El Escudo de Armas

Edgar Wallace


Novela



Capítulo 1

A los feos y enormes barracones que se alzaban en lo alto de la colina de Sketchley los llamaban oficialmente la Institución Sketchley de Indigentes. Para los habitantes de la comarca era el Manicomio. Solamente los más viejos recordaban la furiosa polémica que acompañó a su erección. Todos los agricultores propietarios en un radio de muchas millas protestaron contra el atropello; hubo reclamaciones, interpelaciones en el Parlamento, mítines al aire libre, recursos con los que se quiso detener la mano profanadora del Gobierno; pero al final se construyeron los barracones. Y al argumento de que era un monstruoso acto del vandalismo levantar un manicomio en el paraje más encantador de Surrey, contestaron los altos funcionarios interesados, bastante razonablemente, que hasta los locos tenían derecho a disfrutar de un panorama agradable.

Hacía de esto muchos años, cuando el viejo era todavía un niño que hacía novillos por los helechales y planeaba raras y espantables hazañas. La autoridad cayó sobre él cuando aún era joven, antes que pudiera realizar ninguno de sus sueños fantásticos. Tres médicos le asaetearon a preguntas impertinentes (así le parecieron); llamaron a la casa de salud y se lo llevaron a un coche, respondiéndole cortésmente cuando preguntó si sabía la reina Victoria el mal paso en que se encontraba su hermano menor.

En aquel edificio pasó muchos años. Murieron reyes y reinas y hubo guerras. En la blanca cinta de la carretera de Guilford, los ligeros tílburis y cochecillos fueron sustituidos por carruajes de marcha rápida, que se movían sin caballos. Sobre esto se discutió abundantemente en la Institución Sketchley. Individuos recién llegados afirmaban que lo entendían todo; pero el anciano y sus viejos amigos sabían que las personas que explicaban el milagro estaban locas.

Sentía unos deseos irresistibles y angustiosos de transponer los rojos muros de ladrillo y ver y oír el mundo que había dejado atrás, y en estas ocasiones, que se repetían con intervalos, solía encontrarse acostado en una habitación desconocida y silenciosa, en la que permanecía hasta que volvía a aceptar el ambiente, el vigilante y los entretenimientos del mundo en que vivía.

Al parecer, en el exterior nada se había alterado gran cosa. En dirección a Blickford había unas casas nuevas; pero Sketchley continuaba invariable, tal como él lo había conocido siempre. Por la ventana de su alcoba veía los faldones y aleros del palacio de Arranways. Por espacio de cuarenta y cinco años había visto a través de la ventana aquellos faldones y las columnas de humo salir de las torcidas chimeneas en invierno, y la floración de los hermosos rododendros en la primavera. La iglesia, algo más lejana, continuaba siendo la misma, aunque en la actualidad tenía un asta atada, en la cual flameaba una bandera con las insignias de la Cruz Roja.

Una noche le llegó un llamamiento terriblemente fuerte del solitario encanto de los bosques de Sketchley, donde había retozado de niño, y de la presa profunda donde acostumbraba a bañarse. Era un deseo potentísimo, que tiraba de él, y al que no podía resistir. Se vistió, salió al pasillo y bajó la escalera, llevando consigo un pesado martillo que había sustraído y ocultado durante todo el día.

El vigilante de guardia estaba dormido en el vestíbulo, circunstancia que permitió al viejo golpearle repetidas veces con el martillo. El hombre no emitió el menor sonido. Probablemente murió al primer golpe. Después de cogerle las llaves, el viejo le abandonó, cruzó despacio el jardín, abrió la puerta del muro y salió al exterior. A las primeras horas de la madrugada llegó a los fríos bosques de Sketchley, y en figura de aspecto feroz, con la barba ensangrentada, se sentó en el borde mismo de la presa y contempló las tranquilas aguas, con las piernas colgando sobre ellas.

Y, al mirar, vio a su anciana madre en pie a la orilla de la laguna y haciéndole señas...

Míster Lorney, de El Escudo de Armas, no estaba muy dispuesto a incorporarse a la caza. Era un grandullón de ancha espalda, calvo, de expresión severa v voz dura, un conductor de hombres. No tenía entusiasmo, y muy poco sentido del interés público.

Acababa de llegar a Sketchley, y se le recibía con el antagonismo que despierta un forastero, animosidad que él, por su parte, devolvía. La posada que había comprado era algo así como un elefante blanco, y esto realmente no resultaba muy a propósito para mejorar las cosas.

Jugaba en las carreras consecuente y científicamente; estudiaba los periódicos deportivos, era una autoridad en estas cuestiones, y algunas veces se presentaba en las pistas metropolitanas. Sin embargo, cosa rara, nunca discutía de deportes con sus clientes, ni desatendía por ellos su negocio.

Con la pretensión de explotar la costumbre del fin de semana y encauzar el torrente de excursionistas hacia aquel mesón de los tiempos de Tudor, lo habían amueblado dispendiosamente, y con un gasto considerable había rescatado los viejos jardines, devolviéndoles su vitalidad, creando praderas allí donde hasta entonces no había habido más que sucios terrenos de pasto y gastando tanta pintura en El Escudo de Armas que se notaba su olor en todo Sketchley.

No le quedaba tiempo para perseguir dementes fugados; se negó a alistarse como alguacil honorario, y su impopularidad creció entre sus oficiosos vecinos, que se pusieron gorros y brazaletes y se echaron al campo esgrimiendo cachiporras desgastadas.

Los periodistas que invadieron el distrito de Sketchley encontraron fácil acomodo y excelente trato, pero pocas noticias. Sin embargo, cumplieron su cometido describiendo en centenares de emocionantes columnas el registro de los bosques, el misterio de las cuevas inexploradas en el fondo de estos bosques, las pistas, los relatos personales de aterrorizados campesinos que habían visto al viejo corriendo en las sombras de la noche y hablando consigo mismo de un modo raro.

Luego se trató del guardián asesinado y de su entierro, de su historia, del presentimiento que había tenido y que había confiado a sus amigos. Materia para primera plana por espacio de una semana; materia para la sexta plana, materia para media columna, materia para un párrafo, y, al cabo de quince días, ninguna materia en absoluto, porque el lector de periódicos integra un público exigente y quiere que los relatos periodísticos tengan un final lógico, y en el misterio de Sketchley no había esta terminación satisfactoria.

—Cuando antes se olvide todo, mejor —dijo John Lorney—. No nos conviene que la gente se acostumbre a pensar en Sketchley como si fuera un nido de asesinos. Queremos que vengan aquí y acampen en los bosques; pero si el público llega a preocuparse con el viejo y su martillo, nos quedaremos sin visitantes.

Las ferreterías de Guilford hicieron su agosto con la venta de cerrojos, cerraduras y barras de hierro para las ventanas. Era raro encontrar de noche hombres y mujeres fuera de sus casas; aun las atrevidas parejas de novios no se arriesgaban más allá del matorral de Hadleigh, que estaba a tiro de fusil de la carretera principal, por la que pasaba un autobús cada cuarto de hora

Luego se fue calmando el pánico, y la gente empezó a salir de noche. Naturalmente, el viejo había muerto o se había marchado del país. La noche de su desaparición se había visto el inevitable roadster gris devorando los kilómetros por la carretera de Londres. Aquel viejo sin amigos, que nunca había recibido una visita, adquirió de pronto ricas y poderosas amistades. Los novios se internaron en lo más profundo de los bosques de Sketchley. Jóvenes osados empezaron a explorar de nuevo las cuevas..., y, de pronto, el viejo reapareció.

Fue la noche del asalto a la casa de Tinsden, de la que, entre dos y cuatro de la madrugada, se esfumó una vajilla de plata por valor de mil libras. Un labrador, que tenía enferma a su esposa, había salido al camino a fumar un cigarro. Había una luna espléndida, y mientras el hombre paseaba de arriba abajo, esperando la llegada del médico, vio una figura que se movía a la sombra de un seto y que después de cruzar el camino se desvanecía en una arboleda. El labrador se dirigió a ella pensando que sería algún amigo dedicado a la caza furtiva.

—¡Hola! —exclamó.

Entonces, la figura volvió la cabeza, y el interpelante la vio con toda claridad: un viejo encorvado, con el pelo blanco, la barba blanca, los ojos brillantes...

Cuando llegó el médico, tuvo que asistir a dos pacientes.

Después de esto, Sketchley atrancó sus puertas y ventanas. Llegaron agentes de la Scotland Yard, de Londres y de Guilford. La policía rural trabajó incansablemente. Y mientras ambos organismos celebraban una conferencia para ponerse de acuerdo, se produjo otro asalto a otra casa grande. Esta vez fue el conductor del coche correo que circulaba entre Londres y Guilford quien vio la andrajosa figura de pie a la orilla del camino.

El inspector Collett, que llegó directamente de Scotland Yard, examinó el historial del viejo; pero no encontró en los libros del manicomio nada que le ayudara a dilucidar el misterio.

—O era ya un salteador de primera clase cuando le cogieron joven, o ha aprendido mucho en el manicomio —dijo—. No, no; no es imposible... Recuerdo un caso...

El robo siguiente se cometió en la casa de Arranways, y fue un verdadero sacrilegio. Lord Arranways oyó un ruido, se levantó y entró en la alcoba de su joven esposa.

—Me ha parecido que se rompió un cristal —dijo con voz apagada—. Voy a bajar a ver.

—¿Por qué no llamas a los criados? —preguntó ella, algo asustada.

Se levantó a su vez y, envolviéndose en su bata, siguió a su marido por el pasillo a oscuras hacia la espaciosa escalera. Él le murmuró al oído que se volviera, pero ella no le hizo caso. El hombre cruzó el silencioso vestíbulo y empujó la puerta de la biblioteca. En aquel momento alguien salió de la sombra, perfilándose en la clara visibilidad de la ventana abierta Lord Arranways percibió fugazmente una cabellera blanca y una barba fluente y levantó el revólver. Resonó una explosión, y se oyó ruido de cristales rotos.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó colérico.

En el momento de disparar, su mujer le había dado un golpe en el brazo. Una araña de luces quedó destrozada, y al suelo cayó un pedazo del artesonado del techo.

—Y tú, ¿no puedes decir por qué disparaste contra el viejo? —preguntó ella calmosamente.

El hombre era un cuarentón irascible; el encanto de su segunda luna de miel se había desvanecido ya. Marie Arranways era a veces exasperante.

—Probablemente el individuo estaba armado —gruñó su señoría—. Has hecho una estupidez muy grande.

Ella sonrió, y, adelantándose a él, se asomó a la ventana. No se veía el menor rastro del viejo. Por la escalera bajaban corriendo criados a medio vestir. Se hizo una rápida inspección en la biblioteca. Guardaba en ésta el dueño de la casa dos copas de oro, obsequio del rey Carlos el Mártir al séptimo conde Arranways; una de ellas había desaparecido.

Eddie Arranways anduvo huraño y silencioso por espacio de una semana.

El viejo volvió a ser tema de actualidad y, a causa de su peculiar atmósfera, tema de actualidad mundial. Cari Rennett, capitán de la Policía en ocasiones, de regreso de una infructuosa caza por el mundo, se enteró de la cuestión por los periódicos; examinó cuidadosamente y minuciosamente los detalles de los robos cometidos por el viejo, hizo su equipaje y embarcó para Inglaterra.

El frío y tempestuoso día en que el viaje de Rennett terminó en el puerto de Southampton fue un día grande para John Lorney, porque un caballo llamado Sargento Murphy ganó en la Gran Carrera de Obstáculos el premio nacional e hizo ingresar cuarenta mil libras en la cuenta corriente del propietario de El Escudo de Armas.

El capitán Rennett marchó directamente a la Jefatura de Policía y enseñó sus credenciales, una carta de presentación del Ministerio de Justicia de Washington, y el jefe escuchó en silencio mientras el americano explicaba el motivo de su llegada.

—Le daremos a usted todas las facilidades posibles —dijo el jefe—; pero, como probablemente sabrá, Scotland Yard no tiene jurisdicción fuera de la zona metropolitana, y el asunto está, hasta cierto punto, en manos de la Policía local. Su teoría, que nosotros compartimos, es que el viejo debió aprender su arte de algún otro pensionista del manicomio. No tiene historia criminal, al menos registrada; pero, indudablemente, es un gran atesorador. Ésta es una de las formas que tomó su demencia Estamos en contacto con las más importantes casas de compraventa, y tenemos casi la certeza de que ni una sola pieza de lo que ha robado ha ido al mercado. Probablemente roba por robar, y es posible que encontremos su tesoro intacto.

—¿Dónde está oculto? —preguntó Rennett.

El inspector Collett sonrió.

—Reconozco que es una pregunta bastante estúpida —dijo Rennett—. Es de suponer que estará en alguna de las cuevas del bosque.

—No se las ha explorado por completo. Hay cuatro o cinco pisos, probablemente más, superpuestos. Si muere el viejo, como acabará por ocurrir, acaso no se encuentre nunca el tesoro. Por otra parte, también puede hacer algo excéntrico que le ponga en nuestras manos. El país está aterrorizado..., quiero decir esa parte del país.

Collett miró al corpulento americano guiñando un ojo.

—¿Es usted especialista en robos con escalo?

—En efecto, esa es mi especialidad —contestó plácidamente Rennett—. ¿No decía eso míster Adelton en la carta que le he dado? Hasta he publicado un libro sobre asaltos a las casas.

Y sonrió jocosamente.

Aquella tarde marchó en automóvil a Sketchley, y durante todo el viaje estuvo dando vueltas en la cabeza a un problema. Esperaba encontrar a Bill Radley en la zona de Guilford. Pero ¿estaña con él su meloso compañero?

Capítulo 2

Lord Arranways no había sido afortunado en su primer matrimonio. Había éste terminado de un modo dramático, casi trágico, cuando él era gobernador de las provincias del Norte.

El Servicio Secreto Indio es admirablemente eficaz y puede arreglar muchas cosas; pero resultaba algo difícil explicar la presencia de uno de los más bellos subordinados del gobernador, en pijama, en el jardín de la Residencia con el hombro atravesado por un balazo, y por qué lady Arranways había huido en paños menores a la casa del secretario militar del gobernador, con ademanes de histérica y medio muerta de miedo.

Su señoría resignó el mando; se concertó el divorcio, y el subordinado herido compareció como cómplice de la parte demandada. Casi antes que la herida se curara, Eddie Arranways estaba disfrutando de los paisajes canadienses, y a los dos meses contraía nuevo matrimonio.

Era un hombre alto, de aspecto no muy fuerte. Era muy agradable y podía ser fascinador. Marie Mayford quedó tan halagada como fascinada. Al principio estaba muy enamorada de su marido. Descubrió la segunda personalidad de éste casi antes de terminar la luna de miel. Eddie era quisquilloso, suspicaz. Rumiaba la humillación de su primer matrimonio, y, evidentemente, no anticipaba un mejor resultado del segundo. Investigaba todos los movimientos de su mujer; quería un informe de todas las horas de su tiempo; se despedía de ella, al parecer para viajes largos, y regresaba inesperadamente a las primeras horas de la mañana. Ella se molestaba, se sentía ofendida, y en una ocasión se revolvió contra él enfurecida. Si entonces el hombre se hubiera arrepentido, habría habido alguna esperanza para ambos; pero cometió la torpeza de pretender justificarse.

—Tienes que ser indulgente conmigo, querida. He pasado por una experiencia terrible. Hubo una mujer en quien confié...

—No me interesa tu primer matrimonio —replicó ella con fría irritación—. Si yo tuviera ocasión de encontrar a la primera lady Arranways y discutir la cuestión con ella, descubriría probablemente que había recibido el mismo trato que yo estoy recibiendo.

Entonces le tocó a él ofenderse, y estuvo ceñudo unos días.

Dick Mayford, hermano de Marie, vino a visitarlos para poner paz.

—No tienes razón, Dick —se lamentó Eddie Arranways—. Tú sabes la tragedia que me ocurrió en la India; es natural que haya dejado en mí su huella y han de pasar algunos años hasta que yo recobre mi estado de ánimo. Reconozco que soy suspicaz. ¿Cómo no había de serlo después de mi horrible experiencia? Marie es dura, algo implacable, y se niega naturalmente a reconocer mi punto de vista. El otro día se introdujo furtivamente en la casa un individuo, ese viejo de los demonios, y yo disparé contra él. Pues ella se puso furiosa conmigo.

Dick sonrió.

—Y no le faltó motivo para ello. Si hubieras matado a ese pobre diablo, a estas horas serías el hombre más impopular de Inglaterra. ¡Por Dios, Eddie, que eres un miembro de la Cámara de los Lores, y no está permitido matar a un hombre porque te birle una copa de doscientas libras! ¡Eres medieval! Estás viviendo trescientos años después de tu época. Naturalmente, tus antepasados habrían apresado al pobre hombre y le habrían encerrado en una mazmorra, con un buen acompañamiento de ratas, si es que no le cortaban la cabeza o le condenaban a las galeras. Pero ahora estamos en el siglo veinte. ¡No lo olvides, muchacho!

Eddie recibió de su cuñado muchas cosas que se habría negado a recibir por otro conducto. Hubo una reconciliación, y, muy ceremoniosamente, señaló la ocasión regalando a Mane un encendedor de ónice y oro con sus iniciales en diamantes. A ella le conmovió esta delicada penitencia o la apariencia de la misma.

Dos meses después, cuando Eddie tuvo que ir a Washington para conferenciar con un antiguo colega, ella supo por la doncella que había encargado a una agencia de policías particulares que la vigilaran y preparasen una Memoria de todos los actos de su mujer para dársela a él a su regreso.

Fue Dick quien sugirió el viaje a Egipto, y durante la mayor parte de estas vacaciones, la conducta de Eddie fue intachable y volvieron las antiguas relaciones agradables. En las carreras de El Cairo fue donde su Señoría encontró a un joven muy simpático, míster Keith Keller, hijo de un rico australiano. Keith se había educado en Inglaterra. Era apuesto, entretenido, muy elegante y extraordinariamente atractivo, pero, sobre todo, respetuoso. No parecía que Marie le interesara gran cosa. Confió a lord Arranways que estaba muy enamorado de una muchacha en Australia, que había de venir a Europa en el otoño. Sabía algo de carreras y mucho de lord Arranways, aunque su señoría no estaba enterado de esto. A todas sus excelentes cualidades añadía la de que sabía escuchar sin interrumpir y expresar sorpresa y sugerir admiración en los momentos oportunos.

Leyó la Memoria de trescientas sesenta páginas que Eddie había redactado sobre el tema de la posesión de la tierra en la India, y más todavía: la entendió. Escuchó durante tres horas de sobremesa en el Shepherad Hotel, mientras Eddie le explicaba minuciosamente el plan de riegos que había sometido a la consideración del Consejo, y que éste había rechazado tan sumaria y estúpidamente. Había oído hablar del divorcio, y cuando Eddie tocó la cuestión supo introducir adecuados comentarios en tono conciliador.

Dick Mayford estaba más bien divertido. Lady Arranways estaba interesada. Una noche, después de asistir a una representación de ópera de segunda categoría, Eddie rogó al joven australiano que acompañara al hotel a su esposa; él había quedado citado con un compañero diplomático en el club. Míster Keller llevó a lady Arranways a su casa, una mano en el volante del automóvil, la otra entre las de la mujer. Marie no supo exactamente por qué no se molestó. Acaso estuviera demasiado divertida

Cuando, poco antes de llegar al hotel, él le dio un beso, ella tampoco protestó. Eddie había estado insoportable aquella noche.

Subió con ella hasta sus habitaciones. No se entretuvo mucho. Antes de salir la volvió a besar, y la dejó ligeramente sofocada.

Regresaron a Inglaterra por etapas, y míster Keller fue de la partida. Llegaron a Roma en plena temporada de primavera. Venecia estaba algo brumosa y antipática; una neblina blanca flotaba sobre los canales. Pasaron dos noches en el Danielli, y continuaron el viaje a Viena.

Una tarde, al salir del Bristol, Marie vio a un hombre parado en la acera. Mordisqueaba la apagada colilla de un cigarro. Era un tipo alto, recio, con gafas de concha. Le vio fugazmente al pasar en el auto; pero más tarde volvió a encontrarle en la Ringstrasse y se lo indicó a Dick, que la acompañaba.

—Parece americano.

—Y ¿en qué se distinguen los americanos del resto de los mortales? —preguntó Dick burlonamente.

Y luego, en tono más serio:

—¿Hasta cuándo va a estar Keller con nosotros?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Como se ha agregado a la partida...

Ella alzó uno de sus hermosos hombros.

—A Eddie le gusta, y, además, nos entretiene.

Luego cambiaron de conversación.

—He recibido una carta de los Pursons, dedicada toda ella al viejo.

Dick frunció el ceño; se había olvidado por completo del viejo.

—¿No te acuerdas de aquel detective que llegó a Arranways? ¿Uno que se llamaba... Collett?

Dick asintió.

—¿El individuo que esperaba que el viejo hiciera algo excéntrico?

—El mismo. Pues ya lo ha hecho. ¡Les ha devuelto la plata a los Pursons! Una mañana, cuando bajaron los criados, encontraron forzada una ventana y todos los objetos robados puestos con mucho cuidado en la mesa del comedor. Aquella noche alguien vio al viejo andando por el lindero del bosque, llevando una pesada maleta. ¿Verdad que es lo más asombroso que se ha oído? ¡Quiera Dios que también devuelva la copa de Arranways! No pasa día sin que Eddie me recuerde que soy yo la responsable de su pérdida.

—¿Va a volver Keller con nosotros a Inglaterra? —preguntó bruscamente Dick.

Ella se volvió a medias.

—¿Por qué?

Su voz era fría; aquellos ojos encantadores miraban con cierta dureza.

—Me lo pregunto yo mismo —dijo Dick.

—Pues podrías preguntárselo a él. No sé lo que piensa hacer. ¡Por el amor de Dios, Dick, deja para Eddie todas estas tonterías!...

—¿Adónde fuiste ayer por la tarde? —insistió—. Saliste con él.

—Y con el intérprete —añadió ella—. Fuimos a un café que hay en una de las colinas. No recuerdo el nombre. Hay allí un hotel. Eddie estaba enterado... Por supuesto, fue Eddie el que lo dispuso. Allí nos encontramos con él.

—Os encontrasteis a las cuatro y media; le oí fijar la hora de la cita. Pero salisteis del hotel poco después de la una, y para llegar allí sobra con media hora.

Ella suspiró impaciente.

—Fuimos en coche por el Prater. Nos paramos a tomar café no sé dónde, y luego seguimos hacia Schombrunn y vimos los jardines. ¿Tienes algo más que preguntar? El intérprete vino con nosotros.

—Dejasteis al intérprete en el Prater, y le recogisteis casi dos horas después —dijo con calma Dick—. Vamos, no pongas esa cara. Yo no te he espiado. Dio la casualidad, sencillamente, de que yo estaba en el Prater con un hombre de la Embajada norteamericana. Os vi despedir al intérprete, y le hablé. Ten cuidado, Marie; no hagas una tontería.

Ella no contestó.

Eddie estuvo verdaderamente inaguantable en Viena, exasperantemente desatinado en Berlín. Riñó con todo el mundo, excepto con Keith Keller.

Vivía en perpetuo disgusto, justificado hasta cierto punto, porque en Berlín ocurrió algo. Marie perdió una pulsera de diamantes, uno de sus regalos de boda. Había estado en el teatro, había cenado y bailado en el Edén y regresado al hotel a la una de la madrugada. Había dejado la pulsera con otras joyas en la mesa de su tocador, y por la mañana había desaparecido. La ventana estaba abierta en su parte superior, el cerrojo de la puerta corrido, y Marie —lo sabía Eddie— tenía el sueño muy ligero.

Tres miembros de la Policía criminal vinieron de la plaza de Alejandro y efectuaron una investigación. No había indicios de que hubieran entrado en la habitación desde fuera, y el único medio posible de introducirse un ladrón era a través del cuarto de baño, cuya ventana se abría a considerable altura en un patio. También había que contar con la puerta del cuarto de baño que daba al pasillo; pero ésta estaba asimismo cerrada por dentro, según recordaba Marie.

Eddie estaba furioso, aunque el regalo no era suyo, sino del padre de ella

—¡No lo entiendo! De veras que no puedo entenderlo, Marie —decía—. No es posible que llevaras la pulsera cuando entraste en la alcoba. ¿Por qué había de llevársela el ladrón, dejando intactas todas las demás joyas?

—¿Yo qué sé? Pregúntaselo a la Policía.

Estaba un poco pálida; había perdido momentáneamente su buen humor.

—No me atrevo a jurar que me la quitara Estaba muy cansada. Pudo también habérseme caído cuando estaba en el Edén.

Pero la Policía ya había hecho pesquisas en aquella dirección. Eddie gruñía en todas las comidas.

—¡Valía dos mil libras!... ¡Vaya un descuido! Pero ¿no recuerdas, querida?

La mañana de su partida de Berlín ella salió a encargar unas flores para la esposa del embajador, y cuando hubo terminado esta diligencia bajó paseando por Unter den Linden y se metió por la Wilhelmstrasse, sin dirección definida, pero sí con el propósito de estar sola.

Mirando distraídamente la calle, vio a un hombre, a quien reconoció en el acto. Era el americano alto y fuerte a quien había encontrado en Viena. Llevaba el mismo traje castaño y continuaba mordiendo la colilla apagada de un cigarro. Andaba despacio, sin mirar a derecha ni izquierda, y, al parecer, absorto en sus pensamientos. Ella se detuvo, le vio pasar y volvió hacia el hotel. Al mirar por encima del hombro, cuando entraba en la Unter den Linden, volvió a verle. Había cruzado la acera opuesta y la venía siguiendo a distancia.

Habló a su hermano del encuentro. A Dick Mayford no le causó impresión.

—En todas partes hay americanos —dijo—. Oye, a propósito: Eddie tiene una nueva teoría sobre tu pulsera.

—Eddie me ha participado varias teorías que me parece que no son lo nuevas que deberían ser —replicó ella secamente.

En realidad, la teoría de Eddie era de Keith Keller. Keith había estado en la plaza de Alejandro viendo el Museo Criminal y había sostenido una conversación con su genial vigilante, que era una enciclopedia de información relativa a los métodos criminales.

Según Keith, era muy sencillo para un ladrón inteligente robar una pulsera del brazo de una mujer. Él había visto fotografías y asistido a demostraciones oculares que se habían hecho en su obsequio.

—Recuerdo que cuando estábamos en el Edén había un individuo de pie a su lado. Era un hombre alto y de aspecto moreno. Aseguraría que tenía en sus venas sangre de color. ¿Recuerda usted cuándo se quitó la echarpe?...

—No recuerdo nada —contestó ella con cierta sequedad.

Marie Arranways estaba muy molesta. Aunque recordaba haberse quitado la pulsera, no estaba completamente segura de que hubiera sido en la noche de la pérdida o en alguna otra anterior. Hay en el proceso maquinal de desnudarse cierto mecanismo sin tiempo. Cuando se hace la misma cosa noche tras noche por espacio de años...

Durante la comida, Eddie resucitó el odioso tema:

—Cuando cerraste la puerta aquella noche, ¿no recuerdas dónde dejaste la llave?

—¡Por el amor de Dios, habla de otra cosa! —respondió ella.

Eddie no le volvió a dirigir la palabra hasta el día en que llegaron a Inglaterra.

Capítulo 3

Keith Keller no tenía plan ninguno, según confesó a su huésped. No tenía otra cosa que hacer que matar el tiempo hasta la llegada de su novia. No conocía a nadie en Londres. No obstante, había resuelto alojarse en un hotel, aunque Eddie no quería oírle hablar de ello.

—Mi querido amigo, cometería yo un desacato a la hospitalidad si no le rogase que viniera a pasar una o dos semanas a Arranways —dijo, algo pomposamente—. Ello me dará ocasión de presentarle el plan ferroviario que sometí a la aprobación del virrey. Habría tenido un valor incalculable para las provincias del Norte, pero el hecho de que podía costar unos cuantos lakhs de rupias...

Keith Keller era uno de los jóvenes más inteligentes que Eddie había encontrado en su vida, y uno de los más respetuosos. No le interesaba Marie en absoluto, y apenas hablaba con ella más que cuando la cortesía exigía alguna respuesta. Pasaba la mayor parte del día en la biblioteca con su huésped. Era un lector rápido y capaz de asimilar los hechos con notable celeridad. Estaba de acuerdo con todas las conclusiones a que había llegado el ex gobernador de las provincias del Norte en la página doscientas cuarenta y dos de su Memoria. Con un lápiz podía trazar sobre un mapa de la India la línea que habría seguido el proyectado ferrocarril, y si discrepaba suavemente de su señoría, en lo tocante a si la vía había de pasar por el Sakada en vez de Sibhi, era únicamente —como explicó más tarde, cuando lord Arranways le hubo expuesto las ventajas de la última ruta —porque, a causa de su estupidez, no había comprendido del todo la importancia de que el tren atravesara el fértil valle del Chab.

Dick Mayford se encaminó a El Escudo de Armas a renovar una antigua amistad y a beber cerveza legítima. Apenas reconoció la casa con su nuevo mobiliario.

—Más parece un club particular que un establecimiento público dijo, verdaderamente sorprendido.

John Lorney le favoreció con una de sus raras sonrisas.

—A pesar del viejo, nos visita ahora muy buen público —dijo.

—¿No le han cogido todavía?

—No, ni le cogerán nunca.

Miró alrededor y bajó la voz.

—No existe tal viejo —continuó—. Este ladrón está devolviendo lodo lo que ha robado, por alguna razón que desconocemos. Es un hombre que vive, o ha vivido, en este distrito, y lo conoce admirablemente. Ignoro con qué motivo ha querido tres veces entrar en El Escudo de Armas; por lo menos, se ha visto tres veces al viejo en esta pradera, y supongo que no estaría tratando de alquilar una habitación.

—¿Cuándo se le vio por última vez?

Lorney reflexionó.

—No se le ha vuelto a ver desde que salió usted de Inglaterra.

Dick se le quedó mirando.

—Pero ¿no dice usted que ha devuelto parte de lo robado..., los objetos de los Pursons, por ejemplo?

—Efectivamente; la noche anterior a la partida de ustedes.

—Pero su señoría recibió la noticia estando en Egipto.

—No sé nada de eso —replicó el propietario de El Escudo de Armas—; pero si ve usted a míster Purson, él se lo podrá contar. ¿Lo leyó usted en los periódicos?

—No. Míster Purson escribió a mi hermana contándoselo.

—Las cartas necesitan tiempo para viajar. No; yo le aseguro que no se ha visto al viejo desde que ustedes se marcharon. Me han dicho que quiso entrar en Arranways, pero creo que son habladurías.

Lorney cogió un paño, e innecesariamente lo pasó por el impecable mostrador.

—Creo que ha venido con usted un joven caballero.

—¿Míster Keller?

—Un joven muy apuesto y muy simpático —insistió Lorney—. Esta mañana me pareció verle en el coche con su señoría, en dirección a Hadleygh.

—Míster Keller—replicó Dick, sin dar más explicaciones.

—Estoy verdaderamente fastidiado con el viejo —se lamentó Lorney—. Con un manicomio a una milla de la aldea no puedo conservar un criado por más tiempo de una semana. Tienen un pánico horroroso.

Una mujer en apariencia fornida atravesó penosamente la antesala, con un cubo en una mano y un plumero en la otra. Saludó familiarmente a Dick, y Lorney emitió un gruñido.

—Esta criada no la ha perdido usted —observó Dick.

—No; ésta se ha quedado.

Lorney rió entre dientes.

—¿Qué cargo tiene?

—Es asistenta. Es de todo, cuando hace falta. Me enfado con ella diez veces a la semana; pero no se va..., ¡gracias a Dios! Hay ocasiones en que me encontraría absolutamente sin servicio doméstico si no fuera por mistress Harris.

Oyó un ruido, levantó la hoja plegadiza del mostrador, salió rápidamente, y, casi corriendo por la antesala, desapareció tras la puerta que daba a la pradera. Volvió a los pocos minutos acompañado de una hermosa muchacha. Tendría, en opinión de Dick, dieciocho años; era una joven esbelta; encantadora, apenas una mujer. Lorney la llevaba cogida del brazo y le hablaba con volubilidad. Subieron la escalera que conducía a la galería, y desaparecieron por el pasillo. Dick terminó su cerveza y esperó. No tardó en regresar Lorney.

—¿Quién es esa joven?

—Una pensionista

—Pues parece una antigua amiga de usted.

—Conocí a su tío —explicó Lorney—. Esta señorita pasó aquí una semana el año pasado. Está en una escuela de Suiza. Es miss Jeans.

Miró por encima del hombro hacia la galería, como si esperara ver a la muchacha.

—Su tío fue muy bueno conmigo hace muchos años, y es para mí un gran placer cuidar de la sobrina. No tiene padre ni madre.

Dick le miró con curiosidad. Descubría otro aspecto del carácter de aquel hombre antipático: un aspecto sentimental.

—¡Míster Lorney!

Los dos hombres alzaron la cabeza. Anna Jeans se inclinaba sobre la balaustrada.

—¿Puedo bajar?

—Claro que sí, señorita.

Lorney acudió al pie de la escalera para recibirla.

—Le presento a míster Richard Mayford.

Anna sonrió rápidamente.

—De Ottawa —dijo, y Dick arqueó las cejas.

—Sí, de Ottawa. De allí vinimos hace muchos años. ¿Conoce usted la ciudad?

—Ya lo creo. Allí fui a la escuela cuando era pequeña, y todo el mundo conocía a los Mayfords. Usted es hermano político de lord Arranways, ¿no?

Cinco minutos después estaban paseando por la pradera, cambiando recuerdos de una ciudad que ninguno de los dos recordaba muy claramente, y míster Lorney los contemplaba desde el porche, con la cabeza ladeada y una curiosa sonrisa en su boca de líneas duras.

Marie no conocía a miss Jeans, y se interesó moderadamente por el entusiasmo de Dick.

—De modo que es encantadora, ¿eh? Así son en el Canadá. ¿Qué está haciendo aquí?

—Está de vacaciones... Está en una pensión, en Suiza. Va a un colegio, o algo por el estilo. Pero ¡qué chiquilla! No he conocido criatura tan inteligente como ella.

Marie le miró burlonamente.

—Esto me parece algo alarmante.

Aquel día estuvo muy jovial, muy tolerante con las quejas y chinchorrerías de Eddie. En la comida salió a relucir la pulsera perdida; era una discusión que se renovaba invariablemente. Pero hoy había un motivo especial. La había descubierto la Policía francesa en poder de un comerciante que tenía sus negocios en todas las capitales del continente.

—Costará unas trescientas libras el recobrarla. Eso es lo que este comerciante dio por ella. Naturalmente, jamás se descubrirá al ladrón... Probablemente será una de esas infernales mujeres mundanas que pululan alrededor de los grandes hoteles.

A través de sus lentes miró benévolamente a Keith.

—Tengo que darle un consejo, amigo mío —le dijo con calma.

El rostro de Keith era una máscara impenetrable.

—Viniendo de usted, será un consejo excelente.

—Apártese de las carreras de caballos —continuó su señoría—. Su padre puede ser tan rico como Creso; pero los apostadores profesionales van a dejarle a usted sin un céntimo. Y no se deje extraviar por ese infernal propietario de El Escudo de Armas. Ha ganado mucho dinero, pero probablemente estará en buenas relaciones con algunos de estos profesionales del turf, y lleva usted muy mal camino en su compañía.

—¿A qué viene esta disertación altamente moral? —preguntó Marie.

—Me he encontrado a Dañe, de la Embajada de Berlín, que me ha dicho que vio a nuestro amigo en las carreras de Hoppegarten apostando «como un marinero borracho». Éstas son sus palabras.

Keith sonrió.

—Son excesos de la mocedad —dijo solemnemente—. Déjenme ustedes que la corra. La bolsa paternal es inagotable.

Dick percibió la rápida mirada que Marie lanzó al joven Keller; vio que los ojos de su hermana volvían a su plato, y por algún motivo inexplicable experimentó una momentánea sensación de depresión.

—Me ha dicho Marie que hay un huésped fascinador en El Escudo de Armas.

Cuando Eddie se lo proponía, era extraordinariamente paternal.

—¿Eh? —exclamó Dick, estremeciéndose—. ¡Ah¡Sí, Anna Jeans..., una canadiense. Mejor dicho, ha vivido en el Canadá.

Eddie movió la cabeza.

—Piénselo bien, amigo mío —dijo enigmáticamente, y en esta observación leyó Marie la historia de un fascinador funcionario colonial a quien se encontró con un balazo en el hombro, y una mujer medio loca que corría en busca de auxilio hacia la casa del secretario militar del gobernador. Éste era el fondo eterno de los pensamientos de lord Arranways.

Capítulo 4

Anna Jeans jugaba al tenis con gran pericia. También jugaba al golf y practicaba la equitación. En la semana siguiente, los trajes de Dick fueron casi exclusivamente breeches de montar y botas altas y polainas por la mañana, y pantalón de franela por la tarde. Tocaba el piano bastante bien; Dick recordó que también él había acariciado en otros tiempos la ilusión de llegar a ser un gran cantante.

Keith Keller y Marie fueron a El Escudo de Armas a tomar el té, y la encontraron. A Marie le pareció encantadora. A Keith no le gustó el tipo.

—¿Cuál es, entonces, el tipo que le gusta?

Volvían andando por la arboleda hacia Arranways. Keith bajó la mano y cogió las de la mujer; pero ella se zafó rápidamente.

—Eddie anda por aquí —fue todo lo que dijo.

En realidad, Eddie estaba al otro lado de la arboleda. No vio nada más que los dos jóvenes se dirigían hacia él. Cuando su esposa se reunió con él tenía una expresión de disgusto escuchando la conversación de Keith, que le explicaba por qué no se había construido la mansión de Arranways cerca de la carretera, sino muy alejada de ésta, en el centro del parque.

—Exacto —dijo Eddie—. Ese es mi tema.

Míster Keller sabía que era su tema; durante horas enteras había escuchado a su señoría hablar de la locura de sus antepasados, de la época de Tudor, que habían decidido construir la gran casa tan cerca del camino que, en los pasados tiempos de las diligencias que circulaban entre Londres y Guilford, los carteros echaban la valija del correo por encima de la tapia. Había escuchado y había aprovechado la lección. Míster Keller tenía una memoria sorprendente, que rara vez le fallaba. También tenía la habilidad de repetir los argumentos de otras personas con la misma entonación convincente.

En los días siguientes frecuentó la biblioteca, asimilándose toda ilusión impresa de su huésped, porque lord Arranways tenía la pasión de las publicaciones privadas, y una estantería estaba llena de informes, memorias, recomendaciones, teorías y tesis, oficiales y particulares, magníficamente encuadernadas en piel.

Su carrera diplomática no había sido del todo triunfal. Decían de él en el Ministerio lo mismo que en la oficina de la India; que tenía la manía de los informes. Eddie estaba en aquella época ocupado en preparar un autorizado trabajo sobre la reforma india, soportable sólo porque durante el día era invisible, y al llegar la noche estaban tan cansados que apenas notaban su presencia.

Dick pasaba mucho tiempo en El Escudo de Armas. En los finales de semana, el establecimiento casi se llenaba, y en el gran patio asfaltado se alineaba una gran cantidad de automóviles. Pero a mediados de semana, cuando los juerguistas habían regresado ya a la ciudad, era una mansión de paz para Dick, pues nadie había que le disputara su derecho al campo de tenis, y cuando por las noches iba de visita después de cenar, allí estaba Anna Jeans para acompañarle al piano las canciones que generalmente empezaba, pero no concluía.

Una noche, los Arranways se acostaron temprano. Cuando Dick regresó, a las once de la noche, estaba esperándole uno de los criados. Media hora después sólo había una luz en la casa, y esta luz era la de la alcoba de Dick. El viejo, que acechaba a la sombra de la arboleda, esperó pacientemente hasta que la luz se extinguió. Esperó todavía otra media hora, y entonces avanzó furtivamente y, aprovechando lodos los lugares de sombra, dio la vuelta hasta llegar a la fachada posterior de la casa.

Se desviaron las nubes que hasta entonces habían velado la luna, y había una claridad casi diurna cuando el viejo atravesó el trozo de pradera que aún le separaba de su objetivo.

Con agilidad notable para un hombre de su edad se encaramó al antepecho de una ventana, aferrándose a las retorcidas ramas de la hiedra que serpenteaba por aquella pared de la casa, y, cogiendo el maletín con los dientes, trepó hasta encontrarse sobre una balaustrada de piedra. Frente a él había una puerta-ventana larga y estrecha, en la que lucían cuatro llamativos escudos de armas. El hombre sacó del bolsillo un pequeño escoplo, y trabajó incansablemente y en silencio. Aquél era el camino por donde había entrado la vez anterior, la única ventana del palacio en la que, por algún motivo oculto, no había instalación de timbre de alarma.

Por fin abrió la ventana, y en seguida se encontró en el interior de la casa. Se detuvo para cerrar suavemente los postigos y esperó, escuchando. Oyó un ruido y se pegó al rincón del pasillo. Se abrió una de las puertas que daban a este y se asomó un hombre en pijama. Keith Keller no miró hacia la ventana; escudriñó con la mirada el oscuro pasillo que conducía a la parte superior de la gran escalera. Volvió a entrar en su habitación y cerró la puerta sin hacer ruido. El viejo aguardó, acariciando con la mano las hebras de su barba larga y blanca.

Iba ya a hacer un movimiento, cuando oyó otro ruido. Alguien andaba por el pasillo, avanzando despacio hacia él. Era una mujer. Llegó a la difusa claridad de la luna que se filtraba por el cristal esmerilado de la ventana... Lady Arranways... Sobre la camisa de dormir llevaba un abrigo que la cubría hasta por debajo de las rodillas. En la mano llevaba un cigarrillo encendido.

Se detuvo y volvió la cabeza en la dirección de donde había venido; luego se acercó a la puerta de la alcoba de Keith y dio un golpe suave. La puerta se abrió instantáneamente. El viejo oyó entonces un susurro, y la mujer entró. Quedó inmóvil, oyó cerrarse la puerta y el clic amortiguado de la llave en la cerradura. Luego, saliendo de su escondite, se deslizó a lo largo del pasillo del palacio, silencioso, sin preocuparse, al parecer, de la traición que había presenciado.

Capítulo 5

Tom Arkright, jornalero de la granja Waggon, afirmaba haber sido el primero en dar la alarma; pero el automóvil de míster Lorney se detuvo ante la puerta del parque, por lo menos diez minutos antes de la aparición sobre la escena del policía de la aldea.

Arranways estaba edificado al lado del camino, detrás de una tapia de moderada altura. Su fachada, de estilo seudo Tudor, estaba libre de árboles y arbustos, y aun en una noche de clara luna se habría visto a media milla de distancia el temblor de las llamas. Las ventanas vomitaban humo, mientras míster Lorney subía corriendo la corta calzada para coches, después de haber forzado la puerta de la tapia, y hacía sonar los pesados aldabones de la puerta principal.

Dick Mayford tenía el sueño ligero; oyó los golpes, percibió el olor acre de la madera quemada y, no pudiendo localizarlo, bajó corriendo la escalera y abrió la puerta.

—Me parece que sé cuál es la habitación —dijo Lorney, mientras subía los escalones de dos en dos—. Es la sexta ventana, contando desde el porche.

Por entonces ya estaba lord Arranways en el pasillo. Apareció un criado en mangas de camisa, y todos se apelotonaron ante la puerta.

—¿Quién hay ahí? Keller, ¿no?—exclamó Arranways, sin aliento—. Dick, corre y despierta a Marie y dile que vaya abajo. No hay peligro.

Llamó a) criado.

—Haga sonar el timbre de alarma.

Casi inmediatamente, se oyó el retintín de la campana, porque el botón estaba muy cerca de la mano del criado.

Lorney se arrolló un pañuelo a la mano y dio un puñetazo en el tablero. La madera se cuarteó, y a otro golpe abrió un boquete en la puerta. Un chorro de humo salió por el agujero. Lorney metió el brazo por él, buscó a tientas la llave al otro lado y la hizo girar en la cerradura.

—Esperen aquí —dijo—, y cierren la puerta detrás de mí.

A través de un cegador humo amarillo se abrió paso por la habitación. A su izquierda percibió el parpadeo de una llamita. Vio a un hombre en el suelo, se inclinó sobre él y le ayudó a incorporarse.

Míster Keller no estaba inconsciente del todo. En el suelo, al lado de la cama, había algo blanco. Cuando Lorney arrastraba a Keith hacia la puerta, éste murmuró:

—No les diga nada... Ella está en mi alcoba...

El dueño de El Escudo de Armas era un hombre de mundo; no tenía ilusiones, y muy pocos ideales. Únicamente tenía una expresión más resuelta cuando salió al pasillo.

—Llévenselo pronto —dijo con dureza.

Keller cayó de rodillas al suelo, y Arranways se inclinó sobre él.

—No hay nada en la habitación, ¿verdad, Keller? —preguntó ansiosamente—. ¿Su perro, por ejemplo? No, me parece que lo mandé a la perrera...

—Nada —murmuró el hombre—. Nada en absoluto... Déjeme marchar...

Dick llegó corriendo en aquel momento. Marie no estaba en su alcoba; probablemente, habría oído el timbre de alarma y estaría abajo, en el vestíbulo, o acaso fuera, en el parque.

—¡Baja al vestíbulo! —gritó Arranways con voz autoritaria—. Venga conmigo, Lorney. Que no quede nadie más en este piso.

Y al lacayo, que desaparecía, le ordenó:

—Encárguese de que salgan todos los criados.

Con esto se dirigió apresuradamente a la escalera, seguro de que Lorney le seguía. El dueño de El Escudo de Armas quedó rígido ante la puerta, esperó hasta que todos hubieron llegado al rellano de la escalera, y entonces abrió la puerta y entró rápidamente en la alcoba de Keller.

¿Llegaría a tiempo? Había sufrido un principio de asfixia mientras esperaba. Tenía en tensión todos sus sentidos, acechando el menor ruido. Aunque la mujer estuviera perdida, no podía dejarla allí.

Apenas se hubieron perdido de vista todos los demás, se precipitó en la habitación, se inclinó, cogió del suelo la débil figura y la sacó al pasillo. Estaba desvanecida; su rostro, a la luz de la luna, tenía la blancura de la muerte.

Al volverse para dirigirse a la escalera vio aparecer la figura alta y angulosa de Arranways.

—Vamos, Lorney —dijo con impaciencia—. No hay nada...

Se interrumpió y quedó como quien oye un disparo a su lado.

—¿De dónde la ha sacado usted?

Tenía una voz muy rara. No necesitaba preguntar había reconocido a la mujer que Lorney llevaba en los brazos. De pronto, quedó tan sin aliento como un hombre que acaba de terminar una carrera agotadora.

—¿Dónde la ha encontrado usted?

—Al final del pasillo, debajo de la ventana —contestó con firmeza Lorney.

Hubo un silencio.

—Pues yo no la vi.

—Yo sí —replicó ásperamente Lorney—. Por lo menos, yo vi algo. Debió de salir aterrada de su alcoba, y al correr se equivocó de dirección.

—¿A quién lleva usted ahí? —preguntó Dick, que acababa de llegar a su vez.

Y, al reconocer a la inconsciente muchacha, exclamó:

—¡Santo Dios! ¡Marie! ¿Dónde la ha encontrado usted?

—Poco importa dónde la haya encontrado —contestó Lorney en tono casi represivo; y entregando a Dick su frágil carga-: Sáquela de aquí. Esto se está derrumbando.

Corrieron por el pasillo, bajaron la escalera y salieron al exterior. Todo Sketchley estaba en el parque, contemplando, aterrorizado, la destrucción del viejo palacio. Los criados y todos los jornaleros que pudieron reclutarse entraban y salían, sacando muebles, cuadros y toda clase de objetos.

—Tengo aquí mi coche —dijo Lorney—. Creo que convendría transportar a su señoría a El Escudo de Armas. No hay nadie allí, más que una señorita joven.

Arranways asintió. Subió al vehículo, pero fue Dick quien acomodó a Marie Arranways.

Cuando el coche arrancaba, Dick creyó ver al borde de la carretera la figura erecta de un hombre fornido y con gafas, cuyo rostro le era extrañamente familiar. Era el hombre que Marie había visto en Viena.

—¿Dónde está Keller? —preguntó repentinamente Arranways.

Su voz era dura; al hablar, no miró alrededor.

Lorney, que conducía, le contestó sin volver la cabeza:

—Uno de los criados dijo que le habían llevado a El Escudo de Armas.

Marie había recobrado el conocimiento cuando llegaron al vestíbulo de El Escudo de Armas, y Dick la entregó a los cuidados de una doncella. Lorney llamó a mistress Harris con voz destemplada.

—Me parece haberla visto en el incendio.

—Pues es aquí donde tenía que estar —gruñó Lorney—. Es capaz de levantarse a medianoche para ver a un hombre cavar un agujero en la tierra.

Explicó luego que había estado en Guilford, y al pasar de vuelta por delante de Arranways algo le hizo volver la cabeza, y había visto el humo y las llamas saliendo por la ventana de la alcoba de Keller. El incendio debía haberse iniciado hacía ya bastante tiempo, pues cuando entró en la habitación las llamas eran ya importantes.

Él y Dick regresaron a pie a Arranways. Lord Arranways se les unió diez minutos después, y los tres quedaron en silencio contemplando la destrucción de la casa solariega donde habían visto la luz diez generaciones de Arranways. El servicio de incendios de la aldea era inútil. De Guilford habían enviado bombas automóviles, que al llegar encontraron totalmente inadecuada la presión del agua, por lo que tuvieron que unirse a la impotente multitud, que veía cómo las llamas iban envolviendo el tejado.

Amanecía cuando volvieron despacio a El Escudo de Armas. Durante aquellas tres horas que habían estado presenciando el siniestro, Arranways apenas había pronunciado una palabra. Pensó Dick que era la pérdida de su hogar lo que le deprimía hasta aquel punto; pero, cuando empezó a aconsejarle resignación, su cuñado rió amargamente.

—Hay cosas que no puedo reconstruir —dijo, y a Dick le dio un vuelco el corazón, porque en aquellas palabras encontró el eco de sus propias sospechas.

Capítulo 6

Anna Jeans tenía voluntad y carácter propios. Durante veinticuatro lloras prescindió de la atractiva femineidad que constituía el encanto de Dick. Rara vez estaba de acuerdo con él, que era al principio irritante, y siempre desconcertante.

Dick era un joven bien parecido, y había madurado en una época en que los jóvenes bien parecidos exigían servicios de la doncellez palpitante. Tenía la costumbre de llegar tarde a las citas, y se había habituado a encontrar a la dama a quien llevaba a cenar o al teatro esperándole con cierta humildad.

Había concertado con Anna una cita para dar un paseo a caballo y ver las ruinas de Mailey, y llegó al lugar convenido con un cuarto de hora de retraso... para descubrir que ella había salido de allí hacía exactamente un cuarto de hora. Se enfadó un poco, se molestó, y cuando la alcanzó en el fogoso caballo que había alquilado empezó a reprenderla.

Ella le miró con expresión divertida y se mostró contumaz.

—Tengo dos hermanas —dijo—. Una es la oportunidad y otra la sazón, y cuando éramos muy chiquitas nos juramentamos para no esperar nunca a un hombre. Cuando haya terminado usted de dar excusas por su retraso, podremos seguir el paseo.

Dick dio las explicaciones pedidas, y allí se acabó el asunto, porque en el diccionario de Anna Jeans no existía la palabra enfado.

—Estuve durmiendo todo el tiempo —dijo ella, cuando él le habló del incendio.

—Lorney debería haberla despertado...

—¿Para qué? ¿Para qué habría yo de ver una casa ardiendo? Ya me lo contó mistress Harris con toda clase de detalles. Debió de ser horrible para su hermana.

Le pareció a Dick que esto lo había dicho un poco secamente y le lanzó una rápida mirada.

—Fue horrible para todos nosotros —replicó—. Afortunadamente, yo tengo el sueño algo ligero, y oí los golpes que Lorney daba en la puerta.

Y luego preguntó bruscamente:

—¿Cuánto tiempo piensa usted permanecer aquí?

—Unas semanas.

—¿A qué ha venido usted?

Ella le dirigió una mirada oblicua.

—Vine con la esperanza de verle —contestó—. Le admiro desde que era niña. Debe de ser maravilloso saberse adorado en secreto. Eso es lo que me pasa, Dick. En cuanto veo a un hombre y me gusta, ya no le dejo.

Por alguna razón misteriosa, Dick enrojeció. Acaso la muchacha le había tocado alguna vanidad oculta.

—Sinceramente. ¿Por qué?

—En parte, porque me gusta míster Lorney; en parte, porque mi vida está dominada por un viejo siniestro que vive en Lincons’s Inn. Está agazapado en un despacho oscuro y desmantelado, y cuando dice: «¡Al colegio!», tengo que ir al colegio; y cuando aconseja: «Debe usted pasar parte de sus vacaciones en El Escudo de Armas», no tengo más remedio que obedecerle.

—¿El viejo abogado de la familia?

—Exacto. El viejo abogado de la familia —replicó Anna.

Ella se volvió un poco en la silla.

—¿No le he contado la historia de mi vida? Voy a subsanar este olvido...

Durante el resto del viaje no cesó de parlotear. Dick apenas pudo meter baza, hasta que se encontraron de vuelta en El Escudo.

—No me gusta Romeo —dijo ella repentinamente y sin que viniera a cuento.

—¿Quién es Romeo? —preguntó Dick alzando las cejas.

—No me gusta Romeo —continuó ella—, aun cuando luzca los más bonitos pijamas y me arroje la rosa favorita de míster Lorney; bueno se va a poner éste cuando se entere de que se la han arrancado. Fue una cosa muy romántica Esta mañana, a las siete, estaba yo en una négligée perfectamente encantadora También hay que ponerse en el caso del pobre muchacho... Pero ¿es tan muchacho? Tiene en el occipucio un principio de calvicie. Hay hombres que saben conservarse admirablemente.

—¿Habla usted de Keller? —preguntó Dick, sorprendido.

—Creo que se llama así. ¿Lleva zapatillas de color verde pálido?

—¿Por qué no le gusta?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Creo que habrá que atribuirlo a esa cualidad de la que tanto se habla, que es el instinto femenino. Él ha debido de juzgarme muy atrevida, porque cogí la rosa y se la devolví. Pero no me gusta ¿Ya usted?

Dick permaneció callado. En aquel momento detestaba cordialmente al joven australiano.

—¿No le parece a usted que es atractivo? ¡Ah! A propósito: ¿vio usted al viejo? Dice mistress Harris que estuvo rondando durante la noche. Acompáñeme usted un día a los bosques y exploraremos las cuevas. Me encantaría encontrarle. Dicen que está completamente loco. Mató a un hombre con un martillo; pero, naturalmente, no me mataría a mí si usted viniera conmigo.

—¿Habla usted alguna vez en serio? —preguntó el joven, algo picado.

Ella le miró como tasándole.

—Yo le tomo a usted muy en serio —respondió—, mucho más en serio que a cualquier hombre que me haya hablado de amor.

—Yo nunca le he hablado de amor —protestó él, indignado.

—Porque no ha tenido ocasión. No se puede hablar de amor en un campo de tenis, y el verdadero romanticismo muere cuando se va a caballo. No; si esta mañana hubiera sido la luna quien brillara en vez del sol, yo habría sido una perfecta Julieta..., y, por supuesto, si no se hubiera tratado de míster Keller.

Al llegar a media milla de El Escudo de Armas, ella recobró la seriedad y habló de míster Lorney y de sus bondades. Había sido un gran amigo de su tío. Anna recordaba que cuando era niña le había visto en casa del abogado. Indefectiblemente, la recordaba en sus cumpleaños y le enviaba regalos. Creía Anna que estaba obligado de algún modo a su tío, que había sido tutor de la muchacha hasta que esta tuvo tres años, pero a quien no recordaba.

A largos intervalos había visto a Lorney, y sólo hacía dos años que había pasado con él sus vacaciones. Era un hombre brusco, casi repulsivo, pero invariablemente amable con ella. Una de sus cualidades peculiares era la lealtad para con los amigos, aun cuando fueran recientes. Pero amigos tenía pocos.

Mistress Harris, que le tenía cierto miedo, era, sin embargo, una de sus más sinceras admiradoras. Había ido con él a la iglesia Lorney se ponía una sobrepelliz y cantaba en el coro. Tenía una voz de bajo moderadamente buena.

No creo que le guste míster Keller —dijo, con gran sorpresa de Dick, que no sabía que los dos hombres se conocieran—. Cuando está en el campo de tenis, míster Lorney no le quita la vista de encima. Le sorprendí el otro día regañándole. Tiemblo al pensar lo que le ocurrirá cuando se entere de que Romeo le ha robado su mejor rosa.

Cuando entraban los excursionistas, Keller estaba en el vestíbulo muy peripuesto y elegante. Dick le buscó la calvita en la cabeza, pero no la descubrió.

—¡Buenos días! ¿Vienen ustedes de una excursión a caballo? —preguntó innecesariamente.

Saludó con la cabeza a Dick y avanzó sonriente hacia la joven.

Ya la he visto a usted esta mañana —dijo, alargando la mano.

Anna le miraba sonriendo; no hizo ademán de acercarse a él.

—¿Almorzará usted en el comedor? —preguntó.

—Sí —contestó Keller, radiante.

Entonces serán tres las veces que me habrá visto —terminó ella, y corrió escalera arriba.

Él la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

—¿Quién? —preguntó, y luego—: ¿Ha visto usted a Eddie? A propósito: ¿qué sucedió anoche? No recuerdo nada hasta que me desperté aquí. Lorney me ha dado una de las más confortables habitaciones del edificio. Voy a decirle que me cambie...

Pero ya no tenía oyente. Dick había salido a la pradera.

A míster Keller no se le desairaba fácilmente, ni siquiera se le molestaba. Sonrió bonachonamente, se dirigió al bar, donde estaba el libro-registro de los huéspedes, y cuando volvía las páginas apareció el dueño de El Escudo de Armas.

Buenos días. ¿Quién es esa encantadora dama?

Míster Lorney se pasó la mano por el cráneo brillante y miró sin pestañear a Keller.

—Esta mañana le voy a trasladar a usted al número tres, míster

Keller —dijo—. Temo que las camareras le hayan alojado en una habitación muy incómoda.

—¿Quién es esa encantadora dama? —repitió Keller.

Dio un golpecito en el libro.

—Aquí está. Miss Anna Jeans, de Lausana, Suiza... ¿Es ésta?

—Sí. Miss Jeans está hospedada aquí.

—¿Quién es?

—Una cliente del hotel, señor.

El tono de Lorney no animaba a hacer más preguntas.

—¿Están aquí los suyos?

Míster Lorney apoyó el codo en el mostrador y miró a su interlocutor.

—Que yo sepa, la señorita no tiene parientes, si es esto lo que quiere usted decir —contestó con brusquedad—. Conocí a su tío hace muchos años, y conozco a sus abogados. Suele venir aquí a pasar parte de sus vacaciones. ¿Quiere usted saber algo más?

Su tono era ofensivo. Míster Keller recurrió a su fácil sonrisa.

—Presénteme usted a ella.

—Creo entender que ya se ha presentado usted mismo —replicó Lorney—. He encontrado en el suelo una rosa de mi jardín. No ponemos aquí aviso rogando a los huéspedes que no arranquen las flores, porque, por regla general, en este hotel sólo admitimos personas decentes.

Keller pasó por alto la dureza del tono. Se había pasado la vida sin reparar en las más inconfundibles ofensas.

—¿Desde cuándo tiene usted este hotel? —preguntó—. Supongo que es el equivalente inglés de lo que en mi país llamamos roadhouse.

—Llevo establecido aquí dos años y nueve meses. Si le interesa, luego le daré la fecha exacta en que me hice cargo del establecimiento. El Escudo de Armas me costó cuatro mil seiscientas libras. Gasté cinco mil en obras y mobiliario. No puedo decirle la cifra exacta de mis ganancias, pero haré que mi contable la obtenga para usted. ¿Tiene algo más que mandar?

Keller sonrió.

—No es ese el procedimiento para conservar los clientes, amigo —dijo—. Tendré que enseñarle a ser un poco más educado.

Lorney no pestañeó.

—Me han dicho que es usted un caballero muy rico de Australia. Siento de veras perder un cliente como usted; pero me temo que no voy a poder evitarlo.

Tocó el timbre, y al poco rato apareció Charles, el antediluviano camarero de El Escudo de Armas.

—Acompañe a míster Keller a su nueva habitación. Sírvale todo lo que necesite. Cambie los muebles si se lo pide. Tenemos que hacer todo lo posible para que míster Keller se encuentre a gusto.

Míster Lorney podía ser muy desagradable. Hasta lord Arranways le encontraba así, hasta que descubrió que Lorney había corrido un riesgo considerable penetrando en la biblioteca de Arranways, llena de humo, para rescatar, entre otras cosas, una cartera que contenía las notas de su señoría sobre un nuevo sistema de gobierno indio.

De no haber sido por la angustia que pesaba sobre él como una losa, Eddie Arranways estaría encantado en El Escudo de Armas. Era un edificio todavía más antiguo que Arranways; por supuesto, había sido uno de los innumerables puestos de caza que John O’Gaunt estableció en diversas partes del país. Aproximadamente, cada cien años un nuevo propietario entusiástico agregaba al edificio un ala o construía otra dependencia.

Era una casa de pasillos bajos de techo y viejas habitaciones, de paredes recubiertas de tableros de roble. El antecesor de míster Lorney había mandado construir una amplia terraza alrededor de un ala lie la casa, haciéndola accesible desde el parque por medio de una espaciosa escalera de madera.

Míster Keller recorrió esta terraza, anotando mentalmente y con satisfacción las habitaciones que daban a ella.

Keith Keller dejaba poco a la casualidad. Antes de llevar mucho tiempo en El Escudo de Armas conocía todas las habitaciones en las que se podía entrar desde el terrado.

La de Marie Arranways tenía pesadas cortinas. Las ventanas francesas de la alcoba de Eddie estaban abiertas de par en par cuando él pasaba, y pudo ver que la habitación estaba vacía. La de Dick estaba en el otro extremo, lo cual era más bien un inconveniente, pues Dick tenía el sueño ligero y se despertaría al menor ruido. «Aquello era realmente peligroso», pensó Keith. Por delante de sus ventanas tendría que pasar cualquier visitante lícito que viniera por el parque.

Míster Lorney había ya pensado, aunque este huésped lo ignoraba, cerrar la entrada con una puerta guarnecida de alambre de púas; pero este plan estaba todavía en suspenso.

Habló con la hermosa camarera —las camareras hermosas tenían por costumbre gravitar a su alrededor—, y oyó la historia del viejo. No le impresionaron grandemente las leyendas locales, pero sí se interesó lo suficiente para dirigirse aquella tarde por la carretera al edificio que se alzaba en lo alto de la colina.

La vista de los barracones le produjo una rara sensación de males- lar, y como tenía por norma de conducta descubrir y analizar la causa de toda depresión, no perdió tiempo en localizar el germen de pensamiento que le había ocasionado aquella molestia. Había cierta muchacha de San Luis... Ante el recuerdo hizo un gesto y trató de pensar en otra cosa. Había sido una experiencia muy desagradable y le había censurado injustamente. Ella no había estado nunca muy bien equilibrada. Naturalmente que era bonita; esto era esencial para la complicación. Adorable. Tenía las lágrimas muy fáciles. El breve recuerdo de sus labios temblorosos era particularmente odioso.

Nunca se le había ocurrido a él que pasara algo extraño hasta que una noche, durante la cena, ella dio un grito terrible y le asaltó con un cuchillo. Lo que siguió fue muy turbador para míster Keller, porque hubo que practicar diligencias, en las que aparecieron otras mujeres, hasta el punto de que le pareció lo más oportuno salir precipitadamente de San Luis.

No había sido una aventura inútil, pues había dado a aquella débil muchacha medios de liquidar un contrato matrimonial que su padre había creído firmemente intangible, y era un contrato que le pesaba demasiado a Keith Keller.

Volvió a El Escudo de Armas con su marcha lenta de paseo, y se encontraba a la mitad del camino cuando vio venir hacia él precisamente a la persona a cuyo alrededor habían revoloteado sus pensamientos durante todo el día. Aceleró el paso.

Anna Jeans no hizo ademán de evitarle. Le saludó enarbolando su bastón, y habría pasado de largo si él no la hubiese detenido.

—Es usted el único ser humano del mundo a quien yo quería encontrar esta tarde —explicó—. ¿Adónde va usted?

Ella le miró con fijeza mientras cogía el bastón con ambas manos.

—Eso depende... —contestó—. Me proponía pasar la colina y llegar a Thicket Wood; pero si usted se ofrece a acompañarme, cosa de la que temo no podré disuadirle, regreso al hotel.

—Eso es muy ofensivo —replicó Keller sonriendo.

—Confiaba en que usted lo apreciaría así —dijo ella, y continuó su camino.

Keith Keller se picó, sintiendo estimulado su interés por la joven. No estaba acostumbrado a que las mujeres le trataran así. Quedó de pie un largo rato contemplándola alejarse, y luego regresó al hotel con sus pensamientos concentrados sobre el juego que tan bien conocía, y en el que invariablemente había ganado siempre.

En toda la tarde no vio a Marie, y sólo en una ocasión percibió fugazmente a Eddie Arranways. Al llegar la hora de la cena bajó al comedor un poco molesto, y por primera vez en el curso de sus relaciones con los Arranways, inquieto. Sin invitación se sentó a la mesa de Dick y quiso entablar conversación.

—He visto un par de maletas en el vestíbulo. ¿Quién es el nuevo huésped?

—Pregúnteselo a Lorney —contestó Dick con brusquedad.

También él estaba ligeramente irritado. Se había prometido a sí mismo una cena tête-à-tête con un compañero más agradable que Keith Keller; pero había llegado a las ocho y media para enterarse de que Anna Jeans había ya cenado y subido a su habitación.

—Juzgando por su forma, yo diría que pertenecen a un americano. ¿Acostumbran tener aquí muchos americanos?

Decididamente, a míster Keller no se le hacía callar fácilmente.

Dick hizo una seña al camarero.

—Sírvame el café en el saloncito —dijo.

La velada fue muy aburrida para míster Keller. Leyó todas las revistas que había en la mesa del vestíbulo; trató en vano de entablar conversación con mistress Harris, que por las noches se encargaba del servicio del bar; y vagó por el edificio con la esperanza de encontrar a la hermosa camarera, que por lo menos habría sido una diversión.

Subió a acostarse a las once, leyó durante media hora, y luego, apagando la luz, salió a la terraza calzado con sus zapatillas silenciosas. No se veía a nadie. Se acercó a la ventana de Marie. El montante de la parte superior estaba abierto; pero las maderas cerradas y las cortinas echadas. Aplicó el oído: no se percibía ningún ruido. Dio unos golpes discretos en los cristales, pero no recibió respuesta. Entonces oyó algo que se movía en la habitación de Dick, y retrocedió rápidamente hacia la suya.

Quizá la mujer fuera a verle. Se vistió el pijama y se deslizó entre las sábanas, leyó durante un cuarto de hora, apagó nuevamente la luz y dejó la puerta entreabierta.

Durante un tiempo estuvo dormitando; le despertó una corriente de aire frío que entraba por la ventana abierta; juró interiormente y, sallando de la cama, cerró la ventana, asegurando fuertemente la falleba. A los pocos minutos estaba nuevamente dormido. Un cuarto de llora después, cuando daban las tres en el reloj de la iglesia, una figura confusa subió lentamente la escalera que conducía del jardín a la terraza, pasó silenciosamente a ésta, se detuvo ante la ventana de la alcoba de Keith Keller y con precaución pasó las manos por la malicia.

Dick oyó ruido y salió a la galería. Vio algo que se movía en el último peldaño de la escalera.

—¿Quién es? —gritó bruscamente, y el hombre se volvió.

Dick tuvo una visión fugaz de una figura encorvada, con una barba blanca y enmarañada. Corrió a lo largo de la galería; pero cuando lleno al arranque de la escalera, el viejo había desaparecido.

Capítulo 7

Anna Jeans tuvo la suerte de recibir una buena educación. No había obtenido ningún diploma, y siguió sus cursos en el colegio sin mucho entusiasmo; pero había vivido en un hogar que exteriormente tenía el aspecto de ser casi tan domésticamente perfecto como podía desear el más exigente. Cualquiera que fuera el pariente que se había encargado de ella, sus difuntos padres habían dejado el dinero necesario para hacer frente a todos los gastos. Anna había entrado en uno de esos hogares decorosos donde se oyen las campanadas del reloj del recibidor desde cualquier habitación de la casa.

El dueño de ésta era un caballero de edad madura y pelo gris, benévolo, de hablar dulce, y a quien la joven apenas veía más que a las horas de las comidas. A su esposa, relamida y angular, con cara de ángel desvaído, la veía más frecuentemente. Formaban la pareja más feliz de Ottawa. Tal solía decir la gente a Anna a menudo. ¡Y qué suerte para ella compartir la serenidad de aquel santuario tranquilo y pacífico!

Cuando Anna era muy joven, asentía extáticamente; a medida que crecía y ganaba en comprensión, iba recibiendo las felicitaciones con cortesía cada vez más forzada. Era cierto que nunca discutían; pero se hablaban suavemente, dulcemente, venenosamente. Sobre aquellos fondos oscuros flotaban extraños nuevos caracteres. Estaba, por ejemplo, esa chica —míster Olroyd acostumbraba sonreír cuando su esposa la mencionaba; era una sonrisa cariñosa, impenitente—. Y había también un Luis, de quien hablaba él a veces, acentuando la palabra con amor; en otras ocasiones decía el negro, y también se refería a Luis. Y en las demacradas y pálidas mejillas de mistress Olroyd aparecían manchitas rojas, y sus nudillos se mostraban blancos cuando crispaba las manos sobre el borde del mantel. Y, sin embargo, sonreía con facilidad y devolvía flecha por flecha.

Tardó Anna mucho tiempo en comprender, y entonces habría querido no haber vislumbrado nunca. Algo había ocurrido hacía muchos años en lago Esmeralda. Luis era una especie de guía.

—Un caballero —decía en la intimidad mistress Olroyd—. Es absurdo que Rober le llame negro... Es tan blanco como usted o como yo. Naturalmente, parecía moreno porque vivía al aire libre y tenía la cara curtida.

Esa chica vino del aire libre de Nueva York. Era mecanógrafa.

—Conocí mucho a su padre —decía míster Olroyd—. Es una muchacha encantadora... Sabe Dios por qué dirá Lena de ella que es una corista. Jamás ha pisado un escenario, y es una señorita perfectamente educada.

Esa chica y Luis no eran más que dos de entre muchos temas de misteriosa referencia. Había también una hipoteca (Anna no sabía si otorgada o negada), y la cuestión del viaje a San Pablo. Cuando se discutía este viaje a San Pablo, los agrios bordes de la conversación destilaban miel. Mistress Olroyd había procedido, al parecer, culpablemente, y míster Olroyd no había procedido en absoluto.

Anna se sentó en la balaustrada de piedra que dominaba el campo de tenis y habló de los Olroyds en tanto que John Lorney escuchaba muy respetuosamente.

—He oído hablar de ellos. Su tío Frederick creía haber encontrado para usted un gran hogar... Me alegro de que no llegara a enterarse de la verdad.

Ella sonrió.

—No es para tanto. Era un hogar encantador. Solamente... Bueno; me hizo ver que todas las cosas no son como aparentan. Creo yo que si pudiéramos introducimos en el interior de las personas veríamos su vida de un modo horriblemente distinto. ¡Incluso los Arranways! Ella me asusta; ¡es tan!... ¿Cómo es la palabra? Empieza por a. ¡Bueno, no importa! ¡Ah!, sí, austera. Esa es la palabra. Es tan austera que me deja helada. Y, no obstante, yo creo que tiene que ser tan humana como yo.

El dueño de El Escudo de Armas rió de buena gana.

—¡Seguramente! En cierto modo es una dama muy simpática. Algo loca, pero simpática.

Ella se le quedó mirando.

—¿Loca? No me pareció...

—No he debido emplear esa palabra. He querido decir que no es tan juiciosa como debería.

Anna creyó ver un punto de sequedad en las palabras de Lorney y le contempló con curiosidad. Algo comprendió.

—¿Es buena? —insistió.

Y al ver que el hombre parecía confundido, no atinando con la respuesta apropiada, agregó:

—No sea tonto, míster Lorney. Tengo veintiún años, y sé todo lo que una madre no se atreve a decir a su hija. Conteste: ¿es buena esposa?

—Es tan poco lo que sé de ella... —comenzó Lorney.

—¿Es Keller su amante? —preguntó Anna bruscamente; y al leer en la cara del hombre la expresión de quien se escandaliza sinceramente, volvió a reír.

—No ponga esa cara, adorado míster Lorney. Se diría que está usted hablando con su hija única y precoz. Tengo un título universitario, adquirido con más o menos fatigas, y mi fuerte ha sido la biología. Dígame: ¿es ella su querida?

—¡No! —respondió Lorney con decisión.

Ella juzgó prudente no continuar el interrogatorio.

—Dijo míster Standing que yo tenía que ser amiga de usted. ¿Le gusta a usted míster Standing? ¿Son todos los abogados tan oscuros como él? En cierta ocasión hablé con él durante una hora y no pude conseguir que dijera sí o no. Es un sol, toma rapé y le da vergüenza...

Míster Lorney, recostado contra un reloj de sol, oía y se admiraba. En un año había experimentado la joven un cambio pasmoso. La vez anterior era una colegiala espigada, que tenía la manía de saltar tapias. Ahora parecía una mujer de mundo.

—Me dijo míster Standing que le enviara usted todas mis facturas y que me daría todo el dinero que quisiera. ¿Es cierto?

Él asintió.

—Completamente cierto.

Se tocó los fuertes bíceps y miró a Anna frunciendo el ceño.

—Diga, miss Jeans: ¿no le gusta a usted Keller?

Evidentemente, Lorney esperaba que ella contestara que no, y quedó sorprendida al verla encogerse de hombros.

—No lo sé. Es más bien guapo, ¿verdad? Claro está que es un joven terrible; pero los jóvenes terribles son mucho más interesantes que los hombres muy buenos, ¿no le parece? Conozco a una muchacha, que ahora trabaja en Toronto, en la redacción de un periódico. Dice que sólo hay una clase de noticias: las malas noticias; que sólo hay una clase de personas interesantes: las malas personas. A la muerte de un santo se dedican únicamente tres líneas, y, en cambio, para la lie un pistolero no basta con la primera plana.

—No sé qué pueda probar eso —dijo Lorney, confundido.

—Prueba que a mí no me disgusta realmente un hombre porque sea..., digamos, peligroso.

Lorney la miró malhumorado.

—A mí no me gusta Keller —dijo—. Puede que esté equivocado. Pero querría que a usted tampoco le gustara.

—Pero bueno, ¿es o no es? —interrogó ella directamente.

—¿Es qué?

—¿Es el amante de lady Arranways?

Lorney tuvo que reprimirse para no contestar que sí. Ella se preguntaba qué interés podría tener él en proteger a aquella mujer. Sabía que por algún motivo míster Lorney había estado a punto de confesar la verdad. En realidad, no le interesaba el asunto. Consideraba su actitud de ánimo como de curiosidad malsana, y nuevamente cambió de conversación y le preguntó lo que todos los inquilinos del hotel le habían preguntado aquella mañana.

—No sé —contestó él—. Algún vagabundo acaso. No se preocupe por el viejo; ha muerto hace muchos años. En las Navidades pasadas vinieron aquí periodistas que trataron de resucitarle.

El automóvil del hotel vino a detenerse ante el porche, y de él bajó un hombre corpulento, portador de un maletín. Lorney no le perdió de vista hasta que desapareció en el vestíbulo.

—¿Quién es?

—No sé. Parece un hombre que ya estuvo aquí el año pasado. Con su permiso.

Rápidamente, Lorney cruzó la pradera y entró en el edificio. El desconocido era alto, fuerte, afeitado; tenía el pelo gris echado hacia atrás. Se volvió para mirar a Lorney a través de un par de gafas de concha, y sus labios se distendieron en una sonrisa cordial cuando alargó su mano enorme.

—El capitán Rennett, ¿verdad? —preguntó Lorney.

Naturalmente, era Rennett. Le había reconocido en el acto. Míster Lorney rara vez se olvidaba de las caras o tipos conocidos, y aquél era un tipo corpulento, que no se despintaba con facilidad.

El capitán Rennett era un hombre muy dominante. Era la autoridad; la autoridad del guardia uniformado en su ronda, del inspector ante su mesa, del jefe de Policía en su despacho. En San Luis habían desfilado procesiones de delincuentes ante aquellos ojos fríos y grises; hileras de hombres acobardados cuando veían brillar en ellos la chispa de un reconocimiento.

—Pensé que debía venir a verle. He dado dos veces la vuelta a Europa y no he encontrado nada que se parezca a este Escudo de Armas de usted, míster Lorney.

Sacó un cigarro del bolsillo del chaleco, mordió la punta y lo encendió.

Con frecuencia se había preguntado John Lorney qué le había ocurrido a aquel hombre. Había desaparecido repentinamente; pagó su cuenta al camarero y se desvaneció. Era una época en que vivían en El Escudo de Armas tres jefes de Scotland Yard, dedicando todo el tiempo de que disponían a investigar el misterio del viejo que venía y se marchaba durante la noche de un modo incomprensible, penetrando en las casas, no para robar, sino para restituir.

Evidentemente, el capitán Rennett adivinaba el pensamiento, porque rió con buen humor.

—Creía usted que yo tenía prisa, ¿verdad? Pues sí la tenía. Vine aquí en busca de una pista; pero se me ocurrió de pronto que aquella gente de Scotland Yard querría saber lo que yo estaba haciendo.

—Más bien estarían halagados —dijo Lorney—. No siempre tienen a un detective americano vigilando sus operaciones. Debería usted haber venido antes; hemos tenido un incendio.

—Sí, ya me lo han dicho. En el palacio de Arranways, ¿verdad? ¿Y se quemó todo?

—Todo. Sus dueños están viviendo aquí.

—¿Lord Arranways?

—Toda la familia..., y otro.

—¿Otro? ¿Quién?

No creo que le conozca usted. Es un caballero que vivía con los Arranways.

—Y que ha estado con ellos en el continente, ¿no es cierto?

Rennett nunca podía borrar de su voz un tono policíaco.

—Así lo creo —contestó con frialdad míster Lorney.

—¿No es un señor que se llama Keller?

Y luego, notando el enfado de la actitud de su interlocutor, adoptó una expresión amable.

—Esto es lo malo que me pasa; siempre estoy en plan de policía. No puedo preguntar a un transeúnte por dónde se va a la estación sin darle la impresión de que si no me dice la verdad irá al calabozo.

Se quitó el cigarro de la boca y le contempló pensativo.

Me han dado una habitación grande. Es como si volviera a mi casa. Me parece que se han sorprendido de volverme a ver. ¡Ese viejo!

Movió la cabeza.

—Dígame: ¿ha oído usted hablar alguna vez de un ladrón que asalta una casa para restituir objetos robados un año antes?

Míster Lorney admitió que la experiencia era muy singular.

—Me interesa el caso —continuó Rennett—. Es algo romántico. Me gustaría encontrarme con ese pájaro.

John Lorney estaba muy divertido.

—¿De veras? Hay muchísimas personas a quienes les gustaría encontrárselo... Yo soy una de ellas.

Rennett estaba confundido, y se le notaba. La rara emoción que demostraba había impresionado siempre a John Lorney, que la encontraba algo exagerada. Suele ocurrir a las personas reservadas que en sus expresiones parece notarse algo de exageración.

—He aquí el caso —dijo Rennett, subrayando cada punto con el índice de su mano derecha sobre la palma izquierda, como si estuviese enseñando a un subordinado algún problema policíaco—. Se comete en la vecindad una serie de robos con escalo; son asaltadas media docena de casas, y se roban objetos valiosos. En casi todos los casos se ha visto al viejo en las cercanías del lugar del robo...

—O alguien ha creído verle —corrigió Lorney, que, por lo menos, no ocultaba su ironía.

—Se le vio o se creyó verle —admitió Rennett—. Esto no es esencial. El último asalto está aún sometido a investigación y reaparece el viejo, esa vez no robando, sino devolviendo todo lo que ha robado y colocándolo en el mismo sitio en que lo encontró. En una ocasión en que se había trasladado de sitio el aparador, lo colocó en una silla que ocupaba el lugar de aquél. Esto es nuevo para mí, míster Lorney.

—Es nuevo para todo el mundo —dijo Lorney con fastidio—. Nuevo para usted, capitán Rennett; pero ¿qué diría usted de mí, que durante todo el año pasado lo he oído discutir por los huéspedes que llegaban al hotel impulsados por la curiosidad; por funcionarios policíacos, que se diría que también venían por curiosidad a juzgar por los resultados obtenidos; por la gente de la aldea, en el bar; por el párroco de la iglesia?...

—¿Y está usted aburrido del asunto? Lo creo.

—Debería usted encontrar al viejo.

—Sí, debería encontrarle. No se ría usted.

Rennett alzó la vista hacia la galería que corría por dos lados del gran vestíbulo. Pendía de la pared un tapiz cuyo valor supo apreciar el americano. El sitio estaba recién amueblado. Entonces recordó.

—Diga, míster Lorney: ¿tiene usted todavía trabajando aquí a aquella señora?

—¿Qué señora?—preguntó Lorney, frunciendo el ceño, porque no sabía que en El Escudo de Armas trabajara ninguna señora—. ¡Ah! ¿Se refiere usted a mistress Harris? —preguntó irónicamente.

El capitán Rennett se refería a mistress Harris. Le gustaba mistress Harris. Era la primera londinense típica que había conocido, y, aunque por su propia casa había desfilado un ejército de asistentas, aquélla era para él no sólo una novedad, sino una joya.

—Conque le gusta a usted, ¿eh? —dijo Lorney amargamente—. Pues a mí no consigue emocionarme.

Miró a su alrededor. Pudo comprobar que había deficiencias en la antesala. Desde donde estaba veía polvo en las mesas pulimentadas.

Después que Rennett hubo subido a su habitación, inquirió el paradero de su indispensable servidora, la única constante en el establecimiento. El servicio doméstico se renovaba con frecuencia desesperante; la proximidad del manicomio y el terror que inspiraba la leyenda del viejo devolvían a su casa a los criados londinenses, y en la aldea no se encontraban personas que supieran llenar debidamente sus funciones.

La única camarera bonita que había en El Escudo de Armas le dio una noticia que le hizo enrojecer de cólera.

—¿Que ha ido a Guilford? —farfulló—. ¿Y a qué?

Charles, el camarero, aventuró una explicación. La señora le había enviado a un recado. Había utilizado el propio coche de míster Lorney, que se empleaba para casos urgentes, y se esperaba que volviera de un momento a otro.

Bajó a la pradera, pero Anna se había marchado. Tampoco estaba en la pequeña arboleda que se prolongaba hasta el parque de Arranways. Casi lanzó un suspiro de satisfacción al ver a Keller solo.

—¿Cómo no juega usted al golf, míster Keller, en mi campo? —preguntó cuando Keller avanzaba a su encuentro.

—No quiero jugar al golf. ¿Hay algo que hacer en este maldito lugar? ¿Dónde ha ido la muchacha que estaba hablando con usted? Los

Y desde la terraza; pero cuando bajé ya no se encontraba allí.

—Le pondré escolta.

El sarcasmo de Lorney divirtió suavemente al joven.

—Todavía no le he dado las gracias por haberme salvado la vida. Dice que me levantó usted en brazos y me sacó al aire libre.

—A decir verdad, no hice nada de eso— replicó Lorney brevemente—. Fue su señoría quien le sacó afuera.

Una expresión de alarma se dibujó en el rostro de Keller.

—<De veras? ¿Me sacó él de la alcoba?

—De la alcoba le saqué yo, y de mis brazos pasó usted a los de su señoría y míster Mayford.

—¿Llegó a entrar él en la habitación?

—No, no entró.

Durante un tiempo ambos hombres quedaron silenciosos, dirigiéndose al porche. Luego Keller preguntó:

—¿Quién... encontró... a la señora? ¿Fue usted?

—Sí.

Keller se detuvo y miró fijamente a Lorney.

—¿Dónde?

—En el pasillo, fuera de su habitación.

El joven le escudriñaba atentamente.

—¿De veras? Fuera de su habitación, ¿eh? ¿Y cómo llegó allí?

Dick Mayford estaba en la antesala cuando llegaron. Su rostro plácido se endureció al ver al hombre de Australia.

—Buenos días, Dick. ¿Cómo está Marie?

—Lady Arranways está perfectamente, que yo sepa.

Keith Keller sonrió.

—Lady Arranways, ¿eh? ¡Qué formales nos vamos volviendo!

Dio una palmada en el hombro de Lorney y añadió burlonamente:

—¡Mi bravo salvador! ¡Qué divertido! ¿No le parece que todo esto es muy divertido, Lorney?

—No veo nada de divertido en ello.

—Conocerá usted la costumbre china: el que salva la vida de un hombre tiene que mantenerle durante el resto del día. Déme usted de beber.

Lorney señaló el reloj.

—No es hora Se lo enviaré a su habitación.

Dick Mayford, que los espiaba, vio cómo se coloreaban las mejillas de Keller.

—En Australia hacemos mucho mejor estas cosas —dijo éste.

—No conozco Australia.

Lorney estaba arreglando los papeles del pequeño pupitre que había en el salón.

—Pues debería usted ir allá —le dijo Keller.

Empezó a subir la escalera. A la mitad de la misma se volvió.

—Envíeme de beber y de fumar a mi habitación.

—¿Cigarrillos? —preguntó Lorney.

—¡No, por Dios! ¡Cigarrillos! Envíeme un buen cigarro puro, o cosa que se le parezca.

Su habitación daba al descansillo, y ninguno de los hombres volvió a hablar hasta que se hubo cerrado la puerta.

—¿Qué piensa usted de él, Lorney? —preguntó Dick.

—Que es un caballero muy agradable. Australiano, ¿verdad?

—Por lo menos, eso dice.

—Deben de estarle echando de menos en Australia —sentenció Lorney.

Dick Mayford se acercó a la puerta del hotel, se asomó al exterior y volvió al salón. John Lorney se había instalado detrás del mostrador.

—Lorney, voy a hacerle una pregunta, a la que suplico me conteste con toda sinceridad. Cuando entró usted en la alcoba de Keller durante el incendio, ¿había alguien allí, además de Keller?

Hacía falta un esfuerzo más que ordinario para responder a semejante pregunta. De su respuesta dependían cosas tremendas. John Lorney alzó la vista y le miró a los ojos.

—No, señor; no había nadie más.

—¿Está usted seguro?

—Completamente seguro, señor.

—¿Dónde encontró usted a lady Arranways?

Lorney le miró durante algún tiempo antes de contestar.

—En el pasillo, apoyada contra la pared.

—Dijo usted a su señoría que la había encontrado al final del pasillo, debajo de la ventana.

—Apoyada contra la pared, debajo de la ventana —dijo Lorney con voz firme.

Dick sonrió irónicamente.

—Es usted lo que yo llamo un buen chico. Probablemente, lord Arranways le hará la misma pregunta. Me gustaría que usted..., que no le dijera usted nada que le trastornase.

Salió en busca de Eddie, que había pasado las últimas treinta y seis horas entre las minas de Arranways, ostensiblemente ocupado en poner a cubierto los muebles y tesoros de arte rescatados. Estaba, al parecer, tan ocupado, que no pensaba en otra cosa que en lo que pudiera salvarse de sus bienes. Pero Dick, que le conocía, comprendía algo de la desesperación y el odio en que se ahogaba su corazón.

Estaba de conversación con el jefe de los bomberos cuando llegó Dick. Tenía Eddie una colección única de dagas y espadas orientales. La había formado cuando estuvo en la India, y había en ella ejemplares de valor incalculable. Por una coincidencia inquietante, cuando llegó su cuñado tenía en la mano el cuchillo de Aba Khan, el arma histórica que en otros tiempos había desencadenado sobre el Punjab la tempestad del hierro y el fuego. Era una hoja larga, tan flexible como un bastón, tan afilada como el día en que Aba mató con ella a la mujer que había traído la deshonra a su casa; de un golpe sacó de sus vainas todas las espadas del Rajput, sembrando por todo el país la desolación y la carnicería.

En su tono convincente y pedante explicaba la historia al bombero, cuya mentalidad no llegaba a percibir los puntos más finos del relato.

—...El rajá estaba casado con una mujer hermosísima, que, desgraciadamente, estaba enamorada de otro hombre, a quien Aba Khan mató ante sus propios ojos con este mismo cuchillo antes de hundirlo en...

—Es la hora de comer —cortó Dick bruscamente y con sentido práctico.

Lord Arranways enfundó en su vaina el cuchillo histórico y se lo alargó al bombero.

—Envíelo usted con los demás a El Escudo de Armas —le dijo—. Hay dieciséis en total.

Dick le cogió del brazo y se dirigieron despacio hacia el hotel. Las nubes se habían apelotonado, un viento fuerte humillaba las copas de los árboles, y caían las primeras gotas de la lluvia cuando llegaban al porche.

—¿Has visto a Marie?

Arranways negó con la cabeza.

—No. Está en su habitación. No bajó a la hora del almuerzo.

—Pero está despierta, ¿verdad? ¿Por qué no has subido a verla?

Lord Arranways no contestó, y a Dick le dio un vuelco el corazón.

—¿Habéis reñido?

—Te digo que no la he visto —contestó Eddie con impaciencia—. Creo que será lo mejor.

Dick le siguió hasta su habitación y cerró la puerta después de entrar.

—¿Por qué crees que es lo mejor? ¿Qué es lo que ocurre?

Arranways se acercó a la ventana, metió las manos en los bolsillos de la americana y contempló la tormenta en formación.

—No sé qué pensar... Ya he pasado por esto en otra ocasión, como sabes Dick. Estoy casi familiarizado con los síntomas.

El hermano de lady Arranways hizo un último y desesperado esfuerzo

—¿Qué es lo que quieres insinuar? ¿Que Marie estaba en la alcoba del fulano ese? No hagamos tonterías con las palabras. Dime sencillamente lo que piensas.

Arranways titubeó.

—No sé. Tenía tizne y hollín en la camisa de noche; no pudo mancharse en el pasillo. Tuvo que haber estado en el centro del incendio. Lorney la encontró allí y la sacó afuera Yo no soy ningún tonto.

No era tonto, pero no estaba seguro. Tenía la seguridad moral; pero no se puede basar una acusación terrible sobre una certeza moral. Eddie podía, en virtud de ella, tener lástima de sí mismo; pero para decir claramente al hermano de su mujer «Tu hermana me ha sido infiel», hacía falta una resolución que él no tenía.

Recurrió a melancólicas generalidades y a lo que para él eran precedentes históricos; presentó su caso y pidió que se destruyera antes de exponer los hechos y analizarlos.

Sentía también la repugnancia de un caballero por las escenas, y en particular por las no heroicas. En aquellas circunstancias sólo podía adoptar un estado de ánimo. Se entristeció ante Richard Mayford y se mostró escéptico; sus cejas arqueadas eran signos de interrogación opuestos a toda afirmación o insinuación que se le hiciera

—¿Qué motivo había para que estuviese en el pasillo, y precisamente al otro lado de la puerta de Keller?

—Probablemente, perdió la cabeza —sugirió Dick.

Las cejas de su señoría se alzaron y volvieron a caer.

—Sí, se puede perder la cabeza —prosiguió Dick con rapidez—. Yo recuerdo que en una ocasión me despertó un incendio, y se me ocurrió bajar, deslizándome, por la cañería de desagüe del canalón de la casa, aunque podía haber bajado tranquilamente por la escalera para salir por la puerta. Acabemos, Eddie. Estás acusando...

—No estoy acusando a nadie. Únicamente digo que todo ello me trastorna.

Dick notó que no estaba seguro. Lo malo, realmente, habría sido que Eddie estuviera convencido. Era un hombre celoso, y era aquella una fase de sus celos, una fase peligrosa, posiblemente desastrosa.

—Dice Lorney...

—No estoy dispuesto a creer todo lo que asegure míster Lorney, sin confirmación. Si Marie hubiera estado efectivamente en el pasillo, debajo de la ventana, como dijo Lorney, yo la habría visto la primera vez.

—Creía yo que te gustaba Keller.

Arranways dirigió a su cuñado una rápida mirada.

—Y me gusta. Es muy atento, muy respetuoso; pero si un hombre persigue a la esposa de otro, no hay que esperar que se muestre tal cual es, Dick. Ese hombre es un tunante. Ha estado representando una comedia todo el tiempo.

Eddie estaba ya ligeramente sin aliento y tenía los labios blancos.

—Muy bien; dejemos la cosa en sospechosa, hasta que haya pruebas —declaró Dick—. No las habrá. Tú te inclinas a creer a Lorney, ¿no?

—¿Le crees tú? —preguntó Arranways.

—Sin reservas —contestó Dick, y quedó aterrado ante lo difícil que le había resultado responder.

Capítulo 8

Aquella mañana ocurría algo en El Escudo de Armas. Charles el camarero, lívido de rabia, buscó a su patrono en la salita de recibo que había detrás del bar. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de rostro duro, complexión fuerte y algo feo; más feo ahora por la expresión colérica que le descomponía la cara.

Lorney escuchó sin interrumpir su incoherente relato.

—¿Qué más hizo usted? —preguntó al final.

—Nada —respondió el hombre, casi gritando—. La copa resbaló sobre la bandeja y se derramó. Le cayó en los pantalones. Reconozco que fui algo descuidado. Pero, antes que me diera cuenta de lo que ocurría, recibí un puñetazo en la mandíbula que me dejó casi k. o.

—Yo hablaré con él —declaró Lorney.

—¡Usted hablará con él!—aulló el hombre, temblando de furia—. Si yo no tuviera una mujer por quién mirar, le habría roto la cabeza.

John Lorney le miró ceñudo.

—Esta vez se estará usted quietecito, Green. Ha cumplido usted cinco condenas, y nadie en el mundo le dará trabajo. Yo le doy trabajo y le pago bien. Le repito que hablaré con ese señor. No consiento que ningún huésped de mi casa maltrate a un criado. Si lo repite, recuerde que también tiene usted manos; pero no creo que lo repita.

Cuando Keller salió por el vestíbulo, Lorney le cortó el paso.

—Es usted muy mañoso con sus puños, ¿verdad, míster Keller? —le preguntó, en tono que distaba mucho de ser conciliador.

—¿Eh? —Keller se le quedó mirando, y rompió a reír—. ¡Ah! Se refiere usted a un camarero de pies planos... ¿Sabe usted lo que me ha hecho el muy animal? Me ha estropeado unos pantalones completamente nuevos.

—Lo raro es que no le haya estropeado su cara, completamente nueva —replicó Lorney—. Este hombre ha sido boxeador, no de los mejores, pero sí profesional. Yo, en lugar de usted, no repetiría esa peligrosa experiencia.

Lorney no asistió al regreso de su más exasperante, pero más indispensable, servidora. La robusta mujer, que condujo hasta la puerta posterior del hotel la impecable limousine de míster Lorney, bajó del automóvil con dificultad. Mistress Harris tenía los pies malos.

Era una mujer de cara ancha, con unos ojos en los que bailaba el espectro de una sonrisa, y una doble papada que atestiguaba su benevolencia. Balanceándose como un pato, entró en la cocina, pasó al salón, se quitó la capa, pero conservó su antiguo sombrero pegado en lo alto de su cabeza. Tenía mucho calor y estaba fatigada y se sentó en el más cómodo butacón de la antesala para recobrar el aliento.

Marie Arranways la vio desde la galería exterior y bajó apresuradamente la escalera, después de cerciorarse de que nadie la veía.

—¿Trae usted el dinero? —le preguntó en voz baja.

Mistress Harris puso una cara radiante, se quitó el largo alfiler que le sujetaba el sombrero a su rala cabellera y sacó de él un fajo de billetes, que Marie tomó ávidamente y deslizó con rapidez en su bolso.

—No querían dármelo en el Banco al principio —dijo mistress Harris—. Tampoco se quedaron muy conformes después de leer su carta. En mi vida he llevado tanto dinero —añadió, mientras guardaba su capa en un armario pequeño que había detrás del bar—. Y no crea usted que no he pasado miedo, con tantas historias de ladrones.

—¿Ha dicho usted a alguien que era yo quien la enviaba?

—No, señora; de ningún modo. No se lo he dicho a nadie. Saben que he ido a Guilford, que es lo mismo que no ir a ninguna parte.

—¿Pero no al Banco? —insistió Marie.

Había pasado una mañana de inquietud. ¿Y si aquella vieja le decía a Eddie que había ido a Guilford a retirar cuatrocientas libras, y Eddie la interrogaba? verdaderamente, no había motivo alguno para que Marie retirara dinero del Banco. ¿Y si Eddie profundizaba en su interrogatorio, como hacía otras veces, y le pedía cuentas de ciertas retiradas recientes? Marie no tenía siquiera preparada una mentira

—¿Estuvo usted en el incendio? —preguntó.

Mistress Harris sonrió benévolamente, mientras sacaba los plumeros ocultos también detrás del bar.

—Sí; estuve en el incendio, en el parque.

Lady Arranways la miró pensativamente.

—No recuerdo tales detalles —dijo—. En realidad, hasta que me desperté aquí, en la cama, no tengo idea de lo que ocurrió.

Mistress Harris quedó asombrada y encantada. Era por naturaleza proveedora de noticias, y se aplicó con entusiasmo a su tarea.

—A usted la salvó míster Lorney —dijo—. La sacó afuera, y estaba usted en camisón.

—¿Oyó usted dónde me encontró?

Mistress Harris tosió.

—La encontró a usted.

—Sí, ya lo ha dicho —replicó Marie con impaciencia—; pero ¿dónde?

Mistress Harris volvió a toser.

—Dicen que estaba usted en el pasillo.

La joven percibió con angustia un toque de escepticismo en el tono de la parlanchina asistenta.

—Naturalmente, hay muchas habladurías —prosiguió mistress Harris—; pero ¿quién va a hacer caso de ellas?

—¿Qué dicen? —interrumpió fríamente lady Arranways.

Era una pregunta delicada. Mistress Harris la esquivó también con delicadeza.

—Siempre tiene que haber malas lenguas.

Marie sonrió. Si fuera una a preocuparse por lo que pensaran los criados...; si, por ejemplo, se privara ella de sueño por las noches especulando sobre las opiniones de su propia doncella, la vida sería imposible.

Durante todo el día anterior había permanecido acostada, con un terrible dolor de cabeza, tratando con todas sus fuerzas de recordar. ¡Qué loca había sido! ¡Qué locamente descuidada! Nadie, a no ser un imbécil, se habría arriesgado como ella. Acaso el fuego hubiera comenzado ya; acaso el humo la hubiese sofocado. Sólo recordaba una cosa: un hombre la había alzado del suelo tan fácilmente como si hubiera sido un niño.

Debió de haber recobrado el conocimiento, porque Dick le dijo que había hablado muy juiciosamente en el coche en que vinieron a El Escudo de Armas, pero ella no se acordaba del todo, no se acordaba con seguridad. Sí recordaba algunos fragmentos, pero nada más.

La habían encontrado en el pasillo. Mistress Harris lo había dicho sorbiendo inconscientemente en un tono que lo mismo podía expresar burla que excusa.

¿Qué sabría Eddie? Esto era lo que la atormentaba. Ella le quería; Eddie significaba mucho para ella. ¿Y el otro hombre? Experimentó una sensación subconsciente de que se la examinaba, de que alguien la miraba por detrás. Eddie estaba de pie en el primer escalón y tenía la vista fija en su mujer. Era aquélla la primera vez que se encontraban después del fuego, y Marie se preparó para resistir la prueba.

—Buenos días, Eddie.

Él le contestó con la cabeza y se acercó despacio a ella.

—¿Estás ya bien? —preguntó.

Hablaba con sequedad. Cuando tomó un periódico y lo abrió con aire despreocupado, le temblaban las manos.

—Ha sido una cosa tremenda, ¿verdad?—dijo ella con voz que le pareció extraña—. ¿Se ha perdido todo?

Eddie la miró por encima del periódico.

—Quedan en pie las paredes y la habitación donde se inició el fuego, la alcoba de Keller. Es curioso, ¿verdad? Hasta el suelo está intacto.

Mistress Harris, que lavaba copas detrás del mostrador a una velocidad que parecía interferir seriamente con su capacidad como espectadora atenta, olfateó la tormenta.

—Para mí ha sido un disgusto horrible —dijo Marie.

Eso parecía una vulgaridad, pero ella quería ganar tiempo, y, además, no debía permitirle a Eddie acercarse más a la cuestión candente.

—Los bomberos han salvado mis dagas y mis miniaturas —continuó Arranways; su mano estaba ya más firme—. Y los aldeanos salvaron la mayor parte de los cuadros.

Mistress Harris se inclinó sobre el mostrador y dijo con ansiedad:

—Yo saqué dos y nadie me dijo una palabra.

Eddie no oyó esta indirecta, o fingió no oírla.

—Podríamos estar aquí unos días más —agregó—, y marcharnos seguidamente a nuestra casa de Londres.

—Aquí estamos con todas las comodidades posibles —protestó ella—, y nuestra casa no está preparada todavía.

Hasta entonces, Marie no le había dado la salida que él buscaba. Él encontró una.

—No he visto a Keller esta mañana. Supongo que él también pensará volver a la ciudad.

Lady Arranways medio se echó, medio se sentó en una de las butacas del salón, con un periódico doblado sobre las rodillas.

—No sé. Creo que hará lo que guste.

Durante un segundo, él la miró ceñudo.

—Indudablemente, allí se divertía más que aquí —dijo Eddie, y ella sonrió forzadamente.

—¿Por qué no le dices que se vaya, si es un pelma?

—Porque estamos en un hotel público —contestó Arranways—, Puede quedarse aquí, si le place. Pero en ese caso creo que los que deberíamos marchamos somos nosotros.

Marie apartó el periódico. Aquello era un reto en forma y había que aceptarlo o combatir. Decidió combatir. La aceptación era claudicación.

—¿Por qué? —preguntó.

Eddie la miró con fijeza. Había esperado una fácil aceptación y una resolución del problema en la quietud del melancólico hogar que tenían en la avenida de Berkeley.

—¿No te parece que sería acertado? —inquirió a su vez.

Ella negó con la cabeza.

Lorney se acercó en un momento oportuno.

—Me marcho a la ciudad, míster Lorney. Puede usted disponer de mi habitación.

Lorney miró interrogativamente a lady Arranways.

—Yo no, míster Lorney —dijo ésta, sonriendo—. Yo me quedaré unos días más. Todavía no le he dado las gracias por lo que hizo por mí la noche del incendio.

Ella tenía también su reto que lanzar, y aquella oportunidad no volvería a presentarse jamás. Deliberadamente, y sin desviar la mirada de Eddie, preguntó:

—¿Dónde me encontró usted?

Arranways miró fijamente al dueño del El Escudo de Armas.

—Le encontré en el pasillo, cerca de la ventana.

Marie ahogó un suspiro de alivio, porque casi parecía que Eddie había aceptado esta historia.

—Yo sólo recuerdo que me desperté y noté el olor del humo —dijo con volubilidad—. Salí de la alcoba para despertar a todos, y supongo que me desvanecería... ¡Estúpida de mí! No me sucede esto con frecuencia. Le estoy sumamente agradecida.

Sacó un cigarrillo de su pitillera de oro.

—Dame lumbre, haz el favor.

—¿Has perdido tu encendedor?

Eddie se refería al de ónice y oro que le había regalado en cierta ocasión como prenda de reconciliación. Le extrañó sentir irritación por la pérdida, pero para Marie Arranways un regalo que proviniese de él tenía un valor adicional.

—¿Cómo se inició el fuego?

—Alguien dejó caer un cigarrillo encendido... Por lo menos, tal es la opinión del asesor —contestó Eddie fríamente—. Yo creía que Keller no fumaba cigarrillos.

Marie sonrió.

—Puede fumarlos a escondidas, o pudo haber sido un cigarro lo que cayó en el cesto de los papeles.

Arranways no dijo nada. Siguió con la mirada a su mujer, que se alejaba hacia el porche. La lluvia había cesado después de caer durante media hora y la tormenta se alejaba.

¡Un cigarrillo en el cesto de los papeles! ¿Cómo sabía ella que había un cesto para los papeles en la alcoba de Keller? Él no había dicho nada de esto, y Marie no se preocupaba tanto de su casa que hiciera un escrutinio personal en las habitaciones de los invitados. En su casa de Londres se había producido anteriormente otro incendio... en la alcoba de Marie por la misma causa; un cigarrillo que cayó encendido en el borde de una cortina.

—Es curioso, míster Lorney —dijo mistress Harris cuando el salón volvió a quedarse vacío—, que en la oficina de mi difunto padre se produjera un incendio.

—Nada tiene de sorprendente que en la oficina de su difunto padre se produjera un incendio —cortó Lorney con cara de pocos amigos.

Luego oyó que le llamaban. Arranways bajaba nuevamente por la escalera.

—Me olvidé de decirle una cosa, Lorney. Uno de mis guardabosques vio anoche al viejo cerca de la casa.

—¿Y no cayó como herido de un rayo? Porque eso es lo que suele ocurrirles a todos.

—Pues lo cierto es que anteanoche entró alguien en Arranways y restituyó una copa de oro que robaron hace dos años.

Lorney se le quedó mirando con la boca abierta.

—Pero ¿qué me cuenta usted, milord?

—Estaba en la mesa del hall cuando fui ayer yo. Con esto tenemos ya cerca de cuatro mil libras que el individuo ha devuelto en un año.

—¡Y dice la gente que está loco!—exclamó John Lorney sarcásticamente—. En realidad, yo no creo en semejante historia del viejo. Creo que aquel pobre anciano murió la noche de su fuga, y si todos estos cuentos aldeanos son verdad, alguien está mezclando una repetición teatral con un poquito de robo con escalo.

—¿Usted no le ha visto nunca? —preguntó Arranways.

—Nunca.

—¿Tampoco le vio usted la noche del incendio?

—No podría haberle visto, a menos que estuviese en la casa. Salí de Guilford poco después de medianoche, y no encontré a nadie en él camino. Parecerá raro, pero cuando pasé por delante del manicomio estaba pensando en el viejo. Hay ahora allí un vigilante de guardia, en la puerta de la tapia, que suele venir a El Escudo de Armas, y me detuve un momento para charlar con él. Por cierto que hablamos del viejo, porque todo el mundo habla de él; ha llegado a ser una leyenda.

Lorney dio media vuelta y se encaró con mistress Harris, que tenía los codos apoyados en el mostrador y estaba con la boca abierta.

—Pero ¿va usted a dejar de escuchar de una vez y dedicarse a su trabajo?

—¿Y dice usted que no le vio?

—No, señor, y nadie volverá a verle —contestó tranquilamente Lorney—. Es una fantasía, como lo calificó uno de los periodistas que vinieron. Una fantasía bucólica la llamó.

Lord Arranways se volvió indeciso hacia la escalera, puso un pie en el primer peldaño y se detuvo. Sentía verdadera ansia de hacer una pregunta, pero no quería darle la importancia que adquiriría si rogaba a míster Lorney que dejara a la omnipresente mistress Harris. De momento no se le ocurrió que aquella pregunta implicaba una enorme deslealtad hacia su esposa. Por lo menos, este aspecto de la cuestión tenía menos importancia que la necesidad vital de aquietar para siempre sus dudas.

—¿Tiene usted absoluta seguridad sobre la historia que me ha contado de lo que ocurrió en el fuego, míster Lorney?

Pareció que la oreja izquierda de mistress Harris se alzaba ligeramente.

—Estoy absolutamente seguro, señor.

—Absolutamente seguro —murmuró mistress Harris, casi antes que Arranways hubiera desaparecido en el rellano de la escalera.

John Lorney se volvió hacia ella con expresión feroz.

—¿Va usted a callarse de una vez? —preguntó.

—Me callaré cuando pueda —contestó dignamente mistress Harris—. A todo el que ayudó a sacar cosas del fuego se le pagó, ¿no es verdad? Usted mismo les pagó. Pero a mí nadie me ha preguntado...

—Usted no sacó nada del fuego, de modo que no venga con historias.

Mistress Harris dio un puñetazo sobre el mostrador.

—¿Que no saqué nada? —gritó indignada—. Dos jóvenes desnudos... Los marcos pesaban lo menos una tonelada.

—¿Cuadros? —preguntó él, frunciendo el ceño suspicazmente—. No lo creo. Nadie lo vio...

Se interrumpió e hizo un saludo al capitán Rennett, que atravesó el salón y desapareció tras la puerta de la sala de billar.

—Ese señor me vio —dijo triunfalmente mistress Harris—. Estaba a diez pasos de mí cuando deposité los cuadros apoyados sobre el tronco de un árbol.

—¿Quién? ¿El capitán Rennett? ¿El americano?

—No sé si será americano, pero él me vio.

—No estaba aquí la noche del incendio —replicó Lorney secamente—. No ganará usted mucho dinero mintiendo, mistress Harris.

—Estaba aquí. Le vi con mis propios ojos —gritó colérica la mujer—. Y también le vio ese otro señor, que no sé cómo se llama.

—¿Quién?

—El caballero hermano de su señoría.

—¿Míster Mayford?

En aquel momento precisamente apareció Dick Mayford y John se acercó a él.

—¿Vio usted a Rennett en el incendio?

—Si me dice usted quién es Rennett... —comenzó Dick, y luego añadió rápidamente—: ¿Se refiere usted a ese hombre de aspecto fornido? Sí, estaba en el fuego.

—¡Pero si ha llegado esta mañana! —exclamó Lorney, maravillado—. Cuando le hablé del fuego me dijo que era la primera noticia que tenía.

—Estaba aquí la noche del incendio —dijo Dick con calma—. Y le voy a decir otra cosa, Lorney: estaba en Roma cuando nosotros estábamos allí, y en París, y en Viena, y en Berlín cuando pasamos. Ese hombre ha sido nuestra sombra durante el mes pasado, y yo no acabo de comprender por qué.

—¿Estaba en el incendio? —preguntó John.

Dick asintió solemnemente.

—Y le diré a usted algo más, Lorney; algo que todavía no he dicho a su señoría. Estaba espiando a Arranways antes del incendio. Cuando hoy le vi al bajar a almorzar, me pregunté desesperado qué será lo que puede traer a un detective americano de San Luis a Sketchley, en el condado de Surrey, y por qué se interesa tanto por Arranways.

John Lorney reflexionó.

—No comprendo al capitán Rennett —dijo por último—. Estuvo aquí hace poco más de un año, pero por pocos días. Me dio la impresión de que me espiaba. Me lo encontraba en los sitios más inverosímiles... En Guilford, cuando iba allí de compras. Y sentía una extraña curiosidad por todas las personas que venían a mi hotel, aunque en aquella ocasión fueran muy pocas.

Hubo otra larga pausa.

—Me gusta. Quema que me molestara, pero no lo consigo. Tengo la contra de que me gustan mucho los americanos.

—¿Ha visto usted a lady Arranways? —preguntó bruscamente Dick.

—Creo que está en la pradera.

—¿Y está miss Jeans por ahí?

Quiso hacer esta pregunta con aire despreocupado, como si el paradero de miss Jeans no fuera cuestión de extraordinaria importancia

—Me parece que está en su habitación. ¿Quiere usted verla, señor?

—Bueno... No. Únicamente lo preguntaba porque como dijo que esta tarde iba a ir al bosque de Sketchley... No sé si será prudente...

John Lorney sonrió.

—¿Está usted pensando en el viejo que vive en las cuevas? —preguntó.

—No precisamente en el viejo... Pero ¿no le parece a usted que... no conviene exponerse..., correr riesgos?...

—¿Es miss Jeans antigua amiga suya?

El sarcasmo era ahora inconfundible.

—No; sabe usted perfectamente que no lo es —respondió Dick, y nuevamente quedó callado.

—No es el viejo quien me preocupa, sino el joven —dijo irónicamente Lorney—. Esta señorita está a mi cargo... Usted ya lo sabe.

Dick le miró con curiosidad.

—Es usted un ente raro, Lorney —dijo—. Naturalmente, me alegro mucho de que cuide usted de ella. También yo soy capaz de hacer por ella cualquier cosa.

Mayford subió a la habitación de su cuñado y le encontró escribiendo. Aquel día había llegado su correo, y estaba contestándolo, Eddie nunca empleaba secretarios. En el brumoso pasado un secretario había cobrado indebidamente un cheque no autorizado, y lord Arranway era uno de esos hombres que aprenden por experiencia.

Estaba aviejado y abatido: su voz tenía aquella aguda nota de irritabilidad que acompañaba invariablemente a sus crisis.

—¿Marie? No sé. Sólo la he visto un minuto; ayer se pasó en la cama todo el día.

—Creí que ibais a volver a Londres.

—Yo iré... más tarde. Marie se queda.

Se echó atrás en su asiento y miró ceñudo al joven.

—¿Te acuerdas de la pulsera que perdió Marie?

Dick asintió, preguntándose qué iba a ocurrir.

—Se encontró, ¿no?

—Sí, y ya se ha averiguado quién fue el que la vendió al comerciante austríaco. ¡Keller!

Dick Mayford quedó con la boca abierta.

—¡No es posible! Marte no pudo habérsela dado. No había necesidad...

—Ella no se la dio. La tomó él.

Mayford no apreció de momento todo el significado de tal afirmación.

—Pero si se la robaron por la noche, en la alcoba... La puerta estaba cerrada...

—¿Sí? Mira esto.

Eddie Arranway abrió un cajón y extrajo un encendedor de gasolina. Dick lo reconoció sin necesidad de fijarse en las iniciales de pedrería.

—Yo le regalé este encendedor a Marie como oferta de paz. Siempre lo ha guardado en el bolsillo de su bata. El jefe de los bomberos sostiene que esto fue lo que inició el fuego; desde el borde de la mesa cayó al cesto de los papeles, y se abrió al chocar. Lo han encontrado en la alcoba de Keller.

Dick guardó silencio

—Me satisface que no quieras hacerme creer que Keller se lo pidió prestado. He hablado con la doncella de Marie antes que se marchara a Londres, y me ha dicho que lo guardó en el bolsillo de la bata de Marie. Esta bata se encontró en la cama. ¿Cómo llegó el encendedor a la alcoba de Keller?

Dick Mayford sostenía la lucha mental de quien combate contra sus propias convicciones.

—No puede tener esa seguridad. Pudo haber llegado allí de diez o doce modos distintos. Ella pudo habérselo prestado. La doncella puede estar confundida. ¿Por qué no le preguntas a ella misma? Eso me parece lo más sencillo.

Eddie Arranways sonrió con desdén.

—¿Cuántas mentiras he oído ya? No la preocuparían dos o tres más. Sería tan rápida en defenderse como lo eres tú en defenderla.

No obstante, él mismo necesitaba una convicción, y buscaba ahora una decisión que aquietara su mente, pero sólo en un aspecto, y Dick Mayford no estaba preparado para poner un sello de seguridad a las sospechas de aquel hombre.

—Ahora cualquier verdad te parecería una mentira, Eddie.

Lord Arranways no contestó. Dick le había desilusionado en cierto modo. Necesitaba en aquel momento la más tremenda aprobación, y aunque comprendía que no debía esperarla del hermano de su mujer, habría querido que Dick se mostrase más filósofo, más imbuido de aquel sentido de las justicia, que era, según él, su propia cualidad dominante, con el fin de que siquiera pudiera determinar su conducta futura con fe completa en la rectitud de su apreciación.

—Y en lo que respecta a la pulsera —continuó Dick—, creo que convendría hablar con Marie. Puede que se la robaran antes de entrar en su alcoba.

—Háblale tú. Yo me descompongo al pensar en Keller.

Cuando Dick Mayford salió de la habitación vio fugazmente al hombre de quien habían estado hablando. Keller se retiró instantáneamente a su alcoba y cerró la puerta. Precisamente en aquel momento no sentía grandes deseos de encontrarse con ningún pariente de Marie. Comportándose como un idiota, había concertado una cita con ella a una hora muy inconveniente. Holgazaneando por la galería exterior, había encontrado a Anna Jeans sentada en una butaca, con mi libro sobre la falda. Sus tentativas para sostener, aunque fuera un brevísimo téte-a-téte fueron infructuosas. A sus primeras palabras, Anna había dejado el libro y se había marchado.

—¿Qué prisa tiene usted? —preguntó él, cogiendo el libro y mirando el título.

Ella no contestó, entró en su habitación por el balcón abierto y cerró las maderas, corriendo las cortinas. A Keith Keller le agradó su conducta. Anna parecía estar un poco asustada de él, y esto era muy halagador e incitante. Lo que más detestaba Keller era la indiferencia de una mujer cualquiera.

Bajó despacio por la escalera al parque. En el extremo opuesto de éste había un cenador sobre una base giratoria. Podía dársele la vuelta, a fin de que recibiera o evitara los rayos del sol, y en aquel momento estaba colocado de modo que su entrada principal era invisible.

Allí le esperaba Marie, que, sin decir una palabra, le alargó un fajo de billetes. Luego se sentó en una butaca de anea y le miró fijamente, frunciendo ligeramente el ceño.

—Yo te entregaré un cheque por valor de este dinero en cuanto volvamos a Londres —dijo él, guardándose los billetes en la cartera—. No te he visto en todo el día de ayer..., ¡ingrata!

—Todavía no sé por qué lo hice —respondió Marie.

Él sonrió.

—Querida mía... —dijo, y ella sonrió a su vez.

—He ahí un buen modo de arreglar las cosas —luego, su sonrisa se desvaneció y la arruga de su frente se hizo más profunda—. Eres el tipo de hombre que siempre he odiado. Un... Es una palabra horrible; sólo se emplea en el mundo de la delincuencia...

—Pero ¿de quién hablas? ¿De mí?

Marie asintió. Keller volvió a sacar la cartera del bolsillo, miró al interior y se la guardó nuevamente. Este gesto pareció divertir mucho a Marie.

—¿Te imaginas que he creído esa historia que me contaste en Egipto sobre tu gran rancho en Australia?

—¿Qué quieres decir? —replicó él ásperamente—. Es cierta...

—No tienes tal rancho —prosiguió ella calmosamente—. Cuando estuvimos en Londres encontré al agente general y me molesté en hacer averiguaciones, no por malicia, sino simplemente por curiosidad. Míster Keller, dueño del gran rancho, tiene setenta años de edad.

—Mi padre... —comenzó él atropelladamente; pero ella le interrumpió.

—Resulta que el único hijo de míster Keller es el propio agente general. Es una desgracia, ¿verdad?

Por un momento él se encontró desconcertado.

—Hay dos o tres familias Keller —balbució.

—Querido, no seas absurdo. Tanto me da que seas rico como que seas muy pobre.

Keith desvió la conversación por conductos menos peligrosos.

—¡Si yo pudiera recordar lo que sucedió la otra noche!... Yo estaba medio atontado por el humo. Tus endemoniados cigarrillos.

Ella hizo un gesto.

—Yo también me acuerdo —dijo—. Si estuviera segura de que Eddie...

La mirada de Keller expresó la más viva alarma.

—¿Crees que sabe...?

—No estoy segura. ¿Le has visto?

Él reflexionó un momento, y contestó:

—No.

Estaba agitado; la mujer encontró un malicioso placer en su perturbación.

—Estás asustado —le dijo—. ¿Sabes que en cierta ocasión estuvo a punto de matar a un hombre en la India?

Keller forzó una sonrisa irónica.

—A mí me ha matado mucha gente —dijo con petulancia—. Una vez me siguió un hombre alrededor de medio mundo, hasta que se cansó.

—¿Un marido? —preguntó ella, curiosa.

—No; en este caso era un suegro, un hombre muy desagradable. ¡Oh! No había en ello nada censurable. Estaba yo casado con una jovencita bastante atractiva, pero mentalmente desequilibrada. Así era cuando me casé con ella.

—Parece el principio de una historia muy fea. ¿Qué sucedió?

Keller se encogió de hombros.

—No lo sé. La muchacha se volvió completamente imposible: intentó matarse. Efectivamente, coma dices, es una historia muy fea.

Marie sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió, Keith miró furtivamente en dirección a El Escudo de Armas, y el gesto no le pasó inadvertido a la mujer.

—¿Tienes que irte? —le preguntó cortésmente.

Keller se desconcertaba fácilmente, cosa rara en un hombre de su experiencia.

—Sí; he prometido a un amigo...

—Aquí no conoces a nadie más que a Dick y Eddie, y me parece que no estás en muy buenas relaciones con ellos.

Keith había salido del cenador, y quedó de pie a distancia de un metro del mismo. Desde allí dominaba toda la pradera, el hotel, el campo de golf y la alameda. También veía una larga terraza suspendida sobre la pradera, y en ella una figura que se asomó y miró al exterior, como si buscara a alguien. No era a él a quien Anna buscaba; más bien sería —pensó— a Dick Mayford.

—Puedes irte.

El tono de Marie era perentorio, y había en él un toque de desprecio que le hirió. Era muy sensible, y quería que todos pensasen bien de él, aun aquellos a quienes trataba mal. Era sintomático de su peculiar vanidad que cuando ella le dio la ocasión de marcharse él prefiriera quedarse. Era el tipo de cobarde moral que necesita dejar tras sí una buena impresión..., y una de las cosas que más le dolían cuando pensaba en San Luis, donde había dejado muchas amistades pro- metedoras, era la pobre opinión que debían de haber formado de él.

—Me molestas. Puedes irte —repitió Marie—. ¿No decías que querías ver a una persona? A un amigo... ¿Cuándo vuelves a Londres?

Keller contestó con vaguedad. Seguía con la mirada fija en la galería exterior de El Escudo de Armas. ¿Bajaría Anna por la escalera exterior, o se iría por el vestíbulo?

—No estás hoy de muy buen humor, querida —replicó Keith, tratando de adoptar un tono despreocupado, aunque sin lograr engañarla, pues ella sabía que estaba representando una comedia y preocupado por otro asunto de más vital interés que el mal o el buen humor de su amante. Luego le vio salir a la pradera.

Quedaron de pie y en silencio, mientras aparecía Anna Jeans, cruzaba la pradera y se perdía tras los matojos de espinas.

—¿Es ése el amigo? —preguntó Marie despectivamente—. No sabía yo que fueses tan inflamable.

Había en su voz una nota extraña que debería haberle prevenido.

—En tu lugar, yo tendría más cuidado. A Dick le interesa mucho, y sería una torpeza despertar en dos miembros de la familia la sed de tu sangre.

Keith sonrió forzadamente.

—¿Quién? ¿La chica Jeans? No digas tonterías; es una chicuela. Muy entretenida, pero no...

—No es de las que te gustan a ti.

Hablaba con peligrosa melosidad. Si Keller hubiera percibido el fulgor de sus ojos, habría descubierto una Marie Arranways que no conocía.

—Me vuelvo al hotel —dijo—. No conviene que noten que estamos los dos ausentes a la vez. Gracias por el dinero.

—¿Cuánto has recibido de mí?

Keith la miró sorprendido.

—No seas brutal.

—Alrededor de mil quinientas libras, ¿no? Te di cuatrocientas en Viena y trescientas en Roma. Me quedan mil libras más; eso es todo lo que tengo.

Él se quedó con la boca abierta y tal expresión de consternación no disimulada, que ella rompió a reír.

—Alguien te dijo que yo era muy rica... Aquella mujer que encontramos en el Excelsior. Pues no lo soy. Eddie tiene mucho dinero, pero yo sólo tengo una pequeña asignación.

Keller la miró con atención. No, no mentía. Aquello era un golpe terrible para Keith Keller. Nunca había dudado de que, en el peor de los casos, si Eddie armaba un alboroto...

—De ahora en adelante —prosiguió ella—, todo lo que haga lo haré con los ojos abiertos.

Él hizo ademán de tragar algo.

—Para mí el dinero es una cosa completamente secundaria... —empezó, y por segunda vez le cortó la risa de la mujer.

—Eso que dices no es muy convincente. Márchate..., quiero ver a Eddie.

Keller se marchó con una presteza casi insultante.

Ella se dirigió despacio hacia la escalera de la galería exterior y miró alrededor, buscándole; pero esta vez se había ya perdido de vista. Luego penetró en el hotel, dispuesta para la entrevista que tanto había temido, y que hasta entonces había conseguido esquivar.

Su marido estaba sentado en una silla al lado de la cama, y sobre la colcha había extendido cierto número de cuchillos de curioso aspecto, su atesorada colección que el camarero acababa de traerle a la alcoba. Miró por encima del hombro cuando su esposa abrió el balcón y se acercó al lecho.

—¿Estás mejor? —le preguntó cortésmente.

—Mucho mejor.

Marie se sentó en una silla, cerca de Eddie.

—Eddie, ¿qué es lo que ocurre?

—Nada.

Continuaba manoseando los cuchillos, con el pensamiento concentrado, al parecer, sobre ellos.

Hubo un largo silencio, que rompió la mujer.

—Tú no entiendes mucho de mujeres, ¿verdad?

—Entiendo algo más de lo que querría entender —contestó él, sin volver la cabeza.

—Estaba recordando a tu primera esposa. Aquello pudo haber sido un flirteo inocente... Pudo estar horriblemente enamorada de ti... como lo estoy yo también.

Ante esto, él dio media vuelta y se quedó mirando a su mujer, sonriendo.

—¿Como lo estás tú? Eso es delicioso. ¿Y tú crees que es posible que, mientras estás flirteando con otro hombre, estés enamorada de mí?

Marie asintió con la cabeza.

—¿Hasta dónde puede llegar un flirteo.

Y como ella no contestara, Eddie insistió:

—¿Puede decirse que todavía no pasa la cosa de un flirteo cuando la dama deja su encendedor en la alcoba del galán, o cuando le da una oportunidad de coger una pulsera que ha dejado sobre su tocador?

Ella le miró con ojos muy abiertos, incapaz de responder.

—El hombre que vendió tu pulsera fue míster Keith Keller —dijo con firmeza Arranways—. La Policía ha conseguido averiguarlo.

—¡Imposible! —exclamó ella.

Lord Arranways sonrió amargamente.

—Completamente imposible, si tú estabas sola en tu alcoba y la puerta estaba cerrada y no había otro medio de entrar; pero perfectamente posible... en otras circunstancias.

Ella intentó desviar la cuestión con un alarde de osadía.

—¡Qué absurdo eres, Eddie! ¿Ahora resulta que estás celoso de Keith Keller? Si yo te tomara en serio... Quiero decir, si tomara en serio tu acusación, no permanecería aquí ni un minuto más... ¿Quién ha dicho eso de la pulsera?

—La cuestión no admite la menor duda —contestó él con brusquedad—. No quiero escándalos. Keller haría mejor en marcharse a Londres, y, naturalmente, nosotros nos separamos de él.

Si hubiera tenido una seguridad plena, se habría admirado de la calma que demostraba su mujer. No se percibía en ella ningún síntoma de agitación; su voz era tranquila, hasta sonreía.

—No será una pérdida muy grande —dijo, casi alegremente—. Me ataca los nervios..., o acaso seas tú quien me exaspere con tus ridículas sospechas.

Hubo un silencio. Luego:

—¿Por qué no le denuncias? Yo te ayudaría.

De nuevo la sonrisa de Eddie con amargura.

—Son muchas las razones por las que no pienso denunciarle —dijo, midiendo las palabras.

Marie abrió el balcón y adelantó un pie hacia la terraza justamente a tiempo de ver desaparecer por la arboleda al hombre en quien pensaba. Andaba deprisa, como quien quiere adelantar a alguien que lleva ventaja.

Marie Arranways suspiró profundamente.

—Voy a mi alcoba, por si quieres verme —exclamó.

La réplica de su marido apenas se oyó.

La prisa de míster Keller era innecesaria, porque la mujer cuya compañía deseaba en aquel momento no había salido de El Escudo de Armas.

Capítulo 9

Se puede apreciar a la gente y reconocer sus buenas intenciones, y molestarse, sin embargo, por la extensión de sus servicios. Anna apreciaba a John Lorney. Era un hombre dominante, de palabra brusca y no muy bien educado. Pero a ella le gustaba, y le habría gustado más si él hubiese tomado un poco menos en serio sus deberes de rodrigón. Anna llevaba una vida propia, y tenía amistades y conocimientos que subvenían a sus procesiones de tarjetas postales de las más agradables capitales europeas. Míster Lorney, al darle por las mañanas su correo, solía preguntarse quién sería Ella y quién era Boy, y si Ray era hombre o mujer. Era incapaz de leer —por demasiado enrevesados— los mensajes escritos en el lugar reservado a la correspondencia. Anna vivía en un mundo que él no conocía, y el contacto con ella no descubría nada de su otra vida.

La visita de la joven a Sketchley era un acto de obediencia. Le gustaba el sitio, y le gustaba el calvo míster Lorney; pero a veces se preguntaba cómo habría llegado éste a ser tan gran amigo de su difunto tío.

Anna, que no era tonta, conocía El Escudo de Armas, y había visto en él lo bastante para comprender que no era un family hotel A él acudían personas elegantes —había dos famosos campos de golf lo bastante cerca para justificar sus excursiones—, hombres y mujeres de buen tono. Pocas personas casadas.

Era muy agradable saber que ella estaba al cuidado especial del dueño del establecimiento; pero esto no justificaba que la tratase como si fuera una niña pequeña.

—No irá usted muy lejos, miss Anna, ¿verdad?

El vigilante John Lorney estaba escribiendo en su libro registro cuando ella pasó por el salón.

—Voy a ir atravesando el bosque, hacia la presa.

Lorney alzó la vista hacia la galería, como si esperara ver aparecer a alguien.

—Míster Mayford la buscaba —dijo—. Yo, en el lugar de usted, iría con él. No me gusta que vaya usted sola al bosque.

Ella le miró, suspicaz.

No era aquélla la primera vez que le aconsejaba la compañía de Dick Mayford. A ella le gustaba Dick enormemente, pero aquello de tenerle siempre pegado a la falda...

Estaba en la edad en que se llega sin vacilar a las conclusiones que mejor sientan a un prejuicio pasajero.

—Prefiero ir sola —replicó con cierta dureza, de la que se arrepintió cuando le vio asentir gravemente.

—Como guste —dijo Lorney.

Estaba pesarosa, pero también un poquito irritada. A su edad es irritante verse obligado a todo el mundo, o tener que explicar las propias acciones, aun a la máxima autoridad, y John Lorney sólo tenía sobre ella la suave autoridad de un delegado.

Con mucha formalidad se dirigió por la arboleda, acortó el paso, bordeó la finca Coppins, posesión amarilla pálida, sembrada de mostaza, y llegó al lindero del bosque. Había en éste grandes y añosos robles, que crecían entre verdes altozanos, y una quietud no turbada por el público, que llegaba a los bosques por sitios más populares. Era una parte de la finca de los Arranways, a través de la cual había concedido el señor del feudo un derecho de paso hacía varios siglos. A intervalos se habían puesto bancos rústicos, y en alguna ocasión los antiguos dueños de la hacienda habían abierto por entre los bosques caminos de herradura, pues continuamente cruzaban el camino paseos rectos y estrechos, que alcanzaban varias millas de extensión en ambas direcciones.

El sitio era muy pacífico, y Anna aflojó más el paso, porque necesitaba quietud, pues en aquel momento tenía dos motivos distintos de irritación, el más punzante de los cuales era la inexplicable ausencia de Dick Mayford. Había creído que estaría esperándola, aunque no habían concertado cita alguna, porque ella le había dicho exactamente la hora a que saldría de El Escudo de Armas, y esto debiera ser bastante para cualquier joven que se hubiera permitido demostrar interés por ella.

El camino empezaba ahora a serpentear, y al volver una de las abruptas revueltas, vio a míster Keller y quedó clavada en el suelo. Él avanzaba rápidamente hacia ella, abanicándose con el sombrero. Era demasiado tarde para retroceder; la prudencia aconsejaba no intentar adelantarle. Anna zanjó la situación quedándose quieta y esperando.

—¡Hola! La había perdido a usted. He estado dando vueltas por este bosque infernal, tratando de alcanzarla.

—¿Ha visto usted a míster Mayford? —preguntó ella, no sin malicia.

—No, no he visto a míster Mayford —contestó él, sonriendo—, pero le he oído. Está en el hotel, con Eddie..., con lord Arranways. ¿Adónde va usted?

—Regreso a El Escudo de Armas.

Anna comprendió que no era el momento para conducirse de un modo abiertamente incivil.

—Hoy están los bosques algo tristes, ¿no?

Ella había dado la vuelta, y Keller se puso a su lado.

—Yo no estoy triste —protestó—, y no soy peligroso. ¿Por qué se asusta usted de mí?

—¿Asustarme yo de usted? ¡Qué ridículo! ¿Por qué habría de asustarme?

A modo de respuesta, él deslizó su brazo por debajo del de Anna. Era tal su seguridad, que de momento dominó a la joven, que pasivamente permitió que la tomara del brazo durante unos cuantos pasos; luego reaccionó y se desasió. Él no opuso resistencia y empezó a hablar de Australia y de la manigua. Anna le encontró entretenido y muy distinto de como le había imaginado. A míster Keller le salía aquello bastante bien; formaba parte de su equipo... Por supuesto, era la parte más importante de él. Sabía ser muy serio y culto, y siempre interesante.

Se sentaron en uno de los bancos y contemplaron las ardillas, y, durante todo el tiempo, míster Keith Keller examinaba con ojos de estratega las defensas de Anna. No había nada que conquistar con su suave galanteo; había romanticismo, cierta cantidad de raciocinio e inteligencia astuta; pero míster Keller sabía por experiencia que un llamamiento a la razón necesitaba un apoyo tangible. Supo apreciar el cambio de actitud en la joven, y conocía el peligro de esperar hasta que la impresión se hubiese desvanecido, o hasta que la influencia de Dick Mayford contrapesara la suya propia.

—Yo me pregunto si sabrá usted lo encantadora que es.

Míster Keller volvió bruscamente del desierto australiano a los bosques de Sketchley.

Anna no se alarmó. No era la primera vez que los jóvenes, en su ardor, se comportaban de un modo extravagante. Como mujer muy femenina que era, la habían besado jóvenes agitados, y ella había tenido sus pequeños estremecimientos, sus triunfos y sus desengaños de menor cuantía No le gustaba Keller —esto se lo dijo a sí misma muchas veces—; pero era joven, bastante atractivo y algo artista —al menos, así lo sospechaba ella—. A la joven se le excitó la curiosidad y se sintió también halagada hasta cierto punto. Si estaba acertada en sus conjeturas, allí había un hombre capaz de inspirar amor a las grandes señoras. Sentirse inquieta ante una declaración suya sería reconocer una falta de confianza en sí misma, y Anna tenía la seguridad de resolver cualquier situación que pudiera presentarse. Es ésta la ilusión de la que deriva la ruina...

Marie Arranways la vio venir corriendo por el sendero, lívida, desmelenada, y no se asombró, porque sabía el motivo y había espiado el drama incompleto. No bajó al bosque para acechar, pero había visto. Había un sendero que trepaba hasta lo alto de la colina, y Marie vio la escena clarísimamente y sin interrupción. Si Keller hubiese levantado la cabeza, habría visto, a su vez, a Marie.

Anna corrió hasta llegar al límite de la finca Coppins, y entonces se detuvo, se arregló el pelo y recobró el aliento. John Lorney, que estaba de pie bajo el pórtico, con un cigarro entre los dientes, la vio venir por la pradera. Ella también le vio, cambió de dirección y se encaminó a la escalera que llevaba a la terraza exterior. Lorney se adelantó, y le cortó el paso.

Estaba pálida y miraba de un modo raro; algo le había ocurrido.

—¿Ha venido usted corriendo, miss Anna?

—Sí —contestó ella, sofocada.

—¿Se ha asustado usted?

Ella negó con la cabeza, e involuntariamente miró atrás.

—Ha perdido usted el sombrero, señorita.

—Sí... Me lo quité. Lo he debido de dejar olvidado en uno de los bancos.

Subió rápidamente la escalera, y John Lorney no la perdió de vista hasta que desapareció tras la balaustrada de la terraza. Se le había apagado el cigarro. No intentó encenderlo de nuevo, sino que entró en el vestíbulo y tocó el timbre para que viniera Charles.

—Suba a la habitación de Keller y dígame si está allí.

—No está; acabo de subir —gruñó el camarero—. Se fue al bosque hará una hora.

John Lorney tiró la colilla y tomó otro cigarro de la caja que había detrás del mostrador. Pronto vio a Keller, que venía con paso mesurado de la dirección de la finca Coppins. Cuando el joven estuvo más cerca pudo verse que llevaba en la mano un sombrero de paja.

—¿Pertenece este sombrero a alguno de sus huéspedes?

John Lorney tomó el sombrero, sin apartar la mirada de la cara de Keller.

—¿Dónde lo ha encontrado usted?

—En el suelo. Creo que es de miss..., ¿cómo se llama esa muchacha?... Miss Jeans.

—¿La ha visto usted?

—He visto a alguien. Puede que haya sido ella.

Con una ancha sonrisa enseñó los dientes.

—¿Se ha fijado usted alguna vez en sus cejas?

—No lo entiendo —contestó Lorney—, ¿qué quiere usted decir? ¿Sus cejas?

Keller no explicó sus palabras; con una risotada subió la escalera hacia su habitación. Cuando llegó al descansillo se inclinó sobre la barandilla.

—Esta noche le daré un cheque para que me lo cobre —le dijo—. Fíjese bien en sus cejas la próxima vez que la vea.

—Pero ¿qué dice ese hombre? —preguntó Charles cuando Keller hubo desaparecido—. ¿Sus cejas?... ¡Ay qué gracia!...

—Ocúpese de lo suyo —le dijo secamente Lorney.

Contempló el sombrero que tenía en la mano, vaciló un momento, y luego subió a la habitación de Anna y llamó con los nudillos a la puerta.

—¿Quién es?

—Es Lorney, señorita. Le traigo su sombrero.

Hubo un momento de indecisión; luego se entreabrió la puerta y asomó un brazo.

—Démelo, haga el favor.

Lorney lo entregó a la mano extendida, y la puerta volvió a cerrarse con un portazo. Anna apenas había pronunciado media docena de palabras, y las había dicho con dificultad, porque estaba llorando. Lorney estaba seguro de ello. Volvió pensativo al vestíbulo y entró en el despachito que tenía detrás del bar.

¿Sus cejas? Keller le había dicho aquello con una expresión de satisfacción. ¿Qué era aquel misterio?

John Lorney se sentó ante su mesa, jugueteó con una regla, y de pronto miró a la pared y comprendió.

Llamaron a la puerta, y Charles entró en el despacho.

—Le llama por teléfono T. B. Collett. Quiere una habitación para esta noche.

—¿T. B. Collett?—repitió lentamente John Lorney—. Dígale que sí, que con mucho gusto puedo ofrecérsela.

Se levantó, pensando qué sería lo que llevaba a aquel amable policía a Sketchley, y precisamente en aquel momento.

Capítulo 10

El comisario superior de la Jefatura de Policía de Londres es un funcionario imponente. Pero el comisario Landy no lo era en modo alguno. Era alto, muy delgado y cadavérico. Llevaba corbatas inverosímiles, y hablaba en tono de aburrimiento y cansancio. Sin embargo, los funcionarios policíacos que tenían que tratar con él se cuadraban en su presencia y le decían señor, cualquiera que fuese el grado de su jerarquía; todos, excepto T. B. Collett, que no pertenecía a la rama ejecutiva ni a la administrativa. Tenía el grado de inspector jefe, pero nadie le llamaba jefe. En una ocasión había actuado de comisario superior en ausencia de Landy y había aceptado con calma el homenaje que invariablemente olvidaba él rendir al jefe legítimo del departamento. Tenía un despacho tan confortablemente amueblado como el de un comisario; sin embargo, no figuraba su nombre en la lista publicada anualmente por Scotland Yard. Oficialmente, era el enlace entre Scotland Yard y las fuerzas policíacas extranjeras. Había prestado servicio en la India. A diferencia de los comisarios, tenía facultad y autoridad para detener. Pasaba en el Archivo la mayor parte del tiempo y escribía notas confidenciales que nadie de Scotland Yard leía, pero que se conservaban cuidadosamente en el Ministerio del Interior.

A nadie disgustaba; nadie le tenía envidia, lo que era, en realidad, un hecho muy notable. También él se comportaba con gran cautela, evitando rozamientos, y hasta cuando intervino en el caso Thorne-Lees —el famoso asesinato que tanto conmovió a la opinión— sin autoridad ninguna y condujo personalmente a míster Abe Lees al patíbulo de Pentonville, no molestó su entretenimiento en el campo de investigación. Alguna otra persona dio la cara, porque T. B. Collett no apareció por el Tribunal.

Había pasado muchos años de su vida en la India, lo cual explicaba su fuerte complexión, y estaba entregado a un asunto delicadísimo, que afectaba a un rajá reinante que había cometido un tremendo error en su visita a la metrópoli, cuando el comisario superior envió a buscarle.

—¿Recuerda usted cuando marchó al Surrey con motivo de unos robos con escalo?

T. B. Collett asintió. Sus ojos brillaron momentáneamente.

—¿Lo del viejo? ¡Ya lo creo! Fue un caso interesante. Si la gendarmería local no hubiese estado tan torpe, esto habría llegado a ser un caso grande. Creo que ahora el individuo se dedica a devolver todo lo que ha robado.

El jefe contestó afirmativamente.

—¿Se acuerda usted de un individuo llamado Rennett, que estaba allí cuando usted hacía su pequeña investigación?

—Rennett..., sí. El americano. Uno de los jefes de la Policía de San Luis, un individuo muy competente. Es el hombre que cogió a Lena Beraldi y a los Hensons...

—¿Sabe usted algo de él?

T. B. Collett miró al techo.

—Le conozco, naturalmente; por lo menos, le he visto. Ganó mucho dinero especulando con valores de Bolsa. Casó a su hija con un título inglés, uno de esos innumerables caballeros que se encuentran por todas partes. Déjeme pensar.

Guardó silencio durante un rato.

—Sí, eso es. Me lo dijo aquel hombre de Washington que tuvimos aquí el año pasado. Rennett se retiró de la Policía y salió de San Luis.

—Está ahora en Sketchley —dijo Landy, y suspiró.

T. B. Collett reflexionó un momento.

—Eso no indica nada, Sketchley es un sitio precioso y muy estimado por los turistas americanos.

—A lo mejor es el viejo quien le ha hecho reaparecer allí.

T. B. Collett acercó una silla a la mesa y se sentó sin que le invitaran.

—El viejo —murmuró—. Es muy posible... Siempre me han intrigado las cuevas de Sketchley; hay tres o cuatro capas de ellas; probablemente, una docena. Pienso a veces que debería ir allí y hacer una tranquila jornada arqueológica. Allí vivieron trogloditas hace miles de años. Debe de haber una colección muy completa de huesos.

—El viejo debe de conocer las cuevas —dijo el jefe—. Vivió en la vecindad. ¿Por qué no va usted allí y hace un reconocimiento? Se le ha visto hace muy poco tiempo. Un periódico le hacía responsable del incendio del palacio de Arranways.

—¿Se le vio entonces?

—Eso dicen; pero esa gente de Sketchley le está viendo siempre.

T. B. Collett se inclinó sobre la mesa, abrió un cajón, registró en el interior y sacó una caja de cigarros, de la que extrajo uno. El dueño de la caja le contempló impotente, haciendo sólo un débil gesto de protesta

—No es mala idea. Ese asunto indio es un vulgar chantaje, y cualquiera de sus jóvenes polizontes puede encargarse de él. No dará honor ni gloria. La Oficina de la India quiere mantenerlo secreto..., que no haya escándalo. ¡Cuando medio Londres, la mitad que interesa, está hablando a todas horas de él! ¿Dónde está ahora su señoría..., quiero decir Arranways?

—Está todavía en Sketchley, y la señora también... Están en El Escudo de Armas.

—Es un establecimiento muy confortable, y Lorney el único hombre inteligente en muchas millas a la redonda.

T. B. Collett se registró los bolsillos.

—Permítame que le ofrezca una cerilla —dijo cortésmente el jefe.

T. B. Collett lanzó una ruidosa bocanada de humo y sacó el reloj.

—Iré allí esta noche —dijo.

—Tenga cuidado con Arranways —le previno Landy cuando salía de su despacho—. Es muy susceptible. Cuando estaba en la India disparó contra un fulano... Pero ya conoce usted la historia...

T. B. Collett lanzó un resoplido desdeñoso.

—Conozco la historia de todo el mundo —dijo—. Se ha vuelto a casar..., una de las Mayford..., guapa chica. ¿Con ésta se lleva bien?

—Usted lo sabrá —fue la flecha final del comisario superior.

* * *

Por espacio de tres horas, Anna Jeans había estado sentada en una habitación reflexionando, rabiando, planeando. Saldría al día siguiente. Sin razonar, se repetía que Lorney la había abandonado; su misión era la de procurar que no sucediera nada parecido a lo que había ocurrido. Este estado de ánimo no duró mucho. John Lorney hizo lodo lo que pudo para impedirle ir sola a los bosques; no era noble echarle a él la culpa.

¿Hablaría con él? Pero ¿qué podría referirle, que no fueran las inevitables consecuencias de que dos personas sentimentales se hubieran sentado en un hermoso bosque y discutido en abstracto los misterios del amor? Porque a esta fase llegaban cuando Keller la había estrechado entre sus brazos. No fue inesperado, naturalmente; no fue inesperado. Ella le veía venir; podía haberlo evitado; pero estaba absolutamente segura de que lograría dominar la situación. Y no la había dominado; había tenido que luchar desesperadamente, suplicar, humillarse, demostrando una media complacencia que no sentía y pidiendo un aislamiento que un paseo público no podía ofrecer, para luego zafarse de su brazo y huir. Todo ello había sido feo y brutal.

Tomó un baño, se cambió toda la ropa que llevaba para evitar toda contaminación. Si hablase a Lorney... O si hablase a Dick... No, a éste no podía hablarle. Sería capaz de matar a Keller. ¿Y por qué habría de matarle? Era probablemente tan malo como él.

Cuando estuvo lo suficientemente calmada, su naturaleza filosófica tomó el mando de su organismo. El mal en la conducta de Keller estaba determinado por su propia actitud hacia el hombre. A ella no le gustaba; detestaba sus atenciones; por tanto, lo que hizo Keller fue malo.

Pasó tres horas de confusión examinando la vida con una comprensión insuficiente para extraer ninguna conclusión adecuada. Mientras tanto, un nuevo huésped había llegado a El Escudo de Armas. El mismo míster Lorney le transportó el maletín.

T. B. Collett paseó la mirada por el amplio vestíbulo con aire de aprobación, entregó su impermeable a Charles y se lamentó de que no estuviera encendida la estufa

—Es el verano típico inglés —dijo—. Nublado esta mañana, espléndido esta tarde y ahora un chubasco de marzo y un viento del Nordeste... ¡Señor, qué país!

—¿Viene usted a descansar un poco, míster Collett?

—La vida es para mí un largo descanso, míster Lorney. No estoy aquí en funciones del servicio. ¿Qué noticias hay del viejo?

Lorney sonrió.

—Ya le buscaré a usted personas interesadas por los cuentos de hadas. ¡Lo que es yo!...

Collett tomó el té en el saloncito y a pesar del mal tiempo se envolvió en su impermeable y salió ostensiblemente para ver las minas de Arranways; en realidad, para interrogar a ciertas personas que, si no creían en hadas y duendes, creían ciertamente en la existencia del viejo, y no les faltaban motivos. Porque T. B. Collett había traído de Londres una cuartilla con los nombres y direcciones de tres personas que recientemente habían visto aquella aparición, y había logrado esta información de la gendarmería local, que, al menos por una vez, había sido tan amable como escéptica.

Collett dio comienzo a su ronda visitando una finca del lindero del bosque, la vivienda de un labrador al otro extremo de la aldea, y un vicario eminentemente veraz que habitaba un hotelito propiedad de una viuda en la carretera de Guilford. Indudablemente, al viejo se le había visto; todos los testigos estaban conformes. Fue la noche, hacía dieciocho meses, en que se devolvieron intactos a su dueño objetos de oro por valor de dos mil libras.

El dueño de la casa que se había beneficiado con esta devolución era el último de la lista de Collett, y éste encontró a aquel caballero muy voluble, poco veraz, y con sólo el más brumoso recuerdo de cómo se había efectuado la restitución. En el silencio de la noche oyó un ruido y bajó. No, no era así; se había quedado dormido en el comedor apenas terminada la cena... Bueno; lo cierto era que cuando los criados entraron en el comedor a la mañana siguiente, encontraron en él la vajilla de oro.

Míster Collett hizo discretas investigaciones y descubrió que el caballero a quien le devolvieron la vajilla de oro solía con bastante frecuencia quedarse dormido sobre una copa de vino, y, por supuesto, sobre muchas copas de vino, y que la noche en cuestión había estado de baile, volviendo a su casa a las dos de la madrugada, cuando ya se había llevado a cabo la restitución de los objetos robados, y no se enteró del acontecimiento hasta que se lo dijeron a la mañana siguiente.

Pero los otros testigos fueron más explícitos: las horas que citaron concordaban. Se había visto al viejo en tres sitios, y en los tres iba andando. Collett comparó las horas que daban los testigos, comprobó sus direcciones y dedujo que los movimientos del excéntrico delincuente indicaban que procedía de los bosques de Sketchley.

Collett había traído el único plano existente de las cuevas, y antes de regresar a El Escudo de Armas contrató a un hombre de edad madura que en los meses de verano actuaba de guía.

Cuando llegó al hotel encontró el bar cerrado y casi todas las luces del salón apagadas. Míster Lorney era un hombre cuidadoso, y sabía ahorrar fluido. Collett le cortó el paso a Charles, el camarero, que se dirigía casi corriendo al comedor, donde había dos personas perfectamente felices en su soledad.

—¿Está aquí lord Arranways?

El hombre le puso cara de perro al reconocer en él a un antiguo enemigo. Al parecer, el reconocimiento no fue mutuo, pues T. B. Collett no dio a entender que se encontraba con un antiguo conocido.

—Su señoría ha marchado para Londres esta tarde, y se ha llevado la llave —contestó Charles con brusquedad, y entró en el comedor, bamboleando la bandeja que llevaba en la mano.

T. B. Collett sonrió interiormente, preguntándose por qué habría dado John Lorney a aquel viejo tunante un cargo de responsabilidad. Mayor habría sido su admiración ante la excentricidad de míster Lorney cuando vio aparecer a mistress Harris vestida de raso negro, con un delantal no muy limpio y una cofia blanca que le caía sobre un ojo. Pero conocía de muy antiguo a mistress Harris y sabía el lugar que ocupaba en el hotel. Mujer locuaz, que nunca le daba la más pequeña partícula de información, mistress Harris era uno de los goces secundarios de la vida de T. B. Collett.

—¿Continúa usted aquí?

Mistress Harris sonrió beatíficamente. Era la hija de un policía, y nunca perdía ocasión de proclamar su parentesco con la ley.

—¿Quién está cenando? —preguntó.

—La joven señorita y míster Mayford.

—¿Y quién es la joven señorita?

Mistress Harris le lanzó una rápida mirada.

—Si se asoma usted al comedor, verá usted dos personas. Una de ellas es el hombre y la otra es la joven señorita.

—Pero ¿quién es ella? —preguntó Collett riendo—. Vamos, mistress Harris, que es usted capaz de inventar misterios donde no los hay. ¿Es la señorita que vi esta noche al llegar?

—Muy probable, señor. No sé adonde miraría usted esta noche.

—¿Ha regresado a Londres lady Arranways?

Mistress Harris le miró desconcertada.

—No sé nada de lo que hace su señoría, y no sirve de nada hacerme preguntas. Es usted tan malo como el caballero americano.

—¿Rennett? ¡Ah! Es verdad que ya está aquí. ¿Y dónde está? ¡Ay! Perdóneme: ya sé que no debo hacer preguntas, pero quiero verle.

—En este momento está fuera.

Mistress Harris miró a la puerta del comedor, se aproximó más a Collett y le preguntó, bajando el tono de voz:

—¿A qué ha venido usted aquí, míster Collett? ¿Ha ocurrido algo que merezca la atención de la Policía?

—Efectivamente, algo ha ocurrido —contestó él con buen humor—. He venido a ver a mi antiguo amigo.

—¿El viejo? Yo no creo en él. ¿Y usted?

Sin embargo, miró temerosa a la puerta.

—Aquí están todos asustados de él; pero ya sabe usted lo que son estos labriegos... Se asustan de su propia sombra.

Vio Collett que ella miraba por detrás de él, y de su rápida huida dedujo que Lorney estaba a la vista. Levantó la mirada y vio al propietario en el descansillo de la escalera. Míster Lorney bajó las escaleras con rapidez excesiva para un hombre tan corpulento, llevando algo en la mano que atrajo la atención del detective.

—¿Qué le pasa a usted, Lorney? ¿Va usted a un baile de máscaras?

Lorney sonrió y exhibió la funda de terciopelo de un largo y delgado cuchillo.

—Es de lord Arranways —replicó—. Su señoría colecciona estas cosas.

Le dio la vuelta sobre la mano, examinándolo con curiosidad.

—¿Ha oído usted hablar de Aba Khan? Yo hasta el día de hoy no tenía la menor noticia. Lord Arranways me ha contado la historia.

Sacó el arma de su vaina y con mucho cuidado tocó el filo.

—Podría uno afeitarse con él —dijo.

Collett cogió el arma.

—¡El cuchillo de Aba Khan! Tiene historia. Yo sé algo de ella. Con este cuchillo mató a su esposa, ¿no es así? ¿Y qué va usted a hacer con él?

Lorney explicó que del palacio incendiado le habían enviado cierto número de cuchillos parecidos, y que él los había colocado en la habitación de lord Arranways. Aquél lo había encontrado en una mesita del hall, donde lo dejarían por descuido, probablemente el mismo Arranways, que era un hombre bastante distraído.

—Y ahora bajo por la llave de la alcoba de su señoría.

Pasó al otro lado del mostrador y tomó una llave del tablero.

—¿No está aquí?

—Se fue a la ciudad —dijo Lorney—. Puede que vuelva mañana mismo. Quiero poner con los demás este desagradable cacharro.

Collett envainó el cuchillo y se lo alargó al dueño de El Escudo de Armas, experimentando una sensación de alivio cuando sus manos soltaron el arma homicida.

T. B. Collett esperó a que regresara Lorney y volviera a colgar la llave en el tablero, y entonces, cogiéndole del brazo, le condujo a un sitio donde estuviera fuera del alcance de unos oídos aguzados, cuya propietaria limpiaba vajilla detrás de la puerta.

—Aquí ha ocurrido algo... con los Arranways, ¿verdad?

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó, suspicaz, Lorney.

—El consabido pajarito —contestó T. B. Collett con cierta impaciencia—. Dígame qué ha sido ello. ¿Quién es ese joven que han traído del continente, ese Keller?

Lorney se encogió de hombros.

—Yo casi no estoy enterado de nada —dijo—. En cambio, los aldeanos no paran de hablar hasta que les duele la lengua.

Collett le miraba a través de sus párpados medio cerrados.

—Usted le salvó a ella la vida cuando el incendio, ¿verdad? ¿Dónde la encontró?

Los ojos fríos y grises de Lorney sostuvieron la mirada del detective.

—¿Ha abandonado usted la Policía, míster Collett? —preguntó cortésmente.

—¿Por qué?

—He notado —respondió Lorney con su precisión característica— que cuando los altos funcionarios de Scotland Yard se retiran a vivir de su jubilación, suelen dedicarse a detectives particulares. Me parece que su trabajo principal es reunir información sobre esposas para maridos y sobre maridos para esposas.

Collett se le quedó mirando, y luego sonrió.

—Yo continúo en activo. Tiene usted razón, Lorney; no me importa. Si me llaman de Londres, estoy en mi habitación.

Subió despacio la escalera, y al llegar al descansillo se volvió.

—¿Cómo se llama el camarero? —preguntó distraídamente.

—Conoce usted su nombre tan bien como yo —contestó Lorney—,

Y también conoce usted todo su pasado. Me estoy esforzando por darle un trabajo honrado. ¿Tiene usted algo que objetar?

Aquel hombre corpulento sabía en ocasiones ser agresivo. Pero T. B. Collett quedó menos ofendido que admirado.

—Vuelve usted a tener razón, Lorney. El palmetazo me está muy bien empleado. ¡Gracias a Dios que me dan palmetazos!

Capítulo 11

En el comedor, Dick Mayford estaba sentado frente a una muchacha que durante toda la cena no había hablado más que por monosílabos. Cuando Charles se hubo retirado, abordó decididamente la cuestión.

—Algo le ha sucedido a usted esta tarde, Anna..., en el bosque. Yo la vi llegar...

—Más hubiese valido que me hubiera visto usted salir —dijo ella con tono de reproche.

—¿Qué ha ocurrido?

No hubo respuesta, y él repitió la pregunta.

—Nada —contestó ella—. Nada que le interese a usted.

Luego, súbitamente, se apoyó en la mesa y habló con pasión:

—Yo solía preguntarme cómo un hombre podía matar a otro. No lo entendía... Siempre que leía la noticia de algún asesinato me parecía algo que ocurría en otro mundo horrible que no era este en que vivimos. Pero ahora lo comprendo perfectamente.

Hablaba en voz baja, trémula. Dick quedó sin aliento. Cuando recobró de nuevo la voz, no parecía la suya.

—¿Keller? ¿Qué ha hecho? ¿Hasta dónde ha llegado?

Ella movió la cabeza.

—No necesita usted preocuparse de mí... Quiero decir de ese modo.

Miraba fijamente el mantel, sobre el que dibujaba figuras sin sentido con un lápiz que el camarero había dejado sobre la mesa.

—Fue algo terrible, porque él estuvo muy... autoritario. Tuve que calentarme el cerebro pensando si no habría sido precisamente lo que él quería que fuera.

Dick escuchaba muy pálido, con los labios sorprendentemente secos. Como la quería, no creía que le contaba todo.

—¿Ha hablado usted de ello con alguien? ¿Con Lorney?

—No..., sólo con usted. No hay que pensar en ello, ¿verdad? Pero ha sido un golpe bastante duro a la confianza que yo tenía en mí misma, y esto es lo que me duele. Yo creía poseer alguna cualidad personal característica, algo divino, capaz de mantenerle a él a raya.

Rió, pero sin alegría.

Charles se acercó lentamente a la mesa.

—Le llaman por teléfono —anunció en su tono sepulcral.

Dick alzó la vista y volvió a la realidad.

—¿Quién es?

—No lo ha dicho. Me ha parecido la voz de su señoría.

La muchacha se animó.

—¿Ha marchado a Londres? Yo deseaba vivamente hablarle a usted de él y de...

—¿De mi hermana? —completó él bruscamente—. ¿Habrá oído usted cosas...?

Anna enrojeció.

—Atienda usted al teléfono —dijo, y, levantándose, le siguió al salón.

El teléfono para uso de los huéspedes estaba muy inconvenientemente colocado en el largo pasillo que ponía en comunicación el vestíbulo con la cocina. Allí esperó Anna hasta que volvió Dick. Parecía agitado.

—Eddie está en un pueblecito a unas cuantas millas de aquí, y no sé qué diablos puede estar haciendo. Tengo que ir allí a verle.

—¡Entonces no está en Londres! —exclamó Anna, sorprendida—. ¿Qué está haciendo?

Dick no estaba tan preocupado por Eddie como por Anna, porque la miró angustiado, y de ella pasó la mirada a Charles, espectador curioso de la escena.

—¿No puede usted hacer algo..., ir a algún sitio? —preguntó balbuciendo—. Quiero decir que no me resuelvo a dejarla aquí sola.

—No sea tonto —replicó ella, sintiéndose inexplicablemente enfadada con él—. ¿Por qué no ha de dejarme aquí? No se figure que voy a irme con usted. Saldré para Londres.

Dick miró en derredor.

—¿Dónde está míster Lorney?

—Ha salido no sé adonde, señor —contestó Charles con vaguedad—. No acostumbra decir adonde va.

Hubo una separación torpe y embarazosa. Anna subió la escalera sin decir una palabra. Dick esperó, dando vueltas a su sombrero entre las manos, hasta que ella se perdió de vista, y entonces recordó una de las muchas cosas que se había propuesto decirle, pero ya era demasiado tarde.

La primera puerta del pasillo era la de la alcoba de Keller. Anna tenía que pasar por delante de ella para llegar a su propia habitación, y quedó satisfecha al no oír ningún ruido en el interior. Abrió la puerta de su alcoba y la cerró detrás de sí: la habitación estaba a oscuras, y cuando alargaba la mano hacia el interruptor de la luz, oyó una voz suave que decía:

—No encienda.

Quedó casi paralizada de miedo.

—¿Quién está ahí? —preguntó, aunque esto era innecesario.

Sabía perfectamente quién era, pues veía su silueta dibujada por la débil claridad que entraba por el balcón.

—Tenía que verla, Anna. Estoy verdaderamente pesaroso de lo que ha ocurrido esta tarde... Perdí la cabeza; eso es todo. No se lo habrá usted dicho a ese joven, ¿verdad? Llevo aquí esperándola horas enteras.

—Si no sale inmediatamente de esta habitación, llamaré a míster Lorney —dijo ella trémulamente, y se maldijo a sí misma por su debilidad.

Cuando alargaba la mano para encender la luz, sintió que se la cogían y fue arrastrada violentamente hacia el hombre, que, sin duda, veía mucho mejor en la oscuridad que ella. Él la sujetaba con ambas manos, cogiéndola fuertemente por los brazos y atrayéndola hacia sí. Ella debía hacer algo: gritar. Se requería algo más que la resistencia nominal que estaba demostrando. Las manos de él se deslizaron por detrás de sus brazos, se volvieron a cerrar por su espalda y la oprimieron con fuerza... Él estaba intensamente perfumado.

—¡Te adoro! —le dijo en voz baja—. ¡No hay en el mundo una chiquilla como tú!

Con una mano la sujetó con firmeza, con la otra le acercó la cara contra la suya y la besó.

Anna quedó paralizada, incapaz de zafarse de aquel abrazo feroz. La mano de él le dejó libre la cara.

Se oyó el ruido de la llave de la luz, y entonces ella pudo darle un puñetazo. Fue un golpe afortunado, que le hizo caer con los brazos extendidos, y en un segundo Anna corrió al balcón y tiró de la falleba. Se abrió con un crujido; la muchacha salió al terrado, bajó corriendo las escaleras y, por el sendero de la pradera, llegó al pórtico. Allí había un hombre de pie; Anna le dio un empujón y entró en el vestíbulo.

Lorney salió de detrás del mostrador, la cogió en brazos y la sacudió suavemente.

—¿Qué ocurre?

—¡Hay un hombre en mi alcoba! —pudo ella decir.

Lorney subió corriendo la escalera y abrió de par en par la puerta del dormitorio. Estaba vacío, pero con las maderas del balcón abiertas. Una de las alfombrillas estaba arrugada, como si la hubieran apartado de un puntapié.

—¡Un ladrón que se perfuma! —dijo una voz agradable detrás de él.

Era T. B. Collett, que le había visto desde el extremo opuesto del pasillo y le había seguido.

—No me gustan los hombres que se perfuman —añadió—. Hay en ellos algo raro.

—Debe de haber escapado por el balcón —dijo Lorney, y el otro asintió.

—Lo mismo que la señorita, según presumo. Salió por el balcón porque la puerta estaba cerrada. Si no hubiera estado cerrada con llave, la señorita habría bajado al vestíbulo por el pasillo. Si encontró un hombre en su habitación, no se atrevería a pasarle, por lo que debemos suponer que la puerta estaba cerrada con llave. Pero ella nos lo dirá todo. ¿Quién era el hombre?

—Eso es lo que yo voy a averiguar —contestó con calma Lorney—. Tengo una vaga idea.

Bajó rápidamente al salón. La joven estaba sentada en una de las grandes butacas italianas, que formaban parte del nuevo mobiliario.

—¿No reconoció usted al hombre, señorita?

Anna miró a Collett y a Lorney, y negó con la cabeza. Por lo menos, Collett supo que estaba mintiendo.

—No, me asustó, y esto es todo. He sido una estúpida al armar todo este alboroto.

Había recobrado la calma; su voz era firme. Sin embargo, no pudo recobrar el color de las mejillas. Collett tomó nota mental de este hecho. Estaba algo más que asustada; había sido la suya una experiencia terrible, que no olvidaría en toda su vida.

John Lorney, que la conocía y pensaba mucho en ella, siendo muy sensible a sus encantos, comprendió, dándole un vuelco el corazón, que ya no existía la niña que había sido siempre para él. Los jóvenes tienen fases cuyos comienzos y términos están tan borrosos e indefinidos que pasan inadvertidas. Pero allí estaba bien visible el brusco y rotundo fin de una fase.

—¿Cómo han entrado ustedes en la habitación? —preguntó ella repentinamente—. La puerta estaba cerrada.

—¿Conoce usted al hombre? —preguntó John Lorney, sin contestar a su pregunta.

—No.

La respuesta era fuerte, casi retadora.

Anna se levantó de su asiento; pero vio que permanecer de pie era mucho más difícil de lo que había imaginado.

—Le daré a usted otra habitación —dijo John—. La inmediata a la mía

Sin esperar su consentimiento, tocó el timbre, y cuando acudió Charles le dio orden de trasladar todas las cosas de miss Jeans. Ella se lo agradeció interiormente, aunque fingió indiferencia. John la ayudó a hacer el traslado al nuevo dormitorio, y la dejó con mistress Harris y la doncella; luego salió en busca de Keller.

Le encontró en su habitación escribiendo cartas y muy tranquilo.

—Llevo aquí una hora escribiendo cartas a algunos viejos amigos de Australia.

—Alguien ha entrado en la habitación de miss Jeans —repuso Lorney con sequedad—. ¿Ha sido usted?

Keller giró en su silla y se quedó mirando al hombre corpulento.

—No he sido yo. Quienquiera que fuese ha demostrado tener buen gusto, aunque no mucha discreción. Habrá sido quizá el viejo, vuestro misterioso ladrón. ¿No le reconoció miss Jeans?

—¿Cómo sabe usted que miss Jeans le vio?

Keller volvió a sonreír.

—Alguien ha debido de verle, pues en caso contrario no se habría producido todo este alboroto. ¿Cree usted que está aquí? ¿Acaso querrá usted mirar debajo de mi cama?

Tiró la colilla de su cigarro en un cenicero y cogió otro de una caja que tenía sobre la mesa.

—Está usted un poco agitado, míster Lorney. A propósito: ¿le he preguntado a usted si ha reparado en la cejas de la joven?...

Pero Lorney había salido ya, dejándole con la palabra en la boca.

Cuando bajaba al salón oyó reírse a Collett. Era un poco chocante que alguien riera en aquellos momentos. No tardó en descubrir la causa. El capitán Rennett regresaba de una de sus correrías solitarias.

—Esos sabuesos americanos, de los que tanto se oye hablar... —decía Collett.

—Vamos, calle usted. No queda en los magazines sitio más que para hablar de las hazañas de Scotland Yard y de los hombres que hacen la historia criminal. Puede usted tomar esto como le parezca.

Lorney pasó de largo y entró en su santuario.

—¿Qué anda usted buscando, capitán Rennett?

—Pues sencillamente: me interesa este viejo y me gusta el país, Sketchley es la Inglaterra de los cuadros. Cottages bordados, viejos jardines, barrancos frondosos...

Collett acercó una silla a la mesa ante la que estaba sentado el detective americano.

—No lo creo. ¿Se molestará usted si le llamo embustero por inferencia?

Rennett movió la cabeza.

—No vive ninguno que me haya llamado embustero. Considérese usted muerto... por inferencia. No, no hay nada de eso...

Collett le interrumpió.

—Sí, hay mucho de ello. Yo he venido aquí precisamente por estar usted, no por el viejo. Es cierto que estoy investigando de un modo no oficial los movimientos de ese fantasma; pero usted es el imán que desbarató mi trabajo en Londres y me trajo a Sketchley. Estoy aquí contrarrestándole a usted. A propósito: ¿conoce usted a lord Arranways?

—Le he visto.

—Ha estado usted persiguiéndole por toda Europa durante los últimos meses. Coincidió usted con él en París, en Roma, en Viena, en Berlín... ¿Por qué le seguía?

Rennett sonrió con suavidad. Los ojos encajados en órbitas muy profundas detrás de los lentes brillaron con un destello de humor.

—Verá usted: es que a veces se persigue a las personas alrededor del continente y del mundo sin darse uno cuenta de ello. No, señor; no me interesa lord Arranways. Es un nombre en la lista de la grandeza inglesa, y nada más que un nombre.

Collett no perdía de vista la expresión de su rostro.

—Entonces, ¿es lady Arranways quien le interesa?

—No, señor —repitió Rennett, moviendo su cabeza gris—. Las señoras casadas no me interesan, por muy hermosas que sean. Soy demasiado viejo para estas tonterías. No hago más que vagar por ahí.

—¿Por qué llegó aquí su equipaje la noche del incendio? ¿Por qué se le vio a usted entre los espectadores del fuego (hablo del incendio de Arranways) y por qué llegó usted la mañana siguiente alegando que no tenía la menor noticia de que el palacio de Arranways hubiese sido destruido por un incendio?

Rennett se quitó el cigarro de la boca y quedó contemplándole pensativo.

—¿Quién me ha delatado? —preguntó humorísticamente—. Con toda seguridad, Charles, o bien esa charlatana de mistress Harris. Le diré... Estuve presente en el incendio. Pasaba por Sketchley de camino para Londres, dormí en Londres aquella noche y regresé aquí a la mañana siguiente. Si quiere usted saber el porqué, necesitaré una hora para explicárselo.

—¿Ha visto usted a lady Arranways?

—La he visto.

—¿Y a Keller?

—Le he visto a distancia. Supongo que se referirá usted al joven de la partida. Óigame, míster Collett, ¿no puede usted creer que yo sea, sencillamente, uno de esos excéntricos americanos de edad madura que no saben qué hacer en la vida?

T. B. Collett negó con la cabeza.

—Reconozco que un americano de edad madura que no sabe qué hacer en la vida es un excéntrico. Pero un detective con veinte o acaso treinta años de experiencia policíaca no se dedica a perseguir a una familia a través del continente, simplemente para no perder la costumbre. Ya ha disfrutado bastante de esta diversión mientras estaba en activo, y le han pagado por ello.

Rennett se puso en pie y consultó displicentemente su reloj.

—Voy a salir a realizar unas cuantas investigaciones en las actividades criminales de Sketchley —dijo—, ¡precisamente para no perder la costumbre!

Se despidió con una inclinación de cabeza, se acercó pausadamente al perchero, cogió su sombrero y salió del hotel.

Capítulo 12

Cuando Lorney volvió al vestíbulo encontró a Collett entregado febrilmente a la resolución de un jeroglífico de palabras cruzadas. John Lorney pasó de largo, pero el policía le llamó.

—¿Quién es Keller?

—Un australiano —contestó Lorney.

—Que se halla agregado a la pareja Arranways, ¿no es esto?

Hubo un silencio.

—Lo estaba.

—¡Ah! ¿Y ahora no lo está? Supongo que no habrá nada de cierto en esas historias que cuentan en Londres sobre... disgustos en la familia Arranways.

—No me interesan las vidas ajenas —contestó secamente Lorney.

—¿No será él la causa del disgusto? —insistió el otro—. Me gustaría verle.

—Habitación número ocho —dijo Lorney de un modo picante, y T. B. Collett se echó a reír.

—Yo le diré el aspecto que tiene: es un joven muy atractivo, que usa pomada altamente perfumada. ¿Estoy en lo cierto?

Lorney se detuvo, con un pie en el primer escalón, y miró alrededor.

—No sé si es atractivo o no. Probablemente le verá usted esta noche. Únicamente le diré esto, míster Collett: que no me gusta.

Alguien bajaba la escalera. Era lady Arranways. Lorney se apartó para dejarle paso.

T. B. Collett no la conocía Había visto fotografías suyas en las revistas ilustradas; pero al natural era mucho más bonita. Era una mujer pálida, fría, encantadora, que apenas le miró al pasar, atravesando el vestíbulo hacia la salita cuya puerta se abría en el extremo opuesto.

—Es lady Arranways, ¿verdad?' —preguntó Collett' en voz baja, cuando ella hubo desaparecido.

Lorney asintió.

T. B. Collett miró pensativamente al suelo.

—Voy a salir a dar una vuelta —dijo.

—Probablemente encontrará en la aldea al capitán Rennett.

—Dé momento, no quiero ver al capitán Rennett

Lorney le acompañó hasta la puerta, le siguió con la mirada hasta que se perdió en la oscura pradera, y al volverse encontró a lady Arranways.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó ella.

—Un alto, funcionario de Scotland Yard; mi lady. Un hombre excelente: Collett.

—¿A qué viene aquí? —preguntó Marie rápidamente.

Pensó en seguida en la pulsera.

—Ha venido a pasar unos días de descanso. No creo que esté aquí por ningún motivo particular.

—¿No mandó a buscarle lord Arranways?

Marie se dio cuenta tardíamente de que con su agitación estaba descubriendo su miedo.

—No, milady, ni siquiera conoce a lord Arranways. Por lo menos, nunca le ha hablado, según me dice, aunque yo jamás me fío de los funcionarios de la Policía.

Ella se sentó en la silla que Rennett había dejado libre, cogió de encima de la mesa una revista ilustrada y volvió las páginas distraídamente. Lorney quedó de pie aguardando a que le despidiera.

—¿Ha visto usted a míster Keller? —preguntó sin alzar la vista.

—Está en su habitación, milady, escribiendo cartas.

—Sobre el incendio, supongo.

Continuaba hojeando la revista,

—Ha debido de ser un susto para él.

—Para quien ha debido de ser un disgusto tremendo es para usted —dijo John, osadamente.

Por fin, ella levantó la cabeza y le miró sonriendo.

—Sí, pero las mujeres estamos hechas de una madera más dura. Usted le sacó de la habitación, ¿verdad, míster Lorney? ¿Dijo realmente que dentro no quedaba nadie más?

John no contestó, y ella supo interpretar fielmente su silencio.

—Usted le sacó a él primero. Tendría usted que esconderme, porque supongo que lord Arranways estaría en el pasillo con los criados y otras personas.

—Sí, milady.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

—No me llame milady. Conduzcámonos como seres humanos. Dígame: cuando mi marido se hubo perdido de vista, ¿entró usted a buscarme?

—Sí.

—¿Y sabía míster Keller que yo estaba allí?

Y como él vacilara, insistió ella:

—¿Está usted seguro?

—Sí —respondió John—. Cuando le saqué me dijo: «Por Dios, que no sepan que ella está en mi alcoba.»

Marie reflexionó mordiéndose los labios.

—¿En mi alcoba? ¿Así dijo?

Luego le miró con franqueza.

—No creo que hayamos engañado a nadie, míster Lorney.

—No lo creo —repitió él, tristemente—. La historia que usted contó del encendedor fue poco convincente.

Ella se echó atrás en su asiento y contempló con atención la cara de John Lorney.

—¿Por qué se toma usted todas estas molestias?

Lorney se encogió de hombros.

—No lo sé... Sentimentalismo.

—¿Lo siente usted por mí? —preguntó ella, sonriendo débilmente.

—No... Es sencillamente eso: sentimiento.

—Se ha portado usted admirablemente conmigo. No sé cómo se lo podré pagar. Todos le creíamos más bien un mojigato. Le llamábamos (no se ofenderá usted, ¿verdad?), le llamábamos el párroco

Lorney.

—¿Porque canto en el coro? No pretendo ser un hombre religioso, pero me gusta la música de iglesia; y ahora hace un año, cuando el párroco me pidió...

Ella hizo un gesto indicando que le dispensaba de la explicación.

—¿De modo que no ha formado usted ningún concepto de mí?

John Lorney miró alrededor. El salón estaba desierto; sin embargo, bajó su voz.

—Sí, tengo de usted un concepto muy claro —contestó—. Creo que es usted una solemne majadera. No dirá usted que ahora le doy un tratamiento de milady.

Ella se levantó de la silla y lanzó un suspiro.

—Hay en esta casa dos personas que piensan lo mismo..., quizá tres.

—No es muy respetuoso... —comenzó John.

—No sea tonto. Naturalmente que soy una solemne majadera —y después de una pausa, exclamó—: Yo misma no aprecio hasta qué punto soy una solemne majadera... Lo voy percibiendo poco a poco, y es una cosa que asusta.

—No hay por qué asustarse..., si no pierde usted la cabeza —dijo John con osadía.

Ella reflexionó, y luego preguntó:

—¿Se llevó el equipaje su señoría?

—No, milady; sólo se llevó una maleta. A última hora decidió no dejar la habitación. Dijo que sólo estaría fuera un día o dos.

Ella le miró pensativa, mordiéndose el labio inferior.

—¿Se llevó consigo esos horribles cuchillos? —preguntó después de una pausa.

—No, están aún en su habitación —contestó Lorney, sorprendido de la pregunta—. Los he puesto encima de su cama.

Durante toda la conversación había notado un hecho: la voz de lady Arranways era más dura, un poco más áspera que de ordinario. Indudablemente se estaba haciendo una gran violencia.

La observó mientras encendía un cigarrillo y vio que la mano de la mujer temblaba. Tuvo la impresión de que no quería quedarse sola, pues dos veces le hizo volver cuando ya se iba. La segunda vez fue con una pregunta que le desconcertó:

—¿No está muy engatusado con esa muchacha?

—¿Quién? ¿Su señoría?

—No, no; míster Keller. Esa muchacha que tiene usted aquí..., esa Jeans. ¿No son muy buenos amigos?

—No son amigos en absoluto —afirmó rotundamente John.

—¡Esta noche estaba él en su alcoba!

Lorney quedó sorprendido ante la inesperada vehemencia de su tono, ante la misma crudeza de la afirmación. Ella misma reconoció cuán inconfundiblemente había descubierto la cólera que la ahogaba, y no encontró ni las palabras ni el propio dominio necesario para soportar la situación.

—¿Dice usted que estaba Keller en la alcoba de miss Jeans?

—No debería decirlo, pero yo... le vi... Yo estaba en la terraza... ¡Canalla!...

Se le escapó el cigarrillo de la mano, y antes que Lorney pudiera cogérselo le puso el pie encima.

—Siento conducirme así. Estoy algo excitada, y digo tonterías. Ella es probablemente gran amiga suya. Ha sido imperdonable por mi parte decirle lo que le he dicho.

—¿Qué vio usted?

Marie se encogió de hombros.

—No sé... Muy poca cosa. Hubo una especie de lucha y ella salió corriendo de igual modo que vino corriendo esta tarde del bosque. Yo vi lo que ocurrió allí. Es usted una especie de tutor, o algo por el estilo...

Luego recobró el propio dominio y rió suavemente.

—Me estoy volviendo muy vulgar y estúpida, míster Lorney. Perdóneme. Tengo los nervios destrozados por el incendio, y lo otro... Usted conoce la situación mejor que nadie, y probablemente comprenderá. Creo que debe usted ser mi único amigo... No sé por qué ha hecho usted tanto por ocultar mí... Bueno, usted me entiende...

Lorney se acercó a la joven.

—En una frase le explicaré por qué hice eso. Estoy pagándole algo que hizo usted por mí. Le dije que era sentimiento, y ya sé qué clase de sentimiento es: la gratitud. Ahora dígame qué ocurrió esta tarde en el bosque entre Keller y esta joven señorita. Quiero saberlo.

Ella volvió a sentarse y habló con voz que quiso aparentar frívola.

—No lo que la gente llama lo peor, pero sí algo muy próximo. Ella se escapó.

—¡Oh! —exclamó Lorney.

—Supongo que no irá usted a armar un escándalo, mister Lorney —dijo ella, poniéndole la mano en el hombro—. ¡Por favor! Él se irá mañana, lo mismo que yo... ¿Me lo promete usted?

John Lorney se pasó la mano por su calva cabeza.

—Ya me estaba yo oliendo que había ocurrido algo por el estilo.

—De todos modos, ella tiene ya edad suficiente para ver lo que le conviene —dijo lady Arranways en tono que repentinamente se hizo impaciente—. No puede usted ser la niñera de sus huéspedes.

—He sido niñera de unos cuantos —repuso él, sonriendo irónicamente—, pero no aquí. Nada importa que Keller se marche mañana.

Se calló repentinamente. Keller bajaba por la escalera, sonriente y seguro de sí mismo. Se había vestido de etiqueta. Su botonadura brillaba de un modo insolente, y llevaba el frac muy ajustado. Sin hacer caso de John, saludó con la mano a la mujer.

—¿Sola? No tenía idea de que estuviera usted aquí. A ver, tráiganos algo de beber —esto lo dijo a Lorney, al tiempo que el propietario del hotel desaparecía.

—Divertido fulano éste —comentó, mirando la puerta por donde había salido—. No es como yo me figuraba que sería el dueño de una posada.

—¿Es esto una posada? —preguntó Marie, forzadamente.

—¿Que si lo es? —repitió él riendo—. Esto es el lugar de cita de los week-enders de Londres. Este individuo tiene modales groseros. Supongo que no está acostumbrado al trato con personas de nuestra clase.

—¿Cuál es tu clase? —preguntó ella.

Keller percibió el antagonismo en el tono de ella, apreció la tirantez del momento, pero era lo suficientemente buen actor para mantener su apariencia de normalidad.

—No sabía que estuvieras aquí, pues en otro caso habría bajado antes. No he salido de mi habitación desde las siete.

—¿De veras?

Ella no le miraba, y estaba encendiendo otro cigarrillo; no lograba del todo aparentar indiferencia. Keller se le acercó por detrás, le puso las manos sobre los hombros, y ella se echó hacia adelante. Si él notó el gesto de repulsión, no hizo el menor comentario.

—¡Y tú aquí sólita! ¡Qué bruto soy! ¡Pobre nena!

Miró alrededor.

—Pero ¿por qué diablos no nos trae de beber este hombre? ¡El bar, cerrado! ¡Nadie aquí para atendemos! ¿En qué tabernucho nos hemos metido?

—¿Estás seguro de no haber salido de tu habitación desde las siete? —preguntó ella.

—Sí, a menos de haber salido en sueños —contestó él, mirándola con fijeza.

Tocó el timbre, y ninguno de los dos habló hasta que llegó Charles.

—¿Qué desea usted? —preguntó Keller a Marie.

—No quiero nada —contestó ella con indiferencia.

—Traiga champaña.

Recibió con una sonrisa la mirada triste del camarero.

—Champaña... Supongo que habrá usted oído nombrar este vino.

—Sí —respondió Charles—. Está en nuestra lista: Moet diecinueve.

—Ese servirá. Y traiga dos copas.

La puerta se cerró detrás del camarero.

—¿Estás cansada?

Él continuaba detrás de ella y no podía verle la cara.

—No mucho.

Keller acercó una silla al otro lado de la mesita, y se sentó.

—Estaba pensando si tendré que ir a París por dos o tres días. Creo que también vosotros iréis allá. ¿Cuándo llegáis?

—¿Cuándo sales tú de París? —preguntó ella, y esta vez él aceptó el reto.

—Querida, estás muy molesta —le dijo en tono zumbón—. No quiero estar en París más que una semana, y después vuelvo aquí.

—¿Va miss Jeans a París? —preguntó ella.

Charles llegó con una botella, y registró los anaqueles del bar en busca de copas. Nadie habló hasta que saltó el tapón y las copas estuvieron llenas. Cuando el hombre hubo salido, preguntó Keller:

—¿Qué decías?—su voz tenía un timbre metálico que Marie no había notado hasta entonces—. Tú has visto o has oído algo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué quiere decir eso de que miss Jeans va a París? A ver, explícate.

—No grites.

—Bueno, bebe una copa, y no seas tonta.

Era aquél un nuevo Keller, completamente desconocido para ella. Resultaba difícil acostumbrarse a él. Él mismo comprendió que la transición había sido demasiado brusca.

—No hay en el mundo una mujer como tú —dijo, apoyando su mano en la de Marie—. No hagas una tragedia de una cosa sin importancia.

Él le alargó una copa.

—Esta chica...

—No quiero saber nada de ella —interrumpió la mujer con decisión—. No necesitas explicarme nada. He visto todo lo que ha ocurrido en el bosque esta tarde. Y esta noche estaba en la galería cuando salió ella corriendo de su alcoba. Yo no soy nada, soy un pingajo...

Quiso levantarse, pero él alargó la mano y la sujetó brutalmente por el brazo.

—¡No seas histérica, por el amor de Dios! Nada bueno conseguirás con eso. ¿Dices que me viste? Y, naturalmente, habrás pensado...

—¡No quiero saber nada! ¡No quiero oír!

Keller estaba ahora de pie detrás de ella, con sus manos en los hombros de la mujer y sacudiéndola suavemente.

—¡No seas idiota! Tú lo viste todo. Muy bien. ¿Y qué? Un pequeño «flirteo». Es estúpido sentir celos de... de una chiquilla como esa. A ella le gustaba el coqueteo, porque le gustaba yo...

Se interrumpió de pronto. Vio moverse las puertas giratorias y aparecer a Lorney, y retiró las manos metiéndolas en los bolsillos del pantalón. Era ¡a oportunidad de Marie Arranways.

—Por la mañana temprano pienso marchar a Londres, míster Lorney. ¿Quiere usted avisar a míster Mayford y ordenar que me llamen a las siete?

Keith Keller quedó anonadado cuando ella le volvió un rostro sonriente y le alargó la mano.

—Buenas noches. Espero que no lo habrá usted pasado mal con nosotros. ¡No creo que vuelva a repetirse!

Hizo un saludo a John Lorney.

—Buenas noches, míster Lorney, y muchas gracias. No sé por qué lo hizo usted.

Los .dos hombres quedaron contemplándose mientras subía las escaleras, y luego Keller volvió una cara interrogante al propietario de El Escudo de Armas.

—No sabe por qué lo hizo usted... ¿Qué es lo que hizo? —y entonces recordó—. ¡Ah! ¡Naturalmente! Me voy volviendo tonto. ¡Usted es el caballero que le mintió a su marido! Tráigame algo que verdaderamente pueda beberse. ¿Quién es el nuevo huésped que ha llegado esta noche?

—Un caballero llamado Collett —contestó Lorney, tomando de los anaqueles una botella de brandy—. Es un detective de Scotland Yard. Una de mis sirvientas, que se pasa todo el día escuchando, me ha contado una complicada historia de una pulsera de diamantes perdida en el continente. Probablemente este hombre viene por ese asunto.

Keller se le quedó mirando, con la cara pálida.

—¿Una pulsera de diamantes? —preguntó ansiosamente—. ¿Qué quiere usted decir? ¿De quién era la pulsera?

—No puedo informarle más, señor.

—¿Dónde ha ido Mayford?

—Tampoco lo sé.

Keller paladeó el brandy con soda.

—Hay también otro individuo. Los he visto juntos.

Lorney le miró con intención.

—Es un caballero americano.

—¿Americano? ¿Y de qué parte de América ha venido?

—De San Luis.

Hubo una larga pausa, al final de la cual Keller inquirió:

—¿Cómo se llama?

—Rennett. Capitán Rennett.

Lorney oyó un mido de cristales rotos y miró alrededor. El vasito en que bebía Keller había caído al suelo y se había roto en mil pedazos.

—¡Rennett!... ¡Rennett!... —repetía Keith Keller, intensamente pálido y con una expresión de terror que no intentaba disimular—. ¡Rennett en esta casa!...

Lorney hizo un signo afirmativo.

—¿Le conoce usted?

Keller se pasó la lengua por los labios y alargó con impaciencia una mano temblorosa.

—Déme de beber.

Lorney oyó el ruido que producían sus inquietos pies aplastando contra el suelo los restos del vasito.

—¿Conoce el número de mi habitación? No importa que lo conozca... ¡Cámbielo! ¿Tiene usted habitaciones ahí?

Diciendo esto, gesticulaba hacia el nuevo pabellón que Lorney había agregado recientemente a El Escudo de Armas.

El patrón le miró fijamente.

—Sí; tengo algunas habitaciones en el nuevo pabellón. Están magníficamente aisladas, y en ellas no estará usted tan confortablemente.

—No importa. Estimo que cualquiera de ellas será buena.

Bebió de un trago el vaso de brandy y soltó una carcajada.

—¡Rennett! ¡Dios del Cielo! Bajo el mismo techo, y él sin enterarse. ¿Un hombre de aspecto fuerte, con gafas de concha?

—El mismo —contestó Lorney sardónicamente—. ¿Es amigo suyo?

—Más que amigo, es un pariente.

Keller paseó la mirada por el salón, observó los tableros que recubrían las paredes, el pequeño y primoroso escudo de armas en cada sección; admiró el friso y la hermosa galería que corría por dos paredes de la habitación.

—¡Qué nido tan encantador tiene usted aquí, Lorney! Debe de ser magnífico verse anclado en un sitio tan simpático como Sketchley, sin preocupaciones, sin molestias, sin que nadie le diga lo que tiene usted que hacer y cuándo debe hacerlo. ¡Ser uno su propio dueño! Hermoso, ¿eh?

John Lorney le miró con curiosidad, pero no contestó.

—Creo que mañana iré a Londres y probablemente pasaré al continente —continuó Keller—. No me verá usted en mucho tiempo; puede que nunca más. A propósito: ¿puede usted cobrarme un cheque?

Lorney se puso en guardia.

—Eso va contra las costumbres de la casa, como ya le dije esta mañana; pero estoy dispuesto a admitirle un cheque..., un cheque pequeño.

Keller se acercó a la mesa, se sentó, sacó un talonario de cheques y empezó a escribir calmosamente con su estilográfica.

—Creo que no le gusto a usted mucho —dijo.

—A decir verdad, no me gusta usted.

—Es una lástima —reaparecía el hombre impertinente de siempre—. He deducido que no le gusto del hecho de que no expresara usted sentimiento ante la noticia de mi partida. ¡Muy lamentable! ¿Dónde está su banco?

—Mi Banco está en Londres.

—El mío está en Bristol.

Keller secó el escrito con cuidado y arrancó el cheque de la matriz.

—Debería usted darme uno suyo a cambio de éste. Voy a Londres y puedo cobrarlo allí.

Lorney tomó el cheque y lo examinó durante mucho tiempo.

—¿Es... una broma? —preguntó.

—No.

—Dije que un cheque pequeño.

—Mi crédito es excelente... No sabe usted lo rico que soy.

Lorney dobló el cheque y se lo guardó en el bolsillo.

Había en un rincón del salón un estante para libros ocupado por las obras más recientes y de mayor éxito, así como por algunos de los clásicos más populares. Keller se dirigió a él.

—He visto aquí un libro que me gustaría llevarme a mi alcoba.

—Están ahí para uso de los huéspedes —observó Lorney.

—Estaba en pie detrás del mostrador con las dos manos apoyadas sobre éste, y no perdía de vista al joven. Le vio coger un libro y examinar detenidamente el lomo.

—For the Term of his Natural Life —leyó Keller—. Esto debe de ser muy feo.

—En efecto —confirmó Lorney—. Es la novela de los antiguos presidiarios australianos. Pero es muy interesante, sobre todo para el que conozca Australia.

—Los presidios son lugares horribles —repuso Keller—. Y no han mejorado gran cosa desde que se escribió este libro.

—Usted debe de ser una autoridad en la materia, ¿no? —preguntó Lorney sarcásticamente, pero su interlocutor permaneció indiferente al sarcasmo.

—Casi. Apenas hay una fase de la actividad australiana con la que no esté familiarizado. Ya lo discutiremos uno de estos días.

Parecía complacerse en el antagonismo del patrón.

—Pero ¿no dice que se va a la ciudad mañana?

—Puedo volver.

—No encontrará usted habitación, míster Keller. Estoy jugando perfectamente limpio con usted.

—Dicho de otro modo: que no me quiere usted aquí, ¿no es eso? —preguntó Keller, sonriendo.

—Dicho de otro modo: que me descompone la idea de tenerle a usted aquí, y supongo que no me pedirá usted que se lo explique. Le saqué del incendio; si yo no hubiera visto algo con mis propios ojos, usted habría dejado que un congénere suyo muriera abrasado.

Keller iba riendo cuando se volvió hacia la escalera. La risa se le heló en los labios cuando sintió la robusta mano de Lorney, que le asía fuertemente del brazo y le tiraba hacia atrás.

—Yo soy un perfecto hostelero, míster Keller, y hago todo lo que puedo para complacer a mis clientes; pero cuando éstos se dedican a entrar en las habitaciones ajenas, me inclino más bien a la brutalidad. ¡Que no se repita!

Keller logró zafarse de la mano de hierro. Si aún continuaba sonriendo, se debía a que era un actor consumado.

—¿La muchacha de las cejas? —preguntó—. ¿Sabe usted a lo que me refiero?

—Creo que sí. De todos modos, en lo sucesivo limítese a la habitación de usted. Dentro de un rato subiré a decirle dónde puede estar a salvo de Rennett.

La flecha dio en la blanco.

Capítulo 13

Diez minutos después, Keller, de pie ante su puerta, llamó a grandes voces, al camarero, y Charles subió, volvió a bajar y sacó del bar una botella de brandy.

—"Este individuo se va a emborrachar —dijo, y recibió una reprimenda.

—Eso a usted no le importa. Como lo pagará, tiene derecho a emborracharse. Cuando le haya llevado esto, busque a mistress Harris; quiero que atienda el bar.

Mistress Harris acudió lamentándose. No había parado en todo el día y tenía los pies destrozados. Sin embargo, haría un esfuerzo en interés del bar. En la época de su juventud había estado empleada en uno de los restaurantes ferroviarios de Spiers y Ponds. Había sido de todo en su vida, excepto soldado: esto era más bien una broma que una jactancia.

Al regresar más tarde Rennett, la encontró detrás del mostrador, sobre un fondo de botellas y espejos, y le pidió un cigarro. El americano era antiguo conocido de mistress Harris; era ésta una de las pocas personas a quien había conocido en Inglaterra que había excitado su simpatía, y una de las poquísimas en el mundo capaces de divertirle.

Rennett se acercó al mostrador y eligió un cigarro de la caja que la bondadosa señora le presentó.

—Esta aldea, después de las nueve, es como un depósito de cadáveres —comentó.

Mistress Harris se manifestó de completo acuerdo con él. Profesaba un desdén muy londinense hacia las costumbres rurales.

—Se acuestan muy temprano, y se levantan por la mañana antes que los gallos —dijo.

Le vio mirar hacia arriba, y pensó que estaría admirando el techo artesonado.

—¡Qué simpática es esta casa de estilo antiguo! No se puede entrar en ningún pasillo sin darse un golpe en la cabeza contra una viga. ¡Muy artístico!

Dio voluntariamente una gran cantidad de información, que no era tal información para el capitán Rennett, y la conversación derivó hacia el viejo. Sobre este punto, mistress Harris se mostró voluble, pero desdeñosa. A mistress Harris no le asustaba nada más que la proximidad del manicomio, y confesó que por la noche no podía pasar por delante del establecimiento sin que el corazón se le subiese a la boca. Rennett sonrió amargamente. Por su parte, él, siempre que pasaba ante un manicomio sentía el corazón oprimido.

El regreso de Lorney puso fin a las confidencias. John Lorney estaba aquella noche inusitadamente brusco, más oso, según expresión de mistress Harris, que nunca. Aun Rennett tropezó con dificultades para entablar conversación con él. Hizo el americano una observación sobre la tristeza de la aldea por la noche.

—Sí; aquí está todo absolutamente tranquilo —repuso Lorney mirándole de un modo raro—. Pero no todas las noches podemos ofrecerle a usted el espectáculo de un incendio.

Rennett sonrió.

—No pude asistir a ese a que usted se refiere.

—¿De veras? Pues mucha gente creyó verle a usted allí.

—Estaba en Londres.

El dueño en El Escudo de Armas participó a mistress Harris que no tenía en aquel momento necesidad de su compañía, y la mujer se marchó, gruñendo en voz baja y protestando del cercenamiento de sus derechos de espectadora.

También Rennett estaba esperando algo. Aguardó con el cigarro apagado entre el índice y el pulgar.

—Dediquemos un cuarto de hora a conversar, capitán Rennett —dijo Lorney con cachaza—. No es ésta la primera vez que viene usted aquí, ¿verdad?

—Vine el año pasado —confirmó Rennett.

—¿Hizo usted aquí algunas investigaciones? Si oí hablar de ellas, fue accidentalmente.

El capitán Rennett respondió con una ancha sonrisa:

—Lo siento, pero en mí la investigación es una costumbre.

John Lorney le espiaba con sus ojos fríos.

—Me contó míster Mayford el otro día que usted estaba en Roma cuando él y su señoría llegaron allá. Hizo usted allí algunas pesquisas, y marchó para París, Viena y Berlín, donde estaban los Arranways; después le volvieron a ver la noche del incendio... Bien está; no discutiremos sobre esto; pongamos que le vieron a la mañana siguiente al incendio...; de todos modos, uno o dos días después de su vuelta del continente...

Rennett guiñó los ojos con buen humor.

—Esto parece casi una repetición de una pequeña conversación que he sostenido con su amigo míster Collett.

—No me pregunto por qué los siguió usted a través del continente —dijo Lorney—. Lo que realmente me desconcierta es por qué vino usted aquí el año pasado.

Rennett encendió su cigarrillo con suma tranquilidad.

—¿Es eso lo que le desconcierta? ¿No aceptaría usted la hipótesis de un accidente fortuito?

Lorney negó con la cabeza.

—¿No lo acepta? Bueno, supongamos que fuese a propósito.

—Los Arranways no estaban aquí por aquella época —observó Lorney, y el americano asintió.

—Indudablemente, no estaban. Yo no había oído hablar de los Arranways, y no me interesaban en absoluto.

—Entonces vino usted para ver a alguien, alguien a quien esperaba encontrar aquí, y quedó usted chasqueado.

Aquello era un reto.

—Pues sí, señor; vine aquí a ver a alguien. Había recibido en América ciertas noticias. Yo también voy a ser franco con usted, Lorney.

No hay aquí ningún misterio: estando en América me enteré de estos robos del viejo. Yo soy una autoridad en robos con escalo. Mis muchos años de experiencia me dicen que cuando trabaja un escalador profesional, deja una señal tan clara como su firma. El hombre a quien vine a buscar era este escalador.

—Interés profesional, ¿eh?

—¿Por qué no, míster Lorney? Mire usted: yo soy un hombre que he ganado mucho dinero y lo tengo empleado en valores. He dejado la Policía; no tengo nada que hacer más que holgazanear por ahí —una pequeña pausa—. No tengo hijos —otra pausa más larga—. Tuve una hija, que murió hace unos meses..., en un manicomio. Jamás pensé que llegaría a decir «¡Gracias a Dios que ha muerto!»; y, sin embargo, lo digo ahora.

Suspiró profundamente, y volvió a encender el cigarro, que se le había apagado.

—Por eso he vuelto; mi trabajo consiste en encontrar al hombre que la mató.

Dijo esto sencillamente, sin énfasis; pero en la misma simplicidad de aquellas palabras había una amenaza que hizo que a John Lorney le corriera un escalofrío por la columna vertebral.

Rennett contempló su cigarro, y luego paseó la mirada por el vestíbulo.

—¿Hay algún sitio donde yo pueda hablar con tranquilidad?

—Venga usted a mi despacho.

Lorney le invitó a pasar a la salita que había al otro lado del mostrador, y cerró la puerta cuando estuvieron solos.

—Siéntese. ¿Quiere usted beber algo?

Rennett rehusó el convite.

—Voy a decirle algo que ignora la Policía inglesa: el nombre del individuo que ha cometido los robos, y que, en mi opinión, es el viejo...

Lorney esperó.

—Se llama Bill Radley, y ha sido un criminal toda su vida. No crea usted que sé muchos detalles de él. Cuando leí las noticias de los robos, cuando vi que sólo robaba objetos de oro y de plata y que siempre entraba en las casas por las fachadas (sólo un ladrón de cada ciento hace esto), pude identificarle. Había además uno o dos trucos especiales que demostraban inconfundiblemente que se trataba de Bill Radley.

—En esta aldea no vive ningún Bill Radley —apuntó Lorney, más interesado que de ordinario—. Ni yo recuerdo que haya vivido en mi tiempo. Además, las familias que residen actualmente han vivido aquí durante muchas generaciones.

—Ya lo sé. De todos modos, yo no iba en busca suya; a quien yo quería encontrar era a su socio, un joven llamado Barton o Boy Bar- ton, que éste era el nombre que tenía en Australia Le llamaban Boy Barton porque parece un niño, aunque es mucho más viejo de lo que representa.

—¿También ladrón?

—No, señor; éste no tiene valor para ello. Era el ayudante, el joven bien vestido que entablaba relaciones con los altos empleados de los Bancos y se introducía en las casas ricas. Él planeaba el robo; Bill lo ejecutaba. Los cogieron hará unos cinco años cuando estaban robando el Banco Karra-Karra. Boy Barton sacó una pistola y disparó contra la Policía, y por eso le condenaron a diez años de presidio.

—Entonces, ¿ahora están en presidio? —preguntó John.

Rennett sonrió.

—Allí deberían estar; pero se escaparon cuando los llevaban a la cárcel. No me interesa el paradero de Bill Radley, entiéndalo usted bien, míster Lorney. Para mí es como si hubiera muerto. Pero Boy Barton llegó a los Estados Unidos, y eventualmente a San Luis, donde se hizo llamar sir Boy Barton Lancegay, nombres que a mí me sonaron bien. Allí encontró a una muchacha bonita, se enamoró de ella o lo fingió, y creo que el viejo idiota, que era su padre, perdió la cabeza ante la idea de que su hija iba a ser lady, y favoreció todo lo que pudo el matrimonio. Cuando ella se casó, le di cincuenta mil dólares, le compré una casa adorable y se la alhajé, y volví a la región de los sueños. El caso, señor, es que desperté al cabo de un año, cuando ya era tarde para intervenir. Boy Barton hizo encerrar a su esposa en un manicomio y se apoderó del dinero. Ésta es la historia, míster Lorney. ¿Conocía usted algo de ella?

—No... No conocía nada. ¿Y dónde está él ahora?

Rennett se encogió de hombros.

—Sospecho que no debe de andar lejos.

—¿Le ha encontrado usted? —insisto Lorney.

El americano tardó un poco en contestar.

—Sí, le he encontrado. Le vi por casualidad en Egipto y le he seguido de un lado para otro.

—¡Ya! ¿De modo que su visita aquí el año pasado fue un accidente? Creyó que Radley estaría aquí porque los robos cometidos concordaban con sus métodos. ¿Y resultó que no estaba?

—Efectivamente, resultó que no estaba. Sin embargo, no me pesó venir. Míster Collett es un poco curioso. He satisfecho su curiosidad hasta cierto punto. Naturalmente, no le he hablado de Radley o de Boy Barton. Esto es cosa mía, y espero que lo que le he dicho confidencialmente no saldrá de nosotros, míster Lorney.

John Lorney sonrió.

—Las paredes de esta habitación están embarradas de confidencias, capitán Rennett.

Pasaron al salón y salieron al pórtico. Había cesado la lluvia; a intervalos se veía la luna asomar por las crestas de las nubes que huían.

—Sospecho que mi historia no es muy excitante —observó Rennett—. Si mandara usted quitar el tejado de El Escudo de Armas, encontraría una infinidad de historias mucho más extrañas.

Lorney no contestó. Le dio una excusa, dejó a su compañero y se acercó sin mido hasta el arranque de la escalera que conducía a la galería exterior del hotel. Desde allí dominaba todos los balcones. En uno de ellos se veía una débil claridad detrás de los visillos azules; era la habitación de lady Arranways.

La alcoba de Keller estaba a oscuras. Lorney avanzó por la pradera hasta situarse frente a sus balcones. Pensó al principio que allí no había luz; pero, fijándose más, vio una delgada raya amarilla siempre que el viento movía las cortinas, y, satisfecho, volvió atrás y vio que Rennett había desaparecido.

Capítulo 14

Anna no estaba acostada. Había estado haciendo el equipaje de un modo inconexo, desordenado. Estaba demasiado irritada para someterse a un método. Por la mañana saldría para Londres. Estaba asustada; tardó mucho en reconocerlo. Keller era algo nuevo para ella: el hombre primitivo, y ella no confiaba en su actitud para tratar con él. Jóvenes de diversas clases sociales se habían abarquillado bajo su precio; hombres de edad se habían tomado confusos y balbucientes. Ella había adquirido una gran confianza en sí misma, y la vida le había parecido un simple juego. Había algunas reglas que producían ciertas reacciones. Todo estaba asentado y «estandarizado», y resultaba pasmoso descubrir que había personas que ignoran los reglamentos y se niegan a conformarse a lo que para ella eran prácticas establecidas.

Era increíble, por ejemplo, que un hombre rechazado tan violenta y rotundamente como Keller, persistiera en sus propósitos. A la joven le atacaban estas tremendas transgresiones del Código, que ella conocía.

Sentía unos deseos locos de escribirle, y durante una hora garrapateó innumerables cuartillas, exponiendo su filosofía y su credo, reprendiéndole, hasta tratando de reformarle. Tenía la inclinación evangélica de la juventud, ansiaba hacer buenos a los hombres malos. Pero, de pronto, comprendió que tras sus reprimendas y conjuros estaba la vanidad de sus años. Más que alzarle a él al nivel de ella, lo que estaba haciendo era colocarse en un lugar al que ningún ser humano pudiera llegar jamás.

Como producto de la sociedad moderna, lo sabía casi todo. Había una parte de su carta casi genuinamente psicológica. Pero, en fin, aquella escritura tuvo la virtud de disolver toda la espuma de su furia y hacerle pensar serenamente.

Había roto la carta muy cuidadosamente en menudos fragmentos, cuando oyó llamar a su puerta, y el corazón detuvo sus latidos. La puerta estaba cerrada con pestillo. Esperó, temblando, y se repitió la llamada. Se acercó de puntillas a la puerta y escuchó.

—¿Está usted acostada? ¿Puedo entrar?

Era una voz de mujer... Lady Arranways. Con mano temblorosa, Anna descorrió el pestillo y abrió la puerta.

—¿Está usted enferma?

Marie Arranways demostraba un sincero interés.

—No, estoy bien —balbució Anna—. ¿Le importa a usted que eche el pestillo?

—De ningún modo. Pero ¿qué le ocurre? Está usted muy pálida. Ha tenido usted una experiencia particularmente desagradable, ¿verdad? ¿Le molestará que fume?

Anna tomó un cigarrillo de la pitillera de oro que le presentaba su visitante, y encendió ambos cigarrillos.

—No se moleste por mí. Me sentaré en la cama.

Marie Arranways quedó durante un rato contemplando a la joven.

—He visto todo lo que ha ocurrido esta tarde.

—¿Lo vio usted?... ¿En el bosque?...

Marie asintió. Anna se puso colorada.

—¿Verdad que se portó como un bruto?—preguntó anhelosa—. Apenas le reconocí.

—¿Se lo ha dicho usted a alguien? ¿A Dick?

La muchacha negó.

—No. No quise enzarzarlos. Esta noche estaba en mi alcoba...

—Ya lo sé. También lo vi; yo estaba en la galería cuando usted salió por el balcón.

El reloj colocado sobre la mesa batió un rato en medio, de un silencio embarazoso.

—¿Es amigo de usted?—preguntó Anna, casi en todo dé excusa—. Quiero decir si le conoce usted desde hace mucho tiempo.

—No —contestó Marie, balanceando las piernas y sin apartar la vista de Anna—; mucho tiempo no hace. Pero es un gran amigo, o, por lo menos, era un gran amigo. ¿Es que han llegado también las habladurías hasta usted?

Esto era un reto.

—No he oído nada —mintió Anna deliberadamente—. Naturalmente, sé que estaba con ustedes en el palacio. ¿Qué es? Quiero decir, ¿de dónde ha venido?

—Es australiano. No; nació aquí, en Inglaterra, pero ha vivido en Australia. ¿De verdad no lo ha dicho usted a nadie? ¿A Dick o a míster Lorney?

—A nadie —dijo Anna enfáticamente—. De ninguna manera lo diría. Comprenderá usted que una muchacha no puede querer esto... Quiero decir que habría sido horrible...

Lady Arranways tenía que hacer una pregunta; había hecho aquella visita deliberadamente para informarse, y estaba durante todo el tiempo tratando de dar forma a su indagación de un modo que no pudiera herir ni molestar.

—¿Cuánto tiempo estuvo aquí con usted?—preguntó al fin—. Entiéndame usted, cuando estaba en su habitación. No sé cuándo entró.

—Sólo un minuto... Creo que ni siquiera eso.

Anna comprendió todo lo que implicaba la pregunta.

—Me parece que me besó. No recuerdo exactamente lo que sucedió. Luego, yo escapé.

—¡Oh! —exclamó lady Arranways, respirando profundamente—. Usted es muy joven, por lo visto. Es usted la última persona en el mundo a quien yo debería acudir en busca de un consejo. Pero yo querría saber qué haría usted, suponiendo que hubiera sido usted una tonta..., una verdadera y solemne majadera..., y le hubiera echado por debajo de la puerta de la habitación una carta... como ésta.

Diciendo esto, sacó del bolsillo un papel doblado, lo abrió y titubeó.

—No sé si debo enseñársela; pero me entrego por completo a usted.

Anna tomó la nota. Estaba escrita en papel con el membrete de El Escudo de Armas, con rasgos finos y regulares. La letra de míster Keller era para él motivo de orgullo.

«El sábado necesitaré tres mil libras. Salgo para el continente, y no te molestaré más. ¿Me aconsejas que vea a Eddie?»

—Pero ¿no tiene dinero? —preguntó la muchacha, estupefacta—. Me dijo que era inmensamente rico... En los bosques, esta tarde, cuando íbamos paseando. Tiene en Australia un rancho o algo parecido. ¡Tres mil libras! Pero ¡eso es una cantidad importantísima! ¿Y se las va usted a prestar?

Marie Arranways dobló la carta y se la guardó en el bolsillo.

—Sabe que no tengo tres mil libras; pero quiere que se las pida a mi marido.

Anna la miró sin comprender, y luego vio claro el significado de la carta.

—Pero ¡eso es un chantaje!

—Creo que esa es la palabra que lo describe. Muy desagradable, ¿verdad? No sé, realmente, qué hacer. Cuando una mujer ha sido tan loca como yo, está cogida.

Alzó los ojos, y en su voz vibró una nota de rabia impotente.

—¡Y que viva semejante canalla, Dios poderoso! ¡Qué humillación!

Se había levantado de la cama, y estaba de pie, con las manos cruzadas. Luego, con un esfuerzo repentino, sonrió.

—¿Verdad que he sido una estúpida? Quería saber si usted también lo había sido.

Cogió a la muchacha por los hombros, e, inclinándose, la besó en las mejillas.

—¿Le importa a usted que salga por el balcón? —preguntó—. ¡Ah! ¿También tiene echado este pestillo? Creo que hace usted bien.

Cuando Anna hizo girar la falleba, un golpe de viento abrió violentamente las puertas del balcón. Marie Arranways salió a la terraza y retrocedió repentinamente.

—Hay un hombre ahí —dijo en voz baja.

Anna sintió acelerarse las palpitaciones de su corazón.

—¿Dónde?

—En el otro extremo... Mire.

Temerosa, la muchacha alargó el cuello, y al principio no vio nada. Luego, al final del terrado, vio una figura en movimiento. La terraza se prolongaba por la fachada delantera de la casa, terminando inmediatamente encima del porche. Las dos muchachas vieron que la figura desaparecía tras la arista de la pared.

—¿Era... él? —susurró Anna.

—No, no era Keller. Era un hombre mucho más corpulento. Al principio me pareció que era míster Rennett. No sé por qué se me ocurrió esto, pues no pude verle con claridad.

Esperaron durante cinco minutos, pero la figura no reapareció.

—¿No sería mejor cerrar y atrancar el balcón? —preguntó Anna con voz temblorosa.

—Quiero ir a la habitación de mi marido. Hay allí algo..., una cosa mía que quiero sacar. La puerta del pasillo está cerrada con llave; probablemente, lo mismo le ocurrirá a la de la terraza, pero probaré.

Se perdió en la oscuridad, y Anna esperó durante algún tiempo, pero no la vio venir. Después oyó la voz de Marie Arranways.

—Perfectamente; muchas gracias. Voy a mi habitación. Buenas noches.

Anna cerró las maderas del balcón, aseguró bien la falleba, e hizo girar la llave antes de correr las cortinas que le ocultaran todos los terrores de la noche.

Capítulo 15

Míster Collett, de regreso de su paseo, al parecer sin objeto, por la aldea desierta, vio un hombre que cruzaba la carretera delante de él. Andaba con rapidez, con demasiada rapidez para ser un inocente transeúnte. Collett apretó el paso y llegó al sitio donde el hombre había desaparecido a través de un portillo abierto en el seto de zarzas. Era el final de una vereda que serpenteaba por la pradera de El Escudo de Armas, vereda que utilizaba la servidumbre del palacio de Arranways como atajo para llegar a la carretera.

Una alameda de árboles jóvenes se extendía a derecha e izquierda; al parecer, habían sido plantados sin método, sin otro objeto que ocultar el parque de la vista de los que circulaban por la senda.

Collett pasó por el portillo, y, agachándose, exploró el sendero. El terreno, que ascendía, y una franja del bosque más allá, le privaban del horizonte artificial que esperó encontrar. Avanzó rápidamente por el sendero y llegó al prado que se extendía al otro lado de los árboles. No había nadie a la vista.

El hombre que había percibido se hallaba, probablemente, detrás de él, oculto en la alameda; y ningún hombre se oculta, a menos que se reconozca culpable de algún delito. Un cazador furtivo, probablemente. A T. B. Collett, como alto funcionario de Scotland Yard, no le interesaban las pequeñas raterías; pero el hombre, por razón de su profesión, era curioso.

Sacó del bolsillo una linterna eléctrica, la encendió y paseó sus rayos alrededor, aunque comprendía que, al primer resplandor de su lámpara, el hombre perseguido se aplastaría contra el suelo y se ocultaría tras la alta hierba. Esto fue exactamente lo que ocurrió, porque en aquel momento su presa estaba agachada detrás de unos zarzales, siguiendo con divertido interés los rayos errantes de la linterna eléctrica.

Comprendiendo la inutilidad de su caza, Collett volvió a la carretera y continuó su camino hacia El Escudo de Armas. Estaba antes del camino privado que conducía al hotel a través de la pradera, cuando vio que alguien se le acercaba rápidamente. La figura se paró en seco cuando vio al detective.

—¿Quién es? —gritó con voz áspera—. ¡No se acerque tanto!

Había en aquella voz chillona una nota de miedo, que divertía mucho a T. B. Collett.

—No se alarme. Me llamo Collett.

—¡Ah! ¿Sí? Mi nombre es Keller. Estaba dando un paseo hacia la finca Coppins. Si no le importa, me vuelvo con usted. De todos modos, he llegado tarde.

Se le escaparon las palabras antes que pudiera detenerlas.

—Por lo visto, tenía usted una cita.

—Bueno; no era exactamente una cita —Keller fingió una sonrisa—. Una muchacha de esa aldea prometió verse conmigo. ¿Qué hora es?

El reloj de la parroquia de Sketchley dio en aquel momento las diez.

—Usted vive con los Arranways, ¿verdad?

Keller vaciló.

—Bueno... A decir verdad... En este momento vivo con los Keller.

Rió ante su propio chiste, y luego exclamó:

—¿Collett? ¡Ah! Sí; usted es míster Collett, de Scotland Yard. Ya me he enterado de que estaba usted aquí. ¿Qué ha venido usted buscando? ¿Al viejo?

—He venido, en parte, por eso, y, en parte, para descansar. ¿Quién es la muchacha de la aldea?

La pregunta, sin preparación, dejó desconcertado a Keller.

—Supongo que no se figurará usted que soy un colegial. Ha sido una aventura más bien estúpida. Por lo general, yo no hago estas cosas.

Juntos entraron en el hotel. Mistress Harris se había quedado dormida detrás del mostrador, y hubo que despertarla.

—Creo que todos se han acostado, señor —dijo—, excepto el capitán Rennett. Éste no ha vuelto aún. Su señoría está ya durmiendo; hace un rato le he subido un vaso de leche.

—¿Está en su alcoba? —preguntó rápidamente Keller.

Mistress Harris le miró con severidad.

—Una señora sólo se acuesta en su propia habitación, señor —contestó.

—¿Ha estado allí toda la noche? —preguntó Keller, que había palidecido ligeramente—. Es raro.

Tras la puerta, cerrada, de su propia habitación, sacó del bolsillo un papel; era exactamente la misma hoja de papel con el membrete del hotel, sobre la que había escrito su perentoria petición de tres mil libras; y así como él había deslizado aquélla por debajo de la puerta de Marie Arranways, así alguien había empujado ésta por debajo de la suya hacía media hora. Estaba escrita con lápiz; Keller la leyó dos veces, se la guardó de nuevo en el bolsillo y se sentó, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, pensando.

Oyó ruido de pasos sigilosos en el piso de madera de la terraza exterior, y se puso en pie de un salto. Le entrechocaban las rodillas de un modo curioso. Los pasos se alejaron de su balcón, y Keller se limpió la frente, sudorosa.

Al día siguiente iría a la ciudad, y allí esperaría que Marie le llevara el dinero. Volvió a leer la misiva. Sí, se marcharía al día siguiente: Sketchley era demasiado para sus nervios; Inglaterra se había vuelto muy peligrosa.

Tiró de un cajón del bureau y sacó un revólver automático de 0,45; lo abrió, llenó de balas el cilindro, lo cerró con cuidado y puso el seguro. «Mal lo pasaría quien intentara gastarme una broma», se repitió, porque tenía necesidad de toda la confianza que semejante seguridad podía darle.

Le pareció oír de nuevo pasos en la terraza, y aguzó el oído. Podía ser Marie; acaso querría hablarle de la nota, o quizá fuera la muchacha. Tuvo que reconocer que le interesaba Anna Jeans mucho más de lo que le había interesado cualquier mujer de las que recordaba. Dos veces le había vencido, pero así eran las mujeres: nunca se sabe a punto fijo qué impresión se les ha causado. Recordaba que en cierta ocasión, una muchacha en Brisbane...

Apagó la luz, apartó las cortinas y miró a la terraza. La balaustrada se recortaba sobre el fondo verde pálido de la pradera alumbrada por la luna, pero no se veía rastro de hombre ni mujer.

No ida a París; iría a La Haya. Desde allí podría escribir unas cuantas cartas. Holanda era un buen sitio para dar el salto a cualquier parte. Transatlánticos a América del Sur..., un correo directo a través de Europa...

Volvió a escuchar, se acercó al balcón y miró. Una mujer... Marie Arranways se acercaba, viniendo de la dirección del balcón de su marido, y tenía que pasar por delante de él. ¿Debería salir y hablar con ella, pedirle una explicación de la carta? Acaso ella quisiera verla. Antes que tomase una resolución, Marie había pasado.

Tenía que reconocer que su principal interés femenino en aquel momento era Anna Jeans. Marie era encantadora; era una de esas grandes señoras inglesas de las que tanto había él leído, que no se diferenciaban esencialmente de las señoras no tan grandes —por supuesto, mujeres de las que no podía decirse en absoluto que fueran señoras—. Había sido una aventura, una novela romántica; ahora era un gran negocio.

En favor suyo podía decirse una cosa, digna de una mujer refinada y educada: había aceptado su congé sin escandalizar grandemente. Había estado a punto de hacer una escena de histerismo, pero se había dominado. Keller había admirado en ella este dominio de sí misma. No siempre salían tan bien las separaciones. Por ejemplo, había una muchacha en Sidney... Pero a nadie le importaba el escándalo...

Cogió un sifón, lo encontró vacío y tocó el timbre. Nadie acudió. Impaciente, volvió a llamar, con el mismo resultado. Presa de un ataque repentino de rabia, que revelaba la tensión de sus nervios, abrió la puerta violentamente, recorrió el pasillo y se asomó por la galería interior que dominaba el vestíbulo. Vio a Charles, que, sin prisa, quitaba el polvo de una mesa.

—He llamado dos veces. ¿Se puede saber por qué demonios no ha venido usted?

—Sabe usted que su timbre no funciona —gruñó el camarero—. ¿Qué quiere?

Keller le dio la orden y volvió a su habitación, dando un portazo. Odiaba a aquel individuo de mirada torva. Probablemente mentía, y había estado oyendo deliberadamente el timbre.

El hombre subió a los pocos minutos y puso un nuevo sifón en la mesa.

—¿No puede Lorney contratar a un camarero decente? —le preguntó Keller malignamente—. ¿Es que tiene que ir a los presidios para encontrar quien haga este trabajo?

Charles no replicó, pero brillaron sus ojos con un odio ante el que se acobardó el hombre débil. Keller se sirvió una fuerte dosis de brandy, la diluyó ligeramente con el agua de seltz y se la bebió de un trago.

Oyó entonces el ruido de un automóvil que se acercaba por el paseo de coches. ¿Quién podría venir tan tarde? Quizá Lorney. El asunto le interesaba sólo muy ligeramente.

También míster Lorney había oído el mido, y se había apresurado a encender la luz del porche. Del soberbio Rolls Royce que se detenía ante el pórtico en aquel momento, y cuya portezuela abrió Lorney en persona, descendió Arranways.

—¡Qué agradable sorpresa, milord!

Le desconcertó un poco ver a Dick, que bajaba detrás de su cuñado.

—He terminado mi trabajo en la ciudad, míster Lorney, y me propongo pasar aquí la noche —explicó Arranways brevemente—. Me llevé la llave de mi habitación; espero que no se habrá molestado por ello.

Cuando el patrón de El Escudo de Armas hubo desaparecido para dar instrucciones a la camarera de servicio, Dick repitió lo que ya había dicho con énfasis aún mayor.

—Tengo que saber —respondió Arranways—. Ya he soportado todo esto antes, Dick, y no puedo sufrirlo más. Tengo que saber con certeza.

—¿No hay otro modo de saber, aparte de la observación personal?—preguntó Dick—. Mejor estarías en Londres, Eddie.

Dick había marchado aquella noche a la pequeña aldea situado a diez millas de Sketchley, y había encontrado a Eddie paseando nerviosamente por la habitación que había alquilado. Sólo llevaba allí una hora, imaginando toda clase de planes fantásticos y enloquecedores para sorprender el delito de la mujer que le había traicionado. Durante todo el día había estado concentrado en sí mismo; cuando Dick llegó se hallaba al borde de la locura. Porque llevaba demasiado tiempo imaginando la escena del careo de Keller con Marie Arranways; se los había representado a los dos, culpables en circunstancias que le mareaban de odio, y había variado sus horribles sueños de modo que abarcasen toda posibilidad concebible e inconcebible.

Eddie tenía de común con muchos hombres y mujeres que el ejercicio de su imaginación estaba relegado exclusivamente a cosas desagradables.

—¿Y qué piensas hacer cuando descubras lo que esperas? —le preguntó Dick.

Aquella noche tenía Eddie un aspecto muy aviejado. Había en su cara arrugas que Dick no recordaba haberle visto antes. Sonrió perversamente.

—Eso depende exclusivamente de mi estado de ánimo —contestó—. Si me convenciera, tendría que irme a cualquier sitio a ocultar mi identidad y desaparecer. O esto, o un escándalo en los tribunales.

Dick quedó anonadado.

—¿Desaparecer? ¡Qué locura! Un hombre como tú, un hombre público, no podría desaparecer.

En aquel momento regresaba Lorney; la habitación estaba dispuesta, y el patrón acompañó a su noble huésped escaleras arriba.

—¿Debo prevenir a milady que ha vuelto su señoría?

Lord Arranways fue enfático en su contestación:

—Eso es precisamente lo que no quiero que le diga usted ni a su señoría ni a nadie. ¿Dónde está?

—Creo que está acostada, señor.

—¿Y Keller? —preguntó Arranways, haciendo un esfuerzo.

—Lleva mucho tiempo en su habitación. Se va mañana. He guardado sus cuchillos en un cajón vacío de este burean, milord, y las miniaturas en mi caja de caudales.

—¡Gracias, Lorney! —contestó Arranways, y luego sonrió ligeramente—. ¿Ha ocurrido algo desconcertante desde que me fui? ¿Ha reaparecido el viejo, por ejemplo?

—No, milord.

—Quedamos, pues, en que cuando baje su señoría usted no mencionará para nada el hecho de que yo he regresado. ¿Puedo confiar en usted?

Miró ambiguamente al hotelero y movió la cabeza.

—No, creo que no puedo confiar en usted. Me dijo usted una mentira infame, una mentira muy cortés, pero no por ello menos infame, Lorney. No encontró usted a su señoría en el pasillo la noche del fuego.

John Lorney sostuvo sin pestañear la mirada de lord Arranways.

—Encontré a su señoría en el pasillo la noche del fuego.

—¿Y no estaba en la alcoba de Keller?

—No estaba en la alcoba de Keller.

—¿Lo juraría usted?

—Lo juraría diez veces si fuera necesario —insistió Lorney con aspereza.

Eddie Arranways cruzó los brazos y se recostó sobre el burean, mirando fijamente a su interlocutor.

—El caso es que no se me alcanza el motivo de su mentira. Supongo que su señoría no significa nada para usted. ¿Acaso le habrá dado dinero?

Vio fruncirse con desprecio los labios de John Lorney, y en este gesto encontró la respuesta.

—Siento haberle hablado así. Estoy algo trastornado esta noche, míster Lorney. Tenga la bondad de ordenar que me llamen mañana..., ¡si estoy aquí!

No intentó aclarar este jeroglífico, pero Lorney creyó comprender.

Bajó al bar y entró en su despacho privado, cerró la puerta y examinó el cheque que había sacado del bolsillo. Lo volvió a doblar y lo guardó en la caja de hierro. La verdad era que a míster Keller no le faltaba desfachatez.

Cuando salió a la antesala vio a T. B. Collett sentado en una de las butacas con un mapa sobre las rodillas y examinándolo atentamente.

—Le he subido un sifón —dijo con voz sepulcral.

Lorney miró alrededor y vio a Charles.

—No lo he apuntado todavía en el cuaderno —añadió Charles.

—¿De quién está usted hablando? ¿De míster Keller?

—Sí, señor —contestó el camarero, tragando saliva—. ¡Presidiario! Eso es lo que me ha llamado... Los individuos como ese no le dejan a un hombre una oportunidad de ser honrado. Para ellos, uno que ha estado una vez en presidio es siempre un presidiario. Si pudiera, mañana mismo me mandaría allá abajo.

Lorney paseó inquieto la mirada en derredor suyo.

—No hable usted tanto de presidio. Más valdría que olvidara esta palabra. Habla usted demasiado. Si no supiera que es usted incapaz de ello, diría que piensa usted demasiado. ¿Está acostado?

—¿Quién? ¿Keller? No. Ha salido de su habitación hace poco y me ha pedido que le lleve otra botella de brandy, y no quiera usted saber los insultos que me ha dirigido... Está en salmuera ese fulano. ¿Y qué dirá usted que añadió? Que cuando sea el dueño de El Escudo de Armas me echará de aquí a puntapiés. No va a comprar el hotel, ¿verdad?

Charles estaba inquieto, y con razón.

—¡Está borracho!—exclamó Lorney—. No haga usted caso de lo que diga un borracho. Esto ya debía usted saberlo. Qué, ¿necesita usted algo, míster Mayford?

Dick se había presentado, y su rostro revelaba viva inquietud.

—No. ¿A qué hora cierra usted?

—Depende... Para los huéspedes, a cualquier hora que vengan a retirarse. Para el público, a las diez.

—Eso va por mí —dijo Collett, levantando la cabeza—. Esas son las horas reglamentarias, míster Mayford.

Se había presentado él mismo por la tarde.

—Lorney desea vivamente que un funcionario policíaco se entere de que aquí se cumplen los reglamentos al pie de la letra —añadió.

Dick estaba demasiado preocupado para hacer caso de bromas. Le parecía que aquella noche se cernía una nube sobre El Escudo de Armas. Experimentaba una angustiosa sensación de pánico, y habría dado su modesta fortuna por verse tranquilo y seguro en su pisito de Londres.

Un timbre repiqueteó detrás del bar. Lorney miró rápidamente a Dick y luego al indicador. Contuvo al camarero, que se adelantaba, diciéndole:

—Es míster Keller. Yo iré.

Desde el vestíbulo se veía la puerta de la habitación de Keller. Collett vio al patrón llamar con los nudillos en dicha puerta y entrar. Salió casi inmediatamente, deteniéndose en el pasillo.

—Ha bebido usted todo lo que ha querido, míster Keller —dijo ásperamente—. Muy bien, váyase a donde guste. Me alegrará mucho verme libre de usted.

Cuando bajó, después de dar un portazo, llevaba las manos metidas en los bolsillos y un gesto adusto. Atravesó el bar, empujó con el hombro la puerta de su despacho y entró en él.

—He aquí un hombre muy enfadado —dijo Collett.

—Y tiene motivos para estarlo —observó Dick Mayford.

Hizo una señal a Charles.

—Suba a la habitación de su señoría y vea si necesita algo.

—Usted es hermano político de lord Arranways ¿verdad?—preguntó Collett—. Yo creía que él estaba en Londres.

—Ha vuelto esta noche —contestó brevemente Dick.

No estaba de humor para hablar de Eddie, y le parecía que aquel detective de aguda mirada quería inducirle a hablar de Arranways y su roedor secreto.

Lorney salió del despacho, se acercó al mostrador, apoyó en él los codos y miró alternativamente a los dos hombres.

—¿Qué es lo que le ocurre a nuestro amigo? —preguntó Collett.

Sacó su reloj; acababan de dar las once y media en el del hotel, y Collett ajustó a esta hora las manecillas del suyo.

—Le ocurre lo que a todos los bebedores, y especialmente a los bebedores de brandy. Para él, nunca suena la palabra bastante.

Charles bajaba por la escalera.

—Su señoría no está en su habitación —dijo—. Me parece haberle visto en la pradera.

Lorney se puso rojo.

—¿Quién diablos le ha enviado?... —empezó.

—Yo —interrumpió Dick—. No se moleste, míster Lorney. Quería saber si lord Arranways necesitaba algo. ¿Dice usted que en la pradera?

—Me pareció verle al pie de la escalera, frente a su balcón de la terraza...

El alarido que interrumpió el relato del camarero hizo correr un escalofrío por la espalda de Collett. Se repitió. Era el grito de una mujer presa de un miedo espantoso. Y entonces llegó corriendo Mane Arranways. Estaba mortalmente pálida y llevaba una négligé de color crema, que al principio Collett tomó por un mantón de Manila con flores rojas. El detective comprendió, cuando vio las manos ensangrentadas de la mujer que bajaba medio rodando las escaleras. Dick la recibió en sus brazos.

—Pero ¿qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡Allí!... ¡Allí! —sollozó ella, apuntando hacia arriba con un dedo tembloroso—. ¡Está muerto!... Keith Keller, en la terraza... ¡muerto!

Se desvaneció en los brazos de su hermano. Collett se lanzó a la escalera y subió los escalones de tres en tres. De un empujón abrió la puerta de la alcoba de Keller. La habitación estaba a oscuras: Collett encendió las luces; no había nadie. Una de las hojas del balcón estaba abierta, y el detective corrió a la terraza.

A su izquierda, y a sus pies, vio una figura inmóvil, arrebujada contra la pared, sobre la que proyectó la luz de su linterna. Era Keller. Yacía de espaldas, con su cara lívida vuelta hacia el cielo y del pecho le sobresalía la empuñadura de un cuchillo. Más tarde había de saber Collett que era el cuchillo con el que Aba Khan había arrancado la vida a la mujer que le traicionó.

Capítulo 16

Keller estaba muerto; no cabía la menor duda.

Lorney había seguido a Collett a la habitación, y estaba detrás de él mientras exploraba la terraza con su linterna.

—¿No hay luces aquí?

Había unas lámparas fijas al techo de la galería Lorney bajó al vestíbulo y dio vuelta a los interruptores. Apenas reparó en Dick, que se esforzaba en que su hermana recobrara el conocimiento.

Cuando volvió nuevamente a la terraza, Collett estaba en el arranque de la escalera exterior mirando a la oscuridad, intensificada en aquel momento por el brillante resplandor de las luces de la galería.

—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Suba!

Una figura se destacó de la oscuridad y lentamente subió los escalones de hierro.

—¡Hola, Rennett! Pero ¿dónde estaba usted?

Rennett era la calma personificada. Se acercó al muerto y le examinó con ojo crítico y profesional.

—Muerto, ¿eh? —exclamó—. Bien merecido lo tenía.

T. B. Collett no le quitaba ojo.

—Déjeme ver sus manos, míster Rennett.

—Con mucho gusto.

Las fuertes manazas de Rennett no estaban manchadas de sangre.

—Cuando salió usted llevaba guantes. ¿Puedo verlos?

Rennett sonrió.

—¡Qué observador es usted, míster Collett! Claro está que llevaba guantes, pero me los quité. Hacía un poco de calor, y debieron de caérseme cuando saqué el pañuelo del bolsillo. Los he echado de menos hace unos minutos, cuando ayudé a lord Arranways a sacar su coche del garaje...

—Pero ¿se ha ido?—preguntó rápidamente Collett.

—Sí. Sacaba su coche del garaje cuando yo pasaba, y me pidió que le ayudara... Dijo que iba a Londres. Me ofrecí a buscar a su chófer, pero tenía mucha prisa. No quise destrozarme las manos, y entonces fue cuando eché de menos los guantes.

Collett dio una orden a John Lorney.

—Que venga míster Mayford. Ordene usted que una de sus camareras se haga cargo de esa señora. Más tarde bajaré y hablaré con ella. Y déme un buen hilo con Scotland Yard. Pida comunicación con el cuarenta y siete de larga distancia. ¿Cuántas líneas tiene usted?

—Sólo una.

—Entonces, envíe una persona en busca del médico local.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Rennett.

Collett, que había estado de rodillas al lado del cadáver, se levantó, se sacudió con cuidado el polvo de la rodilla y miró cara a cara al americano.

—No, señor. Y sabe usted muy bien por- qué, míster Rennett; porque ahora es usted un sospechoso.

—¿Por qué soy un sospechoso? —preguntó el otro, arrastrando las palabras.

—Porque se trata de su yerno —contestó Collett—. Se casó con su hija y le dio un trato infame. ¿Cómo se llama?

—Su nombre era Barton. En Australia le llamaban Boy Barton. Está reclamado, entre otras cosas, por escapar de la cárcel.

—¿Llevaba usted mucho tiempo persiguiéndole?

—En otra ocasión discutiré esto con usted —respondió Rennett, sin cólera ni agitación—. Lo único que le digo ahora es su nombre: Randolph Charles Barton. Envíe un cable a la Policía americana y ésta le dirá todo lo que sepa.

Collett le miró pensativamente.

—En efecto, usted puede ayudarme, pero ha de ser voluntariamente; sin un mandamiento judicial no puedo obligarle. ¿Querrá usted dejarme examinar el traje que lleva?

—¿Por qué no? Usted cree que yo le maté y anda buscando manchas de sangre, ¿eh? Si le parece, esperaré aquí hasta que llegue alguien y pueda usted acompañarme a desnudarme.

Collett sacó del bolsillo una navajita y la abrió.

—¿Me permite usted? —preguntó, y le dio un corte en la manga, cerca del puño, en una extensión de un centímetro. Con otro corte diagonal obtuvo una minúscula pieza de tela—. Tendré que indemnizarle por este destrozo, míster Rennett. ¿Quiere usted ir ahora a cambiarse de traje?

Rennett estaba más interesado que molesto.

—Conque me ha marcado usted el traje, ¿eh? Nunca he visto nada parecido. Comunicaré la idea a nuestros muchachos de América.

Se encaminó despacio a su habitación, y en aquel momento llegó Dick Mayford.

—Su cuñado acaba de salir de aquí en automóvil. ¿Sabe usted adonde ha ido, o tiene alguna idea de sus movimientos?

Dick quedó mirando al suelo, horrorizado, y por un momento Collet casi olvidó la espantosa evidencia de tragedia que yacía a sus pies.

—¿Muerto?—murmuró Dick—. ¡Oh Dios mío!

—¡No toque ese cuchillo!—gritó Collett ásperamente cuando el otro se inclinaba sobre el cuerpo—. ¿Lo conoce usted?

Dick vaciló.

—Sí. Es... uno de la colección de lord Arranways. Pero cualquiera podía manejarlo. Es la daga de Aba Khan.

Collett plegó sus labios en una sonrisa irónica.

—Esto da al acontecimiento un sabor romántico que parecerá muy aceptable a los periódicos. ¡La daga de Aba Khan! Sí, conozco la historia. Por supuesto, he tenido el arma en mis manos no hace una hora todavía. ¿Qué dice su hermana, míster Mayford?

—Nada; no puede hablar de un modo coherente. Lo único que he deducido es que salió a la terraza y le encontró...

—¿Salió a la terraza en camisón? ¿Por qué?

—No lo sé —contestó Dick, irritado—. La noche está calurosa, y supongo que saldría y le vería...

—No se mancharía de sangre sólo por verle —dijo suavemente Collett—. Ha debido de tocarle... o estar muy cerca. Pero bueno: este asunto puede esperar. ¿Quién hay ahí?

Sobre el marco del balcón del extremo opuesto de la terraza había aparecido una cabeza y unos hombros, y una voz trémula preguntó si ocurría algo. El mismo Collett se acercó al balcón, interponiéndose entre la muchacha y el cadáver. Esta precaución era innecesaria, porque ella se retiró a su habitación cuando se acercó el policía.

—¿Hay alguien enfermo? —preguntó Anna.

Se había envuelto en una bata, y al parecer acababa de levantarse.

—Efectivamente, miss Jeans. ¿No es éste su nombre? ¿Ha oído usted algo?

Ella negó con la cabeza.

—No, por lo menos últimamente. Hace unos minutos sí me pareció que alguien intentaba abrir mi balcón, y me levanté.

—¿Vio usted quién era?

La muchacha titubeó.

—Con claridad, no. Creo..., creo que se trata de un hombre que está hospedado aquí.

—¿Está usted segura de que no soñaba?

La seriedad de Collett la aterró.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—¿Quién era ese hombre?

—Creo que era míster Keller—contestó ella al fin.

—¿A qué hora calcula usted que ocurrió eso?

Sobre ese punto ya podía hablar Anna con alguna exactitud. La había despertado el ruido de la manivela del balcón, y había saltado de la cama. Mirando por entre las cortinas, tenía la seguridad de haber visto a Keller, y le había oído decir algo en voz baja Luego, al poco rato, había oído dar las once y media.

—¿No ovó usted nada más? ¿La caída de un cuerpo, por ejemplo?

—Sí... Sí... Pensé que estaría borracho y habría tropezado. Esto fue inmediatamente después de separarse de mi balcón, y en seguida oí dar la media de las once.

—Eso es interesantísimo —comentó Collett—. ¿Podría usted jurarlo? Oyó usted una caída, y en seguida el reloj dio las once y media, ¿no es eso?

—¡Ha ocurrido algo..., algo terrible! —exclamó la muchacha anhelante—. No se hacen preguntas como esa porque la gente se ponga enferma. ¿Quién es? ¿Míster Keller?

—Se trata, en efecto, de míster Keller —contestó Collett con tranquilidad—. Espero que no sería muy amigo de usted.

—No, no era amigo mío. Le odiaba..., quiero decir que no me gustaba. ¿Está muerto?

—Sí, está muerto.

El policía reflexionó un momento.

—Yo, en su lugar, miss Jeans, no creería prudente dar publicidad al hecho de que usted odiaba a este hombre.

Ella retrocedió, espantada.

—Pero ¿ha muerto... asesinado?

T.B. Collett hizo un gesto afirmativo. Volvió a acercarse al cadáver cuando regresaba Lorney.

—El agente vendrá dentro de unos minutos. Que venga el mozo del garaje y que nadie se comunique con él. Mandarán, naturalmente, el Servicio de Investigación Criminal.

Se interrumpió y silbó suavemente.

—¡Blagdon! —gruñó—. Si no ha muerto, seguro que le mandarán aquí.

A Collett no le gustaba el superintendente Blagdon. Y míster Blagdon le devolvió su antipatía con interés.

—¿Hay alguien más en este piso? —preguntó a Lorney.

—No, míster Collett; las únicas personas son, o eran, lord y lady Arranways y miss Jeans... ¡Ah! Habría que prevenir a ésta —exclamó repentinamente.

—Ya lo sabe. Yo se lo he dicho. Muchas gracias, míster Rennett.

Rennett se había cambiado completamente de ropa. Traía al brazo una americana, un chaleco y unos pantalones, que alargó al detective.

—Voy a necesitar los trajes que en este momento llevan todos los hombres de esta casa, incluso el camarero —dijo Collett.

Bajó la escalera precediendo a los dos hombres. Marie Arranways estaba sentada en el gran sillón parecido a un trono, que era uno de los ornatos del vestíbulo. Una de las doncellas estaba a su lado obsequiosa y solícita.

—Y ahora, lady Arranways, ¿quiere usted decimos lo que ha ocurrido?

—No lo sé. Me pareció oír la caída de un cuerpo y salí al terrado. Entonces le vi... en el suelo... y supe que era él. Quise auxiliarle, pero...

Se estremeció y se tapó los ojos. Tenía las manos rojas todavía de la sangre del hombre que había amado. Collett lo notó y se lo hizo ver así a la doncella.

—Lleve a su señoría arriba para que se lave y se vista —dijo—. Y bájeme luego esta bata.

En aquel momento contestaron de Londres, y Collett dio su informe telefónico a Scotland Yard, que decía así:

Capítulo 17

Alrededor de las 11,30 de la pasada noche, Randolph Charles Bar- ton, alias Keith Keller, supuesto criminal australiano, fue encontrado muerto en la terraza, entre las habitaciones 8 y 9 del hotel El Escudo de Armas, de Sketchley, propiedad de John William Lorney. Barton, o Keller, había muerto por herida de arma blanca. Adjunto el certificado redactado tras un reconocimiento superficial por el doctor Hubert George Lather, de Sketchley.

En aquel momento estaban en la casa los subalternos detallados en la lista aneja. Y, al parecer, los siguientes huéspedes: el conde de Arranways, la condesa de Arranways, míster Richard Mayford, hermano de la condesa; miss Anna Jeans, canadiense, estudiante en la Pensión Lavalles, de Lausana, y el capitán Rennett. El camarero citado en la lista con el nombre de Charles tiene antecedentes penales, y ha cumplido tres o cuatro condenas. El mozo del garaje, Williams Sidney Seves, compareció en una ocasión ante la Policía, acusado de conducir un automóvil estando borracho. En aquel momento no había en la casa ninguna otra persona conocida. El conde de Arranways, que estaba presente a las once menos cuarto, salió en su automóvil, matrícula TXL 75-75, probablemente para Londres.

Se cree que Barton, o Keller, era un hombre con una historia particularmente desagradable en relación con las mujeres. Se cita este detalle para subrayar la importancia del último huésped citado, el capitán Cari Rennett, ex funcionario de la Jefatura de Policía de San Luis, cuya hija se casó con Barton, suponiéndose que recibió de éste malos tratos. (Compruébese.)

La primera noticia del asesinato fue la aparición en el vestíbulo del hotel de lady Arranways. Esta señora vino del descansillo de la escalera en un estado de gran angustia. Tenía puesta una bata, sobre la que había un gran número de manchas de sangre. También tenía sangre en las manos.

Existe el rumor (no confirmado) de que entre el difunto y lady Arranways mediaba una amistad muy estrecha, y se insinúa que sostenían también relaciones de tipo ilícito. En la familia Arranways ha habido una gran tensión desde la noche del incendio que destruyó su casa solariega. Se han apreciado en lord Arranways signos considerables de agitación, y de observaciones oídas por los criados se deduce que sospechaba la existencia de las relaciones citadas. Guardaba en su habitación una colección de cuchillos orientales, uno de los cuales se encontró clavado en el cuerpo del muerto. Este cuchillo se llama la espada de Aba Khan, y tiene una historia famosa. (Compruébese.)

Lord Arranways se vio mezclado en la India en un proceso por disparo de arma de fuego cuando era gobernador de una de las provincias. Es un hombre de carácter austero, más bien severo, con una brillante historia; pero en su vida privada era de un natural colérico y propenso a los más profundos rencores y animosidades, y se ha confirmado que últimamente no estaba en buenas relaciones con Keller.

Salió de El Escudo de Armas a primera hora de la tarde, o al mediodía, seguramente en dirección a Londres, pero reapareció tres cuartos de hora antes del crimen y subió a su habitación. Un criado (el antes mencionado Charles) fue enviado a ver si su señoría necesitaba algo antes de retirarse a descansar. Este hombre volvió diciendo que lord Arranways no estaba en su habitación. Agregó que había visto a lord Arranways en el arranque de una escalera de peldaños de hierro que conducía a la pradera —es decir, a diez metros del sitio donde se encontró el cadáver—. Pocos momentos después de este descubrimiento, afirmó el capitán Rennett que lord Arranways había salido del hotel en su automóvil.

La pensionista Anna Jeans contribuye con su declaración, suministrando el importante dato de la hora exacta en que oyó la caída del cuerpo de Keller. La última persona que vio vivo a éste fue míster Lorney. Keller había llamado para pedir un brandy, y míster Lorney se lo negó. (Yo lo oí.) El muerto era universalmente antipático, tanto entre la servidumbre como entre sus compañeros de hotel.

En lo que respecta a Anna Jeans, esta muchacha es, como he dicho antes, alumna de un colegio de Lausana. Pasó la mayor parte de su vida en el Canadá, de cuyos dominios es probablemente ciudadana. Keller dedicó extremadas atenciones a esta señorita; ayer se la vio venir corriendo de los bosques de Sketchley, sin sombrero y presa de gran agitación. Poco tiempo después llegó Keller con un sombrero en la mano, que entregó a míster Lorney. Es una muchacha educada, de modales animados y vivaces, y muy serena. Creo que tiene diecinueve años de edad.

Rennett, que fue visto cerca del lugar del crimen en el momento de su perpetración, me entregó, a ruego mío, su traje para su análisis, traje que ha sido enviado al laboratorio del distrito de Guilford. Quede bien sentado que, como la Policía local no ha pedido auxilio a Scotland Yard, yo sólo tengo en este caso un papel de aficionado.

Me encargué del asunto cuando se descubrió el crimen; pero he sido sustituido inmediatamente por el superintendente ayudante Blagdon, enviado por el Servicio de Investigación Criminal. Este funcionario revocó ciertas órdenes que yo había dado, y que van en la lista adjunta. Ofrecí a míster Blagdon todo el auxilio que pudiera necesitar, pero mis servicios han sido rehusados. Me ha pedido que averigüe el paradero de lord Arranways y que se lo envíe a él para que le interrogue, y he transmitido este ruego por teléfono.

* * *

Esta información llevaba la valiosa firma de T. B. La envió a Londres por un ciclista, y se retiró al papel de espectador más o menos silencioso. Esto requería un gran esfuerzo, porque Collett no era taciturno por naturaleza; pero el superintendente Blagdon era un hombre irritante y provocativo. Era una persona muy alta y muy fuerte, y tan consciente de su dignidad que llegaba a la afectación.

—Entienda usted, míster Collett —decía, a las cinco de la mañana, después de tomar una taza de café en el salón, cuyos únicos ocupantes eran él y Collett—, que tengo treinta y cinco años de experiencia en esta clase de sucesos.

—¿Un crimen cada semana? —sugirió Collett.

—No, no un crimen cada semana —contestó míster Blagdon, ligeramente enojado, pero tratando de cohonestar la dignidad con el reproche.

Normalmente, su cara era del color del tomate. Tenía un bigote amarillo, y ojos azules y saltones. Su pelo, escaso, estaba dividido por una raya en el centro y caía hacia atrás como la curva de una V.

—No tenemos crímenes todas las semanas. Estamos en Surrey..., no en Londres, ni en Nueva York, ni en Chicago.

—Ni en Detroit —murmuró T. B. Collett—. Nunca olvide usted a Detroit, míster Blagdon.

—Estamos en Inglaterra —dijo Blagdon, trémulo patriota, para quien el Día del Imperio era una fiesta religiosa—. Estamos en la vieja y querida Inglaterra, que cumple la ley...

—¿A qué nación extranjera pertenece Londres? —preguntó con aire inocente T. B. Collett.

—No hablo de la metrópoli. Pero, como iba diciendo, en treinta y cinco años se aprenden cosas que se ignoran en Scotland Yard. Después de todo, míster Collett, la investigación criminal es como cualquiera otra clase de trabajo. Un carpintero rural es tan bueno como un carpintero londinense cualquier día de la semana.

—Excepto el domingo. Los carpinteros de Londres están verdaderamente deslumbrantes los domingos, pero quizá usted ignoraba este detalle. Sí, estoy completamente de acuerdo con usted, míster Blagdon. Creo que puede dejarse el asunto en sus hábiles manos.

Míster Blagdon inclinó graciosamente la cabeza.

—Nosotros tenemos nuestro sistema, usted tiene el suyo. Por ejemplo, míster Collett, yo entiendo que usted ha estropeado o perjudicado parcialmente una chaqueta propiedad del capitán Rennett, persona muy simpática y agradable, y un perfecto caballero, aunque sea americano. Nosotros no podemos pasar por esto. Interfiere con los derechos del ciudadano. Destruye su propiedad. Es arbitrario y despótico.

—Y nada digamos de la mala educación que revela —dijo T. B. Collett.

Su sonrisa era la malignidad concentrada, según la interpretaba el alto funcionario con quien departía. Podía uno interponerse entre T. B. Collett y su esposa —si la hubiese tenido—, o su mejor amigo, o un placer que esperaba con ansiedad, pero no era prudente interponerse entre T. B. Collett y un caso. Y aquél era el caso de los casos, un rompecabezas con todos los trozos dispuestos para su ordenación, y T. B. Collett se encontraba impotente para intervenir, porque

Scotland Yard pertenece a la metrópoli, y no puede dirigir las investigaciones de la Policía local.

T. B. Collett era algo más que un buen detective: era un buen informador. Su información al cuartel general había sido magistral. Para obtenerla había tenido que sondear en fuentes insospechadas, interrogar a camareras, averiguar a quién pertenecían las botas desconocidas que tenían una tendencia irresistible a escuchar detrás de las puertas, sonsacar a mistress Harris, intimidar a Charles y preguntar con franqueza a John Lorney. Tenía en sus manos todos los hilos del caso. Y de pronto se presentaba aquel policía de pies planos... Más valía no pensar en ello.

Cuando T. B. Collett volvió a prestar atención a su interlocutor, el superintendente Blagdon estaba diciendo:

—Desde hace mucho tiempo he despreciado y rechazado con desdén esa teoría del viejo. Y la he despreciado porque no creo en misterios. Ningún policía puede creer en ellos. Supongo que opinará usted lo mismo, inspector.

—Inspector jefe —corrigió suavemente Collett—. No, no opino lo mismo. Vivo rodeado de misterios y me complazco en ellos; son para mí el pan y el agua.

Blagdon sonrió con indulgencia

—Pues para mí son tonterías propias de novelas. Le voy a citar un caso. De la cervecería de Simonds fueron robados cuatro barriles de cerveza. Por la noche estaban en el patio del establecimiento, y a la mañana siguiente habían desaparecido. ¡Aquello sería un misterio para usted!

—Entraría un ladrón y se los bebería —insinuó T. B. Collett.

Míster Blagdon le miró con desaprobación.

—Los periódicos bautizaron el caso con el nombre de El misterio de la cerveza perdida —continuó—. Pues bien: a mí me pareció desde el principio...

T. B. Collett escuchó con paciencia, y pronto hizo volver la conversación a aquel tema de importancia secundaria que era el asesinato de Keith Keller.

—Pues como le iba diciendo —continuó sin transición míster Blagdon—, siempre he despreciado la idea del viejo, pero algo debe de haber en ello. Es posible que viva en estos parajes un hombre que personifique al lunático fugado, o que sea el mismo lunático fugado.

—Tendría ahora alrededor de ciento un años de edad —sugirió el escéptico Collett—, y apenas podría sostenerse sobre sus piernas. La edad media de los salteadores es treinta y tres años. Cuando andan alrededor de los cuarenta y cinco cesan en el peligroso ejercicio de trepar por las cañerías.

—El viejo no lo es tanto —repuso gravemente Blagdon—. Lo primero que hice cuando me encargué de este caso fue ordenar un minucioso registro de las cuevas. Creo yo que esto nos ha de decir algo. También me he puesto de acuerdo con el capitán Laxton, el criador de sabuesos.

—Debería usted decirlo a la Prensa —exclamó Collett—. Los periodistas quedarían encantados. ¿Y qué va a hacer usted con los sabuesos cuando los tenga? ¿Y qué va usted a darles de comer?

—No sé a punto fijo lo que haré con ellos —contestó Blagdon—; pero las personas que los crían deben de estar enteradas, y he pedido que me manden un hombre de confianza. Debo decirle, míster Collett, que tengo mucha fe en los sabuesos. Hará cosa de seis años se perdió en estos bosques una niña, y un perro le siguió la pista hasta dar con ella en estas mismas cuevas... No digo que en este caso particular fuera un sabueso.

—Me alegro de que no lo diga usted.

Collett, que solía ser el más calmoso de los hombres, empezaba a sentir una ligera exasperación.

—Me acuerdo muy bien del caso —dijo—. Era el perro que había acompañado a la niña, y que fue encontrado ladrando ante la boca de la caverna. Por tanto, no hubo perros sabuesos, ni se siguió la pista a la niña. Sin embargo, no puede argumentarse en contra del empleo de perdigueros en esta ocasión.

Collett miró a las ventanas, por las que empezaba a filtrarse una luz grisácea.

—Continúa lloviendo. ¿Favorece o perjudica esto al olfato de sus perros? ¿Se ha acostado todo el mundo? ¿Dónde está Lorney?

—Lorney ha estado haciendo un registro en todas las dependencias accesorias del hotel. Tiene aquí al lado una pequeña granja y un granero.

—¿Y hasta ahora no ha encontrado a nadie?

—A nadie —contestó Blagdon—. Lo único que quiero de él es que me dé unas cuantas pistas para trabajar.

—Cualquiera se las puede dar —dijo Collett—. Mañana por la mañana puede usted tener todas las que quiera. Cada uno de los habitantes de la aldea le dará a usted un rastro. Habrá quienes vieron a un hombre pasar por delante del balcón a la una, a las dos, a las tres y a las cuatro de la mañana. Otros vieron un coche de turismo gris conducido por un hombre muy alto y moreno. Encontrará usted en los bosques vagabundos que vieron a un misterioso desconocido esconderse detrás de los árboles. ¿Anda usted buscando una hebra? ¡Encontrará usted toda una red de pescar!

Se inclinó hacia adelante con súbita animación y agarró las rodillas del superintendente. Míster Blagdon, con gran decoro, le apartó suavemente.

—¿Por qué no llama usted a Scotland Yard? No es que seamos más ingeniosos que ustedes, pero tenemos fuentes extraordinarias de información. Tenemos lo más escogido del mundo. Le he dicho que este Keller era un fugado de presidio. Rennett le conocía. Es posible que a usted se le hubiese pasado este detalle...

—Míster Rennett me lo habría dicho con igual facilidad que a usted —replicó el superintendente moviendo la cabeza—. No, no, cuando ponemos la mano en el arado...

—Hacen ustedes cualquier cosa menos arar —interrumpió Collett desconsideradamente, perdida ya toda la cortesía londinense—. Son ustedes maravillosamente buenos muchachos; lo reconozco. Pero carecen ustedes de inteligencia y de cerebro director. No son ustedes inteligentes, Blagdon. Me duele mucho tener que decirle esto, pero estoy seguro de que me creerá.

Míster Blagdon soltó una suave carcajada. Conocía a T. B. Collett y no se ofendió.

—No, no, míster Collett; no queremos ningún supuesto técnico de Scotland Yard. Dejemos a Scotland Yard que aclare el misterio de los crímenes que caen dentro de su jurisdicción (hubo el año pasado tres asesinatos que todavía no se han aclarado), y permítanos a nosotros, pobres diablos, buscar a tientas la luz en nuestra ignorancia, por decirlo así.

—¡Si al menos fuera eso verdad!—gruñó T. B. Collett— Pero no se imagine que andan ustedes a tientas. Creen ustedes que hay un torrente de luz dirigido desde el cielo para ayudarlos a encontrar algo que les está haciendo cara.

—¿Acaso conoce usted al asesino? —preguntó míster Blagdon, picado en lo vivo.

—¡Ya lo creo que le conozco!—exclamó Collett—. Y conozco a alguien más: al viejo. Es un amigo personal mío. Tiene usted que venir una tarde a tomar el té conmigo y con él.

Con esto se levantó y se marchó, y cuando oyó la suave risa de míster Blagdon sintió deseos de cometer el segundo asesinato de la noche.

Capítulo 18

A pesar de la hora temprana encontró a Charles fregando el suelo de la terraza para borrar las desagradables huellas del crimen. Charles estaba cansado, se quejaba amargamente de la pérdida de su sueño, y hablaba de la impopularidad de Keller más de lo que hubiera sido discreto; y míster Blagdon era una de las principales causas del descontento del camarero.

—Ha estado interrogándome toda la noche, y aunque le he dado cuenta de todos mis actos (en realidad, míster Lorney se lo dijo todo), parece que trata de cogerme en una contradicción.

Blagdon había tomado como despacho una de las habitaciones. A la puerta de ella había un policía de guardia T. B. Collett vio al superintendente entrar y salir, y a cada aparición parecía ganar en importancia Collett dormitaba en una butaca cuando irrumpió el superintendente. Estaba radiante y temblaba de excitación.

—He estado registrando la habitación de Keller —dijo—, y he hecho algunos descubrimientos importantes que creo le interesarán. ¿Quiere usted venir a mi despacho?

T. B. Collett le siguió a la habitación que había alquilado. Sobre la mesa tenía cierto número de sobres cuidadosamente arreglados.

—Método —dijo míster Blagdon—. En este sobre están las cosas que he encontrado en los bolsillos de Keller; en este otro, los documentos que he encontrado en su habitación. Uniendo los dos, creo que tengo un caso admirablemente claro.

Se sentó en un sillón del despacho, apoyó los brazos sobre la mesa

Y empezó:

—Keller, cuyo verdadero nombre era Barton, fue declarado culpable, hace cinco años, de robo a mano armada. Su compañero era un hombre llamado William Radley...

—Todo eso se lo dije yo cuando apareció usted en escena —dijo Collett, aburrido.

—Permítame —replicó míster Blagdon con exquisita cortesía—. Keller ha estado mezclado en varios asuntos...

No encontró el adjetivo apropiado para calificarlos. T. B. Collett acudió en su auxilio.

—De mala conducta.

—Eso es. Lo tenía en la punta de la lengua. Muchas gracias, míster Collett. Pues bien: he aquí el primer descubrimiento.

Abrió un sobre, sacó de él una hoja doblada de papel escrito y lo extendió ante Collett. Estaba escrito con lápiz azul y con un tipo de caligrafía que se inclinaba de derecha a izquierda.


«Querido Boy —decía la carta—: Aún estoy esperando en Londres una oportunidad para verte. Fui a Sketchley la otra noche llevando la barba de costumbre, y devolví un poco de la vajilla que sustraje el año pasado. Ya sé que crees que estoy loco. Puede que tengas razón. Uno de estos días te diré por qué hago esto. Pero quiero verte a toda costa. ¿No puedes venir a Londres? Podría decirte algo que tendría para ti gran importancia. Alguien te sigue la pista, y está a punto de cogerte. No me atrevo a volver a Sketchley. Escríbeme al nombre que te he dado: G. P. O. Tú y yo hemos pasado malos tiempos en Australia, y no quiero de ningún modo repetir la experiencia. No quiero verte otra vez en una cárcel australiana.»
 

La carta estaba firmada por las iniciales W. R.

—Yo creo —dijo míster Blagdon— que esto quiere decir William Radley, o Bill Radley...

—Casi todos los William se llaman Bill —dijo el paciente Collett—. ¿Me permite un momento?

Acercó la carta a la luz, y después de un largo examen se la devolvió al radiante superintendente.

—¿Dónde encontró usted esto?

—En la habitación de Keller. Cuando digo Keller...

—Quiere usted decir Boy Barton. Comprendido. Pero ¿en qué parte de su habitación?

—En la cómoda, entre dos camisas.

—¡Ya! ¿Y encontró algo más en esa cómoda?

—Nada más —contestó Blagdon; y T. B. Collett mostró su dentadura en una ancha sonrisa.

—Ahora vamos con otra cuestión —continuó Blagdon, abriendo el segundo sobre.

De éste extrajo un talonario de cheques y otra hoja de papel.

—Ambas cosas las he encontrado en su bolsillo. Esta carta arroja una luz iluminante...

—Como casi todas las luces —gruñó T. B. Collett—. ¡Adelante con ella!

—... sobre las relaciones entre Keller y lady Arranways.

Era otra nota escrita también a lápiz y sin preliminares.


«Estaré en la finca Coppins a las 10,30, y llevaré el dinero.

Mane.»
 

—Marie —dijo enfáticamente míster Blagdon— es lady Arranways. Se llama Marie.

T. B. Collett no dijo nada.

—Ahora vea esto.

Blagdon abrió el talonario de cheques y señaló la última matriz.

—Alguien conocía a Barton y le hacía víctima de chantajes.

T. B. Collett miró el talón. Estaba extendido a favor de John Lorney por valor de diez mil libras esterlinas.

—¿Por qué dio Barton a Lorney diez mil libras? Sólo hay una explicación, mi querido amigo. O quizá dos.

—Puede haber tres y hasta cuatro —dijo burlonamente T. B. Collett—. Los chantajistas no admiten el pago de cheques; por lo menos, esa es mi experiencia. Puede ser que sí lo admitan en esta parte del mundo. Ese cheque de diez mil libras lo extendió Barton y se lo dio a Lorney para que éste hiciera el favor de cobrárselo. Dice Lorney, y es muy verosímil, que consideró este pequeño floreo como una fanfarronería por parte de Keller, o un capricho de borracho. Añade que no valía la pena discutir con un hombre que evidentemente trataba de impresionarle con su enorme riqueza, y que se guardó el cheque en el bolsillo, y luego lo pasó a caja.

Blagdon se le quedó mirando.

—Pero ¿cómo demonios sabe usted todo eso?

—Porque registré el cadáver antes que llegara usted —contestó con calma T. B. Collett—. Vi esta carta, vi el talonario de cheques, interrogué a Lorney e interrogué a lady Arranways. Ésta no salió de El Escudo de Armas después de la cena. A las diez y media, hora de la cita, estaba en su habitación. Tanto Charles como la camarera la vieron allí. ¿Me permite usted examinar de nuevo la carta de Radley? Confieso que esto es un descubrimiento muy interesante.

Tomó el papel, lo miró al trasluz y comprobó que no tenía corondel.

—Interesante —repitió—. No me sorprendería que en el curso de este día adquiriera usted un gran número de pistas. ¿Hay noticias de lord Arranways?

—Ninguna. No ha llegado a su casa de Londres, y, naturalmente, he pedido a Scotland Yard que vigile los garajes y los muelles del Támesis. Claro está que yo no dudo que sea el asesino, pero debo mirar a mí alrededor y no dejar nada a la casualidad. Mi teoría es que sorprendió a su mujer y a Keller en la terraza, e hirió a su rival, y habría matado a su esposa si ésta no hubiera escapado. Tengo la absoluta certeza de que ella estaba en brazos de Keller cuando su señoría le atravesó con la daga, y esto explica las manchas de sangre en su ropa y sus manos.

T. B. Collett le miró pensativo. En su rostro se dibujaba cierto espanto.

—¡Admirable! —exclamó—. Y supongo que habrá usted interrogado a lady Arranways con arreglo a esta convicción suya.

—Naturalmente, se niega a hacer la menor declaración... Por lo menos, dice que mi historia es una tontería; pero siempre empiezan así y acaban confesando la verdad. Se la podría detener como encubridora, pero no quiero dar este paso extremo.

T. B. Collett alzó las cejas.

—Y, además, creo que le costaría bastante trabajo convencer a un magistrado para que le firmara una orden de detención. ¿Ha examinado usted el secante de Keller?

—Todavía no.

—Pues debería usted hacerlo en seguida. Cuando los hombres están un poco borrachos y se encuentran escribiendo en una carpeta suelen escribir la palabra predominante en su mente o que les obsesiona en aquel momento, y si busca usted bien, encontrara la palabra cejas escrita unas veinte veces.

—¿Cejas? —preguntó Blagdon, frunciendo el ceño.

—Sí, cejas, las pilosidades que tenemos encima de los ojos. Yo creí que usted habría caído en este detalle.

—¿Qué quiere decir eso?

T. B. Collett miró alrededor.

—Voy a decirle algo que no diría a nadie en el mundo; no tengo la menor idea de lo que quiere decir cejas. Me cuesta gran trabajo el comunicarle este secreto, porque lo primero que desea un hombre de Scotland Yard es ser considerado omnisciente. ¿Hizo usted algunas pesquisas sobre el timbre de Barton, o Keller, que se estropeaba y se arreglaba automáticamente con sorprendente irregularidad? ¿Sabe usted que ayer por la mañana lord Arranways se llevó inadvertidamente a Londres la llave de su habitación?

—¿Qué tiene que ver todo eso con el crimen? —preguntó Blagdon.

T. B. Collett se llevó el pulgar y el índice a la nariz y luego hizo chasquear los dedos.

—Pero ¿qué es lo que ha descubierto usted, Blag? —exclamó.

El acto para míster Blagdon fue de lo más indecoroso, y muy vulgar, calificándolo piadosamente.

Tenía Collett una cosa que le hacía sumamente impopular con su propio jefe. Era un efectista, y muy a menudo en su primer informe de un caso suprimía, ampliaba o retorcía voluntariamente algún secreto con objeto de presentarlo más tarde con la verdad aplastante. Solía redactar los informes oficiales con la mayor sangre fría y en un estilo perfectamente burocrático, con relaciones adjuntas y documentos anejos; pero en el curso de sus afirmaciones, con mucha frecuencia glosaba y comentaba algún hecho muy importante con la habilidad y el aplomo de un escritor de novelas policíacas.

Consciente de que en su información había pasado por alto una o dos cuestiones importantes, tranquilizó su conciencia pensando que a Scotland Yard no le preocupaba inmediatamente el caso, y no tenía por qué saber nada de él.

Había pasado una hora de desmadejamiento durante la cual sus ojos casi se negaron a permanecer abiertos, y se sentía ya tan activo y despejado como si hubiera dormido doce horas. T. B. Collett tenía la teoría de que nadie necesita dormir en absoluto si se saben emplear las horas de modorra y conservar durante ellas una hebra de conciencia.

Ciertamente se habían producido aquella noche acontecimientos en número suficiente para mantenerle despierto. Había asistido, por ejemplo, a la llegada de Blagdon, en un automóvil del Servicio. Míster Blagdon había entrado majestuosamente en el vestíbulo y levantando la mano había dicho en voz muy fuerte:

—Que nadie salga de esta casa hasta que yo haya interrogado a todo el mundo.

Como durante el tiempo comprendido entre el descubrimiento del crimen y la hora de su llegada habían entrado y salido unas veinte o treinta personas, aquella conminación fue teatralmente eficaz, pero careció de valor especial, y en la confusión que siguió a su llegada había estallado un incendio en lo que se conocía con el nombre de bosque Picnie, un sector de la finca Arranways que tenía arrendado el propietario de El Escudo de Armas. Toda la atención se había concentrado en el siniestro. Los que prendieron el fuego se habían desvanecido cuando llegó allí la Policía local. Por supuesto, el fuego mismo estaba ya extinguido.

Míster Blagdon había pasado la primera hora de su llegada revocando todas las órdenes que hubo dado Collett. Había arrojado a T. B. a tal abismo de cólera imponente, que el sueño habría sido imposible. En realidad, disfrutó del único adormecimiento mientras el superintendente Blagdon le explicaba las útiles diferencias entre los métodos de la Policía local y los de Scotland Yard.

T. B. Collett no tenía autoridad ni derecho para dirigir investigaciones independientes, a pesar de lo cual, a las seis de la mañana estaba hablando con la central de teléfonos y obteniendo del funcionario de servicio aquella noche una información muy valiosa. Para hacer esto tuvo que presentarse como el inspector jefe Collett, de Scotland Yard y dar la impresión de que estaba instruyendo las diligencias del caso.

Míster Blagdon, abominando de este hábito de T. B. Collett, escribió un informe de doce páginas, que fue enviado por triplicado al jefe de Policía de Scotland Yard, al comisario superior y al subcomisario.

Collett salió en busca de Dick Mayford, y le encontró paseando por la pradera, con las manos a la espalda y la mirada extraviada. Le había interrogado durante toda la noche, y la diferencia entre las preguntas de Collett y las de míster Blagdon estaba bien marcada. Collett insistía de un modo exasperante en adquirir detalles pequeños y, al parecer, sin importancia, mientras que míster Blagdon quería hechos mucho más tremendos, como «¿Quién cree usted que cometió el crimen?».

Dick no pudo precisar la hora a que le había llamado Eddie por teléfono, y se irritó ligeramente cuando Collett le facilitó la información de este detalle.

—Bueno; dígame ahora si recuerda esto otro: ¿cuánto tiempo estuvo usted hablando con su cuñado?

Dick reflexionó.

—Unos cinco minutos.

—La duración de la conferencia fue de diecisiete minutos —dijo Collett fríamente.

—¿Y eso qué importa? —exclamó Dick fastidiado—. Yo estoy perfectamente seguro de que la duración de mi conversación no llegó a los cinco minutos.

—Conforme —asintió T. B. Collett—; unos cuatro minutos, según mis noticias. El telefonista escuchó una o dos veces el tiempo justo para cerciorarse de que continuaban ustedes comunicando. A lo que parece, los abonados al teléfono tienen costumbre de colgar el aparato sin dar la llamada de final de conversación. Costumbre censurable, pues con ello dejan de avisar a la central el fin de su comunicación.

—¿Qué más? —preguntó Dick impaciente.

—Dijo lord Arranways que venía para Sketchley. ¿Añadió que se proponía pasar aquí la noche?

—No. Casi todo el tiempo estuvimos hablando de otra cosa.

—¿Sería usted tan amable que me dijera qué otra cosa era esa? —preguntó T. B. Collett—, Es bastante importante.

Dick vaciló.

—Bueno, se lo diré, porque estoy completamente seguro de que esta idiota servidumbre del hotel se lo ha dicho ya. Lord Arranways era un hombre muy celoso; no sé por qué motivos tenía celos de Keller, y la mayor parte de la conferencia la dedicó él a preguntarme qué había hecho mi hermana durante la tarde, si había visto a Keller, etcétera.

Collett se pellizcó el mentón. Había ciertas posibilidades inherentes.

—Yo quería preguntarle una cosa de la mayor importancia. Cuando usted aseguró a lord Arranways (estoy seguro de que lo hizo) que su hermana no había visto a Keller, o si le había visto había sido un encuentro completamente inocente, ¿le creyó él a usted?

Dick quedó sorprendido.

—¿Por qué me pregunta eso? Pues bien; no, no me creyó; por supuesto, me molesté mucho. Casi me contradijo algunas de las cosas que yo le estaba diciendo, y me encontraba a punto de colgar el aparato cuando me suplicó que fuera a verle.

—Esto explica muchas cosas. ¿Ha observado usted, míster Mayford, el efecto vulgarizador de los celos? Yo me extendería sobre este tema si fuera uno de esos detectives de magazine que escriben monografías. Los celos y el miedo son las dos emociones que convierten a hombres y mujeres en animales primitivos. Son los dos más eficaces niveladores de clases. Rebajan a las personas austeras y refinadas al nivel del deshollinador. Si no me equivoco, anoche su cuñado era un deshollinador.

—No lo entiendo —contestó Dick, maravillado—. Se condujo del modo más racional cuando llegó al hotel, aunque me explicó que...

Se interrumpió.

—¿Que hiciera algo verdaderamente excéntrico? —sugirió Collett.

—No; que me marchase sin avisar. Tenía los celos en los nervios; estaba expuesto a hacer cualquier cosa estúpida..., excepto, naturalmente, matar —añadió rápidamente.

—¿Le sorprendió a usted saber que se había ido sin despedirse de usted o comunicarle algo de sus intenciones?

—No; no me sorprendió. Era precisamente lo que yo esperaba que hiciese. De todos modos, pensaba marcharse esta mañana; dio orden de que le dejaran el coche en un sitio accesible.

Collett entró en El Escudo de Armas. El salón estaba vacío; subió y cruzó los pasillos; luego, por una escalera de servicio, bajó a la cocina. Allí estaba Charles, sentado a la mesa y tomando té caliente. El hombre puso mala cara al ver entrar al detective.

—No contestaré a más preguntas, míster Collett —gruñó—. Bien me han dado la noche, y ahora me voy a dormir, quiera o no quiera Lorney.

Collett se sentó al otro extremo de la mesa. La cocinera, que entraba en aquel momento, se paró en la puerta, esperando el drama. Collett la vio con el rabillo del ojo y le pidió té.

Aquel camarero de cara fosca pertenecía a una clase con la que él estaba familiarizado; era un tipo criminal que iba de una ratería a otra, disfrutando breves períodos de libertad entre dilatadas condenas. La cárcel era el único hábito que adquiría esta clase de delincuentes, lo más cerca que llegaban de una vida metódica. Ante él tenía a un hombre de mirada furtiva y labios caídos, un hombre triste, cuyo corazón ardía constantemente en las llamas del antiguo odio contra la sociedad, que no podía extinguir, y las iniciadas ambiciones, que no podía definir ni alcanzar.

—Míster Collett, las he pasado muy duras en mi vida, y ahora soy un hombre honrado. Si yo supiera algo de este crimen...

—Naturalmente que no sabe usted nada de este crimen —interrumpió Collett plácidamente—. No puede usted saber nada, a menos que lo haya visto. No, Charles, o como se llame usted; ni por un momento he pensado que usted se tomara un interés inteligente por los crímenes de los demás. Lo único que quiero preguntarle es por qué estuvo usted anoche hablando con lord Arranways por espacio de doce minutos, qué le dijo él y cuándo subió usted a su habitación... Pero, ante todo, dejemos arreglado lo primero.

—¿Por teléfono?—preguntó con cautela Charles—. No hablé mucho. Su señoría me preguntó dónde estaba míster Mayford, y luego me mandó avisarle.

—¿Nada más?

—Sería capaz de jurar en el banquillo de los testigos...

—¿Y qué nos importa el sitio donde juraría usted? ¿Dice usted que nada más?

El hombre negó con la cabeza.

—Esa pequeña conversación, durante la cual le dijo él que buscara a míster Mayford, duró exactamente doce minutos. ¿Puede saberse de qué hablaron ustedes?

Charles guardó silencio. De pronto, habló Collett:

—Vuélvase del revés los bolsillos. Ponga en la mesa todo lo que tenga.

Charles se levantó e hizo ostensible su protesta.

—No tiene usted derecho... —empezó.

—¡Oye, amigo! Nadie sabe mejor que tú que la ley me autoriza para llevarte al más próximo cuartelillo de Policía y tenerte allí hasta adquirir la seguridad de que nada tienes que ver con este crimen. Pero no voy a detenerte; sólo te pido que seas complaciente.

El hombre vació sus bolsillos. Poca cosa había en ellos: un llavero con llaves que, según explicó, eran de la despensa y otras dependencias de la casa. También puso sobre la mesa dos billetes de cinco libras; eran nuevos, y todavía no se habían manchado al contacto con el resto del contenido del bolsillo de donde provenían.

—¿De dónde te han venido estos billetes?

T. B. Collett los desdobló y los extendió sobre la mesa.

—Un amigo mío... —empezó Charles.

—Déjate de cuentos chinos. Tú no tienes amigos, y si los tuvieras, no te prestarían dinero.

Después de un largo silencio vino la confesión:

—Me los dio lord Arranways.

T. B. dio la vuelta a los billetes. En el reverso estaba estampado el sello de caucho del Banco de donde habían salido el día anterior.

—¿Te los dio anoche?

El hombre asintió en silencio.

—¿Dónde le viste?

—En su habitación... Mayford me envió a ver si necesitaba algo. De todos modos, tenía que subir.

T. B. le miró pensativamente.

—Bajaste diciendo que no estaba en su habitación. Te pareció verle en la pradera, al pie de la escalera. ¿Era mentira esto?

Charles evitó mirarle a los ojos.

—No es mentira —gimió—. Allí fue donde le vi la última vez.

—¿Y qué información le diste, que te valió las diez libras? Supongo que te pagaba para que vigilaras a lady Arranways, ¿no es eso?

Charles no contestó.

—¿Y le dijiste todo lo que viste, o lo que creíste ver? Y éste fue el tema de tu conversación por teléfono antes que avisaras a míster Mayford que su señoría quería hablar con él. No te molestes en negarlo, porque me lo ha dicho el telefonista. Siéntate.

Charles prefirió quedar de pie. Inició una prudente retirada, disponiéndose a salir de la cocina, pero le llamaron de nuevo.

—Si no hablas por las buenas, yo sabré hacerte hablar —dijo T. B. entre dientes—. ¿Qué fue lo que le dijiste a lord Arranways?

El hombre se pasó la lengua por los labios resecos.

—Le dije a su señoría que Keller había estado toda la tarde con la señora Yo no sé si estuvo o no estuvo; pero esto era lo que él quería oír. Y a un hombre como él hay que decirle precisamente lo que quiere que le digan. Si se le dice otra cosa, no lo cree.

—¿De modo que le azuzaste?—preguntó severamente Collett—. Lady Arranways no había visto a Keller en toda la tarde; pero tú creíste que ésta era la información que él quería, y por eso se la diste, ¿no? ¿Y qué pasó luego?

Charles miró a derecha e izquierda, a todas partes, excepto al hombre que estaba sentado frente a él.

—Yo nunca había tenido una oportunidad en mi vida... —empezó; pero T. B. le cortó.

—Nunca habías tenido una oportunidad, ¿eh? Eso sí que es original. ¡Naturalmente! Como que naciste con el cerebro de un conejo y el alma de un perro labrador, y eso te estorbaba... Pero, por lo demás, tuviste todas las oportunidades que te dio la civilización. Fuiste educado a costa de la comunidad, y en la cárcel te sirvieron la mejor clase de literatura, absolutamente gratis. Pero esto no nos interesa por ahora. Has sido un espía al servicio de lord Arranways desde que estaba aquí. ¿Cómo tuviste tu oportunidad?

El camarero no contestó.

—Yo te lo diré. Viste un medio fácil de ganar dinero, sirviendo una información que al principio fue legítima y luego tuvo que ser falsificada. Después de pagarte las diez libras, bajó a la pradera. ¿Fue allí donde le viste por última vez?

—Pues no mentí —aulló Charles—. La habitación estaba vacía, y yo le vi en la pradera.

—Tú no sabrás lo que es un casuista, ¿verdad—preguntó burlonamente T. B.—. Pues eso es lo que tú eres. Supongo que lord Arranways estaría algo agitado.

—Un poco —confirmó el otro.

—Un poco no quiere decir nada. Bueno, amigo: puedes largarte.

—Estoy desayunando —protestó Charles.

—¡Pues vete a desayunar a la pocilga!—gritó salvajemente T. B.—. Y si míster Lorney no cría cerdos, vete a la cuadra.

Su té se lo sirvieron en aquel momento, y por espacio de cinco minutos estuvo pensando rápidamente, con la mirada fija en la taza.

Capítulo 19

No le había sorprendido la conducta de Charles. Era un criminal habitual, y esto lo explicaba todo. No hay nada romántico en ninguna clase de criminal, porque, por lo general, el hombre que va a la cárcel reiteradamente por el mismo delito, o una variación de él, no puede ser tratado como cualquier otro miembro de la sociedad. Forma parte de los productos residuarios del mundo, de los detritos que se acumulan con la escoba al borde de las aceras en montones regulares. No conoce la gratitud ni la lealtad.

Charles era fiel a este tipo. Lorney no tenía motivos para saberlo, y podría escandalizarse, porque, según propia confesión, era un sentimental, y a veces se recreaba con el pensamiento de que había sacado a aquel presidiario del abismo del mal, proporcionándole el confort que se le había negado en sus tiempos de réprobo.

Charles tenía mujer y un hijo, como la mayoría de los criminales. T. B. sabía por experiencia que todos los criminales tenían mujeres e hijos, que, por regla general, están a cargo del Estado.

Salió, esperando encontrar a Dick en la pradera, pero se llevó un chasco. Tampoco le halló en su habitación. Aunque la mañana estaba ya muy adelantada, la casa tenía aspecto de abandonada. Las cortinas del balcón de lady Arranways continuaban corridas; pero mientras Collett paseaba por la pradera, en una ocasión en que alzó la vista hacia la terraza, vio abrirse uno de los balcones y aparecer a Anna Jeans. Ella no le reconoció al principio, hasta que él la saludó; entonces recordó Anna su voz y bajó a la pradera. Llevaba un traje más de ciudad que de campo, y el detective supuso que se proponía salir aquella mañana. Pensó que Blagdon opinaría de modo contrario.

—Qué espantosa pesadilla, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Le mataron? ¡Es horrible! ¿Está todavía?

Miró temerosa hacia El Escudo de Armas, y T. B. movió la cabeza.

—No, ya se lo han llevado. No se ponga usted sentimental, miss Jeans. No existe el menor motivo para que lamente usted la repentina detención de las actividades de Keller y de su plan general de vida. No está ahora más muerto que ayer cuando le mataron, o que lo estará dentro de cincuenta mil años.

Anna sintió frío ante aquel brutal punto de vista. Más adelante había de encontrar algo admirable en su lógica.

—Usted es detective de Londres, ¿verdad?

—Sí; pero no tengo intervención en el asunto. Por lo que veo, se marcha usted, ¿no?

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó ella rápidamente.

—Usted misma —contestó él, sonriendo; y luego, con más seriedad, dijo:

—Yo, en su lugar, no me empeñaría en marcharme hoy precisamente. El superintendente Blagdon, que está encargado de las diligencias, puede no encontrar conveniente la pérdida de un testigo.

Ella le miró, estupefacta.

—Pero yo no soy testigo más que porque estoy en el hotel. Yo conocía a míster Keller, y tenía sólidos motivos para detestarle.

—Ya me lo dijo usted anoche. No le aconsejo que se lo repita a Blagdon.

A ella le agradaba él ahora; había en los ojos de Collett algo agradable y amistoso. A la muchacha le gustaba su modo de hablar suave y su cara morena y delgada. Pero sobre todo le gustaban las gesticulaciones, casi latinas, que acompañaban a sus palabras.

—Va usted a ser muy amable conmigo y me va a decir todo lo que sabe de Keller —rogó T. B., y cuando vio que ella se erguía—: Le repito que no estoy encargado del asunto; probablemente, no llegarán nunca a encomendármelo; Por ahora, las investigaciones están en manos de un inteligente funcionario llamado Blagdon, que ha nacido y ha vivido aquí, y conoce personalmente todas las casas del distrito. Confieso que la interrogo a usted por curiosidad, pero también puedo estar en condiciones de ayudarla.

Ella le creyó, y, paseando por la pradera, le refirió titubeando los conocimientos y el fin de su amistad con Keller. Era una historia embarazosa de relatar, y, sin embargo, por alguna razón no sintió Anna verdadera turbación. Cuando vaciló en un momento delicado, Collett terminó por ella la frase, y supo encontrar eufemismos y metáforas muy gratos para algunas de las crudezas del hombre. Cuando hubo terminado, le dijo:

—Muy bien. No se vaya usted.

Anna le miró con la boca abierta.

—¿Que no me vaya? Pero nadie podrá sospechar que yo...

—Por el contrario, Blagdon está firmemente convencido de que ha habido lo que él llama una disputa de novios, y que, enloquecido por los celos, etcétera, etcétera, etcétera...

Ella no le podía creer.

—Pero usted no querrá decir...

—Estoy bromeando, naturalmente; pero Blagdon no lo tomaría a broma, y por eso precisamente es por lo que no debe usted pensar en marcharse hoy a Londres. Es lógico suponer que la persona que mató a Keller le odiara. Y usted no ha perdido ocasión de proclamar que le odiaba.

—Pero ¡esto es horrible! —exclamó ella—. ¡Pensar que a mí me pasara por la imaginación la idea de herirle!...

T. B. esperó a que se hubiera calmado, y entonces le explicó algunos de los fenómenos observados en los casos de asesinato.

—Es curioso el hecho de que cuando profundiza uno en un asunto de esta índole penetra en un mundo de fisgoneo, cuya existencia hasta entonces nadie había sospechado. Personas insignificantes, que nada representan en nuestra vida y que no tienen identidad, se ven convertidas en testigos importantes. Le voy a citar un caso. Pared por medio del comedor de El Escudo de Armas hay una pequeña despensa. Existe una escotilla, a través de la cual se pasan los platos. Anoche estaba usted cenando tête-à-tête con míster Mayford. Había en la despensa una muchacha campesina, chata, que no ha hecho en su vida nada más intelectual que fregar platos. Como posibles fuentes de información, yo nunca desprecio a las muchachas campesinas chatas que friegan platos; por supuesto, no queda en el hotel ningún criado ni ninguna criada a quien yo no haya interrogado. Pues bien: esta joven, a quien puede que usted jamás llegue a ver, y, aunque la vea, no la reconozca, me dijo que estaba usted hablando con míster Mayford de crímenes, que usted comprendía por qué se mata a la gente.

—¡Oh! ¡Pues es verdad! Ahora recuerdo. Le estaba contando a Dick Mayford lo que me había ocurrido por la tarde. ¿Y esa chica me oyó?

—La oyó a usted, y me lo ha contado a mí. No se lo ha dicho a Blagdon, porque Blagdon no sabe siquiera que existe. Está muy por encima de las habladurías, y siente debilidad por esa clase de testigos que presencian la perpetración del crimen, y, si es posible, sacan una fotograba del momento culminante. Pero en cualquier momento puede la joven chata sentir ansias de celebridad e importancia, e ir a Blagdon con el cuento, y tenga usted la seguridad de que lo hará si persiste usted en marcharse hoy mismo a Londres.

Anna le miró con asombro.

—Es muy raro que quiera usted protegerme, mister Collett, siendo funcionario de Policía.

—En efecto, soy un funcionario policíaco que sabe quién cometió el crimen. A propósito: cuando Keller la hablaba a usted, ¿citaba en la conversación la palabra cejas?

Había allí cerca un banco de jardín, y ella tomó asiento en él rápidamente.

—Pero ¿cómo es posible que esté usted enterado de eso?—preguntó, sin aliento—. No estaba usted allí.

—No, no estaba allí. Contésteme.

—Sí. Dijo que le interesaban mis cejas, y yo creí que aquello sería una tontería para distraerme de... otras cosas. Pero lo más raro, mister Collett, es que no fingía: estaba terriblemente interesado. Ahora tengo la plena seguridad. Estuvo mirándolas durante un rato interminable y luego se echó a reír; entonces me sentía en un terreno más seguro. Cuando un hombre conserva el sentido del humor, aunque sean nuestras cejas lo que le divierta, siempre hay alguna esperanza de mantenerle a distancia.

Poco después, el hombre de Scotland Yard invadió el despacho de mister Blagdon para averiguar hasta dónde había éste llegado en sus investigaciones, y si sus sospechas apuntaban ya directamente a miss Jeans. Le dio un vuelco el corazón cuando vio de pie ante la mesa del superintendente nada menos que a la muchacha de quien acababa de hablar a miss Jeans. Blagdon le miró jubilosa y triunfalmente.

—Acérquese, inspector jefe. Es usted precisamente el hombre a quien quería ver ahora. Es justo que sepa usted que esta joven tiene una historia muy interesante que relatar. ¿Sabe usted que anoche expresó miss Jeans el deseo de asesinar a este Keller? ¿Qué le parece?

—Creo que todos los que le conocían tendrían ese deseo —contestó T. B.—. A lo que voy viendo, era la víctima más asesinable de que he oído hablar en mi vida.

Míster Blagdon movió la cabeza con gravedad.

—Más adelante discutiremos esto.

Empujó hacia la muchacha una hoja de papel de barba y le ofreció una pluma.

—Firme, haga el favor.

La joven firmó penosamente. Cuando hubo salido del despacho, Blagdon alargó el papel a T. B.

—Léalo.

T. B. recorrió someramente la declaración, y la devolvió al superintendente.

—No le concedo el menor valor, porque esto es una declaración sin pruebas por un testigo de intenciones aviesas, que confiesa que escuchaba con la esperanza de sorprender tiernos coloquios entre Mayford y miss Jeans.

—Me propongo hacer a miss Jeans unas cuantas preguntas sobre esa conversación...

—¿Invadiendo las atribuciones del juez?—interrumpió T. B.—. Sabe usted muy bien que no le está permitido hacer preguntas que puedan comprometer a una persona. Si ella niega haber dicho eso, queda usted desarmado; si confiesa haberlo dicho, es una prueba en favor suyo.

Blagdon se mordió el labio, metió las manos en los bolsillos y se echó atrás en su asiento, con un ceño horrible.

—Es una lástima que no estuviera yo aquí cuando se cometió el crimen —dijo—. Creo que lo primero que habría hecho sería examinar muy cuidadosamente las manos y las ropas de esta señorita

Movió la cabeza tristemente y repitió que era una pena que no hubiera estado allí.

—Es una inmensa pena que no estuviera usted —repitió T. B.—. El asesino podría haberle matado a usted también, y el asunto habría ido a manos de Scotland Yard. Pero como el que estaba no era usted, sino yo, debo decirle que vi a miss Jeans inmediatamente después del crimen. Era evidente que acababa de levantarse de la cama hacía pocos instantes. Ni en sus ropas ni en sus manos se veía el menor vestigio de sangre. Me juego mi propia reputación profesional e internacional a que no tiene absolutamente nada que ver con el crimen. Le digo esto porque le aprecio. ¡Dios me perdone! Y a propósito de ropas examinadas: ¿ha recibido usted el informe del laboratorio del distrito sobre el traje de Rennett?

—Acaba de llegar es negativo.

—¿Y de las demás ropas?

—No se han enviado; no lo juzgué necesario.

—¿Ni siquiera las del camarero?

Blagdon le miró sorprendido.

—¿El camarero? ¿Se refiere usted al fulano ese que se llama Charles? No supondrá usted que tiene nada que ver con el crimen, ¿verdad?

T. B. acercó una silla a la mesa y se sentó.

—Déme un cigarro —dijo con arrogancia.

Blagdon se palpó de mala gana el bolsillo.

—No tengo más que dos.

—Me basta con uno por ahora —dijo T. B., tomando el primero—. Recuérdeme usted el otro más tarde. En un momento de condescendencia, le he dicho que Charles tiene antecedentes penales. Ahora le ti iré algo más: que odiaba al muerto como a su más mortal enemigo. Keller conocía los antecedentes del camarero, había tomado la costumbre de llamarle presidiario. Permítame que ahora le recuerde los acontecimientos ocurridos en este mismo distrito durante los últimos años. Siendo usted de la localidad, nada de esto será nuevo para usted. Hubo primeramente una epidemia de robos; alguien robaba vajilla de oro y la escondía, no la vendía a esos establecimientos que todos conocemos. Ahora, sabemos que estos objetos eran almacenados. Un año después se ve al viejo en la cercanía de las casas a las que se restituyen los objetos robados. ¿Cómo interpreta usted esto, míster Blagdon? Para mí está tan claro como un manchón de pintura blanca en la nariz de un negro.

Míster Blagdon miró cautelosamente a su interlocutor. Le parecía que T. B. le tendía un lazo con aquella pregunta.

—Esto, míster Collett, confirma la teoría de que este viejo lunático está todavía en la tierra de los vivos. Nadie puede gastar esta clase de bromas, a no ser un loco. Evidentemente, no era el ladrón...

—Evidentemente, era un ladrón, un ladrón diestro y profesional, quien robó los objetos. Veamos ahora la teoría de usted.

—La teoría que yo defiendo —empezó en tono oratorio míster Blagdon— es la que ya ha aparecido en la Prensa, a saben que el ladrón ocultó el producto de sus rapiñas en las cuevas de los bosques de Sketchley, y que el viejo descubrió el tesoro, mató o ahuyentó al ladrón y luego procedió a restituir los objetos robados. Es la única explicación posible.

—¡Ya! ¿De modo que usted cree que en cada uno de los platos, copas, vasos, etcétera, estaba grabado no solamente el nombre y la dirección de los dueños, sino la posición exacta que ocupaba en el momento de ser robado? Porque una de las características de estas restituciones ha sido que el objeto volvía a colocarse invariablemente en el sitio de donde había sido sustraído. Por tanto, el hombre que los robó fue el mismo que los devolvió. Esto está clarísimo, hasta para la inteligencia más obtusa.

—Para mí está muy claro, en efecto.

—Eso es lo que quiero decir. ¿No ve usted nada más en estos peculiares acontecimientos?

Míster Blagdon veía muchas cosas, pero de momento no las recordaba, y muy juiciosamente se negó a discutir.

—Y en cuanto a este crimen, es un trabajo interno. El viejo o la vieja nada tienen que ver con él.

—Pero ¿quién es la vieja? —preguntó inocentemente Blagdon.

—No quiero seguir insultándole —comentó T. B.—. De todos modos, está usted conforme conmigo en este punto: fue un trabajo interno...

—Oiga; quizá pueda usted explicar esto.

Míster Blagdon abrió el cajón de la mesa y sacó una larga hoja de papel de barba que estaba doblada y que contenía algo. Este contenido resultó ser una pieza irregular de tela que parecía indiana. Había sido blanca, pero ahora tenía manchas que eran inconfundiblemente de sangre.

—Este trozo de tela se encontró en la linde de la pradera, más allá de los macizos de rododendros —dijo míster Blagdon en tono impresionante—, Lo encontró uno de mis hombres.

T. B. examinó con atención el tejido.

—¿Dónde está el otro? —preguntó—. ¿Se lo han traído también?

—¿El otro?

—Otro pedazo de tela, exactamente de esta forma y este tamaño.

T. B. miró al techo.

—No, estoy confundido. Creo que sólo hay uno.

—¿Qué es eso? —preguntó Blagdon con curiosidad.

—Ya lo ve: un trozo de indiana manchada de sangre —T. B. se lo acercó a la nariz y lo olió—. Petróleo, naturalmente.

—¿Por qué naturalmente?—preguntó Blagdon—. Mi querido amigo, está usted volviéndome tan misterioso como aquel famoso detective que se llamaba... ¿Cómo se llamaba? ¡Dios mío, a este paso voy a olvidar hasta mi nombre!

T. B. sonrió.

—Casi podría decir hasta por qué se encontró este trozo de tela detrás de los macizos de rododendros, y lo que ocurrió inmediatamente antes que cayera allí.

—¡Qué interesante!

Míster Blagdon sabía en ocasiones ser sarcástico. T. B. sacó del bolsillo una pequeña lente de aumento y escudriñó con ella la superficie de la tela.

—Buscando impresiones digitales, ¿eh?—preguntó sardónicamente Blagdon—. A propósito: ahora recuerdo aquel nombre... Sherlock..., Sherlock... Usaba también una lente de aumento. Bien me he reído leyendo los modos cómo burlaba a los hombres de Scotland Yard.

T. B. no aceptó el reto.

—Esto es bastante interesante —dijo al fin—. No me sorprendería que condujese a algo inesperado. Una bravata, una verdadera bravata

Volvió a guardar el trozo de tela en el papel y dejó sin explicar su enigmático comentario.

En la pradera encontró trabajando a un jardinero, y le hizo unas cuantas preguntas. Había estado convencido de que los límites visibles de El Escudo de Armas iban desde el borde de la alameda de Arranways hasta un cinturón de árboles por la parte oriental. Los límites norte y sur estaban evidentemente constituidos por la carretera y por una cerca de alambre que corría a pocos metros del parque de Arranways. Collett descubrió, no obstante, que había una legua de tierra que marchaba paralela a la finca de Arranways, y por el lado sur, o de la carretera, el prado de un granjero vecino. A través de aquella península serpenteaba un paseo de grava, y los visitantes que apartaban la vista de la valla de alambre podían creer que disfrutaban de la hospitalidad de lord Arranways.

El terreno se ensanchaba en una maraña de matojos y guijarros, y ascendía en suave pendiente hasta la colina de Sketchley. Collett tenía un magnífico sentido de la topografía, y sin vacilar se acercó al lugar donde había estallado el incendio precisamente antes del alba. No tardó en llegar a un círculo de cenizas grises y negras. T. B. rebuscó con su bastón por entre las cenizas. Allí podían haber acampado algunos vagabundos; pero los agentes enviados para investigar los orígenes de la hoguera habían vuelto sin ver a nadie.

Era un sitio encantador, y evidentemente se había utilizado muy a menudo como campamento, porque la gran piedra roja que se proyectaba sobre él estaba ennegrecida con el humo de hogueras antiguas. En realidad, era el sitio donde habían acampado para comer durante muchos años las partidas campestres de huéspedes de El Escudo de Armas.

Lenta y diligentemente escudriñó T. B. el terreno; pero sólo encontró un curioso rastro serpentino de hierba quemada que se extendía hasta cierta distancia del verdadero centro del fuego.

Sobre la roca había cierto número de iniciales y nombres ennegrecidos, dibujados evidentemente por los excursionistas con astillas carbonizadas. En la hierba vio también Collett una lata de conservas vacía: otro resto de excursiones.

Había otra atracción para los huéspedes del hotel. T. B. vio un resplandor de agua, se acercó a él y encontró una corriente que caía desde la roca de encima y formaba un arroyuelo que serpenteaba por entre la maleza.

Iba ya a volverse, cuando en el fondo de piedra del arroyo vio un objeto que no guardaba relación con la rusticidad natural del sitio: una alargada pastilla de jabón. Se acercó a la pequeña orilla y la sacó del agua. Ahora bien: el jabón se gasta en el agua a una velocidad familiar a casi todas las personas que lo usan. Aquel trozo estaba recubierto de la película blanca peculiar de su desintegración, y se trataba de una pastilla nueva, lo cual, para T. B., era muy significativo. Además, llevaba en el agua menos de doce horas. Collett miró alrededor buscando una toalla; pero no la encontró. Al volver al lugar de la hoguera, sintió repentinamente la presencia de otra persona, una mujer que estaba de pie, mirándole desde la puerta. Era lady Arranways, y algo había en ella que prohibía la impertinencia. Collett la apreciaba, por algún motivo oculto, y, además, le era simpática a causa de su situación (T. B. no acostumbrada usar la palabra culpabilidad).

—¿Todavía buscando?—preguntó ella, cuando el detective llegó al alcance de su voz—. Qué observación más vulgar, ¿verdad?—preguntó en seguida, como arrepentida—. ¿No hay noticias de mi marido?

—No las había cuando he salido del hotel, lady Arranways.

—¿Qué lleva usted ahí?

Collett estaba envolviendo algo en su pañuelo.

—Pero eso es una pastilla de jabón, ¿no?

—Cuando salgo al campo llevo siempre conmigo una pastilla de jabón —contestó él sonriendo—. Soy muy mirado en cuestiones de aseo personal.

—¿No hay más noticias, míster Collett? Quiero decir noticias del crimen.

De una ojeada adivinó Collett que la mujer había dormido poco aquella noche. Si era verdad todo lo que se decía de ella, tenía que ser una persona completamente anormal para dormir a pocos metros del lugar donde habían asesinado a su amante. Sin embargo, estaba muy tranquila, era capaz de discutir el crimen casi con sangre fría, aunque, en lo referente a Keller, de un modo impersonal.

Allí, en el sendero, a pocos pasos, había un banco, en el que ella tomó asiento, esperando pacientemente que él siguiera su ejemplo. Luego hablaron del crimen y discutieron las posibilidades de todo supuesto asesino, excepto su marido.

—Y hablemos ahora del viejo, lady Arranways. Usted, que ha vivido en este distrito, ¿cree en esta aparición?

Con gran sorpresa de Collett, ella no contestó inmediatamente.

—No sé... No sé... ¡Le ha visto tanta gente!... Por lo pronto, mi doncella y su hermano, que también estaba a mi servicio. ¿Sabe usted que hace algún tiempo entró en la casa de Arranways? Mi marido le habría matado si yo no le hubiese desviado la mano.

—Ya recuerdo. Y la cosa tuvo una segunda parte muy prosaica. Lord Arranways tuvo que pagar una multa por tener un revólver sin licencia.

Ella había olvidado este detalle, y sonrió débilmente.

—Usted está encargado del asunto, ¿verdad? —preguntó repentinamente—. ¿Está usted trabajando con el inspector Blagdon?

T. B. explicó su situación, sin desacreditar a su colega.

—Casi me alegro de no estar encargado de él. Así puedo hacer cosas que de otro modo serían totalmente censurables. Pero me parece que todo el caso va a estar encomendado a Blagdon hasta el final, por lo que puedo actuar independientemente y obtener del asunto más humorismo que él.

—¿Humorismo? —exclamó ella, estremeciéndose; luego suspiró—. Creo que sí que podrá usted encontrarle cazando criminales, si ese es su oficio —luego le miró con curiosidad—. ¿Qué puede usted hacer que en Blagdon sería censurable? ¿No fue esa la palabra que empleó usted?

T. B. la miró un momento sin contestar.

—Pues, por ejemplo —dijo al fin—, puedo hacer preguntas directas a personas remotamente asociadas con el crimen. Así, puedo rogarle a usted que me diga la verdad sobre Keller y su amistad con él. Nunca estaré en condiciones de emplear contra usted su declaración, y, aunque lo estuviera, juro que no lo haría.

Ella no respondió a esta sugestión. Quedó sentada, oprimiéndose las rodillas entre las manos y mirando a la lejanía.

—La verdad es un arma Utilísima para una persona inocente —continuó T. B.—, aun cuando sea una verdad horrible. Para una persona culpable tiene un mango tan afilado como la hoja. No sé lo que va a salir de esta investigación, hasta dónde llegará Blagdon, qué es lo que sabe, ni en qué dirección está experimentando; pero si yo supiera la verdad de este asunto, lady Arranways, podría ayudarle a usted considerablemente.

Lady Arranways siguió sin contestar.

—Y ahora voy a ganarme su repugnancia eterna —dijo él, y preguntó bruscamente—: ¿Era Keith Keller su amante?

Con gran sorpresa suya, ella asintió, aunque sin volver la cabeza.

—Naturalmente, su marido estaba celoso, si tenía sospechas. ¿Sabe usted quién era Keller?

Lady Arranways afirmó nuevamente con la cabeza.

—Sospecho, lady Arranways, que esto es lo peor para usted —prosiguió Collett con amabilidad—; pero Keller no se diferenciaba gran cosa de cualquier otro hombre. El hombre que conoce la mujer no es el que conoce el hombre, o el que conoce el mundo. A veces, naturalmente, es el mismo en los tres casos, y la mujer que posee a este hombre bien puede llamarse afortunada. Pero en noventa y nueve casos de cada ciento, lo que posee la mujer es una brillante luz, tras de la cual está oculta una figura bastante vulgar. Ya sé que trató de sacarle dinero mediante el chantaje. He leído una carta que guardaba en el bolsillo...

—Yo no he escrito ninguna carta —interrumpió ella rápidamente—. Le he dicho a usted y le he dicho a míster Blagdon...

—Ya sé que usted no la escribió: pero quienquiera que la escribiera sabía que Keller le había pedido dinero a usted. ¿Pidió mucho?

Ella le indicó la cifra que necesitaba y T. B. silbó suavemente.

—Chantaje, sin género alguno de duda —comentó—. Ahora voy a hacerle otra pregunta desagradable: ¿Estaba usted en la alcoba de Keller la noche del incendio?

Ahora lady Arranways volvió la cabeza y le miró con gravedad.

—Sí —dijo.

—Y Lorney, ¿lo sabía? Él fue quien la salvó a usted y a Keller, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y no ha dicho nada? ¡Este individuo es un sportman!

—No sé por qué ha callado. Me ha dicho que por gratitud, pero yo apenas le he tratado con educación. Se ha portado admirablemente conmigo, y nada tiene que ganar con ello. Es difícil creer que un hombre pueda ser tan caballero...

T. B. se puso en pie de un salto, lanzando una exclamación, y se golpeó con el puño la palma de la mano.

—¡Naturalmente! ¡Éste es el eslabón que me faltaba!

Capítulo 20

Ella quedó maravillada, y lo demostró.

—No es nada. Siento de veras haberme conducido de un modo tan teatral; pero he estado moviéndome entre tinieblas, y ahora, de pronto, he visto la luz.

Señaló a un árbol muerto, cuyo tocón se alzaba lamentablemente entre los pinos jóvenes.

—¿Qué encontraría si metiera la mano en ese tronco vacío? —preguntó.

Ella quedó sorprendida ante la transición repentina.

—¿Qué querría usted encontrar?

—Unos cuantos botones— respondió él, y ella quedó pensando si sería simplemente una broma, o si ocultaba algo que era muy verdadero y muy desagradable—. Óigame, lady Arranways —le dijo, mientras volvían a la pradera del hotel—: quiero que se deje guiar por mí. Comprendo que esto parece una impertinencia, pero estoy seguro de que no se extraviaría si yo la guiase. No quiero que dé usted un solo paso ni se marche de este hotel sin consultarme. Si Blagdon la envía a buscar de nuevo, como puede ocurrir, y le hace una porción de preguntas, quiero que me diga usted luego en qué consistieron estas preguntas y qué fue lo que usted contestó. No sé si se descubrirá al asesino; si se le descubre, no seré yo el instrumento divino. Lo primero que hay que hacer es encontrar a su marido. ¿No tiene usted idea de dónde puede estar? ¿Puede usted explicar por qué se ha marchado?

Ella titubeó.

—Hay una especie de explicación... Le dijo a Dick que si resultaba que las cosas eran..., bueno, como él se las imaginaba, iba a desaparecer, porque no podría soportar...

La voz se le quebró en un sollozo. Con un esfuerzo logró serenarse.

—Estoy muy enamorada de Eddie —dijo en voz baja—. A usted podrá parecerle muy rara esta afirmación en las actuales circunstancias; pero lo cierto es que le quiero mucho, mucho.

Se llevó el pañuelo a los ojos, y cuando llegaron a la pradera había vuelto ya a calmarse.

—Pero no es esa la explicación, míster Collett, porque no estuvo en el hotel el tiempo suficiente para hacer más descubrimientos, si es que existían. Nadie pudo decirle nada que me perjudicara, ¿verdad?

T. B. eludió la respuesta. La explicación estaba mucho más a mano. Charles, el camarero, había ganado su dinero, había contado su historia; parte, acaso, verdad; pero la mayor parte pura invención.

—¿Era posible entrar en su habitación?

A esto contestó inmediatamente lady Arranways que ella misma había intentado entrar en el cuarto y no lo había conseguido. Sobre este punto insistió mucho.

—Es posible que miss Jeans repitiera lo que yo le dije: que había encontrado lo que iba buscando. ¡Pero esto fue una solemne mentira! No quise entonces dar explicaciones.

Collett estaba mirando el tronco hueco.

—¿Tiene usted un espejo? ¿Puede usted prestármelo?

Marie tenía uno en su bolso. T. B. se acercó al árbol, sacó del bolsillo una pequeña linterna eléctrica, la encendió y la mantuvo apuntando cuidadosamente hacia abajo. Luego usó el espejo e hizo una observación durante algún tiempo. Al parecer, no tuvo buen éxito, porque devolvió el espejo a lady Arranways.

—No hay nada..., al menos, nada que me interese grandemente.

—¿Ni siquiera botones? —preguntó ella, sonriendo.

—Ni siquiera botones —repitió él, moviendo la cabeza—. Y, precisamente, eso es lo que iba buscando: botones. Una pretensión absurda, ¿verdad?

Ella rió nuevamente; ella, que creyó que nunca volvería a reír.

—Míster Collett, si es usted tan inteligente como misterioso, debe de ser el cerebro más brillante de Scotland Yard.

—Lo soy —respondió él modestamente.

Mane, condesa de Arranways, había encontrado un nuevo amigo, y lo había hallado en el plano social más inesperado. Mistress Harris tenía pocos entusiasmos, pero le había entrado en la cabeza una breve asociación con la aristocracia. De esta última circunstancia Marie Arranways estaba, afortunadamente, ignorante. Ignoraba la valentía con que mistress Harris defendía en la cocina el derecho de las mujeres a amar conforme a los dictados de su corazón; pero encontró ligeramente alarmantes sus misteriosos golpes en la puerta y sus advertencias, aún más misteriosas, hasta que acertó a darles el valor apropiado.

Durante aquel día, la vida en El Escudo de Armas estuvo paralizada. Grupos de aldeanos curiosos y morbosos se paraban ante la entrada de coches, miraban ávidamente y encontraban satisfacción en su misma estupidez.

El superintendente encargado del asunto envió largos y confidenciales mensajes a su cuartel general, inspeccionó mediciones, interrogó a criados, huéspedes y al mismo míster Lorney.

—Este hombre —dijo John Lorney a T. B. Collett— acabará por volverme loco. ¿Qué diría usted que se le ha ocurrido? Quiere que le diga con exactitud la cantidad de licores y el número de cigarros que había en el bar al empezar la noche y cómo cuadraban con las cantidades que quedaban cuando se cometió el crimen.

—Usted no sabe lo que es un trabajo policíaco científico, Lorney —contestó T. B.—. Tenga usted la completa seguridad de que alguna mira se lleva el superintendente. No tiene vacía la cabeza. Después de todo, la materia necesita ocupar espacio.

Rennett había conseguido permiso para ir a Londres, y había salido en el tren de las nueve de la mañana. A T. B. le pareció aquella una concesión asombrosa, y en la primera ocasión preguntó al superintendente las razones que había tenido para dejar marchar a una persona que, por lo menos, era un testigo de importancia excepcional. Míster Blagdon se condujo con cortesía y respondió en tono de reproche. Dijo que aquello era cosa suya, y que no le gustaba la injerencia ajena. Hasta llegó a insinuar que sería muy satisfactorio para él y para las autoridades locales que también míster Collett regresara a la ciudad.

T. B. había dormido un poco y se encontraba muy fresco en todos los sentidos de la palabra.

—Tengo entendido que ha estado usted interrogando a miss Jeans, y creo necesario repetirle mi consejo. Esta señorita es absolutamente inocente, nada sabe del crimen ni de sus circunstancias, y me parece que mañana llegará a Sketchley su abogado. No irá usted precisamente por un camino de rosas si le ha hecho usted preguntas que no debería hacerle.

Míster Blagdon frunció el ceño.

—El hecho de que mande venir a su abogado da un poco que pensar, ¿no le parece? Para mí es bastante sospechoso. Las personas inocentes no quieren abogados. Esa muchacha tuvo una disputa con Keller por la tarde. A mi entender, pueden haber sido amantes. El camarero Charles Green dice que los ha visto juntos paseando por el bosque, cogidos de la mano...

—El camarero Charles Green es un embustero incorregible —comentó Collett—. Esta madrugada hablaba usted de detenerle porque le infundía sospechas. ¿Qué ha ocurrido para que ahora sea su hombre de confianza?

La dignidad de míster Blagdon no le permitió contestar.

Para T. B. Collett no fue aquél un día ocioso. Inició una persistente búsqueda que le llevó hasta cada uno de los linderos del terreno del hotel. Llegó a hacer excavaciones en lugares en que la tierra recién removida invitaba a la investigación. Había resuelto el enigma de las cejas, aunque para ello tuvo que hacer algunos gastos, pues pasó dos horas de aquella tarde en Guilford, telefoneando a sitios tan distantes como Suiza y Otawa.

T. B. tenía dinero, y no le importaba gastarlo en aquel caso, que había llegado a ser una obsesión personal. No le guiaba el deseo de mandar a nadie a la horca; le bastaba cualquier desenlace dramático que estuviese en armonía con su propia satisfacción y no estrictamente con los intereses de la justicia. Scotland Yard le había ayudado y ¡mimado mientras fue posible y en ello no hubo obstáculo alguno; pero...

—¡Por el amor de Dios, no invada usted las atribuciones de las autoridades locales, pues me darían un palmetazo que seguramente repercutiría en usted! —le dijo su jefe por teléfono.

Había en El Escudo de Armas un detective cuyas actividades ignoraban míster Blagdon y Collett. Era un aficionado, que había estudiado de cerca el crimen: era Charles Kluger Green. Charles era antisocial por naturaleza. La opinión que tenía Collett de él era acertada; no sentía deseo alguno de reformarse: tenía ansias de conseguir la vida más supremamente confortable a costa del menor trabajo por su parle. Había vivido siempre de un modo miserable, encontrando en la cárcel un alivio para todos sus problemas. Su mujer y su hijo no eran mitos, existían por triplicado. La primera vez se había sometido a las formalidades del matrimonio; pero en lo sucesivo encontró que aquello era un gasto y una molestia inútil.

Su educación reducida, su somera mentalidad y las limitaciones de sus oportunidades habían restringido su horizonte. Odiaba el oficio de camarero, porque había que trabajar bastante: había que levantarse temprano y hacer toda suerte de trabajos domésticos y serviles. Prefería el trabajo en asociación con otros: trabajo en cuadrilla, en presidio, en el taller, donde trabajaba uno cuando sobre él caía la mirada del vigilante y se entregaba sistemáticamente a la ociosidad cuando aflojaba la vigilancia.

Lejos de estar agradecido a John Lorney, odiaba a su patrón, que para él era la esencia de lodos los vigilantes, carceleros y capataces, concentrada en un solo individuo.

Tenía diez libras en el bolsillo y cerca de treinta escondidas en su habitación. Había aprendido en su oficio que los huéspedes más descuidados suelen echar de menos joyas y objetos de valor; pero rara vez notan la falta de dinero, si el que lo sustrae se contenta con tomar una pequeña cantidad de un lugar donde hay una suma grande. En una ocasión desapareció un broche. El alboroto que se armó con ocasión de esta pérdida le hizo pasar a Charles muy malos ratos, hasta el punto de que lo restituyó al lugar de donde lo había sustraído antes que llegara la Policía. Según su código, tenía derecho a robar aquel broche, porque la mujer que lo poseía no era mejor de lo que podía haber sido.

Pero aprendió la lección; sus raterías habían llegado a ser sistemáticas e inteligentes. Muchas personas raras llegaban a El Escudo de Armas a pasar el fin de semana, hombres con más dinero que sentido común, que jugaban al golf violentamente y bebían con no menor violencia. Con mucha frecuencia tenía Charles que ayudarlos a desnudarse y acostarse. En tales ocasiones hurtaba una libra aquí y otra allá; pero respetaba los billetes de Banco, porque éstos tienen números, cuya pista se puede seguir.

Estaba harto de su trabajo, ansioso de una oportunidad para gastar alegremente el dinero que había acumulado, y pocos días antes del asesinato había decidido ya abandonar El Escudo de Armas. Pero el incendio del palacio de Arranways le había proporcionado un pequeño capital adicional, y los acontecimientos que siguieron habían abierto nuevas perspectivas. Todo criminal es un chantajista; puede ser un salteador, un ratero o un estafador en gran escala; pero el chantaje tiene todas las preferencias porque ofrece los mayores rendimientos con el mínimo de peligro.

Míster Blagdon le había hecho ver su propia importancia; Collett, el peligro en que se hallaba. Dando vueltas al asunto en su no muy ágil cerebro, y teniendo presente el empleo de Keller (porque Charles había oído hablar de las tres mil libras exigidas por aquel hombre despiadado), había buscado una víctima apropiada.

Lady Arranways ocupaba una posición demasiado destacada. Charles se fijó en Anna, y cuando le sirvió el almuerzo en su habitación le insinuó que podía serle útil. Conocía el incidente del bosque. Blagdon también lo conocía, y, por tanto, el mundo entero lo sabía. Anna envió inmediatamente recados a John Lorney. Sus nervios estaban a punto de estallar y se condujo con el hotelero de un modo brusco, casi irrazonable.

—Siento mucho, señorita, que no pueda usted marcharse hoy, aunque no me parece posible que pueda hacerlo mañana —contestó Lorney casi humildemente—. Este Blagdon acabará por volvemos locos a todos, en su afán de que contribuyamos a la solución del misterio.

Ella le habló de la insinuación del camarero y esperó una explosión de cólera; pero Lorney respondió con calma y como no concediendo ninguna importancia al asunto.

—Yo no le haría ningún caso. Anda buscando el medio de ganar algún dinero.

Bajó a su despacho privado, mandó llamar a Charles y le interrogó con suavidad. El camarero quedó decepcionado.

—Estoy aburrido y harto de todo esto, míster Lorney, y me gustaría marcharme —dijo osadamente—. De todos modos, yo no he mentido en nada. No he hecho más que preguntar a la señorita si podía ayudarla en algo...

—¿Ayudarla a ir a presidio? Pero ¿es usted capaz de ayudar a alguien? —preguntó Lorney.

Charles se acercó a la puerta.

—Puede usted marcharse cuando le plazca. He hecho por usted todo lo que he podido; pero debería haber previsto qué clase de gratitud podía esperar de usted. Escúcheme, Green: en el curso del día ha ido usted dos o tres veces con cuentos a míster Blagdon. No sé qué chismes le habrá usted contado, pero no pueden ser más que mentiras. Si vuelve usted a molestar a esta señorita, o a lady Arranways, o a cualquiera de los huéspedes de este hotel, ¿sabe lo que haré con usted?

Charles había perdido todo el miedo. Quedó de pie ante su patrón, con aspecto más animal que humano.

—Usted podrá decir todo lo que quiera... —empezó.

No continuó. El puño de Lorney le golpeó con fuerza increíble bajo la barbilla y le tiró al suelo hecho un guiñapo. En un segundo, Lorney le levantó, cogiéndole de las solapas, y le arrojó sobre una silla.

—Tenga cuidado con lo que hace y dice, Green —le dijo en voz baja, que era casi un murmullo—. Puede marcharse mañana mismo.

Y le voy a decir algo más: antes que salga de El Escudo de Armas se lo registrará el baúl. Se han cometido pequeños robos en el hotel; no me pareció noble sospechar de usted; pero ahora no estoy dispuesto .1 dejarle marchar mientras no quede todo aclarado. ¿Me ha entendido? Pues ¡largo!

Abrió la puerta, levantó al camarero y, de un empujón, le echó al vestíbulo.

Collett fue testigo de la escena. Esperó hasta que Charles hubo desaparecido tras la puerta de servicio, y luego se acercó al mostrador y pidió un cigarro.

—¿Jaleo? —preguntó.

—Un poco. De todos modos, pensaba desembarazarme de él. ¿Cómo podría lord Arranways escoger a semejante rata para espiar a su esposa?

—Las personas celosas hacen cosas estúpidas. ¿Y a qué ha obedecido el jaleo..., quiero decir, eso de Charles?

Lorney negó con la cabeza.

—No, no he mencionado lo de las diez libras.

T. B. mordió el extremo del cigarro.

—No sé si he hecho bien en decírselo, pero me pareció que debería usted saberlo.

Lorney estaba de pie, rígido, con las manos apoyadas sobre el mostrador.

—¿Hasta cuándo va a durar esto?

Echó atrás la cabeza, y Collett adivinó que se refería al infatigable míster Blagdon.

—Precisamente ahora está durmiendo —contestó T. B.—. Yo creo que se irá mañana; pero no quiere marcharse sin llevarse a alguien esposado. ¿Comparte usted su teoría de que fue lord Arranways quien acuchilló a ese hombre?

—No. Si le hubiera matado, le habría abordado al paso con el cuchillo en la mano. Ese hombre puede ser asesino, pero no un fugitivo.

T. B. sonrió.

—Es usted un filósofo, Lorney. ¿Excluye usted también a lady Arranways?

—Esta señora no pudo cometer el crimen.

—Blagdon ha llegado a la conclusión definitiva de que fue ella. Esta tarde le estaba consultando al coronel Layton, jefe de la gendarmería, si convendría detener a su señoría; pero como ya le había hecho una consulta parecida sobre Rennett, no creo que el militar le haga mucho caso.

Lorney apoyó los codos en el mostrador y miró al detective.

—Supongo, míster Collett, que sentirá usted que no le hayan encargado del asunto.

Collett parpadeó dos veces antes de contestar.

—No, casi me alegro —dijo—. He descubierto en mí una fibra sentimental que, en estas circunstancias, me hace mucho más dichoso como observador.

Capítulo 21

Poco tiempo después volvió Charles, con un aspecto sorprendentemente humilde, que no parecía muy acorde con la hinchazón de su mandíbula.

—Siento mucho haberle molestado, patrón; pero es que este asunto del crimen me está crispando los nervios. Usted ha sido bueno conmigo y me ha tendido una mano, y mi mujer y mis hijos...

—No me hable de su mujer y sus hijos —cortó Lorney—. ¿Continúa usted pensando en marcharse mañana?

—No, señor. Aquí estoy muy cómodamente. Esta vida no se parece a la antigua. No he sabido lo que era paz hasta que he venido aquí, señor...

En la mente de Charles Green se había forjado un proyecto magno. Existe un refrán inglés que dice que tanto da perderse por una oveja como por un cordero, y es un aforismo que ha aumentado sensiblemente el volumen del crimen en todos los lugares del mundo donde se conoce y se cita tal refrán.

Charles padecía a veces la visión de un proceso de un juez antipático, que hablaba de baja ingratitud y recargaba la sentencia hasta ponerla a tono con su indignación. Había conocido en El Escudo de Armas una nueva vida, una vida que nunca había comprendido. Había visto a distancia hombres y mujeres con dinero y joyas suficientes para mantenerle a él durante el resto de su vida. Nunca hasta entonces había estado tan cerca de aquella gente afortunada. Había visto que el mundo era un lugar de espléndidas posibilidades, y este descubrimiento le había deprimido al principio porque no encontraba medio alguno de escalar la muralla que le separaba del brillante palacio de la felicidad.

Y he aquí que llegaba un momento en que cesaba la vida normal de El Escudo de Armas, y en que hasta las horas de acostarse y levantarse, que Lorney había observado a rajatabla, habían llegado a ser períodos indefinidos.

La limpieza del despacho de Lorney formaba parte de sus obligaciones. El mitigado hotelero le mandó llamar después de comer para limpiar el polvo. Era la oportunidad que Charles no se había atrevido a esperar. Trabajó febrilmente hasta terminar su trabajo legítimo. El cajón inferior del burean estaba cerrado; quiso abrirlo dos veces, pero no logró moverlo. El cajón estaba forrado de acero y asegurado con una cerradura patentada, y contenía muchos objetos útiles y, por tanto, valiosos: la llave de la gran caja empotrada en la pared, por ejemplo, a menos que Lorney la guardara ya en aquel cofre fuerte secundario.

En una ocasión anterior, Charles Kluger Green había lanzado sobre la caja una mirada de envidia. En ella depositaban sus tesoros las damas enjoyadas que venían a pasar el fin de semana, y desde el viernes hasta el lunes Lorney tenía alquilado a un hombre de la aldea que montaba la guardia en el salón durante las noches desde la hora del cierre del establecimiento hasta la de apertura. También había allí dinero; Charles había visto fajos de billetes y una caja negra charolada que, probablemente, contenía objetos de mayor valor.

No era inteligente, pero tenía la astucia de los hombres de su índole. Aquella tarde estuvo hablando largamente con míster Blagdon, y el genial superintendente, que estaba predispuesto a confiar en él, oyó con atención la voluble historia que el camarero le refirió.

—Pero si sabe usted dónde está lord Arranways —dijo Blagdon—, ¿por qué no me da su dirección? Yo me pondría en comunicación con él.

—No puedo, señor. Ha ido a un sitio donde usted no puede alcanzarle.

—Pero habrá leído los relatos de este crimen. Todos los periódicos de la noche han hablado de ello.

Precisamente había a mano uno de ellos. La información estaba adornada con el retrato de míster Blagdon.

Charles movió la cabeza.

—Está en un sitio donde no puede ver un periódico, señor.

Míster Blagdon le miró con severidad.

—Supongo que sabrá usted que puedo obligarle a decirme dónde está.

—Nada me importa lo que pueda usted hacer, señor. Yo soy un pobre hombre, con unos antecedentes muy malos. Estoy tratando de reformarme por mi mujer y mis hijos; pero ni por todo el oro del mundo traicionaría yo a su señoría, después de lo que ha hecho por mí.

Tenía que hacer una insinuación. Míster Blagdon la consideró favorablemente y prometió recibir a Charles al cabo de una hora.

Collett, testigo de estas idas y venidas del camarero, estaba intrigadísimo. Intentó sonsacar a Blagdon, pero el super se mostró más reservado que nunca y bastante hostil. Precisamente antes de cenar, Blagdon recibió instrucciones definidas y mandó recado a lady Arranways de que se presentara en su despacho. Tenía al lado un taquígrafo, y Marie Arranways fortificó sus nervios para la prueba. Y una prueba resultó ser, porque Blagdon, haciendo caso omiso de todos los cánones que rigen los interrogatorios de las personas sospechosas, entró en materia de un modo brutal. Conocía todo lo que era necesario saber de sus relaciones con Keller, y había recitado esto cuando ella se levantó de la silla en que había estado sentada.

—No puedo continuar aquí —dijo—. No tiene usted derecho a lanzar contra mí esas acusaciones.

—Eche la llave a la puerta, Simpson —dijo míster Blagdon.

—Si hace usted eso, gritaré.

—Tengo orden de interrogarla y voy a cumplirla.

Blagdon, congestionado, no intentó disimular el animal irracional que era en el fondo. Sonó el golpe de la cerradura de la puerta. Marie Arranways cogió una silla y la estrelló contra el balcón. Dick, que estaba en la pradera, se acercó corriendo, y antes que llegara al balcón se le adelantó Collett.

—¡Si no se marcha usted, le mandaré detener! —aulló Blagdon.

Por toda respuesta, Collett metió la mano por el cristal roto, descorrió la falleba y abrió las maderas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Este hombre me ha insultado... —dijo incoherentemente Marie—. Mandó echar la llave a la puerta...

—¡Por Dios vivo, Collett; le juro que si se mezcla en mis asuntos, le mandaré detener!

El superintendente había perdido por completo la cabeza y nunca como en aquel momento estuvo a merced del hombre que le contemplaba serenamente.

—Llévese a su hermana. Y usted puede retirarse.

Hizo una señal al funcionario policíaco.

—Busque al sargento Raynor y al sargento Clarke —jadeó Blagdon.

—Tendrá usted que sentirlo si los llama —replicó secamente Collett.

Cuando Simpson hubo salido, añadió:

—Pero ¿qué es lo que ha hecho usted, solemne majadero? ¿No comprende que se ha jugado el destino y que esto le va a costar muy caro?

—¡Esa mujer es la criminal!—gritó Blagdon—. Por eso escapó Arranways. Sabía que su esposa era culpable y huyó para atraer sobre sí las sospechas. ¡Ella le acuchilló! Ella entró en la habitación de su marido y sacó la daga. No crea que he estado perdiendo el tiempo, Collett. He tenido una conversación con miss Jeans, que vio a esta mujer justamente antes del crimen. Ella le dijo que iba a la habitación de su marido a coger algo. Este algo era el cuchillo.

Collett se le quedó mirando.

—Ese cuchillo nunca estuvo en la habitación de su marido.

Blagdon abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Quién le ha contado esa paparrucha? ¿Es uno de los cuentos de hadas que se trae embotellados el camarero? ¡Oh Dios! ¡Y usted se llama policía!...

Oyó ruidos de pasos en el exterior. Simpson había cumplido la orden de Blagdon. Los sargentos, con casco, irrumpieron en la terraza y quedaron al lado del balcón, esperando instrucciones y mirando hostilmente a Collett.

—¿Va usted a mandarme detener? —preguntó éste—. Muy bien, hágalo. He venido aquí a impedirle hacer una tontería. No lo he conseguido; pero ahora tiene usted una oportunidad de acabar su trabajo.

Ceñudo, Blagdon despidió a los tres hombres, que se marcharon desilusionados.

—Le he dado una oportunidad, Blagdon —prosiguió Collett—. Vuelva usted a Guilford y empiece allí sus investigaciones. Ha comenzado usted mal y ha seguido todas las direcciones, excepto la verdadera.

—¿Conoce usted al criminal? —preguntó el otro.

—Sí, conozco al criminal... Por lo menos, estoy completamente seguro de conocerle, o conocerla, según el caso. Supongo que ello no le satisfará si no le dejo esta escapatoria.

Blagdon midió a grandes pasos la habitación, con las manos en los bolsillos. Continuaba rojo de furia, pero también estaba un poco asustado.

—Si estuviéramos en América, hace muchas horas que estos sujetos me habrían declarado la verdad.

Collett sonrió.

—No estamos en América, y aun en este caso no habría usted descubierto la verdad. Tiene usted ideas anticuadas.

—Yo leo los periódicos americanos...

—Eso me sorprende. Pero si usted los lee, entonces se tratará de ejemplares de hace diez años. Pero, bueno, vamos al asunto, Blagdon, y yo intentaré ayudarle. ¿Qué le ha estado contando este infernal presidiario?

El hombre estaba ya más calmado.

—Me niego a discutir la cuestión con usted, míster Collett. Haré un informe de su conducta.

—Primero hará el suyo lady Arranways. No se haga usted ilusiones respecto a este punto. No puede usted gastar esas bromas a una mujer que tiene probablemente una docena de amigos en el Parlamento. Si ella se queja, está usted perdido, Blagdon. No sabe usted lo que son esos individuos de Westminster cuando les da por molestar a un ministro. Lo mejor que puede usted hacer es decirme exactamente lo que quiere saber; yo veré mañana a esa señora y le traeré una declaración escrita y firmada.

Blagdon no accedió.

Collett le vio paseando por el vestíbulo después de la cena, le abordó amistosamente y fue rechazado con brusquedad. No trató nuevamente de interrogar a lady Arranways.

Por consejo de Collett, Marie pasó la mayor parte del tiempo con Dick Mayford, y como Dick y Anna Jeans eran inseparables, formaron una partida de tres y pidieron que les sirvieran la cena en la habitación de lady Arranways. Cosa extraña, Charles no protestó contra aquel suplemento de trabajo; estuvo muy deferente, dio prolijas explicaciones sobre la lista de vinos y se diferenció tanto del agrio camarero que había sido siempre, que Dick lo notó.

Cuando estaba sirviendo el segundo plato, Marie recordó algo.

—Dígale a míster Lorney que saldré para Londres mañana por la mañana muy temprano, y le ruego que esté levantado, porque tendré que sacar mis joyas de la caja.

—Sí, milady —contestó Charles.

—Fue suerte que pudiera usted salvarlas del fuego —observó Anna.

—Estaban en el cofre de la biblioteca y no sufrieron en absoluto —contestó Marie—. Eddie quiso mandarlas al Banco, pero debió de olvidársele la cuestión.

Charles cerró a medias la puerta y quedó fuera escuchando; pero no se habló más de las joyas, ni, lo que era más importante, se citó su valor. Había olvidado aquel botín, y su proyecto llegó a convertirse en una verdadera obsesión, porque Blagdon le había enviado un recado accediendo a la sugestión que el camarero le había hecho por la tarde.

Todo era cuestión de saber calcular el tiempo. La oportunidad vendría a las nueve y veinticinco. Había en el comedor más personas que de ordinario, pues de Guilford habían venido algunos funcionarios, entre ellos el jefe de Blagdon, hombre de pelo gris que, según dedujo Collett, no profesaba el menor cariño a su subordinado.

—Ha tenido usted una agarrada con el Rojo, ¿verdad? —le preguntó el coronel Layton durante los pocos minutos que T. B. tuvo occisión de hablarle.

—Algo ha habido de ello, coronel —contestó Collett—. Es un hombre muy testarudo.

El coronel suspiró.

—Yo quise hacer intervenir a Scotland Yard; pero tenemos en esto condado una Delegación de Policía. ¿Sabe usted la Delegación de Alcantarillas de Policía? Se parece mucho a la Delegación de Alcantarillas de un Ayuntamiento, con la diferencia de que no sabe nada de alcantarillas. Nos hallamos ante un crimen muy complicado, y yo estoy preocupado porque mañana tenemos que dar una batida por todo olí bosque de Sketchley y explorar las cuevas para dar con el espectro de ese viejo. No es idea mía, Collett; lo ha sugerido un brillante cerebro de la Delegación de Policía. Yo no soy más que un jefe de la gendarmería, y nunca tengo ideas.

En aquel momento apareció míster Blagdon, y se cambió la conversación con habilidad. Cuando Blagdon estuvo a solas con el jefe de la gendarmería, le dijo:

—Espero, señor, que no se habrá usted explayado mucho con Collett. Es un hombre arrogante y muy celoso, como le he explicado por teléfono. He telefoneado a dos miembros de la Delegación de Policía, y estos señores aprueban todo lo que he hecho, o más bien lo que habría hecho si este caballero no se hubiera metido en medio. ¿Ha telefoneado usted al jefe de la gendarmería de Scotland Yard con lo que le dije?

—Espero que no pretenderá usted someterme a un interrogatorio, ¿verdad? —preguntó fríamente el coronel.

La referencia a la Delegación de Policía había sido demasiado intencionada por su ecuanimidad. Míster Blagdon se excusó. Se consideraba como el sucesor del departamento que dirigía el coronel. Era un secreto a voces la falta de cordialidad en las relaciones entre la Delegación de Policía y el coronel.

—He tomado mis medidas para aclarar definitivamente este misterio y sacar a Arranways a la luz. Estoy absolutamente convencido de que es el criminal...

El coronel escuchó con paciencia. Cinco veces en el decurso de aquel día había tenido que oír al superintendente decir que estaba igualmente convencido de que el criminal era sucesivamente Rennett, Anna Jeans, John Lorney y lady Arranways. Tuvo la consideración de no hacer ver a Blagdon las contradicciones en que incurría.

—Es algo arriesgado lo que está usted haciendo. No tengo yo igual seguridad de que no estemos invadiendo el terreno de Scotland Yard. No podemos enviar a la metrópoli funcionarios de Policía...

—No envío más funcionarios de Policía que el conductor del coche —dijo Blagdon triunfalmente—. Y supongo, señor, que a este camarero no le llamará usted funcionario policíaco.

Cuando el último comensal hubo salido del vestíbulo y ocupado uno de los asientos vacantes, Charles llegó a ser una figura de actividad febril. Llamó a la puerta del despacho de Lorney.

—¿Puedo hablar con usted un momento, señor?

Lorney estaba sentado ante su mesa, volviendo la espalda al camarero. Charles cerró la puerta tras de sí y miró el reloj de sobremesa que había en la chimenea, y que marcaba entonces las nueve y veinte.

Cinco minutos después salió el camarero, y con igual cuidado volvió a cerrar la puerta. Llevaba bajo el brazo lo que a Collett le pareció una cajita de laca, y el detective se preguntaba adonde la llevaría cuando desapareció tras la puerta de servicio.

Vio a Blagdon sacar el reloj y fruncir el ceño. Había en la atmósfera algo eléctrico, una tensión que Collett, sensible a tales fenómenos, percibía sin comprender. Y, sin embargo, nada especial ocurría en aquel momento: lo culminante, pensaba T. B., acaecería por la mañana, antes que Blagdon se marchara. Porque sin género alguno de duda, no saldría de El Escudo de Armas sin llevar consigo un preso de cualquier clase.

Se acercó al asiento que ocupaba el coronel.

—¿Habrá fuegos artificiales esta noche, coronel? —preguntó.

—No sé —contestó Layton—; el Rojo tiene algún plan disparatado, pero no puedo decir en qué consiste. Por lo menos, no afecta a ninguno de los que están presentes en este momento.

Luego miró a Collett con curiosidad.

—¿No lo siente usted también? —preguntó—. ¿Una especie de sensación de que va a ocurrir algo muy gordo?

Collett asintió.

Con el rabillo del ojo, Blagdon había vigilado la conferencia, y se acercó luego apresuradamente a los conversadores. Por naturaleza, nunca podía ver a dos conocidos hablando sin pensar que estaban diciendo algo denigrante de él.

—Ahora ya no me importa decírselo, Collett. Esta noche tendrá aquí a Arranways. Esto será una sorpresa para usted.

—¿Dónde está? —preguntó T. B.

Míster Blagdon, que lo ignoraba, movió juiciosamente la cabeza.

—No estoy preparado para decírselo. Está en Londres..., no exactamente en la zona de la Policía metropolitana —añadió apresuradamente, previendo complicaciones—, y le tendré aquí a las once y cuarto.

—Nunca se me había ocurrido que estuviera en el país —comentó T. B.

—¿Cómo podría haber salido?—replicó el otro desdeñosamente—, Los puertos están vigilados, se ha avisado a los garajes...; es humanamente imposible que pueda haber salido de Inglaterra, y...

T. B., que no le perdía de vista, vio que abría desmesuradamente los ojos. Estaba mirando a la puerta. Y tenía motivos para quedarse estupefacto, porque lord Arranways estaba en pie en el pórtico, mirando a los presentes y quitándose los guantes con la mayor tranquilidad.

Capítulo 22

En tres zancadas, Blagdon se puso a su lado.

—Soy el superintendente Blagdon —dijo sin preámbulos—, y estoy dirigiendo las investigaciones relacionadas con el asesinato de un hombre llamado Keller.

Arranways le miró de arriba abajo.

—¿De veras? —preguntó fríamente—. Entonces le interesará saber que yo he venido a hacer algunas indagaciones relacionadas con el asesinato de un hombre llamado Keller.

Vio a T. B. y le saludó de lejos.

—Usted es míster Collett, ¿verdad? Me han dicho que estaba usted encargado del asunto...

—Míster Collett no está encargado del asunto. Soy yo quien tiene el control completo —dijo con voz fuerte míster Blagdon—. Lord Arranways, le requiero para que explique por qué abandonó usted esta casa la noche pasada, y dónde ha estado usted el día de hoy.

Lord Arranways sonrió con suavidad.

—Es muy difícil explicar por qué salí de El Escudo de Armas; pero, en cambio, es muy fácil decirle dónde he estado. He ido a París. Salí en avión para allí esta mañana temprano, y he regresado también por vía aérea a última hora de esta tarde.

Blagdon le miró atónito.

—Eso es imposible. Ha estado usted en Londres. Telefoneó usted a Charles, el camarero...

Lord Arranways juntó las cejas.

—¿Está usted seguro? —preguntó lentamente—. Ignoro por completo el hecho, y no he estado en Londres.

Formaban un pequeño grupo cerca de la puerta. Los otros hombres que ocupaban el vestíbulo se habían alejado discretamente, comprendiendo la seriedad de la pequeña conferencia.

—Tengo motivos para creer que ha estado usted en Londres el día de hoy —dijo Blagdon, pero con menos confianza—. Conferenció usted con el camarero, que está ahora camino de Londres en un automóvil de la Policía para entrevistarse con usted.

—¡Diablos del infierno!

Era T. B. Collett.

—¿Ha enviado usted a ese hombre en un coche de la Policía?

Miró a su alrededor.

—¿Dónde está Lorney?

Le llamó por su nombre, pero no recibió respuesta T. B. Collett levantó la tapa del mostrador, atravesó el bar y quiso abrir la puerta del despacho privado de míster Lorney. Estaba cerrada.

—¿Está usted ahí, Lorney?

Aguzó el oído y oyó un gemido. Collett retrocedió unos pasos, tomó carrerilla y golpeó la puerta con un hombro. La puerta se abrió. La habitación estaba a oscuras, pero había en el bar bastante luz para permitir ver la figura caída sobre la mesa, con la calva cabeza surcada de hilitos de sangre.

Collett llamó a Blagdon, y entre los dos sacaron al vestíbulo al inconsciente Lorney y le depositaron en el suelo, metiendo un almohadón debajo de la cabeza. Tenía una cortadura dentada en el cráneo, y no era posible de momento comprobar si era aquélla su única herida.

T. B. vio que tenía los bolsillos vueltos del revés.

Corrió al despacho y encendió la luz. Le bastó una mirada para conocer lo ocurrido. La puerta de la gran caja empotrada en la pared estaba abierta, y la caja vacía. Charles Kluger Green había empezado su gran aventura.

El médico que había acompañado al coronel a Sketchley hizo al herido un minucioso reconocimiento.

—No hay conmoción —dijo, y se aplicó a curar la herida.

Antes que terminara su labor, Lorney recobró el conocimiento y la primera cara que vio fue la de Marie Arranways.

—Sus joyas, milady... —dijo trabajosamente.

—No se preocupe ahora por eso —interrumpió ella—. ¿Quién le ha herido? ¿Charles?

—Creo que sí. Oí su voz, y luego ya no recuerdo lo que siguió.

Hablaba con mucha dificultad; le latía dolorosamente la cabeza, y cuando le ayudaron a ponerse en pie se le aflojaron las piernas como a un hombre ebrio.

El médico quería mandarle acostar inmediatamente, pero él se negó con toda la energía de que fue capaz.

Blagdon contemplaba malhumorado al herido. Luego, con un gesto de desesperación, se volvió a su jefe.

—El más listo de todos nosotros se equivoca alguna vez —dijo—. Ahora no tengo la menor duda de que este maldito camarero fue el que le asesinó.

—¿Dónde está?—preguntó Collett—. ¿Adónde le llevaba el coche de la Policía?

Blagdon reflexionó y se rascó la barbilla.

—El caso es que... exactamente no lo sé. Iba a Londres, a un lugar de la nueva carretera de Kent. Le dije al conductor que obedeciera ciegamente las órdenes del..., del...

No encontraba un adjetivo que aplicar al fugado camarero.

T. B. sonrió sarcásticamente.

—De modo que, en resumen, puede ir a donde mejor le plazca. Tiene a su disposición un automóvil rápido y un conductor experto para cumplir sus órdenes...

Lorney, sentado en una butaca mientras el doctor completaba su vendaje, sintió que una mano suave se deslizaba bajo su palma, y al abrir sus cansados ojos vio a Anna.

—Estoy terriblemente apenada.

Él le dio unas palmaditas amistosas en la mano.

—Y ¿por qué?

Anna le miraba con asombro.

—No lo sé. Es decir, sí lo sé.

Miró significativamente al médico.

—Se lo diré... cuando estemos solos.

Se le habían llenado de lágrimas los ojos, y se dibujaba en su rostro una expresión que Lorney nunca había visto y que le emocionó: tremendamente.

Blagdon era en cierto modo un hombre eficaz. La central telefónica funcionó activamente. Al cabo de un cuarto de hora se había notificado a todos los puestos de Policía la orden de detener al automóvil policíaco; pero, con gran sorpresa del superintendente, no había noticias de su paso. Debía atravesar dos o tres pueblos en su camino hacia Londres, y los agentes locales que prestaban servicio en las calles no le habían visto pasar. Blagdon ensayó por otros caminos. Podría ser que el camarero se dirigiera a la costa. Tampoco allí fue más afortunado.

—Es singular. No lo entiendo.

Era casi patético ver el modo como, en su asombro, recurría a T. B,

—Hay una cosa extraña, Collett. Tampoco se ha visto al joven míster Mayford, que muy amablemente salió en su propio coche en persecución del camarero.

T. B. miró alrededor.

—¿Dónde está lord Arranways? —preguntó.

—Ha subido con su esposa. ¿Quiere usted hablar con él? Parece que no se ha enterado del crimen hasta esta tarde, al leer los periódicos franceses. Dice que iba camino de Turquía.

Se pasó la mano por la cabeza.

—Todo es culpa mía. Pedí a Scotland Yard que vigilaran los puertos y los garajes. Quise pedirles también que vigilaran los aeropuertos, creo que se lo dije a usted; pero se me olvidó. No se puede estar en todo, míster Collett. Especialmente en un caso como éste...

T. B. le dio una palmada en la espalda.

—Efectivamente, no se puede estar en todo —dijo, y si había algo sutilmente ofensivo en esta observación, míster Blagdon no lo notó.

Habían llevado a John Lorney al saloncito, y le habían acostado confortablemente en el sofá. Anna, por algún motivo, expresó el deseo de estar con él. Allí la encontró Collett cuando entró, y acercó una silla al sofá y se sentó al lado del herido.

—¿Tenía usted muchos valores en esa caja negra? ¿Dinero?

Lorney tardó en contestar.

—Alrededor de mil libras. Siempre me gusta tener a mano algún efectivo; no se sabe cuándo puede hacer falta.

Hablaba despacio, haciendo gestos de dolor. Collett fingió ignorar la expresión de censura en la mirada de Anna y preguntó.

—¿Algo más?

Lorney movió despacio la cabeza.

—Sí —contestó—. Había algo más: un documento que yo no habría querido que él viera.

—Y que tampoco convendría que viera nadie, ¿eh? —preguntó Collett.

—No, no convendría, aunque, realmente, ahora ya no me importa tanto.

Collett miró alternativamente a Lorney y a Anna, y sonrió.

—¿Cómo llegó ella a saber... lo de las cejas?

Lorney no contestó directamente.

—¡Ojalá nunca hubiese llegado a saber...!

—¿Por qué? —preguntó Anna en voz baja.

Lorney echó atrás la cabeza y dio un respingo, señalando a T. B.

—Está enterado —dijo la muchacha.

De nuevo sonrió Collett.

—Estoy muy poco enterado, como míster Blagdon. Pero conjeturo mucho. Hasta querría que se me contagiara la enfermedad de Blagdon, y descubriera que, realmente, no sé nada en absoluto.

Quería interrogar a Arranways, pero no movido por la curiosidad. Había llegado a un punto en que la curiosidad estaba casi totalmente satisfecha. Al día siguiente iba a hacer una indagación judicial, y aquel crimen tomaría un nuevo aspecto, y se resolvería por los síes y los noes de testigos inciertos y poco dignos de confianza. Y casi todo dependería de que se llamase o no a lord Arranways a declarar. Su esposa declararía seguramente, porque ella había encontrado al hombre asesinado. A Arranways acaso le llamasen para que dijera que el cuchillo era de su propiedad. Charles era un testigo importante, y no estaría disponible.

Collett paseó por el salón, esperando la aparición de lord Arranways. Era Marie quien le había monopolizado.

—¿Quieres subir un minuto a mi cuarto, Eddie? —le había dicho.

Eddie se encaminó escaleras arriba detrás de su mujer.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó ella cuando estuvieron en su habitación.

—He leído la noticia del crimen y, naturalmente, me he apresurado a volver —contestó él.

—¿Por qué?

Él la miró pensativo. Parecía que había envejecido desde la última vez que Marie le había visto; pero había envejecido de un modo extrañamente benévolo. El tono de su voz no era ya frío ni cáustico; su saludo cuando la vio en el vestíbulo había sido cordial y acompañado de una sonrisa.

—Yo te lo diré —contestó al fin—. He vuelto porque pensé que tú habías matado a ese hombre. Todavía sigo creyéndolo posible.

Ella se lo quedó mirando aterrada. Pero antes que pudiera replicar, él continuó:

—Y si esto era cierto, naturalmente, yo tenía que volver, porque me consideraría a mí mismo responsable. Dime: ¿le mataste tú?

Ella negó con la cabeza, y él exhaló un profundo suspiro.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó Eddie—. No he vivido desde que leí el periódico.

—Debería haberle matado —dijo ella después de una pausa—. Tú lo sabes, y sabes por qué. No temas que me muestre ahora hipócrita, Eddie. Fue mi amante: ésta es la horrible verdad. Tú lo sabías, ¿no es cierto?

Eddie asintió gravemente.

—Fue una especie de locura, pero ni siquiera esto excusa mi traición. Acabé por odiarle... Quiso recurrir al chantaje, pero no fue éste el motivo. Ha muerto. ¡Me alegro de que haya muerto!

Hubo un largo silencio.

—¿Recaen sospechas sobre ti, Marie?

—No lo creo. Bueno; ese Blagdon es un animal. Se le metió en la cabeza al principio, y puede que todavía lo crea.

Marie escudriñó el rostro de su marido.

—Estoy verdaderamente arrepentida, Eddie. No quiero que me perdones, en el supuesto de que te inclines al perdón. Lo que querría es retroceder a la época anterior a nuestro trato con él, y esto es imposible —se encogió de hombros.

Él intentaba decir algo, algo que era muy difícil de expresar en palabras.

—Ahora no me preocupa eso..., quiero decir tus relaciones con

Keller. Uno tiene momentos horribles de imaginación, pero yo he llegado hasta pasar por encima de ellos. La responsabilidad es exclusivamente mía, según mí...

Se interrumpió de pronto.

—Cuando hayas olvidado todo esto, ¿volverás a empezar... conmigo?

Marie no daba crédito a sus oídos. Eddie vio cómo el pecho le subía y le bajaba en una respiración entrecortada, y la cogió por ambas manos.

—Estoy verdaderamente arrepentido —dijo, repitiendo las palabras de ella—. ¿Querrás probar de nuevo?

—Creo que no me atreveré —contestó Marie, negando con la cabeza.

—Ya sé lo que piensas —dijo él, sonriendo—. Piensas en mi vanidad, en mi fatuidad, en mi afectación. Creo que no podré desembarazarme de ellas en seguida; pero ¡ayúdame! Después de todo, crees que me debes algo: ¿te parece bien pagarme así?

Marie asintió. Él la besó en la mejilla.

—Ahora bajaré y le contaré mi historia a ese individuo de cara roja, a ese Blagdon. Creo recordarle.

Míster Blagdon no estaba visible. Se encontraba en mangas de camisa, en la pequeña cabina del teléfono, vociferando su escepticismo a algún colateral.

—¡Por fuerza tiene que haber pasado! ¡Estarían ustedes durmiendo! ¿Pueden haber tomado alguna otra carretera? Averígüelo y llámeme por teléfono.

Cuando salió de la cabina, con la chaqueta al brazo y limpiándose con la mano el sudor de la cara, fue abordado por un agente que prestaba servicio a la puerta del hotel, por la parte de fuera.

—¿Quién? ¿Mayford? ¿Dónde está?

Como una tromba salió al pórtico. Dick Mayford estaba sentado ante el volante de su auto. En el asiento de atrás estaba tendida una figura gemebunda. Blagdon reconoció inmediatamente al conductor del automóvil de la Policía.

—Sáquenle con cuidado —dijo Dick—. Creo que tiene una pierna rota, o, por lo menos, terriblemente magullada. Me ha costado media hora meterle aquí dentro; pero no podía dejarle abandonado en la oscuridad.

Media docena de hombres levantaron al inconsciente chófer y le condujeron al interior del hotel.

—¿Y el otro, Charles Green, el camarero?

—No sé. No me habló de él. Lo único que dijo antes de perder el conocimiento fue que se le rompió el volante. Él salió despedido...

—Pero, entonces, ¿dónde está el coche?

Dick señaló atrás con el pulgar.

—No me he preocupado de él. Además, no he visto el menor rastro.

—¡Santo Dios!—exclamó con voz trémula Blagdon, y repitió esta frase a intervalos—. ¡Busquen a míster Collett!

Era la primera confesión de sumisión.

Acudió T. B. y se le explicó la situación.

—¿Estaba muy lejos?

—No más de una milla. En el bosque de Sketchley, cerca de la carretera que conduce a Landale.

—¿El camino de la presa?—preguntó rápidamente Collet—. Entonces creo saber lo que le ha ocurrido al coche... y a Green.

Seis hombres se apelotonaron en el auto de Dick, y el vehículo salió en la oscuridad de la noche. Había recorrido más de una milla, cerca de dos, cuando Dick aflojó la marcha. La carretera daba una vuelta muy rápida, y en aquel punto había ocurrido el accidente. Un árbol derribado, contra el que había chocado el coche de la Policía, indicaba a la vez la causa y el sitio del desastre. Los dos potentes focos del auto de Dick mostraron un gran boquete en la cerca que corría paralela a la carretera. Al otro lado de la valla el terreno descendía en suave declive al principio, bruscamente después.

—Tengan cuidado —advirtió el coronel Layton—. Más allá hay una presa muy profunda.

El coche siniestrado, al patinar, había abierto un surco en la tierra, tronchando un pino joven y destrozando una segunda cerca, como si fuera de papel.

—No vayan ustedes más adelante —dijo Collett—. Estamos al borde de la presa. ¿Cómo podremos bajar, coronel?

Entonces, Blagdon, por primera vez en muchos años, resultó útil. Él guió a la partida por un estrecho sendero en zigzag, y pronto llegaron ante una plácida extensión de agua que quedaba dominada por el muro vertical de la presa. No era necesario perderse en conjeturas. A dos o tres metros del acantilado se veían las ruedas traseras del automóvil, que sobresalían del agua.

—Por aquí solía haber una almadía —dijo Blagdon, y se internó por la espesura de la maleza en su busca.

Le oyeron gritar, y acudieron a donde estaba. Había encontrado la vieja almadía, y estaba soltándole la cadena. No había remos, pero con la ayuda de un bastón pudieron gobernar la balsa contra la pared de la presa, y después de cinco minutos de prudentes movimientos tropezaron con la masa negra.

La parte delantera estaba sumergida en el agua; sobresalían la mitad de las ruedas traseras y la parte posterior de la carrocería. No se veía el menor vestigio de Charles, el camarero.

—Hay algo que flota allí —dijo T. B., señalando.

Era un objeto negro, alargado, que pudo ser atrapado después de unos minutos de probaturas. Resultó ser la caja que Collett había visto bajo el brazo del camarero cuando éste salió del bar. Era muy ligera, y cuando la agitó T. B. no oyó más que ruido de papeles.

—Afortunadamente para míster Lorney, es impermeable al agua y al aire. Porque supongo que será suya.

Proyectó sobre la tapa la luz de su linterna. Las iniciales blancas J. L. confirmaron lo que había dicho.

—Nada puede hacerse —dijo Layton, que exploraba el agua con la punta de su bastón—. No hay nadie en el asiento del conductor ni cerca de él. Si este Green no ha escapado, está probablemente en el fondo. Voy a mandar aquí a mi gente, y dentro de un par de horas dragaremos la laguna.

Subieron a la carretera y emprendieron el regreso a El Escudo de Armas. Fue T. B. quien restituyó la caja a su dueño.

—Las joyas deben de haberse perdido. Indudablemente, se las guardó en el bolsillo. Vea si sus documentos están intactos, míster Lorney.

—Entonces me hará usted el obsequio de descerrajarme el cuarto cajón de mi bureau. Allí guardo una llave de repuesto... Green se llevó todo lo que tenía en el bolsillo. ¡Ah! Espere un momento.

Se llevó la mano al bolsillo interior del chaleco y sacó una llavecita.

—Abra el cajón con esta llave.

Collett abrió el cajón indicado y sacó un llavero. Lorney se sentó en el sofá, y con mano temblorosa aplicó una llave a la cerradura de la caja. En el interior había un fajo de billetes, sujetos con una goma, y debajo un sobre blanco grande.

—¿Qué va usted a hacer con esto? ¿Destruirlo?

Lorney miró a la muchacha, y ésta negó con la cabeza.

—No; si es mi partida de nacimiento, no. Quiero alguna otra prueba de mi identidad, además del hecho de que tengamos exactamente las mismas cejas.

Collett los miró alternativamente. Conocía perfectamente el hecho de que un rasgo de la fisonomía humana que se repetía de generación en generación es el carácter, el color y el dibujo de las cejas. Al hacer la comparación, T. B. no dudó un momento.

—Su hija, ¿eh?

—Mi hija —contestó Lorney.

Su voz tenía cierta dureza; su rostro expresaba una firme decisión. Repentinamente miró al detective.

—A usted, ¿qué le parece, Collett? ¿Es lamentable que se haya enterado de ello, o es una cosa buena? ¿Han encontrado ustedes a Charles? —preguntó bruscamente.

Había oído hablar del accidente a uno de los agentes que quedaron en el hotel mientras los demás salían en el coche de Dick.

—No; no hemos encontrado a Charles, y seguramente no le encontraremos vivo.

—¿Es conveniente que ella se haya enterado? —volvió a preguntar Lorney.

—Así lo creo —T. B. había tomado una resolución—. Si lo deja usted a mi decisión me parece muy conveniente.

Capítulo 23

Míster Rennett y míster Collett cenaron juntos en Londres la noche anterior a la salida de Rennett para América. Cenaron en un reservado, porque ambos habían convenido en franquearse mutua

mente, y porque ambos eran hombres cumplidores de la ley, que tenían un deber con respecto a la sociedad; y como hasta entonces habían evitado voluntariamente el cumplimiento de este deber, necesitaban cada cual el apoyo moral del otro.

Pero es más que probable que el verdadero motivo de aquella cena fuera que ninguno de los dos conociera todo el asunto, y que esperaran, cambiando confidencias, llenar ciertas lagunas atormentadoras.

—Usted y yo deberíamos estar en presidio —dijo T. B.—; en particular, usted, porque es usted más viejo que yo y, por tanto, más sabio, y también porque es usted americano y, por tanto, más inteligente.

El camarero se había retirado después de servirles el café. Los dos hombres estaban sentados uno enfrente del otro, con los codos apoyados en el mantel y saturando el ambiente con el humo azul de sus cigarros.

—Usted pretende ofenderme, pero me niego a darme por ofendido —contestó Rennett—. Le puedo contar la primera parte. Bill Radley, por otro nombre John Lorney, y Boy Barton, por otro nombre Keith Keller, fueron condenados en Australia por robo con escalo. Bill era un experto ladrón, lo mejor que había en su clase; un hombre que jamás llevó una pistola, y, en la medida en que se le puede aplicar esta descripción, un ladrón de gran respetabilidad.

—Efectivamente, por tal le tengo —murmuró Collett.

—Escaparon juntos. Barton llegó a América, después de intentar traicionar a su compañero. Radley eligió Inglaterra. Radley es un hombre de carácter. Sabía que lo más probable era que continuara siendo un criminal durante toda su vida, y cuando tuvo una hija, su esposa murió al darla a luz, por lo que resolvió educarla en la ignorancia de la identidad de su padre. Parte del producto de sus robos pasó a constituir un capital dotal para la muchacha. A medida que prosperaba, iba aumentando este capital. Anna Jeans Radley fue educada en el seno de una honorable familia canadiense, en la creencia de que sus padres habían muerto, y que Lorney era un antiguo amigo de su padre o de su tío, no sé a punto fijo. Lorney contrató a un abogado de Londres para que vigilara los intereses de la joven. Este abogado sabía algo de la verdad. Lorney le dio instrucciones en el sentido de que cuando la muchacha creciera la enviase a El Escudo de Armas para que le viera.

—Está usted anticipando los acontecimientos —dijo Collett—. ¿Cómo adquirió el hotel?

—Es que no soy cuentista. Todo lo que sé es que cuando Radley llegó a Inglaterra tenía algún dinero; probablemente lo tenía oculto. Con objeto de llevar una vida respetable, compró el Escudo de Armas, que estaba en minas, pagó el primer plazo y se instaló en él. Pero el edificio necesitaba continuamente reparaciones. Era un censo perpetuo. Cuando llegaba el vencimiento de los plazos, Radley no podía pagarlos. Y, desesperado, recurrió nuevamente al robo. Fue el ladrón más adelante conocido con el nombre del Viejo. Cuando se difundió por toda la comarca la leyenda del Viejo, pensó que sería buena idea ponerse una barba, aunque sólo fuera para asustar a la gente que pudiera atravesársele en el camino. El resto lo conoce usted. Robó vajilla, la ocultó en El Escudo de Armas y estaba a punto de convertirla en efectivo cuando cambió repentinamente su suerte. Jugó en las carreras y ganó cuarenta mil libras. Yo oí hablar de estos robos, y como había estado estudiando los métodos de los dos hombres desde la tragedia de mi pobre hija, llegué a la conclusión de que este Viejo debía de ser Radley, y si Radley estaba aquí, Boy Barton no podía andar lejos. Vine y descubrí que, efectivamente, se trataba de Radley. Más tarde encontré a Barton, por accidente. Radley había empezado a devolver los objetos que había robado; a propósito; los huesos del verdadero Viejo se encontraron en la laguna de la presa cuando la dragaron para encontrar a Charles Green...; pero de esto ya está usted suficientemente enterado. Una de las cosas que más me intrigaron a raíz del incendio de Arranways fue el interés que puso Lorney en proteger el buen nombre de lady Arranways.

—Muy sencillo —interrumpió Collett—. Ella le había salvado la vida cuando desvió la mano de su marido en el momento en que éste iba a disparar contra el Viejo. Creo que la gratitud es una de las virtudes de Lorney. Continúe:

Rennett miró tristemente el mantel; sus pensamientos no debían de ser muy agradables.

—Luego vino Boy Barton —dijo por fin—. Para Lorney debió de ser un encuentro molestísimo, porque el reconocimiento fue mutuo. Barton se dio cuenta de la situación, y empezó el chantaje contra su antiguo socio, dándole un cheque de diez mil libras que le pidió le cobrase. Lo peor fue que también empezó a hacer el amor a la hija de Lorney, y ésta era la única cosa sagrada ante los ojos de John Lorney. Barton sabía el secreto. Era un buen fisonomista, y dijo a Lorney que sabía que Anna era su hija. Lorney decidió acabar con este hombre, y de un modo definitivo. Pero todo lo que sigue lo sabe usted tan bien como yo.

—Arranways había dejado olvidado uno de sus cuchillos —dijo Collett—. Lorney lo encontró; yo lo vi en sus manos. Dijo que iba a volverlo a dejar en la habitación de su señoría, y bajó por la llave. Yo sabía que lord Arranways se había marchado a Londres con la llave en el bolsillo, por lo que el movimiento de Lorney era una evasiva. Lo que hizo cuando estuvo fuera de mi vista fue guardar el arma en un bolsillo muy largo que tenía dentro de la chaqueta, y volvió a colgar la llave en el tablero. El segundo indicio fue para mí saber que Keller murió al dar las once y media. Un minuto después de estas campanadas, Lorney estaba ante la puerta de la habitación de Keller, y, al parecer, hablándole. En aquel momento Keller debía de haber muerto ya. Por tanto, Lorney debió de matarle. Probablemente subió sin ninguna idea criminal, vio al hombre en la terraza, separándose del balcón de la alcoba de su hija, y le mató en la misma terraza. Tenía sangre en las manos. Más tarde recordé que cuando bajó tenía las manos metidas en los bolsillos. Después nuestro brillante amigo Blag- don encontró uno de estos bolsillos manchados de sangre cuidadosamente cortado y abandonado como un rastro para despistar a la Policía. Debía de haber manchas de sangre en la ropa de Lorney. Si me hubieran encargado a mí de las primeras pesquisas no podría haberle salvado; habría tenido que enviar la ropa al análisis y se habría descubierto la sangre. Pero a Blagdon no se le ocurrió esto, y por la noche, durante el período de confusión que siguió a la llegada de Blagdon (y, créame usted, ¡aquello fue un desorden terrible!), Lorney se cambió de ropa, cogió el traje viejo, le arrancó los botones, a fin de que no los encontraran e identificaran en las cenizas, y después de rociarlo con petróleo le prendió fuego. Aún no he logrado descubrir los botones. Y ésta es, a mi entender, la historia completa de la conspiración de dos eminentes detectives para librar a un asesino del fallo de la justicia.

—Casi completa —corrigió Rennett—. Y hablando de la justicia, hay algo poético en el hecho de que Blagdon esté empeñado en demostrar que el asesino fue Charles Kluger Green.

—Con ello no le perjudica —dijo Collett—. Ha muerto. Lo mismo que Blagdon; al menos para mí.

Alzó la copa de licor y la hizo chocar con la de Rennett.

—A la salud de nosotros —dijo míster Collett—, los hombres más inteligentes de los dos hemisferios. ¡Por lo menos, respondo de ellos!


Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
Leído 23 veces.