La Guardia de los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


En uno de los caseríos de la ruta de Ite al campo de las Yaras debía acantonarse cierto Regimiento de los nuestros en cuyas filas habíase declarado la peste viruela.

De los primeros en llegar a él fueron dos soldados, de esos que apellidaban cara de baqueta, porque nunca veían incompatibilidad la que menor, entre el servicio de la patria y el avío de la persona.

Muy luego se dieron ambos a recorrer calles y trajinar casas, si tales nombres caben en tamaña pobreza.

A un profano en el arte soldadesco del granjeo, habríale bastado tender la vista a vuelo de pájaro para decir que allí no había pan que rebanar.

Y, en efecto, en cuanto los ojos abarcaban no se divisaba un humo que acusara alguna olla puesta al fuego.

Ni siquiera se oía el ladrido de un perro abandonado; porque hombres y mujeres, chiquillos, todos habían huido al rumor de la noticia aquélla.

—¡Ya vienen los chilenos!

La misma iglesia aparecía desnuda de imágenes y ornamentos, cual si los terribles visitantes fueran enemigos no sólo de los hombres sino también de los dioses de aquel país.

Sin embargo, los dos rotos proseguían imperturbables en su misteriosa tarea.

Hubiéraseles tomado por un par de ingenieros que cateaban minas o reconocían el sitio para puesto militar.

Entraban, salían y tornaban a las mismas viviendas.

Golpeaban el suelo y las paredes.

Al fin, uno de ellos pareció convencer al otro y juntos volvieron a la iglesia.

Delante de un empolvado retablo, el que oficiaba dijo al acólito:

—¡Debajo de esta champa hay bagre!

Entrambos corrieron el cuadro, medio cosido al muro por las telas de arañas; palparon y el muro resonó con un eco de caverna.

—¿Ves? —añadió el primero.

Y a poco de trabajar rodó un bloque, dejando al descubierto la boca de una cueva obscura y húmeda.

Allí estaba el entierro del señor cura: santos de bulto, vestimentas sagradas y alguna chafalonía de fácil trueque.

En la tarde del mismo día, era el pueblo un campamento, y la iglesia, muy soplada, servía de hospital a unos cuantos enfermos.

Como a las diez de la noche, el jefe de servicio pasaba de recogida al frente de la iglesia.

Miró por ver y quedó conforme con percibir que los bultos de los centinelas se destacaban convenientemente en la sombra.

Seguía, por lo tanto, de largo su camino, cuando uno de la escolta hizo notar que aquellos centinelas no daban el ¿quién vive?; ni siquiera enderezaban las ramas que tenían como abrazadas.

Tornó bridas el jefe, y dirigiendo su caballo al primero de los bultos, llegó a tumbarlo sin que articulara palabra.

Los soldados, por su parte, daban en vano vueltas y revueltas en derredor de los misteriosos centinelas.

Sin apearse de su montura, el intrigado jefe entró en el templo.

Dos corridas de camas formaban una calle estrecha, que concluía en el mismo presbiterio.

Sobre el altar mayor veíase un gran cubo del que salían azulejas llamaradas.

Dos o tres sacerdotes, éste de casulla, aquél con capa de coro, iban y venían con mucha diligencia del tiesto a las camas y de las camas al tiesto, alzando, entre viaje y viaje, unos jarritos de lata.

—¿Qué diablos? —pensó el jefe, mirando aquella escena que pareciera de brujos a no verse tan claramente las sagradas vestiduras de los oficiantes.

Luego al olfato le saltó muy claro que lo que se administraba a los enfermos no podía ser otra cosa que el muy mentado cañazo, rabioso alcohol de cuarenta grados del cual decían los rotos que puro pateaba un poco, pero que amansándolo, quedaba como borrego.

Y lo amansaban con agua, azúcar, cuando había, y un jarreo de alto abajo.

Al ruido de las voces y de los sables, los sacerdotes que oficiaban en aquella nunca vista ceremonia, miraron hacia la puerta, y todo fue ver a tanto Comendador y hacerse ratas por entre las camas.

Pero, mal de su grado, tuvo que comparecer el cabo comandante de la guardia, encendido como tomate dentro de la casulla que no había acertado a arrancarse en sus apuros.

Era uno de los exploradores de la víspera, mozo de hasta veinte años, y en cuya cara jugueteaban todas las truhanerías de la profesión y de la edad.

Como pudo alegó el pobre, que «casi todo era pura agua» y que en cuanto a los trajes sagrados, los «niños» se los habían puesto únicamente por ahorrar la ropita del Estado...

No hay para qué decir a dónde fueron a parar esos niños que entregaban la guardia a los santos de una iglesia y se vestían como para decir misa en honor de un ponche de cañazo ardido, dentro de un templo convertido en hospital.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.