El Secreto del Alfiler

Edgar Wallace


Novela



1

El restaurante de Yeh Ling se encontraba justo entre el silencio de la Reed Street y la luminosa calle donde hay los teatros. Pasaba gradualmente desde aquellas casas honradas, aunque lóbregas, donde innumerables modistas y dentistas tenían sus placas en la puerta y sus obradores y consultorios en los diversos pisos, hasta el salvaje bullicio de Bennet Street, calificación que, aplicada por lo común con tanta ligereza, estaba plenamente justificada en este caso, puesto que en Bennet Street se gritaba a todas horas del día y se gritaba durante la noche en tono aún más agudo. La calzada era un patio de recreo para la grey infantil de aquel prolífico vecindario, y un ring en el que se ventilaban a pecho descubierto toda clase de disputas entre hombres, mientras en torno a ellos chillaban mujeres desmelenadas que alentaban a los combatientes o expresaban su propia zozobra.

El restaurante de Yeh Ling había tenido sus inicios en la parte menestral de la calle, especializándose en extraños platos chinos. Gradualmente, se había ido acercando a «Las Luces», al adquirir su fundador, aquel oriental de apariencia triste, uno tras otro, los edificios que mediaban, hasta que de pronto llegó a la calle principal, y su fachada adquirió entonces un aspecto de opulenta seriedad. Mejoró el servicio con un chef francés y un cuerpo de camareros italianos, bajo las órdenes del popular Signor Maciduino, el más amable de los maîtres d’hôtel.

Por sus brillantes tejas, al edificio se le llamó «Golden Roof». Bajo aquellas tejas se instaló un artesonado de palisandro, con suaves luces. Había un ascensor dorado para subir al primero y segundo piso, donde había los comedores reservados, con cristales esmerilados y diáfanos cortinajes. Yeh Ling pensaba que todo aquello resultaba demasiado respetable, pero el jefe se mantenía en su criterio.

Ciertas habitaciones no tenían las puertas con cristales esmerilados, pero estaban discretamente dispuestas. Había una que no se destinaba bajo ningún pretexto a los clientes, por muy importantes o asiduos que fuesen. Era la última del pasillo, la número 6, cerca de la puerta de servicio que, entre el laberinto de callejuelas tortuosas, conducía al antiguo restaurante de Reed Street. Casi no había cambiado desde los días de la primera época de Yeh Ling. La gente acudía allí para saborear platos chinos, que servían camareros de andar silencioso, oriundos de Hankow, provincia de la que procedía Yeh Ling.

Los dueños del antiguo establecimiento envidiaban la prosperidad del chino y se burlaban de sus aristocráticos parroquianos. En su mayoría, éstos ignoraban la existencia de sus humildes vecinos; despachaban con displicencia los costosos manjares, y a ciertas horas bailaban ceremoniosamente al son de «La antigua orquesta de Carolina del Sur», que Yeh Ling había contratado sin reparar en gastos.

Yeh Ling visitaba la parte aristocrática de su propiedad sólo una vez al año, en la época del Año Nuevo chino. Era una figurilla extraña, enfundada en una chaqueta de faldón largo, chaleco blanco, guantes blancos, y un cuello tan apretado como pulcro.

El resto del tiempo se sentaba cómodamente entre la parte desierta y la iluminada, en un saloncito confidencial decorado con retratos recortados de cubiertas de revistas. En aquel lugar, ataviado con un traje de seda blanca, fumaba en su larga pipa tallada. Todas las noches a las siete y media, excepto los domingos, se dirigía a una puerta que daba a la calle y que era la de una de aquellas casas que unía los dos restaurantes, y solía esperar allí, con la mano puesta sobre el pomo de la puerta. A veces la joven llegaba primero; otras, era el anciano el que la precedía. Quienquiera que fuese iba directamente, sin pronunciar palabra, hacia el reservado número 6. Una vez ambos estaban reunidos, Yeh Ling volvía a su saloncito a fumar y escribir cartas muy largas y tiernas a su hijo, que residía en Hankow, porque el hijo de Yeh Ling era un hombre de excelente posición y gran sabiduría, poeta y erudito al mismo tiempo, que había sido nombrado miembro del «Bosque de Lápices», lo que equivalía a ser elegido académico.

A veces, Yeh Ling dedicaba su tiempo al nuevo edificio de Shanford, soñando con algún título que fuera su gloria más preciada, porque todo es posible en una tierra en que la educación es una base para los nombramientos de embajadores.

Nunca vio salir a los dos huéspedes que antes hemos mencionado. Iban solos hasta la puerta y poco después de las ocho dejaban libre la habitación. No les servía ningún camarero; les dejaban la comida en un pequeño aparador, y puesto que una cortina impedía las miradas indiscretas, sólo Yeh Ling les conocía.

El primer lunes de cada mes subía al apartamento, donde se encontraba el anciano sólo en aquellas ocasiones. El lunes en que comienza nuestra historia entró Yeh Ling en el apartamento número 6 con una gran caja barnizada y un grueso libro bajo el brazo, y, después de librarse de su carga, hizo una reverencia.

—Siéntate —dijo Jesse Trasmere, en el dialecto sibilante de las provincias del sur de China.

Yeh Ling obedeció, escondiendo respetuosamente las manos en las amplias mangas de su toga.

—¿Y bien?

—Esta semana han disminuido los beneficios, excelencia —dijo Yeh Ling, con tono indiferente—. Ha hecho buen tiempo y muchos clientes han salido de la ciudad.

Abrió la caja y sacó de ella cuatro fajos de billetes. Los dividió en dos porciones, tres fajos a la derecha y uno a la izquierda. El viejo tomó los tres fajos más a su alcance, profiriendo una especie de gruñido.

—Anoche vino la policía y exigió ver las casas —continuó Yeh Ling, impasible—. Querían ver los sótanos, porque siempre se imaginan que los chinos tienen fumaderos instalados en ellos.

—¡Hum! —hizo el señor Trasmere, acariciando el dinero—. Está bien, Yeh Ling.

Metió los billetes en un maletín que tenía junto a sus pies y Yeh Ling movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Te acuerdas de un hombre que trabajó para mí, en Fi Sang?

—¿El Borracho?

El anciano afirmó con un gesto.

—Viene a este país —dijo el señor Trasmere, mordisqueando un mondadientes.

Era un hombre de facciones acusadas, que representaba entre los sesenta y los setenta años. Una arrugada levita negra se ajustaba mal a su desgarbada figura; su cuello, pasado de moda, tenía el borde raído; la corbata negra y estrecha como un cordón de zapato, rodeaba la escuálida garganta, y por exceso de uso había perdido ya toda su rigidez primitiva y caía fláccida en dos tiras desfibradas a ambos lados del nudo. Sus ojos azules eran duros como el granito y su rostro estaba lleno de costurones y de callosidades, y ofrecía el repugnante aspecto de un caimán.

—Sí, viene a este país. Y acudirá aquí apenas esté en la ciudad, y no tardará mucho porque Wellington Brown sabe orientarse... Yeh Ling, ese hombre es inoportuno. Me gustaría que durmiese en las «Terrazas de la noche».

Yeh Ling meneó nuevamente la cabeza.

—No se le puede matar... aquí —dijo—. Su Excelencia sabe que mis manos están limpias...

—¿Eres acaso de tan corto entendimiento? —gruñó el otro—. ¿Es que suelo matar hombres o pedir que los maten? Ni en Amur, donde la vida vale poco, he hecho más que torturar a uno que me había robado mi oro. No, lo que se debe hacer con El Borracho es inmovilizarle. Fuma la pipa de la Apacible Sabiduría. Ya sé que tú no tienes ningún fumadero, no te lo toleraría, pero conoces sitios en...

—Conozco cientos de ellos —replicó Yeh Ling, demasiado jovial para su manera de ser.

Acompañó a su amo hasta la puerta y cuando la hubo cerrado tras de él, volvió rápidamente a su saloncito y llamó a un hombrecillo de su misma raza.

—Sigue al anciano y procura que no le suceda nada —le dijo.

El tono con que dio la orden parecía indicar que aquel criado era nuevo, pero hacía seis años que, exactamente con las mismas palabras, el silencioso chino recibía idénticas instrucciones cada día, apenas el fino oído de Yeh Ling percibía el ruido de la puerta. Es decir, todos los días menos los domingos.

Él no había seguido jamás a Jesse Trasmere. Tenía otras obligaciones, que comenzaban a las once de la noche y le mantenían ocupado hasta las primeras horas de la madrugada.

2

El señor Trasmere andaba con paso firme, recorriendo las calles céntricas. A las 8.25 entró en Peak Avenue, la ancha y alegre arteria donde tenía su casa. Una persona que había estado vagando por allí desde hacía una media hora, le vio y se dirigió hacia él, cruzando la calzada.

—Perdón, señor Trasmere.

Jesse lanzó una ceñuda mirada al que así interrumpía sus reflexiones. El desconocido era joven y bastante más alto que el anciano; iba bien vestido y parecía muy resuelto.

—¿Eh?

—¿No se acuerda de mí..., de Holland? Fui a visitarle hace más o menos un año, con motivo del conflicto que tuvo con el Ayuntamiento.

El rostro de Jesse se iluminó.

—¿El reportero? Sí, ahora me acuerdo. Usted escribió un artículo en su periódico, que estaba mal..., ¡muy mal! ¡Me hizo decir en él que yo respetaba las ordenanzas municipales, y eso no es verdad! ¡No tengo respeto alguno ni por sus leyes ni por sus abogados! ¡Son unos ladrones y unos embaucadores!

Golpeaba el suelo con el regatón del paraguas, como para dar más énfasis a su protesta.

—No me sorprende —dijo el joven, con una alegre sonrisa—. Si le cambié algunos conceptos, se trató de faire bonne mine. Lo había olvidado ya, pero el oficio del reportero es hacer agradables los artículos.

—Y bien, ¿qué desea usted?

—Nuestro corresponsal en Pekín nos ha enviado la proclama original del general sublevado Wing Su o Sing Wu, no estoy muy seguro. Estos nombres chinos me vuelven loco.

Tab Holland sacó del bolsillo una hoja de papel amarillento, cubierta de extraños caracteres.

—No podemos ponernos en comunicación con nuestros intérpretes, y, puesto que usted es una autoridad en la materia, el jefe de información pensó que sería tan amable...

Jesse cogió la hoja de mala gana y, sosteniendo el maletín entre las rodillas, se puso las gafas.

—Wing Su Shi, con el favor del cielo, humildemente postrado ante sus ascendientes, habla a todos los hombres del Reino Central... —comenzó.

Tab, con el libro de notas en la mano, escribió con rapidez mientras el anciano iba traduciendo.

—Muchas gracias —dijo cuando hubo terminado.

Una sonrisa de satisfacción, como la de un niño orgulloso de su hazaña, se perfiló en el rostro del anciano.

—Conoce a la perfección el idioma —dijo Tab, cortésmente.

—He nacido allí —replicó Jesse Trasmere, complacido—, a orillas del río Amur. A los seis años ya hablaba tres dialectos. ¡Sabía más que ellos de sus propios libros, a esa edad! ¿No se le ofrece otra cosa?

—Eso era todo, y muchas gracias —respondió gravemente Tab, descubriéndose.

Se quedó mirándole mientras el anciano continuaba su camino. ¿De modo que aquél era el avaro tío de Rex Lander? No parecía millonario, si bien es verdad que, como se deducía al considerar a éste, los millonarios suelen aparentar a menudo que lo son.

Había resuelto el asunto de la proclama de Wing Su y estaba de vuelta en la redacción de su periódico, pensando en una nueva «Información de las Prisiones» que había sido publicada aquel día, cuando recordó unas noticias que le habían transmitido e hizo la gacetilla correspondiente.

—¡Qué lástima, Tab! —se quejó el redactor jefe—. El cronista de teatros ha desaparecido. ¿No querría ir a visitar a la actriz?

Tab se enfadó, pero fue.

La doncella que le recibió le dijo, titubeando, que quizá la señorita Ardfern estaría cansada.

—¿No le daría a usted lo mismo hablarle mañana?

—También yo estoy cansado —repuso en tono de aburrimiento Tab Holland—. Diga a la señorita Ardfern que no he venido a este maldito teatro a las once de la noche en busca de un autógrafo, o para pedir su retrato a una artista que me lleva de cabeza; he venido por la causa sagrada del periodismo.

Todo aquello era para la doncella como si le hablara en un lenguaje desconocido. Mirándole con desconfianza, abrió la sucia puerta amarilla, y desde la entrada habló con alguien que permanecía invisible.

Tab vio unos cortinajes de cretona y bostezó, rascándose al mismo tiempo la cabeza. Sólo carecía de elegancia en los momentos de completa laxitud.

—Puede pasar —dijo la doncella, y Tab entró en un apartamento que deslumbraba por el exceso de iluminación.

Ursula Ardfern se disponía ya a marcharse; sólo le faltaba ponerse la chaqueta que aún colgaba del respaldo de una silla y el abrigo forrado de satén azul que descansaba sobre otra. Tenía en su mano un broche que se disponía a guardar en un joyero abierto ante ella. Tab observó la alhaja. En el centro tenía un rubí tallado en forma de corazón. Ella prendió el alfiler en el forro del joyero y lo cerró.

—Siento mucho tener que molestarla a estas horas de la noche, señorita Ardfern —se disculpó—. Si usted se ha enfadado conmigo, la compadezco de todo corazón. Y si no me detesta demasiado, me agradaría que también usted me complaciese un poco, porque he estado todo el día en los Tribunales cubriendo la información del proceso de Lachmere por robo.

La actriz estaba algo malhumorada. Su rostro se lo había advertido apenas entró.

—Y ahora viene en busca de otra causa —dijo, con una sonrisa—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor...?

—Holland... Somers Holland, de El Megáfono. El cronista de teatros está enfermo, y por dos conductos diversos nos llegó esta noche la noticia de que usted pensaba casarse.

—¿Y me lo ha venido a participar usted? ¡Agradezco la gentileza! —dijo ella en tono de burla—. No, no pienso casarme. No creo casarme nunca; pero esto no debe decirlo usted en el periódico, pues la gente creería que trato de pasar por excéntrica. Y, dígame de paso, ¿quién es el afortunado mortal?

—Esa misma pregunta es la que venía a hacerle —contestó sonriente Tab.

—Lo siento —dijo mientras sus labios se contraían nerviosamente—. Pero no me caso. No diga usted que me debo al arte, porque no es cierto; ni tampoco que una antigua amistad de la infancia pueda convertirse en algo más real algún día, porque tampoco sería verdad. No conozco a nadie con quien me agradara casarme, y, aunque le conociera, no me casaría con él. ¿Nada más?

—Nada más, señorita Ardfern —dijo Tab—. Lamento de veras haberla molestado. Siempre suelo decir lo mismo a los que importuno, pero ahora le aseguro que es verdad.

—¿Cómo ha llegado a sus oídos esa noticia? —le preguntó la actriz, mientras se levantaba de su asiento.

Tab arrugó involuntariamente el entrecejo.

—Me lo comunicó un... amigo —dijo—. Es la primera noticia que me da y resulta falsa. Buenas noches, señorita Ardfern.

Le estrechó la mano y la joven retrocedió.

—¡Perdón! —se disculpó él, confuso.

—Es usted muy fuerte —contestó ella sonriente, al tiempo que se restregaba la mano— y no conoce bien a las frágiles mujeres... ¿No ha dicho que su apellido es Holland? ¿Es acaso Tab Holland?

Tab se ruborizó.

—¿De verdad, es Tab? —preguntó ella.

—Es un apodo que me han puesto en la redacción —explicó con seriedad—. Mis compañeros dicen que ansío obtener éxito en algo bueno... Realmente, así creo que será si éste viene al caer un telón... Usted sabe, señorita Ardfern, que ése es uno de los convencionalismos del drama.

—¿Una línea de proyección? —contestó ella—. Había oído hablar de usted. Ahora recuerdo. A uno que estaba en la misma compañía que yo... Un tal Milton Braid.

—Era reportero antes de caer... antes de pisar las tablas —dijo Tab.

No era Tab hombre de teatro y no conocía a ninguno de sus profesionales. Esta era la segunda actriz con la que había hablado en los veintiséis años de su existencia, y resultaba inesperadamente humana. El que fuera muy hermosa no le llamaba la atención. Las actrices debían serlo, incluso Ursula Ardfern (que, a juzgar por la opinión general de la prensa y la extática y parcial opinión de Rex Lander, era una gran artista) debía ser bella. Pero poseía el sentido de la ironía, algo extraño en una artista sentimental, si debía creer lo leído sobre aquel tema. Tenía gracia, juventud y naturalidad. Por su gusto, el reportero se habría quedado por más tiempo, pero era evidente que ella intentaba dar por terminada la entrevista.

—Buenas noches, señor Holland.

Volvió a darle la mano, esta vez con más suavidad, por lo que ella rió de buena gana. Sobre la mesa del camarín había un pequeño joyero color café, cuya visión le movió a decir:

—Si lo desea, El Megáfono le dedicará un párrafo para decir que usted es la artista de teatro que tiene mejores joyas...

Había cometido una torpeza; lo comprendió y se enfadó con sí mismo. No necesitó la sonrisa de ella para advertir de que no era ése el género de reclamo que a ella le agradaba. Al desvanecerse la sonrisa, su rostro adquirió una extraña severidad.

—No... No creo que mis joyas y su valor tengan interés. En el papel que ahora represento es necesario llevar muchas; pero me gustaría que no fuese así. Buenas noches. Me agrada haber disipado ese rumor.

—Lo siento por el novio —dijo Tab con galantería.

Ella se quedó mirándole al salir y pensaba aún en aquel joven de anchos hombros cuando entró la doncella.

—¡Cuánto me gustaría, señorita, que no tuviese que andar siempre con esos diamantes! —comentó tristemente—. El señor Stark, el tesorero, dijo que se los guardaría en la caja de caudales; además, hay en el teatro un sereno toda la noche.

—También me lo ha dicho a mí —contestó la joven, reposadamente—, pero prefiero llevarlas encima. Ayúdame a ponerme el abrigo.

Poco después salió por la puerta del escenario. Un coche pequeño y elegante la esperaba enfrente, cerrado y vacío. Cruzó entre la gente que aguardaba su salida, se introdujo en el coche, depositó el joyero en el suelo a sus pies, y puso en marcha el motor. El portero, después de verla doblar la esquina, volvió otra vez a su despacho.

Tab también había visto partir el coche. Se mofaba de sí mismo por la debilidad y ridiculez de su comportamiento. Hubiese llegado hasta el insulto si alguien le hubiera dicho que él esperaría la salida de una artista por el solo placer de verla; sin embargo, allí estaba, emocionado y avergonzado hasta tal punto que se había escondido en el rincón más oscuro de la calle.

«Bien, bien —se dijo Tab suspirando—, vivir para aprender.»

Tenía su casa en Doughty Street. Entró en la redacción sólo para comunicar el resultado de la entrevista, y se dirigió en seguida a su domicilio.

Al llegar a la sala, un joven, unos dos años menor que él, miró desde el sillón en que estaba sentado.

—¿Qué hay? —le preguntó.

Tab se dirigió hacia un gran tarro que contenía tabaco y llenó su pipa antes de hablar.

—¿Era verdad? —preguntó Rex Lander, impaciente—. ¡Qué misterioso vienes!

—Rex, tú tienes relación con la serpiente de mar —contestó, chupando la pipa con solemnidad—. Eres un divulgador de noticias falsas, para crear la alarma y el desaliento entre los camaleones del teatro, cuya antigua fraternidad he conocido esta noche, gracias a ti.

Rex se arrellanó mejor en su sillón, lo que resultó de una posición aún más grotesca.

—Entonces, ¿no piensa casarse? —dijo suspirando.

—Dices bien —contestó Tab, dejándose caer en una silla—. ¡Y no creo que sea posible responder a un hombre algo peor que «dices bien»! Pero no es verdad. No piensa casarse. ¿Quién te contó esa historia, Babe?

—La oí —contestó el otro, vagamente.

Era un joven con cara de niño. Su rostro era tan redondo y tan parecido al de un querubín que el apodo de Babe estaba justificado. Había sido su condiscípulo, y cuando Rex fue a la ciudad bajo las órdenes de su tío, el adusto señor Jesse Trasmere, para seguir la carrera de arquitecto, se habían juntado y ocupaban el apartamento de Tab.

—¿Qué opinas de ella?

Tab reflexionó antes de contestar.

—Es bonita, sin duda alguna —respondió cautamente. En otra ocasión hubiera añadido alguna palabra de menosprecio o bromeado sobre el intenso interés que Rex Lander demostraba por ella, pero ahora, por determinadas razones, consideraba más seriamente de lo deseable la pregunta de su amigo.

Ursula Ardfern era mujer que sólo conocía éxitos. A pesar de su juventud, había escogido sus obras, y por espacio de cuatro años no había experimentado el significado de la palabra «fracaso».

—Es encantadora —dijo Tab—. Naturalmente, me porté como un tonto. No es mi oficio interrogar a una artista. ¿De quién es la carta? —añadió, mirando el sobre que había encima del tapete de la mesa.

—De tío Jesse —contestó el otro, sin levantar la vista del libro—. Le escribí pidiéndole prestadas cincuenta libras.

—¿Y qué ha contestado? A propósito, hoy le he visto.

—Léelo —dijo Rex Lander, haciendo una mueca.

Tab cogió el sobre y extrajo de él un grueso pliego de papel, escrito con garabatos como de pequeño colegial.

«Querido Rex —leyó—. Tu asignación trimestral no vence hasta el veintiuno. Siento, por tanto, no poder acceder a tu petición. Debes vivir más económicamente, recordando que cuando heredes mi dinero me agradecerás la experiencia que te ofreció el no poder gastar mucho, y que ésta te capacitará para emplear de forma más juiciosa y previsora el capital que será tuyo.»

—Es un viejo miserable y avaro —dijo Tab volviendo a dejar la carta sobre la mesa.

—Me dijeron hace días que tiene un millón. ¿Dónde lo ganó?

Rex meneó la cabeza.

—Creo que en China. Nació allí, y desde muy joven comenzó a comerciar en los campos de oro del río Amur. Después compró terrenos en los que se descubrió oro —dijo, rascándose la cabeza—. Al fin y al cabo, debe haber mucho de cierto en lo que me dice, y siempre ha sido un buen amigo mío.

—¿Le has visto a menudo?

—Estuve una semana con él, el año pasado —contestó Rex, frunciendo el entrecejo al recordarlo—. Y no obstante, le debo mucho. Si no fuese tan haragán y no me gustasen tanto las cosas caras, podría vivir perfectamente con la asignación.

Tab chupó nuevamente la pipa en silencio, y luego dijo:

—Corren toda clase de rumores acerca de Jesse Trasmere. Me contaron hace días que se le conoce como avaro y que guarda el dinero en su casa, lo que es, por supuesto, un embuste romántico.

—No tiene cuenta en ningún banco —dijo el otro sorprendido— y por casualidad supe que guarda gran cantidad de dinero en Mayfield. El edificio está construido como una prisión, y tiene un sótano de paredes muy resistentes. Nunca lo he visitado, pero a él le he visto bajar allí. Jamás me he molestado en averiguar si sólo se sienta a contemplar su fortuna. Pero de lo que estoy seguro, Tab —añadió—, es de que no tiene cuenta en ningún banco. Hace todos sus pagos en metálico. Supongo que hará operaciones por medio de los bancos, pero nunca lo he sabido con seguridad. En cuanto a lo de avaro... lo cierto es que no es muy generoso. Por ejemplo, hace seis meses descubrió que el colono de Mayfield y su mujer daban las sobras de su comida a un pariente más pobre, y ¡los despidió al instante! Cuando fui allí este año, estaba tapiando todas las habitaciones de la casa, menos su dormitorio y el comedor, que también emplea como estudio.

—¿Y respecto a los criados? —preguntó Tab, a lo que el otro respondió meneando la cabeza:

—Tiene a su ayudante Walters y a dos mujeres que van a diario, una para hacer la comida y otra para la limpieza. Pero ha hecho construir una cocina fuera de la casa.

—Debe de ser un compañero ameno —observó Tab.

—No es lo que se dice alegre. Cada mes cambia de cocinera. Hace días encontré a Walters y me dijo que la que tenía ahora era la mejor de todas —contestó Rex. Siguió un prolongado silencio y después Tab se levantó y fue a sacudir las cenizas de la pipa.

—Es verdaderamente hermosa —dijo.

Y Rex Lander le miró con recelo, porque sabía que no hablaba de la cocinera.

3

Jesse Trasmere estaba sentado al final de una larga mesa, vacía excepto donde él tenía su cubierto, y saboreaba lentamente una exigua chuleta.

La habitación no aparentaba gran lujo; tampoco demostraba el gusto artístico de su dueño, ni la anterior estancia de éste en la China. No colgaban cuadros de las paredes. Los muebles, viejos y desvencijados, los había comprado de segunda mano, y en la operación había hecho un buen negocio del que siempre se vanagloriaba. Tampoco tenía libros. A Jesse Trasmere no le gustaba leer ni siquiera los periódicos.

Era la una de la tarde.

Entre los pliegues de la bata asomaba el pijama gris, dejando al descubierto su flaca garganta; el señor Trasmere había abandonado la cama hacía muy poco rato. Más tarde se pondría el arrugado traje negro y se mantendría muy despierto hasta el alba del día siguiente. Nunca se acostaba antes del amanecer, ni dormía hasta más de las dos de la tarde.

A las seis y media en punto, Walters, su ayuda de cámara, debía ponerle el abrigo, el de tela delgada si hacía calor, o el grueso forrado de piel si hacía frío. Entonces salía a dar su paseo cotidiano y a efectuar los negocios que se le presentaran. Antes de marcharse era necesario proceder a cierto ceremonial: cerrar puertas, reclusión del ayuda de cámara en su habitación, y desaparición del señor Trasmere por la puerta que conducía desde su estudio-comedor al subterráneo de la casa. Hecho esto, se iba. Walters le había visto muchas veces desde las ventanas altas, caminando lentamente calle abajo, con un paraguas en una mano y un maletín negro en la otra. A las ocho y media en punto regresaba. Siempre cenaba fuera. Walters tenía orden de servirle una taza de café cargado, y a las diez se retiraba a su habitación, que estaba separada del cuerpo principal del edificio por una gruesa puerta que el señor Trasmere cerraba invariablemente con llave.

En cierta ocasión, en los primeros tiempos de su estancia en aquella casa, Walters le había preguntado:

—¿Y si hubiera un incendio, señor?

—Puedes salir por la ventana de tu cuarto de baño y meterte en la cocina. Y si no consigues salir, es que mereces abrasarte vivo —había gruñido el viejo—. Si no te gusta el empleo, puedes largarte. Es la consigna de mi establecimiento y hay que acatarla.

Así que, noche tras noche, Walters se había metido en su habitación y el señor Trasmere había cerrado tras de él la puerta, dejándole en completa soledad.

Esta regla sólo se quebrantó una vez que el viejo estuvo enfermo y no pudo levantarse a abrir. Desde aquel día, Walters tuvo a su alcance una llave colgada dentro de una caja de cristal, muy parecida a las utilizadas para las llaves de ciertos grifos. Si por coincidencia enfermaba el amo o sucedía algún hecho extraordinario, Walters podía hace uso de la llave y responder al ser llamado por la campanilla que tenía junto a la cabecera de la cama, aunque hasta la fecha no había habido necesidad de ello.

Todas las mañanas, el criado encontraba la puerta abierta. No sabía a qué hora solía llegar el viejo Jesse, pero pensaba que su amo le prestase este servicio todas las mañanas antes de acostarse.

Walters no podía pasar ninguna noche fuera. Tenía libres dos días cada semana, que en total sumaban veinticuatro horas de permiso, pero debía regresar antes de las diez.

—Y si llegas un minuto más tarde, ya no vuelvas —le había dicho Trasmere.

Puesto que el ayuda de cámara había descubierto algo más sobre su amo, cosa que el señor Trasmere no sabía, tenía especiales motivos para querer saber lo que encerraba en el sótano. En una ocasión conoció a un hombre que estuvo empleado en la construcción de la casa, y éste le dijo que debajo había una habitación; sin embargo, aunque buscó con el mayor esmero y discreción las llaves que durante la ausencia diurna de su amo habían de revelarle el secreto del subterráneo, nunca consiguió encontrarlas. El señor Trasmere tenía, al parecer, sólo una llave maestra que durante la noche colgaba de su cuello, inaccesible para él durante el día, y por tanto, había sido inútil toda busca, hasta que una mañana, al llevarle el agua para afeitarse, el criado le encontró sumido en uno de aquellos ataques que periódicamente sufría. Había a mano una pastilla de jabón, y Walters era hombre de recursos...

El señor Trasmere clavó en el ayuda de cámara sus ojos grisáceos.

—¿Ha llamado alguien esta mañana?

—No, señor.

—¿Ha llegado alguna carta?

—Unas pocas solamente. Están en su escritorio, señor.

El señor Trasmere gruñó:

—¿Pusiste el aviso de que me ausentaba por dos o tres días?

—Sí, señor —contestó Walters.

El señor Trasmere volvió a gruñir:

—Si viene un hombre de China, no deseo verle.

A veces solía ser en extremo comunicativo con el criado, pero Walters no cometía la imprudencia de hacerle preguntas.

—No, no deseo verle. —Al repetir esto masticaba un mondadientes y su rostro, poco atractivo, adquirió una evidente expresión de disgusto—. Fue socio mío hace veinte o treinta años. Un jugador borracho, que se daba importancia porque... bueno, la causa no interesa —dijo con impaciencia, como anticipándose a una pregunta que él sabía que nunca habían de hacerle—. Era un hombre de esa calaña.

Contempló el apagado hogar de la estufa, con sus rojas paredes de ladrillo y el microscópico radiador, y chasqueó los labios.

—Si viniese, no hay que dejarle entrar. Si hace preguntas, no hay que contestarle. No sabes nada... de nadie. La razón de su venida... no interesa. Es un perdido, un fumador de opio. Tuvo su hora, se durmió y la dejó pasar. ¡Ese socio! Hubiera podido ser rico, pero vendió sus acciones. ¡Un fumador de opio! Prefirió beber antes que sentarse en el consejo de la Emperatriz de la China... ¡Es un vicioso! Un perdido... Nada... —Levantó de pronto la cabeza y preguntó rudamente—: ¿Qué demonios escuchas?

—Perdón, señor, pensaba...

—¡Vete!

—Sí..., sí, señor —dijo Walters con presteza.

Por espacio de una media hora Jesse Trasmere se quedó allí donde le había dejado el ayuda de cámara, moviendo excéntricamente la roja punta del mondadientes, hasta que al fin se levantó, se dirigió hacia una vetusta escribanía y levantó lentamente la tapa de cristal.

Llevó a la mesa un pequeño tintero de porcelana, a medio llenar con tinta china. En un segundo viaje llevó un grueso cuaderno de. papel. Era extremadamente largo y con un formato especial. De la escribanía de hierro tomó un pincel de mango muy largo, y, sentándose otra vez, introdujo en la tinta el finísimo extremo de éste.

Después de otro largo rato de inacción, comenzó a escribir, empezando por el ángulo superior de la derecha hacia abajo. Aparecían los grotescos e intrincados jeroglíficos chinos con pasmosa rapidez; terminaba una columna y comenzaba otra, hasta que faltaron dos espacios para completar la página.

Al dejar el pincel palpó, con la lenta parsimonia propia de la edad, el bolsillo de la derecha del chaleco, sacó de él un cilindro de marfil del grosor de un lápiz grande, e hizo presión contra el papel con una de sus puntas. Cuando lo levantó, aparecieron dentro de un círculo rojo dos caracteres chinos. Era el hong de Jesse Trasmere, su contraseña. Cientos de mercaderes, desde Shangai hasta Fi Chen, admitían los cheques que llevaban aquella contraseña, por sumas exorbitantes.

Después de secado el papel, lo dobló cuidadosamente y, levantándose, se dirigió al hogar vacío. Fuera, subido en una escalera y profundamente intrigado, Walters estiraba el cuello, tratando de averiguar lo que sucedía en el interior. Desde su atalaya, en la claraboya que había sobre la puerta, dominaba al menos un tercio de la habitación. Ya no podía ver a Jesse, y, a pesar de hacer peligrosas contorsiones, no veía la escena. Únicamente observó que cuando el anciano volvió a aparecer, ya no tenía en sus manos el papel.

Sonó un campanillazo y Walters entró en seguida.

—¡Acuérdate de que no estoy en casa... para nadie!

—Muy bien, señor —dijo Walters, algo impaciente.

El señor Trasmere había salido cuando llamó el visitante.

Fue una desdichada coincidencia para los proyectos del anciano que el correo de China hiciese un rápido viaje y llegase treinta y seis horas antes del tiempo prefijado. El señor Trasmere no leía los periódicos, pues de hacerlo hubiese conocido el hecho aquella mañana.

Walters tardó algún tiempo en contestar, porque estaba muy atareado en su habitación, en un asunto particular, y cuando lo hizo se encontró con un desconocido de rostro bronceado, de pie en el rellano de la escalera. Llevaba un traje viejo que no era de su medida, tenía la camisa manchada y las botas con remiendos, pero sus maneras eran las propias de un Lorenzo el Magnífico.

Con las manos en los bolsillos del pantalón y el grasiento sombrero de fieltro en la coronilla, afrontó la inquisidora mirada de Walters con otra desvergonzada, pues el señor Brown estaba borracho.

—Vamos a ver, muchacho —dijo con impaciencia—. ¿Por qué demonios me dejas a la puerta de la casa de mi amigo Jesse?

Sacó una mano del bolsillo, probablemente no la más limpia, y empezó a dar tirones a la pequeña barba gris.

—El señor... el señor... Trasmere ha salido —dijo Walters—. ¿Quién debo decir que ha estado aquí?

—Me llamo Wellington Brown, buen hombre —dijo el desconocido—. Wellington Brown, de Chei-feu. Lo esperaré dentro.

Pero Walters le impidió el paso.

—El señor Trasmere me ha dado órdenes precisas de no admitir a nadie, a no ser que esté él en casa.

Una ola de indignación hizo enrojecer el rostro de Wellington Brown.

—¿Conque ha dado órdenes —exclamó— de que no se me admita... a mí, Wellington Brown, que hice la fortuna de ese viejo ladrón? ¡Él sabe que yo venía!

—¿Viene usted de China, señor? —preguntó Walters.

—Ya te he dicho, criado, limpiabotas de chaleco amarillo, que soy de Chei-feu. Si eres tan ignorante como pareces, te diré que Chei-feu está en China.

—Tanto me da que Chei-feu esté en China como en la luna —contestó con obstinación Walters—. ¡No puede usted entrar, señor Brown! El señor Trasmere ha salido y no volverá en quince días.

—¿Que no puedo entrar?

La disputa fue breve, porque Walters era hombre corpulento y Wellington Brown estaba más cerca de los sesenta años que de los cincuenta.

Hubo de retroceder hasta la pared de piedra del porche, y si Walters no le hubiera sostenido con presteza, a causa de su estado hubiese caído.

El desconocido respiró fuertemente.

—He matado a algunos por haberme hecho cosas como ésta —dijo—. ¡Han muerto como perros! ¡No te olvidaré, lacayo!

—No tuve intención de hacerle daño —respondió Walters, apenado al pensar que pudiese guardarle rencor.

El desconocido levantó la mano.

—Ya arreglaré las cosas con tu amo...

¡Acuérdate, lacayo! ¡Cómo hay Dios, que tu amo me pagará por ti!

Con dignidad de borracho, atravesó vacilante el trecho de jardín que le separaba de la calle, dejando a Walters perplejo.

4

A las nueve de la noche, aquel mismo día, el timbre del apartamento de Tab Holland sonó larga y estridentemente.

—¿Quién diablos será? —refunfuñó éste.

Estaba en mangas de camisa, escribiendo y tenía las pruebas de su ingenio sobre la mesa.

Rex Lander salió de su habitación.

—Seguro que es tu ayudante —dijo—; dejé abierta la puerta de abajo para que pudiera entrar.

Tab meneó la cabeza.

—Hasta las once no vienen a buscar las pruebas del periódico —replicó—. Mira a ver quién es, Babe.

Lander gruñó. Siempre solía hacerlo cuando se le obligaba a un esfuerzo físico. Abrió la puerta, y al oír una voz desconocida, Tab se acercó también. En el umbral, un hombre barbudo, algo oscilante, hablaba en tono muy alto.

—¿Qué es lo que está mal? —preguntó Tab.

—Todo, señor —contestó el visitante, entre hipos—. Todo está... mal. Un hombre, un caballero, no puede ser robado o asaltado impunemente por un... la... lacayo. —Se detuvo un momento y luego añadió—: ¡Impunemente!

—Haz entrar a ese pobre diablo —dijo Tab, y el señor Wellington Brown entró con aire petulante, completamente borracho.

—¿Cuál de los dos es Rex Lander?

—Yo me llamo así —contestó Rex intrigado.

—Yo soy... Wellington Brown, de Chei-feu. ¡Pensionado, a merced de un truhán! ¡Un pensionado! Me paga una miseria, a cuenta de lo que me robó. Puedo darle informes del viejo Trasmere.

—¿Trasmere? ¿Mi tío? —preguntó el joven, asombrado.

El otro asintió con gravedad, soñoliento.

—Puedo contarle algo de él. ¡He sido su contable y su secretario! ¡Le contaré algo de él!

—Puede usted economizar sus fuerzas —repuso Rex, fríamente—. ¿Por qué ha venido aquí?

—Porque usted es su sobrino. ¡Por eso! ¡Me robó...! ¡Me robó! —respondió sollozando—. ¡Arrancó el pan de la boca a niños inocentes! Se lo arrebató a los huérfanos y me robó la parte que me correspondía en el Manchurian Trading Syndicate y después me echó a la calle, diciendo: «¡Bebe hasta que revientes!»

—¿Y lo hizo usted? —preguntó Tab, burlón.

El desconocido le miró airadamente.

—¿Y éste, quién es? —inquirió.

—Es un amigo mío —contestó Rex—, y está usted en su casa. Pero si lo único que le ha traído aquí ha sido el deseo de calumniar a mi tío, puede usted marcharse tan pronto como guste.

El señor Wellington Brown golpeó el pecho del joven con la punta de un dedo más que sucio.

—¡Su tío es un bribón! ¡Sépalo! ¡Un ladrón de baja especie!

—Mejor será que se lo escriba a él —dijo Tab, vivamente—. Ahora estoy atareado componiendo dos columnas de periódico, y usted me está haciendo perder el tiempo.

—¡Escribirle! —gritó encantado el señor Brown—. ¡Escribirle! ¡Es... la mejor idea que he oído desde hace años! ¡Cierto que...!

—¡Váyase!

Babe Lander abrió la puerta con estrépito y el visitante le lanzó una mirada feroz.

—A tal tío tal sobrino —dijo—, y a tal sobrino tal lacayo... Me voy. Pero antes debo decirle que...

La puerta se cerró ante sus narices.

—¡Uf! —exclamó Babe, limpiándose el rostro—. ¡Abramos la ventana para que entre aire fresco! ¿Quién es?

—¡Qué sé yo! —dijo Rex Lander—. No me hago ilusiones respecto a los amigos de mi tío. He entendido que el viejo le pasa una pensión, y probablemente tendrá razón al decir que le ha robado. No creo que mi tío dé dinero por caridad. De todas maneras, mañana debo verlo y se lo preguntaré.

—No lo verás —repuso Tab—. ¿No lees nunca las noticias de sociedad? Tu tío sale mañana de viaje.

Rex se rió.

—¡Es una vieja estratagema que emplea cuando no quiere que le importunen! ¡Ha sido Wellington el que le ha hecho poner su nombre en las columnas del periódico!

Tab se detuvo, pluma en mano.

—Ahora debe reinar el silencio —ordenó—, mientras un gran periodista trata adecuadamente el «Recurso de apelación por el asesinato de Milligan».

Rex le miró con admiración.

—Aún no he podido comprender cómo te las arreglas para meterte en estos líos —dijo él—. Yo no podría...

—¡Cállate! —gritó Tab, y reinó el ansiado silencio. Terminó la última cuartilla a las once, mandó el original con puntualidad, por medio de un mensajero, cargó la pipa y estiró los brazos con fruición.

—Soy un hombre libre hasta el lunes por la tarde...

Llamaron en aquel momento por teléfono y se levantó de un salto.

—¡Ya empezamos! —exclamó—. O yo soy un santo o me llaman de la redacción...

Era, en efecto, lo que él había supuesto. Pronunció algunas palabras y volvió en seguida a la habitación. Tab era muy voluble.

Había sido detenido un polaco, complicado en ciertos robos a las compañías de seguros, se había escapado refugiándose en su casa y mantenía a raya a la policía, valiéndose de agua caliente y de una larga hacha.

—Jacko está entusiasmado —explicó Tab, refiriéndose al redactor jefe, con irreverencia—. Dice que es un verdadero drama. Le he contestado que enviase al crítico de teatros. Se la gasté buena la otra noche.

—¿Sales? —preguntó Rex, con interés.

—Claro que sí. ¡Mira que eres duro de mollera! —le contestó, mientras volvía a ponerse el cuello.

—Ya creía que todo lo que dice el periódico lo inventan en la redacción —dijo el joven arquitecto—. Yo no creo nunca lo que leo en los diarios...

Pero Tab había salido ya.

A media noche se reunió un grupo de policías que estaban a regular distancia de la casa sitiada, cuyo desequilibrado ocupante había encontrado una escopeta. Tab permaneció con ellos hasta que la puerta fue forzada y el defensor hubo de rendirse, reduciéndole a un estado de placidez que antes no mostraba.

A las dos de la madrugada, él y Carver, el jefe de los detectives designados para aquel asunto, tomaron un refrigerio en el cuartel de policía. Eran las dos y media y las calles estaban ya iluminadas por la pálida luz del amanecer, cuando se retiró a su casa.

Al pasar por Park Street, oyó el ruido de un coche que casi al mismo tiempo pasó por su lado. No se había alejado más allá de unos cien metros cuando oyó el estallido de un neumático y vio cómo el automóvil disminuía la marcha hasta detenerse. Una mujer saltó del coche para examinar la avería. Por lo visto iba sola, pues abrió la caja de las herramientas que había en el estribo y sacó de ella un gato. Luego caminó presurosa hacia el centro de la calle. La única persona que se veía era un ciclista que había desmontado y examinaba las ruedas.

—¿Puedo serle útil en algo? —preguntó Tab.

La joven se volvió, sobresaltada.

—¡Señorita Ardfern! —exclamó él, asombrado.

Quedó un momento perpleja y luego añadió con rápida sonrisa.

—¡Es... el señor Tab! Perdone la familiaridad; no recuerdo su apellido.

—No trate de recordarlo —dijo él, cogiendo la herramienta que sostenía ella—, pero si lo desea saber, mi apellido es Holland.

Ella no habló mientras él levantaba el coche. Al sacar la rueda, le dijo:

—Se me ha hecho muy tarde; he estado en una reunión.

Había la luz suficiente para que él pudiese ver que llevaba un traje muy sencillo y que los zapatos eran gruesos y corrientes. Le pareció que hasta iba pobremente vestida. Dentro del coche, al lado de su asiento, había una caja negra cuadrada, más pequeña pero más honda que las que se emplean para llevar trajes. Quizá se hubiera cambiado de indumentaria, pero por mucha prisa que tengan, las artistas, al volver a casa después de una reunión, no suelen cambiarse.

—También yo he estado en una reunión —dijo él, sacando la rueda y poniéndola frente al coche—: una reunión improvisada, con fuegos artificiales.

—¿Un baile?

Tab sonrió.

—Sólo bailé una vez, cuando vi al caballero que apuntaba con una escopeta. Le aseguro que entonces lo hice y a gusto...

Notó que se le había cortado la respiración.

—¡Ah, sí...! Fue el polaco. Oímos los tiros; supe que se había refugiado en su casa, antes de salir del teatro.

Él había vuelto a colocar la rueda y le devolvía la herramienta, dejando la primitiva en el sitio de la de recambio.

—Esto está arreglado —declaró Tab, retrocediendo algunos pasos—. ¡Oh, no, de nada! —añadió con presteza, cuando ella comenzó a darle las gracias—. De nada.

No le ofreció conducirle a su casa, aunque él supuso que lo haría. Su manera de irse fue algo precipitada; desapareció de su vista antes de que él pudiera darse cuenta.

¿Qué haría a aquellas horas? Había hablada de una reunión, pero de nuevo pensó que las artistas famosas no iban a las reuniones vestidas de aquel modo.

Rex estaba levantado cuando Tab llegó a casa, y salió a recibirle. Y lo extraño fue que, a pesar de narrar todos los incidentes de la noche, Tab no mencionara su encuentro con Ursula Ardfern.

5

Ursula Ardfern...

Tab se levantó con el nombre en los labios.

Eran las once. Rex había salido y estaba ya de vuelta.

L’ami de mon oncle ha estado aquí. ¿Le oíste? —preguntó Rex, deteniendo a su amigo que, envuelto en su bata, se dirigía al baño.

—¿Quién? ¿Bonaparte?

—Creo que se llama Wellington. Sí, vino ya más apaciguado y pidiendo disculpas, pero con terribles amenazas contra mi tío Jesse. Lo eché otra vez.

—¿Por qué vino?

Rex Lander meneó la cabeza.

—¡Quién sabe! A no ser que buscase una persona que conociera mucho a mi tío, para que tuviese interés en oírle insultar al viejo. Le he persuadido para que salga de la ciudad, hasta el final de la semana próxima. Te confieso que me impresionaron bastante sus amenazas. Dice que lo matará, a menos que repare el mal que le ha hecho.

—¡Oh! —dijo Tab con desdén y como todo comentario.

Después de almorzar volvió a comentar el asunto del señor Jesse Trasmere y su enemigo.

—Cuando un hombre bebe demasiado, es peligroso —dijo—. No hay loco o borracho que sea inofensivo. Carver y yo hemos hablado de ello esta mañana, y él es de mi parecer. Ese hombre es inteligente, lo que supone mucho más de lo que cabe decir acerca de la mayoría de los detectives. No es que sea culpa suya, pobres; son víctimas de un sistema que necesita un cerebro de un metro setenta y cinco.

—¿Qué?

—Un cerebro de un metro setenta y cinco —repitió Tab, y Babe no tenía motivos para extrañarse, puesto que aquél era el punto fuerte de Tab—. Es el cerebro que se ha escogido para el sutil ejercicio de la investigación criminal; no a causa de su inteligencia, sagacidad o conocimiento del mundo, sino porque se demuestra que, con un cerebro de ese tamaño, el tórax tiene noventa y cinco centímetros. Curioso, ¿verdad? Pues de ese modo se elige a los detectives. Tienen que ser fuertes, pero no es necesario que piensen mucho. ¿Sabías que Napoleón y César, para mencionar tan sólo a dos celebridades, no podrían haber ingresado en las fuerzas de policía?

—No había pensado en ello —admitió Rex—, pero nunca he tenido dudas sobre el tamaño de tu CEREBRO; Tab.

Medía un metro setenta y ocho, aunque no parecía tan alto, porque sus hombros eran musculosos y anchos. Andaba algo encorvado, lo que le hacía parecer cargado de espaldas. Había adquirido esa costumbre por el uso de la máquina de escribir y por redactar sus artículos en una mesa algo baja para él. Tenía un aspecto saludable, aunque su color era más oscuro que rosado. La configuración de su rostro era más delicada que la que hubiera correspondido a una persona de su corpulencia. Sus ojos eran grises y profundos. Al hablar arrastraba un poco las palabras. Los que le conocían bien, se daban cuenta de algún defecto en su dicción. No podía decir «muy»; pronunciaba «mull», pero tan de prisa que sólo un oído avezado podía advertir el error.

Entró en el periodismo, procedente de una universidad, sin reputación alguna de inteligente y únicamente reconocido como el mejor «tres-cuartos» de su tiempo. Sin ser rico, gozaba de una posición desahogada, y como era uno de esos afortunados que poseen innumerables tías solteras, recibía como término medio una herencia cada año, aunque deliberadamente hubiera dejado de tratarlas a causa de sus riquezas.

Sería más exacto decir que Tab se había dedicado al periodismo, y a aquella rama especial del periodismo que él encontraba más agradable, desde que, lanzándose desde el pilar de un puente, había salvado a Jasper Dorgon, el banquero malversador que pretendía suicidarse, consiguiendo que éste le contara su historia cuando, desnudos los dos ante el brasero de un vigilante, esperaban que se secara la ropa.

—Acuérdate bien de esto, Babe —dijo—. El cerebro de metro setenta y cinco, la teoría aceptada generalmente de que todo el que sea inferior a esa medida es de marfil auténtico, hace que Lew Vann, el viejo Joc Haspinell y algunos otros de mis conocidos, cenen todavía en el Grand Criterion, cuando debieran estar purgando sus pecados en la Cold Stone Jug. Pero Carver es una buena persona. Discurre, aunque esto sea en contra de los reglamentos.

—¿Qué piensa sobre Wellington?

—No se lo he preguntado —dijo Tab—. Debieras prevenir a tu tío.

—Le veré hoy —contestó Rex.

Salieron juntos antes de almorzar. Tab tenía que pasar por la redacción y después debía encontrarse con Carver para comer juntos. Carver era delgaducho y lento al hablar, y además poco comunicativo. En ciertos aspectos era muy interesante, y como él proporcionó un tema de amena conversación pasaron rápidamente dos horas. Antes de salir del restaurante, el joven le contó las amenazas del borracho contra Jesse Trasmere.

—No me preocupan las amenazas —repuso Carver—, pero una persona que tenga un motivo especial de agravio, como el que tiene ese hombre, es muy posible que ocasione disgustos. ¿Conoce usted al viejo Trasmere?

—Le he visto dos veces. Se me ordenó que le hiciese una entrevista respecto al recurso que contra él inició el Ayuntamiento, por edificar sin permiso del arquitecto municipal. Rex Lander, que por cierto es un arquitecto de escuela de párvulos y vive conmigo, es sobrino suyo, y le he oído hablar bastantes veces de él. De vez en cuando, escribe cartas a Rex, llenas de buenos consejos sobre el ahorro.

—¿Es acaso Lander su heredero?

—Rex así lo espera, fervorosamente, pero dice que es posible que su tío Jesse deje su fortuna al Hospital de Incurables. ¡Qué coincidencia! ¡Estamos hablando de Trasmere y ahí va su criado!

En efecto, ante ellos pasó rápidamente un coche, en cuyo interior sólo iba Walters, con la cabeza descubierta, el rostro sombrío y una mirada extraviada, lo que llamó inmediatamente la atención de los dos hombres.

—¿Quién ha dicho usted que era? —preguntó con presteza Carver.

—Walters, el criado del viejo Trasmere —contestó Tab—. Me parece que está bastante asustado.

—¿Walters? —El detective se quedó pensativo—. Conozco esa cara... ¡Ya recuerdo! ¡Walters Felling!

—Walters... ¿qué?

—Felling. Estuvo en mis manos hace diez años, y desde esa fecha es un ex presidiario. Walters, como usted le llama, ¡es un ladrón incorregible! ¿Y dice usted que ahora es el criado del viejo Trasmere? Esa es su especialidad. Procura entrar al servicio de los ricos, hasta que una mañana, al despertar los amos, ven con asombro que han desaparecido el dinero, las joyas y la vajilla. ¿Se fijó en el número del coche?

Tab movió la cabeza negativamente.

—Quisiera saber —dijo el detective— si ha hecho una escapada furtiva o si va a algún recado urgente de su amo. Sea como sea, deberíamos entrevistarnos con Trasmere. ¿Vamos en coche o a pie?

—A pie —contestó Tab sin titubear—. Sólo los detectives de película van en coche, Carver. Los verdaderos saben que, al presentar la cuenta de los gastos en la dirección, un escribiente desalmado preguntará hasta el menor detalle de ellos.

—Tab, usted sabe más acerca de la economía interior de la caza de ladrones, que lo que debería de saber un profano —respondió con tristeza el detective.

Estaban unos dos kilómetros de distancia de la casa de Trasmere. Mayfield, la morada del viejo Jesse, era el único lunar que había en aquella calle famosa por la arquitectura de sus edificios. Construida en feísimo ladrillo rojo, sin ornamentación alguna, parecía estar agazapada en medio del «jardín» de cemento. Tres círculos microscópicos de tierra habían sido respetados ante la insistencia del constructor, y en ellos el señor Jesse podía, si lo deseaba, plantar las flores que le agradasen. Había accedido a ello de mala gana, sólo después de haberle hecho observar que la alteración de los planos primitivos le economizaría algún dinero.

—¿Verdad que no es el Palacio del Príncipe de la Hadas? —preguntó Tab, al empujar la verja de hierro.

—He visto edificios mejores —admitió Carver—. Pienso que...

Acababa de pronunciar aquellas palabras cuando la puerta de entrada se abrió con violencia, y salió precipitadamente Rex Lander.

Con sus infantiles ojos extraviados y el rostro pálido, detuvo la mirada en los dos hombres que se le acercaban por el camino de cemento, y quiso hablar, pero no pudo.

Tab corrió hacia él.

—¿Qué sucede? —le preguntó, seguro de que era algo grave, pues la mirada de Babe Lander así se lo decía.

—Mi tío... —balbuceó—. Vayan ustedes... miren...

Carver entró presuroso en la casa y cruzó la puerta entreabierta del comedor, que estaba vacío, pero al lado de la estufa había una puerta más pequeña.

—¿Dónde está? —preguntó el detective.

Rex sólo pudo indicar la pequeña puerta que daba a una angosta escalera de peldaños de piedra, que terminaba en un pasaje y éste en otra puerta que también estaba abierta. El pasillo estaba alumbrado por tres globos luminosos, equidistantes, que colgaban del techo; se percibía el olor acre de la cordita ya explotada, en pasaje vacío.

—Esto debe dar a una habitación —dijo Carver.

Se detuvo para recoger un par de guantes que había en el suelo y, guardándolos en el bolsillo, se preguntó de quién serían.

Buscó con la mirada a Rex Lander. Estaba sentado en el primer peldaño de la escalera, con la cara escondida entre las manos.

—No vale la pena interrogarle —dijo Carver, en voz baja—. ¿Dónde está su tío?

Tab se dirigió rápidamente, a lo largo del pasillo, hacia la puerta de la izquierda. Era angosta, pintada de negro, incrustada profundamente en la maciza pared. Sólo tenía un pequeño agujero para la llave. A unos diez centímetros de la parte superior había varias perforaciones en la plancha de acero, hechas con el propósito de ventilar la habitación. Empujó la puerta, pero estaba cerrada. Entonces miró por el ventilador.

Vio una bóveda a la que calculó unos tres metros de longitud por dos y medio de anchura. Fijos a las paredes había unos estantes de acero, que contenían cajas negras de hierro. Podía verlo perfectamente, pues estaba encendida la luz en el interior.

En el extremo opuesto de donde él se encontraba, había una mesa corriente; pero nada de aquello era lo que le preocupaba, sino el cuerpo apoyado contra una de las patas de la mesa.

Era el cadáver de Jesse Trasmere.

6

Tab cedió su lugar al detective y esperó mientras Carver observaba.

—No hay señal de arma alguna, mas parece que se ha hecho algún disparo —dijo.

—¿Qué es aquello que hay en la mesa?

Tab miró por entre el ventilador.

—Me parece que es una llave —contestó.

Quisieron forzar la puerta, pero ésta resistió a sus intentos.

—Es demasiado gruesa y la cerradura demasiado recia para que podamos abrirla nosotros —dijo Carver, al fin—. Voy a llamar al Cuartel General, Tab. Averigüe qué dice su amigo.

—No creo que pueda decir gran cosa. Ven, Babe —dijo cariñosamente Tab, cogiéndole por un brazo—. Alejémonos de esta condenada atmósfera.

Impotente, Rex Lander se dejó llevar hasta el comedor, donde se desplomó en una silla.

Carver regresó mucho antes de que Rex se hubiese recobrado lo bastante como para poder ofrecer una narración coherente. Pálido, sin poder evitar el temblor de sus labios, pasaría tiempo antes de que pudiese contar a sus sufridos oyentes todo lo que sabía.

—Vine esta tarde porque estaba citado —explicó—. Mi tío me había escrito diciéndome que deseaba que viniese a verle para tratar del préstamo que le había solicitado. Primero rechazó mi demanda, pero, como había sucedido otras veces, se arrepintió al poco rato, porque no tenía mal corazón. Al tocar el timbre, vi a Walters, el criado de mi tío.

El detective asintió.

—Parecía muy agitado. Llevaba un maletín de piel marrón en las manos. Me dijo: «Salgo ahora, señor Lander...»

—¿Se sorprendió al verle?

—Pareció alarmarse —admitió Rex—. Creí que mi tío estaría enfermo y le pregunté si le ocurría algo. Me contestó que seguía bien, pero que le había mandado a un recado urgente. Nuestra conversación no duró más de un minuto, porque Walters bajó precipitadamente la escalera, antes de que yo pudiese salir de mi asombro.

—¿Verdad que no llevaba sombrero? —preguntó Carver.

Rex asintió.

—Me detuve un momento en el vestíbulo, pues a mi tío no le agradaba que se entrase sin haber sido anunciado antes. Mi situación era embarazosa, señor Carver. Había venido a pedir un favor y, naturalmente, no quería exponerme a perder las cincuenta libras que me había prometido mi tío. Fui a su cuarto y él no estaba allí, pero la puerta que yo sabía que conducía a la bóveda estaba abierta, por lo que no podía hallarse muy lejos. Me senté, dispuesto a esperar. Estuve allí como unos diez minutos, hasta que empecé a notar olor de algo que se quemaba, según creí, pero en realidad era olor a pólvora o lo que se usa para fabricar cartuchos, y esto me alarmó tanto que bajé las escaleras después de titubear un rato y llegué hasta la puerta de la bóveda. Estaba cerrada; llamé por el ventilador, pero no obtuve respuesta. Entonces miré a través de los agujeros. Una visión espantosa —dijo, estremeciéndose—. Eché a correr en busca de un policía y fue entonces cuando les vi a ustedes.

—Mientras estuvo usted en la casa, ¿no oyó ruido alguno que pudiese indicarle la presencia de otra persona? ¿Dónde están los criados?

—Sólo está la cocinera —dijo Rex.

Carver salió a buscarla, pero la cocina estaba cerrada y desierta. Parecía ser el día de asueto.

—Registraré la casa —dijo Carver—. Venga conmigo, ya que está aquí.

No duró mucho tiempo la pesquisa. Eran dos las habitaciones que solía usar el señor Trasmere. Las restantes estaban cerradas con llave, sin tener indicio alguno de uso. Un pasadizo conducía al dormitorio de Walters, que antes había sido cuarto de respeto; sus dimensiones eran mayores que las corrientes en un apartamento para la servidumbre. Estaba pobremente amueblado, con señales evidentes de que la fuga de Walters no había sido premeditada. Parte de su indumentaria veíase colgada en los ganchos que había detrás de la puerta; otra parte se encontró en el armario. Sobre la mesa había una taza de café. Carver introdujo en él su dedo meñique: aún estaba caliente.

Una manta tapaba algo voluminoso que sobresalía en un extremo de la mesa. El detective la quitó y, al ver lo que escondía, lanzó una exclamación.

Adherido al borde de la mesa, había un tornillo de carpintero y varias limas revueltas con otras herramientas. Carver aflojó el tornillo, liberando lo que mantenía sujeto. Era una pequeña llave de forma especial, en la que debía haber estado trabajando recientemente, pues en el tornillo aún había limaduras de acero.

—¿De modo que mi amigo Walters estaba construyendo una llave? —dijo Carver—. Mire el molde de yeso. Ese es un oficio muy de su agrado. Supongo que habrá conseguido un modelo de la llave en jabón o cera y habrá estado trabajando en ella desde entonces. —Observó con curiosidad el objeto que tenía en la mano y continuó—: Esto nos hará adelantar terreno, porque, si no me equivoco, es la llave de la bóveda.

Al poco rato, la casa se llenó de detectives, fotógrafos de la policía y funcionarios. Llegaron inútilmente, porque la puerta permanecía cerrada. Tab aprovechó su llegada para acompañar al piso a su amigo, pero antes de irse Carver le llamó aparte.

—Tendremos que ponernos en contacto con el señor Lander —dijo—. Él podrá proporcionar datos valiosos sobre este asesinato. Ahora he llamado al cuartel para que prendan a Wellington Brown.

—¿Wellington Brown? Es el que amenazó a Trasmere... Ya le hablé de ello durante el almuerzo.

Carver sacó de su bolsillo un par de guantes viejos.

—El señor Wellington Brown ha estado en el pasillo subterráneo —dijo reposadamente— y ha sido lo bastante indiscreto como para dejar olvidados los guantes. ¡Tienen su nombre escrito en el interior!

—¿Le acusará usted de homicidio? —preguntó Tab, y Carver asintió:

—Creo que sí; fue él o Walters. De todas maneras, les encerraremos por sospechosos, pero no puedo ser más explícito hasta conseguir entrar en la bóveda.

Tab acompañó a su amigo hasta su casa, y, dejándole allí, volvió apresuradamente a Mayfield, nombre evocador con el que era conocida la extraña propiedad de Trasmere.

—No hemos encontrado arma de ninguna clase —dijo el detective, al que Tab encontró sentado en el comedor de Trasmere con un plano de la casa ante él—. Puede ser que se encuentre en la bóveda, en cuyo caso podría tratarse de un suicidio. He hablado por teléfono con el encargado de la empresa constructora. Dice que sólo existe una llave de esa cerradura. Hablé también con el propio dueño, el señor Mortimer, y me lo confirmó. Trasmere hizo indicaciones especiales respecto a la cerradura, obteniendo veinte o treinta de diferentes cerrajeros. Nadie sabe cuál de ellas ha usado, y Mortimer dice que sus órdenes respecto a que no se hiciesen llaves duplicadas fueron tan severas, que no es probable, sino en realidad imposible, que el asesino haya podido entrar en la bóveda, sin valerse de la propia llave de Trasmere. Pero de todas maneras no tardaremos en saberlo; tengo trabajando al mejor obrero de la ciudad en la llave que se encontró en la habitación de Felling, y dice que tiene ya tan avanzada su tarea que no le cabe duda de que podrá abrir la puerta esta noche.

—¿O sea que no se podría hacerlo tal como está?

—Es inútil; lo hemos intentado pero el cerrajero dice que no entraría en el ojo de la cerradura tal como nosotros la encontramos.

—Entonces ¿cree usted que pueda tratarse de un suicidio?

Carver movió la cabeza.

—Si se encuentra en la bóveda el revólver, es muy probable que esa teoría sea cierta, aunque ignore las razones que haya tenido para ello.

Aquella noche, a las once menos cuarto, tres hombres se hallaban ante la bóveda, mientras uno de ellos, el cerrajero, introducía la llave que en breves instantes hizo ceder la puerta. Iba a empujarla cuando Carver le cogió del brazo y le dijo:

—Déjela como está —y el obrero, desilusionado ante la imposibilidad de presenciar el cuadro que sólo había vislumbrado, empezó a recoger las herramientas.

—¡Ahora! —dijo Carver, aspirando reciamente, al tiempo que sacaba unos guantes blancos y se los ponía.

Tab entró en la cámara mortuoria.

—He llamado al médico. Vendrá en seguida —dijo Carver, mirando la inmóvil figura reclinada en una de las patas de la mesa.

Sobre ésta había una llave, pero lo que arrancó una exclamación de los labios del detective fue el hecho de que estaba teñida de rojo hasta la mitad. La madera había absorbido el líquido, quedando la mancha bien patente.

—Sangre —murmuró el detective, mientras levantaba cuidadosamente la plana pieza de acero.

No cabía duda. Aunque la parte superior estaba limpia, la inferior daba la impresión de que la hubiesen sumergido en sangre.

—Esto viene a echar por tierra la hipótesis del suicidio —dijo Carver.

Su primera preocupación fue buscar el arma con que se había cometido el asesinato. No encontró rastro alguno. Palpó el cuerpo fláccido, y Tab se estremeció al ver cómo caía la cabeza sobre un hombro.

—No hay nada... Lo ha traspasado una bala. Raras veces se cometen de este modo los suicidios.

Su mano experta registró el cadáver. No tenía encima ningún objeto.

Carver volvió a enderezarse, observando con atención el macabro espectáculo.

—Estaba de pie aquí cuando lo asesinaron. No ha podido saber quién le mataba. El suicidio es inadmisible, porque, aparte la ausencia del arma, el tiro lo recibió en la espalda.

Si hubiera habido alguna duda sobre esta cuestión, se hubiera disipado al efectuar el médico su rápido examen.

—Le han disparado a varios metros de distancia —dijo—. No, señor Carver, es imposible que se haya suicidado, porque no hay quemadura. Además el tiro entró por la espalda, justo bajo el hombro izquierdo, lo que le causó la muerte instantánea. Es imposible que la herida se la haya hecho él mismo.

Acudieron otra vez los fotógrafos, dejando la atmósfera de la bóveda invadida por los vapores del magnesio. Prosiguieron los dos amigos sus investigaciones y constataron que los primeros compartimientos estaban en su mayoría repletos de dinero. Había poco oro, gran cantidad de billetes de diversos países. En uno de ellos encontró Carver cinco millones de francos, en billetes de mil; otro contenía billetes ingleses de cinco libras esterlinas, atados en paquetes de diez mil. Sólo había dos compartimientos que estuviesen cerrados y sólo uno de los que registraron aquella noche contenía algo semejante a documentos. En su mayoría eran recibos de alquileres, en papel delgado con caracteres chinos, y supieron que eran recibos porque alguien había hecho la traducción al dorso. Estaban muy bien ordenados en legajos, en cada uno de los cuales se describía la naturaleza del contenido, en letra clara y bien perfilada. En uno de ellos, grueso y sujeto con gomas, había una inscripción que decía: «Correspondencia Comercial 1899.»

Durante el registro, Tab encontró un manuscrito dorado, que extrajo de su sitio.

—Aquí está el testamento —dijo.

Carver se lo arrebató de las manos. Estaba escrito con letra infantil que Tab conocía tan bien, y era muy breve. Después del preámbulo usual, decía:

«Dejo mis bienes y todo mi caudal a mi sobrino, Rex Percival Lander, hijo único de mi difunta hermana Mary Catherina Lander, nacida Trasmere, y lo instituyo único albacea de este mi testamento.»

Como testigos firmaban Mildreet Green, que decía ser cocinera, y Arthur Green, cuya profesión era la de ayuda de cámara. El domicilio lo tenían en Mayfield.

—Me parece que son los dos criados que despidió hace seis meses porque le sisaban. El testamento debió haber sido otorgado semanas antes de ser despedidos.

El primer impulso de Tab fue de alegría, porque su amigo era al fin rico.

—¡Pobre Rex! —exclamó—. ¡Quién le había de decir que iba a recibir esta herencia en forma tan trágica!

Carver volvió a guardar en su sitio el documento y continuó el examen de la puerta, que Tab le había hecho interrumpir.

—La cerradura no es de resorte —dijo—. Por lo tanto, el asesino no pudo cerrarla para huir después de haber matado a Trasmere. Tiene que haber sido cerrada desde fuera, o bien desde dentro. Si hubiese la posibilidad de que Trasmere se hubiera suicidado, han cerrado la puerta y vuelto a poner la llave sobre la mesa. ¿Cómo?

La tomó y trató de ver si pasaba por entre una de las rendijas del ventilador. Apenas pudo penetrar el extremo de ella.

—Tiene que haber otra entrada en la bóveda —dijo.

Antes de terminar su investigación en el lugar del crimen, ya había salido el sol. Las paredes eran sólidas. No había ventanas ni estufa. El piso era más sólido aún que las paredes. Como último recurso para resolver el misterio. Carver llamó a una persona entendida para que examinara el ventilador. Era de acero, de medio centímetro de espesor, y remachado a la puerta. No había tornillos que hubiesen podido extraerse, y, aunque tal hubiera sido el caso, sólo un ser diminuto hubiera podido pasar por el hueco.

—Aun suponiendo —dijo Carver— que se pudiese sacar el ventilador, tendríamos que arrebatarle unas páginas a Edgar Allan Poe y pensar que en realidad se introdujo un mono amaestrado.

—Cabe la teoría de la duplicación de la llave...

—Que yo desecho —dijo Carver—. Me satisface que no haya sido así. De haber podido ser, Felling o Walters, como usted le llama, hubiera entrado. Es el más experto que conozco en esta materia, y toda su vida la ha pasado a expensas de las llaves dobles. Seguro que él sabía que era imposible entrar; de otro modo no se hubiera tomado el trabajo de hacer una llave nueva. Es un especialista en la materia, quizás el mejor que existe.

—Entonces ¿cree usted que es ésta la llave que se ha usado? —dijo Tab.

—No sólo lo creo, sino que lo juraría —contestó Carver reposadamente—. ¡Mire! —exclamó abriendo la puerta, de modo que la luz cayese en el ojo exterior de la cerradura—. ¿Ve usted las manchas de sangre? No sólo la han empleado por la parte de fuera, donde ha dejado huellas inconfundibles, sino también por dentro.

Volvió la puerta y Tab vio de nuevo las mencionadas manchas.

—La puerta ha sido abierta con la llave por dentro, y vuelta a cerrar después de cometido el crimen.

—Pero ¿cómo pudo ser depositada la llave en la mesa? —preguntó perplejo el reportero.

El señor Carver meneó la cabeza.

—Una vez, uno de sus profesores preguntó a un estudiante de medicina si Adán había sido niño alguna vez, a lo que éste contestó: «¡Sólo Dios lo sabe!» ¡Esa es mi respuesta! Dejaremos los otros compartimientos para mañana, Tab.

Carver salió de la bóveda, el primero, cerró la puerta con la llave duplicada y se la echó al bolsillo.

—Mi cerebro no coordina —dijo Tab.

Entonces fue cuando vio el alfiler nuevo.

7

Desde el lugar donde estaba, los reflejos de la luz le hacían despedir destellos plateados. Se paró mecánicamente y lo cogió.

—¿Qué es eso? —preguntó con curiosidad el detective.

—Parece un alfiler —contestó Tab.

Era un alfiler corriente, bruñido, de unos tres centímetros y medio de longitud. Por su tamaño resultaba excesivo, pero era de los que suelen usar los banqueros, que se complacen en mantener unidos los documentos por medio de tan bárbaro método. No estaba recto; tenía una leve curvatura. Tab lo miraba estupefacto.

—Démelo —dijo Carver y lo cogió con sus manos enguantadas de blanco—. No creo que tenga importancia alguna, pero lo guardaré. —Lo introdujo cuidadosamente en la caja de cerillas donde antes había puesto la llave—. Bien, Tab —dijo más rápido que de costumbre al salir juntos, extenuados por la noche pasada en la casa donde se había cometido el crimen—, ahora tiene usted en su mano el éxito de su carrera, pero guárdese de hablar de las pistas que hemos encontrado.

—No sé de ninguna —replicó Tab—, a no ser que quiera considerar la del alfiler.

—Ni siquiera ésa mencionaría yo —repuso Carver gravemente.

Cuando llegó a su casa, Tab encontró todas las luces encendidas, Rex Lander, vestido, dormía en la butaca.

—Esperé hasta las tres —dijo Rex, bostezando—. ¿Han detenido ya a Walters o al que haya sido?

—Hace diez minutos dejé a Carver, y aún no lo habían conseguido —contestó Tab—. Sospechaban de ese Brown, porque se encontraron sus guantes en el pasillo.

—¿Brown, ese que acaba de llegar de China...? Fue horrible, ¿verdad? —dijo Babe, como si sólo ahora se le hiciese patente lo terrible de los momentos pasados en toda su pavorosa realidad—. ¡Dios mío, qué horror! He tratado de no pensar en ello toda la noche, pero su recuerdo no me ha abandonado, y poco ha faltado para que me volviera loco.

—Tengo que darte una buena noticia, Rex —dijo Tab, mientras se disponía a acostarse—. Hemos encontrado el testamento de tu tío. Esto es extraoficial.

—¿Habéis encontrado el testamento? —exclamó el otro negligentemente—. No me interesa eso por ahora. ¿A quién deja el dinero? ¿Al «Hogar de los Perros» o al «Pesebre de los Gatos»?

—Va a parar a manos de un joven arquitecto —contestó Tab con una mueca—, con lo que ya veo deshecha nuestra casita. Tal vez venga a hacerte alguna visita cuando seas rico, si me recuerdas aún...

El gesto de impaciencia de Rex le hizo detenerse.

—No pienso en el dinero; pienso en otras cosas.

Tab durmió cuatro horas, y al levantarse vio que Rex había marchado.

Cuando salió a la calle, ya empezaban a aparecer las ediciones dominicales con la información del crimen.

Al llegar a la redacción, supo que el redactor jefe aún no había llegado, por lo que empezó a ordenar las noticias sobre la tragedia, que especulaban sobre la pista de Walters y Brown.

Se dirigió a Mayfield, pero Carver no estaba allí, y el sargento que custodiaba la casa no le quiso recibir. Carver que era soltero, vivía en una pensión, y Tab lo encontró afeitándose.

—No, no hay noticias de Felling, y Brown, que resulta un caso mucho más difícil, ha desaparecido. ¿Qué por qué es más difícil? Porque es desconocido. En comparación, hallar a Walters es un juego de niños y, sin embargo, aún no lo hemos encontrado —dijo el inspector, frotándose la cara—, lo que no deja de ser extraño, teniendo en cuenta que conocemos sus guaridas y sus amistades. Nadie lo ha visto. El cochero se ha presentado a nuestra llamada y dice que llevó a Felling a la Estación Central. Le hizo detenerse en el camino, con el pretexto de comprarse un sombrero.

Carver no había ido aquella mañana a la oficina y, aunque hubiera ido, no hubiese podido darle las noticias que habían de dejar perplejo a Tab durante el día.

—¿Tiene usted alguna idea nueva, Carver?

Este miró por la ventana, mientras acariciaba pensativo su larga nariz.

Era alto y delgado, con el rostro lleno de arrugas. Cuando estaba tranquilo, parecía en extremo melancólico y su hablar reposado y suave realzaba esta apariencia.

—Hay muchas teorías, todas ellas probables.

—¿Ha tomado en consideración la posibilidad —preguntó Tab— de que el tiro hubiese sido disparado entre los agujeros del ventilador?

Carver asintió antes de contestar:

—Se me ocurrió después de separarme de usted y volví para cerciorarme, pero no había ningún borde ennegrecido, como sucedería en el caso de disparar una pistola de calibre tan pequeño para que la pudiese pasar por entre la rendija; además hay que considerar otro factor importante, y es que el proyectil que el médico ha encontrado en el cuerpo de Trasmere no hubiera podido pasar. —Carver movió la cabeza y continuó—: No, el asesinato fue cometido dentro de la bóveda, por Brown o bien por Walters, o por una tercera persona.

Tab habla de hacer varias diligencias, una de las cuales se relacionaba con la cocinera. Al llegar donde ella vivía supo que ya había sido interrogada por la policía. Era una mujer reposada, cariñosa y sin imaginación, por lo que pocas cosas podía contar.

—Tenía libre aquel día —explicó—. El señor Trasmere había dicho que iba al campo, aunque yo no lo creí. Ya lo había dicho otras veces, pero Walters me dijo que no le creyese. Nunca vi al señor Trasmere —añadió ante el asombro de Tab—. Todas las órdenes las recibía por medio del señor Walters, y solamente en una ocasión entré en el edificio principal; fue un día en que la mujer de la limpieza no se presentó y hube de ayudar a Walters a limpiar la habitación donde trabajaba el señor. Recuerdo especialmente ese detalle, porque encontré un pequeño tapón negro, aunque casi no se le puede llamar así, pero si desea verlo lo tengo a mano. Muchas veces he tratado de averiguar para qué podía servir.

—¿Qué clase de tapón es ése? —preguntó Tab.

—Es como si fuese de una cajita de píldoras —explicó la mujer—; tiene el tamaño de una moneda de tres peniques. Lo recogí y pregunté al señor Walters para qué servía, pero me contestó que no lo sabía. Estaba en el suelo, cerca de la mesa; lo traje a casa, para preguntárselo a mi marido.

Volvió a la habitación con el taponcito en la mano; después de breve examen, resultó ser de celuloide, semejante a los que usan las mecanógrafas para recubrir el teclado.

—¿Tenía máquina de escribir el señor Trasmere?

—No, señor —respondió ella—, al menos, que yo sepa. Ya le digo que sólo entré una vez en la casa. La cocina está lejos de las habitaciones que él ocupaba, aunque tiene comunicación con ellas, pero el señor Trasmere había dado órdenes severas de que yo permaneciese siempre en la cocina.

Tab inspeccionaba con atención la pequeña cápsula. No cabía la menor duda de que era de una máquina de escribir, y sin embargo el señor Trasmere nunca había tenido mecanógrafa. Rex siempre había recibido las cartas de su tío escritas a mano.

—¿Está segura de que nadie iba a tomar la correspondencia de su amo, durante el día? —preguntó.

—No; tengo la completa seguridad; el señor Walters me lo hubiera dicho. Solía quejarse de lo aburrido que resultaba servir en una casa a la que nunca venían visitas, y le gustaban mucho las chicas, así es que me lo hubiera dicho. ¿Han encontrado ya al señor Walters? Estoy segura de que él no ha sido.

Tab contestó a su pregunta.

—¿Conoce usted a los Green? —preguntó él, recordando en aquel momento a los testigos del testamento del anciano.

—No, señor —respondió—, la señora Green era la cocinera antes que yo y sólo la he visto una vez el día de mi llegada, lo mismo que al señor Green. Era una pareja muy simpática; creo que el señor no los trató bien.

—¿Dónde están ahora?

—No lo sé. Oí decir que habían marchado a Australia. Eran de mediana edad, pero muy fuertes y saludables. El señor Green hablaba de irse, porque él había nacido allí.

—¿Tenían los Green algún resentimiento contra el señor Trasmere?

Titubeó ella antes de responder.

—Claro, se quejaban de haber sido acusados de robar, y el señor Green pareció sentirlo muchísimo, especialmente cuando el amo hizo registrar sus baúles porque no encontraba unos objetos de valor y un reloj de oro.

Esto era una revelación para Tab. Había oído hablar de los robos, pero nada le habían dicho de pérdidas de otros efectos.

Lo único que le agradó fue el hecho de que Green hubiera hecho las veces de criado.

—¿Estaba ya Walters en aquella fecha? —preguntó Tab.

—Sí, señor. Era el ayuda de cámara del señor Trasmere. Después de irse el señor Green, el señor Walters ejerció los dos empleos.

Tab fue directamente a la redacción, a escribir la relación de todo ello, aunque sabía que era trabajo inútil, puesto que algunas de las noticias saldrían antes del anochecer.

El jefe estaba ya en su puesto al entrar él en la sala de redactores para comenzar el trabajo.

—Las noticias criminales siempre vienen a montones —exclamó amargamente el jefe—. Tengo otra, también sensacional...

—Désela a un novelista —contestó Tab—. Este asunto va a ocupar no sólo mi tiempo, sino también el de media docena de redactores más. ¿Cuál es esa nueva bomba? —preguntó sarcásticamente.

—Una actriz que ha perdido sus joyas, lo que no resulta de gran efecto —respondió el jefe, buscando las cuartillas en las que había escrito un resumen del caso—. Pero no se preocupe. Dedicaré otro compañero a este asunto, en cuanto lo tenga disponible.

—¿Y quién es la actriz?

—Ursula Ardfern —contestó el jefe.

Tab quedó estupefacto.

8

—¡Ursula Ardfern! No es de las que les gusta esconder sus alhajas, con el deseo de que eso les sirva de reclamo. ¿Y dónde las perdió?

—Es algo muy curioso —contestó el jefe, echándose atrás en su silla, apoyando la cabeza entre sus dos manos—. El sábado por la mañana fue al correo, de paso para el teatro; compró sellos y puso sobre el mostrador, a su lado, la caja de las joyas, que desapareció de allí sin saber cómo. Fue tan repentino el suceso, que no podía dar crédito a sus ojos, y ni siquiera culpó a los empleados de la estafeta. Ella dice que creyó haber sufrido un error y que no llevaba el cofrecito. Volvió a su apartamento del Hotel Central y registró sus habitaciones. Al terminar el registro, como sólo faltaba una hora para la sesión de tarde, hubo de ir apresuradamente al teatro. Bien, para terminar, lo cierto es que no denunció el robo a la policía hasta esta mañana.

—Claro —dijo Tab con firmeza—. Es de las que aborrecen el reclamo y quiso tener la certeza de que la pérdida no reconocía explicación alguna, antes de dar cuenta a la policía.

—¿La conoce usted?

—La conozco como suele conocer el reportero a la gente, desde el secretario de Estado hasta el condenado a muerte —dijo Tab—. Pero si lo desea, yo me encargaré de ese asunto. No hay nada que hacer con lo de Trasmere, antes de la noche. Se hospeda en el Central, ¿verdad?

El jefe asintió.

—Tendrá que hacer un poco el ingenuo —contestó—, especialmente si es cierto lo que asegura respecto a que rechaza la publicidad. Me gustaría tener en la redacción el retrato de la artista que rehúye el reclamo —añadió.

El periodista corrió hacia el Hotel Central, pero allí se encontró ante una severa consigna:

—La señorita Ardfern no recibe —le aseguraron en la conserjería.

Ni siquiera sabían si estaba en el hotel.

—¿Me hará el favor de hacerle llegar mi tarjeta?

El encargado aseguró enfáticamente que él no podía enviar la tarjeta de un desconocido. Tab se dirigió a la autoridad suprema. Afortunadamente, conocía bien al gerente del hotel, pero el señor Crispi no se mostró muy decidido a complacerle.

—La señorita Ardfern es una buena cliente, Holland —le dijo—, y no queremos disgustarla. Se lo diré confidencialmente a usted: la señorita Ardfern no está en el hotel.

—¿Y dónde está?

—Salió esta mañana en coche hacia su casa de campo. Siempre pasa el día y la noche del domingo allí, y sé que no desea ver a los reporteros, porque regresó para decirme que, si preguntaban por ella, no se diera la menor información.

—¿Dónde está esa casa de campo? Vamos, Crispi, dígamelo, de lo contrario la próxima vez que se cometa un robo en este hotel lo publicaré en primera plana.

—¡Esto es un abuso! —protestó Crispi—. No se lo puedo decir, Holland. Quizá podría usted averiguarlo si cogiera una guía de Hertford...

La encontró en la biblioteca. Frente al nombre de «Ardfern Ursula», decía: «Stone Cottage, cerca de Blisville Village.»

Estaba a unos setenta kilómetros de la ciudad, y la carretera lo llevó hasta un edificio sin terminar, que tendrá un papel importante en el esclarecimiento de estos hechos. Tab cubrió la distancia en una hora, con una veloz motocicleta. Apoyó la máquina en la verja y abrió la puerta que daba al precioso jardín que rodeaba el Stone Cotagge, nombre que no resultaba impropio, aunque la piedra de los muros estuviese completamente cubierta de hiedra.

Bajo la sombra de un árbol vio una blanca figura, tendida con indolencia y que, al oír la puerta, se sentó rígidamente en la silla de lona.

—No está bien lo que ha hecho, señor Tab —le reprochó Ursula Ardfern—. Le pedí a Crispi que no dijera a nadie dónde estaba.

—No me lo ha dicho Crispi. He encontrado la dirección en una guía —contestó jovialmente Tab.

El sol favorecía a Ursula y a él le pareció que resultaba más hermosa en aquel escenario que en el precioso engaste de la luz de las candilejas.

Era más delicada de lo que él había pensado. Daba la sensación de una juventud extremadamente dolorida. «Alguna vez ha sufrido —pensó—, aunque no tenga vestigios de antiguas penas en su terso cutis, ni apariencia de sufrimientos en sus claros ojos azules.»

—Creo que viene usted a interrogarme sobre las joyas —dijo ella—, y accederé a ello con una sola condición.

—¿Cuál es? —contestó él sonriente.

—Acerque esa silla —respondió ella—. Siéntese. —Y cuando hubo obedecido, añadió—: La condición es ésta; dirá usted que no tengo idea de las joyas que me han robado, pero que me agradaría volver a poseerlas pagando una recompensa y que no eran tan buenas como la mayoría de la gente imaginaba y que no están aseguradas.

—Todo lo cual anoto al pie de la letra —dijo Tab—. Soy una persona honrada y cumpliré mi palabra. Acepto.

—Y ahora le diré a usted, particularmente, que si no vuelvo a ver esas joyas en la vida, seré una mujer feliz.

Tab la miró, estupefacto.

—No creerá usted que trato de posar, ¿verdad? —y ante la desconfiada mirada de él, continuó—: Ya veo que no lo cree así. No me desagrada en absoluto tener que representar con joyas falsas, como lo hice anoche.

—¿Por qué no avisó antes a la policía?

—Porque no lo hice —fue su respuesta, que no decía nada ni la comprometía tampoco—. Puede interpretar mi conducta como desee. Puede decir o pensar que fue a causa de mi buen corazón, que traté de salvar a alguien evitando que se le culpara o se sospechara de él, o por no atraer la atención —terminó sonriente.

—¿No recuerda quién estaba a su lado?

Ella le detuvo con el gesto.

—Lo único que recuerdo es que compré diez sellos de correos.

—¿Cuánto valían las joyas? —preguntó Tab.

Ella se encogió de hombros.

—Ni eso le puedo decir.

—¿Tenían historia?

La actriz soltó una carcajada.

—Es usted porfiado, señor Tab —dijo, mirándole con ojos sonrientes, aunque mantenía la compostura del rostro—. Y, ya que me ha sorprendido en mi lugar de reposo, debo explicárselo.

Le guió por el jardín y el pequeño pinar que había detrás del edificio, charlando todo el tiempo. Antes de despedirse, para asegurarse de que su habitación estaba limpia, le condujo a una sala espaciosa y ventilada, amueblada con gusto aunque no con lujo, lo que se llama un lugar fresco de reposo.

Había llegado a las dos de la tarde y a las cinco todavía estaba allí. Habían hablado de libros y de cosas sin importancia, y como la joven no había hecho mención del asesinato que había ocupado su imaginación hasta aquel momento, la reconfortante presencia de ella había alejado el recuerdo de Mayfield, presentándole el crimen como algo repugnante, no quiso, por lo tanto, introducir el asunto en aquella atmósfera tan agradable.

—¿Cómo califica usted este caso? —le preguntó el jefe, cuando Tab le pasó dos cuartillas relatando el suceso.

—Desde el punto de vista literario —dijo Tab—, es clásico.

—Desde el prisma periodístico, es un fracaso —respondió el jefe—. ¡Lo único nuevo que ha descubierto es que ama a Browning, y quizá lo sepa ya la policía!

Lo aceptó de mala gana, pero perpetró algunas mutilaciones salvajes con el lápiz azul, mientras hacía el resumen del caso Trasmere.

Tampoco había muchas novedades, Walters y Welligton Brown estaban todavía en libertad y tuvo que concretarse a hacer una reseña de la vida de Trasmere, cuyos datos le había ido proporcionando Babe a través del tiempo.

No había visto en todo el día al nuevo millonario. Cuando llegó de noche a casa, encontró dormido a Rex Lander y no quiso despertarle. Tenía más ganas de acostarse que de hablar de Ursula Ardfern. En realidad, para lo que no estaba preparado era para hablar de ella con otra persona.

—La pasé dando vueltas en la cama —dijo Rex al día siguiente, al preguntarle qué había hecho aquella noche—. Me levanté muy temprano. Dormías como un tronco cuando te vine a ver. He leído tu artículo en El Megáfono. A propósito, ¿sabes que le han robado las joyas a la señorita Ardfern?

—Claro que lo sé —contestó Tab—. La vi ayer.

—¿Dónde? ¿Cómo es... fuera de las tablas? ¿Es tan hermosa? ¿De qué color tiene los ojos?

Tab echó hacia atrás la silla y le miró con el entrecejo fruncido.

—Tu curiosidad es indigna —replicó severamente—. Rex, nunca imaginé que te interesase tanto.

Rex rehuyó su mirada.

—Me parece encantadora —contestó con tozudez—. Daría mi cabeza por pasar un día con ella.

—¡Oh! —exclamó Tab—. ¡Diablos, estás enamorado!

Rex se sonrojó al oírlo.

—¡No digas tonterías! —exclamó—. Me gusta mucho. La habré visto cien veces, aunque nunca he podido hablarle. Es mi ideal de mujer: es hermosa y tiene la voz más bella que he oído. La conoceré algún día.

La revelación del secreto amor de Babe produjo en Tab, sin saber con certeza por qué, cierto desasosiego.

—Querido Babe —repuso con dulzura—, esa joven no es de la categoría de las que se aman o se convierten en esposas... —Un recuerdo acudió a su mente—: ¡Pero, si ya eres millonario, Babe!

Rex volvió a sonrojarse y Tab empezó a silbar.

—¿Pero de veras estás enamorado de ella?

—La adoro —contestó Rex en voz baja—. Me causó tal impresión al oír a un amigo que se iba a casar, que te hice ir a verla para que averiguaras si era verdad.

Tab le interrumpió con una sonora carcajada.

—Entonces ¿fue ésta la razón, desconocida para mí, de la visita? —preguntó—. ¡Ah, zorro! ¡Entonces para traer el bálsamo con el que cicatrizar la herida de tu corazón, un eminente criminalista hubo de esperar sombrero en mano, en el oscuro pasillo que conducía a un escenario, que le admitieran en el camerino de una gran actriz! —Luego, ya más serio, continuó reposadamente—: Supongo que no será la tuya una pasión violenta. Lo primero que noté en esa mujer es que no es de las que se casan; ni tus grandes riquezas la tentarían. Lo segundo... —se detuvo.

—¿Y bien, qué? —preguntó, impaciente, Rex—. ¿Ves tú alguna otra causa de impedimento?

—No es asunto de mi incumbencia —contestó Tab—, y desde luego no estoy en posición de darte un consejo paternal.

—Supongo que quieres decir que una actriz es la peor esposa que se puede tener. Ya lo había oído antes, muchas veces. Cuando le hablé de ello a mi pobre tío Jesse...

—¿Le hablaste de tu amor por Ursula Ardfern? —preguntó Tab sorprendido.

—Claro que no —repuso el otro desdeñosamente—. Traté el asunto valiéndome de subterfugios. Mi tío Jesse se enfadó muchísimo. Fue cuando me dijo que me desheredaría, agregando cosas muy desagradables respecto a la gente de teatro.

Tab guardó silencio por unos momentos. ¿Qué le importaba a él que Rex Lander hubiese perdido la cabeza por la joven? Y no obstante, la pasión de Babe era para él como una afrenta personal. Era una ridiculez, una niñería, y se rió al pensarlo.

—¿Crees que resulta divertido? —exclamó Rex, levantándose enfurecido.

—Me estaba riendo de mí mismo, por mi osadía al aconsejarte —repuso Tab.

9

Tab estaba en su habitación cuando Carver llamó.

—He hablado con algunos de los altos jefes —le explicó— y les he dicho que usted podía ayudarme. Al principio, no querían que un periodista interviniese en el asunto, pero conseguí disuadirlos. Voy al lugar del suceso y he pasado a recogerle para que me acompañe. Examinaremos esas cajas que dejamos el sábado por falta de tiempo.

Tab le escuchaba con encontrados sentimientos. Ayudar a la policía significaba mermar la información del periódico. No tendría derecho a usar las noticias obtenidas, más que ambiguamente. Quedando en libertad, estaba seguro de conseguir esclarecer el enigma, utilizando los medios necesarios, sin exponerse a ser acusado por violación de secreto. No tenía tiempo para consultar a su jefe; había de contestar en el acto.

—Iré —dijo—. Esto significa, naturalmente, no poder escribir la información vespertina que publicarán todos los periódicos.

Al llegar a Doughty Street, le sorprendió encontrar ante la puerta un coche particular a las órdenes de Carver.

—Es el del señor Trasmere. Lo ha tenido en el garaje desde hace un año, pero el señor Lander nos ha dado permiso para que lo usemos, y ha ofrecido correr él con los gastos.

—Babe es muy bueno —dijo Tab, arrellanándose en el asiento—. No me ha dicho nada.

Al llegar. Carver truncó el silencio.

—Tengo que enseñarle algo; nuestros agentes han estado en correos toda la noche, investigando la correspondencia del señor Trasmere. Parece que en los dos últimos años ha tenido mucha. Probablemente la encontraremos en los dos cajones que quedan por registrar. Pero no fue éste el descubrimiento más importante que hemos hecho. La mayoría de los empleados de telégrafos no tenían oficina ayer. Solamente nos hemos enterado hoy, esta mañana de un telegrama que se recibió en Mayfield unos diez minutos antes de la huida de Walters.

Cuando hubieron llegado a las habitaciones de Trasmere y cerrado la puerta, Carver sacó el telegrama de su bolsillo. Lo había cursado la oficina general de Correos y decía: «Acuérdate del 17 julio de 1913. Policía Newcastle irá por ti a las tres.» No llevaba firma.

—He buscado en los periódicos esta mañana —dijo Carver— para hallar algo referente a esa fecha. El 17 de julio de 1913, Felling fue condenado en Newcastle a siete años de prisión, y el juez dijo que, si caía nuevamente en su poder por algo parecido, le condenaría a perpetuidad.

—Entonces ¿habrá sido mandado por algún amigo suyo el telegrama? —sugirió Tab.

Carver asintió.

—Le fue entregado cinco minutos antes de su desaparición, es decir, exactamente a las tres menos cinco. He hablado con el muchacho que lo entregó y me ha dicho que lo recibió él mismo.

—¿No explicará esto su huida?

—En cierto modo, sí, pero eso no quiere decir que no haya tomado parte en este suceso. Pudo haberle llegado inmediatamente después de cometido el asesinato y decidirle a huir. Y, de ser responsable, con más razón aún. La llegada de la policía y el hallazgo del cadáver habían de colocarle su situación muy comprometida.

—¿Vio alguien entrar a Wellington Brown en la casa? —preguntó Tab.

Era una pregunta que ya había deseado hacer antes.

—Nadie —contestó el detective—. Sólo Walters puede contestarnos a qué hora fue.

Dobló el telegrama, lo guardó y, abriendo otra vez la puerta del estudio que conducía al pasillo, bajó la escalera, deteniéndose solamente para encender las luces, y luego entró en la bóveda. Sacaron los cajones y los vaciaron, examinando el contenido cuidadosamente.

Había dinero por todas partes: grasientos billetes de un Banco del gobierno chino, dracmas griegos y liras italianas. Algunos cajones sólo contenían fajos de billetes y otros gruesos legajos de correspondencia dirigida a Trasmere, a extrañas poblaciones del Norte de China. Todas tenían un número de orden, escrito generalmente en tinta verde, pero ninguna de ellas dio el menor indicio respecto a la tragedia que se investigaba.

En el último cajón, la correspondencia era más reciente. La mayoría de los papeles eran copias escritas a máquina, dirigidas evidentemente por el señor Trasmere a varias sociedades con las que tenía negocios, y las examinaron una por una.

—¿Dónde las habrán escrito a máquina? —dijo Carver—. ¿Y cuándo? Porque según parece nunca tuvo un secretario.

Tab había olvidado hasta aquel momento el descubrimiento de la cápsula protectora que le había proporcionado la ex cocinera de la casa, y citó este punto.

—Solía salir todas las tardes desde las seis y media hasta las ocho y media —dijo Tab—. Quizá fuese a alguna oficina donde copian correspondencia; hay pocas que se dediquen a hacer ese trabajo fuera de las horas corrientes.

—Es posible —admitió Carver—. No hay nada aquí. Todo lo que creí importante lo he enviado a los traductores; no creo que valga la pena mandar también las cuentas comerciales del «89» —y volvió a poner cuidadosamente en el cajón los papeles—. Eso es todo —concluyó.

Tab, de pie, daba la espalda al estante inferior que estaba a la derecha de la puerta y sus dedos tocaban una pieza de acero cuando sintió una obstrucción y. al mirar la ranura, advirtió que era una de las dos en que se suelen apoyar los cajones, que habían sido empujados tan adentro que era imposible verlos desde donde ellos estaban.

El detective lo sacó.

—¡Hola! —dijo—. ¿Qué es esto?

Extrajo primero de él una cajita de manufactura china, recubierta por una hermosa laca de color verde pálido. Estaba vacía.

—No hay nada dentro. Algún recuerdo que guardaba —sugirió Carver.

Después extrajo un pequeño joyero color café y, poniéndolo sobre el estante grande, lo abrió.

Antes incluso de haber visto el broche de rubíes en forma de corazón, que estaba clavado en el forro interior de la tapa, ya sabía Tab lo que era.

—Son las joyas de Ursula Ardfern —dijo mirando al detective.

—¿Las que le fueron robadas el sábado por la mañana? —preguntó, incrédulo, el detective.

Tab asintió, y Carver sacó una cruz de esmeraldas y la examinó, devolviéndola otra vez a su sitio.

—El sábado por la mañana —dijo lentamente— si no recuerdo mal, pues lo he leído hoy en los periódicos, la señorita Ursula Ardfern fue a la estafeta a comprar sellos. Estando allí, puso junto a sí el joyero, y, al ir a cogerlo, notó que había desaparecido. Creyendo haber sufrido una equivocación, volvió al hotel a buscarlo. No lo encontró, y el domingo por la mañana dio parte a la policía.

—Me parece que es así —contestó Tab, tan perplejo como su compañero.

—Y tres o cuatro horas después de haber perdido la señorita Ardfern sus joyas, Trasmere fue asesinado aquí. Las alhajas estaban ya dentro, cuando eso sucedió, porque es obvio que nadie ha entrado o salido desde la muerte de Trasmere, excepto, naturalmente, el asesino, o, en otras palabras, en el espacio de dos horas las joyas fueron robadas, entregadas a Trasmere y escondidas en esta bóveda. ¿Por qué? —y se quedó mirando fijamente a Tab.

Carver se rascó la cabeza y se frotó la parte posterior del cuello y la barbilla, luego dijo:

—En otras circunstancias, hubiera dicho que Trasmere era un depositario. He conocido a muchos individuos detestables, que recibían artículos robados, llegando a hacerse ricos por ese medio; también he conocido gente que prestaba dinero, no sólo a las actrices, sino también a personas muy importantes, recibiendo en prenda sus joyas. Si no tuviéramos la propia declaración de la señorita Ardfern, referente a la pérdida, la explicación natural era la de que hubieran sido confiadas a Trasmere a cambio de un préstamo.

—Tengo la seguridad de que no conoce a Trasmere. Da la coincidencia de que soy amigo de ella —replicó rápidamente Tab.

Otra vez el detective pareció dar señales evidentes de su perplejidad. El largo rostro parecía haberse alargado aún más, y se había acentuado su melancolía.

—Está visto que no se trata de una fianza. Lo único que nos resta averiguar es si recibía o no cosas robadas. —Miró los cajones negros que había en los estantes y meneó la cabeza—. Todas las probabilidades rechazan esta teoría. Trasmere era demasiado rico para exponerse de ese modo. Además, habríamos encontrado más joyas. No es probable que sólo fuese el depositario de una sola banda de ladrones y para un solo robo. —Se metió las manos en los bolsillos, y, con la cabeza baja, se quedó pensativo, hasta que finalmente dijo—: Me doy por vencido. Absolutamente vencido. ¿Está usted seguro de que éstas son las joyas de la señorita Ardfern?

—Estoy segurísimo de que es su joyero. Quizá en la jefatura tengan la descripción de las alhajas perdidas —dijo Tab.

—Entonces lo averiguaremos en seguida.

Telefoneó y durante un cuarto de hora estuvo tomando notas; al colgar el auricular se volvió hacia Tab.

—Aun sin examinarlas atentamente —dijo—, creo que es verdad que pertenecen a la señorita Ardfern. Ha dado una descripción bastante completa de ellas a la policía, pero no pudo detallarlas todas. Iremos a verificar el inventario.

Al poco rato de trabajar en ello, ya se había establecido con seguridad que eran las joyas de la señorita Ursula Ardfern.

—Vaya a visitarla, Tab —dijo Carver—. Llévese el joyero vacío, pues es mejor que conservemos nosotros las alhajas algún tiempo más, y pídale que lo identifique.

10

Hacía pocos minutos que la señorita Ardfern había llegado al Hotel Central, cuando Tab entró en él, y la consigna de impedir el acceso a los periodistas debía de haber sido derogada, ya que se le admitió inmediatamente.

Tomó el joyero en sus manos, al tiempo que desaparecía toda expresión de su rostro.

—Sí, es el mío —dijo ella. Levantó la tapa y preguntó—: ¿Dónde están las joyas?

—Las tiene la policía.

—¿La policía?

—Las encontraron en la bóveda de Jesse Trasmere, el anciano que asesinaron el sábado por la tarde —respondió Tab—. ¿Tiene usted alguna idea de cómo han llegado a la casa de la víctima?

—No —replicó ella enfáticamente—. No conocía al señor Trasmere.

Le hizo un resumen del suceso, pero parecía haber leído todos los detalles en los periódicos y no quiso hablar del asunto hasta que él le contó el papel que desempeñaba en las averiguaciones que se hacían para encontrar el asesino.

—¿Dónde la encontraron? —preguntó ella.

—En la bóveda blindada. Lo curioso es que registramos todos los cajones, y los documentos que había dentro, sin encontrarse nada importante. Dimos con ella por casualidad.

—¿Dice usted que registraron todos los documentos? ¿De qué clase eran? ¿Tenía muchos?

—Sí, muchos —dijo Tab, sorprendido de que, después de haber cambiado de conversación, hubiese vuelto voluntariamente al asunto—. Cuentas antiguas, copias de cartas y documentos por el estilo. En fin, cosas sin importancia. ¿Por qué me lo pregunta?

—Tuve una amiga que conocía al señor Trasmere —respondió ella—. Me dijo que guardaba muchos documentos sobre su familia. No me acuerdo ya de su nombre. Era actriz y nos encontramos en una tournée.

—Eran sólo documentos de negocio.

Tab tenía condiciones especiales para percatarse en seguida del ambiente. Hubiera podido jurar que ella se había propuesto ser hermética. La única razón que había para ello era la de no querer hablar del crimen. Notaba que durante la entrevista había estado violenta, y en cambio, ahora parecía haberse quitado un peso de encima. Presentía, en lugar de percibir, un relajamiento de su espíritu. Probablemente, cabía atribuirlo a su imaginación, pero el hecho era que nunca se había engañado en casos semejantes.

—¿Cuándo me devolverá la policía mis preciosas joyas? —peguito, casi con alegría.

—Temo que no se las devuelva hasta que hayan terminado las diligencias del juicio. Deben hacer una investigación, como usted sabe.

—¡Oh! —exclamó desencantada. Y luego volvió otra vez a hablar del crimen—: ¡Está rodeado de tanto misterio! —continuó—. ¿Cómo se lo explica usted, señor Holland? Uno de los periódicos dice que, excepto el señor Trasmere, nadie pudo haber cerrado con llave la puerta, y. sin embargo, tienen también la seguridad de que no se ha suicidado. ¿Y quién es ese Brown que andan buscando?

—Es un aventurero llegado de China, que fue en otro tiempo secretario de Trasmere.

—¿Secretario? —preguntó ella—. Un hombre... ¿Cómo lo sabe usted?

—El propio Brown me lo dijo. Le vi el día antes del asesinato. Según él, Trasmere lo trató bastante mal, y se lo quitó de encima pasándole una pensión.

Ella se mordió los labios, pensativa.

—¿Y por qué ha vuelto? —exclamó, como hablando para sí—. Podría haber vivido confortablemente con la asignación. Es de suponer que sería suficiente para vivir con decoro —añadió—. ¿Deseaba usted hablarme sólo para esto, señor Holland?

—Quizá tenga usted que ir a la Jefatura de Policía para identificar las alhajas —dijo Tab—, y seguramente le preguntarán cómo llegó el joyero a poder del señor Trasmere.

No respondió a esta indicación y se quedó sumida en una Vaga inquietud.

Cuando el reportero fue a dar cuenta a Carver de su entrevista, le encontró recorriendo a gatas la bóveda.

Volvió la cabeza al oír los pasos de Tab, preguntó:

—El sábado, ¿hizo buen día o llovió?

—Hizo muy buen día.

—Entonces, esto son huellas de sangre —dijo señalando el suelo, y Tab se arrodilló a su lado. Había, marcada en el piso de cemento, una tenue media luna—. Es la marca de un tacón, y de un tacón de goma, lo que pone fuera de toda duda que alguien entró aquí después de haberse cometido el asesinato. Probablemente se acercó al cadáver para observar el efecto del disparo y al hacerlo se manchó de sangre. El hecho de que fuesen los zapatos de suela de goma explica que el anciano no oyese la entrada del asesino.

—Lo que obliga a tomar en consideración nuevamente la hipótesis de la llave duplicada.

—No hay tal; puede desecharla por completo —contestó Carver, levantándose y sacudiendo el polvo de sus rodillas—. He hablado extensamente con los que hicieron las cerraduras, y aunque cada uno de ellos dice que su artículo es el mejor y habla mal de los competidores, dicen que el que hizo la cerradura en cuestión merece crédito y éste afirma, a su vez, que la confió al más experto y honrado de sus mecánicos, y que no se ha hecho un duplicado de la llave. Es más, ni el diseño se conservó. Lo veré mañana, pero me ha dicho por teléfono que podemos desechar la posibilidad de un duplicado.

—Pero Walters estaba haciendo...

—Walters no la había terminado y, aunque hubiera sido así, no hubiera podido, aun siendo tan experto, fabricarse una llave que abriese esta puerta. No, la llave ensangrentada es la que abrió la puerta. Es más; es la misma que el muerto llevaba colgando de una cadenita de plata, la cadenita que encontramos rota entre la ropa, al registrar el cadáver. Además, ahí están las manchas de sangre a un lado y otro de la puerta. Esto es lo extraordinario del caso: que una vez cometido el asesinato, la cerraron por dentro y por fuera. En un momento dado, después de cometido el crimen, el asesino estuvo encerrado en esta bóveda con el cadáver. Si no supiese que es imposible, diría que la puerta fue cerrada la última vez por el interior, colocando luego la llave encima de la mesa y desapareciendo el criminal por alguna otra salida secreta, que sabemos perfectamente que no existe.

—¿Ha examinado el techo?

—Lo he examinado todo: el techo, las paredes, el piso y entrada —dijo Carver—. Sólo he notado un resquicio de unos tres milímetros entre el borde de la puerta y el suelo. Si la llave se hubiese encontrado en él, no cabría duda alguna, porque el asesino podría haberla introducido por debajo, e impulsándola con la mano hacerla venir hasta el centro de la bóveda. En resumen, asesinan a Trasmere aquí dentro y la puerta se encuentra cerrada. El asesino puede ser, o bien Brown, que le había amenazado, o bien Walters, que le ha estado robando. La única llave que puede cerrar o abrir la bóveda, se encuentra dentro. Es de notar que Trasmere ha sido asesinado por la espalda.

—¿Qué importancia tiene esto?

—Prueba que no sospechaba ser agredido. Y ahora, a esta situación desconcertante hay que añadir el descubrimiento, dentro de la bóveda, de las alhajas que han sido robadas a una actriz eminente. Lo que debo de decir a la justicia es que no me parece muy claro.

No le pareció tampoco a la justicia muy claro el caso, pues hubo de contentarse, una semana después, con declarar reo o reos de delito de homicidio premeditado a persona o personas desconocidas, añadiendo una reprimenda para la policía, cuyas investigaciones habían resultado ineficaces.

El día que se pronunció este fallo, Ursula Ardfern se desmayó dos veces durante la vista del juicio y hubo de ser trasladada desvanecida al hotel.

11

Un crimen presta cierto aire de perversidad al lugar donde se ha perpetrado, y aquellos vecinos que aparentan estar más contrariados son los que cobran mayor aureola. Al ser la naturaleza humana lo que es, la pena y la miseria tienen, periodísticamente hablando, mejor cotización en el mercado que la felicidad y el bienestar. Nada da al lector una idea tan pobre del periódico como el saber por su mediación que su insignificante vecino ha heredado una fortuna inesperada. Por esto es natural que cuando alguien observador de los acontecimientos pasa a ser participante, aunque sea indirecto, experimenta una extraña satisfacción, no por extraña menos halagadora.

Posiblemente, la dueña de casa tiemble al pensarlo e incluso haga esfuerzos para que «los niños no lo sepan», pero escuchará con avidez el relato de la cocinera, exigiéndole más detalles del crimen cometido en la casa de al lado. El marido expresará su horror e indignación y hablará de trasladarse a otro barrio más tranquilo, pero continuará señalando a sus visitas, durante años, la ventana de la habitación donde ocurrió el hecho.

Frente a Mayfield se encontraba la casa de John Fergusson Stott, el cual, además de ser vecino del difunto, Jesse Trasmere, era el jefe de su sobrino, lo que le confería un especial título para hablar del suceso autorizadamente. Por eso se mantuvo en la negativa de comentar el hecho.

—Bastante contrariedad es vivir en la calle donde se ha cometido este horrendo crimen. No puedo acceder a mezclarme en el asunto.

Era un hombre bajo, obeso y completamente calvo, que usaba gafas de enorme poder ampliador.

Eline dice... —comenzó su rolliza consorte.

El señor Stott levantó una mano, al tiempo que cerraba los ojos.

—¿Chismes de criadas? —exclamó—. No nos ocupemos de ellos. No puedo consentir que mi nombre salga en letras de molde. Se nos llenaría la casa de periodistas, y también de policías. Ya tuve bastante con el permiso del perro; no quiero ver guardias otra vez.

Estaba sentado tranquilamente ante la ventana, mirando hacia la calle, que la caída de la tarde tornaba cada vez más borrosa. Una luz se movía tras las ventanas de Mayfield, apareciendo y desapareciendo a menudo. Era la policía que continuaba su registro y le llamó la atención. Al día siguiente, podría decir a sus amigos, en Toby: «Todavía están haciendo pesquisas en casa de Trasmere. Les vi anoche.»

Acababa de desaparecer la luz, cuando volviéndose hacia su mujer, le preguntó:

—¿Qué dice Eline? Llámala.

Esta vez era la criada encargada de la limpieza, que, aun siendo una de tantas en el número enorme de criadas existentes, tomaba de pronto proporciones gigantescas.

—Tiemblo al hablar de ello, señor —manifestó ella—. Nunca creí verme envuelta en un caso como éste y moriría si tuviese que ir al juzgado a declarar.

—No te llamarán —le aseguró el señor Stott—. Esto no puede continuar, ¿comprendes, Eline?

Ella asintió, pero no pareció de acuerdo con esa decisión.

—Desde hace quince días me duele una muela...

—¿Cómo no te la has hecho sacar? —le dijo el señor Stott. Nadie normalmente constituido es capaz de abstenerse de dar este consejo, cuando le hablan del dolor de muelas—. Siempre es mejor sacar los dientes cariados. ¡Fuera con ella!

—Comienza a dolerme todas las noches, como a las once y media, y se me calma a las dos. Podría poner el reloj en hora, guiándome por el dolor, tan puntual es...

—Sí, sí —dijo el señor Stott, tratando de abreviar, pues la enfermedad de Eline había dejado de tener importancia para él, pero ¿qué viste en Mayfield?

—Suelo sentarme ante la ventana, hasta que se me ha pasado el dolor —dijo Eline, y el señor Stott hubo de reprimir la tentación de decirle que era el único sitio donde no debiera sentarse—, veo todo lo que pasa en la calle. La primera noche que estuve allí, vi que se detenía un coche frente a la puerta, y que se apeaba de él una señora...

—¿Una señora?

—Bueno, es probable que fuese una señora —admitió Eline, que desde el coche se dirigió a la verja, la abrió y volvió luego hasta el coche, que introdujo en el jardín—. Me extrañó, porque el señor Trasmere. no tiene garaje, y ya sabía que no había nadie en casa.

—¿Adónde se dirigió el coche?

—Solamente entró en el jardín. Hay sitio más que suficiente, porque en realidad no es un jardín; parece más bien un patio. Creo que ella acercó el coche al edificio y apagó luego las luces. Subió la escalinata y abrió la puerta. La primera noche había luz en el pasillo, y vi cómo sacaba la llave antes de cerrar la puerta. Haría unos minutos que la señora estaba dentro de casa, cuando vi acercarse calle arriba un hombre montado en bicicleta. Saltó de ésta y se apoyó en el reborde de la acera. Lo que más me llamó la atención fue su manera de andar: daba una especie de saltos e iba fumando un cigarrillo.

—¿Y adónde se dirigió? —preguntó el señor Stott.

—Sólo se acercó a la verja y se apoyó en ella, fumando. Después tiró el cigarrillo y encendió otro. Entonces pude ver su cara: ¡era un chino! Antes de que se acercase el vigilante, cogió la bicicleta y se fue, pero cuando pasó el vigilante, se situó otra vez ante la verja hasta que la puerta de Mayfield se abrió de nuevo. Montó y se fue en dirección contraria a la que había venido. Apenas le había perdido de vista, cuando vi a la señora que abría la verja. Poco después sacó el coche, bajó, cerró otra vez la verja de hierro y se fue. Después vi que el chino iba pedaleando como un loco, tratando de alcanzar al auto.

—¡Es extraordinario! —exclamó el señor Stott—. ¿Sucedió esto sólo una vez?

—Todas las noches. El viernes fue la última —dijo impresionada Eline— que vinieron la señora y el chino, y sucedió todo lo que le he explicado. Pero el domingo por la noche vinieron dos chinos y uno de ellos entró en el jardín, quedándose allí por mucho tiempo. Pude saber que el otro era chino también, por su extraña manera de andar. No vinieron en bicicleta; venían en un coche que les esperaba al otro extremo de la calle.

—¡Interesante! —dijo el señor Stott, frotándose el rostro.

Eline había terminado su relato, pero no parecía dispuesta a dejar inédito lo que sabía.

—La policía ha estado sacando cajas y baúles durante todo el día —añadió—. La muchacha que está en Pine Lodge dice que se van esta noche. Han estado vigilando la casa desde que se cometió el crimen.

—¡Extraordinario, interesantísimo! —exclamó el señor Stott—. Pero no creo que te importe todo eso a ti. Gracias, Eline. Yo me haría sacar la muela. No debes tener miedo; además, los dentistas americanos han llegado actualmente a tal grado de perfección, que...

Eline le escuchó respetuosamente, pero nerviosa; luego subió a su habitación, para tomar un específico contra el dolor de muelas. Apenas el señor Stott había apoyado la cabeza en la almohada, golpearon la puerta de su habitación.

—¿Quién? —preguntó violentamente, por si fuese un ladrón el que pretendiera entrar en su cuarto valiéndose de aquella hábil estratagema.

—Soy Eline, señor... ¡Ya están ahí!

Tembló el señor Stott, sintiendo un impulso casi irresistible de taparse la cabeza con las sábanas y fingir haber estado soñando en voz alta, pero se levantó de mala gana y se vistió. Su esposa no se movió. Se acostaba para dormir, según decía a menudo.

—¿Qué sucede, Eline, para que me despiertes a esta hora? —preguntó enfadado el señor Stott.

—Que están ahí los... chinos. Vi a uno de ellos entrar por la ventana —dijo la muchacha, castañeteando los dientes por la alteración que le causaba el específico contra el dolor de muelas.

—Espera un poco; voy a coger el bastón.

El señor Stott conservaba colgado junto a la cabecera de su cama un recio bastón. No tenía intención alguna de acercarse a Mayfield más que desde la ventana del comedor, pero la compañía del arma le daba una confianza en sí mismo, que necesitaba en aquel momento.

Levantó con prudencia la persiana y aflojó la cerradura. El pasador resbaló sin ruido y obtuvieron una completa vista de Mayfield.

—¡Allí está uno de ellos! —murmuró Eline.

De pie en la penumbra había un individuo. El señor Stott lo veía claramente. Lo observaron en silencio, por espacio de media hora. El señor Stott comprendió que su obligación era llamar a la policía, pero se detuvo. Si hubiesen sido ladrones vulgares, no hubiera titubeado, pero aquéllos eran chinos, vengativos en extremo. Había leído en los libros detalles de sus diabólicas venganzas contra gente que los había delatado.

Al cabo de media hora de espera, se abrió la puerta de Mayfield y salió un hombre que se unió al otro que esperaba fuera. Continuaron juntos su camino calle arriba, y aquello fue todo lo que vio el señor Stott.

—¡Muy interesante! —exclamó éste—. Me agrada mucho que me hayas despertado, Eline. No hubiera querido perderme este espectáculo. Pero no debes hablar de ello. Los chinos son muy sanguinarios. Serían capaces de meterte en un barril lleno de clavos puntiagudos y dejarlo caer por una pendiente, tan tranquilos como yo cuando me ato los cordones de los zapatos.

Así fue como Maple Manor conservó el secreto de la visita de Yeh Ling a la casa del crimen, en busca de la cajita de laca donde Jesse Trasmere guardaba un pequeño pliego de papel con elegantes caracteres chinos trazados por la mano del visitante.

12

—Ursula Ardfern se retira de las tablas para vivir en el campo —dijo Tab una noche, al llegar de la redacción.

Rex no dio importancia a aquella noticia.

—¡Ah! —fue su única respuesta. Parecía tan interesado como Tab en no hablar de la joven.

Era la última noche que pasaba en Doughty Street. Todavía no estaba repuesto del duro golpe, y su médico le había recomendado hacer un viaje por el extranjero. Él había insinuado la idea de ocupar nuevamente el apartamento de Doughty Street, pero Tab se había mantenido inflexible.

—Tienes mucho dinero, Babe, y un hombre rico tiene también muchas responsabilidades. Hay ciento cuarenta y cinco razones por las que nuestra convivencia debe interrumpirse, y la de más peso para mí es que no debo dejarme corromper viviendo con un millonario. Tienes ciertos deberes que cumplir con la sociedad, y no puedes mantener el rango de tu posición en un apartamento de Doughty Street. Es evidente que tampoco irás a vivir a Mayfield. Rex se estremeció.

—No —repuso con firmeza—. Cerraré la casa y la dejaré cerrada varios años, hasta que se haya olvidado todo recuerdo del crimen y sea probable que encuentre comprador. Estoy muy bien aquí, Tab.

—Es que no me preocupa tu bienestar tanto como el mío —replicó Tab reposadamente—. Aunque me duela, debo decírtelo con franqueza: te despido.

Rex rió sarcásticamente.

La tarde siguiente embarcó para Nápoles, y Tab asistió a su partida. No hablaron de Ursula Ardfern hasta que oyeron la campana indicadora de que debían desembarcar los que no fueran pasajeros.

—Tab, te recuerdo el ofrecimiento que hiciste de presentarme a la señorita Ardfern —le dijo, entonces, arrugando la frente como si recordara algo desagradable—. ¡Cuánto me hubiera gustado que no estuviese mezclada en el crimen! ¿Cómo te explicas que su joyero estuviese dentro de la bóveda de mi pobre tío Jesse? Por otra parte, la llave de esa condenada habitación la tengo en mi baúl por si la necesita la policía; pero no creo que les haga falta, porque tienen otra.

Tab ya había perdido la cuenta de las veces que le había hecho la misma pregunta y, por tanto, no se preocupó de hallar la respuesta. Pasó largo rato en el muelle viendo cómo se deslizaba el barco río abajo. En el fondo, le agradaba haber roto aquella amistad. Se habían estimado, al compartir las pequeñas vicisitudes de los que tienen grandes ambiciones y poco dinero. Tab era el que a menudo había sido el más rico de los dos, en el tiempo transcurrido, había ayudado al otro frecuentemente a salvar los escollos que acechan al que vive fuera del ambiente que le permiten sus medios. Babe ya no tenía por qué temer ahora el mal humor de su tío, ni la rigidez de un jefe; ya no se sobresaltaría al oír que el cartero llamaba a la puerta, sabiendo positivamente que la mayoría de las veces se trataba de facturas que no podía pagar.

Había transcurrido un mes desde la encuesta y, todo lo que había oído Tab respecto a Ursula Ardfern, era que había estado muy enferma y que actualmente se hallaba en el campo; él presumía que en Stone Cottage. Se le ocurrió la idea de ir a visitarla, pero la desechó.

En este intervalo había hecho algunas averiguaciones respecto a la joven que tanto le había impresionado.

La historia de Ursula era muy curiosa. Había comenzado a trabajar en una compañía mediocre, representando papeles insignificantes pero haciéndolos bien. De pronto, sin previa preparación había pasado directamente a la dirección de un conjunto, tomando por su cuenta el Ateneo y apareciendo como segunda actriz en una adaptación de Tosca, cuyo papel principal representaba la célebre actriz María Farrelli. Los críticos ponderaron su modestia y su trabajo; dijeron que les gustaría verla en algún papel más importante y le pronosticaron el éxito. Se preguntaron quién podría ser su protector, pero no hallaron respuesta satisfactoria. Al fin Tosca fue reemplazada en el cartel, después de tres meses, por The Tremendous Jones, cuyo papel principal representó ella por espacio de un año. Había sido un éxito rotundo y ya tenía con ello asegurada una gran carrera. Nadie creía ahora el anuncio de su retiro de la escena. Y, sin embargo, era verdad. Ursula Ardfern no aparecería nunca más ante la luz de las candilejas.

El día en que Rex embarcó, Tab recibió en su redacción una carta de ella que decía así:

«Estimado señor Holland: ¿Por qué no viene a visitarme en Stone Cottage? Le prometo “algo” sensacional, aunque me doy cuenta de que perderá importancia, porque no deseo que se mezcle en ello mi nombre.»

Tab hubiera deseado ir en aquel mismo momento. A la mañana siguiente se levantó a las seis, pero se puso de mal humor porque no podía presentarse hasta antes de la hora de comer. Era un hermoso día del mes de junio, temblando, con suave brisa del Oeste, uno de estos días que les gustan a los médicos cuando tienen un convaleciente.

La ex artista estaba recostada en el mismo lugar en que la encontró la primera vez que la había visitado, pero ahora no se irguió al verle, solamente extendió la mano hacia él, que la tomó con especial cuidado, y ella sonrió. Tenía el semblante más pálido, estaba más delgada y envejecida.

—No la romperá —dijo ella—. Siéntese, señor Tab.

—Me gusta más que me llame señor Tab que señor Holland —dijo él—. Se está admirablemente aquí. ¿Por qué nos apiñaremos en las ciudades?

—Porque ellas nos pagan el sueldo —contestó la joven secamente—. Señor Holland, ¿haría usted algo por mí?

Ardía en deseos de decirle que si le mandaba ponerse de cabeza abajo, o echarse al suelo para que ella se limpiara los zapatos, lo haría de buena gana. Pero sólo contestó:

—Claro que sí.

—¿Quiere usted encargarse de la venta de algunas de mis alhajas? Son las qué se encontraron en la bóveda del señor Trasmere.

—¿Vender sus joyas? —preguntó asombrado—. ¿Y por qué? ¿Es que...? —se detuvo.

—No soy muy pobre —dijo con calma—. Tengo lo suficiente para vivir sin trabajar. La última obra que representé fue un gran éxito, y afortunadamente las ganancias... —Se interrumpió y añadió—: En fin, que no soy pobre.

—Entonces, ¿por qué desea vender las alhajas? ¿Es que quiere comprar otras?

Hizo un signo negativo y una leve sonrisa apareció en su rostro.

—No, mi plan es el siguiente. Venderé las joyas por lo que valen, y luego quiero que usted distribuya el dinero en la forma que crea más conveniente.

Estaba demasiado asombrado para poder responder y ella continuó:

—Entiendo muy poco de esas cosas. Sé que en algunos casos todo el dinero recogido se lo tragan los intermediarios. Usted debe ser entendido en esto.

—¿Lo dice en serio? —respondió al fin.

—Completamente en serio —asintió ella con gravedad—. Me parece que valdrán de doce a veinte mil libras. No estoy muy segura. Son mías —continuó al tiempo que Tab pensaba que no había por qué alardear de aquel modo—, y puedo hacer con ellas lo que me plazca. Quiero venderlas y repartir el dinero.

—Pero, querida señorita Ardfern... —comenzó.

—¡Querido señor Holland! —contestó ella en tono de mofa—. Debe usted hacer lo que le digo, si desea ayudarme.

—Cumpliré sus órdenes —respondió—, pero es repartir demasiado dinero.

—La cantidad que me queda es aún mayor —replicó ella reposadamente—. Quiero pedirle otro favor, y es que no debe usted decir que soy yo la que hace el donativo. Puede usted indicar que es una dama de la alta sociedad, una industrial retirada de los negocios, o lo que usted quiera, menos una actriz. Desde luego, no debe usted mencionar mi nombre para nada. ¿Lo hará así?

Él asintió en silencio.

—Las tengo aquí —dijo ella—. Estaban en el hotel, pero las hice traer ayer por una persona de confianza. Y, como ya hemos terminado este asunto, vamos a almorzar.

Le hubiera agradado levantarla en sus brazos y transportarla así por aquel jardín lleno de exquisitas fragancias, lenta y dignamente, como llevan las madres a sus hijos dormidos. Comenzó a pensar en lo que diría ella si adivinase sus pensamientos y la idea le ruborizó.

No se dirigió directamente hacia la casa, sino que le llevó por un escondido paraje, donde él se detuvo para admirar cómo una mano maestra había construido un jardín chino, con fuentes pequeñitas, árboles enanos y grandes matas de flores cuyo perfume delicado llegaba hasta él.

—Usted iba pensando en llevarme en sus brazos —dijo ella de pronto.

Tab se ruborizó.

—Debería agradarme. ¿Le gustan los niños, señor Tab?

—Los adoro —respondió, contento de tocar otro tema menos embarazoso.

—También yo. ¡Vi tantos, de pequeña! Eran preciosos. Me parece que están tan cerca de las fuentes de la vida, que traen consigo la bendición de Dios.

Tab quedó silencioso, impresionado, perplejo. ¿Dónde había visto «tantos» niños? ¿Había sido enfermera? No lo había dicho con ánimo de impresionar... Había conocido a otra actriz, la primera a la que había hecho una entrevista y que le había mencionado a Ovidio y Herrick, hablándole con gran conocimiento del imperio bizantino. Había sabido luego, por un amigo, que tenía una memoria extraordinaria y que había leído poco antes algo sobre estos autores para que sacase buena impresión de su entrevista. Obtuvo lo que pretendía.

Ursula era diferente.

Durante el almuerzo la conversación se deslizó en el terreno personal.

—¿Tiene usted muchos amigos? —le preguntó ella.

—Sólo uno —sonrió Tab— y ahora es tan rico que apenas puedo considerarlo como tal. No es que Rex repudie mi amistad.

—¿Rex?

—Rex Lander —respondió Tab—, que, por cierto, desea ser presentado a usted. Es uno de sus admiradores más fervientes.

Tab juzgaba muy noble lo que hacía, aunque le causara evidente sonrojo.

—¿Quién es? —preguntó ella.

—El sobrino del señor Trasmere.

—¡Claro! —respondió turbada—. Ya me ha hablado usted de él.

Tab trató de recordar. Casi estaba seguro de no haberlo mencionado nunca en su presencia.

—Entonces, ¿es muy rico? ¡Claro que lo es! Era el único sobrino del señor Trasmere.

—¿Lo ha leído en el periódico?

—No, lo he adivinado o alguien me lo ha dicho; no he leído nada respecto al crimen, ni sobre el proceso. Estuve demasiado enferma para ello. Debe de ser muy rico —continuó—. ¿Se parece a su tío?

Tab sonrió.

—Es imposible imaginarse dos personas más distintas —contestó—. Rex es... algo grueso y haragán. El señor Trasmere, por el contrario, era muy delgado y bastante enérgico para su edad. ¿Cuándo le hablé de Rex?

Ella movió la cabeza.

—En realidad, no recuerdo ni el momento ni el lugar. Por favor, señor Holland, no me haga cavilar ahora. ¿Dónde está Rex actualmente?

—Embarcó ayer para Italia —dijo Tab.

El interés de la joven pareció eclipsarse al oír la respuesta.

—Me hubiera gustado conocer la verdadera historia de Trasmere —dijo Tab—; tuvo que haber sido interesante su vida. Es curioso que no hayamos encontrado nada en su casa que recordase su estancia en China, excepto una cajita de laca que estaba vacía. Los chinos me encantan.

—¿De verdad? A mí también; por lo cariñosos que son.

—¿Les conoce usted? ¿Ha vivido en China?

Hizo ella un signo negativo.

—Conozco uno o dos —contestó deteniéndose un momento, como considerando si le convendría decir más—. Cuando vine por primera vez del campo, de servir...

Tab la miró con la boca abierta.

—No comprendo bien lo que quiere decir «servir». Claro que no significa servicio doméstico... No sería usted cocinera o algo por el estilo, ¿verdad? —preguntó en tono de broma, pero, ante su asombro, ella asintió.

—Era una especie de pinche de cocina; pelaba las patatas y limpiaba la loza —dijo con calma—. Tenía entonces trece años solamente. Pero eso es otro cuento, como dice el señor Kipling. A esa edad y antes de ir a la escuela, conocí a un chino cuyo hijo estaba muy enfermo. Se hospedaba en la casa donde yo estaba. La patrona no era muy buena, y, al ser chino el muchacho, creía que el pobrecito tendría alguna misteriosa enfermedad oriental que podía contagiarle a ella. Lo cuidé a mi modo —añadió como disculpándose, pero Tab se dio cuenta de que únicamente se refería a su falta de preparación para cuidar enfermos—. El padre era muy pobre, estaba de mozo en un restaurante chino, pero me quedó muy agradecido. Es un hombre extraordinario: le he seguido viendo desde entonces.

—¿Y el muchacho?

—Mejoró con las medicinas que le administró su padre; creo que tenía una fiebre tifoidea, que sólo los cuidados pueden curar. Está en China ahora; es una persona influyente allí.

—Me gustaría conocer esa otra historia —dijo Tab.

—Esta debo guardarla aún —contestó sonriente—. Quizás algún día pueda contársela... pero ahora no. El padre de ese muchacho es el que me ha arreglado el jardín.

Tab había ido en tren y la estación estaba lejos. Se quedó hasta el último instante y hubo de apresurarse para coger uno de los expresos de la tarde. Había andado a paso regular unos cien metros (no se puede andar rápidamente si hay que detenerse a cada momento para mirar una figura lejana que interesa) cuando vio a un caminante polvoriento que se dirigía hacia él. El extraño continente del viajero, su traje arrugado y un enorme sombrero de paja hundido hasta las orejas, atrajeron su atención mucho antes de que pudiese distinguir sus facciones. Cuando lo tuvo cerca vio que era un chino que llevaba bajo el brazo un paquete.

El oriental torció directamente hacia Tab y, sin decir palabra, sacó un fino papel que cubría el envoltorio y le enseñó una carta. Iba dirigida a «Miss Ursula Ardfern, Stone Cottage» y en el papel de encima vio Tab uno caracteres chinos, que supuso fuesen instrucciones para el mensajero.

—Dime —exclamó lacónico. Era evidente que tenía un conocimiento rudimentario del inglés.

—Es esa casa de la izquierda —le respondió Tab, señalándola—. ¿De dónde vienes, chino?

—Muy bien —contestó el chino y, cogiendo la carta, la envolvió de nuevo y se alejó.

Tab le miró intrigado por la coincidencia, al recordar que hacía media hora había estado hablando de chinos.

Tuvo que correr y aun así subió al tren cuando ya salía de la estación.

El constitucional, inexorable y eternamente descontentadizo jefe de noticias, no estaba conforme con lo que Tab había escrito.

—Pierde la mitad de su valor si no podemos dar a conocer su nombre —dijo, lamentándose—, y cuando hayamos hecho nacer la curiosidad, El Heraldo o cualquier otro periódico averiguará de quién son las joyas llevándose el éxito de la información. ¿No la podrá convencer usted?

Tab negó con la cabeza.

—¿A qué se debe esa resolución? ¿Piensa recluirse en un convento?

—No me lo ha dicho —contestó impaciente Tab—. Dígame, Jacques, si acepta o no la noticia. Es una buena información y si no le gusta a usted se la daré al redactor jefe.

Aquella amenaza terminaba invariablemente todas las discusiones, porque Tab era una persona de importancia en El Megáfono y sus opiniones se respetaban.

13

El señor Stott reunía las inflexibles características del señor feudal con la amable ductilidad propia de los que aprueban la labor de sus semejantes y de la sociedad. Cerca de su oficina había un café frecuentado por graves hombres de negocios (directores, administradores de Banca y contables de importantes sociedades). El precio de las comidas había sido estudiado por el propietario de modo que, asequible para los hombres de posición desahogada, quedaba fuera del alcance de los de escaso sueldo, y no les permitiera, por lo tanto, ir al Toby, aunque valiese la pena codearse con los caballeros cuyo despacho ostenta en su puerta el rótulo de «Privado» y llegan a sus negocios en relucientes automóviles.

El señor Stott, al referirse a la gente que pasaba ante la puerta del Toby camino de otros establecimientos de menor categoría, solía llamarles hoi-polloi, que él creía ser una expresión italiana. El Toby había llegado a tener casi la categoría de club. A veces entraban ciertos extranjeros a paladear las excelencias gastronómicas de su cocina, y se les colocaba corrientemente en los rincones apartados, para evitar que oyesen las murmuraciones de los asiduos.

Hacía poco que el señor Stott se había convertido en persona a la que le se escuchaba con respeto, y la necesidad de mantener apartados a los clientes de Toby de los transeúntes era más apremiante por los importantes asuntos que se debatían.

—Lo que no puedo comprender —dijo un día uno de sus oyentes— es por qué no llamó usted a la policía.

El señor Stott sonrió enigmáticamente.

—La policía hubiera debido estar allí —dijo—, y por otra parte no necesito recordar a ustedes que lo que les digo es un secreto. Tiemblo al pensar que esa charlatana de mi criada se vaya de la lengua. No se puede tener confianza en ellas. Confieso, sin embargo, que aunque no tuve intención de avisar a la policía, se me ocurrió echarles una mano yo mismo. Lo hubiera hecho, pero la muchacha estaba tan asustada que no podía dejarla sola.

—¿Han vuelto? —preguntó otro de los oyentes.

—No, ni siquiera la mujer. ¿Recuerdan ustedes que les dije que una mujer solía llegar a Mayfield en coche todas las noches?

—Creo que se debería dar cuenta de ello a la policía —interrumpió el que había hablado primero—. La criada lo contará. Usted dice que no puede tener confianza en ella. Y entonces las autoridades querrán averiguar por qué no les avisó usted antes.

—Eso no me incumbe a mí —repuso el señor Stott farisaicamente—. Es la policía la que debe actuar. No me extraña que el juez hiciera, al redactar la sentencia, la observación que hizo. Se encuentra a un hombre asesinado...

E hizo gráficamente el relato del crimen, añadiendo:

—No quiero verme mezclado en el asunto; además, estos criminales chinos son gente peligrosa.

Había pagado la cuenta y ya salía del café cuando sintió un golpecito en el brazo, se volvió y ante él había un individuo alto, melancólico y de larga cara.

—Perdone, creo que es usted el señor Stott, ¿verdad?

—Ese es mi apellido. No tengo el gusto de...

—Soy Carver, inspector de policía, y quisiera que me contase algo de lo que se vio en los alrededores de Mayfield, antes y después del asesinato.

El rostro del señor Stott cambió de color.

—Ya ha hablado esa charlatana —dijo anonadado—. Ya sabía yo que no tendría mucho tiempo el pico cerrado.

—No sé nada de su sirvienta, señor —contestó Carver con tristeza—. Sólo he venido tres días al Toby y he oído lo suficiente. Me pareció que era usted el que dirigía la conversación sobre este asunto, aunque es probable que me haya equivocado.

—¡No diré nada! —exclamó el señor Stott con firmeza.

—Yo, en su lugar, no tomaría una resolución tan radical sin pensarlo mucho —dijo Carver—; le será muy difícil explicarle al fiscal el porqué de su prolongado silencio... Parece muy sospechoso, señor Stott.

Este se quedó petrificado.

—¿Yo... sospechoso? ¡Venga a mi oficina, señor Carver! ¡Ya sabía yo que me vería envuelto en este asunto! ¡Quemaré esta noche a Eline!

Aquella noche, Tab, cuando por cuestiones del servicio, fue a la comisaría, oyó la noticia de labios de Carver.

—Si este pobre infeliz nos hubiese telefoneado cuando la muchacha se lo contó por primera vez, ya tendríamos en la jaula a esos pájaros. Ahora ya no tiene objeto el vigilar la casa. ¿Quién sería la mujer? Eso es lo que me intriga. ¿Quién sería la que noche tras noche introducía el coche en el jardín de Trasmere y entraba en la casa con una caja negra cuadrada?

Tab no respondió. La identificación no ofrecía duda para él: era Ursula Ardfern.

De suposición en suposición se iba consiguiendo descubrir el misterio. Recordó su encuentro de madrugada en una calle desierta, cuando estalló un neumático de su coche y ella iba en traje corriente; cuando vio en el interior del coche la caja negra pero...

Era inconcebible que Ursula estuviese confabulada con chinos y que además hubiese tomado parte en aquellas idas y venidas clandestinas a Mayfield.

—...No concibo la razón de su vuelta cuando nosotros ya lo hemos registrado todo —decía Carver—. Es de suponer que creyeron que habíamos olvidado algo de valor.

—En Mayfield... ¿No hay nada ya allí?

—Sólo el mobiliario y una o dos cosas que hemos devuelto, como la cajita de laca. El hecho es que sólo volvieron ayer. El señor Lander pensó vender el mobiliario en pública subasta y creo que, antes de embarcar, encargó de ello a un agente de negocios. La presencia de los chinos me intriga, porque no hay duda de que Stott y la criada no se han equivocado.

Tab subió a la oficina privada de Carver y estuvieron cambiando impresiones hasta cerca de las once, cuando una repentina llamada telefónica les interrumpió bruscamente.

—Le llaman, señor —dijo el sargento, y un segundo después oyó Carver la temblorosa voz del señor Stott.

—¡Están aquí! ¡Acaban de entrar! ¡La mujer ha abierto la puerta! ¡Acaban de entrar!

—¿Quién es? ¿Es el señor Stott el que habla? ¿Se refiere a Mayfield? —preguntó con presteza Carver.

—Sí. Los he visto con mis propios ojos. El coche de ella está fuera...

—¡Tómele el número en seguida! —ordenó Carver—. Busque un policía y dígaselo, y si no lo encuentra deténgala inmediatamente usted mismo.

Oyó la respuesta incongruente del señor Stott, se levantó de un salto y cogió el sombrero.

Tomaron el primer taxi que pasó y salieron a toda velocidad, sólo para llegar a la entrada de la calle que daba a Mayfield al tiempo que el coche desaparecía por el otro extremo.

El señor Stott, de pie en la acera, señalaba en silencio en aquella dirección.

—Se han ido... —exclamó con voz ronca—. No he podido encontrar a un policía. ¡Se han ido!

—Ya lo veo —dijo Carver—. ¿No ha tomado la matrícula del coche?

El señor Stott meneó la cabeza, haciendo un ruido extraño en su garganta, tratando de recobrar el dominio sobre sus cuerdas vocales.

—Estaba tapada con un papel negro —explicó.

—¿Quiénes iban en él?

—Un chino y una mujer —contestó el otro.

—¿Por qué diablos no los ha detenido usted? —exclamó Carver impaciente.

—Eran un chino y una mujer —repitió anonadado Stott.

—¿Cómo era ella?

—No me acerqué lo suficiente para poder verla bien —confesó sin rubor el señor Stott—. Debiera haber habido policía... muchos policías... Es una vergüenza. Escribiré a los...

Le dejaron lanzando amenazas. Carver atravesó corriendo el jardín, abrió la puerta y encendió todas las luces del vestíbulo. No habían tocado nada de lo que veía. La puerta de la bóveda estaba cerrada. En cambio, parecía que habían andado en el comedor. La chimenea era grande, revestida de ladrillos rojos unidos con cemento amarillo. Había sustituido a la estufa un radiador eléctrico, que Carver examinó cuidadosamente por dentro, haciendo lo propio con la chimenea. Al repetir la inspección vio que la primera no había sido perfecta, pues uno de los ladrillos había sido quitado. Estaba sobre la mesa, con su tapadera de acero abierta, y Carver lo observó con atención.

—¡Con esto sí que no contaba! —dijo—. Parece un ladrillo y no lo es. Vea la maravillosa imitación de cemento a su alrededor y que es de acero. Es posible que sea éste el único cajón secreto que existe en el edificio. Debí informarme mejor con los que lo construyeron.

La caja estaba vacía; sólo había dentro una pequeña banda elástica. Había otra igual sobre la mesa.

—Es seguro que contenía algo de importancia que se han llevado; probablemente un rollo de papeles, o dos. Las gomas indican el par. Pero de todos modos, ya han volado.

Miró por toda la habitación.

—También ha desaparecido la cajita de laca —dijo—. Sé que estaba aquí, porque la puse yo mismo sobre el tapete.

Abrió la puerta de la bóveda y se tranquilizó al observar que nadie había entrado allí.

—Vayamos a ver a ese que critica a la policía —dijo ceñudo.

Las apariencias favorecían al señor Stott, al que con aquella imprecación hacía una evidente injusticia, pues, a pesar de su miedo, había cruzado la calle cuando estaban dentro de la casa los visitantes clandestinos y hecho voluntariosos esfuerzos para encontrar un policía; incluso envió a la pobre Eline a buscar uno, con su dolor de muelas, pero había tardado más de lo debido, puesto que llegaron cuando el inspector conversaba con el comerciante.

—No sólo crucé la calle —dijo el señor Stott—, sino que entré en el jardín. Debieron de haberme visto, porque en seguida se apagó la luz del comedor y salieron apresuradamente del edificio.

—Y le dejaron a usted detrás, ¿verdad?

—No, señor —explicó el señor Stott—, porque yo ya estaba en la acera de enfrente, antes de llegar ellos a la puerta. No creo que nadie hubiera sido capaz de dejarme atrás en aquel momento.

—¿Cómo era la mujer? —preguntó Carver otra vez.

—Me pareció joven, pero no le vi la cara. Iba de luto y llevaba un velo que le cubría el rostro. El individuo era pequeño; le llegaría al hombro.

—El hecho es que debieron haber sido cazados, si ese hombre hubiese tenido el valor de un conejo —dijo Carver al salir—. Está usted muy silencioso, Tab, ¿en qué piensa?

—Pienso en que es posible que Trasmere fuese peor de lo que creemos —repuso Tab con calma.

14

Tab hizo una visita muy temprano, sin resultado alguno, a Stone Cottage. La asistenta de la casa le dijo que la joven había vuelto a la ciudad y pudo hablar con ella en el Hotel Central.

Nunca en su vida profesional había hecho una visita más de mala gana. En la mayoría de los casos llevaba un plan definido. Su mentalidad era tal, que no vacilaba en formar un juicio, ni desconfiaba de sus conclusiones. Personas como él no pueden comprender por qué otros titubean y se extravían, pero ahora no podía formular concretamente su pensamiento respecto a Ursula Ardfern. Sólo tenía la certeza de que en aquel momento no defendía a Rex Lander.

Tab pensaba mejor con la pluma en la mano y, no obstante, cuando intentó fríamente de definir su posición respecto a Ursula, no pudo hacerlo.

Cuando entró en su apartamento, Tab se dio cuenta de que ella sabía ya el objeto de la visita.

—Usted desea interrogarme seriamente, ¿verdad? —dijo sin preámbulos, a lo que él asintió—. ¿De qué se trata?

Le pareció que la voz de la joven era acariciadora, lo que resultaba una ridícula exageración; quizá «cariñosa» fuera la palabra más adecuada.

—Una mujer entró anoche en Mayfield, acompañada por un chino, y consiguió salir antes de que la policía llegase —dijo Tab torpemente—. Pero esto no es todo: esa misma persona ha estado visitando desde hace algún tiempo al señor Trasmere todas las noches, entre las once y las dos de la madrugada.

Ella asintió.

—Le he dicho que no le conocía —contestó con calma—. Y es la única mentira que le he contado. Le conocía muy bien, pero existían razones por las que me hubiera sido fatal confesar mi amistad. No ha sido una mentira, sino dos.

—La otra fue respecto a la pérdida del joyero —respondió Tab, secamente.

—Sí —replicó ella.

—No lo había perdido.

Asintió.

—No, no lo había perdido; sabía dónde estaba, pero fue un exceso de miedo y hube de decidirme en aquel momento. No me pesa lo que hice.

Después de una pausa, preguntó:

—¿Lo sabe la policía?

—¿Lo de usted? No. Pero lo averiguarán..., aunque no por mí.

—Siéntese —dijo ya completamente dueña de sí misma. Creyó Tab que iba a explicárselo y le agradaba que fuese tan fácil conseguirlo, pero ella no tenía tal intención, según pudo observar con las primeras palabras de su respuesta.

—Me es imposible contarle ahora el porqué de todo ello. Estoy demasiado... ¿cómo le diría? Demasiado nerviosa. Tampoco estoy segura de que sea ésta la palabra exacta, pero mi defensa se basa en creerlo así. No cederé en ningún punto, pues de otro modo se soltarán todos. Claro que yo no tuve ni idea del crimen. ¿Verdad que nunca ha sospechado usted de mí?

Denegó con la cabeza.

—No lo supe hasta el domingo por la mañana, cuando salía en coche de Stone Cottage —dijo ella—. Compré por casualidad un periódico en la calle, y se me ocurrió dar parte. Fui directamente a la comisaría y conté lo de la pérdida del joyero. Yo sabía que estaba en la bóveda y quería hallar alguna explicación del suceso.

—¿Cómo fue a parar allí?

Tab advirtió que era una pregunta tonta, cuando ya la había hecho.

—Eso forma parte de la historia —repuso ella sonriendo—. ¿Me cree usted?

Levantó él la vista y sus ojos se encontraron.

—¿Tiene importancia para usted el que la crea? —preguntó reposadamente.

—Sí, muchísima —contestó ella en el mismo tono.

La mirada de él fue la que cedió primero y entonces, con voz más alegre, ella continuó:

—Usted debe ayudarme, señor Tab. No en lo que hemos estado hablando; no me refiero a eso.

—La ayudaré —contestó Tab.

—Lo supongo —dijo ella con presteza—, pero aunque parezca ingrato, no necesito ayuda. Lo otro es más personal. ¿Se acuerda usted de haberme hablado de su amigo?

—¿De Rex? —preguntó él, sorprendido.

Ella asintió.

—Se ha ido a Nápoles, ¿verdad? He recibido una carta de él, escrita a bordo.

Tab sonrió.

—¡Pobre Rex! ¿Qué pretende de usted? ¿Qué le envíe una fotografía?

—Más que eso —dijo quedamente—. No me juzgue indiscreta si le confío lo que me dice, pero me veo obligada a ello si es que usted piensa ayudarme. El señor Lander me hace el honor de pedir mi mano.

Tab la miró asombrado.

—¿Rex? —preguntó incrédulo.

Ella asintió.

—No le enseñaré la carta, porque no sería correcto, pero me pide que le conteste en la sección amorosa de El Megáfono. Dice que tiene un agente en Londres que se lo comunicará por telégrafo, y yo creía que... —Vaciló, sin atreverse a continuar.

—¿Que yo fuese el agente? —dijo Tab—. No, no sé nada respecto a eso.

Ella lanzó un suspiro.

—Me alegro —dijo espontáneamente—. Quiero decir que me agrada que usted no pueda considerarse ofendido, ni siquiera indirectamente.

—¿Pondrá usted el anuncio?

—Ya lo he mandado al periódico —contestó—. Aquí tiene la copia.

Cogió un papel de encima del escritorio y se lo dio; decía así:

«Rex: lo que usted pide es imposible. Jamás daré otra respuesta.

U.»

—Las artistas solemos recibir a menudo proposiciones semejantes y, por regla general, no merecen la pena de ser contestadas. Si no hubiese sabido que... era amigo suyo, seguramente no me habría tomado esa molestia. Sí, le habría contestado —añadió lentamente—. El sobrino del señor Trasmere tiene cierto derecho a recibir mi negativa.

—¡Pobre Rex! —murmuró Tab—. He recibido un cable de él esta mañana, diciendo que se divierte mucho.

Cogió su sombrero.

—En cuanto al otro asunto, señorita Ardfern —dijo—, me lo puede usted contar cuando lo juzgue conveniente, si es que alguna vez lo cree así. A pesar de todo, no debe usted olvidar que hay muchas probabilidades de que la policía dé con usted, en cuyo caso le recuerdo que puedo serle útil. Tal como está actualmente el asunto, sólo soy un observador benévolo.

Le tendió la mano, sonriente, y ella la cogió entre las dos suyas.

—Durante doce años he vivido en una continua pesadilla —dijo—, una pesadilla que creó mi vanidad. Me parece haber despertado de ese sueño, y cuando la policía me encuentre, como ocurrirá sin duda, ya me habré retirado de las tablas...

—¿Ha sido ésa la razón? —exclamó Tab sorprendido.

—Esa fue una de las dos razones que tuve para ello —contestó—. Cuando me encuentren, estaré contenta. Aún queda algo de Eva en mí —sonrió tristemente—, para que el hecho de sentirme en peligro se convierta en un penoso motivo de sobresalto.

Aún hizo una última pregunta antes de marcharse:

—¿Qué había en la caja? Me refiero a la que parecía un ladrillo.

—Documentos —respondió—. Sólo sé que estaban escritos en caracteres chinos. No sé de qué trataban.

—¿Podrían proporcionar una pista para el esclarecimiento del crimen?

Movió negativamente la cabeza, la miró sonriente y salió. Todas las dudas que tenía respecto a sus sentimientos para con ella, se habían disipado. La amaba; amaba a aquella esbelta joven de rostro virginal, cuyos modales cambiaban tanto como el sol de abril. No pensó en Rex, ni en el mensaje que había de causarle dolor, hasta pasado bastante tiempo.

No existía un retrato regular de Wellington Brown. En el barco en que había venido de China, un compañero de viaje había sacado una instantánea de un grupo, en la que aparecía su rostro desenfocado y, por lo tanto, borroso. Con aquella imagen y las indicaciones de Tab, se consiguió formar algo parecido a un retrato, que se hizo circular entre la policía. Todos los diarios lo publicaban; cada aprendiz de detective buscaba al hombre de la barba, cuyos guantes habían sido hallados cerca del cadáver de Jesse Trasmere.

El señor Walter Felling, alias Walters, había sido menos afortunado, ya que por haber estado en prisión, circulaban retratos de él, de frente y de perfil. Observaba la caza desde unos de esos suburbios donde se apiña la gente en los días y noches calurosas. En una buhardilla de la atestada casa de vecindad, iba enflaqueciendo día a día, con el miedo a la muerte.

A pesar de los retratos, era difícil que pudiese ser reconocido ni siquiera por el detective más experto, porque la barba le había crecido mucho y la inacción y el terror habían transformado sus mofletudos carrillos en hondas cavidades, dando un aspecto totalmente distinto a su rostro. Conocía la ley y su predisposición a aceptar como irrefutables las pruebas más fragmentarias, cuando se trataba de individuos acusados de asesinato. Su misma presentación ante la policía era ya una prueba de culpabilidad; sería aceptada como tal por el juez, que iría acumulando fríamente uno a uno todos los argumentos contra él.

Algunas noches, especialmente las lluviosas, salía a pasear por las calles. Volvía a su retiro lleno de miedo, sólo para pasar luego horribles horas, sobresaltado con cada crujido de la escalera, y cada grito sofocado que viniese de las habitaciones inferiores le hacía correr hacia la puerta.

Walters había vuelto a la ciudad, como único lugar de seguro refugio. En el campo hubiera sido reconocido fácilmente y su libertad siempre habría estado amenazada. Procurando evitar los lugares en que le conocían bien, y los amigos en los que no se podía confiar plenamente, teniendo sobre sí la acusación de un asesinato, había llegado a la bulliciosa Reed Street diciendo que era un maquinista sin trabajo.

Leía todos los periódicos que encontraba y en cada uno de ellos especialmente lo que se refería al crimen. ¿Qué tendría que ver en todo ello Wellington Brown? No podía comprender que se mezclara en aquel asunto. Recordaba muy bien al visitante llegado de China. ¿De modo que también él se había fugado? Aquella afirmación aquietó en parte sus temores. Era como si parte del peso de la acusación se le hubiera quitado de encima.

Una noche, mientras tomaba el fresco, pasó ante él, caminando a pequeños saltos, Yen Ling, a quien reconoció. El dueño del Golden Roof era uno de los pocos chinos que en la ciudad no usaban el traje europeo, y Walters le conocía. Le había visto varias veces en Mayfield. En aquellas ocasiones usaba la indumentaria europea y no le había llamado la atención su presencia, porque era bien conocida la conexión del señor Trasmere con el Lejano Oriente. Yeh Ling le había visto también, porque pasó en un momento en que daba de lleno una luz en el rostro de Walters, pero no aparentó reconocerle y el fugitivo creyó que iría absorto en sus pensamientos. No obstante, se metió en su casa y estuvo allí sentado en la oscuridad, sobresaltándose cada vez que oía ruido.

Si hubiese sabido que Yeh Ling le había visto y reconocido, no habría dormido en toda la noche. El chino prosiguió hacia la parte mísera de Reed Streed; algunos muchachos se burlaron de él al verde pasar, y una mujer de pie ante una puerta, se permitió una broma grotesca, pero Yeh Ling pasó si darse por aludido. Torciendo por la angosta callejuela, se detuvo ante una puerta a la que llamó. Se abrió ésta al momento y entró en un lugar completamente oscuro. Una voz le hizo una pregunta en chino, que él contestó en el mismo idioma. Luego, sin guía, subió por una destartalada escalera que daba a una habitación interior.

Estaba iluminada por cuatro velas; las paredes estaban cubiertas por un papel barato, cuyo dibujo había ido borrando el tiempo, y como único mobiliario sólo tenía un ancho diván, en el que se sentaba un compatriota del chino, un anciano enjuto, ocupado en tallar un trozo de marfil que sostenía entre sus rodillas.

Se saludaron parcamente, y el de más edad dijo algunas palabras de bienvenida.

—Yo Len Fo —dijo Yeh Ling—, ¿está bien el hombre?

Yo Len Fo hizo con la cabeza una señal afirmativa.

—Está bien, excelencia —contestó—. Ha dormido toda la tarde y acaba de fumar tres pipas. También ha bebido el whisky que usted mandó.

—Quiero verle —dijo Yeh Ling, y dejó caer algún dinero sobre el diván.

El anciano lo recogió, se enderezó y, dejando con cuidado el marfil, precedió a su compañero por otra escalera. Ardía una pequeña lámpara de aceite en la habitación a la que había subido Yeh Ling. Sobre un colchón descolorido yacía un hombre. Sólo llevaba una camisa y el pantalón; tenía los pies descalzos. A su lado había una pipa, un vaso medio vacío y un reloj.

El señor Wellington Brown miró al visitante y sus ojos vidriosos demostraron algún interés.

—¡Hola! ¿Viene a fumar, Yeh Ling?

Hablaba en una mezcla de cantonés e inglés; el oriental le contestó:

—Yo no fumo, Hsien.

A lo que el otro rió entre dientes:

—¿Hsien? El desocupado, ¿verdad?... Es curioso, cómo se pegan los motes... ¿Qué hora es?

—Es tarde —dijo Yeh Ling, y la cabeza del que yacía acostado quedó inerte.

—Iré a ver mañana al viejo Jesse... —dijo soñoliento—; tengo muchos negocios...

Yeh Ling se agachó y sus dedos rodearon la muñeca del pobre degenerado. El pulso era débil, pero regular.

—Está bien —dijo volviéndose al anciano tallista de marfil—. Debe entrar aire todas las mañanas en esta habitación. No debe haber más fumadores, ¿entiendes, Yo Len Fo? Que no salga de aquí.

—Esta mañana quiso salir —dijo el cuidador del establecimiento.

—Se quedará mucho tiempo. Lo conozco. Cuando estuvo en el río Amur, no salió de su casa en tres meses. Haz que tenga una pipa siempre preparada. Obedece.

Bajó las escaleras y se fue.

Sólo volvió la cabeza una vez, al caminar con paso lento hacia la puerta lateral de Golden Roof. Fue lo suficiente. El hombre al que había visto haraganeando junto a la entrada de la callejuela, le miraba. Veía cómo avanzaba por la acera opuesta una figura impenetrable, sombría. Yeh Ling se introdujo por la puerta privada y en seguida abrió la mirilla. El hombre se había detenido enfrente. La luz que se reflejaba en las iluminaciones de la calle principal le daba en la espalda y no le pudo ver el rostro.

«No es un policía», murmuró Yeh Ling, y luego, cuando el hombre volvió a la penumbra, llamó al enano que era su sirviente.

—Sigue a ese que lleva gorra, que está allí enfrente y que va hacia el barrio bullicioso.

Y un cuarto de hora más tarde volvió a darle cuenta de su fracaso, lo que no sorprendió a Yeh Ling, puesto que estaba seguro de que no era periodista ni policía.

15

Durante el desempeño de sus tareas profesionales, Tab Holland había hablado con el dueño del Golden Roof en dos ocasiones: la primera, a raíz de un pequeño escándalo que afectaba muy remotamente al restaurante (la mujer que fue objeto de la investigación de Tab había comido allí en una fecha memorable); la segunda vez fue a consecuencia de una información sobre el valor nutritivo de los alimentos.

Había sacado una impresión bastante deplorable del chino, pues se mostró muy reservado con él, hasta el punto de mostrarse taciturno y contestar monosilábicamente. Tab no sabía nada respecto al chino sino que era un individuo que había conseguido triunfar en la actividad a que se dedicaba. Hizo que Jacques le diese detalles, sabiendo que, si el jefe de la sección de noticias no podía satisfacer su curiosidad, era porque Yeh Ling no interesaba por ningún concepto. Jacques era una de esas personas a quienes se les piden siempre referencias: lo que se dice una verdadera «mina de información», especie que se suele dar en las redacciones de los periódicos. Conocía a todos los matrimonios y sabía que se habían casado. Sabía también por qué centelleaban las estrellas y la composición química de las lágrimas. Al hacer una cita de un clásico ante él, siempre podía enunciar la línea anterior y la posterior. Conocía la fecha de todos los terremotos importantes y era una verdadera autoridad en emperadores mogoles. Podía indicar con igual facilidad la posición del segundo ejército de Frossard en Rezonville el 17 de agosto de 1870, o la situación militar en el paso de las Termópilas... Los únicos que consultaban seriamente la Biblioteca de El Megáfono eran los redactores que trataban de desconcertar a Jacques, sin conseguirlo nunca.

—¿Yeh Ling? Sí... un pájaro raro. Es un chino instruido... Tiene un hijo que se ha educado con métodos orientales. Era seguro que algún día había de proporcionar una buena información; está construyendo una casa en Storford, camino de Hetford, pues dice que algún día su hijo será embajador chino aquí y quiere que tenga una mansión digna de posición. Eso es lo que le contó a Stott. ¿Le conoce usted? Es arquitecto y sabe todo lo referente a la casa. Tal vez hubiera podido llegar a ser inteligente si le hubiesen puesto otro cerebro en la cabeza. Stott hizo los cimientos de una especie de templo chino, con dos enormes pilares de cemento en medio de la calzada para coches. Le piensan poner a uno de ellos el nombre de «Pilar de los Recuerdos Gratos», y al otro «Pilar de los Corazones Agradecidos». Stott pensó que esto lo prohibiría la religión, y temió que el obispo interviniese en el asunto. Sí, Tab, debería usted ir a ver lo que le digo. Todavía no está construido el edificio. Yeh Ling sólo admite trabajadores chinos. El secretario del Sindicato de la Construcción le fue a ver para tratar de ello. Yeh Ling le contestó que sus antepasados le impedían que concediese trabajo a los que no eran taoístas.

—Siento mucho tener que interrumpir su brillante relato —dijo Tab suavemente—. ¿Cómo conoció usted a Stott?

—Vivíamos en la misma casa —respondió Jacques—. Pero no debo hablar mal de un compañero de profesión. ¿Es usted uno de los nuestros?

Tab movió la cabeza negativamente.

—Pues debiera serlo. Como iba diciendo, no quiero desacreditar a Stott. Vaya a ver ese templo o lo que sea, Tab. Es posible que le proporcione una buena información.

El primer día que tuvo libre cogió su motocicleta y fue a Storford. Tenía la vaga idea de que podría ver a Ursula, pues Stone Cottage sólo distaba siete millas de Storford Hill, y tenía razones para creer que se había retirado a su casita de campo. En la carta en que se lo anunciaba le decía, además, que cuando necesitara de él lo llamaría.

Vio desde lejos el edificio.

Era imposible que fuese de otro modo, porque se alzaba en lo alto de una de las pocas colinas que adornaban la campiña en aquel sitio. Los muros estaban rodeados de andamiaje de madera, y uno de los pilares ya erguía su orgullosa cúspide. Flanqueaba un lado de la avenida, cuya anchura era como la mitad de la casa, y se alzaba a unos quince metros del suelo, rematado por un pequeño dragón de piedra.

Tab comenzó a cavilar sobre cuál de los dos pilares sería el de los «Corazones Agradecidos» y cuál el de los «Recuerdos Gratos». Parecía tener un diámetro de cerca de un metro y medio. Allí cerca estaba uno de los moldes de madera que habían servido para construirlos y un chino raspaba el interior.

Tab se dirigió hacia la nueva morada de Yeh Ling por una sinuosidad del terreno que separaba la pequeña reja divisoria del camino. y se quedó mirando con interés el trabajo. La actividad de los jornaleros era extraordinaria. Trabajaban rápidamente, incansables, absortos por completo en sus ocupaciones, ya fuesen los albañiles, los carpinteros o los que daban forma al jardín (que se observaba ya, aunque esquemáticamente). Ni una sola vez se detenían para discutir sobre los errores de la nueva Administración o hablar de cosas baladíes. Nadie pareció prestar atención a Tab. Este siguió andando por el camino y nadie se opuso a lo que parecía ser su derecho. Un grupo de trabajadores estaba echando grava para construir una amplia avenida, y uno de ellos dijo a los demás algo que les hizo estallar en esa risa extraña, peculiar de los orientales. Tab pensó en cual sería la gracia del chiste.

Retrocediendo vio que se había detenido un coche en la entrada del sendero, cuya verja lo separaba del camino, y le dio un vuelco el corazón: Ursula era su único ocupante.

—¿Qué le parece? —preguntó ella.

—Va a ser maravilloso. ¿Qué opina usted de la vecindad de un chino? Claro que olvido el aprecio que usted les tiene.

—Sí —contestó secamente—. Podría tener vecinos peores que Yeh Ling.

—¿Le conoce usted?

Pensó él si negaría que lo conocía o evadiría la cuestión.

—Muy bien —repuso con calma—. Es el propietario de Golden Roof. Como a menudo allí. ¿Le conoce usted también?

—Algo —dijo Tab, mirando hacia el edificio en construcción—. Debe ser rico.

—No lo sé. Nunca se sabe qué cantidad de dinero es necesaria para construir una casa así. La mano de obra es barata y, además, parece muy sencilla.

Y después dirigiéndole un saludo, puso en marcha el auto. Pensó que debía haberlo invitado a almorzar.

Pasó una semana, una terrible semana para Tab Holland, porque no había la posibilidad de una entrevista, ni excusa para ella.

Fue, en cambio, una semana sedante para Walters. Los periódicos apenas se preocupaban del crimen, y un individuo se le había ofrecido para obtenerle un empleo como mayordomo en un barco que se dirigía al extranjero.

Y fue una semana de sueño letárgico para un hombre embrutecido, echado en un colchón en la buhardilla del fumadero de Yo Len Fo. Pero, por el contrario, fue una semana de extraordinario trabajo para el inspector Carver, aunque los diarios no dieran noticia de su actividad.

Tab ya no pasaba las noches en casa. El piso estaba completamente abandonado después de marcharse Rex, el enfermo de amor. Había recibido un radiograma suyo, en el que le decía que su salud iba mejorando. El mensaje era lo suficientemente jovial para suponer que la negativa de Ursula no le habría afectado mucho.

Al cumplirse la semana, la vida había llegado a hacérsele intolerable y, para colmo, no sucedía nada en el gran mundo que reclamase la intervención ni el interés de Tab. Este se hallaba en tal estado de ánimo cuando sucedieron los primeros incidentes extraordinarios, aquellos que, al dar cuenta del caso oficialmente, el inspector Carver clasificaría como «segunda fase».

Los apartamentos de la casa, uno de los cuales ocupaba Tab, habían formado parte anteriormente de una misma morada. Mediante una pequeña modificación, los habían convertido en pisos independientes. En cada rellano había una puerta que correspondía a cada uno de los cuatro apartamentos. El propietario había conseguido que, aunque la llave de cada puerta interior fuese distinta, todas abriesen la que daba a la calle. Se podía, por tanto, entrar y salir sin ser visto, a no ser que diese la casualidad de que algún otro inquilino se encontrase por coincidencia en la escalera al mismo tiempo.

Los sábados por la noche, Tab sabía que quedaba solo en la casa, pues los otros tres vecinos iban a pasar el domingo fuera de la ciudad. Uno de ellos era un músico de edad madura, que habitaba el piso superior. En el de abajo vivía una joven pareja que se dedicaba a trabajos literarios, luego seguía el piso de Tab, y el entresuelo lo ocupaba un hombre cuya profesión era desconocida, pero al que se suponía empleado en una agencia de anuncios. Raras veces estaba en casa y Tab lo había visto en una sola ocasión.

Aquel sábado por la noche, el Club que él solía frecuentar ofreció su banquete anual. Se vistió y salió temprano, pasó agradablemente la velada y volvió a casa cerca de las doce y media. Al principio no notó nada anormal en sus habitaciones, excepto que las luces de su despacho estaban encendidas, cuando él las había dejado apagadas al salir.

La primera impresión fue que el gasto de luz se había debido a su descuido, pero recordó perfectamente haberlas apagado y cerrado la puerta del despacho. Ahora la encontró abierta, así como la que daba a la antigua habitación de Rex.

16

Tab sonrió. Después de haber tomado parte en la investigación de tantos robos, nunca pudo imaginarse que sería visitado por uno de aquellos aventureros nocturnos. Fue a la habitación de su amigo, accionó el interruptor de la luz eléctrica y, de una ojeada, advirtió inmediatamente que alguien había estado allí durante su ausencia. Bajo el lecho de su compañero había dos baúles, que contenían aquellos objetos que no juzgó necesarios para el viaje. Uno de éstos estaba encima de la cama, abierto mediante un burdo escoplo que Tab reconoció de su propiedad y que seguramente habían sacado de la caja de herramientas que tenía en la cocina. Habían saltado la cerradura y el contenido estaba desparramado sobre la cama. El otro baúl estaba intacto. Puesto que Tab no sabía lo que encerraban, no pudo averiguar si el ladrón había conseguido su objetivo. Le pareció adivinar que debería llevarse un chasco, porque, aparte de alguna ropa interior no muy nueva y unos pocos libros, algún material de dibujo y un paquete de cartas que Tab reconoció a primera vista como de Jesse Trasmere, no había otra cosa importante. Fue a su habitación, pero allí nada había sido tocado. Practicó luego un registro minucioso en las otras habitaciones, pero no le proporcionó indicio alguno sobre la identidad del misterioso visitante.

Tab telefoneó a Carver y tuvo la suerte de encontrarle.

—¿Ladrones? —exclamó Carver—. Voy en seguida.

A los diez minutos ya estaba allí el detective.

—Si esto hubiese sucedido durante el día, tendría una explicación muy fácil —dijo Tab—, porque la puerta de la calle está abierta hasta las nueve, sin que ningún inquilino se preocupe de cerrarla antes de esa hora, al entrar o al salir. La mantenemos abierta porque esto ahorra mucho tiempo, pero la puerta de la calle, cuando llegué a casa, estaba cerrada.

—Entonces ¿cómo pudo haberse cometido el robo? —preguntó Carver, y Tab explicó que había una ventana en el rellano, por la que un ladrón avezado podía llegar a un estrecho pasadizo que daba a la cocina, por donde se podía entrar fácilmente.

—No siguió ese camino, me creo yo —contestó Carver, después de haber inspeccionado el piso—. No; el ladrón abrió la puerta como hacen los caballeros. ¿Sabe usted si el señor Lander tenía algo de valor en el baúl?

Tab meneó la cabeza.

—Estoy seguro de que no; excepto la herencia, el pobre Rex no tenía nada de valor cuando se fue de aquí.

Carver volvió a entrar en la habitación de Rex y revisó cuidadosamente los objetos encontrados.

—Había algo en el fondo del baúl y me parece que estaba en esta caja.

Sacó una cajita de madera.

—Aquí está lo que le falta —dijo él, cogiendo la tapa de encima de la cama—. ¿Puede usted ponerse en comunicación con el señor Lander?

—Llegará a Nápoles dentro de uno a dos días; entonces le enviaré un cable, pero no me parece que le hayan robado nada que merezca la pena —dijo Tab.

Volvieron al despacho y Carver estuvo sentado largo tiempo ante la mesa, golpeando en ella, pensativo.

—¿Sabe lo que pienso? —dijo de pronto.

—Generalmente, sí —contestó Tab.

—Pero ¿sabe usted lo que estoy pensando ahora?

—Sí; piensa usted que le doy demasiado trabajo por algo que no merece la pena —contestó Tab.

—¡Pues pienso que el que ha entrado a robar en este piso fue el mismo que mató al pobre Jesse Trasmere!

Tab lo miró con asombro.

—Si me pidiese usted que le explicara mi hipótesis, estoy seguro de que le defraudaría. Siempre he observado —continuó— que, cuando uno tiene una convicción instintiva, es un error examinarla desde muy cerca. Todos los seres humanos estuvieron dotados en otro tiempo de un poder instintivo tan poderoso como el de la mayoría de los animales salvajes. Con el desarrollo de la razón, el instinto de la humanidad ha ido decayendo, y hoy sólo hallamos leves trazos de él. Y sin embargo —dijo muy serio—, a la humanidad le es posible cultivarlo hasta conseguir resultados verdaderamente extraordinarios.

—¿Lo dice usted en broma? —exclamó Tab sorprendido, a lo que Carver respondió:

—Se notan a veces destellos, que en realidad son manifestaciones del instinto atrofiado, pero a los que no dejamos la libertad suficiente para tomar cuerpo. Los ahogamos con las manos de la lógica y también con los argumentos. Es este instinto el que me dice que el que abrió el baúl del señor Lander es el mismo que asesinó a Trasmere. Cuando usted me telefoneó, tuve una sensación extraña —continuó—, tanto que me pareció que alguien iba a darme una solución sobre la muerte de Trasmere.

—Y se ha llevado un chasco, querido Carver —dijo Tab con tristeza—. ¡Piensa usted demasiado!

—Todos hacemos igual —respondió el detective con su acento peculiar.

A la mañana siguiente llegó al piso de Tab, cuando éste se estaba vistiendo, el inquilino del piso inferior, cosa que le extrañó sobremanera, puesto que casi nunca se veían. Era un caballero de rostro colorado, vestido con indumentaria deportiva.

—Supongo que no le habrá molestado que le llamase anoche a gritos —dijo, como disculpándose—, pero es que había pasado el día y la noche en tren y no había podido dormir. Naturalmente, me enfadé un poco al oír tanto ruido. ¿Se le cayó algo?

—A decir verdad, no se me cayó nada a mí —dijo Tab, sonriendo—. En realidad, el ruido que usted oyó lo hizo un ladrón.

—¿Un ladrón? —exclamó el visitante asombrado—. Oí un gran golpe y me levanté. Salté de la cama y comencé a llamarle creyendo que era usted.

—¿Qué hora era?

—Entre las diez y diez y media —dijo el otro.

—Debió de caérsele el baúl al ponerlo encima de la cama —murmuró Tab, pensativo—. ¿Lo vio usted, por casualidad?

—Le oí salir como un cuarto de hora después —contestó el otro—, y estaba tan arrepentido por haberme impacientado que abrí la puerta para disculparme por mis gritos.

—¿Y no lo vio usted?

—Cerró la puerta en el momento en que yo salía. Lo único que pude ver fue su mano apoyada en el marco. Llevaba guantes negros. Naturalmente, pensé que era muy extraño que un joven usara guantes negros aunque estuviese de luto, y, dando por sentado que era usted, pensé que estaría enfadado conmigo.

Tab repitió todo esto a Carver.

Aquello terminó el episodio del sábado. La sorpresa del domingo fue más agradable, pero no por eso menos desconcertante. Era ya muy entrada la noche y Tab leía a la luz de la lámpara que había encima del escritorio, cuando sonó la campanilla de la puerta. Esto significaba que estaba cerrada. La noche de la visita de Wellington Brown estaba abierta. Relacionó una visita con otra, pensando al mismo tiempo que sus facultades actuaban en aquel momento según la teoría de Carver. Dejando el libro, bajó la escalera y quedó asombrado al ver que su visitante era Ursula Ardfern y que su pequeño coche estaba detenido en frente.

—Voy camino del Hotel Central —dijo ella—. ¿Puedo subir?

Él había visto las dos maletas atadas en la parte posterior del vehículo y comenzó a pensar adónde, a qué lugar inaccesible se dirigiría.

—Entre, por favor —dijo con presteza—. Sentiría que en esta habitación estuviese demasiado cargada la atmósfera.

Intentó levantar la persiana, pero ella lo detuvo.

—Le ruego que no lo haga —dijo ella—. Estoy muy nerviosa y tiemblo; estoy segura de que me desmayaría por cualquier motivo. Es una lástima que esa deliciosa práctica del tiempo de nuestras abuelas, haya pasado de moda. ¡Sería tan bueno desmayarse algunas veces!

El tono con que dijo estas palabras era como de broma, pero en cambio su rostro estaba muy serio.

—Vuelvo otra vez al Hotel Central para residir allí —dijo ella—, aunque no puedo soportarlo.

—¿Qué ha sucedido?

—En mi casita de campo hay duendes —fue la respuesta extravagante de ella.

—¿Duendes?

Asintió y una sonrisa momentánea apareció en su semblante, para desaparecer en seguida.

—No son duendes —añadió— sino un hombre; un hombre misterioso vestido de negro. La mujer que me sirve le vio la otra noche en el jardín; yo misma le vi desde mi cuarto y le di el quién vive. Otros vecinos lo han visto también, paseando por las inmediaciones. Haga el favor de decirme con franqueza si es que me vigila la policía.

A Tab se le había ocurrido lo mismo.

—No lo creo —le contestó—. Carver no me lo cuenta todo, pero nunca me ha mencionado su nombre como sospechoso. ¿Dice usted que iba vestido de negro?

—Sí —asintió la joven—. De la cabeza a los pies, incluyendo guantes negros. Algo macabro, en verdad.

—¿Con guantes negros? —la interrumpió Tab—. ¿No será el ladrón que entró aquí?

Y le contó la visita inesperada de la noche anterior.

—Es extraordinario —dijo— y más extraordinario aún porque anoche no fue visto. No soy nerviosa por temperamento, pero debo confesarle que me siento algo cohibida sabiendo que alguien me observa.

—¿Llegó en coche, en bicicleta o por tren?

No pudo ella esclarecerle este punto.

—Casi hubiera deseado que no hubiese venido a visitarme —dijo Tab—. Si me lo hubiese dicho, hubiera ido a Stone Cottage a pasar la noche; especialmente después de lo sucedido en mi apartamento, hubiera deseado encontrarme con el caballero que entró en mis habitaciones de forma tan descortés.

Ella no contestó; luego dijo, como si hablase consigo misma:

—¿Y por qué habré venido aquí? ¡Pobre señor Tab, le abrumo confiándole todas mis cuitas! Misterio sobre misterio; algunos de ellos míos, aunque en éste le aseguro que no tengo parte. —Se quedó observando sus dedos—. ¿Y si yo volviese a Stone Cottage el próximo lunes y usted viniese después? La asistenta de mi casa será una buena «carabina», pero vengo ya anochecido; bueno..., si le queda tiempo libre.

Tab le hubiese contestado de buena gana que tenía toda la eternidad a su disposición por lo que a él concernía, pero se frenó prudentemente.

La acompañó hasta el coche y volvió a su cuarto con una sensación de alegría, como no había experimentado durante toda aquella semana.

17

Era un tanto delicado informar a Carver sobre el espionaje de que era objeto la joven. No deseaba darle la ocasión de que pudiese pensar que Ursula Ardfern temía que lo hiciesen. Lo consiguió contando al taciturno detective, en la primera oportunidad, que había visto a la señorita Ardfern. Y después hizo mención del asunto, como algo secundario.

—Es evidente que no se trata de un ladrón —respondió Carver en seguida—. Estos procuran no alarmar a la víctima con su presencia. ¿Han dado aviso a la policía local?

Tab no tenía certeza, pero suponía que no.

—Es posible que sea una coincidencia —dijo Carver—, y que el hombre vestido de negro no tenga nada que ver con el asesinato de Trasmere, pero me siento intrigado. Dice usted que va hacia allí. ¿No le gustaría a la señorita Ardfern que fuese yo también?

Era un compromiso para Tab. Si titubeaba, daría al policía una impresión completamente contraria a la realidad, y aceptando se esfumaba la agradable velada que tenía en perspectiva, porque deseaba estar solo con Ursula para hacer a su lado de protector, una satisfacción que no quería compartir con nadie.

—Tengo la convicción de que le agradará sobremanera —contestó.

—Si puedo, iré —dijo Carver.

Tab deseó que asuntos urgentes retuviesen a su amigo en la ciudad y envió una misiva a Ursula contándole lo que pretendía Carver, a lo que ésta contestó ampliando la invitación.

Después de estudiar seriamente el asunto, Tab llegó a la conclusión de que la presencia de Carver sería beneficiosa, puesto que daría a la joven ocasión de conocer a un hombre que, en determinadas circunstancias, sería difícil de contentar. Pensó también que ella no podía tener muchas amistades, y, cuando vio entrar a Carver en la estación, minutos antes de la salida del último tren con destino a Hertford, experimentó una verdadera sensación de alivio.

Era ya de noche cuando llegaron y, según previamente había establecido, no hablaron durante el trayecto desde la estación hasta Stone Cottage, sino que fueron uno tras de otro por la parte oscura del camino, sin encontrar alma viviente.

Cuando llegaron a la carretera en que estaba situado Stone Cottage, acentuaron las precauciones, pero no se veía a nadie y pudieron entrar en el jardín sin ser molestados.

Ursula había salido a recibirlos hasta el umbral.

—He hecho bajar todos los visillos —dijo— y resulta verdaderamente providencial la llegada del inspector Carver, porque la mujer que tenía en casa ha tenido que ir a cuidar a su madre que está enferma. No creo que le desagrade hacer de acompañante —dijo, dirigiéndose a él.

—Ese papel no suele ser corriente —replicó—. ¿Dónde vive la madre de esa criada?

—En Felborough. La pobre Margarita sólo tuvo el tiempo preciso para coger el último tren.

—¿Cómo supo que había enfermado su madre? —preguntó el inspector—. ¿Recibió un telegrama?

Ursula asintió.

—¿Esta misma tarde?

—Sí —respondió la joven sorprendida—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque si pudo tomar el tren para Felborough, también tuvo tiempo para coger el que va a la ciudad. ¿Vio usted anoche al espía?

—No he llegado hasta esta mañana —repuso ella, turbada—. ¿Cree usted que se han valido de una estratagema para alejar a Margarita?

—No lo sé —dijo Carver—. En mi profesión siempre pensamos lo peor, y generalmente acertamos. ¿A qué hora se acuesta usted?

—En el campo, a las diez —dijo ella.

—Entonces, ¿quiere subir a la habitación a esa hora, encender la luz y, pasado un tiempo prudencial, apagarla nuevamente? Si lo prefiere, baje usted, pero tenga en cuenta que deberá estar sentada a oscuras y, si desea hablar, deberá hacerlo en voz muy baja. —En su rostro se dibujó una extraña sonrisa—. Lo más probable es que recibamos un chasco, pero yo lo prefiero antes que perder la oportunidad de enfrentarme con el hombre vestido de luto.

Les sirvió ella la cena y, después de haber ayudado los huéspedes a lavar la vajilla, Tab, ante su insistencia, encendió la pipa. Carver dijo que no quería fumar.

Se sentaron en silencio alrededor de la mesa, cada uno de ellos ensimismado en sus propios pensamientos. De pronto Ursula dijo:

—Me siento inclinada a hacer una confesión restringida, señor Carver.

—Las confesiones fragmentarias son irritantes —contestó Carver—, de modo que yo, en su lugar, no la haría, señorita Ardfern, teniendo en cuenta que yo ya sé de qué se trata.

—¿Lo sabe usted? —exclamó ella, asombrada.

Él asintió.

—Usted iba a decirme —respondió— que iba a casa de Trasmere todas las noches, a dejar allí sus joyas, aunque no fuese aquél el objeto de su visita. En realidad, era para hacer de secretaria. Toda la correspondencia de Trasmere con el extranjero estaba escrita por usted, con una máquina de viaje marca Corona, número 29.754, a la que le falta una cápsula protectora del teclado, y la letra r está un poco desalineada. —Luego continuó—: Es probable que no me quisiese decir que usted y Yeh Ling, el propietario de Golden Roof, entraron en Mayfield la noche en que estuve a punto de echarles el guante a los dos. No, ya lo veo. De modo que nos limitaremos a lo referente a su ocupación.

Tab estaba asombrado.

¡Ursula Ardfern secretaria del anciano! ¡Era inconcebible que una de las actrices más famosas de Londres llevara los asuntos del áspero misántropo! Y, sin embargo, el rostro de la joven le hacía comprender que Carver había dicho la verdad.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó.

—Tenemos gente muy lista en la policía —contestó con sequedad—. No se lo imagina usted, al leer los periódicos. Los de cerebro de metro setenta y cinco. ¿Verdad, Tab?

—Nunca he dicho que usted lo tuviese —aseguró resueltamente Tab.

—Pero... —le interrumpió la joven con voz temblorosa—. ¿Sabe usted algo más? ¿Por qué fuimos aquella noche?

—Usted fue allí para enseñarle a Yeh Ling dónde guardaba Trasmere los documentos importantes, en la caja secreta que estaba en el hogar de la chimenea. Fue allí, pensando encontrar algún documento interesante para usted, y se llevó un chasco. Lo único que no sé con certeza es si también se lo llevó Yeh Ling.

Ella meneó negativamente la cabeza.

—Ya me lo parecía —murmuró Carver—. Claro que me parecía que estaba en la cajita de laca, y también pensé en que ésta tendría doble fondo. ¿Estoy en lo cierto?

Ella denegó otra vez con la cabeza y dijo:

—No. Yeh Ling creyó que estaba allí pero el documento que buscaba estaba en la caja que aparentaba ser un ladrillo.

—Usted tiene la llave de Mayfield —dijo Carver—. Creo que es mejor que me la dé a mí; de otra manera, es posible que le cause su posesión algún mal rato.

Salió de la habitación sin decir palabra, y al volver le entregó una llave Yale, que él examinó antes de guardarla en el bolsillo.

—Si fuese un escritor, lo que gracias a Dios no soy —dijo—, llamaría al asesinato de Trasmere «El misterio de las tres llaves». Ya tengo una de ellas. Faltan otras dos. La tercera es la más misteriosa de todas.

—¿Se refiere a la llave encontrada sobre la mesa de la bóveda? —dijo él.

Discretamente, Ursula optó por no hacer más preguntas. Tab miraba a Carver sin ocultar su respeto.

—Cada día que pasa, Carver —dijo él con seriedad—, se acerca más al ideal del detective.

Apretó los labios y, mirando el reloj, dijo con fingida severidad:

—Son las diez, señorita Ardfern —y Ursula se dirigió hacia la puerta—. Debemos apagar estas luces, antes de que salga usted de aquí. Hay que proceder ordenadamente, recordando que el Hombre Negro estará montando guardia.

Ella se estremeció al oírlo.

Tab fue el que apagó la luz de la habitación.

—Creo que deberíamos apartar las cortinas —dijo Carver en voz baja, al mismo tiempo que lo realizaba.

Hacía buena noche y la claridad de las estrellas proporcionaba suficiente claridad para distinguir la entrada.

—Magnífico —dijo, sentándose ante la ventana—. Si quiere fumar, Tab, procure que desde fuera no se vea el fuego de la pipa.

Tab asintió. Diez minutos más tarde Ursula entró a la habitación.

—¿Debo quedarme arriba? —murmuró—. He apagado ya la luz.

Estuvieron charlando en voz muy baja durante cosa de una hora, y Tab comenzaba ya a sentir sueño cuando un siseo de Carver le detuvo en mitad de una frase. Junto a la entrada del jardín había una figura. Era imposible distinguir nada más. Parecía ser una persona de altura extraordinaria, pero también podía ser una ilusión óptica. Llevaba un ancho sombrero, posiblemente oscuro, y no se alcanzaba a poder precisar otra cosa. Esperaron en silencio, al ver que abría la verja y entraba en el jardín sin hacer ruido.

Ya había recorrido la mitad del camino cuando apareció otra silueta. No supieron cómo; fue como si hubiera brotado de la tierra y, antes de que el del amplio sombrero pudiese retroceder, se lanzó sobre él. Los espectadores quedaron como paralizados, hasta que Carver salió dando un salto y Tab corrió tras él. Cuando abrieron la puerta, habían desaparecido ya los fantasmas.

Al avanzar hacia la verja, Carver dio un traspié. Había tropezado con un bulto tendido a través del camino; se volvió alumbrando el objeto con una linterna. Era un hombre, pero de momento no vio su rostro.

—¿Quién es usted? —dijo Carver, incorporándolo a medias.

—Soy...

¡El hombre que yacía a sus pies era Yeh Ling!

18

El chino estaba inconsciente y Carver miró a su alrededor, buscando al segundo visitante. Caminó hasta la verja, pero el camino aparecía desierto. Al situarse en medio de la carretera, para aumentar su línea visual, pudo observar que el que él buscaba iba corriendo velozmente pegado a las zarzas, y se lanzó en su persecución.

A un centenar de metros de la casa de Ursula Ardfern, el camino se dividía en dos y uno de ellos, precisamente el que tomó el fugitivo, era una especie de callejuela. Al llegar Carver a aquel sitio oyó ruido de un coche y vio deslizarse en la oscuridad la silueta de una carrocería de turismo.

Volvió a la casa y encontró a Yeh Ling en el cuarto de Ursula Ardfern, con la cabeza entre las manos.

—¡Este no es el que la vigilaba a usted! —dijo Carver—. ¿Cómo se encuentra?

—Bastante mal —contestó el chino, y Tab, sorprendido, pudo comprobar que era un hombre culto, que hablaba el inglés correctamente.

Levantó su vista hacia la joven y, como en son de reproche, le dijo:

—En la carta que recibí de usted, no me avisaba que vendrían estos señores.

—No lo sabía cuando le escribí —respondió ella.

—Si hubiese venido un poco antes, no hubiera ocurrido esto —dijo— y, según veo, creo que les he estropeado la noche, señor Carver.

Al decirlo, sus ojos inexpresivos se fijaron en el detective.

—¡Ah! También usted montaba guardia, ¿verdad? —preguntó Carver de buen humor—. Sí, creo que entre los dos hemos levantado la presa. ¿Lo vio usted?

—No —contestó Yeh Ling—, pero lo sentí —y se rascó la cabeza—. Creo que deben de haber sido sus puños. No pude comprobar que utilizara armas.

—¿No le vio la cara? —persistió Carver.

—No; llevaba barba. Lo supe al agarrarlo. Me doy cuenta de que confié demasiado en mis fuerzas —dijo, como para disculparse, mirando a la joven— y, sin embargo, hubo un tiempo en que era buen atleta en la Universidad de Harvard, en la época en que a los estudiantes chinos se les miraba con curiosidad.

—¿Harvard? —exclamó sorprendido Tab—. ¡Caramba, y yo que creía que usted era un...!

No terminó la frase, pero su interlocutor le ayudó.

—Usted creía que yo era un chino vulgar, ¿verdad? Posiblemente lo sea, lo deseo además. ¡La señorita Ardfern me conoció cuando era muy pobre! Vivimos en la misma casa; ella lo debe recordar todavía, y consiguió mi eterna gratitud al salvar la vida de mi hijo.

Tab recordó entonces el chinito que cuidó Ursula, cuando todavía era una niña. Al recordarlo, comprendió muchas cosas que antes le parecían inexplicables.

—No sabía que fuese a venir esta noche, pero me pidió que cuando me encontrara en alguna dificultad se lo hiciese saber —dijo ella—. No debía de haberse tomado esta molestia.

—Los acontecimientos parecen darle la razón —contestó el chino secamente—. Soy consecuente, señorita Ardfern. La he venido manteniendo bajo mi vigilancia personal durante estos siete años. O yo en persona o alguno de mis criados la hemos estado vigilando. Usted no fue nunca... —Se detuvo y trató de cambiar de conversación.

—La señorita Ardfern no fue nunca a casa de Trasmere, sin que usted estuviese vigilando ante la puerta. ¿Verdad que iba a decir eso, Yeh Ling? —continuó Carver sonriendo—. No debe ser desconfiado, porque lo sé todo y la señorita Ardfern sabe que tengo razón.

—Era eso lo que iba a decir —replicó el otro—. Yo solía seguir a la señorita Ardfern desde el Teatro al Central, y luego desde allí hasta donde vivía Trasmere, y finalmente otra vez hasta el hotel, cuando había terminado su trabajo.

El detective y el reportero cambiaron una mirada. Resultaba entonces que aquélla era la explicación de lo visto por la criada del señor Stott. También explicaba la presencia del ciclista en la calle, cuando Tab había arreglado el pinchazo en el neumático del coche de la señorita Ardfern.

—No me lo imaginaba —exclamó con asombro la joven—. ¿Es verdad eso, Yeh Ling? ¡Oh, qué bueno ha sido conmigo!

Tab vio cómo brotaban las lágrimas de los ojos de ella y, en lo profundo de su ser, deseó haber sido él y no aquel chino insignificante quien tuviera derecho a la gratitud de la señorita Ardfern.

—La bondad es un término relativo —contestó Yeh Ling. Había cruzado los pies sobre la silla en que se hallaba y estaba liando un cigarrillo; pidió permiso con la mirada, y, tras asentir Ursula, lo encendió con ágiles dedos, depositando en la caja el resto de la cerilla—. La bondad consiste en haber salvado la vida de la luz de mis ojos y la inspiración de mi alma, lo que a usted, señor Holland, que es escritor, puede parecer un sentimentalismo oriental, pero que para mí es la quintaesencia de la sinceridad.

Y luego, sin preámbulos, contó su historia, que la joven sólo conocía a medias.

—Me hallaba en esta posición singular —dijo—, ya fuese rico o pobre, y en cualquier forma que la ley de esta gran nación interprete el trato que hice con Shi Soh. Shi Soh es para ustedes «Trasmere», y evidentemente éste es su nombre. En el río Amur lo conocíamos como Shi Soh. Vine hace muchos años a este país y trabajé en el restaurante del cual soy actual propietario. No me refiero al Golden Roof, sino al pequeño local de Reed Street. Su dueño perdió todo su dinero en Fan-tam y lo compré barato. Posiblemente se preguntarán cómo un hombre educado, e hijo de un Clan, puede haberse encontrado aquí desempeñando el humilde oficio de camarero en un restaurante chino. Debo decirles que la educación en China, cuando se aplica con miras políticas, no es popular, y hube de salir de allí apresuradamente. Por fortuna, aquello ya pasó. El Manchú se ha ido, la anciana emperatriz, Hija del Cielo, ha muerto, y Li Hung duerme en las Terrazas de la Noche.

»Progresaba muy despacio, cuando el señor Trasmere vino una noche al restaurante. Al principio no lo reconocí. La primera vez que le vi era muy fuerte y rebosante de salud; tenía fama de ser cruel con sus subalternos. Supe que había hecho quemar vivos a algunos de los trabajadores, para hacerles confesar dónde habían escondido el oro robado en sus minas. Hablamos de otros tiempos y luego me preguntó si se podría ganar dinero en mi negocio. Le contesté que sí, y ése fue el comienzo de una sociedad que duró hasta el día de su muerte. Yo le entregaba las tres cuartas partes de los beneficios del Golden Roof, cada lunes; tal era nuestro trato. Era el único convenio que teníamos, exceptuando otro que escribí de mi puño y letra, dictado por él, y que decía que, en caso de su muerte, la propiedad me pertenecería. La firmé con mi «hong» y él con el suyo, que siempre llevaba en su bolsillo.

—¿Es acaso el «hong» —intervino Carver— un sello de marfil con un signo chino en el extremo, parecido a un estuche?

Yeh Ling asintió.

—Yo tuve el documento en mi poder, hasta pocos días antes de su muerte, cuando me pidió que le dejase sacar una copia. Seguramente les sorprenderá a ustedes pero tal vez no a la señorita Ardfern, cuando sepan que hablaba y escribía mejor el chino que yo, que soy casi una autoridad. Pocos días después era asesinado. La única esperanza de salvarme de la ruina era encontrar el documento que se había llevado con la cajita de laca.

—Pero ¿es que podían quitarle el restaurante? ¿Hay algún otro documento que pudiera dar al heredero del señor Trasmere derecho a intervenir en sus negocios?

Yeh Ling lo miró con fijeza.

—No es necesario el documento —dijo reposadamente—. Nosotros, los chinos, somos gente singular. Si el señor Lander viniese a mi restaurante al regresar de Italia y me dijese: «Yeh Ling, este negocio es de mi tío, porque no tiene usted en él más que una pequeña parte», yo contestaría: «Es verdad», y, de no haberse encontrado el documento a que me he referido, no trataría de hacer valer mis derechos con la intervención de la justicia.

Y era cierto lo que decía. Tab sabía que era verdad, pero le maravillaba que aquel hombre pudiese tener semejante código del honor, pensando siempre en que pertenecía a una raza y civilización inferiores.

—¿Y encontró usted el documento?

—Sí —contestó Yeh Ling—. Lo habían sacado de la caja en que se lo entregué al señor Trasmere, y puesto en otro sitio. Pero pude dar con él y con otros documentos de escaso interés inmediato. En cuanto a mi presencia aquí esta noche, es atribuible, aparte de su carta, a que yo también deseaba encontrarme con el Hombre Negro. Sí. También me ha espiado durante muchos días. Tengo la certeza de que es el mismo.

Carver hizo algunas anotaciones en su libreta y, guardándola, miró fijamente al chino y le preguntó:

—¿Quién asesinó a Jesse Trasmere, Yeh Ling?

El chino se encogió de hombros.

—No lo sé —contestó sencillamente—. Estoy asombrado. Debe de haber un pasadizo secreto que da a la bóveda. No me imagino otro medio para que el criminal pudiera entrar o salir de allí.

—Si existe —dijo el detective sombríamente—, es el secreto mejor guardado que conozco, pues lo han conservado todos los que anteriormente intervinieron en la construcción del edificio. No, no es así, Yeh Ling; debe usted desechar esta idea. Brown, o Walters, ha sido el asesino. Sabremos el método empleado cuando los encontremos.

—Brown no es culpable... —dijo Yeh Ling reposadamente— ¡por qué yo estaba con él cuando se cometió el asesinato!

Hasta la joven pareció sorprenderse al oír semejante afirmación.

—¿Sabe usted lo que dice?

—Lo sé, aunque tal vez no debí haberlo dicho —contestó el chino sonriendo—. No obstante, es la verdad. Si el crimen fue cometido el sábado por la tarde, a esa hora estaba yo con Wellington Brown, a quien nosotros llamamos El Borracho o El Desocupado. Me violenta decir cómo y dónde, pero sería mayor compromiso para mí que me preguntase si sé dónde se encuentra en este momento. Y a esa pregunta yo tendría que contestarle: No.

—Y mentiría usted —dijo Carver.

—Mentiría —respondió con calma—. Y sin embargo le aseguro, señor Carver, que Wellington Brown estuvo conmigo, bajo mi vigilancia, desde la una y media del sábado, cuando fue asesinado Jesse Trasmere, hasta la noche.

Carver le miró inquisitivamente.

—Cuando se encontró con usted, ¿cómo vestía?

El chino se encogió de hombros.

—Pobremente. Siempre ha vestido así.

—¿Llevaba guantes?

—No. No llevaba guantes. Fue lo primero que observé, porque es, ¿cómo le dicen los ingleses? En días calurosos le he visto usar guantes. Es un... ¡elegante andrajoso! Esa era la expresión que buscaba. Siento haberlo decepcionado.

—No se preocupe —repuso amargamente Carver—. Sólo ha puesto usted un obstáculo más para el esclarecimiento de este misterio.

Yeh Ling se fue al poco rato. Había llegado en bicicleta desde la ciudad y prefirió volver del mismo modo, antes que pasar la noche en la casita de la señorita Ardfern.

Era ya demasiado tarde para que Ursula fuese al hotel, y estuvieron levantados el resto de la noche. Carver comenzó a hacer solitarios, mientras Tab y la joven salían a pasear por el jardín, a la luz del amanecer, hablando de cosas incongruentes.

En cuanto fue de día, Carver se dirigió al lugar donde había estado el coche, para examinar las huellas. Sólo pudo deducir que los neumáticos eran nuevos y que el coche era potente, lo que no era un gran descubrimiento.

—Al que conducía le faltaba pericia o era muy nervioso, porque a mitad de la calle metió el coche en una zanja y chocó ligeramente con un poste telegráfico que causó daño a su guardabarros. Encontré pedazos de barniz, adheridos a la madera, de modo que pude reforzar mi presunción de que hacía poco que el coche había salido de la fábrica.

Este fue el rastro que dejó el Hombre Negro al aparecer por segunda vez.

La tercera resultaría bastante más dramática.

19

Wellington Brown se levantó una mañana encontrándose en gran forma. Normalmente tenía el cerebro embotado y los labios resecos, sin más deseo que el de satisfacer el ansia de opio, que durante toda su vida le había empobrecido, anulándole física y moralmente. Pero en aquella ocasión abrió los ojos, echó una mirada a su alrededor y lanzó una exclamación de disgusto. Conocía tan bien el carácter y la índole de los ataques que solía sufrir, que se dio cuenta de que aquél había terminado ya.

Se sentó en la cama, se pasó la mano por la barba y aspiró con fuerzas el aire que entraba por la ventana abierta. Al ponerse de pie notó la debilidad de sus piernas y rió estúpidamente. Yo Ling Fo en persona entró con un vaso de agua, una botella de whisky a medio llenar y la inevitable pipa.

Sin decir palabra, Wellington sorbió una fuerte dosis de licor y la escupió de inmediato.

—Manda al diablo esa pipa —dijo con voz pastosa, aunque en tono que no admite réplica.

—Una pipa por la mañana hace brillar el sol —alegó Yo Ling Fo.

—Una pipa por la mañana no quita el sueño —replicó Wellington Brown, contestando el proverbio con otro.

—Si espera usted, le haré servir el desayuno —dijo el chino, obsequioso.

—Ya he pasado aquí demasiado tiempo —dijo Brown—. ¿Qué día del mes se verifica la revisión de extranjeros?

—No conozco las costumbres de los extranjeros —contestó Yo Ling Fo—, pero si su excelencia se digna esperar un poco en esta cabaña...

—Mi excelencia no se dignará esperar ni en un palacio ni en una cabaña —dijo Wellington—. ¿Dónde está Yeh Ling?

—Mandaré buscarle al momento —aseguró el anciano.

—Déjelo —replicó el señor Brown con un gesto, y empezó a registrarse los bolsillos.

Sorprendido, descubrió que tenía intacto el dinero, que no era mucho.

—¿Cuánto debo? —preguntó.

Yo Ling Fo movió la cabeza negativamente.

—¿Acaso dirige usted un fumadero filantrópico? —preguntó sarcásticamente.

—Ya me lo pagó el excelente Yeh Ling —respondió.

Brown lanzó un gruñido.

—Supongo que todo esto será cosa del demonio de Trasmere —dijo en inglés, y, al ver que el otro no comprendía, le dio un empujón, y bajó por la escalera hasta llegar a la calle.

Se sentía muy debilitado. Indeciso, al final de la calleja torció hacia la izquierda, pues de lo contrario no hubiera podido evitar el caer en manos del inspector Carver, que había ido a hacer aquella mañana una visita al propietario del Golden Roof.

El señor Brown pasó el día con gran sencillez. Se dirigió al parque y allí estuvo dormitando en un banco y tomando el sol radiante de junio, cuyo calor no parecía sentir.

Ya muy entrada la tarde sintió hambre y se acercó a un quiosco cercano para tomar algo. Cuando terminó su refresco, volvió a sentarse en el banco más próximo, continuando la grata ocupación de no hacer nada. El señor Wellington Brown era un haragán innato, un arte que podría prolongar muchas vidas en esta época de la energía, si se pudiera adquirir.

Iban asomando las estrellas en la bóveda aterciopelada del cielo, cuando tras haber sufrido un estremecimiento, se levantó instintivamente tratando de acostumbrarse a la luz de los focos. Caminando por una de las amplias avenidas principales del parque, sorprendió a un hombre que iba en dirección indebida. Este le miró y se volvió en seguida.

—¡Hola! —exclamó el señor Brown—. Te conozco. ¿Por qué me huyes? ¿Crees que soy un leproso o algo por el estilo?

El hombre se detuvo y miró a su alrededor ansiosamente.

—Yo no lo conozco a usted —contestó.

—Esta es una perra vida —gruñó Brown, que estaba en disposición de disputar con cualquiera—. Te conozco y nos hemos visto otra vez. —Buscó en su nebuloso cerebro algún indicio que le permitiese identificar al desconocido—. ¿No fue en China? Me llamo Brown... Wellington Brown.

—Sí, quizá fuese en China —y como recordando, cogió amigablemente por el brazo a Wellington Brown y le condujo por la verde alfombra del parque.

Una pareja de enamorados sentada bajo los árboles les vio pasar y oyeron cómo Wellington Brown decía:

—¡No digas que fui su guarda almacén o empleado, porque no es verdad! ¡Era su igual! ¡Socio de la firma! El estafador...

Así fue como se encontraron el Hombre de Negro y el embrutecido pensionado de China.

A esa misma hora, otra persona profundamente interesada en el asunto de Jesse terminaba los preparativos para la partida.

Se había aventurado a salir a la luz del día, soportando la mirada del contable del Arak, y había firmado el contrato como mayordomo del comedor de segunda, en un viaje al África del Sur. Había terminado su pesadilla. Walters tenía que embarcar aquella noche, condición excelente según su punto de vista, puesto que reducía al mínimo los peligros. Llevaba consigo una respetable suma de dinero, producto de los hurtos en Mayfield, donde se le ofrecieron tantas oportunidades, teniendo en cuenta la vida que llevaba el señor Trasmere.

Había enviado su equipaje a bordo por la tarde y sólo le quedaba ir al muelle. Se dirigió allí a pie, procurando pasar por calles poco frecuentadas, y aunque eso supuso un viaje más largo, lo prefirió a exponerse al riesgo de ser reconocido. Un mes antes hubiera temblado ante las sombras, y la visión de un policía le hubiese paralizado los miembros, pero ahora ni siquiera los periódicos más aficionados a las noticias macabras se preocupaban del crimen, de modo que atravesó el embarcadero y el portón que conducía a las mal iluminadas cubiertas del buque, con cierta confianza.

—Vaya a ver al sobrecargo —dijo el hombre que estaba de guardia en la entrada de la toldilla, y Walters hizo que le dijesen dónde se hallaba la oficina indicada, reuniéndose con otros doce hombres que esperaban turno.

No le hubiera importado esperar el resto de la noche, pero en un tiempo relativamente corto, entró en la oficina el sobrecargo e. inclinando levemente la cabeza, él dijo:

—A sus órdenes, señor, John Williams, mayordomo... y se detuvo.

Alejado de la mesa se encontraba el inspector Carver.

Walters se volvió como un relámpago, pero la huida estaba interceptada por un detective.

—Bien —dijo desalentado, mientras le ponían las esposas—, pero yo no he sido, señor Carver. Yo no sé nada respecto al asesinato. Soy tan inocente como un niño.

—Lo que más me gusta de ti —comentó Carver— es tu originalidad.

Siguió a los dos hombres que llevaban cogidos los brazos del prisionero maniatado, y Tab se unió a ellos. Al salir del buque, Tab preguntó:

—Carver, ¿cree usted en realidad haber dado con él?

—¿Con quién? ¿Con Walters? Claro que sí. Le conozco muy bien.

—Me refiero al asesino —recalcó Tab.

—¡Oh! ¡El asesino! No, no creo que lo sea. Pero le será difícil probar su inocencia. Puede usted dar la noticia de que está arrestada una persona, pero sin decir que sospecho que es el culpable, porque hasta que no tenga muchas pruebas no lo creeré. Quizá pueda decirle algo más sobre esto, si viene usted a mi oficina al salir de la redacción, especialmente si Walters declara lo que sabe, como yo supongo.

No se equivocó el detective, porque el señor Walters inició en seguida su defensa.

LA DECLARACIÓN DE WALTER FELLING. «Me llamo Walter John Felling. Unas veces he adoptado el nombre de Walters, otras el de Mac Carty. He estado preso tres veces por robo y uso de nombre supuesto; en julio de 1913 fui condenado a cinco años de prisión en Newcastle. En 1917 me indultaron y serví como cocinero en la armada hasta 1919. Al salir de allí me dijo un soplón que el señor Trasmere necesitaba un criado, y. sabiendo que era muy rico y tacaño, me ofrecí para ocupar el puesto, mediante referencias falsas que proporcionó un tal Coleby, que se dedica a eso. Cuando el señor Trasmere me preguntó el sueldo que pretendía ganar, le dije adrede una cantidad inferior a la que suele pagarse y me admitió al momento. No creo que haya pedido referencias a Coleby, porque éste hubiera contestado.

»Había dos criados en Mayfield cuando llegué: el matrimonio Green. Él era australiano, pero me parece que su mujer había nacido en Canadá. Hacía de mayordomo del señor Trasmere, pero creo que no lo pasó muy bien. Supongo que no apreciaba al señor Trasmere. Tampoco el señor Trasmere a él. Mi idea, al emplearme allí, fue la de encontrar una oportunidad para volar con un buen bocado. Desde el principio advertí que me iba a ser muy difícil, a causa de las normas peculiares de la casa, pero de todos modos conseguí reunir algunas cosas, un reloj de oro y dos candelabros de plata, y ya había pensado en escapar cuando el señor Trasmere descubrió a Green dándole comida a un cuñado de su mujer y los echó sin contemplaciones. Entonces fue cuando se dio cuenta de la pérdida del reloj de oro e hizo registrar su equipaje. Lo sentí por Green, pero, como se comprende, no pude decir nada.

»Al marchar ellos, tuve que trabajar como mayordomo. Pronto supe que todas las cosas de valor las guardaba en una habitación del sótano. No he entrado nunca allí, pero sé que se llega por un pasadizo que conduce hacia el estudio de Trasmere, porque he visto la puerta abierta, y, agachándome un poco, pude ver el corredor.

»Me pensé que algún día me sería posible hacer una inspección más cuidadosa, pero esa oportunidad no llegó, aunque me pareció que iba a conseguirla una o dos semanas antes del asesinato del señor Trasmere. Pude apoderarme de la llave que llevaba colgando de una cadena cuando le dio una especie de ataque, y conseguí hacer un molde de la llave, pero pronto recobró el conocimiento y, apenas vuelta a su sitio, despertó del letargo. Tuve la suerte de haber limpiado antes el jabón de la llave en la manga de mi chaqueta, porque lo primero que hizo fue tocarla para cerciorarse de que estaba en su sitio. No obstante, ya tenía un modelo y comencé a hacer una llave que igualase la impresión que había conseguido del original. Eso es todo lo que puedo decir respecto a la bóveda, que nunca pude llegar a ver en su interior.

»Me acostaba todas las noches a las diez y el señor Trasmere cerraba con llave la puerta que me aislaba del resto del edificio, de modo que me era imposible saber lo que sucedía por la noche. Me quejé de esto y puso en mi habitación una llave cerrada en un tubo de cristal, de modo que en caso de accidente yo pudiera romperlo y abrir la puerta que me separaba del resto de la casa. No se decidió a ello hasta que una noche se encontró mal y se quedó solo sin que yo pudiera atenderle.

»Abrir la puerta que me mantenía aislado era cosa muy fácil; lo que resultaba más sencillo era sacar la llave del tubo de cristal. La usé varias veces. La primera, oí voces abajo, en el comedor, y no supe quién podría visitarle a aquella hora tan intempestiva. No me atreví a bajar para averiguarlo, por temor a que me descubriese, pues había luz en el vestíbulo. Pero otra noche, al oír una voz de mujer, bajé porque estaban las luces apagadas, y vi a una joven sentada ante una máquina de escribir, golpeando las teclas, mientras el señor Trasmere, paseando, le dictaba con las manos cruzadas tras la espalda. Era una joven hermosísima y me pareció haberla visto en alguna otra parte. No la reconocí hasta ver su fotografía en un periódico ilustrado, y me pareció imposible que pudiese ser la señorita Ursula Ardfern, la famosa actriz. A la noche siguiente bajé otra vez y les encontré hablando; el señor Trasmere decía “Ursula” y por ello supe que yo tenía razón. Venía todas las noches después de la función, y a veces él la retenía hasta las dos de la madrugada.

»Una de las veces, poco después de haber llegado, bajé en calcetines para no hacer ruido, y oí que él decía vivamente:

»—Ursula, ¿dónde está el alfiler?

»La joven respondió:

»—Está ahí.

»Luego le oí murmurar como si buscara alguna cosa, hasta que exclamó:

»—Sí, aquí está.

»Había cosas de mucho más valor del que yo me imaginaba. (Al llegar a este punto Walters enumeró minuciosamente, tanto como pueda suponer el lector, todo lo que había conseguido hurtar). Cuando el señor Trasmere estaba solo en casa, solía sentarse ante la mesa, con una pequeña vasija de porcelana y un pincel. No sé lo que pintaría, pues nunca vi sus cuadros. Sólo sé que lo hacía porque le observé muchas noches y le vi trabajando. No usaba tela; siempre pintaba sobre papel, y utilizaba tinta negra. Debía de ser un material muy fino, porque una vez le voló una hoja estando entreabierta la ventana, y casi no hacía viento.

»Le podía ver, porque sobre la puerta había un ventilador que acostumbraba conservar siempre muy limpio, y desde el final de la escalera se podía mirar dentro de la habitación, y, si se sentaba en determinada posición era fácil verle.

»La mañana de autos estuve trabajando en la llave, lo que no ofrecía peligro alguno porque el señor Trasmere nunca venía a mi cuarto aunque siempre cerraba con llave la puerta por precaución. Le serví el almuerzo y me habló de Brown, el hombre al que yo no había dejado entrar. Me dijo que había hecho muy bien y que la policía buscaba a Brown, por lo que se extrañaba de que viniese a correr este riesgo. Me dijo, además, que era fumador de opio y borracho; un perdido, en resumen. Después del almuerzo me hizo salir de la habitación y pude advertir que bajaba a la bóveda, cosa que solía hacer los sábados por la tarde.

»Faltaban diez minutos para las tres y yo estaba trabajando en mi habitación y acababa de traer de la cocina una taza de café, cuando sonó el timbre de la puerta de la calle. Era un mensajero que traía un telegrama dirigido a mí. Me sorprendió, pues nunca había recibido ninguno estando en aquella casa.

»Lo abrí y comprobé que era un recordatorio de haber sido condenado ocho años antes en Newcastle, y en el que me decían que la policía vendría a hacerme una visita a las tres de la tarde.

»Me hallaba en una situación comprometida, puesto que tenía en el cuarto una gran cantidad de objetos robados, y sabía que mi próxima condena sería larga. Subí a mi habitación, reuní mis cosas y salí poco antes de las tres.

»Al abrir la puerta vi al señor Lander junto a la entrada. Ya le había visto anteriormente, porque estuvo algún tiempo en la casa al cabo de un mes de entrar yo. Siempre ha sido muy bueno conmigo, y es un caballero a quien respeto mucho.

»Su tío, el difunto señor Trasmere, no le quería. Me dijo una vez que el señor Rex era manirroto y holgazán. Al verle entrar se me cayó el alma a los pies y creí que en seguida se daría cuenta de que sucedía algo anormal. Me preguntó si le había ocurrido algo a su tío, lo que me dio tiempo para reponerme y contestarle que iba a hacer un recado urgente, y corriendo hacia la calle tuve la suerte de encontrar un taxi que me llevó a la estación Central. Sin embargo, no salí de la ciudad, sino que me instalé en un cuarto que ya había ocupado en otra ocasión, en Reed Street, donde he estado desde entonces hasta ahora. No volví a ver al señor Trasmere después del almuerzo. No vino a saber quién había llamado cuando llegó el telegrama. Solían visitarle a menudo comerciantes y otras personas, y yo nunca se lo comunicaba. Si no se trataba de asuntos importantes, telegramas o cartas. Nunca entré en la bóveda, ni siquiera en el pasillo que daba a ella, ni tampoco he tenido revólver.

»Hago esta declaración sin que se ejerza sobre mí presión alguna, y he respondido a las preguntas que me ha hecho el inspector Carver sin que me haya sugerido la forma en que debían ser contestadas.»

20

—Esa es la declaración —dijo Carver—. No hay que divulgar nada; sólo debe publicarse que se ha obtenido una declaración. ¿Qué le parece a usted?

—Me parece que es bastante verosímil —respondió Tab, a lo que el inspector asintió.

—También yo. Nunca tuve la menor duda de la inocencia de Walters, o sea Felling. La referencia a las visitas de la señorita Ardfern son algo confusas y en cierto modo dignas de mención, particularmente en lo que se refiere a aquel alfiler.

—¿Piensa usted en el alfiler que encontramos? —preguntó Tab.

Carver sonrió.

—Pensaba y no pensaba en ello. Evidentemente, a lo que él se refería era a una de las joyas que había en la caja, y es posible que hiciese inventario del contenido del joyero.

Tab guardó silencio por unos momentos.

—¿Usted cree que las alhajas eran de Trasmere, y que se las prestaba a la joven con la condición de devolvérselas todas las noches? —preguntó con todo sosiego.

—No existe otra explicación —dijo Carver—. Tampoco hay otra para su empleo como secretaria. Trasmere intervenía en numerosos negocios, y no me cabe la menor duda de que fue quien adelantó el dinero para el encumbramiento de Ursula Ardfern. Era astuto y seguramente la vio trabajar. Mi impresión es que ha sacado una fortuna de esta joven.

—Pero ¿por qué una actriz renombrada como ella accedió a ser secretaria nocturna? ¿Por qué había de estar ligada a este hombre como una esclava, en lugar de ser una mina de oro, si es que su teoría es cierta?

Carver lo miró fijamente.

—Porque quizá supiera algo referente a ella... algo que ella no quería que se divulgara —dijo—. No trato de insinuar nada en contra de la señorita Ardfern —añadió discretamente, al percatarse de que el rostro de Tab se ensombrecía—. Estoy seguro de que ella nos lo contará algún día. Por ahora, eso no tiene importancia.

Se levantó de su asiento —estaban hablando en la oficina del detective— y se desperezó.

—Aquí termina la función, por hoy, señores —dijo—, y si se sienten defraudados se les devolverá el dinero en la taquilla.

Había veces en que Carver mostraba un cierto sentido del humor.

—No, yo no vuelvo a casa. Debo trabajar todavía dos horas, sin que me molesten. Afortunadamente, el teléfono está averiado, puesto que ha caído un árbol en la línea. Tab, ya se lo he dicho: sólo breves palabras sobre la detención de Walters. No diga nada respecto a mis sospechas, ni tampoco lo que ha declarado; diga solamente que ha hecho una declaración.

Por fortuna, aquella noche Jacques se había ido a su casa, pues de lo contrario se hubiera indignado con los escasos detalles que Tab había conseguido.

Este llegó a su domicilio a las once y media, con él corazón levemente oprimido. ¿Cuál era el secreto de la señorita Ursula Ardfern? ¿Por qué tal misterio? ¿Por qué su oscura historia se mezclaba con el impenetrable misterio del asesinato del señor Trasmere?

Al empujar la puerta vio un telegrama en el buzón común de la casa, después de cerrar la entrada principal. Era para él; abrió el sobre y desdobló el mensaje. Procedía de Nápoles y lo había puesto Rex.

«Voy a Egipto. Completamente restablecido. Regresaré dentro de un mes.»

Tab sonrió, pensando que el «completamente restablecido» se refería a los destemplados nervios de su amigo. Se detuvo ante la puerta, buscando la llave, y al hacerlo le pareció oír ruido en el interior. Era posible que procediera de alguno de los pisos superiores, por lo que no le dio importancia, e introduciendo la llave, vio por el montante un destello en su despacho. Fue como si se hubiese apagado al mismo tiempo que él abría la puerta.

«Debe de haber sido una ilusión óptica», pensó, pero acudió a su memoria la visita del ladrón en el momento de cerrarla. Vaciló y luego abrió su despacho. Lo primero que notó fue que las persianas estaban echadas, cuando él las había dejado levantadas. Oyó entonces una respiración jadeante.

—¿Quién anda ahí? —preguntó al tiempo que extendía la mano hacia la llave de la luz eléctrica.

Antes de que pudiese hacerla funcionar, recibió un golpe. No sintió dolor alguno, pero se dio cuenta de haber recibido un golpe terrible, que le hizo doblar las rodillas, incapaz de movimiento alguno. Alguien le rozó al pasar por encima de él en la oscuridad. Oyó que se cerraba la puerta del piso, un ruido de pasos rápidos al bajar la escalera, y luego el estrépito de la puerta de la calle, al cerrarse.

Sólo su voluntad indomable conseguía mantener a Tab de rodillas y apoyado con las manos en el suelo. Le corría por la frente un hilo de sangre caliente que se le introdujo en un ojo, y el escozor que ello le causó acabó por hacerle reaccionar. A duras penas logró ponerse de pie y dar la luz.

Le habían pegado con una silla, que estaba patas arriba cerca de él. Se palpó con cuidado la frente y se acercó a un espejo. La herida era insignificante y muy superficial. Supuso que la silla encontró un obstáculo antes de darle el golpe, porque tenía rota una de las patas y había dejado una raya en la pared. Se lavó la herida y vendó la frente, y luego volvió a su despacho para verificar el desorden que reinaba en él. Todos los cajones de su escritorio estaban vacíos. Uno de ellos, el que contenía documentos que le atañían sólo a él, y que mantenía cerrado con llave, había sido destrozado y su contenido estaba esparcido sobre la mesa y en el suelo. Un pequeño canterano adosado a la pared había sido tratado con igual descortesía y su contenido yacía también en el suelo.

Encontró su habitación en el mismo estado, con todos los cajones forzados, y todas las cajas abiertas.

En el cuarto de Rex sólo habían tocado el baúl que el ladrón dejó intacto la vez anterior. Estaba sobre la cama y todo lo que contenía se hallaba revuelto sobre ella.

Allí estaban el reloj de oro y la cadena de Tab, que, por olvido, había dejado allí. La caja donde guardaba el dinero también había sido abierta, pero no se había tocado un céntimo de lo que había en su interior. Luego hizo un descubrimiento curioso; en uno de los cajones de su escritorio tenía en una cartera varios retratos suyos, hechos un año antes a instancias de sus tías solteronas. Los encontró rotos en cuatro pedazos revueltos con otros papeles. Era lo único que había hecho el visitante, aparte del registro. ¿Qué buscaría? Tab se torturaba el cerebro tratando de recordar alguna cosa cuya posesión pudiera interesar a alguien. ¿Qué podía tener Rex, que mereciese la pena correr un riesgo como el que asumía el desconocido?

Se dirigió hacia el teléfono para llamar a Carver, pero recordó que le había dicho que estaba averiado.

Al dar las doce, el inspector Carver estaba terminando los preparativos para marcharse cuando la maltrecha figura de Tab hizo su aparición en su oficina.

—¿Qué es eso? —exclamó Carver—. ¿Ha tenido un altercado?

—El otro fue el que lo provocó —contestó Tab—. Pienso demandar al que nos vendió los muebles; dijo que las sillas eran de caoba y son de pino.

—Siéntese —ordenó el detective—. Me parece usted algo excitado. Y añadió—: Supongo que no habrá recibido otra vez la visita del ladrón.

Tab asintió.

—Y para colmo, lo encontré en casa —dijo, pasando a referir todo lo sucedido en su departamento.

—Iré a ver los daños, aunque me parece que no nos servirá de mucho —dijo Carver reposadamente—. ¿De modo que rompió sus fotografías? Eso es interesante.

—Parece que no me tiene gran aprecio —contestó Tab—. He tratado de recordar a todos los bandidos que he descubierto. No puede ser Bolter, porque debe de estar todavía en la cárcel, tampoco puede ser Sorki, porque, si no recuerdo mal, se convirtió en la cárcel y actualmente dirige una misión. Son los únicos que manifestaron su deseo de truncar mi joven existencia.

—No ha sido ninguno de ellos —aseguró Carver convencido—. Cuénteme otra vez lo que sucedió desde el momento en que abrió la puerta hasta que perdió la noción de lo que acontecía. ¿Cerró primero la puerta de acceso al piso, detrás de usted?

—Sí —contestó Tab, sorprendido.

—Y luego se dirigió usted hacia el despacho, y éste fue el momento en que le golpearon con la silla, ¿verdad? ¿Estaba apagada entonces la luz?

—Sí.

—¿No había tampoco luz exterior, fuera del piso? —preguntó Carver.

—No.

—Y sólo lo rozó al pasar, saliendo inmediatamente. ¿Recuerda usted eso, a pesar del desvanecimiento que le produjo el golpe?

—Recuerdo hasta el ruido que hizo al cerrar la puerta —contestó Tab.

Carver escribía en la carpeta que tenía ante sí jeroglíficos que sólo él podía entender.

—Tab, ahora reflexione bien antes de contestar si había en el baúl de Lander algo que hiciese referencia a su tío; algún documento, alguna cosa que tuviese relación, aunque remota, con Trasmere. Porque estoy cierto de que ése era el objetivo y de que el registro de su cuarto fue una idea posterior. Y lo demuestra la circunstancia de haber encontrado allí al ladrón.

—No puedo recordar nada —dijo Tab.

—Muy bien —contestó Carver, levantándose—, vayamos ahora a ver su domicilio. ¿Cuándo ocurrió el hecho?

—Hace algo más de media hora —contestó Tab mirando el reloj—, sí, casi una hora. Iba a telefonearle.

—No funcionaba; nunca funciona cuando resulta necesario. Si obedeciera a mi impulso, duplicaría la gente a mi servicio cuando el teléfono está descompuesto.

Se encontraban ante la fachada del cuartel de policía y el taxi que había llamado Carver se dirigía ya hacia el borde de la acera, cuando llegó otro que se desvió también hacia allí y se paró en seco. Salió de él un hombre con pijama en lugar de camisa. El señor Stott se había vestido a la ligera, y, por primera vez en su vida, aparecía descuidado en su indumentaria. Casi se desplomó en brazos de Carver, abriendo y cerrando la boca como hacen los peces fuera del agua. Cuando habló, su voz fue un chillido:

—¡Están allí otra vez! ¡Están allí otra vez! —gritó.

21

El señor John Stott había descubierto, sorprendido a la vez que complacido, que la asociación de su nombre con el asesinato de Trasmere había mejorado su posición en el nivel social. Cierto es que los periódicos al dejar de ocuparse del crimen, parecían haber olvidado el papel que a él le había tocado en suerte y el extraordinario descubrimiento que se le debía, pero otro círculo más importante de la opinión pública, el que frecuentaba diariamente el Toby y solía discutir una opípara comida y otros temas de interés público igualmente esencial, había aplaudido la decisión del señor Stott de comunicar a las autoridades policíacas lo que sabía, y que había comunicado ya a unos veinte hombres de negocios, a sus respectivas esposas, a sus familias, a sus criados y a las familias de sus criados, sin contar los amigos de todos ellos.

—Por mi parte, el asunto ha concluido —dijo un día el señor Stott, en el Toby—. La policía ha obrado muy mal, pues no me han enviado siquiera una nota de agradecimiento.

Lo cierto era que el señor Stott nunca había esperado que se lo agradeciesen; en cambio, había temido ser condenado a prisión por largo tiempo y, cada vez que el timbre sonaba, sentía un estremecimiento de angustia al pensar que se tratara de los representantes de la ley, provistos de una orden de detención contra él. La verdad era que al menos dos veces al día despedía a Eline por haberle metido en aquel asunto, aunque volviera a admitirla nuevamente. Había supuesto que todos los que obligadamente tendrían que intervenir en aquel asunto, criticarían su actuación en lugar de agradecérsela.

—Ya le dije a Carver —continuó el señor Stott—, y debo añadir que es uno de los hombres más obstinados, y de menos imaginación entre los que han hecho de la policía lo que es, que nunca esperara nuevos datos de mí, y que si creía lo contrario se equivocaba.

—¿Qué le contestó? —preguntó uno de sus oyentes, fascinado.

El señor Stott se encogió de hombros.

—¿Qué iba a contestar? —repuso.

—En mi opinión —dijo el señor Stott—, si un hombre de negocios se hubiera encargado del asunto, a estas horas el criminal ya habría sido fusilado.

Estaban conformes con él todos los que se sentaban alrededor de la mesa. Todos ellos creían que un hombre capaz de ganar dinero vendiendo azúcar, o de adquirir una reputación en la Bolsa, tenía que ser necesariamente apto para resolver los problemas más intrincados. Condenaban siempre todos los errores cometidos por los gobernantes y emitían hipótesis sobre la diferente forma de afrontar la situación si la hubiesen tratado como eficientes hombres de negocios. Habían llegado a la conclusión de que ningún gobierno, ni ministerio, eran tan complicados como el término medio de las empresas comerciales.

—Tuvieron ocasión de demostrar su capacidad y no lo han hecho —aseveró el señor Stott—, cuando el chino y la mujer estuvieron en Mayfield y yo los tenía cogidos. En realidad la policía pudo haber prendido a toda la banda si hubiese llegado a tiempo, y, sin embargo, los dejaron escapar. Siento decirlo, pero desde aquel día, creo que la policía estaba con ellos y...

—¿Dónde? ¿En la casa? —preguntó un ingenuo.

—No, hombre —contestó el señor Stott—: ¡en el asunto! De todos modos, yo ya me he lavado las manos.

El señor Stott se lavaba las manos en esta cuestión dos veces al día, una a la hora del almuerzo y otra después de cenar. Aquella noche se lavó las manos ante su plácida esposa, no sólo sobre el caso Trasmere, sino también sobre la muela de Eline. Y lo hizo de tal manera que gracias al efecto que le causó a la pobre muchacha, ésta accedió a desprenderse del pedazo de marfil a la mañana siguiente, aun contra su voluntad, no sin antes inquirir minuciosamente si la gente revelaba sus secretos más íntimos cuando se hallaba bajo los efectos del anestésico. El señor Stott subió a su cuarto a las once, se bañó y se puso el pijama. La noche era calurosa y no invitaba a acostarse. Abrió la ventana de la habitación que daba al balcón, se sentó en una silla de junco que ocupaba exactamente la mitad del lugar disponible, y disfrutó de la poca brisa que corría. Su esposa se había acostado y dormía ya, como de costumbre. El señor Stott contempló la calle desierta, y luego bajó por la caja de los cigarros. Estuvo fumando tranquilamente por espacio de media hora y vio llegar del teatro al matrimonio Manders, y también al señor Trammin, que vivía tres puertas más allá; éste venía completamente borracho y quiso discutir con el taxista por el precio. Vio detenerse el coche del anciano Pursuer en Flemington, y, cuando declinó el interés de estos asuntos y el cigarro tocaba ya a su fin, vio que venían despacio dos hombres, por la acera de enfrente. No pudo reconocerles, y ya habían cesado de atraer su atención cuando se dirigieron hacia la puerta de acceso de Mayfield.

Instantáneamente, el señor Stott se puso en guardia. Tal vez fuesen de la policía... pero llegó hasta él algo de lo que hablaban:

—Te aseguro que Wellington Brown es mal enemigo.

Casi se desmayó al oírlo. ¡Wellington Brown! ¡El hombre cuyo retrato había aparecido en todos los periódicos, y al que la policía buscaba con ahínco!

El otro le contestó en voz tan baja que la respuesta no llegó hasta él.

—No amenazo —dijo la voz estridente de Wellington Brown.

Subieron las escaleras de la entrada de Mayfield y desaparecieron de la vista del hombre que les observaba. Cuando éste se levantó de la silla, le temblaban las rodillas. Fue en seguida hacia el teléfono, recordando el número del señor Carver, ya que había hablado con él muchas veces a causa del pequeño incidente con la policía, pero aquella noche no funcionaba. Desde la central le dijeron que no conseguían respuesta alguna.

Con toda su voluntad de auxiliar a la policía en el cumplimiento de su deber, el señor Stott fue rápidamente a su cuarto, se puso los pantalones sobre el pijama y se abotonó con manos temblorosas. Como no había tiempo que perder, no se calzó las botas y se lanzó a la calle en zapatillas en busca de un taxi, mirando hacia atrás, angustiosamente, a cada paso para comprobar si le seguían los hombres misteriosos con malvadas intenciones. Al cabo de algún tiempo pasó un coche y el señor Stott se lanzó hacia él.

—¡A la jefatura de policía! ¡Pronto! Le pagaré el doble si llega en diez minutos.

Sabía que ésa era la palabra que se necesitaba en aquellas circunstancias, pues aun sin correr se podía cubrir la distancia en cinco minutos. Por tanto, las instrucciones del señor Stott eran innecesarias.

—¡Están allí otra vez! —dijo con voz tremolante, y cayó en los brazos de Carver.

22

—¿Dónde, otra vez? —preguntó Carver en seguida.

—En Mayfield —murmuró el señor Stott—. ¡Dos hombres!

—¿Han entrado dos hombres en Mayfield?

—No lo sé, pero yo los vi entrar. Uno de ellos era Brown.

—¿Wellington Brown? ¿Está usted seguro?

—Le oí hablar —contestó agitado el señor Stott—, lo juraría ante el juez. Estaba sentado en el balcón de mi casa, fumando un cigarro de una caja que me regaló un amigo al que tal vez conozca usted: Morrison, de la Morrison Gold Corporation...

Pero Carver había vuelto a entrar en el edificio, del que salió inmediatamente después, con Tab.

—Fui a buscar nuestra llave —dijo— y...

Sacó un objeto del bolsillo y Tab oyó un chasquido metálico.

—A no ser que este hombre haya sufrido alguna alucinación esta noche sucederá algo que dará que hablar.

Miró por el cristal posterior del vehículo al que habían subido; el otro taxi les seguía a los lejos.

—He traído todos los hombres que había disponibles; no sé si habrá sitio para el señor Stott. Pero de todos modos, puede venir a pie —añadió cruelmente.

Mayfield se hallaba sumido en la oscuridad cuando llegaron. Carver se apeó de un salto y echó a correr por el piso de cemento, subiendo a la misma velocidad las escaleras de la entrada. Tab le seguía de cerca. Iluminó la cerradura con su lámpara de bolsillo y abrió de par en par la puerta, en el mismo momento en que del segundo taxi bajaron hasta seis policías en diversas etapas de su atavío personal.

El vestíbulo estaba a oscuras, pero encendieron las luces y Carver se dirigió presurosamente hacia el despacho. La puerta que conducía a la bóveda estaba abierta.

—¡Oh! —exclamó Carver pensativo.

Volvió para dar instrucciones y luego, seguido por Tab, bajó las escaleras de piedra hasta el pasadizo. La puerta de la bóveda estaba cerrada y el interior a oscuras. Carver sacó del bolsillo la llave duplicada que Walters había dejado sin terminar, y abrió. Una leve presión de su dedo y la estancia se inundó de luz. Se detuvo en la entrada, atónito. Wellington Brown yacía en el suelo, boca abajo; por debajo de él corría un río de sangre y sobre la mesa, exactamente en el centro, estaba la llave de la bóveda.

Carver la recogió. No cabía duda, se veían aún las anteriores huellas de sangre, y muy pálido miró a su acompañante.

—¿Qué le parece, Tab? —preguntó en voz baja.

Este no respondió. Estaba en la parte interior del umbral, contemplando a sus pies, y entre ellos había algo cuya vista le privaba del habla. Se agachó lentamente, lo recogió y lo sostuvo en la palma de la mano.

—¡Otro alfiler nuevo! —exclamó Carver meditabundo—. ¡Esta vez en el interior!

No pudieron encontrar al asesino, aunque lo buscaron por toda la casa. Seguramente, habría huido momentos antes de llegar la policía, porque aún se veía el humo del disparo en la parte superior de la bóveda.

Después de llegar el médico, cuando se llevaron el cadáver Tab exclamó:

—¡Carver, he sido un imbécil! ¡Debiéramos haber previsto esto, y lo hubiéramos conseguido de no haber tenido yo tan mala memoria!

—¿Qué? —preguntó Carver, abandonando sus pensamientos, que no debían ser particularmente agradables, a juzgar por la expresión de su rostro.

—Esa llave estaba dentro de la caja de Rex. Recuerdo ahora que me dijo, antes de marcharse, que la dejaba en el baúl.

Carver asintió.

—Lo suponía —dijo—. Seguramente tuvimos los dos la misma idea al verla sobre la mesa y con ello queda explicado el registro de su piso. La primera vez fue por la llave, y el inquilino del piso inferior le hizo huir antes de dar con ella. Como esta noche la necesitaba con urgencia, ha hecho más fructífera y... —se encogió de hombros—. ¿Cómo ha podido ponerla en la mesa? La puerta estaba cerrada, y sin embargo ahí tenemos la llave... y el alfiler nuevo. —Y añadió—: Un segundo alfiler nuevo.

Subió la escalera nuevamente y empezó a pasear por el despacho de Trasmere.

—Ningún arma, nada... Sólo el cadáver y el alfiler —murmuró—. Esto descarta por completo la hipótesis de la intervención de Walters; no cabe la más leve sospecha sobre él, después de este segundo crimen. Lo podemos mantener preso por robo, por confesión propia, pero por nada más. Tab, vuelvo a la bóveda, pero no quiero que venga. Hay uno o dos puntos que deseo aclarar.

Estuvo allí por espacio de media hora, y Tab, cuya cabeza casi daba vueltas, sintió una gran satisfacción al verle volver.

Carver se dirigió hacia el vestíbulo, donde estaba sentado el agente de policía, y le dijo:

—No debe entrar nadie en la casa, si no viene conmigo.

Fue con Tab hasta Doughty Street y subió a examinar los destrozos que había hecho el ladrón. No le interesó tanto el estado de la habitación de Rex Lander como el hecho de que hubiese roto las fotografías. Las miró al trasluz.

—No ha dejado huellas dactilares; es evidente que llevaba guantes. ¿Estará...? Sí, aquí está. —Consiguió completar uno de los retratos: en la parte correspondiente al rostro tenía marcada una cruz negra—. Sí, ya lo suponía. En su lugar, Tab, yo echaría el cerrojo por dentro esta noche. No es que desee alarmarle sin motivo, pero creo que debe hacerlo. El Hombre Negro no se detendrá ante nada. ¿Tiene usted un arma?

Tab denegó con la cabeza y Carver, sacando la pistola automática de su bolsillo, la dejó sobre la mesa.

—Le presto la mía —dijo— y siga mi consejo: dispare sobre el que encuentre esta noche en este piso o en su habitación.

—Tiene usted el corazón muy pequeño, Carver.

—Más vale estar prevenido que morir por imprevisión —contestó el detective lúgubremente, y le dejó resolviendo el enigma.

23

Hasta la redacción donde trabajaba Tab llegaba el fragor de las máquinas. El edificio temblaba y se movía, porque todas ellas estaban dedicadas a la impresión de las noticias sobre el misterio de Mayfield. Las linotipias iban recibiendo los textos del periódico. Pronto cesarían las prensas de trabajar y la última edición de la ciudad quedaría terminada.

Por fin terminó y, después de sacar la última cuartilla de la máquina de escribir, se repantingó en la silla.

No dio la menor importancia al consejo del detective. Se había tranquilizado por completo al pensar que el desconocido sólo había ido en busca de la llave. El peligro no era para él, sino para Rex Lander. «¿Qué será lo que le amenaza? —pensó—. ¿Tendrá Trasmere algún otro pariente con derechos suficientes sobre la herencia?» Estaba convencido de que el registro de su despacho sólo lo había motivado al buscar algo que perteneciese a Rex. Se rió ante la peregrina ocurrencia de romper sus fotografías.

—Nunca me gustaron esos retratos —dijo.

—¿Qué retratos? —preguntó el redactor que había en la estancia.

—Cristalizo en palabras mis pensamientos —contestó amablemente Tab.

—Tienes suerte, pues te han tocado dos asuntos interesantes. Yo llevo en el periódico cinco años y la única información que he podido hacer fue sobre un chantaje que ni siquiera llegó a los Tribunales, porque se arregló antes. ¿Qué dibujas?

—Estoy tratando de hacer un plano de la bóveda y el pasadizo —contestó Tab.

—¿Encontraron el cuerpo exactamente en la misma posición? —preguntó con interés el reportero.

—Casi idéntica —respondió Tab.

—¿Y la llave?

Tab hizo una señal afirmativa.

—¡Ni aunque fuese una cucaracha pudo entrar el asesino sin abrir la puerta! —exclamó el joven.

En aquel momento, se presentó el jefe. Muy pocas veces iba a la sala de redactores y después de las once nunca se encontraba en la casa, pero en aquella ocasión le habían telefoneado la noticia del crimen y había acudido en seguida. Era un hombre obeso, de pelo cano, con la desconcertante manía de pedir excusas anticipadas por todo. Era a la vez sumo sacerdote y padre confesor de la redacción de El Megáfono.

—Acompáñeme, Holland —dijo, y Tab accedió mansamente—. Parece haberse repetido el asesinato de Trasmere, en todos sus detalles. ¿Ha averiguado dónde estuvo Brown antes?

—Deduzco que debió de haber estado en algún fumadero de opio —dijo Tab—. Yeh Ling...

—¿El propietario del Golden Roof? —preguntó con presteza el jefe.

—Exacto. Él nos hizo saber ambiguamente que Brown había estado en uno de esos lugares. Era muy vicioso en este sentido.

—Me parece que han entrado en el edificio dos hombres. ¿Nadie ha visto al segundo?

—Nadie, excepto al señor Stott —contestó Tab—, y estaba tan asustado que no fue capaz de darnos la filiación de ninguno de ellos. Nadie vio salir al otro; había huido antes de llegar nosotros.

—¿Qué significa esa llave que se ha encontrado sobre la mesa?

Tab hizo un gesto de impotencia.

—Yo sí lo sé —continuó el director, pensativo—. Significa la defensa del crimen, previamente preparada con un ingenio diabólico. ¿No se da cuenta de que antes de poder acusar al asesino de Trasmere, y quizá al de Brown, tendría usted que probar que pudo entrar en la bóveda, salir de ella cerrando la puerta, volver a poner después la llave sobre la mesa? Y resulta que es precisamente eso lo que no puede probar.

Esta idea era nueva para Tab, que no había advertido que el asesino la habría tenido en cuenta. Siempre había considerado este hecho como un acto de bravuconería por parte del criminal, y no como una probabilidad de salvar su cabeza en caso de ser detenido.

—Carver dice...

—Sí, ya conozco la teoría de Carver —le interrumpió el jefe—. Cree que el asesino sufrió una equivocación la primera vez, dejando el arma en el interior para dar la impresión de que Trasmere se había suicidado. En tal caso hubiera tenido la precaución de no dispararle por la espalda. Ahí está el quid; lo discutí con un abogado anoche y estuvo de acuerdo conmigo. El asesino de esos dos hombres está decidido a que no haya prueba alguna contra él, y no la habrá hasta que pueda probarse cómo pudo introducir la llave en la bóveda estando la puerta cerrada por fuera.

Tab le escuchaba en silencio.

—Bueno, Holland —siguió diciendo su jefe—, es seguro que este crimen dará mucho que hablar, y alguien pagará las consecuencias. Caso supongo que de quedar impune, ese alguien será su amigo Carver, que supongo que se encargará de este asunto como del anterior. Yo le aprecio, pero deberé sumarme a los que le combatan si no consigue proporcionarnos algo más tangible que simples teorías. También usted está comprometido en ello —añadió tocándole el hombro con sus dedos regordetes—. ¡Hay que pensar, andar ligero y tener vista! A usted le atañe, porque es su oficio el enseñarle a la policía dónde ha cometido el error, y ésta es una oportunidad excepcional para ello. No creo necesario decirle cuál será su posición si no consigue hacer de este asunto el éxito más grande de su vida periodística, porque tampoco soy de los que creen que se deba amenazar a un redactor porque no tenga suerte en un caso, cuando puede salir triunfante de otro. Además, es usted demasiado apto para que yo haga uso de esas armas. ¡Pero es preciso que aclaremos este misterio, Holland!

—Estoy de acuerdo con usted —contestó Tab.

—Y se aclarará —prosiguió el director— cuando haya descubierto cómo pudo quedar la llave sobre la mesa. ¡No lo olvide! ¡Fíjese bien! Estruje su cerebro, consiga una solución para ese misterio, y todos los demás se desvanecerán como por encanto.

Tab sabía que Carver estaba aún en Mayfield; había regresado después de inspeccionar el piso de Doughty Street. Se dirigió hacia allí desde la redacción, encontrando, como esperaba, al inspector, que aún no había terminado la investigación.

—Los alfileres son diferentes —fueron sus primeras palabras.

Los brillantes objetos estaban ante él y Tab vio que uno de ellos era menor que el otro.

—¿No lo habrá perdido nuestro amigo? —dijo Carver—. Es probable que haya sido así en esta ocasión, aunque es posible que se le hubiera olvidado este detalle en el primer asesinato. De todos modos, ¿qué significa un alfiler más o menos? —añadió de mal humor—. ¡Bajemos a la bóveda, Tab!

La puerta estaba abierta y la luz encendida, cuando entró Tab. Miró la sangre que había en el suelo, y, a pesar de tener bien equilibrados sus nervios, se estremeció. No se había encontrado arma alguna, ni tampoco pretendió el asesino simular un suicidio.

Tab le contó la opinión de su jefe sobre el asunto y Carver escuchó con interés.

—No se me había ocurrido —dijo—, aunque es casi imposible acusar a un hombre de este crimen, ni aunque lo hubiéramos encontrado con el revólver humeante en la mano.

—En este caso —contestó Tab— nunca daremos con el asesino.

Carver mantenía silencio.

—No voy tan lejos —respondió al fin—, pero será difícil encontrarlo. No hay huellas dactilares —añadió cuando Tab contempló inquisitivamente una de las pulimentadas cajas negras del estante—. Nuestro misterioso Hombre Negro usa guantes. Sin embargo, haré que se quede de guardia un agente por un día o dos, para saber si vuelve o no el criminal, aunque no tengo esperanza de que lo haga.

Apagó la luz, cerró la puerta y volvió al despacho.

—Esto descarta a Felling. Creo haberlo dicho ya —dijo el detective—. Ha quedado claramente establecido que es inocente, porque al cometerse este crimen estaba en la cárcel.

¡Incidentalmente, descarta también a Brown! En realidad los únicos que quedamos somos usted y yo...

—También he pensado eso —respondió Tab sonriendo.

Aquella mañana, al levantarse, encontró un abultado sobre en el buzón. Venía sin franqueo y se lo entregaron a mano. Al reconocer la letra, lo abrió sorprendido. La carta estaba fechada en el Hotel Villa, Palermo, y era de Rex.

«Querido Tab —decía—. Estoy cansado de viajar y vuelvo a casa. ¡Saludos a Doughty Street! El correo no ofrece garantías aquí, y he oído terribles historias sobre los robos que se cometen en él, así que te envío ésta, porque contiene algo de valor, por medio de uno de los mayordomos del Paraka, en el que llegué a Nápoles, y que sale hoy. Lo compré en Roma y, sabiendo que te interesa todo lo referente a los crímenes y criminales, creo que podrás apreciarlo. Es una sortija en forma de escarabajo, propiedad de César Borgia. Tengo en ella una garantía mientras tu brazo...»

Tab no continuó la lectura, sino que, cogiendo la sortija que había salido del sobre, la examinó con curiosidad. No le entraba ni en el dedo meñique. Era una maravillosa obra de arte; el escarabajo había sido tallado en un zafiro. Siguió leyendo la carta:

«No te molestes en darle propina al portador, porque he sido un Creso con él, pues le he dado suficiente dinero para que pueda vivir sin trabajar en lo que le resta de vida. No tengo la menor idea de lo que haré cuando vuelva, pero estoy seguro de que no iré a ese osario de Mayfield, y, como no deseas que esté contigo, probablemente me instalaré en el mejor hotel de la ciudad. Perdóname por no haberte escrito antes, pero las diversiones ocupan mucho tiempo. Tuyo siempre,

Rex

Había una posdata, que decía lo siguiente:

«Si el vapor correo llega aquí el miércoles, sobre lo cual hay alguna incertidumbre, creo que embarcaré directamente. Si no recibes noticias mías, es que he cambiado de parecer. Hay mujeres hermosas en Palermo.»

Había otra posdata:

«Estás invitado a cenar el día de mi llegada. Invita también a Carver.»

Tab dejó sobre la mesa la carta y la sortija y consideró si no sería preferible que Rex volviese a Doughty Street. A veces le echaba mucho de menos. Parecía, por la referencia a las beldades de Palermo, que el recuerdo de Ursula ya se había esfumado, pues el tono de la carta no correspondía a un corazón transido de pena. Consiguió en convenir ir a tomar el té con Ursula aquella tarde, pero tenía sus dudas acerca de si le sería posible mantener su promesa. El último crimen absorbía todo su tiempo, y ya le pesaba tener que continuar en secreto su trabajo.

Habló con Carver a este respecto en la primera ocasión que se le presentó.

—Ya no hay razón alguna para guardar el secreto. Si lo desea, puede contar toda la historia, menos lo referente a los alfileres.

Tab quedó encantado, puesto que hasta entonces sólo había esbozado vagamente el suceso en el periódico y al levantarle la consigna se le facilitaba enormemente la labor; ello hizo que le quedase tiempo para ver a la señorita Ardfern. Se mostró ésta muy contenta al verle y extendió sus dos manos para coger la de Tab cuando entró en sus habitaciones del Hotel Central.

—¡Pobre joven, abrumado de trabajo! ¡Tiene cara de no haber dormido en una semana! —exclamó.

—Y me siento como si así fuese —contestó Tab con acento plañidero—. En caso de que bostece mientras esté en su presencia, tíreme una taza. No es preciso que sea de las buenas; reacciono ante el ruido de la vajilla corriente.

—Estará usted muy ocupado trabajando en este nuevo crimen, ¿verdad? —preguntó ella—. Es terrible. ¿No era Brown el que buscaban? ¿Verdad que era el hombre del que habló Yeh Ling?

Tab asintió.

—¡Pobre! —continuó ella a media voz—. ¿Había venido también de China? Recuerdo ahora que ustedes habían conseguido capturar a Walters. Yo nunca creí que fuese él el culpable. No me gustaba; le vi una vez y me cayó antipático, aunque nunca creí que fuese capaz de asesinar a Trasmere. —Cambió de tema, sin ocultar su alivio al hacerlo—. He prometido volver a las tablas, pero no pienso cumplirlo. ¿Me creerá usted si le digo que odio el teatro? Me recuerda los momentos más ingratos de mi vida.

De pronto Tab dijo:

—Esta mañana he tenido noticias de Rex. ¿No ha sabido usted nada más de él?

—No he vuelto a saber de él desde que me escribió aquella carta —contestó ella—. Estoy muy entristecida.

—No debiera ser así —dijo él sonriente—. Creo que Rex se ha curado del todo; ello sin contar con que es patrimonio de la juventud el enamorarse de las actrices hermosas.

—Habla usted como si tuviese barba blanca —respondió ella en tono burlón—. Nunca está usted tan interesante como al hacerse patriarcal, señor Tab. ¿Ha conseguido usted librarse de esta enfermedad?

—¿Cuál? ¿La del amor a las actrices? Sí, hasta cierto punto.

—¿Y cuál es ese punto? —preguntó ella.

—Bueno... en realidad «punto» no es la palabra que expresa lo que quiero decir —respondió Tab—. Debí haber dicho «hasta cierta fecha».

Se encontraron sus ojos y ella tuvo que bajar la vista.

—Yo en su lugar no hubiera hecho distingos —dijo en voz baja—. Los enamorados pueden ser muy nocivos.

—¿Le han resultado así? —repuso Tab fríamente.

—Me han resultado así —admitió ella y continuó—: ¿Qué hará Rex ahora? Tiene mucho dinero. Nunca imaginé que el señor Trasmere se lo dejaría todo a él. Solía quejarse de la holgazanería del señor Lander, pero creo que no consiguió hacer ninguna preparación para el terrible viaje que tuvo que emprender repentinamente, y el señor Lander heredaba por ser el pariente más próximo, ¿verdad?

—Creo que sí —dijo Tab—, pero a pesar de eso hizo un testamento escrito de su puño y letra, dejándole todo lo que poseía.

Oyó un chasquido y quedó mirando estúpidamente a la taza que había caído al suelo, rompiéndose, y luego levantó la vista, asombrado, hacia Ursula. Estaba de pie, rígida, pálida como una muerta.

—¡Repítalo!

—¿Qué debo repetir? —preguntó él intrigado—. ¿Lo de que Rex es el heredero universal? Usted lo sabía ya.

Ella tenía los labios contraídos. Luego murmuró:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué horror!

Se acercó a la joven y le preguntó ansiosamente:

—¿Qué le pasa, Ursula? ¿Está enferma?

—No; he recibido un disgusto. Acabo de recordar una cosa. ¿Me perdona?

Salió de la sala presa de emociones extrañas. Quedó él allí por espacio de un cuarto de hora, hasta que al fin volvió la joven; aún se notaba la palidez en su rostro, pero ya había desaparecido su agitación, y sus primeras palabras fueron de excusa:

—La verdad es que tengo los nervios hechos trizas.

—¿Qué fue lo que dije que pudiera disgustarle?

—No lo sé... Habló usted del testamento... y eso me trajo otros recuerdos —dijo apresuradamente.

—Ursula, usted no me dice la verdad. Sin querer, debo haber dicho algo que la ha horrorizado. ¿Qué fue?

Ella hizo un signo negativo con la cabeza.

—Le digo la verdad, Tab —y en su angustia olvidó el prefijo. El rubor de Tab le hizo caer en la cuenta de ello.

—Claro que no debiera llamarle Tab —dijo algo incoherentemente—, pero las actrices somos atrevidas. Creí que con su vasta experiencia lo sabría usted. En realidad, debí llamarle Tab desde el primer día que le vi. Y ahora usted quiere irse... aunque trate de hacerme creer lo contrario, exigiéndome qué fue lo que me indignó, y con seguridad no querrá creer que la culpa de todo la tienen mis nervios, de modo que preveo una velada tempestuosa. Venga a verme mañana, Tab...

Él le besó la mano, sintiéndose desmañado y poco espontáneo.

—Ha sido una gentileza por su parte —le dijo dulcemente. Cuando salió del hotel, se sentía extrañamente feliz.

24

A la izquierda de la puerta del edificio que había hecho construir Yeh Ling, había la inscripción que representa para los chinos el principio y el fin de la filosofía piadosa: «Kuang tsung yu tou», lo que quiere decir más o menos: «Que tus actos glorifiquen a tus antepasados.»

Yeh Ling, a causa de su civilización occidental, había de quemar algún día billetes ante el relicario familiar, en el interior de aquella casa, de pie y con las manos ocultas en demanda de inspiración para sus importantes actos.

Estaba sentado en uno de los anchos escalones que conducían a las terrazas, observando el procedimiento primitivo mediante el cual sus obreros iban consiguiendo la instalación del segundo pilar. En el lugar designado para ello, había varios tubos largos dispuestos de tal manera que se abrían a modo de grilletes dispuestos para aprisionar a un criminal. Los soportes de acero de cada uno les permitían unirse formando un solo tubo. El primero estaba en su sitio, y de su centro partía una mohosa barra de acero que se hundía en el centro de la columna. Muy alto, en un desvencijado andamiaje, había un enorme depósito de madera unido al tubo por una canal. Durante todo el día, una cadena sin fin de cangilones, movida a mano por medio de un sencillo mecanismo, había subido hasta la plataforma, vaciando el contenido en el depósito.

—Primitivo —murmuró Yeh Ling, aunque en cierto modo le agradaban las cosas y los métodos primitivos.

A lo largo de la canal se deslizaba el cemento semilíquido, y los dos obreros ocupados en el trabajo habían de llenar de hormigón los tubos y colocarlos luego en el sitio que les correspondía. Después de esta operación, se iban uniendo unos a otros hasta acabar de levantar la columna, y cuando el cemento hubiera fraguado, se sacarían los moldes, y después de pulimentar su superficie y rematarlo con un león gemelo al otro, se alzaría el Pilar de los Recuerdos Gratos, armonizando el conjunto. Yeh Ling observó el ruidoso andamio que soportaba el depósito y comenzó a pensar en las leyes accidentales que quebrantaba al ordenar de aquella forma la construcción. Ya estaban llenando el segundo tubo con la masa grisácea e iban a colocar el tercero y el cuarto.

Observaba todo esto desde su puesto en los escalones de la terraza, con un cigarro entre sus diminutos dientes; luego miró al sol y se levantó. Un chino de blusa azul se dirigió corriendo hacia él, con un ridículo abanico en la mano.

—Yeh Ling, debemos esperar cuatro días para que fragüe el cemento. Mañana reforzaré el muro de la terraza.

—Harás bien —dijo Yeh Ling.

—Me equivoqué con usted —le respondió el constructor—. Me parecía que era gastar demasiado dinero. El que no se ofende al no ser comprendido, es un hombre superior.

—El que teme corregir un error, no es un hombre valiente —dijo Yeh Ling, contestándole con otra máxima de Confucio.

Los trabajadores vivían allí y ya ardían las fogatas cuando salió del recinto. En el camino les esperaba un coche, ruidoso testimonio de la eficacia de la producción en masa.

No partió en seguida, pues se quedó unos instantes sumido en profundos pensamientos.

Levantó la mirada hacia el pilar en construcción, inquisitivamente, como si sus meditaciones tuviesen relación con él. Ya oscurecía cuando apretó el botón de arranque automático y se perdió en las sombras.

Dejó el coche ante la puerta lateral del restaurante y entró.

—La señora está en el número seis —le dijo su criado—, y desea verle.

Yeh Ling no tenía necesidad de preguntar quién era. Sólo había una mujer que tuviese derecho a entrar en el número 6. Fue sin detener hacia allí, sucio de polvo como estaba, y encontró a Ursula Ardfern sentada ante la cena intacta.

Tenía el rostro muy pálido, y círculos oscuros rodeaban sus ojos. Dirigió la mirada hacia él cuando le oyó entrar.

—¿Leyó usted todos los documentos que encontramos en la casa? —preguntó ella.

—Algunos nada más —dijo él cautelosamente.

—La otra noche me dijo usted que los había leído todos —le respondió ella en tono de reproche—, y no era verdad.

Asintió él con un gesto.

—¡Hay tantos —replicó, como excusándose— y algunos son tan difíciles! Señora, no puede usted comprender los que había...

—¿Leyó usted algo referente a mí? —preguntó ella.

—Sí, algún informe sobre usted —dijo—. La mayor parte de lo escrito estaba redactado en forma de diario... Es muy difícil desglosar punto por punto...

Comprendió la joven que él evadía una respuesta concreta.

—¿Había acaso algo que mencionara a mis padres? —le dijo directamente.

—No —contestó él.

—Yeh Ling, usted no me dice la verdad —replicó ella en voz baja—. Usted cree que si habla... que si llego a saber, sufriré, ¿no es verdad? Y, por no hacerme padecer, usted está mintiendo.

No pareció inmutarse por la acusación.

—Señora, ¿cómo podría decir lo que está escrito en documentos que no he leído o que, habiéndolo hecho, no he podido comprender? Suponga que en sus escritos haya una revelación tan unida con otras que es imposible revelar una sin revelar las demás. No la engañaré. Shi Soh escribió acerca de usted, diciendo que era la única persona en el mundo en quien tenía confianza.

Ella pareció sorprenderse ante estas palabras.

—¿Yo? Pero...

—Escribió además otras cosas. Estoy intrigado. No es tan fácil tomar una resolución. Algún día le daré cuenta de todo. No sé qué hacer. Los chinos tenemos una palabra para significar la indecisión. Literalmente, alude a una frágil paja abandonada en un mar de corrientes distintas. Mi espíritu se encuentra en ese estado. Yo le debo mucho a Shi Soh Trasmere... ¿Cómo podré pagarle? Era un hombre duro, pero nuestras mutuas palabras me causan más trabas que los papeles sellados, puesto que una vez le dije que serviría a su sangre. Eso me subleva, pues es una promesa que ahora...

Al llegar a este punto fue tan intensa su emoción, que no pudo continuar. La joven vio que el rostro del chino se teñía de oscuro color granate, y que las venas de sus sienes destacaban como nudosas cuerdas, y se apiadó de él.

—Tendré paciencia, Yeh Ling —le contestó—. Sé que es usted amigo mío.

Extendió su mano y, recordando, la retiró nuevamente, uniéndola delicadamente a la suya, con una deliciosa sonrisa. También rió Yeh Ling, siguiendo su ejemplo.

—Es una costumbre bárbara —dijo—, pero desde el punto de vista higiénico muy sabia. ¿Me perdona usted, señorita Ardfern?

—Naturalmente —repuso ella asintiendo—. Ahora tengo hambre. ¿Haría usted el favor de mandar que me traigan comida caliente, ya que ésta se ha enfriado?

Salió el chino del apartamento antes de que ella hubiese terminado de hablar.

Yeh Ling no fue a despedirla hasta la puerta cuando salió, aunque ella creyó que lo haría; pero era imposible que fuese así ya que él estaba fuera, y al volver la joven la esquina se hallaba muy cerca de aquélla, aunque no podía adivinarlo.

25

¡Rex había llegado! Su aviso, desde el muelle le precedió sólo en media hora, y la larga y escandalosa llamada a la puerta, junto con la llamada del timbre, hizo comprender a Tab, mucho antes de abrir la puerta, quién era. Se apresuró a abrir, y estrechó la mano del viajero.

—¡Sí, he regresado! —exclamó Rex, dejándose caer en una silla y abanicándose con el sombrero.

Parecía haber enflaquecido, pero el color no había abandonado sus mejillas y tenía los ojos brillantes.

—Tendrás que echarme —le dijo—. No iré a un hotel mientras tengas una cama sobrante en tu casa; además, debo contarte cuáles son mis planes para el futuro.

—Antes de empezar a soñar cosas agradables —dijo Tab—, escucha algo de la sórdida realidad. ¡Te han robado, muchacho!

—¿Robado? —repitió Rex, incrédulo—. ¿Qué quieres decir con eso, Tab? No dejé nada de valor.

—Dejaste dos baúles, que han sido examinados con todo cuidado por alguien que te tenía inquina.

—¡Caramba! —dijo Rex—. ¿Encontraron la llave? He leído lo del segundo crimen, al desembarcar.

—¿La dejaste en el baúl?

Rex asintió.

—Quedó en una caja de madera con tapa corredera. Tenía dos cajas iguales; una en cada baúl.

—Fue éste el objeto de la visita. No me explico por qué me hirió a mí, entonces...

Hubo de contar a Rex Lander lo sucedido la noche del segundo robo, y Rex lo escuchó fascinado.

—¡Es una lástima que haya estado fuera! —murmuró—. ¿De modo que la víctima fue el pobre Brown? ¡Y nosotros que creíamos que era el asesino! ¿Qué dice Carver ante todo esto?

—Se muestra retraído, pero está desorientado —contestó Tab.

Rex había quedado ensimismado.

—Haré tapiar la bóveda; lo he pensado en el barco, pero de todas maneras me parece que no habrá nadie que quiera comprarme la casa y me veré obligado a conservarla durante mucho tiempo. Procuraré que el crimen número dos sea el último.

—¿Y por qué no le quitas la puerta? —insinuó Tab, pero Rex hizo un gesto negativo.

—No quiero que sirva de exhibición —contestó con tranquilidad—. Además, tal vez obstaculizara la venta. Pienso echarla abajo y construir otra. Pero de todos modos, creo que no me decidiré a vivir allí. La sangre de Jesse podría alzarse contra nosotros. Pesa una maldición sobre la casa —continuó solemnemente—. Algún espíritu maligno se ha apoderado de ella e inspira a gente inocente a cometer estos horribles crímenes.

Tab le miró asombrado.

—Babe, has vuelto poeta; seguramente, son los aires de Italia los que han hecho el milagro.

Rex se ruborizó, como le sucedía siempre que se desconcertaba.

—Le tengo odio —dijo secamente, y Tab supo que había herido sus sentimientos, aunque su enfado no duró mucho. Habló de su viaje, de los lugares más interesantes que había visto, y luego preguntó—: ¿Recibiste la sortija que te mandé?

—Sí, Rex, y te doy las gracias. Es una maravilla; debe valer un dineral.

—No costó tanto como te imaginas. Ahora pienso como los ricos, Tab. Me estremezco al pensar en mí mismo, a veces.

Hablaron también de lo que había de hacer Rex, y Tab logró convencerle para que se fuese a un hotel. Tenía razón para ello, pues al saber lo perezoso que era su amigo, comprendía que, una vez instalado en casa, nunca más podría sacarlo de su lado.

Rex le hizo innumerables preguntas sobre la segunda tragedia.

—Sí, haré tapiar la bóveda. Lo diré a los constructores. Como has decidido echarme de aquí, supongo que vendrás alguna vez a comer conmigo allá.

Envió el día siguiente a buscar sus baúles e hizo una visita a Carver. Tab supo algún tiempo después que varios trabajadores, a las órdenes de Rex, habían sacado todo lo que contenía la bóveda y que ya se hacían preparativos para tapiar aquella siniestra cámara.

Rex siempre solía aferrarse a cualquier chifladura inesperada. Carver le hizo saber, la primera vez que se encontraron, que Rex frecuentaba la oficina del constructor y que le estaban confeccionando los planos para un nuevo edificio; además, iba profundizando con entusiasmo en los misterios de la albañilería.

—Es evidente —dijo Tab— que Rex se está perjudicando. Suele tener esas ocurrencias. Hace unos tres años, contrariando los deseos de su tío, quiso llegar a ser un gran reportero de los tribunales, y pasaba tanto tiempo en la biblioteca de El Megáfono que el jefe llegó a protestar. Cada vez que necesitaba un libro, Rex lo estaba leyendo; cada vez que deseaba echar un vistazo a algún crimen olvidado ya, ojeando lo estaba Rex en medio de un revoltijo de recortes. Este nuevo frenesí durará exactamente tres semanas; después comprará una hamaca y una cama y pasará el tiempo entre una y otra.

Hacía ya una semana que Tab no veía a Ursula Ardfern. Le escribió una vez, porque se inquietó al recordar su desvanecimiento en el teatro la noche de despedida, pero recibió una tranquilizadora e incluso locuaz respuesta desde Stone Cottage, que decía así:

«He vuelto y he tomado todas las precauciones necesarias contra cualquier Hombre Negro, pues tengo a mi servicio un criado de edad provecta pero fornido, que ha estado en el ejército y conoce todas las armas. Han brotado ya las rosas, ¿por qué no viene a verlas? Están hermosísimas. El templo de la Paz, construido por Yeh Ling, ha sido cubierto con relucientes tejas rojas, y los aldeanos vuelven a respirar tranquilos al pensar que los diminutos obreros se irán pronto.

»Me acerqué ayer allí y encontré a Yeh Ling muy triste, inmóvil, observando los últimos toques en algo que parecía un enorme barril, y que luego supe que era el molde que dará la forma al segundo pilar. Es el de los Recuerdos Gratos o algo por el estilo. ¡Estará dedicado a mí! ¡Tiemblo al pensarlo! Parece mentira que Yeh Ling recuerde aún lo poco que hice por su hijo, y sin embargo, ¿no le resulta extraño que, a pesar de haberlo visto tantas veces en todo este tiempo, puesto que ceno con frecuencia en su restaurante (esta semana estuve allí), nunca me haya hablado para nada de todo aquello? ¿Verdad que es algo muy raro?

»Estoy aprendiendo a tirar al blanco; perdone que le comunique este detalle, pero mi criado (vaya un lujo) insiste mucho en ello y practico diariamente en el campo que hay detrás de la casa. ¡No tenía idea de que el revólver fuese tan pesado y que saltase al hacer el disparo, ni de que fuese tan espantoso el ruido! Por poco me muero de miedo el primer día. Turner me dice que tendré muy buena puntería.

»Si viene, se divertirá. Me hubiese gustado más haber aprendido a tirar con arco; es más bonito y más femenino. Cada vez que dispara la pistola (es automática) me ennegrece las manos horriblemente y... ¡pellizca!»

Antes de salir para Herdford, Tab leyó varias veces la carta. Se detuvo en el camino para admirar el monumento que Yeh Ling había erigido a su prosperidad. Podía admirarlo con toda sinceridad, porque el edificio ofrecía un aspecto no sólo exótico, sino también hermoso. Sus extrañas líneas, su ubicación, el jardín que ya había tomado forma y el poderoso pilar que flanqueaba la ancha vereda amarilla, daban al conjunto un aspecto sorprendente. No habían salido todavía los obreros. Desde aquel lugar observaba a Yeh Ling, que se acercaba bajando por la amplia escalinata desde la terraza superior.

Era disculpable que no le hubiese distinguido al principio, pues llevaba blusa azul y pantalones anchos como los trabajadores, pero en cambio Yeh Ling le había visto a él y avanzaba en su dirección.

—Casi está terminada ya —le dijo Tab con una sonrisa—. Le felicito.

—¿Le parece bien? —contestó Yeh Ling con su voz grave—. He traído al mejor constructor que he podido conseguir en China, y no he escatimado nada. Ya la verá usted por dentro alguna vez.

—¿Qué hacen ahora? —preguntó Tab.

—Dentro de unos días levantaremos el segundo pilar —dijo Yeh Ling— y habremos terminado el trabajo. ¿Cree usted que soy aún un bárbaro? —El chino reía pocas veces, pero sus pálidos labios se curvaron momentáneamente en esta ocasión—. Quizá se lo demuestren esos pilares.

—No me atrevería yo a asegurarlo... —empezó a decir Tab.

—Porque es usted muy educado, señor Holland —repuso Yeh Ling—, pero, como puede observar, nosotros vemos las cosas desde un punto de vista diferente. ¡A mí me parecen ridículos los campanarios de sus iglesias! ¿Por qué poner un bloque de piedra puntiagudo sobre un edificio para excitar la piedad?

Sacó del bolsillo de la blusa una pitillera dorada y se la ofreció a Tab. Después tomó un cigarrillo, lo encendió y aspiró con fuerza antes de lanzar una bocanada de humo azulado a la tranquila atmósfera.

—El Pilar de los Gratos Recuerdos tendrá mayor significado que todos los campanarios y los ventanales de cristales coloreados. Será para mí lo que son para ustedes las cruces de guerra, un símbolo de hormigón (exactamente eso) de un sentimiento intangible.

—¿Es usted taoísta? —preguntó Tab con interés, a lo que Yeh Ling se encogió de hombros.

—Creo en Dios —contestó—, en «x», en algo indefinible. Las iglesias, las sectas, todas las religiones, son monopolios. Dios es algo así como el agua que se desliza por las laderas de los montes y se convierte en arroyuelos y ríos. Vienen luego personas que embotellan el agua; algunas lo hacen en recipientes deformes, otras en vasijas maravillosas, y luego las venden, diciendo que «sólo su agua es la única capaz de apagar la sed». No negaré que sea así, pero a menudo ocurre que está pasada y es insulsa, y que ya no tiene la fuerza de antes. Es mejor beber del cuenco de las manos, arrodillado junto al arroyo. En China la embotellamos con versículos místicos y le damos sabor con canela y especias. Aquí lo hacen sin preocuparse del agua; solamente de la forma de la botella. Yo siempre voy al río a buscarla.

—Realmente, es usted muy extraño —le contestó Tab, mirándole con curiosidad.

Yeh Ling quedó silencioso un momento y luego preguntó:

—¿Hay alguna novedad respecto al asesinato de Brown?

—No —replicó Tab—. ¿Dónde estuvo oculto?

—En un fumadero de opio —respondió Yeh Ling sin titubear—. Lo llevé allí por orden de mi amo, el señor Trasmere. Había venido para ocasionarle disgustos, y Trasmere quería que yo le vigilase para que no pudiese causarle ningún daño. Brown solía tener estas veleidades y luego, al volver en sí, las detestaba, como suele ocurrir con los aficionados a esa droga. Debió reaccionar repentinamente, y salió de allí antes de que el propietario de la casa pudiera detenerlo o avisarme. Le busqué, pero desapareció y no volví a saber más de él hasta que me enteré de su muerte por los periódicos.

Tab se quedó pensativo.

—¿Tenía amigos? ¿Le conoció usted en China?

Yeh Ling asintió.

—¿Había alguien que tuviese algún rencor contra él... o contra Trasmere?

—Muchos —contestó el chino—. Por ejemplo, yo detestaba a Brown.

—Pero ¿y aparte de usted?

Yeh Ling se encogió de hombros.

—Entonces ¿no tiene usted idea de quién fue el asesino?

La mirada insondable de Yeh Ling se clavó en él.

—Tengo alguna idea —contestó recalcando las palabras—. Sé quién ha sido. Podría poner mis manos sobre él sin la menor dificultad.

26

Tab quedó estupefacto.

—No estará burlándose, ¿verdad?

—No, no es una burla —repuso con calma Yeh Ling—. Repito que sé quién es. Le he tenido cerca de mí muchas veces.

—¿Es chino?

—Le repito que le he tenido cerca de mí muchas veces, pero hay poderosas razones por las que no puedo delatarlo —concluyó, pensativo, y luego, cambiando de tema, dijo—: ¿Va usted a visitar a la señorita Ardfern? No lo haga por la tarde, o, en caso de no poder ir a otra hora, acérquese por la puerta de entrada, pues la señorita Ardfern toma lecciones de tiro al blanco. Uno de mis hombres, que vigilaba la parte posterior de la casa, se ha salvado varias veces por milagro.

Tab se rió y le tendió la mano.

—Es usted un hombre extraño, Yeh Ling —dijo—; no consigo deducir nada respecto a usted.

—Ese es mi misterio oriental —contestó el chino reposadamente—. He leído algo sobre eso: «Por caminos oscuros y extraños...» ¿Conoce usted esa estrofa?

Tab se marchó con la idea de que Yeh Ling se había burlado de él, aunque estaba seguro de que al hablar del crimen había dicho la verdad.

Mucho antes de llegar vio a Ursula Ardfern que le esperaba en medio del camino, haciéndole señas con la mano. Vestía un traje gris y un ancho sombrero de paja le resguardaba el rostro.

—Soy tan experta en el tiro al blanco —le dijo alegremente cuando él bajó— que pensé enviar algunas balas en su dirección, para ver la cara que pone cuando se asusta.

—Me alegro de que no lo haya hecho, en caso de que sea cierto el juicio poco benévolo que Yeh Ling me expresó respecto a sus aptitudes —le contestó, mientras le cogía la mano y la apoyaba delicadamente en su brazo.

—¿Ha visto a Yeh Ling? ¿Criticó mi puntería?

—Dijo que era usted un peligro para la vida y la propiedad ajenas —repuso Tab con gravedad, y luego se echó a reír.

—Conducirá usted mejor su bicicleta si usa las dos manos —replicó ella, soltándose—. Quiero que vea mi heliotropo. Lo tengo que conservar en sitio apartado, pues es un arbusto silvestre y mata a todas las otras flores. ¿Cómo pudo usted venir? ¿No está muy atareado?

Tab asintió.

—Me han indicado que no me duerma —contestó sombrío.

—¿Con respecto al último crimen?

—No puedo hacer más que la policía, y Carver parece haber perdido toda esperanza, aunque hay que reconocer que se desanima en seguida.

—¿No han descubierto ninguna pista?

Al oír esto vaciló un momento. Había prometido al detective que no hablaría del alfiler nuevo, pero tal vez la prohibición se refiriese solamente a la palabra impresa.

—La pista que tenemos —dijo Tab, sentándose a su lado bajo el enorme plátano— son dos alfileres muy nuevos y brillantes que encontramos, uno de ellos en el pasadizo, al descubrir el primer crimen, y otro en el umbral mismo, al encontrar el segundo. Los dos están algo curvados.

Ella le miró pensativa.

—¿Dos alfileres? —repitió lentamente—. ¡Qué raro! ¿Tiene usted idea de para qué pueden haber sido empleados?

Ni Tab ni Carver se lo imaginaban.

—Es evidente que el asesino es el Hombre Negro —continuó ella—. He leído un relato del caso, y en especial la declaración del señor Stott, aquel vecino bajito y pusilánime que huyó cuando fui con Yeh Ling a registrar la casa en busca de nuestros documentos. Sí: he dicho deliberadamente «nuestros».

—A propósito, ¿encontró Yeh Ling realmente lo que buscaba?

Ella asintió.

—¿Acaso también lo que usted pretendía?

Se mordió los labios antes de responder y dijo:

—No lo sé. Algunas veces creo que sí y que me lo oculta. Él jura que no hay nada que pueda interesarme, pero creo que... me miente por compasión. Algún día me lo dirá.

Estaba jugando una de sus manos con una rama cercana del árbol, y Tab, reuniendo toda su osadía, se la cogió, a lo que la joven no se opuso.

—Ursula... no es fácil... ¿Verdad que cree usted que un hombre de temperamento nervioso como yo... no podría coger la mano de... la mujer que adorase... sin que su corazón latiese agitadamente?

Ella no respondió.

—¿Verdad que es así? —repitió él con desesperación, ya que no podía decir otra cosa.

—Supongo que sí —contestó ella, sin mirarle—. Y usted creerá que una actriz, acostumbrada a que se le declaren ocho veces cada semana, incluyendo las sesiones de tarde, por espacio de años enteros, no puede soportar una escena como ésta sin sentir... que las lágrimas acuden a sus ojos... ¡Si me besa lo verá!

Tab no pudo recordar nunca claramente aquel momento. Tenía una vaga idea de la ridícula posición de su fría nariz apoyada en la mejilla de él y de que, debido a una milagrosa casualidad, un mechón de cabellos se interpuso entre sus labios.

—El almuerzo está servido, señora —dijo Turner solemnemente.

Era una persona de edad, de ceñudo aspecto, y parecía que no daba crédito a lo que veía.

—Muy bien, Turner —le contestó Ursula, con extraordinario valor y sangre fría. Cuando hubo desaparecido, añadió—: Acaba usted de convertir en realidad los temores del criado; me dijo que era la primera actriz a quien servía, y me doy cuenta de que considera peligroso el ensayo.

Tab estaba algo desconcertado, pero a pesar de ello no perdió por completo la serenidad.

—Lo único que puede salvarla, Ursula, es un matrimonio inmediato —dijo con valentía, a lo que ella respondió con una carcajada y un tirón de orejas.

La confusión de los recuerdos de Tab respecto a aquel día se extendió también a las doradas horas que le siguieron. Volvió en seguida a la ciudad... ¡Ansiaba escribirle! Comenzó a llenar cuartillas, y uno de los redactores nocturnos quiso ver qué hacía Tab y fue inmediatamente a comunicar al cajista que había un largo relato del crimen, pues contó hasta doce cuartillas llenas apiladas a la izquierda de Tab. Casi a última hora se dio cuenta del error.

—Creí que relataba usted el crimen de Mayfield. ¿Dónde tiene la información? —preguntó indignado el jefe.

—Ya va —contestó Tab.

Introdujo la carta sin terminar en el bolsillo interior de la americana y frunció los labios tratando de reconcentrar su atención en el asesinato. Hubo de detenerse algunas veces para conjurar las visiones agradables que acudían a su mente y poder continuar la relación que se le pedía.

«...la posición del cuerpo no ofrece duda alguna respecto a la forma en que halló la muerte. Las características de los dos crímenes son casi idénticas...»

Escribió con rapidez durante media hora, y el jefe de noche, después de suprimir los superfluos «muñequita querida» que aparecían misteriosamente de vez en cuando, llegó a formarse clara idea de lo que escribía el joven cuando le interrumpió.

Tab franqueó la carta, la echó al correo, se fue a su domicilio y comenzó otra. ¡La juventud es así!

«Ha sido un sueño —se dijo al despertar a la mañana siguiente—. No puede ser verdad.» Y, no obstante, allí estaba el voluminoso sobre que contenía la carta escrita por él la noche anterior.

La abrió y añadió una posdata de siete hojas.

Aquella mañana, en la redacción, preguntó a Jacques, el redactor de noticias, si creía en los compromisos a largo plazo. Lo preguntó como si tratara de informarse respecto a negocios.

—No —dijo Jacques—. No creo en ellos. Estoy seguro de que un hombre se vuelve anticuado a los dos o tres años de estar en un periódico, y creo, además, que se le debe fusilar.

Le faltó a Tab valor moral para explicar a qué clase de compromiso hacía referencia.

Aquel día cambió el tiempo. Empezó a llover y el termómetro bajó a doce grados. No obstante, pensó con ansia en Stone Cottage. ¡Qué bien se estaría bajo aquellos árboles, y mejor aún en la sala de techo bajo, en que ella solía descansar! Tab lanzó un profundo suspiro y salió a cumplir la promesa hecha a Rex.

Encontró a su amigo saturado, por decirlo así, de su nueva idea; le llevó a su cuarto, donde todo el lugar disponible estaba cubierto de croquis, planos y proyectos.

—Voy a construir un verdadero palacio; ya he escogido el sitio. A este lado de la casita de Ursula. Es la única altura que hay allí.

—Sí, la única altura en ese extremo del mundo —le respondió Tab súbitamente interesado—. Pero, por desgracia, se te han adelantado ya.

—¿Te refieres a Yeh Ling? —preguntó despreocupado—. Pues le compraré la casa. Después de todo, es un capricho raro el que haya construido un edificio allí.

—Te será difícil persuadirlo de que la venda —le replicó—. He podido comprobar que está tan ufano de ella como tú puedes estarlo con la tuya.

—¡Caramba! —exclamó Rex—. ¡Pareces olvidar que soy rico!

—No lo olvido, pero que te vuelvo a repetir que conozco a Yeh Ling.

—Sería vergonzoso para mí si no lo consiguiese. Tú podrías intentarlo... Tengo puesto todo mi empeño en ello. Vi aquel lugar mucho antes de saber que Ursula Ardfern vivía allí cerca, y me dije: «Algún día edificaré una casa en este monte.» A propósito, ¿cómo está mi adorada?

Aquél era el momento que esperaba Tab.

—Tu adorada lo es mía —dijo lentamente—. Voy a casarme con Ursula Ardfern.

Rex se desplomó, con la boca abierta, en la silla que tenía más cerca.

—¡Feliz mortal! —dijo al fin, y luego se levantó, extendiendo la mano—. Aprovechándote de mi ausencia me quitaste mi amor —añadió apretando la mano de Tab—. No lo siento; eres un hombre con suerte. Debemos beber para celebrarlo.

Tab se había quitado de encima un enorme peso. Había temido el momento de tener que confesar a Rex, el enfermo de amor, de que el objeto de sus desvelos había accedido a confiarse al mejor amigo del responsable de su mutuo encuentro.

—Me lo contarás todo —dijo Rex—. Claro que seré vuestro padrino de boda y dejarás que me encargue de todo lo concerniente a ella.

Tab le escuchaba con alegría. Luego continuaron hablando de la casa. Rex no trató de ocultar su desencanto por haber perdido la ocasión de aprovechar el lugar que le gustaba.

—Debió de haber sido mi regalo de boda —dijo impulsivamente—. ¿Qué mejor obsequio para mi compañero? ¡Pero tendréis una casa digna de vosotros, si la hago construir yo! Como arquitecto soy una nulidad; soy demasiado excéntrico. El pobre Stott se trastornó al ver algunos de mis proyectos. No cejaré hasta ver cumplida mi gran idea —le dijo a Tab cuando éste ya se iba—. Veré cuanto antes a Yeh Ling. Creo que podré convencerle de que haga la venta.

Tab fue la tarde siguiente a Hertford; su bicicleta nunca había corrido tanto.

—Se lo he dicho a Rex —exclamó, pero vio que el rostro de ella se había ensombrecido—. No lo tomó a mal —añadió, tratando de alegrarla—. ¡Era evidente que se conducía como un mentecato! ¿Te disgusta mucho que se lo haya dicho?

—No —contestó ella en voz baja—. ¿No lo tomó a mal?

Tab rió.

—Te parecerá tal vez una grosería, pero estoy seguro de que sólo fue para Rex un capricho pasajero.

La vio sonreír y, sin poder contenerse, cogió el rostro de ella entre sus manos.

—Si yo fuese Rex, odiaría a Tab Holland.

—Rex es más despreocupado —repuso ella—. Vayamos al jardín. He estado pensando en todo esto y creo que tú debes saber algo más y, cuanto más tarde, me será más difícil contártelo.

La siguió con unos cuantos almohadones, le arregló la silla y él se sentó a su lado; luego, con absoluta indiferencia, sin que la preocupara la tremenda declaración que hacía, ella dijo:

—Yo maté a Jesse Trasmere.

27

Tab pegó un brinco.

—¿Qué? —exclamó.

—Yo maté a Jesse Trasmere —repitió ella—. No directamente, no con mis manos, pero soy responsable de su muerte, casi como si yo misma hubiese hecho el disparo.

Ante el mudo asombro del periodista, Ursula le cogió la mano y continuó:

—¡Qué pálido estás! He sido cruel al decírtelo de este modo. En nuestra profesión, nos agradan los relatos dramáticos... No, no quise decir eso, Tab.

—¿Qué es lo que has querido dar a entender?

Ella le hizo seña de que se sentase en el almohadón que tenía a los pies.

—Te contaré algo, aunque creo que no podré decirte nada nuevo sobre el crimen; «algo» que no debes ignorar y que yo quiero hacerte conocer. El espíritu de la tragedia me invade; mi cuna se meció en esa atmósfera de violencia y maldad. Te conté en una ocasión que estuve sirviendo y me parece que te sorprendió. Entré a servir porque me sacaron de un hospicio, institución donde los niños aprenden a ser viejos al nacer. Tab... mi madre murió asesinada por mi padre, ¡y a él lo condenaron a muerte!

No parecía sentir dolor al decirlo; solamente se notaba en su voz un matiz doloroso. Él cogió sus manos, mientras ella continuaba:

—No me acuerdo de esto; mi primer recuerdo es el de una larga sala donde dormían hasta cuarenta niñas. Recuerdo también a una mujer gruesa, y los rostros de dos corpulentas nurses. Cómo y por qué fui a parar al Instituto Parkington, sólo lo supe después. Una de las niñas había oído a la mujer gruesa decirle a la nurse que yo iba a sufrir la consecuencia de quedar huérfana a causa del crimen de mi padre, y que había sido enviada allí después de la vista de la causa y la ejecución de él, para que me enseñasen la profesión que siguen todas las buenas niñas, y que tenía como aspiración suprema llegar a ser pinche de cocina. No fui tan afortunada. Parece ser que mis dotes en cuanto al condimento de los alimentos eran bastante mediocres, porque al salir del Instituto ocupé el puesto de ayudante de limpieza, además de hacer trabajos secundarios en la cocina de un potentado, que gastaba miles de libras esterlinas en obras de caridad, pero llevaba la cuenta del pan que comían sus criados. Llevaba tres meses allí cuando apareció el señor Trasmere una tarde fría y borrascosa —lo recuerdo como si fuese ayer— y una de las criadas me dijo que subiese al salón. El señor Trasmere estaba solo y me asusté al verlo, porque no me habló, sino que me estuvo mirando durante largo tiempo, fijamente.

»Pasaba yo de los doce años pero aún no había cumplido los trece; era una muchacha sentimental, a quien la vida se le presentaba como un verdadero infierno. Trasmere me preguntó qué edad tenía y si estaba contenta, a lo que contesté la verdad. Era seguro que había hablado con la directora del Instituto, porque dejaron que me fuese con él. Me llevó a una casa pobre y me dejó al cuidado de una mujer que era la propietaria o la que alquilaba la casa, y subarrendaba las habitaciones amuebladas al conjunto de individuos de cataduras más extrañas que he visto en mi vida, cobijados bajo el mismo techo. Conociéndolo ahora mucho más, me inclino a creer que el señor Trasmere era el propietario del edificio y aquella mujer la encargada. No le volví a ver hasta dos meses después. Tenía una habitación para mí sola, y él me enviaba libros escolares para que leyese y estudiase; fue entonces cuando conocí a Yeh Ling, que, como ya le he dicho, era un pobre camarero en un restaurante chino.

»Transcurridos dos meses, el señor Trasmere vino a buscarme; su llegada fue precedida por un gran baúl con vestidos preciosos, como nunca los había visto. Dejó un papel en el que decía que debían arreglarme para salir con él aquella tarde y me llevó a un colegio preparatorio, en el campo, que después del Instituto me parecía el paraíso terrenal. Durante el trayecto me dijo que había sabido de mí por unos amigos, y que quería darme una educación que me pudiese proporcionar la posición que él me tenía reservada. Me afectó tanto su bondad, que no pude contener el llanto durante todo el camino.

»Los tres años que pasé en St. Helens aun me parecen un sueño maravilloso. Era feliz, tuve muchas amigas, y mis ideas respecto a la vida sufrieron un cambio completo. El último año, el señor Trasmere vino con motivo de una conmemoración, y me vio hacer un papel en una obra teatral que montó la sociedad del colegio, y lo que vio él decidió mi vida futura. Sabiendo cómo trabajo, me doy cuenta de que no fue del todo desinteresado. Solía hacer lo mismo con muchas otras personas. Una vez me contó que había querido instalarse en este país y vivir como un caballero (éstas fueron sus mismas palabras), pero que se había aburrido tanto que, para tener algún aliciente, se lanzaba a empresas más estrafalarias. ¿Qué te parece? En una ocasión era socio de doce casas de té e iba todos los días a recoger sus ganancias. También apoyaba financieramente a tres médicos, participando en los beneficios. Era, además, el que ayudaba a Yeh Ling, y en un tiempo hizo lo mismo conmigo. Fui durante seis meses su secretaria, en una pequeña oficina que alquiló, y a la que nunca iba antes de las cinco de la tarde.

»Entonces fue cuando me sugirió la idea de que me dedicase al teatro, y me dejó formar parte de una compañía para hacer una gira. Claro; él proporcionaba el dinero, y mi obligación consistía en enviarle nota de lo que se recaudaba diariamente. Los sábados pagaba yo los sueldos y le remitía el sobrante. Cuando terminó la gira y volví a la ciudad, me descubrió que había hecho contratos a la manera de siempre, o sea en secreto, para comenzar una temporada siendo yo la primera actriz. ¡Te reirás de mí si te dijera mi sueldo! Apenas era lo indispensable para comer. Sólo como excusa por su mezquindad, consintió en darme la mitad de los beneficios que pasasen de cierta suma.

»Ante mi asombro y el suyo, obtuve, no sólo un éxito artístico, sino, lo que es más, un éxito financiero. Los beneficios eran enormes; sobrepasaron con mucho la cantidad fijada por él y, naturalmente, me pagó. La palabra de Jesse Trasmese valía más que su juramento.

»Se conducía según el código de los comerciantes chinos. Cuando sepas lo que eso significa, Tab, lo pundonoroso que era en ciertos casos. Hizo lo mismo con Yeh Ling. Ese era el lazo que nos unía a Yeh Ling y a mí. Nuestras participaciones habían resultado muy superiores a lo que él había calculado, pero pagaba religiosamente. Entre él y yo nunca hubo contrato. En el caso de Yeh Ling, lo hubo, como ya sabes. Pero el aspecto más curioso de mi éxito fue que me obligaba a seguir siendo su secretaria. Todas las noches, al salir del teatro, iba a Mayfield en coche, y me ocupaba de su correspondencia. A veces estaba tan fatigada que no tenía fuerzas ni para subir los escalones de la entrada.

Pero era inflexible. Tal como cumplía siempre su palabra, exigía inexorablemente que se cumpliese lo pactado.

»Cuando se empezó a hablar de mí, insistió en que hiciese una “exhibición”, según sus propias palabras, y me compró una cantidad de alhajas, que, según me dijo, me pertenecerían después de su muerte. Si fueron compradas o adquiridas en una de aquellas combinaciones que solía hacer, no lo puedo asegurar con certeza; lo que sí puedo decir es que no me parecieron nuevas. Eran maravillosas... pero no me pertenecerían hasta después de su muerte. Yo cenaba todas las noches con él, en el restaurante de Yeh Ling; él sacaba el joyero de su maletín y me lo entregaba; después de la función yo volvía a llevar las joyas a su casa y quedaban bajo su custodia hasta el día siguiente.

—¿Te contó alguna vez por qué había ido a buscarte?

Ella asintió, dibujándose una furtiva sonrisa en sus labios.

—Jesse Trasmere era muy sincero. Ese era uno de sus atractivos. ¡Me dijo que conocía mi triste historia, y que él necesitaba una persona de quien supiese algún detalle deprimente! Lo dijo casi con estas mismas palabras: «Tendrás que hacer lo que yo te diga, y cuanto más alto llegues o mayores éxitos tengas, menos querrás que se sepa que tu padre fue un asesino.» Y, sin embargo, nunca hizo hincapié en que cambiase de apellido, porque Ardfern, el que uso en mi profesión, es el mío. No creo que nadie, en aquel sucio y oscuro Instituto, crea que tengo relación con la chiquilla flaca que solía restregar y mondar con afán, como lección, desde la mañana a la noche.

—¿Qué era tu padre? —preguntó Tab con un esfuerzo, pues suponía que cualquier referencia que se hiciese respecto a él aún habría de herirla.

—Era actor, y creo que de los buenos hasta que se entregó a la bebida. Mató a mi madre estando borracho. Así me lo dijeron cuando era pequeña; después no he querido indagar más. ¿En qué piensas, Tab?

—Trato de recordar la ejecución de alguien que se apellidase Ardfern en estos últimos veinte años; recuerdo los nombres de todos ellos —dijo lentamente—. ¿Tienes teléfono?

Ella asintió.

A los pocos minutos Tab estaba en comunicación con un redactor de El Megáfono.

—Jacques, deseo que me des unos informes. ¿Recuerdas si alguien apellidado Ardfern fue ejecutado en estos últimos... —volvió la vista hacia la joven, y terminó la frase—: diecisiete o dieciocho años?

—No —le respondió Jacques al instante—. Hubo un hombre apellidado Ardfern, contra el que se instó veredicto de homicidio casual, pero huyó del país.

—¿Cuál era su nombre? —preguntó Tab.

—No estoy seguro de si se llamaba Francis o Robert. ¡No, no es así! Se llamaba Williard... Williard Ardfern. Lo recuerdo porque tenía dos veces «ard» —contestó Jacques.

—¿Dónde se cometió el crimen?

Le respondió sin titubear, dándole el nombre de una ciudad interior, muy conocida para Tab. Colgó el auricular y se volvió hacia la joven.

—¿Cómo se llamaba su padre?

—Williard —respondió ella.

—¡Ya! —exclamó Tab, al tiempo que se enjugaba el sudor que corría por su frente—. Tu padre no fue ejecutado.

—¿Estás seguro? —preguntó ella.

—Segurísimo. Jacques no se engaña nunca. Además, me dijo exactamente el mismo nombre: Williard Ardfern. Lo procesaron por homicidio casual. Temo que tu madre muriese a causa de las violencias de él, pero no consiguieron arrestarle, porque huyó del país.

La joven palideció extraordinariamente.

—¡Gracias a Dios! —murmuró—. Eso resultaba... peor... que haber asesinado a mi madre. ¡Oh, Tab, ha sido una pesadilla tan triste para mí! ¡Si supieras, qué peso tan terrible! ¡No te imaginas lo que he sufrido por este motivo!

—¿Fue a causa de esto... —dijo él titubeando— por lo que te indignaste cuando le dije lo del testamento de Trasmere?

Ella le miró con fijeza, pero no respondió a su pregunta.

—Me repugnaba tener que salir a escena noche tras noche, con joyas prestadas —continuó, refiriéndose a su relación con Jesse Trasmere—. Tenía suficiente dinero para comprarlas yo, aunque no siento predilección alguna por las joyas, pero Trasmere no lo quiso así porque se oponía enérgicamente a cualquier intento que hiciese para independizarme. —Se detuvo de pronto y de su boca salió una exclamación de sorpresa—. ¿No habría oído hablar... en China? —preguntó—. ¡Sí, eso es! Debió de haber conocido allí a mi padre. ¡Por eso pudo encontrarme! Estoy segura de que Yeh Ling lo sabe, porque el señor Trasmere solía hacer extensas anotaciones... —dijo, hablando consigo misma. Extendió con impulso irresistible sus manos hacia él—. Tab, la noche que entraste en mi camerino sentí instintivamente que llegarías a ser algo importante en el transcurso de mi vida, pero nunca pude imaginarme el papel tan preponderante que ibas a desempeñar.

Por primera vez, Tab no pudo hallar una respuesta adecuada.

28

Llegó a la jefatura de policía un hombre alto, de mediana edad y rostro encendido. Llevaba un traje que evidentemente no había sido hecho a su medida y parecía algo asustado por lo que veía a su alrededor.

—Estoy citado con el inspector Carver —dijo, entregando una carta al agente situado en el lado opuesto de la mesa, que la leyó y luego hizo una señal afirmativa.

—El inspector Carver le espera —le contestó al tiempo que llamaba a un ordenanza.

Carver dirigió la vista hacia la puerta, al abrirse ésta, y fijó su inquisidora mirada en el que entraba en aquel momento. Entonces se levantó de un salto.

—¡Por supuesto! —dijo—. Haga el favor de sentarse.

—Supongo —comenzó el visitante— que no habrá para mi dificultad alguna.

—Para usted, no —le respondió Carver—, pero creo que la habrá para otro.

El ordenanza cerró la puerta y se fue.

Media hora después, el inspector Carver hizo llamar al taquígrafo, y cuando aquel atormentado visitante de indumentaria mal acondicionada salió de la jefatura después de un interrogatorio de tres horas, el inspector Carver tenía mucho en que meditar.

Tab fue a verle, como siempre, para hablar de la última tragedia, pero Carver no hizo referencia alguna a su visitante de la mañana. Era su secreto, demasiado valioso en aquellas circunstancias para divulgarlo.

Aquella misma tarde fue a ver a Walters, que todavía estaba preso en espera de la vista de la causa, y sostuvo con él una larga conversación.

Cuando le anunciaron la visita de Carver, Yeh Ling estaba en su locutorio, escribiendo la carta semanal a su hijo. Dejó el pincel y miró impasible al criado que le entregó la tarjeta.

—¿Viene solo? —preguntó.

—Sí, no hay con él ninguna otra persona.

Yeh Ling hizo resonar contra su blanca dentadura sus pulcrísimas uñas.

—Que entre —dijo lacónicamente.

Algo en el rostro de Carver le reveló todo lo que él deseaba saber. Pero quedaba aún una batalla por librar y tenía la esperanza de que el crimen de Trasmere y la tragedia que le había seguido estuvieran al nivel con su elevado sentido de la obligación.

El inspector no entró de lleno en el asunto que le llevaba allí. Aceptó un cigarro que le ofreció el chino, tras hablar de la carta que escribía Yeh Ling, le hizo una o dos preguntas sobre Ursula Ardfern, hasta que finalmente abordó el objeto de su visita.

—Yeh Ling —le dijo—, creo haber hallado la incógnita del asesinato de Trasmere.

Al oír aquello, el chino ni siquiera parpadeó.

—En efecto —prosiguió el inspector, examinando cuidadosamente la ceniza del cigarro—, he descubierto al criminal.

Yeh Ling guardó silencio.

—Me faltan muy pocos detalles para poder encarcelar al que mató a Jesse Trasmere —terminó diciendo Carver.

—Y usted ha venido aquí para que yo le proporcione esos detalles —contestó Yeh Ling, con ironía.

Carver asintió sonriendo.

—No sé... no creo que debiera usted... —dijo. Y luego, de pronto, le preguntó—: ¿Dónde están los documentos que se llevó usted de casa de Trasmere, la noche que fue allí con la señorita Ardfern?

El chino se levantó sin vacilar; abrió una pequeña caja de caudales que había en un rincón de la habitación y sacó un gran paquete de documentos.

—¿Están todos aquí? —preguntó Carver con desconfianza.

—Todos menos dos —replicó, imperturbable, el chino—. Uno de ellos hace referencia a mi participación en el Golden Rool y lo tiene mi abogado.

—¿Y el otro? —preguntó el detective.

—Ese trata de cosas sagradas —contestó Yeh Ling, en inglés tan correcto que resultaba casi afectado.

Carver se mordió los labios.

—¿Sabe usted que es ése precisamente el documento que necesito? —preguntó.

—Lo presumía —replicó Yeh Ling—. No obstante, señor Carver, no puedo proporcionárselo, y si usted sabe tanto —una fugaz sonrisa, asomó por un instante a su rostro— debe comprender por qué no lo tengo aquí.

—¿Lo sabe la señorita Ardfern?

Yeh Ling hizo un gesto negativo.

—Es necesario que lo desconozca —dijo con énfasis—. Si no fuese por ella, usted podría verlo.

Carver se dio cuenta de que se oponía a una razón más poderosa que su voluntad, y de que ni las amenazas ni las promesas serían capaces de hacer cambiar de actitud a aquel hombre impasible.

—¿Qué objeto tiene para usted el verlo? —preguntó Yeh Ling—. Dice usted que conoce al asesino, que tiene suficientes pruebas para meterlo en la cárcel, pero, ¿es verdad esto? —Su mirada era retadora—. No puede usted condenar a un hombre por sospechas, señor Carver. Tiene que probar antes que Jesse Trasmere fue muerto por alguien que tenía medios para salir de la bóveda dejando la llave sobre la mesa. No basta decir: «¡Tengo la seguridad de que este hombre ha asesinado a su... bienhechor!» No es suficiente que pueda usted demostrar las razones por las cuales le era conveniente hacerlo. ¡Tiene usted que exhibir los medios de que se valió para ello! Hasta que no pueda usted decir que el asesino entró en la bóveda por esta o la otra puerta, en esta o aquella forma, o que se sirvió de estos u otros medios para poner la llave sobre la mesa desde el otro lado de una puerta cerrada, bajo la cual no podía pasar llave alguna, no podrá usted lograr que sea condenado. Eso dicen las leyes. Las estudié en Harvard y sé de memoria las reglas probatorias. Por lo que le digo, comprenderá que las pruebas que han de confirmar la culpabilidad del asesino no se las puedo proporcionar yo.

Carver sabía muy bien que esto era la verdad, que no podía adelantar nada hasta que no encontrase algún testigo que hubiese presenciado el asesinato y pudiese decir de qué se había valido el criminal para huir.

La lógica del chino era irrefutable, y Carver, que ya había vislumbrado el éxito a su alcance, experimentó entonces la desilusión precursora de la derrota.

—Según tengo entendido, el Hombre Negro le ha espiado a usted varias veces. ¿Tiene usted idea de quién puede ser?

—Sí —contestó el chino, sin vacilar—, pero ¿de qué pueden servir mis ideas? No podría jurar sobre hechos y los hechos son el pan de la justicia, señor Carver.

Carver se levantó lanzando un profundo suspiro y Yeh Ling prorrumpió en una risa silenciosa.

—Lo siento —dijo disculpándose—, pero es que pienso en mi poesía favorita. ¿Recuerda usted al otro caballero que, levantándose y lanzando un suspiro, exclamó: «¿Cómo puede ser? Los chinos nos arruinan con su trabajo barato...»?

—Es seguro que yo no iré a la «China pagana» —dijo Carver de buen humor—, al menos por ahora. Lo que me agrada de usted, Yeh Ling, es su buen sentido común. No recuerdo haber tratado con un hombre, casi diría esgrimido contra él, con quien haya tenido más placer en combatir.

El chino hizo un profundo saludo y su falsa humildad seducía aún a Carver bastante tiempo después de haber salido del Golden Roof.

Yeh Ling, que muy pocas veces se esforzaba para recibir a sus invitados, hizo una excepción aquella noche, al comenzar los preparativos del departamento número seis. Los camareros italianos a quienes el propietario les era casi desconocido, andaban nerviosos y desorientados, porque no había nada que agradase a Yeh Ling. Hizo arreglar una docena de veces las flores. Mandó poner mantel nuevo y a última hora les hizo cambiarlo todo otra vez. Trajo los vasos más raros para adornar la mesa; enormes tesoros de vajilla china, que sustituyeron a la corriente del restaurante. Una vez hecho esto llamó a su cuarto al maître d’hôtel y escogió cuidadosamente el menú.

—Yeh Ling se ha vuelto orgulloso —dijo Tab, admirando la mesa.

La joven asintió. Había supuesto que Yeh Ling escogería otra habitación, pero no sintió repugnancia alguna, pues había seguido comiendo allí desde la muerte de Trasmere.

—Es emocionante comer a solas con un joven —dijo ella, entregando su abrigo al camarero—. ¡Lo único que deseo es que el escándalo no trascienda a los periódicos!

—¿Vendrá Yeh Ling? —preguntó Tab, a mitad de la comida.

—Nunca se deja ver. Recuerdo haberle visto sólo dos veces en esta habitación.

—Es la primera salida que hacemos juntos en público —dijo Tab, solemnemente—. Puedo confiar en mis compañeros, pero si alguno de esos malvados de El Heraldo lo oye y ve tu costosa sortija, saldrá algún artículo inflamante en ese periodicucho sin decoro ni decencia.

Ella se rió mientras contemplaba a la «costosa sortija» que brillaba a la luz de la lámpara.

—Le he preguntado a Carver si vendría después de cenar —dijo Tab—, pero está ocupado. Te ha enviado su saludo más poético y florido. Realmente. Carver es sorprendente; esconde en su interior un mundo de ensueños, tras una apariencia desagradable. Perdóname la expresión, un tanto periodística.

Si no pudo acudir Carver, no por eso les faltó un visitante. Llamaron a la puerta y ésta se abrió suavemente.

—¡Gran Dios! —exclamó Tab, saltando como movido por un resorte—. ¿Cómo supiste que estábamos aquí, Rex?

—Os vi —dijo Rex Lander, en tono de reproche—, deslizaros por la puerta lateral. ¿Es necesario que la felicite, señorita Ardfern, y que ponga a sus pies un corazón maltrecho?

Ella se rió nerviosamente al oír la broma.

—No, no puedo quedarme —le dijo Rex—. Tengo una tertulia; además, he de charlar con una persona sobre ideas arquitectónicas terribles. ¿No es extraordinario? ¡Ahora que no lo necesito, es cuando me ha inspirado una pasión por esa condenada carrera. ¡Hasta Stott resulta un personaje importante a mis ojos! ¿Ya me ha perdonado usted, señorita Ardfern?

—¡Oh, sí! —contestó ella reposadamente—. Hace mucho tiempo que le he perdonado.

Los ojos de Rex reflejaron su cariño, y su rostro gordinflón se contrajo en una sonrisa de amable censura.

—Cuando la fantasía de un joven... —empezó a decir en el momento en que vio reflejarse algo en el espejo.

Desde el lugar donde Tab y Ursula estaban sentados no podían darse cuenta de nada, pero Rex vio una puerta entreabierta y una figura móvil en el umbral.

Se interrumpió en seco, dio media vuelta y lanzó una exclamación.

29

—¡Caramba! ¡Me ha asustado usted, Yeh Ling! ¡Sabe deslizarse sin que se le oiga!

—He venido a ver si el menú era conforme —contestó el chino reposadamente.

Amplias mangas cubrían sus manos y un pequeño gorro negro la parte posterior de la cabeza; el sucio traje de seda y las zapatillas de suela blanca resultaban impropios para aquel lujo moderno.

—¡Ha sido un éxito, Yeh Ling! —exclamó Tab—. ¿No es así?

Al decir esto se volvió hacia la joven, que asintió; los ojos de ella se encontraron con los de Yeh Ling por un segundo.

—Me voy —dijo Rex, saludando a Ursula nuevamente—. Buenas noches, amigo; eres un ladrón con suerte.

Y salió después de estrechar la mano a Tab.

—¿Les gustó el vino? —preguntó Yeh Ling con voz suave.

—Todo ha sido maravilloso —le respondió la señorita Ardfern, y apareció en sus mejillas un color que antes no tenía—. Gracias, Yeh Ling, nos ha ofrecido usted un festín admirable. Llegaremos tarde al teatro, Tab —añadió levantándose presurosamente.

Durante el trayecto hasta el Athenaeum, estuvo silenciosa, y a Tab también se le contagió el misterioso encanto de aquella hora y lo ocurrido al final de la cena.

—¿Verdad que Yeh Ling es como un reptil? —preguntó.

—Sí, también a mí me lo parece —contestó ella.

Diez minutos después estaban en un palco, atenta ella, al parecer, sólo a lo que ocurría en la escena que tiempo antes había ocupado.

Tab salió a fumar un cigarrillo en el primer entreacto (ella insistió en que lo hiciese); vio a Carver en el vestíbulo y éste le llamó.

—Iré a casa con usted esta noche —le dijo sin más preámbulo—. ¿A qué hora dejará usted a la señorita Ardfern?

—La acompañaré al hotel, inmediatamente después de la función.

—¿No piensa usted ir a cenar después? —preguntó Carver con displicencia.

—No —respondió Tab—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Entonces le esperaré en el Hotel Central. Deseo hablarle de un sobrino mío que quiere ser periodista. Quizá pueda usted proporcionarme algunos datos que necesito.

Tab le miró con suspicacia.

—Siempre he pensado que tiene usted debilidades, pero nunca supuse que entre ellas se contase el nepotismo. Hace unas semanas me dijo usted que no tenía ningún pariente.

—He adquirido desde entonces un sobrino —contestó Carver reposadamente—. ¡Pobre del policía que no es capaz de descubrir uno o dos sobrinos! Puedo equivocarme al seguir la pista de un asesino, pero, tratándose de parentescos lejanos, soy el primero en mi clase. Le aguardaré en algún rincón oscuro del Central.

Tab no volvió a ver al detective hasta después de dejar a la joven en el vestíbulo del hotel. Al salir a la calle, Carver, cumpliendo su palabra, surgió de entre las sombras y le cogió del brazo.

—Iremos a pie a casa; usted no hace suficiente ejercicio —le dijo—. La inactividad es mala para los viejos, pero fatal para los jóvenes.

—Está usted muy comunicativo esta noche —le respondió Tab—. Cuénteme algo respecto a su sobrino.

—No lo tengo —repuso despreocupadamente el detective—, pero esta noche me siento demasiado solo. ¡He tenido un día decepcionante, Tab, y deseo confiar mis penas a un amigo!

—¡Bah! —exclamó Tab.

En realidad Carver no parecía querer encontrar un amigo, ni siquiera sentado ante un whisky con soda en el domicilio de Tab.

—La verdad es que —dijo al fin, respondiendo a una pregunta directa— tengo mis razones para creer que se me vigila estrechamente.

—¿Quién? —preguntó asombrado Tab.

—El asesino de Trasmere —repuso el detective con calma—. Es una confesión humillante para un hombre de mi experiencia y probado valor, pero me da miedo de ir a casa esta noche, porque barrunto que nuestro desconocido amigo prepara algo extraordinario para importunarme.

—Entonces, ¿es cierto que desea quedarse aquí esta noche? —preguntó Tab, cuando el detective terminó de hablar.

Carver asintió.

—Me ha comprendido usted perfectamente —dijo—. Esos son precisamente mis deseos, si no hay inconveniente. El hecho es que no he tenido valor moral para pedírselo antes. No resulta muy agradable tener por compañero...

—¡No siga! —exclamó Tab con un tono de desdén—. Tiene usted el mismo temor que yo al asesino.

—Estoy más expuesto en mis habitaciones —respondió el detective, lo que era verdad—. Y si fuese a un hotel lo estaría todavía más, de manera que haré uso de su amistad, Tab. ¿Qué le parece?

—Puede traer su equipaje e instalarse aquí hasta que pase el peligro. No creo que la cama de Rex esté hecha...

—De todos modos, prefiero el sofá. La molicie debilita y vicia al hombre, lo mismo que a las naciones.

—Si piensa usted sermonearme, voy a acostarme —repuso Tab.

Entró en su habitación, tomó una manta de viaje y una almohada y las dejó sobre el ancho canapé.

—Está usted muy bien en pijama —le dijo Carver, cuando Tab se retiraba definitivamente—. Las dificultades para que un periodista aparezca como un caballero son casi insuperables, pero usted lo ha conseguido por completo.

Tab se rió.

—Está usted muy alegre esta noche —observó.

A los cinco minutos de haberse acostado Tab, Carver apagó la luz del despacho y aparentemente se dispuso a dormir.

Los sueños de Tab eran agradables pero resultaban algo confusos. Al poco rato de haber apoyado su cabeza en la almohada, ya paseaba con Ursula por un perfumado jardín, agradeciendo profundamente a la Providencia que le hubiera concedido tan extraordinario premio. Luego comenzó a sentirse intranquilo. Mirando por encima del hombro, vio la siniestra figura de Yeh Ling que le estaba observando. Ya no estaba en el jardín, sino en la ladera de un monte flanqueado por dos enormes pilares, y el chino se hallaba junto a la entrada de su extraña casa, adornada con gruesos cortinajes de brocado.

¡Pam! ¡Pam!

Dos disparos resonaron en rápida sucesión.

30

Se levantó asustado. Resonó en el despacho un vago rumor de pasos precipitados, y luego se oyó un fuerte estrépito. Se vistió en seguida. Carver no se dejaba ver y, por la corriente de aire, supo que la puerta del apartamento estaba abierta. Acercó la mano al interruptor de la luz, pero una voz en la oscuridad le ordenó:

—¡No dé la luz!

Venía del exterior y era Carver el que hablaba.

En aquel momento oyó que se cerraba ruidosamente la puerta de la calle.

Carver se dirigió raudo a la habitación, corrió a la ventana y la abrió.

—Ahora ya puede encender —dijo Carver. Le cruzaba la cara una señal roja que sangraba ligeramente.

Levantó la mano y la examinó.

—¡Me he librado por milagro! Sí, ya se ha ido. Hubiera podido bajar al oír el portazo, pero había sido una tentación para él si yo hubiese salido a la luz.

Toda la casa estaba en movimiento y Tab oyó el ruido de puertas que se abrían y cerraban y voces por doquier.

—Me delató el cigarro —dijo Carver—. Fui un tonto. Debe de haber visto la brasa en la oscuridad; de todos modos, tiró muy bien.

Colgaba de la pared, al lado de la ventana, un pequeño grabado cuyo cristal estaba roto, y en el ebúrneo costado de Beatriz de Este se notaba un agujero.

Carver lo palpó cuidadosamente.

—Parece de una pistola automática —dijo—. ¡Se va modernizando! Cuando cometió el último asesinato usó un revólver de los que tenía el gobierno chino para sus oficiales hace quince años. Hemos podido averiguarlo por la forma de la bala —continuó, indiferente—. Hay alguien en la puerta. Mejor será que les diga que han intentado robarle otra vez.

Tab salió a tranquilizar a los inquilinos de los otros pisos. A su regreso encontró a Carver examinando la trayectoria de la otra bala, que había dado en el marco de la ventana, dejando a su paso un pequeño agujero.

—Es probable que haya ido a incrustarse en la pared de enfrente —dijo Carver, mirando a través del orificio.

—El inquilino del piso bajo encontró esto en la escalera —dijo Tab, enseñándole una pequeña daga de mango verde con vaina de laca.

—Pseudochina —comentó Carver—. Es posible que sea hasta auténtica. —La sacó de la vaina e hizo con ella algunas pruebas—. Está afilada —añadió—. Ya suponía yo que él no pretendía usar un arma de fuego.

—Ahora —le dijo Tab, mirando fijamente al detective—, vamos a hablar claro y en el terreno de la verdad. Usted sabía que se iba a producir este ataque. Por eso vino esta noche con la historia del sobrino que deseaba ser periodista.

—Es así y no es así —le respondió Carver francamente—. Al contarle que me atacarían en mi casa, tenía la certeza de que sería así; pero como no tenía excusa alguna para hacer que me acompañase usted, y, además, yo no tengo dónde albergar a un hombre de costumbres tan sibaritas, decidí intentar quedarme aquí. —Al llegar a este punto consultó el reloj y dijo—: Las dos. Debe de haber venido hace un cuarto de hora, y me veo obligado a reconocer que no le oí entrar. Afortunadamente, tenía usted detrás de la puerta una percha, en la que colgó un sombrero de paja. Oírlo caer al suelo me hizo suponer que, o yo me había vuelto sordo, o el furtivo personaje era excesivamente cauto. Debe de haber visto el cigarro y mi silueta cuando me levanté, porque olvidé como un tonto apartar de la ventana el sofá. Retrocedió como un relámpago hacia el vestíbulo, y, antes de que supiese lo que ocurría, hizo fuego dos veces, dio un portazo y salió. Se hallaba aún en el vestíbulo cuando salí, pero estaba tan oscuro que no pude ver nada.

—Me pareció oír primero la puerta.

—Porque estaba usted durmiendo —le respondió sonriente el detective—, y lo que oyó fue el último ruido. No, le aseguro que disparó contra mí antes de cerrar la puerta. Estoy pensando... —murmuró por lo bajo, enarcando las cejas.

—¿En qué?

—Estoy pensando que es probable que haya hecho también otra visita a su amigo. ¿Dónde está Rex?

—De todas maneras, creo que debiéramos avisarle —dijo Tab—. Nuestro visitante vino la primera vez a registrar los baúles de Rex, y probablemente no sabe que Rex ya no vive aquí. Está en el hotel Pitts.

Carver cogió la guía de teléfonos y buscó el número. Tuvo que esperar algún tiempo antes de recibir contestación, porque los empleados del hotel Pitts no estaban acostumbrados a que les llamaran a aquella hora de la madrugada. Habló con el portero.

—No sé si está aquí, pero de todos modos voy a averiguarlo —contestó.

Pasaron diez minutos antes de recibir la respuesta.

—Sí, está en la habitación 180. ¿Desea usted que les ponga en comunicación?

—Si me hace el favor... —le respondió Carver.

Oyó los ruidos propios de la conexión de las líneas y, después de una regular espera, la voz soñolienta de Rex inquirió:

—¿Diga? ¿Quién es? ¿Qué demonios desea?

—Yo le hablaré —murmuró Tab, quitando el auricular de manos del detective—. ¿Eres tú, Rex?

—¡Hola! ¿Quién es? ¿Tab? ¿Qué sucede?

—Hemos recibido una visita —dijo Tab—. ¿Recuerdas que te conté lo del ladrón? Pues bien, ha vuelto esta noche.

—¿Ha vuelto?

—Hemos convertido el apartamento en un salón de tiro al blanco —le dijo Tab—, y Carver teme que hayas recibido tú otra visita igual.

—No —respondió Rex alegremente—. Se juega la vida el que me despierte a mí.

Tab rió burlonamente.

—Cierra bien la puerta.

—Dejaré además descolgado el auricular —repuso su amigo—. Así podré avisarte en seguida si sucede algo. ¿Está Carver contigo?

—Sí —repuso Tab—. Deseaba hablarte.

El detective se acercó al aparato.

—Siento haberle molestado, señor Lander, pero deseo comunicarle oficialmente que han intentado entrar en este apartamento a las... bueno, hace diez minutos. ¿Qué hora sería?

—Supongo que alrededor de las dos menos cuarto —respondió la voz de Rex—. Gracias por avisarme, inspector, pero no tengo temor alguno.

Carver colgó el auricular y se frotó las manos.

—¿Cree usted que irán allí? ¿Qué demonios es lo que le causa tanto placer? —preguntó Tab, algo molesto.

—Confieso que estoy complacido —dijo— ante el extraño, simple y trágico error cometido por el asesino.

Carver fue a entrevistarse muy temprano aquella mañana con el soñoliento Rex, que, sentado en la cama con un pijama de rayas muy chillonas, se expresaba con cierta acritud respecto a la interrupción inesperada de la noche anterior.

—Soy de los que necesitan doce horas de sueño por lo menos, y el cielo me ha dotado de los medios para complacerme a este respecto; es poco menos que un ultraje el que usted me haya despertado, aunque haya sido para decirme que habían entrado otra vez ladrones en el piso.

De regreso de su visita a Rex, Carver hizo algunas consideraciones en cuanto a la moda masculina de pijamas, y luego volvió al tema de los graves sucesos acaecidos durante las últimas doce horas.

—Creo que esta noche no tendrá usted problemas. De todos modos, quiero que trace sus planes. Eche el cerrojo a la puerta y ponga un alambre sujeto a dos sillas.

—¡Vamos, no diga tonterías! —exclamó Tab—. Esta noche no volverá.

Carver se frotó la barbilla.

—¿Qué es hoy?

—Sábado.

—El sábado fatal, ¿verdad? No, tal vez no. ¿Qué piensa usted hacer?

—Llevaré en coche a la campiña a una amiga, mejor dicho, ella me llevará a mí. Tengo libre este fin de semana, pero regresaré hoy por la noche.

Carver asintió.

—Avíseme cuando llegue. ¿Me lo promete?

Tab soltó una carcajada.

—Claro, si es que esto ha de darle satisfacción.

—Si no lo hace, lo llamaré a intervalos toda la noche —le amenazó Carver—. Ya he avisado a Lander. Es preciso que él no duerma esta noche aquí.

—¿No cree usted que habrán descubierto ya que no se hospeda en este piso? —preguntó Tab.

—Puede que sí y puede que no —replicó, y vaciló un momento—. Yo no explicaría nada de esto a la señorita Ardfern.

Tab no tenía la menor intención de alarmar a Ursula y pudo prometerlo sin reservas.

31

Ella lo recogió en Doughty Street, en el coche, y consiguieron llegar a Stone Cottage a la hora de almorzar. El tiempo todavía estaba inseguro, pero Tab había llegado a una fase en que eso no tenía la menor importancia para él.

Aunque no le contó lo sucedido, le relató, sin embargo, el sueño de la noche anterior.

—Ursula —le preguntó—, ¿verdad que aprecias a Yeh Ling? A mí me sucede lo mismo, pero ¿tienes absoluta confianza en él?

Ella recapacitó antes de responder.

—Sí, creo que sí —dijo—. Ha sido para mí el amigo más fiel. Piensa, Tab, que, sin que yo lo supiese, me ha estado vigilando durante estos últimos años. Sería una desagradecida si su lealtad no me conmoviera.

Tab pensó que bien podía haber otra explicación para el afecto de Yeh Ling, pero no dijo nada al respecto.

—¿Sabes que tiene a uno de sus hombres vigilando esta casa día y noche? Lo supe por una casualidad, tirando al blanco. Quizá te haya contado él que casi maté a uno de sus centinelas, en cierta ocasión.

—Es un hombre raro —admitió Tab—, pero mi sueño me ha impresionado...

—Ni siquiera la primera parte de él se ha verificado aún —le sugirió mimosa, y él la cogió entre sus brazos.

Afortunadamente, el asustadizo señor Turner estaba ocupado en otra parte.

El joven se sintió henchido de amor y gratitud al dejarla, y, montando en su bicicleta, que había transportado atada a la parte posterior del coche de Ursula, inició el regreso.

Mediado el trayecto, tuvo un pinchazo en un neumático, lo que hizo retrasarse y llegar cerca de las diez al garaje donde le cuidaban la máquina.

La última parte del viaje la tuvo que efectuar bajo la lluvia, por lo que llegó mojado a Doughty Street.

Después de tomar un baño tibio y cambiarse de ropa, se repuso y estaba llenando de cigarrillos la pitillera, antes de salir a cenar, cuando llamaron al teléfono. Creyó que sería Carver el que deseaba saludarle, pero era Rex el que hablaba, impaciente y excitado.

—¿Eres tú, Tab? ¡Muchacho, acabo de hacer un descubrimiento maravilloso!

—¿De qué se trata? —preguntó Tab perplejo.

—No debes decirle una palabra de todo esto a Carver, ¿lo oyes, Tab? ¡Es extraordinario! —Su voz tembló—. ¡He descubierto cómo se verificó el asesinato!

—¿El de Trasmere?

—Sí. Ya sé cómo pudo entrar y salir de la bóveda el criminal. Estuve allí esta tarde inspeccionando los trabajos, y lo descubrí por casualidad. Resulta de lo más sencillo cómo pudo aparecer la llave sobre la mesa. ¿Nos reuniremos en Mayfield?

—¿En Mayfield?

—Te esperaré afuera. No quiero que me vea ninguno de los hombres de Carver.

—¿Por qué no? —preguntó Tab.

—Porque —dijo Rex lentamente—. Carver está complicado en este crimen...

Tab casi dejó caer el auricular.

—¡Estás loco! —exclamó.

—¿Yo? Tú has de juzgarlo por ti mismo. También está complicado... Yeh Ling. ¡Ven pronto!

Tab corrió a la despensa y se echó un puñado de bizcochos al bolsillo, se puso el impermeable y salió. Su cerebro era un caos en aquella noche tormentosa.

¡Carver! ¡Y también Yeh Ling!

Había aumentado el viento y era casi una galerna lo que azotaba Peak Avenue cuando Tab se dirigía hacia la casa misteriosa. No vio a Rex hasta después de cruzar la entrada. Se resguardaba de la lluvia en el marco de la puerta. Allí cerca, en el patio de cemento, Tab pudo ver un coche.

—Entraremos a oscuras. Tengo una lámpara de bolsillo —murmuró, y Tab entró en el oscuro y desierto vestíbulo, con su olor a moho y la extraña y deprimente atmósfera de ruina y destrucción.

La voz de Rex temblaba a causa de la excitación.

—Podremos dar las luces cuando entremos en el corredor.

Valiéndose de la que él llevaba, atravesaron la habitación; él abrió la puerta y bajó el primero las escaleras.

—Cierra esa puerta, Tab —le dijo, y, cuando lo hubo hecho, encendió todas las luces.

En el extremo del pasillo Tab vio un gran montón de ladrillos y argamasa; habían comenzado a tapiar la bóveda, y se alzaba la primera fila de ladrillos en la línea del umbral.

Rex pasó por encima de los ladrillos y encendió las luces del interior.

—¡Ahí está! —exclamó Rex triunfante, señalando la mesa.

—¿Qué es? —preguntó Tab asombrado.

—Coge los dos extremos y tira de ellos.

—Pero es que la mesa está fija en el suelo, ya lo observamos antes —repuso Tab.

—Haz lo que te digo —insistió Rex con impaciencia.

Tab se inclinó sobre la mesa y, cogiendo los dos extremos, tiró de ellos...

32

Volvió en sí sintiendo un vivo dolor en la nuca y con la vaga impresión de no tener la normal libertad de movimientos. Estaba sentado contra la pared y, cuando quiso pasar la mano por su dolorido cuello, descubrió que no podía moverse. Abrió los ojos y miró a su alrededor; lo primero que observó fue que tenía atados los pies. Quedose mirando las ligaduras e intentó mover las manos, pero las tenía en una posición extraña. Lo habían esposado por la espalda.

—¿Qué...? —empezó a decir, y oyó que alguien reía quedamente.

Al levantar la vista, vio a Rex, que estaba fumando, sentado sobre la mesa.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó.

—¿Qué significa esto, Rex?

—Esto significa que, como te prometí, has encontrado al asesino de Jesse Trasmere —le respondió Rex, cuyos ojos azules brillaban—. Yo lo maté. También maté al borracho de Brown, aunque no quería hacerlo. —Hizo una pausa y continuó—: Por desgracia, no tuve otro remedio. Me reconoció en el parque cuando se me suponía en Nápoles.

—Pero ¿no fuiste al extranjero? —preguntó Tab, asombrado.

Rex le contestó:

—No llegué más allá de la desembocadura del río. Regresé con el práctico. Los cables y radiogramas que recibiste los mandó el mayordomo, al que pagué para que lo hiciese. No he salido de la ciudad.

Tab guardó silencio.

—Si hubieras hecho lo que yo quería —dijo Rex en tono de reproche— te hubiera enriquecido, Tab, pero como eres un mal amigo, ¡me arrebataste la que estaba destinada a ser mi esposa! ¡Tus labios impuros se han unido con los de ella! ¡Mi diosa!

Temblaba su voz y Tab, mirándole de hito en hito, se dio cuenta de que estaba en presencia de un loco.

—¿Me crees loco? —dijo Rex, como adivinando el pensamiento del otro—. Quizá lo esté, pero la adoro. Maté a Jesse Trasmere porque la deseaba, y me era imposible esperar, y necesitaba el dinero para que fuese mía.

Como un rayo acudieron a la mente de Tab las palabras de Ursula cuando Rex entró en el apartamento número seis.

También lo sabía Yeh Ling, que se había acercado quedamente hasta donde estaban, dispuesto a abalanzarse sobre el visitante si demostraba algún signo de hostilidad. Yeh Ling, el observador, el taciturno, el eterno vigilante... Dio las gracias a la Providencia por haberle hecho conocer a Yeh Ling.

Rex salió de la bóveda por espacio de unos cinco minutos. Cuando volvió, con un bloc de papel de escribir que puso sobre la mesa, acercó una silla y se sentó.

—Voy a hacer el relato de tu vida, Tab —dijo. No había en su voz inflexión alguna de mofa; si algo se notaba en ella, era seriedad y mansedumbre—. Voy a relatar cómo os he matado a los tres.

Tab no respondió. Esa escena extraordinaria guardaba relación con su teoría de que Rex estaba loco. Por espacio de media hora oyó el ruido de la pluma sobre el papel y vio cómo iban cubriéndose una a una las cuartillas, que colocaba en perfecto orden a su lado después de haberlas secado cuidadosamente. ¿Cuál sería el final? No le cabía duda de que Rex lo mataría. Era inflexible ante los ruegos, y resultaba inútil pedir ayuda. Su voz no podía oírse desde el exterior.

Ya habían hecho la prueba él y Carver con motivo del asesinato de Trasmere. Tab se había quedado en la bóveda y había disparado un cartucho sin bala, y Carver que había estado escuchando desde fuera, no percibió ruido alguno.

Tab miró a su alrededor en busca de un arma, pero si Lander la tenía no estaba a la vista.

—He hecho una relación completa de todo lo sucedido. Quedará aquí sobre la mesa y cuando encuentren tus huesos sabrán por qué has muerto.

Al observarlo, Tab le vio firmar con su nombre y rúbrica, que tantas veces le había causado risa.

—¿Qué piensas hacer, Lander? —preguntó Tab, y Rex sonrió.

—No tengas miedo —le dijo—, no desfiguraré tu cuerpo de atleta ni te haré violencia alguna. Te dejaré morir aquí dentro.

Tab fijó en él una mirada resuelta.

—¿No te das cuenta...? —comenzó, pero se detuvo.

—No creo que tu amigo, el señor Carver, venga a buscarte. Eso es lo que ibas a decirme, pero, créeme, el señor Carver no podrá encontrarte nunca. En primer lugar, no vendrá aquí porque nadie sabe que has venido tú. Ni siquiera sabe que fui yo el que te hizo la visita anoche.

—¿Tienes reloj en tu habitación? —le preguntó Tab, al cruzar de pronto por su cerebro una idea luminosa.

El otro frunció las cejas.

—¿En la habitación del hotel? —preguntó sorprendido.

—¡No lo tienes! —exclamó Tab triunfalmente—. ¡Bendito sea Carver! ¿Verdad que te preguntó la hora por teléfono? Y tú le contestaste. Él sabía que eras tú el que había estado en el piso. Sabía también que, cuando te llamó por teléfono, habrías de estar vestido y tendrías un reloj en el bolsillo.

—¡Oh! —exclamó el otro palideciendo. Luego dijo—: ¡Y esta mañana vino a visitarme! Entonces fue para saber si tenía reloj en mi habitación, ¿verdad? —Pero ya no decía aquello en tono de mofa—. De todos modos, él no sabe que estás aquí. Adiós, Tab. ¿Recuerdas los esfuerzos que hiciste para conseguir que yo fuese periodista, y cómo solía yo sentarme en la redacción para estudiar los crímenes? Pues descubrí un nuevo truco y he estado esperando durante años enteros para ponerlo en práctica.

Sin decir más, sacó algo de su bolsillo: un carrete de algodón grueso. Luego extrajo del chaleco un alfiler nuevo y con gran cuidado y solemnidad ató la hebra a la punta del alfiler. Tab no dejaba de mirarlo. Mientras hacía esto, tarareaba una conocida canción, como si se entretuviera en el juego más inofensivo. Clavó el alfiler en el centro de la mesa y tiró de él por medio del hilo que le había atado.

Pareció satisfecho. Desenrolló más hilo, y cuando tuvo suficiente pasó por él la llave, extendiéndolo hasta más allá de la bóveda, e introdujo el extremo en la habitación, haciéndolo entrar por uno de los agujeros del ventilador. Luego cerró cuidadosamente la puerta. Había dejado bastante flojo el hilo para su intento.

Tab oyó el chasquido de la cerradura al volver la llave y se sintió desfallecer. Miró fascinado hacia la puerta, y vio cómo Lander tiraba del hilo sobrante por el ventilador, mientras la llave aparecía por debajo de la puerta. Se fue tensando cada vez más el hilo de algodón y la llave subió por la combada línea del hilo hasta situarse a la altura de la mesa. Aflojó la parte tirante, hasta conseguir poner la llave sobre ella. El hilo se fue tensando hasta que el alfiler cedió, pasando por el agujero de la llave y dejándola exactamente en el centro de la mesa.

Tab observó el reluciente alfiler al desaparecer por el ventilador.

¡Era aquél el secreto del alfiler!

Era posible que la última vez el hilo hubiese resbalado o que el alfiler chocara en la madera de la puerta y cayera donde él lo encontró, o también podría ser que él lo hubiese dejado en la bóveda o en el pasillo, para añadir un misterio más a la muerte de Trasmere.

—¿Lo has visto? —preguntó con orgullo la voz de Lander—. Fácil, ¿verdad? Y rápido...

Tab no respondió.

—Soy un arquitecto muy malo, ¿verdad, Tab?, pero en cambio muy buen albañil... ¿Me has visto alguna vez poner ladrillos, Tab? Sé tanto al respecto que hoy eché a los dos obreros que tenía aquí, y les dije que buscaría a otro para que terminase el trabajo... ¡y seré yo el que lo haga!

Tab cruzó las manos y trató de romper las ligaduras tirando de ellas, pero no lo consiguió, ya que había sido atado de tal manera que apenas se podía mover. Le dolía horriblemente la cabeza y sabía la causa; una de las primeras cosas que vio al volver en sí fue el saco de arena que había usado Rex Lander para dejarle sin sentido, cuando estaba inclinado sobre la mesa tratando de descubrir un pasaje secreto.

Rex tarareaba por lo bajo, y, mezclado con su canto, se oía a veces el ruido de la paleta al chocar con los ladrillos, ese ruido característico de los albañiles al dar los golpes para que los ladrillos queden a plomo.

—Es posible que trabaje toda la noche —dijo Rex, interrumpiendo la canción y acercándose al ventilador—. Debí de haber apagado la luz, pero ya es demasiado tarde.

—¡Pobre diablo! —exclamó Tab desdeñosamente—. ¡Pobre loco! ¡No puedo enfadarme contigo, despreciable orgulloso!

Percibió la inmediata interrupción de la respiración de Rex y se dio cuenta de que le había herido profundamente.

—¿No te das cuenta —dijo Tab. implacable— de que lo primero que hará Carver será venir a registrar la bóveda y que, cuando vea que está tapiada, lo que hará será echar abajo la pared, sin tener en cuenta todas tus brillantes explicaciones? ¿Y qué hallará entonces? La confesión, que en tu loca vanidad has hecho, y además mi declaración.

—¡Cuándo él venga, tú habrás muerto ya! —rugió Lander, prosiguiendo su trabajo.

33

El cerebro de Tab ya había vuelto a su normal funcionamiento y examinaba fríamente su posición.

Rex Lander estaba loco... loco tan sólo hasta cierto punto, con la locura de una vanidad excesiva. Su orgullo le había inspirado dejar en la cámara mortuoria la osada declaración, que había de conducirle al patíbulo en cuanto se descubriese. Su vanidad y amor propio le habían impulsado a ejecutar aquel acto reprobable y también le había hecho buscar entre los papeles de Tab las inexistentes cartas amorosas de Ursula, moviéndole a mutilar los retratos del hombre que había sabido ganar su corazón.

Rex era el ladrón. ¿Quién, sino él, podía haber hallado el camino en la oscuridad? ¡Y Carver lo sabía!

La locura confabulada con el crimen era un tema que fascinaba a Tab. En sus años mozos había escrito una monografía sobre el asunto, que, entre muchas otras especulaciones sin provecho, contenía un razonamiento genial: «La prueba corroborante de la insania criminal. No es la prueba de un sinnúmero de actos que demuestran que el acusado padece locura de crueldad, o que persigue a alguien, estando aparentemente loco, sino la comprobación de que en sus demás relaciones es también anormal. Es la corroboración de su tendencia homicida lo que hace que un hombre use zapatos extraños de diferente color, o que tenga el hábito de ir por la calle sin pantalones.»

Desde este punto de vista, Rex era normal.

Mientras pensaba en esto, en su cerebro iba germinando la esperanza de huir. Estaba esposado por la espalda, con las piernas atadas por una correa que no podía alcanzar con los dientes. A partir de las esposas hasta la correa de los pies, había una cuerda tirante, atada fuertemente de tal modo que tenía las rodillas encogidas sin esperanza alguna de poder enderezarse hasta que no rompiese la cuerda. Si le era posible conseguirlo, tenía una llave a su alcance. Hizo un esfuerzo, con un movimiento violento con los pies. Casi se desvaneció a causa del dolor, a pesar de su vigor, pues le pareció que se le habían dislocado los dos brazos. Sentía la cuerda y notaba que era gruesa... Quizá pudiese deshacerla con las uñas, fibra por fibra, o cortarla con la uña del pulgar...

Cuando la pared cerrase la entrada de aire, sus minutos estaban contados, a no ser que la bóveda tuviese otra ventilación que ni él ni Carver hubieran descubierto, y, aunque pudiese romper la cuerda, debía esperar a que Lander terminase su trabajo. Hubiera sido fatal salir maniatado como estaba, mientras Rex se hallase cerca. Su única esperanza era conseguir libertarse de las ligaduras mientras continuaba el trabajo en el exterior de la bóveda, coger la llave, y, valiéndose de su corpulencia, derribar los ladrillos recién puestos. Sería cuestión de poco tiempo... pero la cuerda no cedía.

Se puso de lado y, apoyando sus pies contra una pata de la mesa y la cabeza en la pared, consiguió arrodillarse. Atado como estaba, sus ojos sólo alcanzaban hasta la altura de la mesa. Los estantes, los estantes de acero... Quizá pudiese encontrar en ellos alguna arista afilada. Se arrastró de rodillas y vio un lugar que le hizo concebir alguna esperanza.

Volvió a arrastrarse, esta vez sobre su espalda, hasta conseguir apoyar la cuerda contra un estante. Durante todo este tiempo Rex no había interrumpido su canción, ni tampoco se había dejado de oír el ruido de la paleta al chocar con los ladrillos. Estaba convencido de que su situación era desesperada. La arista afilada estaba bajo el estante y él sólo podía alcanzar la parte exterior; al cruzar los pies para hacer mayor esfuerzo, sintió que la correa resbalaba hacia arriba. A empujones pudo conseguir hacerla llegar algo más abajo de sus rodillas. Casi lanzó una exclamación de júbilo, porque la cuerda ya no estaba tirante, y creyó que al menos podría ponerse de pie.

Cesó de pronto el sonido de ladrillos y Rex se acercó al ventilador.

—Pierdes el tiempo haciendo todas esas piruetas —le dijo a media voz—. He estado practicando ese nudo durante toda una noche y no podrás librarte de él, y si sales lo vas a lamentar...

—¡Calla, gordo! —le gritó Tab.

Rex se echó a reír.

—Te gustan las personas estilizadas, ¿verdad?

—¡Quítate de mi vista, bufón! —le dijo Tab—. ¡Todo el dinero que tienes no podrá hacer de ti un caballero!

Le interrumpió un torrente de maldiciones que lanzaba el que desde fuera ya no podía hacer otra cosa.

—¡Quisiera haberte matado! —exclamó—. ¡Ah! ¡Si pudiese entrar...!

—Pero no puedes —dijo Tab—, y por eso mi situación no me preocupa en absoluto. Carver te cogerá, se lo ha jurado a sí mismo, aunque no se me alcanza cómo podrán condenar a un loco.

Lander arañaba con sus manos las planchas de acero con rabia impotente.

—¡No estoy loco! ¡No estoy loco! —exclamaba—. ¡Estoy cuerdo! Nadie podrá decir lo contrario... ¡No estoy loco, Tab, tú lo sabes!

—Estás más loco que los encerrados en el manicomio —respondió Tab inflexible—. Gracias a Dios, he salvado a Ursula...

Apenas había dicho estas palabras cuando se arrepintió de ellas. Había orientado el pensamiento de aquel hombre hacia el único punto que no le convenía.

—¡Ursula será mía! ¿Lo oyes? ¡Ahora será mía...!

Tab oyó el choque de la paleta al golpear contra el suelo y el ruido de pasos precipitados que se alejaban.

Tab se arrodilló y se echó hacia atrás, poniéndose en pie. Resultaba un esfuerzo terrible el sostenerte, doblado grotescamente, pero podía moverse unos pocos centímetros cada vez. Se acercó a la mesa, e, inclinándose sobre ella, atrajo hacia sí la llave, cuidadosamente, hasta el extremo; entonces la cogió con los dientes y, arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta. Pero la cerradura estaba tan cerca de la pared que no pudo conseguir introducirla. Lo intentó dos veces y luego sucedió lo que él temía: la llave cayó al suelo con estrépito.

Se disponía a arrodillarse, cuando oyó que alguien se acercaba. Rex abrió la puerta de la habitación que daba a la escalera y gritó algo que Tab no pudo comprender, pero llegó hasta él un ruido como si alguien rompiera astillas. Notó olor a petróleo quemado y entonces creyó llegada su última hora.

¡Mayfield estaba envuelto en llamas!

34

—No contestan —le respondieron desde la central.

El señor Carver se frotó la nariz con impaciencia y consultó el reloj. Luego volvió a descolgar el auricular.

—Póngame con Hertfort, número 906 —dijo.

A los cinco minutos recibió el aviso de comunicación.

—Señorita Ardfern, soy Carver. Siento mucho molestarla... ¡mucho! ¿A qué hora salió de ahí Tab? A las ocho y media, ¿verdad...? ¡Oh! Sí, está muy bien... Ha ido a la redacción... Sí, también trabaja alguna vez los sábados por la noche. No se preocupe... Sólo que prometió llamarme por teléfono... No es posible creer a los enamorados, ¿verdad...? Claro que la avisaría si hubiese novedad.

Colgó el auricular y miró el reloj. Luego hizo sonar un timbre. El sargento que acudió a su llamada entró ataviado, como si estuviese dispuesto para salir a la primera señal, en aquella noche tormentosa.

—Están preparados... Bien. Al hotel Pitts: dos hombres en cada puerta de acceso, y uno en el piso superior, por si quisiera huir por allí. Cuatro hombres corpulentos a su habitación... Deben ser lo bastante ágiles para evitar las balas... pues hará fuego.

—¿De quién se trata?

—Del señor Rex Lander. Necesito prenderle por asesinato y falsificación, intento de asesinato y robo. Si no está allí, lo cogeremos al llegar al hotel. Es probable que uno de los porteros esté sobornado. Fue el que impidió anoche que yo pudiese comprobar su ausencia, con lo que le dio tiempo para llegar a la habitación y usar el teléfono. Por consiguiente, lo mejor es que estemos allí antes de que el camarero del piso haya terminado su tarea. ¡No se olvide de decirles que disparará! Si está de guardia el mismo portero, lo detendremos también. No debe acercarse al teléfono... Impídalo si trata de hacerlo. Dentro de cinco minutos estaré allí.

Otra vez quiso comunicarse con Tab, pero la tentativa resultó infructuosa. Entonces acudió una idea a su mente. Recordó que Tab le había dado el nombre del inquilino del piso bajo, pero también le había dicho que solía estar poco en casa; de todos modos, había una probabilidad.

Esperó con el auricular pegado al oído.

—¿Hablo con el señor Cowling...? Siento molestarle. Soy el inspector Carver, amigo de Holland, el inquilino que vive en el piso superior al suyo. ¿Sabe usted si está en casa? He tratado de comunicarme con él..., ¿verdad que ha oído las llamadas? Sí, era yo.

—Llegó hace cosa de una hora —contestó la voz del señor Cowling— y alguien le llamó por teléfono. Lo oigo perfectamente desde mi habitación; el que le llamaba era un tal Rex, o Wex.

—¿Rex? —le preguntó el detective al instante—. Sí, sí... Y luego salió, ¿verdad? Muchas gracias.

Se sentó un momento, contemplando fijamente la carpeta que tenía enfrente y luego se levantó y se puso el impermeable.

Ante la entrada de la comisaría, sus hombres estaban subiendo ya a los coches y él se introdujo en el primero.

«¿Lo habré demorado demasiado tiempo?», pensó. La orden de arresto había sido expedida después de haber tomado declaración jurada a Green, el ex criado de Jesse Trasmere. Había hecho venir de Australia a ese testigo, cablegrafiándole el mismo día en que encontraron muerto a Trasmere. La declaración de Green confirmó sus sospechas.

Era ya demasiado tarde para lamentarlo. Acompañado por el sargento, entró en el hotel. El vestíbulo estaba desierto, habían apagado la mitad de las luces, y, como Carver temía, el camarero del piso se había retirado ya, dejando al portero de noche a cargo de todo.

—¿Pregunta usted por el señor Rex Lander? No, no creo que esté en su habitación. Llamaré a ver.

—¡No toque el teléfono! —le ordenó el inspector—. Soy un oficial de policía. Condúzcame a la habitación del señor Lander.

El hombre vaciló un momento, pero Carver exclamó con energía:

—Si toca el cuadro de distribución, le haré encerrar en el calabozo. ¡Salga de ahí!

El hombre obedeció a regañadientes.

—No he hecho nada malo —dijo—; sólo trataba de...

—Vigilad a éste —ordenó el detective, y luego, dirigiéndose al portero, ordenó—: ¡Dame la llave de la habitación de Lander!

Sacó una llave de un gancho y la tiró sobre el mostrador.

Como preveía Carver, el cuarto de Rex estaba vacío.

—Quiero que se haga un buen registro en estas habitaciones —dijo al sargento—. Otro hombre se quedará con usted para ayudarle. Deben mantenerse las guardias en los sitios que he indicado antes, hasta que yo avise. Podría venir luego.

Esperó allí cosa de media hora, pero, aunque hubo un constante desfile de coches con gente que volvía del teatro, Rex Lander no apareció.

El portero comenzó a mostrarse comunicativo.

—Tengo mujer y tres hijos. No quiero verme envuelto en un asunto desagradable. ¿Para qué buscan ustedes al señor Lander?

—No se lo diré —contestó secamente Carver.

—Si es un asunto grave, no sé nada de ello —dijo el portero—. También debo decirle que le hice anoche un favor.

—¿Anoche?

—Sí. Estaba en el vestíbulo cuando telefonearon preguntando por él, y me pidió que hiciera esperar hasta que él estuviese en su cuarto. Me dijo que era una señora con la que estaba disgustado. Esto es todo lo que yo sé. Es muy simpático —añadió, como justificándose.

—Es un ser inofensivo —dijo irónicamente Carver—. ¿Qué ocurre?

Uno de los hombres que había dejado registrando la habitación de Rex se acercó presurosamente, llamó aparte a Carver y sacó del bolsillo un revólver antiguo.

—Lo hemos encontrado en un cajón —le dijo.

Carver lo examinó con curiosidad. En cuanto lo vio supo de qué arma se trataba, antes de mirar los caracteres chinos grabados en el mango.

—Lo suponía —dijo—. Es de fabricación china, de los que usaban los oficiales de su ejército hace unos doce años. Creo que pertenecía a Jesse Trasmere. —Lo abrió y vio que estaba cargado; contenía cuatro cartuchos intactos y dos vacíos—. Ponedlo aparte. Envolvedlo en un papel y que le saquen una fotografía, para ver las huellas dactilares —ordenó—. ¿Habéis encontrado algo más?

—Hay un recibo de la casa Burbridge, por una sortija de zafiro —le contestó el otro.

Al oírlo, Carver sonrió levemente. El regalo que Rex había comprado «en Roma» para su amigo, había sido adquirido a poca distancia de Doughty Street.

Ya era casi medianoche cuando le llamaron por teléfono desde la comisaría.

—¿Carver? Mayfield está ardiendo... Acaban de avisar a la brigada.

Carver dejó caer el auricular como si estuviese al rojo vivo y corrió hacia la puerta. Un coche acababa de dejar a sus pasajeros y el inspector se abrió camino por entre ellos sin miramientos.

—¡Peak Avenue! —dijo.

¿Cómo no había pensado antes en Mayfield? Iba maldiciendo en la oscuridad del taxi. ¡Sabiendo que Rex Lander había llamado a Tab y que éste había salido de su casa! Era evidente que tenía que haberlo conducido a Mayfield. Tab habría ido de buen grado, sin sospechar de su amigo...

Al pensarlo, Carver tembló.

Lo vio claramente en las fotografías hechas pedazos. Estaba loco de celos y no se detendría ante ningún obstáculo. Tras cometer dos asesinatos, uno más ya no suponía nada extraordinario.

Mucho antes de llegar a Peak Avenue vio el rojo resplandor del cielo y lanzó un gemido. Valiéndose de las llamas, Rex Lander no sólo destruía a su rival, sino también la mitad de las pruebas de sus crímenes.

El coche rompió el cordón de policía que había en la avenida, lleno ahora de personas a medio vestir y alumbrada por las llamas que salían de la casa que destruía el fuego. Se hundió el techo en el mismo instante en que él se apeaba, levantando una enorme columna de chispas que centellearon contra el oscuro fondo del cielo. Silencioso y entristecido. Carver contempló aquel espectáculo.

Alguien le hizo volver en sí al tocarle en el hombro, y, al dar media vuelta, vio a un hombre con una bata chorreante y sucia. Al principio no lo reconoció, porque su rostro estaba ennegrecido y chamuscado, y sus ojos inflamados.

—Mi padre fue bombero —explicó el señor Stott solemnemente—. Los Stott somos duros de pelar. ¡Unos héroes todos!

Carver lo miró estupefacto.

¡El señor Stott estaba borracho!

35

Con un pañuelo atado alrededor del rostro, Eline Simpson se dio vuelta en la cama y lanzó un quejido.

Desgraciadamente, su dormitorio estaba situado sobre el que ocupaban el señor Stott y su esposa, pero los quejidos de Eline no ejercían influencia alguna sobre la dueña de casa.

El señor Stott, en cambio, había llegado a tal punto de nerviosismo que esperaba ansioso el siguiente período de dolor, y cuando no llegaba, se sentía aliviado, pero cuando al final estremecía las paredes de su habitación se le hacía insoportable.

—¡Eline se irá mañana! —exclamó, y hasta la señora Stott pudo oírlo.

—Se ha hecho sacar el diente —contestó soñolienta su esposa—. Ve arriba y dile que se levante y se pasee por la habitación... ¡No, no! Que no pasee; que se levante y se esté quieta...

El señor Stott la miró y luego oyó otro quejido. Se levantó, se echó encima la bata, que era en realidad un quimono, y subió las escaleras.

—¡Eline! —llamó con voz recia, la más adecuada para aquella hora y ocasión.

—Diga, señor —le contestó patéticamente la joven.

—¿Qué diablos...? ¿Por qué arma ese escándalo?

—¡Oh! Es la muela que me duele, señor Stott —exclamó angustiosamente.

—¡No es verdad! —dijo el señor Stott—. ¿Cómo le va a doler, si la dejo en casa del dentista? No sea boba. Levántese y tome algo... Baje. Vístase decentemente.

También él bajó al comedor y, sacando de su escondrijo una botella que llevaba una gran etiqueta, echó en un vaso una dosis generosa.

Eline llegó vestida con una bata de franela. No parecía un ser humano.

—Beba esto —ordenó el señor Stott.

Eline cogió el vaso tímidamente y lo examinó.

—No puedo beberlo, señor.

—¡Bébalo! —exclamó nuevamente el señor Stott—. No es nada malo.

Para demostrarle que no era nada malo, él bebió una cantidad mucho mayor. En desquite, el whisky, aunque no consiguió hacer caer al señor Stott, le hizo vacilar. Afortunadamente para su reputación de bebedor, Eline lo ignoraba todo, excepto una sofocación que la invadía, acompañada por una sensación como si hubiese tomado una cucharada de plomo derretido. No pudo, por tanto, ver al señor Stott boqueando como un pez y frotándose la garganta.

—¡Oh, señor! ¿Qué es? —pudo decir al fin.

—Whisky —le contestó el señor Stott con voz pastosa—. Whisky puro. ¡Total, nada!

Eline nunca lo había bebido puro. Le parecía algo así como si tuviese aristas afiladas. Miraba a su amo en aquel momento con un respeto que no le había tenido hasta entonces.

—No es nada —repitió el señor Stott.

Era abstemio, y jamás había bebido whisky sin diluirlo antes.

Lo había hecho por bravuconería y no estaba arrepentido de ello.

—¿Cómo sigue la muela?

—Muy bien, señor —respondió Eline, agradecida, experimentando una grata sensación de alegría.

Lo mismo le sucedía al señor Stott.

—Siéntate, Eline —le dijo, señalándole con gesto majestuoso una silla.

Eline se rió tartamudeante y obedeció.

—Siempre me ha gustado mucho beber —le explicó el señor Stott con gravedad—. Lo mismo hacía mi padre; soy lo que se llama un bebedor de tres botellas.

Se asustaba al oírse, pues su difamado progenitor había sido un pastor protestante.

—¡Dios mío! —exclamó impresionada Eline—. ¡Y sólo hay dos botellas en el aparador!

El señor Stott las miró.

—Sólo hay una, Eline —la corrigió severamente, mirando otra vez—. Sí, quizá tengas razón. —Cerró un ojo, luego el otro, y al fin dijo—: Sólo una.

—Dos —repitió Eline en son de reto.

—A los Stott siempre nos ha tenido miedo hasta el mismísimo diablo —dijo Stott—. Salir de una para entrar en otra. Buenos bebedores, buenos jinetes, buenos vividores, ¡la sal del mundo, Eline!

—¡Hay tres botellas! —exclamó Eline, pensativa.

—Mi padre venció en veinticinco asaltos a Kid Me Ginty... —Él señor Stott se plantó en el umbral de la puerta con los brazos en jarras y las piernas abiertas, mirando hacia Mayfield.

—¡Ten cuidado con tus jugarretas —dijo en tono de reto—, pues te encontrarás esta vez con un Stott!

Eline se agarró con fuerza a su brazo.

—¡Oh, señor..., hay alguien allí!

No cabía duda de que había alguien, porque se veía una luz en la habitación que daba al exterior... Una incierta luz roja. Luego la puerta se cerró con estrépito.

—¿Alguien?

El señor Stott bajó los escalones de la entrada, indignado. Falló alguno de ellos, pero no perdió el equilibrio.

—¿Alguien?

Recordó vagamente que el jardinero tenía la mala costumbre de dejar la azada bajo el seto que marcaba el límite de su pertenencia.

—Morirás de una pulmonía, querido —exclamó casi sollozante Eline.

Pero el señor Stott no notó aquel cariñoso epíteto que no había buscado, ni la lluvia que lo empapaba, ni el viento que azotaba su bata. Buscó la azada y la halló en su sitio, justamente cuando salía de Mayfield un coche.

—¡Eh! ¡Oiga! —gritó el señor Stott con fiereza—. ¿Qué demonios significa esto?

Estaba en el centro de la calle, blandiendo el arma y por milagro no lo derribó el guardabarros al pasar el coche.

El señor Stott se volvió y quedó mirando hacia el vehículo.

—¡Qué lástima! ¡No lleva las luces encendidas! —exclamó.

Pero en cambio, en Mayfield había luces blancas, rojas y amarillas, que revoloteaban como acariciadoras lenguas por todo el edificio.

—¡Fuego! —exclamó el señor Stott con voz sorda.

Se dirigió vacilante hacia la puerta de Mayfield y, con un golpe de la azada, rompió el cristal de la mirilla, introdujo la mano, encontró la manija y pudo entrar.

—¡Fuego! —repitió el señor Stott.

Tenía idea de que debía hacer algo... La sensación de que debía rescatarse a alguna persona. El comedor ardía por un extremo, y a la luz del incendio vio una puerta abierta. Al fondo había un leve resplandor fijo.

—¿Hay alguien? —gritó el señor Stott.

Recorrió su espina dorsal un frío mortal al oír que una voz lejana le respondía:

—¡Aquí!

—¡Fuego! —vociferó el señor Stott, y bajó las escaleras.

La voz venía de detrás de una puerta.

—Espere..., le echaré la llave.

A estas palabras siguió el sonido de algo metálico que chocó contra la pared de ladrillo que tenía a sus pies.

El señor Stott frunció el ceño al ver que era una llave.

—Abra la puerta —le dijo la voz, apremiándole.

El señor Stott se agachó, recogiendo la llave, intentó introducirla en el agujero de la cerradura por tres veces, infructuosamente. Al fin lo consiguió.

Apareció un hombre que parecía curvado por el lumbago.

—Desate la correa —le ordenó.

—Está ardiendo la casa —dijo el señor Stott.

—Así lo veo..., ¡pronto!

Stott hizo lo que le había pedido y el prisionero pudo enderezarse.

—Coja los papeles... que hay sobre la mesa —le dijo el desconocido—. Yo no puedo hacerlo, porque tengo esposadas las manos a la espalda.

El señor Stott obedeció.

Ya invadía el humo el pasadizo. De pronto se apagaron las luces.

—¡Ahora, corramos! —exclamó Tab.

Y el señor Stott, empuñando aún la azada, se lanzó hacia adelante. Al llegar a la escalera hizo una pausa. El calor era insoportable y las llamas ya lamían el primer peldaño.

—¡Golpee el suelo... y la alfombra con la azada, y huya...! ¡No se preocupe por mí!

El señor Stott echó a correr escaleras arriba, golpeando el suelo desesperadamente. El humo le cegaba; las llamas chamuscaban su piel y sintió marchitarse con el calor los escasos rizos que le quedaban.

Tab Holland le dio un empellón con el hombro, y el señor Stott tuvo la impresión de que lo lanzaba dentro de un horno. Dio un grito y saltó. En menos de un segundo ya estaba en el vestíbulo... boqueando y con vida.

—¡Afuera!

Tab le dio otro empujón y el señor Stott salió a la intemperie, bajo la lluvia, cuando llegaba la primera bomba.

—Tengo un incendio dentro de mí —dijo el señor Stott, con satisfacción—. Venga a beber algo.

Tab necesitaba algo más que eso. Vio correr a un policía y le llamó.

—Oficial..., ¿puede usted quitarme estas esposas? Soy Tab Holland, de El Megáfono.

Bastó para ello el rápido movimiento de una llave, y en seguida pudo estirar luego sus doloridos brazos.

—Venga a tomar un trago —dijo, impaciente, el señor Stott, y Tab pensó que la proposición no era del todo descabellada.

Llegaron al comedor de la casa del señor Stott, encontrando allí a Eline que entonaba una canción con aguda voz de falsete, que había despertado incluso a la esposa del señor Stott, pues a su llegada vieron que la buena señora, en ropas menores, miraba a Eline entre avergonzada y sorprendida.

La señora Stott casi se desmayó al ver el aspecto de su marido. Tab parecía algo más normal... Hasta Eline se mostró confusa.

—¿Qué significa esto? —murmuró, dirigiéndose a su marido.

Este lanzó una mirada de indignación a Eline, y señalando la puerta, le dijo:

—¡Calla, muchacha! ¡Vete a dormir! ¡Estás ardiendo! ¡Eres el segundo incendio de la noche!

Le causó tal placer su salida que empezó a reír a carcajadas como si sufriese un ataque, hasta que la campana de la segunda bomba le cortó en seco la hilaridad y le hizo salir corriendo a la calle.

—No creo que mi marido esté en su sano juicio —dijo la señora Stott, con voz trémula—. ¡Calla, por favor, Eline! ¿Qué es eso de cantar a estas horas canciones de iglesia?

Luego entró apresuradamente el señor Stott, seguido por Carver.

—¡Gracias a Dios, muchacho! ¡Nunca pude imaginarme tal cosa!

Carver casi no podía articular sus palabras.

—Yo lo rescaté —anunció el señor Stott con voz recia, blandiendo la azada, con la cara ennegrecida y la bata chamuscada y empapada—. Yo le rescaté —repitió con dignidad—. Nosotros, los Stott, somos de buena raza. Mi padre fue bombero... y rescató de las llamas a millares de seres...

Con ello ya se iba acercando un poco a la realidad, puesto que, como se ha dicho anteriormente, su progenitor había sido pastor de almas.

36

—Hay que avisar inmediatamente a la señorita Ardfern. He hablado con ella esta noche. Le pregunté por usted, y se alarmó tanto, que supongo que habrá pasado la noche en vela. ¡Dios habrá querido que sucediera así! —dijo Carver.

Pero la comunicación con Hertford 906, que había resultado facilísima en las primeras horas de la noche, era imposible en aquel momento. La operadora de Hertford había contestado al segundo intento que la línea estaba cortada.

Carver volvió al comedor del señor Stott con grave semblante. Podían hablar confiadamente, pues la dueña de la casa y la criada habían desaparecido, y el señor Stott, con las manos cruzadas sobre el pecho, estaba profundamente dormido en una butaca, con una beatífica sonrisa en los labios. Tal vez estuviese soñando con sus heroicos e invencibles antepasados...

—Tab —dijo Carver—. ¿Conoce usted Stone Cottage? ¿Recuerda cómo está instalado el teléfono? ¿Hay conexión con cable independiente o llega desde el camino?

—Creo que desde el camino —respondió Tab—. El cable va hasta el edificio, cruzando el jardín. Lo recuerdo porque Ursula me hizo notar lo feo que era.

Carver asintió.

—Entonces está allí y ha cortado el cable. Comunicaré con el cuartel de policía más cercano y veremos lo que se puede hacer; ahora busquemos un coche, Tab.

Tab tuvo verdadera suerte, pues encontró un joven que vivía allí cerca, cuyo mayor goce era transgredir todos los límites señalados de velocidad en un Spans deportivo, y que aceptó la misión de buena gana, pues le permitía burlar las leyes con el beneplácito de la policía.

Cuando volvió Tab, el inspector le esperaba en la entrada del jardín.

—¿Es éste el coche? ¿Conoce usted el camino? —preguntó Carver.

—Iría con los ojos cerrados —contestó el joven deportista.

Emprendieron una desenfrenada carrera. Hasta Tab, que contemplaba con ironía la legislación sobre el tráfico, hubo de admitir que el conductor pecaba por demasiada osadía.

Iban como un bólido entre una lluvia que pinchaba como si cayesen alfileres, y era tan copiosa que los dos potentes faros de la máquina formaban nebulosas fantásticas y extraños arcos en la oscuridad de la noche. Se deslizaban raudos por fangosos recodos y estrechos caminos... En un momento dado, Tab hubiera jurado haber visto un auto negro, bajo un seto... Lo dejaron antes de que pudiese darse perfecta cuenta.

Al saltar Tab de su incómodo asiento, estaba abierta la verja del jardín. Al traspasar el umbral, le cruzó el rostro un alambre.

Ya no había necesidad de comprobar la posible visita de un desconocido, pues la cancela estaba abierta de par en par.

Su corazón latía violentamente al entrar en el silencioso vestíbulo, donde sólo se oía el rítmico tictac de un reloj. Encendió una cerilla y con ella una de las velas que él sabía que Ursula tenía siempre preparadas en una mesa cercana. A su débil resplandor pudo ver una silla patas arriba en la alfombra, que estaba arrugada como si hubiera habido una pelea. Se apoyó en la pared para no caer.

—Iré solo —murmuró con voz ronca, y comenzó a subir las escaleras lentamente; cada movimiento le costaba un esfuerzo.

En el rellano superior había dos butacas y un canapé. Ursula le había dicho que leía allí a veces, porque podía aprovecharse la luz natural de los días calurosos. También allí estaba en desorden la alfombra, y sobre el canapé azul había...

Tuvo que morderse los labios para evitar que brotara de ellos un grito de espanto.

Había una gran mancha en un extremo. La tocó horrorizado y luego se miró la punta de los dedos. ¡Era sangre!

Cedieron sus rodillas y hubo de sentarse por un momento; luego, con un esfuerzo sobrehumano, se puso en píe, dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de Ursula, y la abrió.

Protegiendo con la mano la luz de la vela, para que no se apagase, entró. Una silueta yacía en el lecho, con el cabello castaño extendido, como si fuera un abanico, sobre la almohada; el rostro estaba vuelto hacia el lado opuesto de él y, de pronto... Su corazón se detuvo, al oír que una voz soñolienta le decía:

—¿Quién es?

Ursula se volvió apoyándose en un brazo y se incorporó, protegiéndose con la mano para evitar que la molestase la luz.

—¡Ursula! —suspiró.

—¿Cómo? ¿Eres tú, Tab?

Vio relucir un objeto de acero al esconder la joven algo que a medias había sacado de debajo de la almohada.

—¡Tab! —exclamó ella, sentándose en la cama—. ¿Qué sucede, Tab?

La palmatoria temblaba en la mano del joven, hasta el punto de que tuvo que dejarla sobre la mesita de noche.

—¿Qué sucede, amor mío? —le preguntó otra vez ella.

No pudo responder; de rodillas al lado del lecho, sólo podía temblar de gozo con la cabeza apoyada en la curva del brazo de ella.

37

Al atravesar la lluvia en el coche, Rex Lander sonreía porque pensaba que se había quitado un gran peso de encima. La solución de todas sus dificultades le parecía milagrosa. No corría, porque lo que se había propuesto estaba seguro de conseguirlo: la mujer que había ocupado su mente durante cuatro años, cuyos retratos había coleccionado por centenares, secretamente, cuyo rostro había admirado y cuya voz había escuchado noche tras noche, hasta convertir a la joven en una verdadera obsesión para él, excluyendo cualquier otro pensamiento o fantasía, iba a ser suya. Odiaba a Tab desde que se había burlado de la adoración que sentía por ella. Lo aborrecía desde que había podido comprobar sin posibilidad de duda, que Tab había conseguido adueñarse del corazón de Ursula durante su ausencia.

Había abrigado la absoluta convicción de que, gracias a ser tan rico, la joven accedería a ser su esposa a la primera indicación que le hiciese. Había basado su existencia en las riquezas, en la posesión de dinero necesario para proporcionar a la elegida de su corazón todo lo que la vanidad o la debilidad humana pudiera desear.

Pensó que Tab había muerto ya y que su confesión estaría convertida en cenizas. Sentía haber seguido el impulso de escribir la declaración de sus crímenes. Al llevar a Tab a Mayfield no había tenido idea de hacerlo y le asombraba ahora su propia estupidez. Había sido una locura. ¿Locura?

Frunció el ceño. Él no estaba loco. Era un deseo muy cuerdo el de pretender el amor de una mujer de la belleza y las dotes de Ursula Ardfern. Era señal de cordura el ansia de dinero, e incluso el llegar a lo que él había llegado por conseguirlo. Desde tiempos remotos, los hombres habían asesinado a aquellos cuya muerte podía mejorar su posición; no eran locos y, por lo tanto, él tampoco lo estaba. Él tenía un plan preconcebido; los locos, no.

Ursula consentiría en ser su esposa aquella noche. Sería su novio antes de que saliese de allí y sólo con pensarlo temblaba de dicha.

—¿Estoy loco? —se preguntó en voz alta, dejando el coche en el recodo donde había estado a punto de encontrarlo Carver en una ocasión.

Los locos no tomaban tantas precauciones; tampoco pertrechaban por si acaso la criada, desgraciadamente, se daba cuenta y llamaba a la policía, llevando en los bolsillos una cuerda resistente para arrancar el cable telefónico. Ni siquiera compraban cuerda de determinado grosor para amarrar, como él lo había hecho con Tab, en la cantidad exacta que necesitaba para los dos objetivos que se había fijado.

—No estoy loco —dijo Rex Lander, al traspasar la verja.

La casita estaba a oscuras; no había luz alguna en el cuarto donde ella dormía.

Hizo un reconocimiento minucioso del edificio y advirtió los puntos vulnerables.

Abrió la puerta ventana de la sala y entró silenciosamente. En otras circunstancias un criado hubiese acudido a su llamada.

¡Estaba en la habitación de ella! ¡En su estancia! Conservaba el exquisito encanto de su presencia y hubiera deseado reposar allí, respirando la vida que ella prestaba a todo cuanto tocaba, soñando con las fantasías que se había forjado tantas veces en las noches pasadas en Doughty Street, en la oficina, durante el trabajo, en el trayecto que desde el teatro recorría solitario después de haber escuchado el hechizo de su maravillosa voz.

Sacó una linterna de bolsillo y la dirigió en todos sentidos. En un florero, sobre un piano pequeño, había un ramo de rosas; cogió una y se la colocó con ternura en el ojal. La mano de ella las había puesto allí. Quizá las hubiese cogido en el jardín; quizá las habría besado... Inclinó la cabeza y sus labios rozaron los aterciopelados pétalos de la flor.

La puerta no estaba cerrada por dentro. Se hallaba en el vestíbulo, en el ancho vestíbulo. En un rincón había un reloj antiguo que señalaba el tiempo con toda exactitud.

La habitación de ella daba a la fachada principal; sabía que le era imposible equivocarse, pero tuvo que esperar en el rellano, sumido en un éxtasis amoroso. Dejó sobre el canapé la linterna y se alisó mecánicamente el cabello; luego prosiguió su camino de puntillas. Ya tocaba con su mano el tirador de la puerta, cuando un brazo delgado y fuerte le rodeó el cuello, sofocando el grito que iba a salir de su garganta.

Era tanta la fuerza del desconocido que llegó a levantarle del suelo, y, sacudiéndole, estuvo a punto de hacerle caer, pero Rex Lander pudo echar mano a uno de sus bolsillos. Hubo el destello de una pistola automática.

—¡Qué lástima! —murmuró Yeh Ling.

A Rex le pareció sentir una punzada en el costado izquierdo.

—¡Usted...! —exclamó.

Respiró profundamente, y luego Yeh Ling lo acostó en el canapé.

El chino escuchó, inclinado hacia adelante. No llegaba desde el vestíbulo rumor alguno, excepto el tictac del reloj. Levantó los párpados de Lander y le tocó suavemente las pupilas. Estaba muerto.

Yeh Ling sacó de la manga un pañuelo de seda azul y se limpió el sudor que le corría por el rostro.

Luego se inclinó, cogiendo el fláccido brazo de Lander, y con un rápido movimiento se echó el cadáver al hombro. Despacio, penosamente, bajó las escaleras con su carga; tuvo que descansar al llegar abajo. Buscó infructuosamente una silla. Se sentó al lado de su víctima hasta recobrar el aliento y luego abrió la puerta sin hacer ruido.

Aunque la noche estaba oscura, había, sin embargo, luz suficiente para distinguir los objetos. No pudo echárselo otra vez al hombro, por lo que lo arrastró a lo largo del vestíbulo. Hizo caer una silla al pasar, pero afortunadamente cayó sobre la alfombra y no hizo ruido. Lo transportó a través del jardín pavimentado, hasta el camino.

Le silbaba la respiración. Hubo de detenerse nuevamente para recobrarse. Intentó levantar el cadáver mediante un esfuerzo, coronado en parte por el éxito. Iba describiendo zigzags y las piernas casi se negaban ya a sostenerle, pero su férrea voluntad dominada y, cuando estuvo a regular distancia de la casa, dejó allí el cuerpo inanimado y fue a buscar el coche de Lander. Lo encontró sin dificultad alguna, porque lo había visto llegar. Puso en marcha el motor hacia atrás, hasta llegar junto al cadáver... Luego subió al coche, depositó el cadáver en el asiento posterior, prendió un cigarrillo, encendió los faros y avanzó despacio por el camino que conducía a Storford.

A un kilómetro de distancia de su nueva casa, apagó los faros y cubrió la distancia restante sin ayuda de ellos, hasta llegar a un seto cercano. Se echó el cadáver al hombro y cruzó el fangoso campo hasta llegar al andamiaje que sostenía el depósito de cemento. Brilló un fugaz relámpago en el horizonte. Hubiera podido cerciorarse entonces Yeh Ling, si no lo hubiese sabido ya, de que la construcción del Pilar de los Recuerdos Gratos no había progresado: los moldes en forma de tubo estaban preparados y la barra de acero parecía un extenuado tronco de árbol que se inclinaba al paso del viento huracanado, con los movimientos de un borracho.

Después de mucho buscar halló el extremo de una cuerda sujeto a uno de los barrotes que cruzaban la plataforma, ató a él el cuerpo inerte de Rex Lander y luego se dirigió hacia el montacargas. Resonó un trueno prolongado y después se vio el fogonazo azul de un relámpago. Al levantar la vista, Yeh Ling vio un bulto suspendido en el aire y dio la vuelta a la rueda.

El viento soplaba con fuerza, balanceando macabramente el cadáver. El chino levantó otra vez la vista, tratando de observar sus movimientos. Varios relámpagos se sucedieron; el cuerpo se hallaba ya suspendido sobre el borde del pilar y, de pronto, Yeh Ling soltó la cuerda y la carga inerte cayó. Sacó del bolsillo la linterna que había encontrado encima del canapé y la dirigió hacia el molde de madera. Sí, había desaparecido.

Subió por la escalera que se apoyaba en la madera, halló después la otra escala interior y descendió por ella los tres metros que había entre el hormigón endurecido del pilar y el extremo del molde. Sin desatar la cuerda, levantó el cadáver hasta ponerlo de pie y con rápido movimiento lo sujetó a la barra de acero, enrollando la cuerda a su alrededor. Luego cortó la amarra y la anudó; subió con agilidad por la pequeña escala y desde arriba se volvió a mirar la combada silueta. Se había intensificado la tormenta; los relámpagos y los truenos eran más intensos. Al revisarlo, su trabajo le satisfizo. Sacando la pequeña escalera interior la arrojó a un lado y pocos momentos después se hallaba otra vez en tierra.

Hizo un registro. Tenía que encontrar la cuerda que hacía funcionar la tolva. La descubrió al fin. Tiró de ella con fuerza y en seguida oyó que la viscosa argamasa se deslizaba, desde la tolva, dentro del molde. La abrió al máximo y comenzó a oír el silbido característico de la masa al aumentar su volumen. Al cabo de unos momentos soltó la cuerda, buscó una paleta y subió otra vez por la escalera. El hormigón llenaba totalmente el molde. Ya no había señal alguna de Rex Lander. Valiéndose de la herramienta, igualó la superficie del. cemento y descendió por última vez.

La tormenta era local y ya menguaba; pero aunque hubiese sido el cataclismo más tremendo de la naturaleza, él no lo habría notado. Se sentó en el estribo del coche de Lander, calado hasta los huesos, con las manos desolladas y sangrando, todo el cuerpo dolorido, y se puso a fumar, pensativo, un cigarrillo. Así se encontraba cuando oyó el ruido de otro coche y condujo el de Lander a cubierto del seto. Como una flecha pasó el otro coche.

«No puedo esperar», se dijo Yeh Ling.

Se introdujo en el coche y partió; para no pasar por Storford, tomó un camino que conducía al río. A esta altura se detuvo y salió del coche, dejando el motor en marcha. Soltó el freno y el automóvil cayó al agua. Luego el chino volvió a pie a buscar el suyo.

Al rayar el alba, Yeh Ling se estaba dando un baño tibio y perfumado en su apartamento que daba a Reed Street. Sus manos sostenían fuera del agua una selección de las poesías de Browning, y leía «Pippa Passes».

38

—Hay manchas de sangre en la escalera y en el pavimento del jardín —dijo Carver—. También hay marcas de las ruedas de un coche que evidentemente ha llegado haciendo marcha atrás un trecho, desde el lugar en que Lander solía dejarlo. Pero, aparte de eso, no hemos podido averiguar nada más.

—¿Qué opina usted? —preguntó Tab.

—Para hablarle con franqueza, Tab —le contestó el inspector—, prefiero tener la confesión de Rex, incoherente y brutal como es, que haberle atrapado a él.

Comenzaba a despuntar el día y Ursula había bajado a prepararles el desayuno. Acudió silenciosa, como mudo testigo.

—Es perfectamente cierto que Lander ha estado aquí —dijo Carver—. Él cortó la comunicación telefónica, él entró por la puerta ventana de la sala y subió las escaleras. ¿No oyó nada, señorita Ardfern?

—Absolutamente nada. No tengo el sueño ligero, pero estoy segura de que si hubiese habido lucha junto a la entrada de mi cuarto, la hubiese oído.

—Todo depende de quién llevase la mejor parte —contestó Carver fríamente—. Yo creo que eso no tiene nada que ver con este asunto. El hecho es que Lander estuvo aquí y se volvió a marchar, pues se ha encontrado su sombrero en el camino y las huellas de su coche se distinguen fácilmente. ¿Ha oído algo Turner?

—Nada —contestó ella—, pero no es extraño, puesto que duerme en la parte posterior del edificio, en una habitación que da a la cocina. ¿La confesión de Lander es muy explícita?

—Mucho —dijo Carver enfáticamente—, y con la explicación de Tab sobre el sistema de que se valió para dejar la llave sobre la mesa, la cosa queda tan clara como el agua. Parece ser que Lander venía planeando desde hacía años quedarse con el dinero de su tío, y tuvo que apresurar la ejecución de su proyecto al saber, probablemente a través de Jesse Trasmere en los momentos en que había estado con él, que pensaba dejar su fortuna a personas desligadas de la familia. Como huésped de su tío en Mayfield, debió de apoderarse del revólver, pues pertenecía indudablemente a Trasmere, y tengo la vaga idea de que sustrajo también algo más.

—Yo puedo decirle lo que fue —dijo Ursula reposadamente—. Se llevó también algún dinero.

Tab la miró asombrada.

—Pero ¿por qué lo hizo, Ursula?

Ella le respondió al momento, porque Carver le hizo al mismo tiempo otra pregunta.

—¿Cuánto tiempo hace que sabe usted que Lander fue el que asesinó a Jesse Trasmere?

Tab esperaba oírla decir que lo ignoraba por completo, y que había recibido la noticia como algo inesperado, pero Ursula contestó:

—Lo supe el día que Tab me contó qué clase de testamento había dejado el señor Trasmere.

—Pero ¿por qué? —preguntó Tab.

—Porque... —repuso Ursula— ¡el señor Trasmere no sabía leer ni escribir inglés!

Carver comprendió antes que Tab todo lo que significaba aquella afirmación.

—Ahora me doy cuenta. Sabía que el testamento era apócrifo —dijo—, pero lo consideré tan sólo una falsificación y supuse que Lander había imitado la letra de su tío, debido a las cartas que solía recibir de él.

—No las escribía el señor Trasmere; las escribía el propio señor Lander —respondió la joven—. Creo más bien que lo hizo con la intención de establecer la autenticidad de la firma cuando se encontrase el testamento, puesto que había descubierto el secreto. El señor Trasmere era muy sensible respecto a este punto. Solía quejarse de que, aunque escribía y leía el chino sin dificultad alguna (supe que en este aspecto era considerado un sabio), no podía, en cambio, escribir dos palabras en inglés. Esta es la explicación de que yo fuese su secretaria, y de que hubiese de tener a alguien en quien depositar su confianza y ejercer cierta autoridad.

—¿Es verdad, entonces, que Rex se escribía las cartas él mismo? —preguntó Tab incrédulo.

Ella asintió.

—No hay duda alguna en cuanto a eso. Casi me desmayé cuando me dijiste que el señor Trasmere había dejado un testamento de su puño y letra. Sólo entonces supe lo sucedido, quién era el criminal y por qué habían asesinado al señor Trasmere.

—Me agradaría encontrar a Lander —dijo Carver, como hablando consigo mismo—. ¿Desde cuándo tenía Rex esta idea?

Tab fue quien rompió el silencio que se creó.

—Durante años enteros, desde que... —y vaciló.

—¿Desde que me vio a mí? —preguntó la joven con tristeza.

—Desde antes. Se enamoró de otra mujer —replicó Carver—. Lander tuvo que apresurar la realización de sus proyectos, cuando supo que el dinero saldría de la familia. Sólo esperaba la ocasión. Tenía elaborado el plan hasta en sus más mínimos detalles. Había ensayado muchas veces la estratagema de la llave, y decidió ponerla en práctica el día que cometió el crimen. Sabía que su tío pasaba casi todos los sábados en la bóveda, y que las puertas que conducían a ella se mantenían abiertas. Primero había de librarse del criado, y descubrió de algún modo que Walters era un ladrón. Tengo la impresión de que en otro tiempo Lander estudió asiduamente asuntos criminales, y me parece recordar que alguien me dijo que pasaba largas horas en la biblioteca de El Megáfono, con lo que se hizo muy impopular.

Tab asintió.

—Quizá fue allí donde supo algo de Walters o Felling, aunque no lo aseguro. Es suficiente tener en cuenta que supo que había sido condenado por robo, y la tarde del crimen le envió el telegrama (según he descubierto) diciéndole que la policía iría a buscarle a las tres. Debió de estar escondido cerca de la casa y, desde que vio que entregaban el telegrama, esperó hasta que Walters abandonó la casa. Al irse el criado entró en el edificio, bajó los escalones que conducían al pasadizo y encontró a su tío, como esperaba, trabajando, quizá haciendo el recuento del dinero recibido durante la semana, su ocupación favorita. Sin mediar palabra, lo mató de un tiro. Luego, al buscar la llave, no la encontró puesta en la cerradura, como él creía, sino en la cadena que colgaba del cuello de Trasmere. La rompió y sacó la llave ensangrentada, haciendo con ella lo que usted ha descrito.

»Vi una pequeña mancha de sangre en la parte inferior de la puerta la primera vez que la observé, pero no pude saber a qué se debía. Tampoco pude explicarme la presencia de arena en la cerradura. Ahora ya están aclarados estos dos misterios. Al llegar la llave sobre la mesa, tiró del alfiler, lo sacó del hilo, que guardó en el bolsillo, y cayó por casualidad en el pasillo.

Después de otra larga pausa, Carver preguntó irritado:

—¿Y dónde estará Lander ahora?

La única persona que podía decírselo con exactitud dormía tranquilamente, en aquel momento, en una cama angosta y dura.

39

Yeh Ling escribió lo siguiente:

«Querida señorita Ardfern: El próximo lunes haré lo que ustedes denominan “la inauguración de la casa”. ¿Vendrá usted? En tal caso, ¿quiere usted hacer lo posible para convencer al señor Carver y al señor Holland, de que en ese día sean también mis huéspedes?»

La joven contestó inmediatamente, aceptando la invitación en su nombre y en el de Tab.

—Es una gran idea —dijo el redactor de noticias—. Aquella casa contiene una historia, Tab. ¡A ver, muchacho, si por una vez en tu vida consigues una información interesante! Hay algo extraño en tus escritos y los correctores se quejan de las incongruencias que se notan en ellos. No es posible referirse al Secretario de Estado llamándole «muñeca», y no es usual hablar con un juez diciéndole «mi amada».

Tab se ruborizó.

—¿Es verdad eso, Jacques? —preguntó con remordimiento.

—Se requiere una historia vibrante sobre los pilares de Yeh Ling. ¿Conseguirás algún detalle de la China milenaria durante tu excursión mundana?

Tab, confiado, prometió que así lo haría.

Al llegar tuvo el inesperado placer de encontrar allí al señor Stott y de presentárselo a Ursula. Tenía para él extraordinario interés el edificio construido por Yeh Ling, ya que, según dijo repetidas veces, él había puesto los cimientos.

—Estoy en deuda con usted, señor Stott —le dijo Ursula cordialmente—. Tab..., el señor Holland, me ha contado su valeroso comportamiento el día del incendio.

El señor Stott tosió.

—Algo se ha dicho en la ciudad acerca de regalarme una placa —dijo con desdén—. He hecho todos los esfuerzos posibles para que esto no se lleve a efecto. No me gusta que se hable de mí. Lo curioso es que toda mi familia ha sido siempre así; a ninguno de nosotros le han agradado nunca estas cosas... Siempre hemos rehuido la publicidad. Mi padre, que quizá fuera el mejor pastor protestante, hubiese podido llegar a obispo, y en realidad le ofrecieron un obispado, lo que en resumidas cuentas viene a ser lo mismo. Recuerdo que...

Yeh Ling les enseñó toda la casa, así como sus tesoros acumulados a fuerza de trabajo, que veían a luz del día por primera vez en aquella ocasión.

Ursula, feliz admiraba con entusiasmo infantil cada estatuilla y cada cuadro de la pintura nativa que le enseñaba el chino.

—Yeh Ling —le dijo aprovechando un momento que quedaron solos—, ¿ha tenido noticias del señor Lander?

—No —contestó el chino.

—¿Cree usted que habrá huido a otro país? —le preguntó.

—No lo creo —dijo Yeh Ling.

—¿Lo sabe usted acaso? —inquirió ella con intención.

—Sólo puedo asegurarle, señorita Ardfern —le respondió Yeh Ling, dándose aire con un hermoso abanico decorado—, que nunca he vuelto a contemplar el rostro del señor Lander desde la noche en que le vi en el Golden Roof.

Le satisfizo la respuesta, pero...

—¿Quién era Wellington Brown? —preguntó con voz sofocada.

—Señora —replicó Yeh Ling suavemente—, ha muerto ya. Ha sido mejor que haya muerto así, que como usted suponía.

Ella se pasó las manos por los ojos y asintió.

—Los chinos perdonamos demasiado a nuestros padres —dijo Yeh Ling, dejándola a solas con su dolor.

Desde el edificio condujo a sus huéspedes hacia los jardines de la terraza, y luego a lo largo de la espaciosa avenida amarilla, hasta los dos pilares grises que se alzaban en la entrada de su finca.

—Estoy seguro de que le habrá costado mucho construirlos —dijo Stott, lanzándoles una mirada de experto.

—Sólo uno de ellos —repuso Yeh Ling, moviendo lánguidamente el abanico—. El Pilar de los Recuerdos Gratos tuvo una dificultad. Alguien vino una noche mientras llovía y dejó caer cemento en el molde, cortando la amarra que sujetaba el tubo de la tolva, y causó, además otros desperfectos. El maestro de obras creyó que no se fraguaría, pero no fue así.

Miró la superficie pulimentada de cemento y su vista se detuvo a unos tres metros del suelo.

—Lo he dedicado a todos los que me ayudaron: al anciano Shi Soh; a usted, señorita Ardfern...; a todos los dioses orientales y occidentales; a todos los que aman y son amados.

Cuando se marcharon los invitados, Yeh Ling, con el traje de ceremonias azul y dorado, volvió al pilar, con un libro en la mano. Su dedo señalaba hacia la mitad.

Hizo alejarse al criado que le acompañaba.

—Creo —dijo Yeh Ling— que seré más feliz...

Estaba de pie ante la columna; luego hizo una reverencia y, abriendo el libro, comenzó a leer con su bien timbrada voz. Era la oración por los muertos.

Cuando hubo terminado, prendió tres ramas de la madera perfumada que los chinos queman ante sus ídolos y que estaban en el florero azul que le había traído el criado. Los puso ante el pilar, haciendo una profunda inclinación. Luego sacó de sus amplias mangas algunos billetes y los quemó.

—Me parece que éstos son los únicos dioses que conozco —dijo Yeh Ling, limpiándose escrupulosamente los dedos.


Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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