El Hombre del Antifaz Blanco

Edgar Wallace


Novela



Capitulo I

Miguel Quigley poseía conocimientos profesionales de mucho valor acerca del mundo del hampa, por sus relaciones con topistas, timadores, profesionales de la falsificación, artistas de la estafa, cuenteros del tío, manipuladores del sobre, descuideros y carteristas. Sin embargo, Máscara Blanca era para él una incógnita. No era de extrañar, porque nadie le conocía, de modo que Miguel se reservaba para más adelante el placer de trabar relación con él. Pronto o tarde cometería alguna equivocación y daría pábulo a las actividades del reportero.

Miguel se trataba con casi todo el mundo en Scotland Yard, tuteándose con los principales comisarios. Había realizado excursiones dominicales con Dumont, el verdugo, cuidándole durante sus ataques de delírium tremens. La habitación de Miguel estaba decorada con fotografías que ostentaban firmas de expríncipes, campeones de pesos pesados y damas destacadas en la vida de sociedad. Podía anticipar como se conduciría una persona normal o un individuo desordenado en cualquier circunstancia concreta. Pero su experiencia personal le había fallado lastimosamente en el caso de Janice Harman. Aunque podía citar algunos precedentes.

El que una joven con tres mil libras de renta anual y sin ninguna clase de compromisos de familia (puesto que era huérfana) aspirase a desempeñar alguna actividad útil en la vida, decidiéndose por el cargo de enfermera en una clínica de un barrio del este de Londres, le resultaba perfectamente comprensible; no era la primera joven que había emprendido ese camino, llevada de sus sentimientos humanitarios, y la única diferencia que observaba en Janice era que no se había cansado, como casi todas, de su filantropía.

Era encantadora, aunque Miguel no consiguiese nunca señalar en qué consistía precisamente su encanto. Tenía una dulzura singular en la mirada y sus labios eran rojos y denotaban una gran sensibilidad; tal vez se adivinaba esa misma cualidad en su cutis. Miguel estaba siempre sumido, a propósito de ella, en un mar de dudas. Lo único que sabía fijamente era que sería capaz de pasarse las horas muertas contemplándola, que no aspiraba más que a seguir mirándola toda su vida.

Una sola de sus cualidades le traía desasosegado: sus exagerados sentimientos maternales. Miguel no sabía cómo salvar aquella sima que los separaba con los veintisiete años que él había cumplido.

Ella tenía sólo veintitrés; pero ya le había repetido muchas veces que una mujer de veintitrés años era, por lo menos, veinte años más vieja que un hombre de la misma edad. A pesar de lo cual, se puede ser a los veintitrés años afectuoso o cruel. Una noche le refirió Janice algo que hizo que la vida perdiese para él todos sus encantos. Fue una noche en que fueron a cenar al Howdah Club. Miguel había cobrado aquel mismo día.

Ya para entonces tenía él noticias de su romántico corresponsal. Había hecho a sus expensas más de un chiste mordaz, se había dado por culpa suya a todos los diablos, había acabado por estar harto de aquel juego. Empezó aquella correspondencia de la forma más inocente. Cierto día llegó al piso que ocupaba la señorita Harman en Bury Street una carta en la que se le suplicaba tuviese la amabilidad de poner al firmante en relación con una anciana niñera suya que estaba pasando por una situación muy apurada. Esto ocurría a los pocos meses de haberse alistado en la clínica del doctor Marford, hecho que dio materia a un periódico para referir la edificante historia de una «riquísima señorita de nuestra buena sociedad» que había consagrado su vida a practicar la caridad. La carta venía de África del Sur y estaba acompañada de cinco libras que el firmante deseaba hacer llegar a manos de su anciana niñera, si Janice lograba averiguar su paradero, debiendo, en caso contrario, ser destinadas a un donativo para la clínica en que trabajaba.

—¿Y si este individúo estuviese preparándole un timo? —preguntó Miguel.

—¡Qué tontería! —replicó Janice, burlona—. Como usted es un pobre reportero de sucesos criminales, se le antoja que todo el mundo es un bandido.

—Y no me equivoco —contestó Miguel.

Lo que supo Miguel con diez días de retraso fue la llegada a Inglaterra de aquel extranjero desconocido, Janice le llamó y le pidió que la invitase a cenar: tenía algo muy importante que comunicarle.

—Miguel, es usted uno de los más antiguos amigos míos y no puedo menos de ponerle al corriente de lo que me ocurre.

La señorita Harman hablaba presa de gran excitación.

Miguel la escuchaba aturdido.

—Quiero presentárselo. Tal vez no encuentre usted en él nada de extraordinario; pero yo he tenido siempre la certidumbre…, producida por sus cartas, claro está…, de que le han ocurrido terribles aventuras en las soledades africanas. Me va a costar un gran dolor separarme del doctor Marford… No habrá más remedio que decírselo…

Hablaba con incoherencia, con ligeros síntomas de histerismo.

—Permítame que razone un poco, Janice. Me esforzaré por olvidarme de que la amo a usted y de que sólo aguardaba para decírselo a que me subiesen el sueldo.

Miguel se expresaba con voz firme. No vibraba en su voz el más pequeño asomo de emoción. Parecía animar con ello a Janice a que le mirase. Pero Janice miraba obstinadamente en otra dirección.

—No se trata de nada extraordinario. Sé de otros casos como éste. Una joven cualquiera empieza a cartearse con un hombre, a quien ni de vista conoce. Las cartas se van haciendo cada vez más amistosas, más íntimas. La imaginación teje una novela alrededor de la persona del corresponsal. Viene después la presentación y ocurre una de estas dos cosas: o sufre una desilusión o se enamora de él. Me han contado casos de matrimonios que han resultado muy felices y que empezaron así. También me han referido casos de los otros. Me resisto a creer en la verdad de lo que acaba de contarme; pero es evidentemente cierto. No sé qué decir ni qué hacer.

En aquel momento echó de menos en la mano de Janice un objeto: una sortija de rubíes, formando un óvalo muy alargado, que llevaba siempre desde el día en que la conoció.

Ella se dio cuenta de lo que andaban buscando los ojos de Miguel y escondió la mano con disimulo.

—¿Qué ha hecho de su sortija? —preguntó bruscamente.

Janice se había puesto colorada; la pregunta estaba de más.

—La he…; pero ¿qué le importa a usted eso?

Miguel respiró profundamente.

—Importar…, no me importa nada; pero soy curioso. Será solamente cambio de presentes, ¿no en eso?

Decididamente, Miguel era aquella noche muy impertinente.

—Se trata de una sortija mía y no admito que me someta a un interrogatorio quien carece de títulos para ello. Está usted insoportable.

—¿De veras? —contestó su interlocutor, haciendo con la cabeza un gesto lento de asentimiento—. Claro que debo de parecerle insoportable y no tengo títulos para ello ni para nada. Renuncio pues, a preguntarle qué es lo que ha recibido a cambio del anillo. Un collar de abalorios, tal vez…

Al escuchar estas palabras, que Miguel había dejado caer como inadvertidamente, experimentó Janice un brusco sobresalto.

—¿Cómo lo sabe usted? No; es un collar de mucho valor.

El joven clavó en Janice una mirada larga y penetrante.

—Es preciso que yo tantee a ese individuo, Janice.

La joven miró, por fin, a Miguel a la cara y se asustó. Se asustó, no por él, sino por ella misma.

—¿Que usted le tantee? ¿Qué significa esa palabra?

La sonrisa de Miguel intentó suavizar lo que había de ofensivo en sus palabras.

—Quiero decir que conviene que yo tome algunos informes sobre su persona. Nadie compra un caballo sin antes tantearlo.

—Pero aquí no se trata de ninguna compra. Es rico, posee dos granjas agrícolas.

Hablaba Janice con despego. Su voz tenía inflexiones que delataban su secreto enojo.

—¡Tantearlo!… Para que, como siempre, acabe usted por descubrir que es un criminal; y si no lo descubre usted, lo inventará, que para eso le ha dado Dios una imaginación tan fértil. ¡A ver si resulta que es el mismísimo Máscara Blanca! Me parece que este bandido es una de las creaciones suyas.

Miguel no pudo retener un gemido lastimero. Pero aquel nombre le deparaba una excusa para desviar aquella conversación, que ya le sacaba de quicio.

—Máscara Blanca no es invención mía. Es una persona de carne y hueso. Pregúnteselo a Gasso.

El esbelto maitre d’hótel estaba junto a su mesa. Miguel le hizo señas de que se acercara.

—¡Ah! ¡Vaya si existe Máscara Blanca! Aun que nada sepa de él ese cuerpo inútil que ustedes llaman Policía. Que se lo pregunten a mi pobre amigo Bussini, al que le ha arruinado su restaurante.

En efecto, en el restaurante de Bussini fue donde apareció Máscara Blanca en las primeras horas de la madrugada. Se puso al lado de la señorita Ángeles Hillingcote y la aligeró de la carga de seis mil libras esterlinas que llevaba en joyas, antes que los concurrentes al baile cayesen en la cuenta que el individuo de la máscara blanca no era precisamente un bailarín ataviado con disfraz de fantasía. Fue cosa de uno o dos segundos, y se esfumó. Un guardia que estaba de servicio en un ángulo de Leicester Square vio pasar por delante de él, a toda velocidad, un hombre que guiaba una «moto». Ésta fue vista más tarde en los diques; iba en dirección al Este. Fue aquélla la tercera aparición y desde luego, la más aparatosa de todas las que Máscara Blanca hizo en el West-End de Londres.

—Mis jefes están inquietos… ¿Quién no lo estaría en su caso?

Se veía que Gasso se había contagiado de la nerviosidad de sus jefes.

—Por suerte, son gente muy culta… —cortó de golpe el hilo de la frase y se quedó mirando fijamente hacia la puerta de acceso de la sala—. ¡Qué imprudencia! —exclamó, precipitándose al encuentro de aquel huésped molesto.

Se trataba de una dama rubia que se hacía llamar Dolly de Val. Con este nombre la había bautizado un agente de películas que tenía una exuberante imaginación, pensando, con muchísima razón, que era más sonoro que el de Ana Guth, nombre que había llevado en sus días de miseria. Como actriz era bastante mediana; se olvidaba de las instrucciones del director de escena, y cuando todas las segundas tiples, alineadas a pocos pasos de la boca del escenario, alzaban garbosamente la pierna derecha, daba ella una patadita con la izquierda, o viceversa. Y muchas veces, ni siquiera estaba en la fila. Pero esto no era obstáculo para que gustase a mucha gente, como lo demuestra el hecho de que se hiciese muy rica en unos cuantos años, invirtiendo una gran parte de su fortuna en joyas montadas sobre platino. De ahí le vino el mote de Dolly la de los Diamantes, con que era conocida en los cabarets de moda londinenses.

Los gerentes de esta clase de establecimientos empezaron a mostrarse recelosos a raíz del caso Hillingcote, y en cuanto Dolly se hacía reservar una mesa se apresuraban ellos a pedir ayuda, por teléfono, a Scotland Yard. El inspector Mason, que tenía a su cargo el control de la sección C, pero que ocupaba un destino superior en la Dirección general, solía destacar una pareja de detectives, trajeados como caballeros en plan de juerga, pero oliendo a policías desde una legua. Iban al club nocturno o al cabaret que Dolly la de los Diamantes pensaba deslumbrar aquella noche, y se sentaban cómodamente en el vestíbulo, o hacían furtivas incursiones al despacho del director para apurar un vaso de cerveza.

Pero ocurría a veces que Dolly no avisaba de antemano lo que pensaba hacer, y asomaba deslumbradora por las puertas del cabaret escoltada por algunos buenos mozos. No había más remedio que hacer sitio entre el apretujamiento de la concurrencia para colocar una mesa en algún lugar absurdo, cosa que hacían los camareros demostrando gran entusiasmo. Realmente, parecían querer decir, no había sitio más cómodo que aquél en todo el salón.

Aquella noche entró en el Howdah Club sin hacerse anunciar, y Gasso, que era meridional e incapaz de dominarse, alzó sus brazos hacia el techo, decorado profusamente de cupidos, y masculló una sarta de frases italianas que parecieron al público, que sólo entendía el inglés, un desborde de romanticismo.

—¡Que no hay sitio!… ¡No diga usted idioteces, Gasso! ¡Cómo no va a haber sitio! Nos colocaremos dondequiera, ¿verdad, muchachos?

Y no hubo más remedio que colocar una mesa cerca de la puerta. Se sentó Dolly y empezó por pedir sopa Juliana y pollo a la Maryland.

—No estoy tranquilo viéndola sentada en este sitio, mi querida señora —murmuraba Gasso con muestras de alarma—, con esa valiosa colección de joyas… Miss Hillingcote…, ¿se acuerda usted?… Fue una cosa catastrófica… Entró el individuo de la máscara blanca y…

—¡Oh Gasso, cierre usted el pico! —exclamó Dolly cortándole la palabra—. Y para terminar tomaremos coupe Jacques y café…

Los bailarines rusos habían ocupado el cuadrilátero e iniciaban el mutis después de ser llamados a escena tres veces consecutivas.

* * *

—¡Ea buena moza!… Vaya aligerando…

Dolly vio que sus acompañantes se ponían lívidos, y dio media vuelta en su asiento.

En la puerta de entrada se erguía un hombre envuelto en un gabán negro que le llegaba a los pies, y en la tela blanca que le cubría el rostro sólo asomaban los ojos por dos agujeros cortados en ella.

Una de sus manos, enguantada, empuñaba una pistola automática: la otra mano, desnuda, se alargó en dirección a Dolly.

Se oyó un clic, y el largo collar de brillantes que adornaba la garganta de Dolly desapareció. El miedo la tenía paralizada, y sólo vio que aquel raudal centelleante se hundía en el bolsillo de la máscara blanca.

Los hombres se habían levantado de las mesas, las mujeres lanzaban chillidos y la orquesta se había apelotonado en un impulso cómico de terror.

—¡Seguidle! —aulló una voz. Pero ya la máscara blanca se había evaporado, y los lacayos que, al verle llegar, habían salido disparados, agazapándose donde pudieron, abandonaron su refugio.

—No se mueva de aquí. Yo la sacaré dentro de un momento.

Miguel hablaba imperiosamente; pero Janice le oía como si le hablase desde muy lejos, como si le oyese entre sueños.

—La acompañaré hasta su casa, de paso para mi periódico. ¡Pero no se me desmaye, si no quiere que le pegue!

—No me desmayaré —murmuró ella temblando. La sacó de allí antes que llegase la Policía y tomó un coche.

—Ha sido una cosa terrible. ¿Quién puede ser él?

—No lo sé —contestó Miguel con sequedad; y sin transición, le hizo esta pregunta—: ¿Cómo se llama ese romántico enamorado suyo? No me lo ha dicho nunca.

Los nervios de Janice estaban a punto de estallar. Le hacía falta un latigazo así para que reaccionase a impulsos de su indignación, sobreponiéndose al miedo.

Miguel Quigley aguantó, impasible, sus improperios.

—Apuesto a que es un mozo bien parecido: no un feo pelirrojo, de cara de esparto, como soy yo.

Esto lo dijo Miguel con verdadera rabia.

—¡Dios! ¡Y cómo ha perdido usted la cabeza, Janice! He de entrevistarme con él ¿Dónde vive?

—Usted no hará eso —exclamó la joven a punto de llorar—. No le diré dónde se hospeda, y ¡ojalá que no le vuelva a ver a usted nunca más en la vida!

Rechazó la mano que Miguel le tendía para ayudarla a descender del coche, y ni siquiera contestó a sus «buenas noches».

Miguel Quigley, con la desesperación en el alma se dirigió a su Redacción en Fleet Street y desató en las cuartillas su rencor, poniendo su pensamiento en el bello y romántico extranjero sudafricano cada vez que vituperaba a Máscara Blanca.

Capitulo II

Para salir del paso al retratar a Janice Harman, bastaría con decir que era un producto de su generación. Había heredado las eternas características de la feminidad; pero había crecido en un ambiente de libertad desconocido en aquellas épocas ceremoniosas, en que, detrás de los rostros juveniles de las bellas herederas, se alzaban las tétricas y esclavizadas figuras de sus guardianes.

Janice había llegado a conseguir la independencia de la vida casi sin que se diera cuenta de ello; a los diecisiete años tenía cuenta corriente en el Banco a nombre suyo, y perdió toda sensación de los lazos de la disciplina al salir de la tutela de la venerable directora de la escuela en que se educó.

El único pariente que había conocido era un tío, solterón empedernido. Su cariño hacia su sobrina se manifestaba de una manera espasmódica y curiosa. Le pasaba una pensión espléndida y solía enviarle regalos tan costosos como inútiles el día de Navidad y el de su cumpleaños, aunque solía acordarse, sin excepción, de esta última fecha con un mes de retraso. Murió el tío en un accidente de automóvil, y las tres segundas tiples que iban en el «auto» con él se salvaron de aquel percance sin otra cosa que el susto consiguiente. Janice se vio entonces joven y rica.

El difunto tío había nombrado albacea testamentario a un amigo, sin otros títulos para merecer su confianza que estar reconocido como la persona más entendida en cuestiones de caza. Era también una de las pocas capaces de beber, con los ojos vendados, media docena de vasos de Oporto y decir sin equivocarse nunca de qué cosecha era cada uno.

Janice salió de la escuela con un código de valores morales y de ideales muy elevados, al que se mantuvo leal toda su vida. Tenía en su habitación un cuadro con el retrato del príncipe de Gales, y comulgaba una vez al año.

A los dieciocho años le parecían todos los hombres héroes o malvados; a los diecinueve empezó a descubrir la categoría intermedia de hombres a quienes no había que admirar ni que temer. A los veinte, los contrastes de luz y las perspectivas habían cambiado, y empezaron a tomar forma y relieve los tipos de hombre de personalidad menos brillante y acusada.

Donald Bateman correspondía al tipo ideal de sus primeros años. Su hermoso rostro y atlética conformación despertaban en Janice un eco de sus entusiasmos de colegio. Era la novela y la aventura el recipiente animado en que estaban atesoradas todas las cualidades del hombre perfecto. Era encantador en su modestia (a decir verdad, todas estas virtudes no pasaban de ser deducciones que ella hacía), adorable por su robusta personalidad y por su buen humor, por su manera infantil de encarar las cuestiones de dinero y por su ingenuidad.

Daba por buenos los juicios y apreciaciones que ella emitía acerca de las personas y de los acontecimientos, con lo que ella experimentaba un sentimiento de superioridad verdaderamente delicioso.

Había otro aspecto en que realmente le agradaba: sólo una vez se había sentido cohibida ante él. Fue cuando, en su segunda entrevista, él la besó. Janice se sintió invadida por un absurdo malestar, que no debió de pasar inadvertido para él, porque no repito el experimento. No olvidó nunca que su conocimiento mutuo era de lo más superficial, y jamás salió de sus labios la palabra «amor». Lo cual no obstaba para que hablase de su boda y de su hogar y de las maravillas del África del Sur, donde iban a establecerse. Janice llegaba hasta a discutir de una manera general el problema de la educación de los niños. Era una fisura de hombre lleno de vida, deliciosamente juvenil.

Durante toda la mañana había estado preocupada a causa de él, y entraba a tomar su servicio por la tarde en el mismo estado de ánimo. La última vez que se habían visto pudo observar en él síntomas de abatimiento.

—¿Le ha llegado ese dinero? —le preguntó Janice, sonriente.

Sacó él la cartera y retiró de ella dos billetes flamantes. Janice vio que eran de cien libras cada uno.

—Ha llegado esta misma mañana. He retirado estos centenares de libras por si los necesito de improviso. No me gusta andar en Londres sin dinero. ¿Sabe una cosa, cariño? Que de no haberme llegado el dinero esta mañana no habría tenido más remedio que pedirle que me hiciese un préstamo. Y ¿qué iba a pensar de mí entonces, vida?

Janice volvió a sonreírse. ¡Qué estúpidos eran los hombres en estas cuestiones de dinero! Ahí estaba, por ejemplo, Miguel. Ella hubiera querido que se comprase un «auto» pequeño, y llegó a ofrecerle su ayuda monetaria para facilitar la operación. Rechazó su ofrecimiento casi con grosería.

Donald tomó asiento, encendió un cigarrillo y envió hacia el techo una nubecilla de humo.

—Y ¿cómo estuvo esa cena?

Janice hizo un ligero mohín.

—Nada más que regular.

—Su oficio es reportero, ¿verdad? Conozco yo un reportero del Cave Times, que es un excelente muchacho…

—No; la culpa de que la fiesta no acabase bien no fue de Miguel —le interrumpió ella en un rasgo de lealtad—. Nos aguó la noche un enmascarado que penetró en el club.

—¡Oh! Ahora caigo… —dijo, abriendo mucho los oíos—. ¿Máscara Blanca en el Club Howdah? Lo he leído en los periódicos de la mañana. ¡Lastima no haber estado yo allí! ¿Qué clase de hombres son los de aquí, que le dejaron marchar con el botín? Si hubiese yo estado al alcance de su pistola, uno de nosotros dos habría quedado allí. Lo que ocurre es que a los ingleses les asustan las armas de fuego. Lo sé por experiencia propia…

Y refirió un suceso ocurrido en el campamento de un buscador de minas, allá en Rodesia. Ni que decir tiene que su persona no quedaba en mal lugar.

Estaba sentado cara a la ventana. Mientras contaba su historia pudo Janice examinar escrutadoramente sus facciones; no para encontrar defectos, sino para darles su incondicional aprobación. Tenía más años de los que al principio había ella creído; tal vez cuarenta. Se veían algunas pequeñas arrugas alrededor de sus ojos y otras más pronunciadas en las comisuras de su boca. Ella no ignoraba que su vida había sido dura y azarosa. Después de pasar hambre y sed en el desierto de Kalahari, de yacer solitario y sacudido por la fiebre en las orillas del río Tuli y de encontrarse, sin armas y abandonado por los indígenas que transportaban su carga, en la zona oeste de Massikassi, donde se encuentra uno a cada paso con un león, no es cosa fácil exhibir un rostro terso y fresco. Podía verse todavía, debajo de su barbilla, la cicatriz indeleble que deja la terrible garra de un leopardo.

—En los tiempos actuales, vivir en África es como vivir en Bond Street —y no pudo retener un suspiro al decirlo—. Se ha esfumado aquel misterio que antes la rodeaba. No creo que haya quedado un león para muestra entre Salisbury y Brilawayo. En mis buenos tiempos solían tumbarse en mitad de los caminos…

Janice habría estado escuchándole las horas muertas; pero la esperaba su trabajo, y así se lo dijo.

—Iré a buscarla y la acompañaré hasta casa. ¿Cuál es la dirección de la clínica?

Ella le explicó exactamente dónde quedaba Tidal Basin.

—Y ¿qué clase de persona es ese doctor Marford?

—Es un encanto de hombre —contestó Janice con sincero entusiasmo.

—Pues nos lo llevaremos a El Cabo —dijo, haciéndose eco del entusiasmo de Janice—. Será fácil conseguirlo. Hay allí tarea abundante para un médico, sobre todo si quiere cuidar a los niños negros. Si logro comprar la granja que linda con la mía, podríamos transformar su casa habitación en una especie de sanatorio para convalecientes. Es uno de esos caserones irregulares, estilo holandés, y como mi casa es muy bonita no sabría qué hacer con la otra.

Janice no pudo contener la risa.

—Diga usted más bien, Donald, que lo que tiene es hambre de tierras. Voy a tener que escribir pidiendo datos acerca de esa propiedad tan apetecible.

Donald frunció el entrecejo.

—¿Tiene usted algún amigo en El Cabo?

Janice asintió con un movimiento de cabeza.

—Conozco a un joven que vive allí, un colegial de Rhodes; pero no le he escrito desde que se marchó de Inglaterra.

—¡Cuidado! —dijo Donald, poniéndose bastante serio—. A los extranjeros que van a comprar tierras les sacan el jugo. Hágame caso. No se valga nunca de un agente para comprar tierras en África del Sur: la mitad de ellos son unos ladrones y la otra mitad un hatajo de inútiles. En el caso de esas tierras de Paard, allí está situada la granja de que le he hablado, hay un dato que no falla. Su valor se duplicará en un par de años, porque están construyendo un ferrocarril que pasará a través de ellas, justamente en los linderos de mis actuales tierras. Si yo pudiera disponer de sumas importantes de dinero, invertiría hasta el último céntimo en comprar tierras.

Y continuó explicando a Janice cómo los bóers, que son los mayores terratenientes de aquel país, son gente de lo más sospechosa, y que los ingleses salen siempre perdiendo en sus transacciones con ellos.

Volvió a sacar sus dos billetes de cien libras, recreándose en el suave crujido que producían al apretarlos.

—¿Por qué no los deposita usted otra vez en el Banco?

—Me gusta palparlos —dijo alegremente—. Estos billetes ingleses son tan pulcros y limpios…

Metió nuevamente la cartera en el bolsillo y de repente, la cogió de los dos brazos. Janice vio brillar en sus ojos una llama desconocida para ella hasta entonces. Se quedó sin aliento y un poco asustada.

—¿Para qué vamos a esperar más? —murmuró con voz ahogada—. Yo puedo obtener un permiso especial para casarnos. Dentro de dos días podríamos salir para el Continente en viaje de bodas.

Janice logró desasirse, y con gran sorpresa, se dio cuenta de que estaba trémula y de que la perspectiva de una boda inmediata la llenaba de terror.

—Eso no puede ser —contestó rápidamente—. Yo estoy siempre atareadísima, y no debo dejar mis trabajos de la clínica a medio acabar. Además, Donald, ¿a qué vienen de pronto esas prisas? Usted me tiene dicho que no quería casarse hasta dentro de unos meses.

Donald la miró sonriente.

—Estoy dispuesto a esperar meses y años.

Luego prosiguió con volubilidad:

—Lo que no puedo retrasar más tiempo es el almuerzo. Vamos allá.

Janice disponía de media hora solamente para estar en su compañía; pero él le prometió llevarla aquella noche a comer, para lo cual iría a buscarla. Esta perspectiva no despertó en ella ninguna sensación anticipada de placer. Janice se decía a sí misma que estaba enamorada de él. Tenía todas las perfecciones que ella había deseado en un hombre. Pero ¿casarse? ¿Casarse inmediatamente? Janice movió la cabeza.

—¿Qué dice usted que no con la cabeza? —preguntó Donald.

Habían entrado en el restaurante Bussini. Como no era todavía la una de la madrugada, la sala estaba solitaria. Ellos dos solamente.

—Estaba pensando… —empezó a decir Janice.

—¿En mi granja? —le interrumpió Donald con una mirada escrutadora—. ¿No? En mí, entonces.

Janice le hizo de pronto esta pregunta:

—¿En qué Banco tiene usted su cuenta, Donald?

La pregunta le cogió completamente de sorpresa.

—¿En qué Banco? Pues… en el Standard Bank… Bueno; no es precisamente el mismo Standard Bank, sino uno de sus afiliados. ¿Por qué me lo pregunta?

Los móviles de la pregunta de Janice no podían ser más honrados y filantrópicos; pero por nada del mundo los habría revelado en aquel momento.

—Algún día se lo diré.

Janice creyó ver en la expresión de la cara de Donald síntomas evidentes de molestia, y en poco estuvo que no revelase su secreto.

—La cosa no tiene importancia alguna. Donald.

Fueron juntos en el «auto» de Janice hasta Tidal Basin; pero no aceptó Donald el ofrecimiento que aquélla le hizo de servirse del «auto» para regresar al centro de Londres, alegando que el intenso tráfico de esta ciudad le ponía nervioso. No dejó de alegrarse Janice de que hubiese algo en Londres que inspirase respeto a Donald Bateman.

Éste regresó en un «taxi», y se pasó la tarde en el despacho que tenía en la City, una agencia de viajes, compulsando los itinerarios del Continente. Hubiera querido quedarse en Londres; pero también hubiera querido quedarse en otros muchos lugares de donde le habían arrancado sus conveniencias. Pensaba en Inés. ¡Qué espléndida mujer se había hecho! La había visto sin que ella lo advirtiese. Era curioso ver cómo evolucionan las mujeres. Antes era, lo recordaba perfectamente, una mujercita de facciones angulosas, casquivana e insoportable. ¿Cómo vendría a ser Janice con el tiempo? No se podía negar que en la actualidad era deliciosa, aunque algunas de sus cualidades le sacaban a él de quicio. Decididamente, era difícil dar con una mujer perfecta.

Aquella mañana en que él la cogió por los hombros y la miró hasta el fondo de sus ojos, se llevó chasco. Janice se puso a temblar como el azogue. Donald esperaba otra cosa. No se animó a llevar adelante sus propósitos, porque su alarma saltaba a la vista. No había, pues, más remedio que casarse. Pero el casamiento ofrecía en Inglaterra sus peligros. Y luego, ¿quién sería aquel reportero amigo suyo? Donald detestaba a los reporteros, husmeaban todo y no se andaban en barras. La especie peor era la de los reporteros de asuntos criminales.

Comenzó a sentirse inquieto y buscó un calmante en la evolución de las perfecciones físicas de Inés. De Inés voló su imaginación a otras mujeres que había conocido. ¿Qué habría sido de Lorna? Probablemente, Tommy habría dado con ella, perdonando y olvidando. Tommy había sido siempre un majadero sin fuerza de voluntad. Pero Inés…

Donald y Janice eligieron sin titubear el Howdah Club para comer juntos aquella noche. Se observaban ya los efectos de la fechoría de Máscara Blanca; el salón comedor se hallaba medio vació, y Gasso se paseaba con semblante tétrico de un lado para otro.

—Esto es mi ruina, señorita —les dijo con acento desgarrador—. Usted estaba aquí anoche, señorita, con aquel caballero periodista. Ya no vendrán aquí sino aquellas personas que no acostumbran llevar joyas. Y a mí me interesan las que suelen llevarlas, aunque no al estilo de la señorita Dolly.

—Me gustaría que volviese esta noche —dijo Donald, sonriente y tranquilo.

—Le gustaría, ¿eh? —le preguntó Gasso muy excitado—. ¿Tiene usted, por lo visto, interés en que me echen de aquí a la calle sin más que lo que llevo puesto? ¡Buen pelo iba yo a echar si volviese otra vez!

Janice, aunque no pudo menos de reírse, logró apaciguar al ofendido maitre d’hótel.

—Aunque haya poca gente, no creo que se deje ver esta noche el enmascarado —observó Donald—. No hay nada nuevo en el mundo. Recuerdo que cuando yo estaba en Australia asaltaron un Banco. Los asaltantes llevaban también máscaras blancas. ¡Y no fue pequeño el fajo de billetes que se llevaron! ¿No ha oído usted nunca hablar de los Furses? Eran dos hermanos, los más hábiles salteadores que había en Australia.

—¡Quién sabe si será éste uno de ellos!, —se dejó decir, inadvertidamente, Janice.

—¿Cómo dice?

Janice habría jurado que Donald se había quedado aterrado.

Algo raro vio ella en sus ojos. Habría visto mal, porque Donald Bateman no tenía miedo de nada.

—No creo que sean los mismos —dijo.

Iría mediada la comida y hablaban de algún asunto sin importancia alguna. De pronto se le escaparon a Donald de las manos el cuchillo y el tenedor, cayendo sobre el plato. Y volvió Janice a ver la expresión de pánico, esta vez con mayor intensidad, en los ojos de Donald, que los tenía fijos en alguien. Janice miró en aquella dirección.

Había entrado un caballero de unos sesenta años, esbelto, elegante y bastante bullicioso. Venía acompañado de un pequeño grupo de personas, y los camareros se movían, obsequiosos, alrededor de los recién llegados. Por una extraña coincidencia, Janice conocía al caballero en cuestión.

—¿Quién es…, quién es ese hombre? —preguntó Donald con voz angustiosa—. Ése, el que ha entrado rodeado de mujeres jóvenes. ¿Le conoce usted?

—Es el doctor Rudd —dijo Janice.

—¡Rudd!

—El médico forense de nuestro distrito. Le he visto muchas veces. Una vez estuvo en nuestra clínica. Es un señor bastante desagradable. Nuestro trabajo no merece de él ni una sola frase amable.

—¡El doctor Rudd!

Donald volvía a serenarse. ¡Había palidecido! Janice estaba atónita.

—Entonces, ¿le conoce usted también? —le preguntó Janice, sorprendida.

Donald se sonrió forzadamente.

—No, pero le encuentro un gran parecido con una persona, un viejo amigo mío, de Rodesia.

No escapó a la atención de Janice el hecho de que cuando pasaron, al retirarse del restaurante, frente al grupo del doctor, Donald se oprimió varias veces la mejilla con un pañuelo, como secándose la sangre de algún rasguño.

—¿Se ha lastimado usted con algo? —le preguntó.

—No es nada, Janice. Un poco de neuralgia nada más —se apresuró a contestar Donald alegremente—. Son consecuencias de dormir tanto tiempo a la intemperie.

Y empezó a contarle cómo una vez llovió, sin amainar, en Nueva Rodesia, durante cuatro semanas seguidas, cerrando su narración con estas palabras:

—Durante todo ese tiempo no dispuse yo de una mala tienda donde cobijarme.

Se separaron en la puerta de la casa de Bury Street, y Donald sufrió un desengaño muy grande, porque Janice no le invitó a subir a su departamento, según esperaba él. De vuelta hacia su hotel se iba consolando con el pensamiento de una cita que se habían dado para el día siguiente. Pero no era con Janice.

Capitulo III

El doctor Marford, en los raros momentos en que le dejaban libre sus tareas, solía estar en pie, oculto detrás de los visillos de roja cretona de la gran ventana de su clínica, que llegaban a la altura de su nariz, fina y aristocrática, haciendo reflexiones interiores, un poco amargas, sobre el barrio de Tidal Basin y el presente y futuro de las gentes que lo habitaban.

Aquellos atardeceres de verano daban tema sobrado a sus meditaciones. Aún no apagadas del todo en el firmamento occidental las llamaradas de un día de canícula, los garitos y las casas de vecindad echaban fuera, como a borbotones, todo lo que en la fría época invernal permanecía púdicamente oculto en sus reconditeces. El agobiante calor echaba a la calle los más extrañas tipos, ciertos seres humanos que los más viejos habitantes del barrio veían por vez primera y que ni aun los más impasibles hubieran querido volver a ver.

Los visillos de roja cretona corrían de un lado a otro del ventanal de la amplia habitación en que estaba instalado el gabinete médico del doctor. Anteriormente estuvo instalada allí una zapatería; cerrada la zapatería, lo aprovechó un repostero para salón familiar; Loucilensky, de ignominiosa historia, alojó, más tarde, dentro de aquellas paredes, su club; la puerta de escape, que daba a un pequeño corral, era un cómodo recurso para su inmunda clientela.

El edificio yacía abandonado cuando el doctor Marford se decidió a instalar en él su consultorio.

Todo el barrio de Tidal Basin pudo enterarse de que era tan grande la pobreza del doctor, que se había visto obligado a pintar puertas y paredes y a limpiar la casa de arriba abajo con sus propias manos. Era también probable que se hubiese cosido él mismo las cortinas, y no cabía duda que habla rebuscado todo el ajuar indispensable para su comodidad personal en Caledonia Market, donde se encuentra por unas pocas libras todo lo necesario para amueblar una casa. Los moradores de Tidal Basin, asiduos concurrentes a las salas de «cine» en que se proyectaban películas del gran mundo, experimentaron un profundo desdén hacia aquel doctor tan pobretón. Un linternero tuberculoso había instalado el gran sumidero, que constituía un feo detalle, en uno de los ángulos del consultorio. En pago de su trabajo, el doctor le prestó asistencia y le proveyó de medicinas hasta que desapareció de la triste manera que desaparecen todos los linterneros tuberculosos.

El doctor Marford era conocido en Tidal Basin por el apodo de El Médico de la Perra Gorda. Después mejoró el apodo, y en la actualidad le llamaban el Médico de los Niños.

La causa de este cambio obedecía a que el doctor, al año de estar instalado en Tidal Basin, y como por arte de milagro, había abierto un consultorio público gratuito para aplicar a los niños el tratamiento de los rayos curativos. Había adquirido, seguramente, relaciones muy poderosas, porque no pararon ahí sus actividades, sino que se completaron con una pequeña casa para convalecientes, situada a orillas del mar.

Sus tareas profesionales acaparaban toda su atención, y ni una moneda de las que entraban en su caja era invertida en su propio provecho.

El aspecto de la clínica continuó siendo tan pobre y triste como siempre, en agudo contraste con el flamante palacete, rutilante de cristal y de blanco esmalte, en el que los niños de Tidal Basin eran tratados por la lámpara de cuarzo y revivían bajo la benéfica influencia de otros rayos maravillosos.

Vio el doctor pasar a Janice Harman por delante de su ventana, y salió a abrirle. No era cierto, a pesar de todo, que las preocupaciones de este hombre le impidiesen reparar en los encantos de aquella mujer. ¡Cuantas veces se sentaba ante su mesa de escritorio, con el pensamiento absorto en ella, durante horas enteras! Sólo el doctor Marford sabía las extrañas fantasías que le asaltaban atropelladamente, turbando la serenidad de su alma ordenada y metódica. Sin embargo, al darle ahora Janice a conocer con cierto embarazo y confusión sus proyectos para el futuro, nadie hubiera sido capaz de descubrir en su actitud la desesperación y el desconsuelo que habían venido a abrumar de pronto su corazón.

«Los más extraordinarios individuos se enamoran de Janice», solía decir el mejor amigo de ésta.

—¡Qué le vamos a hacer! —exclamo, y se quedó pensativo, mordiscándose el labio, fino y delgado—. Es una verdadera desgracia… para la clínica. Y ¿qué opina a todo esto el señor Quigley?

El doctor había experimentado hasta entonces una injustificada antipatía hacia el joven reportero, cuyas visitas a la clínica habían sido demasiado asiduas y que se había excedido en sus artículos, demasiado entusiásticos, acerca de los hechos del doctor Marford. Esto último no podía ser del agrado de una persona como el doctor, que esquivaba instintivamente todo lo que podía suponer publicidad.

—El señor Quigley —dijo Janice con un ligero acento de desafío— no tiene derecho a hacer ninguna clase de objeciones. Es, mejor dicho, era un excelente amigo.

—¿Ya no lo es más? —interrogó afectuosamente Marford, después de unos breves momentos de embarazoso silencio.

Se sentía reconciliado con Quigley por un sentimiento de contusa solidaridad.

Pero Janice era demasiado leal para mantener aquella actitud.

—Siento un gran afecto por Miguel. Es un muchacho encantador como hay pocos; pero tiene un carácter muy dominador. La otra noche se interesó muchísimo por mi, y yo estuve desconsiderada con él. Yo me encontraba en el Howdah Club cuando aquel terrible individuo hizo su aparición.

El doctor la miró con curiosidad.

—¿De quién habla usted?

—Del salteador, de Máscara Blanca.

Marford hizo un signo de comprensión.

—Sí, ya estoy enterado. Lo he leído en los periódicos y he hablado respecto a este asunto con el sargento EIk. Hay quien sostiene la teoría de que vive por estos alrededores. Temo que el responsable de esa teoría sea su joven amigo. ¿Está usted segura, Janice, que no se equivoca?

El doctor hizo esta pregunta de sopetón, a la cual respondió ella:

—¿Se refiere a mi boda? ¿Lo sabe alguna mujer cuando se decide a contraer matrimonio? Aunque hubiera tratado con mi novio durante todos los días de mi vida, ¿podría estar segura de conocerle, quiero decir, de conocerle como se le conoce cuando es ya marido? El hombre exhibe ante la mujer el lado más simpático de su personalidad, y sólo conviviendo en la misma casa llega la mujer a conocerle por completo.

Marford hizo un signo de asentimiento, mientras acariciaba con la mano su pronunciarla mandíbula. Hubo un largo silencio, que cortó el doctor.

—No puede menos de afectarme el perder una colaboradora tan entusiasta.

La conversación llegaba a su punto más delicado. Janice no ignoraba cuan delicado era el doctor sobre este particular.

—Sería mi deseo hacer al Instituto un pequeño donativo —dijo Janice atropelladamente—. Un millar de libras esterlinas…

El doctor le hizo con la mano la señal de que no siguiese adelante. Daba muestras de estar verdaderamente apenado por aquellas palabras.

—No, no, no. No debo ni oír hablar de eso. Ya me preguntó usted otra vez si yo aceptaría. Pero no; es ya bastante con no haberle retribuido por los servicios que nos ha venido prestando Con ellos ha colaborado usted de una manera espléndida a la labor del consultorio.

Janice sabía de sobra que el doctor se mantendría inconmovible en su resolución, y estaba decidida a hacer el donativo el día mismo de su boda, dándole la forma de contribución anónima. Esto le hizo recordar que Miguel, en uno de sus accesos de mal humor, le echó en cara su teatralidad, acusación que le pareció a ella tan disparatada que se echó a reír. Sin embargo, no cabe duda de que el sentimentalismo y la tendencia a lo teatral suelen ir del brazo. Y Janice Harman no se salvaba de aquella debilidad.

Cuando menos lo esperaba Janice, alargó el doctor sus manos, cogiendo la de ella.

—Deseo que sea usted feliz.

Estas palabras eran una bendición y una despedida.

Cruzó la calle de Endley. En la esquina se hallaba un caballero alto y elegante, que ostentaba algunos cabellos grises en sus sienes. Con gran sorpresa de Janice, estaba hablando con una mujer, y su conversación parecía ser muy íntima. Se alejó en aquel momento la mujer, y el caballero se adelantó sonriente al encuentro de Janice.

—¡Qué barrio más lúgubre, querida! No sabes cuánto me alegro de que tengas que alejarte de él.

—¿Quién era esa mujer con la que estabas conversando? —preguntó Janice con señales de sorpresa.

Donald se echó a reír. A Janice le sonaba bien su risa.

—¿Qué mujer? ¿Aquélla?, —y al decirlo hizo un movimiento de cabeza en dirección a la esbelta figura que caminaba delante de ellos por la acera de enfrente—. Ha sido un incidente bastante extraño. Me ha tomado, de pronto, por un hermano suyo, y cuando se ha dado cuenta de su equivocación, no sabía qué decir. Es una joven muy bonita.

El garaje donde Janice guardaba su «auto» se hallaba muy cerca de allí. En los primeros tiempos acostumbraba dejarlo a la puerta misma del consultorio, situado al final de Endley Street: pero el doctor le disuadió de ello. No andaba descaminado, porque su propia clientela, padres e hijos se llevaron en una semana para casa todos los accesorios fáciles de desmontar.

Sentada frente al volante, en toda su esplendorosa juventud, le parecía a Donald más hermosa que todo lo que él había soñado en los más audaces vuelos de su fantasía. El «auto» bajó por la rampa de la acera de la calle: Janice vio la delgada silueta del doctor, que estaba contemplándolos, y le hizo una señal amistosa con la mano.

—¿Quién es el hombre al que usted saluda?

—El doctor Marford.

—¿Su jefe? Me hubiera gustado ver su cara. Parece que mete mucho ruido por estos alrededores.

Janice se echó a reír.

—No hay un nombre más callado en Tidal Basin. El doctor es algo extraordinario. Muchas veces pienso que hasta pasa hambre para que su consultorio siga funcionando.

Durante todo el camino hasta el centro de la ciudad continuó Janice haciendo el panegírico del doctor. Al llegar a Cranbourn Street tuvo que parar el coche a causa de la detención del trafico. Donald se había adueñado ya de la conversación, y las excelencias del doctor Marford quedaron relegadas a segundo término. Hablaba de África del Sur y de sus dos granjas, situada una de ellas en pleno desierto, allá en Rodesia, y la otra en medio de la pintoresca región de Paarl. Hablaba, sobre todo, con especial deleite de su hacienda de Paarl.

—Va usted a encontrar aquello muy aburrido, aunque la vida de sociedad se practica también en El Cabo, a su manera, Yo tengo bastantes relaciones…

—Hasta aquí mismo parece que hay alguien que le conoce a usted. Mire allí… —dijo Janice en son de broma.

Donald volvió rápidamente la cabeza, pero no pudo distinguir entre la multitud que pasaba presurosa ninguna cara conocida.

—¿Dónde? —interrogó.

—Allí…, aquel hombre de negro que está parado junto a la tienda de géneros de punto —le dijo ella mirando hacia atrás.

—Tiene razón. Le conozco, aunque nos hemos tratado poco. Traté un negocio con él y yo fui el que mejor salió. Nunca me lo ha perdonado.

Se interrumpió de pronto.

—Ahora caigo en la cuenta de que no me es posible llevarla esta noche al teatro. ¿Me excusará usted?

Janice se sentía demasiado feliz, se hallaba completamente fascinada por ésta su extraordinaria aventura para molestarse por ello. Aquel buen mozo extranjero, que le había caído como de las nubes y cuyo sólo nombre le llenaba de cortedad al pronunciarlo, era la gran aventura, la encarnación de toda una serie de sueños vagos y deliciosos. Janice volaba todavía fuera de los dominios de la realidad.

Le conocía desde diez días atrás y le parecía conocerlo de toda la vida. Durante aquel viaje había estado una o dos veces a punto de descubrirle la sorpresa que le preparaba. Donald era un gran enamorado del hogar; se reconocía culpable de ambicionar las tierras de su vecino. Lindante con su granja de Paarl había otra que estaba en venta y para cuya adquisición le hacía falta la pequeñez de ocho mil libras esterlinas. Se sentía invadido de entusiasmo cuando enumeraba las ventajas que resultarían de agregar esta propiedad a la suya: viñedos, huertos de naranjos, pastizales nuevos para sus ganados.

Cuando el «auto» pasaba por Piccadilly Circus, volvió Donald a hablar del asunto.

—Usted es la culpable, ángel mío, de que yo me haya hecho ambicioso. Pero, en fin, como no soy más que un pobre granjero y no tengo en mis bolsillos esa pequeña fortuna, tendré que resignarme a que otro compre la finca.

De nuevo estuvo Janice a punto de revelárselo. Ella tenía en Ciudad del Cabo por amigo a un joven abogado, un colegial de Rodesia al que había conocido en Oxford. Le había puesto un cable aquella misma mañana, encargándole que comprase en nombre suyo aquella finca.

Se despidieron en la puerta de su casa de Bury Street, y Janice dio orden a su chofer, que estaba esperando, de conducir a Donald a su modesto hotel. Todavía insistió Donald al despedirse:

—Me desespero al pensar en la pérdida de la granja… Si yo pudiese girar por cable mañana por la mañana nada más que cuatro mil libras esterlinas, estaría aún a tiempo de asegurar esa verdadera ganga.

Sonrió Janice con disimulo, y subió a sus habitaciones a soñar despierta con verdes laderas y altas montañas quemadas por el sol, animadas de día y de noche por el cotorreo de una nube de monos inquietos y saltarines.

Serían las diez de la noche y estaba Janice desnudándose para acostarse cuando llegó a sus manos un telegrama que la dejó pálida y temblando. Algo significaba el que fuese Quigley la primera persona a la que pensó pedir ayuda. Cogió con mano trémula el auricular, pero se encontró con que Miguel había tenido que salir a toda prisa de la Redacción por un asunto urgente. Janice miró al reloj; eran ya más de las diez y media. Cambió de idea y en lugar de acostarse, empezó a vestirse con mucha prisa.

Capitulo IV

Así que desapareció Janice, fue el doctor Marford con paso lento hacia aquel rincón de su consultorio en que estaba la estantería de los medicamentos y empezó a preparar las recetas que había prescrito durante el día.

Esta tarea solía llevarle una parte de las horas de la tarde; pero aquel día había pasado en el dispensario casi todo su tiempo.

Pronto se cansó de aquel trabajo, y se fue a su despacho. Había un gran montón de documentos pendientes de examen, y las cuentas del dispensario arrojaban un pesado saldo en contra. Aquello era una sima sin fondo; nunca faltaba algún aparato nuevo que comprar o materiales que renovar. La hoja diaria de la casa de convalecientes de Eastbourne, donde recuperaba gradualmente la salud una docena de arrapiezos de Tidal Basin, no era más consoladora. No por eso se dejó el doctor dominar por el abatimiento. Marford no regateaba a estas obras suyas ni su tiempo ni sus cavilaciones.

Esperaba que le enviasen fondos de un día a otro. Una persona le enviaba dinero con regularidad desde Amberes, y otra desde Birmingham.

Marford apartó a un lado los papeles, miró su reloj y salió por la puerta lateral al corral.

Éste era de regulares dimensiones. En uno de los ángulos estaba el cobertizo en que el viejo Gregory Wicks guardaba su taxímetro, pagando una módica renta semanal.

El viejo Gregory Wicks era ya un cochero de fama en los tiempos de los alegres cabriolés. Siempre había guardado sus caballos y su coche, reluciente como un espejo, en Tidal Basin, lugar donde había nacido y en el que esperaba acabar sus días. Ya había entrado Gregory en los años de la edad madura cuando aparecieron los taxímetros. Gregory no lo consideró como una novelería destinada a pasar muy pronto de moda. Pué uno de los primeros que acudieron a una academia de chóferes para descifrar el misterio de los pedales y de las palancas de mando. No encontró dificultad alguna para la obtención de su carnet por el hecho de ser cojo. Su cojera databa de treinta años otras y le quedó de resultas de un golpe en la cadera.

Siempre había sido ave nocturna; aun en los tiempos del coche de caballos solía oírse durante las primeras horas de la mañana el lento trote de sus caballos a lo largo de Piccadilly, recogiendo borrachos distinguidos que se hacían llevar, por caminos interminables, hasta sus casas de campo. Cuando vinieron los «taxis», continuó sus peregrinaciones nocturnas. Era un hombre callado y taciturno, que nunca se mezclaba con sus colegas de profesión ni daba pie a sus familiaridades; su honradez a toda prueba era conocida, no solamente en Londres, sino hasta en el extranjero. Fue Gregory quien devolvió a cierto barón austriaco un millón de coronas en dinero contante, que se dejó olvidado dentro del coche en un momento de extravío motivado por una disputa con una dama amiga suya. Los objetos olvidados por pasajeros distraídos y que había devuelto a sus dueños el viejo Gregory valdrían muchos miles de libras esterlinas. En los registros de la Policía figuraba su ficha con estas palabras: «Hombre de confianza: honrado: hoja de servicios, excelente».

Se le veía aún ciertas noches dentro de su coche vagando por Regent Street, eligiendo sus viajes con cautela. Su larga cabellera blanca asomaba por encima del cuello de su traje y sus erguidos mostachos blancos resaltaban sobre el rosado cutis de su enflaquecido rostro. Sólo había en el mundo una persona que creía digna de todo su respeto, y en los músculos de sus brazos se escondía un punch que dejaba atónito al que lo recibía, a pesar de sus setenta años largos.

El doctor abrió una puerta y salió por ella al callejón de Gallows. En aquel pasaje sin salida, estrecho y maloliente, hormigueaba una chiquillería sucia, descalza y feliz. Ninguno tuvo para el doctor un saludo afectuoso. Tanto los hombres como las mujeres, sucias y despeinadas, que estaban sentadas a las puertas de las casas o asomadas a las ventanas del piso superior, le miraron sin curiosidad. Era un detalle más de aquel lugar, como los ladrillos, el barro o la tapia que separaba su corral de aquel establo humano. El doctor estaba allí en su casa, era una más en el callejón de Gallows, y su persona no despertaba curiosidad ni comentario alguno.

La última casa del callejón era la señalada con el número nueve; era más pequeña que las otras; sus ventanas estaban limpias, y hasta la de la planta baja, que se cerraba con gruesos postigos, tenía una cortina de maderas. El doctor llamó a la puerta: tres golpecitos rápidos, una pequeña pausa y otro golpe. Era la señal convenida entre el doctor y el viejo Wicks. A Gregory le habían molestado mucho las falsas llamadas y las visitas indeseables. Sabía la hora exacta a que llamaban el lechero y el panadero, y no abría la puerta más que a ellos. Todas las demás llamadas quedaban invariablemente sin respuesta. Marford oyó el ruido de las pisadas en el piso desnudo de las escaleras. La puerta se abrió.

—Adelante, doctor —dijo Gregory con voz sonora y acento caluroso.

Toda su vida había hablado a gritos, y la edad sólo había conseguido amenguar algo su vozarrón.

—Pero no hagamos ruido, porque mi inquilino debe de estar durmiendo —continuó diciendo, mientras cerraba la puerta de un portazo.

—Profundo ha de tener el sueño si no logra despertarlo usted, viejo alborotador —díjole Marford con su tranquila sonrisa de siempre.

Gregory subió con tiento las escaleras, abrió la puerta de su habitación y el doctor entró en ella.

—¿Cómo sigue usted?

—Ágil como un chaval, aparte de la pequeña molestia que usted sabe y que no voy yo a mencionar. Mi salud es perfecta. Pero siéntese, doctor. ¿Dónde hay una silla? ¡Aquí, doctor! No sé cómo podré pagar a usted lo que le debo. Si esta gente de Tidal Basin estuviese al corriente de todo lo que usted ha hecho por mí…

—Sí, hombre, sí —dijo Marford en tono de broma—. Vamos, deje que le examine.

Puso al anciano de cara a la luz y examinó con gran atención su rostro.

—Le encuentro a usted igual. Si acaso, un poquitín mejor… Voy a auscultarle el corazón.

—¡El corazón! —dijo con sorna el viejo—. ¡Si lo tengo como el de un león! Hace unos días que se ha mudado al callejón una familia de irlandeses, y va y se le ocurre a la mujer venir a pedirme prestada una sartén. Yo le dije lo que a mí me parecían las personas que piden de prestado una sartén. Entonces va y se acerca el marido, un individuo joven, fanfarrón y jactancioso. ¡Para qué le quiero contar a usted! ¡Le envié un directo a la mandíbula y allí se acabaron sus bravatas!

—Hizo usted mal, Gregory. Fue una temeridad. Ya me lo habían contado otros enfermos míos.

El anciano se reía jovialmente.

—Es verdad que ninguna necesidad tenía yo de hacer lo que hice. Hubiera bastado una palabra mía para que cualquiera de los muchachos de la vecindad le hubiera hecho callar. El mismo inquilino mío, sin ir más lejos; pero yo no lo hubiera despertado por nada del mundo.

—Hoy está en casa, ¿verdad?

Gregory movió la cabeza.

—¡Cualquiera está seguro de ello! Casi nunca le oigo entrar ni salir. No he tratado jamás con un hombre más tranquilo. Se ha corregido, doctor. ¡Apostaría que algo tiene usted que ver con su conversión! Nadie diría —y al decir esto bajó la voz— que es un hombre que ha andado la mitad de su vida metido en aventuras…

—Usted le ha dado una posibilidad de regenerarse —dijo Marford.

Iba éste a marcharse, cuando la voz del viejo Gregory le hizo volver.

—Quiero decir a usted una cosa, doctor. Hoy he hecho testamento. ¡Bueno! Eso de testamento es un decir. He puesto por escrito lo que quiero hacer con mi dinero.

—¿Es muy grande el montón, Gregory? —le preguntó, chanceándose, el doctor.

—Más de lo que usted se cree —dijo con retintín el viejo—. ¡Muchísimo más! No es por el dinero por lo que yo trabajo así. Es por orgullo, sí, señor. ¡Para que vean lo que yo valgo!

Casi todos los que conocían, desde hacía muchos años, a Gregory Wicks, le tenían por hombre taciturno y reservado. Uno de los pocos que habían acertado a conocerle era Marford. Pensaba éste a veces que la locuacidad de que alardeaba Gregory dentro de casa era una reacción lógica del callar durante horas en el pescante del «auto». Noche tras noche, durante casi media centuria, se había sometido el viejo conductor a un voto de silencio. En cierta ocasión explicó Gregory a Marford el porqué de su mutismo; pero la razón que adujo era tan desproporcionada, que este último, poco accesible al regocijo, no pudo menos que soltar una carcajada. Una vez que se sintió comunicativo, le quiso meter un cliente media corona falsa. No olvidó jamás esta lección.

El doctor entraba con frecuencia a charlar con el viejo, que le refería anécdotas de personajes, ya muertos y olvidados, pero que eran célebres allá por los años setenta y ocho del siglo pasado.

Cuando salía ya el doctor, le hizo Gregory una nueva alusión a su inquilino del piso bajo.

—Fue una buena idea la de poner ese grueso postigo para amortiguar los ruidos de la calle. A mí no habría habido nada que me hubiese quitado el sueño. A veces desearía que mi inquilino fuese un poco más jovial…

—Sí, y que subiese a su cuarto de cuando en cuando para echar una parrafada… —sugirió Marford.

Gregory casi se tambaleó al oír estas palabras.

—¡Eso nunca! Yo no quiero echar parrafadas con nadie, y mucho menos con desconocidos. Lo hago con usted porque ha sido para mí como la Providencia. No digo que hubiese pasado hambre a no ser por su ayuda, porque yo no soy capaz de pasar hambre. Pero sin usted habría yo perdido algo que aprecio tanto como la vida.

Acompañó al doctor hasta la puerta y se quedó en el umbral siguiéndole con la mirada hasta que se perdió de vista. Ninguno de aquellos chiquillos alborotadores se burló de él y ninguna de aquellas comadres despeinadas se animó a lanzarle las inevitables pullas, imposibles de reproducir en letras de molde. Si se hubiese tratado de un guardia, le habrían abrumado con sus dicharachos. Sólo el doctor y Gregory Wicks se salvaban de su agresivo ingenio: Gregory, porque tenía el puño ligero, y el doctor…, ése era otro cantar. Nadie sabe cuándo va a necesitar de él, y si está enojado con el que necesita de sus medicinas, ¡vaya usted a saber si le echa en ellas veneno! ¡Peor todavía si hacía falta meter el bisturí…; bonita postura la de uno, adormecido con el cloroformo y con las interioridades a su merced! El miedo guardaba la viña hasta en el callejón Gallows.

Capitulo V

Le bastó a mister Elk saber que el doctor Marford no tenía otros amigos para dejarse caer de cuando en cuando en su despacho y discutir con él las tendencias criminales y la depravación de aquella sección del Imperio británico que se extiende desde el extremo norte de Victoria Dock Road hasta la maloliente suciedad de Silvertown.

Elk se dejó ver a la caída de aquella tarde en que se despidió Janice Harman. Encontró al doctor viendo desfilar ante sus ojos impregnados de melancolía la lúgubre procesión de Endley Street. En los astilleros que caían casi frente por frente del consultorio se trabajaba en horas extraordinarias, y el repiqueteo de las máquinas de remachar seguiría dejándose oír aquella noche. Pero el doctor Marford estaba tan habituado que apenas reparaba en él. Ni los borrachos con sus cánticos, ni la algarabía suscitada alrededor de improvisados boxeadores, ni el agudo griterío de los bandos de chiquillos que en aquellos barrios jugaban por la calle hasta la medianoche, ni el retumbar de los pesados camiones que pasaban día y noche hacia los muelles de la Eastern Trading Company, eran capaces de turbar el sueño de Marford.

—Si alguien me convenciese de que el infierno se parece a esto, acabaría por convertirme —dijo mister Elk, adelantando hacia la calle su semblante preocupado—. Y no lo digo porque yo sea precisamente un ateo. Yo rezo mis oraciones todos los días sin excepción. Rezo por el inspector de mi departamento, por el de mi circunscripción, por los cinco peces gordos de Scotland Yard y por el primer comisario; rezo, en fin, por el Tribunal examinador y por todos los individuos que pertenecen al servicio de lo criminal.

El delgado rostro del doctor Marford se iluminó con la apariencia de una sonrisa. Era Elk un hombre de treinta y cinco años, aunque aparentaba tener más, enjuto de cuerpo y de cabello entrecano, que le clareaba en la parte superior de la cabeza. Usaba unas patillas pequeñas y absurdas, que le llegaban hasta la mitad del carrillo; y unas gafas de armazón de oro, uno de cuyos cristales estaba, de ordinario, roto.

Permanecieron durante mucho rato detrás de las cortinas de cretona, sin que reparase en ellos la gente que pasaba, gracias a que el consultorio se hallaba a oscuras.

—Así debe de ser el infierno —volvió a insistir Elk.

El doctor se reía muy por lo bajo.

—Con su demonio especial y todo —dijo a guisa de comentario.

El sargento detective Elk se permitió un bufido.

—¡Ya salió aquello! Óigame: esa gente es capaz de dar crédito a cualquier cosa. Lo más extraño es que, como no leen, de algún otro lado ha debido de venir la noticia, que yo calificaría más bien de…, ¿cómo diablos es esa palabra?… La tengo en la punta de la lengua…

—¿Que usted calificaría… de leyenda tal vez?

—¡Justamente! Que yo calificaría de leyenda.

Es como cuando se habla de esos rusos que pasan por Inglaterra y de los cuales se dice que llevan todavía la nieve pegada a sus botas. Al que a usted se lo cuenta se lo han contado a su vez, y usted, por su parte, se lo contará a otros. Pero yo no he dado todavía con nadie que me haya asegurado haberlos visto personalmente. De igual modo, en cuanto se comete un asesinato y el asesino no aparece, todos los periódicos sacan sus cartelones con grandes titulares: «El diablo de Tidal Basin», y nadie se apea de esa creencia, aun después de que le hayamos puesto la mano encima al verdadero asesino, y resulta que éste no conocía ni de oídas el barrio de Tidal Basin. ¡Estos periódicos!… Esta fama que han creado a Tidal Basin hará que el próximo verano desfilen por aquí autobuses llenos de turistas norteamericanos. Hasta ahora iban a Limehouse, y no veo razón para que no vengan por aquí.

Un periodista joven y avispado había inventado lo del diablo de Tidal Basin. En este barrio no les hizo la cosa ni pizca de gracia.

—Aquí no hay un diablo sólo, sino que éstos se cuentan por centenares. Esta turba ribereña no tendría que pensarlo mucho para resolverse a eliminarme a mí. Ya lo intentó una noche Don Salligan. Sé que hablan de si yo le envié un ramo de flores cuando estaba en el hospital; pero eso es cuenta mía y a nadie le importa.

El doctor Marford parecía desasosegado.

—Me temo que en algo he contribuido yo a la difusión de esta leyenda. El reportero vino a hacerme una interview, y yo cometí la indiscreción de hablar del enfermo que solía venir a mi clínica a eso de la medianoche (entre paréntesis, hacía ya muchos meses que no aparecía por aquí) y que ocultaba su rostro con una máscara. Y es que su verdadero rostro era horrible de ver. Una explosión en una fundición de acero se lo había desfigurado.

Elk pareció interesado por estas palabras.

—Y ¿dónde vive?

El doctor movió la cabeza.

—No lo sé. El reportero hizo gestiones para averiguarlo, pero todo fue inútil. Me pasó siempre en moneda de oro; cada visita, una libra esterlina, o sea unas cuarenta veces más que mi tarifa.

Este detalle pareció dejar indiferente a Elk, que no apartaba la vista de los mugrientos bribonzuelos que jugaban en mitad de la calle.

—¡Mala hierba! —exclamó, lo que hizo que el doctor se sonriera con afabilidad.

—Entre estos arrapiezos están, probablemente, los grandes jefes políticos de mañana, y de entre ellos saldrán los genios de la literatura. Tidal Basin puede estar lleno de Miltons ignorados, y que aún no han dado la medida de su valor.

El doctor fue quien emitió semejante teoría.

El sargento Elk, del Departamento de Investigaciones Criminales, expresó ruidosamente su desaprobación.

—Nueve entre diez de estos muchachos pasarán por mis manos o por las manos de mis sucesores —dijo con voz lúgubre—, y no podrán impedirlo todos sus rayos eléctricos. Y los que no acaben en Dartmoor, terminarán sus días en un asilo. A propósito: ¿conoce usted a la señora Weston? —dijo de pronto—. Es una señora muy guapa que ha tomado la única casa decente que hay en Tidal Basin. Se llama la casa All Ritzy; tuve que subir a ella porque unos chiquillos le rompieron los cristales de las ventanas. Está algo enferma.

—Si está algo enferma…, —y aquí volvió a aparecer y a desaparecer en su boca aquella sombra de sonrisa—. Si está algo enferma, es probable que yo la conozca. Si es de las señoras que no pagan la factura del médico, ya no es probable, sino seguro. ¿Por qué me lo preguntaba?

Elk sacó un cigarro de su bolsillo y le mordió la punta.

Era seguramente un buen cigarro. Lo había tenido guardado tanto tiempo, que los bordes de las hojas se habían levantado. Lo encendió con mucho cuidado, echando el humo, después de saborearlo, en lentas bocanadas.

—Aseguraba conocerle a usted —acabó por decir, después de transcurridos dos buenos minutos desde su anterior pregunta—. Como es natural, yo intervine a favor suyo y se lo recomendé.

—Recomiende usted siempre mi clínica —corrigió el doctor.

—Siempre lo hago —aseguró el sargento Elk—. Aunque usted está aquí perdiendo su tiempo y el dinero ajeno, yo le recomiendo siempre. Tiene usted, además, una enfermera bonita de verdad. La señorita Harman. Quigley el reportero está que bebe los vientos por ella.

—Lo sé —dijo tranquilamente el doctor Marford.

Se levantó, bajó las persianas, se dirigió a un armario, sacó de él una botella de whisky, un sifón y dos vasos, y dirigió una mirada interrogadora al detective.

—Puedo aceptar, porque estoy fuera de servicio —contestó Elk—. Si es que un detective está alguna vez fuera de servicio.

Acercó su silla a la mesa de escritorio. Marford había ya tomado asiento en su raído sillón de cuero.

—¿No lee usted nunca novelas policíacas? —preguntó Elk.

Marford movió negativamente la cabeza.

En aquel momento sonó el timbre del teléfono. Cogió el auricular, escuchó, hizo algunas preguntas y volvió a colgarlo.

—Aquí tiene usted explicado por qué no leo yo novelas policíacas ni de ninguna clase. La población de Tidal Basin crece de una manera aterradora, aunque no tanto como desearían algunos.

Diciendo esto, garabateó una nota en un pequeño block.

—Me llaman a toda prisa, pero es probable que no hará falta que yo me presente antes de las tres de la madrugada. ¿Por qué tiene usted interés en que lea yo novelas detectivescas?

El sargento Elk tomó un sorbo de whisky. Era un hombre cauto en dar explicaciones. Y en esta ocasión lo que dijo fue:

—Porque me gustaría que me relevase durante un par de meses alguno de esos habilísimos detectives que tanto gallean. El otro día tuve ocasión de ver en un «cine» del West End a uno de esos petardistas norteamericanos. Empezaba la película haciendo la presentación de unos veinte personajes. Nos informaron del pueblo donde nacieron, de los nombres de sus padres y de la novia o novio que tenían. Con todos estos datos era imposible dejar de adivinar que el asesino era el camarero que tenía la nariz como un pimiento. Pero a nosotros nadie nos presenta los personajes. No conocemos a ninguno de ellos, salvo al muerto, cuando se trata de un asesinato. Qué clase de persona era, quiénes eran sus amigos, de dónde venía y en qué se ocupaba; todo esto lo tenemos que averiguar nosotros. Indagamos aquí y allí, husmeamos por todas partes, buceamos en los barrios bajos y hacemos preguntas a todas aquellas personas que pueden tener algo que ocultar.

—¿Algo que ocultar? —repitió el doctor.

Elk asintió con la cabeza.

—Todos tenemos algo que ocultar. Supongamos, por ejemplo, que usted estuviese casado…

—Que no lo estoy… —interrumpió Marford.

—Debemos partir de una suposición. Su mujer se halla en el extranjero. Usted aprovecha esta circunstancia para irse al campo con una joven…

El doctor dejó escapar un leve murmullo de protesta.

—Todo esto son nada más que suposiciones —dijo, conciliador, el detective—. Después de todo, no sería la primera vez que ocurriese una cosa semejante. Se asoma usted por la mañana temprano a la ventana a tiempo de ver cómo un hombre degüella a otro. Usted es médico y casado, y no le conviene que los periódicos den publicidad a su aventura. ¿Se decidiría usted a ir a contar a la Policía lo que ha visto? ¿Tendría usted el valor de aparecer en vista pública delante de los jueces para contar la aventura en que usted andaba metido y el nombre de la dama que estaba en su compañía, a riesgo de que aparezca en letras de molde? O por el contrario, ¿se callará usted? ¡Naturalmente que se callará!… Esto ocurre todos los días. Cuando se trata de asesinatos, todos tienen algo que ocultar, y de ahí el que sea más difícil poner en claro las cosas en los asesinatos que en cualquier otra clase de crímenes. Verse mezclado en un asesinato es como exponerse a la luz de un faro. Hay que enfrentarse con el defensor o con el fiscal, que se encargarán de quitar valor a su testimonio, demostrando a las señoras del Jurado que pertenece usted a la categoría de individuos con quienes no permitirían ellas nunca que alternasen sus hijas.

El detective aspiró en silencio durante largo rato su cigarro. Luego continuó:

—¿No es cierto que tiene su misterio la tal Lorna Weston?

El doctor examinaba al detective con ojos fatigados.

—Supongo que sí. Todas ellas tienen, para mí, su misterio. No soy capaz de recordar ni siquiera sus nombres. ¡Bonitos nombres! Se parecen a los dibujos de papeles pintados. Se superponen unos a otros, sin que se sepa dónde acaba un rollo y dónde empieza el siguiente. Jackson. Johnson, Thompson; Berkett, Dockett, Duckett; Roon, Doon, Boon… ¡Bonitos nombres! Y alguna ni aun nombre tiene. Asistí durante tres meses a una joven que no era más que «la joven del piso de arriba» o la señorita «como se llame». La patrona ignoraba el nombre de su pensionista. Trabajaba de camarera, pero nadie sabía dónde. Si hubiese fallecido, me habría sido imposible extender su certificado de defunción. La bauticé señorita Smith, por darle algún nombre en mis libros. ¿Cuál es el género de vida de la señora Weston?

El detective torció el gesto.

—Género de vida…, ¿para qué se lo voy a ocultar?… Va todas las noches, retocada, pintada y adornada como una muñeca, al barrio de West.

El doctor hizo un signo de comprensión.

—Esta clase de mujeres son legión. Forman un barrio entero. ¿Cómo diablos se vienen a esconder en este agujero infernal? Supongo que será porque las casas son baratas y porque ellas ganan mucho menos que antes. Una me contó…; pero ¿quién va a hacer caso de lo que estas mujeres dicen?

Elk suspiró dos veces profundamente.

—Ni de lo que ellas dicen ni de lo que dice nadie.

El detective se levantó, apuró su vaso y tomó su sombrero.

—Me interesaba saber si era usted hombre de dejarse convencer con facilidad. Tengo una idea de que esta mujer toma alcaloides. Es una idea que me ha venido a la imaginación sin fundamento aparente. En Silvertown hubo un médico que hizo una fortuna recetando estupefacientes. Cuando pude ponerle encima el guante y llevarlo a Old Bailey, no le faltaron mil libras esterlinas para gastarlas en su defensa…

El doctor salió con el detective, llegando a la puerta de la calle en un momento oportuno.

Los primeros ruidos de la batalla llegaron a sus oídos cuando atravesaban el pasillo de la clínica, oliendo todavía a desinfectante. Cuando Marford abrió la puerta vio a dos hombres que luchaban rodeados de una multitud de personas. Era un combate igualado; los dos combatientes eran igualmente robustos y estaban tan borrachos el uno como el otro. Pero combatían demasiado cerca de la hilera de adoquines de granito que defendía la acera. De pronto, fue al suelo uno de los combatientes, y el guardacantón, gris y polvoriento, se manchó de rojo.

—¡Quieto ahí!…

Elk echó la mano al vencedor y le hizo dar media vuelta. Los guardias, que se acercaban a todo correr, se precipitaron por entre la multitud.

—Llevaos a este hombre.

El atemorizado preso pasó de las manos de Elk a las de los agentes y se abrió camino a empujones entre el apretado circulo de personas que se agolpaban junto al caído.

—Conducidlo a la clínica. Alzadlo…

Obedecieron y llevaron aquel cuerpo, cuyos miembros pendían inertes, a la clínica de Marford. Éste procedió a un rápido examen del herido, mientras que el detective empujaba hacia la calle a los que le habían traído.

—¡Qué! Para mandarlo al hospital, ¿verdad? —interrumpió Elk al volver a la clínica.

Marford se hallaba atareado aplicando a la cabeza de aquel hombre, pálido ya como un cadáver, una enorme compresa de gasa y algodón.

—Sí. ¿Quiere hacer el favor de llamar a la ambulancia? Otra ganga que me cae. Dos chelines de material que no hay que pensar en cobrar. No es cosa de llevar ante el juez a sus familias. Necesitarán ese dinero para hacerle un funeral de gran lujo. Y además, tendrán que vestirse de luto, lo cual lleva también su dinero.

Elk apretó los labios en un gesto de conmiseración.

—¿No hay salvación para él? —preguntó contemplando aquella cara con la temerosa curiosidad con que los vivos contemplan a los muertos.

—Creo que no. Fractura conminuta de la base del cráneo. Hágalo llevar al hospital de Londres, y tal vez intenten hacer algo para salvarlo. Todas las semanas gasto diez chelines en vendajes que no cobro. Voy a revelarle un secreto y hágame detener después, si le parece. Cuando estoy a solas con los heridos, les registro los bolsillos y me cobro el valor de los apósitos. Pero, por regla general, vienen acompañados de mujeres que se quedan alrededor dando alaridos, sin que haya modo de conseguir que nos dejen solos. Ya sabe usted aquel verso: «Cuando el dolor y la angustia desgarran el alma…». ¿No es así?

Llegó la ambulancia con gran estrépito y se llevó al herido.

Habría sido aquél un incidente sin importancia a no mediar los dos chelines que importaba el apósito y que nadie pagaría.

El doctor cerró la puerta no bien salió mister Elk, y retornó a sus libros y a sus pensamientos.

Dos nuevas vidas inoportunas iban a abrirse en Tidal Basin. Las enfermeras del distrito vendrían a avisarle en el momento en que fuese necesaria su presencia. Vidas inoportunas…, una parturienta era mujer de un obrero imposibilitado para el trabajo, y la otra criatura tendría por padre a un preso de las cárceles de su majestad…

En cuanto a aquella Lorna Weston…

La conocía, desde luego. Solía pasar frente a las ventanas de la clínica cuando iba al almacén de provisiones. Había entrado a verle una o dos veces. Era una mujer bonita, aunque la línea de su boca indicaba cierta dureza y falta de sensibilidad. Marford no confesaba nunca al detective sus relaciones con otras personas. Elk era un profesional y no respetaba confidencias.

El detective llamó por teléfono. El herido había fallecido al ingresar en el hospital. El doctor no manifestó sorpresa. Aquello significaba un sumario.

—Nos hará falta como testigo —prosiguió la voz de Elk—. Se trata de un jornalero de Poplar, un tal Stephens.

—¡Una pena! —dijo el doctor, y colgó el auricular, volviendo a su lectura: las intrigas de la Corte de Luis XVI, los planes de los Polignac y las provechosas maquinaciones de madame Lamballe.

Tintineó un instante un timbre en la habitación. El doctor miró lastimeramente a su alrededor y acabó por levantarse, yendo hacia la puerta. La noche era completamente cerrada; brillaba el suelo de la calle; la lluvia suele caer así en los barrios del este de Londres, sin que se la sienta.

—¿Es usted el doctor Marford?

La mujer que estaba en pie en el umbral de la puerta de la calle exhalaba un tenue perfume de extraordinaria delicadeza. Su voz, ahogada por la emoción, daba la sensación de haber sido cultivada. Era extranjera; Marford no había oído nunca aquella voz.

—Sí. Pase usted.

La única luz que estaba encendida en la clínica era la de la lámpara de la mesa escritorio. Marford adivinó que la visitante no deseaba otra.

Vestía un gabán de cuero de los usados para viajar en automóvil, y cubría su cabeza con un sombrerito muy ajustado. Desabrochó el gabán apresuradamente como si llegase sofocada y sin aliento. Debajo del gabán llevaba un bonito traje azul. Marford pensó por algunos vagos indicios que era americana. Se trataba, desde luego, de una dama ajena al barrio de Tidal Basin, a menos que fuese una pasajera del barco de la línea de Marruecos que, aprovechando la marea, saldría del Shimp Wharf.

—Dígame, doctor: ¿ha muerto? —preguntó ansiosamente, y el doctor descubrió en sus ojazos negros un terror pánico…

—¿Quién?…

El doctor estaba confuso. Hizo rápidamente un recuento mental de los enfermos que tenía en tratamiento, y sólo pudo recordar uno cuyo estado pudiese inspirar inquietudes: el viejo Sully, el almacenista de efectos marinos; pero iba ya para dieciocho meses que el viejo se estaba muriendo.

—¡Aquel hombre que trajeron a esta clínica después de la pelea de esta noche! Me lo ha dicho un policía… Riñeron en la calle y lo trajeron aquí…

Estaba en pie, implorante, con las manos cruzadas y el busto inclinado, aguardando anhelante las palabras del doctor.

—¡Ah, sí!… Pues mucho me temo que el hombre aquel… haya muerto.

El doctor Marford no volvía de su asombro… ¿Era posible que aquella mujer se interesase por la suerte de un Stephens, del Poplar, jornalero del muelle?

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó con un sollozo desgarrador, y se desmayó. El doctor Marford la sostuvo en sus brazos y la sentó en una silla. Pronto volvió en sí y rompió a llorar, repitiendo solamente:

—¡Dios mío, qué desgracia! ¡Dios mío!…

Marford estaba indeciso, sin saber qué decir, si habían de ser sus palabras de compasión para el muerto o de excusa para el matador.

—Por lo que yo he podido ver, ha sido una lucha franca y cara a cara —comenzó a decir con cierta vacilación—. Cayó al suelo y se dio casualmente con la cabeza en el borde afilado del guardacantón…

—¡Le supliqué yo que no se acercase a él! —dijo ella, excitándose—. ¡Se lo pedí por lo que más quería! Cuando me telefoneó para decirme que estaba sobre su pista y que lo había seguido hasta aquí…, vine a toda velocidad en «auto»… Volví a suplicarle que no siguiese adelante.

Estas y otras frases brotaban de sus labios de una manera incoherente. Marford tenía que ir adivinando el curso secreto de sus pensamientos. Los sollozos ahogaban de cuando en cuando sus palabras. Sacó el doctor del armario de medicinas una botella en cuya etiqueta se leía: «Ap. Am. Arm.», vertió unas gotas en un vaso y le agregó agua.

—Beba usted esto y cuénteme todo lo que le ocurre —le dijo en tono autoritario.

Se confió a él como si se tratase de un confesor. El pesar profundo, los remordimientos y el temor de una nueva tragedia que la embargaba hicieron que hablase con entera franqueza. Marford escuchaba con la vista fija en aquella mujer, dando vueltas maquinalmente entre sus dedos al tapón de la botella.

Y luego habló él:

—La persona que han traído aquí malherida era un tal Stephens, que trabajaba de peón en los docks; un hombrachón de seis pies de estatura, por lo menos, muy velludo. El otro era un joven de unos veinte años. Sólo he podido verle un segundo cuando se lo llevaban los guardias. Tenía un bigotillo que parecía blanco, de puro rubio…

La mujer se le quedó mirando fijamente.

—Rubio…, joven…

Marford volvió a ofrecerle el vaso.

—Beba usted un poco más. Está usted con los nervios desatados; perdóneme que se lo diga… Pero ella apartó el vaso con un gesto.

—¡Qué se llamaba Stephens!… ¿Está usted seguro?… ¿Y que eran… dos hombres cualesquiera?…

—Dos peones del muelle… ¡y los dos borrachos! Es cosa corriente en este barrio. Por término medio, se registran dos peleas cada noche. La noche del sábado al domingo suelen registrarse hasta seis. La gente se aburre y busca entretenimiento dándole a los puños.

Estas palabras lograron que retornase el color a las mejillas de la visitante. Tuvo un ligero titubeo, alargó el brazo y sorbió de un trago el contenido del vaso, lo cual le hizo torcer el gesto.

—Es sal volátil… ¡Sabe malísimamente!…

Se secó los labios con un pañuelo que sacó del bolsillo y se puso en pie, no repuesta todavía de su emoción.

—¡Cuánto siento, doctor, haberle molestado inútilmente! Tal vez se molestaría usted si yo me ofreciese a pagarle el tiempo que le he hecho perder.

—Suelo cobrar diez céntimos por cada consulta —dijo Marford con gravedad que hizo sonreír a la visitante.

—¡Es usted muy razonable! Me está usted tomando por una norteamericana, ¿verdad? Lo soy, efectivamente; pero vivo en Inglaterra desde hace mucho, muchísimo tiempo. Gracias por todo, doctor, y perdone todas las tonterías que lo he contado, que seguramente tratará usted de olvidar, ¿no es verdad?

El rostro delgado del doctor Marford permanecía en la oscuridad, pues se había colocado entre la visitante y la lámpara.

—Eso no se lo puedo prometer; pero tenga la seguridad de que no repetiré a nadie sus palabras —le contestó Marford.

No dio la visitante su nombre, ni el doctor mostró deseo de conocerlo. Se ofreció a acompañarla hasta encontrar un «auto», pero ella declinó el ofrecimiento. Marford, insensible a la lluvia finísima que caía, la vio alejarse.

El agente de vigilancia Hartford venía en dirección contraria a la que había seguido la extraña visitante y se paró a hablar con el doctor.

—Parece que el tal Stephens ha muerto. No pueden menos de ocurrir estas cosas mientras beban como beben. Nunca me he arrepentido de haber ingresado en la liga de los abstemios; para este verano pienso llegar, Dios mediante, a primer templario de nuestra logia. Hace un rato le he enviado una señora que preguntaba por este Stephens. No me habían dicho todavía que se había largado para el otro barrio. De haberlo sabido, yo mismo se lo habría dicho.

—Muchas gracias, Hartford, por no habérselo dicho —dijo Marford enigmáticamente.

Tenía reparo en hablar delante del agente Hartford, porque sabía que éste era un charlatán, muy conocido por su locuacidad.

Cerró la puerta y volvió a su libro; pero ya no le atraían ni la corrupción ni los enredos de madame de Lamballe.

Alzó la persiana del consultorio y se puso a contemplar la desierta calle. Algo parecía moverse en la sombra que proyectaba el muro que rodeaba los depósitos de la Eastern Trading Company.

El débil reflejo de la columna de alumbrado le permitió ver que eran un hombre y una mujer que hablaban animadamente. Lo extraño del caso era que el hombre vestía traje de etiqueta. La mancha blanca de la camisa se destacaba perfectamente. En Tidal Basin no usaban traje de etiqueta ni los camareros.

El doctor Marford salió del consultorio y abrió la puerta de la calle en el momento mismo en que la pareja se separaba, marchando en opuestas direcciones. Entonces apareció un tercer personaje, que se dirigió con paso vivo tras el individuo vestido de etiqueta. Marford vio que éste se paraba y se volvía. Se oyeron algunas palabras que los dos hombres cambiaron entre sí y resonó una bofetada. El hombre vestido de etiqueta cayó pesadamente a tierra; el otro se inclinó un momento para examinarle y se alejó rápidamente, desapareciendo bajo el puente del ferrocarril que cruza sobre Endley Street, frente por frente del portalón principal de la Eastern Trading Company.

Marford miraba todo aquello fascinado y estaba a punto de cruzar la calle para cerciorarse de lo que le había ocurrido a aquel bulto que yacía inanimado sobre el pavimento, cuando el caído se puso en pie y encendió un cigarrillo.

El reloj daba las diez.

Capitulo VI

Luis Landor se quedó contemplando al aborrecido individuo que él había derribado de un golpe. Yacía como una masa inerte. De pronto, un súbito terror dominó en su corazón al sentimiento de odio. Examinó con la mirada la calle desierta. Frente por frente se veía una clínica; una lamparilla roja colgada de un soporte encima de la puerta indicaba cuál era la profesión de quien allí vivía. Vio que la puerta estaba abierta y que en el hueco de la misma se distinguía la sombra de una persona. ¿Iría a pedir que socorriesen al caído? Pero este impulso desapareció instantáneamente, como había venido. Se jugaba con ello su propia seguridad. Avanzó a toda prisa protegiéndose con la sombra de aquel muro elevado, y ya había llegado al arco del ferrocarril, cuando, frente por frente de él, apareció la silueta de un agente de Policía, viniendo en su misma dirección. Miró a su alrededor buscando por dónde escapar. A su derecha se alzaban los dos grandes batientes de una puerta cochera. Vio que uno de ellos tenía un postigo e instintivamente lo empujó. Por alguna casualidad extraordinaria no tenía echada la llave y cedió. Entrar, buscar a tientas el cerrojo y correrlo, fue todo cosa de un segundo. El guardia pasó sin darse cuenta de su presencia.

El agente de Policía Hartford, pues éste era el que acababa de pasar, estaba en aquellos instantes muy preocupado en componer mentalmente la alocución que pensaba pronunciar en la próxima reunión de su logia, durante la cual habían de discutirse temas del mayor interés. Tan absorto se hallaba con sus pensamientos, que nada tiene de extraño que no viese al fugitivo.

Más de extrañar es que tampoco le viese un tal Harry Lamborn, dedicado al robo en general, y que todo aquel tiempo estuvo cobijado en un portal bastante profundo de la acera de enfrente. Bien es verdad que toda su atención la tenía enfocada en la persona del uniforme, interesándole poco en aquel momento los paisanos. Tenía pensado desarrollar aquella noche ciertos planes que tenían relación estrecha con el número siete de aquella calle, o sea con los almacenes de la Eastern Trading Company, y aguardaba que el agente Hartford llegase al final de su ronda e iniciase el retorno antes de poner manos a la tarea.

Vio que el agente pasaba con paso muy tranquilo, se recogió todavía más en el rincón que le daba cobijo contra la lluvia y le ponía a cubierto de las miradas y cambió de bolsillo, para mayor comodidad, un estuche plegable de herramientas.

Hubiera sido imposible para Hartford no ver al Individuo vestido de smoking, porque estaba en mitad de la acera limpiando su abrigo de color oscuro. Hartford cayó instantáneamente desde las alturas de su estrado de vicetemplario hasta la realidad de un simple agente de Policía.

—¿Se ha caído, caballero? —le preguntó con vivo interés.

El individuo en cuestión miró al agente con cara sonriente. No parecía, sin embargo, que aquello le hubiese hecho mucha gracia, a juzgar por el temblor violento de sus manos y la lividez de sus labios, que resaltaban sobre el color moreno de su tez.

Las palabras salían jadeantes de su boca y parecía haber quedado sin aliento. Como había estado lloviendo, su abrigo ostentaba una gran mancha de barro negruzco. Miró hacia el camino que había seguido al venir, y al no ver a nadie pareció más tranquilo.

—¿Que si me he caído? —repitió—. Sí, parece que sí. Miró en la dirección por donde había venido el agente.

—¿Vio usted a ese individuo? El agente de Policía Hartford se volvió y abarcó con la vista la desierta cinta de piedra que se extendía frente a él.

—¿A qué individuo? —preguntó, con gran sorpresa del hombre del smoking.

—Ha tenido que pasar junto a usted, porque para su lado se dirigió.

Hartford hizo signos negativos con la cabeza.

—No, caballero, no se ha cruzado conmigo.

Los lívidos labios del hombre del smoking esbozarían un gesto de incredulidad.

—¿Le hizo a usted algo? —interrogó Hartford.

—¿Que si me hizo algo?, —aquel hombre tenía una manera extraña de repetir como un eco las preguntas, dándoles un tonillo despectivo—. Casi nada; un directo a la mandíbula. Yo me hice el marmota —su cara se contrajo con una sonrisa de burla—. Parece como que le entró pánico.

Pronunció estas palabras con cierto retintín, y el agente Hartford comenzó a examinarle con mayor interés y preguntó:

—¿Desea usted denunciarle?

El interrogado, que estaba sujetando el blanco lazo de seda que llevaba al cuello, movió negativamente la cabeza.

—¿Cree usted que daría con él si yo le denunciase? —preguntó burlón—. No; déjele que siga su camino.

—¿Es que no le conoce usted, caballero?

El agente Hartford no se había estrenado hacía ya un mes y se sentía reacio a hacerse cargo de un caso como éste.

—¡Vaya si le conozco!

—Anda por aquí una gente muy mala —comenzó a decir Hartford—. Un hatajo de borrachos y juerguistas…

—Le he dicho a usted que le conozco —interrumpió el desconocido dando muestras de impaciencia.

Metió la mano en su bolsillo interior, sacó de él una pitillera de plata y la abrió. El agente Hartford se hizo a un lado, pudiendo observar cómo temblaba la mano en que sostenía el encendedor automático con que encendió su cigarrillo.

—Aquí tiene usted, para que beba una copa a mi salud.

Hartford se irguió y apartó de sí la mano que le tendía una moneda.

—No toco, pruebo ni sirvo alcohol —exclamó dignamente, y se preparó a seguir majestuosamente sus paseos.

El desconocido se desabrochó la americana y se palpó el bolsillo del chaleco.

—¿Ha perdido usted algo?

—Nada —exclamó el otro con satisfacción.

Echó una bocanada de humo, movió amistosamente la cabeza y continuaron cada cual por su lado.

El hombre del smoking fue caminando lentamente hasta llegar al trozo empedrado de granito que dividía en dos la acera frente a la puerta cochera de la Eastern Trading Company. El ladrón que se ocultaba en el hueco del portal le vio quitarse el cigarrillo de la boca, tirarlo al suelo y aplastarlo con el pie. Y de pronto, sin transición ni señal previa, viole tambalearse, doblársele sus rodillas y desplomarse sobre la acera con estrépito.

Lamborn era bastante oportunista; creyó ver un don de la Providencia bajo la forma de un hombre borracho como una cuba, y después de mirar bien a derecha e izquierda, cruzó la calle con paso furtivo. No se dio cuenta de que Hartford se dirigía hacia él, protegido por la sombra del muro. Lamborn entreabrió la americana, metió la mano y encontró una cartera. Sus dedos se enredaron en la cadena de un reloj; tiró al mismo tiempo de los dos objetos y se incorporó. Entonces vio al agente que corría hacia él. Una cosa es que le detengan a uno por sospechas y otra muy distinta que le cojan a uno con lo robado entre las manos. Lamborn arrojó todo con fuerza por encima del alto muro que rodeaba los muelles de la Compañía y se volvió para salir de estampida. No habría dado media docena de saltos, cuando cayó sobre él la mano de la ley y resonó en sus oídos el familiar y odiado «¡Alto!». Se debatió impotente. El bueno de Lamborn no llegó nunca a aprender la primera lección de criminalidad, que consiste en estarse quieto en tales momentos.

Hartford le empujó contra la pared. Entonces vio el agente que alguien cruzaba la calle, y al reconocerle se acordó del hombre que yacía tendido en el suelo bajo la columna del alumbrado.

—Doctor, ese hombre está herido. ¿Quiere usted echarle un vistazo?

El doctor Marford había visto caer al desconocido y se inclinó vivamente sobre él.

—Estése quieto, le digo —gruñó con indignación Hartford luchando con su prisionero.

El silbato del agente rasgó la noche con su agudo sonido. Era un argumento que bastaba para hacer un poco inteligentes a los tipos como Lamborn.

—Bueno, me doy —dijo a regañadientes, dejando de ofrecer resistencia.

En aquel momento mismo oyó Hartford una exclamación. Era el doctor, que, sin abandonar su posición, alzaba la vista.

—¡Agente…, este hombre está muerto!… ¡Le han apuñalado!

Lamborn levantó las dos manos para que el policía pudiese examinarlas. A la luz del reverbero le pareció a Hartford que estaban rojas de sangre.

Elk, que se hallaba al final de la calle vigilando una casa dudosa, oyó el silbato del agente y corrió hacia el sitio de donde procedía. Todos los tugurios de Tidal Basin lo oyeron también y abrieron sus puertas. Hombres y mujeres sacrificaron su descanso nocturno antes de perder la emoción de un suceso; cuando se informaron de que se trataba nada menos que de un asesinato, runrunearon agradecidos, reconociéndose bien pagados por su molestia. Salieron como ratas que salen husmeando de sus agujeros y para cuando llegó a contenerlos un destacamento de agentes formaba ya un grupo numeroso.

Cuando Elk volvió a telefonear al médico forense del distrito, el doctor Marford se lavaba las manos en un cubo de agua que le había traído un policía. Elk le dijo:

—Mason está en la Comisaría y viene para acá.

—Oiga, Elk: ¿qué es eso de detenerme a mí?

Quien así se expresaba era Lamborn, y el tono de su voz era el de un hombre apenado y ofendido. Encuadrado por dos gigantescos policías, su desgarbada figura producía la lamentable impresión de un hombre grotesco, pero sus energías no se achicaban tan fácilmente.

—Yo no he hecho nada, ¿sabe? Este poca vista me ha echado el alto…

Elk le interrumpió con rudeza:

—Cállese la boca. El señor Mason estará aquí dentro de un momento.

—¡Mason! —refunfuñó Lamborn, sarcásticamente—. ¡El simpático Mason! ¡Valiente noche para una fiesta!

Mister Mason, el inspector jefe de la Policía de investigaciones, visitaba aquella noche este sector y se encontraba en la Comisaría cuando se recibió el aviso del crimen, apresurándose a trasladarse al lugar del suceso en el camión de la Policía, acompañado de un destacamento de agentes y de un anciano y práctico médico forense, el doctor Rudd, porque le proporcionaba el máximo de distracción con la menor cantidad posible de trabajo. Era solterón y disponía de una buena renta fija procedente de sus inversiones de capital; pero le atraía la autoridad que le daba el cargo; le halagaba el verse saludado militarmente por los agentes de Policía cuando pasaba a su lado por la calle, y sobre todo, experimentaba un sentimiento de importancia cuando los jueces daban preferencia a sus palabras al declarar contra personajes influyentes detenidos en estado de embriaguez, aunque los tales personajes llevasen como testigos de defensa a sus propios médicos eminentes, que diagnosticaban que la enfermedad que aquejaba a los detenidos no era otra que una sacudida traumática producida por el estallido de granadas durante la guerra.

Conocía muy por encima al doctor Marford, y sólo le dedicó una fría inclinación de cabeza, molestándole que tuviese la menor intervención en aquel caso, porque el doctor de a perra gorda, era uno de los colegas pobres. Si alguna vez hubiese tenido el doctor Rudd que celebrar consulta, no habría, con seguridad, elegido a un médico de esta categoría.

Examinó atentamente aquel cuerpo inmóvil, y se limitó a decir:

—Muerto, desde luego.

Al pronunciar estas palabras, daba la impresión de que sí él hubiera llegado antes era posible que se hubiese evitado tal catástrofe. Marford empezó a decir:

—Tiene una cuchillada que penetró…

El doctor Rudd le interrumpió con impaciencia:

—Sí, ya lo he visto… Desde luego. Claro que sí…

Miró a mister Mason y continuó:

—Muerto. Le haré la autopsia. La muerte fue, según toda probabilidad, instantánea.

Al decir esto se volvió contra Marford.

—¿Estaba usted aquí cuando ocurrió el suceso?

—Llegué inmediatamente después —contestó Marford—. Apenas un minuto después, probablemente ni esto.

—Entonces podrá usted decirnos algo.

El doctor Rudd hablaba con las manos en los bolsillos y el compás de sus piernas muy abierto.

Mason intervino. Era un hombre calvo, de mirada burlona y voz profunda y agradable.

—Está bien, doctor, está bien. Luego hablaremos de eso…

No parecía haberse molestado por la intrusión del doctor en funciones que le competían a él. La impertinencia del doctor Rudd, de la que tenía repetidas pruebas, no le hizo perder la natural jovialidad.

—Luego hablaremos de eso, doctor…

—Marford.

—Doctor Marford, como se hallaba usted por aquí cuando se cometió el crimen, o inmediatamente después de cometido, es seguro que algo podrá usted decirnos. Por el momento, estará algo impresionado.

Marford se sonrió y movió negativamente la cabeza.

—Todo lo que yo puedo decirle, mister Mason, es que le vi caer al suelo.

Hartford, en rígida posición de saludo y adoptando una actitud más importante que la de un director general en el primer caso en que tiene que intervenir, dijo:

—Acabo de detener a este hombre.

Mason se inclinó sobre el cadáver, enfocando los rayos de su potente lámpara de mano a los más desagradables sitios. De pronto preguntó:

—¿Dónde está el cuchillo? Tenemos que buscarlo.

—Por aquí no está —contestó Elk con siniestra satisfacción.

—Usted perdone, señor. Tengo aquí a un hombre a quien he detenido provisionalmente.

El agente de Policía Hartford era quien hablaba así. En actitud militar, rígido como un huso y sin darse por enterado del desaire que se le hacía, acusador, fiscal y comentador, todo en una pieza.

Mason advirtió, por fin, la presencia de su subordinado y le miró desde la punta del casco hasta la punta de sus gruesas botas bien lustradas.

—Debería estar ya en la Comisaría.

Elk se adelantó a dar una explicación.

—Yo fui quien hice que esperase aquí hasta que usted llegase.

Mister Mason se introdujo el dedo meñique en la oreja y lo movió con impaciencia.

—Muy bien. Es un verdadero placer el comprobar que se siguen estrictamente los reglamentos. Señor inspector, tiene usted, por lo que se ve, bajo sus órdenes una colección de empleados de Policía sumamente inteligentes.

El inspector de aquella Comisaría, Bray, que acompañaba a Mason y a quien éste se dirigía, carecía del sentido del humorismo y no llegó a comprender la ironía que encerraban las palabras de su jefe.

Por eso contestó:

—Son todos ellos gente muy útil.

Mister Mason contempló el cadáver que estaba a sus pies, alzó luego la vista y examinó al hombre que estaba preso entre los dos policías. Luego volvió a mirar otra vez al muerto.

—No aparece el cuchillo… ¿Quiere usted registrar el cuerpo, Elk? Ayúdele usted, Shale… Gracias.

Dirigió una mirada a la multitud que se arremolinaba en torno suyo. Algunos de los espectadores, que deseaban pasar inadvertidos por el momento, se esfumaron silenciosamente en la oscuridad.

Parecía en todo caso haberse olvidado de la presencia del doctor Marford, que permanecía callado en una atmósfera netamente hostil a los médicos de a perra gorda. De pronto retiró Elk un objeto de debajo del cuerpo.

—Aquí está, mi jefe.

Era la vaina de un cuchillo, y se hallaba en un estado que no hacía agradable su manejo. Mister Mason sacó un sobre usado del bolsillo y cogió con cuidado la vaina.

—¿No está ahí el cuchillo?

—No, mi jefe.

Bray, que también tomaba parte en el registro, confirmó enfáticamente el «no» del sargento. Habían movido un poco el cadáver del lugar que ocupaba.

—No aparece el cuchillo.

Masón alzó la vista hasta lo alto del muro que bordeaba la calle.

—Pudieran haberlo tirado por encima —murmuró entre dientes.

—Si me permite, mi jefe —dijo el agente Hartford, y quedó rígido, con todo su ser concentrado en el oído.

—Espere —le contestó Mason—. Y dígame, doctor: ¿qué es lo que vio usted?

Sus palabras iban dirigidas a Marford. Éste, puesto de súbito ante la pública curiosidad, titubeó y se sintió intranquilo.

—Salía de mi clínica… —dijo, señalando tímidamente dicha casa con una luz roja—. Oí… como que reñían dos hombres…; me pareció haberles oído discutir un poco antes… Volví a entrar en la casa, cogí mi sombrero y mi impermeable…

Mason le interrumpió de súbito, sonriendo afablemente:

—Para ver mejor la pelea, ¿no, doctor?

Marford se había serenado y le devolvió la sonrisa, diciendo:

—Precisamente por eso, no. En este barrio en que estamos, el ver reñir a la gente no es ninguna novedad. Yo salía para asistir a una paciente, una parturienta. Cuando volví a salir vi el barullo. El agente se esforzaba por detener a un individuo, cuando yo me acerqué.

—Un momento —interrumpió Mason con viveza—. Vio usted dos hombres que reñían… ¿Pudo distinguirlos?

Marford movió la cabeza.

—No con suficiente claridad, a pesar de que se encontraban frente por frente de mi clínica.

—Hombres previsores… —dijo Mason—. ¿Era este hombre uno de ellos?

Marford no se hubiera atrevido a jurarlo, aunque se sintiese inclinado a pensar que sí. De lo que estaba seguro era que uno de ellos llevaba trate de etiqueta.

—¿No conoce usted al muerto?

Marford movió negativamente la cabeza.

—Yo diría que no vive por este barrio. No le he visto nunca antes de ahora. Cuando le vi caído en el suelo supuse que se trataba de la reanudación de la riña de antes.

Mister Mason se puso a silbar suavemente y clavó sus ojos bajo la barbilla del doctor. Marford pensó que tendría el cuello arrugado y se llevó allí la mano; pero esto no era más que una costumbre de mister Mason, al que solían llamar «el simpático Mason».

—Hartford —dijo este último haciendo una señal al agente para que se acercase—, ¿qué es lo que usted vio?

—Mi jefe —contestó Hartford rebuscando las palabras—. Yo había visto al interfecto…

Por la cara de Mason pasó una sombra de fastidio. Detestaba a los agentes locuaces.

—Esto de interfecto está muy bien, muchacho, pero no estamos ahora delante del Tribunal. Llámele de cualquier otra manera; me tiene sin cuidado. ¿Le vio usted antes de caer al suelo?

El agente de Policía Hartford volvió a saludar.

—Sí, mi jefe, le vi. Me detuvo al pasar y me preguntó si no había visto a un individuo con el que había discutido. Yo le contesté que no.

—¿Le hizo alguna descripción del otro?

—No, mi jefe.

—¿No le dijo nada más?

Hartford, después de recapacitar un largo rato, repitió lo mejor que pudo acordarse todo lo que el hombre de cara pálida le había dicho.

—¿Y usted no vio a su agresor; quiero decir, estaba usted paladeando con el pensamiento la cerveza que iba usted a beber con la cena?

El agente de Policía Hartford tuvo en la punta de la lengua una indignada negativa; pero se la tragó, y dijo:

—No, mi jefe; unos minutos más tarde, cuando volví a pasar por aquí, vi al mismo individuo caído en el suelo debajo de la columna de alumbrado, y a otro hombre que se escapaba y al que yo eché el ¡alto! Entonces vi al doctor que cruzaba la calle. Entre tanto, logré detener a Lamborn, que procuró fugarse.

—¡Fugarse! —interrumpió Mason en tono de reproche.

Mister Lamborn intervino con desenvoltura. Corría, sí, pero era para ir a buscar a un médico.

—Lo que usted quiere decir es que cuando se acercó a este hombre se hallaba ya en el suelo, ¿no es así? —insinuó Mason.

El detenido juró que esto era lo que había ocurrido. Tenía un testigo, una mujer que llevaba en la mano un recipiente. Seguramente que habría preferido permanecer en el anónimo; pero el innato sentimiento de justicia de que suelen estar poseídas la personas humildes y sencillas se sobrepuso a su modestia. La sacaron hasta el círculo que la Policía conservaba despojado de gente. Era una buena mujer. Ella había visto caer al muerto y había presenciado cómo Lamborn había atravesado la calle para acercarse a él. Cualquiera que fuese la opinión que ella tenía acerca del motivo de este apresuramiento de Lamborn, la buena mujer se lo calló prudentemente.

Mason la contempló pensativo, y le preguntó:

—¿Qué lleva usted en ese recipiente?

Éste se hallaba tapado, y todos los instintos de la buena mujer se oponían a dar satisfacción a la curiosidad del inspector jefe; pero era respetuosa con la ley y confesó la verdad.

—Cerveza.

Mason pareció olvidarse del cadáver que tenía a espaldas suyas y hasta de que existiesen asesinos ocultos que acechaban su presa en los caminos.

—Cerveza… Es curioso.

Un reloj dio las campanadas de las diez y media.

—¿Cómo es eso de andar llevando cerveza por la calle a las diez y media de la noche, señora…?

Dijo que su apellido era Albert. No podía dar ninguna explicación por el hecho de llevar cerveza, si no era el que la llevaba a su casa.

La concurrencia prorrumpió en un murmullo de simpatía. Un revolucionario anónimo gritó: «¡Que dejen en paz a esa mujer!». En todos los países del mundo, y en circunstancias parecidas, se levanta una voz para decir eso mismo a la Policía.

El agente Hartford se hallaba en estado de desesperación. Tenía algo que decir, algo esencial que barrería todas las telarañas que envolvían en el misterio aquel lastimoso montón que yacía bajo la luz del reverbero y que tan parco se mostraba con aquellos activos investigadores del secreto que encerraba.

—Yo quería decir, mi jefe, que vi que el detenido arrojaba algo por encima de esta tapia.

Mason examinó la tapia como si aguardase de ella una confirmación de aquel aserto.

—¿Se refiere usted a Lamborn?

Dirigió una mirada penetrante al ladrón y sacudió la cabeza de un modo significativo.

—Llévenselo. Ya le veré en la Comisaría.

Mister Lamborn se alejó entre los dos policías, lanzando sanguinarias amenazas contra los que quedaban en el lugar del suceso. El maleante habitual tiene algo de fox-terrier: aguanta el castigo con gran gallardía.

—También a usted la veré en la Comisaría, señora —dijo Mason.

Esto le produjo a la señora Albert tal impresión, que casi dejó caer al suelo el recipiente de cerveza. Era una mujer casada, con cuatro hijos, y nunca hasta entonces había pisado una Comisaría.

—Nunca es tarde para aprender —le dijo Mason afablemente.

Llegó otra ambulancia, de menor categoría que la primera, movida a brazo, y a continuación un coche de Policía que conducía a los fotógrafos, a los alegres técnicos en impresiones digitales y a los empleados del Departamento de Identificación. El asesinato voluntario perdió su aspecto novelesco para entrar en su fase técnica y prosaica.

—Un asesinato corriente —dijo Mason a sus subordinados mientras se dirigía hacia su coche—. Sin embargo, hay en él una o dos cosas raras.

En aquel momento se abrió camino por entre la muchedumbre una mujer. Masón la tomó al principio por una joven; pero a la luz cruel de la columna del alumbrado vio que hacía tiempo que había dejado atrás su juventud. Su cara estaba muy empolvada; sus ojos, artificialmente agrandados; en resumen: era una sombra de mujer. Abrió los labios; pero no pronunció palabra alguna. Su mirada vagaba atónita de unos a otros. El doctor Marford, desde la oscuridad en que se encontraba, observábala con curiosidad; sabía que se llamaba Lorna Weston y que era una mujer de vida dudosa.

—¿Es… él?

Su voz, que había empezado en un sollozo ronco, se extinguió en un débil gemido.

—¿Quién es usted? —dijo Mason cuadrándose delante de ella…

—Yo…, yo vivo aquí cerca —hablaba como a borbotones; cada frase parecía costarle un esfuerzo—. Vino a verme esta noche, y yo le previne… del peligro. Es que yo…, yo conozco a mi marido. ¡Es un demonio! Yo le conozco bastante.

—¿Entonces, su marido es quien ha matado a este hombre?

La desconocida intentó avanzar empujando a Mason; pero éste la contuvo con alguna dificultad, porque el temor daba a aquel débil cuerpo la fuerza de un hombre.

—Poco a poco, poco a poco, muchacha. Pudiera ser que no fuese su amigo, ni mucho menos. ¿Cómo es su nombre?

—Donald…, —la mujer se contuvo—. ¿Puedo verle?… Luego le diré todo.

Pero mister Mason era hombre metódico en sus cosas y procedía a su manera, asegurando sólidamente los hechos.

—Lo que usted viene a decir es que este hombre la visitó a usted esta noche, y usted le advirtió que tuviese cuidado con su marido. Ahora bien: ¿vive su marido por este barrio?

La mujer fijó en Mason una mirada vaga. Se dio cuenta éste de que su atención no estaba en la pregunta que le había hecho, y se la repitió.

—Sí —contestó la mujer con cierta dureza.

—¿Dónde vive su marido? ¿Cómo se llama?

Ella se movía de un lado para otro y llegó hasta inclinarse para mirar por debajo del brazo de Mason, que le cerraba el camino, a la masa inerte que yacía en el suelo.

—Déjeme verle —suplicaba—. No me desmayaré… Pudiera no ser él. Estoy segura de que no lo es. ¡Déjeme verle!

Su voz no era ya más que un gemido.

Mister Mason hizo una señal a Elk, y éste tomo a la mujer del brazo, conduciéndola hasta donde estaba el muerto, medio cuerpo dentro del círculo de luz y medio cuerpo fuera del mismo. La mujer se inclinó a mirar y quedó un momento muda; luego abrió sus labios sin acertar a hablar. Por fin dijo:

—Donald… Ha sido él… ¡El canalla! ¡El muy asesino!

Y no habló más. Elk sintió que se desplomaba y la cogió por la cintura. La muchedumbre de Tidal Basin contemplaba el drama. Valía la pena de perder el sueño de una noche.

Mason dirigió la vista en torno suyo; su lirada se cruzó con la de Marford, y le hizo señal de que se adelantase.

—¿Tiene usted inconveniente en acompañar a esta mujer hasta la Comisaría? Creo que sólo se trata de un desmayo.

El doctor Marford protestó débilmente, pero condujo a aquella mujer, con la ayuda de un agente, a un coche cerrado de la Policía, que partió de allí inmediatamente. Marford hizo parar el coche frente a una farmacia situada al final de Basin Street, y mandó al agente que llamase al timbre para casos nocturnos; pero el cordial que le prepararon no consiguió que la mujer volviese en sí. Se hallaba todavía muda e inmóvil cuando llegaron con ella a la Comisaría.

Mientras mister Mason esperaba la vuelta del coche, dio rienda suelta a algunas, observaciones, hablando así al cachazudo inspector Bray:

—Hay dos clases de asesinato: el liso y llano y el asesinato con variaciones y acompañamiento. Estamos en presencia de un asesinato de la primera clase. Nada de músicas y fuego de artificio, nada de gabinete íntimo ni aroma sexual. Aquí hay un hombre al que matan de una puñalada, bajo la mirada de tres pares de ojos, sin que ninguno haya visto al asesino. No se encuentra el cuchillo, ni conocemos los móviles, ni tenemos una clave, ni sabemos el nombre del buen hombre asesinado.

Bray balbució:

—La mujer ha hablado de un demonio…

—¿Quiere usted que dejemos la religión a un lado? —le interrumpió Mason con displicencia—. ¿Quién fue el que arrojó el cuchillo y cómo se las arregló para recogerlo de nuevo? Ése es el misterio que me tiene perplejo.

Capitulo VII

Quigley, reportero criminal del Post-Courier y archi-inventor de demonios, telefoneó a su diario el siguiente mensaje: «Otra vez anda suelto él demonio de Tidal Basin. Su sombra furtiva y siniestra pasó invisible por la solitaria Endley Street y dejó, de bruces sobre la acera, el cadáver de un hombre con el corazón partido de una puñalada. De dónde vino, adonde se fue, no lo sabe nadie. Ante los mismos ojos de tres testigos que lo vieron desde lugares distintos, a saber: la señora Albert, esposa del vigilante nocturno de la Eastern Trading Company; del doctor Warley (Quigley era muy mal recordador de nombres), un respetabilísimo médico que tiene consultorio abierto, y del agente de Policía Hartford, un inocente paseante vaciló y cayó desplomado. ¿Quién era el desconocido que se paseaba en traje de etiqueta por los confines de Tidal Basin? ¿Qué mano despiadada le fulminó y de qué forma misteriosa pudo escapar el invisible asesino? Éstos son los enigmas que tiene que solucionar el detective Mason, del Departamento Central. Por suerte se hallaba en aquel barrio mister Mason, uno de los cinco peces gordos, y se hizo cargo del caso inmediatamente. Ha sido detenido un individuo; pero ¿es él verdaderamente el demonio de Tidal Basin?».

—Tácheme todo eso del diablo —dijo el redactor jefe de noche entregando el texto al subjefe—. Se ha abusado ya demasiado del tema.

Elk llegó a la Comisaría y entró en el despacho del inspector, en el que Mason se hallaba sentado, diez minutos después de llegar éste. Colocó sobre la mesa, delante del gran hombre, dos objetos.

—Cuesta mucho trabajo despertar a ese vigilante nocturno. A propósito: es el marido de la señora Albert…

—¿De la mujer del recipiente de cerveza?

Elk asintió.

—He encontrado estos objetos en el patio… Es evidente que los arrojó Lamborn cuando vio al agente.

Fue detallando sus hallazgos:

—Libros de notas y reloj; el cristal roto; parado a las diez. Es de fabricación suiza y tiene en la esfera el nombre de un joyero de Melbourne.

Mason examinó el reloj.

—Con cuidado —advirtió Elk—. La tapa de atrás tiene la impresión algo sucia de un dedo pulgar.

Masón acercó su silla un poco e hizo un gesto a Elk invitándole a que acercase otra para él.

—¿Hay algo más? —preguntó.

Elk sacó de un bolsillo interior unos cuantos billetes de pequeña cantidad y los colocó sobre la mesa. Abrió luego la cartera, que contenía un libro memorándum, y sacó de ella dos billetes de Banco nuevos, cada uno de cien libras esterlinas. En el reverso de los mismos se veía el sello de la sucursal de Maida Vale del Middland Bank; era un sello redondo, de caucho, que tenía en el centro una línea con una fecha.

—Ayer mismo han sido puestos en circulación.

—Tal vez tenía cuenta allí… —comenzó a decir Elk; pero Mason movió negativamente la cabeza.

—No la tenía. No tiene sentido el sacar de la cuenta de uno mismo billetes de cien libras para andar con ellos en el bolsillo. Se sacan esa clase de billetes para enviarlos a algún sitio. No es fácil cambiar en Londres un billete de cien libras sin despertar sospechas y correr el riesgo de que le arresten a uno. No; estos billetes salieron de la cuenta de otra persona y ésta se los entregó a él. Lo que significa que no tiene cuenta corriente propia en ningún Banco, pues de lo contrario habrían hecho una transferencia. Por tanto, no se trata de un hombre de negocios, porque tendría cuenta corriente en algún Banco.

Elk hizo como que husmeaba en el aire, y dijo:

—Esto me huele al tan sabido Sherlock Holmes.

Era un contemporáneo de Mason que no había conseguido ascender y este último le toleraba sus ironías.

—¿Qué más? —preguntó Mason.

—Tarjetas de visita, todas las que usted quiera.

Elk las extrajo de la cartera y las colocó sobre la mesa. Mason las examinó cuidadosamente. Las había con direcciones de Birmingham, de Leicester y de Londres; pero una gran proporción eran de personas que residían habitualmente en África del Sur. Mason dijo:

—Todas tienen el mismo color y han sido coleccionadas hará un par de meses. Esto quiere decir que ha realizado en los últimos tiempos un viaje por mar… Es sorprendente cómo las personas que realizan un viaje por mar entregan sus tarjetas a individuos perfectamente desconocidos.

Examinó el respaldo de algunas; contenían notas escritas con lápiz. Una decía: «Libras 10 000 al año»; otra: «Ganó mucho dinero con los diamantes de Namaqualand; se hospeda en el Ritz Londres». Mason se sonrió.

—Voy a hacer dos hipótesis acerca de la profesión de nuestro hombre.

Cogió otra tarjeta; esta vez la nota del respaldo estaba escrita con tinta: «Cheque detenido; Adam y Sills».

—Ahora no haré más que una hipótesis. Es un tunante y un jugador de ventaja. Adam y Sills son los abogados que ladran por cuenta de estos pajarracos. Con esto ya le tenemos situado. Vamos ahora a descubrir su nombre. Vaya usted a la Yard; diga allí que llamen a todos los hoteles, grandes y pequeños, del West End, hasta dar con un hombre cuyo primer nombre es Donald y que llegó del extranjero. Arrégleselas para descubrir de dónde procedía…

—De la Ciudad de El Cabo —dijo Elk.

Masón asintió.

—Me lo suponía. ¿Cómo lo ha sabido usted?

—Sus zapatos son nuevos y tienen una etiqueta, en la que se lee: «Cleghorn, Adderly Street».

—Ponga entonces África del Sur —dijo Masón.

Elk se hallaba ya a mitad del camino de la puerta cuando Masón le gritó que volviese.

—Haga que le den en el Departamento el nombre, la dirección particular y el número del teléfono del gerente de la sucursal de Maida Vale del Middland Bank. Espere un momento, no me acose… Diga al Departamento que se ponga en comunicación con el gerente y que le pregunte si recuerda a cargo de qué cuenta fueron pagados dos billetes de cien libras…, —garabateó los números en un trozo de papel y se los entregó a Elk—, y hasta, si pudiera ser, a quién fueron entregados. Se me ocurre que no vamos a descubrir esto.

Cuando volvió Elk se encontró a Mason sentado, con la barbilla apoyada en la mano, y su cara, gruesa y redonda, menos serena que de costumbre.

—Que me traigan a Lamborn —dijo.

Trajeron a Lamborn del cuarto de los detenidos, locuaz y amenazador.

—Si en este país hay leyes… —comenzó a decir; pero Masón le interrumpió bromeando:

—Debías saber que no las hay. Tú las has pisoteado todas. Vamos, Harry, siéntate.

Mister Lamborn le dirigió una mirada recelosa, y dijo:

—Simpatía tenemos, ¿eh?

Rodeaba a mister Mason una aureola de leyenda. Era realmente un hombre lleno de simpatía, y bajo la influencia natural de su inteligencia y de su bondadoso corazón, hubo muchos maleantes que se confiaron equivocadamente a él y le contaron muchas más cosas de las que tenían intención de contarle. Más adelante hubieron de lamentarse amargamente, cuando se vieron frente a un Jurado y se encontraron con que sus confidencias eran explotadas con desastrosos resultados.

Mason estaba radiante de satisfacción.

—No hay manera de que yo sea duro con vosotros. Es una cosa que no va con mi naturaleza —su voz tenía toda la melosidad de que él era capaz—. La vida está llena de dificultades para todos nosotros, y sé muy bien todo lo duro que es para algunos infelices de vosotros el ganaros honradamente la vida.

—No digo lo contrario —contestó Lamborn fríamente.

Masón le puso la mano sobre una rodilla y le dio unos golpecitos cariñosos.

—Nada os perjudicáis, Harry, con contar a la Policía todo lo que sabéis. No puede ser mucho, desde luego, porque si supieseis lo bastante para no dejaros coger, no os dedicaríais a robar para buscar de qué vivir. Pero ahora se trata de un asesinato.

—Nadie dice que lo he cometido yo —replicó rápidamente Lamborn.

—Nadie afirma eso, por el momento —asintió Mason con afabilidad—; pero nadie sabe qué vueltas dan esta clase de historias. Ya conoces Tidal Basin, Harry… Ya sabes que por este barrio son capaces de venderse por un plato de lentejas y de hacer bajo juramento una declaración que te cueste la vida. Seamos, pues, completamente francos y pongamos las cartas boca arriba.

Se reclinó sobre el respaldo de su asiento y examinó al otro con benevolencia paternal.

—El agente le vio a usted ir sobre el muerto, meter la mano en su bolsillo y sacar del mismo una cartera y posiblemente, un reloj. Cuando usted se vio sorprendido arrojó todo por encima de la tapia, donde han sido más tarde encontrados por el detective sargento Elk. ¿No es así, sargento?

—No sé nada de todo lo que me dice —contestó Lamborn en voz alta, lo que hizo mover la cabeza a mister Mason, al mismo tiempo que se sonreía con lástima.

—Usted vio caer al individuo en cuestión y creyó que estaba moña. Se acercó usted y le limpió el reloj y la cartera.

Lamborn contestó con rapidez:

—Todo eso es para mí un jeroglífico. En mi vida he oído hablar así.

—Vamos a ver si así lo entiende —rectificó Mason con afabilidad—. Vio usted que estaba borracho, metió la mano y sacó usted de sus bolsillos la cartera y el reloj.

Lamborn exclamó con gran energía:

—¡Eso es una vil mentira!

Mister Mason suspiró y volvió la mirada con desesperación hacia el sargento.

—¿Qué va usted a hacer con individuos así?

Pero Lamborn era un desagradecido.

—No me hace falta para nada su simpatía. Son demasiados los que se han metido en jaleos por hacer caso de su palabrería bonita. Vi caer al caballero y corrí a prestarte ayuda.

—Ayuda médica, seguramente —susurró Mason—. Como es usted un miembro doctorado en Dartmoor y aprendió en Worwood Sesubs a prestar los primeros auxilios… Dejémonos de tonterías, Harry. Puede ahorrarme muchísimo trabajo refiriéndome la verdad.

—Es que yo… —comenzó a decir Lamborn.

—Espere un momento.

La cortesía de mister Mason se iba agotando y su voz se hacía un poco más áspera.

—Si me cuenta la verdad procuraré no presentar ninguna acusación contra usted. Le presentaré a usted como testigo de prueba…

Lamborn le interrumpió con irritación:

—Escuche usted, mister Mason. ¿Por quién me ha tomado a mí? Desde que he llegado a esta Comisaría me han tratado malamente. Empezaron por hacer pedazos mi ropa hasta desnudarme, y luego se la llevaron. Carecen hasta del sentimiento del pudor… Que me devuelvan mis ropas viejas para volver a ponérmelas. Y ¿con qué objeto se llevaron esa ropa mía? Yo se lo voy a decir: para urdir una prueba contra mí, metiendo en mis bolsillos algún objeto… ¡Si sabré yo cómo las gasta la Policía!

Mason volvió a suspirar, y cuando abrió la boca fue para pronunciar palabras deliberadamente ofensivas.

—Si tuvieras dos dedos de frente, no dirías la mitad de las tonterías que dices. Esto no es una frase original, pero viene muy al caso. Hay muchas personas más cuerdas que tú a las que se les pone la camisa de fuerza. ¿No comprendes, ignorante y sucia basura del albañal, que si te quitaron tus ropas fue para examinar si estaban manchadas de sangre, y que por idéntico motivo te revisaron esas manazas puercas que tienes? Y ¿no te das cuenta de que una persona de mi posición no se dignaría siquiera escupirte si no tuviese para ello muy buenas razones? No te busco para acusarte de asesinato…, métete bien eso en tu cabeza de aserrín. Ni siquiera me ocupo de ti porque has robado. Si te pregunto, es porque necesito saber la verdad. ¿Le limpiaste o no le limpiaste los bolsillos cuando estaba ya en el suelo? Si me dices la verdad, te prometo no presentar cargo alguno contra ti. Y ahora, escucha.

Mason se inclinó hacia adelante y dio un fuerte golpe con los nudillos en la rodilla de Lamborn.

—Aunque tú no seas capaz de entenderlo, yo cumplo mi obligación previniéndote. El que tú declares voluntariamente o te niegues a declarar que cuando ese hombre se hallaba en el suelo le quitaste del bolsillo la cartera (no hace falta que confieses lo del reloj), puede hacer variar por completo la marcha de este caso.

—¡No le quité nada! —vociferó Lamborn—. ¡Le desafío a que pruebe usted eso!…

El inspector jefe dejó oír un gruñido; pero se limitó a decir:

—Lleváoslo de aquí antes que acabe de perder la paciencia.

Elk cogió al detenido por el brazo y se dirigió con él hacia el cuarto de guardia, diciéndole a mitad del camino:

—¡Cabezota!, ¿por qué no has desembuchado?

Lamborn dio un resoplido y preguntó sarcásticamente:

—Hablar, ¿eh? ¡Por vida de…! ¡No he abierto aún el pico y mira cómo me han puesto ya!…

Un momento después escuchaba la acusación que se presentaba contra él en presencia de un impasible sargento de la Comisaría. Después marchó alborotando hacia los calabozos.

Elk volvió a donde estaba su jefe con los informes que habían ido llegando mientras se redactaba la acusación.

—Los dos billetes han sido pagados por cuenta del señor Luis Landor, de Teing Court, Maida Vals. Landor es americano o ha vivido en América. Es ingeniero, con una regular fortuna, y esta mañana ha retirado tres mil libras más… Parece que se marcha al extranjero.

—¡Buen viaje le espera! —dijo Mason con ironía cínica—. Conque al extranjero, ¿eh?

Dirigió la vista a la vaina de cuchillo que tenía delante sobre una hoja de papel y apuntó con su dedo meñique a las iniciales grabadas en detrás de fantasía sobre una chapita de oro.

—L. L Eso puede querer decir Leonard Lowe y también puede decir Luis Landor.

—¿Quién es Leonard Lowe? —preguntó Elk, despistado momentáneamente.

—Es una persona imaginaria —contestó sin impacientarse el inspector jefe—. Escuche, Elk… El vivir en Tidal Basin parece que no ha contribuido a aguzar su inteligencia. Le voy a trasladar a usted muy pronto al West End…, brigada C. Allí podrá lucirse entre aquel hatajo de rémoras.

Se alzó de la mesa y fue caminando pesadamente, atravesando el cuarto de acusación hasta el pequeño departamento que servía a la matrona de cuarto de servicio. En una pequeña cama de ruedas yacía Lorna Weston; su cara estaba pálida y sus labios descoloridos.

—¿No estará muerta? —dijo Mason.

El doctor Marford suspiró, sacó del bolsillo un reloj americano barato, miró la hora y dijo con desasosiego:

—Eso les va a pasar a una cantidad de clientes míos. No sé si eso de que se muera o viva da gente le interesará a usted, mister Mason; a mí sólo me interesa desde el punto de vista profesional; pero he de hacer observar que en este momento espera mi visita una señora.

—Comprendido —le interrumpió Masón con el mejor humor—. Nosotros no nos olvidamos de nada. Ya he convenido con la enfermera de su distrito que le llame a esta Comisaría. Hemos de adoptar una resolución con esta mujer.

Miró de una manera ambigua a la figura inmóvil que yacía en la cama, alzó un poco la manta, le tomó la temperatura de la mano y preguntó:

—Toma algún estupefaciente, ¿verdad?

El doctor Marford asintió con la cabeza, y respondió:

—En su bolsillo he encontrado una jeringuilla.

—Rudd opina que deberíamos llevarla a un hospital o a una enfermería.

Marford asintió a disgusto. Aquí estaba el inevitable testigo que tenía la clave de todo, y se resistía a perderle de vista.

Rudd llegó haciendo ruido y dándose importancia.

—He buscado una cama en la enfermería. Claro que empezaron por decirme que todas estaban ocupadas; pero en cuanto di mi nombre…, —al decir esto sonrió jovialmente a Marford—. Si usted se llega a encontrar en un caso así, querido colega…

—Yo no habría pedido nada. Habría cogido a mi enferma y la hubiera llevado allí. Ya se las compondrían como pudiesen para encontrarle una cama —contestó Marford.

El doctor Rudd se mostró un poco irritado.

—Sí, sí…; pero ésas no son maneras. Quiero decir que entre profesionales es necesario observar ciertas reglas de cortesía. El médico interno es un amigo mío, ¿sabe usted?… Preunett estudió conmigo en el Guy.

Con esto prescindió de Marford como persona indigna de su confianza, y se dirigió únicamente al inspector jefe.

—Voy a hacer que preparen la ambulancia ahora mismo.

Mason le preguntó:

—¿Ha examinado usted otra vez al muerto?

—¿Al muerto?… ¡Ah, sí!… Esta allí su mister Elk revisándolo. Hice una o dos observaciones que creo le serán a usted de utilidad, señor inspector jefe. Por ejemplo, tiene una rozadura en el carrillo izquierdo.

Masón asintió.

—Sí. Parece que hubo lucha. El doctor Marford lo vio.

En aquellos momentos llamaron a Rudd y éste se excusó y salió apresuradamente. La excusa misma era ofensiva para Mason, pues venía a querer decir que las investigaciones quedaban momentáneamente suspendidas hasta su regreso.

La mujer que estaba en la cama no daba señales de vida. El doctor, a petición de Mason, le mostró dos pequeñísimos pinchazos en el brazo izquierdo. El doctor le explicó:

—Son muy recientes. Sin embargo, no hay pruebas de que sea una morfinómana habitual. En primer lugar, no he encontrado el rastro de otros pinchazos, y el hecho mismo de que estos dos hayan producido en ella efectos tan mortíferos parece indicar que se trata de una aficionada, y en manera alguna de una recalcitrante.

Levantó el brazo y lo dejó caer; estaba inerte y sin vida.

—¿Cuándo cree usted que volverá en sí?

Marford movió negativamente la cabeza.

—No lo sé. En este momento no está como para que le recete cordiales; la dejaré al cuidado del personal de la enfermería. El médico interno —es amigo personal del doctor Rudd, y esto es razón suficiente para que sea, con toda probabilidad, un genio.

Los dos hombres se miraron. Mister Mason no intentó siquiera disimular la gracia que le había hecho la frase.

—¡Eso está bien!

Luego agregó:

—¿Ha intervenido usted antes en algún caso de asesinato?

Los labios del doctor se animaron con una vaga sonrisa y dijo:

—Por ahora, nada más que homicidio… Pero, contestando a la pregunta, no, nunca he sido llamado para intervenir profesionalmente. Los médicos que durante su carrera tienen que intervenir en un caso de asesinato, no llegan a uno por cada ocho mil…, al menos si son inteligentes —agregó.

A Mason le empezó de pronto a interesar aquel tipo desgarbado, de mirada triste y rostro enjuto y macilento.

—La vida en este barrio no ha de resultarle a usted extraordinariamente agradable, doctor. ¿No le convendría llevar su clínica a un barrio más sano?

Marford se encogió de hombros y contestó:

—Todo me es igual. Mis necesidades personales son muy escasas y se ven aquí satisfechas. Las clínicas deben establecerse donde hacen falta. En cuanto a mí, no echo de menos la relación con los hombres inteligentes, porque los intelectuales me aburren.

—Y ¿no se ha formado usted una hipótesis acerca de este asesinato?

Los ojos alegres de Mason parecían sonreír de nuevo.

El doctor no contestó en seguida; se mordió el labio y miró con aire pensativo por encima del inspector jefe. Por fin, respondió sosegadamente, pero no muy convencido:

—Sí. En mi opinión, estamos ante un caso evidente de venganza. No ha sido asesinado para robarle, sino para enderezar algún desaguisado cometido probablemente hace años. Tampoco ha sido premeditado, en el verdadero sentido de la palabra: el asesinato fue perpetrado aprovechando a toda prisa una oportunidad que se presentó casualmente.

Masón se le quedó mirando fijamente.

—¿Por qué habla usted así?

—Porque lo pienso —contestó Marford sonriendo—. A menos de que sea usted de la opinión de que este hombre fue atraído al sitio en que fue encontrado con objeto de matarle y de que se tramó un plan complicadísimo para conducirle con halagos a este barrio, no hay más remedio que creer en la impremeditación del crimen.

El superintendente Mason, en jarras y con las piernas muy abiertas miraba furtivamente a Marford. Cuando éste acabó le dijo, como desdeñándole.

—Doctor, ¿no será usted uno de esos detectives aficionados a que se refiere un libro que he estado leyendo? Habla de hombres que despistan a la Policía en el capítulo penúltimo para llevarse ellos toda la gloria del descubrimiento.

Entonces, con un movimiento inesperado, apretó con su mano el hombro huesudo de Marford.

—En todo caso, sus reflexiones tienen sentido común, cosa que no ocurre con todos los doctores. Yo podría citarle un nombre, pero temo que fuese usted a denunciarme a la Asociación Médica Británica. Tiene usted razón; su hipótesis es la mía.

Y cambiando de pronto el hilo del discurso, preguntó:

—¿Descarta usted la posibilidad de que le haya apuñalado Lamborn?

—En absoluto —contestó Marford enfáticamente y Masón asintió.

Luego bajó la voz confidencialmente:

—No estará de más que le diga que ésta es la base de la hipótesis del doctor Rudd.

Marford contestó:

—Tiene otra distinta, y me sorprende que no se la haya expuesto por ahora.

Capitulo VIII

Mason volvió a inclinarse para mirar a la mujer. Desde que entró no se había movido todavía, y a juzgar por lo que se veía, hubiérase dicho que ni siquiera había respirado.

—Lo tiene encerrado aquí arriba —dijo, mientras tocaba la frente descolorida—. Es un caso policíaco de lo más corriente, doctor. Todo resulta misterioso hasta que uno canta, y entonces resulta todo tan sencillo que cualquier pobre viejo de la Scotland Yard es capaz de desenredarlo.

Volvió a mirar a la mujer, frunciendo el entrecejo. De pronto, dijo con brusquedad:

—Perfectamente. Mándela al hospital. Y volvió a su cuarto.

En realidad, era aquél el despacho del inspector Bray: un armario de un cuerpo, una mesa, una silla, un almanaque del año anterior en la pared, dos tomos del Código de la Policía, una enorme lista de teléfonos… y tres ejemplares de novelas populares que estaban pudorosamente disimuladas detrás del Código de la Policía. Mister Mason echó una de ellas sobre la mesa y la abrió.

No es extraño encontrar en los empleados de Policía cierta afición a las novelas emocionantes, Mason conocía bien aquella novela y fue pasando las hojas del libro a la ventura. Relataba un crimen como, no suele presentarse nunca al empleado corriente de Policía. Estaban complicadas en él dos hermosas damas de las que poseen un Rolls-Royce y viven en departamentos exóticos; caballeros de los que no cenan si no es vestidos de etiqueta… Hasta los detectives que intervenían en la historia lo hacían. Aquí el asesinato tenía color y aroma; se desarrollaba en paisajes hermosos, en casas de campo rodeadas por un lado de bosques y por otro de campos de césped que descendían suavemente hasta las márgenes de un río sosegado; en mansiones señoriales de Park Lane, en las que sólo un lacayo, vestido de brillante librea, podría encontrar el cadáver de su señor tendido en el suelo, junto a un jarrón de Sévres hecho pedazos. La acción de la novela se complica con la alta política; se sospecha de algunos ministros y salen a toda velocidad rumbo al Sur potentes automóviles hasta la costa, en que una escampavía a vapor está esperando para conducir a su propietario asesino hasta el antro flotante del vicio.

Mister Mason movió la cabeza, se rascó la mejilla, cerró el libro y retornó a su propio asesinato, a la suciedad de Tidal Basin, con sus innumerables callejuelas y grasientas calzadas, con sus pobres casuchas de una sola planta, en las que vivían tres familias en un espacio que resultaría insuficiente para un cuarto de baño de un piso de Park Lane; el silencioso Tidal Basin, con sus puentes giratorios sobre las estrechas entradas de los diques y con sus blancos focos eléctricos, que ponían fealdades al descubierto, aun en las noches de mayor cerrazón. Había gente que vivía y moría allí: un muerto más o menos, nadie lo advertía. Sin embargo, en un buen número de extrañas oficinas de Scotland Yard había luces encendidas y gente que registraba archivos, máquinas de imprenta que funcionaban a velocidades fantásticas, policías ciclistas que volaban a la periferia de Londres llevando los impresos, todavía húmedos, con la descripción del muerto, y en diez mil calles y plazas estaban los agentes de vigilancia leyendo, a la luz de sus linternas eléctricas, la descripción de un desconocido, asesinado por alguien más desconocido todavía. Y eso porque en aquel despreciable Tidal Basin un hombre, jugador de ventaja y un canalla, con toda probabilidad, había encontrado el fin que se merecía.

El mecanismo se hallaba en plena marcha: las ruedas y pistones giraban en torbellino y retemblaban…, sin otra finalidad aparente que la de suministrar a los hombrachones que hacían sus rondas solitarias noticias frescas de una tragedia.

Mason se levantó y fue paseando hasta el portal de la Comisaría. Una luz azul provecto sus rayos sobre sus bronceadas mejillas, dándoles un tinte enfermizo. La calle estaba desierta; el agua caía incesantemente: todas las ventanas de todas las casas que se alzaban frente a la Comisaría eran otras tantas bocas negras y amenazadoras.

No pudo explicarse por qué sintió un escalofrío. Era un policía demasiado serio para dejarse influir por el ambiente. Y sin embarco, la hostilidad de aquel barrio y todas las posibilidades que ofrecía para el crimen sacudieron la coraza de su indiferencia.

Era aquella una gente extraña, demasiado aficionada al alcohol… De pronto brotó en su cerebro una idea y se dio una manotada en la frente. En el cuarto de guardia había tres hombres de Policía de investigaciones; los llamó y les dio instrucciones.

—Coged un par de pistolas —les dijo—. Es posible que las necesitéis.

Una vez que los hubo visto marchar, envió un telefonema urgente a Scotland Yard. Luego se dirigió a donde se hallaba el doctor Marford, de conversación con el escribiente de la Comisaría, y le preguntó:

—¿Qué opina usted del hombre de la máscara blanca?, usted está al tanto de todo lo que ocurre en este rincón del mundo. ¿Se trata de una fantasía o tiene alguna base seria? Hubo algún tiempo por el barrio de West un individuo que solía llevar en la cara una cosa así; creo que sufrió un accidente que le desfiguró la cara.

El doctor inclinó lentamente la cabeza.

—Creo que se trata de la misma persona con que yo me he encontrado.

—¿Que usted se ha encontrado con él? —preguntó, sorprendido, Mason.

—Sí. Nunca he podido comprender por qué llevaba aquella máscara. Realmente, su cara no estaba tan desfigurada, pues sólo tenía una gran cicatriz roja. No era precisamente agradable contemplar su cara; pero lo mismo nos suele ocurrir con una cantidad de personas que no llevan puesta una mascara. He visto millares de personas peor parecidas.

Las facciones de Mason se contrajeron con un gesto amenazador y sus labios se plegaron con dureza.

—Me acuerdo perfectamente del individuo en cuestión. Por cierto que algunos periódicos han recordado que fue visto hace algunos años. Si no me equivoco, vivía en un piso alto de Germyn Street. Estaba autorizado por el director de Segundad para salir con aquella mascara. Hace años que no he vuelto a verle; pero le recuerdo perfectamente. ¿Cómo se llamaba?… Algo que empezaba con West…, ¿no era Weston?

El doctor se encogió de hombros.

—No he sabido nunca su nombre. Vino a verme, hará tres años, para someterse al tratamiento actínico. Era de una sensibilidad estúpida, y sólo se decidió a venir después de haber convenido por teléfono la hora de la entrevista. Después ha vuelto varias veces, siempre alrededor de la medianoche, pagándome siempre una libra por visita.

Mason se quedó pensando unos momentos y finalmente, fue al teléfono, y llamó a una Comisaría central de Policía, situada en las inmediaciones de Regent Street. El sargento que estaba de guardia recordó inmediatamente al individuo en cuestión; pero no estaba seguro de su nombre.

—Hace años que ya no se le ve por West End —dijo—. La Yard ha estado dándole vueltas a este asunto, preguntando si no se tratará del mismo Máscara Blanca.

—¿No sería su nombre Weston? —insinuó Mason, pero el sargento carecía de datos.

Masón volvió a donde estaba el doctor.

—¿Vive en este barrio el individuo en cuestión?

Pero sobre este punto nada podía decir Marford. Cuando recibió por vez primera la extraña visita el paciente vivía, sin duda alguna, en una región de Piccadilly; posteriormente, sus apariciones habían acaecido con intervalos irregulares.

—¿Cree usted que es el demonio de que se viene hablando? —preguntó Masón de sopetón, lo que arrancó una carcajada a su enjuto interlocutor.

—¡El demonio! Es sorprendente cómo la gente mortal atribuye cualidades demoníacas a cualquier hombre o mujer que tiene alguna deformidad natural…: al jorobado y al contrahecho, al que tiene estrabismo y al cojo. Tienen ustedes un espíritu medieval, mister Mason.

Muy poco era lo que podía decir para ayudar a la Policía, excepto que las últimas veces el hombre de la máscara se había presentado sin avisar previamente. Llegaba invariablemente atravesando el pequeño patio que daba al pasaje, en donde los enfermos de Marford esperaban en cola que éste les entregase las medicinas.

—Yo nunca cierro la puerta del costado; es decir, la que da al patio.

Marford explicó que él tenía el sueño muy pesado y que era cosa frecuente que los mismos enfermos entrasen en la casa a despertarle, golpeando en la puerta de su dormitorio.

—Poco es lo que podrían llevarse, aparte de algunos instrumentos y de algunas pocas botellas, que contienen venenos. Y dicho sea, haciendo justicia a esta gente, nunca me ha faltado nada desde que vivo en el barrio. Yo trato a esta gente como amigos, y siempre que estén medianamente limpios nunca les impido que anden libremente por la casa.

Mister Mason hizo una pequeña mueca.

—¿Cómo es posible que pueda vivir aquí? Usted es un caballero y ha recibido una buena educación. ¿Cómo puede usted alternar con ellos todos los días, prestar atención a sus miserias, ver su suciedad…? ¡Uf!…

El doctor Marford suspiró y miró a su reloj.

—Si ha venido normalmente, ha debido de nacer ya la criatura —dijo en el momento mismo en que el sargento le llamaba al teléfono, que estaba sobre su pupitre.

La criatura había venido normal, haciendo su aparición en este mundo sin ayuda del doctor. El padre, hombre precavido, sostenía ya que éste no tenía derecho a cobrar honorarios. No era éste el primer caso que le ocurría al doctor, y éste sabía que si la criatura llegaba antes que el médico, se atribuía todo el mérito a la madre.

—Como de costumbre, la mitad de los honorarios —dijo a la enfermera del distrito, y colgó el auricular—. Antes cobraba la mitad de los honorarios: pero cargaba doble tarifa por las visitas si me llamaban después. Hube de abandonar el procedimiento, porque para cuando se decidían al gasto de la nueva visita solía estar ya la madre agonizando. No cabe duda que esta gente es demasiado económica.

La ambulancia estaba esperando. Marford y Rudd pusieron a aquella mujer al cuidado de una enfermera uniformada, y el sargento Elk destacó a un policía de investigaciones para que acompañase a la enferma hasta la enfermería.

Elk no abrió la boca, pero sus oíos relampagueaban con un brillo extraordinario cuando se sentó a sus anchas en el despacho del inspector.

—Éste es un caso que debería valerme un ascenso —dijo, lo que constituía una incorrección en presencia de un hombre que esperaba llevarse la mayor parte de la gloria—. Llevo trabajando aquí años, y éste es el primer caso misterioso con que he tropezado. Parece una novela más que un suceso policíaco. Quigley anda huroneando por el barrio, y no me sorprendería que nos descubriese otro demonio. Es un asunto bonito para él.

Mister Mason le indicó una silla y le habló con falsa simpatía:

—Siéntese, mi buen amigo. ¿Cuáles son las características que distinguen éste de otros casos corrientes de asesinatos a puñaladas?

Elk extendió el brazo en una dirección que mister Mason, que no estaba completamente familiarizado con la distribución de la Comisaría, creyó que era el cuarto de la matrona.

—¡Ella! —dijo Elk con voz trémula—. ¿Qué es lo que ha ocurrido esta noche, Mason? Un desconocido riñe con otro desconocido que se fuga. El primero va caminando hasta encontrarse con un agente de Policía, al que da cuenta de todo. Se encuentra sano y bueno; evidentemente, no lleva un puñal clavado en el corazón; y sin embargo, a los pocos segundos de marcharse el policía, el buen hombre se desploma en la misma acera, como si le hubiesen cazado de un tiro. Un maleante de poco pelaje se acerca, le limpia los bolsillos y es descubierto por Hartford, que le persigue. Entonces se descubre que el hombre que yace en el suelo ha sido apuñalado. Nadie ha visto dar el golpe. Pero allí está, sin embargo, bien muerto, apuñalado y el cuchillo ha desaparecido y nadie logra encontrarlo.

Mason se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla, y cerró los ojos murmurando:

—Fin de la primera parte; la segunda se va a pasar inmediatamente.

Pero Elk no se sintió turbado por ello. El brillo que había observado en su mirada era ahora como un relámpago de acero. Estaba excitado como nunca le había visto antes, durante todos los años de su carrera.

—Sale de alguna parte una señora Weston. Ella había prevenido a nuestro hombre que le iban a matar. Quiere asegurarse bien de que sería él y no otro.

—Era —corrigió afablemente mister Mason.

—Déjese usted ahora de gramáticas —le replicó Elk, al que la vehemencia hacía francamente irrespetuoso—. Echa una mirada al hombre que yace en el suelo y se desmaya.

Al llegar aquí, el sargento agarró al superintendente casi con violencia por el brazo y le dio una sacudida.

—Yo tenía la vista fija en la mujer y la conocía, aunque al principio no caía en la cuenta. Se desmayó, y luego, ¿con qué salimos? Con que es aficionada a la jeringuilla, con que es una morfinómana. ¿No le dice nada a usted esto, mi jefe?

Mason contestó:

—Me alegro de que, por fin, haya dicho usted mi jefe. Estaba en el modo de volver a usted al sentido de la disciplina. Sí, ese detalle me dice mucho. Y ahora voy a hacerle a usted una pregunta: el recipiente de cerveza que llevaba en la mano la señora Albert, ¿no le dice a usted nada? ¿No se asocia en la activa y poderosa inteligencia de usted con la desaparición de mister Luís Landor…, si es que así se llama el individuo que riñó con el muerto?

Elk se quedó francamente atónito.

—Usted está procurando hacerme caer.

—¡Dios no lo quiera! —contestó el tolerante Mason—. Tráigame a la señora Albert. Ha tenido que esperar ya lo bastante para pasar por las tres clases de pánico. El que a mí me hace falta es el pánico que hace decir la verdad.

Y entró la señora Albert. Era una mujer de rostro bastante pálido, que se daba cuenta del desgraciado ambiente en que vivía y que tenía conciencia también de su responsabilidad para con las cuatro criaturas a que había hecho alusión, aunque sólo tres de ellas, según supo Mason, habían nacido. La buena mujer no había dejado de la mano al delator recipiente de cerveza. El líquido había perdido por ahora su efervescencia y su aspecto tentador; además, en el ir y venir había salpicado con él sus ropas, de manera que cuando entró en el despacho del inspector se esparció por el ambiente un olorcillo de lúpulo sintético. La mujer temblaba y se hallaba en un estado de mudez parcial. Mason no le dio oportunidad para recobrar el dominio de sí misma, y le habló así:

—Siento mucho haber tenido que hacerle esperar tanto tiempo, señora Albert. Su marido es vigilante nocturno de la Eastern Trading Company, ¿no es así?

La mujer asintió, en silencio, con la cabeza.

—La Eastern Trading Company tiene prohibido a los vigilantes nocturnos el que lleven cerveza cuando toman la guardia, ¿es cierto?

La señora Albert encontró la voz perdida y contestó muy débilmente:

—No, señor. El vigilante anterior fue despedido por beber cerveza en horas de servicio.

—Claro está —exclamó Mason con la mayor brusquedad posible—. Pero al marido de usted le gusta más de la cuenta echar un trago, y no es nada difícil darle la cerveza por el postigo de la puerta cocinera, ¿verdad que no?

La mujer sólo acertó a dirigir a Masón una mirada temblorosa y conmovedora.

—Por eso su marido suele dejar el cerrojo del postigo, a eso de las once, todas las noches, sin correr, y usted tiene la costumbre de colocar ese cacharro del lado de dentro de la puerta, ¿no es cierto?

La emoción de la interrogada iba en aumento.

No podía hacer otra cosa que sospechar que algún vil soplón había ido con el cuento, y dudaba cuál de sus cinco vecinas se había prestado a aquella despreciable faena.

No era fea; el observador Masón así lo pensó, a pesar de sus tres hijos… o cuatro, si no resultaban las negras sospechas que tenía la pobre mujer.

El superintendente se volvió hacia su subalterno y le dijo:

—Aquí tiene usted la relación entre una cosa y otra, y aquí tiene también por dónde se fugó mister Luís Landor…; por el postigo de la puerta cochera. No, no; no se moleste; he enviado ya algunos hombres a que registren los diques de la Compañía. Pero si yo valgo como juez, mister Landor se ha marchado ya, y en previsión de ello, he hecho circular sus señas personales.

La señora Albert, esposa del vigilante nocturno, estaba sentada en su silla, presa de un gran decaimiento, y sus; negros ojos, en que se pintaba la desesperación, no se apartaban de mister Mason. Lo que ocurría era para ella tragedia mucho más terrible que la muerte de aquel desconocido, que había caído bajo el golpe de alguna fuerza invisible; era la tragedia del marido, al que echarían del único empleo que había encontrado en cinco años; la vuelta diaria a la lucha por la vida, que ya conocía, con lo inútil de andar el marido de un lado para otro en busca de trabajo…; porque a ella siempre le quedaba el recurso de prestar servicios de ayudante por unos pocos chelines al día…

—¡Le echarán a la calle!, —logró decir al fin.

Mason la miró e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No daré cuenta de lo ocurrido a la Eastern Trading Company, aunque si usted no se hubiese callado la verdad cuando le pregunté habría podido ayudarme un poco. Es a mí mismo a quien me culpo de no haber caído en la cuenta de que usted tenía algo que ocultar y de qué se trataba. Las cosas habrían tomado un giro muy distinto.

—Entonces, ¿no dará usted cuenta, señor? —preguntó con voz trémula y a punto de romper a llorar—. He pasado tiempos muy duros. Aquella pobre mujer, se lo podría contar; vivió en mi casa hasta que recibió dinero.

—¿De qué pobre mujer habla usted? —le replicó Mason vivamente.

—De la señora Weston.

Al ver el interés de Mason, perdió ella parte de su temor.

—¿Estuvo hospedada en casa de usted?

Ella había salido del despacho y Mason la hizo pasar a la silla que ocupaba el sargento, a fin de que estuviese más cerca de él, diciéndole campechanamente:

—Acérquese y cuénteme todo.

Al verse junto a aquel hombre calvo, de cara redonda, expresión alegre y fácil sonrisa, acabó la señora Albert de perder toda su desconfianza.

—Pues sí, señor; estuvo alojada en mi casa hasta que recibió dinero.

—Y ¿de dónde lo recibió?

—Eso, Dios sabrá —contestó con aire piadoso la señora Albert—. Yo nunca me meto en asuntos ajenos. Me pagó todo lo que me debía; eso es lo que sé.

Luego se echó un poco hacia adelante y agregó en tono confidencial:

—¿Es su marido o es su amigo el que ha sido asesinado?

Masón contestó sin titubear:

—Su amigo. ¿Los conocía usted?

Ella hizo un gesto negativo.

—He visto unas fotografías suyas que ella tenía en su habitación. Habían sido hechas en Australia… Estaban en una los tres.

Luego rectificó:

—Cuando digo que la he visto, no me expreso con exactitud. Me había puesto a mirarla en cierta ocasión; pero en aquel momento llegó ella y me arrancó el cuadro de la mano…; lo que no dejaba de ser extraño, puesto que, hasta entonces, lo había tenido encima de la chimenea. Yo no había prestado nunca atención a ella, hasta que me dijo que eran su marido y un gran amigo. Al día siguiente fue cuando me puse a mirarla.

—¿Y ella se la quitó de la mano? ¿Cuánto tiempo hace de esto?

La señora Albert reflexionó y dijo:

—Dos años hizo en julio pasado.

Masón asintió.

—¿Y dice usted que casi en seguida recibió ella dinero?

Esta perspicacia de Mason no produjo sorpresa a la señora Albert. Creyó, como Mason le decía, que era ella la que le había dado ese dato. Convencida de ello, respondió:

—Sí, señor, y se marchó uno o dos días después. Ahora vive en la parte aristocrática de Tidal Basin. Yo siempre digo que cuando la gente se ve en buena posición…

—Estoy seguro de que ahora, como siempre, adivino lo que va a decir usted.

Mason era amable, pero no se desviaba de su camino.

—Y dígame: ¿cómo estaba encuadrada la fotografía? ¿En un marco de cuero, tal vez?

La señora Albert creía que era de cuero… o de madera revestida de cuero.

—De lo que estoy segura es de que lo guardó en la maleta, porque lo vi… Una pequeña maleta negra, que solía guardar debajo de la cama.

Masón continuó interrogándola y comparando unas con otras sus contestaciones, eliminando por este procedimiento toda posibilidad de que su imaginación bordase los hechos. En la vida de los pobres no suele deslizarse otra novela que la que ellos mismos urden con su fantasía.

De repente, Mason pareció divagar, la señora Albert no comprendía ya sus preguntas. No parecían fundadas en razón. Pero, de pronto, volvió Mason a tocar otra cuerda extraordinariamente novelesca. ¿Había visto ella alguna vez a un individuo que llevaba la cara tapada con una tela blanca? La. señora Albert se estremeció de placer.

—¿El demonio?… He oído hablar de él; pero, gracias a Dios, nunca le he visto. De fijo que es él quien ha clavado el cuchillo… Toda la gente que estaba mirando lo decía.

—¿Con seguridad que no le ha visto nunca? La señora Albert sacudió su cabeza con extraordinaria energía.

—No, y ni siquiera en el estado en que me encuentro. Pero conozco a personas que le han visto… a medianoche.

—Soñando —insinuó Mason; pero ella rechazó esta suposición.

El demonio era una propiedad de Tidal Basin; no estaba la señora Albert dispuesta a renunciar voluntariamente a la leyenda. Cuando Mason salió al cuarto de guardia acompañando a aquella mujer, agradecida hasta derramar lágrimas cuando supo que podía regresar tranquila a su casa y a sus hijos, estaba Marford esperando para despedirse de él. El doctor Rudd ya se había marchado.

—Si me necesita esta noche, estoy en mi clínica. Espero que me dejen ustedes dormir.

Mason hubiera querido hacer tres cosas a un tiempo…, salir a realizar tres servicios que no podía confiar a nadie más que a sí mismo. Decidió llevar a cabo el primero completamente solo, volviendo de allí a buscar a Elk para que le acompañase en el segundo.

Capitulo IX

Miguel Quigley subía los escalones de la Comisaría en el mismo momento en que Mason aparecía en la puerta de entrada.

—¿Al olor del cadáver? —dijo el último en tono festivo—. Pues ya se lo han llevado.

—¿Cómo se llama?

Mister Mason sacudió negativamente la cabeza, respondiendo con ironía:

—Una vez —contestó festivamente— le preguntaron a cierto estudiante, de Medicina cuántos dientes tenía Adán cuando nació. El estudiante contestó muy a punto: «¡Sólo Dios lo sabe!».

—¿Un desconocido, entonces? He oído decir que se trata de un borracho.

—Vestía bien —continuó Mason, sin querer comprometerse—. Entre y échele un vistazo. Usted conoce a toda la gente elegante del West End.

Miguel hizo señal de que no deseaba hacerlo.

—Lo dejaré para más tarde. ¿De qué se trata? ¿De una nueva jugarreta de Máscara Blanca?

—¿Por qué de él precisamente? —preguntó Mason—. Está usted viendo visiones, Quigley. Ni en Tidal Basin hay ningún diablo, ni Máscara Blanca anda por allí.

—Le digo que allí le han visto —insistió el reportero; lo cual hizo exclamar a Mason con un suspiro de compasión:

—El que se ha dejado ver por allí es un hombre que se tapaba el rostro con un trapo de hilo. Se lo dijo a usted el doctor Marford en un momento de distracción. Son tipos que se ven en los alrededores de cualquier hospital.

Miguel Quigley, contra su costumbre, guardó silencio.

—¿Se puede saber adónde va usted? —dijo de pronto.

Ningún otro reportero se hubiera atrevido a hacer a Mason una pregunta parecida. Pero Mason sabía lo que hacía.

—Usted va a ser mi perdición, Miguel… Bueno, acompáñeme. Voy a llamar a una puerta nueva y a investigar un poco a capricho. Se agradecerá su estímulo y su ayuda. Y ¿qué me cuenta usted de miss Harman? Miguel se volvió agresivo.

—¡Eso, sí! Puede que no eche usted el guante a los asesinos; pero, al menos, hace colección de chismes. Miss Harman no es más que una buena amiga mía, que está para contraer matrimonio con otra persona.

—Le felicito —dijo Mason, mientras caminaban hacia Endley Street—. Debe de ser una vida vulgarísima la de la mujer de un reportero.

—Nadie habla ahora de que yo me case o no —replicó Miguel, furioso—. Y haga el favor de no personalizar, Mason.

—Perfectamente —dijo éste—. Algún día me tocará tratar con gente menos susceptible.

Fueron caminando el uno al lado del otro. Al reportero le consumía la ira, mientras que en la imaginación de Mason iba definiendo sus contornos una idea. Caminaban junto al muro elevado de la Eastern Trading Company; Mason silbaba muy por lo bajo. A Miguel acabó de hacérsele insoportable aquello, y le dijo con una cortesía que rezumaba bilis:

—¿No le sería a usted lo mismo cambiar de pieza y silbar cualquier cosa que no sea la Marcha nupcial?

—¿Era eso lo que yo silbaba? —preguntó Mason, muy sorprendido—. ¿No se ha fijado cómo se parece a una marcha fúnebre? Se cambia el tiempo y ¡ya está!

Hacía una noche infernal. Se había levantado un viento que traía en sus alas todo el frío de las estepas del Este.

—Policías y reporteros —dijo Mason—, nos ganamos la vida con las desgracias de los demás. ¿No se le ha ocurrido esto nunca? ¡Helos aquí!

Se refería a tres hombres que venían derechos hacia ellos. Acortaron el paso al percibir a Mason y éste sé detuvo a esperarlos.

—No hemos encontrado nada ni nadie —dijo el más antiguo—. Hemos registrado el muelle; pero no hemos encontrado rastro de persona alguna aunque hay muchos rincones donde ha podido esconderse.

—¿Y la puerta que tiene un postigo?

—Estaba entornada —contestó el detective—. Albert, el vigilante nocturno, nos ha jurado que no había sido abierta. Está terminantemente prohibido abrirla si no es en caso de incendio. A lo mejor lo ha habido. La noche está como para encender fuego.

—Bueno; vengan conmigo.

Sólo faltaban unos metros para llegar al sitio en que formaban un triángulo la calle, el camino a los muelles privados y el arco del ferrocarril.

—¿Es por aquí dónde se ha encontrado el cuerpo? —apuntó Miguel.

Mason le señaló el punto exacto.

Continuaba silbando al avanzar hacia la puerta pintada de verde. Empujó. Ahora estaba cerrada. Si al menos se le hubiese ocurrido antes empujar para ver si estaba cerrada o abierta… Pero, de todos modos, si detrás de ella había, efectivamente, un hombre, lo menos que a él se le ocurriría sería correr el cerrojo. Era seguro que cuando Elk realizaba en los muelles las pesquisas que dieron por resultado el hallazgo de la cartera y del reloj estaba el hombre allí. Si hubiese hablado la señora Albert…

Confió sus cuitas a Miguel, que era, como suele decirse, un pozo en lo de guardar secretos y que sabía lo que era y lo que no era publicable.

—En todos estos casos ocurre lo mismo —dijo en tono sentencioso Miguel—. Y no puede ser de otra manera. Ninguno dice la verdad, porque todos tienen algún trapillo que ocultar que podría perjudicarlos en el concepto de las gentes. Esa mentalidad me resulta a mí incomprensible.

Sus miradas recorrieron el pavimento.

—Está usted buscando la alcantarilla, ¿no es eso? El suelo marca aquí un declive hacia la acera.

Mason dirigió una mirada interrogadora a uno de los detectives, pero éstos sólo pudieron decirle que los registros, especialmente preparados para que no se ahogase la tubería en días de tormenta, habían sido limpiados, sin que se encontrase nada en el barro amontonado en el fondo de los mismos.

Miguel se puso con las piernas separadas sobre la boca de la alcantarilla, y después de arremangarse el brazo, fue tanteando con sus dedos en el agua que corría lentamente.

—¡Primer descubrimiento! —gritó alegremente—. ¿Qué es esto?

Mason tomó el objeto en sus manos. Parecía como un botón o la ampollita de cristal de una pequeñísima bombilla eléctrica. En realidad, era una minúscula cápsula de cristal muy delgado, que contenía un líquido de color indefinible.

—Me parece que no me es desconocida esta clase de cápsulas. ¿Dónde diablos las he visto yo antes?

—Lo enviaremos al laboratorio de la Policía para que lo analicen —dijo Mason, colocando con cuidado en su bolsillo aquel objeto—. Es usted hombre de suerte, Miguel. Haga otra exploración.

La mano, ya húmeda, de Miguel, volvió a hundirse en el agua; pero no encontró nada más. Y entonces descubrió lo que no habían sido capaces de ver cien pares de ojos enfocados sobre aquella faja de empedrado. Era algo que estaba colocado sobre el borde afilado del guardacantón, como si alguien lo hubiera puesto allí con mucho cuidado, aunque la verdad fuese que había ido rodando hasta allí y que únicamente la fuerza de gravedad lo había colocado en aquella posición. La piedra preciosa, de forma alargada, sobresalía del borde del guardacantón, y el anillo de platino en que estaba montada no se distinguía del adoquín de granito en que se apoyaba, porque la lluvia le había quitado todo su brillo.

Lo recogió. El corazón le brincaba dolorosamente dentro del pecho.

—¿Qué es? —dijo Mason, quitándole el objeto de la mano, a pesar suyo.

—¡Un anillo! ¡Y pensar que no lo han visto estos murciélagos, torpes y ciegos!… ¡Un anillo con un rubí! La piedra será imitada, pero parece un rubí legítimo.

Miguel Quigley permanecía mudo. Los detectives removían hasta las pequeñas sombras del suelo. Empezó a respirar con dificultad. Algo extraordinario debió de observar Mason en su actitud, porque le dirigió una mirada escrutadora.

—¿Qué le pasa a usted? ¡Si parece usted un muerto! Al encorvarse registrando el sumidero se le ha debido de subir la sangre a la cabeza.

De sobra conocía Miguel a Masón para no comprender que estas palabras las decía el policía para despistar a los otros dos detectives, y Masón confirmó esta suposición enviándolos a registrar los sumideros a derecha e izquierda. Una vez solos, cogió Masón a Miguel por el brazo y le dijo afectuosamente:

—Muchacho, ¿verdad que este anillo no le es desconocido?

Miguel dijo con la cabeza que no lo conocía.

—¿A qué viene el engañarme? —continuó Mason en tono de ofendida reconvención.

—No recuerdo haberlo visto antes —contestó Miguel con sequedad; su voz no era la habitual.

—¿Conque disimulando? —dijo Masón con acento curioso—. ¡Si es completamente inútil! Alguien vendrá que tirará de la manta y lo expondrá todo a la luz del día. Hace nada más que unos momentos hablaba usted de lo estúpido que era el ocultar a la Policía lo que se sabe…, por no exhibir trapillos ocultos que ninguna importancia tienen. Aseguraba usted que no acertaba a comprender su mentalidad. ¿Y ahora? ¿Lo comprende usted mejor?

—Le aseguro que es la primera vez que veo este anillo.

Miguel tuvo que hacer un poderoso esfuerzo de voluntad para pronunciar estas palabras. Pero fue inútil, porque Mason era, por naturaleza, un escéptico y no se dejaba convencer tan fácilmente.

—Usted lo ha visto antes de ahora y sabe además quién —es su dueño. ¡Vamos a ver, Miguel! Ni voy a conquistarle a fuerza de simpatía ni quiero echar mano de los estúpidos ardides que empleo con criminales de medio pelo. Confiésese conmigo y se ahorrará molestias y se las ahorrará también a alguna otra persona. El que usted se franquea conmigo no significa que la persona a quien pertenece este anillo vaya a ser detenida, ni que vaya a dar su nombre a los cuatro vientos. Usted, que me conoce, sabe que soy capaz de hacerlo. Antes ha dicho usted, muy acertadamente, que la tendencia a no declarar es una de las cosas que hacen penosa nuestra profesión.

Miguel se había serenado ya y contestó en tono voluble:

—Si seguimos por ahí, no va usted a parar hasta hacerme detener por autor del asesinato. No, señor; esta piedra me es desconocida. En efecto, me había mareado un poco, manteniéndome sobre el sumidero con la cabeza entre las piernas. Colóquese usted en la posición en que yo estaba y ya verá qué efecto le produce.

Mason se le quedó mirando largo rato; luego se puso a mirar el anillo.

—Anillo de señora, desde luego —se lo probó en el dedo meñique—. Y además, de un dedo pequeño. No pasa de la punta de mi dedo meñique. La propietaria va a hacerse famosa —esta frase la soltó al desgaire—. No quiero decir que ustedes los periodistas hagan bien o mal en ello, pero un rastro como éste les dará materia para un largo artículo. No me sorprendería que lo ilustrasen con un retrato de la joven interesada…

Se detuvo de pronto.

—¿No es miss Harman?

—No —replicó Miguel como un trallazo.

Mason le contestó en el mismo tono:

—¡Embustero! Este anillo pertenece a miss Harman, y usted lo ha reconocido, desde el instante en que lo vio.

El inspector se quedó todavía contemplando la joya unos instantes. Luego se la guardó en un bolsillo.

—¿Era tal vez un sudafricano el muerto? —preguntó Miguel.

Mason asintió con la cabeza.

—¿Y hacía poco tiempo que había llegado de allí?

—No lo sabemos a ciencia cierta, aunque suponemos que llegó hace una o dos semanas.

—¿Su nombre?

—Sólo sabemos que se llama Donald.

Masón se quedó de pronto con la boca abierta, y sus ojos, anchos y voluminosos, parecían querer salírsele de las órbitas.

—¿Con quién va a casarse miss Harman? —preguntó.

—Con un irlandés llamado Peeney —le contestó cínicamente Miguel—. Pero, bueno…, la verdad es que con quien se va a casar es conmigo. Pero estos días andamos de monos. ¿Podría ver el cadáver?

—Vamos juntos y acabemos con ello nuestro trabajo de esta noche —dijo Mason, cogiéndole por el brazo.

Su excursión, que sólo duró unos minutos, dejó a Miguel todavía más perplejo. Perplejo y apesadumbrado. No pensaba ni aun por asomo que quien había dejado caer el anillo, asesino o asesinado, fuese uno y el mismo que el romántico enamorado de Janice. Había que descubrir la verdad, costase lo que costase.

Dejó a Mason en la Comisaría y salió corriendo. Era tal su atolondramiento, que estuvo a punto de derribar a una joven que permanecía en actitud indecisa al pie de los escalones del portal.

—¡Miguel…, Miguel!, —articuló la joven sin aliento, agarrándose a su brazo—. Me han dicho que le encontraría aquí. Necesitaba verle… He sido una loca, Miguel, y necesito urgentemente que alguien me ayude…

El reportero miró a la joven con pasajera desconfianza.

—¿Hace mucho que me está esperando aquí?

—Acabo de llegar ahora mismo. Tengo ahí el coche —dijo, señalando la pálida luz de sus faros. Su abrigo de pieles estaba mojado hacia los hombros—. Vámonos a cualquier sitio. Necesito hablar con usted. Me han dicho que andaba usted ocupado en un asesinato. ¿Es cierto?

Miguel asintió.

—¡Qué cosa tan horrible! Pero me alegro haber podido saber dónde le encontraría. Parece que por este barrio los asesinatos son cosa de todos los días.

Calló y tuvo un súbito estremecimiento.

—También a mí me han asesinado, Miguel. Adiós mi vanidad, adiós mi orgullo, si es verdad lo que sospecho. Y el corazón me dice que es usted la única persona capaz de darles vida nuevamente. ¿Adónde quiere que vayamos?

Miguel dudaba. Había dado ya el original necesario para la última edición; no necesitaba escribir más aquella noche, aunque era mucha la tarea que tenía por delante todavía. Volvió a entrar en el coche. El aspecto de Janice era tan lastimoso, que se decidió a guiar él, conduciéndola a Bury Street. Hasta entonces no había subido nunca a su departamento, y no era conocido de la doncella que abrió la puerta.

Janice le condujo hasta la coquetona salita de recibo y una vez en ella, cerró la puerta.

—Quítese el abrigo —le ordenó Miguel, antes que empezase a hablar—. Tiene usted mojados los zapatos y las medias… Vaya a mudárselos.

Janice obedeció resignada y volvió a los pocos minutos envuelta en una, bata, sentándose en un silloncito frente a la estufa eléctrica.

—Lea este cable que he recibido —dijo sin levantar la vista, al mismo tiempo que le entregaba un papel doblado.

—¡Aguarde! Antes que lo lea quiero ponerle en antecedentes. Me dijo él que tenía una granja en Paarl y que estaba impaciente por comprar una propiedad colindante…, y yo quise comprarla para él y cablegrafié a Van Zyl, aquel joven tan simpático de quien alguna vez le he hablado a usted, dándole orden de adquirirla. Y vea usted lo que me contesta: Abrió el telegrama. El texto era muy largo, y decía así:


La propiedad que indica no está situada en Paarl, sino en Constantia, y linda con un penal. No está ni ha estado nunca en venta. No existe, ni aquí ni en Rodesia, ningún propietario de tierras que se llame Donald Bateman. Un amigo mío, que ocupa el cargo de fiscal, sospecha que la persona a que usted hace referencia sea un Donald Bateman que cumplió en Constantia una condena de nueve meses por estafas en negocios de tierras; es alto, bastante bien parecido, tiene debajo de la barbilla una larga cicatriz; sus ojos son de color gris. Embarcó hace cinco semanas en el Balmoral Castle, con rumbo a Inglaterra. Sus estafas consisten en ganar la confianza de sus víctimas para que le adelanten dinero destinado a la compra de tierras, alzándose con la suma que se le confía. Perdone si esto resulta un pequeño melodrama. Deseando siempre servirle,

Carlos.
 

Miguel dobló el cablegrama y miró a Janice de una manera enigmática. Al cabo de un momento exclamó con voz extraña:

—La cicatriz debajo de la barbilla. Fue el primer detalle en que me fijé.

Janice se volvió en su asiento y le miró sorprendida.

—Pero ¿usted le conoce de vista? Me había dicho que no. ¿Cuándo le vio usted?

Miguel se pasó la lengua por sus labios resecos. ¡Donald Bateman! ¿Así se llamaba, pues? Se acercó a Janice y le puso cariñosamente una mano sobre el hombro, diciéndole con voz ronca:

—¡Es usted muy desgraciada, querida amiga! ¿Verdad que sí?

—Entonces ¿usted cree que es cierto? ¿Qué es la misma persona de que habla Carlos?

—¡Desde luego! Usted le dio un anillo, ¿verdad?

Janice hizo un pequeño gesto de contrariedad.

—Era una bagatela que no tenía más valor que el sentimental. ¡Ya se ve que no podía tener mejor destino!

Estas últimas palabras las pronunció con un dejo de amargura en la voz.

Miguel no tenía más remedio que hacerle una pregunta, pero era una pregunta tan difícil, que no encontraba las palabras apropiadas.

—Pero no hay complicaciones, ¿verdad que no?

La joven le miró sin comprender.

—¿Complicaciones? ¿A qué se refiere usted, Miguel?

Éste esquivó su mirada.

—Quiero decir… si no están ya casados…, casados secretamente… Es una cosa que se puede hacer en dos o tres días.

Janice movió negativamente la cabeza.

—¡De ningún modo! ¿Por qué iba a hacer eso?

Miguel no pudo retener un profundo suspiro de satisfacción, y exclamó:

—¡Gracias a Dios!… ¿y está usted muy enamorada de él, Janice? Mucho, mucho, no, ¿verdad?

—No lo estoy. He obrado como una chiquilla, lo reconozco. Desde que recibí el cable he estado viendo que no estaba enamorada de él. Tal vez usted no quiera creerlo, pero… ni siquiera le he dado un beso…, no se lo he dado.

Miguel le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda.

—Claro está que mi orgullo se siente lastimado, pero la catástrofe no ha sido tan grande como hubiera sido si yo…, bueno, si las cosas hubiesen seguido adelante. ¿No se burlará usted nunca de mí?

Diciendo esto, alzó Janice su mano y la colocó encima de la que Miguel tenía puesta sobre su hombro.

—Nunca me burlaré de usted, Janice.

La joven permaneció un rato silenciosa, con la mirada perdida en el rojo de la estufa eléctrica. Al cabo de un rato, dijo:

—¿Por qué me hizo aquella pregunta acerca del anillo?

Miguel soltó la bomba:

—Porque, a propósito de ese anillo, he estado mintiendo a Mason…, a Mason, el inspector superior de Scotland Yard.

Janice se puso en pie como movida por un resorte, mirando alarmada, con los ojos muy abiertos. Se agarró al brazo de Miguel y exclamó:

—¡Scotland Yard! ¿Es que el anillo está en poder de la Policía? ¿Está en la cárcel? ¿Qué pasa, Miguel? ¡Usted me oculta algo! Dígamelo.

—Es verdad. He estado ocultando algo. He estado ocultando a Mason que el anillo era de usted. Se encontró en Endley Street. Lo recocí yo mismo cerca del sitio en que se halló el cadáver de esta noche.

—El asesinado de esta noche lo ha sido en Endley Street —dijo Janice lentamente—. Pero ¿no será Donald Bateman?

Miguel afirmó con la cabeza.

—¡Dios mío, y qué cosa más terrible!

El joven creyó que ella iba a desmayarse y alargó el brazo con intención de sostenerla; pero ella le rechazó.

—Ha sido apuñalado, y se ignora por quién —dijo Miguel—. Yo he visto el cadáver. Por eso sabía lo de la cicatriz.

Janice estaba inmóvil y muy blanca, no dando otras señales de dolor.

—¿Y qué podía hacer él allí? No conocía aquellos parajes. Hoy mismo me dijo que no había estado allí en su vida. ¿No sabe entonces quién le mató?

Miguel movió negativamente la cabeza.

—Nadie lo sabe. No bien vi yo el anillo, lo reconocí. Me vendió mi emoción como a un chiquillo, y Mason, al que nada se le escapa, se dio perfecta cuenta de que le estaba mintiendo cuando le dije que era la primera vez que yo veía aquella alhaja. Si no le confieso la verdad, tal vez lo publique mañana en los diarios.

Janice le interrumpió.

—Vaya y cuénteselo todo. ¡Muerto! Todavía me resisto a creerlo.

Volvió a sentarse en el sillón, con la cabeza entre las manos. Cuando Miguel la creía más desesperada, alzó Janice su rostro hacia él, y en sus ojos no había ni una lágrima.

—Será mejor que vuelva usted allí, querido amigo. No tenga cuidado que yo haga ninguna tontería, aunque me temo que no lograré conciliar el sueño. Será usted tan amable de venir mañana por la mañana, temprano, para contarme lo que se haya descubierto. He pensado en un momento ir mañana mismo a ver al doctor Marford, para pedirle que me permita volver a la clínica; pero voy a esperar uno o dos días.

—No quisiera dejarla en esta situación —dijo Miguel.

Janice se sonrió y le contestó:

—Me está usted tomando por una heroína de los tiempos románticos. No, querido amigo, márchese. Quisiera estar a solas un rato.

Janice, entonces, cogió una de las manos de Miguel y se la llevó a los labios. El reportero no atinaba a decir nada.

—Estoy sintiéndome madrecita, como usted suele decir.

No había lágrimas en los ojos de Janice, es cierto. Pero sí había en ellos una gran pena. Miguel creyó que lo mejor era marcharse en seguida. Volvió, pues, a Tidal Basin, encontrando en las calles un gran revuelo de Policía. Habían ocurrido dos sucesos importantes; durante su ausencia había pasado el drama por dos nuevas fases.

Capitulo X

Una fotografía puesta en un cuadro no es un objeto difícil de encontrar, sobre todo si está dentro de una de esas cajas negras en que las señoras guardan sus tesoros, colocándolas debajo de una cama, cajas que no son, precisamente, una novedad. Mister Mason hubiera querido que le acompañase Elk, pero el enjuto sargento había marchado a reunirse con Bray. Se vigilaba el grupo de casas en que se hallaba situado el departamento de Luís Landor. Bray había telefoneado desde allí que ni el señor ni la señora Landor se encontraban en casa. Era evidente que algo anómalo ocurría allí, porque la criada, que había vuelto ya y que aguardaba que le abriesen la puerta, contó a Bray que le habían dado licencia desde muy temprano y que habían surgido últimamente desavenencias en aquella pareja tan bien unida hasta entonces. Al darle permiso le habían advertido que no hacía falta que volviese hasta última hora. Bray la había encontrado esperando llena de aflicción fuera de la casa y había logrado convencerla de que lo mejor era que se fuese a dormir en casa de una hermana que vivía cerca de allí.

—Un detalle le sonsaqué —dijo Bray por el aparato—. El piso se halla atestado de curiosidades sudafricanas. Si hemos de creer lo que esta chica cuenta, hay dos cuchillos iguales al arma con que ha sido cometido el crimen; están colgados de un cinto que hay en el vestíbulo. Me describió con todo detalle la vaina y afirmó que ambos tienen las iniciales de Landor y que éste los ganó como premios en algún concurso de Sudamérica, donde residió algunos años.

—Siga la pista —ordenó Mason—. Elk ha marchado a reunirse con usted. Mándeme informe de todo a esta Comisaría o a Scotland Yard. Yo estoy realizando investigaciones por cuenta mía.

Sobre su mesa estaban los objetos que contenía el bolso de la señora Weston, incluyendo el gastado estuche de inyecciones hipodérmicas que había entregado el doctor Marford. El estuche tenía perplejo a Mason, porque estaba a la vista que era muy viejo y era evidente que la pequeña jeringa había sido usada muchas veces. A pesar de lo cual, Marford había opinado que aquella mujer no era una tomadora habitual de estupefacientes y que la aguja sólo había sido empleada un par de veces.

Había algunas cartas y una o dos facturas de modistas del West End. Evidentemente, a pesar de vivir en un barrio de gente miserable, no escatimaba nada para el arreglo de su persona. Encontró también dos billetes de cinco libras, media docena de libranzas del Tesoro, unas monedas de plata y un manojo de llaves. Con éstas en su poder, se dirigió a las habitaciones de la misteriosa mujer.

Lo que la señora Albert había llamado la parte mejor de Tidal Basin estaba formada por dos u tres calles de villas bien construidas. Había en ellas varias tiendas, y sobre una de ellas, que era un gran almacén de ultramarinos, tenía su habitación la señora Weston. Se llegaba a ellas por una puerta lateral y un corto pasadizo. Desde allí se subía a la habitación de arriba por un tramo de escalera de muy pronunciada pendiente.

La habitación disponía de electricidad y según podía ver ahora Masón, tenía también teléfono propio. Subió las escaleras y se quedó de una pieza al encontrarse con el rellano decorado al estilo del West End. Paredes decoradas con papel impermeable, brazos de metal blanco y lámparas de una luz suavemente tamizada daban a la entrada de aquel departamento una atmósfera de lujo. En la habitación del frente estaba la sala de visitas, amueblada con mucho gusto, lo mismo que las demás habitaciones, y una pequeña cocina magníficamente equipada.

Mister Mason era, ante todo, un hombre de realidades. No ignoraba, pues, que esta manera de vivir no correspondía a ninguna profesión, de las decorosas o de las otras. O la señora Weston disfrutaba de rentas propias o si no…

Le vino entonces a la memoria que aquella mujer había hecho referencia en la Comisaría a haber entrado en posesión de una fuerte cantidad de dinero. Ahí pudiera estar la explicación. Aun así y todo, era incomprensible que eligiese para vivir esta lúgubre vecindad.

En el salón principal había una mesita escritorio; pero un registro de sus cajoncitos no proporcionó al investigador ningún material de utilidad.

Decidió, pues, con su ayudante, escudriñar minuciosamente el dormitorio. Éste se encontraba en la habitación que seguía al salón principal, y fue el último que inspeccionaron. No bien dio Mason vuelta a la llave de la luz, comprendió que algo extraordinario había ocurrido allí. Las gavetas del tocador habían sido corridas hacia afuera; la puerta espejo del armario estaba abierta de par en par. Las ropas y vestidos andaban revueltos en montón por el suelo, y entre todo ello vio Mason asomar una esquina de una caja negra. Se dirigió rápido a este último objeto. Había estado cerrada con llave, pero alguien había roto el cierre y abierto la tapa.

Por el suelo se hallaban esparcidos diversos objetos inclasificables y algunos papeles. No había rastro de cuadro con la fotografía. Lo que acertó a ver fue un pequeño cilindro de cartón. Lo recogió y miró a través del mismo: estaba vacío.

Le interesó el cilindro, porque era igual a los que se empleaban para guardar los certificados de casamiento. Por desgraciada que una mujer sea en su matrimonio, nunca, deja perder esta pequeña faja de papel.

—Que entren sus hombres y rebuscaremos por todas partes para ver si damos con impresiones digitales —dijo.

No bien salieron de su boca estas palabras, cuando descubrió sobre la cama un par de guantes blancos de algodón. El intruso no había querido correr riesgos. Los examinó cuidadosamente, pero nada de particular descubrió en ellos, sino que eran blancos y de algodón y que habían sido lavados con esmero, probablemente por su mismo dueño.

¿Cuándo entró el salteador y cómo se las había arreglado tiara ello? La puerta de abajo no había sido forzada; la única fractura era la de la caía negra, que por lo que podía adivinar, se hallaba en el cajón inferior cuando el ladrón dio con ella. En este cajón se hallaba todo en orden y en él había un hueco que correspondía al tamaño de la caja.

No había ningún rastro que le permitiese deducir la hora en que el robo pudiese haber sido realizado.

—Alguien llama a la puerta de abajo —hizo notar Shale—. ¿Bajo a ver quién es?

—No, espérese; yo iré.

Mason bajó de prisa las escaleras y abrió la puerta. La que llamaba era una mujer que estaba allí en pie, con un mantón sobre su cabeza para resguardarse de la lluvia. Miró con recelo a Mason, que se quedó bajo la luz de la escalera, y retrocedió todavía más. Mason tuvo la intuición de que estaba preparada para echar a correr.

—¿Está todo en orden? —preguntó con nerviosidad.

—Está todo en desorden —le replicó Mason y adivinando las razones de su evidente timidez, añadió—: No se preocupe. Soy policía.

Vio que con esto recobraba la tranquilidad.

—Soy la portera de la casa de enfrente; la señora ha ido al campo. Yo no sabía qué hacer, si dar o no parte a la Policía.

—¿Eso quiere decir que usted ha visto a alguien entrar esta noche en el piso? —le preguntó vivamente Mason.

—Los vi salir —contestó—. Yo no le habría dado importancia a no ser por aquella cosa blanca…

—¿Qué cosa blanca? ¿Querrá usted decir que salió alguien que llevaba una máscara blanca? —preguntó Masón a boca de jarro.

—No podía jurar qué era aquello; pero sí estoy segura de que llevaba en la cara algo blanco. Le vi todo lo bien que se puede ver a la claridad de las luces de la calle. Me han dolido las muelas durante toda la noche y he permanecido sentada en nuestro recibidor, que da a la calle.

Masón le cortó bruscamente su historia preguntándole:

—¿Y qué hora era cuando le vio salir?

—¡No hacía aún un cuarto de hora! También les había visto entrar a ellos, Mason y Shale, y creyó que serían policías. Por eso se había aventurado a llamar a la puerta. Estrechóla a preguntas acerca de la indumentaria del salteador y obtuvo una descripción con la que ya estaba familiarizado: el abrigo que le llegaba hasta los talones, el negro sombrero de fieltro y la máscara blanca. Sólo descubrió una característica nueva, en la que nadie había reparado antes: el individuo en cuestión renqueaba penosamente. De esto sí que estaba segura la mujer. No vino en «auto» y se marchó por su pie, desapareciendo al doblar la esquina de la manzana, por el lado contrario al seguido por los dos policías al venir al piso.

Shale, entre tanto, había bajado a la puerta, tomando taquigráficamente nota de todas las manifestaciones de aquella mujer. Hecho esto, volvieron a subir los dos hombres al piso y escrutaron todo con mayor minuciosidad todavía, con la esperanza de que Máscara Blanca hubiese dejado tras sí algo más que sus guantes.

—¡Quién sabe si éstos no nos dirán algo todavía!

Mason introdujo cuidadosamente los guantes en una bolsita de papel y luego se los echó al bolsillo.

—Así, pues, era verdad. Máscara Blanca es aquí una cosa seria.

Mason volvió a la Comisaría sumamente chasqueado. Hasta ahora contaba sólo con dos piezas de convicción, y las tenía guardadas en la caja fuerte de la Comisaría. Sacó de ella el anillo y la cápsula y fue con ellas al despacho del inspector. El locuaz Rudd podría darle algunos datos sobre este particular. Abrió la puerta y llamó al sargento.

—¿Supongo que el doctor Rudd se encontrará ya acostado?

—No, señor; hace un cuarto de hora que me llamó por teléfono. Dijo que se llegaría hasta aquí para exponer una hipótesis que nos iba a sorprender. Lo dijo con estas mismas palabras: «Una hipótesis que nos iba a sorprender». Masón refunfuñó.

—Desde luego que nos va a sorprender. Dígale que se ponga al teléfono y pregúntele si puede hacer el favor de darse una vuelta por aquí. No le hable usted de su hipótesis. Le necesito para identificar, un medicamento.

Examinó el anillo con una lupa, pero no había nadie que pudiese darle sobre el particular ni la vigésima parte de los detalles que hubiera podido proporcionarle Miguel Quigley.

—Este Quigley sabe algo —murmuró entre dientes Mason—. Y he estado a punto de sacárselo.

—¿Y qué es lo que Quigley puede saber? —interrogó Shale.

—Sabe a quién pertenece este anillo —dijo Mason, acompañando sus palabras con un movimiento afirmativo de cabeza.

En aquel momento se abrió la puerta y asomó la cabeza del sargento de la Comisaría.

—El doctor Rudd se ha puesto en camino hace ya cinco minutos —dijo—. Y he aquí un mensaje de Scotland Yard para usted.

Era del Departamento de Informes. El misterioso Donald había sido situado.

—Su nombre es Donald Bateman —decía el agente informador—. Hace tres semanas que llegó de Sudáfrica y se hospeda en el Little Norfolk Hotel, Norfolk Street. La descripción se ajusta a la que nos ha remitido el señor Mason.

—¿Por casualidad no se encontrará en estas momentos en el hotel?

—No, señor; salió al anochecer, vestido de smoking, y anunció que no regresaría hasta medianoche. Desde entonces no se le ha vuelto a ver. Tiene una cicatriz debajo de la barbilla —también en esto corresponde a la descripción de usted— y es de estatura más o menos igual que el muerto.

—Pase su nombre al Departamento de Identificación —le dijo Masón— y vea si figura en alguno de nuestros registros. Si Donald Bateman no ha regresado al hotel a las siete de la mañana, hará usted que trasladen su equipaje a la Comisaría de Cannon Row, donde permanecerá intacto hasta que yo vaya y lo inspeccione.

Dicho esto, colgó Masón el auricular.

—¡Conque Donald Bateman! Ya tenemos algo en que hacer pie. ¿Ha llamado mister Bray?

—No, señor.

Mason volvió hasta el despacho del inspector y reanudó su examen del anillo y de la cápsula.

—Que me ahorquen si Miguel no está al corriente de todo lo que puede haber tras este anillo. El pícaro estuvo a punto de desmayarse cuando dio con él.

—¿Y de dónde han podido caer ese anillo y esa cápsula? —preguntó Shale.

—No han podido caer más que de un bolsillo: del de Donald Bateman. Ya se lo he oído a todos los testigos; todos ellos están de acuerdo en afirmar que Bateman, al caer, se llevó la mano al bolsillo del chaleco, esforzándose por sacar algo de él. Probablemente sacó estos dos objetos y se le cayeron, rodando de la acera al canalón, y se habrían perdido a no ser por Miguel. Hay que reconocer que el muchacho no carece de instinto.

Diciendo esto, miró Masón la hora que marcaba su reloj.

—¿Qué distancia hay de aquí a casa del doctor?

—Se llega en cuatro minutos, a paso tranquilo —le contestó Shale, que había ido a buscar al medico de aquel distrito cuando llegó la noticia del crimen.

—Entonces ha tenido ya tiempo de llegar. Vuelva a llamarle.

Pero el ama de llaves del doctor insistió en que hacía ya diez minutos que había salido.

—Vaya usted mismo a ver si da con él.

Mason se puso repentinamente serio. Desconfiaba de las teorías del doctor y todavía más de su locuacidad. A una persona que se pasa la vida hablando y cuyos temas de conversación son forzosamente limitados, no puede menos de escapársele alguna cosa que la Policía hubiera deseado mantener secreta. Masón hacía votos porque el doctor no se hubiera encontrado en su camino con ningún amigo suyo.

Poco más de diez minutos habían transcurrido cuando Shale regresó. Había llegado hasta la casa misma del doctor, pero no había encontrado rastro alguno de Rudd. El camino era relativamente corto e iba casi en línea recta.

—Puede que se encuentre en casa del doctor Marford. Llámele al teléfono.

Pero todo lo que dijo Marford fue que él había permanecido en su clínica y que cuando Rudd pasó había dado unos golpecitos en la ventana grande para darle las buenas noches. Marford agregó en tono de queja:

—Por cierto, que me dio un gran susto. No podía imaginarme quién podría ser, hasta que me acerqué y miré a través de las persianas.

La distancia desde la clínica de Marford hasta la Comisaría no llegaba a doscientas varas. Se podía también ir por un atajo corto y poco edificante: el Pasadizo de la Horca, que acortaba el camino unas cincuentas yardas. Como solamente se aventuraba por aquel callejón la gentuza que arrastraba en él su lúgubre existencia, lo más probable era que Rudd hubiese seguido el camino más largo.

La parte más baja del Pasadizo de la Horca desembocaba en una especie de túnel, unas diez varas más al Norte que la puerta lateral del doctor Marford y en la misma línea de ésta. En aquella época, en que los marineros borrachos de los muelles y los descargadores abundaban más que los postes del alumbrado, el Pasadizo de la Horca era un lugar del más pintoresco desenfrenó. Pero ya había dejado de ser pintoresco.

Un chino había establecido allí una casa de huéspedes, en la que se albergaba un increíble número de compatriotas suyos. En otra casa vivían cuatro o cinco familias italianas. Las familias que habitaban en las demás casas no eran tan fáciles de describir. Corría la voz de que los policías no se aventuraban a entrar en el Pasadizo de la Horca sino en parejas. Esto no era cierto. La verdad era que habitualmente no aparecían nunca por allí y que sólo se arriesgaban a hacerlo, con todo género de precauciones, cuando llegaban hasta sus oídos gritos de «¡Socorro! ¡Me han matado!», y otros por el estilo, pronunciados con evidente sinceridad.

El doctor Marford era una de las pocas personas que podían transitar voluntariamente por aquel callejón sin que nadie le molestase. Si él hubiese querido, habría podido relatar historias capaces de poner a cualquiera los pelos de punta, repitiendo lo que había visto y oído en aquella maloliente calle. Pero el doctor era deliberadamente un narrador muy torpe.

—No creo a Rudd capaz de tomar ese camino: pero, en todo caso, si usted tiene la más pequeña sospecha de que eso haya podido ocurrir, iré yo mismo por allí.

Transcurrió todavía media hora, y a las dos menos cuarto reunió Masón a todos los hombres que tenía de reserva y los lanzó a la busca del doctor. Una llamada telefónica bastó para que las rápidas escampavías de la Policía acudiesen al frente fluvial, con gran desesperación de las partidas de ladrones, que, cada cual en su zona, estaban saqueando los cargamentos en el momento de la llegada de los botes. Pero no se halló rastro de Rudd ni se recibió ningún mensaje suyo. Por el momento parecía que hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.

Tal era la situación cuando Miguel Quigley llegó al lugar de la escena. Pidió una entrevista al inspector jefe y le contó la historia del anillo con todos sus detalles, tal como Janice se lo había ordenado.

El señor Mason escuchaba con aire fatigado y le di lo tristemente:

—Ocultando los secretos, ¿eh? ¿Y qué sacó usted de ello? ¿Por qué no me contó usted inmediatamente todo esto? No porque ello me sirviese de mucho, sino porque habría sabido cómo sé llamaba. Sí, señor; su nombre es Donald Bateman. Cada vez vamos estando más cerca del objetivo… ¿Usted por aquí, doctor?

El que llegaba era Marford, que venía a buscar noticias de su colega.

—No tenemos ninguna. Probablemente habrá descubierto que el asesino es un irlandés y ha salido en el vapor correo de la noche con dirección a Irlanda para obtener un poco de color local. Siéntese, doctor, y tome una taza de café.

Adelantó hacia Marford una taza humeante, que éste empezó a paladear con dificultad.

—Ignoro adonde ha podido ir y no me preocupa —dijo Masón bostezando—. Estoy fatigado y esperaba que este crimen se desenredase sin dificultades. Si mister Luís Landor regresase a su domicilio como una buena persona, deberíamos tener en nuestras manos todos los hilos del asunto esta misma mañana. Pero si ese señor ha marchado en aeroplano al continente, con su pasaporte y sus tres mil libras esterlinas, entonces tendremos uno de esos embrollos misteriosos de Londres, acerca de los cuales suelen escribir los reporteros cuando tienen los huesos demasiado duros para el trabajo de actualidad.

El doctor acabó de tomar su café y se marchó inmediatamente. Era la hora de su segundo paciente.

Mason le acompañó hasta la puerta.

—¿No se le ha ocurrido otra hipótesis?

—Sí; y no se trata de una hipótesis, sino de una certeza —contestó Marford tranquilamente—. Y si no fuese por el insignificante detalle de que mi posición no me permite comparecer como testigo, creo que podría decirles a ustedes quién es el asesino.

Mason asintió.

—¡A ver si los dos estamos pensando en la misma persona! Marford se sonrió.

—En beneficio del interesado, espero que no ocurra así.

—Lo cual significa que no quiere usted que nos aprovechemos de su lógica y de sus deducciones.

—Soy médico y no detective —contestó Marford.

Mason volvió al despacho y se calentó en el fuego de la estufa.

—¿No se ha recibido ningún mensaje de Bray ni de Elk?

Miró al reloj; eran las dos y cuarto. Empezó a dudar de que Luís Landor volviese ya más a su piso.

Salió a pie, marchando, en compañía del reportero, hacia el Pasadizo de la Horca.

La lluvia había cesado, pero el viento soplaba por intervalos.

—Y sí, por casualidad, se pone usted a escribir acerca de este callejón —iba diciéndole—, no caiga usted en el error de todos los reporteros novatos y diga que el Pasadizo de la Horca está al lado del muelle de las Ejecuciones. No es cierto. Se llama así porque al igual que una gran cantidad de terrenos de estos alrededores, es propiedad de un tal Laharca. Por cierto, que si el doctor, en lugar de fundar su estúpida clínica, se gastara el dinero de sus favorecedores en comprar estos terrenos, limpiándolos de tugurios, haría con ello un gran servicio al mundo… y muchísimo mayor aún a la Policía.

La entrada del callejón era sombría e imponente. A distancia de unos metros estaba la puerta cochera del patio de la clínica. Era un patio pequeño y tenía en uno de sus ángulos un cobertizo que alquilaba, para guardar su taxímetro, el conocidísimo chofer Gregory Wicks, uno de los veteranos de la profesión. Era también de suma utilidad para el doctor como lugar de espera de los clientes, que se congregaban para que les diese los medicamentos que él mismo les había recetado.

—Se parece más a la sala de espera de un hospital que a una clínica particular.

El que hizo este comentario fue Miguel.

Mason refunfuñó, como si aquello le llegase al alma:

—Pero ¿por qué se empeñan en que vivan?

El Pasadizo de la Horca estaba separado del patio de la clínica por un muro, pues aquel callejón sólo tenía casas en uno de sus lados.

Mason miró a todas partes y de nuevo experimentó una indefinida sensación de amenaza. Aquello parecía una boca de lobo, un negro desfiladero, cuya desolación hacían resaltar los chispeantes arcos voltaicos.

Se hubiera dicho que era aquello un cementerio; una calle de algo parecido a tumbas, negras y feas, clavadas, encoladas y como unidas malamente unas a otras con engrudo. Apenas podía reflejarse la luz del alumbrado en los sucios cristales de las ventanas; no había humo en ninguna chimenea, ni una ventana iluminada permitía suponer que viviesen allí seres humanos. Siguiendo adelante por aquel callejón se veían casas en que los tableros de las puertas habían sido empleados para hacer fuego; hombres y mujeres dormían a la intemperie, hacinados en los oscuros rincones de los portales, envueltos sus cuerpos en sacos viejos, insensibles a la lluvia y al gemido del viento.

Cuando pasaban Mason y su compañero, tanteando el camino de resbaladizos guijarros, una voz partió de las tinieblas, la voz de una mujer ronca y soñolienta, que cantaba:


Estoy viendo a un «poli»
de cuello planchao.
Si doy un silbido,
corred pa otro lao,
¡Qué es que m’ha trincao!
 

Una de las cosas que no acertaba a explicarse Masón era esta habilidad que tenían para distinguir cualquier cosa en la oscuridad.

—Son como las ratas —dijo Miguel respondiendo a su inesperado pensamiento.

Una carcajada burlona resonó a espaldas suyas. Masón habló con evidente impaciencia:

—Nunca los encuentra uno dormidos. Cuando yo era joven ocurría lo mismo. A cualquier hora del día o de la noche que usted viniese encontraba a alguno vigilando.

De pronto giró sobre sus talones y pronunció un nombre. De entre las tinieblas de un portal surgió una sombra, que lo mismo podía ser un hombre que una mujer.

—Me parecía que serías tú —dijo Mason. Miguel no supo jamás quién era o quién creía que era.

—¿Cómo va esa vida?

—Muy mal, mister Mason, muy mal.

Era la voz quejumbrosa de un viejo.

—¿Por casualidad has visto esta noche al doctor Rudd?

Se oyó de nuevo la temerosa carcajada, que salía de profundidades invisibles.

—Es el que cura a los polis, ¿verdad? Pues no le he visto, mister Mason, no le he visto. A nadie se le ocurre venir por acá. ¡Tienen miedo de despertarnos, ya se ve!

Las carcajadas llegaban ahora apagadas, como: débiles crujidos del viento.

Mason se paró frente al número 9. En el escalón estaba sentado un hombre: un borracho que roncaba ruidosamente. Se había echado sobre las rodillas una alfombra vieja, y algún trasnochador bromista del Pasadizo de la Horca le había puesto encima una lata de tomates vacía.

—Si no cae la lata y se despierta al ruido, va a ser pequeño el susto que el viejo Wicks le va a dar cuando lo encuentre —dijo Mason.

—Camina poco seguro, ¿verdad? —dijo cuando salieron del callejón—. ¡Y todavía hablan de si los chinos del este de Londres son o dejan de ser! No hay en el Pasadizo de la Horca otras personas decentes que ellos y el viejo Gregory Wicks.

—¿Y de qué vivirá esa gente?

—No quiero tener el disgusto de saberlo —fue la contestación del policía.

Volvieron a salir por donde habían entrado.

—Voy a mover a Bray a otro sitio, y luego me llegaré hasta Scotland Yard.

—Le conduciré yo mismo, si no tiene inconveniente. Parece que no nos queda nada que hacer por aquí.

La sombra que antes brotó de la oscuridad a la llamada de Mason salió ahora de la abertura del callejón. Llevaba el cuello envuelto en un abrigo viejo.

—Me dicen que Máscara Blanca ha andado por aquí esta noche, mister Mason.

—¿De veras? —contestó Mason muy cortésmente.

—No se porta usted con nosotros como sería conveniente, mister Mason. Se deja usted caer por aquí con la esperanza de que hagamos el chivato y claro está, se dan cuenta en seguida los demás. Si usted supiera conducirse e hiciese lo que debe, se enteraría de muchas cosas… Lo del viejo Gregory, por ejemplo. Eso no lo sabe ni usted ni nadie… A ver si usted adivina lo del viejo Gregory… Y con estas palabras enigmáticas se despidió.

—Es un loco…, un loco auténtico. No, no sé cómo se llama, y es un loco que parece cuerdo. ¿Qué diablos quiere decir de Gregory?

Miguel no acertó a contestar nada. Conocía al viejo Gregory…, no había en Londres quien no conociese al hombre que encerraba su coche en el patio del doctor Marford, y que vivía solitario en una casa decente del Pasadizo de la Horca.

—Daría cualquier cesa por saber lo que acerca de Gregory sabía aquel hombre original… ¿Adónde iba a parar la intención de sus palabras?

Mason estaba confuso o irritable. Todo policía sabe husmear instintivamente la sinceridad, y en ello estriban las dos terceras partes de su habilidad profesional. Masón experimentaba la sensación de que el perturbado habitante del pasadizo no divagaba. Hablar mal de Gregory, sospechar del viejo Wicks era cometer un acto de traición.

—¡Valiente hatajo de sinvergüenzas! —exclamó, sacudiendo su malestar con un encogimiento de espaldas.

Capitulo XI

El timbre del teléfono venía sonando en el piso de los Landor con cortos intervalos; los detectives que estaban al acecho podían oírlo desde la calle. El sonido parecía venir por alguna ventana que debía de estar entreabierta.

—Debe de ser Mason, que está que trina —dijo, malhumorado, Elk—. Yo no sé por qué he venido. ¡Un verdadero desvarío! Me suele ocurrir de cuando en cuando. Pierdo la brújula y hago tonterías.

—Ha venido usted aquí —le dijo sentenciosamente el inspector— porque se lo ha ordenado uno de sus superiores jerárquicos.

Él refunfuñó y dijo sin poder contenerse:

—Es una lástima, Milly, que dé usted a las cosas demasiada importancia.

—No me parece muy apropiado ese lenguaje para hablar con un superior —le replicó mister Bray con severidad.

Hubiera querido mostrarse mucho más severo, porque con Elk no se sabía nunca cómo acertar. Le ponía a uno en todo momento en la alternativa de anunciarle al comisario principal; mas una vez en presencia de éste se las arreglaba Elk para demostrar que el comisario principal y él eran las dos únicas personas del mundo que sabían apreciar las cosas en su justo valor.

—¿Cuántos hombres ha apostado usted? —preguntó Bray—. No quiero dejar a esta pareja la más pequeña probabilidad de que se nos escurra de entre las manos.

—No he apostado ninguno —contestó el sargento Elk casi alegremente—. Mi jefe ha apostado tres y para él ha de ser toda la responsabilidad. Yo me aventuré a proponer otro emplazamiento, pero se me contestó que me ocupase de tales y cuales cosas de mi incumbencia.

—Yo no he dicho nada por este estilo —exclamó Bray acaloradamente.

La réplica de Elk fue ésta:

—No lo dijo, pero quiso decirlo.

Bray dirigió ansiosamente la vista a todas partes. No se sentía muy feliz de trabajar a las órdenes de Mason. Esto mismo les ocurría a todos los oficiales de la Policía de investigaciones. Se encontraba, además, desplazado de su distrito.

Agréguese a ello que Mason no pasaba por alto a sus subordinados la más pequeña equivocación, y que en un caso como éste, un asesinato, no valdrían con él excusas de ninguna clase. Bien miradas las cosas, valía más tener contento a su sargento, que estaba, según todos sabían, muy bien visto por el inspector jefe.

Miró con cierta inquietud a un lado y a otro de la calle. Después de un instante dijo casi con afabilidad a Elk:

—Me he dejado llevar un poco del genio al hablarle a usted antes. Excúseme, Elk. Cuando estoy metido en faena no reparo en nada. ¿Dónde me dijo que debía apostarse un hombre?

—En el patio de atrás —contestó Elk rápidamente—. Había allí una escalera de escape para caso de incendio, por la que un hombre sano podría subir o balar con mucha facilidad.

Iba Elk a retirar un hombre que estaba de centinela en un lugar perfectamente inútil, cuando dobló la esquina un taxímetro, que se paró frente a la puerta principal de la casa, descendiendo una mujer del interior del coche. Elk y Bray estaban en acecho en la esquina del jardín delantero de una casa en la acera de enfrente.

—Parece que tenemos aquí a la señora, ¿no? ¿Qué le parece, Elk?

—Que es la señora —contestó el Sargento—, y que yo la he visto antes en alguna parte.

La señora pagó al del «taxi» y éste se fue alejando lentamente. Los que estaban al acecho esperaron todavía. Vieron cómo Inés Landor metió la llave en la cerradura de la puerta de la calle y volvió la cabeza, mirando con recelosa inquietud. No pudo ver a nadie, si bien tenía en su imaginación un regimiento de policías en la calle. Echó a correr escaleras arriba hasta el primer piso, abrió y penetró en sus habitaciones.

Había encima de la mesa una pequeña lámpara portátil que recibía su corriente de una pila seca, y ésta fue la que encendió. En el buzón tenía cuatro cartas, pero no se molestó siquiera en tomarlas, sino que, cogiendo en su mano la lámpara, se acercó de puntillas hasta la puerta de su dormitorio, que daba al vestíbulo, y miró al interior. Quedó completamente abatida al comprobar que su marido no había regresado todavía. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Qué es lo que podía hacer? Suspiró profundamente y se quitó el sombrero y el abrigo de cuero. Acto seguido penetró en el dormitorio, dejando abierta la puerta.

En East End se había cometido un asesinato; lo había visto en los cartelones en que los periódicos anunciaban su última edición, y oyó que en una mesa próxima hablaban del suceso durante la cena; no es que ella cenase nada, sino que, como tenían por costumbre cuando los dos salían de casa, fue a esperar a su marido al restaurante Elford. Pero Luís no apareció. Le estuvo aguardando hasta la hora del cierre del restaurante y marchó de allí a un café elegante, que estaba abierto toda la noche y al que solían concurrir cuando Luís se retrasaba mucho. Tampoco allí le encontró. El tiempo que estuvo esperando se le antojó una eternidad. Desesperada ya de encontrarle, marchó a su casa, sin atreverse a comprar los diarios de la noche por miedo a enterarse de la noticia fatal.

Sintió escalofríos. Pensó en aquel doctor tan amable, de hablar tan bondadoso, que la había reanimado con éter; ¿iría a decir algo? ¡Qué torpe había estado al engañarse con aquella riña entre dos obreros! ¿No se referirían a esto los diarios al hablar de un asesinato?

¡Se había confiado al doctor de tal manera!… Habíale contado cosas que no habría referido ni a su propia madre, si ésta viviese. Pensándolo ahora bien, tenía que arrepentirse de casi todos los pasos que había dado aquel día. Había sido una ligereza, más aún, una locura, el ir en busca de Luís. ¿Y si había ocurrido algo desagradable? Si habían reñido… No se atrevió a pensar en otra cosa peor. En todo caso, lo que ella había hecho era como publicar a los cuatro vientos los motivos que habían impulsado a su marido.

Inés Landor se puso una bata de casa y caminó a oscuras por la habitación, esforzándose por poner orden y calma en sus pensamientos. Había pasado cuatro años en un delirio de felicidad, soñando nuevas felicidades para el futuro. Y de golpe todo se venía abajo como castillo de naipes.

Creyó percibir un ruido, como si alguien anduviera por el vestíbulo; se acercó a escuchar a la puerta entreabierta. Oyó un leve crujido que creyó sería producido por un armario que estaba colocado junto a la puerta del vestíbulo y que no estaba bien sujeto. Hacía tiempo que quería cambiarlo.

—¿Eres tú, Luís? —dijo con voz muy apagada.

No obtuvo respuesta. En el vestíbulo resonaba el solemne tictac del reloj acompañado a lo lejos por el ronroneo del motor de un «auto» que pasaba en aquel mismo instante.

Inés alzó más la voz.

—Luís, ¿eres tú?

Habría sido una ilusión, porque nadie le contestó. Entornó la puerta, se acercó a la ventana y corriendo las cortinas miró atentamente hacia el exterior. Esta acción suya carecía de sentido, porque la ventana daba a un muro situado frente a la parte trasera de la casa.

En aquel momento oyó un golpe muy quedo. En el silencio que reinaba dentro del piso, aquel golpecito resonó en el vestíbulo. Inés fue hacia allí de puntillas y se quedó escuchando. Volvió a oírse el golpecito, y entonces ella se deslizó sin hacer ruido hacia la puerta.

—¿Quién es? —preguntó en voz muy baja.

—Luís.

Su corazón latía con violencia. Corrió el pasador y, una vez dentro su marido, cerró la puerta.

—Da luz, querida.

La voz de Luís era forzada y temblona, voz de hombre que llega sin aliento al final de una carrera.

—¿Estabas a oscuras? Vamos, da vuelta a la llave.

—¡Aguarda!

El pequeño vestíbulo tenía una ventana que era visible desde la calle. Bajó la persiana, corrió las cortinas y cerró la puerta de su habitación antes de dar luz. Inés Landor clavó la vista en su marido cada vez más aterrorizada. La cara de Luís estaba blanca, salvo una rozadura morada debajo de un ojo.

—¿Qué ha ocurrido?

Luís movió la cabeza con un gesto de impaciencia y de fatiga al mismo tiempo.

—Nada importante. Estoy pasando un mal rato. ¿Quieres darme un vaso de agua?

Un sorbo de vino te reanimará.

Luís hizo un movimiento negativo.

—No, querida; agua.

Inés desapareció unos momentos; cuando volvió al vestíbulo encontró a Luís mirando al cinto y al cuchillo que pendían de la pared. Era uno de los muchos recuerdos que había ido coleccionando durante sus viajes: un ancho cinturón de cuero con adornos de cobre, del que pendía un cuchillo metido en una vaina de chillones dibujos. Hasta aquel momento había sido nada más que uno de tantos objetos que adornaban la pared; no tenía más importancia que la silla de montar, el lazo y las espuelas y las extrañas reliquias del arte indio.

—Hay que hacer desaparecer esto de alguna manera —murmuró.

—¿El cuchillo?

—Sí, y esto —dijo golpeando con la mano el pasador de donde había estado pendiente la vaina del otro cuchillo.

Inés le preguntó el motivo, pero esas palabras apagaron de golpe la débil esperanza que aún brillaba en su corazón. Permanecieron mudos unos momentos. Ella habría querido hacerle algunas preguntas, pero su lengua no acertaba con las palabras apropiadas. Sólo se le ocurrían observaciones completamente vulgares y triviales. Finalmente, acertó a decir:

—Hacía unos minutos me pareció que andabas por el piso. ¿Habías entrado antes ya?

—No.

—Y ¿por qué golpeaste? —preguntó Inés, cayendo de pronto en la cuenta de algo.

Luís humedeció con la lengua sus labios resecos.

—He perdido mis llaves… no sé dónde.

Apuró lo que quedaba de agua en el vaso y colocó éste sobre un pequeño pupitre arrimado a la pared.

—Pues yo juraría —continuó diciendo Inés que he oído cerrar la puerta minutos antes de llamar tú. Salí al vestíbulo y te llamé. Me pareció que alguien andaba por él.

Luís esbozó una sonrisa y puso su brazo sobre las espaldas de Inés.

—Han sido tus nervios. ¿Me estabas esperando aquí con las luces apagadas?

Inés negó con la cabeza. ¿Se lo contaría todo? No eran momentos aquéllos para andarse con verdades a medias. Cogió el brazo de su marido y le contestó:

—No; he andado fuera buscándote… ¡Luís, dime la verdad!… ¿Has reñido? ¿Has… hecho algo?

Luís Landor no contestó inmediatamente. Al fin, dijo:

—No lo sé… Pasemos a la sala.

Inés le obligó a sentarse otra vez.

—De ninguna manera; quédate aquí. Desde la calle no pueden ver esta luz.

Luís le dirigió una mirada escrutadora.

—¿Qué significa eso de que desde la calle no pueden ver esta luz? ¿Es que me vigilan?

—No estoy segura de ello —le contestó Inés—. Creo que sí. Antes de salir del restaurante llamé por teléfono, con la esperanza de que tú hubieses vuelto ya, o que, por lo menos, me contestase la doncella. No recordaba que no tenía llave para entrar. Al no contestarme nadie, supuse que estaría en casa de su hermana y llamé allí. Luís: la Policía ha estado aquí.

Los labios de Inés temblaban al pronunciar estas palabras. El silencio de su marido bastó para hacerle comprender…

—¿Ha ocurrido algo?

Luís Landor se pasó la mano por entre sus largos cabellos negros.

—No lo sé…; pero, sí, si lo sé, aunque ignoro hasta qué punto puedo verme comprometido. Al salir de aquí tras él, le perdí de vista; pero estaba seguro de encontrarle hacia el West End, y así fue, en efecto.

—¿Hablaste con él?

Luís movió negativamente la cabeza.

—No; iba en un «auto» con una joven…, una joven bellísima; alguna alocada que se ha enamorado de él. Está de enfermera en la clínica de Marford.

—¿Marford?… El doctor Marford, querrás decir.

Landor se quedó atónito.

—Y ¿cómo le conoces tú? —preguntó.

Pero Inés no contestó.

—Sí, tiene una clínica en el East End. Mañana mismo iré a ver a esa chica para ponerla al corriente de toda la historia del señor Donald Bateman. Los seguí en un coche hasta Bury Street, y de allí hasta su hotel. Buscaba la posibilidad de cogerle a solas para evitar un escándalo, pero no pudo ser. Desde luego, no quería pasarle recado; así es que esperé a que saliera. Pocas eran las probabilidades que tenía de conseguir mis deseos; empezó por ir a un restaurante atestado de público, pero yo me decía a mí mismo que a fuerza de paciencia acabaría por encontrarle tal como yo quería y liquidaríamos de una vez por todas nuestras diferencias. Se tomó muchísimo tiempo para comer y sospeché que esperaba a alguien. Este alguien vino por fin; era una mujer bastante guapa. Vestía traje de calle y tenía una voz bastante ordinaria. Cuando salieron del restaurante los seguí a cierta distancia. Creo que por la tarde había sospechado mi presencia. Como es natural, la presencia de aquella mujer vino a complicar las cosas: no tenía más remedio que esperar a que la dejase. Después de comer se alejaron en un «auto». Yo estaba en la galería superior y veía todo. Tomé un «taxi» y los seguí; se hicieron llevar a un barrio muy pobre, Tidal Basin; creo que así lo llaman. Allí subieron los dos a un piso que estaba situado encima de una tienda. Entonces fue cuando yo te telefoneé… Pero dime, querida: no me seguirías los pasos, ¿verdad?

Ella hizo un lánguido gesto afirmativo.

—Me sentía desasosegado, pensando que tú pudieras seguirme… ¡Estabas loca!

—Es verdad. Sigue… Y ¿qué ocurrió después?

Luís pidió otro vaso de agua, que ella le sirvió.

—Salió de aquella casa solo, y le seguí hasta una calle bordeada en uno de sus lados por un muro muy largo. Iba ya a alcanzarle, cuando vi que aquella mujer corría hacia él atravesando la calle. Le habló unos momentos y luego se separaron. Era la oportunidad que yo buscaba. No se veía por allí a nadie y me acerqué a él…

—¿Tenía el cuchillo?… —le interrumpió Inés.

Luís se sonrió y le contestó evasivamente:

—No le di ocasión para emplearlo.

Inés había visto en su cara la rozadura, pero no se atrevía a preguntarle cómo se la había producido. Era una cosa de tan poca monta en comparación de la terrible posibilidad que había entrevisto…

—Sí, le pegué. Cayó al suelo como un tronco. Yo salí con un rasguño. Vi a una persona en pie en el quicio de una puerta; era la puerta de un consultorio, el de Marford probablemente. En aquel momento vi que un agente de Policía venía paseando hacia mí. En el lugar en que me paré había una puerta muy grande con un postigo. Por un verdadero milagro estaba abierto. Me metí por él y cerré la puerta. Era un patio estrecho que daba la vuelta a todo el depósito. Vino la Policía a registrarlo y me escondí detrás de algunos envases.

Inés, casi sin aliento, le preguntó:

—La Policía… ¿registró el patio? ¿Es que Donald…?

Landor dijo que sí con la cabeza.

—Pero ¿no muerto?

Landor volvió a hacer el mismo gesto afirmativo. Luego preguntó:

—Dijiste que la Policía ha estado aquí…

—Sí. Ha estado haciendo preguntas a la doncella. No sé qué les habrá dicho ésta.

Landor se levantó y fue hacia la mesa escritorio. Se llevó la mano al bolsillo y exclamó:

—He perdido las llaves.

Inés sacó un estuchito de su bolso y se lo entregó. Luís abrió uno de los cajones y sacó un grueso paquete de papeles.

—Creo que no serán muchas las personas que guarden tres mil libras esterlinas en el vestíbulo de su piso.

Su voz era casi normal.

—Por lo que pudiera ocurrir, saldremos mañana mismo del país. Si algo me ocurriese a mí, tomarás tú el dinero y te marcharás.

Inés le agarró desesperadamente los brazos.

—Pero ¿qué es lo que a ti te puede ocurrir, Luís? Tú no lo mataste, ¿verdad? El cuchillo…

Luís la apartó de sí con algo de brusquedad, diciéndole:

—No sé si le maté o no le maté. Ahora, escúchame: tienes que ser extraordinariamente precavida en lo que ahora te voy a decir. Aunque ese chantajista hubiese dicho todo lo que sabía, nada te pueden hacer a ti. Pero yo no quiero que pases por la vergüenza de una investigación por las oficinas de la Policía y todo el fango de un proceso.

Los sentidos de Inés se habían aguzado hasta lo increíble. Algo oyó que le hizo decir en un susurro:

—Alguien sube las escaleras. Entra en el dormitorio… ¡Corre!

Luís permanecía indeciso; pero ella le empujó dentro, corrió hacia la puerta y se puso a escuchar. Oía que hablaban en voz muy baja. Encendió la lámpara de mesa, cogió un libro cualquiera con mano trémula. Sacó de la habitación que hacía de depósito una mesita de costura. Apenas había tenido tiempo de colocarla a su lado cuando dieron un sonoro golpe en la puerta. Inés se miró de un vistazo en el espejo del vestíbulo, se pasó rápidamente la brocha de los polvos por la cara y abrió la puerta.

Dos hombres estaban frente a ella; dos hombres altos, de cara adusta, que iban a decidir de su destino.

—¿Qué desean? —preguntó.

Le costó un terrible esfuerzo serenar su voz, pero lo consiguió.

—Inspector de Policía Bray, del Departamento de Investigaciones Criminales —dijo uno de los dos hombres con solemnidad—. Y aquí, el sargento de Policía Elk.

—Buenas noches, señora Candor —dijo el aludido.

Una de las características que distinguían a Elk era que desde el momento en que abría la boca tomaba la dirección de todo. Tenía toda la afabilidad de un hombre seguro de sí mismo.

—Pasen ustedes —díjoles ella.

—Muchas gracias, señora Landor. No se moleste; cerraré yo mismo —dijo Elk.

Entraron en el vestíbulo. A Inés le extrañó que ninguno de los dos se quitase el sombrero. Este detalle le ayudó a aparentar sorpresa y dar un poco de animación a su voz.

—Me debí figurar en seguida que ustedes eran detectives. He visto muchos en las películas y me he fijado en que nunca se quitan el sombrero.

Inés acompañó estas palabras con una sonrisa.

A mister Bray le habría sonado esto como un reproche. Elk aparentó que le hacía gracia y adelantó una explicación.

—Un detective que se quita el sombrero, señora Candor —dijo—, es hombre de una sola mano. En otras palabras, tiene una mano ocupada, y en cualquier momento puede necesitar las dos.

—Espero que no le haga falta ni siquiera una sola: —dijo Inés—. ¿Quieren ustedes sentarse? Supongo que será algo relacionado con la doncella, ¿no es eso?

Era una deslealtad hablar de manera que implicaba una difamación de una sirvienta honrada y leal; pero Inés no podía andarse con delicadezas.

—Hágame el favor de no hacer ruido —continuó—. Mi marido está durmiendo.

—Muy pronto se ha quedado dormido, señora Candor —observó Bray—. Hace solamente unos minutos que ha entrado en casa.

Inés logró simular una sonrisa.

—¡Solamente unos minutos! ¡Qué disparate! ¡Si está acostado desde las diez!

—Perdone, señora; entonces, es que ha entrado otro hombre aquí —dijo Elk.

—¡Ninguno!

El sargento clavó en ella los ojos, y le preguntó:

—¿No han entrado nunca ladrones en su casa por la escalera de escape?

Inés se echó a reír.

—No sé qué camino emplean los ladrones para entrar en las casas; pero yo no me sirvo jamás de la escalera de escape para salir. ¡Y ojalá que no tenga nunca que recurrir a ella!

Elk correspondió a esta ingeniosidad con una sonrisa. Después de un momento de reflexión, agregó:

—Desearíamos entrevistarnos con su esposo. ¿Cuál es su habitación? ¿Ésta?

El sargento señaló una puerta cercana al vestíbulo.

Inés se había sentado en la mesita de costura, sobre la que había dejado el libro abierto. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho para disimular sus accesos de temblor. Al oír a Elk se levantó.

—No; ésa es la habitación de la doncella. La nuestra es ésta; pero no puedo permitir que se le moleste. Mi marido está algo delicado. Ha sufrido una caída.

—Demasiada desgracia —dijo Elk—. ¿Cuál decía usted que es su habitación?

Inés no respondió. Se adelantó hasta la puerta del dormitorio y dio unos golpecitos.

—Luís, aquí hay unas personas que desean verte.

Luís salió inmediatamente. No tenía puesta la americana ni el cuello; pero no hacía falta ser muy lince para deducir que estaba desvistiéndose más bien que vistiéndose.

—¿Te estabas levantando ya, cariño? —se apresuró a preguntar Inés.

Elk movió de un lado a otro la cabeza en señal de desaprobación.

—Señora Landor, yo preferiría que no sugiriese usted a su esposo ninguna contestación. Pudiera ser que lo que usted le sugiriese redundase en perjuicio suyo. Es un consejo de amigo.

Luís miró primero a uno y luego al otro. Había oído a Inés decirle entre dientes detectives, pero no necesitaba que se lo explicasen. El inspector Bray hizo entonces un esfuerzo para dirigir la investigación.

—Tengo mis razones para creer que usted conoce a un hombre que estaba hospedado en el Pequeño Hotel de Norfolk, en Norfolk Street, Strand, que se hacía llamar Donald Bateman.

—No le conoce —dijo rápidamente Inés.

—Se lo he preguntado a su esposo —replicó Bray con sequedad—. ¿Qué dice usted, señor Landor?

Luís se encogió de hombros.

—No tengo relación personal de ninguna clase con nadie que se llame Donald Bateman.

Aquí entró Elk a tomar otra vez las riendas del interrogatorio, con el asentimiento de su jefe.

—No nos interesa saber si tenía usted relación personal con él, señor Landor. La pregunta es otra. ¿Ha oído usted hablar alguna vez o podido usted tener alguna clase de relación, directa o indirecta con un cierto Donald Bateman, que llegó del África del Sur en una de las últimas semanas? Antes que usted conteste a esta pregunta deseo advertirle que el inspector Bray y yo estamos tratando de poner en claro las circunstancias en que dicha persona encontró la muerte en Endley Street, Tidal Basin, a las diez de la noche.

—¿Ha muerto? —dijo Luís—. Y ¿cómo?

—De una cuchillada —dijo Bray, y pudo observar cómo se tambaleó la mujer al escuchar sus palabras.

—Nada sé de esa muerte —afirmó Luís Landor—. Y jamás en mi vida he usado el cuchillo contra nadie.

Los ojos del sargento iban de uno a otro de los objetos típicos que adornaban la pared. Se adelantó un paso, descolgó el cinturón y lo colocó sobre la mesa.

—¿Y esto, qué nos dice que es? —exclamó, golpeando el cuchillo.

—Es un cuchillo que traje al volver de Sudamérica —contestó rápidamente Luís—. Tuve allí una hacienda.

—¿Le pertenece entonces? Luís asintió.

—En este cinturón había dos cuchillos. ¿Dónde está el otro?

Inés intervino con vivacidad:

—Se nos perdió. Lo perdió Luís. Hace ya muchísimo tiempo que no lo tenemos. No ha estado nunca en esta casa.

Elk pasó el dedo por todo el cinturón y dijo:

—Tiene bastante polvo en la superficie. Por consiguiente, también debe de haber polvo dentro de este pasador. Si es cierto eso de que no ha habido aquí otro cuchillo desde hace muchísimo tiempo, debe de estar el interior lleno de polvo. Y si lo que cuenta no es cierto, deduciremos que hoy pendía de este pasador otro cuchillo…

Frotó con el dedo el interior del cuero y mostró el dedo, en el que no advertía señal visible de polvo.

—Esta misma mañana lo he limpiado yo —dijo Inés al verlo.

Elk le dirigió una sonrisa de admiración, y le dijo con un gesto de reconvención:

—¡Señora Landor!

—Está bien; veo que no me queda más recurso que decir la verdad —exclamó con acento desesperado—. ¿Ustedes quieren saber la verdad?

Inés se encontraba al borde de un ataque de histerismo; iba acercándose a ese punto de ruptura de todas las energías que marca el derrumbe moral y físico de una persona.

—Ustedes no tienen derecho a hacer deducción alguna sin que antes yo dé alguna explicación. ¡Dios todopoderoso! ¡No es bastante lo que he sufrido ya por culpa de ese hombre!

—¿De qué hombre?, —interrogaba Bray con viveza.

Inés permaneció callada.

—¿De qué hombre, señora Landor?

Pero ya Luís Landor había recuperado el dominio de sí mismo, y habló así:

—Hay que disculpar esta noche a mi mujer. Está fuera de sí. He regresado a casa muy tarde y esto le ha preocupado mucho.

—Pero vamos a ver —exclamó Elk—: ¿a qué viene el querer hacer misterios de una cosa que está perfectamente clara?

La inutilidad de aquellas evasivas le producía casi tristeza.

—La esposa de usted, ¿ha conocido a Donald Bateman?

Luís permaneció en silencio. El detective prosiguió diciendo:

—Voy a hablarle con toda franqueza. Le he dicho que estábamos tratando de poner en claro el asesinato de tal individuo. A ello estamos obligados como policías que somos. Nosotros no le preguntamos a usted, ni a su señora, ni se lo preguntamos a nadie, quién es el asesino de Donald Bateman. Entiéndalo bien, señor Landor. Nosotros necesitamos encontrar al asesino de este hombre. No nos metemos para nada con los que no le han matado, aunque hayan tenido relación con él. Si uno de ustedes dos, o los dos juntos, son responsables de esa muerte, el señor Bray, mi jefe, y todos nosotros, la gentuza de Scotland Yard, no descansaremos hasta meterlos a ustedes en la cárcel. No trato de engañarle. Si usted no es culpable, nosotros nos esforzaremos por demostrar su inocencia. Por el momento no queremos de usted más que la verdad.

—Hemos dicho la verdad.

Estas palabras las pronunció Inés casi sin aliento.

—No, señora. Lo que ustedes han dicho no es la verdad —Elk subrayó sus palabras con un movimiento negativo de la cabeza—. Tampoco esperaba yo que ustedes la dijesen. La verdad, en casos como éste, se halla siempre oculta por un cúmulo de falsedades. ¿Qué secreto es el que usted se guarda, señora Landor? Todo se reduce a eso. Usted trata de ocultar algo; su marido también trata de ocultar algo, y pudiera muy bien ser que eso que ustedes tratan de ocultar no valga un rábano.

—Yo no trato de ocultar nada —dijo Inés.

—¿Conocía usted a Donald Bateman?

—No me acuerdo de él —contestó rápidamente.

—Usted conocía a Donald Bateman.

Elk era de una paciencia inagotable. Ante los signos denegatorios de Inés fue metiendo lentamente la mano en el bolsillo interior de su americana. Luego continuó:

—Perdóneme, señora Landor, si para ayudarle a hacer memoria la someto a usted a una experiencia desagradable. Poseo una fotografía de este sujeto… Es una instantánea tomada después de su muerte.

Inés se echó hacia atrás, extendiendo los brazos, como para protegerse.

—¡No quiero mirarle! ¡No quiero! ¡Eso es brutal!… ¡Usted no tiene derecho a ponerme ante la vista cosas así!… ¡No quiero verle!

Luís la había rodeado con su brazo; había puesto su mejilla contra la de ella. Algo le dijo al oído que pareció calmarla momentáneamente. Luego alargó su mano hacia el detective, y le dijo:

—Tal vez pueda identificarle yo. Conozco a casi todos los amigos de mi mujer.

Elk sacó un sobre de su bolsillo y extrajo de ésta un positivo todavía húmedo. La vista no era muy agradable; pero la mano que sostenía la «foto» no tembló.

—Sí; mi mujer conoció a este hombre hace diez años, cuando ella era una joven de diecisiete —dijo Luís.

—¿Cuándo le vio la última vez?

Luís Landor reflexionó. Al cabo de unos momentos dijo:

—Hace algunos años.

—No hace más que unas semanas que llegó a Inglaterra —replicó fríamente Bray.

—¿Y quién le dice a usted que no ha venido todos los años? —observó Luís con una débil sonrisa—. A decir verdad, yo sólo le he visto en fotografía.

—¿Y cómo se hacía llamar cuando usted le conoció, señora?

Inés se había serenado algo, y contestó sin que el temblor de su voz la traicionara:

—Yo sabía que se llamaba Donald. Era nada más que… un conocido.

Elk dejó escuchar un murmullo de súplica.

—Señora, lo que usted está diciendo no es precisamente el Evangelio, ¿verdad? Hace unos momentos nos dijo así: «¿no es bastante lo que he sufrido yo por culpa de ese hombre?». No sería mucho lo que le haría sufrir un hombre de quien sólo recuerda usted que se llama Donald.

Inés no contestó.

—¿No puede usted recordar nada más? ¿No quiere usted decírnoslo? Pué íntimo amigo suyo, ¿verdad que sí?

Inés exhaló un profundo suspiro.

—Supongamos que lo fue. Es una cosa acerca de la cual no deseo hablar…

—¡Inés! Yo no puedo permitir que estos señores vayan a pensar…

Elk le interrumpió:

—No se preocupe de lo que nosotros pensemos, señor Landor. Sea lo que sea, no vamos a escandalizarnos…, al menos yo. Supongo que usted conoció a ese hombre cuando aún no conocía usted a su marido… ¿O fue después?

—Fue antes —contestó.

—Y… ¿tuvo usted algo con él?

Elk se veía en dificultades para plantear el asunto sin que pudieran molestar sus preguntas. Estaba viendo cómo la cara del marido cambiaba a cada momento de color. Al fin estalló.

—¡Eso es un insulto grosero!

El detective movió con desaliento la cabeza.

—Nada más lejos de mí que ofender ni molestar. Esta noche ha sido asesinado un hombre, Landor… Yo busco ansiosamente al asesino para ponerle los grilletes y sólo podré conseguirlo a fuerza de dirigir preguntas ofensivas a una infinidad de personas inocentes. Y si vamos a pensarlo bien, no hay ofensa que pueda compararse a la de traspasar a un hombre el corazón de una puñalada y dejarle rígido y yerto sobre el pavimento de Tidal Basin. Es un lecho miserable para morir. Si a mí me ocurriese, alguna cosa parecida, me molestaría mucho, créalo usted, y cualquier pregunta que me hiciesen, por muy insultante que fuese, me resultaría como una caricia…, comparado con la puñalada. ¿Sabía usted que Donald Bateman estaba en Londres?

La pregunta iba dirigida a Inés.

—No —contestó la interpelada.

Bray se impacientaba.

—¿Quiere decirnos que usted ignoraba que Donald Bateman se hallaba en Londres hace dos o tres días?

—¡Sí!

Y en la voz de Inés vibraba un desafío.

Elk volvió a intervenir, diciendo:

—Señora Landor, usted ha sufrido mucho durante los dos o tres días últimos; su doncella nos lo ha contado todo. Ya sabe usted que la servidumbre lo charla todo y disfruta con estas pequeñas tragedias domésticas.

—He estado algo enferma.

—¿Tal vez porque se encontró con Donald Bateman, el hombre que tanto la había hecho sufrir?

—No.

—¿O fue usted el que se encontró con él? —preguntó Bray a Luís.

—No —respondió el interpelado.

—¿Tampoco esta noche? —sugirió Elk—. ¿No ha visto usted esta noche a Donald Bateman o al hombre que se hacía llamar así?

—No.

—¿Ha estado usted esta noche en las cercanías de Tidal Basin? —preguntó Elk, y agregó seguidamente—: Antes que usted me dé una contestación he de advertirle que pese usted bien su respuesta.

—No —volvió a decir Luís.

Elk sacó de su cartera un trozo de papel.

—Voy a hacerle a usted una nueva pregunta, Landor, y le ruego medite bien antes de contestar. En la cartera del individuo conocido como Donald Bateman se han encontrado dos billetes de cien libras cada uno numerados treinta y tres diagonal cero once mil ochocientos setenta y ocho y treinta y tres diagonal cero once mil ochocientos setenta y nueve. Son billetes nuevos que acaban de salir de la sucursal de Maida Vale del Midlank Bank. ¿Puede usted darme alguna referencia acerca de estos billetes?

Elk no obtuvo respuesta.

—¿Y usted, señora Landor?

—No sé nada de números de billetes de Banco… —comenzó a balbucir en un esfuerzo desesperado.

—No es eso lo que le preguntamos —dijo con firmeza Bray—. ¿Ha dado o enviado usted a alguien durante la última semana dos billetes de cien libras cada uno?

—Proceden de mi cuenta —dijo Luís tranquilamente—. Creo que será mejor decir la verdad. Sabíamos que Donald Bateman se hallaba de vuelta en Londres. Nos escribió diciéndonos que se encontraba en una situación apuradísima y pidiendo que yo le hiciese un préstamo de doscientas libras.

Bray hizo un gesto de comprensión, y añadió, convencido:

—Me doy cuenta. ¿Usted se las envió a su dirección de Norfolk Street por carta?

Luís asintió.

—¿Les acusó recibo?

—No —dijo Luís.

—¿Ni siquiera vino a darles las gracias?

—No —contestó Inés con apresuramiento excesivo.

—Veo que ninguno de los dos es capaz de decirnos la verdad.

La voz de Elk tenía un acento de verdadera tristeza.

—Ni lo referente a sus relaciones con este hombre, ni las de su estancia en Tidal Basin. Tiene usted una rozadura en la cara… ¿Ha reñido con alguien?

—No; me he dado un golpe con la puerta de un armario.

—Su esposa nos ha dicho que usted se cayó —dijo Elk sombríamente—. Pero eso no tiene importancia.

Y luego agregó, haciendo oscilar el cinturón, que acababa de coger en su mano:

—¿Con qué objeto guarda usted aquí estos cuchillos?

—Por la misma razón que guarda en la pared esa silla de montar —interrumpió Inés, exasperada—. Sea usted un poco razonable. Son premios ganados por él en un rodeo de ganado en la Argentina.

—¿Premios de algún concurso? —puntualizó Bray.

—Sí, de lanzamiento de cuchillo…

Luís se quedó cortado.

—¿Más ocultamientos? —gruñó Elk—. ¡Señor Landor, haga el favor de vestirse para salir!

—¿Va usted a llevárselo?

—Voy a llevarme a ustedes dos —contestó Elk afablemente—; pero sólo hasta el Departamento Central. No tendrán más remedio que verse con mister Mason, pero no se preocupen. Es un hombre muy simpático…, más simpático todavía que mister Bray.

Esta última frase la pronunció con cierto retintín irónico, que pasó inadvertido a mister Bray.

Inés no necesitó entrar al cuarto con su marido para vestirse: Su abrigo estaba allí, en el vestíbulo, sobre el respaldo de una silla… Se había olvidado completamente de este detalle…, y ahora comprendía lo absurdo de la lámpara de mesa, del costurero y del libro junto a este abrigo impermeable, mudo testimonio de sus correrías.

Luís estuvo listo en seguida y le ayudó a colocarse el abrigo de cuero.

—Perfectamente. Tenemos abajo un «auto» de la Policía, de modo que no tienen que preocuparse por el «taxi» —dijo Bray, contestando a una pregunta de Landor.

Estaba un poco malhumorado, pues se daba cuenta de que los resultados conseguidos, cualesquiera que fuesen, no redundaban en prestigio suyo.

—No hace falta que venga conmigo, Elk —dijo casi en seguida—. Puede ayudar a colocar a estos señores en el coche y volver luego para hacer un registro en el piso. ¿Desean ustedes ver el mandamiento? —preguntó a los detenidos.

Luís hizo un gesto negativo. Luego dijo:

—No me opongo a que registren todo el piso. En este cajón del pequeño escritorio del vestíbulo hay unas tres mil libras esterlinas y unos billetes del ferrocarril. Pensaba marcharme al extranjero con mi mujer mañana por la mañana. Inés, dale al señor…

—Elk, para servirle.

—Dale al señor Elk las llaves.

Inés entregó él estuche a Elk sin decir palabra.

Al salir del piso al descansillo de la escalera, mister Bray tuvo cuidado, como hombre metódico que era, de dar vuelta a la llave de la luz.

—Economizándole luz, señora Candor —dijo, excusándose con azoramiento.

La puerta se cerró, y el ruido de sus pasos llegó cada vez más débil al hombre que estaba escuchando tras de la puerta cerrada del cuarto de la doncella. Salió sin hacer ruido, con el negro sombrero de fieltro calado hasta los ojos; todo él una sombra negra de arriba abajo, menos la mancha blanca de la máscara que le ocultaba la cara.

Fue a toda prisa al escritorio, sacó algo de su bolsillo, se oyó un crujido de madera rota y el cajón se deslizó hacia afuera. El haz luminoso de una lámpara de bolsillo cayó sobre lo que buscaba. Dinero, pasaportes y billetes del ferrocarril fueron a parar a su bolsillo. Apenas había tenido tiempo de realizar su faena, cuando oyó los pasos del detective que volvía. Corrió hacia la puerta. Estaba en pie en la oscuridad cuando aquélla se abrió. Elk, que estaba de espaldas, oyó un ruido leve y se volvió rápidamente. Pero no tan rápidamente como hubiera sido necesario. En una fracción de segundo pudo ver la máscara blanca erguida ante él; recibió un fuerte golpe y cayó a tierra desvanecido.

Máscara Blanca se agachó y arrastró el bulto inanimado de manera que quedase espacio para abrir la puerta. Un segundo después se deslizaba fuera del piso, dejando ésta entornada.

Subió corriendo un tramo de la escalera, pasó por una ventana que estaba abierta y descendió con ligereza por una escalerilla de hierro, que le condujo al patio. Sabía que no había allí ningún guardia.

Diez minutos después uno de los detectives que esperaban fuera de la casa subió a ofrecer sus servicios a Elk. Oyó refunfuñar a alguien y abrió la puerta de un empujón, encontrando al sargento con el humor más endemoniado del mundo.

Capitulo XII

El inspector jefe, mister Mason, se vanagloriaba de su facultad para conciliar el sueño en cualquier sitio y a cualquier hora. Cuando llegó a Scotland Yard el coche de la Policía, costó bastante trabajo despertarle.

Por el contrario, Miguel Quigley no había sentido en toda Su vida menos ganas de dormir que entonces; y el café que le sirvieron al entrar en el despacho estaba demasiado cargado, por lo cual a mister Mason le despertó toda su irritable actividad. Se quejaba Mason de que a cualquier hora del día o de la noche que llegase a Scotland Yard encontraba, con toda seguridad, sobre la mesa algún documento oficial para que lo examinase. En efecto, tampoco esta vez faltaba la media docena de minutas con llamadas bien visibles y muy cargadas de sellos.

—Qué esperen hasta mañana. Repasó dos o tres despachos telefónicos que tenía sobre él escritorio, sin encontrar en ellos nada de particular. Ninguna noticia había de Bray. Elk y su jefe se entrevistaron con él matrimonio Landor un Cuarto de hora más tarde.

Miguel miró a su reloj. Era ya demasiado tarde para acostarse. Quería ver a Janice por la mañana temprano.

—Venga a buscarme a la vuelta y le contaré cómo van las cosas —le dijo Mason—. Y a propósito del anillo, creo que no habrá más remedio que tener una conversación con ésa joven. Procuraré que le resulte lo menos molesta posible; Usted mismo podría combinar nuestra entrevista. No quiero que venga a Scotland Yard, porque eso la pondría nerviosa.

Miguel quedó reconocido a Mason por esta condescendencia. Desde que había dicho a Mason toda la verdad se sentía cohibido. No pudo menos de decir:

—Para ser policía es usted un hombre amabilísimo.

—Lo mismo lo sería en cualquier otra profesión —contestó el inspector jefe.

Miguel fue caminando hacia el Embarkment y luego subió por toda la Northumberland Avenue. Llegó hasta Trafalgar Square y se detuvo en la esquina del Strand. Estaba dudando entre irse a acostar y aprovechar unas pocas horas de sueño o entrar en su club, que permanecía abierto hasta las cuatro de la mañana. En esos pensamientos estaba cuando pasó por delante de él un coche taxímetro que iba en dirección a la puerta Admiralty. Durante las altas horas de la noche, los «taxis» caminan muy despacio o vuelan, y este que pasó ante él iba a marcha viva, a pesar de lo cual pudo distinguir, sentado frente al volante, con la pipa en la boca, a una persona muy conocida suya. Si no hubiese ido a tal velocidad, Miguel hubiera hecho parar al viejo Gregory Wicks.

—¿Quería un coche, señor Quigley?

El que le hacía esta pregunta era un policía que estaba a su lado. A Miguel le conocían muy bien en de este sector.

—No, gracias.

—Me pareció que llamaba usted a aquel «taxi» que pasó de largo. Esta gente hace lo que quiere.

Miguel se echó a reír.

—El que ha pasado es un viejo amigo mío. Ya le conocerá usted…, Gregory Wicks.

—¡Ya lo creo! —contestó el agente, que era un hombre de edad mediana, que se sabía de memoria su West End—. Nuestro viejo ha salido otra vez. Hacía meses que yo no le veía, y la otra noche me lo encontré, dormido en su pescante, en la esquina de Orange Street. Por cierto que perdió un buen viaje, porque yo le llamé para que condujese a mister Gasso a Scotland Yard para prestar declaración… Anduvimos metidos en el asalto aquel…

Estas últimas palabras las pronunció con cierto orgullo.

Ocurre a veces que los agentes de Policía que uno encuentra de noche son demasiado comunicativos. Miguel no estaba de humor de hablar; pero al oír el nombre Gasso se despertó su atención.

—¿Intervino usted en el asunto?

—¿En el del Howdah Club, cuando asaltaron a la señorita miss…, cómo diablos se llama…, Duval, o algo parecido…, y le quitaron el collar de brillantes? Sí, intervine, aunque todavía no han mencionado mi nombre, porque el caso no ha ido a los Tribunales. Cuando ocurrió el asalto estaba yo de servicio fijo cerca del Howdah Club. Si alguien hubiese gritado o dado alguna voz, me hubiera presentado allí en un abrir y cerrar de ojos. Esto prueba que si la gente se condujese con un poco de sentido común no perderíamos las grandes oportunidades.

Miguel sacó la consecuencia de que para aquel hombre conducirse con sentido común equivalía a dar grandes alaridos.

—¿De modo que el viejo Gregory andaba por aquí la noche aquélla, no es eso?

—Tenía su coche a unas cincuenta varas de la puerta del Club. No le gusta ponerse en la fija con los demás, y como le conocemos tanto, no nos mostramos con él muy exigentes. Cuando encuentra un rincón tranquilo donde cabecear un rato, no solemos molestarle.

¡El viejo Gregory! Como un relámpago pasaron por la cabeza de Miguel las palabras misteriosas de aquel tipo raro del Pasadizo de la Horca: «¿Qué le pasa a Gregory?». Aquí tenía un ángulo nuevo de visión para encararse con muchos problemas. Tomó rápidamente una resolución. Llamó a un «taxi» que pasaba con menos prisa, y se hizo conducir a Tidal Basin. El Pasadizo de la Horca tenía algo que decir y si era verdad que allí no se dormía nunca, resultaba la medianoche una hora más apropiada para saber algo que las horas odiosas en que penetraba allí la luz del día.

Shale llegó a Scotland Yard al mismo tiempo que se recibía por teléfono la noticia de que Bray estaba en camino, acompañado de las dos personas cuya busca le había sido encomendada. Mister Mason se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla, y se frotó las manos satisfactoriamente. Aquello le producía una sensación de alivio. Prefería que las personas sospechosas viniesen tranquilamente a su despacho, sin tener que anunciar a bombo y platillo, para que se enterase todo el mundo, que la Policía andaba buscándolos. Muchas veces resultaba que los tales sospechosos, a los que se daba una notoriedad tan desagradable, eran completamente inocentes. Esto daba a veces pie a que algún diputado interpelase al Gobierno en el Parlamento, y se habían dado casos de tener que pagar una indemnización a personas citadas urgentemente a declarar por la Policía y que exigiesen compensación por el disgusto que aquello les había ocasionado.

En los últimos tiempos, el Parlamento venía entorpeciendo demasiado la labor de los miembros de la Policía. Había nombrado un nuevo comisario superior, y éste se estaba llevando la gloria de todas las reformas que sus subordinados habían propuesto al comisario que le había precedido. El ministro del Interior había dado nuevas instrucciones, que, de cumplirse, quitaban a la Policía la facultad de plantear preguntas vitales en una investigación. Los proyectos de cualquier maniático y las ideas de cualquier entremetido tomaban en seguida estado oficial.

El inspector jefe Mason se sabía de memoria todos los reglamentos. Para burlarlos era indispensable conocerlos. Al igual que todos los altos jefes de Scotland Yard, estaba Masón a merced de la estupidez de cualquier policía y de las infidelidades de la hoguera amorosa de algunos hombres eminentes. Pero a él no le embarazaban mucho estos riesgos.

Wender, de la Oficina de Identificación, estaba esperando hacía largo rato a que le llamase. Envió, pues, a Shale para que le hiciese venir con los datos que tenía.

Era Wender un caballero bajo de estatura, pero fornido. La línea blanca de su bigotito y las gafas, de gruesa armazón de celuloide, no añadían a su cara un átomo de inteligencia, sino que hacían más bien resaltar su afabilidad.

Traía un fajo de documentos bajo el brazo y una pipa corta en la boca. Vestía de smoking, porque asistía a una función teatral cuando le llamaron para que examinase personalmente las pocas claves que se habían podido reunir en el caso actual.

—Adelante, Charlie —dijo Mason—. Da gusto a estas horas de la madrugada encontrar una cara rebosando satisfacción.

Wender le contestó, mientras acercaba una silla y se sentaba:

—Yo estoy siempre satisfecho, porque siempre hago lo que debo.

—Y ¿por qué en traje de fiesta? —le preguntó Shale, que era cuñado suyo, y podía, en carácter de tal, tomarse familiaridades con su superior.

—De teatro —le contestó lacónicamente su allegado.

Era realmente el mismo hombre, ecuánime y feliz, a cualquier hora del día y de la noche. Nada le hacía perder la serenidad de espíritu. Era, por añadidura, mucho más que una autoridad en impresiones digitales. El radio que abarcaban sus conocimientos era maravilloso.

—Antes que empecemos a hablar de vértices, islas y círculos —dijo Mason, sacando de su cartera la cápsula y colocándola sobre la carpeta—, ¿qué es esto?

Wender cogió la cápsula y le dio vueltas entre los dedos.

—No lo sé… Diría que es butilo amoniacal. Lo he visto ya envasado en cápsulas como ésta. ¿Dónde lo encontró?

Mason se lo refirió.

—Desde luego, no puedo afirmarlo con entera seguridad, porque mi olfato no tiene la penetración suficiente para pasar a través de un recipiente de cristal; pero el color es él mismo. Y ahora, ¿qué otra cosa se le ofrece?

—¿Estaban fichados los Landor?

Wender hizo un signo negativo con la cabeza.

—No hay absolutamente ningún dato, de ellos. Esto no quiere decir que no puedan estar fichados bajo otro nombre. Es una cosa curiosa —prosiguió con una sonrisa afable— la costumbre que tienen los criminales de adoptar nombres distintos a los que tienen de nacimiento. He querido hacer este trabajo personalmente, porque el empleado que tiene el turno de noche es tan inútil como una pulga amaestrada. Aquí está todo.

Puso todos los documentos sobre la mesa.

—¿Ha sacado las impresiones digitales del muerto?

Wender las exhibió, preguntando:

—¿Quién las tomó?

—Yo —contestó Shale.

—No me sirvieron para nada. Tuve que enviar a que hicieran otra serie. Los policías jóvenes tienen ideas poco claras respecto a la manera de obtener las impresiones.

Masón examinó las tarjetas con sus negros borrones. Eran para él letra muerta.

—¿Es conocido?

—¡Que si es conocido! —dijo en tono burlón Wender, sacando otro documento—. Donald Arthur Bateman, alias Donald Arthur, alias Donald Mackintosh…, y no son éstos sus únicos alias, porque tiene más nombres que una estrella de «cine».

Masón frunció fuertemente el entrecejo.

—¿Donald Arthur Bateman? Me suena este nombre. ¡Claro! Le hice comparecer ante el Tribunal de Londres por escalamiento de morada.

—Por estafa —rectificó Wender—. Doce meses de trabajos forzados, el año mil novecientos diecinueve.

Mason asintió.

—Es cierto, estafa. Aligeró a sir no sé cuántos de tres mil libras esterlinas… Un negocio de tierras. Eran su especialidad. Más tarde fue conducido a Old Bailey.

—Fue absuelto —dijo Wender—. El denunciante tenía algo que tapar y se puso enfermo a la hora de presentar las pruebas. Se registra aquí otra condena ante los Tribunales de Exeter…, a dieciocho meses, el chantaje de Teignmouth. Usted no lo recordará, porque sólo intervino la Policía local. No dieron cuenta a la Yard.

—Después se expatrió.

—Y murió en el extranjero…, semioficialmente —prosiguió Wender.

Masón leyó la nota: —«Se nos informa que ha muerto en Perth, Australia del Oeste, en mil novecientos veintitrés. Dudoso. Se cree más bien que emigró a África del Sur. Ahora está suficientemente muerto, —agregó, y continuó rumiando la ficha—: Chantaje, estafa, estafa, chantaje…, poca variedad. Casado…, desde luego, algunas docenas de veces. Fue a Australia, donde estuvo complicado con los hermanos Walter y Thomas Furze en el asalto a mano armada de la sucursal de Woomerra del Banco Sudaustraliano. Se ofrece a denunciar a los autores; se le aceptó y no fue perseguido. Walter Purze fue condenado a ocho años de trabajos forzados; Thomas, a tres. Walter, que había llegado a Victoria un mes antes del hecho, fue puesto en libertad a los dos años». Mason leía en voz alta.

—Éste es nuestro Tommy —interrumpió Shale—. ¿Recuerda usted las palabras de la mujer: «Tommy le ha matado»?

Perón Masón estaba ya leyendo la parte confidencial. Estaba escrita en letra menudísima y tenía que servirse de sus lentes de lectura.

—«Estando los Purze en presidio, desapareció Bateman en compañía de la joven esposa de Thomas…» —alzó la vista—. Ya tenemos aquí a Lorna. Walter Furze murió en presidio el año mil novecientos veinticinco. ¡Completo! Tommy es el asesino; Lorna, su mujer, y el muerto no es otro que Bateman. Todo está claro como la luz. Ahí está el móvil del asesinato.

—¿Sabemos algo de Tommy? ¿Tiene usted su ficha de Australia?

Wender había colocado sobre la mesa tres libros recubiertos de papel. Empezó por uno de ellos, diciendo, no sin cierta vanidad:

—No hay papel emborronado que no venga a parar a nuestras manos. Aquí tiene lo que desea: estrictamente confidencial. Registro de las personas convictas de crímenes en el estado de Victoria, mil novecientos veintidós. Publicado por las autoridades…

—Páseme por alto a las autoridades —dijo tranquilamente Mason.

El del Gabinete de Identificación fue pasando rápidamente las hojas del libro, pronunciando entre dientes los nombres que estaban inscritos en la parte superior de cada columna:

—Farrow, Fulton, Ferguson, Furze…; aquí lo tenemos. Walter Furze, véase el tomo seis, página trece.

Puso frente, a Mason el libro. Esta colección era mucho más interesante que muchos libros azules, y en ella estaban registrados los hechos de cada individuo en forma biográfica.

—«Thomas Furze. Fue educado en Inglaterra por su hermano; ignoraba, probablemente, la profesión ilegal de éste cuando llegó a esta colonia. El nombre Furze (véase W. Furze, volumen octavo, página siete) no era ciertamente el suyo, y es posible que en los colegios en que se educó figurase con su nombre verdadero. Su hermano costeó sus gastos, y al llegar a esta colonia, adoptó también el nombre de Furze. Se casó con Lorna Weston…».

Mason se detuvo un momento y miró al techo Luego prosiguió:

—«Se casó con Lorna Weston, a la que conoció en el barco que los condujo a Australia. Lorna desapareció después de la condena de su marido. Al recuperar Tommy su libertad…».

Mason continuó leyendo en silencio. Luego cerró el libro y dijo:

—La identidad de toda esta gente queda firmemente comprobada. Cualquiera que sepa leer adivinará el móvil del crimen. Thomas embarca para Australia; antes de uno o dos meses le prenden por asalto a mano armada y pasa en la cárcel dos años. Donald Arthur Bateman los traiciona, confiesa todo y desaparece con Lorna. Thomas vuelve a Inglaterra y no sabemos cómo tropieza esta noche con Donald. La cuestión ahora es saber si Luís Landor es el otro nombre de Thomas Furze. Esto es lo que vamos a poner en claro. Si resulta que sí, tenemos el caso simplificadísimo en nuestras manos.

Había dos o tres documentos más y Mason les dio vuelta. Uno de ellos era una ampliación fotográfica de la huella de un dedo pulgar.

—La encontramos en la tapa del reloj —dijo Wender—. Es la tarjeta de Harry Lamborn. Cinco condenas…

—A ése le conozco bien… —interrumpió Masón.

Wender contemplaba extático la fotografía.

—Es una huella dactilar preciosa.

—Hágala poner, en un cuadro, Charlie —díjole Mason, que ahora estaba de mejor humor—. Por ahora no me hará usted ya falta.

—Entonces me voy caminito de mi casa.

Wender se desperezó y bostezó.

—Si con todo esto no hemos conseguido llevar alguno a la horca, he perdido lastimosamente la noche.

—Ya se le dará la condecoración de costumbre —le dijo Mason.

Wender contestó burlonamente:

—Eso es, mucha condecoración; pero cuando pase mi nota de gastos, coche desde el Lyceum a Scotland Yard, me contestarán que debía haber venido en autobús.

Estaba ya fuera Wender cuando Bray entró, con aire de importancia.

—Traigo a esa gente.

—¿Cómo?

Masón alzó la vista. Estaba repasando nuevamente la historia de Thomas Furze. No se decía su edad, lo que constituía un obstáculo bastante molesto; pero le quedaba el recurso de poner un cable urgente a Melbourne, con la seguridad de que estaría la contestación sobre su mesa cuando volviese al despacho.

—¿Dice usted que ha traído a los Landor? ¿Ha registrado el piso?

—He dejado a Elk en esa tarea.

Masón hizo un signo de asentimiento.

—¿Qué secreto oculta esa gente?

—Eso es lo que no sé. Es posible que hubiese conseguido ponerlo en claro, pero el sargento Elk lo complica todo, por desgracia. No es que yo trate con esto de hacer una denuncia, pero usted reconocerá que mi situación resulta muy desairada si un subordinado mío me suplanta en mis funciones y empieza a preguntar e investigar sin preocuparse de mí más que si fuese yo un mueble del aposento.

La cara de Mason se iluminó con una larga sonrisa:

—Es lo que suele hacer conmigo —dijo—. ¿Cómo no va a hacerlo con usted? Verdaderamente, Bray, no tiene usted por qué quejarse. Estos condenados reglamentos acerca de la forma de interrogar a los detenidos han sido redactados en una forma tal, que siempre es bueno que tengamos al lado a algún inferior que se haga responsable de su quebrantamiento… Así nos queda el recurso de endosarle la patada. Échemelos aquí, Bray.

Cuando éste salió del despacho, Mason no pudo menos de reírse. Elk era incorregible, pero no tenía precio. Había en su cerebro alguna falta que le impedía pasar con éxito el examen de competencia que debía elevarle al grado de inspector. Por cuarta vez se dijo Masón que tendría que encararse con los comisarios para solicitar el ascenso de su lunático sargento.

Mason se puso en pie al ver entrar a Inés, que venía delante de su esposo. Estaba más tranquila y menos pálida que lo que Mason había calculado. Se adelantó al encuentro de la señora y le estrechó la mano. Este acogimiento tan inesperado, poco corriente la dejó confusa durante un momento.

—Me es penosísimo tener que obligar a usted a salir de su casa en plena noche, señora Landor —Mason ponía en su voz toda la simpatía de que era capaz—. Si el caso no fuera de tal gravedad, no los hubiera molestado para nada, ni a usted ni a su esposo; pero ya ve usted, todos estamos, aquí levantados, en lugar de hallarnos en nuestra cama, como querríamos, trabajando en el sagrado nombre de la justicia, como dijo un poeta.

Le ofreció una silla él mismo. Shale presentó otra al señor Landor.

—Espero que no les habremos alarmado a ustedes. Este escrúpulo es el que más me ha venido molestando.

La voz de Mason transparentaba una solicitud casi tierna.

—Pero como acabo de decirles, suele ocurrir en casos como éste que no tenemos más remedio que molestar a ciudadanos honradísimos.

El que habló ahora fue el señor Landor.

—A mí no me han molestado en absoluto; pero todo esto, en verdad, resulta muy desagradable para mi mujer.

—Naturalmente —asintió Mason con gesto comprensivo.

Mason se sentó y acercó más aún su silla a la mesa. Luego alzó la vista hacia Bray y le preguntó:

—Y bien, ¿qué es lo que le ha dicho el señor Landor?

Bray sacó un librito de notas. Hacia un cuarto de hora que se hallaba en Scotland Yard con sus detenidos y mientras esperaba se había dedicado a emborronar con bastante exactitud todo lo esencial de las afirmaciones que aquéllos habían hecho durante el interrogatorio. Fue, pues, leyendo:

«La señora Landor conocía al muerto y también el señor Landor le conocía, aunque sólo superficialmente. Los dos billetes de cien libras encontrados en la cartera del difunto se los dio mister Landor, quien manifiesta que se trataba de un préstamo. Antes de hacer esta afirmación había dicho el señor Landor que no conocía a Donald Bateman…».

Mason asintió con la cabeza.

—Pero más tarde lo reconoció.

—Sí.

«Afirmó asimismo que no había estado nunca en Tidal Basin. La señora Landor reconoció que el muerto había sido íntimo amigo suyo hacía muchos años, pero que desde entonces no había vuelto a verle. Se casó hace cinco años, siendo viuda de un señor John Smith».

—En el piso he encontrado un cinturón con pasadores para dos cuchillos. Sólo he encontrado uno de éstos —Bray lo colocó sobre la mesa—. El otro faltaba…

Mason cogió el cuchillo por el mango y lo desenvainó, examinando la pequeña placa de oro con dos iniciales.

—L. L… Son sus iniciales, ¿verdad?

Landor asintió con la cabeza.

La respuesta la dio Bray consultando sus notas.

«La señora Landor dijo que lo había perdido. Los dos cuchillos le fueron entregados como premio en un concurso de lanzamiento de cuchillo durante un rodeo de reses en América del Sur…». Cerró ruidosamente su libro de notas y terminó diciendo:

—Esto es todo lo que declararon.

Mason se había puesto muy serio.

—¿Convienen ustedes en que esto es lo que han declarado esta noche al inspector Bray?

Y como los dos contestaron afirmativamente, prosiguió:

—¿Desean ustedes ampliar o rectificar esta declaración en algún sentido?

—No —contestó Luís.

—Deseo hacerle observar, señor —interrumpió Bray—, que tiene en la cara un arañazo. Dijo que sé lo había producido al golpearse contra una puerta; la señora Landor nos había declarado que era consecuencia de una caída.

—¿Desean ustedes hacer alguna declaración, de cualquier clase que sea? —preguntó Masón.

Luís Landor suspiró profundamente.

—No; creo que no.

—¿Tiene usted inconveniente en que yo le dirija algunas preguntas?

Landor titubeaba.

—No —dijo por fin, tratando de dominarse para hablar.

—¿Y su esposa?

Inés dijo que no con la cabeza.

—Procuraré que todo sea con la menor molestia para ustedes. Comprendo cuan doloroso les resulta todo esto. ¿Han estado ustedes alguna vez en Australia?

Con gran sorpresa de Masón, respondió Landor sin hacerse esperar:

—Sí; hace muchos años. Yo hice un viaje con mi padre alrededor del mundo. Era yo entonces muy joven.

—¿Conoció usted allí o en otro lugar a un hombre que se llamaba Donald Arthur Bateman, un expresidiario, según acabo de saberlo?

Landor negó con la cabeza.

—Ha dicho usted que no había estado nunca en Tidal Basin. Si yo le dijera que hay quien ha reconocido en usted al hombre que peleó con Bateman cerca de Endley Street, ¿insistiría usted en su negativa?

Esto era un farol que se marcaba Mason, pero le resultó bien.

—No…, no lo negaría.

Mason estaba radiante.

—Esa actitud es la razonable. No hay necesidad de ocultar nada.

Mason volvía a ser el hombre solícito de antes. Entonces continuó con una sonrisa:

—Bueno; olvide todo lo que ha dicho usted antes a mister Bray, y nosotros lo daremos también por no dicho. Usted está tratando de ocultar algo. Está usted comprometiéndose cada vez más en un crimen de asesinato premeditado, y eso lo hace usted con objeto de precaverse o precaver a su esposa de algún peligro imaginario. Ahora bien: ¿qué es lo que teme usted?

Luís Landor esquivó la mirada de Mason.

—Usted está probablemente tratando de ocultar algo que no vale un rábano frito. Lo importante ahora —y Mason subrayaba cada una de sus frases con un golpecito sobre el pisapapeles— es que tenemos pruebas suficientes para inculparle a usted de asesinato. Usted estuvo en Tidal Basin; con un cuchillo igual a éste (tengo en mi poder la vaina) fue asesinado Bateman, y da la coincidencia de que daba usted o había dado al muerto una suma de dinero que ha salido de su cuenta corriente en el Banco. Y ¿por qué se lo dio?

Bray se hizo ver, diciendo:

—No insistirá usted en afirmar que lo hacía por pura filantropía…

Cortó la frase porque sus ojos se cruzaron con los de Mason, y éstos no le animaban a continuar.

—Ustedes eran víctimas de un chantaje, ¿no es ésa la verdad?

—Sí, ésa es la verdad —la que hablaba era Inés—. ¡Ésa es la verdad! Se lo puedo asegurar.

Cuando mister Mason hacía signos de asentimiento con la cabeza, éstos se parecían mucho a las reverencias que hace un devoto frente a la imagen de una deidad celeste.

—Exactamente. El hombre que ha sido asesinado sabía que usted, Landor, o su esposa, habían incurrido en alguna falta, ya contra la ley…-Mason hizo una pausa y esperó.

—No estoy dispuesto a decirlo —saltó Luís con viveza.

—Y está, en cambio, dispuesto a sentarse en el banquillo bajo la acusación de asesinato premeditado…, y su esposa está dispuesta a consentirlo. ¿Es eso lo que yo he de creer?

Inés movía la cabeza negativamente, pero era por el momento incapaz de articular palabra.

—¡Claro que no! Ustedes eran víctimas de un chantaje.

—Sí —dijo Inés con voz apenas perceptible.

—Pero ¿qué habían hecho ustedes? ¿Habían asesinado a alguien? ¿Robado?

La mandíbula inferior de Mason descendió, abriéndose en ancho compás; sus pupilas brillaron animadas por algún pensamiento que parecía en aquella ocasión fuera de sitio.

—¡Vamos, ya lo sé! Se habían hecho ustedes culpables de bigamia.

—No —exclamó Luís.

Masón continuó, señalando con el dedo a Inés:

—El tal Bateman era marido de usted. Cuando ustedes dos se casaron, vivía su marido, ¿no es cierto?

—Yo le creía muerto.

Hablaba en voz muy baja, pero a Mason no se le escapaba una sílaba.

—Tenía la seguridad de que había muerto. Un periódico daba la noticia. Me dijo, cuando volví a verle, que esa noticia la había hecho circular él mismo para que perdiese su rastro la Policía y dejase de perseguirle por algún crimen que había cometido en Inglaterra. Juro que yo ignoraba que él vivía.

Masón se recostó de nuevo en el respaldo de la silla, metiendo los dedos en la sisa del chaleco.

—Hasta la misma Scotland Yard lo ignoraba, señora. Aquí tengo la prueba.

Al decir esto golpeó con los dedos los documentos que tenía debajo del codo.

—Nuestros informes le daban por muerto en Australia. ¡Santo Dios! ¡Y por eso tanta preocupación! Bigamia. Si esto no es apenas un delito… ¡Para cometer un delito, lo menos que hay que hacer es limpiar un cepillo de limosnas! Y ¿esto es todo lo que trataban de ocultar? ¿Cuándo le vio usted por última vez?

Marido y mujer se miraron. Luís le dijo que si con la cabeza.

—Hoy —contestó Inés.

—Usted se enteró hace cuatro días de qué estaba en Londres —interrumpió Bray—. La doncella nos ha dicho que desde hace cuatro días estaba usted muy afligida.

Inés titubeó.

—Puede usted contestar —le indicó Masón, y esta autorización habría sonado como una bofetada a cualquier otro que no hubiese sido Bray.

—Me escribió él… Yo no podía creer que viviese. Bateman se había informado de que estábamos en buena posición. Indicaba que debíamos darle dinero, amenazando, en caso contrario, con hacer público nuestro delito de bigamia. Había llegado de África del Sur sin un céntimo, porque había dado en el barco con otros fulleros más listos que él y había dejado en sus bolsillos todo el dinero que tenía cuando embarcó. Pero, sus perspectivas en Londres, según dijo, eran muy brillantes.

—Es cierto —comentó Masón con sequedad—. Conozco el nombre de la interesada…

Se arrellanó más a fondo aún en la silla y entrecruzó las manos sobre el pecho. Se dio cuenta que era ahora cuando llegaba a la parte más delicada de sus averiguaciones.

—Él fue a visitarla a su casa… ¿Cuándo?

—Hoy —dijo Inés.

—Y ayer, ¿no se acercó para recibir el dinero?

Inés hizo signos negativos.

—No; le enviamos los billetes por correo.

—¿Qué quería hoy entonces? ¿Darles las gracias?

Inés guardó silencio.

—¿Fue en ausencia de su marido?

Inés parecía tener los ojos clavados en la pared enfrente de ella; sus labios temblaban.

—¿Se mostró… afectuoso?

Bray, que estaba cerca de ella, pudo cogerla a tiempo para evitar que resbalase hasta el suelo.

—No es nada; déle un poco de agua.

Shale se apresuró a llevar un vaso de una botella que había sobre la chimenea. Cuando Inés abrió los oíos, su esposo la sentó en el sillón que Bray acercó.

Landor dijo entonces a Mason:

—No hace falta que le dirija usted otras preguntas. Yo puedo contestar a todas.

—Creo que sí, que podrá usted hacerlo —asintió Mason—. ¿A qué hora llegó usted a su casa anoche…, después de la entrevista del muerto con su mujer?

—Inmediatamente después. Nos cruzamos en la escalera, pero yo no sabía quién era.

—Sin embargo, ¿usted ha podido reconocerlo hace poco en fotografía?

—Le he visto con posterioridad. Al confesar que he estado en Tidal Basin he admitido implícitamente aquello.

—Encontraría usted a su esposa completamente trastornada…; ella, sin duda, le contaría todo lo ocurrido…

Luís asintió con la cabeza.

—Y usted saldría detrás de él…

—Si. —Dijo con arrogancia.

—¿Con un cuchillo como éste?

Inés Landor se puso en pie de un salto, y apoyando una mano en la mesa gritó apasionadamente:

—¡Miente! Luís no salió detrás de él con un cuchillo. Donald mismo era quien lo había cogido… Me lo quitó a mí. Le diré todo. Yo quise matarle. Eché mano al cuchillo que había en la pared… ¡Cómo le odiaba! ¡Le odiaba por todos los años que tuve que pasar a su lado, por todo lo que he sufrido cuando él no estaba en la cárcel, por mi hijo, que murió por su salvajismo!

Todos permanecieron silenciosos e inmóviles. Mason podía distinguir su agitada respiración.

—¿Dice usted que él le arrebató el cuchillo?

—Sí, y dijo que lo iba a guardar como un recuerdo; cogió la vaina y se la guardó en un bolsillo. Ya se imagina usted lo que quería, ¿no? Quería que volviese yo a vivir con él —dijo esto último con voz desgarrada.

Mason se había levantado, fue a su lado y la tomó por el brazo con su gruesa manaza y la empujó suavemente, haciéndola sentarse de nuevo en su silla.

—Con tranquilidad, Señora… No se ponga nerviosa… Se porta usted admirablemente…

Luego se volvió hacia Luís.

—Usted, pues, siguió a Bateman hasta Tidal Basin y peleó con él. ¿Sabía usted que tenía en su bolsillo el cuchillo?

—Lo ignoraba hasta que mi mujer me lo dijo por teléfono. No vi el cuchillo ni hice uso de él.

—¿Por qué se escapó usted corriendo? —le preguntó Mason.

De nuevo Luís hizo una pausa antes de contestar.

—Creí que lo había matado… Mi esposa me había suplicado que no le tocase, porque sufría de no sé qué enfermedad del corazón.

Masón inclinó y levantó varias veces la cabeza.

—Y ¿acostumbraba llevar en el bolsillo siempre una cápsula de butilo amoniacal?

—¡Justo! —dijo Inés ansiosamente—. Una cosita que rompía en el pañuelo para aspirarla.

Mason empezó a pasear por la habitación con las manos metidas en los bolsillos.

—Usted empujó un postigo de la puerta cochera de la Eastern Trading Company y lo encontró abierto. Es la puerta que llamo yo de la cerveza; usted ignora el motivo y yo no puedo explicárselo. Y ¿esto es todo lo que usted conoce de este asunto?

—¡Como Dios me ha de juzgar!

—¿Usted no arrojó ni manejó ningún cuchillo?

—Juro que no.

—¿Oyó usted la barahúnda que se armó cuando estábamos nosotros en la parte de afuera del muro?

Luís hizo signos denegatorios.

—No; yo estaba buscando la manera de salir del muelle. No volví a acercarme a la puerta cochera hasta una hora después. Una parte de aquel tiempo permanecí escondido y…

—Pero ¿cómo fue…?

Mason no pudo seguir, porque la puerta se abro de golpe y se quedó mirando atónito a la persona que apareció en ella. Era el sargento Elk, con la cara medio oculta por vendajes blancos.

—¡Por Alá!, ¿qué es lo que ha ocurrido?

—No me toque usted —dijo sarcásticamente el sargento al ver el movimiento que hizo Bray para acercarse a él—. No quiero ayudas de nadie que tenga un grado superior al de sargento.

Luego dirigió una mirada fulminante a Inés.

—¿No oyó usted entrar a nadie en el piso antes que llegase su esposo?

—Me pareció haber oído ruido —fue la contestación de Inés.

—¡Pues no se equivocó! Allí estaba, en la habitación de la doncella, acechando mi vuelta para dormirme de un mazazo. Pero no es posible que haya entrado sin llave.

—¿Dónde están sus llaves?

Esta pregunta de Mason dejó sobresaltado a Luís.

—Las he perdido… Debí de perderlas en la pelea No las eché de menos hasta que volví a mi casa y me encontré con que la cadena estaba rota en una de sus extremidades… Mire usted.

Enseñó una cadena de oro que colgaba a un lado de su pantalón.

Elk se acercó tambaleando a Luís, le golpeó pesadamente sobre el pecho y le dijo con voz lenta:

—En su vestíbulo tiene usted una mesa de escritorio. ¿Guardaba usted alguna cosa de valor en el cajón superior? ¿Dinero, tal vez?

Luís se le quedó mirando atónito.

—¡Basta de misterios! —gritó Mason—. ¿Qué había en el cajón superior?

—Dinero, pasaportes y billetes de ferrocarril. Iba a marcharme con mi mujer lejos de ese individuo.

—¿Cuánto dinero? —preguntó Elk.

—Aproximadamente, tres mil libras esterlinas.

Elk no pudo contener una risa amarga.

—Pues ahora, aproximadamente, no hay allí nada. ¡Voló! Han violentado el cajón y arramblado con todo el dinero. Se me olvidaba un detalle, Mason —el aludido pareció pasar por alto esta insultante familiaridad—. El amigo que me hizo esta caricia es… ¡Mascara Blanca! No es un cuento tártaro.

Mason le interrumpió con un gesto de impaciencia, diciéndole:

—¡Naturalmente! Era Máscara Blanca. ¿Quién otro sino Máscara Blanca podía ser? Lo he comprendido en seguida.

Capitulo XIII

Miguel Quigley no había atravesado solo, ni de día ni de noche, el Pasadizo de la Horca. Se detuvo indeciso a la entrada, acompañado de una súbita inquietud extraña en él. Miró a un lado y a otro de la calle, buscando un agente de Policía, y hasta llegó a lamentarse de haber despedido al chofer del «taxi». Sin embargo, el Pasadizo de la Horca en nada se diferenciaba de otros repugnantes pasajes; en cualquier ciudad grande existen millares de ellos y son tan misteriosos y siniestros unos como otros. Hace doscientos años, cuando los espadachines pululaban en estos antros, era ya otro cantar; pero ahora estamos en el siglo XX, y las fuerzas de una Policía admirablemente organizada, las sociedades benéficas y los inspectores sanitarios husmean en los más oscuros rincones sin peligro alguno. Una voz interior le decía que esto era verdad; pero que ninguno de ellos elegía para esas tareas las primeras horas de la madrugada. A semejantes horas, todos ellos estaban durmiendo.

Lo de que los moradores del pasadizo no dormían nunca no pasaba de ser una frase de mister Mason, qué era bastante dado a exagerar. Miguel examinó la fachada de la clínica del doctor Marford. Las ventanas del piso superior estaban abiertas. Aquél era, sin duda alguna, su dormitorio. Miguel había tenido una ligera esperanza de que el doctor anduviera por allí todavía. Reuniendo todas sus energías, penetró por la lóbrega entrada. Ni un signo de vida, ni un leve ruido. Todas las ventanas del pasadizo estaban oscuras.

Alguien había apagado el mechero de gas colocado al otro extremo del, pasadizo; lo mismo podía haber sido la tormenta que la mano de un malintencionado. Pisando con mucho cuidado, tanteando el muro, llegó Miguel a tocar la puerta que daba al patio del doctor. Estaba cerrada; siguió avanzando un poco más. De pronto se detuvo con el corazón contristado. Había escuchado un lamento, profundo y doloroso, que se extinguió en un larguísimo «¡ay!». ¿De dónde había salido? Miró asustado a su alrededor, pero nada vio. Parecía brotar muy cerca de él. Aguardó, resuelto a descubrir el sitio exacto de donde salía; pero ya no volvió a repetirse. Llegaron, en cambio, a sus oídos los gargarismos de una risa ahogada.

Se le erizaron todos sus cabellos y resonó una voz áspera:

—Adelante, señor reportero, adelante. ¡Nadie le va a acometer a usted!

Aunque no podía distinguir al que le hablaba, le reconoció en seguida. Era el mismo lunático que en la visita anterior los había seguido a Masón y a él hasta la calle.

—Conque somos ratas, ¿eh? Tenemos ojos de ratas, ¡ya lo creo! Oí lo que usted dijo. ¡Yo lo oigo todo!

Miguel se volvió hacia donde venía la voz y distinguió una confusa masa negra apretujada contra la pared.

—Yo sé adonde va usted —la voz del lunático desconocido no era ahora más que un espeso murmullo—. Va usted a averiguar qué es lo que le pasa al viejo Gregory… ¡Eso es ser inteligente…, más inteligente que Mason! ¡Escuche!

Una mano invisible le cogió por la manga del abrigo. Miguel necesitó de toda su fuerza de voluntad para no apartarse.

—Voy a decirle una cosa —la voz se hizo todavía más confidencial—. No han podido encontrar a Rudd…, el médico de la Policía. Andan locos en el río haciendo funcionar sus dragas, removiendo el fango; pero no lo encontrarán.

Aquel ser invisible rompió a reír, acabando su risa en un acceso de tos.

—¡Todos los soplones y todos los guindillas de Tidal Basin buscando al pobre Rudd! ¿Le parece a usted que Rudd es un buen médico? ¡Yo creo que no! Yo no me pondría en sus manos. ¿Por qué no juega usted una broma en la Comisaría? Vaya y repítales mis palabras. ¡Dígales que Rudd está debajo de una gabarra!

La garra que atenazaba a Miguel se aflojó.

—Cara Morada está dormido allá abajo, en el umbral de la puerta del viejo Gregory. ¡Fíjese bien! Digo Cara Morada y no Máscara Blanca.

Y estalló otra vez el prolongado gargarismo de una carcajada coronado por un acceso de tos. Miguel se apartó de allí caminando hasta llegar al número 9. Acurrucado en el umbral de la puerta de Gregory Wicks, continuaba durmiendo el mismo individuo de antes; conservaba todavía encima de sus rodillas el recipiente de hojalata. Tenía los brazos cruzados y la cabeza caída hacia adelante. Sus ronquidos se repetían con absoluta regularidad.

Miguel no se atrevió a volver sobre sus pasos.

Salió del pasadizo por su extremo inferior, dio vuelta a la manzana y volvió a encontrarse con el lunático, que estaba apoyado contra el muro de la entrada del pasadizo.

—El viejo Gregory ha vuelto… Está en su casa desde hace un cuarto de hora. Un hombre de su edad no debía andar guiando taxímetros… ¡Yo soy la única persona que sabe por qué razón! También el doctor Marford está al tanto de ello, pero no es hombre capaz de chivar lo que les pasa a sus clientes.

Se decía que el doctor Marford era depositario de secretos cuyo sólo relato habría dejado aterrados a sus más opulentos colegas.

—¿Qué le pasa, pues, al viejo Gregory? Esto es lo que yo le pregunto hace rato a usted.

Y sin más, el lunático dio media vuelta y echó a correr sin hacer ruido por el oscuro túnel de la entrada. Debía de tener los pies descalzos o recubiertos con medias, porque no se sentían sus pisadas, yendo de una parte a otra con atrevida seguridad. Podía ser el genio tutelar de todo lo que había de horrible y criminal en aquel pasadizo.

A pesar de todo, había dado a Miguel el dato en cuya busca andaba. Gregory había vuelto, estaba en casa desde hacía un cuarto de hora. Miguel fue caminando sin prisa hasta la Comisaría e interpeló al sargento. La contestación que obtuvo fue:

—No; no hemos encontrado al doctor Rudd. La Policía ribereña le busca. Es posible que se haya ido al West. Tiene un piso cerca de Lagham Place, y tal vez aparezca por aquí más tarde. Mister Mason está al llegar. Se lo digo por si quiere verle.

—¿Y qué motivo existe para que vuelva aquí otra vez? —preguntó sorprendido Miguel, sin que el sargento pudiese darle ninguna explicación a este respecto.

Estas noticias, que eran las mejores que le podían dar en aquellos momentos, le tranquilizaron. Su más ardiente deseo era, en efecto, entrevistarse con el inspector jefe.

El sargento de la Comisaría continuó explayándose. Cuando su interlocutor era persona simpática y comprensiva, tenía aquél la costumbre de prescindir de toda clase de ceremoniosos títulos.

—A mi, personalmente, no me preocupa la suerte que haya podido correr Rudd. Es un viejo extravagante… No sé los años que tiene, aunque, comparado con Matusalén, es todavía joven. Un hombre que tiene dinero no debe andar huroneando por este barrio.

—¿Qué tiene dinero, dice usted?

—A montones —continuó el sargento—. Una señora anciana, cliente suya, le dejó al morir una fortuna. Si Rudd hubiera sido un buen médico, es posible que ella viviese todavía —agregó el sargento con la peor de las intenciones.

Luego se palmoteó en la boca, irresistiblemente abierta por un bostezo.

—Sí; puede gastar el dinero a manos llenas. Tiene un piso en West End, de Londres. Algunos colegas míos de la Sección Especial de Scotland Yard me han dicho que le ven con frecuencia en los clubs nocturnos. A Dios gracias, se está siempre a tiempo de hacer tonterías, por muy viejo que uno sea.

Miguel, que conocía bien aquel sector, no había tenido nunca un gran concepto de la persona del doctor Rudd. Hay personas que no inspiran ningún interés por sí mismas. Son simples figuras externas, sin vida interior, visibles por los cargos que ocupan y sin más existencia real que la que ven las personas que tratan superficialmente con ellas. Lo que comen y lo que beben, la vida que llevan en el hogar o sus aficiones particulares no parecen interesar a nadie. Cuando alguien nos dice que juegan al bridge y que saben distinguir entre un jerez o un rioja, nos quedamos admirados. Cualquier acto humano que realicen nos sorprende como s; se tratase de un fenómeno.

Miguel se esforzó por traer al primer plano de su atención la figura del doctor Rudd, con objeto de examinarle como un ser personal; pero no consiguió, fuese por cansancio o por aburrimiento, dar expresión vital a aquella sombra de ser humano.

Llegó Mason, acompañado de Bray y de Shale. Estaba de un humor retozón. Al verle, se hubiera dicho que acababa de levantarse en aquel mismo momento, después de un sueño largo y reparador. Saludó a Miguel con jovialidad.

Pero las noticias que le dio el sargento borraron la sonrisa de su cara.

—¡Cómo! ¿Que no ha aparecido todavía el doctor Rudd?

Mason se había olvidado ya de Rudd. Le ocurría lo que a Miguel: no acertaba a clasificar aquella escurridiza personalidad. Permaneció un gran rato delante del fuego, sin decir palabra, calentándose las manos. Por fin, habló:

—La verdad es que no me he preocupado de él todo lo que debiera. Es un bicho raro que me ataca los nervios como ninguna otra persona, aunque he procurado no dejárselo ver nunca. No acierto a ver en él nada capaz de despertar interés.

Miguel le interrumpió:

—Yo le voy a decir a usted algo que despertará su interés si quiere concederme cinco minutos. El inspector jefe clavó en él una mirada escrutadora.

—Eso suena como una amenaza. Perfectamente. ¿Podemos disponer de su despacho, Bray?

Este último pareció algo molesto de que no se le invitase a la conferencia. Le disgustaban estos reporteros de crímenes, y nunca había disimulado su antipatía. Los reporteros en cuestión correspondían cumplidamente a esa antipatía, y si en algún artículo tenían que citar su nombre, equivocaban maliciosamente alguna de sus letras.

Una vez cerrada la puerta del despacho del inspector, dio Miguel suelta a todas sus sospechas. Mister Mason le escuchaba sin hacer casi comentarios. Por fin, dijo:

—También a mí me ha asaltado esa misma idea. No trato de despistarlo, Miguel, ni de hacerlo a un lado y llevarme la gloria que corresponde a la inteligencia de usted. Pero Gregory Wicks es más recto que un dado. Le conozco desde que yo era chico. No se lo vaya usted a decir nadie; yo nací en este barrio. Gregory tiene la mejor hoja de servicios de todos los conductores de Londres; el valor de los objetos que él ha devuelto alcanza a cinco cifras.

—Gregory cojea, ¿no es cierto? Esta pregunta de Miguel hizo arrugar el entrecejo a Mason.

—Es cierto, cojea —dijo lentamente—. Hace años se cayó del pescante de un coche. Cojea, claro que sí… —Mason continuó con acento reconcentrado—. ¿Cómo diablos se me había pasado por alto este detalle?

—Me dijo usted antes que la persona a la que se vio salir del piso ocupado por la señora Weston cojeaba.

Mason asintió.

—Exacto; yo no había establecido relación entre ambas personas. ¡Gregory Wicks! —Mason no pudo menos de reírse—. ¡Es una idea absurda! Con setenta y seis años encima y una incorruptible honradez como no conozco otra mayor.

—El lunático del pasadizo le pidió que averiguase qué era lo que le pasaba a Gregory, ¿no es cierto? —preguntó Miguel con mucha calma.

Mason se rascaba la calva de su cabeza.

—Son tantos los lunáticos que se empeñan en convencerme de sus teorías… —dijo con intención—. Pero, no, no me refiero a usted, Miguel.

—¿Y si se lo preguntásemos al doctor?

—¿A Marford? ¿Y qué le voy a decir: que le he sacado de la cama para que me confirme si es cierto lo que un loco ha dicho de uno de sus enfermos? ¿Y hablaría él, en todo caso? Es la única cosa a que no se le puede obligar a un médico, a menos de hacerlo sentar en el banco de los testigos. Y aun entonces, la Asociación de Médicos arma un revuelo descomunal, en cuanto el abogado va un poco lejos con sus preguntas.

—Despiértele con cualquier otra excusa —sugirió Miguel—. Después de todo, tal vez pudiera ayudarnos a encontrar a Rudd.

Mason metió las manos hasta el fondo de sus bolsillos, haciendo sonar con irritación las monedas sueltas que llevaba en ellos.

—Si la mujer nos ha dicho la verdad, el individuo aquel cojeaba. Y ahora que caigo en ello: Máscara Blanca ha cojeado siempre. Así lo hacía constar una de las primeras versiones que circularon. Pero si hace usted memoria, recordará que se valía siempre de una motocicleta. Esto echa por tierra todas sus suposiciones.

Miguel no se dio por vencido.

—Todo lo que hay de cierto es que se ha visto alguna motocicleta que traía la dirección del lugar en que acababa de cometerse el atraco; peor nadie podría jurar que en alguna de ellas iba precisamente el atracador. Todo el mundo se ha embarcado en esa teoría de la motocicleta, conviniendo en que, cometido el atraco, salía de estampida, montado en uno de esos aparatos alborotadores. Si usted lo piensa un poco, tendrá que convenir en que, a ciertas horas de la noche, no hay nada como una motocicleta para llamar la atención. ¿No es mucho más verosímil que realizase mutis final en el pescante de un taxímetro?

—¿Y es mucho más verosímil —le replicó Mason que un hombre que tiene una historia de cincuenta años de honradez, que ha ahorrado una regular suma de dinero, que no tiene relaciones, ni amigos, ni vicios; un hombre que no sale de su casa, que no ha cometido en su vida una mala acción se convierta de golpe en un canalla? Dígame ahora Miguel: usted que ha presenciado uno de los atracos de Máscara Blanca y que está informado de todos los otros, ¿qué ha ocurrido en todos invariablemente? Máscara Blanca entró en el restaurante pronunció dos palabras… ¿Cuáles fueron?

—«¡Aligere usted!» —contestó Miguel.

Masón subrayó estas palabras con una brusca inclinación de cabeza.

—¡Justo!… «¡Aligere usted!…». Es la frase de que se servían los antiguos salteadores de caminos en Australia. Todavía la emplean hoy los atracadores en aquel país. Gregory no ha salido de Londres toda su vida más que para conducir hasta su casa de campo a algún cliente borracho. Le voy a decir cómo se llama Máscara Blanca…: ¡Tommy Furze!

—¿Y quién diablos es Tommy Furze? —preguntó sorprendido Miguel.

—Cuando la breva esté madura, se la serviremos en un plato… Ahora está poniéndose en sazón —dijo Mason, y se levantó rápidamente de su asiento—. Voy a llamar al doctor para decirle que quiero ir a verle. Mejor aún, que le telefonee Bray.

Abrió la puerta, llamó en voz alta al inspector, y cuando éste llegó le dio las oportunas instrucciones…

—Dígale que estoy muy preocupado sobre el paradero del doctor Rudd, y que desearía hacerle una consulta.

Cuando Bray salió de la habitación, agregó Mason:

—La verdad es que no las tengo todas conmigo a propósito de Rudd, aunque no sé qué es lo que el doctor Marford podrá decirme.

—¿Puedo acompañarle yo?

—No hay inconveniente, aunque sería preteridle que se quedase usted en la calle. No estaría bien que yo le hiciese intervenir en una investigación oficial…

—Y por añadidura, que el doctor no siente una gran simpatía por mí —dijo Miguel recordando la frialdad que el doctor Marford le había demostrado antes.

Cuando el inspector jefe llegó a la clínica, encontró a Marford vestido. No se había acostado en toda la noche y acababa justamente de regresar de atender a una paciente cuando recibió el aviso telefónico.

—¿Chico o chica? —preguntó Masón afectuosa mente.

—En esta ocasión ha sido lo uno y lo otro —dijo el doctor.

Le molestaba hablar de sus enfermos, como 1o sabía muy bien Bray, que le conocía mejor que Masón.

—Lo de Rudd no me inspira a mí ningún cuidado. No he querido decírselo a usted antes por temor de que juzgase que mis palabras eran ofensivas para Rudd. A propósito: he estado en la enfermería para ver a esa mujer. Como parecía estar durmiendo, creyó preferible el practicante dejarla tranquila.

—¿Habla de la señora Weston?

Marford asintió con la cabeza.

—¿Cuándo cree usted que podrá prestar declaración?

—Mañana; digo, esta misma mañana.

Tomó de un armario una botella de whisky un sifón y colocó todo encima de la mesa.

—Es todo lo que puedo ofrecer a ustedes. Lo reservo exclusivamente para mis visitas. Yo no pruebo ninguna bebida después de las diez de la noche. Nada se le ocurría con referencia al paradero de Rudd.

—Aparecerá —dijo con aire confidencial—, y me atrevo a anunciar por adelantado que aparecen con un buen dolor de cabeza que le hará incapaz de ocuparse del servicio durante uno o dos días.

—¿Qué diablos cree usted que ha hecho? —preguntó Mason.

El doctor contestó sonriendo:

—Prefiero callármelo.

—Usted, doctor, prefiere callarse todo lo que sabe de muchas personas.

Mason se sirvió algo de whisky y lo mezcló con soda.

—Me dicen que usted podría, si quisiese, hacer ahorcar a la mitad de los moradores del Pasadizo de la Horca y meter a la otra mitad en la cárcel para toda la vida.

—Si estuviese en mis manos, ya lo habría hecho —dijo Marford—. Créanme ustedes: no siento ninguna simpatía por ese rebaño infernal…

—En el que no incluye usted a Gregory Wicks… —le indicó Mason.

Por el rostro del doctor pasó una sombra. Luego dijo lentamente:

—En el que no incluyo a Gregory Wicks…

—Gregory Wicks —empezó a decir Bray— es una de las mejores personas que viven por aquí…

Mason le interrumpió:

—Desde luego, desde luego. Seguramente que el doctor es de la misma opinión. Lo que interesa conocer son las razones de su simpatía por Gregory Wicks.

—Son muchas —contestó Marford—. En primer lugar, es un buen hombre.

—¿Y qué es lo que le pasa? Creo que usted es su médico…

El doctor Marford se sonrió débilmente.

—Yo soy el médico de mucha gente, y nunca digo qué es lo que les pasa, ni siquiera para hacer los honores de la casa a eminentes personalidades policiacas.

—Pero algo le ocurre, ¿no es cierto? —insistió Mason.

El doctor inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Cosas de la edad! No se puede llegar a los setenta y seis años sin gastarse algo. En personas tan ancianas se hallan siempre algunos resortes gastados, ciertas debilidades, fallas físicas y mentales características que no hay médico capaz de remediar. Para mi es un milagro que sea capaz de hacer a sus años lo que hace. Verdaderamente enfermo o apesadumbrado no lo he visto nunca. Disfruta del vozarrón mayor de Tidal Basin, puedo certificar, por haber curado a la víctima que es todavía capaz de asestar golpes que pondrían k. o. a un pugilista ordinario. ¿A qué obedece ese interés por Gregory?…

Se alejó un poco de Mason y examinó a éste ce señales de turbación en el rostro. Luego prosiguió lentamente:

—¿Sabe usted, mister Mason, que se me ha ocurrido instintivamente que el móvil de su visita no ha sido hablarme del señor Rudd, sino de ese anciano chofer? Vive en el pasadizo un individuo que no tiene todos sus sentidos cabales, y de cuyo nombre no me acuerdo… Fue en tiempos limpiabotas…, que tiene la obsesión de Gregory. Cuantas veces entro en el pasadizo, me coge por el brazo y me pregunta qué desgracia le ocurre a Gregory Wicks… ¿Les habrá dirigido a ustedes la misma pregunta?

Mason se sintió de pronto embarazado. No resultaba halagador para su amor propio que le sorprendiesen haciéndose portavoz de un chiflado.

—Sí —dijo, esforzándose por reír—. Ya conozco a ese individuo; por cierto que me ha dirigido misma pregunta. Pero ya comprenderá usted que no llega mi estupidez al punto de venir a despertar a usted en plena noche para repetirle la pregunta de un maniático. Tengo verdadero interés por e viejo amigo.

El doctor se habla colocado detrás de su escritorio, apoyándose en ambos brazos, que tenía extendidos sobre la mesa; sus facciones expresaban una terrible fatiga. Mason dio interiormente gracias a su buena estrella, que le había hecho nacer de padres que no disponían de suficientes recursos para darle la carrera de médico.

—Tendrá que preguntárselo usted mismo al viejo cuando amanezca. Yo lo siento mucho; tendría el más vivo interés en servirle, mister Mason. El asunto no cae por completo dentro del secreto profesional (desde luego, éste no sería para mí un obstáculo si me encontrase frente a investigaciones policíacas tendentes a esclarecer algún crimen importante), aunque no acierto a comprender qué relación puede tener Gregory con ningún hecho de esa naturaleza. Pero yo no debo a Gregory otra cosa que una lealtad absoluta. Gregory es un gran amigo mío y sospecho que será mejor que le interroguen a él mismo cuando amanezca.

—Tiene alguna cosa en la cara, ¿no es cierto?

Marford se quedó indeciso. Al fin respondió:

—Sí, algo por ese estilo.

Luego alzó lentamente los ojos hacia Mason y balbució con labios temblorosos:

—¿No querrá usted insinuar con eso que el pobre viejo y Máscara Blanca son una misma persona?

—No insinúo, nada que se parezca a eso —le replicó Masón con acento de reproche—. ¡De ninguna manera! Es nada más que una curiosidad. Reconozco que el maniático ese ha conseguido ponerme nervioso. Desde luego, se lo preguntaré a Gregory mismo en cuanto amanezca. Iría a preguntárselo ahora mismo si no fuese por temor a molestar a esa merluza remojada en whisky que está roncando desde las doce de la noche en el umbral de la casa de Gregory.

—¿Un individuo con la nariz muy amoratada? —preguntó Bray con interés—. Suele colocarse allí muy a menudo. Yo mismo he tenido ocasión de verle. Suele ir con frecuencia al Pasadizo de la Horca…, más o menos solo. Es un individuo con tipo de borracho, la nariz muy amoratada…

—No me he parado a examinar su nariz —le interrumpió Mason con mucha frialdad—. Probablemente se le puso morada a fuerza de meterla en las investigaciones que realizan otras personas.

—Es muy posible —dijo Bray, dejando a Shale atónito de su obtusa inteligencia.

Marford preguntó afablemente: —¿Cree usted que todos los que llevan una máscara de tela blanca son otros tantos criminales? Claro que no lo cree usted; es usted demasiado inteligente para eso. Como tampoco compartirá usted la opinión de que todos los chinos son unos malvados. Le hago esta pregunta —dijo, hablando cada vez con mayor lentitud— porque la persona de quien he hablado a usted en una de las primeras entrevistas que hemos celebrado esta noche va a venir aquí —Marford miró su reloj— antes de diez minutos.

—¿Máscara Blanca? —preguntó Masón estupefacto.

—Me acababa de telefonear cuando llegaron ustedes.

Bray no pudo reprimir su impaciencia:

—Dígame, señor Marford: ¿cómo viste este Máscara Blanca cuando viene a que usted lo vea?

Marford recapacitó unos momentos.

—Suele traer un abrigo muy largo, que le llega hasta los talones, y un sombrero oscuro, flexible.

—¿Negro? —preguntó Bray ansiosamente.

—Es posible. En realidad, no he reparado en ese detalle.

—¿Y a qué obedece su visita de ahora? —interrogó Mason.

—Me dijo que hubiera querido venir antes, pero que las calles estaban plagadas de policías. Estoy repitiendo a usted sus mismas palabras. No parece ser una buena señal el que un hombre tenga miedo de la Policía; pero tratándose de un hombre de sensibilidad exacerbada, no tiene nada de particular que evite el hacerse ver.

—¿Desde dónde le telefoneó?

—No lo sé fijamente. Desde luego, no era de la central urbana, porque en las llamadas de ésta funciona el timbre sin interrupción, y en esta ocasión las llamadas se sucedían por intervalos irregulares.

Marford fue hasta la ventana principal, apartó el postigo, miró hacia el exterior y dijo.

—Ahí fuera hay alguien. ¿Es algún agente de Policía? No, no es policía; ahora lo distingo; es el reportero, ¿no es así?

—Efectivamente.

—Dígale que pase.

Mason hizo un signo a uno de sus subordinados, y el sargento Shale fue a abrir la puerta a Quigley.

—Si en mis manos estuviera, Miguel, evitarle una gran emoción, lo haría; pero este asunto no depende de mí exclusivamente. Tendremos que contar con su reconocida discreción; creo que puedo confiar en que sabrá usted abstenerse de publicar en su periódico lo que yo no deseo que se publique.

—¿Se refiere usted a…?

Máscara Blanca —estalló mister Bray; pero al percibir la fría mirada de su jefe, carraspeó nerviosamente.

—Como acaba usted de oír de labios de este activo y discreto empleado de Policía, se trata de alguien que lleva la cara cubierta de blanco; es un hombre que ha sido visto en este barrio y creo que también en otros… Posiblemente, usted le vio en el Howdah Club. Debe llegar de un momento a otro. No creo que le agrade encontrarse con una reunión —y al decir esto miraba a Marford—; pero ya comprenderá usted que me es in dispensable identificar su personalidad.

El doctor, que se había puesto a arreglar u: instrumento que parecía una chimenea de aluminio, asintió con la cabeza.

—Es un hombre muy cauteloso; pero puesto que he de hacer traición a alguno de mis clientes, tanto monta que el traicionado sea él. No es una acción muy hermosa, y faltaría yo a la verdad si dijese que me siento orgulloso de ella.

Acercó más la lámpara a la mesa y dio vuelta a la llave. Mason vio reflejarse en el suelo un círculo de luz verde. Las sombras que proyectaba las demás luces tomaban un tinte rojizo al cruzarse con el círculo de luz verde. El doctor Marford desenroscó la bombilla y explicó que la corriente no venía de la línea general, sino que era producida por un acumulador.

—He de prevenir a ustedes que es posible que este hombre se resista a entrar en la clínica. La última vez que estuvo aquí me costó bastante trabajó convencerle.

—¿Por qué camino suele venir?

—Por el patio, y sube por la escalera que conduce a esta puerta.

Marford señaló la puerta que estaba junto al armario de los medicamentos.

—Tiene una llamada especial… Dos timbrazos largos y dos breves; es una idea que se me ocurrió para vencer su incurable recelo. No habrá manera de hacerle entrar si por acaso ve a alguno de ustedes.

Mason quiso abrir la puerta, pero estaba cerrada. Todos los nervios estaban a punto de estallar cuando sonó el timbre del teléfono.

Marford se sentó sobre la mesa de escritorio, cogió el auricular y sostuvo la siguiente conversación:

—Sí, se encuentra aquí… El que le habla es Marford… Está mejor esa señora, ¿verdad? Lo celebro… ¡Desde luego!…

El doctor pasó el auricular a Mason, diciéndole:

—Parece ser que la señora Weston ha recobrado por completo el conocimiento y desea ir a la Comisaría a entrevistarse con usted.

Mason estuvo escuchando, sin más comentario que algunos monosílabos intercalados de cuando en cuando. Colgó el auricular. Se había quedado muy pensativo.

—En efecto; quiere venir a la Comisaría. Elk era quien hablaba; creí reconocer su voz. Es posible que llegue a tiempo todavía.

La preocupación de Mason crecía por momentos.

—Tiene un gran interés en encontrarse con Máscara Blanca… Sería la segunda vez esta noche.

—Puede que nos dé tiempo… —empezó a decir Marford.

Se oyó un timbrazo largo y penetrante, seguido de otro igual; después resonaron dos timbrazos breves.

Todos los presentes se miraron unos a otros.

—Es Máscara Blanca, ¿no?

La voz de Masón era ronca. Su mano había ido mecánicamente a uno de sus bolsillos, lo que tranquilizó a Bray. Era cierto lo que se rumoreaba: Masón llevaba siempre un revólver.

Miguel Quigley, mudo actor en aquella escena, sintió correr un escalofrío por su espina dorsal al ver el gesto que hizo Mason a sus subordinados.

—Vosotros dos, muchachos, detrás de esas cortinas. Usted, Miguel, hará mejor en marcharse al vestíbulo. Si usted no tiene inconveniente, Marford, yo me colocaré detrás del escritorio.

—¿Qué desea usted que haga yo? —preguntó Marford, al mismo tiempo que sacaba del bolsillo la llave.

—Dejarle entrar, nada más que eso. Yo me encargaré de que no vuelva a salir —dijo Mason—. Si quiere ayudarnos, cierre la puerta con llave en el momento que esté dentro.

Marford hizo un signo de inteligencia. Dio vuelta a la llave y abrió lentamente la puerta cuan ancha era.

Mason, que seguía todos sus movimientos desde detrás del escritorio, viole sonreír, al mismo tiempo que decía:

—Buenas noches. Haga el favor de pasar.

Avanzó unos pasos, desapareciendo la mitad de su figura en el pasillo, y llegó a los oídos de los policías el ruido sordo de una voz que murmuraba palabras ininteligibles. Podía tomarse por la voz de una persona que hablaba debajo de una máscara que ahogaba su voz. Se oyó luego decir a Marford:

—Querido amigo, yo no le he prometido a usted nunca que estaría completamente sólo cuando usted viniese; pero no tiene usted nada que temer… Pase usted…

Marford desapareció por completo en el pasillo, y Mason contuvo el aliento. De repente se oyó un portazo, el ruido de un cerrojo que se corría y un grito:

—¡Socorro!…

Era la voz de Marford.

—¡Mason!… ¡Mason!… ¡Por amor de Dios!…

Y desgarró los aires un alarido que no parecía de hombre y que dejó helados a los que lo oyeron. Masón se puso en pie instantáneamente y avanzó hacia la puerta; pero a mitad del camino se apagaron las luces.

Del pasillo llegaba el ruido apagado de una lucha entre dos hombres.

—¡Bray! ¡A la puerta del frente, rápido! ¡Acompáñele, Shale!

Al llegar allí se encontraron con que estaba cerrada por dentro y no cedía a sus frenéticos tirones. Mason se acordó de que el doctor le había contado que acostumbraba tener cerrada con doble llave aquélla parte de la casa, en que estaba el consultorio, y que él entraba y salía siempre por la puerta trasera.

Volvieron otra vez, tropezando en la oscuridad, en el instante mismo en que Masón cogía una silla y la estrellaba contra un panel de la puerta. Un rayo de la linterna de Bray brilló sobre la lámpara portátil.

—Esto funciona.

Tanteó para encontrar la llave, dio con ella y se Iluminó el suelo con el sepulcral círculo verde. Les bastaba con aquella luz para trabajar. En pocos momentos más habían saltado dos entrepaños de la puerta.

Bray, que era el más alto, pasó por ellos la mano, alcanzó el cerrojo y lo corrió. Pero había otro en la parte inferior de la puerta, y tardaron todavía algunos minutos en hacer saltar el tercer entrepaño y descorrer el cerrojo aquel.

Bray fue el primero en salir al pasillo. No había nadie. La puerta de salida del patio estaba abierta de par en par. Corrió al patio… Tampoco se distinguía a nadie.

—Aquí hay rastros de sangre —dijo—. No encuentro a Marford. Hagan el favor de sacar la lámpara.

Shale revisó el cordón; alcanzaba para sacar la lámpara hasta el corredor.

A su luz sólo descubrieron en el suelo y en las paredes unas manchas rojizas y brillantes.

El doctor y su asaltante habían desaparecido.

Capitulo XIV

Hasta los oídos del hombre que estaba en el patio llegó el ruido de los entrepaños de la puerta que saltaban hechos astillas. Máscara Blanca no tuvo necesidad de darle a la manivela; el motor del taxímetro funcionaba suavemente. Abrió de par en par las dos hojas de la puerta cochera y echó un vistazo al interior del coche. Apelotonada en el piso del coche había una masa que parecía un hombre.

—Doctor —exclamó Máscara Blanca en tono afectuoso—, me temo que le voy a obligar a hacer un viaje incómodo.

Hubiera podido abandonarle y dejar que le descubriesen los detectives; pero había que evitar que este hombre de ciencia relatase lo que le había ocurrido. ¡Era el único hombre que había visto a Máscara Blanca sin su máscara!

El coche avanzó suavemente hasta la calle. Al pasar por delante de la puerta frontera le pareció oír los esfuerzos que hacían para salir de allí. Se cruzó en la esquina con un guardia, el cual le gritó:

—¡Buenas noches, Gregory!

Máscara Blanca no pudo menos de sonreírse para sus adentros.

Las manos que empuñaban el volante del coche estaban húmedas todavía de manchas del líquido rojizo de una botella que había vertido en el suelo y en las paredes del pasillo. Confiaba en que lo tomarían por sangre en los primeros momentos y que eso los despistaría hasta que amaneciese.

No andaba sobrado de tiempo. Calculó mentalmente el que necesitaría Mason para dar a Scotland Yard las características del coche y el que invertirían en circular esas características a toda la Policía de Londres. Llegó a la conclusión de que tenía por delante una media hora larga, a condición de seguir el camino de los suburbios. Enfiló, pues, hacia el Norte, y antes de media hora se hallaba en el suburbio de Epping Forest. Era seguro que la Yard telefonearía a todas las Comisarías del extrarradio el número del coche, y esto le obligaba a no salir de las carreteras secundarias y a evitar los pasos principales, en los que las patrullas de la Policía de Essex podían establecer una barrera.

Con un poco de suerte podría llegar, sin que lo descubrieran, a su pequeña granja. Ésta se hallaba situada entre Epping y Chelmsford, una distancia muy corta si se hubiese atrevido a seguir la ruta directa.

Llegó, por fin, a un sitio en que la carretera formaba un ángulo recto con un camino vecinal de aspecto muy poco tentador para un automovilista, y enfiló por él su coche. Se veía obligado a avanzar con toda clase de precauciones, porque había apagado los faros. Por muy desigual que fuese la carretera, no podía compararse con esta pista de carros en que se había metido con su «auto».

Aquí sólo podía adelantar con infinito cuidado. Su única preocupación ahora consistía en que el ruido de un coche, que caminaba en primera velocidad, no despertara las sospechas de algún policía curioso. Parecía que no.

Sin medios de saber la hora exacta, tuvo que contentarse con hacer un cálculo aproximado… Serían las cuatro de la mañana. No habían asomado todavía en el firmamento las primeras claridades del alba.

Llegó, por fin, a un antiguo granero que se alzaba junto a un edificio achatado y oculto, detuvo el coche, sin parar la máquina, se apeó, abrió la portezuela y alzando en brazos al inanimado doctor, le colocó sobre la hierba. Luego retrocedió con el coche hasta el granero, y una vez cerrada su ancha puerta, volvió junto al doctor, y unas veces en brazos, otras arrastrándole, le metió en el pasillo de la casa.

La casa estaba sin amueblar y sólo tenía unos objetos feos y viejísimos que, en opinión del anterior propietario, no valían la pena de llevárselos, Una desaseada alfombra atravesaba el vestíbulo, y en la habitación adonde llevó Máscara Blanca su carga había un desvencijado sofá, sobre el cual colocó al doctor. Se quedó un rato inmóvil, contemplando a su prisionero.

—Cometió usted un grave error al intentar poner a la Policía sobre mi pista; pero confío en que de ello no le resultará ningún daño.

Máscara Blanca había caído últimamente en la costumbre de hablar solo. Acabó de examinar a aquel hombre, que seguía sin recobrar su sentido; regresó de nuevo al granero, de donde salió seguidamente con una botella pequeña de champaña y una caja de galletas; eran provisiones de reserva que guardaba en una caja disimulada debajo del coche.

Ya no precisaba el «taxi» para nada. Necesitaba recurrir a otros medios para trasladarse hasta Hanvich. Ya había pensado en ello. Había preparado con escrupuloso esmero un horario de las líneas de autobuses que salían de Londres para realizar excursiones al campo todos los días de la semana. Aquella mañana salía uno de Forest Oate para Pelixtow, y habla decidido seguir aquella ruta. Pasaría inadvertido entre aquella multitud de excursionistas.

El doctor era un estorbo para él. Casi estaba arrepentido de haberle traído; pero el dejarlo atrás hubiera sido un riesgo demasiado grande.

Máscara Blanca bebió champaña en una copa vieja que encontró en la cocina. Luego llenó otra vez la copa y fue con ella al lugar en que había dejado a su prisionero. Colocó sobre una mesa la lámpara que llevaba; al lado de la lámpara, la copa, y sentándose al borde del sofá que hacía de cama, esperó. Pronto el doctor empezó a parpadear; luego abrió los ojos, miró por todo el cuarto con aire de extrañeza y acabó por fijarse en el hombre que estaba sentado sobre la cama.

—¿Dónde estoy? —preguntó con voz ronca.

—En una pequeña granja cerca de Romford —contestó el otro con mucha tranquilidad—. Ya es hora de que le diga una cosa que su amigo Mason ha tenido tiempo de adivinar… Yo soy Máscara Blanca.

El doctor le miró con aire incrédulo.

—¿Usted?

El otro hizo un gesto afirmativo.

—Parece extraño, ¿verdad? Sin embargo, me parece que usted lo había adivinado ya y que se preparaba a comunicárselo a sus amigos de Scotland Yard. No le voy a dar otra vez cloroformo, ni droga de ninguna clase, ni emplearé ninguno de los muchos recursos de que podía valerme. O yo me equivoco mucho, o usted va a dormirse muy pronto, y para un buen rato; y cuando se despierte, usted mismo sabrá encontrar el camino que conduce a la Comisaría más cercana. Si sabe usted conducir automóviles, he de advertirle que tiene a su disposición un «taxi» en el granero; yo no empleo otro vehículo que el «taxi». Mi patrón —dijo, subrayando esta palabra con una sonrisa burlona— era mister Gregory Wicks. Yo he usado indefectiblemente el «taxi» de Gregory Wicks. Este detalle puede que le recuerde otros, aunque imagino que su inteligencia no está ahora para pensar en cosas trascendentales.

El doctor le miraba con ojos atónitos.

—Dése vuelta al otro lado —ordenó Máscara Blanca, e inmediatamente fue obedecido—. Cierre los ojos.

Esperó todavía unos minutos, hasta que la pócima surtió su efecto, y cuando le vio dormido se marchó, alumbrándose con la lámpara. Todavía fue otra vez hasta el garaje, volvió a la casa con una maleta y sacó de ella las prendas de vestir que le hacían falta.

Capitulo XV

Mason había encontrado el interruptor general de la luz y había encendido todas las luces de la casa de Marford. Bray, que había inspeccionado el patio, regresó con noticias de lo que había encontrado.

—Hay sangre por todas partes. ¡Mire usted aquí! —dijo, señalando un manchón irregular que había cerca de la puerta—. Por aquí se lo han llevado.

—¿Y por qué otro camino quería usted que se le llevasen?, —le soltó Mason como una bofetada.

La puerta cochera del patio se hallaba abierta de par en par, lo mismo que las puertas del garaje. El taxímetro de Gregory Wicks había desaparecido. Cuando salieron a la calle pudieron todavía oír el runruneo, cada vez más débil, que hacía corriendo en dirección Oeste.

—Se lo han llevado en el coche —dijo Bray con incoherencia—. Seguramente que eran dos o tres.

—Y ¿por qué no cuatro o cinco? —le dijo Mason con sarcasmo—. ¿O seis, o siete?

El ofendido inspector comenzó a balbucir:

—Yo he querido decir únicamente que es imposible que un hombre sólo pudiese sacarle fuera y levantarlo. Creo que haríamos bien en pedir socorro.

Y acompañando la acción a la palabra, llevaba ya el silbato de policía a los labios; pero un manotón de Mason se lo hizo soltar de las manos:

—¿A qué viene dar la alarma?, —díjole con aspereza—. Yo necesito saber quién está despierto por estos alrededores, y no quiero darles una excusa de no estar en la cama. Llame usted a todos los hombres que encuentre cerca. La gente de la reserva llegará de un momento a otro.

Así que Bray desapareció, el inspector jefe hizo un rápido examen en el patio. Había en él un pozo descubierto, con un paredón bajito formando brocal. Encendió una cerilla, sacó su lámpara de bolsillo y miró hacía dentro. El agua reflejó los rayos de luz a bastante profundidad. Un manantial. ¿Qué profundidad tendría? Algo más que agua se veía allá abajo, algo que parecía una americana.

Cuando estaba mirando oyó tras él una voz:

—¿Qué, hemos encontrado el pozo? Se volvió a mirar; era Elk, que parecía un fantasma, con una mano vendada.

—¿Sabía usted que aquí había un pozo?

—Sí; el montacargas se encuentra sobre la cabeza de usted… El manubrio se apoya en la pared.

Mason alzó la vista y pudo ver ante sí un brazo de hierro.

—¿Se ve algo allá abajo? —preguntó Elk, mirando con curiosidad—. Desde luego, habrá desaparecido el coche de Gregory. Barrunté que algo estaba pasando y vine hasta aquí.

Los dos hombres fueron hasta el garaje vacío y rebuscaron allí. No había otra cosa que unas pocas herramientas, uno o dos neumáticos de reserva y una docena de latas de gasolina. Descubrieron en el garaje el reguero de sangre.

Mason contempló aquellas manchas ominosas, sacudió la cabeza y dijo con acento desesperado:

—Todas mis ideas se han hecho un baturrillo.

Elk. le contestó:

—Las mías están todas bien ordenadas, cada una en su sitio, para beneficio de la Humanidad. Otra vez Máscara Blanca, ¿verdad? Y habrá secuestrado al doctor… ¡Es todo un hombre ese sujeto!

Oyeron los pasos de Miguel y se volvieron hacia él.

—¿No va usted a entrevistarse con Gregory? —preguntó.

—Gregory… Supongo que él y su coche llevarán el mismo camino.

—Podríamos asegurarnos —dijo Miguel. Se encontraron con que la puerta que comunicaba con el Pasadizo de la Horca estaba cerrada con un picaporte, y no tuvieron dificultad para abrirla.

Elk examinó la puerta y gruñó:

—Tan limpia de rastros como una lechería. Atravesaron rápidamente el pasadizo y llegaron a la puerta número 9. Allí estaba el individuo durmiendo y roncando; la lata permanecía, sin caer, sobre sus rodillas.

—El que puso ahí esta lata ha ayudado con ello bastante a la Policía —observó Mason—. Esta gente se llevaría un disgusto si lo supiese, pero es una realidad.

Golpeó la puerta con fuerza, pero nadie respondió. Volvió a llamar, pasados unos momentos; tampoco obtuvo respuesta.

—Debe de andar afuera. —Miguel sacudió enérgicamente su cabeza—. ¿Cómo iba a salir ni a entrar estando este hombre dónde está? Le habría hecho quitarse de ahí.

El sujeto en cuestión se despertó, por fin; la lata que sostenía en sus rodillas cayó al suelo con estrépito y el dormilón se levantó refunfuñando. Bray la reconoció al punto: era un conocido borrachín del barrio.

Dijo que estaba allí desde no sabía qué hora; le parecía que desde media hora después del cierre de las tabernas. No recordaba que nadie hubiese entrado ni salido de la casa. Mason volvió a llamar. El Pasadizo de la Horca estaba ya en ebullición… Siluetas que se arrancaban del arrimo de las paredes, seres mudos que miraban sin dar indicios de su condición humana. Espectadores curiosos, con ansia de presenciar algo, de que ocurriese alguna cosa.

Miguel hubiera podido soportar su presencia si les hubiese oído conversar entre ellos; pero su silencio era terrible y cada vez se acercaban más.

De pronto se alzó con estrépito la ventana superior de la casa número 9.

—¿Quién es?

Era la voz estridente del viejo Gregory, no cabía duda.

—Necesito hablar con usted, Gregory.

—Y ¿quién es usted?

—El inspector jefe Mason. ¿No me recuerda?

El anciano pareció pensar.

—No conozco al inspector jefe Mason. Hace unos años andaba por ahí un joven sargento llamado Mason.

—Sí, hace ya un rato largo de años, Gregory —respondió Mason con una risa ahogada—. Yo soy ese sargento Mason. Haga el favor de bajar y abrirnos.

—Pero ¿qué es lo que usted quiere? —preguntó con recelo el anciano.

—Charlar un rato con usted.

Todavía se quedó dudando el de arriba; pero al cabo de unos momentos cerró la ventana y Masón pudo oír el ruido de sus pasos al bajar las escaleras. Al cabo de un instante se abrió la puerta con mucho estrépito.

—Suban ustedes a mi cuarto —dijo.

En toda la casa no había otra luz que la lámpara que trajo la Policía. Ni siquiera la había en el cuarto en que los recibió.

—¿No tiene usted por aquí una lámpara?

Esta pregunta pareció dejar azarado al anciano.

—¿Una lámpara? Si, por ahí debe de haber una. En la cocina la encontrará usted. Son ustedes tres, ¿verdad? Mi vista ya no es lo que antes solía ser; pero mi oído ha distinguido, mientras subíamos las escaleras, el caminar de tres pares de pies, además de los míos.

Miguel fue quien bajó a la cocina y encontró la lámpara a medio llenar de petróleo. La encendió, colocó el tubo y la llevó, escaleras arriba, con mucho tiento, hasta el cuarto en que estaban los tres hombres. Una vez allí, con gran sorpresa de Mason, exclamó:

—No he podido dar con su lámpara por ningún lado, señor Wicks.

Y esto lo dijo a pesar de la hermosa luz que llevaba en la mano. El anciano contestó sonriente:

—Y eso que acaba usted de traernos, ¿qué es? Coloque la lámpara en la mesa, joven, y déjese conmigo de bromas.

Mason se regocijó al advertir la expresión de disgusto que se retrató en el rostro de Miguel.

Y ahora, siéntense todos ustedes y díganme qué es lo que desean saber.

—¿Ha andado usted por ahí esta noche, Gregory? —preguntó Mason.

Gregory se acarició su áspera barbilla y respondió cautelosamente:

—Un ratito nada más. Yo no dejo nunca de asomar por el West End. ¿Por qué?

—¿Suele conducir su coche alguna otra persona?

—Antes de ahora ya he solido alquilarlo —dijo Gregory—. Ya no soy tan jovial como antes, y el que es conductor y propietario de un coche tiene también que sacar para vivir, y la única manera de conseguirlo es haciendo trabajar su carruaje día y noche.

—¿Quién suele sacar su coche?

El anciano no dio contestación a esta pregunta, y Mason volvió a repetírsela.

—El…, el inquilino mío suele sacarlo.

—¿La persona que tiene el cuarto de abajo?

—Él mismo, sargento…, quiero decir, señor inspector jefe. ¡Cómo son las cosas! ¡Quién me iba a decir a mí que usted llegaría a inspector jefe! Todavía me acuerdo de cuando le pusieron el primer galón…

Mason le dio unos golpecitos cariñosos en la rodilla.

—Claro que se acordará usted. Y yo me acuerdo de haberle denunciado por mala lengua, y también me acuerdo de que el juez no hizo caso de la denuncia y le absolvió.

Este recuerdo hizo estallar a Gregory en una carcajada.

—No dejaba que nadie me achicase —dijo presuntuosamente.

—¿Dónde está ahora su inquilino?

Nuevo titubeo de Gregory.

—Supongo que no habrá vuelto aún. Por regla general, se pasa fuera toda la noche. Es un joven muy simpático, muy tranquilo. Tendrá unos treinta y cinco años, y ha tenido muchos contratiempos. Esto es todo lo que sé de él.

Súbitamente se sintió alarmado y preguntó:

—¿Supongo que no habrá tenido otra vez algún contratiempo?

—Ya comprendo de qué clase de contratiempos habla usted —dijo Masón. Y agregó—: Gregory, ¿dónde está su carnet de conductor?

Para un conductor, su carnet, una cosa sagrada. Es para el chofer lo que la cartilla de matrimonio para una mujer. La pregunta de Mason produjo una profunda impresión al anciano. Se revolvió inquieto en su asiento y se rascó la barbilla.

—Por ahí he debido de dejarlo —contestó con inseguridad.

—Gregory, ¿dónde está su carnet? Si ha salido usted esta noche, ha debido llevarlo consigo —insistió Masón—. Pero la verdad es que usted no ha salido esta noche, que hace meses que no sale usted de noche. Esto lo sabe usted mejor que nadie, viejo camarada.

De nuevo oprimió Masón afectuosamente la rodilla del anciano, esta vez con simpatía auténtica.

—Usted sabe perfectamente por qué razón no ha salido usted. Y puedo añadir que tampoco el doctor la ignora.

—No se lo habrá dicho a usted —dijo rápidamente Gregory.

—No me lo ha dicho. Es una suposición mía. Usted se ha dado cuenta de que se había traído al cuarto una lámpara, no porque haya usted percibido su luz, sino porque ha sentido el olor a petróleo. ¿Es o no verdad?

El anciano se dejó caer hacia atrás. Luego dijo en tono de súplica:

—Tengo mi carnet de conductor desde hace cincuenta y cinco años.

—Ya lo sé, y confío en que no se lo retirarán en todos los días de su vida. Pero a condición de que no salga usted por esas calles a guiar coches, Gregory…, siendo, como es usted, ciego.

Mason vio que un estremecimiento sacudía el cuerpo del anciano y se reprochó duramente su brutalidad.

—No estoy lo que se dice ciego, aunque es cierto que no veo muy bien. El gallardo Gregory Wicks se había convertido instantáneamente en una pobre figura que inspiraba profunda compasión.

—Mi vista no es ya la de antes, mister Mason, aunque yo me rebele contra ese hecho. He tenido durante todos esos años mi carnet y mi patente, y me dolía que me los quitasen. Por eso, cuando mi joven inquilino, que ha tenido algún contratiempo y no podía obtener el carnet, me dijo que le gustaría salir a trabajar con el coche, no tuve inconveniente en prestarle el mío. He faltado a los reglamentos, lo reconozco, y estoy dispuesto a cargar con las consecuencias.

—Según eso, ¿usted no conoce de vista a su inquilino?

—No le conozco de vista; conozco únicamente su voz. A veces entra aquí; oigo cómo se mueve de un lado para otro, y es puntual en el pago de la renta.

—¿Cómo sabe usted que tiene treinta y cinco años, que es joven, simpático y que está para casarse?

—Porque así me lo han dicho… Fue un amigo quien me lo dijo.

Cuándo se retiraron se quejaba lastimeramente el anciano de la pérdida de aquel documento precioso, el carnet registrado oficialmente, que había sacado durante cincuenta y cinco años y que era muy posible no se le extendiesen más.

Mason bajó las escaleras e intentó abrir la puerta de la habitación. La cerradura no era difícil de forzar; en realidad, no necesitaba haberla forzado, porque la llave del cuarto de arriba era idéntica a la del de abajo, cosa que ellos ignoraban. Bastaron cinco minutos para abrir la puerta de par en par. Mason penetró en la habitación, seguido de Bray, que llevaba la lámpara de petróleo.

En un ángulo de la habitación se veía una cama; era evidente que hacía mucho tiempo que no se usaba: las mantas estaban plegadas y la almohada no tenía funda. En el centro de la habitación había una ancha alfombra cuadrada; ésta, una mesa, una silla y un espejo cuadrado encima de la chimenea parecía ser todo lo que contenía la habitación. Pero Elk empezó a palpar el espejo y descubrió que estaba empotrado en la pared y que en ésta se había tallado un agujero suficiente para recibir una pesada caja de acero.

—Aquí tenemos la explicación de algo —dijo Mason abriendo la tapa, que dejó oír un chirrido, y se quedó mirando con ojos muy abiertos a algo que había dentro.

Era un cuchillo corto y fuerte; la hoja tenía manchas y coágulos rojos. Lo sacó con mucho cuidado y con no menos cuidado lo colocó sobre la mesa desnuda, diciendo:

—He aquí el cuchillo que ha matado a Donald Bateman.

Capitulo XVI

Sólo un hombre en el pasadizo había visto al huésped de Gregory; por lo menos, sólo uno lo confesaba.

A la simple insinuación de una encuesta, toda aquella muchedumbre, que llenaba materialmente el pasadizo, se esfumó otra vez a través de las paredes; sólo quedó allí el lunático sin nombre.

—¿No se lo dije? ¿No se lo dije yo? —exclamó casi a gritos no bien reconoció a Mason—. Se lo dije a los dos, a usted y al colega reportero… Qué le pasa a Gregory, ¿eh? ¡Yo lo sabía!, —acompañó estas palabras con unos golpecitos en la nariz—. Apuesto a que también lo sabía el doctor; pero como no es un chivato… Dígame —y detuvo a Mason al hacerle la pregunta—: ¿es cierto que han secuestrado al doctor? Alguno tendrá que pagarlo con su vida si tocan a un solo pelo de su cabeza. Todos los hombres del Pasadizo de la Horca, hasta el último hombre, iremos a buscar al autor del secuestro, le traeremos aquí, le encerraremos en un sótano, le tapiaremos la boca con arcilla e iremos cortándole en pedacitos hasta verle muerto…

Y coronó estas palabras con una mueca de su horrible cara dirigida al inspector jefe.

—En cuyo caso, tendré que venir aquí para dedicarme también a dar pellizcos que le costarán a alguno la vida. Yo no sé quién ha secuestrado al doctor.

—Yo he escuchado unos gritos y alaridos. Era una cosa horrible. Y el coche desapareció.

El lunático murmuró en todo confidencial:

—Si hubiésemos sabido que quien gritaba era el doctor, los habríamos perseguido.

—¿Cómo es el huésped?

—Es un individuo alto… Eso es todo lo que yo sé. Le he visto entrar y salir una o dos veces, generalmente de noche. No le he visto de más cerca. No dormía aquí, aunque el viejo Gregory estaba en esa creencia; pero no dormía aquí.

Todo esto concordaba de tal manera con las conclusiones a que había llegado Mason, que éste se sintió inclinado a escuchar con respeto las opiniones ajenas; pero Lustra, como solían llamarle, no dijo una palabra más.

Al inspector Bray no se le podía negar una cualidad buena: manejaba con suma destreza el teléfono. Antes que Mason saliese de la clínica, ya Scotland Yard sabía todo lo que tenía que saber acerca del taxímetro número 93 458, color, características generales y dirección que había tomado. También sabía Scotland Yard todo lo referente al desaparecido doctor Marford y al chofer que vivía en casa del viejo Gregory Wicks.

La activa imprenta de la Yard trabajaba desesperadamente para difundir las noticias con la máxima velocidad. Los primeros trabajadores que acudían aisladamente a la City se encontraron con los policías motociclistas que volaban en todas direcciones, sin preocuparse para nada de las ordenanzas del tráfico.

Lorna Weston se sentó en el vestíbulo de la Casa de Socorro, en espera de la ambulancia que había de conducirla a la Comisaría. Estaba pálida y desencajada; tenía la mirada fatigada y turbia y apenas se dio por enterada de las rebuscadas vulgaridades del agente de Policía Hartford, que se sentó a su lado. Había llegado a la conclusión de que su estado era debido al abuso del alcohol y se había propuesto hacerle comprender todos los infortunios y calamidades que llevaban a la boca los hombres y las mujeres, queriendo atolondrarse y escapar de tal manera a sus pensamientos y preocupaciones.

Uno de los policías que vino en la ambulancia hizo una narración fragmentaria, y que, en general, no se ajustaba a la verdad de lo ocurrido al doctor Marford. El agente de Policía Hartford hizo chasquear sus labios llenos de angustia.

—Ahí tiene usted, señora, a qué extremo es capaz de llevar a las personas la bebida. Probablemente todos ellos se corrían una francachela en la clínica del doctor. Tanto beberían que algo tenía por fuerza que ocurrir. Hágame caso: nunca es demasiado tarde para corregirse. A nadie le gustaba más que a mí un vaso de cerveza hace cinco años. Yo solía clasificarme entre los bebedores moderados; pero ¿era yo verdaderamente moderado en la bebida? No hay bebedor que lo sea. Y un buen día alguien me decidió a hacer voto de abstinencia. ¡Véame hoy!

Pero Lorna Weston no le miró. Apenas le había oído. De haber puesto sus ojos en el agente de Policía Hartford hubiera pensado que si realmente se observaba alguna mejora en el aspecto de Hartford, éste debía de ser horrible de ver en sus tiempos de bebedor moderado. Pero en los oídos de Lorna sólo resonaba el mismo bordoneo de voces confusas que venía escuchando toda la noche —susurros y murmullos que procedían de otros mundos—; sentía en su brazo izquierdo un irritante dolorcito; y entre sus confusas imágenes y vagos temores surgía una realidad informe, cuyos contornos era imposible dibujar situándolos en una perspectiva apropiada.

Cuando hablaba era tan sólo para repetir como un autómata:

—Quiero hablar al jefe de Policía. Es indispensable que yo me vea con el jefe de Policía.

Repetía estas palabras como una cantinela. Una parte de su mecanismo mental funcionaba; alguna formidable fuerza motriz hacía, brotar de su boca aquella petición inconsciente. Tenía brevísimos intervalos de completa lucidez; se daba cuenta de que se hallaba sentada en una cosa dura, en un corredor largo y débilmente iluminado, de paredes desnudas y descoloridas. Instantes después se hallaba sentada en un sillón, dentro de un cuarto pequeño, cuya brillante iluminación le hacia daño a la vista; también eran otras las personas que la rodeaban.

—¿Cómo la han dejado salir los empleados de la Casa de Socorro?, —preguntaba desesperado Mason.

—Quiero ver al jefe de Policía —dijo ella—. Quiero hacer una declaración.

—Ya nos lo ha repetido usted, querida señora, una docena de veces —le contestó Mason, mientras le daba cariñosos golpecitos en la mano—. Despiértese ahora. Ya sabe usted que está hablando conmigo…, con Mason, el inspector jefe.

Ella clavó en él una mirada penetrante y movió la cabeza.

—¿Dónde está la matrona? —preguntó Mason—. ¡Ah, estaba usted aquí, miss Leveret! Hágala acostarse; déle un poco de café… ¿Dónde diablos se ha metido…? ¡Ah, estaba usted ahí, Bray! ¿Hay algún parte?

—Ninguno hasta ahora, señor.

Luego agregó en tono quejumbroso:

—No sé si podré resistir más, señor. No tendré más remedio que acostarme. Después de todo, no soy de piedra, sino de carne y hueso.

El inspector jefe le contestó agriamente:

—Más que si fuese de piedra, porque es usted un policía. No hace todavía veinticuatro horas que está usted despierto y aún resistirá usted otras veinticuatro más. Las primeras cuarenta y ocho horas son las más molestas.

—Mi opinión personal es que el individuo enfiló su automóvil derecho al Támesis…

Mason le disparó este exabrupto:

—Con toda seguridad, a menos que lo enfilase hacia el Museo Británico, que todo es posible.

Bray se quedó meditando estas palabras. Al cabo de un rato empezó a decir:

—Yo no creo que llevase su coche precisamente al Museo Británico…

Mason le señaló la puerta. Experimentaba la sensación de que la presencia del inspector Bray acabaría por sumirle en la idiotez antes de diez minutos.

Volvió al despacho del inspector, en el que había esparcidos una cantidad de artículos que procedían de la habitación del huésped. Allí estaban uno o dos testimonios muy importantes que había encontrado en un recipiente de metal que estaba medio lleno de monturas de platino. Registrando la maleta encontró alicates, punzones y herramientas de joyería por docenas.

Máscara Blanca en persona había desmontado las piedras… Parecía extraordinario que no hubiese vendido también el platino. Probablemente se sentía bien seguro al amparo del viejo Gregory, cuya honradez era el mejor título que podía alegar su huésped.

Se habían realizado activas pesquisas para descubrir armas de fuego, y en la circular descriptiva del perseguido se había agregado, como medida de precaución, la advertencia: «Es posible que lleve una pistola». No había, sin embargo, prueba que llevase nada por el estilo. No se encontraron ni cartuchos ni cartucheras, ni más arma que el cuchillo.

Debajo de la cómoda habían desenterrado una caja de cartón con una etiqueta de Lyón, llena de paquetes de guantes blancos, y en otros sitios del cuarto hasta media docena de trozos cuadrados de sarga con un par de agujeros en cada uno, hechos de cualquier manera, como para poder mirar por ellos. Tenían cosidas en los bordes tiras de ballena y un pedazo de elástico: las ballenas, para mantener rígida la máscara, y el elástico pasaría seguramente por encima de las orejas. A no ser por los agujeros se hubieran podido tomar por piezas de la fúnebre indumentaria del verdugo.

Máscara Blanca estaba bien surtido de prendas de vestir. Se le encontraron dos abrigos negros nuevos, de fabricación extranjera; tres pares de chanclos de goma, uno sólo de los cuales había sido usado. La pieza más curiosa de todo lo descubierto era un objeto que imitaba una pistola. Se parecía a las piezas que suelen usar en los teatros: estaba hecha de madera y reproducía a lo vivo todos los detalles de una pistola real y verdadera. Hasta que Mason no la tuvo en sus manos y se dio cuenta de su poco peso, creyó firmemente que se trataba de una pistola.

Mason tuvo la convicción de que Máscara Blanca no llevaba encima otra arma, y que ésta era precisamente la pistola de que se había servido en sus aventuras criminales, la que había aterrorizado a los clientes de los más concurridos restaurantes y clubs nocturnos, la que había hecho temblar como trozos de jalea a conserjes y camareros.

Elle dormitaba en el despacho cuando entró Mason. Abrió los ojos y dijo:

—¿Sabe usted lo que estoy pensando, señor inspector jefe?

Mason gruñó:

—Pero ¿sabe usted hacer dos cosas a un tiempo? Perfectamente; vengan en seguida esos pensamientos.

—Hay una persona que puede hacer que Máscara Blanca sea absuelto. Mírelo por dondequiera, siempre volverá usted a lo mismo. No hay manera de probar nada contra él…, si Lamborn insiste en su declaración.

La cara de Mason se ensombreció.

—¿Quién? ¿Lamborn el carterista? Se quedó reflexionando un largo rato sobre lo dicho por el sargento, y dijo finalmente: —Está usted en lo cierto, Elk. Sería difícil obtener un veredicto frente a las afirmaciones de ese sucio ladronzuelo. Ahora, que en lugar de decir no podríamos obtener un veredicto en contra, yo diría más bien: tal vez no obtuviésemos. Esto, en realidad, dependería de como lo tomase el Jurado.

—El Jurado —exclamó elocuentemente mister Elk— es una institución que hace beneficiar de la duda a los acusados, pero no a la Policía. Los jurados no meditan: deliberan; los jurados…

—No nos pongamos elocuentes —dijo Mason interrumpiéndolo.

Atravesó la sala de guardia (en la que pidió una llave), siguió por un pasillo que tenía en uno de sus lados una hilera de puertas amarillas correspondientes a otros tantos calabozos, se paró frente al número 9, abrió la rejilla y miró al interior. Lamborn se hallaba tumbado, en una postura incómoda, sobre una tarima que hacía de cama; tenía echadas sobre los hombros dos mantas. Estaba despierto y alzó la cabeza al oír el ruido de la rejilla.

—¿Cómo vamos, Lamborn? ¿Se duerme bien?

El ladrón le miró con los ojos entornados, sacó sus piernas fuera de la tarima y se sentó.

—Si hay justicia en este país, Mason, lo menos que puede sucederle a usted es que lo expulsen del Cuerpo por esto que me atrevería a llamar un atropello.

—Alma heroica —exclamó Mason en tono admirativo.

Metió la llave en la cerradura y abrió, diciendo al preso:

—¿Quiere acompañarme a tomar café?

—¿Envenenado? —preguntó Lamborn con recelo.

—Nada más que con un poco de estricnina… nada que sea mortal —le contestó Masón.

Condujo al preso por el corredor, entregó la llave del calabozo al carcelero, que los contemplaba divertido, e hizo entrar a Lamborn al pequeño despacho. Las facciones del preso se iluminaron visiblemente al ver a Elk con la cabeza envuelta entre vendajes.

—¡Hola! Una caricia, ¿eh? —le preguntó—. ¡A veces suele Dios escuchar las súplicas que se le dirigen! Espero que no será nada grave, mister Elk.

El sargento aclaró estas palabras así:

—Lo que en realidad quiere decir es que se alegraría de que mis heridas fuesen mortales. ¡Ea! Siéntate, raterillo torpe y de poca monta.

—No me gustaría verle muerto…, con lo caras que están ahora las coronas fúnebres.

Sentóse Lamborn, sin dejar de hacerse el orgulloso y cuando le sirvieron el consabido café llenó la taza de azúcar hasta la mitad. Luego preguntó, bromeando:

—¿Han cazado al asesino?

—Le hemos cazado a usted —replicó mister Mason en el mismo tono, lo que hizo refunfuñar a Lamborn.

—Usted no puede presentar contra mí ninguna prueba, como no sea recurriendo a los habituales perjurios de la Policía londinense. Ya voy viendo que usted se valdrá de una docena de testigos domesticados, que jurarán lo que haga falta para que me ahorquen. ¡Pero hay un Dios en el Cielo!

—¿Dónde se ha aprendido usted ese parrafito?, —preguntóle Masón con curiosidad.

Lamborn se encogió de hombros con gesto teatral y dio esta explicación:

—Cuando estoy nervioso me dedico a leer poesías. Los libros de poesías son los que se tardan más en leer, porque uno no los entiende.

Bebió ruidosamente un sorbo de café, puso con estruendo la taza sobre la mesa e inclinándose hacia Mason le habló así:

—No tiene usted la más pequeña posibilidad de probarme nada. Lo he pensado bien mientras he estado en el calabozo.

Mason le dirigió una sonrisa compasiva.

—En cuanto se pone usted a pensar, Harry, está perdido. Es como si una vaca quisiese hacer filigranas en la cuerda floja. No ha nacido usted rara eso. Empecemos porque yo no quiero probarle nada.

El tono de Mason había sufrido una transformación completa; ponía tal interés en sus palabras, que era capaz de llevar la convicción al ánimo del oyente más escéptico.

—Lo único que antes buscaba y busco ahora es que diga usted la verdad. ¿Ha oído decir que yo me haya tomado alguna vez todo el trábalo que ahora me estoy tomando para conseguir solamente hacer condenar a algún pobre descuidero a dos meses de trábalos forzados? ¡Tenga un poco de sentido común. Lamborn! ¿Le cree usted capaz al inspector jefe de la Scotland Yard, a uno de los cinco peces gordos, le cree usted capaz de pasarse la noche trabajando en Tidal Basin para demostrar la culpabilidad de un pobre raterillo como usted? ¡Sería como traer un cañón de grueso calibre para matar una pulga!

Estas reflexiones impresionaron a Lamborn. Eran de una lógica irresistible. Se rascó la barbilla con intranquilidad, y no pudo menos de decir:

—Sí, parece algo raro.

—¿Raro? Diga usted que grotesco. Debe de haber alguna razón para que yo le haya pedido que dijera la verdad y para que le haya hecho la promesa de retirar la denuncia contra usted. Usted es inteligente, Lamborn, tan inteligente como el que más entre sus camaradas de este distrito. Haga funcionar un poco su inteligencia y dígame si yo me tomaría todo este trabajo de no haber un motivo secreto que me obligara a ello. Lamborn esquivó la mirada de Mason, y repitió: —Efectivamente, parece raro.

—¿Por qué no se ríe entonces? —gruñó Elk. Pero Lamborn no escuchaba; miraba a los pies de la mesa, con el ceño fruncido; se veía que se reconcentraba para tomar una resolución. Al fin se decidió.

—Bueno, jefe, trato hecho —y al decir estas palabras extendió la mano, y Mason le dio un apretón con la suya, y aquel apretón era una prenda, un juramento y un convenio.

—Es cierto; le limpié. Le vi caer y creí que no podía con el tablón. Me acerqué y quedé sorprendido al ver que era pollo bien.

—Estaba caído sobre un costado y tenía la cara lejos del reverbero, ¿no es eso? —preguntó Mason.

Lamborn asintió con la cabeza.

—Cuénteme todo lo que hizo… ¡Espere un momento!

Alzó su voz y llamó a Bray.

—Échese en el suelo, Bray. Quiero reconstruir la escena de la pequeña ratería de Lamborn.

Bray miró intencionadamente a Elk.

—Elk no puede tumbarse a causa de las heridas que tiene en la cabeza —le dijo irritado Mason.

Bray se arrodilló, luego se tendió en el suelo y Lamborn se colocó encima de él.

—Abrí de un tirón su americana…, así. Metí la mano en el bolsillo interior…

—¿Del lado izquierdo o del lado derecho? —inquirió Mason.

—Del lado izquierdo. Entonces enganché su reloj con el dedo pequeño…, así.

Sus manos se movían ágiles. Casualmente, mister Bray tenía también una cartera en el bolsillo interior de aquel lado, la cual contenía la fotografía de una bellísima joven, que cayó al suelo.

Bray le echó mano rápidamente y protestó con indignación.

Se oyó murmurar a Elk, escandalizado:

—¡Si es de una mujer casada!

Bray se puso colorado como la grana.

—Bueno, puede ya levantarse.

Mason cogió de un cajón una hoja de papel y se puso a escribir con gran rapidez. Una vez que hubo terminado presentó el escrito a Lamborn, quien lo leyó y acabó por poner los garabatos de su firma al pie de su declaración, y luego preguntó:

—¿Y por qué tenía usted tanto interés en ello, jefe? ¿Qué relación tiene el hurto con el asesinato?

Masón se sonrió.

—Ya lo leerá usted todo en uno de los periódicos de la tarde… y ya haré de modo que publiquen su fotografía.

Elk no pudo reprimir una carcajada poco sincera.

—¿Y qué haremos con sus impresiones digitales?

—Pero ¿a qué venía su interés en que yo confesase?

Masón no se lo explicó, sino que ordenó a Bray:

—Póngale en libertad. Anote en la denuncia: «Retirada». Tendrá que venir mañana a declarar ante el Tribunal de Policía, Lamborn; pero no hará falta que se siente en el banquillo.

—Como tantas veces… —murmuró entre dientes el sargento.

Lamborn se despidió con un apretón de manos en señal de que todo quedaba olvidado. Ya en la puerta, se detuvo porque oyó que Mason le decía:

—Una palabra, Harry: le devolverán todos los objetos de su propiedad, menos el estuche de herramientas que encontramos en su bolsillo. No he querido decírselo antes; pero había presentado contra usted la acusación de «merodeo con propósito criminal». ¡Mis felicitaciones!

Lamborn abandonó precipitadamente la Comisaría. Hasta que llegó la hora de volver a ella estuvo tumbado en la cama, dándole vueltas a su cabeza para encontrar la solución de la extraña filosofía del inspector jefe, sin que lograse dar con una explicación que armonizase con el conocimiento que él tenía de los métodos de la Policía inglesa.

Capitulo XVII

Apenas hubo salido Lamborn, corrió el inspector jefe a la sala de guardia y llamó al reportero por su nombre.

—Miguel, ¿qué hacía en la clínica esa joven amiga de usted?

El reportero contestó sorprendido:

—Creo que hacía de secretaria de Marford.

Luego preguntó ansiosamente:

—Supongo que no querrá ir usted a verla esta misma noche…

Mason permanecía indeciso.

—Sí, creo que iré. Es preciso que sepa lo ocurrido al doctor alguien que valga la pena. Además, ella podría ser para nosotros una ayuda preciosa.

—¿En qué? —preguntó receloso Miguel.

Mason hizo girar su cabeza con señales de viva impaciencia.

—Si usted imagina que yo voy a despertarla a estas horas de la noche por el placer de verla en negligé, me hace usted un gran honor. Yo estoy dedicado a la tarea de seguir todos los hilos que tienen cualquier clase de conexión que sea con todas aquellas personas que han jugado un papel en este drama. Necesito saber qué amigos tenía Marford, quiénes eran sus enemigos, y ninguna persona me puede informar mejor que esa señorita que trabajaba con él, y por la que, según sospecha Elk, sentía una viva simpatía.

—¡Habladurías! —replicó Miguel burlonamente—. No creo que la mirase dos veces.

—Para algunos hombres es suficiente una sola mirada —dijo Mason—. ¿Está usted dispuesto a presentarme?

Una vez arrebujados bajo pesadas mantas, porque viajar en coche descubierto cuando sopla un viento helado es hacer oposiciones a una pulmonía, dio Miguel rienda suelta a sus temores.

—Va a producirle una impresión terrible a Janice…, digo, a miss Harman.

—Llámela Janice; suena más cariñoso. Sí, también yo creo que será un golpe fuerte para ella. Marford despertaba profundas simpatías sin esforzarse por buscarlas.

—¿Se ha encontrado su cuerpo?

Mason hizo señal de que no con la cabeza.

—Ni se dará con él a pesar del reguero de sangre. Si estuviese muerto, no se lo habría llevado Máscara Blanca. ¿Para qué?

Era la primera afirmación consoladora que salía de labios de Mason.

No circulaba un alma en Bury Street cuando el coche se detuvo frente a la casa, e invirtieron un cuarto de hora en despertar al conserje. Mason dijo quién era y él y Miguel subieron hasta el piso primero.

La doncella tenía el sueño pesado, de modo que fue Janice misma quien, oyendo llamar, se echó un batín y les abrió la puerta. El primero a quien vio fue a Mason, al que no conocía.

—No se sobresalte, miss Harman. Me acompaña un amigo de usted.

Entonces reconoció a Miguel, y su alarma desapareció. Los introdujo en la sala y salió para hacer levantar a su doncella (esto hizo pensar a Miguel que había en Janice ciertas tendencias de dama antigua). Luego volvió a la sala para atender a sus visitantes.

—Temo que las noticias que voy a darle le resulten bastante desagradables —empezó a decir Mason.

Éste acostumbraba siempre poner su voz a tono con el tema de su discurso, y en esta ocasión era su voz tan melancólica, que miss Harman dedujo que el objeto de su visita no podía ser otro que el asesinato de Donald Bateman.

—Ya lo sé. Me ha informado el señor Quigley. Querrá usted interrogarme a propósito del anillo. Se lo di…

Pero Mason movió la cabeza negativamente.

—No es eso. El doctor Marford ha desaparecido —Janice se le quedó mirando fijamente.

—Que ha… ¿No me querrá usted decir que encuentra herido?

—Confío en que no —le respondió Masón—. Confío sinceramente en que no lo estará.

Fue una sorpresa para Miguel que aquel hombre a quien él tenía por un empleado de Policía obstinado, falto de imaginación y bastante ordinario, se diese maña para referir los hechos sin herir ningún sentimiento y pasando por alto infinidad de detalles sin desvirtuar la fuerza de los hechos fundamentales. Miss Harman escuchaba; aquella noticia era menos brutal que la de la muerte de Bateman, pero le llegaba más al alma, porque Marford era uno de los ideales que no habían derribado todavía de su pedestal ni la experiencia la desilusión.

—Lo peor del caso es que no sabemos nada la vida del doctor ni de sus amigos, y no saber por dónde dar comienzo a nuestra investigación. Usted era secretaria suya…

—Secretaria, precisamente, no —rectificó Janice Yo llevaba las cuentas de la clínica y a veces también la de la casa de convalecientes, y le ayudaba a llevar adelante la instalación de Auneford… Hace un año que viene intentando abrir un sanatorio para los niños tuberculosos de Tidal Basin.

—¿Dónde queda Auneford? —preguntó Mason.

Ella se lo dijo, describiendo la obra que el doctor se proponía desarrollar.

Parece que había proyectado en grande. En uno de los cajones de su escritorio tenía los planos de un edificio regio. Tenía ya escrito a máquina el llamamiento dirigido a las personas pudientes, ya había discutido con ellas muchos detalles.

—Y dígame, miss Harman —continuó Mason— usted, que conoce el personal de la clínica, ¿había entre él alguna persona que estuviese quejosa del doctor, o tenía allí algún gran amigo… o amiga?

Janice movió negativamente la cabeza.

—Había una enfermera anciana y una o dos temporeras. El personal de Eastbourne lo componían una matrona y una enfermera. Marford gestionaba fondos para ensanchar ambas instalaciones. Era una contrariedad constante para él la insuficiencia del personal; pero en ambas cosas se iba un dineral.

—¿Y no habría en alguno de estos sitios, quiero decir en la clínica, en el sanatorio de Eastbourne o en Auneford alguna persona que fuese su confidente?

Janice se sonrió.

—En Auneford no podía haberla… Y en los otros sitios tampoco. Yo no sé de nadie. No tenía amigas.

Los labios de Janice temblaron.

—No le habrá ocurrido ninguna desgracia, ¿verdad?

Mason dejó sin contestar la pregunta. Luego dijo:

—Y Bateman, ¿tenía amigos?

La joven reflexionó.

—Sí, hablaba de una persona que vino con él de Sudáfrica, pero nunca me dijo su nombre. Aparte de ésta, la única persona que parecía conocer era el doctor Rudd.

Masón abrió unos ojos de asombro.

—¿El doctor Rudd? ¿Está usted segura?

La joven afirmó con un gesto de cabeza. Luego refirió lo que le había ocurrido en la cena, cómo se azaró Bateman al ver al doctor, que era el centro de todas las miradas por su atildada elegancia.

—Esto me deja atónito. ¿Dónde han podido conocerse? Dice usted que el doctor estaba alegre y conquistador, ¿eh? Sí, ya tenía noticias de que juergueaba un poco por el West End, pero no podía imaginarme…

Mason se interrumpió y quedó pensativo largo rato, con la vista fija en el suelo. De pronto, exclamó:

—¡Ya está! ¡Eso es! Ahora lo comprendo. Es natural que no quisiese encontrarse con Rudd.

Luego dirigió a Miguel una mirada zumbona, y le preguntó:

—¿Se va usted a quedar para el desayuno?

Miguel respondió con una mirada indignada.

Mason continuó:

—Lo mejor sería que fuese usted hasta Tidal Basin y que se esperase allí. Yo voy a entrar en Scotland Yard para confrontar unas fechas. Dentro de una hora estaré con usted. Haré que vuelva a buscar a usted el coche de la Policía… Puede servirse de él.

* * *

Máscara Blanca esperó pacientemente a que amaneciese. Se había mudado de ropa, y el traje que ahora vestía no llamaría la atención de nadie cuando se pusiese en la cola para tomar en Forest Gate el autobús que había de conducirle a la costa. Una o dos veces entró a ver a su involuntario compañero, y en todas ellas le encontró durmiendo pacíficamente.

Sacó del bolsillo un diario de la noche que no había tenido tiempo de leer hasta entonces. Máscara Blanca, como es natural, ocupaba un buen espacio en el periódico. Era el suceso cumbre de aquellos días. Algunos autores célebres, de la categoría de intelectuales puros, habían descendido de su alto pedestal para lucubrar acerca de aquel divertido malhechor, como ellos le llamaban. El suceso de Howdah Club estaba aún a la orden del día. El «diablo de Tidal Basin» resucitaba; algún burdo plagiario había intentado dar nueva vitalidad al mito; pero hacían falta todo el tacto y maestría de Miguel Quigley para que conservase todo su interés. Dejó el periódico sobre la mesa, salió fuera de la casa y escuchó. Muy a lo lejos se percibía el rumor de automóviles en marcha.

De pronto surcó el firmamento un cohete de magnesio, probablemente una luz Vercy, que brilló un momento y luego se extinguió. ¡La Policía le había puesto cerco! Conocía bien aquella señal. Había sido visto un automóvil sospechoso, y aquel blanco resplandor era una orden al próximo puesto de Policía para que lo detuviese y lo registrase. Aunque poco teatrales, eran gente muy ingeniosa los miembros de la Policía de Londres. Era difícil y peligroso el intentar engañarlos. Y sin embargo, no eran personas de mucha cultura… Nada más que antiguos agentes que se habían distinguido en su carrera, que habían establecido su pequeña jerarquía y llegado, por algún método extraordinario, a conseguir dar a su sistema una verdadera eficacia.

Ni los despreciaba ni los temía. Las probabilidades que tenía de escapar eran una contra veinte; había en Máscara Blanca algo de la intuición del jugador, y era capaz de calcular el margen de riesgos a favor y en contra.

Ni una sola persona perseguida por la Policía, y de la que esta última podía procurarse un retrato, logró jamás salir de Inglaterra. La Policía, al menos, lo afirmaba así, aunque es posible que hubiese alguna excepción.

Cuando regresaba por el pasillo oyó una voz apagada que le llamaba por la puerta abierta de la habitación sin luz.

—¡Haga el favor de darme un poco de agua!

Se la llevó en un vaso, bebió el doctor y le dio las gracias.

—Corre usted un gran peligro, amigo mío. Su pongo que ya lo comprenderá usted —dijo, con débil acento, el del sofá.

—Mi querido doctor, hace ya muchísimo tiempo que estoy en peligro… Duérmase y no pase cuidado por mí.

Se quedó allí hasta que oyó la respiración rítmica del doctor; entonces salió, cerrando tras él la puerta. ¡Peligro! Esta palabra carecía de sentido para Máscara Blanca. A nada temía él, ni en el sentido literal ni en el sentido metafórico de la frase. No se arrepentía de ningún acto de su vida; menos aún del que había mandado al sepulcro a Donald Bateman. Tal vez Walter no lo hubiese aprobado; pero Walter era de carácter débil, un hombre encantador, pero débil de carácter. Máscara Blanca aprobaba sus propias acciones, y esta aprobación no suponía que él se alabase de las mismas, cosa que para él no tenía importancia.

¡Pobre viejo Gregory! Dejaría agua y algún refresco al alcance de la mano del doctor. Durante la mañana se encontraría ya bien para guiar el «taxi» hasta la Comisaría más cercana.

Sólo tenía un pesar, y tenía buen cuidado de apartar su atención cada vez que le asaltaba el recuerdo. Era cosa fácil entregar su vida si la necesidad llegaba a imponérselo; con la vida entrega uno todos los deseos.

Había acabado de afeitarse, empleando crema en lugar de agua y jabón, cuando oyó ruido de pasos en el pasillo. Por lo visto, el doctor estaba despierto; era una desgracia. Dio un paso hacia la puerta y ésta se abrió.

El que estaba frente a él era Mason, un Mason desaseado, con el sombrero echado hacia atrás y el abrigo desabrochado.

—Me he tomado la libertad de entrar por una ventana trasera; casi todas están abiertas. Como es natural, vengo por usted.

—Lo supongo —dijo Máscara Blanca.

No había en su voz el más ligero temblor.

—Encontrará usted al doctor en la habitación de al lado. No creo que haya que inquietarse por su estado.

Alargó las manos, pero Mason hizo con la cabeza un gesto negativo.

—Las esposas son una cosa anticuada. ¿Lleva usted armas?

Máscara Blanca movió la cabeza en sentido negativo.

—Entonces, caminaremos juntos —dijo Mason cortésmente, y le condujo del brazo hasta la oscuridad exterior.

Se detuvo para dar órdenes a su gente de que fuesen en ayuda del doctor, y guió a su prisionero hasta el sitio en que estaba aguardándolos el coche de la Policía.

—No le vieron, pero le oyeron —dijo Mason a modo de explicación.

Máscara Blanca se rió, y contestó sin darle importancia a la cosa:

—Un taxímetro que camina en cuarta es una amenaza para la clase criminal.

Capitulo XVIII

Cuando Miguel Quigley llegó a la Comisaría, la carencia de noticias era absoluta. Como no hay costumbre de transmitir a las Comisarías secundarias los partes negativos, es suficiente la falta de noticias para indicar que las pesquisas para dar con el taxímetro eran hasta aquel momento estériles.

Para matar el tiempo se dedicó Miguel a recorrer arriba y abajo las calles; visitó nuevamente la escena del crimen, y hubiera ido otra vez al Pasadizo de la Horca en busca de noticias si el mismo pasadizo en cuestión no hubiese salido a su encuentro.

Estaba Miguel revolviendo el barro del canalillo con la punta del zapato, cuando vio que el lunático cruzaba la calle. Esta aparición extraña presentaba ahora un detalle curioso y feliz. El lunático evitaba la luz; no bien llegó al alcance de la luz del reverbero, se detuvo y medio se apartó de sus rayos indiscretos.

—¡Acérquese, reportero! Tengo noticias que darle.

—Empiece usted por darme su nombre.

El tipo raro soltó una carcajada.

—A mí no me pusieron ningún nombre. Mis padres se olvidaron de hacerlo —Miguel pudo comprobar más adelante que aquella sorprendente afirmación era cierta—. La gente me da el nombre que le parece bien… Lustra me llaman muchos, porque algún tiempo me dediqué a limpiabotas.

—Y ¿qué es lo que tiene usted que decirme?, —preguntóle Miguel.

—Se ha llevado al doctor.

Estas palabras las dijo con voz apagada y ronca.

—¿Quién?… ¿Máscara Blanca?

Lustra asintió bruscamente con la cabeza.

—Tengo por ahora la primicia del descubrimiento. Le llevó en su coche… Le tenía echado allí, en el piso del coche, y ninguno lo sabía.

Se echó hacia adelante en un acceso de risa silenciosa, dándose palmadas en las rodillas, en el paroxismo de su regocijo.

—¡Déjeme que me ría! ¡Mason no lo adivinó!

¡Estaban allí todos los soplones sabihondos de Scotland Yard y no lo adivinaron!…

—¿Qué valen esas primicias? —le preguntó Miguel.

A veces, como había dicho Mason, esta criatura extraña andaba más cerca de la verdad que muchas personas cuerdas.

—Elk ya está enterado.

Y el sin nombre, para dar más fuerza a sus palabras, golpeó con su índice mugriento el pecho de Miguel.

—Ese individuo es más largo que un telescopio. ¡Elk! Le apuesto cualquier cosa a que lo sabía todo desde el principio. Pero le gusta reservarse las cosas hasta que ha conseguido poner todo en claro. Se lo he oído decir a Bray… ¡Bueno! Bray tiene menos seso que un conejo —agregó como comentario.

Alguien venía por la acera caminando en dirección a ellos.

—¡Es él! —susurró el harapiento sujeto, y atravesó la calle, evaporándose.

Parecía imposible que, a la distancia a que se hallaba Bray, hubiese nadie capaz de distinguir quién era.

Bray, por lo visto, se paseaba rumiando una ofensa.

—En cuanto haya terminado este asunto voy poner las cosas en su lugar —dijo, en tono agresivo—. Mason no ha debido hacer lo que ha hecho. Comprenda usted, Quigley, que un empleado de mi categoría tiene que conservar la dignidad de su puesto. Y ¿cómo voy a conservar esa dignidad si encargan a subordinados míos de todas las pesquisas de importancia? Subordinados es un decir, porque yo debería llamarlos insubordinados.

Miguel no necesitaba preguntar por quién iba los tiros, y dijo:

—¿Qué hace ahora Elk?

Bray continuó hablando:

—Mason es un buen hombre, uno de los mejores que hay en el Cuerpo y de los más preparados Si alguna vez se le presenta a usted la ocasión de insinuar que soy yo quien ha dicho estas palabras yo le quedaré reconocido si usted lo hace, mister Quigley. No hace falta que fuerce usted las cosa; para repetir nuestra conversación; hágalo como a desgaire… Mason hace mucho caso de todo lo que usted le dice. Pero respecto a Elk está completamente equivocado. Pecamos —continuó poéticamente— tanto por falta de corazón como por falta de reflexión.

—Eso es de Shakespeare —murmuró Miguel.

—Creo que sí —dijo Bray, que no tenía la menor idea de que un ciudadano norteamericano pudiese hacer poesías—. Mason no repara en estas cosas. Le dije que quería someter a un interrogatorio a esta mujer inmediatamente que se encontrase en estado de poder contestar. ¡Pues no, señor! ¡Él se encargará de ello! Parece que lo conoce ya. Y yo le pregunto a usted, Quigley: para interrogar a una persona, ¿es necesario conocerla antes? ¿No conocía yo suficientemente a Lamborn?… Ahí tiene usted otro escándalo: ¡le han dejado en libertad provisional!…

Para acortar el capítulo de ofensas, le propuso Miguel volver juntos a la Comisaría.

Llegaron oportunamente, aunque para Bray resultase un momento odioso: Lorna Weston se había decidido a hablar.

No había querido entrar en el despacho del comisario, sino que estaba sentada en el cuarto de guardia. Miguel comprendió perfectamente que no era su presencia, sino la de Bray, la que había hecho arrugar espantosamente el entrecejo a Elk cuando aparecieron ambos.

—Perfectamente, mister Bray —exclamó despiadadamente—. Éramos pocos sin usted… Señora Weston, ¿quiere usted pasar un momento al despacho privado?

Pero aquella mujer de pálido rostro había tomado ya su resolución, y contestó:

—No, no pasaré. Todo lo que tengo que decir lo diré aquí.

—Perfectamente —dijo Elk con una mueca de desagrado. Luego se dirigió a Shale, que era el taquígrafo del grupo—: Prepare usted su block. A usted la conocen con el nombre de Lorna Weston —empezó a decir, dando comienzo el interrogatorio—, y es usted la esposa de…

La mujer abrió sus labios para hablar: pero en aquel momento penetró vivamente Mason en la habitación; detrás del inspector jefe penetraron dos detectives, y entre éstos la persona que traían presa… Lorna Weston se puso en pie y sus ojos se clavaron en el hombre que estaba entre los dos guardianes con la sonrisa en los labios, Indiferente a todo aquello, perfectamente a sus anchas, sin que el más leve parpadeo denunciase la conciencia de peligro de muerte que se cernía sobre él.

—¡Ése es! ¡Ése es! —vociferó Lorna, señalándole con la mano—. ¡El asesino! ¡Usted le mató! ¡Le amenazó usted con matarle si alguna vez le encontraba y ha cumplido su amenaza!

Mason examinó con curiosidad al detenido; pero éste no contestó.

—Y no era yo la causa de su odio; no era porque hizo que yo le abandonase a usted… Le ha matado usted en venganza de su hermano, que murió en la cárcel.

El detenido aprobó con la cabeza, y se limitó decir:

—Por eso fue, y si resucitase y yo estuviese en libertad, volvería a matarle.

—¿Lo oyen ustedes? —chilló Lorna—. ¡Es mi marido!… ¡Tommy Purze!

—Llámeme por mi verdadero nombre —dijo e preso—. ¡Thomas Marford! Es un nombre perfectamente honorable, aunque lo hayan llevado algunas personas poco dignas.

Se volvió sonriente hacia Mason.

—Supongo que ya no le hará falta esta señora. Basto yo para informarles de todo lo que desee saber; yo les aclararé cualquier detalle que le parezca oscuro.

Miguel Quigley permanecía mudo e inmóvil como una estatua. ¡Marford! Este hombre tan sereno… Máscara Blanca…, atracador, asesino… Aquello debía de ser una pesadilla. Pero no; la realidad estaba allí.

Marford, tan impasible como el grupo de detectives que estaban a su alrededor, dando vueltas la cadena de su reloj, miraba medio divertido medio compasivo a la temblorosa mujer que se decía esposa suya.

Pensaba, evidentemente, en algo más que en su posición actual.

—Espero que lo sucedido al doctor Rudd no tendrá consecuencias desagradables para él —dijo—. Como ya le dije a usted a primera hora de la madrugada, no creo que esto le acarreará más que un dolor de cabeza que puede curársele fácilmente. Ha estado durante toda la noche en mi garaje. Hay que comprender —dijo como excusándose— que Rudd tenía su teoría, y que ésta resultaba sumamente peligrosa para mí, dada su locuacidad y su no demasiada inteligencia. El punto de vista que estaba explayando con gran intranquilidad mía era que sólo una persona podía haber matado a Bateman, y que esa persona… ¡era yo! A él le parecía esto una broma ingeniosísima; pero para mí resultaba una cosa muy seria, y cuando, de camino para la Comisaría, adonde se dirigía para exponer a usted su tesis, entró en mi clínica, calculé yo inmediatamente todo el alcance del peligro que me amenazaba. De algo más, también, me di cuenta —agregó tranquilamente—, y es de que allí terminaba la tarea a que había consagrado la vida: la clínica, el sanatorio para convalecientes y mi nuevo sanatorio de Auneford… Y a propósito: ¿cómo se las arregló para encontrar el camino de Auneford? Pero tal vez no le parezca oportuno decírmelo. Todas aquellas cosas pertenecían ya al pasado, y era preciso salvarme a toda costa.

Miró en torno suyo, y al cruzarse su mirada con la de Elk movió tristemente la cabeza.

—No tuve más remedio, Elk. Lo siento en el alma. A cualquier persona habría yo lastimado antes que a usted.

Con gran sorpresa de Mason, el sargento le hizo una mueca amistosa, y le contestó muy gallarda mente:

—De recibir una caricia de alguien, yo prefiere que haya sido de usted.

—También usted era para mí un hombre peligroso —prosiguió Marford, sonriente—; pero no había medio de ofrecerle, como a Rudd, un whisky con soda y unas gotas de anestésico. Justamente lo indispensable para que estuviese bajo sus efectos unos minutos. Después de eso me limité a darle un soporífero y a llevarlo al garaje. Algo más tarde tuve el temor de que me hubiese descubierto, porque empezó a quejarse. Usted le oyó, probablemente; creo que me hizo usted una referencia.

Al decir estas palabras se dirigía al reportero, y Miguel recordó el gemido que oyó cuando atravesaba, en plena oscuridad, el Pasadizo de la Horca.

—Hay algo más que me trae preocupado. ¿Cómo está el viejo Gregory? Temo que esto le afecte gravemente.

Hablaba con soltura, pero arrastrando un poco la voz. Era la primera vez que Mason advertía en el doctor un impedimento en la expresión que le hacía cecear ligeramente.

—Tengo gran interés que me tome declaración ahora.

Mason asintió:

—Tengo que prevenirle, doctor Marford… Supongo que lo es usted efectivamente.

Marford inclinó la cabeza.

—Sí, tengo el título en toda regla. Ponga a mi cuenta todos los cargos que quiera, menos el de curanderismo. Puede usted cerciorarse de ello visitando mi clínica, en la que encontrará mis diplomas.

Mason continuó por pura fórmula:

—He de prevenirle de que de todo lo que usted declare ahora puede levantarse acta, que figurará en la vista de la causa.

—Me doy perfecta cuenta de ello —contestó Marford.

Volvió la vista hacia su esposa; ésta se había acercado más a él; en sus negros ojos brillaba una llamarada de odio; su boca, de líneas duras, estaba exangüe.

—Le ahorcarán a usted por esto, Tommy —balbució—. ¡Oh Dios, y cómo me alegro de que te ahorquen!

—¿Qué más da? —replicó Marford fríamente; y volviéndole la espalda, siguió a Mason al despacho del inspector.

—¡Qué mujer más cariñosa! —dijo como único comentario al arrebato de su mujer—. La lealtad que conserva a su desgraciado amigo es casi conmovedora… La lealtad siempre lo es. Yo no puedo pensar sin dolor en el pobre Gregory Wicks.

Sus palabras eran sinceras: Mason no dudó de ello ni un momento. En su voz no había rastro de cinismo. Marford sería cualquier cosa, menos hipócrita.

El inspector jefe le ofreció un vaso de agua, que rehusó. Se sentó a un lado de la mesa escritorio, pidiendo únicamente que abriesen una ventana, porque la atmósfera de la habitación era poco agradable, debido al excesivo número de personas. Luego refirió todo. No rehusó los cigarrillos que le ofrecieron sucesivamente; pero mientras duró su narración, apenas de cuando en cuando los acercó a los labios, limitándose a conservarlos entre sus dedos.

—Cuando usted guste —dijo, dirigiéndose a Shale que abrió su block de notas, probó su estilográfica y asintió con la cabeza.

Capitulo XIX

Marford empezó así:

—Se suele buscar, generalmente, un principio adecuado para esta clase de narraciones, y tan bien, generalmente, suele consistir ese principio e la enumeración de las virtudes y en la descripción de las admirables cualidades domésticas del padre y de la madre del narrador. No tengo intención de seguir esta costumbre, y ello por muchísima razones.

Mi hermano y yo quedamos huérfanos a una edad muy temprana. Yo asistía a las clases de una escuela preparatoria cuando Walter embarcó pare Australia a probar fortuna. Era un muchacho muy razonable y el mejor de los hermanos que pudiera desear cualquiera. El escaso dinero que nos proporcionó la venta del consultorio de mi padre (no he dicho que era médico) lo puso en manos de un abogado para que atendiese con él a mis estudios. Poco después de su llegada a Australia encontró trabajo, y la mitad de su salario venía a parar todos los meses a manos del abogado.

Ignoro cuándo empezó su carrera criminal; sólo sé que yo tendría alrededor de quince años cuando recibí carta suya, indicándome que dirigiese en adelante todas las mías a nombre de Walter Furze. Residía entonces en Perth (Australia-Oeste). Su nombre completo era Walter Furze Marford.

Yo lo hice, como es natural, tal como él me lo pedía, y pronto empezaron a ser mucho más considerables los envíos mensuales de dinero que recibía el abogado. Bien a punto vinieron, porque yo había vivido hasta entonces sin dinero en el bolsillo y mi indumentaria era la befa de toda la clase.

Por entonces estaba yo en una escuela superior o como en Inglaterra se dice, en una escuela pública, cuyo nombre me guardaré de mencionar, por no parecerme a todos los alumnos de las escuelas públicas, que se muestran mezquinamente orgullosos cada uno de la suya. Un día vino a verme el abogado de mi hermano. Le contesté que hacía cuatro meses que no tenía carta suya. Contestóme que él se encontraba en igual caso, pero que antes de suspender su correspondencia le había hecho una remesa de mil libras y que todas las cartas en que el abogado le preguntaba el destino que había de dar a aquel dinero habían quedado sin contestación. Esto, como es natural, me alarmó bastante, porque sentía un profundo cariño por Walter y porque me daba cuenta, conforme iba creciendo, de todo lo que había hecho él por mí. Decidimos que ingresase yo en un hospital y que siguiese la profesión de mi padre, lo que sólo era posible gracias al dinero que enviaba mi hermano.

El misterio del silencio de Walter quedó explicado cuando llegó a mis manos, por caminos indirectos, una carta que él había enviado a un amigo suyo y que éste me retransmitió. Estaba escrita en papel azul; casi me desmayé cuando leí el membrete de una prisión de Australia.

Pero aquello era la verdad: Walter no me ocultaba nada en su carta, aunque debo hacer constar en su elogio que no demostraba ninguna inclinación al arrepentimiento. Le habían arrestado después de un asalto a un Banco; él y su cuadrilla habían escapado con cerca de veinte mil libras Me pedía que procurase pensar de él todo lo mejor que pudiese y me advertía que, temeroso de que las autoridades descubriesen mi pista y fuese yo a enterarme de la historia de su caída por boca de alguna persona extraña, me lo contaba todo él mismo.

Quiero decir la verdad. Pasado el primer momento de estupor y disgusto, aquella revelación no me causó horror. Walter había tenido siempre un carácter aventurero, y yo estaba en una edad en que basta una pincelada de romanticismo para transformar, exagerando sus rasgos, ciertas clases pintorescas de crímenes en hazañas dignas de un paladín. La reacción de mi temperamento me llevó a sentir un amor cada vez mayor hacia el hombre que tales sacrificios había hecho y tales riesgos había corrido para que su hermano se preparase para una profesión noble.

Le glorifiqué por encima de todos los demás hombres y todavía le conservo en ese pedestal. A no haber sido por la carga que mi educación y mi sustento representaban para él, podría haber vivido honradamente, y aunque él nunca me lo haya confesado, estoy seguro de que el culpable de que Walter entrase por la senda del crimen fui yo, sólo yo.

Mi contestación a su carta debió de ser bastante disparatada y contendría párrafos de adoración al héroe, porque apenas salió de la cárcel me contestó con bastante dureza; declaraba que no había nada digno de ser admirado en su conducta y que preferiría verme muerto antes que consentir que yo siguiese su camino.

Trabajé como un desesperado en el hospital, dispuesto a justificar su sacrificio, si realmente había justificación para él. De tiempo en tiempo recibía cartas suyas, unas de Melbourne, otra vez de Brisbane y varias de una población de Nueva Gales del Sur, cuyo nombre no recuerdo en este momento. Parecía que seguía el camino recto, porque sus cartas se sucedían con regularidad; me decía que tenía el proyecto de comprar una granja, que había adquirido ya una casa y unos centenares de acres, con la esperanza de agrandar la explotación mediante la compra de otras extensiones de terreno.

En esta carta vi por primera vez el nombre de Donald Bateman. Me decía que había entablado relación con un granuja muy inteligente, que había estado a punto de hacerle caer en sus redes en un negocio de tierras; pero que un amigo de los dos, que había estado en la cárcel con Walter, los había presentado el uno al otro; que Bateman se había disculpado y se habían hecho amigos íntimos.

En apariencia, Bateman ganaba el dinero haciendo que los inocentes compradores de tierras le entregasen dinero en depósito para la compra de terrenos que sólo existían en su imaginación. Pero, al margen de todo esto, se dedicaba un poco a otros negocios sucios y era el hombre mejor informado de Australia en una especialidad… las cajas fuertes y los depósitos de los Bancos. No se dedicaba él en persona a asaltar Bancos, pero suministraba datos exactos a las diferentes cuadrillas, dándoles facilidades para operar con el mínimo de riesgo. Generalmente, llevaba su parte en lo ganado, quiero decir…

—Ya comprendo lo que quiere decir —exclamó Mason.

Y Marford prosiguió su declaración:

—Así que pasé mi examen de reválida, me pidió Walter que fuese a pasar con él seis meses en Australia para decidir nuestros planes para el futuro Me preguntó si tendría inconveniente en adoptar el nombre de Purze, que él se las compondría parí sacarme el pasaporte y el pasaje a dicho nombre. Lo único desagradable que había en todo ello es que mis exámenes terminaban en un viernes: tenía que embarcar para Australia al día siguiente, sábado; de manera que sólo por carta podía enterarme del resultado de aquéllos. Arreglé, sin embargo, con el gerente del Banco en el que tenía mi cuenta corriente el envío de los diplomas al mismo Banco y que él me los reexpidiese a una dirección que me había facilitado mi hermano Tuve que inventar una historia de familia para explicar al gerente el porqué de emplear yo en Australia el nombre de Furze. El gerente pareció quedar satisfecho.

El trabajo era cada día mayor y más duro en el hospital. Llegaron los últimos días de los exámenes, y en un viernes entregué mis últimos ejercicios escritos. Lo hice con sentimiento de cordial alivio. Aunque los resultados no se darían a conocer hasta pasadas algunas semanas, yo tenía la casi seguridad de que sería aprobado, con excepción, tal vez, de una materia. En realidad, obtuve mis mejores notas justamente en la asignatura en que yo casi creí haber fracasado…

A la mañana siguiente, feliz como un niño, me hice conducir a St. Pancras and Tibury, y el sábado, por la tarde, navegaba en un vapor por el Canal, rumbo al Sur. Era tal mi excitación, que no sabía ni lo que me hacía.

El vapor llevaba el pasaje completo. Yo viajaba en segunda, porque, aunque mi hermano había enviado el importe de un pasaje de primera, quise yo ahorrarle todo el dinero que me fuese posible. Además, los camarotes de segunda de los barcos de la P. & O. son sumamente confortables.

El barco en que yo iba se hallaba atestado de pasajeros; la mayoría llevaban viaje a la India; pero bastantes se dirigían a Colombo. Transbordaron en Port Said o Suez los que se dirigían a la India (no recuerdo fijamente en cuál de los dos puntos). Ahora que estábamos holgados en el comedor y que teníamos espacio abundante para pasear sobre cubierta, los compañeros de viaje empezamos a fijamos unos en otros.

Yo había visto a Lorna Weston el mismo día que partimos de Inglaterra; pero no trabé conversación con ella hasta el día que atravesábamos el canal de Suez, y entonces nuestra conversación se limitó a unas palabras acerca del paisaje que se divisaba.

En Colombo, donde bajamos a tierra los dos, fue donde acabé de relacionarme con ella. Era muy bonita y vivaracha, y según lo que ella me dijo, se dirigía a Australia para ocupar un puesto de institutriz de unos niños. Volviendo la vista hacia atrás, me doy cuenta ahora de que si yo hubiese tenido mayor experiencia de la vida, hubiera comprendido que Lorna era demasiado joven para desempeñar tal cargo y hubiera adivinado lo que supe más tarde: que Lorna iba allí para dedicarse a una vida fácil.

Poco fue lo que yo le dije acerca de mí, salvo que estudiaba Medicina; pero a ella, ignoro por qué razón, se le metió en la cabeza que yo era un joven rico o que tenía parientes ricos. Tal vez sacó esta consecuencia del hecho de viajar yo en segunda por capricho mío, o tal vez porque vio que tenía en mi poder una fuerte suma de dinero (llevaba encima unas doscientas libras en billetes, producto de lo que ahorraba de la mensualidad que me pasaba mi hermano). Se me había ocurrido la estúpida idea que serviría de gran satisfacción a Walter el ver que yo le devolvía esta cantidad de dinero, que a mí me parecía fabulosa, economizada del que tan generosamente me había enviado él.

Si ustedes han viajado alguna vez a bordo de un barco sabrán que una amistad corriente entre un joven y una joven se transforma allí en pocos días en pasión devoradora. No habríamos navegado cinco días desde nuestra salida de Colombo, y si Lorna me hubiese pedido que me tirase por la borda al mar, yo la habría obedecido. Sentía adoración por ella. Yo la amaba, ella me amaba. Nos lo decíamos el uno al otro. Yo no me quejo de ella, ni quiero hacerle ningún cargo. No saldrá de mis labios una sola palabra que pueda hacer su vida más difícil, salvo que no tendré más remedio que explicar las razones de vivir ella en Tidal Basin.

Ella sólo ha querido a un hombre en su vida, y este hombre era Bateman. Lo digo sin amargura y sin rencor. Se enamoró probablemente del peor individuo que ha conocido y está destinada a conocer. No hará falta que yo les explique lo que sucedió en el resto del viaje. Yo pasaba por momentos de exaltación, de desesperación, de resoluciones heroicas y de terrible abatimiento. Me preguntaba qué es lo que diría Walter cuando yo le informase de que me había comprometido con una mujer que era para mí completamente desconocida al embarcar, estando yo en el comienzo mismo de mi carrera y sin medios para ganar un solo peñique.

Vino al muelle a esperarme y yo le presenté a Lorna; pero no le hablé de mis intenciones hasta que estuvimos en el hotel en que él se alojaba y en el que me había hecho reservar una habitación. Con gran sorpresa mía, a Walter le pareció muy bien.

—Eres muy joven, Tommy; pero es posible que sea un beneficio para ti. De haberme yo casado, tal vez no habría cometido tantas locuras. Sin embargo, ¿no te parece que podríais esperar un año?

Yo le expliqué la existencia de motivos ineludibles que nos forzaban a contraer el vínculo legal casi inmediatamente, y vi que se ponía serio.

—Eso te lo habrá dicho ella, pero tal vez esté equivocada.

Pero como yo no estaba dispuesto a discutir aquel asunto, Walter acabó por acceder.

—Estoy atravesando momentos bastante difíciles —dijo—; me he metido en algunas especulaciones de Bolsa y he perdido, además, fuertes sumas en las carreras de caballos. Pero las cosas cambiarán muy pronto y recibirás el mejor regalo de boda que se pueda comprar con dinero.

La casualidad me hizo descubrir la mala situación financiera en que se encontraba. Había tenido que vender su pequeña propiedad y estaba por el momento sin trabajo. Como era natural, la estancia en la cárcel le había puesto en contacto con toda clase de individuos indeseables; pero se había resistido a sus invitaciones y había seguido el camino recto.

Walter no era de un carácter entero. Estudiándole desapasionadamente, hay que reconocer que era débil, porque seguía indefectiblemente la ruta más fácil. Pero tenía el corazón de una madre y no puedo evitar la sospecha de que si reincidió en sus antiguas costumbres lo hizo por atender a mis necesidades. En realidad, tengo la certeza de ello. El regalo de boda que me hizo fueron quinientas libras esterlinas. No me alegró el regalo, porque había sabido por los periódicos que el día anterior había sido asaltado un Banco en una aldea y que los asaltantes se habían llevado una cantidad considerable de dinero. Hasta llegué a echádselo en cara, cosa que le hizo reír.

Pocos días después de la boda tomé una resolución. Dejé a Loma en el hotel y fui en busca de Walter. Lo hallé en un restaurante, en el que había también un bar, y allí fue donde me encontré por primera vez con Bateman. Apenas se despidió éste, aproveché la ocasión para plantearle mi proposición, que consistía, ni más ni menos, que en compartir una parte de los peligros que él corría.

—¡Tú estás loco! —me dijo cuando acabé yo de soltar lo que llevaba en mi cabeza.

Creo que, en efecto, lo estaba. Pero si yo fuese a analizar ahora, con toda la experiencia que poseo, los móviles, que me impulsaban, afirmaría que eran más que estúpidamente quijotescos. Walter no quiso ni oír hablar del asunto, pero yo Insistí.

—Hace años que te lo juegas todo por mí. Has estado en presidio, y cada vez que te lanzas a una de esas aventuras corres el peligro de que te maten. Deja que yo tome una pequeña parte en tus riesgos.

En aquel momento regresó Bateman y me di cuenta de que poseía toda la confianza de Walter. Yo me ingenié para plantear a Bateman aquel asunto en forma de hipótesis, sin descubrirle que se trataba de Walter y de mí; pero mis precauciones resultaron infructuosas, porque él lo comprendió todo en seguida.

—Y ¿por qué no, Walter? Siempre sería eso mejor que el dar entrada en el negocio a esos papanatas de Glayling o al holandés. Además, que su hermano es un caballerito y nadie se imaginaría que pertenece a una banda de maleantes.

Walter estaba furioso, pero su furia no duró mucho tiempo; ya he dicho que era un hombre débil, aunque no le recrimino, porque creo que si hubiese insistido en rechazar mi proposición me habría lanzado yo a una aventura y habría asaltado un Banco por pura fanfarronería.

Fuimos los tres a mi hotel, y yo presenté Bateman a mi mujer. En aquel entonces era un mozo bien parecido y tenía un gran partido con las mujeres; cuanto menos valían, mayor era la fascinación que sobre ellas parecía ejercer. Aunque yo era solamente un muchacho, me di cuenta en seguida de la tremenda atracción que había ejercido en Lorna. Fui al día siguiente a cambiar impresiones con Walter, y cuando regresé pude comprobar que Bateman había almorzado con ella. De allí en adelante no se separaban el uno del otro. Yo no sentí celos; pasada mi primera embriaguez, caí en seguida en la cuenta de que había sufrido un espantoso error.

Naturalmente, yo no quería crearme complicaciones con Bateman, de quien ya sabía que estaba casado y que había dejado abandonada a su mujer en Inglaterra. Y ya que estoy en ello, diré que estaba ya casado cuando conoció a la actual señora Landor y contrajo matrimonio con ella; me refiero a una señora que vino a mí clínica poco antes de matar yo a Bateman; confesándome, con gran asombro mío…; pero esto puede quedar para después…

Walter acabó por acceder a que yo tomase parte con él en el desvalijamiento de un Banco rural, que manejaba una fuerte cantidad de papel moneda, especialmente el día último de la semana. El trabajo tema que realizarse a dos manos, como nosotros decimos, y como siempre, Bateman no tomaba parte en el asalto mismo, encargándose solamente de espiar el terreno y de proporcionarnos toda clase de datos acerca del movimiento y costumbres del personal. De algún modo, que yo no he descubierto nunca, Bateman averiguaba, casi sin equivocarse en una libra, la cifra exacta del dinero contante que la sucursal de un Banco tenía en caja habitualmente.

El Banco en cuestión estaba en una pequeña población situada a sesenta y cinco millas de Melbourne, y Walter y yo nos trasladamos allí durante la noche en un «auto» y permanecimos hasta la madrugada con un amigo de Bateman. Como es natural, yo sentía una verdadera fiebre y porfiaba por llevar una pistola. Pero Walter se negó terminantemente. Nunca llevaba armas de fuego y sólo usaba una pistola imitación… Nunca he olvidado esta enseñanza suya.

—O tienes intención de matar o no la tienes —decía Walter—. Si sólo te lanzas a robar, una pistola imitación te sirve tan bien como una automática. Lo que cuenta en tales casos es su poder de persuasión y de intimidación.

Era un hombre de ideas extraordinarias y censuraba duramente a los criminales que recurrían al empleo de armas de fuego.

—La obligación de todo empleado de un Banco es defender los bienes de éste, y el matarle constituye una cobardía —solía decir—. La obligación de un agente de Policía es arrestar al ladrón, y si tú disparas contra él, eres un canalla. Pero no tenía ningún género de simpatía por la Policía, ni ésta le inspiraba confianza, y antes de salir a dar el golpe exigió que yo me cosiese los bolsillos con un grueso bramante.

—Todo lo que necesitas es un pañuelo, y ése puedes llevarlo en la manga —me dijo.

No comprendí el porqué de esta precaución hasta que me explicó que uno de los procedimientos bastante corrientes de la Policía cuando cogía preso a alguien era el de deslizar en alguno de sus bolsillos una pistola, para que su condena fuese más larga. Ignoro si esto es así. Pudiera ser una de tantas leyendas como inventan los maleantes y en las que acaban por creer.

Llevábamos nuestras falsas pistolas en el cinturón, oculto debajo del chaleco. Todos los detalles de nuestro asalto al Banco los tiene usted en, un pequeño álbum que encontrará en mi dormitorio. Tuvo un éxito completo. Hicimos irrupción en el Banco en el minuto exacto que habíamos calculado, cubierta la cara con máscaras blancas; yo contuve al cajero y a su ayudante con mi falsa pistola, mientras Walter pasaba al otro lado del mostrador, abría la puerta de la caja de seguridad, que tenía ya descorridos los cerrojos, y sacó de ella tres paquetes de billetes.

Antes que los policías despertasen de la siesta nos encontrábamos ya fuera de la población.

Regresamos a Melbourne dando un gran rodeo, y yo aseguro que no había nadie en la ciudad capaz de reconocer en nosotros a los asaltantes ni en identificarnos por ningún detalle. Los periódicos que aparecieron en Melbourne aquella tarde contenían relatos detallados del atraco y anunciaban que el Banco de Australia ofrecía una recompensa de cinco mil libras esterlinas al que detuviese a los ladrones; completaba este ofrecimiento un comunicado del Gobierno, en el que se prometía no sería molestada la persona que delatase a autores del hecho, aunque fuese cómplice o encubridora, otorgándose al que tal hiciese una completa amnistía. Estos anuncios produjeron un desconcierto a Walter. Conocía mejor que yo a Donald Bateman.

—¡Si puede obtener las dos cosas, la recompensa y el perdón, estamos fritos! —exclamó.

Preguntó por teléfono a las oficinas del periódico, y cuando le contestaron que el delator recibiría la recompensa, fuese o no fuese cómplice, Walter se puso lívido y me dijo:

—Vete en busca de tu mujer, Tommy. Tenemos que eclipsarnos a toda prisa. Esta tarde sale vapor para San Francisco. Podríamos ir en él. Veré al mayordomo y sacaré pasajes de clase distinta. Fui al hotel, pero Lorna había salido; el conserje me dijo que había ido a las carreras con Bateman, y yo volví a contárselo a Walter. Éste flexionó y dijo: —Es posible que no vea el anuncio hasta la salida de las carreras. Es la única posibilidad tenemos de salvación. Lo mejor sería que le dejes una nota y algún dinero. Dile que ya le comunicarás dónde ha de reunirse contigo.

De vuelta al hotel puse en la maleta algunas ropas y le escribí unas líneas. La primera persona quien vi cuando salí del ascensor al vestíbulo fue a Jack Riley el Grande, jefe de la Policía de investigaciones de Melbourne. Le conocía únicamente porque me lo habían señalado como persona de que debía huir. A propósito de él (ha muerto ya pobre), era una buena persona. Adiviné todo que iba a suceder cuando se acercó a mí; tomó maleta y sé la entregó a otra persona.

—Lo mejor sería que abonase usted la cuenta del hotel, Tommy —me dijo—. Esto nos ahorraría un sinfín de molestias a todos.

Me acompañó a la caja, saldé mi nota y me llevó hasta un «taxi», que nos condujo a la Comisaría. La primera persona que vi al llegar fue a mi hermano Walter. Le habían prendido poco después de separarme de él, y supe que me habían seguido a mí hasta el hotel y esperaron únicamente a que tuviese hecha la maleta para proceder a mi arresto. Una de las características de Riley era esta costumbre de hacer que la gente de mal vivir pagase la cuenta del hotel antes de efectuar la detención. Decían que lo hacía porque su esposa era propietaria de tres hoteles en Melbourne; pero esto parece otra fantasía.

La Policía encontró una gran parte del dinero, aunque no toda, porque mi hermano había puesto a buen recaudo cuatro mil libras y había pagado dos mil a Bateman, suma que éste devolvió cuando supo que iba a cobrar cinco mil de premio.

El delator había sido Bateman, desde luego. No había ido a las carreras, y cuando a nosotros nos llevaron a la. Comisaría se hallaba él en otra habitación, saliendo de ella para identificarnos. Walter no dijo nada: ni siquiera le miró. Era tal su decaimiento y estaba tan completamente abatido, que yo creo que debió de tener como una intuición de que aquél era su último día de libertad. Pero mis miradas se cruzaron con las de Bateman, y ellas le dijeron que algún día saldaríamos cuentas. Pero temo que esto se vaya convirtiendo en un pequeño melodrama.

De la sustanciación del proceso, poco o nada hay que decir: Walter a ocho años y yo a tres. No volví a ver a mi hermano desde que salimos de las celdas hasta un día en que me llevaron al hospital de la prisión, donde se hallaba agonizando. Estaba ya tan acabado que no me reconoció. También estaba allí Riley; su presencia tenía por objeto averiguar dónde estaban escondidas las cuatro mil libras. Mientras estaba yo esperando para que me condujesen de regreso, se acercó y me dijo que si yo le decía dónde estaba escondido el dinero, se comprometía a conseguir que me indultasen un año de condena. Era tal mi aflicción en aquel momento que estuve a punto de decírselo; pero lo pensé mejor y sólo le confesé la mitad de la verdad.

Había colocado dos mil libras en un sitio y dos mil en otro. No hace falta que les diga dónde; uno de los sitios era un Banco muy respetable. Le di datos respecto a las dos mil libras más difíciles de recuperar, y creo que fue y dio con ellas, porque antes que se cumpliese una semana se recibió la orden de ponerme en libertad. Riley no faltaba nunca a su palabra.

Anduve rodando durante un mes por Melbourne. No tenía que preocuparme de Lorna; sabía yo que se había marchado (siempre hay modo de que lleguen las noticias a la cárcel) y que Bateman había partido en su compañía. No lo lamentaba, ni mucho menos. Estaba seguro de que, tarde o temprano, habíamos de encontrarnos. Es una cosa sorprendente cómo no me he apartado jamás del consejo de Walter. En mi vida he llevado encima una pistola, y ni aun en los momentos de más rabioso deseo de venganza he pensado en comprar una.

La Policía me dejó tranquilo cuando salí de la cárcel. Es posible que Riley sospechase que había aún algún dinero por recoger; pero no parece que esto le preocupase. Me había hecho enviar todas mis cartas a una determinada dirección de Melbourne; cuando fui a recogerlas me encontré con una docena de facturas antiguas, recibos, cartas; de amigos del hospital y un sobre muy grande.

Mientras estuve en la cárcel pensé de cuando en cuando cuál había sido el resultado de mis exámenes; pero al cabo de algún tiempo perdí todo interés en este asunto. Me parecía que para mí había acabado toda carrera honorable. Me eliminarían del Registro médico a causa de mi condena, y allí acabaría mi doctorado. No me daba cuenta de que las autoridades australianas no sabían nada de Marford; sólo conocían a Tommy Furze; y sólo cuando abrí el sobre y saqué el diploma, extendido en un grueso pergamino, se me apareció toda la verdad. En Inglaterra era yo el doctor Marford, un médico con todos sus papeles en regla. Podía abrir consulta inmediatamente. Se abría ante mí una perspectiva nueva y maravillosa, porque yo tomaba el trabajo con suma vehemencia y había resuelto especializarme en las enfermedades de los niños.

Cobré las dos mil libras, y después de dejar pasar un espacio de tiempo razonable embarqué para Inglaterra, sacando pasaje de tercera hasta Colombo y pasando a primera clase al llegar a dicho puerto. La atmósfera de popa era irrespirable y yo podía permitirme algo más de comodidad. Desembarqué en Egipto; quería cortar por completo toda relación con Australia, quebrar los vínculos de amistad creados en el barco con personas que pudieran conocer, tal vez, quién era yo y cuál era mi pasado. En El Cairo presenté mis documentos al ministro de Inglaterra y obtuve un nuevo pasaporte en lugar del que se me había extraviado (ésa fue la excusa que di), y seguí viaje por Italia y Suiza, llegando a Londres a fines de septiembre.

Llevaba el propósito de comprar una titular y apenas en Londres visité a un agente, que prometió facilitarme todo; me aseguró que disponía de lo que a mí me hacía falta, pero que me perjudicó en vez de ayudarme, porque o bien me propuso plazas que yo no tenía bastante dinero para comprar, o bien se empeñaba en colocarme titulares de pequeñas poblaciones, en las que yo estaba seguro que no duraría mucho. La gente del campo tiene una considerable cantidad de prejuicios en cuestiones de medicina y no se confía a médicos que no han llegado a tener barba blanca y miopes.

Decidí, pues, crear un consultorio propio en Londres. Me quedaban mil quinientas libras. Siguiendo un plan de estricta economía, podía vivir cinco años, aunque no me cayese un solo cliente, y años si llevaba a la práctica mi gran proyecto fundar, una clínica de actinoterapia para niños. Toda la vida he sentido gran entusiasmo por especialidad de médico de niños. Siento adoración por los niños, y si Donald Bateman y mi mujer no hubiesen venido a interrumpir el desarrollo mi obra, hubiese inaugurado antes de pocos años un instituto gigantesco, cuya construcción habría costado veinte mil libras y diez mil su sostenimiento anual. No tenía otra ambición que la de poder ser útil a los niños enfermitos.

Todos ustedes saben que abrí una clínica en Endley Street, poniendo la tarifa de consultas más barata que se ha conocido. Los enfermos acudían abundancia desde el principio. Pertenecían a clase más pobre y había que rebajarles diecinueve chelines por cada libra esterlina; pero era una tarea del mayor interés, y en un arranque de entusiasmo me decidí a establecer mi primer consultorio al final de la misma calle. Calculé que viviendo yo con la más estricta economía podía hacerlo con los ingresos de mi clínica y que el dinero que tenía ahorrado alcanzaría para mantener abierto el consultorio durante un par de años.

Pero todo se derrumbó un día. Penetró en mi cuarto de consulta una mujer. Yo estaba en mi mesa escritorio escribiendo la receta de un enfermo, al que acababa de examinar hacía unos momentos. Vi que tomaba asiento, sin que yo interrumpiese mi trabajo.

—¿Qué desea usted, señora?, —dije alzando la vista—, y mis ojos se encontraron con los de Lorna Marford; ¡mi mujer!

La había ya olvidado por completo. No exagero. Su imagen se había borrado de mi memoria como si jamás la hubiese conocido. También a Donald Bateman le tenía casi olvidado. En el primer momento casi no la reconocí; pero ella se sonrió y mi corazón sintió la opresión de una masa de plomo.

—¿Qué desea usted? —volví a preguntar.

Estaba pobremente vestida y su aspecto indicaba miseria. Estaba entonces hospedada en casa de una señora Albert, y según me dijo, hacía tres o cuatro semanas que no pagaba la renta.

—Quiero dinero —dijo fríamente.

—¿No vive ya un tal Bateman?, —dije yo.

Rompió a reír e hizo un gesto que me dio a entender que continuaba enamorada de él, pero que Bateman la había abandonado.

—Desapareció. Hace más de dos años que no nos hemos visto.

Luego me refirió la clase de vida que se había visto obligada a llevar y cómo había caído en aquel barrio miserable, empujada por la más aguda pobreza, lamenté su desgracia. Es a mí cosa fácil compadecerme de las mujeres. Pero me acordé bien que había participado del dinero de la traición y de que había ayudado probablemente a vendernos. Mientras estuve en la cárcel fui enterándome de un sinfín de pequeños detalles que daban color a esta posibilidad. Y venía a mi mente la imagen de Walter, agonizando en el hospital de la prisión, sin amigos, abandonado a su suerte triste.

—No sacará usted dinero de mí —dije—. Supongo que recibiría su parte en el premio.

Ella respondió sin inmutarse:

—Sí; recibí una parte. No tanta como hubiera debido corresponderme. Sin mí no habría encontrado nunca la Policía las máscaras blancas.

Su cinismo me dejó helado. Me levanté, fui hacía la puerta y exclamé, abriéndola de par en par:

—Puede retirarse.

Pero ella no se movió.

—Necesito cien libras —dijo—. ¡Estoy hastiada de esta pobreza!

Yo me quedé mirándola, sin poder articular palabra. Por fin, acerté a decir:

—Y suponiendo que yo dispusiese de cien lita esterlinas, ¿por qué habría de dárselas?

—Porque si usted no me da esas cien libras, iré diciendo a todos que es usted un expresidiario. Y cuando lo sepa la Policía, ¿qué será de usted doctor?

Desde aquel día me tuvo sometido a un continuo chantaje. A los tres meses el dinero que yo había puesto a un lado para el consultorio había quedado reducido a la mitad, y entre tanto había yo adquirido compromisos que ascendían al doble de es cantidad; había comprado lámparas, camas; había introducido modificaciones en el local y me había obligado a comprar el mismo en un plazo de cinco años.

De haber podido conseguir que se mudase de barrio, habría conseguido yo algún respiro. Pero aunque todas las semanas le pasaba yo una importante suma, suficiente para que pudiese vivir en el West End, ella se obstinaba, siempre que cambiaba de casa, en tomar otra dentro del mismo barrio y así gastaba en ello tanto como lo que yo ganaba en un año.

Yo no podía comprender esa obstinación en no querer ir a vivir fuera de allí. La solución de este enigma se me presentó un día súbitamente. Ella estaba convencida de que, más tarde o más temprano, habría de encontrarme yo con Donald Bateman y quería estar a mano para poder vigilar todos mis movimientos y prevenir al hombre, de quien estaba enamorada. Parece como si hubiera tenido una intuición. No lo sé; yo no entiendo psicología, los fenómenos mentales y psíquicos me son desconocidos.

A primera vista parece que la probabilidad que yo tenía de encontrarme con Bateman era de uno a un millón. Suponiendo que viniese a Londres, ¿era de imaginar que fuese a un sitio tan apartado como es Tidal Basin? Y sin embargo, se me habían presentado ya ciertas coincidencias extrañas. Cuando me establecí en el barrio, el primer doctor que conocí fue el doctor Rudd. Yo había oído hablar a Bateman del doctor Rudd. Éste era médico de la prisión de un condado, en la que Bateman había purgado dos años de trabajos forzados. En cuanto yo le vi, me acordé de su nombre y de la descripción que de él hacía Bateman. Es también posible que éste se encontrase en Londres con el doctor, aunque no puedo asegurarlo. Bateman odiaba a Rudd, que había sido el causante de que le aplicasen un suplemento de condena por haber simulado enfermedades cuando estaba en la cárcel. Más de una vez nos hizo de él un retrato, poco halagüeño, pero exacto; no tengo más remedio que reconocerlo.

Conforme iba creciendo mi ambición de tener una clínica modelo, crecían las obligaciones. Necesitaba dinero con urgencia. Por un lado, me ponía en graves aprietos la expansión que iba tomando mi experimento; por otro, las exigencias Lorna eran cada vez mayores, y no tenía más medio que atender a ellas.

No sé cómo brotó en mí la idea; creo que contemplando la patética desesperación del viejo Gregory Wicks al decirle yo que no podía volver a sacar su coche sin grave riesgo para él y para los demás. Estaba casi ciego y la aflicción que le acometió al pensar que tendría que devolver el carnet al cabo de cincuenta y cinco años me llegó al alma.

Un pensamiento trajo al otro, y cuando la idea se perfiló netamente en mi cerebro, me sentí excitado por las perspectivas que se abrían ante mí ¿No cuenta la leyenda que un bandolero antiguo desvalijaba a los ricos para socorrer a los pobres? Esto hubiera sido demasiado monótono para mí; pero, en cambió, me fascinaba la increíble idea de someter a una contribución a toda aquella gente rica que no se había dado por enterada de los llamamientos que yo había multicopiado y enviado luego por correo.

Creo que hasta que di principio a mis raids no fui completamente feliz. Tracé minuciosamente los planes de todo, pasé noches en el West End observando, tomando tiempo y preparando mi primer golpe. Inventé, para consuelo de Gregory Wicks, la historia de un fingido expresidiario, que no tenía manera de conseguir un permiso para conducir «autos», aunque era un chofer muy práctico y prudente. Alquilé para él una habitación en casa de Gregory, y el viejo quedó encantado. No es cierto que autorizase a otra persona a sacar su coche. El pobre viejo amigo tiene una colosal vanidad en todo lo que atañe a su propia persona, y se dejó seducir por la idea que otra persona adoptase un parecido físico con él y saliese por las calles en busca de viajes, de forma que todo el mundo lo tomase por él, manteniendo vivo el recuerdo de su taciturnidad y de su resistencia para el trabajo. Una sola condición impuso: ésta fue la de jurar solemnemente que devolvería cualquier objeto de valor que encontrase dentro del coche. Experimentaba un orgullo inmoderado de su propio historial.

El primer raid resultó de una sencillez ridícula. Conduje el taxímetro a las cercanías de un restaurante, a cuyas cenas sólo concurre gente elegante, y penetrando resueltamente en el vestíbulo, di el alto a la gente del salón, valiéndome de una pistola imitación, retirándome con las joyas de una señora gruesa y colorada. No me arrepiento de ello. Probablemente no por ello pasó hambre la despojada, porque le dejé encima otras alhajas de brillantes que no valdrían menos de diez mil libras esterlinas.

El mundo del delito me había otorgado su confianza. Conocí en Amberes a un intermediario que daba salida a los artículos robados, y en Birmingham a otro, los que me compraron las piedras preciosas. El primer golpe me proporcionó dinero suficiente para equipar de nuevo por completo mi clínica y para abrir mi dispensario de convalecientes en Eastbourne.

Pero no había contado con Lorna, que leyó un relato del atraco y que, sin que yo cayese en la cuenta de ello, me había visto regresar. Vino al día siguiente y me exigió su parte. Tuve que darle cerca de mil libras esterlinas. Si yo no hubiese sido un poco filósofo, hubiese sentido por ella un verdadero odio. Me resultaba más sencillo hacer como que no existía.

El segundo y el tercer golpe resultaran tan fructuosos como el primero. Pagué a Lorna su parte. Ella y sus elegantes vestidos vinieron a ser la comidilla de la vecindad. Realizaba excursiones en automóviles alquilados y vivía con un lujo que, probablemente, no había conocido nunca.

Si alguna vez he sentido algún escrúpulo acerca de mi conducta, ha nacido de mis relaciones con una joven cuyo nombre no he de mencionar. Muy pocas son las veces que he hablado con ella. Su persona ha sido para mí como un sueño; su dulzura y su pureza resaltaban más al contrastarlas con el carácter de mi mujer.

Nada había, sabido de Bateman. Estaba yo muy lejos de pensar que se encontrase en Inglaterra, que se hubiese encontrado casualmente con Lorna en el West End y que ella le hubiese invitado a visitarla en su casa. La primera mención que tuve de él la recibí anoche de una mujer que vino a mi clínica en la creencia de que su marido había intervenido en una riña, matando a su contrincante. Se hallaba en un estado de histerismo y bajo su influencia, me hizo la confesión de que estaba siendo víctima de un chantaje y que el que lo hacía era un tal ¡Donald Bateman! Cuando oí este nombre me pareció que las paredes de la habitación giraban en torno mío. Bateman estaba en Inglaterra… ¡Se hallaba en este mismo barrio! Imagínense ustedes cuál sería el infierno qué se suscitó dentro de mí.

Mi visitante se calmó cuando yo le expliqué que la pelea había sido entre dos peones de los diques, con lo cual se despidió de mí dejándome sumido en una especie de delirio. Me sentía incapaz de pensar ordenadamente. Todo el viejo odio al delator resurgía en mí. Veía, como si realmente las tuviera delante de los ojos, las angustiadas facciones de mi hermano en la agonía. Parecía como si éste retornase a la vida para echarme en cara el haberle borrado de mi recuerdo. Sin embargo, un destello de sano juicio que en mí quedaba, me hacía comprender la imposibilidad de hacer nada, las pocas probabilidades que había que yo me encontrase con Bateman. ¿Podía yo pasearme por las calles de Londres en busca de aquel canalla? Le reconocería en seguida, claro está; tenía debajo de la barba la cicatriz de una cuchillada… Se la dio en Australia una mujer. Cuando yo llegué a Melbourne se le acababa de cerrar la herida.

Estaba sumido aún en estos pensamientos, después de marcharse la señora Landor, cuando oí ruido de voces al otro lado de la calle. La lluvia había ahuyentado a los grupos y Endley Street estaba desierta. Una mujer atravesó corriendo la calle y se acercó a un hombre que estaba vestido de etiqueta. Parecía que éste había dejado olvidado algo en casa. Yo sabía que Bateman padecía de angina de pecho y llevaba siempre consigo una cápsula de butilo amoniacal para usarlo en caso de ataque.

Era, por lo visto, lo que había olvidado en el piso de Lorna. Le oí darle las gracias. Entonces vi cómo los dos se volvían hacia mí y tuve la certeza de que le estaba diciendo quién era yo. Sospechaba él que también yo le había identificado. Él la hizo volver y no se movió hasta que se perdió de vista; entonces empezó a caminar lentamente, y ya me preparaba yo a ir tras él cuando vi que otro hombre se le acercaba, oí como cambiaban entre ellos algunas palabras y acto continuo uno de ellos, que era Landor, soltó con todas sus fuerzas una bofetada y Donald Bateman cayó al suelo. Era un individuo que recurría a toda clase de fullerías, y uno de sus recursos en la lucha era fingir un knock-out. Era un medio de salvarse de recibir mayor castigo. La estratagema resultó bien con Landor, porque éste, al cabo unos momentos, se alejó rápidamente y le perdí vista.

Yo estaba todavía indeciso sobre lo que debía hacer. Sabía que el agente de Policía Hartford hacía su ronda; vi brillar su casco cuando pasó debajo de un reverbero lejano. Nada podía yo intentar en ese momento.

Entonces se alzó del suelo Bateman, se limpió la ropa y empezó a andar por el mismo camino que traía Hartford. Pude ver cómo los dos hablaban y cómo Hartford siguió su camino. Se aleje muy poco; en el mismo instante que Hartford daba medía vuelta, caía al suelo Donald Bateman como herido de un balazo.

Me di perfecta cuenta de lo que ocurría: le había acometido un ataque de corazón. El instinto profesional me empujaba a acudir en socorro del accidentado; pero en aquel mismo momento cruzó la calle una sombra y se inclinó sobre el hombre que estaba en el suelo… Hartford lo vio y volvió sobre lo andado acelerando el paso. Yo le seguí. Al acercarme por medio de la calle vi algo en el suelo. Era la cadena rota de un llavero, y éste tenía un manojo de llaves. Lo recogí y me lo eché al bolsillo. El sujeto que estaba registrando los bolsillos de Bateman era un conocido ratero del barrio, llamado Lamborn. También él se dio cuenta que el policía se acercaba y echó a correr; pero antes que anduviese mucho ya Hartford le había echado el guante.

Mientras luchaban me acerqué yo. Por el suelo, junto al hombre odiado, descubrí la vaina de un cuchillo. Sin duda alguna, se le había caído del bolsillo. Tenía que tomar una decisión fulminante. Allí estaba tendido el falsario, el traidor, el corruptor de mujeres, el asesino de mi hermano. No recuerdo si saqué el cuchillo de su vaina, ni si hice uso de él. Ni siquiera se movió… Debió de morir instantáneamente.

El agente de Policía y el ladrón continuaban debatiéndose. Deslicé en uno de mis bolsillos el cuchillo ensangrentado. Nadie podía extrañarse de que mis manos lo estuvieran, puesto que yo era un médico que estaba prestando socorro a un hombre asesinado. Nadie me interrogó ni sospechó de mí. Un policía me trajo un cubo de agua para que me lavase las manos. No lamenté lo que había hecho. No lo lamento tampoco ahora. Me alegro de haberle matado; estoy orgulloso de haberle matado.

Así las cosas, llegó Rudd, un teorizante imbécil; pero hasta los teorizantes imbéciles dan a veces por casualidad con soluciones de una endiablada exactitud. También Elk sospechó. Estoy seguro que sospechó de mí desde el primer momento. Pero el verdadero peligro se cernió sobre mí cuando Lorna se presentó en escena. Su instinto de mujer debió de advertirle que algo pasaba. Debió de oír que había sido asesinado un hombre, se abrió camino entre la multitud de curiosos y se inclinó sollozante sobre el cuerpo del hombre que había hecho de ella lo que era, si es que ella no llevaba ya desde la cuna un estigma mayor que el del pecado original.

Lorna no me vio; me ocultaba el grupo de gente. Tuve la segundad de que hablaría y discurrí la manera de impedirlo. Por suerte para mí, la Naturaleza vino en mi ayuda: Lorna se desmayó. Me pidieron que me hiciese cargo de ella y que la llevase a la Comisaría. Mejor oportunidad no podía haber soñado yo. La pusimos en el coche y nos alejamos un poco hasta llegar frente a una farmacia. Mandé al policía que me acompañaba que despertase al farmacéutico. No bien se ausentó, saqué del bolsillo una jeringuilla de inyecciones que llevaba ya cargada en previsión de un parto a que tenía que asistir. Pero cuando el policía vino con la preparación cordial, la droga había empezado a surtir efecto y el cordial de nada le sirvió. Espié una nueva oportunidad de repetir la operación mientras permaneció en la habitación de la matrona, y conseguí darle una segunda inyección, con lo que calculé habría bastante para que no volviese en sí durante toda la noche. Puse en su bolso la jeringa y la cápsula, con lo cual quedaba explicado su estado actual. Todavía quise darle una tercera dosis, y con este objeto fui a visitarla a la enfermería; pero el practicante no me permitió que pasase a verla.

Después de desembarazarme de Lorna, había que impedir que hablase Rudd. Oí decir que había marchado a su casa para acostarse. Por eso me quedé atónito cuando, de paso para la Comisaría, golpeó mi ventana y entró en mi casa para exponerme su sorprendente teoría…, sorprendente en su boca, puesto que era la verdad.

Me dijo que el muerto debió de serlo en el espacio de tiempo que medió entre el momento en que el agente detuvo a Lamborn y el instante en que yo grité que aquel hombre había sido apuñalado. Se movía, pues, en el mismo terreno que usted, Mason. Si desde los comienzos hubiera dicho Lamborn la verdad, la tarea de usted se habría simplificado mucho. Era evidente que Bateman no había recibido aún la puñalada en el momento en el que raterillo le había registrado los bolsillos, pues en tal caso, tanto la cartera como las manos de Lamborn hubieran estado manchadas de sangre. Ésta era también la teoría de Rudd. Me dijo bromeando que yo tenía que ser el asesino, e hizo observar que algunas manchas de mi ropa no podían estar donde estaban de no hallarme yo junto al cuerpo del muerto en el momento de recibir éste la puñalada.

Había que hacer callar a Rudd fuese como fuese. Le invité a tomar juntos un vaso de vino… Rudd prefirió un whisky con soda. Llamé su atención sobre mi nueva lámpara para irradiaciones, y entre tanto preparé convenientemente su bebida. Es curioso que no cayese en la cuenta, aunque tuvo poco tiempo para ello, porque antes de diez segundos había caído a tierra sin conocimiento. Entonces hice con él lo que había hecho con Lorna: le llevé hasta el garaje y le dejé allí.

No me quedaba más recurso que escapar; me daba cuenta de que era una resolución imperiosa. Pero para viajar hace falta dinero, billetes, pasaporte, cosas todas de que yo carecía: Algo después, escuchando a través de la puerta del despacho del inspector; me enteré que Landor tenía en su piso una fuerte suma de dinero. Era mi única salvación. Fui a casa, saqué el «taxi» y lo conduje hasta la calle que da a la parte trasera de la casa de Landor. Por suerte, tenía una escalera de escape para casos de incendio, y por ella trepé.

Tenía las llaves del piso de Landor; las había recogido del suelo, como he explicado antes. Tenía que estar a lo que saliera, pues no sabía siquiera si el cuarto estaba en el primero o en el segundo piso. Las cosas me salieron bien. La puerta tenis una chapa de metal con el nombre de Landor; abrí la puerta y entré. No había acabado de cerrar ésta, cuando fui sorprendido por una voz de mujer que preguntaba si era yo Luís. Soy bastante buen discernidor de voces, y al punto caí en la cuenta de que aquélla era la de la mujer que había ido a verme horas antes en mi clínica. No me moví, temeroso de que saliese al vestíbulo y encendiese las luces. No lo hizo así sino que volvió a alejarse dentro de la habitación en que estaba. Yo entonces me deslicé a tientas buscando dónde esconderme. Di con un cuarto pequeño que, a juzgar por sus muebles, debía de ser el de la sirvienta. Entré y corrí la llave, que estaba; puesta por dentro. Dos minutos después llegaba Landor, y luego, con gran inquietud mía, oí hablar a Elk y al inspector Bray. Otra vez se me arreglaron las cosas; los detectives se marcharon con los Landor y dispuse de unos minutos para apoderarme del dinero, de los billetes del tren y de los pasaportes, aunque ni los unos ni los otros podían serme de mucha utilidad. Al decir Landor a los detectives lo que guardaba en el armario, ya sabían éstos que el poseedor de tales documentos era yo. Había calculado que podría apoderarme del dinero y escapar antes que volviese Elk; pero éste se apresuró demasiado y no tuve más recurso que hacer funcionar el salvavidas, única arma que llevaba encima. No encuentro palabras para expresar el dolor que me produjo golpear a un hombre a quien siempre he considerado como a un amigo.

Cuando volví a la clínica descubrí que me amenazaba un nuevo peligro. Rudd empezaba a recobrar el conocimiento. Le oí quejarse en voz alta y fui hasta el garaje para darle una segunda inyección, y quedé intrigado, pues creí había oído a alguien más.

Tenía una posibilidad de ponerme en salvo; pero cuando había terminado todos mis preparativos y llevado el coche a la puerta trasera, me llamaron de la Policía para decirme que Mason estaba en camino de mi casa. Tuve la sensación de que allí acababa mi seguridad, y sin tiempo para otra cosa, ideé lo de la inminente visita del hombre de la máscara blanca. Tracé mentalmente todos los detalles del plan, salpiqué todo el pasillo con el contenido de una botella de extracto de carne que, a la luz artificial, había de dar la impresión de manchas de sangre; probé los interruptores y engrasé los cerrojos del lado de afuera; todo esto en el tiempo que tardaron los detectives en venir de la Comisaría hasta la clínica.

Quedaba el problema de la huida, pero también lo tenía resuelto. Tengo en mi mesa escritorio un botón que hace funcionar un timbre en el pasillo; me sirvo de él como señal para que pase el enfermo siguiente. Esperé mí oportunidad e hice sonar el timbre, empleando la señal que, según había dicho antes, tenía convenida con Máscara Blanca. De allí en adelante todo fue sencillo: mantener un diálogo imaginario con una persona que estaba en el vestíbulo no ofrecía dificultad alguna. Cerrar la puerta de un portazo, fingir que era víctima de una agresión, cortar la corriente eléctrica y escapar en el «auto», fue todo cosa de unos pocos minutos. Antes había colocado ahí a Rudd, y no me atreví a dejarle.

Lo demás ya lo sabe usted; que me dirigí a la granja que había comprado con idea de convertirla en sanatorio para niños tuberculosos. ¡Ojalá se encuentre algún filántropo que quiera encargarse de llevar adelante esa buena obra!

Y esto es todo. No creo que les interese nada más de lo que yo pueda decirles. Si me equivoco, tendré mucho gusto en suplir cualquier deficiencia.

Capitulo XX

El doctor Marford se arrellanó en su asiento en su fatigado rostro apareció una sonrisa.

—¿Se encuentra usted muy cansado, doctor? —le dijo Mason.

El doctor contestó con una inclinación de cabeza:

—Cansadísimo…

—Hasta ahora no había yo reparado en que usted cecea cuando habla.

Marford dejó sin contestar la observación y preguntó a su vez:

—Y dígame: ¿cómo fue dar con mi refugio de Auneford?… Pero ya caigo… Interrogaría usted la pobre miss Harman y ella le diría que yo tengo otro local, al que, naturalmente, se dirigió usted.

Mason hizo un gesto de conformidad.

—¿No tiene ninguna pregunta que hacerme?

Masón reflexionó:

—No creo que haya nada que valga la pena de preguntarle, doctor. Probablemente no me daría usted los nombres de los dos encubridores que compraron los brillantes robados.

Marford movió de un lado al otro la cabeza lentamente, mientras sus ojos se iluminaban con una sonrisa picaresca.

—Sería faltar al secreto profesional, ¿no le parece?

—El maniático del pasadizo, ¿estaba enterado de algo?

—Es un gran adivino. A veces me he preguntado si no hay en él algo de visión a distancia —dijo Marford—. Cada vez que me cruzaba con él me dirigía una mirada enigmática, como de inteligencia.

Mason volvió a insistir:

—Hace un momento le he hablado de su ceceo. Realmente no me había fijado en él hasta ahora.

—No hay tal ceceo.

Al decir esto se arrellanó Marford en su asiento voluptuosamente.

—No tengo ningún defecto de pronunciación. Pero soy una persona que sabe inclinarse ante lo inevitable y desde hace hora y media oculto en mi boca una minúscula redomilla de cristal (véala ahora en mis dientes) que contiene cianuro de potasa…

Tres detectives se arrojaron sobre él, pero era demasiado tarde. Tuvo un ligero estremecimiento, su cara se contrajo en un pasajero espasmo de dolor y se quedó rígido. No hizo ningún otro movimiento más.

Mason le contempló con admiración y dijo rudamente:

—¡Era un hombre! ¡Todo un hombre!

Bruscamente se dio media vuelta, cruzó hasta la sala de guardia y salió sin sombrero a la calle para respirar el aire puro de la mañana.

Amanecía.


Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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