El Cabo Rojas

Daniel Riquelme


Cuento


El capitán X —muy conocido en el Ejército por su nombre verdadero— tenía por asistente a un soldado que era una maravilla de roto y de asistente.

—¡Cabo Rojas! —gritaba el capitán.

Y Rojas, que no era cabo sino en promesas y refrán, aparecía como lanzado por resorte de teatro, la diestra en el filo de la visera y en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera. Vaya usted y busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes y esta noche... pero nada tiene usted que saber, y largo de aquí a lo dicho.

Y si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el capitán.

Y el capitán no salía de estas fórmulas y tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a don Quijote cuando en apesadumbrado tono decía a su escudero:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha engendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podía tardar un año en volver; pero en volviendo era fijo que con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados y respetuosos envoltorios.

Cuando había personas delante, Rojas hacía paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro y a la mano del capitán sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos y la cara de aquél.

En las noches en que el capitán no salía y se acostaba temprano para yantar sueños y desechar penas, no se requerían más discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabía.

Aquello indicaba por lo claro que no había ni medio, y, en consecuencia, que el despertar sería con viento y marea para veinticuatro horas menos.

Segurísimo el capitán X de abonar esos miserables picos, no a la primera paga —porque en campaña no pagaban, sino al primero en puerta con su sota a la vuelta, que solían darse, o treta parecida— no se preocupa de averiguar de dónde provenía aquel inagotable hilo de socorros milagros, tanto menos cuanto que ni él era hombre de ahogarse en poco ni el semblante de Rojas acusaba remordimiento o pesares.

Muy verdad que la cara de Rojas no tenía más que una decoración de risa y complacencia para todas las representaciones, ora fueran simples comedias, ora dramas de corvo y capas.

Pero algo comenzaría a barruntar el capitán por sospechas propias o hablillas ajenas, que nunca faltan; porque una mañana, a horas desusadas, y sin saber para qué, desenvainó el espadón y jugando planazos al aire, llamó al asistente.

—¿Dónde está mi caballo mulato? —le preguntó.

—Está en el potrero, mi capitán —respondió Rojas sin pestañear.

—¡Vaya a traerlo sobre la marcha!

Rojas corrió al Estado Mayor en busca de uno de los compadres de su jefe, al cual refirió con muy comedidas palabras y prolijos detalles, que la noche antes habíanle robado, en cuanto se quedó traspuesto, uno de los caballos de su capitán; pero que no fuera ni por Dios a decirle nada; que un peruano que andaba comprando animales del ejército lo tenía escondido, y que bastaba, por lo tanto, una orden cualquiera para que lo entregara sin chistar, porque compraba a la mala y era cuatrero de oficio.

El hecho parece ser que aquellos negociantes, y no eran pocos, que buscaban caballos a poco precio y que en más de una ocasión se alababan de haber corrompido la ponderada fidelidad de los asistentes, pagaron varias veces el valor del mulato sin disfrutar de sus servicios en ninguna.

Comiendo otro día en casa de unas amigas, el capitán X se impuso con no pequeña sorpresa de que su asistente suministraba allí la carne a un precio que tenía agradecida a toda la familia.

Llegaron a pensar que el capitán pagaba galantemente la diferencia, lo cual era grande y discretísimo favor en aquellos tiempos de pobreza social.

Poco más o menos, igual cosa ocurría entre las otras amistades del capitán; pues parece que donde éste visitaba, Rojas se conseguía la clientela de las criadas.

No tuvo el capitán para qué interpelar a su asistente acerca de tales magnificencias; porque luego se hizo público que algunos vecinos de Tacna se habían quejado al Cuartel General de que una banda de soldados tenía el negocio de robar burros para vender su carne en la población.

Al decir de los denunciantes, ya no se oía un rebuzno en muchas leguas a la redonda del pueblo.

El capitán, como es de presumirlo, sintió vivamente aquella jugarreta de su asistente. No tanto importaba que él mismo hubiera comido carne de borrico; porque en guerra llegan casos peores, pero que también ella, ¡con su boquita tan mona!...

El capitán requería de amores a una hermosa viuda que era la dueña de casa en la que Rojas había tenido la provisión de carne.

A fin de borrar los recuerdos de este incidente, si es que algo habían columbrado, el capitán envió a la familia el obsequio de un servicio de té; pero casi a continuación de su presente fue despedido con cajas destempladas.

La viuda sabía el porqué.

Rojas pareció altamente disgustado de un proceder que calificaba de ordinario, toda vez que, a su juicio, debían haber comenzado por devolver el regalo, y durante dos días anduvo como pesaroso de algo que hubiera dejado atrás.

En la noche del segundo, el capitán despertó al ruido que hacía uno que trajinaba sin zapatos, pero haciendo sonar tiesto de loza.

—¿Quién va? —gritó desde el lecho.

—Soy yo, mi capitán... Rojas...

—¿Y qué lleva usted ahí?

Rojas vacilaba en contestar, pero al fin, dijo:

—Es el servicio que había quedado en casa de esa madama.

—¿Y has ido a robarlo?

—¡Peor sería que ella..., y como puede servir para otro caso...!

Después de tres años de campaña, el capitán obtuvo licencia para venir a Santiago, y Rojas, naturalmente, se vino con él.

Todas las cartas de la familia pedían conocer a tal portento de fidelidad y cariño, no menos que de alegres mañas.

Durante el viaje, un niño rodó del buque al mar y Rojas lo arrebató a las olas, lanzándose por la popa, en medio de la estupefacción de los pasajeros y tripulantes.

Instalado, por fin, en Santiago, durante un mes fue el ídolo de la casa y también de todo el vecindario.

Para la familia era él, después de Dios, quien había salvado, atendido y velado a su deudo.

Y lo hartaban de comida y licores por lo que hubiera ayunado en la guerra.

Rojas, por su parte, sobrepujaba a todas las esperanzas.

Él barría, servía a la mesa, cocinaba viandas a la peruana, al par que refería batallas o cantaba tonadas de las «cholas».

La servidumbre de la casa parecía contagiada con la actividad y eterno buen humor del héroe.

Con frecuencia se oían por aquí y por allá, en todas partes, risas contenidas.

—¡Algún cuento de Rojas! —decían bondadosamente las señoras.

Pero toda gloria pasa más pronto de lo pensamos.

La de Rojas, en su paraíso santiaguino, tan sólo duró un mes y algunos días.

Una mañana, la señora madre del capitán díjole a éste:

—Muy bien harías, hijo mío, en mandar a tu Rojas al norte...

—¿Por qué, mamá?

—Porque para entre hombres estará muy bien; pero aquí...

—¿Qué es lo que hace aquí?

—Aquí y en todo el barrio está haciendo el milagro de las aguas de Colina1 —concluyó la señora en un acceso de tos.

El capitán se encogió de hombros, y como Rojas se iba, también se fue él.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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