Realmente, el sentimiento de una carta de amor es el mismo a todas, solo cambia el léxico, desde un abrazo, un “os quiero mucho” o “eres el amor de mi vida”. Todo depende de a que círculo concéntrico del gran lago embravecido que es el amor pertenece la persona a quién se le envía esta misiva, pero en todos los casos, sin diferencia, es alguien especial. Puede ser un hermano de leche, amigo desde la infancia, un padre anciano o la pareja que te alegra cada mañana al despertarte a su lado y que añoras perderte en sus brazos algún día, solo por dar algunos ejemplos (faltan en la lista anterior los hijos, los hermanos, los abuelos, etcétera). Pero en todo caso, sea cual sea su nivel de cercanía con aquella persona, es algo que reconforta… y desvela.
Cartas desde el Tíber...y que desvela. Desvela la espera por esa carta, desvela el hecho de saber si ha llegado o no a destino, desvela el contenido de la carta de respuesta, qué dirá, si anuncia paz o tormenta, y calma hasta el peor Infierno, convirtiéndolo en Paraíso, el pensar en ella.
Es la oración principal de la Iglesia del culto del galeote a su Dios, el cirio al faro que se antoja lejano pero que se da por cierto, la piedra sobre la que se fundamenta la religión de la vida. Y el rostro brillante de la luna en la noche oscura. Un “te quiero” es el sí más deseado, su falta es la asfixia de la vida entera, y una carta de amor su vehículo de primavera, el palacio de hielo del Forjainviernos y el corazón de la doble naturaleza de Jekyll y Mr Hyde de la Dama Verano… la hermosa ninfa de los ojos verdes de la leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer que calma la sed y que ahoga al mismo tiempo en sus aguas al sediento de brisa fresca.
No podríamos vivir sin amor, sin sus palabras imposiblemente lógicas escritas en papel, pero tampoco podemos vivir por su causa, por la angustia de no leer sus líneas...