Bajo la Tienda

Recuerdos de la campaña al Perú y Bolivia, 1879-1884

Daniel Riquelme


Cuentos, Crónicas, Colección



El cabo Rojas

El capitán X —muy conocido en el Ejército por su nombre verdadero— tenía por asistente a un soldado que era una maravilla de roto y de asistente.

—¡Cabo Rojas! —gritaba el capitán.

Y Rojas, que no era cabo sino en promesas y refrán, aparecía como lanzado por resorte de teatro, la diestra en el filo de la visera y en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera. Vaya usted y busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes y esta noche... pero nada tiene usted que saber, y largo de aquí a lo dicho.

Y si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el capitán.

Y el capitán no salía de estas fórmulas y tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a don Quijote cuando en apesadumbrado tono decía a su escudero:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha engendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podía tardar un año en volver; pero en volviendo era fijo que con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados y respetuosos envoltorios.

Cuando había personas delante, Rojas hacía paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro y a la mano del capitán sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos y la cara de aquél.

En las noches en que el capitán no salía y se acostaba temprano para yantar sueños y desechar penas, no se requerían más discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabía.

Aquello indicaba por lo claro que no había ni medio, y, en consecuencia, que el despertar sería con viento y marea para veinticuatro horas menos.

Segurísimo el capitán X de abonar esos miserables picos, no a la primera paga —porque en campaña no pagaban, sino al primero en puerta con su sota a la vuelta, que solían darse, o treta parecida— no se preocupa de averiguar de dónde provenía aquel inagotable hilo de socorros milagros, tanto menos cuanto que ni él era hombre de ahogarse en poco ni el semblante de Rojas acusaba remordimiento o pesares.

Muy verdad que la cara de Rojas no tenía más que una decoración de risa y complacencia para todas las representaciones, ora fueran simples comedias, ora dramas de corvo y capas.

Pero algo comenzaría a barruntar el capitán por sospechas propias o hablillas ajenas, que nunca faltan; porque una mañana, a horas desusadas, y sin saber para qué, desenvainó el espadón y jugando planazos al aire, llamó al asistente.

—¿Dónde está mi caballo mulato? —le preguntó.

—Está en el potrero, mi capitán —respondió Rojas sin pestañear.

—¡Vaya a traerlo sobre la marcha!

Rojas corrió al Estado Mayor en busca de uno de los compadres de su jefe, al cual refirió con muy comedidas palabras y prolijos detalles, que la noche antes habíanle robado, en cuanto se quedó traspuesto, uno de los caballos de su capitán; pero que no fuera ni por Dios a decirle nada; que un peruano que andaba comprando animales del ejército lo tenía escondido, y que bastaba, por lo tanto, una orden cualquiera para que lo entregara sin chistar, porque compraba a la mala y era cuatrero de oficio.

El hecho parece ser que aquellos negociantes, y no eran pocos, que buscaban caballos a poco precio y que en más de una ocasión se alababan de haber corrompido la ponderada fidelidad de los asistentes, pagaron varias veces el valor del mulato sin disfrutar de sus servicios en ninguna.

Comiendo otro día en casa de unas amigas, el capitán X se impuso con no pequeña sorpresa de que su asistente suministraba allí la carne a un precio que tenía agradecida a toda la familia.

Llegaron a pensar que el capitán pagaba galantemente la diferencia, lo cual era grande y discretísimo favor en aquellos tiempos de pobreza social.

Poco más o menos, igual cosa ocurría entre las otras amistades del capitán; pues parece que donde éste visitaba, Rojas se conseguía la clientela de las criadas.

No tuvo el capitán para qué interpelar a su asistente acerca de tales magnificencias; porque luego se hizo público que algunos vecinos de Tacna se habían quejado al Cuartel General de que una banda de soldados tenía el negocio de robar burros para vender su carne en la población.

Al decir de los denunciantes, ya no se oía un rebuzno en muchas leguas a la redonda del pueblo.

El capitán, como es de presumirlo, sintió vivamente aquella jugarreta de su asistente. No tanto importaba que él mismo hubiera comido carne de borrico; porque en guerra llegan casos peores, pero que también ella, ¡con su boquita tan mona!...

El capitán requería de amores a una hermosa viuda que era la dueña de casa en la que Rojas había tenido la provisión de carne.

A fin de borrar los recuerdos de este incidente, si es que algo habían columbrado, el capitán envió a la familia el obsequio de un servicio de té; pero casi a continuación de su presente fue despedido con cajas destempladas.

La viuda sabía el porqué.

Rojas pareció altamente disgustado de un proceder que calificaba de ordinario, toda vez que, a su juicio, debían haber comenzado por devolver el regalo, y durante dos días anduvo como pesaroso de algo que hubiera dejado atrás.

En la noche del segundo, el capitán despertó al ruido que hacía uno que trajinaba sin zapatos, pero haciendo sonar tiesto de loza.

—¿Quién va? —gritó desde el lecho.

—Soy yo, mi capitán... Rojas...

—¿Y qué lleva usted ahí?

Rojas vacilaba en contestar, pero al fin, dijo:

—Es el servicio que había quedado en casa de esa madama.

—¿Y has ido a robarlo?

—¡Peor sería que ella..., y como puede servir para otro caso...!

Después de tres años de campaña, el capitán obtuvo licencia para venir a Santiago, y Rojas, naturalmente, se vino con él.

Todas las cartas de la familia pedían conocer a tal portento de fidelidad y cariño, no menos que de alegres mañas.

Durante el viaje, un niño rodó del buque al mar y Rojas lo arrebató a las olas, lanzándose por la popa, en medio de la estupefacción de los pasajeros y tripulantes.

Instalado, por fin, en Santiago, durante un mes fue el ídolo de la casa y también de todo el vecindario.

Para la familia era él, después de Dios, quien había salvado, atendido y velado a su deudo.

Y lo hartaban de comida y licores por lo que hubiera ayunado en la guerra.

Rojas, por su parte, sobrepujaba a todas las esperanzas.

Él barría, servía a la mesa, cocinaba viandas a la peruana, al par que refería batallas o cantaba tonadas de las «cholas».

La servidumbre de la casa parecía contagiada con la actividad y eterno buen humor del héroe.

Con frecuencia se oían por aquí y por allá, en todas partes, risas contenidas.

—¡Algún cuento de Rojas! —decían bondadosamente las señoras.

Pero toda gloria pasa más pronto de lo pensamos.

La de Rojas, en su paraíso santiaguino, tan sólo duró un mes y algunos días.

Una mañana, la señora madre del capitán díjole a éste:

—Muy bien harías, hijo mío, en mandar a tu Rojas al norte...

—¿Por qué, mamá?

—Porque para entre hombres estará muy bien; pero aquí...

—¿Qué es lo que hace aquí?

—Aquí y en todo el barrio está haciendo el milagro de las aguas de Colina1 —concluyó la señora en un acceso de tos.

El capitán se encogió de hombros, y como Rojas se iba, también se fue él.

¡Donde muere mi comandante...!

Concluida la retreta de ordenanza, apagados los faroles a la puerta de la casa que ocupaba en Tingo el coronel en jefe de la división de Arequipa —hoy general Velásquez— cada mochuelo se corría a su olivo para ver de enterar la noche como Dios le alcanzara.

Manitos de rocambor por aquí; pirquineos de monte por allá o una rifita de sin saber cómo, con tal o cual remojo y verbenas: esto era cuenta. El diablo más rebuscón podía cargar a la cuenta de tantos hombres que allí estaban cual águilas en jaula y peces en redoma; pues en toda la circunferencia del campamento no había ni para remedio ventanas a cuyas rejas cantar una coplilla de amor.

Esto por lo que hace a los niños.

La gente más formal, si era dable mayor formalidad y continencia en todos, acorrillábase para el té, charlando hasta la medianoche en sabrosas pláticas que despabilaban el sueño.

Sin embargo, las conversaciones, por lo general, no salían de este círculo magnético: Chile y sus inacabables perfecciones.

Y cuando había una tertulia amigo extranjeros, la cosa solía ultrapasar la raya: pues dando cada uno suelta a sus recuerdos, se exageraba como a porfía y proporción del cariño y la distancia, que tanto en la ausencia se ama a la Patria.

En una de aquellas noches nos habíamos reído grandemente con el relato de las aventuras del famoso Granito de Oro, que hacía uno de los concurrentes.

Granito de Oro era un soldado de Coquimbo.

Viejo cangallero o poco menos en las minas de su provincia, habíase enrolado de voluntario en el comienzo de la guerra, y en el Regimiento ejercía por unanimidad de sufragios el cargo de payaso de la compañía de volatineros que se había formado para alegrar la vida de campaña.

—El Coquimbo —decía el narrador— llegaba al trote a la línea de Miraflores, reforzando nuestra ala derecha.

Pero tuvo que hacer alto, medio a medio de la zona del fuego, para derribar a puños, topadas y caballazos las tapias que impedían su avance.

Granito de Oro, que ejercía sus funciones aun bajo las balas, viendo trabajar y caer a sus compañeros, sacó del rollo un elegante quitasol de señora, rateado en algún opulento retrete de Chorrillos, cubriéndose con él, pataleaba tiritando, como quien capea un chaparrón.

—¡Jesús, qué aguacero tan fuerte! —gritaba Granito, con grandes aspavientos.

El sol caía en llamaradas que en el suelo daban bote, según la frase de un soldado, y las balas eran las goteras que Granito...

Uno de los oyentes extranjeros cortó ahí el relato para preguntar si entre tantos rasgos de heroico valor, como había oído referir de nuestro Ejército, no se conocían algunos de notoria cobardía que, cual pinceladas obscuras, dieran a las luces del cuadro mayor realce.

—Y no sería malo —agregaba con malicia— que ustedes me refirieran alguno, siquiera sea para dormir tranquilo con los chascarros que me cuentan, en todos los cuales resalta la nota dominante del valor chileno.

Bien creo yo en el coraje de los soldados de ustedes, porque con mis ojos he visto acciones que no son ni para contarlas, pero juzgo que también ha de haber excepciones que comprueben la generalidad de la regla.

La pregunta hizo un rato de silencio.

Los presentes se miraron, repasando sus recuerdos.

—De todo hay en la viña del Señor, mi amigo —dijo por fin, uno de los contertulios.

Yo no me tengo por cantor pagado de la hombría de los nuestros; pero dígole en conciencia que son muy raros los casos de evidente cobardía que han llegado a mis oídos, no obstante que, como Ud. puede presumirlo, he vivido en círculos en los cuales el pelambre del prójimo, sin ofender lo presente, era el recurso único cada vez que faltaba un libro que leer o se atrasaba la correspondencia.

Ahora, para satisfacer a Ud., voy a contarle el caso del comandante...

—El de aquel lleulle —interrumpió uno.

—Pero, ¡ése no era de nuestro Ejército!

—Pero vestía el uniforme —agregó otro.

El narrador habló entonces en secreto con varios de los circunstantes.

—Échalo afuera, no más, que una papa no hace cazuela —respondieron éstos.

Todos se rieron de la nueva máxima y el del cuento continuó, diciendo:

—Ustedes se recuerdan de la tarde de Miraflores.

En la horrible trocatinta del primer momento, la tropa, desparramada y sorprendida, corría a los pabellones, cogía sus armas y unos hacia aquí y otros hacia allá, todos por instinto procuraban juntarse a su bandera.

Los cuerpos avanzaban sin esperar a nadie, de modo que muchos soldados quedaban a retaguardia, perdidos o acobardados entre aquel dédalo de murallas, zanjas y callejas de ninguno conocidas.

—Todo era preguntas, afanes y carreras:

—¿Dónde está el 2.º?

—¿Ha visto al Chacabuco?

—¿Aquéllos serán del 4.º?

Cualquiera pensará, viendo las cosas de lejos, que para pelear y morir por la Patria, tanto da en las filas de este cuerpo como en las de tal otro.

Pero en el hecho no es así.

Se diría que hay, aparte del espíritu de orden y obediencia que rige al soldado, algo como un extraño refinamiento del espíritu de conservación que en los momentos de peligro impulsa buscar a los compañeros, aunque más no sea para morir entre caras amigas.

Bueno. En el enjambre de soldados que afanosos cruzan el campo en demanda de los suyos, hubo uno a quien el miedo le sugirió más de una vez el natural pensamiento de guarecerse detrás de las tapias del camino; pero aunque joven y recluta, el asco del qué dirán lo hacía seguir avanzando, solo y desorientado, hacia adonde sonaban los tiros y morían sus hermanos.

Asunto bien diferente, todos lo sabemos, es encontrarse desde el primer instante en medio de la refriega, que el ir después por pasos contados a meterse en ella, saboreando el miedo a cada tranco que se avanza.

En estas condiciones marchaba el recluta, cuando de pronto, ¡oh, fortuna!, divisó un grueso bulto galoneado y sumido hasta el quepis dentro de una zanja, tan discretamente apartada de toda vía que ni la bala prolija ni ojo de aguilucho hubiera dado con esa liebre, a no ser el maldecido recluta.

Mirando con más detenimiento, el roto se convenció de que era el mismísimo bulto de su propio jefe.

Y también le pareció que la Providencia en persona le tendía allí su manto, hermanándole el deber con el deseo.

Y obrando en consecuencia, arrojó al suelo su rifle, y con tono y ademán de quien se sacrifica por otro:

—¡Donde muere mi comandante, ahí muero yo! —gritó denodadamente, al mismo tiempo que de un brinco quedaba de barriga, junto a su jefe.

Así concluyó el cuento el narrador, viejo soldado de línea que cree y fía en la bandera como las niñas en su honor.

Baquedano y la mula de Montero

Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:

—¿Vís estas «charretelas»? Pues yo ei sido soldado como vosotros y hasta hay probado el jarabe de membrillo. Y atención. Para dar flanco derecho se tuerce a la izquierda, y dar flanco izquierdo se dobla hacia la izquierda».

Poco después, un general escribía desde la Cámara de Diputados una orden al jefe del Parque, en la que decía textualmente:

«Empréstele al portador un comblin».

Como se sabe, la expedición Bulnes al Perú hizo buena cosecha de laureles y, sin embargo, la instrucción de algunos jefes dejaba algo que desear, a lo que parece.

Se cuenta, por ejemplo, que una vez en esa campaña cierto jefe tuvo que rendir unas cuentas, y al hacerlas tropezó con la dificultad de escribir la palabra «sal».

¿Era con s o z?

Fue a consultarse con otros compañeros y la cuestión se complicó más, hasta que uno advirtió:

—Pídanle al general ese libro en que sale de todo.

Traído el libro misterioso, el que se comidió para hojearlo, dijo al cabo de un rato:

—¡Es curioso! ¡Aquí no aparece «cal»!

Había estado buscando en la c...

Todo lo cual no impidió que aquel mayor y aquel general fueran gloriosos soldados, ni que estos otros jefes dieran a su patria los triunfos de Guías, Buin y Yungay, sin que lo dicho importe hacer el elogio de la ignorancia, sino sentar el hecho de que todos esos militares no podían saber más que lo que les enseñaba su país, y a nadie se le ocurría pedir otra cosa, mucho menos cuando la paga era tan escasa como la instrucción y lo mejor de ésta se adquiría en Arauco.

Y todo lo restante lo suplían con el valor personal, el vigor, astucia y buen sentido de la raza contra otros que no estaban más aperados de conocimientos militares.

Hoy nos canta otro gallo, pero en la campaña de 1879, Baquedano y su ejército representaban toda la ciencia militar que existía en Chile en ese tiempo.

Si, como dicen, cada cosa se parece a su dueño, es más exacto decir aún que un cuerpo de Ejército está hecho a imagen y semejanza de su jefe.

Baquedano se había encarnado en el regimiento de Cazadores; era su hogar, su prole, su orgullo y su vida; y para el público, los Cazadores eran Baquedano, así como en los años anteriores Amengual era el séptimo de línea y Escala, el glorioso manco de Loncomilla, era el renombrado Buin, nombres con los cuales el pueblo de Santiago se llenaba la boca.

De ahí la corrección irreprochable de los antiguos Cazadores porque su jefe, austero, digno, pundonoroso, casi venerable, sin ser todavía un anciano tenía la integridad legal de las viejas onzas de oro, y en todos sus actos le exactitud absoluta de la tabla de cuentas.

Se fiaba en su palabra como en un documento escrito.

Probablemente ignoraba muchas cosas, sobre todo literarias; pero cortando y repitiendo sus frases, daba, al fin, razones cortas y sencillas, que equivalían a una solución tan simple como la de dos y dos son cuatro.

Nunca hablaba mal de nadie, ni admitía que en su presencia lo hicieran otros; pero en ciertas ocasiones dejaba caer palabras que pesaban como una losa de sepultura.

Comandando todavía los Cazadores, tocole tomar parte en un hermoso episodio de armas.

Momentos antes de ponerse en marcha el regimiento, orgulloso y feliz por la designación con que lo habían honrado, dio aviso de estar enfermo uno de los jóvenes oficiales.

Todos sus compañeros se quedaron espantados y ninguno se atrevía a poner tal ocurrencia en conocimiento del general.

Al fin, don José Miguel Alzérreca le dio cuenta de lo que ocurría, y cuando avergonzado por el regimiento, inclinaba la cabeza para soportar los desahogos de su justa cólera, sólo hizo sonar este latigazo de familia:

—¡Hijo de su padre...!

Todos sabían que éste también se había enfermado en otra ocasión ya lejana; pero memorable...

Era abnegado, modesto y sólo trataba de ser útil sin hacer valer sus servicios.

El Ejército se encontró una vez sin agua y se trataba de salvarlo de la horrible desesperación de la sed, contra la cual no hay disciplina que valga.

Afortunadamente, se encontraron unos pozos que podían suplir la necesidad por el momento, si se extraía el agua con la mayor prudencia.

Baquedano supo la noticia y antes que se difundiera entre la tropa, voló con sus Cazadores a resguardar la fuente milagrosa, a fin de impedir que los soldados, en sus ansias, se lanzaran sobre ella y la revolvieran con su propia sangre.

Y él en persona presidió durante horas el reparto ordenado del agua.

Un cucalón que le vio en tan modestos afanes lo saludó diciéndole:

—¿General aguador?

Al volver vencedor de la cuesta de los Ángeles, al frente de los suyos, encontró al amigo de aquel saludo y torciendo riendas, se acercó para decirle al pasar:

—¡General aguador, aquí ahora!

Se sentía feliz, sin orgullo, de haber hecho algo más que dar de beber al sediento.

Se ha contado muchas veces que Baquedano nunca consintió en que uno de sus hermanos, que le servía de ayudante, se colocara a su lado en los actos de servicio. En la calle marchaban a distancia de dos pasos el uno del otro, porque respetuoso de los fueros de los demás, sabía cuidar muy bien de los que correspondían al general en jefe.

Pero hay otro caso más notable. A poco de entrar a Lima, se hicieron en la Catedral unas solemnes honras en memoria de nuestros muertos.

En la plaza formaron cien hombres de cada uno de los cuerpos, con sus respectivas bandas de músicos.

Terminada la ceremonia el general salió del templo en medio de un lucido cortejo, y al destacarse sobre las gradas las tropas le presentaron armas y sus quince bandas rompieron con la Canción Nacional.

Fue aquello tan grandioso, a la vez que conmovedor, que pareció nos a todos los presentes que en ese instante descendía de lo alto y aleteaba en el aire, como un Espíritu Santo, la Divina Majestad de esta cosa impalpable, pero viva, que aquí llamamos sencillamente Chile, y hubiéramos, en verdad, abierto los labios para recibirla como una hostia sagrada, si todo ese ideal no se hubiera hecho allí carne en la persona del general en jefe.

—¡Él era Chile en ese momento!

Militares y paisanos, todos sentimos que un frío extraño parecía ensartar todos los corazones con un mismo hilo, morderlos en un solo beso y estrujarlos en un solo abrazo.

El general, igualmente conmovido, se dirigió al palacio de los virreyes, en que se alojaba.

No pudiendo gritar y no sabiendo qué hacer, muchos se volvieron al templo para estrecharse a morir en un abrazo que tenía tantas lágrimas en la voz como en los ojos.

Al ponerse en marcha, el almirante Riveros se colocó a su lado. Baquedano avanzó dos pasos y siguió solo, destacándose en relieve, hasta la puerta del edificio, donde se detuvo para despedirse del jefe de la escuadra y del resto del cortejo.

Todos vieron entonces lo que era en el hecho la altura de un general en jefe, comprendiendo que como tal no podía compartir con nadie el honor supremo que el Ejército tributaba al único representante de Chile en el país vencido, en cuya persona se concretaba la soberanía del Perú ocupado y de la fuerza vencedora, la sola autoridad que renuncian las naciones extranjeras, a tal punto, que ni decretos del Gobierno ni leyes del Congreso chileno tenían valor ante ellas, si él no las promulgaba como actos propios de su omnipotencia militar.

Pero volviendo a la batalla de Tacna, se recuerda este chascarrillo entre varios otros: el contraalmirante Montero, generalísimo del Ejército peruano, habíale dicho con su tropical petulancia a su colega Campero, generalísimo de las fuerzas de Bolivia:

—¡General, no tenga usted cuidado: Baquedano sabe tanto como mi mula!

Como lo había dicho Bulnes en la mañana de Yungay, Baquedano ordenó que las bandas, al rayar el alba de Tacna, tocaran la Canción Nacional como diana del Ejército acampado en plena pampa, frente al Alto de la Alianza, y de allí a poco los cuerpos se formaron a la vista de las guerrillas enemigas.

Como a eso de las 9 de la mañana, la 1 y 2 (divisiones) emprendieron la marcha en columnas por mitades, llevando por delante la red de sus compañías guerrilleras. Era una marcha oblicua a la línea enemiga.

Poco después se formaron en columnas de ataque.

A las 10 ½ se les dio la orden de avanzar de frente sobre el campo atrincherado de los contrarios.

Los cuerpos plegaron entonces sus guerrillas como quien cierra un abanico; cuatro regimientos y cuatro batallones de infantería se alinearon a cordel, y a las voces repetidas «de guía al centro» avanzaron a paso de carga, con el arma al brazo.

El sol peruano incendiaba el ambiente y la arena en que se hundían las botas amarillas de oficiales y soldados.

Los jefes se destacaban a caballo entre las filas. Urriola, que marchaba a pie, cayó rendido de cansancio y se hizo subir en el suyo.

De los labios resecos, como la pampa caldeada, se escapaba una respiración anhelante, que llagaba a sobreponerse al rumor las pisadas y de las armas; pero nadie detenía a nadie.

Se enronquecían las voces de «guía al centro» pero resonaban las frases con que los jefes alentaban a sus soldados. Urriola decía a sus «niños»:

—¡Navales, acuérdense de Valparaíso!

A todo esto los nuestros, ascendiendo un declive arenoso, habían adelantado seiscientos metros a pecho descubierto, sin disparar un tiro.

Aquello era, exactamente, uno de los grandes cuadros de la parada militar del Dieciocho.

Campero, que desde la altura de su campo contemplaba el espectáculo horrible y grandioso que ofrecían esos cuatro mil hombres que avanzaban impasibles hacia la muerte, se acercó a su colega, el contraalmirante, para decirle, como desgranando sílabas:

—¡Mi general, su mula sabe mucho...!

Se dice que Baquedano y Velásquez cometieron graves errores en esta jornada; pero... ¿y Montero y Campero, educados en una escuela militar de Francia, que dejaron que aquellos bravos llegaran a cuatrocientos metros de las líneas para romper el fuego sobre ellos, cuando pudieron fusilarlos a más de mil metros de distancia...?

La toma del Huáscar en Panamá

«En tanto que Mardonius sucumbía en Platea, los restos de la flota de los persas eran incendiados el mismo día en Mycale, después de una batalla ganada en la costa por los griegos desembarcados.

Durante este combate, el rumor de la victoria de la Platea habíase esparcido en las filas de los griegos como por una revelación de los dioses y había contribuido al suceso de la jornada».

Prevost Paradol.

El día 8 de octubre de 1880, a eso de las diez de la mañana, el comandante don Manuel Thomson, del crucero Amazonas, fondeado entonces en la rada de Panamá, se dirigía a tierra en la falúa capitana de su barco.

Ocho robustos marineros, especialmente escogidos para tales viajes, no exentos a la sazón de cuidados, hacíanla volar sobre las aguas a impulso de sus puños de acero.

Minutos después, Thomson subía la escalerilla del muelle con la agilidad de un guardiamarina, sin cuidarse ni poco ni mucho de la gente que a su paso lo miraba de reojo, no atreviéndose a más ante esta talla corpulenta y varonil, que a la legua revelaba un hombre.

Durante la guerra, Panamá estuvo, como se recordará, a una y a uña con los peruanos.

Y siga el cuento.

Quedó la falúa al resguardo de uno de los bogadores y los otros, teniendo por delante un horizonte de tres o cuatro horas de huelga, se largaron a toda vela por las callejas de la vecindad, vía de refrescar.

El marinero N., un bravo y sólido chilote, apartándose de los suyos, puso la proa al tabuco de un italiano, su casero; allí largó el ancla, cerca de una mesa, enfrente de una botella y a orillas de las faldas de una moza que al parecer lo aguardaba; porque era de esas navegantes, cual las gaviotas del mar, que pululan en las tabernas playeras.

Aquí es caso de decir, siquiera sea en dos palabras, quién era el marinero que designo con sólo una N., porque ahora duerme bajo las aguas del Pacífico.

Pero un hecho hablará por los dos.

En tiempos de don Mariano Ignacio Prado, la corbeta Chacabuco hizo a los puertos del Perú una visita de amistad.

Iba de comandante don Óscar Viel, y era capitán de puerto del Callao don Miguel Grau, Que no ahorró atenciones y amistades con sus hermanos de profesión.

Por lo demás, la espléndida y afectuosa acogida que los peruanos hicieron a los oficiales de nuestra corbeta, fue de tal modo galante, que por muchos caminos, alcanzó a la misma marinería, la cual gozó allí de la libertad que los niños traviesos sólo logran en casa ajena.

Ignoro si por presentarlos mejor o maniatarlos un poco, se dio a bordo la orden de que los marineros no bajaran a tierra sino de guante blanco.

Tal vez pensaba el jefe que gato calzado no caza ratones, lo que es cierto, tratándose de ratones; pero con los nuestros la medida resultó no valer gran cosa; pues si eran de verdad muy discretos mientras tenías sed, en cuanto tragaban algunas pintas ahí pelaban los guantes y un solo roto salía escapado con el ventero y algún concurrente.

En tales casos, los policiales chalacos no asomaban las narices; porque a más de la tolerancia recomendada, juzgaban prudente, cada uno por su parte, no acercarse ni al aire de esos remolinos...

Pero una noche, tanto subió la marea, que fue preciso alojar en el cuartel de policía a un grupo de marineros. Por cierto que no entraron a calabozo, aunque merecido se lo tenían, sino que se les dio el cuarto de la guardia, trasladando previamente el armamento.

Un centinela quedó a la puerta. Los otros comenzaron a roncar bajo el peso del primer sueño y casualmente se apagó la luz, lo que no permitió al guardián ver que, tras un ligero secreteo, los alojados se sacaban los zapatos, ni atinar con uno que apareciéndosele de modo de fantasma, le apretó el cuello y arrebató el rifle al compás de un inicuo zapatazo.

Punto más o punto menos, los restantes repitieron la maniobra con quien se puso al frente y, dueños de la situación, tornaron a la zambra y a las calles.

El del zapatazo y el jefe de esa conspiración fue el chilote N., quien también andaba en la visita de Chacabuco.

N. bebía mansamente en unión de su dama, cuando el italiano le preguntó, mostrándole una estampa del Huáscar:

—¿Conoce usted a éste?

—¡Por la popa! —contestó el roto.

—Pues ahí lo han de tener ustedes por el espolón —continuó el pulpero—; él les arreglará las cuentas a los buques chilenos.

—¿Esta mugre? —exclamó N.

Y siguieron de palabras, hasta que el marinero, ciego ya de ira, de un brinco saltó sobre el mostrador; con una mano cogió el cuadro que representaba al monitor y con la otra, del pelo al italiano, dándole tanta puñada revuelta con vidrios, estampa y molduras, que el infeliz quedó muerto; pues hasta la moza, que también era chilena, agregó su contingente a la obra de su paisano y amante.

En volandas acudió la policía. El marinero corriose al muelle, cubriendo su retaguardia a navaja y botellazos, en tanto que la amiga daba aviso a los pocos del partido.

Allí la riña fue campal batalla y mal día para los nuestros, seguramente, si no llegan a tiempo el comandante Thomson y las autoridades del puerto.

La falúa, con toda su gente, logró hacerse a la mar.

En la misma tarde, el jefe chileno reclamaba enérgicamente del asalto dado a los suyos, y se presume que alzó tanto más el tono, cuanto era necesario encubrir un poco las demasías de sus niños.

Uno de los policías, sin contar al italiano, quedaba también a las puertas de la muerte.

A bordo se castigó severamente al marinero N. La imprudencia de su conducta no podía ser mayor, dado que en Panamá todos eran hostiles a nuestra causa.

—Tiene razón, mi comandante —repetía el marinero—, curando sus cardenales; pero yo no puedo explicar lo que sentía cuando el italiano me mostró el cuadro del Huáscar: me pareció que en ese mismo momento lo veía tan hecho pedazos como yo lo tenía entre mis manos y no supe más de mí.

Era más o menos mediodía.

¿Es esto un chascarrillo rebuscado o cosido con aguja colchonera?

Yo cuento lisa y llanamente lo que he oído repetir más de una vez en tierra y a bordo.

Y como vivos están los que relatan esta aventura, la cosa se puede preguntar.

Thomson

Si todos decimos sencillamente Thomson, como se dice Prat y Condell, es porque hay en esa brillante trinidad de la moderna marina nacional un parentesco de heroísmo que les coloca en un mismo altar.

Igual es con ellos el acero de las espadas y el oro de los corazones.

Caído el uno en el fragor del combate, hubiéranlo reemplazado sucesivamente los otros, sin que el enemigo, la fama ni la patria advirtieran más diferencia que los ímpetus que alienta la venganza.

Thomson era el mayor en años, galones y servicios. Prat parecía serlo por la serenidad del valor reconcentrado en sí mismo.

El valor de Thomson y de Condell era radiante como la gloria y enamorados de ella ambos se burlaban temerariamente de la muerte, que se llevó a los tres en edad temprana.

Thomson fue bautizado con la pólvora, ya que no con la sangre del combate, en que la Covadonga arrió su bandera delante de la Esmeralda y desde aquella fecha, medio borrada ahora por la mano del tiempo y las uñas de la diplomacia, parecía a todos que su ilustre jefe, don Juan Williams Rebolledo, el héroe de aquel combate, le había adoptado cual hijo predilecto en la carrera del mar. La gloria del veterano atraía al joven, que le había tomado como el modelo más hermoso del hombre y del guerrero.

El viejo, por su parte, olfateaba en el porvenir al león, que iba a nacer de aquel mozo, y acaso se veía a sí mismo en la talla gigantesca y en el alma generosa y sin miedo de esa juventud plantada a su sombra de encina real.

Por eso, a nadie extraño de gaviota, Thomson llegó en la falúa de gala al costado de la goleta; subió solo con su espada, y desde el centro de la cubierta, desnudando allí su acero, pronunció sin jactancia las palabras sacramentales:

—¡En nombre del Gobierno de Chile tomo posesión de esta nave!

Eran las vísperas del gran drama del Pacífico, que Chile iba a representar por tercera vez sobre las olas amigas, que tan venturosamente han llevado siempre sus naves aguas abajo...

La escuadra, al mando de Williams, hacía en Valparaíso sus últimos aprestos para zarpar cuanto antes a Lota a rellenar sus carboneras: de la Lota a Punta Arenas, ¿y de ahí?

Era la Argentina, nada menos, la que entonces se nos ponía al frente.

En aquellos días, Thomson no contaba más que los galones de capitán de corbeta; ofendido por una postergación que le ocasionara su entusiasmo por la candidatura presidencial de don José Tomás Urmeneta, había pedido su retiro, y el Gobierno le mantenía varado y en desarme en las playas de su hogar.

Pero el Presidente Pinto, ajeno a rencores políticos, le llamó al servicio el mismo día en que recibía de Valparaíso este lacónico telegrama:

«Véngase. —La Esmeralda espera a su comandante. —Williams».

Horas más tarde, Thomson tomaba el mando de esa nave, y revisaba a la tripulación que le aplaudía, sonriendo a su sombrero de pelo y a la levita civil, que sus sastres no habían tenido tiempo de reemplazar.

De ahí se dirigió al Depósito de Marineros para completar al instante la dotación de su buque.

Después de recorrer las filas, dijo tranquilamente:

—¡Los que estén resueltos a morir, den un paso al frente!

Y la dotación quedó completa.

El viento de la guerra, en un cambio de cuadrante, dejó a la escuadra con la proa hacia el Perú.

En Iquique, Williams dio la última mano a su plan de ataque al Callao. Él y los suyos eran dignos de seguir las aguas de Lord Cochrane. Lo demás dependía de los acontecimientos que no gobiernan ni el valor ni el saber de los hombres.

Prat fue nombrado comandante de la Esmeralda, Thomson pasó a mandar el Abtao y la escuadra se hizo a la mar.

En el asalto proyectado, el almirante confiaba a Thomson esta misión:

Incendiar su buque en el centro de la bahía enemiga, para que las llamas sirvieran de faro al resto de la escuadra; dar fuego a las siete mechas de tiempo que se internaban en la santabárbara para hacer estallar los quinientos quintales de pólvora que había en ella, y, enseguida, escapar como pudieran en la lancha a vapor que llevaban al costado.

Todo estaba previsto para el mejor desempeño de este prólogo infernal de la tragedia. En efecto, al llegar la escuadra al sitio del rendez vous, Thomson debía echar a sus botes la tripulación de su buque, no quedando en éste más que él y siete hombres más, que ya estaban designados, y, enseguida, prender el petróleo de que estaba sembrada la cubierta.

Los aprestos se hicieron conforme a lo prevenido; pero al dirigirse al puerto, el Abtao, apresó a una mísera piragua tripulada por tres pescadores, que eran otras tantas generaciones: el abuelo, el padre y el nieto.

Estos juraron que el Huáscar y la Independencia habían salido con rumbo al sur.

Williams, enfurecido y no creyendo en la traición de su estrella, entró al puerto y giró en redondo por el frente de las baterías.

¡Era verdad la siniestra noticia de los nocturnos pescadores!

¿Se divisaron o no, desde uno de los barcos chilenos, las sombras fantásticas de los blindados que navegaban hacia el sur?

El hecho es que éstos llegaron a Iquique, y que al divisar entre las brumas los palos de la Esmeralda y de la Covadonga saludaron con alegres libaciones la aurora del día en que su patria iba a adquirir dos naves más, sin contraste alguno.

Dentro de este convencimiento, el primer disparo del Huáscar que se perdió en el agua a igual distancia de nuestros buques, no fue más que la notificación caballeresca, pero lisa y llana, de que les había llegado la hora de cambiarse de patria y de bandera.

Así transcurrieron, en espera de la respuesta, cinco minutos mortales en medio de un silencio que se oía sobre el rumor de las olas, el silencio de los hombres y de sus armas de combate.

Al fin, dijo Grau, desde su torre:

—Es inútil esperar más: Thomson está en la Esmeralda. ¡Rompan el fuego!

Ambos eran desde Lima grandes y buenos amigos, y conociéndose a fondo, sabían muy bien lo que el uno podía esperar del otro, si el deber llegaba a ponerles frente a frente en el campo del honor.

Grau ignoraba, naturalmente, el cambio de Thomson por Prat, en el mando de la Esmeralda, como ignoraba lo que Prat iba a salir en aquel día.

En el desembarco de Pisagua, Thomson tuvo de echo el mando de las naves que lo protegieron, y entre las órdenes que impartió estaba la muy terminante de que ninguna se aproximara al fuego de las trincheras enemigas, desde que podían destruirlas sin exponer a ningún tripulante.

Concluida la jornada, cada comandante pasó a darle el parte verbal que le correspondía.

Condell hizo su relato, y como de esto resultara que tenía algunos heridos a bordo, Thomson le dijo en tono airado:

—¿De modo, señor, que el héroe de Punta Gruesa tiene a menos cumplir mis órdenes?

Condell se inclinó como en además de volar; venció la disciplina; pero ahí murió, al parecer, una antigua y noble amistad...

El herido quedaba con la bala adentro.

El 25 de febrero de 1880, el Huáscar, comandado por Thomson, entró a reemplazar al Cochrane en el bloque de Arica, teniendo bajo sus órdenes a Condell, que montaba la Magallanes.

De orden suprema, ninguna de esas naves podía entrar en combate con las fuerzas enemigas, a menos de ser provocadas.

Eso ocurrió bien pronto.

El 27, poco después de las 8 de la mañana, el Huáscar dejó su fondeadero para reconocer la costa y algo debió penetrar en la zona prohibida de la provocación, pues al pasar frente al Morro recibió un balazo y siguieron disparándole el Manco Capac y los fuertes de la población que estaba a flor de agua.

La Magallanes llegó como avergonzada de no haber podido volar y, secundando a la nave capitana, abrió sus baterías contra la población.

Este combate, que correspondía al desayuno de abordo, duró cincuenta minutos.

Nuestros buques se retiraron para que almorzara la gente esa ración seca y siempre igual de los bloques. A las 10:30 a.m., avisaron desde las cofas que por la línea férrea de Tacna se acercaba a la ciudad un tren con tropas. El Huáscar volvió a entrar en la bahía para detenerlo a cañonazos, intento que logró a los pocos instantes, y el combate se renovó con igual ceguedad que pocas horas antes.

¡Dos cascos flotantes contra un trozo del continente americano y flotantes y desamparados en la cuerda de un arco de cañones casi visibles y a firme sobre un suelo sin olas!

En lo más recio de este duelo temerario, Thomson vio que el grupo de artilleros que combatían a campo raso de la cubierta, disparando con uno de los magníficos cañones de a 40, se habían agazapado instintivamente tras la borda al ver la mole de fierro que se les venía encima, y no pudiendo contenerse, se acercó a ellos para gritarles desde la cumbre de su talla gigantesca:

—¡Las balas se esperan cara a cara, como en Iquique!

Todos se irguieron al punto; dispararon su tiro con toda calma; silbó otra bala y ésta dejó en torno del cañón de a 40, seis muertos y catorce heridos.

Los veinte eran de la Esmeralda cuando el combate de Iquique, y entre los primeros el aspirante Goycolea, cuñado de Serrano.

Nuestros buques tornaron a su punto de observación, cada uno por su lado; la gente tomó su lunch reglamentario tranquilamente, aunque todos presentían que aquellos muertos habían de tener sus honras fúnebres.

Desgraciadamente, a la 1 p.m., se vio que el Manco levaba sus anclas y movía la inmensa pesadumbre de sus cañones y blindaje, con rumbo hacia fuera, al amparo de las baterías de tierra.

¿Era anzuelo tirado al ciego heroísmo de los nuestros?

El Huáscar se lanzó de nuevo a la pelea, y esta vez Thomson arengó a los suyos, exclamando:

—¡Ahora tenemos sangre que vengar!

Y siguió avanzando para descargarle a boca de jarro toda su artillería y atacando después con el espolón que había hundido a la Esmeralda.

A doscientos metros dio la orden de avanzar a toda fuerza. El telégrafo se cortó: la repitió de viva voz; pero un accidente en las máquinas no permitió cumplirla al propio tiempo que se descubría una lancha lanzatorpedos al costado que el monitor presentaba al Huáscar.

Este giraba para darle una vuelta cuando una bala diabólicamente dirigida le echó abajo el palo de mesana. Pareció al principio que esto era todo: más, luego se vio que de Thomson no quedaban más que restos dispersos y su espada clavada en la cubierta.

Eran las 2:30 de la tarde.

Valverde, aunque herido, tomó el mando, afianzó en el palo mayor el pabellón nacional que había caído con el otro y siguió combatiendo contra el monitor, los fuertes y la población hasta cerca de las 3 y media, con tal irradiación de bravura y de desprecio, que nadie en la Magallanes pudo sospechar que Thomson ya no existía.

Los cañones peruanos habían disparado 300 balas.

El Código de señales había desaparecido también y sólo hora y media después, cuando el Huáscar volvió la espalda al campo, pudo Valverde comunicar a la Magallanes la fatal noticia.

Cuando Condell, a quien correspondía el mando, llegó al Huáscar, los marineros echaban en un barril de aguardiente los trozos que recogían del cuerpo despedazado de su arrogante jefe.

Reinaba el silencio que media entre dos sollozos.

Condell se descubrió ante esos despojos sagrados y gloriosos, y con voz que parecía gemir como el viento entre las jarcias, dijo:

—¡La Marina Nacional ha tenido y tendrá siempre valientes! ¡Un Manuel Thomson, jamás!

Tales eran, durante la campaña, los recuerdos que los de tierra hacían de sus hermanos del mar.

Los relojitos

No hay por qué negarlo.

La expedición a Lima era el sueño de nuestro Ejército, un sueño tropical poblado de visiones encantadoras.

Considerábase a la inquieta y galante ciudad de los Reyes como el término natural y glorioso de la ya larga campaña; así al menos se creía entonces.

Ella tenía que ser la justa recompensa, el desquite debido a tantos sacrificios y fatigas.

Con tal diamante debía cerrarse la espléndida corona de cien victorias.

Esto por el lado del patriotismo.

Por cuenta privada, era Lima para la imaginación de cada uno algo como un pedazo de aquel cálido paraíso prometido por Mahoma a sus devotos.

Veíanla rosada y ardiente al través de las llamaradas de un incendio que ardía en todas las cabezas.

De su seno parecían venir, soplando sobre todos los corazones, vientos cargados de babilónicas promesas: las bocanadas tropicales que maduran la caña y el café, abrasadoras y libidinosas como besos de mulata cortesana.

—¡Lima!

—¡Lima!

Y qué sueño más patriótico a la par que caballeresco, si la Patria y el Amor son la empresa que en su alma lleva escrita todo guerrero de buena ley, que clavar la hermosa bandera de Chile en las torres y palacios de la metrópoli enemiga y probar un poco la renombrada sal de sus hijas, las andaluzas enteras y verdaderas del Pacífico.

Otro combate, el último y después... ¡Lima!

El viejo cuento de las princesas encantadas.

Mucho más prometía por Aspasia la juventud de Atenas.

Fue, pues, que por todo eso y otro tanto que no digo, que el campamento de Lurín, tras apresurada carta testamentaria a los lejanos deudos, tuvo un aire vivo de dieciocho, desde que circuló la orden de alistarse para marchar sobre la ciudad prometida.

Se hubiera creído que todos acababan de obtener de su amada una ansiada cita.

Y tanto revisaban las armas como se cercioraban de que yacía en el fondo de la mochila la última camisa medio almidonada.

—Pero, ¿y la batalla y la muerte? —preguntarán Uds.

—¡Bah, quién pensaba en eso!

Un viejo soldado de Granaderos aseguraba que las balas limeñas tenían solimán y carmín.

Decía conocerlas desde Matucana y Yungay.

¡Qué de proyectos!

¡Qué de ilusiones!

Y, sobre todo, ¡qué granizada de mentiras!

Sabido es que en el Ejército había gran número de soldados que a palmos conocían a Lima, los que ella expulsó en una hora de triste y mujeril rencor, y éstos pasaban las horas en referir a sus compañeros, ávidos de adelantar noticias, por cada verdad un ciento alegres y pintorescas bellaquerías.

—Han de saber, hijos míos —decía un roto—, que en Lima regalan por un diez una botella de aguardiente que parece coñac que en lo amarillo; poco de agua, poco de azúcar y llega uno a estornudar.

Otro refería que los hombres se bañaban juntos y revueltos con mujeres, ligero traje de por medio y todos aplaudían la franqueza de tal proceder.

La negra Vicenta —Celestina cuasi legendaria en Lima— era tan conocida de nombre y oficio como la más pintada vivandera del Ejército.

Se deban citas para su casa, contando que de tapada iban a ella señoras muy principales.

Pero no se creía hubiera calles con tales nombres como «Siete Jeringas», «Comesebo», «Polvos Azules», etc.

Los rotos se reían a carcajadas. Ésas eran «payas».

A las zambas habíanle sobrepuesto el apodo de empavonadas, por analogía con el barniz aceitunado de los rifles. Pero, por no desechar nada, llegaban hasta reconocerles propiedades medicinales...

Un antiguo sargento aseguraba que quería ir a Lima únicamente para volver a ver negros de pasa y perros pelados; dos crías que el frío había extirpado para siempre en Chile.

— Entre estas cañas —le respondía otro— los negros pasan de invierno a invierno como las pulgas en el pellejo de los perros.

Las descripciones de las tiendas y joyerías eran cuentos como de la lámpara maravillosa. Inventaron algunos que en el campamento corrían planos que las señalaban punto por punto. Eso había sido un trabajo inútil, desde que sobraban baquianos y lenguaraces.

Se hablaba también de que las calles de Lima estaban minadas para la defensa; que este secreto lo había revelado el Cuerpo Diplomático al general en jefe a condición de que en el próximo asalto se respetara a los extranjeros la bolsa y la vida, y de mil otras cosas semejantes se hablaba además; pero nada de toda la maquinaria guerrera de los contrarios importaba dos adarmes a los niños del Ejército.

Muchísima mayor sensación producía la noticia «sabía de buena tinta» de que las engreídas y rumbosas limeñas no usaban calzones y que en camisa dormían la ardorosa siesta en frescas hamacas que se mecían perezosas como al lánguido compás de una habanera.

Los rotos se miraban, alzando beatíficamente la vista al cielo, como el devoto que exclama:

—¡Sea por el amor de Dios!

Pero todo este variado presupuesto de glorias, amoríos y granjeos, vino al último a glosarse con el cuerpo de los relojes.

En llegando a Lima, puesto que se iba a pelear en calles y viviendas, sólo los muy dejados, como decir los difuntos, no tendrían en qué ver la hora; y de esta manera el asunto de los relojes, síntesis humorística de todas las otras esperanzas que andaban bajo ese rubro, llegó a ser el estribillo de la canción de Lima y salsa de todas las bromas con que algunos oficiales se burlaban de esas ilusiones.

El mayor de un regimiento, especialmente, no soltaba la muletilla:

—¡Qué, al calabozo!

—Pero, óigame, señor...

—Anda no más, hombre, que ya es por poco; luego vas a tener reloj.

—¡Que veinticinco palos...!

—Pero, mi mayor...

—No se te dé nada, para eso en Lima están botados los relojes, y de allá somos.

Y éste era el consuelo de toda dolencia y trabajo y acaso de algo servía en sus pesadumbres a los pacientes del mayor; pues se contaba de seguro, ¡oh, manes del condestable de Borbón! Con el juramento de los limeños de morir sobre las ruinas de su querida capital.

¡Lima tomada al asalto!

Ustedes saben lo demás, si hubo Numancia o cosa parecida.

Los rotos saltaron, es cierto, sobre dos charcos grandes de su propia sangre; pero desde la entrada triunfal, el Ejército fue tomando el aire del médico que se acerca al lecho de un moribundo.

Entramos casi en puntillas.

—¿Y los relojes?

Una tarde de febrero, casi al mes de la entrada a Lima, varios oficiales departían alegremente a la puerta de su cuartel.

A poco pasó un soldado del Regimiento por delante del grupo que formaban.

Andaba penosamente, apoyado en un palo que dragoneaba por la pierna izquierda.

—¿Qué tiene, Sepúlveda? —le preguntó con cariñoso interés uno de los oficiales, el cual por humorada del acaso no era otro que el mismo mayor del cruel estribillo de los relojes.

El roto se volvió, mirolo un rato fijamente.

—¡Qué he de tener, pues, señor —respondiole con amarga sorna—: los relojitos de Lima...!

Y siguió cojeando a la luz del sol de los incas.

Adiós a Lurín

Era el inolvidable 12 de enero de 1881.

El Ejército alzaba sus reales para marchar sobre Lima.

El día, desde el toque de diana —ese canto de diucas puesto en música— había tenido los afanes de una gran mudanza: la emigración de veintitrés mil hombres que se lanzaban a lo desconocido, a esos siniestros desconocidos, la noche, el desierto y la muerte.

Cada encuentro era una lluvia de adioses, promesas y apresurados encargos. Las niñas de Chile no pueden presumir cuántos de sus nombres fueron allí recordados entre suspiros que remedaban un beso. En el fondo de todo, aun de la extraña alegría de muchos, vibraba una nota e ternura cuyo desborde contenía vigoroso apretón de manos.

¡Y cuántas manos estrechamos entonces por última vez!

Larraín Alcalde con una barba nazarena de campaña, sentado sobre los huesos de ballena que servían de taburete en el rancho del comandante Pinto Agüero —en plena arena— excusaba los muebles y la pobreza del almuerzo por «motivos de viaje», prometiendo ¡ay! Otro de desquite en Lima.

Camilo Ovalle, con su mimbrosa talla y hermoso perfil de joven griego, fumaba cachimba en su ruca de cañas, esperando el toque de marcha.

Aquella ruca recordaba un encierro de colegio.

Sobre el suelo una estera, encima unos ponchos y por almohada un capote enrollado que escondía una caja de habanos, único lujo que lo ligaba a las elegancias de la vida de Santiago, que había abandonado por la ruda pobreza el campamento.

¡Cuánta vida y cuánta hermosura en esa cara de 22 años!

Y se lo llevó la gloria, temerosa de que en Lima el amor matara a besos a ese niño heroico y austero, digno de morir por la Patria, honrando con su sangre la victoria.

¡Y tantos otros!

Dejé al Chacabuco y al Coquimbo, que vecinos estaban, para ir en peregrinación de despedida a un sitio en que dejaba recuerdo muy especial, y de pasada darme la triste satisfacción de recorrer por última vez el hermoso campo de Lurín, tan querido hoy, como aquel recuerdo y todo lo que no ha de volver.

Formaban aquel sitio unos matorrales que crecían al canto de unas lagunillas cercanas a las viejas ruinas de Pachacamac, un amigo y un hermano de rancho... el gran soldado cuya muerte prematura lloró todo el ejército, aquél que llevaba como herencia de abnegación y de audacia el nombre del más gallardo guerrillero de la Independencia.

Tendidos sobre el pasto de la orilla, me dijo así:

—¿Se acuerda usted de lo que llaman jabón?

El jabón era un recuerdo de otros tiempos en aquella vida de campaña.

Después de romper la cubierta de un paquete primorosamente atado, que la legua acusaba la mano del amor que a tratado de imprimir un «yo» en cada nudo y en cada pliegue, mi amigo continuó lentamente, como tratando de hacer más solemne la escena que deseaba grabar en mi memoria:

—En la famosa despedida de Tacna, cuando ya habíamos andado algunos pasos, me llamaron de nuevo...

—¡Para que volviera solo, si recuerdo!

—¡Y echarme este paquete al bolsillo!

—¿Ella?

—¡Ella!

Y una sombra como niebla de oro pasó por los ojos de ese hombre que tenía el alma y el puño de los antiguos caballeros.

—Mañana es año nuevo y Ud. escribirá por los dos en recuerdo de este instante —concluyó mi amigo—, como presintiendo que no tornaría a ver a su amada.

Y perfumados con las rosas de ese jabón que de seguro era el único en todo el campamento chileno, nos hundimos en las aguas de aquellas lagunillas...

Si hoy me fuera dado volver a aquel sitio, creo que habría de encontrar en él algo del alma, que allí quedo entonces, de ese guerrero tallado en la madera de que se hacen los héroes y los hombres que no se olvidan jamás.

Cuando regresé al campamento, ya la soledad nevada sobre esa tristeza indefinible de las cosas abandonada que tanto recuerda a la muerte. Un crepúsculo de sombras que caía sobre el alma, como la tarde sobre la naturaleza, enlutándola.

Todos aquellos rincones y viviendas, una hora antes llenos de caras amigas y del alegre bullicio de una pareja, estaban callados y desiertos. Una soledad que tenía ecos de sepultura y estaba cubierta de despojos, todas prendas conocidas de éste o aquel uniforme, que parecían gritar al corazón:

—¡Se fueron!

Eran la cuatro de la tarde y empezaban a arder las ramadas que habían servido de cuarteles a los cuerpos y en las cuales se habían gastado tanto trabajo y fantasías.

Los soldados quemaban así sus naves, demostrando a su modo la resolución de dormir en Lima o en el seno de la tierra; pero no de tornar al campo que abandonaban en son de combate.

Media hora después, nos reuníamos en torno de nuestra mesa de familia los empleados del Estado Mayor del Servicio Sanitario. Juntos habíamos salido de Arica, rodeando a nuestro jefe, el doctor Allende Padín, aborde del buque almirante de la Cruz Roja, el Paquete de Maule, y juntos habíamos vivido hasta ese instante en la dulce intimidad de viejos amigos de las calles de Santiago y de compañeros de penurias y alegrías en el viaje, en la estada de Curayaco y en Lurín.

Pero no fue alegre aquella comida, como lo eran todas. A caballo sobre las bancas que servían de mesa, la espalda al viento, protegiendo al plato del polvo que pasaba en nubes, devorábamos a dedo y en silencio una mezcla de charqui y harina.

Otras nubes, más oscuras que ese polvo, cruzaban sobre nuestros corazones como siniestro tropel ce cuervos. No íbamos a ser actores en el gran drama que se preparaba; no saldríamos a la escena; pero ¡qué tarea entre bastidores! El sangriento reverso de la medalla de la gloria, el horroroso detalle de lo que cuesta un triunfo sobre el campo de batalla, eso nos tocaba: los heridos y moribundos; sus angustias, dolores, agonías y la impotencia de reemplazar al lado de ellos los cuidados del lejano hogar.

Nos repartimos como hermanos una ración de pan y carne fría, que debía durar veinticuatro horas, cada cual buscó su puesto, tras mudo y cordial abrazo.

Quédeme yo en la ramada casera, escribiendo al galope de la pluma los últimos momentos de la marcha del Ejército, en la confianza de que me darían aviso oportuno y muy noble compañía el Cuartel General y el Regimiento de escolta —Cazadores—, los cuales debían pasar por mi puerta a las diez de la noche, según rezaba la orden del día once.

Escribí sin sentir el tiempo hasta que uno de los sirvientes de la Ambulancia, antiguo auxiliar de la Segunda Compañía de Bomberos, apegado desde el principio a mí por esa confraternidad de un querido uniforme, llegó a decirme:

—¿Qué, no nos vamos, señor?

—En cuanto pase el Cuartel General.

—¡Si pasó hace dos horas!

—Y tú, ¿qué haces?

—Esperándolo a Ud.

Partimos al trote de nuestras cabalgaduras.

Desde lo alto del puente miré el valle de Lurín, envuelto a esa hora —la una más o menos— en una niebla luminosa que lo cubría como un globo de alabastro. La camanchaca lloraba sobre él sus lágrimas, vertidas en tenue polvo que se teñía de rosa al reflejo del fuego que ardía en las ramadas.

Se oían extraños crujimientos que parecían clamores desesperados, y aquellas lenguas de fuego y humo que se abrazaban en las alturas cual nudo de sierpes remedaban brazos que pedían al cielo en nombre de todas las madres, de todas las esposas, de todos los amores ausentes, el triunfo de esos hombres venidos de tan lejos por el honor de su Patria.

Di mi último adiós a los recuerdos que allí quedaban y seguimos nuestro camino, guiados por los postes del telégrafo, única línea recta que orientaba un poco entre las huellas de los nuestros diseminadas en un espacio inmensurable.

A poco andar, encontramos en la repechada de una loma un convoy de carros de las Ambulancias, atascados hasta los ejes en la arena.

Se trabajaba por sacarlos en un silencio rabioso y desesperado.

Reconocí la manta y el sombrero del doctor Allende Padín. Él y sus ayudantes jalaban de las ruedas, unos a pie, otros a caballo, como simples postillones.

Algunas cuadras más arriba nos dio alcance una caravana de chinos que caminaban al trote, jadeando bajo el peso de una infinidad de objetos que producían, al chocarse, un ligero campaneo.

Los pobres chinos, raza tenida por tan ávida y rapaz, devolvían en activa cooperación la libertad que les diera el coronel Lynch en el valle de Cañete y la ración de arroz que recibían en el campamento: verdad que los chinos habían vinculado al éxito de nuestra causa, seguro para su malicia, las esperanzas de una redención general y de un ansiado desquite que se dejaba entrever con todos los rencores y crueldades que son capaces los débiles. Sea como sea, es cierto que ellos trabajaron como acémilas y siento que no haya otra palabra que exprese mejor verdad.

Viendo los chinos que dos jinetes chilenos seguían la ruta de los postes, se lanzaron a la carrera hacia nosotros, diciéndonos a media voz, pero con viva emoción:

—¡Compale! ¡compale! ¡acá! ¡acá!

Sin vacilar un segundo, cortamos en línea recta sobre el punto que nos indicaban, y sólo después de media hora larga de trote llegamos a distinguir al pie de los cerros que limitaban la pampa por la derecha, una especie de cordón más oscuro que el suelo.

Allí acampaba el Cuartel General y su escolta, sujetando cada cual su caballo de la brida.

Por lo demás, ni una luz, ni siquiera un relincho, como si los animales estuvieran también en el secreto de los hombres.

Por fin llegamos a la que después supe era el abra de la Tablada. En la falda del morro de la derecha se destacaba un grupo de sombras inmóviles, tiradas en el suelo como cadáveres en el tablado de la Morgue.

Se nos acercó un oficial.

—¿Podría Ud. indicarme —le dije— el camino para llegar donde el coronel Lynch?

—Ante todo —me respondió— bote Ud. el cigarro, porque estamos al frente del enemigo —agregando que lo más prudente era permanecer ahí, pues para dar con el coronel Lynch había que cruzar el camino que conducía a las líneas peruanas, señalado cabalmente por los postes del telégrafo.

Era el comandante don Javier Zelaya, de guardia a esas horas en el Estado Mayor, quien nos daba tan sano consejo.

Al tenderme en la arena, entre los bultos inmóviles, reconocí al general Maturana y sus ayudantes. Se secreteaban como contrabandistas.

Una hora más tarde, a lo que presumo, todos saltaron sobre sus caballos.

El reflejo de varias bombas de bengala acababa de rasgar la niebla. Y tras ellas, los cerros ocupados por el enemigo se alumbraron con un triple cordón como de doradas luminarias que hacían el efecto de una iluminación veneciana.

En la pampa se veían vagar largas filas de luces, remedando lejana y fantástica procesión que a ratos se perdía, a ratos se elevaba, según las ondulaciones del terreno; pero siempre en avance, trepando los cerros.

Era la división Lynch que asaltaba el Morro.

Al mismo tiempo tronó el cañón, mezclando sus notas profundas y cavernosas a la sintonía de aguacero de los rifles.

Todo eso en el seno de la noche, que hacía invisible a los actores, era a la vez la lluvia, el rayo y el fragor del trueno.

—¡Parece que estuvieran tostando cochayuyo! —me dijo mi asistente, inquieto y alegre, como el tuno que siente las cuerdas del arpa. Y se le iba el alma por largarse al medio de la refriega con su cruz roja.

Aún no clareaba. Cruzando un portezuelo, encontré al general Sotomayor. No nos habríamos apartado diez pasos cuando sentí a retaguardia el estallido de una granada que creí lanzada por los cañones peruanos. Todavía no sospechaba las perfidias del campo que pisaban los nuestros. Volví riendas y divisé al general cubierto de una cosa negra que rodaba a chorros por su manta; sus ayudantes lo rodeaban, creyendo, como yo, que aquello era sangre. Su caballo agitaba una mano y el general, sin desmontarse, le acariciaba la crin, tranquilizándole.

La pobre bestia acaba de pisar una de las mil granadas escondidas en aquel paso, que era obligado, y en el morro contiguo, que parecía hecho casualmente para observatorio de nuestros generales.

Los peruanos habían calculado bien la colocación de las bombas; pero lo ligero de su material y lo suelto de la tierra en que estaban escondidas, salvó a Sotomayor de morir en píldoras, como él decía.

Pero eran terribles para los infantes. En la cumbre del mismo morro un muchacho lloraba a gritos y un coro de mujeres demandaba socorro para él: otra mina le había despedazado horriblemente una pierna.

El general, mientras cambiaba de caballo, ordenó despejar esas alturas, que estaban como el cerro del Parque en una parada de septiembre. Todas las mujeres de la división, sus chiquillos y muchos paisanos, habían tomado allí balcón para contemplar la fiesta, habiéndose venido de Lurín tras las pisadas del Ejército en cuanto retiraron la guardia puesta expresamente para contenerlos.

A todo esto, ya la mañana había bordado una orla celeste sobre la cresta de los cerros.

Un cuerpo de infantería pasó por nuestra izquierda. En una hondonada de terreno hizo alto.

Sonó un toque de corneta y al final se transmitió sucesivamente de mitad en mitad la voz de:

—¡Botar los rollos!

Siguió un silencio profundo y helado, cual si las aves de la muerte hubieran batido sus alas sobre todas esas cabezas.

Los soldados se apartaban por compañías para dejar en las faldas de la loma vecina los rollos que llevaban a la espalda.

Había llegado, pues, el instante de alivianarse para entrar en batalla.

Todavía el ardor de la lucha no calentaba la sangre, ni despertaba iras la muerte de ningún hermano.

Sólo se sentía un doble frío: el de la madrugada y el de la muerte.

—¡Qué mundo de cosas —decía entre mí— deben pasar por la memoria de estos hombres en este instante supremo! ¡Qué de recuerdos no picarán el corazón como pájaros con hambre!

Así pensaba a fuer de novicio, cuando aquel fúnebre silencio fue súbito interrumpido por un rumor como de gente que se despierta.

Sentíanse voces, trajines, querellas, risotadas por compañías y las órdenes secas de los oficiales que apresuraban la tarea.

Los que la habían terminado y como si al dejar sus rollos hubieren abandonado también todo el amor de la vida, se burlaban alegremente de los que iban llegando a la misma faena, todavía tristes y cabizbajos.

Un roto le gritaba al otro:

—No lo acomode tanto, hermano, si a nadie entierran con eso.

Otro decía:

—Déjelo por ahí, señor, yo se lo mandaré a su mamá. Tal vez tenga algunas alhajas.

Riéndose a carcajadas de los que con mucho esmero se preocupaban de señalar y poner en buenas condiciones el atado de sus pobrezas, cual si fueran a bañarse y no a desafiar la muerte que vomitaban las bocas de cuarenta mil rifles.

Y la algazara subía de punto.

Por hablar algo le pregunté a un soldado:

—¿Qué quiere decir botar los rollos?

—¡Escupirse las manos y apretarse los calzones! —me respondió el roto, haciendo la última operación.

Un toque de corneta impuso silencio.

El regimiento se formó en columnas y luego se deshizo en hebras que se alargaban, se alargaban como culebras hacia las cumbres.

Lo que siguió después me parece que lo he soñado.

La batalla de «los futres»

Nuestro Ejército no contaba con Miraflores, la famosa batalla a la cual don Isidoro Errázuriz dio el nombre de batalla de «los futres» en un brindis que pronunció en el Hotel Maury de Lima, en la tarde del 17 de enero de 1881, consagrando con tal apodo el heroico y pundonoroso comportamiento con que jefes y oficiales enaltecieron aquella memorable acción.

Cierto que en el Cuartel General se preparaba para todo evento y más cierto todavía que el coronel Lynch, sin apearse de su potro obscuro, desde las puertas mismas de Chorrillos se afanaba por prevenir toda sorpresa, ordenando a cada rato:

—«Ocupen esas cerrilladas» por las alturas que dominaban el valle y el caserío del pueblo.

Y cuidados semejantes desvelaban a los demás jefes.

Pero todo eso era más bien, a lo que creo, el cumplimiento de elementales preceptos del arte de la guerra, que temor verdadero de que el enemigo tornara a levantarse después de aquella tunda que resultaba ser —viendo el campo— más que de manos de arrieros yangüeses.

Por otro lado, visible era también que nuestras tropas, cubiertas de gloria, pero rendidas de fatiga, deseaban largo reposo.

Luego el instinto de la vida y su cortejo de pasiones —todo olvidado un momento ante el amor supremo de la Patria— volvía impetuosamente a los corazones con el ansia con que tornan a su nido las aves que dispersa una tormenta.

El espectáculo mismo de los horrores sembrados sobre el campo de la batalla, clamaba con igual fuerza por la paz en nombre de la humanidad.

No habría, pues, por qué no contar aquí que nuestros soldados saludaron con hurras al tren engalanado de banderas blancas que en la mañana de 14 entró a Chorrillos, conduciendo a los mensajeros de la paz.

Sólo se firmó una tregua, pero ella era su comienzo a juicio de todos.

La luz del día 15 vino a reír sobre la fe de esa tregua y las esperanzas de tal paz.

Las dos de la tarde eran pasadas cuando turbó el plácido silencio de la gran llanura el estruendo de una descarga que pareció un chaparrón precursor de un aguacero inmediato, y a poco sobrevino otro más recio.

Como a un toque de prevención, todo el campamento se alzó de pie, y nos decían: «¿Tan pronto?»

Y otros gritaban: «¡Traición!»

Mas, el fuego cesó de tal modo que al retumbar instantes después otra descarga, creyose que sería caso aislado como los anteriores, pero esta vez, tras pausa cortísima, el chaparrón se convirtió en diluvio —diluvio de pedriscos sobre una plancha metálica— que no otra cosa remeda el formidable rumor de una batalla.

¿Qué hacían, entre tanto, aquellos soldados de minutos antes suspiraban por la paz que era la vida y la vuelta al hogar?

Confiados y desprevenidos, éstos en el baño, aquéllos aderezando el mísero rancho, lejos de sus armas en pabellones, todos acudían al punto en que flameaba su bandera.

Aquel deseo de reposo habíase súbitamente trocado en ira araucana.

Soplaba ímpetus de destruir y de matar.

Cuentan que al cruzar la plazoleta de la Escuela de Cabos, un soldado que corría en busca de su Regimiento vio que los prisioneros peruanos detenidos en ese edificio se agrupaban imprudentemente en los balcones, curiosos y hasta esperanzados en una revancha afortunada.

—¡Ésta es la del diablo! —dijo el roto, disparando su rifle hirió a un infeliz que tal vez oraba por la suerte de su Patria, así como nosotros pedíamos por la nuestra.

Conocidas son las peripecias de aquella tremenda jornada.

La división Lynch habíase trabado de tan cerca con los contrarios que desde sus filas se veían claramente los colores de las banderolas de los guías peruanos, y muy luego se vieron, además, las caras de los mismos soldados, avanzando por grupos sobre unas piezas de montaña, que hacían fuego apegadas a la barranca del mar.

Advirtió con espanto que esa batería estaba a vanguardia y se le ordenó retirarse.

A un regimiento de caballería, adelantando en una calleja, diósele también la voz de: «¡En retirada!» y la frase, aunque de táctica corriente, quebrantó muchos ánimos.

Si los que andaban a caballo se retiraban a trote, ¿qué quedaba para los de pie?

Dudo que esta vida tenga otras angustias más amargas, porque allí acontecía de pronto un caso inaudito.

Nuestros rotos, tan incontenibles y tan bravos en el asalto a campo raso, comenzaban a recatarse detrás de las murallas que se alzaban por doquier como para avivar en la carne humana, su instinto brutal de conservación.

De tapia a tapia, cruzaban el espacio como deshecha tempestad, pero ahí volvían a guarecerse.

Ponían sus quepis en la boca de los rifles, alzándolos hasta el borde del muro y los quepis volaban acribillados a balazos.

Un paso en descubierto era, pues, la muerte.

Llegaba, por tanto, el caso extraño de tener que azuzar a esos leones que se dormían como cansados de su primer esfuerzo, y oficiales hubo que usaron sus espadas contra los héroes invencibles que en cien batallas no habían dado otro trabajo que el de contener su bravura.

Miraflores fue, por esto, la batalla de los futres.

Allí los oficiales no morían entre las filas. Caían como Pedro Flores, Dardignac y Nordenflych, desde lo alto de las murallas, heridos en el pecho y en la frente.

Morían como el noble Marchant que tornaba al combate ciego de ira, después de reorganizar a su regimiento despedazado y perseguido un instante, para lavar con su sangre la reculada de unos cuantos pasos.

Pero, ¿cómo recordar en pocas frases todos los rasgos heroicos de aquellos viejos y de aquellos jóvenes que a la par arrojaban su vida contra las balas enemigas para resucitar el valor decaído de sus huestes?

Un niño del Coquimbo se apartaba de sus filas para besar en la frente a su hermano caído y decirle llorando:

—«¡No puedo quedarme a tu lado!»

El comandante Pinto Agüero subía a caballo a pocas cuadras del enemigo para destacarse sobre los suyos y recibir a pecho descubierto el balazo que lo derribó en tierra.

El bravo Lagos, hermoso cual un Caupolicán enfurecido, mostraba su manta blanca como el rey Enrique su penacho, sujetando con su ejemplo y su caballo a su división descuartizada.

El coronel Barceló, sordo a las balas, el pantalón en la rodilla y aferrándose a la crin de su montura como un novel jinete, llegaba de galope al bardal en que se favorecía un regimiento.

Quiso hablar, pero los soldados le interrumpieron, desafiándolo a que él pasara primero. Por toda respuesta, el anciano coronel, clavando su bridón, lo lanzó por un boquete.

Y aquella cabeza, blanca como los azahares de una novia, y solitaria en medio del peligro, levantó al regimiento, devolviendo a todos el legendario valor del roto chileno.

En otro sitio, el comandante Bulnes, al frente de los Carabineros, llamaba a su segundo Alzérreca para decirle:

—Esto se va pareciendo a Tarapacá; si nos derrotan, el enemigo perseguirá a los nuestros por la carretera; forme Ud. el Regimiento en mitades que las atasquen, porque en cargas sucesivas lo detendremos mientras nos quede un soldado.

Y su faz se animaba a una oleada de la misma sangre con todo el Ejército en un quebranto parecido.

El comandante Alzérreca, por su parte, sostenía la serenidad de las filas, respondiendo con toda calma a los oficiales que le comunicaban que los soldados eran fusilados a mansalva:

—Así son las batallas: mueren de uno y otro lado —decía sonriendo.

Todo eso duraba ya un siglo cuando la fortuna cambió de parecer.

Nuestra línea comenzaba a afirmarse sobre el suelo que pisaba. Al ejemplo de sus jefes, los soldados se alzaban, resueltos a redimir la vergüenza de un instante de la flaqueza. Se les veía derribar a mano largos trechos de muralla y precipitarse por los claros con horrorosos chivateos.

La vista de los Carabineros de Yungay, cruzando el campo a galope: la culebra de luz que el sol, al reflejarse en los sables desnudos, hacía ondular sobre aquellas cabezas, arrebató a los rotos y por todas partes se oían los gritos de: —¡Cargan los Carabineros! Como animándose cada cual a responder a ese reto generoso de audacia.

Las baterías que habían pasado a retaguardia, colocadas en un punto más ventajoso, disparaban por andanadas descargas tan repetidas y parejas que apenas si un tiro desdecía de los otros.

En los montes que cerraban al campo por la derecha repercutían con igual violencia los disparos de las otras secciones.

Y en el mar, los buques de la Escuadra, que desde lo alto de la barranca se divisaban como grandes conchas de tortuga, carcomían con sus terribles bombas el terreno que ocupaban los contrarios.

Y aquel fragoroso estruendo, retumbando en los cielos, multiplicando por los ecos, devolvía la fe a los corazones, y uno se decía en lo profundo del alma:

—¡Chile no puede ser vencido!

Sin embargo, aún no había noticia autorizada de victoria. Hasta ese momento el triunfo estaba en que nuestros generales habían logrado rescatar lo perdido en las sorpresas del comienzo.

Se comentaba estas circunstancias, cuando por el extremo de una callejuela de Barranco, arrastrando al galope por tres parejas de caballos, y tumbándose aquí rasmillando allá las paredes, asomó un armón de cureña cual carro que llevara al diablo.

Sendos jinetes manejaban los troncos y dos soldados venían en el asiento trasero, asidos con una mano al barandal, en tanto que con la otra... se atracaban de uva verde, arrebatada al pasar de algún emparrado del camino.

—¿Qué hay?

—¿Cómo sigue? —gritaron de varios puntos.

Echando atrás la cabeza:

—Están en la bolsa —respondieron los otros con la entonación característica de quien habla con la boca llena.

Iban en busca de municiones: pero el enemigo ya «estaba en la bolsa».

Eran las cuatro y media de la tarde y en el horizonte que se abría delante nuestro Ejército, comenzaba a divisarse grandes remolinos de polvo que corrían hacia Lima.

¡El polvo de la derrota!

El perro del regimiento

Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de la marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de grandes alborotos y por ellos tratose en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que el día memorable del alto de la alianza, conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde cada hay que esconder.

Al entrar en batalla —madrugada del 26 de mayo 1880— el Regimiento Coquimbo no sabía a qué atenerse respecto a su segundo jefe, comandante Pinto.

Porque en el campo de las Yaras, días antes solamente de la marcha sobre Tacna, el capitán don Marcial Pinto Agüero, del cuartel general, había recibido su ascenso de Mayor, junto con los despachos del segundo del Coquimbo y la sorpresa de todos los oficiales del cuerpo que iba a mandar.

Por noble compañerismo, deseaban estos que semejante honor recayera en algún capitán de la propia casa, y con tales deseos esperaban, francamente, a otro.

Pero el Ministerio de la Guerra en campaña, a la sazón don Rafael Sotomayor, que se daba y lo tenían por perito en el conocimiento de los hombres, dispuso lo queda dicho en el mismo día en que murió tan súbitamente, dejando a cargo del agraciado la deuda de justificar su presencia.

Por motivos, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Agüero no entró, pues, al Regimiento con el pié derecho. Los Oficiales lo recibieron con una reserva que parecía beneficio de inventario, si no estudiada frialdad.

Sencillamente, era un desconocido para todos ellos; acaso sería también un cobarde.

¿Quién sabía lo contrario?

¿Dónde se había probado?

Así las cosas y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego, no sólo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.

Rotos los fuegos a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y malamente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde debía ser el héroe feliz del Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.

En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del destino!— al segundo jefe: por lo que el Regimiento, la saber la baja de su primero, se detuvo y dijo:

—¡Aquí talla Pinto, como quien dice: ¡Aquí te quiero ver, escopeta!

La ocasión, instante, en verdad, supremo, era, en efecto, diabólicamente propicia para dar a conocer la ley cabal del corazón de un hombre.

A todos esperaban, más no ya con malicias, sino con angustias, que transcurriera ese instante preñado de tantas dudas.

¿Qué haría Pinto?

Pero todo eso, por fortuna, duró bien poco.

Luego se vio al joven comandante salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de las mitades que lo miraban ávidamente; llegar al sitio que le señalaba su puerto —la cabeza del Regimiento—, y seguir más adelante todavía.

Todos se miraron entonces —¿a dónde iba a parar?

Veinte pasos a vanguardia de la primera del primero, revolvió su corcel y desde tal punto —guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de los suyos—, ordenó el avance del Regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.

La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzose impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil de llegar a su lado.

El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y subalternos, rodeando su caballo herido, lo aclamaron en grito de admiración.

«Coquimbo» por su parte —que en la vida tanto suelen tocarse los extremos—, había atrapado del ancho mameluco de bayeta, y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros, a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.

Y esta hazaña que «Coquimbo» realizó de su cuenta y riesgo, acordándose de los tiempos en que probablemente fuera perro de hortelano, concluyó de confirmarlo el niño mimado del Regimiento.

Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del Regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.

El de su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud, con su amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso. Como cariño de perro.

Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme; según los rotos, hasta sabía distinguir los grados, y por un instinto de egoísmo, digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción que acaso él calificaba de distinguida.

Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima.

«Coquimbo», naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla.

Pero el perro —cosa extraña para todos— no dio, al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el Regimiento salía a campaña.

No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría a las cuadras, de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz como un tambor de la banda.

Antes por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del cañal en que se levantaban las «rucas» del Regimiento, como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.

¡Pobre «Coquimbo»!

¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que le aguardaba a él!

La noche cerró sobre Lurín, rellena de una niebla, que daba al cielo y a la tierra el tinte lívido de una alborada de invierno.

Casi confundido con la franja de argentada espuma que formaban las olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo cual una sierpe de metálicas escamas.

El eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que avanza sobre su presa.

Todos sabían que el silencio dependía el éxito afortunado del asalto que llevaban a las trincheras enemigas.

Y nadie hablaba y los soldados se huían para evitar el choque de las armas.

Y ni una luz, ni un reflejo de luz.

A doscientos pasos no se habría visto esa sombra que, llevando en su seno todos los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma muerte.

En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en la cuenta de las probabilidades favorables.

Y así habían caminado ya unas cuantas horas.

Las esperanzas crecían en proporción; pero, de pronto, inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un perro, nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín, puede, en el silencio de la noche, oírse a grandes distancias, sobre todo en las alturas.

—«¡Coquimbo!» —exclamaron los soldados.

Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera incurrido en pena de la vida.

De allí a poco, se destacó al frente de la columna la silueta de un jinete que llegaba a media rienda.

Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar con el comandante Soto —el bravo José María 2.º Soto—, y tras lacónica plática, partió con igual prisa, borrándose en la niebla, a corta distancia.

Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la primera división, coronel Lynch, el cual ordenaba redoblar «silencio y cuidado» por haberse descubierto avanzadas peruanas en la dirección que llevaba el Coquimbo.

A manera de palabra mágica, la nueva consigna corrió boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila, y se continuó la marcha, pero esta vez parecía que los soldados se tragaban el aliento.

Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de un árbol.

Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar, aquí suave y manso, como haciéndose cómplice del golpe, allá violento y sonoro, donde las rocas lo dejaban sin playa.

Entre tanto, comenzaba a dividirse en el horizonte de vanguardia una mancha renegrida y profunda, que hubiera hecho creer en la boca de una cueva inmensa cavada en el cielo.

Eran el Moro y el Salto del Fraile, lejanos todavía, pero ya visibles.

Hasta ahí la fortuna estaba por los nuestros, nada había que lamentar. El plan de ataque se cumplía al pie de la letra. Los soldados se estrechaban las manos en silencio, saboreando el triunfo; mas, el destino había escrito en la portada de las grandes victorias que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya sangre, obscura y sin deudos, pero muy amada, debía correr la primera sobre aquel campo, como ofrenda a los númenes adversos.

«Coquimbo» ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las sombras.

En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería su cariñosa angustia.

¡Todo inútil!

«Coquimbo», con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando. Pero lo hizo allí por última vez para amigos y contrarios.

Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto, separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo la cara, ejecutaron a «Coquimbo» bajo las aguas que cubrieron su agonía.

En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a la arboladura de los buques... y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo de una venganza implacable.

Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo, comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo cuento como puedo, arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y de bronce que iban a asaltar, pero que en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles este rasgo característico:

Su piadoso cariño a los animales.

El coronel Soto

Digo coronel Soto, por la costumbre que tengo de verlo en este rango militar, saltado tantas veces, cual cerca vieja, por mezquinos rencores políticos. ¡Pero históricamente, en aquellos tiempos, tiempos heroicos de la patria joven, hoy cuasi olvidados! Don José María 2.º Soto no era más que teniente coronel, comandante de la alegre y renombrado regimiento Coquimbo, hijo de la muy noble provincia de su nombre.

Segundo jefe del mismo cuerpo era el sargento mayor don Marcial Pinto Agüero, y tercero, el de igual clase, don Luis Larraín Alcalde, de modo que no podía estar en mejores manos esa formidable herramienta del Coquimbo, forjada en la patria del cobre chileno, el mejor del mundo.

Ya Baquedano, por esos días, había hecho pasar en su linterna mágica los cuadros de Tacna y Arica. Estábamos, pues, en la antesala de Chorrillos y Miraflores, y nuestro ejército, esperando la señal de sus clarines y tambores, veraneaba alegremente en ese hermoso valle Lurín, cruzado de anchas acequias, cuyas aguas transparentes se deslizaban bajo el ramaje de los sauces e iban para Lima rezongando, acaso prometiendo que le habían de contar a las limeñas que en sus ondas se bañaban desnudos los rotos chilenos.

Y en todo lo demás de la pintoresca ensenada, tupidos cañaverales en los que el viento en las noches simulaba muy traviesamente el rumor mal apagado de una legión que se viene encima, cosa que no me explico por qué no sucedió en terreno tan propicio para sorpresa de la guerra tras ese telón de cañas, como para lances de amor bajo las lánguidas hebras de los sauces encubridores.

Para no perderlo todo, de aquellos cañaverales cortaron los soldados la «madera» que necesitaron para levantar sus «rucas» en cuadras de verano, construidas todas en el más puro estilo de las ventas y fondas de nuestra Alameda en las Pascuas de aquellos días, más chilenos que los de hoy, ciertamente, en lo de amar y mantener las costumbres nacionales.

El orgullo del Coquimbo era un juego de huesos de ballena que servían de asiento en el comedor de los oficiales. Nadie podía vanagloriarse de un lujo semejante, cuasi antediluviano.

En éstas y otras travesuras se pasaban las horas de descanso, sin que a nadie, al parecer, le molestara el menor presentimiento de lo que podía acontecerle en la próxima batalla, no obstante, que sus ribetes de duelo a muerte eran bien visibles para todos. Nadie se engañaba acerca de esto.

Por última vez, el día 12, ocupé mi asiento sobre aquellos hospitalarios huesos. Se daba el banquete de la despedida, antes de levantar la casa, y como a cada momento aumentaba el número de los agregados, el oficial ranchero creyó de su deber hacernos esta prevención al servir la cazuela:

—¡Señores —dijo— aseguren presa, porque caldo no ha de faltar!...

Y toda esa alegría era tan sincera y espontánea, que se hubiera creído que ese vibrante puñado de corazones se encontraba cenando donde Gage o en lo de Paulino Segovia.

Y vino la batalla, y el suelo, los cañaverales, las faldas de los cerros, sus barrancos, sus cumbres, fosos y trincheras se cubrieron de muertos y de heridos.

¡Qué charco inmenso de sangre!

¡Qué matadero de reses humanas!

¡Qué montañas de horrores!

Dragoneado de hermana de caridad, o sea, de mozo de palangana al lado del doctor Allende Padín (sobre la palangana tajeaban a diestro y siniestro), todos llevábamos cuenta cabal de los que llegaban heridos, y nos alegraba la ausencia de nuestros amigos. No habían caído, decíamos; pero luego saltaba esa horrible duda:

—¿Y si estuvieran todavía botados en el campo? ¿Y si viniera un ataque nocturno, que todos temían?

Imposible, habría sido, humanamente, recoger a todos los heridos; el vasto campo de batalla tenía tres cancha separadas y distantes: San Juan, Chorrillos y el Morro de Solar, con su famoso Salto del Farile; luego la noche, vidrio de aumento de todas las angustias, se había venido encima sin desahucio del crepúsculo chileno; y al último, negra verdad como dos catedrales, no se esperaba a tanta ni tan distinguida concurrencia.

Y cuando, al parecer, ya no cabía un doliente más, como a eso de la 1 de la mañana del 14, los doctores don José Arce y don Absalón Prado, descargaban un nuevo cargamento de heridos. Después de dormitar un rato sobre la blanda arena y entre la húmeda camanchaca, los despertó la idea de los que yacían abandonados. Pensando muy exactamente que todos se arrastrarían hasta la línea férrea, movilizaron un carro, arrastrado por sus propios caballos y el empuje de algunos ambulantes. Todos antiguos voluntarios o auxiliares de 2.ª Compañía de Bomberos de Santiago, lo llenaron con esa última cosecha, realizada a tientas, heroicamente, entre las tinieblas de la noche, sobre un campo desconocido y con igual piedad para los amigos y enemigos.

Entre los recién llegados venían dos o tres Coquimbos y un Melipilla. Por ellos supimos que Soto había muerto en los primeros momentos de la batalla. Los detalles que daban no dejaban lugar a dudas.

Derrotado en dos primeros zarpazos que les tiró a las trincheras enemigas, Soto había arengado a la tropa y, alzando una bandera chilena, se había lanzado por tercera vez al asalto del maldito Morro, a la cabeza de su regimiento.

Los que conocíamos a Soto, lo veíamos pintado en esos rasgos.

En el curso del día, varios amigos, haciendo un hueco entre los quehaceres y lágrimas de la jornada, nos dedicamos a buscar su cadáver, inútilmente.

En el Coquimbo y en el Melipilla, cuerpos que habían combatido junto, sólo sabían que el comandante había muerto; que al verlo caer un bramido de cólera había estallado entre las filas, y que, haciendo a un lado su cadáver, habían trepado, sin saber cómo, los últimos trescientos metros que los separaban de las trincheras peruanas, y que una vez arriba, nadie había vuelto a mirar hacia atrás...

Bien muerto quedaba, ciertamente y por lo demás, ya no era posible pensar en un solo hombre, cuando por todas partes se veían amigos muertos o agonizantes en el horroroso hacinamiento de cuerpos que se habían formado en el edificio de la Escuela de Cabos, convertida por nuestros cirujanos en el hospital de sangre, bajo el amparo de nuestra bandera vencedora.

Por otra parte, había que preparar alojamiento para nuevos huéspedes si se daba otra batalla, y, entre tanto, el día se hacía corto para hacer vendas, repartir alimentos, barrer inmundicias y lavar como niños chicos a esos rotos tan bravos para pelear, pero que al verse tendidos comenzaban a regalonear o a taimarse, acariciando el rifle, que ni los agonizantes consentían en soltar de su lado. Los buenos y sanos pasaron el día entretenido con el alboroto de las negociaciones de paz; los diplomáticos, encantados de hacer algo, iban y venían de uno a otro campo...

Isidoro Errázuriz fue enviado a la tienda de Piérola como parlamentario. El «ñato» Cox llevaba la bandera blanca, y mientras Errázuriz que era nuestro primer orador, hablaba en nombre de Baquedano, el «ñato» que era con el «checo» Fornes (no se les conocía por otros nombres), de los primeros jinetes del ejército, dejaba bizcos a los ayudantes de Piérola con sus hazañas de centauro, en los desafíos que le hicieron para matar el tiempo.

Todo quedó en dimes y diretes hasta el 15, el día glorioso en que el talento y el valor de Lagos convirtieron en victoria una sorpresa sangrienta que al principio se tiñó con todas las livideces mortales de la derrota.

Y el mando del Coquimbo pasó después de esta batalla a manos de un simple capitán, pues en ella cayeron Pinto Agüero y Larraín Alcalde, como tantos otros jefes y oficiales, tantos, que Isidoro Errázuriz, al contarlos, con sus lágrimas, dijo con un rugido de león:

—¡Miraflores es la batalla de los futres!

Porque el aliento que por un rato pudo faltarles a los soldados, le sobró a los jefes y oficiales.

Verdad tan grande como los sustos, las alegrías, las penas y la gloria de ese día horrible y grandioso, en que la suerte de Chile, como un acróbata que baila en la cuerda sobre un precipicio (haciendo mala comparación), vaciló un instante y pareció tumbarse, de la manera que todos sentimos que el hilo de la vida se cortaba en nuestros corazones, que el cielo se teñía de sangre, y cerramos los ojos para no ver lo horrenda caída.

¡La caída de la Patria en los umbrales de Lima!

Pero todo eso sólo duró la eternidad de un momento.

Por lo demás, la noche que apagó la luz de ese día no tiene descripción posible. Chorrillos, Barranco y Miraflores ardían por las cuatro puntas. Ardían en las calles los cadáveres, hombres y animales. El aire espeso era caliente y olía a cosas podridas. Y el fuego avanzaba sobre el hospital y en éste ya no cabían ni un dolor ni una inmundicia más.

La evidencia solamente de que, abiertas de par en par quedaban las puertas de Lima para que entrara Chile por tercera vez en su corta existencia, podía enjugar el frío sudor de tantas amarguras.

Pero a ratos se llegaba a pensar que eran tal vez más felices los que habían muerto como Soto, una vez por todas, antes que sufrir tan espantosas agonías, lejos de la patria y en tan tremendo abandono.

Ansioso de ver a cierto oficial de marina, el 16 por la mañana me dirigí al Cochrane, al que los rotos de tierra llamaban cariñosamente el «ñato», lo mismo que al Blanco Encalada.

Al pasar, por un departamento silencioso y fresco, como un suburbio del buque, vi dos hamacas que se balanceaban al lento compás de la inmensa mole.

Poniéndose un dedo sobre los labios, el oficial me dijo al oído, señalando uno de los colgantes:

—Simpson, de Navales, le han amputado un brazo y está muy mal.

Y, acercándose al otro, descorrió una gasa que servía de mosquitero.

—¡Soto! —exclamé sin poder contenerme.

Allí estaba, en efecto, la boca llena de sangre, descoyuntado como un Cristo desprendido de la cruz. Una lucecita brillaba apenas tras sus cejas contraídas, chispa perdida entre la ceniza y medio muerta de ese rostro ten lleno de vida y de marcial bravura poco antes.

Este último rasgo sobresalía en la personalidad física y moral de Soto; en alma y cuerpo era, como lo es hoy, un soldado en la más completa y hermosa significación de la palabra. Tenía madre, esposa, hijos y su hogar, formado hebra por hebra, como el nido de los pobres; pero todos esos cariños vivían en él como a continuación de su amor a la patria y de sus deberes de soldado.

La alegría de encontrarle vivo logró sobreponerse al doloroso espectáculo de esa agonía; porque así tan grande e invencible es la esperanza; pero a bordo se hacían pocas ilusiones.

A su lado, inmóvil, tragándose sus lágrimas, estaba de pie la hermana de caridad, el ángel de la guarda, la Providencia del oficial en campaña: el asistente, ese tipo incomprensible y sublime, cristalización de todas las gracias, maulas y virtudes que caracterizan al roto chileno y que llegado el caso, con una mano maneja el cuchillo y con la otra acaricia como las madres al jefe que lo ha elegido para su perro guardián.

Ostentaba insignias de sargento y dormía vestido al lado de su jefe.

Por su parte, la oficialidad del blindado se turnaba para cuidarlo.

Llevé a tierra, triunfante, la increíble noticia; borrose su nombre de la lista de los muertos y todos quedaron en la convicción de que si no habían logrado matarlo «al golpe», ya no moriría así no más.

—¡De ese roble ya no harán leña, mi señor! —decían alegremente sus hermanos de armas en las viejas campañas de Arauco.

Poco después, el coronel Lagos me hizo el honor de llamarme con el objeto de preguntarme si yo, con mis ojos, había visto vivo al comandante Soto. Soto, para Lagos era algo como una espada de repuesto, cien veces probada en sus puños.

Me pareció que la noticia le quitaba de encima una gran pesadumbre a ese glorioso soldado, que en su poncho de brin ostentaba la blancura del penacho de Enrique IV.

—¡Caramba! —me dijo—. Yo le puse de tranca contra el flanqueo de Iglesias, y ha prestado a la patria un servicio inolvidable.

A la verdad, todo el ejército reconocía que para la misión que se le confió a Soto se necesitaba un soldado que supiera morir como morían los de Esparta por la patria y sus santas leyes.

Al rayar el alba del 17, la división de vanguardia, los escogidos y felices que iban a tomar parte en la entrada triunfal a la metrópoli peruana, terminaban sus preparativos estruendosamente dichosos.

¡Lima! ¡Lima! Y nadie se acordaba ya de nada. Los muertos al hoyo y los vivos al bollo. La oración fúnebre más larga se reducía a la fórmula sacramental de la indiferencia araucana del roto por la vida.

—¡Le tocó, pues, señor! «Y diei», mañana nos tocará a nosotros.

Ello es que el campamento parecía una jaula de loros. Los que se quedaban reñían con envidia a los designados para el jolgorio de la entrada, y como en el hambre ambiente del campamento todas las comparaciones se relacionaban por algún lado con las cosas de comer, los primeros decían de los segundos que éstos eran los comedidos que en las tertulias acarreaban viejas al comedor para gozar de la primera mesa.

Ellos se lo comerían todo; pero los otros se reían repletos de satisfacción, acicalándose con la más cómica solemnidad, cada toro delante de su espejito de mano.

No sé en qué esté el secreto de esto que pueda tal vez parecer mariconada militar al que mire las cosas por encima; pero el hecho es que nuestros soldados hicieron la campaña del 79, con espejitos en los bolsillos, con la mismísima naturalidad con que la del 51 llevaban escapularios en el pescuezo.

¿Quieren decir estos pintorescos detalles que ha cambiado o disminuido la gloriosa vocación del roto para pelear y morir por la patria?

Sería como decir que hoy son menos bravos, porque son más futres los soldados chilenos; pero los «mauser», como ellos dicen, por todo lo distinguido dentro de lo alemán, nos les han hecho perder ninguna de sus condiciones tradicionales.

Y chasco se llevaría quien pensara lo contrario; porque si con Bulnes y Cruz se batieron en Loncomilla como tigres, hasta quedar sobre el campo la mitad de los combatientes, con Baquedano y Lagos a las puertas de Lima, atacaron y se defendieron como leones que no habrían dejado cosa en su lugar, si la púdica noche (y la estrella buena de Chile) no hubiera interpuesto el manto protector de la camanchaca y sus tinieblas entre la ansiada Lima con su cielo estrellado de mujeres encantadoras, y el malón araucano jurado como supremo desquite en las penalidades abrumadoras de larga campaña...

¡Lima! ¡Lima! El arca abierta delante de la cual hasta los justos debían delinquir... «en el reglón pompadour de los mandamientos».

Un buen día apareció Soto en el Callao, rigurosamente vestido de paisano. Le habían nombrado colmadamente del resguardo de la aduana, y estaba de convaleciente, más de ánimo que del cuerpo, cuyas heridas habían ya cerrado.

Se quejaba de la vida, aunque la había recuperado por milagro, y con más fastidio de la vida militar. Lo que era él ya no volvería a sacar la espada por nada de este mundo, nunca jamás, viniera lo que viniera.

Pero en esto vino la intentona de intervención yanqui en el arreglo de nuestros negocios con el Perú, y tan injusto y descarado atropello, no ya de parte de la gran nación, sino de un bellaco político, produjo, naturalmente, una especie de fiebre en el ejército, avecindado pacíficamente en Lima.

Jefes y oficiales se subían a las nubes en el colmo de la indignación. Los rotos, sin inmutarse tanto, se limitaban a decir con sorna habitual:

—Muy bien, pues. ¡Alguna vez hemos de pelear con la gente!

A todo esto, Soto mejoraba visiblemente de salud, y una noche se presentó vestido de militar a una comida de amigos. Se había avergonzado de su traje de paisano, pareciéndole que en tales momentos las prendas civiles eran como un escondrijo de sus deberes de soldado.

Por algún rato se logró acallar la cuestión de la patada yanqui; pero al final hubo explosión. Los años se caían de aquellos corazones invencibles. Los más viejos peroraban como tenientes en la flor de los años y de las ilusiones. En opinión de Soto, a Chile no le quedaba más que portarse como quien era, para eso allí estaba su ejército que sabría morir como un solo hombre.

—Y después me lo dejan boqueando, como en el Salto del Fraile —le dijo un compañero.

Entonces la conversación recayó, naturalmente, sobre las peripecias del Coquimbo y la muerte de Soto en aquel famoso asalto.

Cada cual recordaba algún incidente visto u oído.

Juntándolos todos, resultaba, más o menos lo siguiente:

En la tarde del 10 de enero se daba en el campamento por definitivamente acordado el plan de ataque a esas formidables trincheras peruanas, tras de las cuales, Piérola, con justos motivos y patriótico orgullo, consideraba al Perú tan seguro como a San Pedro en Roma.

Sin embargo, el comandante de un buque de guerra extranjero le había observado sacando su reloj:

—Es cierto, señor; la situación de su ejército parece inexpugnable; pero yo he visto a una división chilena tomar a la bayoneta las fortalezas de Arica en cuarenta y cinco minutos contados en este mismo reloj.

Por el lado nuestro corría el rumor de que Lagos no estaba conforme con un detalle del plan de ataque. Trataba el coronel nada menos que conjurar el peligro con que amenazaba el cuerpo de ejército que comandaba el coronel Iglesias sobre el Morro Solar. En su concepto, era absolutamente indispensable asaltarlo desde el principio y apretinarlo contra las mismas cumbres en que estaba fortificado, porque en cualquier descuido y contratiempo de la 1.ª división, aquél se vendría cerro abajo con el ímpetu de una avalancha para flanquear nuestra ala izquierda. Todo flanqueo por este lado suponía un corte formidable al contacto del ejército con la escuadra. Imponíase, en consecuencia, la necesidad de dedicarle un ataque especial.

Y tanto dio y cayó que, al fin, el buen sentido de Baquedano aprobó su iniciativa, comprendiendo la perspicacia militar de Lagos. Sin pérdida de tiempo, el coronel se dirigió al campamento del Coquimbo, y allí, sin apearse de su caballo, dijo tranquilamente a Soto:

—Acabo de sostener una lucha en el Cuartel General para conseguir que se destine una pequeña división con este único objeto: que el día de la batalla se encamine por la orilla del mar, y, apoyada por la escuadra, ataque de sorpresa, si es posible, el ala derecha del enemigo, que se apoya en la fortaleza y trincheras que tienen en el gran Morro Solar, y en todo caso evite que pueda flanquearnos por ese lado. Para el desempeño de esta importante misión he designado a usted, seguro de que usted no me dejará mal. No le oculto el peligro ni las dificultades; pero si usted logra el objeto, habrá prestado un gran servicio.

Y como Lagos no hacía las cosas a medias, agregó enseguida:

—Hoy mismo (esto era el día 11) tendrá usted a sus órdenes el vaporcito Toro, para que vaya a reconocer la costa que rodea al Morro hasta donde pueda.

Y no hablaron más; porque ambos sabían a qué atenerse desde algunos años atrás, como quiera que en 1853, Soto, cabo 1.º en la Escuela Militar, salía al Ejército con la jineta de sargento 1.º de la 2.ª compañía del 4.º de línea, cuyo capitán era Lagos.

A las 4 de la tarde, el comandante Soto terminaba su reconocimiento de la costa, y al día siguiente se le llamaba del Cuartel General para que asistiera al consejo de jefes de división, en que el general Baquedano iba a comunicar sus últimas instrucciones acerca de la batalla que empeñaría al amanecer del 13, o sea, «al cuarto del alba», como decía don Pedro de Valdivia.

La división Soto quedó compuesta del regimiento Coquimbo y del batallón Melipilla que mandaba don Vicente Balmaceda.

Se acercaba plácidamente la tarde del día 12 y con ella «la hora de la conciencia y del pensar profundo». Todo sonríe en la naturaleza, mientras brilla el sol; pero cuando en vísperas de un duelo a muerte, la noche amortaja a la tierra y las cosas parece que hablan y los sapitos cantan su rosario en los charcos, única voz en aquel silencio de muerte, entonces cada hombre escribe a los de su casa...

Soto, como todos, escribía apresuradamente a los suyos, cuando se presentó en su tienda un joven practicante de medicina en demanda de un gran favor:

—¡Al grano! —le dijo Soto, sin levantar la vista.

—Soy, señor —continuó el joven— el practicante David Perry; por el momento no tengo colocación, pero como deseo servir a mi patria le suplico me permita formar parte de su división en la batalla de mañana. Además, los del Coquimbo son mis comprovincianos.

Soto le miró entonces, para decirle:

—Muy bien, joven, queda usted como cirujano del regimiento.

Enseguida entró un paisano en traje de arriero.

—Yo soy, pues, señor — tartamudeó éste—, Bernardino Alvarado, a quien usted encontró cateando en el interior de Bolivia cuando perseguía al general Campero.

Estaba empleado en la sección de Bagajes, pero, habiendo sabido la proximidad de la batalla, había abandonado las mulas y carretones y su sueldo de ochenta pesos para pelear al lado de su salvador en Bolivia.

Y de estas deserciones hubo muchas entre los rotos, que no se conformaban con que después les contaran cuentos de la batalla cuando la tenían tan a la mano.

El Coquimbo, seguido del Melipilla, dejó su campamento y emprendió la marcha por la orilla del mar, camino del Morro, pero luego la obscuridad se hizo tan profunda, que Soto juzgó prudentemente esperar que aclarara un poco, tanto para dar un descanso a su tropa a la hora de su reposo acostumbrado, como para evitar el riesgo de caer de cabeza sobre el enemigo.

La columna se detuvo y entonces ocurrió esto, que, contado, puede parecer mentira. Los Coquimbos y Melipilla que habían recibido doble ración de marcha, despacharon una, y luego se quedaron profundamente dormidos, largo a largo, sobre la arena, bien convencidos de que sobre el jefe caía la obligación de velar por ellos.

Despertados de allí a buen rato, se emprendió nuevamente la marcha y en este segundo avance, que constituye uno de los episodios más dramáticos de la batalla de Chorrillos, ocurrió la escena inolvidable de la muerte del hijo adoptivo del Coquimbo, a quien los soldados en la tarde de la victoria de Tacna, le dieron un puesto en las filas y el propio nombre de su glorioso regimiento.

La batalla estalló de pronto. Soto, sin pensarlo más, se lanzó sobre las primeras faldas del Morro como de un brinco, y tan violento y rápido fue su ataque, que, en menos de una hora, apagaba los fuegos y se adueñaba de una batería que Iglesias había emplazado bordeando al pie del cerro.

Siguió un recio tiroteo. Nuestra escuadra trataba de barrer las trincheras de los faldeos, en las que los peruanos tenían sus ametralladoras hábilmente agazapadas; pero luego tuvo que suspenderlos, temerosa de herir a los nuestros.

En tales condiciones, el combate era bien desigual y el suelo comenzaba a matizarse de Coquimbos y Melipillas, caídos sin haber pagar su muerte al enemigo. Éste los mataba impunemente.

Sólo ordenó entonces a su división replegarse sobre los mismos faldeos, quedando así amparada por las irregularidades del terreno, y debajo casi en línea recta, de las propias baterías enemigas.

—Esta feliz maniobra —me decía un veterano— nos libró de que el enemigo nos comiera vivos.

Ella les permitió también reponerse y organizarse de nuevo, y lo que era igualmente necesario, reponer las municiones para continuar el combate cerro arriba. Para esto último, Soto ordenó a uno de sus ayudantes fuera a buscar tres cargas que había dejado en el último descanso, pero como para esto había que salir a la zona que el enemigo barría y soplaba con sus fuegos, aquél vaciló indecorosamente.

Al ver tan extraña cosa, Larraín Alcalde al frente y dijo a Soto:

—Présteme su caballo, mi comandante, y yo iré por las municiones.

Ante esta heroica acción, Soto se desmontó, diciéndole:

—¡Usted se porta como quien es!

Larraín Alcalde fue y volvió, porque la muerte no quería llevárselo sin los laureles de Miraflores.

Pero en el entretanto, el tiempo pasaba casi ridículamente, podía decirse, porque ni los nuestros se atrevían a escalar su calvario ni los peruanos a dejar sus madrigueras.

Soto sentía en su frente, en la frente también de su invicto Coquimbo, la afrenta de semejante situación, aun cuando, quedándose donde estaba, cumplía lo principal de su consigna: contener a Iglesias.

De este modo llegaron a transcurrir dos horas. Como león enjaulado, Soto recorría el terreno, tratando de romper por algún lado los barrotes de su jaula. A la desesperada hizo un ensayo. No quedaba más recurso que irse de frente, y al efecto, lanzó la primera compañía contra las trincheras más próximas, a unos trescientos metros; pero ésta tuvo que replegarse «a paso de vencedores», porque en menos de diez minutos, dejaba en el campo más de veinticinco hombres, entre muertos y heridos.

Esta retirada produjo en la tropa un efecto desastroso. Soto inclinó la cabeza, mordiéndose el ancho bigote. Se le hubiera creído agobiado bajo el peso de la situación. Mas no era así: era que se arrancaba de los pliegues del alma el amor a la vida en aras de la patria, y rota, al fin, esta cadena, ese hombre sin miedo y sin reproche, dijo a su segundo, Pinto Agüero;

—¡Aquí hay que vencer o... morir! ¿por qué sólo Arturo Prat se puede sacrificar por la patria y no lo hago yo también, ahora que estoy obligado?

Y alzando con sus manos una bandera chilena, dirigió a los suyos una arenga, que era más bien un desafío al honor de todos, y a la voz de: ¡Adelante, muchachos!; salió al frente de los suyos, camino de la muerte y de la gloria.

Nadie vaciló en las filas. Como un solo hombre, la tropa siguió entusiasmada ese heroico ejemplo porque, desde que Chile es Chile, no se ha visto jamás que el roto vuelva cara cuando su jefe va adelante.

Minutos después, Soto caía atravesado por una bala que, entrando por el pecho, salió por encima del pulmón izquierdo. Pero, ¿qué importaba? Su división ya no volvería a la gatera, después del tirón que le había dado. Pinto Agüero corrió a recibir sus órdenes.

—¡Yo muero! —balbuceó Soto— Siga usted al ataque...

Y como en sueños oyó el grito de sus soldados:

—¡Mataron al comandante! —grito de guerra con que enardecían unos a otros, mientras trepaban como gatos alzados, los flancos formidables del Morro.

Soto se desangraba en la vecindad de otros que ya habían muerto del todo, cuando llegó el cirujano Perry a cumplir su sagrado ministerio.

Estancó la sangre, vendó las heridas y diole a beber unos sorbos de coñac con agua, y sin pronunciar palabra, corrió en busca de otras víctimas que atender con igual cariño.

Y como en prueba de que el bien que se hace nunca es perdido, momentos después llegó Alvarado, por su parte, llevaba un balazo en un pie, improvisó una camilla y como divisara que providencialmente se acercaba un bote de la escuadra, comenzó a dar voces y hacer señales hasta que fue visto y oído.

El fiel asistente dio a conocer la categoría del herido, agregando que el general Baquedano pedía fuera llevado a bordo, porque estaba muy grave y las ambulancias distaban dos leguas.

Un «cucalón» que venía entre los tripulantes, al ver que Soto arrojaba bocanadas de sangre, exclamó con sincera lástima:

—¡Para qué llevan a ese pobre!

Pero el apuesto y noble muchacho que mandaba la embarcación lo llevó piadosamente a bordo de su nave.

La entrada a Lima

Parece un sueño que hayan transcurrido ya veintiocho años desde aquellos días de tantas emociones y de tantas glorias, glorias que entonces veíamos cubiertas, como las flores al amanecer, de un rocío de triste y hermosas lágrimas, lágrimas que luego evaporó el espléndido sol de un triunfo colosal, cuya luz, si alumbró millares de cadáveres, puso también a nuestros ojos la visión encantadora del porvenir que despuntaba para Chile.

Y este detalle, el recuerdo de los hombres, por muchos, grandes y queridos que fueran, hubo de borrarse ante este supremo conjunto: la patria.

Por eso Lima secó todas las lágrimas, cubriendo con el manto de la gloria a los chilenos que quedaban insepultos y desnudos sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.

La proclama que el general en jefe dirigió a las tropas desde el palacio de Pizarro el 18 de enero de 1881, concluía con estas justas palabras:

«En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard; los mayores Zañartu y Jiménez, y ese valiente capitán Flores, de Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida».

Y como place al corazón volver con las mágicas alas de la memoria a los paisajes del tiempo pasado, particularmente cuanto tanto cuadran los minutos de hoy con los de ayer y todo parece igual, menos nosotros mismos, no han de causar enojo algunos recuerdos de aquellas acciones memorables, en defecto de otros más públicos y dignos de su lustre, así como de los bienes que engendraron y de la gratitud que corresponde y sienta bien a un gran pueblo.

La noche negra y triste del 15 al 16 se pasó en nuestro campamento del modo que tengo dicho, más o menos, en otra parte, cumpliendo preceptos de su arte y aleccionado por la reciente enseñanza, el general Baquedano desde la tarde misma de la batalla de Miraflores dispuso al Ejército, en cuanto lo permitían las circunstancias, en situación de cerrar y bombardear a Lima. Era su empeño avanzar las tropas más allá de las trincheras conquistadas, a fin de evitar las bombas de que estaba sembrado el terreno en que habían combatido. Así se veía a los regimientos, ya tarde de la noche, andar a tientas de aquí para allá, como quien en lo obscuro busca su cama.

No sé que se haya referido, antes de hora, un lance de aquella trasnochada, muy sencillo en sí mismo, pero que pudo tener las consecuencias que es fácil calcular.

Uno de esos tantos dramas que teje el acaso y que por un detalle insignificante, a veces hasta ridículo, no pasa a la escena, estando todos los elementos preparados para su ejecución.

La división del coronel don Pedro Lagos acampó en el pueblo de Miraflores. En la plaza desplegó sus baterías, 12 cañones Krupp, el mayor Jarpa. Los otros cuerpos se tendieron en los potrerillos vecinos.

Brillaba la luna al tenor del dicho popular. Brillaba como la plata.

A eso de las nueve, el mayor Jarpa recibió del coronel la orden de preparar sus piezas para hacer fuego sobre el primer tren que asomara por la línea de Lima.

Nada era más fácil. Saliendo de la plaza, la línea se encajona entre las paredes de una calle, describiendo al final una estrecha curva.

Cada artillero recogió la manta con que domaba las piedras, y arrastraron los cañones hasta dejarlos abocados sobre la línea, a veinticinco metros del claro de la curva. Prolijamente se cargaron con sendas granadas y, estando todo revisado y listo, el mayor Jarpa salió a recorrer las vecindades a objeto de hacer retirar la tropa que hubiera en el frente, calculando que doce granadas a boca de jarro sobraban para un tren y podía salpicar a los soldados, que por allí andaban, con las astillas.

Las once habrían dado, cuando se divisó, viniendo de Lima, un pálido resplandor que avanzaba a destelladas. Luego el ruido sordo y los resoplidos característicos no dejaron duda.

Era un tren.

Se acuñaron los fulminantes en las piezas y los artilleros quedaron con la cuerda en la mano, atentos a la voz de ¡Fuego!

Habrá de parecer novela, pero es lo cierto que no faltaban más de doscientos metros para que el convoy doblara la curva, cuando llegó a todo galope el comandante, hoy coronel, don José María del Canto, jefe del servicio en esa noche, gritando desde lejos:

—¡Jarpa, no dispare!

El tren pasó.

En la plaza se apearon los nocturnos viajeros; se les vendó la vista y cada cual con su guía, emprendió la marcha hacia el alojamiento del coronel Lagos.

Eran los eternos diplomáticos.

Solicitaban una conferencia del general en jefe; pero el general se negó a recibirlos y sobre los mismos pasos se devolvieron, pernoctando en una casa del camino.

Parece que Lima devoraba en esos instantes las angustias de un peligro inminente y no esperado.

Sus defensores de la tarde empezaban a sacar cuchillo contra ella misma.

Parece igualmente que el general quiso dejarle aquella noche para que meditara sobre la almohada del insomnio acerca de sus conveniencias y de los deberes que la derrota impone a los vencidos.

Entretanto, al amanecer del día 16, podían contarse ciento cuatro cañones abocados a sus engreídos muros.

Pero más tarde, un oficial de la marina italiana llegó a las avanzadas a guisa de parlamentario. Recibido con el ritual de campaña, pasó a la tienda del general.

El cuerpo diplomático solicitaba una audiencia para el alcalde de Lima, don Rufino Torrico, que caballerescamente, cuanto todos se perdían, salía para hacer los honores de la casa en aquel espantoso duelo.

El general contestó exigiendo la rendición inmediata y sin condiciones de la capital. Él no tenía más deberes de soldado a qué atender y si un solo tiro prolongaba la resistencia, Lima pagaría sus culpas con su sangre.

A las doce llegó Torrico, acompañado de los ministros, los almirantes de las escuadras de Inglaterra y Francia y del jefe de la escuadra italiana.

El tren que los conducía arrastraba, además, dos carros atestados de heridos chilenos, devueltos al general como en prenda de paz.

El alcalde entregó la ciudad sin condiciones. Los ministros pidieron gracia para los vencidos, se fijó la entrada del Ejército para el siguiente día a las cuatro de la tarde, siguiendo después una plática menos ceremoniosa.

A las 2 de la tarde regresaron a Lima.

No iban muy lejos cuando ya circulaba por el campamento un surtido de noticias para todos los gustos.

Se decía que Piérola, sin asentar pie en Lima, galopaba con su gobierno en dirección a la sierra: que los derrotados intentaban saquear la ciudad de tal modo abandonada; que Canevaro había propuesto un asalto nocturno a nuestro campamento, a tiro seguro; pero se había extraviado o no lo habían seguido; que el pánico era espantoso y que todos clamaban por el avance inmediato de nuestras tropas, como único amparo contra la comuna de zambos que estaba empezando.

Se contó también que durante el zafarrancho del combate de Miraflores llegó al puerto Ancón, donde estaban las escuadras extranjeras, no la noticia de la aventura que corrieron los ministros en su almuerzo con Piérola, sino la de que el ministro inglés había sido muerto por los chilenos y que el almirante, al oír esto, había puesto sus naves en son de guerra para irse sobre las nuestras en demanda del agravio.

Dadas estas circunstancias, el asunto no parecía inverosímil, sobre todo si se atiende de esa especie de elefantiasis que sufren los rumores callejeros, especialmente en horas de tribulación y de dudas, y esos rumores, hasta los últimos instantes, siguieron propalando cosas peores de nosotros.

En cuanto a la resolución del almirante inglés, también habían solido adoptarse otras más desatentadas.

Pero antes de ver lo que en realidad pasaba en Lima, conviene dar una postrera recorrida a nuestras tiendas, dándole, con permiso, este poético nombre al suelo raso y al cielo desnudo; pues no había más para descanso y abrigo.

Los mismos heridos, en la Escuela de Cabos, los que no cupieron en las salas y corredores, estaban en los patios, a toda intemperie.

¡Eran cuatro mil los que penaban en aquel horrible purgatorio!

Soplaba, viniendo de todas partes, un viento peor que de albañal, hálito de sepultura, que se aspiraba espeso, tibio y vagueante.

Ni las brisas de la campiña ni la del mar cercano alcanzaban a barrer los hedores de aquella nevada de cadáveres, recalentados por el sol, que cubría el suelo.

Cuando el alba de 16, salí de mi ruca, vecina a la de un campamento de chinos que habían pasado la noche fumando opio y jugándose a las cartas lo robado entre los escombros o a los muertos, sentí que con la primera bocanada de aire libre había tragado una porquería indefinible.

Las bestias caminaban espantándose, a cada tranco, de esos bultos extraños a los cuales una mano ebria o loca parecía haber dado las actitudes más extravagantes y los gestos más ridículos.

Poco después, los médicos hablaron de la necesidad de sacar inmediatamente a los heridos de aquel ambiente envenenado, por lo menos de desahogar de algún modo el recinto de la Escuela de Cabos, donde se apiñaban cuatro mil hombres en toda la invalidez de la miseria humana.

Temían con sobrada razón que de un rato a otro se declarara la fiebre gangrenosa, soplo tremendo que habría apagado en pocos instantes el candil de la vida que oscilaba en ellos.

En un cuarto, y no muy grande, el segundo piso, estaban el comandante Souper, Marcial Pinto, Camilo Ovalle y tres o cuatro oficiales más, cuyos nombres no recuerdo. Desde las camas, por las ventanas entreabiertas, dando paso a ese aliento pestilente del campo, se divisaba el más horrible paisaje que podía ponerse delante de sus ojos.

Sintiendo a la muerte en sus propios cuerpos, la veían, además, por todas partes; porque en todas partes se descubrían cadáveres asquerosos de hombres o animales, espantosamente hinchados, unos ya comidos en parte, otros mutilados por un culatazo o un golpe de granada.

Algunos ardían suavemente, despidiendo una hebra de humo que, tiñéndose en la noche, hacía el fantástico efecto de un enjambre de candelillas.

Los gallinazos, repletos de comida, coronaban por cuadras los bardales de las tapias, y cuadrillas de perros cruzaban los cañaverales a la carrera. Entres las cañas se podrían miles de cadáveres enemigos.

Y alternando con aquéllos, bandas de chinos que registraban a los muertos, los rociaban con parafina y les prendían fuego entre las risotadas y chanzas de su extraña jerga por cada peruano que reconocían.

Otros recogían cápsulas para rifle, que después vendían a buen precio, las intactas. Las usadas fueron a parar a Inglaterra en forma de barras de cobre.

Entrando a las cocinas del hospital, nubes de moscas que habían andado por todas las inmundicias, cubrían la carne, el pan y los utensilios.

El paladar, a pesar del hambre, se contraía como esponja. Afortunadamente, los heridos estaban lejos para ver aquello.

Pero quedaba para los buenos, en medio de todas las tribulaciones, un dulce consuelo: las grandes acequias de agua cristalina que culebreaban por la verde campiña, trayendo a la memoria el recuerdo de los campos chilenos.

Se tomaba agua a todas horas y el que menos dos veces se bañó en el día; más bien el preciado líquido llegó a dar fatigas de asco en las telas del estómago.

Acababa de descubrirse que debajo de las aguas había cientos de cientos de cadáveres, deshaciéndose como panes, ¡y cadáveres de negros a los que acaso era ésa la primera agua que les llegaba al cuerpo!

Esto debíamos haberlo presumido; pues no podía ser de otra manera, dado lo que se contaba.

En aquellas acequias, barrancosas y bordadas de sauces y matujos, buscaban refugio, en las ansias de la vida, los perseguidos; pero ahí llegaban los nuestros como a cazar ranas a palo y, tragando cieno, morían los infelices por la doble; porque detrás del yatagán entraba la bala, seguida de este responso:

—¡No te gustaron las minitas!

—¡Volvé a travesear con ellas!

En otros lances corría sable pelado. Un regimiento de jinetes volvía de un avance, paso a paso, por una estrecha cañada, no habiendo encontrado enemigo al frente. De pronto, por la espalda, resonó una descarga de fusilería que trajo al suelo a uno o dos.

De estas jugadas guerreras, que enloquecían a los nuestros, los peruanos tenían muchas, hábiles como son para suplir las fuerza con astucia.

—¡Vaya usted a ver! —dijo el segundo del regimiento a un alférez impaciente, que hoy luce en Tacna los galones de sargento mayor.

El mozo se destacó al galope con su mitad, ganoso de distinguirse en presencia de los suyos. El regimiento siguió la marcha; pero como tardaran mucho en lo de ir a ver, hubo que hacer alto para esperarlos.

Al fin llegaron, al parecer muy trabajados.

—¡Y en qué se ha demorado tanto, hombre!

—Si eran como cuarenta, señor, y estaban en la acequia.

—¿Y ahora...?

—Ahora están en la mansión de los héroes...

Y mientras los niños se acicalan para entrar dignamente a Lima, Cuzco soñado de los nuevos conquistadores, se alcanza a dar un vuelo por la ciudad.

¡Pobre Lima, soñadora incorregible, caída de los celajes rosados de la ilusión a la realidad de un charco de sangre!

Porque desde los comienzos de la guerra, ella vivió en un mundo de artificio que le creaban su corazón ligero y su fantasía tropical, tanto como los cuentos andaluces, las bravatas portuguesas y aquel eterno mentir de una gran parte de su prensa.

Todo eso la había hecho perder la justa apreciación de las cosas y de ahí esas inconcebibles retemplanzas de fe en su fortuna, que nacía a raíz de los más crueles desencantos y de los golpes más rudos.

No habían bastado para abrirle los ojos ni la larga serie de las derrotas sufridas, ni los juiciosos razonamientos de alguna gente sensata que, habiendo vivido en Chile, pedía se le tomara muy en cuenta como enemigo formidable.

Familia hubo, muy conocida aquí, que perdió allá sus relaciones, viéndose denigrada con el apodo de Las chilenas, sólo porque eso decía, no creyendo a pie juntillas, como creía la generalidad, en el descalabro inevitable que todos profetizaban a nuestro ejército en las puertas de la capital peruana.

Y tanto se había extraviado el criterio público, tanto prometían las proclamas de las autoridades y las relaciones de la prensa, que se llagó a celebrar cada paso que avanzábamos como si fuera uno más hacia la tumba.

Sin embargo, había ocurrido pocas noches antes un hecho que debió hacer meditar a los más ligeros.

Se cuenta que en la tertulia de Piérola, en presencia de una corte numerosa y brillante, y de varios marinos extranjeros, se hablaba de las fortificaciones de Chorrillos, San Juan y Miraflores. El dictador se manifestaba orgulloso de esa obra y en verdad que le sobraba razón.

¡Los chilenos no llegarán hasta ellas! Era la creencia general.

Piérola deseó conocer la opinión de uno de aquellos comandantes extranjeros más por recoger elogios que opiniones que no necesitaba.

Dicen que el comandante respondió:

—He visitado cuidadosamente las obras de defensa; es cuanto puede exigirse a un general; porque la naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnables esas trincheras; pero debo decir a V. E. (agregó, sacando su reloj), que yo he visto a los chilenos tomarse el Morro de Arica en cincuenta y ocho minutos...

Y golpeaba lentamente en la esfera, como para decir que los había contado en ese mismo reloj.

Esto fue en la noche del 13.

Los contertulios se retiraron. Piérola salió en ferrocarril a practicar un reconocimiento. Aquella corte brillante se desparramó por los ranchos de Chorrillos, a donde dícese que de noche bajaban los oficiales a distraer el fastidio de la vida de campamento, volviendo de madrugada a sus filas.

Según varias versiones, momentos después, un oficial se presentaba a la tienda de Piérola, con un mensaje de las avanzadas en que se anunciaba el envío de dos prisioneros chilenos.

La noche del 13 al 14 no fue alegre ciertamente para los habitantes de la capital. Por grandes que fueran las esperanzas cifradas en las trincheras de Miraflores, mayores habían sido las de Chorrillos y estaban perdidas.

Los heridos contaban cosas espeluznantes de la ferocidad de nuestros soldados, y esto no era para tranquilizar a nadie, mucho menos a las señoras que oían, y eran casi todas las limeñas, pues en el palacio de la Exposición y en los demás hospitales de sangre se había dado cita, confundiéndose las nobles y las plebeyas.

El 14, desde temprano, el Cuerpo Diplomático se puso en movimiento, a fin de conseguir una reconciliación, empezando por conferenciar con Piérola.

El momento no podía ser más apropiado. El general chileno acababa de despachar a don Isidoro Errázuriz, secretario del Ministro de la Guerra, en compañía nada menos que del ex ministro del mismo ramo, coronel Iglesias, tomado prisionero en la batalla anterior, con la misión de declarar al Presidente del Perú que el ejército chileno reconocía la bravura que el peruano había demostrado en la defensa de Chorrillos y de invitarlo a que enviara plenipotenciarios autorizados para negociar la paz.

El señor Errázuriz debía manifestar, además, los peligros que corría Lima con la continuación de las hostilidades a sus propias puertas, y esta galante declaración: de que los chilenos estaban tan empeñados como los mismos peruanos en preservarla de una suerte igual a la Chorrillos.

Esta proposición del general vencedor obedecía al convencimiento de que la última batalla había sido decisiva.

Nadie presentía que la Miraflores hubiera de sobrevenir cuando menos se esperaba.

Efectivamente, habían caído de cabeza en ellas una camarada chilena y un sirviente de nuestras ambulancias, ambos jinetes en sendos borricos.

Se llamó a Piérola por destellos de luz y luego fue público en el campo peruano el avance del ejército chileno.

El general Baquedano había perdido, pues, la mejor carta de su juego: la sorpresa.

¿Qué suerte corrieron aquellos sujetos, que, habiéndonos causado tanto daño, se perdieron sin dejar rastro alguno?

¿Era una simple leyenda?

Nunca pude saber más acerca de este particular que lo que me contó un distinguido caballero francés, que asistió a las batallas por el bando peruano en calidad de hermano de una logia y miembro de la ambulancia de su nacionalidad. Creyendo él en la existencia de los misteriosos personajes, asegurome que los habían guardado en una casa de Chorrillos que servía de hospital, donde murieron confundidos con los que en ella resistieron hasta que fue incendiada y se hundió sobre todos.

Por lo demás, el día 16 no ofreció otras novedades.

El general, visitando a los heridos, confirmó la noticia de que el Chile se alistaba para salir al sur.

Comenzó entonces lo que podría llamarse la fiebre de la patria en aquellos hombres que creían morirse lejos de su hogar. Hubo una mejoría instantánea. Algunos se vestían por sus manos para demostrar que podían resistir a la navegación. Muchos oficiales hacían jurar a sus asistentes que, fuera como fuera, ellos quedarían a bordo de los primeros.

En la tarde se vio un hermoso arco iris que remedaba una gallardete chileno prendido entre la cordillera y el mar.

Ya obscuro, se sintió un gran estruendo por el lado de Lima: los peruanos volaban los gruesos cañones del San Cristóbal y del San Bartolomé, dos formidables fortalezas trabajadas en la cumbre de dos cerros que dominaban nuestras líneas, aunque la primera, ideada por Piérola, parecía más bien estar dedicada a las revueltas caseras de la capital. Sin embargo, ambas jugaron su papel en las batallas, habiéndose, ya estrenado la segunda en el reconocimiento que el día 6 de enero hizo el coronel Barbosa por el lado de Ate con tan brillantes resultados, que muchos aseguraban la posibilidad de que todo el ejército se hubiera escurrido por aquella rendija y cerrado a los peruanos, como por obra de brujos, la boca de su misma ratonera.

Habría sido, sin duda, cosa napoleónica y hasta de encantamiento aquella aparición de comendador; pero yo ignoro los grados de esa posibilidad. Sólo el general Barbosa puede decir hoy lo que vio por sus ojos el coronel de entonces en esa atrevida y militar aventura.

Durante el resto de la noche siguieron reventando cañones o estallando minas, que sacudían el suelo, relampagueando en el horizonte.

Y cuando cantaban los grillos entre el pasto y todo era campestre quietud en nuestros reales, el centinela de la gran puerta del hospital, dio el grito:

—¡Cabo guardia! ¡Unas mujeres!

Un grupo de cholas, mechoneadas y ofendidas hasta no tener habla, lloriqueando entre las rejas que circuían la explanada del edificio.

Reclamaban contra un hilo de visitas que no se cortaba desde que comenzó a pardear la noche, visitas como de duendes, que aparecían sin saber de dónde en la casa que se les había dado por refugio al frente del hospital; pues, estando las puertas atrancadas y con guardias, unos entraban y otros salían, todos al mismo tiempo.

El hecho no tenía explicación de buenas a primeras; porque el sargento juraba que ningún soldado de la guardia había atravesado la única puerta posible. Pero tampoco andaban por allí otros soldados y, como el oficial no creyera en ánimas, diose a buscar hasta que descubrió lo que los rotos únicamente podían desenterrar; la boca de una galería que, comenzando en un rincón de la explanada, iba a dar a la casa de las cholas.

—Mi sargento, ¿voy allí? —decían los soldados, y como él allí estaba dentro de la reja cerrada y con centinela, se daba el permiso y el roto se sumía en el hoyo.

Pero todos los demás durmieron como por primera vez tras de tantos insomnios y trabajos, mecidos por estas gratas esperanzas, que hacían como de plumas el suelo mojado por la camanchaca:

—¡Se acabó el guerrear!

—¡Mañana en Lima!

—¡Cholas del alma...!

Lima despertó al estruendo de los cañones, en la madrugada del 13.

A las 8 de la mañana comenzaron a llegar a Lima los primeros heridos, unos a pie, otros en camillas que conducían extranjeros o paisanos. A las 9 tomó el tren para Chorrillos la compañía de la ambulancia peruana (dato de una relación publicada en Lima).

Aquéllos no sabían gran cosa; pero a las once entró a la plaza de la Exposición un grupo de dispersos que llevaban escrita en sus caras la mala nueva. Desde ese momento, no cesó la peregrinación; pero sólo a las dos de la tarde vino la ciudad a convencerse de su desgracia.

A pesar de que desde el 27 de diciembre estaba prohibido «inventar o propalar noticias falsas, so pena de ser castigado con todo el rigor que las circunstancias reclaman», el mismo día 13, a las 3 p.m., circuló un boletín oficial, enviado del campo de batalla, que decía que S.E. abandonando el Morro Solar, San Juan y el pueblo de Chorrillos, había ordenado a las 10.30 a.m., la retirada del ejército a las inaccesibles trincheras de Miraflores.

Otro parte anunciaba que los batallones Cajamarca, Guardia Peruana y Ayacucho, se habían abierto paso a la bayoneta por en medio de todo el ejército chileno, llegando diezmados, pero triunfantes a la segunda línea de defensa.

Se contaba, asimismo, que Piérola había escapado milagrosamente de dos descargas que le hicieran, matando a tres oficiales de su escolta. Lo que se sabe de fijo es que a las diez tenía retirada cortada por el Esmeralda y que pudo escapar descendiendo la barranca que sigue casi a pique la orilla del mar.

Pero lo que acabó de consternar a la atribulada población, fue la noticia de que el general Baquedano había enviado un parlamentario con un mensaje en que proponía la capitulación, concediendo veinticuatro horas al gobierno de Lima. Expirado el plazo, rompería los fuegos, y vencido el ejército peruano, Lima sería saqueada y pasada a cuchillo.

Piérola no recibió al embajador. Andaba recorriendo sus nuevas líneas y mandó decir que sólo recibiría a un parlamentario debidamente autorizado; que deseaba la paz; pero que trataría en su propio campo o por notas iniciadas por un plenipotenciario de Chile.

Como se ve, el dictador no se daba por vencido y la prensa tampoco.

El mismo día 14 dio su última boqueada el último diario que quedaba: El Diario de la Campaña, redactado por don Julio Octavio Reyes, y antes de morir alcanzó a soltar lo siguiente:

«Ya el enemigo acerca su planta aleve y Lima debe pagar su tributo de sangre.

Mucho tiempo hemos estado esperando estos momentos y nuestra energía debe retemplarse al aproximarse la hora de la venganza».

Después seguía con flores como ésta: 'Tenemos al frente la horda que viene asesinando'».

Y para no faltar a la misión que se había impuesto la prensa, se daba al pueblo estos boletines:

«Se nota el cansancio de los enemigos.

Desalentados, procuran reorganizarse.

Nuestro ejército por el contrario.

Muchos enemigos prisioneros; pero como vestían el mismo uniforme que nuestros soldados, lograron escaparse.

Nuestras minas han causado pánico tremendo».

Refiriéndose a nuestros soldados, concluía con estas dos elocuentísimas palabras: «¡Ferocidad salvaje!»

Mas, la noche del 14 al 15 debió aconsejar al jefe supremo del Perú o un buen pensamiento o una trama astuta, porque deponiendo su bravía soberbia del día antes, envió al siguiente al Cuerpo Diplomático con proposiciones de paz. Tocole su turno al general Baquedano, y éste declaró entonces que sólo consentiría en suspender las hostilidades y entablar negociaciones de paz, previa entrega del Callao, sus fuertes, naves de guerra y transportes.

La escena había cambiado por completo y si Piérola pudo imaginarse que el noble ofrecimiento de Baquedano tenía por objeto esquivar nuevo combate u ocultar la flaqueza de sus tropas bajo el manto de fingida generosidad de vencedor aporreado, el engaño no le duró mucho.

Los ministros volvieron al campo peruano con la respuesta, dejando estipulado el pacto de armisticio hasta las doce de esa noche.

Piérola debía contestar más tarde directamente al general Baquedano por conducto de la división del comandante Fanisig.

Entretanto, ¿qué había detrás de esas inocentes y bien intencionadas andanzas del Cuerpo Diplomático?

¿Era un simple pretexto de que se valía Piérola para ganar tiempo?

¿Confiaba a una traición el éxito del último golpe?

Hay datos para aclarar este grave misterio.

Pactado el armisticio, Piérola llamó apresuradamente a la guarnición del Callao; en la mañana, alejó de su campamento a todas las rabonas y su línea estaba lista para romper el fuego a la primera señal.

Por otra parte, a la una de la tarde, hora y media antes de comenzar la batalla, circuló en Lima el contenido de este telegrama oficial:

«Enero 15. —Telegrama de Palacio. —Al comandante de la plaza del Callao.

—Señor prefecto: Del ferrocarril de Miraflores participan que dentro de pocos momentos comenzará el combate.— La línea tendida sólo espera la orden de hacer fuego. —Mucho entusiasmo.

—Firmado: Velasco».

Propalado y creído en toda la ciudad el cuento del ultimátum a la cosaca que había hecho el general Baquedano, el asalto a cuchillo se esperaba de un instante a para otro. Por manera que cuando a las dos y media de la tarde los ecos levaron hasta Lima el ruido de las descargas, el pánico tuvo accesos de locura. Les parecía sentir en la carne el hielo de los aceros.

Las familias escapaban a las casas de las legaciones, consulados o simplemente de extranjeros, no creyéndose seguras ni en los templos ni en las propias, a pesar de haberlas disfrazado con escudos y banderas extrañas. Otras corrieron hasta el puerto de Ancón, donde las escuadras de Inglaterra, Italia y Francia habían hecho como un campo neutral, resguardado por las tripulaciones de sus naves, desembarcadas al efecto.

Pero luego, como para que ninguna emoción dejara de golpear esos corazones atribulados, circuló, cual una ráfaga de vida, un boletín de victoria y de las profundidades de su amargura, aquella gente se alzó a devorar las vírgenes alegrías del triunfo.

Antes que otro fue un fraile —que faldas en cintas, recorrió las calles, voceando nuestra derrota— quien primero alborotó los ánimos.

Siguió una hoja suelta que se imprimió a la carrera para publicar este parte:

«Telegrama oficial. —Miraflores, 4:30 p.m.

Batería 150 (¿?) volada al tercer tiro por nosotros.

Chilenos en retirada. —No sé qué suerte haya corrido Vera.

Ministros pasan mojados y bañados de agua; pues chilenos son muy infames.

¡Viva la reserva!»

No era mucha la que guardaba para mentir el autor de esta comunicación oficial, que hizo echar las campanas a vuelo y a muchos creyentes lanzarse a pie al encuentro de los vencedores.

El Dios de las victorias había tenido, por fin, una hora de piedad para el Perú.

Y olvidándose ya de los combatientes, se le prometían regias recompensas a Santa Rosa, autora del milagro.

Y para que no quedara género de dudas, don Aurelio García y García, a las 5 de la tarde, desde la oficina telegráfica, que no del campo de batalla, transmitía este mensaje al prefecto de Lima, madrugando un poco:

«Batallón de Marina rompió la línea. —Paseó victorioso quebrada del Barranco y volvió victorioso a su puesto.

¡Triunfamos!

Tres veces rechazado enemigo y la tercera completa derrota para no volver.

¡Reserva espléndida!»

Componían la reserva todos los hombres de Lima en estado de cargar armas.

De ahí a dos horas llegaba esta reserva en derrota, entregaba las armas y se le daba puerta franca.

Había cumplido noblemente con su deber, justo es decirlo para su honra y la de nuestro ejército, que logró vencerla sólo a costa de esfuerzos sobrehumanos.

Como dijera más tarde don Isidoro Errázuriz, Miraflores fue la batalla de los futres. En la reserva combatieron todos los caballeros de Lima. En nuestras filas fueron también los caballeros los que determinaron la acción, avivando con heroicos instantes, tan descorazonados algunos, que los peruanos pudieron creer fundadamente que en la mano tenían la victoria.

¡Pobre Lima! Su alegría de un momento había sido como la resurrección del que vuelve a la vida dentro de la sepultura.

¡Y tan digna de mejor suerte esa ciudad que guarda las últimas chispas del espíritu de Atenas!

Pero sus días estaban contados en el cuadrante del tiempo.

¿Y quién sabe? ¡Quién sabe si de aquellas gran caída se levanta ahora un pueblo nuevo y quién sabe si del triunfo que deseaba hubiera entonces nacido una esclavitud más dura y oprobiosa que la de nuestras armas: la esclavitud de algún tirano de capa roja, su eterno libertador!

Lo que puede asegurarse es que si Piérola acierta allí a triunfar, habría sido adorado como un dios; porque así derrotado y maldecido por muchos, salvó todavía tanto prestigio personal ante el pueblo, que yo vi por mis ojos a una negra anciana palmearle la boca a un chiquillo vendedor de La Actualidad, porque decía Nicolás de Piérola y no don Nicolás.

Debo decir, además, que cualesquiera que sean sus defectos y los errores que cometió, hizo como general cuanto humanamente era dable para asegurar el triunfo de su país.

Ahí están para probarlo los cuantiosos elementos de guerra, almacenados en Santa Catalina, que intactos recogió nuestro ejército y ahí están también los muertos y heridos chilenos que a tan alto precio pagaron nuestras victorias.

No se diga que aquello fue fácil y barato.

La noche del 15 al 16 pasó para Lima como una de esas horribles pesadillas de persecución y de muerte que forja la locura. A las pesadumbres del alma venía a agregarse el aguijón de las necesidades materiales. El ejército no había comido y la población tampoco, y aquél pedía si le diera pan y se remediaran sus fatigas.

El comercio había cerrado sus puertas y cualquier nada costaba un ojo de la cara.

La mañana del segundo día fue viernes de pasión. Hasta la luz del cielo parecía tener el triste siniestro de un próximo cataclismo.

Millares de soldados dispersos corrían las calles tratando de reunirse para una tercera batalla, al toque de las campanas de la Catedral, esas guitarras de todas las zambras guerreras de Lima. Los conocedores de la plebe comenzaron a mirar esos grupos como malas nubes y peores vientos.

Como sucede siempre, una chispa produjo el incendio.

La tropa, acosada por el hambre, quería comer en las chinganas y se forzaron algunas puertas. Ocurrió en esto que un asiático se negó a recibir en pago un de los billetes llamados incas. El celador con quien altercaba, defendiéndolas, dio muerte al celador.

El muerto atrajo gente, el populacho pidió venganza, y aprovechando el cabe, se lanzó sobre las tiendas chinas de las vecindades.

Algo calmó los ánimos, la llegada del alcalde Torrico con la noticia que el ejército chileno ocuparía en paz la ciudad al día siguiente.

Se invitó a los jefes de la Guardia Urbana para una reunión en palacio a las 4 de la tarde, a fin de asegurar la tranquilidad del vecindario.

Todo parecía aquietarse, cuando un inesperado seceso vino a desbaratar el orden relativo que habían logrado introducir en aquellos caos.

Lima no había secado el pozo de las amarguras.

Como a las 4 entró a la plaza de Lima el prefecto del Callao, comandante Astete, a la cabeza de mil quinientos a dos mil soldados, declarando que no se entregaba y salía al campo en busca de los nuestros.

El populacho tornó a fermentar en torno de este alboroto.

El coronel Suárez, que gozaba de justo y grande prestigio por su valor y sus servicios, corrió a impedir esa locura, ya que no criminal intentona que habría acarreado la ruina de la capital.

No sin grandes esfuerzos logró Suárez reducir a Astete a la razón del patriotismo. Juzgando a Astete por los rasgos de su semblante, yo creo que su propósito no era una simple fanfarronada. Tiene la expresión del valor testarudo.

Pero la situación sea reagravó mucho, tanto porque hubo de postergarse para las 8 de la noche la reunión acordada, perdiéndose un tiempo precioso, cuanto porque los licenciados de Astete allegaron nuevos y más perturbadores elementos al desorden.

Cuando Suárez volvió a palacio, como a las seis de la tarde, ya todo estaba perdido.

Quiso imponer a la tropa que lo invadía; pero no fue obedecido y tuvo que retirarse para no quedar entre sus manos.

A los jefes de la Guardia Urbana fueles imposible salir de sus casas. Los soldados, confundidos con la hez del populacho, trajinaban las calles, disparando sus armas. Bien pronto volvieron al tema del día: los chinos. Sus tiendas fueron asaltadas, robadas y quemadas muriendo entre las ruinas muchos de sus infelices propietarios.

De las propiedades de los asiáticos, las tumbas quisieron pasar a los lujosos almacenes del centro. Pero la Guardia Urbana los contuvo a balazos. Al amanecer, las bombas acudieron a apagar los incendios; el populacho hizo fuego sobre los salvadores y estos tuvieron que abandonar el material, arrastrando los cuerpos de cinco o seis compañeros heridos. Un carro fue incendiado triunfalmente.

Días más tarde, Lima vio pasar el fúnebre cortejo de tres bomberos.

En el Callao ocurrían cosas peores. Se salteaba en tierra y en el mar; a la vista de nuestra escuadra, habían sido quemados los buques y volados los cañones de las fortalezas. La Unión intentó escapar, pero frustrado el intento fue arrastrado hasta la playa, donde se le prendió fuego.

Muchos debieron creer que aquello era el fin de Lima; porque trataron de salir a toda costa, desafiando los peligros de la calle. El jefe de una casa de comercio inglesa, en la cual se asilaban ciento cincuenta personas, en su mayor parte señoras y niños, atribulado ya con la desesperación de todas, hizo poner un tren a medianoche, y escoltando con sus dependientes a la afligida caravana, logró llevarla a Ancón.

En la mañana del 17, el alcalde Torrico pidió al general Baquedano anticipara la hora de la ocupación, y así se hizo por los fueros de la humanidad; pero no tan pronto que no alcanzaran a mancharse las calles de la capital con nueva sangre.

Cerca de la estación de Chorrillos, a orillas de los rieles, una banda de negras despedazó a una muchacha chilena. La infeliz fue arrastrada con su hijo; pero el conductor de una máquina que pasaba, alcanzó a arrebatarlo de aquellas furias.

En la calle del Tigre, una poblada semejante asaltó la casa en que vivía otra mujer chilena. La sacaban ya a la calle, más muerta que viva, cuando los oficiales de la reserva, hermanos los dos, se interpusieron valientemente, escudándola con sus cuerpos. Uno corrió con ella al interior, en tanto que el otro cerraba la puerta; más, pagó con la vida su heroica acción.

Una bala atravesó los maderos de la puerta y el pecho del generoso joven.

La turba siguió en su tarea, empeñada en derribar la puerta; pero un italiano, corriéndose por los techos vecinos, disparó al aire varios tiros y enseguida gritó:

—¡Los chilenos!

Todos volaron.

Una hora más tarde, la banda del Atacama rompía con la Canción Nacional al poner el pie en la gran plaza de la Exposición, umbral de Lima.

Recuerdo imborrable en la memoria de los que fueron testigos y eterna honra del ejército que la efectuó, es y será la entrada de los vencedores a la ciudad vencida y entregada.

A no saberlo, nadie lo hubiera imaginado, porque nada le daba a la imponente y austera ceremonia aires de triunfal paseo.

Como lo he dicho en más de una ocasión, aquello parecía más bien la discreta visita de un doctor al cuarto de un enfermo delicado. Hubo hasta el empeño de evitar todo ruido desagradable.

La columna destinada a ocupar a Lima hizo alto para compaginarse en la plazuela de la Exposición.

Los soldados se sacudían el polvo del camino, que era también el polvo de los combates, como indicando que allí dejaban sus rencores y fierezas; se estrechaban las manos en silencio y se reían con los ojos.

El corneta del general tocó atención y enseguida marcha.

Uno de los cuerpos avanzó al compás del Himno Nacional2.

«Al oír esas notas —he escrito en otra parte— que habían tocado diana en la tarde de todas las batallas, alegres como los días juveniles, queridas como el hogar, todos se irguieron cual si en los corazones hubiera resonado la voz de: ¡Viene Chile!; semejante al grito que electrizaba a los viejos soldados franceses: ¡el emperador!

Una ráfaga de orgullo besó todas las frentes, y hasta los caballos piafaron, como si esa música que comunicaba a los hombres tan generosa alegría, les llevara a ellos el perfume de la fresca alfalfa de los campos natales.

Pero un ayudante del general Saavedra llegó al galope, y se cambió la tocata.

Y fue tal vez lo mejor.

¡Quién sabe si un abrazo de hermanos no rompe las filas en esa plaza que era el punto de cita de los sobrevivientes!»

Un grupo de cincuenta bomberos armados, hizo los honores a la división, presentando las armas.

Centenares de curiosos habían entrado por las bocacalles y se acercaban cautelosamente, después de cerciorarse de que no había peligro. Luego se llevaron un buen susto: una zamba borracha gritó a toda boca:

—¡Viva el Perú! ¡Mueran los chilenos!

Siguiose un pequeño tumulto entre los mirones. Los que no sabían si aquello era una señal, echaron a correr; otros daban excusas a los oficiales, hablando en aquel lenguaje no escuchado todavía por los nuestros:

—¡Excusen ustedes, señores! ¡Está mareadita!

Y viendo que nadie mataba a la negra, empezaron a elogiar su intrepidez.

—¡Mire usted que tal laya de morena, hombre!

—¡Qué disforzada!

—¡Catay la zamba!

El desfile continuó sin más contratiempos. A la cabeza iba el general Saavedra con su estado mayor; seguían tres baterías de campaña, la de tordillos de J. M. Ortúzar; la de mulatos de Guillermo Nieto, que le heredó del capitán Flores, y otra de caballos blancos, al mando de Santiago Frías. Después Buin, Zapadores, Bulnes, Carabineros de Yungay y Cazadores, cerrando la retaguardia.

La banda del regimiento N.º 1 de Artillería, no pudiendo tocar francamente la Canción Nacional, ejecutaba la marcha Adiós a los oficiales, composición del sargento director, y como era sobre temas de aquélla y de la Canción de Yungay, ya saltaban por aquí, ya por allá, las notas de la una y de la otra, sin lugar a reclamo; porque cuando el general volvía la cabeza, ya la banda iba tocando cosa muy distinta.

Carlos Wood, al frente de las baterías, llamaba mucho la atención de los curiosos. Sus patillas, rubias como sus galones, provocaban miradas de reojo, casi insultantes. Para todos era un mercenario.

Por fin, uno le gritó, no pudiendo contenerse:

—¡Alemán!

—¡Tu madre! —le respondió el comandante, por lo bajo; pero en tan buen español, que no le dejó lugar a dudas.

Las casas estaban cerradas; pero puede asegurarse que por cada rendija echaba llamas un brillante negro.

El general se detuvo en la plaza de Lima y las tropas desfilaron en su presencia, tomando enseguida el camino de sus cuarteles.

Eran las seis y diez minutos de la tarde.

El reloj de la casa municipal estaba parado en las tres y cinco. El frente del palacio de Gobierno se veía acribillado de balazos que se habían ido acumulando desde las más remotas sediciones, y en las torres de la Catedral sobresalían las vigas en que colgaron a los Gutiérrez.

Terminada la ceremonia, siguió el consiguiente habladero. Cada vecino llevó a su casa el parte de lo que había visto.

—¡Pero si son unas fieras! —dijo una voz melodiosa por entre los calados de una manta, y esta frase sumaba las impresiones de todos los que habían presenciado el majestuoso desfile de aquellos rotos que parecían tallados a golpe de hacha en el tronco de nuestros peumos y robles.

En esa parada, los soldados habían hecho gala de lucir todo su espíritu militar. Las mitades de infantería giraban como láminas de acero. Las piezas de campaña, brillando al sol como antiguos espejos venecianos, cuajadas de rotos tiesos, indiferentes y despreciativos, como si a Lima entraran todos los días; y arrastradas por troncos de caballos de un solo color en cada batería, caballos robustos y alegres cual si vinieran del potrero, más que de cosa real, hacían el efecto de un cuadro pintado con los más bellos colores de Meissonier.

Pero fue la caballería la que arrancó murmullos de asombro en peruanos y extranjeros. Los primeros sacaban la cuenta midiendo sus caballos de paso, jacarandosos y coquetos, con aquellas bestias que hacían temblar el suelo con sus cascos, y bien veían que los suyos podían pasar por debajo de la cola de los otros.

Después, la talla monumental de los jinetes, de una pieza con la montura como Bolívar en su estatua de la plaza de la Inquisición, soportando impasibles el rudo tranco de las bestias y más fuertes que éstas en su fiereza, porque a puño y espuela las hacían ovillo para conservar la línea o las metían de un estrellón en las compactas filas, cual si todos fueran de fierro, hombres y animales.

Luego aquellos espadones no vistos ni usados hasta entonces, que parecían requerir las manos de alguno de los siete pares de Francia, y la carabina en banderola y el lazo en la enjalma y la cacha del corvo asomada en la bota, todo eso antes de aturdir a la gente debió persuadirla de las ventajas de la paz que acababan de paladear, haciendo justicia al valor desgraciado de los hermanos que habían querido detener con sus cuerpos el torrente enfurecido de tales elementos.

En cuanto a los extranjeros, ellos habían visto naturalmente cuerpos de infantería y artillería que les impedían asombrarse de los nuestros, admirando, sin embargo, toda la planta europea de éstos; pero declaraban que la caballería podía ponerse con ventaja al lado de las mejores del mundo. No la conocían en el campo de batalla.

Casi con noche llegaron los artilleros a Santa Catalina, cuartel de Artillería y Museo de Armas de los peruanos.

Media hora antes había estado allí el M. J., un oficial y un corneta, empeñados en una colegialada que pudo haberles costado caro. No resignándose a perder la entrada a Lima, de un galope se largaron a la ciudad, recorrieron algunas calles, y, evitando de ser vistos, trataban de buscar salida al campo por otro punto.

En la plazuela de San Pedro divisaron a un pacífico transeúnte; al estruendo de las armas y caballos, el caballero trató de refugiarse en alguna casa; pero todas estaban inhumanamente cerradas. Cuando lo alcanzaron los nuestros, se echó al suelo de rodillas:

—¡Estoy dado, señor! ¡No me maten!

Todavía creían que los chilenos no tenían otra gracia que degollar inocentes.

Al pasar por Santa Catalina, un piquete de tropa peruana salió a formar apresuradamente. Hubo que detenerse para no revelar los cuidados que tenían adentro. El jefe de la guardia se adelantó a decir que el cuartel estaba a la disposición del señor coronel.

—¡Está bien! —respondió el M. J.— Yo llevo órdenes de hacer avanzar la reserva, ¿cuál es el mismo más corto?

El oficial dio cortésmente indicaciones muy distintas de las del caballero arrodillado, por donde vinieron a ver que en Lima sería prudente no fiar ni en cojera de perro ni en llanto de mujer.

Poco más tarde llegaron las baterías, entraron al patio de armas y se formaron en cuadro, echando pie a tierra.

La banda entonó la introducción del Himno Nacional (otros dicen que la entonó toda, pero a media voz).

Oficiales y tropa se descubrieron con respeto, agitando quepis.

La bandera de Chile, la primera que se desplegó a los vientos de Lima, se alzaba majestuosamente en el asta de la fortaleza peruana.

Arreglado el servicio, los oficiales francos corrieron a la ciudad, como lo habían hecho los otros, en busca de mesas con manteles, de comida en platos y de vino en copas: de un desquite a los porotos, asados y pobrezas de la vida de campaña.

Al llegar al hotel Maury, de propiedad de don Manuel Lecaros, ayudante que fue de Bulnes, se encontraron con que don Isidoro Errázuriz y dos o tres más, eran ya viejos ocupantes de Lima, así como éstos supieron a su vez que otros estaban por ahí agazapados desde la misma noche de Miraflores.

Pero el honor de ser los primeros en pisar tierra de Lima el día 17, se hizo pagar en lo que valía.

Como a las once de la mañana llegaron los adelantados al palacio de la Exposición, se detuvieron buen rato, y, cansados de esperar a las tropas, se dijeron a Toma por todo, internándose en las calles. Su presencia en el hotel no pudo menos que llamar la atención, y, poco a poco, fue aumentando en actitud hostil el corrillo de curiosos que estimaban esa anticipada visita como provocación y desprecio.

La situación se hacía ya insostenible; más de una vez habían palpado sus revólveres, cuando sintieron el conocidísimo galope de un caballo chileno.

Con gran admiración de todos, un oficial chileno, espada en mano, recorría, sólo su alma, las calles de Lima.

En la puerta del hotel echó pie a tierra.

Era el teniente don Alonso Toro, enviado a reconocer el camino a la plaza.

Debiendo demorarse las tropas un poco más, los madrugantes juzgaron prudente agregarse a su inesperado salvador.

A las siete y media de la noche, estos viajeros cuasi perdidos y gran número de oficiales, se sentaban, por fin, a la mesa de un hotel.

El hambre, los brindis y el entusiasmo hicieron de aquella comida, muy modesta en sí misma, un banquete memorable, en el que Errázuriz pronunció uno de los discursos más bellos que haya salido de sus labios.

De aquel banquete todos conservaron como recuerdo y señal de los tiempos que atravesaban a Lima, un panecillo de los servicios en la mesa, con gran lujo.

Cabían de sobra en un bolsillo del chaleco.

A las nueve, cada mochuelo se corrió a su olivo y muy a tiempo que lo hicieron los oficiales de artillería, porque al llegar al cuartel, se encontraron con que la tropa sacaba apresuradamente el armamento, en son de ponerlo a salvo.

Los artilleros sacaban tan deprisa el armamento a la plaza del cuartel, porque se tuvo noticias de que el edificio estaba minado. Falso resultó el anuncio; pero eso no impidió que todos durmieran a la luz de las siempre pálidas estrellas de Lima, cuando se holgaban con otros presupuestos.

Y no fue éste el único accidente que turbó la tranquilidad de los artilleros. Pocas noches después, la mano de un bellaco desalmado le corrió candela, según la frase de allá, a un grupo de ranchos que por gravísima imprudencia se había permitido construir nada menos que casi pared de por medio con la santabárbara de fuerte.

El fuego prendió con gran facilidad en los materiales resecos de los ranchos y luego saltó a una ruma de cajones vacíos, fajina y otros desperdicios que, como de intento, estaban amontonados a inmediaciones de las murallas del polvorín.

Los artilleros tuvieron que batirse solos contra ese nuevo e inminente peligro, porque, retirados del centro como estaban, era inútil esperar socorro de los otros cuerpos, dada la enorme distancia que los separaba de ellos.

Por fortuna acertó a pasar una de las patrullas de caballería que rondaban la ciudad, y de los jinetes, parte corrió al centro en busca de una bomba que lograron arrastrar hasta el lugar amagado; parte se dirigió a las iglesias cercanas en demanda de que tocaran las esquilas, pero los curas y sacristanes, o no estaban esa noche donde debían, o se negaron redondamente, como los de San Pedro, a dar el permiso, alegando mil pretextos.

Tras de dos horas largas y angustiosas de valientes esfuerzos, se logró detener el incendio a cinco metros únicamente del inseguro recinto de la santabárbara.

Lima que, por fin lograba conciliar el sueño después de tantos insomnios, no se apercibió de lo que pasaba como si dijéramos debajo de su cama ni del gran servicio que a esas horas le prestaban sus enemigos, porque sin el heroico empeño de los oficiales y tropas de artillería, éstos y aquélla habrían de fijo volado en átomos por los aires.

La santabárbara encerraba en pólvora, bombas y dinamita mucho más de lo necesario para pulverizar dos veces a una ciudad como ella.

Los artilleros devoraron a solas y calladamente todas las angustias de esos terribles momentos.

En Santa Catalina fue rescatada la bandera del Rímac, que colgaba como el único trofeo de la guerra, en las salas del magnífico museo de armas instalado allí.

El 18, a las once de la mañana, pasó la división del coronel Lynch en dirección al Callao, divisando a la ciudad tan lejos, que al cabo de algún tiempo hubo de dárseles permiso a los cuerpos que no habían visto para que dieran una vuelta por ella, como quien da gracias a Dios, accediendo al justo clamoreo de los rotos que decían:

—¡Fuéramos a morir sin verla!

El 19, poco más o menos sobre la misma hora, llegó a Lima la división del coronel Lagos.

Advertíase en los peruanos y en todo el mundo una viva curiosidad por conocer más de cerca al guerrero de quien tantas cosas sabían por los relatos de su prensa, la que nunca dejó de agregar al nombre del coronel los dictados de asesino, chacal, ladrón, tigre sanguinario y otros del mismo tenor.

El que vio a Lagos una vez tuvo bastante para no olvidar jamás esa figura tan acentuada e imponente bajo sus arreos de combate, y si su suerte fue tanta que lograra divisarlo en el campo de Miraflores, el punto y hora más hermoso y culminante de su vida o en el desfile de sus tropas en la plaza de Lima, ese puede decir que vio al Caupolicán de las estrofas reales de Ercilla, embellecido y transformado en parte por las cultura de los tiempos.

Paró Lagos su caballo en un ángulo de la plaza, y ahí, como en acecho, severo el gesto, miraba desfilar a sus niños, encorvando sobre la silla, grande y gordo, espléndido como héroe de la leyenda de bravuras que cantaban sus hazañas.

Su fisonomía más que morena, tostada, destacábase admirablemente sobre el marco del poncho blanco que lo cubría.

Los peruanos lo miraban sin acercarse.

—¡Ése es! —decían como los niños medrosos a quienes se les descubre el misterioso cuco.

Y respiraban pensando en que era Saavedra quien gobernaba Lima.

Aquel desfile de la división Lagos, habría arrancado lágrimas en las calles de Chile. Se veían músicos con las armas con que habían peleado; heridos que no habían consentido en privarse de la entrada y que de allí fueron al hospital, muchos para no levantarse más. El concepción llevaba una bandera prendida en un coligue y el Santiago, el regimiento querido de Lagos, sus niños verdaderos, lucía una banderola de guías que era un trapo revolcado en tierra y sangre.

Los rotos del Santiago, al entrar a la plaza, no viendo al coronel, lo buscaban con los ojos, temerosos de que les hubiera faltado en ese gran momento; pero al descubrirlo en su medio escondite, se les reía la cara.

¡Ahí estaba!

¡Ahí estaba el león de todos esos leones del Santiago!

El mismo día entró también, pero de tapada, la banda de músicos de los Carabineros de Yungay. Respetando caballerescamente los sentimientos de esos pobres artistas, el comandante Bulnes no quiso que entraran a Lima, al frente de su regimiento.

Eran los músicos del escuadrón del coronel Sevilla que, en Manchay, cayó prisionero de capitán a paje en manos de las avanzadas de Curicó, brigada del coronel Barbosa.

El 20 ya estaba toda la familia en Lima.

A las tres de la tarde de ese mismo día, aniversario de Yungay, se izó por primera vez el pabellón chileno en el palacio de los Pizarros.

La guarnición de servicio y una banda de músicos le hicieron los honores debidos a la insignia de la patria. No podía meterse menos bulla en Lima.

Pero el ejército no ha querido, decía el diario chileno La Actualidad, cuyo primer número se publicó ese mismo día —no ha querido más fiesta que la íntima satisfacción del deber cumplido, viéndola flotar donde la han colocado sus esfuerzos.

A propósito de diarios, tras La Actualidad apareció un South Pacific Times, que pronto nos allanó todos los fueros. Dando cuenta de los últimos acontecimientos se expresaba así:

«Afortunadamente, podemos asegurar que Lima no ha participado de la suerte de las otras ciudades que, según se ha publicado, han sido saqueadas por el ejército chileno».

Pero que seguramente que éstas y otras impertinencias del tal Times no habrían determinado de su suerte si no se hubiera dado a concitarnos dificultades en el arreglo de nuestras negociaciones, sugiriendo a los peruanos vanas esperanzas.

El 28, la policía clausuró la imprenta y redujo a prisión a dos ciudadanos ingleses que se titulaban «periodistas y neutrales».

Se habrían olvidado de la ley marcial.

La crónica de la ocupación del Palacio de Gobierno y el correspondiente inventario de lo que en él se encontró, daría materia para grueso volumen.

Parece que las autoridades peruanas, al valor de Miraflores, no asentaron pie en él.

Todo estaba como para recibir a sus antiguos dueños, desde la cama del dictador.

Ni la correspondencia de privadas trapisondas escapó a la sorprendida curiosidad de los nuestros que por primera vez veían al amor anidado en la cueva de la política.

En un regio escritorio que había oído, sin duda, los más graves secretos de Estado se encontró una carta de Ella y la respuesta comenzaba de Él.

Poco después, está Du Barry destronada por la derrota y el tiempo —porque apenas le quedaban rastros de la espléndida hermosura que luciera en Santiago—, hubo de regar con amargas lágrimas, como todas las grandes queridas, las rosas marchitas de su pasada grandeza: fin inevitable de las reinas de mano izquierda.

Le fue infiel el ministro de sus negocios rosados, un magnífico rufián francés, enchapado de caballero, porque hasta la roseta de la Legión de Honor ostentaba en la solapa. Exigió la liquidación de sus honorarios en la hora de las desgracias, y como éstas fueran tantas y tan notorias, se le pidió que aguardara la vuelta del sol. Riéndose de esas lágrimas, todavía interesantes, apeló a un recurso digno de su oficio. Escribió un libro que era a la vez las historia de los amores secretos de N. y X. y la partida de caja de la negociación que había dirigido.

El libro estaba impreso; las ofertas de la víctima iban en aumento, cuando intervino el general Lynch, mandando destruir la edición. Era un libro inmoral, relacionado con la política y no se había solicitado su consentimiento para darlo a luz.

Otros papeles de importancia hallados en el palacio, sin salir del capítulo de las flaquezas, fueron, por ejemplo, los relativos al pago hecho por el gobierno del Perú, del vapor Isluga, apresado por la O'Higgins y que Estados Unidos, a usanza del francés, reclamaba como de su bandera.

Se encontró también un legajo de órdenes de pago a unos cuantos de los periodistas que en América, por puro amor a la razón y a la justicia, sostenían la causa santa del Perú contra el bandolerismo de Chile.

Una de ellas, de las más gordas, era favor de aquel jesuita laico a quién José Antonio Soffia, calándolo proféticamente, le dijo en su inmoral soneto:

«Escampa ¡oh caro! Por piedad ¡escampa!

Ya es tiempo que a tu tierra, a buscar mandes

el potro enamorado de la pampa:

Móntate en él y a la Argentina vete.

Dejando en la epidermis de los Andes

el huevo adicional de tu cachete».

La hazaña de un soldado del Santiago hizo olvidar por un rato estas miserias. Estaba el soldado de centinela a la puerta de su cuartel, cuando una poblada de gente pasó despavorida, dando gritos: ¡El toro! ¡el toro!

En efecto, un levantado bicho de Bujama, apareció en la calle, suelto y furioso. El pantalón rojo del soldado le toreó la vista y como una flecha se lanzó sobre él.

El toro no se movió. Apoyó en la boca del umbral la culata del rifle y el toro se atravesó en el yatagán por su propio impulso.

Este chascarrillo y otros semejantes, que comenzaron a divulgarse, contribuían no poco a aumentar el prestigio de hombría de los recién llegados.

Haciéndose cruces, contaban los peruanos el saludo que dos oficiales chilenos se habían hecho en la calle de Mercaderes, al encontrarse por primera vez después de las batallas.

Ambos iban a caballo y ambos eran, sin duda tal vez, las dos tallas más corpulentas del ejército.

Se encontraron de frente y al divisarse uno vio que el otro le abría las piernas a su caballo, como dicen en su jerga los jinetes y a su vez hizo lo mismo.

Los dos caballos partieron de salto, chocaron pecho contra pecho, bufando. Los espectadores, atónitos, creyendo se trataba de un duelo a muerte, esperaban que aquellos hombres concluyeran de matarse a sablazos, allí mismo, cuando, desenredados de los estribos, los vieron avanzar tranquilamente a darse la mano y preguntarse con gran efusión:

—¡Qué era de tu vida!

La fantasía popular, exagerando esos lances que en un santiamén daban la vuelta a la ciudad, luego tocó en los límites de la fábula, como se verá por este caso:

Dos mozos chilenos visitaban desde los primeros días a una familia inglesa, cuya abuela era peruana.

Una noche, estando ellos presentes, entró la señora al salón, santiguándose de espanto.

Venía de la iglesia donde otra comadre de sus años, al hablarle de los chilenos, le contó que ella había visto tropezar a un roto en la calle y sacar con los tacones de la bota tres peladillas del empedrado.

Las niñas no tenían parte en el cuento de la abuela, señora a quien sus años la excusaban de tomar en cuenta a las visitas. Pero otras, las limeñas puras, se valían de tretas más ingeniosas para desahogarse por boca ajena, cuando fuerza mayor las obligaba a recibir chilenos en su casa.

¡Estaban tan frescos los recuerdos!

Una linda señora, esposa de cierto extranjero, tuvo, por los negocios de su marido, que recibir las visitas de un personaje de la ocupación.

—Bueno —dijo ella, con la picante zalamería indígena—. Bueno; está en su casa; usted vendrá cuando le plazca; pero como no es posible que mis niños sepan que usted es chileno, usted me permitirá la mentirilla de pasarlo por ecuatoriano.

—Señora —respondió el otro, encantado ya por la franqueza—, puede usted decir que soy japonés.

Y desde la fecha del convenio, no concluyó visita sin que la astuta limeña, detrás de la trinchera de sus niños, dejara de apedrearlo con todos los díceres que hablaban mal de los nuestros; porque aquellos niños, con la maravillosa precocidad de la tierra, hablaban de Chile como un folleto escrito por el matrimonio de aquel don Lucas, del cual se dijo entonces que él con la pluma y la señora con el tintero, se ganaban muy bien la vida, cual organistas saboyardos, cantando de pueblo en pueblo, injurias contra Chile.

Uno de los díceres que refería la señora era que en los salones llamaban al Palacio el Hotel Chile...

Pero esto pasaban únicamente de puerta adentro, porque el duelo de la ciudad estaba en todo el rigor de los primeros días.

Dar idea del aspecto de Lima en esos primeros días, no es empresa fácil; pero quién haya visto una casa en la que acaba de fallecer el jefe de ella, su alegría, sostén, orgullo y única esperanza, podrá acercarse en algo a la realidad. La gran coqueta juraba como las viudas jóvenes que su dolor sería eterno, y aun como las viudas de la India, hablaba de arrojarse a la hoguera de su señor.

Ya que no le era posible negar a los vencedores el agua y la sal, le negó la palabra y su presencia, y si aquello no fue eterno, es porque Dios ha permitido que nada sea eterno en el corazón humano, especialmente en el corazón de las mujeres; pero la terquedad oficial, los efectos públicos de aquella excomunión femenina, duraron hasta el último instante, salvo excepciones que comprueban la generalidad de la regla.

Comenzaron por atracarse dentro de sus casas. No salían ni a misa. Los templos abrían sus puertas por momentos; el comercio también estaba cerrado. No corrían carruajes ni se tocaban campanas.

Reinaba un silencio de campo santo, sin más ecos que el de nuestras propias voces y pisadas. ¿Cómo era posible tanta taima y resistencia? Al fin se supo que la mayor parte de las casas estaban deshabitadas desde los desórdenes de los días anteriores. Algunas familias permanecían en las legaciones, otras a bordo o en el campo neutral de Ancón. Y así debía ser, porque habiendo ido a ese puerto el mismo Vergara, al segundo día de la entrada, con objeto de tranquilizarlas y poner fin a las pesadumbres que estaban sufriendo, no menos de quinientas personas regresaron a sus hogares en el mismo tren que llevó al Ministro.

En Ancón habían comido los víveres que desembarcaron los buques, y para muchas no hubo más abrigo y reparo que las lonas que los marinos ingleses facilitaron para tiendas, casi paradisíacas, por la sencillez de los usos que se vieron.

Como se comprende también en muchas casas lloraban, junto con la desgracia nacional, ya la muerte de un padre, de un esposo o de un hermano, cuando no la prisión de otros.

Para mayor tribulación, nadie sabía tampoco la suerte que había de alumbrarle la luz del siguiente día.

Sobre todo esto, inmediatamente, la miseria pública de larga data en verdad; pero nunca con expectativas más negras que a la sazón. Los sueldos, negocios, pensiones y gajes del Estado, sustentaban a la mayor parte de las familias; las necesidades de la guerra habían dejado en un hilo delgado esa corriente que fuera tan caudalosa en otros tiempos; pero siempre pasaba algo; mas, de la noche a la mañana, la ocupación dejó el cauce en seco.

Sin que me violente en pintar el horror de la verdad, cualquiera puede medir las consecuencias de un cataclismo como aquél y pensar en lo que sería de Santiago si de un día a otro dijera el fisco: no hay un centavo para nadie; cesan en sus servicios el militar, el civil y el religioso. Las viudas se comieran sus lágrimas.

Agréguese a esto que el valor de los billetes, única moneda en manos del pueblo, se convertía en humo y desengaños. Los comerciantes, midiendo su rápida depreciación, se negaban a recibirlos y conminados a ello con multa o prisión por un bando de Torrico, algunos prefirieron sufrir la condena, y, al último, todos acordaron clausurar sus tiendas. Así estaban cuando entramos.

Gente que se daba cuenta de los alcances de esa profunda perturbación económica y que, además, se tenía por conocedora de la sociedad peruana, decía en tono sentencioso: Aguarden ustedes, si hoy no, mañana sí, veremos que el hambre abre esas puertas cerradas y abate la soberbia femenina y las madres saldrán a las calles a vender a sus hijas, etc.

Pero siendo exactos y evidentes los datos del problema, falló, sin embargo, la solución y mintieron los falsos profetas porque Lima, en los círculos que con justicia pueden reclamar su representación social, supo resistir a todos los golpes de su destino con una entereza que tenía mucho de romana.

Cierto que en las calles se vendían joyas por cualquier nada; cierto que brotaban enjambres de ropavejeros; cierto que dudosos personajes hicieron que en algunas mañanas parecía no salir un humo por las chimeneas de los hogares peruanos; pero de aquellas profecías el que llegó a ver algo fue de la pinta y calidad de lo que, noche anoche, se ve en Santiago en las vecindades de cualquier zahúrda del celeste Imperio.

No se puede poner la mano al fuego en asuntos que tienen toda la extensión de la fragilidad; pero lo dicho corresponde a la faz pública de las cosas.

El Cuartel General resolvió intervenir enérgicamente para remediar, en lo posible, esa violenta y peligrosa situación. Por intermedio del alcalde Torrico se provocó una reunión de comerciantes y en ella se adoptaron dos acuerdos salvadores: abrir las tiendas desde el día veinticuatro y recibir los incas papel por diez soles billetes y cada uno de éstos, por diez centavos de peso fuerte.

Esas medida daban a Piérola recursos para prolongar sus fantasías a lo Pelayo, toda vez que él era el fabricante de los incas; pero el temor del mal que un hombre causaría con esos billetes no podía cristianamente prevalecer ante la consideración de salvar del hambre a toda una población. Pues la gente con billetes a puñados no tenía para comprar un pan.

La apertura de la aduana del Callao; la llegada de buques chilenos con frutos del país; los ferrocarriles y telégrafos en movimiento; las tiendas abiertas y el incansable trajinar de los nuestros, mejoraron visiblemente el aspecto de Lima.

Poco a poco fueron también desapareciendo de las casas las banderas y escudos extranjeros y todas las tardes, desde el obscurecer, se veían llegar familias enlutadas que tornaban a sus casas, escoltadas por sus negros.

Luego aparecieron los carruajes y con una tarifa tan módica que permitía a los soldados pasear largas horas en cupé; pero esta dicha duró poco, porque nuestras autoridades, obrando en justicia, permitieron subir los precios. Por falta de caballos requisados para la guerra, no fue posible entonces restablecer la carrera de tranvías.

Se atendió el aseo de la ciudad que estaba en un estado miserable de abandono, destruyendo basurales legendarios que le formaban un cerco malsano; se aseguraron desde el primer día los servicios de gas y del agua potable, haciendo responsables de ellos a sus administradores; se despejó el mercado de los chinos que llenaban las calles adyacentes con cocinas y baratijas en términos de no dejar pasar a nadie y, cosa curiosa, nuestras autoridades hicieron sacar entonces de la plaza de Lima los mingitorios que años después han venido a poner en la de Santiago, como si hubiera descubierto una razón para que tales cosas se hagan en las playas y paseos y no en parte más recatada.

Se dejó también a los peruanos la guardia y cuidado de la Penitenciaría, después de revisar las sentencias de algunos chilenos que en ella estaban. Se dio libertad a unos cuantos y entre ellos a una compatriota, de famosa hermosura, que purgaba allí la muerte que dio a su amante, y de la cual se dijo chuscamente, pero con visos de verdad, que había tenido dos hijos en la soledad de su prisión.

Como se ve, el enfermo mejoraba al ojo. Se veía renacer la vida lentamente. Los corrillos masculinos volvían a formarse en sus sitios acostumbrados. Si eran inevitables algunos lances y desagrados callejeros, también era imposible no se trabaran algunas relaciones entre vencedores y vencidos, dada la fina educación de éstos y el generoso olvido de los otros.

Fue el clero, periodista en su mayor parte, quien se mostró más recalcitrante a toda reconciliación, posponiendo los deberes de su ministerio al vano alarde de un rencor mujeril.

Las iglesias habían comenzado por no abrir sus puertas; y los frailes, en plena huelga mundana, pululaban por las calles en trajes de todos colores. Se veían frailes blancos, negros, café con leche, azul marino y otros con los tintes indefinibles que da la muerte. Los soldados de la derrota no mostraban mayor miseria que la que hedía en los hábitos de la sagrada milicia.

Habían sido licenciados y se les daba un sol papel al día, con la obligación de presentarse una hora en sus conventos.

El cabildo metropolitano llevó las cosas más adelante. El capellán Fontecilla, comisionado por el Cuartel General, solicitó la Iglesia catedral para celebrar en ella unas honras en memoria de los chilenos muertos en las batallas.

En sesión capitular, presidida por el Ilmo. Obispo de Lima, se tomó en seria consideración el pedido, decía la respuesta a la nota de nuestro capellán, y se acordó unánimemente que no era posible acceder por graves motivos a la solicitud de US., en la forma de un consentimiento voluntario del venerable cabildo para el uso de la Iglesia catedral con el objeto indicado.

Pero las honras tuvieron lugar, asistiendo a ellas todas nuestras autoridades, una compañía de cada cuerpo del ejército con su banda de músicos. Don Salvador Donoso pronunció la oración fúnebre.

Fue una imponente y conmovedora ceremonia, sobre todo cuando apareció en la plaza el general en jefe y se le presentaron las armas y once bandas militares entonaron en coro la canción de Chile.

Al salir de la iglesia, dos grandes personajes, uno de ellos el almirante nada menos, se pusieron a los lados de Baquedano; pero el general adelantó cuatro pasos, restableciendo la distancia de ordenanza.

Aquellos honores eran para el general en jefe únicamente.

Después vino el primer socorro al ejército y la mar...

Se concedían adelantos a razón de 15 soles papel por cada peso chileno, de modo que cualquier roto andaba con sus trescientos o quinientos soles en el bolsillo o con más propiedad entre los dedos, porque no alcanzaron ni a guardarlos.

Para que se comprenda mejor la opulencia repentina de los nuestros, bastará decir que con 40 ó 50 de aquellos soles se pagaba el canon mensual de una casa bien decente, por manera que un capitán podía darse el lujo de costear a sus amigas cinco o seis viviendas, según el número de sus relaciones.

El carácter comadrero y generoso de nuestros militares, sirvió de barreno en muchas puertas cerradas del medio pelo, que era cuanto habían menester por el momento; pues nadie iba para etiquetas y señoríos.

Del mundo galante no hay para que hablar. Las traviatas de París habían dado el ejemplo de ir a Versalles a practicar alemán. Aquí todos hablaban la misma lengua y la reconciliación tuvo este tropiezo de menos.

A la más famosa de estas damas le preguntaron unos paisanos, en son de reproche a la amistad que toda la congregación manifestaba por los nuestros:

—Dinos, Rosaura, ¿cuántos chilenos te han hecho el amor?

—¡Todos los que ustedes dejaron pasar! —respondió ella.

Esta dama pasó a la historia, porque dio margen a una de las primeras causas de que conoció el tribunal militar.

Navegaba a todo trapo en los mares del amor, cuando conoció a un infeliz que se casó con ella. Este desgraciado era diputado al Congreso nada menos. Ella plegó sus velas y echó el ancla del arrepentimiento en las aguas tranquilas del matrimonio.

A la llegada del ejército, cuidaba seriamente a los heridos entre las grandes señoras que se habían impuesto esa piadosa tarea.

Pero un día, pasando por el puente de Balta, se encontró con un joven alférez de artillería, y como el puente de Balta no es el camino de Damasco, ella tropezó; pero al revés de San Pablo...

El marido abandonado reclamó el amparo del tribunal militar para hacer volver a su casa a esa Magdalena arrepentida de haberse arrepentido un momento.

Citados a comparendo, la acusada hizo por ella y por todas las descarriadas el más brillante alegato.

Alegó circunstancias desconocidas al tiempo de contraer matrimonio: entonces no había en Lima alférez de la artillería chilena.

Si después se veían tantos y con bigotes tan rubios y ojos tan azules, ella no tenía la culpa.

Calculen ustedes por esta pequeña muestra si los niños en Lima estarían como los peces en el mar.

Y con vergüenza de haber robado al interés del público tantas columnas de La Libertad, pongo aquí punto final, cortando de una vez el hilo de este ovillo inagotable: ¡Lima!

Las misas de Lima

Paralela y cosida a la campaña por la patria, cada roto se fue haciendo pro domo sua, otra no menos gloriosa a todo lo largo del camino que corrió en tierras del Perú —particularmente en aquella Lima tan deseada por ellos.

Todos han de recordar la frialdad con que circuló en Chile la noticia de la declaración de guerra con Bolivia.

«Del uno al otro confín», nadie se entusiasmó por tal cosa.

Como que faltaba sujeto, tanto para la saña que requiere una guerra como para todo aquello que cada cual cifra o divisa detrás de ella.

Hablando en plata, no abrigábamos la menor odiosidad contra Bolivia.

Pero se recordará, asimismo, que la escena popular cambió súbitamente cuando nuestras bandas militares atronaban las calles con la guerrera canción: ¡Nos vamos al Perú!

Y cuando se dijo: ¡A Lima! Y en los cuarteles se izaron banderas de enganche, todos vimos que los rotos, que ya parecían agotados, hervían a las puertas, ofreciendo la persona, y que cantando dejaban después la patria y cantando se tragaban las lenguas y penurias de la jornada, creciendo las ansias de ver a la gran sultana a medida que se acercaban a ella.

¡En Lima esperaban comer de ave...!

¿Quién podrá negar ahora que esas expectativas por cuenta privada no dieron a la campaña al Perú la popularidad que faltaba a la de Bolivia?

Bolivia no significaba más que tajos dados o recibidos.

El Perú quería decir Lima, y diciendo Lima, los rotos como que sentían pasar, tras de ligera niebla de batalla —ruidos de cuerdas, de faldas, de monedas y de copas; porque, al fin y al cabo, no solamente de pan viven los hombres—, aparte de que el corazón humano es lo suficientemente ancho para esconder pequeñas esperanzas a la sombra de nobles propósitos y de grandes deberes.

Aunque en la entrada a Lima no hubo dares ni tomares, no por eso la bellas y picante hija del sol defraudó del todo las ilusiones de nuestros guerreros.

Si palmo a palmo conquistaron el terreno hasta llegar a ella, dejando la bandera en buen lugar —luego cada uno, como quién dice trago a trago, conquistó una prenda para su corazón y a poco andar no había soldado tan en la mala que no tuviera una camarada a quien darle un beso, correrle sus puñadas y en cuyas faldas entregar la paga—, que todo parece uno en el amor del roto.

Ello es —digan otros lo que quieran— que muy grueso expediente formarían las partidas de bautismo de los niños nacidos bajo la bandera liberal de la ocupación si una mano prolija hubiera tenido el cuidado de compaginarlas.

Y de lo dicho no hay que asombrarse, porque el carácter comadrero de los rotos, su galante truhanería, el corte hercúleo de sus formas y la misma viril brusquedad de sus palabras y modales, dábanles aquel prestigio, si no encanto, que el espectáculo de la fuerza y del valor ejercerá siempre sobre la debilidad femenina, conspirando al mismo efecto los atractivos que lo nuevo tendrá eternamente sobre el ánimo eternamente novedoso de las mujeres.

Sin pretender rebajar a unos y ensalzar a otros, se puede decirse que el roto era como pan blanco, si no francés, en medio de aquella mescolanza de razas con que se ha formado el bajo pueblo peruano.

El bando masculino se compone allí del indígena primitivo o indio puro, del cholo o mestizo, del mulato y de la interminable gama de tercerones, pardos y del hormiguero de chinos que, al dejar las playas natales, parece que juraron a sus paisanas no comer a manteles y lo demás que prometía don Quijote en ausencia de Dulcinea.

En cambio, las mujeres correspondientes a los mismos grados, desde la serrana de ojos atahualpinos hasta la chola cálida y rumbosa de Malambo, todas llevan en la persona prenda que sirva de excusa, ya los bajos primorosos, ya el talle de palmera, ya esas pupilas que relucen sobre la palidez del rostro como las alas del tordo en un prado de azucenas o aquellas bocas repletas de los que los andaluces llaman la sal de María Santísima.

Para los rotos y las cholas, aquello fue Jauja.

Y nadie juzgue de los rotos por lo que aquí se ve, que el roto salido de su tierra y bataneado en la vida de cuartel, es muy otro de lo que acá se conoce. Favoreciéndole todavía más en aquellos mundos el ventajoso realce de las escasas prendas personales de sus congéneres limeños.

Rotos había, dígolo yo, sobre todos unos ultra maulinos, que eran para enamorar, ya no cholas ni mulatas, sino marquesas de Balzac.

Ochenta hombres, que sacaron de no sé dónde para la policía del Callao, eran los más hermosos, si es dable la palabra, que yo haya visto, después de las tripulaciones de los buques italianos que allá solían bajar a tierra, en aquel puerto.

Debían ser de aquellos montañeses de Chillán, corpulentos como los robles de sus montañas, y con unas caras pálidas de mirada triste, que contrastaban admirablemente con la virilidad de sus tallas.

Se cuenta que uno de estos Hércules fue honrado con cierto capricho de no mala calidad.

En altas horas de la noche romanceaba al través de una reja morisca o sevillana, que para el caso es lo mismo.

—Pero, júreme usted —decía una voz dulce y temblorosa— que todo quedará en eterno secreto.

Y tanto repitió la exigencia de un eterno secreto, que, al fin, el roto, como herido por aquella desconfianza, hubo de decirle a la temerosa dama: «Vea, señorita, si nadie lo ha de saber, mejor es que todo quede en nada...».

A la desocupación de Lima se pensó seriamente en prohibir a las mujeres la entrada al campamento de Chorrillos, porque formaban, sin exageración, otro ejército de bocas y jaranas; pero luego se advirtió que ni rey ni roque contendrían a los niños del ejército si las niñas no veían a los reales.

No queriendo el general Lynch se viera un solo uniforme chileno en las calles de Lima, después de evacuada la ciudad, multiplicó las órdenes y las penas, estableció cordones de ronda y él mismo en persona vigilaba los trenes, sacando a los que, disfrazados, intentaban pasarse al campo de las enemigas.

Esto era de todos los días y a la hora de todos los trenes.

Reforzando sus prohibiciones para ir a Lima, dio entonces puerta franca para que de allá vinieran ellas y aquello fue la mar...

Los trenes llegaban atestados de palomas viajeras, sin contar las que ya estaban anidadas a firme.

Para reglamentar un poco aquella Babilonia, se señaló un campo apartado, a fin de que allí establecieran sus campamentos las vivanderas conquistadas al enemigo.

Los rotos se conformaron con la medida, una vez que encontraron un nombre para la isla que acababa de formarse a su vista y alcance.

—¿Vamos a la Quiriquina, oh? —decían los rotos señalando el campamento de las faldas.

—¿Y por qué llaman a esto la Quiriquina? —preguntaba una chola a su amante.

Y el roto, señalando a un amigo, respondía muy serio:

—Pregúntale a éste que ha sido chorero en Talcahuano.

Y en aquella Quiriquina, plantada sobre el propio suelo de las batallas, se celebró el último 13 de enero que allí vieron los nuestros.

Todas las rucas, tiendas y barracas ostentaban banderas tricolores, y en todas resonaban las notas de los bailes chilenos con estrofas limeñas del tenor siguiente:

«Dime, chiquilla,

fustán con blondas,

¿quién echó a pique

la Covadonga?

No me tires al ala,

carabinero,

pégame en la pechuga,

que muera luego».

A la cueca que era muy popular en el pueblo limeño, con el nombre de La Chilena, la llamaban desde la guerra La Marinera; pero seguían bailándola con igual entusiasmo.

Mal año, en fin, para las camaradas de Chile si asoman la cabeza sobre aquel campo de Chorrillos que presenció tantas reconciliaciones internacionales y el último adiós de los rotos a las cholas peruanas.

Pero algo de todo aquello debió saber cierta camarada que no se había movido de Valparaíso.

Muy trabajado de graves dolencias llegó a ese puerto uno de los rotos que más se había reído en tales travesuras.

A recibirlo salió al muelle su antigua prenda y un viejo amigo, pero aquélla mostraba tan visibles muestras de haber ofendido su ausencia, que el roto, admirado de su desplante, no pudo menos que decirle, ya que no podía valerse de las muletas:

—¡Buen dar, Carmen, en el estado en que te encuentro!

Aunque empavesada como estaba no se acortó ella por tan poco. El rebozo atravesado, un pie adelante y la mano puesta en jarra.

—Y tú —respondió— ¿te habrís llevado diciendo misas en el Perú, no?

Recuerdos del general Lynch

El momento psicológico

Se diría que para los grandes hombres, a quines el destino reserva una gran misión, llega un instante de prueba en que el porvenir se dibuja en sus ojos cual paisaje del aire, allende un abismo que detiene en su orilla a los corazones vulgares; pero que los predestinados salvan en la inspiración de una palabra o de un tronco; como si a su vez quisieran demostrar a la esquiva y misteriosa deidad que reparte los favores humanos, que el bronce de sus almas tiene el temple que requieren sus altos designios y las grandes obras.

En la vida del que fue general Lynch hubo un minuto semejante.

El glorioso camino que recorrió en corto tiempo, aquella porción de su vida que podría llamarse en frase vulgar la segunda parte de sus obras de ciudadano y de soldado, no arranca precisamente de su notable comportamiento como capitán y diplomático en la difícil expedición, que condujo desde Paita a Chimbote y que a tan alto punto elevó la fama de su prudencia, habilidad y coraje.

Fue ello, sin duda, una gran revelación para el país, pero no determinó la asunción del general.

La estrella de su fortuna salió en un instante mucho más modesto y secundario de su vida.

Se le apareció a las puertas del desierto que separa a Pisco de Lurín.

La expedición que marchaba por mar en demanda de un puerto de desembarco, inmediato a Lima, debía ser apoyada por un cuerpo de tropas que partieron de Pisco, siguiera por tierra, camino paralelo al de aquélla; batiera esa larga zona que se creía poblada de enemigos y diera, finalmente, la mano, en un punto de cita más o menos acordado, a la gente de las naves. Tenía, pues, la expedición terrestre grandísima importancia.

Dándole ventaja de algunos días y confiando en ella, hízose a la mar, desde el puerto de Arica, el resto del ejército expedicionario.

Al recalar en Pisco, el general en jefe y como él hasta el último tambor y cucalón, pidieron ansiosamente noticias de los adelantados.

La imaginación generosa y entusiasta de la tropa los dibuja en el desierto, sacrificándose noble y fraternalmente por ella, y como en pago anticipado de sus hazañas, se complacía además en recordar los mil peligros que debían asaltarla y había de vencer.

En Pisco, se supo que el general adelantando había hecho alto en Tambo de Mora, primera jornada del largo itinerario, detenido por la evidencia de las dificultades insuperables que el desierto ofrecía a la marcha del grueso de su división.

Pero se supo, al mismo tiempo, que el coronel Lynch, al mando de la vanguardia, seguía adelante, despreciando los hombres y los elementos por cumplir la consigna recibida.

El ejército respiró.

En cuanto al coronel Lynch, acababa de salvar impávido y triunfalmente la ancha barranca que lo separaba de su glorioso destino.

Sin embargo, al fondear la escuadra en la rada de Curayaco, no estaba en tierra la columna del coronel.

Milagrosamente, tampoco había en ella enemigos que impidieran el desembarco y esta feliz e inesperada circunstancia, disipando los temores de un combate que estaba presupuestado en el ánimo de todos, dejó libres los corazones a la generosa angustia que despertaba la ausencia del bravo marino.

¿Habría perecido en la demanda?

Nada se sabía, ni podía saberse por el momento.

Y el desierto con su horrible desamparo, la sed, el calor, el hambre y el cansancio, la hostilidad de las poblaciones, los horrores y fantasmas de lo desconocido; todo fabricaba espléndido teatro de heroísmo y de virtud a la audacia del intento y a la austera disciplina del jefe que comandaba a la hueste perdida.

Dando satisfacción a la inquietud general, enviose en busca de ella a una partida de Cazadores, la que, a poco andar, cargaba sobre la vanguardia de los buscados, engañada por los espejismos de la arena, tanto como por la extraña traza que traían aquellos empolvados y raídos viajeros.

Reconocido el error, se arrojaron las armas para estrecharse unos y otros en cordial abrazo de bienvenida y de feliz encuentro.

El coronel Lynch no sólo llegaba sano y salvo, sino que además traía, junto con su último rezagado o herido, un rico botín de reses que alimentaron por algunos días al ejército, cabalmente cuando éste se hallaba privado de carne por no sé qué causas.

Traía también el coronel un numeroso cuerpo de humildes, pero hacendosos auxiliares que, desde luego, venían aliviando a los soldados del peso de sus cargas y que más tarde habían de prestarnos muy señalados servicios domésticos: los chinos esclavos en las haciendas de caña del opulento valle de Cañete y otros.

Mucho se ha hablado de la presencia de estos chinos en nuestro campamento. Aun han dicho algunos que formaron un cuerpo de combatientes y que su capataz reconocido, el famoso Quintín Quintana, tuvo grado militar en nuestras filas.

Los chinos, al llegar a Lurín detrás de Lynch, celebraron su cónclave; mataron un gallo y mezclaron su sangre con la de sus venas y, después de reconocerse redimidos por el coronel de una odiosa esclavitud, juraron morir como un solo hombre por la causa de Chile.

De allí salieron a la plaza de la hacienda, en cuyas casas estaba el general en jefe, y Quintana hizo por todos la relación de sus desdichas y el ofrecimiento de sus servicios, terminando con estas sencillas palabras en su jerga característica: «Si tú dice mata, mata; si quema, quema; si molil, muele; nosotlos pol ti».

Por lo pronto, los chinos pasaron a ser los asistentes de los soldados de la división Lynch, los cuales ya no daban un paso para encender un cigarro o agenciar un jarro de agua. Se hacían servir indolentemente por ellos.

Y la buena voluntad y alegría de aquellos infelices no tenía límites y llegó al colmo, cuando se les repartieron trajes flamantes de brin y lograron que se les cambiara la ración de porotos por otra de arroz.

¡Pobres chinos! Fue toda una comedia su respetuosa solicitud sobre cambio del alimento que sus débiles estómagos no podían resistir.

Reunido una mañana para recibir el almuerzo, entonaron un coro, casi fúnebre por el acento, cuya letra decía: ¡Poloto no! ¡Poloto no!

Y todos se apretaban la barriga, demostrando en vivísima pantomima los retorcijones del cólico.

Desde entonces se les dio su grano favorito, y con esto se disipó la única nubecilla que tenía el cielo de su dicha.

Cuando el ejército levantó sus tiendas para dar batalla, los chinos pasaron a servir en las ambulancias y sirvieron especialmente, y de manera muy eficaz, transportando sus enseres y ayudando a recoger los heridos del campo.

Si en el tumulto del combate algunos se echaron su cuarto de espadas, aprovechando el rifle de los soldados caídos para uno que otro tirito de desahogo, eso lo hicieron en detalle y como simples aficionados solamente.

Se habló de varios que habían demostrado un raro valor.

Respecto al coronel Lynch, los chinos le guardaron siempre respeto y gratitud tan profundos que acaso no fuera raro oír su nombre en la China, pronunciado como un benefactor de esa raza tan cruelmente vendida y explotada.

Más tarde, en Lima, veíanse por las calles muchos chinos que imploraban la caridad pública, mostrando algunas dolencias verdaderamente horripilantes, y casi todos decían haber sido libertados en la expedición Lynch.

Recuerdo, entre ellos, a uno que no contaría más de treinta años de edad, hasta donde es posible calcular la vida en las caras prematuramente envejecidas de los fumadores de opio. Tenía este infeliz los pies hinchados más allá de toda ponderación y contaba que su enfermedad le provenía de haber estado nueve años con grillos en la cárcel de una hacienda, cuyas puertas le abrió el voluntario Villarroel, por orden de Lynch.

Otro chino, que era ciego, refería que había perdido la vista al salir a la luz del sol después de otros tantos años de celda obscura y solitaria que también le fue abierta por manos de Lynch.

Por esta gratitud de los chinos, en parte, y en lo demás por la relación de los recién llegados, fuéronse sabiendo, poco a poco, en el campamento, los pormenores de la hazaña que acababa de realizar el coronel Lynch con tanta fortuna y acierto.

Sólo se oían las letras de su nombre.

Por todas partes, el relato entusiasta de sus hechos.

Había velado infatigablemente por todos los suyos.

Había rendido a los más fuertes y animosos en las marchas.

Había admirado a todos por su increíble sereno valor.

Ninguno habíale sorprendido un instante de fatiga, de vacilación o de flaqueza.

Austero y a veces hasta duro en mantener las disciplina, lo había sido mucho más con su propia persona, a vista de todos.

Un inmenso aplauso saludaba todo eso, y el nombre del coronel comenzó a resonar en el campamento como una nueva diana y su personalidad a atraer las miradas de todos cual la luz de un astro que se levanta en el cielo obscuro: el astro que en vano se buscaba en el horizonte del ejército, tan poblado de estrellas como pobre entonces de grandes constelaciones.

Y el instinto de la muchedumbre dijo:

—He allí un hombre.

Porque había reconocido en el coronel Lynch la más alta de las prendas que después labraron las fortunas de su carrera y el timbre mayor de su gloria: su estoica sumisión al deber.

En la boca de un revólver

Entre las brumas de la noche del 12 al 13 de enero de 1881, el coronel Lynch recorría las líneas de la división que comandaba, insensible como siempre a toda fatiga, pero no desvelado por la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba.

La próxima batalla, por otra parte, era también su estreno, su gran estreno de general sobre un teatro que representaban dos naciones y miraba un mundo.

Teatro demasiado vasto, sin duda, para una primera salida a la escena, si el actor era mediocre; pero muy ventajoso si estaba seguro de alcanzar el éxito o de interpretar bien su papel.

Dispensaba de otras pruebas.

Porque la verdad es que el coronel Lynch había sido hasta allí más caudillo, guerrillero y capitán expedicionario que propiamente general sobre un campo de batalla.

Esta faz de su personalidad estaba todavía en la sombra de lo desconocido.

Había tenido encuentros y tiroteos; pero no batallas campales como la que ya palpitaba en el aire y el pecho de dos grandes ejércitos que se presentían y olfateaban en lo obscuro.

Mas, fueran cuales fuesen las emociones que golpeaban el alma del debutante en aquella interminable noche de amarga y ansiosa expectativa, nada traicionaron los rasgos de su cara. Nada pudieron leer en ella los ayudantes que lo asistían; sólo brillaba en sus labios esa eterna sonrisa de cuasi femenil dulzura que tanto desconcentraba a todos.

Pero refieren algunos que un ímpetu de cólera y ofuscamiento apagó por un rato ese dulce gesto de alegría y de bondad.

Diz que cruzando una hondonada encontró el coronel a uno de los más famosos regimiento, medio revuelto como ovillo.

¡Y se da cuenta que nada es más fatal que un ovillo de hombres al alcance de las balas enemigos!

Para mayor perturbación del ánimo, los instantes eran ya supremos; pues iba a descorrerse, de un segundo a otro, el grande y trágico telón.

El coronel intentó poner orden en las filas y las atropelló con su caballo. Buscaba al jefe que mandaba.

Era éste un mozo hidalgo y valiente, que, sufriendo un pecado ajeno, batallaba en ese momento entre desesperado y confuso por desenredar el ovillo que lo envolvía.

Se dice también que el coronel estaba desde temprano encandilado en un tema que le caldeaba la cabeza. Había sentido en otra parte tufo de licor; habíasele como pegado a la nariz y hubo de parecerle que aquella confusión, casi inverosímil en cuerpo veterano y en tal momento, provenía de causa semejante.

Así lo grito al joven jefe, llegando hasta tocarlo con los encuentros de su caballo.

Dio el ofendido un paso atrás y entre las sombras apuntó su revólver al pecho del coronel, como única respuesta a tamaño agravio, lanzando cara a cara de sus soldados; pero luego, apoyándose en el hombro de un amigo, bajó el arma y escondió el rostro.

La bala habría herido a Chile, y emporcado para siempre el uniforme glorioso de su regimiento.

La noche profunda y discreta ocultó por fortuna ese drama sin palabras, aunque no sin cálidas lágrimas; mas, entre sus sombras, debió jugar un tercer personaje: entre esas sombras debió aparecerse al joven soldado la imagen del honor y de la patria para decirle que el coronel Lynch velaba por el uno y por el otro.

Los dos tenían razón. El pecador era otro.

Y así cuentan el cuento.

¿Sería cierto?

¡Qué cambio más grande hubiera tenido las cosas si una bala chilena tiende a Lynch sobre las gradas del Capitolio!

Después de Chorrillos

La batalla había terminado. Sentíanse algunas descargas, pero perdidas y lejanas como ecos de una tempestad que se recoge a sus antros y desahoga en ellos sus últimas iras.

A la entrada de Chorrillos por el lado del cementerio y a la puerta de unos cuartos que enfrentaban a la plazuela de un templo muy aldeano, descansaba el coronel Lynch rodeado de sus ayudantes.

Vestía el coronel levita negra de marino, sombrero cucalón de paja color chocolate y se acababa de apear, después de veinte horas, de un soberbio potro negro del comandante Bascuñan, jefe de la sección de bagajes.

Hablaba afablemente del asalto al Morro Solar como de un acontecimiento ya lejano en que hubiera tenido alguna parte.

—Éste es —me dijo, obsequiándome un pliego dibujado a lápiz, el diseño de las cerrilladas que ha atacado mi división.

Estaban con él a esa hora Juan Martínez, Baldomero Dublé, Ricardo Walter, el Comandante Bascuñan, Silva Palma, los mayores Canto y Villagrán, el corresponsal de El Ferrocarril, y no muy lejos, la famosa cantinera Irene, amazona sobre un viejo caballo de pelea que no le quedaba atrás.

Ya había impartido repetidas veces sus órdenes para que los cuerpos de su división ocuparan esas mismas cerrilladas, temeroso de una sorpresa en la noche.

Partidas numerosas de soldados desfilaban delante de él, saliendo de Chorrillos, para juntarse a sus compañías.

Habían merendado, bebido y granjeado con toda prudencia. No llevaban más que lo que holgadamente cabía en el estómago y en los bolsillos.

De modo que hasta ese momento imperaba la más perfecta disciplina. El afán de los soldados, mitad instinto de conservación, mitad obediencia, era juntarse a su bandera.

Como buenos camaradas llevaban parte de su botín a los que no habían logrado bajar al pueblo.

El coronel se reía de las pintorescas escenas de aquel desfile en que los rotos lucían las bufonerías de su inagotable buen humor.

Uno pasó llevando un loro parado en el cañón del rifle y los dos hablaban a parejas, como en el Robinson de la zarzuela.

Otro lucía sobre el quepis un lujoso sombrero de señora y un tercero caminaba gravemente dentro de una capa de coro robada en la iglesia vecina.

Un muchacho se había colocado una serie de sombreros de mayor a menor, que no mediría menos de media vara de altura.

Un roto que iba detrás le disparó un tiro a boca de jarro; los sombreros volaron y el muchacho cayó al suelo como muerto; pero no era más que susto y quemazón del fogonazo en las orejas.

El coronel se formalizó y volvió a subir a caballo, cerrando con sus ayudantes la bocacalle que daba salida al campo.

Más a retaguardia formaba una mitad de zapadores al mando del joven don Eduardo Wensol, de nacionalidad sueca, impidiendo a su vez que bajaran los que estaban arriba.

El coronel ordenó que cada soldado al pasar volteara su cantimplora, quieras que no. Rotos no faltaban que por no perder hueco le habían echado dos y tres clases de licores diferentes.

Todos obedecían con la cabeza baja; sólo uno se resistió, taimado ya por las insinuaciones de la borrachera. Empuñaba un rifle resueltamente. El coronel lo derribó aturdido, rompiéndole la cabeza con el bocado del freno, al volver su caballo.

Este borracho fue la primera nube de la tormenta que se desencadenó en la noche.

En ese momento apareció por el lado de la playa un largo convoy de prisioneros peruanos. Pocos oficiales; los demás, soldados de tristísima figura.

Algunos de estos infelices, serranos tal vez que no tenían ni noción clara de las cosas, gritaron imbécilmente:

—¡Viva el general!

Los oficiales que marchaban a la cabeza del grupo se volvieron nerviosamente hacia los que gritaron; pero eran, como digo, los más infelices y a nadie se le ocurrió culparlos.

Haciendo como de jefe iba don Carlos de Piérola, que vestía uniforme de artillero y llevaba un brazo herido, a lo que recuerdo. Iba también un hermano del coronel Iglesias, en traje de paisano.

Lynch reconoció a Piérola o alguien le advirtió que pasaba en el grupo, el hecho es que en el acto envió a Ricardo Walker a decir a Piérola y a Iglesias que podían quedarse a su lado.

Tal invitación en tales momentos y sobre todo para prisioneros que ignoraban la suerte que habían de correr, hundiéndose entre un tumulto de caras enemigas, equivalía ciertamente a poner en salvo la vida, ahorrándose las inquietudes de lo incierto que, para ellos, no podía ser otra cosa que la vieja, pero siempre matadora espada de Damocles.

Tocome oír, palabra por palabra, la respuesta negativa de Piérola.

—Ruego a Ud., señor, diga al señor coronel Lynch que le doy las gracias.

El bravo y simpático Walker, que había de caer dos días más tarde en el campo de Miraflores, volvió de nuevo. Esta vez les hizo presente que Lynch se permitía recordar la amistad que le ligaba a don Nicolás, el Dictador, hermano del prisionero. El mismo Walker por su parte y como amigo de Lima tal vez, le hizo algunas reflexiones bien claras respecto a las molestias que podían sobrevenirles, inevitables en la situación en que se encontraban.

—Debo, señor, seguir la suerte que corran mis compañeros —respondió Piérola por última vez y echó a andar con los suyos.

Afortunadamente no hubo nada que lamentar, aunque estoy cierto de que más de una vez debieron recordar ellos la caballeresca invitación del coronel Lynch.

Desfilaban todavía los cautivos, cuando llegaron oficiales y soldados nuestros a dar cuenta al coronel de que recomenzaba el combate en las calles de Chorrillos.

En efecto, se oían disparos y de varios puntos se elevaban columnas de fuego y de humo.

Pero era lo cierto, únicamente, que algunos peruanos, cortados probablemente en la retirada de los suyos, se habían encerrado en dos o tres casas del pueblo, y desde las azoteas y ventanas combatían sin querer rendirse.

Así habían herido o muerto a varios transeúntes, que no contaban con aquella repentina e insensata, pero no por eso menos valerosa boqueada de una resistencia que ya todos daban por concluida.

El coronel comisionó al comandante Dublé Almeida para que fuera a poner orden y paz en lo que ocurría dentro, llevando un oficial peruano que parlamentara con los empecinados.

El comandante Dublé paró su caballo frente a la puerta y el oficial parlamentario llegó hasta el umbral. A sus primeras palabras respondieron los peruanos con varios disparos, uno de los cuales, según cuentan, le atravesó el pecho y fue a herir también a Dublé, que acababa de nacer sobre el Salto del Fraile y el Morro Solar. Oí asegurar entonces que aquel puñado de valientes y cruel, respondieron al parlamentario no sólo con la descarga que lo mató, sino que con los motes de traidor y de cobarde, claramente oídos por algunos.

El hecho enfureció a los rotos. Sin escuchar a nadie, se invitaban a voces para esa última batida, armándose, ya no para guerra lid, sino como para caza de ratones.

Lynch al saber la herida de Dublé, que estimó de alevosa, se internó en el pueblo para darle el último remezón.

La Irene, haciendo una recogida de fulares, partió con una amiga en busca del comandante herido.

Yo creí prudente no participar, por más tiempo, de la grata cuanto honrosa compañía del coronel, y me quedé con otros en los cuartos aquellos, lo cual me proporcionó unas doce horas de hambre, frío, sustos y emociones que no muchos habrán pasado iguales, porque no todos andaban como yo por entre aquellos laberintos: a la de Dios y cual moro sin señor.

Casi solo o mal acompañado —toda compañía parecía poca para la noche que aguardaba—, resolví replegarme a las casas de las haciendas de San Juan, donde dejara temprano al capitán Baeza y su compañía del Esmeralda, en custodia de algunos prisioneros y heridos enemigos.

Entre los últimos había tenido en la mañana el dolor de ver a una cholita como de once años de edad, herida a bala en una ingle.

Lloraba la pobre chiquilla, abrazada de su madre y apagando sus sollozos como si temiera importunar con su dolor a los nuevos señores que llegaban.

Vendedoras del campamento peruano, que salían con la noche de las chacras vecinas a mercar sus frutos, ella y otras muchas que allí estaban, fueron todas cogidas por el remolino de la batalla y revueltas quedaron con el tumulto del horroroso combate a bala y arma blanca que se trabó en el patio de la hacienda, en las casas, los graneros y hasta en la sacristía del mismo templo.

En una de las descargas de los nuestros, o de los suyos, cayó aquella cholita.

Con el propósito que dije, puse el caballo al galope por la ladera de los cerros; pero a poco de correr tuve que moderar la marcha y muy luego me fue imposible seguir adelante.

Era aquello la pascua del triunfo, una kermesse de campo de batalla. Bailes, cantos, amores, brindis, balazos y muertos.

Volví al sitio en que había dejado al comandante Bascuñán con algunos de sus empleados.

Eran ya más de las 5.

El general en jefe mandó a llamar a Bascuñan y quedamos tan solos, a nuestro parecer, como si con él se hubiera ido tantas personas como galones tenía el comandante.

Luego cayó la tarde y enseguida la noche en aquellos cielos sin crepúsculos.

El fondo de la cuartería en que estábamos, empezó a arder y tuvimos que salir a la calle.

Otro incendio apareció en la vereda del frente.

Esto prolongaba el día, pero dándole un tinte siniestro y horroroso.

Un grupo de soldados que pasaban por la bocacalle de la derecha se estuvo tiroteando con otro grupo que pasaba cantando por la bocacalle de la izquierda.

Los soldados reían alegremente y con gruesas palabras se llamaban por los nombres de su regimiento.

¡Adiós, niños de Talca!

¡Adiós, pues, Coquimbanos! —respondían los otros con su descarguita.

Pegados al hueco de las puertas, sosteníamos nuestros caballos de la brida, y los brutos temblorosos se agazapaban al ruido de las balas que silbaban en sus orejas.

La noche acabó de hacer tragedia de todo lo que nos rodeaban.

Cada astilla se trocaba en fantasma y todo terrón en castillo.

Se oían disparos, ayes, juramentos, refranes de tonadas cantadas en coro, el rumor lejano de las patrullas de caballería, que rondaban la ciudad, el galope de ayudantes infelices que entraban y salían, el silbido de las llamas, el crujimiento de las casas que caían y por encima de todo, un extraño murmullo como el formidable ronquido de una bestia enorme: los mil ruidos de nuestro campamento todavía en vela, que llegaban a nosotros en una sola y tremenda nota de cercana tormenta.

Decidimos salir de Chorrillos a toda costa, y emprendimos la marcha, a pie, pegados a las murallas como un grupo de contrabandistas.

Al fin quedamos dentro del cauce de una acequia sin agua en medio de un potrero, muy felices de haber arribado a tal asilo, nosotros, que pesábamos holgarnos en los mejores lechos de los opulentísimos ranchos de la oriental Chorrillos.

Una casualidad providencial nos reunió de nuevo con Bascuñan, que volvía de su llamado.

Pareciéndole muy bien el alojamiento, se tendió a nuestro lado, asegurándonos que los generales y jefes no estaban mejor.

Sus sirvientes cuidaron de nuestros caballos.

¡Qué noche! Llegué a pensar que por poca cosa había encanecido María Antonieta en la prisión de Varennes.

A la tempestad de los hombres y a sus tremendos rumores, se juntaban ahora el casero ladrido de algún perro, los suaves murmullos del mar cercano, las dulces palpitaciones de la campiña dormida y los resoplidos de mis compañeros que dormían como viejos cateadores que eran, de las terribles soledades de Atacama.

Algunas balas pasaban silbando el canto de las perdices, y como iban a rematar a los cerros donde estaba la tropa, de allí respondían voces que estaban a medio enojo:

—¡No estén tirando, ooh!

Como quien dice:

—Déjense de travesuras que es hora de dormir.

A pesar de todos los pesares, conciliaba el sueño cuando nos despertó un ruido de armas: un grupo de fantasmas se batía a treinta varas de nuestro lecho.

Un hombre cayó quejándose y los fantasmas se disolvieron en la bruma.

Al amanecer vimos que era un Talca y que estaba muerto.

Ese amanecer fue un cuadro verdaderamente sublime, incomparable con nada humano, tal como no lo disfrutó igual ni el mismo Nerón cuando se dio el espectáculo del incendio de Roma.

Soplaban a un tiempo, como despertando dulces recuerdos de días inocentes, las brisas de la campiña y del océano cargadas éstas de olorcito a mar y aquéllas del aroma de sus flores tropicales.

Sobre el fondo celeste del cielo se confundían con sus celajes rosados, las llamas rojas de cinco hogueras monumentales casi simétricamente colocadas.

Y la alegre diana de las bandas, apagando el canto de los pájaros, como que saludaba por ellos a la hermosa aurora que venía a despejar las últimas sombras de esa mala noche; mala para todos, pues si los jefes temían una sorpresa y la tropa otra pelea, nosotros, dentro de la acequia, temíamos a cada instante ser trillados por cualquier movimiento de ellas.

Mientras ensillaba mi caballo, pasó el Atacama a formar en la nueva línea de batalla. Uno de los soldados me arrebató al vuelo el tesoro de dos frazadas, cuyo valor ya sabía después de aquella noche.

Corrí naturalmente a su reconquista, muy resuelto a llegar hasta las mismas tiendas peruanas; pero por fortuna encontré luego un oficial conocido al que le referí mis cuitas.

Al ver el giro del asunto el roto tiró las frazadas:

—¡Y lo ardiloso el futre! —dijo, como dando a entender que lo hacía de puro travieso.

Un arriero de bagajes me tenía el caballo y además un trozo de carne, asada en leña de pino, según me dijo.

Había descubierto por ahí cerca de un grupo de camaradas que merendaban al amor de un buen fuego.

—Aguárdame aquí —me dijo, y corrió, volviendo al rato con una botella de burdeos.

Creo que le di un abrazo.

Él me atendía como a un niño confiado a su lealtad y a sus puños.

En un segundo viaje trajo ron ordinario. No estaba mal y le hicimos los honores, pues bebía fraternalmente conmigo y lo mismo con los otros, aunque más largo.

Al tercer viaje se apareció con cerveza negra.

Todavía le di las gracias; tan obsequiosa y paternalmente se molestaba por mí.

Pero al cuarto viaje no le dije nada y al quinto me negué redondamente a lo que traía.

—¡Tenís que tomar no más! —me gritó. Me quedé como viendo visiones. ¿Quién me había cambiado a mi ángel de la guardia?

Los tragos bebidos y la ida y la vuelta de tantos trajines habían hecho desaparecer al comedido y cariñoso acompañante y sólo quedaba el roto alumbrado que no reconoce superioridad alguna sobre lo ancho del mundo.

En cuanto pestañeó clavé espuelas a mi caballo y hasta el día de hoy...

Todo esto me pasó por no seguir al coronel Lynch, cuando creí que se iba a meter al combate trabado en las calles de Chorrillos.

Pero salvo los sustos míos, la noche del coronel no fue más tranquila ni más blando el lecho en que durmió al fresco y rumor de unos sauces de poca cabellera, como son los sauces del Perú.

Allá no lloran los sauces.

De carnaza otra vez

En la mañana de Miraflores, el coronel hablaba con varios jefes de su división, dándoles seguridades de que en caso de una nueva batalla les tocaría formar en la reserva o poco menos.

Se contaba entre ellos don Juan Martínez.

El coronel Martínez no abrigaba la misma confianza de Lynch y tampoco los otros jefes.

En esto estaban, cuando llegó un ayudante del Cuartel General con la orden de que la división Lynch avanzara sus posiciones.

—¡No ve Ud. —gritó Martínez, sin poderse contener—, que nos echan otra vez de carnaza!

Lynch, sonriendo con esa imperturbable sonrisa que más que reflejo de su alma, poco risueña, era un pliegue natural de sus labios, pidió su caballo y mandó a cada uno a su puesto como él iba al suyo, sin decir palabra.

El coronel Martínez murió esa misma noche en una quinta de Barranco.

En Lima

No volví a ver al coronel hasta el mes de mayo del 81.

Era ya general.

De Arica comunicaron que pasaba en el vapor con dirección al Callao. Se hicieron mil conjeturas respecto del objeto de este viaje; pero nadie sospechó que el general iba a tomar el mando del ejército, nada menos.

Fue una gran sorpresa para todos. Algunos recordaron que era marino, olvidándose bien pronto del ilustre soldado de Chorrillos y Miraflores.

Pero esto duró poco.

Al principio resonaron dolorosamente los golpes secos de la mano del general que caía por aquí y por allá como una manopla implacable y pesada. Luego todo quedó en paz, salvo un pequeño incidente.

El coronel Lagos fue debidamente honrado con un banquete de despedida al que sólo asistieron sus compañeros del ejército, los veteranos de Arauco.

Había algo de taciturno y comprimido, y diría que de girondino, en esa solemne despedida al hombre que, a juicio del ejército, era su representante más genuino y querido. Una chispa parecía saltar de todas las copas: que el elemento militar era aplastado una vez más con la llegada del nuevo jefe.

Los brindis expresaron netamente el sincero y profundo dolor de todos, sin traer ni la alegría y el bullicio que corona los festines, aún cuando sean de adiós.

Por el contrario, la atmósfera de la sala parecía irse nublando, cálida y seca como un cielo cargado de electricidad. Algunos prudentes pedían lo que se pide al cielo en esos instantes en que los pulmones se sofocan: un poco de lluvia fresca.

Se vieron correr algunas lágrimas; había llegado el período álgido, la fiebre azul de aquel resentido dolor.

Entonces se puso de pie uno de los concurrentes, alzando la copa.

—No soy hombre de palabra —dijo—, pero para lo que tengo que decir no se requieren palabras sino corazón. Todo el ejército lamenta que se le quite el mando al coronel Lagos; todos queremos que continúe al frente de nosotros porque él, más que ninguno, es el ejército.

Pues bien, señores: nada hay que lamentar, que nos diga el coronel Lagos que quiere quedarse y se quedará...

Estas palabras resonaron como las notas fúnebres y temblorosas del bronce con que los druidas se llamaban al combate.

Pero no en vano tiene Chile se estrella.

Y fue cabalmente la cualidad de marino lo que permitió al general Lynch desempeñar su elevado cargo con una imparcialidad y rectitud, respecto del ejército, que acaso le hubieran faltado a ser de la institución y tener en ella su porvenir y las pasiones inevitables en todo gremio de hombres.

Le fue fácil por eso mantenerse en una región superior a los intereses y personalidades que iba a gobernar.

No era sombra ni contrariedad para nadie. Su carrera estaba en la marina y ésta lo miraba como una gloria de familia.

De manera que podía gobernar el ejército sin mirar las caras. Los hombres no tenían para él más cara que sus hechos.

Ni amigos ni enemigos; ni deudas de amor o de odio; flores o espinas que siempre se recogen a lo largo de todo el camino, aún del que lleva a la pacífica siesta del coro.

Y, además, dotado de una increíble audacia de espíritu como de un profundo buen sentido, el general tenía de los grandes hombres de Estado el rasgo característico de la frialdad de corazón y de cabeza.

No se enamoraba de nada ni de nadie. El mismo puesto que ocupaba, así tan excelso como era, habríalo entregado al oficial de su guardia por un simple cablegrama del Gobierno. Y ésta era su gran palabra: ¡El Gobierno!

Casi Virrey del Perú, sólo se cría un mero servidor de la nación, más obligado que ninguno a la disciplina y obediencia.

Pero la medida que se aplicaba a él, la aplicaba asimismo con igual austeridad a todo subalterno, quien quiera que fuese.

Él al Gobierno; todos los demás a él.

Su llaneza

La silla del general en Jefe era casi un trono, y conquistadores y virreyes se habían sentado en ella.

De lejos no es fácil tener idea de la majestad y poder que las leyes le han dado al rango de general en jefe de un ejército que ocupa a un pueblo por el derecho tremendo de la guerra, y en que toda autoridad está en sus manos, porque allí no hay cámaras, ministros, jueces, prensa, opinión, ni nada.

Su persona era la persona misma de la nación y así el general Lynch era sencillamente Chile en el Perú.

Una grandeza que, concibo, marea a cualquier hombre, tanto lo elevan las leyes por encima de todos los hombres.

Recuerdo un baile que se le dio en el Callao.

Se danzaba en un inmenso salón lleno de caras bonitas, de fraques, uniformes cuajados de galones, bordados y medallas.

A las diez de la noche se oyó un rumor de voces y carreras. Las parejas se detuvieron y la orquesta calló.

Las bandas militares rompieron entonces con la canción nacional, alegre y sonora como un ¡hurra!

La guardia presentó las armas.

—¡El general en jefe!

Y Lynch, esbelto, arrogante y sereno, entró a la sala en medio del mar de cabezas inclinadas.

Tenía la imponente sencillez de las cosas grandes.

Las mujeres debieron ver que en el corazón de los hombres existe otra deidad más lata que su hermosura, la Patria, representada y casi adorada en aquel momento en la persona del general chileno.

Sin embargo, el general salía deprisa de aquellas fiestas para cambiarse lo que llamaba su arnés por su eterna levita y su eterna gorra de marino.

Parecía que nada de todo eso penetraba en su alma.

Muy posible que hubiera preferido un buen caballo y el sosiego de los campos a tantos esplendores.

Un día llegó la noticia de que el Gobierno le confiaba la cartera de marina. Algunos lo cumplimentaron.

—No estén tonteando —respondió el general—. ¿Creen, Uds. Que voy a ser ministro para que luego en la Cámara cualquier abogadito suplente me ponga de vuelta y media?

Esta llaneza de espíritu y de maneras servíale admirablemente, así para fumar los cigarrillos del que iba a verlo, como para zanjar dificultades, no pequeñas, de su gobierno.

Un día, por ejemplo, un alto empleado civil creyó de su deber, engañado por algunas apariencias, denunciarle algo que estimaba sino como fraude comprobado, al menos como procedimientos perjudiciales a la renta, de parte de otro jefe de oficina.

Expuesto así el asunto, el general lo encontró muy grave.

Quiso la casualidad que en ese mismo momento se presentara el denunciado.

—¡Hombre, qué a tiempo! —le dijo el general—. Vea lo que me estaba diciendo Fulano.

Y punto por punto le refirió la denuncia.

Y de este careo, para el cual ninguna de las partes estaba preparada, sacó el general lo único que le importaba y debía saber en el acto: que no había absolutamente nada.

Con esta misma flema y llaneza el general se dio a corregir ciertas exageraciones en que solían caer algunos al dar cuenta de los combates que por ese tiempo eran muy frecuentes en el interior.

El general sacó una muletilla que colgaba impasiblemente como estribillo a toda relación que le hacían de muertos, heridos o número de enemigos.

Llegaba el vencedor.

—¿Y los enemigos, cuántos serían? —preguntaba el general.

—Unos dos mil, señor.

—¡No serían tantos! ¿Y los muertos?

—Unos trescientos.

—¡Cómo habían de ser tantos! ¿Y los heridos, entonces?

—Como seiscientos.

—¿Tantos cree Ud.?

Y con estas tijeras recortaba las alas a muchas fantasías que no dejaban de ser perjudiciales.

Aventura de una visita

Al general le gustaba bien poco de la compañía de sus ayudantes en las visitas que hacía a Lima. Ordinariamente andaba solo, a pie y sin espada.

Visitante de una casa de mi calle, casi todas las noches lo encontraba de recogida, entre las doce y la una de la mañana.

Los policiales que dormitaban acurrucados en los huecos de las puertas, venían a despabilarse cuando el general ya iba lejos.

Quien hubiera querido intentar (sic) contra su vida, no habría tenido más que acecharlo en cualquiera de las ocho o nueve cuadras que cruzaba para llegar a su palacio, por calles obscuras y solitarias, como calles de una ciudad que temprano atranca sus puertas, teniendo sobrados motivos para vivir medrosa y recogida.

La policía, por su cuenta, solía tomar algunas precauciones en resguardo del general.

Por el mes de julio abundaban los denuncios, ora de levantamientos, ora de ataques a la persona del general. La proximidad de las fiestas patrias del Perú determinaba una natural fermentación de los espíritus, y una vez las cosas llegaron a revestir síntomas dignos de toda consideración.

No teníamos, como digo, más de mil setecientos hombres entre Lima y el Callao.

Cáceres atacaba rudamente nuestra línea de la sierra.

Decíase que era su plan avanzar sobre Lima para dar la mano al levantamiento de la ciudad y envolvernos entre dos fuegos, después de burlar a aquellas líneas, no conocedoras como él del terreno que pisaban, lo que muy bien pudo haber sucedido, engañando como a chinos a las tropas de Iglesias, que le cerraban el paso, abandonó sus equipajes, dio media vuelta y apareció en las goteras de la capital.

No faltaban, pues, motivos para la ebullición que se advertía en los ánimos, aumentada de rato en rato por los mil rumores que corrían.

Alguien había visto a medianoche, que legaba del Callao la artillería de montaña, que entraba a palacio y abocaba sus cañones a las puertas.

Algunos comerciantes comenzaron a sacar sus libros de negocio.

Se sabía, además, que los paisanos chilenos, o se juntaban a los regimientos o se habían armado dentro de sus casas.

Al día siguiente, algunos ministros diplomáticos y otras personas que no tenían nada que ganar sí mucho que perder, en cualquier zambra soldadesca, comunicaron al general detalles muy precisos de una conspiración para hacer volar el ángulo del palacio en que estaban sus habitantes, valiéndose para ello de las covachas de baratilleros que ocupan el piso bajo del edificio y de hecho lo tienen flanqueado.

El general se limitó a dar traslado al comandante de policía y pasó el día, como siempre, en su gabinete de trabajo, que era el señalado en el complot.

Nuevas noticias vinieron a aumentar la temperatura ya caliente de los ánimos.

Como a las dos de la tarde corrió que una compañía del Buin había sido destrozada casi a las puertas de Lima, y que gran parte de nuestras fuerzas se replegaba a paso redoblado, volando los puentes a su retaguardia para librarse de la derrota.

No dudo que una ráfaga de esperanza acarició todos los corazones limeños, y como algo dejaran traslucir los semblantes y las palabras, algunos chilenos, dándose por retados, salieron a las calles a provocar encuentros personales como para demostrar que todavía estaban vivos.

Así se vio un grupo de gigantones entrar en la plaza principal a la calle de Mercaderes, a la hora del paseo, en son de combate y de jarana, con la pretensión nada menos de hacer salir de la calle a todo peruano que toparan.

Estos, por su parte, no se quedaban del todo atrás.

Fue público que al General Jefe del Estado Mayor le quitaron la vereda en la calle de Espaderos de un modo claramente provocador y ofensivo.

Las calles de Mercaderes y Espaderos son en Lima, lo que en Santiago sería la suma de Ahumada, Huérfanos y Estado, en el punto y hora de nuestro paseo.

Por la noche hubo una verdadera alarma.

Se creyó que comenzaba el principio del fin.

De pronto, algunas campanas rompieron a sonar, cosa tanto más extraña cuanto que los frailes habíanse taimado en no tocarlas, ni de día.

¿Habría llegado el momento?

¿Serían aquellos toques como la campana de San Germán, que daba la señal de concluir con los nuevos hugonotes?

Así la tragaron muchos; más luego se supo que era un incendio. Nuestros pacos pitaban como si estuvieran en las calles de Santiago.

Pero este incendio, el primero que ocurría durante nuestra permanencia, ¿no sería un pretexto para reunir al pueblo? —decían algunos.

Fue incendio liso y llano, y aquella ocasión única, por muchas razones, se perdió para los limeños, aunque difícilmente hubieran logrado sorprender al general como dentro de una ratonera; porque fue una de sus primeras precauciones estudiar la manera de salir de Lima, en pocos trancos, con su tropa, y alinearla en batalla, en punto elegido, a campo raso.

El general comprendía demasiado que todo combate dentro de la ciudad, revuelto y en detalle, le sería fatal.

En cambio, estaba persuadido de que ninguna revuelta, por poderosa que fuera, intentaría salir a provocar las masas cerradas de su ejército, dándole ocasión a un nuevo encuentro campal.

Este plan de salir a terreno llano, dejando a Lima abandonada a la explosión pasajera de una revuelta que se había de consumir por sí sola, estuvo tan maduro en el ánimo del general que recuerdo que una noche, estando en el teatro de Lima, me mandó llamar para que comunicara confidencialmente a don Manuel Vicuña que, siendo posible que el ejército tuviera que salir de un momento a otro, convenía que embarcara las municiones que tenía en el Callao y le ofreciera que efectuara la operación. El general temía fundadamente que al abandonar el puerto y la capital, los peruanos se echaran sobre esas municiones, si permanecían en tierra.

De este modo estaban los ánimos y las cosas, cierta noche en que Lynch se hallaba de visita en una de las casas cuya amistad conservaba desde el tiempo en que lució en Lima su imponente figura de capitán filibustero, que muchos recordaban todavía por su varonil belleza.

En dicha casa no las consigo con tales visitas del general y, a menudo, le reprochaban su mala costumbre de andar solo por las calles.

Riquelme

Aquella noche parecía que se cumplían los temores de sus habitantes.

Se oyó de repente un estruendo que sacudió las murallas de los altos en que estaban.

El remezón se repitió poco después con mayor violencia.

Todos se pararon de sus asientos, las caras un tanto pálidas, interrogándose unas a otras.

El general se levantó también; cogió su gorra y su espada y se dispuso a salir.

Los concurrentes le cerraron el paso, pidiéndole que evitara una imprudencia; pero el general, que abrigaba sospechas muy distintas a las de las dueñas de casa, insistió resueltamente y al fin logró bajar solo la escalera.

Los de la casa temían por su lado, un ataque al general; éste por el suyo, estaba viendo que aquélla era una tunantada de sus niños, y no quería que nadie se apercibiera de ello.

El general había calculado bien. Al abrir la puerta se encontró de manos a boca con un señor teniente que se disponía a darle un tercer espolonazo, con ánimo de desquiciarla y subir, sin saber para dónde iba.

El general se le fue encima y antes de que articulara palabra, a palos y pescozones lo arrastró hasta palacio, que no estaba lejos, y allí lo entregó a la guardia.

Nadie oyó nada. El general, muy tranquilo, volvió a la visita por su capa, contando una curiosa querella de borrachos.

Por el primer vapor envió a ésta con oficio al delincuente y según refieren muchos, a los dos meses después se lo devolvieron para allá con el grado de capitán.

Yo no lo vi con el nuevo grado; pero harto sabía que tal teniente, al sobrevivir a las batallas, había defraudado las esperanzas que su familia tuvo al verlo partir a la guerra.

Procedimientos diplomáticos del general

Si los niños del ejército dieron al principio mucho que hacer al general, no le causaron menos molestias esos niños grandes, como suelen ser los señores ministros diplomáticos, sobre todo cuando lucen su cargo en las pobres repúblicas de América.

Puede decirse que los que el general encontró en Lima tenían esa faz de inmensa superioridad y además, otra no menos curiosa, especialmente dedicada a los chilenos.

De antemano estaban todos ganados a la causa del Perú por la encantadora influencia de los salones limeños, y eran tan quisquillosos por sus fueros, coma las viejas marquesas por sus cuarteles, y tan susceptibles, y algunos tan vanos, como chiquillas regalonas y bonitas.

Molestar al general, poner a su paso una piedra en que pudiera resbalarse, alzar el grito por cualquier insignificancia que aumentara las mil preocupaciones que ya tenía en su ánimo, eran actos meritorios, signos de peruanería, que encontraban su recompensa en la acogida de los salones, donde los azuzaban con la fina y picaresca malicia limeña.

Baste decir que cuando nuestro ejército entró a Lima, casi no había una casa que no ostentara a la puerta un escudo en que el respectivo ministro de la nación tal o cual certificaba que era propiedad de súbdito extranjero y, por lo tanto, amparada por su bandera.

Así llegó a verse un pensionado de las monjas de los Sagrados Corazones protegido por la majestad de la reina de Inglaterra.

Averiguado el motivo de cosa tan rara como curiosa, vinimos a saber que la superiora, u otra categoría del pensionado, había sido inglesa veinte o treinta años atrás, siendo por lo restante dicha congregación de nacionalidad francesa, aunque bien mirado, las monjas como esposas de Jesucristo no tienen patria, si como todas las esposas siguen la condición del marido.

El hecho es que, si se hubiera creído en tales escapularios de ridícula neutralidad, acaso no hubiera resultado en todo Lima más casa de peruano que la del ilustre doctor Almenavas que escribió a la puerta suya en grandes letras de colores nacionales: «Propiedad peruana», hermoso valor de un alma entera, que más tarde le permitió despreciar ínfimas críticas para poner su ciencia al servicio de todos.

Como se ve, el general tenía que navegar por una serie de escollos, más o menos grandes y ahogados, como dicen los marinos, pero muy eficaces para dificultar la marcha y en más de un caso para echarla a pique o averiarla.

Conocidos estos antecedentes, se podrá apreciar mejor la gravedad de un lance que el general tuvo que concluir por medio de resortes de su exclusiva invención.

Una noche, en una parranda de café, la patrulla arrastró con todos los concurrentes para el cuartel de Policía.

Ante el oficial de guardia, uno de los presos declaró ser el secretario de una alta Legación europea, alegando, además, que pasaba tranquilamente por la puerta del café cuando la patrulla lo envolvió con los bullangueros.

Que no valieron rezones ni protestas puede decirlo, primero, el secretario, que pasó la noche en chirona, y después yo, que tuve motivos para saber que el oficial había querido manifestarle, en lo poco que estaba en sus manos, que amor con amor se paga.

Puede calcularse el efecto que produjo la noticia de tal desacato, exagerado por la imaginación popular, hasta el punto conveniente para caldear a toda la maquinaria diplomática, cuyos fueros habían sido de ese modo atropellados.

Pero descartando exageraciones, pillerías y malquerencias, todavía quedaba un engorroso asunto que colocaba al general en situación harto difícil.

Satisfacciones de esta laya y de la otra, castigado de los culpables, todo parecía poco.

El general concluyó por fastidiarse y mandó llamar al jefe de la patrulla.

Después de abrumarlo con una tremenda filípica de la que resultaba que el pobre oficial tenía comprometido a Chile, lo acusó de haber estado borracho.

El oficial se sublevó ante este injusto cargo y con poco trabajo logró evidenciar la calumnia.

—¡Está bien! —le dijo el general—; pero queda en pie el insulto a su persona, y el honor de mis oficiales no debe tener mancha alguna, y el que la sufra dejará de serlo.

—Sírvase su señoría decirme quién me ha insultado —respondió el joven— y el honor quedará en su puesto.

El general, sin arrugarse, le dio el nombre de secretario de la Legación.

El oficial salió echando chispas en busca de dos padrinos.

Una hora después llegaba a palacio el ministro de Brasil, interponiendo sus buenos oficios para el general impidiera el escándalo de un duelo y las graves consecuencias que podía tener.

Pasó esta nube, pero luego sobrevino otra más negra.

El ministro inglés fue insultado un día por un oficial que lo arrojó violentamente de la acera. Quiso la fortuna que el ministro fuera un hombre de puños y que en ello tuviera su amor propio.

El ministro a trompadas desarmó al oficial, y de este cabello se agarró el general para salir del paso.

Le llovían las visitas al ministro cuando el general mandó a su secretario, don Adolfo Guerrero, a explorar el campo. El ministro estaba indignado pero insistía mucho en las buenas trompadas que había dado su insolente.

Poco después se presentó el general, refiríendole al ministro que su agresor estaba tan estropeado, que era difícil creer le hubiera pegado con las manos solamente; hizo mil variaciones sobre este tema, y como al concluir le ofreciera la reparación de un severo castigo al oficial, el ministro reclamó su indulgencia en favor de la víctima, de sobra castigada a su juicio.

Por estos caminos salió el general varias veces de embrollos que a lo lejos pueden parecer pequeños, pero que en su momento fueron toda una gravísima cuestión, hasta que relaciones más cordiales se establecieron entre el Cuartel General y el Cuerpo Diplomático, a la par que los niños del ejército tomaban apresuradamente el paso de moderación y de cultura que su ilustre jefe marcaba a la cabeza.

Pero si aquel incidente ocurre contra Trescott, que acaso no soñaba con otra cosa, que con ser atropellado por algún soldado borracho, otro gallo nos hubiera cantado, ciertamente, a pesar de todos los procedimientos diplomáticos del general.

Sus relaciones con Hurlbut

Cuando el ministro americano llegó a Lima, nadie pudo hacerse ilusiones respecto de su parcialidad por el Perú.

Comenzó por ocupar —ejemplo que después siguió Mr. Trescott— una espléndida mansión, la casa de Rivera, que le tenían preparada, a dos viviendas de por medio del Presidente García Calderón, y se decía que ambas se comunicaban por el interior.

El general mandó saludarlo con uno de sus ayudantes; pero el Ministro esperó el día en que asistió a la instalación del gobierno peruano en la Magdalena para pagarle la visita.

De regreso de la ceremonia, se presentó en palacio con un extraño uniforme de general, levita cerrada y casco prusiano. Parece que también era general.

Salió encantado de Lynch que le había platicado en purísimo inglés, cosa que para todo yanqui o británico realza considerablemente el valor de la persona.

A los pocos días el general le devolvió la visita, con toda esa llaneza y campechana sinceridad, que lo hacía aparecer desde las primeras palabras como un viejo amigo que abre su corazón de par en par.

Esta visita constituye un momento histórico de la vida del general, improvisado diplomático lo mismo que se había improvisado estadista y administrador.

Dejándose como arrastrar por la suave pendiente de las confidencias y desbordes del espíritu, el general le hizo una larga y exacta reseña de la situación del Perú, manifestándole que dentro del círculo en que se había situado no llegaría jamás a conocer la verdad de las cosas.

Le demostró la inestabilidad de todo gobierno que pretendiera establecerse, a causa de la división irreconciliable de los partidos, enconados hasta tal punto, que civilistas y pierolistas preferían la ocupación chilena antes de que subiera el bando rival, en razón de que los chilenos gobernaban, sin odios ni venganzas particulares, al paso que el partido que triunfara perseguiría la ruina del vencido; que la ocupación era por el momento un gran bien para el Perú, porque, alejando las luchas políticas enfriaba sus rencores; que abandonar a Lima, desde luego, sería un crimen para Chile por los cataclismos sociales que se habían de seguir; pues, por un lado Peirola estaba listo para irse sobre García Calderón, y por el otro, el populacho para caer sobre todos, como en la noche del 15 al 16 de mayo.

Tampoco descuidó de revelarle que durante la ceremonia de la Magdalena había tenido que hacer salir a las cercanías de ese punto una división de su ejército, a pretexto de ejercicio, pero, en realidad, para impedir que los montoneros que estaban en acecho, muy cerca de allí, hubieran dado fin al Gobierno y a su Congreso.

Y, en fin, que los dos eran generales y hermanos de armas, llamados a entenderse cordialmente como representantes de dos pueblos trabajadores y viriles.

Hurlbut se desbordó a su turno, y el general pudo oír con espanto que venía a impedir a nombre de los Estados Unidos toda anexión de territorio, fijando en cincuenta millones de pesos la indemnización y quedando todo lo demás a la cuenta de la guerra y de la gloria.

Hurlbut debió referir a García Calderón su entrevista con el general Lynch, y éste manifestole su candorosa inocencia, porque al día siguiente remitió al general un memorándum, en que, recogiendo velas a toda prisa, fijaba por escrito sus palabras y pedía que el general hiciera lo mismo.

El general, en carta muy amistosa y muy privada, le contestó que no podía reducir a documento oficial una conversación de amigos, como la que habían tenido; que a mayor abundamiento, hasta vedado le estaba, por cuanto carecía de toda representación diplomática, y que su papel se ceñía en tales asuntos a transmitirlos al Gobierno de Santiago, aprovechando para ello de las facilidades del cable, lo que haría con su memorándum, si así lo deseaba.

Ahí concluyó el amor de Hurlbut por el general, dedicándose en lo sucesivo a reclamar en términos bien descorteses, por cuanto se le venía a las mientes, hasta que un día el general le declaró que no le aceptaría ninguna representación más.

Dicen que finado ministro no lucía por su educación, y algo habría de cierto, porque el general, cuando no se negaba a sus visitas, se encerraba con él, ordenando que no se dejara acercar a nadie al recinto de la conferencia.

Parece que a solas se cambiaban en muy buen inglés términos bien expresivos.

Sin embargo, todavía el general logró sacarle la noticia de la venida de Trescott y Blaine.

Y así continuaron sus relaciones, hasta que una mañana, habiéndose olvidado Mr. Hurlbut de mojarse previamente la cabeza al entrar al baño, cosa que no debe descuidar la gente sanguínea, cayó muerto de una congestión cerebral.

La vocación del general

El general tenía una debilidad muy conocida: su amor por los caballos, que rayaba ya casi en locura.

Creo que este amor sólo habría quedado satisfecho con una de aquellas manadas que gallardean en libertad en las pampas argentinas.

Fue la única pasión que se le conoció a ese hombre de alma tan eterna y voluntad tan firme que parecía que a su antojo manejaba sus emociones, sin que jamás lo traicionaran.

Cuando le anunciaron la muerte de su hijo, el único que pudo tener la gloria de llevar su nombre, el general firmaba el despacho. Leyó el parte, siguió firmando hasta concluir y, enseguida, se retiró a sus habitaciones.

Allí pasó tres días sin ver a nadie. Todos, amigos y enemigos, se inclinaron respetuosos ante su justo dolor.

Después de este desahogo concedido a su corazón de padre, el general volvió a presentarse con su sereno semblante de costumbre, como si durante esos tres días no le hubieran arrancado la rama que había de perturbarlo sobre la tierra.

El general contaba una vez que podía tanto en él la preocupación moral que llegaba a ser insensible a toda emoción física; y de este modo se explicaba su increíble resistencia para las marchas a caballo, ya fuera en la arena caldeada del desierto, ya fuera escalando las alturas de la sierra, que detenían sin aliento a los más robustos y animosos, como en las batallas de Chorrillos y Miraflores, donde bien probó que era superior a todas las flaquezas que quebrantan a la naturaleza humana.

De la primera batalla le quedó al general un recuerdo que más que recuerdo se pudiera decir que era una marca de gloria.

Sin dolor alguno, el general comenzó a advertir que su mano derecha se le iba cerrando lentamente.

En Lima ya le era imposible extenderla como lo hacía con la izquierda, viéndose claramente el encogimiento de los nervios.

El general atribuía el hecho a que en la batalla de Chorrillos, estuvo tantas horas con la espada en la mano y en ciertos instantes debió apretarla tan fuertemente, sin darse cuenta de ello, que cuando quiso envainarla costole trabajo desprender los dedos agarrotados.

Y volviendo al título de este párrafo, diré que un día el general presenciaba en la Plaza de la Exposición de Lima las evoluciones de un regimiento de caballería.

Quedó muy satisfecho de la proverbial destreza de nuestros jinetes, y después de un rato de pausa, en que pareció meditar, agregó tristemente con la pena de un hombre, que al final de su vida viene a ver que ha errado su vocación:

—¡Yo debí haber sido —dijo— de caballería!

Lo que toleraba el general3

El Palacio de Gobierno en Lima tenía un rasgo característico: un portoncillo como de escape y aventuras hacia la calle que corre a sus pies. ¡Desamparados!, apartada del río por un costado de edificios y unida al puente del Rímac por una encrucijada de plazuela.

Aquel portoncillo disimulado e y estrecho, empolvado y rugoso, cuando lo conocimos, como una comadre jubilada, comunicaba con misteriosa escalera, que conducía a las habitaciones de la casa presidencial, situada en le ángulo que avecina al puente.

En Lima, ciudad sevillana de rejas y dueñas, mantillas y ojos negros, verbenas y cuchilladas de romance, como aquélla de Monteagudo, aun no se sabe quién la dio, la puerta en cuestión servía de tema a muchas leyendas y habladurías; porque a estar a ellas, los Presidentes peruanos no siempre habrían llevado la banda con la clásica honestidad que los nuestros la suya.

Así se decía que la escalerilla conservaba las huellas de muchos zapatitos y como se oía todavía en ella el rumor de faldas invisibles que se escurrían presurosas. Si no eran aprensiones, sería que allí penaban, donde pecaron, las hermosas por quienes rechinaron, murmurando, los goznes de aquella puerta.

Con trazas de histórico contaban también este otro lance: que cierta noche, la señora de un Presidente esperó tras la escalerilla la vuelta de su despabilado esposo; que lo dejó pasar sin decir palabra: pero que, probando una vez más lo de que el hilo se corta por lo delgado, desquitó sus iras conyugales en la persona del nocturno edecán de esos servicios y que, amén de los arañazos, le gritó de alcalde, peor que si le dijera «Zamba Canuta», pues de alcalde vocean en Lima al corredor de voluntades y, finalmente, que el que se daba tales penas reclamó del agravio al Presidente, y que éste, con el espiritual cinismo con que ha pasado a la historia, tuvo a bien decirle a modo de consuelo y cívico estímulo:

—Amigo: Todo cargo oficial tiene sus duras y sus maduras.

—En todos estos chascarros algo había de haber de verdad, atando colas porque cuando llegaron los nuestros a Palacio, diz que hallaron en un célebre escritorio un tierno billete dirigido a cierta madama X... Verdadero boletín de amor y de campaña que no alcanzó a partir a su destino.

¡Cartas de amor entre papeles de Estado!

El general Lynch ocupaba en ese palacio las mismas habitaciones que habían servido a din Nicolás de Piérola durante su dictadura, y presumo fuera a causa del tinte Regencia del endiablado portoncillo, tan comprometiente como una mala compañía, que los peruanos se preocupaban mucho de saber la vida y milagros de nuestro Virrey.

—Usaba o no del portoncillo.

Ésta era la cuestión.

—Es sabido —decían algunos— que el general se retiraba a la una de la mañana de su tertulia predilecta; las más veces solo, otras acompañado de un ayudante, siempre a pie.

Muchos referían haberlo visto a esas horas, solo su alma, y sin espada, reconociéndolo al pasar por su histórica gorra y aquel legendario Chesterfield que tanto aumentaba su elevado porte, y era, lo que creo, la única prenda de abrigo de su guardarropa, desde Valparaíso hasta Arequipa.

Otros aseguraban que el general Solía escaparse en altas horas de la noche, cuando por aquí, cuando para el Callao a todo correr de la máquina «Favorita».

Sea de esto lo que ustedes piensen —que nunca será lo mejor—, a fuer de cronista prolijo debo declarar, que en todo caso el general disfrutaba en Lima de un hermoso veranito de San Juan, magnífica tarde aquella juventud que aún recuerdan las antiguas vecinas de Valparaíso. A ojos de una dama que lo vio en el baile que le dio la colonia chilena del Callao, el general no representaba en esa noche más de cuarenta y cinco años, y era, a su juicio, el mejor parecido de los concurrentes.

Verdad que mucho alumbran la gloria y majestad del mando, sobre todo cuando tales prendas se llevan cual él las llevaba, no como prestadas, sino hechas a su corte y medida.

Pero lo que más se debe creer, es que muchas de aquellas correrías y aventuras eran flores alegres, con las cuales querían dar un rasgo mundano a esa gran figura que en su vida privada tenía intimidades lacedemonias y en el ejercicio del mando la forma tranquila e imponente d un gran hombre de Estado, para ajustar al Almirante, siquiera por un canto flaco, a la tradición galante del portoncillo presidencial.

Y como si esa austeridad fuera un reproche retrospectivo a los mandatarios pasados, insistían de todos modos en sospechar mocedades en la vida del general.

—Y si no fuera así, preguntaban algunos, ¿cómo Lynch tan severo para toda falta, había de tener tanta indulgencia con las travesuras amorosas de sus oficiales?

Esto era verdad.

El general no castigaba las jugarretas concernientes al renglón Pompadour de los mandamientos, si así puedo explicarme; pero sin desentenderse de los hechos se apresuraba a comprometerse por los subalternos, ofreciendo sobre tabla una reparación por las armas, cuando la cosa pasaba entre iguales.

No era lo mismo con las faltas que por algún punto menoscabaran el honor del uniforme. Su odio a las borracheras y bullangas de la calle rayaba en lo implacable. Escapaba bien el que por ellas, sólo era separado a velas apagadas y se recordará siempre un caso de su tremenda justicia.

Dos señoras limeñas hicieron llegar a su conocimiento la queja de haber sido pública y groseramente ofendidas por un oficial chileno, cuyo nombre fue fácil averiguar, porque el hecho había ocurrido en una de las estaciones del ferrocarril al Callao.

Todo era cierto, desgraciadamente. Salía de un banquete, acompañado de un amigo y extraviado por el licor, tuvo un olvido lamentable de sus deberes de caballero y de soldado.

El general reparó en el acto el agravio; la orden militar de la plaza, publicada al día siguiente en los diarios, dio a saber la expulsión del oficial delincuente, en un decreto que tenía por fundamento dos adjetivos que eran otros tantos guascazos, en la cara, uno al mal caballero, el otro al que deshonraba sus insignias.

El compañero, excusado en gran parte pos las mismas señoras, fue por tres meses a un pontón solamente, gracias a los honrosos informes que dieron sus jefes.

Y con tal vara medía el general a todos, no por parejo, sino en razón de su responsabilidad y de su grado.

Así llegó a tener a sus órdenes un ejército que será la honra eterna de Chile; que le hizo más honor ante las naciones y diole más provechos con su conducta en medio de las tentaciones de la Capua en que vivía, que con heroísmo en los campos de batalla; porque todo lo ganado en éstas, acaso no habría bastado a pagar las complicaciones y reclamos que su licencia e indisciplina hubiera ocasionado.

¡Ay de nosotros, ay de Chile, si el comportamiento del Ejército hubiera sido otro, allí donde un quique diplomático alzaba el gallo, haciendo cuestión de Estado del reclamo de cuatro mulas!

De igual modo llegó a inspirar tan profunda fe en su imparcialidad y entereza, que el pueblo vencido vino a mirarlo como a una Providencia que, en medio de las amarguras del vencimiento, le dejaba siquiera el consuelo de una justicia alta y serena, que escudaba a todos.

Pero en el punto de las travesuras galantes, ya lo hemos dicho. Los oía risueño, casi complacido, como si fueran páginas del Paul de Kock.

Y eran, en realidad, escenas de este novelista los cuentos que le referían tarde y mañana, y mezclaban una nota alegre a la ruda y enorme labor que pesaba sobre sus hombros.

Los que suponían cosas mayores, ignoraban seguramente que ese hombre vivía en un rincón del palacio como un marino en el puente de su nave; austero, grande e imponente, como un César honrado y glorioso.

Todo esto honraba a Chile y aun creo que a la especie humana; pero contrariaba bastante a los niños alegres del Ejército y de la colonia civil; porque el general estaba como latente en toda la atmósfera de Lima; en la fiesta más apartada se sentía su presencia como un vapor del aire.

—¡Si lo supiera!

Y esta idea obligaba a tomar el paso a las ovejas descarriadas.

Dentro del balcón cubierto que formaba una galería al frente de sus habitaciones, parecía que penaba de día y de noche.

Era ese balcón una trampa nocturna, una garita avanzada sobre el puente que comunicaba el centro de la ciudad con el famoso barrio de Malambo, a donde iban noche a anoche los que tenían por allí amoríos o buscaban el ruido de las cuerdas.

De regreso, tarde o temprano, todos tenían que pasar por debajo de «el balcón del general», y pasaban a la carrera, agazapados como liebres que flanquean el apostadero del galgo, cuando llevaban algún peso en la cabeza o en la conciencia.

Y no se sabía a qué horas dormía ese galgo; porque varias veces había hecho detener por la guardia de Palacio a más de una liebre retrasada, que volaba a su madriguera.

Cierta noche, una pareja que montaba un sólo caballo —ella y él—, se detuvo a mitad del puente a favor de la sombra proyectada por el toldo de un chiribitil.

Uno de a pie, que le hacía tercio, se destacó en reconocimiento del balcón. Pasó y tornó, dando la feliz noticia de la garita se veía cerrada, y obscura como una tumba.

—¡El general no estaba!

La pareja se aventuró, entonces, a cruzar ese nuevo Rubicón.

Pasaba el paso y faltaban unos pocos solamente para quedar en salvo, cuando crujieron los maderos de la galería, se alzó una de las vidrieras y por el hueco salió la voz del general intimidando alto a la enamorada copla: él debía entregarse a la guardia y ella seguir sola su camino.

De un soplo aquella orden echaba al suelo todo un hermoso castillo, como el eco del cuerno con que Ruiz Gómez arranca a Hernani de los brazos de su amada, en el instante en que la tiene por suya, y más que esto, porque la nueva Elvira no podía volver la llave al modo que Cortés quemó sus barcos.

Tantas angustias y contrariedades producía aquel mandato, que el joven arriesgó un esfuerzo supremo.

—¡Pero mi general, si va por su gusto! —dijo como cantando el aria de los violines de Judía.

—¡Sí, señor, por mi gusto! —agregó la joven que veía abierta cual boca de lobo la vivienda que acababa de abandonar en tal dulce romance.

El balcón se cerró de nuevo y la pareja siguió camino del remaje preparado, casi sin dar crédito a tanta fortuna.

Pero el almirante sabía bien que las incorregibles flaquezas humanas no tienen general en jefe.

Su vida privada

Me ha sucedido, escribiendo estos recuerdos a vuelapluma y a pura memoria, y dejando los mil y uno que podría haber exhumado con sólo registrar papeles o tomar lenguas, lo que sucede con el mar cuando se ve desde la orilla, pequeño al parecer, y después no se le encuentra fin, navegando sobre las olas, que nacen unas de otras.

Pero aún a riesgo de molestar a los que hayan tenido la paciencia de leer estos recuerdos, no dejaría tranquila mi conciencia si no abordara como remate obligado de mi tarea este tema que puede parecer vedado al que escribe; pero que yo considero que, una vez por todas, debe tocarse la faz del público y apelando al testimonio de todos los que allá le conocieron; porque de allí sale uno de los títulos más altos que tiene ese hombre eminente a la veneración y gratitud de su patria.

El general vivía en Lima como dentro de una casa de cristales. Millares de ojos estaban clavados en él. Lo miraban la ciudad y el ejército que gobernaba con toda la entereza de un hombre que puede desafiar tranquilo todos los resentimientos y todas las cóleras, seguro de que en sus acciones ninguna falta podría encontrar la circunstancia atenuante de su ejemplo.

Supo ser tan grande y austero en su vida privada como fue tan grande y glorioso en su vida pública, y en contra de lo primero, no habrá un hombre honrado que diga lo contrario, ni en Chile ni en el Perú.

Sé que no faltan por ahí contadores de chascarrillos, de esos chascarrillos que forman el repertorio menudo de las criadas ingratas o despedidas; pero ciertamente que la vida del hombre ilustre del general Lynch no sería completa si la calumnia no lo hubiera picoteado un poco como los pájaros dañinos picotean al mejor fruto.

La guardia de los santos

En uno de los caseríos de la ruta de Ite al campo de las Yaras debía acantonarse cierto Regimiento de los nuestros en cuyas filas habíase declarado la peste viruela.

De los primeros en llegar a él fueron dos soldados, de esos que apellidaban cara de baqueta, porque nunca veían incompatibilidad la que menor, entre el servicio de la patria y el avío de la persona.

Muy luego se dieron ambos a recorrer calles y trajinar casas, si tales nombres caben en tamaña pobreza.

A un profano en el arte soldadesco del granjeo, habríale bastado tender la vista a vuelo de pájaro para decir que allí no había pan que rebanar.

Y, en efecto, en cuanto los ojos abarcaban no se divisaba un humo que acusara alguna olla puesta al fuego.

Ni siquiera se oía el ladrido de un perro abandonado; porque hombres y mujeres, chiquillos, todos habían huido al rumor de la noticia aquélla.

—¡Ya vienen los chilenos!

La misma iglesia aparecía desnuda de imágenes y ornamentos, cual si los terribles visitantes fueran enemigos no sólo de los hombres sino también de los dioses de aquel país.

Sin embargo, los dos rotos proseguían imperturbables en su misteriosa tarea.

Hubiéraseles tomado por un par de ingenieros que cateaban minas o reconocían el sitio para puesto militar.

Entraban, salían y tornaban a las mismas viviendas.

Golpeaban el suelo y las paredes.

Al fin, uno de ellos pareció convencer al otro y juntos volvieron a la iglesia.

Delante de un empolvado retablo, el que oficiaba dijo al acólito:

—¡Debajo de esta champa hay bagre!

Entrambos corrieron el cuadro, medio cosido al muro por las telas de arañas; palparon y el muro resonó con un eco de caverna.

—¿Ves? —añadió el primero.

Y a poco de trabajar rodó un bloque, dejando al descubierto la boca de una cueva obscura y húmeda.

Allí estaba el entierro del señor cura: santos de bulto, vestimentas sagradas y alguna chafalonía de fácil trueque.

En la tarde del mismo día, era el pueblo un campamento, y la iglesia, muy soplada, servía de hospital a unos cuantos enfermos.

Como a las diez de la noche, el jefe de servicio pasaba de recogida al frente de la iglesia.

Miró por ver y quedó conforme con percibir que los bultos de los centinelas se destacaban convenientemente en la sombra.

Seguía, por lo tanto, de largo su camino, cuando uno de la escolta hizo notar que aquellos centinelas no daban el ¿quién vive?; ni siquiera enderezaban las ramas que tenían como abrazadas.

Tornó bridas el jefe, y dirigiendo su caballo al primero de los bultos, llegó a tumbarlo sin que articulara palabra.

Los soldados, por su parte, daban en vano vueltas y revueltas en derredor de los misteriosos centinelas.

Sin apearse de su montura, el intrigado jefe entró en el templo.

Dos corridas de camas formaban una calle estrecha, que concluía en el mismo presbiterio.

Sobre el altar mayor veíase un gran cubo del que salían azulejas llamaradas.

Dos o tres sacerdotes, éste de casulla, aquél con capa de coro, iban y venían con mucha diligencia del tiesto a las camas y de las camas al tiesto, alzando, entre viaje y viaje, unos jarritos de lata.

—¿Qué diablos? —pensó el jefe, mirando aquella escena que pareciera de brujos a no verse tan claramente las sagradas vestiduras de los oficiantes.

Luego al olfato le saltó muy claro que lo que se administraba a los enfermos no podía ser otra cosa que el muy mentado cañazo, rabioso alcohol de cuarenta grados del cual decían los rotos que puro pateaba un poco, pero que amansándolo, quedaba como borrego.

Y lo amansaban con agua, azúcar, cuando había, y un jarreo de alto abajo.

Al ruido de las voces y de los sables, los sacerdotes que oficiaban en aquella nunca vista ceremonia, miraron hacia la puerta, y todo fue ver a tanto Comendador y hacerse ratas por entre las camas.

Pero, mal de su grado, tuvo que comparecer el cabo comandante de la guardia, encendido como tomate dentro de la casulla que no había acertado a arrancarse en sus apuros.

Era uno de los exploradores de la víspera, mozo de hasta veinte años, y en cuya cara jugueteaban todas las truhanerías de la profesión y de la edad.

Como pudo alegó el pobre, que «casi todo era pura agua» y que en cuanto a los trajes sagrados, los «niños» se los habían puesto únicamente por ahorrar la ropita del Estado...

No hay para qué decir a dónde fueron a parar esos niños que entregaban la guardia a los santos de una iglesia y se vestían como para decir misa en honor de un ponche de cañazo ardido, dentro de un templo convertido en hospital.

Los rotos y los santos

Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

—¡Alguno de esos que han andado por el Perú! —dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora —lejos de sus religiosas iras— en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.

Más de un santo fue, sin duda, desnudado hasta la tabla rasa; pero siempre se guardó el respeto debido a la persona...

La vida y milagros de nuestros rotos de las campañas de ayer y de hoy suministran ejemplos edificantes de la verdad que vengo sosteniendo.

Entre mil episodios de su larga vida de guerrero, contaba el general N. N. una aventura que le ocurrió en sus mocedades, viniendo de la frontera a Santiago, en comisión de servicio.

Traía comunicaciones para el gobierno o conducía prisioneros, el hecho es que viajaba con escolta segura.

Obligado a dormir en los alojamientos del camino, muy a la vista de su tropa, tuvo ocasión de advertir que uno de los soldados le demostraba, no ya extrañas consideraciones, sino exagerada reverencia a un par de alforjas de su mísero equipo. Descubríase con respeto al sacarlas de la montura; conducíalas personalmente al mejor sitio y cada vez que pasaba por delante doblaba de refilón la rodilla.

Tantas veces se repitió esta escena que el general, entonces capitán, hubo de decir al soldado:

—¿Qué virtud tienen para ti esas alforjas que les rindes una rodilla?

—Le habrá parecido a mi capitán.

—Tan no me ha parecido que sobre la marcha las vas a volver.

Y como hiciera ademán de voltearlas con el pie.

—¡Yo le diré, mi capitán! —saltó el roto, interponiéndose— Es que ahí viene la Custodia...

No había para qué indagar otros pormenores; pues días antes había sido salteada la iglesia del campamento, llevándose los ladrones hasta la Custodia con la sagrada forma.

Esto era característico para el general N.

Este general, por desgracia para todos, no alcanzó a saber que aquella ya vieja campaña del Perú, en la que sirviera un alto puesto a las órdenes de Bulnes, había de tener una segunda edición aumentada y corregida por un cadete de su tiempo.

A conocerla, ¡cuántas historietas iguales no hubiera podido recoger su feliz memoria y su espíritu observador y cáustico, cuando hasta yo mismo he logrado conservar muchas con sólo poner el oído a las amenas charlas del campamento y de la tienda!

Si fueran cosa mayor, diérame el gusto de dedicarlas a su memoria, pero he de conformarme, siendo lo que son, con referirlas a la llana, que no calzaría la pequeñez del recuerdo con la persona recordada.

Y vamos a cuentos.

En aquel trancazo de lo Mena que se llama el asalto de Arica, hubo un intermedio como de concierto entre el pelear y volver de nuevo a la varilla y a las filas.

Algunos desbandados y otros comedidos, que nunca faltan, echaron allí su mano, pero corta, de triunfal granjeo.

La caballería y el Bulnes enviaban patrulla tras patrulla a suspender la fiesta. Los jefes en persona buscaban a sus niños, sabiendo que en arca abierta el justo peca y aquella arca habíase descerrajado por sí sola al estallido de las minas de dinamita.

Busca que busca, uno de estos jefes llegó hasta la iglesia del puerto y tan a tiempo que en el mismo instante se encaramaba un soldado con mucho tino sobre el altar mayor.

Recatándose en una pilastra, lo dejó hacer. El roto, hombre prevenido, miró a todos lados y no viendo a nadie, sacose el quepis devotamente con la izquierda mientras que con la derecha se guardaba en el bolsillo los aretes de la Virgen.

Tornó a cubrirse, bajó con igual tino y al cruzar la nave, volvíase inclinado para saludar..., cuando se topó con su jefe.

En las varias y todas penosas expediciones que nuestro ejército hiciera a la sierra del Perú, algunas iglesias, según refieren, tuvieron algo que lamentar, a causa especialmente de que desde los comienzos de la guerra ellas se habían anticipado a renunciar la neutralidad de lo sagrado, haciéndose refugios, agencias y fortalezas de enemigos.

Así por vía de ejemplos:

Del presbiterio de una iglesia abandonada de Lurín los soldados sacaron un buen entierro de cancos de pisco.

Aquel convento casi feudal de Ocopa, grande como un principado, fuerte como castillo guerrero, colgado a modo de un nido de águilas en las crestas de la cordillera, fue durante todas aquellas expediciones el foco encubierto de la resistencia y levantamiento de los indios fanatizados.

El señor obispo de la diócesis, sacaba de Lima cañones para las montoneras, encerrados en ataúdes que escoltaba ceremoniosamente un cortejo ad hoc. De ahí al cementerio y a medianoche, en buenas mulas para la sierra y los nuestros...

De la iglesia de Supe sacaron al bravo y hermoso teniente Volz, para matarlo a palos en la sacristía.

Como se ve, las iglesias no eran del todo inocentes en aquellos ya pasados días.

Solían comprometerse, a sabiendas de que donde las dan las toman.

Sin embargo, los rotos no tomaban nada en ellas, sino cuando no había otro pan que rebanar y el caso no daba esperas. Pero aún entonces, siempre sobresalía un rasgo que acusaba la educación religiosa que se ha sabido inculcar en nuestro pueblo...

Después de un sangriento combate en Cañete, un ala del enemigo fue acorralada entre unas tapias. En el centro, negro de pólvora, pedía gracia un cura de pueblo comarcano.

Al ponerlo de cara contra la tapia, le dijo un roto del piquete oficiante:

—Agache la cuna, su reverencia, para no pegarle en la corona.

Pero como iba diciendo.

A una de las iglesias de la sierra entraron los nuestros en son de desquite. Al primero que llegó, tocole por prelación la imagen del único altar, comenzando la tarea por guardarse una que otra chapa de plata o poco menos, que ostentaba la santa.

Al llegar a la corona, el roto se detuvo para examinarla a la luz.

—No es más que de plata, madre mía —dijo con algún desconsuelo—; pero yo te prometo que, en cuanto mejore de fortuna, te regalo una de oro, porque sólo la necesidad me obliga a dar este paso «¡tan ajeno de mí...!»

Para ser completamente verídico, debo apuntar un caso de excepción, a este respecto genial de los rotos.

Gobernando don Eusebio Lillo, en Tacna y pueblos de su partido, ocurrió en el de Pachía, pocas leguas adentro, un robo sacrílego que consternó a la provincia entera.

Se veneraba allí con la tradicional reverencia a una Virgen del Carmen que ni el rango que ocupaba en nuestro ejército, ni la visible preferencia que le diera en las batallas habrán sido parte a enajenarle el amor de aquellos feligreses.

Una mañana, la Patrona de los nuestros amaneció despojada de sus ricas vestiduras, obsequio de una suscripción popular.

No hubo que perder tiempo en echar malos pensamientos, porque los ladrones habían dejado a manera de tarjeta de visita, sobre la cabeza de la imagen, una gorra militar de brin, muy ladeada al ojo.

Eran de fijo nuestros niños.

Queriendo enjugar las piadosas lágrimas de todo un pueblo, el señor Lillo hizo cuanto humanamente era dable por descubrir las prendas robadas.

Pero todo fue inútil y la cosa quedó en la región de las sospechas temerarias hasta que tiempo después, olvidado ya el asunto, en una comedia de campamento, salió a las tablas una señorita que mostraba botas de infantería bajo el recamado manto de la Virgen del Carmen.

Antes de concluir el acto pasaba para Tacna con oficio cerrado.

Un héroe por fuerza

El 23 de octubre de 1883, poco después de las siete de la mañana, llegaron por distintos rumbos a la plaza principal de Lima los batallones Chacabuco, Esmeralda, Talca, Victoria y Bulnes; se formaron allí en columna y al son de tocatas más tristes que alegres siguieron para sus nuevos cantones de Chorrillos, Barranca y Miraflores, cerrando la marcha del fúnebre convoy de los otros ocupantes chilenos que habían salido poco antes.

Tras de esos pasos, fuerzas peruanas ocuparon a tranco de vencedores el palacio tradicional en que murió Piazarro, moraron sus virreyes y se llenó de gloria ante propios y extraños un inca chileno, nuestro general don Patricio Lynch.

Aquella matinal despedida fue cosa triste. El cielo lloraba su neblina sobre nuestros rotos que, a su vez, lloraban con un ojo, como la leña verde y las viudas jóvenes, ese trasnochado adiós a una ciudad en la que grandes y chicos, jóvenes y viejos, dejaban los recuerdos de tres años, acaso los más alegres y rumbosos de la vida...

Don Patricio, en nombre de Chile, y de sus santas leyes, acaba de entregar Lima al Gobierno del Presidente Iglesias.

Y los nuestros inclinaron la cabeza y los otros abrieron los brazos.

No es éste el caso de recordar lo que fue para nuestro ejército la vida en aquellos cantones. Soplaba sobre todas las cabezas la ventolera de la desocupación, que había de arrancarles de allí acaso para siempre y la juventud apuraba el fondo del vaso...

Los soldados decían que hasta la bandera que flameaba en la casa del general parecía como triste de tener que irse, ¡tanto se había aclimatado donde tanto se había lucido!

Por lo demás, la bullanga del campamento no dejaba oír nada de lo que ocurría en el resto del Perú. No había tiempo para tanto y apenas si algunos supieron que una expedición chilena había salido de Tacna contra Arequipa al mando del coronel Velásquez.

Arequipa no ofrecía al Ejército interés alguno; las limeñas decían que allí no se comía sino mazamorra, y como Tacna figuraba desde tiempo atrás en el inventario de nuestros bienes nacionales, las noticias que de ambas partes se recibían se estimaban como cosas de provincia, acaso de mal tono para viejos vecinos Lima.

Sin embargo, aquella última expedición en territorio peruano no era un simple paseo militar.

Velásquez comandaba un ejército de siete mil hombres.

En Tacna no llueve, sólo cae una niebla que llora el cielo sobre la desolación del desierto, y conviene desconfiar así de los climas en que las nubes no vacían sus cántaros como de los hombres que no ríen con franqueza.

Un intendente gobernaba en la provincia y cubrían la guarnición de la ciudad fracciones diseminadas del Angeles, Rengo, del Santiago 5.º de línea y algunos piquetes de los escuadrones general Cruz y general Las Heras.

No había peligro de que ave alguna de alto vuelo cayese sobre el tranquilo corral de Tacna; pero sí, quitaban un poco el sueño a sus habitantes y guardianes las correrías y sorpresas de un viejo zorro cebado desde antiguo en los descuidos de nuestro ejército y casi siempre con la fortuna que ayuda y premia a los audaces.

Era éste el montonero conocido con el nombre liso y llano de Pacheco Céspedes, llaneza que evidencia la popularidad que ya tenía bien adquirida entre amigos y enemigos.

Y a la verdad nada más brillante y hasta heroico en ese género mixto de bandido y de soldado, que la conducta de ese hombre, si en realidad hubiera sido un patriota peruano, aunque testarudo y dañino a su causa ya perdida, pero no era con todo su valor y acaso su generoso desprendimiento más que un aventurero de Cuba, profesional en bochinches armados de su tierra o de cualquiera otra parte, que ganaba, por tanto, su pan, como antiguo miguelete, alquilando su vida y sus armas para contiendas que nada le importaban, cuando a la sazón gemía su propia patria bajo el yugo de una dominación extranjera.

Lo cual no quita que con nuestras tropas hiciera si no las del Cid Campeador, sí las de Quico, Caco y Giné de Pasamonte.

Parecía no dormir ni de noche ni de día y conocer el territorio en que actuaba como los bolsillos de su chaquetón de campaña. Como Rozas en las pampas de Buenos Aires, Pacheco se orientaba de memoria en los arenales engañosos y traidores del desierto: aquél oliendo las yerbas del campo, éste mirando sólo las estrellas.

Y aún cuando en materia de caminos no hay, como se sabe, atajos sin trabajos, aquel fantasma de la camanchaca, más travieso que bellaco, andaba como duende de villorrio en villorrio, sin que nadie acertara a saber cómo ni por dónde menos a cogerle en las redes que se le tendían en las rutas más apartadas.

Tal, por ejemplo, acababa de acontecerle a un cuerpo del ejército de Velásquez en su marcha de Tacna a Arequipa. Acampa en el sitio señalado; allí sus jefes esperan con ansiedad agua y víveres para la tropa, muerta de hambre, casi enloquecida por la sed; pero se espera en vano.

Luego llega un arriero a la desbandada con el cuento de que los montoneros han dado muerte a la escolta del convoy de los víveres, llevándose hasta los fondos en que se cocina el rancho.

Una vez más Pacheco Céspedes el autor de esta jugada, y, como siempre, se ha hecho humo en los espejismos engañosos del desierto, encapado en las sombras de su cómplice peruana, la terrible camanchaca, tela que tejen con las nieblas del mar las brujas que extravían y enloquecen a los caminantes, aun a la luz plena del sol.

En una de las noches más apacibles del mes de noviembre de aquel año, cubría la guardia del pelotón del Santiago que Velásquez había dejado en Tacna, el teniente don Luis W. Fuenzalida.

Al toque de silencio en la plaza corriose al interior, cerrando tras de sí la puerta del cuartel. Era ésta una vieja barraca que deslindaba con el cementerio de la ciudad.

Momentos después de aquella maniobra a lo Don Juan Segura, una mano resuelta golpeó nerviosamente el mohoso aldabón, y una voz no menos segura respondió por la rejilla al centinela, que necesitaba hablar con el oficial de guardia.

—Puede hablar sin cuidado —respondió éste, que había acudido al estruendo de los golpes.

—Es, señor, cosa grave y reservada —insistió el otro.

—Muy bien —agregó el teniente, haciéndole entrar.

Una vez adentro, el desconocido, que era un hombre como de treinta y cinco a cuarenta años de edad. De mala ropa, pero de buena cara, dijo, acercándose masónicamente al oficial, que era indispensable hablara inmediatamente con el jefe de la plaza, porque tenía que revelarle un secreto del cual dependía por esa noche la vida de la guarnición en Tacna.

Tal entrevista era más que difícil, porque aquel jefe andaba en las afueras patrullando los retenes, y del todo imposible con el intendente de la provincia, porque estaba ausente.

El extraño personaje meditó un momento y volteando, al fin, su embozo de conspirador o de galán, entró en materia, diciendo:

—Me trae, señor, el deseo de evitar mayores desgracias que ya no aprovechan a nadie...

Miró a todos los ángulos de aquel cuarto más mezquino que lujoso en el cual y sobre «una mesa de pintado pino, melancólica luz alzaba un quinqué», y añadió, como quien disparara un arcabuz:

—Pacheco Céspedes acaba de entrar a la ciudad disfrazado, y su tropa acampa pared de por medio con este cuartel.

¡No me asuste! —le dijo Fuenzalida, enmascarando sus pensamientos con una franca sonrisa.

—Señor —replicó el otro—, en el cementerio del Lado, tras de cada sepultura hay un montonero escondido.

—¡Y Pacheco!

—¡Yo sé dónde está!

—¿De modo que Ud. me llevaría hasta su escondrijo?

—¡A eso vengo!

Y por un instante, ambos interlocutores se miraron fijamente, como dos desconocidos que en noche tenebrosa cruzan sus aceros, en un encuentro inesperado, hasta que el joven oficial gritó con voz de mando, a la chilena:

—¡Cabo de guardia!

Instantáneamente apareció éste con el aire socarrón del que ha estado escuchando, por si algo sucede, y en conformidad a lo que se le dijo, procedió a atar las manos del aparecido.

—En la guerra como en la guerra, mi señor —díjole el teniente—; ahora si usted me engaña ahora mismo me la paga; si no mis jefes sabrán agradecerle su servicio.

El desconocido no se inmutó.

¿Quién podía ser?

¿Qué interés podía llevarlo al paso peligroso que daba?

¿Era peruano?

No quiso decirlo.

Fuerza es decir que entre los recuerdos inolvidables de aquella guerra por la profundidad con que herían un amor patrio, como el de nuestro ejército, puro, absoluto, sin mancha alguna de caudillaje o divisiones políticas, queda vibrando dolorosamente este hecho: que en más de una ocasión se vio el caso de que por rencores políticos, en revancha de agravios lugareños o de odios guardados de las contiendas civiles, que allí se convertían en pasiones hereditarias e inextinguibles, un hombre llegaba a denunciar a un rival destacado, subordinado al placer de la venganza personal, intereses que a los nuestros parecían supremos intereses de la vida...

Pero hay que confesar también que las circunstancias tenían concebidas dispensas especiales a los deberes del patriotismo; por que en buena cuenta y en ley de verdad, aquellos intereses ya no podían llamarse de la nacionalidad peruana; porque la lucha nacional y práctica habían concluido con el triunfo de Huamachuco y la instalación del Gobierno del Presidente Iglesias, sin dejar ni en el llano ni en la sierra una cueva de Covadonga en qué abrigar la imagen de ninguna ilusión.

Maniatado con tan pocas ceremonias, el ministro visitante tomó asiento sin darse por ofendido en una de las pocas sillas de aquel cuarto más mezquino que lujoso.

El teniente, por su parte, importándole ya bien poco lo que aquél viera o escuchara, no tuvo inconveniente para tender a su vista el mísero juego que tenía entre sus manos.

Hizo tocar tropa, y a los pocos minutos ésta formó, armándose apresuradamente en uno de los corredores del cuartel. Eran en todo, de comandante a tambor, unos treinta hombres.

El denunciante abrió tamaños ojos.

¿Cómo, señor —exclamó asombrado— el Santiago no ha dejado aquí más gente?

—Hay más —respondió el teniente, ordenan al propio tiempo que formaran armados los músicos de la banda, lo cual apenas si alcanzó a doblar el efectivo del destacamento.

—¿Y esto es todo? —insistió el primero.

—Por el momento, mi señor, no hay más cera que la que arde; pero usted sabrá que a distancia de un buen galope tenemos refuerzos considerables.

Listan estaban, farol en mano, las patrullas que iban a salir en busca del jefe de servicio, cuando éste se apeó como evocado a la puerta del cuartel.

Impuesto, enseguida, de lo que se relacionaba con aquella parada en son de combate, y aquel extraño señor que parecía aguardar su sentencia de muerte, dijo, sentándose tranquilamente.

—Retire la tropa, teniente, porque el pájaro se ha volado como de costumbre. ¡Esto es ya una vergüenza!

—¿Pero estará cerca todavía?

—Hace rato que emprendió el vuelo, y lo peor es que no saldrá de la zona sin intentar otro golpe.

Y un poco más calmado, tras de corto y enérgico desahogo soldadesco, refirió una escena como de novela que acaba de ocurrir en la puerta de la casa de la Intendencia, que tanto se prestaba para cualquier desacato, aislada, como estaba en un suburbio desamparado. Era una gran imprudencia; pero el jefe de la provincia, encantado con sus jardines, se había negado a trasladarse a la ciudad.

Lo ocurrido era lo siguiente, que no podía ser más grave, como audacia y desvergüenza.

Otro personaje encapado —porque parecía ser aquélla, noche de capas y de espadas— se había presentado a la puerta de servicio de la casa del intendente, preguntando por éste al policial que servía de ordenanza. Desde las oraciones se había ya notado que tipos sospechosos daban por allí sus vueltas y revueltas.

Había aquél preguntado si le sería posible hablar con el intendente, y como el soldado le dijera que no estaba en la ciudad, preguntó por la señora con cierta viveza.

Entonces el soldado, cuadrándose socarronamente, le había dicho:

—Mi coronel, la señora también se ha ido.

—¿Y se puede saber a dónde?

—A Valparaíso, en el vapor que salió esta tarde.

Cortando en este punto el diálogo, el desconocido había cogido de la garganta al soldado y apuntándole con su revólver, habíale intimado orden de seguirle sin pronunciar palabra.

Enseguida había lanzado al aire un silbido como de pájaro pampero, y en el acto habían surgido de la oscuridad cinco o seis bultos que en volandas se habían llevado al policial.

El jefe de servicio, al retirarse, había pasado a la casa del intendente, y todo lo narrado lo había sabido por las sirvientas, a las cuales encontró más muertas que vivas.

—¿Pero sería el mismo Pacheco? —preguntó el teniente.

—Parece que sí, y en todo caso alguno de sus hombres de más confianza; porque como usted sabe, a toda la policía de Tacna, y aun a la tropa se le ha dado a conocer en diferentes ocasiones el retrato de Pacheco, de modo que al decirle el policial, ¡mi coronel!, fue porque le reconoció y de ahí que sacara revólver, y además, se lo llevara para evitar la voz de alarma. ¡Pobre diablo! Por ahí encontraremos su cadáver...!

El desconocido dijo, a su vez, que él había sabido, aunque ya tarde, que Pacheco entraría esa noche en Tacna, con el propósito de asaltar la casa del intendente, aprovechando las facilidades que ella presentaba para un golpe rápido y contundente, como de la escasez de tropa en la ciudad; pero no esperaba que se hubiera lanzado tan temprano.

Enseguida, guiados por él y a la luz de los farolillos, el jefe de servicio, convenientemente escoltado, se dirigió al cercano cementerio.

El desconocido no había mentido. Bastaba mirar para ver que allí acababa de acampar un crecido cuerpo de caballería, a juzgar por las huellas patentes y los desperdicios desparramados en el suelo.

No quedaba, por tanto, más que soltar las manos y la libertad del denunciante, lo que allí mismo se hizo en ley de buenos jugadores.

Pero el jefe de servicio le acompañó galantemente hasta la casa que indicó como suya, sin inconveniente alguno, tras mutuas expansiones.

Al día siguiente, desde la mañana, comenzaron a circular rumores de lo ocurrido en la noche; poco después, las mentiras eran triunfo y muchos en romería se dirigían al cementerio para ver con sus ojos las pruebas de que los montoneros de Pacheco Céspedes habían acampado allí, mientras él se lanzaba sobre su presa, a la segura con la flor de sus bravos.

Y se comentaba la escapada del intendente por el milagro de su inesperado viaje, que nadie sabía, cuando entró a la ciudad a mata caballo un muchacho corneta del escuadrón Las Heras, con la noticia de que en la mañana de ese mismo día Pacheco Céspedes había atacado con todas sus fuerzas el cantón de Pachía, que el combate había durado más de dos horas y que los muertos eran muchos de uno y de otro lado.

Desgraciadamente, los telegramas oficiales, en cuanto se reanudó la línea que había sido cortada, confirmaron la triste narración del joven corneta.

El primero que se recibió decía:

«Pacheco Céspedes, con cuatrocientos hombres, atacó hoy, a las 6 a. m., al destacamento de Pachía. Combate duró dos horas y fue rechazado, dejando en el campo dos capitanes muertos, cuarenta individuos de tropa y ochocientos animales, mulares y caballares.

Huye hacia Calientes y M. Subercaseauz lo persigue con doscientos hombres, mitad de infantería montada».

No había para qué preguntar más: durante la noche Pacheco Céspedes y su banda, tan ágil y audaz como su jefe, habían andado descansadamente la distancia que espera a Tacna de Pachía, todos bien seguros del éxito de la jornada; pues, conocían palmo a palmo el camino y, según el refrán de los arrieros viejos, no tenían río por delante ni dejaban carga atrás.

Pachía era entonces un mísero lugarejo. Situado a unos veintidós kilómetros al nordeste de Tacna, sobre el camino que conduce a La Paz, contaba apenas con doscientos y tantos habitantes.

Había sido mucho más en mejores tiempos; pero, como dice el poeta, «vino la guerra y su saña sólo había dejado en pie» el edificio de la iglesia y unas cuantas propiedades particulares, que desde la calle dejaban ver el enlucido o empapelado de sus paredes.

No era, pues, aquel villorrio, adormecido y recalentado entre las arenas del desierto, un envidiable oasis para la tropa que en él se aburría de la mañana a la noche.

Componían la guarnición 143 soldados del batallón Ángeles y 10 del escuadrón Las Heras, al mando estos últimos del Alférez Stangue, un bravo muchacho que hacía sus primeras armas en aquellas ingratas aventuras, en las que hasta los héroes como él, morían anónimamente; pues el desierto y sus camanchacas devoraban no sólo sus cadáveres, sino también su gloria.

Mandaba, en jefe, aquel destacamento, don Matías López, veterano de las guerras de Arauco. A pesar de sus servicios cuasi tradicionales, sólo había alcanzado el rango efectivo de teniente, con el grado de capitán, traidora distinción que dejaba al beneficiado con el sueldo de lo primero, y de lo segundo, las insignias que tenía que comprar.

En su parte oficial, que López, herido, escribió desde su cama, refería, más o menos, en los siguientes términos la primera parte de aquel drama:

«Salí a las 5:30 a. m., del día de ayer; me impuse de la presencia del enemigo que estaba a pocos pasos de nosotros por una descarga que hizo sobre el centinela del cuartel.

En el acto dispuse que saliera la tropa para contestar los fuegos del enemigo, disponiendo mi gente por grupos.

El enemigo nos había sorprendido, dejándose caer por el lado de Calama y aprovechándose de la oscuridad de la noche y de la camanchaca que hacían invisibles los objetos, aun a corta distancia, para tomar sus posiciones, que eran inmejorables.

Al efecto, nos tenían rodeados por el poniente, norte y sur, dejando libre sólo la parte del oriente en la extensión del camino público, pues detrás de las casas de ambos lados tenían diseminados soldados.

El enemigo se componía, a lo menos, de 400 hombres: 200 de infantería y 200 de caballería.

Estaba parapetado tras las tapias y hacía un nutrido fuego de mampuesto, teniendo una ventaja inmensa sobre los nuestros que estaban a pecho descubierto.

En medio del combate, como nos estaba estrechando demasiado el enemigo, dispuse que el Alférez Stangue, del escuadrón Las Heras, diese una carga de caballería sobre el grupo más cercano, que estaba hacia el lado oeste».

El bravo capitán que bien podía enorgullecerse de ser un representante caracterizado tanto del pundonor y coraje, como de la literatura del ejército de su tiempo, terminaba su relación con esta frase de sencilla, pero hermosa humildad:

«Por último, señor comandante, pido a usted que me excuse de lo mal ordenado y desatinado de este parte; pues lo hago desde mi cama y con el dolor de mi herida».

Volviendo atrás del parte del comandante López, hay que decir que los Las Heras, desde el principio de la jornada, se batían como infantes al amparo de los tapiales que formaban el llamado cuartel.

Por otra parte, más de uno de los grupos que peleaba a campo raso, había tenido que volver, si no a guarecerse, sí a recobrar alientos a favor de aquellos paredones, siquiera por un instante.

El mundo que los rodeaba, aunque pequeño, se les iba encima como una cosa inmensa, aplastadora, y todos, hasta los simples reclutas, se sabían de memoria lo que significaba para los soldados chilenos, no el rendirse, cual caballeros ante fuerza mayor, sino aún el caer heroicamente como Ramírez en Tarapacá y Carrera en La Concepción.

Tenían allí que morir hasta el último suspiro ¡porque el que quedara con vida, sería descuartizado a bayonetazos y quemado a fuego lento en su agonía!

¡Ramírez! ¡Tarapacá!... Estos recuerdos perseguían a los rotos como pesadilla en todos los trances apurados y les hacían el efecto del aguardiente con pólvora de las antiguas batallas con fusil de chispa.

De la Concepción se representaba aquel cuadro nunca olvidado en nuestras filas, de la joven esposa de un sargento, tendida y desnuda en el zaguán del cuartel en llamas, abierta de una cuchillada y cuyo hijo sin nacer, arrancado sacrílegamente de su nido sagrado, había sido ahorcado en el propio cuello de esa madre, con una media!...

Nadie podía hacerse ilusiones al respecto. La cuestión se reducía a morir de una vez por todas, totalmente, pero con la última bala del cinturón.

Fue entonces cuando López, ciego de ira y de coraje, sintiendo la estrangulación de la muerte, gritó a Stangue:

—¡Cargue con sus jinetes!

Aun cuando todos jugaban allí sus vidas, todos se miraban espantados.

Un caballazo de jinetes contra aquellas puertas cerradas a piedra y lodo, repletas de tiradores envalentonados por el éxito y la casi impunidad, equivalía nada menos que a una sentencia de muerte a cargo de la vida de un niño.

Stangue, sin vacilar, dio a los suyos la orden de seguirlo y, subiendo en su caballo, sereno, pero intensamente pálido, dijo a uno con triste sonrisa:

—¡Adiós, hermano!

Y volviéndose hacia un antiguo camarada, agregó con más resolución:

—¡Adiós cumpa! ¡Dígale a la prenda dónde quedan mis huesos!

Al oír estas palabras. López que ya no veía sino la derrota que se le venía encima a sangre y fuego, se volvió airadamente sobre Stangue, gritándole enfurecido:

—Señor alférez, si tiene miedo, ¡deme a mí sus espuelas!...

Stangue, sonriéndose, respondió con cariñoso respeto:

—¡Mis espuelas, comandante, son de mi cuerpo!...

Y clavándolas en su caballo, inclinada la cabeza para no topar en el techo del largo zaguán, exclamó con rabiosa desesperación:

—¡Conmigo, muchachos!

Los Las Heras que habían recibido en pleno corazón la injuria lanzada a su jefe, y sintiéndose ante la muerte hermanos con él, le siguieron sin vacilar, como un jirón de tempestad, pero Stangue, al levantar su sable en la mitad de la calle, se dobló tronchado por un huracán de balas.

A su lado cayeron dos soldados más, instantáneamente.

Agrega el parte de López que esta carga deshizo por completo el grupo que atacó, haciéndole varias bajas.

Lo que se sabe de cierto es que Stangue cayó para no levantarse más y que López, viejo tan heroico como ese niño saltó a la calle tras de la cola de los caballos al frente del último puñado de los suyos y que allí se batió de tapia en tapia y de casa en casa, hasta que el enemigo emprendió la fuga, y él, herido en un pie, fue recogido por los suyos.

Eran las 8 de la mañana.

La montonera huía montada, y López no tenía ni caballos, ni órdenes para abandonar su puesto.

Sobre el campo habían quedado:

De los contrario, 40 muertos, entre ellos el mayor don Juan Herrera y dos oficiales.

De nuestra parte, muertos Stangue, 10 soldados y un cabo de Ángeles y 4 soldados del Las Heras.

Los heridos llegaban a 23.

Y aquí se impone, no por cierto como una compensación que sería harto mezquina, sino en memoria de los desconocidos y olvidados de la patria, la grata tarea de transcribir de los partes de esa época, algunos párrafos que, aun después de tantos años, no se leen sino a través de cierta neblina entre el papel y los ojos:

—Merecen, no obstante —decía López—, una recomendación especial el subteniente don Emilio Silva, que me secundó admirablemente en todas partes durante la acción, y el teniente don Ramón B. López, que, a pesar de encontrarse enfermo, hizo cuanto pudo por combatir al enemigo, animando y dirigiendo a los soldados: «Nada diré del señor Stangue, que murió valientemente en su puesto».

El jefe militar de Tacna escribía, por su parte, al Gobierno:

«Termino, señor Ministro, haciendo una recomendación especial del capitán don Matías López, pidiendo para él la efectividad de capitán de ejército, pues, además de su buen comportamiento, abona en su favor la herida recibida, y sus largos años de servicios, en los cuales sólo ha alcanzado hasta ahora el grado de teniente de ejército».

Horas después del combate llegaba a Pachía desde Tacna, y con las instrucciones del caso, el sargento mayor, don Francisco A. Subercaseaux. Agregó allí a las fuerzas que llevaba, lo mejor de los fatigados vencedores; orientose convenientemente acerca del rumbo que siguiera Pacheco Céspedes, y a las cuatro de la tarde, tras de largo y pesado galope, entraba al caserío de Palca.

Su olfato de experto baqueano, más que la brújula de las instrucciones oficiales, le habían conducido en derechura a la champa bajo la cual se escondía el peligroso bagre.

En efecto, allí el porfiado montonero tomaba nuevos bríos, o más exactamente allí aspiraba los últimos de su aporreada vida con los sobrevivientes de la ruda jornada de la mañana.

Parte de su tropa habíase parapetado en un desfiladero que enfrentaba el camino, en tanto que otro grupo coronaba una altura hábilmente elegida.

Contra los de este último, envió Subercaseaux parte de sus Angeles, a las órdenes de los oficiales Calvo y Castro, los que en media hora de fuego y bayoneta se adueñaron de la cumbre sobre la que ya cían sin vida dos oficiales y dieciocho soldados, no obstante el cansancio de la subida y los quehaceres anteriores, como la marcha por el desierto y el desayuno de Pacía.

El combate en el plan tenía un aspecto muy diverso. Rotos los fuegos por un y otro lado, luego llamó la atención de los nuestros una escena que a ratos producía asombro y a ratos hacía reír como una inverosímil payasada.

Aquello no tenía ejemplo. Ocurría que en el centro de la tropa enemiga que blanqueaba un pequeño espacio del terreno, se destacaba un hombre, jinete en una mula que iba y tornaba en un trecho de cuatro a cinco metros, sin importarle, al parecer, un ardite la lluvia de balas que cruzaban el aire.

¿Quién podía ser aquel héroe?

¿Sería el mismo Pacheco?

Pero si era Pacheco, tal hazaña equivalía a un suicidio por fusilamiento.

En todo caso, aquel extraño jinete, a juicio de los nuestros, comandaba, sin duda, la resistencia de los suyos, con la impasibilidad de un bulto atado a una mula.

Y de las filas chilenas salían voces:

—¡Al de la mula!

—¡Apúntele a ése!

—¡Ése es Pacheco!

Sonaban las descargas y, disipado el humo, volvían las preguntas:

—¿Cayó?

—¡No ha caído!

—¡Hijuna!...

Y resonaba otra descarga de balas y carcajadas, en tanto el jinete continuaba impasible e invencible en si heroico paseo, destacándose sobre las cabezas de sus soldados.

Mas, al fin cayó con mula y todo.

Pronunciada la derrota de los contrarios, los nuestros se lanzaron a la carrera sobre el campo abandonado, deseosos, sobre todo, de ver de cerca al fantástico jefe de la mula y socorrerle si aun vivía; pero a medida que acercaban, creían todo reconocer en su traje los colores de un uniforme chileno.

Aparte de los muertos, él era el único que allí restaba.

No estaba herido ni por un rasguño. Sólo la pobre mula, acribillada a balazos, y sujeta a un poste por sólidos lazos, habíase tumbado moribunda sin soltar a su jinete.

Éste, a su vez, aparecía brutalmente atado a dos palos que atravesaban el ancho aparejo de la carga.

Aquel héroe por fuerza, no era, ciertamente, Pacheco Céspedes, ni sujeto parecido.

Era el modesto «paco», que los montoneros se habían robado a las puertas de la Intendencia de Tacna «en la misma noche de que nació aquel día».


Publicado el 28 de diciembre de 2019 por Edu Robsy.
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