Las Misas de Lima

Daniel Riquelme


Cuento


Paralela y cosida a la campaña por la patria, cada roto se fue haciendo pro domo sua, otra no menos gloriosa a todo lo largo del camino que corrió en tierras del Perú —particularmente en aquella Lima tan deseada por ellos.

Todos han de recordar la frialdad con que circuló en Chile la noticia de la declaración de guerra con Bolivia.

«Del uno al otro confín», nadie se entusiasmó por tal cosa.

Como que faltaba sujeto, tanto para la saña que requiere una guerra como para todo aquello que cada cual cifra o divisa detrás de ella.

Hablando en plata, no abrigábamos la menor odiosidad contra Bolivia.

Pero se recordará, asimismo, que la escena popular cambió súbitamente cuando nuestras bandas militares atronaban las calles con la guerrera canción: ¡Nos vamos al Perú!

Y cuando se dijo: ¡A Lima! Y en los cuarteles se izaron banderas de enganche, todos vimos que los rotos, que ya parecían agotados, hervían a las puertas, ofreciendo la persona, y que cantando dejaban después la patria y cantando se tragaban las lenguas y penurias de la jornada, creciendo las ansias de ver a la gran sultana a medida que se acercaban a ella.

¡En Lima esperaban comer de ave...!

¿Quién podrá negar ahora que esas expectativas por cuenta privada no dieron a la campaña al Perú la popularidad que faltaba a la de Bolivia?

Bolivia no significaba más que tajos dados o recibidos.

El Perú quería decir Lima, y diciendo Lima, los rotos como que sentían pasar, tras de ligera niebla de batalla —ruidos de cuerdas, de faldas, de monedas y de copas; porque, al fin y al cabo, no solamente de pan viven los hombres—, aparte de que el corazón humano es lo suficientemente ancho para esconder pequeñas esperanzas a la sombra de nobles propósitos y de grandes deberes.

Aunque en la entrada a Lima no hubo dares ni tomares, no por eso la bellas y picante hija del sol defraudó del todo las ilusiones de nuestros guerreros.

Si palmo a palmo conquistaron el terreno hasta llegar a ella, dejando la bandera en buen lugar —luego cada uno, como quién dice trago a trago, conquistó una prenda para su corazón y a poco andar no había soldado tan en la mala que no tuviera una camarada a quien darle un beso, correrle sus puñadas y en cuyas faldas entregar la paga—, que todo parece uno en el amor del roto.

Ello es —digan otros lo que quieran— que muy grueso expediente formarían las partidas de bautismo de los niños nacidos bajo la bandera liberal de la ocupación si una mano prolija hubiera tenido el cuidado de compaginarlas.

Y de lo dicho no hay que asombrarse, porque el carácter comadrero de los rotos, su galante truhanería, el corte hercúleo de sus formas y la misma viril brusquedad de sus palabras y modales, dábanles aquel prestigio, si no encanto, que el espectáculo de la fuerza y del valor ejercerá siempre sobre la debilidad femenina, conspirando al mismo efecto los atractivos que lo nuevo tendrá eternamente sobre el ánimo eternamente novedoso de las mujeres.

Sin pretender rebajar a unos y ensalzar a otros, se puede decirse que el roto era como pan blanco, si no francés, en medio de aquella mescolanza de razas con que se ha formado el bajo pueblo peruano.

El bando masculino se compone allí del indígena primitivo o indio puro, del cholo o mestizo, del mulato y de la interminable gama de tercerones, pardos y del hormiguero de chinos que, al dejar las playas natales, parece que juraron a sus paisanas no comer a manteles y lo demás que prometía don Quijote en ausencia de Dulcinea.

En cambio, las mujeres correspondientes a los mismos grados, desde la serrana de ojos atahualpinos hasta la chola cálida y rumbosa de Malambo, todas llevan en la persona prenda que sirva de excusa, ya los bajos primorosos, ya el talle de palmera, ya esas pupilas que relucen sobre la palidez del rostro como las alas del tordo en un prado de azucenas o aquellas bocas repletas de los que los andaluces llaman la sal de María Santísima.

Para los rotos y las cholas, aquello fue Jauja.

Y nadie juzgue de los rotos por lo que aquí se ve, que el roto salido de su tierra y bataneado en la vida de cuartel, es muy otro de lo que acá se conoce. Favoreciéndole todavía más en aquellos mundos el ventajoso realce de las escasas prendas personales de sus congéneres limeños.

Rotos había, dígolo yo, sobre todos unos ultra maulinos, que eran para enamorar, ya no cholas ni mulatas, sino marquesas de Balzac.

Ochenta hombres, que sacaron de no sé dónde para la policía del Callao, eran los más hermosos, si es dable la palabra, que yo haya visto, después de las tripulaciones de los buques italianos que allá solían bajar a tierra, en aquel puerto.

Debían ser de aquellos montañeses de Chillán, corpulentos como los robles de sus montañas, y con unas caras pálidas de mirada triste, que contrastaban admirablemente con la virilidad de sus tallas.

Se cuenta que uno de estos Hércules fue honrado con cierto capricho de no mala calidad.

En altas horas de la noche romanceaba al través de una reja morisca o sevillana, que para el caso es lo mismo.

—Pero, júreme usted —decía una voz dulce y temblorosa— que todo quedará en eterno secreto.

Y tanto repitió la exigencia de un eterno secreto, que, al fin, el roto, como herido por aquella desconfianza, hubo de decirle a la temerosa dama: «Vea, señorita, si nadie lo ha de saber, mejor es que todo quede en nada...».

A la desocupación de Lima se pensó seriamente en prohibir a las mujeres la entrada al campamento de Chorrillos, porque formaban, sin exageración, otro ejército de bocas y jaranas; pero luego se advirtió que ni rey ni roque contendrían a los niños del ejército si las niñas no veían a los reales.

No queriendo el general Lynch se viera un solo uniforme chileno en las calles de Lima, después de evacuada la ciudad, multiplicó las órdenes y las penas, estableció cordones de ronda y él mismo en persona vigilaba los trenes, sacando a los que, disfrazados, intentaban pasarse al campo de las enemigas.

Esto era de todos los días y a la hora de todos los trenes.

Reforzando sus prohibiciones para ir a Lima, dio entonces puerta franca para que de allá vinieran ellas y aquello fue la mar...

Los trenes llegaban atestados de palomas viajeras, sin contar las que ya estaban anidadas a firme.

Para reglamentar un poco aquella Babilonia, se señaló un campo apartado, a fin de que allí establecieran sus campamentos las vivanderas conquistadas al enemigo.

Los rotos se conformaron con la medida, una vez que encontraron un nombre para la isla que acababa de formarse a su vista y alcance.

—¿Vamos a la Quiriquina, oh? —decían los rotos señalando el campamento de las faldas.

—¿Y por qué llaman a esto la Quiriquina? —preguntaba una chola a su amante.

Y el roto, señalando a un amigo, respondía muy serio:

—Pregúntale a éste que ha sido chorero en Talcahuano.

Y en aquella Quiriquina, plantada sobre el propio suelo de las batallas, se celebró el último 13 de enero que allí vieron los nuestros.

Todas las rucas, tiendas y barracas ostentaban banderas tricolores, y en todas resonaban las notas de los bailes chilenos con estrofas limeñas del tenor siguiente:

«Dime, chiquilla,

fustán con blondas,

¿quién echó a pique

la Covadonga?

No me tires al ala,

carabinero,

pégame en la pechuga,

que muera luego».

A la cueca que era muy popular en el pueblo limeño, con el nombre de La Chilena, la llamaban desde la guerra La Marinera; pero seguían bailándola con igual entusiasmo.

Mal año, en fin, para las camaradas de Chile si asoman la cabeza sobre aquel campo de Chorrillos que presenció tantas reconciliaciones internacionales y el último adiós de los rotos a las cholas peruanas.

Pero algo de todo aquello debió saber cierta camarada que no se había movido de Valparaíso.

Muy trabajado de graves dolencias llegó a ese puerto uno de los rotos que más se había reído en tales travesuras.

A recibirlo salió al muelle su antigua prenda y un viejo amigo, pero aquélla mostraba tan visibles muestras de haber ofendido su ausencia, que el roto, admirado de su desplante, no pudo menos que decirle, ya que no podía valerse de las muletas:

—¡Buen dar, Carmen, en el estado en que te encuentro!

Aunque empavesada como estaba no se acortó ella por tan poco. El rebozo atravesado, un pie adelante y la mano puesta en jarra.

—Y tú —respondió— ¿te habrís llevado diciendo misas en el Perú, no?


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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