Estados Unidos

Domingo Faustino Sarmiento


Viajes, crónica



Estados Unidos

Señor don Valentín Alsina.


Noviembre 12 de 1847.


Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran con su luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los esplendores fabulosos de decoraciones que remedan bosques seculares, praderas floridas, montañas sañudas, o habitaciones humanas en cuyo pacífico recinto reinan la virtud y la inocencia. Quiero decirle que salgo triste, pensativo, complacido y abismado; la mitad de mis ilusiones rotas o ajadas, mientras que otras luchan con el raciocinio para decorar de nuevo aquel panorama imaginario en que encerramos siempre las ideas que no hemos visto, como damos una fisonomía y un metal de voz al amigo que sólo por cartas conocemos. Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la espectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre; y con tales muestras de permanencia y de fuerza orgánica se presenta, que el ridículo se deslizaría sobre su superficie como la impotente bala sobre las duras escamas del caimán. No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política, extraño como aquellos megaterios cuyos huesos se presentan aún sobre la superficie de la tierra. De manera que para aprender o contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio, disimulando sus aparentes faltas orgánicas, a fin de apreciarlo en su propia índole, no sin riesgo de, vencida la primera extrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, y proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas, como lo hizo el romanticismo para hacerse perdonar sus monstruosidades al derrocar al viejo ídolo de la poética romano-francesa.

Educados Vd. y yo, mi buen amigo, bajo la vara de hierro del más sublime de los tiranos, combatiéndolo sin cesar en nombre del derecho, de la justicia, en nombre de la república, en fin, como realización de las conclusiones a que la conciencia y la inteligencia humana han llegado, Vd. y yo, como tantos otros nos hemos envanecido y alentado al divisar en medio de la noche de plomo que pesa sobre la América del Sur, la aureola de luz con que se alumbra el Norte. Por fin, nos hemos dicho para endurecernos contra los males presentes: la república existe, fuerte, invencible; la luz se irradiará hasta nosotros cuando el Sud refleje al Norte. ¡Y cierto, la república es! Solo que al contemplarla de cerca, se halla que bajo muchos respectos no corresponde a la idea abstracta que de ella teníamos. Al mismo tiempo que en Norte América han desaparecido las más feas úlceras de la especie humana, se presentan algunas cicatrizadas ya aún entre los pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al paso que se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni conoce remedio. Así, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligencia y belleza; aquella república de nuestros sueños para cuando el mal aconsejado tirano cayera, y sobre cuya organización discutíamos candorosamente entre nosotros en el destierro, y bajo el duro aguijón de las necesidades del momento; aquella república, mi querido amigo, es un desiderátum todavía, posible en la tierra, si hay Dios que para bien dirige los lentos destinos humanos, si la justicia es un sentimiento inherente a nuestra naturaleza, su ley orgánica y el fin de su larga preparación.

Si no temiera, pues, que la citación diese lugar a un concepto equivocado, diría al darle cuenta de mis impresiones en los Estados Unidos, lo que Voltaire hace decir a Bruto:

Et je cherche ici Rome, et ne la trouve plus!

Como en Roma o en Venecia existió el patriarcado, aquí existe la democracia; la República, la cosa pública vendrá más tarde. Consuélenos, empero, la idea de que estos demócratas son hoy en la tierra los que más en camino van de hallar la incógnita que dará la solución política que buscan a obscuras los pueblos cristianos, tropezando en la monarquía como en Europa, o atajados por el despotismo brutal como en nuestra pobre patria.

No espere que dé a Vd. una descripción ordenada de los Estados Unidos, no obstante que he visitado todas sus grandes ciudades, y atravesado o seguido los límites de veinte y uno de sus más ricos Estados. Quiero seguir otro camino. A la altura de civilización a que ha llegado la parte más noble de la especie humana, para que una nación sea eminentemente poderosa o susceptible de serlo, se requieren condiciones territoriales que nada puede suplir permanentemente. Si Dios me encargara de formar una gran república, nuestra república à nous, por ejemplo, no admitiría tan serio encargo, sino a condición de que me diese estas bases por lo menos: espacio sin límites conocidos para que se huelguen un día en él doscientos millones de habitantes; ancha exposición a los mares, costas acribilladas de golfos y bahías; superficie variada sin que oponga dificultades a los caminos de hierro y canales que habrán de cruzar el estado en todas direcciones; y como no consentiré jamás en suprimir lo de los ferrocarriles, ha de haber tanto carbón de piedra y tanto hierro, que el año de gracia cuatro mil setecientos cincuenta y uno, se estén aún explotando las minas como el primer día. La extrema abundancia de madera de construcción sería el único obstáculo que soportaría para el fácil descuajo de la tierra; encargándome yo, personalmente, de dar dirección oportuna a los ríos navegables que habrían de atravesar el país en todas direcciones, convertirse en lagos donde la perspectiva lo requiriese, desembocar en todos los mares, ligar entre sí todos los climas, a fin de que las producciones de los polos viniesen en vía recta a los países tropicales y vice versa. Luego para mis miras futuras pediría abundancia por doquier de mármoles, granitos, pórfidos y otras piedras de cantería, sin las cuales las naciones no pueden imprimir a la tierra olvidadiza el rastro eterno de sus plantas.

¡País de Cucaña! diría un francés. ¡La ínsula Barataria! apuntaría un español. ¡Imbéciles! Son los Estados Unidos, tal cual los ha formado Dios, y jurara que al crear este pedazo de mundo, se sabía muy bien él, que allá por el siglo XIX, los desechos de su pobre humanidad pisoteada en otras partes, esclavizada, o muriéndose de hambre a fin de que huelguen los pocos, vendrían a reunirse aquí, desenvolverse sin obstáculo, engrandecerse, y vengar con su ejemplo a la especie humana de tantos siglos de tutela leonina y de sufrimientos. ¿Por qué no descubrieron los romanos aquella tierra eminentemente adaptada para la industria que ellos no ejercitaron, para la invasión pacífica del colono, y tan pródiga de bienestar para el individuo? ¿Por qué la raza sajona tropezó con este pedazo de mundo que tan bien cuadraba con sus instintos industriales, y por qué a la raza española le cupo en suerte la América del Sur, donde había minas de plata y oro e indios mansos y abyectos, que venían de perlas a su pereza de amo, a su atraso e ineptitud industrial? ¿No hay orden y premeditación en todos estos casos? ¿No hay Providencia? ¡Oh! amigo, Dios es la más fácil solución de todas estas dificultades.

Olvidé pedir para mi república, y lo hago aquí para que conste, que se me dé por vecinos pueblos de la estirpe española, México por ejemplo, y allá en el horizonte, Cuba, un istmo, etc.

No soy yo el primero que ha sido sorprendido por éste apropósito de la naturaleza en los Estados Unidos. Un compañero de viaje escribía a uno de sus amigos de Europa:

“No tengo noticia de lugar alguno donde Dios se haya sobrepasado a sí mismo como aquí. Estaba muy de buen humor, sin duda, cuando bosquejaba estos grados 0° a 6° de longitud, Este y Oeste de Wáshington. ¡Esto es bello y trazado con soltura! Cada río tiene seis millas de ancho, cada lago cuatrocientas por lo menos de circunferencia; por todas partes bosques inmensos de árboles en perfecta armonía con el paisaje. Ni una sola colina, ni una sola isla árida; vegetación por todas partes, como allá en sus montañas de los Pirineos”.

En cuanto a la ordenación general de este país, daré a Vd. algunas ligeras nociones. Supóngase un espacio cuadrado de tierra que mida dos millones y medio de millas cuadradas, bañados por mares diversos hacia el Sur, oriente y occidente. Al Norte un río, salido de una cadena de lagos tan capaces como el mar Caspio, sirviéndole de límite, y proporcionándole una línea de navegación desde lo más recóndito del interior, hasta las costas del Atlántico. Mas como la boca del San Lorenzo, que es aquel río término, cae fuera de los límites de los Estados, a la altura de Montreal, se dirige hacia el Sur no más ancho que un río, al lago Champlain, hasta tocar casi con las fuentes de Hudson, que por este medio ofrece al emporio de Nueva York comunicación acuática con los lagos y el alto y bajo Canadá.

Como el cuadrado que nos hemos trazado es poco menos grande que la Europa, necesitaba en teoría una arteria interior, por donde hubiese de circular y penetrar la vida. Para llenar este requisito, desde las inmediaciones del lago Erie, se desprende hacia el Sur el Mississipi, el más caudaloso río de la tierra, y corriendo en seguida navegable por mil quinientas millas, incorpora en su caudal las aguas del Ohio, el Arkansas, el Illinois, el Missouri, el Tenessee, el Awash y muchos otros que de oriente y occidente, vienen alternativamente arrastrando sobre sus turbias ondas los productos de las plantaciones más remotas, hasta el Golfo de México. Porque hay esto de notable en la distribución de las aguas de Norte América, que las unas se reunen en un inmenso receptáculo y marchan al oriente reunidas en el San Lorenzo: las otras se dirigen hacia el Sur, y se aglomeran en el Mississipi, no quedando independientes de aquellos dos grandes sistemas de desagüe, sino el Hudson, el Potomack y el Susquehanna.

Muy bisoños se habrían mostrado los yankees, si no hubiesen completado por canales el conocido plan de la Providencia, de manera que las mercadería del Canadá tengan camino acuático a Nueva York o a Orleans indistintamente, recorriendo para ello una línea de navegación interna, mayor que la que la que media entre América y Europa. Por otra parte, como un estado americano ha de vivir necesariamente de la exportación de sus materias primas, sus cereales y peleterías, su exposición debe ser de preferencia al Atlántico; y su necesidad primera, que de todos los puntos converjan y concurran sus vías de comunicación a las bocas y orificios de aquel inmenso pólipo, cuya simple estructura no ofrece sino tubo intestinal y bocas. Pero supóngase que el estado de larva ha de pasar por diversas transformaciones, hasta entrar en la familia de los animales más perfectos, y dotados de diversos sistemas, sanguíneo, nervioso, digestivo, etc.; entonces la vida se hace más complicada, y el animal no existe ya para la boca, sino la boca para el animal. La vida interna haciéndose más complicada exige vasos secretorios, donde se preparen mejor los alimentos; lo que equivale a decir, porque ya la alegoría fastidia, que con el exceso de la población y el desarrollo de la riqueza, nace una industria nacional, y el estado, sin disminuir su movimiento de exportación e importación, adquiere, al fin, una vida interna que necesita satisfacer por sí mismo y para sí mismo. La China en Asia, la Alemania y la Francia en Europa, dan un ejemplo de esta vida interior, que da pábulo a industrias poderosas, y mayor acumulación de riquezas. Cuando este caso llegue para los Estados Unidos, se concibe que las ciudades del litoral no serán los únicos focos de riquezas, pues para promediar las distancias, habrá en el centro del Estado, nuevos focos industriales que derramen e irradien a los extremos, los productos del trabajo nacional. Ahora, busque Vd. en el mapa de los Estados Unidos un punto a propósito para esta secreción interna, reuniendo además las condiciones de viabilidad y abundancia de elementos de fabricación, hierro, maderas, carbón, etc. Si Vd. no lo encuentra tan pronto, yo se lo indicaré. Hacia lo interior de la Pensilvania, los ríos Ohio, Alleghany y Monongahela se reunen para dirigirse al Mississipi, la grande arteria que distribuye y concreta como hemos visto el movimiento interior.

En la confluencia de estos ríos está situada Pittsburg, que por canales artificiales y ferrocarriles comunica con Baltimore en la bahía de Chesapeake, Filadelfia, New York, Boston al Norte. Removiendo un poco la superficie de la tierra sobre que está fundada Pittsburg, se encuentra un manto de carbón de piedra, el cual se extiende unas catorce mil millas cuadradas, esto es, un espacio un poco menor que la Inglaterra entera. Por todo el país circunvecino y a orillas de los ríos, los propietarios pueden bajo el hogar doméstico, abrir una boca de mina, para extraer esta substancia, alimenticia de fábricas; y en Marieta hemos descendido del vapor y atravesado dos calles de la ciudad, entrándonos sin más rodeos en una mina de carbón bituminoso, que del interior de una colina sacaban en carretillas de mano, para hacerlo derramarse en seguida, hasta sobre la cubierta del buque que atracan a la orilla del río a recibirlo. De alli en caravanas de angadas informes, que sin velas, ni remos, se abandonan a merced de la corriente de los ríos, va el carbón hasta Nueva Orleans, a hacer concurrencia ventajosa a la leña que se corta en los inmediatos bosques y cuyo precio se regula por el salario diario del leñador. Esto por lo que hace al carbón, que en cuanto al hierro se le encuentra en igual abundancia por todas partes, y gracias a estas envidiables ventajas de posición, Pittsburg se alza hoy en medio de las selvas americanas, envuelta en su denso manto de humo hediondo y espeso, que la hace llamar ya el Birmingham yankee, y será el Londres futuro, por la multitud de sus fábricas, sus algodones, que remontan desde Nueva Orleans, para ser allí pintados o tejidos por mecanismos que avanzan en perfección casi siempre a los inventos europeos. Como una muestra de lo que puede ser Pittsburg, recordaré que a fines del siglo pasado, el territorio adyacente estaba aún en poder de los salvajes; en 1800, contenía ya, 45.000 habitantes, y en 1845, montaba la población a dos millones.

¡Como la población de los Estados Unidos avanza hacia el Pacífico setecientas millas de frente por año, más tarde será necesario un foco industrial todavía más adentro, a cuyo fin se ha dispuesto que donde el Misouri, que corre unas 1.200 millas, se echa en el Mississipi, y no lejos del punto en que de la parte opuesta desemboca el Ohio, haya otro depósito de carbón de piedra que, a lo que ha podido averiguarse hasta ahora, ocupa un área de cosa de 60.000 millas cuadradas!

Yo no quiero hacer cómplice a la Providencia de todas las usurpaciones norteamericanas, ni de su mal ejemplo, que en un período más o menos remoto, puede atraerle, unirle políticamente o anexarle, como ellos llaman, el Canadá, México, etc. Entonces, la unión de hombres libres principiará en el Polo Norte, para venir a terminar por falta de tierra en el istmo de Panamá.

Para entonces estarán los lagos en el centro de la unión gigante, y para entonces también el Estado de Michigan, envuelto como una península por el lago del mismo nombre, el Huron, el Saint-Clair, y la base del Erie, podrá dar fructuosa ocupación al enorme depósito de carbón que contiene en su centro. En espectación de aquel suceso, y por aquellos mares de agua dulce, empieza ya a surgir del haz de la tierra, Buffalo, ciudad que sin haber sido aldea siquiera, contaba hace un año 30.000 habitantes, y contará hoy 50.000, según los términos de la progresión yankee. Un camino de hierro, que desde Albany atraviesa sin pretensión alguna cinco grados de longitud, derrama en sus calles todos los días una avenida de hombres, que desde Europa, y remontando el Hudson, vienen a escogerse, entre los bosques intermediarios, algún pedazo de tierra donde fijar una nueva familia, como aquellas razas de Sem y de Jafet, que partían desde la Babel antigua a repartirse entre sí la tierra despoblada. Igual confusión de lenguas entre los que llegan; si bien la tierra les imprime la suya a poco andar, y como el agua frotando las superficies angulosas de diversas piedras conforma los guijarros cual si fueran una familia de hermanos, así, reuniéndose, mezclándose entre sí esas avenidas de fragmentos de sociedades antiguas, se forma la nueva, la más joven y osada república del mundo. ¡Oh! ¡Cuánta verdad tangible hay en los misterios morales de nuestra raza; cuántas relaciones íntimas, inevitables, muestran las cosas físicas! La libertad emigrada al norte da al hombre que llega alas para volar; ruedan torrentes humanos por entre las selvas primitivas, y la palabra pasa muda sobre sus cabezas en hilos de hierro, para ir a activar a lo lejos aquella invasión del hombre sobre el suelo que le estaba reservado; del espíritu envejecido y experto sobre la materia inculta aún, y esperando, desde ab initio, que se le dé forma. Franklin, como Vd. sabe, fué el primero que tomó en sus manos el terrible rayo, y lo explicó al mundo asombrado. Partiendo del descubrimiento de Franklin (hablo en el sentido práctico del pararrayos, con que él dotó a la humanidad), Volta, Oersted, Alexander, Ampere, Arago, habían escrito y tentado mucho sobre la telegrafía eléctrica, cuando Morse, norteamericano, hizo sus ensayos mediante los 30.000 pesos que el congreso de los Estados Unidos dió para costearlos. ¿No es singular que haya cabido a los Estados Unidos la gloria de haber inventado el pararrayos y el éter sulfúrico, para ahorrar dos grandes males a la humanidad, e impreso a los movimientos del hombre rapideces planetarias, con la aplicación del vapor hecha por Fulton y con la telegrafía eléctrica por Morse? En Francia dejé líneas de telégrafos de este género en vía de ensayo, de Ruan a París, de París a Lille, y esto para el servicio del gobierno. En los Estados Unidos había en el momento de mi salida: de Nueva York un círculo que liga con Wáshington, Baltimore, Filadelfia, y vuelve a Nueva York, 455 millas; otro anillo que liga a Nueva York, New Haven, Hartford, Springfield, Boston, y vuelve a Nueva York, 452 millas. Una línea a Albany que parte desde el mismo centro, 150, y de allí extiende un brazo a Buffalo, 250 millas. Otra a Rochester, 252; otra a Montreal, 205. La diligencia que lleva diariamente la correspondencia por toda la Unión recorre 142.295 millas, y 853 millas describen los canales artificiales. Rodean los estados 3.600 millas de mar y 1.200 de lagos. Nueva York sirve de puerto de navegación interna de ríos, canales y lagos de 3.000 millas; Nueva Orleans a otra de 20.000, subdividida en ríos navegables, y que uniéndose por el Mississippi, con los lagos y el San Lorenzo, puede producir la más pasmosa línea de circunnavegación interior y fluvial.

La naturaleza había ejecutado las grandes fracciones del territorio de la Unión; pero sin la profunda ciencia de la riqueza pública que poseen los norteamericanos, la obra habría quedado incompleta. Desde Filadelfia a San Luis, como de Buenos Aires a Mendoza, atraviesa el estado una gran ruta nacional, porque en este sentido el país no es viable por canales, pues los declives de las aguas se inclinan al Sud y al Este. Pero del lago Erie, desciende un canal navegable, que, uniéndose al Ohio entre Cincinnati y Pittsburg, trae con fletes ínfimos los productos del extremo norte del lago superior y del Canadá hasta Nueva Orleans. Del extremo este del mismo lago Erie parte otro canal, que, después de haberse puesto en contacto por una ramificación con el lago Ontario, a la altura de Troya desemboca en el Hudson, y liga por agua a Chicago, que está a 14 grados de distancia al occidente, con Nueva York y Quebec. Desde Pittsburg parte un canal faldeando los montes Alleghanies, que pone en contacto acuático a Filadelfia en el Atlántico, con Nueva Orleans en el Golfo de México, describiendo una ruta a través del continente, de más de mil leguas. Inútil sería detenerse en las líneas de caminos de hierro, que completan en parte las de lagos, o se cruzan con ellas, facilitando a cada Estado, a cada ciudad y a cada aldea, las comunicaciones baratas, rápidas, diarias, fáciles, al alcance de todas las fortunas, apropiadas a todas las mercaderías. Tocqueville ha dicho que los caminos de hierro bajaron de un cuarto los costos de transporte. Los canales han abolido casi el flete, pues apenas es sensible; y, sin embargo, tal es la afluencia de productos, que, estas obras, producen al Estado millones de renta anual.

Del aspecto general del país, o de su arquitectura, como distribución de los medios de acción puestos por Dios y utilizados y completados por el hombre, pasaré sin transición a la aldea, centro de la vida política, como la familia lo es de la vida doméstica. Los Estados Unidos están en ella con todos sus accidentes, cosa que no puede decirse de nación alguna. La aldea francesa o chilena es la negación de la Francia o de Chile, y nadie quisiera aceptar ni sus costumbres, ni sus vestidos, ni sus ideas, como manifestación de la civilización nacional. La aldea norteamericana es ya todo el Estado, con su gobierno civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos, su municipalidad, su censo, su espíritu y su apariencia. Del seno de un bosque primitivo, la diligencia o los vagones salen a un pequeño espacio desmontado en cuyo centro se alzan diez o doce casas. Estas son de ladrillo, construido con el auxilio de máquinas, lo que da a sus costados la tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí con argamasa en filetes finísimos y rectos. Levántanse aquéllas en dos pisos cubiertas de techumbre de madera pintada. Puertas y ventanas pintadas de blanco, sujetan y cierran cerraduras de patente; y stores verdes animan y varían la regularidad de la distribución. Fíjome en estos detalles porque ellos solos bastan para caracterizar un pueblo y suscitan un cúmulo de reflexiones. La primera que me ha embargado al presenciar tanta ostentación de riqueza y de bienestar, es la que suministra la comparación de las fuerzas productivas de las naciones. Chile, por ejemplo, y lo que es aplicable a Chile lo es a toda la América española, Chile tiene millón y medio de habitantes. ¿En qué proporción están las casas, que de tales merezcan el nombre, con las familias que lo habitan? Pues en los Estados Unidos todos los hombres viven en casas, tales como las que he delineado al principio, rodeados de todos los instrumentos más adelantados de la civilización, salvo los pioneers que habitan aún los bosques, salvo los transeuntes que se albergan en inmensos hoteles. De aquí resulta un fenómeno económico que apuntaré ligeramente. Supongo que veinte millones de norteamericanos habiten un millón de casas. ¿Cuánto capital invertido en satisfacer esta sola necesidad? Fabricantes de ladrillos a la mecánica han hecho con sus productos fortunas colosales; fábricas de cerrajería de patente venden sus obras por cantidades cien veces mayores que en cualquiera otra parte del mundo, para servir a menor número de hombres. Las estufas de hierro colado que se aplican al uso doméstico en todas las aldeas, bastarían a dar movimiento y ocupación a las fábricas de Londres; y el avalúo de las casas que habitan los norteamericanos en las aldeas, no diré más pobres, porque el término es impropio, equivaldría a la riqueza territorial e inmueble de cualquiera de nuestros estados.

La cocina, más o menos espaciosa, según el número de individuos de la familia, consta de un aparato económico de hierro fundido, formando parte de él un servicio completo de cacerolas y de utensilios culinarios, todo obra de alguna fábrica que se ocupa de este ramo. En algún departamento interior se guardan arados del autor francés que los inventó, y el instrumento de agricultura más poderoso que se conoce: su reja abre un surco de media vara de ancho; una cuchilla movible va rozando las yerbas, y el menor esfuerzo del labrador la aparta del encuentro del tronco de un árbol. Su ligera obra de madera está constantemente pintada de colorado, y los arneses de los caballos que lo tiran son de obra de talabartería, lustrosa siempre y con hebillas amarillas y adornos en bronce para ajustarlos. Las hachas de la casa son también de patente y de la construcción más aventajada que se conoce; pues el hacha es la trompa del elefante del yankee, su mondadientes y su dedo, como entre nosotros el cuchillo, o la navaja entre los españoles. Una carretela de cuatro ruedas, ligera como las patas de un escarabajo, siempre barnizada y lustrosa como recién sacada de la fábrica, con arneses brillantes, completos y tales como no los llevan iguales los fiacres de París, facilitan la locomoción de los habitantes. Una máquina sirve para desgranar el maíz; otra para limpiar el trigo; y cada operación agrícola o doméstica, llama en su ayuda el talento inventivo de los fabricantes. El terreno adyacente a la casa y que sirve de jardín de horticultura, está separado de la calle o camino público por una balaustrada de madera, pintada de blanco en toda su extensión y de la forma más artística. No se olvide Vd. que estoy describiéndole una pobre aldea que aún no cuenta doce casas, rodeada todavía de bosques no descuajados y apartada por centenares de leguas de las grandes ciudades. Mi aldea, pues, tiene varios establecimientos públicos, alguna fábrica de cerveza, una panadería, varios bodegones o figonerías, todos con el anuncio en letras de oro, perfectamente ejecutadas por algún fabricante de letras. Este es un punto capital. Los anuncios en los Estados Unidos son por toda la Unión una obra de arte, y la muestra más inequívoca del adelanto del país. Me he divertido en España y en toda la América del Sud, examinando aquellos letreros donde los hay, hechos con caracteres raquíticos, jorobados y ostentando, en errores de ortografía, la ignorancia supina del artesano o aficionado que los formó.

El norteamericano es un literato clásico en materia de anuncios, y una letra chueca o gorda, o un error ortográfico expondría al locatario a ver desierto su mostrador. Dos hoteles ha de haber por lo menos en la aldea para alojamiento de los pasajeros; una imprenta para un diario diminuto, un banco y una capilla. La oficina de la posta recibe diariamente los periódicos de la vecindad o las grandes ciudades, a que están subscriptos los aldeanos; y cartas, paquetes y transeuntes han de llegar y salir de ella diariamente; pues el transporte de la mala, aún a los puntos más distantes, se hace en vehículos de cuatro ruedas y con comodidades para pasajeros. Las calles, que se van delineando a medida que la población crece, tienen como las grandes ciudades, treinta varas de ancho, inclusas las aceras de seis varas que deben quedar de cada costado, sombreadas por líneas de árboles que desde luego plantan. El centro de la calle es, mientras no hay medios de empedrarlo, un ciénago en que hozan todos los cerdos de la aldea, los cuales ocupan tan encumbrado lugar en la economía doméstica, que sus productos en toda la Unión corren parejas con los cultivos de trigo.

Y como es regla que según el nido ha de ser el pájaro, diré una palabra sobre el villano. Si es bodegonero, almacenero o de otra profesión secundaria, su traje diario se compone de las piezas siguientes: botas charoladas, pantalón y frac de paño negro, chaleco de raso ídem, corbata de gró, un pequeño casquete o gorrita de paño; y pendiente de un cordón negro, un chisme de oro que representa un lápiz o una llave. En la punta de este cordón y muy sumido en el bolsillo está la pieza más curiosa del traje del yankee. Si Vd. quiere estudiar las transformaciones que el reloj ha experimentado desde su invención hasta nuestros días, pida Vd. la hora a cuanto yankee encuentre. Verá Vd. relojes fósiles, relojes mastodontes, relojes fantasmas, relojes guarida de sabandijas, relojes de tres pisos, inflados, con puente levadizo y escalera secreta, para descender con linterna a darles cuerda. El padrón del reloj de Dulcamara, en el Elixir de Amor, emigró con los primeros puritanos, y sus descendientes gozan del derecho de ciudadanía, y están alistados en el partido temible de los nativistas, que profesan las doctrinas del americanismo más exaltado. Cada buque que llega de Europa trae centenares de estos emigrantes, los cuales, vendidos a la mejor postura en Nueva York, Boston, Nueva Orleans, Baltimore, desde el precio de doce reales para arriba, proveen a esta demanda nacional y popular de relojes. Tiene el yankee una cartera en el bolsillo, y al acostarse en la cama traza a la ligera jeroglíficos que indican el camino que tiene trazado a sus acciones del día siguiente. No se crea que hay exageración en esta común distribución de los medios civilizados a las aldeas como a las ciudades, y a los hombres de todas clases. Tomo a la ventura las villitas más pequeñas, cuya descripción me cae a la mano. Bennington contiene un consistorio, una iglesia, dos academias (colegios), un banco y cerca de 300 habitantes.

Norwich, en la orilla derecha del Connecticut, contiene varias iglesias, un banco y 700 habitantes.

Haverhill tiene un consistorio, un banco, una iglesia, una academia y sesenta casas, etc.

Hacia el Oeste, donde la civilización declina, y en el Far West, donde casi se extingue, por el desparramo de la población en las campañas, el aspecto cambia, sin duda: el bienestar se reduce a lo estrictamente necesario, y la casa se convierte en el log house, construido en veinticuatro horas, de palos superpuestos y cruzándose en las esquinas por medio de muescas; pero aún en estas remotas plantaciones, hay igualdad perfecta de aspecto en la población, en el vestido, en los modales, y aún en la inteligencia; el comerciante, el doctor, el sheriff, el cultivador, todos tienen el mismo aspecto. El campesino es padre de familia, es propietario de doscientos acres de tierra o de dos mil, no importa para el caso. Sus instrumentos aratorios, sus engines, son los mismos, es decir, los mejores conocidos; y si acierta a darse en la vecindad un mitin religioso, de lo profundo de los bosques, descendiendo de las montañas, asomándose por todos los caminos, veráse los campesinos a caballo en grandes cabalgatas, con su pantalón y su frac negro, y las niñas con los vestidos de los géneros más frescos y las formas más graciosas. A bordo de un vapor en una larga navegación, habíame tocado de vez en cuando acercarme a un sujeto perfectamente vestido y que se hacía notar por el cortés desembarazo de los modales. Una mañana, al acercarnos a una ciudad, le ví, no sin sorpresa, sacar de su camarote un caja, templarla y comenzar a tocar la llamada, invitando al enganche a los jóvenes del lugar. ¡Era tambor! A veces la cadena del reloj caía sobre el parche y embarazaba momentáneamente el juego de los palillos. La igualdad es, pues, absoluta en las costumbres y en las formas. Los grados de civilización o de riqueza no están expresados como entre nosotros por cortes especiales de vestido. No hay chaqueta, ni poncho, sino un vestido común y hasta una rudeza común de modales que mantiene las apariencias de igualdad en la educación.

Pero aún no es esta la parte más característica de aquel pueblo: es su aptitud para apropiarse, generalizar, vulgarizar, conservar y perfeccionar todos los usos, instrumentos, procederes y auxilios que la más adelantada civilización ha puesto en manos de los hombres. En esto los Estados Unidos son únicos en la tierra. No hay rutina invencible que demore por siglos la adopción de una mejora conocida; hay por el contrario una predisposición a adoptar todo. El anuncio hecho por un diario de una modificación en el arado, por ejemplo, lo transcriben en un día todos los periódicos de la Unión. Al día siguiente se habla de ello en todas las plantaciones, y los herreros y fabricantes han ensayado en doscientos puntos de la Unión esta práctica. Id a hacer o a esperar cosa semejante en un siglo en España, Francia o nuestra América.

El diccionario de Salvá, porque el de la Academia no hace fe hoy, dice, definiendo la palabra civilización, que es “aquel grado de cultura que adquieren pueblos y personas, cuando de la rudeza natural pasan al primor, elegancia y dulzura de voces y costumbres propio de gente culta”. Yo llamaría a esto civilidad; pues, las voces muy relamidas, ni las costumbres en extremo muelles, representan la perfección moral y física, ni las fuerzas que el hombre civilizado desarrolla para someter a su uso la naturaleza.

Después de las aldeas de los Estados Unidos, llama de preferencia la atención del viajero el movimiento de los caminos que las unen entre sí, ya sean carriles, macadamizados, ferrocarriles o ríos navegables. Si Dios llamara repentinamente a cuentas al mundo, sorprendería en marcha, como a las hormigas, a los dos tercios de la población norteamericana, de donde resulta lo mismo que he dicho de los edificios; pues viajando todos, no hay empresa imposible ni improductiva en materia de viabilidad. Ciento veinte leguas de camino de hierro se hacen en veinticuatro horas desde Albany hasta Buffalo por doce pesos; y por quince, inclusas cuatro opíparas y suculentas comidas diarias, dos mil doscientas millas de navegación de vapor en diez días, desde Cincinnati hasta Nueva Orleans, por los ríos Ohio o Mississippi. El vapor o el convoy del ferrocarril atraviesa bosques primitivos, entre cuyas enramadas, obscuras y solitarias, teme el viajero meditabundo ver aparecer el último resto de las tribus salvajes que no hace diez años llamaban a aquellos parajes las cacerías de sus padres.

La concurrencia de los pasajeros permite la baratura del pasaje; y la baratura del pasaje tienta a viajar a los que no tienen objeto preciso para ello; el yankee sale de su casa a respirar un poco de aire, a tomar un paseo, y hace de ida y vuelta cincuenta leguas en un vapor o un convoy, y vuelve a continuar sus ocupaciones. Cuando el ojo certero de la industria descubre un trayecto de ferrocarril, una asociación lo abre lo suficiente para indicar la vía; de los árboles volteados se hacen las líneas del futuro ferrocarril, poniéndoles sobrepuestas planchuelas delgadas de hierro. El convoy se lanza con tiento al principio, equilibrándose, aquí caigo, allí levanto sobre esta peligrosa vía; los pasajeros llueven de todas partes y con los productos que dejan, se construye entonces el verdadero camino, nunca seguro, por no hacerlo costoso, lo que no aumenta en mucho el número de desgracias. El convoy es siempre cómodo, espacioso, y si los cojines no son tan muelles como los de la primera clase en Francia, no son tampoco tan estúpidamente duros como los de segunda en Inglaterra; pues en los Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad, la cual la forma el hombre, no hay tres y aún cuatro clases de vagones, como sucede en Europa. Pero, donde el lujo y la grandeza norteamericanas se ostentan sin rival en la tierra, es en los vapores de los ríos del norte. Cloacas o cáscaras de nuez parecerían a su lado los que navegan en el Mediterráneo. Son palacios flotantes de tres pisos, con galerías y azoteas para pasearse. Brilla el oro en los capiteles y arquitrabes de las mil columnas que, como en el Isaac Newton, flanquean cámaras monstruos, capaces de contener en su seno al senado y cámara de diputados. Colgaduras de damasco artísticamente prendidas disimulan los camarotes para quinientos pasajeros, comedores colosos con mesa sin fin de caoba bruñida y servicio de porcelana y plata para mil comensales. Puede este buque recibir dos mil pasajeros; tiene 750 lechos, 200 camarotes independientes; mide 341 pies de largo, 85 de ancho, y carga además 1.450 toneladas.

El vapor Hendrick mide 341 pies de largo y 72 de ancho; tiene 150 camarotes independientes; 600 lechos con colchones de pluma, dando accommodations en general para dos mil pasajeros, todo por un dólar, corriendo la distancia de 144 millas. Un habitante de Nueva York va a Troya o Albany en la noche; habla por la mañana del día siguiente con su corresponsal, y en la tarde está en Nueva York de regreso, a vacar de las ocupaciones del día, habiendo hecho en la interrupción de diez o doce horas de tiempo hábil, cien leguas de camino. El sudamericano que acaba de desembarcar de Europa, donde se ha extasiado admirando los progresos de la industria y el poder del hombre, se pregunta atónito al ver aquellas colosales construcciones americanas, aquellas facilidades de locomoción, si realmente la Europa está a la cabeza de la civilización del mundo. Marinos franceses, ingleses y sardos, he visto expresar sin disimulo su asombro de encontrarse tan pequeños, tan atrás de este pueblo gigantesco.

Hay en aquellos buques del Hudson un sancta sanctorum, en cuyo recinto no penetra el ojo del profano, una morada misteriosa, de cuyas delicias puede cuando más tenerse sospechas por las bocanadas de perfumes que se escapan al abrirse momentáneamente la puerta. Los norteamericanos se han creado costumbres que no tienen ejemplo ni antecedentes en la tierra. La mujer soltera, o el hombre de sexo femenino, es libre como las mariposas hasta el momento de encerrarse en el capullo doméstico para llenar con el matrimonio sus funciones sociales. Antes de esta época viaja sola, vaga por las calles de las ciudades y mantiene amoríos castos a la par que desenvueltos a la luz del público, bajo el ojo indiferente de sus padres. Recibe visitas de personas que no se han presentado a la familia, y a las dos de la mañana vuelve de un baile a su casa acompañada por aquel con quien ha valseado o polkeado exclusivamente toda la noche. Los buenos puritanos de sus padres la hacen bromas a veces con el tal, de cuyos amores han sido instruídos por la voz pública, y la taimada se complace en derrotar las conjeturas, desmintiendo la evidencia.

Después de dos o tres años de flirtear, este es el verbo norteamericano, bailes, paseos, viajes y coqueterías, la niña de la historia, en el almuerzo y como quién no quiere la cosa, pregunta a sus padres si conocen a un joven alto, rubio, maquinista de profesión, que suele venir a verla, de vez en cuando, todos los días. Hacía un año que estaban esperando esta introducción. El desenlace es que hay en la familia un enlace convenido, de que se da parte a los padres la víspera, los cuales ya lo sabían por todas las comadres de la vecindad. Celebrado el desposorio, los novios toman en el acto el próximo camino de hierro, y salen a ostentar su felicidad por bosques, villas, ciudades y hoteles. En los vagones se las ve siempre a estas encantadoras parejas de jóvenes de veinte años, abrazados, reposándose el uno en el seno del otro, y prodigándose caricias tan expresivas que edifican a todos los circunstantes, haciéndoles formar el propósito de casarse inmediatamente, aún a los más contumaces solterones. No puede hacerse en términos más insinuantes que esta exposición al aire libre de las embriagueces matrimoniales, la propaganda del casamiento. Debido a esto es que el yankee no llega nunca a la edad de veinte y cinco años sin tener ya una familia numerosa; y yo no me explico de otro modo la asombrosa propagación de la especie en aquel suelo afortunado. En 1790 la población constaba de cerca de cuatro millones; 1800, cinco millones; 1810, siete millones; 1820, nueve millones; 1830, doce millones; 1840, diez y siete millones; 1850, contará veinte y tres millones. La inmigración influye en estas cifras; pero en proporciones limitadas. El inmigrante no es un animal prolífico, hasta que ha recibido el baño yankee.

Volviendo, pues, a los millares de novios que andan enardeciendo y vivificando la atmósfera con sus hálitos de primavera, los vapores del Hudson y de otros ríos clásicos les tienen preparados departamentos ad hoc. ¡Llámase este recinto la cámara de la novia! Vidrios de colores esmaltados imprimen a la discreta luz que penetra en ella, todos los suaves colores del iris; lámparas rosadas arden por la noche; y de noche y de día el perfume de las flores, las aguas odoríferas y los aromas que se queman aguzan la sed de placer que consume a sus escogidos moradores. Las fábricas de París no han creado damascos ni muselinas suficientemente costosas, para envolver entre sus sueltos pliegues y bajo techumbres doradas las legítimas saturnales de la cámara de la novia. Después de haber visto la cascada del Niágara, bañándose en las fuentes termales de Saratoga, pasado en revista cien ciudades y recorrido mil leguas de país, los novios vuelven, después de quince días, extenuados, maravillados y contentos, a aburrirse santamente en el hogar doméstico. La mujer ha dicho adiós para siempre al mundo, de cuyos placeres gozó tanto tiempo con entera libertad; a las selvas frescas de verdura, testigos de sus amores, a la cascada, a los caminos y a los ríos. En adelante, el cerrado asilo doméstico es su penitencia perpetua; el roastbeef su acusador eterno; el hormigueo de chiquillos rubios y retozones, su torcedor continuo; y un marido incivil, aunque good natured, sudón de día y roncador de noche, su cómplice y su fantasma. Atribuyo a aquellos amores ambulantes en que termina el flirteo americano, la manía de viajar que distingue al yankee, de quien puede decirse que nace viajero. El furor de viajar crece en proporciones espantosas año por año. Los productos de todas las obras públicas, ferrocarriles, puentes y canales en los diversos estados, en 1844, comparados con los de 1843, mostraron un aumento de cuatro millones de dóllars; lo que hizo subir en solo aquel año de ochenta millones el valor de los trabajos, computando el rédito al cinco por ciento. Sabe de memoria todas las distancias, y a la vista de una ciudad, en los vagones o en los vapores, hay un movimiento general de echar mano a la faltriquera, desdoblar el mapa topográfico de los alrededores y señalar con el dedo el punto de la cuestión. Una sola casa de Nueva York ha vendido en diez años millón y medio de atlas y mapas para el uso popular. Es seguro que en París no hay ninguna que haya hecho emisión igual para proveer al mundo entero. Cada estado tiene su carta geológica, que muestra la composición del suelo y los elementos explotables que contiene; cada condado su carta topográfica en diez ediciones diversas de todos los tamaños y de todos los precios. Apenas se tiró el primer cañonazo en la frontera mejicana, la Unión fué inundada por millones de mapas de Méjico, en los cuales el yankee traza los movimientos del ejército, da batallas, avanza, toma a la capital y se estaciona allí, hasta que las nuevas noticias venidas por el telégrafo, lo orientan sobre la verdadera posición de los ejércitos, para hacerlos marchar de nuevo, con el dedo puesto en el mapa y a fuerza de conjeturas y cálculos, lo pone a la hora de ésta dentro de la ciudad de Méjico. Los mejicanos pueden ir a recibir lecciones de los leñadores yankees sobre la topografía, producciones y ventajas del país que sin conocer habitan.

Pero continuemos un poco describiendo la fisonomía de los caminos. En los lagos y en otros ríos de mayor longitud que el Hudson, los vapores se acercan a los barrancos en puntos determinados, para renovar su provisión de leña, operación que se hace en menos tiempo que el cambio de mulas en las postas españolas o la renovación de pasajeros. Del centro de un bosque secular y por sendas apenas practicables, vese salir una familia de señoras en toilette de baile, acompañadas por caballeros vestidos del eterno frac negro, variado a veces por un paletó, y cuando más un anciano con surtú de terciopelo a la puritana; cabellos blancos y largos hasta los hombros, a lo Franklin, y sombrero redondo de copa baja. El carruaje que los conduce es de la misma construcción y tan esmeradamente barnizado como los que circulan en las calles de Washington. Los caballos con arneses relucientes, pertenecen a la raza inglesa, que no ha perdido nada de su esbelta belleza ni de su árabe conformación al emigrar al nuevo mundo; porque el norteamericano, lejos de barbarizar como nosotros los elementos que nos entregó al instalarnos colonos la civilización europea, trabaja por perfeccionarlos más aún y hacerles dar un nuevo paso. El espectáculo de esta decencia uniforme, y de aquel bienestar general, si bien satisface el corazón de los que gozan en contemplar a una porción de la especie humana, dueña en proporciones comunes a todos, de los goces y las ventajas de la asociación, cansa, al fin, la vista por su monótona uniformidad; desluciendo el cuadro, a veces, la aparición de un campesino con vestidos desordenados, levita descolorida y sucia, o frac hecho harapos, lo que trae a la memoria del viajero el recuerdo de los mendigos españoles o sudamericanos, de tan ingrata apariencia. No hermosean el paisaje, por ejemplo, aquellos trajes romanescos de la campiña de Nápoles; el sombrero con pluma empinada de las aguadoras de Venecia; la mantilla de las manolas sevillanas; ni las vestiduras recamadas de oro de las judías de Argel u Orán. ¡La Francia misma, que manda a todos los pueblos el despótico decreto de sus modas, entretiene al viajero con las cofias de las mujeres de campaña, invariables y características en cada provincia, llegando en las inmediaciones de Burdeos a asumir la aterrante altura de dos tercios de vara sobre la cabeza, como aquellas peinetas formadas de la concha de un galápago entero, que llenas de orgullo llevaron en un tiempo las damas de Buenos Aires; analogía que unida a los pabellones y espuelas chilenos, me ha hecho sospechar que el espíritu de provincia, de aldea, es por todas partes fecundo en cosas abultadas!

Una paisanota de los Estados Unidos se conoce apenas por lo sonrosado de sus mejillas, su cara redonda y regordeta y el sonreir candoroso y hébété que la distingue de las gentes de las ciudades. Fuera de esto y un poco de peor gusto y menos desenfado para llevar la cachemira o la manteleta, las mujeres norteamericanas pertenecen todas a una misma clase, con tipos de fisonomía que por lo general honran a la especie humana.

En este viaje que con usted, mi buen amigo, ando haciendo por todas partes en los Estados Unidos, ya sea que nos paseemos en las galerías o sobre la cubierta de los vapores, ya sea que prefiramos el más sedentario vehículo de los ferrocarriles, al fin hemos de llegar, no diré a las puertas de una ciudad, frase europea y que está indicando las prisiones de que están circundadas, sino al desembarcadero, desde donde, con trescientos pasajeros más, iremos a acuartelarnos en uno de los magníficos hoteles cuyas carrozas con cuatro caballos y domésticos elegantes, si no queremos seguir a pie la procesión con nuestro saco de viaje bajo el brazo, nos aguardan a la puerta. Al acercarse el vapor en que descendía el Mississipí, volviendo una de las semicirculares curvas que describe aquella inmensa cuanto quieta mole de agua, nos señalaron en el horizonte, dominando masas escalonadas de bosques matizados por el otoño y a cuya base se extienden en líneas de esmeralda las dilatadas plantaciones de azúcar, la cúpula de San Carlos, consoladora muestra, después de 700 leguas de agua y bosque, de la proximidad de Nueva Orleáns; y aunque el aspecto del paisaje circunvecino no favorece la comparación, la vista de aquella lejana cúpula me trajo a la memoria la de San Pedro en Roma, que se divisa desde todos los puntos del horizonte como si ella sola existiese allí; mostrándose tan colosal a veinte leguas, como no se la cree cuando es considerada de cerca. Por fin, iba a ver en los Estados Unidos una basílica de arquitectura clásica y de dimensiones dignas del culto. Alguien nos preguntó si teníamos hotel para nuestro alojamiento, indicándonos el de San Carlos, como el más bien servido. Desde la cúpula, añadió, podrán ustedes tener al salir el sol el panorama más vasto de la ciudad, el río, el lago y las vecinas campiñas. El San Carlos que alzaba su erguida cabeza sobre las colinas y bosques de los alrededores, el San Carlos que me había traído la reminiscencia de San Pedro en Roma, ¡no era más que una fonda!

He aquí el pueblo rey que se construye palacios para reposar la cabeza una noche bajo sus bóvedas; he aquí el culto tributado al hombre, en cuanto hombre, y los prodigios del arte empleados, prodigados para glorificar a las masas populares. Nerón tuvo su Domus Aurea; ¡entre los romanos, los plebeyos tenían sus catacumbas tan sólo para abrigarse!

Nuestra admiración en nada disminuyó al acercarnos a la base del soberbio palacio que envidiaran muchos príncipes europeos, y que en los Estados Unidos, a excepción del Capitolio de Wáshington, monumento alguno civil o religioso le es superior en dimensiones y buen gusto. Sobre una subconstrucción de granito, destinada a bodegas y almacenes, se alza un basamento de mármol blanco, que sirve de base a doce columnas estriadas de orden compósito, y seis de las cuales, avanzándose sobre el plan general, sostienen un bellísimo frontón. El lienzo de las murallas que a ambos lados continúan el frontispicio, contiene entre la altura correspondiente a la que media entre el basamento y el arquitrabe de las columnas, cuatro órdenes de pisos, conservando, sin embargo, sus ventanas proporciones arquitectónicas. Debajo del pórtico formado por el frontón está la estatua de Wáshington jupiterino, que guarda la entrada, la cual conduce a una espaciosa rotonda, pavimentada de mármol, y que corresponde a la gran cúpula que reposa sobre ella. En este espacioso recinto están distribuídas mesas recargadas de colecciones de periódicos de toda la Unión y los de Europa de quince días anteriores.

Las oficinas de la contaduría de la casa ocupan el frente; escalas soberbias se enroscan en el aire sobre sí mismas cual serpientes de bronce, para dar ascenso en todas direcciones a las habitaciones superiores, hasta la misma cúpula, rodeada de una galería de columnas corintias, en que termina el monumento. Profusa y ordenada turba de sirvientes están prontos a obedecer la menor indicación del viajero; y una chimenea que puede contener una tonelada de carbón de piedra, le entretiene y conforta en el invierno, mientras se registra su nombre en el gran libro, siempre abierto para este fin, y se le señalan habitaciones a donde transportar su equipaje. Una iluminación de gas poderosa distribuye por mil picos esparcidos en todo el ámbito del edificio torrentes de luz solar. A la izquierda se extiende hacia el fondo de la construcción el comedor, rodeado de columnas, alumbrado por arañas colosales de bronce, y suficientemente ancho para contener tres mesas de caoba que corren paralelas a lo largo del salón una distancia de algo menos de media cuadra. Setecientos comensales se reunen en torno de estas mesas en el invierno, época de mayor actividad y concurrencia en Nueva Orleans. El interior del edificio corresponde en lujo a estas colosales exterioridades. Mi compañero de viaje, dominado por ideas sociales de un orden superior, se había en conversaciones anteriores, mostrado punto menos que indiferente sobre las ventajas de este o el otro sistema de gobierno. Pero, al recorrer las calles internas que dan comunicación a centenares de habitaciones, decoradas éstas con todas las gradaciones de lujo que pueden exigir la condición diversa de los huéspedes, y que según él, se extendían a distancias fabulosas, estoy convertido, me decía, por la intercesión de San Carlos; ahora creo en la república, creo en la democracia, creo en todo; perdono a los puritanos, aun aquel que comía salsa de tomate crudo con la punta del cuchillo y antes de la sopa. ¡Todo debe perdonársele, sin embargo, al pueblo que levanta monumentos a la sala de comer, y corona con una cúpula como ésta la cocina!

El San Carlos, no obstante ser el San Pedro de los hoteles, no es por eso ni el más espacioso ni el más sólido de los palacios populares, si bien ha costado 700.000 duros su construcción. Cada gran ciudad de los Estados Unidos se envanece de poseer dos o tres hoteles monstruos, que luchan entre sí en lujo y comfort, menudeando al pueblo a precios ínfimos. El Astor-Hotel en Nueva York es una soberbia construcción en granito que ocupa con su mole un costado de la plaza de Wáshington; y en ninguno de los templos que abundan en aquella ciudad se han invertido mayores sumas. Después que he visitado los Estados Unidos, y visto los resultados obtenidos allí espontáneamente, me he formado una rara preocupación, y es que para saber si una máquina, un invento, o una doctrina social es útil y de aplicación o desenvolvimiento futuro, se ha de poner a prueba en la piedra de toque de la espontánea aplicación de los yankees. Los hoteles hacen hoy un papel primordial en la vida doméstica de las naciones. Los pueblos estacionarios, como la España y sus derivados, no necesitan hotel, bástales el hogar doméstico; en los pueblos activos, con vida actual, con porvenir, el hotel estará más arriba que toda otra construcción pública. Hace cien años el hotel se conocía apenas en París, y no lo era en todo el resto de la Europa. Hace 40 años que Fourier basaba su teoría social en cuanto a habitaciones, en el falansterio, o el hotel, capaz de contener dos mil personas, proporcionándoles comodidades que no puede obtener la familia aislada en el hogar doméstico. La prueba de que Fourier no andaba errado, es el hotel norteamericano, que siguiendo la simple impulsión de conveniencia, ha tomado ya la forma monumental y dimensiones punto menos que falansterianas. Las iglesias cristianas subdivididas en sectas en los Estados Unidos, de catedrales que eran antes, han descendido a capillas. Las flechas del templo bajan a medida que las creencias se subdividen, mientras que el hotel hereda la cúpula del tabernáculo antiguo, y toma las formas de las termas de los emperadores, donde la importancia del individuo ha llegado a la altura de la democracia norteamericana. La arquitectura religiosa continúa secándose y marchitándose, al paso que la arquitectura popular improvisa en todos los Estados Unidos, formas, dimensiones y ordenanzas que acabarán por serle peculiares. El banco americano es una construcción sólida como la caja de hierro, con frontis jónico, y si no es jónica la construcción, es egipcia. ¿Por qué caen los yankees en estos órdenes tan macizos, para encerrar la caja de hierro? Sobre todos los monumentos americanos se alza un pararrayos; y domina ya el uso arquitectónico de poner en la cúspide de las cúpulas, a guisa de pináculo, la estatua de Franklin, sosteniendo el pararrayos. ¡Ya tenemos, pues, un Mercurio, encargado de guardar el asilo doméstico, o una Santa Bárbara abogada contra rayos! Si los americanos no han creado, pues, un orden de arquitectura, tendrán, por lo menos, aplicaciones nacionales, carácter y forma sugeridos por las instituciones políticas y sociales, como ha sucedido con todas las arquitecturas que nos ha legado la antigüedad. Una rara confusión reina hoy en Europa sobre la aplicación de las bellas artes. El restablecimiento y reparación de las catedrales góticas, ha seguido al movimiento de la literatura llamada romántica. El panteón creado por la República francesa ha quedado acéfalo, como si esperara aún tiempos mejores para llenar su objeto. El templo de la gloria edificado por Napoleón, la construcción más griega, más olímpica que vieron nunca romanos o franceses, es hoy el templo de la Magdalena, cuya arquitectura risueña y plácida parece burlarse de las lágrimas de la arrepentida Loreta de Jerusalén; y las imágenes de la virgen y de los santos han ido a confundirse en los museos, y tenerse hombro con hombro con las estatuas de los dioses paganos, o las desnudeces de la pintura profana, en Roma, Londres, Dresde, o Florencia. En los Estados Unidos las formas exteriores se apropian a los objetos del culto, perdóneme la expresión. El Banco en jónico; el hotel en corintio a veces, y monumental siempre, y el inventor del pararrayos tiene ya su puesto elevado y su función arquitectónica, y hasta el piñón de la arquitectura romana ha sido prolongado, para hacer de él la imagen de la mazorca de maíz, símbolo de la agricultura americana.

En cuanto a la distribución interior del grande hotel, nada de más normal que la ordenanza común a todos estos establecimientos. A la entrada un pórtico, que contiene las oficinas de administración. Un registro en que el huésped entrante inscribe su nombre, y a cuyo margen el oficinista anota el número 560, o 227, que es el de la cámara que se le destina, y cuya campanilla, como todas las de la casa, cae en cerradas hileras a la misma oficina. En el vestíbulo están fijados todos los carteles de la ciudad para conocimientos del viajero. La representación teatral, el meeting, el sermón del día, los vapores que parten, el movimiento de los caminos de hierro, etc. En un salón inmediato está el gabinete de lectura que contiene los principales diarios de la Unión y las últimas fechas de Europa. Un salón de fumar, y cuatro o cinco salas de conversación y de recibo, completan por esta parte las comodidades públicas de la casa. Baños termales están a toda hora a disposición de los huéspedes. Las señoras tienen igualmente sus salones de recibo y de tertulia, decorados con gracia y lujo. Dos o tres pianos entran en el material de estos establecimientos. A las 7 y media de la mañana la vibración insoportable del hong-hong chino, recorriendo todas las galerías de comunicación, avisa a los habitantes que es llegada la hora de ponerse de pie. A las ocho nuevo y más prolongado rumor anuncia estar el almuerzo servido. La turbamulta de los conventuales acude, se precipita de cada una de las avenidas, hacia la entrada del inmenso refectorio. Aquí principia a mostrarse la vida de este pueblo tan serio cuando ríe como cuando come. Donde todos los hombres son iguales al último individuo de la sociedad, no hay protección para el débil, por la misma razón que no hay jerarquías que separen a los poderosos. ¡Ay de las mujeres en este acto solemne de la soberanía popular! si los reglamentos provisorios del hotel no viniesen en su ayuda:

“Art. 1.º Nadie podrá sentarse a la mesa común, hasta que las damas, con sus consortes, o deudos, hayan ocupado la cabecera y costados contiguos de la mesa.

“Art. 2.º Se suplica al público que no fume ni masque tabaco en la mesa.

“Art. 3.º A un golpe de campanilla los varones se sentarán en los asientos que quedaren.”

Sobreentendidas estas disposiciones, el pueblo gastrónomo se alinea detrás de los asientos, con ambas manos puestas sobre el espaldar de la silla, y por derecha e izquierda vista al sirviente que ha de administrar el apetecido companillazo. Toma este el sonoro instrumento en mano, y la noble línea se conmueve; al menor movimiento indicativo de la campana, los cuerpos describen ondulaciones como las espigas de trigo al más ligero soplo de la brisa. Alzase la campanilla en actitud de sonar, y una descarga cerrada de sillas removidas con estrépito acompaña, si no precede al retintín chillón del cobre agitado, e instantáneamente un fuego graneado de platos, cuchillos y tenedores que se chocan entre sí, se prolonga durante cinco minutos, pudiendo por el rumor tempestuoso que se difunde por el aire, saberse a media legua a la redonda que se come en un hotel. Imposible seguir con la vista las evoluciones que se suceden en aquella batahola, no obstante la actividad y destreza de cincuenta domésticos, que tratan de dar cierto orden acompasado al destapar de las viandas, o al verter té o café. El norteamericano tiene destinados dos minutos para almorzar, cinco para comer, diez para fumar o mascar tabaco, y todos los momentos desocupados para echar una ojeada sobre el diario que usted está leyendo, único diario que le interesa puesto que otro está ya ocupado de él.

Almuerzo, lunch a las once, comida, y el té, son las cuatro colaciones de ordenanza de aquellas comunidades que se renuevan todos los días, sin que la regla estorbe el que se administre el almuerzo a las cinco de la mañana para los que han de partir en un vapor o convoy matinal, ni falte nunca una refacción servida para todos los que llegan, no importa la hora del día o de la noche. Y luego, ¡qué incongruencias! ¡qué incestos! ¡y qué promiscuaciones en los manjares! El yankee pur sang, se sirve en un mismo plato, conjunta o sucesivamente, todas las viandas, postres y frutas. ¡Hemos visto a uno del Far-West, país de dudosa situación, como el Ophir de los fenicios, principiar la comida por salsa de tomates frescos, tomada en cantidad enorme, sola y con la punta del cuchillo! ¡Patatas dulces con vinagre! Estábamos helados de horror, y mi compañero de viaje lleno de gastronómica indignación al ver estas abominaciones: y no llueve fuego del cielo, exclamaba: los pecados de Sodoma y Gomorra debieron ser menores que los que cometen a cada paso estos puritanos!

En los salones de lectura, cuatro o cinco moscones se le apoyarán pesadamente en los hombros para leer el mismo trozo de la letra menudísima que está usted leyendo. Si baja usted una escala, o quiere introducirse por una puerta, por poca que sea la concurrencia, el que se suceda lo empujará por apoyarse en algo. Si fuma usted tranquilamente su cigarro, un pasante se lo sacará de la boca para encender el suyo, y si usted no anda listo para recibirlo, se encargará él en persona de metérselo de nuevo en la boca. Si tiene usted un libro en las manos, con tal que lo cierre un poco para mirar hacia otra parte, su vecino se apoderará de él para leerse dos capítulos de seguida. Si los botones de su paletó tienen relieve de cabezas de venado, caballos o javalíes, cuantos lo noten vendrán a recorrerlos uno a uno, haciendo girar la persona de usted de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, para mejor inspeccionar el museo ambulante. Ultimamente, si usted lleva barba completa en los países del Norte, lo cual indica que es usted francés o polaco, a cada paso se encuentra encerrado en medio de un círculo de hombres que lo contemplan con curiosidad infantil, llamando a sus amigos o conocidos para que satisfagan de cuerpo presente su novedosa curiosidad.

Todas estas libertades, bien entendido, puede usted tomárselas con los otros a su vez, sin que nadie reclame de ello ni dé el menor síntoma de serle desagradable. Pero, donde el genio y los instintos nacionales brillan en su verdadera luz, es en las actitudes yankees en sociedad. Esto merece algunas explicaciones. En un pueblo que como éste avanza cien leguas de frontera por año, se improvisa un estado en seis meses, se transporta de un extremo a otro de la Unión en algunas horas, y emigra al Oregon, deben gozar de tan alta estima los pies, como la cabeza entre los que piensan, o el pecho entre los que cantan. En Norte América verá usted muestras a cada paso del culto religioso que la nación tributa a sus nobles y dignos instrumentos de riqueza: los pies. Conversando con usted el yankee de educación esmerada, levantará él un pie a la altura de la rodilla, sacarále el zapato para acariciarlo, y oir las quejas que contra el excesivo servicio puedan poner los dedos. Cuatro individuos sentados en torno de una mesa de mármol pondrán infaliblemente sus ocho pies sobre ella, a no ser que puedan procurarse un asiento forrado en terciopelo, que en cuanto a blandura prefieren los yankees el mármol. En el Fremonthotel, de Boston, he visto siete dandies yankees en discusión amigable, sentados como sigue: dos con los pies sobre la mesa; uno con los dichos sobre el cojín de una silla adyacente; otro con una pierna pasada sobre el brazo de la silla propia; otro con ambos talones apoyados en el borde del cojín de su propia silla, de manera de apoyar la barba entre las dos rodillas; otro abrazando o empiernando el espaldar de la silla, de la misma manera que nosotros solemos apoyar el brazo. Esta postura imposible para los otros pueblos del mundo, la he ensayado sin éxito, y se la recomiendo a usted para administrarse unos calambres en castigo de alguna indiscreción; otro, en fin, si no están ya los siete, en alguna otra posición absurda. No recuerdo si he visto norteamericanos sentados en la espalda de silla con los pies en el cojín: de lo que estoy seguro es que nunca vi uno que se preciase de cortés en la postura natural. El estar acostados es el fuerte de la elegancia, y los entendidos reservan este rasgo de buen gusto para cuando hay damas, o cuando un locófoco oye un speech whig. El secretario de la legación chilena, al llegar a Wáshington, tuvo necesidad de hablar a un diputado. Acude al Capitolio, se informa de su asiento durante la sesión, llega, al fin, hasta el punto donde Mr. N. roncaba profundamente acostado en su asiento con las piernas extendidas sobre el asiento de su vecino. Hubo de despertarlo, y una vez entendido sobre el asunto que lo traía, se acomodó del otro lado, esperando, sin duda, que concluyese el interminable discurso de algún orador de opinión contraria. Los americanos, en política y religión, profesan el admirable y conciliante principio de que no debe discutirse sino con los que son de su propia secta u opinión. Este sistema se funda en el pleno conocimiento de la naturaleza humana. El orador yankee se esfuerza en confirmar a los suyos en sus creencias, más bien que en persuadir a los contrarios, que duermen en el entre tanto, o piensan en sus negocios. La conclusión de todo esto es que los yankees son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó debajo del sol. Así lo han declarado jueces tan competentes, como el capitán Marryat, Miss Trolop y otros viajeros; bien es verdad que si en Francia, y en Inglaterra, los carboneros, leñadores y fogoneros se sentasen a la misma mesa, con los artistas, diputados, banqueros y propietarios, como sucede en los Estados Unidos, otra opinión formarían los europeos de su propia cultura. En los países cultos, los buenos modales tienen su límite natural. El lord inglés es incivil por orgullo y por desprecio a sus inferiores, mientras que la gran mayoría lo es por brutalidad e ignorancia. En los Estados Unidos la civilización se ejerce sobre una masa tan grande, que la depuración se hace lentamente, reaccionando la influencia de la masa grosera sobre el individuo, y forzándole a adoptar los hábitos de la mayoría, y creando, al fin, una especie de gusto nacional que se convierte en orgullo y en preocupación. Los europeos se burlan de estos hábitos de rudeza, más aparente que real, y los yankees, por espíritu de contradicción, se obstinan en ellos, y pretenden ponerlos bajo la égida de la libertad y del espíritu americano. Sin favorecer estos hábitos, ni empeñarme en disculparlos, después de haber recorrido las primeras naciones del mundo cristiano, estoy convencido de que los norteamericanos son el único pueblo culto que existe en la tierra, el último resultado obtenido de la civilización moderna.

Los americanos en masa llevan reloj, en Francia no lo usa un décimo de la nación. Los americanos en masa visten fraque y los otros vestidos complementarios, aseados y de buena calidad. En Francia viste blusa de anquín los cuatro quintos de la nación.

Usan los yankees, en masa, cocinas económicas, arado Durand y coche. Habitan casas cómodas, aseadas. El jornalero gana un duro al día. Tienen caminos de hierro, canales artificiales y ríos navegables, en mayor número y recorriendo mayores distancias que toda Europa junta. La estadística comparativa de los caminos de hierro era como sigue: En 1845: Inglaterra, 1800 millas; Alemania, 1339; Francia, 560; Estados Unidos, 4000; lo que equivale a 86 millas en Inglaterra por cada millón de habitantes; 16 en Francia, 222 en los Estados Unidos. Sus líneas de telégrafos eléctricos están hoy, únicas en el mundo, puestas a disposición del pueblo, pudiendo en fracciones inapreciables de tiempo, enviar avisos y órdenes de un extremo a otro de la Unión.

El único pueblo del mundo que lee en masa, que usa de la escritura para todas sus necesidades, donde 2000 periódicos satisfacen la curiosidad pública, son los Estados Unidos, y donde la educación como el bienestar están por todas partes difundidos y al alcance de los que quieran obtenerlo. ¿Están uno y otro en igual caso en punto alguno de la tierra? La Francia tiene 270.000 electores, esto es, entre treinta y seis millones de individuos de la nación más antiguamente civilizada del mundo, los únicos que por la ley no están declarados bestias: puesto que no les reconoce raza para gobernarse.

En los Estados Unidos, todo hombre, por cuanto es hombre, está habilitado para tener juicio y voluntad en los negocios políticos, y lo tiene, en efecto. En cambio, la Francia tiene un rey, cuatrocientos mil soldados, fortificaciones de París que han costado dos mil millones de francos, y un pueblo que se muere de hambre. Los norteamericanos viven sin gobierno, y su ejército permanente monta sólo a nueve mil hombres, siendo necesario hacer un viaje a puntos determinados para ver el equipo y apariencia de los soldados norteamericanos; pues que hay familias y aldeas de la Unión que jamás han visto un soldado. Muchos vicios de carácter tachan los europeos y aun los sudamericanos a los yankees. Por lo que a mí respecta, miro con veneración esos mismos defectos, atribuyéndoselos a la especie humana, al siglo, a las preocupaciones hereditarias y a la imperfección de la inteligencia. Un pueblo compuesto de todos los pueblos del mundo, libre como la conciencia, como el aire, sin tutores, sin ejército, y sin bastillas, es la resultante de todos los antecedentes humanos, europeos y cristianos. Sus defectos deben, pues, ser los de la raza humana en un período dado de desenvolvimiento. Pero como nación, los Estados Unidos son el último resultado de la lógica humana. No tiene reyes, ni nobles, ni clases privilegiadas, ni hombres nacidos para mandar, ni máquinas humanas nacidas para obedecer. ¿No es este resultado conforme a las ideas de justicia y de igualdad que la cristiandad acepta en teoría? El bienestar está distribuído con más generalidad que en pueblo alguno; la población se aumenta según leyes desconocidas hasta hoy entre las otras naciones; la producción sigue una progresión asombrosa. ¿No entrará, como pretenden los europeos, por nada de esto la libertad de acción, y la falta de gobierno? Dícese que la facilidad de ocupar nuevos terrenos, es la causa de tanta prosperidad. Pero, ¿por qué en la América del Sud, donde es igualmente fácil y aun más ocupar nuevas tierras, ni la población ni la riqueza aumentan, y hay ciudades y aun capitales tan estacionarias, que no han edificado cien casas nuevas en diez años? Aún no se ha hecho en nación alguna el censo de la capacidad inteligente de sus moradores. Cuéntase la población por el número de habitantes, y de las cifras acumuladas deduce su fuerza y valimento. Acaso para la guerra, mirado el hombre como máquina de destrucción, puede ser significativo este dato estadístico; mas una peculiaridad de los Estados Unidos hace que aun en este caso falle el cálculo. Un yankee para matar hombres equivale a muchos de otras naciones, de manera que la fuerza destructora de la nación puede contarse en doscientos millones de habitantes. El rifle es el arma nacional, el tiro al blanco la diversión de los niños en los estados que tienen bosques, y cazar ardillas a bala en los árboles, tostándoles las patas para no lastimar la piel, la destreza asombrosa que adquieren todos.

La estadística de los Estados Unidos muestra el número de hombres adultos que corresponden a veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, escribiendo, y gozando de derechos políticos con excepciones que no alcanzan a desnaturalizar el rigor de las deducciones: el hombre con hogar, o con la certidumbre de tenerlo; el hombre fuera del alcance de la garra del hambre y de la desesperación; el hombre con esperanza de un porvenir tal como la imaginación puede inventarlo; el hombre con sentimientos y necesidades políticas; el hombre, en fin, dueño de sí mismo, y elevado su espíritu por la educación y el sentimiento de su dignidad. Dícese que el hombre es un ser racional, por cuanto es susceptible de llegar a la adquisición y al ejercicio de la razón; y en este sentido país ninguno de la tierra cuenta con mayor número de seres racionales, aunque le exceda diez veces en el de habitantes.

No es cosa fácil mostrar cómo obra la libertad para producir los prodigios de prosperidad que los Estados Unidos ostentan. ¿La libertad de cultos puede producir riquezas? ¿Cómo obra la facultad de ir a esta u otra capilla, de creer en este o en el otro dogma para desenvolver fuerzas productoras? Para cada secta religiosa las otras son como si no existieran, y por tanto, la libertad es nula en sus efectos para cada una separadamente. Los europeos lo atribuyen a las facilidades que ofrece un país nuevo, con terrenos vírgenes y de fácil adquisición, lo cual fuera explicación satisfactoria, si la América del Sud, cuan grande es, no tuviera mayor extensión de terrenos vírgenes, igual facilidad para obtenerlos, y sin embargo, atraso, pobreza e ignorancia mayor, si cabe, que la que muestran las masas europeas. Luego, no basta la circunstancia de ser países nuevos en cuya extensión pueda dilatarse la esfera de acción.

Muchas veces me ocurrirá acudir a este censo moral e intelectual para tratar de explicar los fenómenos sociales que sorprenden en América. Ahora, sólo estableceré un hecho, y es que la aptitud de la raza sajona no es tampoco explicación de la causa del gran desenvolvimiento norteamericano. Ingleses son los habitantes de ambas riberas del río Niágara, y sin embargo, allí donde las colonias inglesas se tocan con las poblaciones norteamericanas, el ojo percibe que son dos pueblos distintos. Un viajero inglés, después de haber descripto varias muestras de industria y progreso del lado americano de la cascada, añade:

“Ahora estoy de nuevo bajo la jurisdicción de las leyes y del gobierno inglés, y por tanto, ya no me creo extranjero. Aunque los americanos en general son civiles y afables, sin embargo un inglés, extranjero en medio de ellos, es importunado y disgustado por sus jactancias de proezas en la última guerra, y su superioridad sobre todas las otras naciones, asentando como un hecho incuestionable que los americanos sobrepasan a todas las otras naciones en virtud, saber, valor, libertad, gobierno y toda otra excelencia. No obstante, por más que merezcan el ridículo por este flaco, yo no puedo menos de admirar la energía y espíritu de empresa que muestran en todo, y deploro la apatía del gobierno inglés con respecto a la mejora de estas provincias. Una sola mirada echada sobre las riberas del Niágara basta para mostrar de qué lado está el gobierno más efectivo. Del lado de los Estados Unidos se levantan grandes ciudades, numerosos puertos con muelles para protegerlos en las radas, o diligencias corriendo a lo largo de los caminos; y la actividad del comercio mostrándose en todas direcciones. En el lado del Canadá, aunque dividido por el cauce de un río, en un antiguo establecimiento, y al parecer con mejor tierra, hay sólo dos o tres almacenes, una taberna o dos, un puerto tal como Dios lo hizo y sin obras que lo defiendan; uno o dos buquecitos anclados, y algún desembarcadero accidental.”

Otro viajero, después de describir varias muestras de la industria creciente del lado americano, añade “el país que atravesamos (del lado canadiense) estaba muy avanzado en las cosechas, sin que se viesen señales de intentar recogerlas. Donde quiera que nos deteníamos para mudar caballos, nos asaltaban bandas de chicuelos vendiendo manzanas, y por la primera vez vimos de este lado algunos mendigos”. No hace mucho tiempo que una grande inmigración venida del Canadá volvió a emigrar a los Estados Unidos. Los caminos de hierro, como medio de riqueza y civilización, son comunes a la Europa y a los Estados Unidos, y como en ambos países datan de ayer solo, en ellos puede estudiarse el espíritu que preside a ambas sociedades. En Francia los trabajos de nivelación, como todo lo que constituye el ferrocarril, son cuidadosamente examinados por los ingenieros antes de ser entregados a la circulación; verjas de madera resguardan por ambos lados sus bordes; dobles líneas de rieles de hierro fundido facilitan el movimiento en opuestas dirección; si un camino vecinal atraviesa el trayecto, fuertes puertas resguardan su entrada, cerrándose escrupulosamente un cuarto de hora antes que lleguen los vagones, a fin de evitar accidentes. De distancia en distancia, por toda la extensión del camino, están apostados centinelas que descubren el espacio y anuncian con banderolas de diversos colores si hay peligro u obstáculos que detengan el convoy, que no parte del desembarcadero sino cuatro minutos después que una falange de vigilantes se ha cerciorado de que todos los transeuntes ocupan sus lugares, las puertas están cerradas, y el camino expedito, y nadie cerca ni a una vara de distancia del paso del tren. Todo ha sido previsto, calculado, examinado, de manera de dormir tranquilo en aquella cárcel herméticamente cerrada. Veamos, ahora, lo que pasa en los Estados Unidos. El ferrocarril atraviesa leguas de bosques, primitivos, donde aún no se ha establecido morada humana. Como la empresa carece de fondos, los rieles son de madera, con una planchuela de fierro, que se desclava con frecuencia, y el ojo del maquinista escudriña incesantemente por temor de un desastre. Una sola línea basta para la ida y venida de los trenes, habiendo ojos de buey de distancia en distancia donde un tren de ida aguarda que pase por el costado opuesto el otro de vuelta. Un alma no hay que instruya de las accidentes ocurridos. El camino atraviesa las villas y los niños están en las puertas de sus casas o en medio del camino mismo atisbando el pasaje del tren para divertirse; el camino de hierro a más de calle es camino vecinal, y el viajero puede ver las gentes que se apartan lo bastante para dejarlo pasar, y continuar en seguida su marcha. En lugar de puertas en los caminos vecinales que atraviesa el ferrocarril, hay simplemente una tabla escrita que dice tengan cuidado con la campana cuando se acerque; jeroglífico que previene al carretero que lo abrirá en dos si se ha metido inprudentemente de por medio en el momento del pasaje del tren, que parte lentamente del embarcadero, y mientras va marchando saltan a bordo los pasajeros, descienden los vendedores de frutas y periódicos, y se pasean de un vagón a otro todos, por distraerse, por sentirse libres, aun en el rápido vuelo del vapor. Las vacas gustan de reposarse en el explayado del camino, y la locomotora norteamericana va precedida de una trompa triangular que tiene por caritativa misión arrojar a los costados a estas indiscretas criaturas que pueden ser molidas por las ruedas, y no es raro el caso de que algún muchacho dormido sea arrojado a cuatro varas por un trompazo de aquellos que salvándole la vida le rompen o dislocan un miembro. Los resultados físicos y morales de ambos sistemas son demasiado perceptibles. La Europa, con su antigua ciencia y sus riquezas acumuladas de siglos, no ha podido abrir la mitad de los caminos de hierro que facilitan el movimiento en Norteamérica. El europeo es un menor que está bajo la tutela protectora del estado; su instinto de conservación no es reputado suficiente preservativo; verjas, puertas, vigilantes, señales preventivas, inspección, seguros, todo se ha puesto en ejercicio para conservarle la vida; todo menos su razón, su discernimiento, su arrojo, su libertad; todo, menos su derecho de cuidarse a sí mismo, su intención y su voluntad. El yankee se guarda a sí mismo, y, si quiere matarse, nadie se lo estorbará; si se viene siguiendo el tren, por alcanzarlo, y si se atreve a dar un salto y cogerse de una barra, salvando las ruedas, dueño es de hacerlo; si el pilluelo vendedor de diarios, llevado por el deseo de expender un número más, ha dejado que el tren tome toda su carrera y salta en tierra, todos le aplaudirán la destreza con que cae parado, y sigue a pie su camino. He aquí como se forma el carácter de las naciones y como se usa de la libertad. Acaso hay un poco más de víctimas y de accidentes, pero hay en cambio hombres libres y no presos disciplinados, a quienes se les administra la vida. La palabra pasaporte es desconocida en los Estados, y el yankee que logra ver uno de estos protocolos europeos en que consta cada movimiento que ha hecho el viajero, lo muestra a los otros con señales de horror y de asco. El niño que quiere tomar el ferrocarril, el vapor o la barca del canal, la niña soltera que va a hacer una visita a doscientas leguas de distancia, no encontrarán jamás quién les pregunte con qué objeto, con qué permiso se alejan del hogar paterno. Usan de su libertad y de su derecho de moverse. De ahí nace que el niño yankee espanta al europeo por su desenvoltura, su prudencia cautelosa, su conocimiento de la vida a los diez años. ¿Cómo le va a usted en su negocio? , le preguntaba Arcos, mi compañero de viaje, a un listo muchachuelo que nos hacía el inventario comentado de los libros, periódicos y panfletos que se empeñaba en hacernos comprar. Va bien; hace tres años que gano mi vida en él y tengo ya 300 pesos guardados. Este año reuniré los quinientos que necesito para hacer compañía con Williams y poner una librería, y explotar todo el Estado. Este comerciante tenía de nueve a diez años. ¿Es usted propietario, preguntábamos a un mocetón que viajaba al Far-West? Sí; voy a comprar tierras; ¡tengo 600 pesos!

Al lado del trayecto del camino de hierro va el telégrafo eléctrico, que por ahorrar camino a veces, se separa de la vía ordinaria, se hunde en la espesura de los bosques y lleva a doscientas leguas las noticias más interesantes. Cuando en 1847 se hacían en Francia entre Ruan y París los primeros ensayos, la prensa anunciaba la existencia de 1.635 millas de telégrafos en los Estados Unidos; cuando yo llegué había 3.000 millas; y mientras atravesé el país que media entre Nueva York y Nueva Orleáns, se formó una asociación y se puso en actividad una línea entre la primera de aquellas ciudades y Montreal en el bajo Canadá, a donde había estado yo quince días antes. Hoy habrá 10.000 millas, y dentro de poquísimos años, medirán los telégrafos las mismas ochenta mil millas que recorre la posta. En Francia el telégrafo es para el uso del gobierno, es asunto de estado; en los Estados Unidos, es simple negocio de movimiento y actividad, y se le aceptarían correspondencias a la administración tan sólo porque paga el porte. ¿Puede llegar a más alto punto el extravío de las ideas, que hace que los liberales, los republicanos, consientan en Francia en este monopolio, y en carecer de los medios de comunicación más expeditos? En Harrisburg, población de 4.500 almas, el telégrafo eléctrico tenía empleo diario para traer apurado al encargado de servicio, mientras que en Francia, aún no había podido hacerse un miserable ensayo. Hago estas comparaciones para mostrar la diversa atmósfera en que se educa el pueblo y la energía moral y física que desenvuelve. En Francia hay tres categorías de vagones, en Inglaterra cuatro; la nobleza se mide por el dinero que puede pagar cada uno, y los empresarios para envilecer al hombre que paga poco, han acumulado comodidades y lujo en la 1.ª clase, y dejado tablas rasas, estrechas y duras para los de 3.ª. No sé por qué no han puesto púas en los asientos para mortificar al pobre. En los Estados Unidos el vagón es una sala de veinte varas de largo y espaciosa de ancho, con asientos de espalda movible, de manera de formar corrillo cuatro asientos, volviéndose dos a opuesto lado, con una callejuela de por medio para facilitar el movimiento, y abiertos los vagones por ambos lados, de manera que el curioso pueda trasladarse del primero al último, durante la marcha, y el aire penetre libremente por todas partes. Las comodidades y los cojines son excelentes e iguales, y por tanto el precio del pasaje es el mismo para todos. Me han mostrado a mi lado el gobernador de un Estado, y las callosidades de las manos de mi otro vecino me revelaban en él un rudo leñador. Así se educa el sentimiento de la igualdad, por el respeto al hombre. La aristocracia veneciana estableció la igualdad en la adusta pobreza de las góndolas por no herir la envidia de los nobles pobres; la democracia de Norte América ha distribuído el comfort y el lujo igualmente en todos los vagones para alentar y honrar la pobreza. Estos solos hechos bastan para medir la libertad y el espíritu de ambas naciones. El Times decía una vez que si la Francia hubiese abolido el pasaporte, habría hecho más progresos en la libertad que no los ha hecho con medio siglo de revoluciones y sus avanzadas teorías sociales, y en los Estados Unidos pueden estudiarse los efectos.

He aquí un débil cuadro del espectáculo de la libertad en Norte América. En medio de las ciudades el hombre se cría salvaje, si es posible decirlo; la mujer de cualquiera condición que sea, vaga sola por las calles y los caminos desde la edad de doce años, flirtea hasta los quince, se casa con quien quiere, viaja y se sepulta en el nuevo hogar a preparar la familia; el niño acude desde temprano a las escuelas, se familiariza con los libros y las ideas de los hombres; es el mismo hombre hecho a los quince años, y desde entonces toda tutela desaparece a su vista. No ha visto soldados, no conoce gendarmes; el motín de las calles lo divierte, lo exalta y lo educa; sus pasiones se desenvuelven en toda su lozanía y vigor; tiene una profesión y se casa a los veinte años, seguro de sí mismo y de su porvenir. El progreso general de la Unión lo arrastrará en despecho suyo y avanzará sus negocios propios. Y entonces, ¡cuántos sueños grandiosos agitan para llegar a la fortuna! ¿Es artesano? Una grande asociación, una fábrica para cubrir los estados con los productos de su arte, o bien un invento europeo aún no introducido en el país, o una mejora sobre los aparatos conocidos o una invención nueva, porque nada arredra hoy al yankee. Largo tiempo he creído que el patrimonio norteamericano era y sería por muchos años apropiarse, apoderarse de los progresos de la inteligencia humana. La ciencia europea inventa, y la práctica americana populariza la cocina económica, el arado Durand, la locomotora, el telégrafo. Nada más natural, y sin embargo, nada hay menos exacto. Los datos estadísticos colectados en estos últimos años, muestran que diez partes de los inventos y mejoras adoptados en Inglaterra son de origen norteamericano. Han modificado la máquina de vapor; mejorado la quilla del buque; perfeccionado el vagón, a punto de exportarse estos artículos para la Europa misma, y preferirse en Rusia y otros puntos los empresarios y artífices americanos para todo lo que constituye la viabilidad. El puente yankee de madera, que a veces atraviesa doce cuadras en un río y soporta los trenes cargados de productos agrícolas, sobre pedestales y armazón al parecer deleznable, es, sin embargo, el fruto del más profundo estudio de las leyes de la gravitación, de la repercusión, elasticidad y equilibrio de las fuerzas combinadas. El artífice yankee posee ya el puente reducido a arte mecánica, y lo alza donde quiera a prueba de torrentes, huracanes y pesos enormes. La mitad de los aparatos de labranza son invención de su ingenio, y el molino de vapor, como la barrica en que envasija las harinas, son la obra de sus fábricas y de sus combinaciones para producir inmensos resultados con limitadísimos medios.

Pero donde más brilla la capacidad de desenvolvimiento del norteamericano, es en la posesión de la tierra que va a ser el plantel de una nueva familia. En medio de la civilización más avanzada, los hijos de Noé se reparten la tierra despoblada, o los Nemrod echan los fundamentos de una Babilonia. Dejo a un lado los que siguen el paso ordinario de las sociedades que se dilatan, agregando a la villa naciente una casa nueva, a la heredad labrada nuevos campos rosados.

El Estado es el depositario fiel del gran caudal de tierras que pertenecen a la federación, y para administrar a cada uno su parte de propiedad, no consiente ni intermediarios especuladores, ni oscilaciones de precios que cierren la puerta de la adquisición a las pequeñas fortunas. La tierra vale diez reales el acre; y este dato es el punto de partida para el futuro propietario. Hay un procedimiento en la distribución de las tierras de cuya simétrica belleza sólo Dios puede darse de antemano cuenta.

El Estado manda sus ingenieros a delinear las tierras vendibles, tomando por base de la mensura un meridiano del cielo. Si a cien leguas de distancia al sur o al norte ha de medirse otra porción de tierra, los ingenieros buscarán el mismo meridiano, para que un día, dentro de dos siglos quizás aparezcan completas y sin interrupción aquellas líneas que han venido dividiendo el continente en zonas, cual si fuera una pequeña heredad. Esta agrimensura rectilínea es privativa del genio americano. La propiedad en la provincia de Buenos Aires, en aquella pampa lisa como la mesa del geómetra, fué forzada por el genio de Rivadavia a encuadrarse en paralelógramos, triángulos y figuras de fácil conmensuración, de manera que se reprodujesen sin esfuerzo en el mapa que daba el departamento topográfico cada diez años, pudiendo por la comparación de las varias ediciones, estudiarse a vista de ojo el movimiento de la propiedad, buscando un término medio de extensión, subdividiéndose por las particiones entre herederos las grandes propiedades, acumulándose las pequeñas, por la necesidad de apropiarlas a la cría del ganado.

El error fatal de la colonización española en la América del Sur, la llaga profunda que ha condenado a las generaciones actuales a la inmovilidad y al atraso, viene de la manera de distribuir las tierras. En Chile se hicieron concesiones de grandes lotes entre los conquistadores, medidos de cerro a cerro, y desde la margen de un río hasta la orilla de un arroyo. Se fundaron condados entre los capitanes, y a la sombra de sus techos improvisados, debieron asilarse los soldados, padres del inquilino, este labrador sin tierra, que crece y se multiplica sin aumentar el número de edificios. El prurito de ocupar tierras en nombre del rey hizo apoderarse de comarcas enteras, distanciándose los propietarios, que en tres siglos no han alcanzado a desmontar la tierra intermediaria. La ciudad por tanto quedaba en este vasto plan suprimida, y las pocas aldeas de nueva creación después de la conquista han sido decretadas por los presidentes, contándose cien por lo menos en Chile de este origen oficial y ficticio. Ved cómo procede el norteamericano, recién llamado en el siglo XIX a conquistar su pedazo de mundo para vivir, porque el gobierno ha cuidado de dejar a todas las generaciones sucesivas su parte de tierra. La conscripción de jóvenes aspirantes a la propiedad se apiña todos los años en torno del martillo en que se venden las tierras públicas, y con su lote numerado parte a tomar posesión de su propiedad, esperando que los títulos en forma le vengan más tarde de las oficinas de Wáshington. Los más enérgicos yankees, los misántropos, los selváticos, los squatters, en fin, obran de una manera más romanesca, más poética o más primitiva. Armados de su rifle se enmarañan en las soledades vírgenes, matan por pasatiempo ardillas que triscan con su movilidad incansable entre las ramas de los árboles; una bala certera vuela al firmamento a precipitar un águila que cernía sus alas majestuosamente sobre la verdinegra superficie que forman las copas de los árboles; el hacha, su compañera fiel, cuando no fuere más que por ejercitar las fuerzas, ha de echar cedros o robles al suelo. En estas correrías vagabundas, el plantador indisciplinado busca un terreno fértil, un punto de vista pintoresco, la margen de un río navegable, y cuando se ha decidido en su elección, como en las épocas primitivas del globo, dice esto es mío, y sin otra diligencia toma posesión de la tierra en nombre del rey del mundo, que es el trabajo y la voluntad. Si algún día llega hasta el límite que él ha trazado a su propiedad la mensura de las tierras del Estado, la venta en almoneda sólo servirá para decirle lo qué debe por lo que ha cultivado, según el precio a que se vendan los adyacentes campos incultos; y no es raro que este carácter indómito, insocial, alcanzado por las poblaciones que vienen avanzando sobre el desierto, venda su quinta y se aleje con su familia, sus bueyes y caballos, buscando la apetecida soledad de los bosques. El yankee ha nacido irrevocablemente propietario; si nada posee ni poseyó jamás, no dice que es pobre, sino que está pobre; los negocios van mal; el país va en decadencia; y entonces los bosques primitivos se presentan a su imaginación, obscuros, solitarios, apartados, y en el centro de ellos, a la orilla de algún río desconocido, ve su futura mansión, el humo de las chimeneas, los bueyes que vuelven con tardo paso al caer de la tarde al redil, la dicha, en fin la propiedad que le pertenece. Desde entonces no habla ya de otra cosa que de ir a poblar, a ocupar tierras nuevas. Sus vigilias las pasa sobre la carta geográfica, computando las jornadas, trazándose un camino para la carreta; y en el diario no busca sino el anuncio de venta de terrenos del Estado, o la ciudad nueva que se está construyendo en las orillas del lago Superior.

Alejandro el Grande destruyendo a Tiro, tenía que devolver al comercio del mundo un centro para reconcentrar las especies del Oriente, y desde donde se derramasen en seguida por las costas del Mediterráneo. La fundación de Alejandría le ha valido su renombre como muestra de su perspicacia, no obstante que las vías comerciales eran conocidas y el istmo de Suez la feria indispensable entre los mares de la India y la Europa y el Africa de entonces. Esta obra la realizan todos los días Alejandros norteamericanos que vagan en los desiertos buscando puntos que un estudio profundo del porvenir señala como centros futuros del comercio. El yankee, inventor de ciudades, profesa una ciencia especulativa, que de inducción en inducción, lo conduce a adivinar el sitio donde ha de florecer una ciudad futura. Con el mapa extendido a la sombra de los bosques, su ojo profundo mide las distancias de tiempo y de lugar, traza por la fuerza del pensamiento el rumbo que han de llevar más tarde los caminos públicos; y encuentra en su mapa las encrucijadas forzosas que han de hacer. Precede a la marcha invasora de la población que se avanza sobre el desierto, y calcula el tiempo que empleará la del norte y el que necesita la del sur, para acercarse ambas al punto que estudia, que ha escogido en la confluencia de dos ríos navegables. Entonces traza con mano segura el trayecto de caminos de hierro que han de ligar el sistema comercial de los lagos con su presunta metrópoli, los canales que pueden alimentar los ríos y arroyos que halla a mano, y los millares de leguas de navegación fluvial que quedan en todas direcciones sometidas como radios del centro que imagina. Si después de fijados estos puntos, halla un manto de carbón de piedra, o minas de hierro, levanta el plano de la ciudad, la da nombre y vuelve a las poblaciones, a anunciar, por los mil ecos del diarismo, el descubrimiento que ha hecho del local de una ciudad famosa en el porvenir, centro de cien vías comerciales. El público lee el anuncio, abre el mapa para verificar la exactitud de las inducciones, y si halla acertados los cálculos, acude en tropel a comprar lotes de terreno, cual en los que han de ser tajamares y muelles, cual en derredor de la plaza de Wáshington o de Franklin; y una Babel se levanta en un año, en medio de los bosques, afanados todos por estar en posesión el día que lleguen a realizarse los grandes destinos predichos por la ciencia topográfica a la ciudad. Abrense en tanto caminos de comunicación; el diario del lugar da cuenta de los progresos de la sociedad, la agricultura comienza, álzanse los templos, los hoteles, los muelles y los bancos; puéblase de naves el puerto, y la ciudad empieza en efecto a extender sus relaciones, y a hacer sentir la urgencia de ligarse por caminos de hierro o canales a los otros grandes centros de actividad. Cien ciudades en los lagos, en el Misisipí y en otros puntos remotos, tienen este sabio y calculado origen, y casi todos justifican por sus progresos asombrosos, la certeza y la profundidad de los estudios económicos y sociales que les sirvieron de origen.

Dos clases de seres humanos conozco, entre quienes sobrevive aún en medio de nuestra actual mesura de carácter moral, el antiguo espíritu heroico de las primeras edades de los pueblos. Los presidiarios de Tolón y de Bicerte, y los emigrantes norteamericanos; todo el resto de la especie humana ha caído en la atonía de la civilización. Las hazañas de Francisco Pizarro o las de los Argonautas las reproduce a cada momento la audacia inaudita del presidiario liberto; valor, constancia, sufrimiento, disimulo y violación de toda ley moral, de todo principio de honor y de justicia; todo es igual, sin que esto excluya cierta grandeza de alma, cierta inteligencia profunda en los medios, que está revelando el genio humano mal empleado, el Alejandro pervertido y ocupado en matar a unos pocos transeuntes en lugar de asolar naciones y ametrallar a millares, lo que ya cambia la escena y los nombres, guerra, conquista, etc.

En los Estados Unidos aquellos caracteres acerados, que hay distribuídos al uno por ciento en todas partes, se entregan a sus instintos heroicos, sin nombre aún, para establecerse y multiplicarse. El espíritu yankee se siente aprisionado en las ciudades; necesita ver desde la puerta de su casa la dilatada y sombría columnata que forman las encinas seculares de los bosques.

¿Por qué se ha muerto el espíritu colonizador entre nosotros, los descendientes de la colonización oficial? Desde Colón hasta una época no muy remota sin duda, la fundación de una ciudad española era solo un escalón para apoyar la invasión de otros puntos apartados. La ocupación del Perú traía aparejada la expedición de Almagro: cuando Mendoza se defendía contra los araucanos en el sud, destacaba al oriente sesenta lanceros al mando del capitán Jofré, para ir a asomarse al otro lado de los Andes, y fundar dos ciudades, San Juan y Mendoza, solitarias en medio de desiertos, a la orilla de los dos ríos que hallaron.

Contaré a usted el sistema entero de estas empresas que requieren Hércules para realizarlas, y verá usted si merecen desprecio por los motivos y por los medios, aquellas hazañas de nuestros conquistadores de Sud América. Sabe usted cuánta irritación hubo, y cuánta necedad dijeron de una y otra parte en la cuestión de límites del Oregón. Todo quedó en paz después que americanos e ingleses se hubieron racionalmente entendido, menos el espíritu yankee, que, como el cóndor la sangre, había husmeado, en la discusión, tierras laborables, ríos, bosques, puertos. La discusión comienza de nuevo en los diarios sobre la posibilidad de sorberse el comercio de la China por el Oregón; sobre la facilidad de abrir un camino de hierro de ocho días de marcha, desde el Pacífico al Atlántico, y la ventaja de tomar el pan caliente aún salido de Cincinnati, vía Oregón, y otros mil tópicos, inverosímiles y absurdos para otro que no sea el yankee, habituado a no creer imposible nada, desde que se puede concebir, él, que desde luego tiene adiestrada su mente a concebir proyectos. Cuando la opinión está formada y designados los rumbos que deben seguirse para ir a aquel Eldorado remoto, se indica la estación oportuna para emigrar, y el punto de partida, y el día designado por algunos emigrantes que invitan a todos los aventureros de la Unión para acompañarlos en la gloriosa jornada. El día del rendez vous, vense de todos los puntos del horizonte llegar hileras de carros, cargados de mujeres, niños, gallinas, ollas, arados, hachas, sillas, y toda clase de objetos de menaje; acompáñanles arreas escasas de bueyes apestados y mulas y caballos rengos y mancos que forman parte muy trabajada de la expedición, y sobre todo este conjunto, dominando las caras bronceadas, acentuadas y serias de los yankees vestidos de paletó, levita o fraque raído, con un rifle que le sirve de bastón, y la mirada tranquila del puritano y del chacarero.

Si he de darle una idea exacta de estas emigraciones y del espíritu yankee, necesito desde este momento ajustarme al hecho, y seguir los incidentes diarios de una, entre ciento, de estas estupendas marchas por el desierto, sin soldados, ni guardia, ni empleado público, ni autoridad humana que les ligue a la Unión que dejan sin pesar estos hijos de Noé.

En mayo de 1845 habían pasado por Independence, último término poblado del Estado de... varias tropas de carros, que de a veinte y ocho, que de a treinta y ocho, que de a ciento, dirigíanse con cortos intervalos hacia el Oregón. El día 13 varias de estas partidas reunidas en número de ciento setenta carros de la descripción arriba dicha, viéronse ya rodeadas a la distancia de indios que rondaban por asaltar el ganado mayor que montaba a cosa de dos mil cabezas, lo que hizo pensar que era ya tiempo de organizar la colonia, y constituir el estado ambulante; puesto que los oficiales y empleados públicos hasta entonces en ejercicio, debían terminar sus funciones en Big-Soldier. Los dos empleados que deben en primer lugar nombrarse son el piloto (baqueano) y el capitán. Todo el camino se ha venido tratando en las conversaciones de los carros y a la orilla del fuego en los alojamientos, de esta suprema cuestión, y las candidaturas rivales formando sus partidos. El 13 de mayo, cada carro lanza a la arena dos hombres, por lo menos, a reunirse en asamblea electiva. Dos candidatos para piloto se presentan; es el uno un tal Mr. Adams, que había entrado tierra adentro hasta el fuerte Laramie, poseía el derrotero (maning) de Gilpin, y tenía consigo un español que conocía el país; Mr. Adams, además, ha sido uno de los que más han contribuido a excitar la fiebre del Oregón, esto es, el deseo de emigrar. Mr. Adams pide 500 pesos por servir de piloto si la honorable asamblea se digna elegirlo.

Mr. Meek es un viejo montañés del corte del Trampero de Cooper; ha pasado muchos años en los Montes Rocallosos como traficante y trampero, y ha propuesto, como el otro, pilotearlos hasta el fuerte Vancouver, por 250 pesos, de los cuales sólo pedía 30 pesos. Se hace moción para postergar hasta el día siguiente la elección, cuando se ve al viejo Meek, venir a escape en su caballo, los ojos y la mano vueltos hacia el campo. Los indios se llevan el ganado, dice con precipitación; la asamblea se disuelve, y cinco minutos después estaba convertida en escuadrón de caballería armado de rifle y daga, y marchando en buen orden sobre el enemigo. A distancia de dos millas divisa una aldea de indios; la soldadesca se echa sobre los wigwams, y los indios sobrecojidos de espanto, las mujeres llorando, los niños escondiéndose, no saben qué imaginarse de aquel ataque de los caras pálidas. Los jefes indios se presentan a ofrecer la pipa de paz, y protestan enérgicamente contra la imputación que pesa sobre ellos. Un desgaritado que venía llegando a la aldea es cogido y llevado preso. Nómbranse jueces, y el prisionero se presenta a la barra. Preguntado, lisa y llanamente, si es criminal o no, contesta con un gruñido de terror. Su causa se instruye en forma entonces; se oyen las deposiciones de los testigos, y no siendo suficiente la evidencia de los cargos alegados contra él, se le absuelve completamente, quedando probado por el contrario que ha sido una falsa alarma para posponer la elección. Serenados los espíritus, y depuestos los rifles, vuelve la sociedad a constituirse en asamblea electoral, y se procede a votación, de la que resultan electos, el trampero Meek como piloto y Mr. Welch capitán, con los demás empleados necesarios para el buen gobierno, tales como tenientes, sargentos, jueces, etc. La marcha principia el 14 de mayo. Cinco millas el 16. El 17 se separan 16 carros, y se reunen al cuerpo principal. El 18 alcanza a un wigwam de los indios Caw, rateros insignes que se conducen honorablemente con la sociedad y la proveen de víveres en cambio de productos de la Unión. El 19 la minoría vencida en las elecciones protesta contra la voluntad de la mayoría. Para satisfacer las ambiciones burladas se conviene en dividir la masa en 3 cuerpos, cada uno de los cuales elegirá sus propios jefes y oficiales, no reconociéndose otra autoridad general que la del piloto y la de Mr. Welch. Antes de separarse se convino pagar el piloto, y para ello, se nombra un tesorero, quien después de dar las fianzas correspondientes, procede a colectar los fondos; algunos se niegan redondamente a pagar, y otros ex ciudadanos no tienen blanca. Después de haber arreglado satisfactoriamente éstos y otros puntos, se procede al nombramiento de oficiales para cada uno de los tres grupos, haciéndose en cada uno reglamentos respecto al buen gobierno de la compañía, y la marcha continúa el 20. El 23 el piloto avisa que el punto donde se hallan es el último donde pueden procurarse repuestos para ejes y pértigos para las carretas. El camino se va midiendo con una cadena diariamente, y se lleva un diario de todo lo ocurrido, aspecto del país, accidentes, pasto, leña, agua, maderas, ríos, pasajes, búfalos, etc., torcaces, conejos, etc. etc. Junio 2: una compañía propone desligarse del compromiso en que están de aguardarse en las marchas. La moción es rechazada. 15. Alto. Una manada de búfalos cae a tiro de rifle, matan algunos y hacen charque. La escena que el campo presenta en este momento está así descripta en el diario de viaje: “Los cazadores, volviendo con las reses, algunos erigiendo palizadas, otros secando carne. Las mujeres unas estaban lavando, planchando otras, muchas cosiendo. De dos tiendas, flautas hacían oir sus desusadas melodías en aquellas soledades; otras se oía cantar; tal lee su biblia, tal otro recorre una novela. Un predicador campbellista entona, por fin, un himno preparatorio para el oficio religioso”. Junio 24: llegan al fuerte Laramie, 630 millas distante de Independence.

Durante dos días se ocupan en renovar las herraduras de los caballos, y reuniendo entre todos provisiones, azúcar, café, tabaco, dan un paquete a los indios siomos, precedido de un parlamento. “Hace tiempo, dijo el jefe indio, que algunos jefes blancos pasaron Missouri arriba, diciendo que eran amigos de los hombres de piel roja. Este país pertenece a los pieles rojas, pero sus hermanos blancos lo atraviesan cazando y dispersando los animales. De esto modo los indios pierden sus únicos medios de subsistencia para sostener a sus mujeres e hijos. Los niños del hombre rojo piden alimento, y no hay alimento que darles. Era costumbre cuando los blancos pasaban, hacer presentes de pólvora y plomo a sus amigos los indios. Su tribu es numerosa, pero la mayor parte de la gente ha ido a las montañas a cazar. Antes que los blancos viniesen, la caza era mansa y fácil de coger; pero ahora los blancos la han espantado; y el hombre rojo necesita trepar a las montañas en su busca; el hombre rojo necesita largas carabinas ahora.” Un yankee que para el caso hace de jefe blanco, se expresa en estos términos. “Nosotros vamos viajando a las grandes aguas del Oeste. Nuestro gran Padre poseía un extenso país allí, y vamos yendo a establecernos en él. Con este fin traemos nuestras mujeres y nuestros hijos. Nos vemos forzados a atravesar por las tierras de los hombres rojos, pero lo hacemos como amigos y no como enemigos. Como amigos les damos una fiesta, les apretamos la mano y fumamos con ellos la pipa de paz. Ellos saben que venimos como amigos trayendo con nosotros nuestras mujeres e hijos. El hombre rojo no lleva sus squaws al combate; ni las caras blancas tampoco. Pero amigos como somos, estamos prontos para volvernos enemigos; y si se nos molesta castigaremos a los agresores. Algunos de nosotros piensan volverse. Nuestros padres, hermanos e hijos, vienen en pos de nosotros, y esperamos que los hombres rojos los traten con bondad. Nosotros nos conducimos pacíficamente; dejadnos partir. No somos traficantes y no tenemos ni pólvora ni plomo que dar. ¡Vamos a arar y plantar la tierra!”

Septiembre 3. “Caminamos este día quince millas hasta Malheur. En este lugar se abre el camino en dos, y es muy temible para los inmigrantes el tomar mal camino. Meek, que había sido contratado como nuestro piloto al Oregon, indujo a cerca de doscientas familias, con sus vagones y ganado, a seguir por el camino de la izquierda, diez días antes de nuestra llegada a la encrucijada. Por largo trecho encontraron un camino excelente, con abundancia de pasto, leña y agua; en seguida dirigieron su marcha a unas montañas estériles donde por muchos días carecieron de agua, y cuando la encontraban era tan mala que ni aun para el ganado era potable. Pero, aun así, era fuerza hacer uso de ella. La fiebre que se llama de campamento estalló bien pronto.”

“Al fin llegaron a un ciénago que intentaron en vano atravesar; y como viesen que se extendía mucho hacia el Sud, no obstante el parecer del baqueano Meek, enderezaron al río de las Caídas, que recorrieron para arriba y para abajo, buscando vado, que no se encontró en ninguna parte. Sus sufrimientos aumentaban de día en día, pues sus provisiones se iban concluyendo rápidamente, el ganado estaba exhausto, y muchos de los que formaban la caravana padecían enfermedades graves. Al fin, Meek les informó que estaban a dos días de distancia solamente de Dalles. Dos hombres salieron a caballo en busca de la estación de los Metodistas con provisiones para dos días.”

“Después de haber caminado diez días sin parar, llegaron a Dalles; en el camino un indio les dió un conejo y un pescado, y con este alimento hicieron los dos su jornada de diez días. Cuando llegaron a Dalles, sus fuerzas estaban tan estenuadas, que sus miembros se habían empalado, y fué necesario desmontarlos del caballo. En este lugar encontraron un viejo montañés, llamado el negro Harris, que se ofreció a conducirlos, saliendo con varios otros en busca de la compañía perdida, a la que hallaron reducida a la última extremidad, exhausta por las fatigas, y desesperando ya de salir a los establecimientos. Encontróse un lugar por donde el ganado podía atravesar a nado el río, después de lo cual era preciso hacerlo subir un ascenso casi perpendicular. Mayores dificultades había para pasar los carros. Una larga cuerda fué echada a través del río, atando fuertemente sus puntas de ambos lados en las rocas. Un carro liviano fué suspendido con correderas en la cuerda, y con cuerdas para llevarlo a uno y otro lado del río; esta especie de cuna (andarivel), servía para trasportar las familias de un lado a otro del río con toda seguridad. El pasaje de este río ocupó algunas semanas. La distancia a Dalles era de 35 millas, adonde llegaron del 13 al 14 de octubre. Como 20 habían perecido víctimas de las enfermedades, y otros murieron después de haber llegado...”

Setiembre 7. “Este día viajamos cerca de doce millas. El camino es hoy más áspero que ayer. A veces va por el fondo de un torrente, a veces por el faldeo de una montaña, tan rápido que se necesitan dos o tres hombres trabajando del lado de arriba para sostener el equilibrio de los carros. El torrente y camino están tan encajonados en montañas, que en varios puntos es casi imposible continuar. Vistas las montañas desde este punto, parecen murallas perpendiculares y por tanto lisas. Alegran de vez en cuando la vista algunos grupos de cedros macilentos; pero en el torrente es tal la espesura de las malezas espinosas, que es casi imposible pasar... pero sabiendo que los que nos han precedido han vencido estas dificultades, hacemos el último esfuerzo y pasamos.”


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Noviembre 1.º “Ahora estamos en el lugar destinado, en un período no distante, a ser un punto importante en la historia comercial de la Unión como centro del comercio de la China y de la India. Atravesando el bosque que se extiende al Este de la ciudad, vimos la ciudad de Oregon y las caídas de Villa-Mate, al mismo tiempo. Tan llenos de gratitud nos sentíamos de haber llegado a los establecimientos de los blancos, y de admiración a la vista del volumen de las aguas de las cataratas, que la caravana hizo alto, y en este momento de felicidad repasamos con el pensamiento todos nuestros trabajos, con más rapidez que lo que la lengua o la escritura pueden hacer. Desde Independence hasta el Fuerte Laramie, 692 millas; de allí al Fuerte Hall, 585; al Fuerte Rois, 281; a los Dalles, 305; de Dalles a la ciudad de Oregon, 160 millas, haciendo la total distancia de despoblado 1960 millas.”


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“Tanto tiempo habíamos permanecido entre los salvajes, que nuestra apariencia se asemejaba mucho a la de ellos; pero cuando hubimos cambiado de vestido y afeitádonos al uso de los blancos, no nos podíamos reconocer unos a otros. Largo tiempo habíamos hecho vida común, sufrido juntos privaciones y penas, y en los peligros contado con la ayuda común. Los vínculos de los afectos se habían estrechado entre nosotros, y cuando hubimos de separarnos, cada uno sentía desgarrársele el corazón; pero como ya habíamos roto otros vínculos más fuertes aún, cada uno tomó su partido, y en algunas horas nuestra compañía se dispersó tomando cada uno diferentes direcciones.”

Cuando uno lee la narración de aventuras como estas, se siente sin duda orgulloso de pertenecer a la raza humana. Ninguna de las grandes pasiones que han obrado los prodigios de la historia, está aquí en juego para fanatizar el espíritu: ni la desesperación de los restos del grande ejército, ni el amor a la patria de los 10.000 espartanos echados entre los bárbaros, ni la sed de oro, de gloria y de sangre de los conquistadores españoles. Hombres de aquel temple tenían en los Estados tierras de propiedad pública para afincarse; familias que los ayudasen; ganados para auxiliarse en las rudas labores de la tierra. Atraviesan 600 leguas de desiertos para realizar una grande idea, ellos, el desecho del pueblo norteamericano, quieren que la Unión ostente sus estrellas en el firmamento del Pacífico, que se realice el sueño dorado de acercar la India y la China, y arrebatar estos mercados a la Inglaterra. Se sacrifican, pues, a una idea de porvenir nacional, porque el yankee no ignora que la primera generación de las nuevas plantaciones, abona solo la tierra con su sudor para que gocen las venideras; y cuando en el Oregón se han reunido algunos centenares de familias, los jefes, dejando a un lado el hacha con que destruyen lentamente los bosques para labrarse un campo, y crear su propiedad, se reunen en asamblea deliberante, “con el objeto de fijar los principios de libertad civil y religiosa, como la base de todas las leyes y constituciones que puedan en adelante adoptarse”, y estatuyen:

“Artículo 1.º Ninguna persona que se conduzca de una manera regular y ordenada, será molestada a causa de su modo de adoración o sus sentimientos religiosos.

“Art. 2.º Los habitantes de dicho territorio gozarán siempre de los beneficios del escrito habeas corpus, del juicio por jurados, de una proporcionada representación del pueblo en la legislatura, y de procedimientos judiciales conformes a la secuela de las leyes ordinarias. Todas las personas podrán dar fianzas, excepto por delitos capitales y cuando las pruebas sean evidentes, y las presunciones graves. Ningún hombre será privado de su libertad sino por juicio de sus pares, o la ley de la tierra...

“Art. 3.º Siendo necesarias para el buen gobierno y felicidad de la especie humana, la religión, moralidad e instrucción, serán siempre fomentadas las escuelas y todos los medios de educación.

“Art. 5.º Ninguna persona será privada de llevar armas para su propia defensa; no se autoriza pesquisas ni registros sin motivo fundado; la libertad de la prensa no será restringida; ni el pueblo será privado del derecho de reunirse pacíficamente a discutir los asuntos que halle por conveniente.

“Art. 6.º Los poderes del gobierno serán divididos en tres distintos departamentos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, etc., etc.”

Ley de tierras: “Toda persona que posea o en adelante pretenda poseer tierra en este territorio, designará la extensión de su propiedad por medio de límites naturales, o por mojones en las esquinas y sobre los costados del lote, y hará registrar la extensión y límites de tal lote en la oficina del escribano del lugar, en un libro que será llevado para aquel objeto, en el término de veinte días después de hecho el pedido; proveyéndose, que los que están en posesión del territorio, tendrán doce meses contados desde la sanción de esta ley, para hacer la descripción del lote de tierras en el libro de los registros; proveyéndose, además, que el dicho poseedor declarará el tamaño, forma y ubicación del terreno.

“2.ª Todo poseedor, en los seis primeros meses después de registrado su lote, habrá hecho permanentes mejoras en el terreno, ya edificando o cercando, o bien ocupando el terreno en un año de la data del registro; o en caso de no ocuparlo, pagar en tesorería cinco pesos anuales, y en caso de no ocuparlo o no pagar la suma antedicha, el título será considerado como abandonado; proveyéndose que los no residentes en este país no pueden aprovechar de esta ley; y proveyéndose, además que los residentes en este territorio que se ausentasen por negocios particulares por dos años, podrán conservar la propiedad pagando cinco pesos anuales al tesoro.

“3.ª Ningún individuo podrá tomar posesión de más de un cuarto de milla cuadrada, o 640 acres, en una forma cuadrada u oblonga. Ningún individuo podrá poseer dos lotes a un mismo tiempo.

“5.ª Las líneas de los límites de todos los lotes se conformarán tan aproximadamente cuanto sea posible con los puntos cardinales.”

Este pueblo, lleva, como Vd. ve, en su cerebro, orgánicamente, cual si fueran una conciencia política, ciertos principios constitutivos de la asociación: la ciencia política pasada a sentimiento moral complementario del hombre, del pueblo, de la chusma; la municipalidad convertida en regla de asociación espontánea; la libertad de conciencia y de pensamiento; el juicio por jurados. Si quiere Vd. medir el camino que ha andado aquel pueblo, reuna Vd. un grupo, no del vulgo de ingleses, franceses, chilenos o argentinos, sino de las clases cultas, y pídales de improviso que se constituyan en asociación, y no sabrán qué se les pide, cuanto y más fijar con precisión, como aquellos aventureros del Oregón, las bases en que ha de reposar el gobierno de una sociedad que va a nacer, y que, por la distancia y los desiertos que la dejan separada del resto de la Unión, queda de hecho y de derecho desligada de la patria común. Algunos años más tarde de estos rudimentos dispersos, surgirá un territorio; y del territorio un Estado para aumentar una nueva estrella en la constelación de los Estados Norteamericanos, con sus mismas leyes, sus prácticas, sus instituciones civiles y políticas, y sobre todo, con su carácter peculiar de nacionalidad, marcado con el sello enérgico de aquel coloso.

Hay un fenómeno que se realiza en los Estados Unidos, y que no obstante de referirse a principios fundamentales inherentes a la especie humana, no ha sido hasta hoy de una manera precisa establecido. Hasta de palabra adecuada carecen para indicarlo los idiomas. Pretender señalarlo en dos páginas sería el índice o el plan de un gran libro. ¿Qué es la moral? El código de preceptos que ha dado en seis mil años el contacto de un hombre con otro, a fin de que vivan en paz sin hacerse mal, amándose, procurándose el bien. La moral que nos liga a Dios por nuestros padres, está después de Confucio, de Sócrates y Franklin, adivinada, encontrada. Si algo le falta para ser perfecta por el estudio humano y los sentimientos del corazón, la revelación la completa en cuanto a la parte de los hombres más desligada de nosotros mismos, que es el prójimo, el extranjero, el enemigo, clasificaciones que distinguen tres grados de separación; por las leyes el prójimo es indiferente; el extranjero, la tela de que se hizo siempre el esclavo; para el enemigo, cesan todos los vínculos de la familia humana, la muerte está pronta para él, sin remordimiento, con gloria. Cuando el hombre se llame el enemigo, entonces deja de formar parte de nuestra especie; ni las leyes, ni religión alguna han podido hasta hoy nada contra los efectos morales de esta clasificación.

Pero la moral se refiere a las acciones de los individuos solamente. ¿Cómo se llama aquella otra parte de la vida del hombre, en cuanto a miembro de un rebaño, de una colmena, o de una bandada, puesto que pertenece a la especie de los animales gregarios? Preguntádselo al czar de Rusia, a un lord del parlamento, a Rousseau, a Rosas, a Franklin, y cada uno os dará un bellísimo sistema de política, esto es, de preceptos, de obligaciones, derechos y deberes que sirvan de regla a los individuos en relación con la masa, con la sociedad. Los unos pretenderán que el uno que gobierna hará para el bien común todo lo que le dé la gana; otros sostendrán que los lores son los que tienen el derecho de hacer su soberana voluntad, y no faltará quien sostenga que cada individuo tiene su parte de ingerencia en los negocios de todos, bien que esto dependerá de la cantidad de bienes que haya acumulado, o bien del estado de su razón. La política humana, pues, no ha hecho tantos progresos como la moral, y puede ser todavía puesta aquella ciencia primordial en el número de las especulativas, no obstante referirse al hecho más antiguo, más duradero, más actual, que es la sociedad en que vivimos. A la especie humana en general le falta un sentido, si es posible decirlo. A la conciencia que regla las acciones morales entre los hombres, falta añadir otra cosa que indique con la misma seguridad los deberes y derechos que constituyen la asociación, la moral en grande, obrando sobre millones de hombres, entre familias, ciudades, estados y naciones, completada más tarde por las leyes de la humanidad entera. La ciudad de Atenas parece que había adquirido este sentimiento; más tarde lo tuvieron los patricios romanos; pero aquéllo lo destruyeron éstos, hiriéndolo por la abertura que deja hasta hoy la moral, a saber, por la clasificación del enemigo; y a los últimos los destruyó y dispersó la plebe, que adquiría a la sombra del patriciado el mismo sentimiento, y por los extranjeros, que de enemigos conquistados, pasaron a sentir la gana de formar parte del senado romano.

Perdóneme Vd. esta tirada pedantesca, sin la cual no puedo explicar mi idea. La población en masa de los Estados Unidos ha adquirido este sentimiento, esta conciencia política, pues no sé qué nombre darle. El cómo lo ha adquirido lo barruntará Vd. en la historia de los Estados Unidos por Bancroft. Es un hecho que se ha venido preparando de cuatro siglos; es la práctica de doctrinas y partidos vencidos y rechazados en Europa, y que con los peregrinos, los puritanos, los cuáqueros, el habeas corpus, el parlamento, el juri, la tierra despoblada, la distancia, el aislamiento, la naturaleza salvaje, la independencia, etc., se ha venido desenvolviendo, perfeccionando, arraigando. En Inglaterra hay libertades políticas y religiosas para los lores y los comerciantes; en Francia para los que escriben o gobiernan; el pueblo, la masa bruta, pobre, desheredada, no siente nada todavía sobre su posición como miembros de una sociedad; serán gobernados monárquicamente, aristocráticamente, teocráticamente, según lo quieran, o no puedan resistirlo, los propietarios, los abogados, los militares, los literatos.

En Norte América, el yankee será fatalmente republicano, por la perfección que adquiere su sentimiento político, que es ya claro y fijo como la conciencia moral; porque es de dogma que la moral es adquirida, sin lo cual la revelación era inútil, y no se ha hecho revelación alguna a los hombres para guiarse en sus relaciones con la masa. Si una parte de la Union defiende y mantiene la esclavitud, es porque en esa parte la conciencia moral en cuanto al extranjero de raza, aprisionado, cazado, débil, ignorante, está en la categoría del enemigo, y por tanto, la moral no le favorece; pero, en todos los demás Estados, en todas las clases, o más bien, en la clase única que forma la sociedad, el sentimiento político, que debe ser inherente al hombre, como la razón y la conciencia, está completamente desenvuelto. De aquí nace que donde quiera que se reunan diez yankees, pobres, andrajosos, estúpidos, antes de poner el hacha al pie de los árboles para construirse una morada, se reunen para arreglar las bases de la asociación; un día llegará en que no se escriba este pacto, porque estará sobre-entendido siempre: y este pacto es, como ha visto usted en la ley orgánica del Oregon, una serie de dogmas, un decálogo. Cada uno creerá lo que cree; cada uno nombrará quien haya de gobernarlo; cada uno dirá de palabra y por escrito su pensamiento; será juzgado por un jurado, y se le admitirá fianza de cárcel segura por todo delito que no merezca pena capital.

Pero esta parte es solo la que puede formularse, que hay otra que está en las ideas y en las adquisiciones hechas; y es la más digna de estudiarse. Por ejemplo: un hombre no llega a la plenitud de su desenvolvimiento moral e inteligente sino por la educación; luego la sociedad debe completar al padre en la crianza de su hijo. Las escuelas gratuítas son coetáneas y a veces anteriores a la fundación de una villa. La sociedad necesita tener una voz suya, como cada individuo tiene la que le sirve para expresar sus sentimientos, opiniones y deseos; luego habrá meetings y cámara de representantes que enacte todos los quereres, y prensa diaria que se ocupe de los intereses, pasiones e ideas de grandes masas. Como la sociedad, aunque naciendo en el seno de los bosques, es hija y heredera de todas las adquisiciones de la civilización del mundo, aspirará a tener desde luego, o lo más pronto, posta diaria, caminos, puertos, ferrocarriles, telégrafos, etc., y de pieza en pieza llega usted hasta el arado, el vestido, los utensilios de cocina perfeccionados, de patente, el último resultado de la ciencia humana para todos, para cada uno.

Estos detalles, que pueden parecer triviales, constituyen, sin embargo, un hecho único en la historia del mundo. Vengo de recorrer la Europa, de admirar sus monumentos, de prosternarme ante su ciencia, asombrado todavía de los prodigios de sus artes; pero he visto sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres; la costra de mugre que cubre sus cuerpos, los harapos y andrajos de que visten, no revelan bastante las tinieblas de su espíritu; y en materia de política, de organización social, aquellas tinieblas alcanzan a obscurecer la mente de los sabios, de los banqueros y de los nobles. Imagínese usted veinte millones de hombres que saben lo bastante, leen diariamente lo necesario para tener en ejercicio su razón, sus pasiones públicas o políticas; que tienen que comer y vestir, que en la pobreza mantienen esperanzas fundadas, realizables de un porvenir feliz, que alojan en sus viajes en un hotel cómodo y espacioso, que viajan sentados en cojines muelles, que llevan cartera y mapa geográfico en su bolsillo, que vuelan por los aires en alas del vapor, que están diariamente al corriente de todo lo que pasa en el mundo, que discuten sin cesar sobre intereses públicos que los agitan vivamente, que se sienten legisladores y artífices de la prosperidad nacional; imagínese usted este cúmulo de actividad, de goces, de fuerzas, de progresos, obrando a un tiempo sobre los veinte millones, con rarísimas excepciones, y sentirá usted lo que he sentido yo, al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas parece que brilla con más vivacidad el sol, y cuyos miembros muestran en sus proyectos, empresas y trabajos una virilidad que deja muy atrás a la especie humana en general. Los norteamericanos sólo pueden ser comparados hoy a los romanos antiguos, sin otra diferencia que los primeros conquistan sobre la naturaleza ruda por el trabajo propio, mientras los otros se apoderaban por la guerra del fruto creado por el trabajo ajeno. La misma superioridad viril, la misma pertinencia, la misma estrategia, la misma preocupación de un porvenir de poder y de grandeza.

Su buque es el mejor del mundo, el más barato, el más grande. Si en alta mar encontráis en un día de bolina una nave que cruza arrebatada por la borrasca, cuyas bocanadas inflan a reventar las velas, juanetes, alas y arrastraderas, el capitán francés, español o inglés de vuestro buque que ha tomado rizos a la vela mayor, os dirá a qué nación pertenece; os dirá, rechinando los dientes de cólera que es yankee; lo conoce en el tamaño, en la audacia, y más que todo en que pasa rozando su buque sin izar la bandera para saludarlo.

En los puertos o docks europeos vuestra vista tropezará con un departamento especial en que están reunidas fragatas colosales, que parecen pertenecer a otro mundo, a otros hombres; son los buques yankees que principiaron por agrandarse para contener mayor número de balas de algodón y han concluído por hacer un género en la construcción naval. Quince buques de vapor de los que hacen el servicio del Hudson, unidos por sus quillas y proas describen una calle de madera de una milla de largo. Si en un día de tempestad veis en el Havre o en Liverpool un buque empeñado en tomar la mar, es un buque yankee que tenía anunciada para aquel día su salida, y que el honor al pabellón, la gloria de las estrellas de su bandera, le prohiben aguardar, como lo harán los buques de otras naciones, a que el viento abonance. ¿Qué buques son los que persiguen las ballenas en los mares polares? Son casi exclusivamente los norteamericanos; y dentro de ese casco solitario, de aquel squatter de las aguas, encontraréis una tripulación escasa, que no bebe licores, porque pertenece a la sociedad de templanza, hombres endurecidos en las fatigas, que arrancan a los peligros de la muerte un peculio para establecerse en los Estados cuando vuelvan, para tomar un lote de tierra y labrarse una propiedad y levantar una casa, y contar a sus hijos alrededor de la estufa de hierro colado sus aventuras de mar. El año pasado la reina Victoria se paseaba en su suntuoso yacht, acompañada del príncipe Alberto, por la bahía de Falmouth. Los buques todos estaban empavesados para honrar a las regias visitas. Sobre el tope del palo mayor de una fragata norteamericana veíase un marinero yankee parado en un pie, balanceándose con el buque que se mecía sobre sus anclas y tendiendo al aire su sombrero en una mano en señal de saludo. He aquí la expresión jeroglífica de la marina yankee. La reina se enfermó a la vista de aquel espectáculo. Un marinero inglés hubo, picado de amor nacional, de repetir la prueba. La reina lo prohibió con sus señales de espanto. ¿Lo habría hecho? No lo hizo, y eso basta. Era una imitación de la audacia ajena; el hombre es capaz de eso y mucho más; pero sólo el genio de un pueblo inspira la idea y el coraje de ejecutarlo.

Me detengo en este punto de la marina norteamericana, porque el buque es para el yankee su medio internacional, la prolongación de su nación para ponerse en contacto con todas las otras de la tierra; y en esta época de movimiento universal, el pueblo que tenga buques más ligeros, de construcción más barata y por tanto de fletes menos subidos, es el rey del universo. En el Mediterráneo, en los mares de la India y el Pacífico, anulan, suprimen y alejan de día en día toda otra marina y todo otro comercio que el suyo. Oh, reyes de la tierra, que habéis insultado por tantos siglos a la especie humana, que habéis puesto el pie de nuestros esbirros sobre los progresos de la razón y del sentimiento político de los pueblos revolucionarios, dentro de veinte años, el nombre de la República norteamericana será para vosotros como el de Roma para los reyes bárbaros. Las teorías, las utopías, de vuestros filósofos, desacreditadas, ridiculizadas por la tradición, la legitimidad, el hecho consumado, bien entendido que apoyados en medio millón de bayonetas, para que el ridículo sea eficaz, encontrarán el hecho también luminoso y triunfante.

Cuando los Estados de la Unión se cuenten por centenares, y los habitantes por cientos de millones, educados, vestidos y hartos, ¿qué váis a oponer a la voluntad tan soberana de la gran República en los negocios del mundo? ¿Vuestros guardianes de pordioseros? ¡Pero os olvidáis de las naves americanas que os bloquearían en todos los mares, en todos los puertos! Dios ha querido, al fin, que se hallen reunidos en un solo hecho, en una sola nación, la tierra virgen que permite a la sociedad dilatarse hasta el infinito, sin temor de la miseria; el hierro que completa las fuerzas humanas; el carbón de piedra que agita las máquinas; los bosques que proveen de materiales a la arquitectura naval; la educación popular, que desenvuelve por la instrucción general la fuerza de producción en todos los individuos de una nación; la libertad religiosa que atrae a los pueblos en masa a incorporarse en la población; la libertad política que mira con horror el despotismo y las familias privilegiadas; la República, en fin, fuerte, ascendente como un astro nuevo en el cielo; y todos estos hechos se eslabonan entre sí, la libertad y la tierra abundante; el hierro y el genio industrial; la democracia y la superioridad de los buques. Empeñaos en desunirlos por las teorías y la especulación; decid que la libertad, la educación popular, no entran por nada en esta prosperidad inaudita, que conduce fatalmente a una supremacía indisputable; el hecho será siempre el mismo, que en las monarquías europeas se han reunido la decrepitud, las revoluciones, la pobreza, la ignorancia, la barbarie y la degradación del mayor número. Escupid al cielo, y ponderadnos las ventajas de la monarquía. La tierra se os vuelve estéril bajo las plantas, y la República os lleva sus cereales para alimentaros; la ignorancia de la muchedumbre sirve de base a vuestros tronos, y la corona que orna vuestras sienes brilla cual flor sobre ruinas; medio millón de soldados guardan el equilibrio de los celos y de la envidia de unos soberanos con otros, mientras la República, colocada por la Providencia en terreno propicio, como colmena de abejas, ahorra esas sumas inmensas para convertirlas en medios de prosperidad que da su rédito en acrecentamiento de poder y de fuerza. Vuestra ciencia y vuestras vigilias sirven sólo para aumentar el esplendor de aquélla. Sic vos non vobis inventáis telégrafos eléctricos para que la unión active sus comunicaciones; sic vos non vobis creasteis los rieles para que rodasen las producciones y el comercio norteamericano. Franklin tuvo la audacia de presentarse en la corte más fastuosa del mundo con sus zapatos herrados de labriego y sus vestidos de paño burdo; vosotros tendréis un día que esconder vuestros cetros, coronas y zarandajas doradas para presentaros ante la República, por temor de que no os ponga a la puerta, como a cómicos o truhanes de carnestolendas.

¡Oh! me exalta, mi querido amigo, la idea de presentir el momento en que los sufrimientos de tantos siglos, de tantos millones de hombres, la violación de tantos principios santos, por la fuerza material de los hechos elevados a teoría, a ciencia, encontrarán también el hecho que los aplaste, los domine y desmoralice. ¡El día del grande escándalo de la República fuerte, rica de centenares de millones, no está lejos! El progreso de la población norteamericana lo está indicando; ella aumenta como ciento, y las otras naciones sólo como uno; las cifras van a equilibrarse y a cambiar en seguida las proporciones; y ¿estas cifras numéricas no expresarán lo que encierra en sí de fuerzas productoras y de energía física y moral del pueblo avezado a las prácticas de la libertad, del trabajo y de la asociación?

Avaricia y mala fe

Tan fatigado lo considero de seguirme en estas excursiones que al rápido andar de las ideas hago por los extremos aportados de la Unión, tras de alguna manifestación de la vida de este pueblo, que para su solaz quiero en adelante, en vías de puntos de descanso, poner epígrafes a las materias que iré tratando. Usted ha comprendido, sin duda, que el que precede anuncia que voy a hablar del carácter moral de esta nación. En aquellas dos palabras se reasume, en efecto, el reproche que hacen, más bien diré, el tizne que afea el carácter moral yankee, y el entusiasmo por las instituciones democráticas se resfría al ver las brechas que a la moral individual hacen, y no hay pueblo medio civilizado que no se sienta superior a los yankees por este lado al menos, al revés de las grandes naciones antiguas y modernas, de Roma y la Inglaterra, en que el Estado era un bandido famoso, mientras los individuos que lo componían practicaban las virtudes más austeras.

Los Estados Unidos como gobierno son irreprochables en sus actos públicos, mientras que los individuos que lo forman adolecen de vicios repugnantes de que se creen menos sujetas las demás naciones. ¿Dependerá esto de una peculiaridad de la raza sajona? ¿Vendrá de la amalgama de tantos pueblos diversos? ¿Será fruto ingrato de la libertad y de la democracia?

No se espante si muestro que a esta última causa más que a otra ninguna atribuyo el mal moral que aqueja a aquellos pueblos. La avaricia es hija legítima de la igualdad, como el fraude viene ¡¡cosa extraña al parecer!! de la libertad misma. Es la especie humana que se muestra allí, sin disfraz alguno, tal como ella es, en el período de civilización que ha alcanzado, y tal como se mostrará todavía durante algunos siglos más, mientras no se termine la profunda revolución que se está obrando en los destinos humanos, cuya delantera llevan los Estados Unidos.

El mundo se transforma, y la moral también. No se escandalice usted. Como la aplicación del vapor a la locomoción, como la electricidad a la transmisión de la palabra, los Estados Unidos han precedido a todos los demás pueblos en añadir un principio a la moral humana en relación con la democracia. ¡Franklin! Todos los moralistas antiguos y modernos han seguido las huellas de una moral que, dando por sentada, por fatal y necesaria la existencia de una gran masa de sufrimientos, de pobreza y de abyecciones, localizaba el sentimiento moral, dando por atenuaciones la limosna del rico y la resignación del pobre. Desde las castas inmóviles de indios y egipcios, hasta la esclavitud y el proletariado normal de la Europa, todos los sistemas de moral han flaqueado por ahí. Franklin ha sido el primero que ha dicho: bienestar y virtud; sed virtuosos para que podáis adquirir; adquirid para poder ser virtuosos. Mucho se aproximaba Moisés en sus doctrinas morales a estos principios, cuando decía: honrad a vuestros padres para que así viváis largo tiempo sobre la tierra prometida. Todas las leyes modernas están basadas en este principio nuevo de moral. Abrir a la sociedad en masa, de par en par, las puertas al bienestar y a la riqueza.

Allá va el mundo en masa, y sabe Dios los dolores que va a costar habituar a los goces de la vida, despertar la inteligencia de esos millones de seres humanos que durante tantos miles de años han servido para abrigar con el calor de sus entrañas los pies de los nobles que volvían de la caza. ¿Qué es el capital? preguntan hoy los economistas. El capital es el representante del trabajo de las generaciones pasadas legado a las presentes; tienen capitales los que han heredado el fruto del trabajo de los siglos pasados, como las aristocracias, y los que lo han adquirido en este y el pasado siglo con los descubrimientos de las ciencias industriales y las especulaciones del comercio; es decir, poquísimos en proporción de la masa pobre de las naciones. He aquí, en mi humilde sentir, el origen de la desenfrenada pasión norteamericana. Veinte millones de seres humanos, todos a un tiempo, están haciendo capital, para ellos y para sus hijos; nación que nació ayer en suelo virgen y a quién los siglos pasados no le habían dejado en herencia sino bosques primitivos, ríos inexplorados, tierras incultas. Despertad en Francia o en Inglaterra, por ejemplo, esos veinte millones de pobres que trabajando veinte horas diarias, se amotinan por conseguir solamente que el salario les baste para no morir de hambre, sin aspirar a un porvenir mejor, sin osar soñarlo siquiera, como pretensiones impropias de su esfera; poned a los rotos de Chile en la alta esfera de las especulaciones, con la idea fija de hacer pronto una fortuna de cincuenta mil pesos, y veréis mostrarse entonces las pasiones infernales que están aletargadas en el ánimo del pueblo. El roto os pide diez reales por el objeto que venderá por uno, si le ofrecen uno, y todavía os habrá engañado. Un chileno cree honrada a la masa de su nación por serlo él y por desprecio al miserable roto, que, sin embargo, forma la gran mayoría. Tal es la explicación del fenómeno que llama la atención en los Estados Unidos. Toda la energía del carácter de la nación en masa está aplicada a esta grande empresa de las generaciones actuales, acumular capital, apropiarse el mayor número de bienes para establecerse en la vida. La revolución francesa vió por otro camino, aunque conduciendo al mismo fin, desenvolverse la energía moral de la nación; la gloria militar puesta al alcance de quién supiera conquistarla, el bastón de mariscal en la boca de los cañones del enemigo, y sabe usted los prodigios obrados por aquella nación.

El norteamericano lucha con la naturaleza, se endurece contra las dificultades por llegar al supremo bien que su posición social le hace codiciar: el bienestar; y si la moral se pone de por medio cuando él iba a tocar su bien, ¿qué extraño es que la aparte a un lado lo bastante para pasar, o la dé un empellón si persiste en interponerse? Porque el norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no muy moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de desenvolvimiento bajo una apariencia común. ¿Quién es este hombre? se preguntará usted en cualquiera parte del mundo; y su fisonomía exterior le responderá: es un roto, un labriego, un mendigo, un clérigo, un comerciante. En los Estados Unidos todos los hombres son a la vista un solo hombre, el norteamericano. Así, pues, la libertad y la igualdad producen aquellos defectos morales, que no existen tan aparentes en otras partes, porque el grueso de la nación está inhabilitado para manifestarlos. ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser picados por la tarántula!

Contribuyen a hacerlo más manifiesto las peculiaridades de la organización de aquel país. Es tal el sentimiento de vida que se experimenta en los Estados Unidos, tal la confianza en el porvenir, tal la fe que se tiene en los resultados del trabajo, y tan grande la esfera del movimiento, que el crédito reposa en la existencia del individuo más bien que en la garantía de la propiedad. Un hombre trabajando adquirirá infaliblemente. La estadística de la progresión en que va la riqueza lo demuestra; luego, todo hombre que trabaja tiene crédito. Ejemplo: un individuo remonta el Mississipi en un vapor y propone la compra de 4000 barricas de harina. El vendedor dice su precio y queda aceptado, después de preguntar quién es el banquero del comprador. El vendedor escribe a Nueva York al banquero indicado, pidiendo la solvibilidad del individuo, y con la respuesta: posee 4000 pesos, crédito bueno, el contrato queda concluído a cuatro meses de plazo, a pagar en Londres, donde se venderá la harina al banquero del vendedor. Llegado el término del contrato el vendedor ve el precio corriente de las harinas en Londres, en la época en que ha debido efectuarse la venta y ya sabe a qué atenerse en cuanto a la solvibilidad de su deudor. ¡Cuántos tropezones ha dado un yankee para llegar a tener fortuna! Aquí llamamos quiebras; allá negocios frustrados solamente, que irritan la actividad en lugar de paralizarla.

Cuando el especulador es un Estado, el pícaro se presenta más desfachatado. El Estado agencia capitales en Inglaterra para abrir caminos de hierro, los obtiene y realiza su empresa; pero como es un Estado naciente del Oeste, donde la población y la riqueza no son grandes, los peajes no producen por largos años el interés del dinero, el Estado deudor promete, aplaza de hoy a mañana el pago sinceramente, miente, en seguida, por necesidad, se enfada de que le estén exigiendo, y últimamente, un día amanece de mal humor, pone a la puerta al acreedor importuno, y le declara en sus propias barbas, y a la faz de todo el mundo, que repudia la deuda, es decir que no paga. ¿Demandarlo? ¿Ante quién? He aquí el primer pícaro que se presenta en el mundo, que no conoce juez en la tierra; el pueblo soberano. El Presidente, el Congreso, el Juez supremo nada pueden contra esta clase de bellacos. El gobierno mismo del Estado nada puede; ni la clase culta y por tanto con vergüenza, porque emanando el poder del voto de la muchedumbre ignorante y bribona, no acepta esta contribución nueva para pagar la deuda contraída. Así se han conducido Mississipi, Illinois, Indiana, Michigan, Arkansas y algunos otros más. ¡Qué bulla han metido los banqueros en Londres con aquella magnífica muestra de la más insigne felonía! Y, ¿qué remedio?

Aquí principia el reverso de la medalla. Los diarios de Europa hacen llover como sobre Sodoma y Gomorra el fuego de la execración universal, y los Estados alzados se ríen con insolencia de tales bravatas. Mas en los Estados que no han participado del crimen, principia una reacción en nombre de la dignidad nacional, del honor de la Unión mancillado, y los delincuentes soberanos empiezan a ponerse serios. Una línea de circunvalación se establece en torno de ellos, y desde allí la opinión pública los fulmina a mansalva. La clase ilustrada de los Estados que han repudiado las deudas siente la indignidad del procedimiento; pero ¿qué hacer contra la mayoría que lo sostiene? Un diario entra tímidamente en la cuestión; copia como por incidente algún artículo censorio. Desde luego reconoce que dadas las circunstancias en que el Estado se halló, y la insolencia de los ingleses, hizo perfectamente bien, y les ha dado una lección severa, para que en adelante respeten mejor la dignidad de un Estado soberano (tramposo). Pero las circunstancias empiezan a cambiar felizmente la propiedad se desarrolla rápidamente. ¿No convendría, to repeal la repudiación? ¿Al menos reconsiderar el asunto, arbitrar medios, etc.?

El pueblo soberano oye ya sin enojarse. Al día siguiente le insinúan ideas de honor, sentimientos de generosidad, hasta que al fin la opinión pública se forma, la reprobación excitada afuera halla ecos en el Estado, un sentimiento de vergüenza apunta en los semblantes; voces enérgicas se levantan en la minoría del Congreso, el movimiento se generaliza, y el Estado criminal vuelve sobre sus pasos, entabla negociaciones con los banqueros defraudados, y concluye por reconocer por legítima la deuda del capital, y ofrece un 60 por ciento de los intereses. Otro Estado, no habiendo podido terminar el canal en que invirtió los capitales, pide que se le den las sumas necesarias para llevarlo a cabo, y pagará todo. Un Estado, en fin, permanece inerte en despecho del clamoreo universal, porque es muy pobre, muy apartado, y no se admire usted, muy bruto.

Esto último requiere explicaciones.

Geografía moral

Había pintado el plan iconográfico de la viabilidad de los Estados Unidos, que si no es la base de la prosperidad de aquel país, es su instrumento, como los dedos del hombre son los fieles ejecutores de su pensamiento. Hay, también, una geografía moral en aquel país, cuyas facciones principales necesito señalar. Conocido el suelo, verá usted las corrientes civilizadoras que llevan a todos los extremos de la Unión la mejora, la luz y el progreso moral.

Conoce usted la historia y la colocación de los trece Estados primitivos de la Unión americana. Dos siglos habían depositado allí las grandes ideas políticas y religiosas que la Inglaterra había arrojado sucesivamente de su seno. Bancroft ha hecho el inventario de esas ideas, colocándolas cada una en la localidad que ocuparon desde su establecimiento, con los peregrinos en la Nueva Inglaterra, con los cuáqueros en la Pensilvania, con los católicos en el Maryland. Aquella colonización fué menos de hombres que se trasladaban de un país a otro, que de ideas políticas y religiosas que pedían aire y espacio para explayarse. Sus frutos han sido la república americana, frutos muy anteriores a la revolución francesa. La declaración de los derechos del hombre hecha por el Congreso de los Estados Unidos en 1776, es la primera página de la historia del mundo moderno, y todas las revoluciones políticas que se seguirán en la tierra, un comentario de aquellos simples dogmas del sentido común.

La declaración de la independencia fué como aquel creced y multiplicaos de Dios a los hebreos. Desde entonces las ideas y los hombres se pusieron en marcha hacia el interior; la república empezó a parir territorios que se convertían luego en Estados, como un pólipo que echa al costado de su tronco nuevas ramas. Observe el movimiento de las repúblicas sudamericanas desde su independencia adelante, y verá cuán notable es la diferencia. Chile subdivide sus antiguas provincias, pero sin aumentar ni el territorio poblado, ni el número de sus ciudades. Las antiguas Provincias Unidas del Río de la Plata ven desmembrarse su territorio, y de sus fragmentos constituirse estados raquíticos y absurdos, mientras que las provincias que aún quedan llevando el nombre argentino, se despueblan de día en día, extinguiéndose sus antiguos planteles de ciudades como luces que se apagan. Maine tenía, por ejemplo, en 1790, 96.000 habitantes; 151.000 en 1800; 228.705 en 1810; 400.000 en 1830; 501.793 en 1840. Nueva York tenía 340.120 en 1790; 586.766 en 1800; 959.949 en 1810; 1.372.812 en 1820; 1.918.608 en 1830; 2.428.921 en 1840.

Pero a este movimiento de concentración se añade otro de dilatación. Mississipi aparece en 1800 con 8.850 habitantes; en 1840, contaba ya 375.651. Arkansas no suena hasta 1820, en que presenta una población de 14.273 habitantes; en 1840 tiene cerca de cien mil. Indiana contaba en 1810, 4.762; treinta años después, 685.866. Ultimamente Ohio, que en 1800 registró una población de 40.365, contaba en 1840 un acrecentamiento de más de millón y medio. Asómbrese usted de este diluvio de hombres que los primeros colonos en un desierto ven llegar y establecerse en los alrededores. Me han mostrado un hombre que no era viejo, el cual había visto nacer, desenvolverse y crecer uno de aquellos grandes estados. ¿De dónde salen estos hombres, desde que ya no hay Deucaliones que los produzcan tirando piedras hacia atrás? La inmigración europea figura en segundo plano en estas sucesivas inmigraciones, por más que aparentemente sea su número muy considerable. Los Estados viejos o adultos engendran a los que van apareciendo. El indian hater, odiador del indio, va adelante, esparciendo los miembros de esta singular secta instintiva, que tiene por único dogma perseguir al salvaje, por único apetito el exterminio de las razas indígenas. Nadie lo ha mandado; él va solo al bosque con su rifle y sus perros a dar caza a los salvajes, ahuyentarlos y hacerles abandonar las cacerías de sus padres. Detrás vienen los squatters, misántropos que buscan la soledad por morada, el peligro por emociones, y el trabajo de desmontar por solaz. Siguen a distancia los pioneers abriendo las selvas, sembrando la tierra y diseminándose en una grande esfera. Vienen en seguida los empresarios capitalistas con emigrantes por peones, y fundando ciudades y aldeas según que los accidentes del terreno lo aconsejan. Sobre estos cuadros viene en seguida a colocarse la inmigración propietaria, mecánica, industrial, joven, que se desprende de los Estados antiguos a buscar y crear la fortuna.

En esta expansión de la población norteamericana se muestran grados de civilización muy marcados, desapareciendo casi del todo en los extremos, al oeste por la diseminación de los habitantes y la rudeza de las ocupaciones campestres, al sur por la presencia de los esclavos, y por las tradiciones españolas o francesas. Medio siglo bastaría para que la barbarie incurable de nuestras campañas argentinas se mostrase en las extremidades de la Unión, si los elementos vivos de regeneración que encierra aquel país no constituyesen un flujo y reflujo que tiene en actividad toda la masa, y evita que las partes lejanas o aisladas se estagnen y degeneren.

¡La inmigración europea es allí un elemento de barbarie, quién lo creyera! El europeo, irlandés o alemán, francés o español, salvo las excepciones naturales, sale de las clases menesterosas de Europa, ignorante de ordinario, y siempre no avezado a las prácticas republicanas de la tierra. ¿Cómo hacer que el inmigrante comprenda de un golpe aquel complicado mecanismo de instituciones municipales, provinciales y nacionales, y más que todo, que se apasione como el yankee por cada una de ellas, y las crea ligadas con su existencia y como parte de su ser, de tal manera que si descuidara ocuparse de ellas y de los intereses a que se ligan, temería que su vida y su conciencia estaban a un tiempo en peligro? ¿Cómo habituarlo al meeting a que a cada instante recurre el pueblo para expresar his sentiment; y una vez expresado, una vez votados una serie de and to be further resolved, sentir aquel desahogo y como descargo de un peso que experimenta el norteamericano, como si hubiera producido un hecho, o desvanecido la opinión que combate? Así es que los extranjeros son en los Estados Unidos la piedra de escándalo, y la levadura de corrupción que se introduce anualmente en la masa de la sangre de aquella nación tan antiguamente educada en las prácticas de la libertad. El partido whig, que es la parte más racional de la nación, ha intentado muchas veces poner trabas a la inmigración, y sobre todo prolongar por muchos años el aprendizaje, que requiere el uso de los derechos políticos. El partido nativista, hoy extinto, trató de crear una especie de fanatismo nacional, parecido, aunque por motivos contrarios, a nuestro americanismo; pero disiparon luego el interés de cada Estado naciente los primeros nubarrones de preocupación que empezaban a levantarse. Los Estados antiguos podían prescindir de los extranjeros, pues que ya estaban densamente poblados y ofrecen poco aliciente a los advenedizos. No así los estados del oeste, que pusieron desde entonces en pública subasta la ciudadanía, bajando a porfía los años de residencia y excusando requisitos para obtenerla.

Contra esta relajación de la disciplina de los mayores y la más sensible que trae la diseminación de la población de las campañas, la organización social de aquel país tiene medios eficacísimos y que ya hubieran producido sus resultados, si no fuese una obra interminable mientras continúen llegando i barbari de Europa por centenas de miles, y hayan acres de bosques por descuajar por millares de millones. Estas fuerzas de atracción, depuración y pulimento, son tan importantes que me permitirá usted irlas enumerando.

La posta diaria es la que más sensiblemente obra. La posta sonará a las puertas de cada aldea lejana y depositará en ella, en algún papel público, un tópico de conversación, y una noticia de las novedades de la Unión. Usted concibe que es imposible barbarizarse donde la posta, como una gotera diaria, está disolviendo toda indiferencia nacida del aislamiento. No olvide que esta posta recorre 134.000 millas, y que en partes tiene por auxiliar el telégrafo.

Paso por alto la influencia civilizadora e irritante de la prensa periódica.

El juicio por jurados llama a los hombres de las campañas a cada instante a reunirse, para juzgar causas criminales, y el payo juez oye la acusación y la defensa, pesa las razones, compulsa leyes, se habitúa a su mecanismo y juzga con toda seguridad de conciencia. El hábito del jurado ha creado el crimen civil, impune, horrible, que se llama la Ley de Lynch. Como Jesús decía: “Donde quiera que estaréis reunidos tres en mi nombre, yo estaré con vosotros”, la Lynch’s law ha dicho al yankee de los bosques: “Donde quiera que os reunáis siete en nombre de la voluntad del pueblo, la justicia será con vosotros”. Guárdese usted en el Far-West o en los Estados de esclavos de encontrarse con siete hombres reunidos y provocar sus pasiones. Será usted colgado por aquellos jueces, más terribles y más arbitrarios que los jueces invisibles de los tribunales secretos de la Alemania antigua. La ley lo permite, y aquellas conciencias torvas quedan exentas de todo remordimiento, ni más ni menos que el inquisidor español que veía arder la víctima que con sus ardides había llevado a la hoguera; así la religión y la democracia caen en el crimen cuando se exageran sus principios y sus objetos.

No ejerce menor influencia civilizadora la elección de presidente. El norteamericano hace cincuenta elecciones al año. Derrotado en el consejo de instrucción pública, se echa con el mismo ardor en la de sacristán de su capilla; si pierde allí, espera con redoblado encarnizamiento la de attorney, la de diputados para su Estado o la de gobernador. No lo exalta menos la que requiere la renovación de las cámaras, e incuba un año entero su ojeriza contra un candidato para la presidencia y su amor por otro. Entonces la Unión se agita por sus cimientos; los squatters salen de los bosques como sombras evocadas por un conjuro. La suerte de cada uno de aquellos galápagos, está comprometida en el éxito; amenaza no sobrevivir al triunfo del candidato whig, cual si dijéramos retrógrado; y si el escrutinio deja burladas sus esperanzas, aprieta los puños se alejan en dirección a su morada, jurando desquitarse en la elección de pastor de su doctrina.

La elección de presidente es, pues, el único vínculo que une entre sí a todos los extremos de la Unión, la preocupación nacional única que conmueve a un tiempo a todos los hombres y a todos los Estados. La lucha electoral, es, por tanto, un despertador, una escuela y un estimulante que hace revivir la vida adormecida por las distancias y la rudeza del trabajo.

Pero el mayor de todos los reactivos constitúyelo el sentimiento religioso. Pasma, sin duda, a un católico tibio que llega de nuestros países ver la escala extensa y elevada en que la religión obra, en medio de aquella extrema libertad. Desde luego la Biblia está en toda la Unión, desde el loghouse del bosque hasta los hoteles de las grandes ciudades, obrando en bien y en mal, los efectos de su lectura diaria. Digo en mal, porque el apego a la letra del texto produce consecuencias desastrosas en los ánimos estrechos. Sábese que en la nueva Inglaterra rigieron por mucho tiempo las leyes de Moisés; tal era y es aún la idea de la perfección inmaculada de cada frase y de cada versículo de la Biblia. A bordo de un buque se hablaba de las maravillas del cloroformo. Un médico aseguraba que podía aplicarse sin peligro a los alumbramientos.—¿Y usted lo aplicará a su mujer? preguntaba un puritano presente.—¿Por qué no?—Pues yo no lo haría, replicó seriamente el interlocutor.—Eso depende del grado de confianza de cada uno en su eficacia.—No, señor; el Génesis dice: parirá la mujer con dolores; y usted contraría la voluntad de Dios. Como se ve, la cuestión del cloroformo era mirada por el lado de la conciencia, y medida su bondad en el cartabón de la Biblia.

El acento nasal de los yanquis, más pronunciado en el interior, viéneles de la lectura cotidiana de la Biblia; pero en despecho de estos pequeños inconvenientes, produce, por otra parte, resultados inmensos. La historia aunque trunca, los preceptos de la moral, las frases evangélicas, se pegan a la mente del lector; y la plática del pastor se refiere cual comentario a aquellos puntos que el oyente conoce y sobre cuya significación su ruda mente pedía esclarecimientos. La lluvia de la palabra cae entonces sobre terreno abierto y sediente, y no como la de nuestros predicadores ordinarios, que la arrojan al viento en las plazas públicas, condimentándolas no pocas veces con groserías para que sirvan éstas de mordiente al caer sobre las naturalezas brutas del pueblo. La polémica de las sectas da más animación y actualidad a estas lecturas, y la vida entera de un hombre no basta para penetrar en los misterios que encierra en inmenso catálogo su libro sagrado. Sesenta y siete colegios de teología difunden por toda la Unión la ciencia religiosa, mientras que alcanzan apenas a diez los consagrados a las leyes, produciendo, sin embargo, un número de más de veinte mil abogados. El número de obras originales sobre aquel punto es tres veces mayor en los Estados Unidos que el de otras consagradas a investigaciones de la ciencia. Esta peculiaridad nacional hará de aquel pueblo una entidad aparte en el mundo moderno.

Para mantener el fuego sagrado, hay en viaje permanente por las campañas remotas, millares de pastores viajeros, que pasan toda su vida en misión; hombres rudos y enérgicos que llevan a todas partes la agitación, despiertan los ánimos, excitándolos a la contemplación de las verdades eternas. Son éstos verdaderos ejercicios espirituales, como los de los católicos; más espirituales aún, pues, sin amedrentarlos con las penas del infierno, el pastor o los pastores reunidos en un mitin religioso, al aire libre o en algún galpón improvisado, sacuden las embotadas inteligencias de los campesinos, les presentan la imagen de Dios en formas grandiosas, inconcebibles; y cuando el estimulante ha producido su efecto, envían a las mujeres al bosque de un lado y a los hombres del otro, para que mediten a sus solas, se encuentren en presencia de sí mismos viendo su nada, su desamparo y sus defectos morales.

Los resultados de esta curación moral son extraños e inexplicables. Las mujeres entran en delirio, se tuercen y revuelcan por el suelo, echando espumarajos; lloran los hombres y aprietan los puños, hasta que, al fin, un himno religioso, entonado en coro, empieza, lentamente, a dulcificar aquellas santas amarguras; la razón recobra su imperio, la conciencia se aquieta y tranquiliza, y una profunda melancolía se pinta en los semblantes, mezclada de síntomas de bondad moral, como si hubiese robustecídose el sentimiento de lo justo con aquel vomitivo aplicado al espíritu. Los profanos que han presenciado estas escenas en las campañas, atribuyen aquellos efectos singulares de la palabra a la excitación que producen sobre el cerebro las ideas elevadas, en personas que por la monotonía de la vida aislada que llevan, pasan meses enteros sin experimentar emoción alguna de placer ni de dolor. Es aquel un drama entre Dios y la criatura, cuyas peripecias tienen despierto al auditorio que es la parte más activa de la representación. Acaso el cerebro tiene movimientos y revoluciones como otros órganos del cuerpo humano también. Pero en todo caso el habitante del Far West en nada se parece al bárbaro pastor o al labrador de nuestras campañas, pues que está abundantemente preparado para oir la palabra divina por la lectura de la Biblia y por los comentarios teológicos de los divinistas. Pero lo que de todo esto importa para mi objeto, es que mediante los ejercicios religiosos, las disidencias teológicas y los pastores ambulantes, aquella grande masa humana vive toda en fermentación, y la inteligencia de los más apartados habitantes de los centros se conserva despierta, activa, y con sus poros abiertos para recibir toda clase de cultura. A semejanza de una cuba, que no importa la calidad del líquido que encierre, se mantiene ajustada y apta para servir; mientras que si se le deja vacía, las duelas se tuercen, los arcos se aflojan y queda con la acción del tiempo y las fluctuaciones de la intemperie, inutilizada para siempre.

Pero abra Vd. paso, todavía para un elemento civilizador, el más activo que mantiene la vida en aquellos pueblos, religioso, político, industrial, lleno del espíritu antiguo de las colonias, como, asimismo, accesible a todos los progresos de la inteligencia moderna, el descendiente de los viejos peregrinos, el heredero de sus tradiciones de resignación y de endurecimiento al trabajo manual, el elaborador de las grandes ideas sociales y morales que constituyen la nacionalidad norteamericana, el habitante, en fin, de los Estados de la Nueva Inglaterra, Maine, New Hampshire, Massachusetts, etc. He aquí la raza bramínica de los Estados Unidos. Como los bramanes descendiendo de las montañas del Himalaya, los habitantes de aquellos antiguos Estados, se diseminan hacia el Oeste de la Unión, educando con su ejemplo y sus prácticas a los pueblos nuevos que surgen sin pericia y sin ciencia sobre la faz de la tierra apenas desmontada. Recuerda Vd. que los peregrinos eran ciento cincuenta sabios, pensadores, fanáticos, entusiastas, políticos, emigrados y probados por todas las calamidades que pueden caer sobre los hombres; recuerda Vd., sin duda, que no quisieron que con ellos se embarcase un sirviente al alejarse de las costas de la Europa, resueltos como estaban a labrar la tierra con sus propias manos y no reconocer desigualdades sociales en la nueva patria que iban a buscar en la América: recuerda Vd., que se sentaron todos debajo de una encina de donde hoy está Boston, y después de dar gracias al Dios de Israel por su feliz arribo, discutieron las leyes que se darían para gloria de Jehová y su libertad personal; recuerda Vd., por fin, que esos hombres en aquella época establecieron escuelas públicas, obligando a cada padre, tutor o patrón de niños, a darles educación elemental para el espíritu y un oficio manual para el sustento del cuerpo. Pues bien, los hijos de aquella escogida porción de la especie humana, son aun hoy los mentores y los directores de las nuevas generaciones. Créese que más de un millón de familias descienden, en toda la Unión de aquella noble estirpe. Ellos han impreso en la fisonomía del yankee aquella plácida bondad que se nota en la clase más educada. Ellos llevan a toda la Unión la aptitud manual que hace de un norteamericano una maestranza ambulante; la energía férrea para luchar con las dificultades y vencerlas; y la aptitud moral e intelectual que lo pone al nivel, si no en la línea superior, a lo mejor de la especie humana. Estos emigrantes del Norte disciplinan las poblaciones nuevas, les inyectan su espíritu en los mítines que presiden y provocan; en las escuelas, en los libros, en las elecciones y en la práctica de todas las instituciones norteamericanas. Las grandes empresas de colonización y ferrocarriles, los bancos y las sociedades, ellos las inician y llevan a cabo. Así es que la barbarie producida por el aislamiento de los bosques, y la relajación de las prácticas republicanas, introducidas por los emigrantes, encuentran en los descendientes de los puritanos y peregrinos un dique y un astringente. Hay, pues, flujo y reflujo, entre estas dos fuerzas contrarias; y por más que fuera rápida la dilatación de la Unión y la mezcla y yuxtaposición de los pueblos, ellos acabarían, al fin, por dar homogeneidad al todo y conservarle el tipo original y nuevo, tradicional y progresivo que distingue a aquel pueblo. ¿Sucede cosa igual en el resto del mundo en formas tan perceptibles y constantes?

Acaso, creerá Vd. que aquellos instrumentos de pulimento y purificación nacional, a fuer de herederos de las antiguas creencias de los peregrinos, mantienen la inmovilidad de las ideas y constituyen una secta aparte. Bajo el aspecto religioso, los Estados Unidos presentan el mismo espectáculo que las costumbres, y que la superficie de la tierra. En ninguna parte del mundo puede decirse con más propiedad que Dios está hecho a imagen y semejanza de los hombres. Los norteamericanos tienen de Dios las ideas elevadas que de su esencia nos han transmitido los hebreos por medio del cristianismo; pero las sectas religiosas y las prácticas se adaptan allí a la inteligencia popular, descienden a una especie que llamaría fetichismo si tuviese por símbolos ídolos o manitúes; y se eleva hasta la filosofía pura, el deísmo, sin perder su carácter profundamente religioso, y aun sin salir de las grandes fórmulas morales del cristianismo. Como en todos los pueblos eminentemente religiosos, hay hoy en este momento en los Estados Unidos, santos, profetas, enviados de Dios, descensión y ascensión visible del Espíritu Santo, y comunión entre el cielo y la tierra. Hay religiones nuevas, que están naciendo y prometiendo absorber toda la tierra; los mormones, son de ayer, y sus inspirados y pontífices hacen milagros; testigo de ello que durante mi residencia en los Estados Unidos, un profano descubrió que la luz pálida que arrojaba el semblante del santo varón, procedía de una fricción que se había dado con fósforo. El venerable pontífice no se dió por vencido, diciendo que todos los milagros habían sido preparados así, ni sufrió en lo menor la fe y fervor de los creyentes, que hoy ascienden a más de ciento cincuenta mil.

Hay religiones danzantes, y los fieles, después de haber oído la oración del pastor, se lanzan a bailar hasta que el numen del baile se despierta, y el cuerpo se lanza a hacer cabriolas frenéticas, e indescriptibles. Entonces créese iluminado el paciente, que cae al fin extenuado y demente. Como he visto en el baile Mabille, de París, a la Reina Pomaré, la Rigolette, y otras celebridades hacer diabluras, no me dejo atrapar fácilmente por estas manifestaciones del Espíritu Santo. Sobre estas capas inferiores del culto en los Estados Unidos descuellan disidencias cristianas más respetables, tales como baptistas, metodistas, presbiterianos, congregacionalistas, cristianos, episcopalistas, luteranos, alemanes reformados, católicos romanos, amigos, universalistas, unitarios y otras sectas, entre las cuales yo incluiría los deístas puros; pues, tal es el espíritu religioso y tolerante de aquel país, que la negación de toda religión, lo que nosotros llamamos la impiedad, forma una secta aparte contra la cual nadie levanta la voz. Como una muestra de las proporciones que guardan estas divisiones, apuntaré que los baptistas tienen 1.130 iglesias y 4.907 pastores; los episcopalistas 950 iglesias, servidas por 849 pastores; los católicos 912 iglesias con 545 sacerdotes; los unitarios 200 iglesias con 174 pastores, guardando todos los demás una proporción descendente, según su colocación.

He dicho tolerante en el sentido genuíno que los americanos dan a esta palabra. Las sectas religiosas, forman en los Estados Unidos verdaderas cofradías y naciones religiosas, no obstante estar entremezcladas en las ciudades y en los campos. El médico, el escribano, el proveedor de carne, el boticario de la casa, y aun el botero, han de ser de la misma creencia de quien lo ocupa. Hay guerra sorda, proselitismo, en este sentido. Pero la tolerancia se muestra en la impasibilidad con que un metodista oiría contradecir sus dogmas por un católico y viceversa; porque en los Estados Unidos los católicos que profesan por dogma la intolerancia religiosa, son como aquellos tigres sin uñas ni dientes que solemos criar en las casas. No se ha oído hasta ahora que un católico haya mordido a nadie en Estados Unidos, donde hallan muy buena la libertad religiosa de que disfrutan a sus anchas, no sin salvar almas todos los años de los engaños falaces del tentador.

Este caos religioso, aquellas cien verdades contradictorias están, a su vez, sufriendo una elaboración, lenta, es verdad, pero segura, ascendente. Mientras la barbarie mormónica hace sus progresos la filosofía religiosa de los descendientes de los peregrinos viene de alto abajo descendiendo hasta las profundidades de la sociedad, acercando las distancias que separan todas las disidencias, echando entre ellas blandas ligaduras que concluyen por estrecharlas, y que terminarán al fin en absorberlas en el unitarismo, secta nueva, panteísta, en cuanto admite todas las disidencias y respeta todos los bautismos, por cuyo intermedio se ha transmitido la gracia, y elevándose a regiones más encumbradas, desprendiéndose de toda interpretación religiosa, concluye por reunir en un sólo abrazo a judíos, mahometanos y cristianos, prescindiendo de milagros y ministerios, como cosas que no cuadran con la forma orgánica que Dios ha dado al espíritu humano, y clasificándolos en el número de las figuras de la retórica. La moral del cristianismo como expresión y regla de la vida humana, como punto de reunión asequible y aceptable por todas las naciones, he aquí el único dogma que admiten, como la virtud y la humanidad el único culto y la única práctica que prescriben a los creyentes.

Esta filosofía religiosa se extiende con rapidez en los seis Estados de Nueva Inglaterra, tiene su centro en Boston, la Atenas norteamericana, y como propagadores a los hombres más sabios de los Estados.

Como Vd. ve, el espíritu puritano ha estado en actividad durante dos siglos, y marcha a darse conclusiones pacíficas, conciliadoras, obrando siempre el progreso sin romper en guerra con los hechos existentes, trabajándolos sin destruirlos violentamente, como lo emprendió la filosofía nacida del catolicismo en el siglo XVIII, y que tan poco camino ha hecho. Si recuerda el espíritu religioso que campea en los escritos de Franklin, notará que estas manifestaciones tienen antecedentes en la filosofía de buen sentido que inició aquel grande hombre práctico.

Concluyo de todo esto, mi buen amigo, en una cosa que hará pararse los pelos de horror a los buenos yanquis, y es que marchan derecho a la unidad de creencias y que un día no muy remoto la Unión presentará al mundo el espectáculo de un pueblo católico devoto, sin forma religiosa aparente, filósofo sin abjurar el cristianismo, exactamente como los chinos han concluído por tener una religión sin culto, cuyo grande apóstol es Confucio, el moralista que con el auxilio de su razón dió con el axioma: No hagas lo que no quieras que te hagan a ti mismo, añadiéndole este sublime corolario: y “sacrifícate por la masa”.

Si tal sucediera, y debe suceder, cuán grande y fecundo habrá de ser para la humanidad el experimento hecho en aquella porción que dará por resultado la dignificación del hombre por la igualdad de derechos, la elevación moral por la desaparición de las sectas religiosas que ahora lo subdividen, enérgico por las facultades físicas, y eminentemente civilizado por la apropiación a su existencia y bienestar de todos los progresos de la inteligencia humana. Norteamericano es el principio de la tolerancia religiosa que está inscripto en todas las constituciones y pasado ya a axioma vulgar; en Norte América fué por primera vez pronunciada esta palabra que debía restañar la sangre que la humanidad ha derramado a torrentes, y venido destilando hasta nosotros desde los primeros tiempos del mundo. Católicos, cuáqueros, calvinistas, todas estas variantes de una misma fe, venían a las colonias norteamericanas, a yuxtaponerse, sin mezclarse, prevaleciendo los odios que había engendrado la lucha en la Europa. Los padres peregrinos eran los más celosos exclusivistas, porque habían atravesado el mundo, dice Bancroft, para gozar el privilegio de vivir por sí mismos. La guerra religiosa, la persecución había ya estallado entre aquellos miserables restos de un naufragio común, despedazándose entre sí, en lugar de prestarse mutuo auxilio y amparo para resistir a la desgracia. Perseguían en Europa los anglicanos a los disidentes; los católicos a los herejes; quemaban a porfía la Inquisición y Calvino, papas y reyes, mahometanos y cristianos, de manera que usted no sabía adónde darse vuelta sin riesgo de que lo hiciesen biftec. En Febrero de 1631, llegó a América un joven maestro lleno del espíritu de Dios, y dotado de preciosos dones. Llamábase Rogerio Williams. Tenía entonces poco más de treinta años; pero su alma había madurado ya una doctrina que le aseguró la inmortalidad, al mismo tiempo que su aplicación ha dado paz religiosa al mundo americano. Era puritano y venía huyendo de la persecución de la Inglaterra; pero sus agravios personales no habían sido parte a obscurecer su clara inteligencia. La profundidad de su espíritu le había descubierto la naturaleza de la intolerancia, y él, sólo él, llegó al principio que es su único remedio efectivo. Anunció su principio bajo la simple proposición de santidad de conciencia. El magistrado civil podía reprimir el crimen, pero jamás dar reglas a la opinión; castigar los delitos, pero nunca violar la libertad del alma. Esta nueva contenía en sí misma una reforma completa de la jurisprudencia teológica, borrando del código de las leyes el delito de felonía por no conformidad; extinguiendo las hogueras que por tanto tiempo había tenido encendidas la persecución; derogando toda ley que hiciese obligatoria la observancia religiosa; aboliendo los diezmos y toda contribución forzosa para el sostén de la iglesia; dando igual protección a toda forma de fe religiosa, sin permitir que la autoridad del gobierno civil se alistase contra la mezquita del musulmán, contra el altar del adorador del fuego, la sinagoga judía, o la catedral romana.

Los principios de Roger Williams lo pusieron en perpetua lucha con el clero y gobierno de Massachussetts. Williams no pactaba con la intolerancia, porque decía: la doctrina de la persecución por causas de conciencia es evidente y lamentablemente contraria a la doctrina de Cristo Jesús.

Los magistrados insistían en exigir la presencia de todo hombre en el oficio divino, Williams reprobaba la ley, mirando como una abierta violación de los derechos de un hombre compelerlo a unirse con aquellos de creencia diversa; arrastrar al templo a los incrédulos o mal querientes, era santificar la hipocresía. Una alma incrédula, añadía, está muerta en pecado, y forzar al indiferente en una creencia a entrar en otra, es como mudar de mortajas a un cadáver. Nadie debe ser obligado a adorar, por mantener una creencia, sin su propio consentimiento.

Qué, le contestaban los puritanos, ¿el trabajador no merece su salario?—Que se lo pague el que lo ocupa, replicaba el heresiarca de la tolerancia. Su perspicacia le hizo desde entonces prever la influencia de sus principios en el gobierno de las sociedades. En los últimos días de su vida confirmó sus primeras ideas diciendo: “será un acto de misericordia y de justicia para las naciones esclavizadas romper el yugo de la opresión del alma, como es de fuerza obligatoria, hacer que todos y cada interés y conciencia preserven la libertad y la paz comunes”.

¡Y la luz fué! Desde Williams acá unos más pronto, otros más de mala gana y refunfuñando, han tenido que apagar sus tizoncitos y dejarse de esa bufonada de mal género que consiste en quemar hombres para mayor honra y gloria de Dios.

No tengo con qué acabar cuando yo entro en el campo de la teología; me vuelvo yankee como usted ve, y hasta gangoso me pongo al leer estos razonamientos. Pero mal que le pese, tengo aún que apuntar una de las fuerzas de regeneración, propaganda y auxilio al moroso que tienen en movimiento la inteligencia en Norte América y fuerzan a marchar adelante a los rezagados. Su origen y su forma es religiosa, si bien sus efectos se hacen sentir en todos los aspectos sociales. Hablo del espíritu de asociación religiosa y filantrópica, que pone en actividad millares de voluntades para la consecución de un fin laudable y consagra caudales gigantescos a la prosecución de su obra. En este punto el norteamericano se ha creado necesidades espirituales tan dispendiosas e imprescindibles como las del cuerpo mismo, y esta provisión de necesidades del ánimo, aquel tiempo, trabajo y dinero empleado en dejar satisfecho un deseo, una preocupación, muestra cuán activa es la vida moral de aquel pueblo. ¿Quién pudiera ser más infatigable propagandista que el católico exclusivo para quien no hay salvación fuera de la iglesia, y está en posesión de una verdad, de que ve a tantos millares de sus semejantes extraviados? Preguntadle al clero más intolerante cuánto dinero gasta de su bolsillo para proseguir la reducción de los infieles, la moralización de las masas. Poquísimo, por desgracia, y ese poco no es debido al sentimiento religioso que lo anima, sino a las cualidades personales y a las predisposiciones de ánimo del que se consagra a las obras de propaganda y filantropía. ¿A quién le ha ocurrido en la América española intentar una cruzada contra la borrachera? En Estados Unidos se cuentan ya por millares los propagandistas celosos de la templanza, y por cientos de miles los que han subscripto la obligación de no probar licores, hasta que la raza humana se cure de esta enfermedad que desbarata toda economía y destruye toda moralidad.

El norteamericano satisface deberes, y llena necesidades de su corazón y de su espíritu con su dinero; y si hubiera de formar su presupuesto anual de gastos diría 100 en comer y vestir, 20 en propagar las buenas ideas religiosas, 10 para obras de filantropía, 50 para fines políticos, 20 para civilización de los bárbaros. Así distribuída la inversión del fruto del trabajo, se permite la libertad de mostrarse egoísta, duro e interesado.

La Sociedad americana de templanza data desde 1826 y ya en 1835 había en el país ocho mil sociedades, con millón y medio de miembros. La caridad por los borrachos no se limita a buenos ejemplos. Cuatro mil destiladores de aguardientes desmontaron sus alambiques, ocho mil comerciantes se abstuvieron de vender licores, y mil doscientos buques se hicieron a la vela sin provisión de aguardiente. La legislatura de Massachusetts prohibió la venta de líquidos alcohólicos por menos de 15 galones. The tract society, que tiene por objeto moralizar las clases ambulantes, como los marineros y otros, publicó en 1835 cincuenta y tres millones de páginas. La Sociedad americana de escuelas dominicales, formada en 1824, recolectaba diez años después 136.855 pesos en un año, había hecho 600 publicaciones diversas, y estaba en contacto con 16.000 escuelas, 115.000 maestros, cerca de 800.000 discípulos.

La Sociedad bíblica americana ha recibido desde su fundación hasta ahora poco, dos millones y medio de pesos, y abandonado a la circulación cerca de cuatro millones de ejemplares de la Biblia. Omito hablar a Vd. de las misiones en el Occidente, en cuyos países una sola de ellas mantiene 308 misioneros, 478 escuelas, 17 imprentas, 4 fundiciones de tipos para imprimir libros en idiomas ignorados aun de nombre en Europa. Los resultados de las misiones americanas en Sandwich los conocemos todos para que haya de detenerme sobre ellos, pues mi ánimo al recordar todas estas sociedades es sólo hacer sensible una de las muchas fuerzas civilizadoras que están en continua acción para mejorar moral, religiosa y políticamente la condición del pueblo. No es raro ver un banquero como Girard, que deja millón y medio de duros para que se funde un colegio en que se eduquen jóvenes bajo ciertas condiciones por él prescriptas, y otros filántropos que, como Franklin, dejen un fondo para que dentro de dos siglos se disponga de los intereses capitalizados. En todo este enorme y complicado trabajo nacional, verá Vd. predominar una grande idea, la igualdad; un sentimiento, el religioso, depurado de las formas exteriores; un medio, la asociación, que es el alma y la base de toda la existencia nacional e individual de aquel pueblo.

Elecciones

Dos cosas me habían hecho desear inspeccionar personalmente los Estados Unidos. La colonización y la práctica del sistema electoral; el modo de poblar el desierto, y la manera de proveer al gobierno de la sociedad. Sobre lo primero mis deseos quedaron satisfechos, y pude ver claro, y darme cuenta de todo el mecanismo. Un hecho al parecer tan espontáneo, tan irregular, encierra, sin embargo, una teoría, una ciencia y un arte. Hay un sistema de principios, de leyes y de reglas para colonizar prósperamente, de cuya infracción u olvido han resultado todas las poblaciones raquíticas de nuestros países. Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso, son ciudades posteriores a la formación de las colonias españolas. Toda la ocupación de la América del Sur está montada en los errores más garrafales en el arte de poblar; y la mitad de los desastres de nuestras repúblicas estaban ya preparados por el sistema de colonización española. Era esta una mina que debió reventar con el fuego de la independencia. Mis aserciones las justificaré en un trabajo especial sobre los sistemas y medios de población y ocupación del territorio. Creo con esto haber llenado un vacío en nuestros conocimientos americanos.

No anduve tan feliz en materia de elecciones. Es cosa ésta para vista, pues por lo que hace a principios generales, cada Estado, y la constitución de los Estados Unidos en general, dan idea insuficiente. Durante mis rápidas excursiones en aquel país, no me cupo en suerte ver elecciones sino una, en Baltimore, de mayor autoridad, equivalente a la de lord mayor de Londres, a lo que creo. Era preciso haber presenciado muchas elecciones, en distintos lugares y con diversos objetos, para penetrar en la práctica de las instituciones norteamericanas, el juego de las pasiones políticas, y las combinaciones de los partidos. ¿Puede haber materia de estudio político más grande que la del medio preciso, exacto, de hacer llegar a los destinos públicos el hombre más apto para desempeñarlos? Podemos estar seguros de haber confiado la ejecución de un cuadro, de un palacio, de una nave al primer artista o constructor de la tierra; pero, ¿podremos acercarnos siquiera a la verdad cuando se trata en un Estado de confiar a un individuo, diputado, presidente o corregidor, el encargo de producir el mayor bien posible para toda una sociedad, y, acaso, para generaciones y para la humanidad entera? El sistema electoral es, todavía, un caos por desembrollar; un germen apenas fecundado, y sólo en los Estados Unidos se ha desenvuelto lo bastante por una práctica comparativamente larga.

El único incidente electoral que presencié fué el empeño de los diarios demócratas en exaltar a los irlandeses emigrantes contra el candidato del partido whig, invitándolos a que se reuniesen con los demócratas en la elección. Este espectáculo no era por cierto muy edificante. La chusma irlandesa, apenas llegada de Europa, es allá lo que en Chile son los rotos, y al juicio de uno y otros, echado en la balanza en cuanto conocimiento de la conveniencia pública, no le da, sin duda, mucha importancia.

No pudiendo de propia experiencia transmitirle mi juicio sobre lo que no vi en materia de elecciones, lo suplo extractando de los viajes del frenologista Combe, cuanto a este respecto ha dejado escrito. Es un buen testigo, y su saber, el ser inglés, amar la república, y una imparcialidad y franqueza sincera, lo hacen un juez competente y una autoridad. Lo que sigue es una traducción de este autor:

“A lo que he podido comprender, los candidatos para los empleos del Estado no van de puerta en puerta a solicitar votos en Massachussetts, como lo he visto en Escocia. Estamos en vísperas de una elección anual, y se han convocado meetings preparatorios por cada uno de los partidos de la ciudad. Estos eligen para representante delegados preparatorios de todas las asambleas, y preparan una lista de candidatos para ser propuestos a su partido, como personas competentes para llenar el empleo vacante. Llámanse estas listas tickets. El ticket whig como el ticket democrático se anuncian por los diarios de los respectivos partidos, siendo el uno sostenido, y atacado el otro con todos los hechos, argumentos, agudezas y aun me temo que por todas las invenciones, falsedades, que el talento y la malicia de cada partido puede aducir en sostén de sus propios candidatos y en desdoro de los contrarios. Debemos deplorar el olvido de la verdad, cortesía y delicadeza que estas luchas traen en la prensa pública, sin embargo de que todos los que se han mezclado en la vida pública saben que prácticas semejantes deshonran en una grande extensión la prensa británica.

“Los votantes están registrados en un libro y la ciudad y condados divididos en distritos de convenientes dimensiones, en cada uno de los cuales se establece una mesa y se anuncia públicamente. Los electores acuden a estas estaciones el día de las elecciones; cada uno anuncia su nombre al empleado encargado del registro; y si está, en efecto, registrado, el votante pasa a la urna y deposita en ella su lista impresa y se retira. Numerosos partidarios de cada bando asisten para impedir las tentativas de votar bajo un nombre falso. Ningún hombre puede votar dos veces, porque es borrado en el registro desde que aparece la primera vez. El voto no está firmado por el votante, porque esto traicionaría el secreto de su voto; pero le miran prolijamente la mano, para que no introduzca dos o más tickets en la urna. Al fin de la elección los tickets son examinados, y después de una comprobación de los votos, hecha por empleados nombrados al efecto, quedan electos los candidatos que tienen mayoría absoluta sobre el número total de votantes. Si un individuo no está satisfecho con el ticket de su partido, puede borrar algunos nombres y substituirlos con otros de su elección. Como, por lo general, no hay concierto entre los que tales alteraciones hacen, rara vez ven electos a sus candidatos, no consiguiendo otra cosa que debilitar a su propio partido. Estos votos son mirados como separados, y técnicamente se les llama extraviados. Alguna vez acontece que haya dos o más tickets, conteniendo cada uno de ellos listas de diferentes candidatos, y si cada una de estas listas se presenta en número igual, el resultado es que no hay elección. Cada lista puede ser sostenida por un tercio o menos de votantes; y como por la ley es esencial para que haya elección una mayoría sobre todos los votantes, ningún candidato es electo. Entonces se señala día para proceder a nueva elección. Me he asegurado de que la intimidación en el sentido inglés de la palabra, es desconocida. Si se intentase causaría mucha alarma y sería resistida con buen éxito. El voto de cada hombre es conocido de su partido, y aunque cada individuo tiene en su poder medio de ocultarlo, pocos o nadie lo hacen. No hay conmoción ni excitación hostil en las elecciones.

“He hecho repetidas investigaciones sobre el mecanismo interno puesto en operación antes de las elecciones, y me han informado que es el siguiente: cada partido nombra comisiones en cada distrito para solicitar votantes. Conversan con ellos con respecto al mérito de los candidatos presentados en su ticket, a fin de persuadirlos a que vayan a votar por ellos. Los miembros ricos subscriben una suma de dinero para pagar los gastos de discursos, impresos, avisos, salones para los meetings, y aun carruajes para traer los enfermos a las mesas en cada elección. El número de votantes son la mitad o los dos tercios de todos los que tienen derecho de votar, a no ser en ciertas ocasiones de grande excitación, en que casi todos toman parte. Los abogados toman una gran parte en las elecciones; pero el clero y los médicos casi no se ocupan de esto. Pueden algunos individuos de entre aquellas profesiones hacerlo, pero éstas son excepciones de la regla general. Los que conocen los movimientos del mecanismo político en Inglaterra, reconocerán a este respecto la semejanza entre uno y otro país. Me han asegurado que en los Estados Unidos la urna no ofrece protección ninguna al votante. Sábese perfectamente por quién vota cada individuo; y no hay intimidación, porque el hombre que amenazase a otro con las consecuencias de votar en tal sentido, sería deshonrado públicamente. Los políticos consideran que nosotros, los ingleses, damos mucha importancia a la urna en Inglaterra, y me aseguran que ella no protege al votante como esperamos. Pero no conocen la condición de abyecta dependencia de muchos de los votantes ingleses, ni la violencia que se practica sobre sus conciencias; no comprendiendo la indulgencia con que son mirados en Inglaterra los intimidadores”.

Elección en el Estado de Nueva York. Hoy llegó a Boston la noticia de las elecciones de los miembros de la legislatura, gobernador, etc., de Nueva York:

“El partido whig sacó a la plaza dos piezas de artillería de bronce pertenecientes al Estado, e hiciéronse salvas. Con tanta simultaneidad y presteza fueron disparados ambos cañones, que por lo pronto creí que era todo un parque de artillería. Preguntando cómo los cañones del Estado podían ser prestados para celebrar un triunfo de partido, se me dijo que estaban igualmente al servicio del partido opuesto cuando tenía alguna victoria que celebrar.

“Hoy visitamos a Salem, una ciudad marítima a cosa de 14 millas de distancia de Boston, más abajo de la bahía de la costa del Norte. Era día de elecciones en el Estado. Yo visité una de las mesas y encontré hombres a la puerta teniendo las listas de los candidatos rivales, y ofreciéndolas a cada votante en el acto de entrar. No sin dificultad pude persuadirles de que yo no era votante. El votante se presenta al secretario de la mesa y anuncia su nombre; búscase éste en el registro, se marca, echa el voto en la urna y se va. Todo se hallaba tranquilo, y sólo unos cuantos individuos estaban estacionados en el lugar de la votación, conversando y calculando las probabilidades.

“Las elecciones de Boston han sido publicadas, y a consecuencia de una escisión del partido whig con motivo de la licence-law, aquel partido ha perdido por una gran diferencia. Por la ley, debe concurrir mayoría sobre el número de electores para que haya elección. Tres listas de candidatos se presentaron en las mesas. Una por los candidatos democráticos; otra por los whigs que eran contra la licence-law (ley prohibiendo vender aguardiente por menos cantidad de quince galones) y otra por los whigs, sin expresión de opinión alguna sobre aquella cuestión. Sólo aquellos individuos cuyos nombres se hallaban en ambas listas whigs tuvieron mayoría sobre el número de votantes y fueron electos. Debe haber una nueva elección para los que tenían menos, y que no son electos por tanto.

“Espero con toda confianza que como el partido whig ha triunfado en el Estado de Nueva York, propondrá y sancionará un bill para que se establezca un registro de votantes en aquel Estado, en donde actualmente no sólo prevalece el sufragio universal (excluyendo pobres de solemnidad y difamados), sino que la calificación se hace en las mesas, circunstancia que ha conducido a las más groseras falsificaciones, y dado lugar a prácticas vergonzosas en la última elección, particularmente en la ciudad de Nueva York”.

Alborotos en Harrisburg. Harrisburg, una villa a orillas del Susquehannah, cerca de ciento cinco millas de Filadelfia, es la capital política de la Pensilvania, en donde tiene sus sesiones la legislatura del Estado. La legislatura se reunió a principios de Diciembre; pero, a consecuencia de una disputa con respecto a un informe, dos speakers fueron elegidos, y se organizaron dos cámaras de diputados. Esto se hizo tranquilamente. Sin embargo, cuando comenzó la sesión anual del Senado en la tarde del mismo día, estaba reunido un atropamiento con el intento de imponer a aquel cuerpo la marcha que había de seguir. El Senado postergó sus sesiones, y el atropamiento organizó una comisión de salvación, que dirigía sus procedimientos. El desorden reinó por algunos días sin que ninguna de las dos cámaras de la legislatura pudiese celebrar sesiones con regularidad. “La cámara ejecutiva, y el departamento de Estado fueron cerrados, dice el gobernador Ritner, y la confusión y la alarma prevalecieron en el asiento del gobierno”. La milicia fué convocada, y obedeció a la intimación. Su presencia sin derramar sangre, disipó todo lo que mostraba síntomas de violencia declarada, y bajo su protección los miembros de la legislatura quedaron en libertad de arreglar a su modo sus propias diferencias.

“Grande era la excitación, no sólo en Harrisburg, pues el asunto despertó por toda la Unión un vivísimo interés. Quien no esté habituado con el pueblo y las instituciones, se habría imaginado al recorrer los informes de los diarios, que había comenzado en Pensilvania una nueva revolución y una guerra civil; mas estas impresiones se desvanecen viendo las cosas de cerca. En cuanto me fué posible entenderlo, los motivos de la disputa eran los siguientes: Una enmienda importantísima a la Constitución del Estado había sido últimamente adoptada por el pueblo, la cual debía tener efecto el 1 de Enero de 1839. Debe tenerse presente que las recientes elecciones acababan de dar preponderancia al partido democrático en los tres ramos de la legislatura; y cuando el gobernador democrático Porter entró en funciones en Enero, hubo muchos cambios de empleados whigs para instalar en su lugar a sus oponentes. Los partidos, sin embargo, están de tal manera contrabalanceados, que la lucha por el poder es de vida o de muerte, y no hay resorte legal y político que no se toque por el partido whig para mantenerse en los empleos, y por los demócratas para expulsarlos. La sala de representantes se compone de cien miembros. De éstos hay electos sin disputa:


Miembros democráticos 48 Id. whig 44 Mientras hay ocho asientos del condado de Filadelfia disputados y pretendidos por ambos 8 -------------------------------------------- 100


“El condado (sin la ciudad) está dividido en diez y siete distritos, y cada distrito nombra una persona, en todo diez y siete individuos, cuyo deber es hacer el escrutinio de los votos. Los diez y siete jueces reunidos examinaron los votos, recibieron pruebas, oyeron consejos de ambas partes, y por una mayoría de diez votos contra siete desecharon los votos de los liberales del Norte, y prefirieron los ocho candidatos democráticos. Pasaron al secretario de Estado estos miembros, como debidamente electos. Según ellos, la forma legal de pasar el informe estaba llenada; a saber, dieron certificado de que las personas nombradas tenían el mayor número de votos para sus respectivos oficios, y que ellos, los jueces, los declaraban estar debidamente electos. La minoría, sin embargo, era de opinión que conforme a la ley, la mayoría de los diez y siete jueces había excedido sus poderes constitucionales, declarando quiénes eran los electos. Según su interpretación de la ley, los diez y siete eran meros oficiales ministeriales, cuyos deberes eran sólo de escribanos, y consistían en sumar el total de votos sufragados por cada candidato en su distrito, e informar de ello a los oficiales correspondientes. La ley no les da poder para desechar el voto de un distrito o de parte de un distrito. La minoría whig, por tanto, dió un certificado a los siete candidatos suyos, de conformidad a su manera de ver la ley, y lo despacharon inmediatamente al secretario de Estado, que era también whig. Este certificado llegó antes del de los demócratas, y cuando el último llegó, se negó aquél a recibirlo alegando que ya había recibido un informe, que era su deber presentar a la Sala, dejándole a ésta la incumbencia de obrar según lo creyese conveniente. Según la ley, los individuos que traen certificado de los oficiales que extienden el informe, toman sus asientos y votan hasta que sean desposeídos por un voto de la Sala, a petición de sus oponentes. Si estos siete whig hubiesen entrado en la Sala de representantes y votado, habrían dado a su propio partido una mayoría temporal por lo menos, y bajo su ascendiente nombrado un speaker (presidente), un secretario, y acaso un tesorero de Estado y un auditor, además de un senador del Estado de Pensilvania al Congreso de los Estados Unidos.

“El partido democrático, considerándose en posesión bona fide de la mayoría de votos, y de haberse hecho un informe legal, no quería someterse a ser desposeído de sus ventajas, por lo que él designaba como un fraude whig; mientras que los whig, creyéndose tener certificados en regla, insistían por ocupar sus asientos hasta que sus oponentes obtuviesen una decisión de la Sala rechazando sus pretensiones.

“Fácil es colegir la magnitud de los desórdenes que se siguieron a este conflicto. Los dos partidos estaban casi contrabalanceados, y sus temores y esperanzas excitados profundamente. El pueblo mismo es el poder dominante, y cuando está excitado, no teme responsabilidad alguna legal, sino que lleva a efecto sus deseos y convicciones en el modo que mejor cuadra a las exigencias del momento. Apelará a las leyes cuando el mal de que se queja no se hace irremediable con la demora; pero, en el caso presente, si los demócratas hubiesen dejado a sus oponentes tomar posesión de sus asientos, el daño se habría perpetrado ipso facto, y recurrieron a un alboroto para impedirlo. En cualquier país de Europa, (¿qué diremos del resto de América?) un asalto tumultuoso sobre la legislatura, si hubiese tenido efecto, habría sido el precursor de una revolución; pero aquí es un suceso de importancia muy subalterna. En los Estados Unidos una revolución no puede conducir a otra cosa que a la pérdida de la libertad. El sufragio es punto menos que universal, y el pueblo elige, directa o indirectamente, no solamente la legislatura, sino todos los empleados del Estado. Las imaginaciones más desarregladas no pueden idear una forma más democrática de gobierno; y como no hay clase aristocrática que tenga intereses separados ni sentimientos diversos de los del pueblo que pudiese usurpar el poder, una revolución conduciría al despotismo. Los Estados están muy lejos de aquellas condiciones en que el despotismo se hace posible. No hay una multitud pobre, ignorante y sufriente, que un ambicioso pueda arrastrar a prestarle su fuerza física para echar por tierra las libertades de su país. Una gran porción de electores son dueños de fincas, mientras que la más humilde clase posee propiedad y algún grado de inteligencia. Todos han sido educados en el amor, no sólo de la libertad, sino también del poder. No hay desórdenes sociales dignos de mención, y los que existen no son de naturaleza de inducir a los ricos a desprenderse de su libertad, a trueque de asegurar la salvación de sus vidas y propiedades. Generalmente hablando, la justicia de hombre a hombre es hecha bien y ejecutada vigorosamente. Solamente cuando el gobierno obra contra el pueblo, o el pueblo está poseído del frenesí de hacer mal por medio de los tumultos, se sienten débiles los poderes ejecutivo y judicial. Estas ocurrencias son raras y nacen de causas temporales y específicas. No hay descontento general, reforzándose secretamente hasta que se halla en actitud de estallar por entre de las junturas que la ley deja, buscando desagravio en la anarquía y en el derramamiento de sangre. Toda injusticia es sentida, y proclamada por mil lenguas a guisa de trompetas, pintándola con las formas más exageradas; y como el pueblo domina absolutamente en la legislatura y en el ejecutivo, no puede durar hasta hacerse verdaderamente formidable. Mirados a la distancia los gobiernos de los Estados particulares, pueden aparecer tan débiles que se crea a la sociedad constantemente expuesta a la anarquía; pero cuando se examina de cerca la condición del pueblo, se ve que faltan los elementos de anarquía. Estos gobiernos apoyados en los intereses populares, en la inteligencia popular y la voluntad popular, tienen una base tan ancha, que en las presentes circunstancias de la nación es imposible trastornarlos, y como el poder de reconstrucción está constantemente presente, aunque fuesen dislocados en algunas de sus partes, se reunen con una rapidez, y reaccionan con una actividad que muestra los más fuertes indicios de salud y de vigor.

“Una democracia es un rudo instrumento de regla en el estado presente de las costumbres y de la educación en los Estados Unidos, y no he encontrado aún un radical inglés que haya tenido el beneficio de cinco años de experiencia, que no haya renunciado a su creencia, y cesado de admirar el sufragio universal. Pero la grosería de la máquina y su eficacia son cosas diferentes. Es grosera porque la masa del pueblo, aunque inteligente en comparación con las masas europeas, está aún muy imperfectamente instruída, cuando sus conocimientos y su cultura se miden con los poderes que tiene que manejar. Es eficaz, sin embargo, es sólida en su estructura, y sus bases son fuertes.

“Leo sin alarma las relaciones de los tumultos de Harrisburg, y el llamamiento de las tropas de los Estados Unidos para reprimir la rebelión, como la llaman muchos diarios, y de la marcha de mil hombres de milicia al lugar de los disturbios. Yo sé que los tumultuarios tienen fincas, tiendas, mujeres, hijos y otras relaciones, y que tienen un gran cuidado de sus vidas e intereses; de antemano, calculaba que, por grandes que sean los gritos y las amenazas, no habrá ni derramamiento de sangre, ni destrucción de propiedad. Y así sucedió en efecto. Los tumultos han desaparecido; la legislatura sigue sus deliberaciones en paz, y ya empieza todo el mundo a admirarse de que haya pasado toda aquella bulla”.

Derecho de sufragio de Pensilvania.—Ultimamente ha sido adoptada una enmienda a la Constitución por el pueblo de Pensilvania, por la cual se hace depender el derecho de sufragio de una residencia de un año en el Estado, en lugar de dos que se necesitaban antes, y de diez días de residencia del votante en el distrito en que ha de votar, cosa que no se requería, y en el pago de una contribución del Estado o del condado. Requiérense ambas contribuciones, pero toca a la legislatura determinar la clase de pruebas por las cuales se han de acreditar aquellos requisitos y aquella residencia. Las personas de color residentes en el Estado, aunque libres y pagando contribuciones, son privadas del derecho de votar. Antes de la enmienda no habían palabras especiales para excluirlas; pero pocos se aventuraban a reclamar su privilegio, tan inveterada es la preocupación contra ellos.

“El gobernador Ritner, en su Mensaje, urge con fuerza sobre la necesidad de dictar leyes que regularicen las elecciones, para prevenir los fraudes que hasta ahora han prevalecido. Añade que otra razón exige ahora una legislación más estricta y específica sobre ese asunto: “El número de empleados que deben ser elegidos por el pueblo dará a las elecciones más interés, y a cada voto individual mayor valor presente y local que el que antes tenía, y sujetará, en consecuencia, el poder del votante individual, que se ha hecho hasta hoy el poder directo, a mayor peligro de fraude y de malas prácticas que antes, cuando su influencia era más remota”.

Apuestas sobre las elecciones.—Ritner añade: “Yo recomiendo fuertemente la sanción de una ley más efectiva contra las apuestas sobre elecciones, cuya práctica forma la más perniciosa clase de juego. Las apuestas en el juego de otras clases sólo perjudican a las partes mismas, mientras que éste hace una herida a los derechos de todos, y destruye la confianza que cada ciudadano tendría en las decisiones de la urna”.

“No sólo es así, sino que también destruye la confianza de los hombres honrados en la naturaleza humana misma. Cuando la masa del pueblo a quien se le ha confiado el poder soberano, puede permitir a uno de sus propios miembros convertir el sagrado encargo de elegir gobernadores, magistrados y legisladores en materia de juego, se muestra indigna de la libertad. La existencia de una práctica semejante en tal extensión que requiera la interposición legislativa, representa una pintura humillante del ascendiente del espíritu de avaricia y especulación, sobre la moralidad y la razón, en una porción al menos del pueblo de este Estado. El más violento calumniador no podría inventar cargo que afectase más profundamente el carácter moral, y que más poder tuviese para destruir la confianza de los extranjeros en las instituciones de Pensilvania, como esta reconocida bajeza. Un pueblo se está preparando para el despotismo cuando convierte las franquicias electorales en un mero asunto de especulación pecuniaria. Pero el sentimiento público se sublevó en virtuosa indignación contra práctica tan deshonrosa, y, como tendré en adelante ocasión de observarlo, la suprimió bajo las penas más severas”.

Elección civil de Nueva York.—La elección de Mayor y consejeros para la ciudad de Nueva York acaba de terminarse. El partido democrático ha quitado el poder a los whigs y anda ahora celebrando su triunfo.

“Es esta una revolución en la opinión, que ha dejado a todo el mundo lleno de admiración.

“La elección es el asunto universal de conversación. Un periódico hace en estos términos la pintura de aquella escena: “Los loco-focos andan triunfantes por todas partes, sonriendo con todas sus infernales bocas. Al concluir la elección del martes pasado, viendo el diablo que él había metido en ello la cola, empezó a alegrarse también, y atrajo una de esas tormentas nordeste que causan centenares de enfermedades de consunción, y traen por millares el fastidio y los diablos azules. ¿Pero qué cuidado se les da a los loco-focos de la lluvia, ni de mojarse? Cuando ellos ganen en otra región futura la caliente mansión que les aguarda, tendrán sobrado tiempo de secar sus andrajosos trapos, ante el fuego que jamás se extingue. Nunca se vió Tammany-Hall y sus alrededores en tales éxtasis de contento. Las miriadas de los loco-focos, tan numerosas como las langostas de Egipto, estaban ayer en completo éxtasis en toda la ciudad. Lluvia, golpes, harapos, ¿quién cuida de eso? decían. Hemos aporreado a los condenados whigs, y esto basta”.

“Créese, generalmente, que en el presente caso han sido empleados medios deshonrosos por ambos partidos para ganar las elecciones. No hay registro de votantes en la ciudad, y el título de cada uno que pretende votar es determinado en la mesa. Ciudadanía y residencia son las principales calificaciones. Se dice que un gran número de extranjeros han sido admitidos a votar por una de las cortes de ley, sin que tuviesen los requisitos legales. Se ha asegurado que los inmigrantes gobiernan la ciudad, con exclusión de los nativos, y se pide una residencia más larga y se desearía imponerla, como un título a la ciudadanía. También se han cometido fraudes en la ley que requiere residencia en un barrio, como calificación para votar. Cuando un partido había obtenido una fuerza supernumeraria de votantes legales en un barrio, pero encontrádose débil en otro, había trasladado una porción de su número del barrio fuerte a dormir una sola noche en el barrio débil: se habían presentado al día siguiente en la mesa, y jurado que eran residentes en él, votado, y vuelto inmediatamente a sus casas. De este modo violaban el espíritu, pero no la letra de la ley. Llaman a esta operación colonizar. Los hombres virtuosos de ambos partidos admiten que se debe poner término a todos estos fraudes, o la urna será una mera farsa; con este motivo dicen: “el que más maula hace, reune más dinero, compra y coloniza, gana elecciones”. Por esto se pide que haya una ley de registro.

“Estas contiendas conducen sin referencia a principios morales, a desmoralizar todas las clases, y hacen un duradero daño a una república que no tiene otra áncora de salvación que la virtud de sus ciudadanos. Introducir la inmoralidad en las elecciones es hacer traición a su país. Verdad es que esta es la única forma en que un americano pueda cometer aquel crimen.

“Al mismo tiempo que condeno aquellas inmoralidades republicanas, debo hacer justicia a las instituciones; pues antes de la próxima elección se dictó una ley muy restrictiva para curar estos males, y ambos partidos admitían que había producido sus deseados efectos. Una ley de registro había pasado antes de mi salida, de manera que la reproducción de aquellos abusos era imposible. De este modo mientras que lamentamos las aberraciones de los americanos, no debemos cerrar los ojos a su tendencia a rectificar sus propios errores, y corregir los extravíos en el sendero del deber”.

Ley de elecciones.—El 7 de mayo sancionó la legislatura de Nueva York una ley para remediar los abusos que se perpetraba en las elecciones. Por ella se dispone que toda persona que jure falso en cuanto a su calificación será criminal de perjurio, y las personas que indujeren a otros a jurar en falso, serán criminales de soborno de perjurio, y ambos castigados en conformidad.

“Las personas que tratasen de influir a un elector o apartarlo de votar, pagarán una multa que no baje de 500 pesos, o sufrirán una prisión que no exceda de un año, o ambas penas a un tiempo. Las personas que voten u ofrezcan votar en un barrio que no sea el suyo propio, o más de una vez en una elección, serán castigadas con prisión o multa en ambos casos. Los habitantes de otro estado que voten en este serán criminales de felonía, y serán puestos en la prisión de Estado por un término que no pase de un año”.

Elección de Nueva York.—El partido democrático ha triunfado en la elección de los miembros para la legislatura de la ciudad de Nueva York por una mayoría de mil quinientos. Los diarios de aquella ciudad de ambos partidos reconocen que la elección ha sido conducida con orden y decoro, y que el resultado expresa francamente la opinión de la mayoría. Esta elección tuvo lugar bajo la ley enmendada: las elecciones civiles del pasado abril habían sido señaladas por deshonrosa corrupción en general, y perjurios de ambos partidos.

“En el Estado de Nueva York, los whigs han elegido el gobernador y los electores de ambas cámaras de la legislatura; de modo que los demócratas sólo tienen ascendiente en la ciudad”.

Elección de Boston.—Hoy es el día de hacer elección en Boston para gobernador y otros empleados del Estado, y para miembros de la legislatura; y yo fuí a una mesa a observar los procedimientos. Había orden y buen humor; pero la opinión está profundamente dividida sobre la ley que prohibe la venta de licores al menudeo, y estas diferencias van a obrar sobre la legislatura por medio de la urna electoral. Ya he mencionado que por sólo la agitación moral, la causa de la temperancia había hecho tan grandes progresos en Massachusetts, que en 1838 la legislatura sancionó una ley a la cual concurrieron whigs y demócratas, prohibiendo la venta de todo licor que contuviese alcohol, en menor cantidad que quince galones, excepto con licencia especial; que muchos amigos de la temperancia se opusieron a ella desde el principio, porque llevaban las cosas demasiado adelante, y por ser errónea en principio. En la mesa de las votaciones encontré un ticket regular whig, conteniendo una lista de puros whigs; un ticket demócrata, con una lista de puros demócratas, ambos sin referencia a la cuestión de temperancia; un ticket unión liberal, conteniendo puros candidatos whigs, pero una mitad partidarios y otra adversarios de la temperancia, o como decía, con mucha gracia, un amigo “un ticket compuesto de un vaso de ron y otro de agua alternativamente”. Había un ticket whig temperante, cuyos candidatos eran todos whigs y abogados de la temperancia; un ticket democrático temperante, en el cual todos eran demócratas partidarios de la temperancia. A más de estos había un ticket liberal whig, uno independiente democrático, otro unión temperancia, y otro abolición, no siéndome posible saber el significado preciso de muchos de ellos. El resultado de esta elección en todo el Estado fué que el gobernador whig Eduardo Everett fué removido, y Mr. Marcus Morton, un juez demócrata, fué nombrado gobernador por una mayoría de uno; los whigs conservaron su ascendiente en el senado y en la sala de representantes sólo por una diminuta mayoría; y, cuando se reunió la sala, su primer acto fué abolir la ley sobre el menudeo de licores espirituosos casi a la unanimidad”.

El presidente de los Estados Unidos.—En marzo de 1839 debe expirar el primer término de oficio de M. Van-Buren, y una nueva elección de presidente tendrá lugar en 1840. Desde que llegamos a los Estados Unidos los diarios whigs habían opuesto a Mr. Clay como el candidato para la presidencia por parte de los whigs, a Van-Buren nombrado por los demócratas para ser reelecto. Los whigs han tenido una convención de delegados de todos los Estados en Harrisburg, en Pensilvania, en la cual dejaron a un lado a Mr. Clay y nombraron al general Harrison, residente en North-Rend en el Estado de Ohío como su candidato, y a Juan Tyler de Virginia para la vicepresidencia. Mr. Clay ha escrito una hermosa carta renunciando a sus pretensiones y aconsejando unanimidad en las filas whigs en favor de Harrison y Tyler. Los delegados, al regresar a sus estados respectivos, convocan a los miembros de su partido a un meeting, para explicarles las razones que han guiado a la Convención en la elección hecha. Reúnense, entonces, meetings de ciudad y de condados, a los cuales se comunican estas explicaciones. Por medio de este mecanismo los whigs de todo este vasto país son invitados a comenzar las operaciones bajo este mismo espíritu para asegurar el éxito del objeto de esta elección. Los demócratas siguen una marcha semejante; pero, como están en el poder, su conducta es más bien defensiva que agresiva”.

“La falta de un libro de registro de votantes es indudablemente un defecto en la ley de elecciones de Nueva York; pero, si algún partido político propusiese tal arreglo, sería acusado por el otro de querer restringir los derechos populares, y hacer de ello capital político. En la ciudad de Nueva York, sin embargo, prevalecía el partido democrático en 1839, mientras que el partido whig dominaba en la legislatura del Estado. Los whigs se aprovecharon de la oportunidad suministrada por los groseros fraudes practicados en la elección municipal de Nueva York, para sancionar una ley mandando se llevase un registro de electores en aquella ciudad. No lo habrían hecho así para el Estado, porque el grito de derechos populares se habría levantado contra ellos con éxito, mientras que nada perdían en la ciudad por pertenecer ya a sus oponentes. Por tanto, estableciendo un registro para aquella ciudad, hacían el bien que les era posible, esperando ocasión de hacer extensiva la ley a otros lugares”.

“Para adquirir popularidad es preciso buscar la opinión pública por su lado flaco. Ya he descripto a la gran mayoría de los votantes americanos como jóvenes ardientes, llenos de impulso, activos y prácticos, pero deficientes de miras, profundas y extensas, y también incapaces de proseguir un bien distante en medio de obstáculos y dificultades. También dejo establecido que su educación, en proporción de los poderes que ejercen y de los deberes, es muy defectuosa. Para ganar el favor de un pueblo en esta condición de ánimo, no basta por sí misma la actual capacidad para conducirse con honradez e independencia en el desempeño de los destinos públicos; debe, además, dirigirse a sus sentimientos predominantes, participar de sus aversiones y predilecciones capitales, y adherirse con ardor a la causa o al partido que sabe gozar de más alto favor”.

“El puede representar su propia capacidad para el empleo, y su certificado será recibido, con tal que bajo otros respectos su conducta y principios sean aprobados. Si en el desempeño de sus funciones se condujese muy mal, será depuesto del empleo al fin del término por el cual fué elegido; pero la más sabia y concienzuda ejecución no le asegurarán en lo general mantenimiento en el empleo, si aboga públicamente por sus opiniones impopulares, aunque no tengan relación con su empleo, o si pertenece a un partido que haya perdido el favor público, o sido despojado del poder”.

“El mejor remedio que puede proponerse para los males descriptos, me parece que consiste en una educación más alta, y en dar mayor preparación a los electores; si ellos hubiesen sido más completamente instruídos en su juventud con respecto a las leyes que reglan la prosperidad de las naciones como también en las cualidades del espíritu humano, y en la indispensable necesidad de que los empleados públicos tengan integridad y juicio para el recto manejo de los negocios, entonces exigirían de sus hombres públicos más capacidad para captarse el favor popular, y de este modo se conservarían en posesión de los empleos hombres útiles y fieles”.

“La excitación del espíritu público durante la lucha por la presidencia es grande y universal; la lengua deja de expresar y los oídos de escuchar otras palabras que aquellas que se refieren a la elección; la prensa brama bajo el peso del asunto, y todas las funciones de la vida parecen estar consagradas a este objeto. La elección del presidente engendra mucha borrachera y desorden, fraudes, mentiras, soborno, seducción e intimidaciones; pero, también, produce muchísimo bien. Las medidas del gobierno son severamente examinadas por la razón, como también interpretadas por las pasiones; toda la Unión es conmovida por un solo interés, y la impresión de que todos pertenecen a una nación se agita vivamente. Por un momento se olvidan los intereses locales y una sola pulsación vibra desde el Maine al Misisipí. Mi temor es que sin la repetición de estas elecciones, el pueblo de los diversos Estados llegaría rápidamente a mirar a los otros como extranjeros, llevándolo, insensiblemente, a aflojar los lazos que ligan a una gran nación. Las elecciones de miembros para el congreso no producen este efecto; porque, aunque aquella asamblea es nacional, cada uno de sus miembros representa una sección del país. Sólo el presidente deriva del poder del pueblo de toda la Unión”.

“En la elección que tuvo lugar en noviembre de 1839, se trajo a las mesas del escrutinio en Nueva York la cuestión de la moneda corriente. Las divisas de los partidos eran por una parte bancos y papel-moneda, y por la otra metálico, y una ley que proveyese de tesoreros en cada Estado. Estas son cuestiones sobre las cuales Adam Smith, Ricardo, Mac Culloch, y los más profundos economistas han diferido en opinión. ¿Vuestra educación os habilita para entenderlas y decidirlas? ¡No! Y sin embargo vuestro pueblo obra, entienda o no entienda. Vota en favor de los sostenedores del papel, y el papel florece. Si sucede lo contrario, llevan al poder a los partidarios del metálico, y el papel y el crédito desaparecen. Hace el pueblo experimentos. Pero ¡qué experimentos! ¡Cuántos millares de individuos y de familias son arruinados por la violencia de cada cambio!”

Incidentes de viaje

Nueva York

Mis aventuras de viaje en los Estados Unidos no merecen intercalarse entre las reflexiones que el espectáculo de aquel país me ha sugerido, por lo que sólo referiré a usted algunas que creo pueden interesarle. Tomando balance a mi bolsa en París, hallé los últimos días de julio que me quedaban escasos cosa de 600 duros. El viaje a través del istmo sólo cuesta 700, y aún me quedaba por visitar la Inglaterra. Esta quiebra, que defraudaba parte de mis esperanzas, aguzaba como sucede siempre los deseos. ¡No ver la Inglaterra, ni el Támesis, ni aquellas fábricas de Birmingham ni Mánchester! ¡No entrar en aquel océano de casas de Londres, ni ver los bosques de mástiles de los docks de Liverpool!... ¡Maestro de escuela en viaje de exploración por el mundo para examinar el estado de la enseñanza primaria, y regresar a América, sin haber inspeccionado las escuelas de Massachusetts, las más adelantadas del mundo! A caza de datos sobre la emigración, que había querido estudiar en Africa: ¿podría darme cuenta de ella, sin visitar los Estados Unidos, el país a donde se dirigen todos los años doscientos mil emigrantes? Republicano en perspectiva y con la presencia de la resurrección de la república en Francia: ¿volvería sin haber visto la república única, grande y poderosa que existe hoy en la tierra?

Luego, donde la realidad flaquea, la imaginación continúa la obra. Si llegare a la Habana siquiera, allí me ingeniaría, para pasar a Venezuela, donde, por la prensa, la enseñanza y otras trazas, me haría de recursos y de relaciones, para atravesar el continente hasta Bogotá, y de allí hasta Quito a asomar al fin la cabeza en Guayaquil, realizando por economía de medios, el viaje más novedoso y sorprendente que haya hecho americano de nuestros días. Los fenicios que circunnavegaron el Africa, se detenían, al decir de Herodoto, de distancia en distancia, a sembrar trigo y cosecharlo para continuar su viaje. ¿Por qué no me detendría yo en Caracas, por ejemplo, a enseñar mis métodos de lectura, borrajear páginas en la prensa, abrir cursos pedagógicos, y cosechar unos cuantos pesos, para irme arrastrando poco a poco hacia los climas del sur, de donde había partido?

Por otra parte, volver por el Cabo Hornos a Chile era tan prosaico y tan desairado efecto hacía en la carta náutica que tenía abierta por delante, que cogiendo a dos manos mi valor de calavera por reflexión, y bien pesado el pro y el contra, resolví no sólo visitar la Inglaterra, los Estados Unidos, el Canadá, y México, y más si en ello me venía la fantasía, a fin de completar la idea que de largo tiempo halagaba mi codicia, de hacer un viaje en derredor del mundo civilizado. ¿Qué podría objetarse a este plan? Marcharía con el reloj en una mano y la bolsa en la otra, y donde esta antorcha se me apagare... me quedaría a obscuras, y a tientas y con maña buscaría mi camino hasta Chile.

Tranquilizado con estas ideas, paseéme holgadamente en Londres, recorriendo despacio la línea de ferrocarriles, que por Birmingham, Manchester, conduce a Liverpool donde paré ocho días con el joven argentino emigrado D. N. de la Riestra y establecido de muchos años en una casa de comercio. Embarquéme en el Montezuma, buque de gran calado, paquete de vela que hacía once millas a la menor brisa, y que llevaba cuatrocientos ochenta emigrantes irlandeses a Norte América. Mi poco ejercicio en el inglés me hizo tratar de cerca a una familia judía que hablaba el francés. Una vez, al salir de la cámara, como no acertase a abrir la puerta, un pasajero me dijo en español: tire usted que está abierta. Era Mr. Ward, de la casa de Huth Gruning de Valparaíso, y desde entonces pude creerme, gracias a sus deferencias, libre de perderme, desconocido en el nuevo mundo que iba a visitar. Un senador de los Estados Unidos regresaba de Europa, y conocía a Mr. Horace Mann, el célebre secretario del Board de Instrucción Pública de Massachusetts, y como llovida del cielo me venía una carta de introducción para este eminente maestro, pudiendo en ella Mr. Ward responder que conocía la misión y la idoneidad del recomendado. Mi camino se aclaraba, poco a poco, y todo temor, salvo el de flaquearme la bolsa, iba por grados desapareciendo.

La vida de mar es poco contábile. Por las tardes me acercaba a la cubierta, a donde salían como ratas de sus cuevas los infelices irlandeses, desnudos, macilentos, animada su existencia por la esperanza de ver, en la tierra prometida, el término de sus miserias. Emigraban viejas sexagenarias, y un ciego mendigo tocaba por las tardes la zampoña, para que bailasen damas mugrientas, chupadas y desmelenadas, con galopines en cueros o cubiertos de andrajos, lo que no estorbaba que se agrupase en torno de aquellas parejas con figuras de convalecientes de hospital, un público con trazas de turba de casas de corrección. Habíales entrado la gana de morirse y seis u ocho cadáveres se arrojaban al mar algunos días, sin que el baile de la tarde estuviese por eso menos concurrido.

Llegamos al fin a la rada de Nueva York, que por sus ensenadas y profundidad, como por la belleza del paisaje, recuerda, con colores más suaves y formas menos grandiosas, la de Río de Janeiro. La vista de esta naturaleza plácida despierta involuntariamente en el ánimo el recuerdo de los caracteres de Wáshington y de Franklin, prosaicos, comunes, sin brillo, pero grandes en su sencillez, good-natured sublimes a fuerza de buen sentido, de laboriosidad y honradez. Iba preparado al espectáculo, y no me sorprendieron ni las colinas hermosísimas cubiertas de bosques, ni las caletas, canales y ensenadas que rodean la ciudad, llenas de barcas y cruzadas por centenares de vapores. Nueva York es el centro de la actividad norteamericana, el desembarcadero de los emigrantes europeos, y por tanto, la ciudad menos americana en su fisonomía y costumbres de las que presenta la Unión. Barrios enteros tienen calles estrechísimas y desaseadas, alineadas de casas de mezquina apariencia. Los cerdos son personajes obligados de las calles y escondrijos, donde nadie les disputa sus derechos de ciudadanía. Ocupa el centro de la parte más hermosa de la ciudad el Broad-Way, la calle ancha que toca por un extremo en Garden Castle, y en su desenvolvimiento enseña Trinity Church, templo gótico de hermosa arquitectura y de cierta magnificencia, cosa rara en los Estados Unidos. Ha sido construído por acciones, como todas las grandes empresas norteamericanas. Hay en el Broad-Way hermosos edificios particulares, un bazar en mármol blanco, que se cree no tiene rival en Europa, y un teatro en construcción para ópera italiana. En una hora conté en el Broad-Way 480 carruajes entre ómnibus, carros y coches que pasaban frente a la ventana de mi Boarding-house. Por la noche dábase el Hernani en un teatro improvisado en Garden Castle, y allí nos reunimos seis sudamericanos: Osma del Perú; el joven Alvear argentino; el señor Carvallo y su secretario de legación, mi amigo Astaburuaga, y un recién llegado, que a poco se introdujo en la conversación, preguntando: ¿conocen ustedes a un señor Sarmiento, que debe haber llegado de Europa? Era don Santiago Arcos, quien, reconociéndome por el tal, me dijo que venía desde Francia en mi seguimiento, que desde allí seríamos inseparables hasta Chile, y que éramos amigos, muy amigos de mucho tiempo, acompañando estas palabras con aquel reir de buena voluntad que tiene, y que haría desarmar la extrañeza más quisquillosa.


La prima donna cantó por añadidura, el jaleo, dirigiendo a nuestro grupo desde las tablas palabras en español que le fueron contestadas con una cuchufleta de manolo, de manera que estaba, por decirlo así, en país de lengua castellana y de relaciones antiguas, pues que al joven Osma lo había conocido en España, y vuéltolo a encontrar en Londres, si no me engaño. Hasta las antiguas glorias de la patria y sus actuales miserias encontraba allí representadas en el general Alvear, con quien, allanadas ciertas dificultades de etiqueta, y merced a reticencias convencionales, pasé tres días oyéndolo hablarme de los pasados tiempos. El general Flores, del Ecuador, había también recalado por allí, asaz mohino y cariacontecido, de lo que nos divertíamos Osma y yo por los malos ratos que le habíamos dado en Madrid.

Nueva York es la capital del más rico de los Estados americanos. Su municipalidad sería, por su magnificencia, comparable sólo al Senado romano, si no fuese ella misma compuesta de un Senado y una Cámara de Diputados que legislan sobre el bien de medio millón de ciudadanos. Sólo la de Roma le ha precedido en la construcción de gigantescas obras de utilidad pública, si bien de los restos de los famosos acueductos que traían el agua a la ciudad eterna, ninguno ha vencido dificultades tan grandes, ni empleado medios más adelantados. El acueducto de Croton ha costado a la ciudad de Nueva York trece millones de pesos; prodúcele una renta anual de seiscientos mil, y sus habitantes pueden en el cuarto piso de sus casas disponer de cuanta agua necesitan torciendo una llave. El acueducto de Croton comienza en el río Croton, que corre a cinco millas del Hudson en un condado vecino. El dam o depósito de agua, que de él se ha formado para dar igualdad a la masa de aguas, tiene 250 pies de largo, 70 de ancho en el fondo, 7 arriba, y 40 de alto, construído todo de piedra y cemento. Forma un lago dentro de estas paredes de granito, cuya área cubre cuatrocientos acres de terreno, conteniendo 500 millones de galones de agua. Desde este gran depósito parte el acueducto perforando las montañas, o sostenido por arcadas sobre los valles como los acueductos romanos de Segovia y la Sabinia, dejando bajo puentes altísimos paso a los torrentes que atraviesa. Antes de llegar al río Harlem, trae así recorridas treinta y tres millas. El acueducto es de piedra, ladrillo y cemento, abovedado por arriba y por abajo, con 6 pies 3 pulgadas de ancho abajo, y 7 pies 8 pulgadas en lo alto de las murallas del costado, y 8 pies 5 pulgadas de alto. Lleva desde 13 y media pulgadas por milla, y descarga 60 millones de galones de agua cada veinte y cuatro horas. Sobre el río Harlem pasa en un magnífico puente de piedra de 1450 pies de largo con 14 pilares, ocho de los cuales sostienen arcos de ochenta pies de abertura, y otros de cincuenta, con superposiciones de 114 pies sobre el nivel del agua. El canal pasa aquí en tubos de hierro colado que dos hombres alcanzarán apenas a abrazar. El receptáculo que recibe las aguas en la calle 86, a 58 millas del de Croton, cubre 35 acres, y contiene 150 millones de galones. El depósito de distribución sobre el monte Murray, calle 40, cubre cuatro acres, es de piedra y cemento y a cuarenta y cinco pies sobre el nivel de la calle, y contiene veinte millones de galones. Desde allí se distribuye el agua por toda la ciudad en tubos de hierro, colocados en la tierra a suficiente profundidad para que el agua no se hiele en el invierno. Los tubos de 6 a 36 pulgadas de diámetro miden 170 millas; el agua sube a los pisos de las casas, y hay otros tubos para volver a la tierra las aguas sucias. El derecho que la Municipalidad cobra sobre el agua basta para pagar el interés de 13 millones de capital invertido, los salarios de los empleados y dejar una utilidad anual de más de medio millón, ahorrando a los vecinos los millones que gastaban antes en proveerse de agua de calidad menos exquisita que la de Croton.

Hacían más gratas las emociones que el examen de la grande obra del acueducto me causaba, los inteligentes comentarios, y las explicaciones de incidentes prolijos que a medida que recorríamos los hermosos alrededores de Nueva York, me iba haciendo don Manuel Carvallo, enviado extraordinario de Chile en Wáshington. La solicitud de este amigo, pues desde entonces nos hemos dado este nombre, me sacaba de aquella especie de desamparo en que creía encontrarme entre los pueblos del Norte de América, de lo que había sufrido moralmente y mucho en el norte de Europa. Con él visité el Saint-James-College de los Jesuítas, donde estudiaban varios jóvenes chilenos, las fábricas de caotchouc, donde se confeccionaban puentes militares impermeables y equipos completos de campaña, como asimismo todo aquello que en monumentos, construcciones y establecimientos merecía ser conocido del viajero.

Con su simpático secretario Astaburuaga emprendíamos las correrías de detalle, sazonadas por recuerdos de Chile, y animadas por la comunicativa causerie de dos amigos que vuelven a verse después de algunos años. Llevóme a visitar el cementerio Greenwood, separado de Nueva York por un canal.

Abraza el cementerio un espacio inmenso de terreno en el estado de naturaleza. Accidentado por ligeras ondulaciones, ofrece una variedad de aspecto que cambia a medida que se penetra en su solitario recinto. Bosques seculares sombrean los terrenos bajos y aún las aguas de las lluvias se depositan en lagunatos y zanjas. Un camino espacioso para carruajes serpentea sin sujeción a merced de los accidentes del suelo; las yerbas del campo crecen a sus anchas en matorrales y arbustos, y en lo alto de las pequeñas colinas descuellan, ya aislados, ya en grupos, arbolillos graciosos de los que forman la variada flora norteamericana. Allí, en el seno de la Naturaleza, reposan, en sepulcros desparramados a discreción por la vasta superficie, las cenizas de los que quisieron dejar algún rastro sobre la tierra de su efímero pasaje. A la sombra de una encina secular se abriga una tumba de estilo gótico; una linterna de Diógenes corona un montículo, y en el fondo de un vallecito, entre arbolillos vistosos, se muestra un templete griego, depositario de un sarcófago. ¿No es cierto que este sistema de cementerios a la rústica, verdadero campo de los muertos, infunde sentimientos de plácida melancolía, aligerada por la contemplación de la Naturaleza, volviéndole a ella los restos orgánicos de ella recibidos, para que disponga sin sujeción y a su arbitrio nuevas combinaciones y nuevas existencias? Al menos esta impresión me causaba la vista, desde alguna parte elevada del cementerio, apoyado en un sepulcro, de Nueva York coronada de humo, y Brooklyn su vecina, la Bahía hermosa con sus grupos de buques cual bosque de invierno, y los estrechos agitados por la marea que levantan los poderosos vapores, terminando la perspectiva el océano, límite natural de cosas terrenas, frontera de lo infinito e imagen imperfecta de la inmensidad.

El santuario de mi peregrinación era Boston, la reina de las escuelas de enseñanza primaria, si bien cuando objetos de estudio nos llevan a un punto, es permitido hacer un rodeo en busca de sitios pintorescos. Para ir a Boston, pues, porque está al naciente del Hudson, dispuse mi derrotero por Búfalo que está exactamente al Oeste. La cascada de Niágara y los célebres lagos estaban de por medio, y no había que trepidar en más o menos dóllars, no obstante el estado angustiado de la plaza, que no tenía víveres (hablo de mi bolsa), sino para contados días. Embarquéme en Nueva York a las siete de la mañana para Albany (144 millas, un peso) a donde llegué a la tarde, pocos momentos antes de la partida del tren de Búfalo (325 millas, doce pesos), en todo 469 millas en vapor o camino de hierro, y tres días de marcha, con descansos de un cuarto de hora de distancia en distancia para comer y almorzar.

El Hudson es poética, histórica y comercialmente hablando, el centro de vida de los Estados Unidos. Camino de Boston, de Montreal, de Quebec, de Búfalo, del Niágara y de los lagos; arteria principal por donde fluyen los productos del Canadá, Vermont, Massachusetts, Jersey y el estado de Nueva York; sus aguas están de continuo literalmente cubiertas de naves, a punto de hacerse obstrucciones de la vía, como en las calles de las grandes ciudades. Los vapores se cruzan como exhalaciones meteóricas, y los remolques traen consigo una feria de buques amarrados a sus costados que levantan con sus quillas una verdadera marea a su frente. Catorce naves cargadas preceden y siguen al motor, ocupando una ancha superficie del río. Los vapores de transporte asumen en los ríos norteamericanos la forma y la elevación de casas flotantes de dos pisos, con azotea y corredores.

Dan nuevo realce al espectáculo, de suyo grandioso por las formas colosales de estos hoteles ambulantes, la apariencia culta, esmerada y aun ceremoniosa de los pasajeros, pues es práctica general de hombres y de mujeres ponerse vestidos de fiesta para hacer expediciones por agua o ferrocarriles, si bien la fría reserva del carácter yankee y su sociedad imprimen a estas grandes reuniones cierta fisonomía uraña que en Europa sería tachada de aristocrática, siendo considerada en el lugar de la escena por testigos europeos, como selvática, cuando solo es en verdad reserva necesaria. Las damas ocupan la parte anterior de los grandes salones y son el objeto de atenciones oficiales. Dan todavía más animación a estos vapores la colocación de los prácticos y timonel a la proa del buque, en lugar alto y aparente, y a veces debajo de un elegante kiosco, dirigiendo, por cadenas que mueven un torno, el timón del buque, desde donde pueden descubrir a cada instante su ruta, cual si fueran realmente la cabeza y el alma inteligente de aquella máquina. La campana suena a cada momento, anunciando la proximidad de un lugar del tránsito, para que se preparen a desembarcar los que se dirigen a él.

Desde lo alto de la azotea del buque, dominando ambas riberas, el viajero ve desfilar delante de sí, villas risueñas, montículos coronados por edificios y árboles, y a sus costados centenares de buques de todas formas y dimensiones que hacen su camino en sentido opuesto en aquella calle pública, inmensa, resplandeciente y tersa como un espejo. Así pasan revista, desde la salida de Nueva York, al océano, la bahía con su movible panorama de buques, y las pintorescas islas, estrechos y canales. La ciudad de Jersey, en frente del embarcadero, la roca de Weehawken, que sale exabrupto de entre las aguas y sirve de base a una villa edificada en su cumbre, pintoresco término avanzado a la entrada de las Palizadas, que son una muralla perpendicular de rocas acantiladas, que se alzan cuatrocientos y quinientos pies sobre la superficie de las aguas, y costea el río por espacio de veinte millas. Este accidente de la naturaleza da al paisaje una grandiosidad indescriptible, mientras, por el otro lado, la ribera ostenta villas, ciudades, arboledas, colinas y bosques que mantienen la animación y despiertan la curiosidad. Alguna ruina también corona alguna altura, y los nombres de Hamilton y Wáshington son recordados por algunas piedras subsistentes de fuertes tomados y destruídos durante la guerra de la independencia. Monumentos vivos son, empero, Westpoint, la academia militar en cuyo recinto 230 cadetes guardan permanentemente el fuego sagrado de las tradiciones y la ciencia de la guerra. El asilo de los huérfanos, el hospital de locos y otros edificios públicos prestan, desde las alturas, sus formas griegas a la decoración del río que se las disputa al Rhin en belleza, y que no tiene rival sino en la China en actividad y movimiento.

Al fin se presenta Albany, la capital política del estado de Nueva York, porque parece que los congresos yankees huyen del bullicio de las grandes ciudades. Los edificios públicos corresponden al título de capital, aún más que a la extensión de la ciudad la importancia de sus edificios particulares. El camino de hierro recorre desde allí 325 millas al oeste, pasando por Amsterdam, Jonda, Utica, Roma, Verona, Manlius, Siracusa, Camillus, Séneca, Itaca, Waterloo, Génova, Viena, Víctor, Byron, Batavia, Alejandro, Attica y otras muchas ciudades que reunen en una línea los nombres de ciudades, países y hombres de diversos tiempos y lugares.

Búfalo, término del viaje, está en el extremo este del lago Erie, que lo es, a su vez, de la navegación del Hurón, el Michigan y el Superior. La emigración alemana, sobre todo, ataca esta línea de navegación por Chicago, que está al extremo oeste del Michigan y en contacto con las cabeceras del Mississipi; y por Búfalo, que sirve de centro a la navegación del Ohio por el canal de Cleveland y del Hudson por el canal del Erie. La vista de esta ciudad, estrecha para el número de habitantes que contiene, me hizo un efecto singular. Una turba de buques de vapor dejaba escapar de sus chimeneas la gruesa mole de humo del fuego que aún se está encendiendo. La descarga de pieles de búfalo, y otras producciones del comercio con los salvajes, contrariaba el movimiento de la procesión de pasajeros que se dirigen al puerto, mientras que volviendo la vista a la ciudad, descubríanse sobre lo alto de los edificios centenares de hombres ocupados afanosamente en construir edificios nuevos, agrandándose la ciudad de improviso para satisfacer a las necesidades de una población que cada año aumenta de veinte mil almas. Búfalo tiene a su alcance, como todos los centros predestinados de comercio futuro en la Unión, un depósito de carbón en la península que forma el Michigan y el contiguo Huron.

De Búfalo adelante las obras humanas, ferrocarriles, villas nacientes y plantaciones nuevas, deslucen las sublimes obras de la naturaleza. Desde allí al norte principia el pedazo más bello de la tierra. El río Niágara sale del Erie manso y cristalino, reflejando en sus ondas rododendrones y encinas entremezcladas, formando a los lejos lontananzas azuladas de selvas primitivas, bajo cuyas espesuras pueden aún verse los rastros misteriosos del mocasín del indio indómito. Abrese en dos al formar la grande isla, y recoge luego sus aguas para prepararse al sublime juego de aguas que comienza en los Rápidos, y termina en la Cascada. El rumor lejano de este salto portentoso, la neblina que se alza en el cielo de partículas acuáticas, la excitación que causa la proximidad de sensaciones de largo tiempo esperadas y presentidas, traen al viajero desasosegado y acusando de lentitud al tren que lo arrastra. Llégase por fin a Niágara-Falls, villa que alimenta la concurrencia de curiosos, desde donde el redoble pavoroso de la caída atruena los oídos, el torbellino de agua se hace más visible, descollando blanquecino sobre las copas de los árboles; y entre los claros que sus troncos dejan a medida que uno se acerca, divísase contrastando con la opacidad de la enramada sombría, algún pedazo de rápidos, como un fragmento de plata bruñida. Son estos rápidos cascadas subacuáticas en que la enorme masa del Niágara viene despeñándose, sobre un lecho de rocas escarpadas, que no se presentan a la vista, y que dan al agua un blanco marmóreo. Mil trágicas aventuras han ocurrido, desde el cazador indio que distraído un momento por el ardor de la persecución sintióse llevado de la corriente en su frágil piragua, y después de esfuerzos sobrehumanos para resistirla, apuró su calabaza de aguardiente, y de pie con los brazos cruzados se dejó llevar a la catarata, que ni los cadáveres entrega de sus víctimas, hasta los presidiarios que apoderados de un vapor, no supieron gobernar y vieron descender la mal dirigida nave a los rápidos y la catarata, sepultándolos para siempre el abismo sin fondo que ha excavado la caída. Hablábase del reciente fin de un niño caído en los rápidos y que ya tenían de la mano en la isla de la Cabra, que promedia las dos caídas, volvióseles a escapar.

Describir escena tan estupenda sería empeño vano. Lo colosal de las dimensiones atenúa la impresión de pavor, como la distancia de las estrellas nos las hace aparecer pequeñas. Cítanse con elogio los versos que el espectáculo inspiró a una señorita.


Flow on for ever, in thy glorious robe
Of terror and beauty. God hath set
His rainbow on thy forehead; and the cloud
Mantled around thy feet. Awe he doth give
Thy voice of thunder, power to speak to Him
Eternally—bidding the lip of man
Keep silence; and upon thine altar pour
Incense of awe-struck praise.


Teníame por pasajero pasablemente erudito en punto a cascadas. Había visto la de Tivolí, tan bella, tan artística y tan poéticamente acompañada de recuerdos históricos; la del Rhin, la más grande que ocurre en Europa, y aquellas cien que alegran el paisaje suizo en los Alpes. La de Niágara, empero, sale de los términos de toda comparación; es ella sola en la tierra el más terrífico espectáculo. Sus dimensiones colosales, la enormidad de las masas de agua, y las líneas rectas que describe, le quitan, empero, toda belleza, inspirando sólo sensaciones de terror, admiración y aquel deleite sublime que acusa el espectáculo de los grandes conflictos. Imaginaos un río cristalino, como el Bío-Bío, descendiendo de golpe de un plano superior a otro inferior. Cortado el borde perpendicularmente, el agua describirá un ángulo recto al cambiar del plano horizontal al vertical, y desde allí, después de revolverse sobre sí misma en torbellinos plateados, seguirá el nuevo plano inferior con la misma mansedumbre que antes de caer. La belleza de la cascada la hacen las puntas de rocas salientes, que fuerzan el agua a retroceder, lanzarse en el aire, subdividirse en átomos e impregnarse de luz.

La vista de las otras cascadas me había hecho sonreír de placer; más en la del Niágara sentía que las piernas me temblaban, y aquella sensación fiebrosa que indica que la sangre se retira de la cara. Llegándose a ella por la isla de la Cabra, que la subdivide en dos, el ánimo viene alegremente preparado por la escena menos tumultuosa que presentan los rápidos, en que el Niágara desciende cincuenta pies en una milla. El bosque primitivo que cubre la isla y oculta tras su ramaje la vecina ciudad, la perspectiva aguas arriba en que el río viene caracoleando, presenta uno de esos golpes de vista risueños, virginales, tan comunes en los Estados Unidos. La cascada inglesa tiene la forma de una herradura y cuatro cuadras de desenvolvimiento, sin accidente ni interrupción alguna. La cascada del lado americano tiene doscientas yardas de ancho y esto la hace llamar la chica. En ambas cae el agua desde 165 pies y el canal excavado en la roca que la recibe, tiene cien varas de profundidad y ciento treinta de ancho. Al ver escritas estas cifras averiguadas por mensura, nótase la incompetencia del ojo humano para abrazar las grandes superficies. San Pedro, en Roma, aparece una estructura de dimensiones naturales, y la cascada del Niágara se achica a la simple vista para ponerse al nivel de nuestra pequeñez.

El espesor de la masa de agua es de 21 pies, de manera que no pudiendo atravesarla la luz, conserva su color verde en el centro de la caída. Este accidente, que revela a los ojos la magnitud de la escena, aumenta el pavor que inspira. Vésela desde una linterna o garito construído en la isla de la Cabra; vésela mejor todavía porque se llega al borde de ella desde el lado inglés, desde donde el ojo puede perfilar la línea vertical de la caída y medir el abismo que gruñe como una tormenta de rayos, o un aguacero de cañonazos a sus pies. Vésela en todo su esplendor y magnificencia desde a bordo de un vapor que sube todos los días del lago Ontario, llega cargado de pasajeros hasta cien yardas de distancia de la caída, detiénese allí con su motor listo para contrariar la atracción de los remolinos, tirita el casco sobre aquella agua atormentada, y espumando como si estuviera en delirio, y vuelve atrás con los pasajeros, satisfechos ya de emociones terríficas. Pero, la cascada no se siente, no se palpa, sino descendiendo al abismo que le sirve de base, envolviéndose para ello en capotes de goma elástica y dejándose conducir de la mano por un guía debajo de la caída misma, donde se ha practicado un camino en la roca, con pasamanos de fierro, que garantizan de las caídas ocasionadas por la presencia de centenares de anguilas mucosas y resbaladizas que se acogen entre las sinuosidades de la roca. Colocado en el fondo de esta singular galería, aturdido, anonadado por el ruido, recibiendo sobre su cuerpo la caída de gruesos chorros de agua, ve delante de sí una muralla de cristal, que creyera dura y estable si las filtraciones de goteras no causaran la presencia del líquido elemento. Salido de aquel húmedo infierno, volviendo a ver de nuevo el sol y el cielo, puede decirse que el corazón ha apurado la sensación de lo sublime. Una batalla de doscientos mil combatientes no causará emociones más profundas.

Del lado inglés hay un magnífico hotel y un museo, donde se muestran búfalos vivos y se venden esponjas de mar y coral petrificados, que se desprenden del suelo en que está la cascada. Aquello fué fondo de mar en otro tiempo.

Distínguese esta caída de las otras del mundo en que está situada en el centro de una llanura, sin que a primera vista se descubra la causa de su existencia. Descendiendo, empero, hacia Ontario, el fenómeno se explica fácilmente. El lago Erie está en el centro de una plataforma espaciosísima sin accidente alguno. Este llano es la superficie superior de una meseta, cuyo borde está cerca del Ontario, el cual está situado sobre otra meseta inferior. La diferencia de nivel que hay entre uno y otro lago es de 300 pies; y la caída del río Niágara que los une entre sí, debe hacerse necesariamente en el borde del banco o meseta superior, que está no lejos de las márgenes del Ontario. Pero la caída se encuentra siete millas más arriba, y la roca está excavada en un profundo zanjón de la altura de la caída. La catarata ha ido, pues, cambiando de lugar, o más propiamente hablando, va lentamente en marcha hacia el Erie, adonde llegará un día. Bastaría fijar, por medio de la observación, la distancia que avanza al año la catarata, derrumbando o carcomiendo la roca que le sirve de lecho, para sacar una parte de la cronología del globo. Según el geólogo Lyell, admitiendo que solo un pie retroceda por año, ha necesitado 39.000 años para llegar desde el borde de la escarpa que está cerca de la ciudad de Queenston. Pero modifican este cálculo las diferencias de la altura de la caída en cada uno de los lugares de su estación, y la diversa resistencia que han debido oponerle la mayor o menor adherencia de las rocas que va encontrando. La primera vez que un europeo ha descripto la cascada, ha sido en 1678, que lo fué por unos misioneros franceses que levantaron de ella un diseño. Otra descripción hay de 1751; pero las observaciones geológicas no comienzan sino de una época muy reciente. Desde 1815 adelante las dos caídas han ido alterando su forma por el derrumbe de enormes trozos de rocas, y desde 1840 la isla de la Cabra ha perdido algunos acres de terreno.

Mr. Lyell descubrió hasta cuatro millas más abajo del lugar de la caída, el lecho antiquísimo del río sobre la superficie de la tierra y aun a mayor altura de la que hoy tiene el Niágara. Las conchillas fluviátiles que se encuentran en bancos de residuos en la isla de la Cabra, se hallan perteneciendo a las mismas especies y épocas, en una línea hacia el Ontario que señala la dirección que llevaba el río. Tenemos, dice este geólogo, en el costado de los barrancos que va dejando el Niágara, un cronómetro que mide ruda, pero significativamente, la inmensa magnitud del intervalo de años que separa el tiempo presente de la época en que el Niágara corría por muchas millas más al Norte sobre la superficie de la plataforma. Este cronómetro nos muestra cómo los dos sucesos que creemos coetáneos, la desaparición de los mastodontes y la época de la primera población de la tierra por el hombre, pueden estar a distancias infinitamente remotas una de otra. El geólogo, añade, puede cavilar sobre estos acontecimientos hasta que lleno de espanto y de admiración, olvida la presencia de la catarata misma, y deja de percibir el movimiento de sus aguas, ni oye su estampido al caer en el profundo abismo. Pero, así que sus pensamientos vuelven al momento presente el estado de su espíritu, las sensaciones despertadas en su corazón se hallarán en perfecta armonía con la grandiosidad y belleza de la gloriosa escena que lo rodea.

Canadá

El ferrocarril que corre al costado del zanjón formado por la cascada hasta Queenston, cerca del Ontario, lleva los pasajeros que se dirigen hacia Quebec o el lago de Champlain. Después de haber saboreado aquel magnífico espectáculo, iba yo en mi banco rumiando las emociones pasadas, y dejando escapar, de vez en cuando, alguna exclamación de la admiración que había experimentado. Un yankee, que me escuchaba con la plácida frialdad que distingue a este tipo de hombre, me mostró la cascada bajo un punto de vista nuevo. Beautiful! Beautiful! decía, y para explicarme su manera de sentir la belleza, añadía: esta cascada vale millones. Ya se han puesto algunas máquinas a lo largo de los rápidos, de donde por canales poco costosos se sacan caídas de agua para darles movimiento. Cuando la población de los Estados se aglomere hacia este lado, el inmenso caudal de agua de la cascada americana puede ser subdividido, y desviándolo, por canales que corran sobre el terreno superior, traerlos a descargarlo al cauce inferior del Niágara, a los puntos donde se hallen establecidas máquinas de tejidos y de otras industrias. ¿Se imagina usted—me decía—que pueden usarse motores de agua de la fuerza de cuarenta mil caballos si se necesita? Entonces el Niágara será una calle flanqueada por ambos lados de siete millas de usinas, cada una con su caída de agua del tamaño que la necesite el motor. Los buques vendrán a atracar a la puerta y llevar por el San Lorenzo, el Champlain, o el canal de Oswego, las mercaderías a Europa o a Nueva York. Beautiful! Beautiful! añadía, extasiado en la aplicación útil de aquella mole enorme de agua, que hoy sólo sirve para mostrar el poder de la Naturaleza. Yo creo que los yankees están celosos de la cascada y que la han de ocupar, como ocupan y pueblan los bosques.

Pasando de un ferrocarril a otro, en medio de bosques todavía despoblados, atravesando villorrios apenas diseñados, sin poderse uno dar cuenta cómo pueden andar vagones por aquellas soledades desamparadas, se pasa a uno de Stages, diligencias que remiendan intervalos sin rieles, y en Queenston va a alojarse a bordo del vapor que espera el tren para descender el Ontario, tocando en Oswego, boca del canal que liga este lago con el canal que une el Ontario con el Hudson. Van Buren, el expresidente, promoviendo la abertura de este canal auxiliar, dió valor a unos terrenos que poseía en las inmediaciones, sin que nadie haya criticado su procedimiento de egoísta; pues el canal completaba, realmente, el estupendo sistema de comunicaciones acuáticas de que he hablado en otro lugar.

El país está aún despoblado por esta parte; el vapor del Ontario se acerca a los barrancos, adonde salen los paisanotes de fraque y las mozas envueltas en cachemiras a tomar pasaje. Divísanse a lo lejos aisladas en el bosque aquellas cabañas de troncos de árboles superpuestos, o de tablas descoloridas, que sirven de morada por los primeros años al plantador que recién está descuajando el bosque. El paisaje conserva toda la frescura virginal que Cooper ha pintado en aquellos inimitables cuadros del Ultimo Mohicano. Ya he dicho a Vd. que desde Búfalo hacia esta parte está el pedazo más bello de la tierra. Sin la petulante lozanía de los trópicos y sin la fría severidad de los bosques del Norte de la Europa, mézclanse en la escena ríos como lagos, lagos como mares, rodeados de una vegetación primorosa, artística en sus combinaciones y grandiosa en su conjunto. Traíame arrobado de dos días atrás la contemplación de la Naturaleza, y, a veces, sorprendía en el fondo de mi corazón un sentimiento extraño, que no había experimentado ni en París. Era el deseo secreto de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee, y ver si podría arrimar a la cascada alguna pobre fábrica para vivir. ¿Fábrica de qué?... Y aquí el deleite de tan bella vida se me tornaba en vergüenza, acordándome de aquellos ostentosos letreros chuecos que había visto en algunas aldeas de España, Fábrica de fósforos. ¡Y qué fósforos! ¿Enseñar o escribir qué con este idioma que nadie necesita saber? Para curarme de estas ilusiones y recuperar mi alegría, no necesitaba más que tomarle el peso a mi descarnada bolsa, y echar una ojeada sobre mi contaduría en general para no volver a pensar más en ello.

Al vaciarse el Ontario en el río San Lorenzo hay un punto que se llama Thousand Islands, las mil islas, que no son menos las que están aglomeradas en un corto espacio. La escena fluvial más bella que la Europa presenta es el Rin desde Maguncia y Colonia abajo. Yo lo había recorrido hasta Harlem, frontera de la Holanda, desde donde por Utrecht va un camino de hierro hasta Amsterdam, y de allí por La Haya se desciende a Rotterdam para tomar el Escalda, que conduce a Amberes y a Bruselas. Embellecen el Rin las tradiciones alemanas, los castillos feudales que aún coronan las alturas; las ciudades renanas que ostentan la estatua de Gutenberg, y la catedral de Colonia. Fluye el río silencioso por entre quebradas sañudas y obscuras, sale a explayadas que espacian la vista y enseñan las agujas de las iglesias de las aldeas, y los viñedos que se esparcen enanos y casi rastreros por los faldeos de las circunvecinas montañas. Más allá, y aproximándose a la Holanda, el terreno baja, el río se ensancha, los molinos de viento se suceden a los castillejos, y los ciénagos holandeses requieren los canales que surcan el país en todas direcciones y los pasmosos diques que oponen su hombro al porfiado y poderoso embate del océano, superior en el nivel.

En el San Lorenzo, la naturaleza, desnuda de todo atavío de arte humano, se presenta a luchar con toda comparación posible. Aquí la escena se dilata hasta donde la vista alcanza, sin encontrar, sin embargo, objeto que introduzca la monotonía. El pasaje por entre las mil islas es un sueño de hadas. Era el otoño, y los árboles de la flora americana estaban ya matizados de colores de ópalo, amarillo y púrpura, que tanto codician los pintores para las escenas rústicas. Hay la encina norteamericana y otros árboles que se tiñen de rojo puro, y tan subido que desde leguas atraen la mirada por su extrañeza. De este ropaje estaban vestidas las islas, grandes algunas como para contener una aldea, y tan pequeñas otras que parecían una canastilla de flores flotando sobre las aguas. El San Lorenzo vuelve a hacer rápidos saltos de distancia en distancia, lo que da a sus aguas cristalinas un blanco esmaltado y sin espuma, por estar a mucha profundidad las rocas que quiebran el agua. La corriente del río se presenta, entonces, como un ancho reguero de plata, accidentado por aquellas cucas islas que traen al espectador alborotado, cambiando la escena a cada paso, agrupándose en formas y en cadencias caprichosas, descubriendo nuevos horizontes a cada paso, hasta no entenderse en el laberinto que forman. Cuando el vapor va a entrar en los rápidos, el maquinista detiene el motor, la corriente de aquel canal de molino arrebata el buque, y el piloto con mano firme lo endilga por entre los escollos y remansos que se forman en aquella catarata continua. No sé si me han engañado; sesenta millas hacemos, díjonos el piloto, mirando sin pestañear un pasaje difícil que teníamos por delante. El tren expreso entre Manchester y Liverpool hacía también 60 millas. Llégase a Kingston, ciudad del Alto Canadá, cómpranse manzanas por hacer alguna cosa, y la noche mediante, llégase a Montreal, la ciudad francesa de esta parte de las colonias británicas.

El hotel Donegana, espacioso como nuestros claustros y arreglado en todo como los grandes hoteles norteamericanos, acoge al pasajero derrengado y mal traído, a merced de vagones, stages complementarios y vapores. El hong-hong no falta para triturarle al infeliz los nervios, si se obstina en dormir una hora más.

¡Montreal, qué joya para figurar en impresiones de viaje! Dumas ignora el tesoro que hay allí sepultado a sólo diez u once días de vapor de Francia. Es la ciudad más adelantada del mundo en cuanto a la aplicación y generalización de los medios más perfectos de construcción civil. Las casas son de piedra de cantería o ladrillo. Las techumbres están cubiertas de un manto de zinc, lo que da a la ciudad un aspecto reluciente. El pavimento de las calles todas es de palo a pique como el que se ha ensayado en París en frente de la Opera Cómica, y construído bajo el mismo principio, y las aceras son de tablones atravesados y montados sobre barrotes que permiten al agua escurrirse por debajo. Bajo este respecto Montreal es la ciudad más altamente civilizada que existe en el globo; pero hay un aspecto moral por donde es una curiosidad fósil digna de observación.

Sábese que el Alto y Bajo Canadá fué cedido a la Inglaterra por Luis XIV, al fin de las desastrosas guerras que amargaron el ocaso de sus días e hicieron pagar caro a la Francia el orgullo de sus reyes y la arrogancia de sus ejércitos; triste y merecido fin que tienen esos triunfos con que la fortuna engalana los primeros pasos de la vida de los tiranos. La vejez trae sus arrugas, la conciencia sus remordimientos, y el cansancio y la extenuación de los pueblos la debilidad que da reparación a los ofendidos. Con Napoleón repitióse el mismo cuento y con nuestro imbécil se reproducirá el mismo hecho, muy a expensas nuestras.

¡Vuelvo siempre a mis carneros! La población francesa de Montreal lloró, como Cartago condenada a la destrucción, el día en que se le anunció que había sido tratada como mercancía, entregada cual vil rebaño a la odiada Inglaterra. Pero, el llorar y el mesarse los cabellos en nada cambiaba la situación que la madre patria les hacía, y hubieron de resignarse a su suerte desamparada. Desde entonces se rompió el vínculo que los ligaba a la madre patria y no oyeron hablar más de la Francia. Sus revoluciones posteriores, la república, el imperio, la restauración y la casi restauración, han pasado sin que el vulgo sepa de tan grandes sucesos, sino de oídas, aquello más notable; pero sin sucesión, sin formar ya parte de la historia nacional.

Los libros franceses dejaron de penetrar en la colonia inglesa, y todo progreso en las ideas, toda novedad literaria o filosófica dejó para los infelices de ser continuación y consecuencia de aquel movimiento de ideas que comenzó en el reinado de Luis XIV y continuó con Rousseau, Voltaire y el siglo XVIII. Para los franceses de Montreal, pues, la Francia, la única Francia posible, es la Francia del gran rey con su corte de Versalles, su etiqueta y su lujo asiático; los únicos poetas, Corneille y Racine; las únicas glorias militares, las del gran Condé, Catinant, Villars y Turena. El canadiense es ceremonioso como un cortesano antiguo, y tan quisquilloso en punto a hidalguía, que la genealogía de las familias es allí espejo que no ha de empañar ni por el contacto mácula alguna. Viviendo bajo la dominación inglesa de un siglo a esta parte, las madres no enseñan a sus hijas el inglés, para ponerlas en la imposibilidad de oír a los odiosos opresores de su raza; cuando en las calles se pregunta a los paseantes algo en inglés, puede desfilar toda la población por delante, sin que haya una persona de origen francés que se dé por entendida de lo que se le pregunta. Hablad en francés y entonces las miradas se vuelven de todas partes, los semblantes sonríen y la buena voluntad y el deseo d’être agréable vese pintado en la blanda ondulación de cada músculo. “¡Ah! ¡señor, me decía un joven, con voz conmovida, viene usted de Francia; qué feliz es Vd.! ¡Oh, la Francia, nuestra patria! ¡Si supiera ella lo que ha hecho, entregándonos a los ingleses! Ya se ha arrepentido, ¿no es así? Porque ni aun en sus reproches querrían ofender a este tipo de la nacionalidad de su raza.

La religión se ha hecho un arma de oposición a los dominadores, y el catolicismo una trinchera adonde se ha acogido toda la vida de este pueblo desmembrado. El catolicismo cuan estable es en sus dogmas, ha marchado, sin embargo, con los siglos, y afectando nuevas formas, para adaptarse a las nuevas instituciones. Si queréis volver una página de un siglo de su historia y verlo tal cual era, después de salido de la Edad Media, id a Montreal y lo encontraréis en todo su primitivo candor, lleno de savia y de fuerza y concentrando en sí, como en España en tiempos de la reina Isabel, el patriotismo, el poder, y la fuente del heroísmo. Hacia la base del monte que da nominación a la ciudad, se levanta una hermosa casilla de ladrillo rodeada de árboles y colocada en una pequeña elevación del terreno que la hace más pintoresca. Esta casa, que me había llamado la atención, tiene tapiadas las puertas y está abandonada. Preguntando a un canadiense el motivo de lo que veía, “¡Que no sabe! me dijo, la casa del Judío. Y bien.—Del alma en pena, le revenant. Un judío (si esta apelación no es, como lo sospecho, todavía una muestra del viejo catolicismo) un judío era el dueño de esa casa. Una noche, tarde de la noche, oyóse un tiro. Al día siguiente los vecinos lo encontraron muerto, suicidado. Sus compatriotas quisieron ocupar la casa; pero el alma del condenado volvía a su habitación todas las noches, revolvía papeles, oíanse gemidos y ruidos de cadenas. En vano han querido después habitar la casa; esto hace ya veinte años, algunos vecinos pobres han intentado ocuparla. El alma del condenado vuelve; las luces se apagan solas, y comienzan los gemidos y el ruido de cadenas. La autoridad ha mandado al fin amurallar las puertas, por miedo que la casa se convierta en guarida de ladrones”.

Yo escuchaba maravillado este cuento, que me traía a la memoria escenas de mi infancia, oyendo horripilado historias de ánimas y aparecidos, y miraba a mi hombre de hito en hito para ver si creía realmente lo que me estaba contando, y si no concluía como algunos clérigos en Roma que le enseñan a uno la mesa con tres patas en que almorzaba Jesucristo con San Pedro y San Juan, y que concluyen por reírse de la conseja cuando uno les pone cierta cara. Esta vez, empero, había en la voz y en lo profundo de los ojos del narrador tal convicción, que mostrar duda siquiera habría sido desmoralizarlo, porque la sencillez de su espíritu, la sanción dada por todos, aun por la autoridad, a esta tradición, no le habrían dejado sospechar que hubiera ningún ser racional que dudase de la posibilidad de tales sucesos.

Sobrevino el domingo y me dirigí a la catedral para visitarla. Jamás había podido imaginarme espectáculo más imponente. Habíame enfriado Roma con su Semana Santa y sus ceremonias. San Pedro es en esos días, como siempre, un suntuoso desierto. Los romanos preguntan: ¿Ha estado Vd. en San Pedro? ¿Ha visto al Papa?—Ellos no van nunca a la gran basílica y pocas veces a las demás iglesias. Si en Roma sucede eso, imagínese lo que sucederá en Francia, España y el resto de la Italia. No recuerdo dónde he encontrado en diversas iglesias tres sacerdotes que decían misa sin un solo oyente o alguna vieja mendiga por todo acompañamiento.

En la gótica catedral de Montreal había ese domingo de quince a veinte mil almas oyendo la misa mayor. La población católica no se desobliga del precepto, sino oyendo la misa episcopal, pontificada con una pompa sencilla, servida por setenta y dos acólitos, monacillos y oficiantes que pude contar por los bonetes en forma de conos truncados y altos de una tercia que llevaban los oficiantes. No ofreciendo suficiente espacio el pavimento de la catedral para tanto concurso, se han adaptado a las naves exteriores dos anchas galerías salientes que hacen dos corridas de palcos por ambos lados de la iglesia; y las cuatro y el piso estaban llenos. Predicaba a la sazón el cura la plática doctrinal; un profundo silencio reinaba en aquella inmensa congregación, y una señora que me veía de pie, con los ojos y con la mano me invitaba cortésmente a tomar asiento a su lado, en las lunetas de madera que cubren toda la superficie del vasto edificio, más ancho que la catedral de Santiago. Esto que veía entonces, sucedía siempre y las acomodaciones de la iglesia me lo decían demasiado.

Al día siguiente encontré en las calles larga procesión de niños en dos filas y precedido por una cruz con paño llevada por un clérigo, que se dirigían a la iglesia cantando en coro las alabanzas, seguidos del cura y sotacuras, a oír la misa diaria, antes de entrar a las clases. El cura, como fué práctica en los antiguos tiempos, es el maestro de escuela de la parroquia, y los sotacuras son sus ayudantes si es numerosa. Adoctrínalos con amor en todas las creencias; fortifícalos contra toda innovación peligrosa y contra toda tibieza que pueda dar entrada en sus almas al odiado protestantismo de sus amos. Así el catolicismo se ha endurecido y reconcentrado para hacer frente a la destitución de la raza y del idioma, y se apega a las añejas prácticas y aun a las supersticiones más frívolas por no dar su brazo a torcer. Todo esto es santo, bello, tierno, patriótico y ortodoxo, sin duda. Pero, ¡ah, que está de Dios que no ha de haber cosa cumplida en este mundo! Los católicos de Montreal poseen y cultivan una ignorancia desesperante. Alejados de la administración, porque temen contaminarse si aceptan empleos, viven ajenos de todo movimiento de la vida pública. Al lado de los yankees, gobernados por la Inglaterra, no poseen ninguna industria, cultivan mal la tierra, y la pobreza, la obscuridad, la nulidad y la miseria los viene cercenando y estrechando de todas partes. Hoy vende una familia patricia su casa que compra un comerciante inglés, y mañana sus hijos están en la indigencia, y como no tienen ni instrucción ni habilidad manual, concluyen sus nietos por ser mozos de cordel o domésticos. Calcúlase que en un siglo más habrá desaparecido este pueblo, incapaz de vivir en la sociedad actual y obstinado por patriotismo en perpetuar un modo de ser que lo aniquila lentamente.

Los ingleses, en tanto, se desenvuelven por el comercio, por el ejercicio del poder, por la inmigración y por la vida británica, tan llena de expansión y actividad. Agitan los ingleses la separación de la metrópoli y maldicen el día que vencieron a Montgomery, que les traía la independencia.

Montreal es un emporio de las peleterías del Norte, y los almacenes están llenos de la variedad infinita de producciones que forman este ramo. Después de haber visto aquella ciudad encantadora y que bajo las formas más modernas encierra la población más vieja, hube de dirigirme a Quebec, donde quería examinar una caserna que el gobierno inglés había establecido para recepción de inmigrantes irlandeses. Dáseles allí ración y ocupación diaria hasta que se les destina a los terrenos que se han señalado para las nuevas plantaciones. A veces creo que no debemos pensar en cosas nuevas, sino buscar dónde está ya realizada la idea que nos embarga. Traía desde Alemania el pensamiento de estas grandes hospederías, para acoger inmigrantes en nuestros países, y hablándole de ello a Astaburuaga en Nueva York, indicóme la existencia de ésta. Al tomar pasaje en San Lázaro abajo, vínome el remordimiento de aquella prodigalidad de dinero con que iba haciendo mis viajes, cual si fuera un príncipe ruso. Siete pesos debía costarme de ida y vuelta la excursión a Quebec, duplicado de Montreal, ciudad menos bella y pueblo menos virgen que el que había visto. ¡Siete pesos! Tomé un vapor para atravesar el San Lorenzo con asiento en el ferrocarril de la Pradera, que lleva a orillas del lago Champlain, camino de Nueva York, tomando a lo largo el larguísimo lago, viendo aproximarse las costas, alejarse o cruzarse puntas de tierra entrantes y ensenadas, variándose el panorama con una movilidad infinita, hasta que llega a Whitehall, donde se toma pasaje por un canal que conduce a Troya, desde donde el camino de hierro lleva a Boston, fin de mi excursión por este lado. Reasumamos la parte económica del viaje. De Búfalo a la cascada, camino de hierro, 1 peso, 22 millas. De Niágara Falls a Lewiston, camino de hierro, stage, 6 pesos, 31 millas. Lago Ontario a Montreal, vapor, 10 pesos. De Montreal a la Prairie, vapor y ferrocarril, 1 peso. De la Prairie, Lago Champlain a Whitehall, 1 peso; diligencia a Troya, 3 pesos; ferrocarril a Greenbush, 3 pesos.

Boston

La ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee, tenía 18.000 habitantes en 1790, 33.000 en 1810 y 114.360 en 1845. La ciudad está fundada sobre una península, cuyo istmo de una milla sirve de principal comunicación con el continente, si bien muchos puentes echados sobre la bahía interior establecen nuevas líneas de contacto. Suaves colinas accidentan el suelo y dan a la perspectiva puntos de vista agradables. Vive aún la encina a cuya sombra se reunieron los Peregrinos para darse las leyes fundamentales. En Boston se dictó aquella famosa ley de educación pública general y obligatoria de 1676, que ha preludiado a la habilitación del género humano. En Boston se reunieron en meetings los colonos y resolvieron no pagar el derecho del té, abstenerse del uso de esta infusión y arrojar al mar las cajas de té del estanco. En Boston se disparó el primer fusilazo en la guerra de la Independencia. En Boston están las escuelas públicas convertidas en templos por la magnificencia de su arquitectura, y cada viviente paga un peso anual por educar a los hijos de sus semejantes, y cada niño pobre consume al año siete pesos de renta pública para educarse. En Boston está la sede y el centro del unitarismo religioso, que propende a reunir en un centro común todas las subdivisiones de secta y elevar la creencia al rango de filosofía religiosa y moral. De Boston, en fin, salen esos enjambres de colonizadores que llevan al Far West las instituciones, la ciencia y la práctica del gobierno, el espíritu yankee y las artes manuales que presiden a la toma de posesión de la tierra. Cuatro líneas de vapores lo ligan con la Europa. Un ferrocarril corre la costa hasta Portland en el Maine; otro hasta Concordia lo pone en comunicación con el Estado de Nueva Hampshire; otro con Troya y sus líneas y canales afluentes; tres con Nueva York, completándose con líneas de navegación por mar o por la sonda de Long Island. Sus hoteles son el primor de los Estados Unidos y el Fremont Hotel pasa por superior a todos en elegancia y comfort.

Había llegado de noche y entregádome a ese sueño de ganapán que termina las trasnochadas e incomodidades de un afanoso viaje. A las tres de la mañana me despiertan golpes redoblados a mi puerta, y una risa prolongada y burlona que apenas podía contenerse. Acababa de llegar en la noche; alma nacida podía saber que ya me hallaba en Boston, y sin embargo, el burlón repetía muriéndose de risa: Abra, Sarmiento, soy yo.—¿Quién es yo?—Y creía hacerme desesperar.—Yo, Casaffoust.

Una noche en Nápoles tomaba helados en un café con un joven francés. Como viese entrar a un individuo, dije a mi compañero en francés: Aquel joven es americano, del mediodía, es de Buenos Aires. ¿Hay, realmente, un tipo nacional argentino? Rugendas sabe reproducirlo con el lápiz, y yo esta vez acertaba a conocer por la fisonomía a un compatriota. Acercóse con reserva, miróme con frecuencia y al fin se aventuró a decirme: “Creo, señor, haberle oído que soy americano”. En efecto, era porteño, uno de esos caracteres enérgicos que se abren paso en el mundo por su propio esfuerzo. Salido joven de su país, se había establecido en Río de Janeiro, pasado a Valparaíso, Bolivia y Lima, y últimamente asentádose en la América Central, donde, habiendo engrosado su fortuna, había empezado a creer que el mundo no estaría satisfecho si él no lo recorría. Despedímonos en Nápoles y nos encontramos de nuevo en Roma. Allí tomó él para Trieste y yo debía salir más tarde para Florencia. Al entrar en un café en Venecia, Casaffoust nos tapó la puerta; acababa de desembarcar. No debíamos vernos más. El día que llegué a París lo encontré de manos a boca en el bulevar América. En el hotel donde un mes después fuí a alojarme en Londres, encontré a Casaffoust, que comía a la sazón. ¡Era éste un fantasma que me perseguía! Después de cruzar los brazos uno y otro para contemplarnos con extrañeza, nos echábamos a reír de esta singularidad. Desde Londres partió al fin para Belice en el Istmo, desde donde debía arribar a Costa Rica. No quiso dirigirse, como yo se lo aconsejaba, a los Estados Unidos. La noche que llegaba yo a Boston, partía él del mismo hotel, y mientras pagaba su cuenta, leía en el libro de pasajeros, abierto ante sus ojos, D. F. Sarmiento, entre los últimos llegados. Suspendió su viaje, acompañóme dos días, y nos separamos prometiéndonos con las mayores veras, no volvernos a encontrar más, porque aquella tenacidad me iba ya dando que pensar. Esta vez lo hemos cumplido: no nos hemos visto más.

El principal objeto de mi viaje era ver a Mr. Horace Mann, el secretario del Board de Educación, el gran reformador de la educación primaria, viajero como yo en busca de métodos y sistemas por Europa y hombre que al fondo inagotable de bondad y de filantropía reunía en sus actos y sus escritos una rara prudencia y un profundo saber. Vivía fuera de Boston, y hube de tomar el ferrocarril para dirigirme a Newton East, pequeña aldea de su residencia. Pasamos largas horas de conferencias en dos días consecutivos. Contóme sus tribulaciones y las dificultades con que su grande obra había tenido que luchar, por las preocupaciones populares sobre educación, y los celos locales y de secta, y la mezquindad democrática que deslucía las mejores instituciones. La legislatura misma del Estado había estado a punto de destruirle su trabajo, destituirlo y disolver la comisión de educación, cediendo a los móviles más indignos, la envidia y la rutina. Su trabajo era inmenso y la retribución escasa, enterándola él en su ánimo con los frutos ya cosechados y el porvenir que abría a su país. Creaba allí, a su lado, un plantel de maestras de escuela que visité con su señora, y donde, no sin asombro, vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramos complementarios de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro y lucrativo para los prestamistas. Gracias a sus desvelos, el Estado de Massachusetts, de que es Boston la capital, contenía en 1846, en las trescientas nueve ciudades y villas que lo forman, 3475 escuelas públicas, con 2589 maestros hombres y 5000 maestras, asistidas por 174.084 niños. Observe Vd. que el número de maestros de escuelas es mayor en este Estado que el monto total del ejército permanente de Chile, y el tercio del de todos los Estados Unidos.

La población del Estado es de 737.700 habitantes, y los niños en estado de asistir a la escuela, 203.877.

Las rentas destinadas para sostener la educación pública son 650.000 pesos, recolectados por contribución de escuelas. Además de las escuelas hay en Massachusetts 77 colegios públicos incorporados, con 3700 estudiantes y 1091 colegios y escuelas particulares, con 24.318 discípulos, los cuales pagan 277.690 pesos por la enseñanza que reciben.

Además de estas pasmosas sumas, cada localidad posee fondos cuyos productos están especialmente destinados a la enseñanza. Estos fondos producían quince mil pesos de censo, a los que se añadían más de ocho mil pesos de sobrantes de rentas ordinarias que eran aplicadas por la administración a este santo objeto.

Para más ilustración de mi asunto, añadiré a Vd. que este Estado sólo tiene siete mil quinientas millas cuadradas o treinta leguas de ancho sobre sesenta y tres de largo. En este reducido espacio hay, como he dicho, más de setecientos mil habitantes, dueños de trescientos millones de pesos.

Usted ve, mi querido amigo, que estos yankees tienen el derecho de ser impertinentes. Cien habitantes por milla, cuatrocientos pesos de capital por persona, una escuela o colegio para cada doscientos habitantes, cinco pesos de renta anual para cada niño, y además los colegios; esto para preparar el espíritu. Para la materia o la producción tiene Boston una red de caminos de hierro, otra de canales, otra de ríos, y una línea de costas; para el pensamiento tiene la cátedra del evangelio y cuarenta y cinco diarios, periódicos y revistas; y para el buen orden de todo, la educación de todos sus funcionarios, los meetings frecuentes por objeto de utilidad y conveniencia pública y las sociedades religiosas, filantrópicas y otras que dan dirección e impulso a todo. ¿Puede concebirse cosa más bella que la obligación en que está Mr. Mann, secretario del Board de Educación, de viajar una parte del año, convocar a una reunión educacional a la población de cada aldea y ciudad adonde llega, subir a la tribuna y predicar un sermón sobre educación primaria, demostrar las ventajas prácticas que de su difusión resultan, estimular a los pobres, vencer el egoísmo, allanar dificultades, aconsejar a los maestros y hacer las indicaciones, proponer las mejoras en las escuelas que su ciencia, su bondad y su experiencia le sugieren?

En los alrededores de Boston, a distancia de doce millas, unido a la ciudad por un camino de hierro para las personas y por un canal para las materias primas, está Lowell, el Birmingham de la industria norteamericana. Aquí como en todas las cosas, brilla la soberana inteligencia de este pueblo. ¿Cómo luchar con la fabricación inglesa, producto de ingentes capitales empleados en las fábricas, y de salarios ínfimos pagados a un pueblo miserable y andrajoso? Dícese que las fábricas aumentan el capital, en razón de la miseria popular que producen. Lowell es un desmentido a esta teoría. Ningunas ventajas o escasísimas llevan a los ingleses en el costo de la materia prima; pues, tanto vale llevar a Londres o a Boston por mar las balas de algodón de la Florida; pero las diferencias de salarios son enormes, y sin embargo, los tejidos de Lowell sostienen la concurrencia con los ingleses en precio, y les aventajan de ordinario en calidad. ¿Cómo han hecho este prodigio? Apurando todos los medios inteligentes de que el país es tan rico. El obrero, el maquinista son hombres educados; su trabajo, por tanto, es perfecto, sus medios ingeniosos; y pudiendo calcular el tiempo y el producto, producen mayor cantidad de obra y más perfecta.

Las hilanderas y trabajadoras son niñas educadas, sensibles a los estímulos del deber y de la emulación. Vienen de ochenta leguas a la redonda a buscar por sí medios de reunir un pequeño peculio; hijas de labradores, más o menos acomodados, sus costumbres decorosas las ponen a cubierto de la disolución. Buscan plata para establecerse, y en los hombres que las rodean no ven sino un candidato a marido. Visten con decencia, llevan media de seda los domingos, sombrilla y manteleta en la calle; ahorran ciento cincuenta o doscientos pesos en algunos años y se vuelven al seno de su familia, en aptitud de sufragar los gastos de establecimiento de una nueva familia. Para obtener estos resultados hay en Lowell hoteles cómodos y espaciosos que dan de comer y alojamientos económicos a los obreros, disponiendo de bibliotecas, diarios y aun pianos para las niñas que saben su poco de música. De todo el mal que de los Estados Unidos han dicho los europeos, de todas las ventajas de que los americanos se jactan y aquéllos les disputan o afean con defectos que las contrabalancean, Lowell ha escapado a toda crítica y ha quedado como un modelo y un ejemplo de lo que en la industria puede dar el capital combinado con la elevación moral del obrero. Salarios respectivamente subidos producen allí mejor obra y al mismo precio que las fábricas de Londres, que asesinan a las generaciones.

Estos tejidos de Lowell, como los de Pittsburg y de doscientas fábricas que se levantan en diversos puntos del territorio de la Unión, entran por poco todavía en la masa de productos fabriles que inundan los mercados del mundo. Se consumen la mayor parte en el interior del país, y aun en esto los Estados Unidos presentan uno de esos resultados que muestran en cifras luminosas cuánto es el bienestar de que goza la masa de la población. Datos estadísticos de Francia muestran que aquella nación sólo consume al año un metro de tejidos de algodón por persona, y la Irlanda una y media yardas, mientras que los Estados Unidos consumen veintiuna y media yardas por persona, lo que hace suponer que no hay ganapán que no tenga sábanas y varias mudas de camisas. De este dato los publicistas norteamericanos sacan una conclusión que no deja de tener su valor. En lugar—dicen—de buscar mercados en el exterior para nuestras fábricas, traigamos población para nuestros bosques. Si nosotros hubiéramos de proveer de tejidos de algodón a la Irlanda, que tiene cuatro millones de habitantes, habríamos suplido a sus necesidades con seis millones de yardas de tejidos; mientras que para consumir esos mismos seis millones, son bastantes 285.714 inmigrantes, que es poco más o menos la cifra de la inmigración anual. Veinte años de inmigración nos darán colocación para ciento veinte millones de yardas de tejidos de algodón.

El consumo de los otros artículos manufacturados está en igual proporción con los tejidos de algodón. El año 1842 se introdujeron en los Estados once millones de pesos en tejidos de lana, veinte y un millones en 1836, bien que en 1840 y 1842 anduvo de ocho a nueve millones. En 1839 consumieron veinte y un millón de pesos en tejidos de seda, quince millones en 1841, y nueve en 1842. Nueve millones de tejidos de hilo en 1836, cerca de siete millones en 1841, habiendo bajado a tres y medio en 1842. A este enorme consumo de productos europeos corresponden cifras no menos abultadas de producciones nacionales. Calculábase para el año 1843 como producto anual de la agricultura, 65.387.597 dólares; de manufacturas, 239.836.224 dólares, y del comercio, 79.721.086.

Hasta el año de 1825 no se había estampado en los Estados Unidos una sola yarda de calicó (quimon). En 1836 se importaron de Inglaterra ciento cincuenta millones de yardas, lo que según el censo de 1840 que dió diez y siete millones de habitantes, toca a cada mujer (el tercio del número tal) dos vestidos de a diez varas. En 1842 los estampados norteamericanos subieron a la enorme suma de ciento cincuenta y ocho millones de yardas, habiendo descendido la importación inglesa a sólo quince millones. Las manufacturas de los Estados de Nueva Inglaterra proveían en 1845 de mercado a un tercio del algodón que cosechan los Estados del Sur, y los obreros consumían más harina y granos que la cantidad exportada por el puerto de Nueva York.

Mr. Mann me favoreció con muchas cartas de introducción para sabios, pedagogistas y hombres notables. Su nombre solo, era ya por todas partes un pasaporte para mí. Tuve una larga conferencia con uno de los ministros de Estado, quien me proveyó de una orden para que se me entregasen varias colecciones de libros y documentos públicos que me ponían al corriente del estado de la educación en Massachusetts y después de ver cuanto digno encerraba la ciudad de ser visto, púseme en camino para Nueva York, por una serie de ferrocarriles y vapores combinados, que me pusieron no sé cómo, de día y de noche marchando, en el desembarcadero de Nueva York.

Baltimore, Filadelfia

Lleno aún de las emociones de este viaje, el más impresivo que puede hacerse en quince días, viendo aún en mi imaginación la cascada de Niágara, asistí a una representación del genial Tom Puce, el enano de 25 pulgadas de alto.

Don Santiago Arcos me aguardaba con impaciencia para que emprendiéramos el viaje de regreso a Chile. Cada vez que me hablaba de este asunto, poníale yo la cara de un ministro del despacho, cuando no sabe si se acordará o no lo que de él se solicita. Abríamos el mapa, trazábase la ruta, y ya estábamos punto menos que en marcha, sin que yo diese síntomas de convenir en nada. Hubimos al fin de explicarnos. Yo tenía en caja veintidós guineas y como treinta papeles de a un peso, ni un medio más, ni un medio menos. Al fin cogí a dos manos mi resolución y expuse mi situación financiera con toda la dignidad de quien no pide ni acepta auxilio, intimando mi ultimátum de separarme desde la Habana, para seguir mi camino por Caracas. Arcos me había escuchado con interés y aun le tentaba la perspectiva de atravesar las soledades tropicales de la América del Sud, correr aventuras ignoradas, pasar trabajos y no contar sino consigo mismo para sobreponerse a ellos; pero el lado romanesco y varonil de su carácter no es menos aparente que la jovialidad y franqueza que lo distingue. Cuando yo me esperaba ofrecimientos y protestas, salióme con un baile pantomímico y un reir a desternillarse, que me puso en nuevos gestos de dignidad. ¡Qué bueno—decía saltando y riendo—pues si yo no tengo sino cuatrocientos pesos! Hagamos compañía y donde se concluya el capital de ambos, proveeremos según lo aconseje la gravedad del caso.

Dispusimos, pues, que yo continuaría pronto mi ruta a Wáshington por Filadelfia y Baltimore, nos daríamos cita en Filadelfia para emprender la jornada por Harrisburg y Pittsburg, para descender el Ohio y el Mississipi hasta Nueva Orleáns, distante 22.234 millas del lugar donde nos hallábamos; y acercándose la hora de la partida del tren de la mañana para Filadelfia, hice aprisa mi maleta y la entrega de billetes y guineas para que las cambiara, prestándome en cambio treinta o cuarenta dólares para gastos de la excursión. Este pequeño incidente es, sin embargo, el origen del más espantable drama de que he sido víctima en mis viajes.

Lo fatigaría a Vd. si continuase describiéndole ciudades notables: pero Filadelfia y Baltimore son tipos de la construcción civil de los Estados Unidos que, a diferencia de Nueva York, conservan toda su originalidad. Tienen los americanos el don de reducirlo todo a arte, y aplicar el sentido común y los cálculos de la conveniencia a todas las cosas. Conoce Vd. nuestras ciudades sudamericanas cortadas todas por un mismo padrón, en calles a distancia de ciento cincuenta varas, de doce de ancho, y cortándose en líneas rectas. Este damero parécenos el bello ideal de la perfección. Pero propóngase Vd. ir del centro en una dirección oblicua, o para fijar más los términos, si las calles corren de Sur a Norte y de Este a Oeste, ¿cuánto espacio se necesita andar para llegar el extremo Sudeste o Nordeste? Claro está que el doble de la distancia que hay en línea recta, porque es necesario hacer zig-zag de calle en calle, por el ángulo de cada cuadra a fin de buscar la diagonal. La manzana de ciento cincuenta varas da en el centro setenta y cinco de fondo a cada solar; espacio más que suficiente para tener viña, hortaliza y arboleda en el interior de la casa; pero acumulándose la población, este centro de las cuadras es un terreno inútil y que fuerza a tomar a las habitaciones un frente en proporción, y diseminar las casas. Después vienen los tubos de hierro para distribuir el agua potable, los cañones de gas, etc., y se encuentra que los costos para superficies tan grandes exceden a los posibles de los vecinos. Los norteamericanos han inventado su plan de ciudades en atención a todas estas circunstancias. La manzana tiene o puede tener 140 varas de largo, pero sólo le dan 30 ó 50 de fondo, de manera que dos casas pueden dar frente a ambas calles, y poblar bien la ciudad.

Como la calle es materia de comodidad pública y de recreo, tiene de ordinario treinta varas, flanqueada a distancia de cinco o seis de los edificios, de árboles coposos, que esparcen sombra en todas direcciones. Las aceras son por tanto calles separadas e independientes de la central, ancha de veinte varas, que está abandonada a carros, jinetes, ómnibus y aun a ferrocarriles, que todos tienen espacio para moverse. Crúzanse éstas en ángulos rectos; altérnanse en anchas y angostas; intercéptalas de vez en cuando una ancha calle transversal que conduce a los ángulos extremos de la ciudad; cambia de plan y dirección todo el sistema de calles; redúcense más aun las manzanas cerca de los puertos, y por todas partes presentan las calles asonadas un bosque de árboles, que cierran a cierta distancia la perspectiva, y por sobre sus copas las cúpulas de los bancos o de los hoteles, las agujas de los templos y los frontispicios de los edificios del Estado. Nada hay más holgado, aireado ni silvestre que estas calles de árboles y de casas, en que el movimiento de los otros es una cosa que no nos atañe ni interesa.

En Baltimore tomé el ferrocarril de Wáshington, y a poco andar cata que venía en dirección opuesta y por los mismos rieles otro tren de vagones. Grande alboroto adentro. ¡Qué sacar de cabezas por las ventanillas, qué abrir de ojazos, al mirarnos unos a otros, qué agitar de pañuelos, en fin, en ambos trenes, temerosos de que fuesen a darse una topada y quedáramos todos hechos tortilla! Era el caso que con las avenidas, se había desgringolado un puente, y el tren que venía era el que había salido de Baltimore el día anterior. Tuvimos que echar pie a tierra, y entre todos los pasajeros, metidos en el fango, levantar punto menos que en peso la locomotora y el ténder y traerlos a la culata del tren para que desde allí volviéramos a Baltimore.

No se podía ir a Wáshington, porque en los Estados Unidos, si no hay camino de hierro, o canal o río, no se cree viable la tierra de otro modo. Improvisóse en el acto un vapor que debía llevar los pasajeros por un río hasta cierto punto; de allí tomar un fragmento de ferrocarril; pasar a pie una distancia, tomar otro ferrocarril y embarcarse en otro y entrar en Wáshington por la bahía de Chesapeake y el río Potomack. El vapor de la Bahía era un cascarón de formas abominables y de mal talante, lleno de camarotes superpuestos en seis o siete pisos, como las gavetas de un inmenso armario. El steward me señaló el mío en el quinto piso; pasóse el día en mirar el paisaje, sobrevino la noche, solicitóme el sueño, y como las gallinas que miran de hito en hito la rama donde han de posarse, anduve a vueltas un rato, hasta que resolví emprender la jornada de llegar a mi camarote, subiendo por los otros a guisa de lagartija. Iba ya a medio camino, cuando empieza abajo un rumor de voces y de risas, que se convertía por segundos en un crescendo universal. Yo seguía tranquilo mi ascenso, y ya ponía una pierna dentro de mi agujero, cuando alguien me toma de la otra y me dice qué sé yo qué barbaridades en el tono natal del yankee. Vuelvo la vista y veo, ¡oh, rabia! que era yo el objeto de la risa de trescientos gaznápiros. El tal me disputaba el lugar: habíale colocado un pañuelo en señal de posesión, y hacía rato que me estaba haciendo opposition, sin que yo interrumpiese mi ascenso. Imagínese usted, amigo, mi situación en aquella postura incongruente, expuesto a la vergüenza pública, hecho el objeto del ridículo de aquella turbamulta.

No había más remedio que descolgarse, ocultar la cara entre ambas manos, atravesar la muchedumbre y tirarse al agua. Yo hice algo mejor. Bajéme, en efecto, dirigíme rápidamente a una luz que estaba por ahí, y poniéndome en lugar donde los rayos me iluminasen perfectamente la cara, con voz llena y estridente, con semblante contenido, pero severo, dije, dirigiéndome a la multitud que aguardaba alguna nueva peripecia para reirse más: ¡Señores! Si hay entre vosotros alguno que entienda español o francés, hágame la gracia de manifestarse, porque necesito explicarme, dar y pedir inmediatamente una satisfacción. Un profundo silencio se había hecho en el intertanto. Los que no sabían el francés en que hablaba, para no dar materia nueva al ridículo con mi mal inglés, se miraban unos a otros, mientras que allá en el fondo oí quedo repetir mis palabras traducidas al inglés. La escena había cambiado completamente; el yankee es bueno de corazón, y todos sintieron que me había llegado al alma aquella broma, que no tenía malicia de su parte. Acercáronse algunos, dándome cordiales explicaciones, vino el opositor al hueco y me dijo en tono blando lo que sucedía, abandoné yo mi posición de gato acosado, y fuí a dormir en un espacioso camarote que en cambio me dió el steward, que en pública audiencia había declarado que él me había asignado el camarote disputado. El día siguiente pasélo tranquilo mirando las costas de Virginia, llanuras espaciosas, cultivadas en parte, y en parte cubiertas de sotillos, hasta que remontando el Potomack llegamos a un barranco con honores de puerto mayor de Wáshington, la capital de los Estados Unidos.

Washington

Sobre una eminencia que domina el panorama adyacente se alza el Capitolio Americano, cuya primera piedra colocó Wáshington en 1793. Este monumento es la capital de los Estados Unidos, que no reconocen otra institución madre que el congreso. Reunirse para deliberar sobre todas las cuestiones que afectan al interés de más de uno, es el instinto nacional del pueblo norteamericano. La naciente colonia de Virginia, fundada por una compañía de Londres, a quien el rey había hecho una gran concesión de tierras, había, después de muchas vicisitudes, caído bajo el gobierno provisorio de un tal Argall, hombre violento y rapaz, que para hacerse obedecer de los colonos proclamó la ley marcial. El trabajo de los colonos era confiscado en favor del gobernador, y en castigo de ligeras faltas imponía meses de trabajo forzado en sus haciendas. Las violencias del gobierno, la trasplantación de la tiranía a América contenían la emigración europea, mientras que los colonos, desalentados por los sufrimientos morales de la opresión, empezaban a desmayar en su ruda tarea de descuajar la tierra. Entonces los colonos elevaron su voz para pedir a la compañía de Londres desagravio; y acusaron a Argall de defraudar a la compañía misma, mientras daba rienda suelta a sus pasiones sobre los colonos. Después de acaloradas luchas sus quejas fueron oídas, Argall depuesto y desaprobado, y en su lugar enviado Yeardley, un Wáshington que tomó a su cargo echar los cimientos de la futura organización de los Estados Unidos.

Así, pues, la arbitrariedad de los gobernantes que cual polilla se había introducido en América entre los bagajes de los primeros colonos, fué extirpada antes que lograse fecundar los huevos en la patria americana; y la ocupación constante de los colonos desde entonces, en cada punto de las nacientes plantaciones, fué combatir ya las pretensiones de los gobernadores enviados por la corona; ya negar el exequatur a las pragmáticas y decretos de los reyes mismos de Inglaterra cuando invadían sus libertades; ya, en fin, oponerse a los avances del parlamento inglés, cuya autoridad en materia de impuesto no reconocieron jamás, por no estar las colonias directa y debidamente representadas en el parlamento. La revolución de la independencia fué el último acto del drama principiado en 1618 en Virginia, y que concluyó en 1774, con la última batalla de la guerra de la independencia.

¡Esto sucedía en 1618, a principios del siglo XVII, cuando la Europa, sin exceptuar a la Inglaterra, yacía entregada al desenfreno de la regia autoridad, y la hoguera y el hacha del verdugo, la confiscación y el saqueo, eran el castigo, más que del crimen de la debilidad de las víctimas! Puso Yeardley orden en todas las cosas, libertando al diminuto plantel de colonos de todas las cargas hasta entonces impuestas, y que no fuesen estrictamente necesarias para la conservación y adelanto de la colonia. La autoridad del gobernador fué limitada por un consejo, que tenía el derecho de revocar aquellas disposiciones que juzgase injustas o perjudiciales, y los colonos mismos fueron admitidos a participar en la legislación. En el mes de junio de 1619, fué convocado en Jamestown el primer congreso americano, la primera representación popular, compuesta del gobernador y su consejo, y de los diputados por cada uno de los once miserables villorrios que componían entonces la colonia de Virginia, para discutir en él cuanta materia pudiese ofrecer medios de mejora y progreso para la naciente colonia. La compañía de Londres, y no el rey, debía ratificar las leyes así sancionadas. Aquella nación con congreso y consejo de estado componíase tan sólo de seiscientas personas entre niños, mujeres y hombres, en 1619; y en 1851, en otra parte del suelo americano, las hay de millones de hombres que no habían tenido fuerza ni dignidad suficiente para poner límites racionales al poder inquisitorial y destructor que los domina. Aquella fué, pues, la aurora de la libertad norteamericana; los colonos llenos de entusiasmo y con el ánimo abierto a todas las esperanzas “empiezan a edificar casas, y sembrar trigo”, seguros ya de tener una patria que no había por qué temer abandonarían jamás.

Las legislaturas entran desde los principios en la organización de casi todas las colonias, y se reunen congresos entre varias de ellas, para resistir a las incursiones de los salvajes o mandar expediciones de milicias combinadas para escarmentarlos. Wáshington en una época posterior hizo conocer así a los Estados los talentos militares que más tarde puso al servicio de la libertad de su patria. Cuando aun el pensamiento de separarse de la Inglaterra no había apuntado en cabeza alguna, las diversas colonias enviaban diputados a congresos generales para acordar la marcha que debía seguirse, a fin de resistir las pretensiones del parlamento inglés, como habían resistido al Largo Parlamento, y como era la tradición constante de la tierra. Durante la guerra de la independencia, el congreso emigraba de un punto a otro, y los soldados amotinados, cobrando sus salarios, era al congreso a quien dirigían sus quejas y sus amenazas. Todavía después de asegurada la independencia, el congreso fué asaltado en Annápoles, que le servía de asiento, y entonces Wáshington, dícese que sin otra idea política que la necesidad de fijar el lugar de su residencia, indicó a Wáshington para que reposase aquel tabernáculo de la alianza, como Salomón construyó un templo en Jerusalén para el arca que contenía los libros de la ley del pueblo hebreo.

En los Estados Unidos no hay capital propiamente dicha, o, más bien, según la acepción latina que damos nosotros a esta palabra. Descúbrese esto al contemplar la comparativa soledad de aquel monumento, arrojado como por acaso en el centro de la villa, que no es centro de nada, ni del país, ni de la inteligencia, ni de la riqueza, ni de la cultura, ni de las vías comerciales. Colocada sobre la margen izquierda del Potomack, a 120 millas más arriba de su desembocadura en la bahía Chesapeake, ni el nombre de puerto merece el desierto embarcadero donde atracan algunos buques. El distrito de Columbia es la provincia de sesenta millas cuadradas que le queda, de las cien que originariamente le concedieron los vecinos Estados de Maryland y de Virginia. Esta última retiró el año pasado cuarenta millas que estaban al lado opuesto del río y que la capital germen no puede fecundar; y treinta y cinco mil habitantes es toda la población del Estado, de la cual hay reunida en la capital más de veinticinco mil. Como se sabe, el congreso es el soberano de este territorio.

La ciudad está rodeada de una serie de colinas de aspecto alegre, cubiertas de verdura, y en algunos de sus declives cultivadas. El terreno mismo de la ciudad es elevado, ocupando el centro el capitolio, desde donde parten calles con dirección a los cuatro puntos cardinales, dividiendo la ciudad en manzanas cuadradas como nuestras poblaciones. Las calles llevan el nombre de los diversos Estados de la Unión, y las principales de entre ellas, tienen cuarenta y cinco a cincuenta varas de ancho. La mayor parte de ellas apenas están trazadas, pero la de Pensilvania, que conduce del capitolio a la casa del presidente, tiene aceras de nueve varas de ancho enlozadas y con líneas de árboles de ambos costados. En torno del capitolio se extiende un jardín de veintidós acres de terreno, adornado de gran variedad de árboles, y animado por el bullicio de fuentes cristalinas, de modo que aquel lugar, es también, a más de los altos fines de su existencia, un paseo que atrae a los habitantes y transeuntes por la belleza de la situación.

El edificio pertenece al orden corintio y está construido con la hermosa piedra blanca norteamericana que llaman freestone. Está situado sobre una eminencia y elevado 78 pies sobre la altura de la marea, y se compone de un edificio central, dos alas y una proyección en el costado oeste, presentando un frente de 352 pies, incluyendo las alas. Al este el frontón tiene 65 pies de ancho, sobre el cual se avanza un pórtico de veintidós columnas de 38 pies de alto. La gran cúpula central tiene 120 pies de alto, y la rotonda que forma en el interior 90 de diámetro, adornada con esculturas, y altos relieves. En el ala del sud está la cámara en que se reune la Sala de Representantes, de forma circular de 96 pies de diámetro y 60 de alto, cubierta por una cúpula que sostiene veinticuatro columnas de jaspe americano con capiteles de mármol blanco de Italia. Al lado opuesto, en una rotonda algo semejante, pero de más pequeñas dimensiones, se congrega el Senado; y en un piso inferior y menos ornamentado, tiene sus audiencias la Suprema Corte de los Estados Unidos. Hay, además, sesenta departamentos para reunión de las comisiones, y residencia de empleados del congreso. Una muralla de piedra rodea el edificio; un depósito de gas provee a la iluminación especial de todo el espacioso monumento, pudiendo alimentar seis mil picos que se encienden para las iluminaciones; y en aquellos momentos estaba para terminarse el aparato para colocar sobre la cúpula central, en un mástil de diez y seis varas de alto, una luz eléctrica que debía iluminar la ciudad y acaso el distrito de Columbia entero. ¡Bello símbolo por cierto, de la misión de aquella casa, desde cuyo recinto sale la luz de la inteligencia, iluminando toda la nación! Acordábamonos con Astaburuaga, quien me servía de cicerone en el examen del edificio, de aquella camarilla de diputados que habíamos dejado en Chile, en la que los representantes están ensacados en una especie de vainas laterales, o si pudiese llevarse la comparación a terreno irrespetuoso, cual bostitas de cordero en una tripa, repitiéndonos al oído el viejo adagio: ruín es el que por ruín se tiene. Los locos en Londres, en Génova y otros puntos de Europa, moran en palacios más nobles que el que cubre a nuestros congresos en América.

Pues que ya he empezado a describir edificios, concluiré con los pocos que llaman la atención del viajero en la presunta capital de los Estados Unidos. White House, la casa blanca como la llama el pueblo, es el palacio presidencial, y está colocada en la parte aún desierta de la población, en el punto donde se cruzan las calles de Pensilvania, Virginia, Connecticut, New York y Vermont, rodeada de un parque de veinte acres de terreno, y sobre una elevación de cuarenta y cuatro pies sobre el río. El frontis que sirve de entrada por la plaza de Lafayette hacia el norte, y el que da al sur sobre el jardín, domina el hermoso panorama de la ciudad, el río Potomack, las costas de Maryland y de Virginia. En el frente del norte hay un hermoso pórtico que reposa sobre cuatro columnas jónicas. Una intercolumnación exterior sirve para poner a cubierto los carruajes de los visitantes. El espacio intermediario está destinado para el tránsito a pie, y una elevada plataforma conduce de ambos lados a la puerta de entrada. El interior del palacio está pasablemente ornamentado, aunque no tanto cuanto correspondiera al presidente de los Estados Unidos. El servicio de palacio es modesto, y aun mezquino en las exterioridades. Vese al presidente paseándose solo por las hermosas avenidas del jardín adyacente; uno o dos porteros en librea, únicos servidores que el Estado pone a su servicio, no siendo permitido al presidente tener guardias en torno de su persona. El presidente recibe sin ceremonia a los que desean verlo, y hay un día de la semana, y dos o tres días del año, en que todo estante o habitante tiene derecho de entrarse hasta la habitación del presidente. El 4 de julio la plaza de Lafayette se llena de carruajes de los visitantes en aquel día de felicitaciones; descienden éstos del carruaje, y tras ellos el cochero, que encomienda los caballos a algún muchacho mediante algunos centavos. El presidente está en aquellos días en verdadera exhibición; los cocheros se abren paso por entre la multitud haciendo resonar sobre el pavimento de mármol sus botas herradas, llegan ante el presidente y le tienden una mano callosa que aprieta la suya fuertemente y la sacude mirándole la cara y riéndosele con fisonomía bonaza, provocativa, y satisfecha; tornan a sus caballos, volviendo de vez en cuando la cara para mirar al presidente, a obtener un último piping, de gusto y de felitación. ¡Pobre presidente de la democracia!

Hacia el lado oriente del White House hay extensos edificios, y otros dos hacia el occidente, los cuales están destinados para las oficinas de los ministros de hacienda, guerra y marina. La Posta general es un palacio del orden corintio; y la tesorería ostenta una columnata de 457 pies de largo. La oficina de patentes, depósito de modelos de inventos, con un pórtico imitado en la forma y en la extensión del Partenón de Atenas, tendrá, cuando se terminen las alas, cuatrocientos pies de largo, encerrando en la parte concluída un salón de 275 pies de largo y 65 de ancho.

Hay, además, en Wáshington 30 templos de diversas congregaciones, doce colegios (academias), una universidad, tres bancos, dos asilos para huérfanos, un consistorio municipal, un hospital, una penitenciaria, un teatro y algunos edificios particulares, que dan cierta apariencia a aquel plantel de la ciudad.

Mi residencia en Wáshington fué uno de aquellos oasis de felicidad íntima, doméstica, en que el corazón se lleva la mayor parte, y que tan preciosos son para el que vaga por luengas tierras. El señor Carvallo, enviado extraordinario de Chile, se obstinó en darme hospitalidad en la casa de su embajada; su señora me prodigó cuantas atenciones puede hacer recordar la familia, y si algo faltara para estar a mis anchas, mi amigo Astaburuaga, secretario del agente chileno, me acompañaba a todas partes, poniendo a mi disposición su práctica y conocimiento de Wáshington. Así él podía mostrarme en la avenida de Pensilvania, entre las jóvenes transeuntes que llamaban nuestra atención, cuál era la hija de un senador, la de un banquero, una simple modista u otra persona menos calificable. La sencillez del vestido, sus paseos y trajines por las calles, sin nadie que las acompañe, y el detenerse aun a mirar cualquier cosa que llame la atención, dan una idea del decoro de las costumbres norteamericanas, y de aquella libertad de que goza la mujer soltera entre ellos.

Quería mi amigo Astaburuaga ponerme en contacto con el redactor del Wáshington Intelligencer, diario muy importante de la capital, por tanto, de opposition entonces, pues en aquel momento dominaban en el gobierno con Mr. Taylor los demócratas. Encontrámoslo en campo abierto sobre el terreno destinado a la fundación de un colegio, para cuyo sostén legó un ciudadano millón y medio de pesos, rodeado de siete u ocho jóvenes, y ocupados en discutir las bases, a lo que supe después, de un gran proyecto. Mr. Johnson, el diarista, era el presidente de edad nombrado para presidir a la instalación. Acercámonos nosotros a distancia comedida, esperando que la sesión se levantase, temerosos de ser importunos, como cuando nuestras gentes rezan, que debe esperarse a que se santigüen para saludarlas. Dirigíalas el presidente la palabra; contestaba alguno; replicaba un tercero en tono sentencioso y frío, y oídos los pareceres, el presidente sometía a votación la materia, contando los gangosos yes, yes, nay, yes, nay, y declarando cuál era el punto sancionado. Repitióse varias veces el procedimiento, y el fuego graneado yes, nay, nay, yes, yes, terminó, al fin, el asunto. Entonces, se acercaron a Astaburuaga, sucediéronse las recíprocas presentaciones de costumbre, y supe, andando la conversación, que se habían reunido allí para echar los cimientos de una asociación con el grande objeto de... ¡jugar a la bocha! ¡Oh! ¡los yankees!

Habíase, pues, propuesto, discutido y aprobado con una fuerte mayoría de dos o tres votos.—1.º presidente, que lo fué Mr. Johnson local, aquel donde estaban reunidos; hora de reunión, las cuatro de la tarde; extensión del juego, reglas, arbitración en los casos litigiosos, multas por infracción, etc. Era y es Mr. Johnson un sujeto de cuarenta años, hijo de un general de la independencia del mismo nombre, culto de modales e instruido, cual correspondía al director de un diario trascendental. Pasamos días enteros en discusiones las más acaloradas sobre un punto, en que no habría esperado contradictores en los Estados Unidos, a saber, la democracia y la república. Mr. Johnson estaba bajo la pata del partido demócrata que domina desde la presidencia Polk, y ofendido, desmoralizado por la tiranía de sus opresores, porque en los Estados Unidos la mayoría dominante en el gobierno es implacable e intolerante, maldecía de la república, de la democracia y de aquella licencia ignorante y brutal que se decora con el nombre de libertad. El mérito obscurecido, y eso es cierto; el interés público descuidado, y eso también es cierto en muchos casos; los servicios olvidados o miserablemente retribuidos, cosa que es de regla en los Estados Unidos; en fin, la pasión de partido sirviendo de criterio y de peso y medida para juzgar de todos y de todo; el charlatanismo preferido a la ciencia, y las pasiones menos justificables sirviendo de impulso a la dirección de la opinión pública, todas estas tachas y otras muchas que afean las democracias, las pasaba en revista para hacerme detestar aquella libertad de que yo me mostraba tan apasionado. Cuando yo me empeñaba en contradecirlo, me decía con sinceridad: “lo que yo quiero es que Vd. no se alucine con esta apariencia de orden, de prosperidad y de progreso, y los atribuya a la forma de gobierno. Bajo esta corteza no encontrará sino miserias, pasiones indignas, ignorancia y caprichos. Lo que yo me propongo es que no vaya Vd. a la América del Sud a proponernos por modelo de gobierno”. Otras veces, más aplacado, me confesaba que la exasperación en que lo tenía la tiranía del partido contrario, a él que era hijo de un general ilustre, a él que estaba por la educación preparado para ocupar en la sociedad lugar mejor, ofuscaba, a veces, su razón y le hacía exagerar los inconvenientes muy reales del gobierno popular. Sin embargo, de estas atenuaciones, diferíamos en puntos esenciales. Sostenía él, por ejemplo, que la libertad es en las naciones una de las fases que recorren. La libertad engendra la licencia; la licencia trae la anarquía; la anarquía el despotismo. Aquí hay un momento de alto; mientras el despotismo se consolida, mientras teme, es cruel, sanguinario y desconfiado. Cuando está de todos aceptado, entra en una época de indulgencia y de tolerancia que hace nacer el bienestar, y da lugar al desarrollo de todas las facultades físicas y morales de los hombres. Con la civilización y la seguridad, la libertad se desenvuelve, el pueblo conquista uno a uno sus derechos, discute en seguida el principio de la autoridad que lo gobierna, y de la extrema libertad pasa a la licencia, y de ahí a la anarquía, volviendo a recorrer aquel ciclo fatal en que está encerrada eternamente la vida de las naciones.

Esta doctrina, que la primera vez que se presentó obtuvo de su autor un pomposo título de la scienza nuova, puede apoyarse con un poco de maña y de sagacidad en la historia de todos los pueblos, desde Grecia y Roma hasta los tiempos modernos; y uno y otro la invocábamos en nuestro apoyo, luchando, a brazo partido, en la polémica y disputándonos, palmo a palmo el terreno en cada hecho de aquellos que, sin poner en duda su autenticidad histórica, traducíamos de diverso modo.

Mi argumentación iba por otro camino. La humanidad, decía yo, que es el conjunto de las sociedades, tiene en la historia su alto, en las épocas su ancho, y su organización íntima en la vida de cada pueblo. Aseméjase el mundo moral al mundo físico. La historia de la tierra se encuentra en las capas geológicas que revelan el mundo monstruoso que ha precedido al nuestro; si se la toma desde los polos hacia el Ecuador, mostrará las graduaciones de temperatura y de vegetación que diversifican su especie; y si la consideramos desde los valles, remontando hacia la cumbre de las montañas, nos ofrecerá el mismo fenómeno de graduación de climas y de producciones.

La historia es, pues, la geología moral. Veamos si sus capas diversas han experimentado mejora y progreso. Supongamos un día antiguo en que la tierra se nos presenta poblada. ¿Qué es lo que vemos? Casi todo el globo sumido en la barbarie; imperios poderosos cuyas facciones, si no es la conquista y la violencia, no alcanzamos a discernir bien. Al fin, la Grecia, una mínima porción de la tierra, brilla por la libertad, la democracia, las bellas artes y la ciencia. No entremos en detalles. Roma se asimila a la Grecia, destruye a Cartago y somete al mundo. Pero Roma desenvuelve la noción del derecho y extiende su práctica por toda la tierra culta, que es, sin embargo, una pequeña fracción del globo. Como los romanos a los griegos y al Egipto, los bárbaros de todos los extremos del imperio romano se los absorben a ellos; esto es, se asimilan a él, se agregan a la masa civilizada. La edad media es la obra de fusión. A fines del siglo XV la Europa entera está en posesión de las conquistas hechas por el pensamiento humano durante cuatro o seis mil años. Con el renacimiento concurren Lutero, Galileo, Colón, Bacón y otros. La América se agrega a la masa de pueblos civilizados, y en esta parte se pone en práctica la noción del derecho que está en todos los espíritus y cuyo desarrollo embarazan aún en Europa las escorias que ha dejado la edad media. Lleguemos de un golpe al siglo XIX, y abramos el mapamundi. ¿Dónde están los bárbaros? Guarecidos en las islas, trabajados por la Rusia en las estepas de la alta Asia o sepultados en el interior inaccesible del Africa. La parte civilizada y en posesión más o menos de la libertad, o en vía de completarla, es la mayoría de la humanidad, mayoría numérica, mayoría moral, de fuerza, de inteligencia y de goces. Tiene hoy en su poder la parte más rica, más templada, más productiva del globo; tiene el cañón, el vapor y la imprenta para someter el resto salvaje del mundo, asimilárselo o aniquilarlo. En vista de este espectáculo, ¿cómo se quiere someter a un ciclo el movimiento social de las naciones, comparándolas con los ejemplos truncos, aislados, que nos han dejado las naciones antiguas? Si hubiera un ciclo tal, es preciso convenir en que, así como se ha agrandado inmensamente la esfera de las naciones que tienen que recorrerlo a un tiempo, así deben ser largas las épocas en que se han de suceder las diversas fases; y yo me río de la general tiranía que ha de pesar sobre el mundo desde la India y los confines de la Rusia hasta los Montes Rocallosos en América dentro de mil millares de años.

Ahora miremos a los pueblos por su espesor o su organización íntima, aunque no sea posible considerarlos sin relación a las épocas históricas. Pero supongamos un pueblo de Italia que se perpetúa en un punto del territorio desde las épocas históricas; la población de Fiézzole, por ejemplo, que es florentina, toscana, y ha sido romana, etrusca, pelasga, autóctona e indígena, si no ha tenido otros nombres intermediarios. ¿Cómo eran estos pueblos y cómo son? ¿Qué transformaciones han experimentado? Primero antropófagos; en seguida haciendo sacrificios humanos en los templos, más tarde haciendo esclavos a los prisioneros en la guerra, y ejerciendo la guerra de pillaje y de devastación como industria y ocupación. Los conquistadores se distribuyen el suelo conquistado y los hombres; nacen las aristocracias y el pueblo siervo, la chusma ignorante y sujeta a la tortura en los tribunales de justicia, a la miseria y la degradación. El cristianismo encontró al mundo organizado así. Pongámonos ahora a contemplarlo desde el siglo XIX, y desde los Estados Unidos, desde el seno de esta comarca que usted maldice como el prototipo del desorden moral y político. No hay guerra, no hay señores ni aristocracia; no hay pueblo en el sentido romano; hay la nación, con igualdad de derechos, con industria personal para vivir, con máquinas auxiliares del trabajo, ferrocarriles, telégrafos, prensas, escuelas primarias, colegios, asilos, hospitales, penitenciarías, etc., etc. Observe la organización íntima de esta parte de la humanidad, de esta Atica moderna que ocupa, sin embargo, medio continente; y cuán atrás supongamos al resto de las naciones, no se necesita mayor esfuerzo de ánimo para suponer que han de llegar a ese grado de habilitación de todos los individuos de la sociedad, porque todas están labradas por las mismas ideas y las mismas instituciones. Desde que haya una escuela en una villa, una prensa en una ciudad, un buque en el mar y un hospicio para enfermos, la democracia y la igualdad comenzarán a existir. El resultado de todo esto es que la masa en elaboración es inmensa, que no hay naciones o pueblos propiamente dichos y que la libertad individual está en cada punto del globo apoyada por la humanidad civilizada entera; y cuando hubiese un pueblo que se inclinase a entrar en el ciclo fatal del despotismo que se les asigna, el espectáculo, la influencia de cien otros que entran en el período de libertad lo retendrían en la fatal pendiente. El primer período del ciclo fué la antropofagia. ¿Qué pueblo ha vuelto a recorrerlo una vez salido de él? El último es la democracia. ¿Qué pueblo ha sido demócrata en el sentido moderno y con los medios organizados hoy de hacerlo efectivo la prensa y la industria y un mundo civilizado en el exterior que le sirva de atmósfera favorable y que haya salido de ese terreno para fundar monarquías aristocráticas? ¿Las repúblicas italianas?

Sobre este tópico nos batíamos sin cesar Mr. Johnson y yo. A veces me decía: “Nada fueran las masas americanas, si no viniesen todos los años trescientos mil salvajes de Europa que echan a perder la fusión y hacen de la mejora de la opinión una cántara de las Danaides”.

—¡Ah, si tuvieran ustedes, como nosotros en Sud América, que luchar con una masa en la cual el europeo, tan atrasado como lo encuentran ustedes, es un elemento precioso y escaso de civilización y de libertad!...

El arte americano

A quince millas de distancia de Wáshington está Mount-Vernon, la morada y la tumba de aquel grande hombre que la humanidad entera ha aceptado como un santo, grande por la virtud y el más grande de los hombres por haber puesto la piedra angular al edificio de la nación única del mundo que ve claro su porvenir y cuyo porvenir es el bello ideal de la grandeza de las naciones modernas. Tomo una descripción que encuentro a mano del santuario yankee, de aquella Santa Caaba, de plácido recuerdo: “Después de haber cabalgado un corto espacio por medio de bosques, que de vez en cuando se abren en oasis de culturas aisladas, mi amigo me señaló una piedra hundida en el terreno al lado del camino, que, según me dijo, marcaba el principio de la quinta de Mount-Vernon. Todavía marchamos dos millas antes de ver la puerta y la morada del portero. Después de haber entrado, recorrimos una distancia de cerca de media milla; y el camino de carruajes seguía atravesando un terreno muy variado y sombreado por árboles grandes en toda la lozanía de los bosques. Cruzamos un torrente, pasamos un arroyo, sintiéndonos tan en medio de la naturaleza primitiva que la vista de la casa y el huerto que la rodea casi hizo sobre mi ánimo el efecto de un encuentro inesperado. La aproximación a la casa se hace por el frente del oeste. La puerta del gran patio da a una extensa habitación en la cual entramos. No fué el hábito, sino un sentimiento más y más profundo, el que me hizo quitar el sombrero de la cabeza y marchar con precaución como si pisara una tierra sagrada... Las piezas de la casa son espaciosas y campea cierta elegancia en su acomodo; pero el conjunto es notable por su extrema simplicidad. Todo cuanto la mirada abraza parece respirar la santidad de aquellas reliquias públicas, y todas las cosas se conservan casi en el mismo estado en que Wáshington las dejó. Todo americano, y principalmente, los jóvenes que visitan este lugar, experimentan una fuerte impresión que durará toda su vida... A cierta distancia de la casa, en un lugar retirado, está la tumba nueva de la familia, compuesta de una simple estructura de ladrillo con una puerta de hierro, por entre cuyas rejas se divisan dos sarcófagos de mármol blanco, el uno al costado del otro, los cuales contienen los restos de Wáshington y de su mujer. La antigua tumba de familia en que estaba colocado al principio, estuvo en una situación más pintoresca, sobre una colina dominando el panorama de Potomack; pero la presente está más retirada, lo que fué una razón para determinar los deseos del hombre modesto”.

¡Cuánto arte no se descubre en la colocación de esta tumba, cuánta grandeza en su obscuridad, y cuán americano y nacional es aquel acompañamiento de bosques primitivos, torrentes agrestes y arroyuelos en el estado de naturaleza! Esta es la artística morada de Wáshington, el plantador norteamericano, el genio de la democracia apenas posesionada de la naturaleza inculta. Adriano estaba bien en la que hoy es el castillo San Angelo; Rafael en la Rotonda de Agripa, que él puso sobre pilares en San Pedro; Napoleón bajo la cúpula de los Inválidos; pero los manes de Wáshington habrían vagado largo tiempo en rededor de su sepulcro si le hubiese faltado la perspectiva y la sombra de los árboles seculares de los bosques, rodeando el asilo doméstico y combinando la naturaleza inculta con el fruto del trabajo personal del norteamericano.

Y, sin embargo, Wáshington, el héroe de la independencia norteamericana, el fundador del pueblo trabajador y positivo, estaba destinado, también, a inspirar el sentimiento de las bellas artes a los hijos de los puritanos, y volver a esta familia, descarriada por preocupaciones religiosas, el camino en que la humanidad ha marchado siempre, desde el fetiche informe que adora en su infancia, hasta las Pirámides de Egipto, el Coliseo romano, el Partenón, o el moderno San Pedro. Las ruinas de Palenque, las esculturas encontradas por Stephen en Centro América, como las estatuas de Miguel Angel o las pinturas de Rafael, son todas páginas de un mismo libro, que señalan el día en que cada nación tuvo conciencia de sí misma y perpetuando la memoria de lo pasado o endureciendo en piedra o en bronce una idea, empezó a mirarse viva en las edades futuras, legando a las venideras generaciones monumentos, estatuas y obras públicas que demandan siglos de elaboración. A veces me ocurre la idea de que tanto hicieron los egipcios trabajar a los hebreos cautivos en la construcción de pirámides y otros monumentos, que cuando aquella chusma se sublevó y tomó el desierto, juró no permitir que en la tierra de promisión que iban buscando, se levantasen monumentos ni se erigiesen estatuas, acordándose, sin duda, de los palos que les habían dado los sobrestantes egipcios. ¿Cómo explicarse de otro modo el horror a los templos y a las imágenes que muestra Moisés, el discípulo de los sacerdotes egipcios? El arte es la realización del hombre, es el hombre mismo, puesto que, no siendo, al parecer, necesario a su existencia, como lo muestran los demás animales, es, sin embargo, la preocupación más constante desde la vida salvaje hasta el pináculo de la civilización. Tengo para mí que Roma ha muerto sofocada por los monumentos, que éste es el fin de las grandes ciudades de la historia y que París ha de acabar por fin por cuajar su suelo de monumentos públicos, de manera que al final de los siglos la población se acoja a las catacumbas, que minan el suelo, por no haber espacio para ella sobre la superficie de la tierra. Cuando se dice que los primeros cristianos se ocultaban en las catacumbas de Roma, huyendo de la persecución, me parece que se toma un hecho por otro. La exploración de aquellas inmensas cavernas y perforaciones muestra hoy al arqueólogo los restos de tres siglos de arte cristiano primitivo, lo que prueba que durante tres siglos y hasta la destrucción de la ciudad monumental por Atila, la plebe romana vivió alojada en las catacumbas, donde tenía sus templos, plazas subterráneas, mercados y cementerios. Es ridículo pensar que en una ciudad vivan escondidos durante tres siglos cientos de miles de habitantes, que a cada momento necesitan ponerse en contacto con el exterior, para proveer a sus necesidades.

Mahoma y los protestantes no deben citarse en materia de bellas artes como una nueva aberración de la naturaleza humana, puesto que la obra de estas dos reacciones en contra no son más que recrudescencias de la ojeriza de Moisés contra las pirámides, a causa del mal trato dado a los hebreos; gato escaldado, en materia de asentar piedras.

Los norteamericanos creen que no tienen vocación artística, y afectan desdeñar las producciones del arte, como fruto de sociedades viejas y corrompidas por el lujo. Yo he creído, sin embargo, sorprender el sentimiento profundo, exquisito, de lo bello y de lo grande de este pueblo que marcha de carrera en busca del bienestar material, y va dejando a su paso incompletas todas sus obras y a medio hacer. ¿Qué no entra por nada en el sentimiento del bello ideal, la beldad moral? ¿Qué pueblo del mundo ha sentido más hondamente esta necesidad de confort, de decencia, de holgura, de bienestar, de cultura de la inteligencia? ¿Qué pueblo ha sentido más horror por el espectáculo de lo feo, la pobreza, la ignorancia, la borrachera, la degradación física y moral, que es como la corteza y la primera apariencia de las sociedades europeas? En Roma, de entre los monumentos y las basílicas se alargan manos muy cuidadas pidiendo limosna.

No hablaré de los hoteles, bancos, iglesias, embarcaderos y acueductos que en toda la Unión asumen formas monumentales; mucho menos de las columnas, obeliscos de cierta grandeza y elevación que en honor de Wáshington y de Franklin se alzan en Boston, Filadelfia y Nueva York. Todas estas son muestras, o más bien, productos artísticos, pero que no revelan el sentimiento norteamericano del arte. Los europeos emigrados ahora dos siglos, o emigrando actualmente, comunican por fuerza y como necesidad de existencia los medios artísticos que poseen. Pero no es este el arte americano, pues que no doy este nombre sino a la manifestación de aquella constante y seguida aspiración de un pueblo en prosecución de una idea nacional, que existe y se revela en cada hombre, por generaciones sucesivas. Llamóle arte, no a los grados de civilización de los diversos pueblos, sino al genio, al carácter nacional en cuanto reviste formas tangibles y afecta su historia. ¿Cuál era el arte romano? Sin duda que no se dará este nombre a los diversos órdenes de arquitectura, a la estatuaria y demás decoraciones, cuyas formas habían adoptado de los griegos, imitándolas, entremezclándolas, y adaptándolas a sus trabajos. Llamo arte romano a aquel sentimiento grandioso que hacía concebir las Termas, el Coliseo, la tumba de Adriano, los acueductos de Segovia y el anfiteatro de Nimes; al espíritu monumental y dominador de la tierra y de los obstáculos que ella oponía a la continuidad y facilidad de dilatación y permanencia de la grande y perseverante idea artística romana, la incorporación de la tierra conocida bajo el dominio de sus leyes, y la adopción de los cultos, de las civilizaciones y de las costumbres de todos los pueblos. Una revolución interna, la elevación de la plebe, y otra externa, la incorporación de los bárbaros, destruyeron la obra romana, como una plétora a que no pudo resistir aquel cuerpo que tenía que digerir un mundo de un golpe.

Acaso los yankees están amenazados de sucumbir bajo el peso de una elaboración interna tan amenazante como la de la plebe romana. Todos tiemblan hoy porque aquel coloso de una civilización tan completa y tan vasta no vaya a morir en las convulsiones que le prepara la emancipación de la raza negra; incidente de una magnitud amenazante, y sin embargo, tan extraño a la civilización norteamericana en su esencia, como sería extraño a las leyes internas de nuestro globo el que un cometa de los millares que andan errantes por el espacio, se estrellase contra él un día y lo hiciese periclitar.

¿Dónde está, pues, el genio artístico americano? No lejos del Capitolio de Washington en una casita modesta, sobre un bufete de madera de pino sin barnizar, mostráronnos a mí y a mi amigo Astaburuaga, quien me conducía a aquel retrete, un modelo de un monumento que debía erigirse a la memoria del héroe norteamericano. La construcción se compone de un gran edificio de formas jónicas de cuyo centro se eleva una aguja. Según la escala que tiene al pie el diseño, mide en alto todo él, dos metros más que la pirámide de Cheops en Egipto. La arquitectura es una combinación, más o menos feliz, de formas y géneros conocidos, herencia de todos los pueblos civilizados. Lo que en aquel monumento hay del genio yankee es la altura, es decir, el sentimiento nacional de sobrepasar en osadía a la especie humana entera, a todas las civilizaciones y a todos los siglos. Dos metros más alto que el monumento más alto construído por los hombres, he aquí el sentimiento de lo grande, de lo sin rival que caracteriza a aquel pueblo; sentimiento que ha preludiado o seguido a las más grandes épocas que ha alcanzado alguna porción del género humano. A este mismo sentimiento obedeció el pueblo que construyó las pirámides; ese mismo sentimiento aconsejó hacer del monte Athos una estatua de Alejandro, cuya mano tendría las fuentes naturales del río; ese sentimiento, en fin, inspiró la idea del coliseo de Nerón, el coliseo su vecino, y ese sentimiento dirigió la construcción de San Pedro en Roma, el camino del Simplón, etc., etc.

La idea de elevar aquel monumento a Washington, ha sido acogida en la Unión con entusiasmo febril, nada más que porque respondía a la aspiración nacional de sobreponerse a las demás naciones. Vese este espíritu en la arquitectura naval. El buque que no mide dos mil quinientas toneladas no merece llamar la atención ni engreir al pueblo como un trofeo de su gloria. ¿Qué dijera Colón que atravesó el océano en carabelas de ochenta toneladas, si viera flotar sobre las aguas aquellos monstruos que pueden esconder en su seno cincuenta mil quintales de nieve o de granito, porque granito canteado y nieve, son dos mercaderías de exportación de que los norteamericanos hacen un comercio de algunos millones?... Hace cosa de diez años que atormenta a los yankees la idea de atravesar el continente americano con un camino de hierro desde Nueva York hasta el Oregon, uniendo el Atlántico con el Pacífico, e interponiéndose ellos entre la Europa y el Asia, de manera de pasarles con la derecha a los ingleses lo que con la izquierda hubiesen cogido en las costas de la China y del Japón. No han inventado, sin duda, los americanos ni el camino de hierro, ni el buque, ni el orden jónico; pero suyas son las colosales aplicaciones y los perfeccionamientos que introducen diariamente en su construcción; pues si no han podido mejorar los órdenes arquitectónicos, algo de un carácter nacional les han añadido a los conocidos, como la estatua de Franklin sosteniendo el pararrayos en el pináculo de las cúpulas, como ya lo he indicado antes, y la mazorca de maiz como coronación y remate, en lugar del piñón antiguo. El embarcadero de los caminos de hierro, el viaducto, el puente, el hotel y otras construcciones, que reclaman las necesidades de nuestra época, pueden dar en los Estados Unidos formas arquitectónicas desconocidas en los siglos pasados y que estereotipen un carácter peculiar a cada clase de monumento.

La parte económica del monumento de Washington revela otro de los signos del genio artístico de los yankees. Levántase aquella obra colosal, por medio de una suscripción popular de solo algunas monedas de cobre por individuo. Así cada año la nación en masa trae a los pies de la estatua del grande hombre, tipo del bello ideal nacional, un tributo espontáneo de gratitud y alabanza; y en este punto pueden darse por vencidas todas las naciones de la tierra. Todos los monumentos del mundo están amasados con lágrimas e iniquidades; y el mismo San Pedro de Roma, no es gloriam Dei la que enarra, sino la perversidad y las extorsiones de sus ministros. Roma contiene hoy en monumentos, como ahora dos mil años, la sangre y los despojos de la tierra. Versalles, el Escorial, el Arco de l’Etoile, todos los monumentos del mundo protestan contra el despotismo de quien fueron antojo y vanidosa ostentación. Pero el monumento de Washington es tan puro, como la idea inmortal que representa. Las generaciones pueden sucederse embelleciéndolo de año en año por siglos enteros, sin que una idea triste acongoje el ánimo del espectador más complacido que asombrado. Veinte millones de ciudadanos felices hoy, mañana ciento, consagran una ínfima parte de su trabajo a solemnizar el más noble y el más grande de los recuerdos históricos, la personificación de la dignidad moral más alta que se haya ofrecido a la especie humana. ¿Qué es Napoleón mirado desde esa altura? El último y el más sublime de los bandidos que han asolado la tierra y cubiértola de cadáveres, para poner su orgullo en lucha con la obra de la perfección social que destruyó con la república. ¿Qué es Washington sepultado al lado de su mujer en un obscuro y solitario rincón de la casa que habitó? El genio de la humanidad moderna, el principio de una era que asoma, y que ya deja marcado al mundo el camino de justicia, de igualdad y de trabajo laborioso que seguirá.

Deben decorar el interior del monumento de Washington, piedras e inscripciones enviadas por todos los Estados de la Unión, las ciudades y las corporaciones, y sociedades científicas, filantrópicas, y aun industriales. Aquel sistema de contribución popular y espontánea para la realización de un pensamiento nacional, constituye, a mi juicio, la muestra más clara de la existencia de un sentimiento artístico nacional. No sé si hay en Europa pueblos que en masa se apasionen por la realización de una idea, si no son los franceses de cierta clase, y lo que ha hecho en la edad media el catolicismo, por medio de las corporaciones de artesanos. Pero en los Estados Unidos, si este sentimiento no está del todo desenvuelto en la masa de la nación, lejos de morir como el bello espíritu cristiano de la edad media, está en germen apenas, y toma cada día formas más aparentes. No hay ciudad de alguna importancia que no tenga en los Estados Unidos su rudimento de museo, en que están bárbaramente mezcladas obras de arte, curiosidades traídas por los navegantes, objetos de historia natural, y aun representaciones grotescas de escenas ocurridas en los mares u otros puntos y que han preocupado al público. Esas colecciones se enseñan al curioso por una retribución, y aquella retribución forma un capital que se emplea incesantemente en enriquecer, embellecer y completar las colecciones para excitar más y más la curiosidad. Durante mi permanencia en Nueva York, estaba en exhibición una bellísima estatua en mármol de Carrara, ejecutada en Roma por Poper, joven artista norteamericano de rara habilidad. La estatua representaba una cautiva georgiana, no siendo más que una Venus con cadenas. Era, acaso, la vez primera que los puritanos veían expuesta una de esas bellas desnudeces femeniles con que tanto se familiariza uno, ennobleciéndose el pudor, en los museos de Italia y de Francia. Los primeros días hubo grande escándalo; pero concluyeron al fin las gazmoñas por levantar los ojos y habituarse a contemplar la beldad artística en aquel espejo de mármol. El resultado fué que la exposición de la estatua tomó el camino de hierro, y fué de ciudad en ciudad exhibiéndose a los ojos rudos del pueblo, y reuniendo, en cambio de sorpresas, cuchicheos y admiraciones de los espectadores, sendos pesos fuertes; por manera que el artista obtuvo en recompensa de su talento, más de lo que Canova u Horace Vernet obtuvieron nunca por sus más afamados capi d’opera. Estas costumbres y esta ovación popular prometen al arte americano estímulos más poderosos, gloria más retumbante que la que los reyes de la tierra han podido conceder jamás, gastando en fomentar las bellas artes rentas que no son suyas, y que arrancan para sus placeres el sudor de los pueblos. No es esta una paradoja; hase comprobado ya que los gastos que hacen por suscripciones gratuitas en Norte América los ciudadanos y aun las señoras para costear los trabajos de los astrónomos de Cincinnati, exceden en mucho a las rentas acordadas por el gobierno inglés para los mismos fines. No está, pues, lejos el día en que los grandes artistas europeos vengan tras del lucro a pasear por los Estados Unidos sus obras maestras, recogiendo pesos a millares mientras el gusto nacional se educa, y más tarde codiciando la ovación que al talento haga un pueblo, juez competente ya en materia de arte. Las cantatrices y bailarinas célebres empiezan a mostrar el camino que más tarde seguirán los pintores y los estatuarios. Tan genial es aquella ambulancia del arte en Norte América, que no hace muchos años hubo un teatro magnífico, construído sobre un buque que iba dando funciones a ambas márgenes de un río, a medida que llegaba a una villa o ciudad de consideración.

Tienen los norteamericanos costumbres públicas y privadas que se prestarían al desarrollo de las artes. La vida afanosa que llevan y la excitación de los negocios los fuerza a viajar continuamente, mostrando cierta necesidad de emociones, de ver y de agitarse, que los lleva en romería a la cascada del Niágara, a los lagos y a las ciudades de la costa. Esta parte antigua de la Unión ejerce sobre la población del interior una grande influencia moral, como que allí está el centro del movimiento inteligente y mercantil, y la sede del gobierno; y como todas las familias del interior son originarias de los antiguos Estados, los ojos se vuelven siempre hacia la patria primitiva, embelleciendo los recuerdos, la carencia de los goces a que los padres estuvieron habituados.

Washington, la capital nominal de la Unión, aprovechará, sin duda, en un porvenir próximo, de estas disposiciones del espíritu nacional, si el Capitolio, el Museo de Inventos y el monumento elevado a Washington, hubiesen de ser acompañados por otras atracciones que hiciesen al fin de la capital un centro de espectáculos que muevan la curiosidad de los viajeros y despierten el nacionalismo. Residencia de los Senadores, ministros y altos funcionarios, como asimismo, de los representantes de las otras naciones, Washington podría embellecer sus veladas con la ópera, y las artes dramáticas y coreográficas, si las ideas religiosas no opusiesen a ello fuertes obstáculos.

Añádase a esto que el sentimiento de unidad, de centralización, y de dirección, lucha con desventaja contra la energía individual y local, base de la organización política de aquel país, y resultado del espíritu protestante. No conozco hecho en contrario, si no es el Board de Educación de Massachusetts, que ha logrado al fin sobreponerse a las resistencias y espontaneidad local en materia de enseñanza, imprimiendo una impulsión científica y sistemada a la educación general del Estado. ¿Podría extender esta influencia sobre toda la Unión, partiendo de un centro único y oficial? Si tal sucediera, lo que es obra del tiempo, diríase que se obraba una revolución radical en la vida de aquel pueblo. El movimiento de mejora y sistema en la educación primaria principió en Boston, Nueva York, Maine y los demás Estados, hasta los del Oeste, pusiéronse luego en movimiento; pero, cada uno de por sí, adoptando variantes y aplicaciones, según lo aconsejaba la dirección impresa a la opinión. Es posible que aquellos Estados lleguen a tener al fin una legislación idéntica, sin ser por eso común, ni ligada a un centro general. La civilización y el poder de los individuos es igual a la suma de los individuos que la componen; pero no es esa suma, representada por el Estado, como nos lo dictan nuestras ideas latinas en materia de gobierno. La estadística, los monumentos, todo se hace por agregaciones parciales; y tal es la idea de la negación de la personalidad del Estado, que después de una guerra se venden en pública subasta los buques, los fusiles y los cañones que sirvieron para hacer efectiva la fuerza nacional.

En despecho de todo esto, los americanos han tenido la pretensión de honrar un arte nacional, llamando tal a los productos artísticos salidos de ingenios americanos. Idea mezquina para nación tan cosmopolita, y emigrada de los antiguos pueblos europeos. Los norteamericanos debieran, como nación, emprender la conquista de los monumentos de las artes de Europa. A cada momento se anuncia en Venecia, en Génova y en Florencia la venta de Museos particulares que cuentan Ticianos, Españolettos, Carrachos y aun Rafaeles. Los franceses han saqueado la España de Murillos, Zurbaranes y Velázquez, y aun la Irlanda se ha enriquecido de bellezas artísticas, mientras que los cónsules bárbaros de Norte América no sienten siquiera la tentación de Marcelo al ver las estatuas de Corinto. Cien mil pesos anuales destinados a la adquisición de las obras de los maestros antiguos y modernos, echarían en los Estados Unidos la base del futuro arte americano. En Francia, cuán adelantada es aquella nación en las bellas artes, pues lo es más que la Italia, siéntese la necesidad de trasportar en copia al menos todos los grandes modelos del arte extranjero. Washington debiera enseñar las imitaciones perfectas y como para servir de escuela, de la Rotunda de Agripa, del Partenon de Atenas, de la Catedral de Ruan, como modelo del gótico, y de media docena más de edificios célebres. Así se convertiría en capital artística aquella aldea buena para nada y rebelde al tiempo y al progreso, que agranda y embellece a vista de ojo todas las ciudades americanas; pues Washington, no siendo centro comercial ni naciendo el movimiento político de su seno, adonde viene, por el contrario, desde afuera, está condenada a no ser nunca gran cosa, si no se apodera del único principio orgánico que ella puede centralizar, que es la impulsión artística y la concentración monumental que trae a la nación a un centro común de vanidad, de gloria y de veneración.

Hay ya un establecimiento en Washington, que atrae las miradas de toda la nación, el cual es visitado diariamente como escuela nacional. La Oficina de Patentes encierra en un museo de modelos la historia de los progresos que las artes industriales han hecho desde su creación. Trece mil quinientas veinte y tres patentes por invenciones y mejoras se habían otorgado hasta 1844, perteneciendo al año de 1843 quinientas treinta y una. En este ramo de la actividad inteligente del país han procedido, como debieran proceder en todo lo que tiene relación con la cultura, a saber: importando primero, plagiando, saqueando a las otras naciones para enriquecer de datos su espíritu, y obrar después. Los resultados no se han hecho aguardar. De un extracto del informe sobre exportación de máquinas hecho en 1841 ante la Cámara de los Comunes en Inglaterra resulta que preguntado el informante si la Inglaterra debe de una manera notable a los extranjeros invenciones en maquinaria, fué respondido: “podría decir que la mayor parte de los nuevos inventos últimamente introducidos en las fábricas de este país, vienen de afuera; pero necesito hacer comprender que no son mejoras en máquinas, sino inventos enteramente nuevos. Hay ciertamente muchos perfeccionamientos emanados de este país, pero temo que la mayoría de las invenciones realmente nuevas, esto es, ideas nuevas enteramente en la aplicación de ciertos procedimientos, por máquinas nuevas, o por medios nuevos, traen su origen de fuera, y principalmente, de América.”

Esta confesión de la Inglaterra de su esterilidad en la maquinaria, y de la invasora fecundidad de su joven rival, es el grito lúgubre de los náufragos que saben que no hay socorro posible. Norte América invade hoy al mundo, no ya con productos e inventos, sino con ingenieros, artífices y maquinistas que van a enseñar las artes de producir mucho a poca costa, osarlo todo y realizar maravillas.

He insistido en aquel extraño atraso artístico, fruto de preocupaciones heredadas, porque, no sólo en las artes útiles, sino en los trabajos de la inteligencia, los norteamericanos empiezan a tomar una posición propia. Conoce usted a Cooper, a Washington Irving, a Prescott, a Bancroff y Sparks, como historiadores de primer orden de las cosas americanas, osando algunos de ellos emprender la aclaración de algunos episodios de la historia europea; pero aun es más grande el número de escritores de renombre que han tratado las cuestiones especulativas de filosofía, economía, política y teología. Baste decir que en doce años hasta 1842, se han publicado ciento seis obras originales sobre biografía; ciento dieciocho sobre geografía e historia americana; noventa y una sobre lo mismo con respecto a otros países; diez y nueve de filosofía; ciento tres de poesías; y ciento quince novelas, mientras que casi en el mismo tiempo trescientas ochenta y dos obras originales americanas habían sido reimpresas en Inglaterra, y aceptadas por aquel público mismo que veinte años antes preguntaba por boca de una revista: ¿quién lee libros americanos? Oradores y estadistas como Everett, Webster, Calloum, Clay, los poseen iguales solo en la Francia y la Inglaterra, siendo de notar que el brillo en los trabajos históricos y en la elocuencia empieza a ser como en Francia, escalón que conduce al poder y la influencia sobre la opinión pública. Los viajeros, los naturalistas, arqueólogos de cosas americanas, geólogos y astrónomos que emprenden enriquecer, y aun rehacer la ciencia, abundan comparativamente, mostrando por los resultados que obtienen en sus trabajos, que están mucho más adelantados que lo que la Europa hubiera creido, a no tener a cada momento que aceptarlos.

Diráme usted que toda esta reseña de los progresos intelectuales de los americanos no tiene nada de común con Washington, la desierta capital; pero, ¿dónde colocar estas reminiscencias y cómo darles cuerpo y unidad si no se inventa un centro a que referirlas?

Mi permanencia en Washington se prolongó de un día más sobre el tiempo convenido con Arcos, pues nos habíamos dado cita últimamente en Harrisburg en el United-States-Hotel, que yo había señalado como punto de reunión.

Hube de regresarme a Baltimore y de allí tomar el ferrocarril que conduce a aquella cuidad; y no bien hube llegado a la posta, empecé a inquirirme del United-States-Hotel. ¡Cuál fué mi sorpresa al saber que en Harrisburg no había hotel con aquel nombre! Como en toda ciudad norteamericana hay uno que lo lleva, yo había dado a mi futuro compañero de viaje cita al que suponía debía haber en Harrisburg. Con trabajo pude indagar el paradero de Arcos, que había dejado escrito en el libro del hotel de la posta, estas lacónicas palabras, dirigidas a mí: “Le aguardo en Chamberburg.” Asaz mohino y cariacontecido por este contratiempo me dirigí a Chamberburg, donde, después de recorrer las posadas con inquietud creciente, nadie supo darme noticia de la persona por quien preguntaba, tanto más cuanto que hablando Arcos el inglés con una rara perfección, y gangoseándolo por travesura cuando se dirigía a norteamericanos, nadie, ni los mismos que habían hablado con él, me daba noticia del joven español por quien yo preguntaba en un inglés que hacía estremecer las fibras a los pobres yankees. Entreteníame aún la esperanza de que estuviese en los alrededores cazando, pues en nuestro programa de viaje entraba una expedición campestre en los Montes Alleghanies. Al fin supe que había dejado en la posta una esquela, en que me repetía lo de Harrisburg: “Lo aguardo en Pittsburg”. ¡Malheureux! exclamé yo acongojado. ¡Cincuenta leguas de Chamberburg a Pittsburg, los Alleghanies de por medio, diez pesos de pasaje en la diligencia, y no cuento sino con tres o cuatro en el bolsillo, suficientes apenas para pagar el hotel en que estoy alojado! Supe, pidiendo detalles circunstanciados sobre la indiscreta partida de mi intangible precursor, que no habiendo en el saco de heno que lleva encima para proveer a los caballos, y que allí debía viajar dos días y dos noches, impulsado a tanto sacrificio por la inquietud juvenil de una sabandija incapaz de aguardar en un lugar ocho horas, que era la diferencia de tren a tren que nos llevábamos en el camino de hierro. Heme aquí, pues, en el corazón de los Estados Unidos, como quien dice tierra adentro, sin un medio, haciéndome entender a duras penas y rodeado de aquellas caras impasibles y heladas de los americanos. ¡Qué susto y qué aflicciones pasé en Chamberburg! A cada momento llamaba al dueño del hotel y de palabra y por escrito le exponía mi situación.—Un joven que va adelante lleva mi dinero, sin saber que no traigo el necesario para los gastos de camino. Me piden diez pesos de pasaje en la posta y no tengo sino cuatro para pagar el hotel. Pero tengo algunos objetos de valor intrínseco en mi maleta y quiero que la posta los retenga hasta que haya cubierto mi pasaje en Pittsburg.—El posadero, al oir esta lamentable historia, se encogía de hombros por toda respuesta. Contaba mis cuitas al maestre de posta y se quedaba mirándome como si no le hubiese dicho nada. Dos días de continuo suplicio y de desesperación habían pasado ya, y lo peor era que no había asiento en la diligencia, por venir todos contratados desde Filadelfia, como complemento del camino de hierro que termina allí. Al fin me sugirieron escribir a Arcos por el telégrafo eléctrico, lo que hice en cuarenta palabras por valor de cuatro reales, y en los términos más sentidos. No obstante aquel laconismo telegráfico, “no sea usted animal”... era la introducción de mi misiva, y le contaba lo que por su indiscreción me sucedía.—¿Dónde está el sujeto a quien se dirige?—En el United-States-Hotel, contesté yo, dudando ahora si en Pittsburg habría un hotel de aquel nombre; y para no darme un nuevo chasco, indiqué que se le buscase en todos los hoteles más aparentes de la ciudad.

Tardaba la respuesta a mi impaciencia y a mi miedo de no dar con aquel calavera, y no despegaba los ojos de la maquinita que con golpecitos redoblados indicaba a cada momento el paso de misivas a otros puntos, y que no se anotaban allí, por no venir precedidas de la palabra Chamberburg y la señal preventiva y convencional para llamar la atención del oficinista. Voy a preguntar, me dijo; y tocando a su vez su aparato, se sucedieron golpecillos, con cuya mayor o menor duración trazaba el punzón magnetizado a cincuenta leguas la pregunta que se hacía desde Chamberburg.—¿Qué hay del joven Arcos que se mandó buscar?... Y un momento después... señal de atención a Chamberburg... Contestan, me dijo el oficinista, acercándose al aparato; y el punzón de Chamberburg trazaba sus puntos sobre tira de papel que el cilindro va desarrollando poco a poco. ¡Qué hubiera dado por leer yo mismo aquellos carácteres que consisten en puntos y líneas, obrados por la presión en la superficie blanca del papel. Concluída la operación, tomó la tira de papel y leyó: “No se le encuentra en ninguna parte. Se ha mandado de nuevo a buscarlo”.—Dos horas después nueva interrogación, nuevo martirio de aguardar un sí o un no de que dependía el sosiego o la desesperación, y nuevo y definitivo... no hay tal individuo...!

Quedé punto menos que si me hubiese caído un rayo. Entonces, interesándose en mi suerte y haciendo conjeturas el hostelero, nombró a Filadelfia. ¡Cómo Filadelfia! le interrumpí yo; es en Pittsburg donde está Arcos y donde han debido buscarlo.—Acabaremos, me respondió; como es en Filadelfia donde se paga la diligencia, el oficinista del telégrafo ha creído que es allí donde usted recomienda que le tomen pasaje; but no matter, voy a corregir el error; y dirigiéndose a la puerta se detuvo, y señalando a la oficina me dijo: ya cerraron, hasta mañana a las ocho... Las grandes pasiones del ánimo no pueden desahogarse sino en el idioma patrio, y aunque el inglés tiene un pasable goddam para casos especiales, preferí el español que es tan rotundo y sonoro para lanzar un ahullido de rabia. Los yankees están poco habituados a las manifestaciones de las pasiones meridionales, y el huésped, oyéndome maldecir con excitación profunda en idioma extraño, me miró espantado; y haciéndome seña con la mano, como para que me detuviera un momento antes de morderlos a todos o suicidarme, salió corriendo a la calle, en busca sin duda de algún alguacil para que me aprehendiese. ¡Esto sólo me faltaba ya! y aquella idea me volvió repentinamente la compostura que en mi aflicción había perdido por un momento. Minutos después volvió a entrar acompañado de un sujeto que traía la pluma a la oreja y que con frialdad me preguntó en inglés primero, en francés en seguida, y luego alguna palabra en español, la causa de mi turbación, de que lo había instruído el posadero. Contéle en breves palabras lo que me pasaba, indiquéle mi procedencia y destino, suplicándole intercediese en la posta para que se tomase mi reloj y otros objetos en rehenes hasta haber satisfecho en Pittsburg el pasaje. El individuo aquel me escuchó sin que un músculo de su fisonomía impasible se moviese, y cuando hube acabado de hablar, me dijo en francés:—Señor, lo único que puedo hacer... (¡Qué introducción! me dije yo para mi coleto y tragando saliva...) lo único que puedo hacer es pagar el hotel y el pasaje de usted hasta Pittsburg, a condición de que llegado usted a aquella ciudad, haga abonar en el Merchants-Manufactory-bank, en cuenta de Lesley y Cía. de Chamberburg, la cantidad que usted crea necesario anticiparle aquí.—Tuve necesidad de tomar una larga aspiración de aire para responderle: pero, señor, gracias; pero usted no me conoce, y si puedo darle alguna garantía...—No vale la pena; personas en la situación de usted, señor, no engañan nunca; y diciendo estas palabras se despidió de mí hasta más tarde. Comíme en seguida un real de manzanas, pues que hambre era lo que había despertado la serie de emociones por que había pasado durante tres días. Aproveché la tarde en recorrer la ciudad y alrededores; necesitaba caminar, agitar mis miembros para creerme y sentirme dueño de mí mismo. En la primera noche se me apareció mi ángel custodio, cargado de libros; traíame un tomo de Quevedo, otro del Tasso en italiano y uno o dos mamotretos en francés para que me distrajese. Consagróme algunos momentos hablando alternativamente en español y en francés; díjome que conocía el latín y el griego, inquirióse sobre algunos detalles de mi viaje y me deseó buena noche al retirarse.

Al siguiente día volvió y me dió cuatro billetes de a cinco pesos, no obstante mi empeño de devolverle uno por innecesario; y como ya se retirase, regresó diciéndome casi ruborizado: Usted me perdone señor, pero se me ha quedado otro billete en el bolsillo que ruego a usted agregue a los anteriores. Este hombre había excedido más de la suma que yo había indicado, porque en resumidas cuentas yo solo necesitaba diez pesos. Comprendí el sentimiento delicado que lo impulsaba e hice una débil resistencia a recibirlo, aceptándolo con cordialidad. La diligencia partió al fin, y yo volví a mi estado de quietud de ánimo ordinario, complaciéndome de haber tenido ocasión, aunque tan penosa para mí, de dar lugar a manifestación tan noble y simpática como aquella del caballero Lesley. La noche sobrevino, apareció la luna plácida en el horizonte, y la diligencia empezó a remontar, pausadamente, los montes Alleghanies. Cuando habíamos llegado a la parte más elevada, bajaron algunos pasajeros, y una voz de mujer dijo en francés dentro de la diligencia: bajen a ver el paisaje que es bellísimo. Aprovécheme de la indicación, descendí tras los otros, y pude gozar en efecto de uno de los espectáculos más bellos y apacibles de la naturaleza. Los montes Alleghanies están cubiertos hasta la cima de una frondosa y espesa vegetación; las copas de los árboles de las lomadas inferiores, iluminadas de lo alto por los rayos de la luna, presentaban el aspecto de un mar nebuloso y azulado, que por el cambio continuo del espectador iba desarrollando sus olas silenciosas y obscuras, sintiéndose, sin embargo, aquella excitación que causa en el ánimo la vista de objetos que se conocen y comprenden, pero que no pueden discernirse bien, porque el órgano no alcanza o la luz es incierta y vagorosa.

Al llegar a una posada, después de habernos recogido a nuestro vehículo, la misma voz dijo, siempre en francés: aquí se desciende a tomar algo, porque marcharemos toda la noche sin parar. Bajé yo, en consecuencia, y presentándose a la puerta una señora, ofrecíla la mano para que se apoyase. Volvimos a poco a tomar nuestros asientos, continuóse el viaje, y empezaba a sentir somnolencia, cuando la misma voz de antes, y que era la señora aquella, me dijo con timidez: creo, señor, que usted se ha visto en algunas dificultades.—¡Yo! No, señora, contestéle perentoriamente, y la conversación terminó ahí; pero mientras yo recapacitaba sobre esta pregunta, la señora añadió con visibles muestras de turbación: Usted me dispense, señor, si le he hecho una pregunta indiscreta, pero esta mañana en Chamberburg, me hallaba por casualidad en una pieza, desde donde no pude dejar de oír lo que contaba usted a un caballero.—En efecto, señora, pero usted supo, sin duda, que todo quedó allanado.—¿Y qué piensa usted hacer, señor, si no encontrase a su compañero en Pittsburg?—Me asusta usted, señora, con su pregunta. No he pensado en ello, y tiemblo de sospechar que tal cosa sea posible. Me volvería a Nueva York o a Wáshington donde tengo conocidos.—¿Y por qué no continuaría su viaje adelante?—¿Cómo he de engolfarme en un país desconocido, señora, sin fondos?—Le decía a usted esto, porque mi casa está cinco leguas más acá de Nueva Orleans, y deseaba ofrecérsela a usted. Desde allí puede usted tomar noticia de su amigo; y si no lo encontrase, escribir a su país y aguardar a que le manden lo que necesita.—La noble acción de Mr. Lesley había, según lo visto, sido contagiosa. Aquella señora lo había oído todo, y quería a su vez completar la obra. Esta reflexión me vino antes, tocado como estaba por el buen proceder, de otra a que, su sexo podría haber dado pretexto; la señora me dijo en seguida, acaso para responder a la posibilidad de una sospecha, que hacía seis semanas que acababa de perder a su marido, y que iba a poner orden en los negocios de su casa de Orleans. Acompañábala una hijita de nueve años y ambas vestían de luto completo. Era la madre, pues, y no la mujer, la que ofrecía el asilo doméstico a un desconocido que debía también tener madre; y obedeciendo a esta idea que santificaba la oferta y la aceptación, traté en adelante a la señora con menos reserva, seguro, sin embargo, de que no llegaría el caso por ella previsto.

Llegamos a Pittsburg, y la señora me hizo prevenir que partía por un vapor y que si aceptaba su ofrecimiento fuese a tomar pasaje en el mismo vapor. Salí a buscar a Arcos en el United-States-Hotel; porque ¿dónde había de encontrarlo sino allí? Afortunadamente para mí había en efecto en Pittsburg un hotel de los Estados Unidos, donde encontré a mi Arcos, que a la sazón escribía en los diarios un aviso, previniéndome su paradero y justificándose de lo que ya empezaba a sentir por mi demora, que había sido una niñería. Venía dispuesto a reconvenirlo amigable, pero seriamente; mas, me puso una cara tan cómicamente angustiada al verme, que hube de soltar la risa y tenderle la mano. Salimos juntos inmediatamente, y contándole mi historia en el camino nos dirigimos al vapor Martha Wáshington, en que había tomado pasaje la señora, a fin de darla las gracias y prevenirla de mi hallazgo, para que no partiese con el temor de que quedase yo aislado. En efecto, no bien hube puesto el pie en la espaciosa cámara del buque, cuando del extremo opuesto, levantóse la señora que había estado en acecho aguardándome, y dirigiéndose hacia mí con disimulo, fingió darme la mano, para pasarme ocultamente un bolsillo de oro. Presentéle sin aceptarlo la buena pieza que me acompañaba y que había ocasionado todas aquellas tragedias, y ambos la dimos un millón de gracias por su solicitud; y como si la ingratitud fuera la recompensa de tan desinteresado proceder, he olvidado su nombre, habiéndonos separado en Cincinnati para no volvernos a ver más.

Cincinnati

De Pittsburg, que no tuve tiempo de examinar, el vapor por 5 pesos lleva al viajero a Cincinnati cuatrocientas cincuenta y cinco millas Ohio abajo. El magnífico río da nombre al Estado, si bien principia a ser navegado desde la Pensilvania. Otra vez he hablado de la riqueza de aquel suelo privilegiado, dónde sobre lechos inconmensurables de carbón bituminoso, se extienden llanuras de bosques y de cultivo, accidentadas por montes que esconden el hierro en sus flancos, y de cuyas faldas fluyen canales como el Ohio que se liga al Mississipi y sus afluentes, y somete un mundo al alcance de sus manufacturas.

Para darle noticia del progreso asombroso del estado del Ohio, debo principiar por el sicut erat in principio, es decir, el aspecto del país ayer no más. Este estado se extiende unas 40.000 millas cuadradas desde la margen del Ohio hasta el lago Erie, al norte. La parte sur y este del terreno del Ohio es llano y fertilísimo; el resto, accidentado de montículos, encierra valles hermosos, sabanas, pantanos, y terreno quebrado. La cantidad de tierras arables se reputa en 35.000 millas, el resto es la parte cenagosa, quebrada o estéril. Hasta 1840 la parte labrada no pasaba de 12.000 millas. El primer establecimiento se hizo en 1788 en Marieta. La población cristiana se presentó en el Estado en 1802, en número de 50.000 habitantes. En 1810 había aumentado a 230.760; en 1820, a 937.679; y en 1840, a más de un millón y medio. Hoy tiene más de dos millones. No soy yo ahora quien hace esta comparación. Copio de un librejo. “Dícese que el territorio de los Estados Unidos es un noveno o cuando más un octavo de la parte del continente colonizado por los españoles. Sin embargo, en todas aquellas vastas regiones conquistadas por Cortés y Pizarro no pasan de dos millones de habitantes de sangre pura española, de manera que no sobrepasan en mucho en número a la población del Ohio en medio siglo, y quedan muy atrás en riqueza y civilización”. Si la observación no es del todo exacta el aumento de población de la América española desde aquella época es sin duda infinitamente inferior. Méjico y la República Argentina han disminuído el número de sus habitantes; bien es verdad que es artículo orgánico de la constitución política de los nuevos estados sudamericanos ignorar siempre cuántos bípedos habitan el país. Nuestros gobiernos sabrán un día oficialmente cuántas estrellas hay en el cielo, como los niños traviesos suelen deshojar una rosa para saber cuántos pétalos tiene; pero saber cuál es el número de habitantes de su país, ¡fi donc! ¡Un gobierno descender a tan mezquinos detalles! Toda la organización norteamericana reposa en el censo decenal y en el catastro de la propiedad; y hay reglas para calcular cada día el aumento de población, y sus resultados tienen certeza administrativa. El censo de 1850 está calculado en veinte y dos millones; el de 1860 en veintinueve; el de 70 en treinta y ocho millones; el de 80 en cincuenta millones; el de 1890 en sesenta y tres millones, y el de 1900 en ochenta millones. Habrá error quizá en un pico de diez o veinte millones de más.

El valor de los productos del Ohio ascendió en 1840 a circumcirca de veinte millones de duros, entre los cuales figuraban cinco millones de cecinas y animales domésticos, y cinco millones de artículos manufacturados. Como la población de aquel Estado es aproximadamente la que se le atribuye a Chile (porque la verdad es un secreto que Dios se reserva entre los inexcrutables de su política à lui) juzgará usted que Chile ha debido producir veinte millones, todos los años que hace que está teniendo millón y medio de habitantes. Es verdad que no contentos los habitantes del Ohío con las facilidades que les ofrece su río, han abierto siete canales navegables que penetran en el país, los cuales producían de beneficio ochenta y ocho mil pesos en 1843, y ciento setenta y dos mil seiscientos cincuenta y nueve en 1844, esto es, el doble del año anterior, lo que prueba que la cantidad de productos había doblado de un año a otro.

Este Estado se halla poblado generalmente por los nuevos inmigrantes compuestos de alemanes, irlandeses y otras naciones. Estos labradores aumentan en número todos los días, y forman una mayoría sobre los yankees pur sang, de donde resulta que les ganan siempre las elecciones, unidos los extranjeros de origen al partido demócrata. Esto desespera a los puritanos, pues que siendo por lo general muy ignorantes los europeos, y en gran número católicos de Irlanda, lo que no constituye una patente de sapiencia, se oponen a todas las mejoras útiles, y se niegan a contribuir para escuelas, canales, caminos, mostrando la mayor indiferencia por la llegada de cartas y periódicos, “al mismo tiempo, dice un autor, que están siempre dispuestos a dar sus votos a los demagogos, que estarían prontos a hundir el país en la más violenta carrera de cambios políticos”. Esta coincidencia con ciertos países que nosotros conocemos, me hace creer que cuanto más ignorante y menos dispuesto a promover las mejoras útiles, es un pueblo, más aspira a cambios políticos, como aquellos animales despeados que dejan el camino trillado por mejorar, y se meten en la pedrazón y en los derrumbaderos.

Para azuzar a estos demócratas indisciplinados hay la Stump oratory, así llamada por la ocurrencia de algún candidato popular de treparse a la copa de un árbol para dirigirse a su rudo auditorio. Un viajero inglés refiere en estos términos el discurso que le contó uno de estos personajes. “Un labrador que entró en el coche de Worcester, habló con vehemencia contra la nueva tarifa, que dijo, sacrificaba los agricultores del Oeste a los manufactureros de Nueva Inglaterra, quienes querían forzarlos a comprar sus efectos hechizos, mientras que las materias primeras de Ohio y del Oeste estaban excluídas del mercado de Inglaterra. Elogióme las ventajas de que gozaba en los Estados Unidos, compadeciéndose de la masa del pueblo inglés, privada de sus derechos políticos y expuesta a la opresión y tiranía del rico. Con la mira de distraerlo, le dije que un día antes había visto en la ciudad de Columbus, a un ministro predicando en idioma welche ante una congregación de trescientas personas; que estos y otros pobres labradores irlandeses y alemanes eran ignorantes de las leyes e instituciones norteamericanas, y personas sin educación alguna, y que cómo se les había de permitir influir y dominar en las elecciones como sabía que lo acababan de hacer en Ohio. Sobre este tópico me espetó una oración, cuyo tema fué la igualdad de derechos de todos los hombres, la división que algunos querían establecer entre los antiguos y los nuevos plantadores, la buena política de recibir a los inmigrantes cuando la población era escasa, la ventaja de las escuelas comunales, y últimamente el mal de dotar universidades, que dijo son un nido de aristócratas.

Este odio popular contra las universidades no quita que haya, y muy bien dotada, una universidad en Atenas, otra en Oxford, otra en Willoughly; siete colegios en varias otras ciudades; varios institutos teológicos; setenta y cinco academias, y cinco mil doscientas escuelas.

La ciudad principal de este Estado es Cincinnati, cuya población es de cincuenta mil habitantes, y está situada en la abertura de un valle delicioso formado por colinas que van ascendiendo suavemente hasta la altura de trescientos pies, enseñando en sus flancos grupos de árboles y aun manchas de bosque. La ciudad está situada en dos terraplenes uno más alto que el otro quince a veinte varas. En el desembarcadero la playa está cubierta de losas hasta la parte más baja del río, y hay muelles cuya superficie sube y baja con la marea. Las calles están sombreadas de árboles y muy bien pobladas de edificios. Sus comunicaciones con el interior las facilitan canales que la ligan con el lago Erie y el canal Wabasch. Hay además, ferrocarriles, caminos macadamizados y vecinales. El canal Whitewater se extiende 70 millas al interior. Como es bueno saber lo que puede hacerse en treinta años, recordaré a usted que esta ciudad fué reconocida tal en 1819 y fundada aldea en 1789. De su puerto parte un vapor diario para Pittsburg, y otros para San Luis, Nueva Orleans río abajo, también diariamente. Diligencias hacen la travesía entre las vecinas ciudades en todas direcciones. Hay cuarenta iglesias, un teatro, un museo, una oficina de venta de tierras del Estado, cuatro mercados, y un consistorio. La ciudad se suple de agua del río, levantada por poderosas máquinas de vapor.

Pero lo que más distingue a Cincinnati son el crecido número de sociedades literarias, científicas y filantrópicas, de las cuales haré a usted breve mención, tanto más que en adelante me abstendré de entrar en estos detalles. Me complazco en enumerar los elementos que entran en la composición y en la vida de la sociedad americana, aun en estos Estados de ayer, porque la comparación puede ser para nuestros compatriotas una útil enseñanza. Un viajero inglés, Robertson hablando de Corrientes y Entre Ríos, en la República Argentina, dice: “Me espanta al contemplar estos bellos países, considerar lo que han dejado de hacer los españoles en tres siglos”. La idea es sublime y profunda. ¡Lo que no han hecho en tres siglos! Espanta, en efecto. El colegio de Cincinnati fundado en 1819 tiene excelentes tierras y un hermoso edificio en el centro de la ciudad. El colegio de Woodward y el de San Javier, fundado por los católicos, y el seminario presbiteriano tiene dieciséis mil volúmenes en sus bibliotecas, dotación y profesores correspondientes a los ramos de enseñanza. El colegio de medicina del Ohio, fundado en 1825, posee hermosos edificios y está bajo la dirección de un consejo de directores; tiene dos mil volúmenes y aparatos completos de anatomía, anatomía comparada, cirugía, química y materia médica. El colegio de jurisprudencia está relacionado con el de Cincinnati. El instituto de mecánica fué creado en 1829 para instrucción de mecánicos, y da cursos de artes y ciencias; posee importantes aparatos de física y química, una biblioteca y un salón de lectura. En una de sus salas se reune la Academia Occidental de Ciencias Naturales; en otro salón se tiene una feria anual para fomento de las artes y de las manufacturas. Una escuela normal para instrucción de maestros fué establecida en 1821.

La biblioteca mercantil para jóvenes dependientes tiene un salón de lectura y dos mil volúmenes. La biblioteca de aprendices cuenta mayor número de volúmenes. Hay dos asilos católicos, el asilo para huérfanos y una casa de pobres. Los establecimientos que no son sostenidos por asociaciones espontáneas, costéalos el Estado con rentas especiales cobradas para el objeto. En materia de rentas de escuelas la ley obliga a contribuir al sostén de las que existen, aun a aquellos pobladores que están diseminados entre los bosques. Los poseedores de vastas extensiones de territorio desierto están además obligados a contribuir a todas las cargas del Estado, y cuando están ausentes y atrasados en el pago, el sheriff toma una porción de terreno y la vende en pública subasta. De este modo la ley cuida de que los propietarios ricos no monopolicen la tierra, esperando sin cultivarla aprovechar del valor accesorio y progresivo que le va dando el tiempo. La ocupación de este país empezó desde las márgenes del Ohío hacia el Norte. Cuando se terminó el canal de Erie, que ponía en comunicación el Ohio con lagos, el Hudson, Nueva York y el Atlántico, otro movimiento de población comenzó a invadir desde el lago Erie hasta el Sur, quedando un inmenso bosque en el centro para dar colocación sucesiva a las generaciones venideras, pues la previsión de la ley de hacer pagar su parte de impuesto a los poseedores, hace que pocos quieran hacer la adquisición, si no es con el ánimo de trabajarlas inmediatamente.

Cincinnati es el emporio de la explotación de los cerdos, y hay una clase de sociedad a quien dan el apodo de la aristocracia de los puercos, por haberse enriquecido con esta industria. Anualmente se salan en los saladeros de Cincinnati doscientos mil puercos, y llegada la estación de la cosecha, puéblanse los establos de madera de los alrededores y acuden de toda la Unión los compradores de manteca, jamones, etc. Apenas es posible creer a qué sumas enormes da origen esta industria. Lo más notable es que en Cincinnati los puercos viven por millares en las calles sin propietario particular. Los vecinos toman uno para engordar en sus casas, los niños se montan en ellos si los logran coger, y la policía manda matarlos cuando se propagan demasiado. Cincinnati es, pues, el país donde se amarran los perros con longaniza y no se las comen.

Cuatro o cinco días pasamos con Arcos en Cincinnati dejándonos llevar por el placer de recorrer sus calles y alrededores, visitar su museo, y holgarnos en el far niente del turista. En Cincinnati fué donde Arcos, viendo a un pacífico yankee que leía su Biblia, sentado a la puerta de su tendejón, se paró delante de él, le sacó de la boca el cigarro que fumaba, prendió el suyo, volvió a metérselo, y siguió su camino sin que el buen hombre hubiese levantado la vista, ni hecho otro movimiento que abrir la boca para que le ensartaran el cigarro. Paciencia, hermano, en cambio de alguna impertinencia vuestra.

Embarcámonos en un vapor de grandes dimensiones y el tercero que descendía el Misisipí desde que se tuvo noticias de que habían ya cesado los estragos de la fiebre amarilla, periódica en Nueva Orleans, en el verano. De Cincinnati a aquella ciudad hay 1548 millas, que se hacen en once días de navegación de vapor, marchando de día y de noche sin otros intervalos que los necesarios para cargar leña, o cambiar pasajeros en las ciudades y embarcaderos del litoral. Cuatro comidas abundantes y opíparas se sirven, contando con el lunch; y viaje, comida y servicio de once días cuesta quince pesos, algo menos que lo que se pagaría por vivir el mismo tiempo en un hotel.

Poco diré a usted de las ciudades a cuyos puertos y muelles va sucesivamente atracando el vapor en el trayecto, pues que en ninguna permanecimos lo suficiente para conservar ni aun reminiscencia distinta de ella. Marieta, Luisville, Roma, Cairo, se suceden de día en día, hasta que el país bárbaro, el Far West, empieza, y la escena recobra su carácter agreste y semisalvaje.

El viaje del Misisipí es uno de los más bellos y que más duraderos y más plácidos recuerdos me haya dejado. El majestuoso río desciende ondulando blandamente por el seno del valle más grande que existe en la tierra. La escena cambia a cada ondulación, y un ancho moderado del más grande de los ríos permite que la vista alcance en esta y la otra ribera, a calar por entre la sombría enramada de los bosques, y esparcirse en las sabanas y aberturas que hace la vegetación mayor de vez en cuando. El encuentro de un vapor es un incidente deseado, por la proximidad y rapidez del pasaje, mientras que la vista cae desde lo alto de las galerías del palacio flotante, sobre una escuadra de angadas que descienden a merced de la corriente cargadas de carbón de piedra; se ve más allá un falte o mercachifle que va en su buquecillo de vela, vendiendo al detalle por las vecinas aldeas sus chismes y baratijas. Descender a las ciudades y aldeas adonde el vapor toca, correr por las calles, meternos en una mina, curiosearlo todo, comprar manzanas y bizcochos, con el oído atento a la campana que anuncia la próxima partida, era regalo y codiciada variante que no dejábamos de añadir a nuestras emociones, como nunca dejábamos de saltar sobre un barranco, ganar el bosque y correr un rato, mientras el vapor estaba cargando leña para quemar en sus hogueras.

Arcos, que había principiado nuestra asociación con una niñada, se propuso en aquellos días conquistar mi afecto, haciendo ostentación de cuanto salero y jovialidad hay en su carácter, alimentados por un inagotable repertorio de cuentos absurdos, ridículos, eróticos, tales cuales sólo sabe atesorar la juventud calavera de París o de Madrid. Ibamos con esto de zambra y fiesta permanentes, a punto de ser conocidos y notados por trescientos pasajeros del vapor.

Servíase a bordo la mesa tres veces para dar abasto a tan crecido número de comensales, y como todos se atropellasen para tomar asiento en la primera, nos quedamos el segundo día para la segunda, la que dejamos el tercero para estar a nuestras anchas, hasta que al fin nos arreglamos a comer en la cuarta con los criados, en la que nos iba perfectamente, prolongando la sobremesa los dos solos por horas como lo habríamos hecho en el Astor-Hotel. Gustáronnos las melazas que los primeros días sirviéronnos de postre, y como faltasen al quinto, reclamamos pidiendo la presencia de las melazas; razón por la que un mozo descendía corriendo en los desembarcaderos a comprarla en los bodegones vecinos, “para los señores españoles que se enferman—decía—si no comen melazas”. Hablábamos recio en español en la mesa, y reíamos con tal desenfado que atraíamos en torno nuestro un círculo de huasos ya hartos, a vernos comer, gozándose en nuestro inextinguible buen humor. Una mañana Arcos la emprendió con un bonazo de ministro protestante.—Señor, le decía, ¿de qué profesión es usted?—Presbiteriano, señor.—Dígame, ¿cuáles son los dogmas especiales de esta creencia? Y el padre procedía bondadosamente a satisfacerlo.—Pero Vd., señor, decía Arcos con aire convencido, y como si ambos estuvieran de inteligencia, usted no cree nada de eso por supuesto. Es Vd. demasiado sensato para poner fe en esas bromas.—Las facciones del infeliz sometido a tortura semejante, se contraían como cuando nos pisan un callo. El buen clérigo se ponía de todos colores, y medio indignado, medio suplicante, hacía profesión de fe solemne de su creencia. Pero el implacable y serio burlón le replicaba con un aplomo imperturbable:—¡Comprendo, comprendo! Vd. predica y sostiene ante el público esas doctrinas; vive Vd. de ello y la dignidad de su carácter así lo exige; pero aquí entre nosotros, vamos, yo sé lo que hay en plata.

Otra vez estaba rodeado de un grupo de yankees horripilados de oírlo, y levantando más y más la voz, para que el escándalo fuese mayor.—¡Gobierno, decía, es el del Emperador de Rusia! ¡Eso sí que es un gobierno! Cuando un general delinque o desagrada a su soberano, ¡se le desatan los calzones y se le dan quinientos azotes! ¡Pero estas repúblicas! esto es un escándalo y un desorden. ¿Qué significan vuestras elecciones, y qué sabe Vd. ni Vd., añadía, dirigiéndose a éste o al otro de sus auditores espantados, lo que conviene al Estado, cuándo debe hacerse la guerra y cuándo la paz? Al pueblo sólo le toca pagar los gastos de la corte del soberano, que gobierna por derecho divino...

Y esto dicho con una seriedad y una afectación de estar de ello convencido, que aquellos hombres se hacían cruces de oírlo; y pasada la tormenta se lo señalaban unos a otros, mostrándolo como a un animal extraño, un ruso o un loco peligroso. Todo esto para reír después y alimentar la francachela. ¿No se le antoja una vez persuadir a una cuarentona llena de colgajos y de colorete, que yo era sobrino de Abd-el-Kader que viajaba de incógnito, favoreciendo esta broma la circunstancia de ser el único en aquellos parajes que llevara la barba entera y la birreta griega? Habíala ya medio persuadido, hablábale en español para que ella creyese que era el árabe, exagerando el sonito de la J, y se empeñaba en que me pusiese albornoz para completar el chasco.

Más tarde me mostró este joven la parte seria de su carácter, que no es menos notable por el buen sentido que lo caracteriza, a lo que se añade mucho trato de la sociedad y la rara habilidad de revestir las formas populares en lenguaje y porte, cualidades que con su instrucción en materias económicas, lo harían un joven espectable si supiese dominar las impaciencias de un espíritu impresionable que no contienen ideas fijas y sentimientos de moralidad teórica, aunque su conducta sea regular. Necesito añadir estas rectificaciones por temor de que sin ellas hiciese pasar plaza de truhán en mi narración a un compañero de viaje que me acompañó cuatro meses y me prestó amigables servicios.

La vecindad de Nueva Orleáns se deja presentir por alteraciones visibles en la materia de la cultura y por la forma de los edificios. Divísanse haciendas, y en ellas líneas de casuchas de madera de la misma forma y capacidad todas, mostrando que el libre albedrío no ha presidido a su construcción. La tierra está dividida en lotes más grandes; la población rural aislada desaparece; y las raras habitaciones que de cuando en cuando se presentan, asumen formas y extensión que acusan la presencia de una aristocracia campestre.

Aquellas casitas iguales son, en efecto, las habitaciones de los señores amos. Esta es la aristocracia de las balas de algodón y de las bolsas de azúcar, fruto del sudor de los esclavos. ¡Ah, la esclavitud, la llaga profunda y la fístula incurable que amenaza gangrenar el cuerpo robusto de la Unión! ¡Qué fatal error fué el de Wáshington y de los grandes filósofos que hicieron la declaración de los derechos del hombre, al dejar a los plantadores del Sur sus esclavos; ¿y por qué rara fatalidad los Estados Unidos, que en la práctica han realizado los últimos progresos del sentimiento de igualdad y de caridad, están condenados a dar las postreras batallas contra la injusticia antigua de hombre a hombre, vencida ya en todo el resto de la tierra?

La esclavitud de los Estados Unidos es hoy una cuestión sin solución posible; son cuatro millones de negros, y dentro de veinte años serán ocho. Rescatados, ¿quién paga los mil millones de pesos que valen? Libertos, ¿qué se hace con esta raza negra odiada por la raza blanca? En tiempo de Wáshington y treinta años después, el cinismo de la teoría no venía a justificar en el ánimo de los amos la codicia de la práctica; pero hoy la esclavitud está apoyada en doctrina, porque se ha hecho el alma de la sociedad que la explota. Entonces era más reducido el número de esclavos, y por tanto más cancelable económica y numéricamente. Mientras tanto la esclavitud tiene en los Estados yankees genuinos, y éstos son los más ricos, poblados y numerosos, antagonistas implacables, fanáticos. El espíritu puritano de igualdad y de justicia se eleva en el Norte a la altura de un sentimiento religioso. Abominan de ella como de una lepra y de una mancha que deshonra a la Unión, y en su ardor predican la cruzada contra los réprobos que explotan la abyección de una raza maldecida.

Echámosles en cara a los norteamericanos su perpetuación. ¡Dios mío! vale tanto como afligir y humillar las canas del padre virtuoso, echándole en cara los desmanes de su hijo pródigo. La esclavitud es una vegetación parásita que la colonización inglesa ha dejado pegada al árbol frondoso de las libertades americanas. No se atrevieron a arrancarla de raíz cuando podaron el árbol, dejando al tiempo que la matase, y la parásita ha crecido y amenaza desgajar el árbol entero.

Los estados libres son superiores en número y riqueza a los estados de esclavos. En el Congreso, en las leyes no conquistará la esclavitud un palmo de terreno más al Norte de la línea que el hecho existente se ha trazado. Si la guerra sobreviene, ¿los negros irán a batirse con los blancos para evitar que les quiten sus cadenas? ¿Los amos formarán ejércitos para guardar sus esclavos? La separación en estados libres y en estados esclavos, tan cacareada por los estados del Sur, traería la desaparición de la esclavitud. Pero, ¿adónde irían cuatro millones de libertos? He aquí un nudo gordiano que la espada no puede cortar y que llena de sombras lúgubres el porvenir tan claro y radioso sin eso de la Unión Americana. Ni avanzar ni retroceder pueden; y mientras tanto la raza pulula, se desenvuelve, se civiliza y crece. Una guerra de razas para dentro de un siglo, guerra de exterminio, o una nación negra atrasada y vil, al lado de otra blanca la más poderosa y culta de la tierra.

Desde Pittsburg hasta Nueva Orleáns habíamos atravesado diez estados de los que no entraron en la primitiva federación. La ciudad de Nueva Orleáns es la capital de la Luisiana, originariamente francesa y cuya promiscua población se compone hoy de criollos americanos, españoles y franceses. La apariencia de la ciudad desde el puerto es magnífica, y los vapores sólo, que están de continuo en sus ancladeros por centenares, bastan para revelar la actividad comercial de sus habitantes. Puede decirse que el vapor se inventó para el Mississipí. Antes de su aplicación a la navegación fluvial, echaban meses y meses las raras barcas que remontaban los ríos, como sucede hoy en el Paraná y Uruguay; los buques de alta mar cruzaban muchos días en el golfo de Méjico acechando la ocasión favorable de tomar la difícil entrada del caudaloso río que a muchas leguas de la costa lleva aún su cauce en el fondo del mar flanqueado de bancos peligrosísimos. Inventóse, empero, el vapor, y bandadas de remolques remolinean en la embocadura para lanzarse en el golfo, apenas divisan en el lejano horizonte una vela. Millares de vapores recorren el río arriba, dispersándose hacia todos los rumbos de horizonte, siguiendo las vías acuáticas en que por centenares se subdivide el canal principal a medida que se le incorporan ríos tributarios; y cuando el valle del Mississipí esté ocupado por el hombre, espantará, sin duda, la masa de productos que vendrá a acumularse en Nueva Orleáns, quedando estrecho el canal anchuroso que desde aquella ciudad conduce al golfo para la no interrumpida procesión de buques que han de ir a desparramarse como puñados de granos en la inmensidad del océano, porque el Mississipí es la única salida que ofrece un mundo entero.

Desgraciadamente, Nueva Orleáns está incurablemente enferma; la fiebre amarilla aparece periódicamente en su recinto todos los años desde tal día del año, hasta tal otro, mata a los que no huyen del seno de la ciudad, y vuelve a convalecer y restablecer su salud hasta la misma época del año siguiente. A una legua de la ciudad la salubridad es completa, y ni por contagio alcanza aquel azote periódico. Tenía en 1840 ciento dos mil habitantes, número que no aumenta en grandes proporciones, no obstante ser el desembarcadero de la emigración francesa.

Residimos en Nueva Orleáns diez días hasta contratar pasaje para la Habana en un malísimo y pestilente buquecillo de vela, que como la falúa del Mediterráneo que me condujo de Mallorca a Argel, llevaba su carga de cerdos, con el aditamento de tres o cuatro tísicos moribundos, que partían con nosotros camarotes estrechísimos, calientes y llenos de telarañas. El mundo norteamericano concluía, y principiábamos a sentir con anticipación las colonias españolas adonde nos dirigíamos.


Publicado el 18 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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