El Jayón

Concha Espina


Cuento



I

ROSA DE ZARZA.—EL JAYÓN.—EL DARDO DE UNA SOSPECHA.—AMANECER…


Entreabrió Marcela un poco la ventana y, sin vestirse, apoyándose en el lecho recién abandonado se puso a mirar con obstinación a los dos nenes que dormían arropados en una escanilla, la humilde cuna montañesa. Eran en todo semejantes: robustos, encarnados, con las cabecitas muy juntas, parecían nacidos a la vez, como esos capullos de las rosas fuertes que se abren en dos botones rojos y ufanos bajo un mismo rayo de sol.

Fuerte rosa de bizarra hermosura, la madrugadora mujer que contemplaba a los niños no trasciende a cultivo selecto de jardín; es joven y arrogante, pálida y tranquila, con el encanto agreste y puro de una rosa de zarza. Su belleza, medio desnuda, se estremece al influjo de una sorda inquietud, y, sin embargo, el rostro, impasible y hermético, no delata la oscura turbación.

Con los profundos ojos clavados en la cuna, Marcela revive, una vez más, sus incertidumbres a partir de la reciente noche en que, dormida con el nene en los brazos, la despertó la voz de su marido:

—¿No oyes?

—No… ¿Qué sucede?

—Escucha…

—Es un niño que llora a la puerta.

—¿Un niño que llora?… ¡Si parece un recental que plañe!

—Pues es un nene pequeñín, como el nuestro.

—¿Un jayón, entonces?

—Sin duda.

—Y ¿qué hacemos?

—Abrir, y recogerle hasta la mañana.

Andrés se levantó, muy presuroso, y la moza vió al instante cómo la oscuridad del campo dormido se asomaba al portón abierto frente a la alcoba matrimonial.

Luego, el llanto de la abandonada criatura resonó más apremiante y sensible dentro del dormitorio.

Incorporada y absorta, Marcela recibió aquel hallazgo lamentable y le acercó a la luz.

—¡Un niño! —murmuró, cuando entre la ropa, escasa y pobre, aparecieron las carnecitas nuevas y rosadas. Y fijándose más en el semblante, sereno de pronto, encendido y bobalicón, añadió confusa—: ¡Si es igual que nuestro Serafín!… ¡Parecen gemelos!

—Todos los rapaces de esta edad se parecen —repuso Andrés, con una voz tan desusada y trémula, que la esposa levantó hacia él los ojos, llenos de sueño y maravilla, y se quedó mirándole de hito en hito.

Pero el mozo bajó los suyos, grandes y tristes; volvió la cara, como buscando alguna cosa, y torpemente fué diciendo:

—Me acostaré en ese otro cuarto para que te arregles mejor con «estos huéspedes»; aquí te voy a estorbar…

Quería sonreír y mostraba una prisa tan inquieta por marcharse, que la mujer le detuvo pasmada.

—No entiendo lo que dices; se conoce que estoy medio dormida…

Manifestóse Andrés más impaciente al repetir:

—Que te dejaré mi sitio libre para tu comodidad.

—¿Y qué hago yo con el crío?

—Tú quisiste que le abriese la puerta…

—¡Claro! No íbamos a dejarle morir sin un socorro.

—Pues ahora «eso» es cosa tuya.

—¿Cosa mía?… Yo le cobijaré esta noche, y al amanecer tú darás parte en el Ayuntamiento para que le lleven a la Inclusa.

—¿Después de haberle metido en casa?

—¡Ah!, y este amparo, en trance de muerte, ¿nos obliga a criarle?

—Tú verás…

—¿Cómo qué yo veré? ¿Te has vuelto loco?

Con el piadoso instinto de las madres, Marcela había colocado, distraídamente, al niño forastero junto al suyo, y el pobre chiquitín se adormecía al dulce calor de la caridad, mientras la moza, ya bien espabilada, sentía el dardo de una sospecha en el corazón, y musitaba con acerbo propósito:

—¡Que le críe la bribona que le echó al mundo!

—¿Bribona? —interrogó el marido, huraño, volviéndose desde la puerta—. ¿Qué sabes tú?

Iba a salir cuando le retuvo otra vez el acento alarmado de la joven:

—¡Andrés, Andrés, ven acá, no huyas! Tú estabas despierto esperando al jayón; tú tienes preparadas las respuestas a lo que yo te digo sorprendida; tú quieres que guardemos con nosotros a este niño, y disculpas a su madre, que bien puede ser…

—¿Quién ibas a decir?

—Ésa… ¡Irene!

Pálido como un difunto, violento de pronto, avanzó el marido hacia la cama, y Marcela, después de mirarle fijamente en los ojos amenazadores, toda estremecida, se echó a llorar.

Cuando él pudo separar las manos de la joven y descubrirle el rostro ya se mostraba sumiso y afable, aunque le temblaba mucho la voz.

—No llores, mujer. No sabes lo que dices ni lo que piensas —murmuró, acariciándole el sedoso cabello sobre la frente.

Ella, confiándose con mayor abandono a la repentina zozobra, repuso:

—Sí, lo sé; pienso y digo la verdad. Este niño es de Irene… Hace tiempo que no sale de casa, y todo el mundo asegura que su madre la esconde…, no puede ser de otra en el pueblo.

—Y aunque así fuese, una moza honrada no es extraño que quiera ocultar un desliz.

—¿Un desliz?… Eso nada me importaría.

—Pues, ¿qué te importa?

Hubo un silencio largo y difícil. Andrés, sentado en el borde de la cama, parecía haber recobrado la serenidad, y al cabo Marcela expresó con gran timidez:

—Tú la querías antes de casarnos… ¡Quizá la quieras aún!… No se le han conocido «desde entonces» amoríos ni rondador…

—Y todo eso, ¿qué?

—El niño se parece a ti.

—¡Marcela!

—Es igual que el nuestro… ¡Mírale!

Intentó descubrir al intruso, pero el marido extendió la mano sobre él con un movimiento de alarma.

—¡Déjale, se va a despertar! —pronunció con angustia, otra vez perdido el aplomo. Y luego de callar un instante bajo la mirada inquisitiva y llorosa de su mujer, hizo un esfuerzo para decir—: Oye, Marcela; no te negaré que quise a Irene; pero te quise a ti más y la dejé por ti… Nada tengo que ver con su vida ni con su honra, y nada sabía esta noche del jayón. Cuando le sentí a la puerta pensé que balitaba un corderín, ¡ya ves!… Tú dijiste: «Es un niño que llora», ¿te acuerdas?

—Sí, hombre, como que eso acaba de pasar, ¿no he de acordarme? —replicó la muchacha con despecho ante aquellas razones pueriles.

Pero él, evitando otras de más fuste, con mucha lagotería, siguió hablando:

—Bastante hemos aguardado el primer hijo, si ahora tenemos dos, recogiendo a este infeliz, bien los podemos criar.

—¿Y por qué? ¡Dime! —exclamó la moza casi airada, secos ya los ojos y resplandecientes en la media oscuridad del aposento.

Andrés contestó, siempre evasivo:

—Porque tenemos harta cosecha y lucios ganados: porque tú eres caritativa como una santa…

Quería Marcela interrumpirle, y él, puesto ya en pie con definitiva resolución, agotadas las últimas palabras que se le ocurrían, le dió un abrazo y le susurró al oído:

—¡Porque así te querré más y seremos más felices!

Ya salía de la alcoba dejando a su mujer, pálida y muda, cuando se volvió a ella para añadir:

—¡Y no me hables nunca de Irene!…

Después de unas horas de insomnio y estupor, vió Marcela clarear las primeras luces del amanecer y oyó, como de costumbre, salir a su marido con el ganado por la cambera arriba, camino del ansar.

En la torre de la parroquia sonaron unas campanadas tranquilas, y al blando tañer respondieron en los corrales la fanfarria de los gallos y el repique de las abarcas; en los nidos, el revuelo de las plumas; en el aire, los rumores de la fronda; la vida tornaba, áspera y fuerte, a posarse en la aldea, como si en la escanilla de Serafín no durmiese con él un niño extraño y Marcela no velase aquel misterio transida de inquietud…

II

EL ALTAR, LA FUENTE Y LA LUNA.—LA SOMBRA DE UNA MUJER.—LA SEÑAL DE LA CRUZ


No ha pasado todavía un mes y ya el sueño del intruso en aquella cuna tiene los caracteres de una cosa normal. Ya en el pueblo no se habla del último «jayón», el niño hallado en la reciente noche a la puerta hospitalaria de Andrés. Aunque recayeron sobre Irene las sospechas de aquel abandono, alguien dijo que la moza estaba sirviendo en Santander, libre de calumnias, y que el nene «le había corrido» hasta Rianzar, desde un pueblo cercano. Ello fué que los chismes y los rumores quedaron rezagados en el fondo de las conciencias, sometidos bajo la reservada actitud del matrimonio bienhechor. Tampoco era nuevo el caso de recoger a una criatura desvalida en aquellos hogares montañeses, y reconocido Andrés como el más acomodado labrantín de los contornos, se explicaba mejor el hallazgo en los umbrales de su casa, donde, por añadidura, había una mujer fuerte y animosa que aguardó con ansiedad el fruto de sus amores durante cinco años, peregrina de los altares milagrosos y de las fuentes que proporcionan el don de la fecundidad… Sin duda, la madre del «jayón» había encontrado alguna vez a Marcela delante de la Virgen de la Esperanza, en súplica ferviente, con un cirio en la mano y una pena en los ojos; acaso le sorprendió una noche cabe la fontanuca del argomal, bebiendo ansiosa, bajo el plenilunio, el agua llena de la apetecida virtud…

La moza devana conjeturas y suposiciones queriendo convencerse de que el amparo al nene desconocido es para ella un providencial tributo de agradecimiento a Dios, un interés que paga a la inmensa ventura de ser madre. Se muestra a ratos optimista y sonríe al intruso con bondad, casi con gratitud; ha llegado a posarle los labios en la frente y, por supuesto, le cuida como al suyo, cumplidora leal de un deber que tácitamente aceptó y que ya no discute, porque cuando mira al niño como ahora, estremecida y turbada, piensa: «Aunque sea hijo de Andrés, me conviene guardarle para que la afición que le tome no vaya lejos de mí; para que “la otra” no “le tire” y me viva obligado».

«La otra» es una mujer de quien siempre Marcela tuvo celos, aunque no se lo confesara a sí misma y no hubiese motivo para tanto.

Ni hermosa ni liviana, Irene es hembra poco temible como rival, y, sin embargo, sus ojos grandes, verdes y húmedos, tienen una rara hondura de aguas misteriosas que produce inquietud y sugestión.

Cuando Marcela ha visto a su hombre distraído y perezoso, con la mirada ausente y el suspiro en la boca, ha deseado más que nunca la llegada de un hijo, y ha pensado con inexplicable augurio en las hondas pupilas de Irene, llenas de encanto y de secreto… Ella fué la primera novia de Andrés, y desde que él la dejó para casarse con una forastera, allí al lado vive retraída y solitaria, marchitándose sin amor, con los profundos ojos abiertos sobre cada reciente hogar… Si Andrés la nombra, le parece a Marcela que revive en los labios del mozo una ternura ungida de remordimientos; si la habla, imagina que todo él se hunde enamorado, en el abismo de los ojos verdes; pero ni la habla ni la nombra a menudo, y hasta se podría suponer que la huye.

No obstante, la celosa recuerda una vez más en esta mañanita de abril algunas pérfidas insinuaciones de los vecinos, supone que Irene está en su casa escondida, y contempla al «Jayón» impuesto en el hogar por Andrés.

—¡Es suyo, es suyo, es «de ellos»! —murmura con el rostro impasible y el alma zozobrante.

Permanece desnuda y absorta junto a la escanilla hasta que siente frío y la hiere en la cara un rayo de sol. Ya es hora de vestirse y trabajar. Antes de hacerlo, tiende, serena, la mano hacia los pequeñuelos dormidos, y les signa en el aire con una cruz.

III

VOCES DE LA TIERRA.—HISTORIA DE UN AMOR.—EL MAL DEL PAÍS.—LA PÁLIDA VENTURA.—NUEVA ESPERANZA.


La luz vernal se duerme en el paisaje con amorosa dulzura. Por el bravío espinazo del monte baja a la aldea un hálito caliente, saturado de perfumes libres; flota en la brisa el rumor de las alas y el calor de los nidos; están frondosos los bosques, reverdecidas las praderas y los huertos en flor.

A lo largo del angosto valle recibe la tierra en su moreno vientre la rubia semilla del maíz, y corre el Saja espumoso, crecido con la nieve de los puertos, cantando el vasallaje de las fuentes que se le entregan enamoradas al nacer; toda la Naturaleza en celo palpita, escucha y aguarda, trémula de pasión.

Marcela también padece la divina ansiedad de las horas primaverales y vive en un atisbo celoso, ignorando lo que aguarda, escuchando impaciente los rumores del campo, los pulsos de la tierra, las ráfagas del viento. Mientras su marido trabaja en la mies, ella cose en el abierto portal, vigilando la cuna, suspirando con frecuencia. Su pensamiento, que desfallece sometido a la embriaguez del día, busca al amado y quiere penetrarle, saber lo que piensa y discurre, averiguar por qué lleva la frente siempre tajada con una honda arruga.

Andrés ha sido el primer amor de Marcela; el único. Bravía como el monte, ardiente como el sol, quiso al mozo con vehemencia ruda y fiel, desde que le miró a los ojos tristes y pensativos, le vió sonreír con melancolía silenciosa y le escuchó la voz ferviente, impregnada en oculta pesadumbre.

No había razón para que fuese aquel hombre taciturno, tenía a los veintiocho años algo de hacienda propia, excelente salud, buena figura y avisada inteligencia. Las mozas se perecían por él, los vecinos le concedían en todo una envidiable superioridad y gozaba justo renombre de valiente y honrado.

Pero era un descontento de la vida, un espíritu ansioso, tocado del mal del país, herido por la bruma de Septentrión. A pesar de su escasa cultura, sentía desmesuradas aficiones por libros y periódicos, y hasta se dijo que, a hurtadillas, escribía romances. Toda la poesía triste y honda del campo montañés se le había metido en el corazón y le envolvía los deseos de una niebla de llanto sin lágrimas; así las altas inquietudes sentimentales descendían sobre aquel ánima silvestre como un tormento oscuro, nunca roto por el divino hallazgo de lo sobrenatural.

Cuando Andrés conoció a Marcela en una romería comarcana, quedóse deslumbrado como si por primera vez le bañase, rútilo y potente, el sol.

Era otoño. Comenzaban a morirse las ramas en el bosque y a tenderse las nubes sombrías por el cielo. Ya remansaba el crepúsculo en el campo de la fiesta y aún sobre la seroja descolorida bailaba incansable la mocedad.

Del bullicioso grupo se apartó una muchacha que cruzó la romería para ir a sentarse en el tronco seco de un nogal, acaso con la única intención de que la viese Andrés.

Al pasar junto al joven le soslayó una mirada y una sonrisa, diciendo muy gentilmente.

—Buenas tardes.

—Santas y buenas —repuso el galán, aturdido por la hermosa aparición que, en la blancura del traje y de la cara, parecía recoger del espacio toda la luz.

Y siguió atónito los pasos de la moza, se sentó al lado suyo, olvidó a Irene, con quien se iba a casar.

Tenía Marcela aventajada la estatura, gallardo el busto, clara la tez. Llevaba luto en los cabellos y los ojos; en los labios, carmín; en la risa y el alma, juventud. Su hechizo irradiaba una fuerza tan llena de vida y de gozo, que Andrés, amando a la joven, tuvo por cierta la felicidad y vislumbró la serena alegría de los espíritus apacibles, de los corazones abiertos y puros.

Sin dificultades llegó la boda, y desde la aldea montaraz, colgada como un nido en el bravo alcor, fuese la esposa con su dicha al valle, allí donde, muy cerca, la olvidada Irene escondía su humillación como un delito.

Andrés parecía curado de sus antiguos males, y un aura de ilusión le alzaba la frente, le convertía en comunicativo y risueño. Sólo al hallar a su primera novia, o cuando le hablaban de ella, volvían las melancólicas nubes a circundarle, como si la pobre abandonada fuese todavía un lazo que le atase a las meditaciones tristes.

Pasaron los meses y comenzó a palidecer la luz de la ventura nueva. El matrimonio se impacientaba esperando un hijo, y aquella privación constituía para la esposa un grave quebranto, porque la relacionaba con el duelo de los ojos de Andrés, la bruma ausente que de nuevo envolvía al amado poco a poco. Entonces peregrinó Marcela, devota y creyente, a los pies de la Virgen de la Esperanza, y fué a beber, supersticiosa y simple, en la fontanuca del argomal, bajo la plena luna. Al cabo el deseo tuvo realidad: el agua saludable y la religiosa oración florecieron juntas en una misma cándida fe, y Marcela, enajenada de gozo, sintió que un amor nuevo y sublime emergía, igual que una fragancia, de su carne joven, como si en su corazón se abrieran las hojas de un capullo. Pero no se aclaraban las nubes en la frente de Andrés, y la esposa, con la aguda perspicacia de los enamorados, advertía los esfuerzos de su marido para compartir las ilusiones de ella y recibir al hijo como una bendición. Entre alternativas de zozobra y ventura la imagen tímida de Irene rondó a Marcela como una sombra pálida y tenaz: oyó alusiones mortificantes respecto al único amor de la muchacha, la vió desaparecer del pueblo, oculta o ausente, y sintió cerca de sí, mas lejana que nunca, la sombría presencia de Andrés. Al fin el hijo la colmó de goces, tan inefables y sutiles, que olvidó todas las incertidumbres hasta la noche del misterioso hallazgo, hasta que tuvo que albergar al «jayón» en la cuna de Serafín…

Tanto se asemejan los dos nenes, que sólo la madre distingue al suyo del pobre desconocido, a quien han puesto por nombre Jesús. Por su parte Andrés procura no compararlos, apenas los acaricia tímidamente, y repite a menudo, con terca obstinación que en esta edad todos los niños son iguales.

Como ya apremia el trabajo de la sembradura y aún no están majados en algunas tierras los «cavones» el mozo se detiene poco en su casa. Vive campo afuera casi todo el día, se acuesta rendido y madruga mucho, pero en el breve trato con su mujer muéstrase cariñoso con una cordialidad llena de matices raros, de tímidos aspectos en que Marcela cree descubrir los resquemores de la culpa y los aromas de la gratitud. Le parece a ella que su marido la mira de otro modo, la reconoce más virtudes y la estima con mayor reverencia. Y aunque esta novedad significaría la tácita confesión de cuanto la esposa teme, pudiera ser, al mismo tiempo, señal de la gran ventura, renacer de la pasión juvenil que a los dos les hizo tan felices. Generosa y enamorada, ella se apresura a perdonar y sufrir, para merecer, y no arriesga una sola palabra imprudente, ni un gesto, ni un reproche que nublen aquella perseguida ilusión.

IV

EL ESTIGMA.—LA SENTENCIA DEL INOCENTE.—¡NADIE LO SABRÁ!


Cosiendo y soñando, en esta hermosa mañana de abril, oye Marcela que llora un niño, el suyo, sin duda, que es de los dos el que llora más. Corre a buscarle y piensa con orgullo que le tendrá despierto en los brazos cuando al mediodía regrese Andrés. Pero el chiquillo, después de mamar, gime aún, con tal desasosiego, que la madre le desnuda para consolarle, volviéndole a vestir la ropita fresca, olorosa a flores y a sol.

Ya le mece, libre de los pañales, en el regazo, y se engríe con su robustez.

«Es más fuerte que “el otro”», murmura, contemplándole a plena luz, bajo el aire tibio y dulce del meridiano.

De súbito, los dedos ágiles y acariciadores se detienen con inquietud sobre el pecho ancho y saliente del niño, allí, encima del corazón, y se agitan después envolviendo el tallo dorsal de la cintura. Algo extraño y monstruoso le parece a Marcela descubrir donde creyó hallar fortaleza y reciedumbre.

Acude presurosa a desnudar al otro nene, y, encima de la cama, los coteja, los mide, los junta en una exploración llena de perplejidades y terrores; así la sorprende Andrés, que no repara en el mudo trastorno de la madre ni se aproxima demasiado a los chiquitines.

Largo día de zozobras crueles, y negra noche de insomnio, inspiran a la muchacha una resolución pronta y enérgica. Quiere salir de la duda insoportable, saber si su hijo es contrahecho o si ella delira de pasión y ternura maternal. Envolviendo tales incertidumbres, cierto oscuro propósito entenebrece el alma de Marcela y la obliga ciegamente al disimulo.

Cuando llega el médico, llamado como por casualidad, la joven descubre a Serafín, y pronuncia, con acento en que tiembla muy oculto el terror:

—Mire: está muy hermoso, ancho y grueso, pero llora mucho, parece que se queja…, y como usted pasaba por ahí, me dije: «Pues que haga el favor de verle don Mauricio».

Don Mauricio, con las gafas sostenidas en la punta de la nariz, se inclina sobre el nene mirándole despacio, le registra con los sabios dedos el pecho y las espaldas, y mueve al fin la cabeza en un signo lamentable.

Marcela le devora con los ojos.

Antes de dar su parecer, el médico pregunta:

—Este niño, ¿es el tuyo?

Y rápida, con acento sombrío, pero firme, responde la moza:

—Éste es el jayón.

—Ya me lo figuraba. Porque tú y Andrés sois robustos y normales y este pobre es raquítico: tiene una corvadura angulosa en la columna vertebral, lo que llamamos vulgarmente giba.

Con la voz empañada y brusca insiste la madre:

—¿De modo que es jorobado?

—Eso mismo.

—¿Y no lleva remedio?

El doctor se encoge de hombros.

—Ninguno —dice—. Le pondríamos un aparato, le mortificaríamos, y el chico no se enderezaría. Su lesión es innata, producida acaso por herencia, acaso por un golpe que sufrió la madre, por una presión nociva durante el embarazo clandestino… ¡Vete a saber!

Como nada responde la moza mientras envuelve a la criatura, don Mauricio sigue hablando de «escoliosis osteopática» y otras enfermedades relacionadas con la de Serafín, el niño desgraciado que desde ahora se llamará Jesús.

Diríase que el inocente escucha la inexorable sentencia de su desdicha; de tal manera gime hasta que la madre, muda y febril, desabrocha el corpiño y le ofrece el seno, blanco y duro, generoso.

El buen doctor, algo mocero, a pesar de sus años, y hombre sentimental, se admira tanto de la hermosura de la joven como de su impulso caritativo, y alude:

—¡Ah!, pero ¿le crías tú?

Ella, turbada en este instante por primera vez, murmura:

—Un poco…

—Ha caído el rapaz en buenas manos; más vale así. Vaya, hija, ¡que sigas tan guapetona y de tan noble condición!

Marcela despide a don Mauricio muy amable, y la blancura de los dientes, al querer sonreír, le enfría la púrpura de los labios con una extraña claridad.

Cuando se queda sola acuesta al nene, que se ha dormido, y sale al portal huyendo frenética de la cuna. Lleva en el alma un duelo indecible y en la conciencia una nube cruel. No; nadie sabrá nunca que su hijo, el soñado, el conseguido a fuerza de oraciones y lágrimas, el fruto de un amor impetuoso, de un seno firme y joven, es una criatura miserable, un ser enteco y ruin. ¡Nadie lo sabrá! Allí está el «jayón» para sustituirle y el orgullo de la madre para envolver en silencio sacrativo aquel trueque fatal.

Marcela, inmóvil, helada bajo la lumbre fulgurante del sol, clava sus morenos ojos en la tierra donde ha puesto una mancha fugitiva el vuelo manso de una paloma. Al otro lado del corral se remece el huerto con blandura.

V

LA RUEDA DEL TIEMPO.—FRATERNIDAD.—LA CONCIENCIA Y EL CORAZÓN.—LOS OJOS VERDES.—VIDAS INFELICES


Han pasado muchos días, lentos y monótonos, sobre la aldea montaraz. Serafín y Jesús tienen ya once años y forman un rudo contraste de lozanía y endeblez. El que pasa por hijo de Marcela es un chicazo alegre y rubio, con la cara redonda como la luna y los ojos verdes como las olas, unos ojos que el padre mira siempre con singular fascinación. El otro es un ser enfermizo y contrahecho, una pobre criatura de mirada y sonrisa tarda.

Entre los dos media, con las afinidades del común hogar, el lazo firme de un cariño devoto que es en Jesús admiración y vasallaje y en Serafín misericordia y amparo. Delante de él ningún rapaz se burla del niño giboso, ninguno le molesta ni le persigue; hermanos se llaman y por hermanos les tienen en el pueblo, donde ya nadie duda la procedencia de Jesús. La misma Irene acostumbra a besarle cuando lo encuentra solo y mirarle siempre con un ansia muy triste y con una compasión muy dolorosa.

Ya la antigua novia de Andrés perdió los últimos encantos de la enamorada juventud. Sola en el mundo desde que murió su madre, pugna en la vida sin apoyo ni afecto que la sostenga y conforte. Trabaja y sufre entregada al destino con una oscura conformidad acaso encruelecida por la desesperación. Bárbaros empujones de su lucha solitaria la han puesto algunas veces delante de Marcela, en solicitud de un jornal, de un préstamo, de un pequeño favor. Y la esposa de Andrés la ha recibido amable y complaciente, transida por una angustia semejante a los remordimientos.

Tampoco Marcela parece la misma de antaño. Aunque en su posición de labradora acomodada no ha conocido los rigores de la necesidad, vive cavilosa y suspirante, con la mirada siempre fugitiva, escuchando imaginarias voces a través de las horas mudas. De su fuerte belleza le queda todavía una arrogancia en el porte y un hechizo en el semblante, pero sólo como un recuerdo que alumbra la ruina de aquella briosa mocedad. Desde que suplantó los niños con repentina y firme decisión, en impune secreto, en vano busca su conciencia los vestigios de una esperanza; el corazón, incapaz de mentir, la avisa de su delito a cada instante. Al peso de su culpa ve la vida llena de sombras y siente los castigos caer a su alrededor bajo la pupila negra del misterio. Andrés quiere a Jesús mucho más que a Serafín; le quiere con una piedad violenta, irresistible, en la cual piensa la celosa, que descubre redivivo el amor hacia Irene, ya que el padre ama en la criatura triste al hijo de aquella mujer, mientras que al heredero les luce con orgullo pueril porque es bizarro y saludable, pero le mima y educa sin meterle en el alma, con un desvelo frío. Es verdad que a menudo se estremece mirándole; le acerca a sí rápido y brusco; le aprisiona en los brazos, y se hunde, aturdido, en el abismo insaciable de los ojos verdes: ¡los ojos de la «otra»!

«¿Qué busca en esa mirada?», se pregunta Marcela con loca incertidumbre. Y para mayor tortura, su rival le inspira más lástima que celos. No es a ella a quien Andrés persigue a tientas, en los ojos de su hijo sano y en la desdicha del hijo doliente; es al amor fugitivo, al imposible, al enigma. La intuición se lo dice a la enamorada en forma oscura, pero cierta, y sufre ahora, por el cruel abandono de Irene con el doble estímulo del arrepentimiento y la compasión, Andrés y Serafín debieran ser para la desvalida amor y gozo. Marcela se siente culpable de habérselos arrebatado y padece con el atroz pensamiento de ser una ladrona; el hombre que ella tiene por suyo estaba destinado a Irene, y el niño que la llama madre nació de las entrañas de aquella misma infeliz, a la cual no le queda ni el lejano consuelo de haber alumbrado una criatura bella y dichosa, porque mira en Jesús la prueba de su deshonor, el castigo de una hora de embriaguez.

Y el nene cativo, el inocente condenado a no tener nombre ni madre, oye que le llaman «jayón», sabe que vive de la caridad y sufre en humilde silencio, mientras la que le dió a la luz del mundo calla y sufre también, con más angustia todavía, y esconde como pecados vergonzosos los impulsos y los gritos de la sangre.

Mil veces Marcela siente la tentación de romper el secreto y confesar su culpa cuando el niño gime atormentado por el doble infortunio. Mil veces la culpable arrastra como un grillete su delito ante los ojos tétricos de Jesús y la mirada atónita de Andrés. En la conciencia turbia de la esposa, riñen ardiente y ferocísima batalla los celos, el orgullo, la vanidad de la hembra, pugnando siempre por sofocar el puro y callado instinto de la madre. Comprende la triste, con un espantoso desgarramiento del corazón, que si mantuvo el dominio de su hogar egoísta, si logró reducir al hombre amado y alzar la bandera de un cobarde y engañoso triunfo, todo ello fué a costa de su propio hijo. Llena de amargura y de horror, de envidias y despechos indecibles, de pesadumbres roedoras, quiere compensarle a fuerza de caricias y llantos, con una ternura desvelada y enferma que la consume poco a poco. De tal suerte le cuida y le llora, como pidiéndole perdón, tanto le envuelve y le regala entre solicitudes y fervores, que el marido la contempla con asombro más reverente y dulce cada día, más empapado en amorosa gratitud.

A los ojos de Andrés la abnegación de Marcela crece hasta fundirse con la santidad. Creyendo, como todos, que ella conoce el origen del intruso, ve, sin embargo, cómo a los dos niños los confunde en una misma gracia maternal, aún más fina, más honda y vehemente junto al desgraciado. Y no sabe el padre cómo bendecir el tributo de amor que recibe, de esta manera tácita y peregrina: rendido, confuso, rodea a su mujer de tiernos homenajes que la entristecen cada vez más, porque no acierta a conformarse con tan gratuita admiración.

Así en el drama sordo de estas vidas infelices sólo triunfa el supuesto Serafín, engañado por la suerte, mecido por una dicha mentirosa…

VI

LAS FLORES DE LA NIEVE.—DICEN LOS PASTORES…—A LA LUZ DE UN RELÁMPAGO.


El cielo decembrino, bajo y turbio, se entenebrece con ráfagas siniestras. Gime el bosque, desnudo por el huracán; baja de la montaña un helado soplo, y en la vacía soledad del espacio vuelan copos de nieve, palpitantes como mariposas.

Tendido en el tajo de la hoz, el pueblo de Rianzar yace medroso; en lo profundo del estrecho valle muge el río por la honda vaguada, desatado en espumas grises, ensanchando la ronca orilla por fragas y juncales, borrando los azules del ansar y los saetines del molino.

Al mediodía se hacen más espesas las flores de la nevada, rimbomba el trueno y el aire adquiere un gemido áspero y terrible.

Marcela aguarda el regreso de Andrés y de los niños. De víspera subieron al invernal de Bustarredondo por el gusto de dormir en la mullida cabaña, beber la leche espumosa, recontar los ganados y gozar de los bravíos paisajes. Quedaron en volver a la mañana siguiente, y Marcela atisba los senderos, llena de incertidumbre, pensando si el temporal les habrá sorprendido ya en la ruta borrosa del monte.

Medra la tarde, cunde la nieve, se rasan las veredas, y todos los confines cobran una misma blancura de sudario.

Unos pastores que bajaron al anochecer, huyendo trabajosamente de la nevasca, dicen cómo al pasar por Soto de la Cruz creyeron oír unos gritos que pedían socorro. No lo pudieron comprobar y se inclinan a suponer que las voces lamentables fueron una ilusión; el «invernal», medio arruinado en aquel sitio, gemía, sin duda, al acabar de hundirse bajo los atambores de la tormenta.

Pero la esposa de Andrés acoge este rumor con invencible espanto. Va y viene por el pueblo presa de angustia desesperada, y no sosiega aunque los vecinos de más fuste le dicen que el Soto de la Cruz no está en la ruta de Bustarredondo, y que si Andrés se hubiese expuesto con los rapaces en el monte no perdería el rumbo por tan lejano camino.

Marcela nada escucha. Toma a su casa oprimida por aciago presentimiento, y se duele de él sola, en una soledad insoportable, bajo los frémitos de la ventisca y la claridad helada de la noche. No quiere encender luz, imaginando, cavilosa, que rostro al campo yerto está más cerca de los ausentes, y abre de par en par la ventana sobre el valle alumbrado por una ceniza luminosa, embebido en la nieve. Siguen sonando las nubes con rugido pavoroso; la indómita curva de la sierra se yergue amortajada en el paisaje, y abajo, en la honda línea de la hoz, tiene la frescura del agua clamores turbios y agoreros.

De pronto ve Marcela pasar una sombra por la linde blanca del camino, una sombra muda que ella conoce mucho, y sale a recibirle con el irrefrenable deseo de apoyar el desplomado corazón en otro que sufre igual martirio.

Entra Irene en el abierto portal, y con tapada voz pregunta:

—¿Han vuelto?

—¡No!…

La trágica lumbre de un relámpago ilumina a las dos madres y las acerca en instintivo impulso de terror. Se tienden las manos mirándose con ahinco a los ojos, y se sientan, calladas, a esperar.

En la torre de la parroquia plañe una campana gemebunda; cae más menudo y fino el polvo de la nieve; se desgarra una pálida nube y dos estrellas se miran en el cielo, temblorosas…

VII

RÁFAGAS DE TEMPESTAD.—LA SELVA MUDA.—EL CANTAR DEL AGUA.—LA HUIDA.—EL GRITO CELTA.


De amanecida, rota apenas la mañana, Andrés vió la espesura de las nubes y sintió el frío precursor de la nieve. Un silencio desnudo bajaba del medroso celaje y un hálito de hielo corría por las llecas y el mantillo, como si tiritase el monte.

Ya el pastor dispersaba el rebaño, y la leche fresca rezumaba en las zapitas, cerca de la borona rubia, cuando Andrés despertó a los niños ponderándoles la necesidad de volver al pueblo sin que reventase el nublado.

Hizo Serafín los honores del sabroso desayuno, mientras Jesús lo probaba con esfuerzo y el padre creía descubrir señales dolorosas en el trasojado rostro del enfermito. Tenía el pobre maceradas las ojeras, ardientes las manos, caídos los miembros, apagada como nunca la expresión de las pupilas. Buscándole a él refrigerios y tónicos, por consejo de don Mauricio, subían a menudo al «invernal», pero aquel día no les acompañaba la suerte, a juzgar por el cariz del tiempo y el talante de la criatura. Para que no se cansara mucho tomaron el camino lentamente, escuchando las voces de la soledad, mirando al cielo con inquietud.

Muda estaba la selva como si no hubiere aire para un rumor; quietos los zarzales y las árgomas, todo silente el horizonte gris.

Cuando ya llevaba Jesús jadeante el corazón, galoparon las nubes sobre el viento y una lluvia sesga y helada comenzó a caer. Llegaban entonces al álveo del río más caudaloso del país, donde el niño Saja nace y solloza como un chortal, ablandando con su frescura la aspereza montés. Y quedaron envueltos en los sones del agua, empapados en la fría canción, mecidos por la tormenta que, al crecer, convertía la lluvia en nieve y el viento en huracán.

Una repentina virazón de los aires empujó las nubes hacia el Norte con ímpetu furioso, congelando los cierzos, tapando las veredas, dificultando el camino, en tal forma, que Andrés tuvo que cargar a Jesús en los hombros y tirar de Serafín, animándole con ruegos y promesas.

Decidieron volverse a la cabaña, más próxima que el valle, y tornaron otra vez monte arriba, en recia lucha con el temporal, ateridos, alcanzados por la torva angustia del miedo…

Una hora tremenda llevaban de huida cuando comenzaron a sentirse perdidos, no viendo aún, en torno suyo, las señales del amigo techado: ni la cambera firme entre los setos, ni la braña sativa, ni el ramblizo siempre susurrante, ni los pobos cercanos al pastoril hogar.

Aunque la nieve confundía lindazos y confines, hubiesen conocido bajo la cruel blancura el huello de las parcelas propias, y hubiesen oído, al través de la borrasca, las esquilas del ganado. Pero no; la ruta, difícil y agreste, padecía el azote de los elementos sin decir nada a la memoria de los caminantes: ¡ni un signo amistoso en derredor, ni un toque suave de aljaraz!

Todo era esquivo y nuevo en la calzada serraniega a cuyos bordes el eriazo mostraba un bravío semblante: se adivinaban los abietes hostiles, la guájara rebelde, la espesura mazorral sin tresna alguna de cultivo. Un bosque de salvajes enebros erguía las yertas ramas con pavura, como si levantase los brazos hacia Dios: la nube, cada vez más negra y más baja, se abría en lampos de fuego y horrísonos clamores.

Agobiado por los niños, uno a cuestas, otro de la mano, quiere Andrés huir de aquellos trágicos lugares, buscar un «asubiadero» con la esperanza de que por lo repentino y brusco, tuviese el temporal poca duración. Seguro ya de haberse extraviado, rendido con el peso de Jesús, avizora ansioso el horizonte y tranquiliza apenas a los zagales, llenos de terror.

Ya Serafín se queja a gritos de no poder andar. Cayendo a cada paso, lloroso y gemebundo, interrumpe la fatigosa marcha del padre, y tiene aquella fuga una expresión inclemente de fatalidad, un siniestro perfil humano sobre la candidez terrible del camino.

No saben cuánto tiempo luchan y desfallecen sin rumbo ni reposo, cuando en una tregua de la ventisca descubren el cobijo de una cabaña y al tocar sus ansiados umbrales reconocen el «invernal» del Soto de la Cruz abandonado por ruinoso y abierto a las tormentas, pero, aun así, providente y bienhechor para los tristes errabundos.

Yacen allí más que descansan, transidos, inertes, sin conciencia de la vida, hasta que Andrés logra recobrar los bríos y darse cuenta de su responsabilidad. Entonces mira con espanto a Jesús, que parece un difunto; le toca y está ardiendo; le mueve y está dormido, con un sueño soporoso y letal.

La más desesperada compasión entenebrece al hombre delante de aquel ser que le debe una existencia tan ruin, una infancia menesterosa y comalida, sembrada de pesares, llena de humillaciones y amarguras. Piensa que al cabo, el hijo se le muere allí, a las inclemencias del cielo, sin que nadie le cuide ni le ampare, abandonado a la más dura suerte. Y reflexiona en lo inútiles que han sido aquella lástima y aquel remordimiento que en una noche inolvidable abrieron al «jayón» la puerta de un hogar…

No sabe cómo servir al niño; da vueltas, igual que un loco, por la achacosa cabaña, buscando en cada ostugo la vislumbre de una ayuda que está muy lejos de aparecer. Si el vendaval empujó por allí algún sobrante de la escamonda, los gajos secos del espino cerval o del residuo del rozo, la nieve y el agua lo han mojado colándose por las hendiduras, boquetes y algeroces. Y él mezquino acervo que Andrés reúne con avaricia tratando de encenderle para secar la ropa y mitigar el frío, se resiste entre ásperas quejumbres y bocanadas de humo.

Serafín duerme cansado de llorar. Jesús se lamenta sin abrir los ojos, con silbidos en el pecho deforme y temblores en las manos inquietas. Cruje el endeble techado; gime el viento, cada vez más rendido; nace la noche en el fondo de la hoz.

La nieve ha dejado de caer en tolvaneras y rodar en aludes; se desmenuza ahora en copos muy tenues, con atalaje de hada, y sus vedijas sutiles se confunden en la pálida tiniebla, bajo la agonía de la luz.

De pronto unas voces lejanas llegan a los oídos vigilantes de Andrés. Se yergue el desgraciado con toda la atención despierta y sacudida, y vuelve a oír, remoto, un son de relinchada, el «ijujú» celta que perdura entre los mozos cántabros. Quizá pastores o «serrojanes» que huyen a la llanura, cantan para espantar el miedo, con alarde infantil.

Andrés, brusco y esperanzado, responde al bárbaro cantar con angustiosos gritos y quiere correr hacia las voces peregrinas; pero los zagales, espabilados de repente, no le dejan salir. Un terror inmenso les aturde ante la nueva actitud de fuga que el padre inicia, ahora que ellos, tundidos, no se pueden mover y que la sombra ciega al monte envuelto en pánico blancor.

Claman los muchachos, frenéticos:

—¡Padre, padre! ¡No te vayas, no nos dejes!

Se le abrazan a las rodillas mientras Andrés pide socorro fuera de sí, y ninguna humana voz acude al vehemente reclamo, ningún auxilio llega a través de la soledad. ¡Tal vez los sones errantes fueron una ilusión!

El viento gira hacia el Sur convertido en un noto de repentina blandura, y al dormirse en el éter deja oír la querella del Saja, honda como un llanto inconsolable, y rasga las nubes en un jirón azul: dos estrellas se asoman al cielo, pensativas, para mirar la nieve acostada en la noche.

VIII

EL RESPLANDOR DE LA TRAGEDIA.—CAMINO DEL CIELO.—EL BESO DEL SOL.


Palidece una madrugada turbia sobre la claridad deslumbradora del paisaje, el día, que empezó a morir en los hondones, resucita en las cumbres, invadiendo los contornos de la sierra cuando aún es Rianzar valle de sombras.

Andrés no sabe si ha dormido; reina en sus actos el desorden de un sueño, y mira a su alrededor, con aire de sonámbulo, mientras se le esconden los pensamientos en lo más oscuro de la conciencia.

Pronto revive su corazón con profunda congoja, sumido bajo la recia pesadumbre: este día que nace no trae con su luz más que la evidencia del drama, el resplandor de la tragedia.

Ha querido el padre dar calor con su cuerpo a los hijos, y los guarda a su lado, inmóviles, mudos. Jesús descubre, ardiente, el ascua de los ojos, lo único que parece vivir en él; Serafín tiene los párpados caídos y abierta la boca en una respiración cansada. Inclinándose a contemplarlos, siente el hombre deseos de llorar y morir, y oye sin asombro cómo cruje el cobertizo al peso de la nieve. ¡Sin duda va a hundirse! Entonces, desde el trépido umbral, otea los parajes helados con las sendas perdidas y padece la vaga sensación de asomarse al mundo del silencio, en contacto con la eternidad.

Quisiera romper con la mirada los horizontes, salir con la vista siquiera, de aquella linde cándida y perenne que no concluye nunca.

El viento arrecia y la cabaña vuelve a crujir; parece que las nubes van a rasgarse bajo un punto remoto de viva claridad. Otro brusco remezón de la techumbre obliga a Andrés a sacar los niños, de un salto, fuera del peligro, no sabe para qué. Los deja allí sobre la alfombra helada, y espera absorto que se hunda el «invernal».

El desplome, el frío y la luz sacuden a los zagales con terrible aguijón. Se levantan como autómatas, sin brío ni conciencia, y Jesús se vuelve a caer.

Serafín llora deshambrido, asustado, maltrecho, y el padre coge al caído en sus brazos y dice al otro con un gesto oscuro:

—¡Anda!

Toma una dirección cualquiera, monte abajo, fiándose al instinto; pero el rapaz no le sigue.

—¡No puedo…, no puedo! —murmura—. También yo estoy cansado y siempre llevas a Jesús. ¡A mí no me quieres!

El desconsolado plañido llega certero al corazón de Andrés, y le acusa de predilecciones invencibles. Tal vez Jesús no sufre tanto como él teme; ya no arde ni se queja, ya no le silba el pecho; será menester que ande un poco. Le posa con dulzura, y repite:

—¡Anda!

Carga con Serafín, que aún gimotea.

—¡No me quieres…, no me quieres!

Y Jesús da unos pasos, vacilantes, detrás de ellos. Después vuelve a rodar con un sordo retumbo, sin decir una palabra.

Acude el padre, aterrado, y al postrarse junto a la criatura conoce que está allí la muerte, «la reina de todos los espantos».

—¡Jesús!… ¡Jesusín! —clama rota de pena la voz.

Y el niño, con la cara vuelta al cielo, entornados los ojos, lanza una risa aguda y delirante que rebota en la nieve y se aleja sin extinguirse. Al dejar de reír, el alma le resplandece un instante en las pupilas, triste y pura como un cirio, y se apaga de pronto, humedeciendo el cristal de la mirada muerta.

Andrés, con el pensamiento inmóvil al lado del abismo, se inclina a besar la boca exánime de Jesús, y sobre ella se detiene, como si quisiera recoger un murmullo, un sollozo, la última volición de aquel espíritu mártir y solitario que habitó un cuerpo tan infeliz. Pero el hielo de la boca marchita hiere con filo tan penetrante, que el hombre se levanta, crispado, y echa a correr con el hijo que le queda…

Ceñido por la mortaja infinita de la nieve, el cuerpo difunto duerme con solemnidad en el monte, nunca tan santo como ahora que guarda los despojos de un niño.

El viento al crecer, raudo y caliente, provoca el deshielo y ensalza los rumores de arroyos y hontanares: parece que las aguas lloran una pena indecible. El sol ha roto aquel punto claro de las nubes, y, sin miedo al frío de la muerte, se asoma a besar la carne yerta de Jesús.

IX

HORAS DE ANGUSTIA.—LAZO DE DOLOR.—LA VOZ DE LA SANGRE.


Cuando Andrés llega a su casa, medio enloquecido, ya las vecinas le han arrebatado a Serafín para alimentarle y vestirle antes de que su madre le vea derrotado y hambriento, con el terror hundido en los ojos y la angustia pintada en el semblante…

Todo el pueblo se agita al conocer la tragedia del Soto de la Cruz. Las mujeres lloran:

¡Pobrecito «jayón», pobre inocente, señalado como una víctima desde la cuna!… El párroco dice que el zagal supo elegir el único camino libre y hermoso: ¡el camino del cielo! Y se apresuran los hombres cerca de Andrés para ofrecerle compañía y auxilio. Todos quieren subir a la montaña para rescatar el cadáver; todos se compadecen del amigo que fué siempre generoso con los demás, valiente y útil en la lucha común por la vida. Nadie ignora, tampoco, que el buen camarada pierde un hijo en el niño «jayón», y las frases de condolencia adquieren rumores de secreto, matices de aventura pasional que rondan a Marcela, sordamente, antes de que arribe su esposo.

No le aguarda sola; allí está Irene, que no se ha movido del banco donde por la noche se encogió, muda y trémula, agobiada de un dolor humilde, sin palabras ni suspiros, llena de vergüenza y timidez. Una zozobra oscura, más fuerte que su orgullo, la empujó hacia el hogar siempre envidiado, y allí se queda, esclava de la inquietud, quizá temiendo que la echen; quizá sin fuerzas para huir.

A Marcela no se le ha ocurrido evitar la compañía de aquella mujer; al contrario, la necesita y la estimula. Toda la noche trató a Irene como a una compañera de infortunio; la invitó a calentarse y rezar; se estrechó contra ella en el mismo banco, y tuvo tentaciones de abrazarla y pedirla perdón.

Alumbradas desde fuera por la claridad de la nieve, contaron las horas en vigilia constante, y cuando el alba inició las primeras luces, sintieron en torno suyo una turbia sensación de opacidad, una vaga certeza de vivir… Ecos del drama que las reúne en misterioso lazo, posan ya junto a las dos madres. Algunos vecinos que preceden, solícitos, a Andrés, para tranquilizar a la esposa, no saben cómo hablar delante de Irene, y ellas, notando la turbación de los semblantes, padecen crecidas todas sus incertidumbres y nada quieren oír.

Es aquel un minuto horrible de ansiedad, hasta que el hombre, tan dolorosamente esperado, entra y se mira, atónito, entre las dos mujeres.

—¿Y los niños?… ¿Dónde están los niños? —le preguntan desoladas, olvidando que huían de saber.

El paga a Marcela en tal instante su larga deuda de gratitud, respondiendo con heroica generosidad:

—He salvado el tuyo.

—¿Al mío? —Nadie adivina el pánico de esta voz que repite—: ¿Al mío?

Ronco y aciago el acento, Andrés confirma:

—¡A Serafín!

Y no comprende por qué Marcela da un grito desesperado y hondo, como la pobre madre del «jayón»…

X

EL DÍA DEL PERDÓN.—LOS PEREGRINOS.—ENTRE DOS ORILLAS.—ALMAS QUE SE BUSCAN.—REVELACIONES.—SOLA EN EL MUNDO.—SUEÑO DE ETERNIDAD


La primavera vuelve, celosa, pujante, con todo el ciego impulso de la vida, y alumbra unas bellas horas apacibles, unas horas que a media tarde se pueblan de rumores de campanas, y ven llegar por los hondos caminos de la vega, grupos de gente grave y silenciosa.

Muchos de estos viajeros, los que vienen del lado ponentino, se detienen a la orilla del Saja, junto a un plantel de «alisos» y el tramo de un puente roto. Entonces una barca, plana y tosca, que se mece sobre el murmullo glorioso de las aguas, llega con el empuje del barquero al lado de los caminantes. Y el ancho brazo del río, cadoso y transparente, se deja cruzar una y otra vez por la nave servicial y deja que en su espejo se miren, entre medrosos y complacidos, los romeros que forman la mística expedición.

En medio de la breve llanura, una iglesia, blanca y pobre, va recibiendo a todos los peregrinos hasta donde le es posible albergarlos, y los menos diligentes en acudir a las voces de la torrecilla humilde se agrupan a la entrada, abierta de par en par, frente al púlpito vestido de viejo brocatel.

La voz llena y clara del predicador se desborda del templo, y rueda, sonora, por los campos en reposo. Dice el carmelita unas palabras sencillas y emocionantes; cosas buenas y dulce a propósito de la debilidad de las mujeres; de la inocencia de los niños; del olvido de las injurias; de la misericordia; de la caridad. ¡Es el día del perdón!

En las tardes pasadas ha desarrollado el misionero todos los temas piadosos que deben traer como consecuencia este sublime final: ¡El perdón! ¡Hay que perdonar las envidias; los agravios, las traiciones!…

Muchos fieles se miran con afán a los ojos como si quisieran verse el alma; otros bajan la frente, otros suspiran con angustia. Y en el atrio, sobre una viga del tejaroz, dos golondrinas recién llegadas de lueñes tierras, coloquian misterios de su nido, sin desconfianzas ni temores. Su manso arrullo besa en el aire las palabras del apóstol: «¡Paz y amor!». Un hálito vernal las empuja por el campo, hasta el río donde la corriente solloza y la barca se mece, como un símbolo, entre las orillas, bajo el tembloroso andarivel.


* * *


Sola va quedando la iglesia blanca en el fondo de la llanura.

La tarde se duerme con placidez, echada sobre las flores de la campiña, y los devotos se extienden por la vega en demanda de sus pueblecillos.

Con la última volada de las aves y los últimos fulgores de la luz, parece que flotan en el viento misteriosas endechas de amor y de paz, como un himno entonado «al día del perdón».

Dentro del piadoso recinto dos corazones, maduros por las penas, velan y sufren; dos mujeres rezan y lloran. No están juntas, pero se vigilan, y cuando Irene se levanta la sigue Marcela de la mano de Serafín.

Casi a un tiempo llegan al portal, se santiguan de cara al templo solitario, donde laten unas luces pálidas, y se miran, dolientes, bajo la penumbra del anochecer, cobijadas por un cielo sin nubes, florido de estrellas.

—Irene, ¿me perdonas? —dice una voz opaca.

—¿De qué? —responde la infeliz que siente en la misma boca el raudo golpe de su corazón.

—De que te robé la, felicidad…, el hombre que tú querías…, el hijo que tú alumbraste…

—¿El hombre?… Él se marchó… ¿El hijo?… Yo te le di… ¡Más tienes que perdonarme tú!

—¡No; que no sabes lo que hice!… El niño… te le cambié —balbucea Marcela.

Vibran las frases en sus labios como una llama, y empuja a Serafín confesando:

—Pero estoy arrepentida. Te le devuelvo: aquí le tienes: toma… Éste es Jesús, el «jayón»… ¡No llores más por él!

Un grito que se clava en el aire como un puñal, recibe a la criatura, mientras los pensamientos de la madre se dibujan absortos sobre una oscuridad infinita. Torpe, ávida, prorrumpe…

—¡Mi hijo!… ¡Es mi hijo!… ¿No me engañas?

Quiere abrazarle, y el zagal se resiste con el temor de verse entre dos locas.

—No te engaño —asegura Marcela, y su voz parece que recorre un espacio sombrío antes de hacerse oír—. Este niño es el vuestro, el saludable y dulce, el de los ojos verdes, que embrujan como los tuyos… ¡fíjate!… Cuando Andrés le mira es igual que si te mirase a ti. Tómale; te le doy y me quedo sola en el mundo como estabas tú.

—Yo no pienso en Andrés —murmura Irene con un doloroso balbuceo de ideas, tendiendo siempre hacia Jesús las codiciosas manos.

—La que se lleva el hijo, se lleva al hombre —ruge Marcela, mirando ante sí con ojos sin mirada, y echando al niño en brazos de «la otra». Y añade—: Quiero morir en paz; yo haré esta confesión donde sea menester, daré todas las pruebas necesarias, expiaré mi delito según la justicia del mundo… ¡Dios, bastante me ha castigado!…

—¡Madre! —llora el rapaz, buscándola.

—¡Ésa es tu madre! —responde, brusca y firme, tornándole al regazo de Irene.

Y allí de cerca, vida contra vida, el niño entre los agitados corazones, vuelve a decir a su rival:

—¿Me perdonas?

—Con toda mi alma… ¿Y tú a mí?

Un fulgor oscuro luce en los ojos agarenos mientras Marcela pronuncia:

—¡También!… Hoy es el día del perdón…

De repente abraza al muchacho que la mira ansioso, y echa a correr fuera del portal. La sigue un acento infantil y desgarrador:

—¡Madre!… ¡Madre!…

Pero ella desaparece muda y ligera, como una sombra atormentada. Un ancho camino de argomal le conduce a la margen del río que susurra bajo el leve cejo de la niebla.

La mujer, cansada, acorta el paso y se refugia en la soledad con un amargo deleite de hurañía y abandono. Se considera ya sola en el mundo, purificada y redimida por el flagelo de la expiación, digna de unirse al hijo mártir en una gloria que no se acabe nunca.

En la cumbre del Soto de la Cruz una fogata pastoril arde, al parecer, junto a las estrellas, y en el cielo enjoyado, se recorta el perfil virginal de la montaña.

Aún palpita el crepúsculo como un gran corazón agonizante caído en el remanso de la noche; sobre el movible cristal del río tiembla y huye la plata de la luna…


Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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