El Círculo Carmesí

Edgar Wallace


Novela



Prologo: El clavo

Resulta admirable el hecho de que, de no haber sido un cierto 29 de septiembre el aniversario del nacimiento de monsieur Victor Pallion, no hubiera existido el misterio del Círculo Carmesí; una docena de hombres, ahora muertos, con toda probabilidad seguirían vivos y, ciertamente, Thalia Drummond nunca habría sido descrita por un comisario de policía ecuánime como «una ladrona y cómplice de ladrones».

Monsieur Pallion invitó a cenar a sus tres ayudantes en el Coq d’Or, en Toulouse, y la velada transcurrió con alegría y afabilidad. A las tres de la madrugada monsieur Pallion cayó en la cuenta de que el motivo de su visita a Toulouse era la ejecución de un malhechor inglés llamado Lightman.

—Hijos míos —dijo con gravedad, aunque vacilante—, son las tres y la «dama roja» aún no se ha montado.

De modo que se trasladaron al lugar frente a la prisión en donde una vagoneta que contenía las partes esenciales de una guillotina había estado esperando desde medianoche; y con la destreza que surge de la práctica, montaron el horripilante aparato y encajaron la cuchilla en las ranuras correspondientes.

Pero ni siquiera la pericia mecánica era suficiente protección contra los embriagadores vinos del sur de Francia y, cuando probaron la cuchilla, ésta no se deslizaba como debía.

—Yo lo arreglaré —dijo monsieur Pallion, e introdujo un clavo en la estructura, exactamente en un lugar donde no se deben introducir clavos.

Lo había hecho con verdadera precipitación, ya que los soldados habían invadido el lugar…

Cuatro horas después (había luz suficiente para que un fotógrafo innovador pudiera inmortalizar al reo desde muy cerca), obligaban a un hombre a marchar desde la prisión…

—¡Valor! —murmuró Pallion.

—¡Váyase al infierno! —replicó la víctima, echada y sujeta sobre la tarima mediante correas.

Monsieur Pallion tiró de la palanca y la cuchilla cayó…, pero sólo hasta donde estaba el clavo. Lo intentó tres veces y las tres falló y, cuando los espectadores, indignados, rompieron el cordón policial, el prisionero hubo de ser trasladado nuevamente a la prisión.

Once años después, ese clavo mataría a mucha gente.

I. La iniciación

Era la hora en que la mayoría de los ciudadanos respetables se retiraban a dormir y las ventanas superiores de las grandes y antiguas casas de la plaza mostraban cuadrados de luz contra los que se perfilaban los contornos de los árboles deshojados, inclinados y oscilantes bajo el ímpetu del vendaval. Río arriba soplaba un viento helado y sus ráfagas entraban, gélidas, en los lugares más recónditos y resguardados.

El hombre que paseaba lentamente junto a la alta verja de hierro tiritaba, a pesar de estar bien abrigado, ya que el desconocido había elegido un lugar de reunión que parecía expuesto a un completo embate de la tormenta.

Los restos del otoño agonizante se arremolinaban en fantásticos círculos sobre sus pies, las hojas y las briznas caían rápidamente desde los árboles que sacudían sus largas y ásperas ramas sobre él y contempló con envidia el agradable resplandor en las ventanas donde, con sólo llamar a la puerta, se le habría recibido como a un huésped bienvenido.

Dieron las once en un reloj cercano. Aún resonaba la última campanada, cuando un coche hizo su aparición rápida y silenciosamente, para detenerse a su altura. Los faros delanteros brillaban débilmente, pero dentro del vehículo no había iluminación alguna. Tras un instante de indecisión, el hombre que esperaba avanzó hacia el automóvil, abrió la puerta y se introdujo en su interior. Sólo podía distinguir el contorno de alguien que estaba en el asiento del conductor y, cuando se dio cuenta de la terrible importancia del paso que acaba de dar, comenzó a sentir un extraño golpeteo del corazón. El coche no se movió y el hombre que ocupaba el asiento del conductor siguió sin dar señales de vida. Por un instante hubo un silencio mortal que el pasajero rompió:

—¿Y bien? —preguntó nervioso, casi irritado.

—¿Ya está decidido? —preguntó el conductor.

—¿Estaría aquí si no lo estuviera? —replicó el pasajero—. ¿Piensa que he venido por curiosidad? ¿Qué quiere de mí? Dígamelo y yo le diré lo que quiero de usted.

—Sé lo que quiere de mí —dijo el conductor. Su voz sonaba apagada e impersonal, como si hablara tras un velo.

Cuando los ojos del recién llegado se acostumbraron a la oscuridad, detectó el vago contorno de la capucha de seda negra que cubría la cabeza del conductor.

—Está usted al borde de la bancarrota —continuó el conductor—. Se ha aprovechado de un dinero que no le pertenecía y está contemplando la posibilidad del suicidio. Y, desde luego, si usted ha emprendido ese camino, no es por insolvencia. Tiene un enemigo que ha descubierto algo que puede desacreditarlo, algo que lo conduciría a las manos de la policía. Hace tres días que obtuvo de una firma farmacéutica, uno de cuyos miembros es amigo suyo, una droga particularmente mortífera que no puede obtenerse al por menor. Lleva una semana estudiando los venenos y sus efectos y es su intención, a menos que suceda algo que lo salve de la ruina, terminar con su vida el sábado o el domingo. Yo creo que será el domingo.

Escuchó cómo el hombre sentado detrás de él jadeaba y rió suavemente.

—Ahora, caballero —dijo el conductor—, ¿está preparado para tomar en consideración su actuación a mi servicio?

—¿Qué quiere que haga? —preguntó el hombre del asiento trasero, con voz temblorosa.

—Sólo le pido que siga mis instrucciones. Me ocuparé de que no corra riesgos y de que esté bien pagado. Estoy dispuesto a poner en sus manos una suma de dinero muy elevada, que le permitirá cumplir con sus obligaciones más acuciantes. A cambio, le exigiré que ponga en circulación todo el dinero que yo le envíe, que lleve a efecto los cambios pertinentes, que oculte la pista de las letras y billetes cuyos números sean conocidos por la policía, que disponga de los bonos que yo no puedo vender y, en líneas generales, que actúe como agente mío… —hizo una pausa y añadió—: Y que satisfaga mis peticiones puntualmente.

El hombre no contestó durante unos instantes; después preguntó con un dejo de insolencia:

—¿Qué es el Círculo Carmesí?

—Usted —fue la inesperada respuesta.

—¿Yo?

—Usted pertenece al Círculo Carmesí —dijo el otro, con cuidado—. Tiene un centenar de colaboradores, a ninguno de los cuales llegará a conocer, ninguno de los cuales lo conocerá a usted jamás.

—¿Y usted?

—Yo los conozco a todos —dijo el conductor—. ¿Está de acuerdo?

—Lo estoy —dijo el otro, tras una pausa.

—Tome esto —dijo.

«Esto» era un sobre grande y abultado que el recién iniciado miembro del Círculo Carmesí introdujo en su bolsillo.

—Ahora, váyase —dijo el conductor secamente, y el hombre obedeció sin réplica alguna.

Cerró de golpe la portezuela y avanzó hasta situarse a la altura del conductor. Aún sentía curiosidad por descubrir su identidad y consideró imprescindible, por su propia seguridad, saber quién era el hombre que conducía.

—No encienda su cigarro aquí —dijo el conductor—, o pensaré que fumar es una excusa para prender una cerilla. Y recuerde, amigo mío, que todo el que descubre mi identidad se lleva el secreto a la tumba.

Antes de que el otro pudiera responder, el coche se puso en marcha y el hombre, con el sobre en la mano, permaneció contemplando los destellos rojos de las luces traseras hasta que desapareció de su vista.

Estaba temblando de pies a cabeza y, cuando encendió el cigarro sujeto por los dientes que le castañeteaban, la llama de la cerilla tembló de modo vacilante.

—Ya no hay nada más que hacer —dijo con voz ronca, y cruzó la calzada para desaparecer en una de las bocacalles.

Apenas acababa de desaparecer cuando una figura se movió sigilosamente desde el portal de una casa a oscuras y lo siguió. Era la figura de un hombre alto y corpulento que caminaba con dificultad porque estaba sin aliento. Había recorrido cien pasos en su persecución sin darse cuenta de que aún tenía en la mano los prismáticos con los que había estado observando.

Cuando alcanzó la calle principal, su presa ya se había desvanecido. Él lo esperaba así y no se inquietó. Sabía dónde encontrarlo. Pero ¿quién estaba en el coche? Había leído la matrícula y podría localizar a su dueño por la mañana. Monsieur Felix Marl sonrió con satisfacción. Si hubiera sospechado el carácter de la entrevista que había estado vigilando, no se habría sentido tan satisfecho. Hombres más fuertes que él habrían quedado petrificados de terror ante la amenaza del Círculo Carmesí.

II. El hombre que no pagó

Philipp Bassard pagó y continuó con vida, ya que aparentemente el Círculo Carmesí cumplía su palabra; Jacques Rizzi, banquero, también pagó, pero presa del pánico. Murió por causas naturales un mes más tarde, pues su corazón estaba debilitado. Benson, abogado de ferrocarriles, desoyó la amenaza y fue encontrado muerto cerca de su saloon privado.

Monsieur Derrick Yale, con su asombroso talento, atrapó al hombre de color que se había deslizado en el vagón privado de Benson para matarlo antes de arrojar el cuerpo por la ventana. El hombre de color fue ahorcado sin que, no obstante, confesara la identidad de quien lo había empleado. La policía podía mofarse de los poderes psicométricos de Yale —como de hecho hacía—, pero lo cierto es que él había llevado a los agentes a la casa del rizoso en Yareside, y el asesino, desconcertado, había confesado.

Tras esta tragedia, muchos tuvieron que pagar sin denunciar el asunto a la policía, ya que hubo un largo período de tiempo durante el cual no se encontró en los periódicos referencia alguna al Círculo Carmesí. Y ocurrió que, una mañana, llegó hasta la mesa de desayuno de James Beardmore un sobre cuadrado que contenía una tarjeta, en la que había estampado un Círculo Carmesí.

—Jack, tú que estás interesado en el melodrama de la vida, lee esto.

James Stamford Beardmore deslizó a su hijo el mensaje a través de la mesa el mensaje y procedió a abrir la siguiente carta de la pila que se levantaba junto a su plato.

Jack recogió el mensaje del suelo, donde había caído, y lo examinó con el ceño ligeramente fruncido. Era una tarjeta muy corriente, salvo que no tenía remite. Un gran círculo de color escarlata tocaba sus cuatro bordes y parecía haber sido estampado con un sello de goma, debido a la distribución irregular de la tinta. En el centro del círculo, con caracteres de imprenta, había el siguiente mensaje:

«Cien mil representan sólo una pequeña porción de sus posesiones. Pagará usted esta cantidad en billetes a un mensajero que le enviaré, en respuesta a un anuncio en el Tribune, dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, señalando la hora exacta que mejor le convenga. Éste es el último aviso».

No había firma alguna.

—¿Y bien?

El viejo Jim Beardmore alzó la vista por encima de sus anteojos. Sus ojos sonreían.

—¡El Círculo Carmesí! —dijo su hijo, con la voz entrecortada.

Jim Beardmore se rió en voz alta del tono de preocupación en la voz del muchacho.

—Sí, el Círculo Carmesí, ¡y ésta ya es la cuarta!

El joven lo miró fijamente.

—¿Cuatro? —repitió él—. ¡Santo Cielo! ¿Y por eso Yale se hospeda con nosotros?

Jim Beardmore sonrió.

—Es una de las razones —dijo.

—Naturalmente, yo sabía que era un buen detective, pero no tenía la más mínima idea…

—No te preocupes por ese círculo infernal —lo interrumpió su padre, con cierta impaciencia—. No le tengo miedo. Froyant está aterrorizado ante la perspectiva de ser identificado. Y no me extraña. Él y yo nos creamos unos cuantos enemigos en nuestros tiempos.

James Beardmore, con su rostro duro y arrugado y su barba gris de varios días, podría pasar por el abuelo del apuesto joven que se sentaba frente a él. Los Beardmore habían ganado su fortuna con mucho esfuerzo.

Ésta se había materializado a partir de sueños frustrados y se había fraguado a base de las privaciones, los peligros y las calamidades de la vida del explorador.

Este hombre, a quien la muerte había acechado en las áridas llanuras del Kalahari, que había removido el cieno del río Vale en busca de diamantes ilusorios, que había visto esfumarse sus reclamaciones sobre sus propiedades en Klondike, había hecho frente a demasiados peligros reales como para sentirse gravemente asustado por la amenaza del Círculo Carmesí. Por el momento, el motivo de su inquietud estaba basado en un peligro más tangible, no para él mismo, sino para su hijo.

—Tengo plena confianza en tu buen juicio, Jack —dijo—, de modo que no te sientas ofendido por nada de lo que voy a decirte. Nunca me he metido en tus diversiones ni he cuestionado tu sensatez…, pero… ¿crees estar actuando acertadamente ahora?

El joven comprendió.

—¿Te refieres a la señorita Drummond, padre?

El anciano hizo un gesto afirmativo.

—Es la secretaria de Froyant… —comenzó el joven.

—Ya sé que es la secretaria de Froyant, y no hay nada de malo en ello. Pero la cuestión es, Jack, si sabes algo más de ella.

El joven enrollaba su servilleta pausadamente; su cara enrojeció y en torno a su mandíbula se marcó un extraño gesto que divirtió secretamente a Jim.

—Ella me gusta. Es mi amiga. Nunca he tratado de cortejarla, si te refieres a eso, papá, y creo que nuestra amistad llegaría a su fin si lo hiciera.

Jim asintió. Había dicho todo lo necesario y cogió un abultado sobre para mirarlo con curiosidad. Jack vio que llevaba sellos franceses y se preguntó quién sería el remitente.

Tras rasgar el cierre del sobre, el anciano extrajo un fajo de correspondencia, que a su vez incluía otro sobre fuertemente sellado. Leyó el membrete y arrugó la nariz.

—¡Uf! —dijo y dejó el sobre sin abrir.

Hojeó la correspondencia restante y luego fijó la mirada en su hijo.

—Nunca confíes en un hombre o mujer hasta que sepas lo peor de ellos. Hoy viene a verme un hombre que es un miembro respetable de la comunidad. Tiene un historial tan negro como mi sombrero y aún así voy a hacer negocios con él…, ¡estoy al tanto de lo peor que ha hecho!

Jack rió. La llegada de su huésped interrumpió la conversación.

—Buenos días, Yale, ¿ha dormido bien? —preguntó el anciano—. Llama para que os traigan más café, Jack.

La visita de Derrick Yale había resultado un verdadero placer para Jack Beardmore. Estaba en la edad en que lo romántico adquiere todo su atractivo y la compañía del más común de los detectives lo había llenado de alegría. Además, el encanto que irradiaba Yale comportaba la magia de lo sobrenatural. Este hombre poseía características insólitas y peculiares que lo hacían único. Su rostro, estético y delicado, el grave misterio de sus ojos, incluso los gestos de sus largas y sensibles manos, formaban parte de su singularidad.

—Yo nunca duermo —dijo de buen humor, mientras desenrollaba su servilleta. Sostuvo el servilletero de plata entre sus dedos durante un instante y James Beardmore lo contempló divertido. En cuanto a Jack, su entusiasta admiración era evidente.

—¿Y bien? —preguntó el anciano.

—El que sostuvo esto por última vez ha tenido muy malas noticias… Algún pariente cercano está gravemente enfermo.

Beardmore asintió.

—Jane Higgins, la sirvienta que puso la mesa —dijo él—, recibió una carta esta mañana donde la informaban de que su madre se está muriendo.

A Jack le dio un vuelco el corazón.

—¿Y lo supo usted sólo con coger el servilletero? —preguntó con asombro—. ¿Cómo le llegó esa impresión, señor Yale?

—Es difícil de explicar —dijo tranquilamente—. Lo único que sé es que cuando cogí mi servilleta tuve una profunda y conmovedora sensación de pesadumbre. Es extraño, ¿verdad?

—Pero ¿cómo supo lo de su madre?

—Lo deduje de algún modo —dijo el otro, casi bruscamente—; es una cuestión deductiva. ¿Tiene novedades, señor Beardmore?

Como respuesta, Jim le pasó la tarjeta que había recibido esa mañana.

Yale leyó el mensaje y a continuación calculó el peso de la tarjeta en la palma de su blanca mano.

—Enviado por correo por un marinero —dijo—, un hombre que ha estado en prisión y que ha perdido recientemente una gran cantidad de dinero.

Jim Beardmore se echó a reír.

—Que yo, desde luego, no voy a reembolsarle —dijo, levantándose de la mesa—. ¿Toma usted en serio estas advertencias?

—Las tomo muy en serio —dijo Yale, con su serenidad característica—. Tan en serio, que no le aconsejo salir de esta casa sin que yo lo acompañe. El Círculo Carmesí —continuó, impidiendo la indignada protesta de Beardmore con un gesto peculiar— es, lo admito, vulgarmente melodramático en sus actuaciones, pero sus herederos no hallarán consuelo al saber que usted murió de un modo tan teatral.

Jim Beardmore permaneció en silencio durante un tiempo y su hijo lo miró con inquietud.

—¿Por qué no te vas al extranjero, padre? —preguntó, y el anciano se volvió hacia él.

—¡Al diablo con el extranjero! —bramó—. ¡Huir de los matones de una Mano Negra barata! ¡Los mandaré a…!

No mencionó el destino, pero todos pudieron hacerse una idea.

III. La muchacha indiferente

Una pesada carga abrumaba la mente de Jack Beardmore mientras caminaba lentamente por los prados aquella mañana. Sus pasos lo llevaban instintivamente hacia el pequeño valle que estaba a una milla de distancia de la casa y en cuyo centro exacto se erguía un seto que marcaba la división entre las fincas de Beardmore y Froyant. Era una mañana radiante: el temporal de viento y lluvia que había estado azotando la región la noche anterior se había desvanecido y el mundo estaba bañado por la dorada luz del sol. Lejos, más allá de los matorrales verde oliva que coronaban la colina de Penton, vislumbró la gran mansión blanca de Harvey Froyant. Se preguntó si ella se aventuraría a salir con el terreno tan empapado y la hierba tan húmeda por la lluvia.

Se detuvo junto a un gran olmo en el borde del valle y echó un vistazo a lo largo del descuidado seto, hasta que sus ojos se detuvieron en una bonita casa de verano que los antiguos dueños de Tower House habían erigido. A Harvey Froyant, que odiaba la soledad, nunca se le podría culpar de tal extravagancia.

No había nadie a la vista y su corazón se hundió. Un paseo de diez minutos lo condujo hasta el hueco que él había abierto en la valla y pasó a través de él. La muchacha que estaba sentada en la casita podría haber escuchado su suspiro de alivio.

Ella miró a su alrededor y después se levantó con evidente recelo.

Era extraordinariamente bella, con cabellos dorados y piel impecable, pero no había atisbos de bienvenida alguna en sus ojos, cuando él se acercó.

—Buenos días —dijo ella fríamente.

—Buenos días, Thalia —dijo él y ella volvió a fruncir el ceño.

—Ojalá no fuera usted así —dijo ella y él adivinó lo que quería decir. Su actitud hacia él lo desconcertaba y preocupaba, porque ella era un ser alegre, de gran vitalidad. En cierta ocasión la había sorprendido persiguiendo a una liebre y había contemplado embelesado la figura de esta Diana sonriente, mientras sus piececitos se deslizaban por la hierba en persecución del astuto animal. La había oído cantar, y la inmensa alegría de la vida vibraba en su voz…, pero también la había visto tan deprimida y triste que había temido que estuviera enferma.

—¿Por qué es siempre tan fría y formal conmigo? —se lamentó.

Por un instante, un inicio de sonrisa se perfiló en un ángulo de su boca.

—Porque he leído libros —dijo solemnemente—, ¡y las secretarias que no son frías y formales con hijos de millonarios acaban mal, por lo general!

Empleaba una clase de franqueza que resultaba muy desconcertante.

—Además —dijo—, no hay razón para que no sea fría y formal con usted. Es la actitud convencional que adopta la gente hacia sus semejantes, a menos que les tengan mucho cariño, y ciertamente a usted no le tengo demasiado.

Lo dijo con deliberada lentitud y el rostro del joven enrojeció. Se sintió ridículo y se reprochó el haber provocado ese acto de crueldad.

—Le diré una cosa, señor Beardmore —continuó ella en el mismo tono—, algo de lo que no se ha dado cuenta. Cuando un chico y una chica son arrojados juntos a una isla desierta, es natural que al chico le parezca que ella es la única chica en el mundo. Todas sus incontrolables fantasías se concentran en la misma mujer y con el paso de los días se vuelve más y más maravillosa a sus ojos. He leído muchas de esas historias sobre islas desiertas y he visto también imágenes que tratan esta interesante situación y ésa es justamente la impresión que usted me ha dado. Está usted aquí como en una isla desierta…, pasa demasiado tiempo en su finca y lo único que ve son conejos, pájaros y a Thalia Drummond. Debería de ir a la ciudad y relacionarse con la gente de su clase.

A continuación desvió su atención, girando la cabeza, ya que había visto acercarse a su jefe, que se había detenido a contemplarlos, y podía imaginar su enfado.

—Creía que estaba haciendo las cuentas de la casa, señorita Drummond —dijo con aspereza.

Era un hombre enjuto, cincuentón, macilento, de facciones angulosas y prematuramente calvo. Tenía la desagradable costumbre de mostrar sus largos y amarillentos dientes cada vez que hacía una pregunta, una mueca que, de un modo extraño, sugería su creencia de que la respuesta sería evasiva.

—Hola, Beardmore —soltó el saludo a regañadientes y se volvió hacia su secretaria—: No me gusta ver cómo malgasta su tiempo, señorita Drummond —dijo.

—No estoy malgastando ni el suyo ni el mío, señor Froyant —contestó con tranquilidad—. He terminado las cuentas… ¡Aquí están! —y palmeó el gastado portafolios de cuero que estaba bajo su brazo.

—Podría haber hecho el trabajo en mi biblioteca —se quejó el otro—. No hay razón para que salga al campo.

Se detuvo, se frotó su larga nariz y dejó de mirar a la joven para posar su mirada sobre el silencioso muchacho.

—Muy bien, no se hable más —dijo—. Voy a ver a su padre, quizás quiera venir conmigo.

Thalia ya se estaba dirigiendo hacia Tower House y Jack no tenía excusa para rezagarse.

—No haga perder el tiempo a esa chica, Beardmore, no, por favor —dijo Froyant con disgusto—. No se imagina la cantidad de cosas que tiene que hacer… Y estoy seguro de que a su padre no le gustará.

Jack estaba punto de decir algo ofensivo, pero logró dominarse: detestaba a Harvey Froyant y en ese momento lo aborrecía por su autoritaria actitud hacia la chica.

—Esa clase de chicas —comenzó el señor Froyant, volviéndose para caminar a lo largo del seto hacia la puerta situada el final del valle—, esa clase de chicas… —se detuvo y miró fijamente—. ¿Quién diablos ha abierto una brecha en el seto? —preguntó, señalando con su bastón.

—Fui yo —dijo Jack con fiereza—. De todos modos, es nuestro seto y nos ahorra media milla… Vamos, señor Froyant.

Harvey Froyant no hizo ningún comentario mientras pasaba con cautela por el seto.

Subieron despacio la colina hacia el gran olmo desde el que Jack había estado observando el valle.

El señor Harvey Froyant mantuvo un silencio hermético: observaba mucho las convenciones, siempre que su cumplimiento lo beneficiara.

Habían llegado al final de la pendiente, cuando súbitamente Froyant sintió que le apretaban el brazo y se volvió para observar a Jack Beardmore, quien miraba fijamente el tronco del árbol. Siguió la dirección de sus ojos y dio un paso atrás, con su enfermizo rostro más pálido aún. En el tronco del árbol había pintado un tosco Círculo Carmesí, y la pintura aún estaba fresca.

IV. El señor Felix Marl

Jack Beardmore miró a su alrededor para escudriñar la zona. El único ser humano a la vista era un hombre, con un bolso en la mano, que se alejaba de ellos lentamente. Jack le gritó y el hombre se volvió.

—¿Quién es usted? —preguntó Jack y después añadió—:

¿Qué está haciendo aquí?

El desconocido era un hombre alto y robusto y el esfuerzo de llevar aquel bolso lo había dejado sin aliento. Se tomó algún tiempo antes de responder.

—Mi nombre es Marl —dijo—, Felix Marl. Quizás haya oído hablar de mí. Usted debe ser el joven señor Beardmore, ¿no es así?

—Ése es mi nombre —dijo Jack, y volvió a preguntar—:

¿Qué está haciendo aquí?

—Me dijeron que había un hatajo desde la estación de ferrocarril, pero no es tan corto como me habían prometido —dijo el señor Marl, respirando ruidosamente—. He venido a ver a su padre.

—¿Ha estado junto a aquel árbol? —preguntó Jack y Marl le lanzó una mirada feroz.

—¿Por qué tendría que haber estado junto a aquel árbol? —contestó con agresividad—. Le diré que he venido derecho por los prados.

Por entonces Harvey Froyant llegó y aparentemente reconoció al recién llegado.

—Éste es el señor Marl, lo conozco. Marl, ¿vio usted a alguien junto a ese árbol?

El hombre movió la cabeza. Parecía que el árbol y su secreto eran un misterio para él.

—No sabía que ahí hubiera un árbol —dijo—. ¿Qué…, qué ha sucedido?

—Nada —dijo Harvey Froyant bruscamente.

Se dirigieron hacia la casa poco después. Jack llevaba el bolso del visitante; no le impresionaba la apariencia del voluminoso individuo. Su voz era tosca; sus modales, ordinarios, y Jack se preguntó qué clase de relación podría tener su padre con un individuo tan desmañado.

Se estaban acercando a la casa cuando, de súbito y sin razón aparente, el robusto señor Marl emitió un grito de terror y retrocedió bruscamente. No cabía duda de su espanto: estaba visiblemente escrito en las pálidas mejillas y en los labios estremecidos del hombre, que temblaba de pies a cabeza.

Jack sólo podía mirarlo con extrañeza…, e incluso Harvey Froyant estaba asombrado.

—¿Qué diablos le pasa, Marl? —preguntó con aspereza.

Sus propios nervios estaban crispados y la visión del manifiesto terror de un hombre de ese tamaño era una tensión añadida, difícil de soportar.

—Nada, nada —murmuró Marl con voz ronca—. He estado…

—Bebiendo, a mi parecer —lo interrumpió Froyant. Tras introducir al hombre en la casa, Jack se apresuró a buscar a Derrick Yale. Descubrió al detective entre los arbustos, sentado en una gran silla de mimbre, con el mentón sobre el pecho y los brazos recogidos en una postura muy característica en él.

Yale alzó la vista cuando escuchó los pasos del joven.

—No puedo decírselo —dijo, antes de que Jack pudiera formular pregunta alguna, y después se echó a reír, percibiendo el asombro en su cara—. Iba usted a preguntarme qué fue lo que asustó a Marl, ¿me equivoco?

—Vine con esa intención —rió Jack—. ¡Qué hombre tan asombroso es usted, señor Yale! ¿Vio esa extraordinaria exhibición de terror?

Derrick Yale asintió con la cabeza.

—Lo vi justo antes de su sobresalto —dijo—. Desde aquí puede verse el sendero del prado.

Frunció el ceño.

—Me recuerda a alguien —dijo con tranquilidad—, y por mi vida que aún no puedo decir a quién. ¿Es un visitante habitual aquí? Su padre me dijo que iba a venir y supuse que sería él.

Jack negó con la cabeza.

—Es la primera vez que lo veo —dijo—. No obstante, ahora recuerdo que mi padre y el señor Froyant tuvieron relaciones comerciales con un hombre llamado Marl…, papá lo mencionó un día. Creo que especula con terrenos. Ahora mi padre está interesado más bien en fincas. Por cierto, he visto la marca del Círculo Carmesí —añadió, y describió el «O» recién pintada que había encontrado en el olmo.

De pronto Yale perdió el interés por Marl.

—No estaba en el árbol cuando bajé al valle —dijo Jack—. Podría jurarlo. Tuvieron que pintarlo mientras estaba hablando con…, con un amigo. El tronco no está a la vista desde la valla que hace de margen y es muy posible que alguien haya podido pintar el signo sin ser visto. ¿Qué significa esto, señor Yale?

—Significa problemas —dijo Yale secamente.

Se levantó repentinamente y comenzó a caminar de un lado para otro por el sendero enlosado. Jack lo dejó con sus meditaciones, tras esperar un instante.

Mientras tanto, el señor Felix Marl era el tercer e inútil participante de una reunión que versaba sobre transferencias de tierras. Marl era una un especulador de terrenos, como había dicho Jack, y había acudido esa mañana para traer una prometedora proposición que era totalmente incapaz de explicar.

—No puedo evitarlo, caballeros —dijo, llevándose su temblorosa mano a los labios por cuarta vez—. He tenido un pequeño susto esta mañana.

—¿De qué se trata?

Sin embargo, Marl parecía incapaz de explicarse. Sólo podía sacudir la cabeza con impotencia.

—No estoy en condiciones de discutir las cosas con calma —dijo—. Tendrán que posponer el asunto hasta mañana.

—¿Piensa que he venido hasta aquí hoy para escuchar esa clase de tonterías? —gruñó el señor Froyant—. Le diré una cosa: quiero dejar este asunto resuelto, al igual que usted, Beardmore.

—Me parece que no es tan urgente —dijo—. Si el señor Marl está indispuesto, no veo razón para importunarlo.

¿Pasará aquí la noche, Marl?

—No, no, no —la voz del hombre pareció casi un grito—. No, no me quedaré aquí, si no le importa…, preferiría no hacerlo, ciertamente.

—Como quiera —dijo Beardmore, con indiferencia, y guardó los papeles que había preparado para firmar.

Salieron juntos al vestíbulo, donde Jack los encontró. El coche de Beardmore llevó al visitante con su bolso de vuelta a la estación y a partir de ese momento la conducta del señor Marl fue muy singular. Facturó su bolso hasta la ciudad, pero él se apeó en la estación siguiente. Siendo un hombre que detestaba tanto caminar y tan contrario al ejercicio físico por naturaleza, demostró un espíritu casi heroico, ya que se puso a recorrer a pie las nueve millas que lo separaban de la finca de los Beardmore…, y no fue por la ruta más corta.

Ya casi había anochecido, cuando el señor Marl hizo su entrada furtiva por un espeso vivero que lindaba con la propiedad de los Beardmore. Se sentó, cansado y polvoriento pero con determinación, y esperó a que cayera la noche. Y, durante su espera, examinó con especial cuidado la pesada pistola automática que había extraído de su bolso en el tren.

V. La chica que corrió

—No puedo entender por qué ese hombre no ha regresado esta mañana —dijo Jim Beardmore con el ceño fruncido.

—¿Qué hombre? —preguntó Jack, distraído.

—Hablo de Marl —dijo su padre.

—¿Era aquel corpulento caballero que vi ayer? —preguntó Derrick Yale.

Estaban en la terraza de la casa, desde donde, gracias a su elevada posición, tenían una amplia vista de la propiedad.

El tren de la mañana había llegado y se había vuelto a marchar: desde allí se veía el rastro de humo blanco que dejaba mientras desaparecía entre las colinas a unas nueve millas de distancia.

—Sí, sería mejor telefonear a Froyant para decirle que no venga.

Jim Beardmore acarició su achatado mentón.

—Marl me desconcierta —dijo—. Creo que es un individuo brillante, sé que es un ladrón rehabilitado… Al menos, espero que se haya reformado. ¿Qué le afectó ayer, Jack?

Entró en la biblioteca lívido como la propia muerte.

—No tengo la más mínima idea —respondió Jack—. Yo creo que tiene un corazón débil, o alguna cosa de ese tipo. Me contó que le dan esos espasmos de vez en cuando.

Beardmore rió suavemente y, tras entrar en la casa, regresó con un bastón.

—Voy a dar un paseo, Jack. No, no hace falta que me acompañe, Yale. Hay una o dos cosas sobre las que me gustaría reflexionar y le prometo que no saldré de la finca, aunque, en mi opinión, le da usted demasiada importancia a las amenazas de esos rufianes.

Yale movió la cabeza en un gesto negativo.

—¿Y qué pasa con el signo en el árbol? —preguntó.

Jim Beardmore resopló desdeñosamente.

—Necesitarán algo más que eso para sacarme cien mil —dijo.

Se despidió de ellos con la mano mientras descendía los amplios escalones de piedra; ambos contemplaron cómo caminaba lentamente por el parque.

—¿De veras cree que mi padre corre algún tipo de peligro? —preguntó Jack.

Yale, que había estado siguiendo su figura con la mirada, se volvió sobresaltado.

—¿Peligro? —repitió y, tras vacilar durante un segundo, dijo—: Sí, creo que le aguarda un peligro muy grave dentro de uno o dos días.

Jack dirigió su inquieta mirada hacia la figura que ya desaparecía.

—Espero que esté equivocado —dijo—, papá no parece tomarse el asunto tan en serio como usted.

—Eso se debe a que su padre no tiene tanta experiencia —dijo el detective—, pero me he enterado de que visitó al inspector jefe Parr y éste pensó que corría un peligro considerable.

Jack rió, a pesar de sus temores.

—¿Cómo pueden conciliarse el león y el cordero? —preguntó—. No imaginaba que la jefatura de policía tuviera en alta estima a detectives privados como usted, señor Yale…

—Admiro a Parr —dijo Yale lentamente—. Es lento, pero meticuloso. Me han dicho que es uno de los hombres más concienzudos del cuerpo, y sospecho que sus jefes no lo han tratado bien respecto al último asesinato del Círculo Carmesí. Prácticamente le han dicho que tendrá que presentar su dimisión si no consigue acabar con el Círculo Carmesí.

Mientras hablaban, la silueta del señor Beardmore había desaparecido en la penumbra de un bosquecillo situado en el linde de la finca.

—Trabajé con él en el último asesinato del Círculo —prosiguió Derrick Yale—, y me sorprendió…

Se detuvo y los dos hombres se miraron: el sonido no dejaba lugar a dudas. Era un disparo, claro y cercano, y venía del bosque. En un instante Jack había saltado la balaustrada y corría por la pradera, seguido de Derrick Yale.

Tras recorrer veinte zancadas, encontraron a Jim Beardmore caído de bruces, ya muerto. Jack aún contemplaba horrorizado el cuerpo de su padre, cuando una muchacha surgió por el otro extremo del bosque y sólo se detuvo el tiempo suficiente para limpiarse en la hierba algo que teñía sus manos de rojo; y corrió por la sombra del seto que marcaba el límite de la finca de Froyant.

Thalia Drummond no volvió la cabeza ni una sola vez hasta hallarse al amparo de la pequeña casa de verano. Su rostro estaba lívido y desencajado y su respiración se transformó en un jadeo, cuando se situó frente a la entrada de la pequeña cabaña y miró hacia el bosque, durante un segundo. Después de echar un rápido vistazo a los alrededores, entró en la casa, se puso de rodillas y tiró del extremo de uno de los tablones que conformaban el piso con sus temblorosas manos, poniendo al descubierto una oscura cavidad. Tras vacilar durante un instante, arrojó al agujero el revólver que llevaba en la mano y volvió a colocar el tablón en su sitio.

VI. Thalia Drummond es una ladrona

El comisario pasó los ojos sobre el recorte de periódico que había ante él, mientras se atusaba el bigote cano. El inspector Parr, conocedor de los síntomas, lo observaba con desinterés aparente.

Parr era un hombre menudo y grueso, tan corto de estatura que resultaba sorprendente que hubiera satisfecho las rigurosas exigencias de las autoridades policiales. Estaba en el umbral de los cincuenta, aunque su rostro grande y sonrosado no tenía una sola arruga, pero tampoco había en él señal alguna de inteligencia o refinamiento. Los ojos, redondos y saltones, similares a los de los bóvidos por su falta de expresión, la enorme y carnosa nariz, las mofletudas mejillas, abolsadas bajo las mandíbulas, y su la cabeza medio calva eran otros rasgos que conformaban su inexpresividad.

El comisario recogió el recorte.

—Escuche esto —dijo con severidad, y comenzó a leer.

Era un editorial del Morning Monitor, sincero hasta un grado ofensivo.

«Por segunda vez en lo que va de año el país se ha visto sorprendido y agraviado por el asesinato de un eminente ciudadano. No será necesario explicar aquí los detalles de este crimen del Círculo Carmesí, ya que éstos aparecen en otra página. Pero sí es necesario afirmar en términos claros y tajantes que contemplamos con consternación la aparente impotencia de la policía a la hora de dar su merecido a esta banda criminal. El inspector Parr, que desde el año pasado se ha dedicado a seguir la pista a estos asesinos chantajistas, sólo puede ofrecernos vagas promesas de revelaciones que nunca se cumplen. Obviamente, el cuerpo de policía necesita una pormenorizada revisión de sus métodos y la introducción de sangre nueva. Confiamos en que los responsables del gobierno no dudarán en hacer cambios drásticos, que se han convertido en imprescindibles».

—Bueno —gruño el coronel Morton—, ¿qué piensa de esto, Parr?

El señor Parr se frotó la amplia barbilla y no dijo nada.

—James Beardmore fue asesinado después de que la policía fuera debidamente alertada —dijo el comisario intencionadamente—. Le dispararon desde donde se veía su casa y el asesino anda suelto. Éste es el segundo caso fracasado, Parr, y le diré, con franqueza, que estoy dispuesto a actuar en consonancia con el consejo que da este periódico.

Y a continuación, golpeó el recorte de modo significativo.

—En la ocasión anterior permitió que el señor Yale se llevara todo el prestigio por la captura del asesino. Supongo que habrá visto al señor Yale, ¿no es así?

El detective afirmó con la cabeza.

—¿Y qué le dijo?

Parr, incómodo, cambió la posición de sus pies.

—Me contó un montón de tonterías sobre un hombre moreno con dolor de muelas.

—¿Cómo consiguió esa información? —preguntó rápidamente el comisario.

—Por el casquillo de bala que encontró en el suelo —dijo el detective—. No hago caso de esas cosas de tipo psicométrico.

El comisario se echó hacia atrás en su silla y suspiró.

—No creo que usted haga caso de ninguna cosa que sea útil, Parr —dijo—, y no debería despreciar a Yale. Ese hombre tiene habilidades poco comunes, excepcionales. Que usted no lo comprenda no significa que sean menos peculiares.

—¿Quiere usted decir —protestó Parr con excitación—, que un hombre puede coger un casquillo con la mano y averiguar el aspecto de la persona que lo manipuló por última vez y lo que estaba pensando? ¡Es absurdo!

—Nada es absurdo —dijo el comisario con tranquilidad—. La ciencia de la psicometría se ha practicado durante años. Determinadas personas, especialmente sensibles en sus impresiones, son capaces de averiguar las cosas más extraordinarias, y Yale es una de ellas.

—Él estaba allí cuando se cometió el asesinato —replicó Parr—. Estaba con el hijo de Beardmore, a menos de cien yardas de distancia, y, aún así, no capturó al asesino.

El comisario asintió.

—Tampoco usted —dijo—. Hace doce meses me expuso su proyecto para acabar con el Círculo Carmesí y yo le di mi consentimiento. Opino que ambos hemos depositado en ello más confianza de la debida. Tendrá que cambiar de plan. Odio tener que decirlo, pero así es.

Parr no contestó durante un tiempo y después, para sorpresa del comisario, arrimó una silla al escritorio y se sentó sin haber sido invitado a ello.

—Coronel —dijo—, voy a contarle algo.

Estaba tan serio que el comisario, acostumbrado a la forma de ser de Parr, sólo pudo mirarlo con asombro.

—La banda del Círculo Carmesí no es difícil de atrapar. Puedo encontrarlos a todos y lo haré si me da un poco más de tiempo. Lo que necesito es el eje de la rueda. Si logro dar con el eje, los radios no cuentan.

Pero tiene que concederme algo más de autoridad de la que he tenido hasta la fecha.

—¿Algo más de autoridad? —preguntó el asombrado comisario—. ¿Qué diablos quiere decir?

—Me explico —dijo el bovino señor Parr. Y se explicó con tal determinación, que dejó al comisario silencioso y absorto.

Tras abandonar el edificio de la policía, el primer inmueble visitado por Parr fue una oficina situada en el centro de la ciudad. En la tercera planta, en un diminuto apartamento que sólo se distinguía del resto por el nombre de su ocupante, lo esperaba el señor Derrick Yale. No cabía imaginar un contraste mayor entre los dos hombres: Yale, un soñador sensible, nervioso e irritable; Parr, sólido, fornido y aparentemente incapaz de pensar por sí mismo.

—¿Cómo le fue en su entrevista, Parr?

—No muy bien —dijo Parr con pesar—. Creo que el comisario la ha tomado conmigo. ¿Ha descubierto algo?

—He descubierto a su hombre del dolor de muelas —fue su asombrosa respuesta—. Su nombre es Sibly, un marinero que fue visto en las cercanías de la casa al día siguiente. Ayer —cogió un telegrama—, fue arrestado por embriaguez y alteración del orden público, y le hallaron encima una pistola automática. En mi opinión se trata del arma del crimen, ya que, como recordará, la bala que le fue extraída al pobre Beardmore fue disparada con una pistola automática, sin duda alguna.

Parr lo miraba boquiabierto.

—¿Cómo ha averiguado todo eso? Derrick Yale rió suavemente.

—Usted no tiene demasiada fe en mis deducciones —dijo, con un chispazo de humor en sus ojos—, pero cuando palpé aquel casquillo estaba tan seguro de poder ver a aquel hombre como lo estoy de verlo a usted ahora mismo. Envié a uno de mis subordinados a hacer pesquisas, con estos resultados —y acto seguido le mostró el telegrama.

El señor Parr permaneció en pie, con el ceño tan fruncido, que descartaba cualquier aspiración a la belleza que pudiera tener.

—De modo que lo han cogido —dijo suavemente—. Me pregunto entonces si fue él quien escribió esto.

Sacó una cartera del bolsillo y Derrick Yale vio cómo sacaba de ella un pedazo de papel al que evidentemente habían intentado prender fuego, pues sus bordes estaban quemados. Yale lo tomó entre sus manos.

—¿Dónde encontró esto? —preguntó.

—Lo saqué ayer con un rastrillo de un montón de cenizas en la casa de los Beardmore —contestó Parr.

La nota estaba escrita en grandes caracteres y en ella podía leerse:


«Usted solo
Yo solo
Pabellón B
Soborno»
 

—¿Usted solo…, yo solo… —leyó Yale—, Pabellón B…, soborno…?

Movió la cabeza a un lado y a otro.

—No entiendo una palabra.

Sostuvo el trozo de papel en la palma de su mano y volvió a sacudir la cabeza.

—Tampoco recibo impresión alguna —dijo—. El fuego destruye el aura.

Parr volvió a guardar cuidadosamente el trozo de papel en su cartera y se la guardó en el bolsillo.

—Hay otra cosa que me gustaría contarle —dijo—. Alguien que calzaba botas puntiagudas y fumaba puros estuvo en el bosque. Encontré cenizas de puro en un pequeño hueco y su pisada en uno de los arriates.

—¿Cerca de la casa? —preguntó Yale, sobresaltado. El fornido hombre afirmó con la cabeza.

—Mi teoría es —prosiguió— que alguien que quería advertir a Beardmore escribió esta nota y la llevó a la casa tras la caída de la noche. El viejo debió recibirla, ya que la quemó. Encontré las cenizas en el lugar donde los criados vierten la basura.

Se escuchó una leve llamada en la puerta.

—Jack Beardmore —musitó Yale.

Jack Beardmore mostraba los efectos del angustioso período que había tenido que soportar. Hizo un gesto de saludo a Parr y se dirigió a Yale con la mano extendida.

—Supongo que no hay novedades… —dijo, en tono interrogativo, y, volviéndose hacia el otro, prosiguió—:

Ayer estuvo usted en casa, señor Parr. ¿Encontró algo?

—Nada que merezca la pena —contestó Parr.

—Acabo de ver al señor Froyant, que está en la ciudad —dijo Jack—, pero no fue una visita muy acertada, dado su penoso estado de nervios.

No explicó que la parte insatisfactoria de su visita era que no había visto a Thalia Drummond, pero solo uno de los dos hombres adivinó el motivo de su decepción.

Derrick Yale le habló del arresto que había hecho.

—No quiero que se haga ilusiones con eso —dijo él—, aunque finalmente resulte ser el hombre que efectuó el disparo, no me cabe duda de que sólo será el brazo ejecutor. Seguidamente escucharemos una historia similar a las anteriores: estaba con el agua al cuello y el jefe del Círculo Carmesí lo indujo a cometer crimen. Seguimos tan lejos de la verdadera solución como antes.

Abandonaron juntos la oficina y pasearon bajo el limpio sol de otoño. Jack estaba citado con el abogado que llevaba el testamento de su padre y acompañó a los dos hombres, que se dirigían a tomar un tren hacia la localidad donde el supuesto asesino estaba detenido. Cuando caminaban por una de las calles más transitadas de la ciudad, Jack no pudo evitar una exclamación. Al otro lado de la calle se situaba una importante casa de empeños y una muchacha salía por la entrada lateral, la destinada a aquellas personas que necesitaban préstamos temporales.

—¡Vaya! ¡Dichosos los ojos! —dijo Parr con su inalterable voz—. No la veo desde hace dos años.

Jack se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.

—¿Desde hace dos años no la ve? —dijo, con parsimonia—. ¿Se refiere a esa señorita?

Parr asintió.

—Me refiero a Thalia Drummond —dijo, con voz serena—. Una ladrona y cómplice de ladrones.

VII. El ídolo robado

Jack lo escuchó anonadado. Se quedó inmóvil y sin habla, mientras la muchacha, como si no fuera consciente de la inspección, paraba un taxi y se marchaba en él.

—Y ahora, ¿qué diablos habrá estado haciendo ahí? —se preguntó Parr.

—Una ladrona y cómplice de ladrones —repitió Jack, mecánicamente—. ¡Por Dios! ¿A dónde va usted? —preguntó rápidamente, al ver que el inspector se disponía a cruzar la calle.

—Intento averiguar qué ha hecho en la casa de empeños —dijo Parr, impasible.

—Seguramente ha venido aquí por encontrarse apurada de dinero. No es un delito necesitar dinero.

Jack se dio cuenta de la escasa consistencia de su defensa mientras pronunciaba estas palabras.

¡Thalia Drummond, una ladrona! ¡Era increíble, imposible! Sin embargo no pudo evitar seguir al detective cuando éste cruzó la calle: fue tras él por un oscuro pasillo que llevaba al departamento de préstamos y estuvo presente en la oficina del gerente una vez que un empleado trajo el artículo que la muchacha había empeñado. Se trataba de una pequeña figura dorada de Buda.

—Me pareció extraño —dijo el gerente, cuando Parr dio a conocer su identidad—. Sólo quiso diez libras y su valor sobrepasa las cien.

—¿Qué explicación dio? —preguntó Derrick Yale, que hasta entonces se había limitado a observar en silencio.

—Dijo que andaba escasa de dinero y que su padre tenía muchas bagatelas como ésta, pero que prefería empeñarlas por poco dinero para poder recuperarlas después más fácilmente.

—¿Dejó su dirección? ¿Qué nombre dio?

—Thalia Drummond —informó el empleado—, del número 29 de Park Gate.

Derrick Yale dejó escapar una exclamación.

—Ésa es la dirección de Froyant, ¿verdad?

Demasiado bien sabía Jack que aquélla era la dirección del mezquino Harvey Froyant, y le dio un vuelco el corazón cuando recordó que a Froyant le gustaba coleccionar antigüedades orientales. El inspector entregó un recibo a cambio del ídolo y se lo guardó en el bolsillo.

—Tendremos que ir a ver a Froyant —dijo, y Jack replicó desesperadamente:

—Por el amor de Dios, no metan a esa chica en problemas —rogó—. Ha tenido que ser una tentación repentina… Yo arreglaré este asunto, si se trata de dinero.

Derrick Yale lanzó al muchacho una mirada grave y comprensiva.

—¿Conoce a la señorita Drummond?

Jack asintió; se encontraba demasiado abatido para hablar y sentía un absurdo deseo de escapar y esconderse.

—Eso no puede hacerse —dijo el inspector Parr con decisión. Se acababa de convertir en un policía convencional—. Voy a visitar a Froyant para comprobar si este artículo se empeñó con su consentimiento.

—Entonces lo hará por su cuenta —dijo Jack, irritado.

No podía soportar la idea de ser testigo de una humillación semejante para la chica. Era monstruoso y resultaba cruel por parte de Parr, le dijo a Yale cuando estuvieron solos.

—¡La chica no sería capaz de cometer un robo tan vil, como piensa ese estúpido cretino! ¡Ojalá no hubiera atraído la atención sobre ella!

—Fue él quien la vio primero —apuntó Yale y, colocando su mano en el hombro del joven, dijo—: Jack, creo que está usted está un poco nervioso. ¿Por qué está tan interesado en la señorita Drummond? Es cierto que —dijo repentinamente— ha debido verla mucho cuando estaba en casa, ya que la finca de Froyant linda con la suya, ¿no es así?

Jack asintió.

—Si Parr se hubiera consagrado con tanta energía a la captura del Círculo Carmesí como dedica a la persecución de esa pobre chica —dijo amargamente—, mi pobre padre aún estaría vivo.

Derrick Yale trató de consolar al joven. Se lo llevó de vuelta a su oficina e intentó que sus pensamientos se centraran en cosas más agradables. Llevaban allí un cuarto de hora cuando el teléfono comenzó a sonar: era Parr quien llamaba.

—¿Y bien? —preguntó Yale.

—He arrestado a Thalia Drummond y presentaré cargos contra ella mañana por la mañana —fue el lacónico mensaje.

Yale colgó el auricular suavemente y se volvió hacia el joven.

—¿Ha sido detenida? —adivinó Jack, antes de que el otro pudiera decir palabra.

Yale asintió y el joven Beardmore palideció.

—Ya lo ve, Jack —dijo Yale, despacio—, probablemente se ha dejado engañar tanto como Froyant. La chica es una ladrona.

—Aunque sea una ladrona y una asesina —dijo Jack con obstinación—, la amo.

VIII. Los cargos

La entrevista del señor Parr con Harvey Froyant fue breve. Ante el detective, aquel hombre flaco palideció. Lo conocía de vista, pues tuvo que entrevistarse con él por la tragedia Beardmore.

—Bien, bien —dijo, temblando—. ¿Qué sucede? ¿Ha iniciado una nueva campaña esa gente infernal?

—No es nada tan malo como eso, señor —dijo Parr—. He venido para hacerle unas cuantas preguntas. ¿Cuánto tiempo ha tenido a Thalia Drummond en su casa?

—Es mi secretaria desde hace tres meses —dijo Froyant con desconfianza—. ¿Por qué?

—¿Cuánto le paga? —inquirió Parr.

El señor Froyant dijo una suma tan escandalosamente inadecuada que hasta él mismo trató de buscar disculpas, incluso, por aquel salario tan minúsculo.

—Le doy la comida, ya sabe, y tiene las tardes libres —dijo, sintiendo que debía justificar aquel exiguo sueldo.

—¿Ha estado ella escasa de dinero últimamente?

El señor Froyant lo miró fijamente.

—Bueno…, sí. Ayer me preguntó si podía anticiparle cinco libras —dijo—. Aseguró que las necesitaba para cubrir unos gastos. Naturalmente, no le presté el dinero. No soy partidario de adelantar dinero por un trabajo no realizado —dijo Froyant, con aspecto honrado—. Eso tiende a debilitar…

—Usted posee un buen número de antigüedades. Tengo entendido que algunas son muy valiosas. ¿Ha echado de menos alguna últimamente?

Froyant se levantó de un salto. La mera sospecha de que pudieran haberle robado era suficiente para hacerlo caer presa del pánico. Abandonó la estancia sin decir una sola palabra. Estuvo fuera tres minutos y, cuando regresó, parecía que los ojos se salían de sus órbitas.

—¡Mi Buda! —dijo jadeante—. Vale cien libras. Estaba en su sitio esta mañana…

—Llamen a la señorita Drummond —dijo el detective, lacónicamente.

Thalia entró, fría y dueña de sí. Permaneció junto al escritorio de su jefe con las manos en la espalda evitando mirar al detective.

El encuentro fue breve y, para el señor Froyant, doloroso. La muchacha no parecía muy afectada, aun cuando el acerado brillo en los ojos de Froyant denotaba que el hurto había sido descubierto. Por un instante el hombre encontró serias dificultades para enunciar una frase coherente.

—Usted…, usted ha robado algo que me pertenece —bramó Froyant. Su voz se reducía a chillidos y la mano acusadora temblaba a causa de la intensidad de sus emociones—. Usted…, ¡usted es una ladrona!

—Le pedí un anticipo —dijo la muchacha fríamente—. Si usted no fuera un malvado viejo avaro, me lo habría concedido.

—Usted…, usted… —farfulló Foryant. Después jadeó—: La acuso, inspector. La acuso de robo. Irá a la cárcel por esto. Grábese mis palabras, joven. Espere…, espere —dijo, alzando la mano—, iré a ver si falta algo más.

—Puede ahorrarse la molestia —dijo la muchacha, mientras abandonaba la habitación—. El Buda fue la única cosa que cogí y, de todos modos, era una bestia fea y grotesca.

—Deme sus llaves —bramó el hombre, encolerizado—. ¡Y pensar que le he permitido a usted abrir mis cartas de negocios!

—He abierto una que no le resultará muy grata, señor Froyant —dijo ella con calma, y entonces él vio lo que la joven sostenía en su mano.

Le tendió el sobre y él, con los ojos desorbitados, vio el Círculo Carmesí, pero las palabras escritas dentro del mismo le resultaban borrosas e irreconocibles. Soltó la tarjeta y se desplomó en una silla.

IX. Thalia ante los tribunales

El juez era un hombre bondadoso y parecía estar un tanto incómodo. Pasó su mirada del impasible señor Parr, que estaba de pie en el estrado de los testigos, a la muchacha del banquillo de los acusados, que se mostraba casi tan fría y dueña de sí como el testigo policial. Su rostro era uno de esos que hubiera atraído la atención en cualquier circunstancia, pero en el gris escenario del tribunal, su belleza cobraba más relieve y esplendor.

Echó una ojeada al texto de la acusación que tenía ante sí. Su edad, según atestiguaba el texto, era de veintiún años; su ocupación, secretaria. El jurista, que había experimentado muchas sorpresas a lo largo de su carrera y cuyo carácter se había visto endurecido por los sucesos más inusuales e improbables, no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza, desanimado.

—¿Tiene algún antecedente esta mujer? —preguntó, percibiendo lo absurdo de referirse a la esbelta y aniñada prisionera como a una «mujer».

—Ha estado bajo vigilancia durante algún tiempo, Señoría —fue la respuesta—, pero no ha estado bajo custodia policial con anterioridad.

El magistrado miró a la muchacha por encima de sus lentes.

—No puedo entender cómo se ha dejado conducir a una situación tan terrible como ésta —dijo—. Una joven que, evidentemente, ha recibido la educación de una señorita, se ve acusada del robo de unas pocas libras, ya que eso fue lo único que su deshonestidad consiguió, aunque el artículo que sustrajo valía una gran suma. Su acción se debió probablemente a una gran tentación. Supongo que su necesidad de dinero era muy urgente; no obstante, ello no excusa su actuación. La obligaré legalmente a comparecer a juicio, cuando éste se celebre, tratándola como a una delincuente primaria, y la exhorto con firmeza a vivir honradamente y a evitar que vuelva a repetirse una situación tan desagradable como ésta.

La joven hizo una ligera inclinación de cabeza y abandonó el banquillo de los acusados para dirigirse a la oficina de la policía; entonces continuaron con el siguiente caso.

Harvey Froyant se levantó al mismo tiempo y se encaminó hacia la salida del juzgado. Para un hombre tan acaudalado como él, el dinero representaba el objetivo y la meta de su vida. Era de esa clase de hombres que cuenta cada noche el contenido de sus bolsillos antes de irse a dormir, y habría ordenado arrestar a su madre en circunstancias similares. A sus ojos, el delito de Thalia Drummond resultaba aún mucho más infame debido a que su último acto de servicio había sido la entrega de la amenaza del Círculo Carmesí, tribulación de la que aún no se había recuperado.

Froyant era alto y delgado, permanentemente encorvado. Su actitud hacia el mundo era de aguda sospecha, que se había convertido en resentimiento, pues sostenía los principios más firmes sobre el sagrado carácter de la propiedad.

Expresó a Parr, que lo seguía al salir de la sala, su descontento por el hecho de que la chica no hubiera sido enviada a la cárcel.

—Semejante mujer es un peligro para la sociedad —se lamentó, con voz aguda y quejosa—. ¿Cómo sé que no está aliada con esos canallas que me amenazan? ¡Cuarenta mil es lo que me piden! ¡Cuarenta mil! —gimoteó al decir las últimas palabras—. ¡Es su deber evitar que puedan hacerme daño! Entiéndalo…, ¡es su obligación!

—¡Ya lo he oído! —contestó el señor Parr con cansancio—. Y con respecto a la chica, no creo que tenga nada que ver con el Círculo Carmesí. Es demasiado joven.

—¡Joven! —gruñó el hombre flaco—. Es el momento de castigarlos, ¿verdad? ¡Atrápelos jóvenes y castíguelos jóvenes, y puede que se conviertan en ciudadanos respetables!

—Quizás tenga usted razón —admitió el recio señor Parr, suspirando. Después añadió sin mucha coherencia—: Los hijos son una gran responsabilidad.

Froyant murmuró algo entre dientes y, sin un solo gesto de despedida, salió rápidamente del edificio y subió a un automóvil que le esperaba en la puerta del juzgado.

El inspector contempló su partida con una suave sonrisa y, mirando a su alrededor, reparó en un joven que esperaba a la entrada de la oficina.

—Buenos días, señor Beardmore —dijo él—. ¿Está esperando para ver a la chica?

—Sí. ¿Cuánto tiempo la retendrán? —preguntó Jack, nervioso.

El señor Parr lo miró fijamente con ojos inexpresivos y resopló.

—Si no le importa que se lo diga, señor Beardmore —dijo lentamente—, probablemente esté usted interesándose por la señorita Drummond más de lo que le conviene.

—¿Qué quiere decir? —contestó Jack rápidamente—. Todo esto es una conspiración. Esa bestia de Froyant…

El inspector sacudió la cabeza.

—La señorita Drummond admitió que cogió la estatuilla —contestó— y, además, la vimos salir de Casa Isaac.

No hay dudas al respecto.

—Admitió su culpabilidad por alguna razón que solo ella conoce —replicó Jack violentamente—. ¿De verdad piensa que una chica semejante es capaz de robar? ¿Por qué iba a hacerlo? Yo le habría dado cualquier cosa que necesitara —repentinamente se contuvo—. Hay algo detrás de todo esto —y continuó con más calma—, algo que no logro entender, y que probablemente usted tampoco entienda, inspector.

La puerta se abrió en aquel momento y la muchacha salió. Se detuvo en cuanto vio a Jack y un leve rubor apareció en sus pálidas mejillas.

—¿Estuvo en la Audiencia? —preguntó al instante.

Él asintió y ella movió la cabeza de un lado a otro con desaprobación.

—No debería haber venido —dijo ella, casi con vehemencia—. ¿Cómo se enteró? ¿Quién se lo contó? —parecía ajena a la presencia del inspector, pero por primera vez desde su arresto, mostraba algún signo de emoción contenida. Un color se le iba y otro se le venía y su voz comenzó a temblar cuando continuó—: Siento que se haya enterado de este asunto, señor Beardmore, y también lamento profundamente que haya venido —dijo.

—Pero no es verdad —la interrumpió él—. ¿Pretende que me crea eso, Thalia? Es una conspiración, ¿verdad? Una conspiración que trata de arruinarla… —su voz prácticamente se había convertido en una súplica, pero ella negó con la cabeza.

—No hubo ninguna conspiración —replicó ella tranquilamente—. Yo robé al señor Froyant.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó él, con desesperación—. ¿Por qué usted…?

—Siento no poder darle un porqué —contestó ella con el esbozo de una sonrisa en sus labios—, salvo que necesitaba el dinero y eso es razón suficiente. ¿Acaso no lo es?

—Nunca lo creeré —el rostro de Jack estaba rígido y sus ojos grises la contemplaban con firmeza—. Usted no es la clase de persona que se rebajaría a cometer un robo.

Ella le lanzó una larga mirada y desvió los ojos hacia el inspector.

—Quizás usted pueda desengañar al señor Beardmore —dijo—. Yo no soy capaz.

—¿Adónde se dirige? —preguntó el joven cuando ella, tras inclinar levemente la cabeza, continuó su marcha.

—Me marcho a casa —replicó ella—. Y, por favor, no me acompañe, señor Beardmore.

—Pero usted no tiene casa.

—Tengo un alojamiento —contestó ella, con un deje de impaciencia.

—Entonces voy con usted —dijo él tenazmente.

Ella no hizo protesta alguna y se alejaron juntos desde el juzgado hacia una calle muy concurrida. No cruzaron ninguna palabra hasta que llegaron a la entrada de una estación de metro.

—Ahora tengo que irme a casa —dijo ella, esta vez más suavemente.

—Pero ¿qué va a hacer ahora? —inquirió él—. ¿Cómo va a ganarse la vida con esta terrible acusación en su contra?

—¿Tan terrible es? —preguntó ella con frialdad.

Comenzaba a internarse en la estación cuando él la cogió del brazo y la hizo girar sobre sus talones, casi con violencia salvaje.

—Ahora escúcheme, Thalia —dijo entre dientes—. La amo y quiero casarme con usted. No se lo había dicho antes, pero usted ya lo había supuesto. No voy a permitir que salga de mi vida, ¿lo entiende? No creo que sea usted ninguna ladrona y…

Ella se desasió de su brazo suavemente.

—Señor Beardmore —dijo ella en voz baja—, se está usted poniendo quijotesco y estúpido. Me acaba de decir lo que no me permitirá y yo no voy a permitirle que arruine su vida por haberse encaprichado de una ladrona convicta. Usted no sabe nada de mí, excepto que soy una chica aparentemente atractiva a quien usted conoció por accidente en el campo, y es mi deber ser su madre y su tía solterona —apareció un atisbo de burla en sus ojos, cuando cogió la mano que él le ofrecía—. Algún día quizás volvamos a encontrarnos, y para entonces el encanto de su amor se habrá desvanecido. Adiós.

Ella desapareció en el pasillo donde se vendían los billetes antes de que él pudiera recuperar la voz.

X. La Llamada del Círculo Carmesí

Thalia Drummond regresó al alojamiento que había ocupado antes de entrar al servicio de Harvey Froyant como secretaria residente y, aparentemente, la había precedido la historia de sus malos pasos, ya que su zafia patrona le dispensó un frío recibimiento. De no haber continuado pagando la renta de su habitación durante el tiempo que pasó trabajando para Froyant, muy probablemente no habría sido readmitida.

Su habitación era pequeña y austera, aunque pulcramente amueblada, y, sin reparar en el hosco rostro de la patrona ni en su gélida bienvenida, se marchó en dirección a su cuarto, cerrando la puerta tras de sí.

Había pasado una semana bastante penosa, bajo custodia, y sus ropas parecían exhalar el húmedo hedor de la cárcel de Holloway. No obstante, Holloway poseía una ventaja sobre el número 14 de Lexington Street: un admirable sistema de baños, que la muchacha recordó con un sincero agradecimiento mientras se cambiaba de ropa.

Tenía muchos temas con los que ocupar su mente. Harvey Froyant…, Jack Beardmore… Frunció el ceño como si estuviera pensando en algo desagradable y trató de quitarse al joven de la cabeza. Fue un alivio volver a pensar en Froyant. Casi lo odiaba. Ciertamente, lo detestaba. El tiempo que había pasado en su casa había sido el más miserable de su vida. Al tomar las comidas con el resto del servicio, se había dado cuenta de que cada bocado había sido pesado, medido y distribuido por un hombre a quien le habrían aceptado cheques de siete cifras.

«Al menos no intentó cortejarte, querida», se dijo a sí misma. Por alguna razón, no podía imaginar a Harvey Froyant cortejando a alguien. Recordó los días en que lo siguió por su enorme casa con una libreta en la mano, mientras él buscaba alguna evidencia de la negligencia de sus sirvientes, pasando los dedos por los pulcros anaqueles de la biblioteca, buscando en vano algún rastro de polvo, dándoles la vuelta a las esquinas de las alfombras, escudriñando la vajilla de plata y haciendo inventario del contenido de su bodega, algo que efectuaba regularmente cada semana.

Racionaba el vino que se servía en la mesa y contaba las botellas vacías, incluso los corchos. Solía jactarse de que podía notar la ausencia de una flor en su enorme jardín. Periódicamente mandaba las flores al mercado, junto con las hortalizas que cultivaba y los melocotones que maduraban en lo alto del muro y, ¡ay del desventurado jardinero que se atreviera a hurtar una sola manzana de aquella huerta!, pues Harvey Froyant poseía un extraño instinto que lo conducía hasta el árbol saqueado.

Thalia sonrió irónicamente al recordar todo aquello y, una vez hubo terminado de cambiarse, salió cerrando la puerta tras de sí. Su patrona la observó mientras bajaba por la calle y sacudió la cabeza con inquietud.

—Parece que su huésped ha regresado —dijo una vecina.

—Sí, ha vuelto —dijo la mujer gravemente—. Una muchacha decente… ¡No me lo creo! Es la primera vez que alojo a una delincuente en mi casa y será la última. Se lo haré saber esta noche.

Ajena a las críticas, Thalia subió a un autobús en dirección al centro de la ciudad. Se apeó en Fleet Street y se dirigió a las extensas oficinas de un conocido periódico. En el mostrador cogió el formulario para los anuncios por palabras y, después de mirar la hoja de papel en blanco durante un instante, escribió, como reflexionando:

«SECRETARIA.— Joven señorita de las colonias ofrece sus servicios como secretaria. Preferentemente, secretaria residente. Pide modesto sueldo. Taquigrafía y mecanografía».

Dejó un espacio para el número de registro, entregó el anuncio a través del mostrador y abonó la tasa.

Estuvo de vuelta en Lexington Street a la hora del té, que le fue servido por su patrona en una bandeja abollada.

—Escúcheme bien, señorita Drummond —dijo la honorable mujer—. Tengo que decirle unas cuentas palabras.

—Dígalas —replicó la muchacha, con despreocupación.

—Necesitaré su habitación la próxima semana. Thalia se volvió lentamente.

—¿Significa eso que tengo que marcharme?

—Eso es lo que significa. No puedo tener a personas como usted viviendo en una casa respetable. Me he llevado una buena sorpresa con usted, pues siempre la consideré una señorita distinguida.

—Continúe pensando así —dijo Thalia fríamente—. Soy joven y distinguida.

Pero la robusta patrona no estaba dispuesta a dejarse interrumpir en su bien ensayada diatriba.

—¡Vaya una señorita distinguida que da mal nombre a mi casa! —dijo ella—. Ha estado en prisión durante una semana. Quizás usted creía que no me iba a enterar, pero leo los periódicos.

—Estoy segura de ello —replicó la muchacha con calma—. Eso haré, señora Boled. Abandonaré su casa la semana próxima.

—Y me gustaría decirle… —comenzó la mujer.

—Échelo por debajo de la puerta —dijo Thalia, cerrando la puerta en las narices de la encolerizada señora.

Como estaba oscureciendo, encendió una lámpara de queroseno y dedicó la tarde a hacerse la manicura, operación que tuvo que interrumpir por la llegada del correo de las nueve. Escuchó el toc-toc en la puerta y el pesado arrastrar de pies de su patrona por la escalera.

—Una carta para usted —la llamó la patrona.

Thalia abrió la puerta y le cogió el sobre de las manos.

—Debería decir a sus amigos que va a cambiar de domicilio —dijo la mujer, poco dispuesta a dejar la disputa a medias.

—No les he dicho a mis amigos que vivo en este lugar tan horrible —dijo Thalia dulcemente, cerrando la puerta tras de sí antes de que la patrona pudiera dar con una respuesta adecuada.

Sonrió mientras acercaba el sobre a la luz. La dirección estaba escrita con caracteres de imprenta. Le dio la vuelta para leer el remite antes de abrirlo y extrajo una gruesa tarjeta blanca. Con el primer vistazo al mensaje, su rostro cambió de expresión.

La tarjeta era cuadrada y en su centro había un gran Círculo Carmesí. Dentro de éste, escrito con los mismos caracteres de imprenta, aparecía el siguiente texto:

«La necesitamos. Suba al coche que encontrará esperándola en la esquina de la plaza Steyne, mañana, a las diez de la noche».

Colocó la tarjeta sobre la mesa y se quedó mirándola fijamente.

¡El Círculo Carmesí la necesitaba!

Había estado esperando esta citación, pero había llegado antes de lo que ella había previsto.

XI. La confesión

La noche siguiente, cuando faltaban tres minutos para las diez, un coche blindado hizo su entrada lentamente en la plaza Steyne y se detuvo en la esquina con la calle Clarges. Minutos más tarde, Thalia Drummond entraba en la plaza por el extremo opuesto. Llevaba una larga capa negra y el sombrerito con el que se cubría la cabeza estaba sujeto por un grueso velo anudado bajo su barbilla.

Sin vacilar un instante, abrió la puerta del coche y se introdujo en su interior. Allí reinaba la más absoluta oscuridad, pero se podía distinguir confusamente la figura del conductor. Éste no volvió la cabeza ni hizo ademán de arrancar el coche, aunque ella podía sentir la vibración del motor bajo sus pies.

—Ayer por la mañana fue usted acusada de robo en el juzgado de Marylebone —dijo el conductor sin preámbulos—. Y por la tarde puso un anuncio en el que se describía como una joven recién llegada de las colonias, con intención de conseguir otra oportunidad para poder seguir con su carrera de ladronzuela.

—Eso es muy interesante —contesto Thalia sin inmutarse—, pero no creo que me haya obligado a venir hasta aquí para contarme la historia de mi pasado. Cuando leí su carta supuse que usted había pensado que yo podría ser una ayudante muy útil. Pero hay algo que me gustaría preguntarle.

—Le contestaré si lo creo oportuno —fue la inflexible respuesta.

—Soy consciente de ello —respondió Thalia, esbozando una leve sonrisa en la oscuridad—. Suponga que me hubiera puesto en contacto con la policía y hubiera venido acompañada con el señor Parr y el sagaz señor Derrick Yale…

—En este momento yacería muerta sobre el pavimento —fue la tranquila declaración—. Señorita Drummond, voy a poner en sus manos dinero fácil y a proporcionarle un excelente trabajo. No me importará en absoluto que dedique su tiempo libre a excentricidades, pero su tarea principal será servirme. ¿Lo ha entendido?

Thalia asintió, pero, al darse cuenta de que él no podía verla, dijo:

—Sí.

—Se le pagará bien por todo lo que haga; yo siempre estaré a su lado para ayudarla…, o para castigarla, si intenta traicionarme. ¿Entendido?

—Perfectamente —replicó ella.

—Su trabajo será muy simple —continuó el desconocido conductor—. Mañana se presentará en el banco Brabazon. Brabazon necesita una secretaria.

—Pero ¿me dará trabajo? —interrumpió ella—. ¿Tengo que presentarme bajo otro nombre?

—Preséntese bajo su propio nombre —dijo el hombre con impaciencia—. No me interrumpa. Le pagaré doscientas libras por sus servicios. Aquí está el dinero.

Le tendió dos billetes por encima del hombro y ella los cogió.

La mano de la joven tocó accidentalmente el hombro de él y notó algo duro bajo su abrigo de lana.

«Un chaleco antibalas», se dijo a sí misma. Después, dijo en voz alta:

—¿Qué debería decir al señor Brabazon sobre mi anterior experiencia?

—No será necesario decir o hacer nada. Recibirá instrucciones de cuando en cuando. Eso es todo —concluyó secamente.

Minutos más tarde, Thalia se sentaba en un taxi que la llevaba de vuelta a Lexington Street. Tras el suyo iba otro taxi, que aminoraba la marcha cuando el de ella lo hacía, sin adelantarlo, ni siquiera cuando ella se apeó en la esquina de la calle donde se encontraba su alojamiento. Cuando daba la vuelta a la llave del portal de la casa, el inspector Parr estaba a sólo una docena de pasos de ella. Si era consciente de que la estaban vigilando, no translució ningún gesto.

Parr sólo esperó unos minutos, contemplando la casa desde el otro lado de la calle. Cuando se encendió la luz en la ventana superior, se dio la vuelta y regresó pensativo al taxi que lo había traído a una zona tan oriental de la ciudad.

Ya había abierto la puerta del taxi y estaba subiendo cuando alguien pasó a su lado por la acera; alguien que caminaba a paso ligero con el cuello del abrigo vuelto hacia arriba, pero el inspector Parr lo reconoció.

—¡Flush! —lo llamó, con brusquedad, y el hombre giró sobre sus talones.

Era un poco moreno, de rostro enjuto, de cuerpo ágil. Al ver al inspector quedó boquiabierto.

—¡Vaya…, vaya! ¡Si es el inspector Parr! —exclamó, con cordialidad malintencionada—. ¡Quién iba a pensar que lo vería en este rincón del mundo!

—Quisiera hablar contigo un rato. ¿Me acompañas? Era un ofrecimiento amenazador, que el señor Flush ya había oído antes.

—No tiene nada contra mí, señor Parr… —protestó, alzando la voz.

—Nada —admitió Parr—. Además, ahora vas por el buen camino. Creo recordar que fue eso lo que me dijiste que deseabas cuando saliste de la cárcel.

—Así es —dijo Flush Barnet, exhalando un suspiro de alivio—. Voy por el buen camino, trabajo para ganarme la vida y estoy comprometido para casarme.

—¿Lo dices de verdad? —dijo el robusto señor Parr, con un asombro bien disimulado—. ¿Y se trata de Bella o de Milly?

—Milly —contestó Flush, maldiciendo en sus adentros la excelente memoria del inspector—. También va por el buen camino. Ha conseguido trabajo en una tienda.

—En el banco Brabazon, para ser exactos —dijo el inspector, y entonces se volvió, como agitado por un pensamiento repentino—. Me pregunto… —murmuró—, me pregunto si será eso…

—Milly es una señorita intachable —se apresuró a explicar Flush—. Honrada como la luz del día, sería incapaz de robar un reloj, aunque le fuera la vida en ello. No quiero que piense que es mala, señor Parr, porque no lo es. Ambos llevamos lo que podríamos llamar una vida decente.

El plácido rostro de Parr esbozó una sonrisa.

—Me estás contando excelentes noticias, Flush. ¿Dónde se puede encontrar a Milly en estos días?

—Vive en un hostal al otro lado del río —dijo Flush de mala gana—. No estará pensando en sacar a relucir viejos trapos sucios, ¿verdad, señor Parr?

—Dios me libre —replicó el inspector Parr, bondadosamente—. No, simplemente quisiera hablar con ella. Tal vez… —vaciló—, puedo esperar, de todos modos. Nuestro encuentro ha sido providencial, Flush.

Pero Flush no compartía su punto de vista, aun cuando hizo un vago asentimiento.

«De modo que es eso…», se dijo el inspector Parr, aunque no expresó el género de sus sospechas, ni siquiera cuando se encontró con Derrick Yale en su club, media hora después. Lo más curioso del caso fue que, aunque trataron todos los aspectos del misterio del Círculo Carmesí en la larga conversación subsiguiente, el señor Parr no mencionó ni una sola vez la entrevista de Thalia Drummond, que se había imaginado a pesar de no haber podido presenciarla.

A primera hora de la mañana siguiente, los dos hombres partieron hacia la pequeña localidad donde un tal Ambrose Sibly, descrito como marinero experto, se hallaba detenido bajo acusación de asesinato. Jack Beardmore fue autorizado a acompañarlos, tras la apremiante solicitud del joven, aunque no estuvo presente en la entrevista que los dos detectives mantuvieron con el sombrío sujeto que había asesinado a su padre.

Sibly resultó ser un individuo musculoso, sin afeitar, mitad escocés y mitad sueco. No sabía leer ni escribir, y ya había sido detenido anteriormente. Esto último ya lo había descubierto Parr gracias al registro de sus huellas dactilares.

Inicialmente no se mostró dispuesto a soltar prenda, y la confesión se produjo más por el diestro interrogatorio de Derrick Yale que por los esfuerzos del inspector Parr.

—Sí, yo lo hice —admitió finalmente.

Estaban sentados en la celda, acompañados por un oficial taquígrafo que tomaba nota de su declaración.

—Así es, ustedes me han cogido, pero no lo habrían hecho de no haber estado yo bebido. Y ya que estoy confesando explicaré también que fui yo quien mató a Harry Hobbs. Era mi compañero a bordo del Oritianga en 1912… Sólo pueden colgarme una vez. Lo maté y lancé su cuerpo por la borda, sí; lo hice por culpa de una mujer que conocimos en Newport News, que está en América. Perdí mi barco hará cosa de un mes y me quedé tirado en el Hogar del Marinero en Wapping. Me expulsaron de allí por borracho, y encima me tuvieron encerrado siete días en la cárcel. Si aquel viejo estúpido me hubiera condenado sólo a un mes, no me encontraría aquí. La noche siguiente a mi salida de la prisión caminaba por la zona este, maldiciendo mi mala fortuna, loco por echar un trago y sintiéndome un despojo miserable. Para colmo de males, tenía dolor de muelas…

Parr intercambió una mirada con Derrick Yale, y éste sonrió ligeramente.

—Vagabundeaba por el borde la acera, buscando colillas y sin otro pensamiento que el de encontrar dónde conseguir un poco de comida y un lugar donde pasar la noche. Además, comenzaba a llover y parecía que iba a pasar otra madrugada en la calle, cuando escuché una voz casi pegada a mi oído que me decía: «Suba». Miré a mi alrededor. Un automóvil se había detenido junto a la acera. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. El hombre del coche volvió a decir al rato: «Suba, ¡le digo a usted!», y pronunció mi nombre. Recorrimos en el coche cierta distancia durante un tiempo, sin que él dijera nada, y noté que trataba de evitar las calles más iluminadas.

»Poco después detuvo el vehículo y comenzó a contarme quién era yo. Puedo asegurarles que me sorprendió. Lo sabía todo sobre mí. Incluso sabía lo de Harry Hobbs (que fui juzgado por su asesinato y absuelto) y después me preguntó si quería ganar cien libras. Yo le contesté que sí y él me dijo que había un viejo caballero en el campo que le había hecho mucho daño y al que quería despachar. En un principio no quise aceptar el trabajo, pero me calentó tanto la cabeza, repitiendo cómo podía hacer que me ahorcaran por el asesinato de Hobbs y que sería seguro porque me proporcionaría una bicicleta con la que escapar, que finalmente acepté.

»Según lo acordado, me recogió una semana después en la plaza Steyne. Y entonces me dio todos los detalles. Me dirigí a la finca de Beardmore antes de que oscureciera y me escondí en el bosque. Él me había dicho que el señor Beardmore solía dar un paseo por el bosque cada mañana y que me acomodara allí para pasar la noche. Llevaba menos de una hora en el bosque cuando me llevé un buen susto. Oí a alguien moviéndose. Creo que podría haber sido un guarda. Era un tipo corpulento y sólo pude verlo de refilón.

»Creo que eso es todo, más o menos, caballeros, excepto que a la mañana siguiente el viejo entró en el bosque y le disparé. No recuerdo mucho del asunto, ya que en ese momento iba bebido, pues me había llevado al bosque una botella de whisky. Pero estaba lo suficientemente sobrio como para llegar hasta la bicicleta y largarme. Y a buen seguro hubiera escapado de no haber empinado el codo.

—¿Y eso es todo? —preguntó Parr, cuando se volvió a leer la confesión y el hombre la hubo firmado con una tosca cruz.

—Eso es todo, jefe —contestó el marinero.

—¿Y no sabe usted quién era la persona que lo empleó?

—No tengo ni idea —respondió el otro alegremente—. Pero hay algo acerca de él que les puedo contar —dijo, tras una pausa—. Usaba con frecuencia una palabra que no había oído antes. Yo no he recibido una educación selecta, pero me he dado cuenta de que algunas personas tienen palabras favoritas. Una vez tuvimos un viejo capitán que siempre usaba la palabra «mórbido».

—¿De qué palabra se trata? —inquirió Parr.

El hombre se rascó la cabeza.

—Espere que la recuerde y se la diré —dijo.

Acto seguido lo dejaron con sus meditaciones, que eran pocas y probablemente no muy placenteras.

Cuatro horas después, el carcelero le llevó a Ambrose Sibly algo de comer. Estaba tendido en la cama y el carcelero lo sacudió por los hombros.

—Despierta —dijo.

Pero Ambrose Sibly ya no se volvería a despertar. Estaba muerto como una piedra.

En la taza de hojalata medio llena de agua que estaba junto a la cama, con la que había aplacado su sed, encontraron ácido cianhídrico suficiente para matar a cincuenta hombres.

Pero el veneno no le interesó tanto al inspector Parr como el pequeño círculo de papel carmesí que fue hallado flotando en la superficie del agua.

XII. Las botas puntiagudas

Tras haber cerrado la puerta con llave, el señor Marl se encontraba en su dormitorio, ocupado en una tarea que no cesaba de traerle recuerdos desagradables.

Veinticinco años antes, cuando era inquilino del enorme presidio francés de Toulouse, se había visto obligado a trabajar en una zapatería, y el manejo de las botas llegó a convertirse en una experiencia cotidiana. En verdad, la tarea que había realizado allí había sido la de reparar, no la de destruir. En este momento y provisto de un afilado cuchillo, estaba haciendo trizas un par de botas de charol puntiagudas que sólo se había puesto tres veces. Cortaba el cuero tira tras tira, echándolas a la lumbre una por una.

Algunas personas viven y sufren intensamente. El señor Felix Marl era una de esas personas, capaces de concentrar en un solo día el terror de toda una eternidad. Un diario había conseguido de algún modo la noticia de la pisada descubierta en la finca Beardmore, y un nuevo temor se había añadido a los que confundían y paralizaban a aquel hombre corpulento. Estaba sentado en mangas de camisa, con el rostro bañado en sudor, ya que había encendido un fuego demasiado grande y la habitación se había caldeado en exceso.

Por fin echó al fuego la última tira y se sentó a ver cómo se enroscaba antes de prenderse en llamas. Después dejó el cuchillo, se lavó las manos y abrió la ventana para dejar salir el ácido olor del cuero quemado.

Habría sido mejor, pensaba, si hubiera llevado a cabo su primera resolución, y se maldijo por la cobardía que lo había inducido a sustituir su revólver por una pluma estilográfica. Pero estaba a salvo. Nadie lo había visto abandonar la finca.

En un hombre de su clase, el pánico ciego y la confianza irracional se suceden casi como una reacción natural. Cuando bajó las escaleras hacia su pequeña biblioteca, casi había olvidado la sensación de peligro.

A la mortecina luz del día había escrito una nota conciliadora, incluso servil, que había guardado, según él confiaba, en un lugar seguro. ¿La encontrarían? Tuvo otro acceso de pánico.

—¡Bah! —dijo el señor Marl, desechando una posibilidad tan peligrosa.

Un sirviente le trajo una bandeja del té y la colocó sobre una mesita junto al escritorio donde estaba sentado.

—¿Recibirá ahora a ese caballero, señor?

—¿Eh? —dijo el señor Marl, al tiempo que se volvía—. ¿Qué caballero?

—Le he dicho antes que había un caballero que deseaba verlo.

Marl recordó que la destrucción de sus botas había sido interrumpida por una llamada a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—He puesto su tarjeta sobre la mesa, señor.

—¿No le dijiste que estaba ocupado?

—Sí, pero él contestó que esperaría hasta que usted bajara.

Cuando el criado le tendió la tarjeta, el señor Marl dio un respingo al leerla y su rostro adquirió un tono amarillento.

—El inspector Parr —dijo con un hilo de voz—. ¿Qué querrá de mí?

Se palpó la boca con dedos temblorosos.

—Hazlo pasar —dijo, haciendo un esfuerzo.

Parr y él nunca habían sido presentados, ni social ni profesionalmente, y la primera impresión que tuvo de aquel hombrecillo le devolvió la confianza en sí mismo. No había nada de amenazador en la apariencia de aquel detective sonrosado.

—Siéntese, inspector. Lamento haber estado ocupado cuando usted llegó —dijo el señor Marl. Cuando se alteraba, su voz era casi tan débil como el trino de un pájaro.

Parr se sentó en el borde de la silla más cercana, dejando cuidadosamente su sombrero hongo sobre la rodilla.

—Pensé que debía esperarlo hasta que bajara, señor Marl. El motivo de mi visita es el asesinato de Beardmore.

Marl no dijo nada. Con gran esfuerzo consiguió dominar el temblor de sus labios y adoptó, según creía él, un aire de complaciente interés.

—¿Conocía bien al señor Beardmore?

—No muy bien —replicó Marl—. En realidad, sólo mantuvimos relaciones comerciales.

—¿Había tratado con él anteriormente?

Marl vaciló. Pertenecía a esa clase de personas en quienes la mentira se impone irremediablemente y la costumbre natural de su ánimo era decir exactamente lo contrario a la verdad.

—No —admitió—. Lo vi hace años, pero fue antes de que se dejara barba.

—¿Dónde estaba el señor Beardmore cuando usted se aproximaba a la casa? —preguntó Parr.

—Estaba en la terraza —replicó Marl, con énfasis innecesario.

—¿Y usted lo vio?

Marl asintió.

—Me han dicho, señor Marl —continuó Parr, bajando la mirada hacia su sombrero—, que por alguna razón sufrió usted un sobresalto… El señor Jack Beardmore me dijo que le pareció usted momentáneamente paralizado por el terror. ¿Cuál fue la causa de esto?

El señor Marl se encogió de hombros y forzó una sonrisa.

—Creo haber explicado que se trataba de un pequeño ataque cardíaco. Soy propenso a ellos.

Parr le dio la vuelta a su sombrero para poder mirar su parte interior y no alzó la vista cuando hizo su siguiente pregunta:

—¿No fue la causa el ver al señor Beardmore?

—Claro que no —dijo el otro con decisión—. ¿Por qué habría de tener miedo al señor Beardmore? He mantenido abundante correspondencia con él y lo conocía casi tan bien como…

—Pero hacía años que usted no trataba con él…

—Hacía años que no lo había visto —corrigió Marl, irritado.

—¿Y la causa de su agitación fue simplemente un ataque cardíaco, señor Marl?

—Exacto —la voz de Marl no carecía de fuerza—. Había olvidado ese ataque insignificante hasta que usted me lo recordó.

—Hay otra cuestión que me gustaría aclarar —dijo el detective. Su atención se había vuelto a centrar en su fascinante sombrero, al que mecánicamente daba vueltas y más vueltas hasta hacerlo parecer una batidora—. Cuando acudió a la casa de Beardmore, llevaba usted unas botas de charol puntiagudas.

Marl frunció el ceño.

—¿De veras? No lo recuerdo bien…

—¿Dio usted algún paseo por la finca, aparte de la caminata que tuvo que hacer desde la estación de ferrocarril?

—No.

—¿Y no caminó alrededor de la casa para admirar…, ejem…, su arquitectura?

—No, no lo hice. Sólo estuve unos minutos en la casa y después me marché en automóvil.

El señor Parr alzó sus ojos hacia el techo.

—¿Sería mucho pedir —le pidió en tono de disculpa—, que me mostrara las botas de charol que llevaba aquel día?

—En absoluto —contestó Parr, levantándose con presteza.

Se ausentó de la estancia unos minutos y regresó con un par de botas de charol, puntiagudas y alargadas.

El detective las cogió y examinó sus suelas detenidamente.

—Sí —dijo—. Desde luego éstas no son las botas que usted llevaba, porque… —frotó las suelas suavemente con los dedos—, hay polvo en ellas y el terreno ha estado húmedo toda la semana.

El corazón de Marl casi dejó de latir.

—Claro que son las botas que llevaba —dijo el otro, desafiante—. Lo que usted llama «polvo» es barro seco.

—Tiene que haber un error, señor Marl —dijo Parr, en tono amable—. Esto es polvo de yeso —dejó las botas en el suelo y se incorporó—. Sin embargo, no tiene mucha importancia.

Estuvo tanto tiempo con la mirada fija en la alfombra que el señor Marl comenzó a impacientarse.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted, inspector?

—Sí —contestó Parr—. Necesito que me proporcione el nombre y la dirección de su sastre. ¿Le importaría escribírmelo?

—¿Mi sastre? —Marl le lanzó una mirada de odio al inspector—. ¿Qué demonios quiere de mi sastre? —Y después añadió, riendo—: Está bien, es usted un hombre curioso, señor inspector. Pero lo haré con mucho gusto.

Fue hasta su escritorio, sacó una hoja de papel y escribió en ella un nombre y una dirección y se la entregó al detective, tras echarle secante.

—Gracias, señor.

Parr se metió el papel en el bolsillo sin mirar las señas.

—Lamento molestarlo, pero comprenderá que todos los que estuvieron en la casa dentro de las veinticuatro horas anteriores al asesinato del señor Beardmore forzosamente tienen que ser interrogados. El Círculo Carmesí…

—¡El Círculo Carmesí! —exclamó el señor Marl con la voz entrecortada; el inspector Parr lo miró fijamente.

—¿No sabía que el Círculo Carmesí está detrás de este asesinato?

En honor a la verdad, el señor Felix Marl no sabía nada del asunto. Había leído la escueta noticia de que James Beardmore había sido hallado muerto de un disparo, pero su relación con el Círculo Carmesí sólo había sido revelada por el diario El Monitor, un periódico que Marl nunca leía.

Marl se deslomó sobre una silla, temblando.

—El Círculo Carmesí —musitó—. Dios Santo, nunca pensé… —pero se contuvo.

—¿Qué es lo que nunca pensó? —preguntó Parr amablemente.

—El Círculo Carmesí —volvió a susurrar el corpulento individuo—. Creía que simplemente era…

No llegó a concluir la frase.

Una hora después de la marcha del detective, el señor Marl seguía acurrucado en un sillón, con la cabeza entre las manos.

¡El Círculo Carmesí!

Era la primera vez que entraba en contacto, aunque remotamente, con aquella organización de chantajistas, y ahora éstos habían irrumpido en sus pensamientos de manera tan violenta que todas sus previsiones se veían trastornadas.

—Esto no me gusta —musitó, mientras se incorporaba con dificultad para encender la luz en la oscurecida habitación—. Creo que ahora ha llegado mi turno.

Pasó el resto de la tarde examinando sus registros bancarios, operación que resultó muy reconfortante. Podría sacar un poco más de jugo, y después…

XIII. El señor Marl presiona un poco más

La nueva agente del Círculo Carmesí encontró vía libre. El señor Brabazon la había aceptado sin hacerle ninguna pregunta. Evidentemente, el hombre del automóvil poseía extraordinarias influencias.

Aún más extraordinario era el hecho de que pasaran los días sin una sola orden de su misterioso jefe. Ella esperaba que se aprovechara de sus servicios inmediatamente, pero ya llevaba un mes en el banco Brabazon (antiguo banco Seller) sin recibir comunicación alguna. Ahora bien, ésta llego una mañana: encontró una carta en su escritorio, con las señas puestas en caracteres de imprenta.

No había signo alguno del Círculo en la carta, que sin más preámbulos rezaba:

«Entable relaciones con Marl. Descubra por qué tiene influencia sobre Brabazon. Envíeme las cifras de su cuenta y, en caso de que sea cerrada, notifíquemelo inmediatamente. Hágame saber también si Derrick Yale o Parr acuden al banco. Telegrafíe a Johnson, 23, Mildred Street, City».

Cumplió fielmente sus instrucciones, aunque pasaron algunos días hasta que tuvo la oportunidad de ver a Marl.

Derrick Yale sólo acudió al banco en una ocasión. Ella lo había visto antes, cuando era huésped de los Beardmore y, aunque no lo hubiera visto allí, lo habría reconocido gracias al retrato del famoso detective que había aparecido en los periódicos.

No consiguió saber a qué había ido, pero mirándolo furtivamente desde la oficina privada de que disponía gracias a su posición de secretaria privada del señor Brabazon, lo vio hablar con uno de los cajeros a través del mostrador y notificó puntualmente el suceso al Círculo Carmesí.

No obstante, el inspector Parr no acudió, como tampoco lo hizo Jack Beardmore. No quería pensar demasiado en Jack. No le resultaba un tema agradable.

En sus horas de ansiedad, John Brabazon, el austero e imponente presidente del banco Seller, tenía un pequeño tic característico. Sus blancas manos trataban de perderse en el cabello crespo y tupido que le crecía en la parte posterior de la cabeza. Durante un instante enrollaba un rizo en su dedo índice, para después deslizar lánguidamente las yemas de los dedos por la calva de la parte superior, hasta apoyarlos en la frente. En esos momentos, con la cabeza inclinada y los dedos en la frente, parecía sumido en oración.

El caballero que se sentaba frente a él en su pulcro despacho parecía un personaje totalmente trivial. Era un individuo corpulento que respiraba ruidosamente, de cuerpo flácido, debido a la vida relajada e indulgente que llevaba. No parecía inquieto, con las manos cruzadas sobre el amplio chaleco.

—Mi querido Marl —la voz del banquero era suave y casi acariciante—, a veces pone a prueba mi paciencia. Y no hablemos de los estragos que está causando usted a mis recursos.

El hombretón rió entre dientes.

—Le inspiro a usted confianza, Brab…, y una seguridad excelente, viejo. ¡No puede negarlo!

Los blancos dedos del señor Marl teclearon una melodía sobre el borde de su escritorio.

—Usted quiere embarcarme en proyectos disparatados y he sido lo bastante loco hasta ahora como para financiarlos —dijo el banquero—. Hay que poner fin a un desatino semejante. Usted no necesita mi ayuda. Su saldo alcanza las cien mil libras, sólo en este banco.

Marl volvió la vista hacia la puerta y se inclinó hacia delante.

—Le contaré una historia —murmuró—. Una historia sobre un joven administrativo pobre, que se casó con la viuda de Seller, del banco Seller. Tenía la edad suficiente para ser su madre y murió repentinamente…, en Suiza. Se cayó por un precipicio. ¿No iba yo a saberlo? ¿Acaso no estaba yo tomando fotografías de aquel maravilloso paisaje montañoso? ¿Alguna vez le enseñé la imagen de aquel accidente, Brab? ¡Usted aparece en ella! ¡Sí, allí está usted, a pesar de que declaró ante el juez que se hallaba a millas y millas de allí!

El señor Brabazon miraba fijamente su escritorio. No movió un solo músculo de su cara.

—Además —añadió el señor Marl, en un tono más normal—, puede permitírselo. Está preparando otro enlace matrimonial… Ésa es la expresión, ¿no?

En banquero alzó los ojos y frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

Evidentemente, el señor Marl se divertía. Se dio una palmada en la rodilla, sofocado por la risa.

—¿Qué me dice de la persona con la que se reunió en la plaza Steyne la otra noche…, la que estaba en aquel coche cubierto? ¡No lo niegue! ¡Lo vi! Bonito coche, sí señor.

En ese momento, por primera vez, Brabazon mostraba signos de emoción. Su rostro se volvió gris y macilento y sus ojos parecían habérsele hundido más en las cuencas.

—Arreglaré su préstamo —dijo.

La expresión de satisfacción en el rostro de Marl se vio interrumpida cuando llamaron a la puerta. Al «entre» de Brabazon, la puerta se abrió, dando paso a una muchacha cuyo aspecto desplazó todos los demás pensamientos de la mente del señor Marl.

La chica traía un mensaje que depositó frente a su jefe. Evidentemente se trataba de la trascripción de una conversación telefónica.

«Blanco…, dorado…, rojo», los sentidos del señor Marl registraron las impresiones recibidas. Blanco el tono de la piel, tan níveo y delicado como la crema; rojos, como amapolas, los labios escarlata; dorado como el trigo maduro, el cabello. La vio de perfil y sintió cierto rechazo hacia su barbilla firme —al señor Marl le gustaban las mujeres complacientes que se tornaban tiernas y maleables en sus brazos—, pero la belleza de su boca, de su nariz y de su frente…, le hicieron pestañear.

Comenzó a respirar un poco más rápida y ruidosamente y suspiró cuando ella se hubo ido, tras una breve conversación en voz baja.

—¡Menuda reina! —dijo—. Creo que la he visto en alguna parte. ¿Cómo se llama?

—Drummond, Thalia Drummond —dijo el señor Brabazon, dirigiendo una fría mirada al orondo personaje.

—¡Thalia Drummond! —repitió Felix, lentamente—. ¿No es la chica que solía estar con Froyant? Enamoradillo de ella, ¿verdad Brabazon?

El hombre lo miró impasible desde el escritorio.

—No tengo por costumbre estar «enamoradillo» de mis empleados, señor Marl —contestó—. La señorita Drummond es una secretaria muy eficiente. Eso es todo lo que pido a los miembros de mi personal.

Marl se incorporó pesadamente, soltando una risita.

—Lo veré mañana por la mañana para tratar del otro asunto —dijo.

Rió ruidosamente, pero el señor Brabazon no lo imitó.

—Mañana, a las diez y media —dijo, acompañando hasta la puerta a su visitante—. ¿O le da lo mismo a las once?

—A las once —contestó el otro.

—Buenos días —dijo el banquero, sin ofrecerle la mano.

Apenas cerró la puerta tras el visitante, el señor Brabazon echó la llave y regresó a su escritorio. Sacó de su agenda una tarjeta blanca y, tras mojar su pluma en tinta roja, dibujó un circulito. Dentro escribió:

«Felix Marl vio nuestra entrevista en la plaza Steyne. Vive en el número 79 de Marisburg Place».

Metió la tarjeta en un sobre y escribió las señas:

«Señor Johnson, 23 Mildred Street, City».

XIV. Thalia recibe una invitación

El señor Marl tuvo que atravesar toda la planta para salir del banco y se detuvo a observar las dos hileras de ventanillas sin distinguir el rostro de la muchacha que estaba buscando. Al final del mostrador había un compartimento cuya ocupante permanecía oculta a las miradas gracias a unos cristales opacos. La puerta estaba entreabierta y Marl se encaminó hacia allá en cuanto la divisó. Una muchacha sentada ante una máquina de escribir lo miraba con curiosidad.

Thalia Drummond levantó la vista desde su escritorio y se encontró con la cara grande y sonriente de un hombre que la observaba.

—¿Está muy ocupada, señorita Drummond?

—Mucho —replicó ella, aunque no parecía molesta por la intrusión.

—No se divierte mucho aquí, ¿verdad? —preguntó él.

—No demasiado.

Los ojos oscuros de la joven lo contemplaban inquisitivos.

—¿Qué le parece salir a cenar una de estas noches y acudir después a un espectáculo? —preguntó Marl.

Los ojos de la joven recorrieron su figura, desde el pelo teñido hasta las botas laboriosamente lustradas.

—Es usted un viejo malvado —dijo con calma—, pero la cena es mi comida favorita.

Su sonrisa se ensanchó y comenzó a brillar en sus ojos marchitos la llamarada de una conquista.

—¿Qué le parece El Molino Gris?

Él sugirió ese restaurante sin dudar de que ella daría su aprobación, pero sus labios se torcieron desdeñosamente.

—¿Por qué no en la Tasca de los Pescadores? —preguntó ella—. No, ha de ser en el Ritz-Carlton, o nada.

El señor Marl estaba confuso, pero complacido.

—Es usted una princesa —dijo, con expresión radiante—, ¡y por tanto tendrá una cena real! ¿Qué le parece esta noche?

Ella asintió.

—Vaya a verme a mi casa en Marisburg Place, Bayswater Road, a las siete y media. Encontrará mi nombre en el portal.

A continuación hizo una pausa, esperando las objeciones de ella, pero, para su sorpresa, la muchacha volvió a asentir.

—Adiós, cariño —dijo el osado señor Marl, mandándole un beso desde las puntas de sus rechonchos dedos.

—Cierre la puerta —dijo la muchacha y, acto seguido, reanudó su trabajo.

Estaba predestinada una nueva interrupción. Esta vez el visitante era una guapa muchacha que portaba guantes de elegante cuero hasta los codos. Era la mecanógrafa que con tanta curiosidad había seguido los movimientos del señor Marl.

Thalia se recostó sobre su silla, mientras la recién llegada cerraba con cuidado la puerta tras ella y tomaba asiento.

—Bueno, Macroy, ¿qué mosca te ha picado? —le espetó Thalia con dureza.

Aquellas palabras no armonizaban demasiado bien con el delicado refinamiento de su rostro y, aunque no era la primera vez, Macroy la miró perpleja.

—¿Quién era ese viejo chiflado? —preguntó.

—Un admirador —respondió Thalia con calma.

—Chica, te los llevas de calle —comentó Milly Macroy, con cierta envidia y haciendo una pausa.

—¿Y qué? —preguntó Thalia—. No habrás venido aquí para hablar de mis amoríos, ¿verdad?

Milly sonrió furtivamente.

—Si con la palabra «amoríos» te refieres a los hombres, no —dijo—. He venido para hablar contigo sin tapujos.

—Al pan, pan y al vino, vino —replicó Thalia Drummond.

—¿Recuerdas el dinero que salió por correo certificado el viernes pasado, hacia la Sellinger Corporation?

Thalia asintió.

—Bueno, pues supongo que sabrás que ahora lo reclaman, aduciendo que cuando llegó el paquete no contenía otra cosa que papeles.

—¿De verdad? —preguntó Thalia—. El señor Brabazon no me ha comentado nada al respecto —dijo, sin pestañear, devolviéndole a su interlocutora una mirada inquisitiva.

—Yo introduje el dinero en un sobre —dijo Macroy lentamente—, y tú tenías que comprobar el contenido. Solamente tú y yo estamos metidas en este asunto, señorita Drummond. Una de las dos birló el dinero y podría jurar que no fui yo.

—Entonces, habré sido yo —dijo Thalia con una sonrisa ingenua—. Realmente, Macroy, ésta es una acusación demasiado fea para lanzarla contra una muchacha inocente.

El asombro obligó a Milly a abrir aún más los ojos.

—Si hay personas malas, tú eres la peor de todas —dijo—. Ahora escucha, nena, pongamos las cartas encima de la mesa. Hace un mes, poco después de que entraras en el banco, desapareció un billete de cien en la sección de cambio de dinero extranjero.

—¿Y? —inquirió Thalia, cuando ella se detuvo.

—Pues, mira por dónde, me he enterado de que lo tenías tú y que lo cambiaste en Bilbury’s, en el Strand. Puedo decirte el número si quieres.

Thalia se giró y contempló a su interlocutora con el ceño fruncido.

—Pero ¿qué tenemos aquí? ¡Un detective femenino! ¡Cielos, estoy perdida!

Aquella burla tan exagerada cogió por sorpresa a Milly.

—¡Tienes hielo en el cerebro! —dijo, se inclinó hacia delante y la agarró del brazo—. Este asunto de Sallinger puede traer problemas y necesitarás todos los amigos que puedas encontrar.

—También tú, si a eso vamos —dijo Thalia fríamente—. Tú manipulaste el dinero.

—Y tú lo cogiste —dijo la otra, de modo terminante—. No discutamos más sobre este asunto, Drummond. Si llegamos a un acuerdo, no tendremos ningún problema. Puedo jurar que el sobre se cerró en mi presencia y que el dinero estaba allí.

Un deje de diversión centelleó en los ojos de Thalia, que sonreía en silencio.

—De acuerdo —dijo, con un leve encogimiento de hombros—. Dejémoslo así. Y ahora supongo que, por haberme salvado del desastre, vas a pedirme un favor… En lo tocante al dinero, no voy dejar que le des más vueltas. Lo cogí porque tenía un buen destino para él. Necesito dinero con frecuencia y, de todos modos, ha habido muchos robos postales últimamente. El otro día el periódico sacó un artículo bastante largo sobre ese asunto. Bueno, continúa.

Milly Macroy, cuya relación con el hampa no era escasa, miró con asombro a la joven.

—Ciertamente, eres de hielo —dijo, subrayando sus palabras con un gesto—, pero convendría que redujeras estos robos de poca monta si no quieres exponerte a desperdiciar un golpe verdaderamente colosal: yo no puedo permitirme el lujo de desaprovecharlo. Si quieres una parte de un botín realmente grande, tendrás que unirte a gente que trabaja a lo grande…, ¿entiendes?

—Voy comprendiendo —dijo Thalia—. ¿Y quiénes son tus colaboradores?

La señorita Macroy no reconoció el término, pero contestó discretamente.

—Conozco a un caballero…

—Di «hombre»; «caballero» siempre me recuerda a los anuncios de un sastre.

—Bueno, un hombre, si así lo prefieres —respondió pacientemente la señorita Milly Macroy—. Es un amigo mío, que ha estado observándote durante un par de semanas, y piensa que eres la clase de chica inteligente que podría ganar mucho dinero sin dificultades. Le hablé del otro asunto y quiere conocerte.

—¿Otro admirador? —preguntó Thalia, arqueando sus cejas perfectas, y el rostro de Macroy se ensombreció.

—No habrá nada de eso, Drummond, entérate bien —aclaró la otra con contundencia—. Ese tipo y yo somos una especie de… novios.

—Dios me libre de interponerme entre dos corazones amantes —dijo Thalia compasivamente.

—Tampoco hace falta que seas tan sarcástica —dijo Macroy, aún sonrojada—. Lo que te digo es que los enredos amorosos no tienen cabida en esto. Es un auténtico negocio. ¿Entiendes?

Thalia jugaba con el cortaplumas. Después de un instante, preguntó:

—Supón que no quiero entrar en tu juego…

Milly Macroy miró a la muchacha con recelo.

—Ven a tomar algo cuando cierre el banco —dijo.

—Hoy no hago más que recibir invitaciones para cenar —murmuró Thalia, y la avispada Milly Macroy captó la verdad al instante.

—Ese viejo te invitó a cenar, ¿no es así? —preguntó—. Bueno, yo no soy tan afortunada —protestó. Y le brillaron los ojos: estaba a punto de hacerle una confidencia, pero cambió de idea—. Tiene montones de dinero, gracias a su oficio de prestamista. ¡Querida, en una semana o dos te veremos con un collar de diamantes!

Thalia se enderezó y alzó su estilográfica.

—Las perlas son mi debilidad —dijo—. De acuerdo, Macroy. Te veré esta noche —y volvió al trabajo.

Milly Macroy aún no se había marchado.

—Oye, no irás a contarle a ese caballero del que te he hablado eso que te he dicho de que soy su novia, ¿verdad?

—Es el timbre de Brab —dijo Thalia, incorporándose y cogiendo una libreta al oír la llamada—. No, no voy a hablar de nada por el estilo; de todas maneras, odio los cuentos de hadas.

La señorita Macroy se quedó contemplando la figura de la joven que se retiraba con una expresión poco amistosa.

El señor Brabazon estaba sentado frente a su escritorio cuando la muchacha entró. A continuación le entregó un sobre sellado.

—Entregue esta carta en mano.

Thalia miró la dirección al tiempo que asentía y luego miró al señor Brabazon con renovado interés. Verdaderamente el Círculo Carmesí había reclutado miembros de numerosas y diversas clases sociales.

XV. Thalia se une a la banda

Thalia Drummond fue una de las últimas empleadas en abandonar el banco aquella noche, y permaneció en las escaleras examinando la calle distraídamente de derecha a izquierda mientras se ponía los guantes. Si vio al hombre que la estaba observando desde el otro lado de la calzada, no lo puso de manifiesto, ni siquiera en sus miradas. Al rato descubrió a Milly, que la esperaba unos cuantos metros calle arriba, y se dirigió hacia ella.

—Has tardado mucho, Drummond —se quejó Macroy—. No deberías hacer esperar a mi amigo, ¿sabes?, no le gusta.

—Tendrá que acostumbrarse —dijo Thalia—, no presto mucha atención a la puntualidad cuando se trata de hombres.

Acto seguido se situó al lado de Milly y las dos caminaron unos cien metros por la concurrida calle antes de torcer por Reeder Street.

Los restaurantes de esta calle habían escogido nombres que evocaban la alegría y las epicúreas maravillas de París. El Molino Gris era un local pequeño y alargado que había conseguido crear una atmósfera de pomposo esplendor, con la ayuda de numerosos espejos y el uso de pan de oro.

Faltaban dos horas para la cena, pero las mesas vacías ya estaban preparadas, ya que servicios tales como el té de la tarde eran desconocidos para el propietario. Subieron por una estrecha escalera hacia un segundo comedor en la primera planta y al llegar allí vieron a un hombre que estaba sentado en una de las mesas y que se levantó con brío para recibirlas. Era un joven pulcro y de piel morena. Su pelo, totalmente empapado de brillantina, estaba cepillado hacia atrás desde la frente, y su indumentaria, si bien no seguía los cánones de la moda, sí que se ajustaba a la que más le favorecía.

Una delicada fragancia de l’origan, una mano grande y suave y unos ojos brillantes y firmes fueron las primeras impresiones que Thalia percibió.

—Siéntese, siéntese, señorita Drummond —dijo alegremente—. Camarero, traiga ese té.

—Ésta es Thalia Drummond —dijo la señorita Macroy, innecesariamente, al parecer.

—No necesitamos que nos presenten —rió el joven—. He oído hablar mucho de usted, señorita Drummond. Me llamo Barnet.

—Flush Barnet —dijo Thalia, y él se mostró sorprendido, aunque no descontento.

—¿Ha oído hablar de mí, verdad?

—Ha oído hablar de todo —intervino la señorita Macroy, con resignación—. Y lo que es más —añadió significativamente—, conoce a Marl y va a cenar con él esta noche.

Barnet miró inquisitivo a las dos mujeres y por fin volvió los ojos hacia Milly Macroy.

—¿Le has dicho algo? —preguntó. Su voz tenía un deje de amenaza.

—No he tenido que contarle nada —dijo la señorita Macroy imprudentemente—. ¡Está al corriente de todo!

—¿Se lo dijiste tú? —repitió él.

—¿Lo de Marl? Creo que es mejor que se lo digas tú.

En ese momento, el camarero trajo el té y se produjo un silencio hasta que se marchó.

—Ahora voy a hablar sin rodeos —dijo Flush Barnet—. Y voy a decirle cómo la llamo a usted.

—Eso suena interesante —dijo la muchacha, sin apartar los ojos de su rostro.

—La llamo Thalia «Diablesa», ¿qué tal suena? Bien, ¿verdad? —dijo el señor Barnet, al tiempo que se reclinaba en su silla para examinar a la joven—. ¡Thalia Diablesa! ¡Eres una chica malvada! ¡Yo estaba en la sala de justicia el día que el viejo Froyant te acusó de tener los dedos demasiado largos!

Flush movió la cabeza, burlón.

—Estás tan al día como un almanaque del año pasado —dijo Thalia Drummond fríamente—. Espero que no me hayas traído aquí para intercambiar felicitaciones.

—No, claro que no —admitió Flush Barnet, y la celosa señorita Macroy comenzó a percibir ciertos síntomas del hechizo que la muchacha comenzaba a ejercer sobre su enamorado—. Te he traído aquí para hablar de negocios. Aquí todos somos colegas y todos pertenecemos al mismo oficio. Antes de nada, me gustaría aclarar que, al contrario que tú, no soy uno de esos raterillos de poca monta que se pasan la vida detrás de un trozo de pan que llevarse a la boca.

Hablaba con mucha corrección, pero forzaba ligeramente la aspiración de las haches, según pudo notar Thalia.

—Tengo tras de mí a gente capaz de reunir el dinero que haga falta, si el asunto lo merece. Estás estropeando una buena oportunidad, Thalia.

—¡Oh!, ¿de verdad? ¿Sí? —dijo Thalia—. Suponiendo que yo sea todo lo que piensas que soy, ¿en qué medida estoy estropeando esa oportunidad?

El señor Barnet sacudió la cabeza de un lado a otro mientras sonreía.

—Mi querida joven —dijo, en forma de simpático reproche—, ¿cuánto tiempo crees que vas a durar si sigues sacando billetes de los sobres y sustituyéndolos por recortes de periódico? ¿Eh? Si a mi amigo Brabazon no se le hubiera metido en su estúpida cabeza que el fraude se llevó a cabo en la oficina de correos, hubieras tenido a la policía en tu despacho al instante. Y cuando digo «mi amigo Brabazon», no estoy intentando hacerme el gracioso, ¿sabes?

En ese punto, pensó que evidentemente ya había dicho demasiado, aunque era verdad que le resultaba verdaderamente difícil no tocar el asunto de su amistad con el digno banquero. A pesar de todo, de haberlo retado, habría dicho más, pero Thalia no hizo comentario alguno.

—Ahora voy a decirte algo —continuó, inclinándose sobre la mesa y modulando su voz—: Milly y yo hemos estado trabajando en el banco Brabazon durante dos meses. Puede conseguirse una jugosa cantidad de dinero, pero no del banco (Brabazon es amigo mío), sino de uno de sus clientes, y el que mayor saldo tiene es Marl.

Los labios de Thalia se contrajeron por segunda vez aquel día haciendo una mueca de desdén.

—Ahí te equivocas —dijo tranquilamente—, el saldo de Marl no llegaría ni para comprar una ristra de habas.

Él la miró con incredulidad, para después desviar la mirada hacia Milly Macroy, frunciendo el ceño.

—Me dijiste que tenía casi cien mil.

—Y las tiene —confirmó la muchacha.

—Las tenía hasta hoy —repuso Thalia—. Pero esta tarde el señor Brabazon fue…, al Banco de Inglaterra, creo, porque los billetes eran todos nuevos. Me llamó y pude verlos apilados sobre su escritorio. Me dijo que iba a cerrar la cuenta de Marl, ya que no era la clase de persona que él deseaba tener como cliente. Después cogió el dinero y me figuro que fue a ver a Marl, porque cuando regresó, justo antes de que el banco cerrara, me entregó su cheque. «He cerrado esta cuenta, señorita Drummond —me dijo—, no creo que volvamos a tener problemas con ese rufián».

—¿Sabía él que Marl te había invitado a cenar? —preguntó Milly.

La chica negó la cabeza.

El señor Barnet no dijo nada. Se había acomodado en su silla y se acariciaba la barbilla con la mirada puesta en el vacío.

—¿Era una buena suma? —preguntó.

—Sesenta y dos mil —respondió la muchacha.

—¿Y están en su casa? —preguntó Barnet, con el rostro embargado por la excitación—. ¡Sesenta y dos mil! ¿Lo has oído, Milly? ¿Y vas a cenar con él esta noche? —Flush Barnet hizo la pregunta lenta y significativamente—. Y ahora, ¿qué me dices?

—¿Qué te digo de qué?

—He aquí la oportunidad de toda una vida —dijo, con la voz enronquecida por la emoción—. Iréis a su casa. No te importará darle cuerda al viejo, ¿eh, Thalia?

Ella guardó silencio.

—Conozco el lugar —dijo Flush Barnet—, una de esas pintorescas casitas de Kensington que cuesta una fortuna mantener. Marisburg Place, Bayswater Road.

—Yo también conozco el sitio de sobra —respondió Thalia.

—Tiene tres criados —dijo Flush Barnet—, pero suelen ausentarse las noches en que Marl está ocupado atendiendo a alguna amiga. ¿Me vas comprendiendo?

—Pero yo no voy a recibir sus atenciones en su casa —dijo Thalia.

—¿Y qué tiene de malo pasarse por su casa a tomar algo después del espectáculo? Supón que te lo propone y le dices que sí. Los criados ya no estarán en la casa cuando regreséis. Me jugaría el cuello. Tengo a Marl muy estudiado.

—¿Y qué esperas que haga yo? ¿Robarle? —preguntó Thalia—. ¿Meterle una pistola en las narices y espetarle «suelta los cuartos»?

—No seas estúpida —dijo el señor Barnet, abandonando de golpe su compostura de caballero elegante—. Lo único que tienes que hacer es elogiar la comida y largarte. Mantenlo divertido, hazle reír. No tienes por qué sentir miedo, pues yo habré entrado en la casa antes de que lleguéis y estaré cerca por si algo no marcha.

La chica jugaba con la cucharilla, fijos los ojos en el mantel.

—Supón que no envía fuera a los criados…

—Puedes estar segura de que lo hará —la interrumpió el señor Barnet—. ¡Por Moisés! ¡Nunca hubo una oportunidad semejante! ¿Estás de acuerdo?

Thalia negó con la cabeza.

—Es demasiado grande para mí. Quizás tuvieras razón cuando dijiste que me empeño en meterme en líos, pero parece que lo que a mí me viene a la medida son esos hurtos de poca monta.

—¡Bah! —dijo Barnet, disgustado—. ¡Estás loca! Ésta es tu ocasión de hacerte de oro, querida. La policía no te conoce, no estás en el candelero como yo. ¿Vas a hacerlo?

Ella volvió a bajar los ojos sobre el mantel y comenzó a jugar de nuevo con su cucharilla nerviosamente.

—De acuerdo —dijo, con un repentino encogimiento de hombros—. Tanto da que me ahorquen por una oveja que por un cordero.

—O por un buen pico de sesenta mil que por un miserable par de cientos, ¿eh? —dijo Barnet jovialmente, mientras gesticulaba para llamar la atención del camarero.

Thalia abandonó el restaurante y se encaminó hacia su casa. Tenía que pasar cerca del banco y pensó que no sería muy prudente coger un taxi hasta que hubiera abandonado el vecindario, donde los ojos severos del señor Brabazon no pudieran contemplar su despilfarro. Se había introducido en la riada de peatones que se aglomeraban en Regent Street a esa hora, cuando notó un roce en el brazo y se dio la vuelta.

Un joven venía caminando a su lado, un apuesto muchacho de rostro vivaz, que no sonreía obsequiosamente como otros que le habían tocado el brazo al pasar por Regent Street, ni tampoco le había preguntado si no llevaban el mismo camino.

—¡Thalia!

Se volvió rápidamente al oír su voz y, durante un instante, perdió la compostura.

—¡Señor Beardmore! —tartamudeó.

Jack había enrojecido y no podía ocultar su nerviosismo.

—Sólo deseo hablar con usted un instante. He estado esperando esta oportunidad durante una semana —dijo, a toda prisa.

—Usted sabía que yo estaba en el Brabazon…, ¿quién se lo dijo?

Él titubeó.

—El inspector Parr —contestó, y, cuando observó la mueca de desdén en los labios de la chica, prosiguió—: El viejo Parr no es tan malo, después de todo. No ha vuelto a decir una sola palabra contra usted, Thalia.

—¡Una sola palabra! —repitió ella—. ¡Como si eso importara! Y ahora, señor Beardmore, tengo que marcharme.

Tengo una cita muy importante.

Pero él la sujetó fuertemente por el brazo.

—Thalia, ¿no va a decirme por qué lo hizo? —preguntó suavemente—. ¿Quién se oculta detrás de usted?

Ella rió.

—Hay una razón para que frecuente esas extrañas compañías —prosiguió él, y entonces ella lo interrumpió.

—¿Qué extrañas compañías? —inquirió.

—Acaba de salir de un restaurante —dijo él—. Allí se ha reunido con un hombre llamado Flush Barnet, un conocido delincuente que ha cumplido una pena de trabajos forzados. La mujer que estaba con usted era Milly Macroy, su cómplice, que estuvo implicada en el robo a la cooperativa Darlington, y también cumplió condena. Actualmente trabaja en el banco Brabazon.

—¿Y bien? —volvió a decir la chica.

—Seguramente usted no conoce a esa clase de gente —dijo Jack, en tono apremiante.

—¿Y cómo es que usted los conoce? —preguntó ella, con calma—. ¿Me equivoco al suponer que no estaba solo en su… vigilancia? ¿Acaso estaba en la compañía del admirable señor Parr? Ya veo que sí. ¡Vaya, casi se ha convertido en un policía, señor Beardmore!

Jack estaba anonadado.

—¿No se da cuenta de que la obligación de Parr es informar al jefe de usted sobre el tipo de gente que frecuenta? —preguntó—. Por amor de Dios, Thalia, trate de ver su posición con cordura.

Pero ella se echó a reír.

—Dios me libre de interponerme en el cumplimiento del deber de un respetable inspector de policía —dijo—, pero, aparte de eso, preferiría que el señor Parr no lo hiciera. Sería al menos un signo de benevolencia —sonrió—. Sí, preferiría que no lo hiciera. No me importa que un policía me sermonee por mi bien, pues no deja de ser correcto y razonable que intenten apartar a los débiles de sus pecaminosos caminos. Pero un jefe que intentara reformar a una chica descarriada sería un asunto un tanto fastidioso, ¿no le parece?

Jack se rió a su pesar.

—Thalia, realmente es usted demasiado inteligente para la clase de compañías que frecuenta y para el género de vida a la que se está rebajando —añadió él, con sinceridad—. Sé que no tengo derecho a entrometerme, pero quizás pueda ayudarla. Especialmente —vaciló—, si ha hecho algo que la haya puesto en manos de esa gente.

Ella le tendió la mano con una extraña sonrisa.

—Adiós —dijo dulcemente, dejándolo sumido en la sensación de ser un idiota.

La joven caminó apresuradamente por Burlington Arcade hasta Picadilly, donde cogió un taxi. La manzana de casas frente a la que se apeó estaba situada en Marylebone Road, y evidenciaba una considerable mejora con respecto a Lexington Street.

Un portero de librea la acompañó en el ascensor hasta la tercera planta, donde ella se introdujo en un piso lujoso y bien amueblado. Llamó al timbre y acudió una mujer respetable de mediana edad.

—Martha, no voy a tomar el té, gracias. Prepáreme el traje de noche azul y llame al garaje Waltham para decir que necesito que me traigan un coche aquí, a las siete y veinticinco.

El salario que la señorita Drummond percibía en el banco ascendía exactamente a cuatro libras semanales.

XVI. El señor Marl sale

—Por fin has venido, ¿eh? —dijo el señor Marl, incorporándose para recibir a la joven—. Puedes creerme si te digo que estás muy elegante. ¡Y encantadora también, querida!

Le cogió las manos y la condujo hacia un pequeño salón dorado y blanco.

—¡Encantadora! —repitió en un tono casi velado—. Si te soy sincero, confieso que sentía cierto reparo en llevarte al Ritz-Carlton. ¿No te importa mi franqueza, verdad…? ¿Un cigarrillo?

Hurgó en uno de los bolsillos de su frac, extrajo una gran pitillera de oro y la abrió.

—Temía que me presentara con uno de esos modelos de Morne & Gillingsworth de seis guineas, ¿verdad? —se rió, al tiempo que encendía el cigarrillo.

—Sí, querida, en efecto. He tenido muchas experiencias desagradables —explicó el señor Marl mientras se dejaba caer pesadamente en una butaca—. Algunas se me han presentado con ropas extravagantes, ¡si yo te contara!

—¿Acostumbra a invitar a mujeres jóvenes y bonitas?

Thalia se había sentado sobre la gran pantalla tapizada de la chimenea y lo contemplaba con los párpados entrecerrados.

—Bueno —dijo el señor Marl, complacido, frotándose las manos—, no soy tan viejo como para no poder obtener placer del trato con las damas. ¡Pero tú estás perturbadora!

Era un hombre rubio, de rostro sonrosado, con el cabello sospechosamente castaño y una dentadura del mismo color, igual de sospechosa. Aquella noche había adquirido un talle que resultaba totalmente irreal.

—Vamos a ir a cenar, luego iremos a ver Los chicos y las chicas en el Winter Palace y después —dudó—, ¿qué te parecería tomar un pequeño piscolabis? —preguntó.

—¿Un pequeño piscolabis? No tomo nada después de cenar —contestó la muchacha.

—Bueno, supongo que podrías picar algo de fruta —sugirió el señor Marl.

—¿Dónde? —preguntó ella, gravemente—. La mayoría de los restaurantes están cerrados antes de la hora de salida de los teatros, ¿no?

—No hay razón para que no podamos volver aquí. No eres una mojigata, ¿verdad, querida?

—No mucho —confesó ella.

—Puedo dejarte en casa con mi coche.

—Dispongo de mi propio coche, gracias —repuso la muchacha, obligando al señor Marl a abrir los ojos. Acto seguido éste comenzó a reír con discreción, hasta que su risa se transformó en un paroxismo asmático. Finalmente murmuró:

—¡Oh, demonio de chiquilla!

La velada resultó interesante para Thalia, y amplió más aún su utilidad el que al entrar en el hotel avistara al señor Flush Barnet en el vestíbulo.

Cuando salieron del teatro y mientras esperaban en el vestíbulo a que el portero les trajera el coche, Thalia comenzó a vacilar, pero el elocuente señor Marl disipaba cuantas reticencias pudiera tener la muchacha. El reloj de pared dio la campanada de las once y media cuando estaban entrando en la casa, y resultó revelador que el señor Marl no llamara a sus criados, sino que se sirviera de su propia llave para entrar.

El tentempié estaba servido en un comedor con las paredes revestidas de paneles rosas.

—Yo te serviré, querida —dijo el señor Marl—. No tenemos que preocuparnos por los criados.

—No —dijo ella, al tiempo que hacía un enérgico movimiento de negación con la cabeza—. No tengo nada de hambre y creo que voy a marcharme ya.

—Espera, espera —suplicó él—. Quiero tener contigo una pequeña charla sobre tu jefe. Puedo hacerte mucho bien en esa firma…, quiero decir en el banco. ¿Quién decidió llamarte Thalia?

—Lo tramaron entre mis padrinos y madrinas —dijo Thalia solemnemente, y el señor Marl acogió la broma con una risita.

Al cruzar detrás de Thalia para, aparentemente, alcanzar uno de los platos colocados sobre la mesa, se detuvo en seco y la habría besado de no haberse escurrido ella de entre sus brazos.

—Creo que voy a irme a casa —dijo Thalia.

—¡Tonterías! —el señor Marl estaba molesto y, cuando esto ocurría, olvidaba todas sus pretensiones de buena crianza—. Vamos, siéntate.

Ella lo miró larga y pensativamente y después, dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta e hizo girar la manilla. La puerta estaba cerrada con llave.

—Creo que es mejor que abra esta puerta, señor Marl —dijo con tranquilidad.

—Yo creo que no —dijo Marl con una risita—. Ahora, Thalia, sé el encanto dulce y cariñoso que yo había imaginado.

—Odiaría tener que disipar las ilusiones que se haya hecho sobre mí —dijo Thalia fríamente—. Abra esa puerta, por favor.

—Ahora mismo.

Se dirigió lentamente hacia la puerta, hurgando en su bolsillo, y, antes de que ella pudiera percatarse de sus intenciones, se encontró aprisionada entre sus brazos. Era un hombre corpulento, le sacaba una cabeza y sus manazas asían los brazos de la muchacha como tenazas de acero.

—Suélteme —dijo Thalia sin pestañear. No perdió la compostura ni mostró signo alguno de terror.

De repente el señor Marl sintió que los tensos músculos de la muchacha se relajaban. Había ganado. Tras recuperar rápidamente el aliento, alivió la presión sobre la huraña muchacha.

—Creo que tomaré un bocado, con su permiso —dijo, y él sonrió complacido.

—Ahora, querida, vuelves a ser la chica que yo… ¿Qué es eso?

Había pronunciado las últimas palabras con un grito de terror.

Thalia había conseguido llegar hasta la mesa y había alcanzado su bolso de brocado. Él la había visto, pero pensó que estaba buscando un pañuelo. En su lugar, había sacado un pequeño objeto negro con forma de huevo y, con un rápido movimiento de su mano izquierda, había extraído del mismo una pequeña clavija, que a continuación dejó caer sobre la mesa. Él sabía de qué se trataba. En el Ejército había tenido que manejar municiones y había visto muchas bombas Mills.

—No, no, vuelve a ponérsela… ¡Ponle la clavija, pequeña idiota! —lloriqueó.

—No se preocupe —dijo ella con serenidad—. Tengo una clavija de repuesto en mi bolso… ¡Abra la puerta!

Su mano temblaba como en un hombre afectado de parálisis mientras buscaba, dando tientos, el agujero de la cerradura. Después se dio la vuelta y la miró sin atreverse a pestañear.

—¡Una bomba Mills! —masculló, dejando caer su voluminosa masa de carne contra el delicado revestimiento de la pared.

Thalia asintió con la cabeza.

—Una bomba Mills —dijo suavemente, y se marchó después de coger la palanca del mortífero artefacto oval. Él la siguió hasta la puerta, cerrándola de golpe tras ella. Luego comenzó a subir las escaleras con paso vacilante hacia su dormitorio.

Flush Barnet, oculto en la oscuridad de un ropero, escuchó el «click» de una cerradura y el chirrido de un cerrojo cuando el señor Marl se introdujo en su cuarto.

La casa estaba tranquila. A través de la gruesa puerta del dormitorio del señor Marl no llegaba ningún sonido. El ajuste de la puerta no dejaba rendijas y un calado en el techo, procedente de un ventilador situado en la pared de la alcoba que se proyectaba en el pasillo, era la única evidencia de que hubiera alguien en la estancia.

Flush, cuyos pies sólo estaban cubiertos por unos calcetines, se acercó sigilosamente a la puerta y escuchó. Le pareció oír al hombre hablando solo y miró a su alrededor buscando algo con lo que poder conseguir una panorámica de la estancia. En el pasillo había una mesita de roble y Flush, tras haberla arrimado a la pared, se subió encima. Sus ojos estaban a la altura del ventilador y al mirar hacia abajo vio al señor Marl paseándose por la habitación, en mangas de camisa, presa de una evidente agitación. Entonces Flush Barnet escuchó un ruido. Bajó de la mesa y se alejó por el pasillo hasta el inicio de las escaleras.

Abajo, el vestíbulo estaba oscuro, pero más que ver, Flush sintió una figura en uno de los peldaños. Si era hombre o mujer no habría podido decirlo, y no se detuvo para hacer averiguaciones. Quizás fuera uno de los sirvientes que había regresado furtivamente…, los criados no siempre se ausentan cuando así se les ordena. Flush llegó al final del pasillo y permaneció al acecho en una de las esquinas. No vio aparecer a nadie en el tramo final de la escalera, pero tampoco existía un fondo en el que pudiera perfilarse. Trascurrido un tiempo, regresó sobre sus pasos sigilosamente. No tenía nada que ganar forzando la puerta del dormitorio de Marl, aunque eso fuera posible. Había tenido tiempo de sobra para inspeccionar la casa y había decidido registrar la pequeña caja de caudales de la biblioteca, pues no había encontrado nada de valor en la habitación de Marl.

La «investigación», que requirió dos horas y el empleo de uno de los mejores equipos de herramientas de la profesión, no fue infructuosa, aunque no llevó al descubrimiento de la fabulosa suma de dinero que Flush se imaginaba. Titubeó. La noche estaba demasiado avanzada y era demasiado tarde para hacer una incursión en el dormitorio, aun suponiendo que no lo hubiera escudriñado a conciencia. Cerró su bolsa de herramientas, la introdujo en uno de sus bolsillos, guardando el botín en el otro, y volvió a subir las escaleras. No llegaba ningún sonido del dormitorio de Marl, aunque las luces continuaban encendidas. Intentó mirar por el agujero de la cerradura, pero la llave aún estaba puesta. El único incentivo que lo tentaba a entrar en la habitación era la posibilidad de que el dinero estuviera en las ropas del hombre. «Es una probabilidad remota», pensó. Posiblemente Marl lo había llevado a un depósito de seguridad…, algo que Barnet ya había previsto.

Bajó las escaleras con sigilo, atravesó el recibidor y la despensa hasta llegar a la puerta lateral, donde había dejado sus botas, su abrigo y su radiante sombrero de seda, pues había ido con el frac puesto. Después se escabulló por el corredor cubierto que se levantaba en uno de los lados del edificio. Allí alcanzó una puerta que daba al pequeño antepatio de la casa de Marl. Había llegado al jardín y su mano estaba sobre la verja cuando alguien lo tocó, obligándolo a dar la vuelta.

—Te necesito, Flush —dijo una voz bien conocida—. Soy el inspector Parr. Tal vez te acuerdes de mí.

—¡Parr! —jadeó el desconcertado Barnet y, con una blasfemia, se desprendió y saltó sobre la verja, pero los tres policías que lo estaban esperando no resultaron tan fáciles de despachar, de modo que condujeron a un apesadumbrado Flush Barnet a la comisaría más cercana.

Mientras tanto, Parr había emprendido una investigación por su cuenta. Acompañado por un detective, se introdujo en el vestíbulo de la casa y subió las escaleras.

—Ésta parece ser la única habitación ocupada —dijo, llamando a la puerta.

Nadie respondió.

—Dé una vuelta y vea si puede despertar a alguno de los criados —dijo Parr.

El hombre regresó con la inesperada información de que no había criados en la casa.

—Ahí hay alguien —dijo el viejo inspector y, enfocando su linterna hacia el pasillo, divisó la mesa; con una agilidad asombrosa para un hombre de su edad, se subió encima y escudriñó a través del ventilador.

—No alcanzo a ver más que a alguien dormido. ¡Eh! ¡Despierte!

Los golpes en la puerta no produjeron respuesta alguna.

—Vaya abajo e intente encontrar un hacha. Forzaremos la puerta —dijo Parr—. Esto no me gusta.

No encontraron ningún hacha, pero sí un martillo.

—¿Puede alumbrarme, señor Parr? —preguntó el policía, y el inspector enfocó su linterna hacia la puerta. Era una puerta blanca…, blanca con la excepción del Círculo Carmesí que parecía haber sido estampado con un sello de goma sobre uno de los paneles.

—Rompa la puerta —dijo Parr, respirando afanosamente.

Estuvieron destrozando uno de los paneles durante cinco minutos hasta conseguir desencajarlo, por fin, sin que el durmiente diera señales de vida.

Parr introdujo su mano a través del agujero, giró la llave y, a fuerza de estirar el brazo, alcanzó el cerrojo de arriba. Entró en la habitación. La luz seguía encendida, y sus rayos caían sobre el hombre que yacía boca arriba sobre la cama, con una sonrisa torcida en su rostro, evidentemente muerto.

XVII. El soplador de pompas de jabón

Era bastante después de medianoche y Derrick Yale se hallaba en su pequeño y bonito estudio (residía en un piso con vistas a un parque), cuando llamaron a la puerta y se levantó para recibir al inspector Parr. Parr le relató el incidente de aquella noche.

—Pero ¿por qué no me llamó? —preguntó Derrick Yale, con un deje de reproche, y seguidamente se echó a reír—. Lo siento —prosiguió—, parece que siempre me entrometo en sus asuntos. Pero ¿cómo consiguió escapar el asesino? Dice usted que mantuvo acordonada la casa durante dos horas. ¿Salió la chica?

—Desde luego; salió y se marchó a su casa en coche.

—¿Y no entró nadie más?

—No me atrevería a jurarlo —contestó Parr—. Quienquiera que estuviera en la casa debió de llegar mucho antes de que Marl regresara del teatro. Tras inspeccionar la zona descubrí que hay una posible salida a través del garaje en la parte posterior de la casa. Exageraba cuando dije que la casa estaba acordonada. Hay una salida en el jardín de atrás que yo no conocía. Ni siquiera sospechaba que hubiera un jardín. Sin duda se escapó por la puerta del garaje.

—¿Sospecha de la muchacha?

Parr negó con la cabeza.

—¿Y cómo se le ocurrió vigilar la casa de Marl? —preguntó Derrick Yale en tono serio.

La respuesta fue tan extraordinaria como inesperada.

—Porque Marl ha estado bajo vigilancia policial desde que regresó a Londres —dijo Parr—. En realidad, desde que descubrí que fue él quien escribió la carta cuyos restos encontré y cuya escritura comparé con su letra la semana pasada… Le pedí la dirección de su sastre.

—¿Marl? —preguntó Yale, incrédulo.

El inspector Parr asintió.

—Ignoro la relación existente entre el viejo Beardmore y Marl, y tampoco sé por qué motivo vino a la casa. He tratado de reconstruir la escena. Recordará que cuando Marl llegó tuvo un fuerte sobresalto.

—Lo recuerdo —dijo Yale asintiendo—, Jack Beardmore me habló del asunto. ¿Y bien?

—Él rehusó quedarse en la casa y dijo que iba a regresar a Londres —dijo Parr—, pero en realidad no pasó de Kingside, una estación que dista ocho o nueve millas. Envió su bolso a Londres y regresó a pie. Probablemente, él fue la persona que el asesino vio en el bosque aquella noche. Ahora bien, ¿por qué regresó, estando tan asustado, cuando se había apresurado a marcharse a la primera oportunidad? ¿Y por qué escribió aquella carta para entregarla esa misma noche, cuando había tenido tantas oportunidades de hablar con James Beardmore durante el tiempo que pasó con él?

Hubo un largo silencio.

—¿Cómo mataron a Marl? —preguntó Yale.

El otro movió la cabeza de un lado a otro.

—Eso es un misterio para mí. El asesino no tuvo la posibilidad de entrar en la estancia. Tuve una entrevista con Flush Barnet (aún no sabe nada del asesinato) y ha admitido que entró en la casa con el propósito de robar. Dice que escuchó ruido de alguien moviéndose en torno a la casa y naturalmente se escondió. También dice que escuchó un extraño sonido silbante, como de aire escapándose de una tubería. Otra pista notable es una mancha de humedad redonda en el almohadón. Su forma era exactamente circular. Al principió pensé que se trataba del símbolo del Círculo Carmesí, hasta que encontré otra mancha en la colcha. El médico no ha sido capaz de dictaminar la causa de la muerte, pero el móvil está claro. Según su banquero (acabo de hablar con Brabazon por teléfono) ayer retiró del banco una elevada suma de dinero. Así pues, Brabazon cerró su cuenta. Tuvieron alguna disputa por hache o por be. Por supuesto, Flush abrió la caja fuerte, pero no se le encontró dinero encima cuando fue registrado en comisaría. Algo que resulta bastante curioso es que descubriéramos algunas fruslerías que Flush había robado. Ahora bien, ¿quién se llevó el dinero?

Derrick Yale se paseaba por la habitación con las manos en la espalda y la barbilla apoyada en el pecho.

—¿Sabe algo de Brabazon? —preguntó.

El otro no contestó inmediatamente.

—Sólo sé que es banquero y que realiza muchas operaciones en el extranjero.

—¿Es solvente? —preguntó Derrick Yale sin rodeos, y el inspector alzó sus ojos apagados hasta que se pusieron a la altura de los de su interlocutor.

—No —dijo—, y no tengo reparos en decirle que hemos recibido quejas sobre sus métodos.

—Marl y Brabazon… ¿eran buenos amigos?

—Bastante buenos —fue su vacilante respuesta—. La impresión que me ha quedado después de leer algunos informes es que Marl tenía algún tipo de influencia sobre Brabazon.

—Y Brabazon era insolvente —reflexionó Derrick Yale—. Y esta tarde, Marl cierra su cuenta. ¿Bajo qué circunstancias? ¿Acudió él al banco?

El inspector relató brevemente lo sucedido. De todo lo que ocurría en el banco Brabazon no parecía ser mucho lo que él ignoraba.

Derrick Yale comenzaba a sentir respeto por aquel hombre al que en un principio había mirado con amable desprecio, como a un tipo algo ignorante.

—Me pregunto si me sería posible ir a la casa de Marl esta noche…

—Iba a sugerírselo —dijo el otro—. De hecho, tengo un coche aguardándonos con esa intención.

Derrick Yale no dijo una sola palabra durante el trayecto a Bayswater y sólo rompió el silencio una vez se hallaron en el vestíbulo de la casa de Marisbrug Place.

—Deberíamos encontrar un pequeño cilindro de acero en alguna parte —dijo lentamente.

El agente que estaba de guardia en el vestíbulo se adelantó y saludó al inspector.

—Hemos encontrado una pequeña bombona de acero en el garaje, señor —dijo.

—¡Ah! —exclamó Derrick Yale, triunfante—. ¡Lo suponía!

Subió las escaleras casi corriendo, muy por delante del inspector, y se detuvo en el pasillo, que ahora estaba iluminado. La mesita de roble continuaba arrimada bajo el ventilador y Yale se dirigió hacia ella. Después se puso a gatas sobre el suelo, olfateando la alfombra. Repentinamente comenzó a sentir asfixia y tuvo un ataque de tos. Tuvo que incorporarse con el rostro congestionado.

—Déjeme ver ese cilindro —dijo.

Se lo trajeron. La descripción que el policía había hecho del objeto llamándolo botella era bastante correcta. Era una botella de hierro de cuyo extremo salía un pequeño tubo equipado con una llavecita reguladora.

—Y ahora debería haber una taza por alguna parte —dijo Yale, mirando a su alrededor—, a menos que lo trajeran en una redoma.

—Había una ampolla de cristal en el garaje cerca de esto, señor —dijo el agente que lo había encontrado—, pero está rota.

—Tráigamela inmediatamente —dijo Yale—. Sólo espero que no esté tan destrozada y que aún quede algo de su contenido.

El robusto señor Parr lo contemplaba sombrío.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó, y Yale se echo a reír.

—Es una nueva forma de asesinar, mi querido Parr —dijo Yale, en tono desenfadado—. Entremos ahora en la habitación.

El cuerpo de Marl yacía en la cama cubierto por una sábana y aún no se había secado la mancha de humedad redonda que había en el almohadón. Las ventanas estaban abiertas y el viento hacía ondular las cortinas intermitentemente.

—Por supuesto, aquí no se puede oler —dijo Yale para sí mismo, y de nuevo volvió a arrodillarse para olfatear la alfombra. Y, una vez más, volvió a toser y se incorporó rápidamente.

Para entonces ya habían regresado con la mitad inferior de una ampolla de cristal. Contenía unas pocas gotas de líquido, y Yale se las echó en la mano.

—Agua y jabón —dijo—. Supuse que se trataría de eso. Y ahora voy a explicarle cómo fue asesinado Marl. Su ladrón, Flush Barnet, escuchó un sonido silbante. Era el sonido que producía un gas pesado al escaparse de este cilindro. Quizás me equivoque, pero me atrevería a creer que en esta ampollita hay gas venenoso suficiente para dar cuenta de todos nosotros. Por cierto, aún sigue en el suelo. Es uno de esos gases pesados que tienden a descender.

—Pero ¿cómo pudo el gas matar a Marl? ¿Lo metieron a presión por la rejilla hacia su cabeza?

Derrick Yale negó con la cabeza.

—El Círculo Carmesí empleó un procedimiento mucho más sencillo y mucho más mortífero —dijo tranquilamente—. Hicieron pompas de jabón.

—¡Pompas de jabón!

Derrick Yale asintió.

—La boquilla de este cilindro (aún se pueden ver restos de jabón sobre ella) fue primero untada en una solución jabonosa y luego se introdujo por la rejilla del ventilador. Después se abrió la espita y se formó una pompa que era despedida de golpe. Desde el ventilador… —Yale había salido de la habitación y saltado sobre la mesa—, sí, me lo suponía —dijo—, él podía ver la cabeza de Marl. Seguramente erró el blanco con dos o tres pompas. Una estalló en la almohada, pero creo que ésa se lanzó después de su muerte; otra fue a parar a la pared, como pueden ustedes deducir de esa mancha húmeda; no obstante, una, y probablemente más, impactaron en su rostro. Debió morir casi instantáneamente.

Parr no podía hacer otra cosa que mirarlo boquiabierto.

—Me lo imaginé cuando estábamos de camino hacia aquí. La mancha circular de la almohada me recordó mis diabluras infantiles y sus desastrosos efectos cuando me ponía a soplar pompas de jabón en el dormitorio. Y cuando usted mencionó el ventilador y el sonido silbante, me convencí de que mi teoría era correcta.

—Pero no olía a gas cuando entramos en la habitación —dijo Parr.

—El viento pudo haberse llevado las emanaciones —dijo Derrick Yale—. Pero aparte de eso, el peso del gas lo haría descender directamente al suelo, y por su propia densidad se distribuiría uniformemente… ¡Miren! —encendió un fósforo, lo resguardó un momento hasta que prendió bien, y luego lo fue bajando lentamente hacia el suelo. A unos centímetros de la alfombra, la cerilla se apagó de repente.

—Ya veo —dijo el inspector Parr.

—Ahora, ¿qué les parece si inspeccionamos el lugar?

—Quizás pueda serle de utilidad —sugirió Yale, pero su propuesta de ayuda no fue recibida con mucho entusiasmo.

Un pequeño auditorio de policías, que había escuchado estupefacto mientras Yale desarrollaba su teoría, podía hacerse cargo de los sentimientos del inspector. También Yale lo notó porque, riendo de buen humor, formuló sus excusas y se marchó a casa. Hay momentos en que los policías profesionales tienen que permanecer a solas con sus sentimientos. Nadie mejor que Derrick Yale comprendía esto.

XVIII. El relato de Flush Barnet

Tras efectuar un nuevo registro, el inspector Parr se dirigió a la comisaría de policía más cercana para entrevistarse con el señor Flush Barnet.

Flush, deprimido y cansado, no tenía ninguna información valiosa que ofrecer.

El botín de su robo estaba extendido sobre la mesa del sargento: una variopinta colección de anillos y relojes, un talonario de cheques sin el menor valor, o sin valor para Flush, al menos, y un frasco de plata. Pero lo que resultaba más sorprendente era que en los bolsillos de Flush se encontraron dos flamantes billetes de cien libras totalmente nuevos, que eran de su propiedad, según defendía él con exaltación.

No obstante, los ladrones, y particularmente el tipo de ladrón que era Flush, son personas con fama de imprevisoras. No trabajan mientras disponen de dinero, y con doscientas libras en el bolsillo era seguro que Flush Barnet no se habría atrevido a asaltar la casa de Marisburg Place.

—Son míos, se lo aseguro, señor Parr —protestó—, ¿le mentiría yo?

—Por supuesto que lo harías —respondió el inspector Parr, sin entusiasmo alguno—. Si son tuyos, ¿dónde los conseguiste?

—Me los dio un amigo.

—¿Por qué encendiste fuego en la biblioteca? —preguntó el inspector Parr, inesperadamente, haciendo que Flush se sobresaltara.

—Porque tenía frío —dijo tras un momento.

—¡Humm! —dijo el inspector Parr y después añadió, como si pensara en voz alta—: Tiene doscientas libras, asalta una casa, desvalija una caja fuerte y enciende fuego. Ahora bien, ¿por qué encendió fuego? ¿Por qué, repito, encendió fuego? ¡Para quemar algo que encontró en la caja fuerte!

Flush Barnet escuchaba sin hacer comentario alguno, pero evidentemente se encontraba en una situación muy comprometida.

—Por lo tanto —continuó Parr—, te pagaron para que entraras en la casa de Marl y conseguiste doscientas libras por echar mano a algo de la caja de caudales y quemarlo. ¿Me equivoco?

—Que me muera ahora mismo si… —comenzó a decir Flush Barnet.

—Irías directamente al infierno —interrumpió el inspector fríamente—, que es donde van todos los mentirosos. ¿Quién es tu socio, Barnet? Harías mejor diciéndomelo, porque me estoy pensando si puedo endosarte a ti el asesinato…

—¡Asesinato! —vociferó Flush Barnet, poniéndose de pie de un salto—. ¿Qué quiere decir? ¡Yo no he asesinado a nadie!

—Lo que yo sé es que Marl está muerto. Lo encontraron muerto en su cama.

Dejó al prisionero en un estado de total abatimiento mental y, cuando regresó a primera hora de la mañana siguiente para continuar el interrogatorio, Flush Barnet se lo contó todo.

—No sé nada sobre círculos carmesíes, señor Parr —dijo—, pero le voy a contar toda la verdad.

Añadió un piadoso deseo de que la Providencia se encargara de él, si no le contaba toda la verdad.

—Mantengo relaciones con una joven señorita que trabaja en el banco Brabazon. La noche en que yo la esperaba, porque iba a estar trabajando hasta tarde, un caballero salió por la puerta lateral del banco y me llamó. Me sorprendí al oírle pronunciar mi nombre y casi me caigo muerto cuando le vi el rostro.

—¿Era el señor Brabazon? —sugirió Parr.

—El mismo, señor. Me invitó a entrar en su despacho privado. Al principio pensé que debía tener algo en contra de Milly.

—Continúa —dijo Parr, cuando el hombre hizo una pausa.

—Bueno, yo tengo que salvar mi pellejo, ¿no es cierto? Y supongo que es mejor decir toda la verdad. Él me dijo que Marl lo estaba chantajeando, que éste tenía algunas cartas suyas en su caja fuerte y me ofreció mil si podía hacerme con ellas. Ésa es la verdad. Y después me dejó caer que Marl guardaba una elevada suma de dinero en su casa. No dijo exactamente eso, pero fue lo que me dio a entender. Sabía que había estado encerrado por robo, pues había hecho averiguaciones sobre mí, y me dijo que yo era el hombre que él necesitaba. Bueno, entonces fui a echar un vistazo al lugar, y la operación se me antojó bastante difícil: siempre había criados en la casa, excepto cuando Marl llevaba amigas a cenar —guiñó un ojo—. Nunca hubiera aceptado el trabajo de no ser por una señorita que trabaja en el banco y de la que Marl se había encaprichado.

—¿Thalia Drummond? —sugirió Parr.

—En efecto, señor —dijo Flush asintiendo—. Fue lo que podríamos llamar una intervención de la providencia el que Marl se hubiera enamorado de ella. Cuando me enteré de que la había invitado a cenar, pensé que se me presentaba una oportunidad para entrar. Me pareció dinero regalado cuando descubrí que había cerrado su cuenta en el banco. Abrí la caja fuerte (eso fue fácil) y encontré un sobre, pero no contenía papeles, sino solo una fotografía de un hombre y una mujer sobre una roca. Creo que era una fotografía de algún sitio en el extranjero, porque había muchas montañas de fondo, y parecía que él la empujaba y ella se sujetaba a un arbusto. Puede que fuera una de esas escenas cinematográficas. De todas maneras, la quemé.

—Ya veo —dijo el inspector Parr—. ¿Y eso es todo?

—Eso es todo, señor. No encontré ni rastro del dinero.

A las siete de la tarde, con una orden de arresto en el bolsillo y acompañado de dos detectives, el inspector Parr tocó el timbre en la entrada del bloque de apartamentos en que Brabazon tenía fijada su residencia.

Un criado con uniforme de noche les abrió la puerta y les indicó el apartamento del banquero. La puerta estaba cerrada con llave, pero Parr la abrió a puntapiés sin más ceremonia. No obstante, la habitación estaba vacía. Una ventana abierta y una escalera de incendios sugerían el modo de huida del distinguido banquero, y el que la cama no estuviera deshecha y no hubiera signos de desorden en la habitación demostraban que se había marchado horas antes de la llegada del detective.

A un lado de la cama había un teléfono y Parr llamó a la centralita.

—¿Podría decirme si hicieron alguna llamada a este número durante la noche? —preguntó—. Soy el inspector Parr, de la policía.

—Dos —fue la respuesta—. Las pasé yo misma. Una desde Bayswater…

—Ésa la hice yo —dijo el inspector—. ¿Cuál fue la otra?

—Desde Western Exchange…, a las 2:30.

—Gracias —dijo Parr con decisión, colgando el auricular.

Miró a sus acompañantes y se frotó la nariz, irritado.

—Thalia Drummond va a tener que buscarse otro empleo —dijo.

XIX. Thalia acepta una oferta

Inspeccionar los preliminares de la insolvencia de Brabazon llevó más de una semana y, pasado ese tiempo, Thalia salió del banco con el sueldo de una semana en su pequeña billetera de cuero sin perspectivas inmediatas de trabajo.

El inspector Parr no se anduvo con pelos en la lengua cuando se dirigió a la muchacha delante de un impresionante auditorio:

—Sólo la exime de una grave acusación que yo la vi salir de la casa de Marl y que acto seguido presencié cómo él cerraba la puerta —dijo.

—Y también me habría dado por contenta, aunque sólo me hubiera librado del sermón —dijo Thalia, con indiferencia.

—¿Qué piensa de ella? —preguntó Parr, mientras la chica desaparecía tras las puerta giratoria de la oficina.

—Me desconcierta bastante —Parr había dirigido la pregunta a Derrick Yale—, y cuanto más pienso en ella, más me intranquiliza. La Macroy dice que ha estado implicada en varios robos desde que entró en el banco, pero no hay evidencias de ello. A decir verdad, la única persona que podría aportar alguna prueba contra ella es nuestro amigo ausente, Brabazon. ¿Por qué no la llamó como testigo en la acusación contra Barnet?

—Hubiera sido la palabra de Barnet contra la suya —dijo el detective, negando con la cabeza—. Y el caso contra Barnet era tan claro que no necesitaba ninguna evidencia más, excepto la de mis propios ojos.

Yale fruncía el ceño, pensativo.

—Me pregunto… —dijo, casi para sí mismo.

—¿Qué es lo que se pregunta?

—Me pregunto si esta chica podría aumentar en algo la información que hasta el momento tenemos del Círculo Carmesí. Casi estoy decidido a contratarla.

Parr farfulló algo entre dientes.

—Sé que me toma por loco, pero lo cierto es que mi locura conlleva un método. No hay nada que robar en mi oficina; la tendría siempre bien vigilada y, si estuviera en contacto con el Círculo, seguramente me enteraría de todo. Además, ella me interesa.

—¿Por qué le estrechó la mano? —preguntó Parr, curioso, y el otro se echó a reír.

—Ésa es la razón por la que me interesa. Quería obtener una impresión y la impresión que tuve era la de una fuerza oscura, siniestra, que está en el trasfondo de su vida. La chica no trabaja por su cuenta, hay algo tras ella…

—¿El Círculo Carmesí? —sugirió Parr, con un deje de ironía en el tono de su voz.

—Muy probablemente —contestó el otro, serio—. De todas formas, voy a ir a verla.

Aquella tarde, Yale llamó al apartamento de Thalia y su sirvienta lo condujo hasta una preciosa salita de estar. Un minuto después, Thalia hizo su aparición y sus bellos ojos se iluminaron con una sonrisa nada más reconocer al visitante.

—Bien, señor Yale, ¿ha venido a dedicarme unas palabritas de advertencia?

—No exactamente —rió Yale—. Estoy aquí para ofrecerle un empleo.

Ella arqueó las cejas.

—¿Busca usted una ayudante —dijo ella irónicamente—, basándose en el principio de que para coger a un ladrón hay que utilizar a otro ladrón? ¿O quizás tiene alguna noción sobre cómo enderezarme? Mucha gente quiere reformarme —dijo.

Se sentó en la silla del piano con las manos a la espalda. Yale sabía que se estaba burlando de él.

—¿Por qué roba, señorita Drummond?

—Porque ésa es mi inclinación natural —dijo, sin dudar un instante—. ¿Por qué debería ser la cleptomanía un privilegio exclusivo de las clases dominantes?

—¿Obtiene algún placer de ello? —inquirió—. No le pregunto por mera curiosidad, sino como estudioso de la naturaleza humana.

Ella agitó la mano como para abarcar todo el apartamento.

—Disfruto de un hogar muy confortable —dijo—, tengo una criada eficiente y no me voy a morir de hambre precisamente. Todas estas cosas me resultan especialmente gratas. Ahora cuénteme algo sobre el empleo. ¿Quiere que me convierta en una mujer policía?

—No exactamente —sonrió—, pero necesito una secretaria, alguien en quien pueda confiar. Mi trabajo aumenta a un ritmo tremendo y no doy abasto con toda mi correspondencia. Además, me gustaría añadir que en mi oficina no tendrá muchas oportunidades de practicar su vicio favorito —dijo bromeando—, y, de todas formas, estoy dispuesto a correr el riesgo.

Ella reflexionó un instante, sin dejar de mirarlo fijamente.

—Si usted está dispuesto a correr el riesgo, yo también —dijo finalmente—. ¿Dónde está su oficina?

Él le dio la dirección.

—Me presentaré ante usted a las diez de la mañana. Ponga bajo llave su talonario de cheques y saque del despacho toda la calderilla que tenga.

«Una muchacha poco corriente», pensó mientras regresaba al centro de la ciudad.

Había contado la verdad cuando le confesó a Parr que la chica lo desconcertaba, a pesar de estar acostumbrado al trato con todo tipo de criminales, y probablemente sabía más de la psicología del crimen que Parr, con toda su experiencia.

Sus pensamientos derivaron hacia Parr, aquel infeliz que había caído en desgracia. Se preguntaba cuánto tiempo más lo soportarían en la jefatura de policía, tras este tercer fracaso en la persecución del Círculo Carmesí.

Las reflexiones del señor Parr seguían aquella noche los mismos derroteros. A su llegada a la jefatura de policía, lo estaba esperando un breve memorando oficial, que leyó con el rostro marcado por la tristeza. Presentía que las cosas irían a peor y sus miedos se apoyaban en buenas razones.

A la mañana siguiente se le requirió en casa de Froyant y allí se encontró ya con Yale.

A pesar de sus buenas relaciones, el caso del Círculo Carmesí había derivado en un duelo entre estas dos personalidades tan singularmente distintas. En la prensa era un secreto a voces que la inminente ruina del señor Parr no se debía tanto a las desenfrenadas villanías del Círculo Carmesí como a la genialidad sobrehumana de su rival privado. En honor a la verdad, Yale hizo cuanto pudo para desmentir esos rumores, sin demasiado éxito.

Froyant, a pesar de toda su mezquindad y de su conocimiento de los elevados honorarios de Yale, había contratado sus servicios nada más recibir la amenaza. Su fe en la policía se había evaporado y no hacía ningún esfuerzo por ocultar su escepticismo.

—El señor Froyant ha decidido pagar —fueron las palabras que recibieron al inspector.

—¡Ah, por supuesto que pagaré! —explotó el señor Froyant.

Froyant había envejecido diez años en los últimos días, pensó Parr. Su rostro estaba más lívido y demacrado y parecía haberse estado consumiendo interiormente.

—Si la jefatura de policía permite a esta maligna organización amenazar a ciudadanos respetables y ni siquiera es capaz de proteger sus vidas, ¿qué otra cosa puedo hacer, sino pagar? Mi amigo Pindle ha recibido una amenaza similar y ha pagado. Yo no puedo aguantar más esta presión.

Se paseaba por la biblioteca como un demente.

—El señor Froyant pagará —dijo Derrick Yale, lentamente—. Pero creo que esta vez el Círculo Carmesí ha ido demasiado lejos en su osadía.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Parr.

—¿Tiene usted la carta, señor? —preguntó Yale, y Froyant abrió impetuosamente un cajón, poniendo una tarjeta, ya muy familiar, encima del escritorio de un violento manotazo.

—¿Cuándo llegó esto? —dijo Parr, mientras cogía la cartulina, en la que se distinguía al instante un Círculo Carmesí.

—En el correo de esta mañana.

Parr leyó las palabras que había en el centro:

«Iremos a recoger el dinero a la oficina del señor Derrick Yale a las 15:30 de la tarde del viernes. Los billetes no deben tener numeración correlativa. Si no encontramos el dinero allí, morirá esa misma noche».

El inspector Parr leyó tres veces el breve mensaje, y después suspiró.

—Bueno, esto lo simplifica todo —dijo—. Obviamente, no se presentarán…

—Yo creo que sí lo harán —dijo Yale, suavemente—, pero estaré esperándolos y me gustaría tenerlo a usted cerca, señor Parr.

—Si hay algo seguro en este mundo —dijo el inspector Parr, flemático—, es que estaré cerca. Pero no creo que vengan.

—No comparto su opinión al respecto —dijo Yale—. A quienquiera que sea la figura central del Círculo Carmesí, hombre o mujer, no le falta coraje. Y por cierto —dijo, bajando la voz—, encontrará a una vieja amistad en mi oficina.

Parr le dirigió una fugaz y escéptica mirada y vio que estaba un tanto divertido.

—¿Drummond? —preguntó.

Yale asintió.

—¿Finalmente la ha empleado?

—Me interesa bastante, y presiento que nos va a ser de gran ayuda en la resolución del misterio.

En ese momento Froyant entró y cambiaron de conversación con tacto.

XX. La llave de la casa del río

Se decidió que Froyant retiraría de su banco la suma suficiente para pagar la demanda el lunes por la mañana y que Yale iría a recoger el dinero y se encontraría con Parr en su oficina con tiempo suficiente para preparar adecuadamente la llegada del visitante.

En el camino de vuelta a la jefatura de policía, Parr pasaba por delante de la mansión donde Jack Beardmore vivía en soledad.

Los acontecimientos de las últimas semanas habían producido un cambio extraordinario en el joven. Había dejado de ser un muchacho para transformarse en un hombre equilibrado y sensato. Había heredado una inmensa fortuna, mas, coincidiendo con ello, la vida había perdido para él gran parte de su incentivo. Nunca podría alejar de su memoria a Thalia Drummond: su rostro se le aparecía, tanto dormido como despierto, y, aunque se tildaba de necio y era consciente de que el asunto podía tratarse desde una lógica consecuente, todos sus razonamientos se desvanecían ante la imagen que el joven tenía grabada en el corazón.

Entre el inspector Parr y Jack había surgido una curiosa amistad. Si bien es verdad que hubo un tiempo en el que casi llegó a aborrecer al sólido hombrecillo, su buen juicio le sugería que, a pesar del importante papel que el sentimiento tuviera en su propia vida y en la dirección de sus acciones, todo esto no podía tener cabida en el bagaje moral de un oficial de policía.

El inspector se detuvo frente a la puerta de la casa y estuvo a punto de continuar su camino, pero, obedeciendo a un impulso, subió lentamente las escaleras y llamó al timbre. El criado que lo recibió formaba parte de la docena de lacayos que acentuaba el vacío de la mansión.

Jack se encontraba en el comedor, fingiendo interés por un desayuno tardío.

—Entre, señor Parr —dijo, levantándose—. Supongo que habrá desayunado hace horas. ¿Hay alguna novedad?

—Ninguna —dijo Parr—, salvo que Froyant ha decidido pagar.

—Era de esperar —dijo Jack desdeñosamente y, después, por primera vez en mucho tiempo, se echó a reír—. No me gustaría estar en el lugar del Círculo Rojo, o Carmesí, o como se llame.

—¿Por qué no? —preguntó Parr con un deje de diversión en la mirada, pues adivinaba la respuesta.

—Mi pobre padre solía decir que Froyant se consumía por cada céntimo que le quitaban y que nunca descansaba hasta que volvía a recuperarlo. Cuando a Harvey Froyant se le pase el pánico, se lanzará tras el Círculo Carmesí y no descansará hasta que el último billete le sea devuelto.

—Muy probablemente —reconoció el inspector Parr—, pero aún no se han apoderado del dinero.

Refirió a Jack el contenido de la carta que Froyant había recibido por la mañana y su joven anfitrión no pudo ocultar su sorpresa.

—Se están arriesgando mucho, ¿verdad? Hace falta ser muy astuto para ganarle la partida a Derrick Yale.

—Eso es lo que yo pienso —dijo el inspector al tiempo que cruzaba las piernas cómodamente—. Tengo que quitarme el sombrero ante Yale, hay cosas en él que admiro enormemente.

—¿Sus poderes parapsicológicos, por ejemplo? —sonrió Jack, pero Parr negó con la cabeza.

—No sé lo suficiente sobre esas cosas como para admirarlas. Me resultan extrañas, pero en cierto modo empiezo a entenderlas. No, yo me refiero a otras cualidades.

Parr dejó de hablar bruscamente y Jack sospechó su decaimiento.

—No está usted pasando por un buen momento en la jefatura de policía, ¿verdad? No creo que estén precisamente satisfechos con la inmunidad del Círculo Carmesí…

Parr asintió.

—No estoy precisamente en un lecho de rosas en estos momentos —admitió—, pero eso no es lo que más me preocupa —miró fijamente a Jack—. Por cierto, su joven amiga tiene un nuevo empleo.

Jack miró fijamente al inspector.

—¿Mi joven amiga? —tartamudeó—. ¿Se refiere a la señorita…?

—Me refiero a la señorita Drummond. Derrick Yale la ha contratado —dijo, con una leve sonrisa, para desconcierto de Jack.

—¿Que Yale ha contratado a la señorita Drummond? Está bromeando, ¿no?

—Yo también pensé que era una broma cuando lo sugirió. Este Yale es un bicho raro.

—Mucha gente piensa que debería estar en la jefatura —dijo Jack, dándose cuenta de que había realizado un faux pas, incluso antes de acabar la frase.

Ahora bien, si Parr se sintió herido por el comentario, no dio muestras de ello.

—No contratan a gente que no forme parte del cuerpo —dijo el inspector, con una sonrisa, aunque él rara vez sonreía—. De ser así, señor Beardmore, ¡ya le habríamos contratado a usted! No, nuestro amigo es astuto, pero no esperará usted que el responsable de la jefatura admita que un detective, digamos, «visionario», sea otra cosa que un entrometido… Con todo, Yale es astuto.

Se habían ido acercando a la ventana y estaban contemplando la tranquila calle en que la mansión de Jack estaba situada.

—¿No es ésa la señorita Drummond? —dijo súbitamente.

Parr ya la había visto. La joven caminaba lentamente por el otro lado de la calle, mirando los números de las casas. Luego cruzó la calle.

—Se dirige hacia aquí —jadeó Jack—. Me pregunto qué es lo que…

No esperó a terminar lo que iba a decir, sino que salió precipitadamente de la habitación para abrirle la puerta antes de que ella pusiera el dedo en el timbre.

—Me alegro de verla, Thalia —dijo, estrechándole la mano cálidamente—. ¿Quiere pasar? Un viejo amigo suyo está en el comedor.

Ella levantó las cejas.

—No será el señor Parr…

—Es usted una adivina maravillosa —rió Jack, mientras cerraba la puerta tras ella—. ¿Quería verme a solas? —preguntó repentinamente.

Ella negó con la cabeza.

—No, sólo le traigo un mensaje de parte del señor Yale. Desea que le deje la llave de la casa que posee junto al río.

En ese momento ya habían llegado al comedor y la muchacha, al encontrarse con mirada inexpresiva de Parr, realizó un seco saludo.

«Está claro que no le gusta mi amigo», pensó Jack. Explicó el motivo de la visita de la joven.

—Mi pobre padre tenía una propiedad abandonada junto al río. Hace años que no se habita y los peritos no consideran rentable su restauración, pues costaría lo mismo que la propiedad entera. Por alguna razón, Yale piensa que Brabazon querrá usarla como refugio. Brabazon llevó la administración de la casa durante algún tiempo, mientras intentaba venderla. Él se encargó de algunas propiedades de mi padre. Pero ¿se le iba a ocurrir meterse allí?

Parr frunció sus grandes labios y parpadeó pensativamente.

—Lo único que puedo asegurar sobre él es que todavía no ha abandonado el país —dijo finalmente—. No creo que vaya a esconderse en una casa en la que sabe que lo buscarán —miró a Thalia distraídamente—. Y, sin embargo, podría ser —añadió pensativo—. Supongo que tiene una llave del lugar. ¿Qué es? ¿Una casa?

—Es mitad casa, mitad almacén —dijo Jack—. Nunca la he visto, pero creo que es una de esas viviendas que usaban los mercaderes de hace dos siglos, cuando la gente residía en los mismos lugares en que tenía el negocio.

Abrió con una llave su escritorio y sacó una caja repleta de llaves, cada una con su etiqueta.

—Creo que es ésta, señorita Drummond —dijo, al tiempo que le extendía la llave—. ¿Le gusta su nuevo empleo?

Le hizo falta cierto valor para hacer la pregunta, pues se sentía casi embelesado por su presencia.

La muchacha esbozó una sonrisa.

—Es divertido —dijo—, ¡sin que llegue a ser nada excitante! Todavía no le puedo contar nada, porque acabo de empezar esta mañana —se volvió hacia el policía—, y no voy a causarle muchos problemas, señor Parr —dijo—. La única cosa de valor que hay en la oficina es un pisapapeles de plata… Ni siquiera tengo que echar las cartas al correo —continuó burlonamente—. La estructura de la oficina sigue el modelo americano y hay un tobogancito en el despacho privado del señor Yale que envía las cartas directamente al buzón del vestíbulo de abajo. ¡Es realmente decepcionante!

El brillo burlón de sus ojos desmentía su actitud solemne.

—Es usted una mujer extraña —dijo Parr—, pero tengo la certeza de que hay algo de bondad en usted, a pesar de todo.

El comentario pareció causar en ella una gran satisfacción. Se rió hasta que se le saltaron las lágrimas y Jack sonrió con simpatía. Parr, por el contrario, no se mostró divertido en absoluto.

—Tenga cuidado —dijo, con voz siniestra, haciendo que la sonrisa se esfumara de sus labios.

—Puede estar seguro de que tendré mucho cuidado, señor Parr —dijo—, y, si me encuentro en cualquier tipo de dificultad, igualmente puede confiar en que lo llamaré inmediatamente.

—Así lo espero —dijo Parr—, aunque tengo mis dudas.

XXI. La casa del río

Thalia regresó directamente a la oficina y encontró a Derrick Yale en su despacho, leyendo un montón de correspondencia pendiente.

—¿Ésa es la llave? Gracias, puede dejarla ahí —dijo—. Me temo que tendrá que contestar usted misma a la mayor parte de estas cartas. La mayoría de ellas han sido enviadas por jóvenes insensatos que desearían recibir entrenamiento para ser detectives. Aquí tiene un modelo de réplica que puede firmar usted misma. ¿Y sería tan amable de decirle a esta dama —dijo, tendiéndole una carta—, que en este momento estoy demasiado ocupado y no puedo aceptar nuevos casos?

Cogió la llave de la mesa y la mantuvo un instante en la mano.

—¿Vio usted al señor Parr?

Ella se echó a reír.

—Casi resulta usted terrorífico, señor Yale. Efectivamente, vi al señor Parr. ¿Cómo lo supo?

Él movió la cabeza sonriendo.

—Realmente es muy simple y no hay que darle ningún mérito a mi don —repuso—, del mismo modo que usted no debería hacerlo por su buena presencia o predisposición a…, digamos «quedarse con las cosas que encuentra…».

Ella no respondió inmediatamente. Al rato dijo:

—Me he reformado.

—Creo que llegará a reformarse con el tiempo. Usted me interesa —dijo Yale, y después, tras una pausa, añadió—: ¡muchísimo!

Y se despidió de ella con un gesto.

Estaba concentrada en su trabajo, tecleando frenéticamente en su máquina de escribir, cuando Yale apareció en la puerta del despacho.

—¿Podría ponerme al teléfono con el señor Parr? —preguntó—. Encontrará su número en la guía.

El señor Parr no estaba en su oficina cuando Thalia lo telefoneó, pero media hora después consiguió localizarlo y pasó la llamada al despacho contiguo.

—¿Es usted, Parr?

Ella podía oír su voz a través de la puerta, que había dejado entornada.

—Voy a ir a registrar la propiedad que Beardmore posee junto al río. Tengo el presentimiento de que Brabazon puede haberse escondido allí… Después de la comida, de acuerdo. ¿Puede estar allí a las dos y media?

Thalia escuchaba y tomaba notas taquigráficas de lo que estaba escuchando.

A las dos y media llegó Parr. Thalia no lo vio, pues había una entrada directa al despacho de Yale en el pasillo, aunque oyó cómo hablaban y cómo se marchaban luego.

Ella esperó hasta que el ruido de sus pasos se perdió en la distancia para coger el formulario de telegrama y, tras ponerle la dirección Johnson, 23, Mildred Street, City, escribió:

«Derrick Yale ha ido a registrar la casa que Beardmore tiene junto al río».

Se podía tildar a Thalia Drummond de muchas cosas, pero no de irresponsable.

* * *

La casa se levantaba sobre un pequeño embarcadero y presentaba un panorama de dejadez y desolación: los cimientos de piedra del muelle se veían desmoronados; el parapeto estaba partido y el patio se hallaba totalmente invadido por la maleza; innumerables matas de ortigas y otras hierbas formaban una barrera casi impenetrable para los dos hombres que trataban de introducirse en su interior, tras abrir la reja que les impedía el paso desde el callejón situado junto al embarcadero.

La misma casa podría haber sido pintoresca en otros tiempos, pero ahora resultaba una penosa ruina arquitectónica, con las ventanas inferiores destrozadas, la pintura del maderamen descarnada por su exposición a la intemperie y los muros descoloridos.

Sobre el mismo borde del embarcadero, en uno de los extremos del edificio, se levantaba un almacén de piedra grande y desapacible, que aparentemente comunicaba con el resto de la casa. Durante la guerra, un ataque aéreo había derribado una esquina del muro y había provocado la caída de las pocas láminas de pizarra que quedaban en el tejado, dejando al descubierto un esqueleto desnudo de vigas carcomidas.

—Qué lugar tan encantador… —dijo Yale, mientras abría la puerta—. No es la clase de escenario en el que uno se imaginaría al elegante Brabazon, ¿verdad?

La galería estaba cubierta de polvo, las telarañas colgaban del techo y la casa estaba silenciosa y desolada. Los dos hombres hicieron un rápido reconocimiento por las habitaciones, sin encontrar rastro alguno del fugitivo.

—Hay una buhardilla ahí —dijo Yale, apuntando hacia un tramo de escaleras que conducía a una trampilla abierta en el techo del piso superior.

Yale subió corriendo las escaleras, abrió la trampilla y desapareció.

Parr lo oyó recorrer el piso superior y, al cabo de un instante, volvió a bajar.

—Nada por ahí —dijo al cerrar otra vez la trampilla de golpe.

—No contaba con que usted encontrara algo —dijo Parr, al salir de la casa.

Aún estaban recorriendo el sendero oculto por la maleza que conducía a la verja de salida, cuando un hombre de rostro lívido comenzó a observarlos desde la ventana de la buhardilla, a través del cristal polvoriento: un hombre con barba de una semana, en quien ni sus más próximas amistades habrían reconocido jamás al señor Brabazon, el conocido banquero.

XXII. El mensajero del Círculo

—¡Es usted un chiflado y un idiota! Pensaba que era un detective inteligente, ¡pero es usted un demente!

El señor Froyant estaba fuera de sí, y el motivo de su enfado procedía de los fajos de billetes ordenadamente dispuestos sobre su escritorio.

La visión de una cantidad tan grande de dinero escapándose de sus manos producía al miserable Harvey Froyant una inconmensurable angustia y sólo apartaba la mirada de aquella acumulación de riqueza para volver a posarla en ella, casi de manera instantánea.

Derrick Yale era un hombre difícil de ofender.

—Quizás lo sea —dijo—, pero necesito llevar mis asuntos a mi manera, señor Froyant y, si verdaderamente pienso que la chica puede conducirme al Círculo Carmesí, como en realidad pienso, me conviene tenerla a mi servicio.

—Acuérdese bien de lo que le digo —dijo Froyant, blandiendo su dedo índice frente al rostro del detective—. Esa chica forma parte de la banda. ¡Descubrirá, amigo mío, que es ella el mensajero que vendrá a por los billetes!

—En ese caso, será arrestada inmediatamente —replicó Yale—. Créame, señor Froyant, no pienso perder de vista esos billetes, pero si terminan en manos del Círculo Carmesí, la responsabilidad será mía, no suya. Mi deber es salvar su vida y desviar la venganza del Círculo de usted hacia mí.

—Tiene toda la razón, toda la razón —se apresuró a admitir Froyant—, es la mejor forma de hacer frente a esta situación, Yale. Veo que no es usted tan necio como yo había pensado. Hágalo a su manera.

Froyant acarició los billetes con cariño y, tras introducirlos en un gran sobre, se los entregó, con reticencia manifiesta, al detective, que se metió el paquete en el bolsillo.

—Supongo que no hay noticias de Brabazon, ¿verdad? Ese bribón me ha estafado más de dos mil libras que yo, como un idiota, invertí en uno de los podridos negocios de Marl.

—¿Sabe algo sobre Marl? —inquirió el detective, al tiempo que abría la puerta.

—Lo único que sé es que era un canalla.

—¿Sabe algo más que no sea de dominio público? —preguntó Yale, resignado—. Sus comienzos, de dónde procede…

—Creo que venía de Francia —dijo Froyant—. En realidad, sé muy poco de él. Fue el señor Beardmore quien me lo presentó. Corrían rumores de que había estado envuelto en estafas relacionadas con fincas en Francia y de que había sido encarcelado, pero nunca tuve muy en cuenta esa clase de chismorreos. Me era útil, y obtuve grandes beneficios de la mayoría de las inversiones que hice con él.

El otro sonrió. En esas circunstancias, pensó, aquel miserable bien podría perdonarle al errado Marl las últimas pérdidas que le había ocasionado.

Cuando regresó a su oficina, encontró a Parr esperándolo en la compañía de Jack Beardmore.

No esperaba la visita del joven, pero supuso que se debía a Thalia Drummond, por cuya presencia se disculpó discretamente.

—He enviado a la señorita Drummond a casa, Parr —dijo—. No quiero tener a una chica involucrada en el asunto de esta tarde. Es posible que tengamos un poco de jaleo.

Miró fijamente a Jack Beardmore.

—Para el cual espero que esté preparado.

—Sufriré una decepción, si no lo hay —contestó Jack alegremente.

—¿Cuál es su plan? —preguntó Parr.

—Entraré en mi despacho unos minutos antes de la hora prevista para la llegada del mensajero. Cerraré con llave las dos puertas, la que lleva al pasillo y la que conduce a la oficina exterior. Respecto a esta puerta, dejaré puesta la llave por fuera, y les pediré que me encierren. Mi objetivo, obviamente, es prevenir la sorpresa. En cuanto escuche la llamada a la puerta y me oiga levantarme para abrir la puerta, sabrá que el mensajero ha llegado y, cuando vuelva a cerrarla, quiero que se sitúe fuera, en el pasillo.

Parr asintió.

—Parece simple —dijo.

Fue hasta la ventana, se asomó y agitó un pañuelo. Yale sonrió mostrando su aprobación.

—Veo que ha tomado las precauciones necesarias. ¿De cuántos hombres dispone?

—Creo que de unos ochenta —dijo Parr con calma—, y prácticamente van a rodear el lugar.

Yale asintió.

—Conviene tener en cuenta —dijo—, la posibilidad de que el Círculo Carmesí envíe un personaje corriente como mensajero. En tal caso, es necesario seguirlo. Estoy decidido a permitir que el dinero llegue hasta las manos del mismo jefe del Círculo Carmesí. Esto es esencial.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Parr—, pero tengo la impresión de que ese caballero, o quienquiera que sea, no va a venir. ¿Puedo echarle un vistazo a su oficina?

Entró e inspeccionó la estancia. Estaba iluminada por una ventana. En una de las esquinas había un armario, cuya puerta abrió. Salvo por un abrigo colgado, estaba vacío.

—Si no le importa —el inspector Parr se mostraba casi humilde—, me gustaría que se quedara en la otra habitación. Cerraré la puerta. Me pongo nervioso cuando me siento observado.

Yale abandonó el despacho sonriendo y Parr cerró la puerta tras él. Después abrió la segunda puerta y echo una ojeada al pasillo. A continuación, oyeron que la cerraba.

—Ya puede pasar —dijo—. Ya he visto todo lo que quería.

Los muebles de la habitación eran sencillos, pero confortables. Había una espaciosa chimenea en la que no ardía ningún fuego, a pesar de que hacía un día gélido.

—Espero que no entre por la chimenea —dijo Yale en tono humorístico, cuando percibió la inspección del detective—, soy uno de esos mortales de sangre caliente que jamás tienen frío.

Jack, que observaba fascinado la investigación, cogió la mortífera pistolita que descansaba sobre la mesa del detective y comenzó a examinarla cuidadosamente.

—Tenga cuidado. Ese gatillo es muy sensible.

Sacó de su bolsillo el sobre que contenía los billetes y los depositó junto al arma. Después miró su reloj.

—Ahora, para estar prevenidos, creo que deberían irse al otro despacho y cerrar la puerta —dijo Yale.

Al tiempo que decía esto último, cerró con llave la puerta que daba al pasillo.

—Es bastante emocionante —murmuró Jack, sintiendo que un susurro era el tono adecuado para una ocasión tan excitante.

—Espero que la emoción no resulte excesiva —dijo Yale.

Pasaron al despacho contiguo, encerraron a Yale en la otra estancia y se sentaron. Jack lo hizo, inconscientemente, en la silla de Thalia Drummond, un asunto en el que reparó con un sobresalto.

Se preguntó si Thalia pertenecería al Círculo Carmesí, como Parr había dado a entender en varias ocasiones. Jack apretó los dientes: no lo creería ni aunque lo percibiera con sus propios ojos y se lo dijera su sentido común; no, jamás podría creerlo. Lejos de menguar su influencia, le daba aún más impulso. Ella era un ser diferente y, si era culpable…

Levantó la vista y descubrió que Parr tenía los ojos fijos en él.

—No pretendo ser un parapsicólogo —dijo lentamente el detective—, pero creo que estaba usted pensando en Thalia Drummond.

—Así es —admitió el joven—. Señor Parr, ¿cree usted que realmente es tan mala como aparenta?

—Si lo que me está preguntando es si creo que robó el Buda de Froyant, sólo puedo decirle que no una cuestión de creer o no creer: estoy seguro.

Jack se quedó en silencio. Nunca podría convencer a aquel sólido individuo de la inocencia de la joven y, de todos modos, él mismo reconocía que era una locura defender su inocencia cuando la joven había reconocido su culpabilidad.

—Sería mejor que guardaran silencio —dijo Yale al otro lado de la puerta. Parr gruñó una respuesta.

A partir de ese momento, mantuvieron un silencio sepulcral. Podían oír a Yale moviéndose por la habitación, pero pronto permaneció callado él también, ya que se aproximaba la hora. El inspector Parr sacó su reloj del bolsillo y lo depositó sobre la mesa: las manillas señalaban las tres y media. Era la hora en la que se suponía que el mensajero debía de llegar. Parr se sentó de nuevo, con la cabeza echada hacia adelante, escuchando, pero no se percibía nada que anunciara un ataque inminente.

A continuación, se oyó un ruido en la habitación de Yale, un golpe extraño, como si Yale se hubiera sentado pesadamente.

Parr se puso en pie de un salto.

—¿Qué ha sido eso?

—Todo va bien —dijo Yale—. He tropezado con algo. Guarden silencio.

Se sentaron durante otros cinco minutos y, después Parr dijo en voz alta:

—¿Está usted bien, Yale?

No hubo respuesta.

—¡Yale! —dijo Parr, alzando más la voz—. ¿Puede oírme?

Tampoco hubo respuesta y, abalanzándose sobre la puerta y girando la llave, entró en la habitación con Jack pisándole los talones.

Lo que vieron habría podido petrificar incluso a un oficial de policía más experimentado que Parr.

Tendido en el suelo, con las muñecas esposadas, los tobillos atados por una correa y el rostro tapado por una toalla, yacía el postrado cuerpo de Derrick Yale. La ventana estaba abierta y había en la estancia un fuerte olor a cloroformo y éter. El paquete del dinero que estaba sobre la mesa había desaparecido. Tres segundos después, un cartero entrado en años abandonaba el portal del edificio, con su cartera al hombro, y los policías que vigilaban la casa lo dejaron pasar sin hacerle ninguna pregunta.

XXIII. La mujer del armario

Parr se agachó y retiró del rostro del detective la toalla empapada. Éste abrió los ojos y comenzó a mirar a su alrededor.

—¿Qué sucede? —preguntó con voz entrecortada, pero el inspector no respondió porque estaba ocupado quitándole las esposas, que produjeron un ruido metálico al caer al suelo. A continuación puso en pie a Yale, mientras Jack desabrochaba con dedos temblorosos las correas que asían las piernas del detective.

Lo condujeron hasta su sillón, en donde se hundió pesadamente, mientras se pasaba la mano por la frente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó finalmente.

—Eso me gustaría saber a mí —dijo Parr—. ¿Por dónde se fueron?

El otro sacudió la cabeza.

—No lo sé, no puedo recordarlo —contestó el otro—. ¿Está cerrada la puerta?

Jack corrió hasta la puerta. La llave estaba echada por dentro. Era imposible que hubieran salido por allí, pero la ventana estaba abierta. Era lo primero en que Parr se había fijado nada más entrar en la habitación.

Corrió hasta la ventana y se asomó. Había una caída de unos veinticinco metros, y no había signos de escaleras de mano u otros medios por los que el agresor de Yale pudiera haber escapado.

—No sé qué sucedió —dijo Yale, una vez que se hubo recuperado parcialmente—. Estaba sentado en este sillón, cuando, de repente, sentí que un trapo se apretaba contra mi rostro, al tiempo que dos poderosas manos me agarraban con una fuerza que yo no atribuiría a un ser humano. Debí perder el conocimiento antes de poder luchar o gritar.

—¿Oyó mi llamada? —preguntó Parr.

El otro negó con la cabeza.

—Pero, señor Yale, nosotros oímos un ruido, y el señor Parr le preguntó si todo iba bien. Usted contestó que solamente había tropezado.

—No era yo —replicó Yale—. No recuerdo nada desde el momento en que me pusieron el trapo en la cara hasta que ustedes me encontraron aquí.

El inspector Parr estaba junto a la ventana. Bajó la guillotina para después volverla a subir; luego, miró el alféizar. Cuando se dio la vuelta, una gran sonrisa iluminaba su rostro.

—Esto es lo más ingenioso que he visto nunca —dijo.

Jack volvió a sentir una parte de la vieja antipatía que había desarrollado hacia el robusto detective.

—No creo que sea particularmente ingenioso. Casi matan a Yale y consiguen escapar.

—He dicho que ingenioso, y es ingenioso —dijo Parr, sin inmutarse—. Y ahora, creo que voy a bajar para conversar con los agentes que dejé vigilando el portal.

Sin embargo, los policías de guardia no tenían nada que decir. Nadie había entrado ni salido del edificio, a excepción del cartero.

—A excepción del cartero, ¿eh? —dijo Parr, en tono pensativo—. ¡Pues claro, por supuesto, el cartero! Todo en orden, sargento, sus hombres pueden marcharse.

Parr subió en el ascensor y se reunió con Yale.

—El dinero ha volado, de eso no hay duda —dijo—. No se me ocurre qué hacer, salvo dar parte del asunto a la jefatura de policía.

Yale casi había vuelto a ser el mismo de siempre, y estaba sentado frente a su escritorio con la cabeza sobre las manos.

—Bueno, yo soy el culpable esta vez —dijo—. No pueden culparlo a usted, Parr. Aún estoy tratando de imaginarme cómo entraron por esa ventana y pudieron acercarse hasta mí sin hacer ruido alguno.

—¿Estaba usted de espaldas a la ventana? Yale asintió con la cabeza.

—Nunca tuve en cuenta la ventana. Me senté de manera que pudiera ver las dos puertas al mismo tiempo.

—¿La chimenea también estaba a su espalda?

—No pudieron entrar por ahí —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. No. Éste es el misterio supremo de toda mi carrera, más asombroso aún que la identidad del Círculo Carmesí —se incorporó lentamente—. Tengo que informar de todo esto al viejo Froyant, y usted haría bien viniendo conmigo para prestarme su apoyo moral. Se va a poner furioso.

Abandonaron la oficina juntos, una vez Yale hubo cerrado las dos puertas y guardado la llave en su bolsillo.

Decir que Froyant estaba furioso sería emplear una expresión demasiado suave para describir su estado de cólera enardecida.

—Me dijo, me prometió, prácticamente —bramaba—, que recuperaría mi dinero, y ahora me viene con el cuento chino de que lo narcotizaron. ¡Es monstruoso! ¿Dónde estaba usted, Parr?

—Yo estaba en el edificio —dijo el señor Parr—, y la historia que le ha contado el señor Yale es cierta.

De repente, la cólera de Froyant se apagó, tan de repente que la suavidad de su voz resultaba casi alarmante tras su enfado anterior.

—Está bien —dijo—, nada se puede hacer. El Círculo Carmesí ha conseguido su dinero, y aquí acaba todo. Le estoy verdaderamente agradecido, señor Yale. Tenga la bondad de enviarme la cuenta de sus honorarios.

Con esas secas instrucciones, Froyant dirigió a los dos hombres hacia la puerta, donde se reunieron con Jack, que había estado esperándolos en la calle.

—A decir verdad, me he quedado de una pieza —dijo Parr—. Por un instante pensé que le iba a dar un ataque, y después…, ¿notó usted cómo cambió su comportamiento?

Yale asintió lentamente.

En el mismo instante en que Froyant había cambiado de actitud, una gran idea había tomado forma en la mente del detective, una idea tan tremenda y asombrosa que casi lo paralizaba.

—Y ahora —dijo Parr de buen humor—, ya que le he prestado mi apoyo moral, tal vez quiera usted prestarme el mismo servicio. En la jefatura de policía no soy una persona tan grata como usted, de manera que venga conmigo y cuéntele al comisario lo que ha pasado.

* * *

La oficina de Derrick Yale estaba silenciosa y desierta. Habían pasado diez minutos desde que el monótono zumbido del ascensor anunciara la partida de los tres hombres. Un clic rompió el silencio, y las puertas del gran armario situado en una de las esquinas de la oficina de Derrick Yale comenzaron a abrirse lentamente. Thalia Drummond salió del armario, cerró las puertas tras ella y, durante un instante, permaneció contemplando la estancia, muy pensativa. Sacó de su bolsillo una llave, abrió la puerta y volvió a cerrarla con la misma llave al salir al pasillo.

No llamó al ascensor. Al final del pasillo había un tramo de escaleras estrechas que comunicaba con el piso del portero, en el ático, y que sólo él utilizaba. Thalia bajó por allí; abajo había una puerta que daba a un patio. También la abrió con una llave y, poco después, se confundía en el tropel de oficinistas que ya habían terminado su jornada y, abarrotando la acera, regresaban a casa.

XXIV. Una recompensa de diez mil libras

«El Associated Merchants Bank ha sido autorizado a ofrecer una recompensa de diez mil libras esterlinas a cambio de información que conduzca a la detención y condena del líder de lo que se conoce como banda del Círculo Carmesí. Junto con esta recompensa, el Secretario de Estado garantiza el indulto pleno a cualquier miembro de la banda que no sea culpable de asesinato premeditado, siempre que dicha persona aporte la información y las pruebas necesarias para la condena del hombre o mujer conocido como el Círculo Carmesí».

Este anuncio, impreso con letras rojas como la sangre, se colocó en todas las carteleras, en todas las ventanillas de correos y en cada tablón de las comisarías de policía.

Derrick Yale, camino de su oficina, vio el anuncio, lo leyó y pasó de largo, preguntándose qué efecto tendría sobre los miembros menores de la banda para cuya detención él había sido contratado.

Thalia Drummond lo leyó desde la plataforma de un autobús, cuando el vehículo se detuvo junto a una cartelera para recoger a un pasajero y sonrió para sí misma. No obstante, el cartel produjo un efecto más notable sobre Harvey Froyant: le devolvió el color a su rostro y sus ojos recuperaron un brillo que casi lo rejuvenecía. También él iba de camino de su oficina cuando leyó el anuncio, pero se apresuró a regresar a su domicilio y, una vez allí, sacó una larga lista de un cajón de su escritorio. En ella aparecían los números de los billetes que el Círculo Carmesí se había llevado y que él había copiado laboriosamente, casi con cariño.

Hizo otra copia con sus propias manos, un trabajo que lo mantuvo ocupado hasta bien entrada la mañana. Cuando hubo terminado, escribió una carta y, adjuntando en ella la nueva lista de billetes, la echó él mismo al buzón de correos. Iba dirigida a una firma de abogados cuya especialidad conocía Froyant: el rastreo de propiedades perdidas o robadas.

La firma Heggitt ya le había prestado buenos servicios con anterioridad. A la mañana siguiente, fue a visitarlo un representante de la misma, el señor James Heggitt, el socio más antiguo. Se trataba de un hombrecillo arrugado que no podía dejar de olfatear como un sabueso.

El nombre de Heggitt no era, desde luego, un nombre universalmente respetado, uno de ésos a quienes los abogados se refieren con afecto o estima durante sus reuniones. Y, no obstante, se trataba de una de las más prósperas firmas de abogados de la ciudad. La mayoría de sus clientes se hallaba cerca de la delgada línea que separa la legalidad de la ilegalidad, si no la traspasaba ampliamente, pero sus servicios también eran muy útiles para aquellos que respetaban la ley. Y con mucha frecuencia la compañía recibía las consultas de eminentes firmas cuyos clientes deseaban recuperar valiosos bienes que habían sido usurpados por personas con los dedos demasiado largos. Por medio de algún misterioso procedimiento, la firma Heggitt siempre lograba apuntar con el dedo hacia algún «caballero» que había «oído» algo sobre la propiedad perdida, y, en la mayoría de los casos, el artículo perdido se recuperaba.

—Recibí su nota, señor Froyant —dijo el pequeño abogado—, y ahora puedo decirle que no parece que ninguno de esos billetes circule por los canales corrientes —hizo una pausa mientras se humedecía los labios, mirando por encima del señor Froyant—. El «compinche» más importante ha desaparecido, así que no soy injusto en absoluto si menciono la cuestión.

—¿Quién era?

—Brabazon —fue la asombrosa respuesta, y el otro lo miró atónito.

—No se referirá al Brabazon del banco Brabazon, ¿verdad?

—Sí, en efecto —contestó Heggitt, asintiendo—. Y debería añadir que nadie en todo Londres hizo tanto negocio como él con dinero robado. Fíjese: podía pasarlo por su banco sin que nadie lo supervisara y, como realizaba gran parte de su actividad en el extranjero y estaba cambiando y recambiando dinero constantemente para la exportación, no tenía más que enviarlo fuera. Y nosotros sabíamos quién era el cómplice. Al menos, cuando digo que lo sabíamos —se corrigió—, quiero decir que teníamos agudas sospechas. Y, como oficiales del tribunal, nosotros habríamos informado de ello a las autoridades en caso de haber tenido la certeza de que todo era cierto. Pensé que sería mejor venir personalmente a explicarle que la recuperación de ese dinero va a ser una ardua labor. La mayoría de los billetes robados se introduce en los hipódromos, pero una cifra tan considerable va a parar al extranjero, donde es mucho más sencillo cambiarlos y mucho más peliagudo seguir su rastro. ¿Dice usted que fueron los de Círculo Carmesí quienes lo hicieron?

—¿Los conoce? —se apresuró a preguntar Froyant.

El abogado negó con la cabeza.

—No he tenido ningún roce con ellos —dijo—, pero, obviamente, sé lo suficiente sobre ellos para darme cuenta de que son gente inteligente. Parece que ese hombre, Brabazon, ha estado trabajando para ellos, consciente o inconscientemente. En cualquier caso, es posible que encuentren dificultades para deshacerse de los billetes, pues un «perista» de billetes es muy difícil de encontrar. ¿Qué debo de hacer cuando descubra el rastro de los billetes y conozca la identidad de la persona que los pasó?

—Quiero que me lo comunique inmediatamente —dijo Froyant—. A mí y a nadie más. Comprenda que es posible que mi existencia dependa de este asunto, y si el Círculo Carmesí sabe por cualquier medio que estoy tratando de recuperar los billetes, mi vida puede correr grave peligro.

El abogado estuvo de acuerdo.

Al parecer, el Círculo Carmesí le interesaba, ya que tardó en marcharse; y, con asombrosa habilidad, consiguió asediar a su cliente con sus preguntas sin que éste pudiera percatarse de que lo estaba sonsacando.

—Esta gente tiene algo nuevo que los distingue de los demás criminales —dijo—. En Italia, donde prospera la Mano Negra, la exigencia de dinero a la que sigue una amenaza de muerte es bastante común, aunque yo nunca habría imaginado que eso fuera posible en nuestro país. Pero lo más sorprendente es que el Círculo Carmesí se mantenga unido. Yo me inclino a pensar —dijo pensativamente— que detrás de todo esto hay un solo hombre que utiliza un considerable número de personas que no se conocen entre sí, cada uno con una misión que realizar. De otra manera, habría sido traicionado hace ya mucho tiempo: puede continuar su actividad sólo por la circunstancia de que la gente que está a su servicio ignora su identidad.

Cogió su sombrero.

—Por cierto, ¿conoce a Felix Marl? Uno de nuestros clientes, el señor Barnet, ha sido acusado de robar en su domicilio. Tal vez nunca lo haya oído nombrar.

El señor Froyant nunca había oído nombrar a Flush Barnet, pero sí conocía a Marl, y Marl casi le interesaba tanto como al abogado el Círculo Carmesí.

—Sí, yo conocía a Marl. ¿Por qué lo pregunta?

—Un individuo extraño —dijo—. Un tipo notable en muchos aspectos. Pertenecía a una banda implicada en fraudes a bancos franceses. Supongo que usted no lo sabía… Su abogado vino a verme hoy. Por lo visto, ha aparecido una tal señora Marl para reclamar sus bienes y ha contado toda la historia. Él y un hombre llamado Lightman hicieron fortuna en Francia hasta que los cogieron. Marl habría sido enviado a la guillotina de no haber prestado testimonio contra su cómplice. Lightman, según tengo entendido, acabó bajo la cuchilla.

—¡Parece que el señor Marl era un hombre encantador! —dijo el señor Froyant, irónicamente.

El diminuto abogado sonrió.

—¡Todos somos personas encantadoras cuando nos airean los trapos sucios! —dijo el otro, y al señor Froyant le molestó la crítica enunciada, pues él alardeaba de que su vida era un libro abierto. Podría haber añadido, para acercarse más a la verdad, que tal libro era un talonario de cheques.

¡Así que Brabazon era un traficante de billetes robados y Marl un asesino convicto! Froyant se preguntó cómo se las habría arreglado Marl para zafarse de su condena, que debió de ser muy severa, y se sintió aliviado interiormente de que sus relaciones comerciales con el difunto Marl no sufrieran un final más desastroso aún del que en realidad tuvieron.

Froyant se vistió y se marchó a su club para cenar. Al entrar con su coche en Pall Mall, un cartel publicitario iluminado por un farol le recordó amargamente que era cincuenta mil libras más pobre que por la mañana.

—¡Una recompensa de diez mil libras! —murmuró—. ¡Bah! Supongo que ni siguiera Brabazon se atrevería.

Pero él no conocía a Brabazon.

XXV. El inquilino de la casa del río

El señor Brabazon estaba sentado en una fría habitación del piso superior de la casa del río, comiendo lentamente una abundante ración de pan y queso. Aún llevaba puesto el traje de etiqueta que vestía cuando recibió el aviso, y su figura, ataviada con un atuendo tan elegante, resultaba ahora ridícula y deslucida por el polvo y la suciedad. Su camisa blanca estaba gris por la mugre de la casa, había perdido el cuello y su aire general de dejadez se veía confirmado por la barba de varios días que le cubría el rostro.

Terminó su comida, abrió la ventana cuidadosamente para arrojar los restos de pan, descendió por la escalera metiéndose por la trampilla y se dirigió a la amplia cocina situada en la parte trasera de la casa. No tenía jabón ni toalla, pero intentó asearse lo mejor que pudo utilizando uno de los dos pañuelos que había traído consigo en su fuga. Con la excepción de la ropa que llevaba puesta, un abrigo y un sombrero de fieltro que pudo coger en su huida, se hallaba totalmente desprovisto para aquella indeseable aventura.

Casi se habían acabado las provisiones que aquel hombre misterioso le había llevado la noche que siguió a la llegada del banquero a su escondite (había pasado veinticuatro horas sin comer nada, pero, presa de gran agitación, no reparó en ello hasta que aquel extraño llegó con una cesta de comida). En lo que respecta a sus nervios, estaba extenuado. La semana que había pasado en aquel tugurio, sin trato alguno con nadie, sabiendo que la policía lo estaba buscando y que a su captura seguiría automáticamente un largo período de encarcelamiento, había causado estragos en sus apacibles facciones, y el terror de los registros se había sumado a la soledad.

Se había agazapado en una esquina, tras la puerta que daba al otro cuarto, que a su vez comunicaba con la buhardilla, mientras el detective inspeccionaba la estancia. El recuerdo de la visita de Derrick Yale era una pesadilla.

Se acomodó en el destartalado sillón que había encontrado en la casa, preparado para pasar allí otra noche más. El hombre cuyo aviso lo había inducido a huir y a ocultarse debería llegar pronto, y habría de traer más comida. Brabazon dormitaba cuando oyó el sonido de una llave en la cerradura, procedente de la planta baja, y se levantó. Se aproximó de puntillas hasta la trampilla, la levantó y escuchó la voz resonante del desconocido.

—Baje —dijo, y el otro obedeció.

La entrevista anterior había tenido lugar en el pasillo, donde la oscuridad parecía ser más densa que en ningún otro lugar de la casa. Ya estaba acostumbrado a la oscuridad y descendió la desvencijada escalera sin demasiadas dificultades.

—Quédese donde está —dijo la voz—. Le he traído algo de comida y ropa. Encontrará todo lo que necesita. Tendrá que afeitarse y ponerse presentable.

—¿Adónde tengo que ir? —preguntó Brabazon.

—Le he sacado un pasaje en el vapor que zarpa pasado mañana del muelle Victoria con destino a Nueva Zelanda. Encontrará el pasaje y el pasaporte en el maletín. Ahora escuche: tiene que dejarse el bigote, o lo que le haya salido durante estos días, y afeitarse las cejas. Son los rasgos más reconocibles de su rostro.

Brabazon se preguntó cuándo lo habría visto aquel hombre. Mecánicamente, su mano comenzó a palpar sus pobladas cejas, y en su fuero interno no tuvo más remedio que dar la razón al misterioso visitante.

—No le he traído ningún dinero —continuó la voz—, puesto que tiene las sesenta mil libras que le robó a Marl: usted cerró su cuenta, falsificando su firma en un cheque, dando por sentado que yo me encargaría de él…, como en realidad hice.

—¿Quién es usted? —preguntó Brabazon.

—Soy el Círculo Carmesí —respondió el otro—. ¿Por qué me hace esa pregunta? Ya nos habíamos reunido anteriormente.

—Sí, por supuesto —murmuró Brabazon—. Creo que esta casa me está volviendo loco. ¿Cuándo podré abandonar este lugar?

—Puede irse mañana. Espere a que caiga la noche. Su barco no sale hasta la mañana siguiente, pero puede usted subir a bordo mañana por la noche.

—Pero estarán vigilando el barco —objetó Brabazon—. ¿No lo considera demasiado peligroso?

—Usted no corre ningún peligro —fue la respuesta—. Ahora, deme su dinero.

—¿Mi dinero? —dijo Brabazon, pálido y con la voz entrecortada.

—Deme su dinero.

Había un tono siniestro en la voz que hablaba desde las tinieblas y Brabazon, tembloroso, obedeció sin más. Dos grandes fajos de billetes pasaron a las enguantadas manos del visitante, quien, acto seguido, dijo:

—Coja esto.

«Esto» era un fajo más delgado, que los sensitivos dedos del banquero no tardaron en identificar como billetes nuevos.

—Podrá cambiarlos cuando llegue a su destino —dijo el hombre.

—¿No podría irme esta noche? —los dientes de Brabazon estaban castañeteando—. Este sitio me pone los pelos de punta.

El Círculo Carmesí estaba meditando, obviamente, pues tardó un rato en responder.

—Si eso es que lo quiere —dijo—, pero recuerde que es un riesgo para usted. Ahora váyase arriba.

La orden fue autoritaria y tajante y Brabazon obedeció de manera sumisa.

Oyó el sonido de la puerta al cerrarse y, escudriñando a través de las polvorientas ventanas, vio a la tenebrosa sombra caminar por el sendero hasta que se perdió en la oscuridad. A continuación, oyó el chirrido de la verja. El hombre se había ido.

Brabazon buscó a tientas la bolsa que el misterioso hombre le había dejado y, cuando la encontró, la llevó hasta la cocina. Allí pudo encender una luz sin miedo a ser visto, y prendió el cabo de una vela encontrada en el registro de la casa que había hecho durante aquella semana.

Aquel extraño no había exagerado al decir que la bolsa contenía todo lo que necesitaba. No obstante, el primer impulso del banquero fue examinar el dinero que el otro le había dado. Eran billetes nuevos, pero de diversos números y series, sin embargo. Los suyos pertenecían a las mismas series, y también eran nuevos. Los miró con curiosidad: sabía que generalmente los billetes no se emitían en series distintas, y entonces adivinó la razón. El Círculo Carmesí había chantajeado a alguien y había exigido que los billetes no tuvieran numeración correlativa. Dejó el dinero en el suelo y comenzó a cambiarse de ropa.

El Brabazon que cruzó cautelosamente la verja, portando su bolsa, una hora más tarde, era un hombre de singular elegancia. El cambio que había experimentado su rostro tras afeitarse las cejas era tan asombroso, que, cuando a las once de la noche pasó frente a uno de los policías que lo buscaban, no fue reconocido.

Había alquilado una habitación en un hotelito cerca de la estación de Euston y en seguida fue a acostarse. Aquella noche disfrutó de un sueño tranquilo, por primera vez en más de una semana.

Estuvo casi todo el día siguiente en su habitación, pues no quería salir a plena luz del día, pero al anochecer, tras una solitaria cena servida en su sala de estar, salió a tomar el aire. Mientras más confianza iba ganando, más convencido estaba de que podía pasar el examen del detective del barco. Escogió las calles menos frecuentadas y, cuando caminaba cerca del Museo Británico, vio en una cartelera un anuncio recién pegado, deteniéndose a leerlo.

Mientras lo leía, una idea comenzó a tomar forma en su mente. ¡Diez mil libras y amnistía total! El éxito de su huida al amanecer no estaba asegurado, en absoluto; es más, no descartaba que lo descubrieran y, en el mejor de los casos, ¿qué clase de vida le tocaría vivir? Sin duda, la vida de una fiera acosada que el dinero no podría compensar. ¡Diez mil libras y amnistía! Además, nadie sabía nada del dinero que había hurtado de la fortuna de Marl. Por la mañana ingresaría el dinero en un banco e iría derecho a una comisaría de policía, en donde relataría la información que podría conducir a la desarticulación del Círculo Carmesí.

—¡Voy a hacerlo! —dijo en voz alta.

—Me parece algo muy inteligente por su parte.

Aquella voz había sonado a sus espaldas, y Brabazon se dio la vuelta.

Brabazon reconoció al instante a aquel hombrecillo, que había seguido sus pasos con sus zapatos de suela blanda.

—¡Inspector Parr! —jadeó.

—En efecto —contestó el inspector—. Ahora, señor Brabazon, ¿vendrá a dar una vuelta conmigo o va a causar problemas?

Cuando entraban en la comisaría de policía, salió de allí una mujer a la que el pálido Brabazon no llegó a reconocer como antigua empleada suya. Él permaneció en pie dentro de una celda mientras le leían las acusaciones que pesaban sobre su persona, en el frío lenguaje oficial de la orden de detención.

—Puede ahorrarse un montón de problemas, señor Brabazon —dijo el inspector Parr—, contándome toda la verdad. Sé dónde se hospeda, en el hotel Bright, en Euston Road. Llegó tarde ayer por la noche y ha reservado un pasaje a nombre de Thomson en el Itinga, que zarpa hacia Nueva Zelanda del muelle Victoria mañana al amanecer.

—¡Dios santo! —exclamó el estupefacto Brabazon—. ¿Cómo sabe todo eso?

Sin embargo, el inspector Parr no le dio explicaciones.

Brabazon no intentó mentir. Le contó al inspector todo lo que sabía: todo lo que había pasado desde que recibió la llamada telefónica en la que le comunicaron que tenía que esconderse hasta el momento de su arresto.

—De modo que estuvo en la casa todo el tiempo… —dijo el inspector Parr pensativamente—. ¿Cómo pudo escapar a la inspección de Yale?

—¡Oh! ¿Se trataba del señor Yale? —dijo Brabazon—. Pensé que era usted. Había una estancia interior, una pequeña despensa de las que se usaban antes. Me situé tras la puerta y me escondí. Él casi llegó hasta la puerta. Por poco me muero del susto.

—De manera que Yale estaba en lo cierto de nuevo, ¡usted estaba allí! —dijo el inspector, hablando en parte para sí mismo—. Y ahora, ¿qué es lo que piensa hacer, señor Brabazon?

—Voy a contarle todo lo que sé sobre el Círculo Carmesí. Y creo que puedo darle información que conducirán a su detención, pero tendrá que actuar con pericia.

Parr advirtió que estaba recuperando su antigua afectación.

—Ya le he dicho que cambió mis billetes por éstos. Estoy convencido de que lo hizo porque temía que los números estuvieran fichados, pero todos mis billetes pertenecían a la misma serie, la E19, y puedo darle el número de cada uno de ellos —continuó, locuaz—. Él no se habría atrevido a cambiar el dinero que tenía.

—Supongo que era el dinero de Froyant —dijo el inspector Parr—. Continúe.

—No se hubiera atrevido a cambiar los suyos, pero sí cambiará los míos. ¿No se da cuenta de la gran oportunidad que esto le brinda?

El inspector se sentía un poco escéptico. No obstante, una vez que Brabazon fue encerrado en una celda, llamó por teléfono a Froyant y le contó lo que consideró oportuno que debía de saber.

—¿Tiene usted el dinero? —preguntó Froyant con avidez—. Venga a mi casa inmediatamente.

—Con gusto se lo llevaré a su casa —replicó Parr—, pero creo mi obligación informarle de que ese dinero no es suyo, aunque sean los mismos billetes que usted entregó al Círculo Carmesí.

Más tarde, en presencia del señor Froyant, le explicó la situación. Aquel hombre mezquino no hizo esfuerzo alguno por ocultar su desencanto, ya que parecía pensar que, fueran las que fueran las circunstancias en que el dinero había sido recuperado, tenía derecho a reclamarlo. Al cabo de un rato, el inspector Parr consiguió que viera el asunto de un modo más razonable. Froyant hablaba con mucha calma, cuando, de repente, le vino a la mente la pregunta siguiente:

—¿Tiene usted los números de los billetes que Brabazon le dio al otro?

—Son fáciles de recordar —dijo Parr—, todos pertenecen a la misma serie —y comenzó a recitar lo números, mientras Froyant los anotaba rápidamente en su libreta.

XVI. La botella de cloroformo

Thalia Drummond estaba escribiendo una carta cuando le anunciaron un invitado; y, de todas las personas cuya visita pudiera haber esperado Thalia, la de Milly Macroy hubiera sido la última. La joven parecía enferma y abatida, pero no había perdido el contacto con la realidad hasta el punto de no poder admirar el refinado salón al que la propia Thalia la condujo, pues era tarde y su criada ya se había marchado.

—Pero, chica, ¡esto es un palacio! —dijo, al tiempo que contemplaba a Thalia con admiración antagónica—. Tú sí que sabes cómo hacer bien las cosas, mejor que el pobre Flush.

—¿Cómo está el elegante Flush? —preguntó Thalia con descaro.

El rostro de Millie Macroy se oscureció.

—Escúchame bien —dijo con aspereza—. No le permito a nadie que hable de Flush en ese tono, ¿entiendes? Él está donde tendrías que estar. Estabas en el ajo tanto como él.

—No seas tonta. Quítate el sombrero y siéntate. ¡Vaya, Macroy, cuánto tiempo sin verte!

La visitante masculló algo para sus adentros, pero aceptó la invitación.

—Precisamente, he venido a hablarte de Flush —dijo—. Hay rumores de que quieren empaquetarle cargos de asesinato, pero tú sabes que él no ha cometido ningún asesinato.

—¿Qué yo lo sé? ¿Por qué debería saberlo? —preguntó Thalia—. Ni siquiera me enteré de que estaba en la casa hasta que leí los periódicos por la mañana. ¡Una se sorprende de la maravillosa habilidad de la prensa para obtener esa clase de primicias!

Milly Macroy no había acudido allí para hablar de la profesión periodística. Fue directamente al asunto que le interesaba, que era Flush Barnet y sus perspectivas más inmediatas, como Thalia ya había supuesto.

—Drummond, no me voy a pelear contigo —dijo.

—Eso me complace —replicó Thalia—, pero no termino de ver la razón por la que debiéramos pelearnos.

—Puede que la haya y puede que no —dijo la señorita Macroy irónicamente—. La cuestión es ésta: ¿qué vas a hacer por Flush? Tú conoces a todos esos peces gordos, y trabajas para ese cerdo de Yale —dijo, casi silbando—. Fue Yale quien puso a Parr sobre la pista del trabajo de Marisburg Place; Parr no tiene cerebro suficiente como para descubrirlo él solo. ¿Has estado trabajando con Yale todo el tiempo?

—No me hagas reír —dijo Thalia desdeñosamente—. Cierto es que ahora trabajo para Yale, si se le puede llamar trabajo a escribir sus cartas y ordenar su mesa. Pero ¿de qué peces gordos estás hablando? ¿Y qué puedo hacer yo por Flush Barnet?

—Puedes ir a ver al inspector Parr y contarle la vieja historia de siempre —dijo Macroy—. Ya lo tengo todo preparado. Puedes decir que Flush estaba colado por ti, que te vio entrar en la casa, te siguió y después no pudo salir.

—¿Y qué hay de mi juvenil reputación? —replicó Thalia con descaro—. No, Milly Macroy, tenías que haber pensado algo más elegante. Y, en cualquier caso no creo que lo acusen de asesinato, a juzgar por lo que dijo Derrick Yale esta mañana.

Se levantó y comenzó a dar vueltas lentamente por la habitación, con las manos a la espalda.

—Además, ¿qué intereses me unen a mí con tu novio? ¿Por qué tendría que tomarme la molestia de hablar por él?

—Yo te diré por qué.

La señorita Macroy se levantó y, con las manos en jarras, le dirigió una mirada fulminante a Thalia.

—Porque, cuando el caso Brabazon siga adelante, no habrá nada que me impida subir al estrado de los testigos para tirar de la manta sobre cómo hacías dinero fácil cuando eras secretaria de Brab. ¡Vaya, señoritinga! ¡Parece que eso te ha espabilado!

—Cuando el caso Brabazon siga adelante… —dijo Thalia despacio—. ¿Por qué? ¿Acaso han cogido a Brabazon?

—Le echaron el guante anoche —contestó la muchacha triunfante—. Fue Parr quien lo detuvo. Yo estaba en la comisaría haciendo averiguaciones sobre un dinero que Flush había dejado para mí, cuando lo trajeron.

—Brabazon preso —dijo Talía lentamente—. ¡Pobre Brab!

Macroy la contemplaba a través de sus pestañas entrecerradas. Nunca le había gustado Thalia Drummond, y ahora la odiaba. También le tenía miedo: había algo siniestro en aquella extraña frialdad. A continuación, Thalia habló.

—Haré lo que pueda por Flush Barnet —dijo—. No porque tenga miedo de que subas al estrado de los testigos (de toda la sala de justicia, ése es el lugar en donde te sentirías más incómoda, Macroy), sino porque ese pobre diablo es inocente del asesinato.

Milly Macroy tragó saliva al oír aquella descripción de su amado.

—Hablaré con Yale mañana por la mañana. No estoy segura de que sirva para algo, pero hablaré con él sin rodeos, en cuanto me brinde una oportunidad.

—Gracias —contestó Milly Macroy, con un poco más de cortesía. A continuación, comenzó a alabar el apartamento en un lenguaje convencional.

Thalia se lo fue enseñando habitación por habitación.

—¿Qué hay en este cuarto?

—La cocina —contestó Thalia, sin hacer el menor intento de abrir la puerta. La chica la miró con suspicacia.

—¿Tienes ahí a algún amigo? —preguntó, y, antes de que Thalia pudiera detenerla, ella había abierto la puerta y penetrado en la estancia.

La cocina era pequeña y estaba vacía. La luz estaba encendida, algo que sugirió a la señorita Macroy que Thalia había dejado la cocina para responder a su llamada.

Thalia estuvo a punto de sonreír ante la obvia decepción en el rostro de Macroy, pero su sonrisa se esfumó cuando Macroy fue hasta el fregadero y cogió una botella.

—¿Qué es esto? —dijo, mientras leía la etiqueta.

La botella estaba medio llena de un líquido incoloro, y la señorita Macroy no intentó destaparla. La etiqueta le había dicho todo lo que quería saber.

—«Cloroformo y éter» —leyó, al mirar a la otra—. ¿Para qué has usado el cloroformo?

El desconcierto de Thalia apenas duró un segundo; después, comenzó a reír.

—Verás, Macroy —titubeó—, cuando pienso en el pobre Flush Barnet, preso en la cárcel de Brixton, tengo que meterme algo en el cuerpo para quitármelo de la cabeza.

Milly dejó la botella sobre la mesa de un golpe y resopló.

—Eres mala persona, Thalia Drummond, y uno de estos días te despertarán a las ocho de la mañana para preguntarte si tienes algún mensaje para tus amigos.

—Y yo contestaré —dijo Thalia dulcemente—: «Entiérrenme junto a Flush Barnet, el eminente ladrón».

La señorita Milly Macroy no encontró una respuesta adecuada hasta que no estuvo en Marylebone Road, y entonces cayó en la cuenta de que Thalia Drummond no le había prometido nada durante toda la entrevista.

XXVII. La madre del señor Parr

Cuando Jack Beardmore se enteró del arresto de Brabazon, se dirigió inmediatamente a la jefatura de policía para ver al señor Parr.

Allí se encontró con que el excelente caballero se había ido a casa.

—Si se trata de algo importante, señor Beardmore —dijo el oficinista de servicio—, lo encontrará en su domicilio de la avenida Stamford.

Aparte del natural interés por el Círculo Carmesí y todo lo relacionado con él, Jack no tenía especial interés en ver al inspector; además, Derrick Yale le había contado por teléfono todo lo que se sabía del asunto, o todo lo que podía contarle.

—Parr cree que este arresto puede tener resultados importantes —le había dicho Yale—. No, no he visto a Brabazon, pero acompañaré al inspector mañana por la mañana cuando vaya a visitarlo.

Aparentemente, Yale también resultaba inaccesible; había dado a entender que aquella noche se había comprometido a ir al teatro, de modo que Jack se encaminó a su casa. Se había deshecho de su coche, porque sentía la necesidad de hacer ejercicio para gastar así sus energías y, mientras tomaba un atajo hacia la casa para atravesar el lúgubre parque, se sorprendió a sí mismo preguntándose por el tipo de vida doméstica que llevaría el señor Parr. Nunca le había hablado de su familia, y su existencia fuera de la jefatura de policía era un misterio casi tan grande como el que estaba tratando de desentrañar él.

Jack se preguntó dónde estaría la avenida Stamford. Había llegado a un claro en mitad del parque desierto, cuando le pareció oír pasos a su espalda, y volvió la cabeza. No era una persona nerviosa y, normalmente, el sonido de alguien caminando tras él no lo habría alarmado lo suficiente como para hacerle retroceder.

El sendero bordeaba en ese tramo una densa fila de rododendros y no había nadie a la vista. Jack continuó su camino, acelerando el paso.

No volvió a oír más pasos, pero, al mirar a su alrededor, vio a un hombre caminando junto al sendero, por la hierba. Cuando Jack se detuvo, el hombre hizo lo mismo. No sabía qué hacer: si retar al desconocido lo colocaría en una posición ridícula, pues no había razón alguna para que un buen ciudadano no pudiera dar un paseo por el parque al anochecer, o caminar tras él dejando una distancia prudencial, al final hizo.

Poco después pudo distinguir frente a él una figura que se desplazaba con parsimonia, y escuchó el andar inconfundible de un policía que realizaba su ronda.

Para su propio asombro, Jack se sintió aliviado y, cuando miró en derredor, la figura que lo había seguido había desaparecido. Jack trató de reconstruir sus impresiones: quienquiera que hubiera sido su perseguidor, era de baja estatura. Al principio, había pensado que era un niño; quizás se tratara de un pobre mendigo que estaba armándose de valor para acercarse a pedirle dinero con que pagarse una cama. Le parecía absurdo sentirse contento por haber abandonado el parque y hallarse caminando por una calle bien iluminada, pero ésa era la realidad.

Se acercó a un policía para preguntarle.

—¿La avenida Stamford? Aquel autobús de allí lo llevará, o también puede coger un taxi, que lo acercará en diez minutos.

Jack tardó un buen rato en decidirse a coger un taxi. Al señor Parr le podía molestar con razón una intrusión en su intimidad hogareña, y realmente Jack no tenía ninguna excusa que ofrecer. No obstante, decidiéndose de una vez por todas, llamó a un taxi, y poco después se encontraba frente a la puerta de la casita del señor Parr, atormentado por las mismas dudas y recelos.

Fue el mismo Parr quien le abrió la puerta.

Naturalmente, su cara carecía de expresión, y no mostró sorpresa o enfado por la llegada de aquel tardío visitante.

—Entre, señor Beardmore —dijo—. Acabo de llegar y estoy cenando. Supongo que usted ya ha cenado hace rato.

—No quisiera interrumpirlo, señor Parr. Simplemente estoy muy interesado en la noticia de que usted había detenido a Brabazon, y se me ocurrió venir.

El inspector lo estaba conduciendo hacia el comedor, cuando súbitamente se detuvo.

—¡Dios Santo! —exclamó.

Jack intentó adivinar qué podía haber sobresaltado tanto al inspector.

—¿Le importa esperar aquí?

Era la primera vez, desde que Jack conocía al policía, que lo notaba incómodo.

—Primero tengo que decirle a una tía mía que vive conmigo quién es usted —dijo Parr—. No está acostumbrada a las visitas. Soy viudo, ya sabe, y es ella quien se ocupa de las tareas domésticas.

Se apresuró a entrar en el comedor, cerrando la puerta tras él, y Jack sintió que comenzaba a contagiársele una parte de la incomodidad del señor Parr.

Pasó un minuto, quizás dos. Jack escuchó un movimiento apresurado, tras lo cual Parr abrió la puerta.

—Pase, por favor —el rubor de su rostro había aumentado—. Siéntese y perdóneme por haberle hecho esperar, se lo ruego.

La estancia en la que se encontraban estaba amueblada con gusto, y Jack se recriminó en su fuero interno haberse esperado otra cosa.

La tía de Parr era una marchita dama de maneras indolentes, y parecía producirle a Parr una gran ansiedad: no le quitaba ojo mientras ella se movía por la habitación y difícilmente podía hablar sin que él la interrumpiera, siempre con mucha educación, pero siempre en tono muy terminante.

La cena del inspector estaba dispuesta sobre una bandeja y estaba casi acabando cuando Jack había llamado a la puerta.

—Espero que disculpe todo este desorden que tenemos, señor…

—Beardmore —dijo Jack.

—Nunca lo recordará —murmuró el inspector.

—No puedo mantener tan bien el orden como lo hace madre —dijo ella.

—Claro que no, claro que no, tía —se apresuró a decir Parr—. Está un poco ida —murmuró—. Y ahora, dígame, señor Beardmore, ¿qué quiere saber?

Jack, riendo, se excusó por su visita.

—El Círculo Carmesí es un asunto tan complicado que, cada vez que aparece una nueva figura en escena, sospecho que es el líder de la organización —dijo—. ¿Piensa que el arresto de Brabazon puede ayudarnos en algo?

—No lo sé —contestó Parr con parsimonia—. Existe la posibilidad de que Brabazon nos sea de gran ayuda, desde luego que sí. Por cierto, he dejado a uno de mis hombres vigilándolo, y he dado instrucciones para que el carcelero no entre en la celda bajo ninguna circunstancia.

—Piensa en Sibly, el marinero que fue envenenado, ¿verdad?

Parr asintió.

—¿No cree, señor Beardmore, que ése fue uno de los asesinatos más misteriosos del Círculo Carmesí?

Parr hizo la pregunta en tono serio, pero había un leve destello en sus ojos que Jack no tardó en percibir.

—¿Bromea usted? ¿Por qué? Pienso que, en efecto, fue misterioso, ¿usted no?

—Mucho —respondió el inspector—. En lo que a mí respecta, opino que el envenenamiento de Sibly será un factor mucho más determinante que el arresto de Brabazon, cuando finalmente el Círculo Carmesí sea desarticulado.

—Preferiría que no hablaras de crímenes y criminales —dijo con fastidio la tía del señor Parr—. John, eres totalmente insoportable. Quizás le hubiera gustado a madre…

—Claro que sí, tía, claro que sí, lo siento mucho —se apresuró a decir Parr, y, cuando ella hubo abandonado la estancia, la curiosidad de Jack se impuso a su discreción.

—Madre parece haber sido un verdadero dechado de virtudes —dijo con una sonrisa, preguntándose a continuación si no había dado un faux pas.

La alegre respuesta de Parr le devolvió la confianza.

—Sí, un verdadero dechado de virtudes; ya no vive con nosotros.

—¿Es su madre, señor Parr?

—No, mi abuela —contestó Parr, ante la atónita mirada de Jack.

XVIII. Un disparo en la noche

El inspector Parr debía rondar los cincuenta años y Jack hizo un rápido cálculo en torno a la edad de aquella abuela tan asombrosa, capaz de interesarse por el crimen y de cuidar de la casa.

—Debe ser una dama realmente admirable —dijo—, y supongo que hasta podría haberse interesado por el asunto del Círculo Carmesí.

—¡Interesado! —rió el señor Parr—. Si madre fuera tras los pasos del Círculo Carmesí, disfrutando de la misma autoridad que yo, todos ellos estarían entre rejas esta noche en la comisaría de la calle Cannon. Pero como no es así —hizo una pausa—, están en libertad.

Durante el tiempo que estuvo hablando, a Jack le daba vueltas la cabeza tratando de desentrañar por qué aquella habitación le transmitía una impresión de desaliño, a pesar de su aparente orden. Sin embargo, pronto hubo de interrumpir Jack el curso de sus cavilaciones, pues el inspector estaba extraordinariamente comunicativo. Incluso llegó a relatarle a Jack todas las cosas desagradables que le había dicho el comisario.

—Naturalmente, en la jefatura de policía están bastante inquietos debido a la continuación de los crímenes —dijo Parr—. No habíamos tenido nada parecido desde hace medio siglo. Así pues, no creo que se haya producido semejante orgía de destrucción desde los tiempos de Jack el Destripador. Quizás le interese saber también, señor Beardmore, que el Círculo Carmesí, sea quien sea, es la primera organización criminal verdaderamente eficaz a la que hemos tenido que enfrentarnos en los últimos cincuenta años. Las bandas delictivas son instituciones corrompidas y, como su seguridad depende del sentido del honor que presuntamente todos los delincuentes poseen y con el que yo nunca me he topado, el juego no les dura mucho. No obstante, el Círculo Carmesí es un hombre que, obviamente, no confía en nadie. No puede ser traicionado por la sencilla razón de que nadie se encuentra en la situación de poder hacerlo. Incluso los miembros menores de la banda no pueden delatarse entre sí, puesto que no se conocen los unos a los otros, ni de nombre, ni de vista; de eso estoy seguro.

Continuó relatando otros interesantes casos en los que había intervenido, y eran ya casi las once y media cuando Jack se levantó al tiempo que reiteraba sus disculpas.

—Lo acompañaré hasta la puerta. Su coche le espera ahí, ¿verdad?

—No —dijo Jack—. He venido en taxi.

—Humm… Creo haber visto un coche aparcado frente a la puerta. Ninguno de los vecinos tenemos coche, así que debe ser el coche de algún médico.

Abrió la puerta y, tal y como había dicho, había un coche negro aparcado junto al bordillo.

—Me parece haberlo visto antes —dijo, dando un paso al frente. En ese momento brotó un fogonazo del lóbrego interior del vehículo, se produjo un disparo ensordecedor y el inspector Parr cayó en los brazos de Jack para acabar finalmente en el suelo. Un segundo después el coche aceleraba calle arriba; iba sin luces y desapareció tras la esquina antes de que las puertas de la calle se abrieran, dando paso a los alarmados vecinos.

Un policía llegó corriendo por la acera, y entre él y Jack levantaron al inspector y lo introdujeron en el comedor de su casa. Por fortuna, la tía de Parr se había ido a dormir y no oyó ni se percató de nada.

El inspector Parr abrió los ojos y parpadeó.

—Eso ha sido un golpe bajo —dijo, con una mueca de dolor. Se palpó cuidadosamente el interior del chaleco y extrajo un trozo de plomo aplastado—. Me alegro de que no haya utilizado una automática.

El inspector sonrió al ver la estúpida expresión de asombro en el rostro de Jack.

—Sólo hay tres personas que llevan un chaleco antibalas: el caballero del Círculo Carmesí, la primera; yo, la segunda —hizo una pausa—, y Thalia Drummond es la tercera, según tengo entendido.

No volvió a hablar durante un rato; luego le dijo a Jack:

—¿Podría llamar a Derrick Yale? Creo que se va a llevar una sorpresa considerable.

Aquella profecía se quedó corta.

Derrick Yale llegó media hora después del disparo con tales prisas que su aspecto sugería que se había puesto el traje encima del pijama. Escuchó la historia que le contó Parr, y después dijo:

—Espero que no se ofenda, inspector —dijo Yale, riéndose—, pero en mi lista de personas que el Círculo Carmesí pueda tener en su punto de mira usted ocupa la última posición.

—Gracias —dijo Parr, mientras se aplicaba cuidadosamente una cataplasma en la magulladura del pecho.

—No pretendía ser descortés, sólo quería decir que un reto de esa magnitud a la policía es lo último que me esperaba de ellos —Yale frunció el ceño pensativo—. No lo entiendo —dijo, como si estuviera hablando consigo mismo—. No comprendo por qué ella quería saberlo. Me refiero a Thalia Drummond: me preguntó esta mañana cuál era su dirección —dijo—. Tengo entendido que su dirección no consta en la guía telefónica ni en el directorio local.

—¿Qué le dijo usted?

—Le respondí con evasivas, pero acabo de acordarme de que ella tiene acceso a mi agenda, y podría haberlo descubierto sin arriesgarse a preguntármelo. No entiendo por qué no procedió de esa manera.

Jack suspiró profundamente.

—¿Acaso está sugiriendo que ha sido la señorita Drummond quién realmente disparó, Yale? Porque, de ser así, es una sugerencia ridícula. Oh, bueno, sé qué es lo que va a decir: ella es muy mala y ha sido declarada culpable de pequeños y miserables delitos, ¡pero eso no la convierte en una asesina!

—Tiene usted mucha razón —replicó Yale, tras una pausa—. Estoy siendo injusto con la muchacha y creo que no es un buen comienzo si quiero darle sinceramente una oportunidad. Por cierto, Parr, quería verlo esta noche —se sacó del bolsillo una tarjeta que depositó sobre la mesa, justo delante suyo—. ¿Cómo le parece que va a afectar a sus nervios?

—¿Cuándo la recibió?

—La tenía en el buzón, pero, curiosamente, no la vi hasta que salía a toda prisa para buscar un taxi que me trajera hasta aquí. ¿No resulta extraordinario?

La tarjeta tenía un símbolo bastante familiar para los dos hombres, pero Jack se estremeció ante la sola visión de aquel Círculo Carmesí. En el interior del círculo estaba escrito lo siguiente:

«Está usted al servicio de un bando abocado a la derrota. Sírvanos a nosotros y recibirá diez veces más. Continúe con su actividad actual y morirá el día cuatro del próximo mes».

—Eso le da sólo diez días —dijo Parr con gesto serio y, ya fuera por el dolor que sufría o por excitación, pareció perder repentinamente el color—. Diez días —murmuró.

—Obviamente, no doy el menor crédito a esta amenaza —dijo Yale alegremente—. Pero he de confesar que desde la desagradable experiencia de mi oficina, casi les atribuyo poderes sobrenaturales.

—Diez días —repitió el detective—. ¿Ha hecho planes? ¿Dónde habría estado el día cuatro del próximo mes?

—Es curioso que lo pregunte —dijo Yale—. Había planeado bajar a Deal a pescar. Un amigo me iba a dejar su lancha motora y pensaba pasar la noche en el Canal; en realidad, había decidido ir ese día.

—Puede hacer todos los planes que quiera, Yale, pero no va a ir a pescar solo —dijo Parr enfáticamente—. Y ahora ya pueden esfumarse los dos. Den gracias al Cielo de que mi tía no se haya despertado, ¡y de que madre no esté aquí!

Lo último estaba dirigido a Jack, que sonrió dando muestras de haber comprendido la alusión del detective.

XXIX. El «Círculo Rojo»

Froyant se jactaba de no fiarse de nadie de modo absoluto y, aunque confiaba en el abogado hasta cierto punto, sólo sus conocidas relaciones con personas de dudosa reputación ya habrían bastado para advertirlo de depositar una confianza sin reservas en su agente.

Habían pasado dos noches desde el atentado contra el inspector Parr cuando el pequeño abogado visitó a su cliente, que se hallaba en un estado de gran excitación. Había dado con la pista de uno de los billetes con serie nueva que Brabazon había entregado al Círculo Carmesí.

—Ahora estamos tras una buena pista, señor Froyant, y, si continuamos en esa dirección, no cabe duda de que encontraremos al cambista original.

Sin embargo, en ese punto el señor Froyant se mostró firme. No podía, ni quería, dejar por completo el asunto en manos de aquel hombre. Quizás la firma especializada Heggitt lo hubiera llevado hasta aquí, pero continuaría la búsqueda por medio de otra agencia. De esta forma, o con unas cuantas palabras más, se lo hizo saber al abogado.

—Lamento profundamente que no me permita continuar con esto —dijo un Heggit muy decepcionado—. Me había comprometido personalmente a hacer esta búsqueda y le puedo asegurar que en este momento sólo unos pocos pasos separan al hombre que descubrimos a través del dinero y a la persona que usted está buscando.

Froyant lo sabía tan bien como el abogado.

Jack Beardmore había dicho una gran verdad cuando indicó que aquel hombre tan miserable no quedaría satisfecho hasta que hubiera recuperado todo el dinero que había perdido. Aquello constituía para él un estímulo constante: el origen de estos pensamientos le causaba una excitación que no lo dejaba dormir por las noches y una extraña sensación de desesperanza por las mañanas.

Así, Harvey Froyant estaba muy bien equipado para proseguir las investigaciones hasta el final, ahora que ya le habían abierto el camino. Había amasado su considerable patrimonio comprando y vendiendo tierras en todos los países del mundo. Había logrado reunir una fortuna de siete cifras sin ningún capital inicial, gracias a su participación personal en los negocios. Claro que no había logrado todo esto quedándose en una oficina y confiando en subalternos: tuvo que hacer innumerable desplazamientos, investigaciones pertinaces y afanosos sondeos en la vida privada de los gestores; una particularidad que, sin saberlo, había compartido con James Beardmore.

De modo que Froyant se ocupó de su propio caso con diligencia, y no informó de sus intenciones ni a Yale ni a Parr.

Como Heggitt había dicho, resultó bastante sencillo seguir la pista del billete, al menos durante tres etapas. Las investigaciones del señor Froyant lo condujeron sucesivamente a un cambista del Strand, a una oficina de turismo y finalmente a un banco muy respetable. Allí recibió numerosas atenciones, pues era la sucursal de uno de los bancos con el que mantenía relaciones comerciales.

Durante tres días fisgoneó, preguntó, investigó en libros (incluso en los que no tenía ningún derecho a hurgar) y, lenta pero concienzudamente, llegó a una conclusión. Ni siquiera el director del banco, quien le facilitó el acceso a cuentas privadas, algo que le habría valido una reprimenda por parte de sus superiores, conocía exactamente su objetivo concreto, o contra quién estaba realizando sus indagaciones.

Al día siguiente por la mañana, Froyant partió apresuradamente hacia Francia. Estuvo sólo dos horas en París y la noche lo sorprendió de camino al Sur. Llegó a Toulouse a las nueve de la mañana siguiente; allí, la suerte se puso de su lado una vez más, ya que un importante funcionario de la ciudad había actuado como intermediario suyo en una compra realizada unos años atrás.

Monsieur Brassard le brindó una entusiasta bienvenida que el señor Froyant desdeñó, pues sabía que su antiguo agente actuaba con la esperanza de iniciar un nuevo negocio y percibir otra comisión. Éste parecía ser el caso, pues su interés se redujo cuando se enteró del objeto de la visita.

—Personalmente, no me conciernen esos asuntos —dijo, negando con la cabeza—, ya que, aunque soy abogado, mi querido señor Froyant, el ejercicio de mi actividad no me relaciona con la corte criminal —se acarició la barba, con gesto meditabundo—. En verdad, recuerdo muy bien a Marl…, a Marl y a otro hombre, un inglés, según creo.

—¿Un hombre llamado Lightman?

—Sí, así se llamaba el otro. ¡Fue muy gracioso, sí! —hizo una mueca de disgusto—. Naturalmente, es una historia corriente —continuó—. Aquellos hombres eran unos canallas. Uno le disparó al cajero y al vigilante del banco de Nimes y sus nombres quedaron asociados a dos asesinatos aquí, en Toulouse. Sí, recuerdo sus nombres muy bien, ¡y el terrible incidente!

—¿Qué terrible incidente? —preguntó con curiosidad el señor Froyant.

—Ocurrió cuando estaban conduciendo a Lightman a la guillotina. Creo que nuestros verdugos estaban borrachos, puesto que la cuchilla no funcionó. Dos o tres veces cayó, pero apenas llegó a rozarle el cuello. Y cuando los horrorizados espectadores intervinieron —ya sabe que los franceses son muy impulsivos—, se habría producido un motín si no se hubieran vuelto a llevar al prisionero a la cárcel. Sí, el Círculo Rojo se escapó de la cuchilla.

—¿El qué? —dijo Froyant casi gritando.

El señor Brassard lo miró con la boca abierta.

—¡Vaya! ¿Qué le pasa, monsieur? —preguntó, mirando de reojo la alfombra manchada.

—¡El Círculo Rojo! ¿Qué quiere decir? —preguntó Froyant, trémulo de excitación.

—Se trataba de Lightman —afirmó Brassard, atónito por el efecto que sus palabras habían producido—. Era su nombre público. Pero seguramente mi recepcionista sepa más del asunto: él se interesó por el caso, al contrario que yo.

Pulsó un timbre y entró un anciano.

—¿Recuerdas el Círculo Rojo, Jules?

El anciano Jules asintió.

—Muy bien, monsieur. Estuve presente en la ejecución, ¡qué horror! —dijo, alzando las dos manos en un gesto muy expresivo.

—¿Por qué lo llamaban el Círculo Rojo? —preguntó Froyant.

—Debido a unas señales —el hombre se pasó el índice alrededor del cuello—. Alrededor de su cuello, monsieur, él tenía un círculo rojo. Eran unas manchas en la piel, y ya antes de la ejecución corría la leyenda de que ninguna cuchilla podría tocarlas jamás, puesto que aquellas marcas estaban embrujadas. Yo me inclino a pensar que era una señal de nacimiento, pero lo cierto es que, de camino a la ejecución, me encontré con muchas personas, mi amigo Thiep por ejemplo, que estaban seguras de que aquella ejecución no iba a realizarse. Creo que se habrían mostrado más razonables si hubieran tenido la misma confianza en que el verdugo y sus ayudantes estarían borrachos —añadió Jules—, y hubieran sabido que la noche anterior habían montado la cuchilla tan mal que no podría funcionar de ninguna manera.

El señor Froyant respiraba ahora aceleradamente.

Poco a poco se estaba revelando la verdad y Froyant podía ver en ese instante la trama en conjunto.

—¿Qué fue del Círculo Rojo?

—No lo sé —dijo Jules, encogiéndose de hombros—. Lo enviaron a una de las prisiones de la isla, pero Marl fue liberado por delatar a su cómplice. Hace tiempo oí que Lightman se había fugado, pero no supe cuánto de verdad habría en ello.

Como Froyant ya había supuesto, Lightman había escapado. Empleó aquel día en una febril búsqueda de cuantos documentos hubiera disponibles, hizo una visita a un fiscal y terminó aquellas doce horas tan agotadoras en el despacho del alcaide de una prisión, examinando fotografías.

Puede decirse que aquella noche el señor Harvey Froyant se fue a dormir en el hotel Anglais con una absoluta sensación de satisfacción, con el añadido placer de haber triunfado donde el policía más sagaz había fracasado. El secreto del Círculo Carmesí había dejado de ser un secreto.

XXX. Froyant se ve obligado a callar

La visita de Harvey Froyant a Francia no había pasado desapercibida, y tanto Derrick Yale como Parr habían sido informados de su partida; también era el caso del Círculo Carmesí, si es que el telegrama enviado por Thalia Drummond llegó a su destino.

Curiosamente, los telegramas y mensajes que Thalia enviaba fueron la excusa para que Yale se personara en la jefatura de policía, precisamente la misma tarde en que el señor Froyant regresaba triunfante de Francia.

Cuando Parr regresó a su oficina, encontró al detective sentado frente a la mesa del inspector, deleitando a una reducida pero selecta audiencia de oficiales de policía con una exhibición de sus curiosos poderes.

En este aspecto, su habilidad era asombrosa. A partir de un anillo que uno de los inspectores le había entregado, no sólo le contó al perplejo propietario su propia historia, sino que también, para mayor confusión del oyente, un pequeño secreto sobre su vida privada.

Cuando Parr entró, su ayudante le tendió un sobre sellado. Le echó un vistazo a la dirección escrita con caracteres de imprenta y luego lo puso sobre la mano que Yale tenía extendida.

—¿Y quién dice usted que lo envió? —preguntó, y Yale soltó una carcajada.

—Un hombre pequeñito con una absurda barba amarilla; tiene una voz nasal y lleva una tienda.

Poco a poco se dibujó una sonrisa en el rostro de Parr.

Yale añadió:

—Y esta vez no se trata de psicometría, porque da la casualidad de que sé que procede del señor Johnson, de Mildred Street.

Yale se rió entre dientes ante la vacía expresión del inspector Parr y, cuando se quedaron solos, le explicó:

—He podido enterarme de que usted ha descubierto el lugar al que se mandaban todos los mensajes del Círculo Carmesí. Yo, por el contrario, he estado al corriente de su existencia durante mucho tiempo, y he leído todos los mensajes enviados al Círculo Carmesí.

El señor Johnson me contó que usted estaba investigando y le pedí que le diera una detallada explicación en el sobre que usted le remitió.

—¿De modo que ha sabido de su existencia todo el tiempo? —preguntó Parr lentamente.

Derrick Yale asintió.

—Sé que los mensajes enviados al Círculo Carmesí iban dirigidos a este pequeño vendedor de periódicos y que un muchacho iba a buscarlos todos los días a primera y última hora. Para mí es humillante confesar que nunca he sido capaz de descubrir a la persona que se los roba del bolsillo.

—¿Se los roba del bolsillo? —repitió Parr, y Yale disfrutó del misterio.

—El chico tiene instrucciones de meterse las cartas en el bolsillo y de ir a la concurrida High Street. En el trayecto alguien se las quita sin que él se dé cuenta.

El inspector Parr se sentó en la silla que Yale había ocupado y se frotó la barbilla.

—Es usted un hombre asombroso —dijo—. ¿Qué más ha descubierto?

—Lo que ya sospechaba desde hacía tiempo: que Thalia Drummond se comunica con el Círculo Carmesí y que le ha suministrado toda la información que ha podido reunir.

Parr movió la cabeza.

—¿Y qué piensa hacer al respecto?

—Ya le dije hace tiempo que ella nos llevaría hasta el Círculo Carmesí —dijo Yale con calma—, y estoy seguro de que más tarde o más temprano mis predicciones se harán realidad. Hace casi dos meses persuadí a nuestro amigo, el que lleva la tienda de periódicos adonde van dirigidas las cartas, de que me permitiera echar un primer vistazo a todas las misivas dirigidas a Johnson. Me costó un poco convencerlo, porque nuestro vendedor de periódicos es un hombre muy honesto, una persona muy recta, pero mi experiencia me dijo, y seguramente la suya también, que basta sugerir a alguien que está prestando su ayuda a la justicia para inducirlo a cometer las deslealtades más indignantes. Me tomé la libertad de insinuarle, sin llegar a decirlo explícitamente, que yo pertenecía al cuerpo de policía; espero que no le importe.

—A veces pienso que usted debería estar en el cuerpo —dijo Parr—. ¿De manera que Thalia Drummond está en contacto con el Círculo Carmesí?

—Voy a mantenerla a mi servicio, por supuesto —dijo Yale—. Cuanto más cerca la tenga, menos peligrosa será.

—¿Por qué se ha ido Froyant al extranjero? —preguntó Parr.

El otro se encogió de hombros.

—Tiene muchos contactos comerciales en el extranjero y probablemente esté cerrando un trato. Posee aproximadamente un tercio de los viñedos de la Champagne. Supongo que ya lo sabía usted…

El inspector asintió. Por una u otra razón, se hizo un silencio entre los dos. Cada uno estaba ocupado con sus propias cavilaciones, y el señor Parr pensaba en Froyant en particular, preguntándose por qué había ido a Toulouse.

—¿Cómo se ha enterado de que Froyant ha ido a Toulouse? —preguntó Derrick Yale.

Aquélla era una pregunta tan inesperada y resultó ser una continuación tan asombrosa de sus propios pensamientos, que Parr se sobresaltó.

—¡Dios mío! —dijo—. ¿Puede usted leer los pensamientos?

—A veces —dijo Yale con gesto adusto—. Yo pensaba que había ido a París.

—Ha ido a Toulouse —dijo el inspector lacónicamente, sin dar explicaciones de cómo se había enterado.

Posiblemente, nada de lo que Yale había hecho antes, ninguna demostración de sus dotes que realizara, había desconcertado tanto al apacible inspector Parr como esta exposición de la transferencia de los pensamientos; se alarmó, e incluso se asustó. Aún estaba profundamente desconcertado cuando llegó una llamada telefónica de Harvey Froyant.

—¿Es usted, Parr? Quiero que venga a mi casa. Traiga con usted al señor Yale. Tengo que comunicarles algo muy importante.

El inspector Parr colgó el auricular pausadamente.

—Y ahora, ¿qué diablos es lo que sabe? —dijo, hablando para sí mismo, mientras que los ojos de Yale, que no habían dejado de observar al inspector mientras hablaba, brillaron durante un instante con un extraño destello.

* * *

Thalia Drummond ya había dado cuenta de una frugal cena y se estaba ocupando de la doméstica labor de zurcir una media. Su otra tarea, que no pertenecía al ámbito doméstico pero que resultaba mucho más apremiante, era evitar pensar en Jack Beardmore. En algunas ocasiones, su recuerdo había llegado a convertirse en una intensa agonía y, ya que los momentos de quietud y soledad como aquél eran los más proclives a ese tipo de meditaciones, Thalia abandonó su trabajo. Cuando había comenzado a buscar algo nuevo que la mantuviera distraída, sonó el timbre de la puerta.

Era el repartidor de aquel distrito, que traía un paquete rectangular muy similar a una caja de zapatos.

Aquel paquete iba dirigido a ella y tenía su dirección escrita en caracteres de imprenta. El corazón de Thalia comenzó a agitarse cuando se dio cuenta de quién lo enviaba. Regresó a su dormitorio, cortó la cinta y abrió la caja. En la parte superior había una carta que se apresuró a leer. Era del Círculo Carmesí y decía:

«Usted sabe cómo entrar en casa de Froyant. Hay una entrada en el jardín que comunica con el refugio a prueba de bombas, situado bajo su estudio. Consiga entrar, llevando consigo el contenido de la caja, y espere en la habitación subterránea hasta que yo le dé nuevas instrucciones».

Thalia sacó el contenido de la caja. El primer objeto era una amplia manopla que casi le llegaba hasta el codo. Era un guante de hombre para la mano izquierda. El otro objeto que contenía la caja era un largo cuchillo de punta muy cortante, con guarda en forma de taza. Lo tocó cuidadosamente, palpando el borde, que estaba afilado como una cuchilla. Estuvo sentada durante largo tiempo, contemplando el arma y la manopla. Después se levantó, fue hasta el teléfono y marcó un número. Esperó un buen rato, hasta que el operador le dijo que no recibiría respuesta.

A la nueve en punto miró el reloj. Eran ya más de las ocho y no tenía tiempo que perder. Introdujo el cuchillo y la manopla en un gran bolso de cuero, se envolvió en una capa y salió.

Media hora después, Derrick Yale y el señor Parr subían la escalinata de la residencia de Froyant, donde fueron recibidos por un criado. La primera cosa que Yale advirtió fue que el pasillo estaba muy iluminado; todas las luces del recibidor estaban encendidas e incluso lucían todas las bombillas del rellano de la escalera. Se trataba de una situación curiosa, si se conocía la tacañería del señor Froyant. Por lo general, se contentaba con una luz tenue en el vestíbulo, permaneciendo a oscuras toda habitación de la casa que no se estuviera utilizando.

La biblioteca comunicaba con la entrada principal; la puerta estaba totalmente abierta y los visitantes observaron que estaba tan bien iluminada como el vestíbulo. Harvey Froyant estaba sentado frente a su escritorio; una sonrisa iluminaba su fatigado rostro y, pese a todo su cansancio, cada gesto y la más mínima variación en su voz expresaban su profunda autocomplacencia.

—Bien, caballeros —dijo casi jovialmente—, voy a darles una pequeña información que, en mi opinión, les sorprenderá y divertirá —se frotó las manos mientras se reía entre dientes—. Acabo de llamar al comisario jefe, Parr —dijo, escudriñando al corpulento inspector—. En casos de estas características, a uno le gusta andar sobre seguro. Les podría ocurrir cualquier cosa a ustedes dos, caballeros, al salir de esta casa, y no podemos compartir nuestro pequeño secreto con muchas personas. ¿Por qué no se quitan los abrigos? Voy a contarles una historia que nos llevará algún tiempo.

En ese momento sonó el teléfono y ambos contemplaron sin moverse cómo Froyant descolgaba el auricular.

—Sí, sí, coronel —dijo—. Tengo algo trascendental que contarle. ¿Le importa que le llame yo en un par de segundos? ¿Seguirá ahí? Bien —volvió a colgar el auricular y vieron que era presa de la indecisión, pues estaba frunciendo el ceño. Después dijo—: Si no les importa pasar a la otra habitación y cerrar la puerta, creo que voy a hablar con el coronel ahora. No quiero anticipar el ambiente que estoy creando.

—Por supuesto —dijo el señor Parr dirigiéndose a la puerta.

Derrick Yale dudaba.

—¿Se trata de algo sobre el Círculo Carmesí?

—Ya se lo diré —dijo el señor Froyant—. Concédame sólo cinco minutos y le daré una emocionante sorpresa.

Derrick Yale se echó a reír y Parr, que ya se encontraba en el recibidor, sonrió con simpatía.

—Es muy difícil sorprenderme —dijo Derrick Yale.

Salió de la biblioteca y descansó un instante con la mano puesta en el borde de la puerta.

—Y después me parece que le podré contar algo sobre su joven amiga Drummond —dijo—. Sé que ella no es precisamente su debilidad, pero este pequeño detalle puede que le interese tanto como la historia que Froyant está a punto de contarnos.

Parr vio a Yale sonreír y supuso que Froyant habría refunfuñado algo poco cortés en referencia a Thalia Drummond.

Yale cerró la puerta suavemente.

—Me preguntó qué clase de revelación está a punto de hacernos, Parr —musitó el otro pensativo—. ¿Y qué diablos tendrá que decirle a su coronel?

Los dos entraron en la sala de enfrente, que también estaba bien iluminada.

—Todo esto no es normal, ¿verdad, Steere? —dijo Derrick Yale, que ya conocía al mayordomo.

—No, señor —contestó el imponente mayordomo—. El señor Froyant no es, por lo general, tan extravagante en asuntos de iluminación. Pero me dijo que quería todas las luces encendidas esta noche y que no estaba dispuesto a correr ningún riesgo, aunque no entiendo bien lo que quería decir con ello. Yo jamás le había visto hacer nada igual. Lleva dos revólveres cargados en el bolsillo, y eso es, con diferencia, lo que más me extraña, pues el señor Froyant aborrece las armas de fuego.

—¿Cómo sabe que lleva dos revólveres? —preguntó Parr bruscamente.

—Porque yo se los cargué —replicó el mayordomo—. Yo estuve en la caballería voluntaria, y entiendo de armas. Uno de los revólveres es mío.

Yale silbó y miró al inspector.

—Parece como si ya supiera la identidad del Círculo Carmesí, pero esperara una visita —dijo—. Por cierto, ¿tiene algunos hombres a mano?

Parr asintió.

—Dejé a un par de detectives en la calle; les dije que estuvieran cerca por si hacían falta —dijo Parr.

No podían oír la voz del señor Froyant al teléfono, pues la casa estaba sólidamente construida y sus paredes eran muy gruesas.

Pasó media hora, y Yale comenzó a impacientarse.

—Steere, ¿sería tan amable de preguntarle si necesita vernos? —dijo, pero el mayordomo negó con la cabeza.

—No estoy autorizado a interrumpirlo, señor. Quizás uno de ustedes dos, caballeros, podría entrar. Los criados nunca entramos, a menos que se requiera nuestra presencia.

Parr ya estaba saliendo de la habitación y un instante después había abierto la puerta del estudio de Harvey Froyant. Las luces seguían encendidas y no albergaba ninguna duda de lo que había pasado un segundo después de que sus ojos cayesen sobre aquella figura, derrumbada hacia atrás en su sillón. Harvey Froyant estaba muerto. El mango de un cuchillo sobresalía de su costado izquierdo, un cuchillo con la guarda en forma de taza. Sobre el estrecho escritorio había una manopla de cuero manchada de sangre.

Fue el sobresaltado grito de Parr lo que hizo que Derrick Yale se precipitara en el interior de la biblioteca. El rostro de Parr estaba tan lívido como el de la Parca mientras mantenía fija la mirada sobre la trágica figura echada sobre la silla. Ninguno de los dos pronunció palabra.

Finalmente, Parr dijo:

—Llame a mis hombres. Nadie puede abandonar esta casa. Dígale al mayordomo que reúna a todos los sirvientes en la cocina y que los mantenga allí.

Parr grabó en su mente cada detalle de la habitación. Sobre los grandes ventanales, que daban a un cuadrado de césped en la parte posterior de la casa, colgaban gruesas cortinas de terciopelo. Parr las corrió. Tras ellas estaban los postigos, con todos sus cerrojos debidamente echados.

¿Cómo habían asesinado a Harvey Froyant?

Su escritorio estaba frente a la chimenea: se trataba de un estrecho escritorio de estilo jacobino, que cualquier persona hubiera rechazado por su acusada estrechez; no obstante, era uno de los muebles favoritos del difunto financiero.

¿Desde dónde se había acercado el asesino? ¿Desde atrás? El cuchillo había sido hundido en el costado hacia abajo, y la hipótesis de que hubieran cogido a Froyant por sorpresa era, cuanto menos, plausible. Pero ¿por qué la manopla? El inspector Parr la cogió con cautela. Era una manopla de cuero, como las que usan los conductores, y estaba desgastada por el uso.

El siguiente movimiento del inspector fue llamar al comisario de policía y, como había sospechado, el coronel estaba a la espera de recibir la llamada de Harvey Froyant.

—Entonces, ¿él no lo llamó a usted?

—No, ¿qué ha sucedido?

Parr le resumió en pocas palabras todo lo que había pasado y escuchó al otro lado de la línea las frases casi incoherentes que la furia hacía decir a su jefe. A continuación, colgó el auricular y fue al vestíbulo, donde estaban apostados sus hombres.

—Me dispongo a registrar todas las dependencias de la casa —dijo.

Esta tarea le llevó media hora; luego, volvió junto a Derrick Yale.

—¿Y bien? —preguntó Yale con impaciencia.

Parr sacudió la cabeza.

—Nada —dijo—. No hay nadie en la casa que no tenga derecho a estar aquí.

—¿Cómo entraron en la habitación? El pasillo estuvo vacío en todo momento, salvo cuando Steere nos condujo a la sala de enfrente.

—Puede que haya una trampilla en el suelo —sugirió Yale.

—No hay trampillas en los suelos de las salas de estar del West End de Londres —refunfuñó Parr.

No obstante, un nuevo registro sacó a la luz un resultado sorprendente. Retirando una de las esquinas de la alfombra, descubrieron una pequeña trampilla, y el mayordomo explicó que, durante la guerra, cuando los ataques aéreos nocturnos se convirtieron en suceso frecuente, el señor Froyant había ordenado construir un refugio de hormigón a prueba de bombas en el espacio de una antigua bodega. Se accedía a él gracias a unas escaleras que salían del estudio.

Parr bajó las escaleras con una palmatoria en la mano y se encontró en un pequeño cuarto cuadrangular con aspecto de celda. Había una puerta, que estaba cerrada con llave, pero encontraron una llave maestra en los bolsillos del difunto Froyant. Tras la primera puerta había otra, de acero, que los condujo al exterior.

Las casas de la calle compartían una parcela común de césped y arbustos.

—Es perfectamente posible entrar en la casa usando la puerta que hay al fondo del jardín —dijo Yale—. Yo diría que el asesino utilizó este camino.

Comenzó a alumbrar el suelo con su lámpara eléctrica. De repente, se agachó y comenzó a examinarlo cuidadosamente.

—Aquí hay una huella reciente —dijo—, ¡y es de mujer!

Parr miró por encima del hombro de Yale.

—No cabe duda alguna al respecto —dijo—, es reciente.

Y, repentinamente, dio un paso atrás.

—¡Oh, Dios mío! —jadeó aterrorizado—. ¡Qué artimaña tan diabólica!

Yale acababa de advertir que se trataba de la huella de Thalia Drummond.

XXXI. Thalia contesta a unas cuantas preguntas

Derrick Yale se hallaba sentado, con la cabeza apoyada en las manos, releyendo el periódico. Había leído ya una docena aquella mañana y, uno por uno, los iba dejando a un lado cuando terminaba su lectura para abrir el siguiente.

—«Ante las narices de la policía» —leyó en voz alta—. «Incompetencia en la jefatura de policía» —negó con la cabeza—. La prensa de la mañana le está haciendo pasar un mal rato a nuestro pobre amigo Parr —dijo, mientras apartaba uno de los diarios—, y, no obstante, su incapacidad para impedir el crimen fue similar a la mía o a la suya, señorita Drummond.

Thalia Drummond no tenía muy buen aspecto aquella mañana: las sombras circulares que se dibujaban bajo sus ojos y el aire de apatía que la envolvía contrastaban con su habitual y alentador optimismo.

—Si uno entra en el juego, está expuesto a recibir golpes, ¿no es verdad? —dijo fríamente—. La policía no puede hacer siempre lo que le dé la gana.

Yale la miró con curiosidad.

—No es usted una admiradora entusiasta de los métodos policiales, ¿verdad, señorita Drummond?

—A decir verdad, no mucho —replicó ella, mientras dejaba ante él una pila de cartas—. No esperará que preste mi testimonio sobre la eficacia de la jefatura de policía, ¿verdad?

Yale rió con suavidad.

—Es usted una chica sorprendente —dijo—. A veces pienso que nació sin compasión alguna. Trabajó usted para Froyant, ¿no es cierto?

—Sí —dijo ella secamente.

—¿Y vivió en su casa durante algún tiempo?

Ella no contestó, pero mantuvo fijos sus ojos grises en los de Yale.

—Sí, viví en su casa durante algún tiempo —terminó por admitir—. ¿Por qué me pregunta eso?

—Me preguntaba si conocía la existencia de la habitación subterránea —dijo Derrick Yale sin mucho tacto.

—Claro que conocía la existencia de la habitación. El señor Froyant no mantenía en secreto su ingenio previsor. Me dijo una docena de veces cuánto le había costado —añadió la chica, con una leve sonrisa.

Yale reflexionó un instante.

—¿Dónde solía guardar las llaves que abrían la puerta del refugio a prueba de bombas?

—En el escritorio del señor Froyant. ¿Está sugiriendo que he tenido acceso a ellas o que estoy implicada en el asesinato de anoche?

Yale se echó a reír.

—No estoy sugiriendo nada —dijo—. Simplemente pregunto y mi curiosidad es natural, ya que usted parece saber más sobre la casa que la mayoría de sus actuales habitantes. ¿Cree usted que sería posible levantar la trampilla sin hacer ruido?

—Por supuesto —contestó ella—. La trampilla funciona mediante un sistema de contrapesos. ¿Va a contestar a alguna de esas cartas?

Yale dejó a un lado la pila de cartas.

—¿Qué hizo anoche, señorita Drummond?

Esta vez el método elegido fue más directo.

—Pasé toda la tarde en mi casa —dijo.

Thalia había cruzado las manos a la espalda, y aquella curiosa rigidez que Yale ya había advertido antes tensaba su figura.

—¿Pasó usted toda la tarde y toda la noche en casa? —preguntó el otro sin rodeos.

Ella no contestó.

—¿No es verdad que salió usted a las ocho y media, llevando un pequeño paquete?

De nuevo, Thalia no respondió.

—Uno de mis hombres la vio accidentalmente —dijo Derrick Yale—, y después la perdió de vista. ¿Dónde pasó el resto de la tarde? No regresó a casa hasta las once de la noche.

—Fui a dar un paseo —dijo Thalia Drummond con descaro—. Si me proporciona un mapa de Londres, trataré de reconstruir el recorrido que realicé.

—Suponga que una parte de ese recorrido ya se ha reconstruido…

Thalia entrecerró los ojos.

—En ese caso —dijo tranquilamente—, creo que podré ahorrarme la molestia de decirle adónde fui.

—Ahora escúcheme bien, señorita Drummond —dijo, inclinándose sobre la mesa—. Estoy totalmente seguro de que en el fondo usted no es una asesina. Es una palabra estremecedora y, en cierto sentido, fea. No obstante, hay circunstancias sospechosas sobre sus movimientos durante la última noche que aún no he revelado al señor Parr.

—Estar bajo sospecha es una condición normal en mí —dijo—. Además, como usted sabe tanto, es del todo innecesario que yo le cuente nada más.

Yale la miró, pero ella le mantuvo la mirada sin pestañear.

—Verdaderamente —concluyó Yale, encogiéndose de hombros—, pienso que no importa dónde estuvo usted anoche.

—Casi me inclino a compartir su opinión —se burló ella, y regresó a su despacho y a su máquina de escribir.

«Una personalidad extraordinaria», pensó Yale. Por lo general, las mujeres no le interesaban demasiado, pero Thalia Drummond era un caso fuera de lo normal. Su belleza no despertaba en él ningún interés especial: sabía que era preciosa, del mismo modo que sabía que la puerta de su oficina era marrón y que un sello de un penique era de color rojo.

Yale volvió a coger uno de los diarios para releer algunos de los comentarios sobre la ineficacia de la policía que aparecían en él. Poco después, tal y como esperaba, Parr entró en la estancia con cierta brusquedad, desplomándose en el sillón.

—El comisario me ha pedido que presente la dimisión —dijo con voz casi jovial, para sorpresa de Yale—. No estoy molesto, ya traté de retirarme cuando mi hermano me dejó todo su dinero.

Era el primer indicio que Derrick Yale recibía de que el señor Parr fuera relativamente rico.

—¿Y qué va a hacer? —preguntó Yale.

Parr sonrió.

—En las oficinas gubernamentales, cuando a uno se le exige la dimisión, dimite —dijo secamente—. Pero mi dimisión no será efectiva hasta finales del próximo mes. Tengo que esperar y ver qué le sucede a usted, amigo mío.

—¿A mí? —preguntó el sorprendido Yale—. ¡Oh! ¿Se refiere a esa amenaza de despacharme el día cuatro? Déjeme ver, creo que sólo me quedan dos o tres días de vida —rió irónicamente, a la vez que echaba un vistazo al calendario—. No creo que tenga que esperar para eso. Bromas aparte, ¿por qué dimitir, después de todo? ¿Cree que si yo hablara con el comisario…?

—Le haría tanto caso como si oyera cantar a un coro de pulgas —dijo el señor Parr—. De hecho, no me va a apartar del caso hasta que mi dimisión sea efectiva y tengo que darle las gracias a usted por ello.

—¿A mí?

El compacto inspector se reía en silencio.

—Le dije que su vida le es tan preciada al país que yo tengo la obligación de seguir en mi puesto necesariamente hasta que haya garantizado su supervivencia, es decir, hasta la fecha fatal —dijo Parr.

En ese momento, Thalia Drummond hizo su aparición con otra pila de cartas.

—Buenos días, señorita Drummond.

El inspector alzó los ojos para mirar a la muchacha.

—He estado leyendo algunos comentarios sobre usted esta mañana —dijo Thalia con descaro—. Se está convirtiendo usted en una figura muy popular, señor Parr.

—Cualquier cosa sirve para hacer un poco de publicidad —murmuró el inspector sin resentimiento alguno—. No obstante, hace mucho que no veo su nombre en los periódicos, señorita Drummond.

La alusión a la comparecencia que Thalia tuvo que hacer ante el tribunal pareció divertirla mucho.

—Ya tendré ocasión, con el tiempo —dijo—. ¿Qué noticias tenemos sobre el Círculo Carmesí?

—La última novedad —dijo Parr con parsimonia—, es que toda la correspondencia dirigida al Círculo Carmesí a través de Mildred Street tendrá que enviarse a otra parte en el futuro.

Parr advirtió el cambio de expresión en el rostro de la muchacha. Sólo se produjo durante un instante, pero al señor Parr le produjo una honda satisfacción.

—¿Van a abrir oficinas en la ciudad? —preguntó, recuperándose con rapidez—. No veo la razón por la que no podrían hacerlo. Parece que actúan a placer, y no entiendo por qué no pueden ocupar ese elegante edificio, con ascensores y carteles luminosos… ¡No! No creo que debieran usar carteles luminosos, porque ¡la policía los vería!

—El sarcasmo en una mujer joven —dijo el señor Parr con tono severo— no sólo resulta improcedente, ¡es casi indecoroso!

Yale escuchaba encantado aquel diálogo. Si ya lo sorprendía la muchacha, había momentos en que el inspector llegaba a superarla. Aquel hombre obstinado podía esgrimir un toque de malicia singular cuando se lo proponía.

—¿Dónde estuvo ayer por la noche, señorita Drummond? —preguntó Parr, con la mirada en el suelo.

—En la cama, soñando —respondió Thalia.

—Entonces, debió de caminar en sueños cuando deambulaba por la parte posterior de la casa de Froyant sobre las nueve y media —sugirió el inspector.

—Con que se trata de eso, ¿eh? —dijo Thalia—. ¿Encontró mis delicadas pisadas en el jardín? El señor Yale ya me lo ha estado insinuando. No, inspector, fui a dar un paseo nocturno por el parque. La soledad resulta inspiradora.

Parr continuaba contemplando la alfombra con atención.

—Bueno, cuando vaya a pasear por el parque, jovencita, manténgase a cierta distancia del señor Beardmore. La última vez que lo siguió usted, ¡le dio un susto de muerte!

Esta vez Parr había hecho diana. El rostro de Thalia se volvió de color carmín y sus delicadas cejas se fruncieron.

—El señor Beardmore no se asusta fácilmente; además, además…

Repentinamente se dio la vuelta y salió de la habitación. Cuando el señor Parr, tras conversar un poco más con Yale, salió también al despacho exterior, ella levantó la mirada y frunció el entrecejo.

—¡Hay ocasiones, inspector, en que verdaderamente lo odio! —dijo con vehemencia.

—Me sorprende usted —replicó el inspector Parr.

XXXII. Un viaje al campo

La jefatura de policía estaba en entredicho. La desagradable profusión de páginas que los periódicos habían dedicado a la última de las tragedias asociadas al Círculo Carmesí, los debates parlamentarios propuestos por la prensa, no menos que las conferencias a puerta cerrada que estaban teniendo lugar en la jefatura de policía y las reservas de los colegas de trabajo del señor Parr, constituían una serie de siniestras señales que el comisario no había dejado de tener en cuenta.

No había periódico que no hubiera publicado una lista completísima de los delitos imputados al Círculo Carmesí, y ninguno dejaba de mencionar directamente el hecho irrefutable de que, desde el inicio de la actividad del Círculo, el inspector Parr había estado al frente de los diversos casos.

Pidió permiso para ir a investigar a Francia, y le fue concedido. Durante los pocos días que duró su ausencia, sus superiores comenzaron a hacer los preparativos para nombrar a su sucesor. Parr sólo contaba con un amigo dentro de la jefatura, y, curiosamente, se trataba del coronel Morton, el comisario que estaba a cargo del departamento de Parr.

Morton defendió su causa, pero sabía que era una batalla perdida desde el principio. En este aspecto contaba con la ayuda de Derrick Yale, que se personó muy temprano en la jefatura de policía y dio todo tipo de detalles con objeto de exonerar a su colega.

—El mero hecho de que yo estuviera presente en la casa y de que yo fuera contratado para proteger la vida del señor Froyant ya libera al señor Parr de gran parte de la responsabilidad —adujo Yale.

El comisario se recostó en su sillón y cruzó los brazos.

—No quiero herir sus sentimientos, señor Yale —dijo con franqueza—, pero usted no existe oficialmente y me temo que nada de lo que diga va a ayudar al señor Parr. Tuvo su oportunidad; a decir verdad, tuvo muchas oportunidades, pero las dejó escapar.

Justo cuando Yale se disponía a marcharse, el comisario le hizo señas para que se quedara.

—Creo que usted puede arrojar un poco de luz sobre cierto asunto, señor Yale —dijo—. Me refiero al asesinato del hombre que disparó al señor Beardmore; estoy seguro de que lo recordará: el marinero Sibly.

Yale asintió, y volvió a sentarse en el asiento que había ocupado.

—¿Quién estaba en la celda cuando ustedes le tomaban declaración?

—El señor Parr, un agente taquígrafo y yo.

—¿Era hombre o mujer? —preguntó el comisario.

—Era un hombre. Creo que formaba parte de su departamento. Eso es todo lo que sé. Bueno, el carcelero vino una vez o dos; es más, se presentó aquí cuando nosotros estábamos dentro y trajo el agua, que luego resultó estar envenenada.

El comisario abrió una carpeta y escogió un pliego de entre los muchos documentos que contenía.

—Aquí está la declaración del carcelero —dijo—. Le voy a ahorrar los preliminares, pero esto es lo que dice —prosiguió el comisario. Se puso las gafas y comenzó a leer:

«El prisionero estaba sentado en la cama. El señor Parr se sentaba frente a él y el señor Yale estaba de pie, dando la espalda a la puerta de la celda, que estaba abierta cuando yo entré. Llevaba una taza de hojalata con agua que había llenado en un grifo específicamente instalado para proveer de agua potable. Recuerdo que tuve que dejar la taza para acudir a la llamada de otro calabozo. A mi parecer, no era posible que alguien manipulara la taza, si bien es verdad que la puerta que daba al patio estaba abierta. Cuando entré en la celda, el señor Parr cogió la taza, la dejó en una repisa cercana a la puerta y me dijo que no los interrumpiera».

—¿Se da cuenta de que no hace referencia al taquígrafo? ¿Cree usted que fue contratado en aquel lugar?

—Estoy casi seguro de que pertenecía a su departamento.

—Tengo que preguntarle a Parr sobre el asunto —dijo el comisario.

El señor Parr (que ya había regresado de Francia), cuando fue interrogado por teléfono, admitió que el taquígrafo era un habitante del pueblo, a quien él mismo había elegido después de hacer algunas preguntas entre la gente de la localidad. En la confusión que siguió a la muerte de Sibly, Parr había pasado por alto descubrir la identidad de aquel individuo. Le habían proporcionado una transcripción a máquina de las declaraciones de Sibly y el inspector recordaba vagamente haberle pagado por el trabajo realizado. Aquello fue todo lo que Parr pudo decirle al comisario, cuya información sobre el asunto no fue ampliada en absoluto.

Yale esperó mientras la conversación telefónica estaba en curso y, cuando el coronel terminó, dedujo por su gesto de insatisfacción que la información de Parr no le resultaba muy valiosa.

—¿Usted no recuerda a aquel hombre?

Yale negó con la cabeza.

—Me dio la espalda la mayor parte del tiempo —dijo—. Se había sentado junto a Parr.

El comisario murmuró algo sobre aquel flagrante descuido y después dijo:

—No me sorprendería que su taquígrafo fuera un agente del Círculo Carmesí. Contratar a un hombre para realizar una labor tan importante sin que pueda dictaminarse su identidad constituye una grave negligencia que casi raya en lo penal. Sí, Parr ha fallado —suspiró—. Lo siento, por muchas razones. Yo lo aprecio mucho. Obviamente, Parr es uno de esos anticuados oficiales de policía que fingen despreciar ustedes, los brillantes detectives que no pertenecen al cuerpo, y él no tiene habilidades extraordinarias, aunque fue un detective muy notable tiempo atrás. Pero tendrá que marcharse. Es algo que ya se ha decidido. Puedo decírselo a usted porque ya se lo he dicho a Parr. Y lo lamento de todo corazón.

Aquello no constituía ninguna novedad para Yale, como tampoco para el último recluta de la jefatura de policía.

Parr, sin embargo, parecía ser la persona menos preocupada. Continuó con su rutina como si desconociera que estaba a punto de producirse un gran cambio en su posición. Incluso fue la amabilidad personificada cuando tuvo que verse con su sucesor, el cual se presentó a echar un vistazo a la oficina que ocuparía en breve.

Una tarde, se encontró casualmente con Jack en el parque y a Jack le chocó el buen ánimo del compacto hombrecillo.

—Bueno, inspector —dijo Jack—, ¿estamos más cerca del final?

Parr asintió.

—Creo que sí —dijo—. De mi final.

Aquélla fue la primera noticia definitiva que Jack recibió sobre el retiro del inspector.

—Pero ¿de verdad va a irse? Tiene usted todos los hilos en sus manos, señor Parr. Ellos no pueden estar tan locos como para deshacerse de usted en un momento tan crítico, a menos que hayan abandonado toda esperanza de capturar a ese canalla.

El señor Parr pensó que «ellos» habían perdido la esperanza hacía mucho tiempo, pero la actitud de la jefatura de policía era un tema que no estaba dispuesto a tratar.

Jack quería ir a su casa de campo. No había visitado el lugar desde la muerte de su padre y no habría ido de no ser porque había surgido la necesidad de revisar las rentas de algunas granjas. Puesto que aquel asunto no se podía solucionar desde la ciudad y había otras cuestiones que requerían su atención, decidió pasar una noche en aquel sitio que, además de la evocación de la tragedia, le traía a la mente recuerdos igual de desagradables.

—De modo que se marcha al campo —dijo Parr pensativamente—. ¿Solo?

—Sí —contestó Jack, y, adivinando los pensamientos de Parr, añadió con entusiasmo—: ¿Por qué no me acompaña en calidad de huésped? Me encantaría que viniera usted, si pudiera, pero supongo que la investigación del Círculo Carmesí lo retendrá en la ciudad.

—Creo que se las arreglarán muy bien sin mí —dijo el señor Parr con brío—. Sí, creo que me gustaría ir con usted. No he estado en la casa desde la muerte de su pobre padre, y me apetece dar un paseo por allí de nuevo.

Parr pidió un permiso adicional de dos días, y la jefatura, que gustosamente hubiera prescindido de sus servicios por el resto de su existencia, se lo concedió.

Como Jack partía aquella noche, el inspector se fue a casa, metió sus cosas en una bolsa Gladstone y fue a reunirse con él a la estación.

Ni el tiempo ni las carreteras aconsejaban un viaje en coche y, finalmente, el señor Parr estuvo de acuerdo en que sería más cómodo hacer el viaje en tren.

Había dejado una nota dirigida a Yale, en la que le decía adónde iba, y al pie añadió:

«Es posible que surjan circunstancias que requieran mi presencia en la ciudad. No dude en mandarme llamar si así fuera».

Teniendo en cuenta esta posdata, el posterior comportamiento del señor Parr fue un tanto extraño.

XXXIII. Los carteles

El señor Parr no le resultó a Jack muy divertido como compañero de viaje. En efecto, había llevado consigo una pila de periódicos, en cada uno de los cuales leía religiosamente cuantos comentarios había acerca del Círculo Carmesí. Su anfitrión quedó asombrado al ver que aquel hombre tan flemático parecía sentir placer leyendo los poco lisonjeros comentarios hacia su persona que llenaban los diarios. Jack no pudo evitar hacérselo notar.

El inspector depositó el periódico sobre sus rodillas y se quitó sus gafas de montura de acero.

—No lo sé —dijo—. Las críticas nunca han causado daño a nadie; un hombre sólo se irrita por esas historias cuando sabe que se ha equivocado. Y, como resulta que yo sé que tengo razón, no me importa en absoluto lo que puedan decir de mí.

—¿Piensa usted que tiene razón, en realidad? ¿En qué sentido? —preguntó Jack movido por la curiosidad. No obstante, Parr no parecía inclinado a ofrecer información alguna a este respecto.

Llegaron a la pequeña estación y recorrieron en coche las tres millas que separaban la vía férrea de la sombría mansión que había hecho las delicias de James Beardmore cuando vivía.

El mayordomo de Jack, que había llegado antes para ocuparse de todo lo concerniente a la comodidad de su señor, le entregó un telegrama al señor Parr apenas habían traspasado el umbral de la puerta.

Parr contempló primero el anverso del sobre y luego el reverso.

—¿Cuándo ha llegado esto?

—Hace unos cinco minutos. Un mensajero en bicicleta lo trajo del pueblo.

El inspector rasgó el sobre y extrajo el telegrama. Lo firmaba Derrick Yale, y rezaba así:

«Regrese a Londres inmediatamente. Acontecimiento muy importante».

Parr extendió el mensaje al joven sin mediar palabra.

—Entonces tendrá que marcharse, por supuesto. Es un auténtico fastidio. No hay un tren hasta las nueve en punto —dijo Jack, desilusionado ante la perspectiva de perder a su compañero.

—No pienso irme —dijo Parr, tranquilamente—. No hay nada en el mundo capaz de forzarme a hacer otro viaje en tren esta noche. Sea lo que sea, tendrá que esperar.

La actitud de Parr hacia sus obligaciones no acababa de encajar con la percepción que Jack tenía del carácter del inspector. A decir verdad, estaba secretamente decepcionado, aunque en el fondo también se encontraba complacido de poder compartir con el señor Parr su primera noche en la casa, cuyas estancias parecían contar con su propio fantasma particular.

Parr volvió a leer el telegrama.

—Debe haberlo enviado cuando aún no hacía ni media hora que partimos de la estación —dijo—. Hay teléfono aquí, ¿verdad?

Jack asintió y Parr fue a iniciar una conferencia a larga distancia. Pasó un cuarto de hora hasta que el tintineo de una campanilla anunció que podía empezar a hablar.

Jack oyó su voz desde el vestíbulo y, a continuación, vio llegar al detective.

—Como ya había imaginado —dijo—, el telegrama era falso. Acabo de hablar con el amigo Yale.

—Entonces, ¿ya había supuesto que el telegrama era falso?

El señor Parr asintió.

—Me estoy convirtiendo en un adivino casi tan bueno como el señor Yale —dijo el detective, de muy buen humor.

Pasó toda la tarde introduciendo al joven en los misterios del piquet, juego en el que Parr era un consumado maestro. Seguramente no hay ningún otro juego de cartas para dos jugadores más fascinante que éste y para Jack fue una velada tan grata que se sorprendió, cuando miró el reloj, al reparar en que era medianoche.

La habitación que se le asignó al inspector era la que había ocupado en vida James Beardmore. Se trataba de un dormitorio amplio y espacioso que contaba con tres grandes ventanales. De noche, al igual que el resto de la casa, se iluminaba mediante un sistema de acetileno que James Beardmore había mandado instalar.

—Por cierto, ¿dónde va a dormir usted? —dijo, mientras se paraba en el umbral de su puerta, tras haberle deseado buenas noches.

—En la habitación contigua —dijo Jack.

Parr asintió, cerró la puerta tras él y echó el cerrojo.

Oyó cerrarse la puerta de Jack y comenzó a quitarse parte de su indumentaria. No hizo intento alguno de desnudarse, sino que sacó de su desvencijado maletín una vieja bata, se envolvió en ella, apagó la luz y se acercó a los ventanales para descorrer las cortinas.

La noche era bastante clara: la iluminación exterior le permitió regresar hasta la cama, en la que se tumbó, cubriéndose con la colcha. Existe un método (uno de los menos conocidos) por el que aquellas personas aquejadas de los casos más graves de insomnio pueden conciliar el sueño: consiste en tratar de mantener los ojos abiertos en la oscuridad.

El señor Parr sólo consiguió dormir poniéndose de lado y mirando fijamente el ventanal más cercano, que había dejado entreabierto.

Aún no había amanecido cuando se levantó repentinamente y, sin hacer ruido, se acerco de puntillas a la ventana más próxima. Había oído un débil rechinar, un sonido similar al que hacen los automóviles cuando se deslizan suavemente por el pavimento, al que había seguido un profundo silencio. Parr se dirigió al lavabo y se lavó la cara con agua fría, secándosela después con calma. A continuación regresó a la ventana, acercó una silla y se sentó allí para poder abarcar en su totalidad la avenida que conducía a la casa.

Tuvo que esperar casi media hora para ver una oscura silueta que emergía furtivamente de las sombras de los árboles para volver a desaparecer de nuevo en la penumbra más densa. Volvió a vislumbrarla en el instante en que aquella figura escapó de su campo visual para introducirse en la sombra que proyectaba la casa. El inspector salió de su habitación sin hacer ruido y, tras cruzar el descansillo, bajó las escaleras. La puerta principal de la casa tenía echados varios cerrojos y pasó algún tiempo antes de que Parr pudiera abrirla. Cuando salió, en medio de la noche, no había nadie a la vista.

El inspector se deslizó sigilosamente a lo largo del sendero que corría paralelo a la casa, sin hallar intruso alguno. Se encontraba de nuevo en la entrada principal cuando escuchó el sonido de un motor que se desvanecía gradualmente: el visitante nocturno se marchaba. Parr volvió a cerrar la puerta principal, echó todos los cerrojos y regresó a su dormitorio. Aquella visita lo desconcertaba: estaba claro que aquel hombre, quienquiera que fuera, no había visto al señor Parr ni tampoco había sido consciente de que lo estaban observando. El visitante debió marcharse poco después de llegar.

El misterio de la visita no se desveló hasta que Parr bajó a desayunar a la mañana siguiente. Jack estaba de pie frente a la chimenea, leyendo un papel arrugado que parecía haber sido arrancado del lugar en que lo habían pegado. Su tamaño era similar al de un pequeño cartel, escrito a mano con caracteres de imprenta. Antes de saber su contenido, Parr supo que se trataba de un mensaje del Círculo Carmesí.

—¿Qué piensa de esto? —preguntó Jack, volviéndose ante la llegada del detective—. Hemos encontrado una docena de estos carteles pegados o clavados en los árboles de la avenida, ¡y éste estaba pegado bajo mi ventana!

El detective leyó:

«La deuda de su padre aún no nos ha sido pagada. La consideraremos abonada si persuade a sus amigos Yale y Parr de que cesen en sus actividades».

Debajo, escrito en caracteres más pequeños, evidentemente añadidos después, se leía lo siguiente:

«No haremos más demandas a particulares».

—De modo que estaba pegando carteles —dijo Parr, de manera abstraída—. Ya me extrañaba a mí que llegara y se fuera tan pronto.

—¿Lo vio usted? —preguntó Jack sorprendido.

—Solo alcancé a verlo fugazmente. Yo sabía que iba a aparecer, desde luego, pero esperaba consecuencias más sorprendentes —dijo el detective.

Parr desayunó sin decir palabra, salvo para contestar sucintamente a las preguntas que Jack le formulaba. Y durante el paseo que los dos dieron posteriormente por el prado, expresó lo siguiente:

—Me pregunto si saben el gran aprecio que le tiene usted a Thalia Drummond.

Jack se sofocó.

—¿Por qué me pregunta eso? —dijo, con un ápice de ansiedad—. No estará sugiriendo que pueden vengarse en Thalia, ¿verdad?

—Si eso les sirviera para sus propósitos, liquidarían a Thalia con la misma facilidad con la que yo hago esto —el inspector chasqueó los dedos.

El inspector Parr dio por terminada la conversación al detenerse y volver sobre sus pasos.

—Ya es suficiente —dijo.

—Pensaba que quería llegar hasta la puerta de la estación…, por el camino que recorrió Marl hasta la casa aquella mañana.

Parr negó con la cabeza.

—No, simplemente quería estar seguro del camino que siguió para aproximarse a la casa. ¿Podría mostrarme el lugar en que tan repentinamente se sintió indispuesto?

—Claro que sí —dijo Jack de buena gana, pero preguntándose las razones de todo aquello—. Fue mucho más cerca de la casa; en rigor, puedo mostrarle el lugar exacto, pues precisamente recuerdo que tropezó, se salió del sendero y pisó un rosal joven. Aquélla es la planta…, o la que el jardinero puso en su lugar.

Jack señaló el rosal y Parr asintió varias veces con su gran cabeza.

—Esto es muy importante —dijo, y se aproximó hasta el lugar en que el rosal había sido pisoteado—. Sabía que estaba mintiendo —dijo para sí mismo, más bien—. No se puede ver la terraza desde aquí. Marl me contó que vio a su padre en la terraza en el mismo momento en que sufrió su pequeña crisis, y mi primera impresión fue que la visión de su padre había sido la causa de su terror.

Parr le dio a Jack algunos detalles de la conversación que había tenido con Marl antes de su muerte.

—Yo podría haber corregido eso —dijo Jack—. Mi padre pasó toda la mañana en la biblioteca y no salió hasta que no comenzamos a subir las escaleras que conducen a la terraza.

Parr, cuaderno de notas en mano, dibujaba un tosco boceto. A su izquierda tenía el sólido edificio de Sedgwood House; justo enfrente de él se hallaban los jardines, rodeados de una ligera valla de metal para evitar que el ganado pudiera acceder a las flores. Esta cerca terminaba en la puerta que Marl tuvo que atravesar. A la derecha había una agrupación de arbustos, en cuyo centro destacaban los llamativos colores de una sombrilla de jardín.

—A mi padre le gustaba mucho ese conjunto de matorrales —explicó Jack—. Soplan vientos fuertes por aquí, incluso en los días más calurosos, y uno puede refugiarse en ese seto. Papá solía pasarse muchas horas leyendo allí.

Parr giraba lentamente sobre sus talones, apuntando cada detalle que veía. Finalmente asintió.

—Creo que ya he visto todo lo que había que ver —dijo.

Cuando estaban regresando a la casa, Parr retomó el tema de los carteles. Para sorpresa de Jack, dijo:

—Es el único movimiento en falso que ha dado el Círculo Carmesí, y creo que se trata de una ocurrencia tardía. Juraría que no era ésa su intención original.

Se sentó sobre los escalones de la terraza y contempló el paisaje. Jack no pudo evitar pensar en que nunca se había topado con una figura tan poco estimulante como el señor Parr: de algún modo, su baja estatura, su redondez y su plácido rostro no se correspondían con la concepción que tenía Jack de un sagaz investigador policial.

—Ahora lo entiendo —dijo al fin el señor Parr—. Mi primera impresión era correcta. En principio venía a extorsionarlo, por el dinero que su padre no pagó. Pero de camino hacia aquí se le ocurrió otra idea, tal y como da a entender la posdata del mensaje. Ha determinado dar un gran golpe, de modo que la referencia a Yale y a mí pueda ser auténtica; realmente nos quiere fuera del juego, aunque sería un idiota si de verdad pensara en la remota posibilidad de que sus deseos se cumplan. Déjeme ver ese cartel de nuevo.

Jack se lo trajo y el inspector lo extendió sobre el pavimento de la terraza.

—Sí, esto fue escrito a toda prisa, probablemente en su coche, y sustituye al que había concebido en un principio —Parr se frotó el mentón presa de la impaciencia—. Y ahora, ¿cuál será su nuevo plan?

Estaba a punto de adivinarlo, cuando el mayordomo llegó apresuradamente para anunciarles que el teléfono llevaba cinco minutos sonando en el estudio de Jack.

—Es para usted —dijo Jack, alargándole el auricular al detective.

El señor Parr cogió el aparato y reconoció inmediatamente la voz del coronel Morton.

—Regrese a Londres inmediatamente, Parr. Tiene que asistir a la reunión del Consejo de Ministros esta misma tarde.

El señor Parr colgó el auricular con una gran sonrisa.

—¿Qué pasa? —preguntó Jack.

—Voy a asistir al Consejo de Ministros —dijo el señor Parr, riendo como Jack nunca antes lo había visto reír.

XXXIV. Coacción a un Gobierno

Cuando llegaron a Londres, una noticia sensacional ocupaba los titulares de los principales periódicos vespertinos. El Círculo Carmesí había optado por un programa verdaderamente ambicioso. Brevemente, tal y como relataba un comunicado de prensa oficial, la historia era como sigue:

Aquella mañana todos los miembros del Gobierno habían recibido un documento mecanografiado, que no tenía dirección ni ninguna otra indicación sobre su origen que un Círculo Carmesí estampado en cada página. El documento decía:


«Todos los esfuerzos de sus servicios policiales, tanto públicos como privados, el genio del señor Derrick Yale y los laboriosos esfuerzos del inspector jefe Parr, han fallado a la hora de obligarnos a cesar en Nuestras actividades. La historia completa de Nuestros éxitos no es conocida. Por desgracia, ha sido Nuestro desagradable deber arrebatar la vida a algunas personas, no tanto por venganza como para que sirviera de saludable aviso a otros y, de este modo, esta mañana ha sido Nuestra infausta obligación eliminar al señor Samuel Heggit, abogado, que fue contratado por el difunto Harvey Froyant para una determinada labor, en cuyo proceso vino a acercarse peligrosamente a Nuestra identidad. Afortunadamente para otros miembros de esa firma, realizó la tarea él solo. Encontrarán su cuerpo junto a la vía férrea que conecta Buxton y Marsden.

Puesto que la policía es incapaz de atraparnos y estamos en completo acuerdo con ciertas autoridades que Nos consideran la amenaza más importante que existe para la sociedad, Nosotros hemos decidido abandonar Nuestras actividades, a condición de que se Nos entregue un millón de libras esterlinas. El método por el que se realizará la transferencia del dinero será detallado más adelante. Esta suma tiene que ir acompañada de un indulto en blanco, para que, si las circunstancias lo requirieran o fuera desvelada Nuestra identidad, pudiéramos avalarnos mediante el citado documento.

La negativa a aceptar Nuestras condiciones conllevaría desagradables consecuencias. Enumeramos a continuación a doce eminentes miembros del Parlamento, que serán tomados como rehenes hasta que Nuestros deseos se vean debidamente cumplidos. Si al finalizar esta semana el Gobierno no ha aceptado Nuestras exigencias, uno de esos caballeros será eliminado».
 

La primera persona con la que se encontró Parr a su llegada a Whitehall fue Derrick Yale y, por una vez, el famoso detective parecía preocupado.

—Temía que los acontecimientos se desarrollaran de esta forma —dijo—, y lo más curioso es que todo esto ha sucedido justo cuando pensaba que me encontraba en situación de echar el guante al jefe de la banda.

Yale tomó la mano de Parr entre las suyas y lo condujo a lo largo del lúgubre pasillo.

—Esta contingencia me va a estropear el día de pesca —dijo, y entonces el inspector se acordó de algo que había olvidado.

—¡Pues claro! ¡Hoy es el día en que usted ha de morir! Pero supongo que está incluido usted en la amnistía general concedida por el Círculo Carmesí —dijo, sin más, y el otro se echó a reír.

—Antes de que empiece esta reunión, quiero decirle que estoy dispuesto a ponerme a su disposición sin reservas —dijo lentamente—. Y creo que debería usted saber, Parr, que la intención del Consejo de Ministros es concederme un nombramiento oficial en este momento y ponerme al cargo de las investigaciones. Me han sondeado al respecto y les he dado una negativa rotunda. Estoy convencido de que usted es el hombre adecuado para esta tarea y no prestaré servicio bajo ningún otro jefe.

—Gracias —dijo Parr secamente—, aunque es posible que el Consejo de Ministros tenga otro punto de vista.

La reunión del Consejo de Ministros se celebró en el despacho del Secretario de Estado. Todos aquellos que habían recibido el mensaje del Círculo Carmesí estuvieron presentes desde el primer momento, pero pasó algún tiempo antes de que se requiriera la presencia de los dos investigadores. Yale fue llamado primero y, un cuarto de hora más tarde, un conserje hizo señas al inspector.

El inspector Parr conocía de vista a la mayoría de los ilustres personajes reunidos allí y no sentía ninguna simpatía por ninguno de ellos, pues era del bando político opuesto. Sintió cierto aire de hostilidad nada más entrar en la gran sala y la fría inclinación con que el barbicano Primer Ministro respondió a su reverencia no hizo más que confirmar esa impresión.

—Señor Parr —dijo el Primer Ministro fríamente—, estamos tratando la cuestión del Círculo Carmesí, que, como ya habrá notado usted, casi se ha convertido en un problema de alcance nacional. Su peligroso carácter se ha visto acentuado por el memorando que esta infame organización ha enviado a varios miembros del Gobierno, y de cuyo contenido habrá tenido usted noticias por los periódicos, no me cabe duda.

—Sí, señor —dijo el inspector.

—No voy a ocultarle que estamos profundamente insatisfechos con el curso que han seguido las investigaciones de usted. Aunque se le han concedido todas las facilidades posibles, a pesar de haberle proporcionado toda clase de poderes, incluyendo… —consultó un papel que tenía delante, pero Parr lo interrumpió.

—No me gustaría que detallara a los presentes los poderes que me fueron concedidos, señor Primer Ministro —dijo firmemente—, o cuáles son los privilegios particulares que me otorgó el Secretario de Estado.

Había tomado por sorpresa al Primer Ministro.

—Muy bien —dijo—. Entonces añadiré que, aunque ha contado con privilegios y oportunidades excepcionales y estaba presente cuando se cometieron algunos de los delitos, ha fracasado a la hora de llevar a ese criminal ante la justicia.

El inspector Parr asintió.

—Nuestra intención original era poner todo este asunto en las manos del señor Derrick Yale, que siguió con notable éxito la pista de dos de los asesinatos, aunque, sin embargo, no fuera capaz de llevar ante la justicia al principal culpable. Ahora bien, el señor Yale se niega a aceptar tal nombramiento a menos que usted esté al mando, y ha expresado amablemente su disposición para servir bajo sus órdenes. Nosotros estamos de acuerdo a este respecto. Tengo entendido que la dimisión de usted está en manos de los comisarios y ya ha sido formalmente admitida. Esta aceptación queda suspendida por el momento. Y recuerde esto, señor Parr —el Primer Ministro se inclinó hacia delante y, dándole a sus palabras un tono enfático y grave, dijo—: nos resulta totalmente imposible acceder a las exigencias del Círculo Carmesí; semejante actitud sería una negación de la ley y la total rendición de la autoridad. Confiamos en usted para que brinde a todos los miembros del Gobierno que han sido amenazados la protección a que tienen derecho como ciudadanos. Es su carrera la que está en juego.

El inspector, al ver que se le estaba despidiendo, se levantó lentamente.

—Aunque el Círculo Carmesí mantenga su palabra —dijo—, garantizo que ni un solo pelo de un miembro del Gobierno será tocado en Londres. Queda por ver si lograré capturar a la persona que se refiere a sí mismo como «el Círculo Carmesí».

—Supongo —dijo el Primer Ministro— que no cabe duda sobre el asesinato de ese desafortunado caballero, Heggitt.

Fue Derrick Yale el que contestó.

—No, señor. Su cuerpo fue encontrado a primera hora de la mañana. Anoche el señor Heggitt, que vivía en Marsden, salió en tren de Londres y el crimen se cometió durante el viaje, aparentemente.

—Es deplorable, deplorable —dijo el Primer Ministro, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Una terrible orgía de crimen y muerte, y parece que no vamos a ver el final pronto.

Cuando salieron de Whitehalle, Yale y su compañero se hallaron frente a una inmensa multitud que se había congregado allí, pues se había extendido la noticia de que iba a celebrarse una reunión para discutir los pormenores de aquella nueva y extraordinaria amenaza a la que se enfrentaba el Gobierno.

A Yale, que fue reconocido, lo vitoreó la gente, pero el inspector Parr pasó desapercibido entre la multitud… con gran alivio por su parte.

Sin duda alguna, el Círculo Carmesí era la sensación del momento: algunas de las pizarras de los periódicos vespertinos mostraban el disco encarnado que imitaba la famosa insignia de la banda y en todos los lugares de reunión se discutía la posibilidad de que cumpliera su amenaza.

Thalia Drummond levantó la vista cuando se jefe hizo su aparición. Tenía delante un periódico vespertino y, con la barbilla apoyada sobre las manos entrelazadas, leía cada línea, palabra por palabra.

Derrick Yale percibió su interés, así como su momentánea confusión, cuando ella plegó el periódico y lo dejó a un lado.

—Y bien, señorita Drummond, ¿qué piensa de esta última proeza?

—Es colosal —contestó ella—. Y, en algunos aspectos, admirable.

Yale la miró gravemente.

—He de confesar que no veo mucho que admirar —dijo.

Tiene usted una visión retorcida y extraña de las cosas.

—¿De verdad? —contestó ella, con descaro—. No tiene que olvidar, señor Yale, que tengo una mente extraña y retorcida.

Yale se detuvo en el umbral de su despacho y volvió la vista para someter a un largo e intenso escrutinio a la muchacha, que le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Creo que debería estar usted complacida al saber que el señor Johnson, de Mildred Street, no vaya a recibir más sus interesantes mensajes —dijo el detective.

Ella guardó silencio.

Yale volvió a entrar poco después.

—Probablemente traslade mi despacho a la jefatura de policía —dijo— y, como me parece que la atmósfera de ese lugar no es la más indicada para usted, creo que la dejaré aquí para que se haga cargo de mis asuntos ordinarios.

—¿Va a aceptar la responsabilidad de capturar al Círculo Carmesí? —preguntó ella con firmeza.

Él negó con la cabeza.

—El inspector Parr está al mando —dijo—. Pero voy a ayudarlo.

Ella no volvió a hacer ninguna referencia a su nueva tarea y el resto de la mañana transcurrió con labores rutinarias. Yale se marchó a comer y dijo que no iba a regresar en todo el día, dándole a la chica instrucciones sobre las cartas que deseaba responder.

Acababa de marcharse cuando sonó el teléfono y, al oír la voz al otro lado, casi se le cayó al suelo el auricular.

—Sí, soy yo —dijo—. Buenos días, señor Beardmore.

—¿Esta Yale? —preguntó Jack.

—Acaba de salir y no volverá hasta mañana. Si tiene algo importante que decirle, quizás yo pueda localizarlo —dijo ella, haciendo un gran esfuerzo para serenar su voz.

—No sé si es importante o no —dijo Jack—. Pero esta mañana estaba revisando los papeles de mi padre, una tarea muy desagradable, por cierto, y encontré un fajo de papeles relativos a Marl.

—¿A Marl? —preguntó ella lentamente.

—Sí; al parecer, mi pobre padre sabía mucho más sobre Marl de lo que nosotros pensábamos. Había estado en prisión, ¿lo sabía usted?

—Me lo podía haber imaginado.

—Mi padre siempre realizaba algunas averiguaciones sobre las personas con las que mantenía relaciones comerciales —continuó Jack—, y, aparentemente, recibió mucha información sobre el pasado de Marl de una agencia francesa de detectives. Parece que Marl fue un delincuente y me extraña que mi padre pudiera tener trato con él. Un documento muy curioso es un sobre que dice «fotografía de una ejecución». La agencia francesa lo mandó lacrado y yo creo que mi padre no llegó a abrirlo porque esas cosas le repugnaban.

—¿La ha abierto usted? —preguntó ella rápidamente.

—No —respondió él, sorprendido—. ¿Por qué se ha sobresaltado de ese modo?

—¿Podría hacerme un favor, Jack?

Era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre, y casi podía ver subir el rubor a las mejillas del joven.

—Claro, claro…, desde luego, Thalia, yo haría cualquier cosa por usted —dijo Jack, a duras penas.

—No abra ese sobre —dijo ella con pasión—. Guarde todos los papeles relativos a Marl en un lugar seguro. ¿Me lo promete?

—Se lo prometo —dijo—. ¡Vaya una petición más extraña!

—¿Se lo ha contado a alguien? —preguntó ella.

—Le he enviado una nota al inspector Parr.

Oyó la exclamación de disgusto de la joven.

—¿Me promete que no le dirá nada a nadie, especialmente de la fotografía?

—Claro que sí, Thalia —contestó—. Puedo enviárselo todo, si quiere.

—No, no haga eso —dijo ella, finalizando abruptamente la conversación.

Permaneció sentada durante unos minutos, respirando aceleradamente. A continuación se puso en pie, cerró la oficina y se marchó a comer.

XXXV. Thalia almuerza con un ministro del Gobierno

El día cuatro del mes había pasado y Derrick Yale seguía vivo. Comentó el asunto nada más entrar en el despacho que el inspector Parr y él ocupaban conjuntamente.

—A propósito —dijo—, me he quedado sin mi día de pesca.

Parr refunfuñó.

—Es mejor que se le haya estropeado su día de pesca a que lo perdamos de vista —dijo—. Estoy absolutamente convencido de que, si hubiera realizado ese viaje, no habría vuelto jamás.

Yale se echó a reír.

—Tiene usted una fe tremenda en el Círculo Carmesí y en su capacidad para mantener sus promesas.

—La tengo…, hasta cierto punto —dijo el inspector sin apartar la mirada de la carta que estaba escribiendo.

—Tengo entendido que Brabazon ha declarado ante la policía —dijo Yale, al rato.

—Sí —dijo el inspector—. No ha resultado muy informativa, pero ha sido una declaración al fin y al cabo. Ha admitido que durante una buena temporada estuvo cambiando el dinero que el Círculo Carmesí estafaba a sus víctimas, aunque mantiene que no era consciente de ello. También ha detallado su iniciación en el Círculo, tras la cual actuó como agente consciente.

—¿Va a acusarlo del asesinato de Marl?

El inspector Parr negó con la cabeza.

—No disponemos de pruebas suficientes para eso —dijo.

El inspector Parr secó la tinta de su carta, la dobló y la introdujo en un sobre.

—¿Qué ha descubierto en Francia? Hasta ahora no he tenido la oportunidad de hablar con usted sobre ello.

Parr se recostó en su silla, buscó su pipa y la encendió antes de responder.

—Casi tanto como lo que descubrió el pobre Froyant —dijo—. A decir verdad, seguí una línea de investigación muy próxima a la suya, relacionada principalmente con Marl y sus maldades. Ya sabe que formaba parte de una banda criminal en Francia, y que él y su compañero, Lightman (creo que ése era su nombre), fueron condenados a muerte. Lightman debería haber muerto ajusticiado, pero los verdugos hicieron una chapuza y fue enviado a la isla del Diablo, o a alguno de esos penales franceses, donde murió.

—Se escapó —dijo Yale tranquilamente.

—¡Diablos! —Parr alzó la vista—. Personalmente, estoy mucho más interesado en Marl que en Lightman.

—¿Habla usted francés, Parr? —inquirió Yale de repente.

—Con fluidez —replicó el otro, que volvió a levantar la mirada—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada en especial, simplemente me preguntaba cómo había llevado usted a cabo sus investigaciones.

—Hablo francés…, bastante bien —dijo Parr, que habría cambiado de tema de buena gana.

—Sí, Lightman se escapó —dijo Yale suavemente—. Me pregunto dónde estará ahora.

—Ésa es una pregunta que nunca me he molestado en hacerme —había cierto tono de impaciencia en la voz del inspector.

—Aparentemente, no es usted la única persona interesada en Marl. He visto una nota del joven Beardmore sobre su escritorio, en la que le dice que ha descubierto algunos papeles relativos al difunto Felix Marl. Su padre también realizó algunas investigaciones sobre ese hombre. Era de esperar en un hombre como James Beardmore, pues era muy cauteloso.

Yale informó al señor Parr de que iba a almorzar con el comisario y a Parr no le molestó en absoluto que lo hubieran excluido de la invitación. Tenía muchísimo trabajo en aquellos días, pues estaba seleccionando a los hombres que se convertirían en los guardaespaldas de los miembros del Gobierno y podía prescindir muy bien de tales compromisos, que solían aburrirlo invariablemente.

Además, se daba la circunstancia de que la presencia de Parr hubiera podido resultar harto embarazosa, pues Yale tenía que comunicar al comisario algo que no convenía que el inspector escuchara. Ya casi habían terminado de comer cuando Yale soltó la bomba, y su efecto fue tal que el comisario no tuvo más remedio que apoyarse sobre el respaldo de su silla, boquiabierto.

—¡Alguien de la jefatura de policía! —dijo, incrédulo—. ¡Eso es imposible, señor Yale!

Derrick Yale movió la cabeza de derecha a izquierda.

—Yo no tildaría nada de imposible, señor —dijo—. Además, ¿no le parece que todas las evidencias tienden a confirmar esa teoría? El Círculo Carmesí se anticipó a cada intento que realizamos para desbaratar sus planes. Por fuerza, el que mató a Sibly fue alguien que tenía acceso a su celda. ¿Quién pudo ser sino alguna autoridad de la jefatura? Tenga en consideración el caso de Froyant: había numerosos policías dentro y fuera de la casa y, aparentemente, nadie entró ni salió.

El comisario estaba más tranquilo ahora.

—Dejemos las cosas claras, señor Yale. ¿Está usted acusando a Parr?

Derrick Yale se echó a reír y negó con la cabeza.

—¿Qué? Por supuesto que no —dijo—. No me puedo imaginar a Parr con el más mínimo instinto criminal. Pero si considera detenidamente todo este asunto —Yale se inclinó sobre la mesa y bajó la voz—, y examina cada detalle de todos los crímenes cometidos por el Círculo Carmesí, no dejará de observar que en cada ocasión siempre había un representante de la autoridad rondando por la escena del crimen.

—¿Parr? —preguntó el comisario.

Yale se mordió el labio superior con aire pensativo.

—No quiero especular sobre Parr —dijo—. Más bien me inclino a pensar que es la víctima de algún subordinado suyo, en el cual confía. Comprenderá usted —continuó rápidamente— que yo no dudaría en acusar a Parr si mis descubrimientos fueran en esa dirección. Ni siquiera usted mismo, señor, quedaría libre de sospecha si me diera razones.

El comisario aparentaba sentirse incómodo.

—Puedo asegurarle que no sé nada del Círculo Carmesí —dijo bruscamente. Después, al reparar en lo absurdo de su protesta, se echó a reír.

—¿Quién es esa chica de allí? —dijo, señalando a una pareja que comía en un rincón del gran restaurante—. No deja de mirarlo.

—Aquella chica —dijo Derrick Yale, escogiendo cuidadosamente sus palabras—, es una señorita llamada Thalia Drummond, y su acompañante, o mucho me equivoco, o es el honorable Raphael Willings, uno de los miembros del Gobierno que ha sido amenazado por el Círculo Carmesí.

—¿Thalia Drummond? —el comisario dejó escapar un silbido—. ¿No es la joven que se vio envuelta en graves problemas hace tiempo? Era la secretaria de Froyant, ¿verdad?

El otro asintió.

—Para mí es un enigma —dijo Yale, moviendo la cabeza—, y su desfachatez constituye el misterio más grande. En este preciso momento se supone que debería estar en mi oficina contestando el teléfono y atendiendo la correspondencia que llegue.

—De modo que es su empleada, ¿eh? —preguntó el atónito comisario. Luego, con una leve risita, añadió—: Creo que estoy de acuerdo con usted en lo que respecta a su descaro, pero ¿qué hace una chica de esa clase relacionada con el señor Willings?

Derrick Yale no estaba en condiciones de dar una respuesta.

Aún seguía sentado frente al comisario cuando vio que la chica se levantaba y, seguida por su acompañante, atravesaba lentamente la sala. Para salir tuvo que pasar inevitablemente junto a la mesa de Yale y contestó a su mirada inquisitiva con una sonrisa y una leve inclinación, al tiempo que le decía algo, por encima del hombro, al caballero de mediana edad que la acompañaba.

—¿Qué le parece esto como muestra de desfachatez? —preguntó Derrick Yale.

—Creo que debería usted decirle algo a esa joven —fue el escueto comentario que salió de los labios del comisario.

Derrick Yale era una persona muy poco convencional, tanto en su modo de hablar como en su comportamiento, pero en esa ocasión no tuvo más remedio que usar un método tradicional para enfrentarse a la penosa situación.

La muchacha había conseguido llegar a la oficina unos minutos antes que él, y se estaba quitando el sombrero cuando Yale entró.

—Un momento, señorita Drummond —dijo—. Tengo que decirle unas palabras antes de que continúe con su trabajo. ¿Por qué se ausentó de la oficina durante el almuerzo? Le pedí de modo explícito que se quedara aquí.

—Y el señor Willings me rogó encarecidamente que fuera a comer con él —dijo Thalia, esbozando una sonrisa inocente—. Y, como es un miembro del Gobierno, estoy segura de que a usted no le hubiera gustado nada que yo me negara a ir.

—¿Cómo conoció al señor Willings?

Ella lo miró de arriba a bajo con aquella mirada fría e insolente que la caracterizaba.

—Hay muchas formas de conocer a un hombre —dijo—. Una puede anunciarse en las revistas especializadas en matrimonio, puede encontrarse con alguno de ellos en un parque, o puede ser presentada. Yo fui presentada al señor Willings.

—¿Cuándo?

—Anoche —dijo—, sobre las dos de la madrugada. A veces voy a bailar al Club Merros —explicó—. Es una diversión que a mi edad bien puede disculparse. Allí fuimos presentados.

Yale sacó algo de dinero de su cartera y lo dejó sobre la mesa.

—Aquí tiene el salario de esta semana, señorita Drummond —dijo sin acalorarse—. No precisaré de sus servicios a partir de esta tarde.

Thalia arqueó las cejas.

—¿No iba usted a reformarme? —preguntó con una seriedad que cogió desprevenido al detective. Luego se echó a reír.

—Usted se encuentra más allá de cualquier reforma posible. Hay muchas cosas que puedo disculpar y, si hubiera faltado una gran suma de dinero en la caja, yo se lo habría pasado por alto. Pero no puedo permitir que abandone mi oficina cuando le he dado instrucciones rotundas para que se quede en ella.

Ella cogió el dinero y lo contó.

—La cantidad exacta —dijo en tono socarrón—. Debe de ser usted escocés, señor Yale.

—Sólo hay una manera posible de reformarla, Thalia Drummond —su voz denotaba mucha seriedad, y parecía tener dificultades para encontrar las palabras adecuadas.

—¿Y cuál es, si puede saberse?

—Encontrar a un hombre que se case con usted. Y casi estoy dispuesto a hacer el experimento.

Thalia se sentó en el borde del escritorio, tratando de reprimir las carcajadas.

—Es usted tan divertido —dijo al fin—, y ahora veo que es un auténtico reformista —en ese momento Thalia era la solemnidad personificada—. Confiese, señor Yale, que me ve únicamente como a un experimento y que su afecto por mí no es muy superior al que yo siento por aquella moscarda vieja y decrépita que sube por la pared.

—No estoy enamorado de usted, si es eso a lo que se refiere.

—Efectivamente, me refería a algo parecido —dijo—. No; para ser sincera, creo que lo más adecuado es que acepte mi dimisión, que me lleve mi salario semanal y que le dé las gracias por haberme dado la oportunidad de conocer y servir a un genio tan brillante.

Yale terminó la conversación como si acabara de hacer una propuesta de negocios que hubiera sido rechazada y dijo algo acerca de escribir para ella una carta de referencia, dando así el asunto por finalizado. Volvió a entrar en su despacho sin siquiera concederle el honor de cerrar la puerta de golpe tras él.

A pesar de todo, su despido era un asunto grave para Thalia. Sólo podía significar dos cosas: o bien Yale albergaba serias sospechas sobre ella (y aquélla era la posibilidad más funesta), o bien se trataba de una estratagema, parte de un plan más complejo, encaminado a su ruina.

De camino a casa recordó su referencia a Johnson, de Mildred Street. Cabía la posibilidad de que tras esa alusión hubiera algo más que la revelación de que él estaba al corriente de su asociación con el Círculo Carmesí. Quizás se trataba de algo que él sabía y quería dejarle claro que él estaba al tanto.

Cuando llegó a su piso, había llegado una carta para ella, al igual que la noche anterior. El principal regente del Círculo Carmesí era un corresponsal asiduo en lo que a ella se refería. Una vez que estuvo sola en su habitación, rompió el sobre y sacó la carta.

«Ha actuado correctamente —decía la carta—. Ha cumplido usted mis instrucciones al pie de la letra. Su presentación ante Willings fue realizada correctamente y, como le prometí, no ha habido dificultades. Me interesan especialmente su postura y la verdadera actitud del Gobierno hacia mi propuesta. El vestido que llevaba usted en el almuerzo de hoy no era todo lo bueno que debiera. No escatime en asuntos de vestuario. Derrick Yale va a despedirla esta tarde, pero no se preocupe, ya no hay necesidad de que siga en esa oficina. Esta noche va usted a cenar con Willings. Es particularmente susceptible a los encantos femeninos. Si es posible, acepte la invitación para ir a su residencia. Tiene una colección de espadas antiguas de la que está muy orgulloso. De ese modo podrá observar la distribución de la casa».

Thalia miró dentro del sobre: había dos flamantes billetes de cien libras y, mientras los metía en su bolsito de mano, su rostro revelaba una gran seriedad.

XXXVI. El Círculo se reúne

El señor Raphael Willings era un producto de su época. A pesar de que apenas había sobrepasado los cuarenta, se había abierto paso hasta el escalafón ministerial gracias a la enorme fuerza de su carácter. Describirlo como un ministro popular significaría traspasar los umbrales de la realidad más allá de lo aceptable: no era popular, ni entre sus colegas ni entre el electorado, que desconfiaba de él, a pesar de reconocerle sus excepcionales dotes de orador parlamentario y de aclamarlo como el mejor en su género. En verdad, resultaba sorprendente que hubiera llegado a ocupar un cargo tan elevado, teniendo en cuenta las numerosas ocasiones en que había demostrado su capacidad para dejar a un lado la sinceridad.

No obstante, su número de acólitos era considerable: se trataba de personas con una fe inamovible, cuyo voto solamente dependía de las instrucciones de Willings. Además, la mayoría parlamentaria que sostenía al Gobierno era demasiado débil como para permitirse excluir al sector de Willings.

Entre sus colegas no gozaba de buena reputación. No es necesario entrar en detalles acerca de las circunstancias que le habían granjeado una mala fama, pero sí que resultaba notorio el hecho de que había escapado por los pelos a una demanda de divorcio muy desfavorable. El desprestigio de Willings llegaba hasta tal punto, que en dos ocasiones la policía había efectuado redadas en el Club Merros y en otro local nocturno de moda, del cual el ministro era miembro y habitué, con ánimo de comprometer a este político, tan amante de la vida nocturna. La incursión había sido planeada por la esposa de uno de sus rivales, algo de lo que Willings estaba al corriente, como demostró el enconado ataque que inició uno de los periódicos propiedad de Willings contra el desafortunado esposo de aquella dama: una ofensiva tan furibunda que el infeliz ministro hubo de retirarse de la vida pública.

Willings era un hombre de constitución fuerte, con cierta inclinación a la obesidad y con incipiente calvicie, que, no obstante, no perjudicaba en absoluto su atractivo personal. Creía que su presentación a Thalia Drummond había sido una hábil maniobra por su parte y, de saber que ella había recibido instrucciones del Círculo Carmesí para que aquella presentación se llevara a cabo, sin duda hubiera quedado horrorizado. El Círculo Carmesí contaba con agentes procedentes de todos los ambientes y de todas las clases sociales: entre el centenar de personas que obedecía sus órdenes, había contables, al menos un director de ferrocarriles, un médico y tres chefs d’hotel. La organización les pagaba muy bien por unas tareas poco trabajosas. En algunas ocasiones, como en este caso, no tenían más que preparar la presentación entre dos personas, a las que el Círculo deseaba relacionar, pero las instrucciones les llegaban de la misma manera, en cada momento.

La organización de esta poderosa red era extraordinariamente concienzuda. El cerebro del Círculo Carmesí parecía contar con la misteriosa habilidad de olfatear la penuria y las calamidades casi tan pronto como sus desventuradas víctimas percibían la presencia de tan funestas desgracias. Iban siendo absorbidos uno por uno, sin conocer la identidad de los demás miembros de la banda e ignorando por completo la de su jefe. Él se había presentado ante ellos en los lugares y circunstancias más imprevisibles. Cada uno tenía una función propia que desempeñar y generalmente la parte que les tocaba a los diversos subordinados de la banda resultaba ridículamente simple y carente de importancia.

Unos pocos miembros del Círculo Carmesí, presos del pánico, habían acudido a la jefatura de policía para declarar y, gracias a ellos, se supo cuán simples eran algunas de las tareas que les encomendaba aquel misterioso personaje.

La mayoría de los miembros del Círculo Carmesí permanecía fiel a su desconocido jefe por el miedo a las trágicas consecuencias que conllevaba un acto de deslealtad. Esta cuestión constituía un tributo destacado a su sistema de espionaje. Y así, cuando el jefe hizo un llamamiento —el día en que Derrick Yale almorzó con el comisario— para convocar a todos los miembros del Círculo Carmesí a la celebración de su primera reunión y darles instrucciones más explícitas sobre la vestimenta que tenían que llevar y las medidas que habían de adoptar para no ser descubiertos por sus perseguidores, omitió a aquellos miembros dudosos o descontentos, como si hubiera podido leer sus pensamientos.

Para Thalia Drummond aquella reunión constituyó el recuerdo más vívido y conmovedor de su asociación con el Círculo Carmesí.

La ciudad de Londres cuenta con muchas iglesias antiguas, pero ninguna lo es tanto como la de Santa Inés, en Powder Hill. Había escapado a la devastación del Gran Incendio, sólo para verse asfixiada por la animada ciudad que había crecido a su alrededor. Encasillada entre altos almacenes, su achatado campanario no conseguía perfilarse en el cielo. La iglesia disponía de una congregación que podía contarse con los dedos de las dos manos, a pesar de lo cual mantenían a un vicario que predicaba meticulosamente una vez a la semana ante una comunidad con aspecto de recibir algún tipo de compensación por asistir a los oficios. En otro tiempo la iglesia estuvo rodeada por un cementerio, a la sombra de cuyos muros reposaban en paz los huesos de los feligreses, pero la avariciosa ciudad, resentida por semejante despilfarro de terreno edificable, publicó decretos que trasladaron aquellas osamentas a lugares menos insalubres y cubrieron aquella propiedad salpicada de criptas familiares con edificios de oficinas.

La entrada de la iglesia estaba al final de una callejuela que desembocaba en un pasaje lateral y las figuras que se escabullían por aquel trecho sin luces parecían confundirse con las puertas casi invisibles, en una oscuridad más densa que la misma noche.

La iglesia de Santa Inés fue el escenario elegido para que los servidores del Circulo Carmesí celebraran su primer y último encuentro.

De nuevo, la organización volvió a ser sobresaliente: cada miembro de la banda había recibido instrucciones explícitas que les indicaban el minuto exacto en que habían de llegar, una precaución destinada a evitar que dos de ellos pudieran llegar al mismo tiempo. Thalia Drummond sólo pudo hacer suposiciones sobre cómo habría conseguido las llaves de la iglesia y qué cuidadosas maniobras habría tenido que planear para que la llegada y la dispersión de la reunión coincidieran con los dos intervalos entre los dos períodos en que pasaba la ronda policial por la zona.

Thalia se introdujo en la callejuela puntualmente, subió los dos escalones que conducían hasta la puerta, que se abrió ante su llegada y se volvió a cerrar inmediatamente después de que entrara en el vestíbulo. No había luz alguna, salvo el tenue resplandor de la noche, que se filtraba a través de una vidriera.

—Siga en línea recta —le susurró una voz—. Tomará asiento al final del segundo banco de la derecha.

Había más gente en la iglesia, pero Thalia apenas podía distinguirlas: cada banco era ocupado por dos personas. Se trataba de una congregación silenciosa y fantasmal, cuyos miembros no hablaban entre sí. Finalmente, el hombre que la había recibido entró en la iglesia, se dirigió a las gradas del altar y tras sus primeras palabras Thalia supo que los servidores del Círculo Carmesí se hallaban en presencia de su jefe.

Su voz era baja, sorda y hueca; ella supuso que llevaba la misma capucha que cubría su cabeza la primera noche que se había reunido con él.

—Amigos míos —dijo, mientras Thalia escuchaba cada palabra con suma atención—, ha llegado la hora de disolver nuestra sociedad. Todos han leído mi oferta en los periódicos y, a este respecto, les interesará saber que pretendo distribuir entre todos aquellos que me han servido un veinte por ciento, al menos, del dinero que el Gobierno tendrá que entregarme. Si algunas personas están nerviosas por la posibilidad de que alguien venga a interrumpirnos, permítanme decirles que la ronda policial no vuelve a pasar por aquí hasta dentro de una hora y cuarto, y que es totalmente improbable que desde fuera se escuche el sonido de mis palabras.

Alzó ligeramente la voz y en ella se notaba cierto deje de dureza cuando continuó:

—Y para aquellos que alberguen la traición en sus corazones y piensen que un encuentro tan ampliamente anunciado pueda llevar a mi captura, permítanme aclararles que es imposible que yo sea detenido esta noche. Damas y caballeros, no voy a ocultarles que estamos en grave peligro. En dos ocasiones han salido a la luz hechos que habrían podido permitir a la policía descubrir mi identidad. Derrick Yale me sigue la pista y no puedo negar que es un motivo de ansiedad para mí, así como el inspector Parr… —hizo una pausa—, a quien tampoco hay que menospreciar. En este complicado momento no voy a dudar en pedirles un extraordinario esfuerzo de colaboración. Mañana recibirán órdenes operativas, preparadas con tal detalle que no habrá sitio para los malentendidos. Recuerden que corren el mismo peligro que yo —dijo más suavemente—, y que su recompensa será proporcional. Ahora salgan de la iglesia uno por uno, en intervalos de treinta segundos, empezando por los dos primeros de la derecha y continuando con los dos de la izquierda. ¡Vamos!

A intervalos, aquellas sombrías figuras se deslizaron a través de la nave y se desvanecieron por la puerta situada a la izquierda del púlpito.

El hombre que ocupaba la balaustrada del presbiterio esperó a que la iglesia estuviera vacía y, entonces, atravesó también la puerta que conducía al vestíbulo para salir al callejón.

Cerró la puerta exterior y se guardó la llave en el bolsillo. El reloj de la iglesia estaba dando la media cuando cogió un taxi en el que se dirigió al Oeste.

Thalia Drummond había salido un cuarto de hora antes y, ya en el taxi que la conducía al mismo confín de la ciudad, cambió su apariencia en un abrir y cerrar de ojos: se quitó el viejo impermeable negro que le llegaba hasta el cuello, así como el sombrero provisto de un grueso velo oscuro. Debajo llevaba una capa de delicado tisú que cubría un vestido de noche capaz de complacer a su, al parecer, exigente jefe.

Se quitó el sombrero y se arregló el pelo lo mejor que pudo y, cuando se bajó frente a la centelleante entrada del Club Merros y entregó un pequeño maletín al servicial portero, era la viva imagen de la hermosura más radiante.

Jack Beardmore era de la misma opinión. Estaba cenando con unos amigos, contra su voluntad, pues detestaba el aspecto nocturno de la vida, cuando la vio entrar y contempló, ceñudo y poseído por los celos, a su gallardo acompañante.

—¿Quién es él?

Uno de los compañeros de Jack miró con indiferencia a los recién llegados.

—No conozco a la dama —dijo—, pero él es Raphael Willings. Es un pez gordo del Gobierno.

Thalia Drummond había visto al joven antes de que él la viera a ella y no había podido evitar un suspiro para sus adentros. No prestó atención a la mitad de lo que dijo su acompañante, puesto que su mente se hallaba concentrada en otros asuntos y, sólo cuando llegó a sus oídos una frase familiar, volvió a prestarle atención al ministro.

—Espadas antiguas —dijo, sobresaltada—. Me han dicho que tiene usted una colección maravillosa, señor Willings.

—¿Le interesan? —dijo él sonriendo.

—Un poco; muchísimo, en realidad —dijo con torpeza; no era propio de Thalia vacilar al contestar a una pregunta.

—¿Podría invitarla uno de estos días a tomar el té para que las vea? —dijo Raphael Willings—. Uno no se encuentra todos los días con mujeres interesadas en estas cosas. ¿Mañana, quizás?

—Mañana no —dijo Thalia apresuradamente—. Puede que pasado mañana.

Él concertó la cita en ese mismo momento y la escribió ostentosamente en el puño de su camisa.

Thalia vio a Jack abandonar el club sin mirar una sola vez en dirección a ella y comenzó a sentirse absurdamente miserable por ello. Sentía tal deseo de hablar con el joven, que pedía con toda su alma que éste se acercara a su mesa.

El señor Willings insistió en llevarla a casa en su coche, hasta que ella pudo despedirse, por fin, con un suspiro de alivio. Aquel hombre no armonizaba en absoluto con su estado de ánimo de aquella noche.

Thalia había dejado a su admirador en la calle (él no tenía por qué ocultar su relación con ella). El bloque de viviendas de ella disponía de un pequeño antepatio y había que caminar unos doce pasos para llegar hasta una de las dos entradas, pero, incluso antes de haber despachado a su acompañante, Thalia se percató de que había un hombre esperándola en la oscuridad del patio.

Ella se quedó en la acera hasta que el coche de Willings se puso en marcha y después se dirigió lentamente hacia el hombre que la estaba aguardando. Éste habló durante un instante con una voz que apenas era un susurro y ella le contestó en el mismo tono.

La conversación fue muy breve. Al rato el hombre se dio la vuelta sin un solo gesto o palabra de despedida y se marchó apresuradamente, mientras la chica entraba en el portal.

Aquel hombre sabía que lo estaban siguiendo, aunque no daba muestras de ello. Había estado esperando diez minutos en la oscuridad del antepatio y desde allí había visto la sigilosa figura situada en la puerta de un comercio cerrado en la acera de enfrente. No obstante, no parecía dar importancia a que alguien le siguiera los pasos, aunque sabía que pronto lo alcanzaría e intentaría verle el rostro. Dobló la esquina y se introdujo en una callejuela iluminada por pocas farolas, muy distantes entre sí. Allí disminuyó el paso. Acto seguido, el espía lo alcanzó, escogiendo para abordarlo un lugar iluminado por una de las farolas. Agachó la cabeza para escudriñar el rostro del otro, cuando de repente la presa se volvió y se abalanzó sobre el perseguidor, cogiéndolo desprevenido. Antes de que pudiera gritar, una garra de acero atenazaba su garganta y fue lanzado semiinconsciente sobre el pavimento de piedra. Como por arte de magia, salieron tres hombres de la nada, se lanzaron sobre el postrado perseguidor y lo obligaron a ponerse en pie.

Él miró a su alrededor, aturdido y maltrecho, hasta que sus ojos se clavaron en el hombre al que tenía encargado vigilar.

—¡Dios mío! —jadeó—. ¡Yo lo conozco!

El otro sonrió.

—Nunca podrá usar esa información, amigo mío —dijo.

XXXVII. «Lo veré a usted… si sigue vivo»

Jack Beardmore regresó a su casa enfurecido y con el corazón destrozado. Thalia Drummond constituía una obsesión para él, a pesar de que tenía excelentes razones para pensar lo peor de ella. Era un idiota, un condenado idiota, pensaba, mientras se paseaba por la biblioteca con las manos metidas en los bolsillos, nublado por una sombra de desesperación su noble rostro juvenil. Sintió en aquel momento deseos de herirla y mortificarla, del mismo modo que ella lo atormentaba a él. Se derrumbó de golpe en un sillón y permaneció durante una hora con la cabeza entre las manos, trazando el mismo recorrido mental con las razones de siempre, un trayecto que ya estaba grabado en su memoria, con huellas antiguas y familiares.

Se puso en pie, abatido y hastiado, y fue a abrir una caja de caudales, de la que sacó un fajo de documentos, y los echó sobre la mesa. Allí estaba el sobre lacrado y dirigido a su padre, aún sin tocar, y sintió un pueril deseo de abrirlo, aunque solamente fuera por despecho hacia Thalia.

¿Por qué temería ella de modo tan vehemente que él pudiera ver la fotografía que contenía el sobre? ¿Tanto le interesaba Marl? Recordó, malhumorado, que ella había pasado con aquel hombre la tarde del día en que murió tan misteriosamente. Se levantó de nuevo y, haciendo un montón con los papeles, se los llevó a su alcoba. Estaba tan extenuado que no sentía ni curiosidad por averiguar el misterio que iba unido a la fotografía de una ejecución. Se estremeció al pensar en el tétrico contenido y, dejando caer el fajo de papeles sobre su mesita de noche con un gesto de pesadumbre, comenzó a desnudarse con desgana.

Estaba convencido de que pasaría la noche en vela; su agitación y el estado de su mente parecían prometer ese colofón a un día tan desagradable, pero la juventud, si bien tiene sus desazones, también goza de ciertas compensaciones naturales. Se quedó dormido casi tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Soñó con Thalia Drummond y en su sueño ella se hallaba en poder de un ogro, cuyo rostro guardaba un notable parecido con el del inspector Parr. Soñó con Marl, una figura totalmente caricaturesca, a quien en alguna forma asociaba con la abuela del inspector Parr, aquella «madre» que tanta impresión le había producido.

Un poco más tarde, lo despertó el reflejo de una luz en el espejo de la mesilla de noche. La luz había sido apagada cuando se incorporó en la cama pero, aún medio dormido, tuvo la certeza de que había visto un destello de alguna clase… y todavía no había llegado la época de los relámpagos.

—¿Quien anda ahí? —preguntó, tanteando para alcanzar la lámpara; pero la lámpara ya no estaba allí, alguien la había cambiado de sitio. Cuando se dio cuenta, saltó de la cama en menos de un minuto.

Oyó un movimiento cerca de la puerta y corrió hasta allí. Había cogido a quien merodeaba, alguien que se retorcía y peleaba por soltarse. Entonces dejó a su presa con una exclamación de asombro. Era una mujer… Un sexto sentido le indicó que era Thalia Drummond.

Alargó la mano lentamente, buscando a tientas el interruptor, y la estancia quedó llena de luz.

Era Thalia…, Thalia, tan lívida como la muerte, y temblando. Thalia, que ocultaba algo tras ella y que mantenía la dolorida mirada de él, en un trágico intento de desafío.

—¡Thalia! —suspiró, sentándose en una silla.

¡Thalia en su dormitorio! ¿Qué había estado haciendo?

—¿Por qué ha venido? —inquirió, trémulo—. ¿Y qué está ocultando?

—¿Por qué se trajo esos documentos a su habitación? —preguntó ella, casi con ferocidad—. Si los hubiera dejado en su caja de caudales… ¡Oh! ¿Por qué no los dejó en su caja de caudales?

Y entonces Jack vio que ella sujetaba el sobre lacrado que contenía la fotografía de la ejecución.

—Pero…, pero Thalia —balbució—, no alcanzo a comprenderla. ¿Por qué no me dijo…?

—Le dije que no mirara la fotografía. No podía ni soñar que pudiera usted traérsela a su dormitorio. Ellos han venido aquí esta noche a buscarla.

Ella estaba sin aliento, casi a punto de llorar, y no sólo a causa de la ira contenida.

—¿Qué han venido aquí esta noche? ¿Quiénes?

—El Círculo Carmesí. Ellos saben que usted posee esa fotografía. Entraron y forzaron su biblioteca. Yo me hallaba dentro de la casa. Cuando llegaron, recé…, recé —se retorció las manos y él pudo ver la ansiedad en sus ojos—. Recé por que la encontraran, pero no fue así, y ahora pensarán que usted ha visto la fotografía. ¡Oh! ¿Por qué hizo eso?

Jack se puso la bata al darse cuenta de que su indumentaria era algo escasa, y la tibieza de ese complemento le proporcionó un poco más de seguridad.

—Me sigue usted hablando en chino. Lo único que he entendido perfectamente es que han asaltado mi casa. ¿Quiere usted venir conmigo?

Thalia lo siguió escaleras abajo hasta llegar a la biblioteca. Ella había dicho la verdad. La puerta de la caja de caudales colgaba de las bisagras como un borracho a punto de derrumbarse. Habían practicado un agujero en el postigo de la ventana, que aparecía abierta de par en par. El contenido de la caja fuerte estaba desparramado por el suelo; los cajones del escritorio estaban igualmente abiertos, forzados, y al parecer se había efectuado una exploración entre sus documentos. Hasta la papelera había sido puesta boca abajo y registrada.

—No puedo entenderlo —murmuró Jack, mientras corría las pesadas cortinas de la ventana.

—Ya lo irá comprendiendo, aunque guardo la esperanza de que no llegue a comprenderlo todo —dijo ella con torvo acento—. Ahora, por favor, tome una hoja y escriba lo que yo le dicte.

—¿A quién tengo que escribir? —preguntó sorprendido.

—Al inspector Parr. Escriba: «Estimado inspector: aquí está la fotografía que mi padre recibió el día anterior a su fallecimiento; no he abierto el sobre, pero quizá a usted pueda interesarle».

Jack, obediente, escribió lo que Thalia le ordenaba y firmó la carta que ella introdujo en un sobre grande, junto con el de la fotografía.

—Y ahora, la dirección —dijo ella—. Escriba en la esquina izquierda del sobre «De Jack Beardmore» y ponga después de eso «Fotografía muy urgente».

Thalia caminó hasta la puerta, con el sobre en la mano.

—Lo veré a usted mañana, señor Beadmore, si sigue usted vivo.

Él habría esbozado una sonrisa, pero había algo en la contorsión del rostro de Thalia, algún mensaje en sus labios temblorosos, que lo impulsaron a contenerla.

XXXVIII. La detención de Thalia

Habían pasado siete días desde la reunión del Consejo de Ministros y, en lugar de aceptar la proposición del Círculo Carmesí, el Gobierno había dado a conocer, en términos inequívocos, que rehusaba cualquier clase de trato con el Círculo o con sus mensajeros.

Aquella tarde el señor Raphael Willings se disponía recibir una visita. Su casa de Onslow Gardens constituía uno de los mejores museos de Inglaterra. Su colección de armaduras y de espadas antiguas, sus hermosos intaglios y sus magníficos grabados no tenían parangón en todo el mundo. Pero cuando hizo los preparativos, no tuvo muy en cuenta el interés de coleccionista de su invitada y fue para él un aliciente, más que desánimo, la lectura de un documento confidencial en el que se le informaba sin ambages sobre la clase de persona que era Thalia Drummond.

Ladrona podría serlo… Bien, podría llevarse cualquier espada de la armería, algún grabado de la pared o el intaglio más valioso de sus vitrinas, con tal de que fuera agradable y complaciente.

A su llegada, Thalia fue recibida por un sirviente de aspecto extranjero y recordó que Raphael Willings sólo tenía en la casa criados italianos.

Examinó cautelosamente la habitación en que fue introducida. Pudo observar, a ambos lados de la estancia, que las ventanas estaban abiertas, hecho que la sorprendió. Había esperado encontrarse con una mesita tête-à-tête para el té, pero no había tal. Y sin embargo, ese cuarto contenía lo más selecto de la colección del dueño, como pudo comprobar de un vistazo.

Segundos más tarde, Willings entró y la saludó efusivamente.

—Comamos, bebamos y seamos felices, que mañana moriremos, o quizás hoy —dijo en tono melodramático—. ¿Conoce usted las últimas noticias?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Soy la víctima más reciente del Círculo Carmesí —dijo, lleno de desparpajo—. Ahora, lea usted los periódicos y sabrá todo lo referente a esa célebre corporación. Sí —prosiguió riendo—, de entre todos mis colegas tengo el honor de ser el primer elegido para el sacrificio: pour encourager les autres.

Ella no pudo menos de preguntarse cómo, en tales circunstancias, Raphael Willings podía tener un estado de ánimo tan despreocupado.

—Ya que la tragedia debe ocurrir en esta casa en algún momento de esta tarde —seguía diciendo—, he de suplicarle a usted que tenga la bondad…

En esto llamaron a la puerta y entró un sirviente para decir algo en italiano, idioma que la joven no comprendía.

Raphael Willings hizo un gesto afirmativo.

—Mi coche está en la puerta. Si desea usted concederme el honor, tomaremos el té en mi pequeño espacio campestre. Llegaremos allí en media hora.

Este cambio constituía una variante que ella no había previsto.

—¿Dónde está su pequeño espacio campestre? —quiso saber.

Él le explicó que se hallaba entre Barnett y Garfield, y se extendió sobre las maravillas del condado de Hertford.

—Preferiría tomar el té aquí —dijo ella, pero él negó con la cabeza.

—Créame, mi estimada joven —dijo con franqueza—. La amenaza del Círculo Carmesí no me preocupa en absoluto. Onslow Gardens sería un nuevo paraíso con huésped tan agradable, pero la policía ha venido esta tarde y he tenido que cambiar mis propósitos. Les dije que una amiga mía iba venir a tomar el té y me propusieron un lugar de encuentro más público. No obstante, acabaron por aprobar mi programa alternativo. Ahora, señorita Drummond, no irá usted a estropear una tarde que se presentaba tan feliz. Le debo mil disculpas, pero sufriré una gran desilusión si se niega; he enviado a dos sirvientes allá para que lo tengan todo dispuesto, y abrigo la esperanza de que podré mostrarle una de las casitas más encantadoras en cien millas a la redonda de Londres.

Entonces ella asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo, y cuando él hubo salido comenzó a recorrer la habitación, examinando aquel fascinante repertorio, entre expresiones de gran interés.

Willings volvió con el gabán puesto y la halló ante una sección de la pared cubierta de algunos hermosos ejemplares del arte de la espadería oriental.

—Son preciosos, ¿verdad? Lamento mucho no poder explicarle su historia —dijo, y luego, con un tono diferente—: ¿Quién habrá cogido la daga asiria?

No había dudas del espacio vacío en la pared en donde había estado colgando aquella arma; una pequeña etiqueta colocada bajo aquella zona, ahora desierta, era suficiente para llamar la atención sobre su ausencia.

—Eso es lo que me estaba preguntando —dijo Thalia.

El señor Willings frunció el entrecejo.

—Quizás uno de los sirvientes la haya descolgado —sugirió—, aunque tienen órdenes estrictas de limpiar estas armas solamente bajo mi dirección personal —titubeó, y luego añadió—: Ya me enteraré de lo que ha pasado cuando regrese —y la condujo hasta el carruaje que los esperaba.

Ella pudo advertir que la pérdida de aquel hermoso trofeo lo había azorado, pues desapareció gran parte de su vitalidad.

—No lo puedo comprender —dijo, cuando pasaron por Barnett—. Sé que ayer la daga permanecía en su sitio, pues se la estuve enseñando a sir Thomas Summers, que manifiesta mucho interés por los aceros forjados de origen oriental. Además, ninguno de los sirvientes se atrevería a tocar las armas.

—Quizás haya tenido extraños en la habitación.

Sacudió la cabeza negativamente.

—Sólo ha venido un caballero de la jefatura de policía, pero tengo la total seguridad de que él no la habría cogido. No, es una incógnita que podemos dejar de lado por el momento.

Durante el resto del viaje se mostró considerado, amable y moderadamente divertido. En ningún momento dio la menor muestra de que tuviera otro sentimiento hacia ella del que siente un hombre caballeroso hacia un huésped respetable.

Willings no había exagerado los encantos de su «pequeño lugar» en la carretera de Hatfield. En realidad distaba tres millas de la carretera principal y estaba extraordinariamente situado, en medio de un paraje ondulado y cubierto de bosque.

—Ya hemos llegado —dijo, conduciéndola a través de un vestíbulo con paredes cubiertas de anaqueles, hasta un saloncito decorado con gusto exquisito.

El té estaba dispuesto, mas no había sirviente alguno a la vista.

—Y ahora, querida —dijo Willings—, ya estamos solos, gracias a Dios.

Willings había modificado el tono y sus modales tampoco eran los mismos: la muchacha comprendió que se hallaba en el momento crítico. Sin embargo, su mano no tembló cuando echó en la tetera el agua hirviendo de la marmita, aparentemente impasible a todo cuanto él decía. Ya había servido el té y estaba colocando la taza de él en su sitio, cuando, sin preámbulos, se inclinó sobre ella y la besó. Un segundo después la joven estaba en sus brazos. Thalia no luchó, pero sus grandes ojos se mantenían fijos en los de él, y dijo con serenidad:

—Hay algo que me gustaría decirle.

—Bien, puedes decir todo lo que quieras, cariño —dijo Willings apasionadamente, paralizándola con su fuerza y explorando sus atrevidos ojos.

Antes de ella pudiera volver a hablar, la boca de él estaba contra la suya. Trató de interponer su brazo para realizar una llave de Jiu-jitsu, que había aprendido en el colegio, pero él también sabía algo de esta técnica. Al entrar en la habitación, Thalia había observado que en un extremo había un espacio separado por una cortina y él la llevaba hacia allí, medio en vilo y casi arrastrándola. Thalia no gritó y a Raphael Willings le pareció más dispuesta a ceder de lo que él se había atrevido a esperar. Por dos veces trató ella de hablar, y otras tantas se lo impidió él. Ella luchaba, cada vez más y más cerca de la cortina de brocado.

Los dos sirvientes italianos se encontraban en la cocina, que en esa casa estaba un tanto alejada del salón, pero ambos oyeron el grito y se miraron el uno al otro; luego, de común acuerdo, se precipitaron al vestíbulo. La puerta del salón no había sido cerrada y la abrieron de golpe. Raphael Wiggins yacía bocabajo al pie de la cortina, con tres pulgadas de daga asiria hundidas en su hombro y, a su lado, con la mirada fija en el cuerpo, había una muchacha pálida.

Uno de los criados arrancó la daga del hombro de su amo de un tirón y llevó al herido, entre gemidos, a un sofá, mientras el otro corría hasta el teléfono. En su agitación, el italiano, enfrascado en contener el chorro de sangre que manaba de la herida, farfulló algo ininteligible dirigiéndose a la joven, mas ella no lo oyó y, aunque lo hubiera oído, no habría entendido su significado.

Thalia abandonó la sala como en un sueño, caminando lentamente, cruzó el vestíbulo y salió al exterior. El coche de Raphael Wiggins estaba aparcado no lejos de la fachada de la casa, donde el chófer lo había dejado.

Ella miró a su alrededor: no había nadie a la vista. Entonces se le despertaron todas sus energías y, encaramándose en el asiento del conductor, activó la clavija del contacto. El motor se puso en marcha con un zumbido quejumbroso y, tras unos amagos fluctuantes, ella hizo volar el coche por la avenida…, pero allí encontró un obstáculo. Las verjas de hierro estaban cerradas (recordó que el chófer había tenido que apearse para abrirlas); no había tiempo que perder: dio marcha atrás al coche y lo lanzó a toda velocidad contra las puertas. Se oyó un estruendo de cristales rotos, el estrépito del choque, al romperse la verja, y se encontró en la carretera con el radiador averiado, los faros retorcidos hasta ser irreconocibles y el guardabarros colgando, hecho trizas. Pero el coche funcionaba, y ella lo hizo circular como un rayo en dirección a Londres.

Thalia estaba tan salvajemente demudada que el portero del bloque en que vivía no la reconoció.

—¿No se encuentra usted bien, señorita? —preguntó, cuando subían en el ascensor.

Ella negó con la cabeza.

Cuando hubo traspasado la puerta de su apartamento, fue directamente al teléfono y marcó un número. Entonces comenzó a relatar al hombre que respondió a su llamada una historia tan incoherente, en un torrente de palabras tal, con una precipitación continuamente interrumpida por sollozos, que al otro le resultó imposible saber qué había ocurrido a ciencia cierta.

—Lo dejo, lo dejo —jadeaba—. ¡No puedo más! ¡No seguiré con esto! ¡Ha sido horrible, horrible!

Thalia colgó el auricular y se dirigió a su dormitorio, tambaleándose, sintiendo que se iba a desmayar si no se sobreponía violentamente a sí misma. Pasaron horas antes de que volviera a su estado normal.

Y en ese estado la halló el señor de Derrick Yale en su visita de aquella noche…, con la serenidad de siempre, arrogante incluso.

—¡Qué honor tan insospechado! —dijo ella sin atisbos de nerviosismo alguno—. Y, ¿quién es su amigo?

Miró al hombre que había detrás de Yale.

—Thalia Drummond —dijo Yale gravemente—, tengo una orden de arresto contra usted.

—¿Otra? —dijo ella, enarcando las cejas—. Parece que siempre he de andar en manos de la policía. ¿De qué se me acusa?

—De intento de asesinato —dijo Yale—. De haber intentado asesinar al señor Raphael Willings. Le advierto que todo lo que diga desde ahora puede ser anotado y utilizado como prueba contra usted.

El segundo hombre se adelantó y la cogió de un brazo. Thalia Drummond pasó aquella noche en los calabozos de la comisaría de Marylebone.

XXXIX. Dieta en la cárcel

—En cuanto a lo que sucedió, aún he de averiguarlo —decía Derrick Yale a un silencioso pero atento inspector Parr—. Llegué a Onslow Gardens segundos después de que Willings se hubiera llevado a la muchacha. Los sirvientes de la casa se mostraron más bien contrarios a facilitar información, pero pronto descubrí que Willings la había llevado a su casita de campo. Es cosa que aún queda por averiguar si ella lo indujo a él o fue él quien la persuadió a ella. Probablemente él tendrá la impresión de que ella fue allí en contra de sus deseos. Siempre he tenido la sospecha de que Thalia Drummond era algo más que un elemento servil del Círculo Carmesí; como es natural, estaba inquieto y volé a Hatfield, pero llegué a la casa poco después de que ella se hubiera marchado. Se escapó en el coche de Willings, destrozando la verja de la entrada en route; no cabe duda de que la chica tiene arrestos.

—¿Cómo está Willings?

—Se recuperará. La herida no es grave, pero lo más significativo es que el delito fue premeditado. Willings no echó de menos la daga con que se le hirió esta tarde hasta después de haber dejado a la joven sola en la armería, mientras él se ponía el abrigo. Él cree que usted la llevaba sujeta en el interior de su manguito, lo que es bastante probable, desde luego. No me ha proporcionado una declaración muy serena ni exhaustiva de los hechos que precedieron a la agresión.

—¡Humm! —dijo el inspector Parr—. ¿Qué clase de habitación era? Me refiero a la habitación donde casi… ocurrió aquello.

—Un elegante saloncito que comunica con lo que Willings denomina su estancia turca. Ésta es una maravillosa reproducción de un interior oriental y habrá sido escenario de sucesos más o menos depravados…, imagino. Willings no goza de la mejor de las reputaciones. Sólo una cortina lo separa del salón, y fue al pie de esta colgadura donde lo encontraron.

El señor Parr se hallaba tan absorto en sus meditaciones que su interlocutor llegó a temer que fuera a dormirse. Mas el inspector no estaba adormecido, sino bien despejado. Era consciente del suceso desalentador que, una vez más, cualesquiera que fueran los éxitos atribuidos a la investigación del último crimen del Círculo Carmesí, irían a parar a su compañero. Sin embargo no le envidiaba este honor.

De repente, expresó un sentimiento que no parecía en absoluto tener relación con el tema de que hablaban.

—Todos los grandes criminales se pierden por ligeros errores de cálculo —dijo, con voz de oráculo. Yale sonrió.

—En este caso, el error de cálculo será, supongo, que no han rematado a nuestro amigo Willings… No es un hombre muy agradable y tengo la impresión de que sería precisamente al que menos habrían echado en falta todos los miembros del Consejo. Pero yo, por mi parte, me alegro mucho de que sus demonios no hayan podido acabar con él.

—No me refiero al señor Willings —dijo el inspector Parr, incorporándose con lentitud—, me estoy refiriendo a una pequeña y estúpida mentira que me ha contado un hombre que debiera haber mostrado más sentido común.

Y con esta enigmática expresión, el señor Parr se fue a darle la noticia a Jack Beardmore.

Era muy propio del inspector Parr que Jack fuera el primero en venirle al pensamiento al saber la noticia del arresto de Thalia. Apreciaba al muchacho mucho más de lo que éste hubiera podido suponer y sabía, aún mejor que Yale, qué grave pesadumbre sería la culpabilidad de Thalia para el hombre que la amaba.

Pero Jack había recibido ya el golpe. La noticia de la detención de la muchacha se había publicado en la sección de sucesos de las últimas ediciones y, cuando Parr llegó, su actitud era la de un hombre desolado.

—Thalia tiene que disponer de los mejores abogados que encuentre —dijo—. No sé si puedo confiar en usted, señor Parr, porque, probablemente, usted debe estar del lado contrario.

—Naturalmente —dijo el inspector—, pero en el fondo yo también siento algo de aprecio por Thalia Drummond.

—¿Usted? —exclamó, desconcertado—. Bueno, yo pensaba…

—Soy humano —dijo el inspector—. Para mí un delincuente es sólo un delincuente. No guardo resentimientos personales contra los hombres que he arrestado. Truland, el envenenador que envié a la horca, era uno de los individuos más agradables que he conocido y llegué a apreciarlo bastante, en cierto modo.

Jack se estremeció.

—No hable de envenenadores y de Thalia Drummond en el mismo tono —dijo, con aire destemplado—. ¿Cree usted que ella es el cerebro del Círculo Carmesí?

El señor Parr apretó sus carnosos labios.

—Si alguien viniera y me dijera que el arzobispo es el jefe de la banda, no sentiría la menor extrañeza, señor Beardmore. Cuando, con el tiempo, se aclare este punto del Círculo Carmesí, todos nos asombraremos. Comencé mis investigaciones dispuesto a creer que cualquiera podría ser Círculo Carmesí… usted, Marl, el comisario de policía, Derrick Yale, Thalia Drummond…, prácticamente cualquiera.

—¿Y sigue usted con esa opinión? —preguntó Jack, conteniendo una sonrisa—. Puestos a sospechar, señor Parr, usted mismo podría ser el malo de la obra.

El señor Parr no negó la posibilidad.

—Madre cree… —comenzó, y esta vez dio rienda suelta a su risa.

—Su abuela debe ser todo un personaje. ¿Tiene alguna opinión sobre el Círculo Carmesí?

El inspector asintió enérgicamente.

—Siempre la ha tenido, desde el primer crimen. Puso el dedo en la llaga, señor Beardmore. Siempre ha mostrado facilidad para esas cosas. He recibido mis mejores inspiraciones de ella; es más, todo lo… —y se detuvo.

A Jack le divertía aquello, pero también sentía cierta lástima.

Este hombre, tan mal dotado por la naturaleza para su trabajo, probablemente había escalado un alto puesto en la policía merced a una perseverancia borreguil, totalmente desprovista de imaginación. En todos los servicios hay hombres que han alcanzado puestos cercanos a la cima sin más mérito que su antigüedad. En aquellos instantes, cuando los cerebros más perspicaces se entregaban de lleno a la caza de aquella desconcertante organización, rozaba lo fantástico oír a este hombre rechoncho hablar solemnemente ¡de un consejo que le había dado su abuela!

—Tengo que volver a visitar a su tía.

—Desde que se ha marchado al campo —fue la réplica—, estoy completamente solo. Viene una mujer por las mañanas a hacer la limpieza, pero no hay allí nadie por las tardes… Ahora ya no me parece un hogar.

A Jack le relajaba aquella conversación sobre los problemas domésticos del señor Parr. Su misma intrascendencia era un sedante para su atribulado cerebro. Le pareció que una tarde pasada en compañía de la docta abuela del inspector podría incluso proporcionarle un poco de normalidad.

Parr derivó la conversación por derroteros más interesantes.

—La Drummond comparecerá mañana y será puesta bajo custodia —dijo.

—¿Hay alguna posibilidad de obtener la libertad provisional bajo fianza?

—No. Tendrá que ir a Holloway, pero eso no le hará mucho daño —dijo en un tono que a Jack le pareció despiadado—. Es una de las mejores prisiones del país, y quizás se alegre de este reposo.

—¿Por qué tuvo que ser Yale quien la detuviera? Tenía entendido que ese trabajo era competencia de usted…

—Yo le di instrucciones. Ahora tiene categoría de detective oficial y, puesto que había estado ocupado en el caso todo el día, pensé que era mejor dejarlo proseguir hasta el final.

Tal como había previsto el inspector, al día siguiente el tribunal se limitó a escuchar la evidencia de la detención y Thalia Drummond fue puesta bajo custodia.

La sala de justicia estaba repleta de personas y una muchedumbre, atraída por el carácter sensacionalista de la acusación, abarrotaba las calles próximas al juzgado.

El señor Willings no se encontraba lo suficientemente bien como para asistir, pero sí lo bastante para enviar su dimisión al Consejo. Así, hubo de responder a la sugerencia del Primer Ministro, contenida en una carta que había redactado en términos tan desagradables (y era célebre el áspero vocabulario del Primer Ministro), que hasta él, el invulnerable Willings, se sintió apesadumbrado.

Sucediera lo que sucediera, había perdido su honra para siempre; hasta los más acérrimos partidarios de su política se escandalizarían ante la declaración que tenía que hacer. Había llevado a la muchacha, que no dejaba de ser una desconocida, a su casa de campo, trató de forzar su voluntad y había recibido una puñalada. No era posible pintar aquella desagradable historia con tintes románticos y en lo más recóndito de su ser se tachó a sí mismo de estúpido.

Parr hizo una visita a la joven mientras estaba en la cárcel. Ella se negó a recibirlo en su celda e insistió en que la entrevista tuviera lugar en presencia de una carcelera. Sólo dio una explicación de su decisión cuando se sentaron juntos en la espaciosa y lúgubre sala de espera de la prisión, él a un extremo de la mesa y ella al otro.

—Tendrá que excusarme por no recibirlo en mi aposento, señor Parr, pero han sido tantos los jóvenes y prometedores agentes del Círculo Carmesí que han encontrado un fin prematuro entrevistándose con policías en sus celdas…

—El único que puedo recordar —dijo Parr, algo desquiciado— es Sibly.

—El cual fue un brillante ejemplo de indiscreción.

Thalia mostró sus blancos dientes en una sonrisa.

—Y ahora, ¿qué quiere de mí?

—Quiero que me cuente lo que sucedió desde que llamó a la puerta de Onslow Gardens.

Ella le ofreció una relación fiel y detallada de lo ocurrido aquella tarde.

—¿Cuándo notó la desaparición de la daga?

—Cuando curioseaba por la habitación, esperando a que Willings se pusiera el abrigo. ¿Cómo está Lotario?

—Está bien. Me temo que sanará…, quiero decir —se apresuró a rectificar— que me satisface poder decir que se recuperará. ¿Fue ésa la primera vez que Willings notó la ausencia de la daga?

Ella firmó con la cabeza.

—¿Llevaba usted manguito?

—Sí. ¿Se supone que en su interior estaba escondida el arma fatal?

—¿Llevaba usted el manguito en la mano cuando entró en la casa de Hatfield?

Ella lo pensó durante un momento.

—Sí —afirmó.

El inspector Parr se levantó.

—¿Recibe usted toda la comida que necesita?

—Sí: la de la cárcel —dijo ella con énfasis—. La comida de la cárcel me sienta muy bien, gracias, y no quiero que nadie, por misericordia dudosa, me envíe suculentos platos de fuera, como creo que se les permite a los presos que se hallan a la espera de juicio.

El inspector Parr se rascó la barbilla.

—Creo que es usted muy prudente —dijo.

XL. La fuga

El atentado contra Raphael Willings había producido cierto pánico en el Gobierno.

El señor Parr se enteró de lo profunda que era esta preocupación cuando regresó a la jefatura. Y la ansiedad del Primer Ministro tenía motivos justificados. El Círculo Carmesí no había establecido cuándo asestaría su próximo golpe, o sobre quién lo haría.

Así pues, el inspector Parr fue enviado a Downing Street y se entrevistó con el Primer Ministro durante dos horas a puerta cerrada. Era la primera consulta personal que le hacía y fue seguida por una reunión de los consejeros, un acontecimiento que no dejaron de subrayar los periódicos.

Se decía, aunque de modo oficioso, que la vida del Primer Ministro había sido amenazada y esta afirmación ni se desmintió ni se confirmó.

Derrick Yale, al regresar a su piso aquella noche, encontró al inspector Parr esperándolo en la puerta.

—¿Sucede algo? —preguntó rápidamente.

—Necesito su ayuda —dijo Parr y no volvió a hablar hasta que estuvo sentado en un mullido sillón frente al fuego, en la sala de estar de Yale.

—Ya sabe usted, Yale, que tengo que retirarme, y el Primer Ministro está considerando la conveniencia de cese algo antes de lo que yo había esperado. Se ha nombrado un comité del Consejo, que está poniendo en tela de juicio los métodos de la jefatura. Por esa razón el comisario me ha pedido que asista a una reunión extraoficial, que se celebrará en la residencia del Primer Ministro, mañana por la tarde.

—¿Qué objeto tiene esa reunión?

—He de dar una especie de charla —dijo Parr sombríamente— explicando a los miembros del Consejo los métodos que he empleado contra el Círculo Carmesí. Probablemente sabrá usted que se me concedieron poderes especiales y que aún no se me ha pedido que informe al Gobierno de todo lo que sé. Tengo intención de hacerlo la tarde del viernes y necesito su ayuda.

—Querido amigo, la tiene usted antes de que me la pida —dijo Yale calurosamente; después Parr prosiguió:

—Aún hay muchas cosas del Círculo Carmesí que son para mí un misterio, pero estoy empezando a atar cabos. Por el momento, tengo la impresión de que alguien de la Dirección General trabaja para ellos.

—Ésa es mi opinión —dijo Yale rápidamente—. ¿Por qué lo dice?

—Bueno —comenzó a decir Parr con serenidad—, le pondré un ejemplo. El joven Beardmore tenía una fotografía que había encontrado entre los documentos de su padre y me la envió por correo. El sobre llegó en perfecto estado, pero cuando lo abrí sólo contenía una cartulina en blanco. Luego me enteré de que Beardmore había entregado ese sobre a Thalia Drummond para que lo echara al correo. Él jura que permaneció en el escalón de su casa para observar cómo lo depositaba ella en un buzón de la acera opuesta. Si es así, el sobre tuvo que ser manipulado después de que llegara a la jefatura.

—¿Qué clase de fotografía? —preguntó el otro con curiosidad.

—Era tal vez la foto de una ejecución o el retrato del condenado Lightman, pues creo que se tomó en la ocasión en que intentaron ajusticiar a Lightman y fracasaron. La recibió James Beardmore el día antes de su muerte (parece que a las víctimas del Círculo Carmesí les han sucedido innumerables cosas el día antes de su muerte); la encontró Jack, como le digo, y fue depositada en el correo por…

—¡Por Thalia Drummond! —dijo Yale significativamente—. Mi opinión es que se puede descargar de culpa al personal de la Dirección General. Esa chica está más implicada en el asunto del Círculo Carmesí de lo que usted se imagina. He ido a registrar su casa esta tarde y mire lo que he encontrado.

Salió al vestíbulo y regresó con un paquete envuelto en papel marrón. Lo abrió y el inspector se quedó mirándolo fijamente. Cuando Yale cortó la cuerda y apartó a un lado el embalaje, quedó a la vista una manopla y un cuchillo de hoja larga y brillante.

—Esta manopla es la compañera de la que se encontró sobre el estudio de Froyant. El cuchillo es una réplica exacta del otro.

Parr cogió la manopla y la examinó.

—Sí, ésta es de la mano izquierda y la que había sobre el escritorio de Froyant correspondía a la mano derecha —confirmó—. Es una vieja manopla de automovilista. ¿Quién será el dueño? Emplee sus poderes extrasensoriales, Yale.

—Ya lo he intentado —dijo el otro, negando con la cabeza—, pero ha pasado por tantas manos que las percepciones que recibo son muy imprecisas. Sea como fuere, este descubrimiento confirma la teoría de que Thalia Drummond está metida en el asunto hasta el cuello. En cuanto a la otra cuestión de que hablaba usted —prosiguió, envolviendo cuidadosamente la manopla y el cuchillo en el papel—, será un placer para mí ayudarlo.

—Lo que deseo de usted es que complete los vacíos que yo no pueda llenar —movió la cabeza con pesar—. Y lo que quisiera es que madre pudiera estar allí —dijo, en tono de lamentación.

—¿Madre? —preguntó Yale, extrañado.

—Me refiero a mi abuela —aclaró el señor Parr con seriedad—. El único detective auténtico de Inglaterra…, a excepción de usted y de mí.

Fue la primera vez que Derrick Yale tuvo motivos para sospechar que el señor Parr tuviera sentido del humor.

* * *

Era propio de aquella época de excitación (pues el nombre del Círculo Carmesí corría de boca en boca) que ciertas noticias extraordinarias se sucedieran ininterrumpidamente. Pero es innegable que ningún acontecimiento produjo tanto impacto como el que se anunciaba en los sugestivos titulares que resaltaron ante la vista de Derrick Yale cuando, sentado en la cama y sorbiendo su té, leyó el periódico a la mañana siguiente.

¡Thalia Drummond se había fugado! Los presos se escapan de las cárceles en las obras de ficción; se sabe que incluso habían logrado hacer una escapada temporal del temido presidio de Dartmoor, pero hasta la fecha, en el largo historial de la penitenciaría, nunca había ocurrido que se escapara una mujer de Holloway. Sin embargo, cuando la celadora abrió aquella madrugada la puerta de la celda de Thalia Drummond, la encontró vacía.

Resultaba bastante difícil sorprender a Derrick Yale, pero la noticia lo mantuvo temporalmente paralizado. Leyó el relato de la evasión palabra por palabra, pero al final estaba tan estupefacto como al principio.

Sin embargo, allí estaba en letras de molde la noticia, confirmada oficialmente y notificada a la prensa matutina por el Gobierno con unas prisas poco frecuentes.


«A causa de la excepcional relevancia de la acusación que pesaba sobre ella, se tomaron precauciones extraordinarias en su custodia. Se duplicó la ronda que vigila de modo habitual el ala de la prisión en que se hallaba situado su calabozo y, en lugar de realizar un recorrido cada hora, los oficiales de guardia lo hicieron cada media hora. No es costumbre inspeccionar todas las celdas en estas ocasiones; pero a las tres de la madrugada la celadora (la señora Hardy) miró a través de la ventanilla de observación y vio que la prisionera estaba dentro. Ahora bien, cuando se abrió la puerta del calabozo a las seis de la mañana, la Drummond había desaparecido. Los barrotes de la ventana estaban intactos y la puerta no presentaba señal alguna de haber sido forzada.

Una búsqueda por las proximidades de la prisión no permitió hallar el menor vestigio de sus pisadas: resulta casi imposible que haya podido salir por los sistemas ordinarios, pues habría tenido que franquear al menos seis puertas sucesivas, ninguna de las cuales ha sido violentada, o bien habría tenido que deslizarse por la portería de la cárcel, en la cual hay vigilantes durante toda la noche.

Este suceso de la omnipresencia y de los portentosos recursos del Círculo Carmesí es muy desconcertante, particularmente en estos momentos, cuando las vidas de los ministros del Gabinete continúan amenazadas por esta misteriosa banda».
 

Yale lanzó una mirada a su reloj. Eran las once y media. Miró luego nuevamente a los periódicos y vio que su sirviente le había traído una última edición de uno de los diarios de la tarde. Saltó fuera de la cama en un segundo y, sin esperar a dar fin al desayuno, salió disparado hacia la jefatura, donde halló al inspector Parr de un humor excelente, en exceso, teniendo en cuenta las circunstancias.

—¡Pero esto es increíble, Parr! ¡Es imposible! ¡Tiene que contar con cómplices en la cárcel!

—Eso es exactamente lo que pienso —dijo Parr—. Le dije al comisario esas mismas palabras: que tiene que contar con cómplices en la cárcel. Si no —añadió tras una pausa—, ¿cómo pudo salir?

Yale lo miró con recelo. No parecía éste el momento ni la ocasión para hablar frívolamente, y el tono del inspector Parr era indudablemente frívolo.

XLI. ¿Quién es el Círculo Carmesí?

Yale no se molestó en averiguar más detalles de los que ya había leído y tomó un taxi para ir a su oficina, adonde no había ido desde hacía ya dos días.

La fuga de Thalia Drummond era una cuestión mucho más seria de lo que Parr parecía sospechar. ¡Parr! A Derrick Yale se le ocurrió un pensamiento terrible. ¡John Parr! Un hombre obstinado y con cara de mentecato…

¡Era inadmisible! Sacudió la cabeza, pero puso a funcionar su cerebro, con toda la resolución de que era capaz, en la tarea de ir recomponiendo, fragmento a fragmento, cada incidente en que el inspector Parr hubiera figurado, hasta que por fin dijo:

—¡Imposible! —murmuró de nuevo, mientras subía ensimismado las escaleras de su oficina, después de rechazar el ofrecimiento del botones para tomar el ascensor.

Lo primero que advirtió al abrir la puerta fue que el buzón estaba vacío. Era un buzón muy amplio, con un marbete que disponía de un mecanismo diseñado de modo que ningún rufián pudiera echar mano desde fuera a cualquier cosa del interior. Aquella jaula de alambre llegaba casi hasta el suelo; las cartas que caían por la abertura de la puerta habían de pasar por unas hojas rotatorias de aluminio, lo cual lograba poner la carta fuera del alcance del ratero. ¡Y el buzón estaba vacío! No había ni una simple hoja de propaganda.

Cerró la puerta sigilosamente y entró en su despacho. No hizo más que dar un paso hacia el interior y se detuvo. Todos los cajones del escritorio estaban abiertos.

La pequeña caja de caudales, embutida en la pared junto a la chimenea y oculta a la vista por el revestimiento de la madera, había sido forzada. Miró debajo del escritorio. Había allí un pequeño compartimento que sólo un experto habría podido encontrar y que era donde Derrick Yale guardaba los documentos relacionados con el Círculo Carmesí más esenciales. No vio más que una tabla rota en el suelo y la señal del escoplo con que se había desclavado.

Permaneció bastante tiempo sentado en su sillón, mirando por la ventana. No tenía ninguna necesidad de preguntarse quién era el artífice. Podía adivinarlo. No obstante, hizo investigaciones superficiales y el chico del ascensor le proporcionó toda la información que él precisaba.

—Sí, señor, esta mañana ha estado su secretaria, esa señorita tan guapa. Llegó poco después de que se abrieran las oficinas. Estuvo aquí poco menos de una hora y luego se fue.

—¿Llevaba alguna bolsa?

—Sí, señor, un maletín —dijo el muchacho.

—Gracias —dijo Derrick Yale, y regresó a la jefatura para volcar en los flemáticos oídos del señor Parr una historia de cajones abiertos y documentos robados.

—Ahora voy a decirle a usted, señor Parr, una cosa que no le he dicho a nadie, ni siquiera al comisario —dijo Yale—. Todos pensamos que el Círculo Carmesí es una organización regida por un hombre. Yo conozco de cierto la cita de esta joven con un hombre que la inició en los misterios de la banda, sean éstos cuales fueren. Pero también sé que, en lugar de ser el jefe, ese enigmático caballero del automóvil obedece las órdenes, como todos los demás miembros, del verdadero centro de la organización…, ¡qué es Thalia Drummond!

—¡Santo Dios!

—¿Se preguntaba usted por qué la contraté como secretaria? Le dije que era porque creía que nos acercaría al Círculo Carmesí. Y yo tenía razón.

—Pero ¿por qué la despidió? —preguntó el otro rápidamente.

—Porque hizo algo muy grave que merecía el despido, y si no la hubiera destituido entonces, se habría dado cuenta de que yo la tenía en mi oficina con algún objeto. Al parecer pude ahorrarme esta molestia —sonrió—, pues su trabajo de esta mañana prueba que conocía mis actividades —su estrecho y demacrado rostro se ensombreció y luego dijo, casi con aspereza—: cuando haya usted contado esta noche su historia al primer ministro y a sus amigos, también yo tendré un cuentecito que contar, que seguramente lo va a asombrar.

—Nada de lo que usted diga me asombrará nunca.

El tercer sobresalto del día lo recibió Yale al volver a casa. La primera mitad de la sorpresa fue encontrarse con la ausencia de la criada. La mujer que había contratado no dormía en la casa, pero permanecía en ella hasta las nueve de la noche. Eran exactamente las seis cuando Derrick Yale entró y se encontró el lugar en tinieblas.

Dio la luz y se dio una vuelta por las habitaciones. Al parecer, la sala de estar era la única estancia que había sido allanada, pero en ella, cualquiera que fuera la persona intrusa (y podía adivinar su nombre), había efectuado una labor concienzuda y esmerada. No le era necesario ir en busca de la criada para descubrir lo que había sucedido. Ya suponía que había sido alejada de la casa para realizar un recado en su nombre. Y mientras la criada estaba ausente, Thalia Drummond había examinado a placer el contenido de su vivienda.

«¡Una jovencita muy inteligente!», pensó Yale sin resentimiento, pues sabía admirar el ingenio, incluso cuando se empleaba contra él. Ella no había perdido el tiempo. En doce horas se había evadido de la cárcel, había registrado su oficina y su casa y se había apoderado de documentos que tenían relación capital con el Círculo Carmesí.

Se vistió con parsimonia, preguntándose cuál sería su próxima actuación. Estaba seguro de lo que tenía que hacer. Antes de veinticuatro horas, el inspector Parr sería un hombre caído en desgracia. De un cajón de su cómoda sacó un revólver, lo contempló reflexivamente durante unos segundos y se lo metió en el bolsillo de atrás. La caza del Círculo Carmesí iba a tener un final sensacional y sorprendente, completamente imprevisto por los espectadores del trágico juego.

En el amplio vestíbulo de la casa del Primer Ministro se encontró con un visitante cuya razón para hallarse presente no lograba comprender. Jack Beardmore había sufrido ciertamente a causa de las acciones del Círculo Carmesí, pero también había tomado parte en los últimos incidentes.

—Supongo que se sentirá extrañado de encontrarme aquí, señor Yale —dijo Jack, mientras estrechaba la mano del otro—, pero no lo estará usted más que yo de ser invitado a una reunión de ministros.

Rió entre dientes.

—¿Quién lo ha invitado…? ¿Parr?

—Para ser exactos, el secretario del Primer Ministro.

Pero creo que Parr debe de haber tenido que ver algo con la invitación. ¿No se siente usted abrumado con esta compañía?

—No mucho —dijo Yale, dándole golpecitos en la espalda.

Un secretario particular de juvenil aspecto vino hasta ellos, apresurado, y los hizo pasar a un austero salón, donde una docena de hombres conversaban en dos grupos.

El Primer Ministro se adelantó para recibir al detective.

—El inspector Parr aún no ha llegado —dijo, mirando interrogativamente a Jack—. Supongo que este caballero es el señor Beardmore, ¿verdad? El inspector insistió en que usted estuviera presente. Supongo que podrá arrojar una luz sobre la muerte del pobre James Beardmore…, por cierto, el padre de usted era un gran amigo mío.

El inspector llegaba en ese momento. Vestía un traje de etiqueta que había conocido días mejores y un cuello bajo, al cual iba cosido un lazo con desaliño, ofreciendo una imagen incongruente en aquel ambiente elegante e intelectual. Tras él venía el comisario de entrecano bigote, que saludó con brusquedad a su subalterno y llamó a un lado al Primer Ministro.

Los dos se enfrascaron durante unos minutos en una conversación susurrante y luego el comisario se acercó adonde estaba Yale con Jack.

—¿Tiene usted alguna idea sobre la clase de conferencia con que nos va a obsequiar Parr? —dijo, con algo de impaciencia—. Me figuraba que iba a hacer una declaración a instancias del Gobierno, pero, por lo que me dice el Primer Ministro, fue Parr quien propuso hacer una exposición del caso del Círculo Carmesí. Espero que no haga el ridículo.

—No creo que lo haga, señor.

Era la voz tranquila de Jack la que había contestado y el comisario lo miró inquisitivamente hasta que Yale presentó al joven.

—Estoy de acuerdo con el señor Beardmore —dijo Derrick Yale—, y estoy muy lejos de creer que el señor Parr vaya a hacer el ridículo; es más, creo que va a arrojar luz a una serie de puntos oscuros y a enlazar acontecimientos aparentemente inconexos. Por mi parte, vengo dispuesto a completar ciertas lagunas que su informe pudiera tener.

La concurrencia tomó asiento y el Primer Ministro hizo señas al inspector Parr para que se adelantara.

—Si no le importa, señor, permaneceré donde estoy —dijo Parr—. No soy orador y preferiría contar esta historia como si estuviera hablando personalmente con alguno de ustedes.

Se aclaró la garganta con un carraspeo y comenzó a hablar. Al principio sus palabras eran indecisas y se interrumpía continuamente para encontrar la frase apropiada, pero a medida que iba entrando en materia fue hablando con mucha más fluidez y más lúcidamente.

—El Círculo Carmesí —comenzó— es un hombre llamado Lightman, un criminal que cometió varios asesinatos en Francia y fue condenado a muerte, pero se libró accidentalmente de ser ejecutado. Su nombre completo es Ferdinand Walter Lightman, y el día de su frustrada ejecución tenía veintitrés años y cuatro meses. Fue deportado a Cayena y se fugó de ese penal después de dar muerte a un carcelero. Se cree que huyó a Australia. Un hombre que respondía a su descripción, pero que se presentaba bajo otro nombre, estuvo trabajando para un almacenero de Melbourne durante dieciocho meses y después fue contratado por un colono llamado Macdonald durante dos años y cinco meses. Salió de Australia con prisas, pues la policía local había propagado una orden de detención contra él por intento de chantaje a su patrón.

»No hemos podido averiguar lo que sucedió después, hasta que apareció en Inglaterra un desconocido y misterioso chantajista que se llamaba a sí mismo el Círculo Carmesí y que mediante una meticulosa organización y un gran despliegue de paciencia y energía consiguió rodearse de un gran número de ayudantes que no se conocían entre sí. Su modus operandi —el inspector vaciló en esta expresión— consistía en buscar personas que ocuparan cargos de responsabilidad y que estuvieran apuradas de dinero o temieran persecución por algún delito cometido. Efectuaba las más escrupulosas averiguaciones antes de acercarse a su víctima, con la cual por fin se entrevistaba en un automóvil que conducía el Círculo Carmesí en persona. Generalmente el punto de encuentro era una plaza de Londres que brindara las ventajas de tener cuatro o cinco salidas y, además, estar mal iluminada. Probablemente ustedes, caballeros, se habrán dado cuenta de que los barrios residenciales de Londres tienen las calles peor alumbradas de la metrópoli.

»Otro tipo de soldado a quien el Círculo Carmesí estaba muy interesado en reclutar era el malhechor convicto. Por esa razón atrapó a Sibly, un exmarino especialmente corto de inteligencia, a quien ya se consideraba autor de un asesinato, el hombre apropiado para sus propósitos. Por motivos parecidos hizo caer en sus redes a Thalia Drummond —hizo una pausa—, ladrona y cómplice de ladrones. De igual manera encontró también al negro que asesinó al director de ferrocarriles. Utilizó para sus fines los servicios del banquero Brabazon y habría enrolado a Marl de no haber sido porque, desgraciadamente para éste, ambos habían estado implicados precisamente en el crimen por el cual Lightman estuvo a punto de morir ajusticiado. Fue aún más infortunado el lance de que Marl reconociera a Lightman cuando lo vio en Inglaterra y ésa fue la causa por la que accidentalmente suprimió a Marl, empleando el que quizás haya sido el método más ingenioso jamás usado por criminal alguno.

»Pueden ustedes comprenderlo perfectamente, señores —continuó; los otros escuchaban al hombrecillo con el corazón en un puño—. El Círculo Carmesí…

—¿Por qué se llama a sí mismo el Círculo Carmesí?

Fue Derrick Yale quien hizo la pregunta y durante un instante el inspector guardó silencio.

—Se llamaba a sí mismo el Círculo Carmesí porque ése era el nombre que le habían puesto sus compañeros de presidio: alrededor de su cuello había una señal roja de nacimiento…, ¡y le levantaré a usted la tapa de los sesos si hace el más mínimo movimiento!

La pesada pistola Webley que Parr tenía en su mano apuntaba a Derrick Yale.

—¡Levante bien las manos! —dijo el inspector y luego, de repente, alargó el brazo y arrancó el alto cuello blanco que rodeaba la garganta de Yale.

Hubo un grito de asombro: un Círculo Carmesí, rojo como la sangre, cual si lo hubieran pintado manos humanas, rodeaba el cuello de Derrick Yale.

XLII. Madre

Habían aparecido misteriosamente tres hombres en la habitación (los mismos que habían capturado al espía de Parr, dos noches antes), y en un santiamén Yale quedó esposado de pies y manos. Una diestra mano le extrajo de un tirón la pistola que llevaba en el bolsillo. Un tercer hombre le lanzó a la cabeza un saco y lo sacaron apresuradamente de la estancia.

El inspector Parr se enjugó el sudor que le perlaba la frente y se dirigió a su asombrado auditorio.

—Señores —dijo, con voz temblorosa—, si tienen ustedes la bondad de excusarme esta noche, completaré mañana el resto de la historia.

Ellos lo rodearon, abrumándolo a preguntas, pero él sólo se sintió capaz de negar con la cabeza.

—Ha pasado muy mal rato —era la voz del coronel—, y nadie lo sabe mejor que yo. Le quedaría muy agradecido, señor Primer Ministro, si accediera a la petición del inspector, permitiendo que las explicaciones que restan se aplacen hasta mañana.

—Quizás el inspector quiera almorzar con nosotros —propuso el Primer Ministro, y el comisario aceptó en nombre de Parr.

Cogido al brazo de Jack, el inspector Parr abandonó la habitación y salieron a la calle. Un taxi los esperaba y Parr empujó dentro al joven sin ceremonias.

—Me parece que he estado soñando —dijo Jack, cuando se notó capaz de hablar—. ¡Derrick Yale! ¡Imposible! Y sin embargo…

—Oh, es perfectamente posible —dijo el inspector con una sonrisa.

—Entonces, ¿él y Thalia Drummond trabajaban de común acuerdo?

—Exactamente —fue la contestación.

—Pero, inspector, ¿cómo llegó a hilvanar toda la historia?

—Madre me dio el hilo —fue la inesperada respuesta—. No sabe usted lo inteligente que es madre. Anoche me dijo…

—Entonces, ¿ha regresado?

—Sí, ha regresado. Quiero que la conozca usted. Es un tanto dogmática e inclinada a la polémica, pero yo siempre la dejo exponer sus deducciones en asuntos detectivescos.

—Y puede estar seguro de que yo también lo haré —dijo Jack sonriendo, aunque no estaba de humor—. ¿Cree usted realmente que tiene en sus manos al Círculo Carmesí?

—Estoy tan seguro como de estar sentado en este taxi con usted, y tan seguro como lo estoy de que madre es la anciana más sabia del mundo.

Jack guardó silencio hasta que entraron en la avenida.

—Entonces, esto quiere decir que Thalia se hunde más abajo aún —dijo lentamente—. Si ese Yale es, como cree usted, el Círculo Carmesí, no habrá misericordia para ella.

—Estoy seguro de eso, pero ¡por Dios, señor Beardmore!, ¿por qué romperse la cabeza por Thalia Drummond?

—¡Porque la quiero, pedazo de idiota! —estalló Jack salvajemente y, acto seguido, pidió perdón por su grosería.

—Ya sé que soy algo estúpido —las palabras del inspector se entrecortaban por la risa—, pero no soy el único en Londres, señor Beardmore, créame. Si consintiera usted en seguir mi consejo, se olvidaría de que Thalia Drummond haya existido jamás. Y si le sobra algo de cariño…, ¡déselo usted a madre!

Jack estuvo en un tris de decir algo poco lisonjero sobre aquella maravilla de abuela, pero reprimió su impulso.

La casita de Parr ocupaba un primer piso y el inspector subió delante las escaleras; abrió la puerta y permaneció en el umbral.

—Hola, madre —saludó—. He traído al señor Jack Beardmore para que la vea a usted.

Jack oyó una exclamación.

—Pase, señor Beardmore, pase a saludar a madre.

Jack penetró en la estancia y se quedó tan tieso como si le hubieran descerrajado un tiro. Frente a él había una muchacha sonriente, algo pálida y con aspecto cansado; pero, indudablemente, a menos que se hubiera vuelto loco, o que soñara, era… ¡Thalia Drummond!

Ella tomó entre las suyas la mano que él había alargado y lo condujo hasta la mesa, donde había una comida servida para tres personas.

—Papá, me dijiste que ibas a traer al comisario —dijo la muchacha en tono de reproche.

—¿Papá? —tartamudeó Jack—. Pero usted me dijo que era su abuela.

Ella le dio unos golpecitos en la mano.

—Papá ha llegado a desarrollar un sentido del humor que raya en lo angustioso. Siempre me ha llamado «madre» en casa, debido a que lo he cuidado como una madre desde murió mi propia madre. Y ese cuento sobre su abuela es un disparate, así que tiene que olvidarlo.

—¿Su padre?

Thalia asintió.

—Thalia Drummond Parr, así es como me llamo. Gracias a Dios, usted no es detective, porque, de haberlo sido, habría hecho averiguaciones y habría descubierto mi terrible secreto. Ahora, tómese la sopa, señor Beardmore: la he preparado yo misma.

Pero Jack no podía comer ni beber sin saber algo más. Entonces ella comenzó a aclararle el asunto.

—Cuando ocurrió el primero de los asesinatos del Círculo Carmesí y le encargaron a papá el caso, yo sabía que le esperaba un trabajo inmenso y lo más probable era que fracasara. Papá tiene muchos enemigos en la jefatura y el comisario le pidió que no aceptara el proyecto, sabiendo lo difícil que sería. El comisario es mi padrino, ¿sabe? —prosiguió, sonriendo—, y naturalmente se toma interés por nuestros asuntos. Pero papá insistió, aunque creo que se arrepintió en el mismo instante en que tomó las riendas del caso. Yo siempre he sentido mucho interés por el trabajo policíaco, y tan pronto como papá empezó a perseguir a la organización del Círculo Carmesí y se enteró del método que empleaba para reclutar a sus ayudantes, decidí emprender mi carrera de delincuente.

»El padre de usted recibió la primera amenaza tres meses antes de que se llevara a efecto. Yo solicité el puesto de secretaria a Harvey Froyant dos o tres días después, debido a que su finca lindaba con la de ustedes. Él era amigo de su padre, lo que me proporcionaba una ocasión excelente para vigilar. Ya había intentado yo conseguir un empleo con su padre. Quizás usted no lo sepa —dijo con suavidad—, pero fracasé, y lo más lamentable, yo estaba en el bosque cuando lo mataron —apretó con simpatía la mano de él—. No pude ver quién disparó el arma, pero corrí hasta donde yacía su padre, para descubrir que no podía hacer nada por él, desgraciadamente. Luego, al ver entre los árboles que ustedes venían corriendo por el prado en dirección al bosque, pensé que lo más prudente era apartarme. Tanto más —agregó—, cuanto que en aquellos momentos llevaba yo un revólver en la mano, pues había visto a un hombre caminar sigilosamente por el bosque y me había internado en él para investigar.

»Cuando su padre murió, ya no había motivo para que yo continuara al servicio de Froyant. Yo quería acercarme al Círculo Carmesí y sabía que el mejor método era iniciar una carrera de delincuente. No fue casualidad el que ustedes pasaran frente a la casa de préstamos cuando yo acababa de empeñar el ídolo de oro del señor Froyant. Mi padre lo preparó todo y, cuando me describió como una ladrona y cómplice de ladrones, lo hizo para crear una atmósfera que impresionara a Derrick Yale o a Ferdinand Walter Lightman, para llamarlo por su verdadero nombre. No había ningún peligro de que me enviaran a la cárcel. El juez me trató como a una delincuente principiante, pero mi reputación quedaba por los suelos, e inmediatamente, como yo esperaba, recibí una llamada del Círculo Carmesí para entrevistarme con su cabecilla.

»Celebramos la entrevista una noche en la plaza Steyne. Creo que papá me estuvo vigilando todo el tiempo y que me siguió como una sombra de vuelta a casa. Nunca andaba lejos de mí, ¿no es así, querido padre?

—Sólo en Barnet, cuando huiste como una demente de la casa de campo del ministro Willings —repuso el inspector negando con la cabeza—. Aquella vez llegaste a asustarme, madre.

—Mi primer trabajo como miembro del Círculo Carmesí fue dirigirme a Brabazon: el método consistía en conseguir que un miembro espiara a otro, ya sabe. El señor Brabazon me desconcertaba. Nunca estaba segura de si él estaba actuando legal o ilegalmente y, claro, al principio yo no podía imaginar que fuera miembro de la banda. Tuve que dedicarme a robar de nuevo para acreditar mi propensión al delito. Esto me valió una reprimenda de Brabazon, mi enigmático jefe, pero acabó teniendo su utilidad, pues me puso en contacto con la banda de criminales y lo llevó a él, sin haberlo preparado, a Marisburg Place la noche en que murió Felix Marl.

»El objeto de Yale al emplearme era alejar toda sospecha de sí mismo. Además, él intentaría más tarde poner un bello final a mi juvenil existencia. La noche en que mató a Froyant, el Círculo Carmesí me ordenó deambular por la casa con un cuchillo y una manopla similares a los que Yale utilizó para cometer su horrible crimen.

—Pero ¿cómo escapó de la cárcel?

—Mi querido niño, ¿cómo quería usted que me escapara de la cárcel? Me puso en libertad el Gobernador a medianoche y me fui a casa escoltada por un respetable inspector de policía.

—Pretendíamos forzar la mano de Yale, ¿comprende? —explicó Parr—. Tan pronto como supo que madre se había escapado, se puso nervioso y comenzó a apresurar los planes de fuga. Cuando se encontró con que su oficina había sido saqueada, quedó completamente convencido de que Thalia era algo más de lo que había supuesto.

XLIII. La historia continúa

Jack acudió a la comida del día siguiente, igual que Thalia, que tan importante papel había desempeñado y era la heroína pública del momento. El Inspector completó la historia en la sobremesa.

—Si hacen ustedes memoria, señores, recordarán que el nombre de Derrick Yale no comenzó a oírse hasta el primero de los asesinatos del Círculo Carmesí. Es cierto que se había establecido en una oficina de la ciudad, que había repartido folletos de propaganda y se había anunciado en la prensa como detective parapsicólogo, pero fueron muy pocos los casos que llegaron a sus manos: a él no le interesaban los casos, ciertamente, sino que se preparaba para un gran golpe. Fue después del primer asesinato, recuerden, cuando Derrick Yale fue empleado por un periódico que aspiraba a publicar un artículo sensacionalista, para que ejerciera sus dotes parapsicológicas en la captura del asesino.

»¿Quién podría conocer mejor que Yale el nombre del asesino y cómo se había cometido el asesinato? Ustedes recordarán que era capaz de reconstruir el crimen tocando el arma con que se había perpetrado. En consecuencia, se arrestó a un negro en el preciso lugar en que Derrick Yale había dicho que estaría. Claro que, cuando estos asuntos se hicieron públicos, la popularidad de Yale subió hasta las nubes. Era la situación que él buscaba. Sabía que a quien se encontrara amenazado por el Círculo Carmesí le sería imprescindible solicitar su ayuda, y eso es exactamente lo que sucedió.

»Al estar cerca de sus víctimas y ganar su confianza (pues Yale es un tipo de lo más convincente) podía aconsejarles pagar las peticiones del Círculo Carmesí y, si se negaban, los tenía a mano para perpetrar su asesinato fácilmente. Puede que Froyant no hubiera muerto y, desde luego no hubiera muerto a manos de Yale, de no ser porque, indignado por la pérdida de tanto dinero, inició diversas investigaciones por su cuenta. Partiendo de una hipótesis basada en una sospecha fiable, descubrió unas pistas que apuntaban a Yale y fue capaz de identificar a Lightman y a Yale como la misma persona. La noche de su muerte nos mandó llamar con la intención de comunicarnos sus hallazgos; prueba de que sentía bastante miedo es el hecho de que hubiera colocado a su alcance dos revólveres cargados, cuando es bien sabido que a Froyant le disgustaba mucho el empleo de armas de fuego.

»Recordarán también, si han leído ustedes los comunicados oficiales sobre el caso, que el comisario telefoneó a Froyant respondiendo a un recado telefónico que éste le había dejado anteriormente. Aquella llamada dio a Yale la oportunidad. Era el motivo de que Froyant nos hiciera salir de la estancia. Yo salí primero, sin imaginar siquiera que Yale se atrevería a hacer lo que hizo. Cuando pasamos a la otra habitación llevábamos puestos los gabanes y recuerdo con nitidez que Derrick Yale tenía la mano derecha metida en el bolsillo. En esa mano, señores —dijo de forma impresionante—, llevaba una manopla de motorista, y en esa mano sujetaba el cuchillo que truncó la vida de Froyant.

—Pero ¿por qué llevaba la manopla? —preguntó el Primer Ministro.

—A fin de que aquella mano, que yo había de ver inmediatamente después, no estuviera manchada de sangre. En el mismo instante en que le volví la espalda, le hundió el cuchillo exactamente en el corazón y Froyant debió de morir instantáneamente. Dejó la manopla sobre el escritorio, caminó hasta la puerta y fingió continuar una conversación con un hombre que ya estaba muerto.

»Yo sabía que había ocurrido así, pero carecía de pruebas. Él había mandado entrar a mi hija en la casa, que nosotros registramos inmediatamente para poder acusarla del crimen. Pero ella, muy prudentemente, no fue hasta más allá del jardín trasero del edificio, y luego, sospechando su ardid, regresó a casa. Pero me estoy anticipando a los hechos. Entre las personas a quienes tuvimos que proteger estaba James Beardmore, un especulador de tierras y hombre que conocía a todo tipo de personas de dentro y fuera de la ley. Aquel día esperaba la visita de Marl, a quien nunca había visto, y mencionó el nombre de éste a primera hora del día a su hijo, pero no a Derrick Yale. Cuando Marl llegó a la casa, la última persona del mundo que habría esperado ver era a su compañero de crímenes en la cárcel de Toulouse, el hombre a quien había traicionado y que fue condenado a muerte por su culpa.

»Derrick Yale se hallaba seguramente al final de un macizo de arbustos y a Marl le bastó verlo un instante para volverse en tren de inmediato, presuntamente en dirección a Londres, pero apeándose en realidad en la primera parada, preso del pánico y resuelto a matar a Lightman antes de que Lightman lo matara a él. Pero su valentía debió abandonarlo. No era lo que se dice un hombre valeroso, y en lugar de aquello escribió una carta a Yale y la introdujo por una ventana… Yale leyó la carta y la quemó a medias. No sabría decirles el contenido de la carta, salvo que si a él, a Marl, se le dejaba en paz, él dejaría en paz a Yale. Él no podía saber qué es lo que Yale hacía allí, naturalmente. Las palabras «pabellón B» se referían, sin duda, a un pabellón de la cárcel de Toulouse.

»Desde aquel momento, Marl fue un hombre abocado a la muerte. Estaba implicado, por su cuenta y riesgo, en un pequeño negocio de chantaje contra Brabazon, agente del Círculo Carmesí. Brabazon tuvo que notificar el peligro a Yale, quien, en su calidad de detective, visitaba el establecimiento adonde llegaban todas las comunicaciones dirigidas al Círculo Carmesí y, con el pretexto de ayudar a la justicia, las abría, enterándose así de su contenido, sin asumir la responsabilidad de ser el destinatario.

»Brabazon tenía la intención de largarse al día siguiente del asesinato de Marl, y con este objeto había saldado el total de la cuenta de éste y había dispuesto los preparativos para la huida. Naturalmente, al morir Marl las sospechas cayeron sobre él y, avisado por el Círculo Carmesí de que estaba en peligro, huyó a la casa junto al río que nosotros registramos.

El inspector Parr sonrió con regodeo.

—Cuando digo «nosotros registramos», quiero decir que fue Yale quien la registró. En otras palabras, él subió a la buhardilla donde sabía que estaba Brabazon y bajó notificándome que estaba desocupada.

—Hay un punto que me gustaría que usted nos aclarara… La cloroformización de Yale en su oficina —dijo el Primer Ministro.

—Eso fue ingenioso y me engañó, en un primer momento. Yale se puso las esposas, se ató y se cloroformizó a sí mismo, después de haber puesto el dinero en un sobre que dejó caer en el tobogán de las cartas… Un sobre en el que había escrito la dirección de su domicilio particular y que había franqueado. ¿Recuerda usted, señor —se dirigió al comisario—, que el cartero salió del edificio después de haber recogido la correspondencia del buzón, unos minutos después del atentado? Desgraciadamente para Yale, yo había introducido a Thalia en la habitación y la había encerrado en un armario, desde donde fue testigo de toda la comedia. Entonces ella se apoderó de la botella de cloroformo que él había dejado en un cajón de su despacho.

»La última víctima, el señor Raphael Willings —aquí Parr habló de manera muy clara y terminante—, debe su vida a que concibió una pasión malsana hacia mi hija. Ella forcejeaba con él cuando, al mirar por encima de su hombro, vio una mano salir de detrás de la cortina, empuñando la daga que fuera robada aquel mismo día por Yale, de nuevo en su calidad de detective. Iba dirigida al corazón del señor Willings, pero, haciendo un esfuerzo ímprobo, ella consiguió desplazarla, aunque no lo bastante para evitar el golpe. Yale, naturalmente, estaba cerca para descubrir el atentado (me imagino su enorme decepción al saber que su víctima no había muerto) y, por supuesto, no tuvo dificultades en cargar la culpa a madre…, quiero decir, a Thalia Drummond Parr.

»¡Consideren ustedes la astucia de sus operaciones! —añadió Parr con admiración—. Se había situado en la primera fila de los detectives privados, de manera que estaba en la mejor posición para recibir informes que resultaban enormemente valiosos para el Círculo Carmesí. Fue admitido, eventualmente y por sugerencia mía, en la jefatura de policía, donde tenía acceso a los más importantes documentos. Algunos no eran tan trascendentes como él creía, pero el que Yale, por estar allí, fuera el primero en examinar una fotografía de sí mismo tomada unos minutos antes de su frustrada ejecución, salvó la vida al señor Jack Beardmore.

»Y ahora, señores, ¿queda algún punto que ustedes quieran aclarar? Hay uno que aclararé, aunque probablemente no sea muy oscuro. Hace dos días le dije a Yale que generalmente los grandes criminales son descubiertos por errores ridículos. Yale tuvo la desfachatez de decirme que había llegado a la casa del señor Willings después de que éste se hubiera marchado, y que los sirvientes le habían dicho adónde habían ido Thalia y Willings. Esto solo habría bastado para condenarlo, pues no se había acercado a la mencionada casa desde aquella mañana, y estaba en la casita de campo desde una hora antes, al menos, de la llegada de los otros sirvientes.

—Lo que más me preocupa por el momento —dijo el Primer Ministro— es qué recompensa podemos dar a su hija, señor Parr. El ascenso de usted tiene una fácil solución, pues hay un puesto vacante de comisario auxiliar, pero no veo con claridad qué podemos hacer en obsequio a la señorita Drummond, aparte, sin duda, de entregarle la recompensa monetaria que le corresponde por su cooperación en la captura de este peligroso criminal.

Entonces se oyó una voz ronca. A Jack le sonó como si no fuera la suya propia, y el resto de los reunidos en torno a la mesa pareció tener la misma impresión.

—No es necesario preocuparse por la señorita Parr —prosiguió aquella extraña voz, que expresaba en alto los pensamientos de Jack—. Nos vamos a casar muy pronto.

Cuando el murmullo de las felicitaciones se hubo apaciguado, el inspector Parr se inclinó hacía su hija:

—No me lo habías contado —le dijo, en tono de reproche.

—No se lo había contado ni siquiera a él —dijo ella mirando a Jack con asombro.

—¿Quieres decir que no te ha pedido que te cases con él? —preguntó el padre, perplejo.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo—, y tampoco le he dicho que acepto, pero presentía que iba a pasar algo parecido.

* * *

Lightman, o Yale, como se le conocía mejor, fue un preso ejemplar. Su única queja contra las autoridades fue que no lo dejaran fumar cuando iba camino del cadalso.

—En Francia hacen mejor estas cosas —dijo al Gobernador—. La última vez que me ajusticiaron…

Yale le expresó al capellán el interés más efusivo por Thalia Drummond.

—Chicas así, ¡de mil, una! —dijo—. Supongo que se casará con el joven Beardmore… Es un hombre afortunado. Personalmente, me entusiasman muy poco las mujeres y a este hecho debo mi éxito en la vida. Pero si yo fuera hombre casadero, Thalia Drummond sería el tipo de mujer que yo buscaría.

Le gustaba el capellán, porque era hombre de gran humanidad y tenía una conversación amena sobre lugares, cosas y gentes, ya que Derrick Yale había visto la mayoría de los sitios encantadores del planeta.

Una mañana gris de marzo entró un hombre en su celda y le ató las manos.

Yale lo miró por encima del hombro.

—¿Ha oído usted hablar alguna vez del señor Pallion? Era un colega suyo.

El verdugo no respondió, pues estaba prohibido por una ordenanza discutir con el preso otro asunto que el de su disculpa, por lo que se veía obligado a hacer con él.

—Debería usted averiguar algo sobre Pallion —dijo Yale cuando se formó la comitiva—, y sacar una lección de su ejemplo. ¡No beba usted nunca! ¡La bebida fue mi ruina! ¡De no haber sido por la bebida no estaría yo aquí!

Esta pequeña ocurrencia lo tuvo entretenido todo el camino hasta el cadalso. Una vez allí, deslizaron el nudo corredizo en torno a su cuello, cubrieron su rostro con un paño blanco, y luego el verdugo retrocedió hasta una palanca de acero.

—Confío en que no se romperá la cuerda —dijo Derrick Yale.

Éste fue el último mensaje del Círculo Carmesí.


Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
Leído 122 veces.