El gallo que quería volar

Cristóbal Miró Fernández


Cuento


Es de todos conocido que un gallo no es águila alguna, ni en tamaño ni en apariencia ni capacidad de volar por los cielos que hay sobre nuestras cabezas. Pero he aquí que un gallo estaba envidioso de las águilas y pese a no ser parecido en nada a las aladas dueñas de los cielos montañosos se consideraba su igual en todo, casi su hermano, tanto en tamaño como en apariencia y en capacidad de vuelo. Nuestro gallo era en extremo vanidoso. No en vano era el gallo más importante del corral de la granja en la que vivía…no había ninguno más. Difícil es no ser un gallo importante si no tienes competencia para fecundar las gallinas que corren por el polvoriento suelo del corral que tú habitas y si nadie te disputa el palo dónde tú estás posado siempre viendo el mundo desde un altura de metro y medio…pero la falta de competencia puede convertir a quien padece del mal de la arrogancia por naturaleza en un ser que se cree casi divino, y nuestro gallo no era precisamente de los gallos más modestos que se pudieran hallar sobre la faz de la tierra. Creía en su orgullo que sus espolones eran más fuertes que las más afiladas espadas que se forjaron en época alguna de la Historia universal. Decía que un día retó al mismísimo Ruiz Díaz de Vivar que lo atacó con su famosa Tizón y que lo derrotó con suma facilidad al tener unos espolones más afilados que la hoja de la famosa arma castellana. Hay que decir que nadie se creía tales hazañas, pero dejaban que las contara una vez y otra con orgullo exagerado para no recibir ningún tajo de sus espolones afilados…si el mismo Cid no había podido con él, ¿cómo podría hacerlo un humilde animal de granja indefenso que no llevaba coraza ni espada? El caso es que un día, tras haber derrotado al Cid en buena lid emplumada, pues ambos llevaban plumas, el uno sobre su casco y el otro sobre todo su cuerpo, decidió que había que llegar más alto, y no había nada más alto que el azulado cielo, para batir a quienes eran expertas navegantes del mismo, a las mismas águilas que lo surcaban día tras día desde sus nidos en lo alto de las montañas. No hay ni que decir tiene que las águilas quedaron sin palabras ante tan singular reto presentado ante ellas en arrogante parlamento por nuestro héroe de corral indiscutido. Intentaron convencerlo de la necedad de sus aspiraciones insensatas pero todo fue en vano, pues aun se inflamó más su ya gran orgullo de pequeño gran gigante de la tierra, y dentro de poco del mismo cielo…¡si el mar hubiera estado cerca hubiera retado a los mismos delfines! Herido en su orgullo de ser divino se aplicó día tras día en la ardua e infructuosa tarea de aprender a volar como las águilas y vencerlas en un duelo aéreo en el cual su supremacía absoluta fuera indiscutida y su nombre resonara en todo el orbe como el gallo que había derrotado a Mío Cid Ruiz Díaz en buena lid y había derrotado a las grandes águilas en una batalla aérea sin precedentes en el mundo entero…¡hasta el mismo rey lo condecoraría caballero frente a su Corte de prohombres, de grandes nobles, de grandes eclesiásticos…! Y entrenó un año entero para tal duelo singular, y se preparó de un modo concienzudo mientras contaba una y otra vez a los animales que lo veían como caía una y otra vez del palo erigido en medio del polvoriento corral sin más resultados que levantar polvareda en cada caída pero poca cosa más, por no decir nada más… Y llegó el día, y decidió enviar cartas al rey de Castilla y sus grandes nobles…a todos los más altos personajes que en el Castilla reinaban, pero nadie vino a verlo hacer su gran hazaña aérea, juzgaron al gallo por lo que era, por un loco insensato, y no fueron a ver tal insensatez, mientras el gallo decía a todos que los insensatos eran ellos por no ir a verlo volar, por no ver como él, un gallo, vencía a las aladas águilas montañesas, las dueñas del azulado cielo. Y llegó el gran momento, y desde el trampolín desde donde el gallo y el águila elegida, el propio rey de las águilas, que deseaba darle una lección de modestia bien merecida a nuestro arrogante protagonista, se iban a lanzar a volar cielo adelante recorriendo una distancia de dos mil metros hasta posarse en medio del patio del corral donde el gallo retador vivía. No se cabía en el claro del bosque que había bajo el precipicio de trescientos metros de altura elegido para llevar a cabo tal duelo. Todos los animales del bosque cercano y la granja donde viví el gallo habían acudido en masa para ver tan singular competición aérea, y hasta las águilas estaban junto a los conejos del bosque, sus presas, para ver como al arrogante gallo su rey le daba una muy merecida lección de humildad. Y tras una breve carrera ambos contendientes saltaron al vacío, el águila con sus alas extendidas en toda su extensión, y nuestro gallo aleteando de un modo frenético para conseguir volar y ganar con sus pequeñas alas, en absoluto aptas para volar, a las anchas alas del águila. En breves minutos era imposible para el gallo mantenerse en el aire sobre el vacío que había bajo sus patas y inició una caída a gran velocidad mientras gritaba aterrorizado para que alguien lo salvara de morir aplastado contra el duro suelo que cada vez se veía más cerca y a mayor velocidad. El rey de las águilas intentó salvar al imprudente gallo y demostrarle que quien o había nacido águila no podía ser águila nunca, pero no llegó a tiempo y nuestro arrogante gallo se estrelló con estrépito contra el suelo muriendo en el acto, ante el horror de todos los asistentes al fallido duelo aéreo. El gallo quiso ser águila sin tener en cuenta que nunca había nacido águila. Las águilas quisieron hacerlo entrar en razón, pero no pudieron conseguirlo: su orgullo era excesivo, y su intento de darle una lección de humildad llevó de un modo fatal a la muerte del gallo arrogante, a pesar del intento del rey de las águilas por salvar su vida.

Publicado el 12 de febrero de 2022 por Cristóbal Miró Fernández .
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