Los Relojitos

Daniel Riquelme


Cuento


No hay por qué negarlo.

La expedición a Lima era el sueño de nuestro Ejército, un sueño tropical poblado de visiones encantadoras.

Considerábase a la inquieta y galante ciudad de los Reyes como el término natural y glorioso de la ya larga campaña; así al menos se creía entonces.

Ella tenía que ser la justa recompensa, el desquite debido a tantos sacrificios y fatigas.

Con tal diamante debía cerrarse la espléndida corona de cien victorias.

Esto por el lado del patriotismo.

Por cuenta privada, era Lima para la imaginación de cada uno algo como un pedazo de aquel cálido paraíso prometido por Mahoma a sus devotos.

Veíanla rosada y ardiente al través de las llamaradas de un incendio que ardía en todas las cabezas.

De su seno parecían venir, soplando sobre todos los corazones, vientos cargados de babilónicas promesas: las bocanadas tropicales que maduran la caña y el café, abrasadoras y libidinosas como besos de mulata cortesana.

—¡Lima!

—¡Lima!

Y qué sueño más patriótico a la par que caballeresco, si la Patria y el Amor son la empresa que en su alma lleva escrita todo guerrero de buena ley, que clavar la hermosa bandera de Chile en las torres y palacios de la metrópoli enemiga y probar un poco la renombrada sal de sus hijas, las andaluzas enteras y verdaderas del Pacífico.

Otro combate, el último y después... ¡Lima!

El viejo cuento de las princesas encantadas.

Mucho más prometía por Aspasia la juventud de Atenas.

Fue, pues, que por todo eso y otro tanto que no digo, que el campamento de Lurín, tras apresurada carta testamentaria a los lejanos deudos, tuvo un aire vivo de dieciocho, desde que circuló la orden de alistarse para marchar sobre la ciudad prometida.

Se hubiera creído que todos acababan de obtener de su amada una ansiada cita.

Y tanto revisaban las armas como se cercioraban de que yacía en el fondo de la mochila la última camisa medio almidonada.

—Pero, ¿y la batalla y la muerte? —preguntarán Uds.

—¡Bah, quién pensaba en eso!

Un viejo soldado de Granaderos aseguraba que las balas limeñas tenían solimán y carmín.

Decía conocerlas desde Matucana y Yungay.

¡Qué de proyectos!

¡Qué de ilusiones!

Y, sobre todo, ¡qué granizada de mentiras!

Sabido es que en el Ejército había gran número de soldados que a palmos conocían a Lima, los que ella expulsó en una hora de triste y mujeril rencor, y éstos pasaban las horas en referir a sus compañeros, ávidos de adelantar noticias, por cada verdad un ciento alegres y pintorescas bellaquerías.

—Han de saber, hijos míos —decía un roto—, que en Lima regalan por un diez una botella de aguardiente que parece coñac que en lo amarillo; poco de agua, poco de azúcar y llega uno a estornudar.

Otro refería que los hombres se bañaban juntos y revueltos con mujeres, ligero traje de por medio y todos aplaudían la franqueza de tal proceder.

La negra Vicenta —Celestina cuasi legendaria en Lima— era tan conocida de nombre y oficio como la más pintada vivandera del Ejército.

Se deban citas para su casa, contando que de tapada iban a ella señoras muy principales.

Pero no se creía hubiera calles con tales nombres como «Siete Jeringas», «Comesebo», «Polvos Azules», etc.

Los rotos se reían a carcajadas. Ésas eran «payas».

A las zambas habíanle sobrepuesto el apodo de empavonadas, por analogía con el barniz aceitunado de los rifles. Pero, por no desechar nada, llegaban hasta reconocerles propiedades medicinales...

Un antiguo sargento aseguraba que quería ir a Lima únicamente para volver a ver negros de pasa y perros pelados; dos crías que el frío había extirpado para siempre en Chile.

— Entre estas cañas —le respondía otro— los negros pasan de invierno a invierno como las pulgas en el pellejo de los perros.

Las descripciones de las tiendas y joyerías eran cuentos como de la lámpara maravillosa. Inventaron algunos que en el campamento corrían planos que las señalaban punto por punto. Eso había sido un trabajo inútil, desde que sobraban baquianos y lenguaraces.

Se hablaba también de que las calles de Lima estaban minadas para la defensa; que este secreto lo había revelado el Cuerpo Diplomático al general en jefe a condición de que en el próximo asalto se respetara a los extranjeros la bolsa y la vida, y de mil otras cosas semejantes se hablaba además; pero nada de toda la maquinaria guerrera de los contrarios importaba dos adarmes a los niños del Ejército.

Muchísima mayor sensación producía la noticia «sabía de buena tinta» de que las engreídas y rumbosas limeñas no usaban calzones y que en camisa dormían la ardorosa siesta en frescas hamacas que se mecían perezosas como al lánguido compás de una habanera.

Los rotos se miraban, alzando beatíficamente la vista al cielo, como el devoto que exclama:

—¡Sea por el amor de Dios!

Pero todo este variado presupuesto de glorias, amoríos y granjeos, vino al último a glosarse con el cuerpo de los relojes.

En llegando a Lima, puesto que se iba a pelear en calles y viviendas, sólo los muy dejados, como decir los difuntos, no tendrían en qué ver la hora; y de esta manera el asunto de los relojes, síntesis humorística de todas las otras esperanzas que andaban bajo ese rubro, llegó a ser el estribillo de la canción de Lima y salsa de todas las bromas con que algunos oficiales se burlaban de esas ilusiones.

El mayor de un regimiento, especialmente, no soltaba la muletilla:

—¡Qué, al calabozo!

—Pero, óigame, señor...

—Anda no más, hombre, que ya es por poco; luego vas a tener reloj.

—¡Que veinticinco palos...!

—Pero, mi mayor...

—No se te dé nada, para eso en Lima están botados los relojes, y de allá somos.

Y éste era el consuelo de toda dolencia y trabajo y acaso de algo servía en sus pesadumbres a los pacientes del mayor; pues se contaba de seguro, ¡oh, manes del condestable de Borbón! Con el juramento de los limeños de morir sobre las ruinas de su querida capital.

¡Lima tomada al asalto!

Ustedes saben lo demás, si hubo Numancia o cosa parecida.

Los rotos saltaron, es cierto, sobre dos charcos grandes de su propia sangre; pero desde la entrada triunfal, el Ejército fue tomando el aire del médico que se acerca al lecho de un moribundo.

Entramos casi en puntillas.

—¿Y los relojes?

Una tarde de febrero, casi al mes de la entrada a Lima, varios oficiales departían alegremente a la puerta de su cuartel.

A poco pasó un soldado del Regimiento por delante del grupo que formaban.

Andaba penosamente, apoyado en un palo que dragoneaba por la pierna izquierda.

—¿Qué tiene, Sepúlveda? —le preguntó con cariñoso interés uno de los oficiales, el cual por humorada del acaso no era otro que el mismo mayor del cruel estribillo de los relojes.

El roto se volvió, mirolo un rato fijamente.

—¡Qué he de tener, pues, señor —respondiole con amarga sorna—: los relojitos de Lima...!

Y siguió cojeando a la luz del sol de los incas.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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