Recuerdos del General Lynch

Daniel Riquelme


Cuento



Recuerdos del general Lynch

El momento psicológico

Se diría que para los grandes hombres, a quines el destino reserva una gran misión, llega un instante de prueba en que el porvenir se dibuja en sus ojos cual paisaje del aire, allende un abismo que detiene en su orilla a los corazones vulgares; pero que los predestinados salvan en la inspiración de una palabra o de un tronco; como si a su vez quisieran demostrar a la esquiva y misteriosa deidad que reparte los favores humanos, que el bronce de sus almas tiene el temple que requieren sus altos designios y las grandes obras.

En la vida del que fue general Lynch hubo un minuto semejante.

El glorioso camino que recorrió en corto tiempo, aquella porción de su vida que podría llamarse en frase vulgar la segunda parte de sus obras de ciudadano y de soldado, no arranca precisamente de su notable comportamiento como capitán y diplomático en la difícil expedición, que condujo desde Paita a Chimbote y que a tan alto punto elevó la fama de su prudencia, habilidad y coraje.

Fue ello, sin duda, una gran revelación para el país, pero no determinó la asunción del general.

La estrella de su fortuna salió en un instante mucho más modesto y secundario de su vida.

Se le apareció a las puertas del desierto que separa a Pisco de Lurín.

La expedición que marchaba por mar en demanda de un puerto de desembarco, inmediato a Lima, debía ser apoyada por un cuerpo de tropas que partieron de Pisco, siguiera por tierra, camino paralelo al de aquélla; batiera esa larga zona que se creía poblada de enemigos y diera, finalmente, la mano, en un punto de cita más o menos acordado, a la gente de las naves. Tenía, pues, la expedición terrestre grandísima importancia.

Dándole ventaja de algunos días y confiando en ella, hízose a la mar, desde el puerto de Arica, el resto del ejército expedicionario.

Al recalar en Pisco, el general en jefe y como él hasta el último tambor y cucalón, pidieron ansiosamente noticias de los adelantados.

La imaginación generosa y entusiasta de la tropa los dibuja en el desierto, sacrificándose noble y fraternalmente por ella, y como en pago anticipado de sus hazañas, se complacía además en recordar los mil peligros que debían asaltarla y había de vencer.

En Pisco, se supo que el general adelantando había hecho alto en Tambo de Mora, primera jornada del largo itinerario, detenido por la evidencia de las dificultades insuperables que el desierto ofrecía a la marcha del grueso de su división.

Pero se supo, al mismo tiempo, que el coronel Lynch, al mando de la vanguardia, seguía adelante, despreciando los hombres y los elementos por cumplir la consigna recibida.

El ejército respiró.

En cuanto al coronel Lynch, acababa de salvar impávido y triunfalmente la ancha barranca que lo separaba de su glorioso destino.

Sin embargo, al fondear la escuadra en la rada de Curayaco, no estaba en tierra la columna del coronel.

Milagrosamente, tampoco había en ella enemigos que impidieran el desembarco y esta feliz e inesperada circunstancia, disipando los temores de un combate que estaba presupuestado en el ánimo de todos, dejó libres los corazones a la generosa angustia que despertaba la ausencia del bravo marino.

¿Habría perecido en la demanda?

Nada se sabía, ni podía saberse por el momento.

Y el desierto con su horrible desamparo, la sed, el calor, el hambre y el cansancio, la hostilidad de las poblaciones, los horrores y fantasmas de lo desconocido; todo fabricaba espléndido teatro de heroísmo y de virtud a la audacia del intento y a la austera disciplina del jefe que comandaba a la hueste perdida.

Dando satisfacción a la inquietud general, enviose en busca de ella a una partida de Cazadores, la que, a poco andar, cargaba sobre la vanguardia de los buscados, engañada por los espejismos de la arena, tanto como por la extraña traza que traían aquellos empolvados y raídos viajeros.

Reconocido el error, se arrojaron las armas para estrecharse unos y otros en cordial abrazo de bienvenida y de feliz encuentro.

El coronel Lynch no sólo llegaba sano y salvo, sino que además traía, junto con su último rezagado o herido, un rico botín de reses que alimentaron por algunos días al ejército, cabalmente cuando éste se hallaba privado de carne por no sé qué causas.

Traía también el coronel un numeroso cuerpo de humildes, pero hacendosos auxiliares que, desde luego, venían aliviando a los soldados del peso de sus cargas y que más tarde habían de prestarnos muy señalados servicios domésticos: los chinos esclavos en las haciendas de caña del opulento valle de Cañete y otros.

Mucho se ha hablado de la presencia de estos chinos en nuestro campamento. Aun han dicho algunos que formaron un cuerpo de combatientes y que su capataz reconocido, el famoso Quintín Quintana, tuvo grado militar en nuestras filas.

Los chinos, al llegar a Lurín detrás de Lynch, celebraron su cónclave; mataron un gallo y mezclaron su sangre con la de sus venas y, después de reconocerse redimidos por el coronel de una odiosa esclavitud, juraron morir como un solo hombre por la causa de Chile.

De allí salieron a la plaza de la hacienda, en cuyas casas estaba el general en jefe, y Quintana hizo por todos la relación de sus desdichas y el ofrecimiento de sus servicios, terminando con estas sencillas palabras en su jerga característica: «Si tú dice mata, mata; si quema, quema; si molil, muele; nosotlos pol ti».

Por lo pronto, los chinos pasaron a ser los asistentes de los soldados de la división Lynch, los cuales ya no daban un paso para encender un cigarro o agenciar un jarro de agua. Se hacían servir indolentemente por ellos.

Y la buena voluntad y alegría de aquellos infelices no tenía límites y llegó al colmo, cuando se les repartieron trajes flamantes de brin y lograron que se les cambiara la ración de porotos por otra de arroz.

¡Pobres chinos! Fue toda una comedia su respetuosa solicitud sobre cambio del alimento que sus débiles estómagos no podían resistir.

Reunido una mañana para recibir el almuerzo, entonaron un coro, casi fúnebre por el acento, cuya letra decía: ¡Poloto no! ¡Poloto no!

Y todos se apretaban la barriga, demostrando en vivísima pantomima los retorcijones del cólico.

Desde entonces se les dio su grano favorito, y con esto se disipó la única nubecilla que tenía el cielo de su dicha.

Cuando el ejército levantó sus tiendas para dar batalla, los chinos pasaron a servir en las ambulancias y sirvieron especialmente, y de manera muy eficaz, transportando sus enseres y ayudando a recoger los heridos del campo.

Si en el tumulto del combate algunos se echaron su cuarto de espadas, aprovechando el rifle de los soldados caídos para uno que otro tirito de desahogo, eso lo hicieron en detalle y como simples aficionados solamente.

Se habló de varios que habían demostrado un raro valor.

Respecto al coronel Lynch, los chinos le guardaron siempre respeto y gratitud tan profundos que acaso no fuera raro oír su nombre en la China, pronunciado como un benefactor de esa raza tan cruelmente vendida y explotada.

Más tarde, en Lima, veíanse por las calles muchos chinos que imploraban la caridad pública, mostrando algunas dolencias verdaderamente horripilantes, y casi todos decían haber sido libertados en la expedición Lynch.

Recuerdo, entre ellos, a uno que no contaría más de treinta años de edad, hasta donde es posible calcular la vida en las caras prematuramente envejecidas de los fumadores de opio. Tenía este infeliz los pies hinchados más allá de toda ponderación y contaba que su enfermedad le provenía de haber estado nueve años con grillos en la cárcel de una hacienda, cuyas puertas le abrió el voluntario Villarroel, por orden de Lynch.

Otro chino, que era ciego, refería que había perdido la vista al salir a la luz del sol después de otros tantos años de celda obscura y solitaria que también le fue abierta por manos de Lynch.

Por esta gratitud de los chinos, en parte, y en lo demás por la relación de los recién llegados, fuéronse sabiendo, poco a poco, en el campamento, los pormenores de la hazaña que acababa de realizar el coronel Lynch con tanta fortuna y acierto.

Sólo se oían las letras de su nombre.

Por todas partes, el relato entusiasta de sus hechos.

Había velado infatigablemente por todos los suyos.

Había rendido a los más fuertes y animosos en las marchas.

Había admirado a todos por su increíble sereno valor.

Ninguno habíale sorprendido un instante de fatiga, de vacilación o de flaqueza.

Austero y a veces hasta duro en mantener las disciplina, lo había sido mucho más con su propia persona, a vista de todos.

Un inmenso aplauso saludaba todo eso, y el nombre del coronel comenzó a resonar en el campamento como una nueva diana y su personalidad a atraer las miradas de todos cual la luz de un astro que se levanta en el cielo obscuro: el astro que en vano se buscaba en el horizonte del ejército, tan poblado de estrellas como pobre entonces de grandes constelaciones.

Y el instinto de la muchedumbre dijo:

—He allí un hombre.

Porque había reconocido en el coronel Lynch la más alta de las prendas que después labraron las fortunas de su carrera y el timbre mayor de su gloria: su estoica sumisión al deber.

En la boca de un revólver

Entre las brumas de la noche del 12 al 13 de enero de 1881, el coronel Lynch recorría las líneas de la división que comandaba, insensible como siempre a toda fatiga, pero no desvelado por la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba.

La próxima batalla, por otra parte, era también su estreno, su gran estreno de general sobre un teatro que representaban dos naciones y miraba un mundo.

Teatro demasiado vasto, sin duda, para una primera salida a la escena, si el actor era mediocre; pero muy ventajoso si estaba seguro de alcanzar el éxito o de interpretar bien su papel.

Dispensaba de otras pruebas.

Porque la verdad es que el coronel Lynch había sido hasta allí más caudillo, guerrillero y capitán expedicionario que propiamente general sobre un campo de batalla.

Esta faz de su personalidad estaba todavía en la sombra de lo desconocido.

Había tenido encuentros y tiroteos; pero no batallas campales como la que ya palpitaba en el aire y el pecho de dos grandes ejércitos que se presentían y olfateaban en lo obscuro.

Mas, fueran cuales fuesen las emociones que golpeaban el alma del debutante en aquella interminable noche de amarga y ansiosa expectativa, nada traicionaron los rasgos de su cara. Nada pudieron leer en ella los ayudantes que lo asistían; sólo brillaba en sus labios esa eterna sonrisa de cuasi femenil dulzura que tanto desconcentraba a todos.

Pero refieren algunos que un ímpetu de cólera y ofuscamiento apagó por un rato ese dulce gesto de alegría y de bondad.

Diz que cruzando una hondonada encontró el coronel a uno de los más famosos regimiento, medio revuelto como ovillo.

¡Y se da cuenta que nada es más fatal que un ovillo de hombres al alcance de las balas enemigos!

Para mayor perturbación del ánimo, los instantes eran ya supremos; pues iba a descorrerse, de un segundo a otro, el grande y trágico telón.

El coronel intentó poner orden en las filas y las atropelló con su caballo. Buscaba al jefe que mandaba.

Era éste un mozo hidalgo y valiente, que, sufriendo un pecado ajeno, batallaba en ese momento entre desesperado y confuso por desenredar el ovillo que lo envolvía.

Se dice también que el coronel estaba desde temprano encandilado en un tema que le caldeaba la cabeza. Había sentido en otra parte tufo de licor; habíasele como pegado a la nariz y hubo de parecerle que aquella confusión, casi inverosímil en cuerpo veterano y en tal momento, provenía de causa semejante.

Así lo grito al joven jefe, llegando hasta tocarlo con los encuentros de su caballo.

Dio el ofendido un paso atrás y entre las sombras apuntó su revólver al pecho del coronel, como única respuesta a tamaño agravio, lanzando cara a cara de sus soldados; pero luego, apoyándose en el hombro de un amigo, bajó el arma y escondió el rostro.

La bala habría herido a Chile, y emporcado para siempre el uniforme glorioso de su regimiento.

La noche profunda y discreta ocultó por fortuna ese drama sin palabras, aunque no sin cálidas lágrimas; mas, entre sus sombras, debió jugar un tercer personaje: entre esas sombras debió aparecerse al joven soldado la imagen del honor y de la patria para decirle que el coronel Lynch velaba por el uno y por el otro.

Los dos tenían razón. El pecador era otro.

Y así cuentan el cuento.

¿Sería cierto?

¡Qué cambio más grande hubiera tenido las cosas si una bala chilena tiende a Lynch sobre las gradas del Capitolio!

Después de Chorrillos

La batalla había terminado. Sentíanse algunas descargas, pero perdidas y lejanas como ecos de una tempestad que se recoge a sus antros y desahoga en ellos sus últimas iras.

A la entrada de Chorrillos por el lado del cementerio y a la puerta de unos cuartos que enfrentaban a la plazuela de un templo muy aldeano, descansaba el coronel Lynch rodeado de sus ayudantes.

Vestía el coronel levita negra de marino, sombrero cucalón de paja color chocolate y se acababa de apear, después de veinte horas, de un soberbio potro negro del comandante Bascuñan, jefe de la sección de bagajes.

Hablaba afablemente del asalto al Morro Solar como de un acontecimiento ya lejano en que hubiera tenido alguna parte.

—Éste es —me dijo, obsequiándome un pliego dibujado a lápiz, el diseño de las cerrilladas que ha atacado mi división.

Estaban con él a esa hora Juan Martínez, Baldomero Dublé, Ricardo Walter, el Comandante Bascuñan, Silva Palma, los mayores Canto y Villagrán, el corresponsal de El Ferrocarril, y no muy lejos, la famosa cantinera Irene, amazona sobre un viejo caballo de pelea que no le quedaba atrás.

Ya había impartido repetidas veces sus órdenes para que los cuerpos de su división ocuparan esas mismas cerrilladas, temeroso de una sorpresa en la noche.

Partidas numerosas de soldados desfilaban delante de él, saliendo de Chorrillos, para juntarse a sus compañías.

Habían merendado, bebido y granjeado con toda prudencia. No llevaban más que lo que holgadamente cabía en el estómago y en los bolsillos.

De modo que hasta ese momento imperaba la más perfecta disciplina. El afán de los soldados, mitad instinto de conservación, mitad obediencia, era juntarse a su bandera.

Como buenos camaradas llevaban parte de su botín a los que no habían logrado bajar al pueblo.

El coronel se reía de las pintorescas escenas de aquel desfile en que los rotos lucían las bufonerías de su inagotable buen humor.

Uno pasó llevando un loro parado en el cañón del rifle y los dos hablaban a parejas, como en el Robinson de la zarzuela.

Otro lucía sobre el quepis un lujoso sombrero de señora y un tercero caminaba gravemente dentro de una capa de coro robada en la iglesia vecina.

Un muchacho se había colocado una serie de sombreros de mayor a menor, que no mediría menos de media vara de altura.

Un roto que iba detrás le disparó un tiro a boca de jarro; los sombreros volaron y el muchacho cayó al suelo como muerto; pero no era más que susto y quemazón del fogonazo en las orejas.

El coronel se formalizó y volvió a subir a caballo, cerrando con sus ayudantes la bocacalle que daba salida al campo.

Más a retaguardia formaba una mitad de zapadores al mando del joven don Eduardo Wensol, de nacionalidad sueca, impidiendo a su vez que bajaran los que estaban arriba.

El coronel ordenó que cada soldado al pasar volteara su cantimplora, quieras que no. Rotos no faltaban que por no perder hueco le habían echado dos y tres clases de licores diferentes.

Todos obedecían con la cabeza baja; sólo uno se resistió, taimado ya por las insinuaciones de la borrachera. Empuñaba un rifle resueltamente. El coronel lo derribó aturdido, rompiéndole la cabeza con el bocado del freno, al volver su caballo.

Este borracho fue la primera nube de la tormenta que se desencadenó en la noche.

En ese momento apareció por el lado de la playa un largo convoy de prisioneros peruanos. Pocos oficiales; los demás, soldados de tristísima figura.

Algunos de estos infelices, serranos tal vez que no tenían ni noción clara de las cosas, gritaron imbécilmente:

—¡Viva el general!

Los oficiales que marchaban a la cabeza del grupo se volvieron nerviosamente hacia los que gritaron; pero eran, como digo, los más infelices y a nadie se le ocurrió culparlos.

Haciendo como de jefe iba don Carlos de Piérola, que vestía uniforme de artillero y llevaba un brazo herido, a lo que recuerdo. Iba también un hermano del coronel Iglesias, en traje de paisano.

Lynch reconoció a Piérola o alguien le advirtió que pasaba en el grupo, el hecho es que en el acto envió a Ricardo Walker a decir a Piérola y a Iglesias que podían quedarse a su lado.

Tal invitación en tales momentos y sobre todo para prisioneros que ignoraban la suerte que habían de correr, hundiéndose entre un tumulto de caras enemigas, equivalía ciertamente a poner en salvo la vida, ahorrándose las inquietudes de lo incierto que, para ellos, no podía ser otra cosa que la vieja, pero siempre matadora espada de Damocles.

Tocome oír, palabra por palabra, la respuesta negativa de Piérola.

—Ruego a Ud., señor, diga al señor coronel Lynch que le doy las gracias.

El bravo y simpático Walker, que había de caer dos días más tarde en el campo de Miraflores, volvió de nuevo. Esta vez les hizo presente que Lynch se permitía recordar la amistad que le ligaba a don Nicolás, el Dictador, hermano del prisionero. El mismo Walker por su parte y como amigo de Lima tal vez, le hizo algunas reflexiones bien claras respecto a las molestias que podían sobrevenirles, inevitables en la situación en que se encontraban.

—Debo, señor, seguir la suerte que corran mis compañeros —respondió Piérola por última vez y echó a andar con los suyos.

Afortunadamente no hubo nada que lamentar, aunque estoy cierto de que más de una vez debieron recordar ellos la caballeresca invitación del coronel Lynch.

Desfilaban todavía los cautivos, cuando llegaron oficiales y soldados nuestros a dar cuenta al coronel de que recomenzaba el combate en las calles de Chorrillos.

En efecto, se oían disparos y de varios puntos se elevaban columnas de fuego y de humo.

Pero era lo cierto, únicamente, que algunos peruanos, cortados probablemente en la retirada de los suyos, se habían encerrado en dos o tres casas del pueblo, y desde las azoteas y ventanas combatían sin querer rendirse.

Así habían herido o muerto a varios transeúntes, que no contaban con aquella repentina e insensata, pero no por eso menos valerosa boqueada de una resistencia que ya todos daban por concluida.

El coronel comisionó al comandante Dublé Almeida para que fuera a poner orden y paz en lo que ocurría dentro, llevando un oficial peruano que parlamentara con los empecinados.

El comandante Dublé paró su caballo frente a la puerta y el oficial parlamentario llegó hasta el umbral. A sus primeras palabras respondieron los peruanos con varios disparos, uno de los cuales, según cuentan, le atravesó el pecho y fue a herir también a Dublé, que acababa de nacer sobre el Salto del Fraile y el Morro Solar. Oí asegurar entonces que aquel puñado de valientes y cruel, respondieron al parlamentario no sólo con la descarga que lo mató, sino que con los motes de traidor y de cobarde, claramente oídos por algunos.

El hecho enfureció a los rotos. Sin escuchar a nadie, se invitaban a voces para esa última batida, armándose, ya no para guerra lid, sino como para caza de ratones.

Lynch al saber la herida de Dublé, que estimó de alevosa, se internó en el pueblo para darle el último remezón.

La Irene, haciendo una recogida de fulares, partió con una amiga en busca del comandante herido.

Yo creí prudente no participar, por más tiempo, de la grata cuanto honrosa compañía del coronel, y me quedé con otros en los cuartos aquellos, lo cual me proporcionó unas doce horas de hambre, frío, sustos y emociones que no muchos habrán pasado iguales, porque no todos andaban como yo por entre aquellos laberintos: a la de Dios y cual moro sin señor.

Casi solo o mal acompañado —toda compañía parecía poca para la noche que aguardaba—, resolví replegarme a las casas de las haciendas de San Juan, donde dejara temprano al capitán Baeza y su compañía del Esmeralda, en custodia de algunos prisioneros y heridos enemigos.

Entre los últimos había tenido en la mañana el dolor de ver a una cholita como de once años de edad, herida a bala en una ingle.

Lloraba la pobre chiquilla, abrazada de su madre y apagando sus sollozos como si temiera importunar con su dolor a los nuevos señores que llegaban.

Vendedoras del campamento peruano, que salían con la noche de las chacras vecinas a mercar sus frutos, ella y otras muchas que allí estaban, fueron todas cogidas por el remolino de la batalla y revueltas quedaron con el tumulto del horroroso combate a bala y arma blanca que se trabó en el patio de la hacienda, en las casas, los graneros y hasta en la sacristía del mismo templo.

En una de las descargas de los nuestros, o de los suyos, cayó aquella cholita.

Con el propósito que dije, puse el caballo al galope por la ladera de los cerros; pero a poco de correr tuve que moderar la marcha y muy luego me fue imposible seguir adelante.

Era aquello la pascua del triunfo, una kermesse de campo de batalla. Bailes, cantos, amores, brindis, balazos y muertos.

Volví al sitio en que había dejado al comandante Bascuñán con algunos de sus empleados.

Eran ya más de las 5.

El general en jefe mandó a llamar a Bascuñan y quedamos tan solos, a nuestro parecer, como si con él se hubiera ido tantas personas como galones tenía el comandante.

Luego cayó la tarde y enseguida la noche en aquellos cielos sin crepúsculos.

El fondo de la cuartería en que estábamos, empezó a arder y tuvimos que salir a la calle.

Otro incendio apareció en la vereda del frente.

Esto prolongaba el día, pero dándole un tinte siniestro y horroroso.

Un grupo de soldados que pasaban por la bocacalle de la derecha se estuvo tiroteando con otro grupo que pasaba cantando por la bocacalle de la izquierda.

Los soldados reían alegremente y con gruesas palabras se llamaban por los nombres de su regimiento.

¡Adiós, niños de Talca!

¡Adiós, pues, Coquimbanos! —respondían los otros con su descarguita.

Pegados al hueco de las puertas, sosteníamos nuestros caballos de la brida, y los brutos temblorosos se agazapaban al ruido de las balas que silbaban en sus orejas.

La noche acabó de hacer tragedia de todo lo que nos rodeaban.

Cada astilla se trocaba en fantasma y todo terrón en castillo.

Se oían disparos, ayes, juramentos, refranes de tonadas cantadas en coro, el rumor lejano de las patrullas de caballería, que rondaban la ciudad, el galope de ayudantes infelices que entraban y salían, el silbido de las llamas, el crujimiento de las casas que caían y por encima de todo, un extraño murmullo como el formidable ronquido de una bestia enorme: los mil ruidos de nuestro campamento todavía en vela, que llegaban a nosotros en una sola y tremenda nota de cercana tormenta.

Decidimos salir de Chorrillos a toda costa, y emprendimos la marcha, a pie, pegados a las murallas como un grupo de contrabandistas.

Al fin quedamos dentro del cauce de una acequia sin agua en medio de un potrero, muy felices de haber arribado a tal asilo, nosotros, que pesábamos holgarnos en los mejores lechos de los opulentísimos ranchos de la oriental Chorrillos.

Una casualidad providencial nos reunió de nuevo con Bascuñan, que volvía de su llamado.

Pareciéndole muy bien el alojamiento, se tendió a nuestro lado, asegurándonos que los generales y jefes no estaban mejor.

Sus sirvientes cuidaron de nuestros caballos.

¡Qué noche! Llegué a pensar que por poca cosa había encanecido María Antonieta en la prisión de Varennes.

A la tempestad de los hombres y a sus tremendos rumores, se juntaban ahora el casero ladrido de algún perro, los suaves murmullos del mar cercano, las dulces palpitaciones de la campiña dormida y los resoplidos de mis compañeros que dormían como viejos cateadores que eran, de las terribles soledades de Atacama.

Algunas balas pasaban silbando el canto de las perdices, y como iban a rematar a los cerros donde estaba la tropa, de allí respondían voces que estaban a medio enojo:

—¡No estén tirando, ooh!

Como quien dice:

—Déjense de travesuras que es hora de dormir.

A pesar de todos los pesares, conciliaba el sueño cuando nos despertó un ruido de armas: un grupo de fantasmas se batía a treinta varas de nuestro lecho.

Un hombre cayó quejándose y los fantasmas se disolvieron en la bruma.

Al amanecer vimos que era un Talca y que estaba muerto.

Ese amanecer fue un cuadro verdaderamente sublime, incomparable con nada humano, tal como no lo disfrutó igual ni el mismo Nerón cuando se dio el espectáculo del incendio de Roma.

Soplaban a un tiempo, como despertando dulces recuerdos de días inocentes, las brisas de la campiña y del océano cargadas éstas de olorcito a mar y aquéllas del aroma de sus flores tropicales.

Sobre el fondo celeste del cielo se confundían con sus celajes rosados, las llamas rojas de cinco hogueras monumentales casi simétricamente colocadas.

Y la alegre diana de las bandas, apagando el canto de los pájaros, como que saludaba por ellos a la hermosa aurora que venía a despejar las últimas sombras de esa mala noche; mala para todos, pues si los jefes temían una sorpresa y la tropa otra pelea, nosotros, dentro de la acequia, temíamos a cada instante ser trillados por cualquier movimiento de ellas.

Mientras ensillaba mi caballo, pasó el Atacama a formar en la nueva línea de batalla. Uno de los soldados me arrebató al vuelo el tesoro de dos frazadas, cuyo valor ya sabía después de aquella noche.

Corrí naturalmente a su reconquista, muy resuelto a llegar hasta las mismas tiendas peruanas; pero por fortuna encontré luego un oficial conocido al que le referí mis cuitas.

Al ver el giro del asunto el roto tiró las frazadas:

—¡Y lo ardiloso el futre! —dijo, como dando a entender que lo hacía de puro travieso.

Un arriero de bagajes me tenía el caballo y además un trozo de carne, asada en leña de pino, según me dijo.

Había descubierto por ahí cerca de un grupo de camaradas que merendaban al amor de un buen fuego.

—Aguárdame aquí —me dijo, y corrió, volviendo al rato con una botella de burdeos.

Creo que le di un abrazo.

Él me atendía como a un niño confiado a su lealtad y a sus puños.

En un segundo viaje trajo ron ordinario. No estaba mal y le hicimos los honores, pues bebía fraternalmente conmigo y lo mismo con los otros, aunque más largo.

Al tercer viaje se apareció con cerveza negra.

Todavía le di las gracias; tan obsequiosa y paternalmente se molestaba por mí.

Pero al cuarto viaje no le dije nada y al quinto me negué redondamente a lo que traía.

—¡Tenís que tomar no más! —me gritó. Me quedé como viendo visiones. ¿Quién me había cambiado a mi ángel de la guardia?

Los tragos bebidos y la ida y la vuelta de tantos trajines habían hecho desaparecer al comedido y cariñoso acompañante y sólo quedaba el roto alumbrado que no reconoce superioridad alguna sobre lo ancho del mundo.

En cuanto pestañeó clavé espuelas a mi caballo y hasta el día de hoy...

Todo esto me pasó por no seguir al coronel Lynch, cuando creí que se iba a meter al combate trabado en las calles de Chorrillos.

Pero salvo los sustos míos, la noche del coronel no fue más tranquila ni más blando el lecho en que durmió al fresco y rumor de unos sauces de poca cabellera, como son los sauces del Perú.

Allá no lloran los sauces.

De carnaza otra vez

En la mañana de Miraflores, el coronel hablaba con varios jefes de su división, dándoles seguridades de que en caso de una nueva batalla les tocaría formar en la reserva o poco menos.

Se contaba entre ellos don Juan Martínez.

El coronel Martínez no abrigaba la misma confianza de Lynch y tampoco los otros jefes.

En esto estaban, cuando llegó un ayudante del Cuartel General con la orden de que la división Lynch avanzara sus posiciones.

—¡No ve Ud. —gritó Martínez, sin poderse contener—, que nos echan otra vez de carnaza!

Lynch, sonriendo con esa imperturbable sonrisa que más que reflejo de su alma, poco risueña, era un pliegue natural de sus labios, pidió su caballo y mandó a cada uno a su puesto como él iba al suyo, sin decir palabra.

El coronel Martínez murió esa misma noche en una quinta de Barranco.

En Lima

No volví a ver al coronel hasta el mes de mayo del 81.

Era ya general.

De Arica comunicaron que pasaba en el vapor con dirección al Callao. Se hicieron mil conjeturas respecto del objeto de este viaje; pero nadie sospechó que el general iba a tomar el mando del ejército, nada menos.

Fue una gran sorpresa para todos. Algunos recordaron que era marino, olvidándose bien pronto del ilustre soldado de Chorrillos y Miraflores.

Pero esto duró poco.

Al principio resonaron dolorosamente los golpes secos de la mano del general que caía por aquí y por allá como una manopla implacable y pesada. Luego todo quedó en paz, salvo un pequeño incidente.

El coronel Lagos fue debidamente honrado con un banquete de despedida al que sólo asistieron sus compañeros del ejército, los veteranos de Arauco.

Había algo de taciturno y comprimido, y diría que de girondino, en esa solemne despedida al hombre que, a juicio del ejército, era su representante más genuino y querido. Una chispa parecía saltar de todas las copas: que el elemento militar era aplastado una vez más con la llegada del nuevo jefe.

Los brindis expresaron netamente el sincero y profundo dolor de todos, sin traer ni la alegría y el bullicio que corona los festines, aún cuando sean de adiós.

Por el contrario, la atmósfera de la sala parecía irse nublando, cálida y seca como un cielo cargado de electricidad. Algunos prudentes pedían lo que se pide al cielo en esos instantes en que los pulmones se sofocan: un poco de lluvia fresca.

Se vieron correr algunas lágrimas; había llegado el período álgido, la fiebre azul de aquel resentido dolor.

Entonces se puso de pie uno de los concurrentes, alzando la copa.

—No soy hombre de palabra —dijo—, pero para lo que tengo que decir no se requieren palabras sino corazón. Todo el ejército lamenta que se le quite el mando al coronel Lagos; todos queremos que continúe al frente de nosotros porque él, más que ninguno, es el ejército.

Pues bien, señores: nada hay que lamentar, que nos diga el coronel Lagos que quiere quedarse y se quedará...

Estas palabras resonaron como las notas fúnebres y temblorosas del bronce con que los druidas se llamaban al combate.

Pero no en vano tiene Chile se estrella.

Y fue cabalmente la cualidad de marino lo que permitió al general Lynch desempeñar su elevado cargo con una imparcialidad y rectitud, respecto del ejército, que acaso le hubieran faltado a ser de la institución y tener en ella su porvenir y las pasiones inevitables en todo gremio de hombres.

Le fue fácil por eso mantenerse en una región superior a los intereses y personalidades que iba a gobernar.

No era sombra ni contrariedad para nadie. Su carrera estaba en la marina y ésta lo miraba como una gloria de familia.

De manera que podía gobernar el ejército sin mirar las caras. Los hombres no tenían para él más cara que sus hechos.

Ni amigos ni enemigos; ni deudas de amor o de odio; flores o espinas que siempre se recogen a lo largo de todo el camino, aún del que lleva a la pacífica siesta del coro.

Y, además, dotado de una increíble audacia de espíritu como de un profundo buen sentido, el general tenía de los grandes hombres de Estado el rasgo característico de la frialdad de corazón y de cabeza.

No se enamoraba de nada ni de nadie. El mismo puesto que ocupaba, así tan excelso como era, habríalo entregado al oficial de su guardia por un simple cablegrama del Gobierno. Y ésta era su gran palabra: ¡El Gobierno!

Casi Virrey del Perú, sólo se cría un mero servidor de la nación, más obligado que ninguno a la disciplina y obediencia.

Pero la medida que se aplicaba a él, la aplicaba asimismo con igual austeridad a todo subalterno, quien quiera que fuese.

Él al Gobierno; todos los demás a él.

Su llaneza

La silla del general en Jefe era casi un trono, y conquistadores y virreyes se habían sentado en ella.

De lejos no es fácil tener idea de la majestad y poder que las leyes le han dado al rango de general en jefe de un ejército que ocupa a un pueblo por el derecho tremendo de la guerra, y en que toda autoridad está en sus manos, porque allí no hay cámaras, ministros, jueces, prensa, opinión, ni nada.

Su persona era la persona misma de la nación y así el general Lynch era sencillamente Chile en el Perú.

Una grandeza que, concibo, marea a cualquier hombre, tanto lo elevan las leyes por encima de todos los hombres.

Recuerdo un baile que se le dio en el Callao.

Se danzaba en un inmenso salón lleno de caras bonitas, de fraques, uniformes cuajados de galones, bordados y medallas.

A las diez de la noche se oyó un rumor de voces y carreras. Las parejas se detuvieron y la orquesta calló.

Las bandas militares rompieron entonces con la canción nacional, alegre y sonora como un ¡hurra!

La guardia presentó las armas.

—¡El general en jefe!

Y Lynch, esbelto, arrogante y sereno, entró a la sala en medio del mar de cabezas inclinadas.

Tenía la imponente sencillez de las cosas grandes.

Las mujeres debieron ver que en el corazón de los hombres existe otra deidad más lata que su hermosura, la Patria, representada y casi adorada en aquel momento en la persona del general chileno.

Sin embargo, el general salía deprisa de aquellas fiestas para cambiarse lo que llamaba su arnés por su eterna levita y su eterna gorra de marino.

Parecía que nada de todo eso penetraba en su alma.

Muy posible que hubiera preferido un buen caballo y el sosiego de los campos a tantos esplendores.

Un día llegó la noticia de que el Gobierno le confiaba la cartera de marina. Algunos lo cumplimentaron.

—No estén tonteando —respondió el general—. ¿Creen, Uds. Que voy a ser ministro para que luego en la Cámara cualquier abogadito suplente me ponga de vuelta y media?

Esta llaneza de espíritu y de maneras servíale admirablemente, así para fumar los cigarrillos del que iba a verlo, como para zanjar dificultades, no pequeñas, de su gobierno.

Un día, por ejemplo, un alto empleado civil creyó de su deber, engañado por algunas apariencias, denunciarle algo que estimaba sino como fraude comprobado, al menos como procedimientos perjudiciales a la renta, de parte de otro jefe de oficina.

Expuesto así el asunto, el general lo encontró muy grave.

Quiso la casualidad que en ese mismo momento se presentara el denunciado.

—¡Hombre, qué a tiempo! —le dijo el general—. Vea lo que me estaba diciendo Fulano.

Y punto por punto le refirió la denuncia.

Y de este careo, para el cual ninguna de las partes estaba preparada, sacó el general lo único que le importaba y debía saber en el acto: que no había absolutamente nada.

Con esta misma flema y llaneza el general se dio a corregir ciertas exageraciones en que solían caer algunos al dar cuenta de los combates que por ese tiempo eran muy frecuentes en el interior.

El general sacó una muletilla que colgaba impasiblemente como estribillo a toda relación que le hacían de muertos, heridos o número de enemigos.

Llegaba el vencedor.

—¿Y los enemigos, cuántos serían? —preguntaba el general.

—Unos dos mil, señor.

—¡No serían tantos! ¿Y los muertos?

—Unos trescientos.

—¡Cómo habían de ser tantos! ¿Y los heridos, entonces?

—Como seiscientos.

—¿Tantos cree Ud.?

Y con estas tijeras recortaba las alas a muchas fantasías que no dejaban de ser perjudiciales.

Aventura de una visita

Al general le gustaba bien poco de la compañía de sus ayudantes en las visitas que hacía a Lima. Ordinariamente andaba solo, a pie y sin espada.

Visitante de una casa de mi calle, casi todas las noches lo encontraba de recogida, entre las doce y la una de la mañana.

Los policiales que dormitaban acurrucados en los huecos de las puertas, venían a despabilarse cuando el general ya iba lejos.

Quien hubiera querido intentar (sic) contra su vida, no habría tenido más que acecharlo en cualquiera de las ocho o nueve cuadras que cruzaba para llegar a su palacio, por calles obscuras y solitarias, como calles de una ciudad que temprano atranca sus puertas, teniendo sobrados motivos para vivir medrosa y recogida.

La policía, por su cuenta, solía tomar algunas precauciones en resguardo del general.

Por el mes de julio abundaban los denuncios, ora de levantamientos, ora de ataques a la persona del general. La proximidad de las fiestas patrias del Perú determinaba una natural fermentación de los espíritus, y una vez las cosas llegaron a revestir síntomas dignos de toda consideración.

No teníamos, como digo, más de mil setecientos hombres entre Lima y el Callao.

Cáceres atacaba rudamente nuestra línea de la sierra.

Decíase que era su plan avanzar sobre Lima para dar la mano al levantamiento de la ciudad y envolvernos entre dos fuegos, después de burlar a aquellas líneas, no conocedoras como él del terreno que pisaban, lo que muy bien pudo haber sucedido, engañando como a chinos a las tropas de Iglesias, que le cerraban el paso, abandonó sus equipajes, dio media vuelta y apareció en las goteras de la capital.

No faltaban, pues, motivos para la ebullición que se advertía en los ánimos, aumentada de rato en rato por los mil rumores que corrían.

Alguien había visto a medianoche, que legaba del Callao la artillería de montaña, que entraba a palacio y abocaba sus cañones a las puertas.

Algunos comerciantes comenzaron a sacar sus libros de negocio.

Se sabía, además, que los paisanos chilenos, o se juntaban a los regimientos o se habían armado dentro de sus casas.

Al día siguiente, algunos ministros diplomáticos y otras personas que no tenían nada que ganar sí mucho que perder, en cualquier zambra soldadesca, comunicaron al general detalles muy precisos de una conspiración para hacer volar el ángulo del palacio en que estaban sus habitantes, valiéndose para ello de las covachas de baratilleros que ocupan el piso bajo del edificio y de hecho lo tienen flanqueado.

El general se limitó a dar traslado al comandante de policía y pasó el día, como siempre, en su gabinete de trabajo, que era el señalado en el complot.

Nuevas noticias vinieron a aumentar la temperatura ya caliente de los ánimos.

Como a las dos de la tarde corrió que una compañía del Buin había sido destrozada casi a las puertas de Lima, y que gran parte de nuestras fuerzas se replegaba a paso redoblado, volando los puentes a su retaguardia para librarse de la derrota.

No dudo que una ráfaga de esperanza acarició todos los corazones limeños, y como algo dejaran traslucir los semblantes y las palabras, algunos chilenos, dándose por retados, salieron a las calles a provocar encuentros personales como para demostrar que todavía estaban vivos.

Así se vio un grupo de gigantones entrar en la plaza principal a la calle de Mercaderes, a la hora del paseo, en son de combate y de jarana, con la pretensión nada menos de hacer salir de la calle a todo peruano que toparan.

Estos, por su parte, no se quedaban del todo atrás.

Fue público que al General Jefe del Estado Mayor le quitaron la vereda en la calle de Espaderos de un modo claramente provocador y ofensivo.

Las calles de Mercaderes y Espaderos son en Lima, lo que en Santiago sería la suma de Ahumada, Huérfanos y Estado, en el punto y hora de nuestro paseo.

Por la noche hubo una verdadera alarma.

Se creyó que comenzaba el principio del fin.

De pronto, algunas campanas rompieron a sonar, cosa tanto más extraña cuanto que los frailes habíanse taimado en no tocarlas, ni de día.

¿Habría llegado el momento?

¿Serían aquellos toques como la campana de San Germán, que daba la señal de concluir con los nuevos hugonotes?

Así la tragaron muchos; más luego se supo que era un incendio. Nuestros pacos pitaban como si estuvieran en las calles de Santiago.

Pero este incendio, el primero que ocurría durante nuestra permanencia, ¿no sería un pretexto para reunir al pueblo? —decían algunos.

Fue incendio liso y llano, y aquella ocasión única, por muchas razones, se perdió para los limeños, aunque difícilmente hubieran logrado sorprender al general como dentro de una ratonera; porque fue una de sus primeras precauciones estudiar la manera de salir de Lima, en pocos trancos, con su tropa, y alinearla en batalla, en punto elegido, a campo raso.

El general comprendía demasiado que todo combate dentro de la ciudad, revuelto y en detalle, le sería fatal.

En cambio, estaba persuadido de que ninguna revuelta, por poderosa que fuera, intentaría salir a provocar las masas cerradas de su ejército, dándole ocasión a un nuevo encuentro campal.

Este plan de salir a terreno llano, dejando a Lima abandonada a la explosión pasajera de una revuelta que se había de consumir por sí sola, estuvo tan maduro en el ánimo del general que recuerdo que una noche, estando en el teatro de Lima, me mandó llamar para que comunicara confidencialmente a don Manuel Vicuña que, siendo posible que el ejército tuviera que salir de un momento a otro, convenía que embarcara las municiones que tenía en el Callao y le ofreciera que efectuara la operación. El general temía fundadamente que al abandonar el puerto y la capital, los peruanos se echaran sobre esas municiones, si permanecían en tierra.

De este modo estaban los ánimos y las cosas, cierta noche en que Lynch se hallaba de visita en una de las casas cuya amistad conservaba desde el tiempo en que lució en Lima su imponente figura de capitán filibustero, que muchos recordaban todavía por su varonil belleza.

En dicha casa no las consigo con tales visitas del general y, a menudo, le reprochaban su mala costumbre de andar solo por las calles.

Riquelme

Aquella noche parecía que se cumplían los temores de sus habitantes.

Se oyó de repente un estruendo que sacudió las murallas de los altos en que estaban.

El remezón se repitió poco después con mayor violencia.

Todos se pararon de sus asientos, las caras un tanto pálidas, interrogándose unas a otras.

El general se levantó también; cogió su gorra y su espada y se dispuso a salir.

Los concurrentes le cerraron el paso, pidiéndole que evitara una imprudencia; pero el general, que abrigaba sospechas muy distintas a las de las dueñas de casa, insistió resueltamente y al fin logró bajar solo la escalera.

Los de la casa temían por su lado, un ataque al general; éste por el suyo, estaba viendo que aquélla era una tunantada de sus niños, y no quería que nadie se apercibiera de ello.

El general había calculado bien. Al abrir la puerta se encontró de manos a boca con un señor teniente que se disponía a darle un tercer espolonazo, con ánimo de desquiciarla y subir, sin saber para dónde iba.

El general se le fue encima y antes de que articulara palabra, a palos y pescozones lo arrastró hasta palacio, que no estaba lejos, y allí lo entregó a la guardia.

Nadie oyó nada. El general, muy tranquilo, volvió a la visita por su capa, contando una curiosa querella de borrachos.

Por el primer vapor envió a ésta con oficio al delincuente y según refieren muchos, a los dos meses después se lo devolvieron para allá con el grado de capitán.

Yo no lo vi con el nuevo grado; pero harto sabía que tal teniente, al sobrevivir a las batallas, había defraudado las esperanzas que su familia tuvo al verlo partir a la guerra.

Procedimientos diplomáticos del general

Si los niños del ejército dieron al principio mucho que hacer al general, no le causaron menos molestias esos niños grandes, como suelen ser los señores ministros diplomáticos, sobre todo cuando lucen su cargo en las pobres repúblicas de América.

Puede decirse que los que el general encontró en Lima tenían esa faz de inmensa superioridad y además, otra no menos curiosa, especialmente dedicada a los chilenos.

De antemano estaban todos ganados a la causa del Perú por la encantadora influencia de los salones limeños, y eran tan quisquillosos por sus fueros, coma las viejas marquesas por sus cuarteles, y tan susceptibles, y algunos tan vanos, como chiquillas regalonas y bonitas.

Molestar al general, poner a su paso una piedra en que pudiera resbalarse, alzar el grito por cualquier insignificancia que aumentara las mil preocupaciones que ya tenía en su ánimo, eran actos meritorios, signos de peruanería, que encontraban su recompensa en la acogida de los salones, donde los azuzaban con la fina y picaresca malicia limeña.

Baste decir que cuando nuestro ejército entró a Lima, casi no había una casa que no ostentara a la puerta un escudo en que el respectivo ministro de la nación tal o cual certificaba que era propiedad de súbdito extranjero y, por lo tanto, amparada por su bandera.

Así llegó a verse un pensionado de las monjas de los Sagrados Corazones protegido por la majestad de la reina de Inglaterra.

Averiguado el motivo de cosa tan rara como curiosa, vinimos a saber que la superiora, u otra categoría del pensionado, había sido inglesa veinte o treinta años atrás, siendo por lo restante dicha congregación de nacionalidad francesa, aunque bien mirado, las monjas como esposas de Jesucristo no tienen patria, si como todas las esposas siguen la condición del marido.

El hecho es que, si se hubiera creído en tales escapularios de ridícula neutralidad, acaso no hubiera resultado en todo Lima más casa de peruano que la del ilustre doctor Almenavas que escribió a la puerta suya en grandes letras de colores nacionales: «Propiedad peruana», hermoso valor de un alma entera, que más tarde le permitió despreciar ínfimas críticas para poner su ciencia al servicio de todos.

Como se ve, el general tenía que navegar por una serie de escollos, más o menos grandes y ahogados, como dicen los marinos, pero muy eficaces para dificultar la marcha y en más de un caso para echarla a pique o averiarla.

Conocidos estos antecedentes, se podrá apreciar mejor la gravedad de un lance que el general tuvo que concluir por medio de resortes de su exclusiva invención.

Una noche, en una parranda de café, la patrulla arrastró con todos los concurrentes para el cuartel de Policía.

Ante el oficial de guardia, uno de los presos declaró ser el secretario de una alta Legación europea, alegando, además, que pasaba tranquilamente por la puerta del café cuando la patrulla lo envolvió con los bullangueros.

Que no valieron rezones ni protestas puede decirlo, primero, el secretario, que pasó la noche en chirona, y después yo, que tuve motivos para saber que el oficial había querido manifestarle, en lo poco que estaba en sus manos, que amor con amor se paga.

Puede calcularse el efecto que produjo la noticia de tal desacato, exagerado por la imaginación popular, hasta el punto conveniente para caldear a toda la maquinaria diplomática, cuyos fueros habían sido de ese modo atropellados.

Pero descartando exageraciones, pillerías y malquerencias, todavía quedaba un engorroso asunto que colocaba al general en situación harto difícil.

Satisfacciones de esta laya y de la otra, castigado de los culpables, todo parecía poco.

El general concluyó por fastidiarse y mandó llamar al jefe de la patrulla.

Después de abrumarlo con una tremenda filípica de la que resultaba que el pobre oficial tenía comprometido a Chile, lo acusó de haber estado borracho.

El oficial se sublevó ante este injusto cargo y con poco trabajo logró evidenciar la calumnia.

—¡Está bien! —le dijo el general—; pero queda en pie el insulto a su persona, y el honor de mis oficiales no debe tener mancha alguna, y el que la sufra dejará de serlo.

—Sírvase su señoría decirme quién me ha insultado —respondió el joven— y el honor quedará en su puesto.

El general, sin arrugarse, le dio el nombre de secretario de la Legación.

El oficial salió echando chispas en busca de dos padrinos.

Una hora después llegaba a palacio el ministro de Brasil, interponiendo sus buenos oficios para el general impidiera el escándalo de un duelo y las graves consecuencias que podía tener.

Pasó esta nube, pero luego sobrevino otra más negra.

El ministro inglés fue insultado un día por un oficial que lo arrojó violentamente de la acera. Quiso la fortuna que el ministro fuera un hombre de puños y que en ello tuviera su amor propio.

El ministro a trompadas desarmó al oficial, y de este cabello se agarró el general para salir del paso.

Le llovían las visitas al ministro cuando el general mandó a su secretario, don Adolfo Guerrero, a explorar el campo. El ministro estaba indignado pero insistía mucho en las buenas trompadas que había dado su insolente.

Poco después se presentó el general, refiríendole al ministro que su agresor estaba tan estropeado, que era difícil creer le hubiera pegado con las manos solamente; hizo mil variaciones sobre este tema, y como al concluir le ofreciera la reparación de un severo castigo al oficial, el ministro reclamó su indulgencia en favor de la víctima, de sobra castigada a su juicio.

Por estos caminos salió el general varias veces de embrollos que a lo lejos pueden parecer pequeños, pero que en su momento fueron toda una gravísima cuestión, hasta que relaciones más cordiales se establecieron entre el Cuartel General y el Cuerpo Diplomático, a la par que los niños del ejército tomaban apresuradamente el paso de moderación y de cultura que su ilustre jefe marcaba a la cabeza.

Pero si aquel incidente ocurre contra Trescott, que acaso no soñaba con otra cosa, que con ser atropellado por algún soldado borracho, otro gallo nos hubiera cantado, ciertamente, a pesar de todos los procedimientos diplomáticos del general.

Sus relaciones con Hurlbut

Cuando el ministro americano llegó a Lima, nadie pudo hacerse ilusiones respecto de su parcialidad por el Perú.

Comenzó por ocupar —ejemplo que después siguió Mr. Trescott— una espléndida mansión, la casa de Rivera, que le tenían preparada, a dos viviendas de por medio del Presidente García Calderón, y se decía que ambas se comunicaban por el interior.

El general mandó saludarlo con uno de sus ayudantes; pero el Ministro esperó el día en que asistió a la instalación del gobierno peruano en la Magdalena para pagarle la visita.

De regreso de la ceremonia, se presentó en palacio con un extraño uniforme de general, levita cerrada y casco prusiano. Parece que también era general.

Salió encantado de Lynch que le había platicado en purísimo inglés, cosa que para todo yanqui o británico realza considerablemente el valor de la persona.

A los pocos días el general le devolvió la visita, con toda esa llaneza y campechana sinceridad, que lo hacía aparecer desde las primeras palabras como un viejo amigo que abre su corazón de par en par.

Esta visita constituye un momento histórico de la vida del general, improvisado diplomático lo mismo que se había improvisado estadista y administrador.

Dejándose como arrastrar por la suave pendiente de las confidencias y desbordes del espíritu, el general le hizo una larga y exacta reseña de la situación del Perú, manifestándole que dentro del círculo en que se había situado no llegaría jamás a conocer la verdad de las cosas.

Le demostró la inestabilidad de todo gobierno que pretendiera establecerse, a causa de la división irreconciliable de los partidos, enconados hasta tal punto, que civilistas y pierolistas preferían la ocupación chilena antes de que subiera el bando rival, en razón de que los chilenos gobernaban, sin odios ni venganzas particulares, al paso que el partido que triunfara perseguiría la ruina del vencido; que la ocupación era por el momento un gran bien para el Perú, porque, alejando las luchas políticas enfriaba sus rencores; que abandonar a Lima, desde luego, sería un crimen para Chile por los cataclismos sociales que se habían de seguir; pues, por un lado Peirola estaba listo para irse sobre García Calderón, y por el otro, el populacho para caer sobre todos, como en la noche del 15 al 16 de mayo.

Tampoco descuidó de revelarle que durante la ceremonia de la Magdalena había tenido que hacer salir a las cercanías de ese punto una división de su ejército, a pretexto de ejercicio, pero, en realidad, para impedir que los montoneros que estaban en acecho, muy cerca de allí, hubieran dado fin al Gobierno y a su Congreso.

Y, en fin, que los dos eran generales y hermanos de armas, llamados a entenderse cordialmente como representantes de dos pueblos trabajadores y viriles.

Hurlbut se desbordó a su turno, y el general pudo oír con espanto que venía a impedir a nombre de los Estados Unidos toda anexión de territorio, fijando en cincuenta millones de pesos la indemnización y quedando todo lo demás a la cuenta de la guerra y de la gloria.

Hurlbut debió referir a García Calderón su entrevista con el general Lynch, y éste manifestole su candorosa inocencia, porque al día siguiente remitió al general un memorándum, en que, recogiendo velas a toda prisa, fijaba por escrito sus palabras y pedía que el general hiciera lo mismo.

El general, en carta muy amistosa y muy privada, le contestó que no podía reducir a documento oficial una conversación de amigos, como la que habían tenido; que a mayor abundamiento, hasta vedado le estaba, por cuanto carecía de toda representación diplomática, y que su papel se ceñía en tales asuntos a transmitirlos al Gobierno de Santiago, aprovechando para ello de las facilidades del cable, lo que haría con su memorándum, si así lo deseaba.

Ahí concluyó el amor de Hurlbut por el general, dedicándose en lo sucesivo a reclamar en términos bien descorteses, por cuanto se le venía a las mientes, hasta que un día el general le declaró que no le aceptaría ninguna representación más.

Dicen que finado ministro no lucía por su educación, y algo habría de cierto, porque el general, cuando no se negaba a sus visitas, se encerraba con él, ordenando que no se dejara acercar a nadie al recinto de la conferencia.

Parece que a solas se cambiaban en muy buen inglés términos bien expresivos.

Sin embargo, todavía el general logró sacarle la noticia de la venida de Trescott y Blaine.

Y así continuaron sus relaciones, hasta que una mañana, habiéndose olvidado Mr. Hurlbut de mojarse previamente la cabeza al entrar al baño, cosa que no debe descuidar la gente sanguínea, cayó muerto de una congestión cerebral.

La vocación del general

El general tenía una debilidad muy conocida: su amor por los caballos, que rayaba ya casi en locura.

Creo que este amor sólo habría quedado satisfecho con una de aquellas manadas que gallardean en libertad en las pampas argentinas.

Fue la única pasión que se le conoció a ese hombre de alma tan eterna y voluntad tan firme que parecía que a su antojo manejaba sus emociones, sin que jamás lo traicionaran.

Cuando le anunciaron la muerte de su hijo, el único que pudo tener la gloria de llevar su nombre, el general firmaba el despacho. Leyó el parte, siguió firmando hasta concluir y, enseguida, se retiró a sus habitaciones.

Allí pasó tres días sin ver a nadie. Todos, amigos y enemigos, se inclinaron respetuosos ante su justo dolor.

Después de este desahogo concedido a su corazón de padre, el general volvió a presentarse con su sereno semblante de costumbre, como si durante esos tres días no le hubieran arrancado la rama que había de perturbarlo sobre la tierra.

El general contaba una vez que podía tanto en él la preocupación moral que llegaba a ser insensible a toda emoción física; y de este modo se explicaba su increíble resistencia para las marchas a caballo, ya fuera en la arena caldeada del desierto, ya fuera escalando las alturas de la sierra, que detenían sin aliento a los más robustos y animosos, como en las batallas de Chorrillos y Miraflores, donde bien probó que era superior a todas las flaquezas que quebrantan a la naturaleza humana.

De la primera batalla le quedó al general un recuerdo que más que recuerdo se pudiera decir que era una marca de gloria.

Sin dolor alguno, el general comenzó a advertir que su mano derecha se le iba cerrando lentamente.

En Lima ya le era imposible extenderla como lo hacía con la izquierda, viéndose claramente el encogimiento de los nervios.

El general atribuía el hecho a que en la batalla de Chorrillos, estuvo tantas horas con la espada en la mano y en ciertos instantes debió apretarla tan fuertemente, sin darse cuenta de ello, que cuando quiso envainarla costole trabajo desprender los dedos agarrotados.

Y volviendo al título de este párrafo, diré que un día el general presenciaba en la Plaza de la Exposición de Lima las evoluciones de un regimiento de caballería.

Quedó muy satisfecho de la proverbial destreza de nuestros jinetes, y después de un rato de pausa, en que pareció meditar, agregó tristemente con la pena de un hombre, que al final de su vida viene a ver que ha errado su vocación:

—¡Yo debí haber sido —dijo— de caballería!

Lo que toleraba el general3

El Palacio de Gobierno en Lima tenía un rasgo característico: un portoncillo como de escape y aventuras hacia la calle que corre a sus pies. ¡Desamparados!, apartada del río por un costado de edificios y unida al puente del Rímac por una encrucijada de plazuela.

Aquel portoncillo disimulado e y estrecho, empolvado y rugoso, cuando lo conocimos, como una comadre jubilada, comunicaba con misteriosa escalera, que conducía a las habitaciones de la casa presidencial, situada en le ángulo que avecina al puente.

En Lima, ciudad sevillana de rejas y dueñas, mantillas y ojos negros, verbenas y cuchilladas de romance, como aquélla de Monteagudo, aun no se sabe quién la dio, la puerta en cuestión servía de tema a muchas leyendas y habladurías; porque a estar a ellas, los Presidentes peruanos no siempre habrían llevado la banda con la clásica honestidad que los nuestros la suya.

Así se decía que la escalerilla conservaba las huellas de muchos zapatitos y como se oía todavía en ella el rumor de faldas invisibles que se escurrían presurosas. Si no eran aprensiones, sería que allí penaban, donde pecaron, las hermosas por quienes rechinaron, murmurando, los goznes de aquella puerta.

Con trazas de histórico contaban también este otro lance: que cierta noche, la señora de un Presidente esperó tras la escalerilla la vuelta de su despabilado esposo; que lo dejó pasar sin decir palabra: pero que, probando una vez más lo de que el hilo se corta por lo delgado, desquitó sus iras conyugales en la persona del nocturno edecán de esos servicios y que, amén de los arañazos, le gritó de alcalde, peor que si le dijera «Zamba Canuta», pues de alcalde vocean en Lima al corredor de voluntades y, finalmente, que el que se daba tales penas reclamó del agravio al Presidente, y que éste, con el espiritual cinismo con que ha pasado a la historia, tuvo a bien decirle a modo de consuelo y cívico estímulo:

—Amigo: Todo cargo oficial tiene sus duras y sus maduras.

—En todos estos chascarros algo había de haber de verdad, atando colas porque cuando llegaron los nuestros a Palacio, diz que hallaron en un célebre escritorio un tierno billete dirigido a cierta madama X... Verdadero boletín de amor y de campaña que no alcanzó a partir a su destino.

¡Cartas de amor entre papeles de Estado!

El general Lynch ocupaba en ese palacio las mismas habitaciones que habían servido a din Nicolás de Piérola durante su dictadura, y presumo fuera a causa del tinte Regencia del endiablado portoncillo, tan comprometiente como una mala compañía, que los peruanos se preocupaban mucho de saber la vida y milagros de nuestro Virrey.

—Usaba o no del portoncillo.

Ésta era la cuestión.

—Es sabido —decían algunos— que el general se retiraba a la una de la mañana de su tertulia predilecta; las más veces solo, otras acompañado de un ayudante, siempre a pie.

Muchos referían haberlo visto a esas horas, solo su alma, y sin espada, reconociéndolo al pasar por su histórica gorra y aquel legendario Chesterfield que tanto aumentaba su elevado porte, y era, lo que creo, la única prenda de abrigo de su guardarropa, desde Valparaíso hasta Arequipa.

Otros aseguraban que el general Solía escaparse en altas horas de la noche, cuando por aquí, cuando para el Callao a todo correr de la máquina «Favorita».

Sea de esto lo que ustedes piensen —que nunca será lo mejor—, a fuer de cronista prolijo debo declarar, que en todo caso el general disfrutaba en Lima de un hermoso veranito de San Juan, magnífica tarde aquella juventud que aún recuerdan las antiguas vecinas de Valparaíso. A ojos de una dama que lo vio en el baile que le dio la colonia chilena del Callao, el general no representaba en esa noche más de cuarenta y cinco años, y era, a su juicio, el mejor parecido de los concurrentes.

Verdad que mucho alumbran la gloria y majestad del mando, sobre todo cuando tales prendas se llevan cual él las llevaba, no como prestadas, sino hechas a su corte y medida.

Pero lo que más se debe creer, es que muchas de aquellas correrías y aventuras eran flores alegres, con las cuales querían dar un rasgo mundano a esa gran figura que en su vida privada tenía intimidades lacedemonias y en el ejercicio del mando la forma tranquila e imponente d un gran hombre de Estado, para ajustar al Almirante, siquiera por un canto flaco, a la tradición galante del portoncillo presidencial.

Y como si esa austeridad fuera un reproche retrospectivo a los mandatarios pasados, insistían de todos modos en sospechar mocedades en la vida del general.

—Y si no fuera así, preguntaban algunos, ¿cómo Lynch tan severo para toda falta, había de tener tanta indulgencia con las travesuras amorosas de sus oficiales?

Esto era verdad.

El general no castigaba las jugarretas concernientes al renglón Pompadour de los mandamientos, si así puedo explicarme; pero sin desentenderse de los hechos se apresuraba a comprometerse por los subalternos, ofreciendo sobre tabla una reparación por las armas, cuando la cosa pasaba entre iguales.

No era lo mismo con las faltas que por algún punto menoscabaran el honor del uniforme. Su odio a las borracheras y bullangas de la calle rayaba en lo implacable. Escapaba bien el que por ellas, sólo era separado a velas apagadas y se recordará siempre un caso de su tremenda justicia.

Dos señoras limeñas hicieron llegar a su conocimiento la queja de haber sido pública y groseramente ofendidas por un oficial chileno, cuyo nombre fue fácil averiguar, porque el hecho había ocurrido en una de las estaciones del ferrocarril al Callao.

Todo era cierto, desgraciadamente. Salía de un banquete, acompañado de un amigo y extraviado por el licor, tuvo un olvido lamentable de sus deberes de caballero y de soldado.

El general reparó en el acto el agravio; la orden militar de la plaza, publicada al día siguiente en los diarios, dio a saber la expulsión del oficial delincuente, en un decreto que tenía por fundamento dos adjetivos que eran otros tantos guascazos, en la cara, uno al mal caballero, el otro al que deshonraba sus insignias.

El compañero, excusado en gran parte pos las mismas señoras, fue por tres meses a un pontón solamente, gracias a los honrosos informes que dieron sus jefes.

Y con tal vara medía el general a todos, no por parejo, sino en razón de su responsabilidad y de su grado.

Así llegó a tener a sus órdenes un ejército que será la honra eterna de Chile; que le hizo más honor ante las naciones y diole más provechos con su conducta en medio de las tentaciones de la Capua en que vivía, que con heroísmo en los campos de batalla; porque todo lo ganado en éstas, acaso no habría bastado a pagar las complicaciones y reclamos que su licencia e indisciplina hubiera ocasionado.

¡Ay de nosotros, ay de Chile, si el comportamiento del Ejército hubiera sido otro, allí donde un quique diplomático alzaba el gallo, haciendo cuestión de Estado del reclamo de cuatro mulas!

De igual modo llegó a inspirar tan profunda fe en su imparcialidad y entereza, que el pueblo vencido vino a mirarlo como a una Providencia que, en medio de las amarguras del vencimiento, le dejaba siquiera el consuelo de una justicia alta y serena, que escudaba a todos.

Pero en el punto de las travesuras galantes, ya lo hemos dicho. Los oía risueño, casi complacido, como si fueran páginas del Paul de Kock.

Y eran, en realidad, escenas de este novelista los cuentos que le referían tarde y mañana, y mezclaban una nota alegre a la ruda y enorme labor que pesaba sobre sus hombros.

Los que suponían cosas mayores, ignoraban seguramente que ese hombre vivía en un rincón del palacio como un marino en el puente de su nave; austero, grande e imponente, como un César honrado y glorioso.

Todo esto honraba a Chile y aun creo que a la especie humana; pero contrariaba bastante a los niños alegres del Ejército y de la colonia civil; porque el general estaba como latente en toda la atmósfera de Lima; en la fiesta más apartada se sentía su presencia como un vapor del aire.

—¡Si lo supiera!

Y esta idea obligaba a tomar el paso a las ovejas descarriadas.

Dentro del balcón cubierto que formaba una galería al frente de sus habitaciones, parecía que penaba de día y de noche.

Era ese balcón una trampa nocturna, una garita avanzada sobre el puente que comunicaba el centro de la ciudad con el famoso barrio de Malambo, a donde iban noche a anoche los que tenían por allí amoríos o buscaban el ruido de las cuerdas.

De regreso, tarde o temprano, todos tenían que pasar por debajo de «el balcón del general», y pasaban a la carrera, agazapados como liebres que flanquean el apostadero del galgo, cuando llevaban algún peso en la cabeza o en la conciencia.

Y no se sabía a qué horas dormía ese galgo; porque varias veces había hecho detener por la guardia de Palacio a más de una liebre retrasada, que volaba a su madriguera.

Cierta noche, una pareja que montaba un sólo caballo —ella y él—, se detuvo a mitad del puente a favor de la sombra proyectada por el toldo de un chiribitil.

Uno de a pie, que le hacía tercio, se destacó en reconocimiento del balcón. Pasó y tornó, dando la feliz noticia de la garita se veía cerrada, y obscura como una tumba.

—¡El general no estaba!

La pareja se aventuró, entonces, a cruzar ese nuevo Rubicón.

Pasaba el paso y faltaban unos pocos solamente para quedar en salvo, cuando crujieron los maderos de la galería, se alzó una de las vidrieras y por el hueco salió la voz del general intimidando alto a la enamorada copla: él debía entregarse a la guardia y ella seguir sola su camino.

De un soplo aquella orden echaba al suelo todo un hermoso castillo, como el eco del cuerno con que Ruiz Gómez arranca a Hernani de los brazos de su amada, en el instante en que la tiene por suya, y más que esto, porque la nueva Elvira no podía volver la llave al modo que Cortés quemó sus barcos.

Tantas angustias y contrariedades producía aquel mandato, que el joven arriesgó un esfuerzo supremo.

—¡Pero mi general, si va por su gusto! —dijo como cantando el aria de los violines de Judía.

—¡Sí, señor, por mi gusto! —agregó la joven que veía abierta cual boca de lobo la vivienda que acababa de abandonar en tal dulce romance.

El balcón se cerró de nuevo y la pareja siguió camino del remaje preparado, casi sin dar crédito a tanta fortuna.

Pero el almirante sabía bien que las incorregibles flaquezas humanas no tienen general en jefe.

Su vida privada

Me ha sucedido, escribiendo estos recuerdos a vuelapluma y a pura memoria, y dejando los mil y uno que podría haber exhumado con sólo registrar papeles o tomar lenguas, lo que sucede con el mar cuando se ve desde la orilla, pequeño al parecer, y después no se le encuentra fin, navegando sobre las olas, que nacen unas de otras.

Pero aún a riesgo de molestar a los que hayan tenido la paciencia de leer estos recuerdos, no dejaría tranquila mi conciencia si no abordara como remate obligado de mi tarea este tema que puede parecer vedado al que escribe; pero que yo considero que, una vez por todas, debe tocarse la faz del público y apelando al testimonio de todos los que allá le conocieron; porque de allí sale uno de los títulos más altos que tiene ese hombre eminente a la veneración y gratitud de su patria.

El general vivía en Lima como dentro de una casa de cristales. Millares de ojos estaban clavados en él. Lo miraban la ciudad y el ejército que gobernaba con toda la entereza de un hombre que puede desafiar tranquilo todos los resentimientos y todas las cóleras, seguro de que en sus acciones ninguna falta podría encontrar la circunstancia atenuante de su ejemplo.

Supo ser tan grande y austero en su vida privada como fue tan grande y glorioso en su vida pública, y en contra de lo primero, no habrá un hombre honrado que diga lo contrario, ni en Chile ni en el Perú.

Sé que no faltan por ahí contadores de chascarrillos, de esos chascarrillos que forman el repertorio menudo de las criadas ingratas o despedidas; pero ciertamente que la vida del hombre ilustre del general Lynch no sería completa si la calumnia no lo hubiera picoteado un poco como los pájaros dañinos picotean al mejor fruto.


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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