Cuentos Fantásticos

E.T.A. Hoffmann


Cuentos, colección



El violín de Cremona

I

El consejero Crespel era el tipo más original que pueda darse, hasta tal punto, que cuando llegué á H... con el intento de pasar algunos días allí, todo el vecindario hablaba de él, habiendo llegado entonces al apogeo de sus extravagancias.

Como sabio jurisconsulto y experto diplomático, había adquirido Crespel notable consideración, de tal modo que el príncipe reinante de un pequeño Estado de Alemania, bastante poderoso, valióse de él para redactar una memoria que debía dirigirse á la corte imperial, respecto á cierto territorio sobre el cual creía tener legítimas pretensiones; y tan propicio fué el resultado, que un día que Crespel se lamentaba de no encontrar una habitación á su gusto, el príncipe, deseoso de recompensarle, se encargó de costearle una casa, cuya construcción dirigiría el consejero por sí solo; y como además el príncipe le ofreciese comprarle el terreno que mejor le pluguiera, Crespel le dispensó de lo último, indicando que en ningún sitio mejor que en un delicioso jardín que poseía junto á las puertas de la ciudad, podría levantarse el edificio.

Empezó, pues, comprando todos los materiales necesarios, los hizo trasportar allí, y desde entonces era de verle á todas horas con un vestido especial, construído también según sus principios particulares, apagar la cal, pasar la arena por la criba, y arreglar los ladrillos en simétricos montones, para lo cual no había consultado con ningún arquitecto, ni había trazado plan alguno.

Sin embargo, un día muy de mañana fué á encontrar á un honrado maestro albañil, rogándole que al amanecer del día siguiente se presentase en su jardín con un número dado de operarios, para empezar la obra, y al pedirle ¿ate naturalmente que le dejara ver los planos, quedó no poco sorprendido al oir á Crespel decirle, que no había necesidad de ellos y que todo andaría perfectísimamente. Cuando al otro día compareció el maestro en compañía de sus operarios al sitio designarlo, encontróse con una zanja que formaba un cuadrado perfecto y le dijo el consejero:—De aquí partirán los cimientos, luego levantaréis las cuatro paredes hasta que os diga que hay bastante...—Cómo! sin puertas, sin ventanas, sin tabique alguno?—exclamó el albañil casi aturdido por la extravagancia de Crespel.—Cumplid lo que os digo, buen hombre, que lo restante vendrá después.

Sólo la promesa de una buena recompensa logró decidir al albañil á emprender la loca construcción, y en verdad que nunca se levantó edificio alguno en medio de tanta broma. Subían las paredes entre las carcajadas de los operarios, quienes no abandonaron la obra, en la cual tenían abundante provisión de víveres, hasta que vino el día, en que Crespel les gritó:—Basta!—Al instante mismo cesó el rumor de las herramientas, bajaron los trabajadores de los andamios, y rodeando á Crespel, todos parecían preguntarle con aire burlón:—Y ahora, qué vamos á hacer?

—Abridme paso,—exclamó el consejero, corriendo al extremo del jardín, de donde volvió al poco rato lentamente hasta sus cuatro paredes, sacudió la cabeza con cierto disgusto, fuése, y volvió varias veces del mismo modo hasta que por fin corriendo y dando de bruces contra la pared, dijo:—Ea, aquí, muchachos! Aquí una puerta, abridme una puerta aquí!—Marcóles las dimensiones de la misma, y cumpliéronse sus órdenes. Una vez construida, penetró en la casa, y sonrióse con franca satisfacción cuando el maestro le hizo notar que precisamente tenía el edificio la misma altura que una casa de dos pisos. Paseábase Crespel en todas direcciones por el recinto interior, seguido de los operarios armados de picos, mazas y martillos, y á medida que iba exclamando:—Una ventana aquí! Seis pies de altura por cuatro de anchura! Allá una claraboya!—eran abiertas al instante.

Llegué á H.. cabalmente durante esta operación, y era á fe mía divertido ver á los curiosos reunidos por centenares entorno del jardín, lanzando gritos de alborozo, al ver de repente volar las piedras y aparecer una ventana en el sitio en que menos la esperaban. Siguió del mismo modo el resto de la construcción, ordenando Crespel los trabajos necesarios, obedeciendo siempre á la inspiración del momento. Lo extraordinario de la empresa, la convicción adquirida de que la obra iba mejor de lo que se esperaba y finalmente la liberalidad del dueño, entretuvieron el buen humor de los operarios. Venciéronse las dificultades que ofrecía este modo aventurado de construir y en poco tiempo quedó la esa concluida, la cual si bien es verdad que presentaba exteriormente un aspecto casi ridículo, por no tener dos ventanas parecidas, su distribución interior ofrecía todas las comodidades y satisfacía el gusto más exigente. No hubo quien la visitara que no estuviere acorde en confesarlo, y yo mismo se lo dije á Crespel un día que á ella me condujo.

II

Hasta entonces no había podido hablar aun con el estrambótico Consejero, pues su construción le traía tan sumamente ocupado, que el martes, contra su costumbre, ni siquiera fué á comer en casa del profesor M..., pasándole recado de que se había propuesto no dar un paso fuera del jardín, hasta que hubiese celebrado la inauguración de la cusa. Amigos y conocidos todos imaginaron que cuando llegare este caso iba obsequiarles con un esplendido convite; pero se engañaron, pues los convidados se redujeron exclusivamente á los albañiles, carpinteros, peones y aprendices que habían tomado parce en la construcción, tratándoles á cuerpo de rey. Era de verá los aprendices de peón tragando con ansia suculentos platos de perdices; mancebos carpinteros devorando doradas pechugas de faisán asado y hambrientos peones zampándose sin ceremonia delicados trozos de asado con trufas. Por la noche acudieron las mujeres y las hijas de los operario» y empezó un gran baile, Crespel bailó con algunas de ellas y luego se sentó entre los músicos, y con el violín en la mano dirigió la orquesta hasta que hubo amanecido.

El martes, después de esta fiesta, tuve la satisfacción de ver á Crespel en casa del profesor M... y nada, á fe, más sorprendente que sus modales; rudo en su continente y brusco en sus ademanes, era imposible estarle mirando sin temer á cada punto que iba á hacerse daño ó á romper los muebles. Sin embargo nada de esto sucedió, y la señora de la casa, que ya le tendría conocido, le contemplaba sin inmutarse dando vueltas á pasos descompasados entorno de una mesa de centro sobrecargada de ricas porcelanas, gesticular junto á un magnífico espejo de grandes dimensiones y coger y agitar en el aire, como para examinar mejor sus colores un jarrón deliciosamente pintado. Crespel tiene la costumbre de examinar, objeto por objeto, mientras espera la comida, todo cuánto encuentra en la sala del profesor; llegó aquel día hasta el extremo de encaramarse sobre un sillón para descolgar un cuadro y volverlo á su sitio después de contemplarlo. Hablaba por los codos y con mucha vivacidad, saltando de uno á otro asunto, y volviendo sobre lo mismo tras de mil digresiones, hasta que otra cosa le afectad con mayor fuerza; su voz ora ruda y violentar ya quejumbrosa, ya acompasada; pero nunca apropiada á lo que decía.

Hablóse de música y con este motivo uno de los presentes hizo algunos elogios de un joven compositor; á Crespel se le escapó una sonrisa y dijo con acento desentonado:—Así le lleve Satanás entre sus negras alas á ese maldito alineador de notas á dos mil millones de toesas bajo tierra; y apenas había terminado esta imprecación, exclamó con vos; hueca é irritada:—En cuanto á ella es un ángel del cielo; todo en ella es armonía... música divina; es, en fin, la luz y el astro del canto.—Los comensales debían tener presente para interpretar tan brusca digresión, que hacía ya más de una hora que habían hablado de una célebre cantatriz.

¿Sirvióse en la comida asado de liebre, y noté que Crespel colocaba los huesos al borde del plato con singular cuidado, pidiendo al terminar las patas del animal, que una hija del profesor, de cortos años, le trajo sonriendo familiarmente. Durante la comida fué el encanto de los chiquillos, quienes no cesaban de mirarle amistosamente, y una vez se hubo levantado la mesa, se le acercaron con respeto, parándose á una breve distancia. El consejero sacó de su faltriquera un diminuto torno de acero, sujetólo en la mesa, tomó los huesos que había separado y se puso á tornearlos, fabricando con admirable destreza bolos, cajitas y otros juguetes, que recibieron los muchachos con transportes de alegría. La sobrina del profesor le preguntó:—Y cómo está nuestra Antonia, señor consejero?

A esta pregunta hizo Crespel un espantoso visaje, y dominándose luego, lanzó una diabólica sonrisa y dijo con voz estridente y acompasada.—Nuestra... nuestra querida Antonia...—Y apresurándose á intervenir en ello el profesor y arrojando al mismo tiempo una severa mirada á su sobrina, como para indicarle que acababa de cometer la imprudencia de tocar una cuerda que debía resonar dolorosamente en el corazón de Crespel—Cómo van los violines?—preguntóle, cogiéndole las manos, como para distraerle,—Perfectamente, maestro,—dijo con voz robusta, serenándose al instante.—Hoy he empezado á hacer pedazos del excelente violín de Amati de que os habló, y que una dichosa casualidad puso en mis manos, y creo que Antonia habrá acabado de desmenuzarlo con esmero.—Antonia es una buena muchacha,—dijo el profesor.—Verdaderamente,—exclamó Crespel, armándose de sombrero y bastón y tomando el portante, mientras yo noté en el espejo que brillaban dos lágrimas en sus ojos.

Apenas se hubo retirado, tomé por mi cuenta al profesor, suplicándole me explicara qué clase de relaciones mediaban entre Antonia, los violines y el consejero.—Habéis de saber,—me dijo,—que el consejero, que es un hombre extraordinario en todo, construye violines á su modo, que es á fe muy singular, como todo lo sayo.—Construye violines?—le pregunté con cierto asombro.—Sí,—prosiguió el profesor,—y según el parecer de personas inteligentes, son los mejores de la época. Antes, cuando dejaba listo uno de ellos á su gusto, permitía que sus amigos lo probaran; pero ahora ni pensarlo; apenas lo concluye lo toca una ó dos horas con notable talento, y lo cuelga al lado de los demás, no permitiendo que nadie se sirva de él. Si se pone uno en venta que haya pertenecido á algún antiguo maestro, ha de comprarlo, cueste lo que cueste, y lo mismo que con los suyos, sólo lo toca una vez, luego lo desmonta para examinar escrupulosamente su estructura interior, y si no encuentra lo que se había imaginado, arroja enojado los pedazos á un enorme cofre, ya casi lleno de semejantes deshechos.

—Y Antonia?—le pregunté con viveza.—En cuanto á esto,—dijo el profesor,—bastaría para hacerme aborrecer al consejero, si no estuviera persuadido, conociendo como conozco su carácter bondadoso, de que media en sus relaciones con ella alguna circunstancia secreta é ignorada. Cuando hace ya algunos años vino Crespel á establecerse aquí, vivía como un anacoreta en un oscuro casucho, en compañía de una criada vieja; pronto sus extravagancias suscitaron la curiosidad de los vecinos, por lo que, al notarlo, se apresuró á crearse relaciones y, lo mismo que en mi casa, se hizo familia en todas, hasta tanto que acabó por sernos indispensable, á pesar de su aparente dureza, hasta los niños han Iterado á amarle, cuidando de no serle importunos, como de ello habréis podido convenceros, viendo cómo sabe atraerlos con sus labores ingeniosas. Todos le tomábamos por un viejo solterón, sin que nunca se diera la pena de desmentirnos, hasta qué después de algún tiempo de permanencia en ésta, partió repentinamente sin que enterara á nadie del objeto de su viaje, y regresó al cabo de algunos meses.

Al día siguiente de su llegada, viéronse las ventanas de su casa extraordinariamente iluminadas, lo que excitó la atención de sus vecinos. Dejóse oir al mismo tiempo el acento de una voz maravillosa, una voz de mujer, unida á los acordes del piano, y luego después los sonidos de un violín luchando con la voz en energía y agilidad, que no hubo quien no reconociera la admirable ejecución del consejero. Yo mismo me mezclé con la muchedumbre reunida delante de la casa, junto al jardín, y he de confesar que al lado de aquella voz desconocida y de la magia de su acento, me pareció insípido y descolorido el canto de las más famosas cantatrices. Debo confesar que nunca había concebido la idea de aquellos tonos sostenidos por tanto tiempo, de unos gorjeos dignos de un ruiseñor y de la limpieza de unas notas que ova se elevaban hasta remedar los sonidos resonantes del órgano, ora iban bajando hasta simular un débil susurro. Todo el auditorio estaba pendiente de la magia de aquella melodía, y sólo cuando cesaba la voz de la cantatriz oíase la respiración en medio del silencio. Sería como media noche, cuando se oyó la voz estentórea del consejero, hablando con viveza, y otra voz de hombre que también parecía dirigirle algún reproche, entremezclándose en la querella las quejumbrosas palabras de una joven. Iba subiendo de tono el consejero, hasta que llegó á adoptar el acento retumbante que ya le conocéis; un agudo grito de la joven le interrumpió en seco, sucediéndose un lúgubre silencio. Por último vióse á un apuesto mancebo salir precipitado de la casa, sollozando, arrojarse á una silla de posta, que le estaba aguardando y partir rápidamente.

Presentóse al otro día él consejero con semblante risueño, y nadie tuvo valor para preguntarle acerca de los acontecimientos de la víspera Tan sólo su ama de gobierno reveló que el consejero había traído consigo á una joven de extraordinaria belleza, á quien Mamaba con el nombre de Antonia, la cual cantaba á las mil maravillas: añadió que junto con ella había llegado también un joven, que por la ternura que le atestiguaba, parecía ser su novio; pero á quien el consejero había obligado una noche partir rápidamente.

Las relaciones de Antonia con Crespel,—continuó diciendo el profesor,—han quedado envueltas hasta aquí con el velo del misterio, pero lo cierto es que el consejero ejerce sobre la joven una espantosa tiranía, no estando mejor guardada la pupila de D. Bartolo en el Barbero de Sevilla. Apenas si le permite asomarse á la ventana y si alguna vez, cediendo á apremiantes instancias, la lleva á alguna reunión, no separa de ella un sólo instante sus ojos de Argos, y no tolera que en su presencia se oiga una nota, menos todavía que la hagan cantar. Tampoco al parecer le permite esto en su casa, de modo que el concierto nocturno de aquella noche memorable ha venido á ser una especie de tradición maravillosa, y ahora hasta aquellos que no tuvieron la suerte de oirlo, dicen cuando debuta alguna cantatriz:—Todo esto no es nada: para cantar, nadie como Antonia!

III

No diríais hasta qué punto me seduce todo lo fantástico. Desde aquel instante no pensé mas que en trabar conocimiento con Antonia. La admiración del público me había dado la medida de los encantos de su voz; pero estaba muy lejos de sospechar que residiera la joven en aquella ciudad y mucho menos que estuviera encadenada bajo el dominio del extravagante Crespel.

Cuando me hube acostado, creí oir entre sueños el canto celestial de Antonia, y se me figuró que me suplicaba que la salvara, precisamente en un adagio que yo mismo había compuesto, por lo que tomé desde luego la resolución de introducirme en la casa del consejero, penetrando cual nuevo Astolfo en el palacio encantado de Alcida, para libertar la reina del canto de su odioso cautiverio.

Ocurrió todo de un modo muy distinto de lo que había imaginado. Apenas hube visto á Crespel y hablado con él dos ó tres veces con algún interés acerca de la mejor estructura de los violines, cuando me invitó á visitar su casa. Accedí á su ruego y me mostró su tesoro, consistente en unos treinta violines, coleados en su aposento, entre los cuales se distinguía uno cubierto de trabajos de talla con todas las muestras de la mayor antigüedad, el cual colocado mucho más alto que los demás, estaba rodeado de una corona de flores, cual si fuera el rey de todos aquellos instrumentos.—Este,—me dijo el consejero,—es la obra sobresaliente de un desconocido, al parecer contemporáneo de Tartoni: persuadido estoy de que en su construcción interior tiene algo de particular, y que al desmontarle encontraré la llave de un misterio que ando buscando desde hace mucho tiempo. Burlaos de mí, si queréis, pero este inanimado instrumento, al cual comunico la voz y la vida, cuando me place, me responde con un lenguaje misterioso que la primera vez que lo oí me colocó en la misma situación de un magnetizador, cuando excita al sonámbulo y le lleva á revelar sus más secretas sensaciones. No mis creáis extravagante hasta el punto de dejarme dominar por semejantes fantasías; pero no es acaso muy singular que hasta ahora no haya tenido valor suficiente para desmontar esta inerte máquina? Por lo demás ahora me complazco en no haberlo verificado, pues desde que Antonia esté conmigo, de cuando en cuando toco este instrumento, y no podéis figuraros lo mucho que oirlo le place.

Era tal su emoción al pronunciar estas palabras, que me sentí animado para decirle:—Apreciable señor mío: tendríais la bondad de tocarlo en mi presencia?—A esta súplica reapareció en su semblante su habitual descontento y me contestó con voz lenta y cadenciosa:—No por cierto, querido estudiante.—La cosa no pasó de aquí.

Después de haberme mostrado multitud de rarezas, la mayor parte pueriles, abrió una cajita, sacó de ella un papel doblado y dijo con solemnidad poniéndomelo entre las manos:—Ya que sois amigo del arte, admitid este regalo, como un recuerdo, que os será más grato que otra cosa alguna. Dichas estas palabras, me empujó suavemente hasta la puerta, en el dintel de la cual me dió un abrazo. De este modo simbólico me despidió. Al desdoblar el papel encontré dentro un pedacito de cuerda de violín larga de una pulgada poco más ó menos, y escrito en su envoltorio lo siguiente: «Pedazo de la quinta, que el ilustre Stamitz colocó en su violín, cuando su último concierto».

La descortés despedida que me dispensó des de que hube pronunciado el nombre de Antonia, me indicaba que ya nunca jamás vería á la joven, y sin embargo tampoco sucedió así. Al visitar al consejero por segunda vez encontré á Antonia en su aposento, ayudándole reunir las piezas de un violín. A primera vista el exterior de la joven no producía grande impresión, pero al cabo de un rato hasta hubiera sido doloroso separar las miradas de sus ojos azules y labios sonrosados unidos á unas facciones tiernas y dulces. Aunque algo pálida, desde el momento que una conversación discreta la animaba, coloreábanse sus mejillas y vagaba por sus labios una angelical sonrisa. En cuanto á mí, habló con ella libremente y sin notar en Crespel aquellas miradas de Argos, de que el profesor me había hablado, antes bien conservó el consejero su estado habitual, y algunas veces hasta parecía satisfecho de vernos hablar juntos.

Así fué que mis visitas al consejero se hicieron más frecuentes, y la recíproca costumbre de tratarnos imprimía en ellas una intimidad verdaderamente encantadora. Las extrañezas del consejero me divertían en extremo; pero sobre todo quien ejercía sobre mí un atractivo irresistible, haciéndome soportar cosas que en cualquiera otra ocasión habrían sido incompatibles con mi carácter impaciente, era la interesarte Antonia. La conversación del consejero era amenudo fastidiosa y de mal gusto, y lo que principalmente me pesaba, era verte, apenas se hablara de música y en especial decanto, volverse mí con semblante descompuesto, animado de antipática sonrisa, para pronunciar con cadenciosa voz algunas extravagancias que dieran un giro á la conversación Por el aire de tristeza que sombreaba entonces el semblante de la joven, se me figuró que el consejero obraba así para impedir que la invitase á cantar, pero yo no renuncié á mi proyecto, y á cada obstáculo que Crespel me oponía, mayor firmeza tenían mis propósitos. Necesitaba oir el canto de Antonia, para no volverme loco, sumido todo el día en las ilusiones que sobre el mismo me había formado.

Llegó una noche en que encontré á Crespel de indecible buen humor: acababa de desmontar el violín de Cremona cuya alma había hallado como una pulgada más inclinada que en las demás, precioso descubrimiento para la práctica! Logré enardecerle hablándole sobre el verdadero modo de tocar el violín; y la ejecución de los grandes cantores y antiguos maestros que citaba Crespel me llevo á criticar el nuevo sistema de canto, que se modula conforme al ruído de la música, cifrándose así al gusto del instrumentista.—Qué mayor absurdo,—dije saltando de la silla y abriendo rápidamente el piano,—qué mayor absurdo que este modo de arrojar sonidos, como esparciéndolos uno á uno por el suelo?—Enseguida canté algunos de esos recitados de nuevo cuño acompañándolos de acordes detestables, á lo cual soltaba Crespel enormes carcajadas, exclamando:—Ja... ja... ja...! Se me figura estar oyendo á nuestros Alemanes italianizados ó á nuestros Italianos germanizados, cantando tronos de Pacitta ó Portogallo ó de algún maestro de capilla.

«lía llegado el momento? pensé yo, y volviéndome hacía. Antonia, le dije:—No es verdad, que ni siquiera teníais vos conocimiento de este método?—y al mismo tiempo entoné una canción admirable y apasionada del viejo Leonardo Leo. Coloreáronse de repente las mejillas de Antonia, resplandecieron sus ojos, y lanzándose con viveza hasta cerca del piano, abrió los labios... pero Crespel al mismo tiempo la tiró para atrás, y agarrándose á mis hombros, gritó con voz agitada:—Eh! muchacho! muchacho!...—Y continuando enseguida con el acento cadencioso que Jo era habitual y haciéndome una reverenda, me dijo:—Caballerito, faltaría sin duda á todas las reglas de la buena educación, si os dijera, sin ambajes que deseo que el diablo se os lleve entre sus garras á lo más profundo del abismo; pero esto aparte, no dejaréis de comprender que hace una noche muy oscura y como no están encendidos los faroles no es menester que os eche por la ventana, para que difícilmente lleguéis vuestra casa con los huesos enteros. Tomad, pues, la escalera y contad con el afecto de un amigo, bien que no ha de: extrañaros que nunca jamás debáis hallarle en casa, lo tenéis entendido?... nunca jamás!—Dicho esto, me echó el brazo á los hombros, arrastrándome lentamente hasta la puerta, de un modo tan especial, que no me fué posible una vea siquiera hallar la mirada de la joven para despedirme de ella cuando menos con los ojos.

Ya se conocerá, que aun cuando tuviera grandes ganas de darle al consejero una de palos, en la situación en que me encontraba, era imposible. Mi desgraciada aventura dió mucho que reir al profesor, quien rae aseguró que por esta vez sí que habían acabado para siempre mis relaciones con el consejero, y en cuanto á Antonia era para mí un sér harto noble y sagrado para irme á hacer el enamorado bajo sus ventanas, poniéndola así en ridículo.

Salí, pues, de la ciudad de H... con el corazón destrozado, lleno de pesar y con la imagen de Antonia fija en la mente, rodeada de una especie de aureola, y hasta su canto, sin que nunca hubiera tenido la dicha de oirlo, resonaba en mi corazón como una sensación consoladora.

IV

Hacía como unos dos años que me había establecido en B... cuando emprendí un viaje por el Mediodía de Alemania. Al caer de la tarde, un día vi destacarse entre el purpúreo crepúsculo las torres de la ciudad de H... y á medida que me iba acercando, se apoderaba de mí un penoso sentimiento de ansiedad; y como se me puso un peso en el pecho que me ahogaba, tuve precisión de apearme del coche para respirar el aire libre. Pronto, no obstante, el abatimiento moral convirtióse en dolor físico, pareciéndome que el aire me traía los acentos de un solemne canto. Hiciéronse los sonidos cada vez más perceptibles y no tardó en notar que era aquello un sagrado cántico.—Qué será?—exclamó con tono dolorido.—No lo estáis riendo?—díjome el postillón;—es que en el cementerio de allá abajo encierran á alguien.

En efecto, teníamos un cementerio á la vista, y distinguí perfectamente en él á varios hombres enlutados formando corro entorno de una fosa. Se me vinieron las lágrimas á los ojos y me pareció que allí estaban enterrando todos los goces y felicidades de mi existencia. Bajé la colina, perdí la vista del cementerio, cesaron los cantos y junto á la puerta de la ciudad encontré á una comitiva que volvía del entierro. El profesor, llevando al lado á su sobrina pasó junto á mi sin notarme siquiera: ésta se enjugaba los ojos con un pañuelo, y sollozaba amargamente.

Desde entonces no pude resolverme á entrar en la ciudad, envié al criado con el coche á la posada, y empecé á recorrer aquellos sitios que me eran tan conocidos, descoso de recobrarme de una emoción dolorosa, la cual provenía quizás de las fatigas del viaje ó de otra causa física cualquiera al llegar á una avenida que conducía unos jardines públicos, presencié un espectáculo extraordinaria. El consejero Crespel, conducido por dos hombres enlutados, de quienes quería huir dando extraordinarios saltos, llevaba su acostumbrado traje pardo, de extraña hechura, un sombrero tricornio descansando marcialmente sobre la oreja izquierda, del cual pendía una enorme gasa que flotaba á merced del viento, y el negro cinturón del que colgaba en voz de espada un arco de violín. Un súbito escalofrío que me sobrecogió al verle, hizo extremecer todos mis miembros:—Si se habrá vuelto loco!—dije para mí, siguiéndole lentamente. Sus acompañantes dejáronlo en su casa, donde él les despidió abrazándoles y riendo á carcajadas. Libre de ellos, fijó en mi sus miradas, y después de contemplarme un rato de hito en hito, díjome con voz apagada:—Sed muy bienvenido, señor estudiante, comprenderéis sin duda que...

Y sin continuar su idea me cogió del brazo y me condujo al aposento en que tenía colgados sus violines todos los cuales se hallaban cubiertos de un negro crespón: sólo el interesante violín de Cremona había sido sustituído por una corona de fúnebre ciprés, Entonces comprendí lo que había pasado.—Antonia! Antonia!—exclamé con desesperación. El consejero permaneció inmóvil á mi lado, con los brazos cruzados, y cuando señalé con el dedo la fúnebre corona, me dijo con solemnidad:

—Al morir la pobre, rompióse el arco y saltó hecha trizas el alma de ese violín, El fiel instrumento sólo podía vivir con ella y por ella: por esto está sepultado en su misma tumba.

Profundamente conmovido caí en un sillón, y el consejero entonó con voz ronca una canción alegre: era un espectáculo doloroso el verle al mismo tiempo saltar á pie juntillas, mientras la gasa de su sombrero rozaba, siguiéndole en sus movimientos, todos los violines, suspendidos en la pared. Escapóse de mis labios un grito de espanto, cuando en una rápida vuelta que dió el consejero, cayó el crespón sobre mí cara, pues me hizo la impresión de que iba á envolverme entre los fúnebres velos de la locura, Crespel paró en seco de bailar, y cuadrándoseme delante, exclamó:—Muchacho, muchacho! Por qué gritas de este modo? Se te ha aparecido acaso el ángel de la muerte, que preside siempre las ceremonias de esta especie?

Adelantóse enseguida hasta el centro del aposento, cogió el arco de violín que llevaba pendiente del cinto, lo levantó con entrambas manos por encima de su cabeza y lo rompió con tanta fuerza que saltó en astillas. El consejero soltó una carcajada y exclamó con voz fuerte:—Ahora que acaba de romperse la varilla mágica, no os cierto que soy libre... completamente libre?... Sí! Viva la libertad! No más violines!... Se acabaron los violines!...—Y con un tono todavía más terrible púsose á cantar nuevamente una risueña melodía, corriendo y saltando de nuevo á pie juntillas. Esta escena me llenaba de espanto, por lo que hice ademán de huir; empero agarrándome por el brazo, me dijo con la mayor tranquilidad:

—No os mováis, por Dios, señor estudiante, y no toméis por locura la explosión del dolor que me asesina; pues todo esto me sucede, porque últimamente mandó que me hicieran una bata con la cual quería aparentar ser yo el destino... el mismo Dios.

Y así continuó soltando toda suerte de despropósitos, hasta que por fin cayó rendido y sin conocimiento. Llamé á la vieja criada, y al salir de aquella casa me pareció que respiraba.

No me cabía duda alguna de que Crespel se había vuelto loco; no obstante, el profesor sostenía lo contrario, diciendo:—Existen ciertos hombres á quienes la naturaleza ó una circunstancia particular cualquiera les despojan del velo, bajo el cual nosotros cometemos locuras, sin que se nos adviertan y se parecen á esos insectos, á través de cuya transparente piel se descubre todo el juego de sus músculos. Lo que en nosotros permanece en el fondo del pensamiento, se traduce en acción en Crespel, quien con las contorsiones de su extravagante bailoteo expresa tan sólo la amarga ironía que le inspira la suerte que tantas veces se ha burlado de él en este mundo. Pero precisamente un esto estriba su salvación, pues sabe devolver á la tierra lo que de la tierra proviene» guardando intacto lo que reconoce un principio divino, Por esto no dudéis que aun en medio de sus ruidosas locuras, ha conservado siempre el principio de sí mismo, á pesar de que la muerte repentina de Antonia lo ha postrado, apuesto á que mañana mismo habrá recobrado ya sus antiguos hábitos.

Efectivamente: al pie de la letra pasó la predicción del profesor; el consejero reapareció al día siguiente, cual sí nada le hubiese pasado: únicamente declaró que no haría más violines, ni tocaría nunca más este instrumento.

Más tarde supe que había cumplido su palabra.

V

Las reflexiones del profesor avivaron todavía las sospechas que me habían hecho concebir las relaciones de Antonia con el consejero, de tal modo que hasta llegué á imaginar que la muerte de la joven, debía pesar terriblemente sobre la conciencia de Crespel.

Tomé, pues, la resolución de no ausentarme de H... sin antes echarle en cara el crimen de que le creía culpable, conmoviéndole hasta el fondo del alma y arrancándole así una confesión explícita de su crimen. Cuanto más iba reflexionando, se me hacia más evidente que Crespel, era un malvado, de modo que la imprecación que pensaba dirigirle, tomaba á cada punto un carácter ms vehemente y caluroso, acabando por ser una obra maestra de oratoria.

Así animado y lleno de fogosas Ideas volé á casa del consejero y le hallé ocupado torneando algunos juguetes, con la tranquilidad en el semblante y la sonrisa en los labios.—Cómo podéis gozar un momento de reposo,—fué lo primero que le dije,—debiendo el remordimiento de una monstruosa acción mortificaros de continuo!...

Miróme lleno de sorpresa y dejó á un lado lo que tenía entre manos.

—Qué queréis decir con esto, amigo mío?—me preguntó.—Tened la bondad de tomar asiento.

Enardeciéndome por momentos, le acusé de haber ocasionado la muerte de Antonia, y le amenacé con la venganza del cielo. Orgulloso de mi nueva calidad de togado, le afirmé que nada dejaría para remover hasta descubrir las huellas de su crimen y entregarlo á los tribunales de justicia. No obstante, no puedo explicar hasta qué punto me sentí desconcertado, cuando al terminar mi pomposa arenca, vi que el consejero me estaba mirando con la mayor tranquilidad del mundo, como si esperara que continuase hablando todavía: no hay que decir que probó de hacerlo; pero lo poco que dijo era tan incoherente y hasta ridículo, que no tuve valor para seguir adelante. Crespel parecía deleitarse en mi turbación, pues vagaba por sus labios una maliciosa sonrisa. Por último, recobrando la gravedad, me dijo con voz imponente;

—Joven: aunque me tengas por loco ó insensato, te perdono, en gracia á residir entrambos en el mismo manicomio, y ya sé que tu enojo procede de que yo me crea ser el Dios padre, mientras que tú te miras como el Dios hijo, Pero con qué derecho te atreves á querer penetrar en los recónditos repliegues de una existencia que no te corresponde? Pero bah! Antonia no existe, y el secreto no tiene ya razón de ser...

Al decir esto se levantó, recorrió en silencio el aposento, lanzóme una mirada prolongada, y tomándome de la mano me condujo á una ventana que abrió de par en par, y luego apoyado en el antepecho y vagando sus ojos por el jardín, me contó su historia, y ésta me impresionó de tal modo que al dejarle me retiré admirado y confuso.

He aquí en pocas palabras lo concerniente á Antonia. Hacia ya entonces unos veinte años, poco más, poco menos, que el deseo de adquirir buenos violines de los antiguos maestros, llevó al consejero á Italia, siendo de advertir que no soñaba todavía en construirlos ni menos en desmontarlos. Hallándose en Ve necia tuvo ocasión de oir á la famosa cantatriz Angela, que ejecutaba entonces los primeros papeles un el teatro de San Benedetto, y no sólo por su talento, sino también por la extraordinaria belleza de la signora, sintió el consejero un entusiasmo sin límites. Buscó el mejor modo de trabar conocimiento con ella y á pesar de la rudeza de sus modales, por su excelente manejo del violín, encontró al poco tiempo la más distinguida correspondencia en la joven actriz, hasta el extremo de contraer á las pocas semanas matrimonio con él con la condición expresa de que había de permanecer secreto, pues Angela no se avenía á retirarse de la escena, ni menos á abandonar un nombre que se había hecho célebre, para tomar el prosaico de su esposo.

Crespel me describió con cáustica ironía todas las torturas que la signora Angela le hizo sufrir, así que fue su esposa.—Figuraos,—me dijo,—todos los caprichos é impertinencias de todas las primas donnas, reunidas en el cuerpecillo de Angela. Si un día, cansado de tanta humillación, concebía la Idea de imponerse y echar el gallo, sin perder momento le enviaba Angela una legión de abbati, maestri y academici, quienes ignorando sus derechos conyugales, le trataban como á amante descortés é insoportable. Ocurrió una vez, que tras de un ataque tempestuoso y para ponerse á cubierto de tanto engorro, se refugió Crespel en la quinta de Angela, deseoso de olvidar los sinsabores y disgustos de la jornada, ejecutando diversas fantasías en su violín de Cremona. A los pocos momentos de haber llegado, llega asimismo la signora, á quien le había dado entonces por mostrarse tierna, por lo que, después de darle un abrazo, y de contemplarle con languidez, descansó su cabeza sobre los hombros del consejero, pero éste sin distraerse de su tarea, envuelto en el torbellino de acordes que brotaban de su instrumento, inadvertidamente dió con el arco en la cabeza de la signora, y ésta enderezándose furiosa y á los gritos de: Bestia tedesca!, le arrancó el violín de las manos y le hizo trizas sobre el mármol de una mesa contigua. En el primer momento quedó el consejero como petrificado, y luego cual si despertara de un sueño, cogió á la signora entre sus brazos, la arrojó por la ventana, y sin mirarlas consecuencias de su arrebato, ni cuidarse de otra cosa, tomó el camino de Alemania.

Algún tiempo después ni siquiera se atrevía á darse cuenta de su violencia, y aun cuando recordaba que la ventana tenía á penas cinco pies de elevación y que sólo por un movimiento irresistible había obrado de aquel modo, perseguíale una cruel inquietud, que subía de grado al recordar que la signora pocos días antes le había hecho concebir la esperanza de hacerle padre. A la sola idea de adquirir informes, temblaba como un azocado; es por lo mismo sumamente natural la sorpresa que tuvo á los ocho meses de este incidente, recibiendo una carta, sumamente tierna, de su cara mitad, en la cual, sin que hiciera mención alguna de lo ocurrido en la quinta, le anunciaba que había dado á luz á una hermosa niña, suplicando encarecidamente al mérito amato é padre felicissimo, que lo más pronto posible se pusiera en camino para Venecia.

Crespel antes de contestar, escribió á algunos amibos rogándoles se sirvieran enterarle de todo lo ocurrido desde su partida, y supo que la signora al traspasar la ventana, había caído sobre el césped, ligera como un pajarillo, sin que esta caída hubiera tenido desfavorables consecuencias, antes al contrario, el proceder de Crespel la había curado de sus habituales caprichos, sin que desde aquel día se hubiese notado en ella una sola de aquellas ideas extrañas que constituyeron el fondo de su carácter. Tanto era así que el maestro que aquel año se había encargado de las funciones de Carnaval, se tenía por el más feliz de los mortales, supuesto que la signora se había prestado á cantar su parte librándole de las mil variaciones, que antes exigía.

Conmovido el consejero por tan completa transformación, pidió sin reflexionar que engancharan un carruaje, y al ir á subir:—Alto,—exclamó,—no sea caso que mi sola presencia le haga volver á las andadas, y que de nuevo me vea obligado á echarla por la ventana!

Y volviendo á entrar en casa le escribió una carta llena de ternura, expresándole el gozo que le había causado el saber que la recién-nacida tenía lo mismo que él un lunar detrás de la oreja; y después de jurarle que la amaba entrañablemente, afirmaba que sus ocupaciones le retenían en Alemania. Continuó la correspondencia bajo el mismo patrón: protestas de amor, súplicas y ruegos, deseos y expresiones de pesar por no poder cumplirlos, volaban á granel desde Venecia á H... desde H... á Venecia, hasta que por fin Angela pasó á Alemania contratada como á prima donna, y en el teatro de F... obtuvo una ovación entusiasta, pues si bien ya no era joven, tenía su canto un atractivo irresistible, y su voz conservaba aun la frescura de sus primeros años. En tanto Antonia iba creciendo, y su madre no se cansaba de escribir al consejero, que su hija prometía llegar á ser una cantatriz de primer orden.

Un día los amigos que tenía Crespel en F... ignorando completamente el matrimonio del consejero, le escribieron que dos célebres cantatrices formaban la admiración de aquel teatro instándole vivamente á que fuera á oirlas. Pero aun cuando el consejero tenía vehementes deseos de ver á su hija, con sólo pensar en su esposa, le sobrecogía una nube de tristes pensamientos, lo que lo obligó á no moverse de casa y no abandonar un sólo instante sus violines desmontados.

Un joven compositor muy celebrado se enamoró perdidamente de Antonia y esta correspondió á su afecto. Angela no tenía por qué oponerse á su enlace, y el mismo consejero lo aprobó de muy buen grado, pues las obras del joven artista fe habían gustado mucho, á pesar de la severidad de su criterio. De día en día aguardaba Crespel la noticia de haberse realizado el matrimonio; pero en vez de la próspera nueva que ansiaba, recibió una carta de luto, cuya dirección iba escrita por mano extraña. Era del Doctor R... quien le anunciaba que Angela al salir del teatro había cogido una pulmonía, de cuyas resultas acababa de fallecer, precisamente la misma víspera del enlace de Antonia. El doctor añadía que Angela le había confiado estar casada con el consejero, á quien recomendaba la suerte de su hija.

El mismo día Crespel se puso en camino para F... Fuérame imposible describir lo patético de sus palabras, cuando me reseñó la primera entrevista que tuvo con su hija, pues en la misma extravagancia de sus expresiones resaltaba una fuerza indescriptible. Estaba adornada Antonia de todas las gracias de su madre, sin ninguno de sus defectos. Al llegar, la encontró junto á su novio, y enterada de los sentimientos internos de su padre¿se puso á cantar una canción del gran Martini, que sabía que su madre le cantaba siempre, durante sus amoríos. Se deshizo Crespel en un torrente de lágrimas, pues nunca la voz de su esposa había vibrado con tanta fuerza y expresión en sus oídos. El canto de Antonia tenía un carácter particular, y ya se asemejaba los suspiros de un arpa cólica, ya á las mágicas modulaciones del ruiseñor, pareciendo imposible que tanta variedad de tonos cupiera en un pecho humano. Antonia, radiante de amor y alegría, cantó lo mejor de su repertorio, acompañándola su novio en el piano, arrebatado de entusiasmo. Crespel extasiado en un principio, se puso luego triste y meditabundo, y levantándose de súbito la estrechó contra su pecho, y le dijo con voz abobada:—Si me amas, hija mía, no cantes más!... Tu canto me destroza el alma!... Me pongo ansioso!... No cantes más, por Jesucristo...

—No,—decía al día siguiente al doctor R...—cuando, mientras cantaba, aparecieron en sus pálidas mejillas dos manchas coloradas, no era aquello ciertamente un aire de familia... sino un signo de mal agüero.—El doctor, cuyo semblante, desde el principio de la observación del consejero se había llenado de inquietud, le contestó:—Es en efecto, muy posible, que ya provenga de un grande esfuerzo, ya de un vicio de constitución, sufra Antonia una afección en el pecho, que será precisamente lo que presta á su voz esas vibraciones sonoras y sobrenaturales. Si es así, cuidad que no cante más pues de continuar como hasta aquí, no le garantizo la vida por seis meses.

Las palabras del doctor hicieron en el consejero el efecto de una puñalada asestada en mitad del corazón: parecíale ver un árbol frondoso, cubierto de opulentos frutos y destinado no reverdecer, á no florecer jamás, á ser arrancado de cuajo. Poco tardó en tomar una resolución definitiva, y después de revelar á Antonia sus temores, la dejó escoger entre seguir á su amante y abandonarse á las seducciones del mundo, comprando este placer con la existencia, ó consolar los últimos días de su padre, creándole una felicidad que nunca había conocido, y recibiendo en premio la conservación de la vida. La joven hizo comprender á su padre el cruento dolor que la martirizaba, arrojándose á sus brazos sollozante. Dirigióse enseguida al novio, y aun cuando éste le aseguró que no permití ría fue nunca más saliera de sus labios de su amada una sola nota, creyó el consejero que no podría resistir al placer de verla ejecutar principalmente las piezas que brotaran de su numen, y acompañado de su hija y sin despedirse de nadie, salió de F... con intento de retirarse á H..., pero desesperado el amante por tan súbita partida, se puso á seguirles, y llegó á aquella ciudad al mismo tiempo que ellos.

Verle una sola vez, y después morir!—decía Antonia ahogando un profundo gemido.—Morir! Cómo se entiende morir?—exclamaba el consejero lleno de cólera, mientras que un estremecimiento glacial le helaba el corazón.

Su hija! Este sér adorado, el único en el mundo que le revelaba una dicha desconocida, el único que le reconciliaba con la existencia. huir de su regazo!... ah! era imposible. Resolvió, pues, someterla á una terrible prueba. Sentóse el amante al piano, Antonia cantó, y Crespel tocó alegremente el violín, hasta que viendo aparecer en las mejillas de la joven, las dos fatales manchas, interrumpió el concierto. El músico entonces se despidió de Antonia, y ésta cayó desvanecida sobre el pavimento, lanzando un agudo grito.—Creí en verdad—me decía Crespel,—que tal como lo tenía previsto, había muerto, que había muerto sin remisión; pero resignado á lo peor que pudiera sucederme, permanecí tranquilo, y cogiendo al profesor por los hombros, le dije:—Ya que habéis querido, dignísimo pianista, asesinar á vuestra amada, podéis dejarme en paz, á no ser que prefiráis esperar á que os sepulte en el corazón ese cuchillo de monte, enrojeciendo así las pálidas mejillas de mi hija, con vuestra preciosa sangre. Ea, pues! Fuera de aquí al momento, ó no respondo de mis acciones!—Terrible había de ser su ademán, al pronunciar estas palabras; tomó la puerta escape y bajo de un brinco la escalera.

Algo lejos de su alcance estaría ya, cuando Antonia que yacía en el suelo sin sentido, abrió los ojos, que la muerte parecía querer cerrar al mismo tiempo. Crespel lanzó un aullido, y el médico que había ido á buscar el ama de gobierno, calificó de grave; mas no de peligroso el estado de la joven; y en efecto, se restableció mucho más pronto de lo que esperaba el mismo consejero. Desde entonces consagróse á su padre con indecible ternura, abandonándose á todas sus preocupaciones y extravagancias, ayudándole á desmontar violines y construirlos nuevos.—No quiero ya cantar más, y sólo vivir por tí,—le decía con frecuencia, sonriendo, y cuando alguien le invitaba á hacerlo, se negaba á ello obstinadamente, Pero el consejero, procuraba evitar todas las ocasiones, y sólo á pesar suyo la acompasaba á una que otra reunión, pero á ninguna absolutamente en que se diera concierto ó se hablara de música, pues no dejaba de comprender cuán doloroso era el sacrificio de su hija, renunciando á un arte, que había elevado á tan alto grado de perfección.

Cuando compró aquel maravilloso violín que sepultó con ella, se preparaba á desmontarlo como á los demás; pero Antonia le miró con melancolía, y le dijo con triste acento:—Cómo! Este también?—El mismo consejero no acertaba á descifrar la oculta influencia que le arrastraba á dejarlo intacto y á tañerlo. Apenas hubo arrancado de él las primeras notas, exclamó la joven llena de alborozo:—Padre, padre: yo canto todavía!—En efecto, los puros y argentinos sones de aquel violín parecía que brotaban de un pecho humano. Conmovido Crespel hasta lo más profundo del alma, esmeraba por momentos la ejecución y cuando con atrevida fuerza recorría todos los tonos de la gama, Antonia palmeteaba, exclamando con arrebato:—Ah! Muy bien lo he hecho... Muy bien!—Desde aquel entonces recobró la alegría y tranquilidad, y cuando le decía al consejero:—Padre mío, quisiera cantar algo,—éste descolgaba el violín de la pared, ejecutaba los trozos favoritos de su hija, y ésta experimentaba un alborozo inmenso.

Poco tiempo antes de mi regreso á H... el consejero creyó oir una noche en el aposento contiguo los acordes del piano, y en el preludio reconoció distintamente la ejecución del antiguo amante de su hija. Quiso levantarse; pero le pareció que un peso enorme lo oprimía y que fuertes cadenas de hierro le sujetaban en la cama. Algunos momentos después reconoció la voz de Antonia, exhalándose en un principio suave cual el aura, y subiendo gradualmente hasta alcanzar un fortíssimo vibrante: distinguió por último los acentos de una melodía conmovedora que en otros tiempos el joven profesor había compuesto para Antonia, inspirándose en el estilo sacro de los antiguos maestros. Me confesó Crespel que en tales momentos experimentaba una agitación espantosa, pues sentía á la vez una horrible agonía y un deleite inefable.

De repente le hiere una luz deslumbradora, en medio de la cual percibe á ambos amantes abrazados con transporte: la melodía resuena aun, sin que Antonia cante, ni su amante toque el piano. Entonces cayó el consejero en un profundo letargo y todo huyó de su presencia; el concierto y la aparición.

Al despertar todavía le Agitaba la terrible impresión de este funesto sueño: corrió volando al aposento de Antonia y la encontró tendida en el sofá, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos entornados y una sonrisa en los labios, cual si durmiera, arrullada por celestiales ensueños.

Había muerto!

El maestro Martín y sus mancebos

Sin duda has experimentado alguna vez, lector querido, una indefinible melancolía, al recorrer una ciudad, cubierta de monumentos del antiguo arte alemán, los cuales atestiguan con muda y elocuente voz los esplendores, la heroica perseverancia y toda la historia de unos tiempos que ya no existen. Una ciudad de esas no te ha producido el mismo efecto que una casa abandonada? Encima de la mesa se ostenta todavía el libro de rezo que abrió el jefe de la familia: cuelga de las paredes la preciosa tapicería elaborada por la dueña de la casa, y están llenos los armarios de ricos utensilios, que fueron el regalo de la familia en las más solemnes festividades. Parece que uno de los habitantes de esta morada va á recibirte y á ofrecerte cordial hospitalidad; paro en vano esperas á aquellos á quienes el tiempo ha arrastrado consigo en sus rápidos ó incesantes embates. Ya no te queda más que dejarte mecer por los dulces ensueños que brotan de tantos recuerdos de los antiguos huéspedes, los cuales te hablan con un lenguaje tan puro y sensible, que te conmueve hasta en lo más hondo del espíritu. Entonces comprendes el sentido íntimo de sus obras, pues vives en su tiempo, y contemplas la fuente de sus inspiraciones.

Pero, ay! suele ocurrir que en el momento en que crees abarcar tan risueñas imágenes, éstas desaparecen perseguidas por los rumores del día que despierta, elevándose entre la tenue bruma de la mañana, y dejándote arrasados los ojos en lágrimas, sus primeros y pálidos reflejos. Entonces el rudo contacto de la vida real te arrebata la visión que te halagaba, dejándote sólo las huellas de un vehemente deseo que agita toda tu naturaleza.

El que estas líneas escribe para tí, caro lector, ha experimentado semejantes impresiones cuantas veces su camino le llevo á visitar la célebre ciudad de Nuremberg. Encantadores ensueños le ha producido la contemplación de la maravillosa fuente del Mercado, del sepulcro de San Sebaldo ó de San Lorenzo, tan pronto el Castillo como la casa de la Ciudad, que contiene las obras maestras de Alberto Dürer: de modo que todas las magnificencias que encierra la imperial ciudad, cantadas por el viejo Rosenblüt y cada escena de costumbres de aquellos tiempos en que el obrero y el artista se daban la mano, encaminándose á un mismo objeto, al fijarse en sus ojos, se han grabado indeleblemente en su memoria. Quieres que te reproduzca una de esas escenas? Tal vez te complazca desligarte en casa de nuestro maestro Martín y detenerte un rato contemplando sus cubas y toneles... Ojalá no me engañe, y se cumplan así los votos del autor!

I

A 1.° de mayo del año de gracia 1580, el honorable gremio de los toneleros de la ciudad libreé imperial de Nuremberg se reunió solemnemente, conforme á sus antiguos usos y costumbres. Poco tiempo antes había sido enterrado uno de los síndicos—ó maestro de los cirios como ellos le llamaban,—y era menester substituirlo. La elección recayó en maestro Martín, quien por cierto no tenía rival en el arte de construir un tonel con elegancia y solidez, ni en arreglar y disponer los vinos en la bodega, por cuyas razones contaba sus parroquianos entre los señores más distinguidos, y vivía holgadamente, ó por mejor decir, en la opulencia.

Terminada la elección, el digno consejero Paumgartner, sindico de los oficios, tomó la palabra y dijo:—«Os felicito, amibos míos, por el acierto que habéis tenido, elidiendo á maestro Martín por sindico del gremio, pues no podía recaer el cargo en manos más dignas. Maestro Martín posee el aprecio de cuantos le conocen; hábil en su oficio, no hay quien sea tan experto en el arte de conservar y cuidar el noble mosto. Su celo en el trabajo y religiosidad, á pesar de sus riquezas, deben servirnos á todos de modelo. Saludo, pues, una y mil veces á nuestro amigo, por el cargo honroso que acabáis de conferirle».

Al decir esto, Paumgartner se levantó del asiento y dió algunos pasos, con los brazos abiertos, estimulando al maestro Martín para que se arrojara en ellos, al mismo tiempo que éste, apoyando las manos en los del sillón, se levantó con todas las precauciones, cual convenía á su respetable gordura; y luego se acercó también con mucha lentitud á Paumgartner, respondiendo apenas á sus afectuosos abrazos.

—Y bien,—dijo el consejero algo admirado,—y bien, maestro, no estáis contento de veros elegido maestro de los cirios?

El maestro Martín echó la cabeza atrás, movimiento que le era habitual, golpeóse con la punta de lea dedos su redondeado barrigón, recorrió con la vista toda la Asamblea; y volviéndose de cara al consejero, le dijo:—Cómo, mi buen señor, no he de estar contento, al ver que me pagáis al fin lo que me es debido? Quién se niega á recibir el salario de su buen trabajo? Quién se niega á recibir al deudor moroso, cuando viene dinero en mano á satisfacer una deuda antigua?... Muy bien, buena gente,—añadió dirigiéndose á los maestros sentados alrededor,—muy bien, pues al fin habéis tenido la idea de que fuera yo el sindico de nuestro honrado gremio. No se exige de un sindico, que sea el más hábil en su oficio? Id, pues, á examinar mi tonel de doble medida, concluído sin fuego, mi hermosa obra maestra, y después decid si alguno de vosotros puede vanagloriarse de haber dado cima á un trabajo tan sólido y elegante. Pretenderéis que posea bienes y dinero? Llegaos hasta mi casa, os abriré armarios y cofres, y estoy seguro que el oro y la plata llegarán á deslumbraros. Queréis, por último, que un síndico se vea honrado de grandes y pequeños? Entonces acudid á los respetables señores del consejo, á los príncipes y señores todos de nuestra buena ciudad de Nuremberg, al venerable obispo de Bamberg, y preguntadles qué piensan del maestro Martín... y creo que nada malo os dirá ninguno de ellos.

Dichas estas palabras, volvió á golpear del todo satisfecho en su abultado abdomen, entornó los ojos, y viendo que reinaba completo silencio, alterado sólo por un ligero susurro, continuó diciendo:—Pero echo de ver y comprendo muy bien que debo daros las gracias más corteses, de que el Señor al fin os haya inspirado una cosa buena, pues cuando recibo el precio de mi trabajo, ó algún deudor me paga, pongo siempre al pie del recibo:—«Recibo con agradecimiento. Maestro Martín, tonelero de esta ciudad». A todos, pues, os doy mil gracias por haber satisfecho una antigua deuda, nombrándome vuestro sindico: prometo además llenar mis funciones con celo y conciencia: todos y cada uno de vosotros bailará en mí, siempre que lo necesite, consejo y auxilio, en cuanto mis fuerzas me lo permitan, procurando por mi parte mantener en todo y por todo la honra y la dignidad de nuestra noble profesión. De paso tengo el gusto de invitaros, á vos, respetable síndico de los oficios, y á vosotros todos, amigos y maestros á una alegre comida, que se celebrará el próximo domingo, donde destapando algunas buenas botellas de Hochheim, de Johamisbeg ó del vino de mis bodegas bien surtidas que más os guste, hablaremos de los asuntos de mayor Interés para el gremio: lo repito, quedáis todos convidados.

El rostro de los honorables maestros que se habían ofuscado al oir el orgulloso discurso del viejo tonelero, se serenó con esta franca invitación, y el triste silencio que reinaba hizo plaza á los alegres dichos sobre los altos méritos del nuevo sindico y las excelencias de su bodega. Todos prometieron asistirá la comida del maestro Martín, á quien estrecharon la mano, sucesivamente, uno tras otro, mientras éste les abrazaba á todos contra su barriga.

La reunión se disolvió alegre y cordialmente.

II

El consejero Paumgartner volviendo un día de sus negocios, pasó por delante de la crasa de maestro Martín, y como hiciera ademán de seguir andando, el nuevo sindico, quitándose el gorro ó inclinándose respetuosamente, le dijo:—Os dignaréis, digno consejero, honrar mi humilde morada con vuestra presencia por un solo instante? Permitidme que me solace un rato en vuestra ilustrada conversación!

—Oh! mi buen maestro Martín,—contestó sonriendo el consejero,—de muy buen grado me detendré para complaceros; mas no entiendo por qué habéis de calificar de humilde esa vuestra casa. No sé que ninguno de los más opulentos ciudadanos la tenga tan bella, pues desde que habéis acabado de construirla, constituye, no lo dudéis! uno de los mejores ornamentos de nuestra ciudad imperial. Y ya no os hablo de los adornos y disposición interiores, que, á fe mía, no hallaríais patricio alguno que los desdeñara.

El viejo Paumgartner tenía razón, pues desde que abrieron la puerta, artísticamente calada de adornos en bronce, penetraron en un anchuroso vestíbulo, con techo de madera elegantemente labrada, con cuadros de primer orden, armarios y sitiales, cubriendo las paredes, todo ello de un gusto artístico exquisito, de modo que no había nadie que al entrar, no obedeciera instintivamente la advertencia redactada en verso ó impresa en una tablilla fija en la puerta, la cual prescribía á los visitantes que se enjugaran los pies antes de seguir adelante.

El día había sido sumamente caluroso, y como el ambiente de aquella estancia era en extremo sofocante, maestro Martín acompañó á su huésped al espacioso prangkuchen, que así se llamaba en aquella época, al aposento arreglado, en casa de los ricos ciudadanos, á modo de comedor, sin que sirviera para esto, aunque ostentara los más ricos utensilios de la familia.

—Rosa! Rosa!—gritó al entrar maestro Martín, mientras al mismo instante se abría una puerta y aparecía la hija única del tonelero.

Ay, lector amigo! Qué no pueda atora mismo presentarte á la vista alguna de las obras maestras de nuestro grande Alberto Dürer, para que te hagas cargo cabal del noble semblante de aquellas jóvenes, llenas de gracias, dulces, expresivas, dignas y piadosas que aparecen en sus cuadros! Figúrate uno de esos talles delicados, una de esas frentes redondeadas y blancas como el lirio, ese encarnado de rosa esparcido en las mejillas, unos labios purpúreos como el fruto del cerezo un místico deseo impreso en la mirada y la pupila medio oculta entre la sombra de las cejas, brillando como un rayo de luna entre el espeso ramaje: figúrate unos cabellos sedosos, reunidos en elegantes trenzas: solázate además en la belleza celeste de esas vírgenes y tendrás una idea de Rosa. Cómo podría el narrador de la presente historia presentarte de otro modo el retrato de esta joven encantadora? Permítasele recordar al mismo tiempo á un joven y excelente artista, que ha sabido adivinar el arte la luz de esos buenos antiguos tiempos: refiéreme al pintor alemán Cornelius. Cual la Margarita del Faust, brotada del pincel de Cornelius, cuando pronuncia las palabras: «Ni soy noble ni bella» era la preciosa Rosa, cuando con cándida timidez se sustraía á los presuntuosos elogios, de que solía ser objeto á cada punto.

Rosa se inclinó humildemente ante el consejero, le tomó la mano y se la besó. Las pálidas, mejillas de Paumgartner se colorearon, y como la luz del sol poniente que dora con los últimos rayos la cima de un espeso matorral, brilló en sus ojos por un instante codo el fuego de su juventud perdida.

—Ay!—exclamó—querido maestro, por rico os tenía; pero no tanto que os creyera poseedor del mejor don que pueden conceder los cielos, una hija como la vuestra. Si á nosotros, cascados consejeros, no nos es dable desviar los ojos de una niña tan angelical, podemos enfadarnos con los jóvenes, si al encontrarla en la calle permanecen estáticos y como petrificados, si en la iglesia, por ella se olvidan del predicador, ó en una fiesta, dejan á todos los demás para perseguirla con suspiros, lánguidas miradas y toda suerte de galanteos? Vaya, que con una muchacha como esa, podréis escoger yerno entre la nobleza, ó donde quiera que mejor os plazca!

A estas palabras se arrugó la frente del maestro y ordenó á su hija que fuera por una buena botella de vino añejo y así que ésta se hubo retirado, con las miradas fijas en el suelo, le dijo al consejero:—Es cierto, señor mío, que mi hija está dotada de una rara belleza, y que el cielo además me ha hecho rico; pero cómo habéis podido hablar de este modo delante de ella? Sabed desde ahora que eso de unirla con algún joven noble, no será nunca.

—Callaos, maestro Martín, callaos por Dios,—dijo el consejero sonriendo,—que lo que no cabe en el corazón rebosa por los labios. Creeríais que la helada sangre de mis venas, se ha puesto á hervir en cuanto he visto á Rosa? Hay por lo tanto algún mal en que diga lo que siento, lo que ella misma debe saber sobrado?

Rosa trajo el vino y dos preciosas copas: el maestro llevó hasta el centro de la sala una mesa de madera ricamente esculpida, y apenas se hubieron sentado, y las copas estuvieron llenas, oyóse junto á la puerta ruído de caballos, y en el vestíbulo la voz de un caballero, por lo que Rosa bajó precipitadamente y volvió anunciando que acababa de llegar el anciano señor Enrique de Spangenberg, quien deseaba hablar con maestro Martín.

Al oir estas palabras el maestro corrió con toda la ligereza que le permitían sus fuerzas al encuentro de tan respetable huésped.

III

Centelleaba el vino de Hochheim en las cinceladas copas, desatando la lengua y dilatando el corazón de los tres ancianos. De cuando en cuando el viejo señor Spangenberg, que á pesar de lo avanzado de su edad, conservaba todavía la viveza y la frescura de la juventud, refería donosos episodios de sus verdes años, haciendo las delicias del maestro tonelero, cuyo abultado abdomen se agitaba alegremente, mientras á cada carcajada se lo llenaban de lágrimas los ojos. En cuanto á Paumgartner, olvidaba más de lo acostumbrado su gravedad de consejero, deleitándose en saborear el buen vinillo y los dichos graciosos del noble señor.

Pero cuando al reaparecer la hija del tonelero, llevando en el brazo un lindo cesto, del que sacó unos manteles blancos como la nieve, cuando iba y venía, libera como un pájaro, depositando en la mesa sazonados platos y suplicando lo mismo á los huéspedes que á su padre la dispensaran por lo parco de una cena preparada precipitadamente, cesaron las risas y la alegre conversación. Spangenberg y el consejero seguían con ávida mirada á la encantadora joven, y hasta el maestro repantigado en su sillón, con las manos cruzadas, la observaba satisfecho.

Iba Rosa á retirarse, pero el viejo Spangenberg, con la presteza de un mozo, se levantó, cogió la mano de la doncella, y le dijo con lágrimas en los ojos:—Dulce, bello, adorable serafín! joven encantadora!... y aplicándole dos, ó tres besos en la frente, volvió á su lugar, absorto y pensativo.

Al cabo de un rato propuso brindar á la salud de Rosa.

—Lo merece,—dijo el caballero,—pues en verdad, maestro, que al daros el cielo á esta muchacha, os dotó de un tesoro que nunca apreciaréis lo bastante. De fijo que os valdrá algún día altos honores, pues quién, sea cual fuese su rango, no se tendrá por feliz, en ser vuestro yerno?

—Ya estáis viendo,—dijo Paumgartner,—que el noble señor de Spangenberg, abunda en mis propios pensamientos.

—Sí: pues desde ahora veo ya á la hermosísima Rosa unida con un noble, con luengas sartas de perlas entrelazadas con sus doradas trenzas.

—Pero, mis buenos señores,—dijo maestra Martín con descontento,—por qué habéis de hablar de una cosa, de la cual estoy muy lejos de ocuparme? Mi adorada Rosa acaba de cumplir los diez y ocho años, y á esta edad, una joven como ella no debe pensar todavía en matrimonio. Lo une será después tan sólo Dios lo sabe; pero en todos casos lo que puedo deciros es que nadie ni noble, ni de otra clase poseerá la mano de mi hija, sin que yo antes le tenga y reconozca por hábil y laborioso tonelero, mediante siempre que sea del gusto de Rosa, pues en este punto estoy dispuesto á no violentarla.

Al oir estas palabras Spangenberg y Paumgartner, se miraron con sorpresa, y después de un rato de silencio, el consejero dijóle al maestro;—De modo, que vuestra hija no puede escoger por esposo á nadie que no sea del oficio...

—Que Dios la preserve de ello,—contestó el maestro.

—Pero,—dijo el caballero,—si un hábil maestro de cualquier otro oficio honroso, un joyero por ejemplo, ó algún artista distinguido, os pidiera su mano, después de merecer su afecto, en este caso qué haríais?

—Amigo mío, le diría,—repuso el maestro, echando la cabeza atrás,—como á buen oficial que os supongo, dejadme ver el tonel de doble cabida que habéis hecho como obra maestra!... Y si no pudiera satisfacer tal exigencia, le abriría la puerta amistosamente, y con mucho cumplimiento le mandaría con la música á otra parte.

—No obstante,—replicó Spangenberg,—si esto joven oficial os contestara:—No puedo, en verdad, presentaros tal trabajo, pero llegaos hasta la plaza y echad un vistazo sobre aquella casa que lanza al aire sus torres altas y atrevidas: aquella es mi obra de maestro...

—Vaya, señor mío,—exclamó Martín con impaciencia, interrumpiendo á su interlocutor,—que es completamente inútil la pena que os dais para hacerme cambiar de ideas. Quiero que mi yerno sea de mi profesión, que es la más bella del mundo, pues no debéis figuraros que baste para ser buen tonelero saber colocar á martillazos los aros en las duelas; es menester, además, inteligencia para cuidar y conservar el noble vino, ese don precioso que nos dispensó el cielo, para fortalecernos y vivificarnos; y aún sin movernos de la construcción, no es acaso necesario que sepamos medir y calcular escrupulosamente? Las proporciones de nuestros toneles exigen, pues, de nosotros sólidos conocimientos aritméticos y geométricos. No adivinaríais el alborozo de mi corazón, al colocar un bello tonel sobre los caballetes, para darle la última mano, cuando los mancebos dejan caer cadenciosamente sus mazos sobre los aros!... Clip! Clap! Clip! Clap! Es una música deliciosa! Con qué orgullo contemplo entonces mi edificio completamente acabado, y empuño la gubia, para marcarlo con el honrado sello de la casa! Y hablaréis todavía de los arquitectos? Convengo en que un buen edificio es una obra soberbia; pero yo arquitecto, al se me ocurriera pasar un día por delante de mi obra, y viera á un pícaro holgazán, que la hubiese comprado, echándome desde el balcón una mirada de desprecio, me sentiría avergonzado hasta el fondo del alma, y ganas me vendrían de demoler mi propia obra. En mis construcciones nada de esto puede sucederme, pues sirven para albergar la más noble esencia de la tierra, el vino generoso! Loado sea, pues, mi oficio!

—Vuestro panegírico,—repuso Spangenberg—está perfectamente concebido, y la estima que en él habéis demostrado por vuestro oficio, os honra; pero no por eso me doy por vencido. Permitidme que vuelva á mi primitiva idea y que os pregunte: Qué haríais, si aquí, ahora mismo, se os presentara un patricio á pedir la, mano de vuestra hija? Pues ya sabéis que en la vida se ofrecen ciertos momentos decisivos en que las cosas toman un giro distinto de lo que uno se ha propuesto.

—Pues bien,—exclamó maestro Martín con alguna violencia,—en este caso lo único que podría hacer, sería saludarle con finura y decirle:—Señor mío, si fueseis un buen tonelero..Pero como no lo sois...

—Oid, oid,—interrumpió Spangenberg:—suponed que un día un joven y apuesto gentilhombre, montando un magnífico caballo y seguido de una brillante servidumbre, se detiene ante vuestra casa y os pide la mano de la niña...

—Pues entonces,—gritó maestro Martín, montando en violencia,—correría á cerrar la puerta con llave y cerrojo, y le diría desde el balcón;—Seguid adelante, noble doncel; que no florecen por vos rosas como la que yo guardo: ya sé que os gusta mi bodega, que mis escudos os sonríen, y que los tomaríais de buen grado y mi hija con ellos, como á regalo del trato!... Pero, creedme, seguid adelante!

Al llegar aquí levantóse el viejo Spangenberg, encendidas las mejillas por el rubor, apoyó las manos en la mesa, bajó los ojos y dijo después de una pausa:—Vaya la última pregunta, maestro Martín! Si ese joven fuese mi hijo y si yo me parase con él á los umbrales de esta casa, cerraríais también las puertas? creeríais asimismo que veníamos sólo por vuestra bodega y vuestros escudos?

—Líbreme Dios de imaginarlo siquiera, noble caballero,—repuso el maestro:—os las abriría de par en par, pondría á vuestra disposición y á la de vuestro señor hijo todo cuanto contiene mi morada; pero por lo tocante Rosa, os diría:—Pluguiera al cielo que fuese vuestro noble hijo un excelente tonelero, que Dad te nos convendría como él... Pero vaya, mi buen señor, á qué acosarme con tan extrañas preguntas? Ved aquí olvidados nuestros alegres dichos y las copas sin vaciar, E¡a! quede un lado Rosa y su matrimonio, y brindemos á la salud de vuestro hijo, que es, según me han dicho, un apuesto y cumplido caballero.

El maestro Martín tomó la copa, y Paumgartner siguió su ejemplo, exclamando:—Demos tregua á toda vana discusión: A la salud del joven caballero!

Spangenberg después de apurar la copa, dijo con forzada sonrisa:—Tened en cuenta que todo ello ha sido una chanza de mi parta, pues mi hijo no se ha vuelto loco todavía, para que, olvidando su rango, venga á pediros la mano de la vuestra, cuando puede enlazarse con las más nobles familias y escoger la que más le guste. Con todo, maestro Martín, creo que habríais podido contestarme de un modo más amistoso.

—Es que, mi buen señor, no habría sabido hacerlo de otro modo, si todo cuanto habéis dicho de chanza, lo hubieseis dicho de veras: perdonad mí orgullo, pues como os consta perfectamente, soy el más diestro tonelero que exista en el país; y radie entiende como yo en la conservación del vino. Ya sabéis que nunca me he separado de las excelentes ordenanzas del difunto emperador Maximiliano, que en gloria esté, que me horroriza toda superchería, y que hasta en los toneles de doble cabida no quemo nunca más que la cantidad de azufre indispensable para su conservación; y de todo ello, buenos señores, responda ese vino.

Spangenber aparentó recobrar su primitiva jovialidad, y el consejero cuidóse de dar otro giro á la conversación; pero tal como sucede, cuando se han aflojado las cuerdas de un instrumento, que resisten al vatio esfuerzo del artista, cuando pretende arrancar de ellas los armoniosos acordes que obtuvo en un principio, asimismo los tres ancianos se esforzaban inútilmente en dar agradable sesgo á su conversación. Pronto Spangenberg llamó sus criados y dejó con aire apesarado la casa del maestro Martín, en la que había entrado tan alegre.

IV

Maestro Martín algo turbado, viendo marchar de tan mal humor á su antiguo parroquiano, dijo Paumgartner, quien se disponía asimismo á retinarse después de apurar su último vaso:—No llego á atinar en la significación de las palabras del noble caballero, ni en el motivo de haberse disgustado.

El consejero repuso;—Amigo maestro Martín, seamos francos:—vos sois bueno y honrado, y estáis en lo justo estimando sobre todo lo que con la ayuda de Dios habéis alcanzado: honra y riquezas; pero no es prudente manifestar ese sentimiento con palabras fastuosas, contrarias á los principios de un buen cristiano. Ya en tu reunión de los maestros no habéis estado conforme colocándoos por encima de todos los demás. Admito de buen grado que poseéis sobre todos la inteligencia en el arte que profesáis; pero mostrando vuestra, superioridad de un modo semejante, no lograréis más que excitar celos y descontento. Y en cuanto lo que ahora acaba de pasar, confesad que habéis llevado al colmo esos alardes de orgullo. De fijo no liega vuestra ceguera hasta el punto de no haber adivinado en las chanzas del caballero, oí deseo de probar hasta donde alcanza vuestra loca altivez, y mucho debe haberle mortificado oir que atribuíais á un acto de rastrera codicia cualquiera pretensión de un joven noble á la mano de vuestra hija. Otro gallo os cantara, si cambiando de lenguaje, cuando hizo mención de su hijo, le hubieseis dicho, por ejemplo:—Cómo, respetable señor mío, podría yo resistir á tanto honor? el hecho de presentaros junto con vuestro hijo, bastaría para que olvidara mis más firmes resoluciones. Si hubieseis hablado así, el viejo Spangenberg sin siquiera acordarse de vuestras opiniones, recobrando su buen humor, se habría retirado satisfecho.

—Reñidme bien,—contestó Martín,—que merecido lo tengo, pero cuando el viejo caballero se puso á hacerme una proposición tan extravagante, estaba fuera de mí, y no podía responder de otro modo.

—Y después,—continuó diciendo Paumgartner,—qué obstinación insensata la vuestra, no queriendo dar la mano de vuestra hija, más que á un tonelero! Al cielo, habéis dicho antes, que deseabais confiar su suerte, y ahora con un malhadado capricho os oponéis á los decretos de la Providencia, fijando previamente el estrecho circulo en que pretendéis escoger un yerno; alerta, pues, que ésto puede traeros fatales consecuencias así para vos como para Rosa, y renunciad de una vez á ese pueril antojo indiano de un buen cristiano, dejando obrar á la Divina Omnipotencia, que ella mejor que vos sabrá inspirarle un justo discernimiento.

—Ah, mi buen señor!—repuso maestro Martín, totalmente humillado:—Ahora veo que he obrado muy mal no confiándoos todo lo que hay sobre el particular. Por lo visto y oído imaginaréis sin duda que la resolución de no dar la mano de mi hija más que á un tonelero, dimana tan sólo del alto aprecio en que tengo á mi oficio. Hay para ello otro motivo secreto y maravilloso, y no quiero que saláis de aquí, sin habéroslo confiado, para que no podáis tenerme en mal concepto, ni siquiera hasta mañana. Tomad asiento, y concededme, si os place, unos instantes de atención. Mirad: todavía nos queda ahí una botella de vino añejo, que el malhumorado caballero ha desdeñado.

El consejero estaba maravillado de las familiaridades de maestro Martín tan opuestas á sus costumbres, imaginando que el tonelero ansiaba descargar su Animo de un peso que le oprimía. Una vez sentado Paumartner y en cuanto hubo vaciado un vaso, maestro Martín principió á hablar de esta suerte:

«Ya sabéis que mi excelente mujer me dió á Rosa y murió de sobre parto. En aquel entonces mi bisabuela vivía aun, si puede decirse que vive una pobre mujer sorda, ¿lega, que apenas puede hablar, paralítica de todos sus miembros y postrada en cama día y noche, Rosa acababa de ser bautizada, y la nodriza la temía en sus rodillas, en el aposento ocupado por la viejecita. Al contemplar á la hermosa criatura yo me sentía á la vez tan triste y dulcemente conmovido, que distraído por completo del trabajo, permanecía día y noche junto al lecho de la anciana, envidiando aquel estado de absoluta insensibilidad, que la libraba de los cuidados del mundo; y mientras contemplaba aquel día su rostro macilento, púsose á sonreír de modo tan extraño, que me pareció que iban desapareciendo sus arrugas y recobrando sus mejillas la perdida lozanía. Por último se incorpora en el lecho, cual si estuviera dotada de una fuerza sobrehumana, extiende sus entumecidos brazos, y con voz tierna y sonora exclama:—Rosa! MI querida Rosa!

Levántase la nodriza y deposita á la niña en sus brazos, y figuraos mi asombro y casi diré mi espanto, cuando armándola cariñosamente, oigo que entona con voz alegre la siguiente canción, á modo de Juan Berckler, el mesonero del Espíritu Santo de Estrasburgo:


«Gentil, fresca y sonrosada Rosa, oye mis consejos y ojalá ellos te libren de pesares y cuidados! Sólo Dios reine en tu corazón, huyendo de la liviandad y el orgullo.

»Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita, embalsamada de odoríficos efluvios, en la cua alegres serafines cantarán la felicidad del amor y los piadosos sentimientos.

»Cuando te traiga estos ricos dones, dále en cambio un tierno beso y hazle dueño de tu alma, pues esta casita traerá á la tuya, tesoros, riquezas y ventura.

»Hermosa niña de límpidos ojos, sé atenta á la verdad y goza de la divina bendición».


Concluida esta canción, recostó suavemente á la niña encima de la cama, y aplicándole sobre la frente la temblorosa mano, murmuró algunas palabras incomprensibles pero en la mística expresión de su semblante se leía que estatal la rezando. Enseguida volvió á caer su cabeza sobre la almohada, y cuando la nodriza se llevó á la niña, exhaló un profundo suspiro... Había muerto!

—Maravillosa historia!—dijo el consejero;—mas no veo todavía qué relación existe entre la canción de la bisabuela, y vuestro empeño en no dar la mano de vuestra hija, más que á un tonelero.

—Y nada más evidente, sin embargo,—contestó maestro Martín.—Buscad el sentido de estas palabras, pronunciadas por una anciana moribunda, inspirada sin duda por el cielo y lo veréis. Sabéis quién es el pretendiente que con su casita debe traer la nuestra riquezas, tesoros y ventura? Pues no es otro que el hábil mancebo que venga á construir en mi taller su obra de maestro, su brillante tonel. Y al hablar de esos alegres serafines que deben cantar en la casi la embalsamada de odoríferos efluvios, sabéis á qué se refería? Pues se refería al vino que fermentando en el tonel hierve, zamba y exhala rico aroma. Ya lo veis, pues, la bisabuela no pudo indicar de un modo más claro que Rosa debe casarse con un maestro tonelero, y se casará con él, y no con otro.

—Amigo mío,—repuso el consejero,—veo que interpretáis á vuestro modo las palabras de la viejecita: en cuanto á mí no puedo ceñirme á vuestro parecer, é insisto en pensar, que cumpliríais mejor confiándoos á la voluntad del cielo y las legítimas inclinaciones que se manifestasen en el corazón de vuestra hija.

—Pues bien,—replicó el maestro lleno de impaciencia,—yo persisto en declara de una vez para todas, que no tendré por yerno á quien no sea pasado maestro tonelero.

Poco le faltó para que Paumgartner se enojara ante la obstinación del maestro; sin embargo se contuvo y dijo levantándose de la silla:—Se hace tarde, maestro Martín, harto hemos bebido y charlado: basta por hoy, si así os parece.

Cuando entreambos atravesaban el vestíbulo, les salió al paso una mujer joven, acompañada de cinco chiquillos, de los cuales tendría el mayor unos ocho años y el menor unos seis meses. La pobre sollozaba amargamente Rosa corrió á su encuentro, y exclamó:—Valentín ha muerto! Dios mío! Ahí está su mujer, juntó con sus hijos.

—Cómo! ha muerto Valentín?—exclamó el maestro conmovido.—Oh! Qué desgracia! Qué inmensa desgracia! Figuraos,—dijo dirigiéndose al consejero,—que Valentín era el mejor oficial de mi taller: un hombre honrado, un excelente obrero. Hace algunos días que trabajando en la construcción de un gran tonel, se infirió una herida grave con la doladera: de mal en peor, se apoderó de él una fiebre aguda, y acaba de morir á la flor de la edad.

El maestro se adelantó enseguida hacia la infeliz, que deshaciéndose en lágrimas, se dolía amargamente de verse sumida en la mayor miseria.

—Cómo se entiende?—exclamó aquél.—Qué idea os habéis formado de mí? Trabajando en mi taller se infirió la herida, y pensáis que yo podría abandonaros? Desde ahora pertenecéis á mi casa. Mañana ó cuando queráis, daremos sepultura á vuestro pobre Valentín, y enseguida iréis á habitar la tienda contigua al gran taller, donde trabajo todos los días con mis oficiales. Allí cuidaréis de la casa, y yo mandaré educar á vuestros hijos, cual si fuesen míos. Vuestro anciano padre puede venirse también, que no he olvidado que cuando tenía vigor en los brazos, era un buen tonelero, y si ahora no puede con las duelas ni los aros, todavía sabrá cómo se maneja el cepillo. Así, pues, entendidos, eh? Desde mañana todos á mi casa.

Si el maestro no se hubiera apresurado á sostener á la infeliz, ésta habría caído al suelo al peso del doler y la ternura: sus dos hijos mayores se agarraron. la ropilla del buen tonelero, mientras los más jóvenes, que Rosa había tomado entre sus brazos, extendían hacia él sus manecitas, cual si lo hubieran comprendido todo.

El viejo Paumgartner, chispeándole dos lágrimas en los ojos, exclamó sonriendo: Maestro Martín, es imposible enfadarse con vos; y salió en dirección de su casa.

V

En el verde césped de una colina, y á la sombra de gigantescos árboles, hallábase recostado un joven jornalero, de simpático aspecto, llamado Federico, Tocaba el sol á su ocaso, y allá en el horizonte resaltando sobre el purpúreo crepúsculo, extendíase sentada en una vasta llanura la imperial ciudad de Nuremberg, con las flechas de sus soberbios campanarios, doradas á los fuegos del poniente. Apoyándose en su saco de viaje, el joven mancebo paseaba sus miradas por el valle: cogió después algunas flores de las que esmaltaban el césped y arrojó sus hojas al aire: vagaron de nuevo sus miradas por el horizonte y brillaron algunas lágrimas en sus ojos. Levantó por último la cabeza, abrió los brazos como para ceñir á una adorada imagen y luego cantó con armónico acento:


«Al fin vuelvo á tu seno, patria mía: A pesar de la ausencia, no por eso mi corazón te abandonó.

»Brillad, purpúreo destello y dulce flor del amor, que con vosotros mi ardiente corazón ansia lanzarse á un sitio de delicias las más puras, sin sucumbir al dolor ni al gozo.

»Y tú, mágico rayo del dorado crepúsculo, sé riel mensajero y transmite á mi adorada mis lágrimas y suspiros.

»Y si muero y te pregunta qué ha sido de mí, dile:—Su corazón no late: el amor le ha muertos».


Después de haber cantado, sacó de su mochila un pedacito de cera, lo ablandó entre sus de-dos y empezó á modelar una preciosa rosa, con todos sus delicados pétalos. Iba murmurando todavía algunas estancias de la canción, y atareado y absorto en sus ideas no percibió á otro joven que, parado á su espalda, hacia ya un buen rato que examinaba su trabajo.

—Hola, amigo!—dijo éste por fin,—sabéis que acabáis de hacer una obra artística admirable?

Federico levantó la vista con sorpresa; pero leyendo algo expresivo y amistoso en la del interpelante, se le figuró que era un conocido de toda su vida, y le contestó sonriendo:—Oh, caballero! Cómo podéis hacer caso de esa bagatela, que no pasa de un entretenimiento de viaje?

—Bagatela!—repuso su interpelante.—Bagatela una flor como ésta, que envidiaría la misma naturaleza! Para llamarla así preciso que seáis un consumado artista, y os debo por lo tanto una doble satisfacción, pues en un principio vuestro canto me conmovió, y ahora como á escultor acabáis de admirarme. Puedo preguntaros á dónde pensáis dirigiros?

—El término de mi viaje,—repuso Federico,—está ahí, á nuestra vista: vuelvo á mi país natal, la célebre ciudad de Nuremberg, empero como el sol ha llegado á su ocaso, pienso pasar la noche en la vecina aldea. Mañana, con el alba proseguiré mí camino, para llegar antes del mediodía á la ciudad.

—Bravo!—exclamó el desconocido palmoteando con alegría:—ambos llevamos la misma dirección, pues yo también voy á Nuremberg; pasaremos la noche juntos y juntos seguiremos hasta la ciudad. Vaya, pues, prosigamos Ta interrumpida conversación.

El desconocido, llamado Reinoldo, sentóse en la hierba junto á Federico y continuó diciendo:—Mucho me engaño ó sois un hábil fundidor: por lo que acabo de ver, seguramente labraréis oro ú plata.

Federico bajó los ojos con tristeza, y contestó con humildad:—Caballero! no merezco tan alta opinión: debo confesaros francamente que mí oficio es el de simple tonelero, y que voy á Nuremberg trabajar en casa de un reputado maestro. Quizás vais á retirarme vuestro aprecio, al saber que en vez de cincelar y fundir soberbias estatuas, todo mi arte se reduce á poner aros en cubas y toneles.

Reinoldo soltó á estas palabras una exponte nea carcajada, exclamando:—Tiene gracia el caso! Podría despreciaros porque sois tonelero!... Y qué diríais, si supierais que yo también lo soy?

Federico le miró un rato con fijeza y casi con desconfianza, pues ni el porte ni los modales de Reinoldo se parecían en nada á los de un mancebo tonelero, yendo de viaje. Su jubón de paño negro de admirable finura, festoneado de rico terciopelo, su elegante gorguera, su corta y ancha espada y su gorra en la cual se mecía una prolongada pluma, le daban todo el aíre de un rico mercader, y sin embargo, sus facciones y toda su persona, bien consideradas, tenían un no sé qué, que desmentía semejante suposición.

Reinoldo notó las dudas de Federico y sacó de su maleta el mandil de cuero y algunas herramientas del oficio, diciéndole:—Mira, pues, Amigo... Lo ves? Dudarás todavía de tu camarada? Comprendo que mi traje te sorprenda; pero vengo de Estrasburgo y allí no hay tonelero que no vista como un noble. Te confesaré que en otro tiempo también como tu, había pensado en seguir otra carrera; pero ahora el oficio me seduce, y en él tengo cifradas todas mis esperanzas, Acaso no te sucede lo mismo, camarada? Pero parece que una nube sombría ha venido á oscurecer los rayos del claro sol de tu juventud y á turbar la luz de tus miradas. La canción que entonabas poco há exhalaba dolorosos deseos, sus acordes han penetrado en mí alma, y me parece que adivino lo que pasa en la tuya. Esta es una razón de más para que puedas confiarte á mí, pues en Nuremberg vamos á vivir como camaradas, verdad, mi buen amigo?—dijo enlazándole por la cintura y mirándole con aire amistoso.

Federico le contestó:—Cuanto ni más te contemplo más simpatizo contigo, pues tu voz resuena en mi pecho como el eco de la de un espíritu protector. Voy, pues, á contártelo todo, no porque un pobre muchacho como yo tenga secretos, sino porque veo que mis dolores encuentran en tí un amigo generoso, pues desde que te ví, te miro como á un hermano. Soy, conforme te he dicho antes, tonelero, y me atrevo á vanagloriarme de conocer bastante mi oficio; pero ya en mi infancia me sentía inclinado á un arte superior; envidiando la gloria de los escultores y artífices en plata, tales como Pedro Fischer y el italiano Benvenuto Cellini. Trabajaba con ardor en casa de Juan Holzschuer, el mejor cincelador del país, quien sin hallarse por esto en estado de esculpir, me daba excelentes lecciones. En su casa veía amenudo á Tobías Martín, maestro tonelero, y á su hija la encantadora Rosa, y sin darme cuenta me enamoré de ella. Salí de Nuremberg y me fuí á Augsburgo, deseoso de perfeccionarme en el arte que profesaba; pero entonces cabalmente fué cuando prendió en mi el fuego del amor: no oía, ni veía más que á Rosa, ni pensaba en otra cosa que en los medios de hacerla mía. Adopté por fin el único que podía llevarme á esta felicidad. Sabía que su padre no concederla su mano más que al tonelero que, mereciendo el aprecio de la hermosa niña, construyera en sus talleres la obra de maestro. Abandoné pues, mi primitiva profesión y aprendí el oficio de maestro Martín, y ahora voy á casa de éste; pero al pisar el suelo natal, al aparecerse ante mis ojos la risueña imagen de mi adorada, el temor, la turbación y la ansiedad embarcan mi ánimo, y más que nunca siento lo insensato de mi empresa, pues ignoro aun si Rosa me corresponde, y si nunca llegará á amarme.

Reinoldo escuchó esta historia con creciente interés: al terminar su amigo, inclinó la cabeza y llevando la mano á los ojos, le preguntó con voz apagada:—Rosa te ha dado alguna prueba de amor?

—Por mi desgracia,—contestó Federico,—Rosa era una niña cuando salí de Nuremberg: sé que no la disgustaba, y hasta me sonreía cuando cogía flores en el jardín de Holzschner, para tejerle guirnaldas, pero...

—Así no se ha perdido la esperanza,—exclamó Reinoldo con transporte y acento tan impetuoso, que Federico le contempló atontado. Al decir estas palabras se puso en píe, resonó su espada y los opacos resplandores de la noche, prestaron á su, poco antes, dulce fisonomía, una expresión siniestra.

—Qué te sucede?—le preguntó el angustiado Federico, poniéndose también en pie, mientras retrocediendo algunos pasos y tropezando con la maleta de Reinoldo, oíase resonar un instrumento de cuerda.—Cuidado con mi laúd, bárbaro!—gritó Reinoldo.

Et instrumento estaba atado en la maleta: Reinoldo lo tomó y pulsó las cuerdas con tanta violencia, que se hubiera dicho quería hacerlas trizas; pero el tañido se hizo al poco rato dulce y melódico.

—Vamos, hermano mío!—exclamó por fin,—bajemos á la aldea, que tengo entre mis manos un buen remedio para alejar á los malos espíritus que pudiéramos encontrar, que debo yo temer más que tú.

—Qué tienen que ver con nosotros los espíritus malignos?—repuso Federico—Al oirte tocar, experimento un Indecible encanto: prosigue!

Parpadeaban las estrellas en la azulada bóveda: murmuraba la brisa nocturna en el perfumado valle, y el rumor de los arroyos mezclábase al de las agitadas copas de los árboles. Los dos mancebos bajaron la colina, Reinoldo tocando, cantando Federico y sus apasionados acordes se los llevaba el viento. Llegados á la posada, el primero se desembarazó de maleta é instrumento, y abrazó á Federico, que sintió humedecidas sus mejillas con las ardientes lágrimas de su joven camarada.

VI

Cuando Federico despertó al día siguiente, vió que su amigo, que la víspera se había acostado en un lecho de paja junto al suyo, había desaparecido, y como no viera tampoco ni el laúd, ni la maleta, creyó naturalmente que Reinoldo había emprendido otro camino. Pero al poner el pie fuera de la posada, su amigo le salió al encuentro, con la maleta al hombro y el laúd debajo del brazo, sin pluma en el gorro, ni espada en el cinto, llevando en vez del rico jubón un traje ordinario de color pardo.

—Hola, camarada,—dijo al notar la extrañeza de Federico,—ahora si que vas á tomarme por mancebo tonelero, es verdad que si? Pero oye: por estar enamorado has dormido como un lirón: mira el sol cuán alto está; en marcha, pues.

Federico abismado en sí mismo seguía silencioso, sin casi contestar á sus preguntas, ni hacer caso de sus chanzas al paso que Reinoldo corría á derecha é izquierda como un loco, cantaba y echaba su gorro al aire; pero también fue poniéndose taciturno tí medida que se acercaban á Ciudad.

Llegados á la muralla, le dijo Federico:—Estoy tan conmovido, que no puedo dar un paso más: descansemos un rato á la sombra de esos árboles. Y se dejó caer en el césped.

Reinoldo se sentó su lado, y le dijo:—Ayer tarde, hermano mío, me tomabas por un ente muy extraño pero al hablarme de tu amor y confiarme tus aflicciones, mil ideas me cruzaban el cerebro y me habría vuelto loco, sí lo acordes del laúd no hubieran alejado á los espíritus malignos que me perseguían. Esta madrugada, al saltar de la cama, se deshizo la fantasmagoría al primer rayo del sol, y recobré mi jovialidad habitual: arrojéme fuera del mesón, divagué un rato por el bosque, y un enjambre de gratos pensamientos vino á halagarme. Tensé en nuestro feliz encuentro y en la misma confianza que nos inspiramos, y se me vino á las mientes cierta historia que ocurrió en Italia, cabalmente hallándome yo allí. Quiero contártela, porque es un ejemplo elocuente de lo que puede una amistad verdadera.

Un noble príncipe, celoso protector de las bellas artes, ofreció un cuantioso premio al mejor cuadro que se le presentara, sobro determinado asunto, muy bien escocido, por cierto: pero sumamente difícil. Dos jóvenes pintoras, unidos en estrecha amistad, resolvieron concurrir al premio, y comunicándose mutuamente el proyecto, reflexionaron juntos sobre los medios de vencer las dificultades. El mayor, muy fuerte en diseño y composición de sus grupos, concibió y bosquejó el plan con admirable facilidad, en tanto que el menor desalentado en sus primeros ensayos, hubiera renunciado á la empresa, si su amigo no le hubiese sostenido y ayudado con sus consejos. Cuando principiaron la obra, el más joven, que por su parte dominaba el arte del colorido, hizo á su camarada tan excelentes indicaciones, y éste supo aprovecharlas de tal modo, que así como el menor nunca había dibujado tan correctamente, tampoco el mayor había nunca empleado el color con tanta maestría. Los dos pintores, concluida que hubieron su obra respectiva, se echaron, en brazos uno de otro, se felicitaron recíprocamente, y cada uno adjudicó al otro el premio ofrecido. El más joven lo obtuvo, y exclamaba confuso y avergonzado:—Por qué me han dado un premio que de derecho corresponde á mi amigó? Qué hubiera hecho yo sin sus consejos y su auxilio?—Acaso tu no me serviste con los tuyos?—contestaba el mayor.—Mi cuadro no carece de algún mérito, lo confieso; pero el tuyo ha sido justamente laureado, pues le supera en mucho. El deber de dos buenos amigos estriba en marchar noblemente á un mismo objeto, y entonces el lauro del vencedor honra al vencido. Ahora te quiero más que nunca, pues el justo triunfo que acabas de alcanzar, refleja en mí...»

—No es verdad, Federico, que este pintor tenía razón? Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir á estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos.

—Exactamente, exactísimamente, Reinoldo,—repuso Federico.—Es posible, hermano mío, que presto nos veamos los dos en Nuremberg, construyendo en competencia nuestra pieza de maestro, un hermoso tonel de doble fondo, acabado sin fuego; pero presérveme el cielo del menor resentimiento ni de celos, si lo haces tú mejor que yo.

—Bravo, bravo!—exclamó Reinoldo sonriendo:—no dudo que el tuyo merecerá el pláceme de los mejores maestros; pero si te falta un hombre en lo concerniente á calcular las dimensiones exactas y el diámetro de sus aros, aquí lo tienes. Fía en mi también para escoger la calidad de la madera, que entre mil distingo yo á un tablón de encina, cortado en invierno, libre por consiguiente de carcoma, de nudos y grietas: dispón en todo de mi brazo y de mis consejos, que no por eso dejaré de trabajar con ardor en el mío...

—Pero Dios del cielo!—exclamó Federico, interrumpiendo á su amigo:—a qué discurrir sobre este tema?... Somos acaso rivales?... Aquí se trata de Rosa únicamente, y como yo... Dios mío! no sé lo que me pasa!

—Vamos, hermano,—dijo Reinoldo siempre riendo,—ni siquiera pensaba en Rosa, y estás soñando, si lo crees. Levántate y concluyamos el viaje.

Federico obedeció, prosiguiendo el camino con aire inquieto, y al llegar á la posada, donde se lavaron y quitaron el polvo, dijo Reinoldo á su camarada:—No sé en verdad á quien ofrecer mis servicios, no conozco nadie en Nuremberg, y si tu pudieras acompañarme á casa del maestro Martín, tal vez me recibiría en su taller.

—Gracias por tu idea, amigo mío,—exclamó Federico: acabas de librar á mi corazón de un grave peso, pues me parece que á tu lado me siento con valor para vencer mi timidez y embarazo.

Los dos se dirigieron á la morada del famoso tonelero, cabalmente el domingo que el nuevo síndico había escogido para obsequiar á sus electores. Al entrar en la casa oyeron el choque de los vasos y el confuso tumulto de un alegre banquete.

—Tal vez llegamos en mala ocasión.—dijo Federico algo desazonado.

—Al contrario,—contestó Reinoldo,—orco yo por mi parte, que ni que la hubiéramos escogido, pues bailándole de banquete, el maestro estará por fuerza de buen humor y dispuesto acogernos favorablemente.

Al poco rato de haberse hecho anunciar, apareció el maestro Martín, endomingado y con la punta de la nariz y las mejillas algo coloradas. Al reconocer á Federico.—Hola, muchacho,—exclamó;—por fin estás de vuelta! sé muy bien venido! supongo que habrás abrazado la profesión de tonelero... Será bonito ahora ver al señor de Holzschner, que no oye hablar de tí sin hacer terribles aspavientos, y decir que se ha perdido un gran artista, puesto que habrías acabado por hacer figuras como las de nuestra iglesia de San Sebaldo, ó las que vemos en casa Fugger de Augsburgo!... Pero ya comprenderías que todo esto es pura cháchara, y que has obrado cuerdamente entrando por el buen caminen. Vaya, vaya! Sé mil veces bien venido!

Diciendo así, le abrazó por encima de los hombros, estrechándole contra su barrigón y Federico reanimado ante tan amistosa acogida, libre ya de cortedad, solicitó del maestro que no sólo á él, sino á su compañero, les diera ocupación en su taller.

—No hay inconveniente,—contestó el maestro,—y á fe que no podíais llegar más ó tiempo, pues el trabajo aumenta de día mi día, y necesito brazos. Sed, pues, entrambos bien venidos! Dejad aquí las maletas de viaje y pasad adelante: ya casi acabamos de comer, sin embargo podréis todavía sentaros á la mesa, y Rosa cuidará de vosotros.

Maestro Martín reapareció en la sala, acompañado de entrambos mancebos. Sentados entorno de la mesa estaban los respectivos maestros, y con ellos el digno Jacobo Paumgartner, todos con el rostro alegre y satisfecho. Acabábanse de servir los postres y brillaba en las copas el vino generoso. Todos los comensales hablaban en alta voz y todos de cosas diferentes, imaginando cada uno que los restantes le escuchaban y riéndose todos sin saber por qué. Pero cuando el maestro, llevando de la mano á los dos jóvenes, les presentó á la concurrencia como á diestros oficiales de buenos informes, que iban á entrar en su taller, reinó el más profundo silencio y todas las miradas se fijaron en los dos apuestos mancebos. Reinoldo paseó la suya por la salar con orgullo, mientras Federico, fijos los ojos en el suelo, daba vueltas al gorro que tenía entre las manos. El maestro les señaló sitio en uno de los extremos de la mesa, que era precisamente el mejor, pues al poco rato Rosa se sentó entre ellos y les sirvió delicados platos y excelente vino.

Era encantador ver á la preciosa niña con un joven á cada lado, rodeados de todos aquellos barbudos maestros; parecían una de aquellas purpúreas nubecillas matutinales que á veces se destacan sobre la oscuridad del cielo, ó bien tres arbustos primaverales cubiertos de flores entre la mustia hierba del campo.

Lleno de beatitud Federico apenas se atrevía á respirar, y con la vista fija en el plato y sin probar bocado, echaba á hurtadillas una que otra mirada, que revelaba su emoción. Reinoldo, por el contrario, fijando sus ojos de fuego en la hermosa joven, le contaba sus largos viajes con tanto ardor é interés, que Rosa permanecía extasiaría. Sus ojos sus oídos, todas sus potencias estaban pendientes de los labios del galante doncel, quien no decía nada, que no se le representara á aquella en mil variadas formas, vivas y palpables, hasta que se dejó coger y estrechar la mano contra el corazón por el mancebo.

—Pero y tú, Federico,—exclamó repentinamente,—por qué estás inmóvil y silencioso? Vaya, brindemos á la salud de la bella y graciosa señorita, que tan gentilmente nos ha regalado.

Federico levantó con mano temblorosa la copa que Reinoldo le había llenado hasta el borde, y éste le obligó á vaciarla hasta la última gota.—Ahora, la salud de nuestro dino maestro,—dijo Reinoldo, llenando nuevamente las copas, y presentando la suya á Federico, quien al poco rato sintió que los vapores del vino se le subían á la cabeza, y que le hervía la sangre en las venas.

—Ah!—exclamó sonrojándose:—nunca había experimentado un bienestar semejante! Qué bien me siento!—Y viendo que Rosa, que podía haber interpretado estas palabras de distinto modo, le sonreía con ingenua dulzura, dijo, libre ya de timidez:—Querida Rosa, quizás ya no os acordáis de mí!...

—Oh, señor Federico!—contestó Rosa bajando los ojos,—cómo hubiera podido olvidaros en tan poco tiempo? Aunque entonces era yo muy pequeñita, recuerdo que cuando íbamos á casa del viejo Holzschner, os dignabais jugar conmigo, y buscar siempre un nuevo pasatiempo con que divertirme Todavía conservo como un recuerdo precioso aquel cestito de filigrana de plata, tan lindo, que me regalasteis por Navidad.

Brillaron dos lágrimas en los ojos extasiados del joven; trató de hablar; pero no pudo exhalar más que estas palabras entrecortadas por profundos suspiros:—«Rosa!... Querida Rosa!... Rosa de mi corazón!

—Siempre deseé volveros á ver por aquí,—prosiguió diciendo la joven;—pero nunca hubiera dicho que abrazarais el oficio de tonelero. Cuando pienso en aquellas cosas tan lindas que sabíais hacer en casa del señor Holzschner, me parece que es lástima que hayáis renunciado á vuestro arte!

—Ah, querida Rosa! si renuncié al arte á que me sentía inclinado, fue sólo por vos!

Pero apenas hubo pronunciado Federico estás palabras, hubiera querido que la tierra se hubiera abierto á sus pies, tal era el rubor que le produjo la confesión que se escapó de sus labios. Rosa pareció haberlo adivinado todo, le volvió la cabeza, mientras el pobre mancebo, murmuraba en vano algunas excusas»

En esto Paumgartner golpeaba la mesa con el mango de su cuchillo, para anunciar que el digno maestro Volrad iba á cantar. Este no se hizo de rogar mucho tiempo, y cantó al estilo de Juan Vogelgesang una canción tan bella que puso alegre el corazón de todos los convidados, incluso el del atortolado Federico. A ésta siguieron otras en diverso estilo, diciendo al terminar, que sí alguno de los allí reunidos profesaba el arte del canto, era preciso que se dejara oir.

A esta invitación se levantó Reinoldo y dijo que sí se le permitía acompañarse con el laúd, á la moda italiana, cantaría también, conservando empero el ritmo alemán, y como nadie se opusiera, después de algunos graciosos preludios, cantó lo siguiente:


«El precioso manantial del vino perfumado, dónde está? Apliquemos el oído sobre el redondeado tonel y oiremos el dulce murmullo de sus doradas ondas.

»Y qué mortal protege con cuidado y conserva con arte el precioso manantial? Ya lo sabéis: el diestro, el bravo tonelero!...

»Placeres amorosos, ardorosos goces del vino, encantos de la vida, todo, todo se debe al tonelero.

»Viva, pues, el tonelero... y viva el vino!»


Esta sencilla canción fué el encanto de los comensales, y especialmente de maestro Martín, cayos ojos radiaban de entusiasmo. Sin parar mientes en Volrad que decía que el mancebo imitaba muy bien el ritmo de Juan Muller, se levantó de su asiento y exclamó, agitando la enorme copa, que debía dar la vuelta á la mesa:—Ven acá, ven acá, bizarro tonelero y alegre trovador, acércate á vaciar esto vaso con tu patrón!...

Reinoldo obedeció, y al volver á su asiento, murmuró al oído del melancólico Federico:—Ahora te toca á tí: canta la canción de ayer tarde.

—Estás loco?—le dijo Federico con enojo, mientras Reinoldo exclamaba dirigiéndose á la concurrencia:—Señores, aquí está Federico, que sabe muchas y más agradables canciones que las mías; pero como está algo ronco por efecto del polvo del viaje, otro día os dará á conocer su admirable talento.

Apenas hubo dicho estas palabras, pusiéronse todos á alabar á Federico, cual si hubiese cantado realmente: algunos maestros pretendieron que su voz sería más pastosa que la de Reinoldo y Volrad, después de haber vaciado otro vaso sostuvo como una cosa evidente, que el método de Federico estaba más conforme con el buen gusto alemán que el de Reinoldo, que participaba demasiado del italiano. En cuanto á maestro Martín echando la cabeza atrás y golpeándose el abdomen, exclamaba:—Entrambos son mis mancebos, es decir, los mancebos del maestro tonelero Tobías Martín de Nuremberg.

Todos los comensales demostraron su asentimiento con la cabeza, y saboreando las ultimas ilotas de sus anchas copas, decían:—Sí, sí, vuestros son!... Los bizarros mancebos del maestro Martín!

Finalmente, se separaron para ir á descansar, mientras Reinoldo y Federico eran conducidos á dos lindos aposentos que el maestro Martín había mandado disponer al efecto en su misma casa.

VII

Cuando hacía algunas semanas que los dos mancebos trabajaban en el taller de maestro Martín, éste echó de ver que Reinoldo no tenía rival en lo concerniente á medidas y proporciones y en buen golpe de vista, respecto á la curvatura de las duelas y al diámetro de los aros; pero que no era lo mismo tratándose de manejar la liádmela, el martillo ó cualquier otro de los utensilios, pues al poco rato de empuñarlos se sentía fatigado, y adelantaba muy poco, Federico al revés, no conocía cansancio en esta clase de trabajo. En lo que realmente se parecían era en su inmejorable conducta, distinguiéndose Reinoldo además por su inagotable buen humor. Entrambos no daban descanso á la garganta, principalmente cuando aparecía Rosa por el taller, pues sus voces se unían entonces en grato concierto; y si Federico, contemplándola furtivamente tomaba un acento demasiado melancólico, Reinoldo se apresuraba á entonar una canción jocosa, que él mismo había compuesto, cuyo estribillo, que decía


«El tonel no es la guitarra,
ni la guitarra el tonel»,

tenía la virtud de hacer caer el cepillo de las manos del maestro Martín, quien las llevaba á las hijadas, para no reventar de risa. Por lo demás los dos amigos, habían sabido captarse las buenas gracias de su patrón, y era de notar que Rosa aprovechaba las menores coyunturas para ir ni taller con más frecuencia y permanecer en él más tiempo de lo acostumbrado.

Un día el maestro entró pensativo en el taller de verano: Reinoldo y Federico daban la última mano á una tinajita, y el maestro cruzándose de brazos, les dijo:—No puedo expresaros, mis buenos mancebos, cuán contento estoy de vosotros; sin embargo me hallo muy embarazado, pues escriben de las orillas del Rhin, que la vendimia será este año abundante como nunca se haya visto. Ya predijo un sabio que el cometa que hace poco vimos brillar en el cielo, fecundizaría la tierra con sus maravillosos rayos, de modo que todo el calor que encierra y templa los más duros metales, se esparcirá por la superficie de la tierra y renovara la savia de las cepas enfermizas, cuyos sarmientos casi se desgajarán al peso de los frutos, La constelación reaparecerá de aquí á trescientos anos. Por consiguiente vamos tener trabaja á manos llena: precisamente el venerable obispo de Bamberg me acaba de encargar una gran tinaja, y como nosotros solos no podemos hacer frente á todo, no tengo más remedio que buscar á otro mancebo; y aun cuando veis lo necesito de un modo apremiante, no estoy dispuesto bajo ningún concepto á tomar al primero que se presente. Si conocéis pues, á algún buen oficial que sea de vuestro gusto, decídmelo y mandaré por él al momento, cueste lo que cueste.

No había pronunciado el maestro la última palabra, cuando á sus espaldas un Joven a¡Lo y robusto, exclamé con voz atronadora:—Hola... eh! No es aquí el taller de maestro Martín?

—Este es,—contestó el maestro avanzando hacia el desconocido;—mas para preguntarlo no teníais necesidad de alborotar de este modo, ni de estar golpeando los toneles, que no se entra así en casa de la gente honrada.

—Hombre, quizás seáis el mismo maestro en persona, pues en ese enorme barrigón, en la doble barba, los ojos brillantes y la nariz rabicunda, reconozco el retrato que de vos me han techo. Si es así, se os saluda, maestro!

—Bueno, qué se os ofrece?—preguntó el tonelero con sequedad.

—Yo soy,—contestó el joven,—mancebo tonelero, y venía á ver si podíais ocuparme?

El maestro retrocedió algunos pasos y examinó de pies á cabeza al desconocido, Admirado de la coincidencia de presentársele un oficial, cabalmente en el momento de estarlo deseando. El joven sostuvo el examen mirándole con audacia, y después que el maestro hubo considerado el ancho pecho, la musculatura vigorosa y las robustas manos del joven, exclamó:—Pues éste es el hombre que me hace falta; supongo que tendréis los certificados del oficio en regla...

—Cabalmente ahora no los traigo,—dijo el mancebo; -pero me los procuraré cuanto antes: desde este momento empeño mi palabra de que trabajaré con celo y fidelidad, y esto debe bastaros.

Y sin esperar siquiera contestación, arrojó gorro y maleta, se puso en mangas de camisa y se ciñó el delantal diciendo:—Vamos á ver, maestro, qué trabajo he de empezar?

Aturdido el tonelero ante los rudos modales del desconocido, después de reflexionar algunos instantes, le dijo:—Puta bien, mostradme lo que valéis, abriendo el agujero en la compuerta de ese tonel que esta encima del caballete.

El joven terminó lo que acababan de encomendarle con un vigor, una celeridad y un aplomo verdaderamente notables, exclamando después á carcajada suelta:—Os queda todavía alguna duda acerca de mi capacidad ó instrucción? Pero, vamos; ver,—dijo paseándose por todos lados y escudriñándolo todo,—cómo estáis de utensilios.—Qué es ese mallete, servirá para divertir á los chicos?... Y esa doladera? Vaya, ya entiendo; para los aprendices—Y diciendo esto blandía á un tiempo sobre su cabeza, cual sí fueran tenues juguetes, el maso que apenas Reinoldo podía menear y la chula de que se servía maestro Martín en persona. Después hizo rodar con la misma facilidad que si hubieran sido pequeños barrilones, los más gruesos toneles que había en el taller, y empuñando por último una duela enorme todavía en bruto:—Hola!—exclamó,—buena encina! Esto se romperá como un pedazo de vidrio!—Y haciéndola chocar contra una piedra la dividió con estrépito en dos pedazos.

—Cuidado, muchacho!—exclamó maestro Martín.—Quieres hundirme ese tonel de doble medida y echar Ene á perder todo el establecimiento? En este taso toma, esta viga por apretador, y para doladera mandaré á la casa de la Ciudad por la espada de Rolando, que tiene tres varas de largo.

—Esto es lo que yo necesitaría,—dijo el joven con una mirada brillante; pero bajando los párpados dulcificó la voz para añadir:—Pensé maestro, en un principio; que para vuestros trabajos necesitabais un mancebo vigoroso, por lo que tal vez me he adelantado demasiados pero señaladme el trabajo que queráis y no me saldré de vuestras instrucciones.

Maestro Martín le echó una penetrante mirada, después de la cual tuvo que confesar que nunca había visto semblante más honrado ni más noble, y hasta tal extremo le fué simpático que sus facciones parecían recordarle vagamente las de alguien á quien él había querido en extremo, sin que pudiese precisar quién fueran Inútil es decir, pues, que accedió á los deseos del mancebo, robándole, no obstante, que lo más pronto posible se proveyera de los tonificados del gremio.

En tanto Federico y Reinoldo ponían aros á un tonel, y siempre que en ello se ocupaban, tenían la costumbre de acompasar la cadencia de los mazos con una canción á estilo de Adam Ouschmann. Al oirles cantar Conrado, que así se llamaba el nuevo mancebo, exclamó:—Hola? A qué viene ese maullido? Se diría que se han reunido todos los ratones del taller para ponerse á silbar. Si queréis cantar algo muchachos, haced que alegre el corazón y dé ánimo para el trabajo; y si no sabéis qué, oídme que voy daros el ejemplo.—Y entonó una estrepitosa canción de caza, en la cual los gritos salvajes de los cazadores se mezclaban á los ladridos de la trailla, con voz tan retumbante, que resonaba en el fondo de los toneles y el taller parecía venirse abajo. El maestro se tapó los oídos con entrambas manos, y los chiquillos de Marta, la viuda de Valentín, que estaban jugando por el taller, corrieron á esconderse debajo de una rima de maderas. Al mismo tiempo aparecía Rosa, sorprendida por aquel estrépito.

Así que la vio, Conrado se calló, y adelantándose hacia ella y haciéndole un saludo muy cortés, le dijo con dulzura:—Hermosa señorita, qué bello rayo de luz rosada ha caído en el taller así que habéis entrado! En verdad, si hubiese sabido que estabais tan cerca, me hubiera guardado muy bien de destrozaros los oidos con la malhadada canción de caza. Y vosotros,—dijo dirigiéndose al maestro y á los dos mancebos,—hacedme el obsequio de suspender ese martilleo atronador, que mientras la graciosa señorita se digne honrarnos con su presencia, deben holgar los útiles, y no oirse otro rumor que el de su voz hechicera, á fin de que nos sea dable prosternarnos como humildes servidores, ante las órdenes que se digne darnos.

Federico y Reinoldo se miraron un rato, como aturdidos, paro el maestro escapándole la risa, exclamó:—Por vida mía, ese Conrado es el mayor loco que ha ceñido jamás el delantal de tonelero!. Llega aquí con un aire de perdona vidas, que no parece sino que está dispuesto á hacer trizas con todo lo que se le presenta, después empieza á ahullar hasta rompernos los tímpanos, y ahora para colmo de extravagancias, trata á mi Rosita cual si fuera noble dama y te echa piropos de enamorado gentilhombre.

—Maestro,—repuso Conrado,—es que sé lo que vale vuestra hija, y cuando digo que es la más noble señorita de la tierra, lo digo por ser así. Así pues, permita Dios que encuentre lo que merece! esto es, que un opuesto gentil hombre la ame con fidelidad y se ofrezca á sus plantas, rendido paladín...

Maestro Martín tuvo necesidad de llevarse las manos á los hijares para no desternillarse: por último dijo, dominándose:—Todo esto está muy bien, guapo mozo, llámala señorita y noble y lo que te dé la gana; pero vuelve á tu trabajo.

Conrado permaneció un rato como clavado en el suelo, y después, pasándose la mano par la frente:—Es muy justo,—murmuró obedeciendo. Rosa en tanto, como tenía por costumbre, siempre que se ha haba en el taller, tomó asiento encima de un barrilito que le trajo Federico y que espolvoreó Reinoldo con esmero, y entrambos á instancias del maestro reanudaron la canción interrumpida por Conrado, quien se puso á trabajar en silencio.

Concluída la canción, maestro Martín dijo:—El cielo os ha dispensado, mis buenos muchachos, un precioso don, pues no podéis figuraros hasta qué punto estoy prendado del arte del canto. Allá en mis mocedades tuve mis pretensiones á aprenderlo, pero en vano hice toda clase de esfuerzos, pues nunca llegué á alcanzar más que burlas y disgustos, en cuantos conciertos tomé parte, alargan fío ridículamente las cadencias, parándome á la mitad de un acorde, ó bien intentando vanos gorgeos en los cuales solía quedarme con la voz al aire. Vosotros lo hacéis mejor y ser á justo y bueno que se diga que allí donde no pudo llegar el maestro Martín, han llegado sus mancebos. El próximo domingo, después del sermón, hay concierto en la iglesia de Santa Catalina, y allí, libres como sois de tomar parte de él, creo que os pueden caber buenos aplausos, pues no os falta talento para conseguirlos. En cuanto ti,—dijo dirigiéndose á Conrado,—podrías también aparecer en el palenque y ver si dispersabas á la concurrencia con tu célebre canción de caza...

—No os burléis de mi,—dijo Conrado.—Cada cosa en su lugar: así, pues, mientras vos y otros muchos os divertiréis oyendo el concierto, yo iré á espaciarme en la pradera.

Vino el domingo, y todo pasó como el maestro lo tenía previsto. Reinoldo cantó algunos aires que produjeron buena impresión; sin embargo los maestros cantores fueron de opinión que había en dios algún sabor extranjera que no podía aprobarse. Presentóse Federico al palenque y después de echar á su alrededor una prolongada mirada, que penetrando en el corazón de Rosa le arrancó un suspiro, entonó una soberbia canción del mismo género que las del tierno Franelob, ante la cual declararon unánimemente los maestros, que ningún cantante podía pretender sobrepujarle.

Por la tarde, después del concierto, maestro Martín, para completar los placeres del día, se fué con Rosa á la pradera, permitiendo que Federico y Reinoldo les acompañaran y que marchara su hija entre los dos mancebos. Federico algo animado con los elogios que le dispensaron los maestros cantores, se atrevió á dirigir á la joven algunas palabras que esta fingía no comprender, dando la preferencia Reinoldo quién le hablaba como de costumbre de cosas alegres, sin vacilar en llevarla del brazo.

A cierta distancia oyeron el rumor de los vítores y aplausos que resonaban en la pradera, y llegados al sido donde los jóvenes de la ciudad se entregaban á toda clase de ejercicios corporales, oyeron á la muchedumbre repetir con entusiasmo:—Ha vencido! Ha vencido! Todavía es el mismo! No hay nadie que lo resista!—y acercándose algunos pasos vió el maestro que todos los elogios iban dirigidos á su mancebo Conrado, vencedor en la carrera, en la lucha y en el tejo. En el momento en que Martín se abría paso á través de la apiñada muchedumbre, Conrado estaba pidiendo si había alguien que quisiera medirse con él en el florete, y muchos jóvenes acostumbrados á este caballeresco ejercicio se presentaban; pero vencidos y desarmados al poco rato, no había quien no prodigara á Conrado los más calurosos elogios.

Desaparecía el sol en el horizonte; los vapores de la noche empuñaban la azulada superficie y el maestro Martín, su hija y los dos mancebos se habían sentado junto una murmuradora y cristalina fuente. Reinoldo continuaba contando maravillosos detalles de su viaje por Italia, en tanto que Federico, silencioso, no acertaba á separar los ojos de la joven. Al poco rato apareció Conrado, con paso incierto, cual si vacilara en reunírseles.

—Ya puedes acercarte,—le dijo maestro Martín.—Acabas de portarte tan valerosamente en la pradera, que desde ahora puedo asociarte en todo con mis mancebos. Ea, pues! No tengas miedo, siéntate aquí, á nuestro lado, te lo permito.

Conrado contestó al generoso ademán del patrón con una mirada altiva, y le dijo con voz sorda:

—Ni vos me intimidáis, ni he menester vuestro permiso para sentarme aquí, ni es á vos á quien busco. Como acabo de vencer y aterrar á mis contrarios, quería pedir únicamente á esa amable señorita, si por premio de mi triunfo no desea concederme el bello ramo de flores que ostenta en el pecho.

Y al mismo tiempo hincando la rodilla ante la bella joven, le dijo contemplándola con sus negros y brillantes ojos:—No podéis, bella Rosa, negarme un favor semejante: con cededme ese ramo por premio de mi triunfo.

Rosa se lo arrancó del pecho y se lo presentó: diciéndole:—Nunca una dama negó á un bravo caballero el don que pretendéis: lo único que siento es que esas flores estén poco menos que marchitas.

Conrado lo llevó á sus labios y luego prendióselo en el gorro, mientras el maestro decía levantándose:—Cuando digo que ese chico es un loco!—Volvámonos á casa, que ya la noche se nos viene encima.

El maestro Martín abría la marcha, seguía, luego Rosa dando el brazo á Conrado, pues éste se lo había ofrecido con caballeresco respeto, y Reinoldo y Federico marchaban detrás y no de muy buen humor. Todo el mundo se detenía verles pasar, diciendo:—Ved ahí! Mirad! Es el rico tonelero Tobías Martín, con su hija Rosa y sus bizarros mancebos!... Qué gente tan honrada!

VIII

Sólo al día siguiente tienen las jóvenes la costumbre de pensar en los goces de la víspera, y este recuerdo acostumbra á ser tan grato como el objeto que lo motiva. Sucedió, pues, que la bella Rosa con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada y la aguja y la labor sobre las rodillas, permanecía ensimismada en los recuerdos del día anterior. Tal vez estaba oyendo todavía los cantos de Federico y de Reinoldo, tal vez veía á Conrado triunfando sobre todos sus competidores, pues tan pronto murmuraba el estribillo de una canción cita, como prorrumpía en voz débil:—Queréis mi ramo?—y se ruborizaba súbitamente, animábanse sus ojos y se escapaba de su pecho un dulce suspiro.

Marta entró en aquel momento y se alegró Rosa de encontrar á quien referir lo acontecido, así en Santa Catalina, como en la pradera.—De modo,—dijo Marta, apenas la hija del tonelero hubo terminado su relato,—que pronto podréis elegir entre tres amables pretendientes.

—Por Dios!—exclamó Rosa, como aterrorizada y roja lo mismo que una amapola,—no me habléis de esto... Dios mío!... Tres pretendientes!

—Vamos, Rosita,—repuso Marta,—no pongas esta cara de melindrosa desentendida, pues deberías haber perdido el don de la vista para no conocer que Reinoldo, Federico y Conrado están perdidamente enamorados de tí.

—Virgen Santísima!—exclamó Rosa, cubriéndose el semblante con las manos.

—Vaya,—repuso Marta, tomando asiento á su lado,—no te hagas la vergonzosa, ya puedes mirarme y confesar francamente que hace tiempo notas que no eres indiferente á los tres mancebos. Confiésalo, que esto no se niega nunca, pues fuera muy extraño que una joven no lo echara de ver desde el primer momento. Di; no has visto como en cuanto apareces por el taller! todos ellos te miran, Federico y Reinoldo entonan su mejor canción y el fogoso Conrado se hace tratable y bondadoso?—No has reparado que los tres compiten en agradarte, y que hasta que dirijas á cualquiera de ellos una mirada ó una palabra, para que se anime su rostro? Además, que es muy grato verse así requerida por tres jóvenes tan bellos, aunque precisa que elijas á uno.. y cuál será el preferido? Esto es lo que no me atrevo á indicar, aun cuando yo por mi parte... Pero, no pasemos de aquí, pues si vinieras y me dijeras:—Marta, dadme un buen consejo:—A cuál de los tres debo otorgar mi mano y mi corazón? yo te diría:—«Si tu corazón no te lo indica, menos puedo indicártelo yo».—Aunque á decir verdad, Reinoldo me gusta mucho, como también Conrado y Federico, por más que ninguno de los tres sea perfecto. Sí, querida Rosa, cuando les veo trabajar, pienso enseguida en mi pobre Valentín, y aunque comprendo que de vivir no lo haría mejor que ellos, noto no obstante que cuando se ponía á la obra, mi difunto esposo, todo era ardor, todo alma, mientras que los tres mancebos parece que traen otros pensamientos en la cabeza, y que se han impuesto el trabajo tomo una pesada carga, que no obstante sobrellevan con valor y constancia. Por esto entre todos, Federico es el que más me gusta, por su corazón tierno y generoso: me parece que es el que está más cerca de nosotras, pues no dice nada que no deje comprenderse, y sobre todo lo que más en él me agrada es ver que apenas se atreve á mirarte, y que cuando tú le hablas se ruboriza como un niño.

A estas palabras de Marta, brillaba una lágrima en los ojos de la joven, la cual se levantó y dirigiéndose á la ventana, dijo:—Sí, es verdad, también Federico me gusta; pero no por eso hay que despreciar á Reinoldo.

—Y cómo podría yo despreciarle?—exclamó Marta:—Reinoldo es el más guapo de los tres. Qué ojos los suyos! Sus miradas á una la atraviesan, de modo que no hay quién las aguante! Tiene algo, sin embargo, que me desconcierta, y se me Figura que á tu padre al verlo en su taller debe pasarle lo que me pasaría á mí, si me encontrase en la cocina con algún utensilio de oro y diamantes, del cual debiese servirme como de otro objeto común cualquiera, que apenas me atrevería á tocarlo. Cuando habla y refiere sus viajes, sus palabras, semejantes á una música deliciosa, te extasían; pero después reflexiona lo que acaba de decir y te quedas sin haber comprendido una palabra. Y si alguna vez intenta parecerse á nosotras, chanceándose á nuestro modo, no puede ocultar cierta distinción en sus modales, que á la verdad, me espanta, y no es por cierto la distinción de nuestros nobles y patricios, sino otra cosa que no acierto á definir. En una palabra, se me figura, Dios sabe por qué, que mantiene tratos con los espíritus superiores, y que pertenece á un mundo distinto del nuestro.

En cuanto Conrado es un mozo rudo é impetuoso, que en ciertas ocasiones revela cierta distinción que se aviene muy mal con el mandil de tonelero: en todo obra siempre cual si fuera el amo y los demás estuviesen obligados á obedecerle. Por lo demás á pesar de su altivez casi diría que le prefiero á Reinoldo, pues cuando menos, en medio de su violencia, se comprende el sentido de sus palabras. Apostaría cualquier cosa á que ha sido soldado, pues conoce el manejo de las armas, y gasta ciertas expresiones guerreras, que no le sientan mal... Ahora, pues, querida Rosa, sin rodeos, dime cuál de los tres te gusta más?

—Marta, por Dios, no me preguntéis eso,—contestó Rosa.—Lo único que puedo deciros es que Reinoldo no me inspira los temores que á vos. Es verdad que sus modales difieren de los mancebos de su oficio, pero su conversación me ofrece los atractivos de un bellísimo jardín, cubierto de hermosas flores y frutos desconocidos, que nunca me canso de contemplar. Desde que le tenemos en casa, han tomado: mis ojos un interés indecible muchas cosas que antes me parecían tristes y descoloridas.

Marta se levantó, y al marcharse amenazó Rosa amistosamente con el dedo, diciéndole:—Con que, es Reinoldo el preferido? En verdad que nunca lo hubiera dicho.

Muy animado andaba por aquellos días el taller del maestro Martín para satisfacer los múltiples encargos que se le habían hecho, vióse precisado á tomar nuevos oficiales y el rumor del mazo y de la doladera dejaba oirse desde una gran distancia.

Reinoldo había calculado las medidas del gran tonel destinado al obispo de Bamberg, y lo había construído con la ayuda de Federico y de Conrado con tanto acierto, que el maestro, sintiéndose extremecer oí corazón de gozo, decía:—Esto es lo que se llama una obra magnífica! Nadie habrá visto mi tonel semejante, si se exceptúa el que yo destiné mi obra de maestro!

Los tres mancebos encajaban con estrépito los aros sobre las duelas: el viejo Valentín manejaba el cepillo con ardor, y Marta, sentada detrás de Conrado, contemplaba á sus pequeñuelos jugando por el taller. Unióse á la alegre escena la presencia del viejo Holzschner, á cuyo encuentro corrió el maestro al divisarle, preguntándole por el objeto de su visita.

—En primer lugar deseaba volver á ver á mi buen Federico: ya le veo que está allí trabajando con su acostumbrado celo. Después necesito un buen tonel, y vengo á encargároslo. Precisamente éste que vuestros mancebos están concluyendo es el que me conviene, Mandádmelo pues, y decidme cuánto vale.

Reinoldo que en estos momentos tomaba un breve descanso, le dijo:—Lo que es éste no puede ser, señor Holzschner, paca va destinado al venerable obispo de Bamberg.

El maestro Martín con los brazos cruzados en la espalda, la cabeza hacia atrás y el pie izquierdo algo adelantado, echando una radiante mirada sobre el tonel, dijo con aire de orgullo:—Señor mío, por lo escocido del material y lo delicado del trabajo, hubierais debido adivinar que ese tonel sólo puede brillar en las bodegas de un príncipe. Reinoldo ha dicho bien: no penséis en él. Pasada la vendimia miraremos de haceros uno bueno, cual conviene á vuestra bodega.

Irritado el viejo Holzschner por las orgullosas palabras del tonelero, hizo notar que sus monedas de oro valían tanto como las del obispo de Bamberg, y que con el dinero en la mano no había de faltarle un tonel como el que tenía delante, aun cuando hubiera de recurrir á otro taller.

Ante tales palabras el maestro Martín apenas podía contener su cólera; pero debía respetar al digno Holzschner, persona muy apreciada en el consejo y querida de toda la ciudad. En este momento dió Conrado un porrazo tal sobre el gran tonel, que pareció que el taller se extremecía, y el maestro que tuvo con este motivo sobre quién descargar su reprimido enojo, exclamó con voz airada:—Estúpido, zopenco, te Las propuesto estrellar el tonel?

—Y por qué no,—dijo Conrado mirándole con audacia,—si me da la gana de hacerlo? Y redobló sus porrazos hasta que estallando los aros, reventaron las comprimidas duelas viniéndose abajo con estrépito el andamio sobre el cual estaba Reinoldo encaramado.

Ciego de furor cogió el maestro un palo que llevaba entre manos el anciano Valentín, y sacudió un golpe tremendo sobre la espalda del mancebo, gritando:—Toma, maldito perro!...

Apenas Conrado se sintió herido, enderezóse con viveza, permaneció un rato como petrificado, y luego arrojando ruego por los ojos y rechinando los dientes, exclamó:—Pegarme á mí!... Y cociendo de un brinco una doladera que estaba un el suelo la descargó sobre maestro Martín con tanto vigor, que le habría partido el cráneo, si Federico no hubiese llegado á tiempo de darle un empellón, de modo que el agresivo instrumento con sólo rozarle el brazo, le hizo manar sangre. El obeso maestro al sentirse herido perdió el equilibrio y cayó desplomado en el suelo, mientras todo el mundo trataba de echarse sobre el agresor, el cual blandiendo el hierro ensangrentado, gritaba con voz terrible:—Dejadme, que quiero mandarle al diablo, Y deshaciéndose con un atlético esfuerzo de cuantos le rodeaban, iba á renovar el golpe, que hubiera acabado con el maestro, cuando apareció Rosa, pálida y azorada.

Al verla Conrado permaneció inmóvil como una estatua, y arrojando el arma que aun tenía en la mano:—Dios mío! Qué he hecho?—exclamó con voz conmovedora, y salió del taller, sin que nadie acertara á perseguirle.

Levantaron todos al pobre maestro y vieron que el hierro no había traspasado la capa de grasa que cubría sus músculos, por lo que no eran de temer las consecuencias de la herida: después retiraron de entre un montón de aros y virutas al viejo Holzschner, á quien el maestro Martín había arrastrado en su caída y consolaron como mejor pudieron á los chiquillos de Marta, que alborotaban el taller con sus chillidos.

Muy postrado quedó el obeso tonelero, quien decía, no obstante, que pasaría gustoso por la herida, si aquel endiablado hubiese dejado intacto su hermoso tonel.

Buscáronse camillas con que trasladar á los dos ancianos, pues el señor Holzschner al caer se había dislocado un pie, lo que hacía que renegase de un oficio que requería el empleo de instrumentos asesinos, sin que se descuidara de rogar de paso á. Federico que volviera á su noble profesión artística.

Reinoldo y Federico aturdidos por aquella ocurrencia, al caer de la tarde fueron á tomar el aíre en el camino de la ciudad, oyendo á su espalda sollozos y suspiros. Se pararon y vieron á Conrado que se les acercaba, diciéndoles con voz doliente:—Oh, mis buenos camaradas, no os espante mi presencia, que aun cuando me toméis por un asesino, no Jo soy, pues esta tarde no podía obrar de otro modo. Aquel bellaco debía morir á mis manos, y aún sí fuera posible debería volverme con vosotros y aplastarle... Pero no, ya hay bastante!... Adiós, amigos: ya no volveréis á verme. Decidle á Rosa que me perdone, que la amo más que á mi vida; que el ramo que me dió lo llevaré siempre sobre el corazón, y en fin que algún día oirá hablar de mi.. Adiós, adiós á mis buenos camaradas!...

Y diciendo esto desapareció campos á través.

—Este muchacho,—dijo Reinoldo,—tiene algo de extraordinario. Su acción de esta tarde y sus palabras de ahora no se explican naturalmente. Algún día se levantará el velo que oculta este misterio.

IX

A la alegre animación que reinaba hasta entonces en el taller del maestro Martín, sucedió un periodo de tristeza Reducido imposibilitado de trabajar estaba en ciara a, el maestro con el brazo en cabestrillo, echaba sapos y culebras contra Conrado, y ni Rosa, ni Marta, ni los hijos de ésta se atrevían á volver al teatro de tan deplorables acontecimientos. Unicamente Federico trabajaba sin descanso, resonando su mazo en el solitario taller, como en otoño los hachazos del leñador en el fondo de la selva.

Profunda tristeza se había apoderado del alma del manceba al ver claramente confirmadas las sospechas que desde mucho tiempo concibiera, esto es: que Rosa amaba á Reinoldo, pues le con vencían de ello no sólo las palabras y miradas afectuosas que antes aquélla le dirigía, sino el no aparecer por el taller, desde que su camarada estaba enfermo, haciéndole todo presumir que permanecía en casa para poder cuidarle mejor.

Un domingo que huela un tiempo espléndido, el maestro Martín, restablecido ya de su herida, le invitó acompañarles á él y á Rosa hasta la pradera; pero oprimido por el dolor, se negó á ello, prefiriendo dirigirse á solas á las inmediaciones de la colina en donde conoció á Reinoldo. Tendióse sobre el césped á meditar acerca de la brillante estrella de esperanza que había iluminado su camino, y que entonces permanecía envuelta entre tinieblas; cuando consideró que todos sus esfuerzos se habían dirigido únicamente á realizar una quimera, se le agolparon las lágrimas á los ojos, cayendo sobre las florecillas, que con sus corolas inclinadas parecían compartir sus penas. Entre profundos suspiros, murmuró la siguiente canción:


«Dónde estás, dulce esperanza mía? Ay, lejos, muy lejos, dando aliento á otro corazón que no es el que late en mí!

»Agitaos vientos de la noche, para despertar en mi pecho los pasados goces y los dolores del presente, agitaos hasta que mi corazón anegado en lágrimas, se raje luchando con sus estériles deseos.

»Por qué murmuráis, tiernas florecillas de la pradera? Por qué vuestros ojos azules me con templan? Será para mostrarme el refugio de la tumba, donde encontrar la paz ansiada?»


A menudo algunas lágrimas calman la más negra tristeza, pues no parece sino que un rayo de consuelo penetra en el alma á través del llanto. Sea lo que fuere, esta canción reanimó á Federico. La brisa de la tarde, los árboles, las florecillas que acababa de Invocar parecían dirigirle palabras de consuelo, y en el sombrío horizonte de su existencia vislumbró desde entonces dorados rayos, presagio de ventura, aunque lejana.

Levantóse y se dirigió á la aldea, pareciéndole que todavía Reinoldo caminaba á su lado, como el día de su encuentro, y todo lo que entonces dijeron se agolpó en su imaginación. La comparación de los dos pintores arrancó la venda de sus ojos,—No me cabe duda: Reinoldo amaba á Rosa, cuando se dirigía á casa, dé su padre, con el mismo intento que yo, y al presentarme el ejemplo de los dos pintores, quiso prevenir la competencia que entre los dos iba á entablarse. Resonaban todavía en sus oídos las palabras de su camarada: «Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir á estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos».—Sí, es verdad,—exclamó,—y mañana mismo, amigo mío, vas á desvanecer francamente mi postrera esperanza.

Al día siguiente por la mañana llamó á la puerta, del aposento de Reinoldo, y como nadie le contestara, levantó el pestillo, y entró en el cuarto. No había traspuesto todavía los umbrales, cuando quedó estático, al aparecérsele iluminado por los reflejos de un sol magnífico el retrato de Rosa, con todos los hechizos y gracias de su juventud. El asiento colocado junto al caballete y los frescos colores esparcidos por la paleta, indicaban que no hacia mucho tiempo que aun se había trabajado en aquella obra maravillosa.

—Rosa!... Rosa!...—exclamó adelantándose y devorando el lienzo con los ojos,—al mismo tiempo que se sentía un golpecito en los hombros y la voz de Reinoldo que le decía:—Qué tal? Qué te parece este retrato?

Federico le abrazó lleno de efusión, exclamando:—Oh, maravilloso artista! Ahora lo comprendo todo: tuyo es el premio.—Y cómo podía atreverme á disputártelo? Qué soy yo á tu lado y qué es mi arte comparado con el tuyo? Ay de mí! También tenía yo mi proyecto en la cabeza; no te rías, Reinaldo; también había imaginado modelar su precioso busto y luego fundirlo en la plata más fina que encontrara; pero esto sería sólo una niñada, mientras que tú... Oh! qué bella está! cómo nos sonríe! Reinoldo, eres el más feliz de los hombres! Tus predicciones se han cumplido; entrambos hemos luchado, la victoria es tuya: por eso mi corazón deja de amarte. Unicamente siento desde ahora la necesidad de ausentarme de esta casa y de mi patria, pues conozco que moriría si volviera á verla. Perdóname, querido amigo; pero voy á partir ahora mismo, para arrastrar lejos de aquí mis dolores y pesares.

Dicho esto, Federico iba á marcharse; pero Reinoldo le detuvo y le dijo con dulzura:—No, no te irás, pues quizá vaya todo de un modo completamente distinto de lo que te figuras. Ya es tiempo de manifestarte lo que hasta ahora te he ocultado. Acabas de ver que no soy tonelero, sino pintor, y este cuadro te demostrará que no soy de los peores. Ahora bien, siendo todavía muy joven me fuí á Italia, patria de las artes, donde logró ponerme en buenas relaciones con los ms famosos pintores, los cuales encendieron en mí el sagrado fuego. Llegué á hacerme celebre, mis cuadros eran admirados y el duque de Florencia me llamó á su corte, Desdeñaba entonces la escuela alemana y, sin haber visto nunca sus obras maestras, tachaba de áridos los toques y de incorrecto el dibujo de vuestros Dürers y Kranachs, hasta que un día un mercader de cuadros trajo para las galerías del gran Duque una madona del primero, la cual me cautivó de tal modo, que en el mismo instante resolví partir para Alemania, deseoso de admirar y estudiar sus obras de arte. Llego á Nuremberg, veo á Rosa, y distingo en ella la viviente imagen de aquella madona, que de tal modo había excitado mi entusiasmo, y lo mismo qué tú, mi buen Federico, un súbito amor por ella inflama mis entrañas. Espero poder acercarme á la joven, valiéndome de alguno de aquellos medios tan comunes en Italia; pero todo en vano, pues ya sabes que la casa del maestro no se abre tan fácilmente. Concibo entonces la idea de presentarme lisa y llanamente á pretender su mano, y me dicen que el maestro Martín tiene la firme resolución de no concederla más que á un mancebo tonelero. Resuelvo por fin irme á Estrasburgo á aprender el oficio y volver cuanto antes á colocarme en su casa, dejando á la Providencia lo restante. Ya sabes, pues, cómo he ejecutado mi proyecto; pero no debes ignorar adornas que hace pocos días me dijo el maestro, que:—viendo que prometía llegar á ser un buen tonelero y supuesto que galanteaba á Rosa y que á ella no le era indiferente, me aceptaría gustoso por yerno...

—Y cómo no,—dijo Federico en el colmo del dolor.—Sí, sí: Rosa te pertenece. Cómo podía yo meterme en la cabeza el ser objeto de un honor semejante?

—Federico,—observó Reinoldo,—tú olvidas una circunstancia, y es que Rosa no ha confirmado todavía los buenos deseos de su padre. Es cierto que se me ha mostrado siempre deferente y amable; pero no es éste aun, amigo mío, el lenguaje del amor. Prométeme, pues, suspender tu proyecto por tres días, portándote con calma y trabajando en el taller como de costumbre; yo quisiera acompañarte; pero desde que dí la primera pincelada á este retrato, todos los útiles de tonelero me causan una aversión invencible y no podría» aun cuando me lo propusiera, empuñar un mazo. Suceda lo que suceda, dentro de tres días, sabrás Jo que Rosa me haya dicho; y sí me ama, entonces parte, y verás cómo el tiempo cicatriza las más crueles heridas.

Federico prometió aguardar resignado el fallo de la suerte, y por espacio de tres días evitó cuidadosamente todo encuentro con la joven, temeroso de descubrir la terrible agitación de su espíritu.

Llegó la hora decisiva y se dirigió al taller; pero andaba tan distraído en el trabajo y cometía tales torpezas, que el maestro tuvo necesidad de reprenderle más de una vez. Este, por otra parte, andaba también sumamente preocupado, prorrumpiendo de cuando en cuando en las palabras «intriga» é «ingratitud», sin desenvolver su pensamiento por lo claro.

Al anochecer recorría Federico el camino de la ciudad, cuando vió un ginete que se le acercaba; era Reinoldo, con la maleta de viaje á la grupa y vistiendo el mismo traje que llevaba, cuando trabaron conocimiento en la colina. Tenía el semblante pálido y descompuesto.

—Hola, te estaba buscando!—dijo apeándose y tomándole la mano.—Acompáñame un rato y sabrás lo que fué de mi amor.

—Sé feliz,—dijo después de haber dado algunos pasos en silencio,—ya puedes seguir trabajando y ocupar mi puesto, pues acabo de despedirme de la hermosa Rosita y del maestro Martín.

—Cómo!—exclamó Federico, extremeciéndose,—Partir cuando te acepta por yerno, y Rosa te ama?

—Ilusiones de los celos son las tuyas, amigo mío! pues es para mi más evidente que la luz del sol que Rosa únicamente me aceptaba para obedecer á su padre y que no arde en su corazón una chispa de amor por un persona! Bonito enlace, siendo así! Hubiera podido durante toda la semana encajar aros en los toneles con mis aprendices, y todos los domingos acompañar á mi digna esposa á Santa Catalina á San Sebaldo y por la tarde A. la pradera, y el año próximo como el pasado, fluí ante toda mi vida!...

—No hagas burla, por Dios,—dijo Federica interrumpiéndole, de los honestos goces de la vida doméstica,—que si Rosa no te ama, no será, suya la culpa, si no de tu genio arrebatado...

—Tienes razón,—exclamó Reinaldo,—es la mía una pícara costumbre: sentirme herido y gritar como un niño mimado, es lo mismo, Pero vamos al caso. Cuando hablé con Rosa de mi amor y de la voluntad de su padre, brillaron las lágrimas en sus ojos, su mano tembló bajo las mías y volviendo la cabeza á un lado, dijo:—No puedo separarme de los deseos de mi buen padre.—Con esto tuve bastante, Ahora es preciso que comprendas lo que pasa en mí, El deseo que experimentaba de poseerla fué una ilusión de los sentidos, pues desde que acabé el retrato, me sentí enteramente tranquilo, cual sí todo ello se hubiese reducido á una pasajera pasión de artista. Además se me hizo insoportable el oficio de tonelero y odiosa la vida de artesano, considerándome desde entonces como preso en un calabozo y cardado de cadenas, Cómo podía casarme con la virgen celeste que llevo en el corazón? No: es preciso que la juventud y la belleza que con mi imaginación le he prestado, sean eternas, no perezcan nunca. Ah! Con cuánto ardor y anhelo me inspiraré en ellas entregándome nuevamente por completo al divino arte! Pronto volveré á verte en todo tu esplendor, adorable patria de la pintura!...

Llegaron los dos amigos á una encrucijada, donde se separaba su respectivo camino.—Despidámonos aquí!—exclamó Reinoldo abrazando tiernamente á Federico, Luego montó de nuevo á caballo y se alejó rápidamente. Federico le siguió con la vista mientras pudo, regresando á casa del maestro, con el ánimo agitado por cien distintos pensamientos.

X

El maestro Martín triste y silencioso trabajaba al día siguiente en el gran tonel del obispo de Bamberg, mientras Federico vivamente afectado por la ausencia de Reinoldo, no tenía aliento para cantan y ni siquiera decir una palabra. De pronto el maestro, soltando la doladera y cruzándose de brazos, exclamó con sombrío acento;—Ved ahí que también Reinoldo se ha marchado! Un pintor de mérito, que se ha burlado de mi con tocias sus apariencias de mancebo tonelero. Ahí si hubiese podido sospecharlo, cuando tú me lo presentaste, me habría guardado de admitirlo. Tarace imposible que una cara tan franca y honrada pueda encubrir un corazón tan lleno de disimulo y fementido! Pero en fin, se ha marchado, Empero que tú permanecerás fiel al oficio, y quién sabe sí al cabo todavía nos unirán lazo» más estrechos! Procura aplicarte, y que Rosa te ame, me entiendes? todo depende de tí.

Y cogiendo de nuevo la doladera púsose trabajar con ahinco. Federico no hubiera sabido explicarse la impresión que acababan de producirle las palabras del maestro, pues su corazón lastimado no concebía ya la mas leve esperanza.

Por primera ves; desde mucho tiempo, Rosa reapareció en el taller: estaba sumamente abismada, y Federico notó, no sin dolor, que tenía los ojos encendidos.—Ha llorado por su ausencia?... luego le ama,—se dijo, y desde entonces no tuvo valor de mirar nuevamente á una mujer á quien adoraba con tanta pasión.

Quedaba concluído el gran tonel y al con templarlo, recobró maestro Martín su buen humor habitual.—Sí, muchacho,—dijo sacudiendo amistosamente la espalda de Federico,—quedamos convenidos en que si sabes hacerte amar de mi hija y construir una obra de maestro, serás mi yerno. Esto no impedirá que cultives tu noble afición al canto, y que adquieras con ello buena fama.

Los encargos iban en aumento de día en día, por lo que el maestro Martín se vió obligado á tomar dos nuevos oficiales, gente grosera y desmoralizada. En vez de las alegres y seductoras conversaciones de Federico y Reinoldo, no se oían en el taller más que vulgares dicharachos y canciones de taberna. Rosa con este motivo no apareció por allí, y Federico sólo la veía de claro en claro y por mera casualidad. Si mirándola con melancolía la decía suspirando:—Ay, querida Rosa, si me fuera dable hablar con vos, y veros risueña como en los buenos tiempos en que Reinoldo trabajaba en casa!—ella le contestaba, bajando los ojos:—Tenéis algo que decirme, Federico?—El mancebo quedaba inmóvil, viendo desvanecerse su felicidad con la misma rapidez que el fulgor de un relámpago.

En tanto insistía el maestro Martín en que Federico comenzara su obra de maestro, á cuyo efecto había escogido la mejor madera de encina, limpia, sin ninguna vena ni defecto, que tenía guardada en los almacenes por espacio de cinco años, y nadie debía ayudar á Federico en su trabajo más que el viejo Valentín. No obstante, la grosería de sus nuevos compañeros de taller contribuía á que éste le fuera cada vez más antipático y sólo con profunda tristeza pensaba en la obra maestra que iba á decidir de sus destinos, sintiéndose desfallecer en un oficio tan opuesto á su primitiva vocación de artista. No se separaba de su mente el magnífico retrato de Rosa pintado por Reinoldo, y las obras de arte aparecían en su imaginación rodeadas de una brillante aureola. Con frecuencia al sentirse subyugado por tan tristes y melancólicos pensamientos, iba á refugiarse en la iglesia de S. Sebaldo, y allí pasaba horas enteras contemplando el admirable monumento de Pedro Fischer y exclamando con entusiasmo:—Qué obra, Dios mío Puede darse en la tierra otra más bella?—Y al volver enseguida á sus duelas y aros, recapacitando acerca de cuánto le era preciso hacer para conquistar la mano de Rosa, sentía como que unas tenazas candentes le destrozaran las entrarías precipitándole al abismo de la miseria. Cuando dormía soñaba que Reinoldo le presentaba magníficos bosquejos de escultura, en los cuales se ofrecía siempre la imagen de Rosa, tan pronto en forma de flor, como de ángel con las alas desplegadas, y cosa extraña! como veía que Reinoldo olvidaba siempre marcar el corazón en estas imágenes subsanaba la falta apresurándose á dibujarlo él mismo. A menudo también creía oir á los pétalos de las flores cantando la belleza de su amada, y ver reproducirse su encantadora faz en la pulimentaba superficie de metales preciosos, Entonces extendía los brazos para estrecharla contra su seno; pero la ilusión se desvanecía, y con ella la dulce imagen de rosa.

Así iba haciéndosele cada vez más insoportable la profusión de tonelero, yendo por fin á consolarse á casa de su antiguo dueño, el maestro Juan Holzschner y habiéndole éste permitido trabajar á horas perdidas en su taller, Federico decidió emplear el fruto de sus ahorros en modelar en plata la obra que había concebido.

Transcurrieron en esto algunos muses, y Federico que á juzgar por la palidez de su semblante, parecía hallarse gravemente enfermó, no pensaba siquiera en principiar su obra de maestro. el viejo Martín le echó en cara su falta de celo, viéndose en consecuencia obligado á empuñar de nuevo la aborrecida doladera, Un día que estaba trabajando, se le acercó aquél y después de examinar las duelas que estaba preparando, le dijo encendido de coraje:—Qué es esto? Qué estás haciendo? Es un mancebo que aspira á pasarse maestro el que corta esta madera, ó un aprendiz de cuatro días? En qué diablo piensas? Crees que mi mejor madera de encina vale tan poco, que así debas echarla á perder?

Subyugado el mancebo por panosos sentimientos y sin que fuera libre ya di? dominarse por más tiempo, arrojó la doladera que tenía entre manos y exclamó:—Maestro, ya todo se acabó, que aun cuando debiere, costarme la vida, no puedo aguantar por más tiempo un trabajo como éste, impulsado como me siento por una fuerza irresistible hacia el arte que antes practicaba. Pero sabed que amo á Rosa, como nadie la haya amado en el mundo, y que por ella sola me dediqué este vil trabajo, Ahora la he perdido; lo se, y aun cuando el dolor me matara, no puedo proceder de otro modo. Desde este momento vuelvo á consagrarme á mí noble profesión, que ya me está esperando el dino maestro Holzschner á quien abandonó tan indignamente...

El maestro Martín echaba rayos por los ojos, la rabia le ahogaba y sólo con grande esfuerzo, pudo barbotear estas palabras:—Cómo!... Y tú también?... Traidores y embusteros!.. Así habíais de engañarme?... Fuera de aquí, miserable!...

Y profiriendo estas palabras le puso la mano en los hombros, haciéndole pasar la puerta de un empellón. Al alejarse oyó Federico las carcajadas de los nuevos mancebos, El viejo Valentín cruzando las manos, decía con aíre pensativo:—Bien había advertido yo que el pobre muchacho estaba ensimismado en algo mejor que nuestros toneles.

Marta lloró mucho y sus chiquillos tuvieron un gran sentimiento, pues Federico jugaba siempre con ellos y les traía amenudo alguna golosina.

XI

Por más enojado que estuviese el maestro contra Reinoldo y Federico, poco tardó en confesar que con ellos había desaparecido la alegría del taller, pues los nuevos mancebos parecían haber apostado entre sí á ver quien le daría más pesares. Desde entonces debían correr por su cuenta los menores detalles del trabajo y aun así raras veces éste le dejaba satisfecho. Hendido al peso de tantos y tan nimios cuidados, exclamaba con frecuencia:—Ah, Reinoldo y Federico! Por qué habíais de engañarme? Por qué no continuasteis siendo buenos toneleros?—y algunas veces era tan grande su abatimiento, que ni siquiera tenía bríos para trabajar.

Una tarde que se hallaba sentado en su casa, en esta triste situación de ánimo, entraron de improviso Jacobo Paumgartner y el maestro Juan Holzschner, con lo que adivinó que la visita sería cuestión de Federico. En efecto, Paumgartner entabló la conversación hablando del joven, y Holzschner haciendo los mayores elogios, dijo que no sólo prometía ser un excelente platero, sino un fundidor de tanto mérito como el mismo Pedro Fischer, Paumgartner le echó en cara su dureza con respectó al pobre mancebo, y los dos interlocutores se unieron para robarle se sirviera concederle la mano de su hija, dado caso que ésta les correspondiese.

El maestro Martín les dejó hablar cuanto quisieron, y cuando hubieron concluído, les dijo sonriendo:—Señores míos, muy calurosa defensa habéis hecho de un muchacho que ha abusado indignamente de mi confianza: sabed, pues, que le perdono: pero en cuanto á darle la mano de mi hija, decidle que no piense en ello.

En este instante Rosa entró, con la pal idea en el semblante y hundidos los ojos, dejando tres copas y una botella de vino sobre la mesa, sin decir una palabra.

—Pues bien,—repuso Holzschner,—antes de que Federico abandone para siempre su querida patria, pues está resuelto á hacerlo, no le neguéis un consuelo, En mi taller acaba de concluir una bonita pieza de platería, y en su nombre os pido permiso para ofrecerla á Rosa como un recuerdo.—Diciendo esto sacóse del bolsillo una pequeña copa de plata artísticamente cincelada y se la presentó al tonelero, que era muy aficionado á obras de esta clase, el cual se puso á examinarla atentamente en todos sentidos.

Nada más bello que aquella joya: cubríanla exteriormente flexibles guirnaldas de vid y de rosal entrelazadas, surgiendo de cada rosa una bellísima cabeza de angelito. En lo interior se hallaba dorada y cubierta también de figuras de ángeles amorosamente agrupadas, de modo que al llenarse de transparente vino parecían animarse y juguetear en el fondo de la copa.

—Es, en efecto, un trabajo delicioso,—exclamó maestro Martín,—y tendrá macho gusto en conservarlo, si se aviene Federico en recibir el doble de su coste en buenas monedas de oro.

En aquel instante se abría la puerta suavemente y aparecía el mancebo, pálido como un difunto, y no bien le hubo visto Rosa. A los gritos de:—Oh! mi buen Federico! corrió á arrojarse á sus brazos medio muerta.

El maestro Martín permaneció al verles como estupefacto; y después de echar una mirada al fondo de la copa, cual si estuviera reflexionando.—Rosa,—exclamó,—tú quieres á Federico?

—Oh!—murmuró la joven,—no puedo ya disimularlo por más tiempo: le amo más que á mí misma: cuando le despedisteis creí morir de sentimiento.

—Pues bien, Federico, abraza á tu novia:—dijo el tonelero.

Paumgartner y Holzschner se miraron como si vieran visiones; empero el maestro Martín, cogiendo nuevamente la copa, dijo:—Oh! Dios del cielo, tú has hecho que se realizara en un todo la profecía de la bisabuela! «Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita embalsamada de odoríferos efluvios, en la cual cantarán alegres serafines». Esta copa es la casita risueña: he aquí los alegres serafines, he aquí, en fin, el amante verdadero. Yaya, señores, todo está arreglado: ya he encontrado yerno!

Sólo el que alguna vez en una pesadilla se haya visto transportado á una noche siniestra y oscura como una tumba, despertando de improviso y hallándose rodeado de embalsamadas flores y respirando el suave ambiente de la primavera, puede comprender la emoción de Federico. Incapaz durante un buen rato de proferir una palabra, tenía á Rosa entre sus brazos, hasta que por fin pudo exclamar:—Habláis de veras, mi querido maestro? Es cierto que me concedéis la mano de Rosita, y que no deberá renunciar al arte á que me siento llamado?

—Sí, hijo mío, sí;—repuso el maestro Martín:—No puedo obrar de otro modo, si ha de cumplirse la profecía de la bisabuela. Tu obra de maestro ya os inútil que la emprendas...

—No, en manera alguna,—dijo Federico radiante de alegría:—ahora me siento con valor para acabar el gran tonel, lo acabaré y volveré á mis crisoles y buriles.

—Bravo, muchacho!—dijo el maestro entusiasmado:—á concluir el tonel y celebrar las bodas.

Federico cumplió fielmente su promesa, terminando su gran tonel de doble cabida, el cual fué la admiración de los inteligentes. El maestro Martín no cesaba de bendecir al cielo, por haberle dado un yerno semejante.

Llegó el día de la boda: en el vestíbulo de la casa hallábase ceremoniosamente instalado el gran tonel de Federico, lleno de vino y cubierto de flores. Reuniéronse los maestros del gremio de toneleros, con Paumgartner al frente y los plateros, todos ellos con sus esposas. Iba á ponerse en marcha el alegre cortejo en dirección á la iglesia de San Sebaldo, donde la hermosa pareja debía recibir la bendición nupcial, cuando se oyó un estrepitoso trompeteo y pisadas de caballo junto á la puerta del maestro Martín. El tonelero corrió á asomarse la ventana y vió que era el noble Enrique de Spangemberg en traje de gala, seguido á poco trecho de un joven caballero, con una brillante espada en el cinto, y un sombrero empenachado y sembrado de piedras preciosas; marchando á su lado, montada en una jaca, blanca como la nieve, iba una dama de admirable belleza, ricamente prendida y rodeada de un sin fin de pajes y criados vistosamente adornados. Callaron las trompetas y gritó el señor de Spangemberg levantando la frente:

—Hola, maestro Martín, aquí me tenéis; pero no vengo por vuestra bodega, ni por vuestros escudos, sino para asistir al casamiento de Rosa. Permitiréis que pase adelante?

E! tonelero acordándose de lo que había dicho un día, acudió algo corrido recibir al anciano caballero: éste después de apearse, entró en la casa, saludando á la concurrencia, seguido de la dama, que iba de la mano del apuesto doncel.

Así que el maestro Martín se hubo fijado en él, juntando las manos, exclamó lleno de asombro:—Dios mio!... Conrado!...—Sí, maestro,—dijo el joven,—soy Conrado, vuestro antiguo mancebo, perdonadme por la herida que os inferí, pues ya conocéis que debiera haberos muerto, sino que las cosas han tomado un giro muy diferente.

Sumamente turbado el maestro Martín contestó que era mejor que no le hubiera muerto y que ya no se acordaba siquiera de aquel pequeño rasguño.

Cuando la bella dama hubo entrado en la sala, todo el mundo se asombró de su completa parecido con la hija del tonelero. El joven caballero te acercó á Rosa y le dijo:—Permitid, bella Rosita, que Conrado asista á vuestro enlace, y perdonad al irreflexivo mancebo que un día por poco os causa una gran desgracia.

Como todos se miraban, sumamente confusos, el anciano Spangemberg, tomó la palabra para decir:—Veo que es menester que aclare lo que tanto parece sorprenderos. Esto joven es mi hijo Conrado, y esa dama, su esposa» que lo mismo que la hija del maestro Martín se llama Rosa. Os acordáis, maestro» de aquella noche en que os pregunté si me negaríais la mano de Rosa para mi hijo? Pues éste se hallaba entonces perdidamente enamorado de ella, y á sus instancias practiqué la gestión de que os acordaréis, sin duda. Al referirle la donosa respuesta que os merecí, sólo pensó en meterse de mancebo en vuestra casa, para ganar el afecto de vuestra hija y robárosla la primera oportunidad. Unos, golpes que le aplicasteis, por los cuales os felicito, le curaron de su manía, y encontró después esa noble joven, que bien podría ser la verdadera Rosa que había dado origen á su violenta pasión.

La joven dama hizo en tanto un gracioso saludo á la desposada, y le ofreció como regalo de bodas un magnífico collar de ricas perlas, diciendo:—Valga esto, querida Rosa, por el ramo de Flores que disteis un día á mi Conrado, en premio de sus triunfos. Lo conservó siempre mas, como un objeto precioso, y sólo cuando os dejó por mí, cometió la infidelidad de tributármelo. Os ruego que no le guardéis ningún rencor.

—Qué decís, señora?—repuso Rosa.—Cómo podía una pobre niña de la plebe merecer el corazón del noble Conrado? Unicamente vos, erais digna de tanto honor, y fué sin duda por lo casual de llevar vuestro mismo nombre que me hizo la corte, pero sólo pensando en vos.

Por segunda vez el cortejo iba á ponerse en marcha, cuando llegó un joven, vestido á la italiana, de terciopelo floreado, llevando sobre el pecho varios collares honoríficos.

—Reinoldo! Querido Reinoldo!—exclamó Federico arrojándose á los brazos del recién llegado,al mismo tiempo que el maestro Martín y su hija exhalaban un grito de alegría.

—No te lo dije, amigo mío,—exclamó Reinoldo, estrechándole contra su corazón,—que todo se arreglaría propiciamente para tí? Vengo para festejar tu enlace, y á traerte un cuadro que aceptarás como á regalo de boda.

A estas palabras ordenó á dos criados que le seguían, que descubrieran mi bulto que llevaban, y apareció un magnífico lienzo encuadrado en un dorado marco, representando al maestro Martín en su taller, trabajando en un gran tone junto con sus mancebos Reinoldo, Federico y Conrado, en el acto de hacerles Rosa una visita, Todo el mundo encomió la verdad de la composición y el magnífico colorido de este cuadro.

—Ah!—exclamó Federico sonriendo,—esta es tu obra de maestro; ya habrás visto la mía en el vestíbulo, aunque me prometo hacer otra cuanto antes.

—Lo presumo,—dijo Reinoldo,—pues todo lo he sabido. Te felicito y deseo que te mantengas fiel á tu profesión, que después de todo se aviene mejor que la mía con los placeres domésticos.

En el banquete de bodas, Federico estaba sentado entre las dos Rosas, y frente á frente tenía al maestro Martín, el cual se hallaba entre Conrado y Reinoldo. Paumgartner llenó hasta el borde la cincelada copa de Federico y la vació de un sorbo á la salud del maestro Martín y de sus bravos oficiales. La copa dió la vuelta á la mesa, y el viejo Spangemberg y todos los comensales bebieron alegremente á la salud del tonelero, de su hija y de sus antiguos mancebos.

D. Giovanni

I

El sonido agudo de una campanilla y el grito de Se va á empezar», me arrancaron del dulce sueño que de mí se apoderara. Oigo luego un sordo murmullo de contrabajos, preludios de violín, agudos trompetazos y uno que otro timbalazo, un oboe dando una nota chillona y sostenida... me restregó los ojos... El diablo se burlará de mí?... No; veo distintamente que me encuentro en el cuarto de la fonda, donde me detuve anoche, molido y devengado. Pende junto á mi el cordón de la campanilla, tiro de él y comparece el mozo.—Dime, muchacho, á qué viene esa endiablada música aquí tan cerca? Se dan conciertos en casa?

—Su Excelencia, ignorará que esta fonda esta contigua al teatro, y que esta portezuela entapizada da á un pequeño corredor que conduce en derechura al palco núm. 23, destinado á los extranjeros.

—Cómo? Teatro y palco de los extranjeros?

—Sí; un palco sumamente reducido, capaz para dos ó tres asientos, muy propio para las personas distinguidas, tapizado de verde, con celosías, que da sobre el escenario. Está á la disposición de su Excelencia; hoy echan el D. Giovanni, del célebre Mozart; la entrada y el asiento cuestan escudo y medio, que pondremos en la cuenta.

Diciendo estas últimas palabras abría la puerta del palco, pues con sólo oir el título de la ópera, yo me había lanzado al corredor, La sala era espaciosa, adornada con buen gusto y espléndidamente iluminada; tanto el patio como los demás palcos estaban llenos de espectadores.

Los primeros acordes de la introducción me hicieron formar un excelente concepto de la orquesta, esperando que por poco que la secundaran los artistas, iba á gozar de la obra maestra de Mozart, ejecutada con toda perfección, El andante con su espantoso, tétrico y sombrío regno all pianto me comunicó un lúgubre presentimiento, y la alegre sonata que se destaca en el séptimo compás del allegro, resonó en mis oídos como un grito de triunfo lanzado por el crimen, pareciéndome que surgía dé las tinieblas una caterva de ígneos espíritus, de encendidas garras y una turba de hombres desenfrenados, danzando junto á la boca de un abismo. Pintóse en mi imaginación la lucha entre la humana naturaleza y las potencias ocultas que la envuelven para perderla, hasta que apaciguándose gradualmente la borrasca, se levantó el telón.

Temblando de frío, envuelto en su capa y con la tristeza en él rostro, se adelanta Leporello entre las tinieblas de la noche, hasta encontrarse junio á mi pabellón murmurando las palabras: Notte é giorno fatigar... Hola! esto va en italiano... Ah, che piacere! de modo que voy oir todos los recitados, toda la ópera, tal como el maestro la compuso y nos la ha legado!...

Ved ahora D. Juan, lanzándose á la escena, seguido de D.ª Ana, que quiere detenerle cogiéndole por la capa. Qué mujer! Podría, es verdad, ser algo más alta y más esbelta, revestir de mayor dignidad sus movimientos; pero en cambio, qué cabeza la suya! unos ojos, de los cuales el amor y el odio, la cólera y la desesperación se escapan como un haz de chispas eléctricas, como un fuego griego inextinguible; sus negros y destrenzados cabellos serpenteando ensortijados sobre sus hombros; una leve bata de noche que cela y descubre á un tiempo preciosos encantos que no pueden verse nunca sin peligro; un corazón que oprimido por desastrosa influencia palpita violentamente... y luego, qué magnífica voz cuando dice: Non sperar se non m'uccidi! Parece un agudo trueno destacándose sobre el fragor de la tempestad, simulada por la orquesta. En vano don Juan trata de desasirse... Si realmente lo desea, cómo no rechaza á aquella débil criatura con un vigoroso esfuerzo y huye enseguida? Por ventura sus maldades le han quitado las fuerzas, ó una lucha entre el amor y el odio paralizan las resoluciones de su espíritu?

El anciano, padre de la joven, acaba de pagar con la vida su imprudente ataque en el seno de las tinieblas, contra aquel terrible adversario. D. Juan y Leporello se adelantan hasta el proscenio, y al principio de su diálogo aquél se desemboza y deja ver mi espléndido traje de terciopelo con borda duras de plata; es de noble y apuesta talla, el rostro varonil, los ojos penetrantes y amorosos labios muellemente modelados. El movimiento de su entrecejo presta á veces á su fisonomía cierta.

expresión satánica, que produce involuntario terror, sin turbarse por esto la belleza de sus facciones. Diríase al verle que se halla dotado de un mágico poder de fascinación, y que mujer á quien él mire una vez, ya no podrá librarse de su atractivo, hasta rodar ¿por la pendiente del abismo, al impulso de esta fuerza misteriosa.

Alto y flaco, con un vestido de rayas blancas y rojas, una capa corta de este último color y sombrero blanco con pluma roja también, se agita Leporello entorno de su amo. Su rostro ofrece una extraña mezclada hombría de bien, de astucia, de audacia y de ironía, viéndose á las claras que un tuno de su calibre ha sido hecho apropósito para servirle de criado.

Acaban de salvarse felizmente, escalando una pared; brillan antorchas; reaparece doña Ana seguida de Octavio, este último un hombrecillo afeminado, compuesto y almibarado, de unos veintiún años todo lo más. En calidad de novio de D.ª Ana se hospedaría en la casa, para que hayan podido aviarle con tanta prontitud. Sin duda al primer ruído le hubiera sido fácil acudir y salvar al anciano, pero antes fuéle preciso prenderse y adornarse; poco amante además de aventurarse á andar entre tinieblas.

Ma qual mai s'offre, ó Dei, spectacolo funesto agli occhi mei; los desgarradores acentos de este dúo y recitado, expresan algo más que la desesperación; ya no es únicamente la muerte del anciano y el crimen de D. Juan lo que puede producirlos, sino también una lucha secreta y espantosa.

Cuando la alta y flaca D.ª Elvira, que no ha perdido del todo los rasgos de su belleza á la sazón marchita, se desata en improperios contra el pérfido D. Juan, y en el momento en que el malicioso Leporello, haciéndose el juicioso, hace notar que está hablando como un libro: Parla come un libro stampato, se me figuró que alguien en el palco se había sentado á mis espaldas, pues era muy fácil abrir la puerta y colocarse en el asiento del fondo. Fué esto para mí un penoso descubrimiento, pues me tenía por tan feliz de estar solo, devorando sin estorbo esta obra maestra y abandonándome á todas las sensaciones que su ejecución me producía, que una sola palabra, una palabra fútil hubiera bastado para arrancarme dolorosamente á la embriaguez del éxtasis poético-musical que experimentaba. Resolví por lo tanto no prestará mi vecino la menor atención» evitar sus palabras y hasta sus miradas y continuar sumido en los encantos del espectáculo. Con las manos en las sienes y vuelto de espaldas al recién venido, me estaba con la vista fija en el escenario, viendo como la astuta y galante Zerlina tranquilizaba al bendito Mazetto con acentos y ademanes graciosos.

En el aria brusca y cortada, y acentuada con notable vigor; Fin ch'han del vino, expresaba D. Juan el alterado fondo de su alma y el desprecio que sus semejantes le merecían considerándolos como meros objetos de placer, sometidos á sus antojos: en esto se avivaba el extraño movimiento de sus músculos.

Sucede á ésta la escena de las máscaras, cuyo trío es una oración inspirada, de acordes puros que se elevan hasta el cielo; pero ved ahí que se corre el talón del foro y estalla la algazara, y tras el choque de las copas, se cruzan y confunden las máscaras y los campesinos, atraídos la espléndida fiesta dispuesta por D. Juan. Ya los tres conjurados para la venganza se reúnen y toma todo un carácter imponente, hasta tanto que se forman las parejas y principia la danza.

...Zerlina se ha fugado, y D. Juan se adelanta valerosamente, desnudo el acero contra sus adversarios al primer golpe desarma á su rival, el débil Octavio, y se abre paso á través de la aturdida y desordenada muchedumbre.

Varias veces se me figuró distinguir detrás de mí la dulce sensación de un tibio aliento y el roce de un traje de seda, lo que me hizo sospechar si tenía en el palco á una señora empero ensimismado en las poéticas visiones que la representación me producía, bajo ningún concepto quise distraerme tan sólo al caer el telón me volví para mirar á mi vecina... No existe ni puede existir palabra alguna que exprese la sorpresa que experimenté; la mujer que se encontraba á mi espalda era D.ª Ana, en el mismo traje con que acababa de verla en la escena, posando sobre mí sus miradas ardientes y expresivas. al divisarla permanecí mudo de asombro, notando que vagaba en sus labios una tenue sonrisa de ironía, en la cual creí que se reflejaba mi necia figura. Comprendí entonces la necesidad en que me hallaba de dirigirle la palabra; pero me sentí la lengua trabada por el aturdimiento ó tal vez por el terror. Por fin casi instintivamente se escaparon estas palabras de mis labios:—Vos aquí? Cómo es posible eso?—á lo que me contestó en puro acento italiano, que si yo no hablaba ó comprendía este idioma, se vería privada de conversar conmigo, puerto que no sabía otra lengua, Sus palabras resonaban en mis oídos como un armonioso canto; sus miradas eran cada vez más intensas, y cada rayo que exhalaban sus pupilas me inflamaba con tal ardor que hervía la sangre en mis arterías.

No me cabía la menor duda de que era la mismísima D.ª Ana, y sin detenerme á considerar el modo cómo podía estar un tiempo en el palco y en el escenario, tal como sucede en todo sueño grato, que nos tace palpables las mayores imposibilidades, y que animándonos de ardiente Te nos eleva hasta las regiones sobrenaturales, acallando comunes acontecimientos de la vida, así me encontraba yo en su presencia, dominado por una especie de sonambulismo tal, que ni siquiera me habría sorprendido contemplarla al mismo tiempo sobre las tablas del teatro. Cómo traducir aquí el diálogo que se enlabió entre los dos? En vano lo intentaría, pues no hay palabra que no se me figure pálida y fría, ni frase alguna que no me parezca grosera, cuando trato de conservar la gracia y el donaire de aquel idioma.

Al oir hablar de D. Giovanni y del papel que ella representaba, parecióme que todo el genio de esta obra maestra se revelaba á mi espíritu por primera vez, introduciéndome en las maravillosas regiones de un mundo desconocido. Me dijo que la música constituía el todo de su existencia, y que con frecuencia le bastaba cantar para sentirse en el alma ignotas ó indescriptibles emociones.—Sí,—dijo con entusiasmo lanzando una radiante mirada;—entonces lo concibo todo, y todo cuánto me rodea permanece ame mis ojos frío é inanimado pero cesa el encanto y me aplauden por un gorgorito ó una nota difícil y se me figura que una mano de hierro me arranca el ardoroso corazón... Peto vos... vos sois el único que me comprende pues no ignoro que habéis penetrado también en las ilimitadas esferas de este inundo maravilloso y romántico, poblado por la celeste magia de los tonos.

—Cómo! Mujer sublime é incomparable, vos me conocéis?

Entonces habló de una de mis óperas y pronunció mi nombre.

Sonó la campanilla del teatro empero, después de tan singular aparición, la música produjo en mí un efecto tal, que en vano trataría de expresarlo. Tan sólo para dar de ello una vaga idea, diré que pareció la realización desde mucho tiempo ansiada de mis dorados sueños, cual si todos los presentimientos de mi espíritu se reprodujeran, formulándose en armoniosos acordes. Duran té la escena de doña Ana sentíme rodeado de una atmósfera cálida y voluptuosa, entornáronse mis ojos involuntariamente y rozó mis labios la ardiente impresión de un beso, rápido y fugaz como una nota.

Resonó alegre y desordenado el final del acto: Giá la mensa è preparata. Sentado á la mesa D. Juan con una muchacha á cada lado y repartiendo entre ellas sus caricias, estaba destapando botellas y más botellas, como para dar libre paso á los fermentados espíritus, cautivados entre el cristal. Pasaba esto en una reducida estancia, en el fondo de la cual, á través de una anchurosa ventana de estilo gótico, destacábanse las tinieblas de la noche. Y mientras Elvira echaba en cara al infiel sus falsos juramentos, el rayo rascaba el lejano horizonte, y el sordo estampido del trueno anunciaba la proximidad de la tormenta. Por fin óyese llamar con violencia, huyen corriendo Elvira y las muchachas y acompañado de los roncos rugidos del mundo subterráneo de los espíritus, se adelanta y se cuadra frente á frente de D. Juan el marmóreo espectro, á cuyo lado el libertino parche un pigmeo. Retiembla el pavimento cada paso del gigante y entre el fragor de la tempestad y el ahullido de los demonios, á la siniestra luz del rayo y al estampido del trueno, D. Juan pronuncia su terribles nombre. Ha sonado para él la hora fatal. Desaparece la estatua, un denso vapor inunda el aposento, por entre el cual aparecen terribles fantasmas, y sólo de cuando en cuando D. Juan va combatiendo contra todo el infierno reunido, hasta que se deja oir una explosión, cual si la tierra se hundiera, y todo desaparece, D. Juan y los espíritus infernales, como por ensalmo. Tan sólo Leporello queda tendido en un rincón del aposento.

...Cuán dulce sensación produce entonces la salida de los demás personajes, andando inútilmente en busca de D. Juan! Sólo en aquel momento uno se siente libre del espantoso influjo de los espíritus infernales!

Al reaparecer D.ª Ana, cuán demudada estaba! Cubierto su rostro de mortal palidez, apagadas sus miradas, su voz temblorosa y entrecortada, no por eso cautivaba menos en el duetino con su dulce novio, ansioso de celebrar sus bodas cuanto antes, desde el momento que se siente libre del peligroso deber de la venganza.

El coro final coronó dignamente la ejecución de la obra, y con la mente exaltada corrí yo á encerrarme en el cuarto. Cuando el criado vino advertirme que la cena estaba en la mesa, le seguí maquinalmente.

La reunión era numerosa, y la ejecución de D. Giovanni el tema de todas las conversaciones. Por lo general estaba acorde todo el mundo en elogiar el canto y la mímica de los italianos; sin embargo alguna que otra chanza, echada como al descuido, me probaban que nadie había comprendido ni sospechado siquiera el sentido de esta obra maestra, entre todas las óperas, Don Octavio había gustado; pero á D.ª Ana la encontraban demasiado apasionada. Decía uno de los comensales:—En la escena es preciso saber moderarse, y no producir en el público sensaciones demasiado vivas. Y al hacer esta observación tomaba un polvo de tabaco, volviéndose con aire inteligente y satisfecho hacia su vecino, quien á su vez declaraba, que la italiana era hermosísima; pero algo descuidada en su prendido, pues en lo mejor de su papel, le había caído sobre el rostro uno de los rizos del tocado. Otro entonces se puso á talarear en voz de bajo el Fin ch'han dal vino, acerca del cual declaró una señora que el D. Juan, era el que menos le había gustado, habiéndole parecido demasiado serio y sin saber darse el carácter frívolo y ligero de su papel. En cuanto la explosión del desenlace fué sumamente admirada.

Cansado ya al fin tío tanta charlatanería, me refugié en el cuarto de dormir.

II

Encontrábame tan estrecho y sofocado en aquel aposento!

A eso desmedía noche creí oir que pronunciaban mi nombre cerca de la puerta entapizada.—Quién me impide,—dije para mis adentros visitar de nuevo el lugar donde me ha ocurrido la extraña aventura? Quién sabe si volveré á ver la dama de mis pensamientos! Es tan fácil transportar allí esta mesita, dos luces y recado de escribir.

El mozo me trajo el ponche que le había pedido, y al encontrarse con el aposento vacío y viendo abierta la portezuela entapizada, se llega hasta el palco, lanzándome una mirada equívoca. A una señal que le dirijo, deja el ponche sobre la mesa y se retira, no sin volverse á mirarme, vagando en sus labios una pregunta que no se atreve á formular.

Ya me encuentro solo, y apoyo los codos en el antepecho; contemplo la desierta sala, cuya arquitectura, vagamente iluminada por mis dos velas, ofrece reflejos sumamente extraños y proyecta fantásticas sombras. Un soplo de aíre agita el telón que cubre el escenario.—Oh si se levantara!—exclamó.—Si se me apareciera D.ª Ana en terrible agitación... D.ª Ana!—gritó involuntariamente,—y este grito, perdiéndose entre las profundidades de la anchurosa sala, parece despertar los adormecidos instrumentos de la orquesta. Un sonido confuso invade el espacio, cual si repitiera murmurando ese nombre querido!... No puedo contener un sentimiento de misterioso terror, que al poco rato se trueca en deleitable emoción.

Dueño al fin de mí mismo, héteme ya dispuesto á bosquejar, cuando menos tal cual creo haberla interpretado la profunda concepción de la sublime obra del gran maestro. Sólo un poeta puede comprender á otro poeta, y un alma ideal penetra en las espacios ideales: sólo el exaltado espíritu consagrado en el templo de la poesía, puede responder á los acentos del entusiasmo. Considerando el poema de D. Giovanni por sí mismo, sin prestarle ninguna significación profunda, tal tomo nos lo presenta la leyenda que constituye su argumento, apenas se concibe como Mozart haya podido crear y componer tal música, para un asunto tan trivial.

Un desenfadado calavera, amante desmedido del vino y de las muchachas, quien sólo, al intento de chancearse, invita á cenar á la estatua de piedra, de uno que murió sus manos defendiéndose, en verdad poco tiene de poético, y si hemos de hablar con toda franqueza, no merece un hombre semejante que las potestades Infernales se den la pena de ir á su encuentro, ni mucho menos que la estatua, recobrando la vida, descienda de su pedestal para exhortarle; la penitencia ni finalmente que Satanás pontea en camparía sus más fieles satélites para arrastrarle al reino de las tinieblas.

Confesemos que la naturaleza trató á D Juan como uno de sus hijos mimados, elevándole en todo sobre el vulgo, eximiéndole del trabajo que humilla y de los insípidos cálculos que coartan la imaginación, y dotándote en cambio de todo cuanto contribuye á acercar el hombre á la divinidad. Predestinándolo á vencer y á dominar, le dotó de vigorosos músculos y de una estatura majestuosa, de rostro animada por el fuego celeste, de alma profunda y de viva y rápida inteligencia; empero una dulas funestas consecuencias del pecado original, es el poder que el demonio conserva de seducir al hombre en los mismos esfuerzos que practica, cuando aspira al infinito, tendiéndole así un lazo fatal en el propio sentimiento de su divina naturaleza. Y de esta lucha entre los principios celeste y satánico, derivan las pasiones mundanas, y sólo una victoria completa sobre las mismas puede llevarnos á la eterna bienandanza.

La organización tísica y moral de D. Juan inflamó su ambición, y el insaciable desboque le produjo el ardor de la sanare, lanzóle á la consecución de los fugaces deleites, entre los cuales en vano «lisiaba encontrar una satisfacción completan.

Nada existe en el mundo que exalte al hombre en tan alto grado como el amor, esta pasión cuyo oculto y poderoso influjo serena ó perturba los elementos de nuestra naturaleza. Es, pues, de admirar que D. Juan concibiera la esperanza de apaciguar por medio del amor los deseos que le atormentaban, y que el diablo escogiera este medio, como el más seguro para cogerte entre sus redes? El diablo es de fijo quien sugiere á D. Juan el pensamiento de que con el amor y los goces femeniles llegará á realizar en la tierra las celestes promesas que llevamos escritas en el alma, y colmar esta aspiración infinita que nos pone en inmediata relación con las esferas divinas.

Corriendo desenfrenado de beldad en beldad, embriagándole y hasta saciándose en sus encantos, creyendo haberse engañado siempre en la elección de cuantas mujeres va seduciendo, y siempre esperando realizar el ideal de su completa ventura, D. Juan debía al fin cobrar tedio por la vida, y como acogía á los hombres con desprecio, acabó por irritarse contra todas cuantas apariciones había evocado, al fin y al cabo para convertirse en vano juguete de las mismas.

Por eso, no poseyó mujer alguna, que no fuera para él al propio tiempo que un goce sensual, objeto de un atrevido insulto contra la naturaleza humana y su Creador. Mirando con extremo desdén las convenciones de la vida ordinaria por superior á las cuales se tenía, y sintiendo tan sólo amarga irrisión por las dichas honestas, consagróse á jugar cruelmente con las dulces y cándidas criaturas, arrebatándolas despiadado á esas dichas de las cuales se burlaba de continuo. No seducía á una adorada esposa, ni rompía con violencia la ventura de dos amantes, que no se creyera triunfar brillantemente sobre esta potencia enemiga que le colocaba fuera de los estrechos límites de la vida ordinaria, sobra la naturaleza y sobre su Creador; y cuando trató todavía de dejar atrás esto» límites, cayó irremisiblemente en el abismo. El rapto de Ana con las circunstancias que lo acompañaran, constituyó una de sus más soberbias aventuras.

Adornada de los favores más espléndidos de la naturaleza; D.ª Ana es el vivo contraste de D. Juan, y así como éste era en un principio un hombre dotado de belleza y virilidad maravillosas, es aquélla una mujer divina cuya pureza había escapado hasta entonces á las acechanzas del infierno, pues todos los esfuerzos infernales sólo pudieron alcanzar á su vida terrena.

Pero, apenas consumada su perdición, se desencadenan las venganzas del cielo: el cínico D. Juan convida á un alegre festín al anciano que murió á sus manos, y éste no desdeña acudir á la cita, desde el mundo de los espíritus, para obligarle al arrepentimiento; pero ten pervertido se encuentra ya el corazón del libertino, que hasta la misma beatitud del cielo es impotente para hacer penetrar en su alma un rayo de esperanza y el sentimiento de una vida mejor.

Ya llevo dicho que D.ª Ana es un personaje creado para contrastar con D. Juan destinado á hacerle sentir el poder de una naturaleza divina y á arrancarle á la desesperación de sus estériles esfuerzos. Ah! Conociéronse demasiado tarde, pues en el apogeo del crimen, aquél no concibe otro pensamiento que el de perderla. La infeliz sucumbe, y cuando parece que se ha cometido el desliz, siente estallar en su corazón el fuego de la voluptuosidad, ardoroso como el del infierno, siendo ya inútil toda resistencia. Sólo D. Juan era capaz de infundirle el sensual extravío, gracias al cual se echa en sus brazos y sucumbe á las malas artes del infierno.

Pero cuando el seductor se dispone á abandonarla despiértanse en ella todos las angustias de su caída; la muerte de su padre, asesinado por D. Juan, su enlace con el frívolo y vulgar D. Octavio, á quien antes creía amar, el apasionado ardor que consume sus entrañas y últimamente hasta el impetuoso impulso del rencor y el odio, todo enteramente se conjura para atormentarla.

Sintiendo que sólo la ruína de D. Juan puede concederle algún reposo, reposo, empero, que será su muerte, excita sin cesar á su indolente desposarlo á la venganza; ella misma persigue al perjuro, y sólo cuando ve que las potestades del Averno lo han arrastrado al abismo, recobra alguna tranquilidad, sin que por esto quiera ceder á los impacientes deseos de su futuro esposo, á quien le dice; Lascia, ó caro un anno ancora allo sfogo del mio cor! Pero de fijo que no ha de sobrevivir á este año, y que jamás D. Octavio estrechará en su seno á aquélla, á quien un piadoso pensamiento ha arrancado de las garras de Satanás.

Ah! Qué vehementes emociones experimentaba en el fondo de mi alma, al recordar los desgarradores acordes del primer recitado y la relación de la sorpresa nocturna! La misma escena de D.ª Ana en el acto segundo, Crudele, que mirada superficialmente parece que tiene relación tan sólo con Octavio, revela en sus ocultos acordes y maravillosos transportes toda la agitación de su espíritu. Qué pensamiento tan conmovedor expresado en las siguientes palabras, escritas quizás sin que el poeta ni siquiera adivinara su alcance: Forse un giorno á cielo ancora sentirá pieta di me!

Dan las dos! Siento deslizarse sobre mí un soplo eléctrico que me trae la esencia de los suaves perfumes italianos que ayer me revelaron la presencia de mi vecina. Apodérase de mí un sentimiento de bienestar que tan sólo podría expresar con la armonía del canto; una corriente de aire más recia se engolfa en la sala y murmuran las cuerdas del piano de la orquesta... Oh, cielos! No es la voz de Ana la que percibo en alas de una lejana sinfonía aérea? No es ella que me dice: Non mi dir bell' idol mio?

Abrate, mundo desconocido y apartado reino de los espíritus, espléndido paraíso, donde el alma arrebatada encuentra hasta en el dolor los goces infinitos de las más bellas promesas de este mundo! Déjame recorrer el mágico círculo de tus sublimes apariciones! Y ojalá los sueños que al hombre envías, presagios ora de terror, ora de consuelo, cuando duerma sujeto con lazos de plomo, eleven mi espíritu y le hagan recorrer los etéreos espacios!

III

UN HOMBRE SESUDO haciendo resonar sus dedos sobre la cubierta de su caja de tabaco:—Es mucho cuento no poder contar desde hace tiempo con una ópera medianamente ejecutada. Ved ahí el resultado de esta maldita manía de exagerarlo todo!

UN HOMBRE DE CARA MUY MORENA: Sí, sí; estoy ya cansado de decirlo; el papel de D.ª Ana la ha conmovido siempre muchísimo; anoche misma parecía poseída del diablo. Durante todo el entreacto ha estado desmayada, y después de la escena del segando ha tenido grandes ataques de nervios.

UN HOMBRE DE POCA MONTA: Hola! Y cómo ha sido esto? A ver, contadlo.

EL DE LA CARA MORENA: Pues toma, sí, unos ataques de nervios, y tan violentos que no pudieron sacarla del teatro.

YO: En nombre del Cielo! Supongo que esto no tendrá graves consecuencias, y que volveremos á oir pronto á la signora.

EL HOMBRE SESUDO tomando un polvo:—Difícilmente pues la signora ha muerto esta noche á dos en punto.

Afortunado en el juego

I

Las aguas de Pirmont se vieron sumamente concurridas durante el verano de 18..., aumentando de día en día la afluencia de ricos y nobles forasteros, lo cual excitaba el genio emprendedor de los especuladores de todas clases, de modo que los banqueros del Faraón se dieron buena maña en cubrir el tapete verde de sendos montones de ducados, esperando con ello, á fuer de diestros cazadores, atraer incautos.

Sabido es que en la estación de baños y entre esas numerosas reuniones, en las cuales nadie sigue sus habituales costumbres, la ociosidad suele arrastrar á todo el mundo, y el mágico atractivo del juego se hace irresistible. No es raro entonces encontrar á personas que en su vida han visto un naipe, sentadas junto al tapete verde, cual impertérritos jugadores; además de que el buen tono exige, mayormente entre las clases más distinguidas, que poco ó mucho se visite la sala de juego y se deje en ella algún dinero.

Un joven barón alemán, á quien llamaremos Sigifredo, parecía ser el único que resistía al atractivo de la baraja, rebelándose contra esas roblas del buen tono, de tal modo que cuando todo el mundo se abalanzaba á las mesas del juego se avenía gustoso á perder el recurso de entablar una grata conversación y se retiraba á su cuarto para leer ó escribir, ó se dirigía al campo emprendiendo solitarias excursiones.

Sigifredo era joven, rico é independiente; de nobles ademanes y alegre por naturaleza, no podía faltarle quien le amara, y era segura su influencia entre las damas, á más de esto una próspera estrella parecía guiarle y sostenerle en todas sus empresas. Citábanse veinte amorosas aventuras peligrosísimas en apariencia, que tuvieron para él un desenlace tan fácil como afortunado. Referíase principalmente la historia de cierto reloj que probaba hasta dónde puede llegar la suerte de un hombre. Siendo Sigifredo aun menor de edad, contábase que emprendió un viaje y se halló un día tan escaso de dinero, que tuvo precisión, para salir de apuros, de vender su reloj de oro guarnecido de brillantes. Resignado estaba á transferir tan valiosa joya por una miseria, cuando llegó á la misma posada donde se hospedaba, un joven príncipe, quien precisamente andaba en busca de una preciosidad como aquella, por lo que le compró el reloj á un precio mucho mayor del que le había costado. Un año después Sigifredo tomó posesión de sus bienes, y leyó en un periódico que iba á rifarse un rico reloj; compró un billete por una bagatela y le cupo en suerte, siendo precisamente el mismo que había vendido. Poco después lo cambió por un rico anillo de diamantes; entró al servicio del duque de Hesse, y éste, queriendo un día darle un testimonio de su aprecio, le regaló el mismo reloj, con una magnífica cadena por añadidura.

Esta historia hizo que fuera todavía más notada su constante repugnancia por el juego, extrañándose que así rehusara el poner á prueba su constante buena estrella; pensóse después que el barón con todo y sus brillantes cualidades era sumamente medroso ó sobrado avariento para exponerse á la menor pérdida, sin advertir que su conducta desvanecía por completo toda sospecha de avaricia; pero como acontece de ordinario, todo el mundo se daba por contentó con haber imaginado una explicación desfavorable, respecto á un hecho tan inusitado.

Pronto llegó á oídos de Sigifredo la maledicencia de que era objeto, y como nada le repugnaba tanto como una falsa apariencia de tacañería, resolvió, por más que el juego le inspirara fuertes antipatías, destinar algunos centenares de luises á confundir á sus calumniadores, Penetró, pues, en el salón dispuesto á perder la considerable suma que llevaba encima; empero la fortuna que le seguía por todas partes, no podía faltarle entonces. Escoger el un naipe y cubrirse de oro era lo mismo; los más refinados cálculos de los viejos jugadores fallaban ante la buena estrella del barón, y ora apuntara siempre sobre el mismo, ora lo variase, salía ganando siempre, dando con ello el inaudito espectáculo de un jugador que se desespera contra la suerte por serle tan constantemente propicia, lo cual hacía que los concurrentes se miraran extrañados, cual si dudasen de que tuviera cabal el juicio un hombre que como él se quejaba de su fortuna.

Viendo que llevaba ganadas cuantiosas sumas, creyóse en la obligación de continuar jugando, deseoso de perder; empero no llegó á conseguirlo; su destino pudo más que sus deseos, Y sin que él mismo se diera cuenta de ello, iba tomando interés por el Faraón, que con toda su sencillez ofrece agradables combinaciones, Ya no se enojaba contra su fortuna; el juego absorbía toda su atención, y pasaba noches enteras junto al tapete. Ya no era la codicia, ni la ganancia, sino el juego, el juego únicamente lo que le ofrecía esa magia particular de que había oído hablar á sus amigos, sin que nunca hubiera acertado á comprenderla.

Una noche, así que el banquero acababa una talla, levantó los ojos y reparó en un viejo que le contemplaba fijamente con aire serio y triste á la vez, y desde entonces siempre que apartaba la vista de los naipes, encontrábanse sus miradas con las sombrías del desconocido, lo cual acabó por producirle una impresión penosa é importuna, Al día siguiente, vuelta con el viejo y con sus siniestras miradas, hasta que por fin al verle aun al tercer día, no pudo contenerse y le dijo con firme acento:—Caballero, me veo en la precisión de suplicaros que escojáis otro sitio, pues aquí me estáis estorbando.—Saludó el desconocido con melancólica sonrisa y se retiró de la sala sin decir una palabra.

A la noche siguiente se instalaba de nuevo frente á frente de Sigifredo, conservando la misma actitud y la misma mirada. El barón se levantó furioso y exclamó:—Caballero, si habéis tomado como una diversión eso de estarme mirando de continuo» servios escoger otro lugar y mejor ocasión, pues en este momento os ruego que...—Un ademán con la mano, señalándole la puerta, dijo más que las rudas palabras que el barón se abstuvo de pronunciar, y lo mismo que en la noche precedente el desconocido sonrió con cierta tristeza, saludó y se retiró.

Agitado por el juego y el vino que había bebido, y recordando de continuo la escena con el desconocido, no pudo Sigifredo conciliar el sueño en toda la noche; amanecía ya y todavía se le representaba como un espectro la imagen de este hombre, vigorosamente dibujada y llena de tristeza; veía sus ojos hundidos y velados, y fijándose en su humilde traje adivinaba, á través del mismo, á un hombre de rango distinguido.

Y recordando enseguida la dolorosa resignación con que había abandonado la sala:—Muy mal me he portado con él,—exclamó Sigifredo;—he sido cruel é injusto. Entraba acaso anteriormente en mis modales eso de arrebatarme como un grosero estudiante, ofendiendo á una persona; quien río conozco, sin el menor motivo?

El barón pausó entonces que tal vez aquel hombre, al mirarle fin aquel modo, cedía á la influencia del penoso contraste que entre sí ofrecían: el pobre, luchando quizás con angustiosas necesidades, mientras delante de si veía á un joven jugador que amontonaba el oro. Compadecido al fin, resolvió buscarle al día siguiente, con el objeto de darle una satisfacción por las injurias que le había inferido, y quiso la casualidad que la primera persona con quien topara al salir de casa fuera el desconocido.

Acercósele el barón, excusóse de su dureza durante la última noche, y acabó por suplicarle que le perdonara; contestóle el desconocido que nada tenía que perdonarle; que ya sabía que era preciso dispensar muchas cosas al jugador al arcado, y que por lo demás él mismo» creta haber merecido los insultos que se le dirigieron, por su obstinación en ocupar un sitio desde el cual le estaría incomodando.

El barón, tomando de nuevo la palabra, repuso que existen á veces en la vida embarazos momentáneos que afectan penosamente á un hombre bien nacido, y acabó por darle á entender que pondría voluntariamente á su disposición una parte de la cantidad ganada y más sí era menester, con el objeto de socorrerle.

—Caballero,—le dijo éste;—tal vez me habréis creído en necesidad, y esto no es cierto, pues aun cuando á decir verdad soy más pobre que rico, lo que tengo me basta para vivir modestamente, además comprenderéis muy bien que si tras de haberme ofendido tratarais de reparar la ofensa con una limosna, á fuer de hombre de honor, no podría aceptar una reparación semejante.

—Se me figura comprenderos,—repuso el barón,—y sabed que estoy dispuesto á daros la satisfacción que me exijáis, sea cual fuere.

—Oh, cielos!—exclamó el desconocido;—un duelo entre nosotros sería en extremo desigual, convencido de que vos lo mismo que yo no veis en esta clase de combates más que un aturdimiento de muchacho, ni creéis que un par de gotitas de sangre que manen de un pequeño rasguño en los dedos, basten para lavar una mancha inferida á nuestra honor. Sin embargo, comprendo que existan casos en que dos hombres no quepan juntos en el mundo, por más que el uno viviera en el Cáucaso y el otro á orillas del Tíber, pues las distancias desaparecen cuando la imaginación se fija demasiado en la existencia de un sér aborrecido; entonces el desafío decide cuál de los dos debe ceder al otro un sitio en este mundo, y por lo tamo el duelo se hace necesario. Entre nosotros, en cambio, sería lo más desigual, pues mi vida no vale lo que la vuestra, ya que al os mató, destruyo junto con vos todo un mundo de esperanzas mientras que si yo sucumbo habréis puesto fin á una existencia miserable y acosada por terribles recuerdos, Pero dejemos esto, que aquí Jo esencial es que no me considere como ofendido; vos me rogasteis que me marchara... y me marché, ni más ni menos.

El acento del extranjero al pronunciar estas palabras revelaba un resentimiento contenido, y esto dió lugar que el barón renovara sus disculpas y dijera que sin saber por qué, su mirada le turbaba de tal modo, que en vano intentaba sostenerla cuántas veces lo probaba.

—Ojalá,—dijo el desconocido,—que mí mirada, si tanta influencia ejerce sobre vuestro corazón, logre apartares del peligro que os amenaza! Con el Animo alegre y sonriente habéis llegado al borde de un terrible abismo: un pequeño golpe puede precipitaros en él sin remisión, pues he observado que estáis en camino de llegar á ser un jugador desenfrenado.

Et barón aseguró al extranjero que se en ganaba por completo; contóle los motivos que le ses, para no acordarse más de los naipes; pero que hasta entonces á pesar suyo la suerte había favorecido.

—Ah!—exclamó el desconocido,—esa buena estrella es cabalmente el cebo más incitante y engañoso de que se vale el infierno para perdernos. La suerte con que jugáis, los motivos que os han arrastrado hasta el tapete verde, y vuestra conducta, una vez entablada una partida, revelan claramente el creciente interés que os inspira la baraja, y todo ello me recuerda muy á lo vivo el espantoso destino que cupo á un desdichado, que se os parecía infinito y que empezó también del mismo modo. Este es el motivo de que os estuviera contemplando, quieras que no, y de que apenas pudiera con tenerme de revelaros el significado de mis miradas. Cuántas veces tuve en la punta de la lengua:—«Alerta, joven, que el espíritu del mal tiende sobre vos sus garras, ansioso de arrastraros al precipicio»—Vivamente deseaba conoceros, y ya que lo he logrado, oid la historia de aquel infeliz de quien acabo de hablaros, y quizás os convenceréis de que no es una vana quimera de mí invención este afán por arrancaros á un peligro inminente.

El extranjero sentóse junto al barón en un solitario banquillo, y empezó su relato en estos términos:

II

—«Las mismas cualidades que brillan en vos, valieron al caballero de Ménars la admiración y aprecio de los hombres y las simpatías de las damas; sólo que en su nacimiento, la fortuna no le había favorecido tanto como á vos, pues siendo poco menos que pobre, veíase obligado á vivir con suma estrechez para poder ostentarse en el mundo con decencia, toda vez que ello le obligaba su familia. Como una perdida cualquiera, por insignificante que fuese podía echar al traste su económico régimen de vida, es inútil decir que se abstenía de jugar, sin que por esto se impusiera el más leve sacrificio, pues nunca había sentido hacia el juego la menor inclinación. Por lo demás, la suerte en todas sus empresas le salía por los ojos, haciéndose proverbial entre sus amigos y conocidos.

Una noche, contra su costumbre, dejóse conducir hasta una casa de juego, y pronto vió á los amigos que te acompañaron abandonados á los azares de la baraja. Preocupado por pensamientos muy distintos, paseábase el caballero á lo largo de la sala, y sólo de cuando en cuan-do se detenía un momento junto á la mesa, donde brillaban considerables montones de oro que el banquero recogía cada punto. Un vieja coronel reparó una vez en él, y dijo en altavoz:—Por vida de todos los diablos! Por aquí anda el caballero de Ménars con toda su buena estrella, y al nada ganamos juraría que consiste en que no ha tomado partido ni en favor de la banca, ni de los jugadores; pero, fe mía, que esto no ha de seguir así, y que ahora mismo va á apuntar por mi cuenta: Ea, pues, al avío!

Escusóse el caballero, alegando su poca mafia y su absoluta ignorancia del juego, pero el coronel insistió y le llevó á la mesa, sucediéndole precisamente lo que á vos. No había naipe que le faltara, de modo que al poco tiempo había ganado una suma considerable por cuenta del coronel, quien no cesaba de felicitarse por la excelente idea que había tenido de utilizar la infalible buena suerte del caballero. Esta que sorprendía á todo el mundo, no hizo en él la menor impresión, antes bien acrecentó tanto su repugnancia por el juego, que al día siguiente al sentirse molido por las fatigas físicas y morales de una noche en vela, prometióse no entrar nunca más en garito alguno, fuese por Jo que fuese. Afirmóle todavía más en su resolución la conducta riel viejo coronel, quien desde entonces no tocaba naipe sin que perdiera, y no perdía sin atribuir su desgracia á la neutralidad del caballero.

Sin embargo fue á encontrarle varias veces, suplicándole que jugase por él, ó que cuando menos permaneciese á su lado, para alejar con su influencia al maligno espíritu, que se complacía en desbaratar sus mejores combinaciones. Sabido es que en parte alguna existen las absurdas supersticiones que entre jugadores. El caballero únicamente pudo librarse de tanta importunidad, declarando de una vez al coronel que antes prefería batirse con él, que entrar de nuevo en un garito.

Esta historia exhornada con gran copia de enigmáticos detalles debía correr de boca en boca y hacer pasar al caballero por hombre que mantenía secretas relaciones con los seres sobrenaturales; pero como á pesar de lo constante de su fortuna persistía en no tocar un naipe, acabaron todos por elogiar la firmeza de su carácter y aumentóse aun más el aprecio de que era objeto.

Apenas había transcurrido un año, cuando se encontró en grandes apuros consecuencia de una imprevista suspensión de la módica renta de que dependía su subsistencia, viéndose precisado á recurrir á uno de sus mejores amigos, quien al prestarle algún dinero, llamóle el hombre más estrambótico que hubiera visto en su vida.—El destino,—le dijo,—nos indica siempre el mejor camino para llegar á la felicidad, y únicamente la indolencia tiene la culpa á veces de que no nos apresuremos á observar sus buenas indicaciones. Ahora bien: el supremo poder que nos rige y gobierna, no te ha dicho acaso al pido alguna vez: «Quieres oro y riquezas? Pues ve y juega, que de otro modo serás siempre pobre, débil y esclavo de los demás».

Tan sólo entonces el recuerdo de la extra ordinaria suerte que había tenido en el Faraón se le reprodujo en el espíritu, y dormido y despierto no veía más que la baraja, ni oía otra voz que el monótono acento del banquero, repitiendo: Ganado!... Perdido!...» acompañado del halagador tin tin de las monedas.

—Es verdad,—decía para sí,—una sola noche como aquella me saca de la miseria, y ya no habrá para qué molestar á los amigos. Mi deber consiste en no desoir la voz del destino.

El mismo amigo que le empeñara jugar, le acompañó á una casa á propósito, dándole veinte luises de oro para que pudiese probar fortuna; y si había sido afortunado, apuntando por el coronel, esta vez lo fué doblemente, pues cogía los naipes á ojos cerrados, sin darse siquiera la pena de reflexionar, cual si una mano invisible, la mano de la suerte, jugara por le modo que al levantarse del tapete había ganado veinte mil luises.

Al día siguiente despertó como un atontado: la suma ganada permanecía sobre la mesa, y cual si soñara, después de restregarse los ojos, alargó la mano y tiróla hacia sí, y al ir recordando lo sucedido, y contar y recontar sus ganancias con indecible complacencia, por primera vez penetró un funesto veneno en sus entrañas, que destruyó de un golpe la pureza de sentimientos que había guardado tanto tiempo intacta. Lleno de impaciencia apenas podía esperar la noche para sentarse de nuevo junto al verde tapete, de modo que no amenguando su fortuna, en pocas semanas ganó considerables sumas.

Los jugadores se dividen en dos clases: para unos el juego tiene deleites indecibles por lo que es en sí: á cada instante cambia el encadenamiento de los lances, parece que un poder superior se cierne sobre nuestras cabezas, llenándonos el espíritu de misteriosas emociones: diñase que estamos á punto de penetrar en las sombrías regiones de ese poder maravilloso para observar sus obras y espiar sus secretos. Yo he conocido á un hombre, que encerrado en su cuarto pasaba el día y la noche jugando contra sí mismo: éste á lo menos lo entendía.

Los demás sólo miran la ganancia, considerando el juego como un medio de enriquecerse en poco tiempo: el caballero era de éstos, confirmando así que la pasión por el juego es hasta cierto punto un sentimiento innato, que depende de la organización individual de cada uno.

Muy pronto le pareció sumamente estrecho y limitado el círculo del que apunta, y con el dinero que llevaba ganado, estableció una banca, que llegó ser al poco tiempo la más rica de París, convirtiéndose en centro de reunión de la mayoría de los jugadores.

Lo licencioso y desordenado de la vida del jugador corrompió en breve las buenas circunstancias físicas ó intelectuales que en otro tiempo le captaron estimación y aprecio generales; ya no era el amigo fiel, ni el cumplido caballero, franco y chistoso, ni el caballeresco amante de las damas: el amor á las artes y á las ciencias había muerto en su espíritu y había desaparecido su antiguo afán por instruirse. En su semblante enjuto y pálido, en el ardor sombrío de sus hundidos ojos leíase la desastrosa pasión que le subyugaba, que no era en verdad su amor al juego, sino la asquerosa codicia que el mismo Satanás había encendido en su corazón. En una palabra, era el banquero mas completo que se hubiese visto.

III

Una noche, sin que por eso experimentara graves pérdidas, notó que la suerte le favorecía menos que de costumbre; y en esto, un hombrecillo viejo, seco, pobremente vestido y de repugnante aspecto, acercóse á la mesa, escogió un naipe con temblorosa mano y depositó en él una moneda de oro. Muchos de los jugadores miráronle primero con sorpresa y acabaron por tratarle con evidente desprecio, sin que el viejo demostrara el menor desagrado.

Perdió varias puestas, una tras otra, y cuanto mayor era su desgracia, más se regocijaba el resto de los jugadores, hasta que doblando sus puestas de continuo y perdiendo sobre una misma carta quinientos luises, uno de los presentes, exclamó soltando una risotada:—Bravo, bravísimo, signor Vertua: no desanimarse, que doblando siempre, acabaréis por hacer saltar la banca y entonces sí que no podréis con las ganancias.

Lanzó el viejo sobre el burlón una mirada de basilisco, dejó la sala y á la media hora de haber salido, reapareció con los bolsillos llenos de oro lo cual no impidió que debiera presenciar los últimos cortes, sin poder apuntar por haberlo perdido todo.

El caballero que en medio de su vida desordenada, conservaba un resto de finura, se mostró algo enojado del irónico desdén con que había sido tratado el anciano, y al levantarse la banca, dirigió con este motivo una reconvención á algunos jugadores, que no se habían retirado todavía.

—Vaya,—exclamó uno de los presentes,—que se ve no conocéis al viejo Francesco Vertua, pues de lo contrario lejos de quejaros nos aplaudiríais. Sabed que eso Vertua, de nación napolitano, establecido en París hace unos quince años, es el avaro más asqueroso, el usurero más desalmado del universo. Carece de todo humano sentimiento, hasta el punto de que vería á su propio hermano retorcerse á sus pies en las convulsiones de la agonía, sin que soltara un solo escindo para salvarle. La maldición de muchos hombres y de gran numero de familias arruinadas en sus satánicas especulaciones, pesa sobre su cabeza; no hay quien lo conozca que no le aborrezca, ni quien no desee ver castigado por la venganza del cielo todo el mal que ha hecho. Como nunca ha jugado, á lo menos desde que está en París, juzgad de nuestra sorpresa al verle comparecer aquí y si nos hemos alegrado de que perdiera, ha sido porque seria en verdad muy triste que saliera ganando un malvado como él. Lo que hay aquí de cierto es que la riqueza de vuestra banca habrá deslumbrado á ese insensato, deseoso de desplumaros; sin embargo ha sucedido al revés y á fe mía que no concibo aun cómo ese zorro avariento haya podido resolverse á exponer tanto dinero: consolémonos pensando que no volverá ya más, dejándonos libres de su presencia.

Este supuesto distó mucho de realizarse, pues á la noche siguiente, Vertua se entabló frente al banquero, perdiendo todavía más que la víspera; sin embargo permanecía tranquilo, y sólo de vez en cuando sonreía amargamente, como si confiara en un próximo cambio de fortuna. No obstante, las pérdidas del anciano fueron creciendo y engrosando como una avalancha todas las noches sucesivas, hasta que por fin llegó á calcular que había dejado en la banca treinta mil luises de oro.

Transcurridos algunos días, volvió á aparecer una noche con el semblante pálido y desencajado, tomó asiento á alguna distancia de la mesa, fija la vista en los naipes que iba tirando el caballero, hasta que al ir á empezar una nueva talla, exclamó con voz aguda que sobresaltó á todos los presentes:—Alto! y abriéndose paso á través de la muralla de jugadores, se acercó al oído del banquero y le dijo con vos sorda:—Mi casa de la calle de San Honorato, con todos sus muebles y mis joyas, está valorada en 80 mil francos, aceptáis la apuesta?

—No tengo inconveniente;—contestó con acento glacial el caballero, sin siquiera volver la cabeza y empezando á barajar.

—A la sota!—dijo Yerma, y á la primera mano la sota había ya perdido: el anciano dió un salto hacia atrás; sintiéndose desfallecer se apoyó contra la pared, y permaneció un rato inmóvil como una estatua, sin que nadie se cuidara de él.

Concluyó la sesión, se retiraron los jugadores y el caballero con uno de sus ayudantes recogía el dinero de aquella noche en una caja, cuando el viejo Vertua, lívido como un espectro, se le aproximó y le dijo con voz hueca y ahogada:

—Una palabra todavía, caballero, una sola palabra!

—Y bien, qué tenemos?—repuso retirando la llave de la cerradura de la caja, y midiendo al viejo de pies á cabeza, de una sola mirada.

—Acabo de perder,—dijo Vertua,—toda mi fortuna en vuestra banca: nada me queda ya, absolutamente nada: ni siquiera sé dónde dormir mañana, ni dónde comer un bocado: A vos recurro, pues, caballero? prestadme la décima parte de lo que me habéis ganado, á fin de que pueda volver á empezar mis negocios, librándome de la horrible miseria que me amenaza.

—En qué estáis pensando, signor Vertua?—repuso el caballero,—No salléis acaso que un banquero no debe nunca prestar nada de sus ganancias? Esto sería contra todas las regías, de las cuales no seré yo á fe quien se separe.

—Tenéis razón sobrada, caballero,—continuó diciendo Vertua,—mi demanda era exajerada y loca; la décima parte es demasiado: prestadme tan sólo la vigésima!...

—Repito,—repuso el caballero con enfado,—pie nada absolutamente presto de lo que gano.

—Es verdad—dijo Vertua, cuyo rostro iba palideciendo por grados y cuyas miradas eran cada vez ms lúgubres:—reconozco que nada podéis prestarme, y que en vuestro raso haría yo lo mismo; pero á un mendigo no se le rehusa nunca una limosna... quitad cien luises nada más de la cantidad que hoy os ha deparado la fortuna...

—Vive Dios, signor Vertua;—exclamó el caballero airado,—que parece que hoy os habéis empeñado en mortificar á todo el mundo! Os he dicho ya que es inútil la porfía, que no obtendréis de mí ni cien luises, ni cincuenta, ni veinticinco, ni uno siquiera. Seria menester que hubiese perdido la cabeza para que os diera dinero con que emprender de nuevo vuestro infame oficio: la suerte os ha revolcado por el polvo como á un reptil venenoso, y levantaros sería un crimen. Ea? pues, dejadme en paz y resignaos á vivir en la miseria, que bien merecido os está.

El viejo Vertua ocultó el rostro entre sus manos y exhaló un profundo gemido, mientras el caballero, después de ordenar á sus criados que le llevaran la cajita al coche, le dijo con acento retumbante:—Y vamos á ver, Signor Vertua, cuándo me entregáis la casa y los muebles?

—Al instante mismo, venid conmigo,—dijo con tranquila voz el anciano levantándose dé un salto.

—Está muy bien: podemos ir juntos en el coche hasta vuestra casa, y mañana por la mañana la dejáis irremisiblemente.

Durante todo el trecho ni Vertua ni el caballero dijeron una palabra, y al llegar á la puerta de la casa, el viejo tiró de la campanilla saliendo á abrir una anciana, que exclamó al verle:—Santo cielo! Al fin habéis llegado: Angela estaba mortalmente inquieta...

—Silencio, silencio,—repuso Vertua.—Quiera el cielo que no haya oído Angela la malhadada campanilla! Es preciso que ignore mi llegada!

Y hablando de esta suerte tomó de manos de la consternada vieja el velón que llevaba, alumbró al caballero, y le dijo:—Aquí me tenéis resignado á todo; ya sé que me despreciáis, que mi ruína os alegra, como alegrará á muchos otros, pero ni ellos ni vos me conocéis. Sabed que en otro tiempo fuí un jugador como vos, que recorriendo la Europa, me detenía donde quiera que un rico juego me ofreciese la esperanza de una ganancia considerable, y que el oro se venía á mis manos como en el presente á las vuestras. Tenía yo una esposa bella y honrada, de quien me cuidaba muy poco, viviendo miserable entre mis riquezas. Aconteció un día, en Génova, que un joven romano perdió contra mí un pingüe patrimonio; y del mismo modo, que acabo de hacerlo con vos, me pidió algún dinero para regresar á Roma. Acogí sus súplicas con desdeñosa sonrisa, y mentando en furor me dió en el pecho una violenta puñalada, logrando los módicos salvarme á duras penas y siendo larga y penosa mi convalecencia. Mi esposa me prodigó los más tiernos cuidados, me consoló y sostuvo en el sufrimiento, y á medida que iba recobrando la salud, experimentaba un sentimiento de día en día más íntimo, que hasta entonces no había conocido, pues el jugador es ajeno ¿todo humano afecto, y hasta entonces no supe lo que era amor, fidelidad y abnegación en una mujer amante. Entonces conocí mi enorme ingratitud y á qué hediondo vicio la, había sacrificado: entonces se me aparecieron como espíritus vengadores todos aquellos cuya felicidad había destruida, cuya fortuna había arruinado con atroz indiferencia: oía airadas voces brotando de las tumbas para echarme en cara todas las faltas, ó innumerables crímenes de que había sido ya la causa: sólo la pobre de mí esposa me calmaba, desvaneciendo las morrales angustias que me oprimían. Hice voto de no volver á tocar un naipe en mi vida; rompí las cadenas que me esclavizaban, resistí á los ruegos de mis asociados, que en mi buena estrella tenían confiada su fortuna, y tomé en arriendo una casita de campo cerca de Roma, en cuyo dulce retiro gocé de una calma y un bienestar que nunca había conocido. Ay! esta felicidad debía durar tan sólo un año: mi esposa me dió una hija y murió pocas semanas después. Lleno de desesperación acusé al cielo, me maldije á mi mismo y á la infame vida que había llevado, de la que se vengaba la Providencia, arrebatándome el único sér en quien hallaba consuelo y esperanza; y, semejante al criminal que teme el horror de la soledad, abandoné mí retiro y vine á establecerme en París. Angela, dulce imagen de su madre, iba creciendo de día en día; suyo era todo mi corazón, y por ella tan sólo anhelaba acrecentar mi fortuna. Es cierto que he prestado dinero á crecido interés; pero se me calumnia cuando se me acusa de usura fraudulenta, pues, sabéis quiénes son los que así proceden? Pues son jóvenes pródigos y malgastadores, que no cesan de molestarme hasta que les he dejado algún dinero, que luego disipan como el humo, y que se enfurecen al reclamarles su reembolso. Pero esto dinero no es mío, es de mi hija y yo me tengo únicamente por administrador de su fortuna. No hace mucho tiempo salvé á cierto joven de la infamia adelantándole una suma importante, suma que no le reclamé hasta tanto que entró en posesión de una rica herencia. Pues, creeréis, caballero, que este miserable se atrevió á negar la deuda, tratándome como un infame usurero ante los tribunales? Muchos otros ejemplos semejantes podría citaros que han acabado por endurecer mi alma. Aun más: podría deciros que he enjugado muchas lágrimas, que muchas preces han subido al cielo en favor mío y de mi Angela; pero temo que no toméis mí relato como un alarde, pues al fin y al cabo, también sois jugador.

Acabé por creer que se había apaciguado la cólera divina. Vana ilusión! Cogido entre las garras del diablo, debía tentarme más que nunca, batiendo que oyera hablar de vuestra buena fortuna, y que después me citaran cada día á tales ó cuales sujetos, que iban saliendo de vuestra banca hechos unos mendigos. Acudióme entonces la idea de que á mí, que nunca había perdido, me estaba reservado contrarestarla, de que yo era el escogido para poner coto á vuestra rapacidad, y desde entonces esta idea, hija del delirio, no me dejó un instante de reposo. Acudí á vuestra banca y sólo reconocí mi fascinación, cuando toda la fortuna de mi hija hubo pasado á vuestras manos... En fin, todo se acabó... Permitiréis únicamente que Angela se lleve su guarda ropas?

—Nada me importan los harapos de vuestra hija; además llevaos si queréis las camas y todo el ajuar de casa. Qué me importan esas miserias? Pero, cuidado con que desaparezca nada de valor.

El viejo Vertua contempló fijamente al caballero, sin proferir una palabra, y de pronto brotó de sus ojos un torrente de lágrimas, cayendo de rodillas á sus pies y diciéndole con desesperado acento:—Oh, caballero! Si aún guardáis un sentimiento de humanidad en el corazón... piedad! piedad!... No de mi, sino de mi hija, de mi Angela!... una niña, un ángel inocente á quien precipitáis al abismo de la miseria!... Oh! compasión por ella! Prestadle tan solo la vigésima parte de sus bienes, que me habéis ganado... Sí! Ya lo sé! Ya sé que os dejaréis enternecer!.. Angela! Pobre hija Y entre sollozos y lágrimas, repetía, con acento desgarrador el nombre fíe su hija.

—Ya os he dicho que esta farsa ridícula empieza á sacarme de quicio,—repuso el caballero con enojo y arrebato, al mismo tiempo que aparecía una joven, cubierta con un blanco peinador de noche, esparcidas los cabellos, pintada la muerte en el rostro, arrojándoos sobre el anciano, levantándolo, estrechándolo contra su seno y exclamando:

—Padre mío! Lo sé todo! Todo lo he oído! Y qué importa que hayáis perdido toda la fortuna?... No os queda acaso vuestra Angela?... No sabrá cuidaros ahora como nunca? Oh, padre mío! No os humilléis ya más delante de ese monstruo! No hay que dolerse de nosotros, sino de él, miserable en medio de sus riquezas; y abandonado á un espantoso aislamiento, sin un corazón que lata junto al suyo, sin un alma que responda á sus dolores. Venios conmigo y salgamos al instante de esta casa, para que ese hombre no pueda continuar cebándose en vuestros sufrimientos.

Vertua cayó desmayado en un sillón; Angela se puso de rodillas delante de él, y cogiendo sus manos las cubría de besos y caricias, enumerando con infantil inocencia los talentos y conocimientos que pensaba poner en práctica para proporcionarlo una vida arreglada, suplicándole con lágrimas en los ojos que desterrase toda inquietud, y asegurándole que sería feliz el día en que debiera bordar, coser ó cantar, no por recreo, sino para ganar su subsistencia.

Qué pecador empedernido hubiera podido permanecer indiferente ante esta joven, resplandeciente de celestial belleza, hablando con dulce acento y prodigando al anciano los tesoros del amor más puro y de la más acendrada piedad filial? El caballero sintió en tales momentos torturársele la conciencia viendo en la joven un ángel vengador, cuya mirada desvanecía las nubes de la locura y del crimen que le ofuscaban pará hacerle aparecer ante sus propios ojos con toda la hedionda desnudez de su indiana conduela. Hasta entonces no sabia qué era amor, y al contemplar á Angela sintióse subyugado á un tiempo por una pasión violentísima y un dolor sin esperanzan pues no se atrevía á concebidas, comparándole con una joven como aquella sin tacha y tan encantadora. Quiso hablar y no pudo, cual al una parálisis le hubiera invadido la lengua; por fin, reuniendo todas sus fuerzas, dijo con voz temblorosa:

—Oid, Signor Vertua... nada os he ganado, nada absolutamente... aquí está mi cajita... es vuestra... ya sé que os debo más... que sois mi acreedor... Pero tomad por el momento..tomad..

—Hija mía!—exclamó Vertua.

Y levantándose la joven, dirigióse al caballero, y midiéndolo con altiva mirada, le dijo:—Sabed, caballero, que hay algo que vale más que el oro y la fortuna, y son los buenos sentimientos, que os son desconocidos, los cuales nos proporcionan consuelos inefables. Yo rechazo con desprecio vuestros dones y ofrecimientos; guardad ese dinero, prenda de la maldición que os persigue, jugador sin freno y desalmado!

—Sí,—exclamó el caballero fuera de sí;—ábrase el infierno á mis plantas, al esta mano vuelve á tocar un solo naipe... pero si la vuestra me rechaza, vos seréis la causa de mi irreparable pérdida... Qué! No me comprendéis? Ah! Tomadme por un loco, que harto lo sabréis todo, cuando venga á vuestras plantas á levantarme la tapa de los sesos., Angela! De vos depende mi vida ó mi muerte... Adiós!

Precipitóse el caballero fuera del aposento, presa de la mayor desesperación. Vertua adivinó su estado y recordando lo que á él mismo le había sucedido, hizo comprender á su hija que ciertas circunstancias podían imponerle la obligación de aceptar la oferta del caballero. Angela se estremeció ante esta idea, considerando que aquel hombre no era digno más que de eterno desprecio; pero el destino, árbitro de los humanos intentos, debía dar á todo aquello un desenlace Imprevisto.

Parecióle al caballero haber despertado de una horrible pesadilla, y viéndose al borde de un abismo, tendió los brazos hacia la celestial figura que acababa de aparecérsele.

IV

De repente desapareció la banca del caballero de Ménars, dejando á París absorto, y como no se le viera en parte alguna, corrieron acerca de esto los más anómalos é infundados rumores, Pero era la verdad que el caballero evitaba todo contacto con su antigua sociedad, entregado los sombríos pesares de su amor. Paseándose un día el anciano Vertua, en compañía de su hija, lo encontraron en las solitarias avenidas del parque de la Malmaison.

Angela que se había figurado que nunca más podría verle sin extremecerse de horror y desprecio, se sintió singularmente conmovida al ponérsele delante, pálido como un difunto, tembloroso, abatido y sin que apenas se atreviera á levantar los ojos. No ignoraba la joven que desde la noche fatal que le vió por primera vez, había cambiado de vida completamente, y como sólo ella podía haberle inducido á verificarlo, qué mejor para lisonjear su vanidad femenina?

Después que con Vertua hubo cambiado el caballero algunas frases de cortesía, Angela le preguntó con benévolo interés:—Qué os pasa, caballero Ménars; en verdad parece que estáis enfermo, y es menester que os cuidéis—Estas palabras penetraron en su corazón como un rayo de esperanza, por lo que levantó la cabeza y halló en su misma emoción la interesante verbosidad y apasionado lenguaje con que anteriormente sabía conquistarse todas las voluntades. Vertua le recordó que esperaba que fuese á tomar posesión de su casa, á lo cual le contestó:

—Tenéis razón, Signor Vertua, mañana iré á vuestra casa; pero permitid que no apresuremos las condiciones, por más que para un acto semejante sean menester algunos meses.

—Enhorabuena,—repuso el anciano,—yo opino que con el tiempo podremos hablar todavía de algunas cosas, que en el día están aun muy lejos de nuestra mente.

Reanimado por la esperanza, recobró el caballero la amabilidad que le era habitual, antes de verse envuelto en el torbellino de su pasión desordenada. Hiciéronse cada vez más frecuentes sus visitas á casa de Vertua, y Angela parecía sentirse diariamente mejor dispuesta á oir á un hombre, que solía llamarla su ángel tutelar. Por fin llegó á creer que le amaba decididamente y se obligó á concederle su mano, con gran contentamiento de su padre, que de este modo recobraba su fortuna.

Angela, la venturosa futura desposada del caballero de Ménars, estaba un día sentada á la ventana, absorbida su imaginación en los ensueños de la nueva existencia que se abría ante sus ojos, cuando acertó á pasar, al son de las cornetas, un regimiento de cazadores que partía para España. La joven contempló con interés ilesos hombres destinados quizá á ser víctimas de la guerra, cuando un joven oficial volviendo con viveza las riendas de su caballo, lanzó sobre ella una rápida mirada, que la hizo caer desvanecida.

Ah! aquel joven que marchaba también al encuentro de la muerte, era hijo de un vecino llamado Duvernet, compañero de su infancia, que venía á verla cada día y puso fin á esas visitas cuando el caballero comenzó las suyas. En la quejosa mirada del joven, Angela reconoció no sólo cuánto la había amado el infeliz, sino lo mucho que ella á su vez le amaba sin saberlo, ofuscada por las seductoras palabras del caballero. Entonces comprendió por primera vez los profundos suspiros de Duvernet y sus mudos y sencillos deliquios: entonces supo explicarse por qué motivo se sentía turbada y conmovida, cuando Duvernet la visitaba ó simplemente al oir el acento de sus palabras.

—Ya os tarde: ya lo he perdido,—murmuró animada de valor suficiente para Judiar contra el penoso sentimiento que la torturaba, y recobrar su tranquilo aspecto; no obstante, no escapó su agitación á la penetrante mirada del caballero. Tuvo á pesar de todo suficiente delicadeza para no pedirle la revelación de un secreto, que ella al parecer estaba empeñada en ocultar, y se limitó á apresurar la boda, disponiendo los preparativos con un tacto y una esplendidez que no podían dejar de conmover el ánimo de la desposada. Y una vez unidos con indisoluble lazo, portóse con su esposa con tan vehemente ternura; con un cariño tan franco y con aquella previsión que colmaba y satisfacía sus menores antojos, que por fuerza el recuerdo de Duvernet debía borrarse enteramente de su ánimo.

La primera nube que empañó la apacible existencia de ambos esposos, fué la enfermedad y muerte del anciano Vertua.

Desde la noche en que perdiera todos sus bienes en la banca del caballero, no había vuelto á tocar siquiera un naipe; pero en sus últimos instantes, pareja que el juego había vuelto á absorber todas sus facultades. Mí entran el sacerdote le ofrecía los consuelos de la religión, el anciano con los ojos cerrados, murmuraba: entre dientas:—«Perdido!... Ganado»... agitando sus temblorosas manos casi yertas y haciendo los movimientos de cortar, barajar y tirar los naipes. En vano su hija y su yerno, inclinados sobre el lecho, le dirigían frases de ternura: no les oía ni podía ya reconocerles. Por último, suspirando y pronunciando la palabra: «Ganado!» exhaló su postrer aliento.

En medio de su extremo dolor, sufrió Angela una conmoción Interna, al pensar en las postrimeras emociones del moribundo. El recuerdo de la noche espantosa en que se le apareció el caballero, bajo el aspecto de un jugador endurecido, su renovó en su alma y tembló al considerar que algún día podría muy bien arrancarse la máscara angélica, para volver á las andadas, presentándosele de nuevo con sus verdaderos rasgos infernales tan funesto presentimiento no debía tardar en verse realizado.

Por más que hubieran aterrorizado al caballero los últimos momentos de su suegro, desoyendo las preces de la Iglesia y entregado á su fatal pasión, poco tardó en sentirse arrastrado más que nunca por su inclinación favorita, soñando todas las noches estar sentado en la banca, donde acumulaba nuevas riquezas. Y en tanto que Angela entristecida ante el recuerdo de sus pasados extravíos, le retiraba gradualmente la confiaba que en un principio le dispensara, él, por su parte, atribuía la desacostumbrada reserva de su esposa, al secreto que un día le sorprendiera; y esta recíproca desconfianza debía producir por una y otra parte desagrada bles escenas de descontento, que ofendieron á la joven más de una vez. Entonces sintió ella renacer en su corazón la imagen del infortunado Duvernet, con todos los pensamientos y emociones que fueron el encanto de su juventud. el desacuerdo entre ambos esposos iba en aumento cada día, hasta que el caballero encontró su vida tan insípida, que sus antiguos vicios atrajeron de nuevo sus miradas y anhelos. Un malvado le dió el último impulso, era uno de sus antiguos consocios que no cesaba de hacer burla de su existencia oscura y de la entraña resignación con qué había sacrificado á una mujer los brillantes goces de otros tiempos.

Pocos días después abría nuevamente sus puertas la bañen del caballero de Ménars, viéndose espléndidamente concurrida, sin que la fortuna, hubiera vuelto la espalda á su hijo predilecto. Desde el primer momento sus victimas se sucedían y tí oro llovía sobre el tapete verde: en cambio había pasado rápida como un sueño la felicidad de su esposa, la cual hallaba en él, cuando no fría indiferencia, negro desprecio, llegando á pasar semanas y aun meses enteros sin verle siquiera. Un viejo mayordomo llevaba los negocios de la casa: los criados eran cambiados, según el capricho del caballero, de modo que Angela, como una extraña en su propio hogar, no hallaba consuelo en parte alguna. Frecuentemente oía en sus noches de insomnio el rumor que producía el carruaje de su esposo, al detenerse delante de la casa, luego de la pesada caja que depositaban en un vecino aposento, los apóstrofos y duras palabras del caballero, y el estallido de una puerta, al encerrarse este en su cuarto: vertía entonces la desgraciada un torrente de lágrimas, pronunciaba con angustia el nombre de Duvernet, y acababa por rogar á la Providencia que pusiera un término á sus penas.

Aconteció en esto que un joven de buena familia, habiendo perdido en la banca del caballero toda su fortuna, se levantó de un tiro la tapa de los sesos allí mismo, de modo que la sangre y algunos restos del cerebro del infeliz, salpicaron á los jugadores. Huyeron estos aterrorizados, mientras el dueño, sin perder su sangre fría, preguntó desde cuando se había establecido la costumbre de dejar el juego antes de la hora habitual, sólo por un tonto que no sabía guardar las debidas conveniencias.

Este suicidio produjo grande sensación, y como los jugadores más señalados se mostraran indignados por la conducta del caballero, todo el mundo se hizo lenguas en contra suya: la policía cerró la banca, acusóse al dueño de fraudulencia, lo que se hallaba por otra parte confirmado por su constante buena estrella, y sin que pudiera defenderse, llevóse buena parte de su fortuna una enorme multa que se le impuso. Insultado y despreciado, echóse en los brazos de su esposa, la cual á pesar de los malos tratamientos que de el había recibido, creyó en su arrepentimiento, concibiendo nuevas esperanzas de que por fin renunciaría á la funesta pasión del juego.

El caballero abandonó París, y en compañía de Angela fuese á Génova, lugar del nacimiento de ésta. Allí vivió retirado por espacio de algún tiempo, tratando en vano de buscar la tranquilidad doméstica al lado de su esposa: su pasión favorita reavivábase de día en día, hasta producirle una agitación incesante. Cierta mala fama le siguió desde París al nuevo punto de su residencia, lo cual le impidió instalar nuevamente una banca, conforme entraba en sus cálculos.

Por aquellos días cierto coronel francés obligado por sus heridas á dejar el servicio militar, era dueño, en Génova, de la banca más favorecida: la codicia y la envidia impulsaron al caballero, quien se presento ante su rival, ansiosa de desbancarlo, fiado en su habitual fortuna. El coronel lo recibió con una jovialidad que no le era habitual, anunciando que desde entonces ofrecía el juego un nuevo interés, pues iba el caballero de Ménars darle impulso con tu buena estrella.

En efecto: los primeros cortes fuéronle favorables como siempre; empero, cuando confiado en su invariable fortuna, exclamó:—Va todo lo de la banca,—perdió de un golpe una cantidad considerable y el coronel por lo común impasible, tamo en buena como en mala suerte, recogía el oro de su antagonista con todas las muestras del placer más vivo.

Desde aquel instante eclipsóse para siempre la buena estrella del esposo de Angela, quien jugaba cada noche y cada noche perdía, hasta que no le quedó más que la suma de unos dos mil ducados en papel. Corrió todo el día para realizarla en metálico, lo que no logró hasta muy tarde, y por la noche, cuando con las monedas en el bolsillo se disponía á salir de casa, Angela que presintió un desastre, se arrojó á sus pies bañándoselos de abundantes lágrimas, y por la Virgen y por todos los santos del cielo; le suplicó que no la precipitase en la miseria.

El caballero la levantó, y abrazándola con dulzura, le dijo con voz apagada:—Angela, Angela de mi corazón, es ya imposible que me contenga, es menester que siga al destino que me subyuga... Pero, mañana, sí, mañana habrán cesado todas tu? penas, pues te juro por la Divina Providencia, que nos contempla, que hoy juego por última vez. Tranquilízate, mi dulce amia, duerme y sueña en una existencia muy feliz, que esto me traerá suerte.—Y luego de dichas estas palabras, abrazóla nuevamente y salió precipitado.

En dos cortes lo había perdido toda, todo enteramente. Inmóvil permanecía junto al afortunada coronel, con la mirada fija sobre el tapete, como si estuviera anonadado.—Cómo? No apuntáis ya, caballero,—le dijo su rival barajando los naipes.

—Lo he perdido todo,—contestó el caballero esforzándose en mostrarse tranquilo.

—Es posible que nada enteramente os quede?—repuso, al siguiente corte.

—Ya no soy más que un triste mendigo,—exclamó el caballero con voz colérica y temblorosa, sin separar sus miradas del tapete y no advirtiendo siquiera que la banca iba perdiendo más y más, y que el coronel continuaba jugando sin inmutarse.

—Sin embargo, tenéis una mujer muy linda, le dijo en voz baja, sin mirarle siquiera y barajando nuevamente.

—Qué queréis decir con esto?—exclamó el caballero con arrebato, mientras el coronel seguía jugando sin contestarle.

—Van veinte mil ducados por... Angela?—volvió á decir en el mismo tono, soltando por un instante la baraja.

El caballero permaneció silencioso, reanudóse el juego, y como viese que todos los naipes iban siendo contrarios á la banca.—Acepto,—exclamó al oído del coronel, al empezar un nuevo corte,—y vaya sobre esta sota.

Al primer golpe, la sota había perdido.

Hízose el caballero rechinando los dientes, yendo á apoyarse en una ventana, con la muerte impresa en el semblante.

Concluyó el juego: el coronel se le acercó y le dijo con voz zumbona:—Y bien? Qué vamos á hacer?

—Ah!—exclamó el caballero fuera de sí,—es cierto que me habéis reducido á la miseria, pero debería tomaros por loco si imaginabais haber podido ganar á mi mujer. Vivimos acaso entre salvajes, ó es una esclava mi esposa, para que en un momento de extravío haya podido vendérmela ó jugármela? Sin embargo, como reconozco que habríais soltado los veinte mil ducados si llega á ganar la sota, renuncio á todo derecho sobre ella, tan sólo si consiente en abandonarme por seguiros. Venios conmigo y desesperaos al ver cómo os desprecia, horrorizada con sólo el pensamiento de convertirse en vuestra infame concubina.

—Desesperaos vos mismo, caballero,—repuso el coronel con sardónico acento,—si antes que á mi os desdeña á vos, que habéis labrado su desgracia, y se arroja á mis brazos con deleite... Desesperaos cuando sepáis que se cumplirá nuestro común anhelo, bendiciendo la Iglesia nuestro enlace... Y me llamabais insensato!... Oh! Tan sólo quería el derecho de aspirar á su mano, pues su corazón me pertenece ya hace tiempo. Sí, caballero: antes que á vos me amaba, me amaba con pasión, pues habéis de saber que yo soy Duvernet, su amigo de la infancia, educado con ella, á ella unido con los vínculos del corazón, y separado únicamente gracias á vuestras satánicas seducciones. Sólo cuando partí para la guerra, Angela reconoció lo que valía, y cuando yo lo supe, era ya tarde. El infierno me inspiró la idea de entregarme al juego para arruinaros y perderos, os he seguido hasta Génova, y por fin acabo de lograrlo. Ea, pues! Ahora vamos á ver á vuestra esposa!

Permaneció el caballero aniquilado y como herido de un rayo: de repente se desplegaba ante sus ojos aquel secreto fatal que se le ocultaba, comprendiendo la infinidad de sufrimientos que había acumulado en el corazón de la infeliz,—Que decida mi mujer.—dijo por fin con voz apagada, echándose á andar en pos del coronel. Este, al llegar á la casa, se agarró á la campanilla: el caballero conteniéndole, le dijo:—La pobre estará durmiendo; os atreveréis á turbar su dulce sueño?

—A otro con esas,—dijo el coronel; acaso ha gozado un solo momento de descanso, desde que la estáis atormentando con vuestra conducta?—y pronunciando estas palabras, dirigíase ya al cuarto de la joven, cuando cayendo á sus pies el caballero, le dijo con desesperado acento:—Compasión por Dios; contentaos con haberme reducido á la mendicidad, renunciad á mi mujer.

—También tuvisteis postrado de este modo al viejo Vertua, miserable! sin que lograse ablandar vuestro corazón de piedra. Sufrid pues la venganza del cielo!—dijo y adelantóse todavía algunos pasos hacia el cuarto de Angela; pero el caballero ganando la puerta de un salto, la abrió de un empujón, lanzóse sobre el lecho, separó las cortinas gritando:—Angela!... Angela!...—Luego inclinóse sobre ella, le agarró las manos y convulsivo, con voz terrible exclamó:—Ved lo que habéis ganado!... Un cadáver! El cadáver de mi esposa!

El coronel se acercó á la cama lleno de horror... contempló á la amiga de su infancia: ninguna señal de vida... Angela había muerto, efectivamente.

Entonces levantó el puño contra el cielo, exhaló un ronco ahullido y se lanzó fuera de la casa y nunca más se ha vuelto á saber de él».

Aquí terminó el desconocido su relato, levantándose del banquillo, sin que el barón profundamente impresionado, acertara el dirigirle siquiera una palabra.

Algunos días después fué víctima aquel de un ataque apoplético, que lo condujo al sepulcro á los dos horas: examinados sus papeles se reconoció que no llevaba el nombre de Beaudasson, que se atribuía, sino el de Ménars, siendo él por lo tanto el infortunado caballero del cuento.

El barón dió gracias al cielo por haberle enviado este aviso, cuando más cerca estaba del abismo, jurando no dejarse seducir nunca más por los falaces atractivos de un vicio tan fatal; y hasta ahora ha guardado fielmente su promesa.


Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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