Despertar para Morir

Concha Espina


Novela



LIBRO PRIMERO. LA QUINTA DE LAS PALMERAS

I

—Aquí hacemos verdadera vida de campo—decía la marquesa con negligente ademán—; aquí saboreamos los placeres de «la escondida senda»... Mis hijas están encantadas de esta libertad... Años hace que tenían el antojo de pasar un verano en Las Palmeras, aburridas ya de Biarritz, de San Sebastián... de San Juan de Luz...

Sonriendo amablemente, López, el condiscípulo provinciano del marqués, repetía:

—Muy bien... muy bien... perfectamente...

Y en sus ojos grises y fríos, que miraban al rostro bello de la dama, había una expresión de refinada picardía.

—El campo—añadió la marquesa—es para mí una deliciosa novedad. Estos paisajes, esta paz, este silencio, son como un baño del alma... Aquí se siente uno más joven... ¿No es cierto, amigo mío?... En las grandes ciudades se vive tan deprisa que hasta los muchachos de quince años tienen allí señales de prematura vejez... ¡Quién pudiera vivir siempre en el campo!... Los que ocupamos cierta posición en el mundo, somos igual que los reyes, prisioneros de nosotros mismos... Sólo el que es pobre es libre...

Con un tono de profunda cordialidad, asentía López:

—Perfectamente... mucho que sí...

Y estaba pensando el buen señor:—Mi ilustre amiga la marquesa de Coronado, siente ahora inclinaciones á la vida pastoril... á la santa pobreza... ¡Coqueterías y caprichos de mujer guapa y ociosa!... Y ¡cuidado que es guapa... todavía! Me parece una figura de Rubens... con un poquito de malicia meridional... Juraría haber visto su retrato en la galería de los Médicis.

La luz cansada y triste de la tarde, de una tarde melancólica del Norte, penetraba por las ventanas del salón, donde la marquesa de Coronado recibía á sus amigos. Era la estancia moderna y elegante, pero con algunos rasgos de mal gusto en el decorado y los muebles. Sin duda los dueños de la casa no debían ser muy rigurosos en cuestionas de estética.

En un ángulo del salón, junto al piano, sostenía animada conversación un grupo de muchachas.

—Este buen López—decía una de ellas, á quien llamaban Teresita—es un hombre delicioso... Todo le parece bien... Es un perfecto ministerial de todos los Ministerios... No hay para él hombres necios ni mujeres feas... Parece un revistero de salones...

—Con menos años y más renta sería un excelente marido—apuntó Clara, una ingenua, que acababa de vestirse de largo—. El hombre que á todo dice amén, es el marido ideal.

—Pues yo no quisiera un marido tan complaciente—declaró Benigna, la hija mayor de la marquesa—, me gustan los hombres que saben serlo... los hombres de energía y de carácter... En lugar de «un López», yo prefiero el Petruchio de La fierecilla domada y, en último caso, Otelo, el moro de Venecia...

Rieron todas las muchachas, y en los ojos negros y ardientes de Benigna brilló una mirada burlona. Su hermana Isabel, niña gentil, ingeniosa y locuaz, célebre por sus dichos y sus hechos, añadió muy seria:

—Esta chica tiene gustos plebeyos... ¡Un marido celoso! ¡Dios nos libre!... Eso ya no se estila en ninguna parte... Los celos son de mal tono...

—No hay verdadero amor sin celos—repuso Benigna con entusiasmo—. El optimismo es indiferencia ó es hipocresía... Decir á todo «perfectamente», equivale á pensar «¿á mí qué me importa?» El optimismo de López es frialdad de corazón... Ahí tenéis en cambio á ese murmurador sempiterno, Pizarro, que vale mucho más que López. Yo no digo que Pizarro haya descubierto la pólvora ni conquistado siquiera el Perú... Es un «pobre hombre», pero, á lo menos, un hombre de carácter... Reniega de todo, pero es capaz de tener rasgos...

Aun seguía Benigna haciendo frases con su charla sentenciosa, cuando entró Pizarro en el salón, tosiendo recio y frotándose las manos.

—Muy malas tardes—dijo con voz ronca—. Porque supongo que ustedes no las tendrán por buenas, con este frío sutil y estos cielos grises... Yo he adquirido el primer catarro...

Habló Teresita con desmayado acento:

—¿El primero?... Llevo yo «el tercero de abono»... Esto es horrible... ¡vaya un tiempo!

De mal talante corrigió Pizarro.

—No es que yo numere por capricho este que hoy estreno; le clasifico usando de esa especie de adjetivo que anda por ahí ahora; se dice: «el primer susto»... «el primer sablazo»...

—¡Ah!... ya...—suspiró la niña en el colmo del aburrimiento.

—Entonces—dijo sonriente la marquesa—este será «el primer verano»...

—Perfectamente—aseguró López muy cortés.

Y Pizarro suplicó, dirigiéndose á la señora de la casa:

—Me dará usted su permiso para tiritar... no puedo remediarlo.

Condescendiente, la marquesa, le replicaba:

—Está usted muy exagerado en sus lamentaciones, amigo mío; hace un poco de fresco, la temperatura propia del país; á mí me placen sobremanera este cielo nublado y esta brisa del mar, refrigerante y pura...

—Ya... ya...—murmuró Teresita.

Prodigaba á todos una sonrisa el simpático López, mientras Pizarro hacía un desabrido gesto de protesta.

—En Madrid abrasa el calor... aquí se tiembla de frío... La naturaleza es una eterna paradoja... ¡Y luego quieren que los hombres seamos razonables!

Las muchachas que estaban al otro extremo del salón habíanse acercado al grupo de las personas «serias». Sólo una joven, rubia y hermosa, vestida de blanco, se quedó sentada junto á la reja mirando al jardín.

Teresita había mudado de silla varias veces. No podía estar cinco minutos en el mismo lugar, y á través de toda la sala iba dejando ayes de fastidio.

Las dos niñas de la marquesa embromaban á Pizarro ofreciéndole una manta, un ponche caliente, una pastillita pectoral...

Asomóse Clara á una de las ventanas abiertas sobre la gran avenida de Las Palmeras, y á poco volvió la cara hacia el salón, anunciando:

—Aquí está Eva, con su madre... Las acompaña Galán.

Cuchicheaban las muchachas malignas y curiosas.

—Están de acuerdo...

—Ella le persigue...

—¡Pues él no parece que da chispas!

—Es un valiente.

—Es un fatuo.

Intervino la marquesa con prudente insinuación:

—Vamos, niñas... ¿por qué esas bromas?... Todas queréis á Eva... Luis Galán es un joven excelente...

Callaron riéndose, menos Isabelita que susurró:

—Sí... para un apuro...—y miró á su madre que se alejaba de allí con un aire de suprema dignidad.

II

Anunciaron detrás de la portière:

—Las señoras de Guerrero... D. Luis Galán...

Entró primero doña Manuela, encendida y jadeante, repartiendo besos chillones y expresivos saludos, pugnando por conservar, en medio del cansancio que sentía, la compostura y afectación de su persona.

—Vengo rendida—suspiraba condoliéndose—, estos chicos se empeñaron en venir á pie desde la playa... ¡qué sofocación!... Claro, ¡como ellos vienen tan entretenidos!... Y esta mañana de compras... ¡no me he sentado más que para comer!

Mirándose con gozo de burlas se estaban solazando las muchachas. La niña rubia del vestido blanco había dejado su contemplación para saludar á la señora de Guerrero, y al acercarse á ella plegó con una sonrisa leve la dulce boca pensativa.

Detrás de doña Manuela apareció Eva, su hija, hermosa y arrogante mujer, y en último término Luis Galán, un buen mozo, insustancial y presumido.

Ya había penetrado Eva en el salón y aun sostenía con Galán un juego gracioso de mimosas palabritas, frases sin terminar, acentos insinuantes... todo un flirteo á la alta escuela. Siguiendo á la hermosa, Galán sonreía, luciendo su magnífica dentadura.

Después de los saludos convencionales volvieron las muchachas á su predilecto rincón, llevándose á la señorita de Guerrero, cuyo acompañante las envolvía en una sonrisa toda blanca por el marfil de los dientes preciosos.

Eva, irguiendo su lozano busto en medio de las vulgares niñas de la casa, adueñábase del salón, atrayendo todas las admiraciones. Por encima de plantas y muebles elegantes Pizarro y López entornaban los ojos para mejor acercarse la deliciosa imagen de aquella mujer.

También la marquesa miraba á hurtadillas, mientras hablaba con doña Manuela, y las muchachas deletreaban la hermosura de Eva con oculto despecho, á excepción de la niña rubia y silenciosa, que había puesto sobre ella, tranquilamente, la ingenua admiración de sus ojos azules.

Había en el semblante de Eva Guerrero un encanto sombrío y avasallador, trágico en ocasiones. En la palidez morena de su rostro ovalado, la boca sensual se abría como un clavel sangriento y tembloroso, y los soberanos ojos negros radiaban en las mejillas con un fulgor metálico y ardiente que fascinaba. Sobre aquellos tiranos ojos se arqueaban las cejas con valentía de ojiva gótica, y la orla rizosa de los párpados caía con majestad de crepúsculo en el intenso livor de las ojeras; la nerviosa elegancia del cuello y de las manos; el seno redondo y robusto; la riqueza del cabello, negro como la endrina; la esbeltez del talle; la plenitud y proporción de las formas; la gracia y desenfado de las actitudes; todo respiraba en aquella mujer fuerza y hermosura, vehemencia física y firmeza de la voluntad.

Su voz, un poco dura, que al hablar á los hombres se tornaba flexible y melosa, alzábase fácilmente en frívolas charlas, con menos ingenio que ligereza. Y en el abismo profundo de sus ojos, dulces para engañar, algunas veces se encendían relámpagos extraños, centelleos de un brío salvaje. Solía vestir con lujo exagerado, mostrando el alma primitiva en la riqueza de las telas y en la abundancia de las joyas, sin esa elegante sencillez de los espíritus finos é inteligentes.

En el salón de Las Palmeras, frente á la necia sonrisa de Galán, malgastaba la hermosa sus coqueterías y monadas, fuegos artificiales de un corazón ardiente y codicioso, inclinado á todos los vanos placeres del mundo. Belleza sin dote, cazadora esforzada de marido, contemplaba con angustia el declinar de su juventud; las luces del ocaso que encendían su rostro le quemaban el alma; sentía una secreta envidia de las mujeres ricas y más jóvenes, aun cuando fuesen menos hermosas. Apartando su mirada, un instante, del insípido buen mozo, buscaba con rencor aquellos ojos azules y serenos de la muchacha del vestido blanco, cuya dulce belleza le irritaba.

Pero la niña rubia, esquiva y silenciosa, se había sentado otra vez á la vera de la ventana, y los celestes ojos miraban siempre obstinados al jardín.

III

Se detuvo un coche al pie de la escalinata del vestíbulo, y Teresita corrió hasta la reja de la ventana para asomar su cabecita de pájaro y decir enseguida.

—Es el coche de usted, marquesa; viene Rafael y trae á Luisa.

Hubo entonces otro malévolo cuchicheo en el grupo juvenil, y dijo una voz atrevida:

—Van acudiendo en parejas...

La marquesa salió al encuentro de la señora que llegaba, una mujer arrogante, en pleno estío, vestida con exquisita sencillez y donosa de palabra y ademanes.

Con argentina voz declaró al entrar:

—Rafaelito, que estuvo á visitarme, se ha empeñado en traerme en el coche...

—Nunca mejor ocupado—aseguró la dueña de la casa.

Y después de algunas presentaciones, y cumplidos se llevó del brazo á la buena moza y le hizo sitio en el sofá.

Quedó en medio de la sala Rafaelito, haciendo graciosas reverencias.

Jamás un hombre mereció el despectivo remoquete de «sietemesino» con más justicia que el único hijo varón de los marqueses de Coronado.

Era enteco, menudo, zambo. Sobre su mezquino tronco se balanceaba una cabeza enorme, sostenida con esfuerzo por un cuello largo y sinuoso. El semblante era de una fealdad tan «perfecta» que inspiraba emoción; se le podía mirar con repugnancia ó regocijo, nunca con indiferencia.

De aquella caricatura de hombre salía una voz opaca y profunda, que tenía el raro privilegio de contener todas las conversaciones y reinar sobre todos los oídos con extraño deleite, por más que el peregrino vozarrón sólo dijese por casualidad algunas palabras de sustancia.

A Rafaelito le amaban sus hermanas y le adoraban sus padres, gozaba las simpatías de las más bellas mujeres y era solicitado y preferido en todos los centros de la «buena sociedad». No había gran fiesta sin su concurso ni escándalo aristocrático sin su tercería, y en amores prohibidos de estufa y de salón giraba siempre con fortuna alrededor de algún astro de primera magnitud.

Aquel año había tenido, como sus hermanas, el capricho de veranear en la quinta de Las Palmeras, suspendida sobre una playa admirable, á corta distancia de una capital norteña. Tal vez se hubiera aburrido demasiado, en la relativa calma de aquel modesto veraneo, si Luisa Ramírez no le hubiera cautivado allí con los sabrosos atractivos de su brillante puesta de sol...

Luisa alardeaba de ser una artista extravagante y genial. Gran lectora de toda clase de libros, y amiga de toda suerte de paradojas, salía, audaz, al encuentro de los más atrevidos murmuradores.

—La emoción estética—solía decir, hablando de Rafaelito—está lo mismo en la belleza absoluta que en la absoluta fealdad. Lo feo llega á ser hermoso por la enérgica expresión del carácter. Este muchacho, fruto de las viejas aristocracias corrompidas, es un hermoso ejemplar de decadencia, una obra de arte, digna del pincel de Rembrandt ó de Goya. Y al cabo es preferible para una dama llevar detrás un hombrecillo tan gracioso en lugar de uno de esos perritos falderos, tan del gusto de la señora marquesa.

Cambió Rafaelito al entrar algunas frases galantes con las muchachas y fuése apresurado hacia el grupo en donde estaba Luisa.

Entonces, alrededor del piano, se acentuó, en voz baja, la crítica perversa.

—Va ganando terreno—decía Teresita, balanceándose en la mecedora con demasiada libertad.

—¡Tiene una suerte este chico!—exclamó Benigna con orgullo.

—Pero ¡si es una delicia de muchacho!—afirmó su hermana Isabel—¡Dios me libre de los hombres guapos!... ¡son tontos de capirote!—Y miraba de reojo á Luis Galán.

—El talento no sirve para nada—dijo el buen mozo, sonriendo.

—Ni siquiera sirve para disculpar la pobreza—añadió Clarita, dándolas también de ingeniosa.

—Ser pobre es peor que ser tonto—aseguró Benigna muy formal—. Quizá son ambas la misma cosa...

Eva, que estaba sobre ascuas, al escuchar tan necias alusiones, quiso desviar la conversación, y dijo, con gesto desdeñoso, que la de Ramírez le parecía algo fané.

Galán, torpemente, se permitió contradecirla, opinando que tenía muy buen ver aquella señora.

Cuando quiso Eva confundirle con una mirada de reproche él estaba ocupadísimo en cultivar la simetría de su barba sedosa.

Mientras tanto afirmaba Clarita, muy risueña:

—Esa pobre Luisa «ya se ha caído»... He aquí para lo que sirve el talento... ¿No os lo dije?

Y se puso á tararear un tango popular, lleno de sal y pimienta.

La niña rubia y pensativa estaba demasiado cerca del grupo maldiciente para no oir aquella charla procaz. Había cogido un libro que disculpara su retraimiento; pero la luz de la tarde fué apagándose en el jardín, y tuvo que plegar el libro sobre las rodillas.

Por hacerla tomar parte en la conversación, la preguntó Galán:

—Y usted, María, ¿qué dice á esto?...

Una voz cristalina y blanda se alzó, respondiendo un poco insegura:

—No sé de qué hablan ustedes...

Acercándose Galán á la muchacha, repuso con acento misterioso:

—Del idilio de Rafael.

Y dijo entonces María, no sin cierta timidez:

—Doña Luisa es muy buena...

—Pero, Dios mío, ¿quién ha dicho que sea mala?—replicó la de Infante con cinismo.

Celebraron todos la ocurrencia, y á María le tembló el libro en las manos sobre la falda blanca del vestido.

Mirábala fijamente Galán sin acordarse de sonreir ni de alisarse la barba; y observándolo Eva, escondía un destello de ira á la sombra huraña de los ojos.

IV

Le estaba contando la marquesa á Luisa Ramírez:

—De esas dos niñas que le he presentado á usted, Teresita Vidal, la que está en la mecedora, es hija del célebre médico de Palacio. Huérfana de madre, hija única, mimada y llena de caprichos, enfermiza y neurasténica, le recomiendan aires puros y vida apacible, pero ella en todas partes se aburre y se fatiga. Vidal es nuestro médico; en Madrid nos tratamos mucho; así es que ahora la niña, que vino á esta playa con una señora de respeto, pasa con nosotros la mayor parte del día; en el hotel dice que está desesperada... La otra niña, Clara Infante, es también muy amiga de mis hijas, una madrileña alegre y desenfadada que siempre está de broma. Por no separarse de Benigna y de Isabel, vino este año á la quinta que poseen unos parientes suyos aquí cerca; pero más bien puede decirse que vive con nosotros; la mayor parte de las noches se queda aquí á dormir... Aquel joven, Luis Galán, es un íntimo de Rafael; á pesar de ello no conozco mucho sus antecedentes, pero en Madrid alterna con lo mejorcito de la sociedad, y se le ve «en todas partes»; debe de ser rico, porque tiene excelentes relaciones, y luego... ¡con esa figura!

—Sí—dijo Luisa un poco mordaz—, tiene unos dientes primorosos.

—Mi hijo—añadió la marquesa—le animó á que pasase aquí el verano.

—¿Y está contento?

—Galán lo está siempre; y además—insinuó confidencialmente la dama, recatándose de doña Manuela—tiene ahora motivos para estarlo... Eva, la más linda muchacha que tienen ustedes en la capital, le distingue mucho, ¿no lo ha observado usted?

—Apenas he tenido tiempo... Bueno sería que á ella «la distinguieran» al fin...

—Sí; tiene poca suerte, porque es muy bonita, lleva un apellido ilustre, y se está «quedando»...

—Los apellidos y la hermosura valen muy poco si no les acompaña el pícaro dinero. ¡Vivimos en época tan prosaica!

—¿Pero es cierto que están...?

—¡Tronadísimas!

—¿Y ese lujo, entonces?

—El último esfuerzo para atrapar marido, un esfuerzo lleno de vanidad y de angustia.

—Mal sistema...

—Sí, muy malo... Pero, dígame usted, marquesa, ¿es tonto ese amigo de Rafael?...

Rió la marquesa de buena gana y contestó con sorna, muy bajito:

—Lo parece, pero no debe de serlo... He notado que, á pesar de sus mariposeos con Eva, le gusta más mi sobrina María... que tiene un precioso capital...

En animado grupo discutía Pizarro con doña Manuela, dichoso al no dejar ociosas ni un momento sus dotes de polemista, y, cerca de ambos, López, paciente y amable, asentía:

—Convenido... convenido... mucho que sí...

Rafaelito contemplaba á Luisa con avidez, sentado en el brazo de un sillón.

Oyóse cercana la bocina de un automóvil, y se iluminó la sala cuando aun la marquesa le decía á su reciente amiga:

—Aquí se han conocido Eva y Galán. El padre de esta chica era muy amigo del marqués y, por lo mismo que la pobre está arruinada, mi marido quiere que tengamos con ella todas las atenciones posibles...

—Muy bien hecho—afirmaba Luisa—, es un rasgo de piedad que les honra á ustedes... ¿Y ese señor Pizarro?

—¡Ah! Es un tipo muy famoso: ex militar, ex negociante, ex político... en eterna oposición con todo lo divino y lo humano... Ha caído en esta playa por casualidad, cansado de recorrer todas las conocidas y renegando de todas... Nos divierte mucho, está furioso porque no sale el sol...

—¿Es casado?

—Sí..., pero está separado de su mujer... ¿no le digo á usted que es un disidente de todo lo establecido?

V

Entró el marqués, con mucha solemnidad, y cumplimentó puntual y cortésmente á toda la concurrencia, sin omitir frase ni sonrisa de las señaladas para el caso.

Figuraos un señor de tipo arrogante y majestuoso, uno de esos arquetipos con que suele representarse en mármoles y bronces la estampa de la noble ancianidad. La frente ancha y despejada; los ojos grandes y vivos; la nariz aguileña; el pelo abundante y sedoso, blanco como la nieve, igual que la barba, una barba de apóstol, toda rizada; el cuerpo alto y membrudo; la actitud grave y señoril... ¿Imagináis, con tan «hermosa cobertura» un entendimiento ruin y perezoso, un espíritu de una vulgaridad insuperable? La señora naturaleza suele darnos estas bromas crueles. Sin despegar los labios, el marqués imponía con su presencia: era un prócer de la vieja cepa castellana, con trazas de condestable ó de maestre; pero apenas abría la boca, brotaban de ella en afluente discurso todos los lugares comunes y tonterías épicas puestos al alcance de los caletres hueros. Y lo peor del caso era que el buen señor le placía hablar de todo, con una suficiencia, con una pausa y un énfasis que daban grima. Suponed por un momento al Moisés de Miguel Angel, abriendo sus labios de mármol para decir una majadería, y tendréis cabal idea del señor don Agustín María Celada y Osorio, marqués de Coronado.

Luego de cumplimentar á sus amigos y de acariciar con una mirada protectora el rostro bello de la marquesa y las caritas pálidas y maliciosas de sus hijas, anunció pomposamente, irguiendo el arrogante busto en medio del salón.

—Grandes noticias...

Hubo un movimiento de inquietud y curiosidad.

—¿Ha caído el ministerio?—preguntó López con voz suave.

—¿Se acaba el mundo?—suspiró tediosa la voz lastimera de Teresita.

—¿Ha dado á luz la reina?—interpeló Pizarro.

—No es nada de eso... tranquilizaos—repuso el marqués con un gesto enigmático.—Mis noticias son un poco más modestas y de un orden que pudiéramos llamar interior... sin alcance universal ni político... Una de ellas es que mañana llega Gracián Soberano...

—¡Gracián aquí!—exclamaron varias voces.

Y muchos ojos se volvieron indiscretos hacia la marquesa.

Sonriente, un poco pálida, la señora disimulaba con maestría su turbación, no obstante las miradas tenaces de sus hijos.

—¿Quién te ha dicho que viene Gracián?—preguntó Rafael, intranquilo y ceñudo, sin apartar los ojos de su madre.

—Esa es otra de mis noticias—añadió el prócer, acariciándose la barba y sonriendo con grande complacencia—. Me lo ha dicho un periodista madrileño..., poeta..., autor dramático..., muy amigo mío...

—¡Buen autor será entonces!—apuntó Clara al oído de Teresita.

—Del género chico...—agregó Teresa con desdén.

—Me lo ha dicho Nenúfar, que acaba de llegar...—dijo el marqués al fin.

—¿Ha venido Nenúfar?—clamó á coro la colonia madrileña.

Luego Teresita murmuró:

—¡Qué fastidio!

Y confesó Clara:

—¡Qué alegría!

—Ha venido—repitió don Agustín, muy satisfecho—, y estará aquí dentro de media hora; le he dejado en el hotel y he quedado en mandarle el auto para que le traiga en cuanto se vista.

Clara, muy amiga de los chistes fáciles, acercóse á Coronado, preguntándole en voz baja alguna cosa... A la cual contestó él, muerto de risa:

—Por Dios, Clara... es usted un diablillo delicioso... Nenúfar llega de un largo viaje, y estando usted aquí querrá presentarse como él sabe hacerlo...

—Sí, hecho un cursi—criticó Isabel, implacable—, con monóculo y gardenia..., diciendo palabras azules..., recitando versos modernistas, con ripios verdes..., y quedándose á comer todos los días con un apetito negro... Pero, papá, ¡qué amigos tienes!

Con mohines de protesta acudió Clara á decir, fingiendo grande enojo:

—¡Vaya! No consiento que se calumnie á mi poeta...

La voz melodiosa de Luisa Ramírez cortó los vuelos de algunos chistes equívocos que empezaban á brotar de aquellas boquitas maliciosas.

—Me habían dicho—refirió Luisa—que esta noche el marqués les iba á presentar á ustedes nuestro poeta..., un poeta de verdad...

Y resonó en la sala el bronco acento de Rafaelito, lanzando un nombre:

—Diego Villamor...

—Es cierto—afirmó el marqués—, á mí me encanta la amistad de los intelectuales... ¡Ah, señora! La literatura, el arte, la poesía... son... á no dudarlo... mis más preciados blasones... El talento... es mi flaqueza... Admiro mucho el talento de Villamor, y no esta noche, pero sí muy pronto, he de traerle aquí... ¡Oh los poetas!... Siempre fuí amigo de todos los poetas... Yo mismo hice versos en mi primera mocedad... Tuve el honor de ser premiado en algunos Juegos Florales...

Débilmente, saltando á otra silla, Teresita gimió:

—¡Cielo santo... una lluvia de poetas!... ¡Esto es intolerable!

Entonces, Eva Guerrero dijo con aires de suficiencia:

—Diego Villamor es también un gran novelista... Acaba de obtener un éxito ruidoso con su obra Almas sedientas. La alta crítica le ha consagrado maestro de la novela contemporánea... Dicen que va para académico... Le espera un porvenir brillantísimo... Ya lo habrán ustedes leído en los periódicos...

Casi todos los contertulios dijeron que sí, alabando mucho las altas cualidades del poeta cántabro.

Sólo Clara, con cierta hostilidad hacia la bella apologista del vate, murmuró desdeñosa:

—Yo estoy muy al tanto en cuestiones de alta crítica, pero no he oído nombrar nunca á «ese» Villamor...

Se iniciaron algunas sonrisas. Doña Manuela fué en apoyo de su hija para defender al paisano ausente, y como quien hace el más acabado elogio de un caballero, expuso:

—Es un buen partido.

Acentuóse el regocijo de la tertulia con estas ingenuas palabras, y para disimular la risa que le retozaba en los labios, dijo Luisa Ramírez:

—Aquí encontrará Villamor dos amiguitas... Eva y María...

Repuso Eva con aplomo:

—Es un muchacho de porvenir.

Y María, dulcemente, aseguró:

—Diego es muy bueno...

Otra vez se rieron las muchachas, al compás de la voz cristalina que sonaba á milagro en el salón de Las Palmeras, y Clara, como cosa indiscutible, pronunció en secreto:

—Esa chica es tonta...

Mientras se sucedían estos menudos acontecimientos, se estaba Galán atusando la barba con perezosa delectación; Pizarro gruñía desaforadamente, luego de discutir con la marquesa sobre el problema femenino; el marqués lanzaba su cómica elocuencia en medio del salón, diciendo herejías sobre cuestiones de arte; Rafaelito miraba á Luisa con sus grandes ojos de saurio, y López, el «buen López» repetía á cada instante sus predilectas muletillas:

—Muy bien... convenido... perfectamente...

VI

Llegó Nenúfar, al cabo, tal como le había descrito Isabel; vestido con presumida elegancia, luciendo unas románticas melenas, la gardenia y el monóculo.

Llevaba el rostro afeitado, un rostro moreno y triste, de expresión fatigada y viciosa, máscara de una vida bohemia y artificial.

Fué recibido con socarrón alborozo por la colonia madrileña; bajo la égida protectora del marqués, recorrió el salón en triunfo, perseguido por las miradas curiosas de las señoras provincianas. Comprendiendo y aceptando al punto su papel de histrión distinguido, sacó á luz el largo repertorio de encumbradas galanterías, derrochadas en verso y prosa durante su larga carrera de pícaro elegante y poeta de salón.

Esgrimiendo con insistencia su pertinaz monóculo, hízose lenguas de la noble hospitalidad de aquella casa:

—Ilustre hogar, en cuyo viejo escudo, su nido hicieron águilas caudales y su nido, también, los ruiseñores...

Dijo luego las excelencias de

...aquella costa bravía grande orquesta singular, que entona la sinfonía, la bárbara sinfonía de los vientos y del mar...

Según le explicó luego el marqués, la repetición de la palabra sinfonía en estos versos era un alarde maravilloso de «instrumentación poética»...

Habló también del paisaje, del admirable paisaje montañés, «sonata patética en gris mayor».

... Melancolía de invierno, profunda melancolía, que adormece y extasía cual la imagen de lo eterno... Cielo gris, tierra mojada, silencio, tristeza, y una vieja torre abandonada, vieja torre enamorada de la luna...

Estos versos le parecían al poeta «la última palabra de la sensación», y así lo decía con gran orgullo y graciosa petulancia.

Disertó largamente sobre la poesía clásica y la poesía moderna; sobre los místicos y decadentistas; sobre Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Verlaine y Rubén Darío; mezclando lo divino con lo humano, lo viejo con lo nuevo, la poesía con la extravagancia; mentando libros y autores con pasmosa intrepidez, deslumbrando al candoroso marqués de Coronado con las nuevas teorías del ritmo, del «color de las vocales» y otras por el estilo. Y como notase en el auditorio ciertos síntomas de aburrimiento, se dedicó á las damas, obsequiándolas con disparatados requiebros y frases conceptuosas.

Halló á María «albescente»; á Eva «rojeante», y á la de Ramírez «esmeraldina»; comparó á las niñas del marqués con «las hijas del Rhin», y á la marquesa apellidó Walkyria, «diosa inmune al crepitar del fuego», y tal lenguaje hubo de usar en la lírica expresión de sus admiraciones, que las señoras festejadas, ignorantes de aquella jerga modernista, se quedaron en ayunas del discurso.

Tampoco López entendió una palabra, pero, fiel á su costumbre, repetía embelesado:

—Muy bien... convenido... perfectamente...

Cuando se hubo encalmado el regocijo que produjeron las palabras de Nenúfar, recayó la conversación sobre la próxima llegada de Gracián Soberano, y el joven modernista ensalzó hasta las nubes la vida y milagros del viajero, menudeando los golpes de monóculo, dirigidos hacia la dueña de la casa.

—Gracián es un hombre extraordinario—afirmaba Nenúfar—, es el prototipo del superhombre. Tanto tiene del héroe como del discreto; tanto de valor como de cortesía; su pecho es de diamante y su palabra de oro... Veo en él cifrada la estrella de los antiguos «escultores de pueblos»... Gracián es la esperanza de la España joven...

Coronado y sus niñas unieron sus ponderaciones á los exagerados elogios de Nenúfar, y también Clara y Galán se contagiaron de aquella entusiasta apología. Hasta la displicente niña de Vidal soliloquió devota, trasladándose á otra silla:

—Gracián Soberano... ¡ya lo creo!...

La novedad del asunto tenía suspensos á los contertulios provincianos. Escuchaban Eva y Luisa con visible interés aquella letanía de alabanzas, á las cuales hacía coro la marquesa con naturalidad de consumada actriz. López colocaba á destajo sus muletillas, con la mayor satisfacción, y el contumaz murmurador, Pizarro, buscaba inútilmente un lado vulnerable por donde asaltar, con demoledora discusión, aquella bizarra fortaleza de flores, sobre la cual se engreían triunfantes una leyenda y un nombre.

—Gracián... Gracián...—murmuraba entre dientes—Todas las muchedumbres necesitan un ídolo... Y en España, cuando faltan hombres, se crean ídolos para mayor comodidad... Un héroe..., un superhombre..., ¡ahí es nada! Pero, después de todo, ¿quién es Gracián? Un aventurero afortunado, un hombre listo, un orador... ¡aquí donde todos vivimos á la aventura y somos grandes oradores y nos pasamos de listos!...

¡Pobre Gracián... y pobre España!

Unos soñadores ojos de cielo se abrían con infantil curiosidad encima de aquel nombre y de aquella leyenda, y Rafaelito balanceaba en la conversación su enorme cabeza de bufón velazqueño, un poco desmayada y reflexiva...

VII

Una tarde, sonó tras la portière el nombre peregrino, que fué rodando de boca en boca iluminado por el brillo de todos los ojos.

Gracián Soberano apareció en la puerta. María no pudo reprimir un movimiento de instintiva curiosidad. Miró al forastero y experimentó de repente cierta desilusión. Tanto le habían ponderado á Gracián, que imaginó verle como á un sér extraordinario, semejante á un príncipe de los cuentos de hadas.

Era un hombre de mediana estatura, sencillo en apariencia, elegante sin afectación. Los cabellos negros y rizosos, los ojos oscuros y audaces, la nariz fina y recta, los labios fuertes y bien modelados, la tez morena y brillante, daban la impresión de una hermosura viril y enérgica, de una cumplida madurez.

Al entrar en el salón detúvose un instante para abarcarle de una ojeada. Avanzó con elegante soltura, se acercó á la dueña de la casa y, tomándole una mano, le hizo una gallarda reverencia. Luego saludó á las demás personas conocidas y se dejó abrazar por el marqués, que le decía enternecido:

—¡Dichosos los ojos!...

Fué presentado con toda solemnidad á los nuevos contertulios. Tuvo Gracián para todos ellos palabras y sonrisas de una exquisita urbanidad, probando cumplidamente que era un perfecto hombre de mundo.

—Vengo de Bilbao—dijo explicando su presencia en aquellos lugares—adonde fuí para estudiar un negocio de minas... Allí supe que estaban ustedes en Las Palmeras... Se me ofrecía nueva ocasión de ver á mis amigos predilectos... Pasaré unos días en esta playa; es un breve descanso que me permito.

—Siempre igual—repuso el marqués encantado—usted no puede estar ocioso.

—Me atrae la lucha, me tienta la acción, me enamora el riesgo... Siento la poesía de los viajes y los negocios, la fiebre de la actividad... He pasado una temporada en el extranjero buscando nuevas orientaciones á mis empresas; pero, al cabo, sentí el deseo de volver á nuestro país... ¡la pícara nostalgia!... Cuando estoy en mi patria, la aborrezco y cuando me alejo de ella, la amo; ¡sólo soy buen español fuera de España! Condición, al fin, de españoles, de espíritus inquietos que sólo adoran lo que no poseen...

Habló de sus viajes por el extranjero con amenidad extraordinaria, salpicando el relato de observaciones ingeniosas; contó algunas originales aventuras, recatando sus triunfos bajo el velo de una estudiada modestia. Parecía hombre de mucho saber y gran copia de lectura, y las palabras acudían á sus labios fáciles y sumisas, enfervorizadas por el fuego de una vibrante elocuencia.

—¿No le atrae á usted la política?—preguntó el marqués, que le escuchaba absorto.

—¡Psé! tuve algunos coqueteos con esa dama—respondió Gracián sonriendo—, pero me seduce más la vida de los negocios... La política es el arte de los pueblos viejos, y á mí me encantan los pueblos nuevos, enamorados del porvenir, resonantes de fábricas y de oro, coronados por las altas virtudes del trabajo y de la inteligencia... El mundo vive y progresa por razones económicas... Los hombres de estado son prisioneros de los hombres de negocios... En España, todo lo inficiona la política, y es preciso orientar á la juventud por los caminos de la libre actividad. Conviene despertar este gran pueblo, dormido á la sombra de sus catedrales, y lanzarle al galope en la vida moderna, en ese torrente de energías hermosas que corre por el mundo...

Acostumbrados los contertulios del marqués á la frívola charla de los salones, juego necio de frases con pretensiones de elegancia y de ingenio, sentíanse como sorprendidos por aquella palabra impetuosa, llena de imágenes y penetrada de emoción.

Comprendiéndolo así Gracián, y estimulado por la religiosa unción con que le oían, habló de política, de arte, de literatura, de negocios... No profundizaba gran cosa en tan distintas materias; pero las tocaba con habilidad y atrevimiento, poniendo en el discurso una fuerza admirable de persuasión. La palabra le enardecía; embriagado por su propio verbo, con los ojos brillantes y el rostro iluminado, hacía resaltar los más menudos pensamientos con el brío de la expresión y la gracia natural de sus maneras. Desde el primer instante captóse las simpatías de las damas; era Gracián un maestro en el arte de halagar á las mujeres, lisonjeándolas, y atacando como astuto psicólogo el punto flaco de la vanidad femenina.

—La mujer—decía con su sonrisa galante—no es sólo el ornamento de la vida, sino también la razón y el impulso de todas las grandes acciones. Detrás de todo héroe hay siempre una heroína; que no se mueve el corazón ni la inteligencia de los hombres sin que les ayude la mano delicada de una mujer...

Habíanse agrupado los contertulios en torno de Gracián, hechizados por su conversación. Unicamente Pizarro seguía con burlona mirada el vuelo audaz y voluble de la palabra conmovedora. Aquella gente superficial é impresionable, aunque no comprendiese gran cosa de los discursos de Gracián, no por ello estaba menos encantada. López tenía en los labios una sonrisa deslumbradora; Clarita, con los ojos encandilados, repetía en voz baja:

—¡Delicioso!... ¡delicioso!...

—¡Un gran artista!—decía Eva.

—¡Un ruiseñor!—pensaba la de Ramírez.

Eclatante—aseguraba Nenúfar.

El marqués miraba á su esposa y á sus hijos como queriendo decir:

—¡He aquí los amigos que yo tengo!

Y el disidente Pizarro rezongaba entre dientes con aspereza.

—Oratoria «fin de siglo»... pour épater les bourgeois...

Generalizóse, al fin, la conversación; mas apenas abría la boca el forastero tornaban todos á escucharle con profundo interés...

María estaba de pie, junto á una de las ventanas. Caía la tarde; el sol, al ponerse, desgarrando el palio tenaz de las nubes, bañaba el parque de encendidos reflejos, dorando suavemente la mullida tierra mojada. Un opulento rosal escalaba el muro de la quinta y asomaba en los cristales la púrpura de sus rosas. Todo era bello y triste en aquella tarde estival.

—¡Qué hermoso paisaje!—murmuró Gracián, asomándose á la ventana—¿No es verdad que conmueve?—añadió, clavando sus ojos en María—Estos paisajes enternecen y llegan á lo más hondo del corazón... Al mirar ese horizonte el pensamiento vuela, como una golondrina, hacia el país del sueño... ¡Es tan dulce soñar!

Escuchaba la joven en silencio, y conmovida por la palabra acariciadora, le pareció ver en el rostro de aquel hombre un gran resplandor de juventud.

—¡Hermoso atardecer!—seguía diciendo Soberano—¡Tiene una tristeza y una dulzura! No sé por qué imagino que, al contemplarle, siente usted una ternura fraternal... Es usted bella y triste como ese crepúsculo... Algo del alma de usted flota en el alma de ese paisaje...

María no respondió; sentía una turbación inexplicable, algo muy dulce y profundo que le salió del pecho y le tembló en los labios y le brilló en los ojos, en los ojos azules y pensativos.

VIII

Las jornadas de Las Palmeras se animaron desde que Gracián llegó á la playa, precedido de Nenúfar.

En el «elemento femenino» creció sordamente la lucha de pasioncillas en torno á las dos mujeres, gala de aquellas tertulias, Eva y María, que descollaban sobre las demás con fácil dominio. Luisa Ramírez, cuya juventud declinaba en una sabrosa madurez de estío, era precisamente la única en mirar sin enojos la triunfante belleza de las dos muchachas.

Era en María el don de la hermosura, gracia pasiva y melancólica, divina luz encendida en el semblante como un resplandor del alma; y era en Eva don agresivo y orgulloso, roja lumbre de soberbia, amenaza de esclavitud y de dolor.

Heredera de una copiosa fortuna, creció María en la triste paz de su casa solariega, hundida en el fondo de un valle norteño, cerca de una blasonada villa. Llorando la muerte prematura de sus padres, asomábase al mundo sola y niña, con un vago anhelo lleno de timideces y delicados asombros. Aliviaba con el blanco ropaje estivo el grave luto de sus dolores, cuando su tío, el marqués de Coronado, quiso que les acompañase unos días en Las Palmeras, sin abandonar la íntima tutela de doña Cándida, una bendita señora que cuidaba á la niña con maternal solicitud, vigilándola con su cariño desde cualquier rincón que la fuése propicio para rezar, suspirante y quejosa, diciendo en voz queda: ¡Ay, Dios mío!

Era ajeno á María el trato mundano de las gentes; ella sólo sabía las costumbres patriarcales de la buena sociedad aldeana, y, en sus breves visitas á la capital, habíase iniciado apenas en la vida de los salones. Pero de su nativa distinción emergía, con natural y elegantísimo alarde, un aroma aristocrático lleno de atractiva sencillez, y en el noble reposo de sus maneras, en sus mismos silencios observantes y pensativos, había una placidez romántica, un grave misterio señorial.

Sazonada su belleza por la madurez de los treinta años, diestra ya en lances de la vida, Eva Guerrero sabía del mundo todo lo que tranquilamente ignoraba su joven amiga María Ensalmo. Ni el paisanaje, ni las añejas relaciones de ambas linajudas familias, unieron á las dos muchachas más que con una débil amistad de buen tono, sin raíces y sin flores. La arrogante morena de ojos de sultana tenía un corazón rebelde y ambicioso. Creíase con derecho á la felicidad por haber nacido hidalga y hermosa; los quebrantos de fortuna, que pusieron en manos de su padre un arma suicida, irritaron el amor propio de Eva sin amansar su dura condición. Sólo por coquetería dominaba la destemplanza del carácter; mas, aun en los momentos en que su voz fingía blandas cadencias y melosas risas, fulguraba en sus ojos un destello implacable. Contaba algunos años más que María, nuevo motivo de rencor; miraba ya declinar su estrella y perderse en caminos de crepúsculo todo el cortejo de sus ardientes ilusiones.

Entre Eva y María, entre estas dos mujeres cuyas vidas iban á correr á la par en distintos caminos de dolor, alzábase una frontera de mal callados sentimientos. Los negros ojos profundos miraban siempre con secreta perfidia á los azules ojos, brillantes y apacibles como un girón de la calma del cielo...

Para el prodigioso viajero, que se llamaba Gracián Soberano, fueron aquellas dos mujeres una novedad tentadora, el «plato del día» en su insaciable apetito de galanteos.

No se cuidó Gracián de que apareciese como un capricho su prolongada estancia en aquellos cántabros arenales ó como una promesa que cumplía cerca de su complaciente amiga Generosa de la Dádiva, marquesa de Coronado. En la altivez majestuosa con que andaba por la vida á grandes pasos, sin tropezar nunca y siempre victorioso, tampoco se cuidó de ocultar que Eva, María y Luisa, las tres flores costaneras, le parecían adorables; y hasta se permitió declarar públicamente que en Las Palmeras había otra provinciana encantadora, una doncellita muy peripuesta y gentil, que se llamaba Rosa.

También Nenúfar lo había advertido, y apostado en el hall de la quinta, mientras acomodaba lentamente el sombrero y el bastón, le había rezado á la moza una oración modernista, tan extravagante y pomposa, que la buena muchacha, creyendo que la hablaban en idioma extraño, roja y confusa, murmuró:

—No entiendo...

Fué perspicaz en cambio para «entender» el lenguaje atrevido de las manos del bohemio, y contuvo su «explicación» con tal agilidad y valentía, que el goloso, escarmentado, tornóse con ella prudente y humilde, y á hurto de las damas, en breves solaces deliciosos, le confesó que se llamaba únicamente Simón Ruiz, y que era un pobre vagabundo, un pícaro con talento, que sitiado por el hambre «hacía de Nenúfar»... y de otras cosas peores...

Su acento adolecido hirió el tierno corazón de la muchacha, que se fué humanizando un poco á los amorosos requerimientos del señorito; y sin tardar muchos días, delante de una sonrisa apicarada y suave de la moza, declaraba también Nenúfar que Clara Infante era una caprichosa pervertida, y que á él sólo le gustaban las frescas amapolas del campo, las lindas mujeres de la aldea:

Flores de sangre y sol, en cuyos labios, la pura esencia del amor se bebe...

IX

Mientras Nenúfar demostraba su sagacidad de hambriento solicitando los apetitosos favores de Rosita y cultivando los de Clara, más refinados y exquisitos, Gracián, que hacía las cosas en grande, se apoderaba, en el concurrido salón de Las Palmeras, de la admiración y el aplauso de todas las mujeres, derrochando sus artes y enamorándolas «por turno»...

Su apostura elegante, su continente varonil, su gracejo y su elocuencia le daban un indiscutible dominio en sociedad, donde jugaba con el propio prestigio como con una baraja, en temerarios alardes de buena fortuna, ganando siempre.

Al «mundo», á esa monstruosa entidad anónima que amedrenta á muchos hombres de talento positivo, le tenía Gracián deslumbrado con el brillo audaz de sus ojos, las vibrantes ondulaciones de su voz y el gallardo gesto de su persona. Y el terrible mundo, engañado como un niño, había tomado por admirable existencia la farsa seductora en que Gracián vivía. Mujeres fascinadas y hombres necios ó cándidos aseguraban que Gracián era un gran artista, un negociante genial, «un águila y un ruiseñor»; como decía Nenúfar, un superhombre...

Debajo de la estupenda fábula sólo había un perfecto comediante, un salteador de buenos caminos, disfrazado con arte de imaginarias virtudes. Cierto día apareció en la corte con aires de fortuna y distinción, diciendo que venía de París, en cuya Universidad había estudiado varias facultades. Como parecía rico y era guapo, y se decía «de buena familia», fué admitido en muy selectos círculos, logrando la amistad de personas influyentes. Tomóle bajo su protección la marquesa de Coronado, con harto detrimento de la honra y los dineros del marqués, y aquel mozo de origen oscuro subió como la espuma.

Graves disgustos costó á la de Coronado su flaqueza. Gracián no era lo que parecía. Hombre sin escrúpulos, dominante y codicioso, frío de corazón como la nieve, sólo atendía á su propio medro y á la satisfacción de su naturaleza inconstante y caprichosa.

La imaginación hacía en él las veces del sentimiento. Fabricábase un mundo de imágenes y ficciones, de rasgos fabulosos y aventuras fantásticas, y era en su pensamiento tan natural la mentira como un hecho vivo y presente. Mentía por necesidad y deporte, ejerciendo con la falsedad un arte sutilísimo, poseyendo de tal modo sus propias invenciones que las incorporaba á su vida haciéndolas reales á fuerza de creerlas y practicarlas.

Todo su poder estaba en la palabra, en aquella palabra encendida siempre en pasajeros entusiasmos; después de hablar mucho, embriagándose con ficticios ardores, quedábase como vacío. Desfloraba todas las cosas, hastiándose de ellas en cuanto las poseía.

Llegó la marquesa á conocerle á fondo cuando ya se hallaba hechizada por la sugestión de tan extraño carácter. Sufrió en silencio engaños y humillaciones, arrastrando como un castigo aquel amor culpable lleno de ingratitudes y amarguras.

Gracián no paraba mientes en tales cosas; dispuesto á la caza de «una buena dote» que supliese la vacuidad de su imaginaria fortuna, mariposeaba entre las mujeres aun en presencia de su amiga, la de Coronado, con una brillante y elegantísima insolencia...

Nutrióse con nuevos elementos la tertulia de los marqueses. La colonia madrileña de la playa encontraba desanimadas y «cursis» las veladas del Casino, y, tácitamente, acordaron los más distinguidos veraneantes asistir á las que en Las Palmeras se habían improvisado, encadenadas con jiras y paseos por los alrededores del balneario.

Aprovechando en aquellas gratas reuniones el conato de un silencio, la sonora voz de Gracián comenzaba con hábil estrategia un curioso relato; agrupábanse los señores complacidos en torno al orador, y al compás de un acento que repetía: «convenido... convenido...» las frentes varoniles se inclinaban en señal de aprobación; todas las atenciones quedaban sumisas al poderoso farsante, y todas las damas soñaban con ser la favorita de aquel galante taumaturgo...

X

Al fin, una noche presentó el marqués en Las Palmeras á Diego Villamor. Era el poeta un muchacho de aspecto simpático, de facciones finas y aniñadas, el pelo rubio, los ojos zarcos, la boca sonriente, mediana la estatura, tímida la expresión. Había en su figura cierta nativa elegancia; pero el busto algo encorvado y la mirada indecisa dábanle un aire de prematura vejez, de cansancio ó de tristeza.

Al penetrar en el salón una picante brisa de curiosidad agitó las ligeras cabecitas de las niñas veraneantes. Clara fué la única que le miró con ceño; las demás le brindaron protectoras sonrisas y placentera conversación.

Diego no se mostró muy comunicativo, y el lisonjero recibimiento que se le hacía pareció acrecentar su natural timidez y envolverle en un amago de inquietante torpeza. Con graciosa amabilidad salió la marquesa al encuentro de aquel malestar embarazoso, y tomando gentilmente el brazo del poeta, fuése á iniciarle en la amistad de las muchachas, contándole, con llaneza señoril, las menudas intrigas y bagatelas de aquel salón de verano.

La insinuante benevolencia de la dama no logró disipar la turbación del artista, y sólo cuando entre los grupos bullangueros columbró la delicada figura de María, sintióse Diego acompañado en la tertulia y guiado hacia un rostro amigo.

Juntos compartieron ambos jóvenes en el mismo valle natal las plácidas intimidades de la infancia, y, más tarde, al abrigo de una amistad serena, Diego le había regalado á María muchos ramos de rosas en las lindes del huerto, muchas rimas sinceras, improvisadas con ese arte primicial y balbuciente de la adolescencia, inculto y bravo perfume del corazón. Fué María su primera musa, la reveladora de sus primeras emociones, un delicado ensueño hecho carne y belleza de mujer. Ella había sonreído siempre sin coquetería ni complicidad al embeleso encendido en los ojos miopes del poeta; y ahora, en el ambiente frívolo de aquella sala abierta al mundo, también le sonrió, ingenua y bondadosa, como en los solitarios caminos de la aldea.

Logró Diego sentarse á su lado y ofrecerle, un poco anhelante, la rosa pequeña y linda que llevaba en el ojal.

—No es tan bonita como las de nuestro valle, ¿te acuerdas?—le dijo.

—Sí... allá arriba tú me las buscabas muy hermosas—respondió levemente la muchacha.

Pero en vano Diego perseguía los celestes ojos absortos en la rosa. La niña blanca, de casta belleza, la musa de los lejanos senderos, alzó sobre la florecilla sus pupilas acariciadoras para dejarlas caer sin cautela en la sugestión de otras audaces. Siguiendo el camino de aquella mirada, comprendió el poeta que á su amiga la estaba Gracián enamorando.

Y se sintió otra vez solo en la tertulia, extraño y triste en aquella sociedad ligera...

También Eva se hallaba sola en aquel instante. Con frecuencia, al lado suyo hacíase un vacío desdeñoso por parte de las muchachas, que no acababan de perdonarle su hermosura, ni el orgullo con que la ostentaba. María en aquellas ocasiones acudía bondadosa cerca de la bella desairada, sin que Eva mostrase agradecer semejante favor, ni ofenderse con las otras crueles displicencias. Bajo el escudo de su recia altivez sonreía como una esfinge; atenta sólo á sus planes de conquista, contemplaba en silencio el «campo de batalla», como un experto general, y era precisamente María el blanco de sus temores. Delante de la niña rubia, desplegaba Luis Galán sus más necias y petulantes sonrisas; quemaba Nenúfar el incienso de sus conceptuosos madrigales; modulaba su harmoniosa voz el «superhombre», y hasta la voz ronca del marquesito, al resonar junto á María, se apagaba dulcemente, como el suspiro de un violoncello.

Eva, despechada, conteníase á duras penas...; ¿iban á ser también para la «niña romántica» los obsequios de Villamor?...

Sin duda le nacieron inquietas alas á esta pregunta insidiosa, porque voló á lo largo del salón, posándose en los oídos de las señoritas veraneantes, y la alarma de esta sospecha llegó hasta la dueña de la casa que había puesto los ojos en Diego con la secreta intención de fraguar un desquite...

Por cierto que los ardientes ojos de la marquesa parecía que habían llorado...

Rosa, la doncellita gentil, le contó á Nenúfar aquella tarde que el señorito Gracián había discutido acaloradamente con la señora marquesa en un escondido rincón del parque...

XI

—Sé que es usted un gran poeta... y un hombre excesivamente modesto—decía Gracián, clavando sus ojos de águila en los tímidos ojos de Villamor.

Bajo la cruda sugestión de aquella mirada vaciló el poeta, respondiendo con voz insegura:

—Muchas gracias..., usted me favorece demasiado.

Sonrió Gracián, un poco burlón, y repuso con aire entre protector y desdeñoso:

—La modestia excesiva, la timidez, es cómo una niebla del talento. Audaces fortuna juvat. Los hombres, amigo mío, para cumplir una elevada misión, necesitamos hacernos duros y valerosos. No basta con tener talento, se necesita fuerza para imponerle. Todo gran pensamiento es agresivo, cortante, eficaz como una espada...

—¿Es usted poeta?—murmuró Diego, embelesado por las palabras sonoras de Gracián.

—Sí..., algo poeta..., pero un poeta de acción... Yo no hago poesía..., la vivo. Los viajes, los negocios, las realidades, son mis poemas... ¿Qué mejor estrofa que un pensamiento dominador que en un instante se hace dueño del mundo? Aborrezco la vida sedentaria, y le confieso á usted que no admiro esa poesía del surco, ocioso canto de cigarras en la pereza del verano... Ya que tiene usted talento y es poeta de verdad, abandone el rincón de su provincia, láncese al mundo, suelte esa timidez un tanto rústica de su persona y... algún día me dará las gracias por el consejo. Es usted muy joven..., según parece. Vaya usted por de pronto á Madrid, escriba para la Prensa y los teatros, busque usted el gran público, la popularidad, los halagos de la fortuna, las grandes emociones de la vida, el dinero y la gloria. Roto el hielo, consagrado el nombre, todo lo demás le será dado por añadidura.

La tertulia del marqués hallábase pendiente de los labios de Gracián. Aquella voz limpia y armoniosa, aquel tono de energía y suficiencia, capaces de vestir con brillantes galas los conceptos más falsos y vacíos, producían un efecto seguro en el frívolo auditorio. Estaba el marqués radiante; triste y conmovida la marquesa; entusiasmadas las niñas y hecho un puro caramelo el optimista López. María callaba pensativa; á su lado Eva ponía una sonrisa en el duro semblante, y Pizarro, el eterno disidente, repetía en un rincón:

—Palabras... palabras... palabras...

—Yo no sirvo para la lucha—decía Diego con ingenua sencillez—, mi mundo acaba tras de las tapias de mi huerto. No me seducen otras glorias... El amor y la poesía se reducen á un nido... ¿Por qué buscar tan lejos lo que está dentro del corazón?

Las humildes frases del poeta causaron una emoción extraña. Decíalas con voz fina y temblorosa; los ojos miopes brillaban con ardiente luz.

Gracián, un poco sorprendido, refutó victoriosamente las razones del vate, volcando sobre el trémulo mozo un aluvión de frases elocuentes, y mortificándole de paso con algunas ironías poco piadosas. Diego intentó responderle; mas la sugestión de aquellos ojos, clavados en él con fuerza, cortóle las alas del discurso, y calló al fin, balbuciendo torpes y débiles disculpas, azorado al descubrir en los rostros femeninos ciertas sonrisas mal disimuladas. Huyó á esconder su derrota en un rincón de la sala, donde fué acogido cordialmente por el gruñón de Pizarro.

El superhombre, luego de haber «inutilizado» á Villamor, según frase de Clarita Infante, paseó con regalo sus finezas conquistadoras por todas las damas de la tertulia, y decidióse por fin, con seriedad extraña, á enamorar á María.

Con sus saltitos de pájaro y sus atrevidas intromisiones, Teresita Vidal descubrió el galanteo. Unos comentarios maliciosos volaron como dardos por la estancia cuando el descubrimiento «se hizo público», y sólo Luisa Ramírez tuvo para esta noticia sensacional un franco gesto de indiferencia que rodó en las murmuraciones como rara nota de bondad.

Pero en estos rumores sibilantes, levantados á la sombra de habituales sonrisas, no había tanto despecho ni tanto furor como en el maligno silencio con que Eva acogió la certidumbre de que Gracián se constituía en pretendiente «oficial» de María Ensalmo.

Durante algunos días acarició Eva la esperanza de aquella singular conquista; en el flirteo galante de Gracián hubo para ella halagos y promesas, y atizada su vanidad, fomentada su ambición, vióse vencida de improviso por la mansa hermosura de aquella niña contemplativa y dulce.

Altanera y rabiosa—es porque tiene dote—había pensado.

La amargura del desengaño irreparable cinceló en su cara morena una mueca despreciativa, y fué un vaso henchido de cólera su corazón, mucho más combatido por los celos que el de la abandonada marquesa de Coronado...

En aquella tormenta de sus ilusiones, apremiada por los años y la vergonzante pobreza, Eva Guerrero miró frente á frente á Diego Villamor, aprovechando aquel instante en que el poeta, fácilmente vencido por Gracián, se sintió forastero y desorientado en la velada de Las Palmeras, sin más apoyo que la adusta cordialidad de Pizarro.

No era Diego un extraño para Eva; vecinos de la misma ciudad, conocíanse todo lo que el retraimiento del artista lo había consentido. Admirábala él siempre por hermosa; ella no le había prestado nunca gran atención por considerarle pobre, pero últimamente el nombre de Villamor había corrido por España con entusiasta elogio, y el triunfo de su reciente novela le abría dilatados horizontes. Se le auguraba un puesto eminente en el mundo literario, y esto ya no era grano de anís.

En aquella misma sala había dicho doña Manuela, con sobrada razón, que Diego era «un buen partido», y haciendo Eva un rápido recuento de los méritos del mozo en sus aptitudes «para ganar dinero», vióle poderoso y encumbrado en plazo breve, «figurando» en Madrid como un personaje, en salones, ateneos y academias, rota al fin la corteza de aquel pícaro carácter tímido y bonachón...

Muy armada con todo el poder de sus hechizos, fuése Eva Guerrero hasta el rincón del poeta; le desafió «á lucha brava y singular» tendiéndole traidoramente el lazo y asegurándole primero con palabritas de miel. Sitióle al fin, con formidable asedio, disimulando entre gorjas y burlas incitantes, y Diego, maravillado, engañado, seducido, rindió sin gran defensa su alma exquisita, su noble alma, soñadora de huertos y de nidos...

XII

Ya Gracián era novio de María. Las veraneantes en estado de merecer, dejando como cosa fatal aquellos graves casos de pasión, dedicáronse á otros menudos enredos, y consiguieron poner ceñuda y triste á la burlona Clara Infante, asegurándole que tenía una rival, y que Nenúfar le era infiel en la misma quinta de Las Palmeras.

Teresita empezaba á divertirse un poco viendo errar sin destino la nítida sonrisa de Galán, y observando en Rafaelito síntomas alarmantes de locura amorosa.

Y cuando los dúos de las incautas parejas eran celebrados en el salón con ingeniosas travesuras, de aquel rincón del parque donde la marquesa y Gracián habían discutido airadamente, entró en la sala un viento de escándalo que impulsó á Benigna hacia su madre, para decirle, inverecunda y perversa:

—¿No habías tú pensado en Luis Galán... para un caso... como éste?

Miró á su hija la dama, sin pestañear siquiera, durante un largo minuto, y volviendo á otro lado la cabeza con aquel aire de altiva dignidad que le era propio, hallóse con el inofensivo semblante de López, que maquinalmente silabeaba:

—Convenido... perfectamente...

Y en el hueco de una ventana doña Cándida, adormecida y lastimosa, balbucía:

—¡Ay... Dios mío!...

En aquella mísera cárcel de su pecho tenía Rafaelito Coronado un compasivo corazón. A ratos sentía el mozo, por allá dentro, ciertos barruntos de hidalguía y hasta un poco de romanticismo sentimental.

Poseído de una de estas crisis interiores, halló á su prima sentada en la terraza y en propicia soledad. Se puso horriblemente feo para sonreirla, y acariciando con manso mirar la fresca hermosura de la niña blanca y dulce, estremecióla con su voz tonante.

—Maruja preciosa; díme si es cierto, de toda certeza, que tú seas novia de Gracián...

Ruborizada y sorprendida, quedóse María en silencio, con los divinos ojos un poco acobardados.

—Es cierto... por desgracia—tronó entonces el bronco acento.

—¿Por desgracia?—interrogó la niña, alzando vivamente la cabeza.

Aplació Rafael su voz todo lo posible, y tomando con fraternal confianza la breve mano de su prima, casi al oído, le rogó.

—Marujilla... eres buena... eres inocente... No te cases con Gracián... Desconfía de él... y de «ellas»... y de todos en esta casa, menos de doña Cándida y de mí...

Y apenas dicho esto, giró sobre sus pies deformes y desapareció en el vestíbulo.

Vióle á poco María en el jardín, como si buscara ó soñara alguna cosa... Arrancaba las flores, las mordía, las estrujaba y las iba sembrando muertas por los caminos.

Le miraba la niña, suspensa, con un vago terror, y sólo cuando le vió hundirse en el misterio del parque, suspiró aliviada, como si despertase de una lúgubre pesadilla.

Acodóse en el mármol de la recia balaustrada, y sus pupilas curiosas temblaron debajo del cielo y encima del mar, con una interrogante expresión llena de ansiedad inefable. Pero ni los cielos ni las aguas respondieron á la callada consulta.

La vasta llanura del Cantábrico era toda una mancha azul, cuajada de sol. Gozaba el mar de esas horas de reposo y de hermosura en que parece que está escuchando una inmortal querella. Su inmovilidad expectante y magnífica quebrábase en la orilla levemente, con blando embatir de olas y espumas que sonaban á rezo. Mar y cielo se besaban en el horizonte, con la majestad suprema de dos amantes inmensos que celebrasen paces y bodas delante de Dios...

Absorta en la grandeza del espectáculo, sintió María estremecerse su corazón en aquel beso colosal de aguas y nubes; volaba su fantasía con descansados giros de gaviota por la inmensidad azul, pero una voz grave y augural repetía en lo hondo de la conciencia «¡desconfía de él!»

—¿Por qué?, ¿por qué recelar siempre?—preguntábase la niña enamorada—¿Es acaso la vida una emboscada perpetua? ¿Es el amor tan ciego que ni valerse de las alas sabe? ¿Por qué temer cuando la tierra luce un espléndido traje de gala, y se está la mar dormida en excelsa quietud y tiene el cielo tan noble mansedumbre?...

—¿Por qué sufrir, Dios mío—suspiraba María—cuando la vida es una mañana de sol, y el alma una dulce llama de amores?

Pero la temerosa voz agorera no acallaba sus crueles profecías, y en las azules contemplaciones de la muchacha quedó flotando, trágica y amorfa, la negrura de un presentimiento fatal...

Debajo de la terraza se rebullían unas faldas y unos cuchicheos. Las hijas del marqués salían á la sazón con Clara y Teresa hacia el balneario.

Iban las cuatro vestidas en liviana desnudez, con unos trajes transparentes, muy bonitos y escandalosos.

Charlaban y reían, bajando por la escalinata, cuando Rosa las encontró, viniendo del jardín con una opulenta carga de flores para adornar los aposentos. Detuvo Clara á la doncella con desgarrado impulso y preguntóle, llena de cólera:

—Díme tú... muchachuela... ¿de veras te has figurado que los caballeros que vienen á esta casa te cortejan á ti?

Al oir tal, quedó la chica inmóvil y absorta, gentilmente abrazada á sus hermanas las flores. Después, un poco encendido el semblante y algo quebrada la voz, replicó altanera:

—El que viene á esta casa á cortejarme no es un caballero... es... Simón Ruiz.

Tornóse de cera el rostro de Clarita; pugnó iracunda por desatar su lengua dicaz, paralizada por el despecho, cuando sus amigas se la llevaron jardín afuera, ordenando á la moza, con fingida severidad, que callara y siguiera su camino.

Obedeció ella sin replicar, mas pisando, al subir, con valentía, los finos escalones. Agitada y trémula de celos y de orgullo, fué dejando caer, en su descuido, algunos de los ramos preciosos que llevaba. Y así, en la escalinata de honor de Las Palmeras, testigo de aquella escena bochornosa, quedó triunfante con un rastro de flores, en plena gloria de sol, la huella donosa de Rosita...

XIII

Al caer la noche sobre la costa, los contertulios de la quinta salían al jardín y se iban disgregando en galantes parejas, bajo el quieto dosel de los árboles.

Pálida la luna en un cielo de tersa limpidez, asomábase por los claros de la fronda, poniendo su gentil resplandor en los misteriosos andenes.

Había un perfil desasosegado en las sombras enlazadas bajo la fantástica luz; un perfil rebelde, que tan pronto parecía el de un sólo cuerpo que dulcemente ambulase en la paz de la senda, como partido en dos airadas figuras, simulaba un grupo combatiente y furioso, desesperándose en la calma enervante de la noche.

Eran Nenúfar y Clara, que agriamente reñían, paseando por el jardín. Decíanse agravios y quejas, discutían con mal recatado enojo; mas luego, un rayo indiscreto de la luna los dibujaba en el césped, inmóviles, y amistados en lagotera plática...

Por la alameda central, á toda luz, discurrían lentamente María y Gracián, coloquiando en traza de novios, más atentos al rumor de sus palabras que á la tranquila belleza de la noche.

Cerca de ellos, Diego y Eva, sentados en rústico sofá, se decían amores quedamente, con apasionada unción.

Y en otra arbolada calle, un poco más sombría, la risa de plata de Luisa Ramírez hacía contrapunto al vozarrón de Rafael.

Las señoritas de la casa acompañaban á los demás amigos, y, al través de los grupos pintorescos, Pizarro protestaba del calor, de la luna y de los novios, mientras que á López le parecía todo de perlas.

Hojas, flores y brisas, refrigeradas por el aliento bienhechor de la noche, escuchaban curiosas las carcajadas y los diálogos de aquellos felices huelguistas de la playa... También con las brisas y las flores, Rosita la doncella andaba escuchando entre los árboles...

Sonaron lánguidamente las cuerdas de un piano. Por las ventanas abiertas del salón cayeron á la sombra del parque unas divinas notas de cristal. La silueta romántica de Schumann paseó un momento por el jardín umbroso, cantando con delicada voz sus Lágrimas secretas, sus Noches de angustia...

Era, sin duda, una mano de mujer, nerviosa y sentimental, la que pulsaba las teclas del piano.

Al escuchar aquellas notas alzóse Diego Villamor del escaño rústico, mirando con sorpresa hacia las ventanas de la quinta, que proyectaban en la sombra del parque la viva luz de los salones. De repente la voz de Schumann se apagó en un sollozo, y tras la pausa de un amplio silencio musical vibraron los acordes del Claro de luna, el triste adagio de la sonata de Beethoven. Las graves y profundas armonías causaron al poeta una impresión conmovedora. Sacudióle aquella ráfaga como un latigazo inclemente recibido al desnudo en pleno corazón; todo el dolor y la tristeza de la vida lloraban en aquel adagio como un de profundis cantado á orillas de un lecho nupcial, á la luz piadosa de la noche...

Notando Eva la emoción de Diego, echóse á reir alborozada, burlándose del poeta con aceradas frases...

La vertiginosa rueda de sensaciones, que en vorágine silenciosa giraba en la arboleda, tuvo entonces un extraño engranaje de pensamientos, y también María sintió, alarmada, que un tremante acento de dolor se acordaba á los sones del piano con las cálidas ternezas de Gracián.

Una superstición callada y penosa dolió en dos corazones al mismo tiempo con lancinante acometida.

La marquesa, en tanto, sentada en el salón ante la clave, desgranaba las notas dulcemente y Galán, muy rendido á su lado, volvía con lentitud las hojas de la partitura, luciendo una sonrisa intensa y blanca, como la del teclado marfileño sumiso á los hábiles dedos de la señora.

XIV

Arreciaba el calor; todo el oro solar caído en cálidos torrentes durante el día caldeaba la arena de la playa y tostaba la densa copa de los pinares. En la costa bravía, y en los gayos jardines ribereños, yacían las flores con desmayo estival, desabrochados los hondos cálices, entregadas á la caricia ardiente de la luz.

Descendía la tarde sobre el Cantábrico con exquisita diafanidad; llegada era, sin duda, la solemne hora que inspiró al poeta los alados versos:

«Harto acaso de vidas serenóse ya el mar, las costas callan; cansadas ó dormidas sus turbulentas olas no batallan. Y si la playa suena, si mueve el agua espumas y rumores, su voz sobre la arena no amaga muertes, que suspira amores»...

El salón de los marqueses abrió sus puertas de par en par sobre el parque frondoso, y la familia, con sus habituales amigos, buscaba en animados grupos la regalada sombra del boscaje.

En el palique de aquella gente ociosa y novelera, pasto de toda malsana curiosidad, eran tema favorito las bodas de Eva y de María. Juzgadas tales bodas como ciertas é irremediables, las mocitas casaderas que estaban en turno hiciéronse benévolas y afectuosas alrededor de los novios.

Decíase de ellos, no sólo que formaban dos gallardas parejas, sino que la conveniencia de ambos enlaces era visible y acertada. Con su hermosa cabeza de Apolo, su ciencia de la vida y su trato seductor, Gracián Soberano era el marido ideal para la noble niña acaudalada, indefensa y tímida paloma. Y la colmada hermosura de Eva Guerrero, su hidalgo linaje y su dominio de los salones, digna corona serían del poeta.

Ufana y ambiciosa, maquinando grandezas y esplendores, quiso Eva asomarse á las puertas del porvenir. Soñó una vida muelle y regalada en la corte; un trono para su belleza en aquella sociedad aristocrática; una existencia de triunfo y de placer... Y el novio artista, hechizado por el mismo sueño y abrasado por Eva en un incendio voraz de los sentidos, ponía sobre su cabeza todos los deseos desbocados del corazón de aquella mujer, duro corazón rebelde al dolor de la vida, sólo inclinado y dócil á la ambición y á la lisonja.

En la atormentada juventud de Diego, Eva ejercía una mortal fascinación. Con ser en sus novelas Diego un agudo psicólogo, carecía de todo sentido práctico. Hízole el dolor poeta, pero no le enseñó á vivir ni le adiestró en los crueles engaños del mundo. Empujado por la enlutada soledad de su niñez, cayó de rodillas en la negra noche del sufrimiento, delante del eterno manantial donde lágrimas y penas fluyen con el incesante lamento de la vida. Aplicó sus labios febriles al humano caudal, abierta el alma, sediento el corazón; y de sus años de abandono y pequeñez alzóse con la sagrada lira entre las manos, derretido el pecho en piedades y ternuras, llena la imaginación de luces y de sombras. Colmada su inspiración en el raudal saludable del llanto, sus canciones eran al propio tiempo viriles y sentimentales, tempestuosas á veces, á veces serenas y apacibles, impregnadas siempre en la poesía norteña, romántica y triste. Sollozaba en sus versos el Cantábrico, gemían los robledales montañeses, é iba la niebla prendiendo sus gasas de pena en pena por el mundo.

Niño y poeta, Diego Villamor, entregado precozmente á la soledad y al silencio, cayó deslumbrado á los pies de Eva. Todos los sentimientos puros engendrados por la desgracia en su pecho sin hiel, fueron á decorar como devota ofrenda el pecho vacío de la hermosa. Y allí abatieron sus alas trémulos y heridos, sin hallar un asequible rincón de piedad en la altiva muralla de carne, hecha mármol. Su alma de artista quedóse rendida y suspensa delante de aquella escultura viva y lozana, que le era prometida en amoroso brindis de traidor beleño. Y en su sed de vivir, sintió el poeta, nacido, como todos los poetas, para sufrir y amar, estremecerse las dos raíces de la vida: el deseo y la esperanza.

La esperanza y el deseo rutilaban, también, en las azules pupilas de María Ensalmo, en aquellas sosegadas pupilas que sabían mucho de lágrimas. Un tumulto de sensaciones nuevas movía inquietudes y afanes en el quieto remanso de su espíritu, y, acaso, lenta y sutil, una brisa de orgullo mecía el plantel de ilusiones de su juventud en flor. Crédula y soñadora, las alas de su fantasía se quemaron presto en el halo de superioridad y grandeza que la alta crónica mundana ponía en las sienes de Gracián. Fué con alegría infantil su dama predilecta en el íntimo veraneo de la quinta; fué después con secreta delicia, su enamorada, y al fin, con férvida rendición, su prometida esposa.

Quería Gracián llevar á término el noviazgo con las ardientes prisas de una recia pasión, y el marqués de Coronado, como tutor de la novia, intervino complaciente en las negociaciones matrimoniales, acortando caminos y diligencias.

Así quedó cautiva al primer vuelo aquella blanca paloma del hondo valle montañés. Y así, cuando ya las florestas agonizaban y los días serenos eran idos, florecían los azahares en la pura meditación de una frente, y unos horizontes risueños se abrían á las preguntas curiosas de una mirada.

XV

Corría el mes de Octubre. Flotaba el celaje bajo y ceñudo; las gaviotas, agoreras y tenaces, volaban en anchas curvas sobre las olas, y el estruendo de la marejada confundía su voz en los pinares con el duro ventar. Balanceábanse entre las nieblas de la bahía las sombras de los barcos, trágicas sombras en la tristeza enorme de los crepúsculos.

Allá, en la playa, los hoteles parecían dormidos, con los párpados de sus persianas caídos encima de puertas y balcones; las vistosas casetas de los baños, desmanteladas ya, se aselaban en lo alto, apretadas y tímidas, contra las garras de espuma con que la mar subía por la arena. De la festiva decoración de aquellos lugares de placer sólo quedaban algunas toscas cifras grabadas en los troncos de los pinos, huellas de amoríos fugaces; el esqueleto ingrato de algún ramaje triunfal, ó el trapo roto de alguna flámula, oscilando al viento en la desolación de los arcos desnudos. Las tardes breves se desmadejaban con aflicción en la montaña y en la costa, sobre jardines marchitos y viviendas cerradas; muertas las hojas, gris la marina, y amarillo el paisaje.

Unicamente la quinta de Las Palmeras daba señales de vida en aquella otoñal decoración. Los de Coronado aguardaban el próximo enlace de María, para asistir al dichoso acontecimiento antes de regresar á Madrid.

Rezongaban las niñas y renegaban de los novios; pero Rafaelito, el dios de la casa, se había puesto al lado de sus padres en aquel deseo, menos acaso por cumplir un deber de familia que por asonantar su vozarrón con la risa musical de Luisa Ramírez.

El marqués, muy interesado en el Casino con algunas serias partidas de baccarat, no se impacientaba gran cosa en aquella desapacible espera. Y su satélite Nenúfar, habíase convertido, con el mayor desenfado, en huésped de la quinta, apenas su protector se lo indicó al cerrarse las fondas veraniegas. También Clara se prestó generosa á compartir con las de Coronado la cruel prolongación del veraneo, en aquella dura soledad de Las Palmeras, sin excursiones ni tertulias, desatadas sobre la marina ribera todas las tristezas del Norte.

Huídas con septiembre las últimas veladas del estío, ya las niñas no tenían para divertirse ni siquiera las genialidades de Pizarro, el primer fugitivo de la costa, ni los dichos un tanto grotescos de doña Manuela, ni aun los suspiros lastimosos de doña Cándida.

A poco de esconderse María en su hidalga casona del valle á preparar sus desposorios, fuése Gracián á la corte con igual propósito, en apariencia; y desfilaron también otros íntimos de los marqueses, entre ellos Teresita Vidal. Eva y Diego se recluyeron en la ciudad vecina para tejer á solas, sin testigos burlones, sus magníficos proyectos. Y la graciosa y bella Luisa Ramírez se dejó galantear en su casa por Rafaelito, con más regalo y holgura que en la quinta de Las Palmeras, donde se halló un poco descentrada y recelosa cuando se fué iniciando en algunas intimidades de aquella gente cuyo trato era nuevo para ella. El más rezagado veraneante de la temporada había sido Luis Galán. Cuando la última puerta hospitalaria se hubo cerrado, blanquearon los dientes del buen mozo entre los disciplinados rizos de su barba, en sonriente despedida, y las desenvueltas niñas de Coronado hicieron en presencia de su madre algunas cínicas manifestaciones de duelo...

Sucedía esto á la hora en que una tímida puesta de sol inflamaba el confín remoto del Cantábrico; y aquel fugitivo rubor del horizonte llegó á la quinta mundana como un rojo destello de ira, como una protesta silenciosa, que la pureza del mar y del cielo mandaban á la tierra miserable.

XVI

Ignorado quedó el motivo que retuvo á Nenúfar cerca de sus ilustres amigos, en la destemplanza otoñal de la ribera. Pudo ser una condescendencia de gratitud hacia el marqués, una doble exigencia de amor, ó un acoso inclemente del hambre. Díjose por entonces que había perdido en Madrid la plaza que tenía en un periódico, y que ya no le quedaban de sus glorias literarias más que el blando pseudónimo de Nenúfar, la gardenia contrahecha, y un traje de verano, á grandes rayas, un poco desvaído de color, y á trozos algo «sonriente»...

Lo cierto era que el pobre Nenúfar andaba escalofriado y macilento por los desiertos parajes de la playa y por las estancias de la quinta, soportando estoico y glacial las mordaces cuchufletas de Rafael mientras le tendía la mano importuna en demanda de un cigarrillo.

Cuando más triste era su semblante, más apiadada y crédula se le mostraba Rosa. Hábil y falaz, arriesgaba él promesas de matrimonio que ya la moza iba encontrando llanas y hacederas. Desenmascarado Simón Ruiz, se le aparecía como un infeliz señorito de capa caída, humilde plañidero de salones, que se ganaba la vida «sacando de su cabeza» historietas y coplas, lo mismo que otro jornalero saca piedras de la mina ó las machaca en el camino real. Ya los mozos de su clase le parecían á Rosa ignorantes y soeces, y adiestrándose en traducir el pintoresco lenguaje de Nenúfar, hallaba insípidos y groseros los requiebros de los menestrales que se peinaban para ella. Su altanera cabecita urdió una quimera sensacional, y vióse emparejada con el poeta por la vida adelante, vestida de señorita estrafalaria, al estilo de su esposo, con guantes y sombrero, con entrada libre en las casas distinguidas, y con práctica donosa en el uso de raras y sonoras frases.

Admitido, al fin, el programa de boda, acordaron ambos realizarle en la próxima primavera, y, entre tanto, la prometida esposa exigió que su futuro dejase de obsequiar á la señorita Clara, con quien no quería ella compartir ni una sola mirada del poeta. A todo accedió él, muy rendido y complaciente; pero aconsejando á la niña un cuidadoso disimulo de aquellos planes, para que nadie en la quinta impidiese las furtivas entrevistas de los novios.

Embaída Rosita la bella, y astuto el cesante literato, buscábanse al anochecer bajo el mustio dosel de los pinares, desafiando con denuedo los gélidos rafagazos del vendabal. Estaba ella rebosando de orgullo como «novia formal» del señorito, y Nenúfar ventilaba su mal humor con el aire mimoso de las palabras de Rosita.

—Háblame «en francés»... ó en lo que sea... ¡anda!—díjole, en una cita la muchacha, al truhán de su novio—Háblame en esa moda que dices se estila ahora en libros y en papeles...

—Impoluta y viripotente Rosita—contestó Nenúfar con mucha seriedad—¡cuántome gustas!... ¡qué olímpico espectáculo me ofrendas en este lugar soledoso!...

Oso...—repitió el eco en la concavidad de una peña vecina.

—Afinojado á tus pies en el lindor de la boscuria, yo olvidaría del mundo los aferes...

Eres—resonó en la roca, apenas el galán se dió un respiro.

—Embeleñado con el monorítmico...

Mico—dijo al punto el sonoro espacio.

Soltó Rosita los cascabeles de una jovial carcajada, y con sabia simplicidad objetó:

—El eco se está burlando de ti... Primero te llamó oso, bien clarito; y ahora, con mucha gracia, te ha espetado: eres... mico...

Quedóse la muchacha contemplando al tenorio, algo corrido por la singular bromita, y su agudeza de observación le sugirió rápidamente la idea de que, en efecto, Nenúfar era un mico... Esmirriado, melenudo, vestido con vergonzante ridiculez... ¡era un mico!...

Pero la vena romántica de la muchacha lanzó á escape su cálido chorro de fantasía sobre la desnuda realidad, y con fervor de ilusa corrigió la inconsciente meditación, diciéndose: ¡qué ha de ser un mico... es un «poeta modernista»!...

Y aun temblaba en el aire la libre locura de su risa burlona cuando, tornando á su embeleso sentimental, susurró:

—De todo lo que hablaste, sólo entendí: me gustas mucho...

Tendió él la mano avara hacia la niña; pero ella, por instintiva delicadeza, tomaba muy en serio su papel de «novia para casarse» y esquivaba los atrevimientos del mozo, pensando con desdén que tales libertades eran para consentidas por una doña Clara, canija y fea, sin pudor ni esperanzas..., no por ella, la gentil Rosa, codicia de cien futuros maridos...

Vencedora y ufana, sin dejarse alcanzar, le fué diciendo:

—Se hace de noche, cuéntame pronto aquello que empezaste...

Muchas cosas le hubiera contado Nenúfar en regalada intimidad, al encubridor amparo de los pinos, pero estaba seguro de que era imposible hacer entrar en su vereda de lobo á aquella cordera montesina. Chasqueado el muy pícaro, pensó ganar en la partida lo que buenamente cayera, y así, otra tarde, en el mismo lugar, le dijo á Rosa con grave continente:

—Vuelvo á la corte... Al despedirme de ti, preciosa, quiero jurarte que vivirás siempre en mi pensamiento.

Miento—replicó implacable la irónica resonancia.

Azoróse Rosita, algo miedosa, y el embaucador empezó á hablar callandito, enojado con el eco.

—En mi pensamiento vivirás como reina absoluta, hasta que vuelva á buscarte con los papeles en la mano...

—¿Pero de veras te vas?

—Sí; parten ya los marqueses para la boda de su sobrina, y yo no puedo quedarme sin llamar la atención... Y lo peor es, que temo no recibir mañana el dinero que necesito para llegar á Madrid...

Hablaba Nenúfar «en castellano», reposadamente, y miraba á Rosita con ansiedad.

—¿Y quién te manda ese dinero?

Tras una breve vacilación se hizo traviesa y divertida la expresión de Nenúfar, para responder:

—Pues... no sé si tú le habrás oído nombrar... un señor de muchas campanillas, un tal Don Homero... que hace versos conmigo...

—¿Don Homero?... No... no caigo... ¡Si fuera Don Honorio!... A ese le conozco mucho porque va á mi pueblo todos los veranos...

Recreándose en la credulidad de la muchacha, muy risueño, Nenúfar dijo al punto:

—Este no ha ido nunca á tu pueblo... me parece... Es un señor muy distraído... Aliquando dormitat... y si no se acuerda de mandarme á tiempo esos cuartos, voy á pasar mañana un sofocón...

—Yo tengo cinco duros... si fueran bastantes...

Pronto y alegre respondió el bohemio:

—Sí, con cinco duros ya me puedo arreglar... En cuanto llegue á Madrid se los cobro á mi socio, y te los remito...

Con la satisfacción del triunfo había levantado la voz el galancete, y la costanera roca se apresuró á repetir:

Mito...

Quedó el eco prendido en el espacio como una advertencia ó como un reproche; pero Rosita no pudo recoger el extraño aviso, ignorando que «mito» fuése una palabra expresiva y útil, acaso sentenciada en los aires para ella.

Y Nenúfar no estaba para reparar en coincidencias acústicas, gozoso de no sacar vacías sus aprovechadas manos, en aquella singular aventura veraniega.

XVII

Junto á la verja blasonada, el automóvil de los marqueses, un doble faetón magnífico, estaba dispuesto. Ocupáronle las señoras mientras el marqués montaba en el Panhard de su hijo, que esperaba también.

Partían camino del valle hermoso y triste donde María Ensalmo levantaba el altar de sus bodas. Iban las damas alegres porque muy pronto regresarían á su amado Madrid; parecía que la marquesa había envejecido un poco; mas la albura sutilísima del velo que nimbaba su semblante y la volubilidad graciosa de su palabra, dábanle en aquel momento una traza juvenil y placentera.

López, el incansable amigo provinciano, última visita de Las Palmeras, había acudido á despedir á los viajeros, y contempló á la marquesa con tan intenso arrobo, que hasta sus tercas muletillas le temblaron cobardes en los labios.

Loqueaban Isabel y Benigna embromando á Rafaelito, que estaba callado y mustio, y Clara Infante, un poco distraída, miraba con obstinación hacia el recodo lejano del jardín.

Por aquel lado apareció Rosita la doncella portadora de un ramillete de pálidas flores otoñales. Ella también partía aquella tarde para su aldea, á esperar en vano al andante caballero de sus quimeras. La preciosa carita de la muchacha estaba algo llorosa; bien temprano aquel día pagó la inocente cinco duros, casi todo su capital, por una burbuja de ilusión. Camino de Madrid iba Nenúfar en un coche de tercera, dispuesto á sumergirse de nuevo en la oscuridad, hasta que una ventada de la suerte le trajese otra vez á los salones para escribir melosas crónicas y recitar versos.

Ofreció Rosita las últimas flores del jardín á la marquesa y á sus hijas, sin reservar ninguna para Clara.

Desde el lujoso tren, la señorita se inclinó hacia la moza, y le pagó el desaire con estas palabras crueles:

—Espérale sentada... ¡idiota!... ¡ya estás fresca!...

Vivamente, replicó Rosita á media voz:

—Vaya usted corriendo á ver si le alcanza... que yo no le he dado más que cinco duros...

Partió rápido el automóvil como si al conjuro de aquella réplica mordiente volase en pos de algo muy precioso y difícil de rescatar, perdido, tal vez bajo las hojas que en la arbolada ribera tejieron al amor dulces doseles, hojas agostadas ya como un despojo de muertas alegrías...

Quedaron solos, frente á frente, Rosita y López, á la par de la verja.

Dentro de la quinta preparaba el viaje á Madrid la servidumbre, precediendo á los señores, y las puertas se plegaban con estrépito en la muda quietud de las fachadas.

Por decir algo, acertó López á decir:

—Perfectamente...

Y bajo la densa brumazón del horizonte, flotaron, como un comentario maligno y sentimental, una sonrisa y un suspiro de Rosita la bella...

LIBRO SEGUNDO. CAMINOS DE DOLOR

I

—¡Qué guapa eres!—le decía el niño levantando hacia ella el pálido semblante—¿Por qué yo, madre, no tengo como tú la cara de color de rosa?... Cuando vamos por la calle todos te miran y te echan flores... ¡Eres tan linda..., tan alta..., tan fuerte!...

Y en la vocecilla apasionada del pequeño tembló con las últimas palabras una inconfesa ambición de fortaleza y poderío..., el oculto dolor de su debilidad enfermiza y achacosa.

No advirtió Eva que un acento apesarado lloraba secreto en las ponderativas frases de aquella infantil devoción.

Aceptó el homenaje de su hijo con sonrisa enigmática y, sin contestar á la pregunta triste, murmuró:

—Sí..., muy linda..., muy fuerte... ¡y muy elegante!... Hace un año que llevo puesto el mismo vestido...

Y rió con acritud, bajo una torva mirada que recorrió la estancia, posándose con hostilidad en el humilde mobiliario.

—Ya lo sé—dijo el niño con precoz razonamiento—, es que papá gana muy poco y somos pobres... Pero no te pongas triste, que si yo crezco ganaré mucho más que mi padre y te compraré muchos vestidos y muebles y adornos... Ya verás..., si yo me pongo bueno..., si me hago un hombre...

Y quebróse la voz prometedora en un silencio pensativo, como el compás de espera de una música doliente.

A los lados de la carita, bella y lánguida, los rizos nazarenos cayeron sobre los hombros débiles del niño, con una ondulación sombría, que hizo más intensa y lamentable la blancura anémica del rostro.

En los profundos ojos de Tristán, africanos y hermosos como los de su madre, brillaba una extraña ansiedad, mezcla de altivez y de miedo.

Atenta la señora á sus íntimas preocupaciones, tocada en el corazón por otros cuidados, no reparó en la macilenta expresión de la criatura ni se dolió de aquella traza lamentable más que para decir:

—Te pondrías bueno si fueras los veranos á una playa..., si tomaras los costosos reconstituyentes que te mandan los médicos..., si tuvieras regalo y diversiones como otros niños delicados... Así..., con la vida de mendigos que estamos haciendo..., te morirás...

—¿Que me moriré, dices?—clamó el niño—¿Es de veras, madre?... ¿Dices de veras que me voy á morir?... ¿cuándo?... ¿pronto?... Tengo miedo, mamá; mucho miedo..., mucho frío..., no quiero, no quiero morirme...

Y se refugió, loco de terror, en el regazo de su madre.

Dulcificóse en ella la fiera sonrisa y se amansó el acento indómito, al recibir al niño sobre su corazón.

Acariciándole, con blanda voz sumisa, le calmaba:

—No te asustes, hijo; lo he dicho... por decir... Tú sanarás... serás alto y fuerte como yo... ganarás mucho dinero, y entonces viviremos juntos y solos... seremos felices...

—¿Y papá?

—«Ese»—pronunció Eva con lenta voz cortante y helada—tiene bastante compañía con sus coplas... le dejaremos en paz con la poesía...

—¿Y no le daremos nada de nuestra riqueza?

—No le hace falta, tonto... Para soñar y llorar y componer poemas, con una mesa de pintado pino ya es feliz tu padre... Nada le debemos; mira lo que él nos da... ya ves cómo nos abandona... Vivimos años hace en este horrible piso interior, sin sol y casi sin aire... yo no tengo ropa decente que vestirme... tú no tienes remedios eficaces para tu enfermedad... comemos mal... pasamos una vida miserable y odiosa...

Apenado el niño por aquel relato acusador, que ya de otras veces conocía, preguntó impaciente:

—¿Y por qué á mi padre le gusta soñar y llorar?... ¿Lo sabes tú?... ¿Estará también enfermo como yo, ó es que no quiere trabajar?

En vibrante discurso, que el niño era incapaz de comprender, la dama, enardecida en sus querellas, fué diciendo:

—¿Trabajar?... no sabe... no quiere... está fuera de este mundo... padece «el mal sagrado de los poetas», el estúpido «mal de Leopardi» y otros locos por el estilo... una enfermedad muy cómoda, sin duda, pero que debía estar penada por las leyes... por lo menos en los hombres casados... porque mientras ellos plañen y suspiran, y en traza de orates escrutan los misterios humanos y divinos, su casa se empobrece y su familia arrastra una existencia vergonzosa...

Hablaba Eva con furia mal contenida, con despecho mordiente, y sus magníficos ojos radiaban soberbios bajo un liviano cristal de lágrimas.

Iba entrando la noche despacito por la estancia; avanzaba sigilosa por los rincones, y prendía su manto invisible encima de los muebles y los muros.

Miraba Tristán muy pensativo cómo las impalpables tinieblas iban creciendo en torno.

Ya sólo á la vera del balcón se tendía, moribundo y cobarde, un retazo de claridad.

Levantó el niño la meditación de sus ojos sobre los vidrios descubiertos, y detuvo la tímida ansiedad de su mirada en un pedacito de cielo hermoso que aparecíase clemente, al borde de un tejado vecino.

También Eva, en inconsciente persecución de la luz, había vuelto su rostro enojado hacia la azul maravilla...

Todo el cuarto quedó en la sombra, y el niño se había dormido, escalofriado y suspirante, en los maternales brazos.

Alzóse Eva del sofá con la carga leve y penosa del hijo enfermo, y le acostó con cuidado en la cama, abrigándole solícita.

Inclinada sobre él, quiso observarle, un poco alarmada por el creciente abatimiento de la criatura, y por el febril sopor que le postraba, cada tarde atormentado y quejoso.

Era la oscuridad casi completa, y la madre sólo vió, bajo el manto sin pliegues de la sombra, blanquear la menuda carita como un exvoto de cera, yacente en un altar negro.

Apartóse de la cama con movimiento brusco y otra vez se dejó caer en el sofá, colérica y agitada. De nuevo su alterado rostro volvióse hacia el jirón celeste que se asomaba en lo alto de la vidriera.

Suspendido sobre la negrura del gabinete, el pedacito azul de la excelsa mentira, daba al silencioso cuadro una nota de luz y de alegría, tan lejana, tan pequeña, de tan desgarrador contraste, que Eva no pudo sustraerse al influjo de aquella intensa impresión, y rebelde al dolor sombrío de su pobre estancia, clavó con reto audaz sus endrinos ojos en la remota promesa celestial. Largo rato, con brava expresión, estuvo desafiando á la divina esperanza del horizonte. De pronto se levantó, brutal y amenazadora, y cerró con un golpe violento las maderas del balcón. A tientas volvió al sofá, hundióse en él desesperada, y rompió á llorar ruidosamente... Sentíase impotente contra la infinita tristeza que de aquel imposible azul descendía sobre su vida oscura.

II

Giró la puerta con precaución, y se encendió en el gabinete un globo de luz roja y tímida.

Demudado y ansioso, Diego preguntó en el dintel:

—¿Por qué lloras así?..., ¿qué sucede?, ¿está el niño peor?

Alzóse Eva altiva entre sus gemidos, y tras la cortina de su llanto brilló fugitivo el gozo cruel de verse sorprendida en aquella desolación que justificase una escena borrascosa entre ella y su marido.

—Pasa lo de siempre—contestó en son de guerra—, que esta vida es intolerable y que el niño se morirá por tu culpa.

—¿Por mi culpa?—balbució Diego—, ¿tú sabes lo que dices, mujer? ¿Tanto me odias que pretendes infamarme con el más horrible de los delitos?

Hablaba sorda y amargamente, y se le fué acercando bajo la indecisa luz de la lámpara, como magnetizado por el abismo de los tenebrarios ojos que le acechaban.

Cada vez más erguida y arrogante, Eva repuso:

—No, si yo no te odio... Si lo que yo tengo de ti es lástima..., mucha lástima... Me pareces sencillamente ridículo con tu aire de doctrino y tus debilidades infantiles.

—¿Pero qué es lo que quieres?..., ¿qué exiges de mí?... ¿No hice cuanto pude por darte la felicidad?...

—Buena felicidad la tuya... Un amor desharrapado y miserable que sólo sabe suspirar..., un hogar mustio y frío, asilo de toda pobreza..., un espíritu temblón y cobarde, lleno de preocupaciones y timideces... Guarda tu felicidad y saboréala tú solo... Yo no la quiero.

Retrocedió el artista avergonzado y trémulo, como si aquellas frases descomedidas le abofeteasen el rostro... Con herido acento murmuraba:

—¡Ah criatura malvada y pequeña!..., ¡cómo sabes meter el puñal en el corazón y apretarle allí clavado!... ¿Por qué antes no te conocí como te conozco ahora?... Te amé como un insensato... Tus ironías, tus burlas, me desgarraban el alma dulcemente... Te entregué el tesoro de mi fe y de mi amor para que tú lo arrojes con desprecio...

—Injúriame, ya que no puedes disculparte—gimió ella indómita.

De nuevo el marido avanzó desesperado.

—¿Injuriarte yo?... Si digo la verdad... la triste y tremenda verdad... ¡Cómo te he querido, mujer!... ¡Todavía te quiero!... ¡Si tú supieras lo que sufro... lo que sufro por ti!...

—Yo no tengo ventaja ninguna con tus sufrimientos sentimentales, inútiles... lo que quiero es no sufrir yo...

—Pero, ¿qué me pides?... He trabajado con perseverancia y con afán; si no he vencido siempre, si no he llegado hasta donde tú querías, no soy el responsable de mis fracasos... Tal vez si me hubieras alentado con ternura y con piedad... si me hubieran sostenido en la lucha tus manos con amor...

—Cúlpame de tu incapacidad, de tu apocamiento... ¡cúlpame... anda!—le interrumpió Eva provocativa.

También él le clavó entonces una mirada desafiadora; y de cerca, muy de cerca, echándole á la cara las palabras, atropelladas y punzantes, afirmó:

—Sí, te culpo... Te culpo del fracaso material de nuestra vida... del callado divorcio de nuestras almas... Yo quería ponerte tan en alto que ni un soplo de dolor ni de tristeza pudiera alcanzarte... Soñaba para ti una felicidad nueva, una vida colmada de goces... Al fundar este hogar, pensaba en mi hijo... en el hijo que ya presentía... quería hacer con él y contigo una obra de arte humano... Pero tú has roto mi corazón, has destrozado mi destino... has sido el enemigo malo aposentado en mi casa y alimentado con la sangre de mis venas. Buscaba en ti el calor de un alma profunda y escogida, la dulce compañera que me ayudase á caminar, que completase mi naturaleza y compartiese conmigo el pan y la sal de la vida... y sólo hallé en tus brazos desdenes y egoísmos... ambiciones, mezquindades... Sometiéndome á tus caprichos, erré en mis vocaciones artísticas... me desorienté y me perdí... Robaste mi serenidad para el trabajo, me empujaste, anulado y decaído, perdida la fe y la salud... Derrochaste el modesto patrimonio de mis padres... has sembrado en mi casa la discordia y en mi hijo la semilla del desamor... Y aun te quejas... aun te alzas contra mí como una víbora y me llenas el corazón de veneno...

Fuése la culpable respaldando en el sofá, y por un momento la sorpresa de aquella formidable acusación la contuvo silenciosa y despreciativa, hasta que de nuevo se refugió en el llanto como en la única defensa de su derrota.

Desahogando en lágrimas su coraje, lloraba con fuerza, lloraba con rabia, con el rostro bellísimo entre las manos.

El hermoso cuerpo, desmazalado sobre el diván, se estremecía con la dura congoja. Aquellos senos divinamente modelados, aquella cintura flexible, doblábanse bajo el peso del busto tembloroso. Toda la peregrina fábrica de la opulenta figura, libre y tremante bajo la suave estofa de la bata, se retorcía con angustia...

La desencadenada tempestad de gemidos despertó al niño de su letargo febril. Abrió los ojos asustado, y con incertidumbre de pesadilla levantó el pávido semblante sobre la escena dolorosa.

Diego, vuelto de espaldas, había entreabierto la puerta del balcón y miraba al cielo con el alma transida de dolor y de cólera.

En lo alto de la vidriera, al borde del vecino tejado, la luna pálida y redonda giraba en el pedazo de quimera azul...

III

Largos meses habían corrido sin que Eva y María se visitaran.

Recién casadas las dos, habíanse tratado con alguna intimidad en su primera temporada madrileña.

Después Eva fuése retrayendo de la amistad de María sin razón ni pretexto.

Veíanse con frecuencia en casa de los marqueses de Coronado, pero, en secreta hostilidad, Eva se distanciaba de su gentil paisana con débil disimulo.

A medida que aquélla consumía con irreflexivo alarde el pequeño patrimonio de su marido, dolíale con más acerba humillación la fastuosa existencia que disfrutaba María, y mal dormidas memorias de antaño levantaban entre ambas mujeres un sutil y firme valladar de pasiones.

En nadie como en María envidiaba la ambiciosa morena el lujo seductor y la aparente felicidad...

Al morir doña Manuela, con afectuosa compasión quiso María olvidar el inexplicable alejamiento de su amiga, y en las horas de duelo la acompañó, sencilla y buena.

Pero aliviado el luto de su madre, disculpóse una y otra vez Eva de asistir á fiestas ni reuniones en el primoroso hotelito de la calle de Goya, y encerróse también María en prudente reserva, sin menudear sus visitas á la calle Vicálvaro.

Ultimamente, la amable señora oyó en casa de sus tíos unas tristes lamentaciones sobre la situación de Eva y Diego.

Decíase que agotada en absoluto la herencia del esposo, había llegado la miseria á visitarles con todo su fatal cortejo de pesadumbres... Que Diego, acobardado ante la perspectiva de tener que sostener con la pluma una difícil apariencia de bienestar, trataba de emigrar á América en busca de mejores mercados para sus producciones literarias... En pugna con sus aptitudes artísticas, tentado por la codicia del lucro ó por el aguijón de la necesidad, había estrenado en el teatro obras ligeras y vulgares, que fracasaron sin ruido ni esperanza... Se agotaba y se consumía el poeta en la redacción de un periódico, oscurecido y afanoso, elaborando pacotillas amenas y efectistas informaciones, para llevar á su casa un pedazo de pan ingrato... Mostrábase Eva esquiva y ceñuda, y el niño, enfermizo siempre, decaía amorbado y mustio, cada vez más lastimoso...

Todo esto se habló en «un lunes» de los marqueses de Coronado, al extremo del salón donde se habían reunido algunas personas que conocían al desgraciado matrimonio.

Entre ellas estaba María, que escuchaba, callada y triste, el relato que la curiosidad glosaba con efímera condolencia: «¡Pobre mujer, tan hermosa!»... «¡Pobre muchacho, tan artista!»... Así decían unos y otros á flor de labio, maquinalmente, sin que ninguna frase naciera de un piadoso latido del corazón...

También Gracián, que se apoyaba negligente en una artística columna, lanzó á la conversación su breve comentario.

—Lástima de mujer—dijo.

Y un relámpago de ruin maquinación brilló en sus ojos atrevidos.

Sólo María, la silenciosa y bella, abrió el alma á la compasión de las relatadas amarguras.

Las saboreaba enternecida, pensando: Les falta lo que á mí me sobra, y yo carezco de lo que ellos tienen... pero mi pobreza no lleva remedio como la suya... Yo quisiera darles alivio y consuelo... Eva nunca me ha querido bien, pero sufre, sufre mucho y acaso podré alegrarla... Además, Diego es mi amigo de toda la vida... el buen amigo que en el alto valle me buscaba las rosas más bonitas, y para mí componía las más dulces canciones... Vivían entonces mis padres... yo era niña y feliz... ¡hace ya mucho tiempo!... Luego, él y yo hemos llorado tanto... ¡pobre Diego!...

Y esta final exclamación de su íntimo coloquio, la exhaló en un suspiro.

Pasaron sus manos un poco temblorosas encima de su frente, como plácida nube de bonanza que bajo los dorados rizos serenase un amago de tempestad.

También sobre el cielo de los ojos pasó «la nube» y los dedos largos y finos descendieron hasta la falda un poco húmedos.

Un vozarrón atronante le dijo casi al oído:

—¿Lloras, María?

Volvióse á sonreir á su primo Rafael, murmurando:

—¡Qué he de llorar!...

Y decidió en su corazón aquietado ya, y siempre generoso: Mañana, con motivo de la enfermedad del nene, iré á ver á Eva.

IV

Tenía Tristán una amiguita, una niña parlera y alegre que, cierta tarde, le fué á visitar acompañando á una señora joven y rubia, muy hermosa, que se llamaba María.

Cuando la dama y la nena entraron en el modesto gabinete de la calle de Vicálvaro, un sugestivo perfume de vida elegante se expandió en la estancia, y Eva se ruborizó con el bochorno de su pobre ajuar... Mirando en torno, quedó confusa y disgustada, sin agradecer la visita.

Abrazáronse las señoras con mutua cortedad, mientras los dos niños se amistaban con la mirada y la sonrisa, y se eclipsaban, cogidos de la mano, por la casa adelante...

Con alguna precipitación, dijo, al sentarse, María:

—He venido porque me dijeron que estábais preocupados por la salud del pequeño... como ya sé lo que es apenarse por los hijos, me acordaba mucho de vosotros y deseaba veros... quise traer á Lali para que jugase un rato con Tristán... pero le encuentro animadito... eso no será cosa de cuidado...

La timidez cariñosa y simpática de aquel exordio, suscitó en la conciencia de Eva un involuntario remordimiento; casi conquistada por la cordialidad de María, respondió:

—Pero va siendo muy larga esta dolencia y me inspira mucho recelo... Cada día está el niño más flojo... A las horas del recargo da pena mirarle...

—Un poquito de anemia... en cuanto avance la primavera ya verás cómo se repone...

—Al contrario, el verano de Madrid le daña mucho...

Quedaron silenciosas, como si ambas temiesen avanzar en la conversación. Al fin María, indecisa, observó:

—Tampoco este año podréis ir á la Montaña, si Diego no tiene vacaciones...

—Aunque las tuviera, no iríamos—dijo Eva, amargado el acento, fijos con tenacidad los ojos en la mezquina estera del piso.

Arriesgándose con precauciones en la dificultad de aquel diálogo, propuso María:

—En ese caso me podías confiar al nene; yo le llevaría con mucho gusto y le cuidaría como si fuera hijo mío...

Alzáronse vivamente los negros ojos y, puestos con asombro sincero en los azules, Eva contestó, conmovida á su pesar:

—Gracias..., gracias..., te lo agradezco...

—Y aceptas, ¿no es verdad?

—Tú no has pensado lo que me ofreces...; un niño enfermo y triste da mucho que hacer..., perturba y molesta en todas partes...

—Pues te aseguro que en mi casa no molestaría. Para mí sería un entretenimiento...; para Lali, un encanto...

—¿Y para tu marido?

—Gracián apenas estará con nosotras este verano..., tiene proyectado un largo viaje... Además, los niños le gustan, y él nunca interviene en las cosas que yo dispongo.

—Sí..., tú tienes libertad para todo..., tienes placeres y caprichos..., haces bien en aprovecharte de la felicidad...

—¡La felicidad!—suspiró María con una sonrisa indefinible.

—Yo—añadió Eva sordamente—no la conozco más que de nombre..., para mí sólo ha tenido una mueca burlona...

—Para muchos la tiene, hija mía..., no hables así, por Dios..., en tu casa hay un tesoro raro y envidiable...

—¿Un tesoro, dices?

—Sí..., tenéis amor...

—¿Amor?..., ¡qué inocente eres!..., ¿lo has creído de veras?... Amor... ¡no conozco á ese caballero!...

—Calla, calla, mujer, Diego te adora...

—Nada me importa de él.

—¿Qué estás diciendo, Eva?

—Me atormenta... Me hace desgraciada...

—Sufres y deliras... Diego es bueno...

Precipitada Eva en aquella insólita confidencia, irascible y desmesurada, arguyó:

¡Diego es bueno!... Esas mismas palabras las dijiste una noche en Las Palmeras, hace ya siete años..., las dos éramos solteras, ¿te acuerdas bien?... Entonces pude creerte; conocías á Diego mejor que yo... Hoy le conozco yo mejor que nadie y no me convence tu benevolencia...

Aterraba María la frente, angustiada y sorprendida.

Siempre creyó que Eva no amaba mucho á su marido, pero estaba muy lejos de suponer que le aborreciera.

Se repuso de aquella sorpresa en un triste silencio, mientras Eva deshilachaba, nerviosa, el fleco de su pelerina de punto.

Después, con paciencia y con dolor, habló María suavemente.

Su voz cristalina y dulce no encalmó el ánimo en borrasca de su amiga, pero fué tan discreta y tan afable que apaciguó, al menos, la adustez amenazadora del moreno rostro.

Sugestionada Eva por el fluyente caudal de aquella noble palabra, dejóse llevar por extraño sentimiento de confianza, único en la vidriosa amistad que profesaba á María.

Confesó la penosa estrechez en que se hallaban, y en los arranques de aquella impulsiva franqueza sintió un placer satánico en acumular sobre Diego quejas y culpas.

Tendióle María su mano pródiga en beneficios, y con exquisita delicadeza le ofreció en aquel trance el buen auxilio de su fortuna.

Soberbia la menesterosa, nada quiso aceptar, y aun sintiera, al cabo, un pesar repentino de haber confiado su lamentable secreto á la oculta rival de sus ambiciones.

El matiz velado y profundo de los consuelos que le brindaban, las inflexiones sentimentales de la voz hialina y triste, nada íntimo y personal revelaron á Eva, ignorante para descubrir pudorosos achaques de corazón, incapaz de leer duelos ocultos en una mirada empañecida ó en una sonrisa punzadora.

Muy hábil á la sazón María para adivinar cuitas ajenas, advirtió la turbación creciente de su amiga y apresuróse á enveredar la conversación por menos escabroso camino, tomándola otra vez en el punto donde había quedado rota y porfiando en invitar á Tristán para veranear en el Norte.

—Muchas gracias—repetía Eva—, pero no puede ser...

—¿Por qué te niegas?... Te lo ofrezco con toda mi alma. Y si Diego se embarcase pronto, como dices, tú también podías venirte con el niño..., me harías un gran favor. Voy á pasar el verano sola con Lali y doña Cándida... Piénsalo bien y decídete. Nos iremos en junio, hasta septiembre... Ya verás qué bien le prueba á Tristanito..., anímate... Le llevaremos á la playa y á la aldea, le cuidaremos mucho..., se pondrá fuerte...

Ingenua y efusiva, María dejaba suelto el corazón en su verbo piadoso.

Luchando entre la gratitud y el encono, Eva seguía diciendo...

—No puede ser..., gracias..., gracias...

V

También Tristán y Lali habían celebrado una íntima confidencia, una confidencia sensacional, hecha sin rodeos ni disimulos, con sedienta curiosidad de niños y llaneza infantil, encantadora y bárbara.

La primera en romper el fuego de preguntas fué la niña, vivaracha y comunicativa.

Mirando á su acompañante con mucha atención, le preguntó callandito:

—¿Te llamas tú Tristán, porque estás triste?

—No—dijo gravemente el niño—, yo estoy triste porque estoy malo... Me llamo Tristán porque es un nombre de novela, muy bonito.

—¿De novela?... No sé lo que es «novela»... Yo me llamo Eulalia, pero todos me dicen Lali... ¿te gusta ese nombre?

—Algo, ya me gusta...

—Y dí; ¿tienes muchos juguetes?

—Tengo pocos, ¿y tú?

—Yo tengo un palacio de muñecas y muchas cosas más... ¿No te acuerdas que una vez fuiste á mi casa y te lo enseñé todo?... Hace ya mucho tiempo... todavía «no estabas de pantalones»...

—Se me ha olvidado—pronunció Tristán, lentamente.

Habían llegado al comedor, y en un rincón, dentro de una caja de madera, fueron á buscar los juguetes del niño: una escopeta, un juego de bolos, un sable, dos carritos...

—Y caballos, ¿no tienes?—preguntó Lali.

—Caballos, no... se me han roto. Tengo un rompecabezas... mira.

Abrió una cajita cromada, y los dos se arrodillaron en el suelo, examinando con mucho interés los taquitos cuadriculados, con trazos en colores, de diversas figuras.

—¿Los armo, para que los veas?—interrogó Tristán, galante.

—Sí..., ármalos... debe ser muy difícil...

Y mirando las manitas exangües de su amigo, agitadas sobre los tacos, Lali añadió:

—Tienes las manos flacas... ¿por qué no te curan de ese mal que tienes?

Suspenso Tristán volvió hacia la niña su cara inteligente y dolorosa, murmurando:

—Ha dicho mi madre que me voy á morir...

Ondularon las tinieblas de sus rizos en torno al perfil trágico y puro, y Lali abrió con espanto sus dorados ojos sobre la desconsolada expresión del niño paciente.

Pronta y resuelta, determinó:

—Pues no te mueras aunque ella lo diga... Díle tú á Dios que no quieres morirte.

—¡Pero si mamá lo dice llorando!... ¡Si es Dios el que quiere!...

El pensamiento de la chiquilla saltó rápido á otra idea, con vuelo de mariposa, y exclamó Lali:

—¡Todas las mamás lloran!...

Hincados de rodillas, juntos y absortos, se miraron largamente, hasta que Tristán sentenció, con una lógica terrible:

—Cuando tú seas mayor... también llorarás...

VI

Ya no era María la niña tímida y curiosa que ávidamente secreteara con los celestes horizontes.

Los desengaños sufridos abrieron para ella á lo largo del camino, por encima del mismo cielo, alto y codicioso rumbo al vuelo de la fantasía.

A la inocente paloma del valle le habían nacido, por un milagro de penas, potentes y soberanas alas de condor...

El fracaso moral de su boda, aquel tremendo error de su inexperiencia, que la esclavizaba á una cadena perpetua de dolores, halló á María dotada de viriles energías, de arrestos portentosos, en aquella naturaleza tan femenina y dulce.

Era el vergel de su alma, donde las brisas de la ilusión entraron triunfalmente, un terreno feraz que las lágrimas habían fecundizado.

Se hizo fuerte en las trincheras de sus virtudes íntimas, y su mirada, pensativa y serena, no se posaba ilusa, como otras veces, en el mudable encanto del firmamento, avizorando señales de pasajeros goces, sino que, valiente y firme, caía al otro lado del celaje, más allá de la vida, detrás del secreto oscuro de la muerte, esperanzada con la suprema ambición de una felicidad desconocida, imperecedera.

Soñaba siempre María, soñaba mucho, altiva y divinamente... ¿qué alma descollante no sueña y delira en la humana prisión?...

Hizo el dolor descubrimientos prodigiosos en aquel temperamento esquisito; hirió cuerdas de callados sentimientos, y toda el alma excepcional de aquella mujer vibró en acorde infinito de sobrehumanos anhelos.

Entonces fué María santa, con una santidad romántica y secreta, que por adelantado le ofrecía el excelso placer de la inmortalidad. Fué artista con la sublime inspiración de un arte nativo, de superior linaje.

Su corazón, sediento de inextinguibles amores, ebrio de pesares, fabricóse una vida interior de refinada hermosura; una vida tocada con la púrpura gallarda del sacrificio, aureolada con rojas flores de pasión divina; rosas de calvario, galas inmarchitables del eterno jardín.

Vertidos en la inmensidad sus sentimientos, derramados en lo infinito, como incienso del mundo, escogido para Dios; descendían sobre los seres y las cosas en vórtice generoso, y se prodigaban á todo lo bello, á todo lo noble y triste del camino.

María amaba mucho, amaba insaciablemente los graves y sombríos misterios de la eternidad, los peregrinos secretos de la naturaleza... las humanas bellezas... los humanos dolores.

Había hecho de su intensa desventura un culto ferviente y extraño, y se entregaba á él con amarga voluptuosidad, con ese morboso placer, delirante y aciago, que se ha llamado muchas veces «la coquetería del dolor».

Y esta singular criatura, toda amor y tristeza, abrasada en oculta llama de ardientes sentimientos, divinizada en una interior obra de arte espiritual, pasaba por el mundo en traza gentil de mujer dichosa, escondiendo con rubores de alma púdica el doble fondo de su martirizada existencia.

Ocupaba con bizarría su puesto de honor en los salones madrileños, y se la veía con frecuencia en sociedad, donairosa y risueña, elegante y encantadora, muy bien avenida, al parecer, con los achaques de la vida mundana.

Era su aspecto el de una de esas mujeres infantiles, dispuestas siempre á perdonar y á sonreir, crédulas y sencillas; una discreta mujercita sin malicias ni pasiones, muy devota del bienestar exterior; buena y prudente, que sacrificaba su amor propio y hasta su dignidad de esposa á las dulzuras de la paz doméstica, y se conformaba con una felicidad decorativa.

Sólo una perspicaz observación, una ciencia maestra en desdoblar corazones, lograse descubrir detrás de aquella apariencia jovial y apacible otra segunda vida artística y doliente.

Ahora, en los celestiales ojos de María, la imperturbable mirada azul parecía llegar de muy lejos, de remoto paraje de maravilla, donde hubiese tomado un misterioso baño de emoción.

Fulgía la luz de aquellos ojos con encanto inefable y nuevo, y donde se posaba iba dejando el don de una gracia pura y triste, el jirón impalpable de una nostalgia divina, que pudiera llamarse «el mal del cielo»...

VII

Placíase Gracián en la buena suerte que le había deparado aquella boda afortunada con mujer encumbrada y rica, tan sumisa y complaciente.

Él también, como el vulgo, consideraba á María desde el punto de vista de una criatura pasivamente bondadosa, una esposa de lujo, inofensiva y bella.

Mirábala con cierto compasivo agrado y con una superioridad protectora que tenía mucho de humillante y despectiva.

La trataba con una cortesanía chabacana, entre galante y desdeñosa, algo irónica siempre y siempre glacial. A menudo la llamaba pobrecilla y le acariciaba las mejillas como á una nena, paternalmente. Era con ella indiferente y rumboso, y no se tomaba el trabajo de ocultarle sus más escandalosos devaneos. Aquel gran cómico, ciego de soberbia, no podía suponer que la pobrecilla le profesaba un absoluto desprecio y que, con una clarividencia extraordinaria, había profundizado todo el vacío de la fantástica existencia, ruidosa y deslumbrante, que tanto le envanecía.

Pocos meses de matrimonio le bastaron á la joven para conocer dolorosamente la fatuidad de su marido y descubrir, bajo aquella exterioridad fascinadora, un fondo de bastardas pasiones y un huero corazón. Tan cierta quedó la triste de su grave desventura, que ni siquiera soñó con hallarle algún remedio. Sumióse en ella con valentía y, siendo tan inmerecida y traidora, la supo disimular entunicada como una contrariedad cualquiera, de esas que ruedan sobre una florida juventud sin entorpecer el camino de la dicha.

Y cuando más engreído con sus triunfos huecos y falsos, Gracián se dignaba hacer á su esposa la merced de una caricia ó de una atención, celaba ella en sus encalmados ojos todo el desdén que le inspiraba aquel baratero de la vida, y con una disciplinada sonrisa hacía guardia á los pesares de su corazón abandonado.

VIII

En las constantes vigilias de aquel corazón, un rayo de luz brillaba misericordioso y alegre. Era el sol de los ojos de Lali, de la nena reidora y charlatana, ave graciosa que poblaba de trinos y vuelos, el bosque sombrío de los pensamientos de María.

Era Lali una encantadora criatura de seis años, hermosa como sus padres, traviesa y juguetona, dueña de un corazoncito angelical.

Rubios tenía los cabellos y dorados los ojos, llenos de luz temblorosa y riente, de cálida luz fulgurante como un gajo de sol.

Horas enteras se pasaba María arrullando sus ensueños tristes con la placentera vocecilla de Lali, que hablaba con su muñeca y con doña Cándida, indistintamente, en garla gentil.

Una dócil cortina de damasco separaba la habitación de la niña del saloncito donde su madre tenía siempre una labor interrumpida y un libro abierto y un búcaro con flores nuevas...

Aquella tarde llovía, y la nena, que no había podido hacer su habitual paseo, traveseaba incansable entre dos butacas próximas al balcón.

En una estaba sentada doña Cándida, meditabunda y suspirante, tejiendo una calceta erizada de agresivas agujas; en otra se recostaba el gran bebé de celuloide, con los inmóviles ojos de turquesa muy espantados, y los bracitos extendidos, hirsuta la cabellera de lino pálido, y un poco chafada la seda rosa del traje. Sin duda estaba asustado de la riña que Lali dirigía sobre su inanimada persona.

Con la más sincera indignación, sermoneaba la niña:

—Si no me obedeces, te castigaré sin merienda... En ti mando yo, y no se me replica... Ya sabes que no tienes papá...

Cambió de tono, y comentarió rencorosa:

—Ni falta que te hace... Los papás son unos señores muy malos... muy tontos... muy feos...

Una voz varonil protestó á la puerta del gabinete, con risueña jactancia.

—¿Cómo es eso, mentirosilla? ¿somos feos todos los papás?

Se volvió la niña hacia el reproche insinuante; y saltando al cuello de Gracián, le respondió dentro de un beso mimoso:

—Tú eres guapo.

—Pues, ¿entonces?...

—Lo decía en broma, para engañar á Mimí.

—¿Cuánto me quieres?... A ver...

—Te quiero cientos... miles...

La acarició el padre con ufanía, orgulloso de la proceridad de aquella criatura, que era un alarde vivo de la existencia de él; y salió de la estancia engreído y jovial, tirándole besos á la nena, que le decía:

—Ven temprano... ninguna noche te veo... ¡Por las noches no tengo papá!...

Apenas se extinguieron en el corredor los firmes pasos de Gracián, fuése la niña á levantar el tapiz medianero con el saloncito de su madre, y hallóla con el bordado caído sobre las rodillas y los ojos errantes y distraídos, embebecida en una meditación tenaz.

Corrió Lali hacia ella con los brazos abiertos, trepó á su regazo, y le dijo en un «escucho» ingenuo y fervoroso:

—A ti te quiero millones... mucho más que á él... montones de veces más... ¡Te quiero mundos y mares y cielos de cariño!...

Y nerviosa, vibrante, la besaba en los párpados sumisos, en la dulce boca enmudecida y en la aureola de los cabellos.

Cuando Lali se cansaba de hablárselo todo sola, cuando se aburría de la mudez de doña Cándida y de la inmovilidad de Mimí, solía preguntar á su madre:

—¿Dejas á Rosita jugar conmigo?

Siempre María contestaba que sí, y Rosita, aquella niña aldeana y hermosa que hemos conocido hace siete años en la quinta de Las Palmeras, convertida ahora en mujer garrida y lozana, hacíase pequeña y revoltosa como Lali, á fuerza de fingir que lo era, y de remedar con infantil regocijo llantos de nena castigada, acentos y mimos de nena mañosa.

En los días inclementes del invierno, cuando no llegaba muy arropada y valiente alguna amiguita á jugar con Lali, Rosa representaba á las mil maravillas su papel de muñeca viva y mimosa, en el gabinetito confortable, cerca de los vigilantes espejuelos de doña Cándida, que, entre uno y otro suspiro, sonreía con beatitud contemplando á su niña tan divertida y alegre.

Dos años llevaba Rosa al inmediato servicio de Lali, en descansada labor, que consistía únicamente en arreglar las habitaciones de la minúscula señorita, coser y planchar su ropa, y aun la de Mimí; ordenar sus armarios y sus juguetes; vestirla, desnudarla, y, en determinadas ocasiones, oficiar, como ya hemos dicho, de muñeca de carne, llorona y traviesa, á quien indefectiblemente había que encerrar en el cuarto oscuro.

Con tal acierto y adhesión cumplía la muchacha estos menesteres, que sus cuidados y compañía llegaron á hacerse indispensables cerca de la pequeña, y María cobró singular afecto á esta mocita hábil y donosa, que sabía con tan buena gracia complacer á Lali, obedecer á doña Cándida y poner en los más vulgares detalles de su obligación una nota de condescendencia y de dulzura, llena de solicitud, para la señora de la casa.

IX

Años atrás, cuando el poeta bohemio de nuestra historia dió impunemente un sablazo al bolsillo y al corazón de Rosita, quedóse la muchacha por algún tiempo alicaída y tristona y hasta un poco intercadente de salud.

Amustiáronse los colores ufanos de sus mejillas, y con aciaga nube se amortiguó en sus ojos gitanos el brillo rutilante.

Andaba taciturna por la aldea y desoía con creciente desdén los amantes requerimientos de los mozos que bien la querían.

Llegaron sus padres á preocuparse del aspecto adolecido de la joven, hablaron de llevársela al médico, y en voz baja se lamentaron:—¡Ay, la nuestra hija..., si nos la habrán dañado en la ciudad!

Más de cuatro mozas, envidiosas de la belleza de Rosita, subrayaron con sonrisa perversa el sentimiento con que se comentaba en el pueblo que á la muchacha le hubiese probado tan mal la buena vida entre señores.

Pero en cuanto una de estas sonrisas perniciosas hirió á la moza en pleno rostro, se le encendieron en las mejillas dos ruborosos claveles y se levantó su orgullo por encima de los achaquillos de su corazón.

Ya Rosa no hurtó á las romerías su gentil presencia, ni dejó de asistir por la noche á las deshojas, y los domingos al «corro».

Con vanidad nueva y vengativa se prendió sus galas finas de la ciudad, y era cosa admirable en los festivos días verla caminito de la parroquia, á la hora solemne de la misa mayor, con su falda oscura y ceñida, su mantilla de blonda, entoldando la cara morena, y su blusa plisada y elegante, como la de una señorita.

La diversidad de sonrisas que la persiguieron entonces ya no la hacían enrojecer, eran síntomas patentes de admiración en los mozos y de celos en las muchachas.

Halló Rosa un placer desconocido en la ostentación altiva con que se impuso en la aldea, y se distrajeron mucho sus pesares con aquel triunfante juego de femenil vanidad.

Como no era cosa grave el mal de su corazón, con aquellos estimulantes y aquellas diversiones fuése mejorando hasta sanar casi del todo, sin que le quedase otro daño, acaso incurable, que el de un aborrecimiento mortal á las toscas labores de la aldea y una afición fuerte y decidida á las cosas delicadas y bellas que había conocido en la opulenta casa de Coronado.

Aguda y espabilada, como buena montañesa, apenas se libertó del arrullo falaz con que Nenúfar la había encantusado, reconoció que el bohemio era un contrabandista de amor, explotador profesional de mujeres crédulas.

Gozóse de haber sido con él cauta y previsora, y ni siquiera se dolió del timo rastrero de los cinco duros.

Pero de aquella exótica aventura de amores con «un poeta», le quedó á la pobre aldeana una exaltación sentimental que la despegaba con hastío profundo de su miserable existencia campesina.

A la vez que se le ajaban sus vestidos señoriles, veía con desconsuelo cómo las ásperas herramientas del campo encallecían otra vez sus manos menudas y aspaban su cuerpo floreciente.

Un rebelde sentimiento de protesta se alzó en su espíritu inquieto y ansioso. Miraba con terror á las mujeres, jóvenes de años, acabadas ya y envejecidas, segada en flor su belleza por los duros azares de la vida labradora. Con espanto volvía los ojos en torno suyo, y notaba que, de repente, se le había entenebrecido el camino antes risueño de su juventud. Antaño le parecía benigno y grato su mísero hogar, y, de pronto, hallóle todo negro por el humo de las paredes, todo tiznado de fealdad y de tristeza...

Y el sendero del monte, ¿no era antes azul?... Ella lo hubiera jurado así; pero ved cómo se le aparecía bruno y miedoso, serpenteando sin rumbo ni esperanza entre crueles malezas que desgarraban á tirones de bárbaro esfuerzo la gracia juvenil de las leñadoras.

Pues, ¿y las mieses?... Rosa las había conocido llenas de encantos; prometedoras en la primavera, granadas en el estío, pródigas en el otoño... Y se le volvieron otras; se le volvieron inhumanas y feroces, tendidas en el valle como implacable maldición que la obligase á vivir en acecho sobre la tierra; á vivir encorvada, sudorosa, jadeante, marchita sin haber florecido en toda su hermosura...

Ya Rosa no tuvo sosiego ni alegría.

El deseo de grandeza, sembrado en su alma, creció con la privación absoluta de los dones apetecidos, y determinó en aquel espíritu inculto y delicado un verdadero delirio, ambicioso de cosas bellas y sutiles, una loca pasión de arte que la enardecía y la martirizaba.

Mucho tiempo luchó la moza con aquella constante fascinación.

Quiso vencerla, y buscándole un remedio heroico, dió palabra de casamiento á un guijarreño mozalbete de las cercanías que andaba por ella perdido de amores. Era un bravo trabajador y tenía su poco de hacienda y su fama de «buen partido».

Gran contento causó á los padres de Rosa aquel suceso inesperado que rompía la terca obstinación con que la joven rechazaba todos los proyectos de boda que se le habían ofrecido; y aunque la vieron sobresaltada y ansiosa, achacáronlo á emociones propias del noviazgo.

Se aproximaba la boda rápidamente, cuando en una trágica hora de cobardía Rosa cayó en los brazos de su madre hecha un mar de lágrimas, confesándole que su novio le inspiraba una invencible repulsión, y afirmando entre sollozos:

—No me caso con él, madre, no me puedo casar... es imposible.

Se sucedieron lamentables escenas de dolor y despecho entre las familias de los apalabrados mozos; anduvieron sueltos por las callejas los chismes y los comentarios, y la bella Rosita, desesperada y confusa, intentó salir de la aldea, huyendo de una vida que se le había hecho insoportable y de un ambiente que le era contrario.

X

La montaraz aldehuela de Rosa colgaba en la serranía, en las inmediaciones del valle donde radicaba el noble solar de la familia de Ensalmo; y era, precisamente, la actual dueña del palacio quien llevó á la linda zagala en años anteriores á la quinta de Las Palmeras, durante un veraneo de los marqueses.

A despecho de las hablillas de los vecinos lugarejos, donde Rosa había cobrado fama de necia y de inconstante, agradábale á María aquella labradora despierta y agraciada, de finos ademanes y rápida comprensión, hábil y paciente para las prolijas labores de doncella.

Cuando al romper bruscamente su concertado casamiento, la muchacha acudió á María buscando su favor para salir del pueblo, halló á la señora fácil de conquistar y gustosa para otorgarle protección.

Finalizaba el verano, y admitida Rosa al servicio de Lali, bajo las órdenes inmediatas de doña Cándida, fuése la aldeanita aventurera muy alegre á Madrid con sus nuevos señores.

En un par de meses cortesanos volvió á ser Rosita la primorosa criatura que enamoró á Nenúfar en el norteño arenal; su tez morena, artísticamente soleada, se suavizó con el buen trato y brilló sedosa en las manos chiquitinas y en el peregrino rostro; se le animó en los ojos y en la sonrisa el gozo de la libertad soñada, y, con el peinado moderno y el vestido elegante, toda su armoniosa figura quedó detallada y perfecta, seduciendo con una insinuante nota de frescura campesina, aroma sugestivo de silvestre flor.

Muchos golosos tuvo en la Corte aquel palmito gentil, y galanes de varias categorías cortejaron con rendimiento á la niña montañesa; pero, advertida por su señora con prudente discreción, y aleccionada por el desengaño, á ninguno consintió ella con palabras ni actitudes, y en la ronda de sus pretendientes cobró pronto renombre de arisca y orgullosa.

Lo que á Rosita le entusiasmaba en aquella existencia blanda y amable que tanto ambicionó, no era, por cierto, el despertar pasiones amorosas, sino el saber que las merecía y el sentir en su mimada hermosura el seductor halago de la lisonja.

Ella quería, sobre todo, verse linda y adornada en el espejo; tocar y mirar cosas bonitas, gustar manjares finos, aspirar olores delicados.

Sentíase dichosa con dormir en albo lecho, con pisar fonjes tapices, con escuchar un lenguaje escogido y galano.

Padecía una obsesión aguda de belleza, y donde quiera que la hallase—mejor ó peor definida, según su intuición artística se la hacía sentir—, allí posaba los ojos en recreo sutilísimo, tan largamente, que el objeto acariciado por sus admiraciones persistía en la ausencia del mismo, por mucho tiempo, surgiendo en el vacío, amorfo y tentador, á recibir el idólatra culto de la obsesa.

XI

Mayo triunfaba en un engarce de magníficos días, y Tristanito aterraba sus débiles ojos acobardados por la intensa luz de aquel cielo índigo y deslumbrador.

Todas las tardes le llevaba su madre al Retiro á respirar el aire embalsamado en la urbana fronda, pero Tristán ni reía, ni jugaba, ni hacía otra cosa que enlazar sus manos de cera en actitud de meditación y abatir la desmayada cabeza cuyos rizos de azabache parecían rendirle con un peso abrumador.

En el temblor angustioso de su mirada había un fúnebre señuelo, y sus labios descoloridos mostraban, al sonreir, una trágica mueca de sufrimiento y de fatiga.

Eva seguía con dolor desesperado el avance de aquella consunción invencible que aniquilaba á la criatura, y á menudo tenía arrebatos de protesta rebelde contra el destino, y hasta contra Dios y sus santos.

En su paseo cotidiano habían buscado la madre y el niño un paraje predilecto donde solían sentarse; y, á una hora habitual, Lali aparecía en la avenida umbrosa, corriendo hacia Tristán con júbilo manifiesto.

Al contemplarla, saltarina y alegre, sentía Eva un impulso de acometividad hacia la niña, tan ciego y airado, que hubiérase complacido en arañarle la cara de color de rosa y en desgarrarle á tirones el vestidito elegante.

Muchas veces la pequeña, con el vago presentimiento de un peligro, se detenía en su carrera hacia Tristán, y quedábase, temerosa y ruborizada, ante la extraña expresión de la señora.

En cambio, el enfermito había cobrado á Lali un cariño apasionado. Consentía en salir, por el sólo afán de encontrarla; hablaba de ella obstinadamente, y la nombraba, delirante, en sus ratos de fiebre.

La risueña hermosura de la niña constituía para Tristán una visión de magia encantadora; y Eva, por complacerle, soportaba el tormento de verlos juntos y de comparar, con amarguísimo despecho, el acuitado semblante de su hijo, con la ufana galanía de Lali.

Una tarde de estas que decimos, la diaria entrevista de los dos pequeños terminó borrascosamente por la iracunda intervención de Eva.

Engañado por una fugaz llamarada de alegría, quiso Tristán correr á la par de la nena, que parecía hermana de las mariposas y las brisas.

Flojo y torpe cayó de bruces, y levemente se hirió en una mano.

Volaba Lali á socorrerle, compungida y cuidadosa, cuando Eva acudió hacia ellos muy alterada. Empujó á la niña con violencia, y alzando al caído profirió duramente:

—Se acabaron los juegos con esa chiquilla; cada uno por su lado...

Con las dos manitas, confusa y desconsolada, se cubrió Lali el rostro sofocado, y fuése hacia doña Cándida, que más lejos se aparecía, y que sin saber de qué se trataba la recibió suspirando: ¡Ay, Dios mío! Y con sus manos cenceñas se puso á alisarle los cabellos, desordenados y sedosos.

Eva, entretanto, se alejaba por el medio de la arbolada calle, altivo el continente, veloz el paso. Como adorno de su sombrero, cimeando la altanera figura de la dama, balanceábase un ave hostil, que ofrecía en aquel instante un singular aspecto de fiereza: plumaje, garras y pico tomaban una actitud fosca y amenazante sobre la erguida frente de la dama.

Casi en volandas iba el pobre Tristán, aferrado al brazo redondo y firme de su madre; sollozaba con hondo sentimiento, y afanoso volvía la mirada hacia el sitio donde Lali se había quedado.

Después de andar buen trecho en esta forma, compadecida Eva de la aflicción del niño y temerosa de su cansancio, acortó la marcha y trató de consolarle.

—No llores más—empezó á decir—; te va á doler la cabeza y tendrás hoy mayor recargo..., no llores; yo te buscaré con quién jugar.

—Quiero á Lali—gemía Tristán sin consuelo.

—¿Y por qué á ella únicamente, hijo? Es una alborotada, no me gusta esa niña, te hace sudar y fatigarte siguiéndola, te hace caer, ya ves, te ha lastimado...

—Ella no, fuí yo solo, que tropecé.

—Pero, ¿por qué la quieres tanto?, díme...

Se detuvo Eva, se inclinó hacia el niño lloroso y con su pañuelo le enjugó las lágrimas.

Más calmado, con rara elocuencia y acento ferviente, Tristán replicó:

—Ella está hecha de alegría y de sol, sabe correr..., sabe reir..., parece que está toda llena de oro y de flores... ¡La quiero..., la quiero!...

Y tendía sus manos de lirio hacia el paraje, ya invisible, donde la niña solía buscarle.

Conmovida y absorta la madre, interrogó:

—Entonces tú, ¿cómo eres?

—Yo soy enfermo y triste; una pena que tengo no sé dónde me va creciendo y me hace llorar... ¡Voy á morirme!

—No, no, calla.

—Tú misma lo has dicho.

—¿Cuándo?

—Una noche... Dijiste que papá tendría la culpa, ¿te acuerdas?

Turbada y dolorida, murmuró la madre vagamente:

—De nada quiero acordarme...

Y ambos siguieron el camino desalentados y mudos.

XII

En casa de los marqueses de Coronado se discutían las ventajas de veranear aquel año en la quinta de Las Palmeras.

Había opiniones diversas y empate en la votación del proyecto, porque la marquesa y su hijo abogaban por la conveniencia de una temporada de reposo en la saludable y hermosa playa norteña, mientras que Isabel y Benigna, torciendo el gesto, preferían adolecer públicamente de alguno de los achaques de moda cuya curación se inicia en Vichy, avanza en Carlsbad, se consolida en Baden, y luego se reproduce al año siguiente como pretexto de una nueva peregrinación por los balnearios preferidos entre los incurables enfermos que el ocio y la abundancia producen.

Como no llegasen los de Coronado á una avenencia en sus discusiones, Benigna propuso con aire retozón:

—Podemos consultarle á papá el caso...

Todos, sin disimulo, rieron la gracia, y fué cierto que don Agustín recibió la consulta. Tomó en serio su intervención en las decisiones familiares, y galantemente votó en favor de la marquesa, que apoyaba sus deseos en el motivo poderoso de hallarse muy cansada y abatida para emprender un veraneo de lujo.

Era verdad que la dama había perdido su proverbial buen humor; mostrábase desmedrada y triste, y hasta un poco devota.

Decíase que, últimamente, desconfiando ya del poder de su hermosura, que iba en declinación, su íntima existencia licenciosa tenía horas de tormento desesperado.

Decíase que Luis Galán, después de haberla consagrado algunos años de constancia, había cortado traidoramente sus relaciones con ella, apenas logrado un importante favor en dinero de la «amorosa» incorregible, que no se llamaba en vano Generosa de la Dádiva.

Pero ¡suelen «decirse» tantas cosas!...

Sólo se sabía con seguridad que la marquesa rezaba mucho y estaba alicaída; y que Luis Galán había desaparecido del círculo elegante llamado la «buena sociedad madrileña», donde la sonrisa inalterable de aquel buen mozo mereciera privilegio de patente exclusiva.

Ya decidido el viaje á la Montaña, hubieron de resignarse á él las señoritas de Coronado y hasta trataron filosóficamente de buscarle atractivos.

Evocaron las risueñas jornadas de la quinta, que hacía siete años se habían deslizado como un sueño en la juventud inquieta y turbia de las dos hermanas.

Del tumulto de sus memorias surgía con extrañeza y singularidad aquel recuerdo de un solo estío, de playa modesta, entre jardines melancólicos y brava costa, y desfilaban con un penetrante aroma de juventud alegre las imágenes de todo aquel verano tranquilo y dulce, sin grandes cotillones, sin aventuras sonadas, meses raros y fugitivos que brindaron á la agitada vida de estas dos mujeres un alto apacible y una ráfaga bienhechora de salud y poesía. Desdoblando pensamientos y membranzas con una vaga tristeza y una remota ilusión, Isabel y Benigna quisieron á todo trance adornar de promesas el porvenir, y se miraron una á otra desconfiadas y marchitas, sin brillo los ojos y sin risa los labios.

Con el presentimiento de un fracaso, lentamente formaron las dos hermanas un plan de invitaciones y un programita de fiestas. Era preciso atraer hacia el arenal cantábrico un buen plantel de amigos alegres, y prepararse una agradable temporada en Las Palmeras.

El recuento de amistades disponibles para este caso suscitó desconsoladoras memorias y arrojó un total de nombres nuevos en nuestra narración. Ni uno solo de aquellos que en la hospitalaria quinta hemos conocido estaba al propicio alcance del iniciado convite.

Clara Infante, casada con un banquero catalán y separada de su marido al mes de la boda, viajaba á la sazón por el extranjero, bien acompañada, según decían procaces lenguas.

Pizarro, el famoso descontentadizo, había vuelto, desilusionado como nunca, de un largo viaje á las Américas y, en protesta bizarra á sus reniegos contra todos los países y todas las civilizaciones, trataba de tomar parte en una expedición al Polo Norte, y vivía encerrado en el cuarto de una fonda, sosteniendo fantástica correspondencia con unos señores noruegos y una dama rusa, que eran de la partida en proyecto. La sinrazón de sus antojos hacíale olvidar que tiritaba en el estío cantábrico y que hasta los más dulces climas eran hostiles á su intemperancia.

El poeta de ocasión, Nenúfar, no había logrado salir á flote de su reciente naufragio social y con prudente discreción se había eclipsado en el horizonte luminoso de sus amistades aristocráticas.

Las señoritas de Coronado no ornamentarían su salón montañés con la belleza rubia de María Ensalmo, ni con la morena hermosura de Eva Guerrero, y tampoco Teresita Vidal llevaría á Las Palmeras la nota extraña de su juventud aburrida y achacosa. ¡Pobre Teresita!...

Cuando las hojas cayeron, dos años hacía, su entierro blanco y pomposo bajó lentamente por la calle de Alcalá buscando el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena... Piando inquieta y saltarina como un pajarito, había dado el salto mortal una tarde de otoño, quedándose repentinamente inmóvil en el sofá donde se rebullía fastidiada y quejosa.

La trágica quietud dejó en su rostro aniñado una mueca de hastío, y en sus labios irónicos unas gotas de sangre descolorida.

Con más vanidad que misericordia la vistieron un traje de gala, espléndido en encajes y flores, tan escaso en el escote y en las mangas como sobrado en la cola... Encajes, flores y telas, junto con la carne mísera, todo ello se acomodó con desahogo en un metro de ataúd, porque el cuerpo de Teresita, que siempre fué endeble y menudo, entre las garras de la muerte quedóse tan pequeño y mermado, que era casi imposible suponerle veinticinco años de edad. Las amigas de la joven recordaban con terror aquella postrera visita que le hicieron al borde de la gran cama imperial, bajo la macilenta luz de los cirios crepitantes. Sobre el engalanado cadáver de Teresita, la mundana adulación, que ni á los muertos respeta, lanzó una frase en son de halago: «parece una novia»... Aquella lisonja servil sonó á comparación impía y burlesca, con crueldad de sátira, allí donde la muerte, abrazada á una miserable figurilla de mujer, ponía espanto y atrición en los más insensibles corazones. Isabel y Benigna no pudieron olvidar su pavor y su asombro al cerciorarse de que aquella muñequita de cera, encogida y helada, insensible y dura á la sérica delicia del vestido admirable, era la vivaracha y mimosa Teresita Vidal. Y al pensar en las invitaciones para un nuevo veraneo en Las Palmeras, en la memoria triste de las antiguas amistades quedó flotando la visión de aquel metro de ataúd lujoso, de aquel entierro blanco que en la dulce tarde otoñal pasó por la vida hacia el lívido misterio del sepulcro.

XIII

Arrancándose el recuerdo de tan medroso lance, dijo Isabel á su hermana:

—De aquel año feliz que memoramos, sólo una amiga encontraremos en la costa: Luisa Ramírez...

—Y un amigo, López—repuso Benigna sonriendo.

—Sí; queda López «todavía», y... ¿quién sabe?...—murmuró Isabel con singular acento. Cambiando de expresión, exclamó después:

—¿Sabes que Rafaelito acabará por casarse con Luisa?

—Así lo temo.

—Estoy pasmada de la duración de ese cariño.

—Es que el amor sentimental dicen que puede hacerse crónico...

—¡Ay, qué miedo, hija!...

—¿Pero tú creías á Rafael capaz de una constancia semejante?

—¡Qué había de creer yo, criatura!

—Ese amor es un milagro.

—Es una majadería. Rafael puede hacer una boda brillante; puede escoger entre la flor y nata de los buenos partidos; sin ir más lejos, Casilda Manrique, condesa y millonaria, está loquita por él.

—Y por Gracián...

—Calla, mujer, eso es aparte...

Hubo un silencio malicioso y risueño; luego, Benigna reanudó el palique.

—Oye; á mí se me figura que Rafael, á ratos, también se enamora un poco de María.

—Lo que has notado es lástima, no es amor.

—¿Lástima? ¿Y de qué?

—Cosas raras de ese chico. ¿No sabes que resulta romántico y piadoso?... Se le antoja que María es desgraciada.

—¡Si dijera que es boba!... Podía ser hoy «la primera» mujer de Madrid.

—Ya lo creo... Mira que ha tenido perseguidores...

—Y los que tiene.

—Pero es inabordable.

—Así lo afirma Rafael, que la admira mucho; pero no hay que fiarse de las apariencias. Esas señoras que al parecer no han roto un plato en su vida, no me inspiran simpatías ni confianza.

—También Eva es una virtud incorruptible.

—Tampoco es santo de mi devoción; la encuentro demasiado orgullosa y demasiado bonita.

—Y tiene un marido insoportable de poesía y sentimentalismo.

—Dicen que Diego se embarca...

—Y el chiquillo se les muere...

—Han sido desgraciados.

—Pues á ella no le faltarían consuelos si quisiera; á Gracián le gusta mucho...

—Todas le gustan á Gracián.

—Pero ahora la predilecta es Casilda Manrique.

Quedáronse un punto calladas las dos señoritas, y de pronto Benigna exclamó triunfante:

—Tengo una magnífica idea.

—A ver...

—Si Casilda viniera con nosotros á la Montaña, teníamos ya seguras las visitas y las diversiones. Ella serviría de gran reclamo á nuestra tournée; tal vez Rafaelito cayera en la tentación de pretenderla formalmente y al fin quedase roto su pertinaz idilio con Luisa, esa extraña afición con amenaza de boda, que á todas nos disgusta.

Dijo Isabel pesimista:

—La Manrique no irá á Las Palmeras, hija mía; tiene un plan de veraneo «que quita el sentido»...

Maliciosa y porfiada, Benigna insinuó:

—Si sabe que Gracián va por allí, irá contenta, de seguro.

—Pero él va solamente á dejar á María en su casa del valle.

—Si Casilda está en la playa, Gracián nos hará una visita.

—Tienes razón; eres maga.

Una risa pícara y sagaz comentarió el coloquio.

XIV

Sobre el cristal zarco de los cielos ni una nube pasaba.

La tarde, en su lenta caída, se desmayaba en el horizonte, como si el mirífico celaje la detuviese con un largo beso de despedida...

Gracián aparentaba dejarse llevar por Lali, que le tiraba del brazo con impaciencia, repitiendo:

—Es por aquí, anda; si tardamos un poco más se habrán marchado.

Sonreía el caballero, y tarareaba en voz queda una liviana canción aprendida entre los bastidores de un teatrillo.

Dieron la vuelta al estanque, tomaron hacia la derecha, y en el más adoselado y fragante rincón del Retiro, vieron á una señora y á un nene, sentados en un banco.

Ella parecía leer alguna cosa insulsa en un periódico, mientras que el nene parecía descifrar algún misterio tenebroso en la arena fina del camino, tanto sus ojos se fijaban en el suelo, inquisitivos y asustados.

Dos movimientos de distintos afanes se produjeron en el banco, cuando se detuvieron ante él, la niña y el caballero.

Maravillado y feliz, Tristán dijo únicamente:

—¡Lali!

Y tendió los brazos hacia su amiguita con un impulso de fascinación.

Eva exclamó con sincero asombro:

—¡Ah!...

Y se quedó confusa y risueña ante el rendido saludo de Gracián. El cual, á guisa de explicación, dijo con un acento insinuante:

—La niña me ha contado que usted viene todas las tardes á este sitio, y hoy he querido que ella me guiase hasta el lugar dichoso donde usted se esconde, cada día más bella y más esquiva...

Los dos pequeños, cogidos del brazo, se alejaban alegres, y su infantil confidencia se trenzaba en el dulce silencio de la fronda, con el perlado rumor de una fontana vecina...

Tardaba la señora en recobrarse de su sorpresa, y parecía indecisa en la manera que debía adoptar para responder al gentil caballero.

Era verdad que Eva, entonces, no se mostraba siempre halagadora y afable con sus amigos, como cuando Gracián la conoció. La natural dureza de su semblante hermoso habíase acentuado con un gesto arisco, y por la noche huraña de sus ojos pasaban con frecuencia relámpagos de amenazadora tempestad. Ponía la mirada como un puñal sobre todas las mujeres á quienes consideraba felices, y en los hombres que la admiraban vengábase con furioso desdén de aquellos otros galanes que siendo ella soltera y bonita, la habían dejado olvidada á un lado del camino, sola y pobre, arrojándola, al pasar, la limosna de una flor galante.

Y el rencor ardiente que la sociedad le inspiraba, iba defendiéndola, mejor que su escasa virtud, del acecho de algunos cortejantes, codiciosos de sus encantos.

Desamorada y ambiciosa, su alma pequeña se llenó de tentaciones y de iras, sin que á su honor le quedase más amparo que el escudo frío de la soberbia. Detrás de una defensa tan endeble, Eva pensó que entre aquellos que la deseaban, sólo uno merecía el sacrificio de su reputación; acaso el que menos la perseguía. Era Gracián.

La conquista de aquel hombre significaba para ella el triunfo, el poder y la venganza... Tres grandes ansias para un mezquino corazón.

XV

Cuando hubo meditado unos instantes, Eva, mirando de hito en hito á Gracián, se echó á reir entre irónica y burlesca.

Pero él, sin desconcertarse, muy gozoso y complacido, sentóse en el banco, mira que te mira á la señora.

Pasó el jocundo proceso de la risa, prevaleció el de las miradas, y las frases de una plática, ingeniosa y difícil, tendieron el vuelo con recato en el propicio rincón del parque.

Sutilizando mañosamente la intención de sus palabras con la habilidad de quien conociese á fondo las flaquezas de aquella mujer, Gracián desplegó ante ella todo un plan de conquista, cimentándole en una supuesta simpatía de muchos años y en una constante admiración.

Justificó el silencio que hasta entonces se impusiera con el profundo respeto profesado á la amiga y á la dama; y rellenó este párrafo sentimental con una porción de vulgaridades, que hallaron eco de novedad y de emoción, en su voz conqueridora y regalada.

Se lamentó de que la juventud fuera tan breve, de que las buenas horas amigas de la belleza y del amor tuviesen una duración fugaz... y de que hubiera tantos maridos indignos de tener mujeres hermosas, remisos y torpes para colmarlas de halagos y de placeres.

Tales maridos, á juicio de Gracián, no merecían fidelidad ni consideración ninguna.

Y al hablar así, con expresión mensurada y pía, el libertino caballero se mostraba ecuánime y razonador, como si pudiera escupir al cielo impunemente, y ejemplarizar con su vida el tipo admirable de un perfecto casado.

Quedó el discurso redondito y brillante, hinchado como un globo; y arrollada por él, se debatía Eva débilmente en las trincheras de su vanidad. Callada en los toques pasionales de la oración, asintió con amargura cuando las frases de Gracián iban contra Diego, ó contra la infelicidad de que ella se creía colmada.

Y engolfados en el malabarismo de aquel juego peligroso, vieron con extrañeza que la tarde se había muerto y que había nacido la noche.

Temerosos de la oscuridad creciente, volvían ya los niños, juntos y callados, despacito, porque Tristán se fatigaba mucho.

Eva, asombrada de su descuido, se levantó con presteza, y corrió á tocar la frente de su hijo, que ardía y se doblaba.

La crisis fatal del enfermo señalaba su hora cruel, y era preciso volver á casa en seguida.

Gracián propuso salir por el paseo del Angel Caído, que estaba próximo, y tomar un coche para que el niño fuése con reposo.

Al paso lento de Tristán, avanzando por la sombra del parque entre la desbandada de los paseantes rezagados, todavía el caballero halló manera de avizorar señales de su buena ó mala ventura en el comienzo de aquella andanza.

Presa en el embaimiento de tan finas redes, Eva no supo mostrarse impervia en aquella tentadora ocasión, y entre deslumbrada y satisfecha dejó caer una esperanza en los anhelos de su amigo...

Iba Lali muy pensativa y un poco pesarosa. Tristán tropezaba á cada instante, sin tino y sin fuerzas, y por los azules senderos de la noche paseaba su luz purísima el astro amoroso del silencio.

XVI

Caminos de dolor se titulaba un libro que Diego estaba fabricando con pedazos de su corazón de poeta y rasgos admirables de su pluma genial.

Ya tocaba á su término el manuscrito, cuando Tristán, una noche, una noche azul de Mayo, al regresar de paseo con su madre, cayó rendido por abrasadora fiebre, agravado en su lenta enfermedad de una manera alarmante.

Consultada una vez más en el proceso largo de aquella cuita, la ciencia inexorable dijo su última palabra sobre la inocente cabeza del niño. Sólo un milagro le podía salvar, y la hechura de aquel milagro correspondía por derecho propio, en caso feliz, al aire libre y serrano de la campiña.

Con acrimonia insolente Eva preguntó á su marido, señalando al enfermo:

—¿Qué vas á hacer? ¿le dejas morir ó intentas salvarle?

Mirándole Diego con espanto, murmuró unas palabras incompletas, que sonaron á lamento y á rugido, y huyó á encerrarse en el escondite donde laboraba y sufría en sus horas inclementes de hogar.

Pero su mujer le persiguió implacable; entró en la habitación detrás de él, y afilando la voz y la mirada, como quien aguza un acero homicida, le dijo:

—Es que si no quieres salvarle tú yo le salvaré... Soy hermosa y... No lo olvides.

Diego, espavorecido, se llevó las manos al pecho y después á la frente; en seguida las apoyó en la mesa, buscando sostén para su cuerpo vacilante.

Estaba mudo y desemblantado; parecía un difunto puesto de pie en macabra ficción.

Avanzando hacia él con la feroz complacencia de aquel tormento que causaba, Eva insistió:

—¿No respondes?

Como si entonces recobrase la vida, Diego se estremeció y miró en torno.

Había tal expresión de sorpresa y novedad en su semblante, que hubiérasele creído despierto de un sueño ó vuelto de un desmayo en extraño paraje, y á punto de preguntar, como en las novelas:

¿Dónde estoy?...

Pero no preguntó cosa alguna, sino que dijo á guisa de réplica:

—Ya se acabó todo... Por fin, ya está roto; ya está deshecho, caído...

—¿Cuál está deshecho y caído?—preguntó Eva, creyendo que su marido se hubiese vuelto loco.

—El ídolo que un día levanté engañado por las melodiosas mentiras de tu boca... Me arrastré hacia tu belleza con bárbaro regocijo, con deseo tempestuoso; y te quise con tan insensato afán, que sólo ahora te desprecio bastante.

—¿Que me desprecias, has dicho?

—Sí; ya estoy libre de tus cadenas: ya soy otra vez mío... Ya no me inspiras más que lástima... Me acusas de pobreza, á mí, que tengo dos inestimables tesoros: sentimiento y arte... De indigente me tratas, á mí, que tengo una eterna fortuna: la gloria... ¿Y eres tú la que me culpas de necesitado, criatura mísera sin otro bien que tu carne hecha de tierra?... ¿Qué gracia inmarchitable posees, díme? ¿Qué don inmortal?... Me diste una deleznable hermosura á cambio de mi corazón, y ahora me amenazas con quitarme tu hermosura... Es que ya no la quiero, es tuya únicamente; puedes venderla si te place... Yo te la había pagado demasiado cara. Me has devuelto el precio que por ella te di; estamos en paz... Vete, mujer, vete y no temas mi enojo... Te compadezco.

Eva trataba de hablar, roja de furor; pero el marido asióla por un brazo con firmeza, y la condujo hasta la puerta de la estancia.

—Con un alma, con un corazón, con sentimiento y poesía no se come—pudo ella proferir sordamente.

—No es sazonado pan lo que te ha faltado; galas y trenes ambicionas, y yo, loco de mí, te daba el alma. ¡Un alma imperecedera por una terrenal hermosura no alumbrada por el divino soplo del amor!... Te haces justicia, mujer; me devuelves mi tesoro y te quedas con tu belleza... Véndela en su justo valor; por ella te darán lo que apeteces: piedras, metales, baratijas...

Abrió la puerta, y débilmente llegó hasta ellos una voz humilde y gemidora, como de cristal roto.

Era Tristanito que lloraba...

Entonces Diego, solevantado y tremulante, murmuró al oído de su esposa.

—Pero no pongas por pretexto de tu infamia la vida de ese ángel; si con dinero se salva, yo le salvaré.

—¡Mamá, mamá, tengo miedo!—clamó el nene.

Empujando suavemente á la madre, Diego añadió con acento profundo.

—Vete á sufrir al lado de tu hijo... Vete á llorar, criatura. La vida no es placer; sólo penando se vive plenamente... Deja que el santo dolor llene tu espíritu, para que no quede vacía la obra de Dios...

XVII

Y era cierto que el poeta había recobrado su libertad.

Las palabras imprudentes de Eva fueron como un hachazo decisivo que cortase á cercén la última raíz, ya enferma, de aquel amor hecho sólo de humano deleite.

Al sentirse redimido de su cautiverio, gozó el artista una exaltación triunfante y reparadora, el dulce halago interior de una paz profunda.

Su espíritu, atrofiado en la cárcel de la pasión sensual, se bañó de gracia pura y libre, y desatóse ligero de la tierra, asunto y glorioso, como antaño volara.

Tuvo un anhelo infantil aquella alma liberta; quiso volver á los abiertos caminos donde sufrió cantando y amó idealmente; añoró su primera musa, la casta ilusión de ojos azules y cándida sonrisa... Vestida con ropajes pulcros y nuevos, fuése á buscarla, peregrinante por los invisibles surcos que los grandes amores han dejado en la inmensidad.

Pero ¡ay! que el alma curiosa del poeta desconoció los amigos vergeles de otros días; y hallólos abandonados y mudos... Solitaria entonces, meditó.

Y no se puede meditar en las nubes sin grave peligro de caída... Allá por las altas veredas del ensueño, es preciso viajar, vuela que te vuela, sin detenerse un punto...

La cavilación del artista dió en tierra con sus afanes; y en la realidad de la vida, Diego hizo memoria...

La aldeana musa de su mocedad, rubia y sonriente como un arcángel, tuvo un corazoncito enamorado que se prendó de un hombre; y á la sazón aquel primer sueño del poeta, era una dama muy bella, un poco triste, festejada y poderosa, puesta por el destino á una enorme distancia del artista...

Ya tentado á reflexionar en las cosas irremediables y trágicas del mundo, Diego recordó que una vez, una sola vez en mucho tiempo, se acercó á la amada ilusión de su adolescencia, convertida en señora gentil, reina de salones; y la miró á los ojos tanto, tanto, que ella se ruborizó mientras él se asustaba de haber descubierto en las azules pupilas ideales un secreto dolorido.

Villamor se sorprendía de que al despertar él, sano y libre á la vida del arte bello y del sentimiento puro, despertase con tenacidad en su mente la dormida memoria de aquel suceso.

Y como los poetas tienen á menudo ideas muy extravagantes, quiso Diego festejar la asunción de su espíritu encarcelado, con un voto solemne que adunase su nueva existencia artística con aquel recuerdo punzante y las otras remotas añoranzas. Así juró, que ya para siempre su inspiración tendría la forma ideal de una dama esbelta de pensativos ojos zarcos y cabellera de oro; una criatura á quien se le pudiese llamar callandito: ¿María?... y que con seráfica voz sin sonidos, respondiera: ¿qué quieres?; una mujer que mostrase la firmeza escultural de su carne bañada en beato resplandor de santidad; un ángel que llorar supiera los santos dolores del amor, con lágrimas llenas de aromas y rumores...

Y era lo extraño, que Diego hacía aquellos votos singulares y se recreaba serenamente en aquellas sutiles maquinaciones, velando el sueño doliente de su hijo en noche de vigilia y de pobreza.

Tenía apoyados los codos sobre su mesa de labor, la cara entre las manos, cerrados los ojos, y en torno desparramadas las últimas páginas de su novela Caminos de dolor.

El manuscrito, que era un primor de estilo y originalidad, una obra intensa y emocionante, dolorosa como la vida, estaba ya vendido á un editor afortunado que daba por él la suma precisa para que Tristanito fuése á pedir el milagro de la salud á las tónicas brisas de las montañas.

Diego esperaría que se decidiese la suerte de su hijo, y, salvándole ó perdiéndole, partiría á lueñes tierras americanas, errante y soñador con su lira y su arte, acompañado por aquella imagen dulce y hermosa á quien había jurado fidelidad romántica.

XVIII

Y á todo esto, la bella Rosita empezó á mostrarse distraída y contristada. Hasta se podía jurar que lloraba en silencio.

Cuando hacía de muñeca jugando con Lali, quedábase tan silenciosa y parada como el mismo bebé de celuloide.

Corría la pequeña á sacudirla por los hombros, le alzaba la barbilla con sus manitas enanas, y decíale:

—¡Pero, mujer, te has vuelto lela; ya no sabes jugar!...

Ella entonces se disculpaba sonriendo para ocultar su turbación, pero no lograba componer con la placentería de otras veces la farsa pueril de la muñeca mimosa.

El rumor de ciertos pasos, el metal de ciertas voces, le hacían á Rosita ruborizarse y temblar; y doña Cándida, detrás de sus espejuelos escrutadores y de las erizadas agujas de su calceta, la observaba con recelo, murmurando:

—¡Ay, Dios mío!...

Una tarde de aquellas, cuando ya en el hotelito de la calle de Goya se disponía el anual viaje á la Montaña, Rosita se divirtió mucho con un pequeño suceso que la puso de buen humor, y durante algunas horas escampó de su frente la nube aciaga que la oscurecía.

Sucedió que, yendo la doncella á llevar á casa de los de Coronado una carta de la señorita, al subir la escalera de servicio encontróse de cara con uno que descendía; y este «uno», que era joven y malandante, por las trazas, la miró con despacio, y exclamó:

—¡Rosita!

A cuya voz la joven respondió con aire divertido y asombro en la mirada:

—¡Simón!... ¡Tú por aquí!...

Como si el pobre Nenúfar fuera una planta exótica en casa de los marqueses, y aun en la populosa villa y corte...

Aunque Rosita llevaba algunos años avecindada en Madrid, y aunque por broma y risa deseara encontrarse con el poeta bohemio, no lo había logrado hasta aquel instante. Así que, muy risueña y picarilla, pegó con él la hebra con la mejor voluntad del mundo, y le baqueteó lindamente con burlas y compasiones, que para todo ello se prestaba el apocado y lastimoso aspecto de Nenúfar.

El cual contemplaba á Rosita con cierta emoción y con un embeleso que al crecer por minutos, se mezclaba con un recuerdo bochornoso, porque en el diogenismo del aventurero galán, aquella mala partida, dolosamente jugada á la niña montañesa, había dejado una extraña comezón de remordimiento.

No era malo Nenúfar; era sólo un mísero ambulante de la vida, propenso siempre á bajar mucho y á subir poco en las marejadas sociales. Como él mismo lo había confesado ingenuamente, su destino menguado le obligaba á «hacer de Nenúfar, de poeta modernista y de otras cosas peores»...

La aparición radiante de Rosita y su ingenioso palique le demostraron pronto que la joven había crecido en belleza y sagacidad de una manera sorprendente.

Y trató en vano de explicar los graves motivos que le habían obligado á dejar incumplidas sus promesas matrimoniales.

Ella le atajaba, pronta y zarandera, con réplicas agudas, tan burlonas, que el mozo, confundido, se sentía picado en su amor propio y abrumado. Así le tuvo preso y abatido largo rato la joven, hasta que humilde y fino como un guante, ofrecióle el trovero nuevamente su mano.

Por la escalera abajo rodó la risa franca de la moza, y Nenúfar, asido á la barandilla con la angustia del que se siente vacilar, le dijo:

—He dejado el periodismo y la poesía, que tienen muchas quiebras; pienso ahora trabajar seriamente... Voy á poner, en sociedad con otro, una gran sastrería...

—Pues ya sé yo—le interrumpió Rosita sin dejar de reir—quién será tu primer parroquiano...

Y le miraba con detención y condolencia el traje.

—Pero díme, Rosa hechicera—murmuró Nenúfar—, si serás mi mujer; ¡mi mujercita, mi consuelo y mi bien!...

—Cállate, hijo; para un sastre me parece muy florido el discurso... A mí los industriales no me gustan... Además, los tiempos han cambiado; ya soy otra...

—Dame, al menos, una leve esperanza...

—Voy de prisa... Me he detenido mucho... Si quieres dos pesetas...

Y se puso á buscarlas en su portamonedas elegante.

Dos chispazos de codicia y enojo se asomaron al famélico rostro del galán. Tartamudo y cobarde, profirió:

—Me tratas como á un pobre mendigo; no te molestes, no...

Pero tendía con avidez su mano avillanada.

Puso en ella Rosita la limosna, y con mucho donaire y garabato le dijo adiós, subiendo á todo escape, para ahorrarle el sonrojo de su dádiva.

En dos brincos Nenúfar se plantó en la taberna de la esquina, y más hambriento que enamorado, se consoló de las ironías de la muchacha, gastando su moneda alegremente...

Ya Rosita no supo del bohemio desde aquel punto y hora...

XIX

Con el pretexto de preguntar por la salud de Tristanito, Gracián hizo una visita á la calle de Vicálvaro, escogiendo la hora en que solía Diego estar fuera de casa.

Eva le recibió con sobresalto; mas él, habilidoso y precavido, le habló muy finamente, sin descubrir del todo sus intentos; sólo se vislumbraban un poquito, como si el manto de razón y prudencia que los envolvía fuése alzado en descuido inconsciente por un soplo violento de pasión.

Pero, inquieta, luchando con el orgullo de su limpio linaje y sus instintos ambiciosos, tenía la hermosa todo el aspecto de una delincuente; y la culpa, ya esquiciada en su indefenso corazón, se le asomó á los ojos hechiceros con un fuego sombrío.

Como el nene seguía mucho mejor y estaba ya resuelto su traslado á la Montaña, se habló de este propósito con el tácito acuerdo de una deliciosa temporada de intimidad en el remoto valle.

La visita, que pudo bien pasar por una correcta fórmula de cumplido, tomó el aire malsano de furtiva confidencia, que dejó en el ánimo de Eva un estimulante amargor de aventura prohibida.

Aliviada en la pena de ver enfermo al niño, y disfrutando aquellos días de cierta holgura con el producto que Diego le entregó de la novela, se iluminó la vida, toda exterior, de aquella mujer, y un desatado anhelo de placeres la llevó á consentir en la idea del pecado.

La actitud indiferente y despreciativa de su marido la tenía suspensa.

Revelábase su vanidad ante el sumo desdén que en él veía, y un vago sentimiento indefinible la obligaba á bajar los ojos y la voz en su presencia.

Por primera vez desde su matrimonio tuvo Diego paz en su casa; pero la triste paz del desamor, una calma penosa y desabrida de hogar abandonado.

Para que Eva, á costa de todo, se lanzase al placer de la abundancia, con libertad y gusto, era preciso que su esposo partiese cuanto antes.

Ya Villamor había recibido de América ventajosos ofrecimientos como fruto de sus gestiones de literato emigrante. Desde Buenos Aires, un gran periódico español le prometía sueldo cuantioso, y otras publicaciones americanas solicitaban su firma que, mediante una lenta labor de periodismo, se iba haciendo un envidiable puesto en la prensa mundial.

Y al recobrar su confianza en el escritor, Eva creía muy prudente no romper en absoluto con el marido. Pero era menester que fuése Diego quien se humillase á ella.

A pesar del continente grave del esposo y del desdén supremo con que la trataba por la vez primera, ella suponía que aun el poder de su hermosura le pudiera rendir embelesado y dócil á todos sus designios...

Sólo las imprescindibles palabras cambiaban los esposos; cosas referentes al niño ó al viaje trazado á la montaña; pero Eva procuraba que aquellas frases suyas fuesen tanto comedidas y dulces como Diego las pudiera querer para mediadoras de una convencional avenencia. Su primera medida salvadora, en tan rara ocasión, fué empujar á Tristán hacia su padre y conseguir que el niño depusiera algo de la pasiva hostilidad que, por instigación de ella, le había manifestado siempre.

Diego, que adoraba á su hijo, al ver que el nene le demostraba afecto como nunca, sentíase abrumado por el terror de perderle, tal vez en breves días, y quedarse solo en el mundo, solo y triste en la cumbre lozana de la vida, sin ver colmado el insaciable anhelo de su alma sedienta de ternuras.

Entonces era cuando, velando el sueño de Tristán, ponía su atormentada frente entre las manos y cerraba los ojos para mirar su existencia interior llena de afanes, para jurar fidelidad y amores á una musa hecha con añoranzas, toda bella, un conjunto de arcángel y mujer.

XX

Llegó junio caballero, muy sofocado, pleno de alegría. Las familias veraneantes prodigaban sus visitas ó tarjetas despidiéndose de los amigos.

También Eva salió á sus despedidas, con un traje flamante, muy bonito; era de tonos claros y en las mangas y el escote llevaba guarniciones transparentes; el sombrero, jovial y gracioso, adornado con flores y cerezas, tendía sus alas con misterio sobre el bello semblante de la dama, y una sonrisa alegre, mucho tiempo extinguida en aquel rostro, le daba ahora más encanto y realce.

Hizo varias visitas, aquel día, y, después de algunas vacilaciones, ya casi anocheciendo, fué á despedirse de María Ensalmo.

Encontró á la puerta del hotel el coche en que María regresaba de paseo con Lali; pero Eva no se turbó, humillada y molesta como otras veces por el boato de su amiga, sino que, con mucho agrado y libertad, la saludó y besó á la nena.

Un poco recelosa se retrajo la niña hacia su madre, y ésta disimuló un movimiento de extrañeza viendo á la de Villamor tan solícita y engalanada.

Juntas subieron la alfombrada escalera de mármol orillada de palmeras frondosas, y cruzando un vestíbulo de lujoso paramento, entraron en la elegantísima pieza donde la señora de la casa solía recibir.

Desde su postrera visita, ya lejana, halló Eva en aquel recinto artísticas novedades; pero no puso en ellas con envidia los ojos, sino que las contemplaba con delectación, tal como si de ellas se adueñase ó se estuviese recreando en el propósito de adquirir unas preciosidades parecidas.

Entretanto, María buscaba mentalmente los motivos de la mudanza de Eva, y sin dar con ellos, la oyó decir:

—Quería darte las gracias por tus atenciones antes de marchar, y anunciarte que vamos á ser vecinas este verano; yo también voy á la Montaña, por fin. A Diego parece que se le van arreglando sus asuntos, y como los médicos dicen que es indispensable llevar al niño al campo, ya lo tenemos todo dispuesto para salir de aquí antes que arrecie el calor...

—Entonces, ¿ya Diego no se embarca?—interrumpió María alegremente.

Y Eva se apresuró á decir:

—Sí, sí; está decidido á emprender el viaje, pero aguarda que se reponga el nene.

Se quedaron silenciosas las dos, y Lali, que ceñía con un bracito el cuello de su madre, preguntó con mucho interés:

—¿Va Tristanito al pueblo, á la casa aquella que está cerrada siempre?

—Sí, preciosa; vais á estar muy cerquita; los jardines lindan por una tapia de madreselva y boj—le replicó María.

—Ya, ya me acuerdo; es por aquel lado donde tú dices que siendo chiquitina jugabas mucho... ¡qué contenta estoy! Me asomaré á llamar á Tristanito entre las flores...

Cortó la niña su gozoso discurso como si un repentino temor le acometiese, y, con viveza encantadora, se acercó á Eva, afirmando:

—Yo no tiré á Tristán aquella tarde...

—No, hija mía—repuso la señora sonriente—, él sólo se cayó, porque es muy torpe, y á ti el susto te hizo llorar, ¡pobrecita!...

Y muy halagadora la dió un beso. Luego dijo, teniéndola abrazada:

—Allí, en la aldea, jugaréis libremente el día entero. Tristán te quiere mucho.

Alegre la chiquilla, se soltó de los brazos de la dama exclamando:

—Ahora mismo se lo voy á contar á doña Cándida y á Rosa.

Y batiendo palmas corrió fuera del camarín.

—Ya sé—dijo María—que en el Retiro los niños suelen verse, y que el tuyo se cayó la otra tarde... ¿Se hizo daño?

—Nada, mujer; pero como está delicado y mimoso, llora por cualquiera cosita... Tu nena se asustó. Los dos se quieren mucho.

—Cierto. Lali habla constantemente de tu niño... Y, díme, Eva: ¿no puedes evitar que Diego marche?

—No lo intento siquiera; es su deber probar todos los medios de salir adelante con la vida... Ya es hora que le cumpla.

—Pero dicen que ha escrito una novela magistral, digna hermana de aquella que le dió tanto renombre. La publicación de esa obra sería para tu marido la consagración definitiva de su fama de literato, y pudiera en España...

—La literatura se paga en América mucho mejor que aquí. Ya ves cómo otros escritores de prestigio emigran también.

—Sí; sobre todo á la Argentina; pero van muchos en viaje de exploración para hacer propaganda de sus obras con el pretexto simpático de las conferencias internacionales... Preparan su mercado, conquistan un público y se vuelven á su tierra.

—Pero mi marido no está en situación de hacer excursiones artísticas que cuestan mucho dinero. Él fijará allí su residencia para trabajar.

—¡Pobre Diego!—murmuró María con acento levísimo.

Eva no había oído esta exclamación, ó fingió no escucharla. Con serenidad y reposo continuó diciendo:

—Algunos españoles, compañeros suyos, residen allá, le animan y le facilitan el viaje. No todos los artistas nuestros que han cruzado los mares vuelven tan pronto como tú supones... y Diego va para quedarse.

Indiferente, al parecer, preguntó María:

—¿Lleva mucho bagaje literario?

—Poca cosa... La novela, ya vendida, y un librito de versos.

—Serán muy hermosos—aseguró con devoción la dama rubia.

—No sé, porque á mi la poseía me causa tedio, en rimas, en paisajes y en amores.

—Yo, siendo de buena ley, la adoro en todas las formas.

—Pues yo—añadió Eva con desdén—estoy por lo positivo. No creo que las ilusiones, las quimeras y las sensiblerías puedan darnos la felicidad.

Con sosiego de meditación ó de plegaria, María murmuró:

—Acaso la felicidad es una quimera, acaso la ilusión es lo único cierto de la vida.

—Tú eres romántica; hubieras hecho con mi marido una buena pareja... En algún tiempo te hizo la corte; aun guarda muchos versos dedicados á ti.

Eva no advirtió que su amiga estaba un poco emocionada, porque se entretuvo pensando que de veras María y Diego se completaban mucho, y ella en cambio...

Paseó por el gabinete una mirada codiciosa, y en la sima profunda de sus ojos brilló una centella de perversidad. Lanzando á la conversación, sin cuidado ninguno, el nombre que tenía en los labios, preguntó:

—Y Gracián, ¿cuándo marcha á ese largo viaje al extranjero?

—Le ha suspendido para el otoño; dice que está cansado y va á pasar el verano en el campo con nosotros... Hará excursiones frecuentes á la ciudad y visitas á Las Palmeras para no aburrirse tanto.

—La aldea es una cosa muy aburrida y triste.

—Así dice Gracián...

—La otra tarde le he visto en el Retiro con la niña.

—Nunca sale con ella; solamente esa tarde que dices fué á llevarla en busca de Tristán. Lali me dijo...

Un poco acelerada, á pesar suyo. Eva atajó las palabras de su amiga para explicarle su encuentro con Gracián y su detenida plática en el complaciente rincón del parque, suponiendo que la niña hubiese contado todos los detalles de la entrevista.

Pero Lali, sin malicia ninguna y atenta á sus antojos infantiles, refirió únicamente que ella misma le suplicó á su padre que la llevara al sitio donde otras veces encontraban á Tristán.

Y así, fué tan ociosa la explicación de Eva, que María, mirándola en silencio, sintió crecer la turbación extraña que en su espíritu dejaba siempre el trato con aquella mujer incomprensible.

XXI

En este punto embarazoso de la visita, Gracián se hizo anunciar discretamente, y á poco entró en la estancia con un feliz gesto de vanidad y triunfo.

Tomó entonces la conversación giros alegres, y recayó en el próximo viaje de ambas familias á un mismo pueblo montañés.

—Pueblo de pesca—exclamó Gracián, festivo—; yo creo, señoras, que debemos tomarle á pequeñas dosis, en clase de medicina corporal, pero con precaución, para que el ánimo quede ileso de nostalgias y enfermizos decaimientos... Debemos ir con frecuencia á la playa de la ciudad, que va á estar muy animada, según mis noticias.

—Yo estoy invitada en Las Palmeras con mucho empeño—dijo la de Villamor, y dirigiéndose á María, que permanecía silenciosa, añadió:—Tú irás también.

—No le tengo cariño á aquella casa—respondió, la señora con un tono muy desusado en ella.

Eva, con intención astuta, se apresuró á decir:

—Creí que guardaría para ti adorables recuerdos...

Y dirigió á Gracián una mirada, viva y fugaz, como estival relámpago.

Después continuó hablando con su amiga:

—¿No estás con tus tíos en buenas relaciones?

—Ni buenas, ni malas... Siempre les he querido poco.

—Pues á ti bien te quieren.

—Me quiere Rafael.

—¿Y eres ingrata?—interrogó, muerta de risa, Eva.

Sin alterarse ni dejar de mirar atentamente la punta fina de su bota imperial, María dijo:

—No soy ingrata, que también le quiero yo.

—Ya lo oye usted, Gracián—exclamó Eva, un poquito burlona.

Y éste, con sorna, aseguró riendo:

—Me está dando un cuidado terrible esa noticia.

Indiferente á estas bromas punzantes, la dama rubia seguía contemplando con suma atención sus botitas menudas, y Eva, picada por aquella actitud y aquel mutismo, dijo de pronto, con penetrante acento:

—Pues yo iré á divertirme á Las Palmeras si el niño sigue bien.

Y se levantó para marcharse.

—Procuraremos que se divierta usted—repuso con intención Gracián.

Y, muy galante, quiso acompañarla, porque era ya de noche, y una mujer bonita, sola por la calle en Madrid...

Aceptó Eva sin excusa la interesada oferta, y entonces á María se le ocurrió decir:

—También va á Las Palmeras Casilda Manrique.

La miró Gracián con fijeza y encono, replicando:

—Y hará una excursión á tu casa del valle; en honor suyo daremos una fiesta.

La de Villamor, poco enterada de mundanas intrigas en aquel tiempo, sintióse llena de curiosidad por descubrir aquélla, cuyo velo se alzaba casualmente ante sus ojos.

María la preguntó, sin contestarle nada á su marido:

—¿Qué título le pone á su novela Diego?

—Uno muy triste: Caminos de dolor...

Ya en el vestíbulo, Rosita, un poco pálida, le presentó el sombrero al señorito y abrió la rica puerta de bisagras de bronce y esmerilados cristales.

Extremando los cumplidos con Eva, se la llevó del brazo el caballero. Bajaban la elegante escalera muy alegres, en ovante coloquio; y sola en su cuarto, María se acercó á la ventana abierta sobre un breve jardín lleno de flores, y alzó al cielo los ojos, murmurando:

—¡Caminos de dolor... crueles caminos!

LIBRO TERCERO. EL HIERRO DEL ESCLAVO

I

Fuera del radio de la villa, huyendo hacia la hoz, la casa de Ensalmo señoreaba el valle montañés, un valle triste y hermoso, acosado por nieblas y montes, cruzado por el ferrocarril en trágica senda lograda entre abismos y torrentes, que más parece alarde fantástico de la imaginación que obra posible de ingeniería.

La población histórica y blasonada que llama suyo á este valle, quédase á lo lejos tendida en más llano y espacioso terreno, con cimera de torres y de cruces que en conventos y torres gallardean, dándole al pueblo un carácter fuerte y vetusto, con algo de austeridad y mucho de altivez clásica.

Esta villa ilustre que vejeta orgullosa de sus recuerdos, ufana de sus escudos y blasones, nada quiso con el ferrocarril pregonero de modernas industrias, y bien hallada con su quieta vida de antaño, le vió pasar á la distancia sin importársele un ardite sus humos y sus silbidos, mirándole de soslayo, con grave ceño, zigzaguear por las montañas como un monstruo fugitivo que no hallase la salida en la cántabra cordillera.

Semejante á las que en la villa dormían solitarias esperando algún fugaz veraneo de señores caprichosos, la casa de María daba la impresión de haberse escapado del poblado recinto, curiosa de ver el tren, de atisbar la carretera ó de asomarse al Besaya en sus cauces tormentosos.

El azar ó el orgullo la pusieron como reina en el medio del valle, y en su clase de solariega fué conocida en la comarca con el nombre pomposo de «el palacio de arriba». Era antigua y severa como casona hidalga, con muros de avellanadas piedras, robusta puerta de toscos herrajes, grandes y recios balcones, volados aleros llenos de nidos de golondrinas, blasón raído por la lluvia y comido por el musgo, ancho zaguán y altiva portalada. En los callados aposentos del edificio flotaba el gran espíritu de antaño, ese aroma del tiempo que perdura en los vetustos muebles y en los gastados artesones como el soplo inmaterial de un alma. Y aderezando aquellas estancias silenciosas, mueblaje escaso y macizo de venerables tallas y oscuro color; antiguos cueros y sedas marchitas; lienzos crepusculares donde emergían un rostro pálido, unos ojos ardientes, una mano aristocrática; amén de muchos libros en pergamino, algunas armas ociosas, y viejos paramentos apolillados por cuyos desgarrones asomaban los hierros de un cofre ó los marfiles de un bargueño.

A esta grave mansión le hacían la corte, puestas á respetuosa distancia, algunas viviendas labradoras, y como dama de honor la acompañaba, muchos años hacía, una casita burguesa cuyo jardín mediaba con el parque de Ensalmo por un florido lindero. Era esta casa la única hacienda que Diego Villamor había podido salvar de las voraces manos de su esposa.

Por casualidad ó premeditación, las dos familias á quienes el campo separaba con una linde en flor, llegaron á la Montaña con pocas horas de diferencia, y desde luego los niños iniciaron tan íntimas y dulces relaciones, que el trato entre ambos matrimonios quedó abierto bajo los mejores auspicios. Eva lo procuraba así. Gracián, por su parte, apercibióse á conquistar la voluntad de Diego, que nunca muy cordial se la mostrara; y con la frecuencia de sus visitas é invitaciones, se manifestó con los de Villamor solícito y amable en alto grado.

Pero este vulgar sistema de congraciar al marido cuya mujer se persigue, pudo Gracián ponerle en juego muy pocos días, porque fué el caso singular que, estando Diego avaricioso de su amada tierra y contento con ver mejor que nunca al niño, dijo de pronto que tenía que volverse á Madrid inmediatamente. Dispuso su maleta, y tomó el tren en la estación que distaba un kilómetro apenas de la finca.

¿Por qué Diego se alejaba de aquel modo inesperado y brusco?... Iba conmovido, agitado, ¿qué fuerza le ahuyentaba?

Que eran celos creyó Eva, feliz con inspirarlos y orgullosa.

Gracián supuso que era una atroz cobardía de rival, abandonando la plaza apenas descubierto un enemigo formidable.

Algo decayó entonces su interés en conquistar á Eva, viéndose incapacitado en el papel del «amigo traidor»; que aunque la hazaña no era nueva ni airosa, á Gracián le sedujo como aventura jamás llevada á cabo, porque tal vez ni en lances amorosos ni en otras lides, fuése el portento aquel más que «un pobre hombre», afortunada parodia de Rostchild y Don Juan.

II

Nunca imaginara el poeta que aquel descanso apacible en el valle natal hubiera de ser tan breve. Mientras luchó en la corte, en lucha mezquina y triste, sostúvole la esperanza de dar reposo á su cuerpo y á su espíritu con la vida sedante de la montaña. Mas, apenas llegado al campesino hogar, vió deshecha la última ilusión, que ni aun entonces le consintió sosiego su mala fortuna.

Sucedió hallándose una tarde en el jardín las familias vecinas gozando la dulzura del ambiente.

—Yo no conozco el parque—dijo Eva.

Y Gracián, muy atento, la invitó á recorrerle.

—Quédate tú conmigo—rogó á Diego, María.

Él, un poco turbado y muy alegre, sentóse al lado suyo mientras la otra pareja se alejaba.

Absortos en la plácida quietud del paisaje parecían estar los dos amigos; pero no, que miraban fijamente, obstinados sin duda en una idea, el camino que seguían Eva y Gracián.

Ya tocaron los paseantes el lindero del bosque; se internaron en él... se borraron en la sombra.

—¡Qué silencio!—suspiró María.

—Sí; ¡qué paz y qué belleza la del valle!

—El valle tuyo y mío... ¿No te acuerdas cuando éramos aquí los dos felices?

Ni ella puso en duda que Diego fuése ahora desgraciado, ni él trató de negar que María fuera infeliz. La miró á los ojos mucho, mucho, como aquella sola vez que en largo tiempo se acercó á mirarla, y dijo únicamente:

—Siempre me acuerdo.

Sosteniendo la mirada del poeta se le llenaron á María los ojos de lágrimas.

—¿Sufres mucho? ¿es de veras?—interrogó él, con anhelo piadoso.

—No cabe en las palabras lo que sufro...

—¿Por qué no me lo cuentas y te alivias?... Como hermanos hemos vivido aquí; ten confianza en mi amistad; ya sabes cuánto te quiero.

—Tú también sufres...

—Pero soy hombre, y puedo con mi pena y la tuya.

—¿Y te vas á marchar lejos y solo, cargado con dos penas?... ¡Pobre Diego!...

—Si tú me compadeces ya no seré tan pobre... ¿Tienes lástima para mí?

—¿Lástima sólo?... Y cariño también; y admiración; llorando he aprendido á quererte... Ahora sé todo lo que vales...

—¡Qué alegría, que alegría tan loca!—exclamó Diego á solas con su alma.

—Ya no me compadezcas—dijo en seguida con expresión radiante—, soy dichoso.

Incrédula, María, replicóle:

—¿Dichoso?... No lo creo... Es que lo sueñas...

—¡Sueño divino del amor de un ángel!

—¿Amor?... ¿Amor?... ¡Ay, Diego, me da espanto esa palabra hermosa!... Yo te quiero como una hermana tuya; como tu compañera de infortunio...—Y en voz muy leve,—pero no con amor... de ese que dices—añadió suspirando.

—Pues yo—dijo el poeta, con un ímpetu entre plácido y fiero—yo te adoro desde que eras chiquita como Lali; creció mi amor contigo, y tus desdenes dormido le dejaron en mi pecho durante algunos años; ya despertó, María; está despierto, lozano como nunca, brota flores, lágrimas y cantares... Perdona si soy poco valiente y te lo digo en la primera hora bendita en que tus ojos me miran con piedad y con ternura... Perdona y no rechaces mi confesión...

—Tal vez te engañas, Diego—murmuró ella temblando.

—He querido engañarme suponiendo que esto que yo sentía eran sólo fuegos fatuos de la imaginación; el recuerdo personificado del valle montañés; algo de romanticismo nebuloso, de espuma sentimental; pero he sentido en el alma el estremecimiento de unas hondas raíces, la voz íntima y fuerte del verdadero amor, ese sublime arrebato de los sentimientos, ese alimento sobrehumano ansioso de la eternidad...

—Me das miedo; no hables así... Acaso yo misma provoqué tu confidencia... He sido una imprudente.

—No; mi secreto ha volado á buscarte no sé cómo, no te debe inquietar; él te revela que por encima de todo dolor y de todo obstáculo hay quien sigue con amor y respeto las huellas de tu vida, que hay un hombre en el mundo á quien le duele en el alma la injusta suerte de una mujer tan noble y tan hermosa...

Trastornada, con las manos cruzadas sobre el pecho, ella exclamó:

—¡Dios mío!...

—Díme que no te ofendo con amarte de esta manera delicada y pura.

—¿Ofenderme?... Si me obligas á una gratitud inmensa, á una devoción constante... Pero temo que ofendamos á Dios.

—No temas nada. Este es un cariño amasado con todo lo más exquisito y noble que puede haber en el fondo de mi naturaleza, y que tiene, para mayor santidad, la levadura del dolor; es un desinteresado cariño que nada quiere para sí, que sólo pide un poco de clemencia á cambio del consuelo que te ofrece.

—Mis desgracias te atraen...

—Y tus virtudes; la hermosura admirable de tu alma; la gallardía con que llevas la cruz que te atormenta...

—Es mi deber...

—Pero un deber en forma de suplicio; un deber que te oprime y te maltrata... Tú me has dado un ejemplo de fortaleza y de valor, tan grande, que me has cambiado en otro hombre útil y valeroso. La desesperación que me consumía es arrogancia ahora; ya me siento capaz de acometer las empresas más altas, de luchar y vencer en nobles lides.

—Calla, calla; parece que deliras...

—Mi elocuencia te parece un delirio. A mí también me asombra esta divina fiebre de inspiración que late en mis palabras. Todo el tumulto de mis sentimientos se me agolpa en el corazón, encendido en la eterna llama del amor, y me siento feliz y poderoso.

—Estás alucinado, estás enfermo... Me vas á contagiar con tu locura—balbució María, presa de ansiedad y emoción.

—Estoy redimido por ti; el aliento ideal de tu espíritu ha penetrado en el mío, y esta comunión de nuestras almas me ha dado la fuerza. Has despertado el profundo sentimiento religioso que en mí dormía, el anhelo del sacrificio... Me has revelado mi propio corazón, alumbrándole con la luz de la verdad.

—Y en tanto el mío, va quedando en tinieblas...

—¿En tinieblas el tuyo?... No, María, nunca la sombra te podrá oscurecer.

—Pues tus palabras caen sobre mi vida como una niebla que me envuelve toda.

—Puede ser una niebla que te oculte los abrojos fatales del sendero.

—O el abismo que me acecha traidor...

—¿Desconfías de mí?

—De esa pasión que cuentas desconfío... ¡y también de la mía!—clamó ella con la voz amargada y sollozante.

Entonces Diego, con exaltado acento de ternura, exclamó:

—¡Tu pasión!... ¡Bendito sea este divino hallazgo de dos almas! No me sorprende, yo le presentía; he venido á este valle tuyo y mío con la ilusión celestial de quien acude á una cita de amor siempre esperada.

Alzóse María de su asiento, demudada y tremulante.

—Yo no te he dado cita... ¿Cuándo?... ¡nunca!... De veras que estás loco...

—No me la dió tu boca, ni tu mano, ni tus ojos siquiera. Me la dió tu alma, no lo niegues; la mía te buscaba por voluntad de Dios, por impulso irresistible y santo; y la tuya, piadosa y obediente al supremo designio, me citó en este huerto memorable á la luz de la luna... ¿No te acuerdas?

Como evocado por el devoto acento del artista, un haz de luna espació en el paisaje su reflejo, heraldo de la noche.

Tendióse en las montañas la tristeza infinita del atardecer cántabro, esa lenta y profunda declinación del día, que produce en las almas sentimentales un sacudimiento de lágrimas y oraciones.

Señalándole á María el astro que bajaba por el cielo, Diego murmuró:

—Ya acude como testigo.

Y ella, seducida por la aparición encantandora, vacilante, repuso:

—Me haces perder el juicio. Eso que dices, ¿ha sucedido acaso, ó es un romance de los que tú inventas?

—Es un trozo de poesía palpitante que arranco de nuestra existencia, y te le ofrezco... Un romance parece por lo hermoso, y tú y yo le vivimos.

Sacudió la señora su cabeza rubia como para librarse de aquella fascinación, y afirmó luego:

—No se vive en romance; estamos hablando muchos desatinos... La vida es un tormento que hay que resistir con firmeza.

—¿Y si Dios nos envía el inefable consuelo del amor?

—Amor culpable Dios no le bendice.

—Yo no te ofrezco un amor condicional y transitorio, fiado á la hora presente, un amor de ocasión y de venganza que Dios no puede consentir; te estoy hablando de nuestra boda espiritual, del santo desposorio de nuestros corazones. El sufrimiento une las almas con lazos mucho más firmes que los de la dicha... ¡Deja que nos enlacen nuestras penas!

Sentada otra vez en el banco junto á Diego, con una voz adelgazada y lenta, María murmuró:

—¡Es imposible!

Y él, henchido de gozo al verla conmovida y vibrante.

—No tiembles—le decía—, no te asustes de mí; yo soy tu amigo y tu hermano, además de adorarte con toda mi alma de hombre y de poeta, con todo cuanto hay en ella de eterno y de divino... Estábamos predestinados el uno para el otro, y hemos peregrinado entre dolores para amarnos mejor y ser más buenos... Ya el destino se cumple y aquí estamos en la cita de amor, cita de boda...

María, con los ojos errantes en el cielo, abismada en deliquio sentimental, confirmó:

—Sí, se cumple el destino...

Ebrio de felicidad quiso el poeta besar las lindas manos de la dama, pero ella, volviendo de su éxtasis, le dijo con entereza y con dulzura:

—Ni siquiera la punta de los dedos.

Él entonces, humilde y reverente, se arrodilló á besarle el borde del vestido.

Hacia el lado del bosque se oyó rumor de risas y palabras, y María inquietóse murmurando:

—¡Ya vuelven!...

—¡Así nunca volvieran!—profirió Diego, y se levantó con el semblante húmedo, de lágrimas quizá, ó del rocío de algunas florecillas que al inclinarse acarició en la hierba.

Un suspiro de la noche se deslizó sobre los campos y aromó la vida.

En el celaje sereno se extendieron las estrellas con mansedumbre de bendición sacerdotal.

III

Horas intensas y milagrosas fueron para María las que siguieron á su «cita de amor» con el poeta.

Toda la noche la pasó celando sus sentimientos, en desafío con una tormenta de impresiones, bajo la cual temblaban su conciencia y su corazón.

Sola en su estancia, sola en su lecho, con los ojos cerrados y el alma abierta, sintióse desfallecer de miedo y de felicidad. Era al principio su miedo oscuro y silencioso, sin voz y sin imagen, un pavor inconsciente, con sensación de vértigo; y su felicidad era precisa y luminosa, era un halago desconocido y puro, que la mecía como en una hamaca y la cantaba con la voz de Diego romances deliciosos, colmados de promesas y glorias y alegrías. En su espíritu diáfano aquella dicha nueva y potente no podía quedar indefinida ni confusa, y así al nacer ya tuvo un nombre, una forma y hasta un destino; fué la realización de sus callados anhelos, el sazonado fruto de su corazón, cultivado en secreta vida de arte espiritual, la recompensa de sus inmerecidos padeceres. Fué el amor con toda su fuerza, con toda su hermosura; pero ¡ay!, que desde la celsitud de este amor pleno, el vértigo agitaba sobre María sus alas amenazadoras con un pánico soplo de exterminio... Enemiga de las sombras, diestra en luchar con los fantasmas de la imaginación, esforzábase ella en descubrir la traza y origen de aquel miedo, que la hacía temblar, como una hoja, en la altura sublime de la felicidad. Miraba en torno, y una luz celeste bañaba su conciencia y su corazón, ¡corazón y conciencia que temblaban en el baño de luz!... Aquel terror funesto, ¿de dónde venía? La atracción del abismo le dió á la enamorada la respuesta. Venía de la tierra, de lo humano... El peligro era cierto, la amenaza inexorable... ¿Que cómo se llamaba aquel peligro?... No lo supo María; ¿pecado?, ¿deshonor?, ¿traición?... No atinó con el nombre, pero lo mismo daba; cualquiera de aquellas cosas tristes, todas juntas acaso; el espíritu escudriñador y noble sólo encontró la boca del abismo, el lugar oscuro de donde emergía la trágica sentencia... ¿De quién era la voz que sentenciaba contra la inocente pasión recién nacida? Era una voz oculta, atrayente y fatal; voz sorda y varia, que tan pronto parecía gemir sumisa y feble como ronca gritar con acentos brutales. Atento, muy atento el oído, María escuchó la voz amenazante, fijos los ojos en el secreto arcano donde echa sus raíces el dolor; y acertó quién hablaba con voces poderosas y altivas, con roncos gritos y gemidos truncados; era la vida, la naturaleza, cuanto hay en la criatura de miserable y perecedero...

¡Noche trágica y grande! Toda entera la vivió María en lucha denodada entre luz y tinieblas, triunfando en el placer más exquisito al borde de una sima de llanto.

Ni una duda, ni una confusión, dejaron su huella sombría en el drama silencioso de aquella mujer. Ningún mal artificio la envolvió en sus lazos engañosos, que ella salió valiente á encontrar los riesgos de su pasión y de su dicha. Segura de que en el amor no se vive sin dolores, escogió de éstos los más puros, y sobre la santa desgarradora de su carne joven y hermosa señaló á su corazón un camino blanco y triste, una alta senda de sacrificios y renunciamientos.

Guardaría su amor como una joya espiritual, en avaro secreto, todo para ella, ¿qué otra cosa más suya, más eternamente suya que aquel fuego sagrado encendido en su corazón?... Así oculto el tesoro, nadie se le podría dañar ni perseguir, y aposentaría en su pecho, hasta la muerte, aquella gran tristeza, llena de extraña dicha...

Alboreciendo ya, por el balcón entreabierto al aire libre de la sierra, penetró la claridad, tímidamente, en el hondo aposento de María.

Del huerto y de las campas la ofrenda del aroma se deslizó también hasta el dormitorio, y adquirió la beatitud de la alborada una inocente expresión de plegaria infantil.

Por cumbres y veredas montaraces las esquilas sonoras del ganado dejaban una estela de vida brava y saludable.

La campanita aguda de la Virgen del Camino tocó el Angelus, y la mañana, desembozándose sobre la vega en lánguido desperezo, quedó mecida en un místico acento de oración.

Rezó María al son de la campana, incorporada en su lecho, con las rubias trenzas flotantes y la mirada llorosa.

Su ruego, triste y dulce, tenía arrullo de lágrimas, fervores de alabanza y de resignación, cálidos tonos de jurada promesa. Apenas le pronunció, el gozo de la paz descendió sobre ella y su alma, sana y fuerte, se apacentó á la luz de un divino consuelo.

IV

Alto el sol en los cielos, sintió María en sus manos, tendidas sobre la colcha, unos besos muy dulces y mimosos. Despertó sobresaltada... Le tembló en los labios un nombre, en pugna entre el sueño y la realidad; y, ruborizada, toda estremecida, miró alrededor. Los besos eran de Lali, que la contemplaba sonriente, en una larga caricia de sus ojos dorados.

—¡Hija mía!—murmuraron los labios temblorosos, y Lali quedó envuelta en abrazo frenético.

Sorprendida la nena por la vehemencia de aquel abrazo, preguntó:

—¿Me quieres más que ayer?

—Siempre más, ángel mío... ¡Si tú supieras cuánto!...

Abrió la niña anchamente los ojos, con gentil mueca de placer, diciendo:

—¡Qué gusto que me quieras así!

Besó otra vez las manos de su madre, trémulas todavía, y alzando sobre ella un dedito muy mono y chiquitín, la riñó:

—¡Dormilona; son las once del día, y tú en la cama!

Corrió al balcón entornado, y abriéndole, traviesa, el cuarto se llenó con sol de cielo y con sol de los ojos de la niña...

En la región abrupta de Cantabria el gozo del verano, breve y único en la naturaleza, se viste de alegría salvaje que arrebata y conmueve, por lo extraña en un país donde, igual que las almas, valles, montes y cielos tienen siempre un halo de pesadumbre, una luz de crepúsculo y ensueño que parece trenzada con lágrimas y nieblas por el ángel de la melancolía. ¡Y hasta en el pleno triunfo del estío, con el atardecer y la alborada, la cántabra tristeza se estremece en los paisajes y los corazones!

Nimbó á María el esplendor de julio radiando en su aposento, y poseída del inmenso alborozo de la hora, sintió que su existencia se llenaba de sol.

La pareció la vida nueva, dorada y sonriente como las pupilas de Lali; el valle era distinto, un valle de leyenda y fantasía, quimérico lugar donde las más acariciadas ilusiones tomaban forma y nombre en realidades llenas de poesía y sentimiento...

Tan bella como nunca, con fulgores de pasión y de heroísmo en el semblante, acudió María, horas después, al proyectado paseo de la jornada.

La víspera habían convenido Diego y Gracián en ir hacia Reinosa, por las hoces, que Eva no conocía.

Salieron á las cinco de la tarde, cuando ya en el hondo camino que iban á seguir había caído la sombra huraña de la cordillera.

En un grupo amistoso iban los cuatro, y hubiérase podido suponer que la dama morena y el galán caballero que la codiciaba, se divertían audazmente á costa de la señora rubia y el poeta, á juzgar por algunas miradas y sonrisas, algunas frases dobles y mordientes, saturadas de malicia y desdén.

Pero difícil era imaginar que detrás de la apariencia inofensiva de los don burlados, palpitaba una historia de gallardo amor, que era el tremendo desquite, la venganza providencial y magnífica de aquel mezquino antojo de Gracián y aquella loca vanidad de Eva.

Percatados de la mundana broma de que eran objeto, Diego y María saboreaban el encanto sutil de tener en sus manos el castigo de aquella burla tan vulgar y frívola; porque la posesión de la venganza que no se ha buscado ni se realiza, es un fino placer que no desdeñan los más delicados temperamentos... Grano de sal ática y sabrosa que sazona la vida, ¿á qué espíritu luchador y noble le habrá sido extraño?; en la eterna farándula del mundo su sabor agridulce pone siempre una amarga sonrisa de escepticismo, una mueca de piadosa ironía en las más bellas almas, bajo los apacibles antifaces...

Gracián, el poderoso, estaba ajeno de tener á su lado un goce superior que jamás gustaría. Ponderando la majestad augusta del paisaje, se encaró con Diego para decirle con protector acento algo insidioso:

—El ruiseñor montañés debiera de cantarnos esta hermosura espléndida...

Ya no era Diego el tímido doncel á quien Gracián confundía con sus ojos dominadores y su oratoria relumbrante; miró al buen mozo fijamente, y contestó muy serio:

—Estoy cantando.

—Pues no oigo nada...

—Porque estará usted sordo para ciertos cantares—dijo Diego con tal entonación que á Gracián se le quedó helada entre los labios una blanda sonrisa mofadora.

Para disimular su desagrado preguntó á las damas:

—Y ustedes, ¿oyen algún cantar?

—Yo también estoy sorda para cánticos—murmuró Eva á media voz.

María, un poco pálida, se estuvo silenciosa, tal vez escuchando la cantiga secreta; y por iniciativa prudente de Gracián, la conversación tomó distinto rumbo.

Pero quedó algo tirante la cordialidad entre los dos señores. Por encima de su carácter sereno y retraído, Diego devolvía á Gracián burlas y sátiras, en ataque certero más que en defensa tolerante.

Gracián se reportaba cortésmente, como si en clase de rival afortunado quisiera mostrarse generoso con su víctima. Y á cada momento miraba al poeta con menos osadía, con el vago recelo de que aquel hombre fuése más que un ruiseñor, acaso un ave altiva con garras temibles, como los azores que rasgaban el espacio sobre aquellas montañas altaneras, encumbrando la gloria de sus giros hasta el celaje remoto.

V

El paseo fué largo, á través de una senda tortuosa y trágica que Diego conocía. Los accidentes de la vereda brava sobre el río, desatado en el cauce profundo de las hoces, se prestaron complacientes á los íntimos coloquios del amor y la tristeza y también á los vanos juegos de la coquetería y el capricho.

Eva y Gracián parecía que llevaban prisa; se adelantaban de sus compañeros con tanta ligereza de paso como de conversación y sentimientos. Iban veloces, impacientes, livianos. Cuando se habían alejado largo trecho de la otra pareja, deteníanse un momento á esperarla, y sin llegar á reunirse con ella volvían á correr sobre el camino, encorvado y peligroso, encima del Besaya, que gemía en hervores torrenciales.

María y Diego caminaban despacio y abstraídos en el lenguaje de sus corazones, que subía á los labios, á los ojos, á la cumbre dorada de la cordillera y al mismo cielo, luminoso y puro, para bajar después, tremante y angustiado, al fondo del torrente, estremecido en sus crenchas de verberantes espumas.

Fué María la más diligente y animosa para romper el encanto de los primeros instantes de soledad, en que entablaron las miradas un mudo lenguaje de inquietud.

—Es necesario—dijo, con un treno dulcísimo en la voz—que ya no hablemos nunca como anoche.

—Entonces me condenas á no verte jamás.

—No; que hablaremos como hermanos y amigos.

—¿Lo exiges?

—Te lo ruego.

—Para obedecerte será preciso que huya de tu lado.

—¿Tan poco valor tienes?

—A veces el huir es una hazaña de valor y honradez.

—¿No decías que era posible un amor sin delito entre los dos?

—Ayer habló el poeta; hoy el hombre no teme al amor absoluto que tú llamas delito, pero el caballero tiembla al pensar que su pasión arroje una sombra, un dolor nuevo sobre tu santa vida.

—Sí, sí; dolor y sombra, y pecado también, nos amenazan, Diego.

—Amor de este linaje todo lo ennoblece y Dios lo mira con piedad; al mundo temo, y le temo por ti.

—A una mujer que atropella su honor, que falta á sus deberes, ni Dios ni el mundo pueden perdonarla.

—El honor... el deber...—murmuró Diego—mi conciencia vacila en esta lucha atroz de sentimientos que pugnan con todas las arraigadas creencias de mi vida, y estoy odiando ese montón de leyes y convencionalismos que atan un corazón á perpetuo yugo sin dejarle más esperanza que la muerte.

—Son decretos del cielo los que atan así los corazones—protestó María con mansedumbre.

—No; son absurdos lazos con que el mundo encadena. El amor es un sentimiento que nace libre por ley divina.

Una llama de ansia rebelde prendióse en estas frases, y la mansa voz imploró desgarradora:

—No hables así, por compasión; tus palabras atraen como la sima. Al escucharte, el vértigo me envuelve y me sacude, y me invade una loca tentación de lanzarme á las regiones de esa pasión desatinada que oscurece conciencias y caminos, y vuelve las creencias al revés... Tú no querrás perderme, condenarme, hacerme llorar siempre sin consuelo...

—¡No, no, jamás!—prometió el artista con vehemencia ardorosa.

Estaban en un tajo del sendero florecido en las peñas. Abajo, muy abajo, el río sollozaba entre juncales, despeñado en el fondo de las hoces.

—Mira—dijo empañecida la suplicante voz de la mujer—, mira cómo atrae esa hermosura trágica del torrente, esa profundidad de la sima con misterio de tumba... Oye cómo las aguas parece que dan gritos y nos llaman para contarnos un atroz secreto... A poco que estuviéramos mirando, curiosos como ahora y anhelantes, el vértigo nos empujaría y no habría salvación para nosotros.

Y una mano, frágil y nítida como las espumas del Besaya, tendíase hacia el precipicio en profético ademán.

Diego, espavorecido, se apoderó con fuerza de la mano breve, la detuvo en las suyas protectoras, y ofreció con acento seguro:

—Haré lo que tú quieras, lo que mandes, no pienses en peligros ni en desgracias que te vengan por mí. Mañana regresaré á Madrid con el pretexto de alguna urgencia literaria; activaré los preparativos de mi viaje á América y en septiembre me embarcaré.

—Sufrirás mucho—se lamentó la enamorada triste.

—Eso es lo que deseo: sufrir hasta desgarrarme las entrañas, y saborear el excelso placer de vivir muriendo por amor tuyo.

—¿Tanto, tanto me quieres?—averiguó temblando el clavel de la boca de María.

Con abrasada voz, exclamó Diego:

—Con un amor tan fuerte y decisivo que lleva dentro todos los amores divinos y humanos... Te quiero como quise á mi madre, como adoro á mi hijo, como venero á Dios... y además, más todavía... mucho más.

Palideció el clavel de los labios preguntones, al proferir:

—Calla, calla; blasfemas...

Pero la voz de fuego, interrogaba.

—Y tú, ¿me quieres mucho?

Quedó muda la boca roja y dulce, y al cabo de un silencio torturante, respondió con firmeza:

—Sí; te quiero también inmensamente.

Diego, transfigurado, fervoroso, murmuró:

—Pues no llores, no padezcas sin buscar las dulzuras benditas del dolor. Tenemos en nuestros corazones el secreto de la felicidad, que no consiste en una bienandanza pacífica, sino que es el ejercicio de todas las facultades del alma, la lucha heroica de todos los sentimientos, en torno á una gran pasión... Sólo aquellos que aman mucho saben lo que es felicidad...

—Y aunque pasen los años—dijo ella, avara de la prometida ventura—, ¿me querrás siempre?

—Para los sentimientos eternos el tiempo no existe, y el mío es de los que alcanzan más allá del tiempo y de la muerte.

Cayeron estas graves palabras del poeta en el hondo misterio de la sima y se acordaron con la eterna canción de las aguas, con esa estrofa inmortal que rueda por el mundo en cadencia de plegarias, arrullos y sollozos, besos interminables, y silbos desesperados de agonía; porque tal vez sea la voz humana á quien Dios ha confiado la misión de perpetuar toda la poesía, el dolor y la gloria de los grandes amores que pasan por la tierra peregrinos y errantes en las almas...

La tarde moribunda se recostó á la sombra de los montes.

Eva y Gracián hicieron por fin un alto decisivo para entrar en la vega con los rezagados paseantes. Marchaban los cuatro en extraña conturbación, como si llevasen el peso de una noticia sorprendente... En tan rara actitud les halló la luna al asomarse al llano; la luna llena, que mostraba en la redonda faz un gran asombro...

VI

Un beso muy largo á su hijo, y á su mujer un ruego así:

—Quisiera que me dieses á menudo noticias de Tristán.

—Pero, ¿vas de viaje?... ¿Cuándo?... ¿A dónde?—preguntó Eva, atónita.

Y Diego, con voz sin inflexiones ni matices, dijo:

—Mañana, en el correo que pasa por Santacruz á las ocho, vuelvo para Madrid. Entre los periódicos llegados encuentro ahora una noticia que me fuerza á marchar.

—¿Volverás pronto?—insinuó, queriendo ser amable, la señora.

—Ya veremos—repuso el desertor evasivamente. Y no hubo medio de hacerle dar más explicaciones sobre su repentina determinación.

En vano Eva mariposeaba en torno del viajero mostrándose solícita para ayudarle en sus preparativos. Él, mudo y serio, diólos por terminados con presteza y se retiró á su cuarto sin más despedida que decir: «adiós», levemente.

Una hora antes, al dar las buenas noches en el jardín de Ensalmo, toda su alma se ofrendó á María en una llama intensa de los ojos y en un acento roto de la voz.

Fingiendo inesperada la partida, dejó Diego en su casa un recado despidiéndose de los señores vecinos, y María vió con impasible rostro la chanza con que Gracián comentarió el suceso, á la siguiente mañana, calificando de fuga aquel viaje. Tan alta risa armó, y mostróse tan despreocupado en sus burlas y alusiones, que los ojos azules y apacibles se clavaron en él un largo rato, fijos, fijos y desdeñantes con una expresión que obligó al osado á pestañear con cautela, como si el sol le diese en la cara de lleno.

Después de haber evitado con precaución el dardo lancinante de aquella mirada, por dos veces seguidas se volvió Gracián á contemplar á su mujer, dudando si lo que en ella le sorprendía era altivez, amenaza ó desprecio. Lo que fuése le sentaba tan bien á la dama rubia, que su esposo, mirándola, añadió á la sorpresa del descubrimiento una desusada admiración; y aunque la quiso hablar galante y fino, ella se alejó lentamente con traza distraída. La blancura espumosa de su bata dejó flotando en el pasillo oscuro una nota gentil, que se llevó prendidas las curiosas pupilas de Gracián. Luego que se esfumó el encanto de la silueta, aquellas pupilas, confusas en la sombra, dejaron reflejar un pensamiento vanidoso que expresaba:—Acaso María será capaz de sentir celos... Y una sonrisa dilatada y feliz, glosó este comentario.

A la misma hora, Eva desgranaba en sus labios burlones un gesto cruel de satisfacción, suponiendo, como Gracián, que Diego se marchaba celoso y lastimado y que María estaba muy cerca de sentir un tormento semejante.

Entretanto, el poeta se alejaba sumiso á uno de los dolores más vivos del amor: el de la ausencia.

Otra vez era esclavo Diego, pero ahora con una esclavitud definitiva y solemne de cuanto había en él de más escogido y envidiable. Aquel amor de ensueño y de nostalgia había madurado insensiblemente al sol de las penas, y ahora se mostraba en toda su razón y plenitud, revelado y confeso en el abandono de la ocasión tentadora. La fuerza interior, la ansiedad espiritual que habían llevado á Diego á ser poeta, hacían explosión en el sentimiento impetuoso que le llevaba hacia María. Bajo la apariencia tranquila de aquel hombre, un alma tempestuosa y romántica saciaba sus voraces deseos en el fruto sabroso de aquella pasión. Tan fuertes eran los anhelos de aquella alma descollante y bravía, que no se los aplacaron ni el arte, ni la gloria, ni el dolor. Ahora, su inagotable ternura hallaba cauce cumplido, y se desataban en ambiciones inmensas. Las incertidumbres, las prohibiciones, los deseos contenidos, las cadenas inquebrantables, encendían, castigaban, depuraban aquel amor, y le convertían en la más alta y sutil felicidad. Pero, al mismo tiempo, todas aquellas zozobras y aquellos obstáculos asaeteaban el corazón del amante en un suplicio violento. Huía la tierra, su amada tierra de Cantabria, puesta ya entre él y María como una barrera; luego, montes, ciudades, llanuras, iban á separarlos; y por si esto fuera poco, el mar inmenso y misterioso, como sepultura del mundo, se tendería en medio de los dos, para siempre quizá... Bajo la punzada dolorosa de esta idea, todas las hieles posadas en el corazón, todas las humanas rebeldías se levantaban contra Diego para hacerle desear aquella mujer que era su única ventura. Contemplábala cada vez más admirable, llena de sentimiento y de gracia, de ternura y de piedad, arrebatada por la ardiente pasión que les unía, viviendo dentro de él con el alma y el pensamiento, pulcra y castísima como la paloma de San Juan de la Cruz, y le parecía que desear la dicha encarnada en aquella ideal criatura, era en él legítimo y santo.

Para más refinado martirio de la ansiosa fiebre de amor, el tren, después de correr como un loco por las entrañas de los montes, asomábase una y otra vez al diminuto valle, donde se erguía, con señorío de reina, la casa de Ensalmo, junto á la casita de Villamor. Colgado el camino férreo sobre las bravas hoces, en revueltas inverosímiles y temerarias, por tres veces pasó el convoy encima de la estación de Santacruz. Subiendo, subiendo siempre empinadas laderas, atravesando túneles y salvando precipicios, volvía á contemplar, en una y otra curva ascendente, la vega amable, tributaria de la noble casa de María. En un balcón, circundado de rosas, distinguió Diego perfectamente la figura esbelta de su amada... Aquél era su dormitorio, aquél su cuerpo grácil, envuelto en un ropaje blanco... Era ella, ella misma, que perseguía al tren con sus ojos azules y clementes; ella, que alzaba en el copo de nieve de su mano un albo lienzo para decir: Adiós... Adiós...

Todo el profundo lecho del Besaya estaba señalado con una neblina triste y leve que á Diego le parecía nube de llanto. La mañana era pálida y dulce, de cántabra hermosura melancólica.

La mano vacilante del poeta respondió en la ventanilla, agitando un pañuelo, al adiós que le enviaban desde el trono de rosas del balcón...

Penetró el convoy en un túnel tenebrario, y después de una carrera negra y silbante salió á un llano espacioso, dejando atrás las imponentes hoces de Bárcena y la vega tributaria del solar de Ensalmo.

En aquella ancha llanura, que parecía sonreir gratamente á la vida, sintió Diego una brusca sensación de soledad y de abandono, como si la humanidad toda hubiese fenecido y él fuera el único superviviente de la catástrofe.

VII

Tan alta la vi volar, un águila palomera, luego la vide bajar más humilde que la sierra...

En la maravilla y calma de la noche una voz, recia y varonil, lanzó este cantar derecho á una ventana encendida, que se abría, cual ojo investigador, en la oscura fachada del palacio.

Era la ventana de Rosita y estaba en el segundo piso, vigilando la carretera con mucha curiosidad.

Debajo de aquel cuadro de luz, parpadeante como una estrella, se rebullía un grupo de hombres del campo.

Hasta siete serían, y hablaban quedamente entre gorjas y risas, escogiendo en su aldeano repertorio de coplas algunas intencionadas, como la del águila palomera.

Arriba, en la habitación luminosa, Rosita sentada en el borde de su lecho intacto, desvelada y anhelante, escuchaba la cantaleta de los mozos; y al sonreir después de cada cantar, hubiérase dicho que tenía los ojos llenos de lágrimas; tanto lucían en su cara morena, húmedos y tristes.

De pronto el cuchicheo de abajo tomó proporciones de discusión; se oyeron algunas frases crudas y un juramento rotundo que calmó todas las voces.

Rosita apagó su vela de un soplo, y se acercó á escuchar, orilla de la ventana.

Un acento que le era conocido, el mismo que había lanzado el juramento, profirió con entereza:

—Cantares que «la piquen», sí; pero no que la dañen; ya os he dicho que la tengo ley...

Un murmullo de avenencia se inició en torno á una copla de despedida, y, poco después, la ronda de mozos se alejó lentamente, por la cinta blanca de un camino, que se retorcía entre praderas y bosques, en la angostura del valle, buscando salida por la hoz profunda, á la par del río.

Acodóse Rosita en su ventana, y, mirando cómo desaparecía el grupo rondador, exclamó callandito, con amargura honda:

—Todavía me quiere Manuel...

Después sus ojos, nublados de tristeza, se pusieron á rezar en el altar solemne de los cielos.

Bajo el rezo sin voz de su mirada, el corazón sincero de la moza se confesó con Dios, lanzando con valentía un gran secreto al espacio infinito.

Ella creyó que al rodar en la noche aquel secreto iba á quedar envuelto en una nube ó preso en una estrella, ó perdido, tal vez, en un repliegue del firmamento azul.

Pero fué el caso que la contrita confesión de Rosa se extendió por el cielo con una claridad nueva y extraña que no era de los astros, y que pudiera ser únicamente luz milagrosa y pura de una conciencia honrada.

Vió entonces, la infeliz, cómo en la luna y en un lucero claro y rutilante, que ella llamaba suyo desde niña, y en las estrellas todas, por el terso cristal inmaculado, resbalaba la imagen de su culpa; una culpa moral, involuntaria, pero negra y odiosa como la ingratitud.

Tremante y angustiada se llevó las dos manos á los ojos cargados de rocío, del rocío del alma que es el llanto; y después de enjugarlos con presteza, tornó á mirar ansiosa hacia la altura, creyendo hallarla limpia de su revelación.

Pero, más claros los cielos de su cara, mejor vieron cómo todo el dosel peregrino de la noche estaba empañado del terrible secreto de su vida...

Cayó Rosa de hinojos en la media penumbra de su cuarto, y en el acusador espejo del celaje vió pasar, luminosa y desnuda, toda la historia de su traición.

Era cierto que, olvidando gratitud y lealtad, como una loca, amaba tiempo hacía al señorito Gracián, al esposo de la mujer tan santa como bella que había sido su ángel protector años enteros.

Aquella pasión desordenada, nació de sus aficiones á seres y cosas brillantes. De amar lo portentoso y deslumbrador, llegó á enamorarse del hombre más galán de cuantos conocía, de aquel afortunado y apuesto, osado y triunfante como ninguno de los que la moza viera.

Cuando quiso pensar la sin ventura que aquel caballero podía ser para ella, perdición solamente, causa cierta de ingratitud y deshonor, ya era tarde, ya la pasión fatal se había ganado corazón y sentidos, y un incendio de amor le consumía con llama inextinguible.

Pero esta cuita, tan dolorosa y grave, no era un pecado para el ánima en pena de la moza.

Fué lo tremendo en el percance aquel, que anduvo ella propicia y diligente para hacerse notar del señorito; el cual, muy atareado en diversos problemas de su vida, apenas se había detenido á confirmar que la doncella era guapa, según él, á la vez que Nenúfar, lo había dicho allá abajo en la playa, siendo Rosa una niña.

Sin duda el mismo Lucifer le inspiró á la muchacha perversos planes, que sin meditación ni consciencia fueron puestos en práctica audazmente.

Ella, que sólo de cuidar á Lali tenía obligación, mostrábase solícita para entrar en el cuarto de Gracián con hábiles pretextos, y servirle con una asiduidad tan extremosa como llena de pérfidas coqueterías.

Y el ángel que guardaba á Rosita fué, de seguro, quien preocupó á Gracián con tan arduos asuntos económicos, ó tan altas conquistas amorosas, que sus muchos cuidados le pusieron una venda en los ojos.

VIII

Pero el ángel, al cabo, se cansó de tomar precauciones salvadoras en favor de la pobre enamorada, y el caballero la miró de pronto, con la sorpresa de encontrarla nueva para su admiración y su codicia...

Rosita se quedaba asustada al recordar ahora, con una claridad mortificante, los esfuerzos que hizo para producir en Gracián la admirativa sorpresa... ¡Qué atrevimiento el de aquel peinado ondulante, hecho con tenacillas y postizos... Pues, ¿y la blusa azul, toda calada sobre el pecho y los brazos?... Con la intención de aparecer hermosa, ella le había preguntado á la modista:—Diga usted, ¿cuál color «me sentará más»? Y la modista, sin titubear, le respondió.

—El azul pálido, que es un hechizo en las morenas...

Luego de fabricar el peinado y la blusa, una tarde, cuando la luz caía, entró en el cuarto del señorito á cerrar las persianas.

Era la hora en que él solía llegar para mudarse de ropa y para anunciar probablemente, que no se quedaba á comer. Rosa esperó al pie de una ventana, fingiendo que muy distraída contemplaba el jardín; y cuando sintió en la estancia pasos, se volvió con aire asustadizo, lo mismo que en la escena hubiera hecho una cómica hábil.

Con aquel ingenioso efecto teatral, toda su belleza tentadora y madura se le entró al señorito por los ojos.

Como los cortejantes que la moza había visto en las comedias, Gracián se le acercó, muy inflamada la mirada y la voz, para decirle:—¿No sabes que me gustas y te quiero?... ¿No sabes que te has hecho una mujer preciosa?...—Y le cogió una mano entre las suyas, y el talle luego, con un brazo firme. Sonaron en la puerta, muy discretos, un par de golpecitos, y un acento, como el de doña Cándida, angustioso, dijo:—Rosita, ¿estás aquí? Lali te llama...—¡El ángel de la guarda, compadecido de la ciega moza, todavía la quiso proteger!...

Después de aquella tarde, otros milagros de compasión divina envolvieron á la joven como en un manto protector. Gracián hizo un viaje rápido y misterioso como todos los suyos; luego, la nena estuvo algo malita, y Rosa no dejó de cuidarla ni un momento. Después... los convexos cristales inclinados siempre sobre la inacabable calceta de doña Cándida, se posaron encima de la muchacha con tal persistencia, que los veía, atisbadores y penetrantes, persiguiéndola hasta en sueños, como una lente mágica, al través de la cual Dios mismo leyera en su turbado corazón.

Huyendo, entonces, el reflejo obstinado de aquellos cristales, Rosa se retrajo modesta y acobardada, evitando todo encuentro á solas con el señorito, hasta que él acechó una ocasión para decirle:

—Tengo que hablar contigo muchas cosas...

Y la quiso abrazar. Desasióse Rosita del abrazo, suplicando con miedo.

—Déjeme usted, por Dios.

Pero muy cariñoso, repitió el señorito:

—Hemos de hablar; ya te diré yo cuándo; nada temas, hermosa.

Era esto en vísperas del viaje á la Montaña, y una vez en el valle, Gracián muy fácilmente buscó á Rosita sola, en los amplios locales de la casa, y le notificó sin más ambages:

—Una noche de estas subiré á tu cuarto; no te asustes, y espérame.

Nada repuso ella, conmovida por el espanto y el amor, y desde aquel instante vivía en la confusión terrible de un mal sueño, midiendo con pasos de sonámbula aquellas tumultuosas jornadas de su vida, tan apacibles en apariencia.

Lo más extraño del oculto lance era que el caballero, tan enamoradizo y caprichoso, no acudiese á la cita en doce noches; doce, largas y crueles, que Rosita le aguardó medio loca de pasión y de remordimientos. Ella tan esquiva y de mármol para cuantos la quisieron, ya con honrados propósitos, ya con finuras galantes; la que sólo una vez, por romántica fantasía, prendió su imaginación de un hombre que se dijo poeta; la mujer altanera y soñadora; la aldeana artista, allí estaba sacudida por el espasmo de la pasión, destrozada por el brusco despertar de su rústica naturaleza, que, protestando de un largo cautiverio bajo el señorío espiritual, se revelaba en todo su arrogante poder, bravía y ardiente, como en el estío la sierra donde nació Rosa.

Celos y rabia sumaban un tormento mayor á la espera de la joven.

Sus sagaces ojos de enamorada habían visto delante de Gracián la figura altiva y donosa de otra mujer. Era la misma á quien él acompañó en Madrid una noche reciente, desde el hotel cuya puerta abrió Rosita, ya sintiendo una celosa sospecha hacia aquella que aceptaba, con tan patente agrado, la obsequiosa compañía del señorito.

De tiempo atrás la conociera Rosa, y mucho mejor al caballero poeta que le dió su nombre, oriundo del valle y bien querido en la comarca.

También conocía al hijo de ambos, aquel niño macilento y quejoso de quien tanto hablaba Lali; y la niña le había contado muy alegre, que aquellos señores, dueños de la casa contigua al palacio, iban también á la Montaña.

Las malas sospechas de la moza se aumentaron cuando observó que la dama gentil y morena coqueteaba lindamente con el señorito Gracián, apenas llegaron al valle ambas familias.

Juntos paseaban por la mies y por la selva: juntos subían á la montaña en traza de cazadores, ó charlaban en el jardín bajo los jazmines de un cenador mientras los niños jugaban. Juntos habían hecho á caballo una larga excursión, hundiéndose en la hoz adusta, por el camino de Reinosa.

La señorita María los miraba ir y venir, con glacial indiferencia, en tanto que Rosita concebía un mortal aborrecimiento por aquella señora que embelesaba á Gracián, hasta el punto, sin duda, de hacerle olvidar que había dicho á otra mujer: «espérame...»

Y esperando, ya desesperada aquella noche de su confesión, después de llorar de rodillas en el suelo, lavada su conciencia por el llanto, se vió Rosa tan culpable de consentimientos y de ansias, que un bochorno ardiente le enrojeció las mejillas con ascua dolorosa.

Llamó á Dios en su ayuda y mentó con fervor á la Virgen del Camino, la patrona del valle.

Miró al lucero suyo, y su luz blanca estaba un poco roja; ¿qué sería?... Con impulso vehemente la muchacha fuése á cerrar la puerta con cerrojo, y se dijo: Aunque llame cien veces no he de abrir; quiero ser buena, quiero tener en el cielo una luz blanca siempre, una luz mía...

Sintió un rumor, apenas perceptible, cerquita de la puerta.

Escuchó ansiosa, y el rumor fué creciendo. ¿Pasos quizá?... Sí; unos pasos muy leves que se detenían... ¿Llamaban?... Sí; ya lo creo; llamaban despacito.

Rosa prendió la luz y abrió la puerta con júbilo demente.

Un gato negro hizo fu, muy arisco, delante de la moza, y echó á correr con un galope avieso, encandilados los ojos y el rabo erguido...

Despeinada y llorosa, Rosita se durmió mucho más tarde, cansada de gemir y de rezar sobre su lecho, por divino milagro defendido.

Había dejado su ventana abierta, y la noche, gozosa, entraba por el cuarto, toda llena de un vago son de vida; voz de espumas fluyentes en el río, de besos de las hojas en el bosque, de amores de la brisa con la flor...

El pobre amor humano allí dormía, rendido de pesar, y el lucero de Rosa, blanco y puro, temblaba en la llanura de los cielos.

IX

Era indudable que Gracián se aburría, una estancia en el campo de cerca de un mes, era mucho poema geórgico para aquel gran artista multiforme, aun contando con el aliciente de perseguir un par de conquistas amorosas. Por logradas las tenía el famoso cortejante, y con cinismo y jactancia clasificábalas en su imaginación de este modo: «Eva, que se hará desear para hacerse valer... equivale á decir que me costará un pico... Rosa, que espera mis órdenes rendida á discreción... «de balde y con gracia»... Total, dos empeños de poca monta, sin dificultades ni riesgos... Dos mujeres conseguidas sin más que extender la mano, como quien dice...»

Y al hacerse estas cuentas galanas, la triunfante sonrisa de Gracián se convertía en un bostezo prolongado y fastidioso. Trataba de ocultarse á sí mismo, que si algún lazo le detenía en el valle con deseo creciente y mortificador, era su propia mujer, la abandonada y ofendida esposa que ahora le parecía más bella y codiciable que nunca. La encontraba diferente á cada momento, y siempre encantadora como jamás se le había parecido. Algunas veces era María la niña novia de cándidos ojos y actitudes infantiles, pero más altiva, más arrogante y desdeñosa que cuando Gracián la enamoró en Las Palmeras, en facilísima escaramuza de pretendiente; en otras ocasiones adquiría una expresión ideal de Dolorosa, y con las azules pupilas rasas de llanto, las menos de azucena entrelazadas y el nimbo dorado de los cabellos, rutilante á modo de corona, le parecía á Gracián haberla visto cubierta de luctuosa túnica, con un puñal clavado en el corazón, conducida en andas por las calles en un cortejo de lágrimas y oraciones. Y aquel incrédulo, que no tenía firme en su alma ni una sola idea religiosa, contemplaba con extraño respeto, como una cosa nueva y fascinante, el santo dolor de la mujer que él llevó al altar, con engaño y perjurio, para marcarla con el hierro de la esclavitud, en martirio irremediable. Pero, de pronto, aquella pura frente contraída, aquel mirar nublado, aquella boca crispada, se aplacían en súbita transformación, y todo el semblante bellísimo tornábase dulcedumbre y alegría, como cuando en la mar arbolada y tormentosa salta una mano de viento bonancible.

Quedábanse entonces los ojos de María suspensos de alguna divina aparición, y en los labios le temblaba una sonrisa, colmada de promesas, que á Gracián le hacía estremecer. Estos cambios bruscos y peregrinos dábanle al esposo mucho cuidado, y le causa ban un desasosiego que iba convirtiéndose en amorosa tentación. Tan menguadas consideraciones había guardado él á su esposa y en tan ruin estima la tuvo siempre, que la indiferencia ó la culpa le impidieron protestar de la tácita separación que entre ambos inició María, y que se consumaba en discreto disimulo, con todo el aparato de una avenencia cordial.

Y en aquella rara situación, Gracián el victorioso, el siempre feliz enamorado, sentía una singular inquietud al acercarse á su mujer con leves insinuaciones de íntima plática.

Sabía ella detenerle de tal modo en aquel camino, inútil hacía tiempo entre los dos, que sin hablarle, con una mirada, con un gesto, le hacía retroceder intimidado. Sin querer confesarle la derrota, calmaba el super-hombre su vanidad inmensa suponiendo que María, en silencioso culto, le adoraba, y que los insistentes y rendidos galanteos que él prodigaba á Eva, la tenían enojada y celosa.

Varias veces, dentro de su propia casa, soportó María enredos amorosos de Gracián y ofensas imperdonables; pero él se esforzaba en pensar que entonces no se había fijado como ahora en el efecto que el impudor de sus hazañas producía en aquella mujer paciente y noble. Quiso creer que la casualidad, y no una afición que despertaba, le ponía al descubierto aquella supuesta condición celosa de María, y ahogando con soberbia terrible su malestar interior, acariciaba con protectores ojos á la esposa, murmurando compasivo: ¡pobrecilla!...

Para distraerse de aquella sorda irritación que le sublevaba, esforzábase en cortejar á Eva sin recato ninguno, improvisando cacerías y paseos á los más pintorescos lugares de la comarca; y aunque siempre invitaba á su mujer á que tomara parte en aquellas excursiones, ella se disculpaba de asistir, invariablemente, con pretextos tan fútiles y poco justificados, que Eva, molestada por aquella displicencia mortificante, aceptaba los proyectos de Gracián con espíritu de venganza hacia María, y lanzábase en imprudentes holgorios con su galanteador, escandalizando aquella vecindad tranquila y timorata.

Se quedaba María muy á gusto en la dulce soledad de su jardín ó de sus habitaciones, libre para saborear la felicidad dolorosa de su alma, y mientras tanto los dos excursionistas disimulaban difícilmente su mutuo aburrimiento.

Eva sentía ya un verdadero asombro ante el silencio obstinado de su marido, y Gracián perdía terreno en el ánimo de la hermosa, á medida que la preocupaba aquella terca actitud del ausente y la dolía como una humillación injusta la indiferencia de aquel á quien para siempre creyó su esclavo.

Por su parte Gracián se fatigaba en las alternativas de resistencia y alientos á que Eva le tenía sometido, y suponiéndolas ajustadas á planes de astucia femenil, sentíase impaciente y disgustado.

Así pasaban los días tejiendo paradojas alrededor de nuestros personajes. Rosa, en acecho de los pasos del señorito, desfallecía en atroces luchas de insensata pasión. Su pobre corazoncito, macerado por la pena, se rasgaba en cauces de remordimientos cuando los ojos de la moza contemplaban á la señorita María, tan abandonada y tan bella, con el semblante divinizado por una apacible luz que á veces parecía de resignación y á veces de felicidad...

X

Una de aquellas mañanas agostizas, cálidas y radiantes, tempranito llamaron á la puerta del gabinete donde Eva dormía con Tristán. Acababa de vestirse la señora, cuando una voz infantil preguntó—¿se puede?... Y sin esperar contestación, la cabecita rizosa de Lali asomóse en la estancia.

—Ven, ven—gritó con afán Tristanito—¿me traes flores?

—Sólo traigo un clavel—dijo la niña, alzándole, rojo y húmedo, en su mano diminuta. Acercóse á la cama donde el niño se había sentado, muy contento, y añadió con delicioso aire maternal:

—He venido muy deprisa; luego te cogeré más flores, monín; ahora están llenas de rocío...

—¡Mucho has madrugado!—la dijo Eva amablemente.

Muy pizpireta, saltó la niña:

—Porque hoy hemos madrugado todos en casa; á mi papá se le ha ocurrido marcharse ahora á Las Palmeras en el tren correo, y como pasa á las ocho, desde el amanecer están en danza las maletas y los armarios... yo no sé las cosas que ha revuelto... ¡y eso que va por dos días!...

Eva se quedó estupefacta, y con un vago terror, murmuró entre dientes:

—¡Otra huída!...

Igual idea tuvo Tristán, que recordó con misterio asustadizo:

—También mi papá se fué de repente una mañana, con su maleta... ¿A dónde irán tan deprisa todos los papás?

Lali se echó á reir.

—¡Qué tonto eres!—dijo sentenciosa—Van deprisa porque el tren no espera. Mamá me ha contado que tu papá ha ido á Madrid á escribir versos y libros que valen mucho dinero, y después te va á comprar muchas cosas... muchísimas... Mi padre ha ido á Las Palmeras... ¿sabes dónde es?... Pues allá abajo, en una playa... ¿sabes lo que es playa?... La arena donde llegan las olas... El mar es como un río grande, grande... como un cielo todo de agua... ¡Da algo de miedo!... Pues allí tienen mis tíos una quinta, y en el periódico que escriben en aquel pueblo «leímos» anoche que había llegado á visitarlos una señora muy guapa de Madrid, que se llama condesa de Manrique... Y mi papá ha ido á verla.

Centellearon los africanos ojos de la dama, y Tristán levantó hacia ellos los suyos encendidos de ansiedades, para interrogar:

—¿Cómo dices que los versos son una tontería y que papá no sabe ganar dinero?... ¿No oyes que me va á comprar muchas cosas?...

No. Eva oía solamente aquellas palabras del parlamento de Lali, «una señora muy guapa, condesa de Manrique». Recordaba la breve escena enigmática entre Gracián y su mujer el día que en Madrid se despidió de ellos... Hablaron de Casilda Manrique con singular entonación. Seguramente era una mujer de quien María estaba celosa; una rival «de cuidado» también para las ilusiones de Eva...

Se puso á vestir al niño maquinalmente; luego le mandó con Lali al jardín para que allí le sirvieran el desayuno, y nerviosa, agitada, comenzó á peinarse delante del espejo.

En su endrina cabellera se asomaban con timidez las primeras canas, tan pocas y con tal precaución, que sólo ella las había advertido; aquella mañana le parecieron á Eva muchas más que otras veces; iba entreabriendo la madeja sedosa, y con mueca iracunda, al descubrirlas, renegando de la edad y de la suerte, golpeaba el suelo con el tacón agudo de su bota. Aquel día todo le salió á disgusto; el peinado, dificultoso y lento como nunca, se malogró en ondulaciones que á su parecer «no la sentaban». Halló su rostro descolorido y vulgar, señalado con las huellas del tiempo; sus modestos vestidos de diario, le parecían túnicas indecorosas; sus zapatos, inservibles; su habitación, miserable... Se creyó abandonada y vendida, víctima de estupendas traiciones y de infames atropellos... Como una furia se debatió en su cuarto contra imaginaria tormenta de infortunios, y, al medio día, salió de su encerrona con la repentina esperanza de que, torpe la sirviente, no le hubiera transmitido algún recadito galante de Gracián. Pero se frustró su presentimiento. Ni una palabra de cortés despedida tuvo para ella su ferviente adorador del día antes... Aun pretendió disculparle, imaginando que volvería pronto y no habría querido comprometerla con cartas ni avisos. Pero el nombre sonoro de la condesa de Manrique cayó sobre la débil disculpa como un sarcasmo cruel. Pasó toda la tarde en desesperada actitud, y, ya al anochecer, incapaz de resistir sola aquella silente meditación del crepúsculo, fuése de visita á la casona de Ensalmo. En la solana halló á María jugando con Lali y con Tristán como una nena; estaba hermosa y sonriente, con un aire juvenil, encantador. La figura amenazante de Eva avanzó sobre el grupo alegre como una sombra trágica, y su voz, impregnada de reproches ocultos, fué apagando las risas en silencio fatal.

XI

En la quinta de Las Palmeras sucedíanse las emociones más varias y curiosas, ocultas, en lo posible, bajo sonrientes hábitos de bailes, paseos y demás estivales holgorios.

Todas las caras, menos la del marqués, tenían puesto un antifaz deslumbrador.

El que usaba la marquesa solía rasgarse á menudo con un rebelde gesto de amargura, tan congojoso y desesperado, que movía á misericordia.

Desde que la ilustre familia llegó á la playa, parque, jardín y salones, tomaron en la quinta un continuo aspecto de fiesta. Veraneantes forasteros y familias visibles de la capital norteña se apresuraron á nutrir con brillante concurso la aristocrática mansión de los marqueses. Se extrañaba en aquellos regocijos la ausencia de Rafael, que, engolfado en su interminable dúo con Luisa Ramírez, deteníase apenas en los festejos familiares. La graciosa provinciana, que, con tan invencible poder atraía al marquesito, estaba siempre bella, con un encanto crepuscular, dulce como un recuerdo hermoso. Su risa seguía fluyendo, cantarina y saludable, á modo de arroyada bienechora. La afición que esta mujer inspiraba á Coronado, habíase convertido en un sentimiento profundo, lleno de dulcedumbre y simpatía; una mansa ternura algo filial, algo romántica y piadosa, que insensiblemente iba dignificando la existencia del mozo. Al influjo de aquel cariño noble, refrenadas las licencias de su juventud, llegó Rafael á pensar en los serenos placeres matrimoniales; pero iniciado vagamente este plan de boda, la familia de Coronado le opuso serias razones de apellidos, linajes y fortunas, íntimos problemas de suma importancia confiados todos á la descendencia del futuro marqués. Grave parecía el asunto, pero á Rafaelito le estimularon las dificultades, encendiendo con llama fuerte su propósito de consagrar marquesa á Luisa. Para hacerle desistir de aquel antojo, llegaron sus hermanas á asegurarle que Casilda Manrique, la diosa de la aristocracia madrileña, le prefería á todos sus adoradores—que eran muchos y escogidos—, pero él celebró su feliz suerte con una carcajada jocunda que le puso espantoso de feo.

—¿Casilda Manrique?—dijo con su voz cavernosa—¡muchas gracias!... Yo quiero una mujer para mí solo...

Como era tan hábil y tan bonita aquella celebrada condesa, las de Coronado se hicieron ilusiones de rendir á sus pies al marquesito, y lograron, con artes ingeniosas, llevarla á Las Palmeras una temporada. Todo eran halagos y funciones para detener allí á la beldad «de moda», una viuda tan verde y tan magnífica, que se había adueñado de los más finos homenajes de la dorada sociedad. No estaba el prestigio de la condesa muy lustroso, pero las máculas de su reputación no eran obstáculo para que los próceres herederos atisbasen sus millones, que, según se decía, disfrutaban de limpieza cabal.

La de Manrique aceptaba pleitesías y cumplidos con una omnipotencia soberana, y tenía pendiente de su elección amorosa á un lucidísimo rebaño de aristocráticos borregos. Pero, cuando mayor era el ansia de conocer la voluntad de la condesa, susurróse en crítica elegante de salones, que Casilda tenía un amor, ó cosa así, y que el favorecido por la suerte se llamaba Gracián Soberano.

En la noticia, que no era cierta, tuvo mucha parte la jactancia habilidosa de Gracián, á quien tentó la codicia de añadir un laurel á su mote de «irresistible», comprometiendo con alardes fementidos á la festejada señora; y cuando supo que la condesa había llegado á la playa, apresuróse á cumplimentar á los marqueses con una visita que se prolongó entre lances placenteros. Dejóse la de Manrique, con fácil travesura, obsequiar por Soberano, pero con pruebas palmarias de que deseaba marido mucho más que galanteador. Era caso curioso y sorprendente ver á la viudita aprovechar las pocas ocasiones en que Rafael se le acercaba, para enconfitarse con el hombrecillo encanijado, y dejar al buen mozo con un palmo de narices.

Gracián se ponía frenético á favor de su radiante careta, y las de Coronado se desesperaban viendo la risa con que Rafael iba á contarle á su madura novia aquellos éxitos, para que le sirvieran de solaz y de orgullo...

López, el impertérrito asentidor, el amigo complaciente y simple, soportaba con bendita conformidad la charla insulsa del marqués, contemplando á la marquesa con unos ojos pícaros y lánguidos, que á Benigno le hacían sonreir.

Y, de repente, como llovido del cielo, cayó en la playa Luis Galán, muy elegante, muy ufano, con los dientes blanquísimos... y con una cara de tonto, que no había más que pedirle. Pero ya dijo la marquesa en otra ocasión, que no era tonto, aunque lo parecía. Una insolente frescura fué lo que demostró presentándose en casa de Coronado «como si tal cosa» y con el decidido intento de hacerle la corte á Isabelita. Fué lo grave del caso que la muchacha se hacía un caramelo con Galán, y que don Agustín María Celada y Osorio acogió estos amores bajo su égida con tales entusiasmos, que la boda se daba por segura al poco tiempo...

Así cruzó el verano por la quinta, luminoso y florido. En el mar el rumor era un arrullo; en la ribera el viento una bendición; la luz en el celaje era una gracia ardiente y generosa.

XII

La calma del valle y su silencio llegaron á ser para Eva una tortura. Su corazón vacío no le daba compañía en la soledad, ni mansedumbre en la tristeza; estaba sola con sus pasiones, en la más horrible de las soledades. Obstinándose en la suposición de que todos la traicionaban, la poseyó el terror de ver su cuerpo abandonado de la belleza, ídolo material de aquella mujer, único goce que la dió su fruto de dulzura falaz, amargo al fin... Se contemplaba en el espejo horas seguidas, escrutando la euritmia de sus formas y de sus facciones, con ojos agresivos, rencorosa y zahareña recordando las frases crueles y proféticas con que Diego una noche la llamó «pobre criatura sin más tesoro que su carne mísera»... Aquellas palabras le parecían ahora una maldición que empezaba á cumplirse, y loca de miedo, desde el fondo turbio de su conciencia, diera ya por seguro que todo le era infiel, que todo huía entre sus manos débiles y ansiosas, á no alzarse la imagen de su hijo mirándola, mirándola con muda y triste reconvención... ¡Su hijo que la adoraba, que era todo de ella, carne suya, alma suya!... ¿quién la había llamado pobre?... Ceñuda y dominante, con un placer torvo sin sonrisas, buscaba al niño y estrechábale en un abrazo duro que á Tristán le hacía gemir:—¡Mamita, me haces daño!...—y temeroso, hurtábase á la ardiente caricia de la madre, para correr con Lali á sus juegos...

Una noche de aquellas de Septiembre, ya largas y aun apacibles, Eva se despertó á las altas horas, soñando que tenía arrugado el semblante, mortecinos los ojos y blancos los cabellos; dió una voz lastimera, y echóse de la cama despavorida á buscar el espejo en la oscuridad del dormitorio. Le halló con tino de sonámbula, y se quiso mirar en él sin luz, con una obcecación desesperante.

Desorbitados los ojos en la negrura del vacío, con un santiguamiento febril y supersticioso, clamó horrorizada:—¡Estoy ciega, Dios mío, estoy ciega!...

Temblorosas las manos, frías y torpes, buscaron encima de los ojos, y á gritos como una poseída, Eva imploraba:—¡Luz... luz... misericordia!...

Despertó el nene lleno de susto, y su acento llorante cayó en la penumbra de la estancia como plañido de recental:

—Mamá, tengo miedo; estamos á oscuras...

Fué una brisa de clemencia para la desolación de la madre aquel aviso. Con desatinado aceleramiento encendió una vela, y sin atender al asombro del chiquitín, fuése al cristal del tocador, que, indiferente al trágico ademán, la ofreció una imagen tan bella como pávida y dura. La llama de la bujía, envolviendo á la mujer en nimbo tembloroso, prestóle tal encanto en el espejo, que ya desensoñada, conmovida por el goce de hallarse siempre hermosa, Eva lanzó un prolongado suspiro de bienestar.

Medio desnuda, con la sérica mata de pelo desmandada sobre los hombros, blanca por la emoción, la tez morena, sonriente un minuto, la señora exclamó triunfante.—¡Aun tengo mi hermosura!...

—Mamá—lloraba el niño—¿por que hablas sola, y gritas y no duermes?

Vuelta á su lado la madre, serenóse para dormirle. Le besaba, y mentalmente decía: tengo también á mi hijo; aquí está, le tengo para siempre... Y al ceñirle entre sus brazos fuertes y desnudos le hacía lamentarse:

—¡Me lastimas!...

Aflojando la cadena amorosa, logró la madre que durmiese el niño, mas con un sueño leve y anheloso, sueño de pesadilla ó de enfermedad.

Contemplábale Eva con angustia; su orgullo maternal herido estaba sobre el cuerpo inocente de aquel ángel, siempre en lucha con el dolor, ¡pobre ángel triste, con las alas caídas hacia la tierra!...

Sólo en aquel estío, ya expirante, había disfrutado Tristanito un poco de salud. Y al pensar esto, el recuerdo de Lali, alegre y sana, acometía como un dardo al corazón de Eva.

El rosicler indeciso de las mejillas, era en Tristán como un sonrojo del que pintó las rosas en la cara de Lali; la voz del niño, un eco de la garla gentil con que la nena cantaba el goce sano de la vida...

Todo en Lali era alegre y placentero, y al verla junto á Tristán comalido y atónico, diríase que era el sol de los ojos de la niña quien le daba un piadoso calor para vivir, y que el soplo tenue de su existencia era un aroma de la salud de Lali... Nunca Eva como entonces deseó aquel hijo que dormía en sus brazos, lastimoso y yacente como el ángel de mármol de un sepulcro.

En el pecho endurecido de aquella madre, los ocultos senos de la ternura se dilataron con una ansiedad desgarradora; había temblado la mujer con el terror de que su belleza fuése de cierto carne mísera, fruto amargo y doloroso; y tembló también por la carne flaca del hijo, fruto deleznable de una mentira de amor...

Como si reanudase su reciente sueño con un epílogo fúnebre, vióse lanzada por devastados caminos, hermosa y desnuda, con un tesoro en los brazos. Anduvo, anduvo en la vastedad de aquel desierto sin orillas, y halló una cosa reverberante que la atraía; era un cristal ó un lago, una lámina tersa que reproducía las imágenes. Acercóse trémula á descubrirlo, y se vió en un espejo vieja y ceñuda, á la luz de una llama tembladora... Su preciado tesoro era un ángel de mármol, duro y frío... Estaba pobre, sola, cargada con su carne marchita y con su niño muerto...

Amaneció en las cumbres de la cordillera cántabra, y aun Eva sentía pesar sobre sus párpados la cerrazón espantosa de una noche sin fin.

XIII

Al palidecer el paisaje con una ligera marchitez de otoño, la casona de Ensalmo hallóse lejos, moralmente, de la casita de Eva; sólo el cariño de Tristán y Lali las enlazaba, tendido como un cable de socorro entre dos náufragos que agonizan.

María, encerrada en los dulces pesares de su amor, traspasaba apenas los linderos del parque ó del jardín; pero los nenes, siempre juntos como hermanitos bien hallados, eran entre las madres ocasión de algunas visitas y conversaciones, lo bastante para que la frágil amistad de las dos señoras no se rompiera por completo...

Un día, Lali dijo:

—¡Cómo tarda en volver mi papá!

Y se estremeció María con una sorpresa dolorosa, como si hubiese olvidado que Gracián estuviera en el mundo... Amedrentóse con la certidumbre de aquel retorno, y el yugo de su cautiverio la hirió con implacable castigo. La pobre esclava apetecía la libertad con unas ansias tan hondas y tan fuertes, que toda su existencia era un impulso errante, un vuelo roto... Del sopor de su vida despertaba para que la felicidad muriese entre sus manos; muchas veces, viéndola morir tan hermosa y risueña, estaba á punto María de perder la razón, y el arroyo de sus dolores, desatado y rugiente, desbordábase en llanura sin término.

La dama rubia y triste gustaba como nunca de la noche, que es novia del dolor. En su banco predilecto del jardín—en aquel de «la cita» inolvidable—, ó en su sillón de mimbres en la solana, abismábase en cavilaciones dolientes y dulces á la par. Tenían aquellas horas en el valle montañés un alarde raro de tristeza y de calma. El perfil altanero de las cumbres, recortado sobre apacible toldo celeste, daba un marco de encantadora irrealidad á la hondura de las hoces, toda envuelta en pálidos desfallecimientos de luna; un soplo tibio, como aliento del ábrego, mecía en el ambiente aromas bravos y penetrantes de hierba recién segada, y rezaban los bosques, lueñes y misteriosos, con lánguido rumor de brisa ó deshoja.

En aquel cuadro de meditación y de magia, la figura interesante de la enamorada yacía como en su propio lecho, en divino abandono; muchas veces, radiando en los azules ojos una santa luz de inmolación, susurraban los labios reverentes palabras de sacrificio y acatamiento, y una fugaz sonrisa renunciadora aplacía el bellísimo semblante. Mas, á poco, la hermosura de la mujer se humanizaba con resplandor ardiente de pasiones. Quedábase María escuchando con ansiedad los graves secretos del paisaje pensativo, y la aspirada fragancia del jardín la hacía estremecer; con el rostro oculto en sus cabellos y en sus lágrimas, musitaba entonces una súplica loca, sin que el pobre corazón implorante supiera por cuáles caminos había de llegar al cielo su amarga voz...

Durante sus deliquios amorosos solía ver la dama una silueta que erraba en el jardín como embriagada en el grato embeleso de la noche; maravillándose de tal descubrimiento observó, recelando del fantasma, y pudo descubrir que era Rosita aquella aparición triste y aventurera, desvelada entre las flores. Una de aquellas veces la doncella acertó á cruzar junto al escaño donde María trenzaba sus ensoñaciones en un completo olvido de la moza sonámbula. Alzóse de su asiento la señora viendo avanzar aquel perfil errante, y la muchacha lanzó un grito espantoso á la gentil figura de la dama, que imaginóse justiciera sombra. Con acento dolido, como una elegía, de hinojos murmuraba—¡Perdón, perdón!...

—¿Qué dices?... ¿perdón, de qué?

Y la albura del señoril ropaje se meció como nube serena sobre el abatimiento de la joven.

—¿En qué me has ofendido?—preguntó con asombro la señora. Y, dulcemente, le tendió sus manos, que en las manos morenas de Rosita semejaron dos lágrimas de luna.

—En todo, en todo—sollozó la moza, humillada y tremante.

—¿En todo?—repitió María con incrédula expresión—cuéntame, á ver...—Pero la muchacha, contemplando la apacible actitud de la señora, temió apenarla con el cruel secreto, y llena de rubores y de susto, balbució:

—Mañana se lo contaré á la señorita...

Y la besó las manos con ternura tan honda, que María, sintiendo la emoción de los instantes sublimes, puso los labios con benignidad sobre la frente de la doncella... Por diversos caminos del jardín se alejaron las dos hacia la casona, conmovidas y desconsoladas.

El rostro pálido y sobrenatural de la luna las estaba mirando desde el cielo con trágica sonrisa...

XIV

Al medio día cruzó con estrépito la carretera un automóvil, que giró por un camino vecinal entre las mieses, y se detuvo en la portalada orgullosa de la casa de Ensalmo. En el grave edificio hubo un revuelo de curiosidad, y la casita de Eva conmovióse también con la rápida trepidación de unas persianas. Rafaelito, disfrazado ventajosamente con el saco flotante y la carátula de automovilista, descendió del carruaje con una señora que, despojada de gasas, túnica y sombrero, resultó ser Benigna. Con alborozo y gritos asaltaron la casa los dos hermanos, pidiendo su cubierto en la mesa, y asegurando que llegaban con un hambre feroz, y que el heno en tendales de los campos les había dado una gana terrible de pacer...

Lali estaba muerta de risa, y María, recibiendo á sus primos, cariñosa, ordenó que la comida se sirviese pronto.

Expusieron los de Coronado con aceleramiento su propósito de llevarse á María y á Eva, aquella tarde, con los niños; venían por ellos decididamente; era menester sacar un poco á las dos señoras de aquel abismo de hoces y de torrentes, de campos agostizos y lánguidas arboledas... La playa estaba hermosa todavía; los nenes tenían que bañarse... Pero, ¿qué reclusión era aquélla? ¿Acaso un voto?... ¡Y los maridos por esos mundos!...

—Gracián divirtiéndose como un muchacho soltero—aseguró Benigna, sonriente y perversa.

Luego, insinuante, añadió:

—¿Por qué no has de venir tú con nosotros?

La cabeza rubia de la señora giró en dulce negativa; María, aquel año, se propuso no salir del valle hasta regresar á Madrid á fines de Octubre, ó algo después si el otoño se presentaba benigno... Agradecía mucho aquel empeño...

Y una firmeza singular se acentuaba en sus frases de gratitud, dejando á los solicitantes pocas esperanzas de éxito.

Siguió Benigna, sin embargo, obstinada en su convite, mientras los ojos de Rafael celebraron una fiesta de admiración sobre la dama; y en tanto que sirviesen la comida quisieron los de Coronado visitar á Eva. Por el lindero complaciente del jardín pasaron los tres á la casa vecina. Ya la de Villamor los aguardaba, adiestrándose en previsiones múltiples de aliño, indagaciones y disimulo. Estaba hermosa; satánicos los ojos, profundas las ojeras, y la tez más pálida que de costumbre. Agasajada por una invitación cordialísima, dejóse rogar, titubeando; pero al saber que María se quedaba en el valle, pareció decidida á consentir.

—Nada, nada, está resuelto—declaró Rafael—, usted y el niño se vienen con nosotros esta tarde; ahora es necesario que conquistemos á María para quedar victoriosos.

La rubia cabeza de querubín, en movimiento firme dijo otra vez—No... no...

Ardiendo en impaciencias, Eva quiso enterarse.

—¿Tienen ustedes muchos invitados?

—En nuestra casa—contestó Benigna—sólo quedan la de Manrique y su madre, Gracián, y la chica de Alfaro, íntima de Isabel; pero en los hoteles hay aún mucha gente de Madrid, y lo pasamos admirablemente.

—La condesa se marcha un día de estos—aventuró el acento profundo de Rafaelito. Y Benigna dirigiéndose á la de Ensalmo:—También Gracián—dijo—emprenderá desde Las Palmeras una excursión antes de venir á buscarte... ya sabrás...—Con discreta mesura, la voz musical de la esposa, que ignoraba los proyectos del infiel, repuso:

—Sí; ya sabía...—y un aire de sutil indiferencia envolvió estas palabras como en un tul vaporoso que flotó con misterio en la plática... Los ojos de María estaban parados en remota meditación, al borde de una mesa escritorio llena de papeles y libros. Aquella sala alegre, con balcones á la casona y al jardín, era la habitación preferida del poeta, su taller literario en otro tiempo; ¡tiempo distante, huído para siempre!

Las azules pupilas soñadoras tornáronse infantiles, de tan cándidas, al rimar los recuerdos de una adolescencia compartida fraternalmente con el hombre, amado ahora, en la desventura... Benigna y Eva discutían los inconvenientes de llevar al niño á la playa; resistíase de pronto la de Villamor, con nuevos escrúpulos, en aceptar la invitación para el nene, tan delicadito, tan mimoso... Era una fatiga salir con él fuera de casa...

—Pero le vendrán muy bien aquellos aires; quizá los baños... los de este mes son los mejores—anunciaba Benigna.

—No, no; es mucha molestia para ustedes.

—De ninguna manera...

Intervino María con prontitud:

—Déjamele á mí; con Lali estará muy contento.

Y el chiquillo, que se había deslizado en la visita y escuchado al lado de su madre, susurró:

—Sí; estaré muy contento.

Eva, inclinada á ceder, con jovial tono se querelló del nene:

—Yo voy á estar celosa de tu Lali... La quieres más que á mí...

Luego, irresoluta:—No sé que hacer—decía—, ¡le ha probado tan bien la aldea!

María insistió.

—Déjale...

Y Tristán, muy bajito:

—Sí... sí... me quedo con Lali.

—Dos ó tres días, si acaso—fué concediendo la mamá.

Todos quedaban satisfechos. En Las Palmeras el niño no hacía falta; sólo Eva para divertir á Gracián, ó María para contenerle, á ver si librando á Casilda de su asedio, arreciaba ella en las insinuaciones en torno á Rafael, y antes de partir la condesa dejaba comprometido con una declaración categórica al constante enamorado de Luisa Ramírez... Todo un plan de enredos y artificios, fraguándose en el ocio de la quinta...

Avisaron de la casona que la comida esperaba; y Eva se quedó con sus preparativos de viaje, inquieta, febril, dudando si sería una locura dejar á Tristán para correr á divertirse cerca de aquel hombre extraño y pérfido, que se burlaba de unas cuantas mujeres á la vez. Reteníala su orgullo, pero la empujaba una ardiente curiosidad de conocer á la de Manrique, y sentía un diabólico antojo de rivalizar con ella, de vencerla acaso, en aquel frívolo torneo de vanidades, que era el encanto de su vida... Al revolver su vestuario olvidó al niño; y destemplada, rabiosa, halló mezquinas todas las prendas de su ajuar, y tuvo la certidumbre de ser ella la criatura más desgraciada del mundo... Faldas, cuerpos, dijes y tocados, sufrieron tirones y sacudidas durante una hora cruel que pasó sobre Eva como un suplicio. Al cabo de perplejidades acerbas, quedó preparada una maletita con lo mejor que la vanidosa pudo elegir entre sus galas, y después de dar algunas órdenes á la sirviente única de la familia, y escribir una breve esquela á su marido, Eva en traje de excursión, bella siempre, presentóse en la casa de Ensalmo.

Ya Benigna se impacientaba por el regreso; no así el marquesito, á quien la tarde se le hizo un soplo en compañía de la dama rubia.

Tristán y Lali celebraban con júbilo inocente el goce de vivir juntos bajo un mismo techo, y María quedó libre, por fin, de la tenaz invitación de sus primos, porque Rafael interrumpió de pronto una nueva consulta de su hermana, diciéndole:

—No porfíes más; hace bien María en quedarse en el valle—y miraba con raro enternecimiento los ojos azules, que también le miraron agradecidos.

Llegó la hora de la marcha, y todos juntos salieron á buscar el automóvil que esperaba rodeado de chicuelos pasmados y curiosos.

La de Villamor despidióse muy azorada de María; hubiera querido estar amable con ella, agradecerle con acento cordial el hospedaje que brindaba al nene, pero sentía rubor de su conducta, remordimientos de aquel viaje furtivo. Al besar á Tristán tembló un instante con intensa inquietud; mas el pequeño, gozoso y animado, le devolvió los besos sin aflicción ninguna, y la madre sintióse ya calmada.

—Vamos sin que anochezca—rogó Benigna, mirando con asustados ojos hacia el triste camino de Reinosa—. Por allí—añadió señalándole—deben llegar los trasgos, y los lobos y los ladrones... ¡Qué sé yo cuántas cosas horribles!... El Besaya parece que está loco, con los gritos que da... Yo me moría, si tuviera que estar un mes en este valle.

Y volviéndose hacia su prima, que estaba sonriendo, preguntaba:

—¿No te da mucho terror cuando llega la noche?

—Al contrario, me alegro...

Resonó con trágico placer la respuesta valiente, y Rafaelito, al oído de la dama murmuró:

—¡Quien pudiera acompañarte en esta soledad toda la vida!...

Acomodados en el raudo tren: Adiós, adiós...—dijeron—Hasta muy pronto—añadió la voz de Eva extinguiéndose en la distancia. Partieron, trepidantes y veloces, carretera abajo, y fueron á perderse en un recodo violento del camino...

Los nenes corrieron hacia casa, de la mano, y quedóse María en el dintel de la portalada, sola y muda, de relieve en la piedra, como el ángel tenante de un escudo. Los ojos de la hermosa subieron á la cumbre de los montes arropados de niebla, y desde allí á los cielos en busca de algún signo de esperanza; pero estaban cerrados los confines con pálidas cortinas, y ni luces, ni rumbos, ni señales de una consolación halló la triste.

XV

«Me voy á Las Palmeras, con Benigna y Rafael, que vienen á buscarme. El nene queda al cuidado de Doña Cándida y de María; está muy bueno y contentísimo con Lali.»

Así leyó Diego en unos lacónicos renglones, patrón de extraña correspondencia; no se asombró gran cosa de la audacia de su mujer, y aunque ella colocase en segundo término á María como guardadora de Tristán, aquel detalle de imaginar al hijo cobijado por la bien amada, causóle viva emoción.

Un periódico, muy pretencioso y algo cursi, publicado en la playa con el título de Revista Veraniega, le había dicho á Villamor, á su tiempo, que Gracián estaba en la quinta de los marqueses; y en las almibaradas crónicas de aquella misma publicación, leía el poeta á menudo el nombre sonoro de Soberano. Luego María estaba sola con los niños, sola con sus pesares y su mansedumbre. ¿Pensaría mucho en él?... ¿Le olvidaría?... Si olvidarle fuése ventura para ella, Diego con heroico afán hubiera deseado aquel olvido. Pero no; vivir era amar; María no dejaba de amarle, porque despertó con él á una vida intensa de sentimiento... Mas, ¿acaso un amor sin esperanza no es una muerte cruel?... Amarse de aquel modo ¿no valía tanto como despertar al borde de la tumba?... Y la vida era un don amable, el supremo don que tenemos derecho á defender; por ella son lícitas todas las batallas y buenos todos los caminos...

Diego, pensando así en sus terribles horas de infortunio, rebelábase con dementes razones, contra el dolor sublime de la amada. Sentía una lástima desgarradora de ella, una ternura llena de caridad, una misericordia infinita. Quisiera abrirse el corazón para meterla en él, para abrigarla en él, para tenerla siempre consigo, amparada, defendida por el recio muro de su carne, por el torrente impetuoso de sus venas, como un niño en el seno maternal. Gozaba y padecía en pocos minutos mil torturas y placeres, lanzado todo su sér en locas vueltas de la imaginación. Embebido en sus ansias, percibía de la adorada voz el metal dulcísimo, y olvidaba cuanto le hacía temer y sufrir, para soñar que habían vuelto á nacer los dos amantes, el uno para el otro, y que iban juntos por la vida, muy cerca los ojos y los corazones...; y hasta en la calle, entre el bullicio de la gente, María se acercaba á Diego, en ilusión, hermosa y enamorada, como un divino milagro.

Poco después, la ansiedad y la impaciencia devoraban al soñador; tendía las manos en la sombra, y la dicha se le escapaba, hallando sólo el vacío, el vacío de una eterna caída irremediable... De pronto renacía á una inefable confianza, creyendo firmemente que un amor conquistado á fuerza de dolor tenía que florecer en rosas de felicidad, con la más santa de las justicias. Una lógica de enamorado le llevó á admitir la idea de que las almas superiores tienen el derecho y el placer de redimirse con valentía de todos los dominios extraños, juzgando en el tribunal sumo de las conciencias sus propios sentimientos, y hurtando el cuello, hasta por dignidad, al fallo de una sentencia injusta... Sobre la vida y la hacienda—pensaba el artista—han podido pesar la voluntad de un hombre ó el mandato de una ley; pero sobre las almas, ni antes, ni ahora, ni nunca, ¿quién sino Dios puede mandar? El amor tiene también sus fueros, y cuando es de calidad altísima y no está manchado con impurezas, se levanta sobre todos los códigos y todas las prohibiciones...

De una en otra concesión hecha á sí mismo, fué Diego adentrándose en su conciencia por rutas peligrosas, con menoscabo de firmes leyes de moralidad y de sanas costumbres sociales; y entre las encendidas llamas del amor divino, aparecieron también las ascuas rojas del amor humano, por una natural evolución. A la par del caballero y del poeta, el hombre, estremecido por las sordas voces de la vida, sediento de la amada, quería beber llena la copa del deleite; reclamaba su derecho á vivir en el goce pleno del amor, sin escrúpulos, sin reservas, afrontándolo todo, venciéndolo todo, hasta sentir la felicidad en su corazón convertida en esclava... ¡Pero el pobre corazón ambicioso le dolía de tanto querer y esperar!

En medio de estas crisis del sentimiento y la naturaleza, de estas luchas entre el instinto y el ideal, llegó á manos de Villamor una carta con sobre de María, algo temblona la letra, algo asustado el nombre del artista, escrito con menudos caracteres. Un pliego de líneas ondulantes señaladas por una escritura difícil, decía: «Papaíto: te quiero mucho; hazme unos versos y cómprame un caballo. Todos los días rezo por ti con Lali y su mamá, y para que veas que no te olvido te mando esta carta llena de caricias... Tristán.»

Piadosos renglones para Diego los que trazó la mano de María con la mano del nene. Eran símbolo y prenda de un recuerdo delicado y bendito, y abismábase el alma de aquel hombre en infinita gratitud hacia la autora de tan dulce milagro. El inocente corazón de Tristán, al impulso de una santa influencia, volaba hacia el padre sin ventura á quien hurtaron el amor del hijo, y las letras deformes y nerviosas que traían el regalo, pareciéronle á Diego una imagen viva y trémula del amor de la ausente.

XVI

Se remeció la linde de los huertos, y una sombra erguida y lenta, avanzando en el césped, tendióse á los pies de María, bajo el mando impalpable de la luna. Punzó el silencio un grito borbotante en los labios de la dama:

—¡Tú... tú!...

—Yo...; no tiembles ni me culpes—dijo el acento férvido y opaco de Villamor.

—Pero, ¿á qué vienes?... ¿por qué vienes, Diego?

—Porque es razón que venga; porque es justo... Porque estás sola y triste, en bárbaro abandono de tristeza... Y vengo á consolarte... y á quererte.

—Llegas como un ladrón; de noche, de improviso, rompiendo tus propósitos y mi serenidad... Me has asustado mucho.

Y la voz se apagó rendida y dulce, temblando en el sosiego del paisaje. La indulgente caricia del acento perdonó la osadía del poeta, que vencedor y ufano dijo:

—El amor es amigo de la noche, y llega así, callado, cuando menos se espera...

—¡Así llegan también las tentaciones!...—lamentaba la voz acariciante; y ardiente la otra voz, cantó su triunfo:

—Nada vengo á robar, porque me has dado lo mejor que tenías: el alma. Y porque es mía la quiero recibir de tus labios como una comunión.

—Ya vuelves á estar loco—murmuraba María ahogando sus reproches en un ritmo de pena—; ya olvidas nuestro pacto y la tranquilidad que me ofreciste.

—Algo loco estaré, ya que pretendo arrancarle á la vida, por fuerza si es preciso, toda la felicidad que nos esconde... Díme tú que me ayudarás; díme que me quieres sobre todas las cosas y que quieres ser mía en cuerpo y alma; díme que estás divinamente loca, como yo lo estoy, y que nada te asusta ni te detiene...

—Cállate por piedad... Tengo miedo... Un miedo horrible...

—¿De la dicha?

—De ti, que ya no sabes ser mi hermano.

—Yo sé adorarte con la sublime insensatez de la pasión que sólo atiende á sí mismo, sin importarle nada lo demás. Yo te adoro divina y humanamente, con cuanto hay en ti de espíritu eterno y de humana desventura, y quiero compartir contigo el mayor tesoro del mundo, que es el amor; nada vale tanto, nada merece tanto la pena de vivir. Merced á su admirable poder, le arrancaremos á la vida sus mejores frutos, y en nuestro paso por la tierra dejaremos una huella de poesía y de pasión que mañana encenderá otros corazones...

—¿Para que despierten y mueran?—interrumpió María con duelo.

—No; para que en ellos vivamos como en los nuestros vive la sagrada lumbre de los amantes de otros siglos... Es la antorcha eterna que, como en los juegos clásicos, pasa de corazón en corazón sin apagarse nunca... Cuando se acabe el mundo, yo imagino que sobre el planeta muerto esa antorcha arderá todavía como el símbolo de un amor inmortal...

—Y después de este mundo, allá en el otro, ¿que cuenta le daremos á Dios de estos amores?

—Él unió nuestras almas aquí abajo...

—¿Las almas?... Tal vez sí—balbució la mujer con zozobra infinita—. Pero las almas únicamente... Que hablemos de esta manera á favor de la noche, es una cosa mala... es un peligro...

Pero Diego razonaba á su modo.

—¿Por qué ha de ser malo que estemos juntos queriéndonos mucho y habiendo sufrido mucho también?... Lo malo es no quererse, es llevar el odio en el alma, causar la infelicidad de una criatura buena, ser ocasión de infortunio y de lágrimas, valerse del implacable rigor de un sacramento ó de la dureza de una ley para atormentar á los que tienen hambre y sed de amor y de justicia...

La fascinante voz sugestionaba el ánimo suspenso de María. Iba quedando en sombras aquel espíritu, y con afán de luz saltó á los ojos azules, todo entero, y fué á posarse en un retazo de luna caído al césped desde un jirón de las nubes. Un blando soplo llegó de la arboleda, acariciando un momento la agonía de las rosas, y en el fondo sombrío del jardín, acompasada como un corazón, latía una fuente.

Diego, enardecido y febril, lanzaba su copiosa elocuencia en el silencio, á la luz de los ojos pensadores impregnados de luna.

—¿Quién puede pensar que somos malos—dijo—porque nos queremos?... De estos pecados toda la naturaleza es responsable. Habría que ir destruyendo y aniquilando todos los gérmenes de la vida, desde la semilla de las flores hasta el corazón nuestro, para castigar los delitos del amor... ¿Qué culpa tenemos nosotros, pobres seres dolientes y apasionados, de que el mundo haya sido hecho de esta manera?... ¿Es que nos vamos á arrancar el corazón, lo único verdadero que hay en nosotros?... ¡Qué ridículas deben parecer desde «allá arriba» todas las preocupaciones humanas, las leyes, las conveniencias, los disimulos, las hipocresías, todas estas prohibiciones con que se pretende sujetar todos los fueros del amor!...

Cielo y luna en los ojos de María escuchaban cautivos; un robledal oscuro, con música de fronda suspirante, charlaba con el río en coloquio feliz, y la noche, perfumada y serena, seguía caminando por el valle.

Con indómito afán se acercó Diego á la oyente pensativa, y rogó:

—No me esquives tu corazón... Díme lo que meditas, lo que sufres...

Ella, condesciendo, le contaba:

—Pienso que te extravían los pesares, que todo lo que dices es dañoso... El valor de la felicidad está en que jamás puede ser poseída; si la estrecháramos en nuestros brazos como á una criatura, perdería su divino perfume... La felicidad, como la belleza, como todas las altas y graves cosas inmateriales, rechaza toda posesión, todo contacto...; es un aroma, una luz, una brisa que pasa...; la sentimos, la gozamos tal vez... ¡pero no la poseemos! Si de ella sabe algo nuestra vida, será á condición de que respetes el juramento que nos separa.

—Yo haré lo que tú mandes—dijo Diego alcanzado de angustia punzadora—; prometí obedecerte y sé cumplirlo; pero así castigamos nuestro amor con sutilezas crueles, asustándole con fantasmas invencibles... Somos unos pobres ilusos, y, en vez de amarnos con todo nuestro corazón, nos fatigamos estérilmente en un torneo de razones locas, cuando la razón suprema que nos ampara es el amor mismo... ¡Y no se vive más que una vez!...

Con exaltado acento de tortura le replicó María:

—Una vez... en la tierra... El sacrificio tiene también sus goces y hermosuras...

—Pero cuando es estéril, lleva forma de orgullo, y á veces de crueldad. Esta mansedumbre pasiva no tendrá la grandeza que tú supones... Mi amor te ofrece otra clase de sacrificio, activo, fecundo, lleno de misericordia y de consuelos, mucho más noble y hermoso que todos los tormentos inútiles y solitarios de tu abandonado corazón.

—¡Inútiles mis tormentos!—gimió la valerosa, amargamente.

—Los tuyos y los míos... Aceptamos el hierro de la esclavitud á placer de nuestros verdugos... ¿Lo harían ellos por nosotros así?

—Ellos... ellos...—murmuró dolorida la voz mansa. Y después con transporte en que temblaron dos amores rivales.—Por ti—dijo—pudiera olvidar lo que soy, sacrificar mi honor... si fuése mío...

Y Diego, ronco, huraño, terminó:

—¡Pero es de él!

—¡No!... es de ella... de mi hija.

—¡Ah!... sí... ¡Lali!—balbuciente clamó el poeta, con respeto humilde.

Y tan absorto se quedó en su desventura, que la mujer, con suma piedad santa, fué á decirle muy bajo:

—Ni tú ni yo somos dos amantes ciegos; nuestro amor no está hecho de pasión ni de instinto, es el dulce fruto del sentimiento y del dolor; no le amarguemos con la culpa... dejémosle vivir muriendo, como un atisbo de la suprema felicidad que por él se nos dará algún día.

—¿Cuándo?—sollozó el hombre, hambriento de aquella promesa, impaciente y quejoso como un niño.

Ella, con el poema de sus lágrimas, fué tejiendo una esperanza remota.

—Pronto—dijo—, allá donde todo es posible y todo es bueno; cuando la carne se hace polvo en la tierra.

Y él, la miraba en éxtasis de inefable ternura, asegurando:

—A mí tu cuerpo me parece hecho todo con alma...

Apretó en sus manos fuertes las manos de María, húmedas por el llanto, blancas y temblorosas como jazmines que la lluvia doblase. Pero ella, desprendióse con terror de la caricia pura, y lloraba:

—Pues á mí nuestras almas... me parecen de carne...

Luego, imploradora, trémula, suplicó:

—Vete... vete... Hasta mañana.

Obedeció él, sumiso, y como un eco repitió con pavura:

—Hasta mañana...

Bajo el cendal bendito de la luna sollozaba María, desgarrándose en triunfo doloroso, y la figura gentil de Rosita se alzó en un escondite por detrás de la señora. Deslizábase la doncella hacia la casa con un susto inaudito en el semblante, y en el alma un fervor y un asombro que la hacían pisar con leve paso sin rozar casi el suelo.

Se remeció otra vez la linde del jardín; la sombra del poeta, huyendo entre macizos, se tendía en las flores del otoño... Estaba la noche como adormecida de placer, y se agitó el paisaje con un escalofrío de pasión.

XVII

¿Cuántos días? ¿uno? ¿mil?... ¿La vida toda?... ¿Un minuto?... La sublime demencia del amor inmovilizó el tiempo en el valle, para los enamorados inertes en su idilio, todo niebla y dulzura, todo inseguridad y dolor. ¡Era un correr entre sombras y resplandores, un vagar por los cielos y la tierra, un delirio tan puro y tan humano!...

A nadie le extrañó que Diego se hubiese aparecido en su casita, ni que se encerrase á escribir tenazmente, ó á pasear á lo largo de la estancia horas enteras, sin dejar su retiro más que para hacer la diaria visita á la señora del palacio.

La zafia sirviente del poeta contó que el señorito había llegado en el tren de la noche, sin preguntar por la señora ni por el nene, porque sabría, sin duda, que no estaban en casa... Contó que apenas comía el caballero, que hablaba solo y que le daba gran tarea á la pluma.

Para Tristán fué una sorpresa alegre la de ver á su padre una mañana en el balcón, gozando con el asombro de los dos amiguitos, que corrieron á abrazarle.

Con el franco egoísmo de la infancia, el niño dijo al hombre:

—¿Me traes un caballo?

—No pude... Estaban las tiendas cerradas cuando vine...

—¿Y los versos?

—¡Ah! sí, traigo muchos, para ti y para Lali.

—Versos—dijo la niña charlatana—son unos regloncitos chiquitines que «caen» bien unos con otros... Son cantares.

—Sí—repitió Tristán con maravilla—; son cantares, y valen el dinero... lo ha dicho tu mamá.

Villamor escuchaba embelesado el gracioso palique de los nenes, y un tierno gozo le inundaba, viéndolos tan unidos en la gloria envidiable de la inocencia.

Sin el ropaje de los disimulos siguió Tristán diciendo sus antojos:

—Papaíto; yo no quiero quedarme en esta casa; vente tú al palacio también, porque mamá se ha ido no sé á dónde...

—Donde está mi papá—saltó la niña resolviendo el problema fácilmente.

Diego endulzó una sonrisa muy amarga besando á los pequeños, y les dijo que él se estaría solo y ellos juntos con la mamá de Lali; que le irían á ver los dos á cada rato, y que todas las tardes les llevaría á paseo y les haría una visita.

Se quedaron conformes los chiquillos, y cumplieron por su parte el programa de tal modo, que á cada media hora gritaban á la puerta del despacho: Abre, que una mariposa se nos muere; á ver si tú la curas... Que nos cuentes un cuento... Que nos hagas un cantar... Mira, traemos flores...

Algunas veces encontraban al artista con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Lloras?—le dijo Lali en una ocasión.

Y Tristán, conmovido, saltó á los brazos de su padre, murmurando:

—No llores, que ya te quiero mucho.

—¿Y antes no?—preguntó Villamor entre caricias.

—Antes... poco.

—¿Desde cuando me quieres?

Encarnado y confuso balbuceó el niño con elocuente verdad:

—Desde que la madre de «ésta» me ha dicho que eras bueno...

Lali, absorta, miraba aquella escena con sus pupilas de oro dilatadas en una compasión profunda. Le daba mucha lástima aquel señor tan triste, que la besaba siempre en los ojos con unos besos cálidos y dulces, largos, largos... suavísimos. Y el poeta, prendado de la niña, gozaba sobrehumanas emociones cada vez que la luz de aquellos ojos entraba en su conciencia, refrigerante y pura, como el sol de los cielos...

Acosado por un tropel de ideas inefables y ardientes, Villamor quería condensarlas en renglones felices, en estrofas de gallardía inmortal, centella de perenne fuego eternizado en el arte con romántica lumbre de pasión. Quiso poner su alma, deshecha en tempestad, bajo la pluma, y estrujarla encima del papel, y dejarla en un canto á María ardiendo para siempre con llamas de gloria inextinguible en el amor infinito. En sus horas de emoción solitaria, le parecía que todo el universo vibrase dentro de él, y se quedaba en éxtasis, sin hallar más digna elocuencia que la del llanto; sus nervios, como el cordaje de una lira inmensa, se estremecían temblorosos, y las sensaciones le envolvían en olas de luz, de música y de color. Mas en aquellos instantes de plenitud vital y estética, no lograba arrancar al corazón sus secretos mejores; torpe la pluma, remisa la palabra, encarcelados los pensamientos en la exaltación sentimental, caía el poeta en frenesíes morales, en accesos de tristeza y de lágrimas, que le llevaron al dintel de la locura. Entre sus montones de cuartillas rotas en aquel tiempo, sólo alguna por azar quedó en olvido, menospreciada por la desesperación del hombre artista, que no acertó á verter en ellas el aroma de su alma.

XVIII

Arbolada como el mar estaba la quinta; parecía que la borrasca de las olas alcanzase al salón, á la terraza, al jardín ya marchito y al parque derrotado por el otoño. Bajo la rasgadura de la fronda, paseábase Rafael nervioso y ceñudo, pisando con cruel complacencia la crujiente hojarasca. El marqués buscaba inútilmente á su hijo por los aposentos de la quinta.

—¡Rafael... Rafaelito!—iba diciendo—¿En dónde estás, muchacho?... Todo se arreglará, no te disgustes. Estas son nubecillas familiares, caprichos de mujeres...

Abría don Agustín las puertas, atravesaba las estancias, y su acento, sonoro y reposado, se apagaba entre muebles y cortinas, tapices y molduras. Al final de su inútil excursión, una vidriera del piso bajo le permitió ver, peregrina en el parque, la ruin catadura de su hijo. Fuése el prócer hacia su heredero con prontitud conciliadora y grata, y en paternales tonos, un poco altisonantes y campanudos, le habló de transigir con sus deseos de matrimonio; él había hecho las veces, en obsequio suyo, cerca de las señoras, encaprichadas contra Luisa Ramírez... Las bodas por amor, eran siempre un asunto poético y hermoso, digno de simpatía; por eso, como padre y como romántico, apadrinaba don Agustín los ideales amores de Isabel y Galán...

Nada, nada: dos casamientos «altruístas», dos alardes de aristocrática insurrección contra los convencionalismos de alcurnias y talegas, ¡y á ser felices por muchos años!... No olvidaba el marqués aquel adagio de «casa á tu hija como pudieres y á tu hijo como quisieres»; pero él también se casó sin más estímulo que el de una pasión desinteresada, y su felicidad conyugal era un ejemplo elocuente de cuántos premios reciben en el mundo el puro amor y los nobles sentires.

Extendióse Coronado en otras consideraciones sentimentales, y su discurso, cómico-lírico, tuvo el don de plegar con difícil sonrisa el gesto bravo de Rafael. El padre fué diciendo que Isabelita, como enamorada, habíase puesto de parte del hermano, en defensa de su boda con Luisa; y que, siendo ya dos en apoyarle contra el parecer de Benigna y la marquesa, iban ellas cediendo en su oposición, y ya querían paces francas y prontas con el predilecto...

Todo se arreglaría; las señoras, ya avanzado el otoño y desapacible la playa, volverían á Madrid inmediatamente, y él se quedaba acompañando al novio en un hotel de la ciudad para prevenir con solícito interés todos los menesteres de la boda, á la cual, en el día señalado, vendrían la marquesa y las niñas; luego, todos asistirían cordialmente á los desposorios de Isabel, en la corte...

Para que no viajaran solitas las señoras, López, «el buen López», el amigo constante y bondadoso, se prestaba con gusto á acompañarlas; quedaríase con ellas unos días, hasta la fecha de la boda, y en ambos viajes les sería muy útil su compañía... ¿Eh?... ¿Qué tal?...—interrogaba don Agustín muy satisfecho, en triunfo de proyectos y soluciones. Rafaelito mordíase los labios, entre compadecido y burlón, y el marqués se le llevó del brazo hacia la casa, donde fué recibido el heredero con caricias de la mamá y mimos de las niñas... De Isabel sobre todo, que, hacía un rato, oyera del furor de Rafael una amenaza:

—Si tú sigues conspirando contra mi casamiento, yo desbarato el tuyo en diez minutos... Hablaré á papá de tal modo, que, por cándido y ciego que sea, se opondrá á que te cases con ese...

—Comprendido—interrumpió la avisada señorita; suprime los epítetos, hermano, y cuenta con mi apoyo... y tranquilízate; nos casaremos los dos muy pronto... ¡Ya lo creo!...

Isabel y Benigna conferenciaron después de la amenaza de Rafael; luego, las dos, se encerraron con su madre en una discusión agria y triste, y, por fin, la marquesa, llamando á su esposo á un coloquio trascendental, le despidió al instante hecho una malva, ufano en su papel conciliador en busca del terco Rafaelito, que impusiera ya definitivamente su resolución de casarse con Luisa Ramírez sin tardar más de un mes...

Aplacada aquella tormenta familiar, muda la casa en crisis de descanso, todos los gritos que se oían eran del viento y de las olas, y del ropaje roto de los árboles.

Pero en la terraza de la quinta estallaba otra tempestad, asomándose á los ojos profundos de una mujer. Ascuas y tinieblas, relámpagos y huracanes, pasaban por aquellos endrinos ojos que miraban desafiadores la intumescencia del mar en su pujante bravura. Olas más crueles que aquellas del Cantábrico furioso, se deshacían verberantes en el corazón de Eva.

La curiosidad aciaga, y el despecho que la empujaron hacia la quinta, en castigo implacable se tornaron, porque Gracián, engreído como nunca en vanaglorias del rendimiento de ella, la utilizó como estímulo para lograr á la condesita, y cuando la de Manrique se marchó á Vichy, segura de no encontrar marido en Las Palmeras, él quiso hacer una pública ostentación de la supuesta conquista, acompañándola en el viaje, olvidado de cuanto no fuése aquel empeño altivo en afirmar su fortuna de tenorio. Con la humillante ofensa de Gracián coincidió para Eva una carta de María, dando buenas noticias de la salud del niño y añadiendo que, «aunque estaba allí Villamor, ella tenía mucho gusto en retener al nene á su lado». Aquel regreso, sin aviso ni explicación, fué para Eva un asombro más en la extraña conducta que á Diego atribuía. Por primera vez se le ocurrió que su marido, despreciándola en realidad, se había marchado en un momento de hastío, y regresaba á disfrutar del valle aprovechando la ausencia de la menospreciada... Era cierto, entonces, que ya ella no inspirase cariño ni admiración, que ya no tuviese poder sobre alma ninguna...; que el abandono y la soledad la ponían sitio con incansable ardid... De nuevo padeció el terror de la llanura solitaria, el indómito espanto del desierto sin orillas, sendas tortuosas y estériles donde la fatalidad la empujaba, sola y pobre, sin juventud y sin belleza, sin poder asirse ni á su propio corazón, que, callado y cobarde, parecía muerto... El pálido rostro de Tristanito cruzó por su memoria vivamente, como estrella fugaz en noche oscura. Al recuerdo del nene, irguióse Eva con indomable orgullo, poniendo enfrente de su gesto bravo la imagen dulce y bella de una niña.

—Me le quieren quitar—rugió sañuda—; es Lali que le lleva á su casa, que le tiene hechizado y me le roba... ¡la quiere más que á mí!... Un maretazo fiero de pasiones agitó á la mujer atormentada por su propia ruindad. Contemplando al Cantábrico en borrasca, á las flores en derrota, y aislada su existencia, sin consuelo ni rumbo, llegó á pensar, obsesa en sus espantos, que Tristán, su único tesoro, padecía un secuestro maléfico en poder de un hada diminuta con los ojos de sol, las mejillas de rosas, y la risa arpada; una hechicera, de nombre Lali, carne de la mujer feliz á quien todos los halagos del mundo le pintaron un cielo en los ojos de ardiente azul...

Eva quiso volver al valle inmediatamente. Habiendo prolongado su estancia en Las Palmeras muchos más días de lo que se propuso, parecía demasiado significativo su deseo de marchar tan pronto como Gracián lo hiciese; pero la llegada de su esposo la sirvió de justificante en la repentina determinación. Nadie la detuvo, porque la vuelta á Madrid revolvía ya la casa de los marqueses en ajetreo formidable. En aquel regocijo entraba López, frotándose las manos y mascullando el glorioso «perfectamente» que hizo época en las crónicas galantes de la playa...

Prendido en las pálidas nieblas de la costa, el Cantábrico, en furia, se despedía á grandes voces de aquella caravana de viajeros. Gritos, sollozos, ventadas, salivazos, una acusanza dura y arrogante mandaba á la ribera la tempestad marina... No de otra suerte, en salmos inmortales, nos cuenta el Evangelio que al pueblo escandaloso:—Avergüénzate, ¡oh Sidón!—le dijo el mar...

XIX

Tristanito tenía mucha fiebre y una gran cobardía en la mirada. Hubiérase dicho que no quería abrir los ojos á la luz, desde la hora en que oyó á sus padres hablarse con palabras durísimas y crueles, lo mismo que en Madrid hacía tiempo, igual que en otras ocasiones inolvidables para el niño... Fué en la tarde que Eva llegó; fué en aquella salita blanca y alegre donde Diego escribía y paseaba, donde Tristán y Lali trenzaron juncos y margaritas para fabricar coronas, alzando con su charla infantil castillos maravillosos, bajo la acariciante mirada del poeta...

El niño entre los dos, Eva iracunda apostrofaba á Diego, como si ella no fuése la culpable de la distancia de sus corazones, del secreto divorcio de sus vidas.

Con déspota altivez, pedíale razón de sus desdenes, noticia de sus planes y cuenta de sus horas. Decíase abandonada y ofendida, y no daba tregua á los reproches ni respiro al discurso acusador.

En casos parecidos corría el nene á calmar á su madre con caricias, guardando para ella todos sus compasivos sentimientos; pero esta vez se refugió con susto en los brazos del artista, y con dulce piedad le consolaba en frases rotas de inocente pena. En el colmo del furor, la madre entonces, quiso arrancarle á Diego el hijo; mas el nene se aferraba á los brazos varoniles, y el padre defendía su tesoro. Porfiaron un instante con brutal insensatez, y el hombre, al cabo, temiendo lastimarle, soltó al niño.

Habló Diego de partir en seguida á lejanas tierras para nunca tornar; habló de la desgarradura de su alma dejando al hijo suyo en manos que atizasen odios horrendos contra el padre ausente... Tristán oía con mudo estupor los augurios amargos del poeta; le miraba anheloso, y, preso entre los brazos de su madre, no se atrevía ni siquiera á llorar.

Poco después temblaba como una hoja, sacudida por fatales soplos; los párpados caídos en cansancio de terror ó de lágrimas.

A la mañana siguiente avisaron al médico de la villa, que llegó, caballero en escuálido potro, á visitar al niño.

Examinóle con atenta bondad, moviendo lentamente la cabeza. Averiguó si la criatura era de genio triste, si estuvo siempre débil como entonces, si había tenido alguna emoción fuerte.

Con sus dedos suaves y piadosos, levantóle los párpados, tenaces en su pliegue fatídico. Encedió una cerilla, y se la paseó delante de los ojos, engañándole: Mira que preciosa luz... Mira otra vez... Más, un poco más...—Giraron débilmente las pupilas veladas; el médico descubrió el inmóvil cuerpecillo, y en el vientre le hizo una raya con la yema del dedo, observando con el mayor interés aquel signo de experiencia. Dispuso un plan de alimentación, y un gran cuidado en anotar, cada dos horas, las curvas de la fiebre. Recetó hielo para la cabeza, en aplicaciones continuas, y con acento reservado, dijo: Volveré á la noche...

A Diego, que ansioso le interrogaba, acompañándole hasta el portal, le confesó pesimista: Temo una meningitis; el temperamento del niño y los síntomas que presenta no me ofrecen mucha confianza... Pero puede ser un amago únicamente.

—¿Si fuera meningitis?—preguntó el padre aterrado.

—Si lo fuera... un milagro tal vez le salvaría.

Se estrecharon la mano los dos hombres, en un silencio grave y aflictivo, y el médico se alejó muy despacio en su potro consunto y valiente, de heroica traza.

Al volver Villamor al aposento de Tristán, Eva miróle interrogante, y en la pavidez de su esposo leyó el temible diagnóstico. Poseída de una zozobra inmensa, acobardó los ojos en el suelo, y con la voz tan blanda como nunca, balbució:

—Voy á prevenir todo lo necesario...

Quedóse el padre al lado de la cama donde el ángel amado padecía, y la mujer huyó ciega de ansiedad, pareciéndole insufrible la idea de volver cerca del niño á contemplarle inerte y estuoso, con los ojos cerrados como un muerto y la amenaza inexorable encima de la frente pura... Dió vueltas como loca por la casa; quiso en vano llorar, buscando una oración inútilmente. Llegó al despacho, y halló sobre el sofá juncos lacios y flores praderosas, muertas aquella noche en las redes de una coronita humilde. El hallazgo causóle un miedo supersticioso; floja y vacilante, se fué á sentar al lado de la mesa, y con las manos impacientes y frías se puso á revolver en los papeles y á escudriñar los libros. Entre pliegos en blanco, tropezaron sus ojos unos versos, sin principio ni fin, rimas truncadas. Y leyó con asombro de locura este hilván de renglones:

Mi destino eres tú. Yo te quería desde antes de nacer; yo te soñaba desde el remoto cielo donde moran, sin cuerpo todavía, nuestras almas. Fueron tus ojos candelitas de oro sobre los horizontes de mi infancia; fueron tu besos los primeros besos que soñando sentí. Yo te buscaba sin alcanzarte nunca. Desde niño mi pobre corazón te adivinaba, presintiendo las vivas emociones de nuestras horas dulces, de nuestras horas trágicas. La historia eterna del amor humano recogerá en sus páginas, como oro en paño, nuestros nombres. Día llegará en que otras almas su sed apaguen en la fuente pura de nuestras lágrimas... Nuestra vida será como un poema, nuestra muerte será como un hossana... No moriremos nunca; viviremos como un sueño de amor, en otras almas. No hay madrigal, cantiga ni querella, clavel ni pasionaria de viejo epistolario ó cancionero que guarde entre sus páginas aroma tan sutil como el aroma de nuestras horas dulces, de nuestras horas trágicas.

Trepidaba en las manos de Eva la cuartilla donde Diego escribió estas estrofas sentimentales y sinceras, inútiles al parecer, pues que holgaban en descuido, con una cruz de lápiz rojo atravesada en el pliego hasta las cuatro puntas. La imaginación de la curiosa giraba con ímpetu, ajena á todo lo que no fuése buscar la musa de aquel canto... No daba con ella... No existiría. Era, sin duda, una imagen de poeta. Diego, retraído, casi huraño con las mujeres, acaso no sabía amarlas más que en sus coplas, en sus delirios de artista... No. Diego no tenía pasiones violentas, ni antojos verdaderos... Era un anormal, un iluso, un soñador...

Pero los versos dolían en la memoria de Eva como un rasguño cruel. Mirando la cuartilla, salpicada con la letra menuda de su esposo, parecíale cada frase un grano de simiente que otra mujer feliz recogería en cosecha de flores inmortales... Las líneas rojas, tendidas en el pliego, eran un arañazo que sangraba... Sospechosa de análogos encuentros, siguió doblando libros y cuartillas con febril impaciencia. Halló notas, renglones inseguros, cárcel de altas ideas temblando como chispas de luz sobre la nieve ingrata del papel; y al cabo de su audaz inspección, halló un soneto, colocado á manera de registro entre versos de Fray Luis. Leyó con avidez:

Amor que en lo infinito se asegura y en la callada eternidad se enciende, es una noble llama, que trasciende más allá de la triste sepultura. Brilla serena en la tiniebla oscura, en la lumbre inmortal su lumbre prende; ni el sol la apaga ni su luz la ofende, ni de los hombres ni los siglos cura. Se apagará de nuestra vida el rastro y nuestras lenguas tornaránse hielo, y nuestra carne rígido alabastro, mas, la llama de amor de nuestro anhelo, brillará con más fuerza, como un astro en la tranquila inmensidad del cielo.

Esta vez la furtiva lectora no dudó; un cálido soplo de sentimiento corría por aquellas estrofas, asegurándola que detrás de ellas había una mujer, una mujer apasionada que compartía con Diego aquel amor infinito y sobrehumano; amor que vence á «la triste sepultura»; amor que inmortaliza, fuego de llama perenne «como un astro»... Pero ¿existían aquellos amores?... ¿Acaso no eran ficiones de poetas, penitencias de mártires ó manías de locos?... Amar, para sufrir únicamente; vivir muriendo, y muriendo de amor nacer á la inmortalidad... ¿Qué misterio era aquel impenetrable á los ojos de Eva?... Sintióse poseída por un pavor extraño y luminoso, en el centro del cual ardía aquel inmenso amor que ella negaba, y la gloriosa lumbre calentó un instante su aterido corazón. En inquietud profunda atravesó la estancia varias veces como si buscase razones y verdades donde asirse para no caer al suelo. De pronto se volvió hacia la mesa, agitando papeles y libros en huracán de ansiosas pesquisas. Nada nuevo encontró, y el taller del poeta quedóse conturbado, en traza de terremoto. Eva se acodó en la ventana, esperando de la tierra ó del cielo lo que no halló al abrigo de las paredes...

Ya bajaba la noche por los campos, y temblaba un lucero en el azul.

En el jardín andaba Lali de puntillas, como por el cuarto de un enfermo; buscaba entre los pálidos macizos las últimas flores moribundas, y recogía, en su actitud de sigilo y de tristeza, toda la emoción de aquel instante.

El doliente recuerdo de Tristán hirió á la madre entonces, con punzada traidora, y del calor desconocido que poco hacía le tocara el pecho como ráfaga espiritual, se le subió á los ojos una nube de llanto.

A la par de sus lágrimas copiosas, en el callado valle palpitaba el quejido inconsciente y misterioso de la naturaleza.

XX

Se aumentaron las incertidumbres y el dolor en la humilde casa del poeta.

Tristán, presa de aguda meningitis, se debatía bajo la garra implacable de la muerte; flagelado por el duro martirio, gritaba con desgarradoras energías; toda su fuerza, su vida toda, se le escapaba en aquellos lamentos, agudos como puñales. Pedía socorro, pedía misericordia; el treno de su voz atormentada, corría por las habitaciones como un soplo de locura doliente, y se lanzaba al jardín agostado, y al huerto en deshoja, y aun llegaba á los campos y al camino, como un eco de espantable agonía.

Hecha pedazos su esperanza, Eva se tapaba los oídos en los rincones de la casa, huyendo de las quejas del mártir.

Entretanto María bañaba su corazón en las penas de Diego, y, con ternura y piedad, cuidaba al niño. También el poeta, romero del dolor, velaba en torno al sentenciado, con inútil afán.

Alejada en lo posible de aquella desoladora escena, supo Lali que su amigo estaba muy malo, y que se iba á marchar al cielo. Muy confusa y pasmada, la chiquilla abrumó á doña Cándida con preguntas: El cielo ¿no era un palacio de seda, con dulces y juguetes y angelines?... ¿Por qué, entonces, Tristán daba tantos gritos y se quejaba así?... ¿No quería irse?... ¿Y por qué le llevaban á la fuerza?... ¿Tendría miedo de ir solo?... Sería menester que ella le acompañara...

Inquieta y reflexiva, Lali espiaba las conversaciones y los sucesos, y escuchaba, temblando, los ayes que rompían el silencio de aquel drama.

Rezaba fervorosa, y la sal de sus lágrimas primeras, en la flor de los labios le amargaba, sazonando su sonrisa... Algunas veces, lograba penetrar en el cuarto del enfermo; asomaba los rizos y los ojos en el barandaje de la cama, y quedábase absorta en el espanto de aquella dolencia cruel. Su madre, acariciándola, permitía que besara á Tristán en una mano, para no molestarle; y Diego, dulcemente, la sacaba de la habitación, compadecido del dolor angustioso de la niña.

Mientras Tristán conservó el conocimiento, sólo el nombre de Lali le decidió á levantar el plomo de sus párpados ardientes. Trataba de mirarla y de sonreir, y tendía hacia ella las manos, con afanes devotos. Era menester llamarla para lograr que el niño tomase las medicinas y el alimento; la sentaban al borde de la cama, y la voz cariciosa de la nena, con música de llanto y de piedad, musitaba la petición:

—Toma esto, Tristanito; tómalo para sanar pronto y que juguemos juntos.

Y, dócil á la instancia insinuante, el enfermo desplegaba sus descoloridos labios para tomar todo cuanto le diesen.

Luego empezó á perder la vista y la memoria. Con breves intervalos de sopor, el ángel herido se retorcía en violentas convulsiones, y con temblorosos acentos suplicaba:

—Ven, Lali, corre; quítame esta corona que me aprieta... Estas flores tienen espinas que me han hecho sangre... Mira, ¿lo ves? estoy sangrando... me duele mucho... mucho...

Las manitas, temblonas y cobardes, subían á la frente, y, torpes, se enredaban en los rizos, como garras de cera en un crespón de luto. Quedábase trágico y lastimoso, y en convulsa plegaria repetía:

—Vámonos, Lali; vámonos á que me curen esta herida; llévame á otro camino donde las flores no pinchen; donde los trenes no me pasen por la cabeza... ¡Me están matando!... ¡Me estoy muriendo!... ¡Corre, Lali, por Dios, llévame de aquí!...

Una mañana, cuando Lali fué á verle, madrugadora, él volviendo la cara hacia la voz de la niña preguntó impaciente:

—¿Todavía es de noche?

—Es de día—repuso Lali con asombro—, ¿no ves el sol y el cielo?

Quiso el nene incorporarse, se pasó por los ojos con fatiga las mariposas blancas de sus manos, y con terror insuperable dijo:

—¡No veo!... No te veo Lali; y además no me acuerdo cómo tienes la cara... No digas que hace sol, porque todo está negro... mira... ¡todo!...

Agitaba los brazos en el aire, palpando las tinieblas de su vida, y, al desmayar la frente en la almohada, los rizos en desorden le formaron una aureola de negrura mortal. Sus pupilas sin luz, muertas y turbias, rodaban en la eterna noche... Acudieron á engañarle con ardides piadosos; pero ya ni el amor ni la ciencia eran capaces de aliviar las torturas del inocente. Pronto su oído, paralizado también por aquella muerte calmosa y cruelísima, le negó las palabras de consuelo que el amor le decía. En vano Lali gritaba:

—Tristán... Tristanito, ¿no me conoces? ¿no me quieres?...

El mártir, ciego y sordo, gemía sus quejas desesperadas, vivo para el dolor, muerto á una tregua de esperanza ó descanso. Se derretía el hielo en tibia lluvia sobre sus sienes caldeadas por el suplicio, henchidas de punzadas acerbas; y sus gritos imploradores se trocaron en lento borboteo de frases rotas, de llantos y delirios que en suprema fatiga se apagaban; pero el nombre de Lali se quedó estereotipado en su memoria y con mecánico acento le repetía á cada instante. Ya Tristán no era más que un despojo de la vida. La más conmovedora expresión del dolor humano había descompuesto sus facciones, con tan punzante intensidad de pena, que no había quien le mirase sin estallar en sollozos. En aquel trágico soplo de existencia el nombre de la niña, vibrando como un eco inextinguible, parecía una gota de luz, un hilo tenue, de memoria y de amor.

Ya inerte y frío—Lali... Lali...—balbucía el agonizante, con voz del otro mundo. En sus labios, agrietados por los lamentos, quedó impresa la dulce palabra cuando el santo corazón dejó de latir, y el respiro postrero se mojó con las postreras lágrimas en un amago de sonrisa... Fué una noche de Octubre, una noche apacible y romántica de luna. En la pesadumbre del dormitorio abríase la ventana dulcemente sobre el cielo como una quimérica flor de esperanza. Eva y Diego vigilaban al niño, abrumados de angustia. A los pies de la cama María, compadecida y generosa, despidiendo al moribundo, imploraba al Señor un divino consuelo para los tristes padres... Y ya sonó la hora. Un silbo ronco se alzó del pecho exánime del niño, con finales hervores de agonía; rodó en la almohada la lívida cabeza, coronada de rizos nazarenos, y un estremecimiento indefinible separó de la carne perecedera el alma gloriosa reclamada por Dios.

Con la voz consumida clamó Diego:

—¡Ya se fué... ya se fué!...

Y cayó de hinojos, escondiendo el semblante en las revueltas ropas de la cama.

Eva contemplaba el cadáver con terror; sus regaladas manos fueron á cerrarle los ojos y se agitaron en el aire con los dedos mojados en las últimas lágrimas del niño.

Los labios de María, ungidos de sacrosanta piedad, rociaron la estancia de oraciones y consuelos. La música de sus frases se acompasó con la brisa leda que suspiraba en el jardín, mientras que un retazuelo de luna se entró por la ventana á hacerle una caricia al niño muerto.

XXI

A orilla de aquel lecho donde el ángel quebrantó sus prisiones, un gran amor de dos almas buenas tuvo el postrer coloquio.

Mientras Eva, rendida de cansancio, se dormía en lejano aposento, María, infatigable en sus obras de compasión, con el auxilio complaciente de Rosa, vistió á Tristán por última vez y compuso su lecho de reposo con los improvisados ornamentos que en las arcas del palacio se pudieron hallar.

El poeta, sumido en profunda meditación, se paseaba desde su despacho hasta la estancia mortuoria, con la frente caída y los brazos cruzados sobre el pecho. Consideraba imposible su vida sin que un deber sagrado le encadenase á la tierra, y se dejaba seducir por las tentaciones del descanso final, del plácido sosiego del sepulcro, que rompiendo el arcano de las almas le abriese el camino sin fin donde el amor y la felicidad son eternos hermanos, á la sombra de Dios.

La humana pesadumbre le vencía; el dolor, ahora, le causaba una inquietud ardiente, un desasosiego que le obligaba á dar vueltas como si buscase el cansancio para caer en la tumba más á gusto, rendido de sueño y de fatiga, en supremo olvido de todos los pesares. En aquella andariega ansiedad, deteníase á menudo, contemplando el rígido perfil de Tristanito, acariciado por las piadosas manos de María.

Terminada su fúnebre tarea, replegóse la señora hacia la ventana, y en ella se apoyó, muda y doliente.

Discreta entonces Rosita, fué á reunirse con otras criadas del palacio, que velaban por orden de María, y que en el portal y en los pasillos formaban callados grupos con algunas aldeanas serviciales.

Con rápida resolución cerró Diego la puerta de la cámara triste, y acercóse á su amada, que le acogió con adivinadora impaciencia. Él, con acento opaco, alzó un murmullo que dijo:

—Ya nada me detiene... Sólo el niño tiraba débilmente de mi vida...

Sin dejarle acabar, medrosa la dama y suplicante, murmuró:

—Quiero una prueba, una prueba del amor que me has revelado.

—¿Una prueba?... Cumplida la tendrás dentro de poco, porque voy á morir...

—¡No!—gritó ella, blanca como Tristán, loca de espanto—, necesito que vivas; te lo ruego...

—Vivir muriendo á cada instante cruel de la existencia... Vivir sin esperanza de lograrte... ¿Eso me pides tú?

Transida de dolor:

—Eso te pido—balbució la infeliz.

Y Diego, sordamente interrogaba:

—¿Qué me ofreces en pago de una vida colmada de amargura?

—Te ofrezco otra vida semejante: la mía—gimió ella, desolada y humilde.

Condolido de aquella pena santa y valerosa, humillado por aquel sufrimiento heroico, el artista rindióse una vez más á la sugestión invencible que en su alma ejercía aquella mujer.

Vaciló al repetir:

—¡Vivir sin vida; errar muerto por el mundo!...

Y fué retrocediendo como si huyera de una visión temerosa; la visión de un camino, solitario y adverso, donde jamás llegase á arrancarle á la dicha un brote sano y dulce... Quedó frente á María, al otro lado de la cama del niño, en medio de dos hacheros que custodiaban el cadáver.

Albeaba en la cima de los montes, y una liviana claridad de aurora, luchando con la luz parpadeante de los cirios, daba al aposento extraños tintes de fantástica nube... ¡Aquel recinto de paredes blancas á medio iluminar, por resplandores de misterio y de pena..., aquel niño de mármol que dormía..., aquella mujer hermosa que lloraba!... Diego sintióse desasido del mundo en un instante de sagrada emoción. Ya todo en él fué espíritu, fué anhelo de sacrificio y de virtud, afanes de eternidad y de gloria infinita.

María, transfigurada en lucha de arrebatados sentimientos, se acercó al poeta tendiéndole las manos. Él las tomó entre las suyas por encima del cuerpo de Tristán; estaban frías, mostraban una mística trasparencia de idealidad. Ardían las de Diego, y aquella carne de alabastro que acariciaba en el niño y en la mujer, le produjo un temblor de muerte. Otra vez acobardóse de pena el corazón del hombre, y María, que le sintió temblar como una hoja, prometió en voz de rezo:

—Te guardaré fidelidad como si fueras mi esposo adorado... Siempre, siempre serás tú mi elegido... No estarás solo; mi corazón se va enlazado al tuyo... Pero, júrame que vivirás hasta que Dios te llame.

—Viviré—murmuró el poeta—te lo juro por mi alma que te ha de seguir como una sombra atormentada y dolorida.

—No; como un consuelo; como una promesa de celeste felicidad...

—Y entretanto, hasta que lleguemos al umbral de la eterna ventura ¿se besarán nuestras almas á todas horas, con labios de estrellas y de brisas, de flores y de versos?...

Las místicas manos de la mujer latieron como alas de paloma entre las manos varoniles... Ya bajaba el día por la sierra. Vibraron lentamente unas campanadas, y como si el reloj tuviese un toque despavorido y alarmante, Diego y María se separaron con un sacudimiento brusco y terrible. La cama de Tristán tembló al contacto de los cuerpos que huían, y la luz de los cirios alzóse en lenguas fragorosas, con lívido fulgor.

María, desolada, iba diciendo.

—Sí... sí... se besarán eternamente.

XXII

Corría la mañana lenta y gris. Las campanas, en tránsito de gloria, lanzaron en el valle sus clamores, que se esparcieron mansamente, abriendo en el espacio anchas ondas de música con ecos lejanos y añorantes. Aquel santo clamor despertó á Eva del fatigoso sueño de unas horas, y en su aturdida imaginación cayeron en tropel las sensaciones, luchando unas con otras fieramente. Abrió los ojos mucho, mucho: palpó su cuerpo vestido encima de la cama... Era verdad que estaba despierta; que estaba viva; que tocaban á gloria por su hijo; que Diego se marchaba para siempre...; que se quedaba sola en el mundo, sin la flor de un consuelo ni de una esperanza... Era cierto que se realizaban aquellos presagios suyos, de abandono y pobreza; que se abría á sus pies, como un abismo, aquella senda trágica de sus febriles visiones...

Ya no eran suyas ni el alma ni la carne de su hijo... ¡todas las seducciones de la vida la engañaban al fin! Su belleza no había conquistado ni dicha ni amistad, ni siquiera compasión. Sólo Diego la amó; ya no la amaba, porque ella nunca supo de aquellos hondos afectos inmortales cultivados por él en huertos de poesía... Divinos amores de «horas dulces y trágicas»; que lloran, que se sacrifican, que duelen, ¡y que «lucen eternamente como un astro en la tranquila inmensidad del cielo!»... Los versos de su esposo, enamorado de otra mujer, resonaban ahora en el oído de Eva como una música sugestionante jamás oída, y las repercusiones de aquellas notas, bellas y silentes, rodaban en el corazón de la desdichada con los acentos sonoros del tránsito de gloria...

Se levantó con un miedo invencible de entrar en el silencio de la casa, saturado en vago perfume de flores muertas. Por todos los rincos yacían amustiadas coronas de Tristán y de Lali... Los pasos de Eva en el corredor causaron una trepidación convulsa á todo el edificio. Asustada de sus propias huellas miró en torno con ansia, y al través de unos vidrios entornados vió unas gotas de siniestra luz, suspendidas sobre la cama de Tristán, como lágrimas de fuego. Huyendo de aquel llanto que ardía, refugióse en el despacho aceleradamente. Allí estaba Villamor, de bruces sobre la mesa, durmiendo ó llorando; inmóvil, silencioso.

Con un irresistible afán de protección le llamó Eva.

—¡Diego!

Alzóse el artista con lentitud.

—¿Qué quieres?

—Que no me abandones, que no te vayas, ten lástima de mí... Sufro mucho.

La miró él despacio:

—¿Sufres?—le dijo—pues ya estás en camino de redimirte. Sólo el dolor puede salvarte... ¡Despierta, alma dormida! Sal de tu oscuro sueño y bendice el golpe que te hace despertar...

—Las lágrimas me ciegan.

—Llora, llora... La vida no es un holgorio placentero, sino el duro y noble aprendizaje de la verdad... Escucha: llora el río... llora el viento... lloran las campanas... La existencia es un arroyo de llanto que fluye en corriente infinita, fecundizando el eterno paraíso de las almas...

—¿Cómo sabes todo eso?

—Llorando lo aprendí.

—Quiero yo saber algo que me sirva de alivio y de luz, algo que me ofrezca los secretos consuelos que tú gozas.

—Antes llorarás mucho. Sólo cuando el dolor llegó muy hondo á las raíces de tu corazón sentiste el sagrado temblor de la verdad en tus entrañas... ¡Despierta, alma dormida!

Hablaba Diego con fervor solemne; su frente de poeta aparecíase nimbada con resplandores de gracia espiritual, y Eva, seducida por aquel halo de linaje divino, le miró ansiosamente, lamentándose:

—Pero me quedo sola, sin amparo ninguno...

—Yo, desde lejos, te daré sostén y ánimos.

—Quieres á otra mujer—balbució la esposa.

Sin asombro ni disimulo respondió Villamor:

—Sí; á otra que llora muchos años hace, siendo inocente y santa.

Con súbita inspiración exclamó Eva:

—¡María!

Quedó el nombre dulcísimo en el aire, como bandera desplegada en alto, y la envidiosa, con acento sañudo, murmuraba:

—¡Ella siempre!

Pero no protestó. Quedó en silencio, escuchando la voz de su conciencia. La imagen burlona de Gracián cruzaba por su mente con resquemor de culpa.

Una ráfaga de orgullo la hizo, al cabo, levantar la cabeza. Había sido imprudente, pero no culpable hasta la infamia. Se quiso defender de una supuesta acusación que la envileciese á los ojos de su marido, y habló confusamente, un poco soberbia y un poco arrepentida. Pero Diego atajó sus explicaciones con dignidad y lástima; nada quería saber; todo lo perdonaba. Él la protegería con el fruto de su trabajo, él la daría ejemplo de valor y mansedumbre... todo lo demás estaba concluído entre los dos; estaba roto por ella hacía tiempo; estaba enterrado en el reino de las cosas marchitas...

Rebelde contra el peso de sus culpas, Eva quiso probar que la influencia dañosa de otra mujer era quien la alejaba de su esposo; mas él opuso tan fácil y elocuente defensa á la acusación, que el nombre de María quedó izado con gloria sobre la triste plática.

Acentuáronse en Eva los impulsos de arrojarse á los pies de su marido confesando sus yerros, pero su brava condición sellaba todavía los labios orgullosos, y, en altivez arisca, fué á esconderse, desesperada y muda, en apartada estancia.

Mientras tanto una mano chiquita empujó las vidrieras que celaban el cuarto de Tristán, y Lali, absorta, penetró despacito hasta la cama. Llevaba muy apretado un puño de florecillas lánguidas, los despojos del jardín otoñal. Medio dormida oyó Lali decir que su amigo se había muerto, y fácilmente burló la previsión de doña Cándida, para ir á visitarle. Sentía, aquella mañana, la nena una bárbara curiosidad de la muerte, con mezcla de una amargura grave y honda. «Estar muerto»—pensaba—¿qué sería? ¿Sería tener alas y volarse al cielo?... ¿Sería estar dormido en una caja muy preciosa?... Lali se puso de puntillas á los pies de la cama de su amigo, y no vió más que un paño sedoso, y encima unos zapatines muy tiesos, que parecían los de Tristán. En el suelo había unos candelabros enormes con velas encendidas. Dió la vuelta á la cama, muy curiosa, se acercó, y el espanto dilatóse en sus ojos dorados y apacibles.

Tristanito se había vuelto de cera; estaba acostado sin almohada, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho como si estuviera rezando. Le llamó en voz de «escucho»:—¡Oye,... Tristán, Tristán!... No respondía... Se empinó para tocarle... ¡Qué miedo tan terrible!... ¡Virgen santa; Tristán ya no era un niño; era una piedra, una piedra de hielo que dejó dolorida y temblorosa la manita de Lali!... Lanzó la niña el puño de flores sobre el muerto, y corrió hacia la puerta mirando siempre con terror al nene. Detúvose allí un instante con rara fascinación; parecíale que Tristán se había movido... Tal vez quería hablarla y no podía; acaso pugnase por decirle adiós entre la dureza de sus labios amarillos...

Una piedad enternecedora se levantó en el pecho de la niña. Todo el sol de sus ojos, velados de lágrimas, cayó como una ardiente despedida sobre el ángel de piedra; alzó su mano en traza de saludo, y suspiró, aterrada y doliente:—Adiós Tristán... ¡Adiós!...

XXIII

No había llegado aquel «mañana» en que Rosa le contase á la señorita el secreto indicado en el jardín una noche de sueños y de luna. Desde que la muchacha poseía otro secreto profundo y hermoso como el mar, el suyo parecíale tan miserable y feo, que ya no osara nunca revelarle. No pidió María cumplimiento á la tímida promesa de la moza, y ésta se dedicó á estudiar y sorprender, con verdaderas ansias, cosas admirables en el rostro angelical de la señorita.

Tales progresos hizo en sus observaciones y tanto interés tomó su alma buena en aquellas sutiles adivinanzas, que, valiente y sufrida, como la mujer que tenía por modelo, se propuso cumplir su destino humilde, con intrepidez virtuosa, quebrantando de raíz todas las tentaciones violentas que la seducían.

Serena y firme en aquella resolución, abrió la ventanita de su cuarto á las cantigas de la ronda aldeana, que á menudo cruzaban el camino y se detenían á la vera del palacio... Ya los rondadores no cantaban allí coplas hirientes, ni amargas rimas de traiciones y celos; ya Manuel, el recio mozón siempre enamorado de la doncella, primoroseaba cantares tocados de esperanza, en las noches de ronda; y al través de una expresión pensadora y triste, la joven había recobrado su dulce sonrisa y su aire tranquilo. Vientos de resignación y de paz soplaban suavemente sobre las inquietas pasiones de la muchacha, cuando Gracián Soberano se presentó en el valle en busca de su familia, ya crecido Octubre y adusto el tiempo. Llegó como un huracán el señorito; pareció entrar con él una loca brisa del desconcierto y el bullicio del mundo; dentro del palacio silencioso y viejo, allí, en aquel rincón de la vega, donde todavía hallaban un eco los gemidos de Tristán, donde todos los semblantes mostraban huellas de melancolía, bajo un cielo nublado, dosel de veredas solitarias y huertos asolados... Gracián, con su atavío elegante, su voz sonora y su risa musical, sacudió audazmente aquella existencia pasiva y mustia de las dos casas vecinas. Nadie preguntó de dónde llegaba el fantástico viajero, y sólo él hizo preguntas, persiguiendo noticias que en la ausencia no le contaron las cartas insignificantes de su esposa. Nada nuevo averiguó Gracián, aparte la muerte de Tristanito, pero volvieron á nacerle inquietudes molestas ante las trazas de misterio y de encanto que viera en su mujer. Traía el caballero muy señalado su petulante tipo de conquistador, como si buscase desquites de algún íntimo fracaso en amorosa lid. A fuer de entendido, en aquella ocasión honró á María con sus preferencias galantes, olvidando, sin duda, lo extraña que ella quería vivir á tales obsequios. Y para distraer las desazones que le causaba el frío desdén de su esposa, acordóse de Rosita, compasivamente. Concediéndola merced de una bella sonrisa, la acechó y la dijo, con galán imperio de vencedor:

—Mañana por la tarde, desde las cuatro, te espero en el molino de Santacruz... estaremos solos.

Ella, confusa y agitada, sonrió sin responder, y el señorito se quedó muy seguro y satisfecho de sus planes.

Aquella noche era noche de ronda, por fortuna. Cuando los mozos se detuvieron al pie de la ventana de Rosita, rasgó el silencio del paraje un cantar ufano que rezaba:

«Tengo pena y alegría, tengo dos cosas á un tiempo; cuando la pena me mata la alegría dame alientos...»

La copla parecía inventada por un poeta sabio y animoso, un rústico poeta que con la voz llana y firme del rondador, deslizó su sana filosofía en unos cuantos corazones á la vez, desde los muros del palacio. Quedaron las estrofas valientes mecidas en la quietud de la noche sobre los callados dramas escondidos en aquel rincón del valle montañés, y más de un pecho suspiró conmovido por la rima alentadora, mientras Rosita llamaba quedamente á Manuel para decirle que á la tarde siguiente la esperase camino de Santacruz, al salir de la vega.

Y aquel día de citas misteriosas, fué muy raro el aspecto de la muchacha, que anduvo inquieta y zozobrante detrás de la señorita, mirándola mucho, hablándola sin tino y sin necesidad; besaba á Lali á cada momento y tenía en la voz un nudo de lágrimas que la hacía balbucir y truncar las frases. Al medio día, entró furtivamente en el cuarto de la señora y colocó un papeluco encima de la mesa; era un adiós ferviente y noble en que, expresando su gratitud á la dama, disculpábase de hacer su despedida en aquella forma, por la mucha pena que sentía al partir; contaba que la llamaban sus padres y que había decidido volver al pueblo para no dejarle ya nunca, tal vez para casarse... La carta era incoherente y tenía borrones do llanto; cuando llegó á manos de María ya Rosa caminaba al lado de Manuel por una agreste vereda empinada hacia el monte.

Pasmado iba el zagal, que nunca imaginase tan completa su dicha. Mentaba él proyectos de la boda, sin que Rosa dejase de sonreir y hablarle con benignidad; y aunque era cierto que ella tenía los ojos húmedos y empañada de pena la palabra, por su gusto iba al pueblo, asegurando que en él iba á pasar toda la vida...

Para escalar la sierra hasta el poblado, menudo y pobre, donde nacieron ambos caminantes, había que pasar, precisamente, por el molino de Santacruz, propiedad de la casa de Ensalmo, lugar de mala nota en los contornos, por servir de guarida, con frecuencia, á caprichos infames de Gracián.

Temblaba Rosa cuando puso el pie en el tablón crugiente tendido sobre el cauce molinero. El agua bienhechora iba cantando con galantes murmurios de caricia, y el cielo entristecido de Cantabria lloró una lluvia leve y dulce, como riego de flores. Detrás de los viajeros se sentía el ruidoso galope de un caballo, y Manuel, dominando la vega con su aventajada estatura, miró y dijo que el señorito Gracián venía por allí.

—Vendrá al molino—murmuró Rosita, pálida y afanosa; y apresurando el paso, con pretexto de la nube, ganó el «ansar», al lado de su novio, antes de que el caballero les alcanzase.

Entre los alisos deshojados buscaron la senda brava trepadora del monte, y, ya subiéndola, ambos volvieron hacia el valle la cara.

Manuel, indiferente á la dulzura de los llanos y á la mansa vida de los valles, sólo tuvo atención para decir:

—Al molino venía el señorito.

Tendió el brazo señalándole.

—Mira; dejó suelto el caballo, y trae la llave de la puerta... Se conoce que viene «de caza»...

—¿De caza?—exclamó Rosa.

Y el gañán, sonriente:

—Ya sabes que es mocero—repuso—, tendrá cita con alguna infeliz... A ti, por respeto á la señora, no te habrá cortejado, ¡que si no!

Turbada y descolorida se quedó la joven, mirando con demente afán al señorito que la esperaba, seductor y garboso, bien ajeno á su fuga.

Espesándose la lluvia en la montaña, una niebla torva cerraba el horizonte, descendiendo hasta el llano en calmosa nube, como un rocío, como una bendición.

El camino serrano, confuso y mazorral, se embravecía, brindándole á la moza la imagen bárbara de su vida futura. Allá abajo ondulaba la tierra blanda y fácil, y cantaban las aguas entre alisos, mientras el hombre, ideal para la moza, estaba atento á la cita de amor...

Puso Rosita en los ardientes ojos una inmensa ambición hecha pedazos, y su mano gentil, de ciudadana, hizo una breve cruz sobre la frente que latía en cruel borrasca de pensamientos. Dió cara al monte, y afirmó sus delicados pies sobre cantos y abrojos con fiereza.

Manuel, con su palo formidable, trataba de abatir la bravura del camino... Ambos, mudos y lentos, se esfumaron en la gris cerrazón de la montaña.

XXIV

Tormentosa aquella lunación, que nacía sobre la tumba de Tristán, clamaba el viento en los «ansares» desgajados, y las nubes, bajas y ceñudas, tendieron sobre la vega inclementes augurios.

Atardecido apenas, Diego vió flotar en el huerto de María un traje señoril; bajó á perseguirle, y un minuto hablaron los enamorados á la lívida luz de aquella hora. El breve coloquio rompióse en quejosa palabra, que parecía ensombrecer más el cielo, dilatando el horizonte en una inmensidad de pena.

—¡Adiós!...

—¡Adiós!...

Quedo la despedida palpitando en el silencio, suspensa entre las sombras, como trágica rasgadura de carnes ó supremo tremar de corazones...

Lo mismo que si huyera, perseguido de atroces amenazas, partió Villamor al día siguiente, muy temprano.

Tomó un tren hacia la capital montañesa, donde necesitaba arreglar algunos asuntos relacionados con su expatriación, y, aquella noche, volvería á cruzar por última vez su valle nativo, en viaje á La Coruña, para salir de allí con rumbo á la Argentina en un buque inglés, próximo á zarpar.

Sostuvo Eva una lucha terrible entre su vanidad y los deseos de suplicarle á su esposo confianza y compañía. Hubiera querido irse con él, abrazarse á él, pedirle por favor un poco de cariño. Pero en sus labios el freno del orgullo atajó las palabras; y volaron las horas, y la tragedia de aquellas vidas, jóvenes y fuertes, se consumó en silencio cruelísimo, sin el santo rumor de lágrimas y besos, que en los grandes dolores canta un himno de paz consoladora...

Humano y generoso el artista, le dejaba á su mujer medios para esperar nuevos socorros suyos, y libertad para residir donde quisiera, pero esto, que, unos meses antes, era todo el afán de la ambiciosa, al presente le causaba inquietud y desconsuelo. Viendo cómo aquel hombre se alejaba, tan solo, tan triste, tan vencida la frente genial y juvenil, una piedad doliente y nueva se despertó en el pecho de la esposa. Quedóse hundida en pensamientos negros donde brillaban súbitos resplandores de pasión. Una solicitud de hogar, una entrañable ternura, tomaban su corazón, tan ocioso y baldío para el bien. Con desvelos de madre se acordaba de lo mal preparado que iba Diego para una larga travesía. Llevaba un equipaje mezquino improvisado en pocas horas... Miró sobre su falda unos billetes que representaban, de seguro un sacrificio heroico, un acto de nobleza que ella no merecía.

Clara luz de los cielos alumbraba sus pasados errores; se confesó culpable; tuvo remordimientos y cuidados amorosos, tuvo, al fin, olvido de su merecida desgracia para pensar con pía compasión en la injusta suerte de su marido. Y lloró mucho, con un dolor hondo y sincero, como aquella tarde que viera la amenaza implacable sobre la frente pura de Tristán. Padecía un olvido de todo, lo que no fuése su arrepentimiento, cuando entró Lali, diciendo entre sollozos:

—Mi mamá no parece... se ha marchado...

Eva se levantó estupefacta.

—¿Que dices?... ¿se ha marchado?... ¿con quién?—inquirió con la sospecha encendida en los ojos y en la voz.

—No sabemos—decía la chiquilla, asustada y gimiente.

En la puerta apareció Gracián, que sin previos saludos ni preámbulos, dijo en tonos teatrales:

—Ya sabrá usted que mi mujer ha desaparecido.

En el colmo del estupor, Eva cubrióse la cara con las manos y pudo balbucir:

—Pero, ¿es de veras?

—De veras me parece: muy temprano, la vieron ir sola por el camino de Santacruz, ella que no sale jamás... Es la una de la tarde y no ha vuelto; la hemos buscado inútilmente... he mandado por los alrededores emisarios; nadie la encuentra...

—Yo sé quien la encontrará—exclamó bruscamente Eva, con desatada amargura.

—¿Quién?—preguntaba Gracián, curioso y un poco demudado.

—Mi marido.

—¡Villamor!—pronunció el caballero, deteniéndose en aquel nombre con trazas de haber dado en la clave de algún enigma. Y añadió con más sorpresa que indignación y duelo:

—¡Quién lo hubiera creído!...

Después, disimulando su pasmo y su rabia, con viles bromas murmuró:

—No irán muy lejos, y volverán demasiado pronto. Nada debe asombrarnos en el mundo, y usted y yo nos podemos consolar... mutuamente.

Se acercó á la mujer, encontrándola hermosa como nunca, con aquel aire sombrío y helado. Pero ella le detuvo con un gesto de repugnancia, ordenándole:

—¡Salga usted ahora mismo!

Lali, sin comprender aquella escena clamaba inconsolable:

—¡Madre mía!...

Nubes espesas como las del cielo se amontonaron dentro del palacio.

Doña Cándida, la niña y la servidumbre se confundían en lamentaciones y en inquietudes, sin atinar con una razonable explicación de la ausencia de María.

Gracián andaba á tumbos por la casa; recorría después los huertos y el bosque, y en infantiles pesquisas hurgaba con los ojos los pálidos macizos y la linde de arbustos, como si la ausente fuera una brisa ó una mariposa que pudiera volar entre la muerta hojarasca. Todo eran confusiones absurdas y pueriles delirios en la mente de aquel hombre liviano. Había aceptado sin la menor resistencia la traición de una esposa tanto tiempo modelo de virtud, y no sabía si estaba pesaroso ó le halagaba cierto insano placer, pensando en el ruido de aquella aventura, que iba á proporcionarle un desafío, un divorcio; una nueva fase de vida notoria y popular. Ya adoptaba gallardas actitudes, y elegía mentalmente huecas frases de honor y de venganza y severas palabras de justicia. Distraíase luego recordando el aspecto singular de su mujer en los últimos meses... ¡Y cuidado que estaba encantadora!... ¡Qué tristeza tan dulce... qué reposo tan noble... qué mirada la suya!... ¡Era un hechizo!... ¿Cómo aquel Villamor, tan callado y tan serio, lograría enamorarla?... ¡Vaya, vaya con el poeta!...

Se puso á silbar, y, de pronto, su pensamiento ambulario cayó en Eva con saña: la muy tonta, ahora quería darse tono de señora formal y mujer digna; ¡ja, ja, ja!... Toda aquella pamema era despecho de la conducta de él... ¡No se podía usar tanta crueldad con las mujeres!... Y la pobre María estaba siendo otra víctima de los desdenes suyos; olvidada, celosa, quiso vengarse, quiso un poco de consuelo. Volvería, de fijo, arrepentida, á implorar su perdón... ¡Y estaba tan bella! Lo peor era el escándalo de la escapatoria... Tendría que batirse... ¡Y que el tal Villamor debía de ser obstinado y valiente, detrás de su apacible timidez!... Se volvió á preocupar de las posibles consecuencias de aquel suceso, y erró con pasos inseguros, distraído de la lluvia que lenta caía. Bailaba el viento danzas otoñales con ropa de hojas crugientes, y alzaba tolvaneras en los caminos con siniestro aparato; las nubes corrían velozmente como si fueran á llevar una mala noticia.

Mirando aquella furia del paisaje, Gracián se refugió en la casona, entretenido en una fugaz meditación acerca del cambio de las estaciones y de la veleidad de las mujeres... María, Eva, Rosa... ¡qué sorpresas tan raras le habían reservado, y á qué cambios tan repentinos y tan interesantes las había sometido el amor que le tenían!... Se quiso ufanar de los estragos pasionales que su persona causaba en torno, pero un jirón de rabia mal cubierta contraía en sus facciones el hábito de orgullo; y vagamente, con arrastradas ondulaciones de reptil, corrió entre los criados la acusación que denotaba el semblante violento del señorito. El nombre de Villamor, unióse «de escaleras abajo», en infame ayuntamiento con el de la señora... Doña Cándida, que tal rumor oyó, medio muerta de susto, repetía muchas veces su férvido ¡Dios mío! y besaba á la niña sin cesar.

La tarde finaba lenta y turbia, sin que pareciese el rastro de María.

XXV

Temblando de humildad la siempre altiva, enamorado el duro corazón, toda supeditada á sus nacientes anhelos, Eva decidió salir á Santacruz cuando pasara el tren donde su esposo partía aquella noche.

Estaba muy confusa en su mente la idea de que María acompañase á Diego en culpable amistad. Las palabras fervientes con que él habló de aquella mujer, encumbrándola por encima de todas las pasiones y de todas las miserias humanas, se iban aposentando con dulzura medicinal en el corazón de Eva, abierto por el dolor á los nobles sentimientos.

No era posible aquello que en un instante de sorpresa pronunciaron sus labios, aquello que Gracián creyó tan fácilmente, para que toda villanía hallase abrigo en la perfidia de aquel hombre. Acaso María huyera de él, pero no con Diego... Las alas de la duda azotaban implacables los sanos pensamientos que nacían débiles y chiquitos en el alma enfermiza de la desventurada. Con esforzado espíritu resolvióse á afrontar todos los riesgos de una entrevista con su marido. Le haría detenerse; le hablaría de hinojos si era menester; le pediría perdón y caridad con todas las humillaciones que él quisiera... Eva no era la misma; acababa de nacer, ó despertaba de un largo sueño, de un sueño de mentira y egoísmo... Quería irse con Diego, trenzando una vida nueva y piadosa; lucharía con él; trabajaría con él; tendrían, acaso, otros hijos; serían suyos otra tierra y otro cielo...

—Sí... sí... iré en seguida—murmuraba con exaltación delirante, arrebatada, febril, combatida por incertidumbres y esperanzas. Como la tarde se tornara amenazadora, Eva quiso salir antes que cerrase la noche; en la estación esperaría hasta las ocho que pasaba el tren. Y salió, recatándose de la casa vecina; iba sola, veloz, envuelta en un abrigo, armada con un frágil paraguas ciudadano; sorteaba los senderos indecisos de la vega, borrados por el desuso de aquel tiempo de holganza labradora, y empapados de lluvia. Se hundieron muchas veces en el fango los pies de la viajera, impaciente al sentirse alcanzada por la sombra y por la tempestad. Arreció el viento, y el agua se condensó en granizo; y los truenos bajaron por el monte con lumbre de centellas cegadoras. A lo largo del camino los árboles sufrían y se desgajaban, y del río, furioso en su crecida, rodaba por el valle el ronco acento.

Eva hallóse mecida en los rigores de la nube, sentía un solo temor, el de perderse en el campo, raso por la tormenta, y no llegar á la estación antes que el tren pasara. Alzó una súplica vehemente á la hórrida negrura de los cielos, y siguió caminando con intrepidez sobre el fangal resbalalizo de la vega. En la desolación del llano, rompióse la maraña de la lluvia por una blanca línea; era la fachada del molino de Santacruz. La dama peregrinante se detuvo reconociendo el sitio, muy contenta de no haber equivocado su ruta. Al otro lado del cauce, cruzando el breve «ansar», una senda más frecuentada que las mieses, conducía hasta el pueblo, y en pocos minutos á la estación.

Había caminado de prisa la señora, á pesar de los cierzos inclementes; calculó que sería muy temprano y que podía descansar tal vez hasta que la nube se alejara. La fábrica en paro largos meses, tenía un cobertizo placentero; Eva atinó con él y se puso al abrigaño, conforme con la rusticidad de aquel asilo, como una recia campesina acostumbrada á tales aventuras. Sentíase fuerte y casi feliz; su naturaleza robusta, propensa á vencer, se adueñaba de la esperanza fácilmente. Después de las tinieblas espirituales en que había vivido, durante aquellos días, luchando con sus pasiones y con su ceguedad, gozaba en triunfar de sí misma, en domeñarse con soberano señorío; le parecía que afirmaba su paso en tierra sana y fecunda, que su horizonte se aclaraba con la aurora de una nueva existencia. No la inquietaban la adustez del nublado, ni la humedad de sus vestidos, ni la atroz amenaza de las aguas molineras, hirvientes en el cauce; la fuerza corporal de aquella mujer daba un empuje brioso y denodado al despertar de su conciencia y de su corazón. Con hambre de las nuevas emociones que en germen disfrutaba, ya sentía el afán de humillarse y de sufrir para lograr después premios divinos; cosechas de inmortales placeres... Sentada en un haz de leña, como en muelle sillón, y extraña á la bravura de aquella pánica soledad, amasó con rapidez una rara mezcla de pensamientos saltarines y varios. Lo menos dos minutos estuvo meditando en la rápida boda de Isabelita con Luis Galán... Pensó luego en la de Rafael. A propósito de aquella boda, recordaba cuando se dijo que la de Ramírez podía ser madre de su novio, y María replicó, seria y triste:

—Eso necesita Rafael; una madre...

María tuvo razón...—¡Una madre!—murmuraba Eva, con las entrañas estremecidas de una ternura inmensa y maternal—sí: cada mujer debe ser una esposa y una madre para el compañero de su vida...

Se levantó inquieta por llegar á los brazos ó á los pies del hombre á quien debía desvelos doblemente sagrados... Las nubes traslucían débilmente un destello de luna, y la tempestad se alejaba hacia las hoces, fugitiva del valle. Con firmeza y con prisa ganó Eva el puente del molino; anduvo algunos pasos llena de ansiedad, y de pronto, resbalaron sus pies en el tablón roído y vacilante, mojado por la lluvia. Un grito aciago desgarró la noche. El cuerpo de Eva sepultóse en las aguas, arrebatado entre espumas por la corriente bravía. La luna se asomó á los cielos con cara de muerta, y en el «ansar» cercano el viento se detuvo piadoso á sostener las alas febles de un suspiro; hondo suspiro de un alma que despertó de los engaños de la vida en la verdad eterna de la muerte...

XXVI

Para distraer la lentitud de aquellas horas raras, Gracián salió al camino una vez más, registrando las veredas y los recodos con obstinada porfía; la noche se había serenado y él fué alejándose de la casona bajo los árboles en esqueleto, sin rumbo ni propósito. Por casualidad tomó la senda de Santacruz, la más abierta en el valle; no había vuelto por ella desde su malograda cita con Rosa, y el recuerdo de la muchacha, huyendo con su novio en el instante mismo de juzgarla él suya, causóle una molestia picante, un vivo escozor que le dolía. En vano se quiso convencer de que la moza estaba muerta por él de amores; la realidad le hacía una burlona mueca, demasiado visible para que el «superhombre» lograse esquivarla; pero quería pensar en la doncella y tejer mil pensamientos distintos, para huir del presente bochornoso, que tomaba como suprema broma del destino. Ni honor ni dignidad se sublevaron en su alma ante aquel infortunio que por seguro diera; mas su pudor de tenorio padecía, y también el reciente capricho por la esposa que abandonó años enteros, ultrajada; la costumbre de su optimismo, aun le inspiró, soberbia, este desprecio:—¡Bah! ¡Mujeres!... las hay siempre de sobra...

Y como afirmación de aquella frase, una mujer apareció en la senda. Sola y gentil llegaba. Gracián se le acercó, con un requiebro atrevido en la boca, y solamente pronunció, despacio y con asombro:

—¡Tú... María!...

Luego, su atropellada curiosidad la colmó de preguntas, pero ella, sin detener el paso ni conceder importancia á las incertidumbres de su esposo, explicó indiferente:

—Fuí á rezar á la ermita de la Patrona, me entretuve demasiado, y al tiempo de volver, llovía mucho. La ermitaña no me dejó salir; la pobre me dió de su comida lo mejor, y me retuvo allá mientras duró la tormenta. Me acompañó luego hasta el llano, y no he permitido que llegase aquí porque me daba pena que de noche volviese al monte sola; dejó al nene que cría, dormidito en la cuna, cerrado en casa, al cuidado de la niña mayor...; su marido está en Reinosa, serrando madera...

Hablaba con suma tranquilidad, dulce como siempre la voz, con flexibles cadencias argentinas.

Una turbación grande paralizaba la lengua de Gracián; disimulando sus villanas suposiciones, sin saber que decir, la preguntaba:

—¿Y no tuviste miedo?

—No; que la vega la conozco tanto como mi casa, y aquí todos me quieren. Sólo junto al molino me asusté un poco; trepidaba el tablón, resbaladizo, y parecía que en la corriente una mujer llorase.

—Voces que el agua finge.

—Sí; es la vida que llora...

Recobrando su aplomo, Gracián dijo:

—¿Sabes que Villamor se marchó esta mañana?

—Ya lo sé—repuso María muy serena. Y ya sólo entreabrió los labios en breves contestaciones á la charla nerviosa de Gracián.

Llegaron á la casa, donde fué recibida la señora con inaudita sorpresa, como un ánima del otro mundo. El esposo, á guisa de pública reparación contra los insolentes rumores que el mismo provocara, la anunció desde la puerta, gritando muy alegre:

—Aquí está, sana y buena; se estuvo todo el día rezando en la ermita de la Patrona.—Y, compasivamente, murmuraba en íntimo soliloquio:—¡Pobrecilla, es una infeliz!

Lali, cansada de llorar, se había dormido, vestida, sobre la cama; quiso desnudarla su madre, y, al hacerlo, la nena abrió los ojos, dilatados por ardiente alegría. Acariciando el hermoso semblante que se inclinaba sobre ella, balbució:

—¿Te perdiste?

Con un soplo de voz la dama dijo:

—¿Perderme?... Tú me guardas.

—¿Fuiste muy lejos?

—Muy lejos, con la Virgen...

—¿Y quién te trajo?

—Un ángel... un ángel muy hermoso.

—¿Qué nombre tiene?

María, con un beso en la boca de la nena, dijo con devoción:

—Se llama Lali...

Un tren silbando acometió las hoces donde la tempestad repercutía con bárbaros lamentos de aguas y de huracanes; negreaba el camino hendido por culebras de luces iracundas, semejando una escena del fin del mundo.

Diego Villamor asomaba á las tinieblas hostiles el abismo azul de sus ojos de artista, sintiendo que las hoces eran otros tantos dientes monstruosos que á mordiscos le estaban devorando... Atrás quedaba el valle sumido en la neblina de una nube atristada; y cuando, al cruzarle, alzó el río su estruendo más alto que los silbos del tren, creyó el poeta escuchar en las aguas, mezclados y confusos, los ayes de Tristán, las congojas de un alma fugitiva, y los adioses, rotos y dolientes, de un amor en tortura... Después, los truenos, el Besaya y el tren se dieron á gritar, juntos y locos, las enormes tristezas de la vida, acunando al viajero como á un cadáver con una marcha fúnebre...

Era la hora en que una mano torpe llamaba al aposento de María. Llamó quedo Gracián; luego, más fuerte... Una paz de sepulcro respondió á los reclamos del deseo en el casto recinto de la mujer cautiva y triste en su prisión humana, reina y señora en el glorioso triunfo del corazón.

Noche hermosa fué aquella en que se alzó la esclava en rebeldía, rompiendo, con todo el brío de su alma libre, el hierro ignominioso de la sumisión material, y levantando el palio de la honradez sobre el suplicio de su inmolada juventud... Lloraba María amargamente desecha de dolor, de hinojos, en su aposento, cerrado como una tumba... Fuera, el manso rocío de la nube, rastro de la tormenta, semejaba un infinito llanto del paisaje...

FIN DE LA NOVELA


Publicado el 2 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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