El Misterio de la Vela Doblada

Edgar Wallace


Novela



I

Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges al tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes. Aunque Juan Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir éste retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.

—Si puede usted esperar media hora —le dijo el jefe de la estación—, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.

Juan Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.

—Iré andando —contestó lacónicamente.

Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.

La lluvia era incesante y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a trechos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. A no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo.

El camino de Beston Tracey a Little Beston estaba asociado en su mente con algunas de las más hermosas situaciones de sus novelas. Era en aquel camino donde había concebido El misterio del tílburi. Entre la estación y la casa había tejido la trama que había hecho de Gregorio Standish la novela detectivesca más popular del año. Porque Juan Lexman era un fabricante de ingeniosos argumentos. Si en el mundo literario las personas superiores le consideraban como un fabricante de folletines, le seguía un público numeroso y creciente, a quien fascinaban las novelas espeluznantes y edificantes que escribía, y a quien él mantenía sin aliento en la niebla del misterio hasta llegar al desenlace que tenía planeado.

Pero ninguna idea de libros, argumentos ni novelas ocupaba su mente atormentada mientras marchaba por la desierta carretera hacia Little Beston. Había celebrado dos entrevistas en Londres, una de las cuales, en circunstancias corrientes, le había llenado de alegría. Había visto a T. X., y T. X. era T. X. Meredith, que algún día llegaría a ser jefe del Servicio de Investigación Criminal, y que al presente era un segundo comisario de Policía encargado en aquel departamento de un trabajo muy delicado.

Con sus modales tempestuosos, T. X. le había sugerido la idea más grande para un argumento que cualquier autor podría desear. Pero no era en T. X. en quien pensaba mientras subía la cuesta en la que estaba edificada la vivienda que en otros tiempos se conoció con el nombre magnífico de Beston Priory.

Lo que embargaba su mente era el recuerdo de la entrevista que la víspera había sostenido con el griego, y Juan Lexman frunció el ceño al recordarla. Abrió la puertecilla de la verja y entró en el jardín de la casa, haciendo todo lo posible por olvidar la notable y poco edificante discusión que había tenido con el prestamista.

Beston Priory era poco más que un cottage, aunque uno de sus muros era una indudable reliquia de la mansión que un piadoso Howard había construido en el siglo XIII. Era un edificio pequeño y sin pretensiones, de estilo isabelino, con faldones originales y altas chimeneas; sus ventanas enrejadas, sus jardines hundidos y su pequeña pradera le daban cierto aspecto señorial, que era un motivo de gran orgullo para su dueño.

Lexman pasó bajo el porche barbado, abrió la puerta y se detuvo en el vestíbulo, mientras se quitaba el impermeable, que chorreaba.

El vestíbulo estaba a oscuras. Gracia estaría probablemente vistiéndose para cenar, y Juan decidió no interrumpirla en el estado de ánimo en que se encontraba. Por un largo pasillo llegó a su gabinete, situado en la parte posterior de la casa. En la vieja chimenea ardía un buen fuego de leña, y el confort de la habitación producía una sensación de alivio y comodidad. Juan se cambió de zapatos y encendió la lámpara de la mesa. Se veía que la habitación era un cubil masculino.

Las sillas tapizadas de cuero, la enorme y completa estantería que cubría toda una pared del despacho, la gran mesa de sólido roble, cubierta de libros y originales a medio terminar, acusaban bien a las claras la profesión de su dueño.

Después de cambiar de zapatos volvió a llenar la pipa, se acercó a la chimenea y quedó contemplando el fuego.

Era hombre de estatura algo mayor que la corriente, más bien delgado, pero con una anchura de espaldas que hacía pensar en un atleta. Por supuesto, había llegado hasta la semifinal del campeonato de Inglaterra de boxeo amateur. Tenía el rostro enérgico, fino, pero bien modelado. Sus ojos eran grises y profundos. Sus cejas eran rectas y un poco repulsivas; la boca era grande y generosa. y el saludable color tostado de su cuerpo hablaba de una vida pasada al aire libre.

No había en su aspecto nada del recluso ni del estudiante. En realidad, era el tipo clásico del inglés fuerte y sano, muy parecido a cualquier otro hombre de su clase de los que se encuentran en la mesa de oficiales del Ejército inglés, en la Armada británica o en las lejanas avanzadas del Imperio, donde se ven funcionar las ruedas administrativas de la gran maquinaria.

Sonó un golpecito en la puerta, y antes que él pudiera decir: «¡Adelante!», se abrió aquélla y entró Gracia Lexman.

Con decir de ella que era valiente y dulce queda hecha una breve descripción de su carácter y su encanto. Juan se adelantó a su encuentro y la besó tiernamente.

—No sabía que habías venido hasta que...—dijo ella, pasando el brazo por debajo del de su marido.

—Hasta que viste el charco que, sin duda, ha formado el impermeable en el vestíbulo —interrumpió él sonriendo.

Ella rió también. Luego se puso seria.

—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo—. Tenemos un visitante.

Lexman alzó las cejas.

—¿Un visitante? ¿Quién se ha atrevido a venir en un día como éste?

Mister Kara —contestó Gracia.

—¿Kara? ¿Y cuanto tiempo lleva aquí?

—Llegó a las cuatro.

No había en la voz de Gracia nada que indicara entusiasmo.

—No alcanzo a comprender por qué no te gusta el amigo Kara —dijo el marido chanceándose.

—Tengo muchos motivos —contestó Gracia en un tono que para lo que ella acostumbraba era algo seco.

—De todos modos —observó Juan Lexman, después de un momento de reflexión—, su rival es bastante oportuno. ¿Dónde está?

—En la sala.

La sala de Beston Priory era una habitación de techo bajo, amueblada con arreglo al gusto victoriano. Confortables butacas, un gran piano, una chimenea casi medieval, una alfombra bastante usada, pero acogedora, y dos enormes candelabros de plata: éstos eran los objetos principales que llamaban la atención al recién llegado.

Había en aquella habitación una armonía, un orden sereno y una cualidad calmante que hacía de ella un paraíso de reposo para un literato con los nervios destrozados. Dos floreros de bronce estaban llenos de violetas tempranas; otro brillaba como un sol pálido cuajado de belloritas, y las primeras flores selváticas aromaban la habitación con suave fragancia.

Un hombre se levantó cuando Juan Lexman entró y cruzó la sala con soltura. Su rostro y toda su figura eran de una belleza singular. Le llevaba medio palmo de estatura al escritor, y se sostenía con tanta gracia que lograba disimular su alta estatura.

—No le pude ver en Londres —dijo—. Por eso me tomé la libertad de venir a donde sabía que había de encontrarle.

Hablaba con la claridad de modulación de quien esta muy familiarizado con las escuelas públicas y universidades de Inglaterra. No se le notaba el menor rastro de acento extranjero, y sin embargo, Remington Kara era griego, y había nacido y había sido parcialmente educado en la región más turbulenta de Albania.

Los dos hombres se estrecharon cordialmente la mano.

—¿Se quedará usted a cenar?

Kara miró sonriendo a Gracia Lexman, que se había sentado a disgusto, con las manos cruzadas sobre la falda y una expresión que no era precisamente de estímulo.

—Si mistress Lexman no tiene nada que objetar... —dijo el griego.

—Encantada de que se quede —contestó ella casi maquinalmente—. Hace una noche horrible y no encontrará usted en esta comarca gran cosa de comer, aunque dudo —añadió sonriendo débilmente— que la comida que yo le pueda servir merezca este nombre.

—Cualquier cosa que usted me dé será más que suficiente —dijo él, haciendo una pequeña reverencia, y se volvió hacia Lexman.

A los pocos minutos estaban enfrascados en una discusión literaria, y Gracia aprovechó la ocasión para salir de la sala. La conversación derivó de los libros en general a los libros de Lexman en particular.

—Los he leído todos, uno por uno —dijo Kara. Juan hizo un gesto.

—¡Pobre! —exclamó sardónicamente.

—Por el contrario, no hay motivo para compadecerme —objetó Kara—. En usted se ha frustrado un gran criminal, Lexman.

—Muchas gracias.

—Me refiero al ingenio que demuestran los argumentos de sus novelas. Algunas de ellas me desconciertan y me molestan. Si no adivino la solución de sus misterios antes de llegar a la mitad, me encolerizo un poquito. Claro está que en la mayor parte de los casos conozco la solución antes de llegar al quinto capitulo —Juan le miró sorprendido y algo picado.

—Tengo a gala asegurar que es imposible adivinar el desenlace de mis novelas hasta llegar al último capítulo —dijo.

Kara hizo un signo de asentimiento.

—Eso será en el caso del lector vulgar; pero usted olvida que yo soy un investigador. Yo sigo todas las hebras del misterio que usted deja sueltas.

—Debería usted conocer a T. X. —dijo Juan, lanzando una carcajada y levantándose para atizar el fuego.

—¿Quién es T. X.?

—T. X. Meredith. El individuo más ingenioso que pueda usted echarse a la cara. Está en el departamento de Investigación Criminal.

En los ojos de Kara brilló una mirada de interés, y habría proseguido la discusión si en aquel momento no hubiesen anunciado la cena.

No fue una comida particularmente jovial, porque Gracia, como de costumbre, no se unió a la conversación, y Kara y su marido tuvieron que suplir las deficiencias. Ella experimentaba una curiosa sensación de depresión, algo así como si sintiera aproximarse un mal cuya naturaleza no podía definir. Una y otra vez, en el curso de la comida, se esforzó en recordar los acontecimientos del día al objeto de descubrir la razón de su desasosiego.

Por lo general, cuando seguía este método encontraba las causas triviales de las que derivaba la aprensión; pero en esta ocasión le extrañó ver que no llegaba a ninguna solución. Sus cartas por la mañana habían sido agradables; ni su casa ni sus criados le habían dado ningún disgusto, y aunque sabía que Juan había experimentado un pequeño trastorno económico desde su infausta especulación con las acciones de minas de oro, en Rumania, y casi sospechaba que había tenido que pedir dinero prestado para hacer frente a sus pérdidas, el éxito de su última novela era tan prometedor, que Gracia, probablemente con una visión más clara de la importancia de aquellos apuros de dinero, estaba menos preocupada por el problema que su marido.

—Supongo que tomarán el café en el despacho —dijo Gracia—, y sé que me dispensarán. Tengo que hablar con mistress Chandler de una cosa tan prosaica como el lavado de la ropa.

Hizo una pequeña inclinación a mister Kara, y salió del comedor después de dar a Juan una palmadita en el hombro.

La mirada de Kara siguió su graciosa figura hasta que hubo desaparecido.

—Quiero hablar con usted, Kara —dijo Juan Lexman—, si me quiere conceder cinco minutos.

—Y también cinco horas si le hace falta —contestó el otro obsequiosamente.

Entraron juntos en el despacho; la doncella llevó el café y unos licores, dejó la bandeja en una mesita cercana a la chimenea y desapareció. Durante un rato la conversación versó sobre temas generales. Kara, que era un franco admirador del confort de la habitación, y que lamentaba su propia incapacidad para lograr con el dinero la comodidad que Juan había obtenido a poca costa. se dedicó a pasar revista al despacho, mientras su huésped corregía una prueba que corría prisa.

—Supongo que aquí será imposible tener luz eléctrica —observó Kara.

—Completamente imposible. Pero nos arreglamos con estas lámparas.

—No hablo de las lámparas —dijo el griego haciendo un gesto—. Aborrezco estas velas.

Señaló con la mano la mesilla de la chimenea, encima de la cual seis enormes velas de cera blanca salían de dos candelabros de pared.

—¿Por qué aborrece usted las velas? —preguntó el otro sorprendido.

Kara tardó en contestar, y se encogió de hombros.

—Si estuviera usted atado a una silla, y al lado de esa silla hubiera un barrilito de pólvora negra, y clavada en ese barril un vela cuyo pabilo encendido bajaba un poco cada minuto... ¡Oh Dios mío!

Juan quedó pasmado al ver que la frente de su huésped se cubría de gotitas de sudor.

—Pero eso es espeluznante —comentó. El griego se limpió la frente con un pañuelo de seda, y la mano que sostenía este pañuelo temblaba visiblemente.

—Fue algo más que espeluznante —dijo.

—Pero ¿cuándo y dónde ha ocurrido eso?

—En Albania. Fue hace muchos años, pero los canallas están enviándome continuamente recuerdos del hecho.

No intentó explicar quiénes eran los canallas ni en qué circunstancias pasó por aquella experiencia. Cambió rápidamente de conversación.

Se dedicó a examinar la estantería, que ocupaba todo un testero del despacho, deteniéndose de cuando en cuando para ver de cerca algún título. Al poco tiempo extrajo un volumen.

El Brasil inexplorado, por Jorge Gathercole. ¿Conoce usted a Gathercole?

Juan, que estaba llenando la pipa, asintió.

—He hablado una vez con él. Es un individuo taciturno, muy tardo de palabra, y como todos los que han visto y hecho cosas grandes, muy renuente a hablar de sí mismo.

Kara hojeó el libro con indiferencia.

—Yo no le conozco —dijo, volviendo a colocarlo en su sitio—. Sin embargo, el nuevo viaje que ha emprendido lo ha hecho, en cierto modo, por cuenta mía.

—¿Por cuenta de usted?

—Sí. Ha ido a la Patagonia por mí. Cree que hay allí oro... Por supuesto, ya habla de ello en su libro sobre los sistemas orográficos de América del Sur. Me interesaron sus teorías, y he sostenido con él una larga correspondencia. Como resultado de ella ha accedido a hacer un reconocimiento geológico por cuenta mía. Le envié dinero para los gastos, y salió para la Patagonia.

—¿Y dice usted que no le conoce personalmente? —preguntó Lexman muy sorprendido.

—No, no le conozco.

—Pues eso no es...

—No es propio de mí, iba usted a decir. Con franqueza, no lo es; pero se trata de un hombre realmente extraordinario. Le invité a cenar conmigo antes que saliera de Londres, y en respuesta recibí un telegrama de Southampton diciéndome que ya estaba en camino.

Lexman hizo un gesto de comprensión.

—Debe de ser una vida interesantísima —observó—. Y seguramente durará mucho su viaje, ¿no?

—Tres años —contestó Kara, continuando el examen de la biblioteca.

—Envidio a esos hombres que pueden viajar por todo el mundo —dijo Juan, lanzando bocanadas de humo al techo—. Para ellos es la vida.

Kara se volvió. Quedó inmediatamente detrás, del escritor, y éste no pudo verle la cara. Había, empero, en su voz una seriedad inusitada, una vehemencia tranquila a la que no estaba acostumbrado.

—¿De qué se queja usted? —preguntó con su enunciación lenta y penosa—. Tiene usted su propio trabajo creador, la más fascinadora rama del trabajo humano. En cambio, el otro está ligado a las cosas reales. Usted tiene un margen infinito de todos los mundos que su imaginación le proporciona. Usted crea hombres y los destruye. Usted da vida a problemas fascinadores, confunde y desconcierta a diez o veinte mil personas, y luego, con una sola palabra, aclara usted el misterio.

Juan rió de buena gana.

—Algo hay de eso, sí, algo hay.

—Y en cuanto al resto de su vida —continuó Kara bajando la voz—, creo que tiene usted lo que hace a la vida digna de ser vivida..., una esposa incomparable.

Lexman giró sobre su asiento y se encontró con la mirada del otro, en la cual apreció algo que le dejó sin aliento.

—No veo... —balbució.

Kara sonrió.

—Ha sido una impertinencia, ¿verdad? —preguntó zumbonamente—. Pero no debe usted olvidar, mi querido amigo, que yo pensaba casarme con su esposa. No creo que fuera un secreto. Y cuando perdí la esperanza, pensé de usted unas cosas que no es agradable recordar.

Había recobrado su calma, y continuó su paseo alrededor de la habitación.

—Recuerde usted que soy griego, y el griego moderno es filósofo como el antiguo. Recuerde usted también que soy un niño mimado de la suerte, y desde pequeño he tenido todo lo que se me ha antojado.

—En efecto, es usted un hombre afortunado —dijo el otro, volviendo a apoyarse en la mesa y cogiendo la pluma.

Durante un momento Kara no replicó, luego hizo como que decía algo, se reprimió y soltó la carcajada.

—No sé si lo soy —dijo.

Y luego añadió con repentina energía:

—¿Qué es lo que le ha sucedido a usted con ese tal Vassalaro?

Juan se levantó y se acercó al fuego, quedando en pie mirando a las llamas, con las piernas muy separadas y las manos cruzadas a la espalda. Kara tomó su actitud por una elocuente respuesta.

—Ya le previne a usted contra Vassalaro —dijo, inclinándose sobre la estufa para encender su cigarrillo con un cucurucho de papel—. Querido Lexman, mis compatriotas son gentes muy desagradables de tratar en ciertos asuntos.

—Al principio, estuvo muy obsequioso —dijo Lexman, como hablando consigo mismo.

—Y ahora no lo está, claro. Así es como se portan los prestamistas. Hizo usted una tontería muy grande con ir a él. Yo podía haberle prestado el dinero.

—Había varias razones que me impedían solicitar de usted un préstamo —contesto calmosamente Lexman—, y creo que usted acaba de citar la principal al decirme lo que yo sabía ya que usted quiso casarse con mi mujer.

—¿Qué cantidad es? —preguntó Kara, examinando sus uñas bien cuidadas.

—Dos mil quinientas libras —contestó Juan con una risita nerviosa—, y en este momento no tengo dos mil quinientos chelines.

—¿Esperará él?

Juan Lexman se encogió de hombros.

—Óigame, Kara —dijo repentinamente—: no crea que voy a reconvenirle, pero lo cierto es que por mediación de usted conocí a Vassalaro, de modo que sabe usted perfectamente qué clase de hombre es.

El griego hizo un gesto afirmativo.

—Puedo decirle a usted que ha estado muy antipático —continuó Lexman—. Tuve ayer una entrevista con él en Londres, y está claro como el día que se dispone a armarme un escándalo. Confié en el éxito de mi última obra, y muy idiotamente le hice una porción de promesas de pago que ahora no puedo cumplir.

—¡Ya! —dijo Kara—. ¿Y está enterada de esto mistress Lexman?

—Un poco.

Juan paseó inquieto por la habitación, con las manos a la espalda y la barbilla en el pecho.

—Naturalmente, no le he dicho lo peor, es decir, lo inconveniente que ha estado Vassalaro.

Se detuvo y dio media vuelta.

—¿Sabe usted que me amenazó con matarme? —preguntó.

Kara sonrió.

—No se ría usted, que no es cosa de risa —dijo Lexman colérico—. Me faltó poco para cogerle por el cuello y patearle.

—No me reía de usted —contestó Kara, apoyando su mano en el brazo de Juan—. Me reía al pensar en Vassalaro amenazando a alguien. Es el cobarde más grande del mundo. ¿Qué fue lo que le indujo a dar ese paso tan radical?

—Dijo que necesita con toda urgencia el dinero, y es posible que sea verdad. Como vi que la rabia y la ansiedad le habían puesto fuera de sí, le apliqué el castigo que se merecía.

Kara se detuvo ante la chimenea, mirando con sonrisa paternal al escritor.

—No comprende usted a Vassalaro —dijo—. Repito que es el mayor cobarde del mundo. Muchas amenazas de muerte, pero no tiene usted más que sacar un revólver para verle caer al suelo. A propósito: ¿tiene usted un revólver?

—Eso es una tontería —contestó Lexman con aspereza—. Yo no puedo embarcarme en esa clase de melodrama.

—No es tontería —insistió Kara—. Cuando viaje usted por el Mediterráneo y tenga que tratar con griegos de clase inferior tendrá que emplear métodos que, por lo menos, le causarán gran impresión. Si le pega usted a uno de estos griegos, nunca lo perdonará, y probablemente le clavará un cuchillo a usted o a su mujer. Pero si a su melodrama contesta con otro melodrama y saca el revólver en el momento psicológico, conseguirá usted el efecto buscado. ¿Tiene usted un revólver?

Juan se acercó a la mesa, abrió un cajón y extrajo de él una browning pequeña.

—A esto se reduce todo mi arsenal—dijo—. Nunca la he disparado. Me la envió como regalo de Pascua un admirador desconocido.

—Es un curioso regalo —dijo Kara examinando el arma.

—Supongo que el equivocado donante juzgó por mis novelas que yo vivía en un verdadero museo de revólveres, bastones de estoque y drogas venenosas —dijo Lexman, recobrando parte de su buen humor—. Al regalo acompañaba un tarjeta.

—¿Conoce usted el manejo? —preguntó Kara.

—Nunca me he preocupado de ello. Creo que se monta tirando del cañón hacia atrás; pero como mi admirador no me envió municiones, nunca lo he usado.

Sonó una llamada en la puerta.

—Es el correo —explicó Juan.

La doncella le presentó una carta en la bandeja, y el escritor la cogió haciendo un gesto de disgusto.

—Es de Vassalaro —dijo cuando la muchacha hubo salido.

El griego cogió a su vez la carta y la examinó. Sin hacer comentarios se la devolvió a Juan. Este desgarró el sobre y extrajo media docena de hojas de papel amarillo, de las cuales sólo una estaba escrita. La misiva era muy breve:


Necesito verle esta noche sin falta. Nos encontraremos en el cruce de las carreteras de Beston Tracey y Eastbourne. Estaré a las once en punto, y si quiere conservar la vida le aconsejo que me haga entrega importante a cuenta de la deuda.

Vassalaro.
 

Juan leyó la carta en voz alta.

—Debe de estar loco para escribir una carta así —comentó—. Voy a su encuentro para darle una lección de educación que es probable que nunca olvide.

—Debería usted llevar la pistola —le aconsejó Kara, sorprendido.

Juan Lexman consultó su reloj.

—Dispongo de una hora, pero necesitaré veinte minutos, por lo menos, para llegar al cruce con la carretera de Eastbourne.

—¿Va usted a verle? —preguntó Kara, sorprendido.

—Naturalmente. No puedo dejarle que venga a mi casa y haga una escena, cosa muy propia de ese animalucho.

—¿Y le pagará usted? —preguntó suavemente el griego.

Juan no contestó. Probablemente habría en la casa hasta diez libras, y al día siguiente pensaba cobrar un cheque de otras treinta. Lexman miró de nuevo la carta. Estaba escrita en un papel de contextura inusitada. La superficie era áspera, casi como el papel secante, y en algunos sitios se había corrido la tinta, absorbida por la porosa superficie. Las cuartillas en blanco habían sido metidas evidentemente por un hombre tan apresurado que no reparó en la extravagancia.

—Conservaré esta carta —dijo Juan.

—Creo que hará usted bien. Probablemente, Vassalaro ignora que ha quebrantado la ley al escribirle a usted cartas amenazadoras, y este documento puede ser un arma poderosa en manos de usted en ciertas eventualidades.

Había una pequeña caja de caudales en un rincón del despacho, y Juan la abrió con una llave que sacó del bolsillo. Tiró de uno de los cajones de acero, sacó los papeles que había en él, puso en su lugar la carta, empujó el cajón y cerró la tapa. Durante todo este tiempo Kara había estado observándole con extraordinaria atención, como si aquello le interesara más de lo corriente. Poco después se despidió.

—Me gustaría ir con usted a su interesante cita —dijo—, pero, desgraciadamente, tengo que hacer en otra parte. Le aconsejo nuevamente que lleve la pistola, y a la menor señal de intenciones sangrientas por parte de mi admirable compatriota sáquela y dispare al vacío; no tendrá usted necesidad de hacer más.

Gracia se levantó del piano cuando Kara entró en la salita, y murmuró unas expresiones convencionales de sentimiento porque la visita hubiera sido tan breve. Pero Kara, hombre singularmente libre de ilusiones, comprendió que no había sinceridad en aquellas palabras. Los tres quedaron charlando un rato.

—Voy a ver si su mecánico se ha dormido —dijo Juan saliendo de la habitación.

Hubo un silencio embarazoso entre los dos que quedaron.

—Creo que no le hace a usted mucha gracia verme —dijo Kara con franqueza, y la joven se ruborizó ligeramente.

—Siempre me alegro de verle, mister Kara, lo mismo que a cualquiera de los amigos de Juan —contestó con firmeza.

El inclinó la cabeza.

—Ser amigo de Juan es algo —dijo, y luego pareció recordar alguna cosa—. Quería llevarme un libro... Su esposo seguramente no se molestará por ello.

—Yo se lo buscaré.

—No permitiré que usted se moleste —protestó el griego—. Yo conozco el sitio.

Sin esperar el permiso de la joven, Kara salió, dejando a Gracia con la desagradable sensación que se comportaba como si estuviera en su casa. No estuvo ausente más de un minuto, y volvió con un libro bajo el brazo.

—No he contado con Lexman para llevármelo, pero me interesa mucho el autor. ¡Ah! ¿Está usted aquí? —se volvió a Juan, que entraba en aquel momento—. ¿Me presta usted este libro sobre Méjico? Se lo devolveré mañana.

Marido y mujer quedaron en la puerta viendo cómo se alejaba la luz del automóvil, y luego volvieron en silencio a la sala.

—Estás preocupado, querido —dijo ella, apoyando su mano en el hombro de su marido. Él sonrió débilmente.

—¿Es por el dinero? —preguntó ella con ansiedad.

Durante un momento él estuvo tentado de contarle lo de la carta. Pero resistió a la tentación, comprendiendo que ella no le dejaría ir si conociera la verdad.

—No es cosa de importancia. Tengo que ir a Beston Tracey al encuentro del último tren. Espero que me traigan unas pruebas.

Le repugnaba mentir a su esposa, aunque se tratara de una mentira tan inocente como aquélla.

—Me parece que no has pasado una velada agradable —dijo—. Kara no ha estado muy animado.

Ella le sonrió pensativamente.

—No ha cambiado mucho —contestó despacio.

—Y es un muchacho encantador, ¿verdad? —preguntó Juan en tono admirativo—. No comprendo qué fue lo que viste en un individuo como yo, cuando tenías un hombre no solamente rico, sino probablemente el más guapo del mundo.

Gracia se estremeció ligeramente.

—He conocido un lado de mister Kara que no puede llamarse precisamente hermoso —observó—. ¡Juan, me da miedo ese hombre!

Él la miró asombrado.

—¿Que te da miedo? ¡Santo Dios, Gracia, qué cosas dices! Yo creo que sería capaz de hacer por ti cualquier cosa.

—Eso es precisamente lo que me da miedo —contestó ella en voz baja.

Tenía para aquel temor un motivo que no descubrió. Dos años antes había tenido el primer encuentro con Remington Kara en Salónica. Recorría ella los Balcanes con su padre en viaje de placer—aquél fue el último viaje del famoso arqueólogo—, y en una comida ofrecida por el cónsul americano había conocido al hombre que tanta influencia había de tener en su vida.

Muchas eran las historias que se contaban de aquel griego, de rostro jovial, de magníficas proporciones e ilimitada riqueza. Se decía que su madre era una señora americana capturada por bandidos albaneses y vendida a uno de los jefes de Albania, que se enamoró de ella y en obsequio suyo se convirtió al protestantismo. El hijo había sido educado en Yale y Oxford; era dueño de una inmensa fortuna, y virtualmente rey de un distrito montañoso a cuarenta millas de Durazzo. Allí reinaba como monarca absoluto, habitando una hermosa casa que le había construido un arquitecto italiano, y cuyos muebles y ornamentos habían sido importados de los centros más lujosos del mundo.

En Albania le llamaban Kara Rumo, que significa el Romano Negro, sin que para ello hubiera motivo aparente, pues su piel era tan blanca como la de un sajón, y los rizos de su cabellera eran casi de oro.

Se había enamorado de Gracia Terrell. Al principio, sus intenciones habían sido motivo de diversión para la muchacha, y luego llegó una época en que tuvo verdadero miedo, pues el fuego y la pasión del hombre eran inconfundibles. Ella le había dicho con toda claridad que no debía albergar esperanzas de ver correspondido su amor, y en una escena cuyo recuerdo todavía la hacía estremecer, él le habla revelado parte de su naturaleza selvática y temeraria. No le volvió a ver al día siguiente, pero dos días después, cuando ella volvía del Bazaar, de un baile dado por el gobernador general, su coche fue detenido, a ella la arrancaron a la fuerza de su interior y sus gritos fueron ahogados con una tela impregnada de un líquido de notable dulzura aromática. Los asaltantes estaban a punto de introducirla en otro carruaje cuando apareció en escena una patrulla de marinos de guerra ingleses, que, sin conocer la nacionalidad de la joven, la rescataron de sus aprehensores.

A Gracia no le cupo la menor duda sobre la complicidad de Kara en aquella tentativa medieval de conquistar una esposa, pero de esta aventura no había contado nada a su marido. Hasta que se casó estuvo constantemente recibiendo valiosos presentes, que ella devolvía con igual constancia a la única dirección que conocía: a la posesión de Kara en Lemazzo. Pocos meses después de su boda supo por los periódicos que aquel «representante de la alta sociedad griega» había comprado una casa enorme cerca de la plaza Cadogan, en Londres, y después, con gran angustia suya, vio que Kara había iniciado amistad con su marido..., aun antes que terminara la luna de miel.

Afortunadamente, sus visitas habían sido pocas, pero la creciente intimidad entre Juan y aquel hombre extraño e indisciplinado había sido un motivo de constante angustia para ella.

En aquella hora intempestiva, ¿comunicaría a su marido todos sus temores y sus sospechas?

Durante algún tiempo estuvo pensándolo. Y nunca estuvo más cerca de confiarse plenamente a su marido que cuando él se sentó en el gran butacón, al lado del piano, algo absorto en sus meditaciones. Si hubiera estado menos inquieto, ella le habría hablado. En aquellas circunstancias ella derivó la conversación a su última novela, la novela del gran misterio que, si no había de hacer su fortuna, significaría un aumento considerable en sus ingresos.

A las once menos cuarto Juan miró el reloj y se levantó. Ella le ayudó a ponerse el abrigo. Durante algún tiempo el escritor estuvo indeciso.

—¿Olvidas algo? —preguntó Gracia.

¿Seguiría el consejo de Kara? En ninguna circunstancia era agradable encontrarse con un hombrecillo feroz que le había amenazado de muerte, y marchar desarmado a su encuentro era tentar a la Providencia. Naturalmente, todo ello era ridículo: ridículo el pedir el préstamo, ridículo el haber especulado con las acciones... ¡El consejo de Kara!

En seguida reparó en la coincidencia y sin embargo, Kara no le había insinuado directamente que comprara las acciones rumanas de minas de oro, limitándose a hablar con entusiasmo de sus propios proyectos. Reflexionó un momento, y luego entró despacio en el gabinete, abrió el cajón de la mesa, sacó la siniestra browning y se la guardó en el bolsillo.

—No tardaré, querida —dijo, y después de besar a su esposa salió a la oscuridad de la noche.

***

Kara se retrepó en la lujosa profundidad de su automóvil, tarareando una cancioncilla, y el mecánico avanzó cautamente por el incierto camino. Seguía lloviendo, y Kara tuvo que frotar el vaho del cristal de la ventanilla para ver por dónde iba. De vez en vez miraba como si esperara ver a alguien, y luego recordó sonriendo que había cambiado su plan original y había fijado como punto de cita la sala de espera de Lewes.

Fue allí donde encontró a su hombrecillo, con el abrigo subido hasta las orejas, en pie ante un fuego moribundo. Dio un respingo al ver entrar a Kara, y a una señal de él salió de la sala.

Aquel hombre no era, evidentemente, inglés. Tenía la cara cetrina, las mejillas hundidas y una barba irregular, casi hirsuta.

Kara abrió la marcha hasta el final del oscuro andén, y entonces habló:

—¿Has cumplido mis instrucciones? —preguntó sin preámbulos.

Hablaba en árabe, idioma en que le contestó el otro.

—Se ha hecho todo lo que has ordenado, effendi —respondió humildemente.

—¿Tienes un revolver?

El hombre afirmó con la cabeza y se dio unos golpecitos en el bolsillo.

—¿Cargado?

—Excelencia —protestó el otro, sorprendido—, ¿para qué sirve un revólver si no está previamente cargado?

—Entiendo que no vas a disparar contra ese hombre —dijo Kara—. No harás más que enseñarle el arma. Para mayor seguridad, descárgala ahora.

El hombre obedeció, asombrado, y sacó los cartuchos.

—Dámelos —dijo Kara alargando la mano.

Se guardó en el bolsillo los pequeños cilindros, y luego de examinar el revólver lo devolvió a su interlocutor.

—Le amenazarás —continuó—. Le apuntarás con el revólver al corazón. No necesitas hacer nada más.

El hombre empezó a sentirse a disgusto.

—Haré lo que ordenas, effendi, pero...

—No hay peros —cortó rudamente Kara—. Llevarás a cabo mis instrucciones sin objetar nada. Lo que ocurra ya lo verás. Yo estaré cerca. Tengo interés en que se me obedezca.

—Pero ¿y si él dispara? —persistió el otro.

—No disparará —contestó Kara en todo tranquilizador—. Además, su pistola no está cargada. Ahora puedes irte. Tienes mucho que andar. ¿Conoces el camino?

El hombre hizo un signo afirmativo. Kara volvió a su enorme limousine, que le esperaba a cierta distancia de la estación. Cambió en griego breves palabras con el mecánico, y éste se llevó la mano a la gorra.

II

El segundo comisario general de la Policía, T. X. Meredith, no tenía despacho en el nuevo edificio de Scotland Yard. Lo notable de las oficinas públicas es que se proyectan con la idea de proporcionar un margen de espacio superior a todas las necesidades, y al terminar su construcción se ve que son completamente inadecuadas para albergar los diversos servicios, que misteriosamente han ido creciendo al compás de las operaciones de construcción.

«T. X.», que así se le conocía entre las fuerzas policíacas de todo el mundo, ocupaba una serie de despachos en Whitehall . Era una casa muy vieja que daba a la Cámara de Comercio, y el rótulo de la antigua puerta decía a los transeúntes que aquello era la «Fiscalía, Sección especial».

Múltiples eran los deberes de T. X. Decía de él la gente —y como casi todas las habladurías públicas, aquello no era probablemente cierto— que era el jefe de la sección ilegal de Scotland Yard. Si, por casualidad, perdía uno las llaves de su caja de caudales, T. X. podía proporcionarle (según rumor público) un ladrón especializado que le abría la caja en menos de media hora.

Si había en Inglaterra un individuo contra el que la Policía no pudiera presentar ni un átomo de pruebas que justificara su expulsión y ésta fuera absolutamente necesaria para el bien de la comunidad, se encargaba a T. X. el arresto de la molesta persona, la metía atropelladamente en un vehículo y no la soltaba ya hasta dejarla en la costa de alguna nación amiga.

Es absolutamente cierto que, cuando el representante diplomático de una pequeña potencia, que no hay por qué nombrar, fue llamado repentinamente por su Gobierno y procesado en su patria por lanzar a la circulación billetes falsos, fue alguien de la sección que mandaba T. X. quien asaltó la casa de su excelencia, rompió las cerraduras de su caja y obtuvo las pruebas necesarias para el proceso.

Digo que es absolutamente cierto, y al decirlo no hago más que repetir la opinión de gentes que tienen motivos para estar bien enteradas: altos funcionarios de diversos ministerios, que hablan llevándose la mano a la boca, misteriosos subsecretarios de Estado, que discuten en voz baja en los rincones de sus círculos, y corresponsales de periódicos americanos, hombres más francos, que no vacilan en poner en letra de molde estas conversaciones para beneficio de sus lectores.

Sabemos que T. X. tenía otra ocupación más legal, pues se cree, generalmente, que los comentarios ofensivos de este hombre petulante sobre la administración del Ministerio del Interior fueron los que llevaron a la tumba a uno de sus ministros; él fue también quien, a través de un laberinto de perjuros descubrió a los asesinos de Deptford, y quien llevó al banquillo a sir Julio Waglite, aunque éste había ocultado admirablemente sus desfalcos en los balances de treinta y cuatro compañías.

La noche del 3 de marzo estaba T. X. sentado en su despacho interior, de conversación con un desconsolado inspector de la Policía metropolitana, llamado Mansus.

El aspecto de T. X. era de extremada juventud, pues tenía un rostro casi infantil, y solamente cuando se le miraba de cerca y se apreciaban las pequeñas arrugas que le bordeaban los ojos y las comisuras de los labios, se sospechaba que debía de andar cerca de los cuarenta. En su primera juventud había sido algo poeta, y tenía escrito un tomito de Poemas selváticos, cuya sola mención en aquella su actual fase de madurez le causaba profundo disgusto e irritación.

Procedía con tacto, pero era constante; en su lenguaje se apreciaba a veces una violenta extravagancia, y en cierta correspondencia que había visto la luz, un antiguo ministro del Interior hizo el comentario de que «era lamentable que mister Meredith no ejerciera su cargo con la seriedad que hay derecho a esperar en un funcionario público».

Ante una gran provocación, su lenguaje era violento e inusitado, como digo. Tenía la manía de emplear palabras que no figuraban en ningún diccionario, e ilustrar sus comentarios o sus reprimendas con la más extraña fraseología.

En aquella ocasión estaba echado hacia atrás en su silla, que formaba un ángulo alarmante con la pared, fustigando sin piedad a su angustiado subordinado, que estaba sentado al otro lado de la mesa.

—Pero, T. X. —protestó el inspector—, no se ha encontrado nada.

Otra de las malas costumbres de mister Meredith era insistir en que sus asociados y subordinados le llamaran por sus iniciales, práctica que en las altas esferas habían mirado con reprobación.

—¿Que no se ha encontrado nada? —preguntó airadamente.

Se levantó de su asiento con tal violencia, que el inspector se echó atrás, alarmado.

—Escuche —dijo T. X., cogiendo un cortapapeles de marfil y golpeando fieramente con él en el papel secante—. ¡Es usted una calamidad!

—Soy un policía —corrigió el otro con estudiada paciencia.

—¡Un policía! —exclamó T. X., exasperado—. Es usted peor que una calamidad: es usted un desastre. Mucho me temo que nunca podré hacer de usted un buen detective —y movió la cabeza tristemente, mientras Mansus sonreía, pues había ingresado ya en la Policía cuando T. X. era todavía un niño que iba a la escuela.

Mister Mansus guardó silencio. Además, lo que hubiera objetado o cualquier otro insulto que hubiera recibido, nunca se habría llegado a saber, porque en aquel momento entró en el despacho el jefe superior en persona.

En aquella época el jefe superior era un hombre gris, de aspecto fatigado, con nariz aguileña y ojos profundos que brillaban bajo cejas hirsutas, y era el terror de todos sus subordinados, excepto de T. X., que no respetaba nada en el mundo y muy poca cosa fuera de él. Hizo un breve saludo a Mansus y se encaró con T. X.

—¿Qué ha descubierto usted de nuestro amigo Kara?

—Muy poco —contestó T. X.—. He encargado del trabajo a Mansus.

—¿Y no ha encontrado nada? —gruñó el jefe superior.

—Ha encontrado todo lo que era posible encontrar —contestó T. X.—. En esta sección no podemos hacer milagros, sir Jorge, ni reunir todos los hilos de un caso en cinco minutos.

Sir Jorge Haley volvió a gruñir.

—Mansus ha hecho todo lo posible —continuó el otro—, pero es algo absurdo decir que un hombre ha hecho todo lo posible cuando no se sabe a punto fijo qué es lo que quiere usted.

Sir Jorge se dejó caer en una butaca y estiró sus largas y flacas piernas.

—Lo que yo quiero —dijo cruzando las manos y mirando al techo— es descubrir algo relacionado con un tal Remington Kara, un griego muy rico que ha comprado una casa en la plaza Cadogan, que no ocupa un puesto determinado en la sociedad de Londres, y que, por tanto, no tiene motivos para venir aquí; que declara abiertamente que detesta nuestro clima, que tiene una magnífica posesión en algún lugar salvaje de los Balcanes, que es un excelente jinete, una magnífica escopeta y un aviador bastante pasable.

T. X. hizo un signo a Mansus, y el inspector se despidió con una mirada de gratitud.

—Y ahora que Mansus nos ha dejado solos —dijo T. X. sentándose en el borde de la mesa y eligiendo con gran cuidado un cigarrillo de la pitillera que sacó del bolsillo—, dígame usted alguno de los motivos del repentino interés que le ha inspirado uno de los poderosos de este mundo.

Sir Jorge sonrió irónicamente.

—Tengo el interés de mi departamento. Esto es, quiero saber mucho sobre las personas anormales. Sabemos de él una cosa suficiente para despertar sospechas. Al parecer, teme por su vida, y quiere saber si puede instalar un teléfono particular entre su casa y la inspección de guardia. Le hemos dicho que siempre puede ponerse en comunicación con la comisaría de Policía más próxima, pero esto no le satisface. Ha hecho malas amistades con gentes de su propio país, que tarde o temprano, según cree, le rebanarán la nuez.

—Todo eso lo sé —contestó T. X. con paciencia—. Si quiere usted revelarme algo más de su archivo, sir Jorge, me dispongo a emocionarme.

—No hay en ello nada emocionante —gruñó el viejo levantándose—; pero recuerdo el caso de los tiros macedonios en el sur de Londres, y no quiero que se repita esta clase de sucesos. Si la gente quiere correr la pólvora, que lo haga fuera del casco de la población.

—Déjelos, déjelos —objetó T. X.—. Personalmente, a mi no me importa el sitio donde quieran lucir sus habilidades. Pero si a eso se reduce la información de usted, yo puedo aumentársela. Kara ha hecho importantes reformas en la casa que ha comprado en la plaza Cadogan; la habitación en que vive puede decirse que es, prácticamente, una caja de caudales.

—¿Una caja de caudales? —preguntó sir Jorge alzando las cejas.

—Sí, eso mismo. Sus paredes están a prueba de asalto, el techo y el suelo son de cemento armado. Hay una puerta que, además de su cerradura ordinaria, tiene una especie de cerrojo de acero que él deja caer cuando se acuesta por la noche y que abre personalmente por la mañana. La ventana es inaccesible, no hay puertas de comunicación y en general, la habitación está dispuesta para sostener un asedio.

El jefe superior parecía estar profundamente interesado.

—¿Qué más? —preguntó.

—Déjeme pensar —contestó T. X., mirando al techo—. Sí, la habitación está amueblada modestamente, hay una gran chimenea, una cama algo recargada de adornos y una caja de acero incrustada en la pared.

—¿Y cómo sabe usted todo eso?

—Porque he estado en la habitación —contestó T. X. con sencillez—. Gracias a un truco inocente, me gané la confianza del ama de llaves de Kara, que, entre paréntesis, va a ser despedida mañana y tiene que buscar otro empleo.

—¿Hay algún..., alguna...?

—¿Algún lío, pregunta usted? Nada absolutamente. La casa y el hombre son completamente normales, a excepción, claro está, de estas excentricidades. Kara ha anunciado su intención de pasar tres meses del año en Inglaterra, y los nueve restantes en el extranjero. Es inmensamente rico, no se le conocen parientes y tiene un ansia irresistible de poder.

—Entonces acabará en la horca —comentó el jefe levantándose.

—Lo dudo —objetó el comisario—. La gente que tiene tanto dinero, rara vez acaba en la horca. Sólo se ahorca a los pobres.

—Entonces le veo a usted en peligro, T. X. —dijo el jefe sonriendo—, pues, según mis informes, debe usted de estar al borde de la ruina.

—No haga usted caso de cuentos chinos... ¡Ah! Y a propósito de cuentos... Hoy he visto a Juan Lexman. ¿Le conoce usted?

—Sí. Tengo idea de que también anda apurado de dinero. Le cazaron en esa estafa de las acciones de minas de oro en Rumania, y me parece que aún está bajo los efectos...

El timbre de un teléfono sonó ásperamente en un rincón del despacho y T. X. se acercó al aparato y descolgó el receptor. Durante un momento, escuchó atentamente.

—Llaman de la Dirección —dijo hablando por encima del hombro al jefe superior, que se disponía a salir del despacho—. No se vaya usted; puede ser interesante.

Hubo una pausa; luego le interpeló una voz ronca:

—¿Es usted T. X.?

—Yo soy —contestó el segundo comisario.

—Le habla Juan Lexman.

—No le había conocido por la voz. ¿Qué le pasa, Juan? ¿Anda usted todavía a vueltas con su argumento?

—Venga en seguida a mi casa —dijo con una ansiedad que el comisario pudo reconocer aun a través del teléfono—. He disparado contra un hombre... ¡Le he matado!

—¡Oh! —exclamó T. X.—. ¡Qué estúpido ha sido usted!

III

En las primeras horas de la mañana, una trágica y pequeña partida estaba reunida en el gabinete de Beston Priory. Juan Lexman, lívido y con la mirada extraviada, estaba sentado en el sofá, con su mujer al lado. La autoridad inmediata, representada por el agente de la aldea, estaba de guardia en el pasillo exterior, mientras T. X., sentado a la mesa, escribía con lápiz en un bloc de cuartillas.

El novelista había referido los acontecimientos de la víspera. Había contado su entrevista con el prestamista antes de la llegada de la carta.

—¿La tiene usted? —interrumpió T. X. Juan Lexman hizo un signo afirmativo.

—Me alegro —dijo el otro lanzando un suspiro de alivio—. Esto le va a librar de muchas cosas desagradables, mi pobre amigo. Dígame lo que ocurrió después.

—Llegué al pueblo y lo crucé. No había nadie.

»Seguía lloviendo, y no encontré a un ser viviente en toda la noche. Llegué al lugar de la cita cinco minutos antes de la hora señalada. Era la esquina de la carretera de Eastbourne, por el lado de la estación, y allí encontré a Vassalaro, que estaba esperando. Me sentí algo avergonzado de encontrarle en semejantes circunstancias, pero le agradecí mucho que no hubiera venido a casa a promover un escándalo. Lo más ridículo de todo era aquella pistola infernal, que llevaba en el bolsillo de la americana y me daba un golpe en el costado a cada paso, como esforzándose por hacerme comprender mi locura.

—¿Dónde encontró usted a Vassalaro? —preguntó T. X.

—Estaba al otro lado de la carretera de Eastbourne, y la cruzó para venir a mi encuentro. Al principio, estuvo muy tratable, aunque un poco agitado; pero después empezó a conducirse de un modo extraordinario, como si fingiera una cólera que no sentía. Le prometí pagarle una parte importante de la deuda, pero se puso cada vez más furioso, y luego, repentinamente, antes que yo me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me apuntó con un revólver a la cabeza, mientras pronunciaba las más extrañas amenazas. Entonces me acordé del consejo de Kara.

—¿Kara? —interrumpió T. X.

—Un hombre que conozco, y que fue el que me presentó a Vassalaro. Es inmensamente rico.

—¡Ya! Siga usted.

—Recordé su advertencia, y quise ver si producía algún efecto en aquel hombrecillo. Saqué la pistola del bolsillo, le apunté e inconscientemente, apreté el gatillo... Con inmenso horror por mi parte sonaron cuatro disparos antes que pudiera recobrar la calma suficiente para soltar la culata. Vassalaro cayó sin decir palabra, y yo me arrodillé a su lado. Vi que estaba gravemente herido y por supuesto, en aquel momento comprendí que nada podría salvarle. Había apuntado a la región del corazón...

Lexman se estremeció, ocultó su cara entre sus manos, y su mujer, rodeándole el hombro con un brazo protector, le murmuró algo al oído. Pronto se repuso, y continuó:

—No estaba muerto del todo; le oí decir algo, pero no distinguí sus palabras. Corrí a la aldea, busqué al agente, se lo conté todo y retiraron el cadáver.

T. X. se levantó y abrió la puerta.

—Entre usted, agente —dijo, y cuando el hombre hizo su aparición le habló—: Supongo que levantaría usted el cadáver con el mayor cuidado y recogería todo lo que hubiera en su inmediata vecindad.

—Sí, señor; recogí su sombrero y su bastón, si es a esto a lo que usted se refiere.

—¿Y el revólver? —preguntó T. X.

—No había ningún revólver, señor. No estaba más que la pistola de mister Lexman.

El agente se registró los bolsillos y sacó el arma, que T. X. tomó y examinó.

—Yo cuidaré del detenido; usted vuelva al pueblo, busque toda la ayuda que necesite y haga un reconocimiento muy cuidadoso del lugar donde murió el hombre y tráigame el revólver, si lo encuentra. Probablemente lo encontrará en alguna zanja al lado de la carretera. Hay una libra esterlina para el hombre que lo encuentre.

El agente saludó y salió.

—Este caso me parece sobrenatural, fantástico —comentó T. X. volviendo a la mesa—. ¿No aprecia usted los detalles inusitados, Lexman? No es inusitado para usted deber dinero, como tampoco lo es que el usurero exija la devolución; pero en este caso la exige antes del vencimiento y además, la exige con amenazas. No es corriente que los prestamistas persigan a sus clientes con un revólver en la mano. Otro rasgo peculiar es que, si quería sacarle el dinero con amenazas de escándalo, ¿por qué eligió como punto de cita una carretera oscura y poco frecuentada, en vez de venir a la casa de usted, donde la presión moral había por fuerza de ser mayor? Y también, ¿por qué le escribió a usted una carta amenazadora, que indudablemente le colocaba a él bajo la ley, y en cambio, podía ser para usted una eximente en caso de que las cosas pasaran a mayores?

Se golpeó los dientes con la punta del lápiz, y de pronto dijo:

—Me gustaría ver esa carta.

Juan Lexman se levantó del sofá, se acercó a la caja, la abrió, y estaba tirando del cajón de acero en el que había guardado el valioso documento, cuando T. X. notó su expresión de sorpresa.

—¿Qué ocurre? —preguntó apresuradamente el detective.

—Este cajón está extraordinariamente caliente —contestó Juan, mirando alrededor como para medir la distancia entre la caja y la chimenea.

T. X. tocó la parte delantera del cajón. Efectivamente, estaba muy caliente.

—Ábralo —dijo T. X., y Lexman introdujo la llave y tiró.

Al hacerlo, todo el contenido del cajón ardió en llama repentina. Esta llama se extinguió inmediatamente, dejando sólo una pequeña espiral de humo, que salió de la caja y se extendió por la habitación.

—No toque a nada —dijo apresuradamente el detective.

Sacó cuidadosamente el cajón y lo colocó bajo la luz. En el fondo no había más que unas cenizas blancas arrugadas.

—Ya veo —dijo lentamente el comisario.

Veía algo más que aquel puñado de cenizas; veía el peligro mortal en que se encontraba su amigo. Aquello era una prueba en favor de Lexman destruida irremediablemente.

—La carta fue escrita en un papel sometido previamente a un tratamiento químico, en virtud del cual se desintegró en el momento en que se la expuso al aire. Probablemente, si usted hubiera tardado cinco minutos más en guardar la carta en el cajón, la habría usted visto arder ante sus ojos. De todos modos, ya estaba consumiéndose antes que usted abriera el cajón. ¿Dónde se encuentra ese sobre?

—Kara lo quemó —contestó Lexman en voz baja—. Recuerdo que lo cogió de la mesa y lo echó al fuego.

T. X. hizo un gesto.

—Bueno; queda la otra mitad de la prueba —dijo.

Y media hora después el agente del pueblo volvía y declaraba que, a pesar de un registro minucioso, no había podido descubrir el arma del muerto.

Por la mañana, Juan Lexman ingresó en la cárcel de Lewes, acusado de homicidio voluntario.

Un telegrama hizo venir de Londres a Mansus, y T. X. le recibió en el gabinete de Beston Tracey.

—Le he mandado llamar, Mansus, porque tengo la ilusión de que es usted más listo que la mayoría de mi personal, lo cual no es decir mucho.

—Le estoy muy agradecido, señor, por haberme dejado bien ante el jefe superior.

T. X. le interrumpió con un gesto.

—El deber de todo jefe —le dijo en tono de oráculo— es ocultar la incompetencia de sus subordinados. Sólo empleando métodos por el estilo puede observarse la decencia de la vida pública. Ahora, escuche usted con atención.

En el más breve espacio de tiempo posible le dio un esquema del caso desde el principio hasta el fin.

—Las pruebas contra mister Lexman son tremendas —añadió—. Pidió a este hombre dinero prestado, y en los bolsillos del cadáver se hallaron documentos firmados por Lexman. No me explico por qué el usurero llevaba encima aquellos papeles. De todos modos, dudo mucho de que mister Lexman pueda inducir a un Jurado a aceptar su versión. Nuestra única probabilidad de éxito es encontrar el revólver del griego... No creo que haya una gran probabilidad, pero si queremos triunfar, hemos de empezar ahora mismo la busca.

Antes de salir celebró una entrevista con Gracia. Las negras sombras que rodeaban los ojos de la mujer hablaron de una noche de insomnio. Estaba inusitadamente pálida y sorprendentemente serena.

—Creo que debo decirle unas cuantas cosas que sé —dijo, mientras se encaminaba a la sala y cerraba la puerta cuando hubieron entrado.

—Y que supongo se refieren a mister Kara —añadió T. X.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó ella, sorprendida.

—No sé nada.

El detective vaciló un momento y estuvo a punto de caer en la petulancia de declarar su omnisciencia, pero, comprendiendo la angustia de mistress Lexman, contuvo su natural deseo.

—En realidad, no sé nada —prosiguió—, pero adivino mucho.

Ella empezó, sin preliminares:

—Debo decirle a usted, en primer lugar, que una vez mister Kara me pidió que me casara con él, y por razones que en seguida le daré, estoy horriblemente asustada de ese hombre.

Sin omitir detalle, Gracia refirió al detective el encuentro en Salónica, la cólera extravagante de Kara y el rapto frustrado.

—Y Juan, ¿está enterado de todo eso? —preguntó T. X.

Gracia movió tristemente la cabeza.

—¡Ojalá se lo hubiera confesado! ¡Cómo siento no habérselo dicho! —exclamó Gracia, retorciéndose las manos en un éxtasis de dolor y arrepentimiento.

El detective la miró un momento con simpatía. Luego preguntó:

—¿Discutió mister Kara alguna vez con usted los asuntos económicos de su esposo?

—No. Nunca.

—¿Cómo conoció Juan a Vassalaro?

—De eso sí estoy enterada. La primera vez que vimos a mister Kara en Inglaterra, fue en ocasión en que estábamos en Babbacombe, veraneando... Bueno, era más bien una prolongación de nuestra luna de miel. Mister Kara se alojaba en el mismo hotel. Creo que mister Vassalaro estaba ya allí antes; de todos modos, se conocieron, y después de la presentación de Kara a mi marido, lo demás es fácil de comprender.

Hizo una pausa, y luego preguntó con exaltación:

—¿Puedo hacer algo en favor de Juan?

T. X. movió la cabeza.

—En lo que respecta a su historia, no creo que mejorarase usted la situación contándosela. No hay ninguna hebra que pueda relacionar a Kara con este asunto, y únicamente lograría usted causarle un gran dolor a Juan. Yo he de hacer todo lo que esté en mi mano.

Gracia le estrechó la mano con calor, y en aquel momento algo pareció infundir en T. X. Meredith un nuevo valor, una nueva fe y una mayor resolución para aclarar aquel inquietante misterio.

Encontró a Mansus esperándole en un automóvil, fuera, y a los pocos minutos estaban en el lugar de la tragedia. Allí se había congregado un pequeño grupo de espectadores, que contemplaban con morboso interés el sitio donde se había encontrado el cadáver. Había un policía local, y en él delegó T. X. la desagradable tarea de mantener a distancia a sus paisanos. El terreno había sido ya registrado a conciencia. Las dos carreteras se cruzaban casi en ángulo recto, y en uno de los cuatro ángulos de la cruz así formada, el seto de zarzas estaba roto, abriendo el paso a un campo que, evidentemente, se había utilizado como terreno de pastos de una vaquería adjunta. Se había hecho una tentativa chapucera para cerrar el boquete con alambre de pinchos; pero a pesar de ello, se podía pasar por encima sin ninguna dificultad. A este boquete dedicó T. X. su principal atención. Se habían registrado cuidadosamente todos los campos sin resultado; las cuatro zanjas, que eran simplemente acequias de comunicación a los lados de las carreteras, y solamente el seto roto y su maraña de zarzas ofrecía esperanza de que una nueva investigación no sería infructuosa.

—¡Caramba! —exclamó repentinamente Mansus, e inclinándose recogió algo del suelo.

T. X. lo cogió con los dedos.

Era inconfundiblemente un cartucho de revólver. El detective señaló el sitio donde se había encontrado, clavando su bastón en el suelo, y continuaron su búsqueda, pero sin éxito.

—Me temo que no encontraremos nada más —dijo T. X., después de transcurrida media hora de pesquisas inútiles.

Estaba en pie, con la mano en la barbilla y el ceño fruncido, reflexionando.

—Mansus —dijo—, supongamos que hubiese habido aquí tres personas: Lexman, el usurero, y un testigo. Y supongamos que esta tercera persona, por algún motivo que no conocemos, tuviera interés en ver lo que ocurría entre los dos hombres y quisiera espiar sin que le vieran. ¿No parece presumible que si fue él quien preparó la entrevista eligiera este sitio como punto de observación, ya que el seto le permitiría ver sin ser visto?

Mansus reflexionó:

—Igual podría haber elegido cualquiera de los otros dos setos, que le ofrecían iguales condiciones de seguridad —dijo al cabo de una larga pausa.

T. X. hizo un gesto de asombro.

—Ha demostrado usted que sabe discurrir; estoy conforme con usted. Recuerde siempre esto, Mansus: que ha habido una ocasión en su vida en que T. X. Meredith ha pensado exactamente lo mismo que usted.

Mansus sonrió débilmente.

—Naturalmente, desde el punto de vista del observador, éste era el peor sitio posible; por ello, quienquiera que viniera aquí, si es que alguien vino, sembrando balas de revólver, debió de elegir este sitio sólo porque era accesible desde otra dirección. Evidentemente, no pudo bajar de la carretera y trepar sin llamar la atención del griego, que estaba esperando a mister Lexman. Podemos suponer que, más adelante, en la carretera, existe una puerta en esta valla; podemos suponer que el hombre penetró por esa puerta, recorrió el campo por el lado del seto, y en algún sitio entre éste y la puerta tiró su cigarro.

—¿Su cigarro? —preguntó Mansus sorprendido.

—Su cigarro —repitió T. X., echando a andar a lo largo del seto.

Desde el sitio en que estaban veían la puerta que daba a la carretera a unos cien metros de distancia. A una docena de metros de la puerta, T. X. encontró lo que buscaba: un cigarro medio consumido. Estaba empapado de agua de lluvia, y el detective lo recogió con la mayor solicitud.

—Excelente cigarro, si es que yo entiendo de esto —observó—. La punta no está mordida, sino cortada, y lo fumaron con boquilla.

Llegaron a la puerta y entraron en el terreno acotado. De la puerta partía otro camino que T. X. y Mansus siguieron hasta llegar a otro cruce, inclinándose el ramal de la izquierda en dirección al Sur, hacia la carretera principal de Eastbourne, y al del Oeste en dirección del ferrocarril Lewes-Eastbourne. La lluvia había borrado mucho de lo que T X. andaba buscando; pero pronto encontró el detective una débil huella de un neumático de automóvil.

—Aquí es donde dio la vuelta y volvió —observó el detective, andando despacio hacia el camino de la izquierda—, y aquí es donde estuvo parado. Hay grasa que goteó del motor.

Se inclinó y siguió adelante en la actitud de un bailarín ruso.

—Y aquí están las cerillas que encendió el chofer. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis; como la noche era tempestuosa, podemos suponer que gastó dos en cada cigarro; esto hace tres cigarrillos. Aquí hay una colilla, Mansus, fíjese..., Gold Flake. Un cigarrillo Gold Flake tarda unos doce minutos en consumirse en tiempo normal, pero solamente unos ocho en tiempo borrascoso. El coche, por tanto, estuvo parado aquí unos veinticuatro minutos... ¿Qué piensa usted de esto, Mansus?

—Magníficamente razonado, T. X. —contestó el otro con calma—, si da la casualidad de que este coche es el que usted busca.

—Busco cualquier coche viejo —contestó T. X.

No encontró más huellas de neumáticos, aunque siguió con el mayor cuidado la pequeña senda hasta que llegó a la carretera principal. Después de esto era inútil seguir las pesquisas, porque la lluvia había caído sin interrupción durante la noche y las primeras horas de la mañana. El detective y su auxiliar llegaron a la estación férrea con el tiempo justo para coger el tren de la una para Londres.

—Va usted a ir como una bala a la plaza Cadogan, y me va a detener, ipso facto, al mecánico de mister Kara —dijo T. X.

—Muy bien. ¿De qué se le acusa?

Cuando T. X. daba una orden en el cumplimiento de su deber, para Mansus se habían acabado las sorpresas.

—Dígale usted lo primero que se le ocurra. Probablemente algo le vendrá a la imaginación de aquí a que lleguemos a Londres. En realidad, va usted a encontrarse con que el chofer ha sido llamado urgentemente a Grecia, y probablemente habrá salido en el tren de esta mañana para el Continente. En este caso, nada podremos hacer, porque el barco habrá salido ya de Dover y lo habrá desembarcado en Boulogne; pero si por casualidad le hecha usted el guante, no le suelte hasta que yo vuelva.

Aquel día fue de mucho ajetreo para T. X., y hasta anochecido no pudo regresar a Beston Tracey, donde le esperaba un telegrama que decía así: «Nombre del chofer es Goole. Ha sido camarero English Club de Constantinopla. Salió para Oriente tren esta mañana temprano. Su madre, enferma.»

—¡Su madre, enferma! —dijo despectivamente T X.—. ¡Qué pobre pretexto! Yo creí que Kara habría encontrado algo mejor que esto.

Estaba en el despacho de Juan Lexman cuando se abrió la puerta y la doncella anunció a mister Remington Kara.

IV

T. X. dobló cuidadosamente el telegrama y lo guardó en el bolsillo del chaleco.

Hizo una pequeña inclinación al recién llegado, y tomando el papel del dueño de la casa, acercó una silla al visitante.

—Creo que me conocerá usted de oídas —dijo Kara con desparpajo—. Soy amigo del pobre Lexman.

—En efecto, ésas son mis noticias; pero que su amistad con Lexman no le impida sentarse.

Durante un momento el griego quedó estupefacto; luego sonrió ligeramente y se sentó ante la mesa.

—Estoy angustiado por lo ocurrido —continuó—, y tanto más cuanto que me siento, en cierto modo, responsable, puesto que fui yo quien presentó a Lexman a ese desgraciado.

—Yo, en lugar de usted —dijo T. X. echándose atrás en su asiento y mirando enigmáticamente el rostro del griego—, no dejaría que esa preocupación me quitase el sueño por la noche. Muchas personas mueren asesinadas como consecuencia de una presentación. Los casos en que la gente mata a personas absolutamente desconocidas son singularmente raros. Digo yo que esto obedecerá acaso a la insularidad de nuestro carácter nacional.

De nuevo quedó el otro confundido ante la extravagancia del hombre de quien había esperado por lo menos modales oficiales.

—¿Cuándo vio usted por última vez a mister Vassalaro? —preguntó T. X. amablemente.

Kara levantó las cejas como si hiciera un esfuerzo de memoria.

—Creo que hará una semana.

—Vuelva usted a pensar —le aconsejó el detective.

Por tercera vez el griego quedó muy sorprendido, y nuevamente disolvió su sorpresa en una sonrisa.

—Me parece que... —comenzó.

—Bueno; no se preocupe —interrumpió T. X.—; pero permítame hacerle esta otra pregunta: ¿Usted estaba aquí anoche cuando mister Lexman recibió una carta? El hecho de que hubiera una carta es una prueba de considerable importancia —el detective vio que el otro titubeaba—, porque tenemos las declaraciones que lo confirman de la doncella y el cartero.

—Yo estaba aquí —contestó Kara midiendo las palabras—, y vi que, efectivamente, mister Lexman recibió una carta.

—¿Una carta escrita en un papel moreno y bastante grueso?

T. X. notó de nuevo la momentánea vacilación del griego.

—No me fijé en el color ni en la consistencia del papel.

—Yo habría jurado que sí se fijó, porque resulta que quemó usted el sobre, y seguramente le habría llamado la atención.

—No recuerdo haber quemado ningún sobre.

—De todos modos —continuó T. X.—, cuando mister Lexman le leyó la carta...

—Pero, bueno, ¿de qué carta está usted hablando? —preguntó Kara, alzando nuevamente las cejas.

Mister Lexman recibió una carta amenazadora —repitió pacientemente el detective—, que le leyó a usted, y que le enviaba Vassalaro. Después le entregó a usted la carta, y usted también la leyó. Vio usted cómo mister Lexman guardaba la carta en su caja fuerte, en un cajón de acero...?

Kara denegó con un movimiento de cabeza, sonriendo amablemente.

—Me parece que ha cometido usted un grave error. Aunque recuerdo que mister Lexman recibió una carta, yo no la leí ni me la leyó él.

T. X. entornó los ojos hasta casi cerrarlos, y su voz adquirió un timbre metálico.

—Y si yo le hiciera comparecer ante un Tribunal, ¿usted juraría que no vio esa carta, ni la leyó, ni se la leyeron, y que no tiene la menor idea de que mister Lexman recibiera esa carta?

—Es lo más probable —contestó el otro fríamente.

—¿Y también juraría usted que no había visto a Vassalaro desde hacía una semana?

—También, sí, señor —contestó el griego sonriendo.

—¿Juraría usted que no le vio anoche ni habló con él en el andén de la estación de Lewes; que después de dejarle allí continuó su viaje a Londres, ni volvió luego en su coche a las cercanías de Beston Tracey?

El griego estaba intensamente pálido; pero no se movió ni un músculo de su cara.

—¿Juraría usted también —prosiguió inexorable el detective— que no estuvo en la encrucijada conocida con el nombre de Mitre's Lot, ni entró por una puertecita que da a la carretera y que estaba al lado de su automóvil, ni presenció toda la tragedia?

—Todo eso lo juraría —contestó Kara con voz ronca.

—¿Juraría usted también la hora a que llegó a Londres?

—Creo que fue entre diez y once.

T. X sonrió.

—¿Juraría también que no pasó por Guilford a las doce y media y se detuvo para llenar el depósito de gasolina?

El griego había ya recobrado su sangre fría y se puso en pie.

—Es usted un hombre muy inteligente, mister Meredith..., creo que éste es su nombre.

—Exacto, así me llamo —contestó T. X. con calma—. Yo no he necesitado cambiar de nombre tan a menudo como usted.

Vio que los ojos de Kara echaban llamas, y comprendió que había dado en el blanco.

—Siento tener que irme —dijo Kara—. Vine con la intención de cumplimentar a mistress Lexman, y no tenía idea de que había de encontrarme con un policía,

—Mi querido mister Kara —dijo T. X., levantándose también y encendiendo un cigarrillo—, pasará usted la vida sufriendo esta triste contrariedad...

—No sé qué quiere usted decir.

—Sencillamente esto: que siempre irá usted en busca de una persona y se encontrará con otra; y. a menos que tenga usted suerte excepcional, esta otra persona será siempre un policía.

Guiñó un ojo, porque ya le había pasado la oleada de cólera que le produjo la presencia del griego.

—Ando buscando dos pruebas que han de librar a mister Lexman de muy serios trastornos —añadió—. Una de estas pruebas es la carta que usted quemó, como ya sabe.

—Sí —dijo Kara.

T. X. se inclinó por encima de la mesa, apoyando las manos en ella, y juntando casi su cara con la del griego.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Me lo dijo alguien, no recuerdo quién.

—Eso no es cierto —replicó T. X.—. Solamente estamos enterados mistress Lexman y yo.

—Pero mi querido señor —dijo Kara, poniéndose lentamente los guantes—, hace un momento me ha preguntado usted si quemé yo la carta.

—Dije el sobre —corrigió T. X. con risita maligna.

—Y ¿cuál es la segunda pista que sigue usted?

—El revólver.

—¿El revólver de mister Lexman?

—No; mister Lexman no tenía revólver, sino pistola. Esa ya la tenemos. Lo que buscamos es el arma que tenía el griego cuando amenazó a mister Lexman.

—Siento de veras no poder ayudarle en esa busca.

Kara se encaminó a la puerta, seguido de T. X.

—Voy a saludar a mistress Lexman.

—No va usted a saludarla —dijo el detective.

El otro se volvió con expresión burlona.

—¿Es que también la ha mandado usted detener? —preguntó.

—¡Vamos! ¡Salga usted en seguida! —gritó T. X. con repentina violencia.

Escoltó a Kara hasta el limousine que le esperaba.

—¡Caramba! —observó—. Veo que esta noche tiene usted, un chofer nuevo.

Kara, ahogado por la rabia, no pudo replicar palabra.

—Si le escribe usted al otro, déle recuerdos de mi parte —continuó implacable el detective cuando Kara se hubo acomodado en su lujoso vehículo—, y dígale que me intereso mucho por la salud de su señora madre. No deje usted de mencionar esto último.

Cuando el automóvil estuvo ya lejos de la casa, la cólera del griego estalló en una tempestad de gritos y blasfemias, y mister Kara se abandonó a un paroxismo de desesperación.

V

Seis meses después, T. X. Meredith estaba siguiendo con grandes fatigas una línea evasiva sobre un mapa de Sussex, cuando el ordenanza anunció al jefe superior.

—¿Qué hace usted? —gruñó sir Jorge apenas hubo entrado.

—La lección de esta mañana es sobre el mapa —contestó T. X. sin levantar la cabeza.

Sir Jorge se acercó al segundo comisario y miró por encima de su hombro.

—Pero ese mapa que estudia usted es muy viejo —comentó.

—Mil ochocientos setenta y seis. Indica el curso de una porción de arroyuelos muy interesantes, que el caballero topógrafo que hizo la medición más adelante no vio u omitió en su dibujo. Estoy completamente seguro de que en uno de estos arroyos encontraré lo que busco.

—Entonces, ¿aún no ha perdido usted la esperanza de salvar a Lexman?

—No perderé la esperanza hasta que me muera, y aun entonces es posible que tampoco.

—¿A qué le condenaron? ¿No fue a quince años?

—Sí, a quince años —confirmó T. X.—, y muy afortunado de haber podido salvar la vida.

Sir Jorge se acercó a la ventana y observó el animado tráfico de la calle.

—Me han dicho que ya está usted en buenas relaciones con Kara.

T. X. emitió un ruido que podía tomarse como asentimiento.

—Supongo que sabrá usted que este caballero ha hecho una tentativa heroica para hacerle saltar a usted.

—No me extraña —contestó T. X.—. Yo hice una tentativa no menos heroica para llevarle a la horca, y él me paga, por lo visto, en la misma moneda. ¿Qué ha hecho? ¿Intrigar con ministros y subsecretarios?

—Creo que sí.

—Es un imbécil —comentó T. X.

—Todo eso lo entiendo —dijo el jefe superior volviéndose hacia T. X.—. Pero lo que no entiendo es por qué le dio usted excusas.

—Hay tantas cosas que usted no entiende, sir Jorge, que renuncio a catalogarlas.

—Es usted un insolente —gruñó sir Jorge—. Venga a comer conmigo.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó cautamente T. X.

—A mi club.

—Entonces, lo siento de veras; pero no puedo acompañarle —dijo T. X. con exagerada cortesía—. Ya he comido una vez en su club. ¿Hace falta decir más?

Cuando el jefe superior salió, T. X. sonrió al recordar el profundo asombro de Kara y los vanos esfuerzos que hizo para disimular su inmensa satisfacción.

Kara era un hombre vanidoso, que sabía perfectamente que era muy guapo y muy rico. En la entrevista con el detective se condujo de un modo encantador, pues no solamente aceptó las excusas que éste le dio, sino que demostró abiertamente su deseo de crear una buena impresión en el hombre que tan groseramente le había insultado.

T. X. había aceptado una invitación para pasar el fin de semana en el rinconcito que Kara tenía en el campo, y allí había encontrado todo lo que podía desear: políticos eminentes que podían ser útiles a un joven ambicioso comisario general adjunto como era T. X., y hermosas damas para interesarle y divertirle. Kara había llegado al extremo de contratar una compañía dramática que representó Sweet Lavender, y a este objeto, el gran salón de baile de Herver Court se había transformado en teatro.

Al desnudarse para meterse en la cama aquella noche, T. X. recordaba que Kara había dicho que Sweet Lavender era su obra favorita, y resultó claro que había contratado a la compañía teatral principalmente para su propio recreo.

De otros muchos modos había tratado Kara de consolidar la amistad con el detective. Dio acertados consejos al joven comisario adjunto sobre una compañía ferroviaria que operaba en Asia Menor, y cuyas acciones estaban un poco por bajo de la par. T. X. le agradeció los consejos, pero no los siguió, ni sintió ninguna contrariedad cuando supo que las acciones habían subido tres libras en otras tantas semanas.

T. X. había dirigido la venta de Beston Priory. Hizo trasladar los muebles a Londres y alquiló un piso para Gracia Lexman.

Esta tenía una pequeña renta propia, y con ella y los grandes derechos literarios que empezaba a cobrar en crecientes cantidades, como consecuencia de la publicidad que el proceso dio al escritor, quedó a cubierto de toda necesidad.

—¡Quince años! —murmuró T. X. lanzando un silbido.

Desde el principio se vio que no había esperanza para Juan Lexman. Era acreedor del hombre a quien mató. No pudo comprobarse su historia de las cartas amenazadoras. No se encontró el revólver con que dijo le había apuntado Vassalaro. Dos personas creyeron implícitamente su historia, y un simpatizante ministro del Interior había asegurado formalmente a T. X. que, si éste encontraba el revólver y lo relacionaba con el crimen, sin duda ninguna se indultaría a Juan Lexman.

Se habían dragado todos los arroyos de la región, y en una ocasión se llegó a desecar el cauce de un riachuelo desviándolo en otra dirección, pero no se encontró rastro del arma, y T. X. había ensayado métodos más eficaces y seguramente menos legales.

Un electricista misterioso había hecho una visita al número 456 de la plaza Cadogan e iba investido de tan indiscutible autoridad, que se le permitió el paso hasta la alcoba secreta de Kara, con objeto de examinar ciertas instalaciones.

Al regresar Kara al día siguiente no dio importancia al asunto cuando le informaron, hasta que, al acercarse a su caja fuerte por la noche, descubrió que la habían abierto y registrado.

Casi todo lo que Kara tenía de valioso y confidencial estaba depositado en el Banco. En un paroxismo de pánico frenético, y a costa de una suma considerable, hizo que le cambiasen la caja por otra de tal potencia, según el fabricante, que nada podría hacer en ella el más hábil ladrón.

T. X. terminó su trabajo del día, se lavó las manos y estaba secándoselas, cuando entró Mansus en el despacho. No era corriente que Mansus irrumpiera en ningún sitio en aquella forma. Era un hombre lento, metódico, casi exasperante.

—¿Qué ocurre? —preguntó T. X.

—No hemos registrado la vivienda de Vassalaro —gritó Mansus sin aliento—. Se me ha ocurrido esto cuando pasaba por el puente de Westminster. Iba en el piso alto de un autobús...

—¡Despierte, Mansus! —interrumpió T. X.—. Claro está que registramos la vivienda de Vassalaro.

—No, señor, no la hemos registrado —dijo el otro triunfalmente—. Vivía en la calle Great James.

—No; vivía en el Adelphi —corrigió T. X.

—Tenía dos domicilios —insistió el subordinado.

—¿Cuándo se ha enterado usted de ello? —preguntó T. X. poniéndose serio.

—Esta mañana. Como le digo, iba en el autobús por el puente de Westminster y había dos hombres sentados enfrente de mí; oí la palabra «Vassalaro», y naturalmente, agucé el oído.

—Me parece muy natural, pero siga usted.

—Uno de los colocutores, persona de aspecto muy respetable, dijo: «Ese Vassalaro vivía en mi casa, y tengo allí todavía una porción de cosas suyas. No sé qué demonios hacer con ellas.»

—¿Y entonces intervino usted?

—El hombre se asustó muchísimo. Yo le dije: «Soy el inspector Mansus, de Scotland Yard, y le ruego que venga conmigo.»

—Y naturalmente, cerraría la boca y no diría una palabra más.

—En efecto, señor; pero al cabo de un rato le hice hablar, y me comunicó que Vassalaro había vivido en la calle Great James, seiscientos cuatro, piso tercero. Allí continúa todavía parte de su mobiliario. El hombre tenía poderosas razones para habitar dos domicilios.

—Y ¿qué más averiguó usted?

—Tenía una mujer —contestó Mansus—, que le abandonó cuatro meses antes de su muerte. Utilizaba la dirección del Adelphi para asuntos de negocios, y al parecer, dormía dos o tres noches a la semana en la calle Great James. Le he dicho al hombre que deje todas las cosas tal como están, que nosotros iremos a hacer un reconocimiento.

Diez minutos después los dos funcionarios estaban en el cuarto algo lúgubre que Vassalaro había ocupado. El casero les explicó que la mayor parte de los muebles era propiedad suya, pero que había ciertos artículos que pertenecían al muerto. Añadió, sin que viniera a cuento, que Vassalaro le debía al morir seis meses de alquiler.

Los artículos que habían pertenecido a Vassalaro eran un baúl, una pequeña mesa escritorio, un estante con libros y alguna ropa. La estantería estaba cerrada con llave, lo mismo que la mesa. El baúl, que no tenía nada de interés, estaba abierto.

Las otras cerraduras necesitaron poca atención. Mansus las hizo saltar sin dificultad ninguna. La hoja del bureau, al bajarse, constituía la mesa escritorio, y en el interior del mueble había un amontonamiento de cartas abiertas y sin abrir, informes, notas y todos los papeles que colecciona un hombre descuidado.

T. X. los examinó todos, uno tras otro, sin encontrar nada que le diese ninguna luz. Luego le llamó la atención una cajita de hojalata que estaba en uno de los compartimientos oblongos del mueble. El detective la sacó y la abrió, y encontró en su interior un pequeño bloc de cuartillas envuelto en una funda de papel de estaño.

—¡Caramba, caramba! —exclamó T. X; con explicable alegría.

VI

Un hombre estaba sentado en el patio inmaculado, ante la puerta de la casa del gobernador del penal de Dartmoor. Llevaba la horrible librea de ignominia que es el uniforme de presidiario. Tenía el pelo cortado al rape, y una barba de dos días rodeándole la cara, de expresión extraviada. En pie, con las manos a la espalda, esperaba el momento en que sus superiores le ordenasen el comienzo de su trabajo.

Juan Lexman —número 43, A.O.— alzó la mirada hacia el cielo azul que tantas veces había contemplado desde el patio de ejercicios, preguntándose qué le traería el día. Un día para él era el comienzo y el fin de una eternidad. No osaba pensar en los largos y horribles años que le esperaban. No se atrevió a pensar en la mujer que había dejado y que estaría sufriendo una agonía espantosa. Juan Lexman había desaparecido del mundo, el mundo que amaba y el mundo que le conocía, y que era para él todo en la vida. Todo había sido aplastado y borrado dentro de aquellos muros graníticos, y su amplio horizonte se había reducido al áspero marjal con sus tormos amenazadores.

En su existencia habían entrado nuevos intereses. Uno de ellos, la calidad de la comida. Otro, el carácter del libro que le entregaban en la biblioteca del presidio. El futuro lo representaban los oficios religiosos del domingo; el presente, cualquier trabajo que le encargaran. Durante el día tenía que pintar unas puertas y ventanas de una casita cercana; una casita ocupada por un vigilante, que, por algún motivo, le había hablado la víspera con cierta amabilidad y cierto respeto completamente inusitados.

—¡Cara a la pared! —gruñó una voz, y Lexman se volvió maquinalmente, conservando las manos a la espalda, y quedó mirando la pared gris del almacén del presidio.

Oyó los pasos de la cuerda de presos, que iba a las canteras y el retintín de las cadenas que los sujetaban. Eran hombres desesperados, particularmente interesantes para él, que había visto furtivamente sus caras en los primeros días de su encarcelamiento.

Le habían trasladado al penal de Dartmoor, después de pasar tres meses en Wormwood Scrubbs. Unos veteranos le dijeron que tenia suerte; otros, que era un desgraciado. Lo corriente era pasar doce meses en Scrubbs, antes de entrar en el presidio. Creyó oír una conversación de la que dedujo que le enviarían a Parkhurst, y en esto apreció la influencia que podía ejercer T. X., pues Parkhurst era el paraíso de los condenados.

En este momento oyó a su espalda la voz del vigilante:

—Vuelta a la derecha, cuarenta y tres, de prisa.

Juan echó a andar delante del armado funcionario, salió por las grandes y lúgubres puertas del penal, volvió bruscamente a la derecha y se encaminó hacia los marjales, atravesando la aldea de Princetown. En el camino de Tavistock había dos o tres casas recientemente alquiladas por funcionarios del penal, y era para la decoración de una de éstas para lo que se había mandado buscar al penado número cuarenta y tres.

La casa estaba todavía deshabitada.

Un papelista, vigilado por otro guarda armado, estaba esperando la llegada del pintor. Los dos vigilantes cambiaron saludos, yéndose el primero y quedando el segundo encargado de los dos penados.

Durante una hora trabajaron en silencio bajo la mirada del vigilante. Al cabo de este tiempo, el funcionario salió, y Juan Lexman tuvo ocasión de examinar a su compañero de desgracia.

Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, delgado y alerta. Bastante bien parecido, no infundía esa indefinible sugestión de animalismo que distingue a la mayoría de los habitantes de Dartmoor.

Esperaron hasta que dejaron de oírse los pasos del vigilante en el sendero enarenado que conducía a la puerta del jardín, y entonces habló el segundo de ellos.

—¿Por qué estas aquí? —preguntó en voz baja.

—Por asesinato —contestó Juan Lexman lacónicamente.

Ya en otras ocasiones había contestado a esta pregunta, y le había hecho un poco de gracia la cara de respetuoso asombro que ponían los preguntones.

—¿Cuántos años? —siguió preguntando el papelista.

—Quince.

—Eso quiere decir once años y nueve meses. Supongo que nunca habrás estado aquí antes.

—Nunca —contestó Lexman secamente.

—Yo entré aquí cuando era todavía un niño —confesó el papelista—. Me soltarán la semana próxima.

Juan Lexman le miró con envidia. Si el hombre le hubiera dicho que había heredado una gran fortuna y un título aún mayor, su envidia no habría sido más genuina.

Salir de aquel infierno, tomar el tren para Londres, vestirse con ropas confortables, ser libre como el aire, estar en libertad para acostarse y levantarse a la hora que se le antojara, elegir su comida, no obedecer otras órdenes que las de la propia conciencia.

—Y tú, ¿por qué estas aquí? —preguntó a su vez.

—Complot y estafa —contestó el otro jovialmente—. Me mandó detener una mujer cuando nosotros tres habíamos escapado con doce mil libras. Mala suerte, ¿verdad?

Era curiosa la simpatía que Lexman experimentaba por aquellos exponentes del crimen. Con la mayor naturalidad, adopta uno su punto de vista y ve la vida a través de su pervertida visión.

—Pero, lo que es otra vez, no me cogerán —continuó el presidiario—. Tengo una de las más grandes ideas del mundo, y cuento con la ayuda de un verdadero hombre.

—¿Quién? —preguntó Juan, sorprendido.

El hombre señaló el penal con la cabeza.

—Larry Green —explicó brevemente—. También sale el mes que viene, y ya tenemos pensado lo que vamos a hacer. Daremos el golpe, nos marcharemos a América del Sur y no se volverá a ver ni el polvo de nosotros.

Aunque empleaba expresiones familiares y de argot, su tono era el de un hombre educado, y sin embargo, había algo en él que indicó claramente a Juan que el individuo nunca había ocupado una posición social en la vida.

Los pasos del vigilante que se acercaba los redujeron al silencio. De pronto, sonó su voz desde la escalera.

—¡Baja, cuarenta y tres! —gritó ásperamente.

Juan cogió el bote de pintura y la brocha y bajo los escalones.

—¿Dónde está el otro? —preguntó el vigilante en voz baja.

—Arriba, en la habitación.

El vigilante se asomó a la puerta y miró a la derecha e izquierda. De la dirección de Princetown venía un gran automóvil gris.

—Deje el bote de pintura —dijo el funcionario con voz que temblaba de excitación—. Yo me vuelvo arriba. Cuando llegue ese «auto» a la altura de la puerta, no haga ninguna pregunta y salte dentro. Échese en el suelo, tápese con un saco que encontrará allí y no se mueva hasta que el coche se pare.

Juan Lexman sintió una oleada de sangre en la cabeza y se tambaleó.

—¡Dios mío! —murmuró.

—Haga lo que le digo —siseó el guarda.

Como un autómata, Juan dejó en el suelo el bote y la brocha y se encamino a la puerta del jardín. La camioneta gris subía trabajosamente la cuesta, y el rostro del conductor estaba medio oculto por unas gafas de automovilista. A través de los dos grandes cristales, Juan no pudo ver gran cosa que le ayudara a identificarle. Cuando la camioneta aflojó la marcha, al llegar a la altura de la puerta, Lexman cayó en ella de un salto y se aplastó contra el suelo. En aquel momento el vehículo dio un bote y continuó con marcha acelerada, balanceándose a medida que ganaba velocidad. Lexman sintió que bajaba y subía cuestas, y en una ocasión oyó el ruido sordo y prolongado que produjo al pasar un puente.

Desde su escondite no podía precisar la dirección en que marchaban, pero supuso que habrían ido hacia la izquierda, hacia una de las partes más silvestres de los marjales. No había notado que el vehículo aflojara la marcha, cuando, de pronto, con un crujir de frenos, se paró en seco.

—Salga —dijo una voz.

Juan Lexman arrojó su envoltura y saltó a tierra, y en aquel momento el coche dio la vuelta y se marchó en la dirección por donde había venido.

Por un momento el libertado creyó que estaba solo, y paseó la vista por su alrededor. Muy difuso en la lejanía, vio el edificio del penal de Dartmoor.

¡Estaba solo en los pantanos! ¿Adonde podría ir por allí?

Se volvió al oír una voz. Estaba en la pendiente de un pequeño tolmo, a cuyos pies se extendía una superficie de césped. Era a aquella pradera donde la gente de Dartmoor traía a pastar a los potros de carreras en los meses de verano. No se veía rastro alguno de caballos, sino sólo una gran máquina parecida a un murciélago con alas tensas de lona blanca, y al lado de aquella máquina un hombre vestido de pies a cabeza con un mono pardo.

Juan bajó corriendo la pendiente. A1 acercarse a la máquina se detuvo, como fulminado.

—¡Kara! —exclamó, y el hombre del mono pardo sonrió.

—Pero no me lo explico. ¿Qué va usted a hacer? —preguntó Lexman cuando se hubo recobrado de su sorpresa.

—He venido a llevarle a un lugar seguro —contestó el otro.

—Hasta ahora no tengo motivos para estarle agradecido, Kara. Una palabra de usted podría haberme salvado.

—Yo no podía mentir, mi querido Lexman. Y además, con franqueza, había olvidado la existencia de la carta, si es a esto a lo que se refiere usted; pero voy a tratar de hacer todo lo posible por usted y por su esposa.

—¿Por mi esposa?

—Le está esperando.

El griego volvió la cabeza y escuchó con aire de ansiedad.

Por sobre los pantanos se extendió el estampido de un disparo.

—No tenemos tiempo para discutir. Ya han descubierto la fuga. Suba aquí.

Juan trepó a la frágil carlinga del aeroplano, y Kara le siguió.

—Es de arranque automático; uno de los nuevos modelos de monoplanos.

Tiró hacia sí de la palanca, y la gran hélice de tres palas empezó a girar con enorme estruendo.

El aeroplano dio un salto, corrió con creciente velocidad durante unas cien yardas, y de pronto perdió contacto con tierra, cesando las sacudidas. La máquina onduló suavemente de un lado a otro, y el pasajero, al inclinarse, vio que el suelo huía por debajo de ellos.

Siguieron ascendiendo con rapidez a tiempo que avanzaba, hasta que la máquina planeó como un pájaro sobre el mar azul.

Juan Lexman distinguió los accidentes de la costa, y reconoció la hilera de casas blancas de Torquay —pero en un espacio de tiempo increíblemente corto quedaron borrados todos los vestigios de costa

Era imposible conversar. Lo impedía el ruido de los motores.

Evidentemente, Kara era un hábil piloto. De cuando en cuando consultaba la brújula que tenia delante, y alteraba ligeramente el rumbo de la aeronave. Al cabo de cierto tiempo soltó una mano del volante, escribió en un pequeño bloc de cuartillas que tenía al lado y lo pasó al pasajero que iba detrás.

Juan Lexman leyó: «Si no sabe usted nadar, hay un cinturón salvavidas debajo de su asiento.» Kara iba registrando el mar en busca de algo, que pronto encontró. Visto desde la altura a que se hallaban no era más que una manchita blanca en un gran campo azul. La máquina empezó a descender, adquiriendo en seguida una velocidad terrorífica, que dejó sin aliento al hombre, que con las dos manos se sujetaba frenéticamente a la carlinga.

Lexman sentía en las sienes el frío de la muerte, pero apenas reparaba en ello. Todo era increíble, imposible. Esperaba despertarse de un momento a otro, y se preguntaba si el penal no formaría también parte de su sueño.

Entonces vio el punto adonde se dirigía Kara.

Un blanco yate de vapor, largo y estrecho, se encaminaba despacio en dirección Oeste. Mientras el aeroplano bajaba, desde el yate echaron al agua un bote. Luego el avión llegó a la superficie del agua, y sus motores se detuvieron.

—Podemos mantenernos a flote diez minutos —dijo Kara—, tiempo sobrado para que nos recojan.

Su voz sonó fuerte y áspera en el silencio casi doloroso que siguió a la detención de los motores.

En menos de cinco minutos la barca botada desde el yate llegó al lado del aeroplano, tripulada por griegos, según observó Lexman a la primera ojeada. Otros cinco minutos después el escritor pisaba la cubierta inmaculada del yate, desde la que vio desaparecer en el agua la cola del aeroplano. Kara estaba a su lado.

—Ahí se hunden mil quinientas libras —dijo, sonriendo, el griego—, que unidas a las dos mil que he tenido que dar al vigilante, hacen una bonita suma. ¡Pero hay cosas que valen todo el oro del mundo!

VII

Una noche, T. X. llegó a Downing Street a las once, con el corazón lleno de alegría y gratitud. Subió corriendo la escalera de su despacho y encontró a Mansus, que estaba leyendo el periódico nocturno.

—Mi pobre amigo —le dijo T. X—, temo haberle hecho esperar demasiado, pero mañana tenemos que hacer usted y yo un pequeño viaje a Devonshire.

El detective sacó del bolsillo interior de su chaleco un gran sobre azul que contenía el papel que tanto le había costado conseguir.

—El hallazgo del revólver fue un golpe maestro de usted, Mansus.

El inspector enrojeció de placer, pues una palabra de alabanza de T. X. equivalía para sus subordinados a un ascenso. Siguiendo la opinión de Mansus, se había registrado cuidadosamente la carretera de Londres a Lewes y todos los arroyos que pasaban por debajo de ella.

A la tercera tentativa se encontró el revólver entre Gatwick Horsley. Facilitó su identificación el hecho de que en la culata tenía grabado el nombre de Vassalaro. Era más bien un objeto de adorno, pues había sido plateado y la culata tenia incrustaciones de madreperla.

—Evidentemente, regalo de un bandido a otro —comentó T. X.

Armado con aquella prueba, su labor habría sido bastante fácil; pero cuando a aquélla se agregó un borrador de la carta amenazadora, que sé encontró entre los papeles de Vassalaro, y que, evidentemente, había sido escrita al dictado, pues algunas palabras estaban mal escritas y habían sido corregidas por otra mano, el caso quedó completo.

Pero lo que decidió la cuestión fue el hallazgo de un taco de aquellas hojas de papel químico, cierto número de las cuales hizo T. X. arder en presencia del jefe superior y el ministro del Interior, simplemente exponiéndolas unos segundos a la luz de una lámpara eléctrica. Aquella combustión llenó el despacho del ministro de un humo acre y muy desagradable, que le valió a T. X. las maldiciones de sus dos jefes. Pero el argumento era incontrovertible.

T. X. miró al reloj.

—Me parece demasiado tarde para ver a mistress Lexman —dijo.

—A mí ninguna hora me parece demasiado tarde —insinuó Mansus.

—Usted me acompañará.

Pero le esperaba un desencanto. Mistress Lexman no estaba en casa, y ni la llamada continua de su timbre eléctrico ni los golpes vigorosos dados en la puerta obtuvieron ninguna respuesta. El portero, que en aquel momento iba a acostarse, creía que mistress Lexman había ido al campo. Con frecuencia marchaba el sábado, y no volvía hasta el lunes, y algunas veces el martes.

Resultaba que aquella noche era lunes, y el detective se vio ante un dilema. Despertado el empleado del ascensor, pudo dar más detalles que el portero. Mistress Lexman había salido el domingo, día inusitado para una excursión de fin de semana, y había llevado consigo sus dos maletas. El empleado aventuró la opinión de que iba algo excitado, pero cuando el detective le pidió que definiera los síntomas de la excitación, se perdió en una maraña de «¿Sabe usted?» y «Quiero decir», de todo lo cual nada se pudo deducir en consecuencia.

—No me gusta esto —dijo T. X.—. ¿Sabe alguien que hemos hecho estos descubrimientos?

—Nadie ajeno a la sección —contestó Mansus.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pensaba yo si el casero de la calle Great James estará enterado. Sabe que hemos hecho un registro.

—En seguida podemos salir de dudas —decretó T. X.

Un taxi los condujo a la calle Great James. Esta respetable arteria estaba envuelta en los cendales del sueño, y transcurrió algún tiempo hasta que pudo levantarse el casero. Al reconocer a T. X. se tragó la rociada de palabras inconvenientes que se disponía a soltar, creyendo que se trataría de algún inquilino sin llave, y condujo a sus visitantes a la sala.

—Usted no me encargo el secreto, mister Meredith —dijo, algo dolido—; pero, además, lo cierto es que yo no he hablado con nadie más que con el caballero que vino aquel mismo día.

—¿Qué quería? —preguntó T. X.

—Dijo que acababa de enterarse de que mister Vassalaro había sido inquilino mío, y quería pagar todos los alquileres que hubiera atrasados.

—¿Qué clase de hombre era?

La breve descripción del casero hizo correr un escalofrío por la espalda del comisario.

—No diga usted más..., ¡Kara! —dijo, y juró largamente.

—¡A la plaza Cadogan! —ordenó.

A su llamada contestaron en seguida. Mister Kara no estaba en Londres; por supuesto, estaba ausente desde el sábado. Esto fue lo que explicó el criado, mirando con ojos suspicaces a sus visitantes, porque recordaba que su antecesor había perdido el empleo por confiar demasiado en un electricista ful. No sabia cuándo volvería mister Kara; lo mismo podía estar fuera mucho tiempo que poco. Lo mismo podía regresar aquella noche que no regresar hasta el día siguiente.

—Está usted malgastando su vida en este oficio —le dijo T. X. rencorosamente—. Ha nacido usted para adivino.

—Pues ya está visto —dijo cuando estuvieron nuevamente en el taxi—. Búsqueme el primer tren que salga para Tavistock por la mañana, y telegrafíe al hotel George para que tengan un automóvil esperándome.

—¿Por qué no ir esta noche? —insinuó Mansus—. Hay un tren que sale a las doce. Es algo lento, pero podemos estar allí a las seis o las siete de la mañana.

—Ya no hay tiempo, a menos que invente usted un método para llegar a la estación en cincuenta segundos.

A pesar de la hermosura del día, el viaje matinal al Devonshire fue muy desanimado. T. X. experimentaba la desagradable sensación de que algo penoso había ocurrido. Al pasar por los marjales, el fresco aire de la primavera le animó un poco.

Cuando bajaban por el valle del Dart, Mansus le tocó en el brazo.

—Mire eso —le dijo, señalando al cielo, donde, a una milla por encima de sus cabezas, un aeroplano de blancas alas, que no parecía mayor que una libélula distante, brillaba a la luz del sol.

—¡Caramba! —exclamó el comisario—. Excelente medio para que un hombre se fugue.

—Creo que es el único —contestó Mansus. Pocos minutos después, T. X. comprendió el significado del aeroplano cuando los detuvo un vigilante armado. Una simple ojeada a su carnet fue bastante para dejarlos libres.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Se ha fugado un preso.

—¿Se ha fugado... en aeroplano?

—No sé nada de aeroplanos, señor; lo único que sé es que se ha escapado un preso.

El automóvil llegó a la puerta del penal, y T. X. echó pie a tierra, seguido de su auxiliar. No tuvo dificultad en llegar hasta el despacho del gobernador, hombre grandemente contrariado, porque la fuga de un preso es un asunto muy serio.

El alto funcionario se disponía a dar rienda suelta a su mal humor, pero de nuevo el carnet mágico produjo un efecto calmante.

—Perdóneme usted si me nota irritado —explicó el gobernador—, pero es que uno de mis presos se ha fugado. Supongo que ya lo sabrá usted.

—Y me parece, señor, que otro de sus prisioneros va a salir de la cárcel —dijo T. X., que sentía un curioso respeto por la autoridad militar.

Sacó del bolsillo un documento que depositó sobre la mesa.

—Es la orden de libertad de Juan Lexman, condenado a quince años de presidio.

El gobernador examinó el documento.

—¡Fechado anoche! —exclamó, y lanzó un suspiro de alivio—. ¡Loado sea Dios! ¡Este es el hombre que se ha fugado!

VIII

Dos años después de los acontecimientos descritos en el capítulo anterior, a T. X., que volvía a Londres desde Bath, le llamó la atención un párrafo del Morning Post. Decía brevemente que mister Remington Kara, el influyente miembro de la colonia griega, había sido el invitado de honor en una cena de la Hellenic Society.

T. X. sólo había visto a Kara un momento después de aquella mañana trágica en que descubrió que no solamente su mejor amigo se había escapado del presidio de Dartmoor y desaparecido del mundo en el preciso momento en que se firmaba su libertad, sino que también la esposa de aquel amigo se había esfumado misteriosamente de la faz de la Tierra.

Al mismo tiempo, podía haber sido una mera coincidencia que Kara se hubiese ausentado de Londres para reaparecer al cabo de seis meses. Toda pregunta que se hizo referente al paradero de la infeliz pareja motivaba una suave expresión de ignorancia en la cara encantadora del griego.

Juan Lexman estaba en algún punto del globo ocultándose equivocadamente de la Justicia, y con él estaba su esposa. T. X. no albergaba la menor duda sobre que ésta era la solución del enigma. Había hecho publicar la noticia del perdón, y las circunstancias en que se había obtenido este perdón, y había además, redactado un aviso, que se publicó en los principales periódicos de todos los países europeos.

Se discutía entre los funcionarios judiciales si Juan Lexman era o no culpable del delito de fuga de la cárcel; pero esta posibilidad no le quitaba el sueño a T. X. Se habían examinado cuidadosamente las circunstancias que concurrieron en la fuga. Se había decretado la cesantía fulminante del vigilante responsable, que al poco tiempo compró una taberna en Falmouth por una cantidad que no dejó la menor duda en el ánimo de las autoridades sobre el hecho de que habían comprado su complicidad en una buena suma de dinero.

Pero ¿quién había movido los hilos de aquella fuga? ¿Mister Lexman o Kara?

No era posible relacionar a Kara con aquello. Se había seguido la pista de la camioneta hasta Exeter, donde la había alquilado «un señor de aspecto extranjero»; pero el chofer, quienquiera que fuera, había desaparecido. Una inspección en los hangares de Kara en Membley mostró que no se había tocado a sus dos monoplanos, y T. X. no pudo descubrir quién era el dueño del aeroplano que había volado sobre Dartmoor en la mañana fatal.

T. X. estaba desconcertado y algo divertido ante la obstinación de las autoridades en resistirse a creer que la fuga se había verificado por aquel medio. El detective recordaba todos los acontecimientos del proceso mientras contemplaba el paisaje retorcido, encuadrado por la ventanilla

Dejó el periódico, lanzando un ligero suspiro, apoyó los pies en el asiento de enfrente y se entregó a sus recuerdos. No tardó, sin embargo, en recoger el periódico, y buscó ociosamente algo que le interesara en el trayecto final entre Newbury y Londres. Pronto encontró un artículo a dos columnas, con el poco prometedor título de «La riqueza mineral de la Tierra de Fuego». Estaba escrito en estilo ameno y divulgador. Hablaba de aventuras en los pantanos de detrás de la bahía de San Sebastián, de viajes remontando el río Juárez Celman, de noches pasadas en bosques primitivos y selvas vírgenes, y terminaba con un informe geológico sobre el valor de la sienita, el pórfido y la traquita.

El artículo estaba firmado por «J. G.». Se decía de T. X. que su gran virtud era la curiosidad. Conocía al dedillo los nombres de todos los grandes exploradores y escritores viajeros, y por algún motivo que no pudo determinar, no logró identificar satisfactoriamente a aquel «J. G.» Por supuesto, sintió un absurdo deseo de traducir aquellas iniciales por el nombre de Jorge Grossmith. Su incapacidad para identificar al articulista le irritó, hasta el punto de que lo primero que hizo al llegar a su despacho fue telefonear a uno de los editores literarios del periódico, que él conocía.

—Eso no es de mi negociado —le contestó atentamente su amigo—, y, además, no es costumbre dar los nombres de nuestros colaboradores. Pero por tratarse de usted le diré que ese «J. G.» que tanto le ha intrigado es Jorge Gathercole, el conocido explorador a quien, en una de sus excursiones, un león devoró un brazo.

—¡Jorge Gathercole! —exclamó T. X.—. Muchas gracias. ¡Qué imbécil soy!

Aclarado este pequeño misterio, el joven comisario dedicó su atención a otro asunto. Resultaba que aquella mañana su trabajo consistía en administrar la fortuna de Juan Lexman.

Al desaparecer la pareja, él se había encargado de la administración de sus bienes. No le molestó descubrir que Lexman le había nombrado su ejecutor testamentario, porque ya había sido administrador del pequeño capital de su esposa.

Los ingresos habían aumentado considerablemente. Todas las ediciones de las novelas de Lexman que dormían en los sótanos de las librerías se agotaron rápidamente, vendiéndose como nunca, y el trabajo del administrador aumentó aún más por haber fallecido una tía de Gracia Lexman, dejando heredera de una fortuna considerable a «su desgraciada sobrina».

—Continuaré la administración durante otro año —contestó T. X. al procurador que había venido a verle aquella mañana—. Al terminar este plazo, acudiré al Juzgado para que me exima de este deber.

—¿Cree usted que volverán? —preguntó el procurador, hombre de edad y poca imaginación.

—¡Naturalmente que volverán! Todos los héroes de las novelas de Lexman vuelven, tarde o temprano. Se nos presentará en el momento oportuno y quedaremos debidamente emocionados.

El detective estaba seguro del regreso de Lexman. Era la suya una fe inquebrantable.

Igualmente confiaba en tener algún día a Kara entre sus manos.

Circulaban algunos rumores extravagantes referentes, al griego, pero resultaba difícil separarlos de las murmuraciones que, invariablemente, se ceban en las personas ricas y afortunadas.

Uno de ellos le atribuía el deseo de algo más que una jefatura albanesa, de la que era evidente que disfrutaba. Se hablaba de ambiciones más altas y más amplias. Aunque el padre de Kara había sido griego, era indudable que descendía en línea recta de uno de los antiguos Mprest, de Albania, que habían ejercido su breve autoridad sobre aquel turbulento país.

La pasión del hombre era el poder. Para conseguir este fin no perdonaba medio.

T. X. guardaba en su bureau cerrado un librito rojo con guardas de acero y triple cerradura, al que llamaba su escandalarium. En él escribía los trozos escogidos que no podían publicarse y que, a veces, ayudaban a un investigador proyectando una luz deslumbradora sobre algunos cabos sueltos de un problema. En realidad, el detective no desdeñaba ninguna fuente de información, y no sentía el menor escrúpulo en utilizar la compilación de aquel archivo algo caótico.

Los asuntos de Juan Lexman le hicieron acordarse de Kara y de la gran recepción de Kara. Mansus se encargaría de conseguir un informe taquigráfico de los discursos que se pronunciaran, y que por la noche estaría en manos del detective. Mansus no le diría que Kara estaba ayudando económicamente a algunas personas muy influyentes, que cierto subsecretario de Estado y otras muchas personas de viso habían sido salvados de la quiebra por muy oportunos adelantos que les había hecho mister Kara. Esto lo había sabido T. X. por fuentes a las que se podía calificar de cualquier cosa menos de poco fidedignas. Mansus conocía la existencia de la banca de baccarat establecida en la calle Albermale; pero no sabía que la neurótica esposa de un gran personaje, nada menos que el ministro de Justicia, era una asidua visitante de aquella chirlata, y había perdido en una noche la cantidad de seis mil libras.

Todo ello era sórdido; pero desgraciadamente, convencional, porque las personas que ocupan una posición elevada hacen cosas indignas siempre que medien el dinero o las mujeres; pero era necesario para la buena marcha de la sección que regentaba T. X. tener cuidadosamente catalogados los errores cometidos por los poderosos, por muy sórdidos y convencionales que fueran.

El ministro de Justicia era una persona muy importante, pues contaba con la amistad personal de la mitad de los monarcas de Europa. De hombre modesto, con dos o tres mil libras de ingreso al año, sin teorías políticas bien definidas, había sabido explotar la política y los partidos, llegando a ocupar una posición privilegiada en el mundo financiero y en el político. Aunque no siguió la política vocinglera del vicario de Bray, es un hecho que fácilmente puede confirmar el lector que conservó su cartera con cuatro gobiernos distintos, aunque la significación política de éstos fue diferente.

Lady Bartholomew, la esposa de este adaptable ministro, acababa de salir para San Remo. Los periódicos anunciaron el viaje y hablaron vagamente de una enfermedad que impedía a la aristocrática dama cumplir sus deberes sociales.

El nombre de lady Bartholomew figuraba no una, sino muchas veces en el archivo secreto de T. X. Había varios hechos clarísimos y absolutamente incuestionables: que había nacido en 1874, que era la séptima hija del conde de Balmorley, que tenía una hija que atendía por el vago nombre de Belinda Mary, y todos los demás informes que un hombre podía obtener sin meterse en un lío.

Al refrescar su memoria con el librito rojo. T. X. se preguntaba qué inesperada tragedia había sacado de Londres a lady Bartholomew en plena season. La información que tenía de la dama casi le inducía a creer que, efectivamente, una enfermedad nerviosa había sido la causa de su partida repentina. Mandó a buscar a Mansus.

—Supongo que vería usted a lady Bartholomew en la estación de Charing Cross.

Mansus hizo un signo afirmativo.

—¿Iba sola?

—Iba con su doncella, pero nadie más. Me pareció que estaba enferma; al menos, tenía mala cara.

—Durante todos estos meses pasados ha tenido mala cara —dijo T. X. sin vestigio de simpatía—. ¿No se llevó también a Belinda Mary?

—¿Belinda Mary? —repitió despacio el inspector—. ¡Ah! ¿Se refiere usted a su hija? No; está en un colegio de Francia.

T. X. cerró de golpe el librito rojo, y lo colocó en su sitio en el bureau.

—Yo me pregunto de dónde demonios desentierra la gente nombres como este de Belinda Mary —murmuró—. Belinda Mary sugiere la idea de un animalillo salvaje..., ¡y Dios me perdone por hablar así de mis superiores! Pero ¿es que ha perdido usted algo?

Mansus estaba registrándose los bolsillos.

—Tomé unas notas sobre unas preguntas que tenía que hacerle a usted, una de ellas referente a lady Bartholomew. La he tenido en observación durante seis meses. ¿Quiere usted conservar la vigilancia?

T. X. reflexionó un momento, y luego movió la cabeza.

—No. Sólo me interesa lady Bartholomew en la medida en que le interesa a Kara. ¡Eso es lo que se llama un gran criminal, amigo mío! —exclamó con admiración.

Mansus, muy ocupado en rebuscar en la pila de cartas, hojas y cuadernitos que había sacado del bolsillo y puesto sobre la mesa, lanzó un resoplido e interrumpió su labor.

—¿Se ha constipado usted? —preguntó T. X. cortésmente.

—No, señor. Lo que pasa es que no creo que mister Kara sea un criminal. Además, ¿qué conseguiría con el crimen? Tiene todo lo que puede obtenerse con el dinero y es uno de los hombres más populares de Londres y el más guapo que he visto en mi vida. No necesita nada.

T. X. miró despectivamente a su subordinado.

—Es usted un pobre ciego —dijo moviendo la cabeza—. ¿No sabe usted que en los grandes criminales nunca influye el deseo material o la perspectiva de ganancias concretas? El hombre que roba la caja de su jefe para comprar a la muchacha a quien ama el collar de perlas de veinticinco chelines que ella desea vivamente, no gana con el robo más que la satisfacción de que le tengan en buen concepto. La mayor parte de los criminales cometen sus delitos por la misma razón, porque quieren que los tengan en buen concepto. Unas veces es el doctor X, que mata a su mujer porque es una desaseada y se emborracha, y no se atreve a separarse de ella por miedo a que los vecinos duden de su respetabilidad. Otras veces es el gran financiero, que ha malversado millón y medio, no porque le haga falta el dinero, sino porque la gente tenía la mirada fija en él. Por eso necesitaba construir grandes palacios, hacer cruceros por el Mediterráneo en yate propio y poseer inmensas extensiones de terreno...; porque quería que lo tuvieran en buen concepto.

—¿Sí? —preguntó burlonamente Mansus—. ¿Y el hombre que medio mata a una mujer a fuerza de palos? ¿Lo hace también para que le tenga en buen concepto?

T. X. le miró con lástima.

—El chulo que pega a su mujer, mi pobre Mansus, lo hace porque ella no le tiene en buen concepto. Esta es nuestra pasión dominante, nuestra característica nacional, la causa primordial de casi es Kara un criminal, y como digo, morirá de muerte violenta.

Se puso el abrigo y cogió el sombrero.

—Voy a ver a mi amigo Kara. Tengo ganas de hablar con él. Puede decirme algo interesante.

La casa de la plaza Cadogan era un gran edificio que hacía esquina. Tenía el aspecto característico inglés, con sus balcones, sus discretas cortinas, sus dorados relucientes y su puerta esmaltada. Había sido vivienda de lord Gratham, el excéntrico catador de vinos y perseguidor de todos los placeres. La había mandado construir «alrededor de una botella de Oporto», como decían sus amigos, significando con esto que su primera preocupación habían sido los sótanos de la casa, y que cuando estos sótanos estuvieron construidos y llenos de sus inapreciables vinos, el arquitecto había edificado la casa sobre ellos, sin que su señoría le molestara lo más mínimo. Las dobles bodegas de la casa de Gratham llegaron a ser célebres en todo Londres. Cuando Enrique Gratham fue enterrado bajo ocho pies de tierra en el Congo (le mató un elefante en el curso de una cacería), sus albaceas habían tenido la fortuna de encontrar un comprador inmediato. Se rumoreaba que Kara, a quien no le interesaba el vino, había mandado tapiar los sótanos, y hasta su misma existencia había pasado al dominio de la leyenda.

Un criado bien vestido y deferente le abrió la puerta y le hizo pasar al hall. En una estufa de bronce ardía un fuego confortable.

Mister Kara está muy ocupado, señor —dijo el hombre.

—Pásele mi tarjeta; creo que me recibirá en seguida.

El hombre hizo una inclinación, sacó de algún rincón misterioso una bandeja de plata y se deslizó escaleras arriba a la manera de los criados bien educados, esto es, sin esfuerzo corporal aparente. Volvió al cabo de un minuto.

—¿Quiere el señor venir por aquí?

Al terminar los escalones había un pasillo que cruzaba de derecha a izquierda. A él daban cuatro habitaciones: una al terminar el pasillo, a la derecha, otra a la izquierda, y las otras dos a intervalos regulares del centro.

Cuando el criado acercaba la mano a una de las puertas, T. X. le puso la suya en el brazo y le dijo:

—Me parece que le he visto a usted en algún sitio, amigo.

—Es muy posible, señor. Durante algún tiempo he sido camarero del Constitucional.

—Sí. allí debe de haber sido. El hombre abrió la puerta y anunció al visitante.

T. X. se encontró en una espaciosa habitación lujosamente amueblada, pero carente de esa sensación de comodidad y bienestar que es el rasgo característico del hogar inglés.

Kara se levantó de detrás de una enorme mesa escritorio y vino, sonriendo, al encuentro del detective.

—Esto es un placer inesperado —dijo, estrechándole calurosamente la mano.

Un año hacía que T. X. no le había visto, y encontró pocos cambios en el físico del extraño joven. Continuaba con la misma confianza en sí mismo y la misma actitud correcta de siempre. Cualesquiera que hubiesen sido los triunfos sociales que obtuviera, no habían alterado sus modales, tan afables y mundanos como de costumbre.

—Creo que bastará por hoy, miss Holland —dijo, volviéndose a la muchacha que, con un bloc de cuartillas en la mano, estaba en pie al lado de la mesa.

«Evidentemente —pensó T. X.—, nuestro helénico amigo tiene buen gusto hasta para elegir secretarias.» A T. X. no le atraían de una manera particular las mujeres. Era un soltero convencido, que encontraba la vida y sus incidencias demasiado absorbentes para dedicar toda su atención al serio problema del matrimonio, o a contraer responsabilidades e intereses que podían distraerle de lo que para él era el juego principal. Sin embargo, tendría que ser un hombre de piedra para resistir la frescura, la belleza y la juventud de aquella esbelta chiquilla, el sonrosado y la blancura de su cutis, la viveza y la pasmosa sensación de vitalidad que producía su sola presencia.

—¿Cuál es el nombre más fantástico que ha oído usted en su vida? —preguntó Kara, riendo—. Se lo pregunto porque miss Holland y yo hemos estado discutiendo sobre una carta pidiendo dinero que me ha enviado un tal Maggie Goomer.

La muchacha sonrió ligeramente, y aquella sonrisa le pareció un paraíso a T. X.

—¿El nombre más fantástico? Pues yo creo que el más fantástico que he oído en mucho tiempo es Belinda Mary.

—Eso parece un nombre familiar —dijo Kara.

T. X. estaba mirando a la joven. Ella sostenía la mirada con cierta lánguida insolencia. Luego miró a su jefe, y salió de la habitación.

—Debería haberle presentado —dijo Kara—. Era mi secretaria, miss Holland. Bonita chica, ¿verdad?

—Mucho —contestó el detective, que había recobrado el habla.

—Me gusta rodearme de cosas bellas —dijo Kara, y la complacencia con que hizo esta observación molestó al detective más que cualquiera otra cosa de las que Kara pudiese haberle dicho hasta entonces.

El griego se acercó a la chimenea, abrió una caja de plata y ofreció un cigarrillo a su visitante.

—Es usted un hombre muy suspicaz, mister Meredith —dijo sonriendo.

—¿Suspicaz yo? —preguntó inocentemente T. X.

—Estoy seguro de que quiere usted fiscalizar el carácter de todas las personas que me rodean. No se quedará usted tranquilo hasta que conozca todos los antecedentes de mi cocinero, mi ayuda de cámara, mi secretaria...

El detective alzó la mano en gesto de burlona súplica.

—Perdone usted —dijo—. Confieso que es uno de mis puntos flacos; pero, en lo que se refiere a los asuntos domésticos de usted, mi intromisión no ha pasado de fiscalizar los antecedentes de su interesantísimo chofer.

El rostro de Kara se ensombreció, pero sólo momentáneamente.

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Brown?

—No. Se hacía llamar Smith —corrigió T. X.—; pero no importa. Su verdadero nombre es Poropulos.

—¿Poropulos? Hace mucho tiempo que le despedí.

—Le jubiló usted con una pensión, según tengo entendido.

El griego le miró de hito en hito.

—Soy muy bueno con mis criados —dijo al cabo de una pausa, y luego cambió bruscamente de conversación—. ¿A qué buena suerte debo la visita de usted?

—Me pareció que podría usted hacerme un favor —contestó el detective, mirando con la mayor atención el cigarrillo que le había dado Kara.

—Tendré en ello un verdadero placer. Me temo que no ha sido usted muy perspicaz al no continuar lo que yo esperaba que hubiese madurado en una valiosa amistad, más valiosa para mí quizá que para usted —añadió el griego sonriendo.

—Es que soy un hombre tímido —replicó el irónico T. X.—, con tendencia a estimar por lo bajo mis atractivos sociales. Ahora he venido a verle porque usted conoce a todo el mundo. A propósito: ¿desde cuándo tiene usted a esa secretaria? —preguntó bruscamente.

Kara miró al techo en busca de inspiración.

—Desde hace cuatro meses; no, tres. Es una señorita muy eficaz, recomendada por una academia. No muy comunicativa, mejor educada que la mayor parte de las muchachas de su clase... Por ejemplo, habla y escribe corrientemente el griego moderno.

—Es un tesoro —insinuó T. X.

—Valiosísimo. Vive en Marylebone Road, ochenta y seis, A. No tiene amigos; pasa las veladas en su habitación, goza de gran respetabilidad y es algo fría en su actitud para con su jefe.

T. X. miró intencionadamente a su huésped.

—¿Para qué dice usted todo eso? —preguntó.

—Para ahorrarle la molestia de tener que descubrirlo —contestó el otro fríamente—. Esa insaciable curiosidad, que es una de las condiciones indispensables para su profesión, estoy seguro de que le impulsa a usted a investigaciones que realiza para su propia satisfacción personal.

T. X. sonrió.

—¿Me puedo sentar? —preguntó.

Kara le trajo rodando una butaca baja que había al otro extremo de la habitación, y T. X. se hundió en ella. Se echó atrás, cruzó las piernas, y durante un momento fue la personificación del bienestar.

—Creo que es usted un hombre muy inteligente, mister Kara.

—No tanto que llegue a adivinar el objeto de su visita.

—Pues, sencillamente, usted conoce a todo el mundo en Londres. Usted conoce, entre otras personas, a lady Bartholomew.

—En efecto, conozco muy bien a esa señora —contestó Kara con un apresuramiento que hizo sospechar a T. X que había adivinado el motivo de la visita.

—¿Tiene usted alguna idea de por qué lady Bartholomew ha salido de Londres en este momento determinado?

—¡Qué extraordinaria pregunta me hace usted! ¡Como si lady Bartholomew confiara sus planes a un hombre que apenas es para ella más que un conocido!

—Y sin embargo —replicó T. X. mirando el extremo encendido de su cigarrillo—, la conoce usted lo bastante para tener un pagaré firmado por ella.

—¿Un pagaré? —preguntó el griego.

Su tono era de involuntaria sorpresa, y T. X. se maldijo interiormente, porque en seguida vio una expresión de alivió en el rostro de Kara. El detective comprendió que había cometido un error, había hablado con demasiada claridad.

—Al decir pagaré —añadió en tono displicente, como si no diera importancia mayor al asunto—, me refiero, naturalmente, a las garantías que un deudor da invariablemente a la persona que le presta grandes cantidades de dinero.

Kara no contestó. Se levantó de su asiento, abrió el cajón de su mesa, cogió una llave y se la alargó a T. X.

—Aquí tiene usted la llave de mi caja —dijo serenamente—. Queda usted en libertad de registrar uno por uno todos los documentos que encuentre en ella, para buscar el pagaré que yo tenga de lady Bartholomew. Pero, mi querido señor —añadió en tono dolorido—, ¿es que me ha tomado usted por un prestamista?

—Nada más lejos de mi ánimo —protestó el detective.

Pero el otro parecía empeñado en hacerle tomar la llave.

—Me causará usted un verdadero placer si se convence por sus propios ojos. Creo que usted asocia la enfermedad de lady Bartholomew con algún horrible acto de usura por mi parte. ¿Quiere usted quedar convencido, y con ello hacerme un señaladísimo favor?

En aquella ocasión, cualquier hombre vulgar y probablemente también cualquier detective mediocre, habría dado la respuesta convencional obligada por la cortesía. Pero T. X. no era una persona vulgar. Tomó la llave y la hizo bailar en la palma de la mano.

—¿Es ésta la llave de la famosa caja de la alcoba? —preguntó con zumba. Kara le miró, sonriendo con igual burla.

—No es la caja que abrió usted en mi ausencia, en una ocasión memorable, mister Meredith. Como probablemente sabrá, he cambiado la caja. ¿Acaso ya no le interesa?

—Por el contrario —contestó T. X. con cachaza, levantándose de la butaca—, voy a poner a prueba su buena fe.

A guisa de respuesta, Kara se encaminó a la puerta.

—Yo le enseñaré el camino —dijo cortésmente. Precediendo a su huésped, el griego salió al pasillo y entró en la habitación del extremo. Era muy grande y recibía luz por una ventana protegida por gruesos barrotes. En la parrilla de la chimenea, ancha y alta, ardía un gran fuego, y la temperatura era demasiado elevada, a pesar de la frialdad del día. Cerca de los pies de la cama, incrustada en la pared, se veía la puerta verde de la caja.

—Ahí la tiene usted, mister Meredith —dijo Kara—. Todos los preciosos secretos de Remington Kara están ahí, a su disposición.

—Me temo que no voy a sacar nada en limpio —dijo T. X. sin hacer ademán de usar la llave.

—Esa es una opinión que comparto —dijo el griego con una sonrisa.

El detective alargó la llave a Kara.

—¿No abre usted la caja? —preguntó éste.

T. X. negó con la cabeza.

—Por lo que veo, la caja es de la marca Magnus; la llave que usted ha tenido la bondad de darme tiene escrita claramente la palabra «Chubb». Mi experiencia policíaca me ha enseñado que rara vez las llaves Chubb abren las cajas Magnus.

Kara lanzó una exclamación de disgusto.

—¡Qué estúpido soy! —dijo—. Sin embargo ahora recuerdo que mandé la llave a mi Banco antes de salir de Londres... He regresado esta mañana, ¿sabe usted? Ahora mismo mando a buscarla.

—Por favor, no se moleste más —murmuró cortésmente el detective.

Sacó del bolsillo una cajita de cuero aplastada y la abrió. Contenía cierto número de herramientas de acero de curiosa forma, mantenidas en posición vertical por una serie de presillas que corrían por el centro. De una de esas presillas extrajo un mango e introdujo en su alvéolo un utensilio que parecía una lezna de acero. Asombrado y con bastante aprensión, Kara vigilaba la maniobra.

—¿Qué va usted a hacer? —preguntó muy alarmado.

—Ya lo verá —contestó T. X. con sonrisa bonachona.

Muy cautelosamente insertó el instrumento en el pequeño ojo de la cerradura y lo hizo girar despacio, primero en un sentido y luego en otro. So oyeron dos ruidos secos. Luego T. X. tiró del mango, y la puerta de la caja se abrió.

—Muy sencillo, ¿verdad? —preguntó T. X.

El rostro de Kara había sufrido una completa transformación. En los ojos que encontró T. X. Meredith brillaban llamas de furia vesánica. De una zancada, el griego se plantó ante la caja abierta.

—Creo que esta broma ha ido demasiado lejos, mister Meredith —dijo ásperamente—. Si quiere usted registrar mi caja, tendrá que proveerse de un mandamiento judicial.

T. X. se encogió de hombros, destornilló el instrumento y lo volvió a colocar en la cajita de cuero, que guardó nuevamente en el bolsillo.

—No he hecho más que acceder a su invitación, mi querido señor Kara—dijo suavemente—. Naturalmente, ya sabia yo que el darme usted la llave era una baladronada, y que no tenia usted más intenciones de dejarme ver el interior de su caja que de decirme exactamente lo que le ocurrió a Juan Lexman.

El disparo dio en el blanco.

Una expresión de cólera contorsionó el rostro que contemplaba el comisario. Los labios se recogieron hacia atrás para enseñar una dentadura blanquísima, los párpados se entornaron hasta formar dos rayas, la mandíbula se proyectó hacia adelante y de aquella cara bestial se borró todo vestigio de humanidad. Sus manos se movieron sospechosamente hacia atrás.

—¡Arriba las manos! —ordenó T. X.—. ¡Y aprisa!

En una décima de segundo, Kara había levantado las manos, porque el cañón del revólver del detective le oprimía peligrosamente el tercer botón del chaleco.

—Se diría que no es ésta la primera vez que le hacen levantar las manos —dijo T. X.

Llevó su mano izquierda al bolsillo del pantalón del griego, y encontró allí una cosa dura en forma de cilindro. Al sacarlo, vio con sorpresa, que no era un revólver, ni siquiera un cuchillo; parecía mas bien una pequeña linterna eléctrica, sólo que, en vez de bombilla y cristal reflector, tenía una perforación en el extremo parecida a los agujeritos de un salero.

La manejó con cuidado, y estaba a punto de oprimir el pequeño botón de níquel que encontró, cuando un estrangulado grito de horror brotó de los labios de Kara.

—¡Cuidado, por amor de Dios! —exclamó el griego—. Está usted apuntándome. ¡No apriete el botón, le digo!

—¿Puede estallar? —preguntó T. X. con curiosidad.

—¡No, no!

T. X. apuntó la cosa hacia la alfombra y apretó cautamente el botón. Se oyó un siseo, y por el agujero salió un chorro de líquido. T. X. miró abajo. Una gran zona de la alfombra había cambiado de color y humeaba. Un olor acre y desagradable invadió la atmósfera. T. X. pasó la mirada del suelo a la cara lívida del hombre.

—Vitriolo, seguramente —dijo, moviendo la cabeza con admiración—. Está usted hecho un hombrecito, Kara.

El griego, a pesar de su entereza, estaba a punto de caer desmayado; balbució unas palabras para defenderse y escuchó sin chistar, mientras T. X., más emocionado de lo que quería descubrir, le hablaba de él mismo, de sus antepasados albaneses y de las posibilidades de sus haciendas en Albania.

Muy lentamente, Kara fue recobrando el dominio propio.

—No pretendía usarlo contra usted, lo juro —dijo en tono de súplica—. Estoy rodeado de enemigos, Meredith. Es lógico que me defienda. Juro nuevamente que no pensaba emplearlo contra usted. La idea es absurda. Siento mucho haberle gastado la broma de la caja.

—No se preocupe por eso —replicó el detective—. Me parece que el bromista he sido yo. No, no, no puedo devolvérselo —añadió cuando el griego alargaba la mano para recobrar el infernal instrumento—. Tengo que llevarlo a Scotland Yard. Es muy interesante. Aire comprimido, ¿verdad?

Kara asintió solemnemente.

—Muy ingenioso —dijo T. X.—. Si yo tuviera un cerebro como el de usted..., haría cosas con él... y con un revólver —añadió saliendo de la habitación.

IX


Querido mister Meredith:

No puedo expresarle lo molesto y humillado que me siento ante el desagradable desenlace que tuvo la pequeña broma que quise gastarle. Como sabe usted, y de ello le he dado ya pruebas, siento la mayor admiración por una persona que, trabajando tanto por la Humanidad como usted, ha conquistado tan universal renombre.

Espero que tanto usted como yo olvidaremos este desdichado acontecimiento, y que me dará usted la oportunidad de presentarle las excusas que le debo. Lo estimo indispensable para rehabilitarme ante sus ojos, y por lo menos, reunir los restos dispersos de mi propia estimación.

Me causará usted un placer vivísimo aceptando la semana próxima una cena conmigo y con un hombre interesantísimo, Jorge Gathercole, que acaba de regresar de Patagonia —según carta suya que acabo de recibir—, después de hacer los mas notables descubrimientos en aquel país.

Estoy seguro de que tendrá usted un criterio lo suficientemente amplio para no dejar que mi estúpido acceso de mal humor perturbe unas relaciones que siempre he deseado que fueran mutuamente agradables. Si consiente usted en que Gathercole, inconsciente del papel que ha de desempeñar, haga de pacificador entre usted y yo, daré por bien empleada la enorme suma que me ha costado su viaje a Patagonia.

Siempre suyo afectísimo,

Remington Kara.
 

Kara dobló la carta y la metió en el sobre. Tocó el timbre que tenía sobre la mesa y apareció la muchacha que tanta impresión había causado a T. X. Meredith.

—Que manden esta carta en seguida, miss Holland.

La joven inclinó la cabeza y quedó en pie esperando. Kara se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.

—¿Conoce usted a T. X. Meredith? —preguntó repentinamente.

—He oído hablar algunas veces de él —contestó la muchacha.

—Es un hombre singular, un hombre contra el que se mella mi arma favorita.

Ella le miró con interés.

—¿Cuál es su arma favorita, mister Kara?

—El miedo.

Si esperaba que ella le animara a continuar, quedó defraudado. Probablemente no necesitaba tal animación, pues en presencia de sus inferiores sociales era monopolizador.

—Se corta a un hombre la piel a tiras, y puede curar. Se le azota, y puede olvidar este recuerdo. Pero si se le asusta, si se le llena de aprensión y se le deja creer que algo espeluznante le va a ocurrir a él o a alguna persona a quien ame (mejor esto último), entonces se le hace sufrir de un modo que nunca alcanza el olvido. El miedo es un tirano y un déspota, más terrible que el potro de tormento, más eficaz que la picota. El miedo tiene cien ojos, y ve horrores allí donde la vista normal sólo ve cosas ridículas.

—¿Es ése su credo? —preguntó ella serenamente.

—Parte de él, miss Holland —contestó Kara sonriendo.

Ella jugueteó ociosamente con la carta que tenía en la mano.

—¿Y qué puede justificar el uso de tan terrible arma? —preguntó.

—Está ampliamente justificado para conseguir un fin. Por ejemplo: yo quiero algo. No puedo conseguirlo por la vía ordinaria o por el empleo de los métodos corrientes. Es esencial para mí, para mi felicidad, para mi comodidad o para mi amor propio. Si puedo comprarlo, santo y bueno. Si puedo comprar a personas que tienen influencia para conseguirme ese objeto, tanto mejor. Si puedo adquirirlo por cualquier mérito que yo tenga, utilizo este mérito. Pero en otro caso... —Kara se encogió de hombros.

—Comprendo —dijo la joven moviendo lentamente la cabeza—. Supongo que así es como piensan los chantajistas

Él frunció el ceño.

—Esa es una palabra que yo no uso, y que tampoco me gusta oír. Yo asocio el chantaje con una vulgar tentativa para conseguir dinero.

—Que resulta indispensable para la gente que lo emplea —dijo la joven, sonriendo ligeramente—. Y según el método de pensar de usted, está plenamente justificado.

—Es cuestión de plano —dijo él con jovialidad—. Desde mi punto de vista, son sórdidos criminales la clase de individuos con quienes T. X. tiene que contender en su trabajo. T. X. es un hombre por el que siento un gran respeto. Probablemente usted volverá a verle, pues él buscará una oportunidad para hacerle a usted una porción de preguntas sobre mí. No necesito decirle...

Kara alzó las cejas e hizo un gesto de simpatía.

—No discutiré los asuntos de usted con ninguna persona —contestó la joven con frialdad.

—Creo que le doy a usted tres libras por semana. Me propongo ascenderla a cinco libras, porque me sirve usted admirablemente.

—Muchas gracias —replicó serenamente la joven—, pero ya estoy muy bien pagada.

Y salió, dejándole un poco asombrado y bastante incomodado.

Rehusar los favores de Remington Kara era para aquel hombre orgulloso algo así como una afrenta. Gran parte de su enemistad con T. X. derivaba de la curiosa indiferencia con que éste había considerado la benévola actitud de Kara en su trato con el detective.

Tocó el timbre, esta vez para su criado.

—Fisher —le dijo—, estoy esperando la visita de un caballero llamado Gathercole, un caballero manco, a quien vas a entretener con cualquier pretexto, porque es muy difícil de retener, y yo necesito absolutamente verle. Ahora voy a salir, y volveré para las seis y media. Haz todo lo posible para impedirle que se vaya hasta mi regreso. Probablemente lo conseguirás mejor llevándole a la biblioteca.

—Muy bien, señor. ¿Va usted a cambiar de ropa?

—No. Saldré tal como estoy. Dame mi abrigo de piel. Este maldito frío me mata. Ten cuidado de que no se apague la estufa, llévame el correo a la alcoba y sírvele el lunch a miss Holland.

El griego era aficionado a hacer amistad con sus criados..., claro está que hasta cierto límite. En sus momentos más generosos se dirigía a su ayuda de cámara llamándole Fred, y en más de una ocasión, y sin motivo aparente, le había dado una propina al pagarle su jornal.

Fisher le acompañó hasta el automóvil, le envolvió las piernas en la manta, cerró la portezuela con cuidado y volvió a la casa. A partir de aquel momento su conducta fue bastante extraordinaria para un criado bien educado. Que volviera al despacho de Kara y pusiera en orden los papeles, era muy natural. No lo era ya tanto que se dedicara a un rápido examen de todos los cajones de la mesa de su amo, aunque esto podría excusarse como un exceso de diligencia, ya que, hasta cierto punto, contaba con la confianza de mister Kara.

Mister Fred Fisher no debió de encontrar gran cosa hasta que dio con el talonario de cheques de mister Kara, que le dijo por las indicaciones de la matriz, que el día anterior había el griego retirado de su Banco seis mil libras en metálico. Este detalle pareció interesarle enormemente, y con los labios apretados y la mirada fija de un hombre que piensa con rapidez, volvió a dejar en su sitio el talonario. Hizo una visita a la biblioteca, donde la secretaria estaba ocupada en sacar copias de la correspondencia de Kara y en contestar cartas de pedigüeños.

Fisher alimentó el fuego de la chimenea, pidió instrucciones deferentemente y volvió a sus registros. Esta vez le tocó el turno a la alcoba. No le llamó la atención la caja incrustada en la pared, pero sí un pequeño bureau en el que Kara guardaba la correspondencia particular de la mañana. Sin embargo, sus pesquisas no obtuvieron resultado.

Al lado de la cama había una mesita con un teléfono, cuya vista, al parecer, le hizo mucha gracia al ayuda de cámara. Aquél era el teléfono privado que Kara había mandado instalar con Scotland Yard..., según había explicado a sus criados.

Fisher se detuvo un momento ante la puerta cerrada de la habitación y contempló sonriendo el monumental cerrojo de acero que abarcaba toda la anchura de la puerta y que ajustaba exactamente en una caja, también de acero, incrustada en la pared. Luego salió de la habitación, y con aire meditabundo bajó las escaleras que conducían al hall.

Estaba a mitad del camino, cuando vino a su encuentro la doncella de Kara.

—Hay un señor que quiere ver a mister Kara. Aquí está su tarjeta.

Fisher leyó el nombre: «Jorge Gathercole, júnior. Travellers Club.»

—Yo le recibiré —dijo con repentina animación.

Encontró al visitante en pie en el hall.

Era un hombre que habría llamado la atención solamente por lo excéntrico de su traje y la suciedad de su aspecto. Llevaba un abrigo muy raído y un sombrero de copa brillante, y, evidentemente, nuevo. Cuando llegó el criado se estaba estirando, con movimientos nerviosos, de una sucia barba que le cubría toda la parte inferior de la cara, hablando consigo mismo y lanzando despectivas miradas al retrato de Remington Kara, que pendía sobre la chimenea. Llevaba en la nariz unos quevedos sostenidos por un milagro de equilibrio, y dos gruesos volúmenes bajo el brazo. Fisher, que tenia grandes cualidades de observador, descubrió bajo el abrigo una sucia chaqueta azul, un pantalón con enormes rodilleras y dos grandes botas negras.

El visitante miró al criado.

—Tenga esto —ordenó perentoriamente señalando los dos volúmenes que traía bajo el brazo.

Fisher se apresuró a obedecer, y observó, con cierto asombro, que el visitante no hacía ademán de ayudarle, bien soltando los libros, bien levantando la mano. Accidentalmente, el criado le apretó la manga, y recibió una impresión desagradabilísima, porque el antebrazo era evidentemente artificial. Dentro de la manga había una superficie de madera, y aquella invalidez del visitante quedó confirmada cuando le alargó a Fisher la mano derecha para que le quitara el guante.

—¿Dónde está Kara? —gruñó luego.

—No tardará en volver, señor.

—¡Ah! ¿No está en casa? Entonces no le espero. ¿A quién se le ocurre salir precisamente hoy? ¿No ha tenido tres años para hacerlo?

Mister Kara le espera, señor. Me dijo que estaría de vuelta a las seis, lo más tarde.

—A las seis, ¿eh? —exclamó el otro, irritado—. ¿Y qué demonios voy a hacer yo hasta las seis?

Se dio un tremendo tirón de la barba.

—¿A las seis? Bueno; dígale a mister Kara que vine. Déme esos libros.

—Pero, señor, yo le aseguro... —balbució Fisher.

—Déme esos libros —rugió el otro.

Con gran destreza se sacó la mano izquierda del bolsillo, encorvó el codo, manipulando en algún mecanismo, y colocó en el antebrazo los libros que de muy mala gana le entregó el criado.

—Dígale a mister Kara que volveré cuando me convenga, ¿entiende? Cuando me convenga. Buenos días.

—Señor, si quisiera usted esperar un momento...

—¡Al diablo la espera! Le digo que he esperado tres años. Dígale a mister Kara que cuando quiera verme me espere él.

Con esto salió, e innecesariamente dio un portazo tremendo. Fisher entró en la biblioteca. La joven estaba cerrando unas cartas y levantó la vista cuando él entró.

—Me temo, miss Holland, que me he metido en un lío muy serio.

—¿De qué se trata?

—Ha venido un caballero a quien mister Kara tenía mucho interés en ver.

Mister Gathercole —dijo en seguida la muchacha.

—El mismo, señorita. Pues no he conseguido que se quede.

Ella frunció los labios pensativamente.

Mister Kara se pondrá muy furioso, pero no veo qué habría podido usted hacer. ¿Por qué no me llamó a mí?

—No me dio ocasión, señorita. Pero si vuelve, le haré pasar aquí en el acto.

—Conforme —dijo miss Holland.

—¿Necesita usted algo, señorita? —preguntó Fisher desde la puerta.

—¿A qué hora dijo mister Kara que volvería?

—A las seis.

—Tengo aquí una carta importante que hay que llevar.

—¿Quiere que pida por teléfono un botones?

—No, no me parece conveniente. La podría llevar usted mismo.

Kara tenía la costumbre de emplear a Fisher como mensajero confidencial cuando la ocasión lo requería.

—Iré con mucho gusto, señorita.

Era la ocasión anhelada por Fisher, que había estado discurriendo alguna excusa para salir de la casa. Miss Holland le entregó el sobre, en el cual Fisher leyó: «Mister T. X. Meredith, Squire. Sección de Servicios Especiales. Scotland Yard. Whitehall.» El criado la guardó cuidadosamente en el bolsillo y salió de la biblioteca para cambiarse de ropa. Aunque la casa era grande, Kara no tenia una servidumbre muy numerosa. Una doncella y un criado componían todo su cuerpo de servicio de puertas adentro. El cocinero y los demás domésticos necesarios para la marcha de la casa eran contratados durante el día.

Kara había anticipado su regreso del campo, y aparte de Fisher, la única persona que había en la casa, además de la secretaria, era una doméstica, de edad madura, que servia a la mesa y hacía las funciones de ama de llaves.

Miss Holland estaba, al parecer, absorta en la lectura de las cartas que había escrito, pero tenía la mente muy lejos de la correspondencia esparcida ante ella. Oyó cerrarse la puerta de la calle, y al asomarse a la ventana vio a Fisher alejarse, y no le perdió de vista hasta que dobló la esquina. Luego atravesó el hall y entró en la cocina.

No era aquélla la primera visita que hacia a la gran habitación subterránea, de techo abovedado, que rara vez se usaba en aquella época, pues Kara no daba ya comidas.

La camarera, que también era cocinera, se levantó al entrar miss Holland.

—¡Qué placer verla a usted en la cocina, señorita! —dijo sonriendo.

—Me pareció que estaba usted demasiado sola, mistress Beale —contestó la muchacha mirándola con simpatía.

—¡Sola, señorita! No sabe usted lo que yo paso sentada aquí horas y horas. Sólo de ver esa puerta me entran escalofríos...

La mujer señalaba al extremo opuesto de la cocina, a una sólida puerta de madera sin pintar.

—Esa es la bodega de mister Kara... Nadie entra ahí más que él. Sé que entra a veces porque mi hermano, que es policía, me ha enseñado un truco, que es pegar un papelito muy pequeño en la puerta, y me lo encuentro roto a la mañana siguiente.

Mister Kara guarda ahí algunos documentos privados —dijo la joven—. Me lo ha dicho él mismo.

—No sé, no sé —dijo la mujer en tono de duda—. Me gustaría que la tapiara, como tapió el sótano de abajo. Yo sufro aquí angustias del infierno, esperando que de un momento a otro se abra la puerta y salga el espectro del viejo lord, que murió en África.

Miss Holland rió de buena gana.

—Pues ahora va usted a hacerme el favor de salir a la calle —dijo—. No tengo sellos.

Mistress Beale obedeció con apresuramiento, y la muchacha subió al hall.

De nuevo acechó desde la ventana esta segunda figura, que desapareció al doblar la esquina.

Tan pronto como la hubo perdido de vista, miss Holland desplegó una actividad inusitada. Sacó de su bolso un estuche pequeño, que abrió. En su interior había una llavecita de acero, nueva. Pasó rápidamente al pasillo, entró en la alcoba de Kara y marchó en derechura a la caja.

A los dos segundos la tenía abierta y estaba examinando su contenido. Era un arca grande, del tipo corriente, dotada de cuatro cajones de acero. Dos de éstos estaban abiertos, y no había en ellos nada interesante: guardaban cuentas relacionadas con las posesiones de Kara en Albania.

Los dos de arriba estaban cerrados. La joven se había preparado para esta contingencia, y una segunda llave fue tan eficaz como la primera. Un registro del primer cajón no produjo el resultado que ella esperaba. Volvió a colocar los papeles en él, lo cerró y dedicó su atención al segundo. Le temblaba un poco la mano al abrirlo; aquélla era su última esperanza.

Este cajón postrero contenía cierto número de estuches de joyas que casi lo llenaban. Ella los apartó uno tras otro, y al fondo encontró lo que buscaba y lo que le había tenido embargada la atención durante los pasados tres meses.

Era una cajita cuadrada, forrada de cuero rojo. Oprimió con dedo tembloroso el botón del resorte y al abrirla, lanzó un pequeño grito de alegría.

—¡Por fin! —exclamó en voz alta, y entonces una mano la cogió por la muñeca y al volverse, muerta de terror, se encontró con el rostro sonriente de Kara.

X

La joven sintió que las piernas se le doblaban, y creyó que estaba a punto de desmayarse. Se dominó con un esfuerzo violento, y si la cara que vio el griego estaba pálida, había en sus ojos negros una firme resolución.

—Permítame, miss Holland —dijo Kara en su tono más suave.

Le arrancó, más que le tomó, la cajita de la mano, la colocó cuidadosamente en el cajón, lo empujó, lo cerró y examinó la llave después de sacarla. Luego cerró la puerta del arca.

—Está visto que tendré que comprar una caja nueva.

Kara no había soltado la muñeca de la joven, ni lo hizo hasta que la hubo conducido a la biblioteca. Entonces dejó libre a su secretaria y se situó entre ella y la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa cínica y despectiva en su rostro encantador.

—Puedo adoptar varias resoluciones —dijo silabeando despacio—. Puedo entregarla a la Policía... cuando regresen los criados, a quienes usted ha alejado tan hábilmente. O bien puedo tomarme la justicia por mi mano.

—En lo que a mí respecta —dijo la joven fríamente—, puede usted entregarme a la Policía.

Miss Holland se apoyó en el borde de la mesa y le miró sin demostrar temor ninguno.

—No me gusta la Policía —observó Kara, y entonces sonó un golpecito en la puerta.

Kara se volvió, entreabrió la puerta, cuchicheó con alguien y al cabo de un momento la cerró y depositó sobre la mesa una hoja de sellos de Correos.

—Decía que no me agrada la Policía, y prefiero mis propios métodos. En este caso particular es evidente que la Policía no me serviría, porque usted no la teme, y probablemente está al servicio suyo. ¿Tengo razón al suponer que es usted cómplice de mister T. X. Meredith?

—No conozco a mister T. X. Meredith —replicó ella con calma—, y no estoy de ningún modo al servicio de la Policía.

—Sin embargo —insistió él—, no parece que le asusta mucho, y esto me impide caer en la tentación de entregarla a usted en las manos de la ley. A ver, déjeme pensar...

Frunció los labios mientras reflexionaba sobre el problema.

Ella estaba medio sentada, medio en pie, mirándole sin demostrar aprensión, pero con un corazón que empezaba a flaquear. Durante tres meses había representado una comedia, y el esfuerzo había sido mayor de lo que ella misma se confesaba. Ahora había llegado el momento culminante, y he aquí que flaqueaba. Esta idea era lo más enloquecedor de todo. No era el miedo a la detención ni al castigo lo que la atormentaba; era la desesperación del fracaso, juntamente con una sensación de desamparo contra aquel hombre siniestro.

—Si yo mandase detenerla, su nombre aparecería en todos los periódicos, naturalmente, y con toda seguridad las revistas gráficas publicarían su retrato —dijo Kara, y quedó esperando la respuesta en actitud expectante.

Ella se echó a reír.

—Eso no me asusta —replicó.

—Ya lo veo —dijo él, y avanzó hacia ella, pero ligeramente desviado, como si se dirigiera a la ventana.

Llegaba a la altura de la joven, cuando repentinamente dio un cuarto de vuelta y la cogió en sus brazos. Antes que ella se diera cuenta, el hermoso griego se había inclinado y le había dado un beso en plena boca.

—Si grita usted, la besaré otra vez —dijo—. Además perderá el tiempo, porque he mandado a la cocinera a comprar más sellos... a la central de Correos.

—¡Suélteme! —jadeó ella.

Por primera vez él vio el terror pintado en su rostro, y experimentó aquella loca sensación de triunfo, aquella intoxicación de poder que había asociado a los días rojos de su vida accidentada.

—Está usted asustada —le dijo, medio susurrando las palabras—. Ahora es cuando está asustada, ¿verdad? Si grita usted, la besaré más, ¿me entiende?

—Por el amor de Dios, suélteme —murmuró ella.

Kara la sintió temblar entre sus brazos y de pronto, la soltó con una risita burlona. Ella se dejó caer destrozada en la silla que había al lado de la mesa.

—Ahora va usted a decirme quién la envió aquí —dijo con voz dura— y para qué vino. Nunca sospeché de usted. Me pareció una de esas extrañas criaturas que se encuentran en Inglaterra, una mujer que prefiere ganarse la vida a lo más sencillo y vulgar, que es buscarse un marido. Y durante todo este tiempo ha estado usted espiándome... Muy lista, muy lista.

La joven pensaba con rapidez. Fisher volvería al cabo de cinco minutos. Sin saber por qué, confiaba en la capacidad y buena voluntad de Fisher para salvarla de una situación que ella sabía peligrosísima para su seguridad. Estaba horriblemente asustada. Conocía a aquel hombre mucho mejor de lo que él sospechaba, y sabía que no sentía escrúpulos por nada. Nada le detendría, pues carecía del sentido del honor y de la más elemental benevolencia.

Kara debió de adivinarle los pensamientos, pues se acercó a ella y quedó en pie a su lado.

—No se encoja usted, mi joven amiga —dijo sonriendo—. Va usted a hacer lo que yo le diga, y lo primero de todo acompañarme abajo. Vamos, levántese.

La ayudó a ponerse en pie, medio levantándola, medio arrastrándola, y la sacó de la habitación. Juntos bajaron a la cocina subterránea sin pronunciar palabra. Si la joven esperaba zafarse y escapar a la calle, quedó chasqueada. La mano que la sujetaba era una mano de acero, y miss Holland comprendió pronto que la salvación no podía venir en aquella dirección.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó al fin cuando llegaron a la cocina.

—La voy a poner a buen recaudo —contestó Kara—. He decidido que, después de todo, la Policía puede intervenir en el caso, y voy a encerrarla a usted en la bodega hasta que venga un agente.

La gran puerta de madera sin barnizar se abrió, descubriendo una segunda puerta, que también abrió Kara. La joven observó que ambas puertas estaban forradas de acero: la exterior por dentro y la interior por fuera. No tuvo tiempo de hacer más observaciones, porque Kara la empujó a la oscuridad. Luego encendió una luz.

La muchacha hizo una frenética tentativa para escapar y recibió un fuerte empujón. Kara abrió la segunda puerta en el momento en que ella lanzaba un penetrante alarido, y el griego se volvió y cogiéndola por el cuello con una mano, le tapó la boca con la otra.

—Esto no la puede coger de sorpresa —le siseó al oído.

Ella vio su cara contorsionada de rabia. Vio a Kara transfigurado por una cólera demoníaca, vio aquel rostro encantador, casi divino, hendido de arrugas y con la expresión de un odio increíble, y ya no vio más, porque perdió toda conciencia y cayó al suelo desmayada.

***

Cuando recobró el sentido se encontró echada en una superficie plana, una especie de camilla. De un saltó quedó sentada. Kara se había ido y la puerta estaba cerrada. La bodega estaba seca y limpia, y tenía las paredes estucadas. Daban luz dos lámparas eléctricas junto al techo. Había una mesa, una silla y un pequeño lavabo, y era evidente que el aire se renovaba por ventiladores invisibles. Sin duda alguna, aquello era una cárcel, y en sus primeros momentos de pánico la joven se preguntó si Kara habría utilizado anteriormente con este objeto aquel calabozo subterráneo.

En el extremo más distante había otra puerta, que la joven empujó suavemente al principio, y luego con fuerza, sin conseguir moverla un milímetro. Aún conservaba su bolso de muaré negro, que pendía de los barrotes de la cama, y en él no encontró nada más formidable que un cortaplumas, un pequeño bote de sales y unas tijeras. Estas últimas las había estado usando en recortar los párrafos de los periódicos que hablaban de los movimientos de Kara.

Aquellas tijeras podían constituir un arma utilísima, y la muchacha arrolló su pañuelo a los ojos para manejarlas mejor y las colocó sobre la mesa al alcance de su mano. Durante todo el tiempo tenía la vaga impresión de que había oído algo relacionado con aquella bodega, algo cuyo conocimiento podía serle muy útil si lograba recordar.

Y de pronto, recordó que existía una bodega interior, que según mistress Beale, nunca se usaba y estaba tapiada. Tenía acceso desde el exterior por una escalera de caracol. En aquella dirección debía de haber un camino. ¿Y no podría existir alguna relación entre las dos bodegas?

Se dedicó a hacer un examen mas completo del lugar. El piso era de hormigón, cubierto con una ligera estera de junquillo. La joven arrolló ésta cuidadosamente, empezando desde la punta. Así dejó al descubierto una mitad del suelo, sin descubrir la existencia de ninguna trampa. Intentó llevar la mesa al centro de la habitación para continuar enrollando la estera, pero vio que estaba fija a la pared, y al arrodillarse descubrió que la habían lijado después de puesta la estera.

Aquella disposición obedecía seguramente a una causa, y la joven dio unos golpecitos en el suelo con los nudillos. Los latidos de su corazón se aceleraron, porque los golpes produjeron unos sonidos huecos. Ella se levantó, sacó del bolso el cortaplumas y cortó cuidadosamente los finos junquillos. Tenía que dejarlo todo como estaba, y para ello había que trabajar con primor.

Pronto quedó la trampa al descubierto. Había una argolla de hierro fija a la trampilla, y de ella tiró la joven con todas sus fuerzas. La trampa cedió sin gran esfuerzo y giró hacia atrás, como si tuviera un contrapeso en el otro extremo, lo que resultó ser verdad. Miss Holland se inclinó y miró al vacío. Abajo se veía una débil claridad: la reflexión de una luz distante. De allí arrancaba una escalera de caracol, y después de un segundo de vacilación la joven metió las piernas en la cavidad y empezó a descender.

Se encontró en otro sótano algo mayor que el de encima. La claridad que había visto provenía de una habitación interior que debía de estar situada debajo de la cocina. Miss Holland se encaminó a ella con cuidado, andando de puntillas. La primera de las habitaciones en que entró estaba bien amueblada. Tenía una gruesa alfombra en el suelo, sillas confortables, una pequeña estantería ocupada por libros y una lámpara de mesa. Aquél debía de ser el despacho subterráneo de Kara, donde guardaba sus preciosos documentos. A aquella habitación daba otra más interior que tampoco tenía puerta. La joven entró en ella, y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la semioscuridad vio que era un cuarto de baño coquetonamente acomodado.

Aquella habitación tampoco tenía ninguna luz, recibiéndola de la cámara más lejana. Cuando la joven pisaba cautamente la gruesa alfombra del suelo tropezó con algo duro. Se inclinó, pasó la mano por la alfombra y sus dedos encontraron una gruesa cadena de hierro. La muchacha quedó maravillada, casi espantada. Retrocedió hasta la entrada de la primera habitación, aterrada ante lo que podría ver. Y entonces le llegó de la tercera cámara un ruido que le hizo estremecerse verdaderamente horrorizada.

Era un suspiro largo y tenebroso. La joven apretó los dientes, avanzó resueltamente hacia la entrada y quedó con los ojos muy abiertos, helada de espanto ante una dantesca visión.

—¡Dios poderoso! —gimió—. ¡En Londres!... ¡Y en el siglo veinte!...

XI

El inspector Mansus tenía un despachito en Scotland Yard, que, con gran disgusto suyo, más que un despacho privado era una sala de visitas, a la que iba a haraganear todo funcionario policiaco en los momentos que tuvieran libres. En la tarde de la sorprendente aventura de miss Holland un agente, de paisano, de la División D, introdujo en el despacho de mister Mansus una joven doméstica muy angustiada y llorosa. La escena era demasiado familiar para un funcionario policiaco con veinte años de servicios, y mister Mansus no se impresionó en absoluto.

—Si tiene usted la bondad de dejar por ahora las lágrimas y contestar a unas cuantas preguntas, saldremos ganando usted y yo —dijo Mansus, uniendo a su natural cortesía la seriedad propia de su cargo—. Usted es la doncella de lady Bartholomew, ¿verdad?

—Sí, señor —sollozó la angustiada María Ana—. ¿Y ha sido usted sorprendida en el momento en que empeñaba una pulsera de oro, propiedad de lady Bartholomew?

La muchacha tragó saliva, hizo un gesto afirmativo y empezó a recitar una serie de excusas.

—Si, señor; pero prácticamente me la regaló ella, señor, porque llevaba dos meses sin pagarme, señor, y a ese extranjero le puede pagar miles y miles de libras de un golpe, y a los que le servimos con lealtad no nos paga, señor. Y si estuviera enterado sir Guillermo de ciertas cosas, como lo de la baraja de mi señora y la tabaquera del señor, no sé lo que pensaría. Y yo he resuelto cobrarme lo que me debe, porque si a un ricacho como mister Kara le puede pagar miles de libras, no hay razón para que a mi no...

Mansus levantó la cabeza.

—Llévela al calabozo —dijo lacónicamente, y el agente sacó del despacho un lamentable ejemplar de ladrona inexperta, sollozante e hiposa.

A los tres minutos, Mansus estaba con T. X. y había puesto un poco de orden en las incoherencias de la chica.

—Eso es importante —dijo T. X.—; tráigame a esa doméstica.

La muchacha entró en el despacho de T. X. a punto de desmayarse.

—Tráiganle una taza de té —dijo el comprensivo comisario—. Vamos a ver, María Ana: siéntese y tranquilícese.

—¡Oh señor! Es que nunca me he visto en un lío como éste... —empezó ella cuando se hubo dejado caer en la silla que le acercaron.

—Entonces se debe usted de haber aburrido terriblemente —cortó T. X.—. Ahora, escuche.

—Yo siempre me he tenido por una respetable mujer...

—Dejemos eso ahora —interrumpió T. X. con gesto de cansancio—. Escuche: si me dice usted toda la verdad sobre lady Bartholomew y el dinero que pagó a mister Kara...

—Dos mil libras.

—Si me dice usted la verdad, yo haré una trampa y la dejaré libre.

Transcurrió bastante tiempo hasta que el comisario logró encarrilar la declaración de la criada. Había en ella grandes lagunas, que T. X. salvaba. En general, era una historia creíble. Lady Bartholomew había perdido dinero y había pedido prestado a Kara. Le había dado en prenda la tabaquera que uno de los zares había regalado al padre de su marido, médico, por haberle salvado de una grave dolencia. El objeto era de marfil azul y oro macizo, y tenia grabadas con diamantes palabras extranjeras. Sobre la cantidad que lady Bartholomew había pedido prestada, María Ana no fue muy precisa. Todo lo que sabia era que su señora había devuelto dos mil libras y que estaba terriblemente angustiada porque, al parecer, Kara se negaba a entregarle la tabaquera.

Indudablemente, había habido terribles escenas entre el marido y la mujer, ataques de nervios y cosas por el estilo, produciéndose la principal cuando Belinda Mary vino del colegio de Francia.

—Entonces, ¿miss Bartholomew está en Inglaterra? ¿Dónde está? —preguntó T. X.

Aquí también la muchacha estuvo vaga y titubeante. Creía que la joven señorita se había vuelto a marchar. De todos modos, miss Belinda había quedado muy impresionada, había visto al doctor Williams y aconsejado a su madre que cambiara de aires.

Miss Belinda parece una joven muy precoz —observó T. X.—. Y ¿no vio por casualidad a mister Kara?

—¡Oh, no! Miss Belinda estaba por encima de esta clase de gentes. Miss Belinda era una señora de pies a cabeza.

—Y ¿qué edad tiene esta interesante joven? —preguntó T. X.

—Diecinueve años —contestó la muchacha, y el comisario quedó muy asombrado.

Dio a la sirvienta una breve lección sobre los sagrados derechos de la propiedad, le pagó los tres meses de salarios que su señora le había dejado a deber —T. X. no dudó de que en esto la joven decía la verdad—, y la despidió con instrucciones de volver a la casa, hacer el baúl y marcharse.

Cuando la muchacha hubo salido, el detective quedó reflexionando sobre la situación. Podía ir a ver a Kara, puesto que Kara le había expresado su condolencia, y probablemente estaría muy humilde. También podía no ir a verle. Mansus estaba esperando y T. X. se encaminó con él a su despachito.

—No lo entiendo, no lo entiendo —dijo desesperado.

—Si me dice usted el motivo de Kara, acaso yo podría dar una solución —observó el solícito Mansus.

T. X. negó con la cabeza.

—Es que eso es precisamente lo que no puedo decirle.

Se sentó en el borde de la mesa de Mansus y encendió un cigarro.

—Me inclino a ir a verle —dijo al cabo de una pausa.

—¿Por qué no telefonearle? —insinuó Mansus—. Ya sabe usted que tenemos un teléfono directo con su alcoba.

El inspector señaló un pequeño teléfono que había en un rincón del despacho.

—¡Ah! Por fin convenció al jefe para que se lo instalaran, ¿eh? —preguntó T. X. interesado, y se acercó al teléfono.

Tecleó en el receptor un momento y estaba a punto de llevárselo al oído cuando cambió de opinión.

—No —dijo—. Mañana iré a verle. No creo que consiga sacarle nada sobre lady Bartholomew, como no conseguí nada sobre el pobre Lexman.

—Supongo que no habrá usted renunciado a toda esperanza de volver a ver a mister Lexman —observó Mansus.

Antes que T. X. pudiera contestar sonó un golpe en la puerta y entró un guardia que saludó con respeto a T. X.

—Acaban de enviarnos una carta urgente que ha llegado a su oficina, señor. Preguntaron por teléfono, y yo dije que estaba usted aquí.

Entregó la misiva al comisario. T. X. examinó el sobre. Estaba escrito a máquina y llevaba la indicación «Urgente» y «En propia mano». El detective cogió una plegadera de sobre la mesa y rasgó el sobre. La carta constaba de cuatro páginas que, a diferencia del sobre, estaban manuscritas.

«Mi querido T. X.», empezaba, y la letra era familiar.

—¡Santo Dios! —exclamó T. X., estupefacto—. ¡Es de Juan Lexman!

Le temblaba la mano al volver rápidamente las hojas. La carta llevaba la fecha de aquel mismo día, y no tenía más indicación que Londres.


Mi querido T. X.:

Indudablemente, esta carta le emocionará un poco, porque todos mis amigos habrán creído que yo no volvería jamás. Afortunada o desgraciadamente, no ha sido así. Por lo que a mí respecta... Pero no quiero ponerme triste, pues estoy sinceramente contento ante la idea de que voy a volver a verle. Perdóneme las incoherencias que encontrará en esta carta, pero es que en este preciso momento acabo de llegar, y estoy escribiéndole desde el hotel de Charing Cross. No me alojo aquí, pero más adelante le daré mi dirección. La travesía ha sido muy accidentada, por lo que tendrá que dispensarme si encuentra mis palabras un poco deshilachadas. He de comunicarle ante todo que mi pobre esposa ha muerto. Falleció en el extranjero hará seis meses. No quiero hablar mucho de ella por razones que usted comprenderá.

Mi principal objeto de escribirle es oficial. Supongo que aún estoy sometido a la ley, y he decidido entregarme esta misma noche a las autoridades. Usted tenía un excelente auxiliar en el inspector Mansus, y si le conviene a usted, como creo, iré a presentarme a él a las diez y quince. De todos modos, mí querido T. X., no quiero mezclarle a usted en mis asuntos, y si me deja usted que me entienda exclusivamente con Mansus le quedaré muy reconocido.

Ya sé que no me espera un gran castigo, pues, al parecer, mi perdón fue firmado la noche anterior a mi fuga. No tengo mucho que contarle, pues no hay grandes cosas en estos pasados dos años de las que quiera acordarme. Hemos sufrido muchísimo, y la muerte fue piadosa al llevarse a mi adorada Gracia. ¿Ha visto usted a Kara en este tiempo?

Tenga la bondad de decirle a Mansus que me espere de diez a diez y media, y que dé instrucciones al oficial de guardia en el sentido de que me pasen inmediatamente a su despacho.

Reciba usted un fuerte abrazo de su sincero amigo, Juan Lexman.
 

T. X. leyó dos veces la carta y sus ojos se nublaron.

—¡Pobre muchacha! —dijo suavemente, entregando la carta a Mansus—. Evidentemente, quiere verle a usted, porque teme que yo utilice nuestra amistad en favor suyo. Sin embargo, yo también me quedaré aquí.

—¿Que formalidades hay que cumplir? —preguntó Mansus.

—Ninguna —contestó el otro con animación—. Yo obtendré el necesario perdón del ministro del Interior, que prácticamente me lo tiene prometido.

Volvió a su oficina de Whitehall con la mente ocupada por los acontecimientos del día. Era una lluviosa noche de febrero; la cellisca caía en las calles y un cruel viento del Este traspasaba el grueso abrigo del detective.

T. X. atravesaba con la mirada la semioscuridad de la calle al acercarse a la puerta de su oficina.

Alguien estaba en pie ante la entrada, pero evidentemente era una persona muy respetable..., una dama regordeta, enfundada en un impermeable y con un sombrero absurdo.

—¿Desea usted algo? —preguntó T. X., sorprendido.

—Quiero hablar con usted, mister Meredith —dijo la mujer en el tono de voz melindroso y afectado de quien justifica la fuente vulgar de su prosperidad haciendo frecuentes alusiones a los días mejores que ha conocido.

—Muy bien —contestó gravemente T. X.—. Su espera no habrá sido en balde.

Abrió la pesada puerta, pasó por un corredor desnudo —en las oficinas del Gobierno no hay alfombras ni lujos —y guió a su visitante hasta la escalera que conducía al primer piso, donde estaba el juego de habitaciones que constituía sus oficinas.

Encendió todas las luces y atendió solícito a su visitante, persona de aspecto distinguido.

«No está mal —pensó T. X.—, si se quitara los lentes y el impermeable.»

—Usted me dispensará por venir a verle a esta hora tan intempestiva; pero, como suele decir mi padre: Honni soit qui mal y pense.

—¿Acaso su padre tiene un negocio de ligas? —preguntó humorísticamente T. X.—. Pero siéntese, mistress...

Mistress Cassley —dijo la dama a tiempo que se sentaba—. Tenia un negocio de papeles pintados. Pero la dura necesidad...

Y mistress Cassley hizo un gesto significativo.

—Y dígame, mistress Cassley: ¿a qué debo el honor de su visita? —preguntó T. X., que no había podido adivinarlo.

—Pues verá usted, señor. Yo tengo hospedada en mi casa una joven señorita, tan respetable como la que más. Y le aseguro, señor, que yo entiendo bastante de respetabilidad, pues he tenido pupilos profesionales y he sido también ama de llaves de un doctor.

—Veo que está usted facultada para hablar de respetabilidad —dijo T. X. sonriendo—. Y ¿qué le ocurre a esa joven señorita de que me habla? A propósito: ¿cuál es su domicilio?

—Marylebone Road, ochenta y seis, A.

T. X. dio un salto.

—¿Sí? —preguntó—. Y ¿qué le ha pasado a la joven?

—Según mis noticias, trabaja a las órdenes de un tal mister Kara en concepto de mecanógrafa. Vino a mi casa hará cuatro meses.

—No importa cuándo vino —interrumpió T. X., impaciente—. ¿Ha recibido usted un recado de esa señorita?

—Sí, señor —contestó mistress Cassley, inclinándose confidencialmente hacia adelante y hablando en el tono misterioso que indudablemente creía que debía acompañar a toda revelación hecha a la Policía—. Esta señorita me dijo: «Si alguna noche, a las ocho, no estoy de vuelta en casa, vaya a buscar a T. X. y dígale...» Hizo una pausa dramática.

—Sí, sí —dijo T. X.—. ¡Por el amor de Dios, siga usted, señora!

—«...Dígale que Belinda Mary...» El detective se puso en pie de un salto.

—¡Belinda Mary! —exclamó.

En seguida lo comprendió. La muchacha que sabía el griego moderno y que trabajaba como secretaria de Kara estaba allí con algún objeto. Kara tenía algo de su madre, algo de importancia vital y de lo que no se separaría, y la hija había adoptado aquel método para rescatarlo. Mistress Cassley seguía hablando teatralmente, pero T. X. ya no la atendía. Su corazón se aceleró ante la idea de que Belinda Mary hubiese pensado en él.

El comisario llamó por teléfono a Mansus y le dio unas breves instrucciones.

—Usted va a quedarse aquí —ordenó a la atónita mistress Cassley—. Yo tengo que hacer algunas pesquisas.

* * *

Kara estaba en su casa, pero acostado. T. X. recordó que aquel hombre extraordinario se acostaba invariablemente temprano y solía recibir visitas en su fortaleza nocturna. Le hicieron pasar casi en seguida, y Kara le recibió fumando en la cama y vestido con su pijama de seda. El calor de la habitación era insoportable, aun en aquella cruel noche de febrero.

—¡Qué agradable sorpresa! —dijo Kara, sentándose en la cama—. Supongo que no le importará mi déshabillé.

T. X. entró en materia sin preámbulos.

—¿Dónde está miss Holland? —preguntó rápidamente.

—¿Miss Holland? —repitió Kara, alzando las cejas en un gesto de asombro—. ¿Y me viene usted a mí con esa pregunta, mi querido señor? Pues estará en su casa, o en el teatro, o en el «cine»... No sé a qué dedica sus veladas.

—No está en casa, y tengo motivos para creer que no ha salido de ésta.

—¡Qué suspicaz es usted, mister Meredith!

Kara hizo sonar el timbre y apareció Fisher con una taza de café en una bandeja.

—Fisher —le dijo su amo—, mister Meredith está ansioso de conocer el paradero de miss Holland. Ten la bondad de decírselo, porque tú conoces mejor sus costumbres que yo.

—Que yo sepa, señor —contestó Fisher deferentemente—, salió de casa alrededor de las cinco treinta, su hora de costumbre. Poco antes de las cinco me envió a llevar una carta, y cuando volví no estaba ya su abrigo y su sombrero, por lo que supuse que se habría marchado.

—¿La vio usted salir? —preguntó T. X.

—No, señor; rara vez la veo salir. Miss Holland no está sujeta a un horario fijo, y puede salir y entrar cuando le place. Si se me permite dar mi opinión, creo que la encontrará usted en su casa, señor.

Kara hizo un gesto de asentimiento y amenazó jocosamente con el dedo a T. X.

—Y todo esto es por no tener yo las bellezas de mi casa cubiertas con un velo, como hacemos en Oriente, sobre todo teniendo trato con un policía tan susceptible como usted.

T. X. devolvió la broma. A nada conducía provocar un alboroto. Después de unas convencionales frases amables, se despidió. Encontró a mistress Cassley oyendo embobada a Mansus contarle las magníficas hazañas que constituían su hoja de servicios.

—Puede usted volver a su casa. La acompañará un funcionario, que me informará luego. Lo más probable es que cuando llegue usted ya haya regresado la señorita. Habrá tenido dificultad para encontrar un autobús en una noche tan mala como ésta.

Se pidió a Scotland Yard un agente que acompañó a mistress Cassley a su domicilio. T. X. consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto.

—Ocurra lo que ocurra, tengo que ver al amigo Lexman. Avise usted a todos los mejores hombres de nuestra sección que estén prevenidos para cualquier eventualidad. Esta va a ser una de mis noches más agitadas.

XII

Kara se dejó caer sobre la almohada con un gesto de desprecio, y su cerebro continuó trabajando activamente. Ignoraba qué seria lo que hubiese puesto en marcha el tren de sus pensamientos, pero en aquel momento su mente estaba ya muy lejos. Le había hecho retroceder una docena de años, transportándole a una sucia cabaña en la campiña de Durazo: le representaba la cara lívida de un joven jefe albanés, que por un capricho de Kara había perdido todo lo que la vida tiene para un hombre: los ojos cargados de odio del padre de la muchacha que, con los brazos cruzados, miraba las figuras maniatadas que yacían en el suelo; las vigas ennegrecidas por el humo de aquella cabaña y las sombras que bailaban en el techo; aquella terrible hora de espera que él pasó atado a un poste al lado de una vela que parpadeaba y chisporroteaba, acercando su llamita cada vez más al montoncito de pólvora, del que partía el rastro hacia la máquina infernal instalada debajo de sus pies.

Se acordaba bien de aquel día, porque era la Candelaria, y entonces hacía años. Recordaba también otras cosas más agradables: el ruido de cascos en el rocoso camino, la caída de la puerta ante los golpes de los gendarmes turcos enviados para rescatarle. Recordaba con salvaje alegría el espectáculo de sus frustrados asesinos retorciéndose en el patíbulo de Pezzaro, y... oyó el timbre de la puerta de la calle.

¿Sería T. X. que volvía? Kara bajó de la cama, se acercó a la puerta, la entreabrió y escuchó. T. X., con un mandamiento judicial, sería un motivo de pánico, sobre todo si... Pero Kara se encogió de hombros. Había logrado persuadir a T. X., anulando sus sospechas.

La voz que sonó en el vestíbulo era fuerte y malhumorada. ¿De quién se trataría? Luego oyó los pasos de Fisher en la escalera y el criado entró en la habitación.

—Señor, es mister Gathercole.

Kara lanzó un profundo suspiro y sonrió cordialmente.

—Sí, le recibiré. Pregúntale si no le importa que le reciba en mi alcoba.

—Le dije que estaba usted acostado, señor, ¡y ha empleado un lenguaje...!

Kara rió.

—Que suba —ordenó; y cuando Fisher se disponía a salir de la alcoba le llamó nuevamente.

—A propósito, Fisher: después que se haya ido mister Gathercole, tú también te iras. Supongo que tendrás algo que hacer, y no te necesito hasta mañana.

—Muy bien, señor —contestó el criado.

Semejante permiso era sumamente agradable para él. Ciertamente tenía mucho que hacer, y aquella noche de libertad venía muy oportunamente.

—Bueno; pero... —añadió Kara titubeando— quizá valga más que esperes hasta las once. Tráeme algunos sándwiches y un vaso grande de leche. O mejor todavía, déjalos en una bandeja en el hall.

—Muy bien, señor —dijo el hombre, y desapareció.

Abajo, en el vestíbulo, la grotesca figura de reluciente sombrero y barba hirsuta paseaba nerviosamente, hablando consigo mismo y mirando con reprobación a todos los objetos que le rodeaban.

Mister Kara le ruega que suba, señor —dijo Fisher.

—¡Hombre, qué bondadoso es mister Kara! —dijo con hostilidad el visitante—. Se digna recibir a un erudito y un caballero que ha estado tres años metido en este sucio asunto. He envejecido a su servicio. ¿Entiende usted lo que esto significa?

—Sí, señor —contestó Fisher.

—¡Mire aquí!

El hombre proyectó su rostro hacia adelante.

—¿Ve usted estos pelos grises en mi barba? —El turbado Fisher hizo un signo afirmativo.

—¿Son grises? —rugió retador el visitante.

—Sí, señor.

—¿Verdaderamente grises? —insistió el otro—. ¡Arránqueme uno y mírelo de cerca!

Fisher se echó atrás, sonriendo débilmente.

—No puedo hacer semejante cosa, señor.

—¡Ah! No puede usted... Bueno; pues condúzcame.

Fisher echó a andar escaleras arriba. Esta vez el viajero no traía libros. Su brazo izquierdo pendía inerte por su lado. Fisher abrió la puerta de la alcoba y anunció a «mister Gathercole», y Kara se acercó sonriendo a su agente, que, con el sombrero de copa todavía encasquetado en la cabeza y los faldones del abrigo golpeándole las rodillas, tenía un especto realmente notable.

Fisher cerró la puerta tras de ellos y volvió a cumplir sus deberes en el vestíbulo. Diez minutos después oyó abrirse la puerta y le llegó la voz tonante del viajero. Subió la escalera a su encuentro y le vio interpelando al señor de la casa con sus modales estrafalarios.

—¡No más Patagonia —rugió—, no más Tierra de Fuego!

Hubo una pausa.

—Ciertamente —dijo luego, sin duda contestando a una pregunta de Kara—, pero no Patagonia.

Siguió una nueva pausa, y Fisher, que esperaba al pie de la escalera, se preguntó por qué estaría tan amable el viajero.

—Supongo que no habrá dificultades para cobrar este cheque, ¿verdad? —preguntó el visitante sardónicamente, y rió a grandes carcajadas mientras cerraba la puerta.

Bajó la escalera hablando consigo mismo y saludó a Fisher al verle.

—¡Al diablo todos los griegos! —exclamó jovialmente, y Fisher no pudo hacer más que volver la cabeza en suave gesto de reprensión, defendiendo al amo que le pagaba.

El viajero apoyó su mano derecha en el hombro del criado

—Nunca se fíe usted de un griego —le dijo—. Haga siempre que le paguen por adelantado. ¿Entiende usted?

—Sí, señor; pero, indudablemente, usted sabe que mister Kara es muy generoso en cuestiones de dinero.

—No lo crea, pobre hombre, no lo crea —replicó el otro—. Mire usted...

En aquel momento les llegó de la alcoba de Kara un clang amortiguado.

—¿Qué es eso? —preguntó el visitante, algo sorprendido.

—Es mister Kara, que echa el cerrojo de acero —contestó Fisher, sonriendo—, lo cual quiere decir que no hay que molestarle hasta...

El criado miró el reloj.

—... hasta las once, por lo menos.

El visitante abrió la puerta de la calle sin ayuda, la cerró tras de sí, dando un portazo, y desapareció en la oscuridad de la noche.

Fisher, con las manos en los bolsillos, quedó mirando la puerta con gesto de reprobación.

—Y usted es un viejo estrafalario —murmuró, y miró de nuevo su reloj.

Faltaban cinco minutos para las diez.

XIII

—Si a usted no le importa venir —dijo T. X.—, estoy seguro de que Lexman se alegrará de verle. Es usted muy amable al tomarse interés por este asunto.

El jefe superior de Policía gruñó algo sobre que le pagaban para que se tomase interés por todo, y en compañía de T. X. recorrió uno de los aparentemente interminables pasillos de Scotland Yard.

—No tiene usted que preocuparse más por el perdón —observó—. Esta noche he cenado con el amigo Bartholomew y me ha prometido que mañana quedará todo arreglado.

—¿Entonces no hay necesidad de detener a Lexman esta noche? —preguntó T. X.

—Ninguna en absoluto —contestó el jefe superior.

Hubo una pausa.

—A propósito: ¿mencionó Bartholomew a Belinda Mary?

Sir Jorge miró asombrado a su subordinado.

—Y ¿quién demonios es Belinda Mary? —preguntó.

T. X. enrojeció.

—Belinda Mary —contestó un poco atropelladamente— es la hija de Bartholomew.

—¡Caramba! Pues ahora que usted lo dice... En efecto, está en Francia.

—¡Ah! ¿Sí? —preguntó inocentemente T. X.

Llegaban entonces al despacho que ocupaba Mansus, y encontraron a aquel hombre admirable esperando.

A los dos minutos, los tres policías estaban discutiendo con cierta animación y gran diferencia de criterio, al menos en lo que a T. X. afectaba, una serie de fraudes que se habían cometido en Midlands, y que nada tenían que ver con el motivo de su reunión aquella noche.

—Su amigo se retrasa —dijo sir Jorge.

—¡Ahí está! —gritó T. X., levantándose de un salto.

Había oído ruido de pasos en el pasillo, y salió del despacho para recibir al que venía.

Durante unos momentos estuvo apretando las manos de aquel hombre triste, demasiado conmovido para hablar.

—Amigo mío —dijo al fin—, no puede usted imaginarse cuánto me alegro de verle...

Juan Lexman tardó en contestar.

—Siento haberle metido en este asunto, T. X. —dijo serenamente.

—¡Qué tontería! —protestó el detective—. Venga, que está aquí el jefe superior.

T. X. cogió del brazo a Lexman y le condujo al despacho del inspector.

Había un cambio en Juan Lexman, un cambio que no se descubría fácilmente. El rostro estaba más envejecido, la boca fija en un gesto de amargura, los ojos algo más hundidos. Iba vestido de etiqueta, y pensó T. X. que tenía el aspecto de un típico gentleman inglés, pulcro y correcto.

T. X., que le contemplaba con atención, no percibía en él cambios mayores que la cicatriz de una antigua herida en un lado de su boca, impecablemente afeitada, que no debió de ser más que superficial.

—Tengo que dar a ustedes una explicación de este traje —dijo Lexman, quitándose el abrigo y depositándolo en el respaldo de una silla—. El hecho es que estaba tan aburrido esta noche que resolví salir a matar el tiempo, me vestí y me metí en un teatro..., y me aburrí más que antes.

T. X. notó que no sonreía, y que cuando hablaba lo hacía lentamente y con cuidado, como si fuera pesando el valor de cada palabra.

—Y ahora he venido a ponerme en manos de ustedes.

—Supongo que no habrá usted visto a Kara —observó T. X.

—No tengo el menor deseo de ver a Kara —contestó el otro secamente.

—Escuche, mister Lexman —dijo el jefe—: me parece que no se le sigue a usted proceso por la fuga. Entre paréntesis, ¿se fugó usted en aeroplano?

Lexman hizo un gesto afirmativo.

—Y le ayudaron a usted, ¿verdad?

—Mire, sir Jorge: a menos que me obligue usted a lo contrario, preferiría no hablar del asunto durante algún tiempo. Han de ocurrir muchas cosas antes que se haga pública la historia completa de mi fuga.

Sir Jorge hizo un gesto de simpatía.

—Dejemos, pues, este asunto, y ahora espero que habrá usted regresado para deleitarnos con una de sus maravillosas novelas.

—Por ahora se han terminado para mí las novelas maravillosas —replicó Juan Lexman, hablando siempre en aquel tono lento y casi temeroso—. Espero salir de Londres la semana que viene para Nueva York para recoger las hebras de mi vida que queden. La más importante se ha roto para siempre.

Los tres policías comprendieron.

El silencio que siguió fue interrumpido por el insistente sonar del timbre del teléfono.

—Es el teléfono de Kara —dijo Mansus, levantándose.

En dos zancadas se acercó al aparato y descolgó el receptor.

—¡Diga! —gritó—. ¡Diga! —volvió a gritar.

No recibió respuesta; sólo un zumbido continuo, y cuando colgó el aparato volvió a sonar el timbre.

—Está estropeado —dijo Mansus.

—Pruebe otra vez a ponerse al habla —le elijo T. X. Meredith.

Mansus obedeció, pero con el mismo nulo resultado.

—Me parece que esto no es asunto de mi incumbencia —dijo Juan Lexman, cogiendo su abrigo—. Estoy a sus órdenes, sir Jorge. ¿Qué me manda?

—Mandarle, nada. Únicamente le ruego que venga mañana a vernos, Lexman —contestó sir Jorge, alargándole la mano.

—¿Dónde se hospeda usted? —preguntó T. X.

—En el Great Midlans. Por lo menos allí ha ido a parar mi equipaje.

—Mañana por la mañana iré a verle. Es curioso que esto haya ocurrido precisamente la noche de su regreso —dijo, oprimiendo afectuosamente los hombros de su amigo.

Juan Lexman tardó en contestar.

—Si algo le ocurre a Kara —dijo lentamente—, si le ocurre lo peor que puede ocurrirle a un hombre, créame usted que no lo sentiré.

T. X. le miró con simpatía.

—Bien le ha perjudicado a usted, pobre amigo mío.

—Sí —contestó Lexman—. ¡Maldito sea!

En la puerta de la calle esperaba el automóvil del jefe superior. En él subieron T. X., Mansus y un sargento de Policía, y el vehículo salió disparado en dirección a la plaza Cadogan. Fisher estaba en el vestíbulo cuando sonó el timbre, y abrió la puerta en el acto.

Quedó francamente sorprendido al ver a los recién llegados. Mister Kara estaba en su alcoba, según explicó, dándose ligeramente por ofendido, como debiera saber mister Meredith sin necesidad de que se lo dijeran. No le había llamado, y por consiguiente, no había subido a la habitación.

—Tengo que subir a verle a las once —añadió—, y tengo órdenes terminantes de no entrar si no me llaman.

T. X. subió corriendo la escalera y se encaminó en derechura a la alcoba de Kara. Llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, y como tampoco le contestaran golpeó fuertemente la puerta con el pie.

—¿Hay teléfono abajo? —preguntó.

—Sí, señor —contestó Fisher.

T. X. se volvió al sargento.

—Telefonee a Scotland Yard y que me envíen a un hombre con un maletín de herramientas. Tendremos que abrir con ganzúa esta cerradura.

—La ganzúa no servirá de nada, señor —observó Fisher, como espectador interesado—. Mister Kara ha echado el cerrojo.

—Es cierto; lo había olvidado. Pues diga usted que traiga una sierra, Tendremos que cortar todo el tablero.

Mientras esperaban la llegada del funcionario pedido, T. X. se esforzó en llamar la atención de los habitantes de la casa, pero sin resultado.

—¿Acostumbra tomar opio o alguna droga? —preguntó Mansus.

Fisher negó con la cabeza.

—Jamás le he visto tomar nada por el estilo.

T. X. hizo un rápido reconocimiento de las demás habitaciones de aquel piso. La habitación inmediata a la alcoba de Kara era la biblioteca; más allá había un tocador, que, según Fisher, había usado miss Holland, y en el extremo más distante del pasillo estaba el comedor.

Frente al comedor había un pequeño ascensor de servicio, y a su lado un cuarto de trastos que contenía un gran número de baúles, entre ellos uno muy grande, materialmente cubierto de rótulos en tres idiomas, que decían: «Manejadlo con cuidado.» No había nada interesante en aquel piso, y el de arriba y el de abajo podían esperar.

Al cabo de un cuarto de hora llegó el carpintero de Scotland Yard, que trabajó con afán, y en poco tiempo tuvo aserrado un agujero en el grueso tablero de la puerta de la alcoba.

A través de este agujero, T. X. no pudo ver más que la habitación a oscuras, a excepción del resplandor del fuego que ardía en la chimenea. El detective metió la mano, encontró la barra del cerrojo, que ya había examinado disimuladamente en su visita anterior, la descorrió y abrió la puerta.

—Atrás todo el mundo —ordenó.

Buscó el conmutador de la luz; lo encontró, e instantáneamente la habitación quedó inundada de violento resplandor. La cama quedaba tapada por la puerta abierta. T. X. avanzó un paso en la habitación y vio lo suficiente. Kara yacía boca arriba, con la mitad superior del cuerpo en la cama. Estaba completamente muerto, y la mancha de sangre encima de su corazón era lo bastante elocuente.

T. X. se le quedó mirando un momento; vio el horror a la muerte helado sobre la cara del griego; luego retiró la vista y contempló la habitación. Y allí, en el centro de la alfombra, encontró algo que le llamó la atención: una velita doblada y retorcida, exactamente como las que ponen los niños en los árboles de Navidad.

XIV

Fue Mansus quien encontró la segunda vela, que era un objeto más resistente. Estaba debajo de la cama. El teléfono estaba derribado sobre la mesa que le servía de soporte, y el receptor yacía en el suelo. En la mesa había también dos libros: La cuestión balcánica, de Villari, y Viajes y política en él Próximo Oriente, de Miller. Con ellos había una larga plegadera de marfil.

No había nada más en la mesa, a excepción de una caja de plata para cigarrillos. T. X. se puso un par de guantes y examinó la brillante superficie en busca de huellas digitales; pero un examen superficial no reveló semejante indicio.

—Abra la ventana —dijo—. Hace aquí un calor intolerable. Tenga cuidado, Mansus. Por supuesto, la ventana estará cerrada.

—Cerrada y atrancada —contestó el inspector; y después de un cuidadoso examen levantó la falleba, abrió las hojas, y en aquel momento empezó a sonar áspera y repetidamente un timbre en el piso bajo.

—Será el timbre de alarma —dijo T. X.—. Baje y hágalo callar.

Se dirigió a Fisher, que estaba en la puerta con expresión angustiada. Cuando hubo desaparecido, T. X. miró significativamente a uno de sus subordinados, y el hombre salió detrás del criado.

Fisher detuvo el timbre, y al volver al vestíbulo del piso bajo quedó ante la chimenea verdaderamente trastornado. Cerca del fuego había una gran mesa escritorio de roble, y en ella un sobre, en el que no había reparado antes, aunque ya debía de llevar allí algún tiempo, pues el criado había pasado la mayor parte de la noche en la cocina con la cocinera.

Cogió el sobre y estremeciéndose, vio que iba dirigido a él mismo. Lo abrió y sacó una tarjeta. Sólo tenia escritas unas pocas palabras, pero fueron las suficientes para hacerle perder el color de la cara y temblar violentamente las manos. Cogió el sobre y la tarjeta y los echó al fuego.

Resultó que en aquel momento Mansus llamó desde arriba, y el agente encargado de vigilar al criado subió las escaleras en respuesta a la llamada. Fisher vaciló un instante. Luego, sin sombrero y en mangas de camisa como estaba, abrió la puerta, la dejó a medio cerrar detrás de sí, bajó los escalones de la calle y se alejó de la casa corriendo como un gamo.

El médico, que llegó poco después, se condujo muy cautamente al determinar la hora del fallecimiento.

—Si dicen ustedes que empezó el teléfono a sonar a las diez y veinticinco, ésa fue probablemente la hora en que le matarían. Evidentemente, el asesino le cogió por la garganta con la mano izquierda, se ven las señales en el cuello, y le dio de puñaladas con la derecha.

Fue en aquel momento cuando se notó la desaparición de Fisher; pero el interrogatorio de la espantada mistress Beale disipó todas las dudas que T. X. tenía respecto a la culpabilidad del hombre.

—Ponga usted una circular ordenando su detención —dijo T. X. a Mansus—. Estuvo con la cocinera desde el momento en que salió el último visitante hasta pocos minutos antes que llamáramos nosotros. Además, es evidentemente imposible para nadie entrar en esta habitación y volver a salir. ¿Ha registrado usted el cadáver?

Mansus trajo una bandeja, sobre la que se habían depositado los objetos pertenecientes a Kara. Mistress Beale identificó fácilmente las llaves ordinarias. Había una o dos que no conocía. T. X. reconoció en una de ellas la llave de la caja, pero quedaban dos pequeñitas que le dejaron profundamente perplejo, y fue mistress Beale quien vino en su auxilio.

—Señor, lo único que se me ocurre es la bodega —dijo.

—¿La bodega? ¡Ahí Entonces...! Lléveme allí.

La gran tragedia de aquella noche, con todos sus desconcertantes aspectos, no había borrado de su mente el recuerdo de la muchacha..., aquella Belinda Mary que había recurrido a él en la hora del peligro. El detective bajó apresuradamente a la cocina y se encontró ante la puerta sin pintar.

—Más parece una mazmorra que una bodega—comentó.

—Eso es lo que he pensado siempre, señor —dijo mistress Beale—, y muchas veces he sentido un miedo horrible al quedarme sola en la cocina.

T. X. cortó la locuacidad de la cocinera metiendo una de las llaves en el orificio vertical de la cerradura; no pudo hacerla girar, pero tuvo mas suerte con la segunda. La cerradura se abrió fácilmente, y el detective empujó la puerta; la interior tenía dos cerrojos corridos, uno arriba y otro abajo. Estos cerrojos corrieron sin dificultad en sus abrazaderas, bien engrasadas. Evidentemente, Kara usaba aquel sitio con bastante frecuencia.

Abrió la segunda puerta y se detuvo en el umbral, lanzando una exclamación de sorpresa. La cámara subterránea estaba brillantemente alumbrada..., pero vacía.

Encima de la mesa había un objeto que relucía. T. X. lo cogió. Era un par de tijeras de hoja larga, que en los ojos tenían arrollado un pañuelo. No fue este hallazgo lo que le hizo estremecerse, sino que las hojas de las tijeras estaban manchadas de sangre, y había sangre también en el pañuelo. El detective deslió el pequeño trozo de batista y contemplo las iniciales marcadas: «B. M. B.» Miró alrededor. Nadie había visto el arma. Se la guardó en el bolsillo del abrigo y salió a la cocina, donde le esperaban Mansus y mistress Beale.

—¿No hay también un sótano inferior? —preguntó con voz apagada.

—Lo mandó tapiar mister Kara cuando compró la casa —explicó la mujer.

—Bien. Entonces aquí no hay nada mas que ver.

Subió despacio la escalera en dirección a la biblioteca con el cerebro hecho un torbellino. ¡Él, acreditado funcionario policiaco, consagrado a la persecución de criminales, intentando ocultar a una persona que probablemente sería uno de ellos! Inexplicable. Pero si era la muchacha la autora del crimen, ¿cómo había llegado a la alcoba de Kara y por qué había vuelto a la cerrada bodega? Mandó buscar a mistress Beale para interrogarla. Esta mujer no había oído nada; había estado toda la noche en la cocina. Pero sí comunicó un hecho: que Fisher había salido de la cocina, había estado ausente un cuarto de hora y había vuelto en un estado de visible agitación.

—Quédese aquí —dijo T. X., y bajó nuevamente al sótano para hacer otro reconocimiento. Probablemente aquel calabozo subterráneo tendría alguna salida, y, en efecto, un examen diligente de las paredes y el suelo pronto la reveló.

Encontró la trampa y la argolla de hierro, la abrió y bajó la escalera de caracol. También a él le asombró el lujoso aspecto de este segundo sótano. Recorrió las habitaciones, y por último, llegó a la cámara interior, donde había luz.

Esta luz, según descubrió, provenía de una lamparita de mesa que estaba al lado de una pequeña cama de bronce. Se apreciaban señales de que esta cama había estado ocupada hacía poco, pero en aquel momento no había nadie. T. X., prosiguiendo sus pesquisas, encontró sin dificultad la puerta tapiada con ladrillos, pero no había otra salida. El piso era de bloques de madera unidos con hormigón, la ventilación excelente, y en uno de los nichos, que evidentemente había albergado en otro tiempo una cuba de vino, había una instalación completa de cocina eléctrica. En una despensa inmediata había cierto número de cestas, que llevaban el nombre de un proveedor muy conocido; una de ellas contenía un excelente conjunto de alimentos crudos y cocidos, conservas, verduras, etc.

T. X. volvió a la alcoba, quitó la lamparita de la mesa de noche y empezó un examen más cuidadoso. Pronto encontró gotas de sangre, y siguió un rastro irregular que le condujo a la segunda cámara. Perdió repentinamente la pista al pie de la escalera de caracol que comunicaba con el sótano superior. Luego la encontró de nuevo. Tuvo entonces que recurrir a su linterna eléctrica.

Había indicios de que algo pesado había sido arrastrado por la habitación, y siguiendo estas indicaciones, el detective entró en un pequeño cuarto de baño. Ya había hecho un somero examen de este cuarto, y ahora decidió hacer una investigación mas estrecha, que dio un resultado muy satisfactorio. El cuarto de baño era la única habitación que poseía algo parecido a una puerta: un biombo doble. Cuando el detective lo empujó hacia atrás sintió algo que impidió moverse más al objeto. T. X. entró en el recinto y proyectó la luz de su linterna por detrás del biombo. Allí, con la rigidez de la muerte, los ojos helados y la lengua colgando, yacía un gran perro, delgado, con sus colmillos amarillos expuestos al aire en un último gesto de amenaza.

En el cuello tenía un collar, y unidos a él algunos eslabones de una cadena rota. T. X. subió pensativo la escalera de caracol y salió a la cocina.

—¿Mató Belinda Mary a Kara o al perro?

De que mató a uno o a otro no cabía duda. Que hubiera matado a los dos era posible.

XV

Después de una noche trabajosa y sin dormir, T. X. entró a la mañana siguiente en el despacho del jefe superior para darle cuenta. Los periódicos de la mañana anunciaban con grandes titulares: «El misterioso crimen de Chelsea», pero la información era bastante mediocre.

—Hasta ahora —dijo T. X. a su superior— no he podido encontrar a Gathercole ni al criado. Lo único que sabemos de Gathercole es que envió su artículo al Times con su tarjeta. Los criados de su club no dan indicios sobre su paradero. Es un hombre muy excéntrico, que sólo va allí accidentalmente, y el camarero con quien he hablado me ha dicho que ocurría con frecuencia que Gathercole llegaba y se marchaba, sin que nadie se diera cuenta de su presencia. Hemos estado en su antiguo domicilio de Lincoln's Inn; pero al parecer se mudó de allí antes de marchar a Patagonia. La única pista que tengo es que un hombre, cuya descripción coincide hasta cierto punto con la suya, salió anoche en el tren de las once para París.

—Habrá usted interrogado también a la secretaria, supongo —apuntó sir Jorge.

Esta era la pregunta que T. X. había estado temiendo.

—También ha desaparecido —contestó brevemente—. En realidad no se la ha vuelto a ver desde las cinco y treinta de ayer por la tarde.

Sir Jorge se echó atrás en su sillón giratorio y se pasó la mano por su cabellera gris.

—La única persona que parece haberse quedado —dijo con sarcasmo— es el propio Kara. ¿Quiere usted que encomiende este caso a otro? En realidad, no es trabajo para usted. ¿O quiere usted encargarse de ello?

—Preferiría encargarme de ello, señor —contestó con firmeza T. X.

—¿Ha descubierto usted algo más relacionado con Kara?

—Sí, y todo ello es eminentemente deshonroso para él. Parece que tenía ambición de ocupar un puesto elevadísimo en Albania. A este fin tenía sobornados a los funcionarios turcos y albaneses, y también ha hecho gestiones en nuestro país. Me ha dicho Bartholomew que Kara le había insinuado ya sobre la posibilidad de que el Gobierno inglés reconociera un faît accompli en Albania, y le había inducido a emplear su influencia en el Consejo de ministros para reconocer las consecuencias de cualquier revolución. No hay duda alguna de que Kara ha maquinado todos los asesinatos políticos que han ensangrentado a Albania durante el año pasado. También hemos encontrado en la casa grandes cantidades de dinero y documentos, que hemos entregado al Ministerio de Estado para que los descifren.

Sir Jorge reflexionó durante largo rato, y luego dijo:

—Tengo idea de que si encontramos a la secretaria habremos recorrido la mitad del camino hacia la solución del misterio.

T. X. salió del despacho de bastante mal humor. Iba a almorzar cuando recordó su promesa de visitar a Juan Lexman.

¿Podría Lexman dar una pista para aquella trágica maraña? T. X. asomó la cabeza por la ventanilla y dio una orden al conductor del taxi. El vehículo paraba ante la puerta del hotel Great Midland precisamente cuando salía Juan Lexman.

—Venga a comer conmigo —le dijo el detective—. Supongo que ya sabrá usted la noticia.

—He leído que Kara ha sido asesinado, si es a esto a lo que se refiere usted. Si que es coincidencia que yo hubiera estado hablando de ello anoche en el preciso momento en que sonó el timbre de su teléfono... ¡Ojalá no estuviera usted metido en esto!...

—¿Por qué? —preguntó sorprendido, el comisario—. ¿Y a qué se refiere usted al decir en esto?

—En concreto: hubiera deseado que no estuviese usted presente cuando volví anoche. Quería terminar con toda la sórdida cuestión sin envolver a mis amigos...

—Creo que es usted demasiado sensible —dijo el otro sonriendo y dándole una palmada en la espalda—. Quiero que se confíe enteramente a mí y me diga algo que pueda ayudarme a aclarar el misterio.

—Haría por usted cualquier cosa, T. X. —contestó Juan Lexman serenamente—; tanto más cuanto que me he enterado de lo bueno que ha sido con la pobre Gracia; pero en este asunto no puedo ayudarle. Odié a Kara vivo y le odio muerto —gritó con una pasión inconfundible—. Ha sido la cosa mas vil que ha respirado en este mundo. No había villanía ni crueldad, por horrible que fuera, de la que no se vanagloriara este monstruo. Si alguna vez el demonio se ha encarnado en la Tierra, indudablemente tomó el cuerpo de Kara. Su muerte, a juzgar por lo que se sabe, ha sido demasiado buena. Pero si existe Dios, este hombre, indudablemente, pagará su crimen con una eternidad de tormentos.

T. X. le miró asombrado. El odio le ahogaba. Nunca hasta entonces había experimentado o presenciado el detective tan tremenda tempestad de odio.

—¿Qué le ha hecho a usted Kara? —preguntó.

El otro miró por la ventanilla.

—Siento no poder responder a eso —contestó algo más calmado—. Algún día se lo contaré todo; pero de momento será mejor que me calle. Sin embargo, le diré a usted esto...

Se volvió y miró al detective a la cara.

—Kara torturó y mató a mi esposa.

T. X. no habló más.

Cuando se hubieron sentado en el restaurante, volvió indirectamente al mismo tema.

—¿Conoce usted a Gathercole? —le preguntó el detective.

—Creo que ya me ha hecho usted esta misma pregunta o habrá sido otra persona. Sí, le conozco. Es un hombre excéntrico, con un brazo artificial.

—Exacto —confirmó T. X. suspirando—. Es uno de los pocos hombres a quienes querría encontrar ahora mismo.

—¿Por qué?

—Porque, al parecer, fue el último que vio a Kara vivo.

Juan Lexman miró a su acompañante con expresión de disgusto.

—¿Supongo que no sospechará usted de Gathercole? —dijo.

—Naturalmente —contestó el otro con sequedad—. En primer lugar, el hombre que cometió el crimen tenia dos manos, y necesitó las dos. No; sólo quería preguntar a este caballero el tema de su conversación. También quería saber quién estaba en la alcoba con Kara cuando entró Gathercole.

Lexman miró con interés al detective.

—Y aun cuando me enterara de quién era esta tercera persona, todavía me quedaría como motivo de perplejidad el hecho de que salieron y echaron desde fuera el pesado cerrojo. Ahora bien, amigo Lexman —añadió humorísticamente—: en sus buenos tiempos usted habría urdido con todo esto una magnifica novela. ¿Cómo habría hecho usted escapar al criminal?

Lexman reflexionó.

—¿Ha examinado usted la caja? —preguntó.

—Sí.

—¿Había muchas cosas en ella?

T. X. puso cara de sorpresa.

—No. Los libros y las cosas corrientes. ¿Por qué?

—Porque muy bien podría ocurrir que esta caja tuviera dos puertas, de modo que fuera factible pasar por ella al otro lado de la pared.

—Ya he pensado en ello.

—Claro está —añadió Lexman, echándose atrás y jugueteando con un salero— que al escribir una novela en la que no hay que tratar con posibilidades absolutas, siempre se podría hacer que Kara tuviera una caja en estas condiciones, a fin de poder escapar en caso de peligro. Podía tener una escala de cuerda arrollada en su interior, abrir la puerta posterior arrojar la escala a un amigo, y por algún sencillo mecanismo desprenderla cuando se hubiera utilizado y hacer que la puerta volviera a cerrarse.

—Es una idea muy ingeniosa; pero, desgraciadamente, no tiene aplicación a este caso. He visto a los fabricantes de la caja, y no hay nada original en ella, más que el hecho de montarla tal como está. ¿Se le ocurre a usted alguna otra idea?

Lexman estuvo otro rato meditando.

—No habrá que pensar en trampas en el suelo, tableros secretos en las paredes, ni resortes misteriosos que al oprimirlos descubren en la pared escaleras de caracol... Todo esto es muy vulgar.

T. X. esperaba pacientemente.

—Debo confesar que en mis primeras novelas era yo muy aficionado a esta clase de trucos; pero la edad ha traído experiencia, y he descubierto la imposibilidad de convencer a un arquitecto, aun para una cosa tan corriente como la pila de un lavadero. Sería mucho más difícil inducirle a construir una casa con muros dobles y cámaras secretas.

—¿Entonces?

—Entonces hay una posibilidad, naturalmente, de que el cerrojo de acero haya sido accionado por alguien desde el exterior por algún ingenioso dispositivo magnético y vuelto a correr de un modo parecido.

—También he pensado en ello, y esta misma mañana he hecho las pruebas más cuidadosas. Es completamente imposible mover la barra de acero, porque tiene además un vástago que encaja en un cojinete, del que no puede sacarse más que apretando el botón. Piensa en otra cosa, Juan.

Juan Lexman se echó hacia atrás, y el espectro de una sonrisa vagó por sus labios.

—No acierto a comprender por qué demonios estoy ayudándole a descubrir al asesino de Kara —dijo—, pero voy a exponerle una tercera teoría, al mismo tiempo que le advierto lealmente que a lo mejor le estoy desviando a usted de la verdadera pista. ¡Porque Dios es testigo de quo no tengo el menor deseo de que se descubra al asesino! —Reflexionó un momento— ¿La chimenea sería, naturalmente, inaccesible?

—Ardía un gran fuego en la parrilla —explicó T. X.—, tan enorme que la temperatura de la habitación era sofocante.

Juan Lexman hizo un signo afirmativo.

—Sí, ésa era una costumbre de Kara. Si le he de decir la verdad, ahora caigo en que lo que le he dicho del empleo del magnetismo para descorrer el cerrojo era imposible, porque yo era muy amigo de Kara cuando lo instaló, y conozco bastante bien el mecanismo, aunque de momento lo había olvidado. Y a propósito: ¿cuál es su propia opinión?

T. X. hizo un gesto de duda.

—Aún no he formado una opinión clara —dijo con cautela—; pero hasta ahora creo que Kara estaba acostado, probablemente leyendo uno de los libros que se encontraron al lado de la cama, cuando fue atacado repentinamente. Kara cogió el teléfono para pedir auxilio, pero sus agresores le mataron en seguida.

Hubo un nuevo silencio.

—Sí, ésa es una teoría —comentó Juan Lexman, hablando cautelosamente—; pero, como digo, me niego a quebrarme la cabeza por un asunto que no me interesa. ¿Ha encontrado usted el arma?

T. X. negó con la cabeza.

—¿Había además en la habitación otros rasgos particulares que le sorprendieran a usted y que no me haya comunicado?

T. X. vaciló.

—Había dos velitas —contestó—. Una en el centro de la habitación y otra debajo de la cama. La primera era una vela de árbol de Navidad; la otra era una vela corriente, de las que venden en las tiendas de comestibles, cortada probablemente en la misma alcoba. Hemos encontrado en el suelo pedacitos de cera, y para mí es evidente que la parte cortada fue arrojada al fuego, pues también allí encontramos un charquito de cera derretida.

—Ya. ¿Y algo más?

—La vela pequeña estaba doblada en la forma de un sacacorchos.

—El misterio de la vela doblada —murmuró Juan Lexman—. Ese sí que es buen título para una novela. Kara detestaba las novelas.

—¿Por qué?

Lexman se echó atrás en el diván y sacó de su pitillera de plata un cigarrillo.

—Mis correrías —dijo— me han llevado a muchos sitios raros. He visitado un país que usted probablemente no conocerá nunca, y que rara vez visitan los viajeros que escriben relatos de viajes. Hay en él extrañas aldeas colgadas en los más abruptos acantilados que pueda usted imaginar. He vivido en comunidades que no reconocían rey ni gobierno. Tenían sus leyes, que se transmitían de padres a hijos; es una nación que carece de lenguaje escrito. Administran sus leyes rígida y drásticamente. Los castigos que aplican son crueles, inhumanos. Yo he visto cómo a una mujer sorprendida en adulterio la apedreaban hasta hacerla morir, de acuerdo con las más puras tradiciones bíblicas, y también he visto sacar los ojos a un bandido.

T. X. se estremeció.

—He visto cómo a un testigo falso le arrancaban la lengua en un mercado público. A veces, los turcos o el abigarrado Gobierno del país enviaban unos gendarmes e iniciaban una especie de administración esporádica. Esto solía terminar en que los gendarmes caían en la barbarie ambiente o desaparecían de la faz de la Tierra, acudiendo toda una comunidad de asesinos a testimoniar como un solo hombre el hecho de que se habían suicidado o se habían fugado con las esposas de algunos ciudadanos. En algunas de estas comunidades, la vela desempeñaba un papel importantísimo. No es la vela que venden en las tiendas y que usted conoce, sino una mecha impregnada de grasa de cordero. Arrolle usted tres de estas velas entre los dedos de su mano y manténgalos separados con cuñas de madera, prenda usted fuego a las velas y déjelas que vayan consumiéndose. ¿Se imagina usted la escena? O bien, coloque usted una vela sobre un rastro de pólvora que conduzca a un montón de virutas bien impregnadas de aceite a los pies de un hombre atado. O una vela fija sobre la cabeza afeitada de un hombre... Hay centenares de variaciones, y la vela representa un papel, como le digo, muy importante en todas ellas. No sé cuál de ellas aterraba más a Kara; pero sí sé de una o dos que él mismo empleó.

—¿Tan malo era? —preguntó T. X.

Lexman le miró gravemente.

—No puede usted imaginárselo —contestó.

Cuando terminaban de comer, el camarero le trajo una carta que habían enviado a la oficina de T X. El detective leyó:


Querido mister Meredith: En respuesta a la pregunta que me hizo debo contestarle que me parece que mi hija está en Londres; pero esto no lo he sabido hasta esta mañana. Me informa mi banquero que mi hija fue esta mañana al Banco y retiró una considerable cantidad de dinero de su cuenta privada; pero ignoro en absoluto dónde haya ido ni lo que haya hecho con el dinero. No necesito decirle que me preocupa mucho este asunto, y me alegraría que usted me explicara francamente qué es todo ello.

Guillermo Bartholomew.
 

T. X. lanzó una exclamación.

—¿Por qué no se me ocurriría ir al Banco esta mañana? Estoy viendo que me van a dejar cesante.

Juan Lexman demostró gran preocupación.

—¿Lo dice usted de veras?

—No. Claro está que exagero. Pero no creo que el jefe superior esté ahora muy contento conmigo. Me he metido en este asunto sin autoridad ninguna... No es de mi sección. Pero aún no me ha explicado usted su teoría de las velas.

—No tengo ninguna teoría que explicarle —contestó Lexman, doblando la servilleta—. Las velas sugieren la idea de un crimen típicamente albanés. No digo que así fuera; sólo insinúo el posible carácter de este crimen.

Con esto tuvo que contentarse el detective. Si no eran misión suya los crímenes vulgares —aunque aquél difícilmente podía calificarse así—, sí formaba parte de las peculiares funciones de su sección la devolución a lady Bartholomew de cierta tabaquera muy complicada que había encontrado en la caja. Se habían descubierto entre sus papeles cartas que aclaraban la intervención de Kara en aquel asunto. Aunque no se había portado como un vulgar chantajista, había retenido, no solamente aquel objeto, de la propiedad particular de lady Bartholomew, sino también otros artículos que fueron descubiertos, sin otro propósito, al parecer, que conseguir influencia en sectores que podían ayudarle en sus ambiciosos planes.

Las indagaciones judiciales no dieron ningún resultado, llegándose a un veredicto de «crimen cometido por persona o personas desconocidas».

T. X. pasó una semana muy atareada y fatigosa siguiendo pistas fugitivas, que no conducían a ninguna parte. Recibió una carta de Juan Lexman anunciándole su viaje a los Estados Unidos. Una gran casa editora de revistas en Nueva York le había hecho proposiciones tan tentadoras, que había decidido ir en persona a discutir el contrato.

Los planes de Meredith iban ya tomando forma. Ya había decidido la línea de acción que había de seguir, y, en consecuencia, sostuvo una entrevista con su jefe y el ministro de Justicia.

—Sí, he tenido noticias de mi hija —contestó el político con cierto disgusto—, y ello me ha colocado en situación embarazosa. No puedo decir a usted exactamente en qué forma lo ha hecho, pero sí puedo asegurarle que lo ha hecho.

—¿Puedo ver su carta o su telegrama? —preguntó T. X.

—Imposible —replicó el ministro con solemnidad—. Me ha pedido que mantenga su comunicación en el mayor secreto. He escrito a mi mujer diciéndole que regrese. Me parece que la tensión constante a que estoy sometido es más de lo que un hombre puede soportar.

—Supongo —insistió pacientemente T. X.— que no podrá usted decirme a qué dirección ha contestado, ¿verdad?

—A ninguna —contestó el ministro, y se corrigió en seguida—. Es decir, ha sido esta mañana cuando he recibido el telegrama..., el mensaje..., y no me dan la dirección para contestar.

—Me hago cargo —contestó T. X. Aquella tarde dio instrucciones a su secretario.

—Necesito que me saque usted una copia de toda la correspondencia particular de las columnas de los periódicos de mañana y de las últimas ediciones de los de esta noche. Téngamelo preparado para mañana por la mañana.

Cuando al día siguiente, a las nueve de la mañana, llegó T. X. a su oficina, encontró sobre su mesa las copias pedidas. Las leyó una por una con la mayor atención, y pronto encontró el anuncio que buscaba.

«B. M. Me colocas en una situación violenta. Has sido muy irreflexiva. Recibo paquete dirigido tu madre, que he dejado en su habitación. No comprendo por qué quieres que me vaya el fin de semana y dé vacaciones a los criados, pero así lo he hecho. Tendrás que explicarme esto. Asunto llevado demasiado lejos.

Tu padre.»

—Esto es lo que yo buscaba —gritó jubiloso T. X. cuando hubo leído el anuncio.

XVI

Por lo general, no es febrero un mes de nieblas, sino mas bien de vendavales, heladas y nevadas; pero la noche del 17 de febrero fue tranquila y nublada. No era aquella típica niebla de Londres, tan temida por el forastero, sino uno de esos bancos de niebla que circulan por las calles, tan pronto envolviendo a los objetos próximos y haciéndolos invisibles, como disolviéndose hasta quedar reducidos a finísimos y diáfanos filamentos de gris pálido.

Sir Guillermo Bartholomew tenía una casa en Portman Place, que es una vía formada por solemnes edificios de feo aspecto exterior, pero notablemente confortables por dentro. Poco antes de las once de aquella noche del 17 de febrero, un taxi se detuvo en la unión de la calle Sussex y Portman Place, y de él bajó una muchacha. La niebla en aquel momento era inusitadamente espesa, y la joven vaciló un momento antes de dejar el abrigo que le proporcionaba el coche.

Dio al conductor unas instrucciones y avanzó con paso firme, volviéndose bruscamente y subiendo los escalones del número 173. Muy rápidamente insertó la llave en el orificio de la cerradura, abrió la puerta y la cerró tras de sí. Encendió las luces del hall. La casa sonaba a hueca y desierta, lo cual le causó notable satisfacción. Apagó las luces y se abrió paso hacia la amplia escalera que conducía al primer piso; se detuvo un momento para encender otra luz que sabía no se vería desde la calle, y subió al segundo piso.

Miss Belinda Mary Bartholomew se congratuló del triunfo de su plan; la única duda que le quedaba era si el tocador estaría cerrado; pero su padre era un hombre muy descuidado para estos detalles, y Jaime, el mayordomo, uno de esos viejos estúpidos que nunca cierran nada.

Con gran satisfacción notó que la puerta se abría cuando hizo girar la manija. Alguien había tenido la consideración de bajar los visillos y correr las cortinas. Belinda Mary encendió la luz, lanzando un suspiro de alivio. La mesa escritorio de su madre estaba cubierta de cartas sin abrir; pero la joven apartó todas aquellas misivas en busca del paquete. No estaba allí, y el corazón le dio un vuelco. Acaso estuviera en algún cajón. Los abrió todos, sin resultado.

Belinda Mary quedó en pie ante la mesa, con la perplejidad retratada en su rostro y mordiéndose pensativamente un dedo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó dando un salto, al ver el paquete encima de la chimenea.

Cruzó la habitación y lo cogió. Con dedos temblorosos desgarró el papel que lo envolvía y descubrió el conocido estuche de cuero. Hasta que hubo abierto este estuche y visto la tabaquera, en un lecho de algodón en rama no quedó tranquila.

—¡Gracias a Dios! —repitió en voz alta.

—Y a mí —añadió una voz.

Ella dio un bote, y se volvió con expresión de terror.

Mister..., mister Meredith —balbució.

T. X. estaba en pie al lado de las cortinas de la ventana, por entre las que habla hecho su dramática entrada en escena.

—Digo que también a mí hay que darme las gracias, miss Bartholomew —dijo.

—¿Cómo sabe usted mi nombre? —preguntó ella con cierta curiosidad.

—Porque sé todo lo que pasa en el mundo —contestó él, y Belinda sonrió.

De pronto su rostro adquirió una expresión muy seria, y preguntó con sequedad:

—¿Quién le ha mandado a buscarme? ¿Mister Kara?

—¿Mister Kara? —repitió T. X. asombrado.

—Me amenazó con entregarme a la Policía, y yo le desafié a que lo hiciera. No era la Policía quien me asustaba... Era el mismo Kara. Ya sabrá usted lo que yo fui a buscar allí: los objetos de mi madre.

La joven mostró la tabaquera en su estuche.

—Me acusó de robo, y estuvo muy odioso conmigo; luego me hizo bajar las escaleras, me metió en aquel horrible sótano y...

—¿Y qué? —insinuó T. X.

—Eso es todo —contestó ella apretando los labios—... ¿Qué va usted a hacer ahora?

—Voy a hacerle a usted unas preguntas, si no le molesta. En primer lugar, ¿no ha vuelto usted a tener noticias de Kara desde que escapó de su casa?

—He tenido buen cuidado de no ponerme en su camino.

—No es eso. ¿Ha leído usted los periódicos?

—He leído las columnas de anuncios privados. Le dije a papá que me contestara allí a mi telegrama.

—Lo sé, porque yo vi el anuncio de él —dijo T X. sonriendo—. Por eso estoy aquí.

—Ya me lo temía yo. Mi padre es demasiado locuaz en letras de molde; ya sabe usted que es un gran orador. Lo único que yo le pedía era que dijera «sí» o «no». ¿Qué quería usted decirme con eso de los periódicos? ¿Le ha ocurrido algo a mi madre?

—Según mis noticias, lady Bartholomew disfruta de buena salud y está camino de Inglaterra.

—Entonces ¿por qué me ha hecho esa pregunta? ¿Qué había yo de leer en los periódicos?

—Algo sobre Kara —apuntó el detective.

Ella negó con la cabeza, asombrada.

—No sé nada de Kara, ni quiero saber. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque en la noche de su desaparición de la plaza Cadogan, Remington Kara murió asesinado.

—¡Asesinado! —exclamó la muchacha.

—Recibió una puñalada en el corazón, dada por una persona o personas desconocidas.

T. X. sacó la mano del bolsillo con algo envuelto en papel de seda. Quitó éste cuidadosamente, mientras la muchacha le miraba fascinada y con una aprensión terrible. Pronto quedó el objeto al descubierto. Eran unas tijeras con los ojos envueltos en un pañolito sembrado de manchas morenas. Ella retrocedió un paso y se llevó las manos a las mejillas.

—Son mis tijeras —dijo atropelladamente—. No pensará usted...

Y se le quedó mirando, indecisa entre el pánico y la indignación.

—No pienso que haya usted cometido el crimen —contestó el detective sonriendo—, si era eso lo que iba usted a decir. Pero si cualquiera otra persona hubiera encontrado las tijeras e identificado este pañuelo, se habría usted visto en un serio aprieto, mi joven amiga.

Ella miró las tijeras y se estremeció.

—Yo maté... algo —confesó en voz baja—. Un perro horrible... No sé cómo lo hice: el animal saltó sobre mí, y yo no hice más que clavarle las tijeras y lo maté...

—Lo comprendí porque encontré al perro muerto. Y ahora explíqueme por qué no la encontré a usted.

De nuevo ella vaciló, y T. X. sospechó que le ocultaba algo.

—No sé cómo no me encontró. Allí estaba yo.

—¿Cómo salió usted?

—Y usted, ¿cómo salió? —preguntó ella a su vez.

—¿Yo? Pues por la puerta —confesó él—. Parece un medio ridículamente vulgar de salir de un sitio, pero fue el único que encontré.

—Pues así fue como salí yo también.

—Pero la puerta estaba cerrada.

—Ya veo —dijo ella, sonriendo débilmente—. Yo estaba en el sótano. Oí que metía usted la llave en la cerradura y dejé caer la trampa colocando en la mesa esas horribles tijeras. Me pareció que sería Kara con algún amigo, y luego las voces se extinguieron y me aventuré a subir, y vi que usted había dejado la puerta abierta. Así..., así yo... —Aquellas pausas intrigaban a T. X. Había algo que ella no le confesaba, algo que hasta entonces no había revelado—. Así fue como salí. Llegué a la cocina; no había nadie; subí a la escalera; salí a la calle, y en la esquina encontré un taxi..., y eso es todo.

Belinda Mary separó las manos en un gesto dramático.

—¿Todo? —preguntó T. X.

—Todo —repitió ella—. Y ahora, ¿qué va usted a hacer?

T. X. miró al techo, pellizcándose la barbilla.

—Supongo que debería detenerla. Me parece que algo tengo que hacer. Y dígame: ¿durmió usted en la cama del sótano inferior?

—¿Del sótano inferior? —repitió ella despacio.

Hubo un silencio, y luego contestó Belinda:

—Sí, dormí en aquella cama.

Casi a cada palabra había un intervalo de vacilación.

—¿Qué va usted a hacer? —repitió.

La joven se sentía cada vez más segura de sí misma, y había reprimido ya el pánico que la repentina aparición del detective le produjo. Le observó con más atención. Vio que era regularmente guapo, tenía hermosos ojos grises, una nariz recta y una barbilla firme.

—Creo —insinuó ella con suavidad— que debería usted detenerme.

—No diga tonterías —replicó T. X.

Ella le miró, asombrada.

—¿Qué dice? —preguntó colérica.

—Que no diga usted tonterías —repitió el tranquilo joven.

—¿Sabe usted que eso es una incorrección?

—¡Ah! ¿Sí?

El detective pareció interesado y sorprendido ante aquella desviación del asunto.

—Naturalmente —continuó ella, ajustándose el vestido y evitando mirar a su interlocutor—; ya sé que para usted yo soy una tonta y tengo un nombre cómico.

—Nunca he dicho yo que tuviera usted un nombre cómico —replicó él con frialdad—. No me habría tomado semejante libertad.

—Dijo usted que era fantástico, lo cual es peor.

—Puedo haber dicho que fuera fantástico —confesó el detective—; pero esto es muy distinto de decir que sea cómico. Hay dignidad en las cosas fantásticas. Por ejemplo, las pesadillas no son cómicas, pero son fantásticas.

—Gracias —dijo ella con intención.

—Con esto no quiero decir que su nombre se parezca a una pesadilla —dijo T. X., haciendo esta concesión con un gesto magnifico, como un rey que concediera a su interlocutor el derecho a permanecer cubierto en su presencia—. Creo yo que Belinda Ana...

—Belinda Mary —corrigió ella.

—Iba a decir Belinda Mary...

—No iba usted a decir semejante cosa.

—De todos modos, creo que Belinda Mary es un nombre precioso.

—Eso no lo piensa usted.

Los dos sentían unos deseos locos de reír.

—Dijo usted que era un nombre fantástico y sigue usted pensando lo mismo; pero, en realidad, no deben molestarme las opiniones ajenas. También yo creo que es un nombre fantástico. Me lo pusieron en recuerdo de una tía —añadió a guisa de excusa.

—En eso me lleva usted ventaja —dijo el comisario, inclinándose cortésmente—. A mí me dieron el nombre del perro favorito de mi padre.

—¿Qué significa T. X.? —preguntó Belinda, curiosa.

—Tomás Xavier —contestó él, y por espacio de un minuto ella estuvo medio tumbada en la butaca y riendo a carcajadas.

—Es cómico, ¿verdad? —preguntó él.

—Siento haberme reído; pero, la verdad... Mire que llamarse Tommy Xavier...; quiero decir, Tomás Xavier...

—Puede usted llamarme Tommy, si le gusta más. Casi todos mis amigos me llaman así.

—Desgraciadamente, yo no soy amiga suya, por lo que continuaré llamándole mister Meredith, si no le importa.

Belinda Mary miró el reloj.

—Si no va usted a detenerme, me marcho —dijo.

—Ciertamente, no tengo la intención de detenerla, pero voy a acompañarla a usted.

Ella se levantó de su asiento.

—Nada de eso —dijo, en tono que no admitía réplica.

El quedó muy sorprendido ante la negativa.

—Pero, mi querida niña... —protestó.

—Haga el favor de no decirme «querida niña» —replicó ella muy seria—. Usted me dejará irme sola a mi casa.

Le alargó la mano, y el llamamiento a la risa en sus hermosos ojos era irresistible.

—Bueno, le buscaré un taxi —insinuó él.

—Y escuchará usted disimuladamente la dirección que yo le dé al conductor, ¿verdad?

Belinda movió la cabeza en gesto de reprobación.

—Debe de ser una cosa horrible ser policía —añadió.

Él estaba en pie con los brazos cruzados y una arruga vertical en la frente.

—Veo que no se fía usted de mí —observó.

—No —corroboró ella.

—Bueno. De todos modos le buscaré el taxi y le daré al conductor la dirección de la estación de Charing Cross, y en el camino puede usted revocar la orden.

—¿Y me promete usted no seguirme?

—Se lo juro por mi honor. Pero con una condición.

—No admito condiciones —replicó ella, altanera.

—Atienda usted a razones —replicó él—. La condición que le impongo es que pueda yo concertar una cita con usted siempre que la necesite. Le digo con franqueza que esto es preciso, Belinda Mary.

Miss Bartholomew —corrigió ella fríamente.

—Es preciso —continuó él—, y usted lo comprenderá. Prométame que si publico un anuncio en la sección de correspondencia de cualquiera de los periódicos de la noche que le diga, o en el Morning Post, acudirá a la cita que yo concierte, si es humanamente posible.

Ella vaciló un momento. Luego le alargó la mano.

—Se lo prometo.

—Bien, Belinda Mary —dijo él, y cogiéndola del brazo la sacó de la habitación, apagó la luz y bajaron la escalera.

—Buenas noches —le dijo—, estrechándole la mano.

—Esta es la tercera vez que me estrecha usted la mano esta noche —observó ella.

—No me deje con mal sabor de boca —suplicó él—, y acuérdese.

—Lo he prometido.

—Y algún día —continuó T. X.—me contará usted lo que sucedió en el sótano de Kara.

—Ya se lo he dicho —contestó Belinda en voz baja.

—No me lo ha dicho usted todo, niña.

El detective la ayudó a subir al taxi, cerró la portezuela y acercó la cabeza a la ventanilla bajada.

—¿Victoria o Marble Arch? —preguntó cortésmente.

—Charing Cross —contestó ella sonriendo.

T. X. vio cómo el coche se alelaba, y luego, repentinamente, se detuvo, y una figura se asomó por la ventanilla, llamándole frenéticamente. El detective corrió hacia el «auto».

—¿Y si yo le necesito a usted? —preguntó Belinda.

—Ponga usted un anuncio encabezado así: «Querido Tommy.»

—No, señor; pondré «T. X.» —replicó ella, indignada.

—Entonces no me enteraré de su anuncio —replicó él, y quedó en medio de la calle con el sombrero en la mano, hasta que el taxi se hubo perdido de vista.

XVII

Tomás Xavier Meredith era un joven muy inteligente. El eminente criminólogo Paulo Coselli decía de él que tenia el don de la intuición de lo anormal. Probablemente resolvió el misterio de la vela doblada mucho antes que cualquiera otra persona en el mundo tuviera la más ligera idea capaz de solución.

La casa de la plaza Cadogan continuaba en manos de la Policía. T. X. visitaba de cuando en cuando esta casa, y en particular la alcoba de Kara, para reproducir en la medida de lo posible el estado de las cosas en la noche del crimen. Encendía en la chimenea el mismo fuego sofocante, cerraba la puerta de la misma manera. Introducía el cerrojo en su alvéolo, y con un reloj en la mano hacía cálculos minuciosos, cuyo significado no revelaba a nadie.

Tres veces fue a la casa acompañado de Mansus; tres veces entró en la cámara de la muerte, y en una ocasión estuvo solo una hora y media, mientras el paciente Mansus aguardaba afuera. Tres veces salió, más serio en cada ocasión, y después de la tercera visita celebró una consulta con Juan Lexman.

Lexman había estado pasando una temporada en el campo, pues había retrasado su viaje a los Estados Unidos.

—Juan, este caso me desconcierta cada vez más, y gracias a Dios preocupa además a otras personas. El otro día llegó de Francia De Boineau trayendo sus mejores sabuesos, y O'Grady, de la Central de Nueva York, también nos ha hecho una visita. Ninguno de ellos ha dado con la clave del misterio, aunque todos han expuesto teorías muy ingeniosas. Gathercole se ha evaporado, y probablemente está en camino de algún país salvaje, y nuestra gente no ha encontrado la pista del criado.

—Este último sí que le sería útil a usted —comentó Lexman.

—No llego a comprender por qué se habrá ido Gathercole —continuó T. X.—. Según el relato de Fisher, las últimas palabras de su conversación con Kara se referían a un cheque que esperaba o que había recibido. Ningún cheque se ha presentado para su cobro, y al parecer, Gathercole se ha marchado sin esperar ningún pago. Un detenido examen de los libros de Kara no indica pago alguno a Gathercole más que el cheque original de las seiscientas libras que le había adelantado, y ahora, para colmo de mi infortunio, lea usted esto.

Sacó del bolsillo un recorte de periódico y lo depositó sobre la mesa, pues estaban comiendo juntos en el Garitón. Juan Lexman lo cogió y lo leyó. Era. evidentemente, de un periódico de Nueva York:

«El vapor Cyprus, de la Antartic Trading Company, comunica nuevos detalles referentes al hundimiento del City of the Argentine. Se cree que este desgraciado navío, que hacía escala en los puertos de Sudamérica, perdió la hélice y se hundió con increíble rapidez. Esta teoría ha quedado confirmada. Parece que el 23 de diciembre el buque chocó con un iceberg y se fue a pique, salvándose tan sólo unos cuantos hombres que pudieron saltar a una lancha, y que fueron recogidos por el Cyprus. He aquí la lista de los desaparecidos.» Juan Lexman leyó con atención la lista hasta llegar a un nombre que T. X. había subrayado con tinta. Este nombre era Jorge Gathercole, y entre comillas decía: «Explorador.»

—Pero si esto fuera verdad, Gathercole no habría podido venir a Londres —observó.

—Pudo haberse salvado en otra lancha, y he enviado un cable a la Compañía armadora, pero sin obtener grandes aclaraciones. Parece que Gathercole era un hombre excéntrico, a quien aterraba la idea de las aglomeraciones de gente. Tenía la costumbre de inscribirse sin compromiso en el registro de pasajeros para embarcar o no a última hora, según fuera de lleno el barco. La Compañía sólo ha podido decirme que figuraba en la lista de pasajeros, pero ignoran si embarcó al fin en el City of the Argentine.

—Una cosa puedo decirle de Gathercole —dijo Juan Lexman, hablando despacio y pensativamente—: que era un hombre incapaz de hacer daño a una mosca. Llevaba sus principios hasta el punto de que era rigurosamente vegetariano.

—Si quiere usted aplicar su simpatía a alguien —dijo humorísticamente T. X.—, aplíquemela a mí.

Al día siguiente, T. X. recibió orden de presentarse en el Ministerio del Interior. El ministro le recibió con singular amabilidad.

—Le he llamado para hablar de este infortunado griego, mister Meredith —le dijo—. Me han enviado todos sus documentos traducidos y descifrados, porque, como usted sabrá probablemente, una gran parte de su correspondencia estaba en cifra.

T. X. no se había preocupado gran cosa por los papeles privados de Kara, limitándose a entregarlos a las autoridades competentes, cumpliendo con ello órdenes superiores.

—Claro está, mister Meredith —continuó el ministro—, que esperamos que continúe usted la busca del asesino; pero he de confesar que su prisionero, cuando le capture usted, tendrá mucho adelantado ante cualquier Jurado.

—Sí, señor, no me sorprendería.

—En mi larga práctica jurídica —prosiguió el ministro en tono oratorio— rara vez me he encontrado con unos antecedentes tan pésimos como los del difunto.

Aquí citó algunos detalles que sorprendieron grandemente a T. X.

—El individuo era un lunático, un vicioso, un hombre malvado que se recreaba en la crueldad por la crueldad misma. Solamente con su diario tenemos pruebas suficientes para acusarle de tres asesinatos distintos, uno de ellos cometido en nuestro país.

T. X. le miró estupefacto.

—Recordará usted, mister Meredith, que tuvo un chofer griego llamado Poropulos.

—Lo recuerdo perfectamente. Marchó a Grecia al día siguiente de la muerte de Vassalaro.

—No, mister Meredith; no salió de Inglaterra. Fue asesinado aquella misma noche, y sin dificultad ninguna encontrará usted sus restos en la casa que para este objeto alquiló Kara en la carretera de Portsmouth. Ya podrá usted suponer que en Albania Kara mató a una porción de gente. Aldeas enteras han sido arrasadas para proporcionarle una pequeña distracción. El individuo era un Nerón, sin la amable debilidad de Nerón. Le producía obsesión la idea de que él mismo acabaría asesinado, y veía un enemigo en cada uno de sus servidores. Indudablemente, el chofer Poropulos estaba en contacto con varios círculos políticos del Continente. Se hará usted cargo —dijo el ministro para terminar— de que no le comunica todo esto con la idea de que afloje usted sus esfuerzos para encontrar al criminal y aclarar el misterio, sino con objeto de que conozca algunos de los pasibles motivos del asesinato de este hombre.

T. X. pasó una hora examinando el diario y los documentos descifrados, y salió del Ministerio un poco tembloroso. Aquello era inconcebible, increíble. Kara era un vesánico, pero al mismo tiempo un demonio, un genio del mal.

T. X. tenía un piso alquilado en Whitehall Gardens, y a él se encaminó para cambiarse de ropa para cenar. Estaba ya medio vestido cuando llegó el periódico nocturno, y, según su costumbre, recorrió primero la página de las noticias del día, y luego la plana de anuncios. En la columna señalada con el rótulo «Personal» vio un anuncio que le hizo tirar el periódico y salir de la habitación frenéticamente para terminar su aseo. El anuncio no decía más que esto:

«.Tommy X. - Urgentísimo, Marble Arch, 8.»

Cinco minutos tardaría en llegar, pero le parecieron cinco horas. Su taxi fue detenido casi en cada cruce, y aunque podía hacer valer su autoridad para que le dejaran paso libre, era éste un paso que su notable sentido de la honradez le impedía dar. Saltó a tierra antes que parase el coche, pagó al chofer sin aguardar la vuelta y buscó a la joven. Por fin la vio, y se dirigió rápidamente a ella. Al acercarse a él, la muchacha le hizo un saludo casi imperceptible, y echó a andar. T. X. la siguió por el camino de Bayswater, y poco a poco fue poniéndose a su nivel.

—Me parece que me han seguido —dijo ella en voz baja—. Pare usted un taxi.

El detective detuvo un taxi que pasaba, ayudó a la joven a subir y dio al conductor la primera dirección que se le ocurrió, que fue el parque de Finsbury.

—Estoy muy apurada —dijo Belinda Mary—, y no conozco a nadie que me pueda ayudar más que usted.

—¿Se trata de dinero?

—¡Dinero! —dijo ella con desdén—. No es cuestión de dinero. Le voy a enseñar una carta —añadió al cabo de una pausa.

La sacó de su bolso y se la entregó, y él encendió una cerilla y la leyó con dificultad.

Estaba escrita muy trabajosamente por una mano inexperta.


Señorita: Yo sé quién es usted. A usted la busca la Policía, pero yo no la descubriré. Señorita, me encuentro en un apuro; me hacen mucha falta veinte libras, y no la volveré a molestar más. Señorita, deje el dinero en el antepecho de la ventana de su alcoba. Sé que duerme usted en el piso bajo, y yo lo cogeré da allí. Y si no lo deja... Bueno, yo no quiero perjudicarla.

Un amigo.
 

—¿Cuándo ha recibido usted esto? —preguntó T. X.

—Esta mañana. En seguida mandé el anuncio al periódico por telegrama. Sabía que usted acudiría.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Lo sabía usted?

La seguridad de la joven le resultaba muy agradable. La fe que latía en sus palabras le hacía experimentar una rara sensación de bienestar y felicidad.

—Yo puedo librarla a usted de esto con facilidad. Déme su dirección, y cuando ese caballero venga...

—Pero eso es imposible —protestó ella—. Por favor, no me crea ingrata y no me llame tonta. No me cree usted tonta, ¿verdad?

—Nunca he albergado tan indigno pensamiento —declaró él.

—Sí lo cree usted; pero de veras no puedo decirle dónde vivo. Tengo una razón muy especial para no hacerlo. No es solamente por mí; es que va en ello una vida.

Aquella afirmación resultaba bastante dramática y ella comprendió que había ido demasiado lejos.

—Bueno, quizá me he excedido en lo que he dicho —rectificó—; pero hay una persona a quien quiero mucho... —y bajó la voz.

—¡Oh! —exclamó T. X. con acento de inmensa desilusión.

De las alturas sonrosadas, impenetrables y misteriosas, bajó como una flecha a las negruras de un valle sin sol.

—Una persona a quien usted quiere mucho —repitió al cabo de un rato.

—Sí —contestó ella.

Hubo otra pausa, y luego:

—Es perfectamente explicable —comentó el detective.

Un nuevo intervalo de silencio, y al cabo dijo Belinda en voz baja:

—No es por ahí.

—¿Cómo?

—Que no es lo que usted supone.

—¡Oh! —exclamó nuevamente T. X. Estaba otra vez entre las nubes sonrosadas de la aurora... Por supuesto, estaba trepando por una vertiginosa escalera hacia la más alta cumbre de un Himalaya de esperanza, cuando ella le quitó la escalera.

—Por supuesto, nunca me casaré —declaró Belinda con cierta relamida decisión.

T. X. cayó rodando, descubriendo que sus nubes sonrosadas eran, en realidad, hielo frío y duro, falto de elasticidad.

—¿Quién ha dicho que se casara usted? —preguntó algo débilmente, pero en legítima defensa.

—Usted lo ha dicho —afirmó ella, y su audacia le dejó a él sin aliento.

—Bueno; y ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó T. X. al cabo de un rato.

—Puede usted ayudarme con sus consejos. ¿Cree usted que debo dejar el dinero donde me dicen?

—No, por supuesto —contestó T. X., recobrando parte de su propio dominio—. Aparte del hecho de que ayudaría usted a la comisión de un delito, no haría más que prepararse un trastorno para el porvenir. Si ese anónimo consigue, con tanta facilidad veinte libras, le faltará tiempo para pedir cuarenta. Pero ¿por qué no regresa usted a su hogar? No hay acusación contra usted, ni la menor sombra de sospecha.

—Porque estoy resuelta a hacer lo que me he propuesto —contestó Belinda Mary en tono decidido.

—Seguramente podría usted confiarme su dirección —insistió él—. Sobre todo, después de lo que ha pasado entre nosotros, Belinda Mary, después de los años que hace que nos conocemos.

—Voy a bajar del coche —dijo ella lentamente.

—Pero ¿cómo diablos voy a poder ayudarla? —protestó T. X.

—No use palabras gruesas —le corrigió ella con bastante severidad—. El único medio para ayudarme es ser amable y simpático.

—¿Quiere usted que me eche a llorar? —preguntó él, sarcástico.

—No le pido nada que le resulte doloroso o repugne sus sentimientos naturales. Sólo le pido que sea un caballero.

—Muchas gracias por su amabilidad —dijo T. X., y se echó atrás en su asiento, como la imagen de la resignación.

—Me parece que está usted haciéndome caras, ahí en la oscuridad —observó ella, acusadora.

—Dios me libre de hacer cosas tan bajas —se apresuró a replicar el comisario—. ¿Por qué cree usted eso?

—Porque yo le estaba sacando la lengua —confesó Belinda Mary; y el conductor oyó a su espalda una explosión de carcajadas que durante algún tiempo dominaron los jadeos de su asmático motor.

A las doce de aquella noche, en cierto suburbio de Londres, un hombre enfundado en un largo abrigo se deslizaba sigilosamente por un jardín. Se abría paso cautelosamente a lo largo del muro de la casa, y al llegar al antepecho de una ventana alargó la mano y palpó con cierta esperanza, pero sin ninguna seguridad. Encontró un sobre, que sus dedos, extraordinariamente sensibles por una larga práctica en usos delictivos, le dijeron en seguida que no contenía nada mas sustancioso que una carta. Retrocedió por el jardín y se unió a su compañero, que le esperaba debajo de un farol cercano.

—¿Soltó la mosca? —preguntó ávidamente.

—Todavía no lo sé —gruñó el hombre del jardín. Abrió el sobre y leyó las breves líneas escritas.

—No ha soltado el dinero, pero va a soltarlo. Me cita para mañana por la tarde en la esquina de las calles Oxford y Regent.

—¿A qué hora?

—A las seis. Entregará el dinero al hombre que se le acerque con un número de la Westminster Gazzete en la mano.

—¡Cuidado! —exclamó el otro—. Eso es un lazo.

—Esta mujer no entiende de lazos. Está terriblemente asustada.

El que había estado esperando se mordió las uñas y miró con aprensión a derecha e izquierda.

—¡Bonito papel el nuestro! —refunfuñó—. Íbamos a ganar miles de libras y nos contentamos con sacar veinte.

—Cuestión de suerte —contestó filosóficamente el otro—; pero no creas que me ha vuelto la espalda. Además, por algo se empieza, Enrique. Yo te aseguro que de aquí sacamos por lo menos ciento o doscientas.

* * *

A las seis de la tarde siguiente, un hombre vestido con abrigo negro y con un sombrero de fieltro encasquetado hasta los ojos estaba en pie, distraídamente, cerca de la parada de autobuses de la calle Regent, golpeándose suavemente la mano izquierda con un ejemplar muy doblado de la Westminster Gazzete que tenía en la derecha.

Para que a nadie cupiera duda de la clase de periódico que llevaba, se mantenía lo más cerca posible de un farol, y en tal posición, que su cara recibiera el mínimo de luz, y en cambio, cayera el máximo sobre aquel respetable órgano de opinión. Minutos antes de las seis vio venir a una muchacha y se acercó a su encuentro. Con gran sorpresa suya, ella pasó a su lado sin mirarle, y cuando él se volvía para seguirla le cogió con fuerza del brazo una mano hostil.

Mister Fisher, si no me equivoco, ¿verdad? —dijo una voz agradable.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el hombre, echándose atrás.

—Va usted a estarse quieto —dijo el cortés inspector Mansus—, pues, de lo contrario, me obligará a recurrir a la violencia.

Mister Fisher reflexionó rápidamente y se dejó conducir al «auto» que los esperaba.

Hizo su aparición en el despacho de T. X., y éste le saludó muy efusivamente, como a un antiguo amigo.

—¿Qué tal, qué tal, mister Fisher? —preguntó—. Porque supongo que continúa usted siendo mister Fisher, y no mister Enrique Gilcott ni mister Jorge Porten. Fisher sonrió con deferencia, como en sus buenos tiempos.

—Usted, señor, sigue tan bromista como siempre.

Supongo que habrá sido la señorita quien me ha entregado.

—Se ha entregado usted mismo, mi pobre Fisher —dijo T. X., poniéndole un papel ante los ojos—. Puede usted disimular su letra y en su extrema modestia, fingir que ignora la lengua inglesa; pero con lo que ha de tener usted un cuidado exquisito en lo por venir es... con sus manos cuando escriba semejantes epístolas.

—¿Mis manos? —preguntó, no sin cierto asombro, Fisher.

—Se le olvidó a usted el pequeño detalle de lavarse las manos, y claro está, dejó usted señalada la huella de su pulgar. Parece mentira que ignore usted la importancia que en Scotland Yard damos a las huellas dactilares.

—Ya veo. Y ¿de qué se me acusa, señor?

—Yo me limito a la acusación convencional contra el que está en libertad provisional y no ha comparecido ante la Policía.

Fisher suspiró.

—Bueno, eso sólo significa doce meses. ¿Me va usted también a acusar de eso? —preguntó, señalando el papel.

T. X. negó con la cabeza.

—No le tengo a usted mala voluntad, a pesar de que ha querido asustar a miss Bartholomew. Sí; sé que es miss Bartholomew, y lo he sabido siempre. Esta señorita vive ahora allí por un motivo que no nos importa a usted ni a mí. No le acusaré a usted de tentativa de chantaje, y a cambio de esta lenidad por parte mía espero que usted me cuente todo lo que sepa del asesinato de Kara. Por supuesto, no le agradaría que yo le acusara a usted de ese crimen, ¿verdad?

—No, señor; pero si usted lo hiciera, yo podría demostrar mi inocencia. Pasé toda la velada en la cocina.

—A excepción de un cuarto de hora.

—Cierto, señor. Un cuarto de hora en que salí a ver a un compañero.

—¿El compañero con quien preparaba usted este golpe?

Fisher titubeó.

—Sí, señor. Lo preparábamos entre los dos; pero no había nada malo en ello..., al menos en lo que a nosotros afectaba. No tengo inconveniente en confesar que yo planeaba una cosa grande. No lo voy a descubrir ahora, porque me metería en un lío; pero si usted me promete que no me perseguirá, por ello, le contaré toda la historia.

—¿Contra quién planeaban ustedes ese golpe?

—Contra mister Kara, señor.

—Adelante con su relato —le animó T. X.

El relato resultó breve y vulgar. Fisher había encontrado a un hombre que, a su vez, conocía a otro que era turco o albanés. Se habían enterado de que Kara tenía la costumbre de guardar en casa grandes sumas de dinero y habían planeado un robo. En dos palabras, ésta era la historia. El plan se torció por algo. Cuando Fisher llegó a los incidentes que ocurrieron la noche del crimen, T. X. siguió su relato con avidez.

—Llegó el señor viejo —continuó Fisher—, y yo le hice pasar a la alcoba. Le oí salir, subí y me quedé a mitad de la escalera mientras él se despedía de mister Kara, que tenía la puerta abierta.

—¿Oyó usted hablar a mister Kara?

—Me parece que sí, señor. De todos modos, el señor viejo estaba muy complacido.

—¿Por qué dice usted «el señor viejo»? No era viejo.

—Exactamente, no, señor; pero tenía los modales irritables de los viejos, y por eso se me metió en la cabeza que era un señor viejo. En realidad tendría unos cuarenta y cinco años; acaso llegase a los cincuenta.

—Todo esto ya me lo ha dicho usted. ¿Había algo peculiar en él?

—Nada, señor, excepto que tenía un brazo artificial.

—¿El derecho o el izquierdo?

—El izquierdo.

—¿Está usted seguro?

—Lo puedo jurar, señor.

—Muy bien. Adelante.

—Bajó la escalera, salió y no le he vuelto a ver. Cuando llegó usted y descubrió el crimen, como yo tenía en marcha mi pequeño plan y podía herirme con una astilla que usted hiciera saltar, me asusté terriblemente. Bajé al hall, y lo primero que vi fue una carta en la mesa, una carta dirigida a mí.

Hizo una pausa y T. X. le animó nuevamente.

—No pude comprender cómo llegó hasta allí; pero puesto que yo había pasado casi toda la noche en la cocina, excepto cuando salí a decir a mi camarada que el trabajo había que hacerlo aquella noche, pudo muy bien estar allí la carta antes que usted llegara. Abrí el sobre, sólo había escritas unas palabras, y le aseguro que, a pesar de ser pocas, me hicieron subir el corazón a la garganta.

—¿Qué decían? —preguntó T. X.

—Jamás las olvidaré, señor. Se me han quedado grabadas en la cabeza. La nota empezaba con las cifras «A.C.274».

—¿Lo cual significa...?

—El número que yo tenia en el penal de Dartmoor.

—¿Qué decía la nota?

—«¡Fuera de aquí en seguida!» No sé quién la puso allí; pero, evidentemente, me había espiado, y no tuve más remedio que salir huyendo. Esta es toda la historia desde el principio hasta el fin. Encontré por casualidad a miss Holland...; mejor dicho, miss Bartholomew, y la seguí hasta su casa de Portman Place. Esto ocurrió la noche que usted fue allí.

Con gran disgusto por su parte, T. X. notó que se ruborizaba.

—Y ¿no sabe usted más? —preguntó.

—Nada más, señor.

***

—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo Belinda Mary cuando se vieron a la mañana siguiente en el Green Park.

—Si va usted a preguntarme si he hecho pesquisas sobre el paradero de usted, le ruego que se abstenga de ello.

Aquella mañana la joven estaba radiantemente hermosa. El aire fresco le había dado color al rostro, y al caminar al lado de su compañero con los modales libres y descuidados de la juventud, parecía un epítome de la vida que estallaba en yemas en todos los árboles del parque.

—A propósito: su padre ha vuelto a Londres y está ansioso de verla.

Ella hizo un gesto.

—Espero que no le habrá usted hablado de mí.

—Sí, le he hablado —contestó T. X., compungido—. También he convocado a todos las periodistas y les he hecho una descripción completa de las fugas de usted...

Ella le miró con inmensa picardía.

—Tiene usted los modales de uno de los primeros cristianos mártires —le dijo—. ¡Pobre! ¿Le gustaría que le arrojaran a las fieras? Sin embargo, tiene usted todo lo que hace amable la vida.

—¡Ah! —exclamó T. X.

—Naturalmente que lo tiene usted. Una posición espléndida. Todo el mundo habla de usted con envidia. Tiene usted una esposa y unos hijos que le adoran...

El detective se paró en seco y miró a Belinda como si fuera un insecto raro.

—¿Cuántos hijos tengo? —preguntó incrédulamente.

—¿No es usted casado? —preguntó ella a su vez con la mayor inocencia.

Él hizo un ruido raro con la garganta.

—Pues mire usted, yo siempre le he creído casado —continuó Belinda Mary—. Muy a menudo me lo he representado en su hogar leyendo a sus hijos esos interesantísimos relatos de Caperucita Roja y la Bella Durmiente del Bosque Él se agarró a la barandilla para no caerse.

—¿Quiere que nos sentemos? —preguntó débilmente.

Ella se sentó a su lado, medio vuelta hacia él, muy recatada y absolutamente adorable.

—Naturalmente —dijo él—; está usted acertada en un punto, pero completamente equivocada en lo de los hijos.

—¿Está usted casado? —preguntó ella, ya sin sombra de picardía.

—¿No lo sabía?

Ella tragó algo.

—Claro está que no me importa, pero espero que será usted muy feliz.

—Absolutamente feliz —contestó T. X., complacido—. Tiene usted que venir a verme un sábado por la tarde, en que me dedico a recolectar patatas. Soy el mismísimo demonio cuando me dejan solo en la huerta.

—¿Continuamos? —preguntó Belinda. T. X. habría jurado ver lágrimas en sus ojos, y en el acto se arrepintió de su broma.

—¿Se ha molestado usted por lo que le he dicho? —preguntó.

—¡Oh! No.

—Quiero decir que no crea nada de lo que le he dicho, de que estoy casado y todo eso de las patatas.

—En realidad, no me interesa mucho —replicó ella encogiéndose de hombros—. Usted se ha portado muy bien conmigo, y yo sería muy mala si no le estuviera muy agradecida. Naturalmente, eso de que esté usted casado o no a mí no me afecta, ¿verdad?

—Claro que no. Y supongo que tampoco usted será casada, ¿verdad?

—¡Casada yo! —exclamó ella con amargura—. ¡Y es usted el detective tan perspicaz que dicen!

Apenas había pronunciado estas palabras comprendió su terrible error. Al segundo se encontró en los brazos de T. X., que la besaba con frenesí, con gran escándalo de un viejo guarda, un chiquillo de cara sucia y un cisne majestuoso, que parecía despreciar los procedimientos que veía con su ojo amarillo y maligno.

—Belinda Mary —dijo T. X. al separarse—, tienes que despedirte de tu retiro, dondequiera que esté, y volver a las incomodidades de la casa de tu padre en Portman Place. Ya sé por qué no puedes volver todavía. Tienes un huésped y adivino de quién se trata.

—A ver —dijo ella retadora.

—Me parece que tu madre ha vuelto a Inglaterra —insinuó él. Belinda le miró con desdén.

—¡Por Dios, Tommy! —le dijo con disgusto—. No imaginarás que yo tenga escondida a mi madre en un arrabal sin que ella se lo cuente a todo el mundo.

Habían llegado a Whitehall y él se despidió.

—Podías cumplir con tu deber y suspender el tráfico para que yo cruzara la calle —dijo Belinda.

—Pero, querida niña —protestó él—, ¿suspender el tráfico?

—Naturalmente. ¿No eres policía?

—Sólo cuando voy de uniforme —dijo él apresuradamente, y cogiéndola del brazo la hizo cruzar a la acera opuesta.

Era un hombre nuevo el que volvió a las lóbregas oficinas de Whitehall, un hombre cuyo corazón rebosaba de orgullo y alegría ante la más preciosa posesión de la vida.

XVIII

T. X. estaba sentado ante su mesa, con la barbilla entre las manos y sumido en hondas meditaciones. Por grave que fuera el asunto que le embargaba el ánimo, se levantó de un salto para correr al encuentro de la sonriente muchacha que el inspector Mansus, inusitadamente solemne y misterioso, introdujo en su despacho.

Aquel día Belinda estaba radiante. Sus ojos chispeaban con brillo extraordinario.

—Tengo que decirte algo maravilloso y no puedo decírtelo.

—Buen comienzo —contestó T. X., acercándole una silla.

—¡Oh! Pero es que es admirable de veras, más admirable que todo lo que hayas leído en tu vida.

—Estoy intrigadísimo.

—No, no es cosa de broma. Pero es algo que en cuanto lo sepas... te vas a quedar estupefacto.

—Pues venga —dijo T. X. jovialmente.

Belinda negó vigorosamente con la cabeza.

—Es que no puedo decírtelo —replicó.

—Entonces, ¿por qué demonios me lo has anunciado? —preguntó él, lamentándose con razón.

—Porque quería que supieras que yo sé algo.

—¡Oh Dios! —gimió él—. Naturalmente que lo sabes todo. Belinda Mary, eres una chiquilla realmente admirable.

Se sentó en el brazo de la butaca y apoyó la mano en el hombro de la joven.

—Y ¿has venido a invitarme a comer? —preguntó.

—¿En qué estabas pensando cuando yo entré? —preguntó ella a su vez.

—No era nada importante. Ya me has oído hablar de Juan Lexman, ¿verdad?

Ella asintió, y de nuevo notó T. X. un brillo extraño en su mirada.

—Oye: ¿no estarás mala? —preguntó T. X. con ansiedad—. ¿Te pasa algo?

—No seas tonto. Dime eso de mister Lexman.

—Se marcha a América, y antes de su partida quiere darme una pequeña conferencia.

—¿Una conferencia?

—Parece raro, ¿verdad? Pues eso es justamente lo que pretende.

—Y ¿qué motivos tiene para ello?

T. X. hizo un gesto de desesperación.

—Ese es uno de los misterios que puede que nunca me sean revelados, a menos que...

El detective frunció los labios y miró pensativamente a la muchacha.

—En ocasiones —explicó— se libra una gran batalla en el interior de un hombre, entre toda la mejor y más humana parte de él y la parte profesional más baja. Una de estas partes me incita a escuchar con el mayor interés esta conferencia de Juan Lexman, y la otra me hace rehuir la prueba.

—Mientras comemos, hablaremos de eso —dijo Belinda prácticamente, sacándole del despacho.

XIX

Difícilmente se le ocurriría a alguien asociar a las brigadas de obreros que, bien protegidas las piernas con botas altas hasta los muslos, bajan por la noche a las subterráneas alcantarillas de Londres, con el fornido vicecónsul en Durazzo. Sin embargo, se trataba de un hombre de poca imaginación, que vivía en Lambeth y no tenía idea de que existía un punto llamado Durazzo, aun cuando éste era el culpable de sacar de la cama a aquel cómodo funcionario a las primeras horas de la mañana —no sin gran renuencia por su parte y un uso violento e inmoderado del idioma— para llevar a cabo ciertas investigaciones en los atestados bazares.

Al principio sus esfuerzos fueron en vano, porque había en Durazzo muchos Hussein Effendi. En vista de ello mandó una invitación al cónsul de los Estados Unidos para que bebiera un traguito y le ayudara en sus pesquisas.

—No comprendo por qué demonios resulta ahora el Foreign Office interesado repentinamente por Hussein Efendi —se lamentó.

—Ya sabe usted que el Foreign Office inglés siempre tiene que interesarse por algo —contestó el genial americano—. Pero es que en todos los países ocurre lo mismo. Yo recibo alguna vez las órdenes más raras de Washington. Se me antoja que esto lo hacen simplemente por saber si están bien representados aquí. Y ¿qué ha hecho usted mientras tanto?

—He visto a Hakaat Bey —contestó el funcionario inglés—. No sé lo que habrá hecho éste; yo le he transmitido la orden de mi Gobierno.

Aproximadamente a la misma hora, el hombre de la alcantarilla, en el seno de su hogar, hablaba en voz alta, a tiempo que bebía ruidosamente generosos sorbos de té.

—No te sorprendas —le dijo a su mujer, que le admiraba extática— si me llaman a declarar ante el Juzgado.

—¡Santo Dios! —exclamó la mujer—. ¿Qué ha ocurrido?

El empleado de limpiezas llenó su pipa y contó la historia con gran lujo de detalles. Dio la hora exacta a que había descendido por el pozo de ventilación de la calle Victoria, extendiéndose en consideraciones sobre lo que le había dicho Bill Morgan mientras recorrían el túnel principal, sobre lo que él mismo había dicho a Enrique Cárter cuando se metieron en la alcantarilla de techo bajo, de la curiosa premonición que él tuvo de que iba a hacer un descubrimiento sensacional, y así sucesivamente, hasta llegar a la culminación que por todos los medios había ido retrasando.

***

T. X. esperó hasta bien avanzada la noche, y a eso de las doce vio recompensada su paciencia con un telegrama que le trajo un empleado del Ministerio de Asuntos Extranjeros. Iba dirigida al ministro y decía así:

«Número 847. —Recibo telegrama de V. E. 63.952, fecha ayer. Hussein Effendi, rico comerciante esta capital, salió para Italia, objeto instalar su hija en convento María Teresa, de Florencia, pues Hussein es cristiano. Ha seguido viaje a París. Puede V. E. dirigirse Rally Teogritis y Compañía, rué de l'Opéra. Le saludo respetuosamente.»

Media hora después, T. X. estaba en comunicación telefónica con París, dando instrucciones al inspector de la Policía británica en la capital francesa. Ya por la mañana recibió un aviso telefónico de París que le causó infinita satisfacción. Muy lentamente, pero con toda precisión, iba reuniendo las hebras de aquel misterio desconcertante y sacando el ovillo. Probablemente los últimos fragmentos los proporcionaría el mismo Hussein Effendi.

A las ocho de aquella noche se abrió la puerta del despacho y apareció el hombre que representaba a T. X. en París. T. X. le saludó con una inclinación, y como era evidente que el recién venido se quedaba en la puerta cual si esperase algo, le dijo:

—Hágale pasar. Lo recibiré a solas.

Entró en el despacho un hombre alto, con levita y fez rojo. Era un hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, de fuerte complexión, con un grave rostro moreno orlado de una barbita blanca. Al entrar hizo una ceremoniosa reverencia.

—Supongo que hablará usted francés —le dijo T. X.

El otro se inclinó nuevamente.

—Mi agente le habrá explicado —prosiguió T. X. en francés— que deseo obtener cierta información con objeto de aclarar un crimen cometido en este país. Él le habrá dado la seguridad en mi nombre, y yo lo confirmo ahora, de que ningún perjuicio le parará a usted como consecuencia de lo que me diga.

—Comprendo, excelencia —dijo el turco—. Los americanos y los ingleses siempre han sido buenos amigos míos, y yo he estado con frecuencia en Londres. Por esto tendré un verdadero placer en ayudarle en lo que pueda.

T. X. se dirigió a un armario cerrado que había en un testero del despacho, lo abrió y sacó un objeto, envuelto en papel de seda, que depositó sobre la mesa. El turco presenciaba impasible estas maniobras. Muy lentamente el comisario desenrolló el paquetito y sacó, por último, una navaja larga y estrecha, un verdadero puñal, casi un estilete, manchado y oxidado, con un puño que en sus días de pulcritud había sido de plata cincelada. El detective tomó la daga que estaba sobre la mesa y se la alargó al turco.

—Creo que esto es de usted —le dijo suavemente.

El hombre le dio vueltas entre sus manos, se acercó a la lámpara de la mesa para verlo mejor, y devolvió el arma a T. X.

—En efecto, éste es mi cuchillo.

T. X. sonrió.

—Claro está que yo vi escrito en árabe el rótulo «Hussein Effendi, de Durazzo», cerca de la empuñadura.

El turco inclinó la cabeza.

—Con esta arma —continuó T. X.— se ha cometido en nuestra capital un crimen.

No se apreció en el visitante ningún signo de interés ni asombro, ni siquiera de emoción alguna.

—Por la voluntad de Dios —dijo calmosamente—, estas cosas suceden aún en una gran ciudad como Londres.

—El arma era de usted —insinuó T. X.

—Pero mi mano estaba en Durazzo, excelencia —dijo el turco.

Volvió a examinar el puñal.

—¿De modo que ha muerto el Romano Negro? —preguntó.

—¿El Romano Negro? —preguntó T. X., intrigado.

—El griego que llamaban Kara —explicó el turco—. Era el hombre más perverso del mundo.

T. X. se puso en pie, e inclinándose sobre la mesa miró más de cerca al otro.

—¿Cómo ha adivinado usted que se trataba de Kara? —preguntó rápidamente.

El turco se encogió de hombros.

—¿Quién otro podía ser? ¿No publicaron todos sus periódicos la historia?

T. X. se volvió a sentar, chasqueado y un poco furioso consigo mismo.

—Es verdad, Hussein Effendi; pero yo no creo que en Durazzo se lean nuestros periódicos.

—Yo no los he leído, excelencia —replicó el otro fríamente—, ni sabía que Kara hubiera muerto hasta que he visto esta navaja. ¿Cómo ha llegado a manos de usted?

—Se encontró en una alcantarilla, en la que, al parecer, la había arrojado el asesino. Pero si no ha leído usted los periódicos, Hussein Effendi, confiesa usted que sabe quién cometió el crimen.

El turco levantó las manos hasta ponerlas al nivel de sus hombros.

—Aunque soy cristiano, no he olvidado muchos de los sabios proverbios de la religión de mi padre. Y uno de éstos, excelencia, dice: «El malvado ha de morir en las habitaciones del justo; las armas del justo harán perecer al malvado.» Excelencia, yo soy un hombre honrado, que no ha cometido ningún acto deshonroso en su vida. He comerciado con griegos, italianos, franceses, ingleses y también con judíos. Nunca he pretendido robarles ni perjudicarles. Si yo he matado a algunas personas, bien sabe Dios que no lo hice porque deseara su muerte, sino porque su vida era peligrosa para mí y para los míos. Excelencia, haga todas sus preguntas al cuchillo, y verá lo que contesta. Hasta que él hable, yo permaneceré tan mudo como la hoja, porque también está escrito que «el soldado es el esclavo de su espada», y que «el buen cristiano tiene la boca cerrada para los asuntos de su amo».

T. X. sonrió con desilusión.

—Había esperado que usted me ayudara... Lo había esperado y lo había temido. Si usted no quiere hablar, no es misión mía obligarle a ello por amenazas o por la ley. Le agradezco que haya venido aunque su visita haya sido completamente infructuosa, al menos en lo que a mí afecta.

Sonrió nuevamente y ofreció su mano a Hussein Effendi.

—Excelencia —dijo el turco gravemente—, hay en la vida cosas que están mejor solas, y momentos en que la Justicia debe ser tan ciega que no encuentre ningún culpable..., y éste es uno de esos momentos.

Así terminó la entrevista en la que había T. X. fundado tantas esperanzas. El detective, molesto y aburrido, se encaminó a Portman Place, donde había concertado una cita con Belinda Mary.

—¿Dónde va a dar mister Lexman esa famosa conferencia? —le preguntó Belinda a guisa de saludo—. Y dime: ¿sobre qué va a versar?

—Es un tema que tiene para mí supremo interés —contestó T. X. con gravedad—. La ha llamado El misterio de la vela doblada. No hay cerebro dedicado a la persecución de criminales más lúcido que el de Juan Lexman. Aunque utiliza su genio para fabricar argumentos de novelas, si lo empleara en el noble trabajo policíaco, estoy seguro de que nadie le superaría en el mundo. Está resuelto a dar esta conferencia, y ha repartido gran número de invitaciones. Ha enviado a los jefes de la Policía de casi todos los países del mundo. O'Grady ha salido ya de América y me ha enviado un cable a este efecto. Hasta el jefe de la Policía rusa ha aceptado la invitación, porque, como sabes, este crimen ha causado sensación en todos los círculos policíacos. Juan Lexman no solamente va a dar una conferencia, sino que nos va a decir quién cometió el crimen y por qué lo cometió.

Belinda reflexionó un momento.

—Y ¿dónde la va a dar?

—¡Ah! Pues no lo sé. ¿Importa mucho?

—Sí que importa —contestó Belinda enfáticamente—. Importa muchísimo, sobre todo si yo quiero que se dé en cierto lugar. ¿Quieres decirle a mister Lexman que dé la conferencia en mi casa?

—¿En Portman Place? —preguntó T. X., sorprendido.

—No. Yo tengo una casa propia. Una casa amueblada que he alquilado en Blackheat. ¿Quieres convencer a mister Lexman para que dé allí la conferencia?

—Pero ¿por qué?

—Mira, no me hagas preguntas, Tommy. Haz lo que te digo.

El detective vio que ella hablaba muy en serio.

—Esta tarde escribiré al amigo Lexman —prometió.

Juan Lexman contestó por teléfono.

—Preferiría algún sitio fuera de Londres —dijo—, y como parece que miss Bartholomew se interesa por el asunto, ¿puedo ampliar a ella mi invitación? Le prometo que no se escandalizará más de lo que puede escandalizarse una buena mujer del pueblo.

Y así fue cómo el nombre de Belinda Mary Bartholomew se agregó a una selecta lista de jefes de Policía que en aquel momento se dirigían a Londres para oír del hombre que había garantizado la solución de la historia de Kara y su muerte y el desembrollo del misterio que rodeaba al crimen, y el significado de las velas dobladas que en aquel momento estaban guardadas en el museo de Scotland Yard.

XX

La habitación era muy espaciosa, y se habían sacado la mayor parte de los muebles para poder recibir a los invitados llegados de todos los países de la Tierra para oír la historia de las velas dobladas y comprobar personalmente la teoría de Juan Lexman.

Las personas de aquella élite policíaca estaban sentadas, charlando animadamente de hombres y crímenes, de grandes golpes planeados y frustrados, de extrañas acciones cometidas y jamás descubiertas. Hasta Belinda Mary llegaban retazos de esta conversación; la joven estaba en pie en el umbral de la puerta que comunicaba la sala con la habitación que ella utilizaba como despacho.

—... ¿Se acuerda usted, sir Jorge, del caso Boltbrook? Yo detuve al hombre en Odesa...

—... Y lo más curioso es que no encontré dinero en el cadáver; solamente un pequeño talismán de oro con una esmeralda, y de ello deduje que había sido la muchacha quien...

—... Pinot logró escapar después de dispararme tres balazos, pero me salvó el marco de la ventana. Bien puedo decir a ustedes con seguridad que nací aquel día...

La concurrencia se puso en pie cuando ella entró y T. X. hizo las presentaciones. En aquel momento anunciaron a Juan Lexman, el cual entró seguidamente.

Parecía cansado, pero devolvió con cierta jovialidad el saludo del joven comisario. Conocía de nombre a todos los presentes, como ellos le conocían a él. Llevaba consigo unas cuartillas con notas que dejó sobre la mesa que le habían preparado, y cuando terminaron las presentaciones, casi sin preliminares, el conferenciante empezó así...

XXI

EL RELATO DE JUAN LEXMAN

—Como, indudablemente, sabrán todos ustedes, soy un novelista cuyo éxito depende de la creación y el desenlace de misterios criminológicos. El jefe superior de nuestra Policía ha tenido la bondad de decirles a ustedes que mis novelas eran algo más que una persecución de lo sensacional, y que en el curso de estas narraciones proponía yo situaciones oscuras, pero posibles, poniendo mi ingenio a contribución, para ofrecer a estos problemas una solución aceptable, no sólo por el público en general, sino por el técnico policiaco.

Aunque no considero muy seria toda mi obra literaria y, por supuesto, sólo he buscado situaciones e incidentes excitantes, veo ahora, al mirar atrás, que bajo la obra que me pareció vaga y sin propósito determinado, había algo que se parecía mucho a un plan de estudios.

Ustedes me perdonarán estas consideraciones personales, porque creo necesaria esta explicación. Ustedes, funcionarios policíacos de considerable experiencia y discernimiento, apreciarán el hecho de que yo he conseguido introducirme en la mente de los ficticios criminales que presentaba al lector, por lo que me creo capacitado ahora para seguir el hilo de los pensamientos del hombre que cometió este crimen; pero si no alcanza a tanto mi perspicacia, puedo volver a crear la psicología del matador de Remington Kara.

Casi todos ustedes conocen los hechos vitales referentes a este hombre. Saben ustedes qué tipo de individuo era; conocen ejemplos de su terrible crueldad; saben que era un borrón en esta Tierra de Dios, un ente perverso que buscaba la satisfacción de esa extraña sed de sangre y dolor ajenos que se encuentra en tan pocos criminales.

A continuación Juan Lexman describió la muerte de Vassalaro.

—Ahora sé como ocurrió —dijo—. La víspera de Navidad yo había recibido, entre otros varios regalos, una pistola que me enviaba un admirador desconocido. Este incógnito donante no era otro que Kara, que había planeado este crimen unos tres meses antes. Fue él quien me envió la pistola, sabiendo perfectamente que yo jamás usaría semejante arma y que, por tanto, seria muy circunspecto con su manejo. Yo podía haber guardado esta pistola en un armario fuera de todo alcance, y todo su plan, cuidadosamente meditado, se habría venido abajo como un castillo de naipes.

Pero Kara estaba sistemáticamente en todo. A las tres semanas de haber recibido el arma se hizo una chapucera tentativa de asalto a mi casa durante la noche. Ya entonces me pareció chapucera, porque el asaltante hizo un ruido tremendo y desapareció poco después, sin causar más daño que la rotura de unos cristales en la ventana del comedor. Naturalmente, ello me hizo pensar en la posibilidad de que se repitieran hechos análogos, puesto que mi casa está en las afueras del pueblo, y fue muy natural que sacara la pistola del sitio donde la tenía guardada y la pusiera más a mano. Para asegurarse plenamente de ello, Kara me visitó al día siguiente y oyó de mis labios el relato íntegro del suceso.

No me habló de pistolas; pero recuerdo ahora, aunque en aquel momento no cayera en ello, que fui yo quien mencionó el hecho de poseer un arma manejable. A los quince días se produjo una segunda tentativa para entrar en mi casa. Digo tentativa, pero tampoco creo que en esta ocasión se tratara de nada serio. El asalto tendía a hacer que yo pusiera la pistola aún más a mano.

Y nuevamente me visitó Kara al día siguiente, y nuevamente le referí el asalto. Mi silencio no habría sido natural, pues recuerdo que sobre este segundo incidente discutimos largamente mi mujer, los criados y yo.

Vino después la carta amenazadora estando Kara providencialmente presente. Aquella noche, mientras Kara estaba todavía en mi casa, yo salí a buscar a su chofer. Él se quedó unos momentos con mi esposa, y luego con un pretexto cualquiera, entró en el gabinete. Allí cargó la pistola, la montó y confió a la suerte el que yo no apretara el gatillo hasta tener apuntada a mi víctima. Es indudable que aquí se abandonó demasiado a la suerte, porque antes de regalarme la pistola había mandado sensibilizar el resorte de tal modo que el más ligero contacto bastaba para disparar el percutor, y cómo la pistola era automática y la explosión de un cartucho hacia entrar otro en la recámara y lo disparaba, y así sucesivamente, era muy probable que la casualidad redujera a la nada su plan..., y a mí con él. De lo que sucedió aquella noche están ustedes enterados.

Lexman habló a continuación del proceso, de su condena y de la vida que hizo en Dartmoor hasta la mañana de su fuga.

—Kara sabia que se había demostrado mi inocencia, y como su odio hacia mí era su gran obsesión, puesto que yo tenia la cosa que él había anhelado —pero que ya no anhelaba, entiendan ustedes—, vio que iban a terminar bruscamente los sufrimientos que había planeado para mí y para mi pobre mujer. A propósito: habría discurrido y puesto en práctica un sistema para atormentarla a ella.

Lexman se volvió a T. X.

—Usted ignora que al mes escaso de mi ingreso en el penal un miserable fue a verla al piso en que habitaba contándole que había salido el día anterior del presidio de Dartmoor y le traía noticias mías. La historia que refirió aquel villano era suficiente para acabar con la energía de la mujer más valiente. Era una historia de malos tratos por parte de brutales vigilantes, de palizas que me daban diariamente para calmar mi locura, de mi desesperación, mi enfermedad... En fin, todo muy bien calculado para sumir en horrible amargura a mi pobre esposa.

Este era el sistema de Kara. No herir con el látigo o con el cuchillo, sino profundizar en el corazón con su mala lengua. Cuando se enteró de que me iban a poner en libertad concibió un plan atrevido.

Por medio de uno de sus agentes descubrió a un vigilante que había tenido algún tropiezo con las autoridades, hombre avaro, de malos antecedentes, y por supuesto, que estaba a punto de ser trasladado a otro sitio por traficar con los presos. La cantidad que Kara ofreció a este hombre fue muy elevada, y el vigilante aceptó.

Kara había comprado un monoplano, y como ustedes saben, era un excelente aviador. Con esta máquina se trasladó a Devon y aterrizó de madrugada en uno de los sitios más desiertos de los marjales.

No tengo que contar la historia de mi fuga. Mi narración da comienzo realmente en el momento en que puse los pies en el puente del Mpret. La primera persona a quien quise ver fue, naturalmente, mi mujer. Kara, empero, insistió en que bajase al camarote que me había preparado y cambiara de ropa, y hasta entonces no caí en la cuenta de que llevaba el uniforme de presidiario. Comprendí que tenía que asearme un poco, y no puedo describir el placer que me produjeron una camisa blanda y un traje bien cortado.

Después de vestido, un camarero griego me condujo a un gran salón, donde me esperaba mi mujer.

La voz de Lexman se quebró en un sollozo, y transcurrió un minuto hasta que pudo dominar su emoción, prosiguiendo después:

—Ella siempre sospechó de Kara; pero éste había sabido insistir. Le había detallado su plan y mostrado el avión; pero ni aun entonces se arriesgó a pasar a bordo del yate, y se quedó esperando en una gasolinera que avanzaba paralelamente a aquél, hasta que vio amarar el aeroplano y comprendió, o al menos así lo creyó, que Kara jugaba limpio. La gasolinera había sido alquilada por Kara, y los dos marineros que la tripulaban habían sido probablemente sobornados, lo mismo que el vigilante del presidio de Dartmoor.

Sólo conocen la alegría de la libertad los que han sufrido los horrores de la privación. Esta es una afirmación muy vulgar; pero cuando está uno describiendo cosas elementales no hay lugar para sutilezas. El viaje transcurrió sin incidentes. Vimos poco a Kara, que quiso hacer alarde de discreción, y nuestra obsesión era la aprensión de que nos capturara un destructor inglés o nos registraran las autoridades británicas el pasar el estrecho de Gibraltar. Kara había previsto esta posibilidad, y había cargado la suficiente cantidad de carbón para una larga travesía.

Pasamos una terrible tormenta en el Mediterráneo, pero después nada sucedió hasta que llegamos a Durazzo. Desembarcamos disfrazados, porque Kara nos dijo que el cónsul inglés podía vernos y meternos en un lío. Llevábamos vestidos turcos; Gracia, un velo pesado, y yo, un caftán viejo y grasiento, con el cual mi rostro demacrado y mal afeitado pasaba inadvertido.

La casa de Kara estaba, y está, a unas dieciocho millas de Durazzo. No está en la carretera principal, sino que tiene acceso por senderos montañosos que serpentean entre las colinas del sudeste de la capital. El país es salvaje y sin cultivar. Tuvimos que atravesar pantanos y enormes lagunas a medida que subíamos de terraza en terraza y llegábamos a los senderos que cruzan las montañas.

El palacio de Kara, pues realmente lo es, se ve desde el mar. Está edificado en la península Acroceraunia, cerca del cabo Linguetta; por sus alrededores, el país está más poblado y mejor cultivado. En los valles se ven campos de maíz y centeno. El palacio está construido en una meseta elevada. Se llega a él por dos veredas, que pueden ser, y han sido, bien defendidas en otros tiempos contra las tropas del sultán, o contra las cuadrillas de las aldeas rivales, que han pretendido siempre apoderarse de aquella fortaleza.

Los skipetars, muchedumbre ávida de sangre, sin piedad ni sentimiento alguno, eran lo bastante fieles a su jefe, Kara. Este les pagaba tan bien que no tenía objeto el robarle; además, los mantenía ocupados en pequeñas razzias, que él o sus agentes organizaban de cuando en cuando. El estilo del palacio era árabe más que turco.

Cuando penetré por las puertas me di cuenta por primera vez de la importancia de Kara. Había una veintena de criados, todos orientales, perfectamente educados, silenciosos y solícitos. Kara nos llevó a su habitación.

Era un enorme aposento, con divanes adosados a todo lo largo de las paredes, y una gigantesca alfombra en el suelo. Debo decir que durante todo el viaje su actitud hacia mí había sido perfectamente amistosa, y con respecto a Gracia se había conducido con exquisita consideración y tacto.

Apenas habíamos llegado a su habitación se volvió hacia mí, y con la bonhomía que había observado en todo el viaje me preguntó si quería ver mi alcoba.

A mi respuesta afirmativa batió palmas, y un gigantesco criado albanés apartó las cortinas de la puerta, hizo la tradicional reverencia, y Kara le habló en un lenguaje que yo supuse sería turco.

—Él le enseñará el camino —me dijo Kara con su más afable sonrisa.

Seguí al criado, y apenas había transpuesto el umbral de la habitación me vi cogido por cuatro hombres, que me derribaron al suelo y me metieron un trapo sucio en la boca antes que yo me diera cuenta de lo que ocurría.

Al comprender la ruin traición del hombre, mis primeros frenéticos pensamientos fueron para Gracia y su seguridad personal. Luché contra mis aprehensores, pero eran muchos contra mí, y me arrastraron por el pasillo, abrieron una puerta y me arrojaron a una habitación desmantelada. Debí de estar en el suelo una media hora, y al cabo de este tiempo entraron tres hombres acompañados de otro de edad madura llamado Salvolio, que era italiano o griego.

Hablaba bastante bien el inglés, y me explicó con suma claridad mi situación. Volví a la habitación de donde había salido, y encontré a Kara sentado en una de esas enormes butacas que tanto le gustaban y fumando un cigarrillo. Frente a él, aún vestida con sus ropas turcas, estaba mi pobre Gracia. No la habían atado, según vi con cierto alivio; pero cuando se levantó al entrar yo e hizo ademán de venir a mi encuentro, la echó atrás, sin ceremonias un guardián que estaba en pie a su lado.

—Juan Lexman —dijo Kara—, está usted en el comienzo de una gran desilusión. Tengo pocas cosas que decirle, pero son las suficientes para que se sienta usted a disgusto.

Fue entonces cuando me enteré por primera vez de que se había firmado mi perdón y reconocido mi inocencia.

—Como me ha costado mucho apoderarme de ustedes dos, no voy a permitir que mis planes queden sin realizar, y mi plan consiste en hacerles a ustedes la vida imposible.

No levantaba la voz, y hablaba en su tono habitual, suave y medio en broma.

—Le odio a usted por dos cosas: la primera es por haberse apoderado de la mujer que yo quería. Para un hombre de temperamento, esto es un crimen imperdonable. Yo nunca he deseado a las mujeres ni como amigas ni como diversión. Yo soy una de las pocas personas en el mundo que se bastan a sí mismas. Resultó que yo quise a su esposa, y ella me rechazó, al parecer, porque le prefirió a usted.

Me miró burlonamente.

—En este momento está usted pensando que yo la quiero ahora, y que para vengarme voy a conducirla a mi harén. Nada más lejos de mis pensamientos. El Romano Negro no se satisface con los residuos de un pobre hombre como usted. Los odio a ustedes dos por igual, y a ambos les tengo preparada una experiencia más terrible que todo lo que pueda crear su imaginación elástica. ¿Entiende usted lo que esto significa? —me preguntó sin perder la calma.

Yo no contesté. No me atreví a mirar a Gracia, hacia la que él se volvió entonces.

—Me parece que usted ama a su marido —le dijo—. Pues bien: su amor va a ser sometido a una severa prueba. Va usted a verle reducido a la condición de mísero pingajo. Va usted a verle brutalizado hasta un nivel inferior al del ganado en los campos. A ninguno de ustedes dos consentiré la menor alegría, el menor descanso del ánimo. Desde este momento son ustedes esclavos; ¿qué digo?, peor que esclavos.

Batió palmas nuevamente. La entrevista había terminado, y a partir de aquel momento sólo vi a Gracia una vez.

Juan Lexman se calló y ocultó el rostro entre sus manos.

—Me llevaron a un calabozo subterráneo horadado en la roca viva. Se parecía en muchos aspectos al calabozo del castillo de Chillón. Lo he llamado subterráneo, y lo era por un lado, pues el palacio estaba construido en una suave pendiente en una de las colinas.

Me ataron unas cadenas a las piernas y me dejaron abandonado. Una vez al día me traían un poco de carne de cabra y un cacillo de agua, y una vez a la semana entraba Kara en el calabozo, se sentaba en un escabel, fuera del reducido radio de acción que me dejaba la cadena, y hablaba.

¡Dios mío, qué cosas decía! ¡Qué cosas describía!

¡Qué horrores relataba! Y siempre era Gracia el centro de sus descripciones. No puedo describirlas. No admiten repetición.

Juan Lexman se estremeció violentamente y cerró los ojos.

—Esta era su arma. No me hacía ver las torturas de mi esposa, no me daba la prueba tangible de sus sufrimientos... Se limitaba a sentarse y hablar, describiendo con notable claridad de lenguaje, que parecía increíble en un extranjero, las diversiones que él mismo había presenciado.

Pensé enloquecer. Dos veces quise arrojarme sobre él, y las dos veces la cadena me dio un tirón violento y me hizo caer al suelo. En una ocasión trajo al carcelero para que me azotara; pero sufrí el tormento con tal flema que no le causó satisfacción. Les he dicho que solamente vi una vez a Gracia, y así es como sucedió.

Fue después de los azotes. Kara, que era un verdadero demonio, en un ataque de rabia planeó su venganza por mi indiferencia. Trajeron a Gracia a mi presencia, y el látigo que a mí se me había aplicado en vano fue aplicado a las espaldas de ella. No puedo decirles a ustedes más sobre esto; pero me arrepentí con toda mi alma de no haber demostrado mis sufrimientos para dar a aquel perro la satisfacción que había buscado. ¡Dios mío! ¡Fue horrible!

Cuando llegó el invierno me solían sacar, con las piernas encadenadas, para cortar madera en el bosque. No había motivos para que me hicieran trabajar así; pero la verdad era, como descubrí por Salvolio, que a Kara le había parecido que mi mazmorra era demasiado abrigada. La colina de atrás la protegía de los vientos, y aun en las noches más frías no llegaba a ser insoportable. Luego, Kara estuvo ausente algún tiempo. Debió de venir aquí a Inglaterra, y regresó hecho una verdadera furia. Uno de sus grandes planes se había torcido, y pagó su fracaso haciéndome sufrir más.

En los primeros tiempos solía venir una vez por semana; ahora venía casi todos los días. Por lo general, llegaba por la tarde, y una noche me sorprendió que me despertara para mostrárseme en pie ante la puerta, con una linterna en la mano y el inevitable cigarrillo en la boca. Siempre llevaba el traje albanés cuando estaba en el campo; la faldilla de tonelete y la chaqueta suaba de los montañeses, con cuyas prendas aumentaba, si cabe. su demoníaco aspecto. Dejó la linterna en el suelo y se apoyó contra la pared.

—Me temo que su mujer empieza a derrumbarse Lexman —dijo—. No es la fuerte mujer inglesa que yo había pensado.

No le contesté. Sabía por amarga experiencia que si convertía en diálogo su monólogo, aumentarían mis sufrimientos.

—He mandado a buscar un médico a Durazzo —continuó—. Claro está que habiéndome tomado todas esas molestias no voy a resignarme a que la muerte se lleve a mis prisioneros. Esta mañana me ha pedido verle tres veces.

—Kara —le dije con toda la tranquilidad de que fui capaz—, ¿qué ha hecho ella para merecer este infierno?

Él lanzó una bocanada de humo, y la contempló ascender hacia el techo del calabozo.

—¿Que ha hecho? —preguntó sin dejar de mirar el anillo de humo. Siempre recordaré todas las miradas, los gestos y hasta la entonación de su voz—. Pues ha hecho todo lo que una mujer puede hacer por un hombre como yo. Me ha hecho sentirme pequeño. Hasta la primera repulsa de esa mujer, yo tenía todo el mundo a mis pies, Lexman. Hacía todo lo que quería. Si doblaba el dedo meñique, la gente corría detrás de mí, y esto ha sido lo que ella me ha arrebatado. ¡Oh! —se apresuró a decir—. No es que yo esté enamorado. Nunca la he querido mucho, ha sido un capricho pasajero; pero ella ha sabido matar mi confianza, en mí mismo. A partir de su desaire me ha faltado la gran seguridad, absolutamente indispensable para mí, en los momentos decisivos de mis asuntos; cuando más confiado estaba en mi capacidad para llevar a cabo mis planes surgía la visión de esa maldita mujer y sentía un desfallecimiento momentáneo, y el recuerdo de mi derrota convertía todas mis esperanzas de triunfo en promociones de fracaso. La he odiado y la odio todavía —añadió con repentina vehemencia—. Si muere la odiaré más aún, porque perdurará para siempre como una amenaza para mis pensamientos y desbaratará mis planes durante toda la eternidad.

Y se sentó en cuclillas, con los codos en las rodillas y sus puños cerrados debajo del mentón —¡oh, qué bien me lo represento!—, y se quedó mirándome.

—Yo podía haber sido rey en este país —dijo—. Con el soborno y la muerte podía haberme abierto paso hasta el trono de Albania. ¿No comprende usted lo que esto significa para un hombre como yo? Aún no está todo perdido; y si yo puedo conservar viva a su esposa, si puedo verla perdida la razón y reducida a mísero guiñapo esquelético que se arrodille temblando cuando yo me acerque a ella, podré recobrar acaso la perdida confianza en mí mismo. Créame usted: su esposa tendrá el mejor médico que yo pueda conseguir para ella.

Kara salió del calabozo, y en mucho tiempo no le volví a ver. Una mañana me envió una nota, en la que me decía lacónicamente que mi esposa había fallecido.

Juan Lexman se levantó de su asiento y paseó por la habitación con la cabeza hundida sobre el pecho.

—A partir de aquel momento sólo viví para una cosa: para castigar a Remington Kara. Y le he castigado, señores.

Quedó en pie en el centro de la habitación, y con el puño cerrado se golpeó fuertemente el pecho.

—Yo fui quien mató a Remington Kara —dijo, motivando el pasmo de todos los presentes, menos uno.

Desde el primer momento, T. X. estaba enterado.

XXII

Al cabo de unos momentos, Lexman continuó su relato:

—Les he dicho que había en el palacio un hombre llamado Salvolio. Este individuo estaba cumpliendo cadena perpetua en un presidio de Italia meridional. Logró escapar de un modo misterioso y atravesó el Adriático en un bote. Ignoro cómo le encontró Kara. Salvolio era un hombre muy poco comunicativo. Nunca he sabido si era griego o italiano. De lo único que estoy seguro es que era el villano mayor del mundo después de su amo.

Trabajaba de prisa con su cuchillo, y yo mismo le vi matar a uno de los guardias, de quien pensó que me favorecía en la cuestión de la comida; le mató con igual tranquilidad con que nosotros matamos una cucaracha.

Él fue quien me hizo esta herida (Juan Lexman señaló la cicatriz que tenía en la mejilla). En ausencia de su amo tomó sobre sí la tarea de imitar burdamente la persecución de Kara. También me comunicó una nueva tortura infligida a la pobre Gracia. Mi mujer había odiado siempre a los perros, y Kara debió de enterarse de esto, porque en su alcoba —al parecer estaba mejor acomodada que yo— mantenía cuatro bestias feroces, encadenadas de tal modo que casi llegaban hasta ella.

No sé qué alusión de aquel bruto salvaje a mi esposa me enloqueció sin remedio, y salté sobre él. Me rechazó con el cuchillo, y me golpeó al caer: escapé por un verdadero milagro. Evidentemente, tenía órdenes de no tocarme, porque en el acto le vi presa de gran pánico, y no le faltaba razón, porque al volver Kara y ver la herida que yo tenía en el rostro hizo averiguaciones, mandó traer a Salvolio al patio, y del modo más oriental ordenó que le azotaran las plantas de los pies hasta dejárselas convertidas en una pulpa sanguinolenta.

No necesito decirles a ustedes que el odio que el individuo sintió por mí llegó a rivalizar con el que sentía su amo. Después de la muerte de mi mujer, Kara se ausentaba con más frecuencia, y yo quedaba a merced de aquel hombre, a quien era evidente que habían dado carta blanca. Muerto el principal objeto del odio de Kara, éste pareció interesarse ya muy poco por mí, o bien cambió de capricho. Salvolio empezó su venganza reduciéndome la comida. Afortunadamente, yo comía muy poco. Sin embargo, las raciones fueron acortándose cada vez más, y yo empezaba a sentir los efectos de la inanición cuando sucedió una cosa que alteró todo el curso de mi vida y me abrió un camino hacia la libertad y la venganza.

Salvolio no imitaba la austeridad de su amo, y en ausencia de Kara tenía la costumbre de celebrar pequeñas orgías. Mandaba traer bailarinas de Durazzo, e invitaba a los notables de la vecindad a sus festines y diversiones, pues cuando Kara estaba fuera, él era el señor absoluto del palacio y podía hacer lo que quisiera. Una noche la fiesta se prolongó más de lo corriente, porque, a juzgar por la claridad de la aurora que entraba por la ventana de mi cárcel, serían las cuatro de la mañana cuando se abrió la puerta blindada y entró Salvolio completamente borracho. Traía consigo, según me pareció, una de las muchachas bailarinas, que, indudablemente, tenía el privilegio de ver los secretos del palacio.

Durante un buen rato el hombre quedo en pie en el umbral, hablando incoherentemente en un idioma que debía de ser turco, porque cogí dos o tres palabras.

La muchacha, quienquiera que fuera, parecía un poco asustada. Lo noté en que se separó de él, aunque el brazo del hombre la rodeaba los hombros y el borracho estaba medio apoyado sobre ella. Se apreciaba el miedo no sólo en las miradas que me dirigía de cuando en cuando, sino también en su rostro. Más adelante había yo de conocer su historia. No pertenecía a la clase social de la que Salvolio extraía sus bailarinas para diversión de sus invitados. Era hija de un comerciante turco de Scútari, que había ingresado en la comunión católica.

Su padre se había establecido en Durazzo a raíz de la primera guerra balcánica, y entonces Salvolio había conocido a la joven a espaldas de su progenitor, la había cortejado chapuceramente, y el resultado era que ella había escapado de su casa aquel mismo día para unirse a su averiado pretendiente en el palacio de Kara. Les digo a ustedes esto porque el hecho tiene cierta influencia sobre mi destino.

Como digo, la muchacha estaba asustada y hacía ademán de huir del calabozo. Probablemente le asustaba tanto el sucio prisionero como el borracho que la había llevado allí. Pero Salvolio no podía retirarse sin mostrar a la joven algo de su autoridad. Se acercó tambaleándose al sitio donde yo estaba tumbado, con su largo cuchillo en la mano en previsión de cualquier contingencia, y soltó una sarta de imprecaciones, que a mí ya no me hacían mella, Luego me dio un puntapié que me alcanzó en las costillas; pero tampoco experimenté ninguna sensación de vergüenza ni gran dolor. Salvolio me había tratado así en muchas ocasiones, y yo había sobrevivido. Al mirar por encima de él presencié una escena extraordinaria.

La joven estaba en pie ante la puerta abierta, mirando con angustia y compasión el brutal espectáculo con que la obsequiaba Salvolio. De pronto apareció a su lado un turco de elevada estatura y barba gris. Ella se volvió, y al verle iba a lanzar un grito, pero él la redujo al silencio con un gesto y le señaló la oscuridad exterior.

Sin decir palabra, la muchacha salió de la mazmorra, sin que sus pies, calzados de sandalias, produjeran el menor ruido. Durante todo este tiempo, Salvolio continuó maltratándome; pero debió de notar el asombro de mi mirada, porque se detuvo y se volvió.

El recién llegado avanzó una zancada y le rodeó el cuerpo con su brazo izquierdo. Le llevaba la cabeza a Salvolio, y a lo que pude ver, era un hombre de inmensa fortaleza.

Se miraron cara a cara, y Salvolio se hizo cargo en seguida de la situación. El turco le dio un suave puñetazo en las costillas, al menos así me pareció a mí; pero Salvolio tosió de un modo espantoso, quedó rígido en los brazos del otro y cayó a1 suelo con ruido sordo. El turco se inclinó tranquilamente sobre él, limpió su largo cuchillo en la chaqueta del otro, y luego lo guardó en la vaina que le colgaba de la cintura.

Después me miró y se volvió para salir, pero se detuvo en el umbral y volvió atrás pensativamente. Pronunció algunas palabras en turco, que yo no comprendí, y luego me habló en francés.

—¿Quién es usted? —me preguntó.

Con la brevedad que me fue posible le expliqué mi situación. El se inclinó, examinó la argolla que me rodeaba la pierna y movió la cabeza.

—Esto no lo podremos abrir nunca —observó.

Cogió la cadena, que era bastante larga, la arrolló dos veces alrededor de su brazo, se volvió y dio un salto hacia la puerta. Se oyó un chasquido, y la cadena se partió. Me cogió por el hombro y me ayudó a ponerme en pie.

—Póngase la cadena alrededor de la cintura —me dijo, y sacando un revólver de su cinturón me lo entregó—. Puede usted necesitarlo antes que volvamos a Durazzo —dijo.

Tenía el cinturón materialmente erizado de armas. Vi tres revólveres, además del que me había entregado; evidentemente, iba dispuesto a todo. Salimos del calabozo, y me llené los pulmones con el aire fresco de la madrugada.

Era la segunda vez que salía en dieciocho meses, y las rodillas me temblaban de debilidad y de excitación. El turco cerró la puerta de la prisión y nos reunimos con la muchacha, que nos esperaba afuera. Estaba llorando mansamente, pero sus lágrimas se secaron ante unas palabras que le dijo mi libertador.

—Esta hija mía nos enseñará el camino —dijo el hombre—. Yo no conozco esta parte del país... Ella la conoce bastante bien.

En resumen: para abreviar una larga historia, llegamos a Durazzo por la tarde. No se intentó perseguirnos, y ni mi fuga ni el cadáver de Salvolio se descubrieron hasta bien entrada la tarde. Recordarán ustedes que nadie más que Salvolio tenía acceso a mi prisión, y por eso nadie tuvo el valor de hacer investigaciones.

El turco me condujo a su casa sin que nos vieran, y trajo a un pariente suyo para que me quitara la argolla. Mi salvador se llamaba Hussein Effendi.

Aquella noche salimos en una pequeña caravana para visitar a algunos parientes de Hussein. No sabía él con certeza cuáles serían las consecuencias de su acción, y para su propia seguridad emprendió este viaje, que le permitía en caso necesario refugiarse en el seno de algunas tribus turcas salvajes, que le ofrecieron su protección.

En aquellos tres meses vi a Albania tal como es. Jamás olvidaré este viaje.

Dudo que haya en el mundo un hombre más bueno que Hiabam Hussein Effendi. Fue él quien me proporcionó el dinero necesario para salir de Albania. También me dio, a petición mía, el cuchillo con el que había matado a Salvolio. Había descubierto que Kara estaba en Inglaterra, y algo me refirió de las ocupaciones del griego, que hasta entonces yo no había sospechado. Crucé Italia y me detuve en Milán. Allí me enteré de que un inglés excéntrico había desembarcado en Génova pocos días antes, procedente de América del Sur y estaba bravísimamente enfermo en mi hotel.

No necesito decirles que el hotel en que yo me hospedaba era de los más caros, y nosotros éramos, evidentemente, los dos únicos ingleses en él. Como es natural, subí a ver lo que podía hacer por mi pobre compatriota, que estaba ya desahuciado cuando le vi.

Me pareció que aquella cara no me era del todo desconocida, y al mirar alrededor en busca de algo que lo identificara recordé en seguida de quién se trataba.

Era Jorge Gathercole, que había regresado de América del Sur, enfermo de fiebres malignas y con la sangre envenenada. Durante una semana un médico italiano que le busqué luchó por su vida con todo el empeño que puede ponerse en un caso de éstos. Gathercole era un mal enfermo, violento en su lenguaje, impaciente e imperioso en su actitud para con sus amigos. Por ejemplo, era terriblemente sensible en lo que se refería a su brazo artificial, y no nos permitía al médico ni a mí que entráramos en su habitación hasta que se había tapado hasta el cuello, como tampoco consentía en comer ni beber en nuestra presencia. Sin embargo, era el más valiente de los valientes, y solamente le enojaba el no haber podido terminar su libro nuevo. Su indomable espíritu no pudo salvar su cuerpo. Murió el diecisiete de enero de este año. Yo estaba en Génova en el momento de su fallecimiento; había ido allí, a petición suya, a recoger todos sus efectos. Cuando volví a Milán le habían enterrado. Examiné sus papeles, y entonces se me ocurrió el medio de acercarme a Kara.

Encontré una carta que el griego le había dirigido a Buenos Aires en espera de su llegada, y entonces recordé que Kara me había dicho que había enviado a Jorge Gathercole a América del Sur para que le informara sobre posibles yacimientos de oro. Yo estaba resuelto a matar a Kara, y a matarle de un modo que no despertara contra mí la menor sospecha.

Del mismo modo que él había planeado mi ruina, discurriendo todos los pasos y borrando todas las huellas, así planeé yo su muerte, sin dejar de mí ningún peligro de descubrimiento.

Conocía su casa. Conocía algunas de sus costumbres. Sabía el miedo que sentía cuando estaba en Inglaterra y lejos de los guardias feudales que le rodeaban en Albania. Conocía su famosa puerta con el cerrojo de acero, y resolví desbaratar todas estas precauciones y darle no solamente la muerte que merecía, sino un pleno conocimiento del destino que le esperaba antes de morir.

Gathercole tenía algún dinero, alrededor de ciento cuarenta libras. Tomé de ellas ciento para mi uso particular, sabiendo que en Londres tendría yo el dinero suficiente para recompensar a sus herederos, y el resto del dinero y todos los documentos que tenía, salvo los que se referían a sus relaciones con Kara, se los entregué al cónsul inglés.

Yo tenía cierto parecido con el difunto. Me había crecido la barba hirsuta y enmarañada, y conocía bastante las excentricidades de Gathercole para representar la comedia. El primer paso que di fue anunciar mi llegada de un modo indirecto. Soy bastante buen periodista y tengo una excelente cultura general, y con estos elementos y la ayuda de los necesarios libros de consulta que encontré en la biblioteca del Museo Británico pude componer un artículo muy respetable sobre Patagonia y sus costumbres.

Envié este articulo al Times con una de las tarjetas de Gathercole, y como saben ustedes, me lo publicaron. El paso siguiente fue encontrar un alojamiento conveniente entre Chelsea y Scotland Yard. Tuve la suerte de hallar un piso amueblado, cuyo dueño marchaba al sur de Francia a pasar tres meses. Pagué el alquiler por adelantado, y como recurría generosamente a las excentricidades que habían de apoyar mi parecido con Gathercole, debí de impresionar al propietario, que me admitió sin necesidad de informes.

Me hice varios trajes, no en Londres, sino en Manchester, y me arreglé todo lo posible para evitar mi identificación. Cuando todo estuvo dispuesto elegí mi día. Por la mañana envié dos baúles con mis ropas y objetos personales al hotel Great Midlans.

Por la tarde me encaminé a la plaza Cadogan, y esperé hasta que vi salir a Kara. Era la primera vez que le veía desde mi salida de Albania, y tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no saltarle al cuello y desgarrarle entre mis manos.

En cuanto le perdí de vista entré en la casa, adoptando los modales excéntricos del pobre Gathercole. Debuté mal, porque, estremeciéndome, reconocí en el criado a un compañero del presidio, que había estado conmigo en la casa del vigilante precisamente la mañana en que escapé de Dartmoor. No cabía la menor duda, sobre todo cuando oí su voz. Y temblando por dentro, me pregunté si él me habría reconocido a pesar de mi barba y mis gafas.

Parece que no me conoció. Yo le di todas las ocasiones posibles, acercando mi cara a la suya, y en la segunda visita le desafié, del modo excéntrico del infortunado Gathercole, a comprobar el color gris de mi barba. De momento quedé satisfecho con mi breve prueba, y salí después de un razonable intervalo, volviendo a mi domicilio y esperando hasta la noche.

En el reconocimiento que hice de la casa, mientras esperaba la salida de Kara, había notado la existencia de dos hilos telefónicos distintos que bajaban del techo. Adiviné, más que supe, que uno de aquellos teléfonos debía de ser privado, y conociendo el miedo de Kara supuse que este hilo le pondría en comunicación con la Jefatura de Policía o con alguna Comisaría cercana. La misma disposición tenía Kara en Durazzo: un teléfono que conectaba el palacio con el puesto de gendarmes de Alesso. Esto me lo dijo Hussein.

Por la noche hice otro reconocimiento de la casa; vi luz en la alcoba de Kara, y diez minutos después toqué el timbre, y creo que fue entonces cuando hice la prueba de la barba. Kara estaba en su alcoba, según me dijo el criado, y subió a anunciarme. Yo tenía un interés especial en que aquel hombre no fuera interrogado por la Policía, y con objeto de alejarle de la casa llevaba escrito en una tarjeta el número con que se le conocía en el penal de Dartmoor, y estas palabras: «Te conozco. ¡Fuera de aquí en seguida!» Cuando el criado hubo desaparecido dejé en la mesa del vestíbulo el sobre con la tarjeta. En un bolsillo interior, lo más cerca que las pude guardar de mi cuerpo, llevaba dos velas. Ya había decidido el uso que debía hacer de ellas. El criado me introdujo en la alcoba de Kara, y una vez más me encontré en presencia del hombre que había matado a mi adorada Gracia y había borrado para mí todo lo hermoso que tiene la vida.

Hubo un profundo silencio cuando Juan Lexman se calló. T. X. se recostó en su asiento con los brazos cruzados y mirando atentamente al orador.

El jefe superior, con los labios fruncidos y una profunda arruga vertical en la frente, se tiraba del bigote, y por debajo de sus cejas hirsutas contemplaba al conferenciante. El francés, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza ladeada, no perdía sílaba. El ruso, impasible, parecía una máscara de marfil. O'Grady, el norteamericano, con la colilla de un cigarro apagado entre los dientes, hacía un gesto de disgusto cada vez que una pausa retrasaba el dénouement.

Juan Lexman reanudó su narración.

—Kara se levantó de la cama y vino a mi encuentro mientras yo cerraba la puerta.

—¡Ah mister Gathercole! —exclamó con su voz amable, y alargó la mano.

Yo no contesté. Me limité a mirarle con una especie de alegría feroz que me desbordaba del corazón y que hasta entonces jamás había experimentado.

Y entonces él leyó en mis ojos la verdad y se acercó al teléfono.

En un segundo caí sobre él, y ya no fue más que un niño en mis brazos. Todo el dolor y toda la amargura que había derramado sobre mí, las penalidades de los días de hambre y las noches heladas me habían fortalecido y endurecido el cuerpo. Había vuelto a Londres con un brazo artificial fingido, del que me apresuré a desembarazarme. No era más que un cilindro hueco de madera fina que me había hecho fabricar en París.

Arrojé a Remington sobre la cama y me puse encima de él, medio arrodillado, medio tumbado.

—Kara —le dije—, vas a morir de una muerte más piadosa que la que diste a mi mujer.

Intentó hablar. Sus manos suaves gesticularon en el vacío; pero yo le sujeté un brazo con la rodilla y le contuve el otro con la mano. Al oído le susurré:

—Nadie sabrá quién te ha matado, Kara; piensa en eso. Yo saldré libre, y tú serás el centro de un terrible misterio. Se leerán todas tus cartas, se examinará toda tu vida y el mundo entero te conocerá, ¡sabrán quién eres!

Le solté el brazo el tiempo justo de sacar el cuchillo y herir. Creo que murió instantáneamente.

Le dejé donde estaba y me acerqué a la puerta. No disponía de mucho tiempo. Saqué las velas del bolsillo. Ya estaban dúctiles del calor de mi cuerpo.

Levanté el cerrojo de acero de la puerta y lo dejé apuntalado con la menor de las velas, uno de cuyos extremos introduje en el alvéolo del centro, dejando el otro debajo del cerrojo. Sabia que el calor sofocante de la habitación ablandaría más aún la vela, y correría el cerrojo en breves momentos.

Me dirigí al teléfono que tenía al lado de la cama, aunque todavía no sabía cómo operar. Me decidió la vista de la plegadera de plata. La coloqué sobre la caja de los cigarrillos, de tal modo que uno de sus extremos cayera justamente debajo del receptor del teléfono; debajo del otro extremo puse la segunda vela, que tuve que recortar para que ajustara. Sobre la plegadera, en el extremo sostenido por la vela, puse en equilibrio los dos únicos libros que encontré en la habitación, y que, afortunadamente, fueron lo bastante voluminosos.

No podía saber cuánto tardaría en fundirse la vela hasta alcanzar la consistencia pastosa que permitiría que todo el peso de los libros gravitara sobre la plegadera, sin el sostén de la vela, la hiciera bascular y levantara su otro extremo hasta hacerle alzar el receptor del teléfono. Esperaba que Fisher hubiera recibido mi amenaza y se hubiera marchado. Cuando abrí suavemente la puerta oí sus pasos en el vestíbulo de abajo. No había otra cosa que hacer que terminar rápido la comedia.

Me volví hacia el interior de la alcoba y sostuve una imaginaria conversación con Kara. Ustedes juzgarán esto horrible; pero lo cierto es que había algo en su aspecto que despertó en mí un curioso sentido del humorismo, ¡y tenía unas ganas locas de reír, reír, reír!

Oí al criado subir las escaleras y cerré la puerta con cuidado. ¿Cuánto tardaría la vela en doblarse?

Para establecer completamente la coartada resolví entretener a Fisher con una conversación cualquiera, lo que me resultó fácil, pues al parecer no había reparado en el sobre que le aguardaba. No tuve que esperar mucho para oír el estrépito del cerrojo al encajar en sus alvéolos. Bajo el efecto del calor, la vela se había doblado antes de lo que yo había calculado. Pregunté a Fisher qué significaba aquel ruido, y el hombre me lo explicó. Bajé la escalera hablando todo el tiempo. Encontré un taxi en la plaza Sloanes y me dirigí a mi casa. Bajo mi abrigo estaba ya, en parte, vestido de etiqueta.

Diez minutos después de haber entrado en mi domicilio volví a salir sin barba e impecablemente vestido, no distinguiéndome de los millares de transeúntes que a aquella hora se encaminaban a los grandes music-halls. Un taxi me llevó de la calle Victoria a Scotland Yard. Fue una mera coincidencia la que hizo que mientras hablaba con los jefes de la Policía se doblara la segunda vela y el teléfono diera la alarma precisamente a la misma habitación en que yo estaba sentado.

Les aseguro a ustedes, con toda seriedad, que no sospeché la causa de aquellos timbrazos hasta que habló mister Mansus.

Juan Lexman alzó los brazos a la altura de los hombros.

—¡Señores, ésta es mi historia! —exclamó—. Pueden ustedes hacer conmigo lo que tengan por conveniente. Kara era un asesino, manchado muchas veces con sangre inocente. He hecho todo lo que me había propuesto hacer..., ni menos ni más. Había pensado embarcar para los Estados Unidos; pero cuanto más se acercaba el día de mi partida, más vivido se me representaba el recuerdo de los planes que ella y yo habíamos formado... ¡Ella, mi pobre esposa, martirizada hasta morir!

El orador se dejó caer sobre la silla con el rostro oculto entre las manos. —¡Y éste es el fin! —dijo repentinamente, alzando la cabeza.

—¡No! ¡Falta algo!

T. X. se volvió estupefacto hacia la puerta de la habitación. Era Belinda Mary quien había hablado.

Tenía un aplomo admirable, según pensó T. X.; pero era que T. X. nunca pensaba en nada de ella que no fuera admirable.

—La mayor parte de su historia es verídica, mister Lexman —dijo aquella asombrosa muchacha, sin reparar en los pares de ojos que la asaeteaban—; pero Kara le engañó en un detalle.

—¿Qué quiere usted decir? —balbució Juan Lexman, levantándose con movimientos inseguros.

Por toda respuesta, la joven se volvió a la puerta y descorrió las cortinas de quimón. Hubo una espera que pareció una eternidad, y al cabo apareció una muchacha esbelta, grave y hermosa.

—¡Dios poderoso! —murmuró T. X.—. ¡Gracia Lexman!

XXIII

Todos los presentes salieron y los dejaron solos. Eran dos personas que en aquel momento encontraban un cielo que no está fuera del alcance de la Humanidad, pero que rara vez se alcanza. Belinda Mary se encontró rodeada de hombres ansiosos que la acosaban a preguntas.

—Naturalmente que no murió —dijo desdeñosamente—. Kara estuvo representando dos comedias a la vez. Ni siquiera la hizo sufrir del modo físico que temía mister Lexman. Kara le dijo a mistress Lexman que su marido había fallecido, exactamente como a Juan Lexman le anunció la muerte de su esposa. Lo que ocurrió es que la trajo a Inglaterra.

—¿A quién? —preguntó incrédulamente T. X.

—A Gracia Lexman —contestó Belinda sonriendo—. Ustedes se figuran que esto no es posible; pero cuando piensen en que Kara tenía un yate propio y un automóvil a su disposición para viajar desde el punto de desembarco que le pluguiera hasta su casa de la plaza Cadogan, y que pude conducirla directamente al sótano de su casa sin que se enterase la servidumbre, comprenderán que la única dificultad estaba en mantenerla presa. Yo la encontré en el sótano inferior.

—¿Qué la encontró usted en el sótano? —pregunto sir Jorge.

—La encontré a ella y al perro... Ya saben ustedes el método que empleaba Kara para asustarla. Yo maté al perro con mis propias manos —dijo Belinda con cierto orgullo, y luego sintió un escalofrío.

—Era una bestia salvaje, confieso.

—¿Y ha estado viviendo contigo todo este tiempo y no has dicho nada? —preguntó T. X.

Belinda Mary asintió sonriendo.

—Y claro, por eso no querías que yo conociera tu domicilio.

—Exacto; pero tengan ustedes en cuenta que mistress Lexman estaba muy enferma, y yo tenía que cuidarla. Además, yo sabía que había sido Lexman quien mató a Kara, y no podía hablar de Gracia Lexman sin traicionarle. Por eso, cuando mister Lexman decidió contar la historia, yo pensé que el gran desenlace corriera de mi cuenta.

Los hombres se miraron unos a otros.

—¿Qué vamos a hacer con Lexman? —preguntó sir Jorge—. Y a propósito, T. X.: ¿se ajusta todo esto a las teorías de usted?

—Bastante bien —contestó T. X.—. Evidentemente, el hombre que cometió el crimen fue el que se introdujo en la alcoba de Kara disfrazado de Gathercole, y evidentemente también no era Gathercole, aunque, según todas las apariencias, hubiera perdido su brazo izquierdo.

—¿Por qué dice usted evidentemente? —preguntó el jefe.

—Porque el verdadero Gathercole había perdido su brazo derecho... Éste fue el único error que cometió Lexman.

—¡Hum! —dijo sir Jorge tirándose del bigote y mirando a todos los presentes—. Tenemos que tomar una decisión rápida con Lexman. ¿Qué piensa usted, Carlneau?

El francés se encogió de hombros.

—Por mi parte, yo no molestaría al ministro del Interior pidiendo su perdón, sino que lo recomendaría para que le dieran una pensión.

—Y usted, Savorsky, ¿qué opina?

El ruso sonrió ligeramente.

—Es una historia impresionante, y se me ocurre que si manda usted procesar a mister Lexman va usted a dejar al descubierto algunos escándalos que más vale mantener ocultos. Incidentalmente debo observar que mi Gobierno no vería con buenos ojos un escándalo que llamara la atención de Europa sobre las condiciones ilegales de Albania.

—Yo pienso lo mismo —dijo el jefe de la oficina italiana—. A nosotros, naturalmente, nos interesa mucho todo lo que ocurre en el litoral adriático. Me parece que Kara ha tenido un final muy misericordioso, y declaro francamente que no vería con ecuanimidad que se persiguiera ahora a mister Lexman.

—A nosotros —dice O'Grady— el aspecto político de la cuestión no nos afecta gran cosa; pero yo dejaría el asunto tal como está.

El jefe superior estaba sumido en hondas reflexiones, y Belinda Mary le miraba con ansiedad.

—Díganle que pase —ordenó de pronto. La muchacha trajo a Juan Lexman y a su mujer, que llegaron cogidos de la mano, suprema; serenamente felices, cualquiera que fuera el porvenir que los esperara. El jefe superior tosió para aclararse la garganta.

—Lexman —dijo—, le estamos muy agradecidos por habernos regalado con un relato y una teoría interesantísima. Lo que ha hecho usted, según mi entender —añadió, silabeando con mucha precisión—, ha sido colocarse en el lugar del matador y exponer una teoría que explica no sólo la comisión del crimen, sino el motivo del mismo. Es, como digo, una notable pieza de reconstrucción.

Hablaba muy despacio, y con un gesto de la mano acalló la interrupción de sorpresa que inició Juan Lexman.

—Para hablar aguarde a que yo haya terminado —gruñó—. Se ha introducido usted en la piel del verdadero asesino y ha hablado de un modo muy convincente. Con tan vivos colores nos ha pintado usted los hechos, tal como los reconstruye en su imaginación, que ha habido momentos en que hemos creído encontrarnos ante el hombre que mató a Remington Kara. Le repito nuestro agradecimiento por esta representación.

Sir Jorge miró por encima de los lentes a los colegas que le rodeaban, y que contestaron con murmullos de aprobación. Luego consultó su reloj.

—Y ahora tengo que marcharme —Se acercó a Lexman y le alargó la mano—. Les deseo buena suerte —dijo, a tiempo que estrechaba también la mano a Gracia Lexman—. Un día de éstos —añadió paternalmente— iré a verlos a Beston Tracey, y su marido me contará otra historia más feliz y de colores más alegres.

Se detuvo en la puerta, volvió la cabeza y encontró la mirada agradecida de Lexman.

—A propósito, mister Lexman —dijo vacilante—: no creo que deba usted escribir una novela titulada El misterio de la vela doblada. Digo, yo no soy quién para aconsejar a un escritor como usted; pero yo en su lugar no la escribiría.

Juan Lexman hizo un gesto de asentimiento.

—Le aseguro que no la escribiré —contestó.


Publicado el 20 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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