El Rostro de la Noche

Edgar Wallace


Novela


I. El hombre del sur
II. El collar de la reina de Finlandia
III. Andrey
IV. El honorable Lacy
V. Slick, filósofo
VI. Las hermanas
VII. El complot
VIII. La detención
IX. Negación
X. La verdad
XI. El señor Malpas
XII. La entrevista
XIII. Bunny habla con justeza
XIV. Un encuentro afortunado
XV. El hombre que Lacy no conocía
XVI. Shannon paga una visita
XVII. Tonger ayuda
XVIII. Lacy convida
XIX. La historia de Joshua
XX. Un mensaje de Malpas
XXI. Martin Elton predice una causa criminal
XXII. Una proposición
XXIII. Slick aconseja
XXIV. El vértigo
XXV. La visita a Paris
XXVI. La mujer en el parque
XXVII. La traición
XXVIII. La casa de la muerte
XXIX. El dios de Malpas
XXX. La pitillera de oro
XXXI. Martin Elton viene a casa
XXXII. La carta
XXXIII. En las afueras
XXXIV. El señor Brown advierte
XXXV. Los pies en la escalera
XXXVI. Marshalt aparece
XXXVII. El montacargas
XXXVIII. La agencia de Stormer
XXXIX. El rostro en la noche
XL. El huésped que desapareció
XLI. El trabajo de Andrey
XLII. El hombre de los vestidos rotos
XLIII. Dora dice la verdad
XLIV. La heredera
XLV. Las noticias de Mr. S. Smith
XLVI. En un piso de Haymarket
XLVII. El ídolo
XLVIII. La maleta
XLIX. Una visita domiciliaria
L. La historia de Andrey
LI. Reconciliación
LII. La secretaria de Mr. Torrington
LIII. Lo que vio Ricardo
LIV. Moviendo el ídolo
LV. El ladrón
LVI. El instrumento
LVII. Andrey va a comer
LVIII. El sorprendente Mr. Torrington
LIX. Una señora visita a Mr. Smith
LX. El muelle de Fould
LXI. La historia de Marshalt
LXII. La que vio Andrey
LXIII. Un hombre entra
LXIV. Dora no quiere hablar
LXV. Stanford
LXVI. De vuelta
LXVII. La última víctima
LXVIII. La pared giratoria
LXIX. El doble
LXX. Lo que dijo Slick

I. El hombre del sur

La niebla, que más tarde había de descender sobre Londres borrando todos los contornos, era todavía una gris y sombría amenaza. La luz se había extinguido en el cielo, y los faroles del alumbrado público proyectaban una mancha oscura cuando el hombre del Sur llegó a Portman Square. A pesar de la crudeza del frío, no usaba abrigo ninguno; su camisa era de cuello abierto. Pasó a lo largo, mirando sobre las puertas, y, de pronto, se detuvo frente al núm. 551, examinando las ventanas. La comisura de su espantosa boca se animó con una sardónica sonrisa.

El alcohol exalta todas las pasiones. Transforma el hombre más débil de sus semejantes en un agrio reñidor. Pero en el hombre que alberga un hondo agravio produce la roja neblina que exalta el homicidio. Y Laker tenía ambas cosas: el agravio y el motivo de exaltación.

Ya enseñaría él a este viejo diablo que no podía robar a los hombres impunemente. El sórdido avaro que vivía con el riesgo de que sus ganancias fueran secuestradas. Aquí estaba Laker, casi sin blanca, después de un largo y penoso viaje y con el recuerdo de la visita secreta que sufrió en la Ciudad del Cabo, cuando su vivienda fue registrada por la policía. Una vida de perro era su vida actual. ¿Por qué el viejo Malpas, que no tenía antes medios de existencia, había de vivir en el lujo, mientras su mejor agente vivía duramente? Laker pensaba así cuando estaba borracho.

Éste era el personaje que podía verse paseando frente a la puerta del número 551 de Portman Square. Su largo rostro afeitado, la cicatriz de una cuchillada que cruzaba su mejilla hasta el extremo del mentón, la frente, pequeña, cubierta por unas greñas lacias, y su deplorable indumento, daban la impresión de una abyecta pobreza.

Permaneció un momento contemplando el miserable aspecto de sus botas, y, subiendo luego las gradas del umbral, llamó pausadamente a la puerta. Instantáneamente, una voz preguntó:

—¿Quién es?

—¡Laker es quien llama! —contestó con energía.

Una pequeña pausa, y la puerta se abrió sin ruido. Entró Laker, sin encontrar a nadie que le recibiera. No aguardó la llegada de ningún criado de la casa, y atravesando el desierto hall, subió la escalera, traspuso una puerta abierta y un pequeño corredor y penetró en una habitación que se hallaba casi a oscuras. La única luz que alumbraba la estancia era de una lámpara velada por una pantalla verde, colocada sobre la mesa de despacho, a la que se hallaba sentado un hombre viejo. Apenas entró Laker en la habitación oyó cerrarse la puerta detrás de él.

—Siéntate —dijo el hombre desde el extremo opuesto de la estancia.

El visitante no necesitaba más indicaciones: conocía exactamente el lugar donde, se hallaban la silla y la mesa, tres pasos más allá de donde él estaba, y sin pronunciar una palabra se sentó.

—¿Cuándo has llegado?

—He llegado en el Buluwayo. Fondeamos esta mañana —dijo Laker—. Yo necesito algún dinero ¡y lo necesito en seguida, Malpas!

—Pon lo que has traído sobre la mesa —contestó el viejo con acritud—; vuelve dentro de un cuarto de hora, y el dinero estará esperándote.

—Lo necesito ahora —repuso el otro con la terquedad del borracho.

Malpas volvió su horrible cara hacia el visitante:

—No hay más que un procedimiento en esta casa —dijo rudamente—, y éste es mío. Hay que aceptarlo o marcharse. Tú estás bebido, Laker, y cuando estás bebido eres un loco.

—Puede ser. Pero no estoy tan loco que vaya a buscar más peligros. En cambio, usted está corriéndolos graves, Malpas. ¿Sabe usted quién vive en la casa de al lado?

Él recordó la información descubierta por casualidad aquella misma mañana.

El hombre a quien llamaba Malpas se reclinó sobre el respaldo de su asiento, abriendo hacia atrás su guateado batín, y prorrumpió en una carcajada.

—¿No lo sé, verdad? ¿No sé que Lacy Marshalt es vecino mío? ¿Por qué crees tú que yo vivo aquí, pobre loco, si no es por estar cerca de él?

El borracho quedó con la boca abierta.

—¿Cerca de él, para qué? Él es uno de los hombres a quienes usted ha robado. ¡Es un bandido, pero usted le ha robado! ¿Qué se propone usted conseguir teniéndole cerca? .

—Eso es asunto mío —dijo el otro atajándole—. Deja el género y vete.

—No tengo que dejar nada —contestó Laker, poniéndose en pie torpemente—. Y no abandonaré este sitio hasta que yo sepa todo acerca de usted, Malpas. Yo he pensado muchas cosas, allá. Usted no es lo que parece. Usted le sienta a uno en un extremo de esta oscura habitación y se mantiene a distancia en el otro lado por algo. Yo he venido para tener una entrevista provechosa con usted. Y no me muevo. Puede usted ver el arma en mi mano, pero…

Dio dos pasos adelante, y al avanzar, algo chocó contra él, arrojándole hacia atrás. Era un alambre, invisible en la oscuridad, tendido de una pared a otra a la altura del pecho. Antes de que él pudiera recobrar su equilibrio, la luz se apagó.

Y el hombre, entonces, sufrió un acceso de locura furiosa. Con un mugido se lanzó hacia adelante, rompiendo el alambre tendido. Pero un segundo obstáculo, esta vez a un pie del suelo, le hizo tropezar con sus piernas y caer a lo largo.

—¡Trae una luz, viejo ladrón! —gritaba enfurecido—. ¡Has estado robándome muchos años, viviendo a costa mía, viejo diablo! ¡Yo he venido para gritar, Malpas, y pagas o gritaré!

—Ésta es la tercera vez que me amenazas.

La voz había sonado tras de él, y revolviéndose frenético hizo fuego. Los muros acolchados amortiguaron la detonación; pero al instantáneo resplandor del fogonazo vio una figura deslizándose hacia la puerta, y loco de rabia disparó de nuevo. El humo se tendió como un velo en aquella estancia sin aire.

—¡Sal a la luz! —gritaba.

Por la puerta abierta percibió la silueta del viejo que huía. Laker se precipitó tras de él, inútilmente. Un segundo le había bastado para desaparecer. ¿Por dónde? Había otra puerta, contra la cual se lanzó Laker, rugiendo:

—¡Ven fuera! ¡Sal y da la cara, Judas!

Oyó detrás un portazo. Se había cerrado la habitación de donde acababa de salir. Al cogerse a la barandilla de la escalera y descender un peldaño se detuvo para reflexionar. Se dio cuenta de que todavía tenía sujeto el saquillo de cuero que había sacado del bolsillo cuando entró en la habitación, y al comprobar que se marchaba con las manos vacías, sin resolver el asunto, se acercó a la puerta tras de la cual sospechaba que se hallaba refugiado el viejo, y farfulló:

—No temas salir, Malpas Aquí no te molestaré. Soy un gran borracho, lo comprendo.

Nadie respondió.

—Estoy arrepentido, Malpas.

Observó algo a sus pies y se inclinó para recogerlo. Era una barbilla de cera perfectamente modelada y coloreada, que, evidentemente, había estado colocada y sujeta por dos cintas elásticas, una de las cuales se hallaba rota. El hallazgo le alegró tanto, que prorrumpió en una risotada.

—Oye, Malpas, tengo en mi poder una parte de tu cara —dijo—. Sal, o entrego tu ridícula barbilla a la policía. Puede que ellos quieran apoderarse del resto de la persona.

Ninguna respuesta se oyó y, riendo todavía a carcajadas, bajó la escalera y buscó el picaporte para abrir la puerta de la calle. No tenía picaporte, y el agujero de la cerradura, pequeño y desviado, no permitía ver nada al través.

—¡Malpas!…

Su voz estentórea cayó de nuevo desde las vacías estancias de arriba, y en un rápido impulso Laker se lanzó otra vez a la escalera, subiendo precipitadamente. Antes de llegar al primer rellano, al levantar la mirada, vio encima el odioso rostro, vio algo negro que caía sobre él y trató de esquivarlo, Otro segundo después rodaba por las escaleras como una masa inerte.

II. El collar de la reina de Finlandia

Se celebraba un baile en la Embajada americana. La acera, endoselada por un listado toldo, se hallaba cubierta por un paso de alfombra roja hasta el umbral del vestíbulo. Durante una hora, las relucientes limusinas habían desplegado ante la puerta, conduciendo a los distinguidos y privilegiados invitados, que se unían a la multitud congregada ya en los no muy espaciosos salones que forman la Embajada de los Estados Unidos.

Cuando la corriente de carruajes hubo disminuido, un caballero elegante, de rostro jovial, descendió de un gran coche y avanzó pasando presurosamente entre las filas de curiosos. Saludó afablemente con una inclinación de cabeza al policeman de Londres que mantenía el paso expedito, y penetró en el hall.

—El coronel James Bothwell —dijo el criado.

Y entró con lento andar en el salón.

—Perdone usted.

Un hombre de buen aspecto, vestido con traje de tarde, cogió su brazo afectuosamente y le desvió hacia una pequeña antecámara habilitada para buffet, y desierta en aquella temprana hora.

El coronel Bothwell arqueó sus cejas con benévola sorpresa ante esta familiaridad. Su actitud parecía decir: Usted es un perfecto extraño para mí: probablemente, uno de esos originales norteamericanos, y en este caso debo tolerar su compañía.

—No —dijo el desconocido gentilmente.

—¿No?

El coronel Bothwell no pudo elevar mis sus cejas, y cambiando el proceso fatal, las frunció.

—No, yo creo que no.

Los risueños ojos grises del coronel brillaban burlonamente.

—Mi querido amigo americano —dijo el coronel, intentando desasir su brazo—. Yo, realmente, no comprendo. Usted ha padecido, sin duda, una equivocación.

El desconocido movió su cabeza lentamente.

—Yo no me equivoco nunca, y, además, soy inglés, como usted sabe perfectamente. Usted es también inglés a pesar de la afectación de su acento de Nueva Inglaterra. ¡Mi pobre viejo Slick es tan malo!…

Slick Smith le miró, pero no dio ninguna otra señal de su desagrado.

—Si un ciudadano americano puede hacer una visita amistosa a su embajador sin suscitar comentarios, puesto que no hay agravio para nadie, eso es todo. Vea usted, capitán. Yo he recibido una invitación. Si mi embajador desea verme, supongo que no es cuenta de usted.

El capitán Dick Shannon rió discretamente.

—El no desea ver a usted, Slick. Se indignaría justamente si viese a un hábil ladrón inglés tratando de apoderarse en su casa de una joya de diamantes valorada en un millón de dólares. Él podría tener gusto en ver al coronel Bothwell, del 94 regimiento de caballería, en una visita a Londres, y ansiaría estrechar su mano; pero no quiere ningún trato con Slick Smith, ladrón judío, hombre audaz y superoportunista. ¿Quiere usted beber una —copa conmigo antes de marcharse?

Slick le miró de nuevo.

—«Zumo de uvas», —dijo laconiamente, indicando la botella—. Y se equivoca usted si cree que estoy aquí por algún negocio. Ésta es la verdad, capitán. La curiosidad es mi vicio y siento mucha por ver el collar de diamantes t de la reina de Finlandia. Es posible que sea la última vez que lo vea. No es agradable atravesar el agua. El whisky no puede flotar.

Y miró tristemente el vaso que sostenía su mano antes de beber de un trago su contenido.

—Pero, en cierto modo, me alegro de que usted me baya detenido aquí. Yo he obtenido la invitación por mediación de un amigo. Sabiendo lo que sé, mi venida aquí era el acto de uno que se imaginase perseguido por negros perros y envenenado por su consejero espiritual. Pero soy curioso. Y atormentado por el maldito instinto detectivesco. ¿Ha oído usted hablar de Jekyll y Hyde? Esto soy yo. Cada hombre tiene sus sueños, Shannon. Aunque sea un busy[1].

—Aunque sea un busy.

—Algunos hombres sueñan con despilfarrar un millón.

Slick continuó pensativamente:

Otros sueñan con librar a una muchacha del hambre y levantarla del fango y ser para ella un hermano hasta para obtener su amor ¡Usted lo sabe! Entre mis negocios y cambalacheos sueño con desentrañar misterios terribles. Como Stormer, el alguacil detective que me entregó a usted. Y han conseguido alguna influencia sobre mí.

Era perfectamente cierto que Shannon conocía el carácter de Slick desde aquella famosa intervención.

—¿Nos encontramos aquí ahora como detectives fraternales o somos a un tiempo detectives y…?

—¿Ladrones? No detenga usted mis sentimientos —suplicó Slick—. Sí, soy un busy esta noche.

—¿Y los diamantes de la reina?

Slick lanzó un largo suspiro.

—Están señalados ya —dijo—. Tengo curiosidad por saber cómo van a robarlos. Es una banda muy hábil la que trabaja en este asunto. No pretenderá usted que yo le dé nombres, ¿verdad? Si usted lo hiciese, habría usted promovido un escándalo viniendo.

—¿Están en la Embajada? —preguntó Dick rápidamente.

—Lo ignoro. Esto es lo que he venido a ver. Yo no soy uno de esos profesionales que no se interesan en el juego ajeno. Soy como un doctor. Quiero ver las operaciones que hacen otros, porque se pueden aprender cosas que nunca puede uno sospechar si no tiene para su estudio más que su propio trabajo.

Shannon meditó un momento.

—Espere aquí; pero cuidado con tocar la plata. ¿Eh?

Y dejando al indignado Slick, se lanzó presuroso entre la muchedumbre del salón, abriéndose camino a través de aquella multitud, hasta llegar a un claro espacio en que el embajador se hallaba conversando con una señora alta, que mostraba cierto aire de cansancio, y cuya protección era el único motivo de que él asistiese al baile de la Embajada.

De su cuello pendía una centelleante cadena que brillaba titilando a cada uno de sus lánguidos movimientos. Volviéndose para examinar a los invitados, Shannon distinguió al punto un joven con monóculo, en animada conversación con uno de los secretarios de la Embajada, y haciéndole una seña con la mirada, le ordenó que se acercase.

—¡Steel! Slick Smith está aquí y me ha dicho que alguien intentará esta noche arrancar el collar de la reina. No aparte usted de ella su mirada ni un solo momento. Encargue usted a un empleado de la Embajada que compruebe la lista de los invitados y me comunique si hay alguno que no esté incluido.

Volvió a la habitación donde había dejado a Slick y le halló bebiendo su tercer vaso.

—Escuche usted, Slick. ¿Por qué ha venido usted si sabía que el robo estaba planeado para esta noche? Aunque usted no esté complicado en él, sospecharían de usted con razón.

—Esto es lo que me sucede —contestó—. Por eso siento cierta inquietud. Es una nueva advertencia que ya había yo aprendido la semana pasada.

Desde el sitio donde se hallaban ellos se veía perfectamente la puerta principal del salón. Todavía llegaba gente. Un hombre recio, de mediana edad, entró acompañando a una muchacha de extraordinaria belleza, que el empedernido Slick la miró fijamente. Antes de que Dick Shannon pudiera observarlos de cerca desaparecieron de su vista.

—Ésta es una buena observación. Martin Elton no está aquí. Esta muchacha emprende la aventura con Lacy.

—¿Lacy?

—El honorable Lacy Marshalt. Es un millonario, uno de ésos a quienes asusta la vida en un desabrido hogar y está siempre dispuesto para introducirse en otro. ¿Conoce usted a la señora, capitán?

Dick movió la cabeza negativamente. Mucha gente conocía a Dora Elton. Era una de las personas elegantes que se ven en las primeras horas de la noche o se encuentran en las cenas distinguidas de los clubs. A Lacy Marshalt no le conocía más que por referencia.

—Ella es una mujer hermosa —repitió Slick moviendo la cabeza admirativamente—. ¡Lord! ¡Qué hermosa mujer! Si fuera mía no entraría acompañada de Lacy. No, señor. Pero en Londres se ven mucho estás cosas.

—Y en Nueva York, y Chicago, y en París, Madrid y Bagdad —repuso Shannon—. ¡Ahora!…

—¿Desea usted que me vaya? Bien, me estropea usted la noche, capitán. Yo he venido por enterarme. Nunca me hubiera puesto una camisa blanca si hubiera sospechado que estaba usted aquí.

Dick le escoltó hasta la puerta y esperó a que su coche de alquiler partiese. Después volvió al salón de baile para vigilar y aguardar. Un invitado que vagaba negligentemente por un pasillo poco frecuentado de la Embajada vio a un hombre sentado que estaba leyendo con la pipa en la boca.

—Creo que me he extraviado —dijo el intruso.

—Yo creo que no —contestó el lector fríamente.

El invitado, que era realmente un inocente y honrado paseante, se retiró presuroso, extrañado de que el vigilante hubiese plantado su silla bajo el cuadro de la luz desde el cual eran controladas todas las luces de la casa. Shannon había tomado todas las precauciones.

A la una, para alivio de sus temores, su majestad la reina de Finlandia abandonó los salones de la Embajada, retirándose al hotel de Buckingham Gate, donde se hallaba alojada de incógnito. Dick Shannon permaneció descubierto en la niebla hasta que las luces piloto del coche desaparecieron de su vista. En el baque había tomado asiento con el conductor un detective armado. No podía temer que su majestad no llegase con entera seguridad a sus habitaciones.

—Asunto despachado, ¿eh, Shannon?

El embajador, sonriente, recibió su informe con más aliviadora satisfacción aunque la que había sentido el detective.

—He oído que se intentaba cometer un atentado, ante mis propios detectives; pero siempre se cuentan historias semejantes en estos casos.

Dick Shannon se dirigió a Scotland Yard conduciendo su coche a paso de tortuga, porque la niebla era muy densa y el camino cortado por confusas encrucijadas. Dos veces se encontró sobre la acera. En Victoria Street estuvo a punto de chocar con un autobús detenido por el mal tiempo y estacionado en aquel lugar.

Se deslizó al paso de la Abadía de Westminster, y guiado por las graves campanadas de Big Ben, se dirigió al Embankment y cruzó la bóveda de Scotland Yard.

—Llame a alguien que encierre mi coche —ordenó al policemen de guardia—. Iré a pie a mi casa que es más seguro.

—El inspector preguntaba por usted. Ha ido hasta el Embankment.

—Pues es una noche agradable para pasear —contestó Dick, sonriendo y limpiándose los ojos escocidos.

—La T. P. está buscando el cuerpo de un hombre arrojado al río esta noche.

—¿Arrojado?… ¿Querrá usted decir caído?

—No, señor, arrojado; una patrulla de policía del Támesis que bogaba por debajo del muro del Embankment en un momento en que la niebla no era tan espesa como ahora, vio al hombre elevado sobre el parapeto y empujado desde tierra. El sargento sonó el pito de alarma, pero ninguno de nuestros hombres se hallaba cerca y el individuo que le arrojó pudo escaparse. Ahora están haciendo pesquisas para encontrar el cuerpo. Es justamente a este lado del Needle. El inspector me encargó que se lo dijese a usted si venía.

Dick Shannon no vaciló. El atractivo de sus confortables habitaciones y del amable fuego de su chimenea duró poco tiempo. Tanteando en la oscuridad cruzó el ancho Embankment y, guiado por el largo parapeto, llegó prontamente a la ribera. La niebla era más negra todavía. El triste rumor de los remolcadores del río había cesado al abandonar la lucha con las tinieblas los patrones desorientados.

Cerca del obelisco que recuerda las pasadas glorias de Egipto halló un pequeño grupo de hombres parados, de los cuales, al reconocerle, se destacó un inspector uniformado, que avanzó a su encuentro.

—Es un caso de homicidio. La patrulla del Támesis acaba de recoger su cuerpo.

—¿Ahogado?

—No, señor; la víctima fue golpeada en la cabeza con una maza antes de ser arrojada al agua, Si quiere usted bajar los escalones, puede verlo.

—¿A qué hora sucedió?

—A las nueve de esta noche, o más bien, de la noche pasada. Son ya cerca de las dos.

Shannon descendió las gradas que conducen al río por cada uno de los lados del obelisco. La proa de un bote de remos surgió de la niebla, flotando enderredor, hasta que el cuerpo tendido en la popa se hizo visible a la luz de una lámpara de bolsillo.

—He hecho un registro detenido —dijo el sargento de la patrulla—. No tiene en los bolsillos nada; pero hay un dato que facilitará su identificación. Tiene la cicatriz de una cuchillada que le atraviesa la barbilla.

—¡Hum! —dijo Dick Shannon, contemplándole—. Haremos otro reconocimiento mis tarde.

Volvió a la Prefectura con el inspector, y al entrar en el hall, que había dejado silencioso y desierto, lo encontró bullendo de gente. Durante su ausencia habían llegado noticias que despertaron a los habitantes de Scotland Yard y trajeron desde sus lechos a toda la reserva de detectives existentes en el recinto de la ciudad.

El coche de la reina de Finlandia había sido asaltado en la más oscura zona del Malí, el detective había sido muerto y el collar de diamantes se había perdido en la niebla.

III. Andrey

—Pedro y Pablo han valido cuatro chelines cada uno —advirtió la vieja señora Graffitt, examinando miopemente las monedas que depositaba sobre la mesa—. Enriqueta, Marta, Isabel, Reina y Holga…

—Olga —corrigió la muchacha sentada a la mesa, lápiz en mano—. Seamos respetuosos hasta con las gallinas.

—Han producido media corona cada una del señor Gribs el carnicero. No es cristiano llamar a las gallinas con nombres de persona.

Andrey Bedford hizo un cálculo rápido.

—Con los muebles, que hacen treinta y siete libras y diez chelines —dijo ella—, se podrá pagar al criado que cuida las gallinas y tus salarios, y aún me queda bastante para ir a Londres.

—Si se me hiciera justicia —dijo la señora Graffitt, sorbiendo sus lágrimas ruidosamente—, se me daría algo más que mis salarios. Yo la he cuidado siempre desde antes de morir su pobre madre, sirviéndola como ninguna otra mujer mortal lo hubiera hecho. Y ahora se me arroja a un lado sin hogar y teniendo que vivir con mi hijo mayor.

—Eres dichosa tú que tienes un hijo mayor.

—Si me diese usted una libra por ventura…

—¿Qué ventura? No será la mía —contestó la muchacha sonriendo—. La señora Graffitt no es tonta. Has estado viviendo sobre esta propiedad como un… un gato cazador. El corral de la granja no ha cubierto ni cubrirá nunca sus gastos, puesto que su principal ingreso se ha convertido en una venta particular de huevos. He estado haciendo una inspección el otro día y he podido comprobar que has obtenido un beneficio de cuarenta libras por la venta de huevos, al año.

—Nadie me ha dicho nunca que yo fuese una ladrona —repuso la vieja, temblándole su voz y sus manos—. Yo te he cuidado desde que eres una pizca de mujer, y es muy duro el oírte decir ahora que soy una ladrona.

La vieja rompió a llorar, ocultando los ojos en su pañuelo.

—No llores —dijo Andrey—, que la casa está ya bastante húmeda.

—¿Dónde voy a ir yo señorita? —prosiguió la señora Graffitt pasando por alto la cuestión de su honradez.

—¡Yo qué sé! Tal vez a Londres.

—No conozco a nadie allí, señorita.

Quizás en este postrer momento el último propietario de la granja Beak resultase un poco más comunicativo que sus antecesores. Los Bedfords siempre fueron más herméticos que las ostras.

—No importa. Dame una taza de té y ven a cobrar tus salarios.

—Londres es un lugar horrible —dijo la señora Graffitt moviendo la cabeza—. Allí no hay más que crímenes, suicidios y robos. La otra noche han robado a una reina.

—¡Válgame Dios! —exclamó Andrey maquinalmente.

Estaba, mientras tanto, averiguando lo que hubiera sucedido a otros seis pollos de los que la señora Graffitt no había dado cuenta.

—La robaron un collar de diamantes por valor de muchos cientos de miles —dijo la criada con un tono impresionante—. Debe usted leer más los periódicos, señorita.

—Y a propósito de robos —contestó Andrey irónicamente—. ¿Qué les ha sucedido a Mirto, Primorosa, Juanito y Berta?

—¡Ah!… ¿A ésos? .—la señora Graffitt quedó un momento confusa—. ¿No le he dado a usted el dinero? Se me habrá caído al suelo por un agujero del bolsillo. Lo he perdido entonces.

—No te molestes. Avisaré al pueblo para que venga un policía y él lo buscará.

La señora Graffitt encontró el dinero casi inmediatamente.

La vieja desapareció, retirándose bajo el tejadillo de la cocina, y Andrey paseó su mirada por la habitación familiar. La silla en que con duro gesto se sentaba su madre frente al oscuro hogar había sido arrojada al fuego por Andrey. Aún se veía una pata de la silla entre las brasas.

Realmente, no había nada allí que le inspirase tiernos recuerdos. Había sido aquella habitación un lugar de trabajo penoso y de castigo. No había conocido a su padre, y su madre no la había hablado nunca de él. Fue una desgracia el matrimonio con aquel hombre que perversamente obligó a una mujer de noble cuna a someterse a la dura vida que ellos habían llevado.

—¿Ha muerto él, madre? —preguntó una vez la niña.

—Así lo espero —fue la tajante respuesta.

Dora no había hecho nunca preguntas inconvenientes: pero cuando fue mayor y se desarrollaron sus sentimientos de mujer, se asimiló su carácter cruel y sus prejuicios.

La señora Graffitt trajo el té y contó su dinero antes de llorar sus adioses.

—Yo quisiera darla a usted un beso antes de irme —dijo sollozando.

—Yo te daré un chelín de propina y es igual —respondió Andrey precipitadamente.

La señora Graffitt tomó el chelín.

Todo había terminado. Andrey atravesó el jardín abandonado y devastado por el cierzo de diciembre, abrió una puerta y tomando un atajo que conduce al panteón, llegó ante la tumba de su madre y permaneció silenciosamente un momento, con sus manos cruzadas en oración.

—¡Adiós! —dijo súbitamente, volviendo su mirada hacia la casa.

Era el fin y el principio. Ella no estaba triste ni alegre. El baúl de sus libras había sida llevado ya al ferrocarril y facturado a la consigna de la: estación de Victoria.

El porvenir no la asustaba. Andrey había sido admirablemente educada en su niñez; había leído y meditado mucho luego: poseía los rudimentos de la estenografía, y había completado por sí misma su instrucción durante las largas veladas del invierno, cuando la señora Graffitt pensaba, y aun llegó a decir, que hubiera empleado mejor el tiempo manejando la aguja de hacer media.

—Hay tiempo de sobra —gruñó el conductor del ómnibus del pueblo, mientras arrojaba su maletín al oscuro y reducido interior del coche—. Si: no fuese por los autos, partiría antes; pero hay que conducir con mucho cuidado en estos días.

Palabras verdaderamente proféticas.

La muchacha se disponía a subir en el ómnibus tras de su maletín, cuando apareció un personaje extraño. Tenía el aspecto de un curial de la Edad Media, falto de todo pulimento.

—Perdone usted, señorita Bedford. Yo me llamo Willitt. ¿Podría hablar con usted unas cuantas palabras esta noche, cuando usted vuelva?

—No pienso volver. ¿Le debo a usted algo?

Andrey hacía siempre esta pregunta de rara cortesía. Generalmente le contestaban de un modo afirmativo, porque la señora Graffitt tenía la costumbre, muy conocida en el lugar, de marcar con tiza sus consumiciones al fiado.

—No, señorita. ¿No vuelve usted? ¿Podría yo entonces saber sus señas? Necesito ver a usted para hablarle de un… ¡bueno!… de un importante asunto.

El hombre se mostraba francamente agitado.

—Siento mucho no poderle dar a usted mi dirección. Deme usted la suya y yo le escribiré.

Tachó él cuidadosamente el texto comercial impreso en la tarjeta y le sustituyó por su dirección particular.

—¡Vamos! —exclamó el enfurruñado conductor—. Si se entretiene usted más, va usted a perder el tren.

Ella saltó al interior del ómnibus y cerró de un golpe la pesada portezuela.

Pué en la esquina de la estrecha calle de Lenbury donde ocurrió el accidente. Viniendo de la carretera, Dick Shannon tomó la vuelta Un poco demasiado cerrada, y las ruedas traseras de su largo coche hicieron un gracioso coleo. El estallido que le siguió fue menos gracioso. La trasera del coche chocó contra el ómnibus del pueblo de Fontwell, cogiéndole de través en el preciso momento en que doblaba la esquina, rebanándole la rueda de atrás con singular destreza y despojando al viejo vehículo de aquella dignidad con que el tiempo y el uso le había revestido.

Su única viajera había saltado rápidamente al suelo cubierto de barro, antes de que Dick, sombrero en mano, hubiese podido acercarse a ella, con la inquietud y el pesar retratados en su semblante.

—No sé cómo expresar a usted mi sentimiento… ¿Supongo que no ha sufrido usted daño alguno?

Mientras hablaba observó a la muchacha, que tendría, a su juicio, unos diez y siete años, aunque en realidad eran veinte los que había ya cumplido. Sus vestidos eran de poco valor, adivinándose fácilmente que su largo abrigo había sido reformado. El cuello de piel que rodeaba su garganta estaba raído por el uso. Contempló su rostro, que parecía sin defecto: los ojos luminosos bajo el fino arco de las cejas, la boca perfectamente dibujada y el suave tinte de su cutis… Temió que hablase y el rudo lenguaje de la aldeana le hiciese perder la ilusión de que había encontrado una princesa.

—Gracias. Pero ya no podré alcanzar el tren —dijo ella, mirando tristemente a la rueda desprendida.

La voz disipó sus temores. La mal trajeada princesa era una dama.

—¿Va usted a Barnham Junction? Yo paso por allí —repuso él—. Y aunque no tuviera que pasar iría para enviar quien ayude a este pobre hombre.

El conductor del ómnibus, a quien se refería en tan compasivos términos, había saltado de su pescante con la barba gris luciente por la lluvia y la mirada de sus ojos húmedos brillando con indignación.

—¿Por qué no mira usted por dónde va? —Y añadió a su pregunta las frases propias del caso—. ¿Necesita usted todo el camino para usted?

Dick desabrochó las correas de su abrigo y sacó su cartera.

—¡Jehm! Aquí tiene usted mi tarjeta, un billete de banco y mis más profundas excusas.

—Yo me llamo Herbert Jiles —contestó el cochero desconfiadamente, cogiendo la tarjeta y el dinero.

—Jehm es un nombre fantástico —dijo Dick—, y se refiere al hijo de Nimshi, que conducía velozmente.

—Yo iba despacio —replicó el indignado Jiles—. Era usted el que conducía velozmente.

—Vendrán a ayudarle a usted desde Barnham —continuó Dick—. Y ahora, señorita, ¿se atreve usted a venir sola conmigo en este coche de Juggemant?

—Creo que sí —respondió ella sonriente. Y recogiendo su maletín del ómnibus, subió al coche, colocándose a su lado.

—Yo voy a Londres —prosiguió Dick—. Pero no pretendo que haga usted todo el viaje conmigo, aunque se ahorraría usted los gastos del tren.

Ella no respondió. Él tenía la impresión de que aceptaría, pero pronto vio desvanecida su creencia.

—Pienso ir en el tren, porque tal vez salga mi hermana a esperarme a la estación.

No había un tono de confidencia en sus palabras.

—¿Vive usted cerca de aquí?

—En Fontwell —contestó ella—. Tengo allá una cabaña que he habitado hasta la muerte de mi madre. ¿No ha vivido usted nunca del producto de huevos?

Dick la miró extrañado.

—Exclusivamente de ellos, no —respondió él—. Comprendo que son muy nutritivos, pero…

—No quiero decir comiéndolos. Me refiero a ganarse la vida explotando un gallinero.

Él movió la cabeza negativamente.

—Pues bien —respondió ella enfáticamente—; las gallinas no son lo que eran. La señora Graffitt, que cuida mi casa y se queda con los productos, dice que se ha operado un gran cambio en las gallinas después de la guerra. No está segura de si es debido al bolchevismo o a la gripe española.

Él sonrió.

—Entonces, ¿se las ha dado usted?

Ella negó con la cabeza varias veces.

—No puedo decir que he vendido la vieja casa, porque ya estaba vendida a pedazos en forma de hipotecas. ¿Le molestan a usted estas patéticas historias? Bueno, no le molestan. La vieja morada es horrible y llena de esquinas que la rompen a una la cabeza. Y huele a un centenar de generaciones de propietarios que no se bañaron nunca más que en las goteras del techo. El sistema de desagüe pertenece al tiempo de los primeros bretones, y las ventanas no encajan. Mis simpatías están por entero al lado de los míseros acreedores. ¡Pobres almas!

—Tiene usted la suerte de que la espere en la estación una hermana cariñosa.

Calculando que la muchacha tendría uno» diez y siete años, la hablaba en un mimoso tono paternal.

—Supongo que me esperará —dijo ella sin entusiasmo—. ¿Es ésta la entrada de Barnham?

—Ésta es la entrada de Barnham.

Y pocos minutos después se detenía el coche a la puerta de la estación.

Él se apeó detrás de ella, conduciendo su pobre equipaje al vestíbulo, e insistió en acompañarla hasta que llegase el tren.

—Su hermana de usted vive en Londres, ¿no es eso?

—Sí, en la calle de Curzon.

Era extraño que hubiera dicho esto. Nadie en el país sabía que tenía una hermana.

Dick no mostró su sorpresa.

—¿Está? —Era una pregunta delicada—. ¿Está ella trabajando allí?

—¡Oh!, no. Ella es la señora de Martin Elton.

Y quedó asombrada de haber dicho estas palabras.

—Ella es el demonio —pensó él.

Fue señalada la llegada del tren en aquel momento, y él se apresuró a ofrecerla algunas revistas ilustradas para el viaje.

—Muchísimas gracias por su amabilidad, señor… Yo me llamo Andrey Bedford.

—No lo olvidaré —dijo él, sonriendo—. Tengo una memoria prodigiosa para los nombres. El mío es Jackson.

Permaneció viendo alejarse el tren, hasta que la triste luz roja del último furgón desapareció de su vista en una curva. Entonces volvió a su coche y se encaminó al puesto de policía para notificar su accidente.

¡La señora de Martín Elton, y ésta era su hermana! Si él la hubiera dado su verdadero nombre y al llegar a la calle de Curzon hubiese dicho ella a la bella Dora Elton que había pasado una parte del día con el capitán Ricardo Shannon, la armonía de la linda casa pudiera muy bien haber sido turbada.

Y con mucha razón. Dora Elton era uno de los lazos de Londres en que Dick Shannon fue dolorosamente apresado.

IV. El honorable Lacy

Lacy Marshalt fue una vez senador del Consejo Legislativo del África del Sur: pero por cortesía, sin embargo, siguió llamándosele «honorable», lo que era para míster Tonger un gentleman, una fuente de considerable regocijo.

Una sombría mañana salió de su baño vestido simplemente con unos pantalones de seda, mostrando de un modo franco los músculos de su cuerpo grande y recio. Despojado de su aspecto de legislador, cuyo título había adquirido en el África del Sur, el soldado de fortuna que había en él encontró al fin como recompensa del éxito una casa palacial en Portman Square.

Durante largo rato permaneció mirando con fijeza al square. La lluvia había seguido a la niebla como es corriente en Inglaterra, donde llueve siempre, continua y lastimeramente, como una mujer que llora su melancolía. Recordó con amor su casa de Muiremburg, bañada por el sol cerca de la costa, y el mar azul de False Bay, la extensión de sus viñedos escalando las laderas de Constantina.

Bruscamente volvió la cabeza hacia su dormitorio. Alguien llamaba con suavidad a la puerta.

—¡Entra!

La puerta se abrió y un viejo criado entró, torciendo su rostro con una sonrisa socarrona.

—He ido al correo —dijo sin ceremonia ninguna, poniendo un manojo de cartas sobre la mesa escritorio.

—Podías decir, señor —gruñó Lacy—. ¿Se ha quitado usted el uniforme otra vez?

Tonger torció un lado de su cara con una mueca.

—Tendré que entrar otra vez en él —contestó tranquilamente.

—Es lo mejor. Yo puedo encontrar en Londres cien criados por la cuarta parte de lo que yo le pago a usted: hombres jóvenes veinte veces más útiles —replicó amenazadoramente su amo.

—Yo me atrevo a decirle que ellos no harían lo que yo hago por usted, y que usted no podía confiar en ellos. Usted no podría comprar su lealtad. Yo he leído en un libro el otro día.

Lacy Marshalt había cogido una de las cartas encerrada en un sobre azul con la dirección escrita torpemente. Rasgó el sobre, y desdoblando la carta leyó:

O. K. Destrucción.

No tenía firma.

El hombre corpulento rezongó algo ininteligible y arrojó la carta al criado, diciéndole.

—Envíale veinte libras.

Tonger leyó el pedazo de papel sin la más ligera vacilación.

—¿Destrucción? —musitó él—. ¡Hum! ¿Puede venir a nado?

Lacy miró alrededor desconfiadamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Desde luego, puede o podría venir a nado. El nada como una foca. ¿Por qué lo dices?

—Por nada.

Lacy Marshalt le miró fija y duramente.

—Creo que decaes algunas veces. Echa una mirada a ese sobre. Trae el sello de Majesfontain. Como la última carta. ¿Por qué ha escrito desde allí, a más de cien millas de la ciudad del Cabo?

—Una ofuscación quizás.

Guardó el pedazo de papel en el bolsillo de su chaleco, y prosiguió:

—¿Por qué no inverna usted en el Cabo, baas[2]? —preguntó.

—Porque he elegido Inglaterra para pasar el invierno.

Marshalt se puso la camisa mientras hablaba, revelando su tono que algo fijaba su atención.

—Le voy a decir a usted una cosa, Lacy. Odiar es temer.

Lacy le miró con fijeza.

—¿Odiar es temer? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que usted no puede odiar a un hombre sin temerle. El miedo se convierte en aborrecimiento y odio. Quite usted el miedo y será…, bueno, otra cosa; desprecie lo que usted quiera, menos odio.

Marshalt había terminado de vestirse.

—¿Lo has leído en un libro también? —preguntó ante el espejo.

—Eso es producto de mí propia experiencia —dijo Tonger, cogiendo un chaleco y dándole un cepillazo—. ¿Quién es, Lacy, el vecino de la puerta de al lado? Esto es lo que yo quería preguntarle. Malpas o un nombre así… Estuve hablando con un compañero la noche pasada, y me dijo que se le considera como un chiflado. Vive solo, no tiene criados y él mismo hace todas las faenas de la casa. Hay unos seis pisos en la casa, pero él no habita más que uno. ¿Quién es él?

Lacy Marshalt contestó malhumorado:

—Si conoces todo lo de alrededor, ¿a qué preguntas?

Tonger se frotó la nariz abstraídamente.

—¿Supone usted que es él? —preguntó.

Lacy se agitó furiosamente.

—¡Supongo que salgas de aquí! Hablas más que un viejo loco.

Tonger, sin desconcertarse por la indignación del magnate dejó el chaleco sobre el respaldo de una silla.

—El detective particular a quien llamó usted el otro día, está esperando.

Lacy le imprecó al oírle.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? Estás haciéndote inútil. Uno de estos días tendré que despedirte, y ¡quita esa mueca de tu cara! Dile que haga el favor de subir.

El miserable personaje que fue introducido sonrió deferentemente a su criado.

—Puedes retirarte, Tonger —gruñó Marshalt.

Tonger salió lentamente.

—¿Qué hay?

—Tengo la pista de ella —contestó el agente.

Y abriendo su cartera sacó una fotografía instantánea, entregándosela al millonario.

—Es ella —dijo, moviendo la cabeza afirmativamente—. No era difícil encontrarla una vez que usted conocía el pueblo. ¿Quién es ella?

—Andrey Bedford.

—¡Bedford! ¿Está usted seguro? —preguntó Lacy rápidamente—. ¿Vive allí su madre?

—Su madre murió hace cinco años —respondió el agente.

—¿Hay allí otra hija?

El agente hizo un gesto negativo.

—Según mis informes, ésta es la única hija. Conseguí un retrato de su madre. Está tomado de un grupo hecho en 1913 durante una fiesta religiosa.

Éste era el papel que ahora se desplegaba, Lacy Marshalt acercó el retrato a la luz.

—Ésta es —dijo, señalando una figura.

—¡Dios!… ¡Es asombroso! Cuando vi a la muchacha, tuve un presentimiento, —un instinto…

Él atajó la frase.

—¿Usted la conoce entonces, señor?

—¡No! —La respuesta fue tan brusca, que casi llegó a la rudeza—. ¿Qué hacía ella? ¿Vivía sola?

—Realmente, sí. Tenía una vieja mujer en la casa que la asistía y cuidaba el gallinero de la granja. Ella salió ayer para Londres. Por lo que me dijeron en el pueblo, está arruinada y tiene todo vendido.

El millonario permaneció de pie en su actitud favorita, mirando fijamente al espacio a través de su ventana, el duro y rígido rostro inexpresivo.

—¡Es asombroso!… «El odio es temor» —murmuró el eco de la voz de Tonger.

Él sacudió sus recuerdos con un fuerte encogimiento de sus anchos hombros.

—Una linda muchacha, ¿eh?

—Así me lo parece —dijo el detective—. Yo no me atrevo mucho a juzgar, pero a mí me pareció que ella estaba fuera de lo corriente.

—Sí, fuera de lo corriente.

—Yo he introducido una pequeña perturbación en Fontwell. No creo que se derive de ello ninguna consecuencia, pero usted debe estar enterado, por si acaso.

El hombre mostraba ciertas señales de pesadumbre.

—Los detectives particulares realizamos mejor nuestro trabajo si damos a la gente la idea de que procedemos legal y oficialmente. Pretextando que buscaba a un ladrón de gallinas, bajé en la Posada de la Corona, donde creyeron que yo era un agente de Scotland Yard.

—No hay mucho daño en ello, míster Willitt —dijo Lacy con su fría sonrisa.

—No, por regla general —contestó Willitt—. Sólo que, por un poco de mala suerte, sucedió que el capitán Shannon se detuvo en la posada para cambiar de tiro.

—¿Quién es Shannon?

—Si usted no le conoce, no le busque —dijo Willitt—. Es el ser más orgulloso que ha habido en el Yard. El nuevo comisario ejecutivo. Hasta ahora, los comisarios Rabian sido hombres de oficina sin facultad de arrestar. Han traído a Shannon de la Indian Intelligence, porque allí ha habido unos cuantos escándalos últimamente, unos casos de cohecho. Se puso furioso porque me había presentado como un agente oficial. ¡Y qué lengua! «¡Arre, compañero! ¡Ya puede usted salir picando de aquí y no parar en una legua!».

—¿Pero no descubrió que usted estaba haciendo indagaciones acerca de… la muchacha?

El agente movió la cabeza negativamente.

—No. Ésta es quizás la única cosa que no descubrió. ¿Usted creerá que él tenía su ánimo enteramente ocupado por el asunto del collar de la reina de Finlandia, verdad?

Al parecer, Lacy no le oyó. Su pensamiento estaba concentrado en la muchacha y en las circunstancias que pudieran rodearla.

—¿La ha dejado usted ir sin obtener sus señas? Hubiera sido imperdonable. Vaya usted y averígüelas. Una vez las conozca, procure usted introducirse haciendo relación con ella. Usted puede ser un hombre de negocios, un agente para la colocación de capital. Préstele usted todo el dinero que le pida. Pero hágalo usted de manera que no sospeche y alarme.

Tomó de una cajita media docena de billetes, los hizo una pelota y se la echó a Willitt en la mano que alargaba para cogerlos.

—Tráigala usted a comer Una noche —dijo Lacy suavemente—. Puede usted llamar por el «fono».

Willitt le miró duramente y movió su cabeza en un semiamistoso ademán.

—Yo no sé… Eso no está dentro de mis límites…

—Necesito hablarla para decirla algo que ella ignora. Hay quinientas libras para usted.

Los ojos del detective relampaguearon vivamente.

—¿Quinientas libras? Yo veré…

Cuando quedó solo, Lacy volvió a la ventana y a su contemplación del square, que velaba la niebla.

¡El odio es temor!

Él se jactaba de no haber tenido miedo nunca. Cruel sin remordimientos, había pasado sobre un pavimento de corazones humanos para llegar a la meta, y nada le había hecho temer. Había mujeres en tres continentes que maldecían su nombre y su memoria. Hombres amargados y ofendidos que meditaban noche y día su venganza. Él no sentía miedo alguno. Su aversión a Dan Torrington era… nada más que odio.

Con estas reflexiones procuró confortar su ánimo; pero en las secretas reconditeces de su alma, las palabras del viejo criado le abrasaban con un ardor inextinguible; «El odio es temor».

V. Slick, filósofo

—No es nada —dijo Shannon, examinando las abolladuras del guardabarros.

—¿Ha tenido usted un choque? —preguntó con interés su ayudante Steel.

—Sí, uno muy agradable. En realidad, el mejor que puede uno tener.

Iban por el estrecho pasaje que conduce al departamento de Dick Shannon.

—No, no he esperado mucho —dijo Steel, mientras Dick abría la puerta de su gabinete—. Comprendí que usted volvería aquí. ¿Ha visto usted al hombre de Bognor?

—Sí —contestó maquinalmente, después de una pequeña pausa—. ¡Steel! ¿Sabe usted algo acerca de los parientes de la muchacha de Elton?

—Yo no sé que tenga ninguno.

—Tal vez Slick lo sepa. Le he dicho que viniese aquí a las seis. Me extrañaría que ella consiguiese llegar a la ciudad sin obstáculo alguno.

—¿Quién? —preguntó el otro sorprendido.

El comisario quedó un momento perplejo.

—Estaba pensando en… una persona —respondió torpemente. Y cambiando de conversación, preguntó al ayudante—: ¿Ha sido identificado el cadáver?

Steel hizo un gesto negativo.

—El hombre era de fuera, probablemente del África del Sur. Usaba veltshoen, un calzado primitivo muy común entre los boers, y el tabaco de su petaca es indudablemente de Magaliesberg. No hay otro tabaco como ése. Podría llevar ya algunas semanas en Inglaterra; pero, por otra parte, parece que acababa de desembarcar. El Buluwayo y el Balmoral Castle llegaron la semana pasada, y, según todas las probabilidades, él vino en uno de esos barcos. Estos dos son los únicos que han llegado durante la última quincena. ¿El hombre de Bognor no sabe nada de las joyas de la reina?

Nada. Dice que Elton había reñido con él hace algún tiempo y no tenían ya negocios juntos. La frase es eminentemente parabólica y metafórica. No es posible conseguir nunca que un ladrón llame las cosas por su verdadero nombre.

Quedó meditabundo, con la mirada fija sobre la mesa.

—Supongo que habrá encontrado a su hermana.

Steel preguntó extrañado:

—¿Qué hermana, señor? .

Esta vez sonrió Dick Shannon.

—Seguramente habrá sido así —dijo, continuando en su idea—. Nada la habrá impedido venir a Curzon Street…

Este nombre fue una luz para Steel.

—Veo que está usted hablando de Elton.

—Estoy hablando de Elton —reconoció el capitán Shannon— y de otra persona. Pero la otra no le interesa a usted. ¿Mantiene usted vigilada la casa?

—¿La de Elton? Sí. Hemos tenido que andar con mucho cuidado, a causa de un compañero de Elton que es muy astuto.

Dick mordió su labio.

—No sucederá nada antes de las nueve menos cuarto de esta noche, si no estoy muy equivocado. A esa hora, el collar de la reina de Finlandia será llevado a Curzon Street y yo personalmente seguiré su pista, porque estoy ansioso por descubrir al quinto miembro de la cuadrilla, que sospecho es un extranjero.

—¿Y entonces? —preguntó Steel cuando hubo terminado.

—Entonces cogeré a Dora Elton con el producto del robo, que es justamente lo que estoy esperando desde hace mucho tiempo.

—¿Y por qué no a Bunny?

Dick sonrió ante la pregunta de Steel.

—Considero a Bunny como un hombre de gran valor. Pero no es ése el valor que hace falta en este caso. Se necesita un valor de un género extraordinario, excepcional, para atravesar Londres con la joya robada en su bolsillo, sabiendo que la mitad de la policía de la ciudad está vigilando sus pasos. Bunny no es capaz de esto. No. Será su mujer quien intentará hacer el truco.

Miró su reloj con impaciencia, y cogió una guía de ferrocarriles de su escritorio.

—¿Se marcha usted fuera? —preguntó sorprendido Steel.

—No —contestó impaciente—. Estoy viendo a qué hora llega el tren.

Volvió las hojas de la guía y recorrió con su dedo una de las columnas, consultando su reloj de nuevo como si temiese haber olvidado lo que ya sabía.

—Ella ha llegado hace media hora. Me extraña.

Steel también estaba extrañado. Nunca había visto a Dick Shannon de aquel humor. Pero no pudo obtener explicación alguna por la llegada de míster Slick Smith. Entró sin desconfianza, mostrando una perfecta sangre fría. Correctamente vestido, su rostro sereno, su mirada brillante y su magnífico cigarro denotaban la paz en que vivía con el mundo. Saludó a Steel con una inclinación de cabeza, correspondida por una sonrisa amable. Pero hasta que éste se retiró, Dick no abordó el motivo de la entrevista.

—Le he citado a usted, Slick, para pedirle su opinión. El robo está fuera de toda regla.

—Eso he leído en los periódicos de la mañana —dijo Slick—, aunque no hay que dar mucho crédito a la prensa de la mañana. Yo prefiero la variedad de la tarde. No tienen tiempo de pensar en detalles y dan las noticias menos diluidas.

—¿Sabe usted que Elton está metido en este negocio?

—Me sorprende usted —exclamó Slick cortésmente—. Amigo mío. ¿El señor Elton? Es la última persona en el mundo de quien podría sospecharse como ladrón.

—Déjese usted de burlas y vamos derechamente al asunto —interrumpió Dick, empujando la botella hacia su visitante—. ¿Qué sabe usted acerca de la señora de Elton?

—Es una de las señoras más encantadoras. Una de las señoras más ligeras. Creo que sería una exageración considerar su alma como de una especie de blancura virginal. No debiera confesarlo, pero cuando pienso en las almas, prefiero en ellas un tinte delicado: rosa Du Barry, agua del Nilo, cualquier matiz menos el del limón.

—¿Qué era ella antes de casarse?

Slick encogió los hombros.

—Aborrezco las habladurías y el escándalo —dijo con un gesto de repugnancia—. Todo lo que sé de ella es que era una buena mujer, pero una mala actriz. Yo creo que ella se casó con Elton por regenerarle. Es una cosa que hacen muchas de nuestras mejores mujeres.

—¿Y lo ha conseguido? —preguntó Shannon sarcásticamente.

De nuevo Smith se encogió de hombros.

—He oído el otro día que él era partidario de la prohibición. ¿Es esto regenerarse? Yo supongo que debe serlo.

Se sirvió una buena cantidad de whisky, acabando de llenar su vaso con agua de seltz.

—Usted no puede decir nada en favor de esa medida, por muy hábil que sea usted. Usted podrá decir: ¡Oh! Si yo soy un bebedor moderado, ¿por qué he de suprimir mi ración a causa de la existencia de una especie de hombres que se emborrachan y pegan a su mujer? A lo cual yo replicaría: Hay cincuenta mil niños en Inglaterra menores de seis meses. Niños que acogerían con alegría infantil una luciente cuchilla de afeitar para jugar con ella. Y puede usted darles a cada uno la cuchilla, capitán, con la seguridad de que no habrá más de uno entre los cincuenta mil que se corte la garganta. ¿Debemos negar a los otros cuarenta y nueve mil el placer y la felicidad de jugar con una cuchilla de afeitar, porque un niño loco se ha cortado su propio tierno cuellecito? Sí, señor; tenemos el deber de hacerlo. El sentido común nos dice que lo que sucedió a uno puede también suceder a los cincuenta mil. ¿Son palabras juiciosas éstas? He dicho… ¡Gracias! ¡A su salud!

Chascó su lengua y juntó sus labios, saboreando el líquido como buen catador.

—Este licor tiene lo menos veinte años. Ya quisiera yo que todo el whisky fuera como éste. No habría tantos suicidas.

Dick le observaba fijamente, aguardando el instante de cambiar delicadamente la conversación hacia el asunto que le interesaba.

—¿Tiene una hermana?

Smith acabó de apurar su vaso.

—Si la tiene —dijo—. ¡Dios la asista!

VI. Las hermanas

Andrey llevaba un cuarto de hora esperando en la estación de Victoria, haciendo alternativamente breves excursiones hacia la puerta en busca de Dora, estudiando los nuevos horarios de trenes, enterándose de los últimos relatos del robo a la reina de Finlandia y los nuevos hechos acumulados durante el día. Pasaron veinte minutos y Dora no había aparecido. La señora Graffitt tenía la desesperante costumbre de olvidar las cartas que tenía que depositar en el correo, y ella recordó que había confiado el anuncio de sus planes a la vieja mujer.

El capital en caja era demasiado pequeño para permitirla tomar un taxi, y decidió informarse de un policeman, cuyo conocimiento de las líneas de autobuses era realmente enciclopédico. Después de esperar algunos minutos bajo la llovizna, encontró uno que iba a Park Lañe, desde donde pudo alcanzar la calle de Curzon, andando por Londres, plaza misteriosa para ella. Al cabo de una diligente indagación, halló la pequeña casa y llamó tirando de la campanilla. Una breve pausa y la puerta fue abierta por una elegante doncella, que miró displicente a la pobre visitante.

—La señora está ocupada. ¿Viene usted de Sevilla?

—No, vengo de Sussex —contestó la muchacha con una tímida sonrisa—. ¿Quiere usted decirla que está aquí su hermana?

La doncella mostró una ligera vacilación, pero la introdujo en un pequeño y frío gabinete, saliendo después de cerrar la puerta. Era evidente que nadie la esperaba, pensó Andrey, y el desasosiego que sentía al acercarse a la casa aumentó doblemente.

Su correspondencia había sido menospreciada. Dora no se interesó nunca grandemente por su madre, y por lo que ella describía a sus amigos de un modo grandilocuente, como «la granja», y cuando su hermana pequeña la escribió en una situación desesperada pidiéndola ayuda, después de muchos días la envió un billete de cinco libras esterlinas, advirtiéndola llanamente que la señora de Martin Elton no tenía medios ni inclinación a la filantropía.

Dora apareció en el escenario a una temprana edad, y unas pocas semanas antes de morir su madre hizo, en apariencia, un gran matrimonio. A los ojos de aquella dura e inflexible mujer. Dora no hizo mal, y, sin embargo, su sistemático desdén no alteró nunca la afección de la vieja, pareciendo más bies aumentada. Día y noche, un año y otro, Dora había sido el modelo presentado a su hermana. Dora se hallaba en una situación próspera, lo que a los ojos de la señora de Bedford justificaba todos los procedimientos abreviados. Había tenido éxito como actriz, su nombre había figurado en la cabecera de las listas de compañías de tournée y su retrato había sido publicado en los periódicos de Londres. Por qué medios había asegurado su fama y fundado su independencia, la señoría Bedford no lo supo ni se preocupó por ello.

Se abrió la puerta súbitamente y entró una muchacha. Era más alta y más rubia que su hermana, y en cierto modo más bella, aunque su boca era más recta y sus ojos carecían de la viva animación de los de Andrey.

—Mi querida niña, ¿de dónde has venido? —la preguntó consternada.

La tendió una mano suave y enjoyada, e inclinándose la besó en las mejillas.

—¿No recibiste mi carta, Dora?

—No, no he recibido ninguna carta. ¡Has crecido, chiquilla! Eras una cabrita salvaje cuanto te vi la última vez.

—Una crece —admitió Andrey gravemente—. He vendido la granja.

Los ojos de la hermana mayor se dilataron.

—¿Pero por qué has hecho eso?

—Se ha vendido sola —continuó Andrey—. En otras palabras, he ido hipotecándola pedazo a pedazo, hasta quedarme sólo con las gallinas, tal vez las únicas gallinas del país que no ponen huevos, verdaderamente dignas de hacer un lote con ellas y venderlas como curiosidad biológica.

—¿Y has venido aquí?

No había posibilidad de equivocarse acerca del tono de contrariedad con que Dora hizo la pregunta.

—¡Ha sido una torpeza muy grande! Probablemente yo no podré tenerte en casa, y me parece, sobre todo, que no has procedido bien al vender la granja. Nuestra querida madre murió en ella, y esto debió hacértela considerar como un lugar sagrado para ti.

—Todo lo que se relaciona con nuestra madre es sagrado para mí —repuso Andrey tranquilamente—; pero me atrevo a creer que no es necesario que yo me muera de hambre y de frío para probar mi amor a nuestra madre. No es mucho lo que necesito de ti, Dora. Solamente un sitio para dormir durante una semana, hasta que yo encuentre una ocupación.

Dora paseaba por la pequeña habitación con las manos atrás y las cejas fruncidas. Vestía un traje de tarde con cuyo valor hubiera podido vivir Andrey confortablemente durante un mes. Los solitarios que brillaban en los lóbulos de sus orejas y el doble hilo de perlas que rodeaba su cuello, constituían una pequeña fortuna.

—Tengo gente a tomar el té —dijo ella— y tengo invitados a comer esta noche. No sé qué hacer contigo, Andrey. Tú no puedes venir a comer con ese vestido.

Y al decirlo contemplaba con desagrado la pueblerina indumentaria de la muchacha.

—Lo mejor sería que te fueses a un hotel. Hay muchos sitios baratos en Bloonsbury. Te arreglas con más elegancia y vienes a verme el lunes.

—El arreglarme con más elegancia para el lunes o el martes o cualquier otro día de la semana —replicó Andrey con tranquilidad—, costará dinero.

Y dos noches en un hotel de tercer orden agotarán mis recursos.

Dora mordió sus labios.

—Es poca consideración de tu parte caer aquí de pronto, como un nublado —dijo ella irritada—. Yo no tengo la menor idea de lo que puedo hacer. Espérate. Voy a ver Martin.

Salió de la habitación agitadamente dejando tras de sí una suave fragancia de flores. Los labios de Andrey dibujaron una leve sonrisa. Ella no estaba descontenta de sí misma. Dora se había conducido como ella esperaba que se condujese. Pasó un largo rato, cerca de media hora, antes de que la puerta se abriese de nuevo y entrase su hermana.

—Martin dice que debes quedarte. Sube conmigo.

La condujo por las estrechas escaleras, pasaron ante una habitación donde sonaban rumores de risas y conversaciones, y al llegar al segundo piso se detuvo y abrió una puerta, encendiendo la luz. Andrey comprendió que era el segundo dormitorio de la casa, reservado para los amigos que disfrutasen de la hospitalidad de Elton.

—¿Tienes amistades en Londres? —preguntó Dora indiferentemente.

Había quedado de pie a la puerta de la habitación, viendo a Andrey colocar su equipaje.

—No —respondió Andrey—. Es muy bonito este dormitorio, Dora.

—Sí, ¿verdad? ¿Nadie sabe que has venido?

—La señora Graffitt sabe que he venido a la ciudad, pero no sabe adónde.

Ella esperaba que su hermana la dejase tan pronto como la hubiese enseñado su habitación; pero Dora continuó en la puerta como si tuviera algo que decirla.

—Temo haber sido más bien un poco brusca contigo —dijo al fin, abandonando su mano sobre el brazo de la muchacha—. Pero tú has venido para ser un ángel bueno y dulce y me perdonas, ¿verdad? Yo conozco tus deseos, porque prometiste a nuestra madre que harías algo por mí, cariñosamente, ¿no fue así?

Por un segundo Andrey se sintió emocionada.

—Tú sabes que sí lo haría —contestó.

—Algún día te diré todos mis secretos —continuó Dora—. Te los diré a ti, porque eres la única persona en el mundo a quien puedo confiarlos. Nuestra madre solía decir que tú eras tan obstinada, que el diablo no podría conseguir que hablases si tú no querías.

Los ojos de Andrey brillaron con el fantasma de una sonrisa.

—Nuestra querida madre no fue nunca muy lisonjera —dijo secamente.

Ella había querido a su madre, pero había vivido demasiado cerca de sus pequeñas tiranías y caprichos para envolverlos con el hermoso velo de la ternura. Dora la dio unos golpecitos cariñosos en el brazo y se irguió vivamente.

—Ya se ha ido la gente. Conviene que bajes para ver a míster Stanford y a Martin. ¿No has visto nunca a Martin?

—Le he visto en fotografía.

—Es guapo —dijo Dora con indiferencia—. Probablemente te enamorarás de él. Y Bunny es seguro que se enamorará de ti. Tiene debilidad por las caras nuevas.

Ella volvió a la puerta.

—Confío en ti, Andrey —dijo con un inusitado tono de amenaza en su voz. La calle de Curzon tiene sus pequeños esqueletos, como la granja.

—Puedes decir lo que quieras de la granja; pero la palabra esqueleto no puede explicarse nunca a aquellas gallinas. Comían de un modo que era mi ruina.

Dora volvió al salón, y los que en él estaban observaron con interés su rostro.

—¿Dónde está ella? —preguntó el más alto de los hombres.

—La he instalado en el dormitorio que había libre —respondió Dora.

Elton acarició su suave y negro bigote.

—No creo que ella deba estar aquí ahora. Dale dinero y envíala a un hotel.

Dora sonrió.

—Has estado discurriendo toda la tarde la manera de llevar el género a Pedro. Ninguno de tus hombres quiere correr el riesgo de que le encuentren con el collar de la reina de Finlandia.

—¡No hables tan alto! ¿Estás loca? —dijo Martin Elton entre dientes—. ¿Por qué no abres la ventana y lo dices a voces?

—Escucha —ordenó el corpulento Bill Stanford—. Continúe, Dora. Me parece muy bien lo que está usted diciendo. El hombre más vivo puede ser cogido con este género. Y Pedro necesita tenerlo esta noche. ¿Quién llevará el collar?

—¿Quién? Mi querida hermanita —dijo Dora fríamente—. ¡Esta muchacha nació para ser útil!

VII. El complot

El corpulento Bill no era un sentimental; pero en la cosa que hacía en él las veces de alma guardaba una especie de código con los rudimentos de lo que en otro tiempo fue un sentido del honor y un concepto de la decencia.

—¡Su hermana! Habiendo serpientes no podría usted permitir a una corza como ésta que corriese un riesgo semejante.

La sonrisa de Dora fue su respuesta. Su marido se mordió las uñas nerviosamente.

—Tal vez no haya peligro —dijo él—. Y si lo hay, ¿no existe también para nosotros?

Stanford se agitó inquieto.

—Así es. Pero nosotros buscamos el provecho y debemos atenernos al riesgo. Supón que la cogen y ella canta.

—Ése es el único peligro verdadero —dijo Dora—. Y no es muy grande.

El hombre corpulento bajó la mirada pensativamente.

—Este objeto tiene que salir de esta casa y del país en seguida —dijo—. Es demasiado grande para conservarlo y exponerlo aquí. ¡Cierra la puerta, Dora!

Ella obedeció. Sobre la repisa de la chimenea había un magnifico reloj dorado y esmaltado, rematado por la figurilla de un ciervo. Cogiendo fuertemente la pequeña escultura, levantó la mayor parte del interior del reloj, sin alterar el funcionamiento de la maquinaria, cuyo péndulo siguió su tictac. Oprimió un resorte, y un lado de la caja de bronce se abrió, mostrando un paquete cuidadosamente envuelto en papel de plata. Lo dejó sobre el tapete de la mesa y lo desenvolvió. Instantáneamente surgió de la mesa un resplandor de luces temblorosas, azules y verdes y del más puro blancor, que dejaron a Dora con la boca abierta de admiración y de miedo.

—Hay aquí setenta mil libras —dijo Stanford oprimiendo su labio inferior pensativamente—. Y hay también diez años de prisión para algún cuerpo, siete años por el robo y tres por ultraje a su majestad. No se puede robar a una reina extranjera que nos visita sin añadir algo a la sentencia.

Se estremeció levemente.

—No es cuestión de hablar ahora de sentencias, mi querido compañero —respondió con petulancia—. Si Pedro hace lo que le corresponde.

—Lo hará. Estará esperando en la estación de Charing Cross, a las nueve y cuarto. La cuestión es saber quién va a llevar el género.

Hubo un silencio.

—Andrey lo llevará —dijo Dora al fin—. Estaba loca cuando no se me ocurrió en cuanto la vi. Nadie la conoce y nadie sospechará de ella. Pedro la reconocerá fácilmente. Y entonces, Bunny, asunto terminado. (Ella movió la cabeza enfáticamente). Hay una antigua fábula de un cántaro y una fuente, y hay la Vida de una margarita encerrada en la prisión, publicada en el Sunday Globe, relacionado una y otra. Yo las he leído en unos Consejos a las muchachas.

—Tal vez Mr. Lacy Marshalt quiera dar a Martin la dirección de un barco —dijo burlonamente el hombre corpulento—. Cuando uno consigue el dinero se considera bueno, fácil y honrado; es sorprendente la rapidez con que uno se modifica.

—Yo apenas conozco a ese hombre —dijo Dora mirándole con fijeza—. Yo hablaba a usted de Bunny. Aquél es el hombre que yo coloco en la danza de las orillas del Antro. Es un surafricano rico, pero no hay quien le haga soltar un cuproníquel sin dinamita.

Martin Elton la miró suspicazmente.

—Yo no sabía que le conocías tú.

—Volvamos a lo del estuche —interrumpió Stanford—. Yo necesito saber una cosa. Supongamos que la cogen.

Hubo otro largo y penoso silencio.

—¿Por qué no guardarlo aquí hasta que el escándalo se extinga? —preguntó Elton—. No hay sombra de sospecha siquiera de que relacionen el asunto con nosotros.

Stanford le miró fijamente a los ojos.

—Hace doce meses —dijo en tono pausado—, cuando el asunto de Leyland Hall, tú conseguiste mucho más del género fuera del país por medio de un perista de Bognor. Él te ocasionó algunas pequeñas molestias, ¿no es eso?

—Sí —contestó el otro rápidamente—. Por eso no he contado con él para este negocio.

—Y has obrado cuerdamente —repuso Bill asintiendo—. Dick Shannon ha pasado una gran parte del día con tu amigo de Bognor.

El pálido rostro de Martin Elton se hizo de una sombría palidez.

—Él no diría nada —afirmó sin un gran convencimiento.

—No lo sé. Si un hombre hay a quien él pudiera contarlo es Shannon. El servicio detectivesco inglés ha recurrido a los cuentos azules desde que han ingresado gentlemen. Yo prefiero policías con quienes pueda razonar —y señaló sus bolsillos significativamente—. Por eso digo que puedes guardar el estuche en esta casa. Es posible que Bennet no haya cantado o que haya hecho mucho ruido, como las nueces. ¿Qué dice usted, Dora?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—El estuche debe salir: lo he pensado detenidamente —añadió—. ¡Haz un paquete con él, Martin!

Elton envolvió de nuevo el collar en algodón en rama, lo metió en una vieja cajita de cigarrillos, que cubrió con papel de estraza, y ató fuertemente el paquete. Stanford preguntó:

—¿Si llegase a cantar su hermana?…

Dora se detuvo antes de replicar:

—Estoy segura de ella —dijo.

—Veámosla —repuso Stanford, cuando el paquete estuvo atado y escondido bajo un almohadón del sofá y la tapa del reloj colocada de nuevo.

Andrey se hallaba sentada en un profundo butacón ante la estufa de gas, meditando sobre su extraña acogida, cuando oyó los pasos de Dora en la escalera.

—Ya puedes bajar.

Miró a su hermana e hizo un pequeño gesto, sin poder disimular su desagrado.

—Eres un espantajo humano, Andrey. Tendré que comprarte algunos vestidos en seguida.

Andrey siguió a su hermana y bajaron al piso inferior, entrando en el vasto salón que se extiende a lo ancho de la casa. Un hombre alto, de recia complexión, estaba de pie, de espaldas a la chimenea, y sobre él se fijaron primeramente los ojos de Andrey. Era un hombre de unos cincuenta años, con el pelo tan cortado al rape, que al principio creyó ella que era calvo. Sus profundos ojos fijaron la codiciosa mirada en ella, aprisionándola apenas entró.

Dora hizo las presentaciones:

—El señor Stanford… Ésta es mi hermana pequeña…

Él tendió su mano, cogiendo la suya y apretándola tan fuertemente que la hizo retroceder.

El otro hombre que había en la habitación era pequeño y ágil. El negro bigote y el trazo negro de sus cejas hacían resaltar más aún la extraordinaria palidez de su rostro. A ella la impresionó agradablemente, encontrando en él un hombre guapo. Éste era el gran Martin, de quien había oído contar muchas historias.

—Tengo mucho gusto en conocerte, Andrey —dijo sin apartar de ella sus ojos admirados—. ¡Es un melocotón, Dora!

—Está más bonita que antes —contestó Dora indiferentemente—. Pero sus vestidos son horribles.

A Andrey no pareció molestarla. Generalmente, estaba por encima de las apreciaciones de pobreza que pudiera encerrarse en algún crudo comentario. Pero esta vez, por ignorada razón, se sintió violenta. Era la constante mirada del hombre corpulento junto al hogar, el frío que la producían aquellos ojos fijos en ella.

Stanford miró su reloj.

—Me marcho —dijo—. Me he alegrado mucho de conocerla, señorita. Quizás vuelva a verla de nuevo.

Ella deseó sinceramente que no fuese cierto.

VIII. La detención

Dora hizo seña a Martin Elton para que acompañase a su amigo, y cuando estuvieron solas Dora contó una historia a su hermana.

Era la historia de una mujer ultrajada que había sido obligada a escaparse de su país a causa de la brutalidad de su marido, dejándose en casa la miniatura de su hijo.

—Casi no me atrevo a confesarte que nosotros hemos conseguido tener la miniatura, Andrey —dijo Dora en una explosión de franqueza—. Creo que no hemos procedido de un modo estrictamente legal. Martin sobornó al criado de casa de sir John para que nos la entregase. Él sospechó de nosotros y nos ha tenido vigilados día y noche, sin que pudiéramos hacer ningún intento para enviársela por medio del correo, puesto que seguramente él habrá advertido a los empleados, ni por mediación de un mensajero cualquiera que iría de fijo también a un fracaso. Un amigo de esta pobre lady Villigan llega esta noche a Londres, y hemos convenido en buscarle en la estación y entregarle la miniatura. ¡Si tú fueses tan buena, Andrey, que quisieras hacer el encargo! . Nadie te conoce, sus espías no te molestarán y podrías hacer a esta pobre mujer un favor muy grande. Yo creo que hay demasiada sensibilidad en este asunto, porque no comprendo que una miniatura tenga más valor que otra. Pero esta turbada señora lo cree así, indudablemente.

—¡Qué historia tan extraordinaria! —dijo Andrey frunciendo el ceño—. ¿No podía enviar a una de tus criadas? ¿O no podía venir él aquí?

—Ya te he dicho que la casa está vigilada —contestó Dora, que no era un modelo de paciencia—. ¡Si no quieres hacerlo!…

—Desde luego lo haré —repuso Andrey sonriente.

—Una sola advertencia tengo que hacerte —agregó Dora—; y es ésta: si por casualidad esto se descubre, yo necesito tu promesa de que no aparecería para nada nuestro nombre. Quiero que me lo jures por la memoria de nuestra madre.

—No es necesario —dijo Andrey un poco fríamente—. Yo te lo prometo, y es bastante.

Dora la cogió en sus brazos y la besó con agradecimiento.

—Eres realmente encantadora —la dijo—. Y estás verdaderamente bonita. Yo te buscaré un novio excelente.

Andrey estuvo a punto de decir a su hermana que lo buscase en otra tierra diferente de la que había producido al pálido Martín Elton, por quien ella sentía una instintiva aversión.

—Desde luego, lo llevaré yo —repuso—. Parece una cosa sencilla de hacer. Y si encuentro al desconsiderado marido, le hablaré con dureza.

Al parecer, los convites de Dora eran de una especie cambiante, porque, aunque a Andrey le fue servida su comida en su habitación, la reunión de que habló su hermana no se realizó. A las ocho y media subió Dora, trayendo en la mano un paquete oblongo, atado y sellado.

—Ahora recuerda que tú no conoces y que no has estado en tu vida en la calle de Curzon número 508.

Repitió sus advertencias y le describió detalladamente al misterioso Pedro:

—Cuando le veas, te acercas a él y le dices: «¡Esto es para la señora!». Y nada más.

La reiteró sus instrucciones y a continuación se las hizo repetir a ella. Andrey lo encontró divertido al principio, pero acabó molestándole.

—Me parecen demasiadas precauciones para un asunto tan sencillo. Has conseguido despertar en mí un espíritu de conspiradora.

Con el paquete bien asegurado en un bolsillo de su abrigo, salió a la calle de Curzon y pasó rápidamente con dirección a Park Lañe. Aún no había desaparecido, cuando salió Martin Elton. Sin perderla de vista, vigiló su subida a un autobús, y tomando un taxicab la siguió.

Para Andrey, la aventura era suavemente excitante. Ella no sabía nada de las particularidades de esta familia desavenida. Probablemente, serían dos personas vulgares, sin interés para la gente. Las querellas de familia son corrientes. Pero ella estaba contenta por la oportunidad de justificar su alojamiento y manutención, quitándole el carácter de generosidad, por lo cual estaba agradecida.

El autobús se detuvo frente a la estación de Charing Cross. Descendió Andrey y atravesando la calle, que llenaba la gente y los innumerables vehículos, llegó al patio de la estación, que cruzó apresuradamente, y entró en el vestíbulo del edificio. Había centenares de personas, formando una abigarrada multitud. Los trenes de la noche empezaban a ocuparse, y los viajeros y sus amigos aguardaban formando grupos ante las barandillas de entrada. Tendió la mirada ante ella y vio a míster Pierre que parecía totalmente absorto en la contemplación de aquel animado espectáculo. Era un hombre pequeño, con barba rubia cuadrada y un aparente aire de estultez[3]. Se colocó junto a él discretamente para mejor asegurarse, y observó que tenía en su mejilla la pequeña señal que había de servirla para su identificación. Sin más dilaciones, sacó el paquete de su bolsillo y se acercó a él.

—¡Esto es para la señora! —dijo.

Él se estremeció, la miró escudriñadoramente y deslizó el paquete en su bolsillo tan rápidamente, que ella apenas pudo seguir sus movimientos.

—¡Bien! —contestó—. Dé usted al señor las gracias. Y.

Él se volvió con rapidez: pero el hombre que había sujetado su muñeca poseía una fuerza que no era fácil de rechazar. Al mismo tiempo, alguien enlazaba su brazo con el de Andrey.

—La necesito a usted, mi joven amiga —dijo una amable voz—. Soy el capitán Shannon, de Scotland Yard.

Hizo una pausa, mirándola de arriba abajo, y la cara aterrada de ella se volvió hacia él.

—¡Mi enrabietada princesa! —suspiró.

—¡Haga el favor de dejarme!

Intentó soltarse en vano. Estaba horriblemente asustada, y un momento, se sintió físicamente enferma.

—Necesito marcharme —dijo, conteniendo su impulso.

—Para ver a la señora de Elton, naturalmente —contestó Shannon, observándola con atención.

—No, yo no he visto a la señora de Elton. No conozco a la señora de Elton —dijo casi sin aliento.

Él movió la cabeza dubitativamente.

—Presiento que tendremos que hablar acerca de esto. Desearía no sujetar más tiempo su brazo. ¿Quiere usted venir conmigo?

—¿Me detiene usted? —suspiró ella.

Él hizo un grave gesto de asentimiento.

—La detengo a usted hasta que se aclare un pequeño asunto. Estoy perfectamente seguro de que usted es un instrumento inconsciente en esto, como estoy igualmente seguro de que su hermana no lo es.

¿Dora? ¿Está hablando de Dora?, se preguntó ella a sí misma con ánimo abatido. Su tono, el duro juicio emitido, dijeron a la muchacha algo que ella no quería saber. Algo que lastimaba sus sentimientos. Entonces, compulsando sus palabras, dijo:

—Yo hablaré de este asunto con mucho gusto y no haré ningún intento de escapar. Pero no vengo de casa de la señora de Elton ni es hermana mía. La historia que yo le conté a usted esta tarde no era cierta.

—¿Por qué? —preguntó él según salían por el corredor de piedra hacia el patio.

—Porque… —Ella vaciló un momento—, yo sabía que era usted un detective.

Él indicó un cab[4]. Dio la dirección y subió, sentándose al lado de ella.

—Está usted mintiendo por salvar a su hermana y a Bunny Elton —dijo—. Me repugna emplear la palabra mentira tratándose de usted: pero eso es lo que está usted haciendo, ¡pobre niña!

Su ánimo se hallaba profundamente agitado desde que emergió netamente un hecho. No era una miniatura lo que ella había llevado por encargo de Dora a una mujer imaginaria. Era algo más importante, algo más serio.

—¿Qué había en el paquete? —preguntó ella con toda franqueza.

—El collar de diamantes de la reina de Finlandia, si no estoy muy equivocado. Su carruaje fue asaltado en The Malí hace cuatro noches, y la joya fue robada de su cuello.

Andrey se incorporó con un gesto doloroso. Fue como si la hubieran dado un golpe. ¡Dora! Ella había leído algo de este asunto en el periódico que él la compró en la estación de Barnham Junction. La señora Graffitt había hablado del crimen. Se sentía paralizada por el horror.

—Desde luego, usted no sabía lo que era —continuó él como hablando consigo mismo—. Es odioso pedir a usted que lo hiciera; pero usted debió decirme la verdad, aun cuándo trajese a su hermana al lugar que la está esperando desde hace muchos años.

El coche parecía ir dando vueltas: el desfile de luces y tráfico al través de la ventanilla venía a ser una mancha confusa.

—¡Haz lo que puedas por Dora!… La lección constante de su madre, casi olvidada, sonaba ahora en sus oídos. Temblaba violentamente. Su cerebro parecía haberse ido embotando, y no surgía ninguna idea que la guiase. Todo lo que ella sabía en aquel instante era únicamente que había sido detenida y que estaba arrestada… ¡Ella!… ¡Andrey Bedford, de la Granja de Beak!…, Se humedeció los secos labios.

—Yo no tengo hermanas —dijo ella con penoso aliento—. ¡Yo he robado el collar!

Andrey oyó su discreta risa y sintió deseos de asesinarle.

—¿Usted, pobre niña? —dijo cariñosamente—. Ha sido un plan realizado por tres hombres muy expertos. Ahora, permítame usted que le diga… —continuó dándola unos golpecitos afablemente en la mano— que no puedo consentirla esta loca y quijotesca actitud. ¿Usted no sabía que Dora y su marido Elton son dos de los más peligrosos ganchos de Londres?

Andrey rompió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

—No, no —decía sollozando. Yo no sabía nada… No es mi hermana, no es hermana mía.

Dick Shannon la miró y se encogió de hombros. No había otra cosa que hacer sino acusarla a ella.

Pedro había llegado a la prefectura antes que ellos, y Andrey observó con fascinante horror el proceso de su captura: vio el paquete abierto sobre la mesa del comisario y el relampagueo y brillo de su contenido. Shannon la cogió galantemente del brazo y la condujo hasta la mesa, entregándola su pluma.

—El nombre es Andrey Bedford —dijo él—. La dirección es Fontwell, West Sussex. La acusación… —Él vaciló un instante—. Es haber sido hallado en su poder un objeto robado, sabiendo que había sido robado. Ahora diga la verdad.

Ella movió su cabeza negativamente.

IX. Negación

Andrey despertó de un sueño inquieto y turbulento, y esforzándose para tenerse en pie, se frotó las espaldas doloridas. Había estado acostada sobre una desnuda tarima, cubierta con la más sutil de las mantas, y sentía que la dolía todo el cuerpo, desde la cabeza a los pies.

El ruido de una llave al girar en la cerradura de la puerta de su celda la había despertado. Era la matrona celadora, que venía para conducirla al cuarto de baño. Cuando volvió a su celda, un poco más reaccionada, encontró preparado su desayuno, compuesto de café, pan y manteca. Apenas terminó de tomarlo se abrió de nuevo la puerta, y al levantar los ojos se encontró con la grave mirada de Dick Shannon, que la saludó con una inclinación respetuosa.

—Vengo por usted —dijo.

El ánimo de Andrey se abatió.

—¿Es para llevarme ante…, ante el juez? —tartamudeó ella.

—Todavía no. Pero temo que eventualmente tendrá usted que ir ante el juez, a menos que…

Ella rechazó la sugestión con un gesto impaciente de su mano. En el silencio de la noche había resuelto definitivamente su actitud en este asunto.

El capitán sintió pena por ella. Sabía muy bien que era inocente, y para comprobarlo había enviado un agente a Sussex, que confirmó con sus investigaciones su creencia.

—Aquí hay alguien que me parece que usted conoce.

Y abriendo una puerta, introdujo a Andrey en una habitación.

Dos personas la ocupaban: Dora y su marido Elton. Andrey los miró calladamente. Se había clavado las uñas en la palma de la mano, para reprimir su impresión, y lo consiguió maravillosamente.

—¿Conoce usted a esta muchacha? —preguntó Shannon.

Dora hizo un gesto negativo.

—No la he visto nunca hasta este momento —dijo con aire inocente—. ¿La conoces tú, Martin?

La cara hosca de Martin expresó igual energía en la negación:

—No la he visto en mi vida antes de ahora.

—Yo creo que es hermana de usted —insistió Shannon.

Dora sonrió.

—¡Qué absurdo! —dijo—. Yo no tengo más que una hermana, y está en Australia.

—¿No sabe usted que su madre y su hermana vivían en Fontwell?

—Mi madre no vivió nunca en Fontwell —repuso Dora tranquilamente, y a pesar de su dominio, Andrey se estremeció—. Había unas gentes que vivían en Fontwell y que eran protegidos míos. Yo ayudé a la mujer una o dos veces. Si ésta es hermana suya, para mí es una perfecta extraña.

Mientras hablaba tenía sus ojos fijos en Andrey, y la muchacha creyó leer en ellos una muda súplica. Como en un relámpago comprendió ella que lo que Dora había dicho podía muy bien ser cierto. Ésta se había casado con su nombre de escena y era completamente posible que ninguno de los vecinos la identificasen como la hija de la señora Bedford, porque no había visitado nunca el lugar y la madre de Andrey era uno de esos caracteres reservados enemigos de toda confidencia.

—Lo que dice la señora de Elton es completamente cierto —dijo la muchacha serenamente—. Yo no la conozco, ni ella me conoce a mí.

Dick Shannon abrió la puerta, y Andrey salió, encontrando a la celadora que la esperaba. Cuando hubo salido, él se volvió a los Eltons.

—Yo no sé cuánto tiempo se mantendrá ella así —dijo—. Pero si sostiene la historia hasta el fin, Elton, ella irá a la cárcel.

Hablaba deliberadamente.

—Voy a decirles a ustedes una cosa. Si esa criatura es enviada a la prisión, si ustedes permiten que ella se sacrifique, yo no he de parar hasta conseguir que vayan ustedes dos a presidio.

—Parece que olvida usted a quiénes habla —dijo Dora con una encendida mirada en sus ojos.

—Sé que hablo a gentes sin escrúpulos, a dos personas completamente depravadas, a dos desalmados —repuso Dick—. ¡Fuera de aquí!…

* * *

Lacy Marshalt estaba sentado en su comedor, con un periódico alzado ante sus ojos. Su rostro se frunció. Contemplaba una fotografía tomada por un audaz reportero fotógrafo. Era el retrato de una muchacha descendiendo de un taxicab. Detrás aparecía un grupo de espectadores curiosos. Un policemen estaba junto a ella, y al otro lado, un agente conteniendo al público. Era uno de esos cuadros familiares a los lectores de periódico. La entrada de un criminal conducido a la sala del juicio.

No necesitó comparar el grabado del periódico con la fotografía que guardaba en su bolsillo. El nombre de la prisionera le hubiese bastado, aunque no hubiera sido fotografiada.

Tonger entró deslizándose como de costumbre.

—¿Ha llamado usted, Lacy? —preguntó.

—Hace diez minutos que he llamado. Y te digo por última vez que olvides ese «Lacy» de los demonios. Mi paciencia tiene un límite, amigo mío.

El pequeño hombre se frotó las manos alegremente.

—Hoy he tenido noticias de mi chica —dijo—. Está muy bien en América. Es lista, Lacy.

—¿Es ella?

Lacy Marshalt volvió al examen de su periódico.

—Ha ganado dinero. Siempre escribe desde los mejores hoteles. Nunca pensó de otro modo.

Lacy dobló su periódico y lo dejó caer al suelo.

—La señora de Martin Elton estará aquí dentro de cinco minutos. Vendrá por la puerta trasera del garaje. La esperas allí y la traes por el invernadero a la biblioteca. Cuando yo te llame la guías por el mismo camino a la salida.

Tonger hizo una mueca admirativa.

—¡Qué suerte para las mujeres!

Lacy le indicó la puerta con un movimiento de cabeza.

Eran menos de los cinco minutos cuando Dora Elton empujó, abriendo el pesado postigo de la entrada, y cruzando el patio, subió los escalones de hierro del invernadero, un anejo encristalado y abandonado en la parte posterior de la casa, encima de la cocina y los lavaderos. Vestía de negro y ocultaba su rostro con un denso velo. Tonger percibió ciertas señales de nerviosidad en ella cuando abrió la puerta del invernadero.

—¿Viene usted a almorzar? —preguntó amablemente.

Ella estaba acostumbrada a estas familiaridades para resentirse demasiado.

—¿Dónde está el señor Marshalt?

—En la biblioteca, leyendo las Sagradas Escrituras —contestó Tonger humorísticamente.

Lacy no estaba leyendo nada más informativo que el fuego de la chimenea cuando ella apareció.

—He llegado aquí con un miedo horrible —dijo ella—. Creí que no podría venir esta tarde. He tenido que contar una porción de mentiras a Martin. ¿No vienes a besarme?

Él se inclinó y rozó la mejilla de ella.

—¡Vaya un beso! —dijo ella burlonamente—. ¿Bien?

—¡Este robo del collar!… —repuso él lentamente—. Hay una muchacha complicada. He oído decir que la policía tiene la impresión de que es tu hermana.

Ella permaneció en silencio.

—Yo sé, desde luego, que tú has intervenido en el negocio —insistió él—. Stanford es un antiguo conocido mío del África del Sur y es uno de los de la cuadrilla. Pero esta muchacha ¿está mezclada en el asunto?

—Tú sabes demasiado cómo lo está —respondió ella malhumoradamente. Ella no se había arriesgado a venir a Portman Square para hablar de Andrey. Y al pensar en el riesgo…

—Había un hombre vigilando esta casa en la parte de atrás, cuando yo he venido —dijo—. Yo le he visto por la puerta del garaje, y cuando él me vio a mí, siguió andando disimuladamente.

—¿Vigilando esta casa? —exclamó él con incredulidad—. ¿Qué clase de hombre era?

—Parecía un gentlemen. Yo apenas le vi la cara. Era muy delgado y de un aspecto fino. Tenía…

Lacy dio un paso hacia ella y la asió por los hombros. Su rostro estaba lívido y sus labios temblaban. Durante un momento permaneció sin poder hablar.

—Estás mintiendo. ¡Tú intentas lanzar a uno sobre mí!

Ella forcejeó para desasirse, aterrorizada.

—¡Lacy! ¡Eso es una ofensa!

Él la impuso silencio con un ademán.

—Estoy nervioso y tú me has sobresaltado —murmuró—. Continúa con lo que estabas diciendo. ¿Esa muchacha es tu hermana? Necesito saberlo.

—Mi media hermana —dijo ella en voz baja.

Él detuvo sus pasos.

—¿Qué quieres decir? ¿Tenéis diferentes padres?

Ella hizo un gesto.

Él no volvió a hablar, y ella comenzó a sentir miedo.

—Esa muchacha irá a la cárcel, naturalmente…, por salvarte a ti.

Él sonrió, pero no había alegría en su sonrisa.

—Es lo mejor. Yo puedo esperar —dijo él.

* * *

Un mes después, en una mañana luminosa del mes de marzo, una pálida muchacha se hallaba en el espacioso dock del Oíd Bailey, y al lado suyo, un belga de anchas espaldas, que era el primero que había de ser juzgado.

Saliendo del tribunal hacia el final del edificio, enfermo del ánimo y abrumado por la solemne maquinaria de la venganza, que había reducido a polvo a tan frágil víctima, Shannon vio una figura familiar escondida en uno de los profundos asientos de los bancos donde habitualmente aperan los testigos.

—Bien, Slick; ¿ha estado usted en el tribunal?

—He estado —contestó el otro atentamente—; pero la alusión al éxito del detective se ha desvanecido por entero. Yo me atormento a mí mismo. Las demás gentes no tienen sentimientos. He visto a Stanford entre los cuernos.

Shannon se sentó a su lado.

—¿Qué piensa usted?

—¿Del caso? La pequeña miss Quijote está abajo —indicó significativamente.

—Tengo miedo por ella —dijo Shannon después de una pausa, con un suspiro.

—Dígame, Shannon. ¿Ha oído usted algo de un individuo llamado Malpas?

Dick, que estaba pensando en ello también, se estremeció.

—Sí, es un viejo excéntrico que vive en Portman Square. ¿Por qué lo pregunta?

Slick Smith sonrió suavemente.

—Está en cierto modo complicado. Hablo con arreglo a mis dotes de detective. Este caso ha terminado muy repentinamente.

Un policemen hizo señas a Shannon y éste se / precipitó en la sala del tribunal, a tiempo de oír la sentencia.

—¿Qué edad tiene usted? —preguntó el juez despaciosamente, la pluma en la mano y mirando por encima de sus gafas.

—Diez y nueve años, milord —era Shannon—. Y puedo añadir que la policía está perfectamente convencida, a pesar de la prueba en contrario, de que esta muchacha es una víctima inocente de otras personas que no están detenidas.

El juez movió su cabeza.

—La prueba no confirma ese punto de vista. Es verdaderamente terrible ver a una joven en esta situación, y yo faltaría a mis deberes para con la sociedad si no castigase severamente a un agente tan peligroso. ¡Andrey Bedford! Es usted condenada a trabajos forzados en prisión por un año.

X. La verdad

En una mañana sombría del mes de diciembre, el postigo de la puerta de la cárcel de Holloway se abrió, y una ágil y esbelta muchacha, vestida con un viejo abrigo de terciopelo oscuro, salió, y sin mirar a derecha ni a izquierda pasó a través de los amigos de los presos que esperaban a que fuesen puestos en libertad, y se encaminó apresuradamente hacia Canaden Town. Al atravesar el camino, se cruzó con el largo coche de Dick Shannon, que pasó raudamente sin que ella le viese a él. Shannon llegó tres minutos más tarde de su partida.

Ella tenía unos cuantos chelines, como remanente del producto de su trabajo durante un año, y apeándose al final del trayecto del tranvía, marchó a lo largo de Euston Road, basta encontrar un pequeño restaurante.

Su cara era un poco más delgada, más bellamente delicada; sus ojos tenían una mirada más grave; pero era ella, la Andrey que ajustaba las cuentas de las gallinas y los huevos de la granja. Durante nueve meses, la rutina de la cárcel había moldeado su alma. Durante setenta y dos horas en una semana había convivido con los seres degradados que forman la escoria de los bajos fondos sociales, y ni descendió jamás a su nivel ni experimentó nunca el sentido de una desmedida superioridad. Había pasado noches amargas, en que la negra perfidia de que había sido víctima la angustiaba, y ella entonces cerraba sus ojos para impedir el acceso de las odiosas realidades. Noches de tortura aquéllas en que el conocimiento de su propia ruina la llevaba al borde de la locura.

No la parecía, sin embargo, que Dora se había visto forzada a proceder así. Recordaba todo lo que sabía y había oído de su hermana, reflexionaba acerca de su conducta. Un horrible pensamiento solamente entristecía a Andrey: el que las condiciones de su hermana eran aquellas que habían sido perceptibles en su madre. Dio un suspiro entrecortado y levantándose tomó un ticket y pasó a la caja para abonar su consumición.

¿Dónde iría ahora? A casa de Dora, decidió. Quería estar absolutamente segura de que no había sido juzgada erróneamente del todo.

Consideró que no debía ir de día, y empleó el resto de la mañana en buscar alojamiento, encontrándolo al fin en el Hotel del Camino de Gray, donde alquiló una habitación interior del último piso. Allí permaneció toda la tarde trazando los planes de su frustrado porvenir. Cuando se hizo de noche, se dirigió a Curzon Street.

La criada que abrió la puerta era la misma muchacha que la recibió la primera vez.

—¿Qué desea usted? —la preguntó tímidamente.

—Deseo ver a la señora de Elton —contestó Andrey.

—No puede usted verla —dijo la criada, intentando cerrar la puerta.

Pero los nueve meses de trabajos manuales habían hecho su efecto. Sin esfuerzo ninguno empujó la puerta abierta y entró.

—Suba usted y diga a la señora que estoy aquí.

La criada subió rápidamente la escalera, y Andrey, sin vacilar, la siguió. Según llegaba detrás de la sirvienta, dentro del salón rojo oyó a su hermana que decía:

—¿Cómo se ha atrevido a venir aquí?

Estaba vestida con un traje de noche, que realzaba su belleza, coronada por los cabellos rubios, brillantes como el oro bruñido. Miró a su hermana como si fuese un fantasma, y sus ojos se recogieron en una airada expresión.

—¿Cómo te has atrevido a entrar a la fuerza en esta casa? —la preguntó.

—Di a la criada que se retire —contestó Andrey tranquilamente.

Cuando hubo desaparecido la sirvienta y estuvo ella segura de que no escuchaba en el rellano, se acercó a Dora, diciéndola simplemente:

—Quería darte las gracias. Hice una locura: porque sentía que necesitaba restituir a nuestra madre algo que yo la debía y que no había pagado aún.

—No comprendo lo que estás diciendo —observó Dora ruborosa.

—¿Ha tenido usted el valor de venir aquí?

Era el correcto y pulido Martin quien hablaba.

—Usted pretende arrastrarnos a su crimen. Expone a la señora de Elton al desprecio del mundo, y viene usted tranquilamente a nuestra casa sin pedir permiso siquiera. ¡Qué valor!

—Si necesitas dinero, escribe —dijo Dora, empujando la puerta entreabierta—. Si vuelves aquí, mandaré a buscar un policemen.

—Mándale a buscar ahora —contestó la muchacha fríamente—. Estoy tan bien relacionada con los policías, que no puedes asustarme ya, mi querida hermana.

Dora cerró la puerta rápidamente.

—Si quieres saberlo, te diré que no somos hermanas. ¡Tú no eres ni siquiera inglesa! —dijo en voz baja, llena de malévola intención—. Tu padre fue un segundo marido de nuestra madre, un norteamericano. Está en el dique de la Ciudad del Cabo cumpliendo una cadena perpetua.

Andrey se apoyó en el respaldo de una silla para sostenerse.

—¡Eso no es verdad! —dijo.

—¡Es verdad…, es verdad! —replicó Dora con un violento y áspero silabeo—. Madre me lo dijo a mí, y el señor Stanford lo sabe todo. Tu padre compraba diamantes, y dio un tiro al hombre que le delató. En África del Sur es un delito el comprar diamantes. Deshonró así a mi madre, y ella, entonces, cambió de nombre y regresó a su patria un día después de ser él detenido. Por eso tú no tienes derecho al nombre de Bedford. Ella le odiaba tanto, que lo cambió todo.

Andrey movió la cabeza tristemente, y continuó como hablando consigo:

—Y, naturalmente, mi madre le dejó. No quiso estar cerca de él para darle el consuelo y el cariño que una mujer puede y debe dar al más vil de los hombres. ¡Qué amor el suyo!

No había malicia ni amargura en su voz. Andrey tenía la mala costumbre de ver las cosas en toda su realidad. Levantó sus ojos lentamente hasta encontrar los de Dora.

—Yo no debí haber ido a la cárcel —dijo ella—. Tú no eres digna de mi sacrificio. Y creo que la madre tampoco.

—¿Te atreves a hablar mal de mi madre? —gritó Dora furiosa.

—Sí, porque es la mía también. Ella está más allá de mi crítica y de tu defensa. Gracias. ¿Cuál es mi apellido?

—¡Búscalo!

—Se lo preguntaré al señor Shannon —dijo Andrey.

Fue la única malicia que mostró en la conversación. Pero fue también digno de verse el cambio que se operó en ambas fisonomías.

XI. El señor Malpas

Dick Shannon tenía un piso en Haymarket, un departamento que servía de casa y de oficina, porque en la habitación dominante sobre uno de los sitios más frecuentados de Londres, lograba un mayor volumen de trabajo que el que obtenía en su aburrido despacho del muelle del Támesis.

Steel, su ayudante, bautizó el piso con el nombre de «Novísimo Scotland Yard», y ciertamente estaba justificado, porque allí muy a menudo se celebraban las conferencias del Big Five, acerca de las sesiones del Consejo.

Algo semejante a un subcomité estaba reunido el día en que Andrey Bedford fui puesta en libertad. El agente Steel, especialista en asuntos de sociedad —era el orgullo del Yard, por ser el hombre que mejor vestía en Londres—, y el inspector Lañe, antes de Bow Street y ahora de Maryltbone, eran los reunidos.

—¿Usted no la ha visto? —preguntó el inspector.

Dick Shannon hizo un gesto negativo.

—Cuando fui a hablar con el gobernador y descubrí que había sido puesta en libertad, era inútil buscarla. He dado instrucciones a todos los distritos para que en el momento en que tengan noticias suyas me lo comuniquen. Ella no ha cumplido la totalidad de su condena.

Shannon contuvo un suspiro.

—Si hay errores de justicia, éste es uno. Y, sin embargo, no veo lo que el veredicto del jurado podía reparar.

—Pero si era inocente —dijo Steel confuso—, ¿qué cosa más fácil para ella que hablar? No es inocente el encubrir a un culpable.

—Dejemos esta discusión fuera del reino de la metafísica —contestó Dick malhumoradamente—. ¿Qué hay acerca de Malpas?

—Es un misterio —respondió Lañe—, y la casa lo es más todavía. Por lo que yo he podido averiguar, habita en el 551 de Portman square, desde enero de 1917, y permanece en ella la mayor parte del tiempo. Nadie le ha visto. Nosotros tuvimos una queja el año último, de Lacy Marshalt, que vive en la casa inmediata, porque, según dijo, le molestaban por las noches con los aldabonazos; pero no pudimos aconsejarle sino que hiciese una notificación. Paga sus cuentas con toda regularidad, y cuando vino a la caía (de la cual es hoy propietario) gastó una suma considerable en reformas. Una importante firma italiana de Turín hizo en la casa una completa instalación eléctrica de luces, timbres de alarma y otros varios medios de defensa, aunque yo no he podido hallar traza de los que suministraron el material.

—¿Tiene criados?

—Ninguno: esto es lo más extraño. No come en casa, lo que significa que tiene que comer fuera o morirse de inanición. Yo he apostado varios hombres para vigilar la casa por detrás y por delante, pero él se ha deslizado siempre sin ser visto, si bien ellos han observado algunas cosas interesantes.

Dick Shannon se acarició la barba.

—No es un delito vivir recluido —dijo—, pero sí lo es el ocuparse de conspirar. Traiga usted a esa muchacha Steel.

Steel salió y volvió acompañando a una joven vestida con un guardapolvo, que saludó fríamente, sentándose en la silla que Steel acercó a ella.

Miss Neilsen: usted es una bailarina profesional… sin contrata.

—Eso es —contestó ella lacónicamente.

—Deseo que nos cuente usted su visita a Portman Square, 551.

Ella no manifestaba hallarse dispuesta a hablar.

—Si yo hubiera sabido que hablaba con un detective cuando charlamos la otra noche, no hubiese dicho tanto —confesó francamente—. Usted no tiene ningún derecho para interrogarme.

—Acusó usted a un caballero, que ocupa una posición respetable, de intentar comprometerla en una conspiración —repuso Dick—. Es una acusación muy grave la que usted ha hecho.

—Yo no dije que fuese una conspiración —se apresuró a negar ella—. Todo lo que yo dije fui que el viejo, que era un perfecto extraño para mí, me preguntó si yo querría realizar una misión en la casa del señor Marshalt, que es la de la puerta inmediata. Él necesitaba de mí para ir allí una tarde y armar un escándalo, decir a gritos que Marshalt era un granuja, romper los cristales de una ventana y conseguir la detención.

—¿No la dijo a usted por qué?

—No. De todos modos, la proposición no me agradó. Únicamente pensaba con alegría en salir de allí. El hombre me dio sus excusas —ella se estremeció—. ¿Ha conocido usted hombres feos? Pues no tiene usted idea de lo que es fealdad. ¡Y además, da miedo! Tiene usted que sentarse a una mesa que hay en el extremo de la habitación mientras él se sienta en el lado opuesto. La habitación está toda oscura, excepto la parte donde él se halla, que aparece iluminada por una lucecita sobre su mesa de despacho. La casa está llena de fantasmas, o al menos así me lo pareció a mí. Las puertas se abren solas y suenan voces que no se sabe de dónde vienen. Cuando me vi en la calle de nuevo, estuve a punto de arrodillarme y rezar una oración en acción de gracias.

—Si usted era una extraña para él, ¿cómo la conoció? —preguntó Dick suspicazmente.

La explicación de ella fue lógica.

—Tomó mi nombre de una revista de teatros. Yo me había anunciado en la sección «Desean contrato…».

Lañe la interrogó más estrechamente: pero ella insistió en lo que había declarado, y ellos la dejaron marchar.

—Es extraño —dijo Dick Shannon pensativamente—. Me gustaría ver al señor Malpas. ¿Ha tenido usted otras reclamaciones?

Lañe vaciló un instante.

—Yo no las llamaría reclamaciones. El inspector de Hacienda armó un pequeño alboroto, porque no pudo ver al individuo. Él declaró su renta, que la Revenue Island juzgó inferior al tipo calculado, y fue citado a la Inspección. Naturalmente, no compareció, enviando, en cambio, una autorización para examinar su cuenta corriente bancaria. Yo tuve ocasión de enterarme interviniendo en la investigación. Es la cuenta más sencilla que he visto: mil quinientas libras ingresadas en un año y mil quinientas libras sacadas en un año. Ningún cheque mercantil. Nada más que impuestos, renta territorial y cantidades para sus gastos corrientes.

—¿Dice usted que tenía visitantes? —preguntó Dick.

—Sí; yo había venido para hablarle a usted de ellos. Con un intervalo nunca mayor de dos semanas, recibe una visita, y algunas veces dos, en el transcurso del día. Generalmente, es en sábado. El visitante no llega nunca hasta que oscurece, y no permanece en la casa más de media hora. Por lo que hemos podido observar, el mismo hombre no viene nunca dos veces. Esto lo descubrimos casualmente. Uno de nuestros agentes vio a un hombre entrar y salir. El sábado siguiente, precisamente a la misma hora, vio a un visitante llegar, y al cabo de un rato, marcharse. Esto mismo fue visto de nuevo unas cuantas semanas después; pero esta vez el visitante era un negro. Nuestro hombre le siguió sin conseguir averiguar nada de él.

—Malpas debe ser vigilado estrechamente —dijo Dick, y el inspector tomó nota—. Detenga usted a uno de esos visitantes con cualquier pretexto, y vea usted lo que lleva encima. Puede usted encontrarse con que el viejo no es más que un hombre caritativo, o puede resultar una persona peligrosa.

Casi agotado el tema del misterioso Malpas pasaron a ocuparse de un incendio providencial que había salvado de la bancarrota a un ebanista.

El señor Malpas no hubiera sido objeto de discusión sin la historia que la bailarina contó a un simpático agente espía. La asociación de esta siniestra figura a los acontecimientos que gradualmente se iban desarrollando ante sus ojos, y lo que la enojada princesita, cuya imagen no se había apartado de su mente durante los nueve meses de su prisión, había de suponer en la vida del viejo, encadenada a él por su destino, eran cosas que Dick Shannon no podía soñar. El señor Malpas era una pesquisa, un sujeto arrestable circunstancialmente para ser interrogado y sometido a las pruebas. Pronto aparecerá en la escena, borrando todos los demás objetos de la vista del capitán Shannon.

* * *

Andrey Bedford había hecho un descubrimiento interesante. Existía una cosa esencial en la vida acerca de la cual no oyó hablar nunca. Era un algo misterioso llamado «un carácter». Otras veces recibía el nombre de «informes».

Sin uno u otros (aunque constituían realmente una misma cosa), era imposible obtener un empleo. Había hombres codiciosos que decían: «No importa, niña; nosotros lo conseguiremos»; otros, que aparentemente se escandalizaban cuando la oían decir que acababa de salir de la cárcel, pero que no tenían inconveniente en invitarla a comer con ellos, y había otros hombres (preferidos por ella) que la decían secamente: «No la admitimos a usted.

Su pequeño capital estaba agotándose. Al amanecer de un día de Navidad, se despertó con un saludable apetito, dispuesta a almorzar, mojándola en agua, una dura rebanada de pan que había guardado de la noche anterior. Y esto hubiera sido su almuerzo y hubiera sido también su cena sin un acontecimiento providencial. Ocurrió aquella noche en una calleja, lejos de Gray’s Inn Road, una riña entre dos bravías mujeres, una de las cuales puso en las manos de la muchacha un pequeño y grasiento paquete, con el fin de encontrarse más libre para vapulear a su rival. Llegó inmediatamente la policía, se armó un escándalo formidable. Las contendientes fueron llevadas a empellones al puesto de policía de Theobalds Road, y Andrey se llevó el paquete a su casa, cenando regiamente una ración de pescado frito con patatas. Fue divino.

El martes por la mañana subió su patrona a la habitación. Andrey percibió los recio» pasos de fe mujer en la escalera y sintió un pánico ciego.

—Buenos días, señorita. Ha habido una carta para usted.

Andrey la miró fijamente. Nadie conocía sus señas. Nunca había dado su dirección en los sitios donde había gestionado empleo.

—Me alegraré de que tenga usted buenas noticias —dijo la patrona animosamente—. Yo no exijo mucho por mis habitaciones, pero me gusta cobrar con regularidad. Todos tenemos que vivir, y precisamente he tenido una petición de este cuarto esta misma mañana. No es que yo la vaya a echar a usted. Yo la arreglaría a usted una cama en el sofá —añadió.

Andrey no escuchaba. Estaba preocupada, dando vueltas a la carta en una mano. Por fin se decidió a abrirla. Rasgó el sobre y encontró una dirección y unas líneas escritas con lápiz. Leyó el mensaje con verdadera turbación:

Venga usted a las cinco esta tarde. Tengo trabajo para usted.

La nota estaba firmada: «Malpas».

Andrey frunció el ceño. ¿Quién era Malpas y cómo había descubierto su paradero?

XII. La entrevista

Andrey Bedford acercó el papel a sus ojos para comprobar la dirección. El escrito, en lápiz, parecía ahora una débil y casi indescifrable mancha. A la indecisa luz de una tarde gris de diciembre, hubiera sido difícil leerlo; pero a titas dificultades había que añadir también la molestia del granizo que impelía el viento. Su viejo abrigo estaba ya empapado. Le había calado el agua antes de que ella hubiese andado una milla. El ala de su sombrero de terciopelo negro caía laciamente.

Volvió a guardar el papel en su bolsillo y examinó con un ligero temor la horrible puerta del número 551 de Portman Square. Esta desagradable casa, con su oscura y confusa fachada de piedra y las ventanas inexpresivas, podría encubrir interiores de confort y lujo; pero la apariencia externa era poco prometedora.

El posible resultado de esta tentativa era considerado por ella con una intranquilidad que la parecía extraña a ella misma.

Portman Square se hallaba solitario en aquellas horas. Por la parte inferior de la ancha plaza pasaban trepidantes los rojos autobuses y se deslizaban raudamente los coches y taxis con fugaces intervalos. Dando un largo suspiro, subió los dos escalones y buscó el timbre o campanilla para llamar. No había ninguna, y se decidió a llamar discretamente con los nudillos.

—¿Quién es?

La voz parecía salir de las jambas de piedra de la puerta.

—¡Miss Bedford! —contestó ella—. Tengo una oferta de empleo del señor Malpas.

Hubo una pausa y la puerta se abrió lentamente.

—Suba la escalera. Es en el primer piso —dijo la voz, surgiendo de una rejilla abierta en el muro.

El hall estaba desierto, iluminado por un globo amarillo. Mientras ella miraba en derredor suyo, la puerta se cerró de nuevo, impulsada por un agente invisible. Un segundo fue dominada por un repentino e inenarrable terror. Buscó la manezuela de la puerta, pero no había ninguna. El oscuro y pesado portón se había cerrado tras de ella irrevocablemente.

Las manos de Andrey temblaron; una mezcla de frío y miedo quebrantaba su ánimo; frío y miedo y hambre, porque durante todo el día sólo había tomado un pedazo de pan y el café sobrante de la noche anterior.

Examinó temerosamente el hall. No había en él otro mobiliario que una vieja silla arrimada contra la pared. El piso de mármol tenía una espesa capa de polvo, y los muros, descoloridos, estaban exentos de cuadros y cortinajes.

Hizo un esfuerzo para dominar el temblor de sus piernas y subió los pétreos escalones. En el segundo rellano había una pulida puerta de palo de rosa, la única puerta interior que había visto, y después de un momento empleado en reunir las reservas de su valor, llamó.

—¿Es miss Bedford?

Esta vez sonó la voz encima de su cabeza. Levantó los ojos y vio una segunda rejilla en la puerta misteriosa. Estaba colocada de forma que todo visitante quedase en un plano inmediatamente inferior.

—Sí —contestó ella conteniendo su ansiedad.

Instantáneamente se abrió la puerta de palo de rosa y pasó a un vasto y bien iluminado salón. Frente a ella había una segunda puerta entreabierta.

—Haga el favor de entrar.

Esta vez las palabras venían de la habitación.

Ella vaciló, palpitando su corazón dolorosamente. La habitación aparecía en la oscuridad, excepto un débil reflejo. Empujando la puerta entreabierta, pasó al interior del aposento.

Era una vasta estancia, de unos treinta pies de ancho y unos veinte de largo. Los muros estaban tan completamente revestidos de cortinas de terciopelo, que era imposible decir dónde se hallaban ocultas las ventanas abiertas en la oscuridad. El visitante tenía que adivinar dónde comenzaba el negro techo y terminaban las paredes. Bajo sus pies había una rica y mullida alfombra, en la cual se hundieron, inmovilizándose, sus pies a los tres pasos. Se detuvo y miró con los ojos muy abiertos por la impresión.

En el opuesto ángulo de la habitación había un hombre sentado a una mesa de despacho, sobre el cual concentraba la verde pantalla de una lámpara la única luz que iluminaba el oscuro y triste aposento.

Era una extraña y repugnante figura. Su cabeza, estrecha y calva; su rostro, amarillento y lampiño, estaba surcado por mil arrugas, costurones y cicatrices; la nariz era enorme y pendiente. Su largo y puntiagudo mentón se movía constantemente, como si hablase consigo mismo.

—Siéntese en esa silla —dijo taimadamente.

La silla que descubrió ella cuando sus ojos dilatados se acostumbraron a la oscuridad, estaba detrás de una mesita. Lenta y angustiosamente se sentó.

—La he llamado a usted para que haga su fortuna —dijo con su voz áspera y gruñidora—. Muchos de los que se han sentado en esa silla han llegado a ricos.

A la luz verdosa que caía de través sobre su rostro desde la pantalla de la lámpara, parecía un monstruoso idolillo de algún artista chino. Ella se estremeció y le miró más fijamente.

—Mire usted a la mesa —dijo él.

Debió de haber oprimido algún botón sobre la mesa suya, porque instantáneamente se encontró bajo un poderoso foco de luz amarillenta, que caía de una pantalla en forma de campana, arrojando un círculo de radiante luminosidad al suelo en torno de ella. Y entonces vio sobre la mesita un pequeño montón de dinero.

—¡Cójalo! —dijo él.

Después de un segundo de vacilación, ella tendió su mano y cogió los billetes, temblando de pies a cabeza. La luz del techo se fue atenuando lentamente, hasta extinguirse. Ya de nuevo sentada en la oscuridad, sus manos asían inconscientemente la riqueza que había venido a ella. Y una llave. Hasta más tarde no se dio ella cuenta de la existencia de esta llave. Él abordó resueltamente la cuestión.

—¡Andrey Bedford! ¿Es éste el nombre de usted?

Ella no contestó.

—¿Hace tres semanas que ha salido usted de la cárcel, dónde se hallaba cumpliendo una condena de un año o nueve meses de un año por haber sido cómplice en un robo?

—Sí —respondió la muchacha tranquilamente—. Yo se lo hubiera dicho a usted de todo9 modos. Lo he dicho siempre que he solicitado trabajo.

—Inocente desde luego, ¿no? —preguntó él.

No había sonrisa ninguna en su faz inexpresiva, y ella no pudo juzgar si existía o no ironía en su pregunta. Sospechó, sin embargo, que la había.

—Sí: yo era inocente.

—Una acusación confusa…, una calumnia, ¿eh? Elton había fiado todo a usted. ¿Usted no sabía nada del robo? ¿Ha sido usted un instrumento inocente?

Él aguardó la respuesta.

—Yo no sabía nada del robo —contestó ella sin alterarse.

—¿Dijo usted eso en el juicio?

Ella no contestó. Él permaneció inmóvil en su asiento, semejando una figura de cera modelada por algún artista desequilibrado.

—Está usted mal vestida…, y eso no me agrada. Tiene usted dinero ya para comprar lo mejor que encuentre. Venga usted un día de esta semana a la misma hora. Sobre la mesita hay una llave, con ella abrirá usted todas las puertas si el registro está libre.

Andrey pudo recobrar su voz.

—Ahora debo saber cuáles son mis obligaciones —y su voz sonó apagadamente en la tapizada habitación—. Es usted muy bondadoso al entregarme tanto dinero: pero usted comprenderá que yo no puedo aceptarlo sin saber, al menos, lo que pretende usted de mí.

Hambrienta como estaba, con la perspectiva de no cenar aquella noche, y teniendo ante sus ojos la fealdad de su pequeña habitación y el rostro amenazador de su patrona, necesitó hacer un gran esfuerzo para hablar en aquellos términos. El hambre desmoraliza los más íntegros caracteres, y ella estaba desmayada por falta de alimentación.

Él habló pausadamente:

—La ocupación de usted consistirá en destrozar el corazón de un hombre.

Ella casi sonrió.

—Me parece que no habla usted en serio.

Él no contestó. Ella sintió una corriente fría en su espalda, y, volviéndose, experimentó un leve temblor de miedo al ver la puerta abierta.

—¡Buenas noches!

La figura del extremo opuesto de la habitación tendió su mano indicando la puerta. La entrevista había terminado.

Apenas puso el pie en la escalera, la puerta se cerró de nuevo, y ella descendió hasta el hall con su cerebro en un estado caótico. La puerta de la calle estaba cerrada: evidentemente, él esperaba que ella utilizase la llave. Con sus dedos temblorosos trató de introducirla en la microscópica hendidura que logró descubrir después de una minuciosa rebusca. Pero en su precipitación, la llave se escurrió de sus dedos y cayó. Era tan pequeña, que al principio no pudo encontrarla. La fuerza con que quiso proceder la había lanzado a un rincón del hall. Tras de una cuidadosa exploración, logró hallarla; pero al mismo tiempo encontró otra cosa: un guijarro del tamaño de una avellana. Tenía adherido un pedacito de lacre rojo con la clara impresión de un sello. Era tan insólito el encuentro de aquel objeto, que por el momento, se olvidó de su afán de salir de la casa. Lo extraordinario ejercía una gran fascinación sobre la joven, y realmente había algo extraño en aquella piedrecita tan cuidadosamente sellada.

Andrey levantó la vista hacia la escalera, esperando ver al viejo para preguntarle si aquel singular hallazgo tenía algún interés para él. Entonces recordó que tenía que volver a verle en aquella misma semana, y guardó el guijarro dentro de su pequeño bolso.

Al hacerlo, se dio cuenta de que una de sus manos apretaba un manojo de billetes de banco. ¡Seiscientas libras! Había tres billetes de ciento, cuatro de cincuenta y veinte de cinco.

Andrey dio un largo suspiro. Escondió el dinero y volvió a introducir la llave en la cerradura. Eli otro segundo se halló frente a la realidad.

El taxicab que avanzaba lentamente hacia ella no tuvo importancia ninguna en el primer instante; pero de pronto recordó que era una mujer enormemente rica, y con el corazón palpitante levantó la mano e hizo señas al taxi para que se detuviese, saliendo rápidamente a su encuentro.

—Lléveme a…

¿Adónde? Primero a comer. Después, con la satisfacción de haber comido, tendría unos minutos de reposo.

—Ésta tenía una cita a las ocho —dijo entre dientes el conductor.

La primera impresión de Andrey fue la de que el chauffeur hablaba de ella, y se sorprendió de lo que pudiera significar. Pero él miraba hacia detrás, y siguiendo la dirección de su mirada vio una escena que al principio la produjo malestar y luego la inspiró lástima. Arrimada a la barandilla que cerca la plaza había una mujer. Se apoyaba sobre una mano tensa, desmayadamente, mientras con la otra asía el llamador de la puerta de la casa próxima al lugar de misterio que acababa de dejar.

Su evidente finura, la pobre imitación de la pluma de paraíso de su sombrero, la húmeda y sucia superficie de su abrigo de piel, ridículamente cortado a la moda, componían un cuadro inolvidable. La muchacha aborrecía la embriaguez: lo comprobó con horror cuando vio a una mujer embriagada. Las riñas de comadres en Gray’s Inn Road eran infinitamente menos repulsivas que el espectáculo de esta pobre criatura con su cara enrojecida por la borrachera y sus estúpidos vocablos.

Andrey retiró su pie del estribo con el propósito de acudir a ella, cuando la puerta se abrió violentamente y vio aparecer un hombre viejo y delgado.

—¿Qué escándalo es éste? ¡Venir a armar este alboroto a la casa de un caballero! ¡Váyase de aquí o enviaré por un!…

La voz de Tonger llegó a la muchacha entre los agudos silbidos del viento.

—¡Paso! —decía fatigosamente la infeliz, avanzando hacia la puerta abierta.

Andrey, que observaba, vio que el hombre trataba de cogerla; pero ella se desplomó sobre él:

—¡Levántate!…

Hubo una pequeña lucha, y de repente Tonger empujó a la mujer fuera del hall y cerró la puerta violentamente.

—Ésta es la casa del señor Marshalt —dijo el chauffeur—. Es un africano millonario. ¿Dónde dijo usted que quería ir, señorita?

Le dio la dirección de una pequeña tienda de confecciones de la avenida de Shaftesbury, una tienda ante cuyos escaparates se detenía siempre cuando, en busca de trabajo, venía al barrio del Oeste. Después meditaría sobre el origen de este dinero del terrible viejo que ella gastaba. Por el momento, las necesidades de la criatura dominaban. Frente a la tienda de confecciones había una zapatería: dos manzanas de casas más allá había un confortable hotel.

—Saldré de este sueño alguna vez —pensaba Andrey mirando al través de los escaparates el interior de los establecimientos—; pero saldré bien vestida, por lo menos.

XIII. Bunny habla con justeza

Es difícil algunas veces trazar una línea a través de la vida humana y decir con exactitud: «Aquí comienza una carrera». Martin Elton había venido a ser un criminal por una serie natural de sucesos relacionados íntimamente, y teniendo todos como base un deseo común a la humanidad en todas sus categorías, que es el de vivir sin trabajar.

Fue el resultado de esta gran escuela que fundó él mismo en un temprano período de su vida, sin otros bienes que el atractivo de sus maneras, la habilidad de conversar agradablemente y acertar a ser el huésped de amigos explotables. En todos los casos pagaban sus cumplimientos la mayor parte de los dividendos, y desembarazado del agobio de una conciencia, con un restringido sentido del honor, ingresó naturalmente, por derecho propio, en la sociedad de hombres y mujeres que vivían de la agudeza de su intelecto. Él había frecuentado las casas de juego, en una de las cuales conoció a Dora, encontrando en ella una compañera igualmente libre de escrúpulos estúpidos; había tramado y cometido íntimamente latrocinios que tenían algo oscuro en su desarrollo; había chapoteado en las huellas enlodadas de ciertos fraudes y había, en suma, realizado empresas de provechoso resultado.

Entre el segundo y tercer actos de una comedia en que Dora tomaba parte, paseaba él por la galería. Había gentes que le conocían y le saludaban. Únicamente hubo uno que trató de entablar conversación con él, haciendo diversas insinuaciones, porque Martín no era un espíritu gregario. Prefería la compañía de su propio pensamiento en todas las ocasiones, y especialmente en aquella noche.

—¡Hola, Elton!

Él sonrió maquinalmente y pretendió alejarse; pero el hombre que le había interrumpido en su soliloquio estaba dispuesto a no comprender su deseo de soledad.

—Me han dicho que Stanford se ha ido a Italia. La verdad es que este compañero es un pájaro que tiene dos nidos a la vez. ¿Hace usted algo?

—Nada —contestó Martin satíricamente—. Londres está muy aburrido desde que la casa de Melilla Snowden, en Albemarle, fue asaltada y robadas sus perlas.

Slick Smith sonrió levemente.

—No fue culpa mía —dijo—, y de ningún modo fueron ellos apoyados por mí. El asalto fue más genuino, pero la gritería de ella en la Prensa la produjo un equitativo reclamo. Mi opinión de Melilla es que, como actriz y como mujer, ha descendido hasta el piso entresuelo. Un remendón que únicamente puede remendar en Luck-lik-Reels debe ir a aprender a la escuela los domingos. Si usted tiene propósito de trabajar, dígamelo, que yo puedo hacerlo. Pero tiene que ser un trabajo honrado.

—Venga usted un día de éstos y arreglará el hornillo de mi cocina —rezongó Martin, que no se hallaba del mejor humor en aquel momento.

—Los hornillos son mi especialidad —respondió Slick imperturbable—. ¿Un cigarro?

—¡No!

—Tal vez tenga usted razón. No se puede contar con nadie. Será muy duro, sin embargo, para mí, si tengo que hacer de zapador. ¿Ha visto usted a Shannon?

Martin le miró seriamente.

—Mi querido amigo, yo no he visto a Shannon ni necesito verle para nada. Le diré más todavía: no estoy de humor para hablar.

—¡Qué lástima! —lamentó Slick—. Yo me siento locuaz y estoy cansado de hablar conmigo mismo. Necesito caer sobre alguien.

—Está usted en peligro de caer sobre mí.

Martin sonrió a pesar suyo.

—Lo siento mucho. Lacy Marshalt no es así.

No había énfasis especial en sus palabras. Al mismo tiempo que hablaba doloridamente, encendía su cigarrillo.

—Sé muy poco acerca de Marshalt —dijo Martin brevemente.

—No supone lo que usted hace. Yo le conozco superficialmente. Es un ladrón también. Pero en los asuntos que él trabaja queda siempre una especie de brecha… Usted tiene un buen socio, Elton.

La aparente inconsecuencia de su última observación no fue perdida para su interlocutor.

—Creo que yo no pasaría de ahí si yo fuese usted —dijo Martin Elton tranquilamente—. Usted intenta ser bueno ¿No lo es usted?

—No intento nada Yo hago esas cosas naturalmente.

La sonrisa de Slick Smith se dilató.

Aquella fría noche, al volver a casa, Elton pensaba en Slick. En todo el camino, ni él ni Dora cruzaron una palabra.

Subió al salón tras de ella, dispuesto para la explosión que sin equivocarse preveía.

—¿Qué te sucede, Bunny? No has hablado una palabra en toda la noche. ¡Estoy harta de tus enfados! Me pones tan nerviosa que no sé lo que hago.

Él cortó con los dientes la punta de un cigarro y lo encendió, fijando su atención en la cerilla.

—Yo no estoy enfadado. Estoy pensativo; eso es todo —contestó, arrojando la cerilla al fuego, ante el cual estaba sentado en un extremo del ancho canapé—. ¿Has vuelto a oír algo de tu hermana?

—No. Y pido a Dios que no vuelva a saber de ella nunca más. ¡Está bien presa esa llorona!

Él se quitó el cigarro de la boca y lo examinó atentamente.

—No recuerdo que ella llorase, y si está presa, es por culpa nuestra —respondió.

Ella le miró con fijeza, profundamente sorprendida.

—Es una actitud nueva la tuya, Bunny. Fuiste tú quien la arrojó de casa la última vez que estuvo aquí.

—Sí, ya lo sé —repuso tranquilo—. Londres «s un lugar corrompido para una muchacha bonita que está sola, sin dinero o amistades. Quisiera saber dónde está.

En el lindo rostro de ella se dibujó lentamente una sonrisa.

—Parece que has recibido una visita de R. E. Morse, propietario —dijo irónicamente—. Pero tú siempre te pierdes por una cara bonita.

Él hizo un gesto de disgusto. Había momentos en que los principios morales de Wechester College salían de su sueño y se hacían ostensibles.

—Su belleza pesa menos en este instante sobre mí que su desamparo. ¿No ha escrito?

—Claro que no ha escrito —contestó su mujer con desprecio—. ¿Es eso lo que te preocupa? ¡Pobre Bunny! —continuó burlonamente—. ¡Tiene un corazón sensible para la belleza en desgracia!

Él la miró un segundo con una fría mirada inquisidora, que excitó en ella su furor.

—¿Qué estás tramando en contra mía? —preguntó ella con la voz temblando de cólera—. Dime lo que piensas. ¡En tu ánimo hay algo!…

—Sí, hay algo —reconoció Bunny Elton—. En efecto, hay varias cosas, y una de ellas es Andrey. La muchacha puede estar muerta de hambre. ¡Sabe Dios lo que puede haberla sucedido!

—Dejémosla bajo la protección divina —dijo ella con burlona piedad.

—Yo he estado pensando no hace mucho en que si tú te portas así con tu propia hermana, ¿qué puedo esperar de ti si las cosas viniesen mal y tuvieses que elegir entre tu seguridad y yo?

—Me decidiría por mi seguridad —contestó ella fríamente—. No quiero engañarte, Bunny: ¡Sálvese quién pueda!, es mi lema.

Se quitó los zapatos y se puso las zapatillas de rojo tafilete que estaban delante de la chimenea.

—¿Y es eso todo? ¿E» únicamente la idea de la pobre muchacha arrojada de casa lo que te atormenta? —preguntó en son de mofa.

—Hay otra cosa —dijo.

Arrojó su cigarro al fuego y se levantó.

—¡Dora —su voz era como el hielo—, Lacy Marshalt es una relación indeseable!…

Ella levantó sus abiertos ojos.

—¿No es honrado? —preguntó inocentemente.

—Hay una especie de hombres honrados con los que la señora decente de un ladrón no puede comer en un reservado del restaurante Shavarri —respondió—. Lacy Marshalt es uno de ellos.

Los ojos de ella se fijaron de nuevo en el fuego. Su color cambiaba alternativamente.

—¿Me has estado espiando? La amistad de Marshalt puede ser muy útil en algunos momentos.

—Para mí no es útil en ningún caso —dijo Martin Elton—. Y nunca tan inútil como cuando está comiendo furtivamente con mi mujer.

Siguió un largo silencio.

—Yo únicamente he comido con él una vez en Shavarri —contestó ella por fin—. Pensaba decírtelo, pero se me olvidó. Hay cientos de personas que comen en los reservados de Shavarri —añadió con un tono retador.

Él hizo un gesto negativo.

—Yo tengo un especial empeño en que tú no seas como esos cientos de personas. Has comido con él dos veces, que yo sepa. Tal vez hayan sido más. ¡Dora! Es preciso que eso no se repita.

Ella no contestó.

—¿Has oído?

Dora se encogió de hombros.

—Yo procuro salir esos breves momentos preciosos fuera de mi vida —dijo ella con un suspiro—; porque las únicas gentes que encuentro aquí son Stanford y tú y los miserables que atraes para tus combinaciones. Yo quiero de vez en cuando estar con alguien que no esté dentro de nuestro ambiente. Es como una ráfaga de aire fresco, que me hace olvidar la atmósfera corrompida en que vivo.

Ella no vio su cínica sonrisa; pero, conociéndole, supuso cómo recibiría su explicación.

—Intensamente patético —dijo—. El cuadro de pureza infantil que has trazado, esforzándote por recobrar la inocencia perdida, me ha conmovido profundamente. Pero si quieres volver a ese estado de honestidad natural, te aconsejo otros procedimientos que no sean las comidas reservadas tète à tète, en Shavarri. Te han engañado, Dora. ¡Tú no volverás!

Ella levantó los ojos rápidamente.

—¿Y si yo quiero ir? —contestó, desafiándole.

—¡Tú no volverás! —repitió él con una voz que era un poco más de un susurro—. Si vuelves, yo buscaré a Lacy Marshalt y le introduciré tres balas en el pecho a través del bolsillo en que lleva sus excelentes cigarros. Lo que haré contigo, no lo sé —dijo con firme acento—. Depende de mi humor y de tu proximidad. Yo imagino que más bien será una triple tragedia.

Su cara estaba horriblemente pálida. Ella intentó hablar; pero no puedo ordenar sus palabras. Entonces, de repente, cayó a sus pies, abrazándose a sus rodillas.

—¡Oh, Bunny, Bunny! —dijo ella sollozando—. ¡No hables así, no me mires así! Yo haré todo lo que quieras… ¡Yo no te he faltado, Bunny…! ¡Te juro que no hay nada entre los dos!… ¡Han acabado de salir los malos pensamientos!

Él acarició sus cabellos de oro.

—Tú significas todo para mí, Dora —dijo cariñosamente—. Comprendo que no te he dado la mejor enseñanza, y creo que he arrojado por la borda las buenas y viejas máximas de moral que guían a la mayor parte de las gentes. Pero hay una a la cual estoy sujeto hasta la muerte. Es ésta: «El honor entre ladrones», Dora; ¡el honor entre ladrones!…

Ella había estado en cama dos días y él permanecía aún sentado ante los rescoldos de la chimenea, un cigarro apagado entre sus blancos dientes, sus ojos fijos distraídamente en el sombrío rescoldo. Dos horas amargas fueron aquéllas en que se enfrentó con la desnuda verdad de las cosas, y juntó su filosofía y su experiencia para juzgar a la mujer que él amaba.

Se levantó, abrió un cajón de su mesa escritorio, sacó una pequeña browning[5] y sentóse durante un cuarto de hora delante de la chimenea, con la pistola en la palma de su mano y los ojos fijos en el arma. Oyó un suave crujido fuera y deslizó la pistola en su bolsillo, al tiempo que Dora, en su negligée, entraba en la habitación.

—Son más de las dos, Bunny —dijo ella con ansiedad—. ¿No vienes a acostarte?

Él se levantó rígidamente y se extendió en un desperezo.

—¿No te atormentarás más, Bunny?

Los ojos de ella estaban todavía rojos del llanto; la mano que posó en el brazo de él temblaba. Él la cogió y la retiró.

—No, ya no me atormento más —dijo—. Empezaremos de nuevo.

—Pero, Bunny —gimió—. No hay necesidad de empezar de nuevo. ¡Yo te lo juro!

—Empezaremos de nuevo —repitió Bunny, besándola.

XIV. Un encuentro afortunado

Dick Shannon golpeó insistentemente sobre el cristal del cab que le conducía descendiendo por Regent Street, y bajando el vidrio de la ventanilla se inclinó para decirle al conductor:

—Dé la vuelta y siga por el otro lado. Necesito hablar con aquella señora.

¡La princesita Rabieta! Era ella. La hubiera conocido dondequiera. Pero era otra princesa Rabieta.

El chauffeur torció su cuerpo para hacer en alta voz su pregunta al través de la ventanilla, según llevaba el coche al borde de la acera contraria. Pero Dick tenía abierta la portezuela del cab y saltó al suelo antes de que el coche se detuviese.

Miss Bedford, si no me equivoco —dijo sonriente—. ¡Es una agradabilísima sorpresa para mí!

Y realmente lo era, por más de una razón. Todas las trazas de su pobreza habían desaparecido. La muchacha estaba bien vestida, bien calzada, y su nuevo aspecto era tan atrayente, que a su paso todos los rostros se volvían para contemplarla.

La sorpresa fue mutua, y, a juzgar por el fulgor de los ojos de ella, su alegría no fue menor.

—He estado buscándola a usted por todo Londres —dijo colocándose a su lado, y olvidándose del chauffeur, que observaba desde su taxi un tanto alarmado por la posible desaparición de su cliente sin abonar el recorrido hecho—. Tuve la mala suerte de perder a usted la mañana que salió de Holloway. Llegué unos minutos después de haber salido usted. Y he cometido el ridículo error de creer que necesariamente había usted de volver a entrar en relación con la policía.

—¿Cómo otros criminales dañinos? —contestó ella sonriendo—. No, yo he evitado eso. Vi a usted una o dos veces en Holloway. Estaba usted allí, sin duda, para sus asuntos.

Los asuntos que le habían llevado a la cárcel de mujeres habían consistido en verla a ella un instante al pasar y saber noticias suyas. Había pequeños privilegios que él pudo conseguir para ella, haciendo menos desagradable su trabajo. Muchas veces se había preguntado ella extrañada por qué la habían apartado de las penosas faenas del lavadero para destinarla a los trabajos de bibliotecaria, más en armonía con sus gustos y condiciones; pero no había relacionado nunca este cambio de ocupación y esta mejora de régimen con las fugaces visitas de Dick Shannon.

Volvieron hacia la menos concurrida plaza de Hanover. Ella no tenía intención de ir a Hanover square, y, efectivamente, iba con dirección a la elegante calle comercial de Oxford, cuando la encontró Dick; pero sometió su voluntad a la de él en este pequeño gusto, sin saber realmente la causa.

—Yo voy a hablar a usted como si fuese un tío de Holanda —dijo él aminorando el paso—. Ni usted ni yo somos masones. Pero los masones se hacen confidencias y se guardan los secretos uno a otro y hablan «en el square» con la mayor franqueza.

Había una sonrisa en los ojos que ella levantó hacia él.

—Y, según los conocimientos que he adquirido en un lugar que no quiero nombrar —contestó ella—, los detectives son muy astutos. Y bajo el disfraz de una bondad cariñosa…

Ella vio enrojecer su rostro y arquear sus cejas.

—Estoy hondamente pesarosa. Yo no quería ser dura al hablar. Continuaré siendo cándida, seré confiada hasta la temeridad; pero usted no debe preguntarme nada acerca de Dora, y no debe usted hacerme ninguna pregunta sobre aquel desdichado asunto de las joyas de la reina.

—Dora Elton es hermana de usted, ¿no es así?

Ella guardó silencio un instante.

—No es exactamente hermana mía; pero yo estaba en la creencia de que lo era.

Él se acarició la barba pensativamente.

—De todos modos, abona su creencia el cuidado que muestra por usted ahora.

La dulce sonrisa de la muchacha fue su contestación.

—¿Quiere usted decir que no es verdad? —insistió él deteniéndose y mirándola ceñudamente.

—Dora y yo no nos hablamos más —repuso ella—, y es muy natural que sea así. No está bien para Dora que se trate con una mujer de tan bajos antecedentes como yo. Seriamente, capitán Shannon; no quiero hablar de Dora.

—¿Y qué hace usted? —preguntó él bruscamente.

—Iba a casa de Daffridge únicamente, cuando fui detenida en mi camino y abordada.

—Hábleme en serio. ¿En qué se ocupa usted?

Ella vaciló.

—No lo sé. Hago copias de cartas para un viejo de aspecto muy desagradable, que me paga unos precios extraordinarios por mis trabajos.

A pesar de su tono frívolo, observó la duda en su voz y comprendió que tras de su aparente alegría ella estaba preocupada.

—Hanover square no es la plaza más tranquila del mundo —dijo él—. Voy a llevarla a usted al parque, y allí hablaremos de corazón a corazón.

Tendió la mirada en busca de un taxi. Detrás de ellos avanzaba uno, a cuyo conductor le pareció conocer.

—¡Oh, Lord! —dijo humorísticamente—. Me había olvidado de usted.

—Yo no —contestó el chauffeur, malhumorado—. ¿Adónde quiere que le lleve?

En el desierto Hyde Park encontraron dos sillas aisladas y una amable soledad.

—Desearía, ante todo, que usted me dijese lo que sabe acerca de ese viejo antipático —dijo Dick.

Ella le hizo una rápida y viva narración de lo que la había sucedido con el señor Malpas.

—Supongo que a usted le parecerá indigna la aceptación de ese dinero; pero cuando una muchacha tiene mucha hambre y mucho frío, no tiene tiempo ni inclinación para plantearse problemas de una abstracta moralidad. Yo no tenía, ciertamente, intención de destrozar el corazón de nadie, pero no examiné mis obligaciones detenidamente hasta que me vi confortablemente instalada en el Palace Hotel, con dos vestidos de día, tres pares de zapatos y un lote de otras varias cosas que serían completamente misteriosas para usted si yo se las enumerase. Fue a la mañana siguiente cuando sentí mi conciencia hondamente preocupada. Había escrito la noche antes al Sr. Malpas comunicándole mi nueva dirección, y me hallaba por la mitad de una segunda carta explicándole que, aunque me sentía dispuesta a prestar algún servicio, aunque fuese doméstico, había descubierto, por el contrario, que el destrozar corazones no estaba dentro de mis aptitudes, cuando recibí una nota suya. No era precisamente una nota; era un abultado sobre conteniendo unas diez cartas a lápiz, que me pedía copiase y le devolviese.

—¿Qué clase de cartas eran? —preguntó Dick curiosamente.

—La mayor parte eran declinando invitaciones para comer y asistir a otros actos de sociedad que, sin duda alguna, procedían de amigos íntimos, porque firmaba las cartas simplemente con su inicial. Decía que podía escribirlas en papel del hotel, pero que no debían ser copiadas a máquina.

—Dick Shannon quedó muy pensativo.

—No me agrada mucho esto —dijo al fin.

—¿Le conoce usted?

—Le conozco. En efecto, el otro día estuve hablando largamente acerca de él con… unos amigos. ¿Qué sueldo tiene usted?

Ella movió la cabeza con un gesto de duda.

—No lo hemos fijado. Él me dio esta importante cantidad, diciéndome que volviese la semana próxima, y desde entonces no hago más que copiar los documentos que recibo todas las mañanas por el primer correo. Hoy las cartas eran más extensas. He tenido que hacer una copia de la correspondencia cruzada entre el gobernador de Bermuda y la Oficina Colonial Británica. Esta vez el documento estaba impreso, y, evidentemente, había sido arrancado de un libro azul oficial. ¿Qué debo hacer, señor Shannon?

—Que me cuelguen si lo sé —contestó él, confuso—. Una cosa que no debe usted hacer, desde luego, es ir sola a esa extraña casa; el sábado próximo, o el día que la sea señalado, usted debe decirme la hora exacta y yo esperaré en Portman Square. Cuando la puerta se abra para que entre usted, a mí me será muy fácil deslizarme dentro.

Observando su alarma, sonrió:

—Yo permaneceré en el hall y haré un disparo al aire. Así no necesita usted tener escrúpulos de que yo la utilice para mis designios policíacos. Nosotros no tenemos ningún cargo contra el señor Malpas, excepto el de ser un individuo misterioso. Y, a pesar de lo que se ha escrito en contrario, la policía odia los misterios. Y ya puestos en este camino, ¿iba dirigida a míster Lacy Marshalt alguna de las cartas que ha escrito usted?

—Ése es el africano millonario, ¿no? Vive en la casa de al lado. Me lo dijo el conductor de un taxi.

Y ella contó la extraña escena que había presenciado a la puerta de la casa de Marshalt.

—Esto tiene el carácter de una de las pequeñas tretas del viejo. Creo que lo mejor que pueda hacer es visitar amistosamente a Marshalt y preguntarle lo que sepa de Malpas. Es indudable que hay una enemistad entre los dos.

Se había levantado un viento frío, y él observó que la muchacha, vestida ligeramente, tiritaba. Se puso en pie bruscamente.

—Soy un malvado —dijo contritamente—. Vamos y tomará usted una taza de café bien caliente. Yo continuaré mis famosos Consejos a las jóvenes solas en Londres.

—Quizás al mismo tiempo comenzará usted la lectura de su igualmente famoso tratado Cómo se obtiene información de los delincuentes regenerados.

XV. El hombre que Lacy no conocía

Tonger abrió la puerta a Dick Shannon. Tonger tenía el prejuicio común a los lacayos de acoger bien a los visitantes de aire despectivo. Dick le reconoció por la descripción de la muchacha. Andrey había dicho que parecía un pájaro y, ciertamente, existía una gran semejanza entre este pequeño viejo, con su cabeza inquieta inclinada a un lado, sus ojos brillantes y sus movimientos vivos, y un inquisitivo gorrión. Su mirada aguda y penetrante examinó al detective de arriba abajo.

—Míster Lacy Marshalt está en casa, sí —contestó permaneciendo cuadrado en la puerta—. Pero usted no podrá verle si no ha sido previamente citado. Nadie puede ver a míster Lacy Marshalt sin una orden suya, mientras yo esté aquí.

La falta de respeto manifestada le hizo gracia a Dick Shannon. Indudablemente, éste era más que un criado ordinario.

—¿Tal vez quiera usted pasarle mi tarjeta?

—Tal vez quiera —contestó el otro fríamente—. Pero también pudiera ser que no quisiese. Todo el mundo quiere ver a míster Lacy Marshalt, porque es bueno, y generoso, y grande.

Se detuvo para coger la tarjeta que Dick le ofrecía, y leyó:

—¡Ah! —exclamó, palideciendo ligeramente—. ¿Es usted un detective? Bueno, pase usted, capitán. ¿Viene usted a prender a alguien?

—¿Es posible que haya alguien que merezca ser preso en esta bien ordenada mansión, dónde los lacayos son tan corteses y deferentes que da pena molestarlos?

—Yo no soy un criado —respondió Tonger—. Ha cometido usted un pequeño error.

—¿Es usted hijo de la casa, entonces? —sugirió Dick humorísticamente—. ¿O tal vez es usted el propio míster Lacy Marshalt?

—¡Dios no lo permita! —contestó el hombre—. No me gustaría tener su dinero y su responsabilidad. Pase usted por aquí, capitán.

Introdujo al visitante en el salón, y con sorpresa de Dick le siguió y cerró la puerta.

—¿Hay algo irregular aquí? —preguntó con un tono de ansiedad en su voz.

—Nada, que yo sepa —contestó Dick—. Ésta es una visita puramente amistosa, y no necesita usted bajar al office para contar las cucharas.

—Yo no soy el sumiller —corrigió Tonger.

Salió de la habitación, y a los pocos minutos volvió precediendo a míster Lacy Marshalt. Él se hubiera quedado; pero Marshalt le indicó la puerta abierta.

—Supongo que ese pícaro no le habrá molestado con alguna incorrección, capitán Shannon —dijo Marshalt cuando estuvieron solos—. Tonger se ha criado conmigo y nunca ha sido enteramente educado, por consiguiente.

—Le encuentro más bien divertido —dijo Dick.

Lacy Marshalt refunfuñó:

—A veces no me divierte. Paga uno demasiado cara la lealtad, cuando en ocasiones pone a prueba mi paciencia.

Tenía la tarjeta del detective en su mano y la miró de nuevo.

—¿Es usted de Scotland Yard, según veo? ¿En qué puedo yo servirle?

—Primero deseo preguntar a usted si conoce al señor Malpas, su vecino de al lado.

Marshalt hizo un gesto negativo.

—No. ¿Tiene relación esta visita con una queja que di hace varios meses?

—No. Creo que eso fue resuelto por la policía local. Yo he venido a ver a usted porque me han informado de que este hombre Malpas está impulsando una especie de enemistad contra usted. ¿Dice usted que no le conoce?

—Y o no le he visto nunca; así es que no puedo decir a usted si le conozco o no. Desde luego, yo no conozco a nadie que se llame Malpas. ¿Quiere usted sentarse y tomar una copa de whisky?

Dick rehusó la bebida; pero acercó una silla, siendo imitado por su interlocutor.

—¿Qué es lo que le hace a usted creer que Malpas tiene un resentimiento conmigo? —preguntó Lacy—. Es muy verosímil que la tenga, porque yo presenté una queja contra él, según es notorio. Era un ruido tan molesto el que hacía que turbaba completamente mi sueño.

—¿Qué clase de ruido era?

—Ruido de martillazos, por lo general. Sonaban como si golpease la pared, aunque tal vez esté yo equivocado en esto y fuese más bien que estuviera clavando cajas de embalar.

—¿Usted no le ha visto nunca?

—Nunca.

—¿Conoce usted alguna descripción de él, capaz de recordarle, aunque sea remotamente, alguien que usted conociera en el África del Sur?

—No, no conozco ninguna —contestó Lacy Marshalt moviendo su cabeza—. Claro es que uno tiene enemigos. Es imposible triunfar en algún modo sin atraerse estos desagradables apéndices de la vida.

Dick meditó un momento. Estaba dudando acerca de la prudencia de hacer confidencias al millonario; pero decidió al fin que, aun a riesgo de subsiguientes perjuicios para él, diría a Marshalt todo lo que sabía.

—Malpas está utilizando o intenta utilizar a alguien para incomodar a usted causándole pequeñas molestias despreciables. Por ejemplo: yo tengo la impresión de que la mujer borracha que vino aquí hace unos días fue enviada por él.

—¿Una mujer? —Marshalt frunció el ceño—. Yo no sé que haya venido aquí nunca ninguna mujer borracha.

Se levantó con rapidez y llamó al timbre. Tonger se presentó casi inmediatamente.

—El capitán Shannon dice que hace unos días una mujer borracha llamó a esta casa y produjo un ligero escándalo. Usted no me ha dicho nunca nada de esto.

—¿Puedo hablar? —preguntó Tonger contrariado—. Es cierto que una mujer llamó a la puerta, y es cierto que estaba aceitada.

—¿Aceitada?

—Quiero decir, escabechada o, para usar una vulgar expresión, borracha. Cayó dentro del hall y cayó fuera otra vez inmediatamente. Dijo que era la señora Lidderley de Fourteen Streams…

Dick Shannon observaba a Lacy mientras Tonger hablaba, y vio cómo su rostro palidecía.

XVI. Shannon paga una visita

—¡La señora Lidderley! —dijo Marshalt pausadamente—. ¿Qué clase de mujer era?

—Era poca cosa —los ojos de Tonger estaban fijos sin ver en el detective—. Pero ¡palabra que no era de alambre!…

Hubo un alivio en la mirada de Marshalt.

—¿Una pequeña mujer? Era una impostora. Probablemente conoció a los Lidderleys. La última vez que recibió noticias del África del Sur, la señora Lidderley estaba muy enferma —miró fijamente a su criado—. ¿Conoció usted a los Lidderleys, Tonger?

—Yo no conozco a la señora Lidderley. El viejo tendero se casó después de dejar nosotros El Cabo —contestó Tonger—; si se refiere usted a Julio Lidderley. De todos modos, yo la eché fuera.

—¿No se quedó usted con la dirección de ella?

—¿Cómo iba a tomar yo la dirección de una señora borracha? —respondió Tonger arqueando las cejas—. No, Lacy…

—¡Señor Marshalt, condenado! —atajó, indignado, el dueño—. ¿Cuántas veces se lo voy a decir a usted, Tonger?…

—Se me ha escapado —contestó descaradamente.

—Pues siga su ejemplo —gruñó Lacy Marshalt, y cerró la puerta tras de su irrespetuoso servidor, con un fuerte portazo.

—Este individuo me exaspera hasta lo increíble —dijo—. Hace muchos años que le tengo. Es verdad que en otros tiempos éramos «Lacy» y «Jim», entre nosotros, y esto hace más difícil su corrección. Yo me siento un horrible snob cuando insistí sobre él para que me guarde un poco de respetuosa cortesía; pero ya verá usted mismo lo excesivamente molesta que la ligereza de Tonger puede llegar a ser.

Dick sonrió. Había presenciado la escena como un regocijado espectador. Tonger era un tipo que él había encontrado antes en otras casas; el perro favorito que nadie se atreve a exterminar, a pesar de sus desagradables cualidades.

—En cuanto a Malpas —dijo Marshalt volviendo al tema—, yo no sé nada acerca de él. Tal vez sea, y probablemente lo es, alguno a quien he pisado un callo en alguna ocasión de mi vida; pero si tuviese que hacer memoria de todos los que están en este caso, tendría que sospechar de un ciento, por lo menos. ¿Tiene usted alguna seña de él?

—Ninguna que pueda usted reconocer —contentó Dick—. Lo único que sé es que se trata de un hombre de edad, muy feo y que ha comisionado a una cantante de cabaret para molestar a usted, una acción que a mí me parece difícilmente capaz de turbarle, a menos que tenga usted una peculiar animadversión hacia las artistas de cabaret.

Lacy Marshalt paseaba de un lado a otro por el vasto salón, las manos atrás y su barba hundida en el pecho.

—Todo eso es inexplicable para mí —dijo recibiendo las noticias con mayor calma de la que Dick esperaba—. Yo únicamente puedo imaginar que en algún tiempo remoto he hecho algún daño a Malpas, que éste no ha perdonado. ¿Por qué no va usted a verle a su casa, capitán Shannon? —preguntó, añadiendo rápidamente—: Es una ligereza de mi parte el hacer a usted indicaciones; pero tengo ahora curiosidad por saber quién es ese caballero.

Era innecesaria esa indicación, porque Dick Shannon había formado ya el propósito de visitarle.

Tonger estaba esperando en el hall cuando él salió y abrió la puerta de la calle.

—¿Hay alguno que prender? —preguntó en tono de broma—. ¿Qué hubiéramos hecho sin nuestro cocinero? Venga un día y probará sus empanadas.

Dick salió a Portman Square riéndose. Llegó a la puerta de la casa inmediata y levantó la mirada hasta las blancas ventanas. No era ésta su primera inspección de la residencia del excéntrico señor Malpas; pero nunca había pensado en una entrevista con él. Buscó el timbre y, no encontrándolo, llamó con los nudillos sobre la puerta. Nadie contestó. Llamó de nuevo con más fuerza, y una voz que parecía hablar en su oído, preguntó:

—¿Quién es?

Dick miró alrededor ofuscadamente. No había nadie en veinte yardas a la redonda, y la voz continuaba… De pronto, vio la pequeña mirilla en uno de los pilares de piedra de la puerta, y halló la solución del misterio. Detrás de aquella mirilla había un altavoz.

—Soy el capitán Ricardo Shannon, de Scotland Yard, y deseo hablar con el señor Malpas —contestó dirigiéndose al invisible aparato.

—No puede ser —contestaron.

Dick llamó nuevamente: pero aunque esperó durante cinco minutos, ninguna voz habló desde el pilar, y la puerta resistió a su empuje. Debía de haber un medio de ponerse en contacto con este hombre, y su primer paso fue buscar su número en la guía de teléfonos. El nombre de Malpas no figuraba entre los vecinos de Portman Square, y volvió a su casa un poco desconcertado. El día, sin embargo, no había sido perdido. Había encontrado a la princesita Rabieta —no muy enrabietada—, y sabía dónde encontrarla otra vez. Dick Shannon resolvió visitarla tan a menudo como la natural decencia lo permitiese.

XVII. Tonger ayuda

Pocos criados gozaban la libertad y el confort de Jim Tonger. El piso superior de la casa de Portman Square era para él. Allí tenía un dormitorio, un gabinete, un cuarto de baño, especialmente dispuesto por su indulgente señor, y allí acostumbraba pasar largos ratos de la noche, enfrascado en infinitos cálculos matemáticos, con ayuda de una pequeña ruleta, porque Tonger había empleado una gran parte de los ocios de su vida en perfeccionar un sistema que produjese un día el terror y la consternación en el ánimo de los banqueros del Casino de Montecarlo.

Estaba, de otra suerte, ocupado aquella noche, cuando el agudo timbre instalado sobre su puerta sonó. Salió de la habitación apresuradamente, cerrando la puerta tras de sí, y se presentó ante Lacy Marshalt, que estaba esperándole en su despacho con más prisa de la que este caballero imaginaba.

—¿Dónde diablos estabas? —gruñó Lacy.

—Usted ha tocado el timbre de mi habitación; luego yo debía estar en mi habitación. Estaba haciendo solitarios —respondió Tonger—. Me alegro de que me haya usted llamado, porque he intentado sacarlo más de treinta veces y no lo he conseguido. Esto significa mala suerte para mí. Sepa usted, Lacy, que si no puede usted sacar un solitario, todo le saldrá mal. Recuerdo el día que encontré aquel diamante en Hope River. Había tenido la paciencia de sacar seis seguidos.

—Necesito que introduzcas a la señora de Elton en el 745 —interrumpió Marshalt—. Ella conducirá su propio coche. La esperas en el garage, coges el auto y lo llevas a Albert Hall, donde hay un concierto esta noche. Le colocas entre los demás y después de que haya sido visto le traes al garage otra vez.

Tonger silbó.

¿No es un poco peligroso, después de la carta que le ha escrito a usted Elton?

Marshalt le miró ceñudamente.

—¿Qué sabes tú de la carta que Elton me ha escrito? —preguntó.

—¡Oh, renuncie usted a ello! Yo no podría ayudarle —dijo el criado fríamente.

—Tan lejos estoy de renunciar, que puse la carta en el cajón de mi mesa, de donde supongo que la has cogido para leerla.

—Yo digo a usted —continuó Tonger— que es un asunto peligroso. Usted no tiene necesidad de verse en el banquillo de un tribunal.

—Contigo como testigo —dijo con burla despectiva Lacy.

Tonger se encogió de hombros.

—Usted sabe que yo no declararía nunca contra usted, Lacy —contestó—. Eso no está en mi carácter. Pero si un individuo como Elton escribe y me dice que si vuelvo a ver a su mujer me da un tiro, supongo que yo estaría preocupado.

—La señora de Elton y yo tenemos que tratar de algunos asuntos —repuso Marshalt lacónicamente—. El hecho es que yo necesito que estés esperando en la puerta cochera a las ocho menos cuarto. Tan pronto como la señora Elton baje de su coche, subes tú y lo llevas.

—Eso es: y si a ella la siguen y vigilan, está el coche en Albert Hall para probar que ella ha estado allí todo el tiempo —dijo Tonger admirativamente—. ¡Qué talento! ¿Es esto lo que el individuo busy deseaba?

—Yo no puedo seguirte en esa jerga. ¿Qué significa eso de «individuo busy»?

—Me refiero al detective. Yo empleo, naturalmente, el argot del país en que vivo. Me gustaría que estuviéramos en Nueva York, donde el lenguaje es más rico.

—Vino a preguntarme acerca del loco de ahí al lado —dijo Marshalt—. Al parecer, es un enemigo mío.

—¿Quién no lo es? —preguntó el otro con un suspiro—. ¿Qué le ha hecho usted?

—No lo sé. No tengo la más ligera idea de quién es él, y no me atormenta, te lo aseguro —dijo Marshalt indiferentemente—. ¿Por qué creías que había venido?

—Por la señora de Elton —respondió Tonger fríamente—. Ella es un gancho como Elton: todo el mundo lo sabe. Usted no puede tocar el pez —no esta clase de pez— sin ensuciarse las manos de negro, tan negro que no hay ningún jabón que pueda lavarlas.

Hubo una pausa.

—Sospecho que Elton es un bandido; pero ella es completamente inocente.

—Tan inocente —dijo bruscamente Tonger—, que los ángeles se apartan en la calle cuando la ven, para no sentir su insignificancia junto a ella.

Marshalt reprimió la agria respuesta que acudió a sus labios.

—Eso es todo —dijo lacónicamente.

Y cuando Tonger se marchaba, continuó con inesperada dulzura:

—Mañana comeré en casa, y si tengo un poco de suerte, tendré un interesante invitado a comer.

—¿Quién es ella? —preguntó Tonger muy intrigado.

—Yo no te he dicho que sea «una ella».

—No hay otra clase de invitados interesantes —respondió Tonger—. ¿Ha encontrado usted a esa muchacha? —preguntó súbitamente—, ¿la muchacha que encargó usted al detective particular que buscase?…

Marshalt se estremeció.

—¿Cómo lo has sabido?

—Soy un adivino maravilloso. Ella será mañana la más bella del baile.

—Yo espero que venga a comer. Y, de paso, te advierto que no necesitas mostrarte tanto en esta ocasión. Yo quiero que las doncellas la reciban y sirvan a la mesa.

—Para inspirar así confianza en su ánimo. No está mal —dijo Tonger—. ¿A qué hora viene esta noche esa mujer?

—La señora de Elton vendrá a las ocho menos cuarto, como te he dicho antes. Y me gustaría que al hablar de ella te expresases en los mismos términos. Eso de… «esa mujer» no me suena bien a mí.

—Es usted demasiado sensible, Lacy; éste es el defecto de usted —fue la última observación del criado al salir.

Estaba esperando en la oscuridad del garage, cuando el pequeño coche llegó saltando sobre las piedras y paró bruscamente ante la puerta. Ayudó a descender a la ágil tapada y, contrariamente a su costumbre, no la habló, ocupando su puesto en el auto y conduciéndolo desde el garage hacia Baker Street.

Al salir a la calle principal, sus penetrantes ojos descubrieron un espía apostado en la esquina de Portman Square, y él rió entre dientes. Podía ser alguien que casualmente tuviera una cita en aquel lugar; pero la paciente actitud de la figura sugería la sospecha de que fuese un detective particular. Probablemente, el señor Elton no confiaba en que su amenaza surtiese el efecto deseado.

A las once se destacó de la multitud de los coches estacionados, y rápidamente recorrió el camino de su casa. Apenas se detuvo en la puerta trasera del 551, se abrió la puerta y apareció la muchacha.

—¿No ha visto usted a nadie? —preguntó en voz baja—. ¿A nadie conocido?

—No, señora —respondió Tonger—. Yo creo que no haría esto otra vez si yo fuese usted.

Ella no replicó, deslizándose en el interior del coche, y ocupando su sitio al volante. Tonger permaneció con la puerta abierta sujeta por la mano.

—Hay algunas cosas que no se deben prolongar, señora, y ésta es una de ellas.

—¡Cierre la puerta! —dijo ella lacónicamente.

Él obedeció y vigiló el coche hasta que la roja lámpara piloto desapareció al volver la esquina. Entonces fue a reunirse con su amo.

Lacy Marshalt estaba en su despacho, de pie ante la chimenea, sumido en la meditación.

—¿Desea usted algo más de mí?

Marshalt movió la cabeza.

—Usted se figura que es hábil, Lacy.

Marshalt levantó los ojos rápidamente.

—¿Qué quieres decir?

—Usted cree que es hábil lanzarse a la faz de la providencia sobre una muchacha sin preocuparse de su suerte, a menos que yo haya entendido mal a usted.

En vez de la agria respuesta que Tonger esperaba, Lacy sonrió.

—Hay algo que le hace a uno desear lo prohibido, porque es prohibido —contestó—. Algunas cosas no son tan sabrosas sin la sal del peligro.

—¿No probó usted nunca la sal pura? —preguntó Tonger—. ¡Es amarga! Yo no quiero amargarle a usted Lacy, porque cada hombre tiene su idea propia acerca de lo que es digno de su estimación. Pero Elton es de los que disparan. ¡Usted puede sonreírse! Yo conozco algunos charlatanes y sé cómo siente Elton, juzgando por lo que he sentido yo.

—¡Vete! —ordenó Marshalt en un estallido de cólera.

Y Tonger salió lentamente.

El despacho de Lacy Marshalt y su dormitorio estaban en el primer piso, y estaban separados del resto de la casa por una puerta que dividía, una parte del pasillo y le daba este completo carácter privado que su peculiar temperamento requería. Había momentos en que él era realmente inabordable, y Tonger, que reconocía al instante los síntomas de este humor particular, procuraba dejarle en paz discretamente, hasta que se le pasara el acceso al que en otro tiempo fue su amigo.

Volvió a su habitación y reanudó pacientemente el solitario, que no había de salirle probablemente.

Dora Elton llegó a su casa y encontró a su marido que había estado comiendo fuera y había llegado antes que ella.

—¿Qué? ¿Ha sido satisfactoria tu conversación? —preguntó ella animadamente, apenas entró en el salón.

Él levantó la mirada desde el diván donde estaba tendido a lo largo, y movió la cabeza casi imperceptiblemente.

—No. Tendremos que cerrar el establecimiento. Klein quiere una parte demasiado grande y sostiene el «negro» como inducción —sacudió la ceniza de su cigarro pensativamente—. Klein sabe que allí no hay mucho dinero para sostener como un comercio, ante la policía, una casa de juego. Hay demasiadas. Aunque yo me resistiría a cerrar la de Pont Street, porque ésta produce mucho dinero y tiene la clase de clientela que hace el negocio del juego provechoso —miró a su reloj—. Estoy esperando a Bob Stanford. ¿Quieres verle? Ha vuelto de Italia.

Ella cogió un cigarrillo de una caja de plata que había sobre la repisa de la chimenea.

—No tengo interés —contestó indiferentemente—. ¿Necesitas hablar con él reservadamente?

—No —dijo después de pensarlo—. He visto a Andrey esta noche.

—¿Dónde?

Ella le miró asombrada.

—Estaba comiendo en el Carlton Grill.

La cerilla que aproximaba al cigarrillo se detuvo en el camino.

—¿Con…?

—Shannon. Y muy animadamente. No temas nada, sin embargo, porque Andrey no es una muchacha capaz de perjudicarte en ausencia.

—No estaba pensando en eso.

—Tal vez te atormentaba la impropiedad de comer sin una caperucita; pero si hubiera tenido la caperucita no la hubiese conocido.

Dora le lanzó una mirada suspicaz.

—Veo con gusto que, por lo menos, estás chistoso —repuso ella—. ¿Estaba bien vestida?

—Un aspecto de señora más próspero —y añadió inconsecuentemente—: Nunca me había parecido que fuese tan bonita. Shannon no apartaba sus ojos de ella.

—Por lo visto, te has enamorado tú también —dijo ella con una leve sonrisa—. Yo he disfrutado inmensamente en el concierto, Bunny. Kessler estuvo admirable. Yo no he visto un dominio del violín como el suyo.

—Kessler no ha actuado —dijo él, lanzando al propio tiempo una nube de humo, sin mirarla a ella—. Ha cogido un enfriamiento y no ha podido tocar. Lo han dicho todos los periódicos de la tarde. Me extraña que tú no lo hayas leído.

No duró más de un segundo su vacilación.

—Yo no distingo un violinista de otro —dijo ella negligentemente—. De todos modos, el hombre que enviaron para sustituirle tocaba prodigiosamente.

—Probablemente sería Manz.

Ella se levantó al oír el timbre de la puerta. ¡Qué loca había sido ella de no haberse enterado bien de los artistas que actuaban aquella noche! Tonger podía haberse cuidado de facilitarla un programa.

El corpulento Bill Stanford entró con el aspecto de un hombre cansado después de treinta y seis horas de tren, habiendo venido directamente de Roma. Sin más preámbulos, anunció:

—La condesa interrumpe su jornada en París y estará aquí el martes por la noche. Yo he conseguido fotografías de la tiara y del hilo de perlas. Creo que ambas cosas pueden ser duplicadas en menos de una semana, y si lo logramos, el resto será fácil. Stignan ha conseguido relacionarse amistosamente con la doncella. Su italiano es magnífico. Ustedes pensarían que él era un pukka[6]. Ella le facilitará la casualidad de «llamar».

—Yo creí que nosotros no estábamos en el trance de realizar esta clase de negocios otra vez —dijo Dora con petulancia.

—Yo no lo estoy —balbuceó su marido—. Nosotros tomamos en el asunto un interés superficial. ¡Bob: si traes una sola perla a esta casa, te salto la tapa de los sesos!

—¿Estoy yo loco? —contestó Bill despectivamente—. ¡Cómo resultó tan bien el último negocio! ¡No, gracias! Ni un eslabón de una cadena de platino vendrá aquí. Puedes estar tranquilo, Elton.

—Yo no quiero hacer nada de eso —continuó Dora—. ¡Bunny! ¿Por qué no cortamos del todo este género de vida? Estás haciendo de mí una desequilibrada nerviosa. ¡Yo lo odio!

Él la miró.

—¿Por qué no? —contestó perezosamente—. ¿Qué son diez mil libras para ti y para mí? ¿Es que podríamos vivir sin esta clase de trabajo?

—Yo podría, en cierto modo —murmuró ella.

—¿Cómo? ¿Con tu aguja? ¿O tal vez dando lecciones de piano a la burguesía musical? Olvidaba cuánto ganabas por semana cuando yo te conocí.

Ella le miró, oprimiendo sus labios fuertemente.

—¿Eran tres o cuatro libras por semana? —insistió él—. Recuerdo que era una suma fabulosa. Tú no eras justa cuando te quejabas y pretendías alcanzar un sueldo mayor.

—Podías discutir esto cuando estuviéramos solos —dijo ella dirigiendo a Bill Stanford una mirada llena de resentimiento.

—Bill está enterado de todo. Yo he conocido a William mucho antes que a Dora y hablando en general, él ha jugado su juego un poco más lealmente.

Ella se levantó bruscamente de la silla, con el rostro pálido de ira.

—¿Cómo te atreves a decir eso? —preguntó furiosamente—. Yo he estado contigo en los tiempos buenos y en los malos. Aparentas dejar quieto el pasado y me arrojas a la cara tus brutales sospechas… ¿Es ésta tu idea de cómo se debe hacer el juego?

Él no replicó, mirándola contemplativamente con sus ojos encendidos.

—Lo siento mucho —dijo sin una gran cordialidad—. ¿Ves cómo resulta absurdo hablar de robos de poco valor? No hay otra clase. Yo soy un ladrón por naturaleza, con un talento que sale de lo ordinario. Dicen, según creo, que soy fanfarrón; pero es lo cierto que soy el más hábil salteador en poblado que existe en Londres. No hay casa donde yo no pueda entrar o de donde no pueda escaparme. Puedo trepar por los muros más lisos, como un gato. Sin embargo, prefiero robar cortésmente, lo cual es robar de todos modos. Yo te introduje clandestinamente en la prosperidad, y aun el precio del anillo de boda fue producto de un robo. Muchos hombres habrían preguntado honradamente por esta sortija para comprarla.

Ella estuvo a punto de decir algo; pero cambió de intento y salió majestuosamente de la habitación sin pronunciar una palabra.

Estaba ella en la cama cuando él entró en la habitación, y se fingió dormida. Vio cómo él recogía su pijama, bata y zapatillas y salía, cerrando tras sí la puerta suavemente. El ruido de la puerta del segundo dormitorio, abriéndose y cerrándose, llegó hasta ella. Dora sentóse en el lecho súbitamente, lleno de miedo el corazón. Martin Elton no había hecho nunca esto.

XVIII. Lacy convida

Llegó, dirigida a Andrey Bedford, una carta de una escritura desconocida. Rasgó el sobre, esperando no encontrar otra cosa que una de esas tarjetas artísticas de anuncio que inevitablemente recibe un huésped de hotel. Pero encontró una carta.


Querida miss Bedford:

Sorprenderá a usted carta de una persona extraña para usted; pero habiendo encontrado su nombre por casualidad en el registro del Palace, y creyendo que podría ser útil a usted en algo, particularmente en vista del monstruoso error judicial de que fue usted víctima, escribo a usted para preguntarla si quiere usted venir a verme mañana por la tarde, a las siete treinta, a la dirección que se expresa arriba. Creo que puedo encontrar para usted un empleo adecuado, y si usted no lo necesita, ofrecerla, por lo menos, los buenos oficio» de un amigo desinteresado.

Sinceramente,

LACY MARSHALL.

P. S. ¿Quiere usted enviarme un telegrama si puede usted venir?
 

Toda la mañana estuvo dedicada Andrey a descifrar la carta. El nombre de Lacy Marshalt era conocido para ella. Él pertenecía a esa esfera político-social cuyos nombres aparecen frecuentemente en la prensa. Ella envió un telegrama antes del almuerzo, anunciándole que aceptaba su invitación, después de buscar su nombre en «Who’s Who» y descubrir que había una señora de Marshalt. Aparecía esta señora en todos los artículos de sociedad, pero ahí terminaba su tangibilidad. Durante veinticinco años había sido una útil invención. Al principio de su carrera, Lacy había descubierto que mientras el bachillerato podía ser cursado después, ciertas complicaciones se sucedían al intentar dividir sus atenciones por igual. La señora de Marshalt penetró en su existencia para provecho suyo. No hablaba nunca de su mujer. Cuando otras personas hacían referencia a ella directa o indirectamente, él sonreía tristemente. Sin saber más, el mundo decidió que si había una separación entre ellos, la señora de Marshalt sería la culpable.

Momentos antes de las siete y media, un taxi dejaba a Andrey delante de la puerta de la casa de Lacy Marshalt, donde fue recibida por una doncella correctamente uniformada. Ella vestía un sencillo traje negro de comida que había comprado en la Avenida de Shaftesbury, y aunque exenta de joyas, había algo tan real en su porte, que Lacy Marshalt la miró fijamente, lleno de asombro y admiración. Era infinitamente más bella de lo que él había imaginado.

Andrey, por su parte, se encontró con un hombre de duras facciones, pero de aspecto distinguido. No había nadie más en aquel instante, y la «señora de Marshalt», que esperaba hallar también, fue igualmente invisible.

—¿Es usted la señorita de Bedford? Tengo mucho gusto en saludar a usted.

Estrechó su pequeña mano, sin cometer el error de retenerla un segundo más del tiempo preciso.

—Espero que no opondrá usted grandes reparos para hacer una comida tête-à-tête. Yo odio el gentío. Hace veinte años, cuando yo era más joven aborrecía la soledad igualmente.

El sutil énfasis con que hablaba de su edad tenía por objeto el tranquilizar el ánimo inquieto de la muchacha.

—Ha sido usted muy amable al invitarme a venir, señor Marshalt —dijo ella con viva sonrisa—. No todo el mundo desea ver a una persona de mis antecedentes.

Él encogió sus anchos hombros para indicar su indiferencia ante las opiniones del mundo.

—Usted era, desde luego, completamente inocente. Cualquiera que no sea idiota por naturaleza lo sabe. Y es más, usted ocultaba y defendía a otra persona —él elevó su mano—: No, yo no la voy a preguntar a usted quién es esa persona; pero ha sido una valerosa actitud la de usted, y yo la admiro. Creo, además, que puedo ayudarla a usted. Un amigo mío necesita un secretario.

—No quiero que usted piense que yo no trabajo —contestó ella sonriendo—. Soy empleada de un vecino de usted, aunque, a decir verdad, no estoy satisfecha de ese trabajo.

—¿Un vecino mío? —preguntó él vivamente—. ¿Quién es?

Y ella le dijo:

—Malpas.

—Yo no tenía la menor idea de que él fuese lo bastante humano para emplear nadie. ¿Cómo es él?… Perdone usted, pero estoy un poco interesado por ese caballero.

—Él es…, no muy guapo —contestó ella.

Un sentido de lealtad hizo la discusión acerca de su patrono un poco difícil, y comprendiendo la violencia que en ella producía, él renunció a sus indagaciones.

—Si usted no está satisfecha, yo puedo procurarle una colocación donde usted estará más agradablemente. Casi puedo asegurar a usted su empleo.

En este preciso instante fue anunciada la comida, y salieron del salón, siguieron por un pasillo, donde había una segunda puerta abierta que dividía una sección de la casa, dentro de la cual había un pequeño comedor elegantemente amueblado.

Al entrar en la habitación, Lacy se detuvo para hablar al criado en voz baja, y Andrey oyó su voz que murmuraba: «Asombrado y encantado».

Quedó sola un momento en la habitación. Levantó los ojos y vio su turbado rostro reflejándose en el espejo de la chimenea.

Y entonces se le ocurrió a ella la idea de que estaba contemplándose en el muro que dividía la habitación de la casa de su misterioso patrono. Al mismo tiempo que este pensamiento se la ocurría.

—¡Tap, tap, tap!

Alguien en la casa de Malpas llamaba en la pared…

—¡Tap, tap, tap!

Sonaba como un aviso ¿Pero cómo había podido enterarse el viejo?…

La primera parte de la comida transcurrió sin ningún incidente anormal. Su huésped era la cortesía misma, y cuando supo que ella no bebía vino, la llenó su vaso de agua. Él no hizo ninguna observación. Bebió abundantemente, sin que el vino pareciera hacerle el más ligero efecto. Sin embargo, cuando la tercera botella de champagne fue descorchada por la doncella, Andrey comenzó a sentir un pequeño malestar. Siguieron los dulces y el café y Lacy acercó una caja de tabaco dorado hacia ella.

—Gracias, no fumo —dijo, sonriendo.

—Tiene usted todas las virtudes, señorita Bedford —comentó él galantemente—. ¿Al señor Malpas no le gusta que usted fume, tal vez?

—No le he consultado nunca —replicó ella.

—¿Qué sueldo le da a usted por semana?

Estaba a punto de contestar a la pregunta, cuando se le representó de lleno su impertinencia.

—El sueldo no ha sido estipulado todavía —dijo ella, mirando al reloj de la chimenea—. ¿Usted no se molestará si me marcho temprano, señor Marshalt? Tengo mucho que hacer.

La mano que sostenía el magnífico cigarro se inclinó impacientemente.

—Eso puede esperar —dijo él—. Tengo que decir a usted varias cosas, señorita. Yo supongo que su trabajo con el señor Malpas no durará siempre. Es un viejo diablo excéntrico, y la policía anda tras de él.

Esto era nuevo para la muchacha, aunque ella no sintió realmente la sorpresa que manifestó.

—Tengo razones para creer —continuó Marshalt pausadamente— que ese viejo le da a usted ocupación únicamente con el fin de tratarla y tener una oportunidad de trabajar juntos con la idea de estrechar más las relaciones.

—¡Señor Marshalt! —exclamó ella indignada, poniéndose en pie.

—Estábamos hablando como amigos —se disculpó Marshalt—; y yo sólo pretendía decir a usted todo lo que sé…

—Usted ha inventado eso. Usted no conoce al señor Malpas, según me ha dicho usted mismo.

Él sonrió.

—Yo tengo informaciones que me colocan fuera de la posibilidad de equivocarme. Hágame el favor de sentarse, señorita Bedford.

—Tengo que irme.

—Espere usted un poquito más. Necesito hablar con usted de este asunto, y las nueve no es una hora demasiado avanzada, usted lo sabe.

Ella sentóse de nuevo con visible disgusto.

—Yo la he conocido a usted mucho antes de lo que usted puede sospechar. ¿No recuerda usted haberme visto en Fontwell? Yo la aseguro que no ha pasado un día en que usted haya estado ausente de mi pensamiento, Andrey. Yo estoy locamente enamorado de usted.

Ella se levantó, esta vez menos presurosamente, y él siguió su ejemplo.

—Yo puedo hacer su vida muy agradable para usted —dijo él.

—Prefiero un camino más penoso —contestó ella con serena dignidad y dirigiéndose hacia h puerta.

—¡Un momento! —balbuceó él.

—Está usted perdiendo el tiempo, señor Marshalt —contestó ella fríamente—. Comprendo muy confusamente su proposición, y lo único que quisiera es equivocarme. Yo vine aquí con indudable ligereza, creyendo que usted era un caballero que realmente deseaba ayudar a una mujer que ha sufrido injustamente, como usted indicó antes.

Y entonces se alteró el tono de su voz.

—Usted vino aquí porque yo la llamé, y nadie que esté en su juicio podrá suponer que yo estoy comiendo con usted tête-à-tête contra su voluntad.

Ella le miró seriamente.

—Usted parece olvidar que me escribió una carta, y que esa carta —ella se detuvo.

—Está en su bolso de mano —continuó él sonriendo—. No, querida niña, no ha sido usted juiciosa. Y siento que pretenda usted marcharse, porque esta parte de la casa está aislada del resto y únicamente una persona privilegiada tiene la llave. Si usted fuese una muchacha sensata, usted sería esa persona privilegiada.

Ella corrió hacia el pasillo. La puerta que conduce al hall de la entrada estaba cerrada. Pulsó la manezuela, pero no se movió. Un brazo rodeó el talle de Andrey, y levantándola como un niño la condujo otra vez, a pesar de su forcejeo, al pequeño comedor.

Ella le golpeaba en la cara con todas sus fuerzas, y al cabo consiguió verse libre de la opresión de los brazos. Sus ojos descubrieron sobre el aparador un agudo cuchillo, y cogiéndolo rápidamente, lo empuñó amenazadora.

—¡Si se acerca usted, le mato! —rugió en voz baja—. ¡Abra usted la puerta!

En el fondo Lacy Marshalt era un cobarde, y ante la amenaza del cuchillo, retrocedió.

—¡Por Dios, no sea usted loca! —exclamó—. Yo únicamente quería ayudarla a usted.

—¡Abra usted la puerta!

Él sacó de su bolsillo un llavero que sujetaba una cadena, y al instante oyó ella el ruido de la cerradura que se descorría, dejándola el paso libre. Se abalanzó a la puerta, deteniéndose un momento. Tras de ella estaba el oscuro pasillo.

—¿Quiere usted perdonarme? —murmuró él.

Ella no contestó, pero suavizó su gesto, arrojando el cuchillo sobre la alfombra.

—Todo derecho —dijo él, como si la indicase la dirección.

Obedeciéndole, se volvió hacia el estrecho pasillo, aunque su instinto y su memoria la decían que el camino para ponerse en salvo era otro. Antes de que ella pudiera comprobar el peligro, se lanzó él tras de ella. No vaciló más de un segundo para huir por el estrecho corredor. Al final encontró el pasamanos de una escalera, y por ella escapó, perseguida siempre por el hombre. En la profunda oscuridad subía por la que, evidentemente, era una escalera de servicio. En su terror no hubiera podido saber cuántos tramos había ascendido. De pronto se detuvo; no se oían ya los pasos que la seguían. Sobre su cabeza había una claraboya, fuera de su alcance. No había otra solución que volver sobre sus pasos, y furtivamente descendió los escalones alfombrados. Habría llegado al rellano inferior, cuando oyó el claro lamento de una mujer sollozante.

Las propiedades acústicas de la escalera eran tales, que no pudo localizar el rumor. Podía proceder de abajo o de arriba, o podía penetrar a través de la pared medianera de la casa vecina, la casa del señor Malpas.

Escuchó con interés. Los sollozos se extinguieron en un débil gemido, y se hizo el silencio. Sólo un momento distrajo su atención la idea de su propio peligro. No se percibía ningún ruido ni señal que indicase la presencia de Lacy Marshalt, y ella descendió un segundo tramo, temblando nerviosamente en la oscuridad, a la que sus ojos dilatados ahora se habían acostumbrado de tal modo, que veía distintamente. Llegó al piso donde estaba situado el pequeño comedor y el estrecho hall, más allá de la entrada donde dejó la libertad. No halló señales de Lacy.

Pero en el momento en que se detenía cautamente en el corredor, una mano ciñó su tille, otra cubrió su boca y se sintió transportada de nuevo al pequeño comedor, cuya puerta se cerró tras de ella.

—Ahora, mi pequeña prisionera —dijo la voz de Lacy Marshalt, trémula por el triunfo—; usted y yo tendremos una conversación inteligente.

La depositó en un profundo y confortable sillón, y ella quedó sentada, los cabellos en desorden, casi sin aliento, y fija su mirada inflexible en el rostro de él.

—Si mis criados no hubieran tenido la orden rigurosa de permanecer en un departamento, allí hubiese comenzado un formidable escándalo. ¿Comprende usted mi punto de vista? Si yo hubiera sabido que había invitado a comer a una fierecilla, yo hubiera tenido una caperucita —dijo humorísticamente.

Llenó un vaso de vino y se lo acercó a ella.

—¡Bébase esto! —ordenó.

A punto de desplomarse, sintió desfallecer su firmeza, y arriesgándose a todo bebió el vino ávidamente.

—No tiene ninguna droga; puede usted beberlo de una vez. ¡Andrey! ¿Está usted dispuesta a ser una buena muchacha? Yo la necesito a usted. Es usted la única mujer en el mundo que yo he deseado realmente, y no me he convencido del todo hasta esta misma noche. Puedo darla a usted cuanto su fantasía desee, dinero, más del que usted pudiera soñar.

—Está usted malgastando su tiempo ahora, señor Marshalt —contestó ella. El vino la había reanimado, dándola una nueva fortaleza—. No quiero decirle a usted cuán gravemente me ha ofendido, porque mis palabras no tendrán ningún significado para usted. Volveré al hotel y llamaré al capitán Shannon para contarle todo lo sucedido.

Él sonrió.

—En otros términos: usted va a buscar un policía. Bien; ésa es una amenaza de viejo estilo que no me asusta. Shannon es un hombre de mundo, y él sabe que yo no hubiera invitado a comer conmigo a una señora de Holloway, a menos que adivine usted el resto. Y él sabe que usted no hubiese aceptado si no hubiera usted esperado que la hiciese el amor. Creo que soy un bruto; pero el método del hombre de las cavernas ahorra una gran cantidad de tiempo y de preliminares estúpidos. Hablando en general, la mujer lo prefiere a los otros.

—Su tipo de mujer, puede; pero yo no soy su tipo.

—¡Por Dios! ¡Ya lo creo que si! —dijo él en voz baja—. No sólo es usted mi tipo, sino que es usted para mí… todas las mujeres…, la quintaesencia de la feminidad.

Él se inclinó y levantándola suavemente pasó sus fuertes brazos para rodearla, colocándola una mano tras de su cabeza. Ella le contemplaba con horrorizada fascinación, penetrando su mirada en las profundidades de su alma negra.

Un instante sintió en sus labios la presión de otros labios. Ella estaba inerte, la conciencia huía de ella, la vida y todo lo que constituía la vida acudía en acelerados latidos a su corazón, cuando percibió débilmente un ligero movimiento de la cerradura: alguien introducía una llave. Él lo oyó también, y abandonándola tan bruscamente que Andrey cayó de rodillas en el suelo, observó la puerta, que se abría lentamente. Una mujer vestida de negro permaneció en el umbral mirando con sus ojos asombrados al hombre y a la muchacha desgreñada que estaba en el suelo.

Era Dora Elton, y Andrey, al levantar la mirada, vio el odio en los ojos de su hermana y se estremeció.

XIX. La historia de Joshua

—Parece que he llegado en un momento inoportuno —dijo Dora Elton con su metálica voz.

Y resistió sin inmutarse la mirada encendida por la ira de Marshalt.

—Tienes demasiada predilección por nuestra familia —continuó ella.

Andrey se había puesto en pie, y arreglando sus ropas pasó junto a su hermana y salió con paso inseguro al hall, siguiendo hasta llegar al aire frío y diáfano de la noche.

Ni una palabra fue cambiada entre ellos hasta que el ruido de la puerta de la calle al cenarse les dijo que ella se había marchado. Entonces habló Dora.

—No voy a pedirte ninguna explicación, porque la escena es clara.

Él llenó un vaso de vino, que bebió con avidez, antes de contestar.

—La pedí que viniese a comer y ella se mantuvo un poco fresca: eso es todo. No hay nada de particular en ello.

Ella sonrió.

—No puedo imaginar que la gentil Andrey se mantuviera un poco fresca; pero las mujeres son criaturas singulares bajo tu magnético influjo, Lacy —ella se salió por la tangente—. Bunny sabe que yo he estado aquí la otra noche, la noche que simulé estar en el concierto.

—No me inquieta que él lo sepa —murmuró—. Si tú te preocupas por lo que Bunny piensa y lo que Bunny sabe, harías mejor en no venir aquí.

Ella sonrió de nuevo.

—¿Y tú querrías la llave, naturalmente? Bunny la encontraría cómoda. Abre la puerta trasera, la del invernadero y la de este encantador sanctum sanctorum[7]. Bunny tiene pasión por las llaves passe-partout[8].

—Yo no quiero que tú pienses que había algo entre tu hermana…

—No es hermana mía; pero eso no es el asunto.

Y porque no había nada entre vosotros estás… ¡bestializado!

El aire de frialdad había desaparecido de ella. La rabia estremecía su cuerpo de pies a cabeza, impidiéndola hablar, aunque el despecho surgía en ella a oleadas.

—Yo he arriesgado todo por ti… ¡Y he sido engañada y burlada por… una vil criatura! ¡Yo la he odiado siempre! ¡Dios, cómo la odio ahora! ¿Y tú quieres sustituirme con ella? ¡Antes te m2to a tiros como a un perro, Lacy!

—Tú me matarás un día —interrumpió él con mirada colérica—. Tú o tu marido. Yo soy un blanco humano para los Elton. Ahora estoy vivo aún, Dora.

La cogió por los hombros y reclinó sobre su pecho la cabeza de la muchacha, que sollozaba.

—Si tú crees que yo estoy en amores con esa cabrilla, estás loca. Voy a hacerte una confesión, y créeme esta vez.

Ella murmuró algo que él no pudo oír, pero que adivinó y sonrió complacido.

—Te voy a decir la verdad de una vez para siempre. Hay un hombre en el mundo a quien odio más que a nadie, y ese hombre es el padre de Andrey Bedford.

—Su nombre no es Bedford —dijo ella rápidamente, secándose los ojos con un pañuelito.

—Tienes razón. Su nombre es Torrington, aunque los vuestros no lo eran. Dan Torrington y yo somos antiguos enemigos. Tengo grandes cuentas pendientes con él y que no han sido ajustadas aún.

—Su padre es un reo.

Había todavía un sollozo en su voz.

—Está en el dique de la Ciudad del Cabo cumpliendo una condena perpetua —dijo él—. Si mi tiro hubiera sido más certero, estaría muerto ya, Pero tuvo suerte. Sólo le alcancé en una pierna. Supongo que si en aquellos momentos no le hubieran detenido los detectives, el muerto sería yo.

—¿Entonces tú le has arrestado? —preguntó ella mirándole sorprendida.

—Sí. Yo era agente secreto de la Sociedad Minera de Diamantes, y descubrí que Dan Torrington estaba comprometido en la compra ilícita de diamantes. Yo le cogí en la trampa, y esto es todo lo que hay acerca de la historia. Excepto que él intentó matarme.

Ella se desprendió de sus brazos y femeninamente fue hacia el espejo de la chimenea.

—¡Mírame a los ojos! —dijo ella desmayadamente—. ¡Oh, qué loca fui en Venir hoy! Yo no sé si creerte o no, Lacy. ¿Cómo puedes tú vengarte de Torrington haciendo el amor a esta muchacha?

Él sonrió.

—Bueno; tal vez no es tan fácil como parece —contestó él—. Yo he sido un insensato al intentar llevar las cosas fuera de sus pasos Si yo hubiera procedido con calma y firmeza, ella se hubiera casado conmigo.

—¿Casarte tú?

—Era la idea general.

—Pero tú has dicho que nunca te casarás.

Él la indicó una silla junto a la mesa y ella se sentó.

—Hay una historia que parece tomada de un libro —dijo él—. Cuando Torrington estaba comprando diamantes a los indígenas, era el propietario de una granja llamada Graspan. Existen miles de Graspan en el África del Sur; pero este particular Graspan vivía junto a un río, uno de los que se llamaron después Cuatro Ríos. Él había sido enviado ya a cumplir la dura condena al penal, cuando fue descubierta una enorme pepita en la granja. Una «pepita» es un gran diamante. Yo no lo supe hasta poco tiempo después, porque la propiedad había sido laborada a nombre de sus abogados. Hallam y Coold. En efecto, hoy se la conoce como la mina de Hallam y Coold. Dan Torrington es un millonario, pero es un millonario moribundo. Desde que estoy en Inglaterra, he tenido a uno de los guardas del dique encargado de enviarme todos los meses un informe acerca del hombre, y las últimas noticias que he recibido decían que se estaba consumiendo lentamente.

—¿Entonces, si te casas con Andrey?

Él sonrió de nuevo.

—Exactamente. Si me caso con Andrey seré un hombre inmensamente rico.

Ella le miró maliciosamente.

—¡Pero tú eres rico ahora!

La sonrisa abandonó su rostro.

—Sí, soy rico ahora —dijo bruscamente—; pero podría ser más rico.

Un golpe en la puerta le detuvo.

—¿Quién es? —preguntó severamente.

La voz de la doncella respondió:

—Un caballero desea ver al señor. Dice que es un asunto urgente.

—No puedo recibir a nadie. ¿Quién es?

—El capitán Shannon.

La boca de Dora se abrió en un ¡oh! de horror.

—¡No quiero que me vea! ¿Por dónde puedo irme?

—Por el invernadero, a salir por la puerta de atrás; el camino por donde vienes —estalló Lacy.

Él la había conducido de mala gana a la oscura biblioteca, y volvió a la habitación antes de que Dick Shannon traspusiese la puerta. Vestía traje de tarde y había una expresión en su rostro poco agradable a la vista.

—Necesito hablar con usted, Marshalt.

—Señor Marshalt —replicó con dureza el otro, sintiendo el antagonismo.

—Señor o Marshalt a secas, es igual para mí. Usted ha invitado a una señora a comer con usted esta noche.

Una claridad de amanecer se le apareció al africano.

—Es de suponer que la señora no se invitase por sí misma a comer conmigo —contestó fríamente.

—Usted ha invitado a una señora a comer con usted esta noche y usted la ha ofendido con la más grave ofensa que un hombre puede hacer a una mujer.

—Mi querido amigo —balbuceó Marshalt—, usted, que es un hombre de mundo: ¿puede imaginar que la muchacha vino aquí con sus ojos cerrados a… todas las eventualidades?

Por un segundo, Dick Shannon le miró fijamente, y levantando su brazo cruzó la cara de Lacy con el dorso de su mano, haciéndole caer hacia atrás con un rugido de furia.

—Eso es una infamia que usted no repetirá —dijo Dick Shannon en voz baja.

—Avise usted mismo a un policemen. Ése es su deber —gritó Lacy.

—Conozco los deberes de la policía muy bien —contestó Dick severamente—. Están esculpidos en el frente del Old Bailey[9]. ¡Recuérdelos, Marshalt! ¡Protege a los hijos de los pobres y castiga al ofensor!

* * *

Dick Shannon salió de casa de Marshalt un poco más frío de lo que había entrado. Levantando los ojos —un acto casi maquinal— a la casa vecina, vio un rayo de luz en una de las ventanas, y a pesar de su absorción en los agravios inferidos a Andrey y sus sentimientos homicidas con respecto a Lacy Marshalt, fue tan sorprendido por el inusitado hecho, que cruzó la calle para cerciorarse mejor. Había estado examinando la casa cuando Andrey salió y literalmente corrió hacia él, y no había observado entonces ningún signo de vida. Alguien se vislumbraba en la hendidura de luz: percibió un vago movimiento, y en aquel mismo instante la luz se extinguió.

Cruzando la calle de nuevo, llamó a la puerta; pero no contestó nadie. Esperando, su ácimo todavía preocupado por el llanto de Andrey, creyó haber oído un leve ruido en el hall. ¿Es que iría a salir el hombre misterioso? Dio un paso atrás y sacó del bolsillo una pequeña linterna, Pero si el extraño Malpas había tenido intención de salir, cambió, sin duda, de propósito.

Transcurrieron todavía diez minutos más en aquella espera, y Dick Shannon abandonó la vigilancia. Deseaba ver a Andrey aquella noche y obtener de ella una relación más detallada que el incoherente relato que le hizo.

Yendo hacia Baker Street por el lado del square, miró a derecha e izquierda en busca de un taxi. No había ninguno a la vista, y volvió la cabeza para mirar a lo largo del camino que había traído. ¿Era una alucinación? De la casa misteriosa le pareció ver surgir una oscura silueta que cruzó la calle, andando con una extraña cojera y apresuradamente hacia el lejano extremo del square. La figura aparecía con bastante realidad. La cuestión estaba en saber si sus ojos se habían engañado al creer que había salido de la casa de Malpas.

Emprendió velozmente su persecución, sin que sus zapatos con suela de goma denunciaran su paso. El perseguido recorría un circuito que le conduciría a Oxford Street, en el final del square, y ya había llegado a la esquina de Orchard Street cuando Shannon le alcanzó.

—Perdone usted…

El extraño cojo volvió hacia el detective un rostro afilado de maligna expresión. Tras de sus lentes de oro, dos ojos inquisitoriales escudriñaban al recién llegado, y casi imperceptiblemente metió su mano en las profundidades del bolsillo de su abrigo.

—¿Es usted un amigo del señor Malpas? —preguntó Dick—. Veo que sale usted de su casa.

Shannon experimentaba singulares ráfagas de telepatía en ciertas ocasiones, y ahora se dio cuenta de que sentía el influjo de una de ellas. Según el hombre le miraba, él leyó sus pensamientos con tanta claridad como si hablase. El desconocido pensaba:

«Usted estaba bastante distante cuando me vio la primera vez; de otro modo me hubiese alcanzado antes. Por consiguiente, no sabía con certeza de qué casa había salido».

En palabras efectivas, contestó:

—No, yo no conozco al señor Malpas. Soy un forastero en Londres, y buscaba la dirección de Oxford Circus.

—Yo no he visto a usted en el square hasta hace cinco minutos.

El hombre de los lentes sonrió.

—Será probablemente porque he venido por este lado. Y al comprender mi error he vuelto sobre mis pasos otra vez. Hay cierta diversión para el forastero ocioso cuando se pierde en una gran ciudad.

Los ojos de Dick no apartaban de su rostro la mirada.

—¿Vive usted en la ciudad?

—Sí, en el Ritz-Carlton. Soy el presidente de una Sociedad minera del África del Sur. Pensará usted, acaso, que yo soy más bien un idiota al dar todos estos informes a una persona que se conoce casualmente; pero yo sé que usted es un detective, el capitán Richard Shannon, si no me equivoco.

Dick vaciló.

—Yo no recuerdo haber visto a usted nunca, señor…

Se detuvo esperando.

—Mi nombre no puede interesarle a usted. Mi pasaporte está extendido a nombre de Brown. En el Negociado Colonial le darán a usted más detalles. Es cierto que no nos hemos visto nunca, pero yo sí le conocía a usted.

Dick tuvo que sonreír, a pesar de su sentimiento.

—Permítame usted que le indique la dirección de Oxford Circus. Un taxi es el medio más rápido y eficaz para llegar a la plaza. Yo le llevaré a usted: voy a Regent Street.

El viejo inclinó su cabeza cortésmente, y en aquel momento apareció un taxi libre, que detuvieron y ocuparon.

—La aparente prosperidad de Londres me asombra —dijo el señor Brown con una sonrisa—. Cuando veo estas manzanas de casas que habitan algunos que deben disfrutar una renta de diez mil libras al año, me admiro pensando de dónde procederá originariamente ese dinero.

—Eso no me ha inquietado nunca —dijo Shannon.

Aprovechando las luces de la calle, había hecho un buen examen del hombre. Había poco en él que pudiera considerarse como siniestro. Sus cabellos, abundantes, eran blancos; sus espaldas estaban ligeramente encorvadas, y aunque sus manos delgadas eran ásperas y nudosas, como las de un trabajador manual, él tenía la apariencia de un gentlemen.

En la esquina del Circus se detuvo el taxi y el viejo se apeó de él penosamente.

—Temo ser un inválido —dijo—. Gracias, capitán Shannon, por su atención.

Dick Shannon viole alejarse cojeando y desaparecer entre la multitud en la entrada de la estación del «Metro».

XX. Un mensaje de Malpas

Andrey estaba esperándole en la ociosidad del Palace. Toda huella de sufrimiento se había desvanecido.

—Confío en que no tendrá usted que guardar cama —dijo él.

Todo el camino de Regent Street fue confiando en ello más devotamente de lo que él solía.

Ella temía la vuelta a su desagradable situación de la tarde; pero él fue correcto en este punto.

—No; yo no le causaré ningún disgusto más.

Ella se fijó en la palabra «disgusto», pero no le pidió ninguna explicación.

—Marshalt tiene una mala reputación privada, y si yo hubiera sabido que usted pensaba ir a verle, se lo hubiera impedido.

—Yo creí que él estaba casado —dijo ella tristemente.

—No. Esto es su famoso «principio de seguridad». Evita que sus señoras amigas tengan aspiraciones demasiado elevadas. Es un bandido, a pesar de su riqueza, y yo daría algo por tratar con él adecuadamente. ¡Andrey! ¿Ha conseguido usted dejar Portman Square absolutamente sola?

—¿Andrey? Yo no recuerdo realmente, pero me parece que debo haber crecido un poco más. En Holloway me llamaban «83», y algunos más amables, sencillamente «Bedford». Yo creo, sin embargo, que prefiero «Andrey» de las gentes que no es probable que estrechen mi mano y pretendan ganar mis sentimientos.

—Es usted singular. Yo la llamaré a usted Andrey, y si me convierto en un sentimental me llama usted «business», y estamos en paz. Usted dejará Portman Square.

Ella levantó los ojos rápidamente.

—¿Quiere usted decir al señor Malpas?

Él hizo un gesto afirmativo.

—Yo no sé cuántos, cientos de libras suyas ha gastado usted…

—Sesenta libras.

—Yo se las daré a usted y usted podrá devolverle su dinero.

Él adivinó su resistencia para aceptar esta proposición antes de que ella hablase.

—Yo no puedo hacer eso, capitán Shannon —contestó vivamente—. Yo debo arreglármelas por mí misma. Cuando yo le vea el sábado, le pediré que especifique el sueldo que me tiene que pagar y le diré francamente lo que he gastado y mi deseo de devolverle la diferencia que resulte. Cuando esta entrevista se acerque…

—Sería mejor que esto no continuase, princesa —dijo Dick ceñudamente—, o que yo entrase en ese horrible salón.

—¿Por qué me llama usted princesa? —preguntó ella ruborizándose.

—No lo sé; es decir, ¡sí lo sé! Alteraré mis costumbres y diré la verdad. Hay una vieja leyenda germana, o tal vez china, acerca de una princesa tan bella, que fue compelida por la ley a mostrarse siempre enrabietada, con el fin de evitar que los hombres se enamorasen de ella, turbando la paz y la felicidad domésticas. La primera vez que vi a usted me acordé de este cuento, y la bauticé a usted con ese nombre.

—Y aquí acaba nuestra entrevista —dijo ella severamente.

Una vez sola en la intimidad de su habitación, sonrió complacida por la galantería que envolvía aquella historia.

Cuando se preparaba para acostarse, vio la carta que había sido dejada sobre la mesa de su tocador. Conoció los garabatos de la letra y rasgó el sobre.

Felicito a usted por su fuga. Bebió usted haber hecho uso del cuchillo.

¿Cómo sabía Malpas lo que había ocurrido tras de las puertas cerradas del santuario de Lacy?

Andrey había dejado a Dick Shannon, al marcharse sin ninguna duda acerca de sus verdaderos sentimientos, porque ella era una mala actriz. Dick llegó a su casa un poco después de las once, cuando la gente que volvía de los teatros animaba las calles con el rápido paso de los coches, y en el momento de llegar apercibió la presencia en el borde de la acera de un hombre a quien había encontrado antes aquella noche. Se acercó al inmóvil personaje.

—¿Todavía anda usted perdido, señor Btown? —le preguntó humorísticamente.

—No, señor —le respondió con frialdad—. Es que después de dejarle a usted sentí deseos de hablar con usted un poco.

Un momento de vacilación.

—Pase usted —dijo Dick, introduciendo al visitante en su despacho—. Ahora, señor Brown usted dirá —continuó Dick, ofreciéndole una silla, en la que aquél se sentó con un suspiro de alivio.

—El estar de pie o andando resulta un poco penoso para mí. Gracias, capitán Shannon. ¿Qué sabe usted acerca de Malpas?

La directa pregunta desconcertó un instante al detective.

—Probablemente menos que usted —dijo al fin.

—Yo no sé nada más sino que es un caballero que cuida mucho de no entrometerse con los vecinos y que no incita a que ellos lo hagan.

¿Había provocación en el tono? Dick encontró difícil responder a la cuestión.

—Lo único que nosotros sabemos de él es que tiene visitas extrañas.

—¿Quién no las tiene? ¿Pero se sabe algo en detrimento suyo?

—Nada —contestó Dick francamente—. Es que nosotros sospechamos habitualmente de todas las personas de alguna edad que viven solas. Hay siempre una probabilidad de que algún día tengamos que forzar la puerta y descubrir sus trágicos restos. ¿Por qué cree usted que yo sé algo acerca de él?

—Porque estaba usted vigilando la casa antes de que la señorita saliera del domicilio de Marshalt y distrajera su atención —respondió fríamente.

Dick le miró con dureza.

—Usted me dijo que no había hecho más que entrar en el square y volver.

—Uno tiene que tergiversar las cosas —replicó tranquilamente—. Lo mismo que en los negocios de usted no es posible conservar un igual candor. La verdad es que yo estaba espiando al espía e indagando lo que usted pretendía contra Malpas.

—¿No estaba usted, por casualidad, vigilando desde la casa de al lado? —preguntó Dick secamente, y el hombre rompió a reír.

—Ciertamente que hubiera sido el mejor puesto de observación —respondió evasivo—. Yo estaba preocupado al mismo tiempo por lo que le hubiera ocurrido a aquella infortunada muchacha. Marshalt tiene una antigua reputación de hombre galante. Es de suponer que no haya cambiado del todo. ¿Ha visto usted nunca algo semejante?

Y metiendo los dedos en el bolsillo de su abrigo sacó un oscuro guijarro sobre el cual aparecía un sello rojo. Dick lo tomó en sus manos y lo examinó curiosamente.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Esto es un diamante en bruto, y el sello rojo es la marca de nuestra corporación. Nosotros marcamos todas nuestras piedras, de cualquier tamaño que sean, en esta forma, usando una clase especial de cera que no se tiene que calentar.

Dick examinó el diamante y volvió a la conversación.

—No había visto nada igual. ¿Por qué me lo preguntaba usted?

—Estoy haciendo averiguaciones —el viejo le observaba fijamente—. ¿Tiene usted la seguridad de que nadie le ha traído una piedra de esta clase? La policía está en posesión de muchos objetos curiosos.

—Pues, no. Yo no he visto ninguna antes de ahora. ¿Ha perdido usted una piedra?

El viejo oprimió sus labios.

—Sí, hemos perdido una piedra —dijo con aire pensativo—. ¿Ha oído usted hablar de un hombre llamado Laker? Veo que no. Es un sujeto interesante. Me hubiera gustado presentárselo. Un hombre listo, pero tomaba unas borracheras pesadas, lo cual significa, naturalmente, que no era listo del todo. En este asunto de las bebidas, no hay nadie listo más que los que las venden. Laker, sobrio, era un genio; pero bebido, era un idiota. ¿Usted no le vio nunca?

Los ojos, más que la voz, formulaban la pregunta.

—No; yo no conozco a Laker —confesó Dick Shannon—; lo cual significa que oficialmente es desconocido.

—¡Oh! —El viejo pareció descorazonado y se levantó bruscamente de la silla—. Usted empezará a pensar que yo formo parte de un misterio —y en tono animado prosiguió—: ¿Le sucedió algo a aquella señorita?

—Nada, excepto que ella tuvo una escena muy desagradable.

El señor Brown mostró sus dientes en una triste sonrisa.

—¿Cómo es posible ver al honorable Lacy sin tener una desagradable escena? —preguntó con sequedad.

—¿Le conoce usted entonces?

Brown hizo un gesto afirmativo.

—¿Muy bien?

—Nadie conoce a nadie muy bien —contestó—. Buenas noches, capitán Shannon. Perdone usted que le haya molestado. Usted tiene mi dirección, si desea verme. Le ruego que me telefoneé antes, porque tengo muchos asuntos fuera de casa y podría no estar cuando viniese.

Dick fue a la ventana y observó al hombre cojo hasta que desapareció de su vista. ¿Quién era él? ¿Qué enemistad había entre Marshalt y él?

XXI. Martin Elton predice una causa criminal

Lacy Marshalt subió a almorzar con el más negro humor. La marca de los nudillos de Jim todavía se mostraba rojamente en su faz, y sus ojos parecían cargados de sueño. Tonger reconoció los síntomas y tuvo buen cuidado de no atraer sobre él la cólera de su amo, aunque más pronto o más tarde había de estallar. Teniendo algo de filósofo, el criado esperó hasta que Marshalt hubiese terminado un suculento almuerzo, y entonces le dijo:

—El señor Elton ha preguntado por usted. Yo le dije que usted no estaba, y él ha dicho que volverá.

Marshalt se sintió arder.

—Pudiste haberle dicho que yo estaba fuera de Londres.

—Es que él sabe que está usted en Londres. No soy yo quién para darle consejos, Marshalt; pero es una mala costumbre la de estar asomado a la ventana antes de vestirse. Él le ha visto a usted.

Lacy Marshalt sintió como una punzada interior al oír el nombre de Martín; pero si había de ser para algo desagradable, mejor era que fuese en aquella disposición de ánimo.

—Hazle pasar cuando venga —dijo—. Y si te hace alguna pregunta acerca de la señora de Elton.

—¿Soy algún chiquillo? —contestó el criado desdeñosamente—. Además Elton no es de esa índole. Él se educó como un caballero, aunque haya decaído luego de su educación. Esta clase de gente no pregunta a los criados.

Si Elton venía de un humor truculento, podría resolver el asunto de una vez para siempre. Dora comenzaba a molestarle. La mujer ideal de Lacy era una mujer segura de sí misma y libre de sentimentalismos. Él había creído que Dora era de ese tipo; pero ella fue inclinándose más y más hacia él, y planteándole problemas enojosos y, lo que era peor de todo, mostrando una afección que a un tiempo le alarmaba y le aburría.

No tuvo que esperar mucho la llegada del marido de Dora. Estaba a mitad de lectura del artículo editorial de The Times, cuando Tonger entró y le dijo en un sepulcral tono:

—¡El señor Elton!

Levantó los ojos, tratando de leer en la cara de esfinge del joven de apariencia bonachona que entró en la habitación con el sombrero en una mano y un bastón de ébano en la otra.

—Buenos días, Elton.

—Buenos días. Marshalt.

Dejó su sombrero y se quitó sus guantes lentamente.

—Siento interrumpirle su almuerzo.

Bunny acercó una silla a la mesa y se sentó. Su rostro estaba pálido, pero esto no era raro en él. Sus ojos negros brillaban como de costumbre.

—Hace algún tiempo escribí a usted una carta acerca de Dora —dijo, jugueteando con un tenedor que había sobre la mesa—. Era un poco enérgica. Espero que no le habrá disgustado.

—No recuerdo haber recibido ninguna carta de usted que me haya ofendido —contestó Marshalt con una sonrisa.

—Yo no creía que hubiera usted olvidado esta carta personal —dijo Martin—. Se refería a las comidas con Dora, y si no recuerdo mal, le pedía a usted que no volviese a invitarla.

—Pero mi querido amigo… —contestó Lacy en tono de reproche.

—Ya sé que usted considera esto estúpido y tiránico; pero yo estoy un poco apasionado por Dora. Suele ocurrir eso con la mujer de uno. Y quiero evitarla la desagradable escena de explicar sus relaciones con usted ante el jurado.

Su mirada sostuvo con firmeza la mirada de Marshalt.

—Naturalmente —continuó con una pequeña sonrisa—, yo no me arriesgaría al intento de matar a usted, a menos que usted me diese palabra de que en tales circunstancias no recaería ninguna sospecha sobre mí. Quiero evitar, si es posible, la vulgaridad del suicida, porque tengo aún tanto respeto a mi familia, que quisiera evitarles la publicidad sensacional que los periódicos darían al caso.

—No le comprendo a usted. Temo… —Inició Lacy.

—Eso no lo puedo creer —le interrumpió Martin Elton—. Siento que me obligue usted a decirlo. Dora ha visitado a usted dos veces desde que envié a usted mi advertencia. Y no estoy dispuesto a que realice la tercera visita.

—Su mujer de usted vino la noche última con su hermana —dijo el ingenioso Lacy—. Ella no estuvo aquí más que un minuto.

Elton abrió los ojos.

—¿Con su hermana? ¿Se refiere usted a Andrey? ¿Ha estado ella aquí?

—Sí, ha estado aquí. ¿No se lo ha dicho a usted Dora?

Lacy Marshalt decidió sostener la invención. Podía telefonear a Dora cuando su marido se marchase y enterarla del cuento que había urdido.

—Sí; Andrey estuvo comiendo conmigo sola, y enterada de ello, Dora vino a buscarla y llevársela, pensando que pudiera contaminarla mi compañía.

Él sonrió ampliamente al decirlo.

Martin meditó un largo espacio.

—Eso no es propio de Dora —dijo—. El hecho es que ella me aseguró que no había estado aquí por ningún concepto, aunque pueda ser explicable ese pequeño engaño. ¿Conoce usted a Andrey?

El africano se encogió de hombres.

—No puedo decir que la conozco: la he visto.

—¿Pero Andrey no estaba aquí la noche del concierto de Albert Hall?…

Lacy no replicó.

—Yo no creo que sea usted capaz de inventar una caperucita para esta ocasión. En fin: he dicho todo lo que deseaba decir.

Cogió su sombrero y su bastón.

—Usted es un individuo astuto, Marshalt, con un poco de malvado, si no me equivoco mucho, y tengo la seguridad de que no es necesario para mí entregarme a las actitudes heroicas propias de estos casos, para contrarrestar las ventajas de su vida de millonario. Los jueces, probablemente, testimoniarán su pésame a los parientes de usted, y en eso tendrá usted una ventaja sobre mí. Pero será siempre mucho más satisfactorio leer la muerte de alguien que ser la figura principal de su propiedad. Buenos días, Marshalt.

Se detuvo en la puerta.

—No se moleste usted en telefonear a Dora, He tomado la precaución de inutilizar el aparato antes de salir de casa.

XXII. Una proposición

Era una clara mañana de invierno. El cielo era azul, y la luz del sol inundaba amorosamente la habitación de Andrey. Era uno de esos días que invitan a salir de casa y que al más trabajador le incitan a la pereza.

Andrey contemplaba sin mucho agrado su tarea. Un pequeño montón de notas a lápiz, escritas sobre una variedad de papeles, tenía que ser copiado y devuelto aquella tarde. El trabajo en sí no era realmente nada: era la monotonía, la aparente inutilidad de aquella labor lo que la disgustaba.

Y ella tenía la penosa sensación, que llegaba a la certidumbre, de que su jefe le procuraba estos pequeños asuntos sólo porque ocupase su tiempo en algo, y que el verdadero servicio que él se proponía exigir sería revelado a una luz más desagradable.

Abrió su ventana y miró la calle concurrida con deseo de encontrar algún atractivo que la ofreciese una excusa para abandonar un poco de tiempo su trabajo. Pero el interés falló, y dando un suspiro volvió a su mesa, mojando la pluma en el tintero y comenzando su labor. Terminó a la hora del almuerzo, metiendo las copias y las minutas en un gran sobre, en el que escribió la dirección «A. Malpas, Esq. 551, Portman Square», depositándolo en el buzón del hotel.

¿Quién era el señor Malpas y cuáles eran sus ocupaciones?, se preguntaba ella. La juventud odia lo anormal, y Andrey era fiel a su edad. Ella pensaba con cierto temor en su entrevista próxima, que muy bien podía terminar desagradablemente para ella; pero todos sus pensamientos y cálculos estaban coloreados por un latente disgusto que no b permitirían ceder. No era la menos importante de las causas el descubrimiento que hizo la tarde anterior de las relaciones de Dora con Marshalt. Más que escandalizada, estaba horrorizada. Conocía ahora un nuevo aspecto de su hermana, un aspecto más odioso todavía. ¿Serían de ella los sollozos que oyó? Andrey estaba convencida de que aquel rumor de llanto no fue obra de su imaginación, creada por su propio terror. Cuando se detenía su ánimo en el recuerdo de Dora, sentía náuseas y cambiaba rápidamente de pensamiento.

Entonces acudía a ella, como la sucedía en la cárcel, la idea de que Dora era casi una extraña para ella. Había mirado siempre su parentesco como un algo irrevocable que automáticamente las unía en un idéntico interés. Eran dos manos de un mismo cuerpo. Y aunque Dora había vivido siempre aparte, este apartamiento tan violentamente acentuado no la había producido una sorpresa tan grande como este nuevo descubrimiento.

Al ir al restaurante, el portero la entregó una carta que acababa de traer un mensajero. Una mirada a la dirección, escrita en lápiz, la dijo que era de Malpas. Nunca había enviado una carta durante el día, y ella sintió un leve temblor al pensar que pudiera desear verla. La nota era breve y terminante:

Prohíbo a usted ver a Marshalt de nuevo. La proposición que recibirá usted hoy debe ser rechazada.

Ella contempló con asombro las breves líneas, resentida por el tono y aquella tranquila atribución de autoridad. ¿Qué proposición sería la de Marshalt? Poco la importaba. Sin esta orden, hubiera rechazado de todos modos la más tentadora, proposición que el ingenio del sudafricano hubiera podido inventar.

Pronto supo la clase de ofrecimiento de que se trataba. A mitad del almuerzo, un botones la entregó una segunda carta, y ella reconoció al instante la fluida escritura de Lacy Marshalt. La carta empezaba excusándose por su grosero proceder en la noche anterior. No lo olvidaría nunca —decía—; pero la rogaba que ella fuese más indulgente. Él la conocía desde hacía mucho más tiempo del que ella se imaginaba, y…

… elegí el más torpe, el más estúpido medio de hacerla mía. Andrey, yo la amo a usted sincera y verdaderamente, y si usted quiere consentir en ser mi esposa, hará usted de mí el hombre más feliz del mundo.

¡Una proposición de matrimonio! Era lo último que esperaba de Lacy Marshalt, y no perdió tiempo en contestarle, dejando sin acabar su almuerzo y cogiendo la pluma para decirle:


Muy señor mío: Doy a usted las gracias por lo que evidentemente me propone como un cumplimiento. No tengo ningún sentimiento en rehusar su proposición.

Sinceramente,

Andrey Bedford.
 

—Envíe esto con un criado de confianza —dijo ella.

Y volvió a su almuerzo con la impresión de que el día había sido hasta ese instante bien empleado.

La proposición había surtido un efecto. Había hecho surgir de lo más profundo de sus pensamientos un asunto que había tenido un empeño especial en suprimir. Tuvo un impulso repentino y lo realizó inmediatamente.

Un taxi la dejó ante la pequeña casa de Curzon Street, y esta vez la recepción fue más amable que la de su anterior visita. Y fue por una razón muy sencilla: la criada no la reconoció.

—¿Pregunta la señorita por la señora de Elton? Veré si está en casa. ¿A quién anuncio?

—Diga que está aquí la señorita Andrey.

Indudablemente la criada no recordó el nombre tampoco, porque la introdujo en el frío gabinete donde había sido recibida la vez primera.

Andrey esperó a que la criada subiese por la escalera, y entonces la siguió. Ella no se hacía ilusiones acerca de la actitud de Dora.

—Dígala que no estoy en casa —contestó la voz de Dora.

—No te voy a distraer mucho tiempo —dijo Andrey entrando en aquel momento en la habitación.

Por un instante Dora permaneció inmóvil, con los ojos encendidos. Hizo un esfuerzo para recobrar su dominio, y con un gesto despidió a la criada.

—Cada segundo que estás en mi casa, es un segundo demasiado largo —dijo al fin—. ¿Qué quieres?

Andrey avanzó hacia la chimenea lentamente y se colocó delante, con las manos hacia atrás.

—¿Sabe Martín algo acerca de Lacy Marshalt?

Los ojos de Dora se estrecharon hasta quedar como dos oscuras hendiduras.

—¡Oh!…, es acerca de Marshalt.

—Quiero que me le cedas. Dora.

—¿A ti?

La voz de la mujer era áspera. Andrey la vio temblar los labios y conoció los síntomas. No era la primera vez que presenciaba la acumulación de nubes que rompían en una violenta y tempestuosa furia.

—No. Yo creo que él es despreciable. No conozco un hombre que me agrade menos. Dora, ¿tú puedes no amarle?

—¿Que si puedo no? ¿Es eso todo?

—No es eso todo. Yo no he venido a predicarte, Dora; pero Martin es tu marido, ¿no?

—Sí, Martin es mi marido. ¿Es eso todo?

La agonía dé su voz conmovió un momento a Andrey, y dio un paso hacia su hermana; pero Dora la contuvo con una expresión de aborrecimiento y de odio tales, que la muchacha permaneció inmóvil.

—¡No te acerques a mí!… ¿Has terminado? ¿Quieres que yo te ceda un hombre que yo amo y que me ama? ¡Cedértelo a ti! ¿Y has venido aquí hoy para eso?

Andrey lanzó un suspiro.

—Es inútil —dijo ella—. Yo lo que quiero es que tú seas feliz. Dolly.

—Llámame Dora. ¿Has acabado ya? ¡Arrastrada, presidiaría! ¿O no has acabado todavía? ¿Vienes aquí por mi bien? ¡Te odio! ¡Te he odiado siempre! Y la madre te odiaba también, que ella, tan buena, me lo confesó en una ocasión. ¡Cederte a Marshalt! ¿Qué quieres decir? Seré yo quien se case con él cuando yo sea libre cuando la ocasión llegue… ¡Vete de aquí!

Se lanzó a la puerta, abriéndola estrepitosamente. Blanca como muerta, la rabia en sus ojos abrasados como ascuas encendidas, prosiguió:

—¡Procuraré que te detengan. Andrey Torrington!

—¡Torrington! —repitió con un fuerte suspiro la muchacha.

Dora la indicó la puerta abierta, y con un gesto de desesperación salió Andrey. Bajó la escalera del hall y tras de ella bajó su hermana, rezongando insultos como una loca. Andrey oyó los arrebatos de sus palabras y se estremeció. La máscara había desaparecido y todas las conveniencias sociales fueron lanzadas al viento.

—¡Eres una espía y una ladrona hipócrita! ¿Casarse él contigo? ¡Nunca, nunca, nunca!

Andrey oyó el roce de un acero y se sintió a punto de caer desvanecida. En los muros del hall había dos trofeos de armas escocesas: un escudo de acero, una daga y dos picas cruzadas.

—¡Dora, por Dios!

En las manos de Dora fulguraba el largo acero de una daga. Estaba agachada en los últimos peldaños de la escalera, como una fiera salvaje dispuesta a dar el salto agresor.

Dora estaba loca de celos y de odio. Andrey presintió que detrás de ella estaba la amedrentada servidumbre haciendo mofa de su miedo. Asió la manezuela del pequeño recibimiento; pero antes de que pudiera volverla arrojó Dora sobre ella salvajemente su daga. El instinto hizo a la muchacha detenerse, y la punta del acero se clavó en el marco de madera de la puerta. Arrancándolo rápidamente, lo esgrimió de nuevo. Andrey, aterrada, tropezó y cayó.

—¡Ahora sí que te tengo! —rugió enloquecida Dora, levantando su daga.

Pero en aquel momento una mano sujetó su brazo haciéndola girar sobre sí misma, para encontrar dos de los más alegres ojos que han brillado nunca en una graciosa cara de pícaro.

—Siento mucho interrumpir una escena de cine —dijo Slick Smith—; pero es que me pone muy nervioso la vista del acero.

XXIII. Slick aconseja

La puerta se cerró tras de Andrey antes de que Dora Elton recobrase en parte siquiera su normalidad. Temblaba de pies a cabeza y sentía el vértigo en su cerebro.

Slick Smith la cogió del brazo, y la condujo al saloncito sentándola en una silla, sin que ella opusiese la menor resistencia.

—Voy a pedir un vaso de agua para usted —dijo oprimiendo el botón de un timbre—. Estos ensayos de aficionados teatrales son verdaderamente terribles.

Dora levantó sus ojos extrañada.

—He sido una loca —reconoció ella, temblando todavía.

—¿Quién no lo ha sido? —preguntó el simpático Smith—. Todas las mujeres se vuelven locas por algún hombre. Y eso está muy mal cuando él no es digno de ello.

La doncella trajo el vaso de agua, que Dora bebió con avidez.

—¡Es una mujer odiosa…, odiosa! —Repetía.

—No quiero disentir con usted —dijo Smith diplomáticamente—, porque sería peor. A mí ella siempre me pareció una buena muchacha. Estuvo en la cárcel por salvarla a usted, ¿no?

Dora miró de nuevo al hombre y empezó a darse cuenta confusamente de que era un extraño. En la ofuscación de su arrebato le había parecido conocerle.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Su marido me conoce. Soy Smith…, Slick Smith, de Boston. Shannon cree que miento por darme importancia cuando digo que he operado en Nueva York; pero se equivoca. He nacido en Inglaterra y me he criado en Boston: la combinación más elegante que se conoce en la humanidad: clase y cultura. Señora, él no es digno de ello.

Cambió el tema de su conversación tan rápidamente, que ella no advirtió su significado al principio.

—¿Quién no es digno?

—Marshalt. Es una mala persona ¿No quería usted decirme eso? Yo prefiero a Martin, que es un buen compañero. Y me desagradaría ver que alguien contribuía a que él volviese el arma contra sí. Esta clase de accidentes ocurre a veces; o pudiera ser también que usted asistiese al triste acto y él la sonriese cuando el Hombre Terrible le pusiera la capucha antes de enviar a Elton al nicho mortuorio. Y usted estaría sentada allí…, helada, —pensando lo que era un Marshalt desangrado y cómo había usted llevado a dos hombres a la sepultura. Hay sólo tres domingos puros después de ser un hombre sentenciado. Tres domingos y luego marca su cuerpo la T sobre el patíbulo. Usted iría a ver Martin el día antes y él intentaría dar ánimos a usted. Y usted pasaría una infernal noche de espera… Y al dar las ocho.

—¡Por Dios, basta!

Se levantó como movida por un resorte y llevó ambas manos a su cabeza.

—¡Me vuelve usted loca! ¿Le ha enviado Martin?

—No he visto a Martin hoy. Usted ignora que Marshalt es un perro de mala casta, Dora. No hay una parte de su corazón que no tenga una huella de oro.

Ella levantó su mano para contenerle.

—Yo sé Le ruego que se marche ahora. ¿Vino usted a verme para hablar de esto? ¡Qué extraño! Todo el mundo sabe que yo le quiero.

Slick cerró gentilmente la puerta tras de él, cruzó de puntillas el pasillo y salió a la calle a tiempo de ver a Martin descendiendo de un coche. A la vista del gaucho frunció el ceño.

—¿Qué diablos quiere usted? —preguntó agresivamente.

—No tengo tiempo de decírselo; pero una renta, un gran piano y una manicura figuran a la cabeza de la lista de mis deseos. Elton, usted salta demasiado pronto. Se indigna usted conmigo porque le hago una visita, y con la gente joven que adorna con plumas su cabeza, porque ama la variedad.

Sus ojos brillantes, fijos sobre Martin, vieron al joven cambiar de color.

—Usted se indigna contra el fácil dinero de Italia, porque Stanford le dijo que allí nunca había habido nada igual.

Martín, que era blanco, palideció más todavía y quedó sin acertar a hablar.

—Aconsejo a usted que no se excite en las ocasiones adversas. Ese dinero, precisamente, me fui ofrecido a mí. Giovanni Stepessi, de Genova, me lo ofreció, y hay ciertamente en circulación una cantidad. Comparado con esto, un asalto es menos arriesgado, y una pequeña partida de baccara es una productiva sinecura.

—No comprendo lo que está usted hablando —dijo Martin al cabo de un instante—. Stanford fue a Italia para comprar joyas.

—Tal vez habría alguien en la habitación que usted no quería que lo supiese, cuando él lo dijo —contestó Slick—. No se vaya, chauffeur. Puede llevarme a casa. Y usted, Elton… —Bajó su voz—. El injerto del viejo Malpas es mejor que el nuevo aguilucho de Stanford.

—¿Cuál es su injerto?

—¿Malpas?

Slick reflexionó un momento.

—Yo no le conozco exactamente; pero no le vea usted nunca en su casa solo. Yo le vi una vez, pero él no me vio a mí. Por eso estoy vivo, Elton.

XXIV. El vértigo

Lacy Marshalt estaba muy preocupado desde hacía unos días, y el astuto criado Tonger, susceptible a los cambios de humor de su amo, no había dejado de observar el hecho. Ordinariamente se alteraba muy rara vez el genio del millonario surafricano, y la amenaza de Martin Elton, quien no vacilaría, como él comprendió muy bien, en dar expresión a su odio, no turbó su sueño ni ofuscó su despierta inteligencia.

No estaba grandemente conturbado; lo que estaba era muy pensativo. Tonger le sorprendió una media docena de veces un día sumido en una profunda soñación. El último sábado por la noche el criado trajo un manojo de cartas al despacho de Lacy Marshalt y las dejó en un lado de su mesa. El surafricano las examinó rápidamente por encima y frunció el ceño.

—No hay ninguna de nuestro amigo de Matjesfontaine —dijo—. Hace un mes que no sé nada de él. ¿Qué piensas tú de este asunto?

—Tal vez se haya muerto —contestó Tonger—. Las gentes se mueren también en el África del Sur.

Marshalt mordió sus labios.

—Puede haberle ocurrido algo a Torrington —dijo—. Quizás sea él quien ha muerto.

Tonger sonrió.

—¿Qué diablos de sonrisa es ésa?

—Usted es un optimista siempre, Lacy. Eso constituye la mitad de su encanto. —Pensó un momento—. Ahora, tal vez, no pueda nadar, después de todo.

Lacy le miró con fijeza.

—Es la segunda vez que aludes a su posibilidad de nadar. Naturalmente que él puede nadar. Supongo que su pierna coja no se lo impedirá. Era uno de los mejores nadadores que yo he conocido. ¿Qué quieres decir?

—Estaba únicamente admirando —contestó Tonger, deleitándose en su misterio, que le repugnaba revelar—. Los hijos de un alto comisario serían capaces de nadar también —dijo.

Marshalt volvió a él sus ojos suspicaces y escudriñadores.

—Y si ellos no pudiesen nadar —continuó Tonger—, no se permitirían ir en botes de remo alrededor de Breakwater, sobre todo, en verano, con un violento sureste. Usted sabe que el sureste es un viento tempestuoso.

Lacy se volvió completamente en su silla y miró a su criado a la cara.

—Ya hemos hablado bastante de esto. ¿Dónde vas a parar? ¿Los hijos del alto comisario? ¿Te refieres a los de Lord Gilbury?

Tonger movió la cabeza.

—Hace cerca de ocho meses que los hijos de Gilbury tomaron un bote de remos y fueron a Table Bay. Fuera de Breakwater el bote zozobró, y hubieran sido arrastrados al fondo si uno de los presos que estaban trabajando en el muelle no los hubiera visto y, arrojándose al agua y nadando hasta llegar a ellos, no los hubiera salvado.

Lacy abrió la boca estupefacto.

—¿Era Torrington?

—Tengo una idea de que era él. No se mencionó ningún nombre, pero los periódicos de El Cabo dijeron que el preso que había salvado a los niños era un hombre cojo, y hubo periódico que habló de pedir el indulto para él.

Lacy Marshalt comenzó a comprender.

—¿Hace ocho meses? —dijo lentamente—. Eres un cerdo. No me has dicho nunca nada.

—¿Qué podía yo decirle a usted? —preguntó el otro ofendido—. Si no se mencionó ningún nombre, ¿cómo podía yo saberlo? Además, el guarda le hubiera dado a usted el aviso si hubiera sido puesto en libertad. ¿No le pagaba usted para eso? Lacy no replicó.

—A menos… —dijo Tonger pensativamente—; a menos…

—¿A menos qué?

—A menos que el guarda trasladase su alojamiento y viviendo en Matjesfontaine, no haya querido perder una renta fija. En este caso él no se habría enterado de lo sucedido en Breakwater y seguiría enviándole a usted sus informes.

Marshalt se puso bruscamente en pie y golpeó la mesa con su puño.

—¿Qué es esto? —dijo entre dientes—. ¡Torrington ha sido puesto en libertad! Ahora comprendo lo que ha ocurrido. Ellos no quisieron hacer ruido acerca de ello y sus abogados no se enterarían de su libertad.

Paseaba de un lado a otro por la habitación con las manos crispadas, hacia atrás. De repente se detuvo frente al criado.

—Ésta es la última vez que me haces semejante jugada ¡Perro! ¡Tú lo sabías!

—Yo no sabía nada —contestó el agraviado Tonger—. Yo únicamente sumo dos y dos y sospecho. Si él estuviese libre habría venido aquí, ¿no? Usted no puede suponer que Dan Torrington le dejaría a usted en paz si él fuese libre.

Esta idea le había preocupado siempre al millonario.

—Además —continuó Tonger—, no es misión mía atormentar a usted con toda clase de rumores alarmantes. Usted ha sido un buen amigo mío, Lacy. Yo me atrevo a decir que le proporciono a usted, a veces, algunos disgustos; pero le debo a usted una cantidad mayor. Usted me ha sostenido en la peor época de mi vida, y yo no lo he olvidado. ¡Dice usted que le he traicionado! ¿Por qué? Si yo quisiera traicionarle tengo aquí más de cien hechos archivados —dijo golpeándose la frente— que le pondrían en una situación difícil. Pero no es ese mi ánimo. Yo conozco el lado bueno y el malo de usted. ¿Y no me hizo Torrington la más vil acción que ningún hombre puede cometer? ¿No huía él con mi pequeña Elsa el mismo día en que usted le apresó? Yo no lo he olvidado. Vea usted.

Metió su delgada mano en el bolsillo y sacó una pequeña y deteriorada cartera. De ella extrajo una carta que había sido leída tan a menudo que casi estaba en pedazos.

—Muchos años he leído esta carta cuando Torrington venía a mi memoria. Es la primera que ella me envió desde Nueva York. Escuche usted:

Querido papá: Quiero que sepas que soy completamente feliz. Sé que Torrington ha sido detenido, y en cierto modo me alegro de haber seguido sus instrucciones viniendo aquí antes que él. Papá, ¿querrás no olvidarme nunca y creer que soy feliz? He encontrado nuevos amigos en esta gran ciudad, y el dinero que Torrington me dio me ha permitido establecer un pequeño negocio que marcha prósperamente. Algún día, cuando todo sea un infeliz recuerdo, volveré a ti y olvidaremos todo lo pasado.

Dobló la carta, la puso otra vez cuidadosamente en la cartera y la guardó en su bolsillo.

—No, yo no tengo motivos para querer a Torrington —dijo con energía—. Me sobran, en cambio, para desear hacerle una mala jugada.

El hombre corpulento estaba con la mirada fija en el suelo.

—Odiar es temer —dijo pausadamente—. Tú —le temes también.

Tonger rompió en una carcajada.

—No, yo no le odio y no le temo. Tal vez fue para bien. ¿No está mi pequeña perfectamente instalada en América, con una tienda de modas de su propiedad y ofreciendo enviarme dinero si lo necesito?

Lacy se dirigió lentamente a su mesa de despacho y sentóse, las manos metidas en los bolsillos de su pantalón y los ojos, malhumorados todavía, fijos en el vacío.

—La señora Elton dijo que ella vio a un hombre cojo —dijo al fin.

—La señora Elton, —interrumpió al otro—. Estas mujeres nerviosas siempre están viendo visiones. Lacy, ¿usted cree que yo debo odiar a Torrington? ¿Cree usted que yo debo sentirme tan loco como para matarle? Usted es un hombre más orgulloso que yo y tiene otro punto de vista. Si tuviera usted una hija que algún amigo hubiese enamorado y conseguido de ella que huyese con él, ¿querría usted matarle?

—No sé —contestó Lacy con enojo—. Ella parece que ha hecho bien para sí.

—Pero pudo no haberle resultado bien. Pudo haber encontrado una vida de infierno, ¿y entonces? Para ese resultado pudo haberse evitado la fuga. ¿Qué es eso?

Él se volvió al tiempo que Lacy se ponía en pie de un salto, mirando indignado a la pared de la habitación. Tres pausados golpes se percibieron distintamente.

—Es ese viejo diablo de la casa de al lado —dijo Tonger.

Y entonces, una extraña exclamación de su amo le hizo volver la cabeza. El rostro de Lacy Marshalt estaba lívido. De su boca abierta se escapaban extraños ruidos apenas humanos. Pero eran sus ojos los que observaba el criado asombradamente, porque ellos expresaban un terror profundo, inmenso.

XXV. La visita a Paris

—¿Qué es eso? —tartamudeó Lacy, sus manos temblando y del color de la ceniza su rostro.

Tonger miraba fijamente a la pared pensando que iba a abrirse el sólido muro para mostrar a quien así llamaba.

—Yo no sé; pero alguien golpea. Hace varios días que lo he oído ya.

El ruido había cesado, y no obstante, Lacy seguía con la cabeza inclinada hacia adelante y el oído atento, escuchando.

—¿Tú has oído antes de ahora alguien que llamaba?

—Una o dos veces —respondió Tonger—. Lo he oído la otra noche. ¿Qué supone usted que está haciendo el viejo?… ¿Colgando cuadros?

Lacy pareció desechar con un sacudimiento de sus anchos hombros el terror que el ruido le había inspirado, y volvió recelosamente a su mesa escritorio.

—Estará colgando cuadros, como dices.

Y Tonger dio por buena la explicación.

Ya estaba en la puerta cuando Lacy levantó la cabeza y le detuvo con una palabra.

—Necesito que vayas a París esta tarde para un asunto mío —dijo.

—¿A París? —contestó el criado enarcando sus cejas—. ¿Para qué me va usted a enviar a París? Yo no hablo francés y aborrezco el mar. ¿No tiene usted otra persona que vaya? Envíe usted un mensajero de una agencia: ellos se encargan de toda clase de asuntos.

—Necesito una persona de toda mi confianza —interrumpió su amo—. Avisaré al aeródromo de Croydon para que preparen un avión que te lleve. Volverás antes de la noche.

Tonger quedó frotándose la barbilla dubitativamente. La petición le contrariaba evidentemente, porque su voz cambió de tono.

—Los aeroplanos no entran en mis cálculos, aunque estoy dispuesto a probar alguna vez. ¿A qué hora tengo que volver, si vuelvo?

—Saldrás de aquí a las doce, estarás en París a las dos, entregarás la carta y emprenderás el regreso a las tres. El aparato te traerá a Londres a las cinco.

Todavía se manifestaba indeciso Tonger. Se acercó a la ventana y miró al cielo un poco temeroso.

—¿No le parece que es poco lo que queda de día para viajar en aeroplano, Lacy? —refunfuñó—. Está nublado y hace un viento… En fin, iré. ¿Tiene usted la carta preparada?

—Estará escrita dentro de una hora.

Después de retirarse Tonger llegó hasta la puerta y la cerró, volvió a su mesa, descolgó el teléfono y pidió una conferencia con París. Cuando esta petición fue registrada dio otro número.

—¿Es la Stormer’s Detective Agency? Necesito hablar en seguida con el Sr. Willitt. Es el Sr. Marshalt quien habla. ¿Está en la oficina?

Al parecer estaba próximo el Sr. Willitt, porque su voz saludó inmediatamente al millonario.

—Venga a verme al instante —dijo Marshalt.

Y colgando el receptor, comenzó a escribir.

Se hallaba en un momento de crisis que él conocía muy bien. A su alcance había un hombre a quien él había ofendido despiadadamente, uno que no vacilaría en actuar, un hombre astuto y sin escrúpulos que aguardaba su hora. El instinto le dijo a Lacy Marshalt que esa hora estaba próxima.

Terminó su carta, puso la dirección en un sobre y cuidadosamente la selló, después de cerrada. Entonces descorrió el pestillo de la puerta a tiempo de llegar Tonger, que acompañaba al detective particular a quien Lacy había previamente citado.

—No me he preocupado de averiguarlo antes, pero supongo que usted es el director de esta Agencia.

—En realidad, sí señor —respondió—. El señor Stormer está la mayor parte del tiempo en la sucursal de Nueva York. En América tenemos un centro mucho más importante. La Agencia Stormer se encarga de investigaciones del Gobierno y de la protección de los hombres públicos. Allí…

—El encargo que voy a darle a usted es el siguiente —interrumpió Lacy malhumorado—. ¿Ha oído usted hablar de Malpas?

—¿El viejo que vive en la casa contigua? Sí, he oído hablar de él. Nosotros tenemos el encargo de averiguar su identidad. Nuestros clientes desean una fotografía de él.

—¿Quiénes son? —preguntó Lacy vivamente.

El señor Willitt sonrió.

—Yo siento mucho no poder decírselo a usted. Es un deber sagrado para nuestra profesión el guardar los secretos de nuestros clientes.

Lacy sacó del bolsillo un puñado de billetes, apartó dos, dejándolos sobre la mesa, y se los ofreció al detective, quien sonrió torpemente al tiempo que los cogía.

—Bueno, supongo que no hay motivo para hacer un secreto en este caso. Era encargo de un hombre llamado Laker, que desapareció hace algún tiempo.

—¿Laker? No conozco ese nombre. ¿Serían ustedes capaces de conseguir un renglón de ese viejo?

—No, señor. Es más hermético que una ostra.

Lacy meditó un largo rato antes de hablar.

—Yo quiero tener varios turnos de hombres que vigilen a Malpas. Quiero que su casa esté bajo su observación día y noche, por los dos lados, anterior y posterior. Y quiero un tercer hombre que vigile desde mi tejado.

—Esto hará un total de seis hombres —dijo Willitt tomando nota—. ¿Y qué desea usted que hagamos nosotros?

—Yo quiero que ustedes le sigan, le identifiquen y me digan quién es. Y si fuese posible, que obtengan ustedes una fotografía suya.

Willitt anotó los deseos de su cliente.

—Será mucho más fácil con su cooperación —dijo—. El negocio no era antes suficiente para emplear tantos hombres, y sólo teníamos uno encargado de este trabajo. ¿Cuándo debemos empezar?

—Ahora mismo —contestó Lacy—. Yo advertiré que permitan entrar al hombre que han de enviar ustedes para vigilar desde mi tejado. Después se ocupará mi criado Tonger de instalarle lo más confortablemente posible.

La despedida del detective fue apresurada por el teléfono que llamaba desde París. Durante diez minutos, Lacy Marshalt estuvo dictando instrucciones en francés.

XXVI. La mujer en el parque

Había momentos en que Andrey recordaba con nostalgia los días de la granja, con sus polluelos y la empecatada señora Graffitt. La cría de gallinas, a pesar de su escaso provecho, tenía más atractivos que los que ofrecía el viejo que vivía y operaba en el siniestro ambiente del 551 de Portman Square.

Hacía dos días que no había visto a Dick Shannon, y estaba injustificadamente quejosa de él, aunque la había dado el número de su teléfono y sabía muy bien que a una llamada suya le tendría a su lado inmediatamente. Una o dos veces estuvo a punto de llamarle; pero al descolgar el receptor vaciló y volvió a colgarlo.

Sobre un asunto había ella adoptado una resolución. Su segunda entrevista con el señor Malpas debía celebrarse aquella noche, y había decidido poner fin a esa relación. Una mañana tras otra, había recibido su legajo de documentos, los había copiado y se los había devuelto. Había llevado también la carta respaldada a Portman Square con la esperanza de verle antes de la hora señalada para la entrevista; pero aunque llamó con insistencia, no contestó nadie, y se había visto obligada a dejar la carta en el buzón de hierro, oyéndola caer en el fondo desde la estrecha abertura.

En la tarde que Tonger hizo su temeroso viaje a París, ella fue a dar su paseo favorito. Green Park, en una tarde fría de enero, estaba casi desierto. Los estanques estaban helados, salvo en la cercanía de las orillas, donde los guardas del parque habían roto el hielo para favorecer a las aladas criaturas que viven en las pequeñas islas y al amparo de los arbustos que crecen en sus márgenes. Las ramas de los árboles estaban desnudas, y únicamente el verde sombrío de los laureles y de los espesos acebos permanecía para justificar el título de parque.

Andrey pasó con vivo andar el quiosco, siguió el camino que bordea el lago y llegó casualmente a la pasarela que se tiende sobre el agua. Hacía un viento helado del Norte; el cielo azul aparecía con abigarradas nubes que pasaban presurosas; llegaba la nieve; ella percibió su olor inconfundible.

Estaba en la mitad de la pasarela cuando una fuerte ráfaga de viento la hizo volverse y comprender que no era día a propósito para el ejercicio pedestre, y sujetando las faldas que el viento levantaba, con una mano en el sombrero, retrocedió, desandando el camino que había llevado.

Delante de ella marchaba un hombre rechoncho, que en indiferente paseo, al parecer, daba vueltas a un bastón, y el olor de cuyo cigarro llegó a ella antes de que le alcanzase y pasase. Un giro más amplio del bastón casi rozó su cabeza, y el hombre, alarmado, a punto de caérsele el cigarro de entre los dientes, la miró, pronunciando unas palabras de contrición.

—¡Perdone usted, señora!

Ella sonrió, y contestando con un lugar común, apresuró el paso. Y entonces vio en uno de los bancos colocados a intervalos frente al lago una mujer sentada en una actitud que aun a aquella distancia resultaba extraña. Estaba echada hacia atrás, la cara levantada al cielo y sus manos tendidas asidas al banco. Una impresión de miedo estremeció el corazón de la muchacha. La postura era tan rara, tan violenta, que Andrey contuvo su paso, temerosa de llegar a ella. El hombre del bastón la alcanzó. También él la había visto.

—Es singular —dijo. Y la muchacha se alegró de verse acompañada—. ¿Qué le sucederá a esa mujer?

—Eso estaba yo pensando —repuso ella.

Él avivó el paso y ella le siguió, temiendo quedarse sola.

La mujer sentada en el banco aparentaba tener poco más de treinta años; sus ojos estaban semicerrados, y su cara y sus manos estaban amoratadas por el frío. Junto a ella había un pequeño pomo de plata destapado. Sobre las tablas del banco se había formado un pequeño charquito con el líquido escapado del frasco. Andrey miró y se estremeció.

Había algo extrañamente familiar para ella en aquel rostro de terrible expresión, y forzó su memoria para identificarlo. Tenía idea de haberla visto en alguna parte, quizás al pasar entre la multitud de alguna calle… No. Era algo más íntimo que esto.

El hombre arrojó su cigarro y cuidadosamente la puso su mano bajo la cabeza.

—Creo que lo mejor sería que fuese usted en busca de un policemen —dijo amablemente. Pero en aquel momento apareció un agente, evitándola el ir a buscarlo.

—¿Está enferma? —preguntó el policemen inclinándose sobre ella.

—Muy enferma, a mi juicio —contestó el hombre tranquilamente—. Señorita Bedford, yo creo que haría usted mejor en irse.

Ella se sobrecogió al oír su nombre pronunciado por aquel desconocido, y le miró más detenidamente. No le había visto nunca antes de su encuentro; pero sus ojos, indicándola significativamente el camino, eran elocuentes. Él quería que ella se marchase.

—Encontrará usted otro agente de policía frente a la Horse Guards Parade, señorita —dijo el policemen—. La ruego que le envíe aquí y que le advierta usted que avise a la ambulancia de sanidad.

Contenta de escapar, se alejó presurosa, desapareciendo antes de que el policemen se acordase de cumplir ciertas elementales medidas de policía.

—Se me ha olvidado preguntarla su nombre. ¿La conoce usted? ¿Es señorita…?

—Sí, señorita Bradfield. La conozco de vista. Hemos trabajado en la misma oficina —dijo Slick Smith resueltamente.

Él cogió el pequeño pomo de plata, colocó el tapón cuidadosamente y lo entregó al policemen.

—Puede usted necesitarlo —dijo. Y a modo de consejo prosiguió—: Yo no permitiría a nadie que tomase un sorbo de esto, a menos que se tenga algún resentimiento con esa persona.

—¿Por qué? —preguntó espantado el policemen—. ¿Cree usted que es veneno?

Smith no replicó.

—¿Puede usted oler algo? —Él acercó la nariz a los labios de la mujer—. Así como almendras.

El policemen frunció el ceño.

—¿Le parece a usted que está muerta?

—Tan muerta como hemos de estar todos.

—¿Suicidio? —preguntó el agente.

—No lo sé. Lo mejor es que tome usted mi nombre. Ricardo James Smith, conocido por la policía como Slick Smith. Me conocen en el Yard. Estoy fichado.

El agente le miró con sorpresa.

—¿Qué hace usted por aquí? —le preguntó. Era un hombre obtuso, y sus preguntas las hacía maquinalmente.

—Ayudarle a usted —respondió Smith lacónicamente.

El segundo policemen llegó, y poco después el agudo tintineo de la campanilla del coche de la ambulancia atrajo una multitud de curiosos. El doctor que vino hizo un breve reconocimiento.

—Sí, está muerta. El veneno es hidrociáníco o cianuro.

Era un hombre joven, recién salido de las aulas y, por consiguiente, dogmático; pero aquí su primer diagnóstico había de ser comprobado por una investigación posterior.

La noticia del suceso llegó a Dick Shannon por casualidad; pero aparte del nombre de Slick Smith, no vio nada en el asunto que requiriese su intervención, hasta que el oficial encargado del caso comenzó a hacer indagaciones acerca de Smith.

—Sí, le conozco; es un ladrón norteamericano. No tenemos nada contra él, y en Inglaterra no se le ha registrado ningún hecho. ¿Quién era la mujer?

—Desconocida hasta ahora.

—¿No tenía nada en las manos o en su bolso que pueda identificarla?

—Nada. Parece que ha sido un suicidio. Éste es el segundo que hemos tenido en Green Park desde Navidad.

Aquella noche durante la comida, ojeando Andrey un periódico de la tarde, vio un párrafo de tres líneas:

Esta tarde ha sido hallado en Green Park el cadáver de una mujer desconocida. Se trata, al parecer, de un suicidio por envenenamiento.

¡Estaba muerta! Andrey se quedó fría al ver confirmados sus temores. ¡Qué horror! Debió ser muy rápido, porque la mujer no estaba allí cuando cruzó ella por aquel paseo, uno o dos minutos antes. ¿Quién sería ella? Andrey estaba segura de haberla visto en alguna parte.

Y de pronto recordó. Era la mujer que había visto una semana antes, borracha como un marimacho, aporreando la puerta de Lacy Marshalt.

Se levantó de la mesa y fue al teléfono. Después de todo, tenía un pretexto para hablar con Dick Shannon. El placer de oír su voz cuando la contestó, la produjo un cálido sentimiento de felicidad.

—¿Dónde ha estado usted? Yo esperaba que usted me llamase. ¿La sucede algo?

Las últimas palabras fueron pronunciadas con un tono de ansiedad.

—Nada. Es que he leído esta noche en el periódico que se había encontrado a una mujer muerta en el parque. Y quería decirle que yo estaba allí cuando fue encontrada y que me parece que la conozco.

Hubo una pausa.

—Voy ahora mismo —dijo Dick.

Pocos minutos después estaba junto a Andrey, y ella le contó lo que había presenciado.

—Sí, yo sabía que Slick Smith estaba allí. En el atestado se dice que estaba presente una señora, una señorita Bradfield, que es usted, naturalmente. ¿Pero dice usted que la conocía?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—¿Recuerda usted haberme oído hablar de una mujer que estaba llamando en la puerta del señor Marshalt?

—¡El importuno! —murmuró—. ¡Un agente de Malpas!

—¿Pero por qué?

—Ha estado utilizando gentes para molestar a Marshalt por alguna razón misteriosa que no acierto a comprender. Yo me inclino a creer que esta desventurada criatura era una de ellas. Hice algunas averiguaciones acerca de esta mujer cuando estuve el otro día en Portman Square. Al parecer, Tonger la arrojó y no volvió a verla.

Él miró a la muchacha pensativamente.

—Yo no quiero que en este caso —dijo— aparezca usted como testigo o en cualquier otro concepto. Es mejor que permanezca usted como una testigo desconocida, hasta que la encuesta termine. Yo veré a Tonger esta noche. Smith nos facilitará toda la prueba que necesitamos. Y a propósito —dijo repentinamente—, ¿cuándo va usted a visitar a su antiguo jorobado?

Estuvo a punto de decirle que iba a subir a vestirse para asistir a la entrevista en aquel momento; pero en su lugar contestó:

—Mañana.

Él la miró penetrantemente.

—Usted no me dice la verdad, señorita. Usted va esta noche.

Ella sonrió.

—Es cierto —confesó—. Sólo que yo pensaba que usted promovería un escándalo.

—Y en verdad que lo promoveré. ¿A qué hora es su entrevista?

—A las ocho.

Él miró su reloj.

—Mataré dos pájaros de un tiro. Ahora voy a casa de Marshalt y tres minutos antes de las ocho me reuniré con usted en el lado norte de Portman Square.

—Realmente, no hay razón para que usted, capitán Shannon… —Se detuvo antes de acabar su frase.

—Yo creo que hay una razón poderosa —replicó—, por esta noche al menos.

Ella vaciló.

—Usted me promete no ir a esa casa sin verme a mí antes. ¿No es cierto?

—Se lo prometo —contestó ella, no sin sentir un alivio al pensar que le tendría a mano durante la entrevista.

XXVII. La traición

Martin Elton levantó la vista del periódico que estaba leyendo, y por vigésima vez sus graves ojos se fijaron en su mujer, que había acercado una silla baja a la chimenea y se había sentado junto al fuego, los codos apoyados en las rodillas, su cara entre las manos y el pensamiento sumido en rojos abismos. Esta vez volvió ella su rostro, encontrándose con la mirada escrutadora.

—Creo que tenías que salir —dijo ella.

—Sí.

Dobló el periódico y lo dejó. Las manecillas del reloj sobre la repisa de la chimenea marcaban las siete y veinte minutos.

—¿Qué vas a hacer tú, Dora? ¿No vas a comer nada?

—Yo no me siento bien —contestó ella con un encogimiento de hombros, volviendo a su contemplación del fuego—. ¿Cuánto tardarás en volver?

—No sé. Supongo que volveré a eso de la media noche.

—¿Vas a ver a Stanford?

—Ya lo he visto hoy. No necesito verle otra vez.

Hubo un largo intervalo de silencio.

—¿Ha traído ese dinero aquí? —preguntó ella sin mirarle.

—No —respondió Martin Elton.

Ella le conocía demasiado bien para quedar convencida.

—Él ha traído algo en un maletín. ¿Era el dinero de que habló Smith?

Esta vez dijo Martin la verdad.

—Sí, ha traído tres millones de francos. Es un buen negocio y no hay peligro en ello. Klein puede desembarazarse de él fácilmente. Y todo es ganancia.

Los hombros de ella se encogieron casi imperceptiblemente.

—Sí aceptas ese riesgo, no cuentes conmigo. Yo estoy harta ya de todo.

—No hay ningún riesgo —contestó Martin cogiendo de nuevo el periódico—. El italiano es un genio y conmigo se queda a un lado. Yo no voy a cometer la simpleza de poner ese dinero en circulación.

—¿Dónde está? Quiero saberlo.

Su voz tenía un tono imperativo desacostumbrado. Había estado sufriendo todo el día por un ataque de nervios, y él había hecho todo lo posible por complacerla.

—Está debajo del colchón de mi cama. Pero no te disgustes, Dora. Yo lo guardaré mañana en otro sitio.

Salió de la habitación y volvió al momento con el abrigo puesto y los guantes.

—¿Vas a salir? —preguntó él.

—No sé; tal vez —contestó ella sin mirar.

Oyó Dora cerrarse la puerta de la calle, y tornó a sus desesperadas meditaciones. Ella tenía miedo a Martin, no por ella, sino por el hombre a quien amaba. Martin había llegado a ser para ella una carga intolerable. Estaba vigilándole constantemente, sospechando todo el tiempo y… menospreciándola.

En los últimos días había llegado a odiarle con una malignidad que la asustaba. Era él quien la había arrastrado y la había puesto en contacto con ese bajo mundo, formándola a su imagen y semejanza. Así pensaba ella, olvidando deliberadamente todo lo que él había hecho por ella, la vida de la cual la había él sacado y sus bondades y su invariable generosidad.

—¡Si Martin se apartase de mi camino!

Al pensarlo, su ánimo, inconsciente bajo la apariencia de un consciente pensamiento, la sugirió la idea, que fue meditando con sangre fría hasta convertirla en un plan que ella misma no se atrevió a confesarse.

Él mataría a Lacy Marshalt, y al considerar esta posibilidad como cierta hizo un gesto significativo. La amenaza se extendía también a ella. Dora le odiaba más por eso. ¿Y cómo podría librarse? ¿Cómo podría sacudir la carga que Martin la había impuesto? No había más que un solo medio. Todo el día y toda la noche había estado preocupada en justificar la acción vergonzosa que iba a cometer.

Haría un cuarto de hora que Martin había salido, cuando ella corrió a su habitación, se puso el abrigo y el sombrero y bajó rápidamente las escaleras.

El sargento encargado del puesto de policía de Vine Street estaba charlando con el detective jefe Gavon cuando una joven pálida entró presurosamente en el despacho. Gavon la conocía y la saludó amablemente.

—Buenos días, señora Elton. ¿Desea usted hablarme?

Ella hizo un gesto afirmativo. Su boca estaba seca; su lengua parecía rebelarse.

—Sí —murmuró al fin—. Hay un hombre en Italia —su voz era sutil y temblorosa— que fabrica billetes del Banco de Francia. Hay una cantidad en circulación.

Gavon asintió.

—Sí, eso es verdad. ¿Conoce usted 3 alguien que tiene ese género?

Dora parecía tragar algo al hablar.

—Toda la cantidad está en mi casa. La ha llevado mi marido. Está en el colchón de su dormitorio. Hay un pequeño bolso cerca de la cabecera de la cama que entra en el colchón. Allí lo encontrará usted.

Gavon se quedó paralizado.

—¿Su marido de usted? —preguntó incrédulamente—. ¿Es su propietario?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—¿Qué le saldrá por este delito? —Dora se asió el brazo fuertemente—. ¿Le condenarán a siete años, verdad, Gavon?

Acostumbrado como estaba a las perfidias de las mujeres celosas, Gavon no pudo menos de extrañarse en este caso. Él había visto muchas traiciones antes, pero nunca pudo soñar que el nombre de Dora Elton apareciese en el libro secreto de los confidentes de Vine Street.

—¿Está usted segura? Espere aquí.

—No, no: yo debo irme —dijo casi sin aliento—. Debo irme a cualquier sitio a cualquiera.

Mi criada le permitirá a usted entrar en la casa. La he dado ya instrucciones.

Un segundo después huía ella velozmente por la calle. Pero si ella caminaba con rapidez, alguien la seguía con rapidez mayor, y al volver una esquina su perseguidor estaba a su alcance. Dora oyó los pasos y se volvió dando un grito.

—¡Martin! —exclamó.

Él la miró con sus ojos encendidos por la furia, y ella retrocedió, encogiéndose, con las manos levantadas como para resguardar su cabeza de un mal golpe.

—¿Para qué has estado en Vine Street? —preguntó con una voz rugiente.

—Yo… Yo he ido… —tartamudeó ella, blanca como una muerta.

—Has ido a delatarme. ¿El asunto del dinero? Ella le miraba fascinada.

—¿Estabas espiándome?

—Estaba en el otro lado de la calle. Te vi salir y lo adiviné. He estado esperando a que hicieras esto, aunque yo nunca soñé que pudieras hacerlo. Puedes evitar a la policía una gran cantidad de molestias volviendo y diciéndoles que no hay ningún dinero allí. Tú has pasado una semana desazonada por cogerme.

—¡Martin! —gimió ella.

—Tú te figuras que eliminándome a mí tus proyectos con respecto a Marshalt se realizarán fácilmente; pero estás equivocada, hijita. Esta noche estoy citado con Lacy. Vuelve y díselo a tus amigos de la policía.

—¿Dónde estáis citados?

Ella se asió a él, pero Martin la empujó a un lado y se alejó a grandes pasos, dejando a la mujer medio loca, que corrió al teléfono más próximo para llamar en vano al número de Lacy Marshalt.

XXVIII. La casa de la muerte

Cinco minutos después de su entrevista con la muchacha, el coche de Shannon le condujo al imponente portal de la casa de Marshalt. Tonger le abrió la puerta. Ordinariamente el criado usaba una cierta clase de librea: una chaqueta apuntada y un chaleco listado: pero en este momento vestía un traje completo, bajo un recio abrigo, y al parecer acababa de llegar de un viaje.

—Marshalt ha salido —dijo bruscamente.

—Parece usted un poco mareado. ¿Qué le sucede? —preguntó Dick. Y entró en el hall sin haber sido invitado a ello, cerrando la puerta tras de sí. Tonger pareció divertido.

—Usted lo ha dicho. ¿No ha viajado usted nunca en un aeroplano?

Dick sonrió.

—¿Así que es en un aeroplano dónde ha estado usted? Bien; yo simpatizo con usted si es un mal tripulante. Es un nuevo pero desagradable experimento. Yo deseo ver a usted más bien que al señor Marshalt. ¿Recuerda usted una mujer que vino aquí hace una semana? La mujer que usted echó fuera.

Tonger asintió.

—Pase usted al salón, capitán —dijo repentinamente, y abrió la puerta, encendiendo las luces—. Acabo de llegar en este momento. Usted casi me ha seguido. ¿Qué decía usted acerca de esa señora?

—Esta tarde —dijo Dick—, una mujer ha sido encontrada muerta en el parque. Tengo razones para creer que es la misma persona que promovió el escándalo.

Tonger le contemplaba con la boca abierta.

—Yo no lo hubiera creído —contestó—. ¿En el parque, dice usted? Es posible, desde luego. Pero yo no sé nada acerca de ella, ni de dónde es ni ninguna otra clase de datos.

—Usted dijo que esa señora era alguien de Fourteen Streams.

—Ése es el nombre que dio ella; yo no la conocía. ¿Usted querría que la viese yo?

Dick reflexionó un instante. Se veía claramente que el hombre estaba sufriendo los efectos de su viaje, y sería injusto someterle a otra prueba aquella noche.

—Mañana podemos hacerlo —dijo Shannon.

Él no deseaba prolongar la entrevista en su afán de acudir a la cita con Andrey y Tonger le acompañó hasta la puerta.

—Los barcos son malos —dijo—, y los pequeños botes son peores: pero los aeroplanos son infernales, capitán. La próxima vez que me envíe Lacy a París iré embarcado todo el camino, si puedo. ¿Cómo murió esa mujer? —preguntó inesperadamente.

—Creemos que fue un caso de suicidio por envenenamiento. Se encontró junto a ella un pomo de plata.

Él estaba en el umbral, y mientras hablaba la puerta fue gentilmente cerrada ante él. Evidentemente, Tonger había mostrado un simple interés de cortesía en el descubrimiento, y se sentía más afectado por su propia desgracia.

—Sus maneras, amigo mío, podían ser mejores —decía Dick mientras avanzaba, medio enojado y medio divertido.

Apenas había puesto el pie en la calle, pasó una mujer junto a él. La había visto venir a través del pequeño halo de luz que uno de los reverberos de la calle producía a una docena de metros, y al cruzar después junto a él percibió algo en ella que le hizo detenerse. La mujer vestía de negro, y un sombrero de alas bajas ocultaba su rostro. Sin embargo, la reconoció, e instintivamente la llamó por su nombre.

—¡Señora Elton!

Ella se detuvo, y medio vuelta hacia él preguntó con una voz gorjeante:

—¿Quién es? ¡Oh! ¿Es usted? —Y rápidamente—: ¿Ha visto usted a Marshalt?

—No; no le he visto.

—He intentado verle, pero debe de haber cambiado la cerradura de la puerta trasera. ¡Dios mío! ¿Qué sucederá, capitán Shannon?

—¿Qué puede suceder? —preguntó él sorprendido por la agitación que revelaba su voz.

—¿No está allí Martín? ¡Qué loca, ch, qué loca he sido!

—En su casa no hay nadie, ni siquiera Marshalt.

Ella permanecía con la mano en su boca y el pálido rostro con una expresión de ferocidad. Sin transición exclamó:

—¡La odio, la odio!… —Parecía escupir las palabras y su voz vibraba con pasión—. Usted no imaginaría nunca que ella fuese de esa índole. ¡Vil hipócrita! Yo sé que él se reúne con ella. A mí no me importa Martin, no me preocupa que él lo sepa…; pero si Lacy me engaña y el hecho de haber cambiado la cerradura lo prueba. —Su voz ahogó un sollozo.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó él extrañado.

Dora estaba en un lamentable acceso de histeria. Él pudo verla estremecerse en la intensidad de su desesperanzada furia.

—Estoy hablando de Lacy y Andrey —gimió.

Y sin más palabras se volvió, alejándose presurosa por el camino que ella había traído, dejando a Dick en su extrañeza.

Cuando él llegó al final del square estaba Andrey esperándole.

—¿Con quién hablaba usted? —preguntó ella, según marchaban juntos en dirección al 551.

—Con nadie, por lo menos con nadie que usted conozca —contestó él.

Ella hubiera querido dejarle cerca de la casa.

—Usted hágame el favor de quedarse aquí —murmuré ella.

—Yo he venido para entrar en la casa con usted —insistió—. O no entra usted tampoco. Estoy decidido a no permitirla que vaya usted sola.

Ella le miró pensativamente.

Tal vez sea lo mejor, aunque comprendo que yo no debiera permitírselo. El viejo puede ser un hombre terrible, pero yo le estoy obligada en algo.

—A propósito…, ¿lleva usted el dinero?

—Todo lo he dejado —contestó ella con una pequeña sonrisa—. He sido muy mezquina. He pagado por adelantado una semana de hospedaje en el hotel. Supongo que usted confirmará que he tratado de conseguir otra ocupación para el lunes. Probablemente el señor Malpas enviará por la policía si no le doy cuenta del dinero que he gastado.

—Déjele usted que envíe por mí —dijo Dick.

Habían llegado a la puerta del 551, y después de un momento de vacilación, Andrey llamó. No contestó nadie, y volvió a llamar. Entonces la áspera voz habló desde la jamba de la puerta.

—¿Quién e»?

—La señorita Bedford.

—¿Está usted sola?

Ella titubeó. Dick hizo un gesto con la cabeza enérgicamente.

—Sí —contestó ella.

Las palabras fueron pronunciadas con dificultad ante la puerta, que se abrió lentamente, deslizándose ella dentro, seguida por el detective. Una débil luz ardía en el hall.

—Espere aquí —murmuró ella cuando la puerta se cerró tras de ellos.

Dick asintió mudamente, aunque no tenía intención de esperar fuera de su alcance. No había llegado aún ella al primer descansillo de la escalera cuando él la siguió, sin que la suela de goma de sus zapatos le delatase. Ella le vio al levantar su mano para llamar en la puerta del piso y se enfadó. Dos veces había llamado, y levantaba su mano para llamar la tercera, cuando vino del interior de la habitación el ruido de dos disparos seguidos.

Instantáneamente estuvo Shannon a su lado, empujándola hacia atrás. Descargó el peso de su cuerpo contra la puerta, que se abrió repentinamente. Estaba en una bien alumbrada antecámara, y delante de él se hallaba abierta la puerta de la oscura habitación. Y la oscuridad era tan completa, que no se vislumbraba ninguna luz en el interior.

—¿Hay alguien ahí? —gritó enérgicamente. Y oyó un furtivo movimiento.

—¿Qué es eso? —preguntó la asustada voz de la muchacha.

—No lo sé.

Había en aquella estancia algún influjo terrorífico. Él sentía erizarse el pelo de su nuca, y una sensación escalofriante recorría la piel de su cabeza.

—¿Quién está ahí? —volvió a preguntar.

Y entonces, más inesperadamente, se encendieron dos luces: una lámpara de mesa y una luz tristemente tamizada sobre una mesita y una silla al alcance de su mano. Durante un segundo él no vio nada anormal; mas de pronto descubrió yacente sobre la alfombra en el mismo centro de la habitación el cuerpo de un hombre boca abajo.

Corrió hacia él. Un alambre cruzó su pecho y otro más bajo estuvo a punto de hacerle caer al suelo; pero el resplandor de su lámpara le descubrió la existencia de un tercero, que él rompió de un puntapié. Un instante después estaba arrodillado junto al hombre tendido y le había vuelto de cara.

Era Lacy Marshalt.

Encima del corazón aparecía la blanca camisa manchada de negro por el fogonazo de una pistola disparada a quemarropa. Sus manos estaban crispadas por la agonía; sus ojos, entornados, parecían fijarse vidriosamente en el sombrío techo, y espeso raudal de sangre enrojecía ahora la mancha de humo de su pecho.

—¡Muerto! —exclamó Dick.

—¿Qué es eso, qué es eso? —preguntó la voz aterrada de la muchacha.

—¡Quédese usted ahí! —ordenó Dick—. ¡No se mueva usted de esa habitación!

Él no quería que ella se apartase de su vista en esta casa de misterio y de muerte. Tanteando en la penumbra de la mesa escritorio, encontró, como esperaba, dentro del alcance de la mano del viejo, el pequeño cuadro de resortes que combinaba con las puertas. Volvió hacia atrás uno después de otro, y entonces se reunió con Andrey.

—Creo que las puertas han quedado abiertas —dijo. Y cogiendo del brazo a la muchacha, bajaron presurosamente las escaleras.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó de nuevo—. ¿Quién era ese… ese hombre?

—Ya se lo diré luego.

La puerta de la calle estaba abierta, y él salió rápidamente. En el square se hicieron visibles las luces opacas de un taxi, y a su agudo silbido vino el coche al borde de la acera.

—Vuelva usted a su hotel y estese allí hasta que yo vaya.

—Usted no debe volver a entrar en esa casa —dijo ella temerosamente, asiéndole por el brazo—. No entre usted, que le ocurrirá algo grave. Yo conozco su voluntad.

Él apartó sus manos amablemente.

—No hay motivo para atormentarse. Dentro de un minuto habré traído aquí una buena cantidad de policemen y…

¡Crash!

Volvió la cabeza a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta de la calle.

—¡Hay alguien todavía en la casa! —suspiró ella—. ¡Por Dios, no entre usted, capitán Shannon! ¡Dick! ¡No entre usted!

Él subió las gradas y empujó con su cuerpo la puerta, que ni siquiera se movió.

—Parece casi que ellos han arreglado el asunto por mí —dijo—. Ahora, hágame el favor de marcharse.

Esperó impacientemente a que el coche se alejase antes de volver a empujar la puerta. No esperaba que respondiese nadie. De pronto sintió helarse su sangre al oír en su mismo oído el eco de una burlona carcajada.

—¡Búsquele, búsquele, búsquele! —chilló la voz.

Y después se hizo el silencio.

—¡Abra la puerta! —gritó Dick con voz ronca—. ¡Abra la puerta; deseo hablar con usted!

Nadie respondió.

Un policemen, atraído por el ruido de esta estrepitosa llamada, vino desde la oscuridad de Baker Street, y con él se juntó otro hombre en quien Dick reconoció instantáneamente a Willitt, el detective particular.

—¿Le ocurre algo, capitán Shannon? —preguntó el último.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Dick vivamente.

—Estoy vigilando la casa. Tengo el encargo del señor Marshalt.

Estas noticias eran sensacionales.

—¿Marshalt le ha dicho a usted que vigile aquí? —Y cuando Willitt respondió afirmativamente, preguntó—: ¿Tiene usted alguien vigilando la parte posterior de la casa?

—Sí, capitán Shannon, y he puesto otro hombre en el tejado de la casa del señor Marshalt.

Dick tomó su decisión.

—Vaya usted a reunirse con su amigo detrás de la casa. ¿Tiene usted alguna clase de arma?

El hombre pareció cohibido.

—Eso quiere decir que lleva usted un arma sin licencia. Yo no le molestaré en esta cuestión. Vaya usted a la parte trasera de la casa y no olvide que tiene usted que habérselas con un homicida, un asesino armado que no pensará dos veces en disparar contra usted como ha disparado contra Marshalt.

—¿Marshalt? —murmuró el hombre—. ¿Está herido?

—Está muerto —dijo Dick.

Envió al agente en busca de refuerzos y la inevitable ambulancia de sanidad, y mientras hizo una rápida inspección de la fachada de la casa. Separadas de la acera por una ancha verja de hierros puntiagudos, había dos ventanas que, como él sabía, estaban cerradas. Sería posible alcanzarlas con ayuda de un tablón; pero una vez dentro de la estancia, el inconveniente era que la puerta del hall (él recordaba la puerta) fuese tan difícil de forzar como la puerta de la calle. Él había examinado y desechado antes este procedimiento de ingreso. Dejando al policemen que había regresado, dio la vuelta a la casa y se unió con los dos hombres que estaban vigilando.

En la estrecha calle detrás de Portman Square había poco que ver, exceptuando un alto muro perforado por una puerta que, al parecer, había sido utilizada, porque no tenía el polvo y la basura que tan fácilmente se acumulan y endurecen en el umbral de una puerta que no se abre.

El hombre de Willitt le ayudó a escalar la cima del muro. Con ayuda de su linterna vio un pequeño patio y una segunda puerta que él sospechó sería completamente inmovible, como las otras. Volvió a Portman Square al tiempo que llegaba un autocar con multitud de detectives y agentes uniformados. El primero que saltó del coche fue el sargento Steel. Uno de los hombres trajo una gruesa vigueta de hierro; pero al primer golpe sobre la puerta dijo Dick que este procedimiento debía abandonarse.

—La puerta está revestida de acero. Tenemos que hacerla saltar —dijo.

«Hacerla saltar», sin embargo, presentaba muchas dificultades. El agujero de la llave era diminuto y parecía haberse previsto el caso. La introducción —de explosivos por el ojo de la cerradura hubiera sido un complicado y peligroso intento.

Pero cuando él estaba deliberando con el inspector se obró el milagro. Hubo un leve rechinamiento y la puerta se abrió lentamente.

—¡Formad una cuña tras de mí! —ordenó Dick.

Y corriendo por las escaleras subió a la cámara de la muerte.

Las luces estaban encendidas aún. Él quedó en la puerta paralizado por el asombro. El cuerpo de Lacy Marshalt había desaparecido.

XXIX. El dios de Malpas

—Registren ustedes todas las habitaciones —ordenó Dick—. El individuo se halla dentro de la casa todavía. Estaba allí —dijo señalando la mesa del despacho.

Los papeles, que aparecían en confusión, mostraban huellas de sangre.

Dick comenzó a examinar los muros en busca de otra salida.

Al final de la estancia, cerca del bureau[10], había una alcoba, que las cortinas de terciopelo ocultaban de la vista. Descorriéndolas a un lado, Shannon y sus acompañantes quedaron asombrados ante las cosas que vieron.

Había un gran ídolo de bronce acurrucado sobre un ancho pedestal. Detrás de la figura, incrustado en la pared, había un enorme sol de oro, cuyas llamas estaban formadas por miles de pequeños rubíes, que a la luz semejaban fuego vivo.

A los lados del ídolo obsceno aparecían dos animales, especie de gatos, fundidos, como la figura principal, en bronce. Sus ojos brillaban con fulgores verdosos a la luz de las lámparas de mano.

—Esmeraldas, y esmeraldas auténticas —dijo Dick—. Parece que hemos penetrado en la gruta de Ali Babá. Ese dios diríase que vive. Tiene algo de Plutón y de Medusa, por las serpientes de su cabellera.

Era una figura horrible. La cabeza era monstruosa, con su boca entreabierta, mostrando unos dientes de marfil que parecían moverse al mirarlos.

—El viejo rinde culto al diablo, sin duda —dijo Dick señalando los dos pequeños braseros negros que humeaban a cada uno de los lados de la figura.

—¡Esto es sangre!

Era Steel quien había hecho el descubrimiento. Sobre el negro pedestal los rayos de su lámpara mostraban una mancha oscura, y pasando un dedo por ella, la retiró impregnado de rojo.

—Empújenlo ustedes a ver si se mueve.

Tres agentes arrimaron el hombro al pedestal, pero su esfuerzo fue inútil. La figura permaneció inmóvil. Dick miró a su subordinado.

—¿Dónde habrán escondido el cuerpo de Marshalt? Tiene que estar en algún sitio de esta casa. Usted, Steel, suba a las habitaciones superiores, y yo registraré la planta baja y los sótanos.

Steel estaba olfateando.

—¿No noria usted, mi capitán, un olor muy singular en esta habitación? Es así como si se hubiera encendido aquí fuego… Es un olor como el que produce el carbón blando.

Dick había observado el mismo fenómeno.

—Lo he notado al entrar.

Iba a continuar hablando cuando uno de los agentes le interrumpió.

—¡Hay algo ardiendo en la alfombra! —advirtió.

Y su lámpara descubrió una espiral de humo azul.

Dick resbaló sobre un guante que se apresuró a recoger. Era un carbón ardiendo, ahora apagado y sin vida, a pesar de que la alfombra estaba quemándose lentamente.

—¿Cómo pudo suceder esto aquí?

Steel no supo contestarle.

Las cortinas ocultaban otros puntos de interés. Detrás de una de ellas, en un rincón de la estancia, encontró una puertecilla. Al parecer no estaba combinada con el cuadro de control. El resplandor de un hacha de viento les permitió descubrir un pequeño escalón de piedra que conducía al piso inferior a través de una puerta que daba a la habitación frontera de la calle, que se extiende detrás de las ventanas herméticamente cerradas. En algún tiempo, este salón debió de haber estado instalado suntuosamente. Todavía estaba amueblado, aunque todos los muebles aparecían cubiertos de polvo y apolillados, dando a la estancia un aire de extremada miseria. Hacinados en los rincones había una mezcolanza de objetos incongruentes. Fardos de pieles, lanzas de las que usan los zulús y una extraña colección de ídolos africanos de todos los grados de la fealdad. Las pieles estaban apolilladas y enmohecida la roja lanzada que mostraban en la parte correspondiente a la cabeza.

Por último, y no era lo menos notable de sus hallazgos, había un ataúd egipcio pintado con brillantes colores, y en la tapa, tallada, la figura de un hombre. Levantó la tapa embisagrada: estaba vacío.

—El cuerpo de Lacy Marshalt está en la casa —dijo cuando volvió a la habitación de arriba—, y su asesino está aquí también. ¿Ha visto usted si hay comunicación entre las dos casas?

—No hay ninguna —respondió Steel—. Los muros son sólidos: los he examinado bien en todos los pisos.

Al volver a la habitación donde había hallado el cuerpo, encontró al inspector de policía sentado a la mesa de Malpas.

—¿Qué hace usted de esto, mi capitán? —dijo entregándole a Dick el papel. Era una media hoja de papel, y al leerla, Dick Shannon sintió helarse su sangre.

El papel tenía el membrete del hotel de Andrey, y la letra, escrita a mano, era de ella indudablemente. Él leyó:

¿Quiere usted venir a verme esta noche a las ocho? El señor M. le permitirá a usted entrar si llama usted a la puerta.

Aparecía firmado: «A.».

¡Andrey! No duró más de un segundo su turbación. La explicación del hecho acudió a él inmediatamente. Ésta era una de las cartas que el viejo la había mandado copiar. Fue el señuelo que atrajo al millonario a la muerte.

Llevó a Steel a un lado y le enseñó la carta.

—No acierto a explicarme esto —dijo—. Es una de las cartas que miss Bedford copiaba con arreglo a las instrucciones del viejo… Iré a dar la noticia a Tonger.

Había olvidado todo lo referente a Tonger, y el efecto que la noticia produciría en la casa de al lado.

Una pequeña muchedumbre de gente se había ya congregado frente a la puerta de la casa cuando él salió, porque la noticia de la tragedia se había extendido con la rapidez propia de estos sucesos. Se veía luz al través de las vidrieras en el hall de la casa de Marshalt, y él llamó al timbre. Tonger se impresionaría seguramente. Se había criado con el difunto, había luchado junto a él y con él había sentido. A pesar de ser un bandido, había tenido rasgos de bondad para él.

Nadie contestó a la llamada. Mirando por encima del espacio separado por la verja, vio luz en la escalera de la cocina y llamó de nuevo. En aquel momento oyó la voz de Steel que llamaba, y volvió a reunirse con su subordinado.

De pie en la acera, semienvuelta hacia donde se hallaba Steel, oyó de pronto una detonación dentro de la casa de Marshalt, seguida inmediatamente de otras dos.

En un segundo se plantó en la puerta. Del interior llegaron voces angustiosas, y la puerta de entrada de la cocina se abrió bruscamente.

—¡Asesino! —gritó la voz de una mujer.

En un instante bajó corriendo las gradas. Una desmayada mujer cayó sobre él; pero, apartándola a un lado, se precipitó en la cocina y subió velozmente las escaleras que supuso conducían al hall. Allí encontró un grupo de tres criadas histéricas y una mujer, que evidentemente era la cocinera, y que se mostraba más tranquila y más comprensible, aunque podía dar pocos informes, fuera de haber oído los tiros y la voz de Tonger.

—¡Ha sido ahí, señor! —dijo una de las muchachas señalando arriba con sus dedos temblorosos—. En el despacho del Sr. Marshalt.

Shannon subió de dos en dos los peldaños, y volviendo a la derecha vio que la puerta del despacho estaba abierta de par en par.

¡Tonger! Pasando sus manos por debajo del cuerpo, lo levantó sin esfuerzo y le colocó sobre el sofá. Él también había sido víctima de un disparo a quemarropa. No había necesidad de llamar al médico: la muerte había sido instantánea.

Fue a la puerta y llamó a una de las criadas.

—Avise a un policía para que venga en seguida aquí.

Esta vez el desvanecido homicida no haría desaparecer la prueba de su crimen.

Empezó hasta que el cadáver fuese sacado antes de realizar una minuciosa inspección del despacho. Los casquillos de dos balas le revelaron que el asesinato se había cometido con una pistola automática. Pero ¿cómo había escapado el criminal? Una idea se le ocurrió, y fue en busca de la sirviente.

—Cuando yo subí de la cocina, la puerta de la calle estaba abierta. ¿Quién la abrió?

Ni la muchacha ni ninguna de sus compañeras lo sabían. La puerta estaba abierta cuando ellas subieron del sótano. Un examen superficial de la casa no le reveló nada tampoco; pero había un hecho perfectamente claro. Malpas tenía un aliado, y si alguien escapó, fue este segundo individuo. Que Malpas estaba en su casa después de la muerte de Marshalt era un hecho cierto.

Dick volvió al 551 para continuar allí sus pesquisas. Todas las habitaciones habían sido registradas, excepto una del piso último, que desafiaba los esfuerzos de la policía entera.

—Hay que abrir esa puerta —dijo Dick decisivamente—. Busquen ustedes unas palancas. Yo no dejaré esta casa hasta que todas las habitaciones hayan sido escudriñadas con minuciosidad.

Estaba solo en la habitación revestida de negro donde Marshalt fue muerto, reflexionando acerca del carácter extraordinario de la desaparición, cuando notó que alguien se movía detrás y se volvió súbitamente. Había un hombre de pie en la puerta. Era «Brown», el cojo amigo de Londres, a quien vio aquella noche en Portman Square, y que tanto interés mostró en el asunto de los diamantes. Una sospecha cruzó por el pensamiento de Shannon.

—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —le preguntó cortésmente.

—Por la puerta —contestó con tono amable—. Estaba abierta, y como miembro de la multitud más atrevido que los otros, entré.

—¿No hay en la puerta un agente de guardia?

—Si lo hay, no lo he visto —contestó tranquilamente—. Temo estar aquí de más, capitán Sfiannon.

—Yo también lo temo —dijo Dick—: pero no quiero que se vaya usted hasta que averigüe cómo entró.

El interlocutor mostró sus blancos dientes en una sonrisa.

—Eso no quiere decir que yo sea sospechoso —repuso burlonamente—. ¡Sería demasiado cruel! ¡Sospechar que yo hubiese matado a mi antiguo amigo Lacy Marshalt!…

A Dick no le agradó su sonrisa socarrona: no veía nada humorístico en la tragedia de la tarde, y cuando acompañó al visitante hasta la puerta, su ánimo estaba preocupado. El agente de guardia no le había visto entrar, y juraba que nadie había pasado mientras él estaba de centinela.

—¿Qué significa esto?

Dick miró al visitante.

—Significa que el agente está equivocado —dijo Brown fríamente—. El quizás recordará haber ido a la acera para echar atrás al público.

El agente reconoció que así lo había hecho.

—Podía usted haber visto lo que ocurría desde el interior del hall o desde la escalera —replicó Shannon poco convencido.

—Lo vi desde fuera; pero comprendo bien que si un hombre comete la locura de entrar en un sitio donde se ha perpetrado un crimen, nadie más que él tiene la culpa de que se le considere sospechoso.

—¿Dónde vive usted?

—Continúo en el Ritz-Carlton. Permaneceré aquí si usted lo desea; pero yo le aseguro que el crimen más atroz que se me puede imputar en este instante es el de una irreprimible curiosidad.

Dick había comprobado ya oportunamente que vivía en aquel elegante hotel, y el intruso fue despedido.

—No me convence del todo —dijo Shannon a su ayudante mientras volvían a la habitación de Malpas—. Pudo haber entrado como dice; pero también es probable que estuviera dentro de la casa cuando se cometió el crimen. ¡Cuánto tardan en abrir esa puerta! Voy a ver.

Seguido de Steel, subió al último piso, donde dos agentes se hallaban ante una puerta recia que no tenía cerradura ni picaporte.

—¿Cómo se cierra? —preguntó Dick examinando la puerta curiosamente.

—Desde dentro, señor —contestó uno de los policías—. En el interior hay alguien ahora.

—¿Está usted seguro? —preguntó Dick vivamente.

—Sí, señor —dijo el otro policía—. Yo le oigo también. Es una especie de ruido así como si arrastrasen una mesa por el suelo.

Él se llevó un dedo a los labios, imponiendo silencio, y puso atento el oído. Dick escuchó al principio no pudo oír nada; pero después llegó a él un crujido débil, como si girasen unos goznes enmohecidos.

—Nosotros hemos intentado abrir con el hacha —dijo Steel señalando las profundas hendiduras en la madera—; pero no teníamos ningún sitio donde apoyar. Aquí vienen los hombres con las palancas.

—¿Ha oído usted? —preguntó un policemen de pronto.

Hubiera sido sordo si no lo hubiese oído. Fue el ruido de una silla al caer, seguido por un breve intervalo de un golpe como si se hubiera desplomado algo.

—¡Abrid esta puerta inmediatamente! —ordenó Shannon.

Y cogiendo una de las palancas, metió el filo entre la puerta y el dintel y apretó con fuerza. La puerta cedió prontamente. La segunda palanca encontró ya un resquicio mayor, y unidos ambos esfuerzos se abrió la puerta con un agudo crujido.

El desván donde entraron estaba vacío, sin otros muebles que una silla caída en el suelo y una mesa. Saltando sobre la mesa, Dick empujó la claraboya que había encima; pero estaba sólidamente cerrada. En aquel momento dirigió hacia arriba su linterna y siguiendo el rayo de luz con la mirada, vio a través de la mancha de la borrosa vidriera el contorno de un rostro. Fue un segundo nada más, y al punto se desvaneció.

Tenía un mentón puntiagudo, una alta y combada frente, una enorme y horrible nariz…

XXX. La pitillera de oro

—¡La palanca en seguida! —gritó, y atacó con ella el pesado armazón.

En unos minutos fue abierta y al instante saltó a la techumbre de cinc de la casa. Se detuvo cautamente junto a un grupo de chimeneas, y en aquel momento:

—¡Manos arriba! —ordenó una voz.

A la luz de su lámpara de bolsillo vio un hombre vestido con un gabán y recordó que Willitt le había dicho que había puesto un vigilante en el tejado.

—¿Es usted uno de los hombres de Willitt? —gritó.

—Sí señor.

—Yo soy el capitán Shannon, de la Prefectura general. ¿Ha visto usted pasar alguien por aquí? —No, señor.

—¿Está usted seguro? —preguntó Dick incrédulamente.

—Absolutamente seguro, señor. Oí un ruido de alguno que pasaba antes de oír la rotura de la claraboya —supongo que era la claraboya—; pero aquel ruido venía del otro extremo del tejado.

Dick se lanzó presuroso en la dirección indicada, hasta encontrarse detenido en su exploración por el muro de la casa vecina, que era más alto que él del 551. Proyectó su linterna sobre la pared hasta lo alto del muro: era imposible nadie hubiese podido trepar por aquella pared lisa.

Y entonces vio, colgando sobre el bajo parapeto que cierra la última línea del tejado, una cuerda de nudos, cuyos extremos estaban amarrados alrededor del grupo de chimeneas. Él se asomó en la oscuridad.

—Si el individuo siguió este camino, seguramente se ha escapado. —Y volvió a interrogar al centinela.

El hombre dijo que no había oído nada, exceptuando un ruido que pudo haber sido el de la claraboya al ser abierta, y que no sintió ningún ruido violento de rotura hasta que la palanca de Dick entró en acción.

—¿Es usted norteamericano? —preguntó Shannon repentinamente.

—Sí, señor; soy norteamericano —contestó el hombre—. He estado trabajando en esta profesión en mi país.

Debía haber algún otro lugar oculto en el tejado; pero aunque Dick lo recorrió durante un cuarto de hora escudriñadoramente y golpeó los sólidos ladrillos de las chimeneas, no halló ningún rincón secreto y bajó de nuevo a la pequeña habitación, dejando a Steel que completase la investigación.

La requisa de Steel fue lenta, pero perfecta. Con ayuda de su lámpara de mano comenzó un examen sistemático de la techumbre de cinc. Su primer descubrimiento fue un pequeño cilindro de latón, que evidentemente era una cápsula vacía de pistola automática, recientemente descargada. El segundo y más importante hallazgo no lo hizo hasta que casi daba por terminada su pesquisa. Estaba en un pequeño canalón que corre a lo largo del parapeto, y fue el brillo de sus bordes dorados los que revelaron su presencia. Lo sacó del agua y lo llevó al desván.

Era una pitillera de oro que contenía tres cigarrillos. En un ángulo tenía una inicial. Después de secarla se la llevó a su jefe. Dick Shannon leyó las iniciales.

—Creo que tenemos al hombre —dijo seriamente.

XXXI. Martin Elton viene a casa

Dora Elton oyó la llave de su marido en la cerradura y se preparó para el choque del encuentro. Estaba temblando, aunque todavía conservaba puesto su abrigo de piel y la temperatura de la habitación era más que moderada. En la tensión de nervios en que estaba, todos los sonidos se aumentaban, y ella le oyó dejar su bastón en el armario del hall; el crujido de sus pies sobre la alfombra, y esperó. Una vez había leído ella que un hombre (¿o sería una mujer?), había ejecutado la voluntad de un hipnotizador, obedeciéndole ciegamente. Un día, la víctima experimentó una alegre sensación de libertad, de alivio, y supo que su tirano había muerto.

Y Lacy Marshalt había muerto. Lo mismo que si ella se hubiera estacionado entre la multitud y hubiese oído las noticias que circulaban entre las gentes, lo habría sabido ella por ese brusco sacudimiento que la apartaba de su obsesión. Ella sentía como siente un criminal la mañana de su ejecución.

La vileza, la estupidez del crimen, el terrible y desproporcionado castigo impuesto a lo más querido, la absoluta futilidad de los odios pasados La manezuela de la puerta giró y entró Martin Elton. Al verle, su mano acudió a su boca para sofocar un grito. Su cara y sus manos estaban tiznadas, su traje roto y manchado de polvo: un jirón del pantalón mostraba la rodilla ensangrentada. Su rostro chupado y envejecido, sus labios exangües, temblando convulsivamente.

Durante un momento se detuvo en la puerta, mirándola a ella. No había maldad ni reproche en su mirada.

—¡Ea! —dijo. Cerró la puerta y avanzó—. ¿Vino por fin la policía?

—¿La policía?

—Fuiste a avisarla para que viniera a buscar el dinero. Hablé con Gavan; pareció inclinado a realizar la inspección. ¿Lo has olvidado tú?

Lo había olvidado, efectivamente. ¡Tantas cosas habían ocurrido desde entonces!…

—Yo los disuadí. Gavan pensó que yo era una histérica.

Él tendió sus manos manchadas hacia el fuego.

—Yo creo también que lo eres.

Miró su derrotado traje y sonrió.

—Tomaré un baño, cambiaré de ropas y me desembarazaré de ellas. Fue rudo el trepar.

Súbitamente avanzó ella hacia él e introdujo su mano en el bolsillo de su americana. Él no protestó, y cuando ella extrajo la browning su vista pareció interesarle más que contrariarle, por el temor, examinó la pistola. La cámara estaba vacía el almacén no estaba en la culata. Con las manos temblorosas y los ajos nublados oliendo el cañón, su rostro se contrajo en un gesto doloroso. La pistola había sido disparada recientemente.

—Sí, cámbiate de ropa —dijo ella—. ¿Te ha visto alguien?

Él mordió sus labios pensativamente.

—No lo sé. Tal vez. ¿Qué vas a hacer tú?

—Yo me quedo aquí. Vete a vestirte, y si necesitas algo me llamas.

Cuando él hubo salido de la habitación, ella examinó de nuevo la pistola. No había nada que distinguiese el arma de otras mil, si se exceptúa el número grabado sobre el cañón, cuyo dato no podría facilitar la investigación de la policía. Bunny la había comprado en Bélgica, donde la venta no se registra tan cuidadosamente. Ella deslizó el arma en su bolsillo, subió a su habitación y llamó a la puerta.

—Me voy a la calle —dijo—. Tardaré un cuarto de hora.

—¡Bueno! —contestó él.

Ella conocía un terraplén a la vuelta de Edgware Road, frente a un alto muro, tras del cual corre el canal de Regent. En el centro había una escalera con barandilla de hierro que conducía a un puente. Un taxi la dejó al pie de la escalera, y allí le despidió. Desde el centro del puente arrojó la pistola y oyó el chasquido que produjo al caer sobre la delgada capa de hielo, que rompió.

Pasó al otro lado del canal, y antes de cinco minutos había encontrado otro taxi.

Martin se hallaba vestido con una bata, sorbiendo una taza de café caliente delante de la chimenea del salón cuando entró ella. Él sospechó adonde había ido.

—Temo que lo que he hecho te parezca más bien obra de un loco… acerca de ese dinero —dijo mirándola por encima de los bordes de la taza—. Yo tengo de ello otro concepto mejor. Cuando Stanford venga, yo haré que se lo lleve. Gavan ha venido mientras estábamos fuera, según me ha dicho Lucy. ¿No lo sabías?

—Algo me dijo —contestó Dora indiferentemente—. No puse atención. ¿Qué has hecho de tus ropas?

—En el horno —dijo brevemente.

Él había instalado recientemente en la casa un sistema de calefacción con un gran horno.

—Me voy a acostar —dijo ella acercándose a él para besarle.

Martin oyó cerrarse la puerta de su habitación y contempló pensativamente sus manos arañadas.

Él no se acostó. Su ropa quedó preparada en la habitación para vestirse con la premura que requiriesen los acontecimientos. Pasó la noche sentado ante la chimenea, meditando pero sin arrepentirse de nada. La luz grisácea del amanecer le halló con la barbilla hundida en el pecho, durmiendo ante las cenizas frías.

A las siete le despertó una criada.

—Hay abajo un caballero que desea ver a usted: es el capitán Shannon.

Martin se levantó y se estremeció.

—Dígale que suba.

Dick Shannon entró casi inmediatamente.

—Buenos días, Elton. ¿Es esto de usted?

Tenía en su mano una elegante pitillera de oro. Martin la miró.

—Sí, es mía —dijo.

Dick Shannon la guardó en su bolsillo.

—¿Quiere usted explicarme cómo ha podido ser encontrada la noche última cerca del sitio dónde Lacy Marshalt ha muerto?

—¿De veras? —contestó Elton con gran cortesía—. ¿A qué hora se cometió el crimen?

—A las ocho.

—A esa hora estaba yo en la Comisaría de policía de Vine Street explicando al inspector Gavan que mi mujer tenía momentos de perturbación mental. Además, hasta que usted me lo ha dicho en este instante, yo no sabía que Lacy Marshalt había muerto.

Dick le miró fijamente.

—¿Estaba usted en la Comisaría de Vine Street? Es un hecho que puede comprobarse fácilmente.

—Creo que debiera haber sido comprobado antes de venir aquí —dijo Martin gravemente.

Ambos miraron hacia la puerta, que se había abierto para dar paso a Dora, Las ojeras y la palidez de su rostro denunciaban la inquietud de una noche desasosegada. Su mirada fue de Shannon a su marido.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó en voz baja.

—Shannon me dice que Lacy Marshalt ha sido muerto —contestó Martin serenamente—. Es una noticia nueva para mí. ¿Tú lo sabías?

—Sí, yo lo sabía. ¿Para qué ha venido el capitán Shannon?

Martin sonrió.

—Yo imagino que sospecha de mí.

—¿De ti? —Ella miró con ojos encendidos a Dick—. Mi marido no ha salido de casa durante la noche última.

La pequeña risa de Martin era de pura diversión.

—Dora, estás haciendo que el capitán Shannon sospeche. Desde luego, he salido de casa. Acabo de decirle que fui a Vine Street y que estaba en ese lugar público cuando se cometió el crimen. Por —no sé qué misterioso procedimiento, mi pitillera se trasladó ella sola al tejado de la casa de Malpas.

—Y o no he dicho que estuviese allí —interrumpió Dick vivamente.

Por un momento quedó Martin Elton confundido.

—Debe haber sido cuestión de telepatía: soy un psicómetra. Estaba en un tejado, de todos modos.

—Tampoco he dicho eso —repuso Dick tranquilamente.

—Entonces, lo habré soñado.

Elton continuaba imperturbable a pesar de los pasos en falso que había dado, y que a cualquiera otro le hubieran hecho caer en la más inextricable confusión.

—Yo quiero que usted sea franco conmigo en tanto que sea compatible con su seguridad, Elton —dijo Dick—. Yo no puedo imaginar que usted invente una historia tan estúpida como la de su ida a Vine Street a las ocho si no había algún motivo fundamental para su reclamación. ¿Cómo es que se hallaba esta pitillera en el tejado de la casa 551 de Portman Square?

—Yo… Yo la puse allí —contestó Dora—. Se la presté yo, capitán Shannon, hace unos días. Usted sabe que yo era amiga de Lacy Marshalt y que… algunas veces le visitaba.

Dick hizo un gesto de negación.

—No es en casa de Lacy Marshalt donde se encontró. Estaba en el tejado de la casa de Malpas.

Sus ojos observaban los de Elton.

—Yo la dejé allí —dijo Bunny Elton con toda tranquilidad—. Yo intenté penetrar en la casa de Marshalt para arreglar una pequeña cuenta con él. Pero su casa es inescalable, y me pareció más sencillo alcanzar el tejado de la casa vecina. La dificultad surgió cuando traté de hallar el paso al castillo de Marshalt. Y aun era más difícil la última noche, porque descubrí que había un hombre, un detective supongo que era, estacionado en el tejado.

—¿Cómo volvió usted a bajar? —preguntó Dick.

—Esto fue lo extraño. Alguien había puesto, providencialmente, una cuerda atada alrededor del haz de chimeneas, y formando nudos de trecho en trecho para facilitar el descenso.

Shannon reflexionó unos segundos y ordenó:

—Vístase usted. Vamos a Vine Street para comprobar su alegación.

Él no tenía en su ánimo la menor duda de que toda aquella historia era inexacta: pero la primera extrañeza del día se produjo al llegar a la Comisaría. No solamente fue probado el relato de Martin, sino que en el libro registro donde se hacen constar todas las visitas escrupulosamente se leía: «Mr. Elton compareció para refutar una acusación falsa». Y enfrente decía: «Ocho de la noche».

—Ahora —dijo Martin gozándose en la derrota del capitán— quizás pregunte usted al inspector de noche cómo estaba yo vestido.

—Usted me pareció que no estaba vestido del todo —dijo el funcionario—. Yo pensé que vendría usted de algún fantástico baile de trajes. Traía la ropa hecha jirones cuando llegó. ¿Había usted estado en alguna casa muy áspera, Elton?

—Sobre una casa muy áspera, sería más exacto —contestó Martin sonriendo tranquilamente. Y dirigiéndose a Dick—: ¿Está usted satisfecho?

La coartada era insuperable. Dick, en su perplejidad, miró al reloj de la Comisaría.

—¿Marcha bien ese reloj?

—Ahora, si —contestó el inspector.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Dick vivamente.

—El reloj se paró anoche. Yo creo que fue a causa del frío, porque no fue necesario darle cuerda para que volviese a andar, cuando miramos de nuevo. En efecto, se paró próximamente a la hora en que usted vino aquí, Elton. Fue después de marcharse usted cuando el agente me llamó la atención.

—¡Malo! —murmuró Bunny.

Acompañado por Dick Shannon, volvió a casa sin hablar una palabra hasta que estuvieron en Curzon Street.

—Ese loco reloj probablemente le ha salvado a usted la cabeza —dijo Shannon—. Para mayor garantía, voy a registrar ahora la casa de usted.

—Si encuentra usted algo que sea de un gran valor para usted —replicó Martin—, yo seré el primero en felicitarle.

XXXII. La carta

De todos los periódicos, fue el Globe Herald el que dio la información más exacta:


En el espacio de diez minutos, durante la noche última, el senador del África del Sur, honorable Lacy Marshalt, fue muerto de un tiro, desapareciendo su cadáver misteriosamente, y su criado confidente fue asesinado también, indudablemente, por la misma mano. La primera de estas tragedias se desarrolló en la casa del reputado millonario A. Malpas, en Portman Square. Malpas, hombre de costumbres excéntricas, ha desaparecido. La policía sigue su pista.

El relato del crimen, según los datos reunidos por los reporteros del Globe Herald, parece más un capítulo de novela de Edgar Allan Poe que la información de un suceso ocurrido la noche pasada en un elegante barrio de Londres. A las ocho menos cinco, el detective comisario Shannon acompañó a Miss Andrey Bedford, secretaria de Malpas, al número 551 de Portman Square. A esa hora, la señorita Bedford estaba citada por el hombre desaparecido, y el Sr. Shannon, que había intentado en varias ocasiones inútilmente ver a Malpas, quiso aprovechar esta oportunidad para conseguir la entrada en una casa guardada tan celosamente. Se ha descubierto ahora que las puertas y ventanas de la mansión funcionaban por medio de un cuadro eléctrico y que, valiéndose de un sistema de teléfonos con altavoces, interpelaba a los visitantes sin ser visto por ellos. A las ocho en punto se abrió la puerta, y Miss Bedford y el comisario penetraron en la casa. A esta hora es seguro que Malpas se hallaba en la casa, porque su voz fue oída y reconocida. Cuando la señorita Bedford llamada a la puerta de las habitaciones particulares del viejo, sonaron dentro dos disparos. Lograda la entrada por el Sr. Shannon, descubrió tendido en el suelo del despacho de Malpas el cuerpo muerto de Lacy Marshalt…
 

Aquí seguía una bella y fiel descripción de todo lo que fue descubierto subsiguientemente.


La policía se encuentra frente a un misterio casi impenetrable, o, mejor dicho, una serie de misterios que pueden resumirse así:

1.º ¿Cómo entró Marshalt en la casa tan celosamente guardada por aquel hombre, que vivía recluido en ella y que, según se ha sabido ahora, le odiaba, y al cual temía tanto Marshalt que había utilizado detectives particulares que le protegiesen contra las maquinaciones del viejo? Es evidente que alguna inducción de mucha fuerza recibió la víctima para aventurarse a entrar en esta casa misteriosa.

2.º ¿Cómo después del crimen pudo sacarse el cadáver de Lacy Marshalt de la casa del número 551?

3.º ¿Quién mató a Tonger, el criado, y con qué objeto? La opinión de la policía es que el criminal es un hombre que fue igualmente ofendido por ambas víctimas del terrible suceso.

4.º ¿Dónde está Malpas? ¿Ha caído él también en manos de los misteriosos criminales?
 

Dick leyó el relato y rindió un silencioso tributo a la exactitud de la información reporteril. Había, sin embargo, algunos puntos que el periodista había omitido, y por lo cual Dick se sintió agradecido y satisfecho.

A las diez interrogó a la cocinera de Marshalt, una fuerte mujer de edad media, la menos afectada por el tremebundo suceso de la noche anterior.

—¿A qué hora salió el Sr. Marshalt? —Fue la primera pregunta, a la cual respondió ella cumplidamente, facilitándole una exacta información.

—A las siete y media, señor. Yo oí cerrarse la puerta de la calle, y Milly, que es la primera doncella, subió de la cocina creyendo que era Tonger que había vuelto. Entonces, suponiendo que había sido el señor, fue a su despacho y se encontró con que se había marchado.

—¿Hubo algún disgusto en la casa?

—¿Quiere usted decir entre Tonger y el señor Marshalt? No, señor. Aunque ellos estaban siempre riñendo, el Sr. Tonger no era como un criado ordinario. Él conocía al Sr. Marshalt tanto que algunas veces las criadas le oyeron llamarle por su nombre de pila. Eran muy amigos.

—¿Tonger comía en la cocina?

—No, señor, comía en su cuarto. Tenía un departamento en el último piso, separado de los cuartos de la servidumbre. Nosotros dormimos en la parte de atrás de la casa y él dormía en la de delante.

Dick consultó el cuestionario que había preparado, escribiéndolo apresudamente con lápiz.

—¿Era Tonger un hombre abstemio? Quiero decir si le gustaba la bebida.

Ella vaciló.

—Últimamente bebía bastante —respondió—. En los primeros días no bebía más que agua o limonada en las comidas; pero hace ya varias semanas que tenía bebidas en su habitación, aunque no se le vio nunca borracho.

La mujer le dijo poco más de lo que él sabía o sospechaba. Era necesario ver si Andrey podía llenar alguna de las lagunas.

La encontró almorzando en el comedor del hotel, apenas concurrido en aquella hora tardía.

—Le esperé a usted anoche hasta las dos, y como no venía usted me acosté.

—Prometí venir a verla, pero no tuve libre un segundo. ¿Está usted enterada de todo lo sucedido? —preguntó mirando el papel que tenía doblado junto a su plato.

—Sí —contestó ella tranquilamente—. Parece que han hecho una gran cantidad de descubrimientos, incluso el hecho de que yo estaba con usted.

—Eso se lo dije yo —repuso Dick—. No se consigue nada con hacer un misterio de su presencia. ¿Recuerda usted de esto?

Él colocó una hoja de papel delante de ella. Era la carta que se había encontrado en la habitación de Malpas.

—Ésta es mi letra —dijo ella instantáneamente—. Yo creo que es una de las cartas que he copiado por encargo del Sr. Malpas.

—¿Usted no recuerda cuál? ¿Puede usted volver a citar el texto?

Ella hizo un gesto negativo.

—No tenían ningún interés para mí y yo las copiaba maquinalmente —frunció sus cejas pensativa—. No, no era una carta corriente. La mayor parte de ellas eran de una frialdad misteriosa. ¿Dónde ha sido encontrada ésta?

No quiso inquietarla, y sin contestar pasó a otra cuestión.

—¿Tenía Malpas alguna otra casa? ¿Había en alguna carta referencias a un posible lugar secreto?

—Ninguna —contestó ella. Y de repente preguntó—: ¿Qué debo hacer con el dinero que él me dio?

—Lo mejor es que lo conserve usted hasta que aparezcan sus herederos —replicó ceñudamente.

—¿Pero él no ha muerto? —preguntó ella alarmada.

—Él morirá siete semanas después del día en que yo ponga la mano encima de ese viejo diablo —repuso Dick.

Otra vez la preguntó por el aspecto del viejo y escribió la descripción que ella le hizo. Era el hombre cuyo rostro había visto al través de la claraboya.

—Él está en alguna parte de Londres, probablemente, en la casa de Portman Square. La casa está llena de fáciles escondites.

Había, por lo menos, dos que no conocía: él había encontrado el segundo de ellos. El misterio de Portman Square no tardaría mucho en dejar de serlo.

XXXIII. En las afueras

Decir que Andrey estaba escandalizada es describir en términos muy suaves e inadecuados la emoción que su experiencia había introducido en la existencia suya. Acostada en su lecho después de marcharse Dick —todavía se sentía fatigada y soñolienta— recordó con una triste sonrisa las opiniones de la señora Graffitt contra Londres. ¿Qué pensaría de ella la vieja? Porque no tenía duda ninguna de que la historia de su carrera criminal no habría perdido ningún detalle al ser repetida. Seguramente la granja había llegado a ser ya un lugar famoso, como en algunas ocasiones el hogar de un astuto e ingenioso, verdaderamente romántico, infractor de la ley. ¡Quién sabe! —Pensaba ella semidespierta— si pondrán una lápida en el muro diciendo: «Aquí vivió durante muchos años la famosa Andrey Bedford».

Se despertó de su modorra con un estremecimiento. La puerta de su habitación estaba entreabierta, y ella estaba segura de haberla dejado cerrada. Era indudable que había sido abierta desde fuera. Saltando de la cama, salió al corredor. No se veía a nadie; debió haberse equivocado.

De pronto, vio a sus pies, en el suelo, una carta, y al ver la letra de su dirección se quedó casi sin aliento. ¡Era de Malpas!

Abrió el sobre con los dedos temblorosos. Dentro estaba la sucia extensión de las líneas garrapateadas; tres palabras en cada renglón:

Lacy y su satélite han muerto. Usted seguirá el mismo camino si traiciona mi confianza. Venga a verme sin falta esta noche, a las nueve, a la entrada del St. Bunstan, en el Outer Circle. Si previene usted a Shannon será peor para él y para usted.

Leyó la carta de nuevo. La mano que la sostenía temblaba. St. Bunstan estaba en un límite de Londres. Era una institución para soldados ciegos, situada en lo más apartado del Outer Circle. ¿Debería decírselo a Dick? Su primer impulso fue despreciar la advertencia; su segundo pensamiento fue el de su seguridad personal.

Guardando la carta en su bolso de mano, fue en busca de la camarera del piso. La doncella no había visto a ningún hombre, joven ni viejo, en el corredor, excepto entre gentes perfectamente conocidas.

Andrey estaba tan habituada ahora a los misterios, que este nuevo terror que la había acometido formaba parte de lo normal. ¿Quién era este hombre misterioso, esta sombra gris que se deslizaba invisible, yendo y viniendo a su voluntad? En cuanto al hotel, no era difícil esto, porque tenía dos entradas que conducían, respectivamente, a calles diferentes, y tenía también escaleras y ascensores en ambos lados del edificio, siendo muy fácil subir o bajar sin ser observado.

Otra vez leyó la carta, y esta nueva lectura aun la satisfizo menos. Una cosa la prohibía hacer en su intimación, y ésta era la que sugería sus dudas. ¿Iría sola a la cita o se lo diría a Dick, con el riesgo subsiguiente? Se la presentaban muchas razones para que Dick no recibiera sus confidencias en este momento. Él estaba buscando a Malpas, y pensó que llevarle directamente a él podía ser llevarle a la muerte.

Durante todo el día luchó su ánimo confuso con el problema, al cual se agregó una nueva contrariedad. Desde que salió del hotel hasta su regreso tuvo la impresión de que era vigilada. Alguien la seguía y espiaba sus movimientos. Ella se sorprendió a sí misma mirando temerosamente en derredor y retrocediendo suspicazmente para observar los rostros de gentes perfectamente inocentes e inofensivas.

La memoria de la trágica escena que presenció la había apartado de su paseo favorito; pero revistiéndose de valor entró por el sendero donde había visto a la suicida desconocida en la hora de su muerte.

El banco no se veía desde el lejano extremo del paseo; estaba colocado en un recodo del camino, y fue apareciendo gradualmente ante su vista… Se detuvo medio muerta, palpitándola el corazón furiosamente, cuando a la primera ojeada vio la falda azul de una mujer y dos pequeños pies inmóviles.

—¡Estás loca, Andrey Bedford! —exclamó ella.

El sonido de su propia voz la hizo reaccionar y la permitió ver sentada en el mismo sitio de aquella desventurada una nurse acariciando a un bebé de rosadas mejillas.

La nurse levantó los ojos para contemplar con interés a una linda muchacha que se reía sonoramente al pasar. Un poco molesta, la nurse extrajo el espejito de su bolso para ver si era algún detalle de su cara lo que había excitado la risa de la muchacha.

Al volver al hotel, Andrey se detuvo para comprar un semanario dedicado a los intereses de la cría de gallinas, una caprichosa idea suya, pero juiciosa, porque en el recuerdo de la jerga de sus páginas, en las promesas extravagantes y en sus consejos, encontró su compensación.

Ella esperaba que Dick la hubiese visitado aquella tarde; pero él estaba demasiado ocupado, y en cierto modo, ella se alegró, porque tal vez viéndole no hubiera podido menos de enterarle del mensaje. No apareció tampoco a la hora de la comida, y ella se retiró a su habitación para trazar sus planes.

Primeramente, ella dejaría todo su dinero en la caja de la dirección del hotel, y después elegiría el chauffeur de apariencia más fuerte que encontrase, y no despediría el taxi al llegar. Esto le pareció un plan acertado y satisfactorio. Si ella pudiera agenciarse además un arma de cualquier clase que fuese, los últimos vestigios de su miedo desaparecerían; pero entre las dulces e inocuas personas que vio en el comedor no parecía que hubiera ninguna portadora de armas mortíferas.

«¡Y a lo mejor disparaba yo contra mí misma!», pensó ella.

El hallazgo del chauffeur de taxi deseado la ocupó una gran cantidad de tiempo. Bajo el pórtico del hotel vio desfilar más de cincuenta viejos decrépitos antes de que apareciese un providencial gigante, a quien se apresuró a llamar.

—Voy a ver a un hombre en el Outer Circle —dijo precipitadamente—. Y… yo no quiero quedarme sola con él, ¿comprende usted?

Él no comprendió. La mayor parte de las señoritas que había llevado a las afueras para ver a un hombre habían deseado todo lo contrario precisamente.

Le dio instrucciones y se arrellanó en su asiento con un suspiro de alivio, pensando, sin embargo, en que una aventura desagradable se presentaba en su camino.

Era una tempestuosa noche de nieve, y los caminos de las afueras eran negros y blancos; los árboles, inclinados, parecían negarse a sostener los copos que caían. El Outer Circle se destacaba en la oscuridad. Durante cinco minutos de marcha no vio alma humana en los andenes laterales.

—Esto es St. Bunstan, señorita —dijo el conductor saltando del pescante y colocándose en la portezuela—. No hay nadie aquí…

—Esperaré a que vengan —contestó ella.

Apenas había terminado de hablar, un largo coche llegó silenciosamente y se detuvo una docena de yardas detrás del taxi. Ella vio una figura encorvada avanzando penosamente por el andén lateral y esperó con ansiedad.

—¡Andrey!

No había duda acerca de aquella voz. Andrey adelantó unos pasos recelosamente y volvió la cabeza para mirar al chauffeur.

—¿Quiere usted hacerme el favor de venir aquí? —preguntó ella con aparente firmeza.

Él fue lentamente hacia ella hasta que ella vio la blanca bufanda alrededor de su cuello, su enorme nariz y el largo mentón que tan gráficamente, había descrito a Dick aquella mañana.

—Acérquese —dijo él impacientemente—. Despida usted el taxi.

—Le he dicho que espere —contestó ella en alta voz—. Yo no puedo estar mucho tiempo con usted. Además, ¿usted sabe que la policía le anda buscando?

—Despida usted el taxi —repitió—. ¿Ha traído usted a alguien en el coche? ¡Ay de usted! Yo la dije a usted…

Andrey retrocedió al ver en su mano el brillo de un acero.

—¡No hay nadie en el coche!… ¡Le juro a usted que no hay nadie allí!… Sólo está el chauffeur.

—Venga usted aquí y entre en mi coche —ordenó él.

Ella se volvió para huir por el helado paseo; pero él la asió los brazos y quedó tras de ella.

—¿Qué es eso? —gritó el chauffeur avanzando hacia él amenazadoramente.

El fornido chauffeur se detuvo ante el cañón de la pistola.

—¡Coja usted su coche y váyase! ¡Tome!

Un puñado de monedas cayó a sus pies, y el conductor se detuvo para recogerlas. Cuando estaba agachado, un golpe dado con la pistola en su cabeza le hizo caer al suelo como un leño.

Todo esto sucedió antes de que Andrey se diese cuenta de su extremo peligro, y sin que ella pudiese ver el rostro del asesino, según ella supuso en aquel momento, porque el golpe que recibió el conductor le fue dado por encima del hombro de ella.

Apenas cayó el chauffeur, ella se sintió levantada del suelo.

—Si grita usted, seguirá el mismo camino que Marshalt y Tonger el camino que seguirá Dick Shannon si no hace usted lo que yo la diga.

—¿Qué quiere usted me mi? —murmuró ella sin esperanzas de verse libre de él.

—Los servicios que he pagado a usted.

XXXIV. El señor Brown advierte

La mano de Malpas cubrió su boca según la conducía hacia el coche. Estaba a punto de perder ella el conocimiento, cuando repentinamente se aflojaron las garras, y medio desvanecida cayó al suelo. Antes de que ella se diera cuenta de lo sucedido, los faros del coche de Malpas se alejaron horadando la oscuridad con sus potentes conos de luz. Vio tres hombres corriendo, oyó varias detonaciones y se halló levantada del suelo. Algo singularmente familiar sintió en el brazo que la rodeaba, y levantando los ojos encontró el rostro de Dick Shannon.

—Es usted una niña traviesa —dijo Dick severamente—. ¡Me ha dado usted un susto!

—¿Le ha visto usted?

—¿A Malpas? No; he visto las luces traseras del coche. Hay una posibilidad de que los detengan a la entrada de Londres; pero confieso que es una posibilidad muy remota. ¿Le ha dicho a usted algo esencial?

—No. Me ha hecho varias promesas desagradables que espero no cumplirá. ¡Dick! ¡Yo quiero volverme con mis gallinas!

Shannon sonrió levemente.

—La más fiera de las gallinas de usted no servirá para protegerla en estos instantes. Malpas, por una u otra razón, considera necesario trasladarla a usted de lugar. El porqué no la despide a usted sin más preámbulos es cosa que no acabo de comprender.

Después de una pausa añadió:

—Sí, hoy ha sido usted seguida todo el día, pero no por el siniestro Malpas. Dos activos agentes de la C. I. B. han vigilado todas sus idas y venidas. Me dijeron que una nurse la había asustado a usted en el parque.

Andrey era bastante humana para sonrojarse.

—No me he enterado de que me seguían —confesó.

—Porque usted no esperaba ver esta clase de personas. Usted buscaba un hombre sucio con una nariz larga.

Luego de dejarla en seguridad en su hotel, marchó a Haymarket. Y por segunda vez encontró a Brown apostado exactamente en el mismo sitio en que estaba la noche en que Dick le invitó a subir a su piso.

—Amigo mío, ¿está usted rondándome? —dijo Shannon—. ¿Hace mucho que me espera usted?

—Unos cuatro o cinco minutos —contestó fríamente el interpelado con una sonrisa.

—Cuando desee usted verme puede llamar a mi puerta. En mi casa tengo empleados que le recibirán. Porque supongo que usted desea verme.

—No particularmente —respondió el otro sorprendido—. ¿Le ha cogido usted?

—¿A quién?

—A Malpas. He oído que usted iba a darle caza esta noche.

—Usted oye más de lo que un hombre inocente oiría —repuso Dick.

Brown rompió a reír.

—Nada perjudica tanto a la policía como el creer que su información es un secreto suyo. Cuando usted recuerde que el uso de su pistola produjo una insensata alarma entre los pacíficos habitantes de Rengent’s Park, difícilmente podría usted decir que su fracasado intento de capturar al hombre —diablo no ha sido bien advertido.

—¿El hombre-diablo? ¿Usted conoce a Malpas?

—Perfectamente —se apresuró a responder—. Pocas personas le conocerán mejor.

—¿Y probablemente conoció usted también al difunto Lacy Marshalt?

—Más íntimamente aún que a Malpas —contestó Brown—. Mejor todavía que al difunto Laker.

—Suba usted conmigo —dijo Dick.

No estaba seguro de que el hombre le siguiese, porque éste andaba tan suavemente, a pesar de su cojera, que no le sintió hasta que volviendo la cabeza le vio tras de él.

—Laker es un nombre que ha mencionado usted antes de ahora. ¿Quién es él?

—Era un borracho, un ladrón y un adiestrador de ladrones. No conocía a Malpas lo bastante para no cometer un error, y éste fue el de visitar al jorobado llevando mucho vino tinto en el cuerpo. Fue la noche de la muerte de Laker.

—¿De su muerte? ¿Entonces ha muerto él?

—Su cadáver fue recogido en el río hace algún tiempo.

Dick se levantó súbitamente de la silla en que estaba sentado.

—¿Se refiere usted al hombre que fue golpeado con una maza y arrojado en el Embankment?

Brown asintió con un gesto.

—Ése era el borracho Laker —dijo—; y yo supongo que fue muerto por Malpas o alguno de sus agentes. Por el momento, no tengo datos suficientes para creer que haya sido empleado un agente en este suceso, y me parece más seguro atribuir la muerte de Laker a la intervención personal de Malpas.

Dick le miró en silencio.

—Está usted preguntándose a sí mismo si es posible que exista ¿cómo diríamos?…, «el demonio en forma de hombre», según la expresión popular. ¿Por qué no? Cometido un homicidio y no encontrando motivos de remordimiento, los demás son una simple y natural consecuencia. Yo he encontrado muchos asesinos.

—¿Los ha encontrado usted? —preguntó Dick incrédulamente.

—Sí. Yo era un delincuente condenado a muchos años de prisión. Esto le sorprenderá a usted, pero, sin embargo, es verdad. Me llamo Torrington. Tenía sobre mí una condena perpetua; pero fui indultado por salvar la vida de dos niños, hijos del alto comisario de El Cabo. Ésta es la causa de que yo utilice un pasaporte con un nombre falso. Yo soy, en efecto —su expresiva sonrisa apareció y desapareció rápidamente— uno de los pertenecientes a las clases privilegiadas mucho más que el difunto Marshalt. Pero éste es un punto sobre el que no quiero insistir. Los criminales me interesan como interesa un tren que ha descarrilado. Mientras circula normalmente por los carriles como vehículo monótono de los negocios, no nos preocupa, a menos que sea un ingeniero de ferrocarriles, Pero cuando un tren se sale de los rieles y se destroza o se precipita por un camino de destrucción, se convierte en un objeto de atracción fascinadora.

—¿Usted no sentía simpatías por Marshalt? —preguntó Dick mirándole fijamente.

—Ninguna. Ésta es la verdad. De mortuis nil nisi bonum[11] es un estúpido adagio. ¿Por qué no hablar mal de los muertos? Si ellos han desaparecido, sus actos perduran. Debe usted tener cuidado, capitán Shannon.

—¿Cuidado de qué? .

—De Malpas. Una muerte más o menos es cosa que no le preocuparía. Tenga usted presente que él es un verdadero genio con un deplorable sentido de la teatralidad. —Sus ojos no se apartaban del rostro de Dick—. Si yo fuera usted, le dejaría en paz.

Shannon sonrió a pesar de su indignación.

—Es un bello consejo para un jefe de policía —contestó.

—Es un buen consejo —repuso el otro sin insistir—. ¿Dónde cree usted que tendrán el cadáver de Marshalt?

—En algún lugar de la casa. Pero no sé por qué debo dar a usted mi opinión.

—Yo no creo que esté en ninguna parte de la casa. Yo tengo una idea. Sin embargo, ya he dicho demasiado Y ahora, capitán, ¿vendrá usted conmigo al hotel para tomar algo antes de acostarse?

Shannon declinó la invitación sonrientemente.

—Bien. De todos modos, me acompañará usted escoltándome —insistió el otro con su trémula sonrisa—. Soy un hombre débil y necesito la protección de la policía.

Dick le rogó que le esperase en la calle, y mientras él telefoneó para saber en suma que no se habían encontrado huellas de Malpas. Cuando se reunió con Brown, le encontró en el mismo sitio acostumbrado, mirando arriba y abajo del Haymarket.

—¿Espera usted a alguien?

—Sí —contestó el interpelado sin molestarse en explicar a quién.

Dick observó un detalle curioso mientras iban al hotel, y es que la cojera de Torrington no era tan pronunciada algunas veces. Era como si éste sufriera ciertos lapsus de memoria j se olvidase de arrastrar su pie. Shannon hizo la observación antes de llegar a su destino.

—Yo creo que en gran parte es una costumbre —dijo Torrington sin embarazo—. He arrastrado mi pierna tanto tiempo, que casi se ha convertido el hábito en una segunda naturaleza.

Miró a Dick con la misma extraña intención que había manifestado antes.

—¿Todavía espera usted ver a alguien?

Torrington hizo un gesto negativo.

—Estoy mirando a la oscuridad —contestó—; pero hoy no se deja ver ese individuo.

Shannon repuso riendo.

—A usted no le gustan las oscuridades. Es más difícil descubrirle.

Torrington le miró fijamente.

—¿Se refiere usted al policía que me ha venido siguiendo? Ése está en la esquina. Yo hablaba del hombre que le ha seguido a usted.

—¿A mí? —preguntó Shannon.

Torrington arqueó sus cejas.

—¿No lo sabía usted? —preguntó a su vez ingenuamente—. ¡Válgame Dios! Yo creí que usted lo sabía todo.

XXXV. Los pies en la escalera

Slick Smith vivía en Bloomsbury. Habitaba el primer piso de una casa que había sido la última palabra de los alojamientos en los tiempos en que Jorge II juraba romper con los ministros ingleses. Actualmente, a pesar de las mejoras realizadas por el propietario, la casa número 204 de Dougthy Street resultaba un poco anacrónica.

En algunos aspectos, los arcaicos servicios de la casa convenían a Smith perfectamente. Había, por ejemplo, una cisterna en la parte exterior de la ventana de su dormitorio, cuyo constante gotear y borbotar del agua hubiera llevado a la locura a un hombre más sensible. Pero Smith no lo era ni padecía de los nervios y encontraba el ruido agradable. Desde la ventana a la cisterna se podía pasar sin más que dar un paso y otro más hasta la cima de la tapia. Un hombre ágil podía llegar a la acera desde la habitación de Slick en menos tiempo del necesario para descender la escalera y salir por la puerta de la calle como un honrado vecino. Y podía volver por el mismo camino casi con igual facilidad. Sin embargo, él toleraba la cisterna y los techos bajos y la torcida escalera, donde un extraño podía tropezar con la cabeza contra una vida de trescientos años de existencia. Y aunque el humo de la cocina llegaba a su dormitorio por la ventana abierta, él decía que lo prefería a los perfumes más delicados.

Nadie conocía en la casa sus negocios. Generalmente era considerado como uno que tenía más dinero que obligaciones. Pasaba la mayor parte de las noches fuera de casa y dormía una gran parte del día encerrado en su habitación. Recibía pocas visitas, y éstas acostumbraban a venir a la hora de comer el inquilino, que abría por sí mismo la puerta. Ninguno llamaba. Un suave silbido era suficiente para encontrar la puerta abierta.

Salía todas las noches vestido de smocking, y seguía, como si formase parte de un ritual, el mismo camino. Un bar en Cork Street, un pequeño y no muy agradable club de noche en Soho, un club más elegante en Coventry Street hasta llegar a un punto en que se desvanecía sin dejar huella ninguna. Noche tras noche, los más hábiles policías de Scotland Yard habían perdido su pista en el mismo sitio siempre: en la esquina de Piccadilly Circus y Shaftesbury Avenue, el trozo mejor alumbrado de Londres.

Había llegado a Soho, lugar de sus distracciones, la noche en que Andrey acudió temerariamente a la cita de Malpas, y sentado a una pequeña mesa en el extremo de la sala escuchaba la música de un terceto, a cuyo compás bailaba una muchedumbre de tan defectuosa calidad como la orquesta.

Un hombre pequeño, de cara delgada y viciosa expresión, acercó una silla junto a nuestro espectador disimuladamente, y sentándose hizo señal al camarero.

—Uno igual —pidió indicando el bock que tenía delante Smith, quien no miró tampoco a su alrededor hasta que…

—¡Slick! Hay una señora en el Astoria con una carretada de géneros. Francesa y divorciada. Usted podría conquistar a la doncella por la mitad de un mono…

—Acaba con tu jerigonza —dijo Slick aburrido—. ¿Qué es la mitad de un mono?

—Doscientas cincuenta.

—No me tientes. ¿Tú te refieres a madame Levellier? Me lo figuraba. Su caudal asciende a veinte mil libras netas. Y además los dólares. La mayor parte del capital lo lleva encima. Todo eso lo sabe cualquier modesto usurero de Londres. Eres tan interesante como el último libro de profecías del año.

El informador no se molestó por eso. Era un recopilador de datos preciosos. Cultivando la amistad de criados y doncellas llenaba ricamente los bolsillos.

—Hay un individuo del Norte que está en el British Imperial, Es el dueño de una fundición y tiene el dinero a montones. Hoy ha comprado un diamante taraza.

—Tiara, quieres decir. Sí, es para su mujer —contestó Slick observando aún a los que bailaban—. Se llama Mollins y ha pagado mil doscientas libras por la joya, que vale novecientas. Lleva una pistola y su bulldog duerme a los pies de la cama. Desconfía mucho de los londinenses.

El informante suspiró pacientemente.

—Es todo lo que sé —repuso—: pero tendré un buen negocio para usted dentro de uno o dos días. Hay un individuo que ha venido del África del Sur con una fortuna. Ha estado aquí antes.

—Dime lo que sepas acerca de él —interrumpió Slick cambiando de tono—. He oído algo, pero quiero enterarme mejor.

Tendió su mano discretamente y el confidente tomó la gratificación, dándole las gracias.

Después de esto, se levantó Smith y abandonó el local. Durante toda su jornada se repetía la misma escena. Algunas veces el confidente era una mujer, una muchacha mal encarada, y todos ellos le decían lo mismo acerca de la señora francesa del Astoria y del fundidor que estaba en el British Imperial. Él los escuchaba cortésmente y los ayudaba a salir del relato cuando su información era deficiente.

—Oiga usted, Mr. Smith. —Esto era en el último lugar visitado, y el confidente, un joven bien vestido, que lucía una sortija con un solitario—. Tengo un asunto para usted. Hay una señora en el Astoria…

—Eso debe ser verdad —interrumpió Slick—. Tiene un millón de dólares en diamantes, una doncella muy fina y está divorciada.

—Exacto. Yo creí que lo sabía yo solo.

—Pues saldrá mañana en los periódicos —dijo Slick.

Lo curioso era lo poco que interesaba en los círculos profesionales el crimen de Portman Square. Ni una vez oyó mencionarlo, y cuando él iniciaba la conversación, los demás procuraban cambiar de tema en seguida.

—Es como ir a buscar a una estrella del cine para hablar de otro —dijo a un conocido.

—Ellos, naturalmente, aborrecen el crimen —contestó su interlocutor sonriendo.

Cuando al fin desapareció, seguía sin noticias. Le llegaron más tarde. A las dos de la mañana, alguien entró en la parte trasera de Portman Square y media hora después Dick Shannon se despertaba en su cama, llamado por el teléfono.

—Soy Steel… Hablo desde el 551… Desearía que viniese usted… Están pasando aquí las cosas más extrañas…

—¿Extrañas…, cómo?

—Preferiría explicárselo a usted de palabra mejor que por teléfono.

Dick comprendió que su ayudante no le hubiera despertado sin motivo, y se vistió rápidamente. Cuando él llegó a la casa, Steel y un policemen se hallaban esperándole en la puerta abierta.

—Es el caso —le dijo el sargento—, que o yo he sufrido un ataque de nervios o hay algo desconcertantemente erróneo.

—¿Qué ha sucedido?

Se hallaban en el hall y la puerta estaba cerrada. Steel bajó su voz.

—A media noche sentimos los pasos de alguien que subía por la escalera. El agente y yo estábamos en la habitación de Malpas. Salimos los dos al descansillo, creyendo encontrarnos con usted o con el inspector de Marylebone Lane. No había nadie.

Y no era posible que los dos nos hubiésemos equivocado.

—¿Usted lo oyó también? —preguntó Shannon al estulto policemen.

—Sí, señor; percibí claramente como unos pasos furtivos.

Volvió su cabeza y miró fijamente a la barandilla de la escalera. Dick puso oído y un estremecimiento recorrió su espina dorsal durante un segundo.

Era el rumor de los pasos silenciosos en los escalones de piedra.

Shannon se precipitó a la escalera. En el rellano superior, fuera del alcance de su vista, ardía una luz solitaria. Al mirar, vio cruzar por el muro la sombra de una cabeza monstruosa. Rápidamente llegó al descansillo. ¡Nadie!

XXXVI. Marshalt aparece

—Es curioso —murmuró—. Me parece que vale la pena de amar a la tía Gertrudis.

Steel oyó el «tía Gertrudis». Era la señal para llamar al policía de fuera. En seguida cumplió la orden.

—Telefonee al superintendente que el jefe necesita toda9 las reservas. Bastará con que diga «Gertrudis».

Al volver, encontró a Dick examinando la espaciosa habitación que servía a Malpas de despacho. Las cortinas habían sido quitadas, excepto la que ocultaba al extraño ídolo de bronce y las que cubrían las ventanas. Arrimada a una pared estaba una cómoda, el único mueble de la estancia, si se exceptúan las dos sillas, la pequeña mesa en que se sentaron los huéspedes de Malpas y el escritorio.

—Alguien ha estado aquí —dijo Steel señalando a unas cuantas cartas desparramadas por el suelo—. Yo las dejé en su sitio, porque precisamente me tocaba dar a mí cuando oímos los pasos en la escalera. Me parece que ya se han marchado.

Pero de repente Dick le cogió por el brazo, y los tres se detuvieron aguzando los oídos. Volvieron a oírse los p3sos lentos y ahogados, y esta vez Shannon les obligó a estarse quietos.

El rumor se acercaba poco a poco, hasta que se detuvo en el pasillo de afuera. La puerta estaba cerrada, pero entonces empezó a abrirse suavemente. Shannon llevó la mano al bolsillo, e inmediatamente encañonó con su revólver el umbral. Nada ocurrió pues cuando aquél cruzó silenciosamente la habitación y entró en el pasillo éste estaba vacío.

El policía se quitó la gorra y se secó el sudor.

—No me importa pelearme con ningún vivo —dijo roncamente—. Pero esto ya pasa de la raya.

—Coja la vela y vaya a registrar los cuartos de arriba —repuso Dick.

El otro cumplió la orden aunque a regañadientes.

—Y no le importe hacer uso del rompecabezas.

El policía sacó el arma del bolsillo y la miró apenado.

—Está bien —dijo suspirando—. No me gusta eso del todo, pero lo haré.

—Ése es un buen lema para todos los servicios de policía —contestó Dick amablemente—. No creo que haya nadie arriba, pero si ve usted algo, dispare y me plantaré allí en dos zancadas.

Oyó al policía subir lentamente las escaleras, con pasos reveladores de lo poco que le agradaba aquel trabajo. De repente aquéllos cesaron y Dick se dirigió al primer rellano.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Nadie le contestó, salvo un extraño rumor, como si alguien anduviera por arriba, y un grito breve y gutural. Luego cayó una cosa rodando por las escaleras hasta pararse a los pies de Shannon. Era la gorra del policía.

Seguido por Steel, subió apresuradamente, y en el piso de arriba vieron una masa que se debatía impotentemente. Era el policía que intentaba desatar una cuerda que le rodeaba el cuello, y que por el otro extremo estaba colgada del techo. Ya casi se iba a desmayar, cuando Steel, adelantándose, cortó la soga. Llevaron al infeliz al cuarto de Malpas, dejándole sobre el suelo, Mientras Steel se esforzaba por abrirle la boca para hacerle beber brandy. Diez minutos después ya podía decir lo que le había pasado.

—Iba yo subiendo para llegar al último piso, cuando me rodearon el cuello con una cuerda. Antes de que pudiese gritar, tiraron, y entonces vi a tino que me izaba desde arriba. Tuve la serenidad suficiente para dejar caer mi gorra, porque si no hubiese sido un hombre muerto. Con los vivos se puede luchar, Mr. Shannon; pero con los fantasmas…

—¿Cuánto pesa usted?

—Ciento setenta libras.

Dick sonrió.

—Cuando me enseñe usted a un fantasma que sea capaz de levantar ciento setenta libras tirando de una cuerda, me convenceré. Ahí está el inspector, Steel; hágale entrar.

Steel fue a la mesa y puso la mano sobre el conmutador que conectaba con la puerta: pero en seguida la retiró, dando un grito.

—¿Qué sucede?

—Debe hacer un cortocircuito —dijo el sargento—. Déjeme sus guantes.

Pero Dick le ahorró la molestia. Fue allí y volvió el conmutador, viendo que el cuero no le aislaba, pues sintió el choque de los 250 voltios. Sin embargo, ya había hecho lo que quería.

—Quédese aquí —dijo—. No necesita bajar; ya vendrán ellos.

Estuvieron aguardando mientras que las llamadas a la puerta se repetían. Ambos se miraron.

—El mando no funciona —dijo Dick, y en aquel momento las luces se apagaron.

—Apóyese en la pared y que no le vean —advirtió Shannon en voz baja.

Pero Steel había encendido ya su linterna eléctrica. Inmediatamente salió un halo de fuego desde la otra habitación, algo silbó sobre su cabeza y la bala —pues bala era— se incrustó en la pared.

Dick se echó al suelo, empujando a sus subordinados. Abajo se oyó cómo la puerta caía con estrépito sobre suelo del hall.

Shannon se adelantó con la linterna en una mano y la pistola en la otra. Steel siguió su ejemplo. Entonces Dick se detuvo para escuchar. La estancia estaba completamente a oscuras.

—Está al lado de la ventana —murmuró Shannon.

—A mí me parece que está apoyado en la pared —repuso Steel—. ¡Dios mío!

Una extraña luz verde había aparecido en la pared donde estaba la cómoda, y gracias a esta iluminación vieron a un hombre tumbado. La luz aumentaba cada vez más, poniendo de relieve todos los detalles.

Era un hombre en traje de etiqueta, ennegrecida la pechera por la ceniza de un cigarro. Estaba lívido y tenía las dos manos sobre el pecho. Atónito, Shannon le miró algo asustado.

—¡Es un muerto! —gruñó Steel—. ¡Dios mío! ¡Es Marshalt! ¡Mire, mire, Shannon! ¡Es el cuerpo de Marshalt!

XXXVII. El montacargas

Los tres se quedaron parados, trémulos, hasta que la luz verde empezó a apagarse y acabó por desaparecer. Entonces oyeron un sonido ronco, como el de un trueno lejano.

Dick, levantándose, cruzó la habitación, pero no vio más que la pared.

¡El muerto había desaparecido!

En aquel momento sonó en el hall de abajo ruido de pesas.

—¿Hay alguien aquí? —gritó una voz.

—Suban, pero enciendan las linternas: no hay luz.

Como si sus palabras fuesen una señal, en aquel momento volvieron a encenderse las lámparas.

—¿Quién abrió la puerta de la calle? —preguntó Dick en seguida.

—No lo sé. Se abrió sola.

—Eso indica que debe haber otro mando. Steel, vaya por el hacha: está arriba en la habitación más pequeña del último piso. Llévese la linterna y dispare contra cualquiera que vea.

Steel bajó el hacha sin que nada ocurriera, y Shannon comenzó a derribar el entarimado. A los pocos minutos puso al descubierto el hueco donde había visto a Lacy Marshalt.

—Es un montacargas —dijo—. Los hay iguales en varias casas.

Adelantándose, vio los dos cables de acero de que pendía el ascensor. La cocina estaba en el piso bajo, y debían haber descerrajado la cerradura, pues Steel había estado allí el día anterior. Al entrar, encontraron, en efecto, el montacargas, pero ni rastros de Marshalt.

—Así es como hicieron desaparecer el cuerpo la primera vez, dejando el ascensor suspendido entre este cuarto y la cocina. Ya registré yo esta habitación antes. Mire, Steel, la abertura está cuidadosamente disimulada por el entarimado.

El detective bajó entonces a un pequeño patio, cuya puerta estaba abierta, lo mismo que la de la cuadra.

—El cuerpo de Marshalt sigue en la casa indudablemente —dijo Dick—. ¿Pero dónde están sus hombres, inspector? —preguntó de repente, viendo que allí no había nadie.

Los hombres del inspector se retrasaron bastante, pues no llegaron hasta diez minutos después de que Shannon había vuelto al despacho de Malpas.

—En este cuarto debe quedarse uno —ordenó él—. Es evidente que el viejo no está jugando a los fantasmas por gusto. Tiene que tener alguna razón, y no puede ser otra sino que necesita algo que hay en la habitación.

Luego examinó la estrecha escalera que conducía al gabinete, pero no descubrió nada, salvo la observación de que el sistema de escaleras era general en toda la casa.

—¿No ve usted que las hay por todas partes? —dijo, haciendo notar este hecho a Steel—. Probablemente la casa es más moderna que la de los lados, y los arquitectos construyeron las escaleras de forma que no quitasen demasiado terreno.

—Pero no hay ninguna escalera desde el gabinete a la cocina —repuso Steel golpeando la pared de la escalera. Entonces notó, sorprendido, que sonaba a hueco.

—Es una puerta secreta —exclamó Dick, apoyándose en ella y haciéndola girar—. Por aquí venía nuestro hombre. Ahora, volvamos.

Subieron una docena de escalones y luego él se detuvo.

—Estamos en la misma dirección que la escalera principal. Escuche.

Golpeó en la pared.

—Casi se la puede atravesar con un dedo —dijo—. Eso explica los pasos misteriosos; un recurso teatral. Si me da dos trozos de papel de vidrio, le enseñaré cómo se hace.

Volvieron al cuarto de antes.

—Aquí hay una segunda puerta —advirtió Dick, indicando lo que en apariencia era una pared maciza—. Conduce al piso de arriba, donde fue él para ahorcar al policía.

—¿Y ahora, en qué sitio está?

—Es una pregunta oportuna, pero que no puedo contestar. Me parece que se habrá ido muy lejos. Si los policías hubiesen llegado a tiempo, habría un fantasma menos en el mundo. —Examinó la lámpara—. Voy otra vez al tejado, aunque es increíble que el pájaro esté allí. Y a propósito, ¿se han ido ya los detectives de Willitt?

—Creo que sí; pero Willitt sigue a las órdenes de los abogados de Marshalt, vigilando la casa.

La inspección del tejado fue tan inútil como el detective que aún seguía allí. Shannon vio la punta de su cigarro antes de verle a él.

—Su presencia aquí es innecesaria —dijo Dick.

—En cierto modo, sí —contestó el otro—. Pero estoy cumpliendo órdenes de mi jefe como usted las del suyo.

—¿No ha visto usted a nadie?

—En absoluto. Me hubiese alegrado de poder hablar con alguien, aunque fuera con un fantasma. Éste es el trabajo más cansado y peor del mundo.

—¿Oyó usted algo abajo?

—Oí que salía uno, y creí que era usted. Enfrente estaba aguardando un automóvil. Traté de ver quién era, pero no pude. Parecía que arrastraba algo pesado, porque gruñía, como si se cansara. Luego lo dejó en el coche. Yo pensé que debía ser cosa de usted.

Pero a Dick Shannon le parecía imposible que un hombre hubiera sacado el cuerpo sin nadie que le ayudara; aquello era extraño. Cuando volvió a donde estaba Steel, encontró que el sargento había hecho un descubrimiento que aclaraba en cierto modo el misterio.

—Encontré esto en el patio —dijo—. Se le debió caer a nuestro hombre en la huida.

Era una caja de cuero, y abriéndola Dick vio una serie de redomas de cobre, una jeringa de inyecciones y dos agujas. Indudablemente, la jeringa la habían metido con mucha prisa, pues aún estaba medio llena de un líquido incoloro, y el paño que la envolvía se había mojado.

—Parece que la han usado hace poco —dijo Steel.

—Es verdad concedió Shannon examinando aquellos instrumentos. —Mande que analicen el contenido de la jeringa. Me parece que ya voy viendo claro.

XXXVIII. La agencia de Stormer

La agencia policíaca de Stormer ocupaba el primer piso de un edificio del centro. Representaba todo menos una agencia de detectives, quizá porque la puerta de entrada decía simplemente; «Agencia de Stormer», dejando a los curiosos el cuidado de adivinar de qué asuntos se ocupaba Stormer.

Aquella mañana, John Stormer entró como de costumbre por su puerta privada, y la primera noticia que Willitt tuvo de que su jefe había llegado se la dio el timbre. Entonces salió al pasillo, abrió la puerta del gabinete y entró. Mr. Stormer, con el sombrero echado para atrás y un cigarro apagado en los labios, estaba recostado en la silla con un número del Times en la mano.

—Para noticias, los periódicos ingleses —dijo suspirando—. ¿No sabes, Willitt, que hay una depresión al suroeste de Irlanda y otra al noroeste que harán que llueva en Inglaterra? ¿Qué habrá poca niebla y que el mar estará algo picado? Los diarios de hoy día hablan del tiempo más de lo que hablarían de las elecciones.

Dejó caer el periódico, se sujetó los lentes a la nariz y miró a su subordinado.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó.

—Otros cinco casos, señor —dijo Willitt—. Cuatro referentes a matrimonio y otro de una señora y un prestamista.

Stormer quitó la ceniza al cigarro.

—No me digas nada; déjame adivinar. Ella dio el dinero para salvar a un amigo apurado, y su esposo no conoce a ese amigo.

Willitt sonrió.

—Cerca le anda usted.

—Me lo suponía. Las mujeres nunca toman dinero a préstamo para ellas; siempre es para otro. Cualquier cuenta que firme una mujer es siempre interesarte. ¿Y qué hay de la plaza Portman?

Willitt relató detalladamente los últimos sucesos.

—¿Eso fue anoche? ¿Y por qué se tomó la policía ese trabajo?

—No lo sé. Wilkes dijo que Shannon subió al tejado y que la casa estaba rodeada por la policía.

—¡Hum! —gruñó Stormer, olvidándose con esto del misterio de la plaza Portman y dedicándose a los restantes asuntos.

Iba muy pocas veces a su oficina de Londres, pero cuando lo hacía trabajaba como una fiera, y hasta que no dieron las nueve no firmo la última carta.

—En cuanto al asunto de Malpas —dijo—, que se siga como antes mientras el abogado de Marshalt no ordene otra cosa. Vigilar la casa, que haya un hombre encima del tejado y que uno de nuestros mejores agentes siga siempre de cerca a… Slick Smith. ¿Comprendido?

—Sí, señor.

—Puede que Slick no tenga nada que ver con esto; pero he de seguir todas las pistas. Cablegrafía si algo sucede.

Willitt anotó la orden.

—De paso —preguntó Stormer— quisiera recordar cuál fue lo primero que nos encargó Marshalt.

—Deseaba que siguiéramos a una joven.

Stormer golpeó la mesa con la mano.

—¡Eso es! ¿Llegó a enterarse de por qué le interesaba la señorita Bedford?

Willitt negó con la cabeza.

—No, señor. Pero ¿no recuerda usted que le dije que él quería que yo hiciera que fuese a comer con él? Pues eso era lo que debía andar buscando.

—¿De veras? —dijo Stormer, acentuando la frase—. Es muy raro que se tratara de esa joven precisamente. ¿Se llama Bedford, no?

Willitt sonrió.

—Ya me ha preguntado usted eso antes. Se llama así. La conocían muy bien en el pueblo de Fontwell, donde puede decirse que ha pasado toda su vida.

—¿Y el nombre de soltera de Elton también era Bedford?

—Sí, señor. Se casó con ese nombre.

—¡Hum!

Mr. Stormer tenía la costumbre de pasarse la palma de la mano por la boca cuando reflexionaba.

—Yo, sin embargo…, creía… ¿Ella está aquí, no? Me dijo usted que se hospedaba en el Regency…

Golpeó la mesa con el lápiz.

—Debe estar mezclada en este asunto, porque era la secretaria de Malpas. No trabaja en nada, ¿verdad?

—Yo creo que a Shannon le gusta —dijo Willitt.

—A todos los hombres les gustan las mujeres bonitas. Eso no tiene importancia.

Luego, pensativamente, cogió el teléfono.

—Quisiera hablar con Shannon. ¿Dónde estará?

Willitt sacó un pequeño libro de bolsillo, hojeándolo.

—Tiene dos direcciones: su domicilio y su oficina. Ahora debe estar en su casa.

Stormer llamó allí sin obtener ningún resultado. Luego comunicó con Scotland Yard.

—El capitán Shannon se ha ido a su casa hace diez minutos.

—Volveremos a llamar —dijo el detective, y esta vez logró su intento, porque Dick acababa de llegar.

—Aquí, Stormer. ¿Es el capitán Shannon?

—¿Stormer? Ah, sí, la agencia policíaca.

—Eso. Diga, capitán Shannon, ya sabe que yo a veces le he podido ayudar. ¿Recuerda usted cómo le advertí cuando Slick Smith volvió del Este?

—Se ha portado muy bien desde que está aquí —repuso Dick, que había olvidado aquello.

—Es lo que hace siempre al principio: pero no voy a hablarle de él. Ya sabe que mis agentes tienen el encargo de Mr. Marshalt de vigilar su casa. Parece tonto seguir, puesto que ha muerto: pero las instrucciones persisten, y le agradecería que tuviese para con mis hombres algo de consideración. Me ha dicho uno de ellos que usted le estuvo interrogando esta mañana en el tejado de la casa de la plaza Portman, y, francamente, no veo la necesidad. Lo que quiero decir es que deseo ayudar a la policía, y por eso me gustaría que no molestasen a mis agentes.

—Le doy las gracias y me hago cargo de la queja.

Stormer sonrió para sí.

—Juraría que no. ¿Ha visto al hombre que los abogados de Marshalt han nombrado para que investigue este asunto?

—Sí.

—Pues tenga cuidado con él —dijo Stormer, y colgó antes de que Dick pudiese hacer otra pregunta.

Aún seguía Stormer riéndose al pensar en la broma cuando entró en el restaurant donde iba a comer aquella noche. Le gustaban los misterios, más que todo en esta vida.

Fue al hotel en que se alojaba Andrey Bedford, y después de comer se acercó al empleado encargado de recibir a los huéspedes.

—Me es imposible volver a casa esta noche —dijo—. ¿No podría usted proporcionarme una habitación?

—Ciertamente, caballero —repuso el otro. Luego buscó el registro—. El cuatrocientos sesenta y uno.

—Está demasiado alto. Me gustaría una habitación del segundo piso.

Otra vez volvió el empleado a consultar el registro.

—Hay dos cuartos vacíos. El doscientos cincuenta y cinco y el doscientos setenta.

—Iré al doscientos sesenta. El setenta es el número de mi suerte.

El cuarto de Andrey era el doscientos sesenta y nueve.

XXXIX. El rostro en la noche

La joven se había pasado aquel día buscando trabajo, y obtuvo mejor resultado que cuando era la princesa mendiga y acababa de salir de la cárcel con un vestido destrozado. No había hablado de sus planes a Dick Shannon, pues deseaba no molestarle. Además, como el sentimiento de independencia es innato en todas las mujeres, y cuanto más interés se tomen por un hombre tanto más les repugna el que éste les ayude, Andrey Bedford prefería arreglárselas sola.

Su ocupación actual era algo irónica. Antiguamente, cuando estaba en la granja Meak, mandó un artículo a un semanario que llevaba el pomposo título de «El Aficionado al Campo y a la Avicultura». Andrey y el editor se escribieron durante bastante tiempo acerca del tratamiento de las gallinas enfermas, y entonces se le ocurrió que El Aficionado al Campo y a la Avicultura tenía que tener colaboradores. Escribió al editor, éste la citó en su oficina y la ofreció un puesto en la redacción.

—Necesitamos que alguien se ocupe de la correspondencia. Yo creo que usted lo podrá hacer. Llene dos columnas para el periódico; el resto lo contestará particularmente. Si le preguntan algo que no sabe, remítase a nuestro número, de marzo de 1903. Eso le dará tiempo. La paga no era muy grande, por supuesto insuficiente para hacerla seguir en la misma situación que antes. Pero el tiempo que la sobraba lo dedicó a buscar alojamiento, encontrando al fin uno muy conveniente cerca de su oficina, y fue a decírselo al gerente del hotel.

—Siento que se vaya usted, miss Bedford —exclamó él con sentimiento puramente mercantil—. Puede usted disponer de su cuarto hasta las doce de la mañana. Espero volverla a ver de nuevo por aquí.

Ella, sin embargo, no lo esperaba. El hotel la recordaba cosas desagradables, y suspiraba por vivir tranquila, aunque fuese en un sitio más pequeño.

Dick había ido antes a verla, temiendo que estuviera enferma por los acontecimientos de la noche pasada. Se sorprendió agradablemente al saber que había salido, y como más tarde uno de sus hombres le dijese que la joven había encontrado alojamiento, volvió para felicitarla.

—Me ha ahorrado usted el llamarle por teléfono.

—¿Por qué? —preguntó él rápidamente—. ¿Ha sucedido algo? ¿Le ha vuelto a escribir…?

—No. Creo que no lo hará. Si lo hiciera, ya le consultaría a usted. Pero estoy muy contenta.

—¿Se ha hecho usted periodista de un periódico avicultor?

Shannon se rió de la sorpresa de ella al ver que estaba enterado.

—Ah, ya sé, es la sombra de usted que me sigue, ¿no? Está muy bien, pero a veces es molesto el que vaya siempre un hombre detrás de una. Ya me había olvidado de él.

—¿Para qué quería usted verme?

Andrey abrió la maleta y sacó una piedrecita que entregó a Dick.

—Es esto —dijo—. Creo que ya le hablé a usted de ella ayer.

Él la miró asombrado, y se puso a examinar el sello rojo.

—¿Dónde la encontró?

—¿Tiene eso importancia? Me parece que ya se lo dije ayer. La encontré en el hall de la casa número 551 la primera vez que fui a ver a míster Malpas. Se me cayó la llave cuando iba a abrir la puerta, y, al buscarla, la vi.

Dick recordó su entrevista con Brown o Torrington, que tenía una piedra parecida.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—Un diamante en bruto. Valdrá cerca de ochocientas libras.

Andrey se estremeció.

—¿Está usted seguro?

Él inspeccionó el diamante desde la ventana, volviendo a afirmarlo:

—Es un diamante de los más clásicos, y el sello es el de la Compañía de minas. ¿Me lo puedo guardar?

—Iba a pedírselo —replicó ella, despertando de SU abstracción.

—¿Sabe alguien que lo tiene usted?

Andrey negó con la cabeza.

—Nadie, a menos de que Mr. Malpas lo supiera, y eso no es probable.

—¿Y tampoco la ha visto nadie?

Ella meditó largo rato.

—Creo que no…, es decir, sí, ahora que recuerdo. Fui el otro día al recibimiento para buscar la llave de mi cuarto, y, como no estaba allí, saqué todo lo que había en mi maleta hasta que la encontré —me refiero a la llave— en medio de la ropa.

—Entonces es cuando él la vio; él o un cómplice suyo. Esto explica en parte por qué la quiso coger a usted anoche.

Andrey suspiró.

—Cada día que pasa, siento más el haberme marchado de la granja. No sabe usted lo que he sentido esta mañana cuando el editor me preguntó si sabía desplumar los pollos.

Aquella noche subió a su cuarto algo más alegre que los días pasados. Estaba satisfecha porque dejaba ya la atmósfera en que había vivido desde su llegada a Londres.

Cerró la puerta de la habitación, y se durmió inmediatamente, después de acostarse. Mas de repente algo frío la despertó.

—Andrey Bedford, te necesito —dijo una voz hueca.

Ella se levantó temblando. Toda la estancia estaba a oscuras, excepto a poca distancia. Se veía una cara suspendida en medio del aire, una cara iluminada raramente.

Y aquella cara, con los ojos cerrados y una mueca de dolor, era la de Lacy Marshalt.

XL. El huésped que desapareció

—La joven está desmayada. He enviado por un doctor y una enfermera.

—¿Sabe usted lo que la ha pasado? —preguntó Dick—. Estaba en pijama al lado de la cama y con el teléfono en una mano.

—No, señor. El camarero, que estaba en el piso de abajo, oyó un grito. Subió y vio que la puerta de miss Bedford estaba abierta; ella se había desmayado; y entonces él me mandó llamar. Yo estaba en el hall de abajo.

—¿No hay señales de Malpas?

—Ninguna. Sin duda, querían coger a la joven, porque al caballero del cuarto de al lado de miss Bedford se le ha encontrado al otro extremo del pasillo, sin conocimiento. Probablemente le han golpeado con un garrote; no tiene ninguna herida. Ha ido al hospital a curarse.

Al cabo de cinco minutos, Dick se presentó en el hotel, y la joven pudo ya hablarle. Estaba envuelta en una bata, delante de la chimenea, muy pálida, pero tan tranquila como de costumbre.

—Lo único que puedo decir es que he visto a Mr. Marshalt.

—¿También usted? —dijo Dick, quedándose pensativa.

—¿Le vio usted antes? —preguntó ella asombrada.

Él afirmó:

—Sí, se nos apareció la última noche. ¿No recuerda usted más?

—Creo que me desmayé —repuso ella—. Es lo natural en una mujer. El camarero me ha dicho que al del cuarto de al lado le han herido. ¿Pero qué significa todo esto Dick?

—Significa que Marshalt vive y que está en manos de ese viejo. Anoche encontramos en la casa un líquido, lo analizamos, y resulta que es una droga que vuelve inconsciente a un hombre, hecha con morfina y otro cuerpo que no ha podido ser identificado. Anoche me mandó Malpas una carta. Sacó una hoja de papel escrita a máquina. Es una copia: el original ha ido a Scotland Yard para que descubran las huellas dactilares.

Ella cogió la carta, y no tuvo necesidad de preguntar de quién era.

Si hubiera usted sido listo habría descubierto una cosa la noche pasada. Lacy Marshalt no ha muerto. Ya debía yo haber supuesto que él tomaría sus precauciones, y como llevaba una armadura bajo la camisa, la bala rebotó como habría usted sabido si se hubiera preocupado de ello en vez de querer sacar a la joven de la casa. Me alegro de que siga viviendo; la muerte sería demasiado dulce para él, y ya morirá a su tiempo. Si quiere usted que viva, retire a todos sus espías de mi casa.

—Por todo lo que he podido ver, esto es verdad —dijo Dick—. Marshalt está bajo la influencia de la droga, y va adonde Malpas le lleva.

—Pero a mí no me pareció que fuese una cara de veras.

Aquello fue una revelación para Dick Shannon.

—¿Quiere usted decir que era una careta? Es posible. Pero entonces, ¿para qué escribir esto? No; creo que la carta dice la verdad. Probablemente se ha visto obligado a decirla por el descubrimiento de Steel. De todos modos es un caso raro. Ahora voy a ver a su desconocido defensor; es de suponer que el ruido le despertó, y que entonces Malpas le agredió.

El atacado huésped, como ya se ha dicho, había salido del hotel para ir a un hospital. El nombre del registro era: «Henry Johnson, de África del Sur». El empleado que le había recibido no estaba, así que Dick tuvo que conformarse con el nombre; y dejando instrucciones para cuando volviera el desconocido huésped, se fue a su casa. Después marchó a la plaza Portman para saber allí que no había ocurrido nada raro. El inspector y tres hombres estaban dentro de la casa, y vio al agente de Willitt en la calle de al lado.

Entonces se acordó de lo que Stormer le había dicho acerca del hombre nombrado por los agentes de Marshalt, y a la mañana siguiente, Dick fue a casa de éste.

No pudo saber el efecto que la desaparición de Marshalt había producido en su casa; pero estaba enterado de que había dejado instrucciones muy exactas referentes a lo que se debía hacer cuando él se muriera. A las pocas horas de saberse la noticia, un representante de los abogados de Lacy visitó la casa, revisando todos los papeles del muerto. Al día siguiente se nombró a un detective que investigara aquel asunto; pero no tuvo ocasión de actuar, porque la policía había intervenido, y, por tanto, no pudo hacer nada.

Una criada, a quien recordaba haber visto antes, le abrió la puerta y le condujo al gabinete donde vio por última vez al pobre Tonger.

—¿Han cambiado mucho las cosas, no? —preguntó a la doncella.

—Sí, señor. Todo está de arriba abajo; el cocinero se ha despedido, y no quedamos más que Milly y yo. ¡Qué lástima de Mr. Tonger y de Mr. Marshalt!

Dick comprendió que para tos de la casa, la muerte de Tonger era mucho más sensible que la del dueño.

—Ahora hay aquí un detective, ¿verdad?

—No es precisamente un detective, señor; se trata de un amigo de Mr. Marshalt.

—¿De veras? —preguntó Dick, a quien aquello cogía de nuevas—. Yo creía que Mr. Marshalt… Se detuvo, no queriendo hablar mal del amo de la doncella. No lo sabía. ¿Quién es?

—Un tal Mr. Stanford.

Dick se quedó asombrado.

—¿Pero Bill Stanford?

—Él mismo. Voy a decir que está usted aquí; debe estar ahora en el gabinete del señor.

—Iré yo mismo —contestó Dick sonriendo—. Mr. Stanford y yo somos antiguos conocidos.

Bill estaba sentado enfrente de la chimenea, con un enorme cigarro en la boca y leyendo un periódico de deportes. Al verle entrar se levantó.

—¡Buenos días!, capitán. Esperaba verle antes.

—¿De modo que es usted el detective?

Bill sonrió.

—Soy el encargado —dijo—. Me quedé asombrado cuando los abogados del muerto me vinieron a buscar, porque él no era muy amigo mío. Quiero decir que no éramos de la misma clase.

—¿Usted le conoció en África del Sur? —preguntó Dick.

—Eso es todo lo que sé de él. Pero él se acordó de mí, porque ahí está mi nombre y mi dirección: William Stanford, de Barkenhall Mansions 14, y además lo que se me había de pagar.

—¿Un testamento?

—No era un testamento. Parece que Marshalt esperaba que le hicieran desaparecer uno de estos días; pero no dice nada de su muerte. Lo único que ha escrito es: «Si por cualquier causa desapareciese el dicho William Stanford, etc., etc.».

¡Bill Stanford! ¡El amigo y casi el aliado de los Elton! Dick cogió una silla y se sentó.

—¿Qué piensa Martin de esto?

Stanford se encogió de hombros.

—Me importa poco lo que piense Martin —dijo—. Se ha portado mal conmigo porque…, porque creía que yo sabía más de lo que sé en realidad. Se figuró que Lacy era muy amigo mío y que yo conocía todos sus secretos. Antes sí era así; pero desde que Marshalt se metió a negociante no hablaba con nadie.

Dick no insistió acerca de aquel asunto.

—Esta casa es muy oscura —prosiguió el otro—. Voy a salir durante dos horas, porque el ambiente de aquí me ataca los nervios.

—Parecía decir la verdad, porque dijo esto en tono bajísimo y mirando a todas partes.

—Yo no sé lo que están haciendo sus hombres en el cuarto de al lado, pero se oyen ruidos extraños. Y la última noche. ¡Dios mío!, creí que la casa se venía abajo. Algo sucedió, porque cuando abrí la ventana de mi cuarto —es decir, del antigua cuarto de Lacy— vi la calle llena de policías.

—Sí; sucedió algo —repuso Dick—. ¿No se ha encontrado usted, por casualidad, con ningún fantasma?

Stanford se estremeció.

—No hable usted de fantasmas, capitán. La última noche me pareció ver…

—A Marshalt, ¿verdad?

—No; al otro, a Malpas. ¿Pero cómo lo sabe usted? —preguntó sorprendido.

—Malpas es uno de los fantasmas más visibles de Londres. ¿Dónde le vio?

—En el sótano, al lado de la puerta. Sólo duró la visión un segundo.

—¿Y qué hizo usted?

Stanford sonrió.

—Subí lo más de prisa que pude y me encerré en mi cuarto. No me gusta tratar con fantasmas.

Shannon se levantó.

—Voy a ver el sótano, si a usted le parece.

—Con mucho gusto —dijo Stanford, abriendo un cajón y sacando un gran manojo de llaves—. Es una habitación inútil en la que el viejo Tonger guardaba los fusiles y las balas de su amo, y otras cosas parecidas.

El sótano, según Dick pudo comprobar, se hallaba al fin de un pasillo que arrancaba del hall, y estaba lleno de escopetas, sillas de montar, cajas estropeadas, escobas, etc.

Sólo tenía una pequeña ventana, enrejada, y una chimenea, tapada por completo. En un extremo de la habitación había un banco, sobre el que estaban colocados un mechero y varias herramientas. Lo único digno de notar en la habitación era su suciedad y…

—¿Qué hay en estas cajas?

—No lo sé; nunca las he abierto —dijo Stanford.

Shannon levantó la tapa de una de ellas y vio una serie de cartuchos pequeños y de color verde.

—Municiones de revólver. En uno de los paquetes han andado hace poco.

Acababa de observar que uno de los de abajo no tenía polvo.

—¿Por qué supone usted que el que se le apareció era Malpas?

—No lo sé; pero concordaba con la descripción que de él me han dado. Yo no le he visto nunca en mi vida.

Evidentemente esperaba que Dick se marchara en seguida, porque apenas pudo disimular su enfado cuando el comisario volvió a subir al gabinete, deteniéndose allí para examinar la puerta que daba a las habitaciones particulares de Marshalt.

—¿Funciona aún el mecanismo?

—Creo que sí —repuso el otro—. Pero es inútil que me siga usted preguntando, porque en esta casa no soy más que inquilino.

—Es verdad —concedió Dick, y se dispuso a marcharse.

Stanford no pudo reprimir un suspiro de alivio.

—Me parece que desea usted que me vaya —dijo el detective.

Bill murmuró que lo mismo le daba.

—¿Y qué hay de los Elton?

—No sé nada de los Elton —repuso Stanford—. Nunca he tenido mucha amistad con ellos.

Por fin se fue el molesto visitante. Stanford bajó con él y cerró luego la puerta con gesto de satisfacción. Volvió al gabinete y se encerró, abriendo luego la puerta que daba al comedor y por la que salió un hombre.

—Ha acertado usted, Martin.

Martin fue hacia la ventana, y levantando la pesada cortina que la cubría siguió con los ojos; Dick Shannon hasta que se perdió de vista.

—Tarde o temprano tendré que luchar con él —dije con voz fría—. Sí, he acertado. Sabía que era él desde que oí hablar en el hall. ¿Cuánto tiempo va a estar usted aquí? Tenemos ahora un trabajo.

Stanford hizo un gesto de excusa.

—No puedo ayudarle, Martin; lo siento. Tengo que portarme bien con el pobre Lacy. No me importa el dinero, pero estaré aquí mientras haga falta. Es mi deber.

Martin se rió.

—¿Cuánto dinero ha dejado Lacy? —preguntó.

—No lo sé —repuso el otro gravemente—. Pero no lo hago por el interés. Yo era amigo de Marshalt…

—Nunca me lo dijo usted.

—Le dije que le conocía —contestó Stanford—. Dora sabe que éramos antiguos amigos.

—¿Conoce usted a Malpas?

El otro abrió los ojos asombrado.

—Sí, le conozco. Bajó la voz hasta hacerla casi imperceptible. Y sé dónde está.

Martin se volvió, atónito.

—¿Dónde? —preguntó—. Y Stanford se rió de su sorpresa.

—Piense, Elton —dijo—. Piense en toda la gente la gente que odiaba a Lacy, y adivínelo.

XLI. El trabajo de Andrey

Mr. Stormer llegó a su oficina demasiado temprano. Se presentó en la casa mucho antes de que estuvieran ningún dependiente ni el gerente; y Willitt se asombró de oír el sonido del timbre tan pronto como llegó a su despacho.

Encontró al jefe tumbado en un sofá, y rendido.

—¿Está usted malo? —preguntó, alarmado.

—Estoy muriéndome —gruñó Stormer—. Deme una taza de café bien cargado y una tableta de fenacetina[12]. ¡Ay, mi cabeza!

Se llevó las manos a ella, quejándose.

—Se me ha hinchado una barbaridad —dijo—. Tengo un chichón del tamaño de un huevo, pero no precisamente de gallina. Y, a propósito de gallinas, que sigan a la señorita Bedford. ¡Qué de gallina, de dinosaurio!

—¿Se metió usted en jaleos anoche?

—¿Que si me metí en jaleos anoche? —repitió el jefe débilmente—. ¿Estaría aquí tumbado, si no? ¿Acaso por haber pasado un rato alegre me habría salido un chichón? Sí, señor; me metí en jaleos. Tráigame vinagre y escuche: le voy a decir un secreto. Nadie tiene que saber lo que me ha pasado, y si alguien pregunta, diga que he ido a los Estados Unidos, que es donde yo debía estar.

Willitt, apresuradamente, trajo todo lo que su jefe necesitaba.

—Ahora telefonee a un barbero; vaya a una camisería y cómpreme algo para ponerme más decente.

—¿Está usted herido?

—No; no estoy herido. Me han dado un golpe en la cabeza, pero no estoy herido.

Se dio cuenta de su debilidad al levantarse para coger el café que Willitt había traído en una bandeja.

—Se muere usted por saber lo que me ha sucedido —gruñó mientras bebía el café—. Bueno, voy a decírselo. Me he peleado con un fantasma, o si no con un cómplice suyo.

—¿Quién era?

—No lo sé; no vi a nadie. Oí un ruido, salí para ver qué sucedía, y eran tres o cuatro hombres, quizás seis, que corrían por el pasillo. Entonces me golpearon en la cabeza y me desmayé; nada más. Vuelvo a repetir que no te olvides de la muchacha. Ahora trabaja en un periódico de avicultura, pero creo que no le gusta. ¿Tú la conoces, no? —Sí.

—Bueno; pues irás otra vez a verla y la ofrecerás un buen empleo. Y de sueldo, lo más posible, ¿comprendes?

—Sí, señor.

—Aquí viene el barbero. Después voy a dormir, y ¡ay del que me moleste! ¿Cuándo ha ido a trabajar miss Bedford?

—Esta mañana.

—Ve a verla en cuanto puedas. Probablemente saldrá para almorzar; aprovecha esa ocasión. Puedes decirla que el trabajo de aquí es facilísimo. Quiero que vigile a Torrington, por otro nombre Brown, que es un sujeto digno de que se le vigile. Procura que crea que es un empleo magnífico. Y no vuelvas sin haber triunfado, que malo y todo te la ganas.

Para Andrey era una cosa nueva ir a la oficina, ser una de las que toman el ferrocarril subterráneo, e ir en un ómnibus completamente lleno. Aunque era la primera vez, le resultaba algo incómodo; pero se sintió muy satisfecha al sentarse en un rincón de la Redacción.

Mr. Hepps la saludó fríamente y la entregó un paquete de cartas que durante meses se habían ido acumulando en su mesa. Era un hombre delgado, algo desastrado y gruñía continuamente, pues era de los que creían que si alababa a sus subordinados, éstos iban a pedir inmediatamente un aumento de sueldo. Verdaderamente, del Mr. Hepps que ella conoció el día anterior al que le estaba ahora dictando las instrucciones, había un mundo de diferencia.

Y también la obligaron a hacer un reclamo de los anunciantes en cada respuesta:

—No diga nada de la harina, Chippers. ¿Para qué? No nos han dado su anuncio. Dígales que usen la de Lowker.

—Eso es un veneno y mataría a las gallinas —repuso Andrey con firmeza—. Yo alimentaría a las gallinas con salvado.

—Me tiene sin cuidado lo que haría usted —rugió él—. Ponga Lowker.

La ruptura ocurrió aquella tarde cuando, después de haber ojeado varios números y haber visto que los productos Java habían aparecido en las páginas de anuncios, recomendó su empleo sinceramente. Mr. Hepps se enteró y empezó a gruñir.

—¡Borre usted eso de la Java! —gritó—. Prefiero dejar de publicar el periódico a anunciarla.

—Pero sí se han anunciado.

—Ahora ya no se anuncian. Diga cualquier otra cosa. Además, sus párrafos son demasiado largos y no me gusta su letra; ¿por qué no usa máquina de escribir? Tiene usted que avisparse más si quiere conservar el empleo. ¿Dónde va usted? —preguntó, sorprendido, viendo que se levantaba y cogía su abrigo, que estaba en una percha al lado de la pared.

—A mi casa, Mr. Hepps —dijo ella—. Nunca creía que las gallinas sirviesen para fines tan interesados.

Él la miró con asombro.

—Aquí se cierra a las seis.

—Pues yo me voy a las cuatro —repuso Andrey tranquilamente—. No he tomado más que un vaso de leche y un bollo, y esta atmósfera está muy cargada.

—Si hubiese sabido lo que iba a pasar…

—No me habría concedido el empleo. Discúlpeme. La verdad es que este trabajo me cansa.

—¡Puede irse! —dijo Mr. Hepps, mirándola por encima de los lentes—. Siento no haberla conocido antes.

—Si me hubiese conocido sabría que he estado en la cárcel.

Al ver la cara de sorpresa que puso, ella se echó a reír.

—¿En la cárcel? ¿Por qué?

—Por robar gallinas —contestó ella rápidamente; y así terminó su empleo de un día.

Andrey salió a la calle, y sintiendo hambre cruzó para entrar en un café que había visto varias veces desde la ventana de la oficina durante aquel día. Un hombre que esperaba fuera la siguió, mientras ella compraba un periódico, sentándose en la misma mesa. Andrey, que le miraba con el rabillo del ojo, creyó haberle visto antes, pero no supo dónde, pues en seguida le llamó la atención un artículo del periódico titulado «El extraño del Hotel Regency», por el que se enteró de que la policía no pudo descubrir al huésped que había sido herido en aquella «agresión nocturna». No mencionaban el nombre de ella, y solamente hablaban de una joven acaudalada.

—Permítame, miss Bedford.

Andrey miró al que así la interpelaba. Era el hombre que la había seguido hasta el café.

—Creo que nos hemos visto ya antes. Yo me llamo Willitt; fui a Fontwell a practicar algunas pesquisas.

—Ah, ya recuerdo —dijo ella sonriendo—. No hablamos mucho tiempo, ¿verdad? Yo salía entonces para Londres.

—En efecto. Soy representante de la agencia de detectives de Stormer. ¿Ha oído usted hablar de ella?

Andrey asintió. La de Stormer era una de las agencias particulares más acreditadas, aunque sus clientes se reducían casi a maridos y mujeres celosas.

—Mr. Stormer me envía para tratar con usted.

—¿Conmigo? —dijo ella asombrada.

—Sí, miss Bedford. Puesto que conoce a nuestra agencia sabrá que tiene bastante reputación.

—Por supuesto, todo el mundo la conoce. ¿Pero qué desea Mr. Stormer?

—Pues —Willitt tenía que proceder con prudencia, no sabiendo cómo aceptaría ella la proposición—, la verdad es que contamos con muy poca gente. Una señora que trabajaba con nosotros se casó, dejó el negocio y no hemos encontrado a nadie para sustituirla. ¿Quisiera usted entrar en nuestra oficina?

—¿Yo? —repuso ella—. ¿Hacerme yo detective?

—Nunca la daríamos asuntos difíciles, sino de gente de la alta sociedad.

—¿Pero conoce Mr. Stormer mi pasado?

—¿Se refiere usted al robo de la joyería? Sí, señorita, lo sabe.

Ella se quedó con la boca abierta.

—¿Y se vale de un ladrón para coger otro ladrón?

A pesar de su seriedad, Willitt se rió.

—No queremos que se dedique usted a coger ladrones. La necesitamos para un trabajo especial, para vigilar a un hombre que se llama Torrington.

Andrey palideció.

—¿Para vigilar a Torrington? ¿Y quién es Torrington? —preguntó.

—Un hombre muy rico, surafricano. ¿Le interesan a usted algo los asuntos del África del Sur?

—Sí, me interesan —repuso— si una cosa que me han dicho es verdad.

Nunca creyó firmemente en la historia que Dora le contó, cuando la dijo que su padre estaba condenado a cadena perpetua en Breakwater: pero sus dudas subsistían.

—Yo no sé vigilar a nadie. ¿Es vigilarlas ir detrás, por donde ellas vayan? Entonces, temo no servir. Además —agregó sonriendo—, ya ha habido un detective en la familia.

Entonces se puso muy encarnada.

—Es una broma, Mr. Willitt —añadió precipitadamente—. Estoy demasiado alegre por haber salido de casa de un asesino de gallinas.

Luego le dijo lo que había hecho durante el día, mientras Willitt la escuchaba atentamente. Y al acabar, él intentó convencerla.

—No necesita usted seguir a Torrington —la aseguro—. Su labor es mucho más fácil. Hará por conocerle.

—¿Es un ladrón?

—No —contestó Willitt—, no es un ladrón.

—¿Entonces es un criminal?

—Me he expresado mal —repuso Willitt apresuradamente—. Él es honrado, pero nosotros queremos coger a los que le siguen. Además, también la necesitamos en el asunto de Malpas.

—¡Hombre, sería gracioso!

Él no preguntó dónde estaba la gracia; pero comprendía que Andrey estaba satisfecha de poder revelarse ante la policía oficial.

—¿Quiere usted pensarlo bien? —suplicó Willitt—. La necesitamos, además, en la oficina.

—¿Puedo ver a Mr. Stormer?

—Se ha ido a América —contestó el otro prontamente—. Sus últimas instrucciones fueron las de convencer a usted a toda costa.

Andrey se rió.

—Veremos —dijo, mientras Willitt suspiraba con alivio, pues a lo que tenía más miedo en esta vida era a tener que disculparse con Mr. Stormer.

Al volver, le encontró de mejor humor, y entonces le contó su triunfo.

—¿De modo que al principio se echó para atrás? Ya lo sabía yo; pero también sabía que acabaría por acceder.

Willitt, a quien maravillaba la presencia de su jefe, se aventuró a hacer una pregunta.

—Usted sabía que accedería, ¿pero cómo sabía que no habría de estar satisfecha con su trabajo anterior? Hepps la ha tratado muy mal, poniéndola faltas a todo lo que hacía, hasta que ella no ha podido aguantar más. ¡Es un bestia!

—¿Sí? Entonces ha cambiado mucho desde que yo le conocí. Libré a su hijo de un compromiso —el caso típico de una mujer, con cartas y todo— entonces estuvo muy amable. Las gallinas le deben haber vuelto, loco.

Cuando Willitt se hubo marchado, Stormer cogió el teléfono.

—¿Es usted, Hepps? Aquí, Stormer. Muchas gracias por su ayuda.

—He sentido mucho tener que hacer eso —dijo Hepps—. La muchacha era guapa y parecía inteligente. He perdido un buen ayudante, y, además, me debo haber hecho antipático. No voy a atreverme a volver a mirar a una joven a la cata.

—A lo mejor, ellas lo prefieren —repuso Stormer.

Hepps no debió oírlo, porque continuó:

—Dice que ha estado en la cárcel por robar gallinas. ¿Es verdad?

—Sí, sí —contestó el otro—. Si falta algo de su oficina, dígamelo.

Y dejó el auricular, sonriendo.

XLII. El hombre de los vestidos rotos

Las habitaciones en el hotel Ritz Carlton de Mr. Torrington —según el registro Brown— eran unas de las más costosas, y eso que el hotel no se distinguía por su baratura. Mr. Torrington recibía a muy pocos visitantes, y, prescindiendo del gerente y del camarero que le llevaba la comida a sus habitaciones particulares, pocos le conocían. Ya se sabía que le desagradaban las visitas, y por eso cuando un hombre, mal vestido, fue al comptoir[13] diciendo que pasaran su nombre a Mr. Brown, el encargado le miró de pies a cabeza.

—Debía usted escribir —dijo—. Mr. Brown no recibe a nadie si no le ha citado antes.

—Me recibirá a mí —repuso el otro—. Pregúnteselo. Además, me ha citado.

El encargado, evidentemente, no se lo creyó.

—Voy a ver. ¿Cómo se llama usted?

El recién llegado dijo su nombre, y el encargado se metió entonces en un pequeño cuartito para que el visitante no oyera la poco halagadora descripción que iba a hacer de él a Mr. Brown. Al poco tiempo volvió.

—Mr. Brown no le ha citado. ¿De dónde viene usted?

El otro estuvo callado durante un momento.

—De —nombró una famosa compañía de diamantes de Kimberley.

El encargado fue donde antes, y al salir llamó a un botones.

—Lleva a este caballero al cuarto de Mr. Brown —dijo— y aguarda en el pasillo hasta que vuelva.

Mr. Brown estaba escribiendo una carta cuando entró el otro, y se le quedó mirando a través de los lentes.

—¿Es usted de De Beers?

—No de De Beers precisamente, Mr. Brown —contestó el otro, sonriendo—, pero es verdad que nos hemos conocido en África del Sur.

Brown le indicó una silla.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó.

—Antes de que le prendieran a usted.

—Sería usted joven, entonces —advirtió Brown, medio sonriendo.

—Soy más viejo de lo que parezco. El caso es, Mr. Brown, que estoy arruinado, y pensé que usted quizás pudiera ayudar a un antiguo amigo.

—Con mucho gusto, si lo que usted dice es verdad; pero he de confesar que no lo creo. Soy buen fisonomista y nunca me he olvidado de mis amigos. ¿Dónde nos vimos?

El otro repuso, para ver si acertaba:

—En Kimberley —sabía que Kimberley era el centro de la industria minera de diamantes.

—Yo he estado en Kimberley —dijo Brown—; pero todo el que haya traficado en diamantes ha estado en Kimberley alguna vez. ¿Recordará usted cómo me llamaba entonces?

Entonces contestó el visitante:

—Lo recuerdo; pero no lo diré por nada del mundo. Si uno quiere que se le llame Mr. Brown, para mí es bastante —después añadió, como inspirado—: La verdad es que yo estaba cumpliendo mi sentencia al mismo tiempo que usted.

—¿Compañeros, no? —Al decir esto, Brown se metió las manos en el bolsillo—. No le recuerdo a usted, porque siempre he intentado olvidarme de los que estaban conmigo en Breakwater.

Había una carta encima de la mesa que el viejo Btown acababa de escribir. El otro vio que la firma aún no se había secado; pero estaba demasiado lejos para poder leerla. Sí con cualquier excusa pudiera ir al otro extremo de la mesa, convencería a Brown de que lo que decía era verdad, y además se enteraría de una cosa importantísima.

Torrington sacó la cartera y puso un billete de banco sobre la mesa.

—Le deseo que en otro lado tenga mejor suerte —dijo.

El visitante cogió el billete, lo arrugó, y antes de que Brown se diese cuenta lo arrojó a la chimenea, que estaba enfrente de él. Torrington se volvió asombrado, e inmediatamente el otro leyó la firma.

—Yo no quiero dinero —añadió después—. ¿Cree usted que sólo vengo aquí por el interés? ¡Guárdeselo usted, Torrington!

Daniel Torrington le miró asombrado.

—¿Sabe usted mi nombre, eh? Vamos, coja el dinero y no sea tonto. Sí no, ¿qué es lo que desea?

—Un apretón de manos —repuso el otro, recogiendo, sin embargo, el billete, que había tenido buen cuidado de no tirar más allá de donde le convenía.

Torrington, entonces, le acompañó hasta la puerta, cerrándola después. Luego, volvió a sentarse, tratando de recordarle. Nadie en la prisión le conocía por Torrington. Allí no era más que un número; un guardia le llamó un día Brown, haciendo alusión a su color[14], y desde entonces adoptó el nombre. ¿Cómo sabía este hombre?

Entonces vio la carta y lo comprendió todo. Pero ¿qué deseaba? ¿Cuál había sido el objeto de su visita? No había oído hablar nunca de la audacia y de las aventuras que emprenden los hombres del bajo Londres.

XLIII. Dora dice la verdad

Después de ir a casa de Marshalt, Martin volvió a su casa, tranquilo en apariencia. Dora no había bajado y él no tenía ganas de almorzar. Cinco cartas le aguardaban, pero apenas si les dedicó una ojeada hasta que, intentando disipar sus negros pensamientos, trató de escribir algo, y al fin llegó Dora. Estaba en negligé, pues pocas veces se vestía antes de comer; solamente cuando graves asuntos la requerían. Él, al verla, comprendió que no había dormido bien, pues tenía ojeras, cosa rara en ella.

Martin dijo simplemente. «Buenos días», e intentó ordenar las cartas. Por fin dejó la pluma.

—Dora…, ¿qué hacías tú antes de que nos encontrásemos?

Ella levantó la cabeza del periódico que estaba leyendo.

—¿Que qué hacía? Trabajar.

—Pero ¿en qué? Nunca te he preguntado eso hasta ahora.

Dora volvió a sumergirse en el periódico, esperando que Martin repitiera la pregunta; pero como no lo hizo, repuso:

—De la compañía de Marsh y Bignall, fui corista. Marsh se arruinó y nos quedamos en un pueblo sin tener dinero con que volver a Londres. Yo tenía un contrato por tres meses, y entonces me fui con Jeball. He sido de todo: hasta sé de electricidad más que muchos mecánicos…

De pronto, se detuvo.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Por curiosidad —contestó él—. Siempre creí que habías sido una mujer…

—Desocupada, ¿verdad? Cuando nos encontramos era yo una actriz de fama en provincias; pero las actrices de provincias no ganan dinero, y siguiendo por ese camino me hubiera sido imposible vivir en la Calle Curzon. ¿Pero qué importa todo esto?

—¿Dónde encontraste a Marshalt?

Dora había vuelto a coger el periódico, y como él viese que su mano temblaba, no repitió la pregunta. Mas al cabo de un rato, ella contestó:

—Aquí, en Londres. ¡Ojalá me hubiera muerto antes!

Aquél era un tema doloroso para ambos.

—Dora, ¿le amas?

Ella negó con la cabeza.

—¡Le odio! —dijo con tal furia que él se quedó atónito—. ¿Sabes lo que eso significa? Tú crees que yo no he sido una buena esposa. Te diré la verdad. Le amaba. Hasta pensé en divorciarme. Pero las mujeres fáciles son como el dinero: duran poco. Ya sabía yo, Bunny, que había muerto. Quiero decir que había notado el tremendo cambio que dio, lo mismo que Andrey.

Él se recostó en la silla, mirándola fijamente.

—¿No crees que ha muerto?

—Ni lo sé ni me importa —contestó ella impacientándose.

Decía la verdad. Martin estaba seguro.

—¿Te habló alguna vez de Malpas?

—¿Del viejo? Sí, muchas veces. Era lo único que le ponía nervioso; el hombre del «piso de al lado». Malpas le odiaba. Quería hacer cree a todo el mundo que no le conocía, pero le odiaba. Marshalt me dijo que habían sido compañeros y que él se escapó con su mujer; pero no me acuerdo de más. ¿Viste a Stanford?

Él asintió.

—¿Se ha enterado de algo? Bueno, ya sabía yo que eran conocidos.

—¿Conocidos? —Martin se echó a reír—. Di mejor amigos íntimos. Stanford nunca ha sido muy comunicativo, pero me debía haber dicho que Marshalt tenía que ver con él.

Entonces se levantó, fue adonde ella estaba sentada y le puso las manos sobre sus hombros.

—Gracias…, por lo que me has dicho. Te creo. ¿Pero qué piensas de Andrey?

Dora estaba callada.

—¿Aún la odias? ¿Por qué? Si Marshalt era la única razón…

—No lo sé —dijo ella encogiéndose de hombros—. Creo que mi antipatía por Andrey es innata: desde la primera vez que nos vimos.

—Lo siento —contestó Martin, volviendo a acariciarla; y luego se marchó.

Tenía que hacer en la ciudad. Perdía dinero porque una de sus casas de juego había sido descubierta y tuvo que gastar casi mil libras para que no se descubriera su complicidad. Lo que no le sorprendía era que su agente le hubiese traicionado; aquello era un hecho corriente y previsto.

Le debía a Dora el que no le hubiesen cogido cuando el asunto del italiano, que falsificaba billetes de banco tan perfectos que hasta engañaron al Banco de Francia. Stanford se los había pasado a otra persona, que era la que estaba procesada entonces.

Martin vivía de todas estas cosas, pero parecía que en aquella época todos los pillos habían sido metidos en la cárcel, pues apenas si se le presentaba algún asunto, hasta el extremo de que se vio obligado a fundar una tienda donde se vendían materiales averiados. No le gustaba el asunto por eso, aunque encontró al hombre que necesitaba, y ultimó los preparativos: lo hacía sin interés.

Comió solo en un restaurante de Soho, y al final apareció el inevitable parásito. En otra ocasión le hubiera echado, pero dadas las circunstancias quería ver si aquél podía informarle de algo.

El modo de acercarse el parásito a Martin Elton apenas si se diferenció del empleado con Slick Smith.

—Me alegro de verle, Mr. Elton. No sé de usted desde hace mucho tiempo. Gracias, beberé una copa. Las cosas van mal, Mr. Elton.

—Yo creí que los asuntos prosperaban —repuso Martin.

—Los de usted, puede. Yo me refería a los demás compañeros. Pero tampoco les irían las cosas; mal si supieran lo que yo sé.

—¿Qué sabe usted?

El otro bajó la voz:

—Algo que le interesa. Trabajo me costó averiguarlo.

Entonces sonrió.

—Se trata de un individuo que dice haber venido del África del Sur. Ha estado en la cárcel, pero es tan rico como… —mencionó a varios opulentos financieros—. ¡Y más rico aún!

—¿Ha estado en la cárcel? ¿Por qué?

—Por matar a uno, creo. Pero le libertaron hace más de un año. Los otros se enteraron, pero no sabían que estaba aquí, en Inglaterra. Eso le demostrará que los otros no saben nada.

Martin sabía que los otros eran los que no estaban confederados con los demás.

—¿Dice usted que del África del Sur? —pregunto, interesado de repente—. ¿Ha estado en la cárcel, en Breakwater? ¿Fue algo de la I. D. B.?

—Fue por comprar diamantes, pues las leyes de Sudáfrica consideran eso como delito. No sé cómo los otros no se enteraron. Es un cojo…

—¿Un cojo? —Martin medio se levantó—. ¿Cómo se llama?

—Atiende por Brown, pero su verdadero nombre es Torrington, Daniel Torrington. Por tanto, es probable…

Martin, interrumpiéndole, le dio algún dinero, pagó la cuenta y se fue.

Cuando llegó a su casa. Dora iba a salir, y ya estaba en la puerta de la escalera.

—Aguarda un momento, Dora —dijo él, llevándola al gabinete y cerrando la puerta.

—¿Te acuerdas de la última vez que estuvo aquí Andrey? Tú la dijiste que el apellido que llevaba no la pertenecía, porque su padre era un convicto de Breakwater, preso por robar diamantes. ¿Es verdad?

—Sí —contestó ella sorprendida—. ¿Qué pasa?

—Te lo pregunté la misma noche, y tú me contaste que le pegaron un tiro antes de detenerle y —que le dejaron cojo. ¿Cómo se llamaba el padre de Andrey?

Ella frunció las cejas.

—¿Para qué lo quieres saber?

—No es un capricho —repuso él, algo impaciente—. Dímelo.

—Se llamaba Daniel Torrington.

Martin pegó un grito.

—¡Torrington! ¡Dios mío! Debe ser el mismo. Está aquí, en Londres.

—¿El padre de Andrey? —dijo ella—. Pero si estaba condenado a cadena perpetua. Marshalt me lo contó. Por eso quería casarse con Andrey.

—¿Sabía que era hija de Torrington? Nunca me hablaste de eso.

—Tampoco te he hablado de otras muchas cosas —contestó Dora—; pero luego, arrepintiéndose, añadió: Perdona, Martin, es que estoy muy nerviosa. Sí, estaba condenado a cadena perpetua.

—Le pusieron en libertad hace más de un año advirtió Martin, —y ha venido a Londres.

Entonces vio que ella palideció, y preguntó:

—¿Lo sabía Marshalt?

Dora negó con la cabeza.

—No; si lo hubiese sabido no habría estado tan contento. Y murmuró, llevándose la mano a la boca: ¡Malpas!

Él la miró asombrado, como si se le hubiese ocurrido lo mismo.

—Marshalt lo adivinó sin duda —exclamó ella con voz ahogada—. El otro estaba siempre en el piso de al lado. Bunny, ¡Malpas es Torrington!

XLIV. La heredera

—¡Torrington! ¡Imposible! —dijo Martin—. ¿Con qué objeto iba a hacer eso? Para una novela está bien; pero las estadísticas de prisiones demuestran que los crímenes por venganza son el uno por cinco mil en Inglaterra. Nadie es capaz de pasarse veinte años pensando en apoderarse de un enemigo. Y, sobre todo, Torrington, que debe estar buscando a su hija.

Entonces ella le miró.

—¿Estás seguro de que ha venido sólo a eso? —preguntó, a lo cual él se encogió de hombros.

—No lo sé; únicamente estoy haciendo conjeturas. Lo más probable es que Torrington se gaste el dinero en buscar a tu madre y a su hija.

Ella negó.

—Estás equivocado —repuso con calma—. Torrington cree que Andrey ha muerto. Mamá se lo dijo lo mismo que Marshalt, que por entonces la conocía, y le escribió una carta en la que le enteraba de que Andrey había muerto de escarlatina. Marshalt lo hizo también. Nunca me dijo por qué, pero creo que fue para molestarle. Y, además, hay una lápida a la memoria de Andrey en Rosebank, en la península de Cape. Estoy segura, porque Marshalt me lo dijo cuando se enteró de que Andrey era mi hermana. Si Torrington no es Malpas es que Lacy tenía otro enemigo.

Martin Elton paseaba en tanto por la habitación con las manos en los bolsillos.

—¿Cuánto dinero crees tú que tiene Torrington?

—Cerca de dos millones de libras —respondió ella.

—¿Y qué daría por saber… la verdad?

Ella le miró furiosamente.

—¡Hacer rica a Andrey! ¡Hacerla millonaria, mientras que yo tengo que vivir en compañía de todos los ladrones! ¡Estás loco! ¡De ninguna manera, Martin!

Dora se levantó con tal rabia que él tuvo que retroceder.

—Ni por todo el oro del mundo lo haría yo. Si Torrington es su padre, que la busque. Trabajo le va a costar.

—¿Cómo se llama ella?

—Dorothy Andrey Torrington; pero él no sabe que se llama Andrey. Fue bautizada después de que prendieran a Torrington. Quiso que se llamara Dorothy; pero nadie la conoce por ese nombre.

Y al cabo de un rato, viendo que él la estaba mirando, añadió:

—¿Qué piensas hacer?

—Ya lo sabrás —repuso Martin con calma—. Escríbela.

Dora se revolvió furiosa.

—Escríbela o ve a verla; mejor es escribirla primero. Dila que venga a tomar el té contigo. Asegura que la muerte de Marshalt ha borrado todas vuestras diferencias y que quieres disculparte de todas las mentiras que la has dicho.

—¡Nunca haré eso ni…!

—Cuando venga, dirás que la historia que contaste no era suya, sino de ti.

—Pero…

—Aguarda, ¿por qué no la pusieron el nombre que dijo su padre?

—Porque era el mío, y no iba a haber dos Doras en la familia.

—¿Y dónde estará la partida de nacimiento de Andrey?

Ella bajó la cabeza.

—Creo que la tengo yo —dijo—, aunque no la he visto nunca. Mamá dejó muchos papeles que no me he tomado el trabajo de examinar. Están en la parte superior de mi armario, Bunny.

Al cabo de un rato, Martín volvió con una caja de cobre; estaba cerrada con llave, pero la abrió sin dificultad. Su contenido eran fotografías, viejos documentos que habían llegado a manos de la señora Bedford y que Dora sabía que no tenían ningún valor. En el fondo de la caja, y en un sobre azul, había dos papeles.

—Ésta es mi partida de nacimiento —dijo ella—, y ésa es la de Andrey.

Martin extendió el pliego sobre la mesa.

—Dorothy Andrey Torrington —murmuró, brillándole los ojos—. ¿Cómo te llamas tú, Dora?

—Nina Dorothy Bedford, el nombre de mi madre antes de casarse con Torrington.

—Borraremos el Andrey, y sólo quedará Dorothy. Debes escribirla, Dora, para decirla, con o sin acompañamiento de lágrimas, que ella es tu hermana mayor.

—Pero es… es imposible —contestó la otra.

—Se lo dirás. No es tan inverosímil. Y si se acuerda de su infancia demasiado. Hizo crujir los dientes. Siempre me he compadecido de los desgraciados, y si pudiera ayudar a Andrey lo haría, pero se trata de un millón y no estoy dispuesto a dejarlo escapar.

—Quieres decir…

—Que tú eres Dorothy Torrington.

—Pero ¿y si se acuerda? Yo tuve el pelo largo antes que ella.

—Entonces haremos que se le olvide —respondió él—. Nadie sabe que Andrey es hija de Torrington.

En aquel momento se oyó un golpe en la puerta, y la criada entró.

—¿Recibe usted a Mr. Smith? Mr. S. Smith, de Chicago —dijo.

XLV. Las noticias de Mr. S. Smith

Hubo una pausa; luego dijo Martín:

—Que entre. ¿Ya le conoces tú, verdad? —preguntó a Dora.

—Le vi una vez, ya sabes cuándo. Me parece que no me quedaré a esta entrevista.

—Harás bien —contestó su esposo—. Es un pillo de lo más redomado. No sé qué querrá.

Decir que Mr. Smith iba bien vestido es decir que iba como todos los días. Más bien parecía que vería de una boda aristocrática. Su elegante chaqueta y los lustrosos zapatos eran magníficos.

—Siento molestarle. ¿Iba usted a salir, señora?

Dijo esto porque Dora llevaba un traje de calle, adónde se dirigía cuando llegó Martin.

—No he venido antes porque he tenido que librarme de un policía.

Elton se puso serio.

No debía usted, en estas circunstancias, traer a un policía por delante de mi casa.

—He dicho que me libré de él —repuso míster Smith, sonriendo—. No hay nadie en el mundo que sea capaz de seguirme después de habérmelas yo visto con él. Ni el mismo Stormer se atrevería.

Entonces sacó un pañuelo de seda gris y se limpió los labios, volviendo a guardárselo.

—En efecto, iba a salir.

—Es una lástima. Tengo que decirles unas cuantas cosas, y creo que les interesará saber que un miembro de la antigua casa de los Bedford se ha unido a la corporación de los policías.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó Martin.

—La verdad. Andrey, su cuñada, pertenece a la policía.

Martin frunció las cejas. Lo que conocía de aquel hombre le permitía asegurar que sus informes solían ser seguros.

—¿Qué tonterías cuenta usted? ¿Andrey pertenecer a la policía?

A la policía exactamente, no; pero Stormer casi es de los oficiales.

—¿Quiere usted decir que se ha unido a los de Stormer? —preguntó Martin.

Mr. Smith asintió.

—Me enteré por casualidad. La vi ir a la oficina de Stormer con Willitt, su segundo. Yo conozco a Stormer; me siguen desde que nací. Creo que no ha habido ningún asunto en el que no haya intervenido, y, como es natural, yo también procuro enterarme de lo que ellos hacen. Por tanto, sé algo de sus métodos. Han introducido en Inglaterra un método nuevo: el de las insignias. Todos los agentes de Stormer tienen una que es una estrella de plata con el nombre del agente por el otro lado. Lo deben hacer aquí porque se hace en América. Por tanto, vigilé a la joven y la vi salir con Willitt e ir a la tienda de Lobell, los joyeros de Cheaspide, donde sé que fabrican estas insignias. Lo supe sin necesidad de entrar: estaban en un escaparate. Luego Willitt fue al teléfono más cercano, y ¿a que no sabe usted lo que hizo?

—Telefonear.

—Es usted muy listo, Elton. Sí señor; telefoneó al hotel Ritz Carlton pidiendo una habitación para ella.

Volvió a sacar el pañuelo, esta vez para quitarse el polvo de los zapatos.

—Mr. Brown o Torrington está en el hotel Carlton —dijo como por casualidad.

Y tan asombrados estaban con aquella noticia Martin y su mujer que no fingieron desconocer a Torrington.

—Creí que ya se lo había dicho. La joven puede ser peligrosa, especialmente para aquél a quien Wily Wilfred ha enviado con objeto de apoderarse de los millones de Torrington.

Martin sabía que se refería al hombre que antes encontró y comenzó a inquietarse.

—Es un buen sujeto —prosiguió Smith—; pero da todas las noticias a la sociedad, y, por tanto, no sirve de nada. Le dije esta tarde que le contase a usted lo de Torrington. Creí que le interesaría.

—Gracias —replicó Martin—. Me cuido muy poco de lo que dicen esos hombres.

—Hace usted bien —dijo Smith, fijándose entonces en Dora. Luego añadió—: Es muy linda su hermana menor.

Martin casi se desmayó. Parecía que el otro había estado detrás de la puerta escuchando su conversación. Pero Dora no se inmutaba tan fácilmente.

—¿Habla usted de Andrey? Todo el mundo cree que es más joven que yo. Yo tengo un año menos.

—¿Por qué se figura usted que nos interesa lo que haga Andrey?

Smith dejó de quitarse el polvo de los zapatos y repuso:

—Como son ustedes parientes…, y, además, por asuntos profesionales. Va a ser muy peligrosa para algunos, fíjese en lo que digo. La otra noche, el hombre fantasma intentó cogerla, y si no hubiese sido por la intervención de cierta persona, lo hubiera hecho.

—¿Habla usted de Malpas? ¿Era ella la muchacha del Regency?

Mr. Smith asintió.

—Aquello no fue nada. Lo importante sucedió en el jardín, donde de nuevo intentaron agredirla y de nuevo fracasaron.

Y con esto dio señales de marcharse.

—Me voy —dijo—; ya he hecho lo que consideraba como un deber. Su hermana menor es ciertamente peligrosa, señora Elton.

No acentuó la palabra menor, pero Martin sabía que la había empleado deliberadamente, y cuando se hubo marchado se volvió a su mujer.

—Smith sabe todo. Si triunfamos, nos costará veinte mil libras o más el que se calle. Todo depende de lo que suceda a Andrey.

XLVI. En un piso de Haymarket

A pesar del incesante tráfico, del continuo estrépito de los autobuses y de los gritos de los vendedores de periódicos, el piso de Dick Shannon en Hayvmarket era bastante tranquilo. Uno termina por acostumbrarse a estos ruidos y ya no les hace caso.

La primera cosa por la que Dick advirtió qué el asunto de Portman Square le irritaba los nervios fue el notar que le volvían a molestar dichos ruidos. El movimiento de la calle le distraía, el oír cerrarse una puerta le hizo saltar.

Estaba entonces pasando revista a todo lo que se refería a la desaparición de Lacy Marshalt y a la muerte de su criado, y había escrito cuatro cosas en un papel, las cuatro relacionadas con aquel misterio.

La primera era el hombre sacado del río; la segunda, la mujer muerta del parque; la tercera, la muerte de Tonger, y la cuarta, la desaparición de Marshalt.

Stanford era un nuevo personaje, de escasa importancia hasta entonces; una figura de segundo término, muy conocida de la policía, pero que estaba asociada con unos bribones que Marshalt sólo había podido conocer por intermedio de Dora Elton.

Dick abrió una carpeta, sacó unas hojas escritas a máquina y empezó a verlas lentamente. Allí estaba la historia detallada de Laker, otros informes menos precisos de la mujer desconocida del parque, y, por último, lo que se refería a Tonger, Leyó para refrescar la memoria, pero se sabía todo el informe de memoria:


Tonger llevaba un traje gris, zapatos negros, chaleco azul, cuello blanco En sus bolsillos había siete libras en dinero inglés, 200 francos y la mitad de un billete de ida y vuelta a París por la línea Instone. (Nota. Tonger fue a Francia la mañana de su muerte para entregar una carta a una dirección desconocida, volviendo el mismo día).

Un viejo reloj de oro, una cadena también de oro, dos llaves y una cartera en que llevaba una receta de bromuro potasio (la receta era del doctor Walters, de Park Street, pues Tonger le había pedido un remedio para el insomnio), tres billetes de cinco libras y una horquilla triangular.
 

Dick miró al techo. ¡Una horquilla triangular! Aquello ya le había sorprendido antes; pensó que teniéndolo en su casa y viéndolo a menudo averiguaría su uso, pero todo fue en vano.

Entonces abrió una caja que estaba en un rincón de la habitación, sacó otra más achatada y volvió a examinar la horquilla con ayuda de una magnífica lupa. Expertos en la materia la habían visto ya, dándole una gran cantidad de datos útiles. El objeto tenía cuatro pulgadas de longitud y terminaba en una aguja, como los sacacorchos. Desude la punta hasta donde Se ensanchaba el acero había cerca de una pulgada, y en esto se notaba que fue construido el instrumento por un aficionado. Dick se acordó de lo que había visto en el almacén y comprendió que la horquilla había sido fabricada allí. Pero ¿para qué?

El mando era desmontable. Pero así y todo debía ser molesto de llevar en una cartera, como lo demostraban los agujeros hechos en el cuero.

En lo referente a Laker y a la mujer del parque, nada había por lo que pudiesen ser identificados. Tampoco tenía Shannon los papeles de Marshalt, pues todos se los había llevado el abogado, sin dejar a Dick nada de valor. Él había examinado la cuenta del millonario desaparecido; pero en apariencia había negociado con varios Bancos, porque en el único en que hizo averiguaciones no había nada que hiciese suponer la existencia de grandes posesiones. Los pocos banqueros de Marshalt le daban muy poca renta, pues unos empezaban entonces y otros se hallaban al borde de la bancarrota.

El registro de la casa de Malpas y el examen de sus libros fue aún menos fructífero. Por fin, Dick dejó la caja, llenó la pipa y, recostándose en la silla, empezó a darle vueltas al asunto.

De pronto se levantó, mirando a la ventana. Había oído el chasquido de unas piedrecitas al chocar contra el cristal.

Era en las primeras horas de la tarde, y el arrojar piedras le parecía un método inútil de llamar la atención, porque bastaba con un timbre eléctrico.

Apartando las cortinas, abrió los cristales y miró, pero no vio más que algunos peatones que marchaban de prisa para librarse de la lluvia. Habían estado construyendo una zanja los obreros para colocar tuberías del gas, y algunos montones de arena estaban al lado de la acera. Dick volvió a su tarea. Podían haber sido algunas piedras despedidas por los vehículos; pero apenas se había sentado cuando volvió a repetirse la señal, y esta vez bajó a la calle. No había nadie en la puerta, y afuera sólo vio algunos individuos que marchaban de prisa. Ni a un lado ni a otro había nadie parado. Aguardó un momento, cerró la puerta, y ya en su cuarto llamó al hombre que le servía de ayuda de cámara, chauffeur y cocinero, todo en una pieza.

—Alguien está tirando piedras a la ventana, William. Sal por la parte de atrás, da la vuelta y mira quién es. Si es un niño, no te molestes en cogerlo.

¡Tras!

Volvió a sonar el mismo ruido. Entonces, Dick cruzó la habitación, abrió los cristales y miró. Había dos hombres caminando bajo un paraguas, una muchacha con un traje mojado por completo, otro individuo, y nada más. Shannon dijo al criado.

—Siéntate aquí, de modo que se te vea desde fuera.

Luego bajó, abrió una rendija en la puerta y se puso a escuchar. Oyó de nuevo el ruido de las piedras y entonces salió. Era la joven del traje mojado. Dick la cogió por el brazo.

—Vamos a ver, señorita, ¿qué broma es ésta? —preguntó severamente; mas de pronto se dio cuenta de que era Andrey Bedford—. ¿Qué demonios? …

—¿Me hago misteriosa? Espero no haberle asustado. Pero quería verle, y como los detectives no llamamos al timbre…

—¿Qué está usted diciendo? Entre. De veras que me he quedado asombrado. ¿Y su trabajo?

—Lo he dejado —contestó ella—. No me importa decírselo, porque usted es uno de los nuestros.

Dick despidió al criado, aunque éste hubiera preferido quedarse.

—Ahora, señorita, después de haberla complacido, quizá quiera usted hacerme el favor de decirme qué entiende por uno de los nuestros.

Ella metió la mano en el bolsillo de su traje, sacó una estrellita de plata y la dejó sobre la mesa. Él la cogió, leyó la inscripción y se la devolvió.

—¿De Stormer? —dijo, no queriendo dar crédito a sus ojos—. Pero… yo creí que el empleo que tenía usted en el periódico era muy bueno.

—Ya me he dejado de gallinas —repuso ella, mientras se quitaba su abrigo empapado—. Me traen muy mala suerte. Bueno, ya veo que no está usted acostumbrado a recibir visitas.

Andrey tocó el timbre para que viniera el criado.

—Traiga una taza de té con tostadas, muy caliente —dijo, añadiendo después que el ayuda de cámara y a su vez chauffeur y cocinero se hubo ido:

—Cuando le visite una señora, lo primero que debe usted hacer es preguntarle sí desea una taza de té, y luego preguntar también si tiene hambre. Luego debe usted ofrecerla la silla más cómoda, poniéndola al lado de la chimenea. Puede que sea usted un buen detective, pero es un mal anfitrión.

—Bueno; cuénteme lo que le ha pasado —dijo él, ofreciéndola, según sus órdenes, una silla.

Andrey relató su entrevista con Mr. Hepps, pero no pudo dar explicaciones satisfactorias de su entrada en la profesión de policía.

—No sé lo que tengo que hacer, sólo sé que he de vivir en un lujoso hotel y vigilar cuidadosamente a un viejo de sesenta años que ni siquiera me conoce. Pero es una profesión más agradable que la que tenía con Mr. Malpas.

—¿Cómo es que Stormer la conocía?

—Porque conoce a todo el mundo —contestó ella—. Ciertamente, no lo sé, capitán Shannon. Pero debo contarle todo. Yo había visto antes a Willitt. Me vino a buscar a Fontwell el día en que nos encontramos nosotros dos. Yo, más tarde, creí que había sido enviado por Mr. Marshalt. No estoy segura, pero mi instinto me lo dice, y si quiero ser un buen detective tengo que fiarme del instinto.

Él se rió.

—Es usted una muchacha muy original.

—Odio esa palabra, muchacha. Ya sé que no seré nunca un excelente policía, pero estaba hablando en broma.

—Aún es posible que le pase algo desagradable. A propósito, ¿cómo se llama ese viejo?

—No lo sé. Es millonario.

—No es eso motivo para que se le vigile.

Entonces llegó el criado con el té. Dick dijo al cabo de un rato:

—Indudablemente, la de detective es una profesión, pero no es adecuada para una señorita, aunque si la dirigen bien no la ocurrirá nada desagradable. De todos modos, me alegro de que vaya con Stormer. Tengo planes para el futuro; pero me satisface que se ocupe usted en algo que no tenga riesgos hasta que yo arregle este asunto de Portman Square. Luego…

—¿Qué pasará luego? —preguntó ella al ver que él se detenía.

—Espero que me deje usted arreglar sus asuntos —repuso Dick, con tal brillo en sus ojos que ella se levantó rápidamente.

—Debo irme a casa. El té estaba muy bueno. Muchas gracias.

—Aún no he acabado.

—Ya comeré fuerte más tarde.

Andrey llamó para que le trajeran el abrigo.

—¿Le parece a usted mal el que yo me encargue de su porvenir?

—Yo solamente soy la que debo encargarme de él. Sin embargo, le estoy muy agradecida por todo lo que ha hecho por mí.

Andrey rió nerviosamente. Quizá la luz tenía la culpa del color rojo de sus mejillas. Entonces volvió el criado con el abrigo, y Dick la ayudó a ponérselo, mientras abajo sonaba el timbre.

—Ése es uno que sabe llamar sin necesidad de golpear las ventanas.

—¿Aún se acuerda usted? He hecho mal en hacerlo, pues usted no me lo perdona. Pero era una cosa tan sencilla: nadie me vio.

William volvió, precediendo a Steel, que saludó a la joven y dijo a Dick:

—¿Qué es esto? La pregunta se refería a un montón de piedras amarillas de varios tamaños que sacó del bolsillo. Algunas eran como nueces, otras aún más grandes. Las dejó encima de la mesa.

—¿Qué es esto? —volvió a preguntar.

—Eso —repuso Dick, después de examinarlos— son diamantes. Valen cerca de un cuarto de millón de libras.

—Pues hay el triple en el cuarto de Malpas —exclamó Steel—. El ídolo está lleno de ellos. ¡Ya sé por qué metía ruido el fantasma!

XLVII. El ídolo

—Lo descubrí por casualidad —dijo Steel—. Como el asunto no estaba claro, me puse a examinar detenidamente el ídolo. Recordará usted, capitán Shannon, que el dios o lo que sea está apoyado a cada lado por un animal de bronce, medio gato, medio pantera. Muchas veces me he preguntando si eran simples adornos o si servían para algo más. Esta mañana pegué un fuerte empujón al ídolo para ver si estaba bien sujeto, y con gran sorpresa mía comenzó a dar la vuelta como si yo hubiese puesto en marcha algún mecanismo secreto. No sucedió nada, sin embargo, salvo que el gato dio media vuelta a la derecha. Hice lo mismo con el otro gato y obtuve idéntico resultado.

Quizá fuera que había tocado un botón; pero, de todos modos, cuando la figura de la izquierda se hubo vuelto, sucedió una cosa extraordinaria. El pecho del ídolo se abrió y subiendo al pedestal e iluminando con mi lámpara el hueco, vi que estaba lleno de piedras iguales a éstas y aún más grandes. Cogí un puñado, me las metí en el bolsillo e inmediatamente me vine aquí. No me atreví a telefonear por miedo a que alguien lo oyese.

Dick estaba examinando los diamantes. Todos tenían un sello rojo que denotaban su punto de origen.

—Malpas debía ser muy rico —dijo Steel—; pero no comprendo por qué no los vendió.

—Quizá pudiera yo explicarlo —contestó Dick—. En los últimos años ha bajado el precio de los diamantes; había tantos en el mercado que se tasaban muy poco, lo cual ocurre a menudo; siempre que las ofertas son mayores que las demandas. Además, es una de las formas más cómodas de llevar dinero; la mejor para uno que, por ejemplo, quiere marcharse de un sitio precipitadamente. ¿Ha cerrado usted la puerta del ídolo?

Steel asintió.

—Afortunadamente, no había entonces nadie en el cuarto. El inspector estaba en el piso de abajo hablando a los otros dos hombres. Volví a los gatos adonde estaban antes, y las puertas se cerraron.

Shannon cogió los diamantes, los metió en un prosaico azucarero y encerró éste en su caja de caudales.

—Hemos de sacar los que queden esta noche —dijo—. Los meteremos en una maleta y los llevaremos a Scotland Yard.

Andrey había escuchado todo aquello en silencio.

—¿Vendrá usted también, verdad, Andrey? Siempre es interesante ver diamantes por valor de un millón de libras esterlinas.

Ella estaba indecisa.

—No me gustaría volver a ver aquel cuarto —contestó—; pero la curiosidad es uno de mis defectos.

Después de dar a su criado instrucciones exactas diciéndole que no se moviera de allí hasta que él volviese, Dick bajó a llamar un taxi, siguiéndole la joven y su ayudante.

Durante el camino a Regent Street no se habló nada. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos. Por alguna razón desconocida, Dick Shannon volvió a acordarse de la horquilla, sin poder explicarse la relación que tenía dicho instrumento con lo que se había descubierto.

Dick llevaba una gruesa maleta de cuero para meter las piedras.

—¡No sé si cabrán! —dijo Steel; pero Shannon no se inquietó por ello.

Steel había dejado dos policías en la habitación, otro en el recibimiento, y el inspector bajó del piso de arriba para verles.

—Debemos hacer que entren todos los hombres en el cuarto, por si sucede una de esas cosas tan raras que hace Malpas cuando le contrariamos.

Subió a la alcoba y echó a un lado la cortina. Era la primera vez que Andrey veía la aterradora figura del ídolo, y tembló. Le parecía que los ojos verdes de los gatos la miraban fijamente, ilusión corriente de todos los que contemplaban el dios.

Steel empujó uno de los animales; se oyó un ruido mecánico y el gato se movió lentamente hacia la derecha, parándose luego. Hizo lo mismo con el otro, y lo mismo sucedió. Entonces se abrió el interior del ídolo.

—Eso es —dijo Steel satisfecho; y Dick, poniendo una silla sobre el pedestal, se subió.

Metió la mano en la abertura y sacó un puñado de piedras amarillas.

—Son como las de la muestra —exclamó Steel, temblando de excitación.

—Ciertamente —repuso Dick.

Bajó, se limpió las manos y abriendo la maleta la colocó sobre la mesa de Malpas.

De pronto, oyó algo que le hizo volverse. Los dos gatos volvieron a su posición anterior, y al pararse, las puertas se cerraron con un ligero chirrido.

Steel miraba a la estatua.

—No comprendo el mecanismo —dijo—. Aguarde. Haré lo de antes.

No había dado un paso, cuando las luces se apagaron y la habitación quedó sumida en la oscuridad.

—Póngase al lado de la puerta —ordenó Shannon rápidamente—. No deje entrar ni salir a nadie. Uno de sus hombres que vaya al lado del montacargas. Si se mueve la pared, utilice el rompecabezas. ¿Dónde están las lámparas?

Dick oyó que Steel profería una maldición en voz baja mientras se adelantaba a oscuras. El inspector contestó:

—Vaya por ellas. El hombre de la puerta que deje pasar al inspector, y que se asegure de que es quien vuelve.

Andrey sentía que su corazón latía aceleradamente e instintivamente cogió el brazo de Shannon.

—¿Qué va a suceder? —murmuró asustada.

—No lo sé —repuso él en el mismo tono—. Póngase detrás de mí y agarre mi brazo izquierdo.

—¡Se ha cerrado la puerta!

Era el inspector quien hablaba. Dick había olvidado que los mandos secretos servían para las puertas lo mismo que para las luces.

—¡Que enciendan una cerilla! ¿Qué sucede?

Era la voz de Steel, que venía del sitio donde estaba el ídolo.

—¿Ha oído usted algo?

—Me ha parecido escuchar un lamento. ¿Ve usted el ídolo?

—Estoy… ¡Ay, Dios mío!

A Andrey se le heló la sangre al oír aquel grito de agonía.

—¿Qué pasa? —murmuró Dick.

—He tocado una cosa que quema. Me parece que es la parte baja del dios.

—Algo arde —murmuró la joven—. ¿No huele usted a hierro candente?

Dick ya había descubierto aquel olor. Apartó amablemente a Andrey.

—Voy a ver qué pasa —dijo.

Entonces un policía que estaba en un extremo de la habitación encendió una cerilla, y en el mismo momento volvieron a encenderse las luces. En apariencia, nada se había movido. El ídolo seguía en su sitio, y los ojos verdes de los gatos continuaban brillando.

—¿Qué le ha ocurrido, Steel?

Steel se estaba acariciando la mano. Una raya roja, de una pulgada de anchura, le cruzada la palma.

—Es una quemadura —gruñó.

Dick tocó la base del pedestal: estaba fría como el hielo.

—No fue eso —dijo Steel—. Fue una cosa que salió del suelo como una barrera de fuego.

—Barrera o no —repuso Dick—, voy a seguir cogiendo las piedras.

Dio la vuelta a los gatos y la puertecilla se abrió. Subiéndose al pedestal, metió la mano.

¡El ídolo estaba vacío!

XLVIII. La maleta

—Hemos sido derrotados —dijo Dick—. Nos han robado en nuestras propias narices.

Examinó el piso cuidadosamente, hasta quitando la alfombra; pero no vio nada que se pareciese a una trampa. El hierro candente seguía siendo un misterio.

Entonces se volvió hacia la joven, sonriendo.

—Si no es usted mejor detective que yo, más vale que se dedique a otra cosa.

Pero aún no habían acabado los sorprendentes acontecimientos de aquella tarde.

—No sacaremos nada con quedarnos aquí —dijo Dick—. ¿Se movió la pared?

—No señor —contestó un policía—. Ya tenía preparado el rompecabezas —y enarboló su temible arma contra el entarimado, como amenazando a quien quisiera entrar por allí.

Pero aquel camino ya no era utilizable.

—He cortado los cables —anunció Steel—. Ya no funciona el montacargas. ¡Ay!

Andrey le estaba vendando la herida para que no le diese el aire.

—¡Por vida del diablo! ¡Nunca creí que una cosa tan pequeña doliese tanto! —gruñó el policía.

—Es mejor que cada hombre lleve su lámpara,/ inspector —dijo Shannon—. Vaya por ellas.

Como si estas palabras fuesen una señal y el desconocido quisiese impedir a toda costa la llegada de las lámparas, las luces se apagaron por segunda vez y la puerta se cerró antes de que ningún policía pudiera llegar a ella.

—¡Una cerilla, pronto! —exclamó Dick buscándose en los bolsillos.

Oyó que alguien sacaba una caja.

—¡Encienda una, de prisa! —gritó.

—¡Ya voy! —repuso la débil voz de Andrey.

Hubo un chasquido, y en el momento de brillar el fósforo las luces se encendieron otra vez.

:—Esto es rarísimo —dijo Dick—; pero…

Andrey vio que abrió la boca, mirando fijamente al ídolo. Y su asombro estaba justificado, pues delante del dios, en el suelo, había una maleta de cuero una maleta grande y nueva.

Dick es precipitó hacia ella, la levantó con dificultad y la colocó al lado de la que él había traído para meter los diamantes.

—¡Cuidado! —advirtió Steel—. ¡Quién sabe lo que hay dentro!

Shannon examinó el exterior de la maleta con ojos profesionales.

—Si es una bomba, no se parece a ninguna de las conocidas —dijo abriéndola.

Casi estuvo a punto de desmayarse. El interior estaba lleno de piedras amarillas, las mismas que había visto en el pecho del ídolo.

Respiró fuertemente y ordenó a Steel que se adelantara.

—¿Eso es todo lo que había dentro del dios, no?

Steel, atónito, no pudo más que decir que sí con la cabeza, y Dick, cogiendo la maleta, se inclinó ante la enorme figura de bronce.

—Es usted un dios muy raro y muy feo; pero también es simpático y le estoy muy agradecido. Llevaremos la maleta a mi casa —añadió en tono algo más bajo—. Cuando hayamos reunido todas las piedras las meteré en uno de los cuartelillos. ¡No estaré a gusto hasta que no estén dentro de una caja de seguridad!

—Pero ¿cómo vinieron? —preguntó el asombrado Steel, tan sorprendido por la inesperada recuperación de las piedras, que ni siquiera sentía el dolor—. ¡Desaparecen y de pronto vuelven! ¡Es increíble!

Pero Shannon no tenía ganas de discutir aquel asunto.

—Vayámonos pronto, antes de que descubran su error —dijo—. Inspector, ordene a sus hombres que recojan sus cosas. Voy a sacar a todos de la casa.

El inspector se alegró.

—Es la mejor noticia que podían darme. Prefiero estar de guardia seis meses a pasarme una noche aquí.

Se fueron a la calle, y ya iba Dick a cerrar la puerta, cuando ella sola lo hizo violentamente, mientras las luces de dentro de la casa se apagaron.

—Ya han descubierto su error —exclamó Shannon mirando a la puerta—; me gustaría ir a la otra acera.

—Tiene usted miedo —murmuró Andrey—. Yo también quisiera correr, pero me faltan las fuerzas.

Entonces cruzaron la calle, ocultándose a la sombra. Una luz brilló en una ventana. Alguien había apartado la cortina y estaba mirando, y al verlo, a Shannon le acometieron unos deseos locos de acabar pronto con aquel misterio.

—V eremos —dijo.

Levantó su revólver y disparó tres tiros, que sonaron como uno solo. Se oyó un ruido de cristales y la luz se apagó.

—¡En buen jaleo me he metido! —exclamó Shannon—. Pero ¡bah!, creo que le he matado.

—¿A quién? —preguntó la joven asustada.

Dick no contestó.

No se pueden infringir las ordenanzas municipales, por muy comisario que uno sea. Al cabo de un rato se oyeron pitidos de un policía, ruido de pasos y tres hombres uniformados llegaron a aquel sitio, seguidos por esa gente que no se sabe nunca de dónde sale. Las puertas y las ventanas de Portman Square se abrieron. Era la primera vez que pasaba aquello.

A pesar de su profesión, Dick tuvo que dar su nombre, el número de su teléfono y su dirección, todo sin quejarse, pues conocía bien el deber de sus compañeros. De todos modos, los tiros habrían traído al taxi que necesitaban, y al entrar, Shannon colocó la maleta sobre sus rodillas. Al sentir el peso comprendió que aquella tarde no había sido inútil.

—No sé por qué tiré; quizá por mal humor o algo así. Suelo hacer blanco; pero la luz hoy era bastante mala.

—¿Quién estaba dentro? —volvió a preguntar Andrey—. ¿Mr. Malpas?

—Él era uno; debía haber más.

—¿Pero están siempre allí?

Dick asintió.

—Es muy probable.

—Bueno —dijo Andrey abanicándose con la mano—. Me parece que no voy a ser un buen detective. Estuve a punto de empezar a chillar.

—Lo mismo que yo, Miss Bedford —afirmó Steel—. ¿Quieren ustedes llevarme al hospital Middlesex? Tengo esta mano destrozada.

Dieron la vuelta y dejaron a Steel donde había dicho, para que le cuidaran. Luego cruzaron Oxford Street, bajando por Wardour Street.

—Debía usted haber traído a un policía, capitán Shannon —dijo ella con gravedad repentina.

Él se echó a reír.

—No creo que nos molesten durante el trayecto que queda hasta Scotland Yard.

Hacia la mitad de Wardour Street ella vio que un rayo de luz se filtraba por el agujero de detrás del coche. Un enorme automóvil estaba detrás de ellos e intentaba pasar por un sitio en el que no había espacio para ambos vehículos. E inmediatamente ocurrió lo inevitable. El auto fue hacia la izquierda, empujó al pequeño taxi contra la acera y con gran ruido éste volcó.

El primer pensamiento de Dick fue para la joven. La cogió en seguida y trató de que no la hirieran los cristales. Entonces la puerta se abrió violentamente y alguien metió la mano. Dick se volvió a tiempo de verle coger la maleta y disparó su último tiro. Hizo blanco, porque el otro dejó la maleta y se adelantó por completo. Shannon vio brillar una hoja e intentando coger su otro revólver, golpeó al asaltante con toda su fuerza. Debió hacerle daño, porque el agresor dejó caer el cuchillo y desapareció.

—¡Detener a ese hombre! —gritó Dick.

Había visto que algunos policías se acercaban; pero su voz se perdió entre el ruido de la calle. El otro auto dio la vuelta para esquivar a los policías y se alejó por la avenida Shaftesbury.

Haciendo un esfuerzo, Dick Shannon salió del coche y ayudó a la joven a levantarse. El taxi estaba destrozado; pero el conductor había resultado ileso.

—¿Vio usted el número? —preguntó Shannon.

—Yo, no —gruñó el policía—. ¡Si casi me atropelló!

—Yo lo vi —dijo el conductor—. Era el XG.97 435.

Dick retrocedió un paso.

—No tiene usted necesidad de buscarlo. ¡Ése es el número de mi automóvil! ¡Nuestro amigo es un humorista!

Entonces se dio a conocer al policía.

—Necesito un taxi; pero vendrá usted conmigo. No quiero quedarme solo con esta maleta.

—¿Hay algo de valor? —preguntó el agente con interés.

—Cerca de tres millones de libras —repuso Shannon.

El otro no se lo creyó. Se sonreía siempre que un superior suyo decía alguna broma, y ahora se sonrió.

—¿Dónde está su inspector?

—Vendrá en seguida. Lo suele hacer a esta hora. Aquí viene con el sargento.

El policía fue a su encuentro, y Shannon le imitó.

En pocas palabras expuso la situación, y el inspector, contento con librarse de aquella monótona ronda, le acompañó hasta su casa.

—¡Hola! —dijo Dick mirando a la ventana.

Había ordenado al criado que no se alejara bajo ningún pretexto del despacho; pero las luces estaban apagadas.

—Entre y quédese en el pasillo —dijo—. Andrey, usted se pondrá detrás del oficial. William nunca me ha desobedecido.

Había una lámpara en el hall, pero al darle vuelta vio que no funcionaba. Luego notó que la bombilla había sido quitada, pero recientemente, porque el portalámparas aún estaba caliente.

Empuñando un revólver, cruzó el hall y trató de abrir la puerta del despacho. Estaba cerrada. Retrocedió un poco y la empujó fuertemente con el pie. La puerta se abrió haciendo tal ruido, que el policía subió media escalera.

—¿Pasa algo?

—Quédese ahí —ordenó Dick por toda respuesta.

Entrando en el despacho, dio vuelta a la llave y la luz se encendió.

Lo primero que vio fue a William. Estaba tendido en el sofá en medio de un charco de sangre, que reveló todo a Shannon.

La caja estaba abierta, como sospechaba; descerrajada, y el azucarero, con su valioso contenido, había desaparecido.

Echó al criado por completo en el sofá y le desabrochó el cuello. Respiraba profundamente, y Dick, al examinar la herida, comprendió que no era grave. Comprendió también otra cosa; el ataque había tenido lugar poco antes de que él llegase.

Sacó un jarro de agua y mojó la cara del criado hasta que William abrió los ojos, mirando estúpidamente.

—¿Le cogió usted? —preguntó a su amo.

—No, hijo. No le he cogido. Él es el que te ha cogido a ti…

William lanzó un gruñido, y Dick, dejándole, abrió la puerta que comunicaba con su alcoba. Una ventana estaba abierta; la cerró, encontrando otra prueba de la presencia de un intruso. Dos cajones de su cómoda estaban sacados y el contenido todo revuelto. Alguien había quitado las almohadas de la cama, en busca de algo. Entonces volvió, viendo que su criado ya había podido sentarse.

—Te enviaré al hospital para que veas a míster Steel —dijo con cierta ironía.

Al bajar al otro piso vio que la escalera estaba a oscuras. Alguien había apagado la luz.

—¿Quién ha andado en la luz? —preguntó.

—¿Pero aún está usted ahí? —preguntó el policía sorprendido—. Yo creí que había sido usted el que la apagó.

—Suba y tráigame la maleta. Que suba también Andrey.

—¿La maleta? Ya ha cogido usted la maleta.

—¿Qué? —gritó Dick.

—Al bajar hace un momento me dijo usted: «Deme la maleta y quédese ahí», —contestó el policía.

—¡Maldita sea! —rugió Dick—. ¿No me vi usted?

—Estaba a oscuras —repuso el otro.

—Y usted, Andrey, ¿le vio?

Nadie respondió.

—¿Dónde está la señorita?

—Aquí debe estar, cerca de la puerta.

Dick se volvió y encendió la luz. En el pasillo no había más que el policía.

Bajó las escaleras de tres en tres, abrió la puerta y salió a la calle. ¡Andrey había desaparecido!

Que la maleta desapareciese, era desagradable pero al ver que lo mismo había pasado a Andrey a Dick Shannon se le heló la sangre en las venas.

XLIX. Una visita domiciliaria

El del taxi estaba todavía aguardando. Había visto a un caballero salir con la maleta, y luego vio salir a la joven; pero nada más. Confesó que estaba entretenido hablando con un compañero y no sabía por dónde se fueron ni si se fueron juntos. De lo que estaba seguro era de que ella salió después de él.

—¡Vaya «un caballero»! —dijo Shannon con palabras impropias de él—. ¿Qué parecía, joven o viejo?

El chauffeur no lo sabía. Estaba mirando al otro lado; pero le parecía que el hombre era ya de edad. En lo que insistió fue en que vestía elegantemente. Sin embargo, no podía decir con certeza si la joven había salido o no.

Dick volvió a la habitación, desconsolado.

—Ha sido falta mía —confesó el oficial—. Debía haberme asegurado de que no había nadie dentro de la casa antes de atender al criado. Suba usted. ¿Sabe algo de primeras curas? Podrá ocuparse de William mientras yo telefoneo.

Al cabo de un minuto, todos los policías de Londres conocían el robo. Salieron bastantes motocicletas para decir a los de las rondas que buscaran a un hombre con una maleta y a una joven.

William ya estaba lo suficientemente repuesto para decir todo lo que sabía, que no era mucho. Sin embargo, confirmó la teoría de Shannon de que el robo había sido cometido poco antes de la llegada de él.

—Estaba sentado en la mesa, leyendo el periódico, cuando me pareció oír ruido en la alcoba, pero creí que eran los postigos y no me levanté. Lo único que recuerdo era que estaba leyendo el proceso de Oíd Bailey.

La parte de atrás de la casa de Dick daba a un tejado más bajo de un edificio de la calle Lower Regent, y Shannon se dio cuenta por primera vez de que a un ladrón era facilísimo entrar en su domicilio.

—Trabajan muy de prisa —dijo por único comentario, ,y dejando que llevaran a William al hospital, salió para tomar un taxi que le condujera a Scotland Yard.

Al cruzar la calle, un hombre le saludó. Era el oficial que mandaba aquella ronda, y Dick le conocía de vista. En pocas palabras le dijo lo que había sucedido, describiéndole a la joven. El detective movió la cabeza.

—A ella no la he visto, y tampoco a nadie que llevara una maleta. Yo estaba más allá, junto a la estación del Metro, por donde pasa mucha gente; pero creo que no me hubiera pasado inadvertido si hubiese ido por allí.

—¿No vio usted a nadie que pueda estar complicado en el robo, a ninguno de los «fichados»?

El policía dudó.

—Realmente, vi a uno —dijo—, a uno que me indicó usted hace varios meses.

—¿A Slick Smith? —preguntó Dick.

—Sí, señor; al mismo.

—¿Por dónde iba?

—Subía por Haymarket y se me figura que tenía prisa. Le di las buenas noches al pasar; pero o no me vio o quiso aparentarlo. Llevaba un traje azul oscuro y estaba calado por completo.

—¿Qué hora era?

—Hace cinco minutos. Cruzó hacia el pabellón y entonces le perdí de vista.

En la comisaría no había ninguna noticia, según Dick esperaba, y después de aguardar un largo rato al jefe de guardia se fue en busca de Slick Smith.

El americano no estaba en su casa; no había ido allí desde las primeras horas de la tarde.

—No sé a qué hora llegará —dijo el propietario de la casa—. Nunca le he oído entrar. Es un hombre muy tranquilo, uno de los mejores inquilinos que yo he tenido.

El dueño no protestó porque Shannon subiese a las habitaciones de Smith, pues estaba enterado de la profesión de su inquilino por informes anteriores de la policía. La puerta estaba cerrada: pero Dick, manipulando hábilmente en la cerradura, entró en el cuarto, buscando en él, rápida pero minuciosamente, algo que demostrara la intervención de Smith en el robo.

Pero lo que Shannon encontró en su habitación eran objetos que más bien que a un ladrón correspondían a un maestro de escuela o al director de una sociedad benéfica. Cuando estaba ya mediado el registro, Dick oyó que la puerta de abajo se abría Un poco más tarde entró Slick Smith, sonriendo, fumando un cigarro.

—Buenas tardes, capitán —dijo—. Si me hubiese mandado usted una tarjeta, me habría quedado en casa. Me gusta la franqueza inglesa. ¡Parece mentira que usted me visite!

Dick cerró la puerta.

—Dígame lo que ha hecho desde las cinco —ordenó lacónicamente.

Smith se acarició la barbilla.

—Va a ser difícil —repuso—. De lo único que estoy cierto es de que a las diez menos cuarto yo estaba en Haymarket. Uno de sus agentes me vio, de modo que sería inútil negarlo. Durante el tiempo restante he estado paseando por ahí. No le diré dónde porque ya sabe usted que si le digo que estuve a las cinco menos cinco en casa de Boney y pregunta usted a Boney, le jurará que estuve allí a esa hora, aunque sea mentira. Pero para que no dude de mi buena fe, capitán, sepa que hay una agencia en la ciudad, llamada de Stormer, que tiene el decidido propósito de vigilarme. En esa agencia le podrán contestar, a menos de que el detective que me sigue se haya despistado. Pero, bueno, capitán Shannon, hablemos claramente. Ha entrado esta noche un ladrón en su casa.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Dick severamente.

Slick Smith volvió a reírse.

—Vi a un policía en la puerta al pasar, hace diez minutos, y otro llevaba a un hombre que tenía la cabeza abierta al hospital. No hace falta ser muy listo para adivinar lo que había pasado. ¿Me necesita usted para algo de este robo?

—No le necesito a usted para nada —contestó Dick—. Es usted uno de los conocidos por la policía y estaba cerca de Haymarket cuando ocurrió el robo. Pero ¿qué le ha pasado en la cara?

Desde que entró en la habitación, Smith había procurado cuidadosamente que un lado de su cara se quedase en la sombra, y entonces Dick, cogiéndole por los hombros, lo colocó de modo que la luz le diese en aquella parte. Desde la mejilla hasta la oreja izquierda tenía una rozadura que le llegaba casi hasta el pelo.

—Esto es de un disparo.

Dick examinó una pequeña herida que Smith tenía en la mandíbula y que estaba vendada.

—Ésa es una cortadura producida por un cristal. ¿Quién le tiró, Smith?

—No le conozco —repuso éste—. Tenía mucha prisa.

—¿Tendré yo que decírselo? Usted estaba detrás de una ventana, la bala rompió el cristal, le rozó y un fragmento del vidrio…

Se detuvo. Vio que algo brillaba sobre la mojada trinchera de Smith y lo cogió.

—Es un trozo de cristal.

Ambos se miraron, pero ninguno habló. Slick Smith ya no sonreía; pero su mirada seguía siendo irónica.

—Es usted un buen detective, Shannon —dijo—. Sólo le falta el violín, la afición a la morfina y escribir un libro sobre las diversas clases de ceniza para ser un nuevo Sherlock Holmes. Me pegaron un tiro, es verdad. Fue yendo en un taxi; y cuando me peleaba con uno de esos pillos de Soho. Le puedo dar el número del taxi si quiere.

Sacó una tarjeta y escribió un número. La coartada de Smith estaba bien preparada.

A Shannon le irritaba su indiferencia: estaba nervioso, no tanto por la pérdida de los diamantes como por la desaparición de la joven.

—Me excita usted, Smith —dijo—. ¿Quiere franquearse conmigo? Me han robado, no sólo una cosa mía, sino también de otro. Pero lo que más me inquieta es… —Por un momento vaciló— es otra cosa. Cuando fui a mi casa, Miss Bedford me acompañaba. ¿La ha visto usted?

—La vi una vez —contestó Smith.

—No me importa que tenga usted que ver con el robo. Dígame esto: ¿vio usted a Miss Bedford esta noche?

—¿Que si la vi? Por supuesto —repuso Smith sonriendo—, y espero volverla a ver otra vez si no se ha fugado con nadie. La calle Dougthy es un sitio muy frío para una señorita.

—¡La calle Dougthy! —gritó Dick—. ¿Dónde está Andrey?…

—Hace unos minutos estaba a la puerta de esta casa.

L. La historia de Andrey

Antes de que Smith terminara, Shannon bajó precipitadamente. Ya en la calle, vio que una joven paseaba de un lado para otro.

—¡Andrey! —gritó Dick alegremente, y sin pensar en lo que hacía la abrazó—. ¡Esto es maravilloso! ¡No sabe usted lo que he sufrido!

—¿No le dijo Mr. Smith que yo le estaba aguardando? —preguntó ella, rechazándole amablemente—. No quiso dejarme entrar hasta saber si había usted llegado.

—Luego ¿esperaba que yo estuviera aquí? —dijo Dick sorprendido.

—Claro: me aseguró que sería la primera visita que había de hacer usted.

Él la hizo entrar en la casa y subir al cuarto de Smith. Slick les recibió tranquilamente, y la joven contó su historia.

—Estaba yo cerca de la puerta, cuando me pareció que usted bajaba y le decía algo al policía: pero hasta que el que así lo hizo no abrió la puerta, no me di cuenta de mi error. Dick ¡era Malpas!

—¿; Malpas? ¿Está usted segura?

—Completamente; no pude confundirme. Llevaba un sombrero flexible y el cuello de la chaqueta vuelta, y luego aquellas narices Mi primera intención fue gritar. Pero entonces me acordé de mi estrella de plata y de que era detective.

—¿Y le siguió usted? —dijo Dick—. ¡Qué locura!

—Cuando me decidí ya estaba él al otro lado de la calle y yo fui detrás, sin perderle de vista. Pasó por Panton Street, luego fue a la plaza Leicester y tomó por Coventry Street. Cruzó el teatro Pavilion y yendo por la avenida Shaftesbury se dirigió a Great Windmill Street. Vi un automóvil al lado de la acera, pero no me di cuenta de que era el suyo hasta que entró en él. Entonces hice una tontería. Grité: «¡Párese!», y corrí hacia el auto, que, en lugar de acelerar la velocidad, como yo esperaba, dio la vuelta y avanzó a poca velocidad. Era un coche cerrado y no pude ver la cara del conductor. La calle estaba oscura y no había más luces que las del coche que se me venía encima. «¿Es usted, Miss Bedford?», preguntó él. Aunque yo ya sabía que era Malpas, me quedé sin habla al reconocerle. «Venga: necesito hablar con usted», dijo él. Yo eché a correr y él salió del auto inmediatamente. No había nadie a la vista, y no sé cómo pude despistarle; pero lo cierto fue que al cabo de un rato vi que ya no me seguía.

1. cuando ya iba a llamar a un policía, vi a míster Smith. Al principio me asusté; creí que era Malpas, y eso es todo, salvo que Mr. Smith me llevó a casa de usted y que en el camino nos encontramos a un policía que nos dijo que usted me estaba buscando.

Dick lanzó un suspiro.

—Por eso sabía usted lo del robo, Smith —dijo—. Pero ¿cómo se le ocurrió ir por allí?

—Yo seguía a la joven —repuso Smith sin inmutarse—. Aunque si hubiera sabido que era de los de Stormer quizá no lo hubiese hecho. Quis custodiet custodes ipsos. Esto, en latín, significa: «El que vigila a los vigilantes». Y ahora comprendo que desea usted irse, capitán Shannon, y no quiero detenerle. Como usted ve, no falta nada.

Dick condujo a Andrey a su hotel, y después de verla a salvo comenzó a pensar en el robo. Los diamantes en Londres valían mucho, y como no estaban en poder de su legítimo dueño, la situación era muy seria.

LI. Reconciliación

Andrey se despertó a la mañana siguiente, algo mareada y oyó que alguien llamaba a la puerta; abrió y se volvió a la cama mientras entraba una doncella con su desayuno. Al lado del plato había una carta, y al verla. Andrey lanzó un grito de sorpresa. Era de Dora y estaba dirigida a ella, dando hasta el número de la habitación. Andrey sonrió. Las buenas noticias circulan tan de prisa como las malas, y abrió la carta preguntándose qué es lo que inducía a su hermana a valerse de aquel medio de comunicación.


Querida hermana: No sé si me perdonarás todas las cosas que te he dicho con tan baja intención. Cuando me acuerdo que fuiste a la cárcel siendo inocente, por culpa de Martin, me horrorizo. Te suplico que vengas a verme. Perdóname.

Tu hermana que te quiere,

DOROTHY.
 

A pesar de lo que la emocionaba aquella carta, Andrey estaba satisfecha. Apenas se había marchado la doncella cuando fue al teléfono. Dora misma le contestó.

—¡Claro que iré a verte, esta tarde, si puedo!

Y no te apene aquel incidente, ¿comprendes?

—Sí, querida —repuso Dora.

—No me has preguntado qué era lo que estaba haciendo aquí.

—Lo sé todo —contestó Dora—. ¿Trabajas para Stormer, no?

Andrey dio un grito de sorpresa.

—¿Cómo lo sabes?

—Una persona me lo dijo; pero eso no importa. ¿Me perdonarás?…

Andrey fue al baño con una alegría que no había sentido desde hacía mucho tiempo. En el fondo quería a su hermana, y la enemistad que entre ambas había existido hasta entonces la tenía inquieta. Le pareció que acababa de desaparecer su mayor desgracia. Pero no olvidó por eso la misión que allí tenía. Mientras estaba vistiéndose se aprovechó de la presencia de la doncella para inquirir detalles del misterioso Torrington.

—Dicen que es millonario —dijo la doncella con el tono que emplean los que no son millonarios para hablar de los que lo son— pero no sé qué gusto le saca al dinero. No va a ningún lado, todo el día se lo pasa leyendo y fumando, y cuando sale es a pasear por las calles. ¡Si yo tuviese ese dinero! Iría al palacio del baile todas las noches.

—A lo mejor, no sabe bailar —advirtió Andrey.

—Que aprenda —repuso la doncella—. Un millonario puede aprender todo.

—¿Está ahora en su cuarto?

—Hace cinco minutos, cuando le llevé el desayuno, estaba. Tiene unas costumbres muy metódicas. ¿No sabe usted que se levanta a las cinco y media de la mañana? Dice que tiene esa costumbre y que no puede evitarlo.

—¿Tiene algún secretario?

—Nadie le acompaña.

Durante la misma mañana, Andrey llamó a Stormer y le dijo lo que sabía. Realmente, no era nada; pero parecía que la Agencia estaba contenta con ella. Por lo visto, se contentaban con poco.

A las tres de la tarde. Andrey fue a Curzon Street: una criada nueva le abrió, y de lo primero que le habló Dora fue de los defectos de la anterior.

—Era muy descarada y admitía a toda clase de gente en la casa.

Pero luego, dándose cuenta de que aquélla, no era una conversación adecuada, dijo mirando cariñosamente a Andrey:

—¿Me has perdonado?

—Por supuesto, querida.

Sin saber la razón, Andrey estaba molesta. Quizá fuera el ambiente, quizá la ausencia de Martin lo que la desconcertaba. Andrey esperaba verle; para que la reconciliación fuese completa tenía que estar él. Y era extraño que Dora no hablara de eso.

—Siéntate y déjame que te mire. Has cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Nadie diría que tienes un año más que yo.

Andrey la miró asombrada:

—¿Un año más?…

—Por eso quería verte.

—No comprendo, Dora. Yo no tengo un año más que tú; tengo un año menos.

Dora sonrió compasivamente.

—Tienes un año más —dijo—. Mamá tiene la culpa de esta equivocación. No sé por qué, pero no te quería, y lo manifestó de este modo, un poco raro, ¿verdad?

—Yo siempre creí que había nacido el 1.º de diciembre de 1904.

—El 3 de febrero de 1903 —repuso Dora—. Tengo tu partida de nacimiento. Quería enseñártela.

De un cajón de mesa sacó el sobre azul.

—Aquí está: Andrey Dorothy Bedford. Ése era el nombre del primer marido de mamá. Ya te dije que ella nunca te llamaba por tu nombre.

Andrey, atónita, examinó el documento.

—¡Pero si me dijeron muchas veces que tú eras la mayor!… Y tú, en la escuela, estabas en una clase más que yo. Si lo que dices es verdad, mi padre…

—Te conté que tu padre estaba en Breakwater, pero no es verdad. —Dora bajó los ojos—. Ése fue mi padre. Era un americano que fue al África del Sur y encontró allí a mamá, que era una viuda joven con una niña de pocos meses. Tres meses más tarde se casaron.

Andrey se dejó caer en una silla.

—¡Qué raro! —dijo—. ¡Pero yo soy Andrey! ¡No puedo creer que sea mayor que tú!

A duras penas contenía Dora su rabia, y ya iba a hablar, cuando un grito de Andrey la detuvo.

—Puedo probar, que soy la más joven —dijo triunfalmente—. ¡Mamá me dijo que me bautizaron en una capilla de Rosebank, en el África del Sur!…

En la alcoba del piso superior a aquél en que hablaban ambas mujeres estaba Martin Elton oyendo la conversación, y al llegar a este punto palideció. ¡Andrey Torrington tenía que desaparecer! El medio no importaba. Aguardó escuchando, y cuando al fin oyó que Andrey se iba, bajó y abrió la puerta.

Escuchó la risa de Dora, y entonces Martin fue a la puerta de la calle para ver a su mujer.

—¿Qué pasa? —preguntó ella retrocediendo al verle tan descompuesto—. Martin, ¿no te atreverás?…

Él asintió.

Una vida se oponía a que gozaran de la prosperidad que durante tanto tiempo habían deseado. Martin Elton estaba decidido.

LII. La secretaria de Mr. Torrington

Mr. Willitt se ponía nervioso siempre que estaba delante de Dan Torrington, y en esta ocasión más aún, pues el viejo le miraba fijamente.

—Concedo que Stormer intervenga en casi todos mis asuntos; pero cuando se trata de nombrar para mí deseo juzgar yo solo. ¿Quiere telefonear a su principal?

Willitt estaba inquieto; se había sentado al borde de la silla, y cualquier movimiento que hiciera le tiraría al suelo.

—Ya sabe Mr. Stormer que usted es capaz de arreglar por sí solo sus asuntos. Pero desearía que se las entendiera usted con esa persona.

—¡Que se las entienda él!

Torrington estaba fumando un cigarrillo, dando la espalda a la chimenea y estirando las piernas.

—¡Que se las entienda Stormer con él! —gritó.

—No es él, es ella —repuso Willitt.

—¡Peor que peor! —dijo el otro—. Me pondría nervioso una muchacha; me pasaría la mitad del tiempo diciéndola inconveniencias y la otra mitad disculpándome.

Luego Torrington se quedó mirando a Willitt.

—Parece que tiene usted mucho interés. ¿Quién es?

—Aquella señorita que era empleada de Malpas.

—¡Malpas! —exclamó el otro en voz baja—. ¿Es por casualidad la amiga del capitán Shannon?

—Sí señor —contestó Willitt.

—¡Oh! —Torrington se rascó la barbilla—. ¿Es esto cosa de Shannon?

—Shannon no sabe nada; todo se debe a Stormer. La verdad es…

—Vamos, menos mal que lo va usted a decir. Dígame la verdad.

—Ella es empleada nuestra y nosotros queremos tener a alguien cerca de usted, por si las cosas van mal.

¿Y las va a arreglar una mujer? —contestó riendo el viejo—. En fin, accederé. Dígala que venga a verme esta tarde. ¿Cómo se llama?

—Andrey Bedford.

Aquellas palabras no decían nada a Torrington.

—La veré a las tres…

—Está en este momento en el hotel: ¿por qué no la ve usted ahora?

—¿La trajo usted aquí, no?

—Le dimos la orden de que le vigilara a usted —repuso Willitt.

Torrington se frotó las manos.

—Bueno —luego se puso más serio—. Mándemela. Miss Bedford… A lo mejor, el que la va a tener que proteger soy yo.

Willitt salió del cuarto, volviendo a los pocos minutos con la joven, a la que Dan Torrington se quedó mirando de pies a cabeza.

—No se parece en nada a un detective —exclamó.

—Ésa es también mi opinión —repuso ella dándole la mano—. Me ha dicho Mr. Willitt que quiere usted que yo sea su secretaria.

—Mr. Willitt miente —dijo Torrington—. Lo único que no deseo que sea es mi secretaria: pero no voy a tener más remedio que acceder. ¿Es usted una secretaria apta?

—Creo que no —confesó Andrey.

—Tanto mejor. No podría sufrir a una que fuera competente; sería molestísimo. De ese modo no abrirá usted ocultamente mis cartas para fotografiar su contenido, ni cogerá todo el dinero que se encuentre. Muy bien, Mr. Willitt, hablaré con esta señorita.

Se sentía misteriosamente atraído hacia la joven desde el momento en que entró en el cuarto: atracción que hizo que no sólo la aceptara como secretaria, sino que también le agradara el nombramiento.

—No tiene usted que hacer nada —la advirtió—. Trabajará cuando yo la necesite, y probablemente no la necesitaré nunca. Pero ahora recuerdo: fue usted la muchacha que metieron en la cárcel el año pasado.

¡Aquel maldito robo de joyas! ¿Nunca se iba a olvidar?

—¿Tiene usted una hermana, no?

—Sí, tengo una hermana.

Torrington se mordió los labios; comprendía su indiscreción.

—Perdóneme si en algo la he ofendido —dijo.

—No estoy ofendida, porque mi hermana no es tan mala como la gente cree —repuso Andrey tranquilamente—. Claro que la mujer más feliz es la que no tiene historia; pero…

—Está usted equivocada —interrumpió él—. No hay ninguna mujer sin historia, pues carácter e historia son sinónimos. Claro que su hermana estaría más tranquila si no se hubiese casado con Martin Elton, a quien conozco muy bien, aunque él no lo sepa. ¿Decía usted que trabajaba para Malpas? Era un hombre muy raro, ¿no?

—Mucho —contestó ella.

—¿Cree usted que le cogerán? —preguntó Torrington después de una pausa—. Ya sabrá que hay dictado auto de prisión contra él.

—Me lo suponía.

—¿Es un hombre de buena figura, verdad?

—¿Mr. Malpas? ¡Si es horroroso!

El viejo sonrió débilmente.

—¿Le cree usted horroroso? Quizá lo sea. Anoche le ocurrieron a usted bastantes cosas. ¿No era usted la muchacha que iba con Shannon cuando el robo de los diamantes?

Ella le miró asombrada.

—¿Ha venido en los periódicos?

—En mis periódicos particulares, sí. ¿Vio usted los diamantes? Había montones de ellos; todos son míos.

Andrey se quedó muda de asombro. Torrington había dicho aquello como podía haber dicho: «Este libro es mío» o «éste es mi cuarto».

¡Tres millones de libras en diamantes en bruto! Era imposible que aquel hombre aceptara su pérdida tan filosóficamente.

—Sí, son míos o eran míos —prosiguió él—. Vería usted el sello de las minas Hallam & Coold en cada uno. Dígaselo a Shannon cuando le vea, aunque creo que ya lo sabrá.

—Nunca me habló de ello.

—También habrá muchas otras cosas de que Shannon no la ha hablado nunca.

Entonces, Torrington miró fijamente a sus pies durante tanto rato, que Andrey estaba molesta. Al fin, el viejo dijo:

—Cuando hace humedad, molesta un poco, ¿verdad?

—Sí, un poco —repuso ella, hasta que se dio cuenta de la pregunta. Pero ¿cómo sabe usted?

Él se echó a reír tan estrepitosamente, que se le saltaron las lágrimas, hasta que la vio enrojecer de vergüenza.

—Perdóneme. Soy un hombre muy observador y la estoy preguntando una cosa propia de los que han estado en la cárcel.

Y bruscamente añadió, señalando a su mesa de escribir:

—Haga el favor de contestar a esas cartas.

—¿Qué digo?

—Es muy fácil. A los que piden dinero, conteste: «No». A los que desean verme responda que estoy en París, y a los periodistas que piden una interviú diga que me he muerto la noche pasada, y que mi agonía ha sido tranquila.

Entonces metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre arrugado.

—Este necesita una respuesta especial —dijo, sin darla la carta—. Escriba:

El próximo miércoles sale un barco para Sudamérica. Le daré 500 libras y el pasaje. Sí aprecia usted en algo su vida, acepte.

Andrey escribió rápidamente.

—¿A quién se dirige?

—A Mr. William Stanford, Portman Square, núm. 552 —repuso el viejo mirando para el techo.

LIII. Lo que vio Ricardo

En la habitación de Mr. Torrington, en el hotel Ritz-Carlton, había algunas cosas muy raras, de que la joven no se dio cuenta hasta que no se quedó sola en el cuarto después de marcharse Mr. Torrington. Todas las puertas tenían cerrojos y Andrey se quedó asombrada cuando, al abrir una ventana para contemplar un incendio que había estallado en una casa cercana, vio que tres hombres entraban en la habitación corriendo.

Uno era agente de Stormer; a los otros dos no los conocía.

—Deploro el haberla asustado, señorita —dijo el detective—. Debíamos haberla dicho que no abriera las ventanas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella—. ¿Qué he hecho?

—Ha tocado usted una alarma —contestó el otro, cerrando la ventana cuidadosamente. Y después de que los otros dos se hubieran ido, añadió:

—No puede usted verla porque no funciona hasta que no se mueven los postigos. Aquí no hay necesidad de abrir las ventanas; este cuarto se ventila de un modo especial.

—¿Es para los ladrones? —exclamó ella—. Pues ni siquiera lo sospechaba.

—Hay una en cada ventana, y por la noche, una en cada puerta. Le enseñaré a usted algunas.

Aun el más inflexible de los detectives privados se vuelve indiscreto en presencia de una muchacha bonita. La llevó a la alcoba de Mr. Torrington, que estaba amueblada muy sencillamente. En la cama había dos almohadas.

—JE1 duerme de este lado, y, afortunadamente, no se mueve durante el sueño. Si por casualidad apoyara la cabeza en esta almohada —señaló la otra, levantándola luego: de un extremo salía un hilo eléctrico, que desaparecía bajo la cama—, la más ligera presión advertiría a los vigilantes nocturnos.

—Pero Mr. Willitt no me dijo que hubiera más vigilantes que yo —exclamó ella, algo resentida; mas inmediatamente se echó a reír, como si comprendiera lo poco de que podía servir a Torrington en un momento de peligro—. Pero ¿realmente le amenaza algo? —preguntó.

—Por supuesto —contestó el otro de una manera vaga.

Durante aquella tarde, Andrey tuvo tiempo de escribir una carta a Dora, a la que había dejado algo enfadada. Después de todo, era absurdo palearse por una cuestión de edad. Su madre fue tan excéntrica, que era posible que hubiese hecho creer que la más joven era la mayor. Por tanto, Andrey escribió:


Querida Dora: Hemos hecho una tontería. Yo soy Dorothy o lo que tú quieras, y tú eres mi hermana menor; ya me he tomado por ti el interés propio del cabeza de familia. Nos veremos pronto.

Dorothy
 

Dora recibió aquella carta en el correo de la tarde. Estaba comiendo y se la entregó a su esposo sin decir nada.

—Es más inteligente que tú —dijo Martín, dejando la carta—. Era una locura querer buscar pruebas. Debías habérselo dicho con menos precipitación.

—Sin embargo, no estoy convencida —repuso ella—. El nacimiento está registrado en Rosebank y sólo costaría lo que un cable el saber la verdad.

Martin la miró fijamente, y ella, molesta, se levantó bruscamente.

—No te vayas —dijo él—. Aquí hay una carta que te interesa.

La sacó del bolsillo, dándosela a Dora.

—¿Del Banco?

Ella la abrió, ,y al leerla se puso seria.

—No sabía que estabas tan arruinado, Ricardo. Creí que tenías más reservas.

—Las tenía; pero es que el Banco va muy mal. Estamos en una situación muy comprometida. Hemos estado en peores; pero yo entonces no estaba tan cansado como ahora; tenía ganas de luchar. Esa carta no significa más que se está burlando Andrey de ti. Tiene que desaparecer.

—¿Qué haremos con ella? —preguntó Dora.

—No lo sé. La mandaremos al extranjero hasta: que se arreglen las cosas.

—Pero si desaparece y yo entonces digo quién soy, sospecharán en seguida. Shannon no es tonto.

—¡Shannon! —repuso Martin despreciativamente—. Ése no importa. Yo estaba pensando en Slick Smith y en lo que me va a costar.

—A mí no me daría cuidado.

—A ti, claro que no. Pero a mí, sí. Sabe todo. ¿Te acuerdas de la noche que fui a casa de Lacy Marshalt? Como escalo bastante bien, pasé a casa: de Malpas poco antes de que la gente se enterara de todo.

—¿Cuando el asesinato de Marshalt?

Martin asintió.

—Estuve allí unos pocos minutos antes. Shannon dijo la verdad afirmando que el reloj de la policía me salvó. Al otro extremo del tejado había un detective de guardia, que ni me vio ni vio a un hombre que se introdujo por una claraboya en casa de Malpas. Yo le vi.

—¿Viste a un hombre que se introducía por una claraboya? ¡Ése era el asesino!

—Y vi más —prosiguió él—. Cuando bajó a la guardilla en que estaba la claraboya, él cogió un candil y sacó del bolsillo media peluca, una nariz postiza y una barba. Después de ponérselas enteramente era Malpas.

—¡Malpas! —gritó ella—. ¿Quién era?

—Slick Smith.

LIV. Moviendo el ídolo

El sargento Steel fue al despacho de Shannon en respuesta a un aviso y le encontró leyendo un cablegrama muy largo. Venía de América, y Steel esperaba que su jefe hiciera alusión al contenido; pero, por lo visto, no tenía nada que ver con aquel asunto, pues lo que dijo Dick fue:

—Lleve a un oficial al número 551 de Portman Square. Probablemente, los mandos de la puerta no funcionarán. Aguarde allí mientras quitan el ídolo de Malpas. Tan pronto como haya terminado, cierre la casa y vuelva.

—¿Va usted a quitar el ídolo? —dijo Steel sorprendido.

Dick asintió.

—He hecho un convenio con la compañía de transportes para que lleven veinte hombres allí a las tres y media. Usted les vigilará y escoltará el ídolo hasta Scotland Yard. He dicho a la compañía de transportes que lo cubra con algo, porque si no, iría detrás medio Londres, creyendo que se trataba de algún anuncio. Cuando esté en Scotland Yard, dos de nuestros ingenieros le examinarán minuciosamente a ver si sabemos algo más de Malpas.

—Hoy he estado hablando con una criada de Marshalt. Me dijo muchas cosas sin interés; pero una me contó realmente importante. Marshalt temía al hombre que vivía en el piso de al lado. Yo creía que todo aquello de que los agentes de Stormer andaban vigilando era mentira; pero me he convencido de lo contrario. Un día la criada entró en el gabinete de Marshalt y oyó que alguien daba tres golpes en la pared. Ya recordará usted que Miss Bedford también lo oyó. Marshalt y Tonger estaban juntos y ambos se asustaron. Aunque haya algo de exageración, el hecho es interesante.

Steel meditó un poco.

—Eso no nos dice nada —dijo.

Shannon sonrió.

—A mí sí. Me dice quién era el villano que estaba al otro lado. Ahora, márchese.

Media hora más tarde, el sargento Steel, acompañado por un oficial, subió las escaleras del número 551, metió la llave en la cerradura y entró. En el hall había luz y en la habitación de encima nada había cambiado, excepto la cortina del ídolo, que no estaba echada.

—Quite los visillos de las ventanas —dijo Steel—. Que entre la luz natural.

Luego apagó la lámpara. A la luz del día, la habitación de Malpas era aún más lúgubre que con la luz eléctrica.

—No sé por qué quiere el jefe que nosotros vigilemos mientras se llevan el ídolo —gruñó Steel.

—Ninguno de los nuestros quería hacer aquí la guardia, y todos se alegrarán de que el capitán Shannon quite al dios.

Steel consultó el reloj.

—Dentro de media hora vendrán los hombres contratados. Entonces podremos examinar a nuestras anchas a este viejo ídolo.

—¿De veras lo van a arrancar?

—De veras —contestó Steel mientras leía un libro.

El otro examinó la estatua con curiosidad.

—Costará bastante —dijo—. Debe ser de una sola pieza, y pesará una tonelada. No sé cómo resiste el suelo.

—Hay una viga debajo. El capitán Shannon hizo un agujero para ver si había algún mecanismo, pero no encontró nada.

—¿Quiénes van a llevárselo?

—Los de la compañía del transporte. ¿Dejó usted abierta la puerta de abajo?

Steel estaba nervioso.

Media hora después aún no habían venido los hombres. Steel fue al teléfono, pero no oyó el zumbido característico y lo dejó.

—El teléfono no funciona. ¿Ha mandado alguien cortar los hilos?

Miró inquieto hacia la puerta, y obedeciendo a un impulso repentino colocó una silla en medio. Poco a poco desaparecía la luz; quiso volver a encender las luces, pero no funcionaban.

—Vayámonos —dijo Steel—. Pero no quite usted la silla.

Él mismo saltó por encima y bajó las escaleras rápidamente. La puerta de abajo seguía lo mismo; pero la del piso de arriba se cerró en aquel mismo momento.

—¿Para qué apresurarse? —preguntó el oficial que iba detrás de él.

—No ha estado usted nunca aquí de guardia, ¿verdad?

—No. La gente habla mucho de esta casa, pero yo no veo nada raro.

—Es natural —repuso Steel—. Vaya a Orchard Street y telefonee a la compañía de transportes: pregúnteles cuándo van a venir.

Él salió a la calle, sin perder de vista a la puerta, y acariciando con su mano ilesa el revólver que llevaba en el bolsillo.

Se alejó un poco, y al volverse vio una mano amarilla que cogía el obstáculo que había en la puerta, una mano que a Steel no le parecía de hombre.

Sacando el revólver, se adelantó mientras la puerta comenzaba a cerrarse. Sólo faltaba ya una pulgada, cuando Steel, apoyándose en ella, logró detenerla; pero nada más que por un segundo, pues otra cosa la empujaba con más fuerza por el otro lado, y al fin se cerró. Steel, exhausto, se separó, viendo llegar a su acompañante a todo correr.

—En la compañía dicen que el capitán Shannon dio una contraorden esta misma tarde.

—Me parece que el capitán no lo ha hecho —dijo Steel mirando a las ventanas—. Fue una buena idea la de la silla. Telefonee al capitán…, mejor dicho, iré yo…

Contó todo a Shannon, y el comisario repuso:

—No he dado ninguna orden; pero lo dejaremos por hoy. Mañana abriremos la casa y veremos lo que sucede. Vigile por la parte de atrás.

Entonces, Dick colgó, volviendo a llamar.

—Con la central eléctrica —y al dársele la comunicación que pedía, añadió—: Soy el capitán Shannon, de la policía. Mañana, a las cuatro, desearía que quitaran toda la corriente eléctrica del 551 de la plaza Portman. ¿Pueden hacerlo sin entrar en la casa? ¡Bueno!

Entre tanto, el disgustado Steel y su compañero se dirigían a la parte de atrás de la casa de Malpas. Al poco rato vieron a un hombre bien vestido, que llevaba un bastón de caña.

—¡Slick Smith! —gritó Steel—. ¡Y con guantes amarillos!

LV. El ladrón

Mr. Slick tenía la costumbre de hacer sus visitas por la tarde. Era porque acostumbraba levantarse a las doce.

La policía le conocía como un experto ladrón de hoteles; pero él tenía más ocupaciones. Sin enterarse de lo que habían chocado sus guantes amarillos, Slick Smíth se dirigió a Edgware Road, y volviendo hacia el Norte, fue por Maida Vale. En aquella calle había muchos hoteles, tan caros que sólo un opulento capitalista podría oír el precio sin desmayarse. Había otros en los que vivían los que se pasan la vida trabajando; pero éstos no interesaban a Slick Smith.

Por fin llegó a Greville Mansions, donde la gente que ocupaba aquellos hoteles era tan rica, que sostenían además otra casa; en efecto, el complemento de un hotel en Greville Mansions era una finca en el campo, y el 30 por 100 de los pisos estaba desalquilado la mayor parte del año.

Había dos entradas, en cada una de las cuales estaba un ascensor, con un portero de librea. Slick Smith entró en una de ellas.

—Quisiera ver a Mr. Hill —dijo.

—Mr. Hill está fuera. ¿Es algo de alquileres?

—Sí —repuso Slick—. ¿El piso de Lady Kilfern se alquila, no?

—Se alquila amueblado. ¿Ha visto usted a los agentes?

El otro metió la mano en su elegante chaqueta y sacó un papel azul, que el portero leyó.

—Perfectamente. Es una orden para ver el piso de Lady Kilfern. ¿Quiere usted venir conmigo?

Le llevó al segundo piso, abriendo una puerta magnífica, que daba a las habitaciones desalquiladas. Slick las examinó rápidamente, y luego dijo moviendo la cabeza:

—¿Está en la fachada? Yo creí que daba a la parte de atrás. Lo siento. Duermo mal, y el ruido de la calle me molesta.

—En la parte de atrás no se alquila ningún piso.

—¿De quién es ése?

Slick señaló a una puerta que había detrás del ascensor. El portero le dijo el nombre del inquilino; un abogado, mientras Smith examinaba detalladamente aquel sitio.

—Esto me convendría —dijo—. También tiene una salida para caso de incendio. Los fuegos me ponen nervioso.

Se acercó a una ventana para ver el patio, y notó que las cerraduras del número 9 estaban a la vista y que un hombre de fuerza, valiéndose de la salida para incendios, podía llegar a la ventana del número 9.

—Me gustaría ver uno de estos pisos; pero será imposible, ¿verdad?

—Claro; yo tengo una llave falsa para caso de accidentes; pero me han prohibido usarla.

—¿Una llave falsa? —Mr. Smith parecía ignorar lo que era—. ¿Qué es eso?

Con la satisfacción propia de todos los hombres que, poseyendo una inteligencia mediana, tienen que explicar algo, dijo el portero sacando una llave falsa del bolsillo:

—Esto es.

Slick la cogió, mirándola con interés.

—¡Qué curioso! Parece una llave corriente. ¿Qué mecanismo tiene? —añadió.

—¡No lo sé! —repuso el portero gravemente.

Se metió la llave en el bolsillo; entonces sonó el timbre del ascensor.

—Perdóneme, pero…

Smith le cogió por el brazo.

—¿Quiere usted volver a verme? Me gustaría saber su opinión sobre este cuarto.

—Volveré dentro de un minuto.

Cuando regresó, después de haber dejado a un grupo de gente en el piso de arriba, Smith estaba donde le había dejado, sumido en sus pensamientos.

—Decía que las llaves falsas… —El portero se metió la mano en el bolsillo y se quedó atónito—. ¡La he perdido! —gritó—. ¿Me la dio usted a guardar?

—Estoy seguro. Pero mire, está ahí.

2. señaló a la alfombra.

—No me hubiera hecho gracia el perderla —dijo el portero ya tranquilo cuando el timbre volvió a llamarle—. Debía usted subir 3 la azotea. Le llevaré en el ascensor.

—Prefiero ir andando —contestó Slick Smith.

Aguardó a que el ascensor se perdiera de vista, y en tres zancadas se dirigió a la puerta. La empujó y ella se abrió, pues él, durante la primera ausencia del portero, se había servido de la llave. Entonces recorrió todas las habitaciones.

El cuarto estaba bien amueblado y evidentemente el opulento abogado era persona de gusto, pues entre los cuadros que se hallaban en el comedor había dos verdaderas obras maestras. Pero a Slick Smith no le interesaban los cuadros, sino cosas más cómodas de llevar, y a los cinco minutos había cogido todo lo que le servía, metiéndoselo en el bolsillo de la chaqueta. Después se dedicó a otra cosa.

Fue a la cocina y a la despensa, oliendo el pan para enterarse de cuándo era, haciendo lo mismo con la manteca y examinando una lata de leche conservada que había en la mesa de la cocina: como al fin se convenciese de que nada se podía comer, salió al pasillo y se puso a escuchar. Hasta él llegó el ruido del ascensor, y entonces, levantando la tapa del buzón, vio cómo seguía subiendo.

En cuanto pasó, cerró la puerta y aguardó a que bajase el portero.

—¡Ah!, ¿está usted aquí? No sabía dónde se había ido.

—Decidí alquilar el piso —dijo Smith—: pero creo que tendré que entenderme con otra persona.

—¡Claro! —repuso el otro—. Y muchas gracias.

Cogió la magnífica propina que Smith le entregó y después Slick salió y al llegar a Maida Vale tomó un coche de punto, dándole una dirección de Soho.

Al salir del coche cruzó una calle, parándose ante una pequeña joyería. Miró a todos lados para cerciorarse de que nadie le seguía, y luego entró, dirigiéndose a un hombre que estaba detrás del mostrador.

—¿Qué vale eso?

Le entregó al joyero una sortija.

—Si le diera cinco dólares, perdería dinero.

—Si me diera usted cinco dólares, le asesinaba —dijo Smith en broma.

Entonces se abrió la puerta para dejar paso a un hombre.

—¡Hola, Smith! ¿Qué haces?

Smith se quedó mirando al recién llegado, que era policía.

—¿Quieres vender algo? —añadió el agente con intención.

—¿Me has venido siguiendo, verdad?

—¿Cómo puedes creer eso? Déjame ver la sortija.

—¡No se la he comprado! ¡No se la he comprado! —gritó el joyero—. Me la ofreció y yo le dije que se la llevara.

—¿De dónde la has sacado, Smith?

—Es un regalo de mi tía Raquel —repuso Smith con ironía—. Me pertenece. Ya verás cómo lo dice Shannon.

—¿De veras?

—Seguro. Vamos a verle. Pero te ahorraré la molestia. Mira lo que pone.

El detective llevó la sortija a la luz y leyó:

A Slick, de su tía

—¡Bueno!…

—Lo que te pasa a ti es que me viste salir del coche y creíste seguir una pista; pero si hubieras sabido cuál era tu obligación, hubieses detenido al coche para enterarte de dónde lo había tomado yo ¿Te atreves ahora a ir a ver a Shannon?

El policía se rascó la cabeza.

—Dentro de poco…

—Bonito título para una canción —dijo Slick y se volvió a Bloomsbury silbando.

Entonces se dio cuenta del peligro que había corrido sí al policía se le hubiera ocurrido registrarle… Slick Smith se aterró sólo de pensarlo.

LVI. El instrumento

Un hombre del oficio de Martin Elton es dueño necesariamente, al cabo de algunos cuantos años de una serie de documentos que debe guardar et un sitio seguro, donde nadie se fije en ellos. Tales papeles no pueden destruirse sin peligro.

Martin rebuscaba en los escondrijos de su memoria alguno que le sirviera, cosa fácil para él, puesto que nunca olvidaba el más pequeño detalle de nada, y al hacer memoria, se acordó de una relación de cuatro páginas escrita por Bill Stanford.

Stanford era un gran estratega sobre el papel. Antiguamente le gustaba examinar minuciosamente cada uno de los «golpes» proyectados, escribiéndolos, y casi todos aquellos documentos habían sido detraídos; pero uno quedó conservado por Martin, en parte por curiosidad, y también con vistas al futuro. Aquel papel estaba guardado en su escondite secreto. Durante la tarde Martín estuvo hojeándolos y pasó media hora rompiendo los que no le servían. Cuando salió llevaba en el bolsillo la memoria de cuatro hojas, que era un medio eficaz de convencer sobre cualquier cosa a Bill Stanford.

Al llegar a su casa, envió a un mensajero con una nota para Stanford, y media hora más tarde sonó el teléfono. Comprendió por el tono de voz de Stanford, que era quien llamaba, que estaba enfadado.

—Ven tú aquí, Martin, yo no puedo ir a verte cada vez que a ti se te ocurra. ¿Qué quieres?

—Hablar contigo. Es una cosa muy importante.

Stanford dijo entonces:

—Ven a verme esta noche.

—No quiero. Tienes que obedecerme como antes de ser el representante de Marshalt. Te necesito antes de las cinco.

—¿Qué pasa? Ya te dije que no podía comprometerme a nada.

—Pues ven a decírmelo aquí. No vas a hablar por el teléfono, que te escucha medio Londres. Cuando te llamo es que es urgente.

Hubo una larga pausa, y luego dijo Stanford más tranquilo:

—Bueno, iré. Pero no creas que vas a seguir dándome órdenes…

Martin Elton cortó entonces. Conocía demasiado bien a su amigo para creer que faltaría.

Un poco después de las cinco llegó Stanford. Martin estaba sentado en su cuarto leyendo un libro.

—¿Para qué demonios me mandas llamar, como si fuera tu esclavo?

—Cierra la puerta —dijo Martin—. Hablas demasiado alto; te van a oír todos los vecinos.

—Pero ¿es que tú crees que voy a ir constantemente detrás de ti?

Stanford estaba pálido de rabia. Tenía, como la mayor parte de los criminales, el sentido de la dignidad. Martin le calmó:

—No vayamos a pelearnos. Se trata de una cosa seria: si no, no te hubiera llamado.

Se levantó, cogió un cigarro y lo encendió. Ofreció la cajetilla a Stanford, que aceptó uno y luego añadió:

—Andrey Bedford se ha hecho de la Agencia de Stormer y ya ha empezado a trabajar.

—¿Andrey? ¿La hermana de tu mujer?

Martin asintió:

—¿Qué ha ido con Stormer? Bueno. No me importa, y a ti veo que tampoco. ¡Y me has hecho venir de square Portman para decirme eso!…

—Añadí que ya había empezado a trabajar. ¿Te acuerdas del robo de hace un año en Holloway que tú planeaste?

—No digas tú; di nosotros.

—Dejémonos de tonterías —repuso Martin—. Le echamos la culpa a ella y no le debió sentar muy bien.

Stanford miró fijamente a Martin.

—Bueno, ¿y qué? Ahora trabaja honradamente. ¿Para qué la quiere Stormer?

—Para que les dé pruebas acerca del robo. Stormer es el agente de casi todas las embajadas.

William Stanford se echo a reír.

—Que les dé todas las pruebas que quiera. Me tiene sin cuidado. ¿Es eso todo?

—Aún no. ¿Te acuerdas de aquel plan de campaña para el asunto de la reina de Finlandia? Resolvías todas las dificultades, y hasta trazaste un croquis del parque.

—No —repuso Martin fríamente—. Era una obra tan perfecta, que la guardé. Andrey estuvo aquí hace dos días, entró en el cuarto de Dora para peinarse, y la llave de mi caja secreta está en el bureau de Dora.

Stanford seguía impasible.

—¿Y qué?

—Hoy fui a la caja secreta para sacar un dinero que tenía allí. Encontré el dinero, pero todos los papeles habían desaparecido.

Stanford palideció.

—¿Quieres decir que te han robado mi plan?

Martin añadió:

—Eso es —y al ver que su compañero se ponía rojo de ira, añadió—: Ya sé que hice mal en guardarlo, tanto más cuanto que tú mencionabas nombres; pero yo estoy casi en el mismo peligro que tú.

Stanford se frotaba las manos nerviosamente.

—¡Me has perdido, imbécil! —gritó furioso—. ¡Guardar ese papel!…

—¿Quién escribió los nombres? Si no los hubieras puesto, no pasaría nada. La culpa es tuya; yo también la tengo; pero si te condenan por esa prueba, no tendrás que pedirle cuentas a nadie.

Stanford se encogió de hombros, más que como indiferencia, para ocultar un estremecimiento.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó a Martin, y durante media hora estuvieron discutiendo acerca del medio de librarse.

LVII. Andrey va a comer

—No tiene usted que hacer nada está noche —dijo Mr. Torrington, en parte severa y en parte amablemente—. Así, pues, si tiene usted alguna comida o entradas para el teatro, vaya.

—¿Va usted a salir?… —preguntó ella; pero en seguida se detuvo—. Perdóneme. No debiera haberle preguntado; lo hice por… —Volvió a pararse, sin saber cómo seguir.

—¿Por amistad?

Ella asintió.

—Ya me lo suponía. Pues, no, hija mía; esta noche me quedo en casa —miró el reloj de la chimenea—. Después de comer tengo una entrevista importante.

La abrió la puerta y ella se fue, satisfecha porque Dora la había dicho que fuese a comer.

Andrey todavía no había oído nada durante el día acerca de Dick Shannon, y en vano buscó en los periódicos el robo de los diamantes. Al hablarle Torrington de ello creyó que la cosa era del dominio público; pero, por lo visto, el viejo se había enterado por otro medio, pues los periódicos ni siquiera mencionaban el hecho. Ella quería ver a Dick, aunque fuese sólo un momento; pero, en realidad, no tenía nada que decirle. Mas como él no había llamado ni telefoneado, en medio de todo, la comida de Dora era un entretenimiento.

Su misma hermana la abrió la puerta al llegar.

—Entra, querida —dijo, besándola—. Tengo otro conflicto doméstico. La cocinera se fue esta tarde y mi nueva doncella ha salido; no he tenido corazón para negarla el permiso, porque iba a ver a su madre enferma. Tendrás que perdonar todos los defectos; afortunadamente, Martin se ha ido al club.

—Yo creí que ibais a salir juntos —exclamó Andrey, sorprendida.

—Claro —repuso Dora—. Vendrá a recogerme más tarde. Tenía que hablar con no sé quién y yo le dije que comiera en el club y que volviese luego.

La mesa estaba preparada para dos, y muy bien preparada, porque Dora, a pesar de sus defectos, era una excelente ama de casa. Tan bien hecha estaba la comida, que Andrey sospechó que la cocinera, antes de marcharse, la había dejado preparada, como era, en efecto, porque Dora la había echado media hora antes, acusándola de ladrona, aunque ya sabía ella que a la mañana siguiente tendría que darla una disculpa para que volviese.

En medio de la comida, dijo Dora:

—Tomaremos un poco de vino para festejar esta reunión de familia.

Se levantó de la mesa y cogió una botella, empezando a destaparla. Andrey se echó a reír.

—No he probado el vino desde… —Se acordó de la noche en que comió con Marshalt, y se calló.

—Me parece que no has tomado nunca un vino como éste —afirmó Dora—. Martin los conoce muy bien, y no hay vino que se le parezca. Cuando le diga que hemos abierto una botella…

El tapón dio entonces un estampido, y Dora llenó los vasos por completo; luego dijo, levantando el suyo:

—¡Por nuestro próximo encuentro!

Andrey se echó a reír y se mojó los labios.

—Eso no es modo de festejar un brindis —la advirtió Dora.

Entonces Andrey levantó la copa solemnemente y no la dejó hasta haberla apurado.

—¡Oh! —gritó—. Debe ser muy bueno, pero no me gusta. Me sabe a quinina.

Media hora más tarde, la nueva doncella de Dora llegó inesperadamente.

—¿No iba usted al teatro?

—Me duele la cabeza. Lo siento, pero no puedo utilizar el billete que la señora me dio.

—Entre —dijo Dora.

—Les serviré la comida a la señora y a Miss Bedford.

—Hemos comido ya, y Miss Bedford acaba de irse. Me extraña que no la haya encontrado usted.

LVIII. El sorprendente Mr. Torrington

El visitante que llegó al hotel Ritz-Carlton era esperado, porque tan pronto como dio su nombre, el encargado llamó a un botones.

—Lleva a este caballero al cuarto de Mr. Torrington —dijo.

Y Martin Elton, pues él era, fue al ascensor.

Al entrar, Daniel Torrington, que estaba en zapatillas y bata, le miró fijamente, y sin mucha cordialidad le invitó a sentarse.

—Me parece que nos hemos encontrado antes, Mr. Torrington —dijo Martin.

—Yo estoy seguro de que no, aunque le conozco a usted mucho de vista. Quítese, el abrigo. Me ha pedido usted una entrevista. ¿Es usted el cuñado de mi secretaría, verdad?

Martin bajó la cabeza.

—Tengo esa desgracia.

—¿Desgracia? —El viejo alzó las cejas—. ¡Ah, se refiere usted a su pasado!

No lo dijo con ironía; pero en sus palabras había cierto sarcasmo de que Martin se dio cuenta.

—Usted y su esposa deben sentirlo mucho. Estuvo complicada en un robo de joyas, ¿verdad? Lo que no sé es si ella fue el instrumento o quien planeó el robo.

—Cuando la cogieron, las joyas estaban en su poder —dijo Martín.

La cosa era más difícil de lo que él se imaginó.

—¿Seguro? Bueno, es lo mismo; yo ya lo sabía todo antes de darle empleo —y añadió—: ¿Ha venido usted para protegerme de ella?

Torrington seguía sarcástico. A pesar de su frialdad, Martin comprendía que se estaba burlando de él.

—No, no vine para eso, sino para otra cosa más importante. Discúlpeme si tengo que decirle algo un poco molesto.

Torrington miraba fijamente a Martin.

—Mr. Torrington, hace muchos años fue usted a la cárcel en Sudáfrica por compra ilícita de diamantes.

Torrington asintió.

—Hubo entonces un complot organizado por el hombre más miserable de toda el África del Sur, un tal Lacy Marshalt, que, afortunadamente, ya ha muerto. Yo fui entonces la víctima, y me metieron en la cárcel.

—Usted estaba casado y tenía una hija de pocos años.

Torrington volvió a asentir.

—Su esposa nunca le perdonó aquello. En cuanto le llevaron a usted a Breakwater se fue de Sur —áfrica y desde entonces no ha vuelto usted a saber de ella.

—Una vez —contestó el otro—. Me escribió una vez.

—Vino a Inglaterra con su niña y una hija mayor, cambió su nombre por el de Bedford y vivió de una pequeña renta…

—Anual —añadió Torrington sin inmutarse—. Una anualidad que yo la fijé antes de que me detuvieran. Tiene usted razón. Prosiga.

Martin dio un suspiro. Cada frase le costaba un gran esfuerzo. Era como si tratase de horadar una pared de granito.

—Su esposa era muy excéntrica. Por razones desconocidas hizo creer a Dorothy —recalcó esta palabra— que era la hija de su primer esposo. No sé por qué…

—Bueno —interrumpió Torrington—. Todas esas cosas pueden ser o no verdad. ¿Qué pasa?

Martin Elton se decidió.

—Usted cree, señor, que su hija Dorothy murió. No es cierto; vive. Está en Inglaterra, es mi esposa.

Daniel Torrington le miró; parecía querer esclarecer las intenciones de su interlocutor.

—¿Entonces, lo que usted tenía que decirme es que mi pequeña Dorothy vive y es su mujer?

—Eso es.

—¡Ah!…

El viejo se acarició la barbilla. Hubo un penoso silencio.

—¿No sabe usted cómo me detuvieron? Se lo diré.

Miró hacia el techo, como si tratara de reconstruir la escena.

—Estaba sentado en la galería de mi casa, en Wynberg, pues yo, en el verano, siempre iba a la Península, y hasta recuerdo que me hallaba meciendo a mi hija. Entonces vi a Marshalt, que venía a todo correr, seguido por dos detectives. Él se asustó; me tenía miedo, y al levantarme yo y dejar el niño en la cuna sacó el revólver y disparó. Él dijo que yo tiré primero; pero fue él. Yo no quería haber hecho fuego; pero su bala dio en la cuna y oí gritar a mi hija. Entonces disparé yo, y si no hubiera sido por mí rabia le habría matado; pero fallé, y su segundo tiro me partió una pierna. ¿No lo sabía usted?

Martín dijo que no con la cabeza.

—¿No oyó usted hablar nunca del tiro que dio en la cuna, eh?

—No, señor: eso es nuevo para mí.

—Me lo suponía. La niña no fue herida de gravedad; la bala le rompió el hueso del dedo meñique del pie. Parece mentira que su mujer nunca se lo dijese.

Martin estaba callado.

—Mi pequeña Dorothy no murió; lo supe hace mucho tiempo. La busqué, y, gracias a mi amigo Stormer, la he encontrado.

—¿Lo sabe ella? —dijo Martin, lívido.

Torrington movió la cabeza.

—No, no lo sabe; no quiero que lo sepa hasta que yo no haya terminado lo que tengo que hacer.

Y he hecho creer a todos, excepto a un hombre que no tiene nada que ver conmigo. Pregúnteselo a Mr. Willitt, que casi me pidió de rodillas que la hiciera mi secretaría.

Seguía mirando fijamente a Martin.

—¿Con que su esposa es mi hija? Dígala que me muestre su pie izquierdo. Usted puede falsificar partidas de nacimiento, pero no pies humanos.

Tocó el timbre, y dijo al criado que llegó:

—Acompañe a este caballero, y cuando vuelva Miss Bedford, que venga a verme.

Martin se fue a su casa medio atontado, y Dora leyó en su cara que había fracasado. Le condujo al gabinete y cerró la puerta.

—¿Qué pasa, Martin? ¿Le viste?

Él inclinó la cabeza.

—Sabe todo —añadió con voz ronca.

—¿Qué sabe?

—Sabe que Andrey es su hija; lo supo hace mucho, porque Stormer la anduvo buscando. Iba a decírselo esta noche. ¿Comprendes lo que eso significa para nosotros?

Y Martin se sentó, cubriéndose la cara con las manos.

—Se trata de la pérdida de una fortuna —dijo ella.

A lo cual replicó él:

—Tú te empeñaste en hacerlo contra mi voluntad. Mi idea fue decirle al viejo que Andrey era su hija. Tú dijiste que preferías morir a verla millonada. ¿Y qué ha pasado?

—Torrington tendrá que pagar por su rescate si es que…

—¿Qué?

—Si es que aún está viva y si no le ha sucedido… nada más.

LIX. Una señora visita a Mr. Smith

El casero de Mr. Slick Smith era un hombre tolerante; sabía que su inquilino no gozaba de buena reputación; pero esto no le importaba. Pagaba bien, era cortés, no ocasionaba molestias y agradecía todos los favores que el dueño, pasante de un célebre abogado, le hacía.

Había hablado con franqueza a Smith tan pronto como descubrió su profesión y la conversación pudo resumirse en estas palabras: «Haga lo que quiera, con tal de que no perjudique el buen nombre de la casa».

No le gustaban las visitas, pues los muchos visitantes parecen conspiradores, y en este sentido no podía quejarse de Slick Smith.

Aquella noche, el casero oyó que alguien llamaba. Eran las once. El mismo fue a abrir y encontró a una mujer joven, a quien no conocía ni creía que su inquilino tampoco.

—¿Mr. Smith? Creo que no está. ¿Puedo darle yo el recado?

—Es una cosa muy importante; necesito verle —dijo la joven, impaciente.

Su interlocutor dudó. Los visitantes, en general, le molestaban; pero una mujer, y a las once de la noche, más aún. Sin embargo, pensando que quizá sería que su madre o su hermana estuviesen enfermas, subió y llamó a la puerta sin recibir contestación. Levantó el pestillo, entró. El cuarto estaba vacío y volvió a repetir lo de antes.

—Mr. Smith no está, señorita —dijo, y cerró la puerta.

Al cabo de un rato, como le pareciera oír que alguien bajaba las escaleras, salió de su habitación y miró. Era Mr. Smith.

—No le he visto entrar.

—No me he marchado —repuso Smith en el mismo tono de siempre.

—¿Va usted a salir?

—He oído que alguien llamaba, y creí que era por mí.

—Era una señora que quería verle.

—¡Ya me parecía a mí!…

Entonces, el casero aprovechó la ocasión para expresar sus opiniones:

—No me agradan las visitas a estas horas de la noche. Supongo que no la hará usted entrar.

—No tengo otro remedio —dijo Smith—. Es un asunto muy importante. Viene de parte de mi amigo el capitán Shannon, el Sherlock Holmes de Scotland Yard.

El casero conocía de nombre al capitán Shannon y dio su permiso, y hasta encendió todas las luces del recibimiento.

—Entre —dijo Smith—. ¿Viene de parte del capitán Shannon?

—Sí —contestó la otra, y esto fue todo lo que el casero oyó, pues con estas frases se quedó satisfecho.

Durante un cuarto de hora siguieron ambos hablando en voz baja, hasta que, al fin, ella se fue y Smith fue a buscar al casero.

—Es más importante de lo que yo creía —le dijo gravemente—. El capitán Shannon está en un apuro y me ha llamado porque nosotros ayudamos muchas veces a la policía.

Esto era una novedad para el casero: pero se quedó convencido, porque los abogados son como los niños.

Slick se cambió de traje, poniéndose uno ya gastado, y después de coger el abrigo, salió, acercándose a la joven, que le aguardaba en una esquina, y fue con ella a Southampton Row.

Al llegar allí volvió la cabeza y vio al inevitable agente de Stormer detrás. Tomó un coche; el otro hizo lo mismo. Smith no tuvo necesidad de verlo; sabía que le había de imitar. Ya en Marble Arch, preguntó el cochero:

—¿Adónde?

—A Greville Mansions, Maida Vale —dijo Slick.

Se dirigió a aquel barrio aristócrata con aíres de propietario, puesto que acababa de alquilar provisionalmente un piso segundo; por tanto, el portero tenía que recordarle. El encargado del ascensor subió con él, hablando del tiempo y dándole las buenas noches al llegar arriba, aunque creía que Slick no podría dormir, porque ningún hombre rico puede hacerlo.

El sargento Steel y su jefe eran dos de los tres hombres que se reunieron aquella tarde en casa de Dick. El tercero era el inspector encargado de Marylebone Lañe, y hablaron del número 551 y de su tesoro.

—No me he decidido aún a llevarme el ídolo —dijo Shannon—; pero las órdenes dadas a la compañía de electricidad subsisten. Ha venido a verme uno de sus ingenieros y dice que pueden cortar la corriente desde fuera. Lo cual significa que Malpas y sus amigos son impotentes.

—¿Entrará usted antes de cortar la corriente? Después será muy difícil —dijo el inspector.

Dick asintió.

—Me satisface el poder paralizar al fantasma, aunque es posible que cuando cortemos la corriente nuestro amigo quede preso en algún sitio oculto permanente.

—En esa casa —repuso Steel— no volveremos nunca a ver a Slick Smith.

—Shannon se echó a reír.

—¿Tú crees que Smith es el causante de todo esto?

—Estoy seguro —contestó el otro—. ¿No ha notado usted, capitán Shannon, que Smith siempre anda por allí? Esta tarde, después de haber visto salir de la puerta una mano con un guante amarillo, le vi y llevaba guantes amarillos.

—Mucha gente hace lo mismo —dijo Dick—. Ahora es la moda entre los elegantes de Londres. Sigue con tu Smith, pero creo que estás equivocado.

—Sin embargo, algo tiene que ver —insistió Steel—: siempre le va siguiendo un hombre de Stormer, y éste nunca pierde el tiempo inútilmente.

Dick sonrió al acordarse de que Andrey era uno de los agentes de Stormer.

La reunión terminó a las diez y media, después de decidir el plan de operaciones para el día siguiente; y a las once menos cuarto Steel hizo su ronda por todos los cabarets que se habían fundado en Londres desde la guerra. En unos se bailaba, en otros se comía; unos eran lujosos salones, otros reducidas bodegas, donde unos cuantos hombres de clase baja bailaban al son de la invisible orquesta. Hecho esto, Steel volvió a su casa. Eran las doce menos cuarto cuando llegó a la plaza Upper Gloucester, donde vivía, y ya estaba buscando la llave, cuando vio un hombre que se acercaba hacia él, andando rápidamente. Esto no era de extrañar, ni tampoco el que llevase una maleta, porque la estación de Marylebone estaba cerca, y los viajeros pasaban a menudo por la plaza Upper Gloucester.

No reconoció al hombre cuando éste llegó a la luz de un farol, pero la maleta le pareció familiar. Dudó durante un momento, y luego, aunque se caía de sueño, dio media vuelta y siguió al transeúnte.

Tenía razones para ello. Si no se convencía de que sus ojos le habían engañado, más tarde habría de maldecirse por su pereza. La caza era un poco absurda, porque todas las maletas se parecen, y más vistas de noche, a la sola luz de un farol. Pero ya estaba decidido y aceleró el paso, porque el otro caminaba rápidamente, aunque la maleta debía pesar bastante, pues de cuando en cuando la cambiaba de mano.

Llegaron hasta Harley Street, donde el desconocido se detuvo y entonces Steel fue corriendo hacia él. Sólo les distanciaba una docena de yardas, cuando el otro se volvió y viendo a su perseguidor echó a correr también. Fuese o no por la maleta, sus razones tendría para correr, y el instinto policíaco se lo dijo así a Steel. No había ningún guardia a la vista, y el que llevaba la maleta debía conocer bien el terreno; pero tuvo mala suerte, porque al doblar una esquina encontró a un policía de guardia. Allí se paró, y al ver que Steel se le echaba encima, dejó la maleta y esquivando al agente desapareció.

En aquel breve espacio de tiempo. Steel le reconoció: era Slick Smith. ¿Debía continuar la persecución? Al fin, convencido de que lo que a él le interesaba era la maleta, dijo al policía:

—Vaya detrás de ese hombre y cójale.

Abrió entonces la maleta, y al ver lo que contenía casi se desmayó.

Dick estaba desnudándose cuando su subalterno entró en el cuarto con su presa debajo del brazo.

—¡Mire esto! —dijo abriendo la maleta.

Dick se quedó atónito.

—¡Los diamantes!

—¡Slick Smith los tenía! Le vi en la plaza Upper Gloucester; le seguí, aunque sin saber que era él. Echó a correr, y cuando yo le alcancé dejó la maleta.

—¿Slick Smith? ¿De dónde venía?

—De Park Road —dijo Steel—. Creí que me iba a dar algo cuando vi lo que había yo cogido.

Dick examinó las piedras.

—Esta vez no habrá error que valga. Vaya por un coche.

Se vistió apresuradamente; pero antes de acabar, ya estaba Steel de vuelta. Esta vez se habían tomado todas las precauciones, porque el coche estaba rodeado de policías; había cuatro hombres dentro, dos en el pescante y un policía a cada lado. Así entraron en Scotland Yard, y el tesoro de Malpas fue encerrado en una caja de seguridad.

—Ahora, que vengan —dijo Shannon—; mientras…

—Cogeremos a Slick Smith —añadió Steel—. Voy a su casa.

—No le encontrará —repuso Shannon—. ¿Cree que va a caer en la trampa? Deje a Smith por mi cuenta.

Los dos volvieron a Haymarket y vieron que William estaba en la puerta, hablando con un muchacho muy desarrapado.

—Dice que tiene una carta para usted y no ha querido entregármela.

—Me han dicho que sólo al capitán Shannon.

—Yo soy el capitán Shannon —dijo Dick; pero el muchacho seguía mostrándose reacio. Le hicieron entrar en el despacho, viendo allí que se trataba de uno de esos pilluelos de Londres harapientos y casi descalzo.

Después de registrarse todos los bolsillos, sacó un papel sucio, que Dick, desplegándolo, vio que era un trozo de periódico, en cuyo margen habían escrito:

¡Por Dios, sálveme! Estoy en el muelle de Fould. Ese demonio me matará si no esta misma noche.

¡La firma era: «Lacy Marshalt»!

LX. El muelle de Fould

—¡Lacy Marshalt! —gritó Steel—. ¡Buen Dios! ¡No es posible!

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Shannon.

—Me lo dio un muchacho en Spa Road, diciéndome que lo trajera. Bueno, no era un muchacho: era un joven.

—¿No sabes cómo se llama?

—No, señor; dijo que un caballero se lo había entregado cerca de Dockhead, y añadió que si se lo llevaba al capitán Shannon me daría una libra.

—¿Por qué no lo trajo él?

El joven sonrió.

—Porque le conoce a usted; eso me dijo. Ha estado en el «campo».

«El campo», en el argot de la clase baja, que Dick conocía muy bien, era la cárcel. Por tanto, se comprendía la repugnancia del desconocido emisario.

—¿El muelle de Fould? ¿Sabes tú dónde está?

—Sí, señor; cerca de Dockhead; es un muelle de madera. He pescado allí muchas veces.

—Muy bien; tú nos guiarás. William, saca el coche. Que este muchacho se siente a tu lado, pero límpiale antes. Aquí está el dinero.

Entregó un billete de una libra al golfo, que se lo guardó cuidadosamente.

El auto se detuvo en Scotland Yard para recoger a todos los policías que se podían llevar. Volvió a pararse en el puente de Londres para que subiera un sargento que conocía el sitio.

—Sí, es un muelle unido a un viejo almacén, uno de los pocos muelles antiguos que quedan.

—¿Por qué es antiguo? —preguntó Dick.

—Porque no tiene, como casi todos, un frente de piedra o de ladrillo.

Al fin llegaron al muelle, viendo los altos mástiles de los buques que sobresalían del muro que rodeaba al dicho muelle. Cuando se acercaron a un enorme bauprés que se alzaba por encima de la pared, el detective dijo al chauffeur.

—Éste es el sitio. Ya no hace falta el muchacho, según creo, capitán Shannon.

Por tanto, despidieron al golfillo, llegando, luego de haber bajado una cuesta, a una vieja puerta, por la que se podía entrar fácilmente.

Se hallaban en un camaranchón sucio; enfrente podía verse el río; pero cuando volvieron la esquina, un viento frío les dio en la cara.

—El muelle verdadero está a la derecha.

El sargento indicó un montón de madera que resonaba cada vez que Shannon daba un paso. Dick fue a la orilla y miró al agua.

—Aquí no hay nadie; vayamos al almacén.

—¡Socorro! —gritó una voz débil, pero perceptible.

—¿De dónde ha venido eso? —preguntó Dick.

—Del almacén ciertamente no —dijo Steel—. Parecía proceder del río.

Aguzaron el oído y volvieron a escuchar, después de un gemido:

—¡Socorro! ¡Por Dios, socorro!

—Viene de debajo de las pilastras —afirmó Dick.

Fue a la orilla y miró. Subía la marea; el agua estaba muy alta. A la derecha vio una barca y saltó a ella.

—¡Socorro! —Esta vez la voz estaba más cerca.

Escudriñó atentamente por entre los pilares y observó que algo se movía.

—¿Dónde está usted? —gritó.

—¡Aquí!

¡Era la voz de Lacy Marshalt!

El bote no tenía remos: pero Shannon, agarrándose a los postes, llegó hasta donde había sonado la voz. Entonces iluminó aquel sitio con su linterna, y al poco rato pudo ver al pálido Marshalt. Estaba metido en el agua hasta los hombros y con las manos en alto parecía estar atado a la viga.

—¡Apague la luz! ¡Sino le matará! —gritó Marshalt.

Dick se agachó. Inmediatamente sonaron dos estampidos. El sombrero del detective cayó al agua, y Shannon sintió un agudo dolor en la oreja izquierda; soltó la pilastra a que estaba agarrado y la lancha se alejó; trató de volver a donde antes estaba, y entonces Steel saltó a su lado.

—Saque el revólver y vigile bien —dijo mientras hacía avanzar a la barca—. ¡Cuando vea una cabeza, dispare!

Al poco rato volvieron al lado de Marshalt. Una cadena le rodeaba la cintura, y por las muñecas estaba atado a un clavo de la viga, sin poder soltarse, pues además estaba esposado. Era evidente que si hubiera continuado en aquella posición diez minutos más, habría muerto.

—¡Una llave de esposas, pronto! ¿Tiene alguna, Steel?

—Sí, señor.

Inmediatamente Dick libró a Lacy de las esposas y se puso a arrancar la cadena. Tenía que trabajar en la oscuridad, mientras Steel trataba de descubrir al autor del disparo. Más allá de las vigas había un muro cubierto de musgo y donde había tres barrotes empotrados. Steel encañonó con su pistola este lugar, pero no sucedió nada, y a los pocos minutos Marshalt, ya libre, entró en el bote, lanzando un suspiro de alivio.

Volvieron al punto de partida, en donde el sargento les izó a todos hasta que estuvieron a salvo. Marshalt daba lástima: pálido, demacrado y con una barba inculta, temblaba de frío. Le llevaron al puesto de policía más cercano, donde, después de un baño caliente, se vistió con un traje prestado, quedando algo más presentable, aunque seguía temblando.

—No sé dónde estuve —dijo con voz débil—. ¿Cuánto tiempo hace de mi desaparición?

Se lo dijeron.

—He estado dos días en una cueva debajo del almacén. Si no hubiera caído de la calle un trozo de papel, estaría ahora muerto. ¿Cuándo volverá el capitán Shannon?

—Ha ido a registrar el almacén —dijo un sargento de aquel puesto.

La inspección de Dick apenas si sirvió de algo. La puerta principal estaba abierta, pero no vio ni rastros de su agresor. Había varios departamentos subterráneos, donde Lacy podía haber sido encerrado. Uno de ellos comunicaba con la calle, y en él hizo un descubrimiento importante. Al pie de las escaleras había una caja de municiones para pistola automática, la caja que faltaba del almacén de Marshalt. Se la entregó a Steel sin decir palabra.

—Malpas está aquí —dijo Steel mirando a todos lados.

—Creo que no —repuso Shannon—. Nuestro amigo no dispara más que un tiro por noche.

Entonces se acercó a las escaleras que conducían al piso alto del almacén.

—No vale la pena de ir arriba. Diré al sargento que lo haga mañana.

El hombre que estaba arriba escondido al lado de una ventana se alegró al oír esto, pues la decisión de Shannon le ahorraba el tener que tirarse al agua. Cuando Dick hubo salido, bajó y esquivando al oficial de guardia fue hasta la orilla del río, saltó al bote y se internó por entre las vigas. Al tocar el agua fría se estremeció.

—¡Esto se complica!

Era Slick Smith.

LXI. La historia de Marshalt

Cuando Shannon llegó al puesto de policía, Marshalt ya estaba lo suficientemente repuesto para hablar de sus aventuras.

—Tengo muy poco que decir, capitán Shannon. Como usted ya sabrá, fui a casa de Malpas, porque me mandó un billete diciendo que se trataba de una mujer. Fui idiota en no sospechar el lazo. Él me odiaba: pero yo tenía ganas de verle, porque había oído hablar mucho de él.

—¿Cuándo recibió usted el billete?

—Medía hora antes de salir. Yo comía en Rector’s con algunos amigos, y al salir Tonger me llevó la nota, según él mismo puede decirle.

—Tonger ya no puede decir nada —dijo Dick, y Marshalt se le quedó mirando.

—¿Ha muerto? ¡Santo Dios! ¿Cuándo?

—Le encontramos asesinado media hora después de su desaparición.

Aquella noticia dejó atónito a Lacy, pero al cabo de un rato continuó:

—No sé si por inspiración divina o si por acordarme de todos los avisos recibidos, pero subí a mi cuarto y me puse un chaleco a prueba de balas que llevaba yo cuando estuve en los Balcanes hace unos años. Era muy incómodo, pero esta precaución me salvó la vida. Sin abrigo, pues pensaba volver directamente a mi casa, salí y llamé a la puerta del número 551, que se abrió inmediatamente.

—¿No oyó usted nada? —preguntó Dick.

—No; la puerta se abrió en seguida. Yo esperaba encontrar algún criado, pero vi con sorpresa que allí no había nadie: luego oí una voz que venía del piso de arriba y que dijo: «Suba». Como es natural, obedecí y llegué a una espaciosa habitación, tapizada de terciopelo, pero vacía. Me sentí inquieto, y ya iba a salir del cuarto cuando la puerta se cerró de repente. Entonces oí una risa, y volviéndome vi a un hombre que estaba indudablemente disfrazado y que gritó: «¡Ya te he cogido!».

Tenía en la mano un revólver antiguo, y yo, comprendiendo que era imposible salir, me dirigí hacia él. Apenas había dado dos pasos, cuando tropecé en un hilo y me caí. Al levantarme quise seguir avanzando para quitarle la pistola, pero hizo fuego. Esto es todo lo que recuerdo hasta que desperté, muy dolorido. Pronto comprendí por qué.

Se abrió la camisa y Shannon vio que tenía roja toda la piel de encima del corazón.

—¿Dónde estaba usted cuando recobró el sentido?

—Apenas si me acuerdo. Me debí despertar varias veces: una de ellas, porque sentí el pinchazo de una aguja en el brazo. Traté de levantarme y luchar con Malpas; pero tenía menos fuerzas que un niño. Cada vez que volvía en mí era en un sitio diferente, hasta que me encontré en la cueva del almacén, atado, Malpas me estaba mirando.

No me dijo quién era ni yo pude reconocerle; pero por lo visto le había hecho algo en Sudáfrica. Me aseguró que aquélla era mi última noche, y al irse encontré, por fortuna, un papel y un lápiz. Con gran esfuerzo logré levantarme y arrojar la nota que usted recibió.

—¿No recuerda usted si le volvieron a llevar a Portman Square?

Lacy movió la cabeza.

—No. Pero dígame lo del pobre Tonger. ¡Qué horrible! ¿Quién le mató? ¿Cree usted que fue Malpas?

—Conteste a esto, Mr. Marshalt: ¿hay algún camino por dónde ir de su casa a la de Malpas? Yo he hecho un examen muy cuidadoso y no lo he encontrado.

—Si lo hay, lo habrá construido Malpas: pero creo que no. Pero ahora que habla usted de ello, recuerdo que una vez me quejé por unos ruidos que se oían al lado. Tonger también los oyó. Y a propósito, ¿se ha encargado Stanford de mi casa? Hace algún tiempo dije que fuera él el que lo hiciera.

—¿Por qué? —preguntó Dick.

—Fue hace varios años, cuando yo era más amigo de él. Es decir, antes de saber que era un ladrón, lo que descubrí cuando el secuestro de aquel millonario griego. ¿De modo que Stanford está en casa? No es por nada, pero eso no me gusta.

Luego estrechó la mano de Dick.

—Le estoy agradecidísimo, capitán Shannon. Le debo la vida. Si hubiera tardado usted cinco minutos… —Se estremeció.

Dick no contestó, y al cabo de un rato dijo, hablando de otra cosa:

—Dígame, Mr. Marshalt. Aunque no haya reconocido usted a Malpas, debe tener usted alguna sospecha de quién es.

Marshalt dudó un momento.

—¡La tengo! —afirmó—. Pero es absurda. ¡Yo creo que Malpas es una mujer!

LXII. La que vio Andrey

Andrey Bedford tenía una pesadilla. Soñaba que se encontraba en lo alto de una torre, la cual se balanceaba para todos lados, hasta que una vez ella cayó al aire y pegó un grito.

La verdad era que la dolía la cabeza; la dolía fuertemente. El mal comenzaba en los ojos y llegaba hasta la nuca. Lanzó un gemido y metió la cara entre las manos. Nunca había tenido un dolor de cabeza; por tanto, sin saber qué hacer, buscó el timbre para que la trajeran una taza de té. Quería beber algo, porque tenía la lengua reseca y un sabor de boca horrible. Volvió a quejarse y se incorporó.

Estaba completamente a oscuras, y su lecho no era una cama, sino un catre no muy alto. Al darse cuenta, se levantó, apoyándose en la pared para no caerse, pues la cabeza le daba vueltas. Luego buscó la puerta y la abrió. Afuera tampoco había luz. Al fin de lo que parecía ser un largo pasillo, se veía un resplandor, y Andrey se dirigió hacia él. Se daba cuenta vagamente de que aquello era un corredor destartalado y de que la luz provenía de una lámpara que colgaba del techo.

Entonces en un cuartito de al lado vio un lavabo, y fue hacia él con alegría. La primera agua que salió del grifo estaba sucia; pero luego ya no, y, por tanto, pudo beber valiéndose de las manos. Se lavó la cara, secándose con una toalla que colgaba de un clavo y que parecía estar puesta allí para ella, porque los únicos muebles de la habitación eran el catre y las almohadas.

Dejó correr el grifo; el sonido del agua acompañaba mucho. Luego, sentándose en el reborde de la ventana, trató de averiguar en dónde estaba. Lo último que recordaba era su conversación con Mr. Torrington. Es decir, no: también se acordaba de que había ido a su cuarto a ponerse el sombrero. Así, poco a poco, fue reconstruyendo lo que había hecho hasta que llegó a cuando comió con Dora.

Ya no recordó más: por tanto, debía estar en casa de su hermana. Dora la había dicho que el piso alto de Curzon Street no había sido amueblado.

Aún la atontaba el efecto de la droga; pero pronto descubrió la causa de aquella oscuridad. Todas las ventanas estaban cerradas con postigos, que a su vez estaban asegurados con una barra de acero. Andrey, haciendo uso de toda su fuerza, trató de separarlos: pero aunque practicó la misma operación con cada una de las ventanas, ninguna cedió.

La puerta estaba cerrada; intentó mirar por el ojo de la cerradura, pero no vio nada. Y entonces sucedió lo inevitable. Se le doblaron las piernas y tuvo la presencia de ánimo necesaria para dejarse caer al suelo/ antes de desmayarse. Al volver en sí, sintió frío, pero el dolor de cabeza había desaparecido casi por completo, y fue capaz de volver a donde estaba el agua.

Logró encender la luz en el cuarto donde se había despertado por primera vez. Era una habitación vacía, si se exceptúan el colchón puesto sobre el suelo y una silla rota. Encontró una barra de hierro, y aunque era un arma que no la serviría de mucho, dada su debilidad, sin embargo, la inspiró confianza. Luego acabó de romper la silla, y con una de las patas trató de separar los barrotes de los postigos, pero todo fue inútil.

Con hambre y débil se dejó caer sobre la cama, puso la cabeza sobre la almohada y se quedó dormida inmediatamente. Al despertarse sintió calor, y el hambre se había transformado en un dolor continuo. Se incorporó, tratando de reflexionar, y entonces oyó que alguien hablaba. ¿Sería Martin? No; la voz era demasiado gruesa para ser de él. Fue a la puerta y escuchó. Alguien subía.

¿Quién era? El corazón le latía aceleradamente. Volvió a oír la misma voz, y entonces casi se desmayó.

¡Era Lacy Marshalt! Tuvo que llevarse una mano a la boca para no gritar. Lacy Marshalt decía:

—Sí; hay algo aquí.

Andrey pensó volverse loca. ¡Lacy Marshalt había muerto!

Los pasos en la escalera sonaron de nuevo, y ella, inclinándose, miró por debajo de la puerta. Afuera lució una débil luz, y Andrey vio a un hombre, pero de espaldas.

—Hay algo aquí —repitió. La voz era de Marshalt.

Evidentemente, estaba escuchando, lo mismo que ella. Al fin volvió la cabeza; Andrey vio una nariz larga, una barbilla puntiaguda y una cabeza enorme. ¡Malpas! Cuando volvió a mirar de nuevo, él ya se había ido.

¡Malpas y Marshalt! ¿Qué significaba aquello? Andrey se estremeció; tuvo que apoyarse en la pared para volver a su cuarto. ¡No estaba en Curzon Street! ¡Estaba en poder de aquel hombre diabólico! El miedo la paralizó. Y entonces alguien llamó a la puerta del pasillo.

Ella contuvo la respiración y aguardó, con los ojos clavados en la puerta para ver quién entraba.

LXIII. Un hombre entra

Al cabo de un rato, la llamada se repitió. Andrey estaba inmóvil, sin atreverse ni a respirar. ¿Debía dar a entender que allí había alguien? Entonces pensó que Dora y su esposo sabían que ella se encontraba allí.

Volvió a oírse el mismo golpe, y luego nada. Pasó media hora antes de que Andrey se atreviese a moverse. Todo estaba en silencio; se puso a escuchar en la puerta, pero no oyó nada, y entonces volvió a donde antes, hasta que el sonido de una llave en la cerradura La llamó la atención. Desde aquel cuarto sólo podía ver la pared del pasillo. Luego la puerta de fuera se cerró.

¿Habría alguien en el corredor aguardándola? Se asustó sólo de pensarlo, pero comprendió que aquello era absurdo. ¿Para qué? Sin embargo, tuvo que hacer uso de todo su valor para atreverse a mirar, y al hacerlo lanzó un grito de alegría, porque en el suelo había una bandeja con un jarro de café, pan y mantequilla y varios trozos de carne fría. Andrey llevó todo a su cuarto y comió despacio. Entonces se dio cuenta del hambre que tenía, y hasta que no hubo devorado casi todo, tomándose tres tazas de café, no comprendió que debía haber visto quién trajo aquello.

Pero quizá fuese Dora. Y entonces comenzó a reflexionar. ¿Por qué habrían hecho aquello? ¿Qué interés tenía su secuestro para Dora? Ya sabía que Dora la odiaba; pero su hermana no hacía daño a nadie si no le era de ningún provecho; y ¿qué provecho podía sacar de encerrarla en casa de Malpas? Porque en casa de Malpas estaba.

Encendió todas las luces que encontró, porque aquello la acompañaba, como el agua. ¿Cuándo volvería a comer? ¿Debía intentar descubrir al hombre o mujer que le trajese la comida? Varias veces fue a escuchar a la puerta, pero en vano.

Por fin, a la séptima vez de hacer esto, oyó que alguien bajaba las escaleras. Se arrodilló, miró por la cerradura y esta vez obtuvo resultado. Algo oscuro pasó por delante de la puerta, y ella lo pudo ver gracias a la escasa luz de fuera. Era un hombre que llevaba un abrigo que le llegaba casi hasta los talones; se cubría con un sombrero negro. Durante un momento se detuvo escuchando; luego hizo un movimiento con la mano y se abrió parte de la pared, un espacio de seis pulgadas de ancho, tan bien disimulado que el mismo Dick Shannon habría pasado cien veces a su lado sin descubrirlo.

Andrey vio cómo el desconocido metía la mano en la abertura. Saltó una chispa azul y las luces del pasillo se apagaron. Luego el otro se acercó a la puerta. Andrey pensó que volvía a subir; pero él introdujo una llave en la cerradura, y entonces ella, gritando, corrió por el pasillo, entró en su cuarto y sujetó la puerta con todas sus fuerzas mientras la de fuera se abría lentamente…

LXIV. Dora no quiere hablar

Dick Shannon volvió a su casa a las cuatro de la mañana, después de haber acompañado a Lacy Marshalt hasta su domicilio y de haber presenciado la sorpresa de Stanford ante aquella repentina aparición.

Encontró a dos hombres en su despacho. Uno era el somnoliento William y el otro…

—¡Caramba, Mr. Torrington! ¡Es usted la única persona que me sorprende que venga a mi casa!

El otro estaba desconocido, pues ya no empleaba su tono de zumba característico, según Dick pudo ver.

—Le necesito a usted. Mi hija ha desaparecido.

—¿Su…?

—Mi hija Andrey. ¿No sabía usted que era mi hija? No puedo contarle ahora toda la historia; pero lo cierto es que Andrey Bedford es Andrey Torrington, la hija de mi segunda esposa.

Dick miró a su interlocutor asombrado.

—Me deja usted atónito. ¿Dice usted que ha desaparecido? ¿Pero no estaba en el mismo hotel que usted?

—Salió la última noche y no ha vuelto. La dejé salir porque yo tenía que hablar con Martin Elton.

4. brevemente narró toda la entrevista.

—Afortunadamente para él, yo sabía todo y adiviné sus intenciones antes de que terminase; además, di órdenes para que en cuanto Andrey volviera viniese a verme. A las once aún no había regresado. A las doce mandé buscarla, creyendo que había ido a algún baile; pero sabiendo lo que son las jóvenes de hoy día, no me alarmé hasta que dieron la una y las dos. Entonces llamé a la policía, me dijeron que estaba usted fuera, y no pudiendo aguardar más vine aquí.

—¿Dónde fue ella? —preguntó Dick.

Mr. Torrington movió la cabeza.

—No lo sé. No dijo más que iba a salir, y no habló con nadie. Claro está que yo no he entrado en su cuarto, pues no quise hacerlo hasta no estar seguro de que la había pasado algo.

—Entraremos ahora —exclamó Dick, y fueron al hotel.

El portero que abrió la puerta no pudo darles ninguna noticia.

—La señorita no ha vuelto aún —dijo.

Les llevó en el ascensor al cuarto de ella, y entraron. La cama estaba hecha y el vestido de noche de Andrey encima de ella; había un vaso de leche en la mesilla. Dick vio una caja de escribir llena de cartas, y empezó a hojearlas. Ninguna arrojó la más pequeña luz sobre aquel asunto, pero en el cesto de papeles encontró fragmentos de otra carta. Volcó el cesto sobre la mesa y comenzó a ordenar los fragmentos.

—Es de la señora Elton y está escrita hoy.

Al fin pudo completarla. Decía que fuera a cenar temprano, y había una P. D. muy significativa:

Quema esta carta. Me desagrada que mis cartas anden rodando por un hotel, donde todo el mundo puede leerlas.

—Veré a Elton. No hace falta que venga usted, Mr. Torrington —dijo Dick tranquilamente.

El viejo protestó; pero comprendiendo lo prudente de aquella advertencia, dejó que Shannon fuera solo.

La casa de los Elton estaba apagada, pero Dick no tuvo que esperar mucho tiempo a que le abrieran. Salió Martin Elton; iba con bata y parecía que acababa de despertarse, si no fuera por un poco de ceniza que había caído sobre la dicha bata.

—Hola, Shannon. Entre. Hace usted sus visitas muy temprano —dijo cerrando la puerta.

—¿Está su esposa levantada?

—No sé. Voy a ver. ¿La necesita usted?

—Les necesito a los dos —repuso Dick.

Cuando un policía oficial habla en el tono en que habló Dick Shannon, no se le puede replicar.

Dora llegó en negligé pocos minutos más tarde.

—¿Desea usted verme, capitán Shannon?

—Vengo por Dorothy Andrey Torrington.

—No sé…

—No sabe usted lo que quiero decir. Pues escuche, señora Elton. Su hermana vino aquí a cenar, invitada por usted. Usted la escribió una carta, diciendo que la quemase; pero ella no la quemó aunque sí la hizo pedazos. Andrey llegó a esta casa a eso de las seis. —Y luego, como inspirado, añadió—: Que venga la doncella.

—¿Para qué, querido Shannon? Le diré todo lo que sé. No quisiera que los criados se mezclasen en esto —dijo Dora.

—Que venga.

Martin subió al piso más alto, llamó a la puerta y casi se desmayó al ver salir inmediatamente a la doncella, con el abrigo puesto.

—¿Cómo?…

Ella se echó a reír.

—¿Qué quería usted?

—El capitán Shannon desea hablarla —dijo Martin algo repuesto de su sorpresa—. Busca a la hermana de la señora. Ya sabe usted que comió ayer aquí, y lo mejor será que diga a Shannon que usted la vio marchar.

La doncella no contestó.

—Aquí está —dijo Martin haciéndola entrar en el cuarto.

—¿Cómo está usted así vestida? —preguntó Dora severamente.

—Porque es lo que me pongo siempre que salgo —repuso la otra.

Era una mujer sana y vigorosa.

—¿Miss Andrey Torrington, o como usted la conoce, Miss Bedford, estuvo cenando aquí anoche, verdad?

—Sí, señor. Yo no estaba en la casa cuando ella llegó, y tampoco la vi irse. La señora Elton me envió al teatro y despidió a la cocinera una hora antes de la llegada de Miss Bedford; de modo que entonces sólo había tres personas en la casa: el señor y la señora Elton y Miss Bedford.

—Yo no estaba —repuso Martin rabioso—. Yo estaba en el club.

—Usted estaba arriba —dijo la doncella tranquilamente—. No vi irse a Miss Bedford, porque estaba en el otro extremo de la calle hablando con uno de nuestros hombres. Lo único que vi fue salir un coche.

—¿A uno de sus hombres? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó Dick.

La otra no contestó, pero sacó del bolsillo una estrellita plateada de cinco puntas.

—Yo soy agente de Stormer —dijo, y al ver que Dora palidecía, añadió—: Lo mismo que la criada anterior. Le he estado aguardando, capitán Shannon, pues esperaba que viniera. Lo que sí puedo decir es que Miss Bedford no está en la casa; he registrado desde la buhardilla hasta la bodega.

Martín estaba lívido; fue su esposa la que habló.

—¡Qué novelesco! ¡Una mujer detective! ¡Era usted demasiado mala para ser doncella!

—Quité la mesa y guardé lo que quedaba del vaso de Miss Bedford. Y además encontré esto en la caja de joyas de la señora Elton.

Y sacó un bote con algo de vino en el fondo y una botellita azul, a la que se abalanzó Dora; pero la otra fue más rápida y se la entregó a Dick.

—Me parece que es cloruro de butilo. No tiene etiqueta, pero huele a eso.

Shannon estaba serio; miró fijamente a Elton.

—¿Quiere usted saberlo? —replicó Martin—. Se lo diré a cambio de que nos conceda a Dora y a mí veinticuatro horas para salir de Inglaterra. Andrey está en peligro. ¿Me da usted su palabra?

—No doy nada —dijo Shannon—. Si muere Andrey, les sucederá a ustedes lo mismo. ¿Dónde está?

—¡Encuéntrela! —dijo Dora—. Ya que esta mujer sabe tanto, que se lo diga.

Dick no dijo nada. Sacó unas esposas y ató a Martin, que no ofreció ninguna resistencia, aunque al sentir el roce del acero palideció. Quizá se acordaba de su infancia, del colegio, de su tierra natal y de la tradición de su familia.

—¡A mí no me esposarán! —gritó Dora agitando los brazos—. ¡No, no!

Pero la doncella la cogió las manos e inmediatamente quedó presa con un lazo más material que el que la unía con Martin.

LXV. Stanford

Dick los llevó al puesto de policía y ordenó que los detuvieran. Al bajar preguntó a la doncella una cosa que se le había olvidado antes.

—¿Recibió él después a alguien más?

—Sí, a Stanford. Se pelearon por no sé qué: oí algo de un plano, pero como la señora Elton estaba muy cerca de la puerta, no me atreví a escuchar.

—¿Cree usted que Stanford tiene algo que ver con esto?

—Es difícil decirlo. No eran muy amigos. Oí que Elton reñía por teléfono a Stanford, y creo que estaban enfadados.

—Yo vi a Stanford anoche —dijo Dick pensativamente—, y no parecía estar inquieto. —Entonces estrechó la mano de ella—. No me agradan los detectives particulares —añadió sonriendo— pero Stormer comienza a gustarme.

Pensó que debía ir al hotel para informar a Torrington de lo que había sucedido; pero prefirió hablar por teléfono, y prometiéndole volver más tarde, fue a Portman Square. Si odiaba algún barrio de Londres, ciertamente era aquél. Llamó varias veces. Y pasaron diez minutos antes que Stanford saliese a abrir. Al ver al detective, se demudó. Dick hubiera jurado que temblaba.

—¿Dónde está Miss Bedford? —preguntó Shannon por todo saludo—. Piense bien lo que va a decir, Stanford. Acabo de detener a Elton y a su mujer, y usted puede que vaya a ocupar la celda de al lado.

Stanford se quedó atontado; no sabía qué decir.

—No sé nada de Andrey Bedford. No puedo saber nada, porque me he pasado aquí toda la tarde.

Y luego, comprendiendo que Shannon no estaba seguro de su complicidad añadió:

—¿Qué ha dicho Martin? Reñí con él porque perdió una cosa mía.

Entonces llegó una voz del piso de arriba.

—¿Quién es?

—Shannon —gruñó Stanford, y al cabo de un rato bajó Marshalt, arreglándose la bata.

—¿Quería usted verme, Shannon?

—A Stanford solamente. Andrey Bedford desapareció esta noche después de cenar con su hermana en Curzon Street. Parece que la intoxicaron, metiéndola después en un coche, y yo creo que este hombre lo sabe todo.

—No sé nada —repuso Stanford enfadado.

—Suban a mi cuarto —dijo Marshalt.

Los tres subieron al gabinete, y Marshalt encendió la luz.

—Cuénteme eso.

—Ya le hemos contado eso, Marshalt —afirmó Stanford con aspereza—. Este señor no me puede hacer nada. Yo soy un hombre honrado, y no confesaré una cosa que no he hecho.

—Si quisiera detenerle, podría hacerlo —dijo Dick—. Hace dos noches encontramos en casa de Malpas, dentro de un ídolo, una gran cantidad de diamantes: pero antes de poder llevárnoslos desaparecieron. Cinco minutos más tarde las luces volvieron a apagarse; alguien se había confundido, porque los encontramos dentro de una maleta.

Marshalt estaba atónito.

—¡Diamantes… en un ídolo! —Miró a Stanford—. ¿Qué sabes tú de esto?

—¡Nada! —gritó el otro.

—Quizá sepa usted algo de la maleta, porque usted mismo la compró a Waller, en Regent Street. Waller la reconoció. Le llamamos por teléfono a su casa de Eltham. Dice que estaba algo sucia, y que por eso se la vendió más barata. ¡Y se la vendió a usted!

—¿Oyó usted lo que dijo el capitán Shannon? —le preguntó Marshalt.

—Sí. No tengo nada que decir.

—¿Dónde está Andrey Bedford?

—No tengo nada que decir —repitió Stanford—. Enciérreme si lo desea; pero yo no he comprado una maleta en mi vida. ¡Las robo todas!

—¿Conoce usted a Slick Smith?

—De vista.

Y luego añadió rabioso:

—¡Lléveme usted si quiere!

—Ahora no. Voy a aclarar este asunto de la maleta, y si tiene usted algo que ver con ello le pesará el no habérmelo dicho.

A pesar de la corta distancia, Dick Shannon se quedó dormido entre Portman Square y el hotel Ritz-Carlton; el cochero hubo de despertarle.

—Está usted en todo —dijo Torrington al ver al detective, y añadió ansiosamente—: ¿Cree usted que esa gente no miente, que lo saben todo?

—¿Los Elton? Claro que lo saben.

Torrington dio una vuelta por el cuarto.

—¿Podría yo verles? —preguntó.

Dick dudó un momento.

—¿Están detenidos, verdad?

—Prácticamente, sí —dijo Shannon—. No hay ninguna razón para que no pueda usted verles.

No le preguntó al padre de Andrey por qué deseaba tener aquella entrevista, porque, aunque lo sabía, no quería saberlo. Torrington obtendría con dinero los informes que él no había podido obtener con amenazas.

—¿Puede usted libertarlos? Ya sé que le repugna a usted hacerlo; pero sé también que la salvación de Andrey es importantísima para usted.

Dick Shannon vaciló.

—Venga conmigo —dijo, y fueron al puesto de policía.

—Ponga en libertad a los que acabo de detener —ordenó al sargento—. Ya sé dónde encontrarlos cuando los necesite.

Se marchó del puesto antes de que llegaran Elton y su mujer, y volvió a su casa, subiendo lentamente las escaleras. Eran las cinco.

El fiel William estaba aguardando.

—Pon el despertador para las nueve. No tienes que levantarte —dijo Dick.

Se quitó los zapatos y el cuello y, colocando el reloj al lado de su cabeza, se tumbó vestido, durmiéndose inmediatamente.

A las nueve se despertó y medio dormido fue a la ducha, que no le despabiló como de costumbre, porque siguió lo mismo. Se hubiera quedado dormido de pie si William no le hubiese reanimado.

—Sería mejor que se quitase el señor la ropa para darse la ducha —advirtió William respetuosamente.

Al fin, después de arreglarse, Dick desayunó apresuradamente, mientras llamaba al teléfono. Torrington no había vuelto aún y los policías de Dougthy Street no habían visto a Slick Smith; pero esto no tenía importancia para Shannon.

Tocó el timbre para que William quitara la mesa, cuando Torrington entró.

—He tocado todos los resortes posibles —dijo dejándose caer pesadamente sobre una silla—, y él está dispuesto a ayudarme; ¡pero ella!…

—¿Le domina, eh? ¿Cree usted que saben todo?

—Todo —aseguró Torrington—. Pero el odio de ella es terrible; como le que su madre me tenía a mí. Les ofrecí dinero, el necesario para que se escaparan —añadió con franqueza— aunque sabía que usted no lo había de aprobar; les dije que les daría lo bastante para poder vivir fastuosamente durante el resto de sus días, y puse a su disposición un aeroplano que les llevase a Francia. Pero no pude convencerla. A él se le ponían los dientes largos; pero Dora seguía inflexible. Stanford también sabe todo.

—¿Ha ido usted a verle? ¿Por qué dice usted que lo sabe?

—Porque a Elton se le escapó. No dijo más que una sílaba; pero estoy seguro de que era él.

—Tengo que volver allí hoy —dijo Dick—. Voy a llevar a Lacy Marshalt a casa de Malpas para ver lo que sacamos en limpio.

—¿Me deja usted ir? —preguntó el viejo.

—Sería mejor que durmiera —afirmó Dick poniéndole una mano en el hombro—. Ya arreglaré yo esto.

—No puedo dormir. Los viejos tenemos menos sueño que los demás. Me quedaré aquí. No tengo fuerzas para volver al hotel.

Apenas había doblado la esquina el coche de Dick, cuando de la sombra que proyectaban una tienda de enfrente salió un hombre que había estado vigilando cuidadosamente.

—¡Hola!

Era Slick Smith.

Él también hubiera dado mil dólares por diez horas de sueño.

LXVI. De vuelta

Slick Smith tenía que ser muy prudente. Sabía que todos los policías de Londres le andaban buscando, y era un hombre que no podía disfrazarse.

El tiempo le favorecía, porque la lluvia seguía cayendo. A Mr. Smith le agradaba el mal tiempo, porque así podía pasearse ante las mismas narices de los que le estaban vigilando. Se bajó el ala del sombrero, se subió el cuello y cruzó.

Los coches de punto son escasos en los días de lluvia, porque en esos días los aficionados se dedican a hacer locuras. Pero tuvo suerte; encontró uno libre.

—Siga aquel coche amarillo y no lo pierda de vista. Lo podrá alcanzar en Regent Street —dijo, y le alcanzó, porque el coche de Dick tenía que ir despacio a causa de la gente que hay en las primeras horas de la mañana en Oxford Circus.

Como el ladrón sospechaba, Shannon iba a casa de Marshalt. Cuando estuvo seguro de ello varió de dirección y se bajó a cincuenta yardas de la plaza, desde donde no podía ser observado. Aquél era un sitio muy ruidoso, porque los chauffeurs salían de sus garajes y todos se preparaban para comenzar su trabajo del día.

No había ningún curioso; por tanto, nadie le vio deslizarse por la pared exterior del patio que estaba a espaldas de casa de Malpas ni entrar por la puerta de dicho patio. Y aunque le hubiesen visto, como por allí pasaban tantos desconocidos, habrían creído que era un detective y no se hubieran preocupado, porque ya a nadie interesaba el asesinato de Portman Square.

Dick, sin saber que le seguían (aunque lo hubiese sabido le habría tenido sin cuidado), entró en casa de Marshalt y una doncella le llevó al gabinete donde aquél estaba solo y reflejando en su cara un desaliento que ni un instante pudo disipar.

—Quisiera ver a Stanford, Mr. Marshalt; pero, entre tanto, desearía que me acompañase usted a esa casa misteriosa y me dijese lo que le ocurrió.

El otro se levantó de mala gana.

—Odio esa casa —dijo—; pero ya sabe usted por qué. ¿Podremos entrar?

—Tengo una llave, por si no funcionan los mandos.

Explicó el sistema porque se abrían y cerraban las puertas.

—Ya lo adiviné cuando vine —afirmó Marshalt—. A mí me ofrecieron el sistema; pero yo no quise. Sería una lástima que no hubiese corriente.

—Esta tarde no la habrá. He hecho que la corten. ¿Quiere usted venir ahora o después de almorzar? Yo no tengo prisa.

—Iré ahora —dijo Marshalt.

Se puso el abrigo y salió con el detective. Éste, por medio de la llave, abrió la puerta de casa de Malpas. Dick vio una cuña de madera en el hall y la colocó en la puerta. Marshalt le miraba con interés.

—¿Quiere usted saber lo que pasó aquella noche? —dijo—. Vine, y, como usted comprenderá, nadie me recibió.

Subió las escaleras hablando. En el primer piso se detuvo.

—Estaba aquí cuando una voz me mandó entrar. Antes dije que fue en el último piso; pero no, fue aquí.

Entraron en la habitación y Dick corrió las cortinas.

—Dígame ahora dónde estaba Malpas cuando hizo fuego. Colóquese usted en su posición, míster Marshalt.

Lacy fue al otro extremo de la habitación, volviendo la espalda al ídolo oculto.

—Él estaba aquí y yo donde usted.

—Entonces comprendo todo.

Dick hablaba muy lentamente.

—Se me ocurrió hace una semana que…

¡Bang! La puerta se cerró.

—¿Qué pasa? —preguntó Lacy asombrado.

Shannon no se inmutó. Ya estaba acostumbrado a aquello.

—Parece que es la puerta que se ha cerrado.

Intentó abrirla, pero no pudo. Luego dijo:

—¿Dónde está Stanford?

—En mi casa —repuso Marshalt—, pero ¿quién ha hecho esto?

—Eso es lo que voy a descubrir hoy —dijo Shannon—, y usted me ayudará. ¡Mire la puerta!

Se abría lentamente.

—¡Qué raro! —murmuró Marshalt.

Salió del cuarto y se asomó a la barandilla de la escalera.

—¡Es muy raro! Pero usted habló de un ídolo. ¿Dónde está?

Dick volvió con él al cuarto de antes, corrió la cortina y retrocedió lanzando un grito. El ídolo estaba allí, mas no solo. ¡Tendido sobre el pedestal de mármol, y con la cabeza para un lado y los pies para otro, estaba Bill Stanford!

LXVII. La última víctima

Dick se adelantó, examinó el cuerpo y dijo:

—No está muerto, pero le falta poco. ¿Quiere usted volver a su casa y telefonear a Middlesex que envíe una ambulancia? El aparato de aquí no funciona —añadió al ver que Lacy miraba al que estaba sobre la mesa.

Después de haberse ido Marshalt, Shannon volvió a examinar las heridas de Stanford. Tenía tres heridas de bala, una en el hombro, otra bajo el corazón y la tercera en el cuello. Había perdido el conocimiento, pero no se podía saber si estaba in extremis. El pedestal estaba cubierto de sangre; entonces, Shannon, dando por terminada su inspección, restañó la sangre que salía del hombro, pues oía el timbre de la ambulancia en la calle. Pocos minutos después entraron los de la casa de socorro y se llevaron al herido en una camilla.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntó Marshalt perplejo—. Yo le dejé en el almacén donde guardo las cosas viejas. Nos peleamos; a mí no me gustaba que tuviese algo que ver con Andrey Bedford, se lo dije, y él me contestó que se marchaba. Yo creo que le mataron después de salir nosotros. ¡Es terrible! Pero ¿quién es ese Malpas? ¡Debe ser un hombre diabólico!

—Eso, por supuesto —afirmó Dick mirando a la puerta—. Estoy cansado de registrar la casa, de modo que me voy a ir. Stanford no llevaba corbata ni cuello. ¿Lo vio usted?

—Sí, y me extrañó. La última vez que hablamos lo llevaba.

—Dígame dónde estaba —dijo Dick, y pasaron a la casa de al lado.

Lo primero que, colgado de un clavo en el almacén, vieron fue el cuello y la corbata.

Shannon habló con una de las doncellas; dijo que había visto a Stanford en el almacén cinco minutos o un cuarto de hora antes de la llegada del detective, y que esto era todo lo que sabía. Stanford había dormido en el cuarto de Marshalt hasta que éste volvió, y entonces llevó todas sus cosas a la antigua habitación de Tonger.

Dick ya había entrado antes en los dos aposentos, y ahora no encontró nada de importancia. El equipaje de Stanford eran unas ropas, una mesa y algunos objetos de tocador.

Dick bajó desalentado, porque no veía la solución al misterio de la desaparición de Andrey.

Había mandado a Steel que fuera al lado del herido y que anotase todo lo que hiciera hasta que volviera en sí; y como considerase Dick que su tarea en aquella casa había terminado, fue a Middlesex y entró en la habitación en que estaba Stanford. Steel se hallaba al lado de la cama, mirando al herido.

—Sabe dónde está la muchacha —dijo el sargento.

—¿Ha hablado? —preguntó Dick ansiosamente.

—Delira; cuando le dieron un anestésico para sacar la bala gritó: «¡No diré dónde está!».

—No es mucho; probablemente creía que estaba hablando conmigo. Aquí no hay nada que hacer.

Sin embargo, sintiéndose derrotado, no sabía adónde ir. No creía que estuviera en casa de Lacy; a la de Malpas no la podían haber llevado, porque había registrado todos los cuartos. Y mientras pensaba esto, Andrey Bedford corría por el pasillo, seguida por el siniestro Malpas.

LXVIII. La pared giratoria

Después de la partida de Shannon, Lacy se sentó en su mesa, sosteniéndose la cabeza con las manos. Luego tocó un timbre. Pasado un largo rato llegó una doncella.

—¿Quién está en casa? —preguntó él.

—Milly, señor.

—Dígala que venga.

Sacó del bolsillo unos papeles y algunos billetes, apartó unos cuantos y los dobló con cuidado. Cuando las doncellas volvieron vieron dos montoncitos encima de la mesa.

—Aquí tienen su sueldo y un mes más. Voy a cerrar la casa e irme al extranjero.

—¿Cuándo marcharemos? —preguntó una de ellas, sorprendida.

—En seguida. Yo me voy dentro de media hora.

Él mismo, desde el piso alto, vio cómo ellas se llevaban sus baúles, y no se movió hasta que no se perdieron de vista, después de tomar un coche. Luego bajó, cerró las puertas con cadenas, echó la llave y volvió a su gabinete. Sonreía desagradablemente. Pensaba en el hombre que estuvo a punto de descubrirle, sintiéndose honrado al cabo de tanto tiempo.

Durante media hora estuvo sumido en sus pensamientos. Lacy Marshalt era un soñador. El timbre de la puerta y una fuerte llamada le distrajo. Fue a la ventana y miró. Afuera estaban Elton, su mujer y Torrington; sí, reconoció a Torrington, aunque no le había visto desde hacía muchos años. Además, vio a un inspector de policía y cuatro hombres más.

Sacó del bolsillo una caja y de la caja un mango achatado y una horquilla, y metió ésta en aquél. Luego fue a la chimenea e introdujo la horquilla en un punto de la pared. Dio la vuelta al instrumento, y silenciosamente la parte de la pared donde estaba la chimenea giró sobre un pivote central. Por el otro lado estaba el ídolo. Luego, abriendo un cajón de su mesa, sacó de otro cajón secreto una cajita en la que había una peluca, una nariz larga y una barbilla puntiaguda, con las que se disfrazó, quedando tan desfigurado que nadie podía decir si era él u otro.

Luego volvió a dar la vuelta a la horquilla y la chimenea se colocó en su sitio. Seguían llamando a la puerta, y también oyó el ruido de un cristal al romperse. Había echado la llave, de modo que tardarían aún en poder entrar. Fue a la pared giratoria y repitió la misma operación; pero esta vez hacia la izquierda.

Mientras giraba puso el pie para amortiguar el choque que había de tener lugar al pararse. Una vez el descuidado de Tonger lo hizo con tal fuerza que cayó una brasa en el cuarto de Malpas. Ya del otro lado, Marshalt volvió la chimenea a su anterior posición. Luego desarmó la horquilla, se la guardó y subió las escaleras lentamente.

Andrey Bedford estaba allí. Stanford se lo había dicho, aunque a regañadientes. Y aquella aventura, que prometía acabar con su vida como había acabado con la fortuna que durante tiempo había acumulado, iba a terminar lo mismo que comenzó; ¡con Andrey Bedford!

Se detenía en cada piso, como para retardar su triunfo sobre aquellos sabuesos de la ley que aullaban a su puerta, ansiando cogerle y llevarle a la presencia de un hombre de toga y peluca empolvada que le condenaría a muerte. Lacy seguía sonriendo. Era una sonrisa triste, porque todos sus planes… sus manejos…

Entonces se acordó de algo que disipó su sonrisa. ¿Por qué se había cerrado la puerta mientras él estaba con Dick Shannon? ¿Quién lo había hecho? Se encogió de hombros. La temperatura… y muchas cosas más influyen en la electricidad.

Al fin llegó a la puerta y se puso a escuchar. Oyó pasos en el pasillo y volvió a sonreír. Parte de la alegría que le dominaba era el pensar en el terror que iba a causar a Andrey.

Abrió el pequeño armario disimulado en la pared, volvió una llave para apagar todas las luces del pasillo por donde él había de cruzar en busca de su presa. No necesitaba él luz, ni siquiera la de la linterna que llevaba para asustar a los que le veían, iluminándose la cara; la oscuridad le pertenecía.

Volvió la llave. Entonces la oyó correr por el pasillo, lanzar un grito y cerrar la puerta. Entró y echó la llave. Estaban solos los dos. A Andrey Bedford ya no la podía salvar nadie.

Tocó la pared y fue deslizándose hasta que llegó al primer cuarto. Allí no había nadie; después de recorrerlo a tientas salió al pasillo. Otra habitación; era donde había estado ella, palpó la cama; pero como no oía su respiración, volvió a salir, parándose ante la puerta del tercer cuarto. ¡Allí estaba! Oyó respirar a alguien.

—Ven aquí amiga mía. ¡No puedes escaparte esta vez! Hemos tenido una cita; se ha retrasado bastante, pero ya ha llegado el día.

Entonces oyó a alguien abajo:

—Ahí está tu novio, querida, el testarudo Shannon y sus amigos. ¡Y tu padre! Tú no sabías que tenías un padre. Ya te verá él… después. Tú y yo moriremos juntos. Se librará del hombre que odia, pero no estará muy alegre.

De repente se adelantó y cogió un brazo; pero no era el de Andrey. Vio una extraña y aterradora luz verde y contempló a un hombre que era él mismo: la misma nariz, la misma barba, ¡la misma cabeza!

Otro Malpas le sujetaba.

—¡Dioses! ¿Qué es esto? —gritó forcejeando.

—¡Ya te tengo! —contestó una voz lúgubre.

Con un cuchillo, Lacy Marshalt golpeó a su aprehensor y echó a correr. Las luces se encendieron, y volviendo la cabeza vio una copia de sí mismo. ¡Malpas! ¡Pero si Malpas era él!

—¡Maldito seas! —gritó, sacando su revólver.

Disparó dos veces y las dos falló.

—No te molestes, amigo —le dijo su doble—. Está descargado. Le saqué los cartuchos ayer.

Con un aullido de rabia, Lacy le tiró la pistola. El otro vaciló y Marshalt le cogió por la garganta.

Y allá en la oscuridad estaba Andrey, aterrada, y, sin embargo, sintiéndose nacer a una nueva vida.

LXIX. El doble

Dick se acercó al grupo que había en la puerta y dejaron de llamar. Metieron una barra por la cerradura y querían hacerla saltar.

—¿Está usted seguro de que ella se encuentra aquí?

Martin asintió:

—Stanford se la llevó anoche. Dijo que la conduciría a casa de Malpas.

Shannon había ya intentado entrar por el 551; pero, por lo visto, los mandos eléctricos lo impedían.

—¿Sabe usted lo que le ha sucedido a Stanford?

En aquel momento saltó la cerradura y entraron en el hall. Dick los condujo arriba. El gabinete estaba vacío; pero esta vez él fue a la chimenea y buscó la puerta, cuya existencia ya conocía. Debía estar en aquella pared.

Por fin encontró el agujero, tomó el instrumento del pobre Tonger y lo introdujo en la abertura. Al dar vuelta a la horquilla la chimenea giró, y los que acompañaban a Shannon vieron la estatua de Malpas.

—No tocar la horquilla —advirtió Dick, y se metió por el hueco, no deteniéndose más que en la mesa para volver los interruptores. Al llegar a la puerta de la escalera oyó los dos tiros y se detuvo pálido como la muerte; pero luego continuó. A pesar de lo de prisa que iba, le parecía no avanzar nada.

Cuando llegó arriba se abrió la puerta y salieron dos hombres, dos hombres tan idénticos, que se quedó asombrado.

—Aquí está el pájaro, capitán Shannon —dijo el más bajo de los dos, y entregó al prisionero esposado en manos de los policías.

Luego se quitó la peluca, la nariz y la barbilla.

—¿Me conoce usted?

—De sobra —dijo Dick—: es usted Slick Stormer, o, como le conoce la policía de Londres, Slick Smith.

—¿Cuándo me reconoció usted?

Dick sonrió.

—Un buen detective como usted debía saberlo.

Entonces vio que había alguien más en el pasillo; una persona que tenía miedo. Corrió hacia ella y la cogió en sus brazos.

Slick, saliendo, cerró la puerta y dijo a Torrington:

—Tendrá usted ganas de ver a su hija, y ella se alegrará de verle a usted; pero como Shannon es antiguo amigo suyo…

Torrington asintió.

LXX. Lo que dijo Slick

—Nunca he sabido si usted me llamó porque tenía fe en mí o si era usted uno de esos ingleses escépticos que no creen en nada —dijo Slick Smith sentado a la cabecera de la mesa en que todos estaban cenando aquella noche.

»Me ocupé de este asunto hace diez y nueve meses, cuando recibí una carta de Mr. Torrington dándome todos los hechos que poseía para que yo me encargara de buscar a su esposa y averiguar si su hija había muerto. Incidentalmente me habló de Mr. Lacy Marshalt, lo cual me interesaba lo mismo como detective que como particular.

»Ya sé lo poco populares que son en Inglaterra los detectives privados, donde los consideran como ridículos. Y también sabía que si quería triunfar en este asunto era necesario entrar en el hampa sin inspirar sospechas. Por tanto, telefoneé al capitán Shannon como Stormer diciéndole que un conocido ladrón americano iba a llegar dentro de poco a Inglaterra y le describí exactamente al bandido. Me contestaron como siempre: Será usted atendido, y yo sabía que desde que Slick desembarcase iba a ser vigilado cuidadosamente.

»Afortunadamente, en Londres me conoce muy poca gente. Desde que me establecí en Londres procuré no intervenir personalmente en ningún caso, y sólo tres o cuatro de mis mejores detectives podrían identificarme.

»Otra ventaja importante era que, siendo Slick Smith, uno de mis hombres podía seguirme siempre sin llamar la atención de los criminales. Ustedes recordarán que un agente de Stormer iba constantemente detrás de mí. ¡El pobre hombre ya ha perdido el empleo!

»Tenía yo además que averiguar dónde estaba una gran cantidad de diamantes robados de la mina de Mr. Torrington unos pocos años antes y que se sabía que habían sido traídos a Londres. En el África del Sur, como ya sabe usted, capitán Shannon, es un delito poseer diamantes sin dar explicaciones satisfactorias de ellos: estoy hablando de los diamantes en bruto. Lacy Marshalt era un traficante de éstos, a pesar de ser también detective de una compañía minera. Él fue el que armó el complot por el que fue encarcelado Mr. Torrington. Pero como el comercio de diamantes en el África del Sur es muy peligroso, lo mismo para el vendedor que para el comprador, tuvo la idea de venirse a Londres y organizar un servicio regular de correos para traer las piedras. Pero no podía hacer esto como Marshalt, porque sí se descubría, Lacy Marshalt, que había llegado a entrar en el Parlamento surafricano, aunque luego los mismos lectores le destituyeron, corría peligro de ir a la cárcel.

»Compró dos casas en Portman square cuando la propiedad estaba muy barata, bajo nombres diferentes. El 551 lo compró por medio de un Banco e hizo que una fábrica del continente le pusiera las instalaciones eléctricas, dejando el mecanismo principal, y, según mi opinión, el más ingenioso, para lo último.

»Lacy Marshalt es ingeniero. Es una de esas personas que si hubieran sido honradas habrían hecho una fortuna. Eso dice todo el mundo; pero yo no lo creo.

»Lo de la pared era un trabajo demasiado pesado para Lacy. La chimenea y la estatua eran obras de romanos. El ídolo lo compró en Durban; lo supe hace cerca de un año, y me enteré de su mecanismo. Pero la abertura giratoria era invención suya. Vivió solo en su casa (pues Tonger estaba entonces en Sudáfrica como agente de él), y tardó cuatro meses en terminar la obra. Al fin llamó a su compañero: pero, antes de que llegase apareció Malpas en Londres. ¡Malpas, el incógnito comprador de diamantes!

»Tonger es la parte triste de esta historia. Se casó, siendo ya de edad, con una muchacha que, al morirse, le dejó una hija, y él cometió la torpeza de presentársela a Marshalt. Quizá crean ustedes que con su amigo y ayudante había de portarse de otra manera: pero para Lacy todo era igual, y cuando sucedió lo inevitable y Tonger quiso saber ciertas cosas, Lacy se aprovechó de la detención de Torrington como de una oportunidad providencial, pues ordenó a ella que dijera que Torrington era su amante y la envió a América, adonde la enviaba semanalmente bastante dinero, amenazándola con que si no le hacía caso y escribía a su padre diciendo que era muy feliz arruinaría a Tonger, que ella creía que tenía un buen empleo en la oficina de Marshalt.

»Nueva York es una ciudad lo mismo que las demás —añadió Slick pensativamente—. Lo mismo sucede en el monumento de Londres que en Woolworth. La muchacha, sin nadie que la aconsejase, se dedicó a la bebida y contrajo deudas; pero no se atrevió a decírselo a Lacy hasta que un día, aterrada, se embarcó y vino a Londres. ¿No la vio usted el día de su primera entrevista con Malpas?

Andrey asintió.

—Era la mujer que llamaba a casa de Marshalt. El pobre Tonger estuvo a punto de desmayarse cuando la vio. Según parece, la llevó a sus habitaciones y la tuvo allí varios días, tratando de convencerla para que le dijera la verdad, aunque debiera haberla adivinado. Entonces Lacy se enteró de que ella estaba allí y sabía que en cuanto Tonger descubriera todo él estaba perdido.

»Se decidió inmediatamente. Envió a Tonger a París con una carta que no decía nada; yo la he visto. Era para un agente de Marshalt. Mientras estuvo su compañero fuera Lacy sacó a la muchacha de la habitación y la dijo que le esperara en el parque. Y fíjense en esto —Slick levantó un dedo para llamar la atención—: la hija de Tonger era dipsomaníaca[15]. Desembarcó en Londres embriagada, y las criadas dijeron que durante la semana anterior de su muerte el cuarto de Tonger estaba lleno de botellas de whisky, él, que hasta entonces no había bebido. El whisky no era de él, sino de su hija.

»Cuando Marshalt se enteró de que tenía este vicio la dio un frasco con una cantidad enorme de cianuro; la suficiente para matar a un regimiento; la dijo que fuera al parque, sabiendo que más pronto o más tarde bebería del frasco y había de morir. Pero quiso hacer demasiadas cosas a la vez. Quiso ver aquella noche a Miss Bedford Torrington porque la quería. Entonces volvió Tonger.

»Marshalt no tenía que explicar la desaparición de la otra, porque no sabía nada de ella: podía haberse ido por su voluntad: salió por el mismo camino que utilizaba cierta señora para visitar clandestinamente a Lacy. No es creíble que Tonger supiera que su hija había muerto la misma tarde que sucedió. Se enteró cuando Marshalt aguardaba en casa de Malpas la llegada de Andrey Bedford.

»No sé cuáles eran las intenciones de Marshalt; pero lo cierto es que no llegó a entrevistarse con Miss Torrington, porque Tonger, loco por su descubrimiento, y conociendo el secreto de la chimenea, sacó una llave que él había fabricado y pasó al piso de Malpas para entendérselas con su desleal patrón. Llevaba, según creo, una pistola antigua, y habló con Marshalt cara a cara. Luego disparó dos veces, derribando a Lacy. El chaleco a prueba de balas que llevaba —no porque hubiese estado en los Balcanes, sino por el miedo que tenía a Torrington— le salvó la vida. Mientras Tonger, enfurecido, registraba su mesa, él, ya repuesto, se deslizó a su habitación y le pegó un tiro por la espalda.

»Los interruptores de casa de Malpas están colocados en muchos sitios. Uno en la escalera, varios abajo, otro en la mesa y otro en el gabinete de Lacy.

»Lo que sucedió después es cosa de que no se podrá nunca estar cierto, a menos de que Marshalt hable. Iba a escaparse, cuando oyó gritar a la criada y vio llegar al capitán Shannon. Aprovechó la ocasión y se fue. Ya recordará usted que la puerta estaba abierta.

Dick asintió.

—Marshalt se había preparado un escondite. Como abogado, tenía un lujoso piso en Greville Mansions, bajo el nombre de Mr. Grewe. Lo sé porque yo ocupaba una habitación de al lado. Allí fue donde aquella noche se curó (tenía una ligera herida), y volvió para apoderarse de los diamantes. Estoy seguro de que volvió porque le vi.

—¿Quién fue el hombre que yo vi la noche del asesinato? —preguntó Shannon.

—Yo —repuso Slick Stormer tranquilamente.

—Pero sus hombres estaban en el tejado y dijeron…

Slick se echó a reír.

—¿Para qué estaban sino allí? Cuando usted preguntó a uno de ellos, yo estaba cerquísimo, detrás de una chimenea. ¡Claro que no me vieron!

¡Si me hubieran visto, les habría despedido! Yo siempre andaba, por el tejado, porque el escalo es mi especialidad, aunque no soy tan bueno como Martin Elton, que subió sin ayuda de cuerdas.

»Lo que quería Marshalt era que se fueran todos de la casa. Odiaba a los policías, pues necesitaba sacar los diamantes que estaban en el pecho del ídolo, y únicamente podía hacerlo cuando se fueran los detectives. Con un vestido de etiqueta, y caracterizándose, se presentó como él mismo. Un poeta dice que nosotros podemos obtener ventajas basta de nuestra muerte. ¿Fue Tennyson o Browning? Es una frase demasiado buena para Longefellow. De este modo quería Marshalt apoderarse de las piedras. Pensó volverse loco cuando se descubrió su escondite, y con la ayuda de Stanford, a quien enteró de todo, vació el ídolo delante de la policía. Pero Stanford fue tonto; quiso ver cómo funcionaba el mecanismo, y después de haber metido los diamantes en la maleta apagó las luces y sin querer dio vuelta a la estatua, poniendo la maleta sobre el pedestal.

—¿Qué fue lo que me quemó la mano? —preguntó Steel.

—¡La chimenea! Cuando usted se adelantó, la pared había girado, y usted puso la mano sobre los barrotes ardiendo. Recordará usted, capitán Shannon, que olía entonces el cuarto a hierro quemado.

»Después de que ustedes se fueron él les siguió. Stanford se dirigió a Haymarket y cometió el robo. Yo le vi; pero creí innecesario decirlo, mientras Marshalt le seguía a usted en su automóvil para hacerles volcar; pero la honra de haber recobrado la maleta es de Stanford, que estaba aún en Haymarket cuando usted encontró a su criado herido.

»Encontrado el tesoro, lo primero en que pensó Marshalt fue en llevarse la maleta; la dejó en su piso de Greville Mansions. Lo sé porque la encontré allí cuando fui a buscar a Miss Torrington. A ella no la vi, pero sí a la maleta, y la cogí convencido de que podía devolvérsela a su dueño sin que me prendieran a mí.

»Marshalt sospechaba de todo el mundo. Cuando vio que la maleta había desaparecido, sospechó, como es natural, de su aliado. La muerte de Stanford tuvo lugar antes de la llegada de Shannon, esta mañana. Con esto casi termina la historia, pues tampoco sabemos lo que pasó entre Stanford y Marshalt. Lo probable es que Marshalt supiese entonces que la señorita estaba en la casa y sabiendo que había perdido la partida, quiso vengarse en la hija del hombre que más odiaba. Desgraciadamente para él, yo ya conocía aquella casa desde que trajeron los diamantes de El Cabo. Iba allí de día, golpeando en las paredes; Marshalt me oyó, y Miss Torrington también. Lo que yo quería era conocer el mecanismo de la pared giratoria. Dos veces me he disfrazado de Malpas. Con intención, porque sabía que alguna vez nos habíamos de encontrar cara a cara y de ese modo podía asustarle. Pero una vez asusté a una joven —dijo, y Andrey se sonrió.

—¿Grité, verdad? Luego estuvo usted mucho rato sin llamarme.

—Yo también tuve muchas veces ganas de gritar.

—Ya sólo queda una cosa, y usted la sabrá, Shannon. La sabía usted antes de ir al muelle de Fould. Una vez que recobró los diamantes, Marshalt tenía que reaparecer dramáticamente. Se metió en el agua bajo el muelle, se esposó él mismo, y con la llave de las esposas en una mano y un revólver en la otra aguardó a que llegase usted. Pero usted se retrasó cinco minutos, y en esos cinco minutos sucedió una cosa trágica; se le cayó la llave de las esposas al agua y no podía libertarse. Si no hubiera usted llegado a tiempo se habría ahogado. Lo que ocurrió después es muy sencillo.

Él tenía el revólver en una mano; si usted le hubiese enfocado, lo habría visto; pero ya tuvo él buen cuidado de decirle que apagara la luz. Cuando usted apagó, él hizo dos disparos y dejó caer al agua la pistola (yo la encontré después). Si él le hubiera matado a usted, eso sería la prueba de su inocencia, porque él no podía haberlo hecho.

»Y ahora, Miss Torrington, le agradecerá que me devuelva la insignia.

Ella dio un grito de sorpresa y sacó de su bolso la estrella de plata.

—Gracias —dijo Slick—, y espero que no se haya usted ofendido. Nadie puede conservar la estrella al dejar mi empleo e irse con un competidor.

Entonces miró a Dick y ambos se echaron a reír.

—Es una broma —dijo—. No puede usted conservarla porque es usted inglesa. ¡Pero permítame que me siga riendo! ¡Ja, ja, ja!


Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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