Recuerdos de Provincia

Domingo Faustino Sarmiento


Biografía, Autobiografía



A mis compatriotas solamente

La palabra impresa tiene sus límites de publicidad como la palabra de viva voz. Las páginas que siguen son puramente confidenciales, dirigidas a un centenar de personas y dictadas por motivos que me son propios. En la carta escrita a un amigo de infancia en 1832, tuve la indiscreción de llamar bandido a Facundo Quiroga. Hoy están todos los argentinos, la América y la Europa, de acuerdo conmigo sobre este punto. Entonces mi carta fue entregada a un mal sacerdote, que era Presidente de una sala de Representantes. Mi carta fue leída en plena sesión, pidiose un ejemplar castigo contra mí y tuvieron la villanía de ponerla en manos del ofendido, quien, más villano todavía que sus aduladores, insultó a mi madre, llamola con apodos y le prometió matarme dondequiera y en cualquier tiempo que me encontrase.

Este suceso que me ponía en la imposibilidad de volver a mi Patria, por siempre, si Dios no dispusiese las cosas humanas de otro modo que lo que los hombres lo desean, este suceso, decía, vuelve a reproducirse dieciséis años más tarde con consecuencias al parecer más alarmantes. En Mayo de 1848, escribí también una carta a un antiguo bienhechor, en la cual también tuve la indiscreción, de que me honro, de haber caracterizado y juzgado el gobierno de Rosas según los dictados de mi conciencia; y esta carta, como la de 1832, fue entregada al hombre mismo sobre quien recaía este juicio.

Lo que se ha seguido a aquel paso, sábenlo hoy todos los argentinos. El Gobernador de Buenos Aires publicó aquella carta, entabló un reclamo contra mí cerca del gobierno de Chile, acompañó la nota diplomática y la carta con una circular a los gobiernos confederados: “el gobierno de Chile respondió a la solicitud, replicó Rosas, se repitieron las circulares, vinieron las contestaciones de los gobernadores del interior, continuó el sistema de dar publicidad a todas aquellas miserias que deshonran más que a un gobierno, a la especie humana”; y parece que continuará la farsa, sin que a nadie le sea posible prever el desenlace. La prensa de todos los países vecinos ha reproducido las publicaciones del gobierno de Buenos Aires y en aquellas treinta y más notas oficiales que se han cruzado, el nombre de D. F. Sarmiento ha sido acompañado siempre de los epítetos de infame, inmundo, vil, salvaje con variantes a este caudal de ultrajes que parecen el fondo nacional, de otros que la sagacidad de los gobernadores de provincia ha sabido encontrar, tales como traidor, loco, envilecido, protervo, empecinado y otros más.

Caracterízanme así hombres que no me conocen, ante pueblos que oyen mi nombre por la primera vez. Desciende el vilipendio de lo alto del poder público, reprodúcenlo los diarios argentinos, lo apoyan, lo ennegrecen y sábese que en aquel país la prensa no tiene sino un mango, que es el que tiene asido el gobierno; los que quisieran servirse de ella como medio de defensa, no encuentran sino espinas agudas, el epíteto de salvaje y los castigos discrecionales.

Y, sin embargo, mi nombre anda envilecido en boca de mis compatriotas; así lo encuentran escrito siempre; así se estampa por los ojos en la mente; y si alguien quisiera dudar de la oportunidad de aquellos epítetos denigrantes no sabe qué alegarse a sí mismo en mi excusa, pues no me conoce ni tiene antecedente alguno que me favorezca.

El deseo de todo hombre de bien de no ser desestimado, el anhelo de un patriota de conservar la estimación de sus conciudadanos, han motivado la publicación de este opúsculo que abandono a la suerte, sin otra atenuación que lo disculpable del intento. Ardua tarea es, sin duda, hablar de sí mismo y hacer valer sus buenos lados, sin suscitar sentimientos de desdén, sin atraerse sobre sí la crítica y, a veces, con harto fundamento; pero es más duro aún consentir la deshonra, tragarse injurias y dejar que la modestia misma conspire en nuestro daño; y yo no he trepidado un momento en escoger entre tan opuestos extremos.

Mi defensa es parte integrante del voluminoso protocolo de notas de los gobiernos argentinos en que mi nombre es el objeto y el fondo envilecido. Mi contestación que se registra en el número 19 de la Crónica; mi protesta en el número 48 y este opúsculo deberán, pues, ser leídos por los que no quieran juzgarme sin oírme, que eso no es práctica de hombres cultos.

Mis Recuerdos de provincia son, nada más que lo que su título indica. He evocado mis reminiscencias; he resucitado, por decirlo así, la memoria de mis deudos que merecieron bien de la Patria, subieron alto en la jerarquía de la Iglesia; y honraron con sus trabajos las letras americanas; he querido apegarme a mi provincia, al humilde hogar en que he nacido; débiles tablas, sin duda, como aquellas flotantes a que en su desamparo se asen los náufragos, pero que me dejan advertir a mí mismo que los sentimientos morales, nobles y delicados, existen en mí, por lo que gozo en encontrarlos en torno mío, en los que me precedieron, en mi madre, en mis maestros y en mis amigos. Hay una nobleza democrática que a nadie puede hacer sombra imperecedera: la del patriotismo y el talento. Huélgome de contar en mi familia dos historiadores, cuatro diputados a los congresos de la República Argentina y tres altos dignatarios de la Iglesia, como otros tantos nobles servidores de la Patria que me muestran el noble camino que ellos siguieron. Gusto, a más de esto, de la biografía. Es la tela más adecuada para estampar las buenas ideas; ejerce el que la escribe una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante, alentando la virtud oscurecida. Hay en ella algo de las bellas artes que de un trozo de mármol bruto puede legar a la posteridad una estatua. La historia no marcharía sin tomar de ella sus personajes y la nuestra hubiera de ser riquísima en caracteres, si los que pueden, recogieran con tiempo las noticias que la tradición conserva de los contemporáneos. El aspecto del suelo me ha mostrado, a veces, la fisonomía de los hombres y estos indican casi siempre el camino que han debido llevar los acontecimientos.

El cuadro genealógico que sigue es el índice del libro. A los nombres que en él se registran, lígase el mío por los vínculos de la sangre, la educación y el ejemplo seguido. Las pequeñeces de mi vida se esconden en la sombra de aquellos nombres, con alguno de ellos se mezclan; y la oscuridad honrada del mío puede alumbrarse a la luz de aquellas antorchas sin miedo de que revelen manchas que debieran permanecer ocultas.

Sin placer, como sin zozobra, ofrezco a mis compatriotas estas páginas que ha dictado la verdad y que la necesidad justifica. Después de leídas pueden aniquilarlas, pues pertenecen al número de las publicaciones que deben su existencia a circunstancias del momento, pasadas las cuales nadie las comprendería. ¿Merecen la crítica desapasionada? ¡Qué he de hacer! Esta era una consecuencia inevitable de los epítetos de infame, protervo, malvado, que me prodiga el gobierno de Buenos Aires. ¡Contra la difamación hasta el conato de defenderse es mancha!

I. Las palmas

A pocas cuadras de la plaza de Armas de la ciudad de San Juan hacia el norte, elevábanse no ha mucho tres palmeros solitarios, de los que quedan dos aún, dibujando sus plumeros de hojas blanquizcas en el azul del cielo, al descollar por sobre las copas de verdinegros naranjales, a guisa de aquellos plumajes con que nos representan adornada la cabeza de los indígenas americanos. Es el palmero planta exótica en aquella parte de las faldas orientales de los Andes, con toda la frondosa vegetación que entremezclándose con los edificios dispersos de la ciudad y alrededores, atempera los rigores del estío y alegra el ánimo del viajero, cuando atravesando los circunvecinos secadales ve diseñarse a lo lejos las blancas torres de la ciudad sobre la línea verde de la vegetación.

Pero los palmeros no han venido de Europa como el naranjo y el nogal, fueron emigrados que traspasaron los Andes con los conquistadores de Chile, o fueron poco después entre los bagajes de algunas familias chilenas. Si el que plantó alguno de ellos a la puerta de su domicilio, en los primeros tiempos, cuando la ciudad era aún aldea y las calles caminos y las casas chozas improvisadas, echaba de menos la patria de donde había venido, podía decirle como Abderramán el rey árabe de Córdoba:


“Tú también, insigne palma,
eres aquí forastera;
De Algarve las dulces auras,
tu pompa halagan y besan;
En fecundo suelo arraigas
y al cielo tu cima elevas
Tristes lágrimas lloraras,
si cual yo sentir pudieras”.
 

Aquellos palmeros habían llamado desde temprano mi atención. Crecen ciertos árboles con lentitud secular y, a falta de historia escrita, no pocas veces sirven de recuerdo y monumento de acontecimientos memorables. Me he sentado en Boston a la sombra de la encina bajo cuya copa deliberaron los Peregrinos sobre las leyes que se darían en el nuevo mundo que venían a poblar. De allí salieron los Estados Unidos. Los palmeros de San Juan marcan los puntos de la nueva colonia que fueron cultivados primero por la mano del hombre europeo.

Los edificios de la vecindad de aquellos palmeros están amenazando ruina, muchos de ellos habiéndose ya destruido y pocos sido reedificados. Por los apellidos de las familias que los habitaron caese en cuenta que aquel debió ser el primer barrio poblado de la ciudad naciente: en las tres manzanas en que están aquellas plantas solariegas, está la casa de los Godoyes, Rosas, Oro, Albarracines, Carriles, Maradonas, Rufinos, familias antiguas que compusieron la vieja aristocracia colonial. Una de aquellas casas y la que sirve de asilo al más joven de los palmeros, tiene una puerta de calle antiquísima y desbaratada, con los cuencos en el umbral superior donde estuvieron incrustadas letras de plomo, y en el centro el signo de la Compañía de Jesús. En la misma manzana y dando frente a otra calle, está la casa de los Godoyes, donde se conserva un retrato romano de un jesuita Godoy, y entre papeles viejos encontrose, al hacer inventario de los bienes de la familia, una carpeta que envolvía manuscritos con este rótulo: “Este legajo contiene la historia de Cuyo por el Abate Morales, una carta topográfica y descriptiva de Cuyo y las probanzas de Mallea”. Hubo de caer alguna vez bajo mis miradas esta leyenda, y yo quise ver aquella suspirada historia de mi provincia. Pero ¡ay! no contenía sino un solo manuscrito, el de Mallea, con fechas del año 1570, diez años después de la fundación de San Juan. Más tarde leía en la Historia natural de Chile del Abate Molina, describiendo unas raras piedras que se encuentran en los Andes amasadas en arcilla, que el Abate Don Manuel de Morales, “inteligente observador de la provincia de Cuyo su patria”, las había estudiado con esmero en su obra titulada: Observaciones de la cordillera y llanuras de Cuyo.

He aquí, pues, el leve y desmedrado caudal histórico que pude por muchos años reunir sobre los primeros tiempos de San Juan. Aquellas palmas antiguas, la inscripción jesuítica y la carpeta casi vacía. Pero una de las palmas está en casa de los Morales, la inscripción de plomo señala la morada del jesuita y la leyenda quedaba para mí explicada. Practícanse diligencias en Roma y Bolonia en busca de los manuscritos abolengos, y no pierdo la esperanza de darlos a la luz pública un día.

II. Juan Eugenio de Mallea

En el año del Señor de 1570, es decir, ahora unos doscientos años “en la ciudad de San Juan de la Frontera, por ante el muy magnífico señor Don Fernando Díaz, Juez ordinario por su Majestad, Don Juan Eugenio de Mallea, vecino de dicha ciudad, pareció, por aquella forma y manera que más conviniese a su derecho y dijo: que teniendo necesidad de presentar ciertos testigos para hacer ad perpetuam rei memoriam, una probanza, pedía y suplicaba que los testigos que ante Su Merced así presentara, tomándoles juramento en forma debida y de derecho, so cargo del cual fuesen preguntados y examinados por el tenor del interrogatorio atrás contenido y lo que así dijesen y expusiesen signado y firmado por escribano, interponiendo Su Merced su autoridad y decreto judicial, se lo mandase entregar para seguimiento de su justicia, mandando ante toda cosa citar y suplicar a los Oficiales Reales de esta ciudad para que se hallasen presentes a ver jurar y conocer a los dichos testigos y decir y contradecir lo que viesen que les conviene”.

Hecha y evacuada la probanza y no teniendo más testigos que presentar y “habiéndose acabado el papel en la ciudad”, pasó a la ciudad de Mendoza de Nuevo Valle de Rioja a continuar su diligencia. Los testigos presentados en San Juan, e interrogados ante el escribano público Diego Pérez lo fueron Diego Lucero, Gaspar Lemos, Procurador y Mayordomo de ciudad, Francisco González, Fiscal de la Real Justicia, Gaspar Ruiz, Anse de Fabre, Lucas de Salazar, Juan Contreras, Hernando Ruiz de Arce, Factor y Veedor, Hernán Daria de Sayavedra, Juan Martín Gil, Diego de Laora, un Bustos, Juan Gómez Isleño y otros dos. Del tenor de las respuestas dadas a las veinticuatro preguntas del interrogatorio, resulta a fuerza de confrontaciones y de conjeturas la historia de los primeros diez años de la fundación de San Juan, y la biografía interesantísima del fijosdalgo Don Juan Eugenio de Mallea que había sido Juez ordinario y era a la sazón Contador de la Real Hacienda y Alférez Real, teniendo en su casa el Estandarte y manteniendo a sus expensas sus gentes y caballos. Dejando a un lado el enojoso estilo y fraseología de la escribanía, haré breve narración de los hechos que en dicho interrogatorio quedan probados. La mayor parte de los testigos vecinos entonces de San Juan conocen a Mallea de dieciséis años antes, y han militado con él en las campañas del sur de Chile, habiendo Mallea venido del Perú con el General Don Martín Avendaño en 1552.

En 1553 cuando acaeció la muerte de Pedro Valdivia, Mallea se hallaba en la Imperial a las órdenes de Francisco de Villagra que tan notable papel hizo en las guerras de Arauco. Aquel jefe, sabiendo la situación desastrosa en que había quedado Concepción después de la derrota de Tucapel, acudió con su gente a aquella ciudad, puso orden a los negocios, y salió de nuevo a campaña con ciento ochenta hombres, entre los cuales contaba Mallea, quien se halló en la triste jornada del cerro de Mariguiñu, llamado desde entonces de Villagra en conmemoración del desastre. Pasó enseguida a Concepción y más tarde fue destacado a repoblar Villarica. En 1556 pasa a Valdivia en compañía de Don García Hurtado de Mendoza, hasta que en 1558 sale entre los ciento cincuenta soldados que mandó García con el Capitán Jerónimo de Villegas a la repoblación de Concepción, que había sido abandonada desde la derrota de Villagra. Es fijosdalgo y se le vio siempre entre los capitanes: había servido durante veinte años a sus propias expensas “con sus armas y caballos, y hecho cuanto en la guerra le había sido mandado que hiciese como bueno y leal vasallo de su Majestad”, hasta que casado en San Juan con la hija del cacique de Angaco, que se llamó Doña Teresa de Ascensio y le trajo en dote muchos pesos de oro y diole varios hijos, estaba por fin adeudado en pesos de oro, habiendo perdido la hacienda de su mujer en el mantenimiento de su gente y casa, en servicio del Rey y no pagándole tributo los indios que le habían caído en encomienda en Mendoza, y que después de la fundación de San Juan, cayeron en los términos y jurisdicción de la última ciudad.

El año de 1560 pasó con cien hombres de guerra el Capitán Pedro del Castillo la cordillera nevada hacia el Oriente de Chile y fundó la ciudad de Mendoza de Nuevo Valle de Rioja, que así está nombrada en los autos seguidos en 1571 por el escribano público Don N. Herrera en la dicha ciudad. Por las declaraciones de los testigos resulta que se distribuyeron en Mendoza los habitantes que allí encontraron, siendo presumible que a Mallea le tocasen algunas de las lagunas de Guanacache por lo que pudieron más tarde caer dentro de los términos de San Juan. Poco tiempo después salió de Mendoza el General Don Juan Jofré con alguna gente a descubrimiento hacia el norte, y descubrió en efecto varios valles que no se nombran, si no es el de Tulún en el cual, volviendo a Mendoza y regresando a poco tiempo, fundó la ciudad de San Juan de la Frontera. La semejanza de Tulún, Ullún y Villicun, nombres que se conservan en las inmediaciones, permite suponer eran estos los valles y el de Zonda, “que hallaron muy poblados de naturales, y la tierra parecía ser muy fértil”, como lo es en efecto. En 1561 gobernando en Chile Don Rodrigo de Quiroga, pasó a la provincia de Cuyo el General don Gonzalo de los Ríos con nueva gente de guerra a sofocar un alzamiento de indios. Después de trazada la ciudad, se alzaron los huarpes sus habitantes y la tierra fue pacificada de nuevo. Tres leguas hacia el norte de la ciudad hay un lugar llamado las Tapiecitas, a causa de los restos de un fuerte cuyas ruinas eran discernibles hace ahora veinte o treinta años, y su colocación en aquel lugar parece explicar el nombre de San Juan de la Frontera, por no estar reducidos los indios de Jachal, y Mogna, cuyo cacique último vivió hasta 1830, habiendo llegado a una senectud que pasaba de ciento veinte y más años.

Aquel General de los Ríos, vuelto a Mendoza de su campaña, supo por un indio prisionero que había un país lejano, en cuyas montañas se encontraba oro en abundancia tal, que la imaginación de los españoles lo bautizó desde luego con el nombre de Nuevo Cuzco. La expedición de descubrimiento del Dorado pasó de Mendoza a San Juan, y cuantos pudieron alistar caballos se lanzaron a la conquista del vellocino de oro. Don Juan Eugenio de Mallea “salió con su gente y muchos caballos”. Marcharon algunos días, siguiendo al indio que les conducía, dieron vueltas y revueltas, los víveres escasearon, y una mañana al despertar para emprender nueva jornada encontraron que el indio había desaparecido. Hallábanse en medio de un desierto sin agua, sin atinar a orientarse del rumbo a que quedaban las colonias, y después de padecimientos inauditos, llegaron tristes y mohínos a San Juan los chasqueados, habiendo perecido de sed y de hambre quince de entre ellos. Y ¡cosa singular! la tradición de este suceso vive hasta hoy entre nosotros, y no se pasan diez años en San Juan sin que se organicen expediciones en busca de montones de oro, que están por ahí sin descubrirse, y que intentaron los antiguos en vano, habiéndose concluido los víveres, o fugándoseles el indio baqueano, en el momento en que habían encontrado una de las señas dadas por el derrotero. Como fue la preocupación de los conquistadores hallar por todas partes oro tan abundante como en el Perú y en Méjico, la poesía colonial, los mitos populares están reconcentrados en toda América en leyendas manuscritas que se llaman Derroteros. El poseedor de uno de estos itinerarios misteriosos lo cela y guarda con ahínco, esperando un día tentar la peregrinación preñada de incertidumbres y peligros, pero rica de esperanzas de un hallazgo fabuloso. Hay tres o cuatro de estos en San Juan, siendo el más popular el de las Casas Blancas, en el que después de vencidas dificultades infinitas, a las que solo faltan para ser verdaderos cuentos árabes, espantables dragones y gigantes descomunales que cierren el paso y sea fuerza vencer, ha de encontrarse terminado el ascenso de una elevadísima y escarpada montaña, las suspiradas Casas Blancas, de cuya techumbre cuelgan en pescuezos de guanacos, sacos de oro en pepitas que dizque dejaron allí escondidos los antiguos; habiéndose caído y derramado muchos, dice el derrotero, a causa de haberse podrido el cuero de los susodichos pescuezos. Me figuro a los primeros colonos de San Juan, en corto número en los primeros años, careciendo de todas las comodidades de la vida, bajo un sol abrasador, y establecidos sobre un suelo árido y rebelde, que no da fruto si no se lo arranca el arado, descontentos de su pobre conquista, ellos que habían visto los tesoros acumulados por los Incas, inquietos por ir adelante y descubrir esa tierra inmensa que deja, desde las faldas orientales de los Andes, presumir un horizonte sin límites. Las indicaciones dudosas de algún huarpe, acaso de las minas de Gualilán o de la Carolina, reunían en corrillos a los conquistadores condenados a abrir acequias para regar la tierra con aquellas manos avezadas solo a manejar el mosquete y la lanza. ¡Labradores en América! Valiera más no haber dejado la alegre Andalucía, sus olivares inmensos y sus viñedos. La ubicación de la mayor parte de las ciudades americanas está revelando aquella preocupación dominante de los espíritus. Todas ellas son escalas para facilitar el tránsito a los países del oro; pocas están en las costas en situaciones favorables al comercio. La agricultura se desarrolló bajo el tardo impulso de la necesidad y del desengaño, y los frutos no hallaron salida desde los rincones lejanos de los puertos, donde estaban las ciudades.

III. Los huarpes

Grande y numerosa era sin duda la nación de los huarpes que habitó los valles de Tulún, Mogna, Jachal y las llanuras de Guanacache. La tierra estaba en el momento de la Conquista “muy poblada de naturales” dice la probanza.

El historiador Ovalle que visitó el Cuyo sesenta años después, habla de una gramática y de un libro de oraciones cristianas en el idioma huarpe de que no quedan entre nosotros más vestigios que los nombres citados, y Puyuta nombre de un barrio, y Angaco, Vicuña, Villicun, Guanacache y otros pocos. ¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si solo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes. ¡Ay de vosotros colonos españoles rezagados! Menos tiempo se necesita para que hayáis descendido de provincia confederada a aldea, de aldea a pago, de pago a bosque inhabitado. Teníais ricos antes como Don Pedro Carril, que poseía tierras desde la calle honda hasta el Pie-de-Palo. Ahora son pobres todos. Sabios como el Abate Don Manuel Morales, que escribió la historia de su patria y las observaciones sobre la cordillera y las llanuras de Cuyo; teólogos como Fr. Miguel Albarracín, políticos como Laprida, Presidente del Congreso de Tucumán, gobernantes como Ignacio de la Rosa y Salvador M. del Carril. Hoy no tenéis ya ni escuelas siquiera, y el nivel de la barbarie lo pasean a su altura los mismos que os gobiernan. De la ignorancia general hay otro paso, la pobreza de todos, y ya lo habéis dado. El paso que sigue es la oscuridad y desaparecen enseguida los pueblos sin que se sepa a dónde ni cuándo se fueron.

Los huarpes tenían ciudades. Consérvanse sus ruinas en los valles de la cordillera. Cerca de Calingasta en una llanura espaciosa subsisten más de quinientas casas de forma circular, con atrios hacia el Oriente todas, diseminadas en desorden y figurando en su planta, trompas, de aquellas que nuestros campesinos tocan haciendo vibrar con el dedo una lengüeta de acero. En Zonda, en el cerro Blanco hay las piedras pintadas, vestigios rudos de ensayos en las bellas artes, perfiles de huanacos y otros animales, plantas humanas talladas en la piedra, cual si se hubiese estampado el rastro sobre arcilla blanda. Los médanos y promontorios de tierra suelen dejar escapar de sus flancos pintadas cántaras de barro, llenas de maíz carbonizado que las viejas sirvientes creen que es oro encantado para burlar la codicia de los blancos. Esto no estorba que en la ciudad huarpe de Calingasta se encontrasen dos platos toscos de oro macizo que sirvieron largo tiempo de pasar fuego por lo bonitos, hasta que un pasajero dio un peso por cada uno de ellos, y los vendió después en Santiago a D. Diego Barros, al fiel de la balanza.

Vivían aquellos pueblos de la pesca en las lagunas de Guanacache, en cuyas orillas permanecen aún reunidos y sin mezclarse sus descendientes los Laguneros; y de la siembra del maíz sin duda en Tulún, hoy San Juan, según lo deja sospechar un canal borrado pero discernible aún que sale desde el Albardón, y puede llevar hasta Causete las aguas del río. Últimamente hacia las cordilleras se alimentaban de la caza de las vicuñas que pacen en manadas la gramilla de los faldeos. Hasta hoy se conservan tradicionalmente las leyes y formalidades de la gran cacería nacional que practicaban los huarpes todos los años. Nada se ha alterado en las costumbres huarpes sino la introducción del caballo. “Un corregidor y Capitán General que fue de la provincia de Cuyo, dice el Padre Ovalle, me contó que luego que los indios huarpes reconocen a los venados (vicuñas) se les acercan y van en su seguimiento a pie a un medio trote, llevándoles siempre a una vista, sin dejarles parar ni comer, hasta que dentro de uno o dos días se vienen a cansar y rendir, de manera que con facilidad llegan y los cogen y vuelven cargados con la presa a su casa, donde hacen fiesta con sus familias… haciendo blandos y suaves pellones de los cueros, los cuales son muy calientes y regalados en el invierno”.

En los primeros meses de primavera, cuando las vicuñas se preparan a internarse en las cordilleras, humedecidas y fertilizadas por el agua de los deshielos, córrese la voz en Jachal, Guandacol, Calingasta y demás parajes habitados, señalando el día y el lugar donde ha de hacerse la reunión para la gran cacería de las vicuñas. Los jóvenes y mocetones acuden presurosos, trayendo consigo sus mejores caballos que han estado de antemano preparando, para aquella fiesta en que han de lucirse y quedar mejor pagados en reses muertas la destreza del jinete, lo certero del pulso para lanzar las bolas, y la seguridad y ligereza del caballo. El día designado vense llegar a una espaciosa llanura los grupos de jinetes, los cuales reunidos a caballo, tienen consejo para nombrar el juez de la caza, que lo es el indio más experimentado, y trazar el plan de las operaciones. A su orden se divide su dócil y sumisa comitiva en los grupos que él dispone, los cuales se separan en direcciones diversas, cuáles a cerrar el boquete de una quebrada, cuáles a manguear las manadas de vicuñas hacia la parte del llano donde ha de hacerse la correría. Dos días después los polvos que levantan los fugitivos rebaños indican la aproximación del momento tan deseado. Los cazadores toman distancias y cuatro pares de libes, ligeros cuanto basta para bolear vicuñas, empiezan con gracia y destreza infinita a voltejear a un tiempo en torno de las cabezas de los jinetes. Huyen las vicuñas despavoridas, sueltan a escape los caballos, sin aflojarles la rienda, por temor de las rodadas que son mortales a veces, pero que el gaucho indio evita, aunque cuente de seguro salir parado, por temor de quedarse atrás; y cuando los más bien montados han logrado ponerse a tiro, cuatro pares de bolas parten de una misma mano, ligando unas en pos de otras tantas reses de montería. Otros cuatro pares de bolas reemplazan a la carrera del caballo las que ya fueron empleadas, y el cazador diestro puede asegurar así diez, quince y aun más vicuñas en la correría. Si la provisión de bolas se ha agotado, salta listo a tierra, ultima su presa, desembaraza los libes, y saltando de nuevo sobre el enardecido redomó, se lanza tras la nube de polvo, los gritos de los cazadores y los relinchos de los caballos, hasta lograr si puede tomar posiciones. Suelen ocurrir una o dos desgracias por las caídas; vuelven los cazadores a reunir sus reses, que cada uno reconoce por las bolas que las amarran; y si acaece alguna disputa, lo que es raro pues es inviolable la propiedad de cada uno, el juez de la caza la dirime sin apelación. Vuelven los grupos a dispersarse en dirección a sus pagos; las mujeres aguardan con ansia los cueros de vicuña cuya lana sedosa están viendo ya en ponchos de listas matizadas, sin contar con la sabrosa carne que va a llenar la despensa, cuidado primordial de toda ama de casa. Los chicuelos hacen mil fiestas a un cervatillo de vicuña que cayó el primero en poder de los cazadores, y los alegres mocetones cuentan en interminable historia todos los accidentes de la caza y las rodadas que dieron y las paradas.

Otra costumbre huarpe sobrevive, hija de la antigua y fatigosa caza a pie. Repetiré lo que observó el historiador Ovalle en su tiempo y ahorrarame el lector entendido el trabajo de explicárselo: “No dejaré de decir una singularísima gracia que Dios dio a estos indios, y es un particularísimo instinto para rastrear lo perdido o hurtado. Contaré un caso que pasó en la ciudad de Santiago (Chile) a vista de muchos. Habiendo faltado a cierta persona unos naranjos de su huerta llamó a un huarpe, el cual le llevó de una parte a otra, por esta y la otra calle, torciendo esta esquina, y volviendo a pasar por aquella, hasta que últimamente dio con él en una casa, y hallando la puerta cerrada le dijo: toca y entra, que ahí están tus naranjos. Hízolo así y halló sus naranjos. De estas cosas hacen todos los días muchas de grande admiración, siguiendo con gran seguridad el rastro, ora sea por piedras lisas, ora por yerbas o por el agua”.

¡Ilustre Calíbar! No habéis degenerado un ápice de tus abuelos! El célebre rastreador sanjuanino, después de haber hecho con su ciencia devolver a muchos lo hurtado, y dejado salir de las cárceles los presos, como sucedió con mi primo M. Morales, sin acertar a cortarle el rastro que había prometido no hallar, se ha retirado a morir a Mogna, morada de su tribu, dejando a sus hijos la gloria de su nombre; gloria que ha llegado a Europa, de folletín en revista, copiando el parágrafo del Rastreador de Civilización y Barbarie, dejando Calíbar más duradero recuerdo en Europa que las barbaridades de Facundo, el blanco perverso e indigno de memoria.

¿Habéis visto por ventura unas canastillas de formas variadas que contienen los útiles de costura de nuestras niñas, cerradas de boca a veces a guisa de cabeza de cebolla, o bien abiertas por el contrario como campana, con bordes brillantes y curiosamente rematados, salpicadas de motas de lana de diversos colores? Estas canastillas son restos que aún quedan en las lagunas de la industria de los huarpes. Servíanse en tiempos de Ovalle de ellas, como vasos para beber agua, tan tupido es el tejido de una paja lustrosa, amarilla, y suave que crece a orillas de las Lagunas de Huanacache. ¡Pobres Lagunas, destinadas a servir mejor que las de Venecia a poner en contacto sus lejanas riberas, llevando y trayendo en barquillas de vela latina o en goletas los productos de la industria y los frutos de la tierra! El huarpe todavía hace flotar su balsa de totora, para echar sus redes a las regaladas truchas; el blanco embrutecido por el uso del caballo, desfila por el lado de los lagos con sus mulas, cargadas como las del contrabandista español; y si vais a hablarle de canales y de vapores como en los Estados Unidos, se os ríe, contento de sí mismo y creyendo que vos sois el necio, y ¡él desacordado! Y sin embargo, en Pie-de-Palo está el carbón de piedra, en Mendoza el hierro, y entre ambos extremos mécese la superficie tranquila de las sinuosas Lagunas, que el zabullidor riza con sus patas por desaburrirse. Todo está allí, menos el genio del hombre, menos la inteligencia y la libertad. Los blancos se vuelven huarpes, y es ya grande título para la consideración pública, saber tirar las bolas, llevar chiripá, o rastrear una mula!

La idea que el jesuita Ovalle echaba a rodar, en los reinos españoles, sobre las bendiciones del suelo privilegiado de San Juan, es todavía doscientos años después un clamor sin ecos, un deseo estéril… “no hay duda que si comienza a acudir gente de afuera, aquella tierra será una de las más ricas de las Indias, porque su grande fertilidad y grosedad no necesita de otra cosa que de gente que la labre, y gaste la grande abundancia de sus frutos y cosechas”. ¡Pobre patria mía! ¡Estáis en guerra por el contrario para rechazar a las gentes de afuera que acudieran; y arrojáis además de tu seno, a aquellos de tus hijos que os aconsejan bien!

IV. Los hijos

Jofré

¿De dónde descienden los hombres que vemos brillar en nuestra época, en ministerios, presidencias, cámaras, cátedras y prensa? De la masa de la humanidad. ¿Adónde se encontrarán sus hijos más tarde? En el ancho seno del pueblo. He aquí la primera y la última página de la vida de cada uno de nuestros contemporáneos. Aquellas antiguas castas privilegiadas que atravesaban siglos, contando el número de sus antepasados, aquel hombre inmortal que se llamaba Osuna, Joinville u Orleans, ha desaparecido ya por fortuna. ¡Cuánto ha debido depurarse la masa humana, para arribar a sacar de su seno, los candidatos que han de llamarse Pitt, Washington, Arago, Franklin, Lamartine, Dumas, y ser nobles de su país y aun reyes de la tierra, sin que su elevación haya costado un gemido! Las antiguas familias coloniales han desaparecido en la República Argentina; en Chile se agarran todavía de la tierra y resisten al nivel del olvido, que quiere pasar por ellas.

Luminoso rastro de sus proezas y valimiento había dejado el capitán Juan Jofré en la conquista e historia civil de Chile. En 1556 el cabildo de Santiago, sabedor del plan de un levantamiento general de indios que había urdido Lautaro, ordena a Juan Jofré entrar con treinta soldados a la tierra de los Promaucaes y acudir con sus lanzas dondequiera que el incendio estalle; habiendo el capitán logrado el objeto y dado tiempo a precaverse y prepararse para más decisiva jornada.

Mucha fama y peso debió darle esta proeza, pues que el 9 de Julio del mismo año, decretando el cabildo de Santiago fuese fiesta solemne, como patrón de la capital, nombró Alférez Real a Juan Jofré, con encargo de presentar en el día del Santo el real estandarte en que salieron bordadas de oro las armas de la ciudad, y en su cima las armas del apóstol a caballo; cuya ceremonia quedó desempeñada el 24 del mismo mes, diciendo los Alcaldes desde una ventana al Alférez que estaba en la calle: “Este estandarte entregamos a Vuesa Merced, Señor Alférez de esta ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, en nombre de Dios y de S. M. nuestro rey y señor natural, y de esta ciudad y del cabildo, justicia y regimiento de ella, para que con él sirváis a S. M. todas las veces que se ofreciere; y el dicho capitán Jofré dijo que así lo recibía y prometía de hacerlo y de lo cumplir, y lo recibió a caballo, y se fueron todos juntos con otros caballeros, acompañándolo a la iglesia mayor, a donde oyeron vísperas, y después de acabadas tornaron a cabalgar y anduvieron por las calles de esta ciudad hasta que volvieron a la casa de este capitán a donde se quedó el estandarte. Cuál fuese su influencia y valimiento en los complicados negocios de aquella época puede traslucirse del hecho de que siendo don Juan Jofré Alcalde de Santiago en 1557, recibió orden de convocar el cabildo el 6 de Mayo, ante quien fueron presentados los poderes y despachos de Don García Hurtado de Mendoza, quien después de reconocido en la autoridad de Justicia Mayor, puso en su empleo de Alcalde a Diego Araya, no sin quejas de injusticia hacia Jofré que fue depuesto.

Yo alcancé al último descendiente de Don Juan Jofré fundador de San Juan. Era D. Javier un grueso y ostentoso señor, digno representante en 1820 de su ilustre abuelo. Su casa está contigua al consistorio municipal como es general en las colonias, en que la cárcel y el Gobernador ocupaban el mismo frente de la plaza de armas. La revolución de la Independencia lo halló vivo, y se dieron un abrazo; haciendo él la inauguración solemne de la nueva época, en su salón, espacioso, decorado de molduras de estuco de gusto delicado, obra de arquitectos de mérito que solían penetrar a las colonias, y aun producirse entre los jesuitas. Este salón a que daban solemnidad colgaduras de damasco pendientes de perchas doradas, sirvió de sala para la inauguración de la representación provincial. Sus sillas de nogal y sus sofás de terciopelo carmesí, han servido hasta ahora poco en todas las grandes solemnidades políticas, degradados ya y hechos trizas por la incuria gubernativa. El mismo salón sirve hoy de sala de billar, después de haber sido consagrado a funciones de teatro. Un álamo robusto se alzaba en el límite norte de su espacioso solar, que el hacha de la codicia no habrá respetado quizá. Era el padre de esos millones de álamos que hacen barata y fácil la construcción civil; era el primer emigrante de su especie que se estableció en San Juan. A diez cuadras de la plaza hacia el occidente se levanta una aguja o pirámide, que hoy eleva su punta truncada en medio de un erial desapacible. Dos veces la he visto por las tardes rodeada de dos o tres vacas que iban a buscar abrigo bajo su sombra contra los rigores del sol. La pirámide aquella es la tumba de la revolución, muerta en la infancia; ruina ya a los treinta años de erigida. También señala la propiedad de Don Javier Jofré y su patriotismo. De noche, cuando el aire reseco, tostado, se anda azotando por el rostro que baña sin refrescarlo en el verano, mi madre en 1816 iba con nosotros, niños aún, a pasearse en las alamedas en cuyo centro estaba la pirámide. Partían de allí dos diagonales a los extremos de un cuadrado, flanqueado de lindas alamedas a cuyos pies corrían líneas de lirios blancos y de rosas encarnadas. Cuatro pilastras, a guisa de basamentos de estatuas, señalaban los cuatro ángulos y no sé qué idea confusa recuerdo de laberinto de callejuelas y círculos en varias direcciones. Viénenme aún las ráfagas de aire fresco y perfumado, y diviso grupos de faroles que arrojaban su luz por entre el follaje de los árboles. Construyó la pirámide el ingeniero español Díaz, de que quedan tan chuscos recuerdos en la historia de la guerra de la Independencia y debía conmemorar la expedición del ejército liberador a Chile.

En 1839 uno de los herederos de Don Javier Jofré reclamaba el terreno en que había estado el paseo público, por haber faltado la condición y el objeto con que fue donado, y no encontrando objeción de parte del gobierno, el interesado preguntaba en mi presencia al ministro: ¿Y el Pírame señor?… Quería decirle ¿qué hacemos con aquel monumento?; a lo que el ministro contestaba con una bondad infinita: “En cuanto al pírame, puede Ud. echarlo abajo…!”.

¡Yo lo he oído! Pocos días después escribí en El Zonda un artículo titulado “La Pirámide”, primera vez que las fantásticas ficciones de la imaginación me sirvieron a encubrir la indignación de mi corazón! No la han destruido todavía los bárbaros; se necesita comenzar por la cúspide y no sabrían armar un andamio.

V. Mallea

Las familias españolas venidas posteriormente a establecerse en San Juan se vengaron del fijodalgo Mallea, en los hijos de la india, reina de Angaco. ¡Decíanles mulatos! y yo los he alcanzado luchando todavía contra esta calumnia que se transmitió de padres a hijos. Mi madre, que no sabe que Don Eugenio de Mallea servía a sus expensas, con sus propias armas y caballos, me cuenta que Don Luciano Mallea, a quien decían tío Luciano Mallea, era muy conocedor en genealogías, y sostenía que eran ellos mestizos de pura y noble sangre. Fue aquel viejo el tipo de la colonia española, especie de patriarca pobre y severo, sentencioso en sus palabras, y además poeta, que tenía un adagio o un verso para cada ocurrencia de la vida. Los pueblos que no piensan viven de la tradición moral; y el libro de los Proverbios anda desparramado entre los ancianos. Así decía con tono modulado el viejo Mallea, a los jóvenes novios:


Cásate y tendrás mujer:
Si es bonita que celar,
Si es fea que aborrecer,
Si es rica que obedecer,
Si es pobre a quien mantener.
Cásate y tendrás mujer.
 

Cuando oía palabras descompuestas en boca de persona respetable increpándolo, decía con sorna: “No se ve el moco, sino de donde cuelga”. Lo cual me trae a la memoria el haber visto a un personaje respetable de Chile hacer un gesto de asco al leer en una nota oficial estas palabras: asqueroso, infame, vil. Este no veía el moco sino de donde colgaba.

Otra rama de Mallea se debió establecer en Mendoza, pues el padre de Don Alejo Mallea, hoy Gobernador de aquella provincia, era su descendiente y se llamaba como él Juan Eugenio. En fin, los actuales representantes del Alférez Real entraron en nuestra familia por Doña Angela Salcedo, esposa de Don Domingo Soriano Sarmiento y Don Fermín Mallea, marido de Doña Mercedes. Doña Angela, viuda, me encargó de los negocios de su marido y de la primera educación de su hijo. Una esclava suya alzada la denunció en mi ausencia por unitaria, prueba de ello que tenía en un agujero escondidas unas cuantas talegas de plata. Acudió la policía y el ministro de gobierno a verificar el hecho, y los primeros funcionarios del estado federalizado, atraídos irresistiblemente, seducidos por aquellos pesos fuertes… se llenaron los bolsillos en presencia de la inocente víctima de aquel salteo. Facundo, el ladrón de pueblos, tuvo asco esta vez de los suyos y Benavides quince años después ha pagado parte del robo, por un movimiento de pudor que le honra.

Don Fermín Mallea, a quien aludo en mis Viajes con motivo de las ruinas de Pompeya, tuvo el fin más desdichado. Su muerte acaecida en 1848, la deben los tribunales de justicia, y un día han de pagarla en la ignominia de sus hijos, los jueces, escribanos, partidores que fueron de ello causa. En ellos, en la común ignorancia, en la torpeza de los jueces, en las pasiones desenfrenadas que azuza en lugar de contener un sistema de iniquidad que trae escrito ya en la frente el crimen, encabezando todos sus actos con el sacramental ¡MUERAN!…; que al lanzar el decreto deja escapar como la baba del leproso, la injuria salvaje, inmundo, malvado. ¡Ah! ¡La pagaréis en vuestros hijos, pueblos inmorales, víctimas degradadas que os hacéis cómplices del vicio que desciende de lo alto! Era mi tío Fermín de carácter áspero y de condición dura. Harto me lo hizo sentir en mi juventud; pero estas genialidades no alcanzaban a empañar algunas dotes de corazón, muy laudables. Creó a su lado un dependiente, Oro de apellido, que era la dulzura por excelencia y tan honrado y laborioso, que Mallea en recompensa hubo de asociarlo en su negocio de tienda que ambos a dos manejaban. Discurrieron los años, los negocios marchaban, Mallea distraía fondos para sus necesidades, y jamás una sola nubecilla turbó la armonía que resultaba de la extrema oposición de sus caracteres. Un día hubieron de balancear el negocio y resultó que todo él pertenecía por cuenta de utilidades al dependiente. Mallea se mesaba los cabellos, echaba pestes y negaba la evidencia; pero las cifras estaban ahí, matadoras, inflexibles. Él había sacado en diez años tanto y el joven no había tocado nada. Y aquí de la tenacidad de Mallea. Del balance se pasó al contador, del contador a los jueces y a los escritos, y de allí a la exasperación, las alcaldadas y el pleito interminable. La naturaleza suave y amorosa de Oro no pudo resistir a tan dura prueba. Amaba entrañablemente a Mallea, y aquella tierna planta empezó a doblarse sobre su tallo marchito; a la hipocondría del ánimo se sucedió la postración física, y a la enfermedad, la muerte; porque el triste murió de pena, de ver la injusticia que le hacía su patrón y protector. Los médicos abrieron su cadáver y aseguran que le hallaron el corazón seco!

Mallea en tanto que agitaba aquel malhadado pleito un mes antes de la muerte del joven, había dejado de salir a la calle; hablaba a cuantos veía de su negocio, y a cada momento se le sorprendía abstraído, sacando una cuenta, cuyos números figuraba con el dedo en el aire. Los feudos y reyertas en las ciudades de provincia son, como todos saben, asuntos que glosan todas las mañanas los corrillos de comadres; y bajo aquel sistema de gobierno, donde no hay vida pública, donde es bueno callarse sobre todo, las cuestiones domésticas ocupan la atención pública y llenan en lugar de periódicos, debates, partidos, proyectos, noticias y leyes, los ocios de las personas más graves. La muerte del joven Oro conmovió hasta los cimientos la ciudad entera. Larga procesión de vecinos condolidos acompañaba al panteón el fúnebre carro, cuando cruje el rodado, rómpese, y es fuerza descender el féretro en la puerta misma del infortunado Mallea, que estaba a la sazón sacando afanado aquella fatal cuenta que lo traía confundido. La maledicencia se decía por lo bajo, con ojos espantados, “¡castigo de Dios!” mientras que los jueces que habían con su inepcia traído este desenlace de una cuestión de cifras, que no habían sabido aclarar en seis años, echaban plantas también de creer que hay una Providencia que castiga las malas acciones. ¡Ya se ve, el crimen allí no es crimen si lo comete el funcionario! El último resto de razón abandonó desde entonces a Mallea, y llorando día y noche, y borrajeando papel sin tregua, se fue desfigurando, carcomido por la duda, sacando su cuenta siempre por aclararla, aullando cuando el llanto de sus ojos se había agotado, hasta que expiró después de un suplicio de muchos años, que hacían más agudo el amor y la estimación que conservaba por el joven que había mirado como hijo, y su propia honradez; pues que en todo este triste negocio, no hubo más que terquedad de carácter, y pasiones desbordadas, que no supo ni quiso refrenar la injusticia e ineptitud de los jueces.

VI. Los Sayavedras

En el barrio de Puyuta había antes un antiguo pino, cuyo tronco sirve de sostén del presbiterio en la Iglesia de los Desamparados, el único edificio público construido en estos tiempos de barbarie, y un modelo de ignorancia de las reglas de la arquitectura, que un día será visitado con asombro por generaciones más ilustradas. Conocí a los dos últimos descendientes del soldado de este apellido; fue el uno sentenciado a muerte por asesinato. El otro llamado el indio Saavedra, de talla gigantesca, de alma torva, fue bandido de profesión en Mendoza y San Juan, y llamado por su fama de desalmado al servicio de la Federación en 1839, cuando el desembarco de Lavalle. Hubo de lancearme el 18 de Noviembre de 1840 en la plaza apellidándome salvaje, y fue seis años después ajusticiado por crimen de asesinato. Así las cualidades guerreras de los abuelos degeneran en vandalismo cuando las sociedades decaen y se degradan. ¡Ay de los hijos que se están educando en la escuela de los mueras, y de la violencia!

VII. Los albarracines

A mediados del siglo XII un Jeque sarraceno Al Ben Razin conquistó y dio nombre a una ciudad y a una familia que después fue cristiana. M. Beauvais, el célebre sericicultor francés, ignorando mi apellido materno y sin haberme visto con el bornoz, me hacía notar que tenía la fisonomía completamente árabe; y como le observase que los Albarracines tenían en despecho del apellido los ojos verdes o azules, replicaba en abono de su idea que en la larga serie de retratos de los Montmorency, aparecía cada cuatro o cinco generaciones el tipo normal de la familia. En Argel me ha sorprendido la semejanza de fisonomía del gaucho argentino y del árabe, y mi Chauss me lisonjeaba diciéndome que al verme, todos me tomarían por un creyente. Mentele mi apellido materno que sonó grato a mis oídos, por cuanto era común entre ellos este nombre de familia; y digo la verdad que me halaga y sonríe esta genealogía que me hace presunto deudo de Mahoma. Sea de ello lo que fuere, los viejos Albarracines de San Juan tenían en tan alta estima su alcurnia, que para ellos el hijo del Alba habría sido a su lado, cuando más, un cualquiera. Una tía mía cuasi mendiga solía llegar a casa desde sus tierras de Angaco, coronando, sobre un rocín mal entrazado y huesoso, unas grandes alforjas atestadas de legumbres y pollos, echando pestes contra Don Fulano de tal, que no la había saludado, porque ella era pobre! Y entonces se seguía la reseña de los cuatro abuelengos del infeliz que no escapaba a la segunda o tercera generación de ser mulato por un lado y zambo por el otro, y además excomulgado. Yo he encontrado a los Albarracines, sin embargo, en el borde del osario común de la muchedumbre oscura y miserable. A más de aquella tía había otro de sus hermanos imbécil que ella mantenía; mi tío Francisco ganaba su vida curando caballos, esto es, ejerciendo la veterinaria sin saberlo, como M. Jourdain escribía prosa sin haberlo sospechado. De los otros once hermanos y hermanas de mi madre, varios de sus hijos andan ya de poncho con el pie en el suelo, ganando de peones real y medio al día.

Y sin embargo esta familia ha ocupado un lugar distinguido durante la colonia española, y de su seno han salido altos y claros varones que han honrado las letras en los claustros, en la tribuna, en los congresos, y llevado las borlas del doctor o la mitra. Distínguense los Albarracines aún entre la plebe por los ojos verdes o celestes como antes dije, y la nariz prominente, afilada y aguda sin ser aquilina. Tienen la fama de transmitir de generación en generación aptitudes intelectuales que parecen orgánicas, y de que han dado muestra cuatro o cinco generaciones de frailes dominicos, padres presentados y que terminan con F. Justo de Santa María, Obispo de Cuyo. Los jefes de esta familia fundaron el Convento de Santo Domingo en San Juan, y hasta hoy se conserva en ella el patronato y la fiesta del Santo, que todos hemos sido habituados a llamar, Nuestro Padre. Hay un Domingo en cada una de las ramas en que se subdivide, como hubieron siempre dos y aún tres frailes dominicos Albarracines a un tiempo. Fuelo un hermano de mi madre, secularizado Don Juan Pascual, cura de la Concepción, excelente teólogo, y empecinado unitario, y hasta la clausura del Convento en 1825 se halló entre sus coristas un representante de la familia patrona de la orden. Sábese que en aquella edad media de la colonización de la América, las letras estaban asiladas en los conventos, siendo una capucha de fraile signo reconocido de sapiencia, talismán que servía a preservar acaso el cerebro contra todo pensamiento herético. No celó del todo, no obstante al del célebre Fray Miguel Albarracín, cuya gloriosa memoria se ha conservado hasta hoy como la gala y alarde del convento. Hay raras manías que aquejan el espíritu humano en épocas dadas; curiosidades del pensamiento que vienen no se sabe por qué, como si en los hechos presentes estuviese indicada la necesidad de satisfacerlas. A la piedra filosofal que produjo en Europa la química, se sucedió en América la cuestión famosa del milenario, en que todo un San Vicente Ferrer había quedado chasqueado. Sobre el milenario han escrito varios, haciéndose notar Lacunza, chileno cuya obra se publicó en Londres no ha muchos tiempos. Mucho antes que él había ensayado su sagacidad en resolver tan arduo problema, el docto Fray Miguel, de quien es tradición conventual que tenía ciencia infusa, tanto era su saber. El infolio que escribió sobre la materia fue examinado por la Inquisición de Lima, el autor citado ante el Santo Oficio, acusado de herejía; y con ansiedad de sus cofrades fue a aquella remota corte a responder a tan temible cargo. Era la Inquisición de Lima un fantasma de terror que había mandado la España a América, para intimidar a los extranjeros, únicos herejes que temía; y a falta de judaizantes, y heretizantes la Inquisición cebaba de cuando en cuando alguna vieja beata que se pretendía en santa comunicación con la virgen María por el intermedio de ángeles y serafines, o alguna otra menos delicada que prefería entenderse con el ángel caído. La Inquisición se hacía la desentendida por largo tiempo, jugaba a la gata muerta; y cuando la fama de santidad o de endiablamiento estaba madura, caía sobre la infeliz ilusa, traíala al Santo Tribunal y después de largo y erudito proceso, hacía de su flaco cuerpo agradable y vivaz pábulo de las llamas, con grande contentamiento de las comunidades, empleados y alto clero que por millares asistían a la ceremonia. Existen en Lima varios procesos de Autos de fe, entre ellos uno muy notable contra Angela Carranza, natural de la ciudad de Córdoba del Tucumán, quien pasó a la ciudad de Lima por los años de 1665 y empezó a adquirir fama de santidad y de favorecida del cielo. Diose a escribir sus revelaciones ocho años más tarde, diciéndose asistida e inspirada por los Doctores de la Iglesia. Estos escritos llegaron a componer más de 7.500 hojas, en forma de diario hasta el mes de diciembre de 1688, época en que cayeron en poder del Santo Oficio de Lima, el cual los calificó de heréticos y blasfemos. Encerrada en las cárceles de la Inquisición el 21 de Diciembre de 1668 entablaron contra ella un proceso que duró por espacio de seis años, resultando condenada a “salir en auto de fe público en forma de penitente con vela verde, soga a la garganta y a estar encerrada en un monasterio por espacio de cuatro años”. La ejecución de esta sentencia tuvo lugar a 20 de Diciembre de 1693, como consta de una relación publicada en Lima por la imprenta real el año 1695. El nombre de esta mujer se conserva aún en todos los pueblos del Perú, y la dicha descripción del auto de fe, en que se habla de ella, es uno de los libros más raros de cuantos se han impreso en Lima.

El gran delito de esta beata fue prendarse de un amor místico muy subido de dos personajes pacíficos de nuestra historia cristiana, Santa Ana y San Joaquín a quienes describe con todos sus pormenores. Era nuestra señora Santa Ana “muy hermosa, algo metida en carnes, befa de labios, las manos muy blancas. Y San Joaquín de facciones toscas y nariz grande aunque viejo no inspiraba asco a su esposa porque era aseado y se vestía bien.

“Del preñado de la señora Santa Ana nacieron Cristo y María pero Cristo como cabeza de María, y cuando Cristo nació de la señora Santa Ana alimentó con su leche a la Virgen Santísima, Jesucristo también la mamaba, y de los pechos de Santa Ana solamente mamaron Cristo y María; pero quien primero mamó fue Jesucristo”.

Después de las beatas venían los extranjeros, de los cuales, entre otros hay un Juan Salado, francés, que fue quemado sin otra causa racional que la novedad de ser francés, rara avis entonces en las colonias y objeto de odio para los pueblos españoles. Pero como sucede siempre con todos los poderes absolutos e inicuos, en Lima entre las víctimas de la Inquisición cayó una vez un deudo de San Ignacio de Loyola, quien acusado de judío judaizante por sus criados que querían robarle, murió en la prisión, y el Santo Tribunal le hizo enterrar secretamente. Andando el tiempo, empero, hubo de morir uno de los criados, y declaró en artículo de muerte su villanía, y la Inquisición se propuso reparar el daño con el cadáver que se hizo exhumar al efecto. De las costumbres horriblemente pueriles de aquella época, podrá formarse idea por los extractos de la sentencia absolutoria que sigue: Don Juan de Loyola Haro de Molina, natural de la ciudad de Ica donde obtuvo los honrosos empleos de Maestre de Campo del batallón y varias veces el de Alcalde ordinario, siendo de primer voto en su Ilustre Cabildo y regimiento, de poco más de 60 años de edad, de estado soltero, que preso por este Santo Oficio, murió. Salió al auto en estatua y estando en forma de inocente con palma en las manos y vestido de blanco se le leyó su sentencia absolutoria, dándole por libre de los delitos de herejía y judaísmo, que por maliciosa conspiración y falsa calumnia se le imputaron. Restituido, pues, al buen nombre, opinión y fama que antes de su prisión gozaba, se mandó saliese en el acompañamiento entre dos sujetos distinguidos, que el Santo Tribunal señaló para que le apadrinasen en la procesión de reos; y que al tiempo de alistarse la función en la iglesia, se colocase la estatua en medio de los más calificados del concurso; y levantándose cualesquiera secuestros y embargos hechos en sus fincas y bienes, se entregasen del todo, según el inventario que de ellos se hizo cuando se secuestraron y que si sus hermanos, sobrinos y parientes quisiesen pasear la estatua por las calles públicas y acostumbradas, en un caballo blanco hermosamente enjaezado, lo ejecutasen el día siguiente al auto, en que los ministros del Santo Tribunal habiendo de hacer cumplir la pena de azotes que se impuso a cada reo y que en atención a haberse de orden del Santo Tribunal sepultado secretamente su cadáver en una capilla de la iglesia de Santa María Magdalena, Recolección de Santo Domingo, pudiesen exhumarlo para hacerle públicas exequias, trasladándole al lugar que por su última voluntad señaló por su entierro; y que a sus hermanos y parientes se despachasen testimonios de este hecho, para que en ningún tiempo la padecida calumnia les sea embarazo a obtener los más sobresalientes empleos, así políticos como cargos del Santo Oficio, honrándoles el Tribunal con las gracias que juzgare proporcionadas para comprobar la inocencia del expresado Don Juan de Loyola, difunto. Fueron sus padrinos Don Fermín de Carbajal, Conde del Castillejo y Don Diego de Hesles Campero, Brigadier de los reales ejércitos de S. M. y Secretario de Cámara del Excmo. Sr. Conde de Super Unda, Virrey de Lima.

Describiendo un autor limeño esta rara rehabilitación, dice: En la procesión del Santo Oficio desde su casa hasta Santo Domingo […] “dos lacayos vestidos de costosa librea, cargaban una estatua, que trayendo al pecho un rótulo, grabado en una lámina de plata de delicado buril, expresaba el nombre y apellido del inocente Don S. de L. —que falsamente calumniado de los abominables delitos de hereje y judío judaizante, murió por los años de 745 preso por este Santo Tribunal aunque poco antes de su fallecimiento ya había empezado a descubrirse la inicua conspiración de los falsos calumniantes. Era el vestido que llevaba de lana blanca, color que simboliza su inocencia, guarnecido de finísimos sobrepuestos de oro de Milán con botonaduras de diamantes, y salpicado de varias joyas de cuantioso precio, que hermoseaban toda la tela. En la una mano traía la palma, insignia de su triunfo, y en la otra su bastón de puño de oro con riquísima pedrería, por haber obtenido en la ciudad de Ica de donde era nativo (siendo originario de la ilustrísima casa de Loyola en el lugar de Azpeitia de la provincia de Guipúzcoa) los honores y distinguidos cargos de Maestre de Campo de la Caballería, varias veces el de Alcalde ordinario”.

Así el verdugo de la pobre Confederación, cuando ya no encuentra algún salvaje unitario que entregar al Santo Oficio de la Mazorca, coge una Camila O’Gorman, un niño de vientre y un cura en pecado, para hacerlos matar como a perros a fin de refrescar de cuando en cuando el terror adormecido por la abyecta sumisión de los pueblos envilecidos. El despotismo brutal nunca ha inventado nada de nuevo. Rosas es el discípulo del D. Francia y de Artigas en sus atrocidades, y el heredero de la Inquisición española en su persecución a los hombres de saber y a los extranjeros. Los tres han embrutecido el Paraguay, la España y la República Argentina, dejándoles en herencia la nulidad y la vergüenza para años y siglos. La Bruyére, el moralista francés, escribía ahora cerca de un siglo: “No se necesita ni arte ni ciencia para ejercer la tiranía y la política que no consiste más que en derramar sangre es por demás limitada, y sin refinamiento: ella inspira matar a aquellos cuya vida es un obstáculo a nuestra ambición; y un hombre que ha nacido cruel, hace eso sin dificultad. Es esta la manera más horrible y más grosera de sostenerse o de elevarse”.

¿Qué más podremos ahora decir de Rosas, pobre remendón de viejo, con algunas brutalidades de su propia invención? La cinta colorada mandola usar Tiberio en su retrato y ahora dos mil años eran en Roma azotados los ciudadanos en las calles, cuando no llevaban en su pecho la efigie del emperador, según nos lo refiere Tácito. La Inquisición tenía sus frases de proscripción, herejes judaizantes como el salvajes unitarios de ahora; y tan inenarrable es la filiación de estas ideas que el Coronel Ramírez me ha llamado judío para adular al inquisidor argentino. ¡Pobres españoles!

Vuelvo a Fr. Miguel Albarracín. Ante aquel tribunal debía presentarse el docto Fr. Miguel Albarracín y justificar osadas doctrinas que sobre el Milenario había emitido. Afortunadamente era, dicen, elocuente el fraile como un Cicerón, cuyo idioma poseía sin rival, profundo como un Tomás, sutil como un Scott y Dios mediando y a lo que yo creo, no entendiendo ni él ni la Inquisición jota de todo aquel fárrago de conjeturas sobre una profecía que anuncia un cambio en los destinos del mundo, salió victorioso de la lucha, maravillando a sus jueces, por instituto dominicos también, con aquellos tesoros de la escolástica argucia de que hizo ostentación y alarde. Lo que es digno de notarse es que pocos años después de producidos los Milenarios, apareció la revolución de la Independencia de la América del Sur, como si aquella comezón teológica hubiese sido solo barruntos de la próxima conmoción.

Mi tío Fray Pascual, viéndome niño entendido y ansioso de saber, me explicaba la obra de Lacunza, diciéndome con orgullo indignado: estudia este libro, que esta es la obra del grande Fray Miguel mi tío y no de Lacunza, que le robó el nombre sacando el manuscrito de los archivos de la Inquisición donde quedó depositado; y me mostraba entonces la alusión que Lacunza hace de una obra sobre el Milenario de autor americano que no osó citar. Después he creído que la vanidad de familia hacía injusto a mi tío con el pobre Lacunza.

El maese de campo Don Bernardino Albarracín venía, dicen, de Esteco, la ciudad sumergida en cuyos alrededores poseía la familia centenares de leguas de una donación real y que heredó más tarde una señora Balmaceda; apellido extinto hoy que ha dejado el nombre de un puente y dado por la línea materna un Gobernador a San Juan. El hijo del maese de campo, Don Cornelio, casó con hija de Don José de la Cruz Irarrázabal, oriundo de Santiago de Chile, familia extinta allá también, que ha dejado el templo de Santa Lucía, fundado y rentado por la munificencia de doña Antonia Irarrázabal, y la fiesta del Dulce Nombre de María, cuyo patronato se conserva en una rama de nuestra familia. Las casas del Dulce Nombre, degradadas hoy a fuerza de servir de cuarteles a las tropas, a causa de su extensión, sirvieron de habitación suntuosa a la rica y poderosa Doña Antonia, a quien no teniendo hijos, iban sucesivamente a acompañar mi madre u otras de sus sobrinas. Hay pormenores tan curiosos de la vida colonial que no puedo prescindir de referirlos. Servían a la familia bandadas de negros esclavos de ambos sexos. En la dorada alcoba de Doña Antonia, dormían dos esclavas jóvenes para velarla el sueño. A la hora de comer, una orquesta de violines y arpas, compuesta de seis esclavos, tocaba sonatas para alegrar el festín de sus amos; y en la noche dos esclavas después de haber entibiado la cama con calentadores de plata y perfumado las habitaciones, procedían a desnudar al ama de los ricos faldellines de brocado, damasco o melania que usaba dentro de casa, calzando su cuco pie media de seda acuchillada de colores, que por canastadas enviaba a repasar a casa de sus parientes menos afortunadas; que en los grandes días las telas preciosas recamadas de oro que hoy se conservan en casullas en Santa Lucía daban realce a su persona, que entre nubes de encaje de holanda, abrillantaban aún más zarcillos enormes de topacios, gargantillas de coral y el rosario de venturinas, piedras preciosas de color café entremezcladas de oro y que divididas de diez en diez por limones de oro torneados en espiral y grandes como huevos de gallina, iba a rematar cerca de las rodillas en una grande cruz de palo tocado en los Santos Lugares de Jerusalén y engastada en oro e incrustada de diamantes. Aún quedan en las antiguas testamentarías ricos vestidos y adornos de aquella época que asombran a los pobres habitantes de hoy y dejan sospechar a los entendidos que ha habido una degeneración. Montaba a caballo con frecuencia, precedida y seguida de esclavos para dar una vista por sus viñas, cuyos viejos troncos vense aún en las capellanías de Santa Lucía. Una o dos veces al año tenía lugar en la casa una rara faena. Cerrábanse las gruesas puertas de la calle, claveteadas de enormes clavos de bronce, y poníanse en incomunicación ambos patios, para apartar a la familia menuda. Entonces cuéntame mi madre que la negra Rosa, ladina y curiosa como un mico, la decía en novedoso cuchicheo: “¡Hoy hay asoleo!”. Aplicando con tiento enseguida una escalera de mano a una ventanilla que daba hacia el patio, la astuta esclava alzaba a mi madre aún chicuela, cuidando que no asomase mucho la cabeza, para atisbar lo que en el gran patio pasaba. Cuan grande es, me cuenta mi madre que es la veracidad encarnada, estaba cubierto de cueros en que tendían al sol en gruesa capa, pesos fuertes ennegrecidos, para despejarlos del moho; y dos negros viejos que eran los depositarios del tesoro, andaban de cuero en cuero removiendo con tiento el sonoro grano. ¡Costumbres patriarcales de aquellos tiempos en que la esclavitud no envilecía las buenas cualidades del fiel negro! Yo he conocido a tío Agustín y a otro negro Antonio, maestro albañil, pertenecientes a la testamentaría de Don Pedro Carril, el último ricohombre de San Juan, que guardaban hasta 1840 dos tejos de oro y algunas pocas talegas. Fue la manía de los colonos atesorar peso sobre peso y envanecerse de ello. Aún se habla en San Juan de entierros de plata de los antiguos, tradición popular que recuerda la pasada riqueza, y no hace tres años que se ha excavado la bodega y patios de la viña de Rufino en busca de los miles que ha debido dejar y no se encontraron a su muerte. ¡Qué se han hecho, oh colonos, aquellas riquezas de vuestros abuelos! ¡Y vosotros, gobernadores federales, militares verdugos de pueblos, podríais reunir estrujando, torturando a toda una ciudad, la suma de pesos que ahora sesenta años no más encerraba el solo patio de Doña Antonia Irarrázabal!

Yo me he asombrado en los Estados Unidos al ver en cada aldea de mil almas uno o dos bancos, y saber que existen por todas partes propietarios millonarios. En San Juan no ha quedado una fortuna en veinte años de federación: Carriles, Rosas, Rojos, Oro, Rufinos, Jofré, Limas y tantas otras familias poderosas yacen en la miseria y descienden de día en día a la chusma desvalida. Las colonias españolas tenían su manera de ser y lo pasaban bien, bajo la blanda tutela del rey; pero vosotros habéis inventado reyes con largas espuelas nazarenas y, apenas desmontados de los potros que domaban en las estancias, creyendo que el más negado es el que mejor gobierna… La riqueza de los pueblos modernos es hija solo de la inteligencia cultivada. Foméntanla caminos de hierro, vapores, máquinas, fruto de la ciencia: danla vida, la libertad de todos, el movimiento libre, los correos, los telégrafos, los diarios, la discusión, la libertad en fin. ¡Bárbaros! Os estáis suicidando, dentro de diez años vuestros hijos serán mendigos o salteadores de caminos. Ved la Inglaterra, la Francia, los Estados Unidos, donde no hay Restaurador de las leyes, ni estúpido héroe del desierto armado de un látigo, de un puñal y de una banda de miserables para gritar y hacer efectivo el mueran los salvajes unitarios; es decir los que ya no existen y entre quienes se contaron tantos ilustres argentinos! ¿Habéis oído resonar en el mundo otros nombres que los de Cobden, el sabio reformador inglés, o el de Lamartine el poeta, o los de Thiers y Guizot historiadores, y siempre por todas partes, en la tribuna, en los congresos, en el gobierno sabios y no labriegos o pastores rudos como los que vosotros habéis armado del poder absoluto para vuestro daño?

VIII. Los Oros

Casose Doña Elena Albarracín con Don Miguel de Oro, hijo, según tradición de la familia, del capitán Don José de Oro que vino a la conquista después de terminadas las guerras del Gran Capitán en Italia. Llevole en dote bienes de fortuna y el patronato de Santo Domingo que se conserva aún entre sus descendientes; y si dos generaciones no habían desmentido la reputación de sesudos que traía la sangre Albarracín, por la línea de Don Miguel vínoles a sus hijos una imaginación ardiente, caracteres osados y tal actividad de espíritu y de acción que hasta las mujeres de aquella casa se distinguen por cualidades notabilísimas en que el conato de la ambición y la sed de gloria corren parejas. Tenía Don Miguel un hermano clérigo loco, está loca hoy una de sus hijas, monja y el presbítero Don José de Oro, mi maestro y mentor tenía tales rarezas de carácter que a veces por disculpar sus actos, se achacaba a la locura de familia, las extravagancias de su juventud. Capellán del número 11 del ejército de los Andes, jinete como el primero, compañero de camorras y locuras del célebre Juan Apóstol Martínez, no estorbándole la sotana por llevar el uniforme de su batallón y el sable largo de la época, tenía desenfado bastante para atravesar su caballo con una real moza en ancas, a la puerta de un baile, y desnudar su alfanje y chirlear al más pintado, si tenía la rara ocurrencia de hallárselo a mal. Compañeros suyos de francachela me han asegurado que había en esto más malicia y travesura que verdadero libertinaje.

Lígase mi infancia a la casa de los Oro por todos los vínculos que constituyen al niño miembro adoptivo de una familia. Era mi madrina y esposa de Don Ignacio Sarmiento, la matrona Doña Paula, blanda de carácter como un paloma, grave y afectuosa a la par como una reina, y un tipo de la perfección de la madre de familia entre nosotros. Don José el presbítero llevome de la escuela a su lado, enseñome el latín, acompañele en su destierro en San Luis, y tanto nos amábamos maestro y discípulo, tantos coloquios tuvimos, él hablando y escuchándole yo con ahínco, que a hacer de ellos uno solo, reputo que daría un discurso que necesitaría dos años para ser pronunciado. Mi inteligencia se amoldó bajo la impresión de la suya y a él debo los instintos por la vida pública, mi amor a la libertad y a la patria, y mi consagración al estudio de las cosas de mi país, de que nunca pudieron distraerme ni la pobreza, ni el destierro, ni la ausencia de largos años. Salí de sus manos con la razón formada a los quince años, valentón como él, insolente contra los mandatarios absolutos, caballeresco y vanidoso, honrado como un ángel, con nociones sobre muchas cosas y recargado de hechos, de recuerdos y de historias de lo pasado y de lo entonces presente, que me han habilitado después para tomar con facilidad el hilo y el espíritu de los acontecimientos, apasionarme por lo bueno, hablar y escribir duro y recio, sin que la prensa periódica me hallase desprovisto de fondos para el despilfarro de ideas y pensamientos que reclama. Salvo la vivacidad turbulenta de su juventud, que yo fui siempre taimado y pacato, su alma entera transmigró a la mía, y en San Juan mi familia al verme abandonarme a raptos de entusiasmo decía: ahí está Don José Oro hablando; pues hasta sus modales y las inflexiones de voz alta y sonora se me habían pegado. Creílo durante el tiempo que vivimos juntos un santo y me huelgo de ello, que así pudo transmitirme sus sabios consejos, sin que embotara su eficacia la duda que trae el ejemplo contrario. De hombre barbado y por la voz pública supe de otros su historia. Era insigne domador, de apostárselas a Don Juan Manuel Rosas, y a la fiesta del Acequion descendía de las montañas donde tenía su hacienda de ganados de los Sombreros, cabalgando un potro, garantidas sus piernas por espesos guardamontes que le permitían salvar barrancos y esteros y arremeter con los altos y tupidos espinos que embarazan el tránsito en nuestros campos. La energía de su físico le acompañaba hasta la vejez, y una vez le vi coger a un español cuadrado y hacerle rodar diez varas por el suelo. Era valiente y se preciaba de serlo, gustaba de las armas y una chapa de pistolas adornaba siempre la cabecera de su silla. Vestía de paisano con chaqueta y no rezaba el breviario por concesión especial del Papa. Gustaba con pasión de bailar y él y yo hemos fandangueado todos los domingos de un año enredándonos en pericones y contradanzas en San Francisco del Monte en la sierra de San Luis, en cuya capilla estando él de Cura reunía por las noches después de la plática de la tarde, las guacitas blancas o morenas, que las hay de todo pelaje y lindas como unas Dianas, para domesticarlas un poco, porque ningún pensamiento deshonesto se mezcló nunca a estos recreos inocentes. No digo que no hiciese de las suyas cuando joven, que eso no me atañe. Tenía un profundo enojo con la sociedad, de que huía, no viéndosele en la ciudad sino en la fiesta de Santo Domingo o en el púlpito. Díjome una vez que llevaba predicados setenta y seis sermones hasta 1824; y como yo le escribí tres o cuatro de ellos, puedo hablar de su oratoria concisa, llena de sensatez y de ideas elevadas, expresadas en lenguaje fresco y sin aquel aparato de palabras latinas y citas abibliadas. Señores, decía al comenzar su sermón, dirigiéndose al público desde el fondo del púlpito donde permanecía inmóvil, cruzados los brazos sobre el pecho para evitar el manoteo de ceremonial; y pronunciaba su oración en tono de conversación, parecido al sistema que Mr. Thiers ha introducido con tanto brillo en la Cámara francesa… Una vez, dictándome un sermón de San Ramón, recordó una escena de infancia en que había sido aplastado por una tapia y sido necesario desmoronarla sobre sus hombros, a golpes de azadón para desembarazarlo. Salváronlo los huesos de hierro en que estaba armado su cuerpo, colocado de bruces sobre pies y manos, y la intercesión de San Ramón a quien invocaba llorando su madre, sobre cuyo corazón resonaba cada golpe de azada, temiendo que le reventaran el hijo de sus entrañas, mientras que el fornido travieso gritaba desde abajo: “Den no más que todavía aguanto”. Hacía alusión a este milagro del santo y el llanto de la gratitud empezó a humedecer su voz, a medida que me iba dictando; anublábanseme a mí los ojos, y caían sobre el papel gruesas lágrimas que echaban a perder lo escrito e impedían continuar, hasta que soltando él el llanto de recio, pude yo desahogarme y oyéndome él, me llamó con sus brazos, y lloramos y sollozamos juntos largo rato, hasta que me dijo, dejémoslo para mañana… ¡somos unos niños!

La manera de transmitirme las ideas habría hecho honor a los más grandes maestros. Llevábamos un cuaderno, con el título de Diálogo entre un ciudadano y un campesino que siento haber perdido no hace mucho tiempo. Era yo el ciudadano y sabiendo la gramática castellana y comparando con ella la latina, me iba enseñando las diferencias. Declinaciones distintas a las de Nebrija servían de tema, y al estudio de las leyes de la conjugación se seguía el de los verbos regulares formados por mí sobre las radicales. De mis preguntas y de sus respuestas íbase de día en día engrosando el diario, y a poco y siempre estudiando los rudimentos, empecé a traducir en lugar de Ovidio y Cornelio Nepote, un libro de geografía de los jesuitas. Dábale lección casi siempre a la sombra de unos olivos y más que del latín me aficionaba a la historia de los pueblos que animaba con digresiones sobre la tela geográfica de la traducción. Así olvidé y volví a estudiar varias veces el latín, pero desde niño fue mi estudio favorito la geografía. Pasábamos en pláticas variadas el tiempo y de ellas algún dato útil se quedaba siempre asentado en su memoria. Todos los accidentes de la vida suministraban asidero a alguna observación, y yo sentía de día en día que el horizonte se me agrandaba visiblemente. Una vez me dijo: pásame tal libro de sobre la cómoda. Al tomarlo hube de remover el mueble y un crucifijo de bella escultura que había en ella se estremeció escurriéndose la corona de cordel entretejido sobre el cabello de madera hasta detenerse sobre los hombros. —¿Qué le ha sucedido al Señor?—, me preguntó con tono blando —Es que yo fui a tomar el libro y la cómoda… —No importa—, me replicó, —explícame lo que le ha sucedido y por qué—. Hícelo en efecto y añadió: en Chile sucedió en un temblor lo mismo que tú has visto; y me contó la historia del Señor de Mayo, con comentarios que al vulgo de los creyentes habrían parecido impíos, citándome las disposiciones del concilio de Trento sobre imágenes innobles y sobre la autenticidad de los milagros y los requisitos legales, diré así, para estar en el deber de darles crédito. No hace muchos años que dando cuenta de una pieza de teatro, añadí sin saberlo, qué sé yo que frase en que entraba la monja Zañartu. Grande alboroto en Santiago; gruesas y gordas injurias me llovieron sobre la calumnia y hasta un personaje de la Iglesia metió su cucharada contra el escándalo. ¿De dónde diablos, me decía yo a mí mismo confundido, he sacado yo este maldito cuento? Era, según pude recordarlo, historia que me había contado mi tío José, pero que yo creía basada en autoridad de cosa juzgada y de ahora cien años. Guárdeme mi explicación para mí mismo, mandando de retirada algunas merecidas andanadas a mis adversarios.

Cuidábase Don José de espulgar mi tierno espíritu de toda preocupación dañina, y las candelillas, los duendes y las ánimas desaparecieron después de largas dudas y aun resistencias de mi parte. Estábamos una noche solos ambos en nuestra solitaria habitación de San Francisco del Monte y había velándose en la vecina iglesia el cadáver de una mujer hidrópica. Anda, Domingo, me dijo, y tráeme de la sacristía el misal que necesito ver un speibus que hay, contra lo que dice Nebrija. Tenía yo que entrar por la puerta de la iglesia, dejar atrás el ataúd rodeado de velas, tomarle una o resolverme a engolfarme en el cañón oscuro del edificio y entrar en la sacristía. Estuve sudando a mares en la puerta gran rato, avanzando un paso y retrocediendo hasta que desenvolviéndose el miedo que se estimula a sí mismo y multiplica sus fuerzas, yo renuncié a entrar y me volvía cola entre piernas, a confesarle a mi tío que tenía miedo a los difuntos; iba resuelto como un baladrón puesto a prueba, a pasar por la vergüenza de humillarme hasta merecer el desprecio, cuando por una ventanilla vi la cara plácida, tranquila de mi tío que dejaba deslizar lentamente el humo de una reciente fumada del cigarro. Al ver esta fisonomía noble me creí un vil y volviendo sobre mis pasos entré a la iglesia, dejé atrás al difunto y en alas del sentimiento del honor que no ya del miedo, tomé a tientas el libro y salí levantándolo alto, como si dijera yo a mi maestro: he aquí la prueba de que no tengo miedo. De regreso, empero, parecíame de lejos que no había espacio suficiente para pasar sin exponerme a que el difunto me echase garra de las piernas. Esta seria reflexión me conturbó un momento y describiendo en torno suyo un círculo, vuelto el cuerpo y los ojos hacia él, rozando la espalda contra la muralla, marchando de lado, después para atrás por no perderlo de vista, hasta tomar la puerta, yo salí de aquella aventura sano y salvo y mi tío recibió el libro y buscó en él y halló el caso. Pero él ignoró toda su vida las peripecias que habían agitado mi espíritu en seis minutos. Yo había sido vil, grande, heroico, valiente y miedoso, y pasado por un infierno, por no sentirme indigno de su aprecio. La historia de Don José de Oro puedo recomponerla de mis recuerdos. Estudió y se ordenó en Chile y sé casi todos los accidentes de su vida de colegio. Clérigo joven, ardiente y gaucho, hacía arreos de mulas para Salta cuando la reconquista de Chile hubo de ofrecer a su ardorosa virilidad campo más digno. Hallose en la batalla de Chacabuco y auxilió a varios moribundos en medio de la metralla. Nunca pude hacer a San Martín en Francia entrar en pormenores sobre sus desagrados con el clérigo Oro; pero ellos habían chocado y los Oros sido presos como partidarios de los Carreras, o más bien como enemigos de San Martín y Don Ignacio de la Rosa, su teniente en San Juan. Conservábamos una profunda enemiga y me hablaba siempre de sus feudos. Algo de serio debió sin embargo ocurrir, puesto que cuando nos reunimos hacía años que estaba sepultado en su viña, sin relaciones y separado de toda injerencia en las cosas públicas. Durante la administración ilustrada de D. Salvador M. del Carril, fue nombrado representante de la junta provincial y su presencia bastó para cortar una grave cuestión que se debatía de mucho tiempo y traía alborotado al público que acudía a las ventanas y puertas del salón de Jofré, en que se tenían las sesiones. Tratábase de abolir el derecho de óleos, aquel peaje que pagamos a la entrada de la vida, y el clérigo Astorga que había sido godo empecinado y era entonces católico rancio, para ser después federal neto, azuzaba el fanatismo de los mismos pobres a quienes se quería aligerar de aquella gabela, ni más ni menos como ahora los bárbaros llaman salvajes y extranjeros a los que se interesan por volverlos a contar entre los pueblos civilizados. El Presbítero Oro no bien hubo prestado juramento, pidió la palabra, apartó la cuestión de religión de lo que era puramente financiero, confundió a Astorga que arañaba la silla con sus dedos crispados y los óleos fueron abolidos y continúan así hasta hoy.

Más tarde Don José se separó del partido de los hombres de progreso que eran centenares y se disgustó con Carril, no tanto por las ideas liberales, cuanto por algunas susceptibilidades heridas. He oído contar un hecho de entonces, que muestra la rara mezcla de cualidades altas, con las más injustificables extravagancias. Dábase un convite en el Tapón de los Oros, represa hecha sobre un arroyo, a que asistían Carril y medio San Juan para sondear la opinión sobre la Carta de Mayo. D. José no había sido invitado y en desquite desnudose en su casa como para echarse en el baño, montó en pelo un caballo y presentose a la vista de los convidados al arrojarse a la represa de agua; bañose tranquilamente buen rato y saltando con gracia en el caballo negro en que resaltaban sus formas blancas y nerviosas como un atleta antiguo, tomó la vuelta hacia su casa, sin responder a los que lo llamaban. No respondo de la veracidad del hecho, que yo nunca le vi hacer nada extravagante.

Estos incidentes lo echaron en el partido federal de entonces que contaba en su seno hombres de pro e ilustrados. Era el Dr. Don Salvador María del Carril el mayor de los hijos de Don Pedro del Carril, graduado en la Universidad de Córdoba, discípulo aventajado del célebre Deán Funes, lleno del espíritu de Rivadavia y trasluciendo en sus modales elegantes y altaneros la cultura de la época y la hidalguía de su familia.

Su palabra era breve, precipitada, como la del jefe que se excusa de explicarse ante sus subalternos, acompañada de movimientos rápidos y gesticulaciones desdeñosas e impacientes. Era Carril el generoso aristócrata, que otorgando instituciones a la muchedumbre, parecía estar de antemano convencido de que no sabrían apreciar el Don y se cuidaba poco de hacerlo aceptable. Sed libres, les decía en la Carta de Mayo, que sois demasiado inhábiles para que os tome por esclavos. ¡Tenía razón! Los colonos españoles han mostrado el mismo sentimiento de los negros viejos emancipados, que prefirieron la esclavitud a la sombra del techo de sus amos, desechando una libertad que habría exigido que pensasen por sí mismos. Carril dictaba con una rapidez que traía atareados a sus escribientes, dando en esto muestra de la claridad y fuerza con que se sucedían sus ideas.

Ejerció en San Juan tal influencia que llegaba hasta la fascinación. Tenía fe la población en masa en sus talentos y saber, y todas las reformas que adoptó eran de antemano apoyadas y sostenidas por el asentimiento público. Tal debía ser su popularidad en los primeros tiempos de su gobierno, que para oponerse a la sanción de la Carta de Mayo, se corrieron listas entre las mujeres, tan conocido era de sus opositores mismos su escaso número. Las altas cuestiones de organización que propuso le suscitaron descontentos y una guarnición de cincuenta hombres bastante apenas para cubrir las guardias, se sublevó contra él y lo depuso del mando. Carril con los suyos emigró a Mendoza de donde vino una división y sofocó el motín. Tuvo lugar entonces un hecho que muestra la noble escuela política a que pertenecía. La víspera de la batalla de las Leñas, reunió en su tienda de campaña a todos los que le seguían, y les expuso la necesidad de costear de sus bolsillos los gastos de la expedición que serían reembolsados por el tesoro nacional. Mas el triunfo cegó aquellos ánimos bisoños y el resentimiento por las injusticias, exacciones y violencias de que habían sido víctimas les aconsejó imponer multas a los vecinos implicados en el motín del 26 de Julio. La mayoría inmensa de votos sofocó su voz; y no queriendo mancharse renunció al mando. ¡Harto caro la han pagado los que desoyéndolo se dejaron arrastrar por las pasiones del momento! Las medidas de persecución de entonces tuvieron horrible desquite más tarde y todos con ligeras excepciones han expiado después una primera falta.

Don Salvador María fue llamado al Ministerio de Hacienda por Rivadavia y mostró en aquel destino poderes a la altura de su situación. Renunció con Rivadavia, hasta que con la revolución del 1º de Diciembre fue nombrado de nuevo Ministro por el Gobierno provisorio, siguiendo más tarde la suerte de su partido. Casose en Mercedes en la Banda Oriental, ejerció la profesión del comercio algún tiempo, reapareció en 1840 con Lavalle como Comisionado de los argentinos de Montevideo; asistió a las conferencias tenidas en Martín García, con los jefes de la escuadra francesa; fue nombrado después Intendente del ejército; y a haber seguido Lavalle sus consejos, otro rumbo hubiera tomado la revolución. Reside hoy en el Brasil en Santa Catalina, respetado de cuantos le conocen.

San Juan le debe la creación de su única imprenta, inutilizada ya después de veinticuatro años de rudo servicio, la formación del Registro Oficial, la delineación de la ciudad, una alameda y la vana tentativa de dar una carta fundamental, que contuviese y reglamentase los poderes. Rodeose de los hombres más eminentes que la provincia tenía, y entonces eran muchos, y la época de su gobierno fue sin duda la más brillante de San Juan. Su memoria está hoy olvidada, como la de Laprida, la de Oro y tantos otro hombres de genio de que debiera honrarse aquella provincia.

Cinco familias de Carriles hermanos de Don Salvador María, están hoy establecidas definitivamente en Copiapó, Santa Catalina y Coquimbo, rayando en cosa de medio millón de pesos la fortuna que entre todos han sabido reunir en el destierro; la casa paterna en San Juan ha servido hasta este año de Palacio Episcopal y los cuantiosos bienes del antiguo jefe de la familia, el ricacho de San Juan, Don Pedro, se han consumido y desmoronado en una partición, que la impericia, la pereza y las malas pasiones prolonga inconclusa hace ya doce años. Miden sesenta y seis cuadras cuadradas las viñas de la testamentaría y las tierras incultas describen una línea de siete leguas de costado desde la calle Honda hasta las faldas del Pie-de-Palo.

Después de la batalla de las Leñas en que los suyos fueron vencidos, Don José de Oro emigró a San Luis y fui yo a poco a reunírmele abandonando la carrera de ingeniero que había principiado. Nos queríamos como padre e hijo y yo quise seguirlo y mi madre por gratitud lo aprobaba. Algunos rastros han debido quedar en San Francisco del Monte de nuestra residencia allí. Introdujimos flores y legumbres que nosotros cultivábamos, pasando horas enteras en derredor de un alhelí sencillo, el primero que nos nació. Fundamos una escuela a que asistían dos niñitos Camargos de edad de veintidós y de veintitrés años, y a otro discípulo fue preciso sacarlo de la escuela porque se había obstinado en casarse con una muchacha lindísima y blanca, a quien yo enseñaba el deletreo. El maestro era yo, el menor de todos pues tenía quince años; pero hacía dos por lo menos a que era hombre, por la formación del carácter y ¡ay del domador de aquellos, que hubiese osado salirse de los términos de discípulo a maestro, a pretexto de que tenía unos puños como perro de presa! La capilla estaba sola en medio del campo como acontece en las campañas de Córdoba y San Luis. Yo tracé, pues que tenía unos tres meses de ingeniero, el plano de una villa cuya plaza hicimos triangular para darnos buena maña con la escasa tela; delineose una calle en cuyo costado trabajó un señor Maximiliano Gatica, si no me olvido. Demolimos el frente de la iglesia que hubiera pulverizado un rayo y construimos un primer piso de una torre y coro, compuesto de pilares robustos de algarrobos, coronado de un garabato natural encontrado en los bosques que describía tres curvas, la del centro más elevada que las otras, en la cual tallé yo en grandes letras de molde esta inscripción: San Francisco del Monte de Oro, 1826. ¡Por qué rara combinación de circunstancias mi primer paso en la vida era levantar una escuela y trazar una población, los mismos conatos que revelan hoy mis escritos sobre Educación popular y colonias!

Vagaba yo por las tardes a la hora de traer leña por los vecinos bosques, seguía el curso de un arroyo trepando por las piedras; internábame en las soledades, prestando el oído a los ecos de la selva, al ruido de las palmas, al chirrido de las víboras, al canto de las aves, hasta llegar a alguna cabaña de paisanos, donde conociéndome todos por el discípulo del cura y el maestro de la escuelita del lugar, me prodigaban mil atenciones, regresando al anochecer a nuestra solitaria capilla, cargado con mi hacecillo de leña, algunos quesos o huevos de avestruz con que me habían obsequiado estas buenas gentes. Aquellas correrías solitarias, aquella vida selvática en medio de gentes agrestes, ligándome sin embargo a la cultura del espíritu por las pláticas y lecciones de mi maestro, mientras que mi físico se desenvolvía al aire libre, en presencia de la naturaleza triste de aquellos lugares, han dejado una profunda impresión en mi espíritu, volviéndome de continuo el recuerdo de las fisonomías de las personas, del aspecto de los campos y aun hasta el olor de la vegetación de aquellas palmas en abanico y del árbol peje tan vistoso y tan aromático. Por las tardes vuelto a casa, oía en la cocina cuentos de brujos a una Ña Picho y volvía más tarde al lado de mi tío a promover conversación sobre lo pasado, a leer un libro juntos y preparar las lecciones del día siguiente. Una mañana apareciose uno de mis deudos que venía a llevarme a San Juan para mandarme de cuenta del gobierno a educarme a Buenos Aires. Dejome optar libremente mi tío y escribí a mi madre la carta más indignada y más llena de sentimiento que haya salido de pluma de niño de quince años. ¡Todo lo que en ella decía, era sin embargo un puro disparate! Vino a poco por mí mi madre y entonces no había que replicar. Nos separamos tristes sin decirnos nada, estrechándome él la mano y volviendo los ojos para que no lo viera llorar. ¡Ah! Cuando nos juntamos después de su regreso de la Convención de Santa Fe a que fue nombrado diputado en 1827 ¡era yo… unitario! La razón que él había desenvuelto con tanto esmero, había visto claro y una vez que tocamos el asunto, vio él que había de mi parte convicciones profundas, lógicas, razonadas que pedían ser respetadas. Después nos veíamos como amigos; visitábalo yo después en su viña de noche y ya hombre y teniente de línea pasaba las más gratas horas al lado de su lecho en que estaba postrado, oyéndolo hablar y abandonarse sin reserva a los recuerdos de lo pasado. Alguna vez le vi poseído de tal preocupación, que dudé por la primera vez si en aquel momento estaba fresca su razón. Más tarde supe que los vapores del vino avivaban aquella existencia monótona, para remontar su alma cuando el cuerpo decaía. Mientras vivimos juntos nunca le vi señal alguna de exaltación extraordinaria, sin embargo de que usaba del vino en cantidades moderadas y en San Juan es esta una enfermedad que se lleva a centenares de vecinos. Al declinar de la edad, desencantados de la vida, sin esperanzas, sin emociones, sin teatros, sin movimientos porque no hay ni educación ni libertad, dan muchos en irse temprano a sus viñas. La soledad y el vacío del espíritu traen el tedio, este llama al vino como antídoto y concluyen por perderse de la sociedad y darse a la embriaguez misantrópica solitaria y perenne.

Murió Don José de Oro en 1836, como había vivido, el hijo de la naturaleza, el campesino, como gustaba apellidarse en el Diálogo conmigo. Dormía entre dos puertas en el invierno, bajo la techumbre celeste en el verano. Saltaba de la cama a las tres de la mañana en todos tiempos y su tos muy conocida se oía en la soledad de la noche, mientras vagaba por las vecindades de su viña. Jamás el sol pudo sospechar que se acostaba en la cama. Cuando su fin se aproximaba, fuese a las cordilleras donde estaba su hacienda, para respirar aires más puros y allí murió rodeado de algunos de sus deudos, bendecido de todos y casi sin sentirlo. La bondad de este hombre rarísimo pasaba todos los límites conocidos. Preveníanle una vez que su mayordomo le robaba; y contestaba riéndose: Ya lo sé; pero ¿qué diablos quieren que haga? Tiene este canalla un cardumen de hijos y si lo despido se mueren de hambre. Siendo Ministro de gobierno de Don José Tomás Albarracín el año 30, cúpole a mi madre por mi cuenta una contribución de seis bueyes gordos, a tres días vista. Había firmado mi tío José la implacable orden y cuando mi madre se desolaba no sabiendo de dónde pintar seis bueyes, ella que no tenía qué comer, el ministro entraba en su casa diciéndole: no llore, no sea sonsa; hace media hora que partió un propio para bajar de los Sombreros ocho novillos gordos que le traerán para que pague y haga sus provisiones de invierno. Últimamente Facundo le echaba una contribución de vestuarios y el buen clérigo sabiéndolo trajo a casa su guardarropa de pantalones, levitas y manteos, él se dio maña y trazó media docena de piezas de guarnición.

IX. Fray Justo de Santa María de Oro

De entre aquellos sabandijas vivarachos, turbulentos y traviesos de los hijos de Don Miguel, el mayor de todos, Justo, contrastaba por el reposo de su espíritu reflexivo y la blandura de su carácter. Era la víctima de la malicia inquieta de sus hermanos José y Antonio en la niñez; tirábanle con las almohadas cuando dormía; meábanle las botas cuando iba a levantarse y a toda hora del día suscitábanle tropiezos, tendíanle acechanzas y lo acusaban a su severa madre de diabluras que ellos hacían exprofeso para ponerlo en aprietos.

El niño Justo fue llamado así para perpetuar el nombre de Fr. Justo Albarracín su tío, que era cuando nació la lumbrera del Convento de Santo Domingo y el timbre de la familia; y en aquellos tiempos en que las familias aristocráticas estaban debidamente representadas en los claustros, el primogénito de la familia Oro fue destinado a seguir bajo el hábito dominico la no interrumpida cadena de frailes sabios de la familia. Mostrose desde luego, digno sucesor de sus antepasados; y en prosecución de sus estudios fue enviado a Santiago, capital entonces de la provincia de Cuyo, donde distinguiéndose por su capacidad desempeñaba cátedras de teología a la edad de 20 años; recibió las órdenes sagradas a los 21 años por dispensa de Pío VI y pasó a la Recoleta Dominica luego en prosecución de la perfección monástica. Sus prendas de carácter, saber y costumbres debían ser muy relevantes, puesto que los recoletos lo pidieron a pocos años de incorporado en su orden por Director vitalicio y que el General de la Orden en España acordó esta solicitud.

El nuevo prelado se entregó desde luego al instinto creador de su genio. La hacienda de Apoquindo perteneciente a la comunidad debía transformarse en una sucursal de la Recoleta Dominica y para obtener los permisos necesarios o hacer adoptar sus planes al General de la Orden, hizo un viaje a España, la Europa de aquellos tiempos, en donde lo sorprendió la revolución de la Independencia. Como Bolívar, como San Martín y todos los que se sentían con fuerza para obrar, voló a incorporarse a los suyos, desembarcó en Buenos Aires, aplaudió la revolución, vio de paso a su familia, regresó a Chile a su convento y después de haber prestado su cooperación a los patriotas hasta 1814, emigró a las Provincias Unidas en el momento de la restauración de la dominación española. Nombrado Diputado al Congreso de Tucumán por la provincia de San Juan con el ilustre Laprida que fue electo Presidente, tuvo la gloria de poner su firma en el Acta de la declaración de Independencia de las Provincias Unidas, tomando parte en todos los audaces trabajos de aquel Congreso; siendo suya la moción que adoptó el Congreso de aclamar por Patrona de la América y Protectora de la Independencia sur americana, a Santa Rosa de Lima.

La reconquista de Chile abría de nuevo a su actividad el teatro de sus primeros honores, acrecentados ahora con el prestigio que daba la participación en las decisiones del Congreso de Tucumán, que a lo lejos inspiraban una especie de estupor a fuerza de ser solemnes y decisivas. En 1818 zanjó una de las más graves cuestiones que embarazaban la marcha de los negocios. Las órdenes religiosas divididas en realistas y patriotas dependían del General de la orden establecido en España; y la influencia popular del fraile podía echarse de través en la marcha de la revolución aún no bien asegurada… El Provincial Fr. Justo de Santa María declaró la Independencia de la provincia de San Lorenzo Mártir de Chile en la Orden de Predicadores, como los patriotas chilenos habían declarado la independencia civil y política de la nación, como él mismo había firmado la Acta de la emancipación de las Provincias Unidas. Al leer las Actas Capitulares del Definitorio de la Orden de Predicadores, se reconoce que han sido inspiradas por el genio del Congreso de Tucumán: “Fr. Justo de Santa María de Oro, dicen, Profesor de Sagrada Teología y humilde Prior y Provincial de la misma provincia. Venerables padres y hermanos carísimos: Conforme a los principios inmutables de la razón y de la justicia natural, declaró Chile su libertad dada por el Creador del universo, decretada por el orden de los sucesos humanos y confirmada por la gracia del Evangelio. A despecho de la ambición y del fanatismo del antiguo trono español, despedazó las cadenas de su esclavitud, rompió todos los vínculos que lo ligaban a la triste condición de una colonia, y declaró ser, según los designios de la Providencia, un Estado soberano, independiente de toda dominación extranjera. Reivindicando su libertad y en ejercicio de ella misma constituyó los altos poderes que han de regular, y dirigir a su felicidad a la nación.

”La Iglesia ha seguido en todos tiempos los progresos de la civilización y engrandecimiento de los imperios para apoyar y sostener la Independencia Nacional. Desde que un Estado recobra su libertad, al punto caduca al respecto del clero secular y del regular toda la jurisdicción que ejercían en ellos los prelados de otro territorio. Esta se devuelve al Sumo Pontífice”, etc.

Sobre tan sólida base se declaró la Independencia de la provincia de Santiago, quedando resumidas las atribuciones de General de la Orden en el mismo Fr. Justo, Provincial de la Recoleta Dominica.

El convento había dado, pues, todo lo que podía en honores, trabajos y títulos. El Dr. Fr. Justo necesitaba un nuevo campo, una mitra sentaría bien sobre la cabeza del Prior, Provincial y General de la Orden. León XII trabajaba por entonces en anudar las relaciones interrumpidas por la revolución entre la Sede apostólica y las colonias americanas; una buena política le aconsejaba congraciarse la América independiente para cohonestar el cargo que sobre la sede apostólica pesaba de complicidad y connivencia con los Reyes de España. El por tantos títulos digno Diputado de uno de los Congresos americanos, era pues un candidato para el episcopado, que acreditaría aquellas buenas disposiciones de la Santa Sede. Sabíalo el padre Oro y tenía sus agentes en Roma, que le avanzaban la gestión de sus negocios. En 1827, le vine recomendado por su hermano Don José, como un miembro de la familia; acogiome con bondad y a la segunda entrevista me inició en sus proyectos, contándome todo lo obrado, a fin de que pudiese a mi regreso a San Juan, satisfacer plenamente la curiosidad de sus deudos. Sus Bulas de Obispo Taumacense no tardaron en llegar en efecto. Consagrolo en San Juan el señor Cienfuegos en 1830 y poco después fue creado Obispo de Cuyo por Gregorio XVI, que al efecto segregó esta provincia del Obispado de Córdoba.

Esta erección de un nuevo Obispado dio motivo a que Oro volviese a tomar la pluma para desbaratar los obstáculos que a sus designios querían oponerse. Era por entonces Vicario capitular en sede vacante de la Catedral de Córdoba el Dr. D. Pedro Ignacio de Castro Barros, antiguo diputado del Congreso de Tucumán y Cura titular de la Matriz de San Juan, la misma que iba a ser elevada a Catedral. Desde 1821 en que había sido nombrado Cura, los gobiernos sucesivos de la provincia le habían prohibido entrar en funciones, por librarse de las malas artes de aquel caudillo del fanatismo; desempeñándolo como Cura sufragáneo el Presbítero Sarmiento, hoy Obispo de Cuyo, y para quien venían Bulas que lo elevaban a la dignidad de Deán de la nueva Catedral. El Dr. Castro Barros, fuese ambición, fuese terquedad, se negó a reconocer las Bulas pontificias, reunió el Cabildo de Córdoba y por una serie de irregularidades, poniendo aún en duda la autenticidad de los diplomas, elevó una representación a la Curia, para que desistiese de la segregación ya ordenada y consumada. El Obispo Oro mandó imprimir a Chile un folleto. El Dr. Castro Barros ha publicado su Recurso al respaldo de un Panegírico de San Vicente Ferrer, Buenos Aires 1835, Imprenta Argentina. En los documentos publicados por el Obispo Oro, nótase esta frase del oficio del Gobernador de San Juan, dictado por el mismo Obispo: “Por lo cual el Gobierno advierte al Sr. D. Pedro Ignacio de Castro, que considera atentatoria a la religión, unidad de la Iglesia, obediencia al Romano Pontífice y consideraciones debidas a este gobierno de San Juan, las pretensiones que promueve en la nota de 15 de Agosto, que se le dirige de Córdoba, y deja terminantemente contestada con la reserva, en el archivo secreto de esta administración”. Barros por la nota así contestada había querido sublevar la autoridad civil como lo consiguió en Mendoza, a fin de oponerse a la decisión de la Silla apostólica. El párrafo 31 de la impugnación del Obispo Oro lo dice terminantemente: “Se ha puesto igualmente el reparo de faltar al Breve de que se trata, el plácito de la autoridad temporal; y para ello se dice, que este es un asunto esencialmente nacional, que exclusivamente pertenece al Consejo General; se incita a los Sres. Gobernadores de Cuyo (a protestar contra la Bula); se toca el influjo del Excmo. de Córdoba, encareciendo la eminencia del puesto que ocupa; y recordando a los demás Excmos. Sres, hallarse constituidos en los mismos deberes”.

Por fin en la nota (d) añade: “El Sr. Castro Barros escribió proponiendo una transacción entre aquella Curia y el Vicario Apostólico, sin que cosa alguna se hiciera trascendental. En 6 de Agosto propone al Capítulo agenciar este negocio con los Gobiernos de Cuyo (esta no ha remitido en copia); hace suspender la primera sobre el obedecimiento del Cabildo en 25 de Julio; con sus oficios de agenciamiento alarma a dichos Sres. Gobernadores, provocándolos a un desobedecimiento a la Silla apostólica, da al público impreso su dictamen de resistencia al Santo Padre”.

Estas intrigas del Dr. Castro Barros fueron fatales a su ambición. Un año después recibió de Roma el aviso de estar su nombre inscrito en las notas negras de la Curia romana, como sacerdote rebelde a la autoridad pontificia y por tanto inhábil para desempeñar durante su vida función ninguna eclesiástica. En vano Castro Barros envió a sus expensas al clérigo Allende, su amigo, a Roma, a sincerar su conducta: todas las puertas se cerraban a la aproximación de Allende, quien tuvo que regresar a América sin una palabra de consuelo para su amigo, fulminado por los rayos de la Iglesia. Desde entonces el Dr. Castro Barros se echó en el ultramontanismo más exagerado, gastó más de cinco mil pesos en reimprimir cuanto panfleto cayó en sus manos, contra el Patronato Real, en defensa de los jesuitas, de la extinta Inquisición y cuanto absurdo puede sugerir el deseo de congraciarse con la autoridad pontificia, a cuyo reconocimiento él había querido poner trabas, cuando aquel reconocimiento no convenía a sus intereses particulares. En 1847, cuando estuve en Roma, me preguntaron por Castro Barros personas que tenían injerencia en la Curia romana, repitiéndome la proscripción irrevocable que pesaba y pesaría sobre él hasta su muerte. Las principales obras expiatorias de Castro Barros son el Trío literario o tres sabios dictámenes sobre los poderes del sacerdocio y del imperio, reimpreso en Buenos Aires a expensas del Dr. Castro Barros con el loable objeto de que se salve su recíproca independencia. Restablecimiento de la Compañía de Jesús en la Nueva Granada, reimpreso a solicitud del Dr. Castro Barros, con notas suyas que dicen “Los Papas, Inquisición, Compañía de Jesús, y todos los Institutos religiosos, han sido siempre impugnados y zaheridos por los herejes, impíos y demás enemigos de la religión católica”, “Con más razón los jesuitas serán los granaderos del Papa en la Nueva Granada…”, equívoco ridículo, al que puede añadirse el verso de Beranger: “Les Capucins sont nos cosaques, etc. “Nada de esto agrada a los filósofos del día, sigue, porque dicen que no hay Dios, cielo ni infierno. Ah bestias”. Estos y otros desahogos del ambicioso condenado por la Iglesia, le merecieron a su muerte en Chile los honores de santo y uno de sus panegiristas exclamaba al fin: “Si no temiese anticiparme a los fallos de la Iglesia, yo solicitaría la protección de San Pedro Ignacio Castro”. Pero como no se hacen santos sin la beatificación de la Iglesia, podemos estar seguros de no tener que doblar la rodilla ante uno de los majaderos que más sangre han hecho derramar en la República Argentina, por fanatismo, por ambición personal, por intolerancia y por hipocresía. Abandoné su biografía por no contrariar los propósitos de sus adoradores, pero aquí me permito estampar la verdad en asuntos que son puramente domésticos y que atañen a mi familia.

Después de consagrado y reconocido Obispo, Fr. Justo se entregó a la multiplicidad de creaciones accesorias a la Catedral que había levantado, y en esta tarea de todos los instantes de su vida mostró la energía de aquel carácter y la pertinacia de designio que engendra las grandes cosas. En una provincia oscura, destituida de recursos, debía establecerse una Catedral, un seminario conciliar, un colegio para laicos, un monasterio abierto a la educación de las mujeres, un coro de canónigos dotados de rentas suficientes; y todo esto lo emprendía Fr. Justo a un tiempo, con tal seguridad en los medios y tan clara expectación del fin, que se le habría creído poseedor de tesoros, no obstante que a veces y casi siempre faltábanle los medios de pagar el salario de los peones. Quería construir un tabernáculo y faltábale el modelo y el artista que debía ejecutarlo; pero él tenía todo lo demás, la idea y la voluntad, que son el verdadero plano y el artista… Llamábame entonces a mí tenido por él y por su familia por mozo ingenioso; y a tientas y con cuatro delineados borrones, tomando de un libro un capitel de columna y aun consultando a Vitruvio, llegamos al fin a trazarnos nuestro tabernáculo sobre seis columnas dóricas y una cúpula a guisa de linterna de Diógenes, para que un carpintero, menos idóneo aún, realizase aquel imperfecto bosquejo. Pero ¡ay! que el tabernáculo estaba destinado para servir de dosel a más humilde objeto de veneración. Estrenelo yo en el catafalco hecho en sus exequias y en el cual, simbolizando las dos grandes faces de su vida, se apoyaban la estatua de la libertad con el Acta de la Independencia en la mano y la de la religión con la Bula que le constituía Obispo, esfuerzos de voluntad más que de arte, hechos en honor de aquella vida tan llena, y sin embargo interrumpida tan a deshora. Todos sus trabajos estaban ya a punto de concluirse, cuando lo sorprendió la muerte, y en los momentos de expirar: “Dese prisa, decía, al notario que le servía de escribiente, dese prisa que quedan pocas horas y tenemos mucho que escribir”; y en efecto, en aquel momento supremo daba disposiciones para la terminación de la iglesia del monasterio; la manera como debía enmaderarse; los recursos y materiales que tenía acumulados; sobre su correspondencia a Roma, idea de un adorno para la construcción del coro, el destino de algunas sumas de que le era deudora la Recoleta Dominica, detalles de familia, testamento, su alma entera y su pensamiento prolongándose a través de la muerte; y como se lo decía al Sr. Deán que lo acompañaba en sus últimos momentos: “Mi corazón está en Dios, pero necesito mi pensamiento aquí, para arreglar la continuación y terminación de mi obra”. ¡La muerte interrumpió aquel dictado, dejando cortada una frase!

Su instrucción era vastísima para su tiempo. Había aprendido el francés, el italiano y el inglés; era profundo teólogo, esto es, filósofo y de sus pláticas frecuentes pude colegir que sus ideas iban más adelante, sin traspasar los límites de lo lícito, de aquello que exigía su estado. La cualidad dominante de su espíritu era la tenacidad, tranquila a la par que persistente. Sabía esperar, aguantándose a palo seco sin perder camino, cuando las dificultades arreciaban. Si solicitaba una concesión necesaria, ensayaba su influencia para obtenerla; desesperanzado pedía otra que conducía al mismo fin y después la primera bajo una nueva forma. Diez años más de vida habrían dado a San Juan por conducto del Obispo Oro, progresos que todos sus gobiernos no han sido parte a asegurarle. Quiroga le estorbó fundar un colegio y la muerte terminar su ministerio docente; y como él debía toda su importancia a la extensión de sus luces y a la claridad de su ingenio, habría puesto toda aquella fuerza de voluntad, que hacía el caudal de sus medios de acción, en generalizar la instrucción. El Obispo Oro ha muerto, pues, prematuramente, a los 65 años, habiendo gastado toda su vida en el penoso ascenso que de humilde fraile de un convento lo llevaba al Obispado; mala estrella común a muchos hombres de mérito que tienen que levantar uno a uno todos los andamios de su gloria, crearse el teatro, formar los espectadores, para poder exhibirse enseguida. ¡Cuántas veces es destruida la obra, que es fuerza volver a comenzar! ¡Cuántos días y años pasados en presencia de un obstáculo que embaraza el paso!

El monasterio que intentó fundar revelaba la elevación de sus miras y los resultados de una larga experiencia, auxiliados y bonificados por el estudio de las verdaderas necesidades de la época. Los votos de las monjas no debían ser obligatorios sino por cierto número de años, concluidos los cuales debían volver a la vida civil si así lo tenían por conveniente, o renovar sus votos por otro período determinado. El monasterio debía ser un asilo y además una casa de educación pública. Debía fundarlo una monja hermana suya que estaba en el monasterio de las Rosas en Córdoba y que hoy ha vuelto a San Juan… loca.

Algunos años después yo emprendí con Doña Tránsito de Oro, hermana del Obispo y digno vástago de aquella familia tan altamente dotada de capacidad creadora, la realización de una parte del vasto plan de Fr. Justo, aprovechando los claustros concluidos para fundar el Colegio de Pensionistas de Santa Rosa, advocación patriótica dada por él al monasterio y que cuidamos de perpetuar nosotros. Hija única de Doña Tránsito y uno de mis maestros era una niña que desde su más tierna infancia revelaba altas cotas intelectuales. Fr. Justo, habiéndome conocido en Chile en 1827 y gustado mucho de hallarme muy instruido en geografía y otras materias de enseñanza, escribió más tarde a su hermana que me confiase la educación de su hija; y de mi aceptación y de los resultados obtenidos, salió entero el programa de educación y el intento del Colegio de Pensionistas de Santa Rosa, que abrimos el 9 de Julio de 1839, para conmemorar la declaración de la Independencia, en que Fr. Justo había tenido parte y hacer de los exámenes públicos del Colegio, una fiesta cívica provincial, puesto que Laprida el Presidente del Congreso de Tucumán, era nuestro compatriota y aún deudo mío.

En el discurso de apertura del colegio que se registra en el núm. 1º del Zonda, dando cuenta de la escena el malogrado joven Quiroga Rosas, decía: “La primera voz que sonó fue la del joven Director, Don Domingo Faustino Sarmiento, que leía el Acta de la Independencia, lo que el concurso escuchó con místico silencio. Él mismo, en seguida, pronunció el siguiente discurso, modesto por su forma, inmenso por el fondo: “Señores: un día clásico para la Patria, un día caro al corazón de todos los buenos, viene a llenar las expectaciones de los ciudadanos amantes de la civilización. La idea de formar un establecimiento de educación para señoritas no es enteramente mía. Un hombre ilustre cuya imagen presencia esta escena (el retrato del Obispo estaba colocado en la sala) y cuyo nombre pertenece doblemente a los anales de la República, había echado de antemano los cimientos a esta importante mejora. En su ardiente amor por su país, concibió este pensamiento, grande como los que ha realizado y los que una muerte intempestiva ha dejado solo en bosquejo. Por otra parte, yo he sido el intérprete de los deseos de la parte pensadora de mi país. Una casa de educación era una necesidad que urgía satisfacer y yo indiqué los medios; juzgué era llegado el momento y me ofrecí a realizarla. En fin señores, el pensamiento y el interés general lo convertí en un pensamiento y en un interés mío y esta es la única honra que me cabe”.

El colegio aquel cuya piedra fundamental pusimos entonces, vivió dos años y alcanzó a dar frutos envidiables. ¡Oh, mi colegio! ¡Cuánto te quería! ¡Hubiera muerto a tus puertas por guardar tu entrada! ¡Hubiera renunciado a toda otra afición por prolongar más años tu existencia! Era mi plan hacer pasar una generación de niñas por sus aulas, recibirlas a la puerta, plantas tiernas formadas por la mano de la naturaleza y devolverlas por el estudio y las ideas, esculpido en su alma el tipo de la matrona romana. Habríamos dejado pasar las pasiones febriles de la juventud y en la tarde de la vida vuelto a reunirnos para trazar el camino a la generación naciente. Madres de familia un día, esposas, habríais dicho a la barbarie que sopla el gobierno: no entraréis en mis umbrales, que apagaríais con vuestro hálito el fuego sagrado de la civilización y de la moral que hace veinte años nos confiaron, y un día aquel depósito acrecentado y multiplicado por la familia, desbordaría y transpiraría hasta la calle y dejaría escapar sus suaves exhalaciones en la atmósfera. ¿Es posible, Dios mío, que hayamos de hacernos una religión del conato de conservar restos de cultura en los pueblos argentinos y que el deseo de instruir a los otros tome los aires de una vasta y meditada conspiración? Vuélvenme en los años maduros las candorosas ilusiones de la inteligencia en las primeras manifestaciones de su fuerza; y aún creo en todo aquello que la juvenil inexperiencia me hacía creer entonces y espero todavía.

Fue solemne y tierna nuestra despedida. Seis u ocho niñas de dieciséis años, cándidas y suaves como los lirios blancos, agraciadas como los gatillos que triscan en torno de su madre, fueron a darme lección al último asilo que me ofreció mi patria en 1839, la cárcel donde me tenía preparado para arrojarme de su seno por la muerte, la humillación o el destierro; y en aquel calabozo infecto, desmantelado y cuyas paredes están llenas de figuras informes, de inscripciones insípidas, trazadas por la mano inhábil de los presos, seis niñas, la flor de San Juan, el orgullo de sus familias, la promesa del amor, recitaban a la luz de una vela de sebo, colocada sobre adobes, sus lecciones de geografía, francés, aritmética, gramática y enseñaban los ensayos de dibujos de dos semanas. De vez en cuando una rata disforme que atravesaba el pavimento, tranquila, segura de no ser incomodada, venía a arrancar chillidos comprimidos de aquellos corazones susceptibles a las impresiones como la temblorosa sensitiva. Las lágrimas de la compasión habían arrasado al principio aquellos ojos destinados a suscitar más tarde tormentas de pasiones; y terminada la lección y depuesta la gravedad del maestro, abandonándose sin reserva a la charla interminable, precipitada, curiosa e inconexa, que hace santas y angelicales las efusiones del corazón de la mujer. Algunas golosinas enviadas al preso por las amigas, fijaron el ojo codicioso de alguna; y a la indicación de estarles abandonadas, echáronse sobre ellas como banda de avecillas, charlando, comiendo, riendo y estirando los blancos cuellos en torno del plato, de cuyo centro salían por segundos dedos de marfil, escapándose con un bocado. Cantáronme un cuarteto del Tancredo de que yo gustaba infinito y despidiéronse de mí, sin pena y animadas de nuevo anhelo para continuar sus estudios. ¡No nos hemos vuelto a ver más! Ni volveré a verlas nunca, cuales las tengo en mi mente aquellas cándidas imágenes de la nubilidad abierta a las castas emociones, como el cáliz de la flor que aspira el rocío de la noche. Son hoy esposas, madres y el roce áspero de la vida ha debido ajar aquel cutis aterciopelado cual la manzana no tocada por la mano del hombre y la perdida inocencia quitar a sus fisonomías la expansión curiosa y presumida que muestra por su desenfado mismo a veces, que ni aún sospecha que hay pasiones en su alma, a las que bastaría acercar una chispa para hacerlas estallar con estrépito.

X. Domingo de Oro

Es el hijo mayor de Don José Antonio Oro, hermano del Presbítero y del Obispo, Domingo de Oro, cuyo nombre ha oído todo hombre público en la República Argentina, en Bolivia y en Chile, y de quien Rosas escribía: “Es una pistola de viento que mata sin hacer ruido”, y a quien los argentinos no han podido clasificar, viéndolo asomar en cada página de la historia de la guerra civil, a veces en malas compañías y casi siempre rodeado del misterio que precede a la intriga; y como sus actos no pueden inspirar terror porque nada hubo jamás de cruento en su carácter, desconfían de él a lo lejos, prometiéndose huir de las seducciones irresistibles, de las artes encantadoras de este Mefistófeles de la política. Y sin embargo, Domingo de Oro pudiera apostar que saldría sano y salvo de la caverna de una tigre parida, si las tigres pueden ser sensibles a los encantos de la voz humana, a la elocuencia blanda, risueña, sin aliño, pérfida si es posible decirlo, como los espíritus que atacando una a una las fibras adormecen el cerebro y entregan maniatada la voluntad. Este ensalmo se ha ensayado con el mismo éxito sobre Bolívar y sobre Portales, sobre Rosas y sobre Facundo Quiroga, sobre Paz y sobre Ballivian, sobre unitarios y federales, sobre amigos y enemigos; y en los consejos del gabinete como en los estrados y en las tertulias, la palabra de Oro ha resonado única, dominante, atractiva, haciéndose un círculo de auditores, domeñando todas las aversiones, acariciando artificiosamente las objeciones para poder desnudarlas de sus atavíos y así en descubierto entregarlas al ridículo. Oro, de quien todos los hombres que de él han oído hablar, han pensado mucho mal y a quien han amado cuantos lo han tratado de cerca, no es el pensador más sesudo, no es el político más hábil, no es el hombre más instruido, es solo el tipo más bello que haya salido de la naturaleza americana. Oro es la palabra viva, rodeado de todos los accidentes que la oratoria no puede inventar. Yo he estudiado este modelo inimitable; he seguido el hilo de su discurso, descubierto la estructura de su frase, la maquinaria de aquella fascinación mágica de su palabra. Sus medios son simples, pero la ejecución es tan artística, tan peculiar del maestro como la pincelada de Rafael o la más rápida de Horace Vernet. La nobleza de su fisonomía entra por mucho en los efectos de su dialéctica, como las decoraciones de la Ópera de París, en Roberto el Diablo. Su alta estatura, sostenida con abandono y flexibilidad, está ya protestando contra la idea de arte o aliño en la frase; su cara oval, pálida, morena, prolongada, se baña por segundos en emanaciones de sonrisas que se derraman de su boca acentuada y graciosa, como el perfume de la palabra que va a abrir su capullo, como las luces crepusculares que preceden a la salida de la luna, convidando a todos los concurrentes a estar alegres. Sus ojos llenos de bondad, de animación y de escepticismo, dan a aquella fisonomía alegre, juguetona, un aire melancólico al mismo tiempo, lo que dobla la fascinación ejercida por una frente que prematuramente ha invadido toda la parte superior del cráneo, limpio y brillante cual si nunca hubiese tenido cabellos. Así cree uno estar oyendo a un sabio, a un anciano quebrantado por los sinsabores del desencanto y que se ríe de lástima y de pena de que haya tanto de qué reírse en esta vida.

He aquí, pues, uno de los grandes secretos de Oro; los otros son de ejecución y no son menos certeros. Pronuncia las palabras nítida y pausadamente, modulando cada una con el finido de una miniatura, con un esmero que se conoce ser obra de un estudio largo y perseverante, que ha concluido por convertirse en segunda naturaleza. La pasión, el fervor de una réplica fulminante no lo harán jamás precipitar la frase, dejar inapercibida una coma, sin rotundidad un período, aunque no se trate sino de dar órdenes a su criado. Si combate la idea ajena, Oro la adopta, la prohíja y teniéndola en sus brazos la presenta al que la emite, preguntándole con cariño, si tal otra forma no la convendría mejor, si no la reconocería por hija suya con tales o cuales lunares menos, y el padre embobado empieza a negar a su criatura y a acariciar y adoptar la que Oro supone ser la legítima; si asiente, lo hace de tal manera que preste al pensamiento ajeno, la fuerza de un axioma, de un resultado confirmado por su experiencia de los hombres y de las cosas; si discute, oye las réplicas con interés, con mil sonrisas de benevolencia hasta que la impertinencia de su adversario le deja tomar la palabra y entonces, si la cosa no vale la pena de discutirla, ni el contrario de convencerlo, lleva por rodeos infinitos la conversación a mil leguas de distancia, a pretexto de digresiones involuntarias, sembrando el camino de los dichos más picantes, de los chistes más risibles; porque Oro sabe todo lo risible que ha sucedido en América y posee la tradición íntegra de cuanto la lengua posee inventado para reír, historias de frailes enamorados, de zafios consentidos, de decretos y leyes dictadas por estúpidos, con un repertorio de cuentos eróticos, para solaz y animación de mozos y solterones, que harían de él siempre un compañero de pagar a tanto el minuto de francachela, en la cual hace entrar al neófito, por una exclamación de sargentos lanzada oportunamente a fin de que cada uno se halle a sus anchas, desprendido de todo encogimiento y sujeción.

Este hombre tan espléndidamente dotado ha abierto a Don Juan Manuel Rosas su camino y abandonándolo con estrépito, el día que se lanzó en la carrera de violencias inútiles de donde no puede salir hoy; ha combatido al lado del caudillo López, sido el predilecto de Bolívar, el amigo del General Paz, figurado en los más ruidosos acontecimientos de la República Argentina y hoy, si no me engaño, es mayordomo en una casa de amalgamación, lidiando con patanes que muelen metales, como lidió toda su vida con patanes generales, gobernadores y caudillos que demolían pueblos. Estos pueblos no le han perdonado, no, sus actos, sino su superioridad. Nos vengamos siempre hablando mal de nuestros amos y el rato de fascinación involuntaria ejercida por Oro la paga en las desconfianzas que suscita, porque nadie se cree realmente tan pequeño y tan tonto como se ha visto al lado de él, sino porque ha de haber habido por parte del embaucador un engaño y un fraude manifiesto, pero que no se puede explicar en qué consiste. Oro, con las cualidades de exposición que lo adornan, sería un hombre notable entre los hombres notables de Europa. Jóvenes he visto que acaban de salir del seno de la sociedad más culta de Madrid y a quienes dejaba azorados aquella distinción exquisita de maneras, hechas aun más fáciles por el tinte americano, argentino, gaucho, que da Oro a los modales cultos sin hacerlos descender a la vulgaridad; porque Oro, salido de una de las familias más aristocráticas de San Juan, ha manejado el lazo y las bolas y cargado el puñal favorito como el primero de los gauchos. Vilo una vez en la fiesta del Corpus en San Juan con un hachón en la mano y envuelto en su poncho, que caía en pliegues llenos de gracia artística. Estas predilecciones adquiridas en su contacto con las masas de jinetes en Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, han subido hasta su cabeza y organizándose en sistema político de que aún hasta hoy puede curarse. Pero estas predilecciones gauchas en él son un complemento sin el cual el brillo de su palabra habría perdido la mitad de su fascinación. El despejo adquirido por el roce familiar con los hombres más eminentes de la época, el conocimiento de los hombres, la seguridad de juicio adquirido en una edad prematura y los dotes que traía ya de la naturaleza, toman aquel tinte romanesco que dan a la vida americana las peculiaridades de su suelo, sus pampas, sus hábitos medio civilizados. Oro ha dado el modelo y el tipo del futuro argentino, europeo hasta los últimos refinamientos de las bellas artes, americano hasta cabalgar el potro indómito, parisiense por el espíritu, pampa por la energía y los poderes físicos. Conocí a Don Domingo de Oro en Santiago de Chile en 1841, y tal era la idea que de la República Argentina traía de su superioridad, que cuando publiqué en el Mercurio mi primer escrito en Chile, mandé secretamente un amigo a la tertulia en que Oro solía hallarse, para que leyese en su fisonomía qué efecto le causaba su lectura. Si él hubiese desaprobado mi ensayo, si él lo hubiese hallado vulgar o ridículo, c’en était fait, yo habría perdido por largo tiempo mi aplomo natural y mi confianza en la rectitud de mis ideas, única cualidad que puede formar escritores. El amigo volvió después de dos horas de angustiosa expectativa, diciéndome desde lejos: “¡Bravo! Oro lo ha aplaudido”. Yo era escritor, pues, y lo he probado hasta cierto punto. Después vi en él uno de los dotes que más lo distinguen. A diferencia de muchos, Oro, a medida que yo salía de mi oscuridad, iba dejando agrandarse en su espíritu la pequeña idea que había tenido al principio de mi valimiento. Creo que un día empezó a creer que yo le llegaba a la barba ya, sin manifestar otra cosa que placer e indulgencia, y llegaría a persuadirse de que puedo continuar sin desdoro la carrera que él ha abandonado, sin que esta persuasión le causase pena ni descontento.

La vida de Oro es una prueba de mi modo de comprender su rara elocuencia, obra toda de una naturaleza rica y esplendorosa. Su carácter político es el mismo en todos tiempos, y en medio de aquellas contradicciones aparentes de las diversas faces de su vida, hay una unidad tal de intento que constituye la serie más lógica de actos.

Oro cuenta los años con el siglo diez y nueve. Su infancia se desliza sin aquellas sujeciones que debilitan las fuerzas de acción por el conato mismo de educar la inteligencia que ha de dirigirlas: un poco de latín en San Juan, algo de álgebra y geometría en Buenos Aires y el conocimiento del francés, he aquí todo el caudal que hasta los diecinueve años tenía atesorado cuando la vida política se levantó a su lado para lanzarlo en una serie de actos que debían trazarle su porvenir. El presbítero Oro, su tío, había incurrido en el desagrado de los partidarios de San Martín. La familia de los Oros se halló bien pronto comprometida y sobreviviendo la revolución de Mendizábal. Oro, de veinte años fue el intermediario entre aquel oficial sublevado y San Martín, para proponer una transacción que firmada en Mendoza por el coronel Torres, hoy residente en Rancagua, San Martín rehusó ratificar. Vuelto Oro a San Juan, encontró una segunda revolución del número 1º de Cazadores de los Andes, y habiéndose acercado a los sublevados, fue preso y desterrado por el Gobierno a Valle Fértil o Jachal. La nueva faz, sin embargo, que la revuelta tomaba cambiando de promotores, reconciliaba al Gobierno de San Juan con Oro.

En 1821, y apenas se había visto San Juan libre de los amotinados, un peligro nuevo imprevisto, hacía echar de menos la cooperación de aquellos valientes desertores del ejército de los Andes, extraviados por intrigas que venían desde lejos. Don José Miguel Carreras emprendía su campaña para pasar a Chile a vengar la exclusión hecha de su bando y la muerte de sus hermanos.

Carreras, inspirado por la venganza, se presentó en la tienda de Ramírez, el montonero teniente de Artigas, tocó un resto de hidalguía que no falta nunca en el alma del bandolero, y de entre sus jinetes tomó los guías y de su fogón la tea con que iba a correr la Pampa, incendiar los pajonales para trazar un horizonte de llamas y humo que avanzase con él tierra adentro, hasta descubrir en el occidente las crestas nevadas de los Andes, que se proponía escalar con sus jinetes. La montonera, como avalancha de hombres desalmados, se desplomaba sobre las villas de las campañas argentinas, degollaba los rebaños, saqueaba las habitaciones y robaba las mujeres; y de la orgía del festín que iluminaban los campos y las techumbres incendiadas, partían vencedores y vencidos, hombres y mujeres poseídos ya del mismo vértigo de pillaje y de sangre de que acababan los unos de ser víctimas. Las mujeres peleaban como furias en los combates, y sé de lance en que un montonero tomando por un extremo un escuadrón que estaba formado esperando órdenes, lo deshizo a fuerza de estarle matando cabos en el extremo.

El terror de los pueblos dura aún en las tradiciones locales; muéstranse en los caminos las osamentas blancas de los ganados que degolló a su tránsito, por aquel exquisito sentimiento del mal que aguijoneaba a aquellos filibusteros que traían a la cabeza su heroico Morgan que había echado llave a su corazón, para que no oyese el clamor de las víctimas ni el espanto de las poblaciones. Pero para aquellos pueblos el patriota chileno y sus feudos con San Martín desaparecieron en presencia del pavoroso nombre de la montonera. Carreras, en efecto, para atravesar con seguridad la Pampa, se había hecho argentino y tomado el tinte nacional, en su color más negro. Fuerzas imponentes de San Juan y Mendoza se adelantaron a salirle al encuentro y en el Río IV fueron destrozadas, aumentando los dispersos con la abultada relación de las atrocidades de la montonera de Carreras, el terror que precedía ya a su nombre. Carreras habría ocupado a San Juan y Mendoza, los dos pueblos que tienen las llaves de los Andes, sin que sus propios elementos bastasen a salvarlos. A Oro le ocurrió lanzar a la circulación una buena idea y el terror pánico se asió de ella como de la última tabla de salvación; Oro mismo fue encargado de hacerla efectiva; yendo en busca de Urdininea y ocho oficiales más bolivianos que se hallaban en la Rioja, para rogarles que viniesen a organizar la resistencia. Urdininea vino y aquella provincia tan desolada cambió su abatimiento en exaltación como no la ha presentado después; todos los hombres en estado de llevar las armas se presentaron sin distinción de clases ni de edad. Urdininea traía consigo la ciencia militar que había faltado en el Río IV y todos se creyeron salvados. Como una de las reminiscencias de mi niñez recuerdo la figurita extravagante y diminuta de Rodríguez que se atraía la atención de los muchachos. Este es el mismo Rodríguez que se encontró asesinado en la playa de Buenos Aires, quedando a su muerte un arcano entre los muchos que aclarará más tarde el tiempo que recompone y endereza la historia.

Carreras llegó a seis leguas de San Juan; un soldado chileno, Cruz, que se le pasó en la Majadita, le instruyó del nuevo aspecto que las cosas habían tomado y cambió de rumbo echándose sobre Mendoza, por campos áridos que destruyeron sus caballos y le hicieron caer en manos de sus enemigos. A San Juan le cupo la menos gloriosa parte en los hechos de armas, recoger prisioneros, los cuales por un decreto de venganza fueron condenados a muerte con todos los que hubiesen acompañado a Carreras, como oficiales, amigos y consejeros. Cúpole la mala suerte de hacer entre los prisioneros a Urra, joven de veintiocho años, secretario de Carreras, dotado de talentos rarísimos, lleno de instrucción y, como era raro entonces, poseedor de muchos idiomas. Más que su mérito y su juventud abogaban por Urra la causa misma que se le había seguido, por la cual constaba que lejos de haber participado en los crímenes de la montonera que eran horribles, había estorbado muchos por su influencia. Oro se puso en campaña para salvar la vida de aquel malhadado joven que se había cautivado la voluntad de la población entera, intercedió el clero en su favor y pidiéronlo las tropas mismas que habían hecho la campaña. Pero ¡líbrenos Dios de los gobiernos y de los hombres a quienes aconseja el miedo; son implacables con los vencidos! Urra fue fusilado de noche al fin de unos muros viejos, como aquel Duque d’Enghien tan estimable. La vida de Oro estuvo por horas pendiente de un hilo, por haber interesado a las tropas a favor de Urra, y no estuvo libre de cuidados sino cuando se hubo alejado de su provincia, para principiar aquella romanesca peregrinación que aún no ha terminado todavía. Visitó a Córdoba, a donde lo persiguieron las acechanzas de sus enemigos, pasó a Buenos Aires donde Agrelo lo hizo trasladarse a Corrientes; y allí al lado del General Mansilla, Gobernador de aquella provincia, concluyó de formarse su fisonomía especial, revistiendo el fondo aristocrático que traía de su familia, con aquel barniz que da el contacto inmediato con los pastores argentinos. Allí había visto Oro levantarse de nuevo la montonera, en su suelo nativo, por decirlo así, sobre la huella fresca aún de Artigas y de Ramírez; allí se le presentaba por la primera vez aquel odio de las provincias contra los porteños, odio de pura descomposición y de desorden; pero que tan poderoso instrumento político había de ser más tarde; allí debía educarse sirviendo al partido de las ciudades en la lucha impotente contra la montonera, y de allí sacar aquel profundo convencimiento de que era desesperada la oposición de los hombres de la cultura europea, contra aquellos titanes de la tierra, que estaban destinados a vencer; convicción que Oro ha conservado hasta 1842, en que disputábamos largamente sobre este punto y que conserva, según entiendo, hasta hoy. Oro, por separación del mando de Mansilla, quedó de secretario de un solo gobernador del partido gaucho, con quien como era de esperarlo, Oro no pudo entenderse jamás; como que era imposible poner coto a las estúpidas voluntariedades de aquellos hijos de la naturaleza, que desde Artigas hasta el último capataz de pueblos tienen las ideas de Aaroun al Raschild en materia de gobierno. En esta época, sin embargo, tuvo el joven Oro hospedado en su casa a otro joven de Buenos Aires, gaucho también y cuyo nombre debía ser conocido aunque de una manera bien triste de todos los pueblos del mundo. Este joven estanciero era un tal Don Juan Manuel Rosas, con quien Oro hizo desde entonces conocimiento.

Don Domingo de Oro había, sin embargo, desde aquella polvorosa oscuridad que en torno suyo hacían en Corrientes las montoneras interiores, los brasileños y orientales que las instigaban, llamado la atención del Gobierno de Rivadavia que cuidaba mucho de poner de relieve todos los hombres notables que veía a lo lejos despuntando en el horizonte político. Era el ánimo de Rivadavia enviar a Bolívar, cuyo nombre aspiraba a eclipsar el de la República Argentina, una misión y para ello escogió al General Alvear, el más brillante militar de la época, al Dr. Díaz Vélez y a Don Domingo de Oro, nombrado secretario. La Legación argentina llegó a Chuquisaca y, por lo que respecta a Oro, Bolívar, Sucre, Miller, Infante y Morán hallaron en él un digno representante en la diplomacia de aquella juventud argentina que habían visto representada en la guerra por Necochea, Lavalle, Suárez, Pringles y tantos calaveras brillantes, los primeros en las batallas, los primeros para con las damas y si el caso se presentaba nunca los postreros en los duelos, la orgía y en las disipaciones juveniles. Bolívar y Sucre se disputaban sucesivamente las horas de aquella charla, amena como una mañana de primavera, vivaz y picante como espumosa copa de champaña, nutrida ya de la savia que dan los riesgos corridos, las dificultades vencidas en la vida política tan tormentosa de la República Argentina, sol que agosta las plantas débiles, pero que sazona y madura el fruto que anticipa en las bien nacidas.

Oro, malogrado el objeto de la misión, recibió despachos de secretario de legación en Lima; y aun antes de pasar a desempeñar este nuevo destino, recibió los de secretario del diputado que debía enviarse al Congreso de Panamá, que tampoco tuvo lugar.

Aún no había regresado a la República Argentina cuando fue nombrado Diputado al Congreso Constituyente por San Juan, al cual no se incorporó sin embargo. De aquellos comienzos de carrera política y diplomática de Oro, había quedado en todos los espíritus la persuasión de que veía claro en todos los negocios, y que su palabra era un poder que podía oponerse a las fuerzas materiales que empezaban a desencadenarse, en torno de la presidencia de Rivadavia.

En Santiago del Estero encontró Oro cartas de los Ministros de Rivadavia que le ordenaban pasar a San Juan, a organizar la resistencia contra Facundo Quiroga. Facundo había entrado ya en San Juan, por faltar un hombre que como Oro, supiese señalar dónde estaba la parte débil de la situación política, para reforzarla. Pasó sin embargo a Córdoba y Mendoza, donde encontró que los amigos mismos del Gobierno general conspiraban con los Aldaos. Mandó a Buenos Aires el cuadro estadístico de la opinión pública y de los intereses que se rozaban, sin que acto ninguno posterior revelase que aprovechaban de su consejo. La presidencia cayó y en aquel punto final que se ponía a uno de los más brillantes capítulos de la historia argentina, Oro volvió a ver a su familia en San Juan, cargado de años, puesto que desde su partida habían corrido siete, y transformado de fisonomía con aquel barniz que dejan sobre el rostro humano, el contacto con los hombres notables y los grandes acontecimientos. Oro regresó a Buenos Aires, cuando Dorrego, su conocido y su compañero de viaje un año antes, estaba a la cabeza del Gobierno. Dorrego era la realización de la idea política que Domingo Oro había sacado de su largo aprendizaje en Corrientes y que sus viajes por las provincias no habían hecho más que corroborar, el gobierno de los hombres cultos a nombre de los caudillos; pero los hombres de principios no gobiernan en nombre de lo que destruye esos principios; los gobiernos en América son aprobados o reprobados por la minoría culta de la nación en que está la vida política. Fuera de este terreno no se gobierna a la manera de los pueblos cristianos, se desquicia y se extermina todo lo que se opone: así lo había hecho Artigas, así lo hizo Facundo, así lo hizo más tarde Rosas. Oro se equivocaba, como se equivocó Dorrego, y Oro tuvo que ir bien pronto a poner el dedo en la herida que ya empezaba a sangrar. Detrás de Dorrego, la mentira constitucional y culta, estaba Rosas, la verdad horrible, que encubrían las formas y los nombres de los partidos. Oro no simpatizaba con el partido caído, ni acababa de decidirse por Dorrego, quien lo llamó pocos días después de su llegada a Buenos Aires a servir en un ministerio, que rehusó por entonces, si bien aceptó otro destino más tarde en el ministerio de la guerra, bajo la expresa condición de no escribir en la prensa política. Renunció aquel destino en un momento en que sus simpatías personales por la mayoría de los hombres públicos lo empezaban a inclinar a decidirse por el partido unitario. Tomó una imprenta, la del Río de la Plata, publicó como editor el primer número del Porteño, periódico de oposición, y hubiera publicado el Granizo, si sus RR. hubiesen consentido en darle una firma abonada.

Rosas era entonces Comandante General de Campaña, estaba encargado de fundar la nueva frontera, y del negocio pacífico, que era un arreglo hecho con los salvajes, por el cual mediante cierta subvención del Gobierno, los bárbaros ocuparían ciertos lugares, sometiéndose a la jurisdicción del Gobierno. Rosas solicitó a Oro, a quien había conocido en Corrientes, para correr con la contaduría de aquel negocio y Oro aceptó creyendo salvar así de la decisión que lo determinado de los partidos políticos exigía imperiosamente de todo hombre notable. Pero Rosas se ocupaba ya de traer la frontera a la plaza de Buenos Aires y Dorrego menos temía la oposición de los amigos del Congreso y la Presidencia que había desbaratado, que la insurrección abierta del Comandante de Campaña. Oro empleó su influjo por evitar o postergar el rompimiento. Dorrego quería separar a Oro del lado de Rosas, por temor de que a la astucia y tenacidad de su adversario, viniese a añadirse la sagacidad y claridad de percepción del joven, cuya capacidad había tenido ocasión de apreciar antes; insistiendo Rosas en conservarlo a su lado, seguro de haber encontrado lo que hasta entonces le faltaba, un barniz culto a sus designios. En este quita-hijos, o como lo ha dicho Oro una vez, entre aquellas dos piedras de molino, él trató de ponerse a salvo, aprovechando la ocasión que el Gobierno le ofreció de ir a interponer su influencia en Corrientes para estorbar que estallase una revolución que se preparaba, por instigaciones de Rivera, quien debía apoderarse de aquella provincia, lo cual se logró completamente, si bien reapareció más tarde. Dominóla algunos momentos, hasta que nuevas complicaciones hicieron imposible todo esfuerzo. Oro se retiró a Santa Fe, desde donde reunido a Mansilla volvió a desbaratar la revolución, hasta que apoderado de ella aquel Sola, antiguo Gobernador de Corrientes, entró en su verdadero terreno, la exclusión de toda idea política, la saciedad de las pasiones egoístas.

En Santa Fe, Oro formó un proyecto de explotación de los bosques de dominio público y pasó a Buenos Aires a formar una compañía para el efecto. Buenos Aires ardía en aquel momento y a sus amigos de Santa Fe escribió cuánta conmoción sentía bajo sus pies y los rumores que anunciaban la crisis. El 1º de Diciembre era apenas el estallido de las fuerzas que habían estado hasta aquel momento comprimidas. La conducta de Oro en este momento supremo fue sublime a fuerza de ser franca, audaz y extraviada. Hoy que nos hemos reunido en el destierro, arrojados por la misma mano los que sostenían la revolución y el que la combatió, puede convencerse él de que el esfuerzo, por ser bien intencionado, no era menos inútil. Oro venía de las provincias y estaba en contacto con todas las fuerzas desorganizadoras; las había compulsado y sentídoles su peso; la revolución del 1º de Diciembre no hacía más que provocar toda su energía y hacerlas aparecer en la superficie. Oro combatió el intento, después de consumado, desaprobó el hecho y en la plaza de la Victoria, en medio de aquel pueblo embriagado por la esperanza de triunfo que le daba la presencia del ejército, delante de dos mil ciudadanos apiñados en torno suyo, asombrados de tanta audacia y de tanta elocuencia, y de Salvador María del Carril, Oro rodeado de aquellos militares que acariciando su bigote y apoyados en sus tizonas imperiales sonreían de lástima de los que osasen avistar sus lanzas, hizo la más elocuente, la más desesperada protesta contra aquella revolución que parecía ser el fin de todos los males pasados y que, según él, no era sino el precursor de todas las calamidades que iban a sobrevenir. Hablábale Carril de derechos ultrajados, de violencias cometidas y Oro le oponía el detalle de violencias, de crímenes y de males aún ignorados, como la muestra del hecho dominante, irresistible. Oro no defendía la justicia de los procedimientos inculpados, sino la ineficacia de los medios adoptados para derribarlos. Dorrego fue vencido, fusilado; y el 14 de Diciembre en el café de la Victoria, Oro volvió a insistir en su teoría, calificando en medio de los vencedores, de asesinato aquel acto que parecía por el momento desmentir sus anteriores predicciones. Sostenía él que los gobernadores no eran causa sino efecto de un mal que venía trabajando a la República desde los tiempos de Artigas. Que este mal había invadido poco a poco la República entera; que la elevación de Dorrego al Gobierno de Buenos Aires era el complemento de su triunfo y su toma de posesión en la República. Que la revolución parecía poner en cuestión lo decidido entonces, pero que en realidad no era más que provocar al vencedor. Que desenfrenado el elemento gaucho iba a hacer ahora lo que no había hecho antes; que degollaría al partido que contenía más hombres de luces y de dinero y nos llevaría a la barbarie. Que debía combatirse la revolución en Buenos Aires antes que prendiera en el interior y la desolación se hiciese general.

Esta versión de la cuestión me la hizo Oro en 1842 y, sin duda, que era yo el más dispuesto entonces a comprenderla, puesto que de largos años venía estudiando la misma cuestión y cuya solución intenté dar en Civilización y barbarie, solución que han adoptado todos los partidos y que hoy se abre paso en Europa, disipando la nube de oscuridades que ha levantado la astucia de Rosas. Esta teoría dará bien pronto sus frutos, como la enfermedad crónica ha dejado sus últimos resultados; su término está menos lejos de lo que se cree. Lo único en que disentíamos con Oro, era en la posibilidad de haber dado un nuevo rumbo a la marcha de los negocios públicos. Dorrego había conculcado el edificio político, apoyándose en las fuerzas desorganizadoras del interior; si los hombres de luces y el ejército, depositario hasta entonces de las tradiciones de la Independencia, no intentaban un esfuerzo, ellos y Dorrego hubieran sucumbido en presencia del Comandante de Campaña, el Artigas del Sur de Buenos Aires. Si la capital se reconcentraba dentro de sí misma como en 1820, los hombres de luces de las provincias eran abandonados a Quiroga y los demás bárbaros, sin caridad y sin justicia, y así como Dorrego había coordinado y disciplinado aquellas fuerzas brutas, así los amigos de la presidencia estaban en todas partes en evidencia y no podían romper la cadena fatal que los ligaba a Buenos Aires. Lo que hicieron en 1829 era, pues, fatal, lógico y necesario. Debieron jugar el último albur, a trueque de combatir el mal, cuan hondo fuese.

No triunfaron porque no debían triunfar; faltáronles hombres a la cabeza del ejército, menos valientes y arrogantes y más conocedores del asunto que tenían entre manos; faltoles el tiempo y la fortuna, faltoles que triunfase el mal mismo, para que produjese todos sus horrores y su esterilidad. Faltaban veinte años de administración de Rosas, para enseñarles a los pueblos a comprender a dónde conduce el sistema iniciado por Artigas, seguido por Facundo y completado por Rosas; en fin, faltaba que Oro viniese al odio y a la execración del caudillaje, cuyo desenfreno brutal creyó poder retardar, para que hoy estuviésemos, desde el último hombre de Rosas hasta el más alto de los unitarios, de acuerdo en un solo sentimiento y es que gauchos y hombres cultos todos necesitan hoy protección y seguridad contra las violencias y el terror.

Don Domingo de Oro, libre de todo compromiso con los revolucionarios, conocido de los caudillos, salió de Buenos Aires en Febrero de 1829 y se reunió con López, el de Santa Fe, para prestarle sus consejos ya que su triunfo era para Oro claro como la luz del día.

En el Rosario hubo de encontrar a Don Manuel Rosas, el tirano predestinado de Buenos Aires. Entonces Oro valía más que él; Rosas estaba desconcertado, indeciso, y Oro le inspiró confianza. Temía Rosas acercarse a López, que le tenía una aversión invencible, y Oro le allanó el camino. Diósele a Rosas, a pedido de Oro, un gran título en el ejército de López, pero sin funciones y, volviendo a revivirse en el ánimo del gaucho santafesino sus antiguas antipatías, a cada momento quería despedirlo con vejamen, y Oro era entonces su padrino y su amparo. Hay cosas que los hombres sin mérito real no perdonan cuando han llegado al poder. ¡Ay del que los haya visto pequeños, humillados y sometidos! ¡Ay del que los haya visto temblar! ¡Huyan a mil leguas de distancia, esos no obtendrán perdón jamás! ¡Qué odio le profesa Rosas a Oro!

Las vicisitudes de la campaña no son aquí del caso. La derrota de Puente de Márquez fue para Oro una ocasión de penetrar solo en Buenos Aires y abocarse a los ministros a rogarles que se salvasen por un tratado con López. Todavía era tiempo, pero los unitarios no estaban aún convencidos de su impotencia. Oro, después de hacer los últimos esfuerzos para persuadirlos, regresó a su campo a terminar el triunfo de sus partidarios. El General Paz había sido más feliz en Córdoba que Lavalle en la campaña de Buenos Aires y Oro, llevando adelante su sistema, volvió desde aquel momento sus miradas al General Paz, como una incorporación necesaria de aquel hecho en la masa de hechos victoriosos en todas partes. Paz, afirmándose en Córdoba, era todavía un dique contra la barbarie del interior encabezada por Quiroga. Paz era, pues, una barrera que convenía no destruir, un áncora que aún quedaba sin garrear. Oro fue enviado a Córdoba y aunque Paz y Oro no pudieron entenderse sobre lo que había en el fondo de la terrible cuestión, se estimaron ambos desde entonces y su relación dura hasta hoy íntima.

En estas circunstancias, Lavalle cedía en Buenos Aires a la presión de la campaña que en el Puente de Márquez había ahogado más bien que vencido al ejército con sus millares de jinetes. El consejo de Oro prevalecía ahora, pero impuesto por la victoria, y la orgullosa revolución del 1º de Diciembre se había contentado con una capitulación que garantía la vida de los unitarios y de los militares. Oro llegó a Buenos Aires cuando Rosas mandaba, aquel Rosas que él había recogido en el Rosario y quitádole de la cabeza el pensamiento de emigrar a San Pedro en el Brasil. El Gobernador Rosas ostentó para con su protector toda la solicitud de un amigo; y sin embargo Oro empezó a comprender que en aquella alma fría, helada como el vientre de una víbora, no había sentimiento ninguno humano. Oro era todo para Don Estanislao López, bajo cuya ala se había levantado Rosas, y en Oro acataba simplemente al poder que esperaba ocasión de avasallar. Después de la batalla del Puente de Márquez, López y Rosas habían suscrito a un plan político sugerido por Oro, que tenía por base el respeto de la vida, las propiedades y la libertad del partido vencido, siguiendo Oro en esto su sistema de contener al vencedor en el último límite de su carrera. Los actos posteriores de Rosas han mostrado la sinceridad con que suscribía a aquel plan, de cuya sujeción trataba de zafarse desde luego.

En 1830 se reunieron en San Nicolás de los Arroyos los Gobernadores de las cuatro provincias litorales, a cuya reunión fue invitado Oro por López y Rosas. Por Corrientes asistía Ferré, por Entre-Ríos, un enviado no recuerdo quién, y aquel desgraciado Maza, degollado en el seno de la representación en Buenos Aires y cuya docilidad se prestaba mejor que la de Oro para los designios secretos de la sabandija. En aquel Congreso de Gobiernos, se convino en enviar al General Paz una misión confidencial y se designó a Oro para desempeñarla. Redactáronse las notas bajo la influencia de Rosas y Oro rehusó hacerse el portador de ellas si no se modificaban. López, Ferré y Oro obraban de acuerdo y de buena fe querían terminar la guerra, mientras que el designio apenas disimulado de Rosas era prolongarla, suscitar dificultades y ganar tiempo. En este conflicto, López y Ferré exigieron de Oro que aceptase la misión, por temor de que cayese en manos menos bien intencionadas, lo que hizo al fin logrando modificar en parte las notas y las instrucciones. Oro, gozando en Córdoba de la confianza completa del General Paz, solo trató de evitar que Rosas esterilizase por bajo de cuerda el avenimiento proyectado. Oro entonces preparó una entrevista entre Rosas, el General Paz, López, Ferré, etc., lo puso en conocimiento de estos últimos y guardó a Rosas el secreto hasta que la realización estuviese próxima, para evitar que fuese frustrada. Pero la cosa transpiró y el General Paz recibió un anónimo que le prevenía que se trataba de asesinarlo en la entrevista. A López le envió Rosas agentes en el mismo sentido. Afectaba prestarse al proyecto; pero postergaba su ejecución, suscitando disputas con el Gobierno de Córdoba, hasta que las provincias de Catamarca y Salta invadieron a Santiago del Estero y quebrantándose, aunque muy a pesar del General Paz y sin su participación, el statu quo base ofrecido para el arreglo, toda tentativa de negociación fue interrumpida.

Desde este momento Don Domingo de Oro abandona toda iniciativa política. La túnica de la República Argentina iban a jugarla a los dados y cualquiera que la ganase érale indiferente. El mal que quiso evitar se había consumado en su despecho; desde entonces viaja por las provincias beligerantes, bien recibido de todos, porque es un extraño a las cuestiones que se agitan. Va a Buenos Aires y Santa Fe, vuelve a Córdoba de tránsito para San Juan y da al General Paz un mensaje insidioso de Rosas; pero diciendo como Ulises a Telémaco: “Atended para que no os engañen mis palabras”. Aquellos dos proscritos, los últimos, hombres sinceros y bien intencionados que iban a dejar el campo de la política argentina para dar lugar al exterminio de un partido, conversaron tristemente sobre lo pasado y sobre el porvenir de la lucha. Paz, minado ya por la discordia (1831) y por su falta de recursos, conocía su situación. “Su deber era, decía, morir combatiendo; no siéndole permitido abandonar al cuchillo a los hombres a quienes Rosas pretendía hacer desaparecer a millares”.

Después de algunos meses de residencia en San Juan, Quiroga se apodera de Mendoza y no siendo el ánimo de Oro pasar plaza de unitario, aguarda que entre el caudillo para evadirse con disimulo. Tiene con Quiroga, el terrible Facundo, una estrepitosa entrevista y este otro bárbaro cree haber encontrado en él, como Rosas, un complemento necesario; pero Oro ya no espera nada del desenfreno de aquellas pasiones brutales y se pone en marcha para Chile. Hácelo alcanzar Quiroga en Huspallata, rogándole que volviese a encargarse de la Secretaría de Gobierno, a lo que se negó formalmente, regresando sin embargo para no dejar creer que su partida era una fuga, con lo que recibió del Gobierno encargo de reclamar en Chile las armas y caballos traídos por los emigrados. Esto motivó una entrevista entre Oro y Portales, que principió bajo los auspicios más amenazadores para el primero y concluyó pacífica y cordialmente. Regresó en seguida a San Juan, en circunstancias que Quiroga preparaba la expedición a Tucumán; viéronse poco; pasó después a Buenos Aires y visitó a Rosas en su campamento de Arroyo del Medio, donde Rosas para engañarlo sobre lo que ambos no podían engañarse ya, lo hospedó en su propia tienda. Volviéronse a ver más tarde en Buenos Aires y esta vez rompieron para siempre de un modo claro y solemne. La Gaceta de Buenos Aires publicaba un decreto por el cual se faltaba con los militares del ejército de Lavalle a todas las garantías que les había asegurado la capitulación de Buenos Aires. Oro veía venir a Rosas a este punto, pero aún dudaba de que tuviese cinismo bastante para consignar en un documento público aquella violación flagrante de un tratado. Oro, sin poder contenerse, desgarró la Gaceta en presencia de muchos, exhalándose en imprecaciones contra el malvado. Súpolo Rosas y afectando serenidad, encubriendo bajo aquella máscara helada el volcán de pasiones cruentas y vengativas que lo roen, trató de atraerlo a una reconciliación. Él General Mansilla era el encargado de pedir a Oro que se viese con Masa para este fin. D. Gregorio Rosas intercedió también, pero sin lograr de parte de Oro otra cosa que la protesta pública, reiterada, contra los actos de perversión del que había traicionado sus esperanzas. Este acto era de su parte una justificación ante su conciencia y ante la historia, de la sinceridad de sus miras al prohijar la causa de los caudillos. El día que Rosas inició su nueva política, ese día, Don Domingo de Oro hizo saber a todos que él no era cómplice en ninguno de los actos de demencia sangrienta que se veían en germen en aquel decreto. Oro ha sido el único federal de los que elevaron a Rosas, que no se haya prostituido, manchado y degradado, dejándose llevar por la corriente de los sucesos; el único hombre de principios que haya dicho hasta aquí es mi obra; para en adelante yo me lavo públicamente las manos; prefiriendo ser víctima que cómplice. Sublime esfuerzo de conciencia para mantenerse puro en medio del lodo que iba a caer sobre todos.

Una duda me ha asaltado al espíritu muchas veces y es qué rumbo habría tomado la revolución del 1º de Diciembre, si Don Domingo de Oro la hubiese prohijado en lugar de combatirla, con tal que él hubiese podido llevar al Gobierno el convencimiento que los decembristas no tenían de la fuerza de resistencia que poseían los caudillos. En cuanto a López, lo habría inducido a encerrarse en sus tolderías de Santa Fe; Rosas no habría surgido tan pronto sin López y sin él, y Oro conocía ya su situación para desarmarle pacíficamente la máquina de destrucción que estaba preparando en la campaña del Sur. Buenos Aires asegurado, Santa Fe quieta, Córdoba ocupada por Paz, la República estaba salvada; pero la hipótesis es imaginaria y no hay que pedir condiciones imposibles de realizarse. En tal caso la revolución del 1º de Diciembre no habría tenido lugar y entonces no es posible adivinar la marcha que habrían seguido los negocios.

La vida posterior de Oro es ya la de una luz que se extingue, la de una existencia perdida. Oro para ser, necesitaba Patria, gobierno con formas europeas, y en el caso de violencia y de barbarie que comienza desde entonces, sus talentos políticos, su carácter eminentemente diplomático, su brillante elocuencia, todo debía hacerle un objeto de desconfianzas, de celos, de persecución. Los unitarios no podían perdonarle haberlos vencido; los bárbaros, el no haber querido sancionar sus crímenes. ¿A dónde, pues, encontrar lugar para reposarse en la inacción y en la oscuridad siquiera?

Oro vuelve a San Juan, a su casa, labrado secretamente de una enfermedad de espíritu que ocultaba cuidadosamente. Oro temía que un puñal lo alcanzase y se guardaba; Facundo regresa de Tucumán, trátalo bien algún tiempo y de repente se vuelve sombrío. Oro pasa a Chile en 1833 comprendiendo de dónde parten las acechanzas que amenazan su vida. En Chile lo persiguen las desconfianzas del Gobierno y de Santa Cruz, uno y otro creyéndolo un agente de los caudillos argentinos. En 1835 vuelve a San Juan a recoger su herencia por muerte de su padre y con aquella hidalguía del que tantas cosas había hecho sin tocar de los despojos de los vencidos, cambia sin inventario las viñas de sus padres, bodegas, aperos de labranza, por una hacienda de pastos. Gobernaba entonces Yanzón en San Juan, un bárbaro que tenía sin embargo el corazón sano, y este quiso entregar a Oro el gobierno, ignorando que Oro estaba ya bajo la cuchilla de la proscripción de Rosas. Cartas de Rosas llegan luego, en efecto, denunciando a Oro a la animadversión de los caudillos. Oro acepta un ministerio y entonces tiene lugar un acto que ha prestado asidero al primer cargo hecho contra él. El coronel Barcala estaba asilado en San Juan y Oro había garantido ante Yanzón su buena conducta. Barcala fragua una conspiración en Mendoza, es traicionado y descubierto, y el fraile Aldao pide su extradición, en virtud del tratado cuadrilátero aceptado por aquellos gobiernos. Una partida se presenta repentinamente en San Juan, las cartas de Barcala sorprendidas no dejan lugar a subterfugio alguno; Barcala no trata de escaparse y Yanzón que quiere salvarse de una ruptura con todos los gobiernos federales y Oro que no es unitario, entregan a Barcala, que es fusilado en Mendoza, inculpando a Oro de complicidad en su conspiración. Oro se hace sospechoso para con Yanzón, lo juzgan, lo condenan, lo absuelven en apelación y lo destierran.

Don Domingo de Oro llegó a Copiapó en 1835. En la puerta estaban a su llegada reunidos muchos argentinos notables, que lo oyeron entonces hacer la pintura de todos los horrores que iban a seguirse a la dominación absoluta de Don Juan Manuel de Rosas. Recuerdo algunas de sus palabras: “La América va a estremecerse de espanto; la Inquisición en sus épocas más tenebrosas no ha presentado espectáculos iguales. La conciencia de los hombres que han visto ya a Quiroga y a los otros, no podrá creer en lo que va a verse luego. Conozco a este horrible malvado; no tiene entrañas; no se inmuta por nada; su cara no traiciona jamás una sola chispa de la sed de venganza que aqueja sus ijares; está hablando con Vd. sobre cosas frívolas, y mirándole el lugar del cuello en donde ha de entrar el cuchillo que le prepara. Vds. van a verlo luego; un solo hombre importante no quedará vivo; un solo militar sobre todo; lo he visto mandar matar a veintisiete prisioneros en San Nicolás y gozarse en ello como el tigre harto de sangre…” Algunos meses después llegó a Chile la noticia de la carnicería de los ochenta indios en la plaza del retiro y todos repetían instintivamente: Oro lo decía; los asesinatos en las casas y los prisioneros degollados, y todos repetían espantados: ¡Oro lo predijo, en la Puerta en 1835! Estos conceptos los reprodujo por la prensa.

Desde entonces Oro se confunde con los desterrados en Chile, siente como ellos, vive con ellos, pero sin esperar como ellos, porque todavía no cree que ha pasado el letargo en que ha caído la energía moral de las poblaciones espantadas por el cúmulo de males de que han sido víctimas; triste marasmo en que caen los espíritus que han visto desenvolverse el germen, crecer, extenderse y cubrir como de una lepra, la República entera.

En 1840, Oro escribía en Chile estas notables palabras: “La naturaleza concedió a Don Juan Manuel de Rosas una constitución robusta, que su ejercicio de ganadero y labrador desenvolvió completamente, habilitándole por más de un respecto para desempeñar el tremendo papel que representa. Su semblante en el círculo de los hombres de su confianza, o de aquellos cuyas simpatías le interesa conquistar es agradable, y cuando se le habla, hay en su rostro una expresión de atención y de seriedad que halaga; pero en el trato de otros hombres, se nota una tosquedad de maneras y descompostura de lenguaje, que concuerda con cierto aire de taciturnidad que parece en él característico. En estos casos rara vez mira la persona con quien habla, y si lo hace con intervalos por movimientos rápidos de los ojos, es para ver el efecto de sus palabras. Por lo demás ninguna señal revela jamás contra su voluntad los afectos de su alma; y nadie al mirarlo sospechará cuánta es la bastardía de las pasiones brutales que fermentan en su pecho. Pero aunque tiene el disimulo que se atribuye a Tiberio, el miedo en el momento del peligro pone descolorido su semblante, que es encendido, sin que carezca del valor necesario para arrostrar aquel, cuando es indispensable o muy urgente. Es verdad que entonces sus facultades se perturban, y cae en cierto estado de entorpecimiento mental o casi estupidez. Rosas es frugal y parco en alto grado, y lo era antes que el temor de un envenenamiento viniese a atormentarlo. Es pensador, reflexivo, laborioso como pocos. No tiene ideas religiosas ni morales, y todas las facultades de su alma están subordinadas a la pasión del mando absoluto y la pasión de la venganza, las dos cualidades dominantes de su carácter. En la historia del nuevo mundo hasta nuestros días no se encuentra el nombre de un tirano tan reflexivamente atroz y cruel como Rosas. La actividad febril con que trabaja degenera en una extravagancia loca y feroz en sus momentos de descanso y distracción”.

Pertenece a Oro este pensamiento digno de La Bruyère: “Los que no conocen a Rosas se inclinarán a creer que este bosquejo es exagerado… La especie humana rechaza instintivamente la idea de que puedan existir tales seres; y la inverosimilitud de los horrores de que se han hecho culpables, y que deberían atraerles el odio universal, pone en problema la verdad, y se convierte en un refugio protector de los perversos”. Bellísimo pensamiento el último y que se está realizando hace veinte años. La América y la Europa han dudado largo tiempo de la verdad; la historia viene empero en pos de los hechos y cuando las pasiones, los intereses y las opiniones del momento callen, presentará a los ojos del mundo espantado, la página más negra de la criminalidad humana. Ni un solo hecho, entre mil, escapará de ser verificado, aclarado, comprobado; y la verdad, la terrible verdad, avergonzará entonces a una generación entera. “La verdad no se entierra con los muertos; triunfa de la lisonja de los pueblos, y del miedo de los poderosos, que nunca lo son bastante para sofocar el clamor de la sangre; la verdad transpira al través de los calabozos y hasta el través de la tumba”.

Oro en sus peregrinaciones fue a Bolivia donde el Gobierno del general Ballivian reclamó sus consejos. El último que le dio fue el de dejar el mando, si no quería aguardar a que se lo arrebatase la triste revolución que está labrando hoy a Bolivia, muy parecida en lo desorganizadora a aquella otra que él había estudiado en su cuna y seguido hasta perderla de vista. La conducta de Oro y de algunos otros argentinos emigrados, arrancó al General Ballivian en su refugio en Valparaíso, esta exclamación: “Sin la noble abnegación de estos argentinos, yo habría llegado a maldecir de la especie humana”.

Oro, escapando de esta revolución, asilado en Tacna, sentíase abrazado por detrás en el puerto de Arica en 1848, por persona que intentaba hacerse reconocer por solo el acento de su voz. Libre del lazo que retenía su curiosidad, volviose y entonces pudimos abrazarnos de nuevo, él que tendía por tercera vez las alas para lanzarse al incierto mar de destierro, yo que volvía de rodear el mundo para entrar de nuevo a Chile, de donde por vía opuesta había partido; y en pláticas amistosas en las banquetas calientes del vapor, viendo desfilar la desierta ribera americana en el horizonte y hundiendo nuestras miradas en la desierta superficie del Océano, recogí de su boca la mitad de los datos que forman estas memorias para complemento de otros que ya poseía. Oro está varado, cual casco abandonado, qué sé yo dónde, mientras yo sigo sin rumbo, sin blanco fijo cediendo a impulsos que me llevan adelante.

La última noticia que de él he tenido, es la que contiene la siguiente carta:“Sr. D. Domingo F. Sarmiento.— Copiapó, Noviembre 6 de 1849. Mi apreciado amigo: He recibido un ejemplar de su libro Educación popular. El carácter de su Crónica me había ya llamado la atención, por su tendencia a traducir en práctica, en hechos, las teorías sobre que no se ha cesado de charlar. Me parece que Vd. la concibió como una máquina para empujar a obrar en el sentido de la industria, y del movimiento mecánico y material. Su libro es la máquina de dar el mismo impulso al movimiento intelectual, y diré así, a la industria intelectual y moral, que a su tiempo aumentará con su fuerza el resorte del movimiento material e industrial.

”Su libro ha exaltado tanto mis antiguos sentimientos de filantropía y de patriotismo, que casi han revivido mis pasadas ilusiones, estando a pique de creer en la felicidad venidera de nuestros países. ¡No le diré cuántos sueños llegaron a pasar por mi cabeza! Han sido los movimientos de la vida, ejecutados por un cadáver, al favor del galvanismo. Desalentado y escéptico, he llegado a tener un momento fe en los inmensos bienes que nos iba a traer la generalidad de la instrucción que brotaría de la lectura de su libro. Pero la exaltación ha pasado, y solo me queda mucha admiración por los esfuerzos de Vd., mucha simpatía por la generosidad y elevación de sus sentimientos, muchísimo y muy vivo afecto por su persona, y ninguna esperanza de que el éxito corone, tan nobles, generosos y sabios trabajos. Suyo, ORO”.

XI. El historiador Funes

Tiene esto por lo menos de interesante, el examen de los individuos notables de las familias, que a medida que pasan generaciones, ve uno transformarse poco a poco los personajes, cambiar de forma el atavío de hechos de que se revisten y presentar casi completas las diversas faces de la historia. Si tomamos la familia de los Albarracines por ejemplo desde Fr. Miguel, Fr. Justo de Santa María y Domingo de Oro, nos dan por resultado estos hechos: el convento, la teología, el milenario, la Inquisición, viajes a España, la declaración de la Independencia, Bolívar que la termina, la guerra civil, los caudillos, Rosas y el destierro. Tres generaciones han bastado para consumar estos hechos y tres individuos los han reflejado en sí por actos notables y significativos. Hay un momento como hay una persona que es a la vez el término medio entre la colonia y la República. Todos los hombres notables de aquella época son como el dios Término de los antiguos, con dos caras, una hacia el porvenir, otra hacia lo pasado.

Distinguida muestra de este hecho fue el Deán Funes. El sacerdocio fue, cual convenía a la situación de las colonias españolas, el teatro en que iba a desenvolverse su carrera. Educado por los jesuitas, conservoles siempre afición, no obstante las diversas transformaciones que más tarde tomaron sus ideas; a ellos debió su afición a las letras que aún entre el sacerdocio ellos solos cultivaban con provecho. A los pocos años de ordenado el Presbítero Don Gregorio Funes, negocios de familia o sed de instrucción lo llevaron a España en los últimos años del reinado de Carlos III, en que las letras españolas fueron cultivadas con esmero. Doctorose en España en derecho civil y gracias a la alta posición de su familia y a su mérito conocido, obtuvo una canonjía de merced para regresar así condecorado a su patria. Era Córdoba entonces el centro de las luces y de las bellas artes coloniales. Brillaban sus universidades y sus aulas; estaban poblados de centenares de monjes sus varios conventos; las pompas religiosas daban animado espectáculo a la ciudad, brillo al culto, autoridad al clero, y prestigio y poder a sus Obispos. El Canónigo Funes venía de la Corte, había estudiado en Alcalá, gozado del trato de los sabios y traía además tesoros de ciencia en una escogida cuanto rica biblioteca, cual no la había soñado la Universidad de Córdoba. El siglo XVIII entero se introducía así al corazón mismo de las colonias. Su prestigio de ciencia debió ser desde aquel momento inmenso; pruébalo más que todo la enemiga del canónigo Magistral de Córdoba, después Obispo del Paraguay, Don Nicolás Videla del Pino, que veía en el canónigo de merced un rival temible para optar a las altas dignidades de la Iglesia. Desde entonces comienza una lucha sorda, o estrepitosa entre ambos canónigos, que produce resultados políticos, no sin atravesarse el primero varias veces al paso del segundo para desviarle o embarazarle su marcha.

Elevado a la mitra de Córdoba el Sr. Don Ángel Moscoso, hijo de una ilustre familia de Arequipa, por traslación del Obispo San Alberto a la metropolitana de Charcas, el canónigo Funes, en despecho del Magistral Videla fue nombrado Provisor, Vicario General y Gobernador del Obispado. En aquel gobierno teocrático, el Provisorato era como en nuestros tiempos un Ministerio del Interior, que daba sanción a las diputaciones que se estaban formando y medios de justificarlas por los hechos, llevándolas a los confines del Obispado. Funes fue durante toda la vida de Moscoso el árbitro supremo en materias eclesiásticas y después de su muerte, elegido Deán de la Catedral, ejerció por algunos años más el gobierno de la diócesis en sede vacante, sin tener rivalidad posible, desde que Videla había sido nombrado ya Obispo del Paraguay.

A la muerte de Carlos III pronunció Funes una oración fúnebre que debía acrecentar más su prestigio literario. Rico de erudición en las más célebres obras de los autores franceses que él solo poseía y lleno de ideas de otro género que las limitadas que circulaban en las colonias, el orador sagrado había sabido elevarse a la altura de su asunto, apreciando en frases pomposas las medidas gubernativas que habían hecho notable el reinado del muerto rey. Hablaba del comercio libre en las colonias con el aplomo de un financista, describiendo la desolación de sus vasallos con palabras que, por desgracia, no eran suyas.

Otro sermón congratulatorio al advenimiento de Carlos IV y algunos pleitos que sostuvo en defensa del Sr. Moscoso ante la Real Audiencia de Buenos Aires y que pasaron en apelación al Supremo Consejo de Indias en España, eran más que sobrados motivos para darle una reputación colosal, que desbordaba de los límites del virreinato.

Pero otra, querella, muy en el espíritu de aquellos tiempos, debía proporcionar al sabio Deán, materia de nuevos trabajos, campo vasto a su actividad y poner en sus manos un arma poderosa de que hacía tiempo trataba de apoderarse. Con motivo de la expulsión de los jesuitas, el Colegio y Universidad de Córdoba donde él mismo había adquirido los primeros rudimentos del saber, habían sido encargados provisoriamente a la orden de los frailes franciscanos, que eran los que en el cultivo de las ciencias seguían de cerca a los expulsos. Pertenecía a esta orden el célebre padre García a quien en 1821 o 22 oí predicar un sermón de 25 de Mayo, en presencia de Bustos, Gobernador de Córdoba, que dejó azorados a los oyentes, por las incriminaciones que el fraile patriota le dirigía desde el público, recordando la revolución de Arequito al hacer reseña de la marcha de la revolución. Tengo presente la estructura del trozo oratorio a que aludo, el cual comenzaba así: ¡25 de Mayo de 1810! Día memorable, etc. ¡25 de Mayo de 1811! Y seguía concretando los hechos históricos hasta que llegando al año 20, cambió el encomio en ataque, mostrando avergonzado al sol de Mayo de aquel año por los hechos que había presenciado. Las gentes se miraban unas a otras en la catedral; a Bustos veíalo yo jugar con una borla del almohadón de terciopelo que tenía por delante de su mesa apoyando el misal, mientras que el fraile implacable revestido de las insignias doctorales de ambos derechos, seguía fulminando al poderoso mandatario, sobre quien tenía fijas sus miradas.

El clero secular de Córdoba había en tiempo atrás reclamado para sí la dirección de los estudios, recurrido a los virreyes, apelado a la Corte de España, la que al cabo de veinte o treinta años de lucha entre ambos cleros, expidió una Pragmática Real, ordenando que pasase la gestión de la enseñanza a los clérigos seculares. Pero una pragmática era poca fuerza para desasir a los poderosos e influyentes frailes de la dirección que por tantos años habían ejercido y cuyo despojo amenazaba eclipsar el brillo de la orden seráfica. Córdoba estaba dividida en partidos, los monasterios seguían a los frailes, la juventud estudiante arrastraba en pos de sus maestros a las familias y gobernadores y aun virreyes ganados por las intrigas y las influencias franciscanas, mostrábanse tardos y remisos para hacer efectivos los reales decretos. “El espíritu monástico, dice un manuscrito que consulto, el aristotelismo y las distinciones virtuales y formales de Sto. Tomás y de Scott, habían invadido los tribunales, las tertulias de señoras y hasta los talleres de los artesanos. Con pocas excepciones los clérigos eran frailes, los jóvenes coristas y la sociedad toda un convento”. Todavía conozco algunos cordobeses que no han degenerado de su abuelos. Tal era el espíritu que presidía a los estudios universitarios de Córdoba, que los directores franciscanos tomaban entre ojos, envilecían y aun castigaban al malhadado joven que prefería el estudio del derecho civil, al de la teología de aquel tiempo, que pretendía explicar por la esencia y la forma las cuestiones naturales que hoy resuelve la química por las afinidades y las cristalizaciones.

El Deán Funes tomó parte activa en la querella; marchó dos veces a Buenos Aires a reclamar denodadamente el cumplimiento de las Reales Cédulas; pero las nuevas provisiones obtenidas venían a estrellarse ante las dilatorias opuestas por el Dr. Don Victorino Rodríguez, Gobernador de Córdoba, entregado a la influencia de los franciscanos y enemigo de Funes por celos literarios y rencores de familia.

El año 1806, empero, habiendo después de la reconquista de Buenos Aires ocupado la silla del virreinato Liniers, amigo de Funes y francés ilustrado, se expidieron nuevas órdenes en confirmación de las anteriores, que aunque fueron eludidas al principio motivaron la reiteración de ellas en 1807, con encargo al Dr. Don Ambrosio Funes, hermano del Deán, de intimar al Gobernador, si a los tres días no estaban ejecutadas, el cese de sus funciones en virtud de la orden escrita que para ello se le acompañaba. Transpirólo el Gobernador y en el acto puso en posesión al clero secular, en la persona del Deán Funes, del Colegio de Montserrat y del Cancelariato de la Universidad de Córdoba en Diciembre de 1807. Así la edad media había librado la más cruda batalla para no dejarse desposeer de la dirección de los espíritus; cuarenta años de lucha; la orden real desobedecida; eludidos cinco mandatos de ejecución consecutivos, no cediendo sino cuando un hijo de la Francia estuvo a la cabeza del virreinato. ¡No ha sido tan renitente la ciudad sapiente en los últimos tiempos, cuando a sus antiguos doctores se sucedieron en el mando, los hicsos venidos de la campañas pastoras!

Las ideas regeneradoras, pues, habían tomado aquella ciudadela de las colonias. El Dr. Funes, al aceptar cargos que tanto había codiciado, dio muestra de pureza de intención renunciando a las rentas que les estaban afectas, destinándolas a la dotación de una cátedra de matemáticas que se abrió con aprobación de Liniers y no obstante órdenes precedentes de la Corte de España que lo prohibían formalmente.

Este primer paso dado dejaba ya traslucir la marcha nueva que la conspiración del espíritu americano iba a imprimir a los estudios universitarios bajo la influencia de Funes. El Deán formuló entonces un reglamento de estudios que, pasado a la Corte de España para la superior aprobación, fue mandado seguir en las demás Universidades de América. “No teniendo entonces, dice en su Ensayo Histórico, que respetar la barbarie de los tiempos góticos, a que con cuatro años de teología escolástica lo sujetaban los preceptos del ministerio eclesiástico, se propuso dar una mejor disciplina al hombre intelectual. A más de haberse introducido el estudio de las matemáticas, y mejorado el de las facultades mayores, se procuró también promover la cultura de las bellas artes, y el renacimiento del buen gusto. Es innegable que bajo este método ha debido ganar mucho la educación y que promete buenos frutos del árbol del saber”.

La educación dejó de ser teocrática en sus tendencias, y degradante en su disciplina. En lugar de la filosofía aristotélica de Goudin y la teología de Gonet y Polanco, entraron a servir de texto más modernos autores, sosteniéndose a la teología escolástica la dogmática de Gott, Bergien y otros, la moral por Antoine, la física por Brison, Siguad de la Fond, Almeida y los más modernos autores conocidos en aquella época. Estableciéronse cátedras de matemáticas, física experimental y derecho canónico; subdividiéndose en dos la que hasta entonces comprendía el Derecho romano, civil y español. Estableció Funes a sus expensas en el interior del colegio clases de geografía, música y francés, y como si quisiera dejar traslucir la importancia que daba a estos ramos, reputados indignos del sabio entonces, el Deán de la Catedral y Gobernador del Obispado, el Valido del Virrey, ¡el Canciller de la Universidad en persona las asistía y profesaba!

La fama de la saludable revolución se esparció por toda la América. El Virrey Liniers envió sus tres hijos a recibir lecciones del profundo sabio; dos jóvenes de Filipinas les siguieron bien pronto; el General Córdoba mandó el suyo que tanto ha figurado después en España; un joven romano Arduz, que ha servido más tarde en la magistratura de Bolivia y centenares de americanos del Perú y del Paraguay, de Montevideo y de Chile les siguieron. Lo que para la libertad de la República Argentina, para las letras y el foro produjo la revolución obrada en las ideas, apreciarálo el lector argentino pasando en revista los siguientes nombres de otros tantos discípulos formados bajo la inspiración del Deán Funes.

Don Juan Cruz Varela, el más severo de los poetas argentinos en su tiempo, a quien cupo la suerte de permanecer original sin apartarse de los grandes modelos. Es el Quintana del Río de la Plata: así como este rejuveneció la lira española llamando a la independencia y cantando la invención de la imprenta, así Varela introdujo nuevos asuntos dignos de la musa moderna, entonando odas sublimes a los actos de beneficencia pública, a las empresas de reforma social y particularmente flagelando al fanatismo, enemigo que persiguió encarnizadamente durante su vida entera. Fue Diputado al Congreso que debió reunirse en Córdoba el año de 1816; Secretario del Congreso de Buenos Aires, hasta su disolución; oficial primero en una de las secretarías de Estado. Redactó muchos periódicos durante las administraciones de Rodríguez, Las Heras y Rivadavia, El Centinela, El Tiempo, El Granizo y El Patriota, desde los calabozos de la cárcel general de Policía, después de haber salvado la vida merced a la entereza de su espíritu, en tiempo del Gobernador Dorrego, cuya marcha retrógrada, atacaba con burlas que todos conservan en la memoria como muestras de chistes y de agudeza ática. Murió desterrado en Montevideo, ocupado de una traducción en verso de la Eneida, cuyos dos primeros cantos dejó construidos y limados con el esmero que le era característico.

El doctor Alsina es otro digno discípulo del Deán Funes; uno de los más brillantes abogados del foro de Buenos Aires, como lo ha mostrado en la defensa del coronel Rojas, en la de los Yáñez, acusados de un asesinato y en la defensa del derecho que asiste al gobierno argentino sobre las islas Malvinas ocupadas por los ingleses. Catedrático de derecho en la Universidad hasta 1840, en que preso y en víspera de ser entregado a la Mazorca, su mujer, hija del Dr. Maza, Presidente de la Junta de Representantes y de la Suprema Corte de Justicia y degollado por Rosas en la sala misma de las sesiones, lo sacó del pontón en que estaba preso y huyó con él a Montevideo. Ha defendido causas célebres en ambos foros del Plata. Acaba de traducir y anotar a Chitty, y desde su juventud, en su patria y en el destierro, ha consagrado su vida a la defensa de la libertad de su país, de lo que da noble prueba el apartar el cadáver aún caliente de su amigo Varela, para sentarse en el puesto peligroso que le costaba la vida. Al día siguiente del asesinato del honrado escritor, leíase en el tema de El Comercio del Plata: “Su fundador y redactor Don Florencio Varela, fue asesinado traidoramente el 20 de marzo de 1848. Lo dirige hoy Don Valentín Alsina, su redactor principal”.

¡Salud Alsina! La República que tales hijos tiene no está aún perdida.

El Dr. Gallardo, redactor de El Tiempo y otros diarios de la época de Rivadavia, ejerce hoy con brío su profesión de abogado en el puerto de Valparaíso, que honra sus talentos con una numerosa clientela.

Los doctores Ocampo, residentes en Santiago de Chile, en Copiapó y en Concepción. El nombre solo de Ocampo es ya en Chile un testimonio de la importancia y profundidad de los estudios.

Salvador M. del Carril, Gobernador de San Juan, residente hoy en Río Grande. Javier y Joaquín Godoy, muerto el primero en la emigración, residente el segundo en Copiapó.

Los Bedoyas, dos de ellos en Copiapó, uno de los cuales en Santiago arrancó del pecho a uno y pisoteó el trapo colorado que ostentaba aún en Chile el brutal mueran los salvajes unitarios.

El doctor Zorrilla, emigrado en Bolivia dieciocho años, muerto seis meses ha, en camino, habiéndosele desterrado de Chuquisaca.

Subiría, ciudadano distinguido de Salta, que ha permanecido emigrado dieciocho años. Olañeta de Chuquisaca.

Ellauri de Montevideo, enviado del Uruguay en Francia.

Lafinur, célebre poeta, músico aventajado, el primero tal vez que introdujo en estas partes de América, las doctrinas modernas en puntos de filosofía, cuya ciencia profesó en Buenos Aires. Los Agüeros de Buenos Aires y otros de menor significancia política, Saravia, Orjera, Colinas, Villafañe, los Fragueiro, Allende, Cabrera, Urtubec, Aguirre, el Dr. Vélez de Córdoba, Uriburu, Alvarado, Indebeirus y Pinedo.

De estos argentinos, los más ilustres, todos los que han desempeñado cargos públicos están en el destierro o han muerto en las matanzas y en las persecuciones que les ha suscitado Don Juan Manuel Rosas, que no había estudiado bajo la dirección del Deán Funes, sino que aprendió a leer con el Dr. Maza, degollado en la sala de Representantes de Buenos Aires.

Olvido aún dos discípulos de aquel maestro que, como uno de los de Jesús, se apartaron de la escuela y se pusieron de acuerdo con los fariseos, Echagüe, doctor en Teología, hecho general por López de Santa Fe, que se sentaba en los talones a conversar, y hoy gobernador de la aldea donde antes hubo una ciudad. De su instrucción teológica puede dar muestra este trozo de estilo, de una nota oficial suya: “El infrascrito ha leído el contenido de la sediciosa, anárquica, irritante carta del contumaz, salvaje unitario logista Sarmiento…”.

El otro es un señor Otero de Salta que está nombrado enviado extraordinario a Chile y a quien Rosas improbó en nota oficial “usar de la i latina en los casos que su gobierno usaba la y griega”, ¡ordenándole abstenerse en adelante de incurrir en desliz tan imperdonable! Pero cerremos esta dolorosa página de las pérdidas que la República ha hecho de aquella cosecha de claros varones que produjo Córdoba bajo la inspiración del sabio Deán. ¡El martirio, el destierro o el envilecimiento han dado ya cuenta de ellos!

No por haber desposesionado a los franciscos de la Universidad y Colegio de Montserrat, la lucha de las viejas ideas fue menos tenaz. La edad media se parapetaba en los numerosos claustros y desde allí lanzando sus guerrilleros calzados o descalzos, de blanco o de negro uniforme, traían turbadas las familias y las conciencias espantadas como estaban de que en un colegio se enseñase francés. En España misma, solo a mediados del siglo diecisiete, si no a fines, viose por primera vez en un libro una cita en aquel idioma. Acusábase al venerable Deán, con sobradísima razón, de estar abriendo el campo a Voltaire, d’Alembert, Diderot y Rousseau y a los jacobinos franceses. Acusábasele con mayor razón de la preferencia que daba al estudio del derecho sobre el de la teología escolástica, dejando así desguarnecida de toda defensa el alma de sus discípulos contra la temida y posible impiedad. Ni las matemáticas merecían indulgencia, atendida su afinidad con la nigromancia y la magia que existían aún en algunos doctos cerebros. Era la música distracción mundana, camino de flores que conducía bailando y cantando a la perdición eterna, sin dejar de ser por eso habilidad asaz plebeya, puesto que solo los esclavos de los conventos se ejercitaban en violines, arpas y guitarras. Últimamente el Deán Funes, cuán blando y suave de carácter era, que su indulgencia paternal llegó a relajar la disciplina del colegio, había dejado establecer una clase de esgrima que provocaba a las pendencias y desafíos. ¿Pero dónde iba este santo varón, con todas aquellas innovaciones que traían alborotada la gente tonsurada y la larga cola de beatas que anda siempre en torno de conventos y monasterios? El Deán se guardaba para sí su secreto y seguía adelante su obra. El Dr. D. Leopoldo Allende, Rector del Colegio de Loreto, que gozaba de una grande influencia en la ciudad, se opuso formalmente a que sus alumnos asistiesen a las nuevas clases de derecho, matemáticas, francés, geografía, etc. El Cancelario de la Universidad llamó al altivo y fanático Rector para reconvenirlo, encontrando sin sorpresa de su parte que hacía público alarde de la oposición a la reforma, bien apoyados sus razonamientos en textos sagrados que probaban que el sacerdote no debía saber geografía ni francés, para mejor combatir la herejía. Funes salió esta vez de su habitual mansedumbre y lo mandó preso a su Colegio de Loreto, orden que afectó tanto al orgulloso Rector que cayó desmayado y fue preciso conducirlo en brazos. Pocos días después, el Dr. Allende, en casa del Obispo Arellana, al pie de una boleta de examen de órdenes que prestaba el Dr. Caballero, de Córdoba, escribió Dr. Leopoldo All… y cayó muerto. Como era de temerlo, este triste accidente abultado, desfigurado, fue a engrosar la lista de los cargos contra el innovador, que había quebrantado la fatuidad del ignorante Doctor. La vacante que aquella muerte dejó en el rectorado de Loreto fue llenada, no obstante, por persona idónea, y la reforma se introdujo entonces sin dificultad.

Por este tiempo (estamos en el año nueve) empezaban a sentirse ligeros movimientos en el mundo político de la España. Ventilábanse con ardor en Chuquisaca entre la Audiencia y su presidente Pizarro los derechos de la Carlota al trono de España y América durante la cautividad de Fernando; y Monteagudo, Otero, Bustamante, Postillo y otros porteños o argentinos, no pudieron estorbar los movimientos revolucionarios que retardaban planes que se estaban urdiendo en Buenos Aires y tenían ramificaciones en La Paz, Chuquisaca, Lima y otros puntos de América. Muchos hilos de la trama, si no todos, pasaban por Córdoba bajo la mano suave y entendida del Dr. y Deán. Su fama de sabiduría, su influencia en el clero, sus relaciones con todos los hombres distinguidos de ambos virreinatos, la reunión misma de tantos alumnos de tan varios países, hacía del célebre Deán el centro natural de todos los movimientos preparatorios de la Revolución de la Independencia.

El primer aviso que se tuvo en Córdoba de la Revolución del 25 de Mayo de 1810 llegole al Deán, circunstancia que lo comprometía sobremanera ante las autoridades reales. Hallábase a la sazón en Córdoba su amigo el ex-Virrey Liniers, y habiéndose reunido una junta para deliberar sobre el cambio obrado en Buenos Aires, a consecuencia de las circulares que el nuevo gobierno enviaba a las provincias, presidida por Liniers y compuesta en su mayor parte de peninsulares, del Gobernador Concha, el Obispo Orellana, españoles, el Deán Funes invitado, como era debido, a dar su voto en tan solemne deliberación, en presencia de su Obispo, como ante el cónclave de cardenales Sixto V, arrojó las muletas del disimulo y se declaró americano, argentino, patriota y revolucionario. A su amigo Liniers pudo decirle entonces como Franklin a Lord Strahane: “Vos sois miembro del Parlamento y de esa mayoría que ha condenado mi país a la destrucción… Vos y yo fuimos largo tiempo amigos. Vos sois ahora mi enemigo”.

Ni un solo voto reunió el Deán en favor de su idea de que se reconociese simplemente la Junta Gubernativa de Buenos Aires. Liniers, el Obispo, el General Concha, el Coronel Allende, Don Victorino Rodríguez, asesor de gobierno y hombre de grande y merecida influencia, apoyados en todos los europeos de Córdoba y en la momentánea turbación de los ánimos no preparados para golpe tan osado, declararon su oposición al gobierno de Buenos Aires y la guerra al ejército que había salido en protección de las provincias. Pero el mal estaba ya hecho y lanzado el dardo que dejaba ya herido de muerte el sistema español. Como en todas las grandes revoluciones, no eran ni decretos, ni soldados los instrumentos que debían preparar los acontecimientos, eran sanciones morales, eran principios, prestigios; la revolución se dirigía al espíritu y no al cuerpo, y el voto único del Deán Funes, del sabio americano, era el voto de los pueblos. El Deán mandó ejemplares de su voto a todas las provincias y aun a Lima, sede del más poderoso de los virreinatos, y cuando el Virrey Abascal decía en sus proclamas y gacetas que la revolución de Buenos Aires era hecha por unos cuantos hombres perdidos, por algunos salvajes criollos, la conciencia pública de un extremo a otro de la América repetía el nombre del Dr. Don Gregorio Funes, Cancelario de la Universidad de Córdoba, que había educado en las nuevas ideas una generación de atletas. El Virrey Abascal, como es frecuente en estos casos, mandó confiscar en el Perú los bienes pertenecientes a los salvajes revolucionarios argentinos, ascendiendo la cosecha a cerca de cuatro millones de pesos, en los valores que tenían argentinos residentes en Lima y transeúntes que a la sazón se encontraban con cuantiosos arreos de mulas. Tocole al Deán perder sesenta mil pesos de su fortuna, que manejaba su sobrino Don Sixto, y responder por créditos que habían quedado abiertos en Córdoba y Buenos Aires, participando igualmente del contraste Don Ambrosio su hermano, Don Domingo y otros deudos que poseían grandes intereses en Lima. Un señor Candiote de Santa Fe perdió él solo seiscientos mil pesos. Por lo que hace al Deán, este golpe de habilidad despótica, sin apartarlo de su propósito, que no se inquieta mucho el cerebro que piensa por la calidad de los alimentos que han de entrar en el estómago, ejerció, sin embargo, una triste influencia sobre los últimos días de su vida. El gobierno español de Córdoba puso en actividad sus medios de acción sobre los otros pueblos para inducirlos a desconocer la Junta de Buenos Aires. Dependían entonces de Salta las ciudades de Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca. Era Obispo de aquella Diócesis aquel Magistral Videla que había pasado del Paraguay a Salta, por apartar de la cabeza de Funes esta mitra; y decidiose por rivalidad con el Deán en favor de la pasiva obediencia a los reyes; y el rencoroso Obispo apoyado por el gobernador Isasmendi hubiera arrastrado a aquellas provincias a declararse por la resistencia, si Moldes, Gurruchaga, Castellano, Cornejo y Saravia, amigos y admiradores de Funes, no hubieran hecho viva oposición al desacordado intento, en despecho de la Intendencia de Potosí que se había dejado arrastrar por las sugestiones de Córdoba.

El ejército de Buenos Aires penetró por fin en Córdoba y la influencia moral del Deán Funes y sus principios empezaron a prevalecer en la ciudad, pudiendo desde entonces extenderse sin dificultad y sin trabas sus doctrinas a todas las clases de la sociedad y diseminarse por las otras provincias. Por esta época, su sobrino Don Juan Luis Funes, miembro de la rama de su familia establecida en San Juan, siendo oficial de milicias, depuso, mediando un discurso hecho al frente de la tropa cívica, a todos los españoles que aún estaban en el servicio público, con lo cual quedaba consumada en San Juan la revolución iniciada en Buenos Aires y triunfante ya en Córdoba.

Pero aún había campo más digno para que se ejerciese su pacífica influencia. La Revolución iniciaba su triunfo abandonándose a movimientos terribles de cólera, señalando ya ilustres víctimas expiatorias, dignas de su culto, y en Córdoba iba a levantarse el altar en que debían ser inmoladas. Es el Deán mismo quien nos ha conservado los detalles del suceso:

“La Junta, dice, había decretado cimentar la revolución con la sangre de estos hombres aturdidos, e infundir con el terror un silencio profundo en los enemigos de la causa. En la vigilia de esta catástrofe pude penetrar el misterio. Mi sorpresa fue igual a mi aflicción cuando me figuraba palpitando tan respetables víctimas. Por el crédito de una causa, que siendo tan justa iba a tomar desde este punto el carácter de atroz, y aun de sacrilega, en el concepto de unos pueblos acostumbrados a postrarse ante sus Obispos; por el peligro de que amortiguase el patriotismo de tantas familias beneméritas; en fin, por lo que me inspiraban las leyes de la humanidad, yo me creí en obligación de hacer valer estas razones, ante Don Francisco Antonio Ocampo y Don Hipólito Vieytes, jefes de la expedición, suplicándoles suspendiesen la ejecución de una sentencia tan odiosa. La impresión que estos motivos y otros que pudo añadir mi hermano Don Ambrosio Funes, produjo el efecto deseado pocas horas antes del suplicio”.

Los presos fueron trasladados a Buenos Aires; pero en el camino encontraron en lugar aciago al terrible Representante del Pueblo, que hizo ejecutar la implacable sentencia de la Junta Gubernativa, contra los que habían osado encender la primera chispa de la guerra civil, como si desde entonces hubiesen previsto, que allí estaba el cáncer que más tarde había de devorar las entrañas de la República.

La Junta Gubernativa, para dar sanción a sus actos, había convocado un Congreso de Diputados de las provincias y el Deán Funes acudió a Buenos Aires por la ciudad de Córdoba, a prestar el concurso de sus luces y de su influencia al nuevo gobierno. ¿Cuáles debían ser las funciones de este Congreso? ¿Continuaría la Junta Gubernativa como hasta entonces ejerciendo el poder bajo la sanción, pero separadamente del Congreso que acababa de reunirse? He aquí un atolladero de donde no pudieron salir sin desmoralización y sin dejar hondas brechas abiertas en la armonía de las provincias y de la capital. Traída a discusión la materia “el diputado por Mendoza dijo: que se incorporasen los diputados a la Junta para ejercer las mismas funciones que los vocales que hasta entonces la habían formado”.

El secretario de la Junta Dr. Don Juan José Passo dijo: “Que los diputados de las provincias no debían incorporarse a la Junta, ni tomar parte activa en el gobierno provisorio que esta ejercía”.

El Presidente de la Junta Don Cornelio Saavedra dijo: “Que la incorporación de los diputados a la Junta no era según derecho; pero que accedía a ella por conveniencia pública”.

El secretario de la Junta Don Mariano Moreno dijo: “Que considera la incorporación de los diputados en la Junta contraria a derecho, y al bien general del estado, en las miras sucesivas de la gran causa de su constitución, etc.”. Sobre estos diversos pareceres y la petición formal que habían hecho los nueve diputados de las provincias reclamando “el derecho que les competía para incorporarse en la Junta provisional, y tomar una parte activa en el mando de las provincias hasta la celebración del Congreso que estaba convocado”, se decidió la incorporación, formándose un gobierno ejecutivo de veintidós miembros, preñado de tempestades, de celos de provincia y más que todo lleno de una inexperiencia candorosa en todo lo que concernía a las prácticas de los gobiernos libres. El más influyente de todos los diputados, dice un autor contemporáneo, y que más concurría a esta falta, Funes, se explica así, en su Ensayo sobre la revolución: “Dando a los diputados una parte activa en el gobierno, fue desterrado de su seno el secreto de los negocios, la celeridad de la acción y el vigor de su temperamento”.

Pero aun era mayor el cúmulo de males que esta medida y los desaciertos que la provocaron y siguieron iban a traer para el porvenir de la República. La cuestión apenas despertada en aquella Junta indefinible, se diseñó bien claro y se deslindó en la opinión, que se dividió en bandos de providencialistas y ejecutivistas, germen ya de la cuestión de federales y unitarios que había de engendrar el monstruoso híbrido que se llama Héroe del Desierto, porque ha sabido despoblar en efecto a su patria. ¿Qué es ese gobierno, federal o unitario? ¡Que responda él, el torpe!

Como debía esperarse, la Convención ejecutiva se desmoralizó bien pronto, viéndose forzada a disolverse por su impotencia, delegando en una comisión los no deslindados poderes hasta la reunión de una Asamblea Nacional. El descontento público se cebó bien luego contra la comisión y una tentativa de subversión, atribuida a influencias de Funes, trajo a este su encarcelamiento. Entonces reapareció en Córdoba la antigua ojeriza con Buenos Aires, a quien disputaba la supremacía la docta ciudad central. El clero de Córdoba, la Universidad y el colegio de Montserrat, en despecho de los ejecutivistas que estaban en el Gobierno, enviaron sus respectivas diputaciones a Buenos Aires a pedir por la libertad del que llamaban su padre común. El Gobierno de Buenos Aires desoyó aquellas peticiones y la ciudad de Córdoba se echó en la contrarrevolución, apegándose y favoreciendo a cuanto caudillo quería ahogar la libertad en el crimen; desde Artigas, el bandido montevideano, hasta Bustos, el desertor de Arequito. La lucha de ideas entre las dos ciudades pasó degenerándose de la ciudad a la campaña y el último representante del orgullo federal de Córdoba, es hoy un pastor de ganados, Gobernador federal.

El Deán Funes, olvidado bien pronto por Córdoba y Buenos Aires, por ejecutivistas y providencialistas a cuyos desmanes no quería prestar su sanción, se consagró al estudio de la historia de su Patria, y en 1816 la imprenta de Gandarillas y socios emigrados chilenos, dio a luz el Ensayo histórico de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, escrita por el Dr. Don Gregorio Funes, Deán de la Santa Catedral de Córdoba en tres volúmenes en cuarto y terminada en 1817, por Benavente, hoy Presidente del Senado de Chile; que así anduvieron siempre chilenos y argentinos en sus respectivas emigraciones.

Esta obra que venía confeccionando de treinta años atrás, pues ya tocaba a los setenta de edad cuando la publicó, revela que ha sido escrita en los tiempos coloniales y preparada para recibir el sello de la censura oficial sin mancharla. Hay, sin embargo, en su introducción conceptos dignos de memoria. “Había de llegar por fin, dice el ilustre patriota, el día en que no fuese un crimen el sentimiento tierno y sublime del amor a la Patria. Bajo el antiguo régimen el pensamiento era un esclavo, y el alma misma del ciudadano no le pertenecía. Siempre en acción la tiranía, los vicios de los que nos han gobernado nos servirán de documentos para discernir el bien del mal, y elegir lo mejor.

”Los Reyes de España, bajo cuyo cetro de acero hemos vivido, temían la verdad; el que se hubiese atrevido a proferirla habría sido tenido por un mal ciudadano, ¡por un traidor! Ya pasó esa época tenebrosa…” ¡Ah! ¡Aún no ha pasado para nuestros descendientes, ilustre Funes! La negra nube que pesó sobre las colonias tres siglos, rompiose un día para dejar escapar de su seno, el 25 de Mayo, Chacabuco, Maipú, la libertad de cultos y los varios congresos argentinos; ¡y se cerró otra vez, torva, hedionda, sangrienta! Desde entonces, como antes, se temió la verdad; y el que se atreve a proferirla es llamado mal ciudadano, traidor. Oíd a vuestro discípulo renegado, el Dr. Echagüe, a cuyo asentimiento ha apelado el tirano para fingir que hay una opinión pública que me condena, realizando lo que vuestra ciencia de la historia os había revelado cuando decíais: “Que no se os hable de ratificación de los pueblos. La fuerza en el que manda y la hipocresía en el que obedece, caminan por lo común a pasos paralelos”. ¡Precursor ilustre de la Revolución! Seguiré yo y seguirán otros tus consejos. “Solo para los pueblos pusilánimes, decíais, sirven de desaliento los peligros. Los varoniles cuentan el número de sus esfuerzos por el de sus desgracias. La fortuna entra en el cálculo de las cosas dudosas; no confían sino en su virtud”.

En 1819 vuelve a aparecer en la vida pública el Deán Funes, Presidente del Congreso Constituyente. En el Manifiesto en que daba cuenta de los trabajos del Congreso que habían sancionado la Constitución de las Provincias Unidas de Sud América, y mandada publicar por el Soberano Congreso Constituyente en 30 de Abril de 1819, decía entre otras cosas: “La escasa población del Estado pedía de justicia que nos acercásemos al origen de un mal que nos daba por resultado nuestra común debilidad. Este no era otro que el despotismo del antiguo régimen, cuyos estragos son siempre la incultura, la esterilidad, y el desierto de los campos. Autorizando el Congreso al Supremo Director del Estado, para adjudicar tierras baldías, dio la señal de que se regía por un espíritu reparador […] La ignorancia es la causa de esa inmoralidad que apoca todas las virtudes, y produce todos los crímenes que afligen las sociedades. El Congreso escuchó con el mayor interés y aprobó la solicitud de varias ciudades, en orden a recargar sus propios haberes, para establecer escuelas de primeras letras, y otras benéficas instituciones. No hay cosa más consoladora que ver propagado el cultivo de la educación pública. Los trabajos consagrados por el Supremo Director del Estado al progreso de las letras en los estudios de esta capital, y los que se emplearon en las demás provincias servirán con el tiempo para formar hombres y ciudadanos. Sensible el Congreso a sus laudables conatos, aplicó la parte del erario en las herencias transversales a la dotación de los profesores.”.

Este era el último acto de la vida pública del Deán Funes. En pos del Congreso Constituyente venía aquella descomposición de la vieja sociedad, aquella lucha de todos los elementos de organización, aquel frenesí que llevaba a la discusión a bayonetazos en las calles de Buenos Aires, la resolución de las más frívolas personalidades y que terminó en 1820 con el triunfo de Martín Rodríguez y el principio de una nueva era de nuestra historia. Había dicho al principio que los hombres de la época de Funes tenían dos caras, dos existencias, una colonial, otra republicana. Desde Martín Rodríguez adelante, esta generación intermediaria se oscurece y anonada en presencia de hombres nuevos, que parece no han conocido las colonias; porvenir puro, si es posible decirlo, pues no tienen en cuenta nada de lo pasado. El Deán Funes comprende menos lo que se pasa desde entonces a su vista, como no es ya comprendido él ni estimado por la nueva generación de literatos, de escritores, filósofos, poetas y políticos que se eleva. Su papel tan grande, tan expectable en 1810 se apoca, se anonada en presencia de la olvidadiza ingratitud de la generación próxima. Ni ¡qué podía quedar ya para el anciano Cancelario de la Universidad de Córdoba y diputado a aquellos primeros congresos, ensayos casi infantiles de la impericia gubernativa? Su estado lo alejaba de los negocios seculares, su edad apartaba de su mente la idea de esperar del tiempo la realización de todo designio y hay hombres que nada puede salvar de la muerte, porque se ha modificado la atmósfera en que se habían desenvuelto.

Todavía circunstancias accidentales precipitaban en los ánimos su decaecimiento. La reacción de Córdoba, que a nombre suyo y por laudables motivos, había sido preparada por él en 1812, se había ensañado contra él mismo, en sus extravíos posteriores. El Virrey Abascal le había quitado toda su fortuna, la Catedral de Córdoba renegado a su Deán; y él que durante tantos años había sido la gloria de sus letras, la joya de su coro y el árbitro del destino de tantos hombres, desde 1819 adelante tuvo para vivir necesidad de vender uno a uno los libros de su biblioteca, deshacerse de su enciclopedia francesa tan estimada y rara entonces, desbaratar su colección de raros manuscritos, cambiando por pan para el cuerpo lo que había servido para alimentar su alma. Aquella moralidad que le había permitido encabezar la más difícil de las reformas, que es aquella que cambiando el objeto y la idea de la ciencia, deja ignorante y sin valimiento a una generación entera, flaqueaba esta vez en los conflictos de una vida miserable, sin rehabilitación posible, sin objeto ya y trasplantada a otro terreno. Háblase de pasiones amorosas encendidas en aquel corazón que había ya resistido a sus seducciones durante sesenta y cinco años; y cuando la pobreza suma había entrado a su hogar, una mujer vino a apartar de aquel espíritu fuerte la desesperación que sucede al desencanto. ¡Debilidad humana! Si estos hechos merecen consignarse en el recuerdo de los contemporáneos, debemos agradeceros, que hubieseis atacado el cadáver del ilustre reformador, después que estuvieron consumados los frutos de su alta y noble misión.

Otra circunstancia aún venía a menguar en la opinión pública su antiguo valimiento. La cosmopolita República que había palpitado con todas las emociones de la América y hallado por tanto tiempo su sangre y sus tesoros tan bien empleados en Chile, como en Montevideo, en Lima como en su propio seno, empezaba entonces a concentrarse en sí misma para darse una nacionalidad argentina. A su paso había encontrado un hombre grande en gloria, en servicios a la Independencia, que en influencia sobre la América pretendía oscurecerla y anonadarla; aquel hombre grande y aquella República habían empezado a odiarse y a perseguirse. El anciano Deán no comprendía nada de estas exclusiones y de aquellas antipatías y como si aún estuviera en el siglo de oro de la revolución cuando se aunaban en un propósito los colonos, ya residiesen en Charcas, Buenos Aires o Santiago de Chile, aceptaba candorosamente el cargo de agente caracterizado de Bolívar en la República Argentina y, en recompensa, la renta de un decanato en Charcas, sustraída por aquel a la circunscripción de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Hartos motivos todos y sobrados para justificar la decadencia de su influjo en los dominios de la política.

Su reputación literaria no debía escapar tampoco a la lima del tiempo y del progreso. Tenemos una preocupación en América que hace a hombres bien intencionados dar suma importancia al estudio de nuestra historia de colonos. Pero aquella historia ha sido repudiada por la revolución americana que es la negación y la protesta contra la legitimidad de los hechos y la rectitud de las ideas del pueblo de que procedemos. Norteamérica se separaba de la Inglaterra sin renegar de la historia de sus libertades y sus jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al día siguiente de la revolución, debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la Inquisición destruida, el poder absoluto vencido, la exclusión religiosa ensanchada.

Una historia de las colonias para incorporarse en nuestra vida actual necesita, pues, un grande y severo estudio de nuestro modo de ser, y el Ensayo de la Historia civil del Paraguay estaba muy lejos de llenar aquellas condiciones. Nutrido su autor de la lectura de cerca de cuarenta cronistas que sobre aquellas regiones han hablado, flaqueaba su trabajo por la parte crítica, dejándose llevar del pésimo gusto de los antiguos historiadores de las cosas americanas de intercalar prodigios, milagros y patrañas de su invención o recogidas entre las vulgares tradiciones, en la narración de hechos que, por ser mezquinos o materiales, alejan toda simpatía y cansan la curiosidad del lector Añádase a esto que el autor usa de los tesoros de su erudición, tanto en las americanas crónicas como en los libros clásicos de la Europa, que casi él solo poseía, con un total olvido de que escribía en el albor de una época, que iba a poner al alcance de todos los elementos mismos de su saber. Así, el lector empezó a apercibirse en muchos de sus trabajos que ocurrían frases, períodos, que ya habían sonado gratos a sus oídos y páginas que los ojos se acordaban de haber visto. Sobre el Deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche en clara muestra de mérito. Todavía tenemos en nuestra literatura americana autores distinguidos que prefieren vaciar un buen concepto suyo en el molde que a la idea imprimió el decir clásico de un autor esclarecido. García del Río es el más brillante modelo de aquella escuela erudita, que lleva en sus obras incrustados como joyas, trozos de amena literatura y pensamientos escogidos. Una capa anterior a este bello aluvión de los sedimentos de la buena lectura dejó la compilación, la apropiación de los productos del ingenio de los buenos autores, a las manifestaciones del pensamiento nuevo. Capmany en España pertenece a esta familia de escritores que traducen páginas francesas y las emiten a la circulación bajo la garantía de su nombre y engalanadas con el ropaje de un lenguaje castizo. El Médico a palos de Moratín era Le Medécin malgré lui de Molière.

Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo prefiriera oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados.

Los escritos del Deán Funes muestran que hubiera podido vivir sin tomar de nadie nada de prestado. Así lo juzgaron jueces competentes, entre ellos el Obispo Gregoire que, rindiendo el más alto homenaje a su talento y vasta instrucción, motivó con su crítica la refutación del Deán Funes sobre el papel que Las Casas había desempeñado en la propagación de la esclavatura; querella literaria sostenida con lucimiento y cortesanía desde Francia y Buenos Aires y que hizo conocer en Europa la obra del Deán Funes, que le había dado motivo.

En medio de tantas atenciones profanas, su ciencia de las cosas sagradas no quedó ociosa tampoco, dedicando a Bolívar su refutación de Un proyecto de Constitución religiosa, propuesto por el señor Llorenti, sabio español, célebre por sus Anales de la Inquisición.

Ensayose en la biografía, tomando por asunto la interesante vida del General Sucre, en lo que servía sus predilecciones por Bolívar.

Rivadavia encargó al anciano Deán la traducción de la obra de Daunou, Ensayo sobre las garantías individuales que reclama el estado actual de la sociedad , con cuyo motivo decía en el prólogo en nota del traductor, elogiando aquella solicitud de un gobierno de propagar entre sus gobernados los principios que sirven de sustentáculo a la libertad: “No hay tirano tan incauto que abra los ojos a aquellos a quienes tiraniza y les ponga las armas en las manos con que lo deban combatir”. Acompañó su trabajo de anotaciones propias, muchas de ellas de un raro mérito. Parece estudiada esta observación colocada al fin de la nota 2ª: “El temor de las leyes es saludable; el temor a los hombres es origen funesto y fecundo de crímenes”. ¡Cuán amarga confirmación ha tenido este axioma en su pobre Patria, ahora que la voluntad de un estúpido brutal es la suprema ley del Estado. Su tolerancia en materias religiosas la ha dejado expresada con una profundidad de miras que sorprende en su nota 8ª, que merecería ser reproducida íntegramente: “La emulación en todas materias, dice, es lo que da un nuevo ser y una nueva vida. Ella ha sido siempre la fuente de un celo ardiente, y de esos generosos sentimientos que elevan el alma, y la llenan de una noble altivez y de una confianza magnánima. ¿Quién puede dudar que esta se dejaría sentir en un estado entre profesores de diversos cultos?” Y en la nota 13ª, justificando las reformas necesarias, añade: “No hay que temer esas agitaciones que escandalizaron los siglos pasados. El volcán del Vaticano se apagó ya, y pasó el tiempo en que con un pliego de papel se podían conmover los sentimientos de un Estado”.

El Dr. Anchoris, editor de la edición segunda de la traducción de Daunou, aseguró en aquella época a un respetable señor que nos comunica algunas noticias acerca de Funes, que este había merecido la aprobación del autor francés, en cuanto a las doctrinas que rebatió en las notas de la traducción: “Muchas de las opiniones de Vd., le decía desde París, son preciosas, y han servido para rectificar mis juicios”. En aquellos tiempos, el nuevo y el antiguo mundo estaban anillados por el pensamiento. Rivadavia era el amigo y el corresponsal de Lafayette y de Bentham, cuyas máximas de derecho se enseñaban en la Universidad de Buenos Aires; y el Deán Funes levantaba la cabeza hasta la altura de Daunou y de Gregoire, con quienes discurría de igual a igual.

También redactó el Argos en Buenos Aires, cerca de cuatro años, por proporcionarse medios de vivir y en aquella colección de escritos puede el lector entendido encontrar reflejadas las preocupaciones de la época y el tinte especial del prisma de su inteligencia.

Después de estos trabajos el ilustre patriota se eclipsa entre los dolores de la vejez, de la miseria y el olvido. El Deán Funes hacía tiempo que había muerto en la opinión pública de sus contemporáneos, no obstante que las colonias no han presentado quizá vida más larga ni más completamente llenada. Sus trabajos literarios pueden ser por el progreso de las luces eclipsados, no obstante que su Ensayo es hasta hoy la única historia escrita de la colonización de las comarcas a que se contrae; la única que la Europa ha recibido de la América, mostrando este hecho cuán fácil y pretenciosa es la crítica que destruye, sin poner nada a cambio de lo que declara de poca ley. Sus teorías políticas han pasado con su época y sus trabajos en congresos y gobiernos, confundido su nombre en el catálogo de tantos otros ilustres obreros; pero su reforma de los estudios de la Universidad de Córdoba, la rara inteligencia que mostró en época en que tan pocos conocían en América el nuevo campo en que se había lanzado la inteligencia humana, constituyen al Deán Funes el precursor de la revolución americana en su manifestación más bella, en Reformador de las ideas coloniales; y, en este sentido, su lugar en la historia no debe ceder en nada la preferencia a Bolívar, Moreno, San Martín y tantas otras poderosas palancas de acción. Son muchos los que pueden pararse en medio del camino de la historia para hacerla sesgar por el rumbo que la señalan las ideas nuevas; poquísimos, empero, los que tienen la previsión de tomar la inteligencia misma para inocularla en principio grande y lanzarla en el mundo a dar nueva faz a los pueblos; y el célebre Deán pertenece a este número. ¡Cuántos esfuerzos debió costarle la realización de su pensamiento! ¡Cuánto amor para fecundarlo! ¡Cuánta entereza para llevarlo a cabo! ¿Y a quién sino a él le ha cabido la gloria de sembrar la semilla y ver florecer la planta, aunque hubiesen de clavar sus manos las espinas de que venía rodeada?

En 1830 preludiaba una nueva era en la historia de la República Argentina, indecisa aún como la frontera que divide dos naciones distintas. A la década de la Independencia, que alcanzó hasta el Congreso de 1819, se había seguido la de la libertad hasta 1829; a esta se sucedía otra preñada de amenazas y de peligros. El aire se había sosegado ya de traer a los oídos las detonaciones del combate de los partidos: habíase disipado la densa nube de polvo de los jinetes que Rosas había empujado sobre la altiva Buenos Aires para compelerla a recibirlo. En una de esas noches tristemente tranquilas que ofrecen las capitales después de sometidas, paseábase el más que octogenario Deán Funes en las callejuelas tortuosas del Wauxhall, jardín inglés en el corazón de Buenos Aires, fundado por una sociedad como lugar de recreo y propiedad entonces de Mr. Wilde, que lo había creado. Aquel espacio de tierra cultivado con la gracia del arte inglés, aquellas flores que se combinan con arbustos fluorescentes, aquellos sotillos en que la mano del hombre remeda las gracias de la naturaleza, eran hasta entonces el mejor contraste que la cultura europea podía hacer con la desierta Pampa; era un fragmento de la Europa transportado a la América, para mostrarle cuál deben ostentarse un día sus campañas, cuando al abandono de la naturaleza silvestre se haya sucedido la ciencia y los afanes del labrador inteligente. Al Wauxhall acudían las familias de Buenos Aires a creerse civilizadas, en medio de aquellos árboles, frutas y flores tan esmeradamente cultivados; a Wauxhall pedían circo y espectadores los equilibristas, equitadores y saltimbanquis que llegaban de Europa; a Wauxhall, en fin, asistía de vez en cuando el octogenario Deán Funes a aspirar los últimos perfumes de la vida; a engañar sus miradas y sus oídos en aquel oasis de civilización que tardaba en extender sus ramificaciones sobre el agreste erial de la Pampa; y en aquellas callejuelas sinuosas que esconden a la vista una sorpresa convidando a la plácida contemplación de la naturaleza, rodeado de aquella familia, póstuma a su vida pública, a las virtudes de su estado y aun a la edad ordinaria de las emociones más suaves del corazón, al aspirar el perfume de una flor, el Deán se sintió morir y lo dijo así a los tiernos objetos de su cariño, sin sorpresa y como de un acontecimiento que aguardaba. Murió a pocos minutos, en los últimos días de la República que él había mecido en su cuna, en el seno de la naturaleza, menos feliz que Rousseau, que dejaba la tierra preñada de un germen fecundo, que él no debía ver agostarse. Moría la víspera de triunfar Rosas, divisando a lo lejos la sangrienta orla de llamaradas que anunciaba la vuelta del antiguo régimen, rejuvenecido, barbarizado en el caudillo salvaje de la Pampa, como si hubiese querido salirse del teatro de la vida en que tan horrible drama iba a representarse, como si cerrase los ojos para no ver a sus discípulos, los Carriles, Alsinas, Varelas, Gallardos, Ocampos, Zorrillas, proscritos; las universidades cerradas, envilecida la ciencia y una página horrible de baldón agregada a la historia que él había escrito. Un día iré a buscar con recogimiento religioso, entre otras tumbas de patriotas, el lugar que ocupa la que el siguiente decreto mandó erigir a su memoria:


DECRETO

Monumento sepulcral

Se dedica a la buena memoria del Dr. D. Gregorio Funes
 

Buenos Aires, Noviembre 29 de 1830

Teniendo el Gobierno en vista los distinguidos servicios que prestó a la causa de nuestra independencia el Sr. Dr. Don Gregorio Funes, y no siendo justo que el recuerdo de este virtuoso y venerable patriota, cuyos eminentes servicios honrarán siempre su memoria, sea consignado al olvido, cuando por tantos títulos se supo hacer acreedor a la gratitud y reconocimiento de sus conciudadanos, he acordado y decreto:

Art. 1. En el cementerio del norte se levantará por cuenta del Gobierno un monumento, en donde se depositarán los restos del Dr. D. Gregorio Funes.

Art. 2. Se archivará en la biblioteca pública un manuscrito autógrafo del mismo Dr. Funes, con arreglo a lo que previene el decreto de 6 de Octubre de 1821.

Art. 3. Comuníquese, publíquese e insértese en el Registro Oficial.

Balcarce

Tomás M. de Anchorena

COLECCION AUTOGRAFA

Buenos Aires, Octubre 6 de 1821

Así como toda persona que obra con el noble fin de obtener un lugar en la posteridad, da a su alma mayor elevación y energía, en la misma proporción crece el valor de toda cosa, cuando no se le considera solo con respecto a la estimación que tiene en la época en que es producida, sino a la que adquirirá a medida que se aleje de ella. Por otra parte, toda nación presta una especie de culto a cuanto pertenece a la época de su Independencia y del principio de su civilización, y siempre acusa a sus antepasados de omisión por lo que no le han transmitido. Los depósitos públicos deben satisfacer a este justo sentimiento. Estas consideraciones inducen al gobierno a decretar lo siguiente:

Art. 1. Entre los manuscritos de la biblioteca pública, se formará una colección autógrafa de las letras de todos los ciudadanos que hayan rendido y rindan servicios distinguidos a la patria.

Art. 2. El Ministro Secretario de Gobierno y Relaciones Exteriores queda encargado de la ejecución de este decreto.

Rodríguez —Bernardino Rivadavia

XII. El Obispo de Cuyo

José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, hijo de Doña Isabel Funes y de Don Ignacio Sarmiento, hoy Obispo de Cuyo rayando en los setenta y tres años, es uno de los caracteres más modestos que pueden ofrecerse a la consideración de los hombres.

A mediados del siglo pasado el apellido Sarmiento se extingue en San Juan por la línea masculina. Entonces los hijos de una señora Doña Mercedes Sarmiento y de un Quiroga toman el apellido de la madre, tradición que perpetúa el actual Obispo de Cuyo apellidándose de Quiroga Sarmiento. En 1650 encuéntrase en los archivos registrado el nombre de una señora Doña Tránsito Sarmiento. De ahí para adelante se me pierde la traza de esta familia y los más laudables esfuerzos de mi parte no han alcanzado a ligarla al adelantado Sarmiento, fundador de la colonia de Magallanes de aciaga memoria, no obstante haber tradición de que los Sarmientos de San Juan eran vizcaínos como aquel. Habría saltado de contento de haber podido referir a tan noble origen mis esfuerzos por repoblar el Estrecho. Entonces reclamaría como propiedad de familia aquel imponente pico llamado Monte Sarmiento que alza su majestuosa frente en la punta de la América del Sud, contemplando ambos mares, desolado por las tormentas del Cabo y engalanado de cascadas sublimes que se despeñan al mar desde sus cimas. Pero, debo decirlo en conciencia, no me considero con títulos suficientemente claros para tan altas y polares pretensiones.

El Obispo Sarmiento es simplemente un viejo soldado de la Iglesia, que ha hecho centinela durante medio siglo a la puerta de la casa del Señor, sin que los trastornos de que ha sido testigo lo hayan distraído un momento de sus tareas evangélicas. Clérigo, Sota Cura, Vicario sufragáneo, Cura Rector, Deán y Obispo de aquella Iglesia Matriz y después Catedral de San Juan, él ha sido el administrador solícito en la conservación del templo, el ejecutor pasivo de los progresos obrados por otros más osados. Su vida pública se liga solo a las grandes calamidades que han pesado sobre San Juan; entonces el Cura es el representante nato del pueblo, la Iglesia el refugio de los perseguidos y el Obispo el paño de lágrimas de los que padecen. Cuando el núm. 1 de Cazadores de los Andes se sublevaba, cuando Carrera invadía con su espantable montonera, cuando Quiroga erizaba la plaza de banquillos, en todos los días de conflicto, la casa del Cura o del Obispo era el campo neutro en que perseguidores y perseguidos, verdugos y víctimas podían verse sin temor y sin saña. He aquí toda la historia política de este hombre, miembro y jefe de todas las comisiones enviadas por el pueblo delante de todos los opresores a pedir gracia por las familias, gobernador de la ciudad en los días de acefalía, a la mañana siguiente de una derrota, la víspera de la entrada del enemigo, en aquellas tristes horas en que la luz del sol parece opaca y se aguza instintivamente el oído para escuchar rumores que se espera oír a cada momento, como ruido de armas, como tropeles de caballos, como puertas que despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos.

Y sin embargo del modesto papel de este tímido siervo, hay en San Juan una historia suya escrita en caracteres indelebles, la única que sobrevive a las vicisitudes de la opinión, más destructoras que las del tiempo mismo. Lo que hoy es Catedral de San Juan fue antes el templo de la Compañía de Jesús, hermoso edificio de arquitectura clásica, correctísimo en el interior, si bien su frontis terminado más tarde, es menos severo, aunque gracioso. Todos los antiguos templos de San Juan han desaparecido uno a uno, desmoronados por la incuria, desiertos por la muerte natural de las órdenes religiosas que atraían a los fieles a frecuentarlos con sus novenas, maitines y solemnidades. La construcción civil y religiosa ha tenido un día en San Juan en que ha hecho alto, para que comenzase desde entonces la destrucción rápida que la barbarie de los que gobiernan obra por todas partes. La Pirámide de Jofré fue la última obra pública acabada; las casas consistoriales, construidas en 1823 en la esquina de la plaza y a punto de terminarse, son hoy un hediondo montón de ruinas, guarida de sabandijas; y archivos públicos, imprenta, hospitales, escuela de la Patria, alamedas, todo ha sucumbido en veinte años, todo ha sido destruido, robado, aniquilado. En medio de esta disolución universal, de aquel destrozo de todo cuanto es la incumbencia de la autoridad pública conservar y mejorar, grande esfuerzo habría sido resistir al mal espíritu dominante; pero es muestra sublime de consagración la de aquella autoridad que ella sola adelanta mientras las otras dejan destruir o impulsan la destrucción; y este es el raro mérito del Dr. Don José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, ya sea que se le haya apellidado Cura, Deán u Obispo de la Iglesia encargada a su cuidado. En 1824 emprendió estucar el hermoso frontis y levantar la segunda torre que había quedado sin terminar. En 1826, encomendó a Don Juan Espada, herrero y armero español de extraordinario mérito, la construcción de una gran puerta de hierro forjado para el Bautisterio, que es una obra de arte y la única que puede ostentar San Juan. En 1830, habilitó parapetándolas de balaustradas las tribunas que los jesuitas habían preparado entre los claros de las columnas toscanas que embellecen, de distancia en distancia, los lienzos de las murallas del templo y que, en las grandes solemnidades dan, cuando llenas de gentes, graciosa animación al espectáculo. En el entretanto reunía una colección exquisita de ornamentos bordados de realce, como pocas catedrales pueden ostentar hoy en América, figurando entre ellos los ternos de un fastuoso cardenal de Roma, que se hizo procurar. Las columnas han sido revestidas de colgaduras en 1847 y artistas italianos fueron llamados de Buenos Aires, no ha mucho, para renovar o completar el dorado de los altares que son de una construcción elegantísima; y la Catedral hoy en su ornato, belleza y frescura, se muestra como el único oasis de civilización y de progreso, en aquella malhadada provincia que desciende a pasos rápidos a aldea, indigna de ser habitada por hombres cultos.

Dícese que el anciano Obispo ha testado ya en favor de su iglesia, como aquellos navegantes que han envejecido mandando su buque y hacen al casco su legatario universal; y a punto estoy de perdonarle esta que parecería extraviada caridad con la compañera de su vida, el instrumento de su elevación y el objeto de sus desvelos durante medio siglo de existencia. Es preciso que en la sociedad haya virtudes de todo género y no hay que exigirle, aunque nos dañe, al que ejerce una especial, que atienda a un tiempo a todas las otras.

El antes Cura Sarmiento, ha confesado cuatro horas al día durante cuarenta años; cantado la Misa del Sacramento todos los jueves; predicado todos los domingos, no obstante su tartamudeo, a veces invencible, diversificando este trabajo diario, uniforme como el de las ruedas de un reloj, con la conmemoración de las Ánimas, el Corpus, la Semana Santa y las funciones de San Juan Bautista, patrono de la Ciudad y la solemne de San Pedro, con su correspondiente banquete dado a los magnates de la ciudad; y como si estas tareas no fuesen bastante a desobligar su celo, a la escuela de Cristo instituida por él, añadió después la Salve cantada los sábados, tierna devoción que dejaron huérfana los frailes dominicos cuando se desbandaron después de la destrucción del templo, y que él recogió y trajo a su casa para honrarla. Otro tanto hizo con la Vía Sacra, que se celebraba en la Iglesia de Santa Ana y que hubo de interrumpirse por la ruina de aquel edificio.

Comenzó a enseñarme a leer mi tío a la edad de cuatro años; fui su monaguillo durante mi infancia y en los últimos años de mi residencia en San Juan su sobrino predilecto, atributo que conservo sin duda hasta hoy, si no es que el pobre viejo, sobre cuyos nervios obra tan fácilmente el miedo, no se lastimara de verme expuesto a quedar un día en las astas del toro, como les ha sucedido a tantos otros que han pagado caro el tener un alma más bien puesta que la del afortunado tirano que me fuerza a contar todas estas cosas.

El Obispado que su antecesor, el Ilmo. Oro había creado, no ha ganado mucho durante la administración del segundo Obispo de Cuyo. La sublevación contra las disposiciones de la Santa Sede obrada en 1839, por el Dr. Don Ignacio de Castro Barros, continúa hasta hoy. Las provincias de Mendoza y San Luis no reconocen circunscripción alguna en el mapa de la geografía católica. Separadas por el Papa de la Diócesis de Córdoba, no han querido reconocer como cabeza de la Iglesia al Obispo de Cuyo. Alienta y santifica estas querellas el espíritu de aldea, que hace cuestión de amor propio provincial pertenecer a la jurisdicción de Córdoba, con preferencia a la de San Juan; y tal es la subversión de las ideas que personas timoratas y aún el clero viven en paz con su conciencia, en aquel estado de cisma y acefalía que no tiene razón que pueda justificar. Este asunto ha sido una fuente inagotable de pesares y de disgustos que han agriado la vida del anciano Obispo.Debido a estos pueriles disentimientos, el Obispado, que tantos bienes preparaba, ha sido una manzana de discordia echada en aquellos pueblos. Tengo entendido que entre las Bulas del Obispo hay una general y como inherente a la fundación del Obispado para celebrar matrimonios mixtos, en cambio de una prohibición de no permitir libertad de cultos, prohibición que viola el tratado con Inglaterra, como lo hizo notar Rosas al Gobernador de San Juan, el Ilustrísimo Oro, fundador del Obispado, manifestó en 1821 al Canónigo Don Julián Navarro de la Catedral de Santiago, de cuya boca lo he obtenido, su firme creencia de que la Iglesia no podía oponerse a las leyes civiles que asegurasen el libre ejercicio de su culto a los cristianos disidentes, habiéndole suministrado datos y razones en que fundar el escrito titulado: El sacerdote Cristófilo. Doctrina moral cristiana sobre los funerales de los protestantes que dicho canónigo dio a luz en defensa de un decreto de O’Higgins que permitía establecer en Santiago y Valparaíso cementerios para protestantes, y contra cuya medida habían elevado una representación treinta y nueve sacerdotes de Santiago, empeñados en su celo extraviado en negar sepultura a los hombres que no habían nacido católicos y tuviesen la desgracia de morir en Chile. Recuerdo estos antecedentes porque no ha mucho se ha negado en San Juan dispensa al único extranjero protestante que la ha solicitado para contraer matrimonio con una señorita de Mendoza, sin abandonar su culto; y aunque este acto esté muy en los instintos de exclusión que nos han legado nuestros padres, no es menos funesto para la población de aquellos países, y establecimiento en ellos de europeos industriosos, morales e inteligentes. El señor Cienfuegos, Obispo más tarde de Concepción, dio en caso semejante en 1818, por causa de la dispensa la escasez de población; y esta será siempre una razón que militará en su abono en los pueblos americanos.

XIII. La historia de mi madre

Siento una opresión de corazón al estampar los hechos de que voy a ocuparme. La madre es para el hombre la personificación de la Providencia, es la tierra viviente a que adhiere el corazón, como las raíces al suelo. Todos los que escriben de su familia hablan de su madre con ternura. San Agustín elogió tanto a la suya que la Iglesia la puso a su lado en los altares; Lamartine ha dicho tanto de su madre en sus Confidencias, que la naturaleza humana se ha enriquecido con uno de los más bellos tipos de mujer que ha conocido la historia; mujer adorable por su fisonomía y dotada de un corazón que parece insondable abismo de bondad, de amor y de entusiasmo, sin dañar a las dotes de su inteligencia suprema que han engendrado el alma de Lamartine, aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo la ala materna, para ser bien luego el ángel de paz que debía a la Europa inquieta el advenimiento de la República. Para los afectos del corazón no hay madre igual a aquella que nos ha cabido en suerte; pero cuando se han leído páginas como las de Lamartine, no todas las madres se prestan a dejar en un libro esculpida su imagen. La mía empero, Dios lo sabe, es digna de los honores de la apoteosis y no hubiera escrito estas páginas si no me diese para ello aliento el deseo de hacer en los últimos años de su trabajada vida esta vindicación contra las injusticias de la suerte. ¡Pobre mi madre! En Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones del día me daba pesadillas horribles en lugar del sueño que mis agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la oscuridad del abismo que no debe ser oscuro, se mezclaban qué sé yo a qué absurdos de la imaginación aterrada; y al despertar de entre aquellos sueños que querían despedazarme, una idea sola quedaba tenaz, persistente como un hecho real. ¡Mi madre había muerto! Escribí esa noche a mi familia, compré quince días después una Misa de réquiem en Roma, para que la cantasen en su honor las Pensionistas de Santa Rosa mis discípulas, e hice el voto y perseveré en él mientras estuve bajo la influencia de aquellas tristes ideas de presentarme en mi patria un día y decirle a Benavides, a Rosas, a todos mis verdugos: vosotros también habéis tenido madre; vengo a honrar la memoria de la mía; haced, pues, un paréntesis a las brutalidades de vuestra política; no manchéis un acto de piedad filial. ¡Dejadme decir a todos quién era esta pobre mujer que ya no existe! ¡Y vive Dios, que lo hubiera cumplido como he cumplido tantos otros buenos propósitos, y he de cumplir aún muchos más que me tengo hechos!

Por fortuna, téngola aquí a mi lado y ella me instruye de cosas de otros tiempos ignoradas por mí, olvidadas de todos. ¡A los setenta y seis años de edad mi madre ha atravesado la Cordillera de los Andes, para despedirse de su hijo antes de descender a la tumba! Esto solo bastaría a dar una idea de la energía moral de su carácter. Cada familia es un poema, ha dicho Lamartine, y el de la mía es triste, luminoso y útil como aquellos lejanos faroles de papel de las aldeas, que con su apagada luz enseñan sin embargo el camino a los que vagan por los campos. Mi madre en su avanzada edad, conserva apenas rastros de una beldad severa y modesta. Su estatura elevada, sus formas acentuadas y huesosas, apareciendo muy marcadas en su fisonomía los juanetes, señal de decisión y de energía; he aquí todo lo que de su exterior merece citarse, si no es su frente llena de desigualdades protuberantes, como es raro en su sexo.

Sabía leer y escribir en su juventud, habiendo perdido por el desuso esta última facultad cuando era anciana. Su inteligencia es poco cultivada o, más bien, destituida de todo ornato, si bien tan clara que en una clase de gramática que yo hacía a mis hermanas, ella de solo escuchar mientras por la noche escarmenaba su vellón de lana, resolvía todas las dificultades que a sus hijas dejaban paradas, dando las definiciones de nombres y verbos, los tiempos y, más tarde, los accidentes de la oración, con una sagacidad y exactitud raras.

Aparte de esto, su alma, su conciencia estaban educadas con una elevación que la más alta ciencia no podría por sí sola producir jamás. Yo he podido estudiar esta rara beldad moral, viéndola obrar en circunstancias tan difíciles, tan reiteradas y diversas, sin desmentirse nunca, sin flaquear ni contemporizar en circunstancias que para otros habrían santificado las concesiones hechas a la vida, y aquí debo rastrear la genealogía de aquellas sublimes ideas morales, que fueron la saludable atmósfera que respiró mi alma mientras se desenvolvía en el hogar doméstico. Yo creo firmemente en la transmisión de la aptitud moral por los órganos; creo en la inyección del espíritu de un hombre en el espíritu de otro por la palabra y el ejemplo. Los hombres perversos que dominan a los pueblos infestan la atmósfera con los hálitos de su alma; sus vicios y sus defectos se reproducen. Jóvenes hay que no conocieron a sus padres y ríen, accionan y gesticulan como ellos; pueblos hay que revelan en todos sus actos quiénes les gobiernan; y la moral de los pueblos cultos que por los libros, los monumentos y la enseñanza conservan las máximas de los grandes maestros, no habría llegado a ser tan perfecta si una partícula del espíritu de Jesucristo, por ejemplo, no se introdujera por la enseñanza y la predicación en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral.

Yo he querido saber, pues, quién había educado a mi madre, y de sus pláticas, sus citas y sus recuerdos, sacado casi íntegra la historia de un hombre de Dios, cuya memoria vive en San Juan, cuya doctrina se perpetúa más o menos pura en el corazón de nuestras madres.

A fines del siglo XVIII ordenose un clérigo sanjuanino, Don José Castro, y desde sus primeros pasos en la carrera del sacerdocio mostró una consagración a su ministerio edificante, las virtudes de un santo ascético, las ideas de un filósofo y la piedad de un cristiano de los más bellos tiempos. Era además de sacerdote, médico, quizá para combinar los auxilios espirituales con los corporales, que a veces son más urgentes. Padecía de insomnios o los fingía en la edad más florida de la vida y pasaba sus noches en el campanario de la Matriz sonando las horas para auxilio de los enfermos; y tan seguro debía estar de sus conocimientos en el arte de curar, que una vez llamado a hacer los honores del entierro de un magnate, descubrió como tenía de costumbre el rostro del cadáver y levantando la mano hizo señal de callar a los cantores, mandando en seguida deponer el cadáver en tierra al aire libre, y rezando en su breviario hasta viendo señales de reaparecer la vida, nombrándole en alta y solemne voz por su nombre, “levántese, le dijo, que aún le quedan luengos años de vida”, con grande estupefacción de los circunstantes y mayor confusión de los médicos que lo habían asistido, al ver incorporarse al supuesto cadáver, paseando miradas aterradas sobre el lúgubre aparato que lo rodeaba.

Vestía Don José Castro con desaliño y tal era su abandono, que sus amigos cuidaban de introducirle ropa nueva, fingiendo que era el fruto de una restitución hecha por un penitente en el confesonario, u otras razones igualmente aceptables. Sus limosnas disipaban todas sus entradas, diezmos, primicias y derechos parroquiales eran distribuidos entre las personas menesterosas. Don José Castro predicaba los seis días de la semana, en Santa Ana los lunes, en la Concepción los martes, en los Desamparados los miércoles, en la Trinidad los jueves, en Santa Lucía los viernes, en San Juan de Dios los sábados y en la Matriz los domingos.

Pero estas pláticas doctrinales, en que sucesivamente tenía por auditorio la población entera de la ciudad, tienen un carácter tal de filosofía, que me hacen sospechar que aquel santo varón conocía su siglo XVIII, su Rousseau, su Feijoo y sus filósofos, tanto como el Evangelio.

En los pueblos españoles, más que en ningunos otros de los cristianos, han resistido a los consejos de la sana razón prácticas absurdas, cruentas y supersticiosas. Existían procesiones de Santos y mogiganzas que hacían sus muecas delante del Santísimo Sacramento; penitentes aspados en Semana Santa, disciplinantes que se enrojecían los lomos con azotes desapiadados; otros enfrenados que se pisaban las riendas al marchar con cuatro pies y otras prácticas horribles que presentan el último grado de degradación al que puede el hombre llegar. Don José Castro, apenas fue nombrado Cura, descargó el látigo de la censura y de la prohibición sobre estas prácticas brutales y depuró el culto de aquellas indignidades.

Existían entonces en la creencia popular duendes, aparecidos, fantasmas, candelillas, brujos y otras creaciones de otras creencias religiosas e interpoladas en todas las naciones cristianas a la nuestra. El Cura Castro las hizo desaparecer todas, perseguidas por el ridículo y la explicación paciente, científica, hecha desde la cátedra, de los fenómenos naturales que daban lugar a aquellos errores. Fajábanse los niños, como aún es la práctica en Italia y otros países de Europa, ricos en preocupaciones y tradiciones atrasadas. El Cura Castro (acaso con el Emilio escondido bajo su sotana) enseñaba a las madres la manera de criar a los niños, las prácticas que eran nocivas a la salud, la manera de cuidar a los enfermos, las precauciones que debían guardar las embarazadas y a los maridos, en conversaciones particulares o en el confesonario, enseñaba los miramientos que con sus compañeras debían tener en situaciones especiales.

Su predicación se dividía en dos partes: la primera sobre los negocios de la vida, sobre las costumbres populares y su crítica hecha sin aquella grosería de improbación que es común en los predicadores ordinarios, obraba efectos de corrección tanto más seguros, que venían acompañados de un ridículo lleno de sal y de espiritualidad a punto de ser general la risa en el templo, de reírse él mismo a llenarse los ojos de lágrimas, para añadir enseguida nuevos chistes que interrumpían la plática, hasta que el inmenso concurso atraído por los goces deliciosos de esta comedia, descargado el corazón de todo resabio de mal humor, tranquilizado el ánimo, el sacerdote decía, limpiándose el rostro: vamos, hijos, ya nos hemos reído bastante, prestadme ahora atención. Por la señal de la Santa Cruz…, etc. y a continuación venía el texto del evangelio del día, seguido de un torrente de luz plácida y serena, de comentarios morales, prácticos, fáciles, aplicables a las situaciones todas de la vida. ¡Ay! y qué lástima es que aquel Sócrates, propagador en San Juan de los preceptos más puros de la moral evangélica no haya dejado nada escrito sobre su interpretación del espíritu de nuestra religión, hallándose solo en los recuerdos de las gentes de su época fragmentos inconexos y que demandan perspicacia, estudio y discernimiento para darle forma de doctrina segura. La religión de mi madre es la más genuina versión de las ideas religiosas de Don José Castro y a las prácticas de toda su vida apelaré para hacer comprender aquella reforma religiosa intentada en una provincia oscura y donde se conserva en muchas almas privilegiadas. Alguna vez mis hermanitas solían decir a mi madre: recemos el rosario; y ella les respondía: esta noche no tengo disposición, estoy fatigada. Otra vez decía ella: ¡Recemos, niñitas, el rosario que tengo tanta necesidad! Y convocando la familia entera, hacía coro a una plegaria llena de unción, de fervor, verdadera oración dirigida a Dios, emanación de lo más puro de su alma, que se derramaba en acción de gracias, por los cortísimos favores que le dispensaba, porque fue siempre parca la munificencia divina con ella. Tiene mi madre pocas devociones y las que guarda revelan las afinidades de su espíritu a ciertas alusiones, si puedo expresarme así, de su situación con la de los santos del cielo. La Virgen de Dolores es su Madre de Dios, San José el pobre carpintero su Santo patrón; y por incidencia Santo Domingo y San Vicente Ferrer, frailes dominicos, ligados por tanto a las afecciones de familia por la orden de predicadores. Dios mismo ha sido, en toda su angustiada vida, el verdadero Santo de su devoción bajo la advocación de la Providencia. En este carácter, Dios ha entrado en todos los actos de aquella vida trabajada; ha estado presente todos los días viéndola luchar con la indigencia y cumplir con sus deberes. La Providencia la ha sacado de conflictos, por manifestaciones visibles, auténticas para ella. Mil casos nos ha contado para edificarnos, en prueba de esta vigilancia de la Providencia sobre sus criaturas. Una vez que volvía de casa de una hermana suya más pobre que ella, desconsolada de no haber encontrado recurso para el hambre de un día que había amanecido sin traer consigo su pan, halló sobre el puente de una acequia, en lugar aparente y visible, una peseta. ¿Quién la había conservado allí si no es la Providencia? Otra vez sufrían ella y sus hijos los escozores del hambre y a las doce del día abre con estrépito las puertas un peón trayendo un cuarto de res que le enviaba uno de sus hermanos a quien no veía hacía un año. ¿Quién si no la Providencia había escogido aquel día aciago para traer a la memoria del hermano, el recuerdo de su hermana? Y en mil coyunturas difíciles he visto esta fe profunda en la Providencia no desmentirse un solo momento, alejar la desesperación, atenuar las angustias y dar a los sufrimientos y a la miseria el carácter augusto de una virtud santa, practicada con la resignación del mártir, que no protesta, que no se queja, esperando siempre, sintiéndose sostenida, apoyada, aprobada. No conozco alma más religiosa; y sin embargo no vi entre las mujeres cristianas otra más desprendida de las prácticas del culto. Confiésase tres veces en el año y frecuentara menos las iglesias si no necesitara el domingo cumplir con el precepto, el sábado ir a conversar con la Virgen y el lunes encomendar a Dios las almas de sus parientes y amigos. El Cura Castro aconsejaba a las madres no descuidar el decoro de su posición social por salir a la calle para ir a Misa; debiendo una familia presentarse siempre en público con aquel ornato y decencia que su rango exige; y este precepto practicábalo mi madre en sus días de escasez, con la modestia llena de dignidad que ha caracterizado siempre sus acciones.

Todas estas lecciones de tan profunda sabiduría eran parte diminuta de aquella simiente derramada por el santo varón y fecundada por el sentido común y por el sentimiento moral que encontró en el corazón de mi madre.

Para mostrar una de las raras combinaciones de las ideas añadiré que el Cura Castro, cuando estalló la revolución de 1810, joven aún, liberal instruido como era, se declaró abiertamente por el rey abominando desde aquella cátedra, que había sido su instrumento de enseñanza popular, contra la desobediencia al legítimo soberano, prediciendo guerras, desmoralización y desastres que, por desgracia, el tiempo ha comprobado. Las autoridades patriotas tuvieron necesidad de imponer silencio a aquel poderoso contrarrevolucionario; la persecución se cebó en él, por su pertinacia fue desterrado a las Brucas de triste recuerdo y volvió de allí, a pie, hasta San Juan, herido de muerte por la enfermedad que terminó sus días. Sepultose en Angaco y allí, en la miseria, en la oscuridad, abandonado e ignorado de todos, murió besando alternativamente el crucifijo y el retrato de Fernando VII, el deseado. Mostrómelo llorando una vez mi madre, al pasar cerca de él por la casa de su refugio y algunos años después, a fuer de muchacho que anda rodando por los lugares públicos, vi desenterrar su cadáver, enjuto, intacto y hasta sus vestiduras sacerdotales casi inmaculadas. Reclamó una de sus hermanas el cadáver y durante muchos años ha sido mostrado a las personas que obtenían tanta gracia, para contemplar todavía aquellas facciones flácidas, en cuya boca parece que un chiste se ha helado con el frío de la muerte, o que algún consejo útil a las madres, alguna receta infalible de un remedio casero, o bien una buena máxima cristiana se han quedado encerrados en su pecho por no obedecer ya su lengua ni sus labios endurecidos por la acción de la tumba que ha respetado sus formas, como suele hacerlo con las de los cuerpos que han cobijado el alma de un Santo. Recomiendo a mi tío, Obispo de Cuyo, recoger esta reliquia y guardarla en lugar venerando, para que sus cenizas reciban reparación de los agravios que a su persona hicieron las fatales necesidades de los tiempos.

La posición social de mi madre estaba tristemente marcada por la menguada herencia que había alcanzado hasta ella. Don Cornelio Albarracín, poseedor de la mitad del Valle de Zonda y de tropas de carretas y de mulas, dejó después de doce años de cama la pobreza para repartirse entre quince hijos y algunos solares de terrenos despoblados. En 1801, Doña Paula Albarracín, su hija, joven de veintitrés años, emprendía una obra superior, no tanto a las fuerzas, cuanto a la concepción de una niña soltera. Había habido en el año anterior una gran escasez de anascotes, género de mucho consumo para el hábito de las diversas órdenes religiosas, y del producto de sus tejidos reunido mi madre una pequeña suma de dinero. Con ella y dos esclavos de sus tías Irarrazábales, echó los cimientos de la casa que debía ocupar en el mundo al formar una nueva familia. Como aquellos escasos materiales eran pocos para obra tan costosa, debajo de una de las higueras que había heredado en su sitio, estableció su telar y desde allí, yendo y viniendo la lanzadera asistía a los peones y maestros que edificaban la casita y el sábado vendida la tela hecha en la semana, pagaba los artífices con el fruto de su trabajo. En aquellos tiempos una mujer industriosa, y lo eran todas, aun aquellas nacidas y creadas en la opulencia, podía contar consigo misma para subvenir a su necesidades. El comercio no había avanzado sus facturas hasta lo interior de las tierras de la América, ni la fabricación europea había abaratado tanto la producción como hoy. Valía entonces la vara de lienzos crudos hechizos, ocho reales los de primera calidad, cinco los ordinarios y cuatro reales la vara de anascote dando el hilo. Tejía mi madre doce varas por semana, que era el corte de hábito de un fraile, y recibía seis pesos el sábado, no sin trasnochar un poco para llenar las canillas de hilo que debía desocupar al día siguiente.

Las industrias manuales poseídas por mi madre son tantas y tan variadas, que su enumeración fatigaría la memoria con nombres que hoy no tienen ya significado. Hacía de seda suspensores; pañuelos de mano de lana de vicuña para mandar de obsequio a España algunos curiosos y corbatas y ponchos de aquella misma lana suavísima. A estas fabricaciones de telas se añadían añasjados para albas, randas, miñaques, mallas y una multitud de labores de hilo que se empleaban en el ornato de las mujeres y de los paños sagrados. El punto de calceta en todas sus variedades y el arte difícil de teñir poseyolo mi madre a tal punto de perfección que en estos últimos tiempos se la consultaba sobre los medios de cambiar un paño grana en azul, o de producir cualquiera de los medios tintes oscuros del gusto europeo, desempeñándose con tal certera práctica, como la del pintor que tomando de su paleta a la ventura colores primitivos, produce una media tinta igual a la que muestra el modelo. La reputación de omnisciencia industrial la ha conservado mi familia hasta mis días; y el hábito del trabajo manual es en mi madre parte integrante de su existencia. En 1842, en Aconcagua, la oímos exclamar: ¡esta vez es la primera de mi vida que me estoy mano sobre mano! Y a los setenta y seis años de su edad es preciso para que no caiga en el marasmo, inventarla quehaceres al alcance de su fatigada vista, no excluyéndose de entre ellos, labores curiosas de mano de que hace aún adornos para enaguas y otras superfluidades.

Con estos elementos la noble obrera se asoció en matrimonio, a poco de terminada su casa, con Don José Clemente Sarmiento, mi padre, joven apuesto, de una familia que también decaía como la suya y le trajo en dote la cadena de privaciones y miserias en que pasó largos años de su vida. Era mi padre un hombre dotado de mil calidades buenas, que desmejoraban otras, que sin ser malas, obraban en sentido opuesto. Como mi madre, había sido educado en los rudos trabajos de la época; peón en la hacienda paterna de la Bebida, arriero en la tropa; lindo de cara y con una irresistible pasión por los placeres de la juventud, carecía de aquella constancia maquinal que funda las fortunas, y tenía con las nuevas ideas venidas con la revolución, un odio invencible por el trabajo material, ininteligente y rudo en que se había creado. Oíle decir una vez al Presbítero Torres hablando de mí: ¡oh!, no, mi hijo no tomará jamás en sus manos una azada! Y la educación que me daba mostraba que era esta una idea fija nacida de resabios profundos de su espíritu. En el seno de la pobreza crieme hidalgo, y mis manos no hicieron otra fuerza que la que requerían mis juegos y pasatiempos. Tenía mi padre encogida una mano por un callo que había adquirido en el trabajo. La revolución de la Independencia sobrevino y su imaginación, fácil de ceder a la excitación del entusiasmo, le hizo malograr en servicios prestados a la Patria, las pequeñas adquisiciones que iba haciendo. Una vez en 1812 había visto en Tucumán las miserias del ejército de Belgrano y de regreso a San Juan emprendió una colecta en favor de la madre Patria, según la llamaba, que llegó a ser cuantiosa y por sugestión de los godos, fue denunciada a la Municipalidad como un acto de expoliación. La autoridad, habiéndose enterado del asunto, quedó de tal manera satisfecha, que él mismo fue encargado de llevar personalmente al ejército su patriótica ofrenda, quedándole desde entonces el sobrenombre de Madre Patria, que en su vejez fue origen, en Chile, de una calumnia con el objeto de deslucir a su hijo. En 1817 acompañó a San Martín a Chile empleado como oficial de milicias en el servicio mecánico del ejército y desde el campo de batalla de Chacabuco fue despachado a San Juan llevando la plausible noticia del triunfo de los patriotas. San Martín lo recordaba muy particularmente en 1847 y holgose mucho de saber que era yo su hijo.

Con estos antecedentes, mi padre pasó toda su vida en comienzos de especulaciones, cuyos proventos se disipaban en momentos mal aconsejados; trabajaba con tesón y caía en el desaliento; volvía a ensayar sus fuerzas y se estrellaba contra algún desencanto, disipando su energía en viajes largos a otras provincias, hasta que llegado yo a la virilidad, siguió desde entonces en los campamentos, en el destierro o las emigraciones, la suerte de su hijo, como un ángel de guarda para apartar si era posible los peligros que podían amenazarle.

Por aquella mala suerte de mi padre y falta de plan seguido en sus acciones, el sostén de la familia recayó desde los principios del matrimonio sobre los hombros de mi madre, concurriendo mi padre solamente en las épocas de trabajo fructuoso con accidentales auxilios; y bajo la presión de la necesidad en que nos criamos, vi lucir aquella ecuanimidad de espíritu de la pobre mujer, aquella resignación armada de todos los medios industriales que poseía y aquella confianza en la Providencia que era solo el último recurso de su alma enérgica contra el desaliento y la desesperación. Sobrevenían inviernos que ya el otoño presagiaba amenazadores por la escasa provisión de miniestras y de frutas secas que encerraba la despensa; y aquel piloto de la desmantelada nave se aprestaba con solemne tranquilidad a hacer frente a la borrasca. Llegaba el día de la destitución de todo recurso y su alma se endurecía por la resignación, por el trabajo asiduo contra aquella prueba. Tenía parientes ricos, los curas de dos parroquias eran sus hermanos, y estos hermanos ignoraban sus angustias. Habría sido derogar a la santidad de la pobreza combatida por el trabajo, mitigarla por la intervención ajena; habría sido para ella pedir cuartel en estos combates a muerte con su mala estrella. La fiesta de San Pedro fue siempre acompañada de un espléndido banquete que daba el Cura nuestro tío, y sábese el derecho y el deseo de los niños de la familia a hacer parte de la estrepitosa fiesta. No pocas veces el Cura preguntaba: ¿Y Domingo, que no lo veo? ¿Y la Paula?… Y hasta hoy sospecha que esta dolorosa ausencia era ordenada e hija de un plan de conducta de parte de mi madre. Tuvo mi madre una amiga de infancia de quien la separó la muerte a la edad de 60 años. Doña Francisca Banegas, última de este apellido en San Juan y descendiente de las familias conquistadoras, según veo en el interrogatorio de Mallea. Una circunstancia singular revelaría sin eso, la antigüedad de aquella familia que, establecida en los suburbios, conservaba peculiaridades del idioma antiguo. Decían ella y sus hijos: cogeldo, tomaldo, truje, ansina y otros vocablos que pertenecen al siglo XVII y para el vulgo, prestaban asidero a la crítica. Visitábanse ambas amigas, consagrando un día entero a la delicia de confundir sus familias en una, uniendo a las niñas de una y otra la misma amistad. Poseía cuantiosos bienes de fortuna Doña Francisca y el día que mi madre iba a pasarlo con ella, su criada pasaba a la cocina a disponer todas las provisiones de boca que debía consumir en el día, sin que la protesta de veinte años de esta práctica de mi madre hubiese alterado jamás en lo más mínimo su firme e inalterable propósito de que, al placer inefable de ver a su amiga, se mezclase la sospecha de salvar así por un día siquiera al rudo deber de sostener a sus hijos, y doblar la frente ante las desigualdades de la fortuna. Así se ha practicado en el humilde hogar de la familia de que formé parte, la noble virtud de la pobreza. Cuando Don Pedro Godoy, extraviado por pasiones ajenas, quiso deshonrarme, tuvo la nobleza de apartar a mi familia del alcance de sus dardos emponzoñados, porque la fama de aquellas virtudes austeras había llegado hasta él y se lo agradezco.

Cuando yo respondía que me había creado en una situación vecina de la indigencia, el Presidente de la República en su interés por mí, deploraba estas confesiones desdorosas a los ojos del mundo. ¡Pobres hombres, los favorecidos de la fortuna, que no conciben que la pobreza a la antigua, la pobreza del patricio romano, puede ser llevada como el manto de los Cincinatos, de los Arístides, cuando el sentimiento moral ha dado a sus pliegues la dignidad augusta de una desventaja sufrida sin mengua. Que se pregunten las veces que vieron al hijo de tanta pobreza, acercarse a sus puertas sin ser debidamente solicitado, en debida forma invitado, y comprenderán entonces los resultados imperecederos de aquella escuela de su madre, en donde la escasez era un acaso y no una deshonra. En 1848 encontreme por accidente en una casa con el Presidente Bulnes y después de algunos momentos de conversación, al despedirnos, díjele maquinalmente: tengo el honor de conocer a su Excelencia. Disparate impremeditado que llamó su atención y que, bien mirado, no carecía de propósito, puesto que en ocho años era la segunda vez que estaba yo en su presencia. ¡Bienaventurados los pobres que tal madre han tenido!

XIV. El hogar paterno

La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos adobes y tapias pudieran computarse en varas de lienzo tejidas por sus manos para pagar su construcción, ha recibido en el transcurso de estos últimos años algunas adiciones, que la confunden hoy con las demás casas de cierta medianía. Su forma original, empero, es aquella a que se apega la poesía del corazón, la imagen indeleble que se presenta porfiadamente a mi espíritu, cuando recuerdo los placeres y pasatiempos infantiles, las horas de recreo después de vuelto de la escuela, los lugares apartados donde he pasado horas enteras y semanas sucesivas en inefable beatitud, haciendo santos de barro para rendirles culto enseguida, o ejércitos de soldados de la misma pasta para engreírme de ejercer tanto poder.

Hacia la parte del sur del sitio de treinta varas de frente por cuarenta de fondo, estaba la habitación única de la casa, dividida en dos departamentos; uno sirviendo de dormitorio a nuestros padres y el mayor, de sala de recibo con su estrado alto y cojines, resto de las tradiciones del diván árabe que han conservado los pueblos españoles. Dos mesas de algarrobo indestructibles, que vienen pasando de mano en mano desde los tiempos en que no había otra madera en San Juan que los algarrobos de los campos, y algunas sillas de estructura desigual, flanqueaban la sala, adornando las lisas murallas dos grandes cuadros al óleo de Santo Domingo y San Vicente Ferrer, de malísimo pincel, pero devotísimos y heredados a causa del hábito dominico. A poca distancia de la puerta de entrada elevaba su copa verdinegra la patriarcal higuera, que sombreaba aún en mi infancia aquel telar de mi madre, cuyos golpes y traqueteo de husos, pedales y lanzadera nos despertaba antes de salir el sol para anunciarnos que un nuevo día llegaba y con él la necesidad de hacer por el trabajo frente a sus necesidades. Algunas ramas de la higuera iban a frotarse contra las murallas de la casa y calentadas allí por la reverberación del sol, sus frutos se anticipaban a la estación, ofreciendo para el 23 de Noviembre, cumpleaños de mi padre, su contribución de sazonadas brevas para aumentar el regocijo de la familia.

Deténgome con placer en estos detalles porque Santos e higuera fueron personajes más tarde de un drama de familia en que lucharon porfiadamente las ideas coloniales con las nuevas.

En el resto de sitio que quedaba de veinte varas escasas de fondo, tenían lugar otros recursos industriales. Tres naranjos daban fruto en el otoño, sombra en todos tiempos. Bajo un durazno corpulento había un pequeño pozo de agua para el solaz de tres o cuatro patos que, multiplicándose, daban su contribución al complicado y diminuto sistema de rentas sobre que reposaba la existencia de la familia; y como todos estos medios eran aún insuficientes, rodeado de cerco para ponerlo a cubierto de la voracidad de los pollos había un jardín de hortalizas del tamaño de un escapulario, que producía cuantas legumbres entran en la cocina americana, él todo abrillantado e iluminado con grupos de flores comunes, un rosal morado y varios otros arbustillos florescentes. Así se realizaba en una casa de las colonias españolas la exquisita economía de terreno, y el inagotable producto que de él sacan las gentes de campaña en Europa. El estiércol de las gallinas y la bosta del caballo en que montaba mi padre, pasaban diariamente a dar nueva animación a aquel pedazo de tierra que no se cansó nunca de dar variadas y lozanas plantas; y cuando he querido sugerir a mi madre algunas ideas de economía rural, cogidas al vuelo en los libros, he pasado merecida plaza de pedante, en presencia de aquella ciencia de la cultura que fue el placer y la ocupación favorita de su larga vida. Hoy a los setenta y seis años de edad, todavía se nos escapa de adentro de las habitaciones y es seguro que hemos de encontrarla aporcando algunas lechugas, respondiendo en seguida a nuestras objeciones, con la violencia que se haría, de dejarlas, al verlas tan mal tratadas.

Todavía había en aquella arca de Noé algún rinconcillo en que se enjebaban o preparaban los colores para teñir las telas, y un pudridor de afrecho de donde salía todas las semanas una buena proporción de exquisito y blanco almidón. En los tiempos prósperos, se añadía una fábrica de velas hechas a mano, alguna tentativa de amasijo que siempre terminaba mal y otras mil granjerias que sería superfluo enumerar. Ocupaciones tan variadas no estorbaban que hubiese orden en las diversas tareas, principiando la mañana con dar de comer a los pollos, desherbar antes que el sol calentase las eras de legumbres y establecerse enseguida en su telar que, por largos años, hizo la ocupación fundamental. Está en mi poder la lanzadera de algarrobo lustroso y renegrido por los años, que había heredado de su madre, quien la tenía de su abuela, abrazando esta humilde reliquia de la vida colonial un período de cerca de dos siglos en que nobles manos la han agitado casi sin descanso; y aunque una de mis hermanas haya heredado el hábito y la necesidad de tejer de mi madre, mi codicia ha prevalecido y soy yo el depositario de esta joya de familia. Es lástima que no haya de ser jamás suficientemente rico o poderoso, para imitar a aquel rey persa que se servía en su palacio de los tiestos de barro que le habían servido en su infancia, a fin de no ensoberbecerse y despreciar la pobreza.

Para completar este mensaje debo traer a colación dos personajes accesorios. La Toribia, una zamba, criada en la familia, la envidia del barrio, la comadre de todas las comadres de mi madre, la llave de la casa, el brazo derecho de su señora, el ayo que nos crio a todos, la cocinera, el mandadero, la revendedora, la lavandera y el mozo de manos para todos los quehaceres domésticos. Murió joven, abrumada de hijos, especie de vegetación natural de que no podía prescindir no obstante la santidad de sus costumbres; y su falta dejó un vacío que nadie ha llenado después, no solo en la economía doméstica, sino en el corazón de mi madre; porque eran dos amigas, ama y criada, dos compañeras de trabajo, que discurrían entre ambas sobre los medios de mantener la familia, reñían, disputaban, disentían y cada una seguía su parecer, ambos conducentes al mismo fin. ¡Qué pensar en sorprender a la cocinera, los niños a la vuelta de la escuela, con su mendruguillo de pan escondido, introduciéndonos en vía y forma de visita, para soparlo en el caldo gordo del puchero! Si el tiro se lograba, era preciso tener listas las piernas y correr sin mirar para atrás hasta la calle, so pena de ser alcanzado por el más formidable cucharón de palo que existió jamás y que se asentó por lo menos treinta veces en mi niñez sobre mis frágiles espaldas. La otra era Ña Cleme, el pobre de la casa; porque mi madre como la Rigoleta de Sue que no se mezquinaba nada, tenía también sus pobres a quienes ayudaba con sus desperdicios a vivir. Pero el pobre de la familia era como la criada un amigo, un igual y un mendigo. Sentábanse mi madre y Ña Cleme en el estrado, conversaban de gallinas, telas y cebollas y cuando la infeliz quería pedir su limosna decía invariablemente: “pues, vóyeme yo”, frase que repetía hasta que algún harapo caído en desuso, en consideración a sus muchos servicios, alguna cemita redonda y sabrosa, una vela si las había en casa, unos zapatos viejos y allá por muerte de un Obispo un medio en plata a falta de menores subdivisiones de la moneda, acudían a hacer cierto e inmediato al sacramental vóyeme yo, que no era al principio más que una voz preventiva.

Según he podido barruntar aquella Ña Cleme, india pura, renegrida por los años que contaba por setenta, habitante de los confines del barrio de Puyuta, había sido en sus mocedades querida de uno de mis deudos maternos, cuyas relaciones pecaminosas dejaban traslucir los ojos celestes y la nariz prominente y afilada de sus hijas. Lo que había de más notable en esta vieja es que se la creía bruja y ella misma trabajaba en sus conversaciones por darse aire de bruja y confirmar la creencia vulgar. ¡Rara flaqueza del espíritu humano, que después el conocimiento de la historia me ha hecho palpar! Más de tres mil de los brujos de Logroño que quemó por centenares la Inquisición y los de Maryland en Norteamérica, se confesaban y ostentaban brujos de profesión y estaban contestes en sus declaraciones sobre el conciliábulo, el cabro negro que los reunía y la escoba en que viajaban por los aires, y esto en presencia de los suplicios, a que la imbecilidad de los jueces los condenaba. Tenemos decididamente una necesidad de llamar la atención sobre nosotros mismos, que hace a los que no pueden más de viejos, rudos y pobres, hacerse brujos, a los osados sin capacidad volverse tiranos crueles, y a mí acaso, perdónemelo Dios, el estar escribiendo estas páginas. Ña Cleme contaba sus historias en casa, escuchábala mi madre con indulgencia y fingiendo asentimiento para no mortificarla; atisbábamos nosotros sus misteriosas palabras, hasta que cuando se había alejado, mi madre hacía farsa de los cuentos de la vieja y disipaba con su buen sentido los gérmenes de superstición que hubiesen podido abrigarse en nuestras almas, para lo que venía, si el caso lo hacía necesario, el texto favorito, las pláticas del inolvidable Cura Castro, que había perseguido a las brujas y desacreditádolas en San Juan a punto de no causar su trato inquietud ninguna. No fue nunca perseguida Ña Cleme por sus creencias religiosas a este respecto, aunque lo fueron más tarde y en épocas no muy remotas varias brujitas del barrio de Puyuta, afamado hasta hoy en la creencia del vulgo por servir de escondite a varias sectarias del maldito. No hace en efecto doce o catorce años que la policía (eran los federales los que mandaban) anduvo en pesquisas tras de un hecho de embrujamiento, sacando en limpio un enredo de cuentos que dejaron perplejas a las autoridades. Hablábase mucho en el pueblo de una muchacha bruja y la policía quiso averiguar la verdad del caso. Al efecto, trajeron a la acusada y en presencia de numerosos testigos se confesó en relación ilícita con el diablo; y como se preparasen a azotarla, no dice la historia si por su imprudente descaro, o para corregirla de sus malos hábitos, dijo llorando: ¡Es bueno que me castiguen a mí que soy pobre! A fe que no han de castigar a Doña Teresa Funes (mi tía), a Doña Bernarda Bustamante y otras respetables señoras ancianas que fue nombrando y que, según declaró, asistían los sábados al Campo Santo donde se practicaban los ritos consabidos de la brujería. Espantados y boquiabiertos hubieron de quedarse al oír nombres tan respetables y temerosos de cometer una grave injusticia, dejaron escapar a la taimada, dejando en muy mal olor, en el concepto de muchos, la reputación de aquellas matronas. ¡Qué sabemos, pues, en cosas tan escondidas!

Tal ha sido el hogar doméstico en que me he creado y es imposible que a no tener una naturaleza rebelde no haya dejado en el alma de sus moradores impresiones indelebles de moral, de trabajo y de virtud, tomadas en aquella sublime escuela en que la industria más laboriosa, la moralidad más pura, la dignidad mantenida en medio de la pobreza, la constancia, la resignación se dividían todas las horas. Mis hermanas gozaron de la merecida reputación de las más hacendosas niñas que tenía la provincia entera y cuanta fabricación femenil requería habilidad consumada fue siempre encomendada a estos supremos artífices de hacer todo lo que pide paciencia y destreza, y deja poquísimo dinero. El confesado intento de denigrarme de un escritor chileno se detuvo hace algunos años en presencia de aquellas virtudes y pagó su tributo de respeto a la laboriosidad respetable de mis hermanas, no sin sacar partido de ello para hacer de mí un contraste.

Nuestra habitación permaneció tal como la he descrito hasta el momento en que mis dos hermanas mayores llegaron a la edad núbil, que entonces, hubo una revolución interior que costó dos años de debates y a mi madre, gruesas lágrimas, al dejarse vencer por un mundo nuevo de ideas, hábitos y gustos que no eran aquellos de la existencia colonial de que ella era el último y más acabado tipo. Son vulgarísimos y pasan inapercibidos los primeros síntomas con que las revoluciones sociales que opera la inteligencia humana en los grandes focos de civilización, se extienden por los pueblos de origen común, se insinúan en las ideas y se infiltran en las costumbres. El siglo XVIII había brillado sobre la Francia y minado las antiguas tradiciones, entibiando las creencias y aún suscitando odio y desprecio por las cosas hasta entonces venerandas. Sus teorías políticas trastornado los gobiernos, desligado la América de la España y abierto sus colonias a nuevas costumbres y nuevos hábitos de vida. El tiempo iba a llegar en que había de mirarse de mal ojo, con desdén, la industriosa vida de las señoras americanas, propagarse la moda francesa y entrar el afán en las familias de ostentar holgura por la abundancia y distribución de las habitaciones, por la hora de comer retardada de las doce del día en punto, a las dos y aun a las cuatro de la tarde. ¿Quién no ha alcanzado a algunos de esos buenos viejos del antiguo cuño, que vivían orgullosos de su opulencia, en un cuarto redondo con cuatro sillas pulverulentas de baqueta, el suelo cubierto de cigarros y la mesa por todo adorno, con un enorme tintero erizado de plumas de pato, si no de cóndor, sobre cuyos cañones de puro antiguos se habían depositado cristalizaciones de tinta endurecida? Este ha sido, sin embargo, el aspecto general de la colonia, este el menaje de la vida antigua. Encuéntrasele descrito en las novelas de Walter Scott o de Dumas y vense frecuentes muestras vivientes aún en España y en la América del Sur, los últimos de entre de los pueblos viejos que han sido llamados a rejuvenecerse.

Estas ideas de regeneración y de mejora personal, aquella impiedad del siglo XVIII ¡quién lo creyera! entraron en casa por las cabezas de mis dos hermanas mayores. No bien se sintieron llegadas a la edad en que la mujer siente que su existencia está vinculada a la sociedad, que tiene objeto y fin esa existencia, empezaron a aspirar las partículas de ideas nuevas de belleza, de gusto, de confortable que traían hasta ellas la atmósfera que había sacudido y renovado la revolución. Las murallas de la común habitación fueron aseadas y blanqueadas de nuevo, cosa a que no había razón de oponer resistencia alguna. Entró la manía de destruir la tarima que ocupaba todo un costado de la sala, con su chuse y sus cojines, diván como he dicho antes, que nos ha venido de los árabes, lugar privilegiado en que solo era permitido sentarse a las mujeres y en cuyo espacioso ámbito, reclinadas sobre almohadones (palabra árabe) trababan visitas y dueños de casa aquella bulliciosa charla que hacía de ellas un almácigo parlante. ¿Por qué se ha consentido en dejar desaparecer el estrado, aquella poética costumbre oriental, tan cómoda en la manera de sentarse, tan adecuada para la holganza femenil, por sustituirle las sillas, en que una a una y en hilera, como soldados en formación, pasa el ojo revista en nuestras salas modernas? Pero aquel estrado revelaba que los hombres no podían acercarse públicamente a las jóvenes, conversar libremente y mezclarse con ellas, como lo autorizan nuestras nuevas costumbres y fue sin inconveniente repudiado por las mismas que lo habían aceptado como un privilegio suyo. El estrado cedió, pues, su lugar en casa a las sillas, no obstante la débil resistencia de mi madre, que gustaba de sentarse en un extremo a tomar mate por las mañanas, con su brasero y caldera de agua puestos enfrente en el piso inferior, o a devanar sus madejas, o bien llenar sus canillas de noche para la tela del día siguiente. No pudiendo habituarse a trabajar sentada en alto, hubo de adoptar el uso de una alfombra para suplir la irremediable falta del estrado, de que se lamentó largos años. El espíritu de innovación de mis hermanas atacó enseguida objetos sagrados. Protesto que yo no tuve parte en este sacrilegio que ellas cometían, las pobrecitas, obedeciendo al espíritu de la época. Aquellos dos santos, tan grandes, tan viejos, Santo Domingo y San Vicente Ferrer, afeaban decididamente la muralla. Si mi madre consintiera en que los descolgasen y fuesen puestos en un dormitorio, la casita tomaba un nuevo aspecto de modernidad y de elegancia refinada; porque era bajo la seductora forma del buen gusto, que se introducía en casa la impiedad iconoclasta del siglo XVIII. ¡Ah! ¡Cuántos estragos ha hecho aquel error en el seno de la América española! Las colonias americanas habían sido establecidas en la época en que las bellas artes españolas enseñaban con orgullo a la Europa los pinceles de Murillo, Velázquez, Zambrano, a par de las espadas del Duque de Alba, del Gran Capitán y de Cortés. La posesión de Flandes añadía a sus productos los del grabado flamenco, que pintaban en toscos lineamientos y con crudos colores las escenas religiosas que hacían el fondo de la poesía nacional. Murillo, en sus primeros años, hacía facturas de vírgenes y santos para exportar a la América; los pintores subalternos la enviaban vidas de santos para los conventos, la pasión de J. C. en galerías inmensas de cuadros y el grabado flamenco, como hoy la litografía francesa, ponían al alcance de las fortunas moderadas, cuadros del Hijo pródigo, vírgenes y santos tan variados como puede suministrar tipos el calendario. De estas imágenes estaban tapizadas las murallas de las habitaciones de nuestros padres y no pocas veces entre tanto mamarracho, el ojo ejercitado del artista podía descubrir algún lienzo de mano de maestro. Pero la revolución venía ensañándose contra los emblemas religiosos. Ignorante y ciega en sus antipatías, había tomado entre ojos la pintura, que sabía a España, a colonia, a cosa antigua e inconciliable con las buenas ideas. Familias devotísimas escondían sus cuadros de Santos, por no dar muestras de mal gusto en conservarlos y ha habido en San Juan y en otras partes, quienes remojándolos, hicieron servir sus lienzos mal despintados para calzones de los esclavos. ¡Cuántos tesoros de arte han debido perderse en estas estúpidas profanaciones de que ha sido cómplice la América entera, porque ha habido un año o una época al menos en que por todas partes empezó a un tiempo el desmonte fatal de aquella vegetación lozana de la pasada gloria artística de la España! Los viajeros europeos que han recorrido la América de veinte años a esta parte, han rescatado por precios ínfimos, obras inestimables de los mejores maestros que hallaban entre trastos, cubiertos de polvo y telarañas; y cuando el momento de la resurrección de las artes ha llegado en América, cuando la venda ha caído de los ojos, las iglesias, los nacientes museos y los raros aficionados, han hallado de tarde en tarde algún cuadro de Murillo que exponer a la contemplación, pidiéndoles perdón de las injusticias de que han sido víctimas, rehabilitados ya en el concepto público y restablecidos en el alto puesto que les correspondía. No de otra manera y por las mismas causas, una generación próxima venerará el nombre de los unitarios en nuestra patria, vilipendiada hoy por una política estúpida y aceptado el vilipendio por uno de esos errores vertiginosos que se apoderan de los pueblos. ¡Pero cuántos de los cuadros de aquella escuela culta habrán ya desaparecido y cuán pocos, degradados por las injurias del tiempo, merecerán los honores de la apoteosis, en la resurrección del buen sentido y de la justicia que se les debe!

El mejor estudio que de las bellas artes hice durante mi viaje en Europa, aquel curso práctico de un año consecutivo pasando en reseña cien museos sucesivamente, me sugirió la idea de escribir a Procesa, el artista capaz de traducir mi pensamiento, para que tomando las precauciones imaginables a fin de que no se trasluciese el objeto, recolectase poco a poco los cuadros dispersos y formase la base de un Museo de pintura. ¡Vano empeño! No bien manifestó interesarse en algún cuadro, cuando los que los tenían abandonados en algún aposento oscuro, los hallaron interesantes, ni más ni menos como el labriego que no ha podido deshacerse de sus trigos, si le hacen propuestas de compra, les sube de precio, sospechando que el trigo vale, puesto que lo buscan. Trigo y cuadros se quedan en el granero.

En la capilla de la Concepción había seis cuadros de Santos Obispos de buen pincel que han sido no ha mucho devorados por las llamas. En los Desamparados hay una virgen de pintura y ropajes de la edad media. En San Clemente existía un gran depósito de cuadros sobre asuntos varios, entre los cuales descollaba un Jesús en el huerto, antes de la resurrección. Limpiolo Procesa, restaurolo y después de barnizado a sus expensas, la galantería del donador lo halló digno adorno de su casa y lo reclamó. Las Sras. Morales tienen una Magdalena enviada de Roma por el jesuita Morales. En casa de los Oro hay un San José de buena escuela italiana; en la casa de los Cortines un San Juan excelente. En materia de retratos hay poquísimo pero selecto. El retrato romano del jesuita Godoy, compañero del Padre Morales; el de San Martín, feo mamarracho, no tanto sin embargo como el que se conserva en el Museo de Lima, pero digno de memoria por ser tomado del original. Los retratos de los Papas León XII y Gregorio XVI, obra ambos del pincel de un pintor napolitano de bastante mérito; el de Pío IX, de mano inhábil y que no pude evitar en Roma fuese enviado a San Juan; y los de los Obispos Oro y Sarmiento, de Graz el primero y de Procesa el segundo.

Sobre todo lo primero y aun otros cuadros más que omito daba a mi hermana desde Roma detalles de ubicación y de asunto. Sobre los retratos de Papas y Obispos sugería a mi tío Obispo la buena idea de formar una galería de Papas, contemporáneos al obispado y de los Obispos de San Juan. Pocos años habrían bastado para enriquecerla de muchos personajes. Hay en San Juan todavía algo que mereciera examinarse. Un Miguel Ángel americano, si la comparación fuese permitida, ha dejado allí numerosas obras de la universalidad de su talento. Escultor, arquitecto, pintor, en todas partes ha puesto su mano. San Pedro el Pontífice, la Nuestra Sra. del Rosario del Trono, como la Virgen de la Purísima del Sagrario y la visitación de Santa Isabel son dignas obras del cincel o de la paleta que sucesivamente manejaba. Un altar de San Agustín, un altar de la Catedral, no sé si el mayor, que es obra de gusto y una torre o el frontis de la iglesia, bastante de mal gusto es verdad, constituyen las obras de Cabrera. Salteño, compañero de Laval, Grande y otros vecinos de aquella ciudad, artistas y ebanistas no obstante su excelente educación. El Obispo de San Juan puede todavía reunir en una galería todas aquellas obras de arte, cuyo mérito principal estaría en formar una colección y fomentar el naciente arte de la pintura que cuenta entre aficionados, dos retratistas, Franklin Rawson y Procesa. Una virgen del primero para reemplazar la de Cabrera muy estropeada, y un Belisario de la segunda, pidiendo limosna, víctima de los celos de un tirano, podrían con el tiempo añadirse como ensayos. Pero el mal espíritu que reina allí, como en todas partes, dejará al diente de las ratas y a las injurias del tiempo, expuestos aquellos pobres restos del antiguo gusto por la pintura que formó parte de la nacionalidad española y que nosotros hemos repudiado, por ignorancia y a fuer de malos españoles, como lo son los que en la Península se han dejado desposeer de uno de sus más claros títulos de gloria.

La lucha se trabó, pues, en casa entre mi pobre madre que amaba a sus dos santos dominicos, como a miembros de la familia y mis hermanas jóvenes, que no comprendían el santo origen de estas afecciones y querían sacrificar los lares de la casa al bien parecer y a las preocupaciones de la época. Todos los días, a cada hora, con todo pretexto, el debate se renovaba; alguna mirada de amenaza iba a los santos, como si quisieran decirles, han de salir para afuera; mientras que mi madre, contemplándolos con ternura exclamaba: ¡Pobres santos! qué mal les hacen donde a nadie estorban. Pero en este continuo embate, los oídos se habituaban al reproche, la resistencia era más débil cada día; porque visto bien la cosa, como objetos de religión, no era indispensable que estuviesen en la sala, siendo mucho más adecuado lugar de veneración el dormitorio, cerca de la cama para encomendarse a ellos; como legado de familia militaban las mismas razones, como adorno eran de pésimo gusto; y de una concesión en otra, el espíritu de mi madre se fue ablandando poco a poco y cuando creyeron mis hermanas que la resistencia se prolongaba no más que por no dar su brazo a torcer, una mañana que el guardián de aquella fortaleza salió a Misa o a una diligencia, cuando volvió, sus ojos quedaron espantados al ver las murallas lisas donde había dejado poco antes dos grandes parches negros. Mis santos estaban ya alojados en el dormitorio y a juzgar por sus caras, no les había hecho impresión ninguna el desaire. Mi madre se hincó llorando en presencia de ellos, para pedirles perdón con sus oraciones, permaneció de mal humor y quejumbrosa todo el día, triste el subsiguiente, más resignada al otro día, hasta que al fin el tiempo y el hábito trajeron el bálsamo que nos hace tolerables las más grandes desgracias.

Esta singular victoria dio nuevos bríos al espíritu de reforma; y después del estrado y los santos, las miradas cayeron en mala hora sobre aquella higuera viviendo en medio del patio, descolorida y nudosa en fuerza de la sequedad y los años. Mirada por este lado la cuestión, la higuera estaba perdida en el concepto público; pecaba contra todas las reglas del decoro y de la decencia; pero para mi madre era una cuestión económica, a la par que afectaba su corazón profundamente. ¡Ah!, si la madurez de mi corazón hubiese podido anticiparse en su ayuda, como el egoísmo me hacía neutral o inclinarme débilmente en su favor a causa de las tempranas brevas! Querían separarla de aquella su compañera en el albor de la vida y el ensayo primero de sus fuerzas. La edad madura nos asocia a todos los objetos que nos rodean; el hogar doméstico se anima y vivifica; un árbol que hemos visto nacer, crecer y llegar a la edad provecta es un ser dotado de vida, que ha adquirido derechos a la existencia, que lee en nuestro corazón, que nos acusa de ingratos y dejaría un remordimiento en la conciencia, si lo hubiésemos sacrificado sin motivo legítimo. La sentencia de la vieja higuera fue discutida dos años; y cuando su defensor, cansado de la eterna lucha, la abandonaba a su suerte, al aprestarse los preparativos de la ejecución, los sentimientos comprimidos en el corazón de mi madre estallaban con nueva fuerza y se negaba obstinadamente a permitir la separación de aquel testigo y de aquella compañera de sus trabajos. Un día, empero, cuando las revocaciones del permiso dado habían perdido todo prestigio, oyose el golpe mate del hacha en el tronco añoso del árbol y el temblor de las hojas sacudidas por el choque, como los gemidos lastimeros de la víctima. Fue este un momento tristísimo, una escena de duelo y de arrepentimiento. Los golpes del hacha higuericida sacudieron también el corazón de mi madre; las lágrimas asomaron a sus ojos como la savia del árbol que se derramaba por la herida y sus llantos respondieron al estremecimiento de las hojas; cada nuevo golpe traía un nuevo estallido de dolor y mis hermanas y yo, arrepentidos de haber causado pena tan sentida, nos deshicimos en llanto, única reparación posible del daño comenzado. Ordenose la suspensión de la obra de destrucción, mientras se preparaba la familia para salir a la calle y hacer cesar aquellas dolorosas repercusiones del golpe del hacha en el corazón de mi madre. Dos horas después la higuera yacía por tierra enseñando su copa blanquecina, a medida que las hojas, marchitándose, dejaban ver la armazón nudosa de aquella estructura que por tantos años había prestado su parte de protección a la familia.

Después de estas grandes reformas, la humilde habitación nuestra fue lenta y pobremente ampliándose. Tocome a mí la buena dicha de introducir una reforma sustancial. A los pies de nuestro solarcito estaba un terreno espacioso que mi padre había comprado en un momento de holgura. A la edad de dieciséis años era yo dependiente de una pequeña casa de comercio. Mi primer plan de operaciones y mis primeras economías tuvieron por objeto rodear de tapias aquel terreno para hacerlo productivo. Esta agregación de espacio puso a la familia a cubierto de la indigencia, sin hacerla traspasar los límites de la pobreza. Mi madre tuvo a su disposición teatro digno de su alta ciencia agrícola; a la higuera sacrificada se sucedieron en su afección cien arbolillos que su ojo maternal animaba en su crecimiento; más horas del día hubieron de consagrarse a la creación de aquel plantel, de aquella viña de que iba a depender en adelante gran parte de la subsistencia de la familia.

Cuando yo hube terminado, pude decir en mi regocijo de haber producido un bien et vidi quod esset bonum y aplaudirme a mí mismo.

XV. Mi educación

Aquí termina la historia colonial, llamaré así, de mi familia. Lo que sigue es la transición lenta y penosa de un modo de ser a otro; la vida de la República naciente, la lucha de los partidos, la guerra civil, la proscripción y el destierro. A la historia de la familia se sucede, como teatro de acción y atmósfera, la historia de la patria. A mi progenie, me sucedo yo; y creo que siguiendo mis huellas como las de cualquiera otro en aquel camino, puede el curioso detener su consideración en los acontecimientos que forman el paisaje común, accidentes del terreno que de todos es conocido, objetos de interés general y para cuyo examen mis apuntes biográficos, sin valor por sí mismos, servirán de pretexto y de vínculo, pues que en mi vida tan destituida, tan contrariada y sin embargo tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sud, agitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar las alas y lacerándose a cada tentativa, contra los hierros de la jaula que la retiene encadenada.

Extrañas emociones han debido agitar el alma de nuestros padres en 1810. La perspectiva crepuscular de una nueva época, la libertad, la independencia, el porvenir, palabras nuevas entonces, han debido estremecer dulcemente las fibras, exitar la imaginación, hacer agolpar la sangre por minutos al corazón de nuestros padres. El año 10 ha debido ser agitado, lleno de emociones, de ansiedad, de dicha y de entusiasmo. Cuéntase de un rey que temblaba como un azogado a la vista de un puñal desnudo, efecto de las emociones que lo conmovieron en las entrañas de su madre, en cuyos brazos apuñalaron a un hombre. Yo he nacido en 1811, el noveno mes después del 25 de Mayo y mi padre se había lanzado en la revolución y mi madre palpitado todos los días con las noticias que llegaban por momentos sobre los progresos de la insurrección americana. Balbuciente aún empezaron a familiarizar mis ojos y mi lengua con el abecedario, tal era la prisa con que los colonos que se sentían ciudadanos acudían a educar a sus hijos, según se ve en los decretos de la Junta Gubernativa y los otros gobiernos de la época. Lleno de este santo espíritu, el Gobierno de San Juan en 1816 hizo venir de Buenos Aires unos sujetos dignos por su instrucción y moralidad de ser maestros en Prusia y yo pasé inmediatamente de la apertura de la escuela de la Patria a confundirme en la masa de cuatrocientos niños de todas edades y condiciones, que acudían presurosos a recibir la única instrucción sólida que se ha dado entre nosotros en escuelas primarias. La memoria de Don Ignacio y Don José Genaro Rodríguez, hijos de Buenos Aires, aguarda aún la reparación que sus inmensos, sus santos servicios merecen, y no he de morir sin que mi Patria haya cumplido con este deber sagrado. El sentimiento de la igualdad era desenvuelto en nuestros corazones por el tratamiento de señor que estábamos obligados a darnos unos a otros entre los alumnos, cualquiera que fuese la condición, o la raza de cada uno; y la moralidad de las costumbres, estimulábanla el ejemplo del maestro, las lecciones orales y castigos que solo eran severos y humillantes para los crímenes. En aquella escuela de cuyos pormenores he hablado en Civilización y barbarie, en Educación popular y conoce hoy la América, permanecí nueve años, sin haber faltado un solo día bajo pretexto ninguno, que mi madre estaba ahí para cuidar con inapelable severidad de que cumpliese con mi deber de asistencia. A los cinco años de edad leía corrientemente en voz alta, con las entonaciones que solo la completa inteligencia del asunto puede dar y tan poco común debía ser en aquella época esta temprana habilidad que me llevaban de casa en casa para oírme leer, cosechando grande copia de bollos, abrazos y encomios, que me llenaban de vanidad. Aparte de la facilidad natural de comprender, había un secreto detrás de bastidores que el público ignoraba y que debo revelar para dar a cada uno lo que le corresponde. Mi pobre padre, ignorante pero solícito de que sus hijos no lo fuesen, aguijoneaba en casa esta sed naciente de educación, me tomaba diariamente la lección de la escuela y me hacía leer sin piedad por mis cortos años la Historia Crítica de España, por Don Juan de Masdeu, en cuatro volúmenes; el Desiderio y Electo, y otros librotes abominables que no he vuelto a ver y que me han dejado en el espíritu ideas confusas de historia, alegorías, fábulas, países y nombres propios. Debí, pues, a mi padre la afición a la lectura, que ha hecho la ocupación constante de una buena parte de mi vida y si no pudo darme después educación por su pobreza, diome en cambio por aquella solicitud paterna el instrumento poderoso, con que yo por mi propio esfuerzo suplí a todo, llenando el más constante, el más ferviente de sus votos.

Siendo alumno de la escuela de lectura, construyose en uno de sus extremos un asiento elevado como un solio, a que se subía por gradas y fui yo elevado a él ¡con el nombre de PRIMER CIUDADANO! Si el asiento se construyó para mí diralo Don Ignacio Rodríguez que aún está vivo; sucediome en aquel honor un joven Domingo Morón y cayó después en desuso. Esta circunstancia, la publicidad adquirida desde entonces, los elogios de que fui siempre objeto y testigo y una serie de actos posteriores, han debido contribuir a dar a mis manifestaciones cierto carácter de fatuidad de que me han hecho apercibirme más tarde. Yo creía desde niño en mis talentos como un propietario en su dinero, o un militar en sus actos de guerra. Todos lo decían y en nueve años de escuela no alcanzaron a una docena entre dos mil niños que debieron pasar por sus puertas, que me aventajasen en capacidad de aprender, no obstante que al fin me hostigó la escuela y la gramática, el álgebra, la aritmética, a fuerza de haberlas aprendido en distintas veces. Mi moralidad de escolar debió resentirse de esta eterna vida de escuela, por lo que recuerdo que había caído al último en el disfavor de los maestros. Estaba establecido el sistema seguido en Escocia de ganar asientos. Proponíase una cuestión de aritmética y los que no sabían bien me miraban. Si habían de perder en la votación los que se paraban, yo fingía pararme para precipitarlos; si, por el contrario, convenía pararse yo me repantingaba en el asiento y me paraba repentinamente, para soplarles el lugar a los que me habían estado atisbando. Últimamente obtuve carta blanca para ascender siempre en todos los cursos, y por lo menos dos veces al día llegaba al primer asiento; pero la plana era abominablemente mala, tenía notas de policía, había llegado tarde, me escabullía sin licencia y otras diabluras con que me desquitaba del aburrimiento y me quitaban mi primer lugar y el medio de plata blanca que valía conservarlo un día entero, lo que me sucedió pocas veces.

Dábanme además una superioridad decidida mis frecuentes lecturas de cosas extrañas a la enseñanza, con lo que mis facultades inteligentes se habían desenvuelto a un grado que los demás niños no poseían. En medio de mi abandono habitual prestaba una atención sostenida a las explicaciones del maestro, leía con provecho y retenía indeleblemente cuanto entraba por mis oídos y por mis ojos. Contó en una serie de días el maestro, la preciosa historia de Robinson y repetíala yo, tres años después, íntegra sin anticipar una escena, sin olvidar ninguna delante de Don José Oro y toda la familia reunida.

Hiciéronme sombra sin embargo, de tiempo en tiempo, niños altamente dotados, de brillante inteligencia y mayor contracción al estudio que yo. Entre ellos, Antonino Aberastain, José Álvarez, un Leites de capacidad asombrosa y otros cuyos nombres olvido.

En aquel naufragio de mis cualidades morales de los últimos tiempos de la escuela, por desocupación de espíritu, salvé una que me importa hacer conocer. La familia de los Sarmientos tiene en San Juan una no disputada reputación que han heredado de padres a hijos, direlo con mucha mortificación mía, de embusteros. Nadie les ha negado esta calidad y yo les he visto dar tan relevantes pruebas de esta innata y adorable disposición que no me queda duda de que es alguna calidad de familia. Mi madre, empero, se había premunido para no dejar entrar con mi padre aquella polilla en su casa, y nosotros fuimos criados en un santo horror por la mentira. En la escuela me distinguí siempre por una veracidad ejemplar, a tal punto que los maestros lo recompensaban proponiéndola de modelo a los alumnos, citándola con encomio y ratificándome más y más en mi propósito de ser siempre veraz; propósito que ha entrado a formar el fondo de mi carácter y de que dan testimonio todos los actos de mi vida.

Concluyó mi aprendizaje de la escuela por una de aquellas injusticias tan frecuentes, de que me he guardado yo cuando me he hallado en circunstancias análogas. Don Bernardino Rivadavia, aquel cultivador de tan mala mano, y cuyas bien escogidas plantas debían ser pisoteadas por los caballos de Quiroga, López, Rosas y todos los jefes de la reacción bárbara, pidió a cada provincia seis jóvenes de conocidos talentos para ser educados por cuenta de la nación, a fin de que concluidos sus estudios volviesen a sus respectivas ciudades a ejercer las profesiones científicas y dar lustre a su patria. Pedíanse que fuesen de familia decente, aunque pobres y Don Ignacio Rodríguez fue a casa a dar a mi padre la fausta noticia de ser mi nombre el que encabezaba la lista de los hijos predilectos que iba a tomar bajo su amparo la Nación. Empero, se despertó la codicia de los ricos, hubo empeños; todos los ciudadanos se hallaban en el caso de la donación y hubo de tomarse una lista de todos los candidatos; echose a la suerte la elección y como la fortuna no era el patrono de mi familia, no me tocó ser uno de los seis agraciados. ¡Que día de tristeza para mis padres aquel en que nos dieron la fatal noticia del escrutinio! ¡Mi madre lloraba en silencio, mi padre tenía la cabeza sepultada entre sus manos!

Y sin embargo la suerte que había sido injusta conmigo, no lo fue con la provincia, sino es que ella no supo aprovechar después de los bienes que se le prepararon. Cayole la suerte a Antonino Aberastain, pobre como yo, y dotado de talentos distinguidos, una contracción fuerte al estudio y una moralidad de costumbres que lo ha hecho ejemplar hasta el día de hoy. Llamó la atención en el Colegio de Ciencias Morales por aquellas cualidades, aprendió inglés, francés, italiano, portugués, matemáticas y derecho; graduose en esta facultad y regresó a su país, donde fue compelido al día siguiente de su llegada por la Junta de Representantes a desempeñar la primera magistratura judicial de la provincia. En 1840 emigró de su país para no volver a él, fue nombrado Ministro del Gobierno de Salta, por la fama de capacidad de que gozaba, salió el último de aquella provincia por entre las lanzas de las montoneras; pasó a Chile, fue hecho Secretario del Intendente de Copiapó y reside hoy en aquella provincia viviendo de su profesión de abogado y gozando de la estimación de todos. Nadie mejor que yo ha podido penetrar en el fondo de su carácter, amigos de infancia, su protegido en la edad adulta cuando en 1836 llegamos ambos a un tiempo a San Juan, desde Buenos Aires él, de Chile yo, y empezó a poco de conocerme a prestarme el apoyo de su influencia, para levantarme en sus brazos cada vez que la envidia maliciosa de aldea echaba sobre mí una ola de disfavor o de celos, cada vez que el nivel de la vulgaridad se obstinaba en abatirme a la altura común. Aberastain, Doctor, Juez supremo de Alzadas, estaba ahí siempre defendiéndome entre los suyos contra la masa de jóvenes ricos, o consentidos, que se me oponía al paso. He debido a este hombre bueno hasta la médula de los huesos, enérgico sin parecerlo, humilde hasta anularse, lo que más tarde debí a otro hombre en Chile, la estimación de mí mismo por las muestras que me prodigaban de la suya; sirviéndome ambos a enaltecerme más que no lo hubiera hecho la fortuna. La estimación de los buenos es un galvanismo para las sustancias análogas. Una mirada de benevolencia de ellos puede decir a Lázaro: levántate y marcha. Nunca he amado tanto como amé a Aberastain; hombre alguno ha dejado más hondas huellas en mi corazón de respeto y aprecio.

Desde su salida de San Juan, el Supremo Tribunal de Justicia es desempeñado por hombres sin educación profesional y, a veces, tan negados los pobres, que para arrieros serían torpes. Últimamente, la Honorable Sala de Representantes, ha declarado que ni a defecto de abogados sanjuaninos, pueda ser juez un extranjero, es decir, un individuo de otra de las provincias confederadas y basta citar este acto legislativo para mostrar la perversión de espíritu en que han caído aquellas gentes.

Don Saturnino Salas fue otro de los agraciados: dedicose a las matemáticas para las que lo había dotado la naturaleza de una de aquellas organizaciones privilegiadas que hacen los Pascal y los d’Ampère. Cultivó aquella ciencia con pasión, daba lecciones a sus concolegas para vestirse, haciendo uso de su habilidad fabril para confeccionarse zapatos y remendar sus vestidos en la suma pobreza y orfandad en que lo dejó la destrucción del Colegio de Ciencias Morales, que es uno de los mil crímenes cometidos por el partido reaccionario, por vengarse Arana y Rosas de la malquerencia que justamente les profesaban los colegiales, como la luz debe aborrecer al apagalámparas.

Aquella cualidad industrial es inherente y orgánica en la familia de los Salas. Su padre, Don Joaquín Salas, inventaba máquinas y aparatos para todas las cosas y perdió una inmensa fortuna, heredada de Doña Antonia Irarrázabal, parte en aquellos ensayos de su ingenio. Don Juan José Salas, su hijo, despunta por la misma capacidad fabril que en San Juan, dados los hábitos de rutina española, se malogran en curiosidades improductivas. En fin, las señoras Salas solteras viven en una honesta medianía del producto de una industria que ellas han inventado, perfeccionado en todos sus detalles y elevado a la categoría de una de las bellas artes. Son célebres en San Juan las flores artificiales de mano de las Salas, que sin exageración rivalizan con las más bellas de París, cuyas muestras estudian a fin de adivinar los procederes fabriles; que en cuanto a la belleza artística, imitan ellas a la naturaleza misma y no pocas veces la harían aceptar una rosa de sus manos, o una rama de azahares, tal es la paciente habilidad que han puesto en copiarla hasta en los más mínimos accidentes. Su hermano Don Saturnino ha continuado por largos años estudiando por vocación las matemáticas, enseñándolas por necesidad, enrolado en el Cuerpo de Ingenieros en Buenos Aires y contento en la miseria, única recompensa hoy en su patria del saber que no se hace delincuente e inmoral. Mientras que aquel profundo matemático vegeta en la miseria, el Gobierno de San Juan pagaba tres mil pesos anuales a un zafio desvergonzado que se daba por hidráulico, maquinista, ingeniero, abogado y entendido en cuanta materia se mencionaba. Defendió pleitos, fue empresario de teatro, escritor, coronel, mazorquero, Director de obras públicas, Juez de aguas; el amigo de los federales, el terror de los unitarios y, en verdad, el ser más vil que ha deshonrado la especie humana; habiendo para oprobio de aquella ciudad durado diez años esta innoble farsa. ¡Salud Federación! ¡Por el fruto se conoce el árbol!

Era el tercero Don Indalecio Cortines que se consagró a las ciencias médicas con aplauso de la clase entera y tal dedicación a la cirugía, que tenía concesión especial de cadáveres, hecha por los catedráticos, a fin de que pudiese en su cuarto entregarse a sus estudios favoritos sobre el organismo humano. Volvió a San Juan a ejercer su profesión científica, después de doctorado en tres facultades; levantó una casa de altos en la plaza adquiriendo el local de la Iglesia de Santa Ana arruinada y emigró a Coquimbo, abandonando cuanto poseía, para salvar de la persecución que se cebaba sobre todos los que tenían ojos para prever el abismo de males en que iba a ser sepultada la República por el triunfo de los caudillos, que no saben hoy por dónde salir del pantano en que ellos mismos se han metido. El Dr. Cortines refresca hasta hoy sus conocimientos, teniéndose por las Revistas a que está suscrito al corriente de los progresos que la ciencia hace en Europa; y San Juan ha perdido en él un médico hábil y la fortuna que acumula hoy en Coquimbo, recompensa de sus aciertos y a que han disipado sus perseguidores de San Juan.

Esperando por momentos estoy la ley que prohíba en San Juan a los médicos extranjeros curar a los enfermos, prefiriendo como en los tribunales a los curanderos nacidos y criados en la provincia. Los tres restantes fueron Don Fidel Torres, que no ha vuelto a su país, Don Pedro Lima que murió y Don Eufemio Sánchez que profesa, a lo que he oído, la medicina en Buenos Aires. Lo único que hay claro es que ninguno de los seis jóvenes educados por Don Bernardino Rivadavia ha permanecido en San Juan; privándose esta provincia de recoger el fruto de aquella medida que, por sí sola, bastaría para hacer perdonar a aquel gobierno muchas otras faltas.

Quiero, antes de entrar en cosas más serias, echar una mirada sobre los juegos de mi infancia, porque ellos revelan hábitos solariegos, de que aún se resiente mi edad madura. No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar una cometa, ni uno solo de los juegos infantiles a que no tomé afición en mi niñez. En la escuela aprendí a copiar sotas y me hice después de un molde para calcar una figura de San Martín a caballo que suelen poner los pulperos en los faroles de papel; y de adquisición en adquisición yo concluí en diez años de perseverancia con adivinar todos los secretos de hacer mamarrachos. En una visita de mi familia a casa de Doña Bárbara Icasate, ocupé el día en copiar la cara de un San Jerónimo, y una vez adquirido aquel tipo, yo lo reproducía de distintas maneras en todas las edades y sexos. Mi maestro cansado de corregirme en este pasatiempo, concluyó por resignarse y respetar esta manía instintiva. Cuando pude por el conocimiento de los materiales de la enseñanza del dibujo, faltome la voluntad para perfeccionarme. En cambio esparcí más tarde en mi provincia la afición a este arte gráfico y bajo mi dirección o inspiración se han formado media docena de artistas que posee San Juan. Pero aquella afición se convertía en mis juegos infantiles en estatuaria, que tomaba dos formas diversas, hacia santos y soldados, los dos grandes objetos de mis predilecciones de niñez.

Creábame mi madre en la persuasión de que iba a ser clérigo y Cura de San Juan, a imitación de mi tío, y a mi padre le veía casacas, galones, sable y demás zarandajas. Por mi madre me alcanzaban las vocaciones coloniales; por mi padre se me infiltraban las ideas y preocupaciones de aquella época revolucionaria; y obedeciendo a estas impulsiones contradictorias yo pasaba mis horas de ocio en beata contemplación de mis santos de barro debidamente pintados, dejándolos enseguida quietos en sus nichos, para ir a dar a la casa del frente una gran batalla entre dos ejércitos que yo y mi vecino habíamos preparado un mes antes, con grande acopio de balas, para ralear las pintorreadas filas de monicacos informes.

No contara estas bagatelas si no hubiesen tomado más tarde formas colosales y proporcionádome uno de los recuerdos que hasta hoy me hacen palpitar de gloria y de vanidad. Por lo que hace a mi vocación sacerdotal, asistía cuando niño de trece años a una devota capilla, en casa del jorobado Rodríguez, capaz de contener veinte personas y dotada de sacristía, campanario y demás requisitos, con una dotación de candeleros, incensarios y campanas sonoras, hechas por el negro Rufino de Don Javier Jofré y de que hacíamos enorme consumo en repiques y procesiones. Estaba consagrada la capilla a nuestro Padre Santo Domingo, desempeñando yo durante dos años por aclamación del capítulo y con grande edificación de los devotos, la augusta dignidad de Provincial de la Orden de Predicadores. Acudían los frailes del Convento de Santo Domingo a verme cantar Misa, para lo que parodiaba a mi tío el Cura que cantaba muy bien y de quien siendo yo monaguillo, atisbaba todo el mecanismo de la Misa, no sin reparar la página del misal en que estaban el evangelio y epístola del día para reproducirlos íntegros en mi Misa particular.

Por la tarde de los domingos, el Provincial se tornaba en General en jefe de un ejército y ¡ay de los que quisiesen hacer frente a aquella lluvia de piedras que salía del seno de mi falange!

Andando el tiempo yo había logrado hacerme de la afección de una media docena de pilluelos, que hacían mi guardia imperial y con cuyo auxilio repetí una vez la hazaña de Leónidas, a punto de que el lector al oírla la equivocara con la del célebre Espartaco. Este es un caso serio que requiere traer uno a uno los personajes que brillaron en aquel día memorable.

Había en casa de los Rojos un mulato regordete que tenía el sobrenombre de Barrilito; muchacho inquieto y atrevido, capaz de una fechoría. Otro del mismo pelaje, de Cabrera de once años, diminuto, taimado y tan tenaz que cuando hombre, elevado a cabo por su bravura, desertó de las filas de Facundo Quiroga con algunos otros y en lugar de fugarse tiroteó al ejército en marcha hasta que se hizo coger y fusilar. A este llamábanle Piojito.

Descollaba el tercero bajo el sobrenombre de Chuña, ave desairada, un peón chileno de veinte a más años, un poco imbécil y por tanto muy bien hallado en la sociedad de los niños. Era el cuarto José I. Flores, mi vecino y compañero de infancia, a quien también distinguía el sobrenombre de Velita que él ha logrado quitarse a fuerza de buen humor y jovialidad. Era el quinto el guacho Riberos, excelente muchacho y mi condiscípulo, y agregose más tarde Dolores Sánchez, hermano de aquel Eufemio, a quien por envolverse el capote en el brazo para defenderse de las piedras, llamábamos Capotito. Este nuevo recluta se educó a mi lado y probó muy luego ser digno de la noble compañía en que se había alistado. En el año, pues, del Señor no sé cuantos, que los niños no saben nunca el año en que viven, hicimos tres o cuatro jornadas más o menos lucidas, con más o menos pedradas y palos dados y recibidos, terminando un domingo en deshacer un ejército y tomar prisioneros generales, tambores y chusma, que paseamos insolentemente por algunas calles de la ciudad. Esta humillación impuesta a los vencidos trajo su represalia y no más tarde que el miércoles o jueves de la semana siguiente supimos que los barrios de la Colonia y de Valdivia, cuan grandes son y poblados de cardúmenes de muchachos, se aprestaban a volvernos la mano el domingo siguiente. Viernes y sábado me llovían los avisos cada vez más alarmantes de los progresos de la Liga colono-valdiviana, mientras que yo citaba a toda mi gente para hallarme en aptitud de recibirlos dignamente. Sobrevino el domingo tan esperado por los unos, tan temido por los otros y llegó la tarde y se avanzaba la hora y mis soldados no parecían, tanto miedo les ponía la noticia de los preparativos y amenazas de nuestros enemigos.

En fin, convencidos de la imposibilidad de aceptar el combate, dirigímosnos yo y aquellos seis de que he hecho mención y que no habrían dejado de reunirse aunque se hubiera desplomado el cielo, hacia los puntos por donde era presumible viniese el ejército aliado para tener el gusto de verlos siquiera. Así, marchando a la aventura llegamos a la Pirámide en donde oímos ya el fragor de las exclamaciones y gritos de entusiasmo de los chiquillos y el sonido de los tambores de calabazas o de cuero que los precedían. Momentos después apareció la columna y se derramó en el erial vecino. ¡Dios mío! Eran quinientos diablejos con veinte banderas y picas y sables de palo que no reflejaban los rayos del sol. Contamos más de treinta adultos mezclados entre la imberbe turba, tanta era la novedad que causaba aquella inusitada muchedumbre.

Nosotros instintivamente retrocedimos, temerosos de ser sepultados por aquel avalanche de muchachos ávidos de hacer una diablura, sobre todo en venganza de lo pasado en el domingo anterior.

Tomamos los siete por la calle de atravieso que conduce hacia el molino de Torres, desconcertados, cabizbajos y punto menos que huyendo. Precede al puente echado sobre el ladrón del molino hacia el norte un terreno sólido, gredoso y unido, mientras que en torno del puente había una enorme cantidad de guijarros sacados del fondo de la acequia. Una idea me vino, que Napoleón me la habría aplaudido, que Horacio Cocles me habría disputado como suya. Ocurriome que parados los siete en el estrecho puente y con aquella bendición de piedras a la mano, podríamos disputar el paso al ejército aliado de la Colonia y de Valdivia. Detengo a los míos; les explico el caso, los arengo y concluyo arrancándoles un está bueno firme y chisporroteando de entusiasmo. Me prometen obediencia ciega, tomo yo con dos más Riberos y el Barrilito, el centro del puente, distribuyo dos de cada lado de la trinchera hecha por la acequia y todos nos ocupamos diligentemente en acopiar piedras, de manera de suplir el número por la vivacidad del fuego. Habíanos apercibido en tanto y el aire se estremecía con los gritos de aquella muchedumbre que se avanzaba rápidamente sobre nosotros. Mi plan era no disparar una piedra hasta tenerlos a tiro. Acercose la turba y de repente arrojamos tal granizada de piedras que los chillidos de diez o doce a quienes en el montón alcanzaron, dieron prueba sonora de que no se habían malogrado del todo. Huyó aquella chusma desordenada, querían lanzarse los míos a la persecución, pero el general lo había calculado todo y visto que la interposición del puente era el único medio posible de defensa.

Cuando digo que lo había calculado todo, olvidaba que lo mejor no se me había pasado por las mientes y era que las mismas piedras que habíamos tirado podían volvérnoslas a su turno, y que a su retaguardia tenían la inmensa columna de la calle de San Agustín, rica en guijarros a despear los caballos que la transitan. Vueltos, en efecto, de su espanto los agresores y mandando muchachos por centenares a traer piedras a ponchadas, se trabó el más rudo combate de que hayan hecho jamás mención las crónicas de los pilluelos vagabundos. Acercose a la trinchera que yo defendía un muchacho, Pedro Frías, y me propuso a fuer de parlamentario que peleásemos a sable. ¡Nosotros siete contra quinientos! Después de bien reflexionada la propuesta, la deseché terminantemente y un minuto después el aire se veía cubierto de piedras que iban y venían; a tal punto que había un riesgo de tragarlas. Al Piojito le rompieron la cabeza y destilando sangre y mocos de llorar, y echando sendas puteadas, disparaba piedras a centenares como una catapulta antigua. El Chuña había caído desmayado ya dentro de la acequia a riesgo de ahogarse; estábamos todos contusos y la refriega seguía con encarnizamiento creciente; la distancia era ya de cuatro varas y el puente no cedía el paso hasta que el negro Tomás del Don Dionisio Navarro, que estaba en primera línea, gritó a los suyos: “No tiren, vean al General que no puede mover los brazos”. Cesó con esto el combate y se acercaron los más inmediatos hacia mí, silenciosos y más contentos de mí que de su triunfo. Era el caso que, a más de las pedradas sin cuento que yo tenía recibidas en el cuerpo, habíanme tocado tantas en los brazos, que no podía moverlos y las piedras que aún lanzaba por puro patriotismo, iban a caer sin fuerza a pocos pasos. De mis valientes habían flaqueado y huido dos, que no nombro por no comprometer su reputación, que no ha de exigirse a todos igual constancia. Estaba aún a mi lado Riberos, chillaba y pateaba todavía el Piojito y sacamos al Chuña de la acequia a fin de cuidar de nuestros heridos. Quisieron algunos desalmados compelerme a seguir en clase de prisionero; opúseme yo con el resto de energía que me quedaba, teniendo mis dos brazos caídos y empalados; intervinieron en mi favor los hombres que venían en la comitiva, dando su debido mérito y todo el honor de la jornada a los vencidos y retireme bamboleándome de extenuación a casa, donde con el mayor sigilo, me administré durante una semana frecuentes paños de salmuera para hacer desaparecer aquellas negras acardenaladuras que me habrían hecho aparecer, si me hubiese desnudado, a guisa de poroto overo, tan frecuentes y repetidas eran. ¡Oh, vosotros, compañeros de gloria en aquel día memorable! ¡Oh, vos, Piojito, si vivierais! Barrilito, Velita, Chuña, Guacho y Capotito, os saludo aún desde el destierro, en el momento de hacer justicia al ínclito valor de que hicisteis prueba! Es lástima que no se os levante un monumento en el puente aquel para perpetuar vuestra memoria. No hizo más Leónidas con sus trescientos espartanos en las famosas Termópilas. No hizo menos el desgraciado Acha en las acequias de Angaco, poniendo con la barriga al sol a tanto imbécil que no sabía apreciar lo que vale una acequia puesta de por medio cuando hay detrás una media docena de perillanes clavados en el suelo.

Volviendo a mi educación, puede decirse que la fatalidad intervenía para cerrarme el paso. En 1821 fui al seminario de Loreto en Córdoba y hube de volverme sin entrar. La revolución de Carita me dejó sin maestro de latín. En 1825 principié a estudiar matemáticas y agrimensura bajo la dirección de Mr. Barreau, ingeniero de la provincia. Levantamos juntos el plano de las calles de Rojo, Desamparados, Santa Bárbara y de allí rodeando hacia el Pueblo Viejo; y yo solo, por haberme abandonado el maestro, la de la Catedral, Santa Lucía y Legua. En el mismo año fui a San Luis a continuar con el clérigo Oro la educación que había interrumpido la revolución del año anterior. Un año más tarde era llamado por el Gobierno para ser enviado al Colegio de Ciencias Morales y llegaba a San Juan, después de haberme negado una vez, en el momento que las lanzas de Facundo Quiroga venían en bosque polvoroso agitando sus siniestras banderolas por las calles.

En 1826 entraba tímido dependiente de comercio en una tienda, yo que había sido educado por el presbítero Oro en la soledad, que tanto desenvuelve la imaginación, soñando congresos, guerra, gloria, libertad, la República en fin. Estuve triste muchos días, y como Franklin a quien sus padres destinaban a jabonero, él que debía “robar al cielo los rayos y a los tiranos el cetro”, tomele desde luego ojeriza al camino que solo conduce a la fortuna. En mis cavilaciones en las horas de ocio me volvían a aquellas campañas de San Luis en que vagaba por los bosques con mi Nebrija en las manos estudiando mascula sunt maribus e interrumpiendo el recitado para tirarle una pedrada a un pájaro. Echaba de menos aquella voz sonora que había dos años enteros sonado en mis oídos, plácida, amiga, removiendo mi corazón, educando mis sentimientos, elevando mi espíritu. Las reminiscencias de aquella lluvia oral que caía todos los días sobre mi alma, se me presentaban como láminas de un libro, cuyo significado comprendemos por la actitud de las figuras. Pueblos, historia, geografía, religión, moral, política, todo ello estaba ya anotado como en un índice; faltábame, empero, el libro que lo detallaba y yo estaba solo en el mundo, en medio de fardos de tocuyo y piezas de quimones, menudeando a los que se acercaban a comprarlos vara a vara. Pero deben haber libros, me decía yo, que traten especialmente de estas cosas, que las enseñen a los niños; y entendiendo bien lo que se lee, puede uno aprenderlas sin necesidad de maestros; y yo me lancé enseguida en busca de esos libros y en aquella remota provincia, en aquella hora de tomada mi resolución, encontré lo que buscaba, tal como lo había concebido, preparado por patriotas que querían bien a la América y que desde Londres habían presentido esta necesidad de la América del Sur de educarse, respondiendo a mis clamores, enviándome los catecismos de Ackermann, que había introducido en San Juan Don Tomás Rojo. ¡Los he hallado! podía exclamar como Arquímedes, porque yo los había previsto, inventado, buscado aquellos catecismos que más tarde en 1825 regalé a Don Saturnino Laspiur para la educación de sus hijos. Allí estaba la historia antigua y aquella Persia y aquel Egipto y aquellas Pirámides y aquel Nilo de que me hablaba el clérigo Oro. La historia de Grecia la estudié de memoria y la de Roma enseguida, sintiéndome sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Harmodio y Epaminondas; y esto mientras vendía azúcar y hierba y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él. Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo y una señora Laura pasaba para la iglesia y volvía de ella; y sus ojos tropezaban siempre, día a día, mes a mes, con este niño inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que meneando la cabeza decía en su casa: “¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros no los leería con tanto ahínco!”.

Otra lectura ocupome más de un año, ¡la Biblia! Por las noches después de las ocho, hora de cerrar la tienda, mi tío Don Juan Pascual Albarracín, Presbítero ya, me aguardaba en casa y durante dos horas discutíamos sobre lo que iba sucesivamente leyendo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. ¡Con cuánta paciencia escuchaba mis objeciones para comunicarme enseguida la doctrina de la iglesia, la interpretación canónica y el sentido legítimo y recibido de las sentencias; donde decía blanco, no obstante que yo leía negro y las opiniones divergentes de los Santos Padres. La Teología natural de Paley, Evidencia del Cristianismo por el mismo, Verdadera idea de la Santa Sede y Feijoo que cayó por entonces en mis manos, completaron aquella educación eminente y razonadamente religiosa, pero liberal, que venía desde la cuna trasmitiéndose desde mi madre al maestro de escuela, desde mi mentor Oro hasta el comentador de la Biblia, Albarracín.

Por entonces pasó a visitar a San Juan el Canónigo D. Ignacio Castro Barros, e hizo su misión pública predicando quince días sucesivamente en las plazas, a la luz de la luna, teniendo por auditorio cuanta gente cabe apiñada en una cuadra cuadrada de terreno. Yo asistía con asiduidad a estas pláticas, procurando ganar desde temprano lugar favorecido. Precedíale la fama de gran predicador y durante muchos días me tuvo en febril excitación. Había logrado despertar en mi alma el fanatismo rencoroso que vertía siempre de aquella boca, espumosa de cólera contra los impíos y herejes, a quienes ultrajaba en los términos más innobles. Furibundo, frenético, andaba de pueblo en pueblo, encendiendo las pasiones populares contra Rivadavia y la reforma y ensanchando el camino a los bandidos como Quiroga y otros, a quienes llamaba los Macabeos. Hice confesión general con él para consultarme en mis dudas, para acercarme más y más a aquella fuente de luz, que con mi razón de dieciséis años hallé vacía, oscura, ignorante y engañosa. Los estragos que aquel iluso hizo en San Juan pueden colegirse del decreto de 28 de Julio de 1827, expedido por el Gobierno enemigo de Rivadavia y sus partidarios. “Una funesta experiencia —dice—, ha enseñado cuánta es la facilidad con que se pasa de la diferencia de opiniones, a la discordia y de esta a la guerra. Esta misma experiencia es la que ha producido en el Gobierno el convencimiento de que, si bien debe asegurarse a cada individuo la libertad de manifestar decorosa y legalmente su opinión, es también necesario impedir que procure extender aquella, atacando a los que piensan de otro modo, por medios reprobados y sumamente peligrosos. Cuando se han tocado estos arbitrios, cuando ciertas instituciones santas y venerables se han hecho hablar en favor de lo que se llama una disputa política, se halla minada la tranquilidad pública. En fuerza de estas consideraciones y por haberse llegado a entender, que algún Ministro del Santuario ha hablado directa y aun personalmente en la Cátedra del Espíritu Santo de las mismas cuestiones políticas, que ya han ocasionado otra vez derramamiento de sangre en San Juan, el gobierno ha venido en decretar:

”1º Queda prohibido hacer mención de cuestiones políticas en ningún discurso público religioso, que se pronuncie en el templo del Señor, donde no debe oírse sino la moral santa del Evangelio, los preceptos del Redentor del mundo, los consuelos de la religión divina y los ruegos de los fieles.

”4° Comuníquese al venerable clero y dese al registro. Quiroga (Manuel Gregorio), José Antonio de Oro secretario (hermano del Obispo Oro).”.

Hízome dudar de su sinceridad el espectáculo de una de esas farsas que le habían valido su celebridad. Terminaba una prédica dentro de la iglesia ensañándose contra Llorente, a quien llamó impío, vivorezno, por haber calumniado al Santo Tribunal de la Inquisición, asegurando al auditorio que había muerto comido de gusanos en castigo de sus iniquidades. Seguíale yo con avidez en aquellas imprecaciones destilando veneno, sangre, maldiciones y ultrajes, contra Rousseau y otra retahíla de nombres, para mí desconocidos y su bilis se iba exaltando y la rabia de un poseído se asomaba a sus ojos inyectados de sangre y a su boca en cuyos extremos se colectaban babas resecas; cuando de repente se levanta y extendiendo los brazos y levantando su voz estentórea a que respondían los ecos de las bóvedas del templo, invocó al demonio mandándole presentarse ante él, asegurando en términos positivos y terminantes que él tenía potestad del cielo para hacerlo comparecer y que iba a presentarse en el acto; y sus ojos lo buscaban y sus manos crispadas señalaban los lugares oscuros de la iglesia y las mujeres inquietas se movían y volvían la cara para huir, mientras yo clavaba los ojos en aquella fisonomía del clérigo descompuesta y cárdena, esperando encontrar en ella signos de fascinación, por no atreverme todavía a creer todo aquello una patraña. Después he visto a Casacuberta hacer con igual pasión papeles más difíciles y he sentido bullir mi sangre de indignación contra aquella prostitución de la cátedra. El Padre Castro Barros echó en mi espíritu la primera duda que lo ha atormentado, el primer disfavor contra las ideas religiosas en que había sido creado, ignorando el fanatismo y despreciando la superstición. Después he sabido la historia de aquel insano. Era su resorte favorito en las campañas entre las gentes incultas, arrojar desde el púlpito una plumilla y decirla el alma de un condenado, y asegurar que aquella persona a quien se le asentase la pluma estaba ya destinada a los suplicios eternos; y las infelices mujeres a quienes había hecho apiñarse en torno de la cátedra con sus llantos y movimientos, agitaban el aire y la vagorosa plumilla revoloteaba y cambiaba de dirección, paseando el espanto y la desolación por sobre las cabezas de la muchedumbre, que al fin se ponía de pie, enajenada de terror, dando alaridos y desbandándose por los campos. Omito mil escenas horribles de este género y la calavera y el crucifijo para entablar coloquios, risibles si no fueran odiosos entre dos objetos tan venerandos y hacer cantar a la calavera tonaditas mundanas y describir después sus tormentos en el infierno y gozarse él en ellos, recordándole entonces uno a uno sus deslices pasados. De esa escuela de predicadores salen en las colonias españolas los terroristas políticos, de sus blasfemias contra los impíos ha salido el mueran los salvajes unitarios. De ahí han salido las chispas que apasionaron a la muchedumbre y la lanzaron a los crímenes, a las matanzas de que hemos sido víctimas. De la boca de Castro Barros, como de la de los puritanos de Inglaterra salía siempre la Sagrada Escritura empapada en sangre, azuzando las pasiones brutales de la muchedumbre. Afortunadamente para la gloria de Castro tuvo la fuerza de alma de volver más tarde sobre sus pasos, cuando se mostraron los crímenes y la barbarie que él había armado de un pretexto santo. Prestó en 1829 su ardorosa cooperación al General Paz en Córdoba, le atrajo las simpatías de sus compatriotas y algunas arrobas de plata labrada de conventos y monasterios fueron por influjo suyo, a engrosar el desmedrado caudal del ejército, como muestra decidida de su adhesión. En los diarios de la época publicó el Dr. Castro una exposición de las razones que lo habían hecho cambiar de partido y volver sobre Facundo Quiroga y sus partidarios las mismas armas con que había preparado la sangrienta lucha. Después siguió la suerte de los unitarios, escapó de ser azotado por Quiroga, fue más tarde echado en un pontón por Rosas, donde para vivir le era necesario achicar la bomba todos los días, por meses enteros, para conservar su cansada y enfermiza existencia. Llegó más tarde a Chile donde volviendo con la vejez a los excesos del fanatismo de la primera época de sus predicaciones, abogó con calor por la Inquisición y otras ideas extremas, hasta que la muerte dio reposo el año pasado a aquella vida por tantas pasiones agitada; la Revista Católica hallole en olor de santidad y de paso se sirvió insinuar con caridad evangélica que el muerto Doctor tenía émulos, aludiendo a mí que había principiado a escribir su biografía, con otros conceptos menos equívocos, si bien más injuriosos. Perdóneles Dios su petulancia, que no era el pobre clérigo digno objeto de mi emulación.

Desde aquella época me lancé en la lectura de cuanto libro pudo caer en mis manos, sin orden, sin otro guía que el acaso que me los presentaba o las noticias que adquiría de su existencia en las escasas bibliotecas de San Juan. Fue el primero la vida de Cicerón, por Middleton, con láminas finísimas; y aquel libro me hizo vivir largo tiempo entre los romanos. Si hubiese entonces tenido medios habría estudiado el derecho, para hacerme abogado, para defender causas, como aquel insigne orador a quien he amado con predilección. El segundo libro fue la vida de Franklin y libro alguno me ha hecho más bien que este. La vida de Franklin fue para mí lo que las vidas de Plutarco para él, para Rousseau Enrique IV, Mma. Roland y tantos otros. Yo me sentía Franklin; ¿y por qué no? Era yo pobrísimo como él, estudioso como él y dándome maña y siguiendo sus huellas podría un día llegar a formarme como él, ser doctor ad honorem como él y hacerme un lugar en las letras y en la política americana. La vida de Franklin debiera formar parte de los libros de las escuelas primarias. Alienta tanto su ejemplo, está tan al alcance de todos la carrera que él recorría, que no habría muchacho un poco bien inclinado que no se tentase a ser un Franklincito, por aquella bella tendencia del espíritu humano a imitar los modelos de la perfección que concibe. Escribir una vida de Franklin adaptada para las escuelas ha sido uno de los propósitos literarios que he acariciado largo tiempo; y ahora que me creía en aptitud de realizarlo, llevado de las mismas ideas la ha efectuado Mr. Mignet por encargo de la Academia francesa con un éxito completo, aunque mi plan era diverso, más popular y más adaptable a nuestra situación. Tal como es el libro de Mignet pedilo a Francia y lo he hecho poner en castellano para generalizarlo, porque yo sé por experiencia propia cuánto bien hace a los niños esta lectura. ¡Santas aspiraciones del alma juvenil a lo bello y perfecto! ¿Dónde está entre nuestros libros el modelo práctico, hacedero, posible, que puede guiarlas y trazarlas un camino? Los predicadores nos proponen los santos del cielo para que imitemos sus virtudes ascéticas y sus maceraciones; pero por más bien intencionado que el niño sea, renuncia desde temprano a la pretensión de hacer milagros, por la razón sencilla que los que lo aconsejan se abstienen ellos mismos de hacerlos. Pero el joven que sin otro apoyo que su razón, pobre y destituido, trabaja con sus manos para vivir, estudia bajo su propia dirección, se da cuenta de sus acciones para ser más perfecto, ilustra su nombre, sirve a su Patria, ayudándola a desligarse de sus opresores y un día presenta a la humanidad entera un instrumento sencillo para someter los rayos del cielo y puede vanagloriarse de redimir millones de vidas con el preservativo con que dotó a los hombres; este hombre debe estar en los altares de la humanidad, ser mejor que Santa Bárbara, abogada contra rayos, y llamarse el Santo del Pueblo.

Para los pueblos del habla castellana aprender un idioma vivo, es solo aprender a leer, y debiera uno por lo menos enseñarse en las escuelas primarias.

El clérigo Oro al enseñarme el latín, que no sé, me había dotado de una máquina sencilla de aprender idiomas, que he aplicado con suceso a los pocos que conozco. En 1829, escapado de ser fusilado en Mendoza por el fraile Aldao, por la benéfica y espontánea intercesión del coronel Don José Santos Ramírez, a cuyo buen corazón no deben perjudicar las flaquezas de su juicio, tuve en San Juan mi casa por cárcel y el estudio del francés por recreo. Vínome la idea de aprenderlo con un francés soldado de Napoleón, que no sabía castellano y no conocía la gramática de su idioma. Pero la codicia se me había despertado a la vista de una biblioteca en francés, perteneciente a Don José Ignacio de la Rosa y con una gramática y un diccionario prestados, al mes once días de principiado el solitario aprendizaje, había traducido doce volúmenes, entre ellos las memorias de Josefina. De mi consagración a aquella tarea, puedo dar idea por señales materiales. Tenía mis libros sobre la mesa del comedor, apartábalos para que sirvieran el almuerzo, después la comida, a la noche para la cena; la vela se extinguía a las dos de la mañana; y cuando la lectura me apasionaba, me pasaba tres días sentado, registrando el diccionario. Catorce años he puesto después en aprender a pronunciar el francés, que no he hablado hasta 1846, después de haber llegado a Francia. En 1833 estuve de dependiente de comercio en Valparaíso, ganaba una onza mensual y de ella destiné media para pagar al profesor de inglés Richard y dos reales semanales pagados al sereno del barrio para que me despertase a las dos de la mañana a estudiar mi inglés. Los sábados los pasaba en vela para hacerlos de una pieza con el domingo; y después de un mes y medio de lecciones, Richard me dijo que no me faltaba ya sino la pronunciación que hasta hoy he podido adquirir. Fuime a Copiapó y mayordomo indigno de la Colorada, que tanta plata en barra escondía a mis ojos, traduje a volumen por día los sesenta de la colección completa de novelas de Walter Scott y otras muchas obras que debí a la oficiosidad de Mr. Eduardo Abott. Conservan muchos en Copiapó el recuerdo del minero, a quien se encontraba siempre leyendo; y aun en Lima el Sr. Codecido recordome a mi vuelta de Europa un suceso relativo a aquellos tiempos. Por economía, pasatiempo y travesura había yo concluido por equiparme completamente con el pintoresco vestido de los mineros y habituado a los demás a mirar este disfraz como mi traje natural. Calzaba gabucha y escarpín; llevaba calzoncillo azul y cotón listado, engalanando este fondo, a más del consabido gorro colorado, una ancha faja de donde pendía una bolsa capaz de contener una arroba de azúcar y en la que tenía yo siempre uno o dos manojos de tabaco tarijeño. Por las tardes ascendía de la mina del Desempeño Don Manuel Carril, juntos pasábamos al Manto de los Cobo, en cuya cocina reunidos, discutíamos política media docena de mayordomos, patrones o peones argentinos, añadiéndose a este parlero y ahumado congreso un joven parisiense a quien dábamos lecciones de un castellano tan castizo que una vez que encontró señoras, dejó lastimados sus oídos y a nosotros que éramos sus maestros, confundidos de los progresos que en tan corto tiempo había hecho el alumno, no sin reconvenirlo después y explicarle todas las frases, palabras e interjecciones castellanas, que no tenían fácil curso en otra sociedad que aquella de la cocina del Manto de los Cobo de que él formaba parte.

Era Juez de minas en 1835, el mayor Mardones que había militado en la República Argentina en los tiempos de la guerra de la Independencia, su señora tenía trato, costumbres, aseo y algunos muebles que nos reconciliaban con la vida civilizada y solíamos por la noche bajar a su habitación en la Placilla y pasar allí agradablemente el rato. Una noche encontramos hospedado un señor Codecido, pulcro y sibarita ciudadano que se quejaba de las incomodidades y privaciones de la jornada. Saludáronlo todos con atención, toqueme yo el gorro con encogimiento y fui a colocarme en un rincón por sustraerme a las miradas de aquel traje que me era habitual, dejándole ver sin embargo al pasar mi tirador alechugado, que es la pieza principal del equipo. Codecido no se fijó en mí, como era natural con un minero a quien sus patrones consentían que los acompañase y a haber estado yo más a mano me habría suplicado que le trajese fuego, u otra cosa necesaria. La conversación rodó sobre varios puntos, discreparon en una cosa de hecho que se refería a historia moderna europea y a nombres geográficos, e instintivamente Carril, Chenaut y los demás se volvieron hacia mí para saber lo que había de verdad. Provocado así a tomar parte en la conversación de los caballeros dije lo que había en el caso, pero en términos tan dogmáticos, con tan minuciosos detalles, que Codecido abría a cada frase un palmo de boca, viendo salir las páginas de un libro de los labios del que había tomado por apir. Explicáronle la causa del error en medio de la risa general y yo quedé desde entonces en sus buenas gracias.

Divertía a los mineros en Punta Brava con dibujos de animales y pájaros, daba lecciones de francés a unos jóvenes y encontré allí un mayordomo con tan extraordinaria facultad de retener lo que leía, que recitaba libros enteros sin olvidar una coma. Este tenía los ojos prominentes, como lo requiere Gall. Pertenece a mis estudios de Chañarcillo la edición de un libro sobre emigración desde San Juan y Mendoza a las orillas del Colorado hacia el sur, que a falta de prensa recité una vez a Manuel Carril, teniéndolo durante dos horas de tal manera embobado con mi cuento, que cuando me paraba a cobrar aliento, me decía: continúe, continúe; y al fin exclamó entusiasmado: yo pongo hasta la camisa para llevar a cabo el proyecto; pues yo solo pedía ochenta mil pesos para que un millar de muchachos de buena voluntad nos fuésemos al sur y fundásemos una colonia, en un río navegable y nos enriqueciésemos. Recuerdo esto porque me complace mostrar cuán antigua es la manía de mi espíritu por continuar la obra de la ocupación de la tierra, que paralizó la revolución de la Independencia y despueblan hoy la ignorancia e incapacidad de aquellos gobiernos.

En 1837 aprendí el italiano en San Juan, por acompañar al joven Rawson cuyos talentos empezaban desde entonces a manifestarse. Últimamente en 1842, redactando el Mercurio me familiaricé con el portugués, que no requiere aprenderse. En París me encerré quince días con una gramática y un diccionario y traduje seis páginas de alemán a satisfacción de un inteligente a quien di lección, dejándome desmontado aquel supremo esfuerzo, no obstante que creía haber cogido ya la estructura del rebelde idioma.

He enseñado a muchos el francés, por el deseo de propagar la buena lectura y a varios de mis amigos sin darles lecciones. Para echarlos en el camino que yo había seguido les decía: primero, Ud. no se ha de contraer a estudiar, ya lo estoy viendo; y cuando los veía picados de amor propio, les daba algunas lecciones sobre la manera de estudiar por sí solos. Bustos, el de la Escuela Normal, y P… mi tierno amigo, me avisaron un mes o dos después, que ya sabían francés y en efecto lo habían estudiado.

¿Cómo se forman las ideas? Yo creo que en el espíritu de los que estudian sucede como en las inundaciones de los ríos, donde las aguas al pasar depositan poco a poco las partículas sólidas que traen en disolución y fertilizan el terreno. En 1833 yo pude comprobar en Valparaíso que tenía leídas todas las obras que no eran profesionales, de las que componían un catálogo de libros publicados por el Mercurio. Estas lecturas, enriquecidas por la adquisición de los idiomas, habían expuesto ante mis miradas el gran debate de las ideas filosóficas, políticas, morales y religiosas y abierto los poros de mi inteligencia para embeberse en ellas. En 1838 fue a San Juan mi malogrado amigo Manuel Quiroga Rosas, con su espíritu mal preparado aún, lleno de fe y de entusiasmo en las nuevas ideas que agitaban el mundo literario en Francia y poseedor de una escogida biblioteca de autores modernos. Villemain y Schlegel en literatura; Jouffroi, Lerminier, Guizot, Cousin en filosofía e historia; Tocqueville, Pedro Leroux en democracia; la Revista Enciclopédica como síntesis de todas las doctrinas; Charles Didier y otros cien nombres hasta entonces ignorados por mí, alimentaron por largo tiempo mi sed de conocimientos. Durante dos años consecutivos prestaron estos libros materia de apasionada discusión por las noches en una tertulia en la que los doctores Cortines, Aberastain, Quiroga Rosas, Rodríguez y yo discutíamos las nuevas doctrinas, las resistíamos, las atacábamos, concluyendo al fin por quedar más o menos conquistados por ellas. Hice entonces, y con buenos maestros a fe, mis dos años de filosofía e historia; y concluido aquel curso empecé a sentir que mi pensamiento propio, espejo reflector hasta entonces de las ideas ajenas, empezaba a moverse y a querer marchar. Todas mis ideas se fijaron clara y distintamente, disipándose las sombras y vacilaciones frecuentes en la juventud que comienza, llenos ya los vacíos que las lecturas desordenadas de veinte años habían podido dejar, buscando la aplicación de aquellos resultados adquiridos a la vida actual, traduciendo el espíritu europeo al espíritu americano, con los cambios que el diverso teatro requería.

En todos estos esfuerzos estuvo siempre en actividad el órgano de instrucción y de información que tengo más expedito que es el oído. Educado por medio de la palabra por el Presbítero Oro, por el Cura Albarracín, buscando siempre la sociedad de los hombres instruidos, entonces y después mis amigos Aberastain, Piñero, López, Alberdi, Gutiérrez, Oro, Tejedor, Fragueiro, Montt y tantos otros han contribuido sin saberlo a desenvolver mi espíritu transmitiéndome sus ideas o dando asidero a las mías para un desenvolvimiento que viene de suyo a completarlas. Así preparado presenteme en Chile en 1840, maduro puedo decir, por los años, el estudio y la reflexión; y los escritos que la prensa ponía a mi vista me hicieron creer desde luego que los hombres que habían recibido una educación ordenada, no habían atesorado mayor número de conocimientos, ni masticádolos más despacio. No al principio de mi carrera de escritor sino más tarde, levantose en Santiago un sentimiento de desdén por mi inferioridad, de que hasta los muchachos de los colegios participaron. Yo preguntara hoy, si fuera necesario, a todos esos jóvenes del Semanario ¿habían hecho realmente estudios más serios que yo? ¿También a mí querrían embaucarme con sus seis años de Instituto Nacional? ¡Pues qué! ¿No sé yo, hoy, examinador universitario, lo que en los colegios se enseña?

XVI. La vida pública

A los dieciséis años de mi vida entré a la cárcel y salí de ella con opiniones políticas, lo contrario de Silvio Péllico, a quien las prisiones enseñaron la moral de la resignación y del anonadamiento. Desde que cayó en mis manos por la primera vez el libro de las Prisiones, inspirome horror la doctrina del abatimiento moral que el preso salió a predicar por el mundo y que hallaron tan aceptable los reyes que se sintieron amenazados por la energía de los pueblos. Ya anduviera adelantada la especie humana, si el hombre necesitase para comprender bien los intereses de la Patria tener ejercicios espirituales por ocho años en los calabozos de Espiberg, la Bastilla y los Santos Lugares. ¡Ay del mundo si el Zar de Rusia, el Emperador de Austria o Rosas pudiesen enseñar moral a los hombres! El libro de Silvio Péllico es la muerte del alma, la moral de los calabozos, el veneno lento de la degradación del espíritu. Su libro y él han pasado por fortuna y el mundo seguido adelante en despecho de los estropeados, paralíticos y valetudinarios que las luchas políticas han dejado. Era yo tendero de profesión en 1827, y no sé si Cicerón, Franklin o Temístocles, según el libro que leía en el momento de la catástrofe, cuando me intimaron por la tercera vez cerrar mi tienda e ir a montar guardia en el carácter de Alférez de milicias a cuyo rango había sido elevado no hacía mucho tiempo. Contrariábame aquella guardia y al dar parte al Gobierno de haberme recibido del principal sin novedad, añadí un reclamo en el que me quejaba de aquel servicio, decía, “con que se nos oprime sin necesidad”. Fui relevado de la guardia y llamado a la presencia del Coronel del ejército de Chile D. Manuel Quiroga, Gobernador de San Juan, que a la sazón tomaba el solcito, sentado en el patio de la casa de gobierno. Esta circunstancia y mi extremada juventud autorizaban naturalmente el que, al hablarme, conservase el Gobernador su asiento y su sombrero. Pero era la primera vez que yo iba a presentarme ante una autoridad, joven, ignorante de la vida y altivo por educación y acaso por mi contacto diario con César, Cicerón y mis personajes favoritos; y como no respondiese el Gobernador a mi respetuoso saludo, antes de contestar yo a su pregunta ¿es esta, señor, su firma? levanté precipitadamente mi sombrero, calémelo con intención y contesté resueltamente: sí señor. La escena muda que pasó enseguida habría dejado perplejo al espectador, dudando quién era el jefe, o el subalterno, quién a quién desafiaba con sus miradas, los ojos clavados el uno en el otro, el Gobernador empeñado en hacérmelos bajar a mí, por los rayos de cólera que partían de los suyos; yo con los míos fijos, sin pestañear, para hacerle comprender que su rabia venía a estrellarse contra una alma parapetada contra toda intimidación. Lo vencí y enajenado de cólera llamó un edecán y me envió a la cárcel. Volaron algunos a verme, entre ellos Laspiur, hoy Ministro y que me tenía cariño, quien me aconsejó hacer lo que él ha hecho siempre, cejar ante las dificultades. Mi padre vino enseguida y contándole la historia, me dijo: ha hecho Vd. una tontera, pero ya está hecha; ahora sufra las consecuencias sin debilidad. Siguióseme causa, preguntóseme si había oído quejarse del Gobierno, respondí que sí y a muchos. Preguntado quiénes son; respondí que los que han hablado en mi presencia no me han autorizado para comunicar a la autoridad sus dichos. Insisten, me obstino; me amenazan, sácoles la lengua y la causa fue abandonada, yo puesto en libertad e iniciado por la autoridad misma en que habían partidos en la ciudad, cuestiones que dividían la República y que no era en Roma ni en Grecia donde había de buscar yo la libertad y la Patria sino allí, en San Juan, en el grande horizonte que abrían los acontecimientos que se estaban preparando en los últimos días de la presidencia de Rivadavia. Hasta la casualidad me empujaba a las luchas de los partidos que aún no conocía. En una fiesta del Pueblo viejo, disparé un cohete a las patas de un grupo de caballos y salió de entre los jinetes a maltratarme mi Coronel Quiroga, exgobernador entonces, atribuyendo a ultraje intencional lo que no era más que atolondramiento. Hubimos de trabarnos de palabras y estrecharnos él a caballo y yo a pie. Hacíanle a él voluminosa cauda cincuenta jinetes y yo, que tenía en él y en su ágil caballo fijos los ojos para evitar un atropello, empecé a sentir un objeto que me tocaba por detrás de una manera premiosa e indicativa. Estiro una mano a reconocerlo y toco… el cañón de una pistola que me abandonaban. Yo también era en aquel instante la cabeza de una falange que se había apiñado en mi defensa. El partido federal, encabezado por Quiroga Carril, estaba a punto de irse a las manos con el partido unitario a quien yo servía sin saberlo en aquel momento de punta. El exgobernador se retiró confundido por la rechifla y acaso asombrado de tener, por segunda vez, que estrellarse en presencia de un niño que, ni lo provocaba con arrogancia, ni cedía con timidez una vez metido en el mal paso. Al día siguiente era yo unitario; algunos meses más tarde conocía la cuestión de los partidos en su esencia, en sus personas y en sus miras, porque desde aquel momento me aboqué al proceso voluminoso de las opiniones adversas.

Cuando la guerra estalló, entregué a mi tía Doña Ángela la tienda que tenía a mi cargo, alisteme en las tropas que se habían sublevado contra Facundo Quiroga en las Quijadas, hice la campaña de Jachal, halleme en el encuentro de Tafin, salvé de caer prisioneros con las carretas y caballadas que había tomado yo el primero en el Pocito, bajo las órdenes de Don Javier Angulo, escapeme con mi padre a Mendoza, donde se habían sublevado contra los Aldaos las tropas mismas que nos habían vencido en San Juan y a poco fui nombrado con D. J. M. Echegaray Albarracín, ayudante del General Alvarado, quien hizo donación de mi persona al General Moyano que me cobró afición y me regaló un día, en cambio de una buena travesura, el caballo bayo overo en que Don Albín Gutiérrez había dado la batalla en que fue vencido Don José Miguel Carrera. Después he sido Ayudante de línea incorporado al 2º de Coraceros del General Paz, Instructor aprobado de reclutas, de lo que puede dar testimonio el coronel Chenaut, bajo cuyas órdenes serví quince días; más tarde declarado segundo Director de Academia militar por mi conocimiento profundo de las maniobras y táctica de caballería, lo que se explica fácilmente por mi hábito de estudiar; pero la guerra con todas las ilusiones que engendra y el humo de la gloria que ya embriaga a un capitán de compañía, no me han dejado impresiones más dulces, recuerdos más imperecederos que aquella campaña de Mendoza, que concluyó en la tragedia horrible del Pilar. Fue para mí aquella época la poesía, la idealización, la realización de mis lecturas. Joven de dieciocho años, imberbe, desconocido de todos, yo he vivido en el éxtasis permanente del entusiasmo y no obstante que nada hice de provecho porque mi comisión era la de simple ayudante sin soldados a su mando, era o hubiera sido un héroe, pronto siempre a sacrificarme, a morir donde hubiese sido útil para obtener el más mínimo resultado. Era el primero en las guerrillas, y a media noche el tiroteo lejano me hacía despertar, escabullirme y lanzarme por calles desconocidas, guiándome por los fogonazos, hasta el teatro de la escaramuza, para gritar, para meter bulla y azuzar el tiroteo. Últimamente me había proporcionado un rifle con que hacía donde había guerrillas un fuego endemoniado, hasta que me lo quitó el General Moyano, como se le quita a los niños el trompo, a fin de que hagan lo que se les manda y de cuyo cumplimiento los distrae el embeleco. Mi padre, que me seguía como el ángel tutelar, se me aparecía en estos momentos de embriaguez, a sacarme de atolladeros que, sin su previsión, habrían podido serme fatales. De día en día iba haciéndome de mayor número de amigos en la división, y en la mañana del 29 de Septiembre, día de la derrota nuestra, después de haber por mi vigilancia y previsión salvado el campo de un ataque, por un lienzo de muralla que habían echado abajo en la noche, un joven Gutiérrez me prestó su partida de veinte hombres para ir a escaramucear con el enemigo por otro lado. Era yo esta vez dueño de una fuerza imponente y la calle de paredes larga, como una flauta, ahorraba al General la necesidad de trazarse un plan estratégico muy complicado. Avanzar para adelante y huir para atrás, he aquí las dos operaciones jefes, pivotales de la jornada. Los soldados de ambos bandos, milicianos por lo general, lo que menos deseaban era irse a las manos y esta era la curiosidad que yo tenía y que me proponía satisfacer. Ordeno un tiroteo que sirva de introducción al capítulo, avánzome enseguida a provocar de palabras, diciéndole montonero, avestruz y otras lindezas al oficial adverso quien, sin avanzarse mucho, me hace fusilar con cuatro de los suyos, que se estaban un minuto apuntándome los tiros. Me ingenio del modo más decente que puedo para no seguir sirviendo de blanco, después de haberme aguantado quince tiros a veinticinco pasos. Mando cargar, nos entreveramos un segundo y los míos y los ajenos retroceden a un tiempo cada partida por su lado, dejando en el fugaz campo de batalla al pobre General, mohíno de que no siguiera un rato más la broma. Reúnome a los míos y siento en todas las evoluciones del caballo, que me acompaña un soldado. Extrañan su fisonomía los otros, reconócenlo enemigo que se ha quedado entre los nuestros, siendo el poncho el uniforme de todos; lo atacan, lo defiendo, insisten en matarlo, se dispara, salgo a su alcance y al reunirse a los suyos, logro metérmelo de por medio y al sesgar el caballo, acomodarle un chirlo en buena parte, echarlo dentro de la acequia que corría al costado de la calle y dejar a disposición de los nuestros el caballo ensillado, mientras yo hacía frente a los que venían en su socorro. He aquí la hazaña más contabile que he hecho en mis correrías militares. Después era ya, hombre hecho, capitán de línea y por necesidad circunspecto.

Asistía con frecuencia a los debates que tenían el General Albarado con el pobre Moyano. Albarado no tenía nunca razón, pero tenía el prestigio de la guerra de la Independencia y oponía a todo la fuerza de inercia, que es el poder más temible. Moyano fue fusilado y Albarado se retiró tranquilo a San Juan, después de vencido. Más tarde mandaba decir al señor Sarmiento, escritor en Chile, que en la vida de Aldao hacía alusión a su conducta de entonces, que ya él se había vindicado de esos cargos. Mucha sorpresa causó a Frías mi respuesta. Dígalo al General que un ayudantito que dio él a Moyano, y reprendió una vez por el ahínco con que oía las conversaciones entre los jefes, es el señor Sarmiento a quien se dirige ahora. ¡Oh! Diez veces han perdido la República hombres honrados, pero fríos, incapaces de comprender lo que tenían entre manos. Tomome afición Don José María Salinas, exsecretario de Bolívar, patriota entusiasta, adornado de dotes eminentes y que fue degollado por Aldao, mandado mutilar, desfigurado con una barbaridad hasta entonces sin ejemplo. Últimamente en los dos días que precedieron a la derrota del Pilar, por la amistad del Dr. Salinas y las simpatías de los Villanuevas y de Zuloaga que había tomado el mando de la división, fui admitido a los consejos de guerra de los jefes, no obstante mi poca edad, contando con mi discreción, debo creer que suponiéndome rectitud de juicio, pues que de mi resolución no había que dudar.

Terminaron este episodio incidentes que son necesarios al objeto de esta narración. Saben todos el origen de la vergonzosa catástrofe del Pilar. El fraile Aldao, borracho, nos disparó seis culebrinas al grupo que formábamos sesenta oficiales en torno de Francisco Aldao su hermano, que había entrado en nuestro campo después de concluido un tratado, entre los dos partidos beligerantes. El desorden de nuestras tropas, dispersas merced a la paz firmada, se convirtió en derrota en el momento, en despecho de esfuerzos inútiles para restablecer las posiciones. Jamás la naturaleza humana se me había presentado más indigna y solo Rosas ha excedido en cinismo a los miserables que le preparaban así el camino. Yo estaba aturdido, ciego de despecho; mi padre vino a sacarme del campo y tuve la crueldad de forzarlo a fugar solo. Laprida, el ilustre Laprida, el Presidente del Congreso de Tucumán vino enseguida y me amonestó, me encareció en los términos más amistosos el peligro que acrecentaba por segundos. ¡Infeliz! Fui yo el último de los que sabían estimar y respetar su mérito que oyó aquella voz próxima a enmudecer para siempre! Si yo lo hubiera seguido no pudiera deplorar ahora la pérdida del hombre que más honró a San Juan, su Patria y ante quien se inclinaban los personajes más eminentes de la República, como ante uno de los padres de la Patria, como ante la personificación de aquel Congreso de Tucumán que declaró la Independencia de las Provincias Unidas. A poco andar lo asesinaron, sanjuaninos se dice, y largos años se ignoró el fin trágico que le alcanzó aquella tarde.

Yo salí del campo del Pilar, después de haber visto morir a mi lado al ayudante Estrella y haber ultimado uno de los nuestros a un soldado enemigo que me cerraba el paso, mientras bregábamos con la lanza y el sable con que yo había logrado herirle. Salí por entre los enemigos, por una serie de peripecias y de escenas singulares, entrando en espacios de calle en que nosotros éramos los vencedores, para pasar a otro en que íbamos prisioneros. Más allá dos hermanos Rosas, de partidos contrarios, se disputaban un caballo; más adelante junteme con Joaquín Villanueva que fue luego lanceado, reuniéndome con José María su hermano, que fue degollado tres días después; y todos estos cambios de situación se hacían al andar del caballo, porque el vértigo de vencedores y vencidos que ocupábamos en grupos, media legua en una calle, apartaba la idea de salvarse por la fuga. Pocos sabían lo que pasaba realmente atrás y de esos pocos era uno yo. Cuando la hora de la reflexión, de la zozobra y el miedo vino para mí fue cuando habiendo salido de aquel laberinto de muertes, por un camino que entre ellas me trazó mi buena estrella, vine a caer en manos de las partidas que se dirigían a la ciudad a saquear y una de ellas, después de haberme desarmado y desnudado, me entregó al Comandante Don José Santos Ramírez, en cuyo honor debo decir que venía cargado de noble botín, hecho en el campo de batalla, heridos y prisioneros que traía a salvar de la carnicería bajo el techo doméstico. El Comandante Ramírez me salvó entonces y cuatro días después, cuando llegó de San Juan la orden de fusilar a los jóvenes sanjuaninos que habían sido tomados prisioneros, entre los cuales cayeron Echegaray, Albarracín, Carril, Moreno y otros, la mayor parte pertenecientes a las primeras familias, que por convicciones habían momentáneamente tomado las armas, Don José Santos Ramírez, contestó a los que me reclamaban para matarme: “Ese joven es el huésped de mi hogar y solo pasando sobre mi cadáver llegarán hasta él”. Entregome a poco a Villafañe, para que uno de mis tíos me restituyese al seno de mi familia. De mi padre, salvado al principio de la derrota, hay un hecho digno de recuerdo. La ignorancia de mi paradero llevábalo en su fuga, inconsolable, fuera de sí y como avergonzado de haber salvado su existencia. Parábase a cada momento a esperar los últimos grupos de fugitivos, para ver si su hijo venía entre ellos, hasta ser el último de los que precedían a las partidas enemigas. Llegado al lugar de salvamento, no quiso seguir hacia Córdoba a los prófugos y permaneció días enteros rondando en torno de las avanzadas enemigas, hasta que cayó en su poder, como aquellas tigres a quienes han robado sus cachorros y vienen llevadas del instinto maternal a entregarse a los cazadores implacables. Trajéronlo a San Juan, pusiéronlo en capilla y escapó de ser fusilado mediante una contribución de dos mil pesos.

Paso en blanco el riesgo de que salvé de ser asesinado en el cuartel en la revolución de Panta, Leal y Herreras, todos bandidos de profesión y fusilados después por Benavides y el peligro, mayor aún que corrí al día siguiente de manchar mis manos con la sangre de algunos de entre los miserables sublevados, peligro de que me libraron circunstancias independientes de mi voluntad. Paso asimismo en blanco otras peripecias, ascensos militares y campañas estériles hasta el triunfo de Quiroga en Chacón, que nos forzó en 1831 a emigrar a Chile y a mí a pasar de huésped de un pariente en Putaendo, a Maestro de escuela en los Andes, de allí a bodegonero en Pocuro, con un pequeño capitalito que me había enviado mi familia; mependiente de comercio en Valparaíso, mayordomo de minas en Copiapó, tahúr por ocho días en el Huasco; hasta que en 1836 regresé a mi provincia, enfermo de un ataque cerebral, destituido de recursos y apenas conocido de algunos, pues con los desastres políticos, la primera clase de la sociedad había emigrado y hasta hoy ha vuelto. Una complicada operación de aritmética, que necesitaba el Gobierno, púsome a poco en evidencia y pasando los días y comiéndome privaciones, llegué por la amistad de mis parientes a colocarme entre los jóvenes que descollaban en San Juan, siendo más tarde el compañero inseparable de mis antiguos condiscípulos de escuela los doctores Quiroga Rosas, Cortines, Aberastain, hombres de valer, de talento y de luces, dignos de figurar en todas partes de la América. De aquella asociación salieron ideas utilísimas para San Juan, un colegio de señoras, otro de hombres que hicieron fracasar, una sociedad dramática y mil otros entretenimientos públicos tendentes a mejorar las costumbres y pulirlas; y como capitel de todos estos trabajos preparatorios un periódico, el Zonda que fustigaba las costumbres de aldea, promovía el espíritu de mejora y hubiera producido bienes incalculables si el Gobierno, a quien el Zonda no atacaba, no hubiese tenido horror a la luz que se estaba haciendo; y de aquí vino mi segunda prisión, por haberme negado a pagar veintiséis pesos, que en violación de las leyes y decretos vigentes, se proponía robarme el Gobierno. Débenme D. Nazario Benavides y D. Timoteo Maradona, de mancomún et in solidum veintiséis pesos todos los días que amanece y me los pagarán ¡vive Dios!, uno u otro, ahora o más tarde, el segundo más bien que el primero, porque un ministro está ahí para prestar su consejo al gobernador, poco conocedor de las leyes de su país, demasiado voluntarioso para detenerse ante esas frágiles barreras opuestas al capricho, pero que se hacen insuperables por el respeto que entre los hombres cultos merecen los derechos ajenos. La Ley de Imprenta de la provincia, siendo la única imprenta que hay propiedad pública, provee a los medios de pagar las publicaciones dejando a beneficio de la imprenta la venta de periódicos, para facilitar de este modo su publicación. El Gobernador de San Juan, queriendo librar a la provincia de los graves males que podría acarrearle la publicación de un periódico, redactado por cuatro hombres de letras muy competentes; esto es, para no tener quién examinase sus actos ni lustrase la opinión pública, mandome decir que valía doce pesos el pliego de papel impreso, desde el número 6 del Zonda adelante. Ordené al impresor que tirase el tal número y el Zonda murió así sofocado. Un día recibo orden de comparecer ante el gobierno. —¿Ha satisfecho Vd. el valor del último número del Zonda? —¿Satisfacer?, ¿A quién? —A la imprenta. —¿Por qué? —Porque así está mandado. —Mandado ¿por quién? —A Vd. se le ha comunicado la orden. —¿A mí? No es cierto. —Que se haga venir al impresor Galaburri. Entra Galaburri. —¿No ha comunicado al señor la orden de pagar doce pesos por pliego de impresión del núm. 6 del Zonda? —Sí, señor. —¿Cómo dice Vd. señor Sarmiento que no? —Repito que no se me ha comunicado orden. —Sí señor, se la he comunicado. —Repito que no he recibido orden ninguna; Galaburri me ha dado un mensaje de D. Nazario Benavides. Galaburri es lo mismo en este caso que la cocinera de su Excelencia, con quien no querrá permitirse hacerla intermediario entre el Gobierno y los ciudadanos. Sobre asuntos de imprenta y de cosas públicas, el Gobierno se entiende por decretos y mientras las leyes existentes no estén abolidas por otra ley que las modifique, no tengo nada que ver con los chismes que Galaburri me traiga de lo que dice el gobernador o el ministro.

El Ministro: —¿Dónde están esas leyes que Vd. invoca?

—Vergüenza es que un ministro me pregunte eso; él que está encargado de hacerlas cumplir, vaya, registre el archivo.

El Gobernador. —Vd. pagará lo que se ha mandado.

—Su Excelencia me permitirá asegurarle que no.

El Gobernador: —Señor Edecán Coquino: a las cuatro de la tarde ocurrirá Vd. a la casa del señor, a recoger la suma que adeuda.

—A las cuatro de la tarde, recibirá su Excelencia la misma respuesta. No es la pequeña suma de dinero la que resisto; sino la manera de cobrarla y la ilegalidad del cobro. Defiendo un principio, no me someto a la arbitrariedad del Gobierno que no tiene facultades extraordinarias.

A las cuatro de la tarde se me presenta el edecán y con mi negativa me intima la orden de acompañarle a la prisión. Estando en el calabozo me dice: tengo orden de intimarle que, si no paga a la oración, se prepare para salir desterrado a donde el Gobierno lo mande. —Bien. —Pero ¿qué respondo al Gobierno? —Nada. —Pero señor, se pierde Vd. —Le agradezco su interés. —Pero ¿qué le digo? —Qué le ha de decir Vd., que me ha comunicado la orden.

El oficial salió triste y desconsolado; Benavides y Maradona pasaron luego a caballo, preocupados también ellos del rumbo que tomaría el asunto. Llegaron a poco mis amigos Rodríguez, Quiroga, Cortines y Aberastain; tuvimos consejo y la mayoría decidió que transigiese en atención a que era preciso salvar el colegio de que era Director; siendo el íntegro, el animoso Aberastain, el único que me apoyaba en mi propósito de hacer frente hasta el último a aquella arbitrariedad. Vino el edecán y recibió un libramiento contra un comerciante, con el cual y su firma al pie, me procuré un documento por donde cobrar, a su debido tiempo en vista de las leyes y decretos violados en mi daño, la suma expoliada con daños y perjuicios; D. Timoteo Maradona, ¡hoy Presbítero! Vd. que se confesaba cada ocho días y que hoy perdona a los otros sus pecados, interrogue su conciencia y si no le dice que ha robado, arrancando por la violencia veintiséis pesos, que debe Vd. a todas horas, si no pesan estos sobre su conciencia, le diré yo que Vd. señor presbítero es un corrompido malvado.

Mi situación a fines de 1839 se hacía en San Juan cada vez más espinosa, a medida que el horizonte político se cargaba de nubes más amenazadoras. Sin plan ninguno, sin influencia, rechazando la idea de conspirar, en cafés y tertulias, como en la presencia de Benavides decía mi parecer, con toda la lisura que me es propia y los recelos del gobierno me rodeaban en todas partes, como una nube de moscas, zumbando a mis oídos.

Un incidente vino a complicar la situación. El fraile Aldao fue derrotado y se anunció su llegada instantánea a San Juan. Los pocos hombres que hacían sombra al Gobierno temieron por su vida. El doctor Aberastain era el único que no quería fugar. Yo lo decidí, se lo pedí y se resignó. Yo solo entre todos conocía a Aldao de cerca. Yo solo había sido espectador en Mendoza de las atrocidades de que habían sido víctima doscientos infelices, veinte de entre ellos, mis amigos, mis compañeros. Cuando se me habló de prepararme para la intentada fuga, yo di las razones de conveniencia y de interés que me imponían la obligación de permanecer en San Juan y tuvieron que asentir a ellas.

Aldao no vino, pero sobre mí se reconcentraban los temores del Gobierno y la rabia de los hombres nuevos, desconocidos, en cuyas manos había puesto las armas. Aberastain defendía a una pobre mujer, a quien un propietario había asesinado el hijo ebrio, en una tentativa de robarle una oveja. El Juez de Alzadas decía a la madre: “Vaya Vd. mujer. Al ladrón se le mata, y se le arroja de una pata a la calle”. Y con esta formidable sentencia, se la negaba audiencia y hacía un año que estaba dando pasos, por que se levantara información sumaria del caso. Como Aberastain faltase, el Juez puso un proveído, ordenando a la mujer que si dentro de cuatro días no presentaba acusación en forma, se sobreseería en la causa. Al segundo día la mujer desvalida presentó la pieza requerida, estableciendo el delito, por un lado y por otro recapitulando todas las iniquidades del Juez, comprobadas por la causa misma. El Juez empezó a mirar con ojo serio el asunto y fue a verme a casa para probarme que la Carta de Mayo, es decir la constitución política, autorizaba a matar al que penetrase en la casa de un particular.

Los escritos arreciaban, la evidencia del crimen del propietario se hacía más palpable y a faltar al Juez el apoyo del poder, lo que no era imposible en aquellos momentos, el tal podía ser declarado cómplice. Entonces un personaje federal y mi amigo me escribió diciéndome que yo defendía el crimen contra la propiedad y que él era desde entonces el defensor del homicida. Contestele que le sentaba bien él que era rico, defender la propiedad, que yo defendía el derecho a conservar la vida que teníamos los pobres; que, por tanto, cada uno estaba en su terreno, dependiendo del éxito de la causa y de la importancia de las pruebas el saber si había un ladrón o un asesino en ella. Un tercer escrito de la mujer puso en campaña al Juez para obrar una transacción entre partes, a condición que ese escrito no se incorporase en la causa. El Juez se veía convicto, confeso de complicidad y sentenciado. La mujer era menesterosa, su hijo muerto no podía volver a la vida, hicieron lucir ante sus ojos un poco de oro y convino en la transacción. De ese oro tomé quince pesos para mí por mis tres escritos que hubieran podido costarme la cabeza y cincuenta que mandé al destierro al Dr. Aberastain, que había defendido a la pobre un año y que le supieron a talega de pesos, tan bien venidos le fueron.

Por entonces hice un esfuerzo supremo. Vi a Maradona exministro; a los representantes de la Sala, a cuanto hombre podía influir en el ánimo de Benavides, para que lo contuviese si era posible, en la pendiente en que ya lo veía lanzado, el despotismo, el caudillaje, el trastorno de todos los fundamentos en que reposan las sociedades. Llamome el naciente tiranuelo a su casa. —Sé que Vd. conspira Don Domingo. —Es falso, señor, no conspiro. —Vd. anda moviendo a los representantes. —¡Ah! Eso es otra cosa. Su Excelencia ve que no hay conspiración; uso de mi derecho de dirigirme a los magistrados, a los representantes del pueblo, para estorbar las calamidades que su Excelencia prepara al país. Su Excelencia está solo, aislado, obstinado en ir a su propósito y me intereso en que los que pueden, los que deben, lo contengan a tiempo. —¡Don Domingo, Vd. me forzará a tomar medidas! —¡Y qué importa! —Severas. —¡Y qué importa! —¿Ud. no comprende lo que quiero decirle? —Sí comprendo, fusilarme; ¡y qué importa! —Benavides se quedó mirándome de hito en hito; y juro que no debió ver en mi semblante signo ninguno de fanfarronada; estaba yo poseído en aquel momento del espíritu de Dios; era el representante de los derechos de todos, próximos a ser pisoteados. Vi en el semblante de Benavides señales de aprecio, de compasión, de respeto y quise corresponder a este movimiento de su alma. —Señor, le dije, no se manche. Cuando no pueda tolerarme más, destiérreme a Chile; mientras tanto, cuente su Excelencia que he de trabajar por contenerlo, si puedo, del extravío a donde le lleva la ambición, el desenfreno de las pasiones; y con esto me despedí.

Algunos días después fui llamado de nuevo a casa de gobierno. —He sabido que ha recibido Vd. papeles de Salta y del campamento de Brizuela. —Sí señor y me preparaba a traérselos. —Sabía que le habían llegado esos papeles, pero ignoraba, añadió con sorna, que quisiese mostrármelos. —Es que no había puesto en limpio la representación de mi parte, con que quería acompañárselos. Aquí tiene su Excelencia lo uno y lo otro. —Estas proclamas son impresas aquí. —Se equivoca señor, son impresas en Salta. —¡Hum! A mí no me engaña Vd. —Yo no engaño jamás, señor. Repito que son impresas en Salta. La imprenta de San Juan no tiene esta letra versalita, este otro tipo, aquel…

Benavides insistía, hizo llamar a Galaburri y se convenció de su error. —Deme Vd. el manuscrito ese. —Yo lo leeré, señor, está en borrador. —Léalo Vd. Yo guardaba silencio. —Léalo pues. —Haga su Excelencia salir para afuera al señor Jefe de Policía, a quien no es mi voluntad hacerle confidencias.

Y cuando hubo salido, echándome miradas que eran una amenaza de muerte, como si yo debiese pagar por su mala educación, que le hacía permanecer de tercero, yo leí mi factum con voz llena, sentida, apoyando en cada concepto que quería hacer resaltar, dando fuerza a aquellas ideas que me proponía hacer penetrar más adentro. Cuando concluí la lectura que me tenía exaltado, levanté los ojos y leí en el semblante del caudillo… la indiferencia. Una sola idea no había prendido en su alma, ni la duda se había levantado. Su voluntad y su ambición eran una coraza, que defendía su corazón y su espíritu.

Benavides es un hombre frío; a eso debe San Juan el haber sido menos ajado que los otros pueblos; tiene un excelente corazón, es tolerante, la envidia hace poca mella en su espíritu; es paciente y tenaz. Después he reflexionado que el raciocinio es impotente en cierto estado de cultura de los espíritus; se embotan sus tiros y se deslizan sobre aquellas superficies planas y endurecidas. Como la generalidad de los hombres de nuestros países, no tiene conciencia clara del derecho ni de la justicia. Le he oído decir candorosamente que no estaría bien la provincia sino cuando no hubiese abogados; que su compañero Ibarra vivía tranquilo y gobernaba bien porque él solo en un dos por tres decidía las causas. Rosas tiene en Benavides su mejor apoyo; es la fuerza de inercia en ejercicio, llamando todo al quietismo, a la muerte sin violencia, sin aparato. La provincia de San Juan, salvo La Rioja, San Luis y otras, es la que más hondamente ha caído; porque Benavides le ha impreso su materialismo, su inercia, su abandono de todo lo que constituye la vida pública, que es lo que el despotismo exige. Coman, duerman, callen, rían si pueden y aguarden tranquilos que en veinte años más… sus hijos andarán en cuatro pies.

Benavides tenía prisa de desembarazarse de toda traba; quería salir a campaña, ser general de ejército y puso todos los medios que Rosas había ya puesto en juego para llegar a sus fines. Hízose conceder facultades extraordinarias, reclutó gente y puso a su cabeza hombres oscurísimos, sin que un solo federal de algún valor en la provincia entrase a componer el personal del ejército. Mandábalo en jefe un Espinosa, tucumano que había sido teniente o capitán con Quiroga, joven valiente, borracho consuetudinario y sin roce alguno. Fue sacado de la cárcel uno de los Herreras, el último de tres bandidos chilenos del mismo nombre, condenados a muerte por asesinatos y salteos, ajusticiados dos ya y este último más tarde por Benavides mismo, cuando recayó en su profesión de salteador. Llamose al servicio al indio Saavedra, salteador y asesino, muerto después de una puñalada en una borrachera y no ajusticiado como, por error, dije hablando al principio de su familia. Fue capitán un cómico limeño Mayorga, que murió borracho a manos del General Acha. Llamó Benavides a su lado como edecán para repartir contribuciones a Juan Fernández, joven de buena familia, descendido voluntariamente a la chusma con quien vivía encenagado en la borrachera, el juego; la criatura más despreciable y despreciada de todos que había entonces en San Juan. Un italiano embustero, corrompido, zafio e ignorante fue hecho mayor. Bajo las órdenes de estos jefes, la escoria de la sociedad, habían sido llamados al servicio muchos jóvenes oscuros, pero que tenían el noble deseo de surgir y elevarse, todos sin educación, salidos muchos de las clases abyectas de la sociedad y de entre los cuales se han formado después, aunque en tan mala escuela, buenos militares y ciudadanos honrados. Los Estados Unidos son federales y la igualdad de todos los hombres es, como debe ser, la base de las instituciones; pero la oficialidad del ejército se prepara en la Academia militar de West Point, célebre en el mundo hoy por la ciencia que profesan, por la distinción de los cadetes salidos de las familias más influyentes, hijos de los hombres más notables. Chile mismo no ha gozado de reposo y de prosperidad sino el día en que ennobleció el ejército, llamando a sus filas, por la educación, a los hijos de las familias más elevadas. Así han trastornado la sociedad en la República Argentina, elevando lo que está deprimido, humillando y apartando lo que es de suyo elevado; así triunfó la federación y así se sostiene, llena de miedo siempre, teniendo necesidad para vivir de humillar, de aterrar, de cometer nuevas violencias y nuevos crímenes. Benavides no tenía ministro entonces; todos los federales le huían el bulto y él solo con sus tropas llevaba adelante su insano designio. ¡Así toman el nombre de los pueblos para llamarse gobiernos, después que los han envilecido y ajado!

Últimamente, una cuarta vez fui llamado a casa de Gobierno. ¡Esta vez estaba yo prevenido! Sabía que se preparaba un golpe de terror y que yo era la víctima designada. Era domingo y me había despedido de casa de algunos, entre chanzas y veras y escrito afuera que mi existencia estaba en peligro. Fui, no obstante, al llamado haciéndome acompañar de un sirviente para que diese la noticia de mi prisión, en caso de ocurrir. Vi de paso a uno de mis amigos y resistí a sus ruegos, a sus súplicas de que desistiese de presentarme. “Lo van a prender, todo está dispuesto”. “Deje Vd., me ha hecho llamar Benavides por un edecán y tendría vergüenza de no asistir al llamado”. ¡Me prendieron! Y a la oración, al presentarse la escolta que debía conducirme a la cárcel, el ruido de sables me hizo estremecer los nervios; zumbábanme los oídos y tuve miedo, pavor. La muerte, que creí decretada en ese momento, se me presentó triste, sucia, indigna; y no tuve valor para recibirla en aquel carácter. Nada sucedió, sin embargo, y en mi calabozo me remacharon una barra de grillos. Pasaron los días y como los ojos a la oscuridad, el espíritu se habituó a dominar las zozobras y el desencanto. Era un víctima pasiva y si no es mi familia, nadie estaba cuidadoso de mi suerte. Mi causa era la mía no más. Sufría porque había sido indiscreto, porque había deseado atajar el mal sin poner los medios de atajarlo; a los hechos materiales oponía protestas, abnegación aislada; y los hechos seguían su camino.

La noche del 17 de Noviembre a las dos de la mañana un grupo de a caballo gritó parándose enfrente de la cárcel: ¡mueran los salvajes unitarios! Tan sin antecedentes era esta aclamación, tan helado y acompasado salía aquel grito de las bocas de los que lo pronunciaron, que se conocía que era una cosa calculada, convenida, sin pasión. Comprendí que algo se urdía. A las cuatro repitieron la misma dosis, mientras yo velaba escribiendo una sonsera que me tenía entretenido. Al alba se introdujo en la prisión un andaluz que la echaba de borracho y entre agudezas y bromas risibles para distraer a los centinelas, al pasar, haciendo equis cerca de otro preso que me acompañaba, dejaba caer en frases entrecortadas. —¡Los van a asesinar!… —¡Las tropas vienen a la plaza!… ¡El comandante Espinosa los va a lancear!… ¡¡¡al Sr. Sarmiento!!!… ¡¡¡Salven si pueden!!!

Esta vez estaba yo montado a la altura de la situación; pedí a casa un niño, escribí al Obispo que no se asustase y que tratase con su presencia de salvarme… pero el pobre viejo hizo lo contrario, se asustó y no pudo hacer que sus piernas lo sostuviesen. Las tropas llegaron y formaron en la plaza; el niño que estaba a la puerta del calabozo a guisa de telégrafo, me comunicaba todos los movimientos. Algunos gritos se oyeron en la plaza, carreras de caballos; vi pasar la lanza de Espinosa que la pedía. ¡Hubo un momento de silencio! Y luego ochenta oficiales se agruparon bajo la prisión, gritando ¡abajo los presos! El oficial de guardia subió y me ordenó salir. —¿De orden de quién? —Del Comandante Espinosa. —No obedezco. Entonces pasó al calabozo vecino y extrajo a Oro y lo exhibió; pero al verlo gritaron de bajo: —¡A ese, no; a Sarmiento! Vaya pues, me dije yo, no hay manera de excusarse aquí; porque ya le había a mi compañero jugado otra vez el chasco de hacerle poner los grillos más gordos, por una negativa imperiosa a recibirlos antes en mis delicadas piernas. Salí y me saludaron con un hurra de mueras y denuestos aquellos hombres que no me conocían, salvo dos que tenían razón de aborrecerme. ¡Abajo! ¡Abajo! ¡Crucifige eum! —¡No bajo! Vds. no tienen derecho de mandarme. —Oficial de guardia ¡bájelo a sablazos! —Baje Vd., me decía este con el sable enarbolado. —No bajo, tomándome yo de la baranda. —Baje Vd. y me descargaba sablazos de plano. —No bajo, respondía yo tranquilamente. —Dele Vd. de filo… c…, gritaba Espinosa, espumando de cólera. Si subo yo lo lanceo, señor oficial de guardia. —Baje Vd., señor, por Dios, me decía bajito el buen oficial, verdugo a su pesar y medio llorando, mientras me descargaba sablazos; voy a darle de filo ya. —Haga Vd. lo que guste, le decía, yo quedo, no bajo. Algunos gritos de espanto de dos ventanas de la plaza, salidos de bocas que me eran conocidas, al ver subir y bajar aquel sable, me habían conturbado un poco. Pero quería morir como había vivido, como he jurado vivir, sin que mi voluntad consienta jamás en la violencia. Había además en aquella situación una pillería de mi parte, que debo confesar humildemente. Yo me había cerciorado de que Benavides no estaba en la plaza, y este dato me había servido para combinar rápidamente mi plan de defensa. La baranda de los altos del cabildo era realmente mi tabla de salvación. Las tropas han venido a la plaza, me decía yo, luego Benavides tiene parte en la broma; no está aquí para achacarla al entusiasmo federal y decir como Rosas al asesinar a Maza, que era aquel un acto de “atroz licencia en un momento de inmensa, profunda irritación popular”. Ahora, la cárcel está en línea, recta a cuadra y media de casa de Benavides. El sonido corre a tantas leguas por minuto y para llegar a 225 varas solo se necesitaba un segundo. En vano el Gobernador habría querido lavarse las manos de aquella tropelía anónima, que ahí estaba yo, en lugar alto y expectable, para enviar a su fuente y origen el delito. Los criados de la casa de Benavides, uno de sus escribientes, su edecán, corrieron al ver brillar el sable que revoloteaba sobre mi cabeza, gritando despavoridos uno en pos de otro: —¡Señor, señor, están matando a D. Domingo! ¡Tenía pues cogido en su propia red a mi gaucho taimado! ¡O se confesaba cómplice, o mandaba la orden de dejarme en paz y Benavides no tenía coraje entonces para cargar con aquella responsabilidad; mi sangre habría estado destilando sobre su corazón gota a gota toda su vida!

Cuando los furibundos de abajo se convencieron que no quería morir en las patas de los caballos, gustándome más hacerlo en lugar decente y despejado, subieron diez o doce de ellos y cogiéndome de los brazos, me descendieron abajo, en el momento que llegaban doce cazadores que Espinosa había pedido para despacharme. Pero Espinosa quería verme la cara y aterrarme. El cómico limeño a quien yo silbaba en el teatro, por ridículo, hecho Capitán de la federación, me tenía apoyada la espada en el pecho, con los ojos fijos en Espinosa para empujarla; el comandante en tanto me blandía la lanza y me picaba en el corazón, gritando blasfemias. Yo tenía compuesto mi semblante, estereotipado en él el aspecto que debía conservar mi cadáver. Espinosa picó más fuerte entonces y mi semblante permaneció impasible, a juzgar por la rabia que le dio, pues recogiendo su lanza me mandó una horrible lanzada. La moharra tenía media vara de largo y un palmo de ancho y yo conservé por muchos días el cardenal que me quedó en la muñeca de rebotarle la lanza lejos de mí. Entonces el bruto se preparaba para saciar su rabia burlada y yo inspirado por el sentimiento de la conservación y calculando que debía Benavides mandar su edecán, levantando la mano extendida, le dije con imperio: “¡Oiga Ud., Comandante”! Y como él prestase atención, yo di vuelta, metime debajo del corredor para rodear el grupo de los caballos, llegué al extremo, cayeron sobre mí, aparteme una nube de bayonetas del pecho con ambas manos y llegó el Edecán de Gobierno que mandó suspender la farsa, consintiendo solamente en que me afeitasen, cosa que habían hecho con otros. Si en el fondo no hubo permiso para más, Espinosa había perdido ya el dominio de sus pasiones de bandido y yo habría tenido frescura suficiente para hacer caer la máscara con que Benavides quería ocultarse. Metiéronme a la cárcel baja y entonces ocurrió una escena que dobló el terror de la población: mi madre y dos de mis hermanas atropellaron las guardias, subieron a los altos; veíaseles entrar y salir de los calabozos vacíos, descendieron como una visión y fueron a rematar a casa de Benavides, ¡a pedirles el hijo, el hermano! ¡Oh! ¡También el despotismo tiene sus angustias! Lo que pasó enseguida sábenlo varios y no fui yo, sin duda, quien suplicó ni dio satisfacciones, holgándome todos los días de que en aquella prueba no se desmintiese la severidad de mis principios, ni flaquease mi espíritu.

Algo más hay sobre este suceso y quiero consignarlo aquí, para consuelo de los que desesperan de que los atentados cometidos impunemente hace diez años reciban su condigno castigo en la tierra. Los ejecutores de aquella farsa sangrienta todos, sin escapar uno, han muerto de muerte trágica. A Espinosa lo atravesó una bala en Angaco. En la oscuridad de la noche, viendo Acha un bulto en la calle, hizo disparar algunos tiros al retirarse de la chacarilla a la plaza y cayó muerto del caballo el cómico aquel que esperaba la orden de atravesarme; el indio Saavedra, que me había dado un puntazo, acabó su carrera asesinado. Y el gaucho Fernández tullido, encenagado en la borrachera y en la crápula, si vive todavía, es para mostrar quién fue ayudante del Gobernador en aquellos días de vértigo y de infamia. Como mi madre, yo creo en la Providencia, y Bárcena, Gaetán, Salomón y todos los mazorqueros asesinados entre ellos mismos, ajusticiados por el que les puso el puñal en las manos, carcomidos por el remordimiento, la desesperación, el delirio y el oprobio, atormentados por la epilepsis o disueltos por la pulmonía, me hacen esperar todavía el fin que a todos aguarda. ¡Rosas está ya desahuciado! Su cuerpo es un cadáver tembloroso y desencajado. El veneno de su alma está royendo el vaso que la contiene y vais a oírle estallar luego, para que la podredumbre de su existencia deje lugar a la rehabilitación de la moral y de la justicia, a los sentimientos comprimidos por tantos años. ¡Ay entonces de los que no hayan hecho penitencia de sus pasados delitos! ¡El mayor castigo que puede dárseles es el de vivir! Y yo he de influir para que a todos sin excepción se les castigue así.

Mi residencia de cuatro años en San Juan y esta es la única época de mi vida adulta que he residido en mi Patria, fue un continuo y porfiado combate. También quería yo, como otros, elevarme y la menor concesión por mi parte me habría abierto de par en par las puertas de la administración y del ejército de Benavides; él lo deseaba y tenía al principio grande estimación por mí. Pero quería elevarme sin pecar contra la moral y sin atentar contra la libertad y la civilización. Bailes públicos, sociedades, máscaras, teatros me tuvieron siempre a la cabeza; y a la ignorancia creciente y en boga, oponía colegios; al conato de gobernar sin trabas respondía con un periódico; contra la prisa de suprimirlo ilegalmente, entregaba mi persona a las prisiones; contra las facultades extraordinarias hacía valer de palabra y por escrito el derecho de petición a los representantes para hacerlos cumplir con su deber; a la intimidación, la entereza y el desprecio; al cuchillo del 18 de Noviembre, un semblante impasible y la paciencia para dejar burladas maulas y trapacerías innobles. Todo se ha dicho de mí en San Juan, algún mal han creído; pero nadie ha dudado nunca de mi honradez ni de mi patriotismo y apelo de ello al testimonio de los que han escogido llamarse mis enemigos. Viví honorablemente haciendo de perito partidor, para lo que me habilitaban algunos rudimentos de geometría práctica y el arte de levantar planos que había adquirido en mi infancia. Forzado por falta de abogados, defendí algunos pleitos y siendo el Dr. Aberastain Supremo Juez de Alzada y mi amigo íntimo, perdí ante su tribunal los dos más importantes. Si este hecho no aboga por mi capacidad leguleya, muestra al menos la incorruptibilidad del Juez.

XVII. Chile

En 19 de Noviembre de 1840, al pasar desterrado por los baños de Zonda, con la mano y el brazo que habían llenado de cardenales el día anterior, escribí bajo un escudo de armas de la República: On ne tue point les idées y tres meses después en la prensa de Chile, hablando a nombre de los antiguos patriotas: “Toda la América está sembrada de los gloriosos campeones de Chacabuco. Unos han sucumbido en el cadalso; el destierro o el extrañamiento de la patria han alejado a los otros; la miseria degrada a muchos; el crimen ha manchado las bellas páginas de la biografía de algunos; tal sale de su largo reposo (aludía a Cramer) y sucumbe por salvar la patria de un tirano horroroso; y cual otro (Lavalle) lucha casi sin fruto contra el colosal poder de un suspicaz déspota, que ha jurado exterminio a todo soldado de la guerra de la independencia, porque él no oyó nunca silbar las balas españolas; porque su nombre oscuro, su nombre de ayer, no está asociado a los inmortales nombres de los que se ilustraron en Chacabuco, Tucumán, Maipú, Callao, Talcahuano, Junín y Ayacucho”.

Los que han recibido una educación ordenada, asistido a las aulas, rendido exámenes, sentídose fuertes por la adquisición de diplomas de capacidad, no pueden juzgar de las emociones de novedad, de pavor, de esperanza y de miedo que me agitaban al lanzar mi primer escrito en la prensa de Chile. Si me hubiese preguntado a mí mismo entonces si sabía algo de política, de literatura, de economía y de crítica, habríame respondido francamente que no, y como el caminante solitario que se acerca a una grande ciudad ve solo de lejos las cúpulas, pináculos y torres de los edificios excelsos, yo no veía público ante mí, sino nombres como el de Bello, Oro, Olañeta, colegios, cámaras, foro, como otros tantos centros de saber y de criterio. Mi oscuridad, mi aislamiento me anonadaban menos que la novedad del teatro y esta masa enorme de hombres desconocidos que se me presentaban a la imaginación cual si estuvieran todos esperando que yo hablase para juzgarme. Bajo el aguijón de la duda, como el dramatista novel, aguardé la llegada del Mercurio del 11 de Febrero de 1841. Un solo amigo estaba en el secreto; yo permanecía en casa escondido de miedo… A las once trájome buenas noticias; mi artículo había sido aplaudido por los argentinos; esto era ya algo. A la tarde se hablaba de él en los corrillos, a la noche en el teatro; al siguiente día supe que Don Andrés Bello y Egaña lo habían leído juntos y halládolo bueno. ¡Dios sea loado! me decía a mí mismo, estoy ya a salvo. Atrevime a presentarme en casa de un conocido y a poco de estar allí entra un individuo: y bien, le dice, ¿qué dice Vd. del artículo? Argentino no es el autor, porque hay hasta provincialismos españoles. Yo me atreví a observar, tomando parte en la conversación con timidez que podría creerse mal disimulada envidia, que no era malo, sin embargo de ciertos pasajes en que el interés se debilitaba. Rebatiome con indignación académica mi interlocutor que, según supe después, era un señor Don Rafael Minvielle y por cortesanía tuve yo que asentir al fin en que el artículo era irreprochable de estilo, castizo en el lenguaje, brillante de imágenes, nutrido de ideas sanas revestidas con el barniz suave del sentimiento. Esta es una de las veces que me he dejado batir por Minvielle. El éxito fue completo y mi dicha inefable, igual solo a la de aquellos escritores franceses, que desde la desmantelada buhardilla del quinto piso, arrojan un libro a la calle y recogen en cambio un nombre en el mundo literario y una fortuna. Si la situación no era igual, las emociones fueron las mismas. Yo era escritor por aclamación de Bello, Egaña, Olañeta, Orjera, Minvielle, jueces considerados competentes. ¡Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar aquella que tenía afinidad química, diré así, con mi existencia!

En 1841, se batían como hoy los partidos chilenos en vísperas de las elecciones; como hoy y con más razón se presentaba al Gobierno como un tirano; como el único obstáculo para el progreso del país. Yo salía de aquel infierno de la República Argentina; frescas estaban aún las amorataduras que el despotismo me había hecho al echarme garra. Con mi educación libre, con mis treinta años llenos de virilidad, las ideas liberales debían ser un hechizo, cualquiera que fuere el que las pronunciara. El partido pipiolo me envió una comisión para inducirme a que tomase en la prensa la defensa de sus intereses; y para asegurar el éxito, el General Las Heras fue también intermediario. Pedí ocho días para responder y en esos ocho días estudié mucho, estudié a ojo de pájaro los partidos de Chile y saqué en limpio una verdad que confirmaron las elecciones de 1842, a saber, que el antiguo partido pipiolo no tenía elementos de triunfo, que era una tradición y no un hecho; que entre su pasada existencia y el momento presente, mediaba una generación para representar los nuevos intereses del país. Pasados los ocho días reuní a varios argentinos cuya opinión respetaba, entre ellos a Oro, y haciéndoles larga exposición de mi manera de mirar la cuestión, les pedí su parecer. En cuanto a mi carácter de argentino había otras consideraciones de más peso que tener presentes. Estábamos acusados por el tirano de nuestra Patria de perturbadores, sediciosos y anarquistas y en Chile podían tomarnos por tales, viéndonos en oposición siempre a los gobiernos. Necesitábamos, por el contrario, probar a la América, que no era utopías lo que nos hacía sufrir la persecución y que dada la imperfección de los gobiernos americanos, estábamos dispuestos a aceptarlos como hechos, con ánimo decidido, yo al menos, de inyectarles ideas de progreso; últimamente, que estando para decidirse por las elecciones el rumbo que tomaría la política de Chile, sería fatal para nuestra causa habernos concitado la animadversión del partido que gobernaba en aquel momento si triunfaba, como era mi convicción íntima que debía suceder. Oro, que había sido encarcelado y perseguido por ese gobierno, fue el primero en tomar la palabra y aprobar mi resolución; y así apoyado en el asentimiento de mis compatriotas, me negué a la solicitud de los liberales chilenos.

Entonces podía acercarme a los amigos del Gobierno, a quienes estaba encargado de introducirme aquel Don Rafael Minvielle, que acertó a encontrarme en un cuarto desmantelado, debajo del Portal, con una silla y dos cajones vacíos que me servían de cama. Fui, pues, introducido a la presencia de Don Manuel Montt, Ministro entonces y jefe del partido que de pelucón había pasado rejuveneciéndose en su personal e ideas, a llamarse moderado. Es don del talento y del buen tino político, arrojar una palabra como al acaso y herir con ella la dificultad. “Las ideas, señor, no tienen Patria, me dijo el Ministro al introducir la conversación, y todo desde aquel momento quedaba allanado entre nosotros y echado el vínculo que debía unir mi existencia y mi porvenir al de este hombre. Estaba en 1841 curado ya, o afectaba estarlo, que es un tributo rendido a la verdad, de la fea mancha de las preocupaciones americanas, contra las cuales he combatido diez años; y de las que no se mostraban libres hasta 1843, Tocornal, García Reyes, Talavera, Lastarria, Vallejo y tantos jóvenes chilenos que en el Semanario estampaban este concepto exclusivo: “Todos los Redactores somos chilenos y lo repetimos, no nos mueven otros alicientes que el crédito y la prosperidad de la patria”. Ellos dirán hoy, si todos ellos han hecho en la prensa más por la prosperidad de esa Patria, que el solo extranjero a quien se imaginaban excluir del derecho de emitir sus ideas, sin otro aliciente tampoco que el amor del bien.

Un punto discutimos larga y porfiadamente con el Ministro y era la guerra a Rosas que yo me proponía hacer concluyendo en una transacción que satisfacía por el momento los intereses de ambas partes y me dejaba expedito el camino para educar la opinión del Gobierno mismo y hacerle aceptar la libertad de imprenta lisa y llanamente, como después ha sucedido.

Lo que hice en la prensa política de Chile entonces, los principios e ideas con que sostuve al Gobierno, tuvieron la aceptación de los hombres mismos a quienes ayudaba a vencer y fueron formulados por el viejo Infante, Juez intachable de parcialidad al Gobierno. Hablando el Valdiviano Federal de un periódico de la época decía: “Entre la multitud de periódicos, que desde los principios de la República se han dado a luz, difícilmente habrá habido alguno que haya emitido opiniones más peligrosas a la causa de la libertad: en este concepto haremos desde nuestro siguiente número ligeras observaciones sobre algunas de sus páginas; no obstante que poco habrá que añadir a la sabia y filantrópica impugnación del Mercurio, en varios puntos cardinales que sostienen”. Reivindico para mí aquella gloria del Mercurio de haber impugnado al lado del Gobierno las ideas peligrosas a la libertad. No me envanece menos el haber merecido entonces la adhesión del patriota Salas, que se hacía llevar el Mercurio al lecho en que estaba muriendo y se inquiría con interés de lo que me tocaba, sin conocerme, pues me negué a visitarlo por una falta de cortesanía que no me perdono hasta hoy; creyéndolo, por ignorar sus bellos antecedentes, algún poderoso que se ahorraba la molestia de buscarme.

Para tomar el hilo de los hechos, volveré a Don Manuel Montt, mi arrimo entonces, mi amigo hoy. Su nombre es uno de los pocos que de Chile hayan salido al exterior con aceptación y generalizándose en el país, suscitando impresiones diversas de afecto o de encono como hombre público, sin tacha del carácter personal que todos tienen por circunspecto, moral, grave, enérgico y bien intencionado. Su encuentro en el camino de mi vida ha sido para mí una nueva faz dada a mi existencia; y si ella hubiese de arribar a un término noble, deberíalo a su apoyo prestado oportunamente. Algunas afinidades de carácter han debido cimentar nuestras simpatías, confirmadas por diferencias esenciales de espíritu, que han hecho servir el suyo de peso opuesto a la impaciencia de mis propósitos, no sin que alguna vez haya yo quizá estimulado y ensanchado la acción de su voluntad en la adopción de mejoras. El aspecto grave de este hombre, de quien hay persona que cree que no se ha reído nunca, está dulcificado por maneras fáciles, que seducen y tranquilizan al que se acerca, encontrándolo más tratable que lo que se había imaginado. Habla poco y cuando lo hace se expresa en términos que muestran una clara percepción de las ideas que emite. Es tolerante, más allá de donde lo deja sospechar a sus adversarios, y yo tendría más encogimiento de dar rienda suelta a la imaginación delante de un poeta o un proyectista destornillado, que delante de Don Manuel Montt, que oye sin sorpresa mis novelas, con gusto muchas veces, tocándolas con la vara de su sentido práctico, para hacerlas evaporarse con una palabra cuando las ve mecerse en el aire. Tiene una cualidad rara, y es que se educa; el tiempo, las nuevas ideas, los hechos no se azotan en vano sobre su sien, sin dejar vestigios de su pasaje. Don Manuel Montt pretende no saber nada, lo que permite a los que le hablan exponer sin rebozo su sentir y poder contradecirlo sin que su amor propio salga a la parada, a diferencia en esto de la generalidad de los hombres con poder y con talento, que se aferran a su propia idea, negando hasta la existencia a las adversas; y un Ministro letrado o un orador que no sea pedante es una rara bendición en estos tiempos, en que cada hombre público está haciendo la apoteosis de su fama literaria en decretos y discursos. Durante muchos años nos hemos entendido por signos, por miradas de inteligencia, sin que hayan mediado explicaciones sobre puntos capitalísimos, de los que yo tocaba en la prensa. Nunca me habló de mis rencillas literarias y cuando más por Don Ramón Vial llegaba a mis oídos alguna palabra que me dejaba sospechar que sentía que me extraviase. Si me oía elogiar por otros, guardaba silencio; si me vituperaban con injusticia, buscando su asentimiento, les entregaba a examinar su semblante, impasible, frío, tabla rasa y los desconcertaba. Una vez que me tiranizaba la opinión por lo de extranjero, mandome decir con Don Rafael Vial, que le diese al público sin piedad; y cuando me di por vencido, dejando la redacción del Progreso por la primera vez, me dijo con imperio: ¡es preciso que Vd. escriba un libro, sobre lo que Vd. quiera y los confunda! Si él no tenía fe en mí hacía de manera que yo lo creyese, y esto me alzaba del suelo. De él dependió que en 1843 no me fuese a Copiapó a buscar fortuna, afeándome tan negro propósito. Delante de Don Miguel Barra me ha rogado, me ha suplicado, que no atacase al agente de Rosas, resignándose él, Ministro, a aceptar mi repulsa formal de acceder a su deseo. Algunas veces nos entendimos de antemano para tratar en la prensa algunos puntos en vía de exploración; y duraron una vez un mes las negaciones suyas para apartarme de una lucha peligrosa en que había entrado con la Revista Católica, condición de que ella se retiraría sin ajarme. Quejándome yo de un artículo de la Revista, es decir, como me quejo yo por la prensa, que es mandándole con lo más duro al adversario, me escribía Don Manuel Montt: “Algunos clérigos de la Revista han prometido dejar toda cuestión, y quizá el artículo a que Vd. se refiere y que yo no he visto, se ha publicado antes de esta promesa”. Cuando en 1845, resigné de nuevo el puesto de escritor público por escapar a la vileza de los medios puestos en ejercicio para fatigarme, Don Manuel Montt me dijo, lo siento; pero yo habría hecho otro tanto. No se sacrifica la fama en defensa de ninguna causa; y como le comunicase mi idea de marcharme a Bolivia desde donde me hacía propuestas el Gobierno para ir a establecerme, se opuso redondamente a ello. Eso parecería una caída. Bolivia está muy a trasmano: ¿No pensaba Vd. antes ir a Europa?… Y al despedirme para aquel destino: “Vd. volverá a su país probablemente, según el aspecto que hoy ofrecen los negocios; si alguna vez quiere volver a Chile, será Vd. aquí lo que Vd. quiera ser. Desengáñese: esos odios que lo alarman andan en la superficie; nadie lo desprecia a Vd. y muchos lo estiman.

Un ministro así puede hacer como Deucalión, hombres de las piedras. En Europa, a todas partes me alcanzaron sus cartas, con más frecuencia que las de mi familia; y en cada una de ellas está apuntada de paso alguna materia útil de estudiar, una esperanza de que haría tal cosa, que es indicación para que la hiciera. Don Manuel Montt tiene todas las dotes del hombre público, faltándole la única que debiera darle complemento y objeto, la ambición decidida, sin la cual la fama adquirida, el prestigio, la estimación pública, no son sino un mal hecho al país, una desviación de fuerzas que se alejan del punto céntrico a donde son llamadas y establecen un contrapeso exterior que puede causar perturbaciones al Estado, como aquellos planetas que desvían a los otros de sus órbitas, haciéndoles hacer aberraciones injustificables. Los errores de ideas que le atribuyen dependen de las preocupaciones nacionales o, mas bien, del estado de las ideas generales que es malísimo y que los flojos estudios filosóficos y políticos de los establecimientos de educación no alcanzan a corregir.

Yo creo haber estudiado la conciencia política de los que han escrito en Chile y de personajes públicos a quienes he escuchado; y podría hacer la escala en que deben colocarse unos con respecto a otros, si esto tuviese un objeto útil. Don Manuel Montt cree en la educación popular; y las discusiones de la Cámara en 1849 han mostrado hasta la evidencia que entre jóvenes y viejos, entre liberales y retrógrados, no hay en Chile un solo estadista que vaya más adelante a este respecto. Lastarria, Bello, Sanfuentes, han tenido esta vez que presentarse al público como hombres más moderados, menos utopistas, más prácticos y más cachacientos que Don Manuel Montt; cosa que revela lo falso de la posición y que puede ser que un día les pese haber tomado este papel que tan mal sienta a sus juveniles años y a su ultraliberalismo. En materia de emigración europea, hablome de ello en 1842 y desde entonces no hemos perdido de vista este asunto. Tres o cuatro ideas simples pero capitales hacen todo el caudal político de Don Manuel Montt, abandonando con gusto a otros la explotación de las demás. Como todos los hombres esencialmente gubernativos, deplora la desmoralización de los elementos legítimos de fuerza y estabilidad en el gobierno, si bien la mala escuela de Luis Felipe que dominó desde 1830 hasta 1848 en todos los gabinetes de la tierra y muy acatada en Chile, tuvo paralizada en él la expansión que debe darse al progreso, única cosa que hace santa y útil la conservación del orden. La revolución actual del mundo le ha sido, en este sentido, útil. Tiene todos los géneros de coraje que traen las glorias difíciles de alcanzar; el coraje de hablar pocas veces en la Cámara, no obstante la lucidez que sus enemigos le conceden; el coraje de no ir adelante de la popularidad, como aquellos diputados a quienes se ve afanados, raspando su bola para hacerla correr; el coraje, en fin, de ser honrado, el más difícil de todos en estos momentos en que el vértigo del cinismo político, viene desde Barrot abajo, hasta oradores extraviados que me repugna nombrar. Don Manuel Montt marcha a rehabilitar en esta América española, podrida hasta los huesos, la dignidad de la conciencia humana tan envilecida y pisoteada por los poderes mismos destinados a representarla. El cinismo en los medios ha traído por todas partes el crimen en los fines; y vense tartufos imberbes haciendo muecas en la senda de fango que ha seguido Rosas, a nombre también de algún fin honesto. Dos veces ha traído a sus pies en la Cámara de este año propósitos culpables, que se han dejado vencer por solo los prestigios de la moralidad más severa. La elocuencia es inútil arma aun en pueblos y en hombres toscos de corazón y duros de cerebro, cuando la voluntad tenaz del bárbaro con fraque endereza hacia algún rumbo. Ojalá que el cielo alumbre el camino de mi digno amigo y después de los astutos tiranuelos, apoyados a nombre del pueblo, en chusma de soldados, mazorqueros o diputados, nos dé una escuela de políticos honrados, que está pidiendo la América, para lavarse del baño de crímenes, inmundicias y sangre en que se ha revolcado de cuarenta años a esta parte. Es la única revolución digna de emprenderse. ¿Llaman revolución continuar siendo siempre la canalla que somos por todas partes hasta hoy? ¡Hombres hay que creen que tienen coraje en ser inmorales, pillos y arteros en la América del Sur! ¡Sed virtuosos, si os atrevéis!

En 1841, a principios de Noviembre, terminada la campaña electoral y seguros ya del triunfo de nuestro candidato, despedime del ministro Montt y de la redacción del Nacional y del Mercurio, para regresar a mi Patria. “¿Qué, se vuelve Vd. o no? No hay seguridad. La situación del general Madrid es crítica. —Es por eso señor que quiero ir a prestarle la ayuda de mis esfuerzos en Cuyo”. Mi resolución era irrevocable y yo partí luego premunido para el general Madrid de esta carta de introducción: “Septiembre, 19 de 1841. A S. E. el Director de la Coalición del Norte, General en jefe del 2º ejército libertador: La Comisión Argentina se permite recomendar a su Excelencia al Sr. D. D. F. Sarmiento. A sus antecedentes tan favorables se agrega la circunstancia de haber sido miembro suyo y haber desempeñado honrosamente sus funciones. Adornado de patriotismo y entusiasmo por la libertad, su capacidad es otro título para que se aproxime a vuestra Excelencia y para que Su Excelencia le proporcione ocasión de hacer a nuestra causa los servicios que puede. Tiene la confianza de sus compatriotas aquí y merece la de Su Excelencia. La comisión reitera, etc. J. Gregorio de las Heras-Gregorio Gómez-Gabriel Ocampo-Martín Zapata-Domingo de Oro.

En la tarde del 25 de Septiembre yo y tres amigos más asomábamos sucesivamente las cabezas sobre la arista principal de la cordillera de los Andes. El penoso ascenso de un día a pie, hundiéndonos en la nieve reblandecida por los débiles rayos del sol, nos traía fatigados y reclamaban nuestros miembros un momento de reposo en aquel páramo batido por la brisa glacial que ha desenvuelto el deshielo del día. La vista descubre hacia el oriente cadenas de montañas que achican y orlan el horizonte, valles blancos como cintas que fueran serpenteando por entre peñascos negros que brillan al reflejarse el sol; y abajo, al pie de la eminencia como una cabeza de alfiler, la casucha de ladrillo que ofrece amparo y abrigo al viajero. ¡Salud, República Argentina, exclamábamos cada uno, saludándola en el horizonte y tendiendo hacia ella nuestros brazos!

En aquel piélago blanco y estrecho que se extiende abajo, divisó uno de nosotros bultos de caminantes y este encuentro de seres humanos, que tan bien venido es siempre en aquellas soledades, nos conturbó instintivamente a todos y nos miramos unos a otros, sin atrevernos a comunicar la idea siniestra que había atravesado nuestro espíritu. Descendimos hacia el lado argentino menos gozosos que antes, y apenas y aun antes de llegar a la casucha, la palabra casucha hizo de dolor zumbar largo rato mis oídos. Los restos del ejército de Madrid venían a poco marchando a pie, a asilarse en Chile.

Era preciso obrar. Despaché en el acto un propio a los Andes para que subieran mulas a la Cordillera; y después de hablar con los primeros prófugos volvimos a remontar aquella montaña que creí haber dejado atrás para siempre. Llegado a los Andes establecí mi oficina en casa de un amigo; desde la una de la tarde fui un poder ejecutivo con la suma del poder público, para favorecer a los infelices argentinos, que quedaban comprometidos en la cordillera. Un anciano, vecino de los Andes, respetable por sus cualidades morales, mi amigo íntimo desde la edad en que yo tenía veinte años y él sesenta, D. Pedro Bari, era mi secretario general. He aquí los actos de aquel gobierno de doce horas de trabajo: buscar, contratar y despachar a la cordillera esa misma tarde, doce peones de cordillera, para auxiliar a los que se fatigasen. Comprar, reunir y despachar seis cargas de cueros de carnero para forro de pies y piernas, sogas, charqui, ají, carbón, algunas velas, tabaco, hierba, azúcar, etc., etc., etc. Despachar un propio a San Felipe, avisando al Intendente la catástrofe ocurrida y pidiendo protección para los necesitados. Hablar a varios vecinos con el objeto de mover su filantropía. Un expreso a la Comisión Argentina para ponerla en movimiento. Carta al ministro Montt, reclamando la asistencia del gobierno, pidiendo médicos y otros auxilios. Carta a los Viales y al señor Gana para que excitasen la caridad pública; al Director del teatro para que se diese una función a beneficio de los que sufrían. Un artículo del Mercurio de Valparaíso para alarmar a la nación entera y despertar la piedad. Cuando todo estuvo hecho, las cargas en marcha, los correos despachados y agotada la bolsa hasta el último maravedí, yo resigné el puesto buscando el reposo que reclamaban el pasar y repasar la cordillera como por apuesta, descender corriendo desde los Ojos de Agua hasta los Andes, para sentarme a escribir largo y tendido. Contestáronme dos días después el señor Gana y el General Las Heras, en términos que recuerdo para su honra.


Sr. D. Domingo Sarmiento

Santiago, 1º de Octubre de 1841

COMPATRIOTA Y AMIGO:

Por toda respuesta a la muy apreciable carta de Vd., le acompaño esa orden para que con su resultado atienda Vd. a dar carne y pan a los infelices argentinos hambrientos que vienen. Es preciso que se limite Vd. a carne y pan, porque para ese mezquino socorro hemos agotado todos los recursos y vencido dificultades de que solo tendrá idea cuando venga y se imponga.

Ahora mismo excitamos a los de Valparaíso a ver cómo nos ayudan a socorrer a nuestros infelices compatriotas. Ha sido solicitado el Gobierno y nos ha prometido para esta noche las órdenes que pudiéramos desear para socorrer la afligida humanidad.

El expreso ha sido despachado antes de la hora de llegado.

Nada diré a Vd. de lo que ha conmovido la relación de los horrores que Vd. no ha hecho más que indicar. Esto dejémoslo para sentido.

Abrace Vd. a mi nombre a los valientes y desgraciados. Somos argentinos y son argentinos. Algún día Dios nos dará Patria y habrá gratitud para los beneméritos, o no merecerá aquel país tener tales hijos.

Adiós, amigo. Siempre afectísimo de Vd.

J. Gregorio de las Heras

El escribiente saluda a Vd. y a
todos los valientes desgraciados.
 


Sr. D. Domingo F. Sarmiento

Santiago, 1º de Octubre de 1841

APRECIABLE SEÑOR:

Espantado de la catástrofe que Vd. me anuncia salí al momento a casa de Orjera, donde acabaron de imponerme de las desgracias sucedidas en Mendoza. Extremamente sensibles a tantos males, no hemos hallado otro arbitrio para detener el progreso de los más urgentes, que levantar una suscripción implorando la generosidad de nuestros compatriotas en favor de las infelices víctimas de la causa de la civilización. Ya se están dando los primeros pasos; y Vd. debe creer que si el éxito corresponde a nuestro empeño e interés, se remediarán sin duda las más premiosas necesidades. Jamás he deseado como ahora en este instante el ser hombre de influjo y fortuna; pero ¿para qué hemos de poner en cuenta los deseos? Hacemos lo posible; o solo me atrevo a ofrecer por ahora, juntamente con mi amistad, como su más apasionado servidor. Q. B. S. M.

José Francisco Gana
 


2 de Octubre de 1841

Regresa el propio que hoy hemos recibido de Vd… El Gobierno nos ha hecho entender que hará cuanto esté de su parte respecto al objeto de la comunicación.

He entregado también su carta para el Ministro Montt y estoy esperando su contestación para incluírsela.

Aquí se están corriendo algunas suscripciones entre los ciudadanos chilenos, en auxilio de nuestros compatriotas que vienen. Y creo que el Gobierno hará algo por su parte aquí mismo. Se trabaja con suceso.

En este momento va a despachar el Gobierno otro propio con comunicaciones para el Intendente. Le remito un bulto que contiene varias piezas de ropa, que entre la mía y la de algunos amigos he podido reunir para que pueda habilitar a los que vengan desnudos.

Le incluyo una correspondencia del Gobierno para el Intendente, entréguela en el acto porque su contenido interesa a los desgraciados que vengan enfermos.

Amigo: le estoy envidiando la suerte que le ha cabido esta vez. Continúe Vd. sus nobles esfuerzos; es Vd. un héroe; no desista, no afloje un solo instante. ¡Ánimo amigo!

Martín Zapata
 


2 de Octubre

SARMIENTO:

Los Viales se han portado como unos grandes hombres. D. Antonio me encargó de hacer un encabezamiento de la suscripción, que ahora mismo va a imprimirse; varios personajes escogidos por él y él mismo van a correr la suscripción entre el clero, el comercio, etc., los empleados, los ministros, etc., etc.

Toda la compañía dramática está pronta a dar los beneficios que desea Casacuberta. Ya el público ansía por ver a este en las tablas. El Otelo, el Marino Faliero, y no sé qué otra pieza han sido escogidas con este objeto y con el de hacer admirar los talentos de dicho actor.

Se trata también por los Viales de hacer dar un concierto a las Stas. principales, a beneficio de la emigración.

Ojalá se viniese Casacuberta cuanto antes.

Pregunte por mi familia; y dígame algo de ella; de D. Hilarión Godoy, de nuestros amigos, de Villafañe, etc.

Todo suyo

Quiroga Ramos
 

Cuando llegué más tarde a Santiago tuve que responder en la prensa al cargo de haberme quejado de la dureza de muchos, al mismo tiempo que hacía el elogio de cuantos lo habían merecido; y después al de haber malversado aquellos escasísimos fondos destinados para acudir a tantas necesidades. El hombre que me hacía este cargo no era mi compatriota, no había contribuido a aquella suma, no sabía qué uso había yo hecho de ella y solo por la más exquisita mala intención me inventaba aquella calumnia para dañarme. El General Las Heras contestó vindicándome y yo quedé largo tiempo espantado de aquel acto gratuito, espontáneo de depravación y helado como si me hubiesen echado un jarro de agua fría. Poco después volví a tomar la redacción del Mercurio y desde entonces principió una de las faces de mi vida más activa, más agitada y más fructuosa para mí y quizá también para otros. Poco a poco fui sublevando preocupaciones, enconos, celos, odios, no sé si envidia, hasta que aquel volcán de pasiones que había humeado todos los días escapándose por comunicados, venía a estallar en algún ruidoso acontecimiento que tenía preocupados los espíritus por quince días. Hoy he triunfado completamente; la palabra extranjero está proscrita de la prensa; proscritos y oscuros andan los tres que de ella se hicieron un arma para vulnerarme en lo más íntimo que el hombre tiene, aquello que nadie tiene derecho de tocar, y ahora es posible recordar aquellas luchas que nos trajeron a tantos conmovidos, hostiles y preocupados. Dejo a un lado las muchas palabras descorteses y ofensivas que debieron escaparse de mi pluma, joven, ardiente en la lucha, sensible a las ofensas, poco ceremonioso para decir la verdad. Había una causa de todos los días, de todas las horas, que destilaba su veneno lento para exacerbar mi espíritu y predisponerlo a endurecerse contra las resistencias. Nada hay que pula tanto la rudeza del escritor público, como la frecuencia de la sociedad para la cual escribe. El cortesano Voltaire tenía encantada a la nobleza entre la cual vivía y no era cáustico sino para el sacerdocio con quien no trataba. El solitario Rousseau, por el contrario, ha dicho las verdades más crudas y conservado su independencia selvática en medio de la sociedad más frívola. Yo me he mantenido seis años en Chile en el aislamiento, para no dejarme influir por las ideas ajenas, y este es el sacrificio más duro que me imponía. Había, por otra parte, hasta descortesía en ciertos mozalbetes que me alargaban su amistad en vía de protección, a fuer de nobles y emparentados los unos, de ricos los otros, y hasta de literatos que me sacaban de paciencia y me forzaban a disimular mi disgusto. Pero lo que me tenía en la exasperación era que por ser extranjero, yo debía ser más prudente, más medido que los hijos del país. Hoy me parece que es un hecho conquistado la convicción íntima del público, de la sinceridad de mis miras, del exceso de amor al bien que dirigió siempre mi pluma; mas entonces no era así. Atribuíaseme a envidia, a celos, a deseo de abajar el país en la crítica de las cosas que son del dominio de la prensa; y el público se obstinaba en no querer leer el Mercurio donde decía Mercurio y sí Sarmiento, extranjero, argentino, cuyano y demás; y yo me exaltaba contra esta injusticia pública y seguía cada día con más amargura. Era un diario chileno quien hablaba y yo creí siempre y creo que no debe el público traslucir a través de las páginas, los encogimientos que una situación particular impone al Redactor. Yo he hecho triunfar este principio envers et contre tous y hoy es la regla de la prensa.¡Qué lucha aquella, tan obstinada y tan cruenta! El patriotismo exclusivo era una hidra que asomaba diez cabezas nuevas, cuando yo creía haberle cegado y quemado otras tantas. A cada paso se personificaba con nuevos atributos. En el Desmascarado, se reunió en mi daño todo lo que hay de encono en el corazón del hombre; la calumnia confesada, el tizne, el barro, la inmundicia arrojada al rostro como armas dignas de combate. El Desmascarado quedó ahí, yo seguí adelante y los autores de aquella producción, hoy que las pasiones que los extraviaron se han calmado, dirán si el Desmascarado me dañó efectivamente y si la posición social de ellos mejoró en un ápice. Uno de ellos estaba entonces en vísperas de ser nombrado intendente y el otro gozó de la fama de escritor hasta la aparición del Diario de Santiago que tantas infamias publicó contra mí. Es la detracción arma de dos filos envenenados y cada golpe que descarga hiere de rechazo la mano del que la maneja, y la herida supura largos años y arroja mal olor. Aquellos dos hombres están borrados de la lista de los hombres públicos, sin que sea difícil que en adelante se restablezcan de su caída, a que yo no he contribuido por ataque personal ninguno.

Las letras tuvieron también su representante en el Semanario y nadie puede darse idea del placer que tuve, cuando vi engolfarse a sus autores en el terreno escurridizo del romanticismo y el clasicismo. Fuime a casa de López, agitando en el aire el número consabido y combinamos un plan de ataque por el cual yo debía hacer guerrillas desde el Mercurio y él desde la Gaceta venir con el bagaje pesado de erudición, para aplastar al que quedase parado. García del Río estaba apostado en la prensa de Valparaíso; y cuando yo escribía a Rivadeneira, espantado del alboroto que causaba esta lucha en Santiago, que limasen algunas puntas incisivas, García del Río las palpaba, las sentía su fuerza y las mandaba así punzantes a Santiago. El rival más formidable, empero, que se alzó en la prensa fue Jotabeche, a quien inspiró en sus principios la pasión de los celos. Tanto talento ostentaba en sus ataques, tan agudo era su chiste incisivo, que hubiera dado al traste con mi petulancia, si él no hubiese flaqueado por el fondo de ideas generales de que carecen sus artículos y por el lado de la justicia que estaba de mi parte. Jotabeche, digno representante del exclusivismo nacional, era un Viriato, que debía concluir por ser vencido. Venciéronlo los argentinos de Copiapó, en quienes halló sostenedores celosos y largos para fundar el Copiapino; vencilo yo tomando la defensa del Sr. Vallejo, víctima de una tropelía de un gobernador; y acabó de vencerlo la reputación merecida que se conquistó, siéndole inútiles los andamios de odio y persecución que estimularon su pluma. Hoy somos amigos y pudiera insertar aquí una de sus cartas como muestra de laconismo incisivo y decidor.

Dejo a un lado la nube de comunicados en que un chileno, dos chilenos, diez chilenos, mil chilenos , me estuvieron fastidiando durante cinco años con las sandeces y las chocarrerías más vulgares; los españoles que tenían el candor de creer que yo les guardaba rencor; los clérigos que me denunciaban por impío; los estudiantes que se sublevaban contra quien los estimulaba al estudio y les abría ancha huella para elevarse, haciendo expectables las letras; todos, unos primero, otros después, por este o el otro motivo: cuál por haber nombrado a la monja Zañartu, quién por haber dicho que la constitución era un letrero escrito con carbón y quien otro por haberle escupido la cara sin otro inconveniente que aguantarme un tirón de cabellos; y todos por intolerancia, por ociosidad y por tiranía me zaherían y martirizaban. Un día la exasperación tocó en el delirio; estaba frenético, demente y concebí la idea sublime de desacierto, de castigar a Chile entero, de declararlo ingrato, vil, infame. Escribí no sé qué diatriba; púsele mi nombre al pie y llevéla a la imprenta del Progreso, poniéndola directamente en mano de los compositores, hecho lo cual me retiré a casa en silencio, cargué mis pistolas y aguardé que estallase la mina que debía volarme a mí mismo; pero que me dejaba vengado y satisfecho de haber hecho un grande acto de justicia. Las naciones pueden ser criminales y lo son a veces; y no hay juez que las castigue sino sus tiranos, o sus escritores. Quejábame del Presidente, de Montt, de los Viales, para que no escapase uno solo de mi justicia; y a los escritores y al público en general los ponía overos, con verdades horribles, humillantes, suficientes para amotinar una ciudad, ponerla demente de cólera y hacerla pedir la cabeza del osado que tales injurias la hacía.

Salvome de este peligro cierto la bondad de Don Antonio Jacobo Vial, a quien los cajistas espantados mostraron el manuscrito que estaban componiendo. Don Antonio Vial se dirigió a casa, triste y me habló con la voz dulce y compasiva con que se habla a los enfermos. Ninguna señal de encono, de resentimiento se traslucía en su semblante. —D. Domingo, me han mostrado los impresores el artículo dado para mañana. —Lo siento. —¿Ha calculado Vd. las consecuencias? —Perfectamente, mostrándole con los ojos las pistolas. —Inútil. —Ya lo sé; déjeme en paz. —¿Ha visto López esto? —No. D. Antonio tomó su sombrero y se fue a casa de López y al ministerio y a avisar a Don Manuel Montt lo que sucedía y desde aquel momento no puso el pie hasta dejar zanjado aquel atolladero. López vino y me hizo consentir en que él revisaría el escrito y quitaría algunas palabras demasiado inaguantables y consentí en que lo hiciera. Esto era a las tres de la tarde; a las doce de la noche, Don Antonio me trajo una esquela de López en que me decía que había desistido de quitar palabras porque esto mostraba ya que se hacían concesiones; que si, no obstante la desaprobación de mis amigos, insistía, tomase en el acto un birlocho y me fuese a Valparaíso. López con su sagacidad ordinaria, había tocado la tecla para hacerme ceder: 1º, no contrariarme abiertamente, lo que se hace con los dementes; 2º, desaprobarme, y esto me hacía impresión; 3º, mostrarme una debilidad en atenuar la frase y yo habría huido de dar muestra de flaqueza; 4º, señalarme el camino de la fuga, y esto me anonadaba. No; yo no entendía la cosa así: herirlos de muerte, en su orgullo necio a todos y esperar y sufrir las consecuencias. La almohada vino a traerme sus consejos, ya que no el sueño. Al día siguiente bien temprano mandome llamar el ministro; me habló de cosas indiferentes, de la Escuela Normal, de no sé qué asunto de actualidad. Al fin descendió con tiento a tocar la herida, esforzándose en aplicarla el bálsamo, mostrándome cuántas personas me distinguían y respetaban en cambio de esas injurias sin consecuencia. Tomé yo la palabra, me fui exaltando, me paré y en el momento en que iba a perder todos los miramientos debidos al ministro y al amigo, abrió la puerta Don Miguel de la Barra, que por acaso o de intento llegaba en el momento preciso para evitar un escándalo, por aquello de que palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Así este Chile a quien quería ensambenitar, me mostraba en aquel momento virtudes dignas de respeto, delicadeza y tolerancia infinita y muestras de simpatía y aprecio, que hacían injustificable el suicidio que yo me había preparado. Desde entonces acá, el público y el escritor se han educado recíprocamente. Él ha aprendido a ser tolerante, ha hecho justicia a la sanidad de la intención; y yo me he habituado a mirarlo como parte necesaria de mi existencia, a no temer sus cóleras, ni a provocarlas; y yo estoy declarado por unanimidad bueno y leal chileno. ¡Ay del que persista en llamarme extranjero! Este tiene que expatriarse a California.

De aquellas luchas nada ha quedado tangible y los escritos que las motivaron se harán cada día que pasa más insignificantes, porque esa es la condición del progreso humano. Lo que está al principio es imperfecto, mirado desde más adelante, cuando aquellas ideas han pasado al sentido común y nuevos escritores más bien preparados, han dejado atrás a los que no hicieron más que trazar el camino. Pero desde 1841 la prensa de Chile fue adquiriendo en el Pacífico mayor reputación y Chile ganó mucho en ello, por la vivacidad de su polémica y por el combate de las ideas que trajeron todos a la discusión. El Mercurio ensanchó sus columnas; las cuestiones literarias sostenidas en él y en la Gaceta, provocaron la aparición del Semanario. El Semanario trajo la idea de crear el Progreso en Santiago, donde no había hasta entonces diario. De aquellas luchas salieron poetas, para probar lo infundado de los cargos; salió Jotabeche reivindicando con éxito la aptitud nacional para los escritos ligeros.

La Escuela Normal, las instituciones que han querido hacer progresar la educación primaria, no pueden desligarse absolutamente de aquel origen común, que calentaba todas las cuestiones y daba fuerza de hecho y de necesidad a las cosas que estaban en la cabeza de todos, como desiderátum, como cosas posibles pero no inmediatamente hacederas. Porque debe notarse esto, que son raros los casos en que un escritor puede imprimir a una sociedad su pensamiento propio; pero es condición de la prensa tomar de la sociedad las ideas que están en germen, e incubarlas, animarlas y allanarles el camino para que marchen; y el redactor del Mercurio, del Nacional, del Progreso, de la Crónica, pudiera señalar la huella de muchas ideas que han sido avanzadas así, hasta convertirlas en preocupación pública. Desde 1842 el Mercurio, por ejemplo, tomó los caminos como materia de ridículo, de burlas pesadas y punzantes, de que quedan trazas en Un viaje a Valparaíso y otros escritos de la época. El ministro Irarrázabal llamó a los RR. del Progreso, para quejarse de la injusticia que le hacían. Los caminos de Chile son hoy los mejores de la América del Sur. Mercurio y Progreso tomaron sucesivamente las municipalidades por delante; cuando la de Valparaíso daba señales de vida, se la hacía servir de azote a la de Santiago; cuando iba a legislarse la materia, el Progreso amenazaba formalmente hacer cruda oposición a las ideas del gobierno. ¿Quién se ha olvidado de aquel fastidioso, aldeano aaavee maaría del sereno? ¿Aquellas bombas rotas y cojas que nunca acababan de llegar al lugar donde eran necesarias, aquellas calles sin nombre y sin número? Todas esas mejoras tienen su antecedente en la prensa, que ha hecho tanto en Chile, por el bien público como las autoridades mismas. La ocupación de Magallanes ha salido de los trabajos del Progreso, como la reivindicación de los títulos de posesión de Chile salió después, de las investigaciones de la Crónica. El Congreso Americano fue sentenciado a muerte por el Progreso; y en vano fue que todos los gobiernos del Pacífico se propusiesen ponerlo en pie.

Si fuera permitido a un escritor caracterizarse a sí mismo, yo no trepidaría en señalar los rasgos principales de mis trabajos en la prensa diaria. Salido de una provincia mediterránea de la República Argentina al estudiar a Chile, había encontrado no sin sorpresa la similitud de toda la América española, que el espectáculo lejano de Perú y Bolivia no hacía más que confirmar. A principios de 1841 escribía en el Nacional estos conceptos: “Treinta años han transcurrido desde que se inició la revolución americana; y no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la Independencia, vese tanta inconsistencia en las instituciones de los nuevos estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos… miran a la raza española, condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse con todo género de delitos y ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea”. Este triste concepto forma el fondo filosófico de mis escritos y se halla reproducido en el Mercurio, el Progreso, Viajes por Europa, La Crónica, etc., y sin duda que nadie me disputará en América la triste gloria de haber ajado más la presunción, el orgullo y la inmoralidad hispanoamericana. Persuadido de que menos en las instituciones que en las ideas y sentimientos nacionales es preciso obrar en América una profunda revolución, si queremos salvarnos de aquella muerte, cuya agonía sonó en el Paraguay, da ya las últimas boqueadas en Méjico y está a la cabecera de la República Argentina y de Bolivia. De ahí también el doble remedio indicado con igual anticipación, emigración europea y educación popular, que serían seguro antídoto, si no hubiesen de administrárselo los mismos enfermos, que le hacen perder su eficacia a fuerza de volver la cara, haciéndoles ascos, no obstante estar persuadidos de su acierto.

Esto en la política trascendental, que en cuanto a la de circunstancias y que se liga a las personas y a los partidos, mi carácter en la prensa de Chile venía marcado desde el principio, asociándome espontánea y deliberadamente al partido de los de Chile, en que militan Montt, Irarrázabal, García Reyes, Varas y tantos otros jóvenes distinguidos y al que no son hostiles Aldunate, Blanco, Benavente y otros políticos. El movimiento en las ideas, la estabilidad en las instituciones; el orden para poder agitar mejor; el gobierno con preferencia a la oposición, he aquí lo que puede de mis escritos colegirse con respecto a mis predilecciones. Puedo lisonjearme de no haber cortejado pasión vulgar ninguna, para hacerme propicio el público; y no haber sostenido en política nada que repruebe la sana moral, transacciones que a nombre de las ideas liberales se han permitido no pocos escritores.

Al terminar esta rápida reseña de los actos que constituyen mi vida pública, siento que el interés de estas páginas se ha evaporado ya aun antes de haber terminado mi trabajo; y le diera de mano aquí si teniendo que responder con estas páginas a la detracción sistemada de un gobierno, no me fuese necesario mostrar mi hoja de servicios, por decirlo así, que son las diversas publicaciones que de mis ideas y pensamientos ha hecho la prensa. El espíritu de los escritos de un autor, cuando tiene un carácter marcado, son su alma, su esencia. El individuo se eclipsa ante esta manifestación, y el público menos interés tiene ya en los actos privados que en la influencia que aquellos han podido ejercer sobre los otros. He aquí, pues, el desmedrado índice que puede guiar al que desee someter a más rígido examen mis pensamientos:

XVIII. Diarios y publicaciones periódicas

Las publicaciones periódicas son en nuestra época como la respiración diaria; ni libertad, ni progreso, ni cultura se concibe sin este vehículo que liga a las sociedades unas con otras, y nos hace sentirnos a cada hora miembros de la especie humana, por la influencia y repercusión de los acontecimientos de unos pueblos sobre los otros. De ahí nace que los gobiernos tiránicos y criminales necesitan para existir apoderarse ellos solos de los diarios y perseguir en los países vecinos a los que pongan de manifiesto sus iniquidades. Rosas, a expensas de las rentas nacionales que pagan los pobres pueblos argentinos, ha establecido una red de diarios pagados en todos los países para que lo defiendan y cohonesten sus atrocidades. El Defensor de la Independencia Americana, en el campamento de Oribe; O americano, en el Brasil; el Courrier du Havre y la Presse en Francia; estos cuatro periódicos y la Gaceta Mercantil cuestan a la República Argentina más de cuarenta mil pesos al año. Toda la persecución de que soy víctima hoy nace de que con la aparición de la Crónica hice que la redacción del Progreso entregada a la influencia de Rosas, tuviese que pasar a otras manos y cambiar de espíritu. Rosas teme más a la prensa que a las conspiraciones; una conspiración puede ser ahogada en sangre; pero un libro, una revelación de la prensa, aunque haya un puñal como el que dio fin con Varela, queda ahí siempre; porque lo que está impreso queda estampado para siempre y si en el momento presente es inútil y sin efecto, no lo es para la posteridad que, juzgando por el examen de los hechos y libre de toda preocupación y de toda intimidación, pronuncia su fallo inapelable.

1839

He fundado, acompañado por jóvenes instruidos y competentes, el Zonda en San Juan, cuya publicación cesó por una tropelía y una expoliación de Benavides, poniéndome en la cárcel como queda referido, no obstante no ocuparse aquel periódico sino de costumbres, educación pública, cultivo de la morera, minas, literatura, etc.

1841

Bajo el seudonombre de Un teniente de artillería publiqué un artículo en Chile, que me valió ser solicitado para la redacción del Mercurio, que conservé hasta la fundación del Progreso. Entre las cuestiones de literatura, caminos, municipalidades y cuestiones políticas suscitadas entonces, hay algunos artículos que aún pueden ser leídos con interés, no obstante los progresos generales que la prensa periódica ha hecho en Chile. En la misma época fui encargado por los amigos del General Bulnes, entonces candidato para la Presidencia, de la redacción del Nacional, en Santiago, periódico que ejerció grande influencia en la fusión obrada entonces entre los jefes del partido pipiolo y el del General Bulnes.

1842 hasta 1845

La Capital de Chile había hasta esta época permanecido sin tener un diario. Yo emprendí con suceso la redacción del primero que se estableció bajo el nombre de Progreso, acompañado en este trabajo por Don Vicente López. La primera redacción, que duró ocho meses, tuvo una alta importancia por la gravedad de las materias tratadas en él, entre otras la cuestión de colonización de Magallanes. Desagrados de empresa nos hicieron abandonar la redacción, hasta que habiéndose desacreditado el diario, fui solicitado de nuevo para rehabilitarlo, lo que se consiguió.

Al mismo tiempo redacté el Heraldo Argentino para combatir a Rosas, cuya publicación abandoné cuando llegó la noticia de la derrota de Rivera en el Arroyo Grande, creyendo que la lucha estaba terminada.

1846 y 1847

Durante mis viajes escribí en el Comercio del Plata una serie de artículos defendiendo a los argentinos residentes en Chile de las difamaciones de Rosas; en Río de Janeiro en el Courrier du Brasil, sobre el americanismo, en el Courrier de la Gironde, en Burdeos publicose una descripción de los toros en España. En Madrid, varios artículos contra la expedición del General Flores, que fueron reproducidos en toda América y con un artículo muy encomiástico en la Gaceta de Buenos Aires que me tendía sus redes y me hallaba un buen americano, sin nada de salvaje ni asqueroso, porque le habían hecho concebir a Rosas desde París la esperanza de que yo me plegaría a su sistema de iniquidades. Se hablaba públicamente bien de mí en Buenos Aires y en la tertulia de la Manuelita, hasta que llegó la Revista de Ambos Mundos que cambió de nuevo en cólera y despecho los elogios que me habían prodigado.

1849

Publiqué la Crónica, en la que me propuse llamar la atención del público sobre emigración, educación pública, cultivo de la seda y generalmente sobre todas las cuestiones americanas que no he dejado de agitar desde 1839. La colección de documentos sobre emigración que contiene la Crónica es única en América y puede ser consultada con provecho. La Crónica se ha terminado con el primer año, por evitar la necesidad de contestar a todas las inepcias que contra mí escribe Rosas en sus notas al Gobierno de Chile y a las majaderías de los Gobiernos de las provincias que hacen coro a todas aquellas torpezas.

La importancia de las cuestiones suscitadas por la Crónica puede inferirse de este hecho que sobre cada uno de sus tópicos, educación, moneda, inmigración, pasaportes, se ha dictado o propuesto una ley.

XIX. Folletos

Programa de un colegio de señoritas en San Juan. Exposición de la necesidad, las ventajas y el conjunto de la educación de las mujeres en las provincias apartadas de la República Argentina. Mi primer escrito, lleno de reflexiones que no carecen de oportunidad. La provincia de San Juan oyó mis consejos y coadyuvó poderosamente a mi intento.

Método de lectura, en quince cuadros por Bonifaz, joven español residente hoy en Montevideo: publiquelo en 1841 a mis expensas, para hacerlo conocer en el país y fue adoptado en colegios y escuelas con buen éxito para la enseñanza primaria.

Análisis de las cartillas, silabarios y otros métodos de lectura conocidos y practicados en Chile, 1842.

Trabajo encargado por el gobierno y que tenía por objeto mostrar la imperfección de los métodos usados y que podía conducir, “a suscitar las observaciones de los inteligentes para formar un método de lectura fácil y expeditivo; a despertar el interés de todos sobre la mejora de las escuelas, introduciendo en ellas nuevos medios de instrucción”.

Memoria leída en la Facultad de Humanidades, 1843.

Esta memoria condujo después de un luminoso debate en la Universidad y en la prensa una sanción sobre la cuestión de ortografía y un acuerdo en favor del autor. En Educación popular se encuentra al fin tratada extensamente esta cuestión. Los estudios del autor sobre la cuestión de la Ortografía castellana son nuevos en el idioma español. Su objeto fue simplificar la enseñanza de la lectura y la escritura; y habiendo sido violadas por la Academia todas las reglas etimológicas, sujetar la ortografía a la pronunciación, como lo han deseado todos los ortólogos españoles. Si el resultado no ha correspondido a sus esfuerzos, la utilidad del objeto y la inatacable lógica en que están fundados sus argumentos lo pone a cubierto de los ataques del ridículo. Ha remitido a la Academia española sus últimos trabajos, suplicándola y apercibiéndola que se explique en la cuestión.

Método de lectura gradual, adoptado por la Facultad de Humanidades y mandado seguir por el gobierno en las escuelas públicas. Este es un sistema nuevo de enseñar a leer el castellano; fundado en el estudio de las dificultades que ofrece a los niños y de las analogías de que ellos se sirven para vencerlas. El señor Aribau en España había llegado a las mismas conclusiones que el autor.

Instrucción a los Maestros de Escuela, con el objeto de hacer inteligible el Método de lectura gradual.

Memoria sobre la cría del gusano de seda. Enviada de París a la Sociedad de Agricultura de Santiago de Chile y publicada en el Agricultor. A este trabajo se han debido algunos progresos en esta industria.

Sociedad Sericícola Americana. Contiene una exposición del autor sobre la conveniencia y oportunidad de generalizar esta industria y los estatutos de la Sociedad que se fundó al efecto.

Mi defensa. Colección de escritos biográficos en que el autor, difamado como ahora, respondió a los ataques haciendo conocer los principales rasgos de su vida.

Programa de estudios del Liceo de Santiago. Redactado en compañía de Don Vicente López; contiene algunas ideas nuevas, sobre el orden y la elección de los estudios, colocando el latín en el lugar que le corresponde. El público y los jóvenes de los colegios aceptaron con interés nuestra reforma; pero el clero y algunos directores de Colegio nos minaron con calumnias y no quisimos luchar contra enemigos tan desleales y encapotados.

Discurso pronunciado en Francia al recibirse miembro del Instituto histórico, publicado por el Investigateur. Su asunto es una apreciación de los motivos y consecuencias de la entrevista de Guayaquil entre Bolívar y San Martín.

Memoria sobre emigración alemana al Río de la Plata, 1846.

Publicada en alemán por el Dr. Wappäus, profesor de Geografía y Estadística de la Universidad de Gotinga, acompañado de notas y comentarios por el editor, a quien el autor dejó la obra del ingeniero y geógrafo argentino Arenales, y otros papeles y libros para mayor ilustración del asunto. El Dr. Wappäus se expresa en estos términos en la introducción: “La disertación siguiente sobre las Provincias del Río de la Plata, es una agregación hecha por el autor, el Sr. Sarmiento, a un pequeño folleto que publiqué en 1846 sobre colonización y emigración alemana, pág. 105. El deseo del autor de hacer conocer en Alemania las ventajas de aquellos países motiva este trabajo complementario”.

El Dr. Wappäus acompañó la Memoria con ciento sesenta y nueve páginas de anotaciones ilustrativas sobre las extensas comarcas de cuya riqueza, si estuviesen pobladas en proporción de sus recursos, apenas me era posible dar una idea compendiada. Para juzgar la importancia de estas notas basta enumerar los autores que el erudito sabio alemán consultó para ilustrar su juicio sobre la materia: Arenales. Diario de Matorras. Colección de Angelis. Arredondo. Azara. Viaje de Soria. Sir Woodvine Parish. Núñez. Félix Frías. Lozano. Viaje en la América del Sur por Lindau. Tadeo Aenke. Walkenaer. Rengger, Viaje al Paraguay. D’Orbigny. King, veintitrés años de residencia en la República Argentina. Robertson, cartas sobre el Paraguay. De Baralt. Codazi. Gay.

La publicación de esta obra sería de la mayor importancia para la República Argentina; pues contiene los más preciosos detalles sobre la topografía de las provincias, sus rutas de comercio, sus ríos y las ventajas que para el comercio del mundo y la riqueza del país traería su navegación. Pero no me es posible publicarla en Chile, donde no tiene interés, estando prohibidos hoy en la Confederación Argentina mis escritos y expuestos a penas discrecionales los que los lean.

Sírvame de disculpa la necesidad de oponer a las difamaciones de Rosas los conceptos con que me han honrado sabios europeos, la triste necesidad de intercalar aquí lo que el Dr. Wappäus dice en su obra respecto de mí: “No podemos dar a nuestros lectores idea más completa de esto, que citando las mismas palabras del señor Sarmiento, argentino dotado de conocimientos variados como profundamente instruido, el cual siguiendo con toda la pasión ardiente del americano del sur la historia de su Patria, de la cual lo desterraron persecuciones políticas, presenta en todas sus manifestaciones de palabra y de obra y en su manera de ver el mundo, la idea del verdadero republicano de Sudamérica, aspirando a la completa realización de la libertad. A él debemos, a más de la memoria que da principio a esta obra, muchas instrucciones variadas sobre la República Argentina (por lo cual le damos aquí las más sinceras gracias) principalmente por sus animadas explicaciones verbales. El bosquejo siguiente que sacamos de las obras de este escritor, el cual para darse idea de la situación íntima de la Europa, ha visitado recientemente la Italia, Francia, Alemania, etc.

XX. Biografías

Apuntes biográficos. Bajo este nombre se publicó la vida del fraile Aldao, apóstata, general de Rosas; obrita muy gustada por los inteligentes, como composición literaria. El autor se propone para más tarde bajo el título de Vidas americanas, colectar las diversas biografías que ha publicado, de personajes chilenos o argentinos, dignos de recuerdo. La biografía es el libro más original que puede dar la América del Sur en nuestra época y el mejor material que haya de suministrarse a la historia. Los Apuntes biográficos fueron traducidos al francés por Mr. Eugène Tandonnet, candidato dos veces a la Asamblea Nacional, quien, aunque partidario de Rosas por amistad personal con Oribe, se explica en estos términos con respecto al autor: “Sin pretender a la perfección literaria ha querido solamente poner de relieve algunas de las figuras más enérgicas de la era de la Independencia y dejarnos entrever la fisonomía general de las provincias argentinas, las costumbres, las preocupaciones, las pasiones, en una palabra, la vida de aquellos pueblos a la vez guerreros y pastores. Hay bajo este aspecto un mérito superior, incontestable en los Apuntes biográficos del Sr. Sarmiento. Es ciertamente un estudio al natural, aunque trazado al correr de la pluma y de la pasión. En la marcha del estilo y en el movimiento general de las ideas, se encuentra el abandono melancólico y los raptos de violencia que caracterizan a los habitantes de las provincias argentinas […]. El Sr. Sarmiento, por la elevación de espíritu, por sus estudios serios, se separa completamente de los principales jefes del bando unitario…

”Pero cuando los recuerdos de la Patria se presentan a la imaginación del desterrado, cuando recapacita en el papel brillante y útil que sus facultades le habrían asegurado en aquella Patria tan cara, entonces la cólera desborda de su corazón y se derrama en maldiciones ardientes contra el afortunado adversario, cuyo triunfo ha causado su destierro”.

Otras biografías he publicado en los diarios, tales como:

Biografía del Presbítero Balmaceda.

Id. del Presbítero Irarrázabal.

Id. del Coronel Pereira, argentino, fundador de la Escuela Militar de Chile.

Biografía del Senador Don Manuel Gandarillas.

Id. de José Dolores Bustos, sanjuanino, Visitador General de escuelas en Chile.

El Facundo o Civilización y Barbarie y estos Recuerdos de Provincia pertenecen al mismo género.

XXI. Libros

Civilización y barbarie. Escribí este libro que debía ser trabajo meditado y enriquecido de datos y documentos históricos, con el fin de hacer conocer en Chile la política de Rosas. Cada página revela la precipitación con que está escrito, dándose materiales a medida que se imprimía y habiéndose perdido manuscritos que no pude reemplazar. Este libro, sin embargo, me ha valido un nombre honroso en Europa, a consecuencia del Compte rendu de la Revista de Ambos Mundos. Publicolo el Nacional de Montevideo; ha sido traducido al alemán, ilustrado por Rugendas y ha dado a los publicistas de Europa la explicación de la lucha de la República Argentina. Rosas y la cuestión del Plata y muchas otras publicaciones europeas están basadas en los datos y manera de ver de Civilización y barbarie. Este libro contiene en germen muchos otros escritos y está destinado a perder a Rosas en el concepto del mundo ilustrado. Él mismo ha sentido que era un golpe mortal a su política y en cinco años de injurias dirigidas contra mí, la Gaceta Mercantil no ha nombrado jamás este libro; no obstante que no hay en Buenos Aires un federal de importancia que no lo tenga o no lo haya leído; y que circulen en la República más de quinientos ejemplares; no habiendo libro alguno quizá que haya sido más buscado y leído allí. Rosas solo afecta no saber que tal libro exista por miedo de despertar la atención sobre él.

La Revista de Ambos Mundos, en un artículo del americanismo y de las repúblicas del Sur, sociedad argentina. Quiroga y Rosas; 1º, Civilización y Barbarie. Aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina; 2º, “Cuestiones americanas”, por Don Domingo Sarmiento, dijo con respecto al libro y al autor: “Durante su mansión en Santiago que ha precedido a sus viajes por Europa, el Sr. Sarmiento ha publicado esta obra, llena de atractivo y novedad, instructiva como la historia, interesante como un romance, brillante de imágenes y colorido. Civilización y barbarie no es solamente uno de aquellos escasos testimonios que nos llegan de la vida intelectual de la América meridional, es un documento precioso… Sin duda la pasión ha dictado más de una de aquellas páginas vigorosas; pero hay en él talento aun cuando se muestra exaltado por la pasión, yo no sé qué fondo de imparcialidad de que no puede deshacerse y con cuyo auxilio deja a los personajes su verdadero carácter y a las cosas su color natural […] “No habría menos interés en someter la América del Sur, al mismo análisis que la América del Norte. Sería esta la obra del filósofo y del viajero, del poeta y del historiador, del pintor de costumbres y del publicista. El Sr. Sarmiento ha intentado realizarla en un libro publicado en Chile, que prueba que si la civilización tiene enemigos en aquellas regiones, puede contar también con elocuentes órganos”.

Viajes por Europa, África y América. La prensa de Chile ha juzgado favorablemente esta obra que revela el pensamiento íntimo del autor y las impresiones que le ha dejado el espectáculo de los pueblos que ha recorrido. Cúpome la buena fortuna de tocar de cerca todos los hilos de la política europea sobre la cuestión del Río de la Plata y maravillarme de la mezquindad de las miras, de la ignorancia de los antecedentes y de la incapacidad de los hombres que más alto papel han hecho en aquel asunto. Los viajes son el complemento de la educación de los hombres y si el contacto con personajes eminentes eleva el espíritu y perfecciona las ideas, puedo vanagloriarme de haber sido muy feliz en mi excursión; pues que he podido acercarme, no sin haber sido favorablemente introducido, a los hombres más eminentes de la época. A Mr. Guizot fui presentado por recomendación del Gobierno de Chile, siendo intermediario el señor Rosales; a Mr. Thiers, por el agente de Montevideo; al célebre Cobden, al Mariscal Bugeaud en África, por Mr. Lesseps, que ha sido embajador en España y después Representante del pueblo en Roma; a Alejandro Dumas, por Mr. Blanchard y Girardet, pintores célebres; a Gil de Zárate, por el Coronel Sesé; a Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Aribau y otros literatos españoles, por recomendaciones que llevaba de literatos franceses y por Rivadeneira. Al célebre Barón de Humboldt y a los ministros del rey de Prusia que me prodigaron mil atenciones en honor al gobierno de Chile, por el Dr. Wappäus y el jefe de la oficina de estadística Mr. Dieterice; a Pío IX, por la recomendación de ser sobrino de los obispos de Cuyo, Oro y Sarmiento, habiendo conocido en América al primero; a Mr. Merimée, por el pintor Rugendas; a Mme. Tastu, por Mr. Laserre; a San Martín, por los argentinos que me habían recomendado con encarecimiento a él; a Mr. Mann en los Estados Unidos, por un Senador del Congreso a quien Mr. Ward de Valparaíso dio los más favorables informes; y a cien personas más que sería prolijo enumerar, con quienes he pasado horas enteras tratando de los asuntos más graves, habiendo merecido de todos las más lisonjeras distinciones y muchos de ellos gozado de la mayor intimidad. Dos gobernadores de provincia, un tal Tamayo, un Ministro Laspiur y otros nombres que no puedo retener en la memoria, pueden explayarse enhorabuena en decirme vil, protervo, inmundo y todas esas porquerías dignas de sus autores, con toda seguridad de que si nos vemos alguna vez les guarde rencor alguno. Tengo, por el contrario, certeza de más de ocho de entre ellos de que me estiman en mucho y Rosas puede reconocerlos en la virulencia de su lenguaje. Cuanto más me aprecian, más subidos son los epítetos, para que el amo no sospeche sus afectos.

Educación popular. Este libro es aquel que más estimo. Cada página es el fruto de mi diligencia, recorriendo ciudades, hablando con hombres profesionales, reuniendo datos, consultando libros, estados y folletos, mirando y escuchando. Es el fruto sazonado de aquella semilla que en mi niñez asomó en la escuela de San Francisco del Monte, en la campaña semibárbara de San Luis. Desde allá venía caminando en la enseñanza de escuela en escuela, hasta llegar a la Normal de Versailles y a los seminarios de Prusia, que son el pináculo de la humilde profesión del maestro. La ciencia y la carrera de la enseñanza primaria me la he inventado yo y, en despecho de la indiferencia general, he traído a la América del Sur el programa entero de la Educación Popular. No sé qué crítico deploraba que no hubiese indicado los medios de hacer efectivas las observaciones en esta obra acumuladas. Una sola palabra bastaría a completarla y satisfacer este deseo. Denme Patria, donde me sea dado obrar y les prometo convertir en hechos cada sílaba y eso en poquísimos años. A aquel libro con preferencia a cualquiera otro de los míos, apenas legible para el común de las gentes, confiara la guarda de mi nombre. El mejor elogio que me ha valido es la aplicación de las palabras dirigidas al autor de una obra francesa en favor de la civilización: “Su libro no atestigua solamente laboriosas investigaciones y estudios hechos con conciencia, sino que revela también el alma de un pensador honrado y el corazón de un buen ciudadano”. Si el amigo que me dirigió estas palabras quería complacerme, muestra en su elección que conoce lo más íntimo del corazón. En la desmoralización de ideas y de sentimientos obrada por nuestro tirano, es la más difícil pero la más necesaria de las reputaciones la de honrado, y la única que puede oponerse a la astucia del verdugo y al disimulo de las víctimas.

XXII. Traducciones

Todas las traducciones que he hecho tienen por objeto dotar a la instrucción primaria de tratados útiles, descollando entre ellas los libros que tienen un espíritu eminentemente moral y religioso. Hay en Chile personas candorosas que temen mis ideas, un poco libres en materias filosóficas, lo que lejos de ocultar, me hago un deber y un honor en mostrar a todos; porque la idea solo del disimulo me indigna. Jamás aceptaré sujeción ninguna, impuesta por preocupaciones estúpidas del vulgo, o por la intolerancia de los clérigos españoles. Pero para la educación primaria son otros los principios que me guían. Las altas cuestiones, filosóficas, religiosas, políticas y sociales pertenecen al dominio de la razón formada; a los niños solo debe enseñárseles aquello que eleva el corazón, contiene las pasiones y los prepara a entrar en la sociedad. Esta explicación di al Obispo de San Juan para aquietar sus temores, en ocasión análoga y el resultado justificó mis asertos.

Pertenecen a estos libros: Conciencia de un niño, libro precioso de moral y de religión para despertar en el corazón de los niños las primeras nociones del conocimiento de Dios y los deberes de los hombres.

La vida de Jesucristo, que no existía en castellano, y que es una historia sencilla a la par que una luminosa exposición de la doctrina del Evangelio.

Manual de la Historia de los Pueblos, excelente tratado elemental de Levi Álvarez, que contiene en germen todos los desarrollos ulteriores de la historia.

El Por qué o la Física popularizada, que bien comprendida su lectura bastaría para abrir la inteligencia de los niños, revelándoles las causas naturales de todos los fenómenos que se ofrecen a cada paso a su consideración.

Vida de Franklin. Encomendé a un amigo su traducción a fin de popularizar el conocimiento de este hombre extraordinario, porque sé cuánto bien puede obrar en el alma impresionable de los niños, el ejemplo de sus virtudes y de sus trabajos. Si los catorce gobernadores de las Provincias Argentinas creen que deben prohibir la circulación de este libro, pueden encargar a Angelis que escriba una vida de Don Juan Manuel Rosas, desde que se escapó de la casa paterna, hasta que se hizo domador y todas las bellezas de aquella vida, y mandarla adoptar en las escuelas, para que sus propios hijos imiten aquel sublime modelo.

XXIII. Casas de educación

El primer acto administrativo de Rosas fue quitar a las escuelas de hombres y de mujeres en Buenos Aires las rentas con que las halló dotadas por el Estado; haciendo otro tanto con los Profesores de la Universidad, no teniendo pudor de consignar en los mensajes el hecho de que aquellos ciudadanos beneméritos continuaban enseñando por patriotismo y sin remuneración alguna. Los estragos hechos en la República Argentina por aquel estúpido malvado, no se subsanarán en medio siglo; pues no solo degolló o forzó a expatriarse a los hombres de luces que contaba el país, sino que cerró las puertas de las casas de educación; porque tiene el olfato fino y sabe que las luces no son el apoyo más seguro de los tiranos.

El instinto natural me llevó desde los principios a echarme en un camino contrario. Desde niño he enseñado lo que yo sabía a cuantos he podido inducir a aprender. He creado escuelas donde no las había; mejorado otras existentes; fundado dos colegios y la Escuela Normal me debe su existencia. De allí han salido una multitud de jóvenes distinguidos que se han hecho una profesión religiosa de la enseñanza y prometen a Chile nuevos y más seguros progresos en la carrera de la civilización.

Tal es el cuadro modesto de mis pequeños esfuerzos en favor de la libertad y el progreso de la América del Sur, y como auxiliares poderosos, la educación de todos y la inmigración europea. Esfuerzos, es preciso decirlo, hechos a la par que luchaba con las dificultades de la vida para vivir, que combatía a los instrumentos de Rosas para tener patria, que educaba mi espíritu para completar mis ideas; esfuerzos que en la América del Sur no son comunes ni por la constancia y tenacidad de ellos, ni por la homogeneidad; esfuerzos que, desde el primer día hasta el último, desde el primer artículo de un diario, hasta la última página de un libro, forman un todo completo, variantes infinitas de un tema único, cambiar la faz de la América y sobre todo de la República Argentina, por la sustitución del espíritu europeo a la tradición española y a la fuerza bruta como móvil, la inteligencia cultivada, el estudio y el remedio de las necesidades. En estos ensayos informes en que domina la buena intención y la perseverancia de propósito, he alcanzado al último término de la juventud, tomado estado, después de haber recorrido la tierra y llegado con el estudio, la discusión de las ideas, el espectáculo de los acontecimientos, los viajes, el contacto con hombres eminentes y mis relaciones con los jefes de la política de Chile, a completar aquella educación para la vida pública que principiaba en 1827, entre las prisiones y los calabozos. No he llegado sin duda a la virilidad de la razón, sin que el corazón haya perdido nada de su entereza para anonadarme en el ocio, el día que he vencido las dificultades, como aquel tirano que se hace facultar para no despachar en muchos años los negocios públicos, cuando ha logrado en dieciocho años de violencias anular toda otra voluntad que la suya. Nuestra suerte es distinta, luchar para abrirnos paso a la Patria; y cuando lo hayamos conseguido trabajar por realizar en ella el bien que concebimos. Este es el más ardiente y el más constante de mis votos.

Este opúsculo, pues, es el prólogo de una obra apenas comenzada. Llámase el primer volumen Viajes por Europa, África y América. El segundo está todavía en manos de la Providencia. D. Juan Manuel Rosas pretende que no ha de publicarse sin su visto bueno y que él sabe desparpajar los libros en su fuente. ¡Florencio Varela! ¿Estáis también en el secreto?


Publicado el 20 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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