Baquedano y la Mula de Montero

Daniel Riquelme


Cuento


Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:

—¿Vís estas «charretelas»? Pues yo ei sido soldado como vosotros y hasta hay probado el jarabe de membrillo. Y atención. Para dar flanco derecho se tuerce a la izquierda, y dar flanco izquierdo se dobla hacia la izquierda».

Poco después, un general escribía desde la Cámara de Diputados una orden al jefe del Parque, en la que decía textualmente:

«Empréstele al portador un comblin».

Como se sabe, la expedición Bulnes al Perú hizo buena cosecha de laureles y, sin embargo, la instrucción de algunos jefes dejaba algo que desear, a lo que parece.

Se cuenta, por ejemplo, que una vez en esa campaña cierto jefe tuvo que rendir unas cuentas, y al hacerlas tropezó con la dificultad de escribir la palabra «sal».

¿Era con s o z?

Fue a consultarse con otros compañeros y la cuestión se complicó más, hasta que uno advirtió:

—Pídanle al general ese libro en que sale de todo.

Traído el libro misterioso, el que se comidió para hojearlo, dijo al cabo de un rato:

—¡Es curioso! ¡Aquí no aparece «cal»!

Había estado buscando en la c...

Todo lo cual no impidió que aquel mayor y aquel general fueran gloriosos soldados, ni que estos otros jefes dieran a su patria los triunfos de Guías, Buin y Yungay, sin que lo dicho importe hacer el elogio de la ignorancia, sino sentar el hecho de que todos esos militares no podían saber más que lo que les enseñaba su país, y a nadie se le ocurría pedir otra cosa, mucho menos cuando la paga era tan escasa como la instrucción y lo mejor de ésta se adquiría en Arauco.

Y todo lo restante lo suplían con el valor personal, el vigor, astucia y buen sentido de la raza contra otros que no estaban más aperados de conocimientos militares.

Hoy nos canta otro gallo, pero en la campaña de 1879, Baquedano y su ejército representaban toda la ciencia militar que existía en Chile en ese tiempo.

Si, como dicen, cada cosa se parece a su dueño, es más exacto decir aún que un cuerpo de Ejército está hecho a imagen y semejanza de su jefe.

Baquedano se había encarnado en el regimiento de Cazadores; era su hogar, su prole, su orgullo y su vida; y para el público, los Cazadores eran Baquedano, así como en los años anteriores Amengual era el séptimo de línea y Escala, el glorioso manco de Loncomilla, era el renombrado Buin, nombres con los cuales el pueblo de Santiago se llenaba la boca.

De ahí la corrección irreprochable de los antiguos Cazadores porque su jefe, austero, digno, pundonoroso, casi venerable, sin ser todavía un anciano tenía la integridad legal de las viejas onzas de oro, y en todos sus actos le exactitud absoluta de la tabla de cuentas.

Se fiaba en su palabra como en un documento escrito.

Probablemente ignoraba muchas cosas, sobre todo literarias; pero cortando y repitiendo sus frases, daba, al fin, razones cortas y sencillas, que equivalían a una solución tan simple como la de dos y dos son cuatro.

Nunca hablaba mal de nadie, ni admitía que en su presencia lo hicieran otros; pero en ciertas ocasiones dejaba caer palabras que pesaban como una losa de sepultura.

Comandando todavía los Cazadores, tocole tomar parte en un hermoso episodio de armas.

Momentos antes de ponerse en marcha el regimiento, orgulloso y feliz por la designación con que lo habían honrado, dio aviso de estar enfermo uno de los jóvenes oficiales.

Todos sus compañeros se quedaron espantados y ninguno se atrevía a poner tal ocurrencia en conocimiento del general.

Al fin, don José Miguel Alzérreca le dio cuenta de lo que ocurría, y cuando avergonzado por el regimiento, inclinaba la cabeza para soportar los desahogos de su justa cólera, sólo hizo sonar este latigazo de familia:

—¡Hijo de su padre...!

Todos sabían que éste también se había enfermado en otra ocasión ya lejana; pero memorable...

Era abnegado, modesto y sólo trataba de ser útil sin hacer valer sus servicios.

El Ejército se encontró una vez sin agua y se trataba de salvarlo de la horrible desesperación de la sed, contra la cual no hay disciplina que valga.

Afortunadamente, se encontraron unos pozos que podían suplir la necesidad por el momento, si se extraía el agua con la mayor prudencia.

Baquedano supo la noticia y antes que se difundiera entre la tropa, voló con sus Cazadores a resguardar la fuente milagrosa, a fin de impedir que los soldados, en sus ansias, se lanzaran sobre ella y la revolvieran con su propia sangre.

Y él en persona presidió durante horas el reparto ordenado del agua.

Un cucalón que le vio en tan modestos afanes lo saludó diciéndole:

—¿General aguador?

Al volver vencedor de la cuesta de los Ángeles, al frente de los suyos, encontró al amigo de aquel saludo y torciendo riendas, se acercó para decirle al pasar:

—¡General aguador, aquí ahora!

Se sentía feliz, sin orgullo, de haber hecho algo más que dar de beber al sediento.

Se ha contado muchas veces que Baquedano nunca consintió en que uno de sus hermanos, que le servía de ayudante, se colocara a su lado en los actos de servicio. En la calle marchaban a distancia de dos pasos el uno del otro, porque respetuoso de los fueros de los demás, sabía cuidar muy bien de los que correspondían al general en jefe.

Pero hay otro caso más notable. A poco de entrar a Lima, se hicieron en la Catedral unas solemnes honras en memoria de nuestros muertos.

En la plaza formaron cien hombres de cada uno de los cuerpos, con sus respectivas bandas de músicos.

Terminada la ceremonia el general salió del templo en medio de un lucido cortejo, y al destacarse sobre las gradas las tropas le presentaron armas y sus quince bandas rompieron con la Canción Nacional.

Fue aquello tan grandioso, a la vez que conmovedor, que pareció nos a todos los presentes que en ese instante descendía de lo alto y aleteaba en el aire, como un Espíritu Santo, la Divina Majestad de esta cosa impalpable, pero viva, que aquí llamamos sencillamente Chile, y hubiéramos, en verdad, abierto los labios para recibirla como una hostia sagrada, si todo ese ideal no se hubiera hecho allí carne en la persona del general en jefe.

—¡Él era Chile en ese momento!

Militares y paisanos, todos sentimos que un frío extraño parecía ensartar todos los corazones con un mismo hilo, morderlos en un solo beso y estrujarlos en un solo abrazo.

El general, igualmente conmovido, se dirigió al palacio de los virreyes, en que se alojaba.

No pudiendo gritar y no sabiendo qué hacer, muchos se volvieron al templo para estrecharse a morir en un abrazo que tenía tantas lágrimas en la voz como en los ojos.

Al ponerse en marcha, el almirante Riveros se colocó a su lado. Baquedano avanzó dos pasos y siguió solo, destacándose en relieve, hasta la puerta del edificio, donde se detuvo para despedirse del jefe de la escuadra y del resto del cortejo.

Todos vieron entonces lo que era en el hecho la altura de un general en jefe, comprendiendo que como tal no podía compartir con nadie el honor supremo que el Ejército tributaba al único representante de Chile en el país vencido, en cuya persona se concretaba la soberanía del Perú ocupado y de la fuerza vencedora, la sola autoridad que renuncian las naciones extranjeras, a tal punto, que ni decretos del Gobierno ni leyes del Congreso chileno tenían valor ante ellas, si él no las promulgaba como actos propios de su omnipotencia militar.

Pero volviendo a la batalla de Tacna, se recuerda este chascarrillo entre varios otros: el contraalmirante Montero, generalísimo del Ejército peruano, habíale dicho con su tropical petulancia a su colega Campero, generalísimo de las fuerzas de Bolivia:

—¡General, no tenga usted cuidado: Baquedano sabe tanto como mi mula!

Como lo había dicho Bulnes en la mañana de Yungay, Baquedano ordenó que las bandas, al rayar el alba de Tacna, tocaran la Canción Nacional como diana del Ejército acampado en plena pampa, frente al Alto de la Alianza, y de allí a poco los cuerpos se formaron a la vista de las guerrillas enemigas.

Como a eso de las 9 de la mañana, la 1 y 2 (divisiones) emprendieron la marcha en columnas por mitades, llevando por delante la red de sus compañías guerrilleras. Era una marcha oblicua a la línea enemiga.

Poco después se formaron en columnas de ataque.

A las 10 ½ se les dio la orden de avanzar de frente sobre el campo atrincherado de los contrarios.

Los cuerpos plegaron entonces sus guerrillas como quien cierra un abanico; cuatro regimientos y cuatro batallones de infantería se alinearon a cordel, y a las voces repetidas «de guía al centro» avanzaron a paso de carga, con el arma al brazo.

El sol peruano incendiaba el ambiente y la arena en que se hundían las botas amarillas de oficiales y soldados.

Los jefes se destacaban a caballo entre las filas. Urriola, que marchaba a pie, cayó rendido de cansancio y se hizo subir en el suyo.

De los labios resecos, como la pampa caldeada, se escapaba una respiración anhelante, que llagaba a sobreponerse al rumor las pisadas y de las armas; pero nadie detenía a nadie.

Se enronquecían las voces de «guía al centro» pero resonaban las frases con que los jefes alentaban a sus soldados. Urriola decía a sus «niños»:

—¡Navales, acuérdense de Valparaíso!

A todo esto los nuestros, ascendiendo un declive arenoso, habían adelantado seiscientos metros a pecho descubierto, sin disparar un tiro.

Aquello era, exactamente, uno de los grandes cuadros de la parada militar del Dieciocho.

Campero, que desde la altura de su campo contemplaba el espectáculo horrible y grandioso que ofrecían esos cuatro mil hombres que avanzaban impasibles hacia la muerte, se acercó a su colega, el contraalmirante, para decirle, como desgranando sílabas:

—¡Mi general, su mula sabe mucho...!

Se dice que Baquedano y Velásquez cometieron graves errores en esta jornada; pero... ¿y Montero y Campero, educados en una escuela militar de Francia, que dejaron que aquellos bravos llegaran a cuatrocientos metros de las líneas para romper el fuego sobre ellos, cuando pudieron fusilarlos a más de mil metros de distancia...?


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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