrece la impresión medrosa de lanzas y monstruos, brazos sin cuerpos y cuerpos sin cabeza, fugitivos y amenazadores. En la fábrica elegante y jovial del edificio todos los huecos duermen con mueca de indignación y enojo; diríase que el palacete versallesco está vacío y sólo guarda los secretos de una tragedia impune. Pero bien sabe Adolfo Velasco de dos almas que allí padecen silenciosas desde el momento en que el ingrato mozo, poseído de la pasión súbita y recia, rasgó leyes de hidalguía, quebrantó resoluciones familiares é impuso, tras una escena dura y triste, el juramento de casarse con la de Alcántara. Y harto sabe también que no traspasará Regina los umbrales de aquel palacio soñoliento y fuerte, cerrado á todas las traiciones. Persuadido de todo ello, retrocede Adolfo con la pesadumbre del fracaso, caídas las alas del espíritu; nada busca ya, puesto que tiene la certeza de haber perdido muchas cosas...

Su mocedad y su buen ánimo le traen de pronto una esperanza firme: se yergue con altivez y valentía y sacude sus cobardes pensamientos. Considera que si todo lo que ama y pretende fuera de la casita del arrabal se le resiste huraño, él sabrá vivir para su gran pasión...

Razonando de esta suerte pone unos sonoros pasos sobre la tosca ruta, con la cabeza muy alta, orgulloso y apremiante, hacia el amor de su mujer. La convencerá de que deben partir para una larga excursión. Si aquí toda grata apariencia huye entre sus manos de novios, ellos se bastan á sí mismos para ser felices: irán lejos de mudos reproches y semblantes severos, hasta desbordar el triunfo de su corazón en un himno de juventud y de independencia...

Pálido y risueño, Adolfo silba un aire montañés cuya letra campesina y jactanciosa, desgrana mentalmente:

«La flor del romero la van á cortar... Si la cortan que la corten, á mi lo mismo me da, porque la flor del romero para mí no ha de faltar... La flor del romero la van á cortar...»

Por el atajo que le lleva á su casa en pocos minutos, un arroyo que baja de la finca de Ramírez sale al encuentro del joven. Ha llovido, y el agua, crecida y mugiente, rompe su margen y balbuce, sabe Dios qué remotas tristezas.

Pero Velasquín silba con ímpetu su tonada, para acallar el rumor de aquel llanto que viene del Robledo y cruza el valle, en querella lastimosa.

Salta el mozo sobre el gemido de la corriente; las espumas le salpican y le tiembla en los labios la canción... Cuando se acoge al portal de su casa, aún le persigue, en tumulto, la muchedumbre de pesares que vislumbró al otro lado del dintel; y como resumen de todo lo que pierde y abandona á la parte de allá, un nombre se impacienta en su corazón: ¡Ana María!

Es inútil. Adolfo no quiere caer en más ansiedades: alegre y desesperado, canta, á voz en grito, al subir las escaleras:

«... porque la flor del romero para mí no ha de faltar... La flor del romero la van á cortar...»

Todo está en la casa igual que dos horas antes. Mientras en la cocina se oye trastear con acompañamiento de suspiros, en el jardín Pablo hace un hoyo profundo que parece una sepultura; cava que te cava con afán, casi con furor, las caídas de la herramienta en el suelo repercuten al borde de la pared: pun... pun... con eco sordo y triste.

En una sala del piso bajo, Eugenia, oculto el rostro en la sombra de un cofre abierto, apila vestidos, estuches y papeles, con trazas de preparar un gran equipaje. Pero no debe de ser así, porque la voz, un poco empañecida de la trajinadora, repite:

—Son recuerdos... recuerdos...

Allí al lado, atisba Marta con mucha curiosidad las cajas en forma de ataúd, los trajes en desuso, los legajos prendidos en pálidas ligaduras, que trascienden á perfumes añejos y á historias olvidadas. En algunos manuscritos, los renglones cortos acusan cantares; y atrevida, la muchacha, tiende su mano hacia el archivo yacente, con la tentación de cantar las coplas.

—Serán del difunto don Jaime—alude en voz queda.

Los ágiles dedos han desplegado ya un papel.

—¡Pero, chiquilla!—censura la que está hincada junto al cofre. Y se arma de respetuosa solemnidad, previniendo:

—Son «autógrafos» del pobre señorito...

Con la unción de quien reza en un libro santo, Marta se inclina palpitante para leer:

¡Qué noche más triste, qué noche más larga! ¡Soledad y silencio... El insomnio... las horas que pasan dejando una pena, dejando un vacío y un sabor de ceniza en el alma!... Dios de los amores, oye mi plegaria: enciende en los cielos tu luna de plata; desata la voz de los vientos; que corran veloces las aguas; tiende en lo infinito la secreta escala, y haz que venga á mis brazos la dulce prenda de mis ansias...

—¡Qué precioso!—murmura la moza. Regina, que despacito y sin objeto entró en la estancia está allí escuchando, presa del hastío que á veces la sobrecoge en medio de su inútil actividad.

—Dame eso—dice á Marta, con el brazo extendido hacia el papel.

En cuanto la muchacha, confusa y diligente, la complace, sube la señorita, y se repliega en el sofá de su breve salón, donde ya se ha encogido escalofriada y temblorosa, en varias crisis de estéril cansancio, desde que salió Adolfo. Apenas si dirige una mirada á los versos de su padre, que tiene en la mano. ¿Para quién serían?

Esto es lo único que se le ocurre en aquel instante en que la musa paternal roza su oído, al través del tiempo.

—¿Para quién serían?—repite.—Y vuelve los ojos hacia el retrato del poeta, que desde el muro responde á la curiosidad con una sonrisa enigmática.

—Para mi madre, no—prorrumpe la monologuista con despecho, iniciando una protesta de mujer casada contra el libertinaje de los maridos. Mas, á poco, sonríe con desdén y con mofa: ¿Qué valor, qué virtud tiene en el mundo la fidelidad?... Sólo quien ama es fiel. Y, ¿hay quien ame, en el sentido espiritual y elevado de la palabra?... Regina lo duda. Aquel escepticismo tiene aire y forma en el desquiciado camarín de los novios; allí dentro de las vidrieras cerradas, alrededor de los muebles en desorden, un precioso ramo de camelias está en la alfombra marchito, y la Venus que decora la estancia, cubre su hermosura con un chal de Regina, mientras que Jaime, desde el retrato, riela en torno una sonrisa de muerto, y su esposa hunde en la pared de enfrente la cansada expresión, desde otra pálida fotografía. Este incrédulo matiz plañe con el sordo grito de las cosas:—Como no se cree en el alma de las flores, no se aguarda á que agonicen en un vaso piadoso; como no se cree en la belleza de la escultura, ofende su desnudez con sensación de frío; por desprecio á la estética, los muebles danzan, desorientados y hostiles; porque se duda del cielo, los difuntos se asoman á sus imágenes para sonreir con inquietud, para mirar con angustia...

Y el colmo de la incredulidad pone su trágica nota en la palidez caliente de la desposada, que no cree en el amor, y que suspira viendo morir sus postreras ilusiones en la misma aurora del tálamo...

Aún tiene la dama los versos á su alcance, y aún dice maquinalmente:—¿Para quién serían?

Busca en la composición algún indicio, con ese falso interés de los ociosos que tratan de engañar su aburrimiento:

...dejando una pena, dejando un vacío; y un sabor de ceniza en el alma...

—¡Miente, miente mi padre!—prorrumpe con ímpetu, casi con crueldad:—«El vacío, la pena, la amargura», quedan en el alma después de ese goce bárbaro que tiene el dulce nombre de amor... Ya nada me promete la vida, porque ya conozco todos los amores del mundo... ¡Mienten los poetas!—grita iracunda.

Pero su voz es apagada por otra, sentimental y varonil, que sube por la escalera, cantando:

«Si la cortan que la corten, á mí lo mismo me da... La flor del romero la van á cortar...»

Y al asomarse Adolfo al saloncito, con la sonrisa y el cantar en los labios, quédase mudo ante la actitud de su esposa, que no ha hecho nada y tiene un aire de cansancio triste.

Ella le ve tan perplejo, que se compone el rostro con una mueca gentil, y dice, á guisa de explicación:

—La Venus y yo, tenemos frío...

—¡Es singular!—piensa él, hallando mucha semejanza entre la mujer y la escultura: el mismo semblante helado, igual sonrisa yerta, y un aire impasible, una quietud inerte dentro del chal obscuro...

Yace un papel á los pies de la desposada, y Velasquín le recoge, advertido por ella: Son versos de mi padre...

El mozo, muy aficionado á las sentimentales poesías, lee á media voz, con interés:

Gustar quiero en mis labios ardientes de tus labios la miel regalada, sentir en mi carne la dulce caricia de tu carne en amor inflamada, mientras en mi oído tu boca murmura un «escucho» dulcísimo. El alma sedienta de amores con fatal calentura se abraza... ¡Reina, dame un beso, de esos besos largos que nunca se acaban!

Al extinguirse el acento, ligeramente conmovido, el lector se vuelve insinuante hacia su mujer, y sonríe:

—Parecen de actualidad.

Estalla en los labios de ella una risa loca.

—Ya sé, ya sé para quién fueron—alude—. No se me había ocurrido: ¡Para Silvia!

—¿Quién era Silvia?

—Una «reina» del boulevard, íntima de mi padre.

Y sigue riendo la dama, nerviosa hasta el punto de romper en sollozos.

Supone el marido que la emoción de los recuerdos sugiere aquella crisis de risas y llantos, y acude hacia el sofá con tan amable impulso, que Regina presiente la repetición de la estrofa: ¡Reina, dame un beso!... y prorrumpe amarga, casi violenta:

—No heredo yo la «sed de amores del alma» que mi padre sentía.

Adolfo retrocede. El también tiene frío. Un frío penetrante que le taladra el corazón.


IV

luces de ocaso.—los achaques de regina.—tinieblas de un naufragio moral.—la isla de las rosas pálidas.

No sin grande asombro advirtió doña Mercedes que la niña del Robledo se consolaba del fracaso de su boda con excesiva prontitud. En la indiferencia de la muchacha al afrontar la conversación sobre este suceso; en el modo digno y prudente con que aludía á la pesadumbre de Carlos sin mentar la propia, adivinó la dama un altivo sentimiento, mezcla de piedad y desdén, que la llegó á herir. ¿No merecía Adolfo siquiera ni el tributo de una lágrima?

Olvidando un instante el dulce cariño de Ana María, irguióse en el pecho clemente de la señora el orgullo maternal. Repitió aquella pregunta delante del primogénito, y entonces Manuel, con viva elocuencia, refirióle á su madre la peregrina historia; analizó, á fuer de agudo psicólogo, los sentimientos de la muchacha; expuso claramente cómo en su inexperto corazón había ella confundido el afecto fraternal, la antigua simpatía que Adolfo le inspiraba, con la fuerza latente de otro amor más hondo y entrañable, y, sin más rodeos, añadió que había jurado hacer feliz á la hija de Carlota.

—Ya lo sabe ella—dijo por fin.

—¿Ella? ¿Quién es ella?—inquirió la viuda estupefacta.

—¡Ella!—repitió Velasco también. Y con la voz un poco temblorosa corroboró al punto:

—Ella es la madre... pero yo he renovado á la hija mi juramento.

Fué menester que se explicara con más claridad para que doña Mercedes le comprendiera; y así que la dama hubo entendido cuanto Manuel se proponía, quedó absorta, contemplando á su hijo con ternura y admiración. Apareciósele en aquel momento como un ser providencial, como una especie de caballero andante que tenía la noble misión de traer al Robledo auras de libertad para la Bella durmiente, anuncios de castigo para el Ogro y certidumbres de ventura para el Hada gentil. Y para que todo fuese milagroso y sublime, el amor de Ana María se revelaba de súbito, como un premio de Dios á su elegido.

Arrobada y gozosa, doña Mercedes sintió, sin embargo, un ligero escozor en la conciencia, al comprender que con la nueva alianza se excluía en absoluto á la pobre ausente de todo pacto posible con la felicidad. Pero una idea luminosa hizo sonreir á la señora de Velasco.—«Ella es la madre»—, pensó, repitiendo mentalmente unas palabras que se le habían quedado en la memoria, clavadas allí por la fuerza de un agudo sentimiento. Y se puso á escribirle una carta á su amiga Carlota, insinuando, entre muchas confidencias maternales, exhortos blandos y tímidos sobre amores y deberes: indicaba, con prudentes alusiones, que la felicidad de los hijos, por buenos que ellos sean, se cumple casi siempre á costa del sacrificio de los padres, y concluía en términos de muy delicada sinceridad... El resplandor de una vida feliz puso en aquel pliego luces alegres de ocaso: á la anciana señora le parecía fácil y sabroso que una madre abdicara en sus hijos las más íntimas ilusiones, y la tremante pluma instiló en el papel toda la suavidad de un corazón envejecido entre caricias y dulzuras; apacible corazón que nunca supo la tormenta espantosa de aquel otro á quien consultaba, joven y pujante, constreñido entre un pasado de angustias y el secreto de un trágico presente.

Carlota hizo su renuncia tácita y plena al porvenir con grave sencillez:—«Si antes daba con gozo mi hija á un niño bueno, ¿cómo no dársela con gratitud al mejor hombre del mundo?»—Así escribió. Y los rasgos de su letra, fina y elegante, no se estremecieron con el vendaval que en el pecho de la mujer soplaba, deshojando la abierta rosa de la juventud hasta dejar el tronco, perenne y vivo, de espinas erizado...

Grande júbilo sintió doña Mercedes con esta carta, y viendo disiparse las dóciles nubes de su cielo, puso mayor diligencia en las negociaciones de paz iniciadas con Adolfo poco después de su boda. La costumbre de ser feliz no daba espacio en la dama al rigor de la madre; érale menester que volviese pronto al hogar el hijo pródigo, y para lograrlo impuso la sola condición de no admitir á la intrusa, á la gentil diablesa que con sutiles artificios arrebató al caro Benjamín de la amistad y compañía de sus deudos.

Manuel sirvió de parlamentario, muy complacido; pero Velasquín, lleno de gratitud hacia quienes le tendían aquel grato puente de reconciliación, temió ofender á Regina excluyéndola en absoluto de las futuras paces. Decidióse al fin á explorar el ánimo de su esposa, con mucha delicadeza, y no sin asombro le halló conforme á cuanto doña Mercedes exigía.

Así volvieron á su acostumbrada intimidad los de Velasco. Adolfo concurría á la casa de su madre, sin mentar nunca á su mujer, y los dos hermanos, cazando juntos, departiendo de intereses y negocios, procuraban no aludir en sus conversaciones á los de Ramírez, apartados siempre en su esquivo robledal. Sobre los secretos dolores del hogar amigo derramaba la piadosa vejez de doña Mercedes la luz de su sonrisa inextinguible, dulce puesta de sol, dorada lumbre de crepúsculo en un campo de tragedias silenciosas.

Pasaba mientras el tiempo sin que Velasquín pudiese emprender con Regina el proyectado viaje. Cayó la esposa en languidez extraña y profunda; atribuyendo Adolfo á trastornos de salud aquellas inquietudes y endebleces, llamó á don Fermín, y éste dió, por casualidad, un dictamen conforme á la opinión del marido: impresiones violentas, luchas y anhelos del presente, venían sobre las amarguras de lo pasado á determinar una perturbación nerviosa, reflejo, tal vez, de otras ya padecidas. Y el achaque ofició de piadoso velo para que Velasquín no advirtiera las sombras de un corazón que juzgaba suyo. Eugenia dijo que ya en dos ocasiones había caído su niña febril y delirante, con «mal cansado», como si estuviese hechizada; pero, el médico, sonriente, aseguró que las dolencias de señoritas mimosas se curaban siempre al año del casorio, cuando el amor florecía...

Después que Adolfo erró en sus emociones de recién casado, como en selva tenebrosa, una paz algo triste, pero confortable, descendió á su espíritu optimista; amoroso y creyente, halló razón de sus crueles sorpresas en el repentino quebranto de salud que le entregaba para la intimidad una mujer distinta á la novia que le sedujo; esforzábase él en cumplir las prescripciones del doctor, suponiendo que al sanar la esposa hallaría de nuevo á la vehemente enamorada, acaso convertida en madre para mayor ventura. Y ella se dejó asistir, felicitándose de aquel pretexto que la permitía sumirse en sus fracasos definitivos, sin malograr las ilusiones del esposo. Le vió tranquilizarse, después de las primeras alarmas, y se esforzó entonces en sostener la felicidad de Adolfo con un débil conato de misericordia.

En la total quiebra de ambiciones y propósitos, la dama rubia no salvó más que los indicios de sus energías: el tenue hervor de la conciencia sólo alcanzaba á producir burbujas fugaces de contradictorios sentimientos en la helada superficie de aquella perezosa voluntad; el hilo de la compasión, casi roto, ataba flojamente el recuerdo de Carlos Ramírez, y entonces, una ola indecisa de carmín sonrojaba el rostro de la coqueta, que con villanos manejos aprisionó al enamorado mozo; si la pobre fibra de la gratitud palpitaba un instante por Velasco, juguete de la ambiciosa, las náuseas del tedio entorpecían aquel graciable instinto, y apenas si un impulso de bondad y un hábito de educación lograban contener en la boca de Regina frases ó gestos crueles contra Adolfo; y si amables visiones de la infancia hacían temblar en aquellos labios el nombre de Ana María, el amor propio y la soberbia alzaban contra el generoso remordimiento su aguijón cobarde y fino, como punta de alfiler. En aquel naufragio moral quizá pugnasen, con un poco de ansia, el orgullo y la codicia, para salir á flote: la certeza de haber triunfado sobre otra mujer de rumbo y donaire, era asomo de ilusión que sobrenadaba en el grave hundimiento de muchas ilusiones, y la esperanza de asirse todavía á la felicidad, por algún cabo suelto del destino, trepidaba con barruntos de fe en el roto cordaje de la ambición.

Pero era tan sorda y tímida la lucha de aquel ser tundido por las decepciones más violentas, que la ruin marejada no rompía el hielo de la indolente postura que Regina tomó en su nuevo estado.

Al conseguir sus propósitos, con burla del sufragio popular, y sobre la oposición de una familia poderosa, hallóse la de Alcántara presa en los brazos de un hombre á quien no quería. La misma facilidad con que le sedujo, fué para la seductora causa de menosprecio: no era su tipo aquel muchacho sonreidor y gentil, que se dejaba encantusar igual que un nene. Adolfo no tenía «aspectos»; de una sola vez se le veía en todas sus fases, porque no cambiaba nunca su expresión ingenua y plácida, galante y dulce.

Así pensaba Regina, estableciendo con fría censura, comparaciones en que su marido quedaba siempre desairado.

—Carlitos—meditaba—es más hombre que Adolfo, y ofrece otras sorpresas, otras seducciones; en sus pupilas arde un fuego triste, un sol de drama que penetra hasta el corazón.

Y al llegar á la parte conmovedora de sus monólogos íntimos, reía en carcajadas estridentes y agudas, amargas como la hiel.

—¡El corazón!—decíase—; ¡qué de alusiones sentimentales para ese músculo que funciona á instancias de la materia, exactamente igual que el resto del organismo!... ¡El corazón! ¡Qué mote tan precioso, para un pedazo de carne donde la sangre afluye, con todas sus perversiones y averías! En metáfora, mi pobre corazón es una tierra floja en la cual ningún sentimiento echa raíces...

Y sintiéndose completamente desasida de cuanto puede atar al mundo una existencia, irritábase al ver que su destino estaba ya trazado, que todos los senderos de su porvenir tenían en el horizonte el yugo del matrimonio, la cadena del amor... ¿Del amor?

Esta pregunta era de una tristeza desgarradora al rebosar en labios de Regina. Para ella, la esperanza del amor yacía con las alas rotas, inerte, imposible...

Y á cada inquieta consulta, los descubrimientos de la recién casada respondían obstinados y crueles:—El amor es carne, es instinto, como fruto del corazón.

La clara inteligencia de la moza arrojaba su luz tímidamente sobre tantas obscuras negaciones. Si la vida no cumplía ninguno de sus ofrecimientos, si todo era fugaz y mentiroso en el mundo, ¿cómo una parte inmensa de los seres humanos sembraba optimismos uno y otro día, cosechando, al fin, realidades y venturas?... ¿Por qué el mito de la felicidad subsistía al través de las generaciones?

En sus vagos discursos, deshilvanados y tristes, Regina escuchaba como un eco obsesionante la confusa advertencia: El bien es el placer; el mal es el dolor... Pero ¿el dolor que ella sufría, se originaba de algún mal, ó existía un mal como consecuencia de su dolor?... Estaba á punto de saltar hecho pedazos aquel entendimiento, en la esclavitud de tales indagaciones.

Presa en el círculo vicioso de sus lecturas, la dama balbucía delirante: El bien es el placer... ¿Cómo se entiende? ¿Cuál es el primero, el originario?... ¿Será preciso obrar el bien para ser feliz, ó ser feliz para obrar el bien? Y se oprimía las sienes, estallantes de dudas y sutilezas, concluyendo por confesar:—Sólo sé que no sé nada... Ella vivió buscando placeres con ciego frenesí, y á lo largo de su juventud todos los goces amargaban con el ácido sabor del mal de la vida. Cuanto más elevado es el ser, más padece, recordaba la filósofa á este propósito. Y trataba de engreirse con frágil orgullo, débil hasta en sus vanidades. Así se hundía en las nieblas de un dañino apocamiento, con trazas tan decadentes, que nadie puso en duda su enfermedad.

Se atormentaba Adolfo con las prisas de poner correctivos eficaces á la extraña dolencia. Alejada de los novios, como era de razón, la corte de amigos que la dama tuvo, sin familia y sin relaciones, era menester buscarle rutas alegres fuera de allí.

El marido, que ya frecuentaba los acostumbrados lugares en la ciudad, gozando como siempre la supremacía de su linaje y fortuna, achacaba un poco el retraimiento de su mujer á la violenta situación en que ambos estaban frente á los de Ramírez, y á la expectante curiosidad del vecindario. Pero en vano insistía en hacer aquella excursión, base de olvidos y mudanzas; siempre que él hablaba de partir, suspiraba la señora con tal pesadumbre, que el viaje quedábase en suspenso, mientras la vida conyugal languidecía en actitud impaciente, supeditados á la resolución de la dama todos los planes del nuevo matrimonio. Estaba convenido que en ausencia suya se hiciesen obras de consideración en la casita del arrabal y que los excursionistas trajeran un mobiliario á su gusto para aquel breve estuche de los primeros años de amor. Andando el tiempo, Adolfo no desconfiaba de ver entrar á su esposa, con todos los honores que le correspondían, en el palacio del valle.

Después de apremiantes instancias, Regina dijo que marcharían cuando llegase su ajuar de novia, encargado por Velasquín con mucho boato. Fué un pretexto para detenerse aún, asustada por la idea de lanzarse otra vez al mundo, tan inútilmente paseado por la viajera rubia. En sus enormes decaimientos surgían de pronto afanes infantiles, caprichos inocentes como los de una niña. Dió en suponer que entre su ropa blanca pudiera llegar de París alguna solución milagrosa para sus graves conflictos. Y aquella criatura, tan profundamente decepcionada en cientos de agudos desengaños, estuvo pendiente del arribo de un baúl que entre lazos y blondas alumbró unas prendas vulgares de íntimo uso.

Mientras acomodó Marta en los armarios el flamante equipo, lloraba Regina, como si en su horizonte se hubiera puesto para siempre el sol...

A menudo Adolfo, compasivo y amante, hablaba á su mujer de una inmediata aurora de venturas.

—Te pondrás buena... tendremos un hijo—murmuraba en fervientes «escuchos».

Y ella fingía un asomo de complacencia, que rebosaba amargo desdén.

¡Tener un hijo! !Bah! Aquella ambición era insoportable á la flaqueza de Regina. Le hacía daño pensar en cosas fuertes, y arrojaba con terror aquel grandioso pensamiento, que le dolía en la cabeza con peso irresistible. Sintiéndose impotente y acabada, le parecían una burla á su incapacidad las dulces ilusiones del marido...

Desde el mes nebuloso de la boda corrieron otros cuatro, y aún Regina respondía á las instancias de Velasquín:

—Saldremos la semana que viene...

Ya florecía la primavera. Las tardes, crecientes y apacibles, se extasiaban sobre el cielo y el mar, y la dama rubia avizoraba el celaje benigno, con la vaga expresión de quien no sabe por dónde ha de venir una sonrisa de la esperanza. En la quietud de aquella triste demora, hasta el paisaje inmóvil parecía esperar algún suceso.

Adolfo llegó un día á su casa muy alegre, portador de tan grata noticia, que imaginó llevar con ella la salud á su mujer.

Doña Mercedes había hecho partícipe de sus nuevos planes de felicidad al hijo pródigo, y sintiéndose él consolado y tranquilo en el corazón y en la conciencia, supuso que ofrecía iguales beneficios á su esposa, comunicándola el raro secreto.

Habló impaciente, con el aire misterioso y las palabras en tumulto:

—¿No sabes?... Ana María es novia de Manuel.

Fué como una puñalada aquel repentino informe, que dejó convulsa el alma de Regina. Sin darse exacta cuenta de lo que estaba oyendo, interrogó:

—¿Novia de tu hermano?

Y ya, penetrándose de la noticia, se asió á la duda con zozobra:

—¿Es de veras?

—De veras... Mi madre cree que se casarán pronto.

—¡Ah!... Se casarán pronto...

El eco de aquella frase silbó en los labios de la dama y dejó en aquella boca contraída la huella cruel de una burla doble y terrible.

—¿Qué dirá Carlota... y qué dices tú?

—¿Cómo?

—La novia de Manuel se iba á casar contigo hace poco tiempo... Y su madre huyó, locamente enamorada de tu hermano.

—¿Tú sabías?...

—Carlos, sin darse cuenta de ello, me ha contado la historia del drama y de la fuga.

—¡Ah, sí; pobre mujer!... También yo supe, hace poco, muchas tristezas del Robledo.

Se quedó el mozo meditabundo. Su madre, para conmoverle, para uncirle á su compromiso con Ana María, habíale iniciado en los amores y dolores de la silenciosa tragedia. Pero en aquel tiempo, Velasquín, borracho del licor de sus antojos, no percibió el perfume de aquellas rojas flores de pasión y tormento que ahora, de improviso, tomaban alto y puro relieve en su conciencia.

La vigorosa juventud de Adolfo penetraba en el devastado corazón de Carlota con más sigilo y certidumbre que la ancianidad de doña Mercedes.

Y con profunda lástima pensó el caballero en aquella hermosa mujer, sola en lo alto de la vida, cerrando voluntariamente los ojos á la única estrella de su camino. La conducta hidalga de Manuel hallaba dulce premio en el amor de un ángel: Ana María Ramírez era un espléndido regalo para el hombre más descontentadizo. Seguro de ello, Velasquín, imaginó que mientras á su hermano le sonreía tan apetecible recompensa, Carlota ahogaba detrás de sus labios sonrientes un sollozo en que rugían la soledad y el desconsuelo, con todo el humano poder de una pasión que asaltaba á la pobre criatura en el desamparo de su peregrinaje, como animal dañino que acecha al inerme viajero.

Cuantas sublimes resistencias pudiesen existir en el corazón de una madre, le parecían al mozo insuficientes para conllevar el sacrificio de Carlota. Y sobre estas cavilaciones, en que Velasquín sentía rodar un imaginario rumor de lágrimas, se alzó la voz inquieta de Regina. Creyó la dama adivinar los pensamientos del esposo, y extraviándose en sus conjeturas, fulminó un dicaz comentario:

—Pues ya «estábais» lucidos tú y la fugitiva...

Pero el joven murmuró con fervor, únicamente:

—Carlota es una santa.

Cambiando de tono, obsesionada y envidiosa, dijo entonces la mujer, como si hablase consigo misma:

—Las santas son felices.

Adolfo ya miraba á su interlocutora con más atención.

—¿Felices?—interrogó admirado.—Ella padece enorme desventura.

—¿Porque sufre? ¿Porque ama? Eso es gozar, es sentir, y comerse la vida á mordiscos amargos y dulces... Lo terrible es no tener creencias, ni amores, ni rumbos, ni hambre ó sed de cosa alguna, y fracasar siempre y no saber de quebrantos ni de gozos, hasta morir de hastío, sin pena ni gloria.

El joven, sentado cerca del balcón, alzóse con miedo; su mujer hablaba sordamente, blanco el semblante y sombríos los ojos como nunca.

Un chispazo de luz quiso alumbrar en el corazón del esposo la torva sima abierta debajo de aquellas frases; mas el rostro de la habladora tomó un cariz tan lastimero y doliente, que al punto Velasco, enternecido, se acercó á ella con piedad.

—Te exaltas, hija mía—pronunció,—cálmate; ya hablaremos despacio de todas esas cosas.

Ella, viéndole crédulo y niño, engañado por dos mujeres con tanta facilidad, le vibró de soslayo su desdén en una mirada, y se encogió de hombros con suma indiferencia. Pensaba que era inútil dar calor aparente de vida á los ecos de una tumba: sus palabras, audaces y fuertes, á ella misma le habían hecho daño; tuvieron la resonancia sepulcral de un recinto donde no hubiese más que el polvo de un cadáver...

Sintió que Velasquín la arropaba en el sofá, besándola con dulzura en los cabellos. Y quedó sola, inmóvil, dudando si aquella quietud que la invadía era el anuncio de una buena hora para dormir ó para morir. La breve y dura plática le causó profundo cansancio y dejó en su boca una estela salobre, como si la hubiera acariciado la brisa del mar; aquel triunfo orgulloso sobre otra mujer, única satisfacción positiva de sus errores, hundíase de repente con inesperada burla, y el marido que á Regina le quedaba entre los brazos perdía su único valor para ella, puesto que dejaba de ser el codiciado botín de una victoria.

Bajo la inmovilidad de la dama se alzó una impotente cólera contra Ana María, y subió hacia Velasquín la marejada de los desdenes, como si ambos jóvenes arrebatasen con traición su presa á la triunfadora: pecaba Adolfo—según tales argucias—en valer menos que su hermano, y Ana María en fingir que lo ignoraba, para inutilizar á una rival temible y emprender sin peligros la valiosa conquista del Velasco de más fuste, del hombre original sobre cuya cabeza interesante había nevado en pleno estío. Aquellas prematuras canas de Manuel adquirían, de súbito, un altísimo precio para Regina; y la adusta indiferencia que su cuñado la demostraba, fué de pronto un estímulo que le obligó á admirarle.

Pero rendida en aquel sordo y leve pugilato de odios y admiraciones, dejóse hundir entre las nieblas del sueño. Poco después, bajó sus párpados caídos, á una luz indecisa, como de tarde moribunda, imaginó ver en casa de Ramírez el salón principal del laboratorio convertido en escenario de muy extraña comedia: don Juan vociferaba, con los puños crispados, amenazador y furioso, pero su expresión de voluptuosidad y de placer daba la certidumbre de que era muy feliz de semejante guisa; Carlitos, en un extremo de la sala, lloraba en los brazos de su madre, y sobre los humanos relieves de la piedad y de la pena, tenía el grupo tal aroma divino de amores y de gozos, que á la visionaria le dieron mucha envidia aquellas dos criaturas tristes; allá, en otro rincón, Manuel y Ana María se hablaban en secreto: el rocío del llanto y la santa ciencia del sacrificio daban á la hermosura de la niña un aire de madona, tan solemne y tan noble, que Manuel de seguro la quería por aquel tinte de bondad y excelsitud, en tanto que ella se inclinaba con respeto y ternura hacia los surcos que el dolor y las vigilias pusieron en la frente del mozo.

Flores muertas, animales disecados, fósiles y moluscos, esqueletos y plantas, parecían descansar en cómodas posturas, á lo largo de las paredes, bienhallados con sus apariencias de vida, y con ojos invisibles abiertos á la escena; mientras los peces vivos, en sus casas de cristal, formaban en torno al cuadro una cinta de trémulos colores.

—Pues, señor,—decíase Regina con despecho—aquí todos gozan, todos tienen un destino y un fin, una pasión, un impulso...

Y al sentirse fallida y miserable en aquel raro centro de actividad, fué quedándose inerte, petrificada, con sensación de frío y de reposo, como si fuera á morirse.

Pero la muerte así, no era medrosa ni cruel; al contrario, muy tranquila, muy suave, bajaba desde la cabeza, destrenzando á la dama los cabellos y echándole en los ojos la pálida sombra de un cipresal; después la besaba en los labios, con una ráfaga de hielo que extinguía dulcemente la voz y los suspiros de la moribunda; y, por fin, le hacía un pequeño tajo en el corazón, por el cual se le escapaban á Regina los residuos de sus odios y sus amores, en flujo apacible y benéfico... ¡Qué descansada se quedó!... ¿Era aquello estar muerta, como Daniel, como Jaime, como todos los huéspedes del camposanto, tendido en el argomal?... ¿Estaría disecada, igual que los peces del laboratorio?...

Un átomo vivo de la memoria fluctuó en la rubia cabeza desmayada, y, de repente, aquel punto animado del pensamiento se arrebató con locos terrores:—¿Qué habrá detrás de los cipreses, al otro lado de la sombra y del frío, de la quietud y el descanso?—gritó el minúsculo vigía de la inteligencia.—Y la voluntad, alarmada por la terrible pregunta, estremecióse toda y despertó.

—Señorita, el correo—anunciaba Marta, presentando una bandeja.

Regina tardó un rato en reconocerse. Examinó los muebles y la estancia, y, hallándose al abrigo del sofá, entre edredones y cojines, fué recordando cómo se había muerto, después de una sorprendente conversación con Adolfo... Sí, era verdad: la hendedura del corazón prevalecía; rencores y cariños, aun aquellos tan leves y menudos que le quedaban como un poso de sus luchas para vivir y amar, se derramaron totalmente durante aquel sueño indefinible. Sintióse ligera y helada, igual que una vedija de nieve.

—Morir, ¿no es soñar?—se dijo.—¿No podría suceder que yo estuviese muerta y que soñara pasajes de mi vida?

—¿La señora no quiere abrir sus cartas?—insinuó la doncella.

—Sí quiero; dámelas—respondió la «difunta» con grato acento. Extendiendo la mano, recogió los sobres, uno de los cuales, con orla de luto, llamó su atención.

—Letra del doctor Marín—dijo.

Y para su «mortaja» (que era un vestido muy elegante), meditó:

—¡Si estaré viva!... Parece que reconozco la escritura de las gentes; que hablo acorde; que tengo agilidad y memoria... ¿Habré resucitado?

Se echó á reir, y el oro de su voz sonó con hechizo de metal puro, estremeciendo á Marta, que no presentía aquella explosión alegre.

—¿Está peor la señora?—interrogó sorprendida, temiendo que delirase.

—Al contrario; estoy muy bien—dijo ella, asombrada de escuchar su propia voz y entender sus razones. Y rasgando el sobre de luto inclinó los ojos tranquilamente hacia la carta del doctor Marín, mientras la doncella salía del aposento.

Por el balcón penetraba un perfumado soplo de la tierra, henchida ya de brotes en la preñez fecunda del verano, y las horas, cuajadas de sol, se mecían con deleite sobre el infinito desdoblamiento del mar.

La escritura, un poco difícil, ocupaba el pliego que extendió Regina y aun cruzaba la página postrera formando cuadritos. Bien conocía esta costumbre la lectora, porque el galeno amable complacióse en escribirle, varias veces, atravesados renglones en cuya confusión clareaba su antojo por la moza andariega, camarada y confidente un día del consolado viudo. A una sola carta contestó Regina, y la más fogosa epístola del doctor cruzóse en el camino con un lacónico impreso en que la viajera rubia participaba su celebrado enlace... Ahora decía Rafael Marín que él también se casaba: una prima suya, cordobesa, mujer de mucho ángel y rica dote, hacía tiempo esperaba aquella decisión del primo viudo. Dábase el mozo importancia con su brillante boda, muy picado por los desdenes de Regina; y este anuncio feliz iba á modo de epílogo al final de otra nueva muy triste: la niña del doctor se había muerto; al nacer la primavera comenzó á entristecerse, y cuando las rosas abrieron sus capullos cerró la nena para siempre los ojos. Quedábase allí en el cementerio lindante con el mar, dormidita debajo de una cruz. El doctor se trasladaba á Córdoba con su hijo, á establecer el hogar nuevo.

Una ráfaga de remota tristeza pasó por el semblante de Regina, como si le llegara de muy lejos, de otro mundo quizá, aquel papel fechado la víspera en San Simón.

Parecióle á la dama haber amado en otra vida á la pobre nena del doctor Marín, y hasta haber sido novia de un mozo enlutado y sonriente, único poblador de una isla admirable, con árboles muy viejos y rosas muy pálidas.

Y entornando los ojos como para retener fugitivas imágenes, vió Regina al médico diciéndola adiós, á la triste hora del crepúsculo, con los niños de la mano, mientras ella bogaba hacia la costa buscando la felicidad.

¡Tampoco estaba en la ribera!—se duele al recordar que persiguió la ilusión de ser feliz al través de los mares y de los mundos. Y sin dolor ni amargura se quedó pensando en la isla verde y florida, desde la cual demandó á la costa patria un refugio placentero, sabe Dios cuándo, tal vez en época ilusoria.

En la imaginación doliente de la dama es la isla un vergel abandonado, un plantío de cipreses y cruces donde duerme la niña de Marín, mientras su padre corre detrás de una ilusión.

Por aquel escenario de fuga y abandono pasa tranquilamente una moza descalza, muy contenta, con un dedo sobre sus labios rojos, en señal de silencio. La reconoce Regina, y, al verla sonreir con vivo gozo piensa que esta criatura es digna de guardar el vergel de los sueños, la isla de las ilusiones; porque va pisando, sin ruido y sin alardes, rosas de felicidad deshojadas bajo sus pies desnudos...

La dama rubia no tiene envidia como antaño, ni humor para hacer experiencias inverosímiles, como cierta noche primaveral en que se descalzó persiguiendo un mito. Pero le queda la memoria de sus ambiciones de ventura; tiende la mirada al paisaje, suspira y repite:

—¡La felicidad no estaba en la ribera!...


V

amor con amor se cura.—el profeta del almirez.—mentideros torremarinos.—un corazón por blanco.

Arde el estío. Murmura el robledal con tumulto de tenues rumores, y Carlos Ramírez pasea bajo la fronda en solitaria meditación. Parece más alto; inclina la cabeza como si le pesara la corona de la juventud; suspira y se detiene á menudo. El amor le duele como un mal de la vida, y el desengaño le agobia; pero sus pensamientos, que vuelan por el bosque á la par de los malvises, son tranquilos. Es que la dura pesadumbre del mozo tiene una alegría: Carlota ha resucitado en la impenetrable ausencia, al saber que su hijo no gime como adolescente, sino que sufre como hombre, iniciado en la ciencia trágica del amor. Sabia en amar la madre y en sufrir, fué clemente doctora para disponer los remedios al herido de amores; y á maternal milagro trascendía la convaleciente actitud que tomó el muchacho apenas sus lágrimas cayeron sobre las cartas benéficas de Carlota. A la pobre ausente le sirvió de ocupación divina consolar á su hijo; en la dulce tarea hallaba algún recurso la propia desventura, porque el secreto amoroso de aquella triste alma se derretía en halagos y promesas, derramándose en el papel como en un cauce bienhechor. La piedad y el sentimiento vibraron de tal modo en la pluma de Carlota, que, bajo el influjo de la eficaz medicina, Carlos sintióse renacer, lo mismo que si su madre le alumbrara á otra existencia más consciente y profunda; y la maravillosa caridad sostuvo al mozo en tan confortable sosiego, que no se atrevió á pedir goce mayor, cual si temiera romper con su codicia el hechizo de aquel hallazgo. Pero la ausente ofreció, pródiga, más bellas realidades, vertiendo en sus renglones la esperanza de entrevistas futuras y de una felicidad posible. Y Carlitos espera también animoso, porque la dicha de su hermana se proyecta como un sol nuevo en el horizonte amaneciente del muchacho.

Al resplandor suavísimo de aquella aurora que en su cielo sonríe, el doncel siente resucitar los fervores de su infancia; cree en los milagros celestiales y en las compensaciones providentes; reza y confía. Como si Carlota pudiera descender desde las nubes, volviendo hacia sus hijos con luminosa traza de aparición, le gusta al muchacho peregrinar por las cumbres de la selva, absorto en santos consuelos, seguro de que un día las virtudes de su madre resplandecerán sin una sombra, con la diadema doble del mérito y el infortunio...

Ya entre el vecindario «se corre» que la dama fugitiva ha parecido, y que vive, en olor de santidad, en un convento francés.

Don Celso Ortiz asegura esta especie con sones cavernosos, mientras prepara un específico sensacional contra la polilla.

—Aquí hay un conato de crimen, una coacción inicua—murmura, dale que dale en el almirez.

—Esa señora—afirma, estornudando al mezclar alcanfor en su menjurje—no se ha recluído de tan extraño modo por la propia voluntad, exponiendo fama y dicha... Aquí existen vestigios de secuestro, rastros de monomanía religiosa ó síntomas de terror insuperable...

—Una perra de cerato simple—le interrumpen. Él despacha, cobra, tose y augura:

—La familia del Robledo no puede acabar bien. Tiene una vena dramática en pugna con el sentido común.

Felipe Alonso, que abre unos ojos tristísimos sobre los manejos del charlatán, suspira resignado. Suele sentarse en la rebotica cuando no encuentra á quién colocar algún discurso altisonante; y allí se encoge pasivo, en actitud de oyente, seguro de que don Celso no le deja intervenir en su peroración. Después, el bello Alonso toma justa venganza del humillante mutismo, apropiándose las invenciones y hasta las frases del boticario, para hincharlas y lucirlas al través del puerto. Estos dos rivales de la oratoria popular se temen y se buscan, se odian y se necesitan: don Celso crea; Alonso propala; el anciano echa á volar la fantasía con inventos peregrinos, desde la cárcel de su laboratorio, y el joven vagabundo difunde aquellas imaginaciones; pero aunque goza éste las primicias de la pública emoción, no sabe disimular en sus speechs el sello originario, un rojo tinte de volcán y tragedia, que hace á las gentes decir:

—«Eso» ha salido de la botica...

Entonces el inventor gusta sus triunfos, porque los curiosos acuden á la fuente madre de los chismes, y pierden interés las divulgaciones que siembra Alonso en el Casino y en las demás tertulias.

Mas ahora tardará el boticario novelero en sentir los halagos de la popularidad: sus pronósticos ofrecen dudas, á fuerza de no cumplirse; sus noticias se han desacreditado, como cierto betún para las canas, completamente fallido; y durante los calores estivales, la botica, situada á pleno mediodía en el chicharrero de la calle Real, no goza el favor de los desocupados, aunque el aburrimiento profundo de Felipe Alonso caiga en aquel cuchitril ardiente, lleno de moscas y de mareantes perfumes, donde el mármol y el cristal hacen más visible la ausencia del aseo. La facundia del químico se derrocha esta vez sin esperanzas; conoce él sus fracasos, y sabe que en las filas disidentes de sus adeptos esgrime armas victoriosas la Bernalda «joven», mustia y frenética por la broma del amor y del barniz.

Pero la inventiva del boticario es tenaz, y sube con la temperatura, como el barómetro; así, el viejo proporciona á su agente y enemigo augurios y revelaciones acerca de lo que vuelve á ser «cuestión palpitante»; y aunque no vendrá igual que antaño la ronda de curiosos á indagar el origen de tales rumores, en risueña parranda, el farmacéutico sonríe complacido y arremete con ímpetus á su preparación contra la polilla, de enorme utilidad en la canícula.

Mientras funciona el almirez ilustre de la calle Real, vase el declamador buen mozo á predecir, con voces misteriosas, graves sucesos en la familia de Ramírez: mas en vano gesticula en actitud interesante, y finge alarmas, y augural balbuce:

—«Según tengo entendido»...

La gente mira incrédula al Robledo, y ni los más inclinados á la catástrofe y á la fatalidad, advierten que en la serena fronda se inicie drama alguno: adormecida está en la altura, con beatitud amable, como si prestara oído á la solemne respiración del Cantábrico; y el cantar de las aguas corrientes brota de las entrañas de la selva con tan mansos rumores, que hasta los más pesimistas y agoreros oyen en su voz un romance de paz.

Si la señora de Ramírez se apareciese allí donde su hijo ambula esperándola, de seguro el vecindario sonreiría con benevolencia, creyendo á Carlota un ángel en quien Dios hacía gala de prodigios. Indulgentes brisas de caridad rondan el bosque, y el rumor de que ha devolver la dama del Robledo, tiene una dulzura placentera que Felipe Alonso no puede amargar con los vaticinios del boticario...

En esto, las de Estrada descubren una tarde el grupo significativo y alegre de la viuda de Velasco—casi nunca vista en la población—apoyándose en la niña de Ramírez, y con la escolta galante de Manuel. Van de compras: cruzan la plaza, y bajo los portalones se hunden en la tienda más rica de la ciudad.

Cuando aparecen otra vez al sol, todos los visillos del trayecto están atacados de epilepsia contagiosa, encima de los cristales.

Manuel mira hacia los balcones con sabia sonrisa, como si penetraran sus ojos al otro lado del fino cendal que cubre á las señoras, arrodilladas, impacientes y febriles.

Y al sorprender la risueña observación de Velasco enrojece Ana María, y se turba.

Ya no es preciso más para que cuenten aquella noche las de Estrada que otra vez hay barruntos de boda en el Robledo: asienten las de Bernaldo; las del juez aseguran, y ármase un guirigay estrepitoso, del cual llegan rumores á cada paseante de la alameda, donde el estío reune á la gente de buen humor. A coro acciona y comenta el grupo mujeril:

—¡Iban tan entusiasmados!...

—Ella se puso muy encarnada...

—¡Está monísima!

—¡Qué buen mozo es él!

—Las canas le favorecen.

—Es tan arrogante como Adolfo...

—Y más formal.

La alcaldesa dice que los Velascos son de una raza de caballeros tan cumplidos, que de seguro Manuel quiere enmendar la culpa de ingratitud cometida por Velasquín.

—Pues hay pocos hombres de ese temple—exclama Filomena Bernaldo.

Ordóñez toma parte en la conversación:

—Con mujeres como Ana María, ya puede ser Velasco un caballero.

—Adolfo no lo fué—murmura Jacoba Estrada, que se muere por el doctor.

Pero él replica impávido:

—Un caso de locura no se repite con frecuencia.

—¡Buen desfacedor de agravios tenemos aquí!—ríe muy relamida la celosa.

Y el joven se conduele agresivo:

—¡Si no estuviera «tan alto» el Robledo!...—Después lanza, burlón, una pregunta al corro:

—¿No compran ustedes las bolas que vende el boticario para defender terciopelos y lanas?

Todos sonríen mirando á Filo; la sensible doncella, dándose por aludida, responde con mucho desdén que ya es viejo ese específico... «de la calle Real», porque el año anterior puso ella unas cuantas bolas en la piel... ¡y se le picó toda!...

—¿Se le ha picado á usted la piel?—compadece Estraduca, tímido y desolante, asomando la nariz por detrás de sus hijas.

—Sí, señor. La tengo completamente picada.

—¡Pobre criatura!... Pero ¿y de qué, de qué?

—Pues de la polilla.

—¿Es posible? ¿de veras?

—¡Si era de nutria, hombre!—advierte Jacoba con un codazo irrespetuoso. El regocijo gárrulo de las mujeres empapa la vocecilla tremante, que gime aún, con la obsesión del duelo:

—¡Pobre Filomena!...

Cuando agoniza la velada, ya es público en Torremar el hidalgo proceder con que los Velascos saben cumplir compromisos de amor; y la imaginada boda presta al Robledo un relieve de tales proporciones, que, mediante absurda suposición, cuéntase á la de Heredia enclaustrada por un voto y se dice que la merced pontificia está á punto de volverle su libertad... ¡Tal eficacia tuvieron una sonrisa burlona en labios de Manuel y una llama de rubor en el rostro gentil de Ana María!...

Ligera y fugaz como una sombra, desde que «resucitó» con el corazón exhausto en el blando nicho de chales y almohadones, camina la de Alcántara con inconsciente rumbo, igual que si le hubiesen puesto una venda en los ojos. En su propia casa, al tropezar á sus familiares, sonríe con la misma dulzura á Pablo y á Velasquín; tal sonrisa es perenne, yerta y remota, como la de un retrato, ó de una estatua. Ya la joven sale en el Reina; cruza la playa; monta á caballo, y asiste á misa. Adolfo está muy contento viéndola así, por más que á veces sienta una vaga inquietud vislumbrando en los ojos de su mujer el frío detrás de la penumbra, como si aquellos cristales tenebrarios franquearan un sepulcro. Hay una triste sensación de ausencia en las pupilas de la dama: diríase que duerme con los párpados abiertos ó que vela con el espíritu en fuga. Velasquín está receloso y le dice á menudo:

—¿Sufres?... ¿Qué sientes?

Regina responde:

—No sufro nada. No siento nada... ¡nada!—corrobora con un ligero espasmo de extrañeza.

Y en Torremar produce grande asombro el aspecto apacible y saludable de aquella dama que se recobra al mundo cuando todos la creían achacosa y doliente.

No ha pasado la primera semana sobre la singular resurrección, y una tarde Regina se entretiene en tirar al blanco en pugna con Velasquín, desde el rudo camino de la costa: en palique y en chanza, agujereando un papel prendido en los matorrales del argomal, suben al cementerio, y junto á la cerca, Adolfo propone á su mujer colocar desde allí, á porfía, una bala en un pino solitario de la otra linde; tira el caballero, y acierta; la señora apunta y dispara: una cruz del plantel cruje; un grito amargo y desgarrador emerge de las flores que rodean al herido leño.

Velasquín, pálido y afanoso, empuja la puertecilla y avanza entre losas funerales; Regina corre detrás, sin miedo ni susto, rauda y leve como una pluma, que el aire lleva; al llegar los dos al pie de la cruz, el marido incorpora á una mujer, inerte en el suelo, y la esposa distingue entre los brazos del símbolo piadoso un nombre: ¡Gabriel!

Cuando la triste desmayada vuelve en sí, mediante la asistencia de ambos jóvenes, mira á la cruz y prorrumpe en lamentos:—¡Gabriel! ¡Gabriel!—murmura.—¡Está sangrando!... ¡Le han herido en el corazón!

Y furiosa de repente, arranca puños de flores y se los echa al rostro á la culpable. Luego, huye veloz y frenética, gritando su desventura. Absorta Regina, la ve correr, la oye gritar, contempla el agujero de la cruz, repara en la palidez de su marido, y sacudiéndose los pétalos de rosas que le salpican el traje, sonríe con absoluta indiferencia.

Los ayes de la novia repercuten en el acantilado bravío, mezclándose al rumor de la marejada en el silencio augusto del anochecer; y cuando Velasquín y su esposa llegan á la población, ya en el alto argomal las florecillas silvestres entornan con sueño los dorados ojos. Se duele el joven del percance, culpándose de no hacer prevenido el posible error de aquel disparo; aún se figura contemplar la cruz, temblorosa y traspasada sobre las imploraciones de la suplicante; y un estremecimiento piadoso le sacude, conmovido, en mitad de la senda: teme que el espanto de la loca alborote á la gente, y que en la desenfrenada fantasía popular adquiera visos de profanación aquel suceso fortuito; pero Regina escucha sus palabras como si llegasen de muy lejos, como si no le concerniesen ni á ellas tuviera cosa alguna que responder. El acento pesaroso de Velasquín es para la dama un ruido más, un rumor que se une al de las olas y que envuelve y apaga con dulzura los estridentes gritos de Gabriela...

Alarmado por tan singular actitud, Adolfo se confunde y entristece porque no halla razón á la indiferencia extraña de su esposa. Cayendo la noche tornan los dos al hogar mudo y áspero, donde las incertidumbres del mozo vuelven á insinuarse, mientras el señorío de Torremar, congregado en el paseo, celebra al aire libre una de sus veladas domingueras, no ya en plácemes de boda como la anterior, sino en derroche de vilipendios contra Regina de Alcántara, que otra vez sale de aventuras á dejar en su camino una huella de escándalo. Y del coro de vivas murmuraciones surgen con fuerte aroma exótico, entre mal disimulados celos, un elegante perfil y un haz de cabellos rubios que ondulan como bandera de rebeldía, malignos y seductores...

VI

fin de la historia de la "bella durmiente".

¡Día magnífico, día sublime para las musas trágicas de don Celso Ortiz; día histórico de perpetua memoria en los anales de Torremar!

Apenas había el boticario augur abierto los ojos á la luz de aquella mañana, entróse por la botica cierto rumor de catástrofe, que puso al profeta del almirez en súbita vibración. Un mozo de la finca de Ramírez, forastero sin duda, preguntaba por el domicilio de don Fermín. La inquietud del emisario y la urgencia que mostraba, dieron margen al interrogatorio:

—¿Ocurre alguna cosa?

—¡Vaya si ocurre!

—¿Hay enfermos?

—Lo que hay es un difunto. Y la señorita está muy maluca.

—Pero ¿qué ha sucedido?

—Pues que el amo... Al decir esto hízose el mozo, con el pulgar en la garganta, una señal significativa.

—...¿Se degolló?

—Así parece.

Y mientras don Celso, pálido y tembloroso, dilatada la nariz y los ojos brillantes, conmovía á la vecindad con la triste nueva, echó el mozo á correr, calle abajo, en busca del médico.

Aconteció la víspera en el Robledo que Ana María bajó al sótano para hacer, como de costumbre, la renovación y limpieza del gran acuario instalado allí. De algún tiempo á esta parte, sentíase la joven más animosa para llevar las difíciles riendas de aquel laboratorio sin labores, con vistas á un hogar arrecido. La inspección cotidiana del acuario constituía para la moza un curioso divertimiento: gustábale descubrir aquel fondo de mar en miniatura, que proyectaba, en la obscuridad del sótano, perspectivas fantásticas y emocionantes; era un vivo simulacro de la lucha por la existencia, un sutil remedo de la jerarquía social, revuelto nansa donde también los peces grandes se comen á los chicos...

Absorta Ana María, contemplaba aquella turbia caricatura del mundo, cuando sintió pasos en la escalera:

—Será Manuel—pensó, enrojeciendo—. Teme que se me olvide soltar los grifos y abrir las válvulas...

De pronto, una mano cayó con violencia en el hombro de la niña, y, tras un grito de espanto, la voz de don Juan Ramírez rugió desatada:

—¡Carlota!... ¿Te escondes, eh?... ¡No te me escaparás, infame!

El sabio, el loco, sacudiendo á su hija con frenesí, levantó sobre ella el puño. Pero no le llegó á descargar. Con las dos manos presas, hallóse frente á Manuel Velasco, que le decía en pleno rostro:

—¡Cobarde!

Tras una ráfaga de vacilación y de miedo, Ramírez protestó:

—¿Qué buscas tú aquí? ¿A qué vienes?... Esa mujer es mía.

—Está usted equivocado.

—¡Es mía!

—Le digo á usted que se equivoca.

El discípulo entonces, soltando al profesor, le hizo mirar de cerca el espavecido semblante de la niña. Próximo ya el crepúsculo, había crecido la obscuridad por instantes, y en las altas rejas, leve soplo otoñal, deshojador de rosas, parecía gemir sobre los gajos murientes de la luz. El sordo murmullo de las aguas semejante á un lamento; las reverberaciones del acuario, con su muchedumbre temblorosa de inquietas vidas; todo el conjunto original del recinto, puso marco de imponente emoción al terrible episodio.

—¡No es ella!—profirió don Juan, escudriñando con avidez la cara llorosa de la joven. Quedó un punto perplejo, y con súbita audacia gritó en seguida.

—Pero ésta me pertenece también.

—Me pertenece á mí—refutó Velasco, tranquilo y firme. El padre quiso avanzar con la mano extendida, mas le detuvo, inmóvil y medroso, la reciedumbre de otra mano, mientras añadía Manuel con reconcentrada expresión:

—He adquirido derechos sobre ella á muy alto precio.

—¿Y pretendes tener en mi casa más derechos que yo?

—Sobre los corazones, sí.

—¿Qué me importan á mí los corazones?

—Por eso huyen de usted...

—No me hacen falta.

El mozo, endulzando su acento, murmuró, más compasivo que indignado:

—La vida es amor.

—Aborrezco la vida.

—¿Cómo quiere usted entonces dominarla?

—Con el odio.

—¡Pobre don Juan!—compadeció Velasco, doliéndose de aquella demencia destructora que le desarmaba con la propia insensatez. Y Ramírez, jadeante como si rindiese la jornada más penosa, giró en redondo, y hundióse en la obscuridad, de donde había salido igual que un fantasma. Iba regruñendo:

—¡Odio... odio!...

—Amor... amor...—aleteaba el corazón de Ana María, refugiándose en los brazos defensores de Manuel. Al sentir el mozo los apremiantes latidos de aquel pecho tan suyo, hízose un eco de la blanda querella, confirmando:

—Sí; amor... amor...

Y después de una pausa en que la caridad y el sentimiento rehogaron en el alma de Manuel los más nobles propósitos, añadió acariciando la frente de la niña:

—Es menester sacarte pronto de aquí; lo resolveremos mañana mismo—. Se la confió luego á Carlos con muchas precauciones, y bajó á su casa impaciente.

Triste fué la velada del Robledo: don Juan se escondió en su alcoba soliviantado, sin permitir que nadie traspasara el dintel; y junto á una vidriera, ya cerrada al rocío del otoño, Carlos y Ana María recordaron con angustia y sigilo todas las pesadumbres apuntadas en la memoria de su corazón. El paisaje, pálido y confuso bajo la luz de la luna, parecía penetrado de santidad y el rumor de las olas rodaba en el silencio como enorme sollozo de la vida...

Al nacer la siguiente mañana, en el dormitorio de don Juan resonaron quejidos, y piadosa Ana María, acudió con solicitud cerca de su padre: un espectáculo horrible la clavó al pie del lecho, pávida de terror; el sabio se debatía con la muerte, entre las sábanas húmedas y rojas, ya sumidos los ojos en tinieblas. Habíase inferido en el cuello bárbaro corte, valiéndose de una cuchilla sutil del laboratorio.

Pocos minutos después inclinábase don Amador con infinita piedad sobre la tremenda agonía. Desde fuera, señores y criados escuchaban distintamente el acento fervoroso del sacerdote, que, sobreponiéndose á los ayes del moribundo, decía con solemne ternura:

—El odio mata y condena; el amor redime y perdona... Don Juan Ramírez: espere usted en la misericordia divina; clame usted, con fe, desde el fondo de su alma: ¡Jesús... Jesús... Amor... Amor...!

Aún vibraban resonantes y compasivos los comentarios del drama cuando Velasquín se atreve á decir á su mujer:

—¡Si subieras al Robledo!... Allí no te guardan rencor. Pronto seremos hermanos de Ana María, porque la boda se hará en breve.

Sin recordar por qué los de Ramírez habían de ser rencorosos para ella, Regina maquinalmente pregunta:

—¿Has subido tú?

—El día del entierro... Carlos estuvo amable conmigo y su hermana me preguntó por ti.

—Subiré hoy—dice la señora muy tranquila—; tú me irás á recoger cuando anochezca.

Y por los mismos senderos tan paseados el año anterior con locas ambiciones, la dama rubia, indiferente y desamorada, insensible y fallida, fué ganando la cumbre aquella tarde, bajo un cielo plomizo, entre las rachas del agorero vendaval.

Por consejo de Eugenia vistióse Regina un traje obscuro: ahora le es muy fácil y cómodo seguir cuantas indicaciones se le hacen, como si no tuviese voluntad, interés ni deseos para cosa alguna. Le ha dicho Marta antes de salir:

—Abríguese bien, por Dios; hace mucho frío, «está cociendo nieve»...

Y la señorita se ha envuelto en su estola de piel con mucha docilidad: cuando vence el atajo, ya en la linde de la selva deshojada, oye en el camino real las campanillas de un carruaje; pero va ausente de cuanto la rodea, y no se preocupa del coche que sube hacia el Robledo, á poco de haber tocado un tren en la estación de Torremar.

En el escampo del bosque, Regina se detiene porque una sombra avanza con aire majestuoso al encuentro de la visitante: es una dama vestida de luto; sobre su albísima frente el velo de crespón semeja una desgarradura de la noche caída en el dosel de la mañana.

Acércanse las dos mujeres, se miran á los ojos en silencio, y Regina balbuce con una voz que no parece suya:

—¡Carlota!...

—¿Adónde vas, Regina?

La de Alcántara no responde, y en el estupor de una sonrisa atónita, quédase mirando á la viajera, cuyo acento dulcísimo, al derramarse en la desolación del robledal, juraría la joven que tiene resonancia prodigiosa; porque, de pronto, los árboles ariscos, el aire helado, el celaje adusto y su propio impasible corazón, le preguntan á un tiempo:

—«¿Adónde vas, Regina?»

Una sorpresa enorme la sacude, como si despertara de sueños ó de fiebres y cayera de improviso en certidumbres espantosas. Mudamente se dice:

—¿Estoy muerta?... ¿Seré sonámbula?... No; ¡estoy viva!—asegura, sintiendo agudo y potentísimo el dolor de vivir. Y bajo la zarpa de las pasiones y el aguijón de la memoria, enrojece y se turba.

—¡No te guardo rencor!—dice benigna la señora del velo, al ver á la muchacha vacilar en confusión tremenda. La moza repite:

—¡No me guarda rencor!—Sabe que esas palabras se las ha dicho también Adolfo, refiriéndose á Carlos y Ana María: ya sus recuerdos no huyen como antes; ahora punzan y duelen, y hasta los más lejanos retornan en tropel dentro de un rayo de luz que ha caído en el alma de Regina desde los ojos profundos de la viajera. Del tumulto de luminosas membranzas toma con sagacidad la de Velasco unas partículas y compone esta frase, evasiva y extraña, fuera de lugar:

—Ana María se casa con Manuel...

En el semblante hermoso de la enlutada cayó una sombra; ¿qué pretende Regina con aquella importuna afirmación? ¿Trata de disculpar sus traiciones, recordando que no impide el matrimonio de su amiga, ó conoce el secreto de la madre y quiere atormentarla?...

Las dos señoras se miran otra vez, en sondeo tenaz, hasta que la de Heredia murmura con voz firme:

—He venido á la boda.

—¿No la esperan á usted?

—Siempre me están esperando—sonríe la peregrina. Y continúa:

—Quise venir sin avisarles, porque sé que no daña la felicidad.

—Ana María estuvo enferma... de la impresión...—alude entonces Regina; pero ya está valiente.

—Sí: también Carlos se muestra valeroso—asegura Carlota, evadiéndose de comentar el suicidio y con acento que á la coqueta le parece una acusanza.

Quedan mudas un instante, sin saber qué decirse, disimulando impulsos y palabras bajo apariencias indiferentes. Al sentir memoria y corazón sacudidos por recuerdos y emociones, la dama rubia advierte que nadie espera su visita en casa de Ramírez; ya se lo ha demostrado la extrañada pregunta de Carlota. Y el despecho vengativo hacia Velasquín, renace y dicta á la mente torturada amargo insulto:

—¡Miedoso! No ha tenido valor para subir conmigo, y me envía sola, ciega y torpe, á demandar clemencia... ¡Me he casado con un nene, con un cobarde!

Alza los ojos y la voz la querellosa dama, y quiere explicar:

—Pues yo, venía por aquí á dar un paseo...

—¿Sola, en una tarde tan cruel?

No hay ironía en este comentario; la duda de Carlota está llena de lástima. Y con dulce compasión, añade:

—¿No eres feliz?

Escucha la de Velasco, seducida por la entrañable suavidad de aquel acento.

Sobre el luctuoso ropaje de la viajera, derrama el bosque, como una caricia, el oro sutil de algunas leves hojas, y el viento, que no se cansa nunca de rondar en las selvas otoñales, gime «escuchos» tristísimos alrededor de las solitarias mujeres.

—¡Feliz!—exclama la joven amargamente.—Y ansiosa pregunta:

—Pero ¿existe la felicidad?... ¿Usted la conoce?

—¿Yo?—balbuce la enlutada;—yo conozco la alegría de mis penas... he saboreado los frutos divinos del dolor.

La codicia pone un relámpago en los ojos audaces de la dama rubia.

—¿Y qué haré,—murmura subyugada—para poseer esos frutos y esas alegrías?

—Sufrir y amar.

—Ya sufro...

—¿Y amas?

—No puedo... no sé. He conocido todos los amores y ninguno me conmueve... ¡Tengo el corazón helado!

—¿Todos, dices que los probaste?—advierte incrédula Carlota.—Sin remontarte al cielo, aún te falta uno, el más hermoso, el más grande...

—¡Ah, sí! Feto «ese»—aduce Regina—es superior á mis fuerzas... No podría con el.

—«Ese», derritiendo la nieve de tus entrañas, te haría llorar mucho: te salvaría.

—De modo, ¿que es preciso llorar para salvarse, llorar para ser feliz; siempre llorar?

—Sí; es menester que llueva en los corazones para que fructifiquen.

—¿En dolor?

—Y en amor; en caridad, que es fuente de vida eterna... Pero ya me voy; llevo mucha prisa... Me detuve á consolarte un poco.

—¡Oh, espere usted!... ¡Un minuto!... ¿Quién le dijo que yo era desgraciada?

—Mi presentimiento.

—¿Porque fuí culpable?—confiesa Regina bajando la frente.

—La culpa—dice Carlota evasiva, para responder con más piedad—engendra un dolor estéril, sin esperanzas ni compensaciones.

—Así es el mío—confirma la escéptica con amargura.

—Pues truécale por este otro, confiado y sonriente;—y Carlota señala su corazón.

—Aguarde usted otro momento—suplica la joven al ver que la señora trata de partir,—y dígame algo de ese corazón que usted me enseña.

—¿Tienes curiosidad?

—¡Tengo envidia!—Y con audacia añade:

—Yo conozco la vida de usted; sé que por esta selva, en este memorable día de regreso, usted va hacia el más duro de los sacrificios: ¿por qué va usted predicando la esperanza y el amor?

Carlota, palidísima, con voz de lágrimas, responde:

—Porque voy también al triunfo...

Levanta los ojos al cielo y á Regina se le van los suyos detrás de aquella mirada. Se han partido las siniestras nubes y un jirón azul asoma en el espacio como fugaz sonrisa del celaje.

—No me puedo detener—dice Carlota muy conmovida;—el más valiente, el más puro de los amores humanos, me espera detrás de esos árboles... Adiós.

—Respóndame usted—clama Regina asiéndola del velo.—Derroché mi juventud al través del mundo, buscando la felicidad...

—No la busques. Busca el bien solamente y lo demás te será dado por añadidura.

—Pero es que no lo encuentro; voy desorientada y loca; no me abandone usted, que sabe los caminos...

Hay tal angustia en esta confesión, que la dama viajera se detiene; su actitud, segura y apacible, contrasta de un modo original con el aspecto inquietante de Regina. Sorprendiéndolas allí, en tan raro coloquio, se las tomaría por imágenes de una fantástica historia; pudiera creerse que la joven peregrina, cobarde y sin rumbo, pregunta á la reina del Bosque:

—Dígame, por favor: ¿hay por aquí posadas y veredas hacia el Buen Paradero?... ¿Habrá lobos y ladrones?

Y parece que responde, solícita, la señora del manto:

—¿Ves aquel caminuco lleno de abrojos? Sigue por él... Andarás, andarás; si te hieres, no grites; llora en silencio y ofrece á Dios tus tribulaciones. A la derecha, siempre á la derecha, se ensancha la ruta, el suelo se ablanda y se toca el final del camino; el descanso, el triunfo...

En realidad lo que hablan las dos mujeres tiene mucho parecido con eso.

—Amar es recrearse con el bien de otro—dice Carlota—; es sufrir por el ser amado y olvidarse de sí mismo... Obrar el bien es tener la caridad por norma de nuestras acciones.

—Me seducen las palabras de usted, aunque no las entiendo—afirma la de Velasco—; tienen música y miel, tienen aroma... ¿Cuándo volveré á verla? ¿No querrá usted aparecérseme en este bosque, como una princesa encantada?

—No, no—sonríe la del velo—; al contrario; huiré de estos lugares apenas coloque la mano de mi hija en la de su esposo.

—¿Dónde vivirá usted?

—En un rincón sereno, donde la Virgen me ayude á curar á Carlitos.

—¿Cree usted en los milagros de la Virgen?

—Si los podemos hacer las madres buenas, ¿qué no hará la mejor de las madres?... Adiós; ten muchos ánimos y sigue tu camino. Para huir de lobos y de ladrones, no lo olvides; siempre subiendo, á la derecha; siempre sobre espinas y zarzas, hasta el Buen Paradero...

La moza, con las manos en cruz, á punto de llorar, pregunta:

—¿Y me perdona usted?...

—Con toda mi alma—interrumpe la viajera, consagrando el perdón en una caricia. Después se obscurece entre los árboles, y con los perfiles del manto se borra la luz y el hechizo de la singular aparición, mientras Regina, casi de hinojos, echa á volar un beso, y murmura:

—Adiós, Bella durmiente del bosque... Un abrazo al hada benéfica y al duendecillo gentil... ¡Adiós, Carlota!...

Clavada en el camino, temblando de emoción, Regina escucha; le parece que el bosque va á repetir, con fervorosos murmullos, las palabras admirables de Carlota; mas, como si ésta se hubiese llevado en pos de sí el silvestre cortejo de rumores, calla el robledal y se entolda, cada vez más sombrío, según la tarde avanza. Aquellas nubes que sonrieron un instante, han volado hacia el mar, y sobre el cielo torvo muere la luz cansada y triste.

Regina se recobra de su éxtasis, alarmada por el silencio que la rodea, y busca el senderillo del atajo para volver á la ciudad. Bajo aquel traje señoril que ondula en las yertas campiñas, late con ansia el veleidoso corazón, bien advertido de que no es la virtud un nombre vano, de que hay en el mundo torrentes de caridad, y de que todos estos divinos amores tienen la voz muy dulce y la sonrisa muy bella. Podrá la dama rubia no estar en sus cabales y ver visiones á menudo; pero Carlota no es una ilusión; es una mujer de carne y hueso, dechado tangible de aquellas heroicas virtudes del sacrificio, que la visionaria tomó siempre por utopías. Enfrente del cruel escepticismo, razonador de sentimientos, impuro manantial de negaciones; por encima de los placeres infructuosos que rozaron la epidermis de la muchacha en su existencia frívola, el corazón anuncia que ha llegado la hora de sentir. Pero este latido cordial, que se inició con arrogancia, fluctúa con timidez, paralizado por el frío interior del espíritu, donde ya no fulguran los ojos de Carlota.

Cuanto de esta mujer supo Regina, parecióle un hermoso cuento, igual que tantos otros imaginados ó leídos: desde las suaves nieblas de la infancia hasta los presentes días obscuros, de congelado abandono, fué la imagen de la Bella durmiente para la joven «erudita» una especie de símbolo, de conseja moral, tan fantástica como las leyendas que la embelesaron en el Rhin cuando empezó á recorrer el mundo. La sublimidad de Carlota, liberta de su cruel esclavitud por el amor, y esclava, por el amor mismo, en un convento, resultábale á Regina tan misteriosa y vaga como el impulso de «la novia de Rolando», cautiva de sagrada clausura por creer á su amante víctima de la guerra. El drama del Robledo, más sensible para la curiosa que aquellos otros aprendidos en papeles y viajes, cayó en las penumbras de la fábula ante el incógnito de la protagonista, que ama, padece y se inmola «desde lejos», igual que en las novelas, lo mismo que en los romances y en las historias del Flos Sanctorum...

Mas he aquí que la noble Musa de aquel poema de amores y piedades se aparece á la incrédula, y despertándola de su sueño interior, la detiene y la dice:

—«¿Adónde vas, Regina?...»

Y aunque por su hermosura y raras prendas tiene Carlota mucho parecido con las heroínas de los cuentos, bien claro está que no bajó de las nubes ni brotó de un arbusto, sino que llegó en un tren á Torremar y al Robledo en un coche, cruzando á pie una parte de la selva para acortar camino.

Segura está Regina de que la Bella durmiente, con su traza de aparición y sus frases de parábola, es una pobre mujer que lucha y gime; pero también es cierto que la vió sonreir con placidez suavísima, y levantar los ojos al cielo con divino arrebato, al través de la niebla de sus lágrimas...

—¿De modo—pregúntase la razonadora,—que en el amor hay dolor y en el dolor hay transportes de alegría?

Se detiene vacilante, desesperada, añadiendo:

—¿Y nunca podré amar?

Desdeña su mala condición; supone que hay una raza escogida de seres enamorados y piadosos, á la cual no pertenece; pensando que está condenada al martirio de la incredulidad, recuerda cómo otra vez bajó de una cumbre, igual que ahora, huyendo del amor y del sacrificio, con espanto de réproba; fué en los Andes, en la cima del mundo; creyó amar y sufrir, y amores y dolores se le escaparon en un gemido de impotencia y cobardía, delante de una cruz...

Pero al descender por la pendiente del Robledo, el temor de Regina es menos trágico que en aquella fuga memorable; tal vez porque la cruz que hoy vió en la cumbre se muestra más humana y el monte más asequible... Celestial misericordia protege á la infeliz, que busca y huye, que asalta con el duro análisis de su inteligencia las sagradas razones del sentimiento y del corazón; se ha humillado con piedad infinita el símbolo cuya grandeza majestuosa hizo temblar á la viajera rubia; y desde la cordillera gigante donde parece que sólo Dios puede alcanzarla, ha bajado la cruz, en forma sumisa de mujer, á un montecillo dócil y extendiendo sus brazos de carne temblorosa, ha dicho con una voz muy dulce, delante de la obsesa:

—«¿Adónde vas, Regina?...»

Quisiera responder la moza y mira al cielo, porque siente, aunque no se lo explique, cómo baja de allí la solemne pregunta. Ya cae la sombra; las nubes se han aligerado al roce del crepúsculo, con esa inconstancia propia de los norteños celajes; y ha encendido la luna su pálido fanal, que parece verter al mismo tiempo el silencio y la luz sobre la tierra. Largos y obscuros los perfiles de los árboles, se inclinan reverentes al paso de la rubia señora, que abre su alma al secreto de la noche, sintiéndose presa de una fe que no cree en nada, y de una emoción sin nombre ni rumbo, que ensancha su cauce poco á poco, bajo la nieve del entendimiento.

En una vuelta del camino, ya cercano el arrabal, Velasquín detiene á su esposa:

—Pero ¿no me esperabas?—interroga alarmado.

Y ella sorprendida, con el rostro encendido por súbita perplejidad, no sabe qué decir; siente deseos de mostrarse cariñosa, y recuerda sus ocultos reproches contra Adolfo... ¿Los merece?... En la duda benigna que le asalta, decide callarlos, y aduce amable:

—No llegué á casa de Ramírez, porque he visto á Carlota.

—¿A Carlota?—Velasquín sospecha que su mujer no está en sana razón. Pero Regina asegura:

—Sí; ha llegado esta tarde en el tren correo; cuando yo cruzaba la selva la encontré; dejó el coche en el camino real para subir por el atajo.

—Entonces no avisó la llegada.

—No; quería sorprender á sus hijos.

—¿Y hablaste con ella?

—Hablé mucho.

—¿Cómo la conociste?

—Apenas ha cambiado; siempre está hermosa... Ella me conoció también.—Hay tanta dulzura en la expresión de estas frases, que Adolfo, maravillado y crédulo, se siente muy feliz. La esposa continúa con naturalidad:

—No era oportuno que hoy fuésemos de visita.

—¡Claro!... Pero es muy tarde para que vuelvas sola.

—Me entretuve... ¡y anochece tan pronto!

Quiere Regina cambiar de conversación; se apoya en el brazo de Velasquín, y ambos sienten la dulzura de aquella intimidad. El Cantábrico, movido y bullicioso, dice á la costa su amenaza bravía, y al son de las airadas voces, la señora murmura:

—Ya no sales en el Reina...

—Porque todos los días se anuncia un temporal.

—¿Tienes miedo?

—¿Miedo?—protesta el joven sonriente.—¿Tú me juzgas miedoso?

Evadiendo la respuesta, dice Regina, irónica á pesar suyo:

—Me entusiasman los hombres temerarios.

Y flotan estas palabras, como señuelo de combate sobre el perfume de amor y de ilusiones que va dejando en pos de si la elegante pareja.


VII

entre el cielo y el mar.—el placer del peligro.—la mujer y la ola.—espejo de nautas y desengaño de galanes.

Ventaba el Noroeste, con barruntos de galerna, cuando Velasquín salió de su casa, huraño y triste, huyendo la melancolía de aquel hogar enfermizo, donde la juventud y el amor tenían semblantes de fracaso, de pesadumbre y de vejez. Los recios soplos del vendaval, saturados del aura salobre; los aguileños perfiles del suburbio marinero, encaramado con valentía en los zócalos y contrafuertes de la sierra; la anchura majestuosa de los cielos y las aguas dieron súbita energía al corazón de Adolfo, siempre dispuesto por los pocos años á recobrar los bríos de su temple viril.

Para escuchar mejor los retumbos del oleaje, llegó al borde aspérrimo de los cantiles y sentóse á horcajadas en un ingente colmillo de la roca, bauprés inmóvil sobre las férvidas espumas, ariete formidable de los vientos, heroico brazo tenso hacia el mar, como el reto de un dios... Erguido en tan áspera silla, entre los aletazos del Noroeste y el ronco son de las olas, imaginóse por un momento Velasquín llevado en furioso galope, al través de las tormentas, sobre los duros lomos de un caballo salvaje; oprimió con ansia la roca, igual que antaño su bridón, cuando impaciente cabalgaba en busca del Robledo; mas una racha cruel, cogiendo al mozo de improviso, estuvo á pique de dar con su vida y sus sueños en el hondo sepulcro de las olas.

Temeroso del riesgo inútil, volvióse al arrabal y vió en la cumbre del monte la casita blanca y verde, la casita triste, nido de amores y desengaños. Allí, en el balcón del gabinete familiar, estaba la dama rubia, siguiendo con los ojos los pasos de su marido, tal vez burlona, compasiva tal vez... ¿Por qué raro engarce de pensamientos, por qué misteriosa corazonada sintió Velasquín entonces, más fuerte que nunca, la decepción de su esquivo matrimonio? ¿Por qué voluble asociación de ideas imaginó mirando al mar y mirando á Regina, que ambas, la ola y la mujer, eran igualmente bellas y peligrosas, atractivas y falaces? Movido Adolfo por el ímpetu de su juventud, por el resorte de sus deseos, hubiera querido ahora juntar en un solo abrazo á la mujer y al mar, y hacerlos suyos para siempre, con absoluto dominio. Pero el mar y la mujer estaban allí, como dos esfinges, sin descubrir el secreto de su perfidia y de su hermosura.

Todo esto pensaba Velasquín muy vagamente, ó, mejor dicho, lo presentía, mientras que se alejaba con lentitud del hogar montesino y triste, acercándose al puerto con el ansia secreta de vencer al mar delante de los ojos de la mujer. Desde las últimas atalayas de la costa contempló la bahía rizada por el viento; la ciudad vetusta, mezcla de marinera y labradora, diestra en el manejo del dalle y de las redes; las montañas, de colores umbríos; el cielo, nuboso y gris; el mar, blanco de espumas... El espectáculo de la naturaleza era un tónico para su espíritu, lleno de preocupaciones íntimas y crueles, inficionado de misteriosa enfermedad. Sólo en los fuertes goces de la montaña y la marina, en los placeres rústicos, en las empresas difíciles, ejercitando sus artes de nauta y de montero, podía hallar equilibrio y expansión aquel muchacho varonil y francote, unido á una mujer toda melindres, sofismas y tristezas. Pero ni aun así se veía libre enteramente de la malsana sugestión de su esposa; hechizado por ella, sin saber cómo, abandonábase á su influjo hasta caer de nuevo en las prisiones de su hogar, que le atraían con imanes y vértigos de abismo.

Llegando al puerto, después de breve paseo por la costa, miró Velasquín el horizonte de la bahía, con la obsesión del mar, imagen de sus turbios amores. Arreciaba el Noroeste; un cinturón de espumas señalaba con vigoroso pincel la barra del puerto; las olas se teñían de un color gris, de reflejos metálicos; las banderas de los buques surtos al abrigo del muelle, tremolaban con ímpetu, sacudidas por el vendaval, y, en primer término, sobre las ondas más tranquilas; se columpiaba airoso el Reina, bien señalado por su arrogante grimpolón azul.

Apareja, que vamos á salir—díjole Adolfo á Pablo el marinero, que paseaba ocioso y mustio por el muelle.

—¿Con este tiempo?—repuso el «segundo de á bordo», mirando alternativamente al cielo, al mar y á las banderas temblorosas.

—Con este tiempo.

—¿No ve cómo sopla el Noroeste, y con rachas poco nobles?...

—No importa, Pablo.

—Bueno, voy á avisar...

—No avises á nadie; vamos tú y yo solos.

—¿Solos?—interrogó pasmado el marinero.

—Si no te atreves, dilo, y buscaré quien me acompañe.

—No es que no me atreva, señorito; peores tiempos ha pasado uno. Sino que el barco es grande, y ¿cómo hemos de estar á la maniobra con este día? Si usted gobierna y yo quedo á proa, ¿cómo voy á atender á todo?

—Ya nos arreglaremos. Anda listo si quieres...

Calló Pablo y se alejó moviendo significativamente la cabeza. De pronto, volvióse para preguntar:

—El foque pequeño... ¿no?

—El grande y sin arrisar nada; no toques al «roling».

—Dirán que estamos locos...

—Que digan lo que quieran.

—Iremos, si es capricho.

—Lo es.

Pablo embarcó en el chinchorro, bogó hacia el balandro, y una vez en él izó la vela mayor, dejando dispuesto el foque.

Luego tornó al muelle para buscar á Velasquín.

Quedóse un momento solo y sin tripular el Reina sobre la poderosa ancla y los fuertes arpeos. Arriados los foques y cautiva la caña, ceñíase el viento á la vela mayor y hacía dar muy graciosas vueltas al balandro. Tomaba éste el viento, cedía, se atravesaba, le ponía la proa, y el aire, entrando á ras del palo, sacudiendo la relinga, daba un aletazo á la vela, y de nuevo comenzaba el alegre baile del donoso batel, entre vivos cabeceos y rápidos tumbos, hasta quedar proa al viento.

Saltó á bordo Velasquín, miró allá arriba, á la cumbre del arrabal, y avizoró al punto, en el balcón de la casita blanca y verde, la figura de la mujer y en sus manos un pañuelo sacudido con fuerza por el aire, quizá, también, por el terror. Que como algo se le alcanzaba á Regina en las cosas del mar, por la costumbre que de ellas tuvo desde la libre niñez, harto debía presumir que embarcase con aquel día y con todo el aparejo era una loca temeridad.

Pero Velasquín, sonriendo orgulloso y decidido, se puso al timón y asió la caña, mientras Pablo fué junto al mástil, aclaró las drizas y las hizo funcionar. A poco, se elevó majestuosamente uno de los foques y luego el otro, aleteando soberbios y azotando el aire con los látigos de sus escotas. Cazadas éstas, arrióse la de la mayor y quedó el balandro en franquía. Saltó el Reina sobre las espumas, viró con gracia, y, escorando hasta mostrar la línea verde de su casco finísimo, acercóse á los cantiles donde poco antes abarcara Adolfo con ímpetus y codicias los misterios de la mujer y del mar.

—Ya no me preguntará si soy cobarde—dijose el bravo nauta, pensando en Regina con indefinible emoción. Puso luego la proa en derechura del formidable contrafuerte, y cuando parecía que el balandro había de estrellarse en las piedras, viró de súbito: las velas temblaron un instante y cambiaron luego de posición; cayó el bajel sobre el costado de sotavento, no sin meter en el mar parte de la cubierta, y navegó en busca de la barra. En lo alto del mástil pudo ver Regina, desde su nido aguileño, la orgullosa inicial de su nombre, diciéndole adiós, sobre el raudo grimpolín que se estremecía en el tope.

Domeñadas las hirvientes espumas de la barra por la ligera quilla de la nave, llevóla Adolfo mar adentro, sin cambiar el rumbo: iba «á un largo», pero como la costa se hallaba cerca, el viento ya no daba más de sí ni era posible seguir ciñendo; fué preciso virar.

—¡Listo!—gritó Velasquín—. Y Pablo ejecutó la maniobra mirando hacia arriba con ojos escrutadores, mientras las olas saltaban á la cubierta rugiendo ante la resistencia del timón, y la caña temblaba en las manos del audaz piloto, vibrando como sensible telégrafo que transmitiese á las lenguas del mar los pensamientos del hombre.

Saltó de pronto una ráfaga y oyóse un crujido.

—¡Orce todo y póngase á la capa—vociferó Pablo con viva angustia,—que nos va á faltar el mastelero!

—¡Qué á la capa; á la vía!—repuso Velasquín.—¡Esto es hermoso!

Y el balandro siguió su carrera loca entre las irritadas espumas, irguiéndose con terribles saltos como si fuese á volar, cielo arriba, con las alas crepitantes de sus velas, y escorando después, á riesgo de hundirse en las abiertas fauces del mar. Los lonas, henchidas por el viento, gemían trépidas, y el agua, turbia, crespa, rebelde, saltaba como sacudida por interiores y profundas cóleras.

Sentíase Velasquín orgulloso de su propia temeridad, con la embriaguez del peligro, fascinado por la hermosura trágica de la escena, azotado por el viento, estremecido por las olas, presto á domeñar las fuerzas inertes de la naturaleza, allí entre dos abismos indómitos y al alcance de las miradas de Regina. Puesta la mano en el timón, igual que en un cetro, contemplaba el joven las revueltas ondas, que se erguían junto al balando, flexibles y elásticas, muelles, redondas, insinuantes, como brazos y senos de mujer, coronadas de espumas, de flotantes cabelleras con rizo de nieve. El hondo piélago sabía también de carantoñas y de halagos para esconder falsías y traiciones.

De nuevo se oyó, con más fuerza y estruendo, el crujido del mástil. Pablo se puso en pie y clamó:

—¡Arribe, don Adolfo; arribe y cace escota!

Mas ya era tarde. Roto el mastelero por la encapilladura, vínose abajo con temeroso ruido y quedó pendiente de las jarcias; aflojóse el estay, cayó la vela, y escoró la nave, á punto de rendirse. Sin pérdida de tiempo se puso Pablo á desatar las drizas; pero la balumba de cuerdas y lonas abofeteadas por el vendaval, crujía y aleteaba, como un albatros herido de muerte.

Miraba todo aquello Velasquín, ajeno á los peligros del naufragio, con el hechizo de un pañuelo que viera tremolar allá arriba en la cumbre serrana. Por una especie de telepatía misteriosa, aquel pañuelo, agitado con angustia en las manos de una mujer, dió al mozo alas y bríos, le empujó mar adentro, hacia el abismo traidor.

Oculta estaba la ribera tras el hervor del oleaje; pero las peñas del arrabal, escalando el horizonte obscuro, se dibujaban sobre el fondo gris del cielo con la robusta crudeza de un agua fuerte. Los matices sombríos de la montaña; la recia arquitectura de las rocas; el bajo vuelo de las nubes; el cariz lúgubre del océano, daban la impresión de un lienzo de tragedia, de un crepúsculo universal.

Hay horas en que los hombres más cabales se sienten arrastrados por una fuerza secretísima, invencible, superior á los bríos de la voluntad y la razón; así, Velasquín, el mozo alegre y ligero, movido de extraños resortes, jugaba con la vida y con la muerte, como un sonámbulo. ¿Era la sugestión de aquellos ojos, clavados con ansia en el mar desde la casita blanca y verde? ¿Era el embeleso de aquellas olas, bellas y falaces como los ojos de la mujer?

La furia de un maretazo despertó al joven de su tórpido ensueño; recobró el instinto de la vida, y ordenó á Pablo, que se debatía entre las revueltas jarcias:

—¡Deja eso, deja eso!... ¡Pícalo todo!

Y como Pablo no le oyera con el ruido del mar, abandonó la caña diciendo á grandes voces:

—¡Gobierna tú, gobierna tú!...

Después abalanzóse á proa, con su cuchillo en la mano, para cortar las cuerdas. El marinero llegó al timón, pero antes de coger la caña se atravesó la nave al mar y al viento; hincharonse las velas, y de repente, advirtió Adolfo que el foque grande, que tenía en banda las escotas, se le arrollaba al cuerpo, le envolvía con ímpetu y le arrastraba al abismo. No vió el agua, pero la sintió en las piernas, al través de la lona que le ceñía; después en la cintura, en el pecho, en la boca y en el alma, con una frialdad y una amargura que parecían de otro mar... Quiso defenderse, mover los pies y las manos, dar un grito; pero hallóse mudo, inerme, ciego, cautivo en el abrazo pérfido y suave del lienzo y de las olas, arrastrado entre dos aguas, en desenfrenada carrera, á remolque de la bravía embarcación, como vencido paladín á quien ataran á la cola de su propio corcel.

En vano el marinero rompió en desaladas voces y procuró izar á bordo el peregrino sudario. Ya el pobre Velasquín, en los umbrales de la muerte, veía por última vez, con los ojos del alma, una cumbre negra, un pañuelo blanco, una figura de mujer, y una ola flexible, muelle, acariciadora, que parecía el símbolo y el retrato de aquella mujer... hermosa y pérfida como el mar.


VIII

la lámpara vigilante.—rescoldos de la tragedia.—los dos médicos.—no puede ser...—epílogo á la historia de la «bella durmiente».

Caen los copos de nieve con misteriosa lentitud, en la fría serenidad de la atmósfera, semejantes á lágrimas de los cielos, á vedijas de nube, á pétalos de nardo, vistiendo la tierra de apacible resplandor. Hoces y cuetos, pinos y rocas, ceñidos por el cándido ropaje, pierden la aspereza y rigidez de su color y sus perfiles; sólo la mancha cruda del mar, de un gris metálico, desgarra como una hoja de acero la blandura de los horizontes, y finge un ceño sombrío en el manso cariz de la mañana.

Desde el fondo de su aposento Regina escruta el paisaje con obstinación acerba, y torna á menudo los ojos al saloncito, bañado en el claror de la nieve, mira que te mira, halla en esta luz un tinte lúgubre de mortaja y á la vez una implacable intensidad que alumbra los más ocultos pliegues de la conciencia.

De cuantas sutiles enfermedades adoleció Regina, ninguna fué tan dolorosa como esta que padece al resplandor de la nevada, en la más triste soledad: sufre mareos y náuseas, y tiene delirios como antaño; tan pronto la persiguen aciagas visiones, como yace en sopor febril, entelerida y absorta. Pero al través de los porfiados sueños, lo mismo que en las crisis de agitación, arde en la penumbra de aquella cuita una lámpara vigilante, que muestra las memorias y las sensaciones con rútila verdad. A cada fase de la extraña dolencia, siente Regina en el fondo de su espíritu resplandecer el invisible fulgor, y tirando del crespón sombrío de sus dudas, confirma valerosa:

—Estos son remordimientos.

En la ondulante blancura del arrabal imagina á veces la vela enorme de un balandro monstruo, la trágica vela que envolvió á Velasquín y le meció en las olas hasta ahogarle. En estos minutos de obsesión, para Regina ha naufragado toda la tierra; sólo vive del mundo una líquida llanura sobre la cual flota aquel sudario, resto de la hecatombe... ¡Y cómo finge el mar; qué traidor es! Se está en su sitio, mudo y ceniciento, con traza indiferente, y bajo las espumas de sus crenchas guarda con avaricia despojos de ilusiones, cimientos de hogares... Pensando así, la dama prorrumpe:

—¡Como yo, igual que yo!

Hace de si misma un análisis despiadado; inocente se finge ella también; sola y callada, oculta allí su luto... nadie dirá que empujó á su esposo hacia el peligro, hacia la muerte... nadie supone que bajo el oro de los bucles nievan los remordimientos en la conciencia de la viuda. Pero ella sabe que pronunció unas imprudentes palabras contra la valentía de aquel mozo apasionado y sincero; sabe que le estimuló á un combate inútil, á una lid temeraria y estéril, y se siente culpable de haber arrancado, á traición, las raíces de aquella vida lozana, de haber destruido los cimientos del hogar. Todas las expiaciones le parecen pequeñas para tan graves culpas: que ya la tierra no resucite dentro de su mortaja; que el horizonte semeje, como ahora, la vela de un balandro gigantesco; que siempre el mar escuche, turbio y silencioso, el albo secreto de la nieve, y que la dama rubia viva infeliz años y años, mirando ese paisaje, abriendo su conciencia á esa luz cegadora que la espanta...

—Aún es poco—murmura con ansias de padecer. Y no es que busque la felicidad incomprensible de que le habló Carlota. Está segura de no merecer ningún alivio, ninguna esperanza: sus pesares serán siempre duros, helados, secos; Dios la castiga á sufrir sin llorar; á reconocerse culpable sin emoción, con un sentimiento de justicia, recio y firme, esclarecido por ignoto luminar, sereno y helado como el que reverbera sobre la nieve.

Ya Regina no confunde la maldad con la virtud; ya no fomenta en sus íntimos coloquios la duda de «dónde acaba el bien, y dónde empieza el mal», tópico de que los «amorales» suelen servirse para disculpar sus errores. La clarividencia de la razón empuja hacia la superficie el fondo de bondad de aquel carácter, y Regina tiene ahora grandes repugnancias hacia cuanto no brille limpio y virtuoso, á la vez que se aferra con todas las energías del entendimiento á lo más sano y puro que conoce. De tan profunda transformación dimana el menosprecio que hace de si propia; el afán con que quiere castigarse y padecer, para contribuir al equilibrio de la justicia. Y de la fuerza misteriosa que hay en este humano propósito, la dama colige que sus afanes tienen arraigos de eternidad. ¡Pero la fuente del sentimiento perdura cautiva, acaso negada para siempre al pobre corazón, loco de sed!

En vano Regina pide lágrimas y oraciones para regar los áridos caminos de su arrepentimiento; sufre con los ojos enjutos, con los labios rebeldes á una deprecación que no brota de su alma. Muchas veces recuerda la pesadilla delirante que padeció en Spa, cuando quiso interceder por su hermano y se le negó á ello el corazón; mas, al fin, arrodillóse la colosal cabeza de aquel sueño, y oró la niña visionaria y dichosa. De semejante deliquio se reanimó la viajera rubia, sonriente y despreocupada, mientras que hoy, la mujer que padece y busca, sabe que está despierta y se reconoce acreedora al castigo de no encontrar los dulces manantiales de la oración y el llanto.

—La que ambicionó entender alegrías y dolores, y quiso gustar la vida sólo con la inteligencia, está bien condenada á no sentir—murmura la señora.

Conoce que se ha fabricado el propio suplicio; ella cegó con hielo de sofismas y argucias las fuentes redentoras de su alma; ¡por eso la luz que se hace en su razón alumbra un páramo de nieve!

Anonadada la infeliz, se humilla á los consejos del sacerdote, del viejo y buen amigo que no abandona á su triste feligresa. Y aquel salón minúsculo, cerrado á la batalla de reconquista que el señorío de Torremar intentó con pretextos de pésame, se abre á don Amador, y se puebla de murmullos piadosos casi todas las tardes...

No necesita el sacerdote preguntar hoy cómo sigue su enferma; pulsa con una mirada el sediento corazón que se asoma á los ojos de la joven, y se duele:

—¡Estás lo mismo!

—Siempre estaré así...

—Siempre, no. Dios te acendra, porque te elige y te destina sus divinos consuelos... ¿Lo dudas?—añade el apóstol, ante la incertidumbre de la dama.

—No lo puedo creer—responde ella con desconsolada sinceridad.

—Pero, ¿quieres creerlo?

—¡Oh, sí!

—Eso basta, por ahora, hija mía, eso basta; no te desanimes. Ten fe... siquiera en tus nobles deseos de sentir y de amar... Ten esperanza en tus altos propósitos...

Regina baja la frente suspirando.

—Reza con humildad—continúa don Amador.

—Es que no puedo.

También el sacerdote inclina la cabeza, y tras una pausa, dice:

—Aunque sólo sea con los labios, reza, hija mía.

—¿Y será eficaz?...

—Muy eficaz, por ahora—repite el cura.

Ella quiere alentarse; alza los ojos con un giro de confianza, y toda la crudeza del horizonte se le mete en el corazón. Viéndola tan abatida, el párroco le ofrece:

—¿Quieres que yo te guíe?

La viuda dice al punto que sí. Y repite como un eco las jaculatorias breves y dulces que el anciano recita con mucha suavidad, según conviene al espíritu vibrante de la enferma. Cuando se deshace aquel grupo conmovedor, tiene el sacerdote los ojos llenos de lágrimas, y los de Regina quieren sonreir con gratitud.

Sin miedo al temporal, ofrece el cura volver pronto y se despide conmovido, lleno de lástima. Detrás de los cristales la señora le ve marchar: camina con torpeza sobre la nieve; el manteo flota mecido por un aire de nevasca, sutil y asolador, y produce rumores sordos, como de alas ó de velamen, hasta que ya los pasos del apóstol se extinguen con aterciopelada blandura en el paisaje raso y tupido...

Llegando la noche, Regina se sintió más cansada que de costumbre; cansada de la taciturna quietud de sus meditaciones y tristezas. Ya al caer la tarde le acosó á la dama un desfallecimiento profundo; y las tres mujeres que la sirven y la miman, llenas de piedad y cariño, reconociéronse inútiles para darle ánimos.

Dolores, tan penetrada como Eugenia de aquella punzante desventura, huye del cuarto de la señora con delicado escrúpulo de misericordia, como si le alcanzara un asomo de culpa en aquel duelo inconsolable.

El hecho de que Pablo, con toda su intrepidez y adhesión no lograra salvar al señorito, colocó á la pobre familia del marinero en un doble caso de pesadumbre. Desde el juez, que oyó las declaraciones del único tripulante del Reina y hasta el hermano de la víctima y la propia viuda, todos hallaron verosímil y sincero el relato lamentable; todos sabían que aquel rudo y valiente mozo trajo con Velasquín, entre la vela del yate, amortajados para siempre, su bravo orgullo de hombre de mar y su confianza en el destino.

El desconsuelo de Pablo era conmovedor. Se arrepentía con obstinada queja:

—¿Por qué le obedecí? ¿Por qué salimos solos, si era una locura?—Lloraba como un niño, y por primera vez en su vida tuvo fiebre y necesitó guardar cama. Apenas hizo entrega en el muelle de su triste cargamento, hurtándose á los brazos de su madre y á las preguntas tumultuosas del vecindario, corrió á buscar un rincón en la casucha de un camarada y escondióse, hosco y rendido, luchando muchos días con la calentura y con la pena. Cuando su robustez venció aquel violento desequilibrio nervioso, fué imposible convencerle de que volviera á casa de Regina.

—¿Para qué?—preguntó.—En el jardín no me necesitan ahora; en el mar tampoco... ¡No hago falta, no hago falta!...—repetía consternado. Por fin acudió obediente al llamamiento doloroso de la señorita. Ella quiso verle para identificarse más con la terrible aventura, escuchándola de su único testigo: anheló conocer todos los pormenores de la catástrofe para reconstruir en su imaginación el cuadro siniestro y guardarle esculpido en la conciencia, como perenne acusación contra si misma.

Al entrar Pablo en la estancia, empujado por su madre, le tendió sus dos manos la señora; y el pobre marinero, tan tímido otras veces, halló en su propia emoción una hermosa actitud de humildad y de elocuencia; cayó de rodillas delante de la viuda murmurando:

—¡No le pude salvar ni á costa de mi vida! ¡Lo juro... lo juro!...—Chispeaba el sudor de la angustia en su frente morena, y todo el cuerpo juvenil se remecía con el ímpetu de la devota confesión.

Eugenia y Marta lloraron en silencio; y Dolores, al otro lado del dintel, rompió en sollozos amarguísimos ante un dolor tan semejante al que ella memoraba toda la vida. Propensa al llanto, con esa blandura propia de las almas sensibles, no comprendía la infeliz mujer cómo aquella otra viuda, al borde mismo de la cruel desgracia, devoraba su quebranto con los ojos ardientes y los labios mudos, sin una lágrima ni una queja.

Así estaba Regina. Hizo á Pablo sentarse al lado suyo, preguntándole con prisas febriles todos los detalles del dramático suceso; y al cabo de la triste relación, mostróse muy afable con el mozo, instándole á continuar en la casa, tal vez con el secreto designio de que su presencia quedase allí á manera de clavo, fija y traspasadora, en un arrepentimiento siempre agudo. Pero el muchacho logró evadirse:

—No, no; se me hace «de mal»,—afirmó—me da en cara, señorita; más «alante», si es caso, volveré.

Y salió pesaroso, quebrantado, como si hubiera corrido otra borrasca.

Con aquella misma expresión de cortedad evitaba Dolores, en lo posible, encontrarse con la señora; parecíale que en los ojos, aun al través de lágrimas, le veía ella lucir el júbilo de que Pablo viviese; y olvidando, humilde y generosa, que también el mar la había hecho viuda, imaginaba que el resplandor de su alegría de madre era hostil al pesar de la joven. Así los suspiros y los rezos de la buena mujer rondaban en torno del aposento de Regina, como un tímido homenaje de gratitud y de fervor en tanto que Eugenia y Marta pretendían acompañarla y distraerla.

Pero hay tales inquietudes en sus esfuerzos, y se las ve tan desanimadas y confusas, que Regina recuerda, involuntariamente, la época de su desamparo y soledad, entre un niño moribundo y una mujer aturdida, allá en playas remotas...

Esta misma noche, las dos enfermeras se anonadan y confunden ante el decaimiento de la dama; van y vienen á su lado, torpes y afligidas, sin atinar con un buen remedio.

Eugenia se enjuga los ojos por los rincones, con disimulo pueril: ¿Irá á morirse también su Regina, lo que más ama en el mundo? La adicta servidora ha visto doblarse á su alrededor tantas juventudes, que una desconfianza profunda le hace temblar. A este punto, por los resquicios de los balcones se desliza una imperiosa ráfaga de viento, y el ludir de algunas puertas produce medrosa resonancia, como si por la casita montés, arrebujada en la nieve, atravesare un soplo de espanto.

Hace Marta, temblorosa, la señal de la cruz, Dolores se apresura á revisar fallebas y cerrojos; y trata de serenarse Eugenia, respondiendo á la muda interrogación de Regina:

—Saltó el ábrego... Así desnevará primero...

Aquella noticia no le interesa mucho á la señora, que se quiere acostar, débil y mareada. En tanto que la desnuda, al borde del tibio lecho, preparado con solicitud, Eugenia exclama confidencialmente:

—¡Si fuera verdad lo que don Fermín supone!...

Regina se sobresalta un instante, y murmura incrédula:

—Le engañan sus deseos, como á ti.

—Pues tiene muy buen ojo y dicen que nunca se equivoca.

—No es infalible... Yo no espero nada.

—¿Por qué, criatura?... Ya ves que los síntomas...

—Pueden obedecer á otras alteraciones de salud... Acuérdate de Spa y de Ensenada. El mismo don Fermín cuenta que es muy obscuro ese primer período... Nada espero—repite—. Y se encoge, tiritando de frío, en el confortable refugio de su cama de nogal, viejo mueble que fué tálamo de varias generaciones; que sabe de lágrimas y de suspiros; de ansias virginales y de insomnios dolientes; de vidas que surgen y de existencias que agonizan... Hoy le toca sufrir el temblor de un cuerpo joven y hermoso, cárcel de un alma toda luz y hielo; toda conciencia y quebranto...

Crece la noche y desfilan una vez más por la memoria de la viuda los acontecimientos de los treinta días horribles transcurridos desde la tragedia: allí está palpitante, la mortal inquietud de aquellas horas, cuando primero vió á Velasquín errar por la marina, solitario y tenaz, como atraído por las espumas y los clamores de la marejada, y á poco le descubrió en el Reina, solo con Pablo, en desatinada aventura; después, la espera congojosa junto al balcón, atalayando el horizonte hasta que aparece el yate á la vista, desmantelado y á remolque de un vaporcito en demanda del puerto; casi en seguida Timonel, que llega sin saber lo que dice; semblantes que gesticulan en el arrabal; Dolores que vuelve riendo y llorando y que á las preguntas locas de Regina responde al fin:

—El señorito Adolfo... viene herido...

Trata la esposa de correr al encuentro de aquella desgracia y la detienen; la empujan hacia su habitación, donde no escuche las voces de la calle: aterrada, inquiere, suplica la verdad del siniestro, y el espanto de todas las caras le responde... De pronto entra Manuel, blanco, transido, y en impulso fraternal y conmovedor, ofrece los brazos á la viuda. Pero ella, con la arrogancia heroica de quien se confiesa públicamente, grita:

—No; no me toques. Yo tuve la culpa de su muerte: le llamé cobarde y arrostró el peligro para probar que no lo era... ¡Yo tengo la culpa!...

Todos creyeron que el dolor la extraviaba; pero Manuel la miró á los ojos fijamente y huyó sin volver la cabeza... El fúnebre cortejo que subía hacia el arrabal cambió entonces de rumbo y descendió al valle... No protestó Regina de que le arrebataran los despojos de su marido, porque se consideró indigna de hospedarlos: cerró su casa á las importunas curiosidades de Torremar; abrió su espíritu á las voces de la conciencia y quedó escuchando la posa de muerte que durante nueve días rodó sobre la población en frecuentes lamentos.

Cuando llamaron á don Fermín, creyendo muy enferma á la joven, ya don Amador ofrecía su asistencia piadosa, sin que le llamaran. Ambos fueron recibidos en calidad de médicos, sin ilusiones pero sumisamente; y ambos aplicaron sus medicinas con misericordia y ternura sobre el alma y el cuerpo de la infeliz. Mientras el sacerdote procuraba reanimar aquel espíritu helado, recetaba el doctor pócimas calmantes y repetía un augurio muy dulce al oído de la mujer. Ya otra dos veces en aquella última temporada y respondiendo á las consultas de Adolfo, don Fermín calificó de síntomas de embarazo las rarezas observadas en Regina; su propensión á dormirse; sus disparatados sueños; y aquella actitud de sonambulismo que al esposo alarmaba tanto. Pero la dama encogía los hombros, en la crisis profunda de su indiferencia, diciendo vagamente:

—No puede ser.

Y al sentir de nuevo el roce balsámico de aquella esperanza, consciente ahora, segura de no merecerla, repite:

—No puede ser.

Mas don Fermín, en su reciente visita, ha insistido sobre este punto, casi con certidumbre, anunciando gravemente:

—Volveré un día de éstos y saldremos de dudas.

Un escalofrío de sagrados temores estremece á Regina cuando recuerda que el plazo va á cumplirse, y que su destino está pendiente de las palabras que el médico pronuncie. Pues aunque echó la muchacha la llave á todas sus ambiciones, como un castigo que se impuso, la profesía consoladora filtra en aquel espíritu desierto un blando soplo de ilusión, igual que el ábrego reinante introduce por hendeduras de las puertas sus audaces silbidos y sus rachas impetuosas...

En el insomnio de Regina hay esta noche un tumulto de imágenes. El cuerpo gentil que tiembla en la cama de nogal, está agitado por la fusta de muy distintas memorias... Al romper la mañana debe celebrarse, en la capilla de los Velascos, el casamiento de Ana María y Manuel; silencioso y triste como el que antaño se celebró en la parroquia; también ha de oficiar don Amador emocionado, y han de servir de padrinos una llorosa dama y un caballero melancólico; también en la penumbra una mujer llorará, de hinojos... Pero los desposados que se arrodillen entre doña Mercedes y Carlitos, los novios de esta otra mañana decembrina, van á recibir un sacramento con la frente serena y los corazones henchidos de piedad y de amor: la sublime locura de la Bella durmiente, contenida en íntimos sollozos, será ejemplo admirable de celsitud y sacrificio, allí donde la novia de Gabriel hubiera lamentado á voces su frustrada felicidad. Y si otros pesares menos ocultos enlutan el recinto y mojan de lágrimas las oraciones de la boda... bien sabe Regina quién los ha provocado, y en qué pecho repercuten con gritos de expiación. El matrimonio, en apariencia semejante al que la dama rubia conmemora en cruel aniversario, sabe ella que es en el fondo muy distinto del suyo, y admira con humildad sus nobles fundamentos: quiere Carlota partir con su hijo para consagrarse á levantar el vuelo de aquel mustio corazón, en saludable mudanza de horizontes; pero antes paga sus deudas de gratitud á la ilustre familia de Velasco y ofrece á su hija la ventura, con suprema generosidad, empujándola hacia el palacio del valle, donde siembre sonrisas y consolaciones sobre la memoria de Velasquín; consiente Manuel, devoto cumplidor de sus palabras y preclaro artífice de bellas obras, y doña Mercedes abre sus brazos temblorosos para abrazarse al «hada del Robledo» como á un providencial refugio... Peregrinos y claros le parecen á Regina estos propósitos que apenas trascienden, ocultos con humilde cautela, bajo la capa misteriosa del destino. Se tiñen de rubor las mejillas de la joven al recordar que pudo confundir lo malo con lo bueno; los intentos obscuros y egoístas, con los altos y hermosos ideales. En las rutas determinadas y frías de aquella alma, ya todos los rincones están llenos de luz; y hasta la mariposa vacilante, pálida como un cirio, que alumbra el aposento de Regina, adquiere una potencia singular á esta hora de confusiones y de fantasmas, esclareciendo la vida entera de la dama rubia.

IX

el ventalle del ábrego.—la ronda de los sueños.—un corazón que nace.—la sinfonía de la nieve.—¡amor!

Amanece; desnieva; el ábrego sacude con ímpetu sus ráfagas de otoño; baja de los montes desmelenado, furibundo, y al roce de su aliento la costa y el valle se derriten en aguas bullidoras.

En el dormitorio de Regina, la débil mariposa, fácula de pensamientos claros y tristes, crepita, tiembla y muere, mientras cauces y arroyos dan curso á la corriente con sonoro cantar. Al cristalino son, ya enervada y rendida, se adormece la dama: entran sus visiones en la niebla del sueño, y aún las alumbra un rayo frío de razón y de luz; una chispa de sol que da en la nieve; un eco de verdad que repercute en el alma. Los seres familiares, mezclados en curioso rolde con otros de fábulas y libros, huyen ante la ensoñadora, en fuga que acelera su velocidad hasta producirle á Regina mareos horribles: al principio, todas las imágenes descubre; pronuncia cada nombre del que pasa, y sabe que al través de ellos sintió curiosidad, inquietudes y codicias...; ¿amores? Mueve la cabeza negando, y á este movimiento, un malestar físico y cruel la punza en el estómago y las sienes... Tornan á girar los semblantes de la ronda, cada vez más de prisa y más lejos; gesticulan como si hablaran, pero ya la señora no los oye, y se tiene que esforzar para distinguirlos: su madre, con el pálido rostro que Regina conoce en un retrato, sonríe, sonríe... aquella expresión resignada se borra al punto, y sólo queda un perfil triste que huye; Jaime corre detrás altivo y hermoso, flotante la artística melena, y recitando coplas; le siguen Daniel, llorando; Eugenia, cansadísima; y Carlos Ramírez con dos flores mustias en el ojal: la «Bernalda joven» se enlaza con don Celso Ortiz; y Ana María y Manuel van muy contentos junto al comisionista de Alcoy, que lleva de la mano á la ninfa Aretusa, en pos de lord Byron y la condesa Guiccioli... Pasan á escape Ibarrola, el doctor Marín y Adolfo Velasco, riendo como unos locos...

Cuando el rolde quimérico da la última vuelta á los pies de la cama de nogal, en una sombra cada vez más obscura, ya en el vertiginoso remolino Regina sólo distingue á Daniel, que rompe la cadena danzante para llorar á gusto: crece su llanto como una marejada, con rumores de manantial; de pronto no es Danielín quien llora, sino doña Mercedes, con la misma voz hialina, semejante á la de un río; y al cabo no es doña Mercedes tampoco, sino «la novia de Gabriel», la que se lamenta, con lágrimas tan copiosas que ya su rumor finge el torrencial estruendo de una catarata... Al fin desaparece «la novia», pero los sones de su llanto suben crecientes á los oídos de Regina; y ya semejan ecos del diluvio, ya estrépitos del mar. Al formidable impulso de tantas aguas, la casita montés se pone en movimiento, deslizándose suavemente, acaso por un río apacible: tal vez por un lago melancólico. La dama rubia renueva sus deliciosas navegaciones por el Rhin, por el Marañón y el Napo: un momento, imagina tripular la piragua de Tlaloc, el dios benigno de las cosechas y las lluvias. Pero de repente la nave toma un ímpetu loco, salta, gira, va á hundirse en el abismo; ¡es el Reina lanzado, con todo el aparejo, entre las olas y el vendaval! La voz de Pablo, ronca y difícil, clama:

—¡Orce, don Adolfo!...

Regina, nauseando, aterrada, tiende las manos con ademán de supremo terror, y otras muy suaves, se las reciben, mientras una voz, limpia y clara como el cristal de una fuente, murmura:

—¡Animos, hija mía!... Ya me ha dicho don Amador que sufres mucho y que estás en camino de santificarte.

Levanta con fatiga sus párpados la joven: un rostro muy blanco y un velo de luto se inclinan hacia ella.

—¿Yo—balbuce—yo santificarme?... ¡Si no tengo corazón!

—¡Si le tienes!—asegura con solemnidad la señora del velo.

—¿En dónde?

—En las entrañas. Escucha... Escucha...

—¡Ah, sí; un latido muy débil, como de un corazón chiquitín, que nace ahora!...—pronuncia Regina, reconcentrándose y sintiendo un blando pulso en lo más íntimo de su ser.—¿Es de verdad?—grita buscando á la dama reveladora, que ha desaparecido.

Acude Eugenia:

—¿Qué te sucede? ¿Estás peor?

Sin contestar, pregunta:

—¿Ha venido Carlota á despedirse?

—Sí; un minuto... Dormías; te dió un beso y salió callandito... Ella y don Carlos se irán en el tren de las once...

No quiere Eugenia comentar la boda que acaba de verificarse, ni remover recuerdos que mortifiquen á su niña: descubre con angustia la palidez de aquel amado rostro, y no sabe qué decir.

Ya están abiertos los postigos: un sol resplandeciente se derrama en el aposento, arrastrándose humilde en la alfombra, escalando los muros, juguetón, y besando los pies de la cama con muchísima finura. Ha cedido el viento, y desnieva en un cándido susurro de aguas limpias y veloces, como aquella que dijo en la musa de un vate castellano:

«Era pura nieve y los soles me hicieron cristal. Bebe, niña, bebe la clara pureza de mi manantial. Canté entre los pinos al bajar desde el blanco nevero; crucé los caminos, dí armonía y frescura el sendero. No temas que, aleve, finja engaños mi voz de cristal. Bebe, niña, bebe la clara pureza de mi manantial. Allá, cuando el frío, mi blancura las cumbres entoca; luego, en el estío, voy cantando á morir en tu boca. Tan sólo soy nieve, no me enturbian ponzoña ni mal. Bebe, niña, bebe la clara pureza de mi manantial.»

En la voz de los cristalinos arroyos, escucha Regina invitaciones tan delicadas como la del poeta; romances y arrullos, arpegios y estrofas que tienen, á su parecer, el blando ritmo de un corazón inocente y chiquitín, oculto en las entrañas de la nieve.

Y así pasa una hora; la dama está mecida por el compás dulce, por el misterioso latido que siente palpitar en cuanto la rodea; silba un tren en la estación del puerto, y el aviso lejano que tantas veces oye la señora como un rumor cualquiera de la vida, la enternece y la turba, al rodar hoy entre las pulsaciones de una fibra secreta, que ha empezado á latir desde que la Bella durmiente aparecióse junto al lecho de nogal y dijo á la de Alcántara:

—Escucha... escucha...

Y cuando Eugenia, sorprendida de aquella inmovilidad, pregunta á la señora:

—¿Qué haces?

Ella responde sencillamente, con maravillada expresión:

—Estoy escuchando.

Luego se ruboriza, se aturde, y declara que quiere vestirse. Pero Marta asoma al gabinete su lindo rostro para anunciar con algún misterio:

—Aquí está el doctor.

Entra don Fermín con aire solemne, saluda y soliloquia:

—Vamos á ver... Vamos á ver...

Quédase mirando á Regina, que se ha puesto muy pálida; la pulsa, y acariciando aquella mano temblorosa con paternal solicitud, trata de entablar conversación para distraer á su enferma; refiere que el temporal le ha impedido venir aquellos días; habla del reciente cambio de temperatura, y cuenta que ha estado en la estación á despedir á Carlota y á su hijo.

—Guapo mozo—medita—y tan adicto á su madre, que da gusto admirar cómo la quiere. Por cierto—continúa, clavando los ojos en la joven—que Carlota me ha preguntado por ti con grande interés en casa de doña Mercedes... Corren por el palacio vientos favorables á tu gentil persona; y has de saber que los han levantado la de Heredia y sus hijos; buena gente, esa dama y esos mozos; ¡interesantes... muy interesantes!...

Regina atiende con síntomas de emoción, tan raros en ella, que don Fermín corta su monólogo de improviso, se levanta de la silla y repite:

—Vamos á ver... Vamos á ver...

Dirigiéndose á Eugenia, advierte:

—Separe usted los almohadones.

Saca luego del bolsillo un estetoscopio, retira alguna ropa de la cama, y, tendida la enferma horizontalmente, la ausculta, primero, con la mano; después, con el oído. A cada nuevo examen, asevera el médico optimista y perspicaz:

—Muy bien... Perfectamente... Perfectamente...

Por último, fija el instrumento en un punto determinado, y dice:

—Helo aquí; el corazón de la criatura.

—¿De qué criatura?—gime la incrédula, todavía obcecada y absorta.

—¡De tu hijo, pardiez!—pronuncia don Fermín rotundamente.

—¡Bendito sea Dios!—balbuce Eugenia, con lágrimas en los ojos.

Regina ni se estremece ni habla, presa de un estupor inexplicable. Diríase que ha reconcentrado toda su atención en un hilo que baja desde el techo y en el cual bulle, afanosa, una araña chiquitina y rubia. De pronto se quiebra el hilo, el insecto desaparece y don Fermín, al retirarse un poco, permite al sol, que ha ido subiendo por la cama, besar la frente de la madre. A ella se le mete en el pecho todo el calor del astro, y se cubre los ojos, cobardes para resistir la refulgente caricia. El doctor cree que llora.

—Sí, tu hijo—vuelve á decir, emocionado—. Y aquella frase va descendiendo con el sol hasta el alma de Regina y la llena de amorosa blandura. Se incorpora la joven sobre un brazo nervioso y moreno, abre los ojos con intrepidez á la firmeza de la luz y averigua, con la voz empapada de profundas inquietudes:

—¿Está usted seguro?

—Tan seguro—sonríe don Fermín—como de que naciste en mis manos.

Y haciendo algunas recomendaciones eficaces para la asistencia de la dama, se despide muy placentero, con el orgullo de que sus palabras han sembrado una alegría en aquella casa tan triste. Acompáñale Eugenia hasta el portal, deteniéndole allí con minuciosas preguntas que brotan como flores de la recién sembrada ilusión. Cuando la buena mujer sube y entreabre la puerta del dormitorio, Regina se ha vestido sola y está de hinojos junto al lecho, en tan reservada actitud, que Eugenia vuelve á cerrar y con un dedo sobre los labios va á reunirse con Marta y Dolores. Ante aquella señal de silencio, la casita montés quédase muda, envuelta en el rumor de las aguas y en las caricias férvidas del sol, con un aire de misterio dulce, de «escucho» peregrino. La fachada blanca y verde nunca mostró tan vivos sus colores ni tan vigilantes los ojos de sus puertas: un solo hueco estaba cerrado y ya se abrió al empuje de una mano imperiosa.

Al salir el doctor del saloncito, el primer impulso de Regina fué levantarse; necesitaba hallar en el movimiento una fuerza física donde sostener su terrible emoción; el instinto de la maternidad le sacudía bravamente las entrañas, desperezándose en ellas como un cachorro de leona, hasta romper en un bramido bárbaro y alegre, voz del alma y de la sangre, férvido anuncio de victoriosa encarnación: todo su ser se desgarraba de golpe con una mezcla de angustia y deleite, de zozobra y de júbilo; era el gran misterio de la vida, la suprema revelación de todas las ternuras concentradas en el amor más grande de cuantos amores humanos pueden sacudir el alma de una mujer.

Se vistió Regina maquinalmente y fué derecha á abrir el balcón, empujada por el afán de asomarse al mar y al cielo, á todas las visiones que pudieran ofrecerle un retrato de lo infinito.

El sol inundaba el firmamento, esclarecía los aires y descendía sobre la tierra como las lumbres de un incendio glorioso. Deshacíase la nieve en risas y lágrimas, cayendo por las vertientes y ramblares, por las acequias de los huertos, reverberando con tanto brío como si los montes fueran de plata y se fundieran todos en el crisol esplendente de la atmósfera.

Hundió la muchacha los ojos en el paisaje, miró al cielo, á la tierra y al mar con ansia de luz; y deslumbrada por los reflejos del sol encima de la nieve, sintió que en su pecho se deshacía algo también. Irguió entonces su espíritu, como un águila caudal, sobre las cumbres congeladas, sobre las nieves muertas y derretidas, sobre los horizontes flamígeros, al través de los espacios pulverizados de sol; recorrió de nuevo, con la fantasía, los cuatro vientos de la rosa, los continentes y los mares, las montañas y las riberas, los desiertos, las urbes insignes; y por encima de las aguas, de las tierras, de los neveros, sobre las selvas vírgenes, sobre las ciudades remotas, sobre la vida bárbara de los yermos, de las estepas implacables, en lo más triste y desolado del mundo, oyó el mismo grito, la misma palabra, el mismo arrebatado sollozo: ¡Amor!

Sí; el amor era el grave secreto, el secreto á voces de la vida, el motivo fundamental de todas las cosas, el sol que derrite todas las nieves. ¡Con qué elocuencia se lo decían á Regina el temblor del paisaje, el gozo de las aguas, las vibraciones de la luz; imágenes vivas de su alma en aquel recio amanecer de todos los amores!

Volvió el rostro hacia su aposento, dió algunos pasos con sorpresa inaudita, creyéndose otra mujer, mirando en torno suyo con asombrosa novedad; la cara de su madre en el retrato adquirió seráfica dulzura, mientras que en la fisonomía de Alcántara se extendía una tristeza amorosa, algo parecido á un dulce reproche, mucho tiempo disimulado detrás de la galante sonrisa. Abarcó la joven ambas imágenes con una mirada nueva, teñida de ternura; pronunció interiormente en atropello y confusión muchas frases cálidas y anhelosas; el hermoso nombre de su madre:—¡Rosario!... ¡Rosario!...—Y luego:—¡Madre mía!—Y después:—¡Mi poeta, mi amigo, mi padre!...—Sintió que una marea de lágrimas subía por sus nervios, á borbotones, murmuró:—¡Adolfo!... ¡Perdón... perdón!...;—y cayendo de rodillas, quiso rezar; mas sólo acudieron á sus labios convulsos las cándidas frases de aquella jaculatoria infantil: Con Dios me acuesto, con Dios me levanto... Y en el hipo de las palabras tumultuosas rompió á llorar como si un bloque de hielo se derritiera en su corazón. La nube de llanto arrastró á los labios de Regina, en fecundo rocío, otra plegaria:—Dios te salve, Reina y Madre, Madre de misericordia—y con asombro exquisito mezcló la miel de este saludo á la confortable amargura de sus lágrimas, repitiendo ferviente:—Madre de Misericordia... Reina y Madre...—Pronunciaba cada sílaba con sublime entusiasmo, como si descubriese las estrofas de un poema colosal.

Amaba, al fin, aquella mujer, plena y profundamente, con una maravillosa terneza en los sentimientos y una anchura fluvial en el alma. Amaba y creía, llorando por aquellos á quienes no supo amar bien; probando el refinado goce de sufrir por amor y de gozar sufriendo. Y tantas divinas novedades eran para la moza como el hallazgo de un mundo novísimo; como la epifanía de muchos soles, juntos en una sola alborada; como un despertar de alondras en el árbol del corazón...

Aquí está, lector, Regina de Alcántara: «la viajera rubia», de inverniza juventud; la mujer sabidora y escéptica; la curiosa impertinente. Sus yertos egoísmos, sus antojos, sus incertidumbres, naufragan en el río tibio y oloroso del sentimiento, que ha quebrantado, al fin, los duros témpanos de sus prisiones; aquí está en humilde postura de enamorada; reza y llora á los pies de una imagen de la Virgen con el Niño en los brazos, divino señuelo de redención y caridad; aquí está, escuchando cómo late en sus entrañas un corazoncito, que ha llenado el mundo para ella de inefables ecos.

Reminiscencias de cosas incoercibles y lejanas; atisbos de lo porvenir; efusiones sentimentales, florecen ya con suavísima contrición en el pecho y en los labios de Regina, ungiéndolos de lágrimas, embalsamándolos de fe; y su voz y su lloro suenan á besos, á piedades y á canciones, como la voz mansa y pura del agua de la nieve...


Publicado el 2 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
Leído 190 veces.