Llama de Cera

Concha Espina


Cuento



I. Vencida

Nada más inesperado que la súbita muerte de aquella mujer dura y fresca, llena de un sanguíneo vigor que le arrebolaba las mejillas y le encendía los ojos.

Alta, briosa y saludable, era Rosaura mucho más joven que su marido, y en pocos años de matrimonio había alegrado la solitaria estación del «Cabañal» con tres rapaces sólidos y bruscos, muy cerriles y guapetones.

El señor Manuel vivía feliz entre la esposa y los hijos, distante del pueblo, aislado en la casuca ferroviaria, sin más compañero de faenas que un mozo, guardagujas y cargador a la vez, hombre apacible, servicial para la misma Rosaura y los menesteres de la finca, que extiende su radio hasta un huerto y un corral, un establo y una socarrena.

Nunca estaba ocioso Juan Luis. En cuanto cumplía su obligación en el andén, íbase muy solícito a enderezar los rosales y limpiar las veredas del huertecillo, a componer unas abarcas, a partir leña para la lumbre. Otras veces, con la cabrita blanca y lechera, buscaba un hilo de pastura y se perdía en careo silencioso por los abertales de la mies, hasta que Rosaura le salía a esperar bajo el enigma de la noche, mientras el señor Manuel cuidaba de la Estación.

Le bastaba al jefe un periódico ciudadano para distraer su aburrimiento en la vigilancia de los trenes, diurnos y comedidos por la vía costeña. Desde que hizo como voluntario la última guerra de Cuba, sentía gran curiosidad por las novedades del mundo, por las noticias lejanas y sorprendentes; achacoso, amilanado en una decadencia enfermiza, sólo gozaba en tomar el sol —no muy pródigo en el largo invierno del Norte—, en leer los diarios o divertirse con sus hijos como un chico más, orgulloso y aun asombrado de que fueran suyos. Pero, en ocasiones, se quedaba triste, escuchando el murmullo serio de los vendavales, el lamento débil de las hojas caídas o el grito que llegaba desde la boca del mar.

—¿Qué tienes? —le preguntaba entonces su mujer con algo de acritud.

—Nada.

—Parece que no estás contento.

—Pues lo estoy —sonreía el Jefe, arrepentido de su invencible melancolía ante la esposa recia y juvenil, que le daba retoños y asistencia en un hogar pacífico y ordenado. ¿Qué más había de apetecer, ya de regreso en la senda, acogido como a un refugio en la marquesina ahumada de la Estación?

Ignoraba el señor Manuel que se comentase en el pueblo vecino su floreciente paternidad. No había pensado en que las malas lenguas abundan; ni reparó en que Juan Luis era firme, silvestre y robusto, igual que los niños de Rosaura. Acaso tenía el Jefe las pupilas algo remotas, como esas aves taciturnas que tienden el vuelo en la pesadumbre del anochecer; bajaba por una dulce pendiente, acompañado de su optimismo y su bondad, sin ver más que lo exterior en los seres de instinto que vivían a su lado y les sonreía mientras la bruma de la vejez le enlutaba los horizontes.


* * *


Fué de amanecida cuando Rosaura cayó de pronto gravemente enferma. Salía madrugadora para el molino y se detuvo con Juan Luis en el corral.

Hablaron sólo unas frases íntimas y candentes. Algo exigía el hombre, que negaba la mujer, cuando ella rodó allí mismo por el suelo, con el rostro morado y la boca llena de espuma.

—Es un ataque de fortaleza —plañía el marido, inclinado poco después sobre el cuerpo convulso—. Habrá que sangrarla; ¡corre a buscar al médico!

Y le soltó a su esposa aceleradamente los botones del corpiño, las cintas del delantal.

Pero el guardagujas murmuró, con la voz punzante y una lividez fría en los labios:

—Primero hay que llevarla a la cama.

Asintió el Jefe, procurando levantar algo de la criatura vencida. El mozo se interpuso con inevitable desdeño.

—¡Quite, quite!… ¡Me basto yo!

Y tomó en sus brazos forzudos el peso íntegro de la mujer, que le clavó un instante su mirada agónica. Aun estaba caliente el lecho matrimonial, cerca de otro donde los tres niños dormían. El señor Manuel se había levantado a medio vestir cuando le llamó su compañero, y allí se quedó, al filo de los colchones, desnudando a la enferma y procurando reanimarla: vinagre en los pulsos, agua helada en las sienes, frotaciones violentas en los pies.

La moza no respondía a los cuidados del marido. Se le habían calmado las convulsiones y, sin recobrar el conocimiento, se estiraba en un letargo comatoso, rígida y yerta, las pupilas vidriadas, el respiro intermitente.

Para tranquilizarse pensaba el viejo en lo mal que la primavera influye sobre la sangre demasiado rica, y en la actividad de Rosaura, que ponía en tensión aguda sus aptitudes trabajadoras antes que amaneciera: no podía convenirle aquel excesivo trajín.

En las noches de invierno, la sentía el marido levantarse a oscuras y salir a tientas del dormitorio. Iba, de seguro, a encender el fogón, a ordeñar la cabrita estabulada y a hervir la leche para el desayuno de los muchachos, que no pedían otra cosa. Especialmente Juanito, el chiquitín, el predilecto de la madre, geniudo y malcriado, armaba una rabieta si al despertarse no le daban a beber en el cuenco espumoso.

A Rosaura parecían divertirle los quehaceres. Ella, con auxilio de Juan Luis, trabajaba algunas tierras de sembradura, convertidas en maíces rubios para el gallinero y masa caliente para el pan cotidiano. Ella bajaba al río a lavar la ropa de toda la familia, iba a la aceña con la macona de grano, hallaba tiempo de guisar y coser, y de que su pulcritud se admirase hasta en el andén y la oficina de la Estación.

Y el esposo, al enumerar tanta diligencia mentalmente, decíase con angustia:

—Un esfuerzo como para dar un estallido; ¡es mucha mujer!

No pudiendo conseguir que se reanimase, abrió la ventana que daba al campo, y que refrescó en seguida la habitación con un aroma vernal y un aire puro de las mieses.

Al fondo del paisaje se veía un monte, y se adivinaba el tránsito de un río en la línea más espesa del arbolado circundante en la breve llanura.

Despuntaba claro el día marcino y el sol alzábase resplandeciente en la curva oriental de la vega; el tono pálido del cielo y la claridad roja del astro componían un himno a la Elevación.

Dieron los ojos del señor Manuel algunos pasos en las nubes del naciente y le pareció que tenía la luz una palidez huraña, como cuando se la mira por un cristal amarillo.

—Ya estará «aquél» llegando al pueblo —meditaba con suma impaciencia—, y don Fausto no tardará en venir, que es diligente cuando las enfermedades apuran… ¿Peligraría Rosaura?

Volvióse hacia ella y le espantó el livor maligno de aquel rostro, más sensible a la cándida fulguración del día.

—¿Qué haré, qué haré, Dios mío?

El Jefe hablaba solo, arropando maquinalmente a los muchachos, que se rebullían en el desorden de su cama, algo intranquilos bajo el sueño perezoso de la niñez. Hasta que Juanito, despertando, miró con alguna extrañeza a su padre y pidió a voces el tazón de leche.

—¡Calla, calla, te lo voy a traer; no espabiles a tus hermanitos! En seguida vengo.

El rapaz, estirándose, entre gruñidos exigentes, medio cerrados los ojos, aguardó que el señor Manuel volviera de la cocina, donde había encontrado dispuesto el desayuno.

Y, mientras Juanito lo apuraba, oyó de pronto el estertor de la moribunda.

—¿Quién ronca? —preguntó con susto, la boca llena con el pan de maíz.

—Tu madre, que se ha puesto mala.

—Pero está dormida —murmuró el niño, incorporándose bien, para verla.

Quedóse mudo al descubrir la cara mortal, el cuerpo rígido y sonoro. De un trago apuró ansiosamente la bebida y escondió la cabeza y la borona entre las sábanas, sin rechistar.

El padre repetía junto a la ventana:

—¡«Aquél» habrá llegado al pueblo!…

Sus ojos de présbita descubrían todo el valle y lo andaban mucho más de prisa que los ágiles pies del emisario. Aunque el monte fronterizo detenía la mirada del Jefe, seguía él con la imaginación la ruta áspera de Juan Luis por la honda cañada, hasta el repliegue brusco de la aldea. De allí bajaba el río, que en un torno violento iba a regar el llano cruzado por el tren.

I. Inocente

Todo era más benigno, casi alegre, en la solitaria vega que recibía el curso beneficioso de las aguas, las caricias remolonas del sol, el galope enardecido del ferrocarril; en tanto que allá, detrás del monte, se ensordecían los viriles tenebrosos de la hoz con el bramido de la torrentera y la locura del viento encajonado.

Pero la aldea mísera del Cabañal, colgada de los matorrales como un nido bárbaro de nétiguas, le gustaba mucho al señor Manuel. Allí nació y tuvo unos años de independencia ruda y señoril, que le dejaron para siempre en el alma el sabor puro de las cosas naturales, de la vida intacta frente a lo ignorado. Pastor en las cumbres y los vericuetos, amigo de los pájaros y de las estrellas, buen cazador de lobos y alimañas, no aprendió a leer ni a escribir hasta que le llamó el rey a las filas nacionales.

Entonces se despertó su inquietud por las luchas del mundo; quiso gustarlas y cayó en el deseo de engrandecerse a la medida de sus posibilidades. Así el azor temerario de los gollizos supo matar hombres en la guerra, mereció cruces por su valentía y engañó con laureles militares su nostalgia de la inocencia montaraz.

Como tenía un corazón sin hiel, al cultivarse un poco el entendimiento sintió la inclemencia de una disciplina que le enseñaba a perseguir a sus hermanos con más industria que a lobos y reptiles, en una cacería de lujo, llena de uniformes y banderas, músicas y oropeles teatrales. Y gimió arrepentido bajo el yugo de una civilización ruidosa y decorativa que le había engañado. ¡Sin saber que sus lágrimas penitentes eran también hijas de una sensibilidad hecha en el conocimiento de sí mismo, ignorada en la altura salvaje de los montes!

A ellos regresó de buena fe, cansado de rodar en hospitales y cuarteles. Volvió con muchos años a la espalda, no pocas averías en el cuerpo y algunas pesetas en el bolsillo.

Le llamaron «señor Manuel» en el Cabañal; tenía fama de gran soldado, aventurero y ricachón, y la juventud de la aldea le rendía sus homenajes, de acuerdo con los contemporáneos del antiguo pastor, hasta el punto de que una amiga de la niñez le ofreció su sobrina por esposa.

—Es limpia como el agua del torrente; una fiera para el trabajo; una malva en el genio… ¡Cásate con ella!… No la hay mejor plantada en el lugar.

—Muy joven para mí —desechó el veterano con pesarosa melancolía.

—Eso ganas…

—¿Ella consiente?… ¡No me puede querer!

—¡Vaya! Todavía estás buen mozo; eres fino y hombre de ciudad; aquí sólo encontraría un paleto que la tratara como a una mula… Y ahora que te van a poner el cargo de la Estación… ¡Sería Rosaura una señora Jefa envidiable…!

—Sí lo sería, sí…

Casi extinguidos sus ahorros en favores a los amigos y parientes, el señor Manuel había solicitado, con fortuna, un empleo en el ferrocarril de la costa, que iba a inaugurarse. Y muy pronto sus méritos de servidor del Rey le valían la modestísima jefatura en el apeadero, con honores de estación, que llevaba el nombre del Cabañal.

Dentro de la librea civil sintióse nuevamente erguido el hombre cansado de la guerra. Aquella oficina blanca sobre la rotura del valle le serviría de paz y desquite en un trabajo tranquilo y decente; el teléfono al lado de la mesa escritorio; unos libros; unas cintas fugaces de metal por donde el progreso circula todos los días, enseñando rostros diferentes, expresiones y aptitudes siempre nuevas… Y ¿por qué no admitir asimismo la novedad de una mujer que le amara?

¿Amarle?… el señor Manuel se creía bajo su gorra de galones. Era verdad que aun estaba derecho y se movía con cierta apostura miliciana, a pesar de sus alifaces. Sólo había conocido con el nombre de amor el miserable trato de las hembras ruines y perdidas, y en su sed de purificaciones creyó providencial el hecho de que allí en sus propias montañas, le ofrecieran una virgen silvestre, como dulzura de la vida reparadora.

Buscó a la joven.

—¿Es cierto que me quieres para marido? —le preguntó con ansiedad.

Ella moderó sus aires de arisca al responder francamente:

—Sí, señor.

—¿No soy demasiado viejo para ti?

—¡Bah!… Eso «no le hace» —eludió con astucia de montañesa.

Y al cabo de un mes se celebraba el matrimonio.

Ya estaba Juan Luis colocado de guardagujas y maletero en la estación. Era activo, desinteresado, silencioso; ocupaba sus horas libres en deslindar el huerto, hacer los plantíos y cultivar las semillas del futuro vergel. Llegaba desde el pueblo muy temprano, con su comida en la fiambrera, y volvíase por la noche al Cabañal, reservando casi todo su mezquino salario para la madre enferma y los hermanillos menores.

Hasta que un día el Jefe, agradecido a la ayuda del muchacho, le instó a quedarse en la Estación. Sobraba un dormitorio allí, y el puchero matrimonial podía repartirse con el huésped como recompensa a sus buenos servicios, estableciendo así una base de hogar común, que se fué estrechando al aumentarse la familia; cada niño obligaba a los dos jóvenes a un esfuerzo mayor.

Las mermadas economías del veterano dieron fin, y era menester un poco más de hogaza en la mesa, un tronco nuevo en la lumbre, una atención más costosa en las necesidades de la vida.

Rosaura y Juan Luis multiplicaron su trabajo, sin que el señor Manuel hiciera más que agradecérselo; había dado un bajón en su escasa fortaleza corporal desde el año de la boda, y, aunque atendía bien a las obligaciones de su empleo, mostrábase decaído y aniñado, con ráfagas de incomprensible ternura: algo se fundía en su corazón, de repente, que le obligaba a reír o llorar sin trastornarle el juicio, que sus compañeros suponían inútil.

—¡No sabe lo que dice! —susurraban con disimulo.

Mientras, él encarecía su ventura, pensando con lágrimas en los ojos: ¡purgar los delitos de la audacia soldadesca, viviendo sin pecado cerca del monte, al margen de los carriles que tanto le decían de las andanzas remotas!…

La nube de recuerdos y emociones envolvía al señor Manuel, ablandándole la conciencia, lustrándole el alma, que volvió a ser inocente, como si el barro de aquel hombre se tornara infantil y puro en su regreso a ese Bien primitivo que tantas veces se reduce a la ignorancia del Mal. Y en el estol de sombras, los niños que le llamaban padre eran una abertura de luz, el relámpago milagroso de unas tinieblas precursoras de la muerte.

¿Rosaura?… No fué para el marido tan dulce como lo dijeron las ponderaciones familiares; pero amañada y bregadora, eso sí.

La miraba su dueño con gratitud y admiración un poco lejanas, como algo que se le diese y que no acabara de poseer; una criatura casi desconocida que le sirviera, muda y sorda, aceda y triste. La reciedumbre de aquella mujer colorada y activa, siempre dispuesta a sacrificarse por el hogar, le causaba un contento orgulloso y, aunque el amor soñado no tuvo parte ninguna en un nido hecho de codicias humanas, el Jefe sonreía a la moza, sin nunca imaginar que pudiera morirse antes que él.

Desde ella le venía algunas veces un soplo lúgubre, indefinible como el huracán, una amenaza sigilosa, lo mismo que la virazón del viento en las galernas. ¿Qué sería?… No llegaba a plasmarse en un mal recelo, y se extinguía de pronto igual que el bosque de humo lanzado al aire por las locomotoras.

En esas crisis era cuando le preguntaba con secatura la mujer:

—¿Qué tienes?

Y él se arrepentía de su pavorosa tristeza como de un delito…

No faltaban en el Cabañal malas intenciones que hubieran deslizado una acusación en los oídos del Jefe, a no ser muy considerables los puños de Juan Luis y aun los de la misma Rosaura. Fornida y adusta, la pareja imponía respeto, y además, las palabras delatoras no hubieran encontrado el apoyo de una prueba indiscutible.

Así el marido pudo a un tiempo envejecer y sonreír.

II. Culpable

La primavera se asoma a todos los rumbos en esta mañana clara y fría. Parece que los árboles reverdecidos se estiran anhelantes de crecer para saludar al Sol, mientras el día está en acecho sobre el rocío que ha llorado la noche.

No obstante, una racha tenebrosa cruza bajo la frente de Juan Luis, y él también percibe la vibración amarilla de la luz, como si todo el marfil de la tierra se condensara en el cielo.

Pero no está el mozo capacitado para entender las alarmas sutiles del espíritu, que le tocan y no le sacuden sino como un resultado de sensaciones materiales. Sólo un fuerte movimiento pasional le conturba, su mirada táctil llega hasta las pesadeces del monte, ansiosa del atajo limpio y duro que sube al Cabañal. Y diríase que huyen los caminos, que el valle medra en la cintura de las aguas y se apoya en el mástil de los troncos para no concluirse nunca.

Las alpargatas de Juan Luis huellan los senderos con el mutismo de unos pies descalzos. Todo calla; es que la vida escucha los pensamientos de aquel hombre, que torvamente conserva en la memoria la llama agonizante de unos ojos.

Rosaura no se mueve ni pronuncia; no ve ni oye; ésta es la sola verdad que existe para el muchacho. En las pupilas emboscadas le chispea un brillo de acero, lleva las sienes perladas de sudor, y admira, atónito, las cumbres enhiestas, los arbustos levantados, cuanto indica una afirmación vertical luego de haber caído inerte la moza de la Estación, la que para él había sido el principio y el fin de la vida; estímulo en el trabajo; banquete de la juventud; fuego de la sangre que abrasa al calentar; cosas únicas y precisas que no desmentían la obediencia al Jefe y la conducta proba del mozo.

Sin definir estas reflexiones, rozándolas apenas, teníase él por hombre honrado. Le entregaba a su madre casi todo el jornal; nunca perdía el tiempo en la taberna; no engañaba a ninguna mujer. Sujeto a la Estación como un esclavo, desconocía las fiestas y las rondas, las holganzas del mocerío y hasta la vacación dominical.

Y no había dado un solo disgusto al señor Manuel, eso no. Aunque le encontraba algo chiflado, era un bendito, merecedor de que le asistieran y ayudaran. Ya que su esposa no le podía querer más que como a un padre…

La meditación del cazurro perdíase aquí en divagaciones filosóficas de un optimismo radical. A todo trance soslayaba el mozo los remordimientos. Él y Rosaura habían realizado la suprema ilusión del señor Manuel, dándole hijos con una prudencia y una exactitud ejemplares; cada tres años uno, voraz, indómito y sonriente; ¿qué mejor pago a la inocencia del viejo? ¿Y qué delito cabía en la unión misteriosa que sólo era causa de venturas?

A su manera, decíase el muchacho: «El mal es el dolor, el bien es el gozo». Su moral rudimentaria iba acercándose, por los extremos que se tocan, a la alta y pura de un gran pensador: «La felicidad consiste en ser consolado». Luego el marido de Rosaura era feliz, porque había quien le consolase. Y si la pareja de la Estación, lejos de producir un daño, derramaba la dicha en torno suyo, ¿por qué merecería un castigo?

El caminante se estremeció al hacerse tal pregunta. Algo incomprensible se agitaba en el vasto silencio de su espíritu: el Miedo, ese hijo pálido de la bruma septentrional, el fantasma que apenas se conoce en Oriente, se erguía por primera vez delante de Juan Luis. Recordaba los ojos de la enferma, anchos y profundos, de esos que no buscan arriba el horizonte y se hunden siempre en la carne de las cosas. Le habían mirado con luz tan moribunda, que una inquietud sombría le abrumaba en aquel recuerdo, frío y sinuoso, como si llegase al través de la Muerte.

El terror de Juan Luis no le cabe en el alma y se desborda en una angustia desconocida. Piensa el mozo que le persiguen; vuelve la cabeza a todas partes, y sus pasos, ligeros y sordos, igual que los de la nieve, se aceleran.

Aun no bajan los labradores a pasar el rastro sobre la mies. Hasta las aves tardan en despertar, o es que arteras se esconden aunque ya el día ha encendido su caldera roja. Se levanta el sol, acuchillado por la afilada línea de la tierra, y quédase tendido en las aradas, como un chal rutilante que Juan Luis pisa desconfiado, mientras percibe en el aire un temblor que bien pudiera ser el cantar luminoso de los colores.

Desde el estiércol de un surco, dos malvises huyen y vuelan todo el espacio; se inicia un desorden en los árboles que festonean el río, y en la cumbre de la montaña se deshilan los últimos vellones de la niebla.

Ya el caminante se refugia en la estrechez de un sendero empinado hacia el Cabañal, y no le parece que está aquí tan solo como en la llanura. Se mueve la vegetación en audaces murmullos, gritan las aguas hervorosas en el fondo del carcavón, tañen las esquilas en el enciso y resuena cercano el aliento de la mar; es que el hálito de la costa sube a la montaña, y tiene la espesura una vida llena de latidos en este singular país de marineros y pastores.

De vuelta a la Estación, don Fausto, en su jamelgo cansino, y de espolique Juan Luis, hablan de la repentina enfermedad de Rosaura.

—Es grave en una constitución como la suya —induce el médico—. ¿No ha recibido alguna mala sorpresa, anuncios de un peligro?… —Y mira de reojo al muchacho, que rezonga:

—No lo sé… Creo que no…

Está recordando que la dijo él cuando salía por el corral: «Ven acá dentro un poco». Y que la mujer repuso: «Ahora es imposible». Y que él volvió a decir: «Por qué no quieres». Y ella: «No seas bruto…». Después el diálogo se encolerizó de repente: «Ya verás si lo soy». «¿Cómo?». «Viéndolo». «¿Qué vas a hacer?». «Dejar a un lado lo que te parece imposible y marcharme para no volver más». «¡Juan Luis!». «Te juro por los rapaces que lo hago; siento plaza y voy a que me maten los moros». Rosaura fué enrojeciendo, se tambaleó, y al desplomarse estaba casi negra, muda, sin más fe de sentido que una lumbrarada remota en las pupilas…

Para aliviar su conciencia, murmuró en alta voz el guardagujas:

—No quita que haya tenido algún sofoco…

—¿Por tu causa?

—¡Vaya usted a saber! —rehuyó el taimado—. Yo no le di ningún motivo de fuste… Pero las mujeres se acaloran en seguida.

—Y con el Jefe, ¿hubo cuestión?

—¡Quiá! ¡Ni por asomos! El viejo es mismamente un venturado.

Era la primera vez que oía Juan Luis alusiones a lo que juzgaba un secreto. Ni su madre se había permitido nunca indirectas o reparos sobre aquel asunto, consentido por tácita villanía.

—Pero un médico es casi un confesor —decíase, barajando con marrullería su gramática parda. Y cuando alzó la cabeza, en orgulloso movimiento de macho bravío, tornó a hundirla bajo la expresión acusadora de don Fausto.

—¡Cobarde! —escupió el médico entre dientes.

Oyó el mozo el insulto muy bien, pero siguió andando, sin ocurrírsele formular una protesta, aunque le pareció que la palabra deshonrosa se extendía por la llanura, entrando luego en todas las casas de la collación, invisibles desde allí. No tardaría en saberse, en torno a la vega y en el aldeorrio del monte, que el guardagujas del «Cabañal» era un cobarde. Sí; con aquellos puños invencibles en los engarros de la niñez, en los esfuerzos del trabajo, en la resistencia física de cada hora, él era «¡un cobarde!». Se lo había dicho un hombre de estudios, un señor de respeto, un sabio.

Sintió Juan Luis una vergüenza abrasadora. El eco de aquel insulto, soportado y latente, llenaba para él toda la tierra conocida, agitándose en un escandaloso clamor de campanas, de silbidos, de carreras locas y crepitantes.

De pronto, como si deshiciera la conjuración más horrible contra su fama de valiente, se gritó a sí mismo:

—¡Si es el correo de Asturias el que silba y ruge!

Allá se iba el tren, cruzando el pecho inmóvil de la llanura con una banda inquieta y fugitiva.

Volvió a erguir la cabeza el mozo, secándose con un pañuelo de colores la frente resudada. ¿Cómo se pudo arreglar el señor Manuel para cambiar las agujas, recibir el convoy y descargar, acaso, mercancías?

Juan Luis casi olvidaba a la enferma. En su pensamiento, trasvolado y oscuro, sólo cabía una preocupación. ¡Era que nunca le habían sonado con aquel estrépito diabólico el pito y la campana del «Cabañal», ni el bullicio detonante del ferrocarril!


* * *


Y en la casuca de la estación, ¡qué silencio! Como si estuviese vacía.

—Por aquí, pase usted.

Don Fausto se detuvo ante un lecho, inclinóse buscando unos latidos en el cuerpo de la mujer yacente, y se levantó para decir:

—Está muerta.

—¿Muerta? —repitió el esposo, estupefacto.

—¿Pero no lo sabías?

—No lo quise creer…

Desde su revuelta cama, asomó Juanito las pupilas medrosas. De tanto subir el embozo para taparse la cabeza, habían quedado al aire los pies llanos y morenos de los tres chiquillos. Y se despertaron los mayores cuando la conversación se hizo más fuerte y brusca.

—¿De qué ha sido? —preguntó el esposo en actitud demente.

Don Fausto, al contestar, volvió la cara hacia Juan Luis, que permanecía lívido y callado a la puerta del dormitorio.

—De una hiperemia, la congestión activa, incurable en la mayoría de los casos.

—Pero… ¿la causa?

—Predisposiciones suyas, orígenes de temperamento y constitución.

Escuchan los muchachos despavoridos, alargando el cuello para ver a la madre yerta, el color violado, abiertos los ojos a una turbia soledad. El médico, que era hombre maduro, algo encorvado y triste, firmó un papel, recomendó que sacaran a los chicos de la habitación y se fué, luego de estrechar con angustia las manos del viudo.

No vió a Juan Luis por ninguna parte.

IV. La bruja

Cuando más alborotan hoy los trenes y más agudos suenan aquí el pito y el badajo, más solitaria queda la estación, las puertas cerradas al andén, abiertas al campo las ventanas, los niños medio desnudos, escondidos en las inmediaciones de la finca, ocultándose a la tremenda incertidumbre de no tener madre.

No la nombran; huyeron del dormitorio, mal convencidos de lo que sucedía, con el pánico ciego de la ignorancia, y un tácito pavor les impide comunicarse mutuamente el asombro terrible de aquella novedad.

Unas mujeres han bajado del pueblo así que don Fausto, en sus andanzas por el contorno, extendió la triste noticia. La madre de Juan hurtó su presencia con disculpas de salud, y el Jefe apenas sabe quién le da una escudilla de sopa y una taza de pésimo café. Pregunta si los niños comen, y le dicen que sí. No tiene valor para llamarlos ni ve a su compañero más que a la llegada de los convoyes, cuando la vía se colma de estridencias que circundan la casa y la llenan de humo, para sumirla en mayor quietud; los pasos que la cruzan después son más silenciosos; una randa de sol entra en las habitaciones familiares; unas golondrinas coloquian misteriosamente en el alero gris; a veces se oye la fanfarria de un gallo en el corral, el grito lueñe de los rastreadores que peinan el abono de la mies.

Y de pronto, el «dolondón» fúnebre del campanario, que desciende al valle en un aviso temible.

Esta posa trágica también contribuye a correr la nueva.

—¿Quién ha muerto? —se dicen de una cortina a otra.

—Rosaura, la Jefa de la Estación.

—¡Es posible!

—Sí; de un mal repentino: un acaloro de la sangre.

Se cambian torpes comentarios en voz chita, y al terminar las faenas, algunos labradores acuden a decirle al viudo:

—No sabíamos nada…

—Le acompañamos en el sentimiento…

—Si en algo se le puede servir…

—Gracias —responde maquinalmente.

Los curiosos tratan de ver a la difunta, aprovechándose de la inconsciencia con que se les recibe. Van de puntillas al cuarto y se asustan de aquel semblante azul y contraído, de aquellos ojos abiertos a la infinita desolación.

Alguien alude:

—¿Por qué no se los cierran?

—Ya no se puede —susurra la comadre anciana y supersticiosa que mangonea por allí—. Cuando yo vine, los tenía clavados y duros, como todo el que muere sin confesión. —Y añade acerba—: ¡Está maldita!

—Si lo estará… ¡Con la vida que trajo!…

—Y ¿por dónde anda «él»?

—No da la cara; huye de que le miren, y talmente parece otro cadáver…

Es verdad. Juan Luis ha sentido, por única vez, el deseo tumultuoso de hacerse una vía por la tierra o por el mar, lejos de aquel sitio donde tanto sufre.

No comprende que él pueda seguir viviendo en la Estación, trabajando en la casa y en las cercanías, hundiéndose en el vacío de una ausencia desesperante y de un contacto absurdo con el señor Manuel. Padece la violenta tentación de montar en cada coche que pasa, raudo, a su vera; de correr, latir y gritar, como los trenes que él despide cada dos horas, o de bajar al puerto vecino y embarcarse en el primer falucho que busque una ruta.

Pero sordamente adivina el suplicio de errar mísero y solo, escondiéndose como un culpable. Esta última palabra se la dice con un temblor interrogativo que le obliga, sin él saberlo, a permanecer en el lugar de su vergüenza: el pecado que aun no reconoce ya es una raíz.

Y ambula por los contornos de la Estación, al servicio de los trenes, hasta que el postrero de la noche le deja en los brazos un ataúd: el encargo que el viudo hizo a la capital.

El siniestro cajón, leve para el hombro de Juan Luis, le abruma ahora que necesita quien le ayude a sostener el peso de su alma. Un terror, exaltado por el remordimiento, invade a este hombre, que se creía el hijo de la Fuerza. Ve su carga en la sombra que se dibuja y corre sobre la pared, mientras cesan los ruidos y enmudece el «Cabañal» bajo la espada fría del Silencio.

El mozo posa en el mostrador del almacén, lo mismo que si llevara una mercancía o un equipaje; cansado como nunca, siente el fiero pulso de sus venas, y allí se encoge, sin atreverse a llevar el encargo a su destino. Por los cristales de la mampara descubre un lucero que vacila en la hondura del espacio, y algo que se mueve por el andén, entre las cosas negras de la noche.

Es la anciana, vigilante del hogar aquel día. Se acerca al guardagujas y le dice con sigilo:

—¿Llegó «eso»?

—Llegó.

—¿Y qué haces? —gruñe, cuando a la escasa luz distingue el perfil temeroso de las tablas—. Es urgente poner dentro a la muerta y llevarla a tu cuarto.

—¿Al mío?… ¿Para qué?

—¡Toma!… Para que duerma allí… ¡No será la primera vez!… ¿Te da miedo?

—¡Bruja del demonio!

—¿Sí?

—¡Bruja de Satanás!

—Ya te oigo… ¡Qué valiente eres conmigo! ¡Vaya, vaya; menos humos, y a lo que estamos! Los críos esperan en la cocina para acostarse, y hay que trasladar a la difunta…, que en gloria esté. Yo no cargo con ella; de modo que tú y el Jefe os arreglaréis; le voy a llamar.

Salió a pasitos menudos y saltarines, y a escape estaba de vuelta con un farol en la mano, seguida por el señor Manuel, que miró el pobre féretro con ojos resignados y tristes de viejo mastín.

La oficiosa dice, sonriente, levantando mucho la luz:

—¡No ha de pesaros mucho entre los dos!

Y acecha al joven, que interpreta el significado espantoso de aquella sonrisa y no puede rebelarse; no halla bríos para la desatinada fuga que desea, ni aun el orgullo de decirle a su compañero, como por la mañana: “Quite, quite; me basto yo…”. Así, cuando el Jefe soporta silencioso la fúnebre cabecera, el muchacho sostiene la carga desde los pies, y, trémulo, con la mirada alucinante, ayuda luego a colocar allí el cuerpo de Rosaura para conducirle a la otra habitación, la alcoba que el guardagujas cede al cadáver, a fin de que se acuesten los niños.

Ya está la caja en el suelo; de hinojos la abre el señor Manuel, posa los labios en el hielo de una frente marchita y la vuelve a cerrar. Parece conforme con su desgracia. Después de la tremenda impresión, que le dejó anonadado, ha conseguido decirse: «He de sobrevivirla muy poco, y tengo que cuidar de esos pobres niños; es necesario que me anime, que luche, que trabaje en memoria de la que me ha hecho tan feliz».

Y se embriaga con la superchería de una ilusión, empeñado en reconocer la ventura que no ha existido; acaso para justificar la creencia de que nada sabe del dolor quien no saluda al placer. «Ha sido honrada y hacendosa», piensa, y suben lágrimas a sus pupilas desde las perplejidades del corazón, como las nubes que desde el mar se remontan al cielo.

Enciende la vieja unos blandones que llegaron dentro de la caja, y al suponer que el Jefe, inmóvil y lloroso, está rezando, le interrumpe con hipócrita blandura:

—Vete a descansar, Manuel, que aquí, el mozo tiene más aguante que tú para la vigilia y el rezo. Acuéstate con los zagales, que yo puse en la cocina el colchón de esta cama, y allí dormiré, mientras se queda Juan Luis de velatorio.

La sorna de las palabras y la cruel sonrisilla acabaron con la paciencia del joven.

—¡Bruja, más que bruja! —repitió indomable, como si no acertara con otro insulto.

El señor Manuel apenas oyó el zumbido de la enconada protesta. Sentía fatigado el espíritu, laxos los miembros, torpe la mente. Alzóse para obedecer a la vecina del Cabañal, y repuso:

—Como a Rosaura no le queda familia en el pueblo, estoy demasiado solo… Tú, Juan Luis, vienes a ser hoy nuestro único pariente… ¡Asístela, por caridad, esta noche!

Señalaba la negrura mortuoria tendida al pie de la ventana, y vió, con asombro indecible, que el compañero de nueve años, tranquilos y fraternales, echaba a correr en silenciosa hurañía, perdiéndose como un fantasma, bajo la oscuridad.

Entonces la pécora dijo allí un escucho infame, subrayado con acento de misericordia, poniendo su mano huesuda en la espalda del hombre escarnecido; era el ave rapaz cebándose en la víctima.

Y los hachones lloraban con un temblor perfumado y caliente.

V. Corazón

Con las niñas socavadas en los párpados, despiertas y absortas, vela el señor Manuel toda la noche, insensible al cansancio que le vencía poco antes, cuando tuvo su resignación una esperanza…

Siente el corazón frío y sordo, las ideas pegadas al cerebro como alacranes. Pero su raciocinio da unos pasos atrás, ahincadamente, buscando en las regiones claras de la memoria el proceso de un deshonor más ingnominioso desde que le parecía consentido.

Se iba transparentando la culpa en los sucesos menudos que un día le parecieron al marido naturales; cada episodio, cada incertidumbre, que llevaron en sí una sombra indefinible, se concretan en miserable realidad. Y en el delito revelado por la bruja, existe, sobre todas, una prueba tan elocuente y enorme, que sólo un ciego, un perturbado, la hubiese desconocido: los rapaces tenían la mirada terca y amarilla lo mismo que Juan Luis, ceñuda la frente como él, precoz el desarrollo físico de los seres engendrados en plena mocedad. En el carácter selvático, en la voz ardiente y hosca, se parecían a Rosaura, que, en medio de los quehaceres y primores, era en su trato adusta, y a veces hostil con el esposo.

Y allí estaban los muchachos, palpitantes de brutalidad y de crimen, llevando el ajeno apellido, inermes entre dos hombres; como formidable acusación contra uno, como vergonzosa responsabilidad para otro… ¿Qué hacer de ellos?…

El Jefe ha encendido las luces de su casa, lo que no impide que la temida noche entre por los montantes de las puertas, por el vano de cierta imponente alcoba, donde gimen temblorosos unos cirios.

Procura el viudo no acercarse a ellos, y pasea con agitación, alargándose hasta las oficinas y el almacén, registrando con la vista los rincones de todas las estancias: en ninguno está Juan Luis. Se oculta en la socarrena o en el establo, o se escapa valle adentro, camino del monte; acaso por la vía, en busca de una estación que le ayude a desaparecer.

Un alivio inexplicable se derrite en el pecho helado por los rencores. ¡Si huyera el ladrón!…

Creyendo que se ahoga en el reducido espacio de la casa, el señor Manuel abre una de las salidas; paseará en torno del edificio, respirando el aire benéfico del campo. ¿Le empuja también el ansia de disimularse a sí propio una conveniente inspección en la leñera y el cubil?

En cuanto pasa los umbrales, se olvida de aquel escondido intento. Alza los ojos y quédase bañado por la hermosura celestial.

Límpido el éter, insondable la cúpula misteriosa, está allí la media luna clavando su garfio navegante en lo azul, como un áncora de la noche. Y más próximo, bajo las alas rubias de millares de estrellas, luce un astro bellísimo: el que Juan Luis pensó que vacilaba mirándole hace algunas horas.

Es Venus, que este año agacha la espléndida blancura hacia nosotros en una de sus apariciones más cercanas y deslumbradoras; pronto le veremos radiar en pleno día.

Como parpadea hoy aquí mismo, sobre el perfil oscuro de la llanura, también el Jefe supone, un instante, que esta lumbre se va a caer, y tiende arriba las manos escuálidas, con un movimiento misericordioso. El impulso de su lástima invencible le hace llorar. Si pretende socorrer a una estrella, señora de los cielos, ¿qué hará con las criaturas desvalidas que le llamaron padre?

La suprema inquietud de sus vacilaciones se quebranta en un sollozo. No sabe extinguirse la ternura en el alma del buen anciano; la imagen de los niños que adoró se le aparece a un tiempo risueña y menesterosa, deprecativa y humilde; ya no le enseñan un mirar pálido y testarudo, y las enigmáticas flores de las pupilas son en ellos urnas de cristal donde toda luz se convierte en aurora.

Encima del hombre traicionado cae una tristeza exorbitante desde las entrañas puras de los luceros; la memoria de los nenes, que ayer mismo fueron de él, le aturde, mientras los labios se le crispan en dolientes oraciones.

—¡Luis…, Manolo…, Juanito…! —modula en voz queda, deshaciéndose en lágrimas, escuchando el gotear violento de su corazón. Los nombres susurrados con las preces son el perfume que horada la piedra de la vanidad.

Y como todos los actos leales derivan del sentimiento, el señor Manuel, vencido al fin por la nobleza, libre de toda convención humana, cede a la sublime tentación de apadrinar a las criaturas ajenas, los frutos del engaño insolente. ¿Pero no los había engendrado él con la sangre de su alma?

Eran más suyos que del padre carnal, del bárbaro instintivo que no los reclamaría.

Y el viejo atropella virilmente sus reparos, lo mismo que de joven saltaba los arroyos.

No tomará venganza ninguna; perdona a la que duerme y al que huye; la deshonra es de ellos dos, nunca del que tiene limpia su conciencia y los brazos abiertos a la Cruz.

Ya la tortura del Jefe no es irresistible, no es pesada, como las arenas del mar. Conoce su derecho al cariño abrigador que un odio involuntario quiso interrumpir, y presiente que esa dulzura le bastará para alimento de su vida. Él también es un niño, un niño valiente, sin temor a la soledad ultrahumana que le acosa.

Cuando no quiere sentirse demasiado solo, imagina que oye golpear en el camino el báculo del Tiempo y se detiene junto a la alcoba de Rosaura, velando a la Muerte, vacío ya de acusaciones, envolviendo las culpas más viles en un inmenso gemido de zozobra.

Después se queda soñando gravemente con la noche, que es el sueño del mundo.


* * *


Hasta que amanecen muy pálidos los cirios en la frescura virgen del alba, cuando todavía el dormitorio se cuaja de sombras.

Los silbos tenues del aire pían como pájaros, y Venus rutila en el cielo de Occidente, insomne y destacada sobre la palidez sideral; el señor Manuel, trasojado, macilento, sigue su ronda cerca de la estación, vigilante lo mismo que la estrella.

Pronto vienen hacia él otros rumores; alas y trinos agitándose, un cencerreo pastoril de la dula que sube a la montaña, y, desde arriba, también con el toque de la oración, un doble a muerto en la parroquia del Cabañal.

Dentro de la casa grita un niño. El Jefe da por terminado su velatorio, y antes de acudir al impaciente, que pide el desayuno, entra en el cuarto del guardagujas y corta el pabilo de los blandones.

Y se queda la Muerte emboscada, sola y glacial, hinchándose en lúgubre perfil que suma las tinieblas extinguidas, el último sorbo de la Noche tragado por el satén negro del ataúd, mientras se colora el gabinete a la claridad sanguínea de la Mañana.

V. Amaltea

¿Quién le puso este nombre clásico a la cabrita de la estación?

Acaso el dueño del Castillo, un hidalgo que suele venir, desde su finca cercana, a charlar un rato con el Jefe y a atraer a los salvajes chiquillos a fuerza de golosinas; acaso uno de los viajeros que pasan a menudo por aquí, señores rurales muy conocidos en el trozo de esta línea ferroviaria.

Ello es que la cabrita dócil se llama igual que la célebre nodriza de Júpiter, colocada por la mitología griega entre las constelaciones, lo mismo que una diosa.

Y en este día primero de Abril, fragante y cándido, «Amaltea», rebelde por única vez, no se deja ordeñar. Sus patas, finas y vigorosas, defienden con invencible obstinación las grandes ubres pesadas y tirantes; aunque tiene el berrido muy lastimoso, triste como nunca, enseña con furor los cuernos precavidos y túmidos en la frente chata. Los ojos saltones, sin lagrimales ni lejanías, subrayan con hosca timidez aquella actitud de resistencia y de cólera, sostenida por un gemido querelloso.

Y la vieja, hoy encargada del ordeño, suda, teme, regruñe, incapaz de cumplir su comisión.

Como lleva mucho tiempo en la inútil faena, el señor Manuel la quiere ayudar. Porque Juanito llora de hambre, y sus hermanos reclaman también el desayuno; los tres inquietos con la desazón de la víspera, miedosos de cuanto sucede, conturbados por la duda ansiosa de que hayan desaparecido, con la madre, el pan y el refugio que necesitan.

El egoísmo de la niñez no se viste de acomodos; es una fuerza bruta semejante a la que utiliza «Amaltea» para negar el provecho que los rapaces exigen. En vano el Jefe les trata de convencer para que aguarden sin gritar, mientras la vieja procura satisfacerles el apetito; ni ellos ceden ni la cabra tampoco; están a la misma altura inconsciente de pánico y sublevación.

Pero en «Amaltea» es más noble el instinto que en los nenes; la criatura irracional añora con desinterés a Rosaura; echa de menos el olor de la mujer conocida, los matices de su acento, la blandura de sus manos, el aura de su persona; la costumbre doméstica pone en la oscuridad de este alma inferior una conmovedora chispa de cariño inteligente y venerable.

Suben de punto las voces en la casa, los berridos y los juramentos en el establo. Y aunque le apura al señor Manuel esta contrariedad, la rotación violenta de su espíritu recoge átomos de esperanza en los mismos ojos infantiles, turbios con el sopor del sueño y la niebla del llanto. Una pelusa de oro baila como siempre en aquellas pupilas azuladas, abiertas al deseo, golosas de realidades. La inocencia bestial sirve de levadura al estupor doloroso del anciano; es un reactivo donde fermenta la extremada virtud del ser maltratado que perdona. Le parecen nítidas las balbucientes palabras de los niños, honrado el origen de su agreste fortaleza, encantadora su rebeldía. Todo en ellos le seduce con la fiebre humana de tener un pretexto para vivir.

Corre al establo, donde no se consigue el codiciado licor, y de pronto oye una voz funesta y revivida: es la de Juan Luis.

Tiene el muchacho un aspecto miserable y entorpecido, y amargamente le dice a la que llama bruja:

—¡No jures, maldita; ese animal te desconoce, y sólo quiere a Rosaura!

—¿Cómo tú?

—Si me ofendes, te estrangulo.

—¡Será algo menos!… El talante no te luce muy temeroso, con esa blusa llena de paja, como de haber dormido en un pesebre… ¿Te escondiste hasta que pasara el primer chaparrón?

No tuvo tiempo de contestar. El Jefe estaba allí, erguido con una serenidad fría de sepulcro, hondas en el semblante las arrugas como una repentina marca de la experiencia.

Los dos hombres se miran con arraigo, pero el guardagujas pierde terreno en cuanto el otro pronuncia vibrante, firme el tono de quien manda:

—Los chicos lloran de hambre; hay que ordeñar la cabrita.

—No se deja.

—¿Lo has probado?

—Sí… Muchas veces.

Flota en el silencio una alusión a las mañanas idas, acaso la hora de las injurias contra el que repite, sin los celos del que ha sufrido la pasión:

—Los chicos lloran de hambre.

Y observa la vecina del Cabañal:

—Sólo vistiendo ropas de la difunta, que huelan a ella y tapen al extraño, se logrará el ordeño.

—Hazlo tú —le responde Juan Luis.

—No tengo obligación de disfrazarme.

—Yo tampoco —arguye el joven, tratando de recobrar los bríos.

La comadre vocifera:

—¡Tú, si!

—¡No!

—¡Sí! —le asegura el viejo, poniéndole una mano en el hombro con la rudeza del soldado y la sencillez del rabadán.

A la puerta de la cuadra se aparecen los niños gimientes, desabrigados y porfiadores.

El subalterno, que no quiere humillarse, aprovecha la intensidad de aquel minuto para decirle desdeñoso al Jefe:

—Yo soy un hombre, y no me visto de mujer.

—¡Cobarde!

El mozo tiembla. El señor Manuel insiste, atravesándole con una mirada despreciativa:

—¡Cobarde! —Luego reduce su indignación a unas palabras acusadoras—. ¡Tú eres un macho ruin!

Vuelve a su habitación y en pocos instantes se pone el último vestido que usó Rosaura, y se cubre la cabeza con el pañuelo que ella solía llevar.

Y quédase grotescamente disfrazado, con el aire torpe y risible de un mezquino antruejo. La saya se le ciñe y le entorpece los pasos; el pañuelo de flores hace burla al rostro hombruno y lívido; faltan y sobran por todas partes aquellas telas trasudadas aún, olorosas a la carne joven y fuerte que envolvieron.

El marido percibe la íntima trascendencia de su disfraz, mas no padece ninguno de los tormentos espantosos del amor perdido y flagelado… ¡El amor!… Le buscó muy tarde, le había confundido inocentemente con la ilusión, cuando ya sólo necesitaba un poco de ternura, el consuelo de sentirse acompañado, la paz de morir entre bendiciones de gratitud…

La triste máscara enjuga unas gotas de llanto con los picos florecientes de su pañuelo, y torna muy de prisa al establo, donde «Amaltea», abandonada entre los niños, lamía con avidez una piedra de sal. Y así que la tocaron las ropas de Rosaura, amansó la grupa, cedió las ubres y produjo una humeante zapita de leche.

—Aquí tenéis —dijo el padre, gozoso.

De repente, zumba muy cerca la palpitación y el silbido de un convoy. La vieja delatora acude a grandes zancadas, gritando:

—¡El tren!… ¡El tren!

Salta el Jefe en dos trancos a la Estación, despavorido, y tropieza a Juan Luis, que ha cambiado las agujas con puntualidad, y corre al andén para hacer las veces de superior, con la ufanía juvenil del que todo lo consigue.

Se miran un instante de nuevo.

—Quita, quita; me basto yo —dice la ridícula máscara, desafiando el mozo con el eco de unas frases despectivas, escuchadas no se sabe dónde.

Empuja al intruso, que se tambalea desprevenido, y cumple sus deberes habituales, recibiendo las horas mercantiles, hablando con el interventor y los viajeros conocidos, que le juzgan perturbado.

Algunos saben que el viejo se ha quedado viudo la víspera y suponen que ha perdido la razón. Pero como la mayoría de la gente ignora lo que pasa allí, a cada ventanilla se asoman cabezas interrogantes y comentarios burlones:

—¡El Jefe vestido de mujer!

—¡Una máscara!

—¡Un loco!

Aunque todos los pasajeros se alborotan, la parada no da tiempo a dilucidar lo que ocurre, y sale el tren sin que los propios amigos del infeliz mamarracho sepan a qué atenerse.

Durante aquellos minutos de sorpresa y rechifla, que el Jefe soporta pasivamente, a cara dura, una horrible quemazón roe el pecho de Juan Luis. Porque hay tanta valentía, tanto heroísmo, un desdén tan grande en la actitud del viejo, que el mozo no puede resistir la envidia y las humillaciones; está deshecho, inutilizado por aquel fantoche vestido de mujer.

Y de un modo impulsivo, fatal, sube al último vagón cerrando los ojos para no ver aquellos que le espían, grises y hundidos, pero audaces como nunca pudo imaginarlos. A pesar suyo recibe de la boca sin dientes, que le sonríe con menosprecio, una palabra en son de despedida:

—¡Cobarde!…

El tren discurre. Juan Luis se agazapa en una punta del coche, en parte ocupado por una jaula de becerros. Allí se inmoviliza, fosco y embrutecido como una res.

Y en la estación que hospeda a la Muerte, la campana toca a rebato, el pito no cesa de rugir.

El señor Manuel, con el trágico disfraz henchido por el viento, se aturde en un repique de locura, quizá un saludo triunfante a su liberación, una salva al enemigo que huye.

Entretanto, los niños se desayunan golosamente y los blandones de Rosaura lucen cada vez más pálidos, como lantías de una barca siniestra que jamás retorna del oscuro Misterio.


Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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