Dulce Nombre

Concha Espina


Novela



PRIMERA PARTE

I. EL MOLINO DEL ANSAR

—Oye, molinero!

Volvióse a escuchar Martín Rostrío.

—¿Qué hay?

—Necesito hablarte.

Como era don Ignacio Malgor el que le llamaba, y con acento un poco extraño, el molinero acabó de erguirse sobre el cimadal.

—Cuando quieras.

—¿Dónde?

—Pues... aquí.

—No vamos a entendernos con este ruido.

Observó Martín un instante al indiano, presintiendo algo insólito en la conferencia. Vigiló con mirada solícita el local, y preguntó:

—¿Es un asunto largo?

—Según...

Una mujer, sosegada y madura, teje su calceta a un extremo del salón, sentada en un celemín puesto del revés. A pocos pasos de ella, una joven, niña por las trazas, endeble y menuda, se apoya en el muro, obstinada en mirar cómo surte la harina amarillenta desde el estrangol hasta el cesto de bañías, hondo y reluciente, a medio colmar.

—Poco tienes que decir, Tomasa—pronuncia la tejedora:

—Poco... ¿y usted?

—Yo, menos, hija; pero... no falta quien platique.

—No.

Se vuelven a un tiempo hacia los dos hombres acodados sobre el derrame de una ventana, en íntima conversación, lo más lejos posible de las muelas.

—Se me hace—insinúa la moza con un gesto elocuente—que están apalabrando a Dulce Nombre.

—Mujer, ¿tan de súpito?

—¡Vaya!

—Pero, ¿de verdad la quiere «éste»?

—Así dicen.

—¿Con buen fin?

—Ya lo veremos.

—¿Y Manuel Jesús?

Se encoge Tomasa de hombros; por su semblante desgraciado y turbio pasa un temblor arisco.

—¡Qué sé yo!

Alfonsa, que tiene caída en el regazo su labor, suspira levantándola; se le acerca la joven, y continúan hablando, envuelto su murmullo en el ronco estrépito de la molienda.

Anchurosa es la habitación, clara y desnuda, con luces a tres fachadas; los aparatos molineros ocupan el cuarto muro alzando su maderaje de nogal, que se dora con el polvillo tenue del maíz; algunos bancos toscos orillan las paredes, y clarean también, lo mismo que el solado de madera. Toda la cuadra se viste con el tul caliente y balsámico, producido por la trituración.

Este «molino del ansar», el más importante de la comarca, señero y orgulloso en la mies, tiene dos pisos. En el de arriba se oyen ahora pasos y trajines matinales: alguien canta y asea las habitaciones convertidas en hogar.

Fuera, los árboles, densos y centenarios, se alejan del edificio y huyen por la lera del Salia, perdiéndose de vista camino de una hoz. El valle, estrecho y profundo, linda con las montañas eminentes, sin más salida que el escobio por donde el río baja hasta la mar: de aquel lado norteño suena el Cantábrico detrás de las cumbres, cuando las galernas enfurecen las playas y el viento del Norte rola devastador.

A lo largo de esta serranía verde, alta y misteriosa, van los pueblecillos estirándose encima de la vega, comunicados entre sí por un camino real: Paresúa, Luzmela, Rucanto, Cintul, con otros vecindarios reducidos, labradores, apacibles, constituyen la vecindad comarcana, humedecen sus huertos en las mismas regonas montaraces y se tienden unos a otros, para más íntima ayuda, los atajos y las camberas.

Algunos solares infanzones, desmerecidos la riqueza y el poder, solivian el escudo en estas montañas ilustres por su historia independiente, que ha venido a ser para la raza un penacho y un blasón.

Y todo el hechizo del paisaje, su hermosura y su altivez, circuyen al molino, como un halo, en esta mañana del otoño, melancólica y tardía, mientras Ignacio Malgor le dice a Martín junto a la ventana:

—Pues sí, molinero; me gusta mucho tu hija y la quiero para mí.

—¿Como Dios manda?

—¡Naturalmente!

Turbado y seducido calló Martín. La pausa le dió tiempo a recordar su condición cautelosa de montañés; echóse la boina a un lado con movimiento nervioso, y repuso:

—Le doblas la edad.

—Aun te quedas corto: he cumplido los cuarenta.

—Ella diez y seis.

—Por eso me gusta.

—Y por lo galana, lista y noble.

—También.

—Vale un Potosí.

—Yo soy rico...

—Tendrás que esperar; la moza está en flor.

—Traigo prisa, molinero.

—¿Y si ella no te quiere?

—Eso es cuenta tuya.

—¿Cómo?

—Sí; nadie mejor que tú la puede convencer.

—Ándame aquerenciada con Manuel Jesús.

—Amoríos de rapaces... ¡bah!

Hay otro silencio.

Los dos hombres miran cómo fluye el agua de la presa debajo de la ventana.

A la linde bulliciosa de la corriente un cauce ondula su cabellera en una inclinación dulce y pensativa.

—¿Qué me dices?—pregunta Malgor, cansado de aguardar.

—¿Qué te voy a decir...? No lo sé. ¡Esta hija es lo único que tengo...!

Tiembla lacrimosa la voz del padre. Al indiano le roe la duda de si aquella ansiedad es marrullería o es emoción.

—No te la quito—promete—; vivirá cerca de ti.

—Pero no la puedo obligar a que te quiera. Si buenamente lo consigues...

—Ayúdame tú.

Hace Martín un gesto desanimado y recorre con la mirada el vero del cauce.

—Te regalaré el molino con todas sus pertenencias; dotaré a la niña—murmura el pretendiente.

—Esta fábrica—responde el molinero sin pestañear, con imperceptible inquietud—vale diez mil duros.

—No importa.

—Y la huerta dos mil.

—Así valiera más.

—Traes mucho dinero, ¿eh?

—¡Si me sirve para ser dichoso!

Ahora es Martín el que observa a su amigo, dudando que el oro no contribuya siempre a la dicha.

—Haré lo que pueda en tu favor... sin ningún interés.

—Pues vale mi palabra tanto como una escritura; ya lo sabes: el molino es tuyo si Dulce Nombre es mía.

Se incorpora el aldeano, muy derecha la postura y entonada la voz.

—Desde que me le arriendas, casi de balde me le das... Soy pobre y agradecido... ¡Pero la hija no te la vendo!

—¡Hombre, no lo tomes así! Te quise ayudar con la baratura de la finca sin conocer a la muchacha; juntos anduvimos a la escuela y siempre te guardé ley.

—Como yo a ti.

—Si al procurar mi felicidad trato de hacer la tuya, no me parece que te ofendo.

—¡Claro que no...! Pero la gente es muy sospechosa y a ninguno de los dos nos conviene que se trasluzca lo que hablamos aquí. Dirán, si a mano viene, que trafico yo con la hija, y eso ¡ni por todo el oro del mundo...!

Está el molinero muy arrogante, las manos en los bolsillos, la cabeza levantada, puestos los ojos con desdén en la espina del monte; es alto, cetrino, canoso, tiene la expresión cuidadosa y perspicaz, el aire displicente y señoril. A su lado, Malgor, de la misma estatura, más grueso, la cara enérgica, muy pálida, el cuerpo algo vencido, mira al campo, también, y siente que toda la melancolía del paisaje resbala hasta su corazón.

De la otra punta de la sala llega un aviso adelgazado bajo las palpitaciones de la faena:

—¡Martín, ven a maquilar!

—Ya voy.

El indiano le detiene con visible anhelo.

—Volveré mañana por la contestación.

—¿Tan pronto?

—Lo que ha de ser, cuanto antes; no tengo paciencia.

—Y de lo hablado, ¿guardarás el secreto?

—Puedes estar tranquilo.

Aun vacila Martín.

—No vengas; será mejor que nos veamos anochecido, en el ansar, junto al puente de Cintul.

—Muy bien.

Los garrotes de Tomasa y Alfonsa aguardan en colmo. Las dos mujeres reciben al molinero llenas de curiosidad, entre alusiones y sonrisas.

Pero él, impávido y socarrón, se vuelve hacia el niño que ha llegado con su cesto de grano rubio, lo vierte en la tolva y hunde en ella el maquilero para cobrar.

II. DULCE NOMBRE

Allá va el pretendiente, meditabundo, un poco triste; camina despacio y se detiene con frecuencia, como si tirase de él la voz juvenil que canta en el molino, una voz ardiente y pastosa de mujer que aduna su encanto con la endecha cristalina del río, las vibraciones armoniosas del aire y el suspiro de las hojas holladas en el sendero.

El acorde profundo y manso de este cantar sacude a Malgor en todas las fibras de su alma.

Se vuelve desde la penumbra del arbolado a contemplar el molino, y ve cómo Dulce Nombre, sin soltar de los labios la canción, procura dirigir el rumbo de una osada trepadora, dominante por las alturas del piso donde habita la molinera.

Tal vez con el rabillo del ojo soslaya la niña su interés hacia el indiano, tan madrugador por los ambages de la selva. Ignora si aquel hombre sale de la fábrica, pero sospecha que ronda los contornos con enamorada intención. Para esta clase de suspicacias ninguna mujer cabal suele ser torpe, y en la molinerita corren parejas la comprensión y la hermosura.

No olvida la tarde estival, reciente aún, de su conocimiento con Malgor. Estaba Dulce Nombre acompañando a su padrino en la torre de Luzmela cuando llegó el indiano.

—¡Qué bonita ahijada tienes!

—Ya lo creo... ¿No la conocías?

—La he visto de lejos, como a las estrellas.

—Y ahora, ¿qué te parece?

—¡Incomparable!

—Es hija de Martín.

—Lo sé: puede estar orgulloso.

—También yo, que la tuve en la pila bautismal y adivinando su belleza la llamé Dulce Nombre.

—¡Dulce Nombre!—repitió el indiano con embeleso.

Poco tardó la niña en retirarse, azorada bajo el chaparrón de los piropos y temiendo cohibir a los dos amigos con su presencia.

Desde entonces recibe los homenajes del indiano, silenciosos, en miradas elocuentes y en paseos por las cercanías del molino. Oye decir que Malgor la juzga sin rival por lo hermosa en la comarca, y siente clavados en su vida los deseos de aquel hombre como un terrible aguijón.

Hoy le ve, detenido, contemplándola desde la orilla del ansar, en rara actitud de tristeza y resolución, y presiente, de una manera vaga, que existe en aquella hora toda la fuerza decisiva de su porvenir. Quédase inmóvil, roto con la voz el cantar, angustiada por los presagios que le acuden aciagamente desde todas las lontananzas, en el viento caluroso que deshoja los árboles, en la altura de las nubes trasfloradas de luz, en la claridad verde que se difunde por el campo: la mañana entera se le sube al corazón lleno de augurios y ansiedades.

Nunca hubiera sospechado la joven cosa maligna de aquellos minutos apacibles, de aquel día luminoso en la ausencia del astro paternal, diáfano por sí mismo, abierto poco a poco con una divina candidez; el celaje levantado y sonriente, los horizontes claros y sensibles como si quisieran estrechar el valle en amorosa intimidad: así los montes aprisionan la vaguada en una cadena suntuosa y azul, más entonado y profundo el color bajo la palidez serena de las nubes.

Es que el ábrego, sin arreciar, sorbe las neblinas, purifica el ambiente, le templa y le colma de perfumes.

Y Dulce Nombre no sabe cuál puede ser el engañoso camino por donde la mañana le oculte su traición. Buscándole está, al parecer, con los dedos entre los rizos anchos y trigueños que se le enrubian por la raíz, en lo alto de la frente y en la sien. Ha ido apartándose de la ventana con lentitud y se sienta ahora en el borde de su lecho recién mullido, muy pomposo, al uso de la aldea, vestido con telliza de flores. Después que ha enredado mucho su cabello, sin peinar todavía, deja caer las manos sobre la falda y permanece absorta, en la actitud impaciente del que espera y escucha.

Percibe los ruidos familiares: el trajín de las muelas, el murmullo del río, la bravata de un gallo, los indefinibles rumores del viento en la selva y en la mies. No descubre la temerosa novedad que aguarda, y se abisma en una inquieta meditación.

Piensa en su niñez melancólica, sin madre, privada de íntimas expansiones, renovando cada noche en el molino la insípida tertulia, acudiendo a la torre de Luzmela diariamente para recibir una lección. El padrino, Nicolás de Hornedo y Esquivel, solo y taciturno, más diestro en pedir alegrías que en ofrecerlas, enseñó a la niña a leer y escribir con algo más de gramática y un poco de otras disciplinas intelectuales; pero no la supo acompañar a sentir ni acertó a ver el opulento corazón que tenía entre las manos: para él la ahijada era un juguete, un motivo de orgullo y diversión. La mimaba y la quería ciego de egoísmo, sordo a las voces de aquella alma henchida de ternuras, ansiosa de confidencias y generosidades.

Hasta que, durante el verano, Manuel Jesús Ayuso, el seminarista estudioso de Cintul, miró audazmente las flavas pupilas de Dulce Nombre, y anunció que dejaba los libros. En vano la madre del mozo, viuda y mísera, puso el grito en el cielo, desolada; cuando terminaron las vacaciones el estudiante no quiso volver al seminario y afirmó su propósito de convertirse en labrador. Sus cinco años de carrera le daban entre la gente cierto lustre; pero le ayudaban poco al trabajo material, y la bienhechora que le había pagado los estudios, una dama vecina, culpable de formar sacerdotes sin vocación, tuvo motivos para decir que Manuel Jesús era un holgazán.

Entretanto, Dulce Nombre se entrega con furia al goce de querer. El relativo pulimento de su inteligencia sirve de estímulo a la romántica pasión, y vive la niña en plena fiebre sentimental, trasoñada y vibrante, medio loca por el cortejador que le dice «musa del bosque», le hace versos ripiosos, y ronda el molino a la luz de la luna.

Maravilla se le antoja a la muchacha esta realidad. Su novio es fino y guapo, sabe humanidades y latín, compone rimas y la quiere con exquisito amor; ¿qué puede ella temer de otro hombre que pase, la mire y la encuentre hermosa?

En sus labios vuelve a cuajarse el capullo de una sonrisa. Acércase de nuevo a la ventana. Ignacio Malgor ha desaparecido bajo la fronda a medio deshojar.

Por cierto que el indiano tiene una expresión honda y fuerte, inolvidable, una mirada profunda y decidida, no exenta de dulzura, que absorbe las cosas con dominio de posesión.

La moza se estremece al recordarlo así y queda envuelta en una racha del aire tibio. Se le alborotan los bucles; las entradas rubias del cabello le resplandecen como una corona sutil; el busto, inclinado y flexible, tiene la pura morbidez estatuaria. En el rostro, moreno y oval, no muestran las facciones una clásica perfección, pero se iluminan con los ojos pardos, magníficos, orlados de pestañas densas y oscuras, y luce en ellos el iris unas chispas de oro penetrantes como lanzas, unas variaciones rútilas y misteriosas que son el mayor encanto de la molinera.

El aliento del Sur remueve los aromas de las plantas, concentrados y agudos. Hay en el huerto vecino menta verde, malva real, flores de maravilla, rosas de te, madreselva y jazmín, que reviven y trascienden mediante la benignidad de la témpora.

Y a Dulce Nombre le perturban aquellas ondas de perfumes, casi violentas, unidas a las de su habitación que huele a espliego y a membrillos.

Está impaciente la niña; su mirada primaveral se hunde en el campo de una manera delicada y temerosa.

De pronto calla el molino: se ha parado el árbol trasmisor; brota el silencio del fondo de la casa y se extiende por los alrededores con secreta delicia.

Este sigilo despierta con doble intensidad otros naturales murmullos: los saetines que borbollan y gorjean, el río que se va melodioso, el alma del bosque gimiente en los árboles y en las hojas; y dentro de la fábrica el jadeo brusco de un reloj, el latido de unos pasos que suben la escalera y se adelantan por el gabinete.

—¿Qué haces?—pregunta Martín a su hija, un poco trémulo.

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Estoy... escuchando.

—¿Y qué escuchas?

—¡Qué sé yo...! Las voces del viento.

—Pues oye una cosa que yo te diga.

—¿Sí? ¿Una cosa...? ¡Ay!

—¿Qué?

—No; no la quiero saber.

—¿Te da susto?

—¡Calla, por Dios!

Retrocede ante la noticia que augura. Trata de huir y el padre la sujeta con suavidad.

Ella afronta la revelación; hubiera querido que la hora se eternizara sin descubrir aquel secreto, y no obstante le desea conocer.

Está blanca, temblorosa. Tiene marchito el color fuerte de los labios, calientes las yemas de los ojos.

—¿Qué es?—murmura.

Comienza Martín a susurrar, persuasivo y halagador; parece que suplica, y manda: no consulta las proposiciones del indiano, sino que las pondera a la vez que se entusiasma con la suerte envidiable de la novia.

Una respuesta indiscutible se desprende de aquel discurso; pero Dulce Nombre, sin hablar, mueve la cabeza con obstinación, mientras un trino melodioso rompe el silencio en el vano de la ventana: ligera y alegre cruza por el aire una golondrina.

III. LOS COPOS DE LAS HORAS

Vuelve a andar el molino; crece el día muy despacio para la inquietud de la enamorada, que entra y sale cien veces en el local donde los humildes cosecheros se turnan esperando su molienda.

Le parece a Dulce Nombre que en todos los semblantes hay una expresión reveladora, que los murmurios, apagados entre el ronquido de las piedras, están llenos de insidias y averiguaciones.

No se equivoca. Por los contornos del valle corre ya la noticia de que el indiano se quiere casar con la niña de Rostrío. Nadie pone en duda que ella acepte o que el padre no la obligue al casamiento: ¡menuda boda!

Se habla de Manuel Jesús con lástima y desdén: ¿para eso ahorcó los libros...? ¡Pobre infeliz...!

Y coméntase la fortuna loca de la muchacha.

—Bonita es, pero otras lo son más... Criada sin madre y con poco rigor, muy hecha a satisfacer su gusto, enseñada por don Nicolás en libros y finuras que no le pertenecen... Para señorita, que hubiese elegido el indiano a la de Barreda.

—¡Mujer, no compares!—protesta Gil, un pastor embelesado por la molinerita.

—Sí comparo, sí—replica Tomasa, muy tozuda—; la de Barreda no tiene dote, pero es una señora de principios.

—Con treinta años lo menos.

—Para don Ignacio más aparente que esta otra.

—Por la edad.

—Y por la educación.

—Mira, no le des vueltas: Dulce Nombre lo tiene todo. Es guapa, graciosa, tan aguda que siente crecer la lana de los corderos, brotar las flores en el campo y caer los copos de las horas.

—¡Pues no has dicho tú nada!

—Sabe de lectura y de oraciones; sabe hablar y reír mejor que nadie en el mundo.

—¡Echa, echa...!

—Lo cierto es—interviene Alfonsa, sin levantar los ojos de su tejido—que esta chiquilla de Martín se lleva los corazones. Yo no entiendo de hermosuras, pero tiene un mirar que todo lo consigue.

—¡Eso!—afirma Gil, impetuoso—yo he estado en Madrid... ¡Imagínate si habré conocido mujeres...! Y en África, al trato con las moras, que lucen los ojos más atroces del mundo; pues no los he visto nunca, jamás, como los de Dulce Nombre: las chispas de luz que le resplandecen a la vera de las niñas no son cosa de criaturas humanas.

—¡Ay, hijo, qué exageraciones!—interrumpe la envidiosa—. De todos modos, esa iluminación que dices no se enciende para ti; la has visto por casualidad.

—La he visto como tú ves al sol, que también sale para las víboras.

—¡Lagarto!

—¡Vaya, vaya; no os acaloréis, que está de Sur—recomienda Alfonsa, cachazuda, entre los dos porfiadores. Vuelve al molino, como Tomasa, con un deseo invencible de saber, y teme que la discusión malogre su curiosidad.

Ambas mujeres han contado en Luzmela y Paresúa la entrevista madrugadora del indiano con Martín, y se conjetura el secreto de aquella visita, vislumbrado al través de muchos detalles elocuentes.

Porque Malgor iba en su tílburi a media mañana por la carretera, muy afanoso, y el chaval que le sirve dijo luego que su señor se había detenido en Cintul para tener una larga conferencia con la madre del seminarista.

Volvió a Luzmela el pretendiente, dejó el cochecillo en su casa y subió a la torre, donde estuvo de palique con don Nicolás hasta cerca de las dos. Rosaura, la mayordoma del hidalgo, le contó a la panadera que los amigos habían discutido con mucha tenacidad. Fuése Malgor desde allí a ver al señor cura, sin permitirse un descanso para comer. El cartero le encontró en la rectoral; como ya estaba imbuído por los rumores populares, se fijó en que don Ignacio tenía los ojos febriles y muy acentuada la palidez, y le pareció conveniente divulgar tales observaciones mientras repartía la correspondencia....

Diríase que el ábrego, caliente y murmurador, aventaba en los poblados las noticias metiéndolas entre las ranuras de las ventanas, arrastrándolas por las mieses, alzándolas hasta los invernales. Del monte viene Gil y ya sabe de aquella novedad lo mismo que la gente del llano.

Y parece que las suposiciones y los descubrimientos deben hoy arrumbar con las aguas del molino y patentizarse en las roncas espumas. Así los labrantines que tienen un celemín de grano acuden a formar ávido rolde en torno a los manaderos de la harina.

Las palabras y las ruedas zumban en el salón bajo el polvo del maíz; en el canal bulle el rebalaje y saltan las chispas del rodete poblando de sones extraños toda la fábrica; silbidos y cuchicheos, estertores y arrullos que se extienden como un canto fuerte y misterioso encima del edificio.

Siente Dulce Nombre que todo aquel tumulto la persigue, busca, sin saber dónde, algún consuelo, y sube una vez más a su dormitorio: en la incertidumbre de aquel día ha registrado los rincones familiares con loca impaciencia, sin que le sirvan de refugio.

Se abre al ocaso una de sus ventanas sobre el río y a ella se acoge, atraída desde el cielo por la hendedura roja que el occidente descubre.

Está el aire templado y limpio, llena la hora de sublime placidez y recibe la niña una secreta esperanza de aquel celaje roto bajo el cual agoniza el sol: no sabe que la belleza de las cosas vive en ella misma como un reflejo inmortal; pero intuye, vagamente, el poder de la divina gracia, y se entrega a su influjo con anhelo sobrehumano.

Las nubes luminosas del poniente levantan hacia sí aquel abrumado corazón, y Dulce Nombre recobra un poco de serenidad. Está segura de que no ha prometido nada a su padre; no, al contrario, le dijo con mucha firmeza:

—Soy novia de Manuel Jesús; no quiero a ese señor—. Una y otra vez repitió la misma negativa, sin oír las súplicas ni las reflexiones, sin atender, siquiera, a los mandatos.—Soy novia de Manuel Jesús; no quiero a ese señor.

Martín no logró arrancarle otra respuesta. Depuso el tono autoritario, nuevo en él, y acudió a los reproches:

—Es la primera cosa que te pido... Yo me he sacrificado por ti; me pude casar y por no darte madrastra vivo sin mujer en los años mejores de mi vida...

Habló lleno de pesadumbre y amargura, con esa propiedad sobria y certera que el pueblo montañés infunde a su lenguaje.

La muchacha le atendía con la penetración abierta y sensible propia de la raza. Iba sintiéndose culpable de rebelión y de ingratitud, pero su brío cantábrico la obligaba siempre a responder:

—No quiero a ese señor.

Y sus mismas palabras al sonar le daban la certidumbre de un argumento irrebatible.

Acaso al padre le causaban idéntica impresión. Por eso no llegó a recaer en el enojo; se mantuvo serio en la tristeza y dejó a la niña para entregarse al trabajo. Hasta la hora de comer no volvieron a verse. Ninguno de los dos tenía apetito y cambiaron las frases justas, sin aludir a la gran preocupación que les acongojaba.

Tornó después cada uno a sus quehaceres, huyéndose en lo posible, silenciosos, cohibidos, temiendo encontrarse delante de la cena.

Nunca había sucedido aquéllo. El padre, solemne y reconcentrado, fué para la muchacha benévolo de continuo, la cuidó con solicitud, la dejó hacer su gusto con frecuencia, mientras ella le trataba como a un amigo huraño y servicial a quien se conoce poco y se le quiere mucho.

Ahora no sabe si le empieza a conocer y va a dejar de quererle. Se asusta de aquella situación tan repentina y extraña y gozaría empujando al tiempo, que la ha de resolver.

Por la noche hablará con su novio desde el portel del huerto; le ha mandado un aviso, impaciente por confiarle su ansiedad y apoyarla en el tesón varonil: necesita que Manuel Jesús la socorra pronto.

Y no le espera como de costumbre en la ventana, o en el umbral por donde cruzan los veceros del molino: quiere verle con reserva, pródiga hoy de la cita solitaria que nunca le concede. Cae su huerto por detrás de la casa a la orilla del cauce, lindando con el bosque: es un lugar escondido muy favorable al amor.

Dulce Nombre suspira con oculta zozobra; luego sube la mirada desde el campo regadío, muelle y jugoso, y la envuelve en el ropaje del crepúsculo, donde se apaga el día.

Una mano se posa en el hombro de la meditabunda, que se estremece como si la despertaran.

—Dice tu padre que bajes a maquilar; él tiene que salir.

—¿A esta hora?

—Eso parece.

Y Tomasa, que sirve de emisario con harta diligencia, se queda mirando fijamente a su amiga, traspasándola con los ojos aviesos.

Dulce Nombre apenas la ve; tiene la imaginación en tortura; ¿adónde irá su padre? Nunca deja el molino hasta que, después de cenar, sale un rato a la taberna, ya suspendido el trajín.

—Y Camila, ¿qué hace?—pregunta, resistiéndose con interior desgano a caer en el bullicio del salón.

Sigue Tomasa clavando su curiosidad en la molinera.

—No lo sé—responde.

Es feucha, nerviosa, chiquita; se mueve con una inquietud resbalosa de reptil, en tanto que Dulce Nombre decide:

—Allá voy.

Y aun se queda un instante contemplando desde la ventana el cielo misterioso del anochecer.

IV. ALMAS TORCACES

Antes de volver a la sala busca Dulce Nombre a Camila, una solterona de medio siglo, criada y gobernadora al mismo tiempo en aquel hogar.

La encuentra en el corredor que une a la cocina con la cuadra molinera, en el piso bajo.

—¿Adónde va mi padre?

—Al pueblo debe ir, porque me ha pedido una blusa limpia.

Con relación al ansar el pueblo es Luzmela, el vecindario más próximo, cabeza de partido en el valle.

Camila, al responder, se cruza de brazos muy preocupada. Tiene ella la costumbre de abismarse en hondas cavilaciones por cualquier motivo y aquel día están sucediendo cosas muy extrañas: oye la buena mujer palabras sueltas que la perturban, sufre con la desazón de Martín y de la niña, y anda torpe, recelosa, llena de inquietudes.

Allí se queda, en la oscuridad del carrejo, mientras la joven, pensativa, define:

—Va a consultar con mi padrino.

Y entra en el salón. De cerca la sigue Tomasa, avizora y entrometida.

El coro de veceros se distribuye en el local donde arden ya dos lámparas eléctricas, altas y flojas, incapaces de prestar un servicio adecuado.

Las mujeres que llevan labor se sientan en sus garrotes bajo aquellas lágrimas de luz, y tejen o zurcen con bastante dificultad, en tanto que las lenguas se despachan a su gusto; los chiquillos retozan; algún mozo que vuelve del trabajo se hace allí el encontradizo con la muchacha de su predilección; acaso alguna vieja, medio dormida junto al cimadal, pasa las cuentas del rosario entre los dedos marchitos: es la hora de las críticas, de las oraciones y los cortejos.

Y en el molino se explayan bien estas costumbres pueblerinas al influjo de la ocasión.

La presencia de Dulce Nombre cortó un poco el hilo de las pláticas. Fuése la niña derecha hacia las tolvas para hacerse cargo del maquilero, y se quedó así al margen de la concurrencia, con semblante distraído, procurando estar sola en medio de la gente.

Muelen hoy las tres piedras y cada pueblo comarcano tiene en el local su representación; pocas tardes se ve la aceña tan favorecida. Los que han recogido su porción de molienda se detienen, ronceros, aguardando a los demás para tener compañía en el retorno o pretexto de oír lo que se murmura.

Vuelven a hilvanarse las conversaciones en la más apartada orilla de las muelas; Tomasa refiere alguna cosa con todo el secreto posible, y en otro grupo se lamenta una mujer de Rucanto.

—¡Ya son cortas las tardes!

—Sí—dice una coloñera de Cintul—; se hace noche en un vuelo y están medrosos los caminos.

—Pues, mira, ahí tienes buena compaña.

Llega muy presurosa Encarnación, la madre de Manuel Jesús, posa el canasto de maíz y descubre en el gesto, en las alusiones y en la sonrisa, los deseos que tiene de contar algo muy importante.

Es una mujer enfermiza y trabajada, con restos de hermosura: tiene el acento algo brusco y una propensión a ablandarle en forma de sollozo. Está muchas veces hablando con aspereza y al roce de una emoción se le convierten las frases en gemidos.

Hoy se muestra exaltada y gozosa. Su aspecto y sus ademanes han atraído en seguida la atención general. Sabe que produce interés, y enfilando su garrote con el último que llegó, dice jovialmente:

—Buenas horas de venir ¿eh? No he podido más: estuve de negocios.

Se estrecha un círculo a su alrededor; la comentada visita del indiano a Cintul acude a la memoria de cada uno; desde las tolvas se acerca Dulce Nombre a su pesar, y Encarnación, que la aborrece, según dicen, pone en ella los ojos con dulzura.

—Pues sí—añade—, estuve tratando del viaje de Manuel Jesús.

—¿El viaje...?

—¿Se va...?

—¿Vuelve a los estudios?

Estas preguntas simultáneas y lógicas se interrumpen bajo el peso de la inesperada contestación:

—Embarca para las Américas.

—¿Cómo?

—¿Cuándo?

—Pero ¿es verdad?

En el ímpetu de las interrogaciones suena ronca la de la molinera murmurando:

—¿Qué dice?

Hay una perplejidad angustiosa en estas dos palabras, que se extravían entre el mugido de la faena.

Y de pronto Gil, sin permiso, diligente y previsor, empuja el tosco resorte que detiene el trabajo.

Una paz benigna se establece en el molino; bajo el suelo discurre el agua borbollante, sopla el viento en el vano oscuro de la puerta.

Sonríe Encarnación, pasea la mirada con altivez por el auditorio, y repite, muy despacio, llena de solemnidad:

—Se embarca para las Américas.

—Pero ¿quién?—porfía incrédulo el pastor.

—Manuel Jesús.

—¿Y cómo ha sido eso?—arguye Alfonsa, con los brazos en jarras, en el colmo de la sorpresa. Todos los semblantes, todas las averiguaciones denotan el asombro, mientras las miradas buscan inquisitivas a Dulce Nombre, que se apoya en la pared junto a la coloñera de Cintul.

Es demasiado joven la novia para disimular; abre los cándidos ojos con descubierta desolación, y tiene deshojadas las rosas de las mejillas.

La madre del viajero se explica al fin, recreándose en la expectación que produce y suscitando una lluvia de nuevas exclamaciones.

—Lo que sucede es que esta mañana, de manos a boca, fué don Ignacio Malgor a proponerme el embarque del hijo para Cuba. Quiere mandarle allá empleado a su casa de comercio, con muchísimos duros al mes, pagado el viaje, los vestidos y cuanto necesite... Quedéme de una pieza. Por mí—le contesté—, de mil amores, que para el campo no sirve y ya sabe que me colgó los hábitos.—Sí, sí—dijo, muy al corriente de todo. Pero como estaba el muchacho en el monte no pudimos convenir nada y hablamos de otras cosas buenas para mí. Este señor pretende sacarnos adelante... No hay mal que cien años dure...; bastante desgraciada he sido...

La voz se le iba rompiendo en un tono de llanto. Un aire de estupefacción mantenía en suspenso las interrupciones latentes en el concurso, hasta que Gil abrió camino a la impaciencia de todos:

—¿Y Manuel, consiente?

—Sí.

Dulce Nombre no se había desmayado nunca. Sintió que se le hundían los ojos y las piernas se le doblaban; un frío intenso y húmedo le apretaba las sienes.

—Me voy a caer—se dijo.

Pestañeó muy de prisa, irguió el cuerpo sostenido en el muro, se pasó la mano por la frente. Y permaneció derecha: el esfuerzo de su voluntad la obligó a sonreír, mientras Encarnación respondía, observando a la muchacha, de reojo:

—Sí, consiente; los hombres son así, como las veletas: no se puede contar con ellos...

Callaba, con insidia, que el joven sólo se hubo resignado a partir después de una larga y trabajosa conferencia con Malgor.

—Entonces, ¿cuándo es la marcha?—pregunta la vecina de Cintul.

—¿La marcha? A escape. Con dinero todo se arregla en seguida. El barco sale de Torremar el diez y nueve: estamos a quince...

—¡Pues échale un galgo a Manuel Jesús!—interrumpe Tomasa, certera y alusiva—¡las cosas que se ven!

Y Dulce Nombre, silenciosa, algo insegura, deja el apoyo del hastial, atraviesa el salón y con las dos manos finas y ágiles empuja el mecanismo de la faena.

Vuelve a manar el polvo de maíz por los tres buzones harineros, y a la muchacha le parece que esconde su espantoso quebranto en el ruido estridente de la masticación. A su lado está Gil muy servicial; la mira y habla, pero ella no le entiende; hunde los dedos en la masa olorosa de la harina, los ojos en una visión ausente, los pensamientos en una tristeza insondable.

En la otra punta de la sala revive la murmuración, crecen los comentarios, y los habladores acaban por relacionar la próxima ausencia de Manuel Jesús con los viajeros de cada familia. No hay quien no recuerde allí con lástima y angustia a su emigrante: las playas remotas de Ultramar conocen bien a los mozos de esta leva que no se acaba nunca, de esta huída loca y triste, lejos de los campos españoles.

Recapacita la mujer de Cintul y le dice a Encarnación:

—Puede que tenga tiempo de mandar a mi hijo por el tuyo alguna cosa.

—¿No está en Buenos Aires?—inquiere Antón el campanero, que se ha detenido en la aceña a fumar un cigarro.

—Sí.

—No es la misma nación.

—¿Pues adónde va éste?

—A la Habana.

—Bueno; pero también cae a la banda de allá.

—Muy distante.

—¿No es todo ello una república?—averigua Alfonsa, intrigada.

El campanero, algo dudoso, tarda en responder.

—¡Claro!—afirma Encarnación con aplomo—. Por eso se ganan tantos caudales.

—Mis hermanos—dice Tomasa—no han ganado allí más que la muerte.

—Porque estaban comalidos como tú—replica la madre del viajero, molesta contra el tono sombrío de la joven.

La cual, sin despedirse, toma su canasto y sale bruscamente a la oscuridad de los senderos.

Magdalena, una vecina de Paresúa que está esperando a otra, habla de un muchacho que tiene en Chile y pregunta si le podrá ver Manuel Jesús.

—Para mi cuenta, no—responde el campanero, y Alfonsa arguye:

—Quedará más arriba esa población.

Lena, como la llaman en el valle, insiste:

—Dificulto yo que el mi chiquillo no haya traspuesto por allí: él, después de andar muchos días por el mar, anduvo también en los trenes.

—Escríbele que baje a la Habana—resuelve Alfonsa.

Y Antón mueve la cabeza con inseguridad.

—Me parece que es distinto el país.

Suenan sus frases limpiamente porque ha terminado la molienda.

Dulce Nombre, que llenaba las tolvas sin cesar con la ayuda del pastor, ha despachado el último cesto de la harina: se acabó la jornada.

Está la moza pálida y grave con el maquilero en la mano, los ojos distraídos, los labios serios y desdeñosos.

Ya no hay motivo para retardar el desfile, que empieza lentamente.

La coloñera de Cintul, va a salir con Encarnación, cuando retrocede ésta, posa el canasto y se dirige a Dulce Nombre:

—No tengo yo la culpa de lo que pasa—alude con el acento lloroso—, es el destino: tú naciste para señora.

Le da un abrazo; la joven, hierática y muda, se estremece sin contestar ni corresponder.

Han desaparecido los veceros en la tiniebla de la noche y aun se rebulle Gil por el salón; repite la despedida, ofrece sus servicios, sacude el celemín, hasta que la molinera pronuncia, inmóvil y extraña:

—Vete con Dios.

V. EL ETERNO MANANTIAL

Están inapetentes los tres comensales y la colación, silenciosa y ligera, se despacha en cinco minutos.

Sale Martín, como todas las noches, del molino, hermético el rostro, mesurado el ademán. Camila recoge los cacharros de la cena y no pregunta a Dulce Nombre qué se le pierde fuera de casa a tales horas; la ve atravesar el cortil, oye quejarse a la vilorta del huerto, comprende que la muchacha acude a una cita de amor, y se cruza de brazos con su natural sentimiento de cavilación y pesadumbre. Ella quiere a la niña con blando corazón de abuela; se puso a cuidarla desde que la madre la dejó en la cuna, y se derrite en inútil desvelo por aquella juventud solitaria y briosa, llena de pasión: la muchacha es para Camila un secreto inviolable, un misterioso hechizo, la única razón de vivir y padecer...

Es el huerto breve y humilde, asurcano del bosque; tiene un plantel de legumbres, una colonia de rosales; macetas con semilleros, trepadoras que suben a la casa; el cercado es de espinos, la portilla exterior de madera gimiente como la del corral.

En aquélla se para Dulce Nombre midiendo la sombra con los ojos fijos y empañados, rotos los pensamientos por el dolor. Ya debía estar allí Manuel Jesús, que nunca se hace esperar.

Tienden las nubes su dosel oscuro sin el raudal celeste de los astros; los hálitos del viento se han dormido y en las ramas curvas de los árboles desfallecen las hojas antes de caer.

Dulce Nombre se agita en la soledad esperando al que no llega, anhelante de amor y desconsuelo. A cada segundo pierde una esperanza; aguza el oído con el afán de sorprender unos pasos en la trocha que desde el ansar conduce hasta Cintul.

Pero el ritmo secreto de la noche late con los arroyos desgajados de las montañas, con el río que huye serenado y el tiempo que se filtra en los arcanos de la eternidad. Ningún otro rumor tiembla en el aire, y la sensación de un estado transitorio oprime la conciencia de la moza: siente que el augusto ensueño de su alma fluye también, en el continuo deslizarse de las corrientes de la vida.

En el reloj de Luzmela se abren las horas con unas campanadas apacibles: son las diez.

—¡Qué tarde!—murmura la niña, y rompe a llorar con desesperación infantil; le parece que está sola en el mundo, ¡no arde en la noche más estrella que la de su corazón!

En el egoísmo de su quebranto olvida la muerte silenciosa de las flores deshojadas al lado suyo, el temblor de las plumas abandonadas por el otoño en el seno de los nidos: la muchedumbre de tristezas consumidas a cada instante en el eterno devenir.

Se dobla sollozando, convulsa, desmayadas las trenzas en los hombros, con la frente escondida entre las manos, y su queja late por las costas del río, perdida en el murmullo de las aguas: es un átomo nuevo del dolor que va a nutrir los rugidos misteriosos de la mar.

Aun se resiste Dulce Nombre a su fracaso; escucha con avidez, registra la sombra, lleva los ojos a las nubes como si buscase en sus repliegues la clave del enigma, y al fin retorna al molino en la más cruel desolación, sin comprender una palabra del oscuro libro de los cielos.

VI. LA PENITENCIA

A la misma hora, en Cintul un hombre enamorado y voluntarioso mordía su dolor, campo afuera, por el vero del ansar.

Muchas veces tomó un camino y otras tantas desanduvo los pasos: aquel hombre era Manuel Jesús.

Había ofrecido a don Ignacio Malgor partir a la mañana siguiente, y embarcarse en Torremar para Cuba a los tres días. Deseaba cumplir su promesa y no sentía remordimientos por haberla empeñado, aunque envolviera una renuncia al amor de Dulce Nombre.

Llegó a este acuerdo después de una batalla dolorosísima entre la conciencia y la pasión, frente a extraño rival que abordaba el asunto de una manera insólita:

—Los dos pretendemos a esa niña: yo me puedo casar con ella inmediatamente, rodearla de comodidades y de halagos, poner a su alcance los bienes de la tierra, ¿y tú?

—Puedo sólo hacerla esperar, mientras aguardo a ser labrador.

—¿Y entonces?

—Será mi labradora.

—¿Atada al yugo de tu pobreza?

—Sí.

—¿Envejecida y doliente como tu madre?

—¡No lo sé!

—Imagínala esclava de las mieses, lavandera, leñadora, con la hermosura perdida, los hijos desnudos, el cansancio en el alma, el tedio al pan de maíz.

—Me quiere.

—Bien—dijo el indiano; y trató de sonreír, herido como estaba por el áspero aguijón de los celos—. Te quiere hoy, con un amor de niña que no resistirá las vicisitudes de la miseria.

—Pero que ni se compra ni se vende—replicó el mozo con orgullo, algo vacía la entonación.

—Sin embargo, yo le vengo a comprar.

Estas palabras no eran viles porque las redimía la amargura, un duelo noble y puro, confesado con generosa modestia.

—Tengo dinero—añadió el hombre rico—y voy a ver si le puedo convertir en un poco de felicidad; pero voy a este único deseo de mi vida honradamente, abiertos los brazos y el corazón: escucha.

Habló con transparentes frases, con el acento persuasivo y hondo. Su riqueza era un mérito adquirido en heroica lucha contra la suerte; él fué un emigrante desamparado y mísero; hizo fortuna sin dañar el interés ajeno, y aquel oro tenía un valor tan estimable y lícito como el de los blasones o el de la juventud: le quería negociar. Iba derecho a su ilusión con energía y franqueza. No tenía tiempo que perder.

—Pero hay otras mujeres—protestó Manuel Jesús, cautivado, no obstante, por aquella intrepidez clara y singular.

—No hay otra para mí; es tan niña, que aun puedo modelar su alma; es tan despierta y sensible, que acaso llegue a confundir la gratitud con el amor.

Siguió diciendo cómo la trataría, con qué delicadezas y ternuras, con qué intenciones de hacerse perdonar el atrevimiento de ser feliz. Había sido joyero muchos años; pasó los días trabajosos de la emigración en el comercio de las piedras preciosas, manejando esmeraldas y zafiros, perlas y brillantes: sus dedos tenían la costumbre de guardar tesoros, de conocer las cosas bellas y pulcras. El contacto de los metales finos, de los cristales resplandecientes, le habían hecho artista y cuidadoso. Dulce Nombre sería para él como una joya, la más cara del mundo.

Bajo el imperio de aquella fuerte voluntad, Manuel Jesús veía a la novia lucir en el estuche de un esplendoroso destino, y la perdía lejana, brillante y libre igual que un astro, mientras se abrían inesperados horizontes para otras vidas tristes que también adoraba el mozo. Hasta seis hermanitos suyos podían librarse de la esclavitud labradora; la madre, enferma, tendría descanso y remedio; el hogar arruinado lograría restauración, y aquel monte durísimo para los brazos del estudiante, aquella mies esquiva y rebelde, se cambiarían por el comercio de alhajas valiosas en el oficio ilustre de lapidario; sometido a la rauda evocación sentíase ya preso entre anillos y cadenas de oro y esmaltes, impulsado a una existencia remota allende la mar.

Y de pronto la memoria le recordaba con íntima lucidez a Dulce Nombre. Se erguía la imagen, combatientes las agudas lanzas de las pupilas, llena la voz de cosas enamoradas y pueriles, el talante gallardo, el gesto luminoso...

—¿Qué me contestas?—repetía Malgor, intranquilo, leyéndole en la cara las vacilaciones.

Pensaba el novio en la cita próxima, la primera obtenida en una cómplice soledad.

—¡Nada!—repuso, ciego de codicia y tentación; y se quedó sombrío, callado, irreductible.

Había recibido la visita fuera de su casa por no tener dentro adecuado lugar, y se paseaban los dos hombres por una llosa cercada de abietes, hecha ya la recolección de su mies, con almiares de paja y los portillos en abertal.

El terreno sube por el monte como toda la aldea de Cintul, dominando los contornos de la serranía, el valle y la hoz. Dobleces de la propia montaña esconden los demás pueblos comarcanos; en la hondura blanquea el molino del ansar entre el boscaje roto por el viento de octubre.

Don Ignacio Malgor no se daba por vencido. Con una tenacidad imperturbable seguía diciendo sus propósitos de una manera llana y rotunda: la voz se le iba con el ábrego, mansamente, como un rezo de los caminos.

Ya salían los chiquillos de la escuela y algunos se paraban ansiosos en la rotura de la sebe. Manuel Jesús reconoció a tres de sus hermanos puestos en guardia, sorprendidos y avizores. Poco a poco fueron entrando en la cortina, para jugar con los zuros abandonados de las panojas. Estaban mal vestidos, enseñando las carnes cenceñas bajo el deterioro de la ropa: tenían descalzos los pies.

Dos mujeres cruzaron entonces por la brecha del seto, con pesados coloños en la cabeza, y también se quedaron paradas, indiferentes a su cansancio abrumador, llamando a los niños, como un pretexto para observar a los rivales.

Eran Encarnación y su hija Clotilde, una moza tierna y endeble que seguía en edad al estudiante fracasado. La carga de leña le cubría las facciones, y sólo se adivinaba su juventud por las trenzas rubias y desbordantes como espigas reventonas, pendientes sobre la espalda.

De súbito la madre tiró al suelo el haz de fajina, sentóse en él y empezó a limpiarse el sudor de la frente con el delantal, mientras desde lejos procuraba descubrir alguna resolución en el aire lóbrego del hijo.

La muchacha, inmóvil, monstruosa bajo su coloño, parecía una esfinge.

En ella ponía el hermano su atención, lleno de lástima por aquel esfuerzo silencioso, y seguro de que Dulce Nombre trabajaría así, malograda y fallida hasta envejecer, si no la rescataba un gran milagro.

Los niños se acercaron a las mujeres, obedeciendo algo remolones, y como dijo la madre que había descansado ya, le ayudaron los tres a cargar de nuevo con la leña.

Iba la tarde consumiéndose; el austro, muy caído, se acostaba en el rastrojo de los maíces. Las nubes ensombrecían la sierra galopando sobre la hoz, y se confundían con el río escribiendo silenciosos renglones en el agua.

Seguía Manuel Jesús escuchando siempre a Malgor, transido, impenetrable, sin apartar los ojos del grupo que formaban las dos coloñeras y los niños. Vió a su madre levantar la carga otra vez, y notó que a Clotilde al andar se le cimbreaba la cintura con un temblor angustioso, como si fuera a romperse. Los rapaces se alejaban volviendo la cabeza hacia su hermano con una expresión que él tuvo por una súplica infinita. Y de repente miró a su rival con altivez, levantó las manos a la altura del pecho como si tirase de algo muy recóndito, y dijo una frase poderosa, arrancada de su corazón:

—Me embarco sin ver a Dulce Nombre: lo juro... por ella.

Una hora más tarde bajaba Encarnación al molino con la noticia en los labios y el contento en el alma. No sentía la separación de su hijo, imbuída por el gozo de verle marchar hacia una suerte feliz, arrebatado a la novia pobre, devuelto a la obligación de proteger a la familia como cuando estudiaba para cura. Luego que la madre tomó su desquite, presurosa y vengativa, sintió que era suyo el dolor de la enamorada; tuvo arrepentimiento de haberla hecho sufrir; quiso abrazarla y pedirla perdón: ya Dulce Nombre estaba insensible a todo lo que no fuera el tormento de su desengaño.

De vuelta a Cintul aun tenía que padecer Encarnación por sus ilusiones maternales; el hijo no venía a cenar; andaba solo y amargo por la orilla del pueblo; alguien le vió camino de la aceña: iba, sin duda, a faltar a su palabra, a romper su compromiso con Malgor.

Y era cierto que el mozo estaba a punto de rendirse; su carne obedecía a un misterioso imán, llevándole por los senderos conocidos en violenta lucha con los propósitos espirituales.

Desde los confines del lugar medía con obstinación una sola ruta: el recuesto, las praderías, un puente, la selva, y allí le esperaba Dulce Nombre, en el huerto solitario. Le parecía escuchar la risa fogosa de la muchacha, su voz caliente engarzada en el suave tejido de los tonos, sus promesas acendradas y puras.

En aquel momento sentía por su novia una pasión a la vez dulce y terrible.

Y bajaba ansiosamente al valle, tocaba en el ansar, volvía a subir, huyendo de sí mismo.

Así estuvo hasta que cuajó la noche y las montañas más erguidas se cubrieron con el manto de la sombra.

Empujado por el soplo de la oscuridad rondó el molino desde el bosque, vió palpitar sus luces en la honda tiniebla, y se detuvo en las cercanías del huerto; sentía un bárbaro deleite en mortificarse allí a dos pasos de la dicha, cuando era más fuerte que nunca el aroma del monte y el viento había volado como un águila a dormirse en las cumbres.

Acaso un suspiro hubiese bastado para romper entre los novios el negro muro de la noche, a pesar del juramento prestado por Manuel Jesús.

Pero el llanto del río se llevó los sollozos de la niña sin que el amante los recogiese. Y la penitencia de aquel amor fué un secreto de la temblorosa penumbra.

VII. CADA CUAL CON SU CRUZ

La torre de Luzmela domina el valle, fincada en un alcor entre el monte y el río, al acoso del arbolado.

Es un solar ilustre, empobrecido por el tiempo, habitado por un hombre triste y receloso. Nicolás de Hornedo y Esquivel tiene treinta y cinco años; es alto, membrudo, extravagante, sensible. Desciende por línea directa de un matrimonio advenedizo que dió mucho que hablar en la comarca porque heredó el palacio y los bienes anejos sin ostentar los apellidos del linaje fundador, ni tener, en apariencia, derecho ninguno sobre las fincas.

Una historia de amor, oscura y extraña, fué el origen de la herencia, y al través de dos generaciones viene a ser Nicolás el único representante de la nueva familia que ya luce timbres de otros blasones montañeses.

Aquella pareja intrusa, puesta en posesión de la casa, inesperadamente, por testamento del solterón don Manuel de la Torre y Roldán, tuvo una sola hija a quien desposó un Hornedo arruinado y desaprensivo; de la muchacha nació un varón que hizo bodas con una señorita de Esquivel: éstos eran los padres de Nicolás. Murieron jóvenes, y dejaron tan mermada la fortuna, que el huérfano logró apenas hacer sus estudios de abogado y conocer un poco la vida de la ciudad.

No llegó a ejercer la profesión; una rara melancolía, con tintes de aburrimiento y pesadumbre, le fué apartando de la sociedad, y acabó por encerrarle en su casa de Luzmela, achacosa y decaída, pero capaz aún de mantener con vergonzante decoro al hidalgo sombrío.

Algo morboso existe en la hurañía de este hombre, que se enternece por cualquiera emoción y muchas veces llora sin causas conocidas, abandonado al desahogo de la pena ignorada que le consume.

Él no sabe por qué se esconde ni cuál es el motivo de su tristeza; siente un descontento profundo que le amarga la juventud, y al mismo tiempo una infinita piedad por todo cuanto vive y sufre: es un espíritu visionario y silencioso que arrastra como un estigma los fermentos de pasiones y ansiedades ajenas.

De continuo invoca el recuerdo de aquellos novios sin nombre legítimo, señores del palacio por misteriosa virtud; él, hijo de una labrantina soltera, vivió siempre favorecido por don Manuel de la Torre, que le hizo médico y le dió un lustre sospechoso de bastardo; ella se apareció en el valle siendo muy chiquitina, sin saber decir su procedencia. Regresó don Manuel de una de sus frecuentes excursiones con la desconocida criatura de la mano, y en su casa la tuvo como un tesoro: se la conocía con el nombre dulce y significativo de la niña de Luzmela y nadie dudaba que no perteneciese a la misma sangre del aventurero señor, el cual, al morir, dejó los caudales a sus protegidos, igual que si fuesen dos hermanos. Pero, después de algunos episodios novelescos, la niña y el doctor se casaban con gran sorpresa de la gente, provocando un asombro y unas murmuraciones tan graves que no se han extinguido todavía.

Perduran los comentarios de aquella boda y aun se refieren sus detalles, con sigilo dramático y escandaloso, a la vez que se envuelve a los protagonistas en un aura de reverencia y estimación, y se guarda su memoria entre las más queridas del país. Vivieron enamorados y felices, seguros, al parecer, de su inocencia; fueron generosos y nobles con los tributarios del solar, y su recuerdo tiene un aroma de gratitud que se conserva entre las páginas remotas con interesante palidez, como en un libro una flor.

Aquel perfume de simpatía y de malignidad estremece al heredero de Luzmela con tenebroso delirio. Se juzga fruto de un pecado abominable y persigue con aciago deleite el secreto de la antigua pasión.

Ha revuelto en centenares de ocasiones los viejos papeles de la casa, apuntes y escrituras, cartas de familia, alguna abandonada epístola de amor: el delito supuesto no parece.

Y no obstante le busca Nicolás en la sombra, a lo largo de su vida, obseso por la acidez insana de la tiniebla y el dolor, cautivo en su torre como un penitente de la enfermiza curiosidad.

A nadie cierra su casa el solariego, y aun abre con demasía el flaco bolsillo a las necesidades de sus arrendatarios. La vecindad le quiere bien, le considera como a un amigo y le consulta en sus tribulaciones, aunque le mira con la vaga aprensión de que en él resurgen los remordimientos de una culpa lontana, acaso los vestigios de un crimen.

Y Hornedo, al sorprender aquellas vacilantes suposiciones, se aisla cada vez más, huye como un apestado, errabundo por el interior de su casa y por la soledad de sus huertos; si le visitan supone que le compadecen; si le abandonan siente el desdén como una herida mortal: así acrece su tragedia y se lastima la salud.

Pero en la vida oscura del misántropo resplandece un rayo de sol.

Es Dulce Nombre, la ahijada y protegida a quien adora Nicolás desde que la vió crecer y aficionarse al palacio con una devoción humilde y alegre, a prueba de malos humores y de rostros ensombrecidos.

Tenía la nena el privilegio de no recoger más que las sonrisas felices, de escuchar solamente las palabras suaves, y de poner las suyas como un bálsamo en las tristezas del padrino. Su presencia en la casona era un consuelo y una luz, y muchas veces los servidores del hidalgo corrieron a buscar a la pequeña como una medicina para las crisis angustiosas de su señor: si el molinero hubiese querido, la niña viviría siempre allí, regalada por Nicolás.

Nunca el padre lo consintió; él no perdía su derecho sobre la criatura propia, y sólo por condescender la dejaba ir al palacio tan a menudo, y permitía que el señorito la educara a su modo, con finuras exóticas para una pobre molinera.

Por su parte, Nicolás, avaro de la chiquilla, con la gula de un hambriento, no pensaba más que en el gozo de verla, ni parecía enterarse de que ya era una mujer y que él mismo le había despertado la sensibilidad y la imaginación con lecturas románticas y lecciones poéticas.

Le dijeron que tenía la muchacha relaciones amorosas y lo quiso ignorar, tímido ante una directa averiguación que rompería la infancia de Dulce Nombre cuando el solariego pretende revivir con exaltados atavismos la historia paternal y romántica de don Manuel de la Torre y la niña de Luzmela...

VIII. LAS CUMBRES DEL DESEO

El señorito y el indiano hicieron su amistad en la niñez, con esa pueblerina democracia que junta a los niños en la escuela y en la calle, entregados a los placeres y al estudio bajo una sola disciplina y una misma libertad.

Lecciones en el aula concejil, estímulos de un premio en el examen, escaramuzas por el monte, pedreas en el campo, unieron estrechamente aquellas vidas lozanas, exentas de vanidades y prejuicios.

Nicolás, que ya empezaba a ser irresoluto, sentía predilecciones por Ignacio, mayor que él, atrevido y fuerte, con menos inclinación a los libros que a las aventuras. Y el labriego, optimista y voluntarioso, le prestaba con frecuencia a su amigo los puños y el coraje, mientras el niño caviloso del palacio correspondía a la solicitud del camarada enseñándole una lección o resolviéndole un problema aritmético en el pizarrín.

Por aquellos años andaban a la escuela, también, con otros muchos galopines, Antón, hijo del campanero, y Martín Rostrío, ya casi mozo, asistente a las clases nocturnas con aprovechada condición: los dos tuvieron muy buenas amistades con Ignacio y Nicolás.

Pero no tardó el señorito en marcharse a un colegio burgués, ni el futuro indiano en prevenir un camino a sus ambiciones, embarcándose para Cuba.

Antes de aquella separación Martín le dijo a Ignacio, medio en broma:

—En cuanto hagas fortuna, compras a «éste» el molino del ansar y me le arriendas a mí.

«Éste» era el niño infanzón, que iba a decir alguna cosa cuando el viajero repuso, con una certidumbre serena:

—Dentro de diez años.

Y no habló una palabra Nicolás, pensando con supersticioso terror que las fincas de Luzmela tendrían que ser para su amigo.

Entretanto Martín sonreía, seguro de un arriendo beneficioso que le diese preponderancia en el valle, y suspiraba Antón en el colmo de la codicia:

—¡Para entonces seré yo campanero!

Afrontaban su destino en aquella actitud inquiridora y vigilante, de cara al porvenir.

Hoy se cumplen las profecías del pasado: Martín dispone del molino y Antón de las campanas; Ignacio compró hace tiempo muchas posesiones de Nicolás; han vuelto a reunirse a la sombra de los mismos árboles de su niñez, y ninguno de los cuatro es feliz: luchan y se afanan sin tocar las cumbres del deseo, ansiosos por la vida, cada cual con su cruz...

En esta mañana otoñal, pálida y dulce, llegó diligente el indiano a la torre de Luzmela para comunicarle a su amigo que se quería casar con la hija de Martín.

Le miró Hornedo muy despacio, lleno de asombro, y dijo con temblorosa interrogación:

—¿También...?

—¿Cómo también?

—Sí; te has llevado lo mejor de mis bienes... ¡déjame a Dulce Nombre!

—Pero, ¿la quieres tú?

—¿No lo ves?

Alzóse lívido, anhelante, asustando a Malgor, que confesaba:

—Ahora lo veo...

—¡Es mi hija, mi compañera, la única amistad que me importa!

—¡Ah!—el indiano comprendía y se tranquilizaba, teniendo en cuenta las exaltaciones frecuentes de Nicolás—. Siendo así—acabó—, bien puedo hacerla mi mujer sin estorbar a tu cariño.

—¡No! ¡Me la quitas!

—Otro te la quitará, ¿no sabes que tiene novio?

—Es una niña.

—Es una moza.

—Y si tiene novio—gritó Hornedo, crespa la voz y la actitud—, ¿cómo se ha de casar contigo?

—¿A ti que más te da...? ¿O es que protestas sólo contra mí?

—¡Que haga su gusto!

—Se casaría entonces con él.

—¿Qué dices?

—No me quiere; la compro.

-¿Qué...?

Tuvo que sentarse sin esperar contestación porque se estremecía como una hoja, colérico y abatido a la vez, falto de palabras y de serenidad.

Estaban en el fondo de un ancho gabinete descuidado y antiguo; el solariego se había dejado caer en el sofá y a su lado Malgor, sin levantarse de la silla, hablaba límpidamente, con su acostumbrada manera superlativa y rotunda, desenvolviendo el mismo discurso que por la tarde necesitaba exponer a Manuel Jesús. Iba a casarse en seguida con Dulce Nombre; lo tenía dispuesto así y no podía esperar: la muchacha era su única ilusión. Para el novio habría otros amores cuando estuviera en situación de tomar estado, después de trabajar con amplitud y bien protegido en el negocio de la joyería... El haber traficado con las piedras preciosas y los metales ricos servía de admirable educación para tratar a una mujer: pendientes, sortijas, collares, rosarios, cruces, medallones... un comercio frágil y sutil que predisponía a las dulzuras del hogar, a la paciencia suave del enamorado, a la esmerada pulcritud del esposo...

Malgor estaba de pie: no se le ocurría nada que añadir.

Cumplió el propósito de anunciar a su amigo la boda, como un acontecimiento seguro y razonable, y se marchaba porque tenía mucho que hacer.

Tendió la mano a Nicolás que permanecía silencioso, inmóvil, con la mirada fija en una tabla religiosa, puesta sin marco sobre la pared.

Insistió el indiano, apremiante, en su despedida, hasta que el distraído alargó la diestra con un movimiento glacial, y quedóse allí mudo, atónito, mientras salía Malgor al través de salones desmantelados y pasillos oscuros: iba derecho a la rectoral, sin acordarse de la hora de comer.

Apenas sus pasos se dejaron de oír en la casona, cuando Hornedo se levantó del sofá, entró en un dormitorio contiguo, que era el suyo, y se echó de bruces sobre la cama, baja y honda, cubierta de raído sobrecielo...

Moría la tarde; ya estaba Malgor hablando con su rival en Cintul y el hidalgo de Luzmela seguía tumbado en su lecho, sacudido por los sollozos.

IX. LAS ALAS DE LA PALOMA

Desvelada y madrugadora sale Dulce Nombre de la aceña a buscar el refugio de su padrino: va de prisa, aunque le pesa con exceso el corazón. Y le quiere difundir en el paisaje con el inconsciente anhelo de aliviar su camino; le apoya en los montes, que levantan la frente hasta las nubes; le acuesta en el campo mullido y oloroso; no consigue menguar la fatiga; al contrario: redobla su pena cuanto más la dilata por los horizontes y la extiende sobre el cielo que baja a mirarse en el río.

Se le agudiza así la sensibilidad con una fuerza misteriosa y percibe todos los rumores, hasta los más ocultos y remotos; sabe hoy de una manera extraña que entre las cosas vivas no hay una sola que no cante, y oye a lo lejos resonar el bosque, escucha el sordo crujido de todas las semillas que pacen en la tierra, de todas las raíces que trituran su alimento en la oscuridad: es una vidente que descubre los enigmas terrenales porque los contempla con la mirada deshecha en llanto.

Llega a la torre y le dicen que el señor anda malucho; aunque suele madrugar, todavía no se ha levantado.

—Esperaré que despierte—responde, y pregunta: ¿desde cuando está enfermo...? porque anteayer le vi.

—Pero ayer—arguye Rosaura intrigante y curiosa—le marearon los amigos; el indiano primero; después, ya de anochecida, tu padre: vinieron de consulta y negocio...: parece que se trata de ti...

—Puede ser—murmura Dulce Nombre, disimulando apenas su inquietud.

Siguen hablando las dos mujeres, de codos en la solana, viendo crecer el día, tibio y nublado como el anterior. La muchacha defiende sus graves preocupaciones, mal ocultas en un palique nervioso, mientras Rosaura la mira sonriendo. Es una mujer recia y calmosa que lleva muchos años de guardiana en la torre; viste de oscuro, tiene el pelo gris y se le nubla la frente arrugada por la edad.

Se abre de súbito una puerta en el ancho carasol y se asoma Hornedo bajo el dintel de su gabinete. Está palidísimo; un aliento de insomnio le rodea el semblante como un halo y se le hunde en la mirada con turbia densidad.

Rosaura se retira discretamente con un paso macizo que repercute en todo el corredor, y Dulce Nombre aborda su confidencia sin reparar en la alteración aguda del enfermo.

—Sabes, padrino, lo que me sucede, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ha venido a decírtelo mi padre y también... ese señor?

—También.

—¿Qué has contestado?

Nicolás apenas se puede sostener.—Entra—murmura, y va a sentarse en un sillón. Cierra los ojos; no ha visto que la niña se acomoda junto a él en un escañuelo, como de costumbre, y se estremece cuando ella le acaricia al repetir:

—¿Qué respondiste?

—¡Que están locos!

—¡Eso es...! Locos de remate. Y para salirse con la suya pretenden embarcar a Manuel Jesús; le han engañado; dicen que le han convencido... ¡No lo puedo creer... Tú me ayudarás a detenerle, a salvarme! ¡Le quiero lo indecible!

Se había levantado, intrépida, febril, y echaba los brazos al cuello del padrino con mimosa persuasión.

El puso, extraviado, las inseguras pupilas en el florido cuerpo de la moza; la miró como nunca a la cara; le vió de un modo nuevo el color trasparente y rubio de los ojos, el terciopelo rojo de los labios, la cabellera oscura, la tez dorada.

—¡Déjame!—grita de improviso, alzándose también, con señales de incomprensible terror.

Huye al otro lado del aposento, y la niña, que le debe sólo una desvelada ternura, se asombra y aturde, sin comprender la causa de semejante dureza. Necesita el cariño de aquel hombre, el apoyo de su autoridad para erguir una última esperanza, y va humilde a solicitarlo.

—Padrino. ¿Qué tienes...? ¿Estás malo de veras?

Se le aproxima, fijándose en el rostro doliente, trasojado, amarillo, y el enfermo, que logra dominarse, tiende las manos con una ansiedad lastimosa; no sabe él mismo si para asirse a algo que le sostenga o para recibir a la muchacha.

Ella se las acoge muy ferviente y le habla con íntimo desvelo.

—Sí, estás malo; tienes calentura.

Una piedad repentina se desborda en el pecho de la joven con esa lucidez que despierta en el que sufre, para adivinar el ajeno dolor.

Nicolás ha vuelto a sentarse, dobla la cabeza arrullado por la dulzura de la voz que le compadece, y acaba por balbucir:

—Estuve mal anoche: ya me siento mejor...

—Pues mírame. Levanta él los ojos con trémulo parpadeo:

—¿Qué me pides?

—¡Ayúdame!

—¿Cómo?

—Haciendo que no se marche Manuel Jesús; le obligan, le engañan, sin duda, y yo me voy a morir...

—¿Tanto le quieres?

—Más que a todas las cosas de este mundo; mucho más que a mi padre y que a la vida. ¡Le quiero para toda la eternidad!

Se remece, brusco, el solariego, clava las pupilas enigmáticas en Dulce Nombre y pronuncia con torva lentitud:

—¡No sabes lo que dices...! Si él se marcha es porque le conviene, y tú debes casarte con Malgor.

—¡Padrino!

—Es un hombre formal y está enamorado de ti.

—¡Ay! No lo entiendo; antes me diste la razón... ¡Me dejas sola tú también!

Y la niña desconoce el pálido mirar de su amigo, la esquivez adusta con que habla y rehuye el amparo que le va a pedir.

—¡Estoy sola, sola...!—repite con aflicción, mientras Nicolás cierra los ojos otra vez y esconde los dedos convulsos entre la melena alborotada.

Llega del dormitorio un aire pesado que trasciende a medicamentos y a sudor; por la abertura de las cortinas se ve una cama revuelta.

Está Dulce Nombre observando todo aquello de un modo singular, como si nunca lo hubiese visto: la estancia tiene un semblante de abandono y tristeza que conmueve; el hidalgo, ahora, quieto, mudo, lívido, parece un muerto.

Al través de las propias vicisitudes siente la muchacha una inmensa compasión, no sabe de qué.

—Adiós—dice con la despedida llena de lágrimas.

—Adiós—murmura como un eco el hombre inasequible.

La molinera sale del gabinete por el carasol lo mismo que había entrado, y allí se para indecisa sin saber qué rumbo tomar, con el triste azoramiento de un ave que tuviera las alas rotas.

X. LA CAUTIVA

El viento del otoño ha segado ya todas las flores; Manuel Jesús está muy lejos.

La molinera llora, pero oculta sus lágrimas y permite que en la ciudad le confeccionen los atavíos nupciales.

Para las amigas, para los vecinos, la moza se casa contenta, orgullosa, al cabo, por merecer la predilección del rumboso pretendiente.

Ella disimula todo lo posible su interna cuita y logra engañar a los observadores, no muy perspicaces. Sólo algunos ojos, los de Tomasa, por ejemplo, no se equivocan: muerden las apariencias de aquella conformidad y hunden su averiguación hasta la pena viva de la abandonada.

En el horizonte limitado de los hechos, Dulce Nombre ha sido vendida por su novio. Y le han dolido desesperadamente, primero el amor, después la dignidad.

No conoce las mudanzas del sentimiento y se abate al desengaño sin comprenderle, enferma de zozobras, con un peso de plomo en el corazón. Su espíritu, cándido y salvaje, tiene una sana rectitud; puesto que fué traicionada es preciso que olvide al traidor.

Ningún medio más práctico, a su parecer, que el de casarse con otro: quiere hacerlo en desquite y venganza. Está pronta a dejarse llevar por el destino, pero se revela pensando que los que la inducen a la boda son cómplices de su desdicha: el oro del pretendiente, la ambición del padre, la terquedad incomprensible del padrino, la empujan al casamiento con demasiada violencia.

Siente humillado el señorío de su persona, cautiva su alma en una red de pasiones oscuras.

Otras fuerzas laten a su alrededor unidas también contra la infeliz en sorda complicidad: el paisaje transido de agua, la niebla torva de las cumbres, el sudor helado de las noches.

Una voz poderosa zumba en el aire, se estremece la selva con la agitación de un vuelo monstruoso: las últimas hojas corren locamente por los caminos.

Y la triste molinera abre los ojos en la soledad, inquietos como dos interrogaciones, desde que huyeron con las golondrinas sus esperanzas: así, entregada a los propios estímulos, se abandona al tiempo sin defensa, reduce su aspiración a que pasen los días, y escuda su pesar con morboso egoísmo en la coraza de los montes.

Parece que está el valle más hondo que nunca; la gasa de las nubes tiembla desde las cimas hasta el río, sepultando la vaguada en una humedad neblinosa; muge la corriente, repican las abarcas en los senderos.

Dulce Nombre recibe desde su habitación toda la tristeza de noviembre; ya no sale a la tertulia de la aceña ni arrostra la cellisca y el frío por los huertos y los abertales como las demás zagalas. Asiste a misa los domingos y se esconde en su hogar con obstinada reclusión, ensombrecida lo mismo que las horas, turbio el cristal dorado de los ojos igual que el de los cielos.

Cuando tiene visita se esfuerza en hablar y sonreír, un poco nerviosa y acelerada, atajando las preguntas, rechazando las alusiones con su habilidad nativa de mujer, que no le llega hasta el alma virgen y ruda, incapaz de fingimientos y subterfugios.

Por eso delante de Malgor descubre la niña el estado de su espíritu, en franca desnudez, sin recelo ni crueldad.

No consiente que su despecho se confunda con el olvido, muy distante de su corazón; reconoce que el indiano la compra porque la quiere, y considera que sería una infamia engañarle. Aunque el deseo de él la hace infeliz, se explica con una lógica irrebatible la conducta de aquel hombre; le comprende mejor que al padre y al amigo, empeñados en sacrificarla, y está cerca de perdonarle, mientras no halla una sola disculpa contra la villanía de Manuel Jesús; traidor y vil, ella le adora a pesar suyo y un sentimiento de honradez la obliga a decirlo con los ojos y los labios cuando se lo pregunta Malgor.

Aquellas contestaciones rotundas repercuten como un eco en la casona de Luzmela, donde el indiano calma las ansiedades desde que su amor recibe allí un inesperado sostén.

Atribuye el pretendiente a inconstancias del carácter este cambio de Nicolás, y le utiliza en su provecho para acelerar la boda sin poner mucha atención en las voraces impaciencias con que su amigo le pregunta a menudo:

—¿Olvida al otro...? ¿Consigues que te quiera a ti?

—¡No olvida, no!—tiene que lamentar Ignacio, tan distraído en graves inquietudes, que no repara en la sonrisa brusca de su confidente.

El cual no ha visto a la molinera hace un mes, desde la mañana inolvidable en que la niña desconoció al hidalgo y salió de la torre sin esperanzas ni designios.

XI. LA MANO DE NIEVE

No volvieron a encontrarse hasta el día de la boda.

Parecióle a Nicolás que los encantos de su ahijada habían crecido de manera increíble, y admiraba en ella, con extrañísimo temor, la bruma de los ojos, el rocío de las pestañas, la niebla de la sonrisa, todo el conjunto hechicero y singular de aquel rostro que trascendía al vaho de un corazón lleno de pena.

Sentía el padrino delante de la novia un doloroso remordimiento, clavado en la herida de sus pasiones inconfesadas y mordientes, mezcla de venganzas y ternuras, de celos y de amor, ponzoña de la sangre junto al propósito noble del espíritu.

Para absolverse pensaba que había contribuído a darle un buen esposo, honrado, opulento y cabal, y se quería esconder a sí mismo la intención de su influencia triste y oscura, hirviente de codicias y tentaciones, nebulosa como un sueño heredado. Un fatalismo imperioso le inducía a proteger la solicitud del rechazado pretendiente contra el mozo preferido, el temible rival. No premedita emboscada ninguna para dañar al matrimonio que favorece; se contenta con impedir que la mujer deseada realice la plena dicha de otro hombre. Al quererla Malgor enceló con su reclamo a un cariño que dormía engañoso, disfrazado de paternidad, y que despertaba asustadizo y clarividente a la vez. La sorpresa del descubrimiento y la cobardía innata de Nicolás ahogaron las voces de aquella revelación: no tuvo el solariego ánimos ni arrogancia más que para huir de su propia conciencia y un ciego instinto para negar a Dulce Nombre los brazos de Manuel Jesús. Procuró ardorosamente el viaje del mozo; él mismo le condujo a Torremar y le dejó en el buque, valido de su ascendiente con la pobre familia de Cintul, embriagando al viajero con razones de altruísmo y sensatez, gastando a manos llenas el dinero de Malgor.

Después de aquella pugna febril cayó en una silenciosa pasividad y estuvo muchos días sin salir de su aposento, con el rostro huraño y la mirada calenturienta, hasta que hoy la boda le pone frente a la desposada.

Y se le parte el corazón bajo el aura de inquietud que los envuelve a todos en la sombra de una mañana decembrina, empeñada en no amanecer.

Se celebra el casamiento muy temprano y sin ninguna ostentación; asisten Camila y Martín; la madre del novio, anciana y desapacible, mal conforme con la alianza de su hijo; Hornedo y el delegado del juez; Antón, que sirve de sacristán.

Aunque se ha ocultado con sigilo la fecha del acontecimiento, por reiterada voluntad de la novia, algunos curiosos bullen alrededor del grupo, avisados por esas oficiosidades aldeanas que ningún secreto las evita.

Da principio la ceremonia en el atrio de la Iglesia, abierto a las ráfagas del aire, y culmina en el presbiterio, opacamente; las luces no logran romper toda la penumbra del altar; un soplo frío y lúgubre corre por las naves anchas y vacías; los rezos del cura suenan como un zumbido arrinconado en la noche; callan a veces los latines y queda el silencio erguido igual que un ser inevitable.

Nicolás está dando diente con diente; los dolores de su vida, solitaria y medrosa, le penetran de pronto con angustia indecible; un profundo anonadamiento le invade. Y cuando el acto concluye, sigue la comitiva con el paso torpe, llega al molino con un esfuerzo maquinal.

Todavía está la mañana oscura lo mismo que una cueva; plañe el viento; la masa del paisaje se esfuma sin contornos en las derrotas.

Malgor quiere llevarse a su mujer en cuanto cambie de vestido; pero ella permanece inmóvil con su traje negro, envuelta en una mantilla que a Nicolás le parece de luto.

Una gran indecisión reina en cuanto sucede; ni el padre ni el marido saben ejercer su autoridad. Tratan a la muchacha compasivamente, igual que a una víctima a quien nada se niega en el momento aciago del sacrificio; y Dulce Nombre, aquí lo mismo que en la parroquia, habla como en tinieblas; diríase que no entiende las preguntas que le hacen ni las contestaciones que da; tiene el aire de olvidar en un segundo las palabras que oye y las que pronuncia.

Al fin se abre el día, tardío y helado, perezoso.

Con la luz desciende sobre la fábrica un poco de actividad. La joven se ha cambiado el vestido: luce uno elegante y señoril que pertenece a su nuevo estado de novia rica, y está dispuesta a seguir al esposo, desde cuya casa, después de una comida familiar, saldrá el matrimonio de viaje.

En vano intenta Hornedo sustraerse al suplicio de la invitación: el indiano recobra su energía y decide que el padrino les acompañe. Se deja llevar, inseguro y macilento, siempre a remolque de la voluntad ajena, atado con mordiente hechizo a la ventura de su camarada.

Ya cunden por el lugar noticias indudables del suceso, y los alrededores de la aceña se van llenando de vecinos; algunos disimulan su curiosidad con el pretexto de moler; otros se detienen en las veredas, con un rumbo imaginario; los mozalbetes y la chiquillería se asoman sin rodeos a las ventanas del salón.

Pero las ruedas están dormidas; Martín, muy solemne, con un semblante de tristeza orgullosa, despide a los importunos, mientras el novio, ya dueño de sí, procura dominar la incómoda situación hablando a la gente con mucho agrado, dentro y fuera del molino, y Dulce Nombre lo mira todo con los ojos atentos, curiosa, al parecer, como los demás, en una actitud repentina de observación.

No puede esperarse que arribe un coche a los dominios de Martín, y la boda se resigna a llevar su cortejo creciente hasta Luzmela.

Va por una ruta corva y delgada sobre la humedad del mantillo: el ramaje seco levanta sus brazos a la altura como si pidiera misericordia; cubre el Salia todos los rumores con su voz torrencial...

La casa del indiano, restaurada y lujosa, con más esplendidez que buen gusto, linda también con el bosque, señor de medio valle, y tiene una entrada por él; más arriba, sin sustraerse al acoso del arbolado, se yergue solitaria la torre de Nicolás...

Esta es la primera vez que Dulce Nombre pisa las estancias que ahora son suyas; las contempla distraída, indolente; no consigue un poco de interés para cuanto la espera allí. Y mientras resbala el día en un violento sinsabor, habla sólo cuando la interrogan; huye de su padrino con involuntaria enemistad, sonríe al esposo de una manera inquietante, como si no le conociese.

El acaba por sentir el influjo de aquella extrañeza, vuelve a perder el aplomo, sufre una lástima incurable cuando la niña deja oír la aterciopelada dulzura de su acento.

Le acompañaba Nicolás tácitamente en sus compasiones, dolido del rencor de la moza, ansioso de consolarla, desesperado de perderla.

Se le aproxima cuando puede y le dice una frase cariñosa; ella le clava los ojos dorados y altivos, le detiene con una sonrisa hostil; después se acerca al balcón y mira al campo a la altura fría de las montañas, al cielo crepuscular; todo la cohibe dentro de las habitaciones desconocidas; todo la requiere en el paisaje amigo. Le parece que la selva corre hasta allí tendiéndole los brazos, y que se agita luego con un gran ruido de alas, como si echase a volar por encima del monte. Y presta una atención supersticiosa a cuanto se mueve al otro lado de los cristales, a la blancura lejana del molino, al oropel inquieto de las nubes.

Anochece, declina la tarde a los precarios fulgores de un sol invernal.

Ha llegado el momento de partir: ya está el coche a la puerta con los equipajes cargados. Malgor no sabe cómo arrancar a su mujer de la incomprensible quietud, y él mismo la prolonga con pretextos pueriles, como si temiese que Dulce Nombre se resistiera a acompañarle.

Adolece Martín de parecida intranquilidad y hasta la suegra se preocupa de la tardanza, mientras Camila gime por los rincones y Nicolás comprende que la despedida no da treguas: es imposible detener al tiempo y han sonado los fatales minutos.

—¿Vamos?—dice el marido vacilante, como si pidiese perdón.

Tiene que repetir la pregunta junto a la esposa, que sigue con el rostro pegado a los vidrios.

Se vuelve entonces sorprendida, y percibe toda la oscuridad de la habitación.

—¡Ya es de noche!—pronuncia. Se le ha entrado en el alma toda la esencia alarmante de la sombra.

Dulce Nombre no es inocente como las pastoras idílicas de los libros. La naturaleza salvaje de los campos le ha hecho sus revelaciones, sin perfidias, con esa clara brutalidad que no estorba al íntimo candor de los espíritus, y desde que la joven tuvo novio soñó estremecida con la hora misteriosa y tierna de las desposadas.

—¿Vamos?—repite aún el marido.

La suegra enciende luces y empuja a la muchacha hacia un dormitorio donde ella recoge alguna cosa.

Cuando sale de allí, con un velo sobre la cabeza, está blanca igual que un lirio, le chocan los pensamientos unos con otros, sordamente, y se le deslíe la inquietud en el zumo claro de las pupilas.

Bajan todos la escalera muy despacio, en silencio.

Entra en el portal con la agitación del aire el hálito de las hojas muertas y el bramido remoto de las olas. Alguien dice:

—¡Cómo suena la mar!

Es Gil, que a la puerta del indiano habla con el cochero y sonríe de una manera absurda.

En torno al carruaje hay un círculo de curiosos. Algunas mujeres abrazan a la novia, que se deja acariciar y despedir hasta que le llega el turno al padrino. Entonces, con un gesto mudo, le alarga la mano, fría como la nieve; él la recoge entre las suyas, devorando con los ojos a la moza, hambriento de su belleza intacta, y algo se le derrite en las venas que le hiela el corazón, cuando el esposo desde el coche pide aquella mano y la atrae hacia sí.

Pero ha subido la muchacha; se asoma a la ventanilla, habla trémulamente con su padre y con Gil, lleva con lentitud la mirada a los cielos donde riela la luna como un escalofrío del paisaje.

El rostro pálido luce todavía un segundo el resplandor triste de su gracia; cruje un fustazo, se mueve el coche y la novia desaparece en las negruras del valle, como una estrella que se hunde en su caída...

XII. CENTELLA DE AMOR

Al volver el matrimonio a la montaña, ya trasciende en los huertos con íntima dulzura el perfume suplicante de las violetas; han crecido los días y los caminos de la mies; un vaho primaveral sube de las campiñas a los montes y gana las cumbres como si buscase el cielo acogedor.

Dulce Nombre mira las cosas con asombro incesante, sorprendida de encontrarlas en idéntico lugar: allá arriba las cabañas orlando los abismos; aquí el bosque en la hondura del valle, corriendo detrás del Salia, perdiéndose de vista con el río por la hoz. Y los mismos horizontes estrechos, las mismas caras familiares en las personas y la Naturaleza, en las campanas iguales voces que claman y huyen como aves de paso: la vida rural atenta y sorda, hoy lo mismo que ayer.

El propio semblante de la muchacha está retratado en el espejo con su aire de siempre, luminoso y juvenil. Y a ella le extraña mucho esta inmovilidad. No ha contado bien el tiempo de su ausencia: esperaba encontrar envejecidos a su padre y a Camila, variado el rostro de los parajes y las criaturas.

En cambio practica sus nuevas costumbres sin gran extrañeza: vestirse de señora, gustar manjares finos, pasearse en coche, son ventajas que no la sorprenden. Tuvo ella nativas inclinaciones de elegancia, afición a lo bello y esmerado, noticia de todas estas comodidades que hoy disfruta con naturalidad algo desdeñosa, como quien las merece y las paga. Su carácter, altivo por ser cántabro, la induce a no demostrar codicia ni admiración hacia estas cosas que antes fueron ajenas a su vida.

Ya la moda, con visos de cultura, ha nivelado mucho aquí el indumento de las clases, sobre todo en la mujer: las aldeanas cortan su traje festivo por un patrón de señorita y, salvo el coste de los géneros, la esposa del indiano se distingue muy poco de la antigua molinera.

Pero en las intimidades del hogar teme Dulce Nombre no conseguir nunca la disciplina de su corazón: vive con los pensamientos desatados en una esperanza que a cada instante agoniza y torna a renacer; sufre y disimula; sonríe con una tristeza rebelde; calla en un silencio orgulloso, y cobra todos los días nueva gratitud al marido que cumple fiel su propósito de tratarla delicadamente, con aquella blandura que tuvo para las gargantillas y las pulseras, los zarcillos y los broches.

Verdadera mano de joyero es la suya, en las caricias y las solicitudes, mano temerosa del roce brutal, obediente a la resignación, abierta a la dádiva y al homenaje: el hombre rico aspira a merecer, no a lograr, y tiene para su esposa todas las generosidades y las benevolencias.

Ninguna traba, ningún reproche descubren en Malgor sus celos incurables, el calvario de un cariño que sólo consigue la recompensa del agradecimiento. Fué aplazando la hora de amar, se contuvo a la orilla de las pasiones con una sensatez indefinible, mezcla de incertidumbre y de pavor, y hoy, que desde la altura de su camino elige resueltamente una compañera, conoce que es tarde: se le ha ido la juventud. Ya toda la prisa, la decisión, la voluntad, son armas inútiles frente al deseo de que una niña le adore.

Pero aun confía vagamente en el milagro; piensa que a costa de muchos méritos pudiera la gratitud convertirse en pasión: quiere dejar a la muchacha en una absoluta libertad, que haga en todo su gusto, que triunfe en los caudales y en la casa como dueña y señora de cuanto el marido tiene.

No ha pensado nunca Malgor en abandonar a su madre: junto a él vive, estimada y con fueros propios, mas en distintas habitaciones, con servidumbre independiente y sin ninguna intervención en el dominio de la nuera. Y gruñe un poco, escandalizada de las prerrogativas de la mocedad, a punto de rendirse bajo el encanto de la Intrusa, mientras ella hace uso de aquellos privilegios con una sobriedad tranquila y los aprovecha casi únicamente para irse al molino sola y a menudo.

Allí reconstruye su existencia anterior embriagada en las memorias habituales, contando los minutos que se han muerto y empeñada en no oír cómo las horas nuevas desvanecen en el aire su melodía. El fragor del trabajo apaga todos los ruidos exteriores, y si callan las piedras, yergue el río la frescura de su voz aturdiendo a la muchacha.

Eso es lo que ella quiere: aislarse del tiempo, ensordecer la vida y mirar lo pasado como única lontananza.

Pocas veces se asoma Dulce Nombre a la sala molinera; sólo de paso se detiene si alguien la saluda, habla un instante y se dirige a su querida habitación, solitaria y evocadora, abiertas sobre el huerto y el río las ventanas inolvidables.

Cualquiera de las dos la seducen, porque desde ellas domina los recuerdos con un poco de serenidad. Abajo, al borde de la presa, siente una fascinación dolorosa que la espanta, y en el humilde vergel sufre demasiado con una ternura inexplicable hacia todo lo que allí se nutre y palpita.

Nunca ha mirado así las primaveras, con esta compasión rara y ardiente que hoy la impide coger una rosa, pisar el trébol, rozar con los vestidos el cáliz campanudo del arándano. Las azucenas le parecen de cristal: no se atreve a tocarlas por no herirlas, ni a sacudir, como otros años, en la hiedra la flor azul, los haces verdosos en el espino cerval.

En cambio, desde la altura de su habitación todas las cosas le dan una respuesta más lejana y apacible: el filo de los senderos, las espumas del río, la cresta de las montañas, los árboles del bosque. Y se está allí horas enteras, con el corazón entreabierto, devota y muda, estática como el paisaje...

En este mismo anochecer se despide la joven del molino con su acostumbrada pesadumbre. Camila sale hasta el umbral; Martín ha tirado de la paleta suspendiendo la trituración, y se dispone a ensacar la harina: desde que la fábrica es suya se ha vuelto muy avaricioso y vigila con creciente solicitud la hacienda y el provecho.

Ignora Dulce Nombre que su padre se haya convertido en propietario a expensas de ella, y no obstante le mira con menguada estimación; a su lado se encuentra sola.—¡Está lejos de mí!—se dice interiormente, y se extraña pensando:—¡Ser hija de un hombre se reduce a una casualidad!

Ahora mismo él se queda allí preocupado de su negocio, sin ver la angustia con que la muchacha afronta el camino del nuevo hogar.

Marcha presurosa, con el paso a la medida del pensamiento, esquiva al roce de cuanto la rodea, como si temiese el contacto de las emociones. Y en un recodo del ansar alcanza a las últimas veceras del molino, Tomasa y Clotilde, muy calmosas aquella tarde, con sus canastos de harina apoyados en la cintura.

Es la primera vez que Dulce Nombre encuentra a la hermana de Manuel Jesús, después del casamiento: tampoco ha visto a su padrino, obstinada en rehuir las visitas y las curiosidades de la vecindad.

Pero aquí Tomasa la obliga a la conversación.

—¿Qué, no quieres nada con nosotras...? Llevamos el mismo rumbo: te acompañaré.

—Y yo hasta la pontezuela—añade Clotilde con alguna cobardía.

—Sí, sí; me alegro mucho.

—¿De verdad?

—Ya lo creo.

—¿Por qué no ha de alegrarse?—aduce Tomasa, aprovechando la ocasión—. Después de todo, bien quiso a tu hermano, hasta el otro día, como quien dice.

—¡Pobre Manuel!—pronuncia con lástima la niña de Cintul. Y baja la cabeza, que en la sombra, ya difusa, le brilla con un color dorado de trigal.

—¿Pobre?—balbuce la de Rostrío.

—Pobre, sí—confirma Tomasa con mucha indignación: le engañaron con embustes y sermones; te le quitaron entre Malgor y tu padre.

—Él se quiso ir.

—No es cierto; miente quien lo diga: pregúntaselo a ésta.

Clotilde, ante el reclamo, se crece y asegura:

—Le dijeron que si no se marchaba serías tú siempre una infeliz, una miserable como las demás... Y se fué para darte la suerte; pero estuvo llorando toda la noche... Creímos que se volvía loco, ¡si vieras...! Corría a tientas por este lerón, subía y bajaba a Cintul sin poderse detener... ¡Daba miedo!

—¡Ay!—dice solamente Dulce Nombre.

Tomasa, viéndola sufrir, insiste, maligna y gozosa:

—Te le quitaron entre tu padre y Malgor.

—¿Mi padre también?

—¡Vaya...! Para cobrar la aceña, que ya es suya.

—¡No, por Dios!

—Que te lo jure tu marido...

—¡Calla!

—Todo el mundo lo sabe.

—¡Es imposible!

—Y hasta don Nicolás anduvo en el negocio con las pesetas del tu hombre: ¡parece mentira!

—¡Ay!—repite la engañada, con otro suspiro, más largo, más profundo; siente viva la centella de la pasión, aventada entre los escombros de la felicidad, y se olvida de las traiciones, de las miserias, de las realidades que la conducen lejos de su ventura... No desconoce los deberes de su nuevo destino porque ya le han temblado las entrañas; pero se acuerda de un solo amor, del único libérrimo y consciente. Y le saluda con beatitud en la oscuridad: está allí bajo la noche que llega cargada de aromas finos y penetrantes; está en el aire húmedo y tibio, en el fuerte arrullo del Salia, crecido con los manantiales de abril.

Dulce Nombre, que ya no escucha a sus compañeras, se ha vuelto de repente muy asequible a todos los ruidos misteriosos, a todos los movimientos callados de la vida, y descubre el oculto latido de las plantas, oye cómo la raíz de los árboles escarba por el suelo; atiende a la fuerza sonora del propio corazón, al vuelo claro de la luna que se levanta en las nubes con las alas abiertas...

SEGUNDA PARTE

I. EL PUÑAL EN LA HERIDA

Muchas horas tristes había contado Dulce Nombre desde aquella de revelación para su alma.

Y cada año saludó impaciente a la lluvia ágil y presurosa de abril, al campo reverdecido, a la nueva flor.

Tenía un presentimiento de libertad; confiaba en que el destino le cumpliría sus promesas. Porque Manuel Jesús no la había olvidado; se relacionaba continuamente con Malgor y permanecía soltero, juicioso, muy solícito para su familia y sus memorias, expresando por cartas, emisarios y otras señales elocuentes, su deseo de volver a Cintul, sus íntimos propósitos de conseguir algún día la realización de una sola esperanza.

Y Malgor vivía muy enfermo, andaba tímido por la tierra, calmoso y vacilante, sin atreverse nunca a correr, ni a reír, ni a llorar; huyendo del dolor y llevándolo en sí mismo, agazapado en el pecho con amenazas de muerte.

A los pocos meses de casado padeció un ataque anginoso con la terrible contricción retro esternal y la angustia suprema de la agonía. El médico del distrito, Mariano Esquivel, primo de Nicolás Hornedo, llamó en consulta a las eminencias de la región, que diagnosticaron aciagamente como él.

Oyó Dulce Nombre muy sorprendida la sentencia de su marido: tenía una angina de pecho, una lesión mortal de la que podría defenderse algunos años si evitaba las emociones intensas, los cambios bruscos de temperatura, los ejercicios violentos.

—¡Lo evitará!—prometió la muchacha seria y firme.

—De esta suerte... ¡quién sabe!—añadió Esquivel—podrá ir viviendo... cinco..., diez..., hasta quince años... Aunque es imposible precisar...

—¡Quince años!—pensó Dulce Nombre muy adentro; y sin poderlo eludir, echó a volar la imaginación por ignorados caminos, dudosa entre el gozo y la pesadumbre, anhelando saber si era preferible aguardar siempre en el cruce de los recuerdos, o sentarse a la orilla de una fecha con un poco de silencio en el corazón.

Le tembló una sombra en los ojos, y una sonrisa en los labios. Iba a ser madre; un torrente nuevo circulaba por sus venas, una gracia desconocida entrañaba su carne grávida del misterio: sintióse valerosa y se juró una inviolable fidelidad al hombre sentenciado... Después, a lo largo del tiempo, ¡cuántas inquietudes y vacilaciones!

Nació la criatura esperada, una niña graciosa y fuerte que llenó la casa de alboroto y movimiento. El padre olvidó su enfermedad, mostróse la abuela enternecida, un poco envidiosa, y allá abajo, en el molino, robusteció Martín el orgullo de su alianza con la opulencia del valle, mientras Camila andaba más cavilosa que nunca, suspirando sin cesar.

Fué preciso que Hornedo saliera de su torre para sostener en los brazos a la nueva ahijada. No lo hizo sin resistencias ni disculpas; estaba secretamente reñido con Dulce Nombre desde que ella le echó en cara su intervención en la marcha violenta de Manuel Jesús. En vano trató de defenderse:

—Lo hice por ti, por tu bien.

—No; eso está muy oscuro: primero me habías dicho que casarme con Malgor era una locura.

—Así, de repente, me lo pareció, porque te lleva mucha edad; luego pensé que te convenía. No es un viejo; está en la plenitud de los años; es agradable, excelente, rico...

—Yo te contesté que quería al otro.

—¿Y ahora?—preguntó Nicolás ciego de impaciencia.

—¡Ahora, también!

Una ráfaga de alegría iluminó el semblante de aquel hombre tortuoso.

—Este—aludió con aparente censura—es tu marido.

—¿Qué más da...? Yo no le elegí... El molinero es mi padre y le he dejado de querer.

—¿A tu padre?

—¡Me vendió!—repuso Dulce Nombre, áspera y triste—. Tú le ayudaste, sin duda para servir a tu amigo... el menos culpable de la infamia que habéis cometido con nosotros.

—Si hubo culpa—dijo Hornedo muy alterado—la menor es la mía, que nada gané... y todo lo perdí.

—¿Perdiste...?

El hizo un gran esfuerzo por tranquilizarse, escondió los ojos delatores, apagó la voz.

—Perdí tu amistad.

Callaba la joven, a punto de conmoverse bajo aquel acento pesaroso lleno del antiguo cariño; pero el hidalgo quería insistir en acusar a Malgor, y volvió a aludirle, entre dientes, añadiendo:

—El que puso en ti la codicia ha causado todo el mal; no le defiendas: corrompió a tu padre; me obligó a ser injusto con Manuel Jesús; levantó la tempestad en tu vida...

Quedóse la moza desconcertada; ¿por qué el padrino se volvía ahora de pronto contra Malgor...? Era incomprensible.

Le miró con insistencia sin conseguir hallarle claras las pupilas, sin recobrar junto a él la confianza y el aplomo de otras veces: algo desconocido y amargo se interponía entre los dos. Sentía el padecimiento de él como una cosa tangible y dura que la desazonaba, y no se decidía a consolarle. Acabó por encogerse de hombros, todavía rencorosa, distante, a pesar suyo, de aquel único amigo de su niñez.

Pero Nicolás no quería alarmarla con sospechas, y murmuró, cauteloso el acento:

—También Manuel Jesús ganó algo al perderte: mejoró de fortuna, cambió el arado y el dalle por las piedras preciosas...

—Le hicisteis creer que con eso me hacía feliz.

—Todos nos equivocamos; yo solo padezco el castigo.

—Y él se fué inconsolable; le habéis echado; le impedisteis que me viera y me hablara...

—¡Cómo te duelen sus cuitas!

—Y me dolerán siempre. Desde que las supe estoy contenta, porque sé que le puedo querer, que sigue siendo mi novio.

—¡Estás casada!

—¿Qué importa? Nos separasteis con engaños, pero no podéis separar nuestros corazones.

Nicolás palideció aún: se abrasaba de envidia por el ausente.

—¡Mucho confías en él—exclamó sombrío y hosco.

Entonces palideció ella.

Atravesaban el ansar, donde el señor se había hecho el encontradizo cuando volvía Dulce Nombre a su casa en un lento crepúsculo de mayo, sola y pensativa. La duda solapada del padrino la obligó a detenerse llena de zozobra:

—Confío en mí—dijo con ardor—y por mi seguridad juzgo la suya.

Estaba inmóvil; se le estremecía en los ojos el candor del paisaje.

De pronto siguió andando, muda y rápida, en el silencio campesino del anochecer, traspasado de rumores leves, saturado de perfumes indómitos.

El río ponía en el ambiente su acorde incansable bajo un cejo de niebla azul; se percibía en el aire el temblor de las flores, el aleteo de los pájaros en su última ronda, el zumbido inescrutable de élitros y murmullos recónditos.

Iba Hornedo junto a la muchacha callado y vengativo, gozándose en verla sufrir de celos y de amor lo mismo que él, y seguro de que su único rival era el ausente, lejano, perdido, inaccesible. Había temido que el esposo, a fuerza de ternura y de bondad, conquistara el deseado corazón; por eso le culpaba, aun a costa de parecer inconsecuente. Ahora le convenía fomentar los imaginarios derechos de Manuel Jesús; que el riesgo de perder toda esperanza fuese para el hidalgo cuanto más remoto. Y no tuvo un plan de conquista, no fraguaba un acecho ni una conspiración contra el amigo. La moza le parecía sagrada; un miedo supersticioso le hubiese impedido extender la mano hacia ella; pero el instinto y la pasión le inducían a guardarla de otros amores, con un indefinible anhelo de ventura.

Ya estaban en los linderos del indiano: una verja, un portel, y el ansar penetraba en la finca de Malgor sin torcer su rumbo, siempre encaminado por la ancha orilla del río.

—Adiós—dijo Dulce Nombre únicamente; volvió apenas la cara y entró en su parque, ya cubierto de sombra.

—Adiós—repuso Nicolás, amordazado por el enojo, perdiendo de vista a la muchacha en la espesura de la noche ciega y vigilante...

Después la vió muchas veces y la tuvo que hablar en distintas ocasiones, amigos en apariencia, escondiendo de un modo tácito su inexplicable disgusto.

Hasta que la hora del bautizo les obligó a mayor intimidad y ablandó un poco la pesadumbre de aquel secreto raro y confuso para la joven.

Mostrábase ella muy conmovida con el suceso de su maternidad, mirando con extrañeza y unción a su criatura, la carne inocente, el alma dormida, la iniciación de un destino, el nuevo ser; todo en la nena le parecía inefable y milagroso, llegado de muy lejos, puesto en el mundo con una gracia pura y reverencial.

Y las palabras, los sentimientos de la madre, eran cándidos y humildes también para el padrino, que se empeñó en llamar a esta ahijada Dulce Nombre de María, lo mismo que a la otra.

—Le diremos sólo María para no equivocarnos—propuso Martín.

—O le diremos Dulce—opinaba Malgor, embelesado con el nombre de su mujer, radiante de optimismo y de ilusión en aquellos días.

En tanto Nicolás contempló a la amada con embriaguez, encontrándola más hermosa con su cálida blancura de convaleciente, y su adorable expresión de sorpresa y beatitud.

II. SURCOS Y TREGUAS

Cundía la existencia de Dulce Nombre ruda y solitaria, por un solo cauce: la hija, el campo, el molino, la pena detenida en el corazón... Así un año y otro al atisbo del único horizonte, emplazada la ventura, aguardando los soplos de la muerte como señuelo de la libertad.

Ya casi nadie se acordaba del fracaso de aquella vida, sino en comentarios superficiales, en vagas conjeturas; la esposa de Malgor tenía motivos para ser más feliz que cualquiera otra mujer. Su carácter reconcentrado se achacaba a la poca salud del marido; y, por otra parte, se envidiaban su posición, su belleza, las consideraciones que en torno suyo ponía la fortuna.

—Siempre ha sido algo orgullosa—solían decir, viéndola esquivar las amistades del señorío.

—Y algo rebelde, muy amiga de hacer su gusto—añadían, con más inclinación a la censura que a las alabanzas.

Pero la historia de aquel amor que tanto dió que hablar, había pasado a la categoría del susurro. De vez en cuando, se insinuaba que Manuel Jesús podía volver y encontrar viuda a la que fué su novia. Él, por de pronto, no se casaba, vivía en constante comunicación con el país, y Malgor estaba desahuciado.

Aquella posibilidad quedábase en el olvido meses enteros, y sólo unas cuantas personas en la comarca la perseguían con interés.

La madre del viajero una de ellas. Desde la tarde lejana en que anunció cruelmente a Dulce Nombre la partida del mozo, no olvida el pesar y el amor sorprendidos en el semblante de la molinera, y sufre agobiada por un remordimiento y una gratitud que no sabe cómo probar. Colmada por el hijo de regalos y de favores, cuanto disfruta piensa que es a costa de la niña engañada, de la pobre niña sin madre, a quien vió padecer un horrible trastorno, desolada y silenciosa como un ángel mudo.

Después de las revelaciones de Clotilde a la enamorada, procuró Encarnación acercarse a ella para hacerse perdonar sus antiguas hostilidades, y al descubrir en los ojos de la moza la pasión latente y oculta, acabó por fomentársela con promesas y augurios.

—El que te compró no ha de anietar; está comalido... Tú eres una criatura que empiezas a vivir... Volverá Manuel, rico, poderoso, y os casaréis... él escribe a su hermana sólo para nombrarte... ¡cuánto te quería...! Te sigue queriendo, ¡no te puede olvidar!

La muchacha la oyó una vez con silencioso resentimiento, como a una cómplice de su rebelde esclavitud, halagada, no obstante, con el reclamo embaucador. Otro día, muy en contra de su altiva reserva, se dejó atraer por la palabra ruin y maliciosa que le decía:

—No habrás de aguardar mucho...

Y sin saber cómo, nublada la razón por el empuje del instinto, se le escapó a Dulce Nombre su más hondo y callado pensamiento:

—¡Quince años!—respondió como si hablase a solas en lo interior de su conciencia turbada.

Encarnación se echó a reír con la ingenua crueldad de los rústicos y de los niños:

—¡Quince años...! Los ricos para todo encuentran bula. Si tu marido fuera pobre no le recetarían ni para quince meses... Pero es viejo y está picado del arca: no puede tirar mucho.

—Yo no he de procurar que se muera.

—Ni yo tampoco, ¡válgame Dios!

—Le cuido y le preservo del mal.

—Como buena cristiana... pero, ¿le quieres?

—¡Eso, no!—repuso Dulce Nombre con bárbara sinceridad.

Y la de Cintul, lejos ya de su pugna trabajosa, descansada y tranquila, hizo un arma de aquella ruda confesión, la puso a prueba, y en premeditados encuentros logró que la muchacha se acostumbrase a sus expansiones y las tuviese por lícitas y agradables. Varias veces le enseñó cartas de Manuel Jesús dirigidas a Clotilde, llenas del recuerdo de sus amores y de la amargura de la ausencia, rebosando preguntas, inquietudes y propósitos; las misivas delataban una previa información de cuanto ocurría en el valle.

También sostenía el viajero correspondencia con Malgor, como alto empleado de la joyería cubana, relaciones comerciales y ceremonias que le proporcionaron una nueva comunicación con Dulce Nombre, aunque ella jamás enviaba un recado definido para el ausente.

—¿Quieres que te escriba, en el mayor secreto?—le llegó a decir Clotilde.

—No; estoy casada con otro—protestó, adusta, revestida de una inocencia ancestral que no celaba al sentimiento indomable, y sólo a las acciones imponía su recato.

Después de algún tiempo Clotilde Ayuso fué hastiándose de aquella tercería; encontró novio, se consagró a los preparativos de la boda, y únicamente si le venía rodada la ocasión aventaba con mensajes y encomiendas el sigiloso culto de Dulce Nombre.

Pero la madre no se cansaba nunca de encenderle, y año tras año le iba persiguiendo con una constancia que llegó a convertirse en obsesión. Mujer arisca y voluntariosa, tuvo siempre la antigua coloñera un fondo de agudo sentimentalismo que la obligaba a llorar cuando reñía y a desvanecer sus exaltaciones en lamentos: los que la trataban mucho sabían que sus arrebatos no persistían jamás en el encono, sino que se inclinaban a la benevolencia y la ternura.

Esta propensión generosa, y el pesar de haber dañado anteriormente a la niña de Rostrío, la mantenían en constante solicitud para vigilarla y embairla con un continuo murmullo de seguridades y ofrecimientos.

Y tal perseverancia, llena de desinterés, algo tocada de una enfermiza sensibilidad, llegó a producir en la misma Encarnación un extraño fruto: acabó por creerse con derecho a disponer de aquella moza casada, para realizar las bodas del hijo.

No había otra en la región que le mereciese; bella y educada, elegante más que la de Barreda, más que la de Esquivel, era muy cierto que había nacido para esposa de Manuel Jesús, el buen mozo con estudios y talento, con ganancias y virtudes. La miraba como algo propio, la sonreía en un acuerdo tácito de voluntades y designios, impaciente porque Malgor no acababa de morirse; y aunque ella no sabía escribir, aguijaba a Clotilde para que se dirigiese al hermano, conminatoria y resuelta: necesitaba volver; que se pusiera en camino inmediatamente; don Ignacio estaba en la agonía...

Así, la exacerbada vehemencia de la madre, uniéndose al amor y a la soledad al través del tiempo, le conservaron a Dulce Nombre la esperanza, culpable, caliente y madura en el corazón.

III. CUALQUIERA TIEMPO PASADO FUÉ MEJOR

En la amenazada existencia del indiano crecía el relieve doloroso como una ola desbordante de amargura. Y al influjo de cada martirio le parecían casi felices los primeros días de su matrimonio, cuando tenía salud y esperaba un milagro cerca de su mujer.

Fué en una lejana primavera, al regresar del viaje de novios; aun no sabía Dulce Nombre los detalles del error que la inclinó a la boda, y mostraba una tristeza pasiva, un orgulloso disimulo que al marido le daba algunas veces la apariencia de la conformidad; hasta que una noche le preguntó bruscamente la muchacha, agudas las pupilas, calurosa la voz:

—¿Es cierto que le diste a mi padre el molino a cambio de mi persona?

No supo de pronto qué contestar.

—¿Es cierto que a Manuel Jesús no le dejasteis verme antes de echarle de aquí?

Al cabo, Malgor repuso, atravesado de zozobras:

—Verdad es que yo sólo disponía de mi oro para conseguirte... y lo di a manos llenas.

—¡Me tendiste un lazo!

—¡No!; te ofrecí la vida... ¿Qué haré de ella si no la quieres tú?

Aguardó palidísimo, extrañamente honda la mirada; pero Dulce Nombre parecía cubierta por una fuerte lápida de silencio.

—¿Qué haré, di?—repitió anhelante el marido. Y añadió en seguida:

—¿Me perdonas?

La muchacha se encogió de hombros con el altivo gesto que le era familiar.

—Responde algo: ¿me perdonas?

Ella le abrumó entonces con una sorda y tardía contestación, moviendo la cabeza negativamente.

—¿Qué...?

—¡No!

El hombre rico sintió que una enorme dureza le gravitaba sobre el pecho y se le extendía por la garganta y el brazo hasta el dedo meñique. De pie como estaba en el dormitorio, retrocedió un paso y se sostuvo inmóvil contra la pared, sin atreverse a respirar, con el horror de la muerte en el semblante.

Se le acercaba la mujer en desolada confusión, y él, con la vista empañada y angustiosa, parecía decirle: ¡no me toques! Estaba seguro de que un aliento, un contacto, por leve que fuera, acabaría de aplastarle.

De repente, lo mismo que llegó aquel espantoso mal se le fué quitando de encima: le dejaba libre el movimiento y la respiración y pudo ir hasta la cama, dejarse caer en ella agotado, rendido, pero con la sensación de vivir.

Y como Dulce Nombre seguía inclinada hacia el enfermo con muda solicitud, volvió él a apoderarse de su primera ansiedad, juntando las palabras insistentes:

—¿Me perdonas?

Renovó la pregunta con la voz casi extinta, aun dilatado por el miedo el vidrio turbio de los ojos.

Y la esposa, fascinada por aquel sigilo terrible, llena de arrepentimiento y caridad, le apoyó los labios en el oído, como si de otra manera no pudiese responder:

—¡Sí!

Fué la sílaba igual que un escucho sin eco ni resonancia, una gota de compasión caída silenciosamente en la álgida tristeza de un espíritu.

Desde aquella noche estuvo Malgor condenado a muerte por la ciencia, libre de reproches y venganzas por la misericordia de una mujer. Pero sentíase desamado; el perdón no era la correspondencia, ni debía engañarse con ilusiones transitorias luego de haber tocado vivas y florecientes las raíces del amor rival.

No obstante, vinieron para el indiano días generosos; esperaba un hijo; Dulce Nombre, en el ensueño de su maternidad, ocultaba mejor la desventura y tenía muy recientes sus buenos propósitos de enfermera.

Hasta el valle y los montes se extendía la ponderación de los desvelos que de su esposa merecía el indiano, y no faltaban rondas nocturnas que lo comentasen desde el ansar en noches de plenilunio. Más de una vez la copla alusiva clamó, vibrante, allí:

La mujer en amores es leña verde, que llora, se resiste y al fin se enciende; luego, encendida, ni resiste ni llora, pero suspira...

Decíase que era Gil quien daba al aire su despecho con el cantar; y a Malgor le consolaban aquellas ingenuas interpretaciones que le suponían dichoso.

Pero se le escaparon lentamente las últimas esperanzas; iban haciéndose frágiles: insostenibles, remotas, perdían hasta el contorno vago de la ensoñación, y se desvanecieron al fin: el pobre iluso quedó frente a la realidad.

Era un enfermo que sólo hallaba ojos apiadables y cuidado caritativo donde él quería el amor y la salud.

En vano procuraba dominar sus tribulaciones y sufrir menos para no empeorar; estaba advertido de los riesgos a que se exponía en cada fuerte emoción, y por evitar la violencia de una sola iba amasándolas juntas en un continuo padecer. Debilitada por el duro ejercicio, se relajó algunas veces su paciencia; sentía aplomado el corazón; una desesperada rebeldía, un deseo inextinguible de vivir y de gozar, le llevó en ocasiones a mostrarse receloso: clavó las pupilas inquiridoras y desconfiadas donde antes las había posado con extrema reverencia, y Dulce Nombre tuvo la certidumbre de que su sacrificio no servía siempre de consolación.

Ella, al roce de la vida y de los duelos, afirmaba su carácter recio y claro y se cumplía a sí misma todas las promesas de silencio y de lealtad. En ocasiones, el amor le dolía sólo como un mal exquisito que la dejaba aguardar sin grave pena, atento a la confianza el corazón juvenil. Hallábase entonces mejor apercibida contra las impaciencias del esposo y aparentaba muy bien no cansarse a su lado, no ofenderse de su vigilancia, vivir en un sueño de olvido y de resignación.

Luego, de súbito, se le convertía la espera en un castigo cruel, lloraba el malogro de su juventud, sentía irrespirable el aire inerte de la casa; soportaba la cadena con demasiado esfuerzo, y el marido le veía su triste verdad inmóvil en los ojos.

Era el invierno muchas veces el causante de estos desmayos. Bajaba desde la espina fragorosa de la sierra con las nubes atormentadas por la tempestad, y se extendía en el valle como un viento de espanto, un mes y otro, cuajándose en lluvias y en nieblas, en cierzos y nieves.

Si por casualidad cesaba de llover se endurecían los caminos bajo los cristales de la escarcha mientras el sol ardía sin calentar; y en el tránsito frío de las noches se congelaba la luna recostada en las cumbres, extraña y despavorida, con una tristeza insufrible.

Y Dulce Nombre volvía a sentir en el alma un dolor conocido: el amargor del llanto de otros días. Lanzábase con intrepidez a las derrotas, duras, que parecían de piedra, se dejaba atravesar por las agujas del hielo, errante por el campo marchito, hasta que abrían los astros sus flores amarillas.

Entonces regresaba al hogar con un anhelo dañoso, inútilmente desechado: podía encontrar al marido agonizante, sin luz ya y sin voz la pálida cabeza.

Se estremecía indignada contra el maligno deseo.—¡No, no!—se decía—tiene que vivir; le debo cuidar; que no sufra...; que no sospeche... Le quedan muchos años... ¡hasta quince!

Los contaba por los de su hija:—Uno, dos, tres...—llegaba a siete y gemía:—¡Falta el doble!

Unas lágrimas silenciosas, incesantes, seguían aumentando el agua profunda de su corazón...

Cuando en el solsticio de diciembre había reinado el Sur, podía suceder que apareciesen unos días templados y ventosos; y los recibía la muchacha con pánico, como a los más evocadores de sus penas y sus presentimientos. Sentíase agitadísima, con necesidad imperiosa de bajar al molino, de recorrer el bosque donde las ramas se retorcían igual que serpientes y el río se iba largo y bullicioso, llevando al mar la nieve derretida de los montes.

En aquella abertura estruendosa de la vega no había un movimiento ni una resonancia que no sirviesen de conmemoración a la hija de Martín, y revolvía sus recuerdos con invencible atractivo, padecida y lastimera, hundiéndose en las voces amadas y temidas; el rugido de los árboles, el clamor de la corriente, la masticación de las piedras moledoras, le producían crisis de llanto, accesos de terrible desesperanza.

Recobraba de improviso las energías sólo con sentir el primer soplo refrigerante de la primavera. Los pensamientos de Dulce Nombre hallaban una anchura consoladora en los surcos del campo abiertos como heridas, fugitivos por el valle en una cava olorosa y morena; y el abandonado gabinete del molino, abierto de par en par a la brisa de los montes, albergaba de nuevo la espera y la tortura de aquella mujer.

—¡Necesitas menos sueño que un pájaro!—le solían decir los que la encontraban de víspera bajo el oscuro estremecimiento de la noche, y la veían madrugadora igual que el sol, despabilada y diligente, buscando los caminos de la hierba a lo largo del ansar.

—Sí—respondía, agitada con la palpitación del aire, sonriendo sin saber por qué.

Y, en la aceña, besaba a Camila delicadamente, saludaba a su padre con amistad. No le había perdonado nunca, de palabra, ni siquiera con una sílaba como aquel susurro que una vez depositó en el oído del esposo: verdad era que a Martín no se lo hubiera ocurrido jamás pedirle a su hija perdón. La muchacha dejó de estimarle y de quererle, y consumidos los primeros tragos de su amargura, tornó a recibirle con afable costumbre y a observarle con cierta curiosidad.

—No le conozco—seguía diciéndose—; ¡es un extraño para mí!

Le veía ajeno en absoluto a los dolores de ella, sometido a la ambición de poseer caudales inanimados, cosas inertes, y le volvía la espalda con un desprecio triste, algo compasivo: quería olvidar que era su padre aquel hombre serio y habilidoso a quien admiraba mucho el vecindario.

Gustaba Dulce Nombre de repartir el tiempo de sus escapatorias entre la habitación blanca y apacible del molino y el huertuco estallante, donde se henchían los botones y afloraban las hojas tiernas. Padecía y gozaba allí una confusa turbación latiendo con el sordo ritmo de las semillas, sintiendo en la médula de su carne la escondida fuerza de las plantas.

Como si cometiese un delito, se ocultaba con vergonzosa cautela celebrando el regreso de las golondrinas, sorprendiendo a las nacientes mariposas sobre la miel temprana de las flores. Todo el semblante de libación y desposorio que adquiere la campiña primaveral, enardecía de un modo intenso a la mujer, que volvía a escuchar imperiosamente, en el misterio de su alma, la voz siempre oída, la promesa que el amor le debía cumplir.

Pero sentíase generosa y valiente; pensaba, estremecida, en el troje oscuro del cementerio, doliéndose de la sentencia que acobardaba a Malgor, y se iba junto a él, muy solícita, cada tarde, paseando con lentitud a la orilla de la mies virginal.

IV. EL CABALLERO DE LA GLEBA

Estas alternativas de sentimiento y de carácter no correspondían al cambio de las estaciones de una manera sistemática, ni mucho menos; eran volubles, aunque Dulce Nombre, campesina y sensible por excelencia, vivía entregada al influjo inmediato de la lluvia y del sol.

La tierra, nuestra primera madre, había criado como suya a la niña de Rostrío, enseñándola a sentir y a querer, y pocos discípulos aprendieron mejor las lecciones agrestes de la selva y el viento, el lenguaje de los astros y de las aguas, el murmullo de las simientes y las raíces. Hija del campo, sin otras experiencias que las de su vida rural, con una educación cristiana harto somera y tosca, la esposa de Malgor no estaba dispuesta para una heroica lucha contra las pasiones. Tenía de la virtud un concepto lógico por instinto de honradez, y rendía a la justicia un tributo de rigurosa lealtad, sin grandes concesiones a las leyes humanas. La imaginación, despierta bajo el cultivo exótico de Nicolás Hornedo, contribuía a exacerbar las rebeliones innatas de la moza, y la naturaleza, bravía y sentimental, la inducía a preferir, entre todos los bienes posibles, el bien del amor: privada de él más le quería y menos estimaba los otros beneficios de la suerte. Rehuyó el trato con los señores del valle, temiendo ser por ellos admitida en condiciones de inferioridad, y seguía comunicándose con la gente de la aldea como antes de la boda, aunque las especiales circunstancias de su ánimo la obligasen a un aislamiento un poco arisco.

Así estuvo más sola con las tentaciones, cada año más hondo el puñal en la herida de su destino; y muchas veces, a despecho de su natural inclinación a la ternura y la clemencia, sentíase cruel; no bastaban las brisas del follaje reciente ni la dulzura generosa de los caminos para aquietar su destemplanza: todas las insinuaciones maternales de la tierra se le convertían en fuego y en pasión.

De tal modo un día, de aquellos que a menudo fueron bienhechores para la triste enamorada, sucedió que el marido la recibió quejoso cuando ella volvía sonriente de un paseo matinal.

—¡Vives fuera de casa!

—Vengo del molino—replicó en tono de disculpa.

—¿Y qué tienes que hacer allí?

—Nada—confesó.

—Yo estoy abandonado y tu hija también.

—¡No es verdad! Salgo al bosque cuando amanece, quitándome del sueño las horas; vengo temprano, y al anochecer, si no me necesitas tú, vuelvo a salir.

—Y aunque te necesite... Yo te estorbo; a la niña la tendré que poner en un colegio... Sólo te ocupas de vivir... ¡y de esperar!

El hombre rico hablaba con rencor, mirando airadamente a la mujer, envidioso de su salud, y más avariento a cada instante de su hermosura.

Ella redujo la indignación a una opaca sonrisa, y sin descubrir los pensamientos salió de la estancia, muy desdeñosa: nunca la había tratado Malgor con tanta dureza.

Aquella tarde no le acompañó como de costumbre al diario paseo, y creyendo justo resarcirse del agravio recibido, se fué sola y autoritaria a la torre de Luzmela. Sentía una brusca necesidad de expansión. Y precisamente el padrino andaba malucho desde su regreso: le haría una visita.

Invernaba Hornedo en Torremar hacía algunos años, después que una herencia le permitió abrirse un poco los horizontes, y las íntimas fiebres de su espíritu le obligaron al movimiento y a la fuga. Pero aquella misma dolorosa inquietud le hacía volver con frecuencia al solar, y cada primavera se le convertía en pretexto de un viaje, motivo en ocasiones de mayor quebranto y de otra nueva huída.

Estaba entonces allí, recién llegado, endeble y taciturno, sin salir de la casona. Su retorno al valle le costaba siempre una desilusión con amago de enfermedad; traía el presagio remoto de cimentar una esperanza, y hallábase con la certidumbre de muchas cosas irremediables.

Se encontraba más viejo. En la ciudad apenas se veía a sí mismo, empeñado en distraerse con aventuras más o menos permitidas, deseoso de engañar las horas y el corazón en simulacros de amores y de fiestas; allá los espejos eran benignos en la penumbra de las habitaciones; a plena luz aldeana los alindes picados y algo turbios no sabían mentir: Nicolás estaba más viejo. No obstante, con su dramática palidez y su figura patricia, tenía el caballero de la gleba un porte singular que interesaba mucho a las mujeres: mientras, a él le parecía Dulce Nombre hermosa entre las demás, imposible como ninguna.

Aquella tarde no la esperaba. Aunque eran ya buenos amigos se trataban poco y prevalecía en medio de los dos una tristeza oculta, una reserva penosa: no conseguían volver a la distante serenidad de su cariño.

Cuando el solariego la vió de pronto en su gabinete, levantóse a recibirla con una agitación indecible.

—¡No te muevas!—le suplicó la joven al tenderle sus dos manos: ya no le abrazaba, no sabía por qué, sofrenando los impulsos de la antigua cordialidad—. ¿Estás mejor?; ¿qué tienes?

—Casi nada; un leve trastorno de mis nervios.

Le obligó ella a sentarse y se acomodó en un escabel al lado suyo, como en días más felices.

El padrino la miraba con avidez oyéndola hablar, esquivando encontrarse con toda la luz cándida y fuerte de los ojos dorados.

Y entregada al irresistible anhelo confidencial, contó Dulce Nombre sus cuitas matrimoniales. Malgor era injusto; le pedía cuenta de sus pasos, de sus acciones... ¡hasta de la íntima esperanza...!

—¡Con tal que algún día la realices...! Pero... ¡Dios sabe!—pronunció Hornedo con aquella mansa ferocidad que trascendía desde los abismos de su pasión—. ¡Ese hombre compadecido y mimado, va a vivir más que tú, más que yo..., acaso más que el otro!

Dulce Nombre callaba escondiendo su intensa desolación.

—Sí—añadió el padrino con una sonrisa de hiel—. Apurará todos los plazos que la ciencia le concede... Muchas personas tranquilas y saludables se han muerto desde que él «se tenía» que morir...

—¡Es cierto!—murmuró la joven, sin poder reprimir las palabras.

—Y tú lo sientes, ¿verdad?—preguntó el hidalgo con sutileza tenebrosa, dolido del afán que Dulce Nombre descubría por hallarse libre—. ¿Tú lo deseas?

—¿Desearlo?—musitó indecisa, en lucha su rebelde candor con la brutalidad de la única respuesta.

—Sí; le deseas a tu marido la muerte.

—¡No...! ¡ni a él ni a nadie...! Quiero ser feliz: ¡ya es hora...! Porque está enfermo hay que compadecerle y no contradecirle... Yo, aunque vivo sana, me consumo... ¡y no tengo la culpa de querer a otro!

Hornedo se consumía también, embriagado por la gracia madura y esencial de la moza, admirándose de la ingenua lealtad con que defendía su derecho a un solo amor. En los años acerbos de su matrimonio, ningún hombre se atrevió a poner en ella con osadía la mirada: ni la dolencia del marido, ni la desproporción de las edades, ni aun el silvestre genio de la mujer, arbitrario de suyo, dieron motivo para que la dañase un antojo malsano.

No; seria y triste, aguardaba el cumplimiento de una promesa; estaba comprometida: tenía novio. Si acaso la envolvió Gil, enamoradamente, en una copla o en un suspiro, fué aquello un homenaje rústico del pastor, consentido como de limosna al buen camarada que vivía en el monte, solo con el cielo y la nieve, comiendo pan de maíz y durmiendo en yacijas de piel.

Sentíase Nicolás atormentado y orgulloso de que hubiera algo suyo en el carácter firme y transparente de la ahijada; se altivecía pensando que la víctima de los terrores más absurdos había contribuído a formar un alma tan segura y valerosa, y al mismo tiempo le martirizaba aquella reciedumbre que siempre se levantaría inmutable contra él.

Dulce Nombre meditaba, algo pesarosa de lo que dijo, confesándose que en realidad merecía algunos reproches de Malgor: no era una mujer casera y humilde, no era una madre habilidosa y paciente, ni sabía corregir tales flaquezas. El hogar del marido le seguía pareciendo extraño; la niña, después que la cantó el sueño y la echó a andar con deleite maravilloso, se le volvió también esquiva, hasta que perdió su influjo sobre ella: entre el dinero y los halagos, se la hicieron lejana, inclinándola a otros gustos, a otras aspiraciones ajenas a las suyas. Y un sentimiento horrible de soledad tornó a ennegrecer la vida de la moza, abandonada a la quimera de su juventud.

Allí, en el gabinete del padrino, olvidándose de todo para sosegar sus emociones, se reconocía culpable cerca de Malgor.

—Sí, me estorba; es la verdad... ¡me estorba!—susurraba con áspero sufrimiento—. ¿Qué le voy a hacer si es así? Ya aguardé años y años... ¡no puedo más!

Se le derramaba la pasión en el oro líquido de las pupilas, y una honda blancura la penetraba, como si un fuego interno hiciera traslúcida su carne: tenía en los labios sedientos el nombre de Manuel Jesús.

—¿Tanto le quieres?—aludió Nicolás, celoso y adivinador.

—¡Mucho!

—¿Siempre lo mismo?

—¡Siempre...! Más no es posible.

—Pues el plazo cada día es más corto... ¡Si él no se cansa de esperar...! Pero no. ¿Cansarse...? ¡Por una mujer como tú!

Le sonaba tan sorda y desconocida la voz, que la joven se volvió extrañadamente hacia él.

—¿Qué decías?

—Que tú—disimuló apenas, tembloroso, apagando el acento—eres digna de que te esperen... no ya muchos años... ¡aunque fueran siglos!

Y alejó la mirada, loca de angustia, por el hueco del balcón, sobre la pompa inaugural de la selva.

Se quedó observándole Dulce Nombre con un asombro repentino: ¡Qué triste estaba y qué solo en el mundo! ¿Nunca se habría inclinado un gran amor sobre aquella vida callada y enferma...? ¡Nunca!—se respondió con lástima, recordando las veces que le vió macilento y azaroso, errante por la casa y el ansar, como si buscase un refugio... Ella fué, acaso, la única amiga del pobre solariego: evocaba su niñez en la torre, sus escondites y travesuras aventando las melancolías de Nicolás, el celo con que él le daba los regalos y las lecciones... No comprendía por qué se había ensombrecido entre los dos la confianza y la ternura de aquel tiempo.—Debe ser—pensaba—que nuestro destino se cumple, que estamos sentenciados a sufrir a solas, cada uno con sus penas. Sentía un ímpetu vehemente de salvar el espacio medroso que la separaba del amigo, de ir hacia él con el alma abierta y asequible. Y le seguía el vuelo de los ojos, afanosa de todas las miradas que se asoman con ansiedad al fondo de los cielos.

Allí las recataba el hidalgo, en las nubes dormidas al sol, desesperándose al percibir tan cercana y sensible la adorable existencia que pudo ser suya. Por ceguedad y apocamiento, dejó que a la niña de su corazón la enamorase un hombre decidido; consintió, después, que se la llevara otro más audaz: la abandonó a una suerte adusta y peligrosa, sin ofrecerle un reinado de amor donde ya le ejercía con los más puros derechos sentimentales.

Tuvo en sus manos el alma ardorosa y despierta y la dejó huir...—¡Me hubiera querido antes de volar!—se decía mil veces en la amargura de sus exaltaciones. Y le parecía una infamia que la mujer de Malgor no pudiera vivir en la torre de Luzmela como señora del valle...

Un atractivo doloroso de pensamientos llevó a la muchacha de repente junto a las ideas tormentosas de Nicolás, rozándolas en una insinuante aproximación.—Esta casa—se dijo suspirando—sí que parece mía: aquí no me encuentro forastera como en «la otra»... Las imágenes de su infancia se levantaron entre los muebles conocidos, se extendían gozosas por los corredores y los camarines, bajaban a los huertos y al jardín.

Dulce Nombre sacudió la cabeza hurtándose a la fascinación de sus memorias.—Sí; este «era» mi único hogar—se repetía sordamente.

Reconcentró al cabo sus meditaciones en Hornedo, que continuaba inmóvil, muy pálido, sin atreverse a hablar.

—¡Ya no puedo consolarle!—pensó llena de solicitud—. ¡Está solo como yo... ¡pobre padrino...! ¡Y qué guapo es!—añadió con orgullo, sorprendiéndole, en un atisbo certero, el fervor silencioso de las pupilas, la mano aristocrática, el porte señoril.

La conmovía un profundo enternecimiento. Se levantó para despedirse; doblóse impulsiva y rozó con los labios cariñosos la frente de Nicolás.

—¡Adiós, padrino!

Él la tuvo así tan confiada y devota que tembló intensamente. Había recibido todo el baño de luz de aquellos ojos, el ardor de la boca purpurina...

—¡Adiós!—logró decir con desvaído gesto, a punto de desmayarse.

Y Dulce Nombre, por darle ánimos, ofreció desde la puerta, con la voz clara y benigna:

—¡Volveré pronto!

Minutos después la vió Nicolás perderse en el esplendor oscuro del bosque; bajó los párpados, que le estampaban una sombra lívida en el rostro, y murmuró con infinito desconsuelo:

—Antes que vuelva tengo que huir...

V. LOS SENDEROS DE LA MUERTE

Fué cierto que al día siguiente se marchó Nicolás para no volver a Luzmela en mucho tiempo.

Lo supo Dulce Nombre con un dolor parecido al desengaño; sentíase desairada en su intento de reconstruir un albergue a la más noble amistad de su vida. No era posible: alguna razón inquebrantable se oponía a este propósito. Y la muchacha, quejosa de su padrino, aun se dolía de la grave tristeza que arrastraba él por el mundo, como una maldición.

Decíase en el valle que el señor de la torre pensaba ir al extranjero y vivir muchos años lejos del solar. Hubo desilusiones entre las señoritas que no perdían la esperanza de un buen casamiento: la prima de Esquivel y la talluda infanzona de Barreda se disputaron gratuitamente el honor de una romántica viudez.

Pocos meses más tarde se despedía Dulce Nombre de su hija sin protesta, con un sentimiento callado y acerbísimo. Decidió Malgor internarla en un colegio ciudadano, y la misma esposa la fué a llevar en un día de otoño húmedo y triste.

La niña era ya una mujer de trece años, arrogante y hermosa. Tenía, como su madre, la figura gentil, los ojos dorados y profundos, la risa trinada, la voz caliente y musical; pero variaba un poco en la expresión, más imperiosa y dura, espejo de una crianza llena de caprichos y satisfacciones. María ostentaba en las pupilas mayor oscuridad, más sombras en el pelo, y carecía de aquel nimbo rubio de la madre, caído en las sienes como finísima corona.

Estuvo conforme en el colegio porque llegaba allí el oro de su padre concediéndole preferencia y garantías, y en tres años, sólo durante unas cortas vacaciones llevó a su casa un poco de bullicio.

Había muerto la abuela; el indiano, envejecido y mustio, padecía una repetición frecuente de los ataques anginosos, y contemplaba todas las cosas con una mirada yerta y fija, de ultratumba, ejercitándose en la virtud de acrecentar merecimientos para la vida eterna.

El quería decirse:—No tengo sed porque puse mi boca en el cielo. Trataba de consolarse a sí mismo, pensando, cómo la existencia del hombre es un soplo de aire que va y viene, mientras las almas perduran en su Dios con la fuerza indestructible de lo imperecedero. Mas, cada una de sus meditaciones, por grave y honda que la hiciese, le traía a morder la carne de la vida, a prevenirse, como último recurso mundano, ese oleaje de memorias y bendiciones que verbera para los escogidos en las orillas de la fosa.

Hizo su testamento mostrándose generoso hacia Dulce Nombre, con el extremado afán de sobrevivir en el ánimo de ella por medio de la gratitud: como en vida procuró dejarle independencia y expansión, para merecer sus favores, pretendía desde la sepultura solicitarlos aún, seguir viviendo de una manera digna en la amada que jamás logró enteramente poseer, de la que nunca tuvo lo más codiciado y adorable en el amor. Le dispuso un cuantioso legado, sin traba ninguna, le aderezó con frases muy laudatorias a la paciente compañera, y aun llevó su magnanimidad hasta proteger de un modo considerable a Manuel Jesús en los acuerdos relativos al negocio cubano, haciendo constar que el mozo le había prestado en la joyería habanera servicios importantes, y que, por su honradez y provechosas gestiones, merecía del testador un trato cariñoso. No faltaban en este documento donativos a los pobres, mejoras para Luzmela, sufragios abundantes por el triste que se despedía con horrenda incertidumbre.

Porque el hombre mortal no conseguía desinteresarse de los bienes humanos, y a menudo una lumbre oscura de los ojos delataba su transitoria ambición por los dulcísimos goces imposibles.

En aquellas horas de codicia terrenal, vigilaba Malgor con paso de moribundo el semblante de su mujer, suponiendo que le contaba los días en espera del «otro», entregada a un acecho irresistible. Un frío interior le hacía temblar, su palidez se revestía de un tono gris que daba espanto, y aunque Dulce Nombre estuviese muy absorta en cuidarle, sin ninguna mala tentación, percibía sobre el enfermo el hálito de la «gran ciega» como un aviso piadoso de la futura libertad, y era cierto que entonces agrandaba los ojos, olvidados en la visión luminosa de la dicha.

Así, frente a frente marido y mujer, solos con su irreparable inquietud, escucharon la transcendencia de cada rumor en las albas tardías del invierno, en el espacio tenebroso de las noches, y todavía con mayor ansiedad cuando los hervores de la primavera estallaban silenciosos bajo el perfume del heno y de los lirios, cuando el verano henchía las venas del sol y echaba las mariposas a volar como flores enloquecidas.

Y aquellas dos almas en tortura se temían sin odiarse, alejadas por el corte helado de un pensamiento, juntas en la trágica perturbación de otear un año y otro los senderos de la muerte...

TERCERA PARTE

I. LA HIJA

Ha vuelto a su casa la niña de Malgor. El padre la considera instruída tal como a una señora corresponde, y se enorgullece mirándola en plena posesión de un destino feliz. Es hermosa, rica, saludable, inteligente: sus alegrías pasan floreciendo sobre el hogar oscurecido por un drama recóndito que ella está muy lejos de comprender.

Algunas veces, cuando era chiquitina, se quedaba suspensa entre sus padres, tan distanciados por la edad, y les hacía esas cándidas preguntas de los niños que a menudo provocan un desolado rubor.

Hoy les ve juntos con más extrañeza que antes, porque razona y entiende como una mujer. Pero nada les dice: ha puesto en la vida su mirada brillante y risueña que no quiere temblar.

Tiene la muchacha un carácter enérgico, algo indómito; no ha sufrido nunca la disciplina de una severa educación ni el peso de la contrariedad; sus antojos, de continuo satisfechos, se exacerban con las dificultades y crecen a medida que se logran: la costumbre de mandar y de exigir la inclina, en ocasiones, a las actitudes violentas, al gesto duro y la brusca determinación.

Verdad es que estos resabios de la mala crianza, puesta al servicio de una herencia impetuosa y ardiente, los atenúa la niña a cada paso con su expresión de inocencia y juventud, con la gracia de su melancolía y el hechizo de su hermosura. Así el egoísta endiosamiento con que vive para sí propia, con frecuente exclusión de los demás, se le ablanda en las pupilas refulgentes, llenas de curiosidades y de luz, en el encanto imperioso de las sonrisas y las palabras.

Y aunque es meditativa y soñadora al influjo de la raza y del país, huye de la tristeza de sus padres como de un mal, y procura olvidarla en el sereno regocijo de su corazón.

No han faltado lenguas torpes que le cuenten a María el noviazgo de la antigua molinera y hasta la razón de que el molino pertenezca al abuelo Martín. La añeja historia y las observaciones de la realidad, aseguran a la muchacha que su madre ha sido una víctima de la suerte, víctima voluntaria, puesto que se humilló al sacrificio cuando pudo resistirse a él con todos los fueros humanos.

Para la niña de Malgor no existen leyes por encima de las pasiones; ella juzga las cosas de un modo indiscutible y definitivo, divididas en dos clases: las que convienen y las que repugnan; es decir, las que se aceptan y las que se rechazan. Como no comprende la vida sin los beneficios del oro, discurre que, de seguro, la pobre molinera de antaño, necesitada de escoger entre el dinero y el amor, se quedó reflexivamente con el dinero; cambió el hábito miserable por la categoría señoril y puso el más firme cimiento a una existencia nueva, encaminada a las materiales ambiciones.

Siéntese la muchacha complacida por los bienes que disfruta como resultado de aquella lejana lucha sentimental, y sólo reconoce en su madre una causa providente de que la hija esté en el mundo, regalada y dichosa, arrostrando un envidiable porvenir.

Pero las definiciones de María sobre este particular no son demasiado crueles, porque las hace a flor de pensamiento, con una niebla mentirosa en el alma, sin ahondar mucho en ninguna cavilación. Los quince años altivos y triunfantes le producen un deslumbramiento engañoso; todo lo percibe al través de su tendencia dominadora, y aun se atribuye rasgos de suma generosidad. Cuando va por la calle y la miran con devoción, vuelve la cara sonriendo a la gente, como si dijera:

—Vaya, os haré el favor de consentir que me admiréis un poco más...

Para mayor adorno suyo tiene la niña una madre bella y moza que parece una hermana, y a la que es fácil suplantar en cuanto significa dar órdenes, exigir tratamientos y revolver novedades. Es María la que decide ahora los menesteres decorativos de la casa, con el beneplácito del padre, muy orgulloso de tan buena disposición.

Y Dulce Nombre les deja hacer, algo intimidada y resentida, alejándose cada vez más de la criatura, a quien tuvo en los brazos con franca adoración. Una frialdad incomprensible las separa; se quieren y se desconocen: la madre siente el imperio de la hija como una nueva opresión, y se encuentra más sola que nunca, perdida en desconsoladas confusiones ante el cariño sagrado, que también se le resiste, con enemiga terquedad.

Nada más semejante en apariencia que estas dos mujeres. Viéndolas juntas se distingue a la madre porque tiene la estatura más elevada, el color más pálido y moreno, más honda la brasa de las pupilas y los labios más curvos. De cerca, su caliente madurez contrasta con la fragilidad de María; pero si hablan vuelven a ser iguales, de tal modo, que oye la una en la otra el rechazo de su propia voz.

Están unidas por la carne y la belleza, apartadas por un obstáculo sombrío; se miran a la entraña de los ojos sin estremecerse bajo la raíz cordial del sentimiento, y Dulce Nombre piensa, conturbada, que un hijo de la sangre puede convertirse en un intruso cuando no le ha concebido también el corazón...

II. EL RETRATO

Desde que la niña ha salido del colegio manifiesta el padre más depurada y continua la virtud de la conformidad, aunque devora con más pesadumbre todas las amarguras del remordimiento.

Porque en la muchacha alegre y victoriosa vive la imagen de aquella otra niña que él arrastró al matrimonio con inquebrantable resolución llena de egoísmos. En aquel tiempo Dulce Nombre era corporalmente igual que esta colegiala moderna. ¡Así tuvo de límpidos los ojos, que no saben olvidar el llanto de aquellos días! Nunca rió con toda la boca, no puso toda el alma feliz en un cantar, ni el interés en un capricho, ni la satisfacción en un goce. Habitó silenciosa y triste en la casa opulenta como si no fuera suya, prestando el oído a los rumores distintos, clavando la mirada en los rostros invisibles; dijo frases benignas, estimulada por la caridad, y dió al marido el calor de su pecho juvenil que ardía con la esperanza de otro amor... En ciertas horas demasiado turbias, sufrió con el espíritu martirizado y negro: era inocente y sentía la conciencia nublada por el dolor y el pecado.

Hoy la hija repite aquel aspecto infantil y gracioso de la madre, con idéntica hermosura, con los mismos años, pero en la plenitud de la ilusión, entre risas y promesas; domina y triunfa, es dueña de su casa y de su libertad: pone los ojos sin lágrimas en todos los anhelos.

Y las compara Malgor, arrepentido, medroso, temiendo purgar en la niña nueva el tormento de la niña desgraciada, volviéndose hacia su mujer con el ánimo penitente y el labio trémulo, ansioso de premiarla en desagravios y recompensas interminables.

Pero la ve tan moza, la supone tan cercana al desquite soñado, que se retrae dolido y mudo, encadenado a su despecho. Aunque languidece bajo un cansancio espantoso de la carne marchita, los deseos retoñan en él con misteriosa fuerza primaveral. Y huye de Dulce Nombre disimuladamente, buscando a la niña como un lenitivo y un refugio que no siempre consigue.

Porque María se aburre en su casa, y después que dispone en ella alguna innovación o la alborota con el revuelo de sus inquietudes, se marcha de visita por el valle, donde cada vecino la recibe con agasajo, y los mozos de fuste la rondan con admiración.

Ya sabe la colegiala coquetear y elegir con la fantasía el hombre presentido, uno que no ha llegado: ese que debe aparecer de un momento a otro... y siempre tarda.

Durante sus paseos incansables por el campo le gusta mucho a María detenerse en la torre de Luzmela, escudriñar la casa del padrino en los escondites más curiosos y tener con el hidalgo un poco de conversación. La seduce aquel hombre retraído y zahareño que vaga por sus jardines lo mismo que una sombra y ocupa la torre como un asceta.

Hace un mes que regresó de Madrid, donde estuvo dos años sin decidirse a ir más lejos. Viene muy arisco, pero el mal incurable de su misantropía interesa a cuantas mujeres le conocen y enamora a las que le celan con alguna esperanza. Un halo de romanticismo sublima la figura de Nicolás, a quien su amor frenético y silencioso empuja a la Montaña. No olvida que los médicos señalaron un plazo eventual a la vida de Malgor y acude, a pesar suyo, como las nétiguas, oteando la muerte.

Y ha encontrado a su amigo en la misma actitud de espera y de zozobra, algo más viejo y cobarde, más desguarnecidas las sienes, más apagado el acento; ha visto a Dulce Nombre con nueva sazón en la hermosura; ha escuchado, tembloroso, aquella palabra lenta y acariciadora que le recrimina:

—Te marchaste sin decirme adiós y no me has escrito en dos años: ¡ya no me quieres!

Unas disculpas azoradas y torpes, una visita casi ceremoniosa, y Hornedo se ha escondido en su rincón, desesperado y adusto.

Allí le suele buscar María, golosa de la rareza del solitario, atraída a la torre por la anchura resonante de las estancias, por la solemnidad de los muebles, por el aire pesaroso del tiempo detenido como en un remanso; la chiquilla es una mariposa que se embriaga y aturde cuando llega hasta el padrino al través de corredores y gabinetes. Porque no ha tomado el gusto a la casa desde pequeña, ni la ha descubierto y sentido con las primitivas imágenes de la niñez como Dulce Nombre, sino que, extraña a este cariño del solar viejo, irrumpe entre las cosas del pasado con una sorpresa fascinante, más bien antojo, no exento de cierta impresión temerosa.

Hay en el palacio de Nicolás una mescolanza de lujo antiguo y de trastos inútiles, conservados por desidia; aposentos vacíos, con el solado crujiente, que no atraviesa la colegiala sin correr; ostugos donde en ocasiones encuentra el ama de llaves, sin saberlo, un trozo de madera con embutidos de nácar y marfil; un herraje valioso; una estofa deshilachada que ha valido un dineral. Los salones mejor compuestos son áridos, hostiles, fríos aunque los bañe el sol; algunos constituyen la torre, y en aquella parte de la casa habita Nicolás, que ahora mismo recibe a María y la escucha cerrando los ojos.

—¿No quieres mirarme?

—Sí, mujer; es que has abierto el balcón y me estorba la luz.

—Pues le vuelvo a cerrar.

Dirigióse hacia el fulgor dorado y rico de la solana, recibiéndole con intrepidez en el oro claro de las pupilas, mientras el hidalgo continuaba adormeciendo las suyas. Entornó las puertas, y por la única rendija libre al soplo cálido y ligero de la tarde, entró un haz de chispas animadas.

La niña de Malgor sigue hablando, sentada otra vez en su escañil; refiere historias pueriles del colegio y de la ciudad, noticias aldeanas que le han dado en el molino. Tiene un gracejo delicioso, una suave presunción en cuanto dice y en la manera de expresarlo.

Pero Nicolás no atiende a las palabras sino al acento; le percibe absorto y le confunde con el de la otra ahijada. Es la misma voz, con iguales insinuaciones tónicas, un método inconsciente que abre y cierra las cláusulas en íntima sonoridad. Y, hambriento de engañarse, el enamorado se quiere sustraer a la hora presente y vivir la hora lejana; procura hallar en la niña de hoy a la de ayer, compañera inocente convertida en amor irremediable.

Entretanto María se cansa de hablar sola:

—Qué, ¿no me contestas?—dice.

Hornedo vuelve, con trabajo, de la consoladora ensoñación.

—¡Ah, sí...! Te contesto lo que tú quieras.

—¡Vaya! No me haces caso: me voy.

Él la detiene, extremoso, rendido:

—¡Si te escucho con embeleso!

Aunque la muchacha no comprende el sentido fervoroso de la protesta, nota su desconocida dulzura, y posa de nuevo en el banquillo:

—Pues cuéntame lo que has hecho en Madrid.

Habla Nicolás maquinalmente, sólo por ver cerca de sí aquel retrato vivo de la amada, que le fatiga el corazón. Quiere a la niña con morbosa ternura. Cuando la mira directamente le hace daño verla, un daño traducido en doloroso rencor, en odio a la dicha que tuvo el hombre rival. Pero si la contempla al través de los deseos, bajo la sombra de las evocaciones, descubre a la criatura siempre adorada, y revive el calvario de su pasión entre las nieblas del encanto y del martirio, con un trastorno que le enloquece y abate. De estas escapadas a la quimera retorna Hornedo hasta la realidad más enamorado cada día; para él Dulce Nombre continúa siendo la mujer incomparable, con todos los prestigios de la belleza y el candor, con la aureola del sufrimiento y la honradez, y aún con las gracias de la maternidad y el hechizo supremo de lo imposible... Podría elegir una esposa entre damas de alcurnia, y se da cuenta del misterioso cautiverio que padece; supone que el atavismo familiar, la infusión de sangre plebeya en sus antecesores, le obliga al culto de la moza ruda y selvática lo mismo que el país, recia en el amor y en el deber, subyugada a la tribulación como la inolvidable niña de Luzmela. Y siente que se cumplen en él los augurios de un destino dramático, con desgarradora fatalidad: es el heredero de una culpa, de una desgracia, de una pasión...

—¿No sabes—dice María cuando se distrae Nicolás—que me pretende tu sobrino, el hijo de Esquivel?

—¿El mayor?

—Sí... ¿Qué te parece?

—Muy bien. ¿Y a ti?

—Me gusta poco... No es mi tipo.

El hidalgo sonríe a la petulancia de la chiquilla, tan diferente a la sencillez de su madre, y, por no malograr la confidencia, pronuncia:

—Mariano es buen mozo y lleva muy adelantada su carrera de médico.

—¡Ya, ya¡, pero... no es mi tipo.

—Y tu tipo, ¿cuál es?

—¡Qué sé yo...! Es otro: el de un hombre que sepa más del mundo, que no sea estudiante y que haya corrido muchas aventuras.

Los ojos visionarios de María resplandecen de curiosidad. Está esperando al viajero que llegue con el polvo de las lontananzas, cabalgando en la bruma del porvenir. Y como si ya tardara en recibirle, se levanta nerviosa; presenta la frente al padrino, y sale cruzando la casa con el rumor ligero y menudo de sus tacones.

III. FRATERNIDAD

Cansado Gil de las asperezas del monte, ha venido a ser criado de Nicolás, hortelano y ganadero más que sirviente fino de la casa.

Permanece soltero el pastor, acaso porque no hubo en la vega una mujer resignada al yugo del matrimonio y a la separación del marido, capaz de vivir triste y pobre frente a la montaña que le roba al compañero.

Y cuando el montañés ha bajado de las cumbres, piensa que es un poco tarde para buscar novia; está receloso y torpe, no atinaría con las blanduras del cortejo y los cuidados de la elección.

—Me quedaré así—gruñe con pereza, contemplando la vida desde lejos, como si aún remontase las alturas de la serranía, a una distancia forzosa del hogar y del amor.

Pero hay un descontento en el alma de este hombre, una melancolía que no le impide cantar a los sones del clásico rabel, durante las fiestas aldeanas, ni repetir en las tertulias de invierno, con rostro divertido, los romances pastoriles de envejecida memoria.

La desazón de Gil, oscura, no muy sensible ni punzante, viene originada de un entusiasmo fiel y humilde por Dulce Nombre, aunque el mozo ignoró siempre que no acertaba a sustituir por otra la imagen de la niña de Rostrío. Y aquella devoción, apenas consentida por quien la profesa, devorada al través de la juventud, persiste aún, como el perfume de una rosa que se ha llevado el aire: es el astro ya muerto, cuyo resplandor alumbra todavía.

Nada de esto conoce definitivamente el criado de Nicolás; pero tal vez, con ayuda del propio sentimiento, lo adivina el señor y sorprende la esencia y la luz del sosegado cariño, que era un día el sueño más hermoso de Gil, el cual sabe muy bien cómo el padrino adora a su ahijada y cuánto sufre porque no es dichosa, arrepentido de haberle facilitado el casamiento. No comprende qué clase de adoración es la del hidalgo y la juzga honda y paternal, no por eso menos viva que otra cualquiera.

A Hornedo se le escapan a menudo frases crueles contra Malgor porque vive demasiado, para sacrificio de su esposa; y censuras contra Martín que no repara en los sinsabores de su hija.

Y el pastor va recogiendo estas lástimas, las comenta y las glosa con indefinible semblante.

—Yo creí que «ella» se había acostumbrado al marido.

—Nadie se acostumbra con gusto a lo que no ama.

—Pensé que a fuerza de tiempo...

—Es peor.

—Como tienen una chiquilla...

—No es bastante.

—La pobre se acordará del otro... ¡le quería tanto...! No se me puede olvidar la cara que puso una noche en el molino cuando le dijeron que se marchaba.

—Sí; ¡se acuerda de él!—murmura Nicolás con acerbo tono.

Así, entre amo y servidor, el culto a la muchacha es un lazo secreto, un motivo de fraternidad que nunca se deslinda: la mezclan en sus conversaciones sin nombrarla, aludiéndola de un modo tácito, indudable, y la sienten al lado suyo cuando están callados y solos en la intimidad hospitalaria de la casona.

Esto sucedía muchas veces antes del viaje del señor y se repite ahora mientras Gil hace abarcas en el portal y Rosaura se oscurece en las honduras de la torre.

El abarquero pule su tronco a horcajadas en el banquillo y Nicolás se detiene junto a él cuando regresa del jardín, mediada la tarde calurosa y florida.

Se abre el porche montañés en la fachada principal, bajo el carasol ancho y tendido, con alero de gola y canalones ruidosos. La arcada, de dos curvas magníficas sobre un recio pilar, sirve a Gil de taller, en uno de sus extremos salpicado con el ripio.

Allí azuela y taladra el pastor si no tiene ocupaciones más importantes; la madera es del amo, las abarcas de quien las necesite, el importe de las mismas pertenece al obrero sin que nadie se lo dispute, que al amor de los buenos linajes es donde suele adquirir más privilegios el señorío del trabajo.

A la vera del picadero hay un sillón desvencijado, amplio y noble, que sostiene bien a Nicolás cuando gasta un rato de palique al son del taladro y de la legra. Teme el caballero que sus concesiones democráticas respondan únicamente a la levadura mezquina del instinto, y se deja llevar, con pesadumbre, de una virtud libre y generosa, como si obedeciese a un maleficio. En cada labrantín de Luzmela ve un pariente abandonado, un heredero posible de la torre, y a cuantos coloca cerca de él la casualidad, los trata con suma condescendencia, dentro de su extraño carácter, como a éste, a quien llaman todavía «el pastor».

Juntos están, silenciosos y pensativos, cuando se abre la portalada y aparece en el umbral Encarnación la de Cintul, ligera y radiante, con una carta en la mano.

—Vengo a decirle al señorito que ya salió Manuel de la Habana, según lo que aquí me explica, y debe estar si toca o llega el barco que le trae.

Gil da un respingo y se queda mirando al señor, que recoge la carta, forzosamente, la desdobla y la mira bajo la torsión violenta de los pensamientos, sin leer ni razonar.

—Ya lo sabe Dulce Nombre—pronuncia muy despreocupada la madre feliz—; estaba ahora en el molino y se lo conté... ¡Quedóse más blanca...! ¡Pobretuca...! Se desazona para que no se entere don Ignacio, pero digo yo que siendo socios allá entre sí, le habrá escrito dándole la noticia. ¿Y de qué vale el secreto si cuando llegue Manuel le ha de visitar...? ¿No le parece, señorito?

—Sí, claro; es inútil—balbuce Hornedo, atormentando la carta, que al fin devuelve a su dueña.

—¡Ay, Dios mío, quién lo había de decir...! ¡Mire que volver el mozo hecho un señor, con posibles y salud, y no encontrarla viuda todavía!

—¡Mujer!

—Yo deseo que la haga venturosa porque se lo debe todo, todo; si no es por ella nunca hubiese encontrado medios para llegar a rico.

—Se lo debe a Malgor.

—Por causa de ella...

—Y de él.

—Bueno, sí; pero un individuo tan enfermo ¿qué hace en el mundo?

—Vivir.

—Desengáñese, don Nicolás, que usted mismo habrá pensado más de cuatro veces en lo mucho que se consume la esposa de un tísico viejo, cuando ella es joven... y la están esperando.

—Hoy la quieres porque es rica; niña y enamorada la despreciaste...

—La quiero porque me hizo un gran bien y se lo debo pagar... La quiero porque la hice sufrir...

Encarnación reblandece su acento con unas lágrimas que pudieran convertirse en sollozos.

—¡Ay!—alude siempre lastimosa—. Procura la infeliz que su marido no se altere; dice que le haría daño esa impresión...

—Es la verdad.

—¡Pues de algo nos tenemos que morir!

—Cuando Dios quiera...

—Si esto le mata... ¡será porque lo quiere Dios!

Las palabras de la madre se han vuelto a endurecer. No le gusta que la contradigan. Y se despide con acritud al través del corral, desplegando la carta como una bandera victoriosa.

Sigue inmóvil el barreno de Gil. Nicolás hunde el bastón en la doladura de las abarcas; tose, muy agitado; está palidísimo y se le acentúan las estrías morenas de la piel.

También se acentúa el color angélico de las nubes por encima de las montañas. La bóveda suprema luce una santidad mística y azul, evocadora: desde el porche no se ve más paisaje que el de las cumbres y el cielo.

El pastor suspira, toma la azuela y la clava, sañuda, en el tronco de nogal. El hidalgo se pone de pie, afirma en el suelo la cachava y dice sombríamente, con la voz un poco temblorosa:

—Voy a dar una vuelta por ahí...

IV. RENUNCIAMIENTO

Sale irresoluto, con la necesidad imperiosa de moverse y desgastar su inquietud en un violento ejercicio. Y en cuanto abre la puerta blasonada del cortil, siente la caricia tónica del bosque, embravecido al acoso de la nueva vegetación.

Con el sombrero en la mano, el rostro descolorido y mudable, se deja Nicolás prender en la maraña de la ruta. Anda muy de prisa y se detiene luego. Le parece que hay en la sombra un temblor misterioso. Por los claros del ramaje entra el sol aterciopelando los musgos, poniendo en el césped unas medallas de estremecida claridad.

El hidalgo escucha como si temiese una asechanza o una persecución, y no oye más que esos rumores peculiares de la selva; zumbido de alas, susurro de hojas, derrame de simientes y de pétalos: el roce de la maravilla en los oídos humanos.

Se presienten las lontananzas al otro lado del bosque, libres del secreto de los árboles y de la espesura de los toldos; pero Nicolás prefiere la reserva de estas entrañas donde todo es abismo, como en su corazón. Tiene aquí la vida un sordo murmullo apasionado, muy conforme al espíritu en tortura del caminante. Viene el silencio de afuera con la serenidad de la serranía y el calor de los horizontes: la tarde en el campo está callada bajo el inexorable azul.

Y el eterno diálogo de los seres y las cosas se refugia en el ansar irruptor, lleno de voces arcanas y sensibles.

Hay una más fuerte y distinta, que se levanta sin descanso: la del Salia, desfallecido en el estiaje, pero siempre molinero y espumoso en el bosque de Luzmela.

Esta voz, permanente y honda, gravita sobre el hidalgo y le lleva hacia la frescura cercana del río, por el hilo frágil de los senderos. Ya no se puede sustraer al hallazgo de la corriente; sube por la orilla mazorral, palpitante y ligero como las aguas, abriéndose paso con el bastón; se hunde en la maleza salvaje, se punza con los abietes, sin perder el rumbo ni moderar la marcha. El río le saluda y recibe en cada melodía, rápido y voluble, siempre nuevo y extraño, recogiendo toda la gracia y la expresión de la tarde. Y el hombre siente aquella vida agitada en sus venas como una misteriosa trasfusión de eternidad.

De pronto el Salia ahonda su lecho en la resonante zubia del molino, sobre una lera de matorrales, que saca del bosque uno de sus costados para extender la finca de Martín. Pasa el río debajo de la aceña, toca el huerto y las brañas sativas, hoy tendidas de sábanas de flores, y se vuelve a meter entre los árboles a lo largo de la hoz.

Hornedo se detiene con la selva, indeciso, como si le amedrentaran la anchura y la luz, y después de un instante de vacilación, sigue el vero del cauce hasta la presa, rozando las ventanas del edificio.

Desde una, abierta y solitaria hace un momento, le llama Dulce Nombre. Y ha sonado su voz muy ansiosa bajo el claro estrépito de los saetines.

—¿Adónde vas?

El padrino levanta la cabeza vivamente, y responde, esforzándose en aparecer sereno:

—«Iba»... paseando.

—¿No entras?

—Si tú quieres...

La muchacha no descubre la insinuación inevitable de aquella actitud. Está preocupadísima. Reflexiona un poco y decide:

—No: aguarda: voy a salir.

Se asoma a la puerta despidiéndose de Camila con una urgente recomendación, y no saluda a Nicolás, se acerca a él como si acabara de hablarle y de verle mediante la franqueza de los tiempos dichosos: como si no hiciera muchos años que vivían distantes y afligidos por una desconfianza irreductible.

Ahora, de repente, sin que ella misma lo sepa, vuelve a ser la rapaza de antes, segura del buen amigo. Se le apoya en el brazo con abandono filial, y le pregunta:

—¿Viste a Encarnación la de Cintul?

Al hidalgo le sobrecoge un gran estremecimiento. Trae la mujer consigo como una fragancia propia el olor suave y caliente de la molienda, tiene el incentivo y la sensualidad de una fruta, viene temblando de esperanza y de anhelo, empujada por el vendaval de su pasión. Y se le aproxima ciegamente, le clava las saetas de los ojos, le sacude, y repite:

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Te enseñó la carta?

—Sí.

—¿Y qué dices?

—¿Qué voy a decir?

—Me tienes que ayudar.

—¿A qué?

—A portarme como debo.

—Eso, tú...

—¡Ah...! ¿me huyes otra vez?

—¡Niña...!

Llevan el mismo derrotero que trajo Nicolás, sin que él lo note. La muchacha le conduce a la selva porque es su camino acostumbrado; pero no busca la trocha bárbara junto al río, sino que se dirige a los senderos más dóciles y frecuentados por la gente, duros también, henchidos con el crecimiento lujurioso de las plantas. Y van despacio sobre la campiña ardiente que da entrada al molino. Desde la puerta de Martín les mira Alfonsa la de Paresúa, présbita y curiosa, muy vencida por los achaques de la edad. En las ventanas se agrupan otras mujeres atisbando a la pareja, ensordecidas por la bataola del trabajo: han sorprendido el gozo y la carta de Encarnación, como la palidez repentina de Dulce Nombre, y les aturde el soplo del adivinado secreto.

—No sé nada—responde Camila a las indiscretas consultas, sin que en realidad se haya enterado de lo que sucede.

Allá fuera los que suscitan estos comentarios se paran en la linde de los árboles.

Dulce Nombre ya no guía al padrino ni se estrecha contra él. Sofocada, ceñuda, le hunde siempre en el rostro las lanzas de las pupilas, y repite, briosa, la última palabra que Nicolás había pronunciado en son de protesta:

—¿Niña...? No soy una niña; soy una mujer, muy infeliz, sola en el mundo: contaba con tu apoyo... ¡y me le niegas!

—No estás sola: tienes padre.

—¿Un hombre que me vende, que ni me acompaña ni me ayuda?

—Tienes marido.

—¡El que me disteis!

—Y una hija.

—¡Tampoco!

—¿Eh?

—Tengo un amor que me vuelve loca: eso es lo único firme y seguro de mi vida... Nadie me lo ha impuesto; ha venido él de todas partes... no sé por dónde...

Señalaba la moza ampliamente a los confines, con gesto iluminado, como si abarcase en su ademán toda la mies engrandecida por los frutos; los montes solemnes, azules, sagrativos, y la tierra abrasada de los cielos.

—Tenía—dijo después con torvo reproche—una amistad: la tuya... Me la has quitado y estoy sola con el amor, sola y desesperada.

Echó a andar por el bosque sollozando.

—Si te basta ese amor, ¿de qué te quejas...? ¡Yo no tengo ninguno!—murmuró Nicolás tan dolorido que la muchacha se volvió a mirarle.

Ya les tomaba la penumbra del arbolado, olorosa y movible. Toda la selva, pujante, sacudida como un inmenso corazón iba hacia ellos acogedora y fraternal. Y aquella frescura, aquel abrazo recibido bajo el peso del sol, les produjo un inesperado consuelo. El vestido claro de Dulce Nombre, las caras descoloridas, recogieron la luz verde y serena del paraje. Andaban los dos amigos con lentitud uno al lado del otro.

—No me basta el amor—pronuncia Dulce Nombre compasiva y humilde—puesto que necesito la amistad. ¿Por qué no me tratas como antes, cuando no podías vivir sin mí?

—¡Ni puedo ahora!—dice el hidalgo con lúgubre tristeza.

Dulce Nombre, enternecida, avisada por un presentimiento insondable, robustece de nuevo su fe en el padrino.

—Mira—le dice—no hablemos nunca más de nosotros. Nos queremos como siempre, ¿verdad? Tú me enseñas y me riñes lo mismo que si aún fuera chiquitina... Oye, por Dios, atiende: ¿Qué hago al llegar Manuel Jesús? Quiero ser buena; que nadie sufra por mí; que tú prepares a Malgor para que la noticia no le perjudique... ¿lo harás?

—¡Pero, mujer!

—Sí; lo haces; y me aconsejas, me sostienes en esta horrible lucha que no se acaba... Ya ves: todos los plazos se cumplen... menos el mío.

—¿Cuál?—pregunta Hornedo estremeciéndose.

—¡El mío!—repite ella; la voz, encruelecida, se le queda súbitamente rota. Y después de un silencio penoso, exclama—: ¡Ni quiero que se cumpla!... No, yo no deseo nada malo...

Parece que habla consigo misma, frente a su conciencia, rechazando la dañosa tentación.

Nicolás no la interrumpe. Acaso las palabras que pudiera decir se le ahogan en el sufrimiento. Asiste como único testigo a los combates de aquella mujer, impulsiva y cándida, sin defensa contra su pasión. El abandono en que la ve le estimula a socorrerla por encima de los celos, con olvido de la propia desdicha: no es posible que deje a la amada sola en la pendiente, al borde de las malas ocasiones.

La recuerda niña y curiosa, asomada con él a los misterios del espíritu, llevada por su mano varonil al través de los campos, en traza de exploradores los dos, sorprendiendo los ruidos inefables, hora por hora, desde el alba a la estrella, en los ágiles caminos del monte y en las sendas entrañables de la mies. Así aprendió la criatura a vivir alerta y sensible, escuchando la inquietud apasionada de las hojas en el bosque; la dilatación de las raíces en la tierra; el estallido de los capullos en el rosal. Se hizo clarividente; resonó como un arpa en las manos campesinas del solariego, para que todas sus percepciones y su avidez se convirtieran en un amor hondo y triste lo mismo que la gleba secular: el maestro no supo abrir a su discípula otro rumbo tramontano y redentor.

Y hoy la sigue como un culpable de aquel delito, clavado con ella en una misma cruz. La quiere salvar y pide a este buen propósito el mayor esfuerzo de su vida: porque si él la defiende honrada y pura, será para que la despose Manuel Jesús en cuanto a Malgor le baste con un lecho de tierra.

Ya está Dulce Nombre a la orilla de su casa.

Con un sacrificio heroico de que se creía incapaz le promete Hornedo cuanto ella suplica.

—Sí; mañana vendré a visitar a tu marido y a decirle con precauciones que llega ese muchacho.

—Y cuando se presente, estarás aquí.

—Estaré.

—Dios te lo pague.

Le tiende las dos manos, efusiva y él corresponde lo mejor que puede al saludo.

—Adiós.

—Hasta mañana.

Como en otra ocasión inolvidable la ve Nicolás hundirse en la arboleda y permanece allí extasiado, envuelto en el perfume que sale del jardín.

Pero hoy no le desatinan el despecho y la venganza; su pena adquiere un matiz sabroso de ternura, y se honra con el orgullo consolador de las altas acciones; ha dominado el miserable instinto: encima del Amor ha puesto el Bien. Siente impulsos de rezar, miedo de no seguir con bastante arrogancia el abnegado camino.

En la solemnidad religiosa de la tarde, caen unas horas como gotas cristalinas desde la copa metálica del campanario.

Las recibe Hornedo en son de aviso: hay que llevar las pesadumbres adelante, como Dios manda.

Y mira de frente la senda extendida a la torre: hacia el renunciamiento y la soledad.

V. ALBA DE LUNA

Pleno mes de agosto; noche veraniega y radiante que parece moruna.

Goza Cantabria los mejores días de su belleza, en que se lucen todos los prodigios de que son capaces aunados el calor y la humedad. Y esta plenitud de gracias tiene en el cielo un manto de centellas por donde sube la luna a desatar la sombra cuando se ha puesto el sol.

Dulce Nombre acompaña a su esposo en el jardín, arrepentida de haberle dejado por la tarde mientras estuvo en el molino.

Precisamente hoy la busca él con obstinada cautela, y la vigila de un modo tenaz; juraría que le ha visto los ojos más impacientes que nunca, la expresión más enervada y peligrosa. Hasta llega a decirla, suponiendo que esconde su cuidado:

—¿Qué te sucede?

—¿A mí...? Nada... ¿Qué me va a suceder?

—Temí que estuvieras inquieta... esperando alguna cosa.

—No, no.

Quedan mudos y tristes, envueltos en la mutua desconfianza. Él pone los ojos allá arriba donde mueren los astros que nadie sabe cuándo han nacido. Piensa con incertidumbre en la eternidad, como en algo inseguro, y nota que se miran, temblando, las estrellas: acaso tienen miedo de caerse, de apagarse, de extinguirse...

Dulce Nombre las contempla a su vez soltando el vuelo de la imaginación de unas a otras, como si pretendiera así llegar muy lejos, detenerse encima de un barco, descubrir un horizonte sobre el mar.

Cuando fué al puerto a recoger a la niña halló crecidas la marea y la luna, soberbio y espumoso el oleaje; la galerna fermentaba sus cóleras y un inmenso quejido recorría el Cantábrico. Anduvo la joven por la playa recelando de las olas y las nubes, castigado el rostro con el viento amenazador que retoza en las arenas.

Ya se decía en el valle que estaba Manuel Jesús a punto de regresar, y Dulce Nombre se volvió a su casa bajo la excitación de un nuevo suplicio, desconfiando también de los temporales. Muchos días se agitó alcanzada por toda suerte de preocupaciones; pero no aconteció el arribo que tanto la sobresaltaba, ni el tiempo borrascoso realizó sus anuncios.

Y apenas la moza conseguía un respiro en tales ansias, la iba a sorprender Encarnación con la noticia indudable, comunicada a veces entre el ruido encubridor de la aceña, con un secreto lleno de mímica y de claridad: la carta en la mano, la alegría y el orgullo en el semblante; la mirada y la sonrisa escapándose por el salón, reveladoras y enigmáticas a la vez.

Ahora Dulce Nombre sabe de cierto que el amado viene; acaso ya descubre la ribera a la luz de esta luna cismontana, aparecida en el valle amorosamente, como un regalo nupcial. Y le espera en la orilla una marejada apacible, jubiloso el despilfarro de las olas, convertido el sable rubio en un tapiz de honor.

Se amortiguan como en un ensueño las tribulaciones de la moza: ya no desconfía del mar, aquel vecino indómito y gigante a quien oye a menudo rugir; todo es bonanza bajo la fantasía que en el viajero aguarda al novio, y en la luna recibe una joya de esponsales.

Pero este encanto se rompe de improviso. Una voz fuerte y varonil, algo maligna y alterada, quiebra el silencio:

Es amor en la ausencia como la sombra, que cuanto más se aleja más cuerpo toma; amor es aire que apaga el fuego chico y aviva el grande.

El cantar, expresivo y certero, rasga el espacio igual que una saeta.

Dulce Nombre se estremece como si despertara de un sueño esplendoroso, y ve a su marido acechándola, lívido y callado.

Ella adivina en el cantor al antiguo rabadán, el habitante de la sierra vestido de zahones, camarada rudo y fiel de los tiempos alegres, un poco enamorado de la niña de Rostrío.

La constancia de aquella adhesión, que aun vive y se duele de las coplas nocturnas, incita a la muchacha a meditar sobre el presentimiento que por la tarde tuvo, sugerente y extraño, indeciso igual que un fantasma. ¿Nicolás Hornedo la había querido siempre como un padre o como un hermano?

Ella, tan perspicaz y conocedora en medio de su sencillez, nunca sospechó de aquel hondo cariño. No obstante, hoy se le ofrece la duda con insistencia, alumbrada por multitud de recuerdos y comprobaciones.

Todas las veleidades del padrino con la ahijada a partir del casamiento, obtenían una explicación rotunda a la claridad repentina de la sospecha. Y a Dulce Nombre le penetraba en el espíritu cada memoria con punzante lucidez llena de admiración. Sentía una lástima aguda y tierna por el amigo triste, por el hombre solitario y doloroso.

Otra canción de Gil, más distante, desvaída en la sombra, punza en la sensibilidad de la mujer: la noche entera le habla de amor y se ciñe a su carne ardorosamente como una inmensa caricia.

Entretanto el esposo enfermo ha recogido la copla intencionada y la rumia con desesperación, lastimado por el hechizo de esta hora bella y dulce, tan propicia a la felicidad.

Está el parque hecho de un pedazo del bosque: su brava tierra de ansar y de lerón florece a las orillas de los árboles, cultivada con blanduras de jardín. Se deslíe en el suelo la sangre de las rosas que languidecen, mareadas por su propio perfume: llega del río un suave murmullo; tiembla en el viento el alma vegetal de las plantas; un hálito de vida estalla silencioso a cada instante.

Malgor piensa con terrible congoja en la cava profunda del sepulcro hasta donde no alcanzan los veranos. Y se levanta de la silla, pálido y siniestro, para dirigirse a su casa.

—¿Te quieres acostar?—le pregunta su mujer con distraída solicitud.

Nada responde, como si ya tuviera la boca sellada con un puñado de arcilla.

VI. EL PAPEL AZUL

Entre la servidumbre del indiano ocupa Tomasa un caritativo lugar, acogida por Dulce Nombre con más benevolencia que afecto.

No se ha casado la antigua vecera del molino porque nunca halló un novio, y sigue viviendo enclenque, precaria de salud y de fortuna.

Como no es agradecida se complace en espiar a su protectora, augurando los dolores que padece y las esperanzas que no consigue. Se alimenta del mal ajeno, goza con que otros sufran, sobre todo si la víctima es una mujer lozana y bella como la de Malgor.

Esta noche ha sorprendido el aire extraño de los esposos, y mientras ellos se recluyen en su alcoba abierta al jardín, se desliza la intrigante como una alimaña en las habitaciones de abajo, próximas a la cuadra y al corral, para desde allí recoger el soplo de los caminos escuchando a la gente que va por la carretera.

Al caer la tarde ya se supo en el pueblo que Encarnación había llegado al molino con mucha prisa, portadora de una carta cuya secreta lectura conmovió a Dulce Nombre de un modo extraordinario.

Otros detalles se añadían y se relacionaban con el anunciado viaje de Manuel Jesús.

Ahora Tomasuca intenta saber más: asocia aquellos rumores con la turbación que ha notado en los dueños de la casa, y pone atento el oído a lo que se diga en el establo o en el cortil, a las frases nuevas que lleguen con el oreo de la noche.

Y no tarda en satisfacer la curiosidad, como si al conjuro de su perverso instinto se movieran en la sombra las voluntades para servirla. Es la propia Encarnación la que aparece en el camino real, y se acerca a la casa muy despacio: lleva sin duda un oculto propósito.

—¡Chis... oye...! ¿Querías alguna cosa?

—Acertaste.

—Pues aquí me tienes—dice Tomasa desde un antepecho al nivel del portal.

—No es el mensaje para ti.

—Lo supongo.

—¿Entonces?

—Se le daré al ama.

—Deseo hablar con ella.

—Es imposible: el señor está hoy más adusto que un juez, y al subir del parque los dos, se han cerrado muy serios en su dormitorio.

Encarnación sonríe con sabiduría maliciosa:

—¡Vaya, a ese le pican los celos!

—Sabrá que viene tu hijo.

—No lo digo por tanto... ¿Quién se acuerda ya de aquellos amores?—soslaya la madre con raro disimulo.

—Se acuerda la interesada.

—¿Qué sabes tú?

—Se lo conozco. ¿Leo en el giro de las aves y no voy a entender a las mujeres?

—¡Sí que eres sutil!

—No te burles; de sobra comprendes la verdad.

—¿De qué?

—De esa afición.

—¡Ni que fuera bruja!

—Y te entiendes con la enamorada—pronuncia la chismosa, implacable, sin ofenderse por el retintín de las alusiones. Le reluce el tono claro y frío de las pupilas, que adquieren una dureza de metal: el alma torva enseña el pálido color de su envidia—. Hay hombres—añade acerbamente—que no se cansan nunca de querer.

Viendo el trastorno maligno de Tomasa olvida la de Cintul su inusitada prudencia. Conoce que no debe fiarse de aquella mujer, pero la quiere castigar aumentando el ruin despecho que la consume, y responde:

—Uno de esos que dices es Manuel.

—¿Y es cierto que viene?

—Ha venido.

—¿Cómo...? ¿De veras?

—Ha desembarcado en Torremar.

—¿Cuándo?

—Esta tarde; mañana estará aquí.

—¿Tan pronto?—murmura la envidiosa, temiendo que se realicen los anhelos de Dulce Nombre.

—¿Pronto...? Diez y seis años lleva en Cuba... sin cansarse de querer—subraya Encarnación.

—¿Ese recado traías para «ella»?

—Ese mismo.

—Se le daré... ¡Cuánto se va a alegrar!

La de Cintul vacila un momento; la idea del gozo que puede transmitir la enternece.

—Mira—decide—no le hables de ello, que tal vez no le guste; sino que a solas, sin que nadie lo vea, le das este telegrama—y toma de su bolsillo un papel azul, con mucha solemnidad.

Tomasa desaparece muda y presurosa, empuñando la misiva como un arma siniestra, en tanto que la madre del viajero emprende la retirada un poco descontenta de su resolución.

Instantes después una mano febril llama en la alcoba matrimonial. Abre la puerta Dulce Nombre y ve a su criada sonriendo con perfidia.

—¿Qué quieres?

—Este parte ha traído Encarnación la de Ayuso.

—¿Para mí?—dice temblando la joven.

—¡Naturalmente...! Es la noticia de que ha desembarcado Manuel y mañana viene a Cintul.

En vano Dulce Nombre intenta apagar aquellas frases dichas con una voz alta y dura. Ya están clavadas en Malgor, que se yergue sobre el canapé donde reposaba y estira el brazo maquinalmente, con un movimiento ansioso y defensivo, como si quisiera cerciorarse del anuncio y detenerle sin recibir su daño.

—¡Trae!—balbuce.

Su mujer se interpone entre la mano descolorida y el malévolo impulso de la sirviente; pero ésta consigue entregar el telegrama.

Entonces, bruscamente, sufre el indiano la presión terrible en el pecho, la repentina violencia de su grave enfermedad. Se le demuda el semblante de una manera angustiosa; entre los dedos flojos se desprende el papelillo azul y cae a los pies de Dulce Nombre.

Ella se inclina consternada sobre el enfermo, recibe en los ojos el brillo opaco de unas pupilas que se hunden en la oscuridad, y le llama afanosa; no quiere que perezca así, empujado por una mala intención, padeciendo la última desconfianza.

—¡Ignacio, Ignacio, escucha... atiende...!

Hace el moribundo un gesto espantoso, asoma entre los labios una hirviente espuma de color de rosa y queda rígido, inmóvil.

—¡Está muerto!—gruñe Tomasa con aspereza que no descubre ni un átomo de caridad.

Se propuso únicamente hacerle sufrir, aventarle los celos y las dudas para que descargara su enojo en la esposa. Y el muy estúpido la dejaba libre cuando la venía a buscar el amor, cuando ya podía ser a un tiempo honrada y feliz; ¡aquel hombre la había jugado una mala partida a su humilde servidora!

Miróle con desdén, y extendió su despreciativa injuria a Dulce Nombre, que permanecía quieta, amarilla como un cirio, sin alcanzar toda la magnitud de las crudas palabras: ¡está muerto!

Mas, de súbito, se incorporó cautelosa, enconada por los ojos crueles de la víbora; fuese hacia ella, dominándola con el brío y la estatura, y la obligó a salir del aposento:

—¡Vete, infame...! Sal ahora mismo de esta casa... ¡fuera de aquí!

La dejó evadirse, escondida en la penumbra de los corredores. Cerró la puerta, acercóse al cadáver y le puso en la frente un beso lento y dulce, el único espontáneo y cariñoso de su vida conyugal.

Después, con una flexión cauta y ligera de la cintura, levantó de la alfombra el papel azul, leyólo ávidamente y le ocultó en el pecho, entre los frunces del vestido...

VII. LA LIBERTAD

Toda la noche velaron a Malgor sus íntimos camaradas de la niñez: Martín Rostrío, Antón el campanero y el señor de Luzmela.

Acudió este último, como los demás, a la grave noticia de la desgracia, y permaneció allí, atado por el deber, cohibido por diversas repulsiones.

Le amedrentaba el difunto... Muy lejano el cariño infantil que le unió al compañero en la escuela y en la mies, aquella memoria hubiese, no obstante, servido para tolerar con estimación al hombre que le arrebataba el patrimonio: debía humillarse a la suerte; y nunca fué el indiano un logrero de escasa justicia, sino un rico de mucha fortuna. Pero Nicolás, desinteresado en los bienes materiales, no le perdonaba al amigo que se hubiera apoderado también del alma de la torre, la niña prometedora hecha una adorable mujer. Y al llegar de improviso junto al muerto, sólo sentía la náusea y el terror que produce la carne agostada, a punto de corromperse.

Tenía el cadáver la boca dura y entreabierta, las pupilas cuajadas en el contorno de las órbitas. Con las manos heladas, inflexibles, sostenía un rosarito de coral, la última prenda entre los dedos siempre blandos, suaves como el algodón en los estuches de las joyas. Vestido según le sorprendió la muerte, conservaba un sello de humanidad mucho más expresivo que el de las mortajas prevenidas. Era el mismo hombre que poco antes vivía y penaba adorando celoso a una mujer y que ya se deshacía insensible, ciego y mudo, sin preocuparse del cercano rival.

Mirábale Hornedo muy absorto, acallando su invencible rencor para evocar el espíritu errante de aquella criatura, oculto en el arcano de la otra vida: quisiera hundir los ojos en la eterna sombra que todo lo sabe y averiguar si el hálito incorruptible de Malgor seguía ardiendo por Dulce Nombre mientras el cuerpo se le congelaba próximo a desmoronarse en espuma cenicienta. Y le pungían sensibles sus más hondas tribulaciones, porque sentía muy cerca los pasos de la amada, que no quiso acostarse, vigilando el gabinete mortuorio sin posar en él, solícita y respetuosa.

Cuando llegó el padrino entre varias personas serviciales, procuró decirle ella lo que había pasado con el telegrama fatal.

En un extremo del pasillo le habló reservadamente, bajo una turbación nueva para el hidalgo. Se expresaba sin mirarle, franca y retraída a la vez; quería contárselo todo a la claridad de su genio translúcido, y refería la vileza de Tomasa con mucha indignación, mientras delataba un descanso gustoso para el tormento de su juventud. No hubo fingimiento hipócrita en la voz ni en el ademán: Dulce Nombre descubría, como siempre, su condición intrépida, instintiva, afrontando los caminos libres, con ansia de vivir, de una manera luminosa, igual que antes abrió el pecho a los sinsabores revelando su acidez.

Pero sus frases diáfanas se envolvían en un recato especial y su actitud en un tenue rubor desconocido para Hornedo. Y la escuchaba él confuso, imaginando que la nube casi imperceptible de aquella expresión obedecía a la novedad y la sorpresa de las circunstancias; quizá al prurito de celar un poco la interna ventura.

—Ya se cumplió tu plazo—le dijo, crudamente, viendo huir sus propósitos de renunciamiento. La tenía a su alcance, hermosísima y tentadora, libertada para otro hombre; y la mocedad que había malogrado en las crisis de su pasión, le pedía una cuenta apremiante al choque violento de aquella hora.

Estaban junto a una ventana que transcendía a la esencia resinosa de los pinos y al vaho de la tierra caliente; remansaba la noche bajo el parpadeo fogoso de los astros, al arrullo del Salia, claro y vibrante como una lira de cristal.

La viuda del indiano escondía los ojos trigueños sin responder a su padrino, que volvió a decir, honda y fuerte la entonación:

—Ya se cumplió tu plazo, ¿no me oyes?

—Sí.

—Y el destino te devuelve a Manuel Jesús.

Era la voz tan dolida y entrañable, que la joven alzó la mirada, y allí mismo, a la luz candorosa de la luna, se convenció del trágico secreto en las pupilas hambrientas de Nicolás.

—Ya hablaremos—silabeó, azoradísima—. Tengo ahora mucho que hacer y no es buena ocasión...

Antes de terminar esta vaga respuesta había desaparecido en la sombra del carrejo para entrar en el cuarto de su hija y estarse al lado suyo consolándola, hasta que se durmió cansada de llorar.

No se oyeron más gemidos. Dulce Nombre, seria y diligente, atendía a las necesidades póstumas de su esposo, preparando las galas del entierro, la cuantía de los sufragios espirituales y otras cosas lúgubres y precisas.

Aunque tenía ayuda, quería intervenir en cada gestión, y su vestido blanco, el mismo que lucía por la tarde, rozaba a menudo las distintas habitaciones con aire volandero y fugaz.

La servidumbre, las visitas oficiosas, y hasta los veladores del muerto, comentaban en voz chita, o en lo recóndito de la conciencia, su observación de que la viuda tuviese los párpados enjutos, y que en el rostro, hermético y esquivo, no mostrase una huella solemne de pesar.

—¡No llora!—se decía Martín, contrariado.

—¡No grita!—pensaba Antón, con mucho asombro.

Una vecina cuidadosa se acercó a decir a la interesada:

—¿Quieres que te busque un traje de luto?

—Mañana me lo pondré—contestó—, corre más prisa lo que estoy haciendo.

Y siguió trajinando, activa y perseverante.

La veía Nicolás de través en los espejos, atisbándola detrás de las puertas, sorprendiendo su voz, canora y dulce, adelgazada en el pliegue de los «escuchos»; su andar rítmico y gentil, su figura armoniosa. Pasaba junto al dormitorio que había compartido con Malgor, sin entrar en él, celándole al reflejo amarillo de los blandones, y se alejaba para volver más tarde a detenerse un momento en el propio umbral, con extraña fascinación...

Ya tramonta la luna, al caer moribundo de las estrellas. Se apagaron todas las luces de la casa menos las temblorosas de los cirios. Por los balcones, abiertos de par en par a la frescura de los campos, entra el remusgo del amanecer.

En el triste camarín unas mujeres interrumpen sus rezos comentando la llegada de Manuel Jesús. Saben que ha desembarcado, y no faltan alusiones a la situación de su antigua novia.

—Ahí la tiene, linda y fresca lo mismo que la dejó al marchar.

—Más en sazón; que entonces era demasiado rapaza.

—Y con buenos miles que hereda hoy.

—Ese muchacho nació de pie, como sea cierto que viene rico y gasta cabal salud.

—Si les acuden a los dos todos los beneficios—dice Alfonsa la de Paresúa, persignándose al acabar un responso—, ella bien lo merece: ha usado la humildad y la prudencia donde otras hubieran puesto la ufanía y el abuso.

—También el amo era buena persona.

—Nadie lo niega.

—Honrado y dadivoso...

—Y amigo de los pobres...

—Pero con la enfermedad y los años ha sacrificado a esta criatura, ¡la mejor del mundo!—vuelve a insistir Alfonsa, ponderativa.

—El padre tuvo la culpa.

—Es el sino de cada cual.

—Aun le queda a la moza tiempo de ser feliz.

—Dios lo quiera.

—No ha de crecer la hija tan llana y sin vanidad como la madre.

—¡No!

—Le gusta que la llamen señorita y se da mucho tono...

Olvidados los padrenuestros, se critica, también, la ingratitud de Tomasa, que en el momento del infortunio abandona el hogar donde ha recibido tantos favores.

—No tuvo ley ni a su propia madre.

—Es descastada como ella sola.

—Y medio hechicera: había dicho que el cárabo rondaba por aquí en barruntos de muerte.

—Como tiene la sangre traidora no adivina más que pesadumbres.

—¡Así medrará...!

Los hombres de la velación han salido de la estancia para tomar café y marcharse luego. La viuda se decide a descansar un rato: es un pretexto para retirarse.

En la pieza solitaria que ha elegido como albergue, se abre un antepecho dominando el ansar. Desde allí, cuando la selva está desnuda, se distingue el molino, albo y lueñe, constante imán de los recuerdos que solicitan exaltados a la enamorada.

Hoy no se descubre por este balcón más que la gasa oscura del follaje, la silueta algariva de los montes, la curva pálida de las nubes donde resplandece solitario un lucero imperial: todo ello entrevisto al claror naciente de la madrugada, cuando se agudizan todos los rumores y baja el cielo al río con la primera luz.

Corre una orilla fresca; se remecen las hojas y los musgos; una canción inefable suena en el bosque, sube a las colinas y se extiende por los confines: está hecha con trinos de los pájaros y balbuceos de las aguas.

Dulce Nombre tiene los ojos clavados en la aurora y recibe el saludo de cuanto renace a su lado. Ve cómo unos ampos de claridad rubia se posan en las calvas de la sierra; el valle parece de oro: a la mujer se le enciende toda la esperanza con el sol.

De pronto una posa fúnebre rompe con su tristeza el hechizo sagrado de aquellos minutos. Es que Antón, el campanero, cumple en la parroquia su deber.

Las comadres que charlaban entre rezos junto a Malgor, han dicho en doliente despedida:

—El Señor le tenga en la gloria...

—Descanse en paz...

Nicolás se ha marchado; Martín se ha dormido en una cómoda butaca del comedor.

Y el muerto está solo con las flores que la viuda ha cortado en el jardín, mientras ella, vívida y fuerte, sin atender a los toques lamentables del campanario, sigue en el balcón, entregada a un radiante abandono, dejando fluir los pensamientos sobre el día de su libertad.

VIII. EN LOS NIDOS DE ANTAÑO

Después del entierro, casi al anochecer, María le dice a su madre, aprovechando una tregua en los saludos de pésame:

—Voy un rato al molino.

—¿Ahora?

—Sí... ¿por qué no?

—Parecerá mal.

—¿Y qué me importa a mí? Aquella es nuestra casa igual que ésta. Salgo por el bosque y llego cuando han acabado de moler: no habrá gente.

—Se te hará de noche para la vuelta.

—Me acompaña el abuelo.

Sin aguardar una aprobación definitiva, parte la muchacha, ansiosa ya de moverse y recobrar el amable señorío de sus deseos, como si hubiera tolerado en aquel solo día una larga esclavitud. Se resiste al primer quebranto de la vida, que le arde en los ojos con físico disgusto; le duele la cabeza: necesita huir de la casa silenciosa, hacer un poco de ejercicio, tomar el aire, secar el llanto.

Va de luto; su elegancia nativa se amolda a todos los vestidos con un garbo especial.

—¡Qué bonita es!—dice la madre, sonriente, recordando que en el espejo se ha visto muy parecida a la muchacha, esbeltísima con la ropa negra, interesante como nunca bajo la zarpa del insomnio y del amor.

Piensa que la niña es ahora más suya que antes; vivirán en comunicación estrecha y la podrá atraer a sus aficiones, crecida siempre la ternura entre ambas... El espíritu se le engrandece imaginando un porvenir caudaloso en goces, sin atreverse a definirlos, derritiéndose en gratitudes a Malgor, como si voluntariamente hubiera muerto para libertarla. Y reza por él, lastimosa y enternecida, rindiéndole un callado tributo cada vez que se persuade de estar viuda, muy cerca de Manuel Jesús, con un derecho indiscutible a la felicidad...

Llegó el flamante indiano por la mañana, en el mismo tren que conducía el ataúd lujoso de Malgor, pedido por telégrafo a la capital.

Pasa el ferrocarril a dos kilómetros del valle, y aquel trozo de carretera, extendido desde la última estación hasta los pueblos de la serranía, le emprendió el viajero también en el mismo coche público que llevaba en el cupé, entre maletas y baúles, el esquife pavoroso.

Pero al saber a quién pertenecía se apeó Manuel Jesús casi violentamente, anduvo a pie el camino real y subió por los atajos a Cintul.

La familia, que le esperaba más tarde, recibió una sorpresa jubilosa. Hubo en casa de Encarnación muchas bienvenidas, bullicio y convite, expansiones amenizadas con mil conjeturas sobre la coincidencia rarísima de que volviese el mozo, al cabo de tantos años, con el féretro de su antiguo rival.

Y la desazón medrosa de esta circunstancia le amargó el ansiado viaje: acudir como los cuervos al olor de la carne muerta, le producía una impresión de maleficio y pesadumbre.

Se retrajo de asistir al entierro del jefe y protector, alegando como disculpa el cansancio y las emociones. Pensaba con trastorno en lo que haría para no emular por completo a las aves siniestras, cebándose en los despojos mortales. Era preciso considerar el luto de Dulce Nombre, dejar correr los días con paciencia cautelosa, vivir a salvo de las censuras aldeanas.

A las insinuaciones poco reflexivas de su madre, repuso:

—Me he de portar como un caballero, aunque me cueste el mayor sacrificio.

—Es que ella te está esperando—apoyó Encarnación alarmada.

—Yo la espero también.

En el fondo prudente de esta actitud existía una secreta repugnancia a heredar la mujer del bienhechor, rica y viuda, cuando había renunciado a ella soltera y pobre: de lejos no le parecía difícil ni reprochable lo que de cerca hallaba casi monstruoso.

Cuestión de perspectiva. Allá, la distancia agrandó unos motivos ciegamente inventados para sustituir a Malgor en cuanto fuera posible, con premura que a veces tomaba el aspecto de una conminación: cartas hubo entre la madre y el hijo henchidas de las más implacables urgencias, colmadas de suposiciones diabólicas.

Aquí, frente a la ocasión, se achicaban las razones de Manuel Jesús: la estrechez del valle, la cercanía de todas las cosas, la misma posibilidad de realizarlas, causaron a este hombre, súbitamente, una opresión de angustia y de remordimiento. Su llegada había sido inoportuna y cruel: un comporte gallardo haría que se olvidase la mala fortuna de aquel arribo.

Y la mujer querida se esfumaba un poco bajo la nube de esta consideración; perdía las proporciones grandiosas del ídolo para convertirse en una realidad algo trágica, en una novia fácil y sombría.

Regresaba el joyero adinerado y joven; era buen mozo, apenas si unas canas prematuras le daban cierta respetable seriedad. Podía escoger compañera entre las señoritas del valle y emparentar con los blasones más ilustres del terruño.

Pero nunca había pensado en una boda de conveniencia. Romántico, independiente como buen montañés, supo vivir sin demasiados sacrificios, conociendo los placeres y las diversiones, defendiéndose de los grandes compromisos amorosos con el recuerdo de la que le aguardaba constante y fiel, cautiva en una dolorosa cadena que él mismo había forjado, al impulso de una exaltación sentimental.

Porque fué Dulce Nombre la estrella de su destino, le dolía como un sacrilegio aquel inexplicable desagrado con que ahora, de repente, veía la proximidad de cuantas ilusiones le estimulaban durante años seguidos. Quería suponer que sólo por el bien de ella juzgaba necesarios los temperamentos y las prórrogas; pero una interna comezón le avisaba de otro disgusto supersticioso, indefinible, una resistencia, muy vaga todavía, al casamiento deseado con malévolos apuros: la gota de hiel caía inesperadamente en una afición tan probada y madura.

Todo ello es indeciso, alucinante, y lo atribuye Manuel Jesús a la mala hora de su regreso bajo el toque funeral de las campanas: padece la obsesión de que ha llegado horrendo y vengativo con la guadaña al hombro y un ataúd a cuestas.

Y sufre extrañamente en el día esperado con inquietudes ardorosas, en este día luminoso y evocador, rebosante de membranzas para el viajero.

Ya desde el camino le tomó por suyo con aguda reclamación la memoria de los goces juveniles, y se le encendieron todas las ansiedades cuando en la vasta soledad del Cantábrico descubrió los contornos de la tierra nativa y vió el sol a ras de las aguas, deteniéndose en la clámide roja del crepúsculo para besar la orilla montañesa. Un pensamiento raudo y henchido le condujo entonces a su valle, detrás de las montañas orgullosas por donde a la mañana siguiente le llevaría el tren apartando los árboles con su carrera... Pasó la noche en un sueño intranquilo, madrugó, diligente, a buscar el ferrocarril, muy lejos de suponer que arrastraba consigo el macabro estuche de don Ignacio Malgor: amaba en aquel instante a su única novia con un denuedo heroico. Y, de repente, nace solapado el descontento junto a la caja negra, se levanta oscura una aversión donde parecía natural que surgiese la confianza victoriosa.

Desconcertado por estas novedades, procura Manuel Jesús estar solo y recoger en el torbellino de tantas sensaciones alguna idea clara; no es posible que en unas horas haya cambiado su corazón; necesita sondearle, llegar hasta lo más profundo de sus movimientos, saber si lo que le enturbia no es más que un poco de cansancio y de sorpresa.

Cuando ya va la tarde muy caída se escabulle de su casa con disimulo y por los caminos señeros que reconoce y adora se deja conducir, pendiente abajo, hasta la lera del ansar.

Es misterioso y largo este anochecer. El sol, al hundirse detrás de los montes, llevó consigo todo el azul del firmamento; queda el celaje pálido y remoto, se estremece la sombra del arbolado, pesan las flores con voluptuosa languidez.

A Manuel Jesús no se le escapa ningún ruido, ninguna observación; marcha despacio, mira y escucha, sintiéndose volver a los tiempos distantes, embriagado con el rezumo de las memorias felices. Le han salido a recibir los cantares del Salia, dispersos en regueras y atanores, apagados en los cadosos de la corriente: una mansedumbre estival se esparce sigilosa por la Naturaleza.

Está cumplida la luna. Cae la noche sombría en espera del astro. El caminante cruza un puente, se hunde en el secreto de la algaba, y poco después toca en la linde viva de un huertecillo. Alguien se mueve allí; hay en la semioscuridad una silueta de mujer.

—¡Dulce Nombre!

—¿Qué?

—¡Ah...! ¿Eres tú...? ¡Tú!

—Soy María Dulce.

—¿Cómo?

—Sí.

—¿Qué dices?

—Soy la hija de esa que usted nombra.

Manuel está junto a la muchacha atónito y conmovido.

—¡No, no!—repite—. Eres la misma... ¡eres tú!

Ella sonríe, le divierte mucho la equivocación. Comprende que habla con el antiguo novio de su madre, y observa que es guapo y distinguido.

De pronto se aturde, sacudida por una idea vigorosa que se le arraiga inmediatamente en la imaginación. Este es el viajero que ha dormido bajo cielos extraños; conoce los países fabulosos, y arribó por los mares, con la espuma de las lontananzas.

—Pase usted—balbuce, abriendo el portel, que gime como antaño.

Y entra Manuel Jesús, cada vez más absorto, mirando muy de cerca a la niña, sin convencerse de que no sea la suya. La voz, la sonrisa, las facciones...

—¡Es ella!—insiste, obsesionado por el semblante de cuanto reconoce a su alrededor.

No ha pasado el tiempo. Aquí están crecidas y curiosas las madreselvas, las odorantes lámparas de Jerusalén; aquí reventando el pecho de los capullos en la altura del rosal; orillando los macizos de legumbres se esparcen la menta verde y el torongil; por el filo de las paredes medran las ortigas y los helechos en flor. El aire, los olores, los murmurios, son «aquellos», también. Suben desde el río partículas consoladoras de frescura, sones claros y melodiosos, llenos de lejanas alegrías...

Así lo supone Manuel, sin razonarlo, sintiendo que se le nublan los ojos con el agua del corazón. Registra en la penumbra los perfiles tranquilos de la aceña, las ventanas inolvidables, los muros blancos. Evoca la embalsamada habitación donde se llenan de harina los alguarines al zumbido de las piedras ardientes, y se halla envuelto en el polvo rubio de la faena, en la algidez memorable del noviazgo.

—¡Dulce Nombre!—pronuncia todavía, negándose a creer que no es su novia la virgen que le escucha.

—Soy María Dulce—vuelve a decir la muchacha, pensando: ¡Se acuerda de mi madre!

Pero no se le ocurre ni remotamente que la siga queriendo. Cuenta la niña de Malgor diez y seis años por una vida entera, y en su indocilidad no concibe que se pueda someter un antojo al tormento de no realizarle.

Ahora mismo quiere ella convencerse de que este hombre es uno que ella espera, el amador imaginario que viene de muy lejos y sabe muchas cosas. Clava en él los ojos candentes y expresivos.

—Ha llegado usted hoy a Cintul, ¿verdad?—murmura por decirle algo. Y añade melindrosa:—¡En un día bien triste para mí!

El mozo se estremece como si despertara.

Aquella mujer no es la misma, no; le hace preguntas inútiles, le mira con un talante desconocido: es igual que la otra... pero es distinta... ¡Acaso en el huerto se ha renovado todo como ella!

—¡Qué lástima!—prorrumpe en alta voz, atisbando con envidia la gracia de lo inerte, que no se muda: la casa, las piedras, el suelo... Entretanto yergue el río sobre la noche un eterno murmullo de fugacidad, y María se duele, interpretando a su modo la frase que acaba de oír:

—Sí, ¡una lástima...! Mi padre no era un viejo... ¡y así, tan de repente!

Sabe la joven un mohín de quebranto, lleno de coquetería; se lleva el pañolito a los ojos, y aguarda.

Manuel está viendo la caja fúnebre, pesaroso como si realmente la hubiese traído él a Luzmela para encerrar a Malgor. Le parece que ha hecho daño a la niña y le dice con amabilidad:

—No llores; eres muy hermosa; yo te quiero mucho.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Desde cuando?

—Desde siempre.

—Entonces, ¿me conocía?

—De nombre... y de fama.

—Pero venía usted preguntando por mamá.

—Porque os llamáis lo mismo.

—Sí; es cierto; ¿lo sabía usted?

—¡Claro...! Aunque me lo negabas tú.

—Creí que se acordaba usted de ella... ¡como han sido novios!

Ahora, asustado de que la muchacha interprete mal su conducta, niega él sin perfidia, con un desasosiego inquietante.

—¿Quién va a pensar en ilusiones tan lejanas...? Sólo me acuerdo de que somos amigos... Y siento mucho encontrarla viuda.

—Se lo diré... Aunque usted irá a vernos.

—Debo ir—responde, algo inseguro.

—Porque esto no es una visita.

—No; es una casualidad. Llegué aquí... sin saber cómo—afirma el paseante, lamentando que el instinto y la costumbre le hayan hecho traición después de largo tiempo. Agítase azorado como un ave que vuelve al nido y desconoce la nidada nueva. Hace un ademán para despedirse, y María le quiere retener.

—¡Quédese un poco...! ¡Estoy tan sola!

—¿No hay nadie en la casa?

—Está Camila... ¿Usted la recuerda?

—Ya lo creo.

—Será usted aquí el amigo de todos, ¿verdad...? ¡Así es que ayer y hoy se hablaba tanto del regreso de Manuel Jesús...! Yo me figuraba que era usted así, como es, y quería verle pronto... Cuando me llamó desde la cerca le reconocí...

El se conmueve al escuchar su nombre pronunciado con el mismo acento de la amada, en el engarce puro de aquella voz armoniosa y penetrativa.

—¿Me reconociste...? ¿Cómo?

—No lo sé.

Manuel Jesús tiende la mano y recoge la de la muchacha, tembloroso, apremiante, como si la despedida fuese a evitar un gran peligro.

—¡Adiós!

Una sombra llena de perfumes los envuelve con su roce imperceptible, mientras arriba, en los espacios sinuosos, la luz de las estrellas hace más profunda la oscuridad de lo infinito.

—¡No se vaya usted!—ruega María con una insondable mirada de persuasión.

Manuel siente en la suya el calor de la mano tersa que le oprime. Y una embriaguez insensata le confunde; quiere vivir el tiempo huído, que esta niña sea su novia de antes, la misma que dejó inocente y enamorada... No han transcurrido los días; no tuvo nunca dueño aquella mujer; le esperaba aquí, segura, inviolable...

—¡Dulce Nombre!

La tiene en sus brazos, la besa en los ojos, en la boca, furiosamente, le murmura un raudal hervoroso de palabras como un desquite de la separación y el silencio padecidos.

Ella recibe las caricias y las promesas, excitada por la locura fragante de la noche, creyendo que ha inspirado una súbita pasión, gozosa de sentirse prendada, a su vez, del hombre desconocido, el viajero de leyenda; vive su hora delirante, se convierte en la heroína de un cuento de hadas.

Hasta que Manuel Jesús recobra un poco la serenidad, liberta a la niña, y siente más urgente y angustiosa la tentación de huir.

—Adiós—repite, consternado, desfallecido por la inquietud violenta del deseo, torpe en una confusa sensación de realidades y quimeras.

En el penacho augusto del celaje refulgen, misteriosas, las siete llamas; aquí, en el cíngulo de los planteles, se cierran las flores, sensibles como pupilas.

Manuel salta la cerca, desatinado igual que un ladrón, cuando sería tan fácil abrir el portillo. Se hiere un poco las manos con las espinas del seto; se acoge a la sombra del ansar, y anda a escape, enfebrecido: mira al cielo por los claros de la espesura y le parece que las estrellas corren detrás de él.

María, al despedirse, ha dicho crédula y feliz:

—Hasta mañana...

IX. LA NOCHE ENCUBRIDORA

Se han marchado las últimas visitas, y Dulce Nombre, cansada, impaciente, se refugia en su balcón para recibir un poco de aire nuevo y estar un rato a solas.

Todo el día esperó a Manuel Jesús.—Vendrá ahora; vendrá más tarde—pensaba. No atinó con las razones de delicadeza que le excusaron de asistir al entierro; su alma torcaz estaba muy distante a la complicación de otros espíritus más cultivados y sutiles. Ella guardó al marido muchos años una fe dolorosa; su liberación coincidía, milagrosamente, con el regreso del hombre elegido: ya no había que perder ni un minuto de felicidad.

Sólo algunos reparos de circunstancias se pudieran interponer entre los dos. Tal vez sería conveniente celebrar la primera entrevista en el molino, cuando se acaba el trajín y el bosque duerme solitario... Al viajero, sin duda, le cohibe presentarse en la casa de Malgor, llena hoy de gente curiosa y parlanchina...

—Sí; algo de esto le retrae—se dice la joven, preocupada.

Y no sabe por qué teme un rigor impreciso, una desventura que se ocultase para ella bajo la noche encubridora.

Pero oye subir a Encarnación, llamándola, y se le desvanece en seguida el triste pensamiento.

—Aquí estoy; ven.

Se abrazan las dos mujeres dentro de una franqueza gustosa para Dulce Nombre, que desembaraza sus impulsos con libre dominio después de larga cautividad. Ya es dueña de su vida; habla y pregunta lo que quiere: lleva en la mano el corazón.

La de Cintul explica muchas cosas atropelladamente, empezando su relación desde la entrega del parte telegráfico a Tomasa, de la cual desconfía.

—¿Qué hizo con él? ¿Cómo ocurrió la muerte del amo?

No es esto lo que la viuda quiere tratar. Palidece ante el recuerdo lúgubre, reprime su emoción, y, sin descubrir a la perversa criada, pronuncia:

—Háblame de Manuel Jesús.

Toma el relato Encarnación desde muy lejos otra vez: el viaje, el arribo, las visitas...

—Pero, ¿qué dice?—interrumpe la enamorada con vehemencia.

—¡Ah! Que tenía muchísimas ganas de venir... Trae dinero ¡Hay que ver lo guapo y mozo que está!

—Te pregunto lo que dice de mí.

—Pues... ¡figúrate...! El te quiere de un modo atroz.

La madre asoma una leve perplejidad en sus contestaciones; ella, tan categórica y ejecutiva, parece algo incierta de lo que asegura.

Sorprende al vuelo Dulce Nombre aquella insignificante desanimación, y pretende sonreír, embozando su zozobra.

—¿Por qué no ha venido?

—¡Mujer, estábais aquí de entierro...! ¡Llegó tan cansado...! Se acostó al mediodía...

-¿Sí?

—Ya puedes suponer...

Encarnación ha perdido el aplomo; se embarulla, miente; y la muchacha, intranquila, anhelosa de seguridades y de arraigo para su amor, manifiesta con apresuramiento:

—Necesito verle.

—¡Claro... es natural!

—Le dices que mañana le espero en el molino, al anochecer.

—¡Muy buena idea!

—No hables a nadie de ello.

—Ni una palabra... y ahora—concluye la de Cintul, siempre bajo una encubierta ansiedad—me voy: tengo mucha prisa.

Se despide muy amable, exagerando los adioses, envolviendo en suspiros un torrente de frases innecesarias.

Y se queda la joven cavilosa, sumergida en un desconcierto rarísimo. Presiente una amenaza; hunde los ojos con sospechas en la profundidad de la noche, imaginando que se mueven unos ruidos extraños en el aire... No es cierto: se adormece la brisa fatigada con su peso de aromas; cunde, mansamente, el rumor de los azutes que el río consiente a la sed de los campos; fulgura altísimo el celaje clavado de soles.

De pronto, ligera, vestida de luto como una ráfaga de la oscuridad, entra María en la habitación, echa los brazos al cuello de su madre y susurra una confidencia; nada omite en su orgullo de conquistadora: el encuentro, el entusiasmo, los besos delirantes, las protestas...

—¡Me gusta mucho, mucho...; me quiero casar con él!

Dulce Nombre permanece unos instantes ajena a la realidad, inmóvil y dura lo mismo que una imagen de piedra. Casi desconoce a su hija; ¡aquel traje negro..., la espantosa confesión...! ¿quién es aquella criatura y qué dice...?

Detrás de la niña aparece muy solícito el abuelo Martín, que viene acompañándola y oyó por el camino las primeras noticias del secreto.

Como no está iluminado el gabinete, se distinguen apenas las figuras, alumbradas en el balcón por la claridad imprecisa del espacio, un poco más insinuante según alborea la luna a espaldas de los montes.

Ni la chiquilla ni el viejo perciben el esfuerzo bárbaro con que la madre procura dominar su estupor, sacudir el asombro infinito que la anonada; no logra comprender ni menos hablar.

Entonces Martín, disimulando su alegría en consideración al duelo reciente, expone con mesura:

—En medio de todo hay que dar gracias a Dios; que por los barruntos, ya tenemos otro indiano en casa...

Una estrella corta el cielo con raudo golpe de luz; María sonríe en una radiosa abstracción, y Dulce Nombre se desentumece de súbito, lívida, terrible; da unos pasos hacia su padre y le pone las manos en los hombros:

—¿Qué estás diciendo?—ruge desafiadora. ¿No sabes que ese hombre me pertenece?

—¿A ti?

—¿Pero, no lo sabías?

—¿Manuel Jesús?

—Sí; Manuel Jesús; ¡ese, ese...! vivo esperándole.

-¿Tú?

—¡Yo!; hace un siglo... ¿Estás sordo y ciego...? ¿No me ves...? ¿No me oyes?

—Esta mujer se trastorna—gruñe Martín, asustado, mientras la niña, intimidada al principio de la escena, se convence de lo que pasa, recobra los bríos y, con una prontitud alarmante, promulga también en reto:

—Ese hombre es mi novio.

—¡Mientes!—contesta Dulce Nombre sin mirarla, caídos los brazos, con gesto de loca.

—Pregúntaselo a él. Ha ido a buscarme; ha jurado que me quiere: de ti no se acuerda.

—¿Lo ha dicho?

—¡Sí!

El acento de María es afilado y rotundo; su madre, ahora, la mira con los ojos entenebrecidos, comprendiendo que dice la verdad. Y de una manera insólita se desprende del drama, recordando aquella noche cuando en el molino supo la traición de Manuel Jesús; la novia de aquel tiempo era una niña igual que ésta de hoy: no tenía madre... ¡estaba sola en el mundo...!

Dulce Nombre ha perdido otra vez la noción de los hechos; se confunde con su propia hija y le da mucha lástima de ella: no sabe cómo sufrir el terror y la piedad que la destrozan.

Viéndola quieta y muda, le dice el padre, algo severo y ofendido:

—Vaya, mujer, a ver si te sosiegas. Tú eres viuda, tuviste un buen esposo y no debes pensar en tonterías: aquello de Manuel fué una broma de rapaces; lo que te cumple es casar pronto y en condiciones a la muchacha: Ayuso es una proporción magnífica y no hay que espantar a la suerte.

Habla el molinero escuchándose, muy ufano de su elocuencia y sensatez; supone que ha conseguido el propósito de aquietar a su hija y le tiende la mano, conciliador.

Apenas la toca, se resiste la infeliz y se estremece como si volviera a despertar; pone la atención en torno suyo, juntando al viejo y a la niña en una mirada inmensurable, y se dirige hacia la sombra con rapidez. Su vestido negro se aduna a la tiniebla del gabinete... Ya no se oyen sus pasos.

Con la ciega necesidad de huir y de correr sale de la casa por el jardín, hollando las flores, sin reparar en el camino.

Tiene el horizonte un marco de luz, porque ha resbalado sobre las cumbres la claridad fluída de la luna: se distinguen en el parque las rosas y los claveles encendidos como llamas.

A Dulce Nombre la obligan tirantes los nervios mientras la querencia y el hábito la conducen al molino. Cruza desatinada el bosque, sin tropezar en las raíces vagabundas, sin detenerse en la aspereza de la gándara ni en el salvajismo de los recodos, herida, apenas, en el traje con las púas de algún zarzal. Diríase que todo la acompaña y la defiende allí con un cariño bravo: los palios de las hojas, el alma vegetal de las plantas, la voz de los cauchiles que surcan el terreno con hilos rumorosos.

Ella marcha ajena a sí misma, sin percibir la fragancia divina de las cosas. Sus pensamientos corren a la demencia; pisa con ahinco, en un empuje rudo y maquinal, y no agradece los aromas refrescados por las aguas, no sabe que la consuelan un poco la brisa y la noche.

Sólo al llegar junto al molino, en la anchura repentina de los senderos, recibe una sensación nueva y punzante, como si le doliese en las entrañas la trabajosa fecundidad de la mies.

Porque viene de pronto hacia la fugitiva, con el oreo de los maíces granados, una irremediable certeza de que toda maternidad es dolor. Y se detiene indócil, asaltada por el recuerdo de su hija, con insufrible congoja.

La racha violenta de lucidez coloca bruscamente a la madre en contacto con el destino; pero su condición rebelde pide a voces el cumplimiento de una promesa que no tiene a quién reclamar.

X. EL FARO ROJO

Aquí está el molino; aquí el Salia, generoso, deshaciéndose en regajales al través de las campiñas.

Va subiendo la luna cimera y ancha por las nubes: toda la serenidad del cielo desciende benigna hasta la tierra.

Y un aura de pavorosa inquietud conmueve a Dulce Nombre inclinada sobre el río, viendo rodar a las estrellas en el cauce. Necesita moverse como las aguas; ir, lo mismo que van, a sumirse en la amargura de un abismo. Siempre le ha fascinado la corriente que huye y no pasa nunca, que es la misma y es otra, que se lleva luceros y paisajes sin cesar de copiarlos: así la transitoria belleza de estas espumas tiene hoy para la desdichada mujer un hechizo perdurable.

Se arrodilla en el suelo para sentir más cercano el flujo caudaloso de la vena, tal vez para entregarse al cristal que se desliza y no se acaba.

Dentro de la carne sanguínea y mórbida, el instinto le asegura a Dulce Nombre que sin amor no puede vivir, y la siniestra visión del suicidio está a su lado, como único remedio.

No encuentra la desesperada otro descanso a su fatiga. Para ella es el río un buen compañero de la niñez, y quisiera dormirse donde crecen los hervores del caz, sobre los brazos quietos del árbol transmisor, allí, entre el polvo de diamantes que arroja la presada.

Sumerge las manos en la frescura de las ondas y siente latir el corazón a la par del río con vínculo fraternal... Pero tiene miedo... ¡Si toda su tragedia no fuese más que una pesadilla...! La muerte rechaza aquella juventud saludable y firme, llena de apasionadas virtudes: el propio vértigo de la desesperación infunde a la mujer un ánimo insumiso.

Y se levanta pujadora, desatada las trenzas, arrebolado el semblante, asiéndose a la vida en una actitud oscura y temible.

Anda unos pasos ligeros y abre la puerta del molino, franca y débil. Allá, en el fondo del salón, se rebulle Camila esperando a Martín, con las ventanas abiertas, dormilona y taciturna.

—¿Qué te pasa? ¿Cómo vienes así?—interroga con asombro al reconocer a la joven, observando que llega despeinada y transida.

Ella se pone un dedo en los labios.

—No grites; vengo a preguntarte muchas cosas—responde con la voz densa y extraña—. ¿Estuvo aquí Manuel Jesús, al anochecer, hablando con María?

—Estuvo.

—¿Dónde?

—En el huerto... La corteja; le habló de amoríos y locuras, abrazándola y todo, hecho un orate...

—¿Lo has visto?

—Sí; desde el ventano de la cuadra.

—¿Y le oíste?

—Como te oigo ahora.

—¿Estás segura?

—Segurísima: te lo puedo jurar... y te lo pensaba decir...

No se había acostado el viajero al mediodía... Encarnación tuvo motivos para mostrarse inquieta: existía el drama, insensato, palpitante, absurdo...

Se revuelve Dulce Nombre por el salón registrando la tosca armadura del molino, como si no la conociera: los cimadales, las taravillas, las quebrantadoras... Pasa los dedos sobre el polvo claro del maíz, empuja con el pie los garrotes panzudos, percibe el ronquido del reloj; va y viene, con inútil solicitud, al reflejo amarillo de la lámpara, hasta que oye unos pasos en la lendera próxima y se dirige precipitadamente a la salida del huerto por el corral interior.

—¡Si es tu padre!—clama la vieja, sin comprender aquella fuga—. Te vendrá a buscar.

—Por eso me voy.

Camila, siguiéndola, susurra muy oficiosa:

—Mira, atiende: aquí mismo se apalabró la chiquilla con Manuel; ella le dijo al despedirse: Hasta mañana... Talmente parecía que eras tú, en aquel tiempo...

Dulce Nombre se ha ensombrecido ya bajo los árboles, y Camila, ignorante y pasmada, cierra el portel, murmurando:

—¡Válgame Dios...! ¡Todos han pisado hoy la mala hierba...!

En efecto; buscando a su hija, acude Martín; escucha contrariado lo que la anciana le refiere, y sale al ansar llamando a la desaparecida.

Pero ella se oculta ágil y alerta; conoce bien las derrotas y los confines de todo el lerón, y, agachada entre unos matojos, ve a su padre seguir un huello equivocado por la orilla del río.

Entonces vuelve a caminar, decidida y valiente, sin más propósito que el de alejarse y vivir. Una poderosa reacción se verifica en su alma, campestre y honda como el paisaje, llena, también, de recursos y misterios.

Después de la suprema apelación de sus dudas, revive Dulce Nombre al contacto decisivo de la verdad. El testimonio irrecusable de Camila es una sentencia y una confirmación. Nada puede la moza esperar; y, no obstante, huye de la sombra y de la espuma que en la ribera cunde hirviendo de tentaciones: ya no quiere morir. ¿Por qué?

No lo sabe ni se lo pregunta; se recobra a sí misma con ahincado sentimiento de egoísmo, abandonada y miserable, sin más patrimonio que sus derechos humanos. Carece de hogar y de afecciones; tenía un corazón y se lo clavaron en la Cruz: así le lleva en el pecho, encendido de rojo como la antorcha providente de los faros... ¿Adónde irá con él?

Algo de esto último discurre Dulce Nombre, mientras camina, agitándose con la túnica de la selva... ¿Adónde irá?

Siente hambre y sed; la rinden el cansancio y el sueño: es preciso llegar a alguna parte. Con la certidumbre de las cosas, adquiere, de nuevo, la sensación de sus necesidades físicas, y de un modo lógico viene a pensar: Necesito que Dios me ayude.

Humilde y obediente a su manera, pronuncia con devoción el ingenuo fervorín de las niñas aldeanas:

El ánima sola que en el campo gime y llora, me tenga compasión en esta hora.

Padrenuestro...

—¿Vas rezando?—le interrumpe de súbito un hombre, deteniéndola intrigadísimo.

—¡Gil!

—¡Lo que menos imaginaba yo era encontrarte en este lugar!

La muchacha comprende que va a oír una serie de interrogaciones penosas:

—Nada me preguntes—suplica—; me he perdido... ando... extraviada...

Pero, es inevitable la sorpresa del pastor.

—¿Perderte en el ansar...? ¡vamos...! ¡si es tu casa, mismamente!

—No tengo casa, Gil—dice, al cabo, la moza, obligada a fiarse de aquel hombre.

La está contemplando él con arrobo y angustia, cada vez más inquieto de verla sola y amarga, sin aliño ni rumbo, orando como una penitente.

¿No tienes casa?—repite en el colmo de la extrañeza.

—No.

—Pues ¿y la de tu marido, la de tu padre?

—No tengo familia.

—¿Qué...? Temo que padezcas de calentura... A mi ver, estás delirando.

—¿Delirar...? La salud es lo único que me queda... Cuando te encontré le pedía socorro al cielo... Oye: ¿sigues siendo mi amigo?

—¡Mujer! me ofendes; ¡qué pregunta!

—Llevas razón; tú eres bueno: perdona—murmura Dulce Nombre, comprensiva. Y añade con la voz tenebrosa:—¡Como nadie en el mundo me ha sido fiel!

—¿Nadie...?

—Escucha, Gil. Te aseguro que no puedo volver a casa de Malgor ni al molino; carezco de todo; busco un albergue... Dime, por caridad, ¿adónde iré?

—¡A la torre!—contesta el pastor, muy resoluto, erguido y caballeresco.

Y la fugitiva, iluminado de repente un sombrío rincón de su memoria, balbuce:

—¡Es verdad!

—¡Pues claro, mujer! ¿Adónde mejor has de ir...? Aquel palacio es tuyo: allí eres tú la reina.

—Vamos, anda...

Un movimiento vigoroso de intensidad se reproduce en el espíritu de la moza, como si se abriese más engrandecido que nunca. Se agolpan en él las impresiones olvidadas, las evidencias esclarecidas, la muda historia de una triste juventud.

Ve Dulce Nombre cómo se desenlaza, en un repente brusco, el largo proceso de su pasión, y no sabe si pertenecen a su vida estas horas febriles; los pensamientos, sordos y nublados, se le despiertan lentamente al sabor de su misma acidez; y de la confusión desgarradora surge de pronto el recuerdo de Nicolás, del enamorado infeliz.

—Vamos—repite acelerada la joven.

Un soplo de alegría la conforta; ya no siente la pesadumbre material: va de prisa al lado del pastor, hollando los retales de luna que tiemblan en el suelo...

—El señor está en el jardín—les dice Rosaura, muy sorprendida cuando llegan a la casona.

—Vete—ruega Dulce Nombre a su acompañante—y avísale que le llamo...; no le quiero asustar.

Orea el solariego su martirio por una senda de acacias, desvelado a pesar de la vigilia reciente, y piensa con angustia indecible en la necesidad de un viaje sin retorno, una ausencia que dure; no podría resistir la pena cegadora de ver a la amada llenando de hermosura los días felices del rival.

Mira, desfallecido, el dintorno ingente de su casa, la torre maciza, el escudo infanzón que de nada le sirven en su reciedumbre material. Aún le juzga originario de la velada dolencia que a él le consume, siempre encubierto con la pesadez de los blasones, amordazado para amar y vivir.

Imagina otra vez que padece el maleficio de una herencia morbosa, llena de culpas y dolor. Y se vuelve con menos inquietud a contemplar la tierra amiga, extendiendo el cariño a cuanto le rodea: las llosas de sembradura, las brañas de pasturaje, los linderos del bosque, la huerta, el rebujal. Aunque no fuera suyo lo querría fatalmente, con sensuales apetitos de montañés... Pero es necesario separarse del terruño y del solar. Hornedo es otra criatura que se dice esta noche, sin valor: —¿Adónde iré?

Está muy indeciso. Ha fijado la vista en el cielo y la detiene con obstinación, como si buscase hospitalidad en las montañas de la luna, cuando se acerca Gil a darle un recado incomprensible.

Se trasmuta el semblante del caballero. Sonríe el pastor enseñando las encías; el gozo se le esparce por toda la cara al responder a Dulce Nombre un instante después:

—Ya viene.

Ella concluye, fervorosa:

—Gracias; Dios te bendiga.

Y se dirige al encuentro del padrino, aunque ya no le llame así ni en el último pliegue de su conciencia.

Bajo el toldo de acacias se reunen, encima de esas flores castas y finas que nacen pródigas en los caminos.

De lo que habla la mujer no se oye más que un arrullo. Luego ella, con los labios heridos por la fiebre, se inclina sobre las manos de Nicolás.

La levanta él, deslumbrado, receloso. ¿Es verdad todo aquéllo...? ¿Tanto se muda la suerte en el curso de pocas horas...? Viene Dulce Nombre a pedirle sostén y amparo; y viene desamorada, vencida... No la puede engañar.

—¡Si tú supieras...!—balbuce tembloroso.

-¿Qué?

—El gran secreto de mi vida.

—Lo he sabido.

—¿Cuándo?

—Hace mucho tiempo—supone la moza, engañada por la fantástica sucesión de las emociones. En seguida añade:—¡Ah, no, no...! Desde ayer.

—¿Lo comprendes bien, en toda su magnitud?

—Sí.

—¿Y qué dices?—pugna el hidalgo, perdido de ansiedad.

—Que yo te querré...

—¿Como a un padre?

—No—afirma ella resueltamente—; ¡como a un hombre!

La voz y el rostro de la muchacha han perdido su nube dolorosa; las palabras, entrañables, se le encienden con una fuerza enorme y tranquila: su corazón se depura, enérgico, frente a la nueva esperanza.

El señor de Luzmela, extenuado por las ambiciones, loco de ventura, está leyendo su destino en la altanería de aquellos ojos rubios que se le descubren inmensos y leales.

Llega Dulce Nombre plenamente hasta el hidalgo con los aromas ásperos del ansar y el salvaje aliento de las montañas; acude envuelta en la divina armonía de la noche; trae pegado a las sienes el cabello crecido por las raíces, que le brilla como una corona mojada de sudor.

Y Nicolás recibe en sus brazos a la mujer con silencioso frenesí...


Publicado el 2 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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