El Coronel Soto

Daniel Riquelme


Cuento


Digo coronel Soto, por la costumbre que tengo de verlo en este rango militar, saltado tantas veces, cual cerca vieja, por mezquinos rencores políticos. ¡Pero históricamente, en aquellos tiempos, tiempos heroicos de la patria joven, hoy cuasi olvidados! Don José María 2.º Soto no era más que teniente coronel, comandante de la alegre y renombrado regimiento Coquimbo, hijo de la muy noble provincia de su nombre.

Segundo jefe del mismo cuerpo era el sargento mayor don Marcial Pinto Agüero, y tercero, el de igual clase, don Luis Larraín Alcalde, de modo que no podía estar en mejores manos esa formidable herramienta del Coquimbo, forjada en la patria del cobre chileno, el mejor del mundo.

Ya Baquedano, por esos días, había hecho pasar en su linterna mágica los cuadros de Tacna y Arica. Estábamos, pues, en la antesala de Chorrillos y Miraflores, y nuestro ejército, esperando la señal de sus clarines y tambores, veraneaba alegremente en ese hermoso valle Lurín, cruzado de anchas acequias, cuyas aguas transparentes se deslizaban bajo el ramaje de los sauces e iban para Lima rezongando, acaso prometiendo que le habían de contar a las limeñas que en sus ondas se bañaban desnudos los rotos chilenos.

Y en todo lo demás de la pintoresca ensenada, tupidos cañaverales en los que el viento en las noches simulaba muy traviesamente el rumor mal apagado de una legión que se viene encima, cosa que no me explico por qué no sucedió en terreno tan propicio para sorpresa de la guerra tras ese telón de cañas, como para lances de amor bajo las lánguidas hebras de los sauces encubridores.

Para no perderlo todo, de aquellos cañaverales cortaron los soldados la «madera» que necesitaron para levantar sus «rucas» en cuadras de verano, construidas todas en el más puro estilo de las ventas y fondas de nuestra Alameda en las Pascuas de aquellos días, más chilenos que los de hoy, ciertamente, en lo de amar y mantener las costumbres nacionales.

El orgullo del Coquimbo era un juego de huesos de ballena que servían de asiento en el comedor de los oficiales. Nadie podía vanagloriarse de un lujo semejante, cuasi antediluviano.

En éstas y otras travesuras se pasaban las horas de descanso, sin que a nadie, al parecer, le molestara el menor presentimiento de lo que podía acontecerle en la próxima batalla, no obstante, que sus ribetes de duelo a muerte eran bien visibles para todos. Nadie se engañaba acerca de esto.

Por última vez, el día 12, ocupé mi asiento sobre aquellos hospitalarios huesos. Se daba el banquete de la despedida, antes de levantar la casa, y como a cada momento aumentaba el número de los agregados, el oficial ranchero creyó de su deber hacernos esta prevención al servir la cazuela:

—¡Señores —dijo— aseguren presa, porque caldo no ha de faltar!...

Y toda esa alegría era tan sincera y espontánea, que se hubiera creído que ese vibrante puñado de corazones se encontraba cenando donde Gage o en lo de Paulino Segovia.

Y vino la batalla, y el suelo, los cañaverales, las faldas de los cerros, sus barrancos, sus cumbres, fosos y trincheras se cubrieron de muertos y de heridos.

¡Qué charco inmenso de sangre!

¡Qué matadero de reses humanas!

¡Qué montañas de horrores!

Dragoneado de hermana de caridad, o sea, de mozo de palangana al lado del doctor Allende Padín (sobre la palangana tajeaban a diestro y siniestro), todos llevábamos cuenta cabal de los que llegaban heridos, y nos alegraba la ausencia de nuestros amigos. No habían caído, decíamos; pero luego saltaba esa horrible duda:

—¿Y si estuvieran todavía botados en el campo? ¿Y si viniera un ataque nocturno, que todos temían?

Imposible, habría sido, humanamente, recoger a todos los heridos; el vasto campo de batalla tenía tres cancha separadas y distantes: San Juan, Chorrillos y el Morro de Solar, con su famoso Salto del Farile; luego la noche, vidrio de aumento de todas las angustias, se había venido encima sin desahucio del crepúsculo chileno; y al último, negra verdad como dos catedrales, no se esperaba a tanta ni tan distinguida concurrencia.

Y cuando, al parecer, ya no cabía un doliente más, como a eso de la 1 de la mañana del 14, los doctores don José Arce y don Absalón Prado, descargaban un nuevo cargamento de heridos. Después de dormitar un rato sobre la blanda arena y entre la húmeda camanchaca, los despertó la idea de los que yacían abandonados. Pensando muy exactamente que todos se arrastrarían hasta la línea férrea, movilizaron un carro, arrastrado por sus propios caballos y el empuje de algunos ambulantes. Todos antiguos voluntarios o auxiliares de 2.ª Compañía de Bomberos de Santiago, lo llenaron con esa última cosecha, realizada a tientas, heroicamente, entre las tinieblas de la noche, sobre un campo desconocido y con igual piedad para los amigos y enemigos.

Entre los recién llegados venían dos o tres Coquimbos y un Melipilla. Por ellos supimos que Soto había muerto en los primeros momentos de la batalla. Los detalles que daban no dejaban lugar a dudas.

Derrotado en dos primeros zarpazos que les tiró a las trincheras enemigas, Soto había arengado a la tropa y, alzando una bandera chilena, se había lanzado por tercera vez al asalto del maldito Morro, a la cabeza de su regimiento.

Los que conocíamos a Soto, lo veíamos pintado en esos rasgos.

En el curso del día, varios amigos, haciendo un hueco entre los quehaceres y lágrimas de la jornada, nos dedicamos a buscar su cadáver, inútilmente.

En el Coquimbo y en el Melipilla, cuerpos que habían combatido junto, sólo sabían que el comandante había muerto; que al verlo caer un bramido de cólera había estallado entre las filas, y que, haciendo a un lado su cadáver, habían trepado, sin saber cómo, los últimos trescientos metros que los separaban de las trincheras peruanas, y que una vez arriba, nadie había vuelto a mirar hacia atrás...

Bien muerto quedaba, ciertamente y por lo demás, ya no era posible pensar en un solo hombre, cuando por todas partes se veían amigos muertos o agonizantes en el horroroso hacinamiento de cuerpos que se habían formado en el edificio de la Escuela de Cabos, convertida por nuestros cirujanos en el hospital de sangre, bajo el amparo de nuestra bandera vencedora.

Por otra parte, había que preparar alojamiento para nuevos huéspedes si se daba otra batalla, y, entre tanto, el día se hacía corto para hacer vendas, repartir alimentos, barrer inmundicias y lavar como niños chicos a esos rotos tan bravos para pelear, pero que al verse tendidos comenzaban a regalonear o a taimarse, acariciando el rifle, que ni los agonizantes consentían en soltar de su lado. Los buenos y sanos pasaron el día entretenido con el alboroto de las negociaciones de paz; los diplomáticos, encantados de hacer algo, iban y venían de uno a otro campo...

Isidoro Errázuriz fue enviado a la tienda de Piérola como parlamentario. El «ñato» Cox llevaba la bandera blanca, y mientras Errázuriz que era nuestro primer orador, hablaba en nombre de Baquedano, el «ñato» que era con el «checo» Fornes (no se les conocía por otros nombres), de los primeros jinetes del ejército, dejaba bizcos a los ayudantes de Piérola con sus hazañas de centauro, en los desafíos que le hicieron para matar el tiempo.

Todo quedó en dimes y diretes hasta el 15, el día glorioso en que el talento y el valor de Lagos convirtieron en victoria una sorpresa sangrienta que al principio se tiñó con todas las livideces mortales de la derrota.

Y el mando del Coquimbo pasó después de esta batalla a manos de un simple capitán, pues en ella cayeron Pinto Agüero y Larraín Alcalde, como tantos otros jefes y oficiales, tantos, que Isidoro Errázuriz, al contarlos, con sus lágrimas, dijo con un rugido de león:

—¡Miraflores es la batalla de los futres!

Porque el aliento que por un rato pudo faltarles a los soldados, le sobró a los jefes y oficiales.

Verdad tan grande como los sustos, las alegrías, las penas y la gloria de ese día horrible y grandioso, en que la suerte de Chile, como un acróbata que baila en la cuerda sobre un precipicio (haciendo mala comparación), vaciló un instante y pareció tumbarse, de la manera que todos sentimos que el hilo de la vida se cortaba en nuestros corazones, que el cielo se teñía de sangre, y cerramos los ojos para no ver lo horrenda caída.

¡La caída de la Patria en los umbrales de Lima!

Pero todo eso sólo duró la eternidad de un momento.

Por lo demás, la noche que apagó la luz de ese día no tiene descripción posible. Chorrillos, Barranco y Miraflores ardían por las cuatro puntas. Ardían en las calles los cadáveres, hombres y animales. El aire espeso era caliente y olía a cosas podridas. Y el fuego avanzaba sobre el hospital y en éste ya no cabían ni un dolor ni una inmundicia más.

La evidencia solamente de que, abiertas de par en par quedaban las puertas de Lima para que entrara Chile por tercera vez en su corta existencia, podía enjugar el frío sudor de tantas amarguras.

Pero a ratos se llegaba a pensar que eran tal vez más felices los que habían muerto como Soto, una vez por todas, antes que sufrir tan espantosas agonías, lejos de la patria y en tan tremendo abandono.

Ansioso de ver a cierto oficial de marina, el 16 por la mañana me dirigí al Cochrane, al que los rotos de tierra llamaban cariñosamente el «ñato», lo mismo que al Blanco Encalada.

Al pasar, por un departamento silencioso y fresco, como un suburbio del buque, vi dos hamacas que se balanceaban al lento compás de la inmensa mole.

Poniéndose un dedo sobre los labios, el oficial me dijo al oído, señalando uno de los colgantes:

—Simpson, de Navales, le han amputado un brazo y está muy mal.

Y, acercándose al otro, descorrió una gasa que servía de mosquitero.

—¡Soto! —exclamé sin poder contenerme.

Allí estaba, en efecto, la boca llena de sangre, descoyuntado como un Cristo desprendido de la cruz. Una lucecita brillaba apenas tras sus cejas contraídas, chispa perdida entre la ceniza y medio muerta de ese rostro ten lleno de vida y de marcial bravura poco antes.

Este último rasgo sobresalía en la personalidad física y moral de Soto; en alma y cuerpo era, como lo es hoy, un soldado en la más completa y hermosa significación de la palabra. Tenía madre, esposa, hijos y su hogar, formado hebra por hebra, como el nido de los pobres; pero todos esos cariños vivían en él como a continuación de su amor a la patria y de sus deberes de soldado.

La alegría de encontrarle vivo logró sobreponerse al doloroso espectáculo de esa agonía; porque así tan grande e invencible es la esperanza; pero a bordo se hacían pocas ilusiones.

A su lado, inmóvil, tragándose sus lágrimas, estaba de pie la hermana de caridad, el ángel de la guarda, la Providencia del oficial en campaña: el asistente, ese tipo incomprensible y sublime, cristalización de todas las gracias, maulas y virtudes que caracterizan al roto chileno y que llegado el caso, con una mano maneja el cuchillo y con la otra acaricia como las madres al jefe que lo ha elegido para su perro guardián.

Ostentaba insignias de sargento y dormía vestido al lado de su jefe.

Por su parte, la oficialidad del blindado se turnaba para cuidarlo.

Llevé a tierra, triunfante, la increíble noticia; borrose su nombre de la lista de los muertos y todos quedaron en la convicción de que si no habían logrado matarlo «al golpe», ya no moriría así no más.

—¡De ese roble ya no harán leña, mi señor! —decían alegremente sus hermanos de armas en las viejas campañas de Arauco.

Poco después, el coronel Lagos me hizo el honor de llamarme con el objeto de preguntarme si yo, con mis ojos, había visto vivo al comandante Soto. Soto, para Lagos era algo como una espada de repuesto, cien veces probada en sus puños.

Me pareció que la noticia le quitaba de encima una gran pesadumbre a ese glorioso soldado, que en su poncho de brin ostentaba la blancura del penacho de Enrique IV.

—¡Caramba! —me dijo—. Yo le puse de tranca contra el flanqueo de Iglesias, y ha prestado a la patria un servicio inolvidable.

A la verdad, todo el ejército reconocía que para la misión que se le confió a Soto se necesitaba un soldado que supiera morir como morían los de Esparta por la patria y sus santas leyes.

Al rayar el alba del 17, la división de vanguardia, los escogidos y felices que iban a tomar parte en la entrada triunfal a la metrópoli peruana, terminaban sus preparativos estruendosamente dichosos.

¡Lima! ¡Lima! Y nadie se acordaba ya de nada. Los muertos al hoyo y los vivos al bollo. La oración fúnebre más larga se reducía a la fórmula sacramental de la indiferencia araucana del roto por la vida.

—¡Le tocó, pues, señor! «Y diei», mañana nos tocará a nosotros.

Ello es que el campamento parecía una jaula de loros. Los que se quedaban reñían con envidia a los designados para el jolgorio de la entrada, y como en el hambre ambiente del campamento todas las comparaciones se relacionaban por algún lado con las cosas de comer, los primeros decían de los segundos que éstos eran los comedidos que en las tertulias acarreaban viejas al comedor para gozar de la primera mesa.

Ellos se lo comerían todo; pero los otros se reían repletos de satisfacción, acicalándose con la más cómica solemnidad, cada toro delante de su espejito de mano.

No sé en qué esté el secreto de esto que pueda tal vez parecer mariconada militar al que mire las cosas por encima; pero el hecho es que nuestros soldados hicieron la campaña del 79, con espejitos en los bolsillos, con la mismísima naturalidad con que la del 51 llevaban escapularios en el pescuezo.

¿Quieren decir estos pintorescos detalles que ha cambiado o disminuido la gloriosa vocación del roto para pelear y morir por la patria?

Sería como decir que hoy son menos bravos, porque son más futres los soldados chilenos; pero los «mauser», como ellos dicen, por todo lo distinguido dentro de lo alemán, nos les han hecho perder ninguna de sus condiciones tradicionales.

Y chasco se llevaría quien pensara lo contrario; porque si con Bulnes y Cruz se batieron en Loncomilla como tigres, hasta quedar sobre el campo la mitad de los combatientes, con Baquedano y Lagos a las puertas de Lima, atacaron y se defendieron como leones que no habrían dejado cosa en su lugar, si la púdica noche (y la estrella buena de Chile) no hubiera interpuesto el manto protector de la camanchaca y sus tinieblas entre la ansiada Lima con su cielo estrellado de mujeres encantadoras, y el malón araucano jurado como supremo desquite en las penalidades abrumadoras de larga campaña...

¡Lima! ¡Lima! El arca abierta delante de la cual hasta los justos debían delinquir... «en el reglón pompadour de los mandamientos».

Un buen día apareció Soto en el Callao, rigurosamente vestido de paisano. Le habían nombrado colmadamente del resguardo de la aduana, y estaba de convaleciente, más de ánimo que del cuerpo, cuyas heridas habían ya cerrado.

Se quejaba de la vida, aunque la había recuperado por milagro, y con más fastidio de la vida militar. Lo que era él ya no volvería a sacar la espada por nada de este mundo, nunca jamás, viniera lo que viniera.

Pero en esto vino la intentona de intervención yanqui en el arreglo de nuestros negocios con el Perú, y tan injusto y descarado atropello, no ya de parte de la gran nación, sino de un bellaco político, produjo, naturalmente, una especie de fiebre en el ejército, avecindado pacíficamente en Lima.

Jefes y oficiales se subían a las nubes en el colmo de la indignación. Los rotos, sin inmutarse tanto, se limitaban a decir con sorna habitual:

—Muy bien, pues. ¡Alguna vez hemos de pelear con la gente!

A todo esto, Soto mejoraba visiblemente de salud, y una noche se presentó vestido de militar a una comida de amigos. Se había avergonzado de su traje de paisano, pareciéndole que en tales momentos las prendas civiles eran como un escondrijo de sus deberes de soldado.

Por algún rato se logró acallar la cuestión de la patada yanqui; pero al final hubo explosión. Los años se caían de aquellos corazones invencibles. Los más viejos peroraban como tenientes en la flor de los años y de las ilusiones. En opinión de Soto, a Chile no le quedaba más que portarse como quien era, para eso allí estaba su ejército que sabría morir como un solo hombre.

—Y después me lo dejan boqueando, como en el Salto del Fraile —le dijo un compañero.

Entonces la conversación recayó, naturalmente, sobre las peripecias del Coquimbo y la muerte de Soto en aquel famoso asalto.

Cada cual recordaba algún incidente visto u oído.

Juntándolos todos, resultaba, más o menos lo siguiente:

En la tarde del 10 de enero se daba en el campamento por definitivamente acordado el plan de ataque a esas formidables trincheras peruanas, tras de las cuales, Piérola, con justos motivos y patriótico orgullo, consideraba al Perú tan seguro como a San Pedro en Roma.

Sin embargo, el comandante de un buque de guerra extranjero le había observado sacando su reloj:

—Es cierto, señor; la situación de su ejército parece inexpugnable; pero yo he visto a una división chilena tomar a la bayoneta las fortalezas de Arica en cuarenta y cinco minutos contados en este mismo reloj.

Por el lado nuestro corría el rumor de que Lagos no estaba conforme con un detalle del plan de ataque. Trataba el coronel nada menos que conjurar el peligro con que amenazaba el cuerpo de ejército que comandaba el coronel Iglesias sobre el Morro Solar. En su concepto, era absolutamente indispensable asaltarlo desde el principio y apretinarlo contra las mismas cumbres en que estaba fortificado, porque en cualquier descuido y contratiempo de la 1.ª división, aquél se vendría cerro abajo con el ímpetu de una avalancha para flanquear nuestra ala izquierda. Todo flanqueo por este lado suponía un corte formidable al contacto del ejército con la escuadra. Imponíase, en consecuencia, la necesidad de dedicarle un ataque especial.

Y tanto dio y cayó que, al fin, el buen sentido de Baquedano aprobó su iniciativa, comprendiendo la perspicacia militar de Lagos. Sin pérdida de tiempo, el coronel se dirigió al campamento del Coquimbo, y allí, sin apearse de su caballo, dijo tranquilamente a Soto:

—Acabo de sostener una lucha en el Cuartel General para conseguir que se destine una pequeña división con este único objeto: que el día de la batalla se encamine por la orilla del mar, y, apoyada por la escuadra, ataque de sorpresa, si es posible, el ala derecha del enemigo, que se apoya en la fortaleza y trincheras que tienen en el gran Morro Solar, y en todo caso evite que pueda flanquearnos por ese lado. Para el desempeño de esta importante misión he designado a usted, seguro de que usted no me dejará mal. No le oculto el peligro ni las dificultades; pero si usted logra el objeto, habrá prestado un gran servicio.

Y como Lagos no hacía las cosas a medias, agregó enseguida:

—Hoy mismo (esto era el día 11) tendrá usted a sus órdenes el vaporcito Toro, para que vaya a reconocer la costa que rodea al Morro hasta donde pueda.

Y no hablaron más; porque ambos sabían a qué atenerse desde algunos años atrás, como quiera que en 1853, Soto, cabo 1.º en la Escuela Militar, salía al Ejército con la jineta de sargento 1.º de la 2.ª compañía del 4.º de línea, cuyo capitán era Lagos.

A las 4 de la tarde, el comandante Soto terminaba su reconocimiento de la costa, y al día siguiente se le llamaba del Cuartel General para que asistiera al consejo de jefes de división, en que el general Baquedano iba a comunicar sus últimas instrucciones acerca de la batalla que empeñaría al amanecer del 13, o sea, «al cuarto del alba», como decía don Pedro de Valdivia.

La división Soto quedó compuesta del regimiento Coquimbo y del batallón Melipilla que mandaba don Vicente Balmaceda.

Se acercaba plácidamente la tarde del día 12 y con ella «la hora de la conciencia y del pensar profundo». Todo sonríe en la naturaleza, mientras brilla el sol; pero cuando en vísperas de un duelo a muerte, la noche amortaja a la tierra y las cosas parece que hablan y los sapitos cantan su rosario en los charcos, única voz en aquel silencio de muerte, entonces cada hombre escribe a los de su casa...

Soto, como todos, escribía apresuradamente a los suyos, cuando se presentó en su tienda un joven practicante de medicina en demanda de un gran favor:

—¡Al grano! —le dijo Soto, sin levantar la vista.

—Soy, señor —continuó el joven— el practicante David Perry; por el momento no tengo colocación, pero como deseo servir a mi patria le suplico me permita formar parte de su división en la batalla de mañana. Además, los del Coquimbo son mis comprovincianos.

Soto le miró entonces, para decirle:

—Muy bien, joven, queda usted como cirujano del regimiento.

Enseguida entró un paisano en traje de arriero.

—Yo soy, pues, señor — tartamudeó éste—, Bernardino Alvarado, a quien usted encontró cateando en el interior de Bolivia cuando perseguía al general Campero.

Estaba empleado en la sección de Bagajes, pero, habiendo sabido la proximidad de la batalla, había abandonado las mulas y carretones y su sueldo de ochenta pesos para pelear al lado de su salvador en Bolivia.

Y de estas deserciones hubo muchas entre los rotos, que no se conformaban con que después les contaran cuentos de la batalla cuando la tenían tan a la mano.

El Coquimbo, seguido del Melipilla, dejó su campamento y emprendió la marcha por la orilla del mar, camino del Morro, pero luego la obscuridad se hizo tan profunda, que Soto juzgó prudentemente esperar que aclarara un poco, tanto para dar un descanso a su tropa a la hora de su reposo acostumbrado, como para evitar el riesgo de caer de cabeza sobre el enemigo.

La columna se detuvo y entonces ocurrió esto, que, contado, puede parecer mentira. Los Coquimbos y Melipilla que habían recibido doble ración de marcha, despacharon una, y luego se quedaron profundamente dormidos, largo a largo, sobre la arena, bien convencidos de que sobre el jefe caía la obligación de velar por ellos.

Despertados de allí a buen rato, se emprendió nuevamente la marcha y en este segundo avance, que constituye uno de los episodios más dramáticos de la batalla de Chorrillos, ocurrió la escena inolvidable de la muerte del hijo adoptivo del Coquimbo, a quien los soldados en la tarde de la victoria de Tacna, le dieron un puesto en las filas y el propio nombre de su glorioso regimiento.

La batalla estalló de pronto. Soto, sin pensarlo más, se lanzó sobre las primeras faldas del Morro como de un brinco, y tan violento y rápido fue su ataque, que, en menos de una hora, apagaba los fuegos y se adueñaba de una batería que Iglesias había emplazado bordeando al pie del cerro.

Siguió un recio tiroteo. Nuestra escuadra trataba de barrer las trincheras de los faldeos, en las que los peruanos tenían sus ametralladoras hábilmente agazapadas; pero luego tuvo que suspenderlos, temerosa de herir a los nuestros.

En tales condiciones, el combate era bien desigual y el suelo comenzaba a matizarse de Coquimbos y Melipillas, caídos sin haber pagar su muerte al enemigo. Éste los mataba impunemente.

Sólo ordenó entonces a su división replegarse sobre los mismos faldeos, quedando así amparada por las irregularidades del terreno, y debajo casi en línea recta, de las propias baterías enemigas.

—Esta feliz maniobra —me decía un veterano— nos libró de que el enemigo nos comiera vivos.

Ella les permitió también reponerse y organizarse de nuevo, y lo que era igualmente necesario, reponer las municiones para continuar el combate cerro arriba. Para esto último, Soto ordenó a uno de sus ayudantes fuera a buscar tres cargas que había dejado en el último descanso, pero como para esto había que salir a la zona que el enemigo barría y soplaba con sus fuegos, aquél vaciló indecorosamente.

Al ver tan extraña cosa, Larraín Alcalde al frente y dijo a Soto:

—Présteme su caballo, mi comandante, y yo iré por las municiones.

Ante esta heroica acción, Soto se desmontó, diciéndole:

—¡Usted se porta como quien es!

Larraín Alcalde fue y volvió, porque la muerte no quería llevárselo sin los laureles de Miraflores.

Pero en el entretanto, el tiempo pasaba casi ridículamente, podía decirse, porque ni los nuestros se atrevían a escalar su calvario ni los peruanos a dejar sus madrigueras.

Soto sentía en su frente, en la frente también de su invicto Coquimbo, la afrenta de semejante situación, aun cuando, quedándose donde estaba, cumplía lo principal de su consigna: contener a Iglesias.

De este modo llegaron a transcurrir dos horas. Como león enjaulado, Soto recorría el terreno, tratando de romper por algún lado los barrotes de su jaula. A la desesperada hizo un ensayo. No quedaba más recurso que irse de frente, y al efecto, lanzó la primera compañía contra las trincheras más próximas, a unos trescientos metros; pero ésta tuvo que replegarse «a paso de vencedores», porque en menos de diez minutos, dejaba en el campo más de veinticinco hombres, entre muertos y heridos.

Esta retirada produjo en la tropa un efecto desastroso. Soto inclinó la cabeza, mordiéndose el ancho bigote. Se le hubiera creído agobiado bajo el peso de la situación. Mas no era así: era que se arrancaba de los pliegues del alma el amor a la vida en aras de la patria, y rota, al fin, esta cadena, ese hombre sin miedo y sin reproche, dijo a su segundo, Pinto Agüero;

—¡Aquí hay que vencer o... morir! ¿por qué sólo Arturo Prat se puede sacrificar por la patria y no lo hago yo también, ahora que estoy obligado?

Y alzando con sus manos una bandera chilena, dirigió a los suyos una arenga, que era más bien un desafío al honor de todos, y a la voz de: ¡Adelante, muchachos!; salió al frente de los suyos, camino de la muerte y de la gloria.

Nadie vaciló en las filas. Como un solo hombre, la tropa siguió entusiasmada ese heroico ejemplo porque, desde que Chile es Chile, no se ha visto jamás que el roto vuelva cara cuando su jefe va adelante.

Minutos después, Soto caía atravesado por una bala que, entrando por el pecho, salió por encima del pulmón izquierdo. Pero, ¿qué importaba? Su división ya no volvería a la gatera, después del tirón que le había dado. Pinto Agüero corrió a recibir sus órdenes.

—¡Yo muero! —balbuceó Soto— Siga usted al ataque...

Y como en sueños oyó el grito de sus soldados:

—¡Mataron al comandante! —grito de guerra con que enardecían unos a otros, mientras trepaban como gatos alzados, los flancos formidables del Morro.

Soto se desangraba en la vecindad de otros que ya habían muerto del todo, cuando llegó el cirujano Perry a cumplir su sagrado ministerio.

Estancó la sangre, vendó las heridas y diole a beber unos sorbos de coñac con agua, y sin pronunciar palabra, corrió en busca de otras víctimas que atender con igual cariño.

Y como en prueba de que el bien que se hace nunca es perdido, momentos después llegó Alvarado, por su parte, llevaba un balazo en un pie, improvisó una camilla y como divisara que providencialmente se acercaba un bote de la escuadra, comenzó a dar voces y hacer señales hasta que fue visto y oído.

El fiel asistente dio a conocer la categoría del herido, agregando que el general Baquedano pedía fuera llevado a bordo, porque estaba muy grave y las ambulancias distaban dos leguas.

Un «cucalón» que venía entre los tripulantes, al ver que Soto arrojaba bocanadas de sangre, exclamó con sincera lástima:

—¡Para qué llevan a ese pobre!

Pero el apuesto y noble muchacho que mandaba la embarcación lo llevó piadosamente a bordo de su nave.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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