La Batalla de «los Futres»

Daniel Riquelme


Cuento


Nuestro Ejército no contaba con Miraflores, la famosa batalla a la cual don Isidoro Errázuriz dio el nombre de batalla de «los futres» en un brindis que pronunció en el Hotel Maury de Lima, en la tarde del 17 de enero de 1881, consagrando con tal apodo el heroico y pundonoroso comportamiento con que jefes y oficiales enaltecieron aquella memorable acción.

Cierto que en el Cuartel General se preparaba para todo evento y más cierto todavía que el coronel Lynch, sin apearse de su potro obscuro, desde las puertas mismas de Chorrillos se afanaba por prevenir toda sorpresa, ordenando a cada rato:

—«Ocupen esas cerrilladas» por las alturas que dominaban el valle y el caserío del pueblo.

Y cuidados semejantes desvelaban a los demás jefes.

Pero todo eso era más bien, a lo que creo, el cumplimiento de elementales preceptos del arte de la guerra, que temor verdadero de que el enemigo tornara a levantarse después de aquella tunda que resultaba ser —viendo el campo— más que de manos de arrieros yangüeses.

Por otro lado, visible era también que nuestras tropas, cubiertas de gloria, pero rendidas de fatiga, deseaban largo reposo.

Luego el instinto de la vida y su cortejo de pasiones —todo olvidado un momento ante el amor supremo de la Patria— volvía impetuosamente a los corazones con el ansia con que tornan a su nido las aves que dispersa una tormenta.

El espectáculo mismo de los horrores sembrados sobre el campo de la batalla, clamaba con igual fuerza por la paz en nombre de la humanidad.

No habría, pues, por qué no contar aquí que nuestros soldados saludaron con hurras al tren engalanado de banderas blancas que en la mañana de 14 entró a Chorrillos, conduciendo a los mensajeros de la paz.

Sólo se firmó una tregua, pero ella era su comienzo a juicio de todos.

La luz del día 15 vino a reír sobre la fe de esa tregua y las esperanzas de tal paz.

Las dos de la tarde eran pasadas cuando turbó el plácido silencio de la gran llanura el estruendo de una descarga que pareció un chaparrón precursor de un aguacero inmediato, y a poco sobrevino otro más recio.

Como a un toque de prevención, todo el campamento se alzó de pie, y nos decían: «¿Tan pronto?»

Y otros gritaban: «¡Traición!»

Mas, el fuego cesó de tal modo que al retumbar instantes después otra descarga, creyose que sería caso aislado como los anteriores, pero esta vez, tras pausa cortísima, el chaparrón se convirtió en diluvio —diluvio de pedriscos sobre una plancha metálica— que no otra cosa remeda el formidable rumor de una batalla.

¿Qué hacían, entre tanto, aquellos soldados de minutos antes suspiraban por la paz que era la vida y la vuelta al hogar?

Confiados y desprevenidos, éstos en el baño, aquéllos aderezando el mísero rancho, lejos de sus armas en pabellones, todos acudían al punto en que flameaba su bandera.

Aquel deseo de reposo habíase súbitamente trocado en ira araucana.

Soplaba ímpetus de destruir y de matar.

Cuentan que al cruzar la plazoleta de la Escuela de Cabos, un soldado que corría en busca de su Regimiento vio que los prisioneros peruanos detenidos en ese edificio se agrupaban imprudentemente en los balcones, curiosos y hasta esperanzados en una revancha afortunada.

—¡Ésta es la del diablo! —dijo el roto, disparando su rifle hirió a un infeliz que tal vez oraba por la suerte de su Patria, así como nosotros pedíamos por la nuestra.

Conocidas son las peripecias de aquella tremenda jornada.

La división Lynch habíase trabado de tan cerca con los contrarios que desde sus filas se veían claramente los colores de las banderolas de los guías peruanos, y muy luego se vieron, además, las caras de los mismos soldados, avanzando por grupos sobre unas piezas de montaña, que hacían fuego apegadas a la barranca del mar.

Advirtió con espanto que esa batería estaba a vanguardia y se le ordenó retirarse.

A un regimiento de caballería, adelantando en una calleja, diósele también la voz de: «¡En retirada!» y la frase, aunque de táctica corriente, quebrantó muchos ánimos.

Si los que andaban a caballo se retiraban a trote, ¿qué quedaba para los de pie?

Dudo que esta vida tenga otras angustias más amargas, porque allí acontecía de pronto un caso inaudito.

Nuestros rotos, tan incontenibles y tan bravos en el asalto a campo raso, comenzaban a recatarse detrás de las murallas que se alzaban por doquier como para avivar en la carne humana, su instinto brutal de conservación.

De tapia a tapia, cruzaban el espacio como deshecha tempestad, pero ahí volvían a guarecerse.

Ponían sus quepis en la boca de los rifles, alzándolos hasta el borde del muro y los quepis volaban acribillados a balazos.

Un paso en descubierto era, pues, la muerte.

Llegaba, por tanto, el caso extraño de tener que azuzar a esos leones que se dormían como cansados de su primer esfuerzo, y oficiales hubo que usaron sus espadas contra los héroes invencibles que en cien batallas no habían dado otro trabajo que el de contener su bravura.

Miraflores fue, por esto, la batalla de los futres.

Allí los oficiales no morían entre las filas. Caían como Pedro Flores, Dardignac y Nordenflych, desde lo alto de las murallas, heridos en el pecho y en la frente.

Morían como el noble Marchant que tornaba al combate ciego de ira, después de reorganizar a su regimiento despedazado y perseguido un instante, para lavar con su sangre la reculada de unos cuantos pasos.

Pero, ¿cómo recordar en pocas frases todos los rasgos heroicos de aquellos viejos y de aquellos jóvenes que a la par arrojaban su vida contra las balas enemigas para resucitar el valor decaído de sus huestes?

Un niño del Coquimbo se apartaba de sus filas para besar en la frente a su hermano caído y decirle llorando:

—«¡No puedo quedarme a tu lado!»

El comandante Pinto Agüero subía a caballo a pocas cuadras del enemigo para destacarse sobre los suyos y recibir a pecho descubierto el balazo que lo derribó en tierra.

El bravo Lagos, hermoso cual un Caupolicán enfurecido, mostraba su manta blanca como el rey Enrique su penacho, sujetando con su ejemplo y su caballo a su división descuartizada.

El coronel Barceló, sordo a las balas, el pantalón en la rodilla y aferrándose a la crin de su montura como un novel jinete, llegaba de galope al bardal en que se favorecía un regimiento.

Quiso hablar, pero los soldados le interrumpieron, desafiándolo a que él pasara primero. Por toda respuesta, el anciano coronel, clavando su bridón, lo lanzó por un boquete.

Y aquella cabeza, blanca como los azahares de una novia, y solitaria en medio del peligro, levantó al regimiento, devolviendo a todos el legendario valor del roto chileno.

En otro sitio, el comandante Bulnes, al frente de los Carabineros, llamaba a su segundo Alzérreca para decirle:

—Esto se va pareciendo a Tarapacá; si nos derrotan, el enemigo perseguirá a los nuestros por la carretera; forme Ud. el Regimiento en mitades que las atasquen, porque en cargas sucesivas lo detendremos mientras nos quede un soldado.

Y su faz se animaba a una oleada de la misma sangre con todo el Ejército en un quebranto parecido.

El comandante Alzérreca, por su parte, sostenía la serenidad de las filas, respondiendo con toda calma a los oficiales que le comunicaban que los soldados eran fusilados a mansalva:

—Así son las batallas: mueren de uno y otro lado —decía sonriendo.

Todo eso duraba ya un siglo cuando la fortuna cambió de parecer.

Nuestra línea comenzaba a afirmarse sobre el suelo que pisaba. Al ejemplo de sus jefes, los soldados se alzaban, resueltos a redimir la vergüenza de un instante de la flaqueza. Se les veía derribar a mano largos trechos de muralla y precipitarse por los claros con horrorosos chivateos.

La vista de los Carabineros de Yungay, cruzando el campo a galope: la culebra de luz que el sol, al reflejarse en los sables desnudos, hacía ondular sobre aquellas cabezas, arrebató a los rotos y por todas partes se oían los gritos de: —¡Cargan los Carabineros! Como animándose cada cual a responder a ese reto generoso de audacia.

Las baterías que habían pasado a retaguardia, colocadas en un punto más ventajoso, disparaban por andanadas descargas tan repetidas y parejas que apenas si un tiro desdecía de los otros.

En los montes que cerraban al campo por la derecha repercutían con igual violencia los disparos de las otras secciones.

Y en el mar, los buques de la Escuadra, que desde lo alto de la barranca se divisaban como grandes conchas de tortuga, carcomían con sus terribles bombas el terreno que ocupaban los contrarios.

Y aquel fragoroso estruendo, retumbando en los cielos, multiplicando por los ecos, devolvía la fe a los corazones, y uno se decía en lo profundo del alma:

—¡Chile no puede ser vencido!

Sin embargo, aún no había noticia autorizada de victoria. Hasta ese momento el triunfo estaba en que nuestros generales habían logrado rescatar lo perdido en las sorpresas del comienzo.

Se comentaba estas circunstancias, cuando por el extremo de una callejuela de Barranco, arrastrando al galope por tres parejas de caballos, y tumbándose aquí rasmillando allá las paredes, asomó un armón de cureña cual carro que llevara al diablo.

Sendos jinetes manejaban los troncos y dos soldados venían en el asiento trasero, asidos con una mano al barandal, en tanto que con la otra... se atracaban de uva verde, arrebatada al pasar de algún emparrado del camino.

—¿Qué hay?

—¿Cómo sigue? —gritaron de varios puntos.

Echando atrás la cabeza:

—Están en la bolsa —respondieron los otros con la entonación característica de quien habla con la boca llena.

Iban en busca de municiones: pero el enemigo ya «estaba en la bolsa».

Eran las cuatro y media de la tarde y en el horizonte que se abría delante nuestro Ejército, comenzaba a divisarse grandes remolinos de polvo que corrían hacia Lima.

¡El polvo de la derrota!


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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