Un Héroe por Fuerza

Daniel Riquelme


Cuento


El 23 de octubre de 1883, poco después de las siete de la mañana, llegaron por distintos rumbos a la plaza principal de Lima los batallones Chacabuco, Esmeralda, Talca, Victoria y Bulnes; se formaron allí en columna y al son de tocatas más tristes que alegres siguieron para sus nuevos cantones de Chorrillos, Barranca y Miraflores, cerrando la marcha del fúnebre convoy de los otros ocupantes chilenos que habían salido poco antes.

Tras de esos pasos, fuerzas peruanas ocuparon a tranco de vencedores el palacio tradicional en que murió Piazarro, moraron sus virreyes y se llenó de gloria ante propios y extraños un inca chileno, nuestro general don Patricio Lynch.

Aquella matinal despedida fue cosa triste. El cielo lloraba su neblina sobre nuestros rotos que, a su vez, lloraban con un ojo, como la leña verde y las viudas jóvenes, ese trasnochado adiós a una ciudad en la que grandes y chicos, jóvenes y viejos, dejaban los recuerdos de tres años, acaso los más alegres y rumbosos de la vida...

Don Patricio, en nombre de Chile, y de sus santas leyes, acaba de entregar Lima al Gobierno del Presidente Iglesias.

Y los nuestros inclinaron la cabeza y los otros abrieron los brazos.

No es éste el caso de recordar lo que fue para nuestro ejército la vida en aquellos cantones. Soplaba sobre todas las cabezas la ventolera de la desocupación, que había de arrancarles de allí acaso para siempre y la juventud apuraba el fondo del vaso...

Los soldados decían que hasta la bandera que flameaba en la casa del general parecía como triste de tener que irse, ¡tanto se había aclimatado donde tanto se había lucido!

Por lo demás, la bullanga del campamento no dejaba oír nada de lo que ocurría en el resto del Perú. No había tiempo para tanto y apenas si algunos supieron que una expedición chilena había salido de Tacna contra Arequipa al mando del coronel Velásquez.

Arequipa no ofrecía al Ejército interés alguno; las limeñas decían que allí no se comía sino mazamorra, y como Tacna figuraba desde tiempo atrás en el inventario de nuestros bienes nacionales, las noticias que de ambas partes se recibían se estimaban como cosas de provincia, acaso de mal tono para viejos vecinos Lima.

Sin embargo, aquella última expedición en territorio peruano no era un simple paseo militar.

Velásquez comandaba un ejército de siete mil hombres.

En Tacna no llueve, sólo cae una niebla que llora el cielo sobre la desolación del desierto, y conviene desconfiar así de los climas en que las nubes no vacían sus cántaros como de los hombres que no ríen con franqueza.

Un intendente gobernaba en la provincia y cubrían la guarnición de la ciudad fracciones diseminadas del Angeles, Rengo, del Santiago 5.º de línea y algunos piquetes de los escuadrones general Cruz y general Las Heras.

No había peligro de que ave alguna de alto vuelo cayese sobre el tranquilo corral de Tacna; pero sí, quitaban un poco el sueño a sus habitantes y guardianes las correrías y sorpresas de un viejo zorro cebado desde antiguo en los descuidos de nuestro ejército y casi siempre con la fortuna que ayuda y premia a los audaces.

Era éste el montonero conocido con el nombre liso y llano de Pacheco Céspedes, llaneza que evidencia la popularidad que ya tenía bien adquirida entre amigos y enemigos.

Y a la verdad nada más brillante y hasta heroico en ese género mixto de bandido y de soldado, que la conducta de ese hombre, si en realidad hubiera sido un patriota peruano, aunque testarudo y dañino a su causa ya perdida, pero no era con todo su valor y acaso su generoso desprendimiento más que un aventurero de Cuba, profesional en bochinches armados de su tierra o de cualquiera otra parte, que ganaba, por tanto, su pan, como antiguo miguelete, alquilando su vida y sus armas para contiendas que nada le importaban, cuando a la sazón gemía su propia patria bajo el yugo de una dominación extranjera.

Lo cual no quita que con nuestras tropas hiciera si no las del Cid Campeador, sí las de Quico, Caco y Giné de Pasamonte.

Parecía no dormir ni de noche ni de día y conocer el territorio en que actuaba como los bolsillos de su chaquetón de campaña. Como Rozas en las pampas de Buenos Aires, Pacheco se orientaba de memoria en los arenales engañosos y traidores del desierto: aquél oliendo las yerbas del campo, éste mirando sólo las estrellas.

Y aún cuando en materia de caminos no hay, como se sabe, atajos sin trabajos, aquel fantasma de la camanchaca, más travieso que bellaco, andaba como duende de villorrio en villorrio, sin que nadie acertara a saber cómo ni por dónde menos a cogerle en las redes que se le tendían en las rutas más apartadas.

Tal, por ejemplo, acababa de acontecerle a un cuerpo del ejército de Velásquez en su marcha de Tacna a Arequipa. Acampa en el sitio señalado; allí sus jefes esperan con ansiedad agua y víveres para la tropa, muerta de hambre, casi enloquecida por la sed; pero se espera en vano.

Luego llega un arriero a la desbandada con el cuento de que los montoneros han dado muerte a la escolta del convoy de los víveres, llevándose hasta los fondos en que se cocina el rancho.

Una vez más Pacheco Céspedes el autor de esta jugada, y, como siempre, se ha hecho humo en los espejismos engañosos del desierto, encapado en las sombras de su cómplice peruana, la terrible camanchaca, tela que tejen con las nieblas del mar las brujas que extravían y enloquecen a los caminantes, aun a la luz plena del sol.

En una de las noches más apacibles del mes de noviembre de aquel año, cubría la guardia del pelotón del Santiago que Velásquez había dejado en Tacna, el teniente don Luis W. Fuenzalida.

Al toque de silencio en la plaza corriose al interior, cerrando tras de sí la puerta del cuartel. Era ésta una vieja barraca que deslindaba con el cementerio de la ciudad.

Momentos después de aquella maniobra a lo Don Juan Segura, una mano resuelta golpeó nerviosamente el mohoso aldabón, y una voz no menos segura respondió por la rejilla al centinela, que necesitaba hablar con el oficial de guardia.

—Puede hablar sin cuidado —respondió éste, que había acudido al estruendo de los golpes.

—Es, señor, cosa grave y reservada —insistió el otro.

—Muy bien —agregó el teniente, haciéndole entrar.

Una vez adentro, el desconocido, que era un hombre como de treinta y cinco a cuarenta años de edad. De mala ropa, pero de buena cara, dijo, acercándose masónicamente al oficial, que era indispensable hablara inmediatamente con el jefe de la plaza, porque tenía que revelarle un secreto del cual dependía por esa noche la vida de la guarnición en Tacna.

Tal entrevista era más que difícil, porque aquel jefe andaba en las afueras patrullando los retenes, y del todo imposible con el intendente de la provincia, porque estaba ausente.

El extraño personaje meditó un momento y volteando, al fin, su embozo de conspirador o de galán, entró en materia, diciendo:

—Me trae, señor, el deseo de evitar mayores desgracias que ya no aprovechan a nadie...

Miró a todos los ángulos de aquel cuarto más mezquino que lujoso en el cual y sobre «una mesa de pintado pino, melancólica luz alzaba un quinqué», y añadió, como quien disparara un arcabuz:

—Pacheco Céspedes acaba de entrar a la ciudad disfrazado, y su tropa acampa pared de por medio con este cuartel.

¡No me asuste! —le dijo Fuenzalida, enmascarando sus pensamientos con una franca sonrisa.

—Señor —replicó el otro—, en el cementerio del Lado, tras de cada sepultura hay un montonero escondido.

—¡Y Pacheco!

—¡Yo sé dónde está!

—¿De modo que Ud. me llevaría hasta su escondrijo?

—¡A eso vengo!

Y por un instante, ambos interlocutores se miraron fijamente, como dos desconocidos que en noche tenebrosa cruzan sus aceros, en un encuentro inesperado, hasta que el joven oficial gritó con voz de mando, a la chilena:

—¡Cabo de guardia!

Instantáneamente apareció éste con el aire socarrón del que ha estado escuchando, por si algo sucede, y en conformidad a lo que se le dijo, procedió a atar las manos del aparecido.

—En la guerra como en la guerra, mi señor —díjole el teniente—; ahora si usted me engaña ahora mismo me la paga; si no mis jefes sabrán agradecerle su servicio.

El desconocido no se inmutó.

¿Quién podía ser?

¿Qué interés podía llevarlo al paso peligroso que daba?

¿Era peruano?

No quiso decirlo.

Fuerza es decir que entre los recuerdos inolvidables de aquella guerra por la profundidad con que herían un amor patrio, como el de nuestro ejército, puro, absoluto, sin mancha alguna de caudillaje o divisiones políticas, queda vibrando dolorosamente este hecho: que en más de una ocasión se vio el caso de que por rencores políticos, en revancha de agravios lugareños o de odios guardados de las contiendas civiles, que allí se convertían en pasiones hereditarias e inextinguibles, un hombre llegaba a denunciar a un rival destacado, subordinado al placer de la venganza personal, intereses que a los nuestros parecían supremos intereses de la vida...

Pero hay que confesar también que las circunstancias tenían concebidas dispensas especiales a los deberes del patriotismo; por que en buena cuenta y en ley de verdad, aquellos intereses ya no podían llamarse de la nacionalidad peruana; porque la lucha nacional y práctica habían concluido con el triunfo de Huamachuco y la instalación del Gobierno del Presidente Iglesias, sin dejar ni en el llano ni en la sierra una cueva de Covadonga en qué abrigar la imagen de ninguna ilusión.

Maniatado con tan pocas ceremonias, el ministro visitante tomó asiento sin darse por ofendido en una de las pocas sillas de aquel cuarto más mezquino que lujoso.

El teniente, por su parte, importándole ya bien poco lo que aquél viera o escuchara, no tuvo inconveniente para tender a su vista el mísero juego que tenía entre sus manos.

Hizo tocar tropa, y a los pocos minutos ésta formó, armándose apresuradamente en uno de los corredores del cuartel. Eran en todo, de comandante a tambor, unos treinta hombres.

El denunciante abrió tamaños ojos.

¿Cómo, señor —exclamó asombrado— el Santiago no ha dejado aquí más gente?

—Hay más —respondió el teniente, ordenan al propio tiempo que formaran armados los músicos de la banda, lo cual apenas si alcanzó a doblar el efectivo del destacamento.

—¿Y esto es todo? —insistió el primero.

—Por el momento, mi señor, no hay más cera que la que arde; pero usted sabrá que a distancia de un buen galope tenemos refuerzos considerables.

Listan estaban, farol en mano, las patrullas que iban a salir en busca del jefe de servicio, cuando éste se apeó como evocado a la puerta del cuartel.

Impuesto, enseguida, de lo que se relacionaba con aquella parada en son de combate, y aquel extraño señor que parecía aguardar su sentencia de muerte, dijo, sentándose tranquilamente.

—Retire la tropa, teniente, porque el pájaro se ha volado como de costumbre. ¡Esto es ya una vergüenza!

—¿Pero estará cerca todavía?

—Hace rato que emprendió el vuelo, y lo peor es que no saldrá de la zona sin intentar otro golpe.

Y un poco más calmado, tras de corto y enérgico desahogo soldadesco, refirió una escena como de novela que acaba de ocurrir en la puerta de la casa de la Intendencia, que tanto se prestaba para cualquier desacato, aislada, como estaba en un suburbio desamparado. Era una gran imprudencia; pero el jefe de la provincia, encantado con sus jardines, se había negado a trasladarse a la ciudad.

Lo ocurrido era lo siguiente, que no podía ser más grave, como audacia y desvergüenza.

Otro personaje encapado —porque parecía ser aquélla, noche de capas y de espadas— se había presentado a la puerta de servicio de la casa del intendente, preguntando por éste al policial que servía de ordenanza. Desde las oraciones se había ya notado que tipos sospechosos daban por allí sus vueltas y revueltas.

Había aquél preguntado si le sería posible hablar con el intendente, y como el soldado le dijera que no estaba en la ciudad, preguntó por la señora con cierta viveza.

Entonces el soldado, cuadrándose socarronamente, le había dicho:

—Mi coronel, la señora también se ha ido.

—¿Y se puede saber a dónde?

—A Valparaíso, en el vapor que salió esta tarde.

Cortando en este punto el diálogo, el desconocido había cogido de la garganta al soldado y apuntándole con su revólver, habíale intimado orden de seguirle sin pronunciar palabra.

Enseguida había lanzado al aire un silbido como de pájaro pampero, y en el acto habían surgido de la oscuridad cinco o seis bultos que en volandas se habían llevado al policial.

El jefe de servicio, al retirarse, había pasado a la casa del intendente, y todo lo narrado lo había sabido por las sirvientas, a las cuales encontró más muertas que vivas.

—¿Pero sería el mismo Pacheco? —preguntó el teniente.

—Parece que sí, y en todo caso alguno de sus hombres de más confianza; porque como usted sabe, a toda la policía de Tacna, y aun a la tropa se le ha dado a conocer en diferentes ocasiones el retrato de Pacheco, de modo que al decirle el policial, ¡mi coronel!, fue porque le reconoció y de ahí que sacara revólver, y además, se lo llevara para evitar la voz de alarma. ¡Pobre diablo! Por ahí encontraremos su cadáver...!

El desconocido dijo, a su vez, que él había sabido, aunque ya tarde, que Pacheco entraría esa noche en Tacna, con el propósito de asaltar la casa del intendente, aprovechando las facilidades que ella presentaba para un golpe rápido y contundente, como de la escasez de tropa en la ciudad; pero no esperaba que se hubiera lanzado tan temprano.

Enseguida, guiados por él y a la luz de los farolillos, el jefe de servicio, convenientemente escoltado, se dirigió al cercano cementerio.

El desconocido no había mentido. Bastaba mirar para ver que allí acababa de acampar un crecido cuerpo de caballería, a juzgar por las huellas patentes y los desperdicios desparramados en el suelo.

No quedaba, por tanto, más que soltar las manos y la libertad del denunciante, lo que allí mismo se hizo en ley de buenos jugadores.

Pero el jefe de servicio le acompañó galantemente hasta la casa que indicó como suya, sin inconveniente alguno, tras mutuas expansiones.

Al día siguiente, desde la mañana, comenzaron a circular rumores de lo ocurrido en la noche; poco después, las mentiras eran triunfo y muchos en romería se dirigían al cementerio para ver con sus ojos las pruebas de que los montoneros de Pacheco Céspedes habían acampado allí, mientras él se lanzaba sobre su presa, a la segura con la flor de sus bravos.

Y se comentaba la escapada del intendente por el milagro de su inesperado viaje, que nadie sabía, cuando entró a la ciudad a mata caballo un muchacho corneta del escuadrón Las Heras, con la noticia de que en la mañana de ese mismo día Pacheco Céspedes había atacado con todas sus fuerzas el cantón de Pachía, que el combate había durado más de dos horas y que los muertos eran muchos de uno y de otro lado.

Desgraciadamente, los telegramas oficiales, en cuanto se reanudó la línea que había sido cortada, confirmaron la triste narración del joven corneta.

El primero que se recibió decía:

«Pacheco Céspedes, con cuatrocientos hombres, atacó hoy, a las 6 a. m., al destacamento de Pachía. Combate duró dos horas y fue rechazado, dejando en el campo dos capitanes muertos, cuarenta individuos de tropa y ochocientos animales, mulares y caballares.

Huye hacia Calientes y M. Subercaseauz lo persigue con doscientos hombres, mitad de infantería montada».

No había para qué preguntar más: durante la noche Pacheco Céspedes y su banda, tan ágil y audaz como su jefe, habían andado descansadamente la distancia que espera a Tacna de Pachía, todos bien seguros del éxito de la jornada; pues, conocían palmo a palmo el camino y, según el refrán de los arrieros viejos, no tenían río por delante ni dejaban carga atrás.

Pachía era entonces un mísero lugarejo. Situado a unos veintidós kilómetros al nordeste de Tacna, sobre el camino que conduce a La Paz, contaba apenas con doscientos y tantos habitantes.

Había sido mucho más en mejores tiempos; pero, como dice el poeta, «vino la guerra y su saña sólo había dejado en pie» el edificio de la iglesia y unas cuantas propiedades particulares, que desde la calle dejaban ver el enlucido o empapelado de sus paredes.

No era, pues, aquel villorrio, adormecido y recalentado entre las arenas del desierto, un envidiable oasis para la tropa que en él se aburría de la mañana a la noche.

Componían la guarnición 143 soldados del batallón Ángeles y 10 del escuadrón Las Heras, al mando estos últimos del Alférez Stangue, un bravo muchacho que hacía sus primeras armas en aquellas ingratas aventuras, en las que hasta los héroes como él, morían anónimamente; pues el desierto y sus camanchacas devoraban no sólo sus cadáveres, sino también su gloria.

Mandaba, en jefe, aquel destacamento, don Matías López, veterano de las guerras de Arauco. A pesar de sus servicios cuasi tradicionales, sólo había alcanzado el rango efectivo de teniente, con el grado de capitán, traidora distinción que dejaba al beneficiado con el sueldo de lo primero, y de lo segundo, las insignias que tenía que comprar.

En su parte oficial, que López, herido, escribió desde su cama, refería, más o menos, en los siguientes términos la primera parte de aquel drama:

«Salí a las 5:30 a. m., del día de ayer; me impuse de la presencia del enemigo que estaba a pocos pasos de nosotros por una descarga que hizo sobre el centinela del cuartel.

En el acto dispuse que saliera la tropa para contestar los fuegos del enemigo, disponiendo mi gente por grupos.

El enemigo nos había sorprendido, dejándose caer por el lado de Calama y aprovechándose de la oscuridad de la noche y de la camanchaca que hacían invisibles los objetos, aun a corta distancia, para tomar sus posiciones, que eran inmejorables.

Al efecto, nos tenían rodeados por el poniente, norte y sur, dejando libre sólo la parte del oriente en la extensión del camino público, pues detrás de las casas de ambos lados tenían diseminados soldados.

El enemigo se componía, a lo menos, de 400 hombres: 200 de infantería y 200 de caballería.

Estaba parapetado tras las tapias y hacía un nutrido fuego de mampuesto, teniendo una ventaja inmensa sobre los nuestros que estaban a pecho descubierto.

En medio del combate, como nos estaba estrechando demasiado el enemigo, dispuse que el Alférez Stangue, del escuadrón Las Heras, diese una carga de caballería sobre el grupo más cercano, que estaba hacia el lado oeste».

El bravo capitán que bien podía enorgullecerse de ser un representante caracterizado tanto del pundonor y coraje, como de la literatura del ejército de su tiempo, terminaba su relación con esta frase de sencilla, pero hermosa humildad:

«Por último, señor comandante, pido a usted que me excuse de lo mal ordenado y desatinado de este parte; pues lo hago desde mi cama y con el dolor de mi herida».

Volviendo atrás del parte del comandante López, hay que decir que los Las Heras, desde el principio de la jornada, se batían como infantes al amparo de los tapiales que formaban el llamado cuartel.

Por otra parte, más de uno de los grupos que peleaba a campo raso, había tenido que volver, si no a guarecerse, sí a recobrar alientos a favor de aquellos paredones, siquiera por un instante.

El mundo que los rodeaba, aunque pequeño, se les iba encima como una cosa inmensa, aplastadora, y todos, hasta los simples reclutas, se sabían de memoria lo que significaba para los soldados chilenos, no el rendirse, cual caballeros ante fuerza mayor, sino aún el caer heroicamente como Ramírez en Tarapacá y Carrera en La Concepción.

Tenían allí que morir hasta el último suspiro ¡porque el que quedara con vida, sería descuartizado a bayonetazos y quemado a fuego lento en su agonía!

¡Ramírez! ¡Tarapacá!... Estos recuerdos perseguían a los rotos como pesadilla en todos los trances apurados y les hacían el efecto del aguardiente con pólvora de las antiguas batallas con fusil de chispa.

De la Concepción se representaba aquel cuadro nunca olvidado en nuestras filas, de la joven esposa de un sargento, tendida y desnuda en el zaguán del cuartel en llamas, abierta de una cuchillada y cuyo hijo sin nacer, arrancado sacrílegamente de su nido sagrado, había sido ahorcado en el propio cuello de esa madre, con una media!...

Nadie podía hacerse ilusiones al respecto. La cuestión se reducía a morir de una vez por todas, totalmente, pero con la última bala del cinturón.

Fue entonces cuando López, ciego de ira y de coraje, sintiendo la estrangulación de la muerte, gritó a Stangue:

—¡Cargue con sus jinetes!

Aun cuando todos jugaban allí sus vidas, todos se miraban espantados.

Un caballazo de jinetes contra aquellas puertas cerradas a piedra y lodo, repletas de tiradores envalentonados por el éxito y la casi impunidad, equivalía nada menos que a una sentencia de muerte a cargo de la vida de un niño.

Stangue, sin vacilar, dio a los suyos la orden de seguirlo y, subiendo en su caballo, sereno, pero intensamente pálido, dijo a uno con triste sonrisa:

—¡Adiós, hermano!

Y volviéndose hacia un antiguo camarada, agregó con más resolución:

—¡Adiós cumpa! ¡Dígale a la prenda dónde quedan mis huesos!

Al oír estas palabras. López que ya no veía sino la derrota que se le venía encima a sangre y fuego, se volvió airadamente sobre Stangue, gritándole enfurecido:

—Señor alférez, si tiene miedo, ¡deme a mí sus espuelas!...

Stangue, sonriéndose, respondió con cariñoso respeto:

—¡Mis espuelas, comandante, son de mi cuerpo!...

Y clavándolas en su caballo, inclinada la cabeza para no topar en el techo del largo zaguán, exclamó con rabiosa desesperación:

—¡Conmigo, muchachos!

Los Las Heras que habían recibido en pleno corazón la injuria lanzada a su jefe, y sintiéndose ante la muerte hermanos con él, le siguieron sin vacilar, como un jirón de tempestad, pero Stangue, al levantar su sable en la mitad de la calle, se dobló tronchado por un huracán de balas.

A su lado cayeron dos soldados más, instantáneamente.

Agrega el parte de López que esta carga deshizo por completo el grupo que atacó, haciéndole varias bajas.

Lo que se sabe de cierto es que Stangue cayó para no levantarse más y que López, viejo tan heroico como ese niño saltó a la calle tras de la cola de los caballos al frente del último puñado de los suyos y que allí se batió de tapia en tapia y de casa en casa, hasta que el enemigo emprendió la fuga, y él, herido en un pie, fue recogido por los suyos.

Eran las 8 de la mañana.

La montonera huía montada, y López no tenía ni caballos, ni órdenes para abandonar su puesto.

Sobre el campo habían quedado:

De los contrario, 40 muertos, entre ellos el mayor don Juan Herrera y dos oficiales.

De nuestra parte, muertos Stangue, 10 soldados y un cabo de Ángeles y 4 soldados del Las Heras.

Los heridos llegaban a 23.

Y aquí se impone, no por cierto como una compensación que sería harto mezquina, sino en memoria de los desconocidos y olvidados de la patria, la grata tarea de transcribir de los partes de esa época, algunos párrafos que, aun después de tantos años, no se leen sino a través de cierta neblina entre el papel y los ojos:

—Merecen, no obstante —decía López—, una recomendación especial el subteniente don Emilio Silva, que me secundó admirablemente en todas partes durante la acción, y el teniente don Ramón B. López, que, a pesar de encontrarse enfermo, hizo cuanto pudo por combatir al enemigo, animando y dirigiendo a los soldados: «Nada diré del señor Stangue, que murió valientemente en su puesto».

El jefe militar de Tacna escribía, por su parte, al Gobierno:

«Termino, señor Ministro, haciendo una recomendación especial del capitán don Matías López, pidiendo para él la efectividad de capitán de ejército, pues, además de su buen comportamiento, abona en su favor la herida recibida, y sus largos años de servicios, en los cuales sólo ha alcanzado hasta ahora el grado de teniente de ejército».

Horas después del combate llegaba a Pachía desde Tacna, y con las instrucciones del caso, el sargento mayor, don Francisco A. Subercaseaux. Agregó allí a las fuerzas que llevaba, lo mejor de los fatigados vencedores; orientose convenientemente acerca del rumbo que siguiera Pacheco Céspedes, y a las cuatro de la tarde, tras de largo y pesado galope, entraba al caserío de Palca.

Su olfato de experto baqueano, más que la brújula de las instrucciones oficiales, le habían conducido en derechura a la champa bajo la cual se escondía el peligroso bagre.

En efecto, allí el porfiado montonero tomaba nuevos bríos, o más exactamente allí aspiraba los últimos de su aporreada vida con los sobrevivientes de la ruda jornada de la mañana.

Parte de su tropa habíase parapetado en un desfiladero que enfrentaba el camino, en tanto que otro grupo coronaba una altura hábilmente elegida.

Contra los de este último, envió Subercaseaux parte de sus Angeles, a las órdenes de los oficiales Calvo y Castro, los que en media hora de fuego y bayoneta se adueñaron de la cumbre sobre la que ya cían sin vida dos oficiales y dieciocho soldados, no obstante el cansancio de la subida y los quehaceres anteriores, como la marcha por el desierto y el desayuno de Pacía.

El combate en el plan tenía un aspecto muy diverso. Rotos los fuegos por un y otro lado, luego llamó la atención de los nuestros una escena que a ratos producía asombro y a ratos hacía reír como una inverosímil payasada.

Aquello no tenía ejemplo. Ocurría que en el centro de la tropa enemiga que blanqueaba un pequeño espacio del terreno, se destacaba un hombre, jinete en una mula que iba y tornaba en un trecho de cuatro a cinco metros, sin importarle, al parecer, un ardite la lluvia de balas que cruzaban el aire.

¿Quién podía ser aquel héroe?

¿Sería el mismo Pacheco?

Pero si era Pacheco, tal hazaña equivalía a un suicidio por fusilamiento.

En todo caso, aquel extraño jinete, a juicio de los nuestros, comandaba, sin duda, la resistencia de los suyos, con la impasibilidad de un bulto atado a una mula.

Y de las filas chilenas salían voces:

—¡Al de la mula!

—¡Apúntele a ése!

—¡Ése es Pacheco!

Sonaban las descargas y, disipado el humo, volvían las preguntas:

—¿Cayó?

—¡No ha caído!

—¡Hijuna!...

Y resonaba otra descarga de balas y carcajadas, en tanto el jinete continuaba impasible e invencible en si heroico paseo, destacándose sobre las cabezas de sus soldados.

Mas, al fin cayó con mula y todo.

Pronunciada la derrota de los contrarios, los nuestros se lanzaron a la carrera sobre el campo abandonado, deseosos, sobre todo, de ver de cerca al fantástico jefe de la mula y socorrerle si aun vivía; pero a medida que acercaban, creían todo reconocer en su traje los colores de un uniforme chileno.

Aparte de los muertos, él era el único que allí restaba.

No estaba herido ni por un rasguño. Sólo la pobre mula, acribillada a balazos, y sujeta a un poste por sólidos lazos, habíase tumbado moribunda sin soltar a su jinete.

Éste, a su vez, aparecía brutalmente atado a dos palos que atravesaban el ancho aparejo de la carga.

Aquel héroe por fuerza, no era, ciertamente, Pacheco Céspedes, ni sujeto parecido.

Era el modesto «paco», que los montoneros se habían robado a las puertas de la Intendencia de Tacna «en la misma noche de que nació aquel día».


Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.