La Pista de la Llave de Plata

Edgar Wallace


Novela



Capítulo uno

Todos estaban en el negocio: Dick Allenby, inventor y heredero presunto; Jerry Dornford, catasalsas, hombre de sociedad y vagabundo; Mike Hennessey, aventurero de teatro; Mary Lane, actriz de segunda categoría; Leo Moran, banquero y especulador, y Horace Tom Tickler, que estaba muy metido en esto, aunque no sabía una palabra.

Mister Washington Wirth, que daba reuniones y adoraba la adulación; el viejo Hervey Lyne y el paciente Binny, que empujaba su silla, le hacía el desayuno y escribía sus cartas, y Surefoot Smith.

Llegó el día en que Binny, que era un asiduo lector de periódicos dedicados a los aspectos más pintorescos del crimen, se encontró a sí mismo como foco de atención, y sus declaraciones, leídas por millones de personas que hasta entonces desconocían su existencia. Una maravillosa sorpresa.

Las reuniones de mister Washington Wirth eran de lo más escogidas y, en cierto modo, selectas. Los invitados eran seleccionados con cuidado y no podían, siguiendo la costumbre de los tiempos, invitar a los no invitados a que los acompañaran; pero eran, según decía Mary Lane, un curioso grupo. Ella iba porque Mike Hennessey se lo pidió y a ella le gustaba el grueso y letárgico Mike. La gente le llamaba el pobre viejo Mike, a causa de sus bancarrotas, pero, precisamente en esta época, condolerse de él no hubiera sido oportuno. Había encontrado a mister Washington Wirth, empresario de teatros, que era un hombre muy rico.

Era también un hombre misterioso. Generalmente, se creía que vivía en Midlands y que estaba asociado a algunas industrias. Su dirección en Londres era el hotel Kellner; pero nunca dormía allí. Su secretario telefoneaba de antemano pidiendo se le reservase el departamento imperial en ciertos días, a la hora del almuerzo. Cuando la mesa estaba preparada para veinte o treinta invitados, y la orquesta, especialmente contratada, empezaba a afinar, solía aparecer. Era un hombre rollizo, de pelo rubio y con gafas de concha. Los murmuradores decían que su cabello rubio era peluca; pero esto podía ser cierto o no.

Iba perfectamente vestido, e invariablemente usaba guantes blancos de cabritilla. Hablaba con voz chillona de falsete y tenía el hábito, muy europeo, de hacer chocar sus talones al inclinarse para besar las manos de sus invitadas.

Sus huéspedes eran seleccionados cuidadosamente; los escogía (o Mike los escogía por él) entre la morralla teatral: muchachas del coro, señoritas segundas partes y uno o dos cantantes desconocidos.

Una vez propuso Mike una fiesta más alegre. Mister Wirth se asustó.

—No quiero nada que sea bullicioso —objetó.

Adoraba la adulación, y no se la escatimaban. Gastaba generosamente, hacía regalos costosos, y a la gente que vivía lindando con la pobreza bien podía disculpársele la pequeña adulación.

No era posible introducirse en las reuniones de mister Washington Wirth. Las invitaciones estaban hechas en pequeñas cartulinas rectangulares, parecidas a los distintivos usados por las señoras del Royal Enclosure, de Ascot, en las que estaba escrito el nombre del invitado. Éste la llevaba prendida y servía así a un doble objeto, porque le permitían a mister Wirth conocer por su nombre al leer y dirigirse a cada uno de sus huéspedes.

Mary Lane comprendía muy bien que la invitación no era un tributo a su propio valer.

—¿Pensaré que de haber sido un huésped de verdadera importancia no hubiera sido invitada? —preguntó.

Mike rió de buena gana.

—Eres importante, Mary. La persona más importante aquí, querida. Nuestro buen amigo tiene interés en conocerte.

—¿Quién es?

Mike movió la cabeza, y contestó:

—Es dueño de medio mundo.

Rió. Mary Lane era encantadora cuando reía. Se daba cuenta de que, aunque Washington Wirth parecía tener ocupada su atención en estos momentos por la arrulladora solicitud de dos deliciosas rubias, la observaba con el rabillo del ojo.

—Da muchas reuniones, ¿verdad?

Mister Allenby me ha dicho hoy que estas reuniones eran mensuales. Por supuesto que tiene que ser rico; si no, no podría sostener nuestra obra en el teatro. Francamente, Mike: debemos estar perdiendo una fortuna en el Sheridan.

Mike Hennessey se quitó el cigarro de la boca y contempló la ceniza.

—No estamos perdiendo una fortuna —añadió de la manera más inesperada—. El viejo Hervey Lyne ¿es amigo suyo, Mary?

—No; es mi tutor. ¿Por qué?

Mike volvió a chupar su cigarro calmosamente.

La orquesta comenzaba un vals. Mister Wirth giraba torpemente. Su brazo, extendido, separaba de su cuerpo a su pareja, una señorita del Jollity, que estaba acostumbrada a ser apretada más fuertemente.

—Tenía idea de que entre ustedes había ciertas relaciones —prosiguió—. Prestamista, ¿no es prestamista? Así hizo su fortuna mister Allenby. ¿Es pariente suyo?

Había cierta intención en la pregunta, que la hizo sonrojarse.

—Sí, sobrino —se desconcertó un poco—. ¿Por qué?…

Mike contempló las parejas al pasar.

—Tratan de hacer ver que se divierten. Todos recibirán esta noche bolsillos con broches de oro. Usted tendrá el suyo.

—Pero ¿por qué me preguntó usted acerca de mister Lyne? —insinuó.

—Simplemente por saber hasta dónde conoce usted al viejo. No, nunca me ha prestado dinero; exige garantías de primera clase, y yo nunca las he tenido. Moran es su banquero.

Mike era uno de esos hombres desconcertantes, cuya conversación sigue el excéntrico curso de sus pensamientos.

Rió cacareando.

—Cómico, ¿verdad, Mary? ¡Moran, su banquero! Usted no ve la gracia de esto, pero yo sí.

Conocía a Leo Moran superficialmente, porque era amigo de Dick Allenby, y sabía que era asiduo visitante del teatro, aunque nunca frecuentaba los bastidores.

Cuando Mike se hacía el enigmático, era perder el tiempo tratar de seguirle. Mary consultó su reloj y dijo:

—¿Se molestaría mucho si nos marchamos pronto? He prometido ir a la Legación.

Movió él la cabeza, la cogió suavemente por el brazo y se dirigieron hacia donde mister Wirth se encontraba, alegremente entretenido por tres bonitas muchachas que trataban de adivinar su edad.

—Mi amiguita tiene que irse, mister Wirth. Tiene ensayo por la mañana.

—Comprendido, perfectamente —dijo el anfitrión.

Cuando se sonreía enseñaba sus dientes iguales y blancos, por lo que no tenía que agradecer nada a la Naturaleza.

—Comprendido, perfectamente. Vuelva de nuevo, miss Mary Lane. Yo volveré del continente dentro de tres semanas.

Mary estrechó su grande y fofa mano. Mike la acompañó y la ayudó a ponerse su abrigo.

—Una hora más y me marcho; nunca me quedo después de la una.

Y a propósito: le llevaré su regalo al teatro.

Le gustaba Mike; a todo el mundo le era simpático Mike. Seguramente no habría un actor o actriz en Londres que no hubiera consentido en trabajar con la mitad del suelo para él. Podía llorar convincentemente cuando estaba arruinado. Y siempre estaba arruinado cuando individuos de duras entrañas esperaban que les pagase lo que les debía.

Se hacía querer, pero era un pícaro. Nadie sabía qué hacía con el dinero que tanta gente le había confiado y él había manejado y pedido; pero con toda certeza estaba empleado provechosamente.

—No sé lo que ocurre con nuestra obra —dijo al tiempo que marchaba, a lo largo del corredor, hacia el ascensor—. Quizá es el título. Escollos del destino. ¿Qué es lo que significa? He visto ya la endiablada obra más de cuarenta veces y aún no sé de lo que trata.

Le contempló asombrada.

—¡Pero si usted la escogió!… —protestó.

Movió la cabeza.

—Fue él —y señaló con el dedo hacia atrás, a la habitación de mister Wirth—. Me dijo que su lectura le había hecho sentirse un hombre mejor, que nunca había sentido la necesidad de ir con más regularidad a la sinagoga.

Vio marchar a Mary; dio vueltas a su alrededor, como gallina con polluelos. Le agradaba Mary, porque era algo real en el mundo de irrealidades. La primera vez que la había llevado a cenar le había ofrecido algunas ideas sobre el método más rápido por el cual una joven actriz puede llegar a ser estrella y tener puesto su nombre en anuncios luminosos, y ella le había contestado cuerdamente, y de tal manera, que no hirió su vanidad, y la vanidad de un hombre gordo es prodigiosa.

Desde entonces la colocó en una nueva categoría. Era la única mujer en el mundo que realmente le agradaba, a pesar de que, según se decía, quería a muchas. Se dirigió de nuevo hacia la pesada atmósfera del comedor. Mister Wirth estaba entregando los bolsillos.

Estaba alegre como nunca. De ordinario bebía muy poco, pero esta noche… Había prometido que bebería una botella entera de champaña si alguien le adivinaba su edad, y una de las bonitas muchachas había acertado al decir treinta y dos años.

—¡Magnífico! —exclamó Mike cuando se lo dijeron.

Tan pronto como tuvo ocasión se llevó a su protector a un lado.

—Va siendo hora de que esa gente se vaya, mister Wirth —dijo.

Mister Wirth se sonrió estúpidamente. Hablaba con el refinamiento que el vino infunde a algunos.

—¡Mi queridoo amigoo! ¡Queridoo! Todavía me creo capaz de poder ir hasta mi querido viejo Coventry.

Ciertamente, éste era un nuevo mister Wirth. Mike Hennessey estaba asustado. Sentía el peligro de perder una inestimable posesión. Era como si el propietario del secreto de una mina de oro, de la cual estuviera sacando un rico dividendo, izase una grande y flamante bandera para señalar su posición.

—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó con agitación.

—Algo refrescante.

—Espere un momento, ¿quiere?

Salió corriendo, habló al maître d’hôtel y volvió en seguida con una pequeña botella azul. Llenó una cucharilla de pequeños gránulos, que echó en un vaso de vino, llenándolo de agua, y ofreció la espumante poción al anfitrión de la fiesta.

—Beba —dijo.

Mister Wirth obedeció, descansando al respirar, entre sorbos.

A esta hora el último invitado ya se había ido.

—¿Está usted bien? —preguntó Mike ansiosamente.

—Casi bien —contestó el otro.

Parecía haberse serenado de repente. Mike, de cualquier modo, estaba engañado. No acompañó a su amigo hasta su coche porque no era su costumbre. Mister Wirth, envuelto en un pesado abrigo, con el cuello levantado y su sombrero de copa ladeado sobre sus ojos, se dirigió al garaje próximo al hotel, hizo que sacaran su coche, y estaba entrando en él cuando el vigilante se le acercó.

—¿Puedo hablar una palabra con usted, señor?…

Mister Wirth le observó con ojos inexpresivos, entró hasta su asiento y metió la marcha.

—¿Puedo tener una palabra?…

El coche dio un salto hacia delante. El pequeño interlocutor, que tenía un pie en el estribo, fue arrojado al suelo. Se levantó y salió corriendo detrás del coche, con gran diversión de los trabajadores del garaje. El coche y su perseguidor se perdieron en la oscuridad.

Capítulo dos

El perseguidor perdió su pieza en Oxford Street, y desconsoladamente continuó su camino hacia adelante. Una especie de instinto de orientación le hizo dirigirse hacia Regent’s Park. Naylors Crescent era una corta, pero magnífica, calle que arrancaba de la periferia del Crescent; muy silenciosa, sus pequeñas, pero majestuosas, casas estaban a oscuras. Mister Tickler, tal era su raro nombre, se paró delante del número diecisiete y miró hacia las ventanas. Las blancas cortinas estaban corridas, y la casa parecía sin vida. De pie, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, parpadeaba mirando la puerta verde, que tan bien conocía, los tres gastados peldaños y los dos carriles de acero que los albañiles habían colocado en la piedra para facilitar el descenso de la silla del inválido.

Allí dentro había riqueza inmensa, incalculable riqueza, y un estúpido viejo al borde de la tumba. Fuera estaba la pobreza y el resentimiento, el recuerdo de los rigores de la prisión de Pentonville, un cierto sentido de injusticia. El viejo Lyne dormía en el primer piso. Su lecho estaba entre esas dos altas ventanas. La más baja era del estudio donde se sentaba durante el día. Allí, en la pared, había una caja fuerte llena de viejos papeles. El viejo Lyne nunca guardaba dinero en la caja. Durante toda su vida había tenido este hábito. Un ladrón o dos se habían tomado enormes trabajos para probar si era un embustero, pero no habían conseguido nada con sus esfuerzos.

Allí estaba la vieja alimaña, durmiendo entre lujos, debajo de mantas ligeras como plumas, especialmente tejidas para él; debajo de un edredón de seda, relleno de costoso plumón, y aquí estaba Horace Tom Tickler con un puñado de plata en su bolsillo.

Pero quizá no estuviese en casa. Ésta era una de sus viejas mañas; estar fuera cuando todo el mundo pensaba que estaba dentro, y estar dentro cuando todos pensaban que estaba fuera.

Paseó de arriba abajo por la calle cerca de una hora, revolviendo en su imaginación numerosos proyectos, casi todos impracticables. Se escurrió después hacia atrás, en dirección a las calles alegres y sus cafés. Tomó un atajo a través de los patios para llegar hasta Portland Place, con asombrosa buena suerte.

Un policía, que paseaba a través de Baynes Mews oyó el ruido de un hombre que cantaba. Era, si su sentido auditivo le daba la verdadera impresión, la voz de alguien en avanzado estado de embriaguez; la voz salía de un pequeño piso, uno de los muchos situados sobre los garajes que bordeaban cada uno de los lados de los patios. Hubo un tiempo en que éstos estaban ocupados exclusivamente por cocheros y chóferes; pero grupos de artistas y aristócratas habían inundado estas humildes habitaciones de West End, y más de la mitad de la nueva población de Baynes Mews era gente que se vestía para la cena y volvía a su casa, después de las fiestas de noche en los clubs, con los brazos llenos de regalos, algunos de los cuales hacían extraños y desconcertantes ruidos.

No había nada en la voz que indicase algo más alarmante que una normal borrachera. El policía hubiera seguido su camino si no hubiese sido por haber visto una figura sentada en el rellano de la puerta pequeña que daba acceso al piso.

El agente enfocó su lámpara eléctrica sobre esa figura y no vio nada que mereciese la iluminación. El hombrecillo que sonrió al policía no era, según éste dijo a su sargento un poco más tarde, nadie que pudiera tener importancia. De cara roja, sin afeitar y astrosamente sucio. Su cuello podía haber sido blanco una semana antes; no llevaba corbata, y su camisa, aun a la incierta luz de la lámpara, se veía sucia.

—¿Oye usted?

Levantó la cabeza y sonrió.

—Es la primera vez que esto sucede. ¡Alegre! ¡Qué tonto! ¿Eh? ¡Emborracharse! Se me escapó esta noche, y nunca le habría seguido a no ser por este pequeño golpe de suerte… Le he oído por casualidad… ¡Borracho!

—Usted mismo está también un poquito borracho, ¿verdad?

El tono del policía era poco amistoso.

—He bebido tres whiskies y un vaso de cerveza. Y ahora me pregunto yo: ¿puede un hombre emborracharse con eso?

La voz de arriba se había apagado, convirtiéndose en un profundo murmullo.

En el otro extremo del patio un caballo golpeaba en su cuadra con torturante regularidad.

—¿Amigo de usted?

El hombrecillo movió la cabeza.

—No lo sé. Quizá. Esto es lo que trato de averiguar. Si es amigo o no.

Con un gesto, el policía advirtió:

—Márchese usted. No puedo permitir que ronde por aquí. Y me parece conocer su cara. ¿No le he visto una vez ante el Tribunal de Clerkenvell Police?

El agente se enorgullecía de ser un buen fisonomista. Tenía costumbre de decir que nunca se acordaba de los nombres, pero que jamás olvidaba las caras. Pensaba que era único, que su cualidad era original, y no se daba cuenta de que no era más que uno de los cuarenta millones de ciudadanos que también se acordaban de las caras, pero olvidaban los nombres.

El hombrecillo se levantó y se colocó al lado del oficial.

—Es cierto.

Sus pasos eran un poco vacilantes.

—Me echaron nueve meses por fraude.

Lo cierto era que había sido convicto de ratería y estado en la prisión duran te un mes. Pero los ladrones tienen cierto orgullo.

¿Puede un hombre convicto de fraude ser arrestado bajo la ley de Prevención de Crímenes porque se siente en el umbral de la puerta de una casa?

Tal era el problema en que trabajaba el entendimiento del policía.

Buscó a su sargento al final de los patios; pero a esta autoridad no se la veía por ninguna parte.

Se le ocurrió una idea.

—¿Qué tiene usted en los bolsillos?

El hombrecillo levantó los brazos.

—Regístreme, ande. No tiene usted derecho, pero le dejaré.

Otro dilema para el policía, que era joven y no estaba muy seguro de sus derechos y deberes.

—¡Lárguese! Y procure que no le vuelva a ver aquí —ordenó.

Si el hombrecillo discutía, podría arrestarle por rebeldía, o por insulto, por cualquier cosa. Pero no hizo nada.

—Está bien —dijo, y se fue.

El policía estuvo tentado de llamarle y descubrir la identidad del cantor; en vez de esto, observó a mister Tickler hasta que desapareció de su vista.

Eran las dos menos cuarto de la mañana El agente continuó su camino hacia el punto en que encontraría a su sargento; en cuanto a mister Tickler, se fue, arrastrando los pies, hacia Portland Place, mirando en cada portal en busca de la colilla de un cigarrillo o la punta de un cigarro que hubiera sido arrojada por alguno de los inquilinos trasnochadores.

¡Qué historia podría contar si le fuera posible vender su información a las personas interesadas! Chantaje significa dinero fácil si hay dinero que conseguir. Se detuvo en un cafetín de Oxford Circus y bebió una hirviente taza de café. No estaba completamente desprovisto de fondos. Tenía un lecho donde ir y dinero para el autobús, si los autobuses circulasen.

Repuesto, continuó su camino, bajando por Regent’s Street, y se encontró con el único hombre del mundo que voluntariamente hubiera evitado: Surefoot Smith estaba parado en la sombra de un escaparate. Era un hombre robusto, con un abrigo estrecho abotonado hasta el cuello; su sombrero hongo, echado hacia atrás en su cabeza, y su cara, redonda, más seria aún que la impasible de mister Tickler. A no ser por las regulares bocanadas de humo que salían de su gran pipa, podía habérsele tomado sin gran error por una estatua esculpida en ladrillo rojo.

—¡Eh!

Tickler se volvió de mala gana Rápidamente había reconocido la identidad del silencioso vigilante. Irguiéndose sobre sus hombros y poniendo cierta agilidad en sus pasos, confió en que este reconocimiento no fuera mutuo.

Surefoot Smith era una de esas pocas personas del mundo que tienen el entendimiento como un bien ordenado fichero; ni aun el más pequeño o el menos importante de los criminales que hubiese pasado por sus manos podría esperar que llegara a olvidarle.

—¡Ven acá, tú!

Tickler se acercó.

—¿Qué haces ahora, Tickler? ¿Robos? ¿O solamente intermediario de chantajistas? ¡Las dos de la mañana! ¿Tienes casa?

—Sí, señor.

—¡Ah! ¿En el West End? ¿Te has hecho científico quizá? ¡La ciencia es la ruina del país!

Con derechos o sin ellos, pasó sus manos ágilmente sobre la persona de Tickler. El hombrecillo levantó sus brazos obediente y sonrió. No era una agradable sonrisa, porque sus dientes eran pocos y su boca grande y torcida, pero era una sonrisa de hipócrita virtud.

—Ni ganzúa, ni palanqueta, ni revólver.

Surefoot Smith absolvió a mister Tickler.

—No, mister Smith; ahora hago vida honrada. Mañana buscaré trabajo.

—No me hagas perder el tiempo, muchacho —dijo Surefoot con reproche—. ¿Trabajo? Tú has leído esa historia. ¿Qué clase de robos haces ahora?

Tickler dijo una cosa atrevida. Los residuos del vino seguían aún fermentando dentro de él.

—Soy un detective.

Sí. Surefoot Smith se asombró y no hizo el menor signo de extrañeza. Podía haberle hecho más preguntas, pero en este momento una lámpara eléctrica de bolsillo se encendió dos veces en la azotea del edificio que vigilaba. Instantáneamente, el arroyo de la calle apareció cubierto de hombres encerrados en sus gabanes, que convergían hacia el edificio.

Surefoot Smith fue el primero en llegar a la acera de enfrente.

Una fuerte llamada en la puerta le dijo a mister Tickler todo lo que necesitaba saber. El lugar era asaltado por la Policía. Una casa de juego o quizá algo peor. Dio gracias por el descanso y siguió corriendo su camino.

En Piccadilly Circus se detuvo a pensar. Estaba ya casi despejado y podía considerar su posición con calma. Cuanto más cavilaba, comprendía mejor que la oportunidad se le había escapado.

Se volvió y caminó a lo largo de Piccadilly, su barbilla hundida en el pecho y soñando con dinero fácil de conseguir.

Capítulo tres

Mary Lane miró el reloj de oro de su pulsera e hizo un gesto de asombro.

—¡Las cuatro en punto, querido!

Había todavía veinte parejas en el salón de baile del Legation Club. Era noche de gala, y en estas ocasiones el Legation Club se mantenía abierto hasta altas horas de la madrugada.

—Siento que la noche haya sido tan cansada para usted.

Dick Allenby no parecía aburrido, y, ciertamente, no aparentaba estar cansado.

No había sombras debajo de sus rientes ojos grises. Su cara tostada no tenía arrugas. Sin embargo, no se había acostado hacía veinticuatro horas.

—De cualquier modo, usted me ha salvado —dijo mientras llamaba a un camarero—. Imagínese, estaba solo hasta que usted vino. Cuando dije que Moran había venido y se había marchado, mentí; el pobre diablo no ha aparecido. Jerry Dornford trató de meterse en la fiesta… Aún sigue con la esperanza.

Lanzó una ojeada por encima de la mesa hacia el otro lado de la habitación, donde el impecablemente vestido Jerry estaba sentado.

—Apenas le conozco —comentó ella.

Dick se sonrió.

—Quiere conocerla mejor… Pero es, precisamente, una persona que no se debe conocer. Jerry ha estado fuera de aquí toda la noche. Salió precisamente antes de la cena, y en este mismo instante ha vuelto. Su otra fiesta era un poco aburrida, ¿verdad? ¡Pobre diablo ese mister Wirth! Mike Hennessey ha tenido un poco de desfachatez al invitarla a usted.

—Mike es muy agradable —protestó.

—Mike es un ladrón… Un simpático ladrón, pero un ladrón. Mientras él esté libre es vergonzoso que haya otros en prisión.

Salieron a la calle, y, mientras esperaban un taxi, Dick Allenby vio una figura conocida.

—¡Cómo, mister Smith! ¿Tan tarde fuera?

—Temprano —dijo Surefoot Smith, levantando su sombrero ante la muchacha—. Buenas noches, miss Lane. Mala costumbre. Clubs de noche.

—¡Oh, estoy llena de malas costumbres! —sonrió.

Éste era otro de los hombres que le agradaban. Smith, el inspector jefe de Scotland Yard, era querido por mucha gente y odiado de todo corazón por muchos más.

El taxi se acercó. Rehusó ella que Dick la acompañara más adelante y se fue.

—Buena muchacha —dijo Surefoot—. Las actrices no tienen interés por mí. Vengo justamente de Marlborough Street, donde he estado persiguiendo a tres de ellas, o por lo menos ellas lo consideraban así.

—¿Una pequeña sorpresa?

—Total, nada —dijo Surefoot amargamente—. Esperaba encontrar reyes y encontré sólo peones.

—¿Peones? —inquirió Dick.

—Pequeños peces —contestó Surefoot.

El que le llamaran Surefoot no era como reconocimiento de sus dotes de policía: era su nombre de bautismo. Su padre había sido jugador en las carreras de caballos, y un mes antes que el niño naciese, el difunto mister Smith, preocupado con la idea de que Surefoot, favorito en el Derby, no ganaría, había apostado en contra de ese caballo una fortuna. Si Surefoot hubiese ganado, el difunto mister Smith se hubiera arruinado. Surefoot perdió, y, como gratitud, él había puesto al infante el nombre del poco afortunado caballo.

—Por poco me llego hasta su taller el otro día para dar una ojeada a ese revólver suyo… de aire, ¿verdad?

—Algo así —dijo Dick—. ¿Quién le habló de ello?

—Ese Dornford. Es una mala persona. No puedo comprenderle… Su revólver, ¿eh? Dornford dice que usted pone un cartucho y lo enciende y que esto carga el revólver.

—Esto comprime el aire, sí.

Dick Allenby no estaba de humor para discutir inventos.

—Debía usted venderlo a Chicago —dijo mister Smith dando un chasquido con sus labios—. ¡Chicago! Seis asesinatos en una semana y, hasta la fecha, nadie detenido.

Dick se echó a reír. Hacía solamente un mes que había vuelto de Chicago, y conocía algo de los problemas que la Policía tenía que afrontar.

—¡Esos asesinatos durante un paseo! —prosiguió Surefoot—. Me refiero a ésos en que se llevan a la gente en un coche a dar un paseo al campo y luego les pegan cuatro tiros. ¿Podría ser esto posible aquí? ¡No!

—No estoy yo tan seguro —dijo Dick sacudiendo su cabeza—. Pero, sea lo que sea, son cerca de las cuatro y media y no tengo ganas de seguir hablando de crímenes con usted. Suba conmigo a mi piso y tomaremos un trago.

Surefoot Smith dudó.

—Acepto; ya no dormiré esta noche. Ahí tenemos un taxi.

El taxi estaba parado en medio de la calle, cerca de un refugio. Smith silbó.

—El chófer no está, señor —advirtió el avisador de coches del Club—. Traté de encontrarle para la señora.

—Está durmiendo dentro —dijo Smith, y atravesó la calle, seguido de Dick.

Surefoot ojeó a través de la ventana cerrada del taxi, pero no vio nada.

—No está aquí —dijo, y volvió a mirar.

Hizo girar luego la manilla de la puerta y abrió ésta. Alguien había allí, tirado en el suelo y con las piernas sobre el asiento.

—¡Borracho! —dijo Smith.

Iluminó con su lámpara la figura. La cara era visible y, sin embargo, inidentificable, porque le habían pegado unos tiros en la cabeza y desde muy cerca; pero Smith vio lo suficiente para reconocer al que antes había sido mister Horace Tom Tickler y ahora no era más que un cuerpo muerto y destrozado.

—¡Llevadle al depósito! —exclamó Surefoot—. ¡Dios, Dios! ¿Qué es esto? ¿Chicago?

Capítulo cuatro

A los cinco minutos había una docena de policías alrededor del taxi, conteniendo a la multitud que se había reunido. Multitudes que se reúnen a cualquier hora del día o de la noche en Londres. Afortunadamente, un sargento de Policía había estado en Marlborough Street atendiendo a un borracho y llegó al lugar en pocos minutos.

—Herido de cerca, con una pistola de pequeño calibre.

Fue su primer veredicto después de una rápida investigación.

Poco después llegó la ambulancia y se llevaba lo que quedaba del que en vida fue Horace Tom Tickler. Un oficial de Policía puso en marcha el motor del taxi y lo condujo al patio de la estación para un examen más detenido. El número había sido ya tomado, y Scotland Yard envió un coche rápido para buscar al propietario, un chófer llamado Wells.

Dick Allenby no había sido especialmente invitado a las investigaciones; pero se encontraba en conversación con Surefoot Smith en los críticos momentos de los registros y se había llegado hasta el puesto de Policía.

El hombre había sido asesinado en el taxi. Encontraron un agujero de bala que atravesaba el forro de cuero de la capota. «El cuerpo —pensaba Smith— había caído hacia delante, hasta el suelo, y las piernas habían sido levantadas, según el consagrado estilo de los gangsters».

—Probablemente, aún vivía cuando estaba en el suelo. El asesino le debió de disparar un segundo tiro. Hemos encontrado una bala en el suelo del taxi.

—¿Ha encontrado usted al chófer? —le preguntó Dick.

—Estará llegando.

Mister Wells, el chófer, resultó ser un hombre gordo y estar verdaderamente alarmado. Su historia era muy sencilla.

Poco antes de las dos de la madrugada se fue a encerrar el coche en el garaje, situado en un patio de Marylebone Road, muy solitario, contrariamente a lo que ocurre en estos recintos, que, por lo general, están muy concurridos de vecinos. El edificio, del que formaban parte dos garajes, se utilizaba como guardamuebles.

El portón del suyo estaba cerrado, y dejó el taxi fuera, según su costumbre habitual, a fin de que el lavacoches, que solía llegar a las seis de la mañana, preparase el coche para el servicio diario.

Podían dejarse los taxis fuera de los garajes con cierta seguridad, pues raramente robaban alguno. Su facilidad para ser identificados los hacía inútiles para los ladrones habituales de coches, ya que, por esta circunstancia, no podían disponer de ellos sin dificultad.

Así que cedió el taxi a un policía que le había visto dejarlo, le entregó un paraguas y una cartera olvidados por un pasajero en el coche, objetos que fueron entregados más tarde por el agente dicho en el correspondiente puesto de Policía.

Cuando Dick se retiró a su casa —un piso en Queen’s Gate— eran las siete en punto de la mañana. El West End estaba muy animado con los carros que concurrían al mercado. Lo único que satisfacía a Dick de todo aquello era que Mary no hubiera atravesado la calle para llegar hasta el coche y hecho el espantoso descubrimiento al abrir la portezuela.

El coche había estado parado ante el Club veinte minutos antes del descubrimiento. Se había visto al chófer dejar el taxi y caminar hacia Air Street.

Lo primero que se observó fue que la bandera del taxi estaba bajada y que marcaba la cantidad de diecisiete chelines. Esto indicó a la Policía el tiempo transcurrido aproximadamente entre la comisión del asesinato y el descubrimiento del cadáver.

Después, durante la tarde, Surefoot Smith visitó a Dick Allenby.

—Pensé que le gustaría conocer lo que hemos adelantado —le dijo—. Hemos encontrado cien billetes de a libra en el bolsillo del pasajero.

—¿Tickler?

—¿Cómo sabe usted que su nombre sea Tickler? —le observó Surefoot Smith con sospechas.

Dick no contestó inmediatamente.

—¡Pchs! Lo curioso es que le reconocí cuando le vi. Ha sido un criado de mi tío.

Usted no me dijo nada de eso anoche.

—No estaba seguro entonces. En realidad, no estaba seguro hasta que no vi sacar el cuerpo. No estoy muy enterado de los asuntos de mi tío; pero creo que este hombre fue despedido por robo hace unos seis o siete años.

Surefoot asintió:

—Es verdad. Venía a darle una pequeña información. He visto al viejo Lyne esta mañana. Scotland Yard no significa nada para él. Tío suyo, ¿verdad? ¡Enhorabuena!

—¿Qué le dijo? —preguntó Dick con curiosidad.

Surefoot Smith encendió su enorme pipa y respondió:

—Si usted cree que habló algo, he venido para desengañarle. Todo lo que pudo recordar acerca de Tickler fue que era un sinvergüenza, y eso de sobra lo sabíamos ya. ¡Un centenar de billetes de una libra! Con uno solo de cinco que hubiera habido entre ellos sería asunto más fácil —dejó libre un espacio en uno de los bancos, se acomodó en él y siguió—: Quisiera saber quién pudo llevarle a este paseo. Un americano, lo apostaría. Esto es lo que me intriga: la ciencia, ayudando al crimen.

Dick se echó a reír, diciendo:

—Según usted, Surefoot, ¿la ciencia es responsable de todos los crímenes?

Mister Smith arqueó las cejas como en un signo de interrogación.

—Y bien, ¿no es así? ¿Qué ha hecho la ciencia? Nos ha dado la fotografía, que facilita las falsificaciones; aeroplanos y automóviles, para que los ladrones y bandidos puedan huir del país fácilmente. ¿Qué ha hecho la telegrafía sin hilos? En los últimos seis meses he tenido cuatro casos en el West End de individuos que usaban la telegrafía sin hilos para robar a la gente. ¿Qué ha hecho la electricidad? Facilitar la perforación de las cajas fuertes. ¡Ciencia!

Dick pensó que había muy pocos indicios de aplicación de la ciencia en el asesinato cometido en el taxi, y así se lo hizo notar.

—Podría haberse cometido en un coche de caballos…

—El cochero no podría haber dejado el caballo —fue la inmediata contestación—. Y le apuesto que éste será el primero de otros muchos.

Alargó la mano y la puso encima de una caja de acero rectangular, que estaba en el asiento cerca de él, y dijo:

—Esto es ciencia, y, por tanto, será empleada por los criminales. Es una pistola silenciosa…

—¿La pistola de anoche era silenciosa? —preguntó Dick.

Surefoot Smith pensó por un momento y preguntó:

—¿Tiene usted cerveza?

Había una docena de botellas debajo de uno de los bancos. Dick tenía muchas visitas que necesitaban refrescarse. Surefoot Smith abrió dos botellas y bebió su contenido rápidamente. Era un gran bebedor de cerveza, y podía beber veinte botellas de una sentada sin sentir la menor molestia por ello, insistiendo en que sus poderes de raciocinio se intensificaban.

—No —dijo, limpiándose el bigote cuidadosamente con un gran pañuelo rojo—. Y, sin embargo, no hemos encontrado a nadie que haya oído los tiros. ¿Dónde fueron disparados? El coche pudo haber sido llevado a cualquier parte de las afueras, en las que hay muchos sitios solitarios donde un par de disparos no llamarían la atención o no serían oídos. Puede recorrerse una gran distancia en dos horas. Había señales de lluvia en el parabrisas y barro en las ruedas. No llovió en Londres, y llovió mucho, precisamente fuera de Londres.

Mecánicamente metió la mano debajo del banco y sacó una tercera y cuarta botellas, que abrió distraídamente.

—¿Y cómo ha encontrado usted a mi pariente?

—¿Amigo suyo? —preguntó Surefoot.

Dick movió la cabeza y respondió:

—No puedo decirle lo que pienso de él.

Mister Smith describió a Hervey Lyne con una mordaz frase.

—Muy parecido —asintió Dick Allenby, observando cómo desaparecía la cerveza—. Casi no nos hablamos.

De nuevo Surefoot se limpió el bigote con gran cuidado e inquirió:

—Este Tickler… Usted tuvo unas palabras con él hace unos cinco años, ¿no?

Dick frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Le explicó a usted esta historia mister Lyne?

—Alguien me lo ha dicho —contestó vagamente Surefoot.

—Le eché a puntapiés de mi casa. Sí. Me trajo un recado insultante de mi tío y lo reforzó con unas cuantas observaciones por cuenta suya.

Surefoot dejó el banco y se sacudió cuidadosamente.

—Debía usted haberme contado todo esto anoche —le dijo con tono de reproche—. Me habría ahorrado algún trabajo.

—Y a mí también me hubiera ahorrado cuatro botellas de cerveza —respondió Dick, ligeramente irritado.

—¡Oh! Han sido bien empleadas.

Examinó de nuevo la curiosa pistola de aire, la levantó y la volvió a colocar en su sitio, y dijo convencido:

—Esto podría haber hecho aquello.

—¿Sugiere usted que yo maté a ese hombre?

La ira de Dick Allenby iba aumentando.

Surefoot sonrió, diciendo:

—No se incomode, no voy contra usted, sino contra la ciencia.

—Indudablemente, eso es un arma —dijo Dick conteniendo su ira—. Pero la idea principal, que no sé si podré hacer entrar en su dura cabeza…

—Muchas gracias —murmuró Surefoot.

—Es que esto puede utilizarse para fines comerciales. Haciendo estallar un cartucho ordinario, o algo parecido, en esta recámara, crea una tremenda presión de aire, que lo mismo puede ser usado para mover una máquina que para matar a un presidiario.

—¿Usted sabía que había estado en la cárcel? —preguntó Surefoot casi disculpándose.

—Por descontado. Sabía que había estado en la cárcel. Más de una vez, probablemente. Pero sólo sé de una ocasión en que mi tío le acusó. Si yo fuera usted, Surefoot, iría a Chicago a aprender algo de los métodos de la Policía de allí.

—No tiene ninguno —interrumpió Surefoot con decisión—. He estudiado el asunto.

Al tiempo que Surefoot Smith caminaba hacia Hyde Park observó que todos los demás sucesos del mundo habían perdido su importancia al lado del asesinato cometido en el taxi. Todos los periódicos se ocupaban de ello; ninguno hablaba de otra cosa. Uno decía: Importante pista. Despilfarró un penique para descubrir que la pista eran las primeras noticias de que había sido encontrado un centenar de libras en los bolsillos del hombre muerto, cosa que antes no habían revelado.

Los antecedentes de Wells fueron investigados durante el día, y habían sido dados como buenos por un hombre cuyo principal deseo era encontrar algo en contra de él.

Smith tenía que estar en Scotland Yard a las cuatro en punto para una reunión.

Odiaba estas reuniones, en las que la gente se sienta alrededor de una mesa para fumar y expresar extravagantes opiniones sobre temas de los que no conoce nada. Pero en esta ocasión, por primera vez en muchos años, llegó puntualmente, y tuvo la satisfacción de averiguar que sus cuatro colegas estaban tan desprovistos de ideas como él. Conocían, y esto no era un descubrimiento, que había la posibilidad de que éste fuera un nuevo tipo de crímenes que podía hacerse común.

Antes, algunos desesperados habían robado coches, pero limitaban sus operaciones a pequeños robos fuera de la ciudad.

Había algunas novedades. Un policía que vigilaba Portland Place desde uno de los patios de atrás, había identificado el cuerpo como el de un hombre con el cual había hablado a las dos menos cuarto, y esto venía bien con lo que el mismo Smith sabía, porque había visto a Tickler a las dos en punto caminando hacia Regent Street y viniendo de Portland Place.

Muy curioso, aun siendo un fenómeno familiar a los investigadores policíacos, era que el policía no había dicho nada del hombre borracho por cuyo canto Tickler había estado interesado, ni hecho la menor alusión en su informe a la parte de la conversación en que se revelaba el conocimiento de éste con un hombre contra el cual tenía un prejuicio, y que, posiblemente, a su vez podría tener cierta animosidad en contra suya.

—Esto no me dice nada que no sepa —dijo Surefoot Smith, dejando el informe—, exceptuando que no es verdad que Tickler haya cumplido nueve meses de condena. Todas las suyas fueron cortas. ¿Quién será el que ha matado a este pobre diablo? No tenía un céntimo, o andaba muy cerca de no tenerlo. Le vi agacharse para coger una colilla de la acera precisamente antes de llegar a mí. ¿Quién se lo llevó en el coche robado y por qué?

Fat McEwan se echó hacia atrás, arrellanándose en la silla, y arrojó una columna de humo hacia el techo.

—Si hubiera gangs, podríamos sospechar en seguida —comentó descuidadamente—; pero no existen gangs. Este hombre no era siquiera un chivato, ¿verdad, Surefoot?

Surefoot negó con la cabeza. Chivato es el que delata a la Policía, y Tickler nunca había sido eso.

—Entonces, ¿por qué diablos le han matado? Contésteme a eso.

Eso fue lo que sacaron en limpio después de una hora de discusión.

Surefoot Smith bajó a su pequeña oficina sin haber salido de ninguna duda. Encontró un montón de cartas, y entre ellas, una que había sido expedida desde Westminster y entregada aquella tarde. El sobre estaba sucio; su dirección, garrapateada por mano poco caligráfica. Rompió el sobre y sacó de él una hoja de papel, sin duda alguna arrancada de un libro de notas de los más baratos. Las palabras aparecían escritas en lápiz:

«Si usted quiere saber quién mató a mister Tickler, lo mejor que puede hacer es tener una conversación con mister L. Moran».

Smith contempló la carta largo rato, y después se preguntó a sí mismo en voz alta: «¿Por qué no?».

Había muchas cosas acerca de mister Moran que nunca había llegado a comprender.

Capítulo cinco

La fe necesita el auxilio de la fábula tanto como la esperanza requiere la ayuda del valor.

Mary Lane tenía fe en su futuro valor para sostener la esperanza en su éxito final. Por otra parte, no se forjaba en absoluto aquellas sugestivas y desastrosas ilusiones que tanto influyen en la creación de rosados proyectos y traen luego tristes recuerdos.

Creía que algún día sería aceptada por el West End de Londres como una actriz de primer orden. Que su nombre aparecería en anuncios luminosos a la puerta de un teatro y en letras un poco más grandes que el de sus compañeros artistas, en el cartel del día. Pero nunca soñó con vanos sueños de repentina fama, aunque, según el orden natural de las cosas, la fama es tan repentina como la transición de un profundo sueño al despertar. Algún día, el adormecido público abriría sus ojos y se daría cuenta de Mary Lane. Entre tanto, se olvidaban por completo de su existencia todos, excepto unos cuantos avispados críticos dramáticos. Éstos, que tenían el afán del descubrimiento, continuamente recorrían el firmamento teatral buscando la estrella más insignificante que algún día —aquí la comparación astronómica resulta un absurdo— había de brillar como astro de primera magnitud.

En ocasiones la encontraban, pero más frecuentemente, lo único que conseguían era ponerse en ridículo. Sobrellevaban, sin embargo, su fracaso satirizándose a sí mismos y a sus propios entusiasmos, lo que es un vicio característico de su profesión. El descubrimiento no se hizo con gran entusiasmo en cuanto a Mary se refiere, porque se destacaba como un punto más luminoso en la nebulosa de jóvenes actrices. «Puede ser —decían ellos— una gran actriz algún día, si llega a vencer su hábito de falsear la voz, si aprende a usar su manos, si esto, si lo otro…».

Mary luchó diligentemente, porque estaba en la edad en que los críticos dramáticos parecen infalibles. No soñó nunca inútilmente. Jamás permaneció despierta durante la noche, imaginándose la entrada en un agitado empresario en el camarín —que compartía con otras dos muchachas—, gritando: «Usted es la sustituta de miss Fortescue, ¿verdad? Vístase en seguida. Se ha puesto enferma».

No se deleitó con la visión de los periódicos dedicando columnas a la joven actriz que había encontrado fama en una noche. Sabía que las actuaciones de las sustitutas cortésmente recibidas eran asimismo cortésmente olvidadas, y que una muchacha que se hace famosa en una noche entra en el olvido del sábado a lunes.

Dos días después de la fiesta de Washington Wirth, Mary Lane tuvo una breve entrevista con Hervey Lyne sobre el asunto de su asignación. No fue una entrevista agradable; ninguna de las que sostenía con mister Lyne lo había sido.

—Si usted se dedica al teatro, debe esperar morirse de hambre —le había dicho con mal tono—. El loco de su padre me ha hecho su tutor y dado autoridad absoluta. Ciento cincuenta libras anuales es lo que usted recibirá hasta que tenga veinticinco años, y no hay nada más que decir.

Estaba muy bonita y muy furiosa, pero se contuvo admirablemente.

—Veinte mil libras rentan más de ciento cincuenta al año —objetó.

Mister Lyne lanzó una mirada furiosa en su dirección; para sus ojos miopes, ella no era otra cosa que una mancha de azul y rosa.

—Esto es todo lo que usted recibirá hasta que tenga veinticinco años: después, me alegraré de poder desentenderme de usted. Y otra cosa, miss: ¿es usted amiga de mi sobrino Richard Allenby?

Su barbilla se levantó desafiadora al contestar:

—Sí…

La amenazó con uno de sus huesudos dedos:

—Pues le advierto que no me sacará nada durante mi vida, ni aun después de mi muerte. ¿Entiende esto?

No tuvo confianza en sí misma para hallar la respuesta adecuada.

Binny la acompañó hasta la salida, mostrándole simpatía.

—No se preocupe, miss —le dijo con voz apagada—. No está bien esta mañana.

No contestó, como si no advirtiese la presencia de Binny, que suspiró con fuerza y movió melancólicamente su cabeza al cerrar la puerta.

Diez minutos más tarde hablaba de forma vehemente por teléfono con Dick Allenby. Las frases de consuelo de éste eran mucho mejor aceptadas.

La gente solía decir de Hervey Lyne que era una especie de carácter que solamente Dickens podría haber descrito, lo cual era desconsolador para un cronista de menor cuantía.

Era un excéntrico en aspecto y costumbres, y esto, naturalmente, porque era viejo y terco y tenía un vivo recuerdo de su pasada importancia.

Todo el que tuvo alguna significación en el último período del reinado Victoriano había obtenido dinero prestado de Hervey Lyne, y la mayor parte se lo habían devuelto con considerable interés. Al contrario que el difunto Chippy Isaacs, que era el más suave y agradable caballero que jamás haya prestado dinero, Hervey era duro, sin conciencia y brusco, pero rápido. Los petimetres que guiaban brougham apostaban miles por sus caballos; daban fiestas, para beber champaña, a hombres de patillas y mujeres adornadas de vestidos pomposos, y consideraban a aquellas otras que fumaban cigarrillos como perdidas de cuerpo y alma. Se encontraban algunas veces con dificultades para conseguir dinero, y generalmente escogían a Hervey en primer lugar, porque conocían su suerte más rápidamente que si lo solicitaban a Chippy.

Hervey decía no o sí, y significaba no o sí. Podría uno entrar en el salón de Hervey, en Naylors Crescent, y salir a los cinco minutos con el dinero que necesitara, o bien salir a los dos minutos con la absoluta certeza de que aunque hubiese permanecido dos horas, no le hubiera convencido.

Dejó de prestar dinero cuando los apoderados de la herencia del duque de Crewdon pleitearon con él ante los tribunales y perdió. Hervey pensó que ganaría, y recibió el desengaño mayor de su vida. Desde entonces sólo prestó en contadas ocasiones, lo mismo que un jugador juega fortuitamente, y pequeñas cantidades, para volver a sentir las antiguas emociones.

Su actitud con respecto al mundo puede definirse con brevedad: la barca de su vida flotaba serenamente en un aquietado mar de locos. Sus clientes eran locos; nunca sintió el menor respeto por ninguno de ellos; eran locos en pedir prestado, locos en consentir los enormes intereses y la acumulación de los mismos, locos en restituirlo…

Dick Allenby era un loco, un iluso inventor y un insolente cachorro que no tenía ni el talento suficiente para saber buscar el sol que más calienta. Mary Lane era una loca, una actriz «que se pintaba la cara y enseñaba las piernas (invariablemente empleaba esta poco elegante expresión) por una miseria». Uno era su sobrino, que podía, con tacto, haber heredado un millón; la otra, era la hija de su socio en alguna ocasión, y podía, si hubiese sido una buena actriz, haber gozado de la misma herencia. Podría aún gozarla si él pudiera despertarse a sí mismo de esta sorprendente letargia y alterar su testimonio.

Sus criados eran locos por completo. El viejo Binny, calvo, gordo, sudoroso, que empujaba su silla de inválido hasta el parque y le leía hasta hacerle dormir, era un loco. Podría haber visto a Binny con ojos más cariñosos y legarle unos miles de libras por su lealtad y esmerados servicios. Pero Binny tarareaba himnos en la casa y los tarareaba desafinando.

A Binny no le importaba esto. Era un carácter alegre; tenía grandes ojos y una cabeza completamente calva. Un holgazán, al que, según su delgada y quejumbrosa mujer, que servía de cocinera en el número diecisiete de Naylors Crescent, era difícil sacar de la cama por las mañanas. Criado, confidente, mensajero, ayuda de cámara, impulsor de su silla y lector, Binny, despierto o adormilado, merecía exactamente tres veces más sueldo del que recibía.

El viejo Hervey, sentado entre almohadones en su silla de inválido, contemplaba con desagrado el huevo que sobre un pan tostado había colocado delante de él. Su delgado y viejo rostro tenía una expresión de disgusto; sus duros ojos azules, escondidos detrás de gruesos y coloreados cristales, contemplaban el plato; pero su pensamiento estaba lejos de allí.

—¿Ha vuelto ese asno de detective?

—No, señor —contestó Binny—. ¿Se refiere usted a mister Smith?

—Me refiero al loco que vino haciendo preguntas acerca del granuja Tickler —alborotó el viejo, dando fuerza a sus palabras con un golpe sobre la mesa, que hizo que las copas sonaran.

—¿El hombre que ha sido encontrado en el taxi?…

—Usted sabe a quién me refiero —rugió—. Supongo que uno de sus amigos ladrones le habrá matado. Ése es el fin a que un hombre como ése tenía que llegar.

Hervey Lyne quedó en silencio e hizo una mueca, como preguntándose si Binny le robaría también. Había habido un aumento sospechoso en la cuenta de la tienda últimamente. La explicación de Binny de que el valor de los alimentos había aumentado era completamente inaceptable, y Binny era uno de esos suaves, escurridizos y rastreros esclavos que no se paran a pensar dos veces para robar a su amo. Había llegado la hora de sustituirle. Se lo había indicado esta mañana, y Binny casi había llorado de angustia.

—Va a hacer un hermoso día para su paseo, señor.

Movió el contenido de la tetera cuidadosamente con una cuchara.

—¡Calle! —le gritó el viejo.

Hubo otro largo silencio y después preguntó bruscamente:

—¿A qué hora viene esa persona?

Binny, que estaba sirviendo el té en una mesa auxiliar, volvió su gran cabeza, contempló patéticamente a su señor y respondió:

—¿Qué persona, señor? La señorita vino a las nueve…

El delgado labio de mister Hervey se contrajo con furia silenciosa:

—Por supuesto, eso ya lo sé, ¡tonto! Pero al director del Banco, ¿no le dijo usted que viniera?…

—A las diez señor…, mister Moran.

—Busque la carta… Tráigala.

Binny colocó la taza de té delante de su amo, revolvió un pequeño montón de papeles que había en un abierto secrétaire…

—¡Léala! —ordenó el viejo—. No quiero molestarme.

Aunque quisiera, nunca podría molestarse. Distinguía la luz de la oscuridad, sabía dónde estaba la ventana por el pálido resplandor, podía subir sin ayuda los diecisiete escalones que conducían hasta su dormitorio, pero nada más. Podía firmar su nombre, y nunca podría sospecharse que a un hombre casi ciego le fuera posible poner en ello tantas flores.


—«Querido mister Lyne —leyó Binny con el monótono tono que adoptaba para leer en voz alta—. Tendré el placer de hacerle una visita mañana, a las diez en punto. De usted afectuosamente,

Leo Moran».
 

Hervey se sonrió de nuevo.

—Tendré el placer, ¿eh? —Su voz delgada se convirtió en chillido—. Pensará que le pido que venga aquí para divertirle. El timbre está sonando hace un rato.

Binny salió y volvió a los pocos segundos con el visitante.

Mister Moran —anunció.

—Siéntese… Siéntese, mister Moran.

El viejo le indicaba vagamente con una mano.

—Tráigale una silla, Binny, váyase… ¿Me oye? ¡Váyase! Y no escuche detrás de la puerta. ¡Maldito!…

El visitante se sonrió, al tiempo que la puerta se cerraba detrás de Binny, que no se emocionó, ni se molestó, ni sentía rencor.

—Y bien, Moran… Usted es el director de mi Banco.

—Sí, mister Lyne. Le pregunté hace un año si podía verle a usted, ¿recuerda?

—Lo recuerdo —contestó impertinentemente—. No quiero ver a directores de bancos; quiero que velen por mi dinero, ése es su oficio…, y a usted le pagan para eso generosamente, no tengo la menor duda. ¿Ha traído usted la cuenta?

El visitante sacó un sobre de su bolsillo, y, abriéndolo, extrajo de él dos hojas de papel dobladas.

—Vea… —comenzó, al tiempo que su silla crujía al levantarse.

—No quiero verlas… Dígame solamente cuál es mi saldo.

—Doscientas doce mil setecientas sesenta libras y unos cuantos chelines.

—¡Hum, hum! —murmuró satisfactoriamente—. Esto incluye el depósito, ¿no? ¿Tiene usted acciones?…

—Los valores que guardo alcanzan a seiscientas treinta y dos mil libras.

—Voy a decirle para qué le necesito a usted —comenzó Lyne. Y después, con sospecha, añadió—: Abra la puerta y mire a ver si ese individuo está escuchando.

El visitante se levantó, abrió la puerta y la cerró de nuevo.

—No hay nadie.

Estaba ligeramente divertido, aunque, por su enfermedad, mister Lyne no podía observarle.

—Nadie, ¿eh? Bien, Moran. Me considero a mí mismo un hombre hábil; esto no es una jactancia, esto es un hecho que usted, por sí mismo, puede fácilmente comprobar. No confío en nadie… Ni aun en directores de banco. Mi vista no es tan buena como era, y me es poco fácil comprobar cuentas; pero tengo una memoria notable. Me he educado a mí mismo en llevar las cuentas en mi cabeza y podría haberle dicho, con la diferencia de unos cuantos chelines, exactamente las cifras que usted me ha dado.

Hizo una pausa y miró a través de sus gruesos lentes al hombre sentado al otro lado del escritorio, preguntándole:

—¿Usted no es especulador ni jugador?

—No, mister Lyne; no lo soy.

—¡Hum! Ese tonto de Binny me leía hace pocos días la historia de un director de Banco que se había escapado llevándose consigo una muy considerable cantidad. Confieso que me sentí intranquilo. Me han robado antes…

—No es usted cortés, mister Lyne.

—No intento ser cortés —contestó con acritud el viejo—. Le cuento solamente lo que ha sucedido. Fue criado mío un granuja, un tal Tickler. El hombre que ha sido asesinado…

Se perdió en una larga historia sobre las pequeñas raterías de un poco honrado criado, que Moran oyó pacientemente, encontrando gran descenso al estrechar la delgada y fláccida mano entre las suyas.

Y cuando la puerta del número diecisiete de Naylors Crescent se cerró tras de él, exclamó, siguiendo su costumbre de hablar a solas en voz alta: «¡Puf! No volvería a pasar un trance por una fortuna».

Binny, que había sido llamado por el timbre, llegó, encontrándose con que el visitante ya se había marchado.

—¿Qué aspecto tiene, Binny? ¿Tiene cara de honrado?

Binny pensó profundamente, y respondió:

—Tiene un rostro como otro cualquiera.

El viejo gruñó, contrariado.

—Retire este servicio. ¿Quién más va a venir a verme?

Binny pensó largo rato, y dijo:

—Un hombre llamado Dornford, señor.

—Un hombre llamado Dornford —repitió su amo—. Me debe dinero. Por tanto, es un caballero. ¿A qué hora?

—A eso de las ocho, señor.

Lyne le mandó retirarse con un gesto.

A las tres de aquella tarde salió, renqueando, de un salón, envuelto en su grueso abrigo, cubierto con un sombrero de fieltro y dejando escapar gruñidos quejumbrosos mientras le acomodaban en su silla de inválido, que fue empujada penosamente hacia la calle, y más penosamente aún por la pendiente suave hasta el parque, a los privados jardines, la entrada de los cuales estaba exclusivamente reservada para los inquilinos de Naylors y de otras residencias. Allí permaneció a la sombra de un árbol, mientras Binny, sentado incómodamente en un asiento plegable, leía con monótona voz los sucesos del día.

Sólo una vez le interrumpió el viejo:

—¿A qué hora vendrá mister Dornford?

—A las ocho, señor —contestó Binny.

Lyne movió la cabeza. Empujó sus azulados lentes hacia arriba, sobre el delgado puente de su nariz, y cruzó sus manos enguantadas sobre la manta que protegía del fresco sus rodillas…

—Usted estará allí cuando llegue, ¿me oye? Es un hombre hábil… Persona peligrosa… ¿Me oye, Binny?

—Sí, señor.

—Entonces, ¿por qué no lo dice? Siga leyendo esas basuras.

Obedeció Binny, y continuó con gran gusto la historia del último asesinato de Londres. Binny era un gran estudiante de crímenes en lo abstracto.

Capítulo seis

Arthur Jules escasamente merece descripción, porque actúa apenas en este relato; pero su actuación es lo suficientemente importante para llevar a un hombre al cadalso. Podría catalogársele como un joven rollizo, de cara cetrina, que usa monóculo, con el cabello perfectamente peinado, e invariablemente vestido como si fuera a asistir a una ceremonia nupcial.

Era una especie de agregado a una Legación sudamericana. En países más exigentes, le hubieran dado su pasaporte con extremada cortesía, y su salida de Southampton hubiera sido vigilada por un aburrido detective cuyo oficio no fuera otro que el de observar el embarque de rarezas.

Era siempre importante y profundo, pero nunca más que cuando se sentaba al gran ventanal que daba a Saint James Street, atusándose su pequeño mostacho negro, pensativo y hablando con un ligero acento a Jerry Dornford.

Todo el mundo conocía y simpatizaba con Jerry, cuyo otro nombre era Gerald. Tenía todas las cualidades para hacerse querer de las clases elevadas. Era, por supuesto, un miembro de Snells, como lo era Jules. Era asimismo miembro de todos los clubs importantes donde se reúnen los gentleman. Pagaba sus recibos. Nunca entregó un cheque que fuese devuelto, ni nunca fue amenazado ni declarado en quiebra. Alto, ligeramente inclinado hacia delante, de pelo castaño, muy escaso en lo alto de la cabeza, y ojos hundidos, que sonreían en un rostro gastado y cansado.

Jerry había vivido muy deprisa; pocos de sus acreedores podrían seguirle el paso. Había sido el causante de más de un divorcio. Era soltero y vivía en un pequeño piso de Half Moon Street, donde daba fiestas pequeñas, muy pequeñas. Conservaba su calidad de miembro en escogidos clubs de carreras. Los bookmakers, jugadores de oficio de las carreras, vivían con la esperanza de que algún día les pagara. Tenía algunos parientes muy ricos que seguramente morirían, pero no estaba tan seguro de que dejaran como heredero de su indiscutible riqueza a este gastador, hijo de sir George Dornford. Por otra parte, ¿por qué no había de heredarles?

Actualmente necesitaba dinero con urgencia. Jules sabía con qué urgencia. Tenían pocos secretos el uno para el otro. En cualquier ocasión en que la pequeña reunión en Half Moon Street llegara a cuatro invitados, Jules estaba seguro de ser el tercero.

* * *

—¿Cómo se llama esa persona?

—Hervey Lyne.

—¿Hervey Lyne? Sí, le conozco. Un hombre muy raro —se quedó pensativo, como si recordase—. Cuando mi querido padre era secretario de la Legación, y esto debe de haber sido en el año noventa y tres, pidió dinero prestado a Lyne. Pero creí que se había retirado de los negocios. Era un prestamista, ¿verdad?

Jerry encogió los labios en una sonrisa desagradable.

—Financiero —dijo lacónicamente—. Sí, se ha retirado. Le he debido tres mil libras durante años. Suman ya cuatro mil. Tenía la esperanza de que la viuda dejase un buen pellizco; pero la vieja la dejó a la otra rama de la familia.

—¿Y te exige?

La boca de Jerry se contrajo firmemente.

—Sí —dijo a poco—. La verdad es que se está tramitando una declaración de bancarrota y no puedo detenerla. Toda mi vida he evitado el ir a Carey Street. Los asuntos, a veces, se han presentado muy oscuros; pero siempre he encontrado el medio de arreglarlos.

Hubo un largo y melancólico silencio. Jules (que tenía otro nombre que nadie podía recordar) se atusó su pequeño bigote negro más rápidamente.

—Dos mil… Esto paralizaría el juicio, ¿eh? Bueno, y ¿por qué no? Coge dos mil, et voilà. No es nada. No estoy pidiéndote, como en las novelas, que vayas al Ministerio de la Guerra y robes los planes de movilización; pero sí quiero algo para un caballero que por sí mismo ha estado trabajando en los asuntos de su amigo. A mí me parece una gran cantidad en pago de tan pequeña cosa; naturalmente que no le diré esto a ese caballero; si desea ser extravagante y mi amigo se beneficia… ¿por qué no?

Jerry Dornford hizo una mueca mirando a la calle. Cuando se le pedía que trabajase por dinero, nunca olvidaba que era un gentleman. Era muy desagradable lo que le pedían que hiciera, pero había afrontado cosas aún mucho más desagradables. En realidad, había encontrado solución para todas sus dificultades sin necesidad de recurrir al suicidio.

—De cualquier modo, no estoy seguro de que se pueda hacer.

Dos hombres entraron en el fumadero. Levantó la vista rápidamente y reconoció a ambos; pero uno de ellos le interesó especialmente.

—Esto es el Destino.

—¿Quiénes son? —preguntó Jules.

Conocía al segundo de los dos. El primero, de mediana edad, bastante grueso y de cabello rubio, era extraño para él.

—Es el director de mi Banco. Es también el banquero de Lyne. Se llama Moran… Mayor Moran. Le gusta llamarse así. Un territorial.

Jules lanzó una rápida ojeada en dirección de los dos hombres, que en este momento se sentaban ante una mesa.

—Un gran tirador de rifle. Le he visto en Bisley. Estuve allí con uno de nuestros generales viendo el tiro.

Volvió sus negros ojos hacia Jerry.

—¿Y bien, amigo?

Jerry aspiró fuertemente a través de su nariz y movió la cabeza.

—Tengo que pensarlo. Es una cosa que me repugna hacer.

—Más repugnante es ser declarado en quiebra, mi amigo —dijo Jules con voz acariciadora—. Expulsión de todos los clubs… Pobre viejo Jerry, usted va camino de pertenecer a la clase de Mike Hennessey, y usted no quiere ser eso.

—¿Por qué Mike Hennessey? —preguntó Jerry rápidamente; y el otro se echó a reír.

—Una asociación de ideas. Usted va con frecuencia al Sheridan, ¿verdad? No le culpo. Muy agradable muchacha.

Hizo un pequeño gesto, como si fuera a emitir un silbido.

—Asociación de ideas, ¿eh? A Allenby también le gusta la muchacha. Es raro cómo se unen las cosas, como las piezas de un rompecabezas. Piense en ello, querido Jerry, y llámeme por teléfono al Grosvenor.

Chasqueó los dedos llamando a un camarero, garrapateó sus iniciales en la cuenta y se dirigió hacia la puerta, seguido de Jerry.

Tenía que pasar ante Moran y su amigo. El hombre rollizo y de aspecto alegre levantó la vista, movió amistosamente la cabeza y detuvo a Jerry por la manga de la chaqueta cuando pasaba.

—Quisiera verle un día de esta semana, si usted no está ocupado, Jerry.

Jerry nunca olvidaba que era un miembro del Snells, y un caballero nunca olvidaba que mister Leo Moran era una especie de escribiente exaltado, que probablemente había recibido su educación a expensas del Estado, y, conociendo todo esto, le molestó el Jerry. Aumentaba su irritación al saber para qué mister Moran deseaba verle. Era fastidioso que uno no pudiese almorzar en su club sin ser molestado por monigotes de esta clase.

Desprendió su manga de entre los dedos que la sostenían.

—Está bien —dijo.

Hubiera estado más ofensivo si este hombre no hubiera sido un huésped del club, y, lo que es mucho más importante, si no fuera porque Moran tenía en su mano el poder de hacer los asuntos mucho más desagradables para mister Gerald Dornford.

Al tiempo que él y Jules bajaban las escaleras juntos…

—¡El puerco! ¿Quién habrá traído esa clase de pájaros al club? Snells se está poniendo imposible.

Jules, que sentía debilidad por las churriguerescas cualidades de la ópera italiana, tarareaba su aria favorita de una ópera de Puccini. Sonrió y movió la cabeza.

—Se necesita gente de toda clase para componer el mundo, amigo mío —dijo sentenciosamente.

Sacudió una mota de la inmaculada solapa de su chaqueta, golpeó amistosamente el brazo de Jerry como si fuese un muchacho y siguió alegremente Saint James Street arriba, en dirección de su misteriosa Legación.

Jerry Dornford se detuvo por un momento, dudando, y se dirigió luego lentamente, calle abajo, hacia el palacio. Estaba en un compromiso, en un serio compromiso, y no iba a ser tan fácil salir de él.

Obedeciendo un impulso llamó a un taxi y fue hasta cerca de Queen’s Gate, donde se bajó, pagó el importe del coche y siguió andando.

Dick Allenby vivía en una casa grande que había sido dividida en departamentos. No había criado de servicio a la entrada, y el ascensor que le llevó al cuarto piso era automático. Golpeó la puerta del estudio de Dick (había sido estudio antes que Dick lo convirtiera en cuarto de trabajo); no obtuvo respuesta, y, dando vuelta al picaporte, entró. El cuarto estaba vacío. Evidentemente, había habido visitantes, porque media docena de botellas de cerveza yacían sobre un banco, aunque sólo había visible un vaso usado. Si hubiera conocido a Surefoot Smith, podría haber reducido la lista de visitantes a uno.

—¿Dónde está usted, Allenby? —llamó.

No hubo respuesta.

Cruzó hasta el banco donde estaba la curiosa caja de acero y la levantó. Con gran satisfacción encontró que podría cargarla sin dificultad. Dejándola de nuevo, se dirigió hacia la puerta. La llave estaba puesta por dentro. La sacó y la examinó cuidadosamente. Si hubiese sido un experto en el trabajo, hubiera llevado cera y tomado una impresión tal como era; la temprana educación técnica que había recibido (se había pensado que siguiera la profesión de ingeniero) le hubiera servido de ayuda.

Escuchó. No se sentía ruido alguno del ascensor elevándose. Sabía que Dick tenía su cuarto de dormir en el piso de arriba y probablemente estaría allí ahora. Dornford hizo un rápido, pero seguro, esquema en la parte de atrás de un sobre, calculó el grueso de la llave, tomó una breve nota, y volvió a colocarla en su sitio al sentir el ruido de alguien que bajaba las escaleras.

Estaba de pie, examinando las botellas vacías, cuando Dick entró.

—¡Hola, Dornford! —No había en el tono signo alguno de bienvenida—. ¿Quería usted verme?

Jerry sonrió y dijo:

—Estaba aburrido y pensé subir un momento para ver cómo era un inventor. Por cierto, le vi en el teatro la otra noche… Bonita muchacha. Fue tremendamente brusca conmigo la única vez que he hablado con ella.

Dick le contempló seriamente y repuso:

—Y yo seré tremendamente brusco con usted la próxima vez que vuelva usted a hablarle.

Jerry Dornford rió de mala gana, diciendo:

—Conque sí, ¿eh? A propósito: veré al viejo esta noche. ¿Quiere que le dé sus cariñosos recuerdos?

—Preferirá que le dé usted algo más sustancioso —contestó Dick fríamente.

Esto era como un palo de ciego, pero dio en el blanco.

Gerald, el imperturbable, dio un respingo.

Era raro que hasta ese momento Dick Allenby no se hubiera dado cuenta de cuán intensamente le molestaba este hombre. Había una excelente razón para que le odiase, pero ésta todavía no se había revelado.

—¿Por qué ese repentino antagonismo? Después de todo, yo no siento nada por esa muchacha. Es una bonita y alegre cosa; mala actriz, pero buena mujer. No van muy lejos en el teatro en Londres… —dijo Jerry.

—Si usted está hablando acerca de miss Lane, pongo punto final a la conversación —atajó Dick, añadiendo bruscamente—: ¿A qué ha subido usted aquí? Dice bien: existe antagonismo entre nosotros, pero no repentino. No recuerdo que usted y yo hayamos sido nunca buenos amigos.

—Estuvimos en el mismo regimiento, hermanos oficiales… Y todas esas cosas… —bromeó Jerry—. ¡Gran Dios!, no parece que haga doce años…

Dick abrió la puerta y se quedó parado al lado de ella, diciendo:

—No quiero verle a usted aquí, ni quiero conocerle. Si ve usted a mi lío esta noche, puede decirle esto. Me servirá para ganar algo su favor.

Jerry Dornford sonrió. Tenía la epidermis dura, a pesar de que era muy sensible en ciertas materias de poca importancia. Fingiendo indiferencia hacia las manifestaciones hostiles de Dick, le dijo:

—Supongo que conoce usted a ese Tickler que mataron la otra noche.

—No quiero discutir con usted ni de asesinatos siquiera —interrumpió Dick.

Salió del cuarto, abrió la cancela y echó hacia atrás las puertas del ascensor. Estaba molesto consigo mismo, además de haber perdido su calma; pero no recordaba vez en que la presencia de Jerry no le enfureciese. Odiaba el modo de ver la vida de Jerry, su filosofía, la fragilidad de su moral. Recordaba la extraordinaria destreza de Jerry con las cartas y a un arruinado subalterno que prefirió, alegremente, la muerte antes que afrontar las consecuencias de una noche de juerga.

Cuando oyó el ascensor pararse en el piso inferior, abrió Dick la ventana del cuarto de trabajo para airearlo. Gesto extraño, que acertadamente pintaba su actitud con respecto al visitante.

Capítulo siete

El Banco estaba cerrado y mister Moran se había ido a su casa cuando Surefoot Smith llegó para hacer una investigación.

Surefoot conocía a casi todo el mundo que tenía alguna importancia en Londres. En verdad, muchos se hubieran sobresaltado al saber lo completamente enterado que estaba acerca de sus vidas privadas.

Es cierto que casi todo hombre y mujer, en cualquier comunidad civilizada, tienen para sí mismos una historia criminal. Puede ser que no hayan contravenido ninguna ley; son, sin embargo, culpables en sus conciencias. El conocimiento de esta psicología es una ayuda inapreciable para los detectives investigadores.

Se dirigió a Parkview Terrace, a través del extremo abierto de Naylors Crescent. Según caminaba, observó que un hombre venía hacia él, y se detuvo para reconocerle: era Binny. Bien sabía que éste, como infatigable charlatán, era gran coleccionador de chismes e historias, de los cuales, los más, carecían de fundamento. Era inteligente, y en su mente se asociaban el criado de mister Lyne y el banquero. Tenía una memoria extraordinaria, y recordaba que Surefoot Smith había sido jefe, años atrás, de aquel distrito.

—Buenas tardes, mister Binny —saludó Surefoot Smith.

Binny levantó su sombrero hongo, de anchas alas, y después de un momento de duda, respondió:

—Perdone si me atrevo a preguntarle, señor. ¿Hay alguna novedad?

—Usted me ha dicho que conocía a ese Tickler, ¿no? —preguntó Smith.

Binny movió la cabeza y dijo:

—Un conocido. Fue mi predecesor…

—Pondré esa palabra en un marco —sonrió mister Smith—. ¿Quiere usted decir que ese hombre desempeñaba su trabajo antes que usted?, —y cuando Binny hubo asentido, añadió—: Entonces ¿por qué no me lo dijo? ¿Ha trabajado usted con Moran?

Binny sonrió y respondió.

—He trabajado para casi toda clase de caballeros. Fui criado de lord Frenleys…

—No quiero saber la historia de su familia, Binny —interrumpió mister Smith—. ¿Qué clase de hombre es Moran? ¿Buena persona?… Generoso, ¿no? ¿Gastador?

Binny pensó en el asunto como si su vida dependiese de la contestación.

—Es un gran caballero. Estuve con él solamente seis meses —dijo—. Justamente vive al volver la esquina, frente al parte. En realidad, usted puede ver su departamento desde los jardines.

—¿Un hombre tranquilo? —preguntó Surefoot.

—Nunca le oí hacer mucho ruido… —contestó Binny.

—Cuando digo tranquilo —explicó Surefoot, con gran expresión de desagrado—, quiero decir si es aficionado a la juerga, mujeres, vino, fiestas… Usted sabe a qué me refiero. Me figuro que su madre le enseñaría a usted algo…, cuando era joven.

—No recuerdo a mi madre —contestó Binny—. No, señor; no puedo decir que mister Moran sea un juerguista. Tenía costumbre de dar pequeñas fiestas a señoras y caballeros del teatro; pero terminó con éstas cuando perdió su dinero.

Surefoot arrugó el entrecejo y siguió preguntando:

—¿Perdió su dinero? Es director de un Banco, ¿no? ¿Tenía dinero que perder?

—Fue su dinero particular, señor —Binny se sobresaltó, apresurándose a corregir una impresión errónea—. Por esto fue por lo que le dejé. Tenía algunas acciones en un Banco. No en su propio Banco, sino en otro que quebró. Quiero decir…

—No trate de aclararme el significado de la palabra; sé lo que quiere decir quebrar. ¿Daba pequeñas fiestas teatrales ese señor?… ¿Cómo se llama? ¿Con bebidas y todas esas cosas? —Binny no podía ayudarle; lanzaba ojeadas a derecha e izquierda ansiosamente, como si buscase la manera de escapar.

—¿Tiene prisa? —preguntó el detective.

—La película comienza dentro de diez minutos y no quiero perderla, es de Mary Pickford, en… —Evadió Binny.

—¡Oh, Mary! —exclamó Surefoot, alejando de su pensamiento, con un movimiento de la mano, a la novia del mundo—. Y ahora, ¿qué sabe usted referente a Tickler? ¿Trabajó alguna vez para Moran?

Binny meditó, moviendo la cabeza antes de responder:

—No, señor. Creo que trabajaba para Lyne, cuando yo estaba con mister Moran, pero no estoy seguro —de pronto se le ocurrió una feliz idea y dijo—: Habla por «radio» esta noche.

—¿Quién?

Mister Moran. Habla sobre economía o algo así. Frecuentemente habla sobre finanzas o cosas parecidas. Es un conferenciante asiduo.

A Surefoot no le interesaban mucho los conferenciantes.

Hizo unas cuantas preguntas acerca del desgraciado Tickler y siguió su camino.

Parkview Terrace era una manzana de nobles edificios que habían sufrido, como otros muchos, después de la guerra, la iniquidad de ser convertidos en departamentos para alquilar.

Mister Moran vivía en un último piso. Surefoot subió hasta él, llamó a la puerta, y el criado que abrió la confirmó que estaba en casa. En aquel momento se estaba vistiendo para la comida. Smith fue introducido en un gran salón, amueblado lujosamente y con bastante buen gusto. Tenía dos ventanas que dejaban ver Regent’s Park y el Canal. Pero fue el lujo de los adornos lo que más atrajo el interés de Surefoot Smith.

Conocía la posición financiera del director. Podría decir aproximadamente, con pocas libras de diferencia, cuáles eran sus sueldos, y era una sorpresa descubrir que un director de mil doscientas libras viviera en un departamento que absorbía por lo menos cuatrocientas, y con señales evidentes de una riqueza que hombres de su posición raramente tienen la oportunidad de adquirir.

Una alfombra persa cubría el suelo. Los aparatos eléctricos tenían aspecto de ser plata, y eran, seguramente, ejemplares únicos. Ante un gran sofá Knolle, Smith hizo el cálculo mentalmente: «Vale cien libras».

En una caja de vidrio iluminado había una colección de preciosas miniaturas. En otra, adornos de jaspe, algunos de los cuales debían de haber costado sumas considerables.

Surefoot no entendía nada de pintura; pero estaba seguro de que más de uno de los cuadros colgados en la pared eran obras auténticas de antiguos maestros.

Examinaba una de las vitrinas cuando oyó pasos detrás de él, y al volverse se encontró con el propietario del departamento.

Mister Leo Moran estaba a medio vestir y llevaba un batín de seda sobre su camisa y chaleco blancos.

—Hola, Smith. No le vemos a usted frecuentemente. Siéntese y tome algo —tocó el timbre—. Cerveza, ¿no?

—Así es, cerveza —aceptó Surefoot, contento—. Hermosa casa tiene usted, mister Moran.

—No está mal —asintió éste sin darle importancia. Señaló el cuadro—. Es un auténtico Sisley. Mi padre pagó por él trescientas libras, y, probablemente, hoy vale seis mil.

—Su padre estaba bien, ¿eh, mister Moran?

Moran le miró rápidamente. Y respondió:

—Tenía dinero. ¿Por qué lo pregunta? No se imaginará que he podido amueblar un piso como éste con un sueldo de mil libras al año —sus ojos parpadeaban—. ¿O se le ha ocurrido a usted que esto es parte de mis ilícitas ganancias, dinero sacado del Banco?

—Esté seguro de que tal pensamiento no ha entrado nunca en mi cabeza —explicó Surefoot solemnemente.

—Cerveza —ordenó mister Leo Moran dirigiéndose al criado, que había aparecido en la puerta—. Usted ha venido por algún asunto. ¿Cuál es?

Surefoot contrajo los labios pensativamente, respondiendo:

—Estoy haciendo investigaciones acerca de ese Tickler…

—¿El que fue asesinado? ¿Quiere usted saber si yo le conocía? Por supuesto que le conocía; era igual que la peste; nunca salía de casa sin encontrármelo a la puerta esperando para decirme o venderme algo, y nunca he descubierto que… —dijo Moran.

Hablaba muy deprisa, y su voz no era la que Smith hubiera descrito como de un caballero. En realidad, Leo Moran era muy de pueblo. Su vida había sido aventurera. Se había embarcado como marinero; más tarde trabajó en una fundición de cobre en Midlands, desempeñó una docena de empleos diferentes antes que la casualidad le hiciera llegar a la Banca. Un brillante en bruto ahora y siempre. De su voz áspera, que sabía hacer frecuentemente, sin embargo, suave, porque tenía la pose y prestancia que la autoridad y riqueza llevan consigo. En ocasiones, su voz se hacía dura, casi vulgar, y en muchos momentos se convertía en el hombre del pueblo.

Fue en este tono en el que preguntó:

—¿Supone usted que fui yo quien le mató?

Surefoot sonrió, y Moran no supo ni del absurdo de su pregunta ni de la aparición de una gran botella de cerveza y un vaso que acababan de ser traídos en este momento.

—¿Conoce usted a miss Lane?

—Ligeramente —el tono de Moran era frío.

—Bonita muchacha… ¡A su salud! —Surefoot alzó el vaso y bebió su contenido de un trago—. ¡Buena cerveza! Casi como la de antes de la guerra. Recuerdo la época en que se podía tener la mejor cerveza del mundo por cuatro peniques el cuartillo.

Suspiró profundamente y trató de escurrir un poco más la botella, sin conseguir nada…

Moran tocó de nuevo el timbre e inquirió:

—¿Por qué me pregunta usted si conozco a miss Lane?

—Sabía que usted estaba interesado en asuntos teatrales… Ahí se encuentra su criado… —observó Smith.

—Otra botella de cerveza para mister Smith —dijo Moran sin volver la cabeza—. ¿Qué es lo que quiere usted decir con eso de los asuntos teatrales?

—Usted daba fiestas antes, ¿no es así?

El banquero asintió con la cabeza y respondió:

—Hace años, en mis buenos tiempos. ¿Por qué me lo pregunta?

Paseó arriba y abajo, metidas las manos en los bolsillos de su batín de seda, y preguntó enérgicamente:

—¿A qué diablos ha venido usted aquí, Smith? Usted no es de la clase de hombres que hacen preguntas estúpidas. ¿Me relaciona usted con ese asesinato absurdo?… ¿El asesinato de un pobre ratero del arroyo al que escasamente conozco de vista?

Smith movió la cabeza y murmuró:

—¿Le parece así?

Poco después llegó la cerveza. El momento del disgusto de Moran parecía haber pasado e insistió:

—Bueno, lo menos que puede usted hacer es decirme la importancia de esto… ¿O es que no está usted haciendo averiguaciones del asesinato? Cuénteme, mi querido amigo, y no sea misterioso…

Mister Smith se limpió su bigote, se levantó despacio de la silla, y arreglándose su horrible corbata rosa delante de un antiguo espejo veneciano, empezó a decir:

—Le diré la importancia de esto, de hombre a hombre. Hemos recibido una carta anónima, de la que fue fácil averiguar su origen. La enviaba la patrona de Tickler. Parece ser que cuando éste estaba muy borracho (lo que sucedía algunas veces todos los días) acostumbraba hablar de usted con esta buena señora.

—¿De mí? —preguntó Moran rápidamente—. ¡Pero si no me conocía!

—Muchas personas hablan de otras sin conocerlas —interrumpió Smith—. Es la publicidad…

—¡Ridículo! —exclamó Moran—. Yo no soy un hombre público, soy solamente un pobre director de Banco que odia la Banca; que alegremente pagaría una fortuna, si la tuviera, por el privilegio de poder coger todos los libros del Banco y quemarlos en Regent’s Park, emborrachar a los empleados, abrir de par en par las puertas de las cajas a los rateros de Londres y convertir la maldita casa en un cabaret…

Contemplándole con la boca abierta, sinceramente asombrado por tal confesión, Smith vio en su cara, algunas veces genial, una expresión de extraña dureza que nunca había visto antes, y notó en su voz la vibración de oculta furia.

—Por poco me despiden una vez porque especulaba —prosiguió Moran—. Soy un jugador, siempre he sido jugador. Si me hubieran despedido entonces, me hubieran arruinado. Tuve que suplicar de rodillas a los directores que me permitieran quedarme. Era director en una sucursal en Chalk Fram en esa época, y tuve que fingir que el Northern y el Southern Bank eran algo sagrado, que sus directores eran dioses. Toda vez que traté de ganar algún dinero que me permitiese marchar, llegaba la quiebra —castañeteó con sus dedos—. Realmente, no conozco a Tickler. ¿Por qué hablaba de mí? No tengo la menor idea.

Surefoot Smith miró su sombrero y preguntó:

—¿Conoce usted a mister Hervey Lyne?

—Sí, es un cliente nuestro —respondió Moran.

—¿Le ha visto usted últimamente? —insistió Smith.

Hubo una pausa, y después añadió sin titubeos:

—No, no le he visto desde hace dos años.

—¡Oh! —exclamó Surefoot Smith. Dijo ¡Oh!, porque no se le ocurrió otra cosa que decir, y siguió—: Bueno, me voy. Siento haberle molestado. Pero usted sabe cómo somos en el Yard.

Ofreció su manaza al banquero, pero mister Moran estaba tan absorto en sus pensamientos que no la vio.

Después que Moran hubo cerrado la puerta detrás de su visitante, volvió despacio hacia su cuarto y se sentó en el borde de la cama. Permaneció sentado largo rato; se levantó luego, cruzó el cuarto, dirigiéndose hacia una caja fuerte, empotrada en la pared, oculta detrás de un cuadro. La abrió y sacó un montón de documentos, que examinó muy cuidadosamente. Los volvió a guardar de nuevo, y registrando encontró una caja de cuero, aplastada, repleta de papeles de extraños colores. Eran billetes de Banco y de ferrocarril. Su pasaporte estaba a mano, y unidos a él por una gruesa banda de goma había veinte billetes de Banco de cien libras.

Cerró la caja de nuevo, volvió a colocar el cuadro y siguió vistiéndose. Estaba inquieto: la casual referencia de Hervey Lyne le había perturbado.

Capítulo ocho

A las diez en punto de esa noche muchos aparatos de radio serían desconectados al comenzar a radiar la conferencia sobre La Economía en nuestros sistemas bancarios y los conectarían de nuevo a las diez y quince, cuando el Jubilee Jazz Band fuese radiado desde Manchester.

Binny leyó el programa y encontró al fin lo anunciado para las diez en punto.

—Moran. ¿Es ése el que me visitó ayer tarde? —preguntó el viejo Lyne.

—Sí, señor —contestó Binny.

—Sistemas bancarios. ¡Bah! —despreció Lyne—. No quiero oírlo. ¿Me entiende usted, Binny? No quiero oírlo.

—Sí, señor.

Las blancas y sarmentosas manos tantearon a lo largo de la mesa hasta que encontraron un reloj de repetición y apretaron su botón.

—Las seis en punto. Tráigame mi ensalada.

—He visto a ese detective hoy, señor… Mister Smith…

—Tráigame mi ensalada —interrumpió Line.

Ensalada de gallina era su invariable comida al final del día. Binny le sirvió, pero sin conseguir hacer nada a punto. Si hablaba, le ordenaba estarse callado, y si permanecía en silencio, el viejo Hervey le insultaba por su mutismo.

Había retirado el servicio y puesto una taza de té, poco cargado, delante de su amo; y se marchaba, dejando que se adormilase, cuando Lyne le llamó:

—¿Cómo están los Cassari Oils? —preguntó.

Hacía mucho tiempo que Binny no leía las fluctuaciones del mercado de petróleos y no tenía datos que poder darle.

—Busque un periódico, ¡tonto! —le gritó Lyne.

Binny fue a buscar un periódico de la tarde.

Era su costumbre leer por la mañana y por la tarde los movimientos de las acciones industriales. Un tedioso hábito, porque el dinero de mister Lyne estaba invertido en valores de primera clase, seguros y firmes, que rara vez oscilaban, a no ser en pequeñas fracciones. Cassari Oils había sido uno de sus errores. Las acciones habían formado parte de un depósito… Había dudado mucho tiempo antes de convertirlas en un stock más estable. El período de su propiedad había sido para él dos años de tormento; durante él habían fluctuado como pluma en el aire y nunca se estancaron en un punto más de una semana.

Binny volvió con el periódico y leyó la cotización, que fue recibida con un gruñido.

—Si hubieran subido, habría demandado al Banco. Ese bruto de Moran me aconsejó que vendiese.

—¿Han subido, señor? —preguntó Binny, interesado.

—Métase en sus negocios —fue la respuesta.

Hervey Lyne se sentaba frecuentemente a pensar y hacer cálculos sobre esos Cassaris. Eran acciones fundadoras, no fáciles de adquirir y difícil deshacerse de ellas. La idea de que podía haber tirado una fortuna por el consejo de un conservador director de Banco y de que cuando llegase el momento de dar cuenta de su tutoría a Mary Lane podía ser responsable (lo que nunca hubiera sucedido) era una pesadilla para él. El desasosiego se había renovado ese día debido a algo que Binny le había leído en el periódico de la mañana referente a descubrimientos de petróleo en Asia Menor.

En el transcurso de los años había acumulado gran cantidad de datos relativos al Cassari Oilfield, los más de los cuales eran intranquilizadores para cualquiera que tuviese dinero en la Sociedad.

Ordenó a Binny que sacara los informes y folletos, prometiéndose a sí mismo la posibilidad de una noche de mal humor.

A las ocho llegó un visitante. Un hombre que venía de mala gana y traía preparada una serie de excusas plausibles. Tenía el presentimiento de que por ser el último de los deudores del viejo se encontraba en la misma posición que un ratón en las garras de un gato viejo, que no le matara rápidamente… Y hasta cierto punto estaba en lo cierto.

Hervey Lyne le recibió con su mueca estereotipada, que era la parodia de la sonrisa, que había usado durante tantos años en ocasiones semejantes.

—Siéntese, mister Dornford —invitó, añadiendo—: ¡Binny, salga!

—Binny no está aquí, mister Lyne.

—Estará escuchando detrás de la puerta… Siempre está escuchando. Vaya a mirar —ordenó Lyne.

Dornford abrió la puerta: no había señal de que el acusado criado hubiera estado a la escucha.

—Esta vez no —dijo Dornford.

Convertido de nuevo en el viejo hombre de negocios, empezó a recitar las frases que eran como parte de una fórmula:

—Acerca de ese dinero…, tres mil setecientas libras, según creo. ¿Va usted a pagarlas esta noche?

—Desgraciadamente, no puedo pagar esta noche y no podré hacerlo en muchas noches —dijo Jerry—. En realidad, no hay inmediata posibilidad de que pueda pagarle. He hecho todo lo posible para conseguir cuatrocientas o quinientas libras y traerle a cuenta…

—De Isaac y Salomón, ¿eh?

Jerry se maldijo a sí mismo por su estupidez. Sabía que los prestamistas se cambiaban cada día una lista de las peticiones que recibían.

—Bueno. No las conseguirá usted, amigo, y tiene usted que encontrar el dinero para pagar esta cuenta, o la pondré en manos de mis cobradores mañana.

Jerry no esperaba nada mejor que esto, y propuso:

—Suponga que le encuentro dos mil libras al final de la semana. ¿Me daría tiempo razonable para encontrar el resto?

Con sorpresa observó que hablaba con voz ronca. El imperturbable Jerry, que había afrontado tantas crisis con ecuanimidad, estaba terriblemente agitado en ésta, la más importante de todas.

—Si puede usted encontrar dos mil libras, podrá usted encontrar tres mil setecientas —rugió el viejo—. ¿Una semana? No le doy a usted ni un día… ¿Y de dónde sacará usted las dos mil libras?

Jerry tragó saliva.

—Un amigo mío…

—Eso es una mentira para empezar, mister Gerald Dornford —interrumpió la odiosa voz—. Usted no tiene amigos, los ha gastado todos. Le diré lo que voy a hacer con usted.

Apoyó sobre la mesa, de brillante caoba, sus codos, gozando de este momento de triunfo y reviviendo alguno de los antiguos momentos de su vida, que ya solamente eran recuerdos.

—Le doy hasta mañana por la noche, a las seis en punto. Traiga su dinero aquí —golpeaba vigorosamente la mesa— o le pongo en bancarrota.

Si su vista hubiese sido nada más que mediana, hubiera podido ver la mirada de Jerry y se hubiera quedado mudo de espanto. Aun sin ver nada, presintió el efecto de sus palabras.

—Entiende usted. ¿No es así?

Su tono había perdido algo de su rudeza.

—Entiendo —contestó Jerry en voz baja.

—Mañana trae usted el dinero y le daré su recibo. Un minuto después de las seis irá el cobrador.

—Pero, seguramente, mister Lyne —Jerry pudo por fin encontrar palabras coherentes—, dos mil libras a cuenta no son despreciables.

—Bueno, veremos —dijo el viejo moviendo la cabeza—. No tengo nada más que decir.

Jerry se levantó temblando de ira.

—Yo sí tengo algo que decir. ¡Maldito viejo usurero! —tartamudeaba rabiosamente—. ¡Viejo bruto, chupador de sangre! Usted me arruinará, ¿verdad?

Hervey Lyne se había puesto en pie; su huesuda mano señalaba la puerta.

—¡Salga! —decía con voz que era poco más que un murmullo—. ¿Vampiro? ¿Maldito viejo usurero? ¿Eso soy yo? ¡Binny, Binny!

Binny llegó corriendo desde la cocina.

—¡Échele fuera! ¡Arrójele de cabeza! —le gritó.

Binny miró al hombre, que le superaba en una cabeza, y con una mueca le dijo en voz muy baja:

—Lo mejor, señor, será que se vaya… Y no se dé por enterado de lo que yo diga —y después, en tono alto y truculento—: ¡Váyase de aquí! —gritó, abriendo ruidosamente la puerta de la calle—. ¡Fuera de aquí!

Golpeó la palma de su mano con su puño, y durante todo esto, sus ojos, implorantes, rogaban al visitante perdonase su falta de modales. Cuando volvió, el prestamista estaba echado hacia atrás, exhausto en su silla.

—¿Le golpeó? —preguntó el viejo débilmente.

—¿Que si le golpeé, señor? Por poco me rompo la muñeca.

—¿Le rompió usted la muñeca o algo? —preguntó Hervey, sin interesarle las lesiones que podía haber sufrido el asaltante.

—Necesitará dos doctores para arreglarle —dijo Binny.

Los labios del viejo se contrajeron en una mueca de desprecio.

—No creo ni que le haya tocado. ¡Gusano!

—¿No me ha oído usted?… —replicó Binny, ofendido.

—¡Golpeando sus propias manos! ¡Embustero y tonto! ¿Cree usted que no sé eso? Podré ser ciego, pero tengo oídos. ¿Atacó usted al ladrón anoche o cuando sea? Ni siquiera le oyó usted…

Binny le contempló desesperado. Dos noches antes alguien había roto un cristal en la parte de atrás de la casa y abierto una ventana. Si consiguieron entrar en la cocina o no, no era posible deducirlo. El viejo Hervey, que tenía el sueño ligero, oyó el ruido y salió a lo alto de las escaleras llamando a Binny, que ocupaba una habitación subterránea junto a la cocina.

—¿Le atacó usted? ¿Le oyó usted?

—Mi idea era traer la Policía —repuso Binny—. No hay nada mejor que la ley para estos casos…

—¡Váyase! —Alborotó el viejo—. ¡La ley! ¿Cree usted que yo quiero un montón de estúpidos fantoches en mi casa? ¡Váyase! Me pone usted malo.

Binny salió a escape.

Durante la mayor parte de las dos horas que siguieron, el viejo permaneció sentado, murmurando para sí mismo, enlazando y desenlazando sus dedos entre sí. Luego, cuando su reloj de repetición dio las diez, abrió la radio, que estaba a su lado, y la conectó. Se oyó inmediatamente una voz: «Antes que empiece a hablar de los sistemas bancarios de este país, quisiera decir unas cuantas palabras acerca de la historia de la Banca desde sus primeros tiempos…».

Hervey Lyne se enderezó y escuchó. Sus oídos, como queda dicho, eran extraordinariamente sensibles.

Capítulo nueve

Dick Allenby nunca decía que estaba comprometido, y el dedo de Mary Lane, que podría hablar, no llevaba el anillo indicador de su futuro. Mencionó él el hecho casualmente, al sentarse en su camarín entre los dos últimos actos de Escollos del destino, y hablaba con ella a través de una cortina de cretona, detrás de la cual se cambiaba de traje.

—Estoy adquiriendo mala reputación. Nada daña la reputación de un inventor más rápidamente que el ser reconocido por los porteros del escenario. Me dejan pasar sin preguntarme nada.

—Entonces no debe venir tan frecuentemente —contestó Mary, saliendo de detrás de la cortina y sentándose delante de su tocador.

—No diré que sea usted tanto como la vida o la muerte para mí —dijo Dick—; pero sí está muy cerca de ello. Usted me interesa más que nada en este mundo.

—¿Incluyendo el revólver, Allenby?

—¡Oh eso!… —contestó despreciativamente—. A propósito: me visitó hoy un ingeniero alemán, ofreciéndome en nombre de los Eckstein, los grandes ingenieros de Essen, diez mil libras por la patente.

—¿Estaba loco? —preguntó ella bromeando.

—Eso es lo que pensé yo también —contestó Dick encendiendo un cigarrillo, a pesar de la prohibición—. Pero no, no estaba loco. Es un hombre inteligente y que sabe distinguir. Me dijo que era uno de los mayores inventores de la época.

—Y lo es usted, querido.

—Sé lo que soy —dijo Dick complacido—; pero me sonaba muy bien en alemán. Francamente, Mary, no tenía idea de que esto valiera tanto.

—¿Va usted a venderlo? —preguntó Mary, y volvió su cabeza para hacer la pregunta.

Dick dudó y respondió:

—No estoy decidido… Pero es esta proximidad de la riqueza la que me lleva a hablar de su dedo sin adorno aún…

Mary volvió a mirar hacia el espejo, pasó suavemente sobre su cara una borla de polvos, movió la cabeza y le interrumpió:

—Yo voy a ser una gran actriz…

—Usted es una gran actriz —rectificó Dick—. Ha conseguido arrancar una proposición de matrimonio de un gran genio.

Dando vuelta en su silla para mirarle, le preguntó:

—¿Sabe a qué tengo miedo?

—Fuera del matrimonio, creo que a nada —respondió Dick.

—No. Hay una posibilidad que me aterroriza —dijo seriamente Mary—, y es que su tío pueda dejarme todo su dinero.

Rió Dick suavemente diciendo:

—Es un temor que nunca ha interrumpido mi sueño. ¿Por qué dice usted eso?

Le contempló Mary mordiéndose los labios pensativamente, y respondió:

—Una vez dijo algo de esto. Y he comprendido recientemente que le odia tanto, que sólo por el gusto de molestarle podría dejármelo a mí y esto sería espantoso…

La contempló Dick y preguntó:

—¡En nombre del cielo! ¿Por qué?

—Porque tendría que casarme con usted —respondió Mary.

—¿Sólo para molestarme? —Fanfarroneó Dick.

—No, pero sería tremendo. ¿Verdad, Dick? —dijo Mary.

—Creo que se está usted preocupando innecesariamente —contestó con sequedad Dick—. Es más probable que el viejo se lo deje a un asilo de perros. ¿Le ve usted con frecuencia?

Le contó su visita a Naylors Crescent; pero éstas eran noticias viejas para él. Seguían hablando cuando se oyó un golpe en la puerta. Mary se levantó pensando si sería el avisador; pero al oír repetirse el golpe, concedió:

—¡Adelante! —Y Leo Moran apareció.

Saludó a Dick con un pequeño gesto y le dijo:

—En vez de perder su tiempo aquí debió usted estar sentado en su casa oyendo mi conferencia, que hará época.

—¿Ha estado usted en la radio? ¿Le hacen a usted vestirse para ello?

—Voy a cenar.

Esta vez la llamada fue seguida de la cantarina voz del avisador, y Mary salió corriendo. Se sentía alegre de poder escapar. Sin saber por qué, nunca se encontraba completamente tranquila en presencia de mister Moran.

—¿Ha visto usted la obra? —preguntó Dick.

Moran se lamentó:

—Por desgracia, sí. Es la obra más horrible de Londres. No me imagino por qué el viejo Mike sigue con ella. Debe de tener un rico caballo blanco.

—¿Ha oído usted hablar de Washington Wirth?

La cara de Leo Moran era inescrutable.

—No. Nunca. ¿Quién es? ¿Un americano?

—Algo raro. Pensaba yo sobre esto el otro día. Debe de haber perdido ya unas diez mil libras con esta obra, y no hay razón especial, a mi modo de ver, para que continúen dándola. Mary es la única mujer del cartel que valga la pena, y no es amiga suya.

—¿Washington Wirth? El nombre me es familiar.

Moran miró a la pared por encima de la cabeza de Dick:

—He oído algo acerca de él o visto su nombre. A propósito, he visto esta noche a un amigo suyo: Surefoot Smith. Usted se encontraba presente cuando descubrieron a ese desgraciado Tickler, ¿verdad?

Dick asintió.

—Ese loco me ha tratado como si yo fuera un cómplice —siguió Moran.

—Si ese loco a que usted se refiere es Surefoot Smith, le diré que me ha tratado a mí como si fuera el asesino —dijo Dick—. ¿Le dio usted cerveza?

Leo Moran abrió la puerta, y después de mirar a lo largo del desierto corredor, volvió a cerrarla suavemente, y dijo:

—Esperaba encontrarle aquí, Dick. Quiero pedirle un favor.

Dick hizo una mueca:

—Nada podría alegrarme tanto como negar un favor a un director de un Banco.

—No sea loco. No tiene nada que ver con dinero. Solamente…

Se detuvo, como si escogiese cuidadosamente sus palabras, y siguió:

—Puede ser que me ausente de Londres por una o dos semanas. Se acerca mi permiso y quiero irme al campo. Quisiera saber si podría usted recoger mis cartas en mi departamento y guardarlas hasta que volviese.

—¿Por qué no hace usted que se las envíen? —preguntó Dick, sorprendido.

—Tengo una razón especial para pedírselo. No me enviarán nada. Mi criado se va de vacaciones, y el piso quedará a cargo de sabe Dios quién. Si le mando la llave, ¿le echará una ojeada de cuando en cuando?

—¿Adónde se va usted?

Moran no era claro acerca de este punto. No había seguridad sobre cuándo le sería concedido su permiso. Era algo difícil, por ser él el jefe de la oficina, aunque tenía un auxiliar muy capaz, que podía encargarse de todo en cualquier momento.

—Yo quiero irme en seguida; pero esos brutos de la City son como dioses de oropel. No podrá usted hacerse idea de cómo un hombre puede creerse divino hasta que trata con los directores generales de Manco. Cuando usted se les acerca tiene que hacer tres genuflexiones, andar de cabeza, y ni aun así se fijan en usted. ¿Acepta?

—Seguramente —dijo Dick—. Ya sabe usted adonde debe enviar la llave. Y ahora que está usted aquí, le pediré un pequeño consejo.

Le refirió la oferta que le habían hecho sobre su revólver. Sin necesidad de explicarle cómo era éste, porque Leo lo había visto y probado.

—Yo no admitiría una cantidad determinada; preferiría algo a cuenta y un tanto por ciento en el negocio —aconsejó cuando Dick hubo terminado—. ¿Volverá usted pronto a su casa?

—Casi inmediatamente. Mary prepara una comida.

—¿Con mister Wirth? —preguntó Moran con una sonrisa.

—Creía que nunca había usted oído hablar de él.

—Se me ha ocurrido su nombre según hablaba. ¿Es él quien da esas cenas y fiestas? Yo tuve también costumbre de darlas hace tiempo… Pero si usted se va ahora, le acompañaré, y volveré a tener trato con su notable invención.

Leo Moran hubiese sido mucho más popular si no fuese porque, invariablemente, aun en sus más corrientes contestaciones, había cierto indicio de burla.

Algunas veces, Dick, que le estimaba bastante, pensó que debía de estar amargado por alguna gran contrariedad, porque, a pesar de su amabilidad, se adivinaba cierta intención mordaz en sus contestaciones. Dick le disculpó todo lo que dijo referente a Jerry Dornford cuando marchaban a lo largo del Strand.

—Es una sinvergüenza —decía Moran—. Y no puedo decirle todo lo que pienso de él, porque mañana tendremos una entrevista para tratar de negocios bancarios.

A pesar de que la noche era calurosa, había ido formándose la niebla, que se hacía cada vez más densa a medida que el coche se aproximaba al Park.

—En verdad —dijo Dick—, me está usted obligando a hacer algo que mi conciencia me ordenaba durante toda la tarde, y es el volver a casa y echar una ojeada al revólver. Como un tonto, lo cargué antes de salir. Estaba a punto de hacer el experimento de atravesar con una bala de níquel una plancha de acero, y, como un idiota, lo he dejado cargado… La niebla es más densa aquí…

En efecto, la niebla era allí tan densa, que el coche tuvo que buscar su camino a lo largo de la acera cuando se acercaron a la casa en que Dick Allenby tenía su cuarto de trabajo.

El pequeño ascensor estaba a oscuras, y aun cuando Dick dio vuelta a la llave, no se iluminó. Al moverse, pisó algo que se rompió bajo sus pies, produciendo una fuerte y alarmante explosión.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Moran, irritado.

Dick raspó una cerilla. Vio en el suelo los restos de una pequeña lámpara incandescente, que, evidentemente, había sido quitada del techo del ascensor.

—Es raro. Nuestro portero es un poco descuidado —dijo, apretando el botón, que hizo subir el ascensor hasta el último piso.

Sacó su llave y recibió una nueva sorpresa, porque en la cerradura había una llave tan fuertemente embutida, que era imposible hacerla girar a un lado o a otro.

Movió la manivela y la puerta cedió.

—Aquí ha habido alguien revolviendo —exclamó Dick.

Al encender la luz, se quedó paralizado, incapaz de hablar por un momento.

El banco en que había estado el revólver se encontraba vacío. El revólver había desaparecido.

Capítulo diez

Recobró, por fin, el habla.

—¡Maldita sea!…

—¿Quién puede haberlo cogido?

Estaba asombrado, tan asombrado, que no podía enfadarse. Abriendo la puerta, examinó la llave, y con la ayuda de un par de fuertes tenazas consiguió sacarla. Era tosca y como hecha apresuradamente, limada de mala manera; pero, evidentemente, había encajado y había hecho todo lo que su dueño necesitaba que hiciese, puesto que la cerradura había girado.

Únicamente cuando el desconocido trató de volver a cerrar la puerta y llevarse la llave, no pudo conseguirlo.

Dick se dirigió hacia donde había estado el revólver y contempló el banco. Luego empezó a reír.

—¡Bruto! —exclamó.

—¿Es muy seria la pérdida para usted? —preguntó Moran.

Dick movió la cabeza y respondió:

—Realmente, no. Todos los planos y detalles están en manos del fabricante de modelos, y afortunadamente hace tres días he solicitado patentes de las partes más importantes.

Quedó contemplando a Moran, y siguió:

—La cuestión es averiguar quién ha sido, porque si no sabe su manejo y no es tremendamente cuidadoso, o se mata a sí mismo, o a algún inocente viandante. Pienso si sabrá descargarlo.

Arrastró una silla y se sentó, invitando con un gesto a su visitante para que hiciese lo mismo, y diciendo:

—Supongo que tendré que dar parte a la Policía. Si el viejo Surefoot estuviese en el Yard…

Consultó un libro de direcciones y pidió un número.

Después de una larga conversación con un agente muy suspicaz, encargado de la central privada de Scotland Yard, consiguió que le pusieran en comunicación con Smith. En pocas palabras le explicó lo que había sucedido.

—Voy allá. ¿Falta alguna otra cosa?

—No… La cerveza está intacta —contestó Dick.

Colgó el auricular y se dirigió hacia una pequeña alacena, de la que sacó una caja de madera, y comentó:

—Surefoot se alegrará. Odia la ciencia. No ponga esa cara, querido… Surefoot es inteligente. Siempre creía que la cerveza producía un efecto embrutecedor en la gente; pero Surefoot es un ejemplo maravilloso de lo contrario. ¿No le es a usted simpático?

—No me atrae íntimamente —dijo Moran. Consultó su reloj, y añadió—: Si no le molesta, le voy a dejar solo con su disgusto. Es una mala suerte. ¿Lo tiene asegurado?

—Habla usted como un banquero —dijo Dick—. No, no lo está. Leo, nunca me di cuenta de que era un genio hasta ahora. Esto es como las cosas que se leen en los folletines. ¿Comprende usted lo que ha sucedido? Nuestro amigo llegó aquí amparado por la niebla; pero, para estar completamente seguro de que no le vieran, quitó la luz en el ascensor, de modo que nadie pudiese observarle cuando bajase. La puerta es de rejas, y, si hubiese habido luz, podría haber sido visto desde cualquiera de los pisos, suponiendo que allí hubiese habido alguien para verle. Supongo que tendría fuera un coche. Colocó la caja en el coche y se marchó. Probablemente nos cruzamos con él.

—¿Quién sabía que tenía usted el revólver? —preguntó Moran.

Dick pensó por un momento, y respondió:

—Mary lo sabía, Jerry Dornford lo sabía… ¡Por Júpiter!

Leo Moran se sonrió y movió la cabeza, diciendo a continuación:

—Jerry no tiene el nervio suficiente, y no sabría dónde venderlo… —Hizo una pequeña pausa—. Le vi el otro día en el Club Snells con ese endemoniado Jules, al que achacan el robo de los planos franceses de movilización.

Dick dudó. Alcanzó la guía de teléfonos, buscó el número que necesitaba e hizo una llamada. La línea estaba ocupada Cinco minutos más tarde, la central le llamó, y oyó la voz de Jerry.

Alló, Dornford! ¿Tiene usted mi revólver? —preguntó Dick.

—¿Su qué…? —preguntó Jerry con voz segura.

—Alguien me ha dicho que le vio salir de mi casa con algo bajo el brazo esta tarde.

—No he visto su infernal casa, y no es probable que la vea después de su bestial rudeza de esta tarde…

Jerry Dornford había colgado.

—No sé qué pensar —dijo Dick, y arrugó el entrecejo al tiempo que colgaba calmosamente el auricular—. No puedo creer que lo haya hecho, aunque no hay nada de él, por malo que sea, que no merezca crédito.

—¿Sospecha usted que haya sido su amigo el alemán? —preguntó Leo.

—¡Qué tontería! ¿Por qué me iba a ofrecer dinero? Me hubiera dado un cheque inmediatamente esta tarde si yo lo hubiera querido. No. Dejaremos esto para el viejo Surefoot.

—Entonces, déjeselo a él solo —dijo Leo, abrochándose el abrigo.

Se dirigió hacia la puerta y se volvió para decir:

—¿No se arrepiente usted de su promesa de encargarse de mis cartas? La proximidad de mi viaje depende de lo que suceda mañana, y la primera noticia que usted tendrá será cuando reciba mi llave.

—¿Adónde va usted? —preguntó Dick.

Leo movió la cabeza y respondió:

—Es una cosa que no puedo decirle…

Sentado solo, contemplando el vacío banco, Dick Allenby empezó a darse cuenta de la importancia de su pérdida. Si estaba aturdido por el robo, que nunca hubiera creído pudiera suceder, no estaba en modo alguno abatido. Trató de hablar con Mary por teléfono, pero lo pensó mejor. Sería egoísta estropearle la diversión de esa noche. Mejor sería empezar de nuevo.

Estaba trabajando en su mesa de dibujo sobre un nuevo proyecto, y ya había conseguido un nuevo mejoramiento sobre el viejo modelo, cuando llegó Surefoot Smith.

Escuchaba éste mientras Dick le describía las circunstancias de su regreso. Examinó la llave ligeramente y pareció más interesado por las señales que la máquina había dejado visibles en los sitios polvorientos que por cualquier otra cosa.

—No, no tiene nada de particular —dijo cuando Dick le contó el robo—. Docenas de inventos son robados en el transcurso del año… Sí. Robados digo. Sé de un fundador de empresas que empezó un negocio para vender cámaras fotográficas. Entraron en su casa y le robaron los planos de su invento una semana antes de que la marca saliera al mercado. Sé de otros gestores que tienen policías en sus casas día y noche.

Anduvo por el cuarto, y a poco dio cuenta del resultado de sus descubrimientos.

—El hombre que se lo llevó era más alto que usted —y señaló el banco situado cerca de la puerta, cuyo contenido estaba en desorden—. Apoyó el revólver ahí —continuó— mientras trataba de abrir la cerradura, y el banco es más alto que éste. Llevaba guantes. Ha tenido que tocar este cilindro, y no hay huellas dactilares en él. ¿Quién ha estado aquí últimamente?

Dick se lo dijo:

Mister Gerald Dornford, ¿eh? No creo que se atreva. Hemos tenido un ligero contratiempo con él una vez: tenía una pequeña casa de juego en el West End. Podría vigilarle, pero sería buscar disgustos, y pienso que no vale la pena ponerle bajo vigilancia —dijo Surefoot—. ¿Va usted a contar esto a los periodistas? Harán una gran historia de ello… Robo de un gran invento…

—No pensaba hacer esa tontería —repuso Dick.

—Entonces es usted inteligente —aseguró Surefoot.

Miró descuidadamente alrededor. Dick le señaló una caja de cerveza debajo del banco.

—En cierto modo, y sin ofenderle, mister Allenby, me alegro de que haya desaparecido. Todas estas nuevas invenciones llegan a tal número y tan deprisa que no puede uno seguirlas.

—Lo que recuerdo —dijo Dick— es que el aparato estaba cargado.

Surefoot no se preocupó grandemente por ello.

—Si alguien resulta herido —dijo calmosamente—, encontraremos quién lo ha hecho.

Estaba menos interesado en el robo que en el asesinato de Tickler. Así, dijo:

—Esto es un jeroglífico para mí. No puedo comprenderlo. No me importaría si no hubiera sido en el taxi. Es la americanización del crimen inglés lo que me preocupa. Esos americanos han acaparado nuestro comercio de automóviles, nuestro comercio de herramientas, y si ahora vienen y acaparan nuestro mercado de asesinatos, pasará algo.

Enmudeció de pronto, se agachó y recogió algo del suelo: era un botón de nácar de un chaleco.

—Estas cosas sólo suceden en las novelas —exclamó, mientras lo examinaba dándole vueltas—. El ladrón llevaba traje de noche, y se le cayó esto cuando cargaba con el arma. Como pista, tiene tanta importancia como el testimonio de la señora vieja que en todos los casos de asesinato asegura haber visto un hombre moreno, alto, en un gran coche gris.

Examinó el botón cuidadosamente.

—Usted puede comprar estos botones en casi todas las tiendas de Londres. No necesita ni comprarlos… Los regalan —dijo Dick.

Hizo un cuidadoso reconocimiento del suelo, pero no encontró nada nuevo.

—A pesar de todo, me lo guardaré en el bolsillo.

—Puede que sea de Leo Moran —dijo Dick, recordando—. Vestía chaleco blanco. Vino conmigo.

Surefoot hizo un gesto de extrañeza, y dijo:

—¿Esto? Hubiera sido de diamantes y zafiros. No. ¿No es un director de Banco? No, éste es el botón de algún pobre depositante. No me sorprendería si fuese de alguno que estuviese en descubierto. ¿Qué piensa usted de mister Moran?

Contemplaba a Dick escrutadoramente, que respondió:

—Es una buena persona. Me resulta agradable.

—A mí hay ocasiones en que no. Pero, hablando en general, me agrada también —agregó Smith, y preguntó—: ¿Quién es Sisley?

—¿Sisley? —dijo Dick—. ¿Se refiere usted a Alfred Sisley, el pintor? —Smith asintió—. ¡Oh! Es un impresionista muy famoso.

—¿Caro? —preguntó Surefoot.

—Mucho. Sus cuadros cuestan miles de libras.

Surefoot se limpió las narices con ira, y dijo:

—Esto es lo que yo pensaba. Realmente, él dijo eso mismo. ¿Ha visto usted su departamento? Parece como si hubiera sido amueblado por la reina de Saba, la conocida egipcia. Alfombras persas, magníficas arañas…

Dick se echó a reír e inquirió:

—¿Habla usted del departamento de Moran? Sí, es verdaderamente bonito. Pero él tiene dinero particularmente.

—Fue suyo cuando lo tuvo —dijo Surefoot embozadamente; y se fue, después de proferir esta enigmática sentencia.

Había salido de Scotland Yard de mala gana, porque visitaba a Londres en esa época John Kelly, jefe de Policía de Chicago y uno de los más famosos detectives americanos. Great John había tenido boquiabierto a un auditorio de oficiales con sus historias sobre las cuadrillas de Chicago. A primera hora de la tarde, Surefoot le había hablado del asesinato de Regent Street.

—Parece un Ride —dijo Kelly moviendo la cabeza—, pero creo que esa clase de crímenes nunca se hará popular en este país. En primer lugar, no tienen ustedes hombres importantes entre su criminalidad, y, aunque los tuviesen, su Cuerpo de Policía y el Gobierno son de una integridad absoluta. Me parece como una imitación del asesinato. Creo que tienen ustedes criminales, pero sólo conozco un gángster inglés. Le llaman London Len. Es una mala persona. Escabechó media docena de hombres antes que una cuadrilla enemiga le persiguiera, haciéndole huir. Nació en Inglaterra, y por lo que he podido averiguar, no ha estado en el país durante los últimos cinco años.

London Len es un Inside man. Se colocaba en cargos de confianza, y a la primera oportunidad se llevaba el contenido de la caja fuerte.

—Rápido con el arma y sin miedo alguno —dijo John—, seguramente no daría cien libras a un hombre para dejárselas después de matarle.

Ya que estaba en la calle en esta noche de niebla, Surefoot decidió interrogar a cierto desmemoriado agente, y antes de salir de Scotland arregló el modo de encontrar su hombre en el puesto de Marylebone.

Encontró al agente de Policía esperando en el cuarto de descanso, orgulloso de recordar una cosa que no debía haber olvidado.

Surefoot Smith escuchó la historia del hombrecillo que había encontrado sentado en la escalera del departamento en Baynes Mews y del borracho cantor.

—Es gracioso que haya olvidado eso… —empezó el policía—; pero mientras me afeitaba esta mañana pensé…

—No es gracioso. Si lo fuese, me estaría riendo. ¿Me río?

—No, señor —admitió el agente de Policía.

—No es gracioso. Es trágico. Si usted hubiera sido un conejo con uniforme, se habría usted acordado de contarle el incidente a su superior. Un infeliz y orejudo conejo hubiera ido inmediatamente a su oficial y le hubiera dicho esto, y aquello, y lo de más allá. Y si un conejo puede hacer esto, ¿por qué no lo hizo usted?

La pregunta no tenía contestación, en parte, porque el joven y asustado agente no estaba seguro de que la palabra conejo tuviera un especial significado.

—¿Y usted se vanagloria —prosiguió Surefoot, inexorable— de pensar…, de pensar, repito, cuando se afeitaba esta mañana, que usted debía haber contado a alguien su encuentro en el patio con ese hombre? ¿Usa usted navaja de seguridad, buen hombre?

—Sí, señor —dijo el agente.

—Entonces, no puede usted cortarse el cuello. Lo cual es una lástima —dijo Surefoot—. Y ahora condúzcame hasta ese sitio, y no me hable, a no ser que le hable yo a usted. Y no le suspendo de empleo porque no estoy agregado al Cuerpo uniformado. Hubo un tiempo en que lo estuve —dijo cuidadosamente—; pero en aquellos días los agentes tenían inteligencia.

Capítulo once

El aturdido policía enseñó el camino hasta Baynes Mews y señaló la puerta ante la que había visto sentada la figura de Tickler. La puerta no cedió al empuje de Surefoot. Buscó en su bolsillo algunas llaves maestras que había sacado del puesto de Policía sin autorización y las probó en la puerta. A poco giró una llave de tal manera, que consiguió abrir la cerradura. Empujó la puerta, iluminó hacia arriba las polvorientas escaleras y subió, respirando fuertemente, hasta lo alto. Llegó hasta un descansillo, en que había una puerta en un tabique de madera. Intentó abrirla y de nuevo tuvo que recurrir a la llave maestra.

Sin una orden judicial no tenía derecho alguno a invadir un domicilio inglés; pero Surefoot nunca había dudado en saltarse la ley si era en interés de la justicia o para satisfacción de su curiosidad. Se encontró en un cuarto largo y casi desamueblado, a no ser por un armario grande, de tipo barato, una silla, una mesa, un gran espejo y un pedazo de alfombra.

Al fondo de la habitación, detrás de un delgado tabique de madera, había un sitio para lavarse, y, cosa rara, no había cama, ni siquiera sofá. En la pared había un viejo dibujo representando la boda de la reina Victoria. Tenía un marco de madera sucio y estaba colgado torcido.

Mister Smith, que era ordenado, trató de arreglar el cuadro y algo cayó al suelo. Era un guante blanco que contenía un objeto pesado.

Chocó en el suelo con ruido. Lo levantó y lo colocó sobre la mesa.

El guante era de gamuza, con tres volantes de encaje en el puño, y guardaba en su interior una llave, que era poco estética como tal. No era sino una grande y antigua llave de puerta del tipo que se fabricaba antes de la introducción de cerraduras patentadas.

Lo notable en esta llave era su color. Había sido pintada con un barniz plateado.

Surefoot la contempló pensativamente. La había pintado un profano. El interior de su agujero no había sido pintado. El acero brillaba en él, y, evidentemente, se usaba con frecuencia.

La colocó debajo de la única lámpara eléctrica que había para iluminar el cuarto, pero no encontró nada nuevo en ella. Guardándola en su bolsillo, continuó sus pesquisas sin encontrar ninguna otra cosa de interés hasta descubrir la alacena. Su puerta parecía formar parte del revestimiento del cuarto hasta la altura que alcanzaba. No tenía tirador, y el agujero de la cerradura estaba tan bien disimulado en las ensambladuras, que hubiera pasado inadvertido, a no ser por el hecho de que Surefoot Smith era un hombre muy minucioso.

Pensó al principio que era una cerradura Yale; pero cuando, con la ayuda de una gran navaja que contenía media docena de herramientas, la probó, se encontró con que era de un tipo muy sencillo.

El armario contenía un completo traje de noche, incluyendo el sombrero de copa y abrigo. En un estante había un montón de pañuelos exquisitamente tejidos, calcetines y corbatas cuidadosamente dobladas. Registró los bolsillos, pero no encontró indicios de quién pudiera ser el dueño del traje. El interior del frac no tenía marca del fabricante, ni estaba escondida en el bolsillo interior, ni aun los botones del pantalón tenían inscrito el nombre del sastre.

Examinó las camisas de vestir; eran, asimismo, inidentificables.

No descubrió nada más, excepto una botella grande, de costoso perfume, un monóculo con una ancha cinta de seda y una caja cerrada. Forzó ésta debajo de la lámpara y encontró en ella tres pelucas perfectamente hechas. Una estaba envuelta en papel de estaño y no era nueva, o acababa de ser arreglada.

—Un poco raro, ¿verdad? —comentó Surefoot Smith en voz alta.

—Sí, señor —confirmó el agente, que había permanecido en silencio hasta ese momento.

—Hablaba conmigo mismo —dijo Surefoot fríamente.

Volvió a dar la vuelta al cuarto, pero sin añadir nada nuevo en sus descubrimientos. Volvió a dejar todo donde lo había encontrado, excepto la llave y el guante.

Después de todo, podía haber una explicación muy sencilla de aquellos hallazgos. El dueño podía ser un actor. El hecho de que Tickler hubiese estado sentado a su puerta escuchando su canción de borracho significaba poco y no tendría peso alguno ante el Jurado.

Por otra parte, si la explicación era tan simple, Surefoot Smith se encontraba en una posición un poco embarazosa. A decir verdad, había muchas reclamaciones en contra suya, por entrada ilegal, y ésta bien pudiera ser la causa de otra.

Salió a los patios, cerró la puerta y se dirigió silenciosamente a Portland Place seguido del policía. Surefoot Smith no olvidó que el agente podía ser un testigo en cualquier juicio delante del comisario.

—Creo que esto es todo. Pero no le culpo por haber olvidado hacer la información. Cosas como ésas —prosiguió— se le pueden escapar a uno. Por ejemplo: ayer salí de mi casa y me olvidé de coger la pipa.

El agente murmuró cortésmente con extrañeza. Estaba un poco sorprendido, y era lo suficientemente inteligente para comprender este cambio de actitud.

—¿Debo pensar, señor, que está bien el entrar en esa casa sin mándalo judicial? Lo pregunto porque soy un agente joven y nuevo en el cuerpo…

Surefoot Smith le observó fríamente.

—Entré —dijo pausadamente— porque usted me informó de una circunstancia sospechosa. Usted me dijo que tenía razón para creer que el asesino pudiera estar escondido en esa casa.

El agente abrió la boca estupefacto ante tan tremenda acusación, pero se quedó sin saber qué decir.

Así que si hay algún disgusto por esto —prosiguió Surefoot— los dos estamos comprometidos, y mi palabra vale más que la suya. Y ahora váyase a casa. No abra la boca… No le pasará nada —no pudo insistir la tentación de molestar, y añadió—: En realidad, puedo decir que sabe usted callarse oportunamente.

Encerró la llave y el guante en un cajón de su mesa en Scotland Yard. No tenían nada de notable ninguno de los dos objetos.

Surefoot Smith hubiera hecho alegremente el sacrificio de cambiar MIS hallazgos por un paquete de cartuchos cuyas balas fuesen iguales a las extraídas del infortunado Tickler. En su interior, sin embarro, estaba convencido de que existía cierta relación entre el departamento de Baynes Mews y el asesinato del ratero. El hallazgo de los trajes significaba poco; podía significar solamente que algún elegante, por razones conocidas sólo por él, tenía un sitio donde cambiarse de ropa sin necesidad de ir a su casa; cosas como ésta suceden en el West End de Londres y en cualquier otro barrio de cualquier otra gran ciudad.

La falta de cama le intrigaba bastante; pero esto también suprimía la posibilidad de que el cuarto se usara. Sin embargo, si él hubiera podido leer en el futuro habría sabido que tenía en su poder una pista mucho más valiosa que todas las que la ciencia balística podía proporciónale.

Capítulo doce

La fiesta a que estaba invitada Mary Lane era muy aburrida. Era una de las diez personas jóvenes reunidas, y los jóvenes pueden ser muy aburridos. Tres de las muchachas tenían un alegre secreto, y durante la comida hacían a él oscuras alusiones, que solamente ellas entendían. Los muchachos eran vacuos y tontos, como casi todos los de su clase. Se alegró de poder marcharse, con la excusa de una matinée.

Mary vivía en una hilera de casas del Marylebone Road. Tres pequeñas habitaciones y una cocinita constituían su hogar. Pocas veces recibía visitas, y muy rara vez de hombres, y nunca, por ninguna circunstancia, invitaba a un huésped a tan altas horas de la noche. Se quedó asombrada cuando el encargado del ascensor le dijo:

—Un caballero acaba de subir a su piso.

—No, señorita, nunca le he visto antes. No es mister Allenby, pero dice que la conoce.

Abrió la puerta del ascensor y la acompañó a lo largo del pasillo. Con sorpresa, vio a Leo Moran, que, evidentemente, había tocado el timbre del piso varias veces y se volvía hacia el ascensor cuando se encontraron.

—Es verdaderamente imperdonable en mí el venir tan tarde, miss Lane; pero cuando le explique el motivo, que es de vital importancia, estoy seguro de que no se enfadará conmigo. Su doncella está durmiendo.

Mary sonrió, y objetó:

—No tengo doncella.

La situación era un poco embarazosa. Difícilmente podía ella invitarle a entrar, y aún era más difícil la posibilidad de proponer al encargado del ascensor que los acompañara. Lo solucionó rogándole que entrase y dejando la puerta abierta.

Moran estaba nervioso; su voz era ronca, y la mano con que sacó un sobre grande de su bolsillo interior no estaba firme. Explicó:

—No hubiera querido molestarla; pero cuando llegué a casa me encontré con una carta inquietante de uno de mis agentes.

Conocía ella a Moran, a pesar de que nunca lo había considerado como un amigo, y sentía una especie de repulsión cada vez que entraba en su camarín sin ser invitado. Desde que recibía su pensión del viejo Hervey, la recibía por medio del Banco del cual Leo Moran era director.

—Seré completamente franco con usted, miss Lane —dijo hablando rápida y nerviosamente—. Es un asunto completamente personal mío, en el sentido de que solamente yo soy responsable. El único hombre que podría sacarme del atolladero es precisamente el hombre a quien no quiero acudir… Su tutor, mister Hervey Lyne.

Decir que ella se asombró es decir poco. Había considerado siempre a Moran como un hombre tan perfectamente dueño de sí mismo, que nada podría romper su reserva, y lo tenía aquí delante nervioso y tartamudeando como un niño de escuela.

—Si puedo ayudarle en algo, seguro que lo haré —insinuó, pensando en lo que podría venir detrás.

—Es con respecto a algunas acciones que compré a favor de un cliente del Banco. Mister Lyne firmó la transferencia; pero los otros, es decir, aquéllos a quienes las acciones fueron transferidas, acaban de descubrir en estos momentos que es necesario que su nombre conste también en el escrito, porque constituyeron su origen parte de las acciones dejadas a usted en una herencia. Puedo decir —prosiguió rápidamente— que el valor de estas acciones es prácticamente el mismo hoy que cuando se hizo la operación.

—¿Mi nombre es todo lo que usted quiere? Pensé que por lo menos sería algo de valor —bromeó, sonriendo.

Moran extendió un papel sobre la mesa. Era, indudablemente, una transferencia de valores. Ella había visto otras veces esta clase de documentos. Le indicó dónde debía firmar su nombre, y, al hacerlo, observó sobre él la firma del viejo Lyne.

—Bien. Ya está terminado.

No cabía duda acerca de su satisfacción.

—Pensará usted que soy un grosero al venir a esta hora de la noche. No puedo decirle lo agradecido que le estoy, miss Lane. Esto significa, simplemente, que he pagado con dinero del Banco sin la necesaria autorización; también, si el viejo Lyne muriese mañana, esta transferencia hubiese quedado prácticamente sin valor.

No pudo reprimir un pequeño gesto, y preguntó Mary:

—¿Es probable que muera mañana?…

Movió él la cabeza, y dijo:

—No lo sé. Es un hombre bastante viejo.

De repente, le ofreció la mano, en ademán de despedida, diciéndole:

—Buenas noches, y de nuevo muchas gracias.

Cerró Mary la puerta tras él, y se dirigió hacia la cocinita para hacerse una taza de chocolate antes de irse a la cama. Estuvo sentada durante largo rato a la mesa de la cocina, sorbiendo la caliente bebida y tratando de descubrir, sin conseguirlo, algo siniestro en la visita que acababa de tener. En esto fracasó.

—Si Hervey Lyne muriera mañana… —Por su agitación y prisa podría pensar que el viejo estaba en las últimas. Sin embargo, la última vez que había visto al viejo Hervey estaba en completa posesión de sus facultades.

Desayunaba a la mañana siguiente, cuando Dick Allenby la llamó por teléfono y le contó su pérdida.

Escuchó incrédulamente y pensó que se chanceaba, hasta que le refirió la visita de Surefoot Smith.

—Querido… ¡Qué terrible!

Surefoot pensó que era providencial. Moran no pensó nada.

—¿Estaba Moran allí? —preguntó rápidamente Mary.

—Sí. ¿Por qué? —inquirió Dick.

Dudó antes de contestar. Moran había expresado su deseo de que su visita fuera una cuestión reservada, y le pareció que descubrirle sería hacerle traición.

—¡Oh, por nada! —respondió Mary. Y después, como si se le ocurriese entonces, dijo—: Venga, y me lo contará todo.

Dick llegó media hora después. «Poco impresionado, y alegre», pensó Mary.

—En realidad, no es tan dramáticamente importante como parece —le explicó—. Si ha sido robado, como Surefoot piensa, con la idea de apropiarse de la patente, el comprador será lo suficientemente sagaz para investigar los registros en las distintas oficinas de patentes. He recibido de Alemania esta mañana la notificación de que había sido patentada allí.

Fue interrumpido por una llamada en la puerta, que abrió Mary, dando entrada a un segundo visitante.

—Era raro —explicó, disculpándose con Dick— que recibiera visitas tan temprano; pero Mike Hennessey había telefoneado preguntándole si podía ir.

La primera cosa que observó cuando Mike entró en el cuarto fue su embarazo al encontrar a Dick Allenby allí. Mike era un alma genial. De cara grande, de rasgos pronunciados, ojos adormilados, y, naturalmente, holgazán, letárgico en sus movimientos.

Nunca pareció un hombre de buena salud; pero ahora parecía verdaderamente enfermo, y Mary se lo hizo notar así.

Mike movió la cabeza.

—He pasado mala noche —explicó—. Buenos días, mister Allenby… No se vaya. No es nada reservado. Sólo quería ver a esta señorita con respecto a nuestra obra. Se termina.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Mary—. Es la mejor noticia que he recibido en varios meses.

—Y creo que es la peor que he tenido yo —gruñó Mike.

—¿Ha retirado mister Wirth su ayuda?

Estaba más cerca de la verdad de lo que podía figurarse. El cheque semanal de mister Wirth, que debía haber llegado el día antes, no se había recibido, y Mike no quería correr riesgo alguno.

—La noticia de que terminamos el sábado se dará esta noche. He tenido la suerte de alquilar el teatro.

Estaba aún más nervioso que había estado Moran. No podía tener quietos ni las manos ni el cuerpo. Se levantó de la silla, se dirigió a la ventana, volvió y se sentó solamente para levantarse de nuevo a los pocos momentos.

—¿Quién es ese Wirth? ¿En qué trabaja? —preguntó Dick.

—No lo sé. Tiene unos negocios en Coventry —dijo Mike—. Pensaba llegarme hoy allí para verle. La cuestión es que… —Abordó el asunto brutalmente— mañana por la noche es día de pago y no tengo suficiente dinero en el Banco para pagar a los artistas. Es posible que lo consiga hoy, en cuyo caso no hay problema. Mary, el suyo es el sueldo más grande de la compañía. ¿Me esperaría usted hasta la semana que viene si las cosas no marchan bien?

Se quedó anonadada ante la proposición. En otras empresas la solvencia de Mike había sido puesta en duda; pero Escollos del destino había estado bajo distinguida tutela, y la impresión general era que, sucediese lo que sucediese, el dinero para su continuación siempre existiría.

—Por supuesto que sí, Mike —contestó—. Pero ¿es seguro que Wirth esté…?

—¿Arruinado? No, no creo eso. Es un hombre raro —dijo Mike vagamente.

No especificó las rarezas de su patrón, contentándose con dejarlo así.

Su marcha fue tan brusca como todo lo que había hecho antes.

—Es un hombre verdaderamente enfermo —dijo Dick.

—¿Quiere decir que está enfermo? —preguntó Mary.

—Mentalmente. Algo le trastorna. Creo que el retraso del cheque del viejo Wirth es motivo más que suficiente. Pero hay algo más que eso —se levantó—. Venga, vamos a almorzar —invitó a Mary; pero ésta rehusó con un gesto.

Almorzaba en casa. La excusa de la matinée en la fiesta de la noche había sido dicha en el impulso de un momento. Pensó cuánto se acordarían de ella y lo cargarían en contra en su cuenta.

Dick se dirigió a Scotland Yard, y tuvo que esperar durante media hora a que Surefoot Smith volviese. No tenía éste noticia de ninguna importancia. Se había hecho circular una descripción del arma robada.

—Pero esto no servirá de gran cosa. No es probable que la empeñen o la ofrezcan en venta en el Caledonian Market —dijo, añadiendo bruscamente—: ¿Conoce usted a mister Washington Wirth?

—He oído hablar de él.

—¿Ha tenido usted alguna relación con él? Da grandes fiestas, ¿no?

Dick se sonrió:

—Nunca me ha dado fiesta alguna; pero, según creo, le gusta mucho esa clase de diversiones.

Surefoot asintió.

—Acabo de estar en el hotel Kellner; pero no saben nada de él. Únicamente que siempre paga al contado. Ha frecuentado el hotel durante tres años. Ordena que le reserven un departamento cuando le parece y deja la comida y la orquesta a cargo del maître d’hôtel. Y esto es todo lo que saben acerca de él: su dinero es buen dinero…, y me figuro que es todo lo que necesitan saber.

—¿Tiene usted interés por él? —preguntó Dick.

Y le contó la historia de la excitación de Mike Hennessey.

Surefoot Smith tenía interés, y comentó:

—¿Tiene una casa de banca? Bien; puede ser que sea uno de esos del Midlands. Nunca he comprendido por qué se interesan por el teatro comerciantes de carbón y trigo. Esta forma de locura es muy corriente desde la guerra.

—Mike podrá explicarle algo de esto —sugirió Allenby.

Los labios de mister Smith se contrajeron.

—Mike nos dirá un montón de cosas —contestó sarcásticamente—. Ese hombre no le dirá que su mano derecha tiene cuatro dedos por temor a que pueda usarlo como testimonio en contra suya. Conozco muy bien a Mike.

—De cualquier modo, sabe algo de Wirth. Éste le ha estado proporcionando dinero para su teatro —insistió Dick.

Viendo que no encontraba quien le acompañase a almorzar, decidió ir a hacer esa comida a Snells, que tenía todas las ventajas de un buen club, excepto que había uno o dos miembros que le eran personalmente desagradables. Y el más venenoso era el primero de los dos que vio a la entrada del comedor.

Gerald Dornford y Jules tenían su pequeña mesa al lado de la ventana. Jules le favoreció saludándole con una inclinación, pero Jerry mantuvo sus ojos fijamente distraídos cuando Dick pasó.

En realidad, acababan de sentarse cuando llegó Allenby, y con su modo evasivo, Jules había evitado el único tema que su compañero deseaba discutir.

Habló de la gente que pasaba por la calle, reconociendo todos los coches importantes; habló de la conferencia militar, que justamente entonces estaba en sesión; habló de la fiesta a que había asistido la noche anterior; habló de todo, pero…

—Y ahora, ¿qué hay acerca de ese revólver? —preguntó Jerry.

—¿El revólver?… —Jules le miró estúpidamente, se echó hacia atrás en su silla, se rió y dijo—: ¡Qué oportuno ha sido que haya venido usted hoy! Deseaba verle. Ese pequeño proyecto mío hay que abandonarlo.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jerry, poniéndose pálido.

—Quiero decir, Jerry, que mis jefes, o, mejor dicho, los jefes de mis jefes, han decidido no seguir adelante en este asunto. Verá usted: hemos descubierto que todas las partes principales del arma han sido protegidas por patentes, especialmente en los países donde el invento podría explotarse mejor.

Jerry le miró atontado y le preguntó:

—¿Me quiere usted decir que ya no lo necesitan?

Jules asintió, y explicó:

—Quiero decir que ya no necesita usted correr riesgos innecesarios. Y ahora vamos a discutir, a tratar de encontrar el modo de conseguir el dinero…

—Déjese de discusiones —interrumpió Jerry salvajemente—. Yo tengo el revólver. Lo cogí anoche.

Jules se acarició su barbilla y contempló pensativamente a su compañero, diciendo:

—Esto es embarazoso. ¿Lo cogió usted del cuarto de trabajo? Bien; pues difícilmente podrá usted volver a colocarlo allí. Le aconsejo que salga de Londres y lo arroje en un charco profundo. O, mejor aún, trate de hacerlo en el río. Por alguna parte entre Temple Lock y Hamblenden.

—¿Quiere usted decir —empezó Jerry con voz fuerte y casi ronca— que he corrido todo el riesgo para nada? ¿Qué es lo que pasa?

Jules se encogió de hombros, y dijo lamentándose:

—Lo siento… Mis jefes…

—¡Malditos sean sus jefes! Usted me hizo una terminante promesa de que si yo lo conseguía, usted me daría un par de miles de libras.

Jules sonrió, y repuso:

—Y ahora, querido amigo, le doy la absoluta seguridad de que no puedo conseguir dos mil chelines por el arma. Esto es mala suerte. Si usted hubiera dispuesto del invento cuando se lo propuse por primera vez, el asunto estaría terminado y pagado, ahora es muy tarde.

Se inclinó hacia adelante, golpeándole suavemente en el brazo, como si fuera un niño, diciéndole:

—No vale la pena volverse loco por este asunto. Mejor será que nos procuremos otro medio de levantar el dinero, ¿eh?

Jerry Dornford se sentía aplastado. Conocía a Hervey Lyne lo suficientemente bien para comprender que si le hubiera llevado las dos mil libras, el viejo habría cogido el dinero y le hubiese concedido el tiempo extraordinario que le pedía. Hervey nunca pudo resistir argumentos de dinero.

Hubiera deseado poder coger al pequeño sinvergüenza sonriente que estaba sentado enfrente de él y arrojarle por la ventana.

Se veía en su mirada el deseo de matar cuando contempló los redondos y castaños ojos de su compañero. Pero Jerry Dornford nunca se olvidaba de que era un caballero, y como tal sabía dominarse, que es el atributo peculiar y general del hombre bien educado.

—No tiene remedio —dijo—. Pídame algo de beber; estoy nervioso.

Jules tecleó con los dedos en el borde de la mesa.

—Nuestro amigo Allenby está en la tercera mesa a la derecha. ¿No sería una buena idea —sugirió— llegarse hasta allí y decirle: «Buena jugada le hice anoche, eh»?

—No sea usted loco —interrumpió Jerry bruscamente—. Me llamó anoche para preguntarme si lo tenía. Ha puesto el asunto en manos de la Policía. He tenido la visita de Smith esta mañana.

—¡Oh! —Jules contrajo sus rojos labios—. Es una lástima. Aquí está su bebida.

Permanecieron sentados por largo tiempo después del café. Vieron a Dick Allenby salir del club y cruzar a la acera de enfrente de Saint lames Street.

—Un muchacho inteligente —dijo Jules casi con entusiasmo—. Yo no le agrado. He olvidado el nombre que me llamó la última vez que tuvimos una pequeña discusión, pero fue terriblemente ofensivo. Y me es simpático. Me agrada la gente inteligente; no hay nada tan divertido como la inteligencia.

Apenas había dejado Dick el club, cuando llegó un mensaje telefónico para él, que no pudo serle entregado. Era de Mary Lane, que en ese momento necesitaba grandemente los consejos de Dick.

Llamó a su casa, pero no había regresado. Probó en otro club, al que iba algunas veces por la tarde, pero tampoco obtuvo éxito.

Estaba llenando los pequeños cheques que los gastos de su casa hacían necesarios, cuando llegó el extraño mensaje. Llegó de manos de un gordezuelo muchacho, y era un sobre cubierto de huellas de dedos sucios.

—Un señor viejo me encargó qué lo trajese aquí —explicó el muchacho con su agudo acento irlandés.

¿Un señor viejo?… Miró lo escrito. Su nombre y dirección estaban garabateados toscamente, y a pesar de que no había visto la escritura de Hervey Lyne, sospechaba que era él el que había enviado la carta.

El muchacho explicó que fue a llevar un paquete al número diecinueve y vio al señor apoyado en su bastón en el portal. Vestía un batín y tenía una carta en la mano. Llamó al muchacho, le dio media corona (lo que debía de haber sido un sufrimiento para Hervey), y le ordenó entregar la carta inmediatamente.

La abrió. Estaba escrita con lápiz en el reverso de una hoja de papel rayado cubierto de números a máquina, y decía:


«Tráigame a Moran sin falta a las tres en punto de esta tarde; le he visto hace dos días, pero no estoy satisfecho. Traiga un agente de Policía». (Aquí había escrito por encima una palabra que ella descifró como Smith). «No deje que Moran u otro cualquiera sepa nada acerca de P. O. Esto es muy urgente.

H. L.».
 

El muchacho no pudo darle más detalles. Hubiese llamado a casa de mister Lyne; pero el viejo tenía una insuperable manía contra el teléfono y nunca lo había instalado. Consultó su reloj: eran más de las dos, y durante diez minutos hizo enormes esfuerzos para ponerse en comunicación con Dick.

A Surefoot Smith apenas le conocía lo suficiente para consultarle, y sentía la repulsión de toda mujer a ponerse en contacto directamente con la Policía. Llamó al Banco de mister Moran. Se había marchado. Trató de encontrarle en su club, sin mejor resultado.

Moran salió de su casa por la mañana, anunciando que no tenía intención de volver en dos o tres semanas. Se había ido con permiso. Cosa curiosa: en el Banco no le respondieron eso. Simplemente le dijeron que mister Moran se marchó a su casa temprano, información completamente errónea, que descubrió cuando el primer hombre, que evidentemente era un empleado cualquiera, fue interrumpido por una voz de la autoridad que habló:

—El contador principal al habla, miss Lane. ¿Preguntaba usted por mister Moran? No ha venido al Banco hoy.

—¿Se ha marchado con permiso?

—No sé nada de eso. Sabía que había solicitado un permiso, y no creo que se haya ido. Realmente, estoy seguro. He abierto todas las cartas esta mañana.

Colgó el teléfono asombrada, y estaba sentada a la ventana pensando qué otra cosa podía hacer cuando, con alegría suya, sonó de nuevo el teléfono.

Era Dick, que había vuelto al Club Snells a recoger algunas cartas que se le habían olvidado.

—Eso es muy raro —fue su comentario cuando le dijo lo de la nota—. Trataré de ver a Smith. Lo mejor que puede hacer, querida, es irme a buscar fuera de la estación del metro de Baker Street dentro de un cuarto de hora. Trataré de que vaya Smith al mismo tiempo.

Mary llegó a la estación poco antes de las tres y tuvo que esperar tres minutos antes que viera llegar a un taxi, del que saltó Dick. Vio la pesada figura de mister Smith en un rincón de taxi, y entrando en éste, se sentó a su lado. Dick dio instrucciones al chófer y se sentó enfrente.

—Todo esto es muy misterioso, ¿no es así? —dijo—. Déjame ver la carta.

Se la enseñó y él la volvió del revés.

—¡Hola! Esto es un informe del Banco. ¡Hum! ¡Qué cantidades! Me parece que el viejo ha dejado escapar la liebre.

No se había fijado Mary en el informe del reverso escrito a máquina.

Más de doscientas mil libras en dinero y muchos cientos de miles en valores.

—¿Cuál es el objeto de mandar esta nota? Me figuro que no habrá usted podido encontrar a Moran.

Movió la cabeza negativamente.

Smith examinó cuidadosamente la carta.

—¿Es ciego? —preguntó.

—Casi —contestó Dick—. No quiere admitirlo; pero no ve lo suficiente para distinguirle a usted de mí. Ésta es su letra. Recibí una carta suya muy dura un día de la semana pasada. ¿Encontró usted a Moran?

Mary movió la cabeza.

—Al parecer, nadie sabe dónde está. No ha estado en el Banco hoy, y no está en su casa.

Surefoot dobló la carta y se la devolvió a la muchacha.

—Parece como si no quisiera verme por ahora, y de ningún modo si no le llevo a Moran —dijo.

Fueron hasta Naylors Crescent y convinieron en que Surefoot se quedase sentado dentro del taxi, mientras ellos hablaban con el viejo; pero después de llamar repetidas veces, no obtuvieron respuesta. Las casas de Naylors Crescent están detrás de pequeños patios, y en una de las puertas inmediatas apareció una cabeza.

—No hay nadie —dijo—. Mister Lyne ha salido en su silla hace una hora.

—¿Adónde fue? —preguntó Dick.

El criado nada pudo decir; pero Mary estaba informada.

—Siempre van al mismo sitio: a los jardines privados del parque; son sólo unos minutos de paseo.

El taxi ya no era necesario. Dick pagó al chófer.

Estaban a punto de cruzar el camino, cuando un coche grande, abierto, pasó veloz, y Dick vio de refilón al hombre que iba al volante.

Era Jerry Dornford. El coche era viejo y ruidoso. Cuando pasó llevaba el tubo de escape abierto, haciendo un ruido infernal. Disminuyó la marcha en cierto punto, y después, aumentando la velocidad, desapareció de la vista.

—Cualquier policía, cumpliendo con su deber, debería arrestar a ese conductor por contravención de la ley contra el ruido —dijo Smith.

A poco vieron la silla de Hervey. Binny estaba sentado en su pequeña silla plegable, con un periódico extendido sobre sus rodillas y un par de gafas de armadura de oro colocadas sobre su gruesa nariz.

La verja de los jardines estaba cerrada y pasó algún tiempo antes que Dick atrajera la atención del criado. Por fin, Binny miró, y viniendo hacia adelante abrió la verja y los dejó pasar.

—Creo que está durmiendo, señor —dijo—, y esto es un poco embarazoso. Si empiezo por arrastrarle cuando está dormido y se despierta, me regaña, y es necesario que esté en casa a las tres.

El viejo Hervey Lyne estaba sentado; su barbilla caía sobre el pecho; sus azulados lentes firmemente colocados en el huesudo puente de su nariz, y sus manos enguantadas, entrelazadas con la manta, que estaba bien colocada alrededor de sus piernas.

Binny dobló el periódico y lo guardó en su bolsillo. Plegó la silla y la colgó en un pequeño clavo de la del inválido.

—¿Cree usted que lo mejor será despertarle?

Mary se acercó.

—¡Mister Lyne! —llamó.

Volvió a llamar de nuevo, pero no obtuvo respuesta.

Surefoot Smith, que estaba parado a alguna distancia, se acercó. Dio la vuelta por detrás de la silla hasta ponerse frente a él, e, inclinándose, desabrochó el abrigo del viejo. Lo cerró de nuevo y después, con sorpresa de Mary, la cogió delicadamente por el brazo.

—Creo que será mejor que se vaya durante una hora. Yo iré a verla a su casa —la aconsejó.

Su tono era amable como nunca.

Miss Lane le contempló, palideciendo.

—¿Está muerto? —balbució.

Surefoot asintió. Casi la empujó hacia la puerta, y cuando ya no podía oírle, dijo:

—Ha sido herido por detrás. He visto el agujero en la esclavina cuando di la vuelta a su alrededor. ¡Mire! —dijo, desabrochando el abrigo.

Dick vio algo que no era agradable ver.

Capítulo trece

La ambulancia había venido y se había marchado ya. Cuatro hombres estaban sentados en el estudio del hombre muerto.

Binny era uno; el otro, además de Surefoot Smith y Dick Allenby, era el inspector de la Sección.

Smith se volvió hacia el criado de cara pálida.

—Cuéntanos lo que sucedió, muchacho.

Binny movió la cabeza.

—No lo sé… ¡Es tremendo! ¿Verdad? Morirse así…

—¿Hubo algún visitante?

Binny de nuevo movió la cabeza.

—Nadie que yo sepa.

—¿Dónde estaba Hervey a la una en punto?

—En este cuarto, señor. En la silla donde está usted sentado —contestó Binny—. Estaba escribiendo algo… Lo tapó con su mano al entrar yo. No vi lo que era…

—Era, probablemente, una carta para miss Lane —dijo el detective—. ¿Escribía notas frecuentemente?

Binny movió negativamente la cabeza.

—Cuando las escribía, ¿era usted el encargado de repartirlas?

Binny negó de nuevo con la cabeza.

—No, señor. No siempre. El viejo mister Lyne era muy desconfiado. Su vista no era muy buena, y tenía la idea de que la gente escuchaba detrás de la puerta o leía sus cartas. Llamaba a cualquiera de la calle para llevar las notas cuando enviaba alguna, lo que no era frecuente.

—¿Qué visitantes ha tenido últimamente?

Mister Dornford vino anoche, señor. Tuvieron una pequeña disputa… Creo que sobre dinero.

—¿Una disputa fuerte? —preguntó Smith.

Binny asintió.

—Me pidió que le echara.

Surefoot apuntó una observación.

—¿Y quién más?

Binny permaneció perplejo.

Mister Moran vino hace dos días.

—Es verdad, señor. Mister Moran vino para verle por negocios del Banco. Y vino miss Lane… Creo que éstas han sido todas las visitas. No las tenemos frecuentemente.

De nuevo Smith escribió algo.

Empleaba una taquigrafía especial, que era indescifrable para Dick, que veía las notas desde donde estaba sentado.

—Cuénteme lo que sucedió hoy. ¿Generalmente sale por la tarde?

—Sí, señor; pero a la hora del lunch mister Lyne dijo que no saldría. En realidad, me dijo que no le hablase de la silla, que esperaba a alguien a las tres en punto. Hacia las dos cambió de manera de pensar y dijo que saldría. Le empujé hasta los jardines del parque, me senté y le leía un suceso…

—¿Se refiere usted a los sucesos de los Tribunales de Policía?

—Eso es, señor; le gustaba que le leyese lo referente a las demandas de los prestamistas contra las gentes que les debían algo. Había un caso esta mañana…

—¡Oh! ¿Usted se refiera a un caso de Law Courts… o, en realidad, a cualquier caso?

—¿Dijo algo en el parque?

—Nada, señor, que tuviera importancia. Llevaba sentado como un cuarto de hora, cuando me pidió que le levantara el cuello del abrigo. Sentía como una corriente de aire. Me senté y le leí hasta que creí que estaba dormido.

—¿No oyó usted ningún ruido?

Pensó por un momento, y respondió:

—Sí; hubo un pequeño ruido de un coche que pasaba.

Por un momento, tanto Smith como Dick no habían olvidado el coche de Gerald Dornford y cambiaron una mirada.

—¿Oyó usted algo parecido a un disparo?

Binny movió, negando, su cabeza.

—Nada más que el ruido del motor de un coche —repitió.

—¿Dijo mister Lyne algo? ¿Se quejó? ¿Se movió?

—No, señor.

Surefoot apoyó sus codos sobre la mesa.

—Eso es lo que quiero preguntarle a usted, Binny. ¿Cuánto tiempo hacía que mister Lyne le había hablado a usted antes que le encontrásemos muerto?

—Unos diez minutos, señor —contestó—. Un guarda del parque se acercó y le dio las buenas tardes; como no le contestó, pensó que estaba dormido. Fue entonces cuando dejé de leer.

—Ahora, enséñeme esa casa —pidió Smith, levantándose.

Binny enseñó primero la cocina, a la que daba un dormitorio y que no estaba muy limpia.

La mujer estaba en el campo, viviendo con unos parientes; pero esto no influía en la comodidad de mister Lyne, porque Binny hacía casi todo el trabajo doméstico.

—Le diré la verdad, señor Surefoot: mi mujer bebe —dijo, disculpando su ausencia—, y me alegro de poder mandarla fuera de casa.

Surefoot vio algo en el suelo. Se agachó y recogió un pedazo de vidrio triangular debajo de la mesa, situada al lado de la ventana. Miró hacia ésta y pasó el dedo por la masilla del borde de la vidriera.

—¿Se ha roto un cristal?

Binny dudó y respondió:

Mister Lyne no quería decir nada de esto que sucedió. Alguien rompió el vidrio y abrió la ventana hace dos noches.

—¿Un ladrón?

Mister Lyne pensó que era alguien que trataba de entrar. Yo no envié por la Policía porque no me dejó —se apresuró a decir, disculpándose, Binny.

Subieron la escalera hasta el otro piso. Había sólo un cuarto con una gran habitación, aunque podía ser dividida en dos por puertas plegables. El cuarto del último piso había sido dormitorio de Lyne y no tenía nada de particular.

Un inspector y dos agentes harían más tarde un minucioso registro del inmueble, posesiones y papeles del hombre muerto.

Surefoot había sacado las llaves del bolsillo del viejo e hizo una ligera inspección de la caja, sin descubrir nada de importancia.

Volvieron de nuevo al estudio.

Surefoot Smith estuvo largo rato mirando a través de la ventana y tamborileando con sus dedos sobre la cubierta de cuero de la mesa. Cuando habló, lo hizo como consigo mismo:

—Hay un americano, que se va mañana a Nueva York, que podría decirnos algo. Se me está ocurriendo traerle para una consulta.

—¿Quién es? —preguntó Dick, curiosamente.

—John Kelly. Es jefe de los detectives de Chicago. Puede aportarnos alguna idea. Puede ser que no, pero vale la pena intentarlo.

Smith consultó su reloj, y dijo:

—Quisiera saber si hay alguna noticia de Moran. Voy a su casa Me figuro que habrá algún criado allí.

—Si no lo hay —dijo Dick—, puedo ayudarle a usted, porque me dijo que se iba y que pensaba enviarme la llave para que así pudiese mandarle las cartas que le llegaran. Si no le molesta, le acompañaré.

Llegaron a casa de Moran.

El encargado del piso les dio una sorprendente información.

Mister Moran se ha marchado precisamente hace una hora.

—¿Está usted seguro? —preguntó Dick incrédulamente—. ¿No fue esta mañana?

El hombre contestó categóricamente:

—No, señor. Ha estado fuera toda la mañana, pero realmente no se ha ido hasta las tres y media. Usted es mister Allenby, ¿verdad? —Se dirigió a Dick—. Tengo una carta para usted.

Entró en su pequeña oficina y salió con un sobre timbrado, que contenía unas cuantas líneas, evidentemente escritas deprisa, y la llave del departamento. «Me marcho ahora mismo. Esos animales no me han hecho caso». Éste era el texto de las líneas escritas en el sobre.

—¿Quiénes son esos animales? —preguntó Surefoot.

Dick sonrió y respondió:

—Supongo que se refiere a sus directores. Me dijo que se iba de vacaciones, consintiéranselo o no.

Cuando entraron en la casa vieron indiscutibles señales de la rápida marcha de Moran. Encontraron, por ejemplo, un chaleco, colgado del palo de la cama, en el que estaban su reloj y cadena, una pitillera de oro y unas diez libras. Indudablemente había cambiado sus ropas rápidamente y se había olvidado de vaciar sus bolsillos. Otro detalle especial que ambos notaron, Surefoot y Dick, era que la ventana que daba al parque había quedado abierta.

—¿Observa usted algo? —preguntó Surefoot.

Dick asintió, y un pequeño escalofrío corrió por su espalda. Desde donde estaba, al lado de la ventana abierta, podía ver no sólo los jardines privados, sino el sitio donde el viejo Lyne fue asesinado.

Surefoot registró el suelo, cerca de la ventana, pero no encontró nada. Entró en el elegante dormitorio de Moran e hizo un rápido registro. Al abrir la puerta del armario, algo cayó hacia fuera. Tuvo tiempo de cogerlo antes que llegara a suelo. Era un rifle marca Lee-Enfield: había otro en el fondo del armario, y a su lado, media docena de cilindros negros y largos.

Surefoot abrió la recámara y la olió. Llevó el rifle hasta la ventana, lo apoyó en el alféizar y miró a través del cañón. Si habían disparado recientemente con él, lo habían limpiado inmediatamente, pues no se notaban indicios de suciedad. Probó el otro rifle de la misma manera, y después cogió uno de los cilindros.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Dick lo examinó cuidadosamente.

—Son silenciadores —dijo—. Moran está muy interesado en el tiro de rifle y especialmente en cualquier marca nueva de silenciador. Me ha consultado una o dos veces e instado frecuentemente para que me dedique a la fabricación de silenciadores. No debe usted olvidar, Smith, que Moran es un excelente tirador. En realidad, ha sido uno de los primeros en el premio King, en Bisley, y el tiro es su único recreo.

—Muy bonito recreo —dijo Smith secamente.

Registró el armario y sus cajones, buscando las balas, pero no pudo encontrar ninguna. Las recámaras de ambos rifles estaban vacías y no había señal de cartuchos disparados por ninguna parte del departamento.

Smith volvió de nuevo a la ventana y calculó la distancia que separaba el cuarto del sitio donde se había cometido el asesinato.

—Menos de doscientas yardas —indicó, y Dick Allenby estuvo de acuerdo.

Moran no se había llevado a su criado. Surefoot pidió su dirección al encargado del piso y le telegrafió para que se presentase inmediatamente.

—Mejor será que vaya usted a ver a miss Lane. Probablemente estará asustada —indicó Smith a Dick, quien respondió:

—No es fácil, pero iré a verla. ¿Adónde va usted?

Surefoot se sonrió misteriosamente, aunque no era difícil adivinar por qué quería hacer un misterio de una cosa tan clara.

Capítulo catorce

El Banco estaba cerrado cuando llegó. Tocó el timbre en una pequeña puerta lateral y fue recibido. El contable, uno de los jefes y dos o tres empleados estaban trabajando. Tuvo una entrevista con el contable en su oficina.

—No sé nada respecto a los movimientos de mister Moran, excepto que solicitó permiso y que no le ha sido concedido. Sé esto porque la carta de la Dirección general no vino dirigida a él personalmente, sino al Director, y yo la abrí. Le llamé por teléfono y se lo dije. Contestó simplemente que no vendría hoy.

—¿Ha informado usted de esto a la Dirección? —preguntó Surefoot.

—No se había hecho informe alguno. No era un caso muy extraordinario. Los directores de Banco, en algunas ocasiones, deciden no ir a la oficina, y como la Dirección no había hecho averiguaciones por teléfono, nada se había informado… Se dirá, no obstante —continuó—, en el informe diario. Verdaderamente creía que mister Moran había ido a la City y habría hablado con él el director general; por tanto, cuando oí que se marchaba, supuse, naturalmente, que había persuadido al jefe principal para que cambiase de manera de pensar… ¿Le ha sucedido algo a mister Moran? —preguntó con ansiedad.

—Espero que no, estoy seguro de que no —dijo Smith con fingido interés—. ¿Tiene su dinero aquí?

—Tenía una cuenta en esta sucursal, pero sólo con un pequeño saldo —explicó el contable—. Hubo un disgustillo por ciertas especulaciones hace algunos años, y, naturalmente, supongo que mister Moran no tenía cuentas más importantes con nosotros, para que nuestros directores no conocieran sus negocios. Le diré, para su uso particular, que tiene su dinero en el Southern Provincial. Sé esto porque una vez, cuando su cuenta con nosotros era reducida, nos pagó con un cheque contra ese Banco para afianzar su crédito. ¿Me permite preguntarle, mister Smith, cuál es la razón de esta investigación?

En pocas palabras, Surefoot le contó el asesinato.

—Sí; nosotros tenemos el depósito de mister Lyne. Es bastante grande, aunque no tanto como solía ser. Es un prestamista y tiene mucho dinero en ese negocio.

Smith consultó su reloj.

—¿Es posible ver a alguno de los directores en la oficina principal?

El contable lo dudaba; pero, sin embargo, llamó por teléfono y volvió a poco con la contestación de que los directores se habían ido a sus casas.

—Si mister Moran no volviese mañana…

—No volverá —dijo Surefoot.

—Bueno; si no vuelve, desearía que usted fuera a la oficina principal. Realmente, no debería darle ninguna clase de información relativa a mister Moran ni a ninguno de nuestros clientes. Espere un momento.

Fue hacia una de las mesas y consultó a un empleado, después de lo cual volvió.

—Quiero decirle, aunque me cueste esto un disgusto, que el difunto mister Lyne sacó ayer sesenta mil libras del Banco; es decir, el cheque nos llegó y fue abonado anoche. Era un cheque al portador y fue presentado por medio de un Banco de Midlands. No puedo darle los detalles exactos; pero no dudo de que la oficina principal le autorizará para lograrlos.

Cuando Surefoot volvió a Scotland Yard encontró a un grupo de oficiales en su cuarto. Estaban despidiéndose de John Kelly, que salía a medianoche para los Estados Unidos…

—… Lo siento —dijo éste cuando oyó la proposición de Surefoot—. Nada me hubiera proporcionado mayor placer que intervenir en este caso de asesinato; lo he leído en los periódicos de la tarde. ¿Ha sucedido algo nuevo?

Surefoot le contó lo que había averiguado en el Banco, y el americano asintió.

—Lo mejor que podría hacer es buscar a un hombre llamado Arthur Ryan —dijo—. Sé que está en Inglaterra; le enviaré algunas fotografías de él tomadas cuando estaba en Chicago. Ésta era una de sus especialidades: abrir cuentas y cambiar el dinero de unas a otras. Nunca imaginará usted qué clase de pájaro era.

Surefoot se vio obligado a declinar, con gran pesar suyo, la invitación para el banquete de despedida. Su jefe le esperaba un poco impaciente, porque se le pasaba la hora de la comida.

—Tendremos que hacer circular una descripción de Moran —le dijo cuando hubo terminado—; pero es preciso hacerlo sin publicidad, o nos meteremos en un lío. Él que guarde dos rifles en su cuarto no significa nada, y es más, le conozco como un gran tirador. Por todo lo que sabemos, no hay nada mal hecho en el Banco, y la única circunstancia que le relaciona con el crimen es la nota del viejo. ¿La tiene usted?

Mary había entregado la nota al detective, que la sacó del bolsillo y la extendió sobre la mesa.

El jefe movió la cabeza y dijo:

—El hecho de que quiera ver a Moran de nuevo… ¿Le había visto antes?

—Hace dos días, según Binny, el criado, y no dos años, como pretende Moran —dijo Surefoot despacio.

El jefe le miró y murmuró:

—Moran dijo que no había visto…

Surefoot asintió y siguió diciendo:

—Esto es precisamente lo que él dijo. Allenby le preguntó casualmente la noche antes del asesinato cuándo había visto a Lyne por última vez. Le contestó que hacía dos años. Allenby está completamente seguro. Pero ¿por qué dijo que no le había visto cuando le había visto? ¿Y por qué el viejo Lyne, cuando envió la nota, dice «traiga a Moran», e inmediatamente pide que un oficial de Policía esté presente? Hay una sola explicación: que descubrió algo acerca de Moran e intentaba, o hacérselo ver, o amenazarle con la Policía. Moran solicita urgente permiso del Banco y éste no se lo concede. No vuelve al Banco, y pienso que cuando hagamos averiguaciones en la oficina principal encontraremos que los directores no sabían nada de su marcha. Moran estaba encargado de la cuenta del viejo, y si se hubiese encontrado algún error en ella significaba la cárcel para él. Probablemente, la única persona que pudiera aclararnos esto era el mismo Lyne. Muere: alguien le atraviesa de un balazo media hora antes que Moran se marche de Londres. Esto es muy circunstancial; pero evidencia circunstancias mejores que muchas a causa de las cuales se ahorca a la gente. Si usted ve algo más claro que esto, indíquemelo…

Y continuó sus investigaciones durante la tarde.

Como un cuarto de hora antes que el telón bajase (que resultó ser la penúltima vez que bajaba en la obra Escollos del destino), llegó al teatro. Mike Hennessey se había ido a casa, y su representante le describió, dramáticamente, como un hombre agotado:

—Todo su cariño era esta obra, mister Smith…

Surefoot le hizo callar y le objetó:

—Nadie puede tomar cariño por una obra estúpida como ésta, que no puede atraer ni a la clase inteligente ni a la del teatro.

Se dirigió por la puerta de paso al escenario, y a lo largo del corredor, hasta llegar al camarín de Mary. Como esperaba, Dick Allenby estaba allí. Mary tenía aspecto de cansancio. Evidentemente, la muerte del viejo había sido para ella el golpe más fuerte de lo que Dick o Surefoot creían. Mary explicó:

—¡Oh, sí! El teatro se cierra. Pero las cosas no vienen tan mal para Mike como esperaba. Su cheque, por fin, ha llegado y ha podido pagar a la compañía, y espero que a sí mismo…

No podía decir nada respecto a Hervey Lyne; pero, en cambio, proporcionó importante información relativa a Leo Moran cuando empezaron a preguntarle. Smith escuchó la historia de su visita de medianoche… Esto también fueron nuevas para Dick, que dijo confuso:

—Pero, querida, no entiendo. ¿Quería que firmara una transferencia?…

—¿Se dio cuenta del nombre de las acciones? —preguntó Smith.

Mary no se había fijado.

Surefoot, que conocía muy bien a la City y había intervenido en muchos casos financieros, sugirió que deberían ser valores extranjeros. Es costumbre en algunas bolsas extranjeras que un apoderado no pueda transferir acciones sin la aprobación y firma de los beneficiarios por los cuales actúa.

—No hay nada raro en eso —dijo Surefoot pensativamente—. Aunque él hubiera sido el comprador, el viejo Lyne no hubiese puesto su firma a una transferencia, a no ser ganando dinero.

Poco más pudo hacer Surefoot aquella noche. Los documentos de Lyne estaban siendo cuidadosamente examinados y catalogados. El sitio del asesinato fue aislado y guardado. Una medida de precaución muy justificada, dado el informe del médico que llegó a medianoche.

Hervey Lyne había sido muerto por una bala que atravesó su corazón entrando por detrás. No se encontró la bala en su cuerpo, y Surefoot dio orden de que al amanecer fuese registrado palmo a palmo el terreno donde se cometió el asesinato, para tratar de encontrar la bala perdida. A las nueve estaba en la City esperando la llegada de los jefes del Banco. Como suponía, no habían concedido permiso a Leo Moran, contra cuyo nombre había una marca negra en los libros del Banco.

—Era un hábil director y muy popular entre nuestros clientes. De no ser por esto, dudo de que le hubiéramos conservado después de sus especulaciones. No había nada en contra suya, sin embargo, excepto, naturalmente, este acto de indisciplina.

—Si se ha ido, ¿significa simplemente que se ha despedido a la francesa? —preguntó Surefoot.

—Exactamente —dijo el director—. Y eso es una grave falta. Creemos que esté en Devonshire… Por lo menos ahí es adonde dijo que iba.

Surefoot se sonrió y dijo:

—No está en Devonshire, puedo asegurarlo. Salió de Croydon para Colonia, en un aeroplano especialmente alquilado, a las cuatro y veinte de la tarde de ayer. Otro aeroplano le esperaba para llevarle a Berlín, y allí no hemos podido seguirle la pista.

El director le miró con la boca abierta. A Surefoot le pareció que se había puesto un poco pálido al preguntar.

—¿En Berlín?… No quisiera imaginarme nada malo…

Apenas podía creerlo. Se podía apreciar su preocupación. La sucursal de Leo Moran llevaba cuentas de importancia, y un director de su sucursal que desaparece de repente y en sospechosas circunstancias pudiera no haberse ido con las manos vacías.

Estaba muy nervioso el director, que continuó:

—Salvo el hecho de que especulaba, y, naturalmente, uno nunca conoce hasta qué extremos puede llegar un jugador, era un hombre muy honrado y de rectos principios. Tenía, ya sé, sueños de hacer una gran fortuna; pero todos hemos pasado por esa ilusión sin hacer nada deshonroso —oprimió un timbre—. A pesar de todo, haremos inmediatamente un examen de los libros. Mandaré ir a dos de mis mejores inspectores. Remplazaremos a mister Moran inmediatamente.

Surefoot había conseguido una muy exacta descripción de Leo Moran, pero no pudo encontrar ninguna fotografía de él. No sería difícil seguirle. Era completamente calvo, hecho, sin embargo, que podía disimular con una peluca si tuviera motivos para disfrazarse…

Surefoot se detuvo en su razonamiento, arrugó el ceño y dijo para sí: «¿Una peluca?».

Recordó las tres pelucas que había encontrado en el pequeño cuarto sobre el garaje en Baynes Mews, y recordó también el nombre de mister Washington Wirth, que vivía en Midlands…

El día antes habían salido sesenta mil libras de la cuenta de mister Lyne por medio de un Banco de Midlands.

Había pedido y recibido autorización para obtener una información completa respecto a cualquier cuenta de la sucursal de Moran, y armado con esto, volvió al Banco e interrogó al jefe contable.

—Conozco el estado de las cuentas de mister Lyne hasta hace pocos días —dijo—. Por un error, escribió, con su mala vista, una cuenta en el reverso de un balance.

La sacó de su bolsillo y el contable la examinó.

—Voy a comprobarla —dijo—. Aquí, naturalmente, no estarán indicadas las sesenta mil libras de anteayer.

Tardó largo rato, y cuando volvió al pequeño despacho donde se celebraba la entrevista, dejó el balance sobre la mesa. A su lado había una hoja de papel en la que estaban escritos unos números.

—Este balance es completamente inexacto —explicó el jefe—. Aparece fechado hace tres días; pero no representa en manera alguna la cuenta de mister Lyne. Indica, por ejemplo, más de doscientas mil libras en un depósito: el verdadero depósito es de unas cincuenta mil. Exactamente: cuarenta y ocho mil setecientas. La mayor parte de él ha sido transferida en diversas ocasiones a su cuenta corriente, y la cantidad que actualmente queda en dicha cuenta es la que antes dije.

Surefoot silbó suavemente e insinuó:

—Entonces quiere usted decir que la diferencia entre la actual situación de los negocios y este balance es de cerca de doscientas mil libras…

El contable asintió, diciendo:

—En cuanto lo vi, comprendí que era falso. En realidad, he tenido un gran interés particular por esta cuenta, y por dos veces le indiqué a mister Moran, el director, que debía avisar a mister Lyne indicándole lo pobre de su balance. Como ya le he dicho, no nos preocupamos mucho de los balances de los prestamistas, porque frecuentemente tienen todo su dinero disponible empleado en su negocio.

—¿Y en cuanto a las acciones?

—Están bien. Con la excepción de treinta mil libras en valores de la Steel Preferret, que se vendieron hace cuatro meses, por orden de mister Lyne. El dinero recibido por esta venta está en otra cuenta.

—¿Recibió usted alguna carta de mister Lyne en contestación a la suya?

—¿En contestación a la del director? —corrigió el contable—. No, señor. De cualquier modo, no la hubiera visto; estará en el archivo de mister Moran, donde probablemente podrá encontrarla.

Smith meditó el asunto, y preguntó:

—¿Vio mister Moran a mister Lyne el pasado jueves, a eso de las diez de la mañana?

El contable sonrió y respondió.

—Si lo hizo, nada me dijo. ¿El pasado jueves por la mañana? —Se quedó pensativo—. No vino aquí hasta cerca del mediodía. Dijo que había tenido una entrevista; pero con quién y por lo que ésta había sido, no lo sé —y añadió después muy seriamente—: Aquí hay algo verdaderamente grave, y mister Moran está metido en ello, ¿verdad? Ayudaré a usted y al Banco en todo lo que pueda. Como ya le dije antes, no conozco nada acerca de esas transacciones. ¿Quiere usted ver la cuenta de mister Lyne? Grandes cantidades han salido en los dieciocho últimos meses, generalmente en cheques al portador; esto no es raro en las cuentas de un prestamista. Es costumbre depositar pagarés por cada uno de esos retiros; pero creo que mister Lyne nunca lo hizo.

Volvió con un libro, que Smith examinó con ojos de experto. El dinero había salido en cantidades de diez, quince, veinte mil libras, e invariablemente por medio de un Banco de Birmingham.

—Sólo uno de estos cheques grandes ha sido pagadero a una persona —dijo el empleado, volviendo una hoja y señalando un nombre—. Fue cuando mister Moran estaba de vacaciones…

Miró Smith, y se quedó con la boca abierta. El nombre era Washington Wirth.

Capítulo quince

Se quedó contemplando el asiento por largo tiempo.

—¿Puedo hacer una llamada a este Banco en Birmingham? —preguntó Smith.

Debía de existir alguna combinación para facilitar las llamadas entre bancos, porque a los pocos minutos se encontró conectado. El director del Banco de Birmingham le confirmó todo lo que ya sabía. No conocía a mister Washington Wirth, aunque le había visto una vez en su hotel. Aparentemente, cuando mister Wirth abrió su cuenta, sufría una indisposición que le recluyó en el lecho, y hacía necesario que estuvieran echadas las cortinas. El secretario del director que le visitó había tomado su firma, y ésta fue la última vez que le había visto. Tenía un acuerdo por el cual podía retirar dinero, en contra de cheques, en otras tres sucursales del Banco; una, en Londres; otra, en Bristol, y una tercera, que nunca había usado, en Sheffield. Invariablemente notificaba por telégrafo a la sucursal de Birmingham que iba a sacar dinero veinticuatro horas antes de presentar el cheque, y, a pesar de que grandes cantidades pasaban por su cuenta, tenía muy poco efectivo en su saldo en estos momentos.

Surefoot Smith envió un detective a Birmingham con unas cuantas firmas y con instrucciones de traerse la de Wirth… Cualquiera que fuese el que daba las fiestas de medianoche, era seguramente un hombre a quien se le pagaban grandes sumas de dinero procedentes de la cuenta de mister Lyne… Posiblemente, su asesino. Mister Smith, entre tanto, fue a ver a Dick, y, encontrándole trabajando en su nuevo modelo, le contó todo lo que creyó conveniente de sus nuevos descubrimientos, y añadió:

—Usted es el pariente más cercano, según creo, y debe saber esto.

Dick se quedó asombrado cuando supo las cantidades que faltaban.

—No habrá usted olvidado la posibilidad de que mister Wirth sea mister Hervey Lyne.

—He pensado en eso —dijo Surefoot—. El hecho de que no pueda moverse sin la silla de inválido no significa nada. Ésta es una de las más antiguas martingalas. Los cheques, indudablemente, fueron firmados por él. He visto el último. En realidad lo tengo aquí.

Lo sacó de su bolsillo, y, dándole la vuelta, vio algo que no había notado antes: era una marca de lápiz garrapateada en el reverso. La señal era muy débil. Evidentemente, había sido escrita con uno de esos lápices patentados que en unas ocasiones funcionan y en otras no.

Se había intentado, aunque sin conseguirlo totalmente, borrar la inscripción. Con ayuda de una lente, el detective examinó la escritura y, a poco, la descifró: «No me envíen más e… chinos», decía.

Evidentemente, la escritura se había pasado del reverso del cheque al papel secante sobre el que el viejo escribió.

—¿Qué demonios significa esto? —preguntó Smith irritado—. No hay duda de que ésta es su letra. ¿Qué significa chinos? ¿Y quién se tomó la molestia de borrarlo? —Se rascó la cabeza con desesperación—. Debía haber preguntado al contable si tenían valores chinos.

Dick almorzó con Mary Lane y le contó todo lo que el detective le había dicho.

Le estaba contando lo de la inscripción en el reverso del cheque, cuando le oyó una exclamación y se la quedó mirando extrañado:

—¡Oh!

Sus ojos y boca estaban abiertos con expresión de asombro, contemplándole.

Dick sonrió y le preguntó:

—¿Sabe usted algo relacionado con valores chinos?

Negó con la cabeza y suplicó:

—Vuelva a contármelo todo. Y dígamelo despacio, porque no soy muy inteligente.

Le repitió la historia sobre las cuentas falsificadas y los cheques por grandes cantidades que habían sido retirados, indudablemente a favor de mister Washington Wirth. Cuando ella no podía entenderle, le pedía más explicaciones, a las que no siempre pudo responder.

Cuando hubo terminado, respiró y se echó hacia atrás en su silla.

Los ojos de Mary brillaban.

—Parece usted terriblemente misteriosa —le dijo Dick.

—Soy misteriosa —asintió Mary.

—¿Sabe quién ha matado a este infortunado viejo? —preguntó Dick.

Bajó Mary lentamente la cabeza y respondió:

—Sí; no me atrevo a nombrarlo; pero realmente creo que tengo lo que la Policía llama una pista. Verá usted. Viví en la casa de mister Lyne cuando era niña, y hay cosas que nunca he olvidado…

—Le diré a Surefoot… —interrumpió Dick.

—No, no —suplicó con gran insistencia—. Dick, usted no puede… Si me pone usted en ridículo, nunca se lo perdonaré. Mi hipótesis, probablemente, en una tontería; haré unas cuantas investigaciones antes que me atreva a hacer la menor alusión.

—En realidad, va a ser usted una detective, querida —dijo Dick—. Y a propósito: se ha encontrado el testamento del viejo Lyne. Soy su heredero; el testamento está lleno de prohibiciones. Por ejemplo, si me caso con cualquiera de diferente nacionalidad y religión que la mía, pierdo un tanto. Si resido fuera de Inglaterra, pierdo otro tanto. Si no le doy buen trato a su perro, pierdo otra cantidad más. Y su perro ha muerto hace dieciséis años. Pero, hablando en general, ha sido muy generoso, y le deja a usted unas cuarenta mil libras libres del impuesto de herencias.

—¿De verdad?

Se quedó asombrada de la generosidad del viejo, y con gran satisfacción también, porque en el último momento no había llevado a la práctica la amenaza de desheredar a su sobrino.

Surefoot Smith no supo que se había encontrado el testamento hasta que volvió a su oficina, y al llamar por teléfono a Dick para felicitarle, se disgustó al encontrarse con que estas noticias eran viejas para él, y le dijo:

—Como usted es parte interesada, debe usted venir inmediatamente. Está aquí el contable del Banco y sabe algo que puede interesarle.

Dick llegó, encontrándose al contable, que parecía estar aburrido en esta pobre atmósfera. Evidentemente, la disposición de las oficinas de Scotland Yard no le impresionaba. Se movía nervioso y frecuentemente en el duro asiento de la silla que habían puesto a su disposición. Sobre la mesa de Surefoot Smith había unas hojitas de papel escritas a máquina.

—El asunto es… —dijo Smith con seriedad, alargando las hojas a Dick para que las viera—. Este caballero, mister…

—Smith —interrumpió el contable.

—¡Qué embarazoso! —exclamó Surefoot gravemente—. ¿Tiene usted otro nombre? ¿Algo así como Huxley o Montefiore?

—Solamente Smith —repuso el contable.

—Muy embarazoso —dijo Surefoot—. Casi todos los Smith adoptan otro nombre —siguió explicando—. Nuestro amigo —cuidadosamente evitó el llamar a su tocayo Smith por este nombre, y de aquí en adelante nunca lo empleó para nombrar al contable— dice que el balance que fue enviado a miss Lane no ha sido escrito en el Banco ni en ninguna máquina del Banco. A mi modo de ver, ha probado esto concluyentemente, dándome muestras escritas con todas las máquinas del Banco. Un trabajo policíaco muy inteligente; pero que no veo que nos lleve hacia adelante, porque, si, como yo creo, Moran se ha aprovechado de esos fondos, probablemente escribió los balances en la casa. Los modelos impresos no son difíciles de conseguir.

El contable movió la cabeza y dijo:

—¡Oh, no! Se imprimen siempre por cientos de miles.

—¿Podría cualquiera que no perteneciese al Banco conseguirlos? —preguntó Surefoot.

El contable opinó que esto podía suceder.

—Se reduce todo a esto —dijo Surefoot—. A que esté usted seguro de que el balance no ha sido escrito a máquina en su Banco.

—Ni por ninguna máquina del Banco —dijo el contable—. Todas las oficinas sucursales usan una… —mencionó el nombre de una máquina americana—, y siempre se usa el mismo tipo de letra, el mismo color de cinta y el mismo papel carbón. La cinta aquí es púrpura. Nosotros, invariablemente, la usamos negra. No me di cuenta de esto hasta que hice averiguaciones. El tipo de letra es completamente diferente.

Sugirió el nombre de la máquina en que creía podía haber sido escrito el balance, y más tarde resultó cierto.

Surefoot no recordaba haber visto una máquina de escribir en casa de Moran. Después que el contable se hubo ido, acompañó a Dick a Parkview Terrace e hizo un registro más detenido. Encontraron una máquina portátil, aunque averiada, pero, acordándose de la casa de Baynes Mews, no se descorazonó Smith grandemente; al no encontrar la máquina allí, era posible y muy probable que si Moran era el inquilino de Baynes Mews, tuviera, como aquél, otros sitios donde meterse. En Londres podía haber dos o tres casas alquiladas con nombres falsos (la casa de Baynes Mews había sido arrendada con el nombre de Whiteley), que Moran utilizase para su propio uso. Suponiendo que fuera Moran.

—¿Tiene usted alguna duda? —preguntó Dick.

—Estoy lleno de dudas —contestó Surefoot—. Alguna de ellas se aclarará cuando encuentre a Jerry Dornford. Recordará usted que, después que salimos de Naylors Crescent e íbamos a ver al viejo, Dornford pasó en un coche que metía un ruido de mil demonios, y también recordará que disminuyó la velocidad precisamente enfrente del sitio en que el viejo estaba sentado.

—Bien. ¿Y qué? —inquirió Dick cuando Surefoot guardó silencio.

—Nada —contestó, indignado de su torpeza, Surefoot—. ¿No tenía su arma?

—¡Gran Dios! No pensará usted que Dornford le ha matado —dijo Dick.

—¿Por qué no? —preguntó Smith truculentamente—. Debía dinero a Lyne y éste le había amenazado con llevarle a los tribunales si no le pagaba el mismo día que ocurrió el asesinato. Usted conoce la reputación de Dornford tan bien como yo. Y usted sabe que esto era lo que él quería evitar. Se enorgullece de ser un elegante, a pesar de que su padre era un tratante en caballos, y de que su madre… Bien; no quiero hablar de ello… La bancarrota significaba para él ser expulsado de sus clubs. Un pájaro como ése hace cualquier cosa para evitar su muerte social. ¿No es ésta la verdadera palabra?

—¿Dónde está? —preguntó Dick.

—Eso es lo que yo quisiera saber —dijo Surefoot sombríamente—. Desde que le vimos no se ha vuelto a saber de él.

Capítulo dieciséis

Mister Surefoot Smith era uno de esos individuos que parece que nunca hacen nada. Se le veía frecuentemente a las horas más raras del día en los sitios más extraños del West End. Parecía tener la habilidad de poder pasarse sin dormir, porque era tan probable encontrarse con él a las cuatro de la madrugada como a las cuatro de la tarde. Es el tipo de hombre (Dick Allenby lo describió así) que ha sido predestinado a vivir con una hermana casada.

Tenía una villa en Streatham y, además, un cuarto en Panton Street (Haymarket), y no en la parte más elegante. Probablemente ésta era su verdadera residencia, aunque la villa de Streatham no fuera un mito, como sus colegas querían imaginar.

Los ladrones le conocían y le respetaban. Los aristócratas de los bajos fondos, que eran su presa especial, le evitaban con gran cuidado, aunque no siempre con éxito: era el terror de las pequeñas cuadrillas de jugadores fulleros. Los chantajistas le odiaban, porque había metido más gente de esta clase en la cárcel que entre dos oficiales cualesquiera de Scotland Yard. Había enviado a la horca a tres hombres, y amargamente se lamentaba de que un cuarto hubiese escapado del cadalso gracias a la locura sentimental de un jurado.

Sus placeres eran pocos. La cerveza era más necesidad que vicio.

¿Por qué despreciar al hombre que consume grandes cantidades de la amarga bebida, necesaria para su bienestar y felicidad, y encontrar plausible a aquel que, acabado físicamente, combate por medio de copiosas libaciones de agua de Vichy los excesos de su juventud?

En la intimidad de su cuarto de Panton Street resolvía sus problemas de una manera peculiar. Invariablemente escribía con lápiz sobre papel secante blanco, y raramente empleaba otro medio, a no ser que tuviera que hacer un informe oficial a sus superiores, y cubría ambos lados del papel secante con una escritura que nadie, a no ser él, podía leer. Era una taquigrafía inventada hacía treinta años por un maestro de escuela medio loco, y el único que la había aprendido completamente era Surefoot Smith.

No sólo la había aprendido, sino que la había mejorado. Era un orgullo suyo el decir que no había nadie que pudiera descifrar lo que él escribía. Muchos habían tenido la oportunidad y lo habían intentado, porque después que mister Smith desechaba sus papeles secantes se los daba a oficiales jóvenes para un uso más apropiado.

Estudió los movimientos de Leo Moran cronológicamente tanto como le fue posible. Una parte del día antes del asesinato quedó señalada claramente.

Moran había dado por «radio» una conferencia sobre bancos y economía (Surefoot Smith se sonrió ante el pensamiento irónico que se le ocurrió: «No moriría sin honores si era el detective que conseguía la ejecución del primer radioconferenciante»). Después de su conferencia había ido al teatro Sheridan. De aquí, a casa de Dick Allenby; después a su casa, donde encontró una carta (Surefoot Smith admitía como cierto esto) que le hizo ir en busca de Mary Lane.

¿Qué había hecho durante la mañana del día del asesinato? Posiblemente, el contable le había llamado y le había dicho que su permiso no había sido concedido. (Mister Smith, el contable, no había dicho esto, pues entre los empleados de Banco hay cierta solidaridad, y no se puede esperar, y sería locura esperarlo, que descubran lo referente a sus compañeros, aunque éstos estén bajo la sospecha de falsificadores o asesinos).

Surefoot Smith admitía también la necesidad de la propia conservación en el contable. Él mismo podía no estar libre de toda culpa. El éxito de la falsificación podía deberse, en parte no pequeña, a su propia negligencia. Todo el mundo tiene algo que ocultar…, y posiblemente el contable no era una excepción.

Una cosa era cierta: el aeroplano había sido pedido en un momento preciso; éste era el procedimiento por el que Moran intentaba salir del país. ¿Cuál era el depósito para cuya transferencia tan apresuradamente había tratado de conseguir la firma de Mary Lane? Sin una larga y cuidadosa investigación, era poco probable que esta pregunta pudiera ser contestada.

La desaparición de Jerry Dornford presentaba un problema propio. Su criado en Halfmoon Street dijo que no estaba preocupado. Mister Dornford frecuentemente estaba fuera varios días; pero en dónde, no podía decirlo, porque, evidentemente, mister Dornford no era hombre de confidencias. Era un hombre sin dinero y casi sin amigos. Tenía uno o dos de éstos que poseían casas en el campo, pero investigaciones llevadas a cabo en ellas no dieron resultado. El criado recordó los nombres y direcciones de una o dos señoras, que tampoco pudieron dar ninguna luz al misterio.

Dornford tenía una posesión en Berkshire, parte de la cual era terreno de labor, que producía lo suficiente para pagar el interés de la hipoteca, y si los hipotecarios no intentaban el embargo era porque la venta de la finca sólo hubiera producido una parte del dinero que había sido adelantado. Había habido una casa en la propiedad, pero fue vendida hacía muchos años a un club de golf local y todo lo que quedaba de las posesiones de Gerald Dornford eran unos trescientos acres de pino y maleza.

Era un hombre que, ciertamente, no podía sufragar el tener dos o tres direcciones.

La bala no había sido encontrada, aunque se había levantado el césped, con gran desesperación de las autoridades del parque, y removido el suelo hasta la profundidad de un pie.

Había la posibilidad de que hubiese pasado en tal dirección que fuese a caer en el canal o en la orilla opuesta. Todo dependía de la dirección en que el disparo hubiese sido hecho. Si la primera hipótesis de Surefoot Smith fuese cierta y el viejo hubiese sido muerto por la bala disparada con un rifle desde el último piso de Parkview Terrace, la bala debería haberse encontrado a pocos pies de donde había estado la silla. Si la bala había sido disparada desde el coche de Dornford, difícilmente hubiera pasado a través del cuerpo y llegado al canal.

Estaba en constante relación con Binny, pero éste no pudo dar más información. No había oído el silbido de la bala al pasar cerca de él, ni siquiera el impacto, y a esto ofrecía una excusa perfectamente razonable, pues si el ruido del coche de Dornford coincidía con el disparo, había apagado aquél el de éste.

Eran las cuatro de la tarde de un domingo, y Surefoot Smith, que había pasado la mayor parte de la noche de pie, se adormilaba en una silla, costumbre que en cierto modo consideraba como prueba de cercana senilidad.

Se levantó, lavó su cara en el lavabo del cuarto de baño y salió a Haymarket, no muy seguro de qué camino tomar o en qué dirección proseguir sus investigaciones.

Cruzó Piccadilly Circus, y estaba parado, de mala gana, observando una interrupción de tráfico en la esquina de Shaftesbury Avenue, cuando alguien tropezó con él. Su distraído asaltante seguía su camino murmurando una disculpa, cuando Surefoot Smith enganchó con uno de sus dedos su abrigo y le preguntó:

—¿Qué le pasa a usted, Mike?

Había razón para sorprenderse. En veinticuatro horas, el aspecto de Mike Hennessey había cambiado: su gran cara redonda se había hecho fláccida; grandes ojeras cercaban sus ojos; su rostro, sin afeitar, tenía un color amarillo enfermizo. ¿Eran imaginaciones de Surefoot, o había empalidecido al verle?

—Hola —tartamudeó Mike—. Bueno… ¡Je! Es curioso que me encuentre con usted, ¿eh?

—¿Qué le sucede, Mike? —repitió Surefoot.

Era costumbre en éste sospechar intenciones criminales aun en los hombres más inocentes, y esta pregunta era acusatoria.

—¿Eh? Nada —respondió Mike—. Ando hoy como en sueños. El teatro se cierra. Parece que todo se conjura contra mí.

—Le he estado llamando por teléfono toda la mañana. ¿Dónde ha estado usted?

Mike se sobresaltó.

—¿Telefoneándome a mí, mister Smith? He estado fuera de la ciudad. ¿Para qué me quería?

—No ha estado usted en su casa. No ha estado usted en el teatro. ¿Por qué procuraba usted esconderse?

Mike trató de hablar, tragó saliva y después añadió roncamente:

—Vámonos a alguna parte a beber algo; tengo una gran preocupación, Surefoot, una terrible preocupación.

Había una gran cervecería en una calle lateral, cerca del Circus, donde la cerveza no podía venderse legalmente hasta después de las seis. Sin embargo, se dirigieron a este lugar, y el camarero se les acercó con una sonrisa, y dijo:

—¿Quiere usted tener una conversación privada, mister Smith? No necesita usted sentarse aquí fuera. Véngase a la oficina del dueño —no la podía nombrar así, a no ser por cortesía. Era un cuarto privado muy pequeño—. Le traeré té, mister Smith. Usted quiere café, ¿verdad, mister Hennessey?

Hennessey, sentado con los ojos cerrados, movió la cabeza asintiendo.

—¿Qué es lo que le preocupa? —preguntó Smith de pronto—. ¿Washington Wirth?

Los cerrados ojos se abrieron y se quedaron contemplándole.

—¿Eh? Sí —parpadeó a su interlocutor—. Creo… Bueno: que no intervendrá más en negocios de teatro. Y, naturalmente, esto me preocupa, porque ha sido un buen amigo mío.

Parecía encontrar dificultad no sólo para hablar, sino para respirar; su pecho se alzaba y bajaba agitado.

—¿Era por eso por lo que quería usted verme? —preguntó.

—Precisamente por eso era por lo que quería verle. ¿Era amigo suyo?

—Protector —aclaró Hennessey rápidamente—. Me ocupaba de él cuando estaba en la ciudad. No sé mucho de él, excepto que tiene mucho dinero.

—Y usted no le preguntó dónde lo había adquirido.

—Naturalmente —dijo Hennessey, evitando sus ojos.

El camarero llegó en este momento con una bandeja que contenía dos botellas grandes de cerveza, una botella de ginebra, hielo y un sifón.

—Té —dijo seriamente; lo colocó y se fue.

Surefoot Smith no se sentía en ningún momento disgustado por violar la ley.

—Y ahora, hable claro, Mike —dijo, no sin cierta benevolencia—. Quiero saber quién es este Wirth.

Mike se mojó los secos labios, y dijo tercamente:

—Quiero saber primero en qué posición estoy. No es que yo pueda decirle nada, nada seguro, Surefoot. Pero ¿cuál es mi posición? Supongamos que yo fuera otra persona y le dijese a usted: «Óigame: o me ayuda usted, o voy a hacerle unas preguntas».

—Bueno. Pero supóngase que usted fuese un chantajista —interrumpió Smith brutalmente.

Mike se sobresaltó al oír esto, y repuso:

—No era chantaje. Yo no estaba seguro. ¿Comprende usted lo que quiero decir? Quería saber sólo hasta dónde llegaba —y después, de repente, se desconcertó, cubrió su cara con sus manos, llenas de brillantes, y empezó a llorar—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es espantoso! —sollozaba.

Cualquier otro hombre se hubiera encontrado embarazado. Surefoot Smith solamente estaba interesado. Apoyó su mano en el brazo del otro y le dijo en voz baja:

—¿Está usted comprometido en el asesinato? Ésta es la cuestión.

Las manos de Mike cayeron con fuerza sobre el mármol de la mesa. Su fea y lacrimosa cara era el retrato del asombro.

—¿Asesinato?… ¿Qué quiere usted decir con eso de asesinato? —gritaba al hacer la pregunta.

—El asesinato de Hervey Lyne. ¿No lo sabía usted?

Mike Hennessey no contestó; estaba petrificado de terror.

—¡Lyne asesinado! —gritaron sus palabras.

Costaba trabajo creer que fuese el único hombre de Londres que no conocía el misterioso asesinato que había sido cometido en Regent’s Park el día antes, porque los periódicos no hablaban de otra cosa. Sin embargo, Surefoot comprendió que era verdad.

—¿Asesinado?… ¿El viejo Lyne asesinado? ¡Oh, Dios mío! ¿Usted no querrá decir eso?

—Por supuesto que es eso lo que quiero decir. ¿Qué imagina usted? ¿Qué trato de hacerle reír?

Mike Hennessey se quedó silencioso. Las palabras se le helaron. No podía hacer otra cosa que contemplar al detective con ojos abiertos, de los cuales toda expresión había desaparecido.

Mike tenía la debilidad de llorar, pero tenía también una gran fuerza de voluntad insospechada. Cuando habló de nuevo, su voz estaba completamente tranquila Se había dominado.

—Es sorprendente. No he leído los periódicos esta mañana.

—Se publicó en los de anoche —dijo Surefoot.

El otro movió la cabeza.

—No he leído un periódico desde el martes por la mañana —repuso—. El viejo Lyne era el tutor de miss Lane, ¿verdad? No; no he leído nada referente a ello.

Trataba de ganar tiempo para vencer su última debilidad y conseguir fuerzas que evitasen su caída.

—Es curioso cómo se le pasan a uno las cosas en el periódico. He estado tan preocupado con los asuntos del teatro, que, prácticamente, no he tenido interés en ninguna otra cosa.

—¿Qué trabajo hacía usted para mister Wirth?

La voz de Surefoot era fría. Había abandonado su tono amistoso, y ni siquiera parecía tener interés por la botella de cerveza, que estaba sin abrir aún.

—¿Sacaba usted dinero del Banco con su nombre?

Mike asintió.

—Sí, he hecho eso para él. Grandes cantidades de dinero. Iba a su Banco y me encontraba con él donde nos habíamos citado previamente.

—¿Dónde?

—En varios sitios… Estaciones de ferrocarril. En el hotel Kellner las más de las veces. Generalmente, sacaba una gran cantidad cuando tenía una fiesta y solía entregársela antes que llegasen los invitados.

Decía que era comerciante en Midlands; pero si he de decirle la verdad, Surefoot, siempre he tenido dudas acerca de esto. Sin embargo, no parecía un ladrón, y a veces los más reíros tipos están nadando en dinero. ¿Por qué no él? No es el primer tonto que invierte dinero en una obra teatral, y ¡Dios haga que no sea el último!

—¿De qué Banco sacaba usted el dinero?

Mike se lo dijo. Coincidía con los informes que Surefoot ya tenía.

—Generalmente me daba una carta para el director del Banco rogándole me pagaran el cheque. He estado en Birmingham, Bristol y…

—Está bien —dijo Smith, apoyándose fuertemente sobre la mesa—. ¿Quién era?… ¿Quién era Washington Wirth?

Mike sacudió la cabeza.

—Francamente, no lo sé. Aunque me muera en este momento…, no lo sé. Me relacioné con él después que la declaración de mi última bancarrota apareció en los periódicos. Me escribió diciéndome que sentía que un hombre inteligente como yo estuviese en esa situación, y me ofrecía dinero para rehacerme.

—¿Una nota escrita?

—Escrita a máquina. Tengo la carta entre mis papeles, por alguna parte. Me rogaba que me reuniese con él en el hotel Kellner. Esto era antes que las fiestas empezasen, cuando tenía un departamento pequeño. Fui. La única cosa que sabía de él era que usaba una peluca y que no era lo que aparentaba ser, pero nunca me metí en sus negocios…

—Eso es mentira —contestó Surefoot—. Usted acaba de decirme que le hizo chantaje.

—Realmente, no. Quise asustarle. Sabía que no era lo que pretendía ser. Tenía que imaginarme lo que realmente era.

Mentía. Y Surefoot Smith estaba completamente seguro de esto.

—¿Se le ha ocurrido a usted pensar que se encontrará en una posición muy delicada si arrestan a ese hombre? Tengo razones para creer que se ha adueñado del dinero propiedad del difunto Hervey Lyne, y también tengo razón para creer que mató al viejo. Y eso es asesinato. ¿Quiere usted verse mezclado en un asesinato?

La cara de Mike Hennessey estaba desfigurada por la angustia. Era casi incoherente al hablar.

—Le ayudaría si pudiese, mister Smith. Pero ¿qué es lo que puedo hacer? No conozco al hombre… Juro que no le conozco.

Smith escudriñó su cara.

—¿Sabe usted algo de Moran?

Abrió su bocaza y tartamudeó:

—¿El banquero?

—¿Sabe usted algo acerca del falso balance que enviaron por casualidad a miss Lane?

Durante un segundo, Surefoot creyó que el hombre se iba a desmayar.

—No, nada… Conozco a Moran y conozco también a Wirth.

Permaneció en silencio durante un rato.

—Supóngase que le encuentro… a Wirth. ¿Cuál sería mi posición?

Surefoot se puso en pie.

—Su posición es la misma, que le encuentre usted o que le encontremos nosotros. Parece que no sabe usted en lo que se ha metido, Mike Hennessey. Un hombre ha sido asesinado. Dos hombres han sido asesinados probablemente por la misma mano. Tickler ha sido asesinado por saber demasiado. Quizá sea mejor para usted que le encierre.

Una sonrisa apareció en el rostro de Mike.

—¿Acaso soy un muchacho? —preguntó.

Había vuelto a adquirir su antigua serenidad.

—¿Cómo salí del arroyo? ¿Temiendo a las amenazas? No se preocupe por mí, Surefoot.

—Tengo muchas más cosas que decirle —interrumpió el detective—; pero espéreme aquí un momento, mientras telefoneo.

Una momentánea señal de alarma se reflejó en la cara de Mike.

—No se asuste. No voy a detenerle. No necesitaría ayuda para hacerlo.

Había una cabina de teléfono en el otro cuarto, y llamó a Scotland Yard urgentemente.

—El jefe inspector Smith al aparato. Necesito que dos de los mejores hombres me recojan en Bellini; estoy con Mike Hennessey, el del teatro. Tendrán a éste bajo vigilancia día y noche de aquí en adelante, y que no se cometa ningún error. ¿Me oye?

Oyeron y obedecieron. Un cuarto de hora más tarde, cuando salieron a través de la estrecha calle hacia Piccadilly Circus, dos hombres jóvenes los siguieron, y cuando Mike llamó a un taxi y se fue, un secundo taxi llevaba a los vigilantes.

Mike Hennessey no estaba en el teatro cuando el telón cayó finalmente en Escollos del destino. Y aunque la terminación de este drama significaba la busca de nuevo trabajo, no hubo uno entre los del elenco que no diera un suspiro de satisfacción cuando los apagados sonidos del himno nacional llegaron a través de las pesadas cortinas.

Dick leía el periódico de la tarde cuando Mary entró en el camarín. La historia del asesinato de Lyne, que aparecía en letras grandes en la primera página, incluía una entrevista con Binny y una conversación con el guarda del parque.

«—Conocía a mister Lyne muy bien de vista —decía James Hawkins, que había sido guarda del parque durante veintitrés años—. Venía siempre a los jardines por la tarde, y, generalmente, descabezaba un sueño antes que le volviesen a su casa. He cambiado con él una o dos palabras; pero era un caballero al que no le gustaba la conversación. Casi siempre, su criado, mister Binny, se sentaba y le leía. Vi a mister Binny leyéndole esa tarde; me acerqué a él y le dije: “¿Para qué se cansa usted? El gobernador está durmiendo”. No podía ocurrírseme que estuviese muerto. Éste es el segundo asesinato que hemos tenido en el parque en treinta y cinco años…».

Dick dejó el periódico cuando entró la muchacha, y se preparó para irse.

—Siéntese. No voy a desnudarme todavía. Estoy cansada —dijo Mary.

—Bien. ¿Ha encontrado usted a su hombre? —preguntó burlonamente Dick.

Mary no se sonrió siquiera, y contestó:

—Creo que sí.

—¿Ha leído usted el relato? —preguntó Dick.

—He leído cada una de sus horribles líneas…

—Bueno —la desafió Dick—. ¿Fue Binny, o el guarda del parque?

Y después, comprendiendo que la burla en estas circunstancias era un poco dura, se disculpó:

—No sé por qué, pero no puedo hablar de este asesinato como si fuera el de alguien a quien nunca hubiera conocido. El pobre viejo me odiaba, y estoy seguro de que si hubiera podido decidir sobre quién hubiera cuidado su fortuna mejor que yo, le hubiera dejado su dinero inmediatamente. Y a propósito: Binny tiene una teoría propia: he tenido una conversación con él hoy. Se inclina hacia Jerry Dornford principalmente, pienso yo, porque Jerry no le agrada.

—¿Le ha contado mister Smith todas las pistas que tiene?

Evidentemente, no había prestado atención a las teorías de Binny.

—No. No puedo decir que lo haya hecho. Es un poco reservado cuando se trata de sus asuntos.

—¿Cree usted que me las contará a mí?

La miró con asombro.

—¡Querida Mary!…

—No me llame querida Mary, o me volveré brusca con usted. ¿Cree usted que él lo hará?

Lo dijo muy seriamente, y Dick cambió de tono.

—Si cree que usted puede ayudarle, estoy seguro de que lo hará. Me ha prometido venir esta noche y contarme los últimos sucesos. ¿Qué quiere que le pregunte?

—Le preguntaré yo misma.

Surefoot llegó muy tarde y muy disgustado. Tenía razón para estarlo, porque a las siete y media de la noche un joven detective le había llamado por teléfono para confesarle, apesadumbrado, su fracaso.

—¿Se les ha perdido a ustedes? —rugió Smith—. ¿A los dos? ¿Qué es lo que ha pasado?

—Lo siento, señor; pero debía de saber que le seguían, porque se escabulló a través del Piccadilly Tub. No hice más que volver la cabeza y había desaparecido…

—¿Volver el qué?… —gritó Surefoot—. Registren Londres hasta que le encuentren. Ustedes conocen su dirección. Tiene que ser encontrado.

Llegó al Sheridan lleno de ira contra la nueva generación de detectives. Dijo:

—Esperan que se lo den todo hecho. Se confían en la ciencia en vez de en su vista.

—Aquí tengo yo un detective para usted —Dick señaló a la muchacha, y, con sorpresa, vio que Surefoot no daba señales de impaciencia.

—Creo que tiene más sentido común en su dedo meñique que tollos esos caballeros en sus grandes e inútiles cuerpos.

La miró pensativamente.

—Quiero preguntar algo, mister Smith —empezó Mary—. ¿Me dirá usted todo lo que sabe acerca de este caso? Creo que puedo ayudarle.

Se sorprendió de nuevo Dick Allenby, porque observó que Smith no tomaba a juego su ofrecimiento.

La miró con ojos de búho, abrió su gran boca, la cerró de nuevo y, por último, se rascó la cabeza, haciendo su repertorio. Observó mentalmente y dijo al fin:

—¿Por qué no ha de poder? ¿Quiere usted que se entere? —Y señaló con su cabeza a Dick.

Mary Lane dudó y observó:

—Si a usted le importa, podemos decirle que se vaya.

Estaba vestida para ir a la calle cuando llegó el detective. Le indicó que podían irse a su casa.

Subieron juntos en el ascensor. Su departamento era el último en el corredor. Marchó delante de ellos y se quedó parada de pronto, mostrando en su cara una impresión de alarma a los dos hombres: ¡la puerta estaba abierta de par en par!

—¿La habrá dejado abierta su criado? —preguntó Dick.

Surefoot señaló la cerradura. Las marcas de una poderosa palanqueta probaban que la puerta había sido forzada. La cerradura misma colgaba de un tornillo. Siguió adelante y dio las luces sin conseguir su objeto.

—La han desconectado en la caja de plomos. ¿Dónde está?

Le indicó el sitio, y después de un momento se oyó un ligero ruido y la luz se encendió en el pequeño pasillo.

—Cerró la puerta al entrar, pero no pudo hacerlo cuando salió —observó Surefoot. Smith recogió del suelo dos pequeñas cuñas de madera.

Salió de nuevo al pasillo, cuyo extremo estaba cerrado por una puerta, mitad de madera y mitad de cristales, que daba a la escalera de fuego; la empujó, y, como esperaba, la encontró abierta. Un tramo de peldaños de hierro se perdía en la oscuridad hacia abajo.

Llamó al encargado del ascensor, que no pudo dar noticia alguna. Los sábados por la noche, la mayor parte de la gente que vive en los pisos se va al campo, donde permanece los finales de semana, y no podía recordar que hubiera habido ningún visitante extraño.

Surefoot siguió por el pasadizo hasta el departamento, vio una puerta abierta de par en par y entró en el dormitorio de Mary. Era éste un escenario de indescriptible confusión: todos los cajones de tollos los armarios habían sido sacados, volcados sobre la cama y registrados rápidamente. Lo mismo sucedía en el comedor, en el que la pequeña mesa secrétaire, que había dejado cerrada cuando salió, estaba rota y su contenido arrojado sobre la mesa.

Mary contempló con desmayo la escena de destrucción; pero se sorprendió agradablemente cuando comprobó que una cajita que estaba en uno de los cajones de la mesa, y que había sido forzada, contenía las joyas que guardaba en ella. Estaban evaluadas en unas doscientas libras, según dijo al detective.

—Entonces, ¿qué es lo que buscaban? —preguntó.

Siguiendo su inspección, Smith descubrió que hasta el cubo de basura de la cocina había sido volcado y registrado. Encontró un detalle de valor: un pequeño reloj de cocina, que, evidentemente, había sido tirado de uno de los armarios, se había parado a las once y quince.

—Hace menos de una hora —Surefoot silbó suavemente y con una prisa de todos los diablos—. Y ahora, dígame: ¿Quién conoce este sitio?… Quiero decir quién ha estado aquí antes. Olvídese de sus amigas: dígame sólo los hombres.

Los enumeró brevemente.

—Mike Hennessey ha estado aquí, ¿verdad? ¿Frecuentemente? ¿Le ha enseñado todos los cuartos?

—Excepto el de baño.

Abrió la puerta de este cuartito, montado con todo detalle; encendió la luz y entró. El intruso había estado allí también; el lavabo estaba a medio llenar de agua sucia.

—¡Hola! ¿Qué es esto?

Smith arrugó el entrecejo.

Al nivel del lavabo, y un poco hacia la derecha de éste, en la blanca pared del cuarto de baño había una mancha roja. El detective la tocó; aún estaba húmeda. Miró al embaldosado del piso; no había nada. Pero en el borde del blanco baño se observaba de nuevo la mancha.

Detrás de la puerta había una percha de ropa, y aquí también se veía la mancha roja.

—Entró aquí primero —explicó Surefoot despacio—. Tenía que lavarse las manos, y al abrir la llave su mano rozó la pared; tenía sangre en ella, pero él no se dio cuenta. Se quitó el abrigo y lo tiró sobre el borde del baño; después cambió de manera de pensar y lo colgó.

—¿Sangre?

Mary contempló la terrible señal.

—¿Cree usted que se hirió al entrar?

—No. Lo hubiéramos visto en el suelo o en el pasillo; además, la puerta de cristales del pasillo no está rota… ¿Dónde se haría la herida?

Surefoot consideró todas las posibilidades en muy corto espacio de tiempo.

—No lo comprendo —dijo.

Surefoot Smith entró de nuevo en la cocina y volvió a examinar el reloj. No creía en coincidencias. Había visto frecuentemente el reloj parado en todas las novelas, y no creía implícitamente en la posibilidad que esto pudiera indicar. Pero su inspección le quitó toda duda. El reloj no se había parado, sino que seguía andando. El golpe únicamente había sacado el pasador que unía las manecillas, y ni el más inteligente falsificador de pistas podría haber hecho esto.

Mary le había seguido hasta la cocina, y le observaba silenciosamente mientras hacía este examen.

—Y ahora, ¿me lo contará usted? —preguntó tranquilamente.

Surefoot Smith se quedó con la boca abierta.

—¿El qué?

—Usted me dijo que me contaría lo que había descubierto acerca del asesinato de mister Lyne.

Smith se sentó en el borde de la mesa de la cocina y brevemente le contó todo lo que sabía.

Decir que Dick Allenby se quedó sorprendido es decir poco. Consideraba a todos los detectives de Scotland Yard como la discreción personificada. Surefoot Smith estaba considerado como mudo, y hablaba ahora con toda libertad a la muchacha, y si mostraba algún signo de embarazo, era precisamente por la presencia de Dick.

Mary Lane estaba sentada, con sus manos entrelazadas sobre el regazo y el entrecejo arrugado.

—¿Sabe algo? —preguntó Surefoot ansiosamente.

Y después debió de ver una mirada de asombro en la cara de Dick Allenby, porque se quedó serio.

—¿Cree usted que estoy loco, mister Allenby? Deseche esa idea. No lo estoy. Las mujeres tienen cierta inteligencia que todos los detectives deberían tener y no tienen. Ninguna ciencia, y no quiero ofenderla con esto, miss Lane; solamente sentido común. ¿Me entiende?

Se dirigió de nuevo a la muchacha, y ésta movió la cabeza.

—No del todo —contestó—. Pero por descontado que sé por qué han robado mi departamento.

Surefoot Smith asintió.

—Usted todavía no comprende bien por qué pensaron ellos que estaba aquí.

Dick respondió:

—Quizá soy muy torpe —y añadió muy cortésmente—. ¿Qué es lo que sabían que estaba aquí?

—El balance del Banco —dijo Mary sin levantar la vista, y de nuevo Smith asintió con una sonrisa de satisfacción en su cara.

—Me figuro que vinieron por eso. Pero no puedo comprender cómo lo sabían.

Surefoot se rió.

—Yo he sido el tonto que lo ha dicho. Le dije a Mike Hennessey esta tarde que el balance del Banco se lo habían enviado a usted. Pero no le dije que lo tenía en mi bolsillo, y podía haberle evitado una gran cantidad de tiempo y trabajo. ¡Ha sido una lástima!

Metió su mano rabiosamente entre su pelo y se deslizó de la mesa.

—Esas manchas de sangre… no me gustan —dijo, y salió del cuarto seguido de los otros dos, dirigiéndose de nuevo al cuarto de baño—. Ésta es su manga y ésta su mano, pero muy borrosa para conseguir una huella dactilar. El hombre que ha entrado aquí no estaba herido, y, probablemente, no sabía que estaba manchado de sangre. Observe el grifo.

La señaló. Había una clara mancha de sangre sobre el esmalte blanco de la palabra caliente de una de los grifos.

Surefoot Smith sacó de su bolsillo una lámpara eléctrica y comenzó a examinar el corredor. No consiguió ninguna nueva pista; pero al salir al otro lado de la puerta y examinar ésta, encontró dos nuevas señales de sangre. Una en los marcos de hierro, y otra justamente debajo del cristal de la puerta.

—Voy a usar su teléfono —dijo, y a los pocos minutos hablaba rápidamente con Scotland Yard.

Todas las estaciones de ferrocarril tenían que ser vigiladas: debía avisarse a Dover, Harwich, Folkestone, Southampton.

—No es que crea que él intentará salir del país. Muy rara vez lo hacen —explicó a la muchacha.

Su ofrecimiento de enviar a un hombre para ponerle de guardia fuera de la puerta lo rehusó inmediatamente. Pero él insistió, y en tal forma, que Mary comprendió que oponerse sería perder el tiempo.

Al irse a casa entró en la del viejo Lyne y se entrevistó con Binny. El buen hombre estaba en la cama cuando llamó, y mostró bastante reparo, fácil de comprender, antes de abrir la puerta. No habían dejado policía en la casa; Surefoot se había contentado con llevarse los documentos a Scotland Yard para examinarlos minuciosamente y había sellado el dormitorio y el estudio.

Binny le acompañó a la cocina, reunió los amortiguados restos de un pequeño fuego y echó sobre él leña, porque la noche era un poco fría.

—Me preguntaba quién podría llamar. Se me subió el corazón a la boca —se disculpó al tiempo que acompañaba al visitante hasta el pequeño cuarto.

—Me figuro, mister Smith —dijo con voz ansiosa—, que el viejo señor no me habrá dejado nada; me han dicho que ha encontrado usted el testamento; pero no sufriré un desengaño si nada me deja. No era de los hombres que se preocupan mucho de sus criados; solía decir que odiaba verlos alrededor; sin embargo, nunca se sabe…

—No he leído el testamento por completo —dijo Surefoot—; pero no recuerdo haber encontrado su nombre en lugar preeminente.

Binny suspiró.

—Ha sido el sueño de toda mi vida que alguien muriese y me dejase un millón —dijo patéticamente—. He sido un buen criado para él: le cocinaba, le hacía la cama, se lo hacía todo.

El detective le alargó un paquete de cigarrillos, y Binny, suspirando aún, escogió uno y lo encendió.

—Creo que hay algo en que usted puede ayudarme —dijo Smith—. ¿Usted recuerda que Moran vino aquí?

Binny asintió.

—¿Usted sabe a qué vino?

El criado dudó por un momento.

—No lo sé, señor…; pero tengo idea de que su visita tenía algo que ver con el balance. Mister Lyne era muy raro; nunca quería ver a nadie, y cuando lo hacía, siempre era un poco desagradable con quien veía.

—¿Estuvo en esa forma con mister Moran?

Binny dudó.

—Bueno; no quiero contar chismes, mister Smith; pero, por lo que yo oí, estuvo un poco agresivo.

—Usted escuchó, ¿eh?

Binny sonrió y movió la cabeza.

—No necesitaba escuchar, señor —señaló hacia el techo—. El estudio está aquí encima; no se puede oír lo que allí dicen; pero si un caballero levanta la voz, como lo hizo mister Lyne, puede oírsele.

—¿Conoce usted a Moran?

Binny asintió.

—¿Le conoce usted muy bien?

—Muy bien, señor. Fui criado…

—Lo recuerdo, sí.

Surefoot Smith se mordió el labio pensativamente.

—¿Habló con usted después de la entrevista con el viejo?

De nuevo dudó Binny.

—No quiero perjudicar a nadie…

—Lo que ocurre con usted, Binny, es que no quiere decir sí, o no. ¿Le vio usted?

—Sí, señor; le vi.

Evidentemente, Binny estaba nervioso.

—Estaba cogiendo una carta que llegaba del correo cuando él salió. Y ahora, mister Smith, voy a decirle la verdad. Me dijo una cosa chocante: me rogó que no mencionara el hecho de su visita, y me dio dinero; le he dicho todo lo que sé. Pensé que esto era extraño; pero él no era el primero que me había rogado no mencionar el hecho de su visita a mister Lyne.

—Me figuro que no.

En una pequeña mesa cerca de la pared había un paquete envuelto en papel. Surefoot también estaba dotado de un delicado sentido del olfato; podía percibir los más débiles y confusos olores; pero el de la masilla no era de éstos; era acre, y para Surefoot Smith muy desagradable. Señaló el paquete.

—¿Masilla?

Binny le miró con sorpresa.

—Sí, señor.

—¿Ha estado usted arreglando las ventanas?

Surefoot alzó la vista.

—No, señor; lo ha hecho el cristalero. Yo rompí la ventana de la despensa esta mañana; pero no quise llamar a nadie, y lo hice yo mismo.

—En esta casa siempre están ustedes rompiendo cristales. ¿Por qué no denunció a la Policía el intento de entrar en la casa?… ¡Ah! Ya recuerdo…, mister Lyne no quiso.

Cuando salió, hizo en la oscuridad una más cuidadosa investigación del lugar que la hecha a la luz del día. Se tomó el trabajo de ir a la parte de atrás de la casa, a lo largo de los estrechos patios, y vio lo fácil que era para un ladrón el poder entrar en ella Esta parte no estaba protegida, como otras muchas, por el garaje, y la puerta y la ventana eran asequibles para cualquiera que escalase la pared o forzase la puerta del patio. ¿Sería una coincidencia que este intento de entrar en la casa de Lyne se hiciese en la noche de…?

Surefoot Smith arrugó la cara Debía de haber sido la noche en que Tickler fue asesinado. ¿Había alguna relación entre estos dos sucesos?

Volvió a Scotland Yard para recibir los informes y se encontró con que sus investigaciones no habían producido resultado alguno. Berlín no podía decir nada más acerca de Leo Moran, y no había noticia alguna de Gerald Dornford.

Abrió la caja fuerte que estaba en la esquina del pequeño despacho, sacó el guante y la llave de plata y los colocó sobre la mesa. La llave le intrigaba. ¿Había alguna razón especial por la cual su propietario se tomó el trabajo de pintarla tan detenidamente, y, sin embargo, tan descuidadamente? Cualquier platero lo hubiera hecho mejor.

El guante no le decía nada. Sacó del gran cajón de su escritorio una hoja nueva de papel secante y comenzó a resolver sus problemas.

Tickler había sido asesinado, el viejo Lyne había sido asesinado, posiblemente por la misma mano, aunque no había nada que relacionara ambos asesinatos. Leo Moran era, según todos los indicios y apariencias, un fugitivo de la Justicia, un hombre al que a primera vista se podría acusar de felonía. Su desaparición había coincidido no sólo con la muerte de Lyne, sino con el descubrimiento de que la cuenta de mister Lyne en el Banco había sido fuertemente desfalcada.

¿Estaría en Berlín? Alguien que tenía mucho interés en recobrar el balance del Banco se había tomado el trabajo de robar el departamento de Mary Lane para conseguirlo… ¿Quién? Un hombre sabía, o por lo menos creía saber, que el balance estaba en la casa de Mary, y ese hombre era Mike Hennessey.

La conducta de Mike esa tarde indicaba culpabilidad; casi seguro que sabía quién era Washington Wirth. El caballero llamado Washington Wirth era un asesino, posiblemente dos veces asesino.

En frases entrecortadas, Surefoot escribió sus conclusiones, según las iba teniendo. Borraba una y la sustituía por otra Escribía algunas de sus simples deducciones en su misteriosa taquigrafía solamente para tachar las dentadas líneas y comenzar de nuevo. Hizo un pequeño círculo que representaba a Mary, otro para Dick Allenby, otro para Gerald Dornford y un cuarto para Leo Moran; al pie de la página puso un quinto círculo para Lyne. ¿Cómo estaban conectados? ¿Cuál era la relación entre los cuatro círculos de arriba y el quinto?

Entre ellos colocó una O más grande, que representaba a Mike Hennessey; Mike tocaba a Washington Wirth, tocaba a Mary Lane y, posiblemente, a Moran. Tachó esta última conclusión y empezó de nuevo.

Gerald Dornford tocaba a Dick Allenby; podía trazar una línea recta desde Dick Allenby hasta el hombre asesinado… Una línea sin tocar a los intermediarios.

Se cansó al poco tiempo, y, dejando el lápiz, se echó hacia atrás refunfuñando; iba a coger la llave cuando la luz se apagó. No había nada de qué asombrarse ni nada extraordinario en esto; la bombilla alumbraba más desde hacía dos o tres días, y claramente necesitaba ser reemplazada. Surefoot Smith, con su tono señorial, había pedido una nueva bombilla al encargado del almacén; pero éste, con tono más señorial aún, se había olvidado de su petición. Sin aviso alguno, la bombilla había dejado de funcionar.

Surefoot se ponía en pie para quitar la bombilla, cuando vio algo que le dejó paralizado. En la oscuridad, la llave fosforescía como si lucra de fuego verde. Vio la cabeza, todos sus relieves y todas sus parles. Comprendía ahora por qué tenía el color tan raro… Le habían dado una pintura luminosa.

La recogió y le dio vueltas entre sus dedos. La parte de abajo estaba como apagada y apenas se notaba, porque no había absorbido los rayos de la lámpara.

Surefoot salió al corredor y llamó a un agente. Un poco más tarde fue colocada una nueva bombilla Examinó de nuevo la llave, ahora con mayor interés, anotando detalles sobre su ya muy escrito papel secante.

Comenzaba a ver claro, pero aún muy débilmente. A poco, sonó el teléfono. Se levantó y salió a buscar al policía de servicio a la puerta, llamándole:

Si ve usted a mister Allenby, mándele subir.

Consultó su reloj; eran las doce y veinte minutos, y no podía imaginarse lo que traía a Dick a esa hora tan rara a Scotland Yard. Posiblemente había recobrado su arma.

—Temía que no estuviera usted aquí —dijo Dick al entrar en la oficina y cerrar la puerta detrás de él—. Por eso he telefoneado, aunque tuve miedo de que no me pusieran en comunicación con usted.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Surefoot curiosamente.

Dick sonrió.

—Realmente, no ocurre nada; he estado, o mejor dicho, Mary ha estado, llamada por ella, en casa del ama de llaves de Hennessey, buscando informes de este caballero.

—¿Ha vuelto él a su casa? —preguntó Smith rápidamente.

—No le esperaban en su casa —dijo Dick—. La señora llamó desde la estación de Waterloo; estaba allí desde las nueve con un par de baúles de Mike. Salía éste para el continente en un tren del Havre y había acordado con ella que le llevase su equipaje a la estación, donde se encontrarían. Esperó hasta cerca de las doce; pero a esa hora empezó a preocuparse y llamó a varias personas de las que conocían a Mike, entre ellas Mary. Afortunadamente, en este momento salía yo del departamento, cuando la mujer telefoneó.

—¿Ha ido usted a su casa?

Dick negó con la cabeza.

—No ha sido necesario —dijo—. Tenía una casa amueblada en Doughty Street, pagó su renta y la cerró esta noche; claramente, quería escaparse y parece que muy deprisa. No empezó a arreglar sus cosas hasta esta tarde.

—Después que me ha visto —dijo Surefoot, rascándose la barbilla—. Es raro; me parece comprender por qué quería marcharse; pero, en realidad, no podía haber ido más allá de Southampton; ya he notificado a todos los puertos.

—¿Le hubiera usted arrestado? —preguntó Dick con asombro.

—No es cuestión de arresto, amigo mío —dijo Surefoot cansadamente—•. No es necesario arrestar a todos aquellos que uno quiere que no salgan de Inglaterra. Sus pasaportes pueden no estar en orden, el visado puesto en la página que no debe. Los sellos, cabeza abajo. Hay mil maneras de guardar el dinero en casa.

—¿Sabía Hennessey esto?

—Surefoot no respondió inmediatamente.

—No puedo comprenderlo —dijo despacio—. Por supuesto, que no lo sabía. Pero no le hubiera impedido coger el tren.

Llamaron a la puerta, y un hombre de agradable presencia, que Dick reconoció como inspector, entró.

—La Policía de Buckinghamshire tiene un caso como a usted le gustan, Surefoot: un típico asesinato americano.

Surefoot se puso alerta instantáneamente.

—Un asesinato por un gang. ¿De qué clase? —inquirió Surefoot.

—Los llaman asesinatos de ride. ¿No es así? Alguien ha llevado a este pobre diablo de paseo y le ha disparado a quemarropa, arrojándole después a la acera.

—¿Y dónde ha sido eso?

—En el paso de Colnbrook, a este lado de Slouhg. Un coche grande, al pasar, con sus luces, divisó a un hombre acostado a lo largo del camino e informó de ello a la Policía. No podía hacer más de media hora que había muerto cuando llegó ésta al indicado lugar.

—¿Cuáles son sus señas? —preguntó Surefoot.

—Un hombre corpulento, de unos cuarenta y cinco años —dijo el otro—. Llevaba una corbata verde…

—¡Ésa es la corbata que Mike Hennessey llevaba esa tarde!

Capítulo diecisiete

Mike Hennessey aparecía, después de muerto, en gran calma, casi majestuoso y fácilmente reconocible.

Surefoot Smith salió del pequeño y siniestro edificio y esperó mientras el sargento de Policía echaba la llave.

Dick estaba esperando en la estación. Había visto suficientes horrores en una noche, y no intentó tomar parte en la ceremonia de identificación.

—Es Mike —dijo Surefoot Smith—. El asesinato ha sido cometido a las diez y diecisiete aproximadamente. La hora se puede señalar por medio del coche que le encontró y de un motorista que vive en esta villa y que informó a la Policía de que vio un pequeño coche parado en el lado del camino donde fue encontrado el cuerpo. Fijo los dos tiempos entre las diez y quince y las diez y veinte, y considerando que el coche grande no alcanzó ningún otro coche en el paso de Colnbrook, fijo la hora en las diez y diecisiete. El coche de los asesinos pudo dar la vuelta y marcharse por donde vino; pudo, por descontado, haber pasado a través de la villa de Colnbrook, pero evitó pasar por ella, y me figuro que esto es lo que habrá sucedido. Y ahora, amigo —dijo seriamente—, ¿se da usted cuenta de que este caballero es el que ha visitado el cuarto de su amiga? Su abrigo debía de estar manchado de sangre, sin que él lo supiese, hasta que, registrando el cuarto de baño, tocó la pared con su manga, se quitó el abrigo, se lavó las manos… y se acabó todo.

—Pero seguramente habrá algún encargado de garaje que podrá identificar el coche. Si en él había tanta sangre, su interior debía de parecer un matadero.

Surefoot asintió.

—¡Oh, sí! Encontraremos el coche, seguro. Anoche robaron tres que coinciden con esta descripción. Acabo de venir del Yard y he sabido que han encontrado un coche abandonado en Sussex Gardens.

Un rápido coche de Policía los llevó a Paddington, y se confirmó la sospecha de Surefoot Smith. El coche abandonado era el que utilizó el asesino.

Se encontró en él la suficiente evidencia de que el hombre había sido muerto en su oscuro interior… Otra clase de pruebas no existía.

—Investigaremos el volante para encontrar huellas digitales. Pero mister Wirth habrá usado guantes.

—Esto suprime a Moran, ¿verdad? —preguntó Dick.

Surefoot sonrió.

—¿Dónde está Moran? En Alemania, suponemos… Pero lo mismo puede estar en Londres. Puede usted ir a Alemania en pocas horas y volver en menos tiempo. Y puede ser que no fuese Moran el que se marchó.

—Pero ¿por qué?

Dick Allenby estaba asombrado y un poco más que preocupado por la seguridad de Mary Lane, y así lo confesó. Para aumento de su desasosiego, Surefoot también lo estaba.

—No creo que deba estar en la casa. Puede tener más pruebas, y ahora que ha comenzado a teorizar, pudiera ser peligroso para nuestro amigo.

Acompañó a Smith al puesto de Policía donde el coche había sido llevado, y se encontró con la acostumbrada escena de actividad.

Había allí fotógrafos, peritos en huellas dactilares, mecánicos… examinando el contador de velocidad. El propietario del coche, al que habían encontrado y traído al puesto, era un hombre metódico. Sabía exactamente el número de millas que señalaba el contador antes que el coche fuese robado, y su declaración ayudó considerablemente.

Le parecía a Dick Allenby que llevaba muchas noches entre la Policía examinando coches manchados de sangre. Había algo familiar en la escena que presenciaba, los luminosos globos eléctricos al final de los cables y los policías que escudriñaban cada pulgada del interior.

Había sangre en el asiento y en el suelo, y una señal de ella en la palanca de cambio de velocidades. Uno de los detectives quitó uno de los almohadones del asiento del conductor…

—¡Oh! —dijo.

Y Dick, mirando por encima de su hombro, vio una aplastada pitillera de plata que pasó a la mano de Surefoot.

Smith la abrió. Estaba vacía. En su interior había una inscripción fácilmente legible a la luz de la bombilla:

«A mister Leo Moran, sus compañeros de la sucursal de Willesden».

Surefoot la revolvió entre sus manos. Era una pitillera vieja; tenía una o dos abolladuras, pero estaba bruñida brillantemente y, o no era usada con frecuencia, o había sido limpiada hacía poco.

Surefoot la sostenía delicadamente con la ayuda de una hoja de papel y la envolvió con sumo cuidado.

—Quizá encontremos alguna huella en esto; pero no lo creo seguro. Es un poco raro, ¿verdad?, que esté debajo del almohadón…

—Podría haber sido puesta allí y olvidada después…

Surefoot movió la cabeza negativamente.

—Éste no es su coche. Éste ha sido robado, y, como ya he dicho… es raro.

No volvió a hablar en algún tiempo.

—Yo he mencionado el hecho de que miss Lane tenía el balance del Banco. Mister Hennessey contó esta información durante el paseo o antes. El asesino arregló las cuentas con Hennessey, al que, por cierto, se suponía en camino de Southampton para coger el barco. El coche se paró en una estación de gasolina al final de Great West Road. Hennessey bajó y telefoneó a su casa, probablemente a su ama de llaves, para que le enviara el equipaje. El asesino se desembarazó de Hennessey tan rápidamente como le fue posible. Volvió inmediatamente a la ciudad y robó en las habitaciones de Mary. Con toda seguridad, era alguien que había estado allí antes…

—Moran, por ejemplo —sugirió Dick.

Surefoot dudó.

—Ese supuesto puede servir como cualquier otro —dijo—. Buscaba el balance del Banco. Podía no saber que su abrigo estaba manchado de sangre hasta que entró en el cuarto de baño y se vio en el espejo o vio la mancha de la pared. Puedo decirle algo más acerca de él. Ha vivido en América. ¿Qué le parece esto como deducción científica?

—¿Cómo puede usted saber eso?

—No lo sé —contestó con calma—, es deducción. En otras palabras, hipótesis. Es un caso típico de asesinato de gang el llevar a un hombre de paseo y arrojarle del coche después de asesinado. Parece que nadie ha oído el ruido de la pistola; pero si lo oyeron, creerían que era un motociclista. Corren como demonios por el Paso.

Se fue a casa con Dick, muy hablador.

—Hennessey ha estado complicado en el asunto desde el principio; sabía quién era Wirth, sabía que Wirth falsificaba cheques y se aprovechó de esto para hacer el chantaje —añadió de pronto—. Voy a enseñar a miss Lane la llave y el cheque.

Era la primera vez que Dick oía hablar de la llave.

Cuando Surefoot Smith llegó a Scotland Yard, todas las macabras reliquias del hombre asesinado habían sido recogidas y puestas sobre su mesa. Un libro de notas, unos cuantos pedazos de papel, unas veinte libras en dinero, un reloj con su cadena y un llavero, pero nada que sirviera para iluminar el asunto. Excepto la ausencia de una gran cantidad de dinero. Claramente se veía que Hennessey no intentaba saltar al continente con un capital de veinte libras.

Surefoot sospechó que el asesino, aprovechándose del anterior descubrimiento de dinero en los bolsillos de Tickler, le había quitado lo que podría haber servido de acusatoria evidencia.

Examinó los papeles. Uno era una página arrancada de una guía Bradshaw, en la que estaban señalados con lápiz algunos trenes.

Surefoot sospechó que la idea de Hennessey era llegar hasta Viena.

El segundo papel era el más interesante. Era una hoja separada de un libro de notas y contenía una serie de números. Surefoot tenía una notable memoria. Reconoció en seguida que los números eran idénticos a los que figuraban en el balance del Banco; evidentemente, el papel había sido manoseado muchas veces.

Smith estaba maravillado. ¿Por qué Hennessey se había tomado el trabajo de escribir esas notas y guardarlas? Se veía claramente que conocía el balance del Banco; posiblemente lo había hecho él; pero hubiera necesitado otros detalles más que este pedazo de papel. Si el balance del Banco era una invención como indudablemente lo era, no había necesidad de conservar esta nota. O el hombre inventó las cantidades en el impulso de un momento, o tenía que tener un memorándum de los desfalcos y de las cantidades que debían haber aparecido en la cuenta del viejo Lyne.

Temprano, a la mañana siguiente, telefoneó a Mary Lane, que le dijo había pasado mala noche.

No estaba tranquila, ni aun sabiendo que había un agente de Policía en el pasillo, fuera de su cuarto, otro al pie de la escalera de incendios y otro patrullando fuera de la casa.

—Haga todo lo posible por venir —le dijo, y dio un suspiro de satisfacción al oír que iría, porque necesitaba urgentemente de su consejo.

La mañana no le trajo ninguna nueva noticia a Surefoot. Las investigaciones no habían dado en el blanco. El registro de la casa de Mike Hennessey no le proporcionó pista de valor alguno. Papeles o documentos no existían, y una agenda no decía más que, desde tres años antes, Hennessey vivía al día.

Estaba bastante preocupado cuando entró en el departamento de Mary.

—Casi me parece que va a ser necesario mezclar a la ciencia en esto —dijo sombríamente, sacando un pequeño envoltorio de su bolsillo y colocándolo sobre la mesa.

Abrió la envoltura de papel que encerraba la llave y descubrió ésta; después sacó de su cartera un cheque y lo depositó sobre la mesa.

Mary examinó cuidadosamente las borrosas marcas de lápiz y asintió con la cabeza.

—Ésta es la letra de mister Lyne —dijo—. Creo que ya le he dicho que cuando yo era una niña vivía en la misma casa. En realidad, yo era la encargada de su casa, aunque no fuera mi gestión muy eficaz. Era un poco difícil vivir con él.

—¿En qué modo? —preguntó Surefoot.

Dudó ella.

—Bien, en muchos modos… Económicamente, quiero decir. Por ejemplo: siempre tuvo los mismos proveedores durante cuarenta años, y nunca cambió, aunque siempre peleaba y discutía con ellos sobre la cantidad que les debía.

Examinó la llave, dándole vueltas y más vueltas.

—¿Creerá usted que soy terriblemente vanidosa si le digo que puedo encontrar al hombre que mató a mister Lyne?

—Creo que será usted muy tonta si lo intenta por sí sola —dijo Smith bruscamente—. Este personaje es alguien con quien no se pueden hacer tonterías.

Asintió Mary.

—Lo sé: ¿Me dejará usted una semana para hacer investigaciones?

—¿No cree usted que será mejor que me diga ahora cuáles son sus sospechas?

Movió la cabeza negativamente.

—No. Probablemente estoy haciendo una tontería, y tengo el deseo, muy natural, de evitarla.

Smith arrugó sus gruesos labios.

—No puede usted quedarse con esto…

—No lo quiero —interrumpió rápidamente—. ¿Se refiere usted al cheque y a la llave? ¿Sería mucho pedirle el que me proporcionase una copia de la llave? Si encuentro la cerradura que abre, le telefonearé.

La contempló sorprendido.

—¿Cree usted que podrá encontrar la cerradura?

Asintió Mary, y Surefoot Smith suspiró.

—Así es como ocurren las cosas en las novelas —dijo—, y odio este género de ocurrencias. Es romántico, y las cosas románticas me ponen malo. Pero por usted haré esto, miss.

Dos días más tarde Mary recibió una nueva y reluciente llave, y comenzó sus investigaciones, sin sospechar que día y noche era seguida por uno de los tres detectives, cuyas instrucciones, recibidas de Surefoot Smith, habían sido escuetas, pero firmes:

—No pierda de vista a esta señorita. Si no lo hace así, su posibilidad de ascender será muy escasa.

Al tercer día del asesinato de Mike Hennessey las acciones de Cassari Oils se movieron. Habían estado estacionarias entre una libra, tres chelines y una libra siete chelines durante cinco años. Representaban acciones a cuarenta libras, porque en los días de antes de la guerra, las acciones habían sido puestas en el mercado a mil francos. El campo estaba situado en Asia Menor, y había producido petróleo en cantidad suficiente para impedir el derrumbamiento de la Compañía, pero insuficiente para levantar las acciones a su precio normal.

Mary leyó el llamativo encabezamiento de la página de la City:

«Sensacional alza en Cassari Oils».

—Ésas eran las acciones que usted transfirió a Moran, ¿no es así? —preguntó, interesado—. ¿Cómo se cotizaban anoche? No he visto el periódico.

Los valores habían saltado de veinticinco a noventa y cinco chelines de un día para otro. Cuando Surefoot Smith llamó por teléfono a la City, quedó asombrado al saber que en ese momento se cotizaban a treinta libras y que seguían subiendo minuto a minuto.

Se dirigió a una oficina en Old Broad Street, que le proporcionó detalles sobre este fenómeno financiero, y un agente de Bolsa le explicó las razones de esto:

—Hace tres meses encontraron petróleo y han estado perforando nuevos pozos. Al parecer, han encontrado reservas inagotables; pero han preferido tener el hecho oculto hasta limpiar el mercado de todas las acciones desperdigadas. Es seguro que los valores subirán hasta cien, y le aconsejo que haga una pequeña jugada. No hay duda de que allí hay petróleo.

Surefoot Smith no había jugado en su vida, excepto media corona a algún caballo en el Derby, escogiendo al azar, con la ayuda de un alfiler, sobre una lista de probables ganadores.

—¿Quién está detrás de este movimiento?

El agente de Bolsa movió la cabeza.

—Si intentase pronunciar sus nombres, se me trabaría la lengua, la mayor parte son turcos: Effendis Pachas, etcétera Los encontrará usted en el Anuario de la Bolsa. Forman un grupo muy serio… millonarios la mayor parte de ellos. ¡Oh! No, no tienen nada de sospechosos; son tan fuertes como el Banco de Inglaterra No es un falso movimiento bursátil. No tienen oficinas en Londres; Jolman y Joyce son sus agentes.

Surefoot Smith se fue a la oficina de Jolman y Joyce. Encontró ésta asaltada por la multitud, e hizo pasar su tarjeta y fue admitido en el despacho de mister Joyce, el jefe de la firma.

—No puedo decirle nada importante, mister Smith, a no ser lo que los periódicos dicen. No hay una gran cantidad de acciones en el mercado; me acaban de hablar de un amigo mío que intenta jugar a la baja, y es seguro que se cogerá los dedos. El único que tiene gran número de acciones, que yo sepa, es un tal Moran… Leo Moran.

Capítulo dieciocho

¡Leo Moran! No era ninguna novedad para Surefoot Smith el saber que este hombre estaba interesado por estas acciones. Aparte de las que había adquirido de Mary, Moran era un poco artero; ésta era su reputación, tanto en el Banco como entre sus amigos. Por lo que Surefoot sabía por su experiencia y propio conocimiento de él, comprendía que era capaz de los más generosos y quijotescos actos. Pero, en general, llevaba su astucia un poco más allá de lo justo. Asesino, podría ser; falsificador, Surefoot creía que seguramente lo era. Lo dominante en su carácter era el egoísmo. Era soltero, no tenía cariño de familia y sus aficiones eran pocas, a no ser el tiro al blanco y el teatro.

Ésta era su más importante jugada: Cassari Oils.

Antes de salir Surefoot Smith de la oficina del agente de Bolsa, descubrió que Moran era, por lo menos en cartera, un millonario. Solamente sobre una cosa estaba desconcertado: a pesar de que Moran había comprado constantemente y que sus operaciones habían cubierto sus desfalcos, había gastado solamente un pequeño tanto por ciento del dinero que ganaba. Probablemente tenía otros intereses especulativos, pero en estos momentos no era posible averiguarlo.

Mister Smith se fue a su casa de Haymarket, y se sorprendió al encontrar un visitante que le esperaba en el descansillo.

—No hace dos minutos que estoy aquí —dijo Mary—. He hablado con su secretario de Scotland Yard, y me dijo que quizá estuviera usted en su casa.

Abrió la puerta y la acompañó hasta la desordenada sala.

—Bueno, ¿ha encontrado usted algo?

Mary movió la cabeza, sonrió tristemente, y dijo:

—Tengo miedo de mi poca habilidad…

Y se sentó en la silla que él le acercó.

—¿Entonces lo abandona?

Dudó antes de responder:

—No.

Necesitó un esfuerzo de voluntad para decir no, porque se había despertado aquella mañana con una gran inquietud mental y comprendía las dificultades que tendría que vencer. Estuvo casi decidida a enviar a Surefoot una carta de renuncia, incluyéndole la llave; pero al desayunar le volvió la confianza, no mucha, pero alguna, y se decidió a lo que para ella era una empresa atrevida.

—Me doy cuenta de lo que he emprendido —confesó—. Ser un detective no es un trabajo fácil, ¿verdad?, especialmente cuando no se saben muchas cosas.

Surefoot sonrió.

—La ciencia de ser detective es no saber nada —dijo él ampulosamente—. ¿Qué es lo que usted sabe? Si usted sabe menos que yo, entonces no ha oído ni hablar del asesinato. Por otra parte, es posible también que usted sepa mucho más.

—Está usted sarcástico.

Negó él con la cabeza.

—No conozco esa palabra, miss Lane. ¿Qué es lo que quiere usted saber?

Consultó ella un libro pequeño de notas que sacó de su bolsillo.

—¿Puede usted proporcionarme una lista de todos los cheques grandes y de las fechas en que fueron cobrados? Especialmente, quiero saber las fechas. Si mi hipótesis es cierta, estarán fechados el diecisiete de cada mes.

Surefoot se echó hacia atrás en la silla y se quedó mirándola.

—Esto es un poco científico —dijo algo molesto, y ella sonrió.

—No; es muy parecido a lo que ocurre en las novelas. Pero seriamente: quiero saberlo.

Cogió el teléfono y pidió un número.

—Es curioso que nunca se me haya ocurrido adquirir esta información.

Le pusieron en comunicación con el Banco. Pasó algún tiempo antes que el contable con el cual hablaba pudiera proporcionarle los datos. Los cheques estaban fechados en 17 de abril, 17 de febrero, 17 de diciembre y 17 de mayo del año anterior. Surefoot hizo una docena de anotaciones y, colgando el auricular, alargó el papel a la muchacha.

—¡Lo que yo pensaba! —Sus ojos brillaban al leer—. ¡Todos ellos en el diecisiete!

—¡Maravilloso! —dijo Surefoot—. Y ahora, ¿me dirá usted lo que esto significa?

Mary asintió.

—Se lo diré dentro de una semana. Tengo que hacer unas cuantas Investigaciones privadas. Hay un asunto del que quiero hablar con usted: no sé si serán imaginaciones mías, pero tengo la idea de que soy rigurosamente vigilada; estoy segura de que un hombre me siguió ayer; le perdí de vista en Oxford Street; miraba un escaparate en Regent’s Street y le vi de nuevo; un hombre de aspecto bastante desagradable, con bigote rubio.

Es el sargento de detectives Masón; no creo que sea mucho más feo que yo.

—¿Un detective? —preguntó asombrada.

Naturalmente, querida señorita; tengo que tener gran cuidado ion usted, y es mejor que sepa que la vigilamos, no porque tengamos sospechas, sino porque en estos momentos está usted bajo nuestra protección.

Dejó escapar un suspiro.

No sabe usted lo que esto me tranquiliza; se me estaban poniendo los nervios de punta; en realidad, a no ser por esto creo que no hubiera venido a verle.

—¿Qué es eso del diecisiete? —preguntó Surefoot—. ¿No cree que sería prudente que usted me comunicara sus sospechas?

—Realmente, soy misteriosa y un poco débil —dijo.

En realidad, sus misterios molestaban a Dick Allenby, que nunca podía estar seguro de encontrarla en casa. Tuvo una entrevista con Surefoot y le pidió ayuda.

—Está metiéndose en toda clase de peligros —se quejó Dick—. Ese hombre, seguramente, no se detendrá en nada. Puede pensar que aún llene ella el balance del Banco.

—¿Ha visto usted a la muchacha?

Surefoot abrió diestramente otra botella de cerveza. Estaba sentado sobre un banco en el cuarto de trabajo de Dick.

—Sí, la he visto. Quiere que le preste a Binny.

—¿Prestarle a Binny? —repitió el detective—. ¿Qué significa eso?

—Nada. Es que está a mi servicio ahora Dice Mary que quiere hacer investigaciones sobre una antigua criada de mister Lyne que vive en New Castle bajo un nombre supuesto. Quiere que Binny vaya e identifique a la mujer. He hablado con Binny sobre esto y la recuerda. Ella dejó la casa a poco de llegar él. Era una mujer bastante vieja, que, al parecer, tenía un hijo derrochador y de bastante mala conducta, Binny no le recuerda, pero Mary, sí. La vieja criada, que debe de tener cerca de noventa años, vive en el Norte, y Mary quiere que él vaya para estar segura de que no se ha equivocado.

Surefoot Smith le contempló sombríamente.

—No me ha dicho nada acerca de esto. ¿Binny es criado suyo ahora? Supongo que la casa será de usted, ¿no? ¿Qué piensa hacer con ella?

—Venderla —dijo Dick rápidamente—. En realidad, ya he tenido una proposición.

Llamaron a la puerta. El portero traía un telegrama para Dick.

Le vio abrirlo, le contempló distraídamente y observó que, al leerlo, su cara adquiría una expresión de susto y asombro. Sin decir una palabra, se lo entregó a Smith. Había sido depositado en Sunningdale, y decía:

«Referente al robo denunciado de su arma patentada, arma que concuerda con la descripción circulada, ha sido encontrada en Toyne Copse, en el fondo de un agujero al lado del cuerpo de un hombro que se cree sea G. Dornford, de Half Moon Street. Comunique inmediatamente con la Policía de Sunningdale para identificarle».

Capítulo diecinueve

Surefoot y él fueron juntos a Berkshire. No tuvo dificultad el reconocer la roñosa caja de acero, que anteriormente había sido una delicada pieza metálica. Dejó a Surefoot Smith que hiciera otra más macabra identificación.

Surefoot volvió, después de visitar el lugar en que el cuerpo había sido encontrado, con otra nueva y convincente información. El coche de Jerry Dornford había sido encontrado también a menos de cien yardas de donde él había muerto. El coche, evidentemente, había sido metido entre la maleza y escondido en un pequeño retiro.

—Ésta es la propiedad de Dornford, y no creo que será muy difícil reconstruir el accidente que le mató —dijo Surefoot Smith—. Tenía un periódico de la tarde en el coche; está fechado el día del asesinato del viejo Lyne.

—¡Pobre diablo! ¿Cómo le mataron? ¿Ha sido natural su muerte? —preguntó Dick.

Surefoot movió la cabeza.

—Un accidente. El arma estaba cargada, ¿verdad? Bien. Usted será capaz de desarmarla y decirme si aún está cargada. Yo afirmaría que no lo está. Dornford robó el arma. No hay duda acerca de esto. Tuvo miedo, o no pudo venderla, y decidió llevársela al campo y enterrarla.

Naturalmente, escogió un pedazo de tierra que le perteneciese; trajo una azada con él; la hemos encontrado. Cuando le hallaron estaba en mangas de camisa. Evidentemente, abrió el agujero y estaba en el acto de meter el arma cuando se descargó; la bala le atravesó el cuerpo. La hemos encontrado en un pino que estaba inmediatamente en la línea de fuego; en uno de sus bolsillos encontramos una demanda de pago de un préstamo hecho por Stelvey, que se encarga de casi tollos los asuntos del viejo Lyne. Encontramos también unas cuantas notas, que van a poner en un aprieto a cierta persona llamada Jules, si la llegamos a encontrar.

—Puedo ayudarle en eso —dijo Dick, que conocía y le disgustaba el escurridizo joven.

Volvieron a la ciudad tarde, y Surefoot se encontraba deprimido.

—Siempre pensé que Dornford tenía algo que ver en el asesinato, y le había catalogado como presunto, pero está muy claro que no pudo haberlo hecho, a no ser que el arma tuviera dos balas o que entendiera el mecanismo.

Dick fue aquella noche en busca de Mary para contarle las novedades. Nunca había simpatizado con Gerald Dornford; pero tuvo momentos en que pensó que su antipatía no era tan fuertemente sentida por la muchacha, aunque en esto no era justo. El instinto de las mujeres es más fino que el de los hombres, y ella había colocado a Jerry en la clase de hombres que deben evitarse.

Mary no llegó a su casa hasta muy tarde aquella noche, lo que descubrió Dick después de llamar repetidas veces, y una voz desusadamente alegre le contestó cuando, por fin, pudo hablar con ella.

—He tenido un día maravilloso, Dick, y voy a sorprender a nuestro amigo mañana… No; mañana, no; pasado mañana.

Trató de darle la noticia de Jerry poco a poco, y se quedó sorprendido y un poco enojado al encontrar que su sensacional noticia era conocida.

—Lo he leído en el periódico de la noche. ¡Pobre hombre! —comentó Mary.

Dick Allenby pasó mala noche. Estaba verdaderamente preocupado por la muchacha y los peligros que corría. Cuando la llamó por teléfono por la mañana, ya había salido; pero Surefoot, al verle, hizo mucho por calmar su ansiedad.

—Tengo al detective más inteligente de Scotland Yard siguiéndola día y noche. No se preocupe —y después añadió con curiosidad—: ¿No le ha contado qué pista sigue? La única cosa que he sabido por mi hombre es que está recorriendo los suburbios de Londres y haciendo un montón de compras.

—¿Compras? —repitió Dick, incrédulamente—. ¿Qué clase de compras?

—Sobre todo, pepinillos en vinagre —dijo Surefoot Smith—, aunque también ha andado buscando jamón, y el otro día empleó una hora en la City comprando té. Se está volviendo científica.

A decir verdad, mister Smith encontraba cada vez más difícil no enfadarse con su misteriosa colaboradora. Odiaba los misterios.

Mary se había salido un poco de su usual órbita de investigación. Había salido temprano para Maidstone y empleó la mayor parte de la mañana hablando con un zapatero del campo, un hombre viejo y barrigudo, que tenía muy débil memoria y un defectuoso sistema de contar. Volvió a la ciudad hacia las cinco, sintiéndose cansada; pero un baño caliente y dos horas de descanso la reanimaron. Se sentía alegre y fresca cuando se abrochó su gran abrigo y salió.

Eran las diez en punto. El cielo estaba cubierto de nubes y lloviznaba cuando llamó un taxi y se dirigió a King Cross, encontrando al desconsolado Binny esperándola en el andén. A pesar de que la noche estaba caliente, llevaba abrigo y bufanda, y era la típica estampa de la miseria y de la soledad cuando ella se acercó.

El detective que la seguía los observó mientras hablaban, un poco divertido, porque le habían dicho algo acerca del objeto del viaje hacia el Norte del criado de mister Lyne. Si él se distraía, Binny, por el contrario, era escéptico.

—Me figuro que no la recordaré, miss. La gente cambia, especialmente la gente vieja. Estuvo en la casa solamente tres semanas después de haber entrado yo.

—Pero usted la reconocerá —insistió la muchacha.

Binny dudó.

—Creo que sí, miss. No me gustan estos viajes de noche. Estuve en un accidente de ferrocarril una vez y aún no he podido olvidarlo, y con la muerte del pobre mister Lyne y con todos esos periodistas que han venido a verme me hallo en un estado de nervios que no sé si estoy sobre mi cabeza o sobre mis pies.

Le cortó rápidamente sus quejas personales, repitiéndole sus instrucciones.

—Irá usted a esta casa y preguntará por mistress Morris; éste es el nombre que ha adoptado posiblemente, porque su hijo está metido en asuntos sucios. Que los hijos pagarán las culpas de los padres, lo he oído, pero que los padres paguen los pecados de los hijos, es algo nuevo. Si ella es mistress Laxby, me envía usted un telegrama; pero debe usted estar absolutamente seguro de que es mistress Laxby. ¿Tiene usted la fotografía suya que le he dado?

Asintió él con desgana.

—La tengo. Pero ¿no es éste un trabajo para la Policía, miss?

—Bueno, Binny —contestó severamente—. Usted tiene que hacer lo que le manden. Tiene usted un magnífico sleeping y hará un viaje muy cómodo.

—Sí, me sacarán de él a las cuatro de la mañana —exclamó Binny. Y después, como comprendiendo que había ido demasiado lejos con quien tenía tal autoridad, dijo en tono más alegre—: Está bien, miss. No se preocupe. Le pondré el telegrama.

Salió ella del andén pocos minutos antes que el tren partiera y tomó otro taxi. El detective que la seguía no tenía duda de que volvería a su casa, y se contentó con decir a su chófer que siguiera al taxi. Los chóferes no son precisamente buenos detectives, y solamente cuando el taxi que iban siguiendo dejó a un viejo en un hotel en Bloomsbury, comprendió que seguían una falsa pista, y desanduvieron el camino hasta la casa para volver a encontrar a Mary.

No había vuelto, y con sudor frío empezó a buscarla por todas parles antes que informar de su fracaso a su desagradable superior.

Eran las once y cuarto cuando vio a la muchacha andando rápidamente en dirección opuesta a la que su taxi llevaba. Reconoció a Mary, saltó del taxi, pagó al chófer y la siguió a pie bajo la lluvia.

Capítulo veinte

Sin sospechar que la seguían, Mary Lane llegó a su objetivo. Se encontró en un pequeño patio embaldosado, maloliente por la presencia en él de un contenedor de basuras que no había sido vaciado en toda la semana.

Se movió cautelosamente, buscando su camino paso a paso, con la ayuda de una pequeña linterna eléctrica que había sacado de su bolso.

Al final del patio había una pequeña puerta flanqueada en uno de sus lados por una ventana.

Por un momento permaneció en el umbral escuchando. Su corazón latía fuertemente. Se sentía su respiración entrecortada.

Su resolución de la mañana de abandonar la investigación volvió a presentársele con más intensidad. Era absurdo y un poco teatral continuar estas excursiones por sitios en los cuales no debía entrar. El trabajo de policía es, en sus más elementales fases, propio de un hombre.

La quietud de la noche, la sensación de completa soledad, la tristeza y oscuridad —que la lluvia que caía parecía aumentar—, excitaban sus nervios.

Sacó de su bolsillo el duplicado de la llave que Surefoot le había hecho, y encontrando el agujero, la encajó en él. La verdad o la futilidad de su teoría iban a ser puestas a prueba.

Por un momento trató de dar vuelta a la llave. Pareció como si se hubiera equivocado y casi se alegró. A poco, cambiándola ligeramente de posición, sintió que daba vuelta y la cerradura se abrió con un ruidoso ¡clic!

Temblaba; sus rodillas parecían, de repente, incapaces de soportar el peso de su cuerpo. Su respiración se hizo fatigosa. Debía haber terminado aquí su prueba y haberse vuelto por el mismo camino que vino; pero su espíritu de aventuras se exaltó y empujó la puerta, que se abrió sin ruido. Miró a su oscuro interior, temerosa. ¿Debería entrar? La razón le decía que no, pero la razón podría ser cobardía de mujer, temor de la oscuridad y de fantasmas que pululan en las tinieblas.

Empujó, abriendo más la puerta, y dio un paso hacia dentro, ilumino con la linterna y no vio nada.

A poco, de la oscuridad llegó un ruido que le heló la sangre: el quejido de una mujer. El terror le puso carne de gallina, creyó que iba a desmayarse. Salía de debajo de sus pies, y, sin embargo, era como si estuviese inmediatamente delante de ella. En realidad, parecía que había dos sonidos distintos.

El rayo de luz que dirigió hacia adelante temblaba de tal manera, que no podía ver lo que iluminaba. Afirmó su brazo contra la pared, y vio lo que parecía ser la puerta de un armario. Se acercó y escuchó:

Sí. El ruido venía de allí y de abajo. Era la entrada de un sótano. Probó la puerta del armario: estaba cerrada. Entonces la sobresaltó un incomprensible temor, más grande que ninguno de los que había sentido antes… Sentía el peligro cerca, muy cerca, una amenaza que no podía comprender.

Se volvió y quedó paralizada de terror: la puerta se cerraba muy despacio. Saltó hacia adelante y cogió uno de sus bordes; pero alguien la empujaba y este alguien estaba en el cuarto. Había permanecido detrás de la puerta todo el tiempo que ella estuvo allí.

En el movimiento en que abría la boca para gritar, una gran mano se posó sobre ella y otra la cogió por los hombros y la tiró hacia atrás violentamente. La puerta se cerró con estrépito.

—¡Oh, miss Lane! ¿Cómo se atreve usted?

El afectado tono de la voz, su artificial refinamiento, eran inconfundibles; había oído aquella voz en el hotel Kellner: era mister Washington Wirth. Forcejeó locamente, pero el hombre la sujetaba sin dificultad.

—¿Puedo sugerirle, mi querida amiga, que se esté quieta y me ahorre la necesidad de cortarle su pequeño y querido cuello?

Detrás de la falsa cortesía y de tan odiosa voz había una amenaza horrible, significativa, sincera. Ahora le conocía. La mataría con tan poco remordimiento como mataría a un conejo. Quizá no fuera conveniente ejecutar su amenaza en seguida, y su única esperanza de salvación estaba en su astucia.

Con un suspiro se desmayó en sus brazos, y él, que no esperaba esto, por poco la deja caer y se cae con ella, porque este repentino colapso le hizo perder el equilibrio. La depositó con cuidado en el piso de piedra.

Oyó Mary que lanzó una exclamación de ira, y a poco un tintineo de llaves: abría la puerta del armario.

Sin hacer ruido, Mary se levantó y buscó el picaporte de la puerta. Giró éste silenciosamente, y en un segundo abrió la puerta de par en par y echó a correr a través del patio. Era muy tarde para alcanzarla y llegó a la calle antes que Wirth se recobrara de la sorpresa. Unos momentos más tarde Mary había llegado a la calle principal. Delante de ella vio dos policías. Su primer pensamiento fue volar hacia ellos y contarles su aventura; pero dudó. Pensarían que estaba loca; además…

—¡Hola, miss Lane! Me ha asustado usted —era el detective que la había estado siguiendo durante toda la tarde y que no hizo nada por ocultar su satisfacción—. ¿Dónde diablos se ha metido usted? Soy Stenford, de Scotland Yard. Mister Smith me ha dicho que usted sabía que yo la seguía.

Le hubiera abrazado en su agradecimiento… Se horrorizó al descubrirse en estado histérico.

Balbució su victoria, que él oyó incrédulamente.

—¿Tiene usted la llave?

Negó con la cabeza. La había dejado en la puerta.

—La llevaré a su casa, miss Lane, y después informaré a mister Smith.

Era un joven detective lleno de celo, y apenas la había dejado a la puerta de su casa, cuando volvió corriendo para hacer una pequeña investigación por sí mismo antes de informar de su descubrimiento a Surefoot Smith.

Mary se hizo una taza de té y se sentó para calmar sus nervios antes de acostarse. La casa parecía terriblemente solitaria. Ruidos extraños, corrientes en todas las casas, la sobresaltaban. Comprendió que no podría dormir esa noche, a no ser en otro lugar más tranquilo, e iba a alcanzar el teléfono, cuando éste sonó, tan inesperadamente, que le hizo dar un salto.

Era la voz de Surefoot Smith, urgente y ansiosa.

—¿Es usted, miss Lane? Óigame y haga esto en seguida. Vaya a la puerta de entrada y atránquela. No abra a nadie hasta que yo llegue; estaré ahí dentro de diez minutos.

—Pero…

—Haga lo que le mando.

Oyó el ruido del teléfono al ser colgado. Sintió pánico. Surefoot no hubiera estado tan alarmista si su situación no fuera peligrosa.

Salió al hall; estaba a oscuras. Sabía que había dejado una luz encendida. Obrando en un ciego impulso saltó hacia atrás, corrió al cuarto de que había salido, cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.

En el momento de hacer esto, una cosa pesada se arrojó contra la puerta. Era el peso del cuerpo de un hombre.

No había armas en el cuarto… El arma más formidable era un par de tijeras.

¡Crac!

La puerta se movió; una de sus hojas se bamboleó. Se volvió rápidamente y apagó la luz.

—¡Tengo un revólver, y dispararé si no se va! —gritó.

Hubo un silencio. Abrió la ventana. Tenía que ser una buena actriz o morir.

Mister Smith, ¿es usted? Suba por la escalera de incendios —llamó gritando.

De nuevo tembló la puerta y tuvo una inspiración. Cogió el teléfono:

—Con el puesto de Policía. Dígale que un hombre llamado Moran líala de entrar en mi cuarto… Leo Moran. Acuérdese del nombre, en cuso de que suceda algo…

Dejó colgado el auricular y se acercó a la puerta. Pisadas apagadas se sentían a lo largo del corredor. El sonido se iba debilitando, hasta que cesó.

Mary Lane cayó al suelo, y esta vez no había nada de teatral en su desvanecimiento. Fueron los desesperados golpes en la puerta y la voz de Dick Allenby los que consiguieron que, tambaleándose, se pusiera en pie. Descorrió el cerrojo para admitir a éste y al detective. Escasamente había comenzado a contarles la historia cuando se desmayó de nuevo.

—Lo mejor será buscar una enfermera —dijo Surefoot—. No esperaba encontrarla viva.

El agitado Dick, ocupado en mojar la pálida cara de la muchacha, no se preocupaba ni aun de preguntar a Surefoot cómo había sabido el peligro que Mary corría.

El agente de mister Smith le había buscado en el club, y los dos hombres habían llegado simultáneamente.

—Recibí una llamada por teléfono del detective que la seguía. Me refirió la historia que ella le había contado. Le ordené que viniese aquí y que esperase hasta que yo llegara. Media hora más tarde el imbécil me volvió a llamar y me dijo que había registrado el sitio y que no había encontrado a nadie. Y entonces una llamada de Birmingham me cortó la comunicación. Por fin pude llamar a mis Lane. Debería haber llamado al puesto de Policía más cercano; pero pensé que yo llegaría aquí antes que ellos. Mi agente le llamó a usted al club, ¿verdad?

Mary había abierto los ojos, y pocos minutos más tarde estaba sentada, muy pálida y temblorosa, pero con la suficiente calma para contar su historia.

Durante esa noche, agentes de Scotland Yard rebuscaron en todo Londres y sus suburbios al hombre. «Quizá vaya acompañado de una mujer», decía el parte oficial, y añadía una descripción de la pareja buscada.

Por consejo de Surefoot, Mary se trasladó a un hotel. Era un tranquilo hotel cerca de Haymarket. Surefoot pensó que nada podía ocurrirle a la muchacha ahora que el secreto de Washington Wirth era conocido. Podría haberla matado para evitar la identificación. Pero ahora que ella ya había hablado, no era una amenaza para su seguridad.

—Así lo espero —dijo Mary dolorosamente—. He sufrido un fracaso como detective.

Surefoot hizo un gesto.

—Aparte de que usted ha encontrado a nuestro hombre y lo ha probado, y aparte de que usted, lo que yo llamaría circunstancial, ha descubierto cómo eran hechas las falsificaciones, ha sido usted perfectamente incapaz.

En la noche de la aventura de la muchacha, Surefoot había cablegrafiado a su amigo de Nueva York las señas del gángster inglés que se encontraba libre en Inglaterra. Aún hizo más: dispuso que el Departamento de Policía de Nueva York le cablegrafiase la fotografía de este hombre. Con la descripción hubiera sido suficiente. No había duda. El día que se recibió la fotografía, Surefoot fue a ver a los directores del Banco de Moran.

Se hizo una cuidadosa investigación de los libros del Banco; pero no se descubrieron nuevos desfalcos.

Salía, cuando el director general que le había relatado estos hechos, le dijo:

—A propósito: me figuro que usted sabrá que los servicios de Moran en el Banco fueron interrumpidos cuando él se fue a América. Estuvo allí tres o cuatro años. Tenemos razón para creer que se ocupó en alguna clase de negocios especulativos… Nunca nos ha dado detalles acerca de esto.

—Es raro —dijo Surefoot.

No explicó en qué consistía la rareza.

—Tiene también grandes intereses en las Cassari Oils, que acaban de tener tan sensacional alza —dijo el director—. Esto lo he sabido hace pocos días.

—Yo lo sabía hace bastante tiempo —dijo Surefoot sombríamente—; y puedo decirle algo más: que ha ganado cerca de un millón en esos valores.

Las cejas del hombre se alzaron.

—Entonces no tiene necesidad de dejar de ser honrado.

—Nunca la tuvo —dijo Surefoot enigmáticamente.

En esos días, Dick Allenby era un hombre muy ocupado. Como principal heredero de su tío, tenía una gran cantidad de trabajo que hacer. El difunto mister Lyne tenía ciertos intereses en Francia que habían de ser liquidados. Dick cogió aquella tarde el expreso para tomar el barco de Francia. Entre Ashford y Dover había habido un descarrilamiento el día anterior y los trenes de pasajeros pasaban por una sola línea. Este procedimiento de tráfico ocasionaba un pequeño retraso, porque era necesario que el tren que enlazaba con el barco se parase en una pequeña estación cerca de Sandling Junction.

El tren continental entró despacio en la estación y paró. Había otro tren esperando para marchar en dirección opuesta. Al empezar a moverse, Dick volvió su cabeza distraídamente, como es costumbre en los viajeros, para observar a los del otro tren.

El coche Pullman marchaba a paso de tortuga. Pasaba ante su vista su larga masa y apareció su último departamento. Un hombre estaba sentado en la esquina leyendo un periódico. Al cruzarse los trenes dejó el periódico y volvió la cabeza. ¡Era Leo Moran!

Capítulo veintiuno

¡Leo Moran!

Era imposible hacer nada; el tren empezaba a adquirir velocidad y su próxima parada era en Dover. Había que avisar a Surefoot; podría hablar por teléfono con Londres. Pero dudaba si tendría tiempo de hacerlo sin perder el barco. Afortunadamente, cuando llegó a la estación de Dover Harbour y se acercó a la barrera donde los pasajeros eran examinados, reconoció a un hombre de Scotland Yard que observaba a los viajeros que partían; le explicó la urgencia del asunto.

—No pasó por este puerto —dijo el detective moviendo la cabeza—. El tren que usted vio es el que empalma con la ruta Boulogne-Folkestone. Me pondré en comunicación con mister Smith inmediatamente. Desde hace tiempo tengo una completa descripción de mister Moran, lo mismo que los oficiales de Folkestone. No comprendo cómo no le han visto.

Smith no estaba en la oficina cuando llegó la llamada, pero le buscaron. Se enviaron agentes a la llegada del tren, pero no encontraron rastro de Moran. Más tarde supo Surefoot que el tren se había detenido en la estación de South Bromley y que un pasajero que ocupaba un departamento se había bajado, llevando él mismo su equipaje, que consistía en una pequeña maleta, y después de entregar su billete había tomado un taxi.

Había, indudablemente, obrado en el impulso del momento, según el encargado del Pullman, porque cuando, ya tarde, aquella noche el chófer del taxi fue interrogado, se supo que Moran se había hecho conducir a otra estación a pocas millas de Bromley, marchando a Londres en el tren eléctrico.

Una llamada a su casa no dio resultado: el portero no le había visto. Surefoot llamó a París y habló con Dick.

—Usted tiene las llaves de la casa de ese hombre, ¿verdad?

—¡Gran Dios! Las he olvidado. Están en mi cuarto de trabajo. Vea al ama de llaves. Las encontrará usted en…

Smith estaba menos ansioso de encontrar las llaves que de cerciorarse del hecho de que Leo Moran no había vuelto. Pensó que iría, naturalmente, a la casa de Dick a recoger las llaves, y bajo esta idea Smith puso la habitación de Dick Allenby bajo vigilancia; pero Moran no se acercó; o sabía que le buscaban, y tenía razones para quitarse de en medio, o tenía alguna otra casa en Londres, de la cual la Policía no sabía nada.

La segunda investigación que empezó Surefoot Smith resultó aún menos provechosa. Por el momento, sin embargo, toda su atención se concentró en Moran. Los registros de todos los hoteles de Londres fueron cuidadosamente examinados.

Mary Lane no sabía nada acerca del descubrimiento, y cuando Surefoot Smith la vio aquella tarde no hizo referencia alguna al hombre que Dick Allenby había visto. Tenía costumbre de ir a verla una o dos veces al día, porque, a pesar de que estaba convencido de que no había desaparecido toda razón para amenazarla, ya que ahora se había identificado al asesino de Hervey Lyne, no quería estar desprevenido; quien mataba tan cruelmente como mister Washington Wirth era capaz de las más atroces tropelías.

El hotel de Mary Lane estaba situado en una vieja calle en el corazón del West End, y era uno de los más agradables por su tranquilidad. Su mobiliario era de la época victoriana, y sus instalaciones un poco primitivas. Como concesión hecha de mala gana al progreso moderno, su antiguo propietario había instalado estufas de gas en los dormitorios… Fue el último hotel de Londres en adoptar la electricidad para el alumbrado.

Los criados eran viejos y calmosos. Su propietario consideraba el teléfono como una innecesaria intrusión en su aislamiento. Había un solo aparato, que formaba parte de la instalación de la oficina.

Sin embargo, tenía sus ventajas, según Mary comprobó. Era tranquilo; podía uno dormir por la noche; huéspedes de paso, raramente llegaban; la mayor parte de sus clientes componían como una gran familia, pues tenían costumbre de vivir en este hotel durante años y años. Su cuarto era agradable y alegre; daba a la calle y tenía la ventaja de un estrecho balcón que corría a lo largo del edificio… Ventaja hipotética, por lo demás, porque nada sucedía en tan silenciosa calle que hiciese deseable el balcón para recrear la vista.

Mister Smith fue la tarde siguiente y no tuvo suerte. Si hubiese llegado unos minutos antes, hubiese visto una gruesa figura que subía las anchas escaleras y esperaba pacientemente, mientras el portero del hotel abría la puerta inmediata de la habitación de Mary e invitaba a mister Leo Moran a pasar al cuarto que había tomado. No firmó como Leo Moran el registro del hotel, porque tenía una suficiente y buena razón para no hacerlo; allí era simplemente mister John Moore, de Birmingham.

Ordenó que le enviasen una ligera comida, y cuando terminó y la retiraron cerró con llave la puerta de su cuarto, abrió una cartera y, sacando unos documentos y papel de escribir, inmediatamente se absorbió en el trabajo.

No tenía nada de pacotilla el hotel; las paredes eran gruesas; si no hubiera sido por esto, podría haber escuchado a Surefoot Smith haciendo conjeturas acerca de cierto fugitivo de la Justicia.

La visita de Surefoot no fue muy larga, y, siguiendo su costumbre, la muchacha leyó durante una hora. Sus nervios se habían calmado; se había repuesto del choque de los horrores de aquella noche y le había pedido a Surefoot que la dejase volver a su casa.

—Tiene usted que estar otra semana aquí —dijo, moviendo la cabeza—. Puedo equivocarme; pero tengo idea de que podré terminar este negocio en ese tiempo.

—Pero ahora que le he identificado y que la Policía ha hecho circular su nombre y descripción, no hay razón alguna para que intente hacerme daño —contestó ella—. Estoy completamente segura de que no ha sido venganza, sino defensa propia…

—No puede usted estar segura de nada con respecto a ese pájaro —interrumpió Smith—. Tiene usted que darse cuenta de que está un poco loco.

—¿Es el mismo hombre de que habló el detective americano? —preguntó ella con curiosidad.

Surefoot Smith asintió.

—Sí; ha estado en Chicago y Nueva York durante unos años, asociado con los peores gangs. Lo curioso es que aún en aquellos tiempos el teatro ejercía cierta fascinación sobre él. Tenía costumbre de dar grandes fiestas a la gente de teatro, y hasta él mismo apareció en escena, aunque sin gran éxito. Con el producto de sus robos se hizo empresario de un par de compañías trashumantes… Está claro que es el mismo hombre.

Mary empezaba a cansarse de las prohibiciones que le imponía la regla que el doctor prescribía; acostarse temprano la molestaba. Acostada en la cama completamente despierta, oía dar las horas, y no estaba más cerca del sueño que cuando se había acostado.

Poco antes de la medianoche se adormiló, porque no recordaba haber oído la campana de las doce. Debía de haber estado, entre dormida y despierta, durante una hora, cuando algo la despertó completamente. Tembló y se echó las mantas sobre su cabeza, despertando por completo en ese momento.

La ventana, que no había cerrado bien, estaba abierta de par en par; una corriente de aire frío atravesó el cuarto, cuya puerta estaba entreabierta, aunque ella la había cerrado por dentro… Esto lo recordaba claramente. En el momento que ella se encontraba a los pies de la cama, la figura de un hombre apareció en el umbral de la puerta, en silueta, por la vacilante luz del corredor. Durante un segundo se quedó petrificada de susto y asombro; después reconoció la gruesa figura… Un terror de muerte se apoderó de ella y gritó.

El hombre dio un paso hacia atrás y desapareció. Mary voló hacia la puerta, la cerró de golpe y dio vuelta a la llave. Encendiendo la luz, llamó al timbre desesperada y repetidamente; cerró y sujetó las ventanas y se sentó temblando, hasta que oyó llamar a la puerta y reconoció la voz del portero de noche, el único criado fuerte del hotel. Envolviéndose en una bata, le abrió la puerta y le contó lo que había sucedido. La expresión del criado fue de completa incredulidad. Aunque no se lo dijo, comprendía que éste pensaba que soñaba.

—¿Un hombre, señorita? Nadie ha pasado por delante de mí, y he estado en el hall desde las diez.

—¿No hay otro camino por donde se haya podido marchar? Piense por un momento…

—Puede haberse ido por la escalera de servicio; lo averiguaré. ¿Le falta a usted algo?

Negó con un movimiento de cabeza.

—No lo sé. ¿Hace usted el favor de llamar al superintendente Smith, de Scotland Yard? Dígale que quiero verle, que es muy…, muy importante…

Entró de nuevo en su cuarto, cerró con llave la puerta y no volvió a salir hasta que oyó la llamada y la tranquilizadora voz de Surefoot. Le abrió la puerta, agradecida, y él entró.

Antes que empezase a hablar Smith, llamó al portero que le había acompañado.

—Hay un fuerte escape de gas en alguna parte de la casa.

—Ya lo he notado, señor.

El portero salió, investigando a lo largo del corredor. A poco volvió.

—Es en el cuarto de al lado —dijo.

Capítulo veintidos

Surefoot se arrodilló y aproximó su cara al suelo; el olor de gas era asfixiante. Probó el picaporte; la puerta estaba cerrada por dentro, y sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. Dando un paso atrás, arrojó todo el peso de su cuerpo contra la puerta. Se sintió un ruido y cayó de cabeza dentro del cuarto. Estaba éste tan lleno de gas, que por poco se asfixia, y solamente pudo, con dificultad, salir tambaleándose. Fue al cuarto de la muchacha, empapó una toalla en agua y, poniéndola sobre la cara, atravesó corriendo el cuarto y abrió de par en par una ventana. Después, volviendo su atención hacia el hombre que estaba tirado en el lecho, le cogió por debajo de los sobacos y le arrastró hasta el pasillo.

El hombre aún respiraba. Una ojeada a su cara purpúrea, y en su asombro por poco deja caer la inanimada figura. ¡Leo Moran! A todo esto, el hotel ya estaba en alarma. Un doctor que vivía en el último piso salió en pijama y abrigo y proporcionó los primeros auxilios, mientras Surefoot volvía a entrar en el cuarto. Encendió la luz eléctrica. El gas continuaba saliendo del mechero de la estufa y lo cerró antes de abrir más la ventana. Vio ahora los cuidadosos preparativos que habían sido hechos para esta tragedia consumada. Había tiras de aglutinante a cada lado de la ventana. Encontró también que el agujero de la llave y la ranura de debajo de la puerta que daba al cuarto de baño habían sido tapados con una toalla. Cerca de la cama había medio vaso de whisky y soda. Evidentemente, Moran había estado escribiendo. Surefoot cogió la carta a medio terminar, vio que estaba dirigida al director general del Banco para el que había trabajado, y leyó:

«Querido señor Estoy de vuelta en Londres, y por razones que le explicaré a usted, estoy viviendo bajo un nombre supuesto en este hotel. La explicación que le daré, creo que le satisfará…».

Lo escrito terminaba aquí en un garabato, como si Moran se hubiese desvanecido repentinamente.

Había en la mesa una hoja de papel muy apretadamente escrita a máquina; pero Surefoot no la vio en el primer momento.

Miró alrededor del cuarto. La primera cosa que le extrañó fue que la puerta de un gran armario estaba abierta de par en par, y en el fondo de él, que estaba vacío, había las huellas de barro de dos pies. Eran, sin duda alguna, las huellas de unas botas de nieve, y recordó el viejo par de botas que habían encontrado en el coche en el que el cuerpo de Mike Hennessey había sido descubierto. Alguien había estado escondido aquí. Fuera había llovido fuertemente. Las huellas aún estaban húmedas.

Salió y se encontró con que habían llevado a Moran a otro cuarto, donde el doctor y el portero estaban ocupados en aplicarle la respiración artificial. Volviendo al cuarto de Moran, reparó en la hoja escrita, que estaba sobre los otros documentos, y la recogió. No había leído media docena de palabras cuando abrió la boca con sorpresa y se dejó caer pesadamente sobre una silla, porque este documento escrito a máquina era una confesión de asesinato. Decía:


«Yo, Leo Moran, próximo a decirle adiós a la vida, y antes de irme, quiero hacer una completa confesión, relativa a la muerte de tres hombres. El primero de éstos es uno llamado Tickler.

»De alguna manera descubrió éste que yo robaba al Banco; me hizo chantaje durante meses. Sabía que con el nombre de mister Washington Wirth yo daba fiestas, y me siguió hasta un cuarto situado encima del garaje, donde yo tenía costumbre de cambiarme de traje y que había usado en otras ocasiones como escondite. Entró en el cuarto y me pidió mil libras. Le di cien en billetes de Banco, y después le convencí de que me dejase llevarle hasta el West End en un taxi que estaba parado en el patio. Al entrar en él, le maté. Cerré la puerta y le conduje hasta Regent’s Street, dejando el coche en la parada.

»Al día siguiente tuve una entrevista con Hervey Lyne. Éste empezaba a sospechar. Había falsificado su nombre para grandes cantidades de dinero, y cuando, llamado por él, fui a visitarle, comprendí que el juego tenía que terminar. Traté de sobornar a Binny, su criado, para que me ayudase a mantener al viejo en la ignorancia. Pero Binny fue demasiado honrado o demasiado tonto para hacer caso de mis proposiciones. Binny es uno de los hombres más honrados que yo he encontrado. Creo que es un tonto para sí mismo. Pero esto no me va ni me viene.

»Sabía que Hervey Lyne tenía costumbre de ir a Regent’s Park todas las tardes, y siempre escogía un sitio donde yo podía verle. En la tarde en cuestión, comprendiendo que yo estaba próximo a mi fin, le maté desde la ventana con un rifle, al que había puesto un silenciador. Lo que hizo más fácil el ruido de un coche que pasaba en aquel momento. Después de lo cual, envié a un hombre a Alemania, con mi nombre, y yo me quedé en Inglaterra.

»Tenía miedo de Hennessey, que también empleaba el chantaje conmigo, y tuve que imponerle silencio. Le llevé hasta el campo, y le maté en Colnbrook Bypass. Antes de morir, me dijo que miss Lane tenía el balance del Banco. Aquella noche entré en su casa, lo busqué, pero no encontré nada.

»Todo lo anterior es verdad. Estoy cansado de la vida y la dejo sin pena.

Leo Moran».
 

Surefoot leyó cuidadosamente la confesión, y después empezó a buscar las botas de nieve por todo el cuarto. No encontró señales de ellas.

Encontró a Mary Lane en su cuarto completamente vestida.

—¿Vio usted la cara del hombre que trató de entrar en su cuarto?

Ella movió la cabeza negando.

—¿Le reconoció usted de alguna otra manera?

Mary pensó que sí, y se lo dijo.

Por lo que podía juzgar, había pasado un cuarto de hora entre la aparición del hombre y la llegada de Surefoot. Tiempo suficiente, si hubiese sido Moran, para encerrarse en su cuarto. Llegaba a esta conclusión cuando vio algo que relucía en el suelo. Agachándose, recogió una llave. Estaba tirada muy cerca de la ventana abierta.

Volviendo al cuarto de Moran, arrancó el aglutinante que tapaba el agujero, metió la llave y le dio la vuelta. No tenía duda alguna ahora.

Moran seguía sin conocimiento, aunque el doctor decía que estaba fuera de peligro. Surefoot había enviado por dos detectives, y dejando al banquero bajo su custodia, volvió a Scotland Yard.

A la una de la mañana, tres jefes de Scotland Yard fueron sacados de su cama y a toda prisa llamados a la oficina. Surefoot les enseñó la confesión.

—Está tan claro como la luz del día —dijo su inmediato jefe—. Tan pronto como recobre el conocimiento envíele a Cannon Row y acúsele.

Surefoot no dijo nada por el momento; pero examinó la hoja de papel.

—No ha sido escrita a máquina en el cuarto, ¿verdad? Quizá exista algo así como una máquina de escribir invisible, pero yo no he visto ninguna nunca. No había máquina de escribir allí. La puerta estaba cerrada por dentro, y la llave en el suelo del cuarto de miss Lane. El aglutinante de la ventana estaba en la parte de fuera, no en la de dentro. Éste ha sido un pequeño error por parte de alguien.

Metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña botella que contenía un líquido color ámbar.

—Éste es el whisky que he encontrado en el vaso sobre la mesa. Quiero que sea analizado.

—¿Cómo estaba vestido Moran cuando usted le encontró? —preguntó uno de los jefes instructores.

—Estaba completamente vestido, incluso sus botas —dijo Surefoot Smith—, y aún más: estaba tirado con los pies sobre la almohada, y no es ésta la posición que yo escogería si me fuera a suicidan Todo esto es muy misterioso y científico, pero no me impresiona.

El jefe inspector olfateó.

—Nada le impresiona, Surefoot, a no ser la buena cerveza. ¿Qué es lo que supone usted?

Surefoot pensó por un momento.

—Moran ha estado fuera toda la tarde; el portero le vio llegar una hora antes de ser descubierto. El whisky y soda le fue enviado a su cuarto. El whisky, en un vaso, y la botella, sin abrir, según sus instrucciones. He leído los documentos que encontré sobre la mesa, y si hay alguna cosa cierta es que él no tenía intención de suicidarse. Había vuelto para comprar una cantidad de acciones flotantes en Cassari Oils y abrir en Londres una oficina para la Compañía. No quería llamar la atención sobre el hecho de su vuelta. Podría esto estropear sus planes para conseguir las acciones que quería. He sabido todo esto por una carta que escribió a un turco en Constantinopla. Me he tomado la libertad de abrirla. E iba a ver al director general del Banco mañana. Esto no indica ideas de suicidio.

—Bueno. ¿Y…? —preguntaron los tres a la vez cuando él hizo una pausa.

—No trató de suicidarse. Alguien entró en su cuarto mientras él estaba fuera, cosa fácil, porque hay dos cuartos vacíos que dan al mismo balcón. Después de dejar narcotizado el whisky, se escondió en el armario. Cuando el narcótico hizo efecto, recogió a Moran del suelo y le echó sobre el lecho. Tapó la ventilación del cuarto y abrió el gas. Salió por la ventana al balcón, tapó la puerta para que no entrara aire y salió por el cuarto de miss Lane. Probablemente confundió este cuarto, creyéndolo aquél por el que había entrado al de Moran. Debió de caérsele la llave y volvió por ella cuando miss Lane gritó.

—¿Cómo pudo salir del hotel sin que el portero le viese?

Surefoot sonrió compasivamente.

—Hay tres maneras de salir. Pero la más fácil es bajando por la escalera de servicio y atravesando la cocina. Hay un cocinero de servicio, pero es muy fácil esquivarle.

Señaló con la uña de su dedo gordo unas líneas de la confesión.

—Noten el buen carácter que atribuye a Binny. Es inocente haber escrito esto; hasta un niño conocería que solamente Binny podía haber escrito esta confesión.

—¡Binny!… ¿El criado?

Surefoot asintió.

—Tiene otros nombres —dijo—. Uno de ellos es Washington Wirth. ¡Ése es el asesino!

Capítulo veintitrés

El jefe de la Policía contempló a Surefoot con asombro.

—¿Binny? ¿Quiere usted decir el criado de Lyne?

—A él me refiero —dijo Surefoot calmosamente.

Metió la mano dentro de su bolsillo y de un sobre sacó un largo cablegrama y una borrosa fotografía.

—Ha llegado esto por cable —explicó—. Es la fotografía de un hombre, London Lee, uno de sus nombres, que es buscado por la Policía de Nueva York y de Chicago. Ha trabajado con tres gangs y ha tenido la suerte de escapar con vida. Escuchen esto —se colocó los lentes sobre su nariz y leyó el cable:

«Este hombre habla con un acento inglés muy corriente. Se cree que ha sido criado, y su manera de operar es obtener una colocación en una familia rica y aprovecharse de la confianza para sus robos. Al mismo tiempo, ha trabajado con varios contrabandistas de licor. Está complicado en el asesinato de Eddie McGean y está bajo sospecha de otros asesinatos».

Pasó la fotografía de mano en mano para que los inspectores la pudiesen ver.

—No es bonita Fue tomada en el cuartel de la Policía de Nueva York, y si ustedes no conocen a Binny, yo puedo decirles que él es ese pájaro.

El jefe inspector Knowles examinó la fotografía y silbó suavemente.

—Le conozco. Le vi el día que usted le trajo aquí para interrogarle. ¿Por qué puede haber matado al viejo?

—Porque ha estado falsificando su nombre. Ha sido miss Lane la que nos ha puesto sobre la pista. Aunque yo he sido un tonto al no verlo por mí mismo. Todas estas falsificaciones fueron hechas en el diecisiete de cada mes, y ella sabía, por haber vivido con el viejo, que ésta era la fecha en que él pagaba las cuentas de sus proveedores. Tenía costumbre de escribir mensajes en el reverso de los cheques. La mayor parte de ellos, de carácter insultante; el que descubrimos, decía: «No más h… chinos». Miss Lane sabía que el viejo vivía bajo la impresión de que los comerciantes sólo trataban de engañarle. Era su creencia que sólo le enviaban huevos chinos o importados. Para que su proveedor de huevos y manteca le tratase bien, acostumbraba enviarle una nota en el reverso del cheque cuando pagaba la cuenta. Ésta era su costumbre con todos los comerciantes. Miss Lane ha conocido a casi todos: zapateros, sastres, proveedores de mercancías de todas clases. ¿Saben ustedes lo que ellos le dijeron?

Surefoot se inclinó sobre la mesa, golpeándola con su dedo para dar más fuerza a cada palabra.

—Le dijeron que desde hace dos o tres años Lyne dejó de pagar con cheques y pagaba con dinero. Binny solía ir a pagar o enviaba el dinero por correo. ¿Saben ustedes lo que esto significa? Significa que Lyne se estaba quedando ciego y que los cheques que firmaba para los comerciantes eran cheques que iban a la cuenta privada de Binny. Lo que no era difícil para Binny (y éste es, por cierto, su verdadero nombre), puesto que el viejo no quería admitir que su vista se debilitaba, y, por vanidad, decía que podía leer tan bien como cualquier otro. Era fácil para Binny poner delante de su amo los cheques el diecisiete de cada mes y decir que eran para pago de las cuentas de los vendedores, estando escritos con lápiz por la cantidad verdadera. He visto alguno, y bajo el microscopio pueden verse las señales del lápiz y las cantidades originales por que fueron hechos. Era fácil borrar éstas después de haber obtenido la firma y volverlos a llenar con la cantidad que Binny necesitaba en ese momento. Debió de sospechar que se seguían éstas investigaciones, y entonces la emprendió con miss Lane, salvándose ésta al hacerle creer que ella pensaba en Moran. Esto fue probablemente lo que le salvó la vida. Cuando Binny la oyó gritar, desde la ventana, que Moran trataba de entrar en su cuarto, pensó dejarla sola y se fue. Si él hubiera sido inteligente hubiese comprendido que todas sus investigaciones acusaban no a Moran, sino a él. Pero así sucede con todos: si los criminales tuvieran sentido, nunca los ahorcarían.

El jefe inspector alargó la fotografía a través de la mesa.

—¿Dónde se cometió el asesinato?… ¿El asesinato de Lyne?

Surefoot movió la cabeza.

—Ésta es una de las cosas que me intrigan. Es posible, por supuesto, que le disparasen en el momento que pasaba el coche de Dornford. La confesión que preparó para inculpar del crimen a Moran casi sugiere que fue así. Todos los otros crímenes que dice este documento fueron cometidos por Binny de la manera que los describe.

Volvió al hotel para ver si podía hablar a Moran. Había otros aspectos del caso que necesitaban aclaración. La muerte de Mike Hennessey le preocupaba. Si el empresario hacía el chantaje a Binny, había motivo suficiente; pero ¿qué es lo que Mike Hennessey sabía, a no ser que el criado de durante el día era el espléndido Washington Wirth de la noche? ¿Y por qué había de usar el chantaje con un hombre que le proveía de una generosa renta? De que había una razón especial para matar a Hennessey estaba seguro.

Antes de salir de Scotland Yard, Surefoot apretó las mallas de la red alrededor del hombre que buscaba.

Binny no había sido visto desde la noche en que Mary Lane le envió a New Castle con una falsa comisión, para poder ella probar la llave en la puerta de la despensa de la casa de Hervey Lyne.

La llave luminosa ya no era un misterio. Algunas veces, mister Washington Wirth volvía de estas pequeñas fiestas un poco alegre. Era necesario que cambiase de ropa en el cuarto sobre el garaje, y una o dos veces, al mudarse, había olvidado la llave. Posiblemente era un hombre metódico y tenía costumbre de dejarla sobre la mesa. La cualidad fosforescente se la dio para que al apagar la luz no se olvidase de lo que era necesario para poder entrar en la casa de Lyne.

La noche del asesinato de Tickler se había olvidado la llave, y se vio obligado a romper la ventana para entrar en la cocina. Ésta había sido la hipótesis de Mary. Ella había reconocido la llave. De niña la había visto todos los días. Envió a Binny al Norte para tener la oportunidad de probar su supuesto. Por poco le cuesta la vida al hacerlo, porque Binny no era tonto. Había bajado del tren y vuelto a su escondite antes que ella.

El detective encontró a Leo Moran consciente, pero en mal estado, porque los efectos venenosos del gas no son muy agradables.

Todo lo que dijo a Surefoot confirmaba lo que el inteligente oficial ya había descubierto por la lectura de su correspondencia privada.

Surefoot le enseñó la confesión y leyó parte de ella al asombrado hombre.

—¡Asesino! —dijo Moran despreciativamente—. ¡Qué tontería! ¿A quién han asesinado?

Cuando Surefoot se lo hubo dicho:

—¿Harvey Lyne? ¡Gran Dios, qué espantoso! ¿Cuándo sucedió eso?

—El día que usted se fue —dijo Surefoot.

Moran arrugó el ceño.

—¡Pero si yo le vi desde mi ventana el día que me fui! Estaba sentado debajo del árbol en el parque, y cuando digo el árbol, quiero decir el árbol cuya sombra buscaba siempre. Le he visto allí docenas de veces. Binny estaba leyendo.

—¿Qué hora era? —preguntó Surefoot rápidamente.

Moran pensó por un momento, y después dio una hora aproximada.

—Eso debió ser diez minutos antes de encontrarle muerto. ¿Desde su casa podía usted ver si estaba hablando?

—No. Está muy lejos. Cuando yo le vi, Binny le estaba leyendo.

Ésta era una declaración inesperada. Moran era, probablemente, el último hombre que había visto el pequeño grupo en los últimos momentos de Hervey Lyne.

—¿Dónde estaba sentado? Me refiero a Binny.

—Donde generalmente se sentaba —dijo Leo Moran instantáneamente—. De cara al viejo. Prácticamente, al nivel de sus pies. Los observé durante algún tiempo.

—¿Vio usted a Binny dar la vuelta por detrás de la silla?

El otro dudó:

—Sí, lo hizo; lo recuerdo ahora. Dio la vuelta alrededor de la silla, y me acuerdo de haber pensado, al verle, en cómo los jugadores dan la vuelta alrededor de la silla en busca de buena suerte.

—¿No vio usted nada más? ¿Oyó algo?

Moran se quedó contemplándole.

—¿Sospecha usted de Binny?

Surefoot asintió.

—No es sospecha; es certeza.

De nuevo el enfermo acució su memoria.

—Estoy casi seguro de estar en lo cierto al decir que le vi alrededor de la silla. No oí nada. ¿Se refiere usted a un tiro? No, no oí eso. Tampoco vi a Binny obrar sospechosamente.

Surefoot ojeó la confesión de nuevo.

—¿Conoce usted a Binny?

—Ligeramente. Ha sido criado mío. Le despedí por robo. Perdí unas fruslerías.

Metió Smith la mano en su bolsillo y sacó la pitillera de plata que se había encontrado debajo del cojín, en el coche en que Mike Hennessey había hallado la muerte.

El banquero alargó su mano ansiosamente.

—¡Dios mío! Sí. No hubiera querido perder eso por nada del mundo. Era una de las cosas que me faltaban. ¿Cómo la tiene usted?

Dadas las condiciones en que se encontraba, Surefoot decidió que no era el momento oportuno para contarle el otro horror que le achacaban.

—Sospechaba que lo era —dijo, volviendo a guardarse la pitillera—. Se ve claramente que es vieja y no de la clase que usted usaría y que no la pondría donde yo la pudiera encontrar. Ha sido bruñida para esta ocasión.

—¿Qué ocasión? —preguntó Moran curiosamente.

Pero el detective evadió la respuesta.

Moran habló francamente de sus movimientos.

—Fui un loco al marcharme tan deprisa —confesó—; pero estaba un poco molesto con mis directores, que me habían negado el permiso. Era de vital importancia el que yo estuviese en Constantinopla ruando se eligiesen los directores de la Compañía Cassari. Tengo grandes intereses en ese país y en esa Compañía petrolífera, una de las más importantes del mundo. Y a propósito de esto: miss Lane es rica; las acciones que yo le compré no me han podido ser transferidas bajo la ley turca sin otra firma. Legalmente, yo tengo el derecho; moralmente, no lo tengo. De modo que las acciones que ella me transfirió se las transfiero de nuevo al precio que yo pagué, lo que quiere decir que ella tiene más dinero que el que puede gastar en su vida…, lo mismo que yo —dijo sonriendo.

No podía conseguirse nada nuevo de Moran, y Smith le dejó dormir para ver si se le pasaba el intolerable dolor de cabeza.

Scotland Yard había telefoneado que Dick Allenby estaba en camino, de vuelta de París, en aeroplano.

—Llegó a Croydon al amanecer y encontró un coche de la Policía esperándole para llevarle a Regent’s Park.

Al llegar a Naylors Crescent vio a Surefoot Smith y a tres agentes de la Policía, vestidos de paisano, que le esperaban fuera de la casa.

—Siento haberle llamado. Pero es necesario que yo haga un nuevo registro de la casa, y es muy conveniente que usted esté presente.

—¿Encontró usted a Moran? —preguntó Dick impaciente—. ¿Recibió usted mi mensaje telefónico?…

Surefoot asintió.

—¿Le ha dicho algo acerca de Binny?

—Binny me ha dicho mucho acerca de sí mismo —dijo Surefoot sombríamente—. No he interrogado todavía a ese caballero, pero me ha dejado un documento muy luminoso.

Dick abrió la puerta de la casa; entraron. A pesar de que hacía poco tiempo que estaba deshabitada, olía a soledad y abandono. El estudio de Hervey Lyne había sido arreglado un poco después del registro de los detectives. Todos los rincones habían sido registrados, hasta las tablas del piso, y las piedras de la chimenea habían sido levantadas por la Policía en su vano esfuerzo por encontrar una pista No era probable que este departamento pudiera dar alguna nueva evidencia.

Fueron a la cocina donde Mary Lane había tenido su desagradable aventura. Smith había visitado el sitio una hora o dos después de la huida de Mary. Había pasado a través de la puerta del armario, bajando un tramo de escaleras hasta el sótano del carbón. La cama que había encontrado allí en su primera visita había desaparecido.

—Lo más raro acerca de Binny es su mujer —dijo Surefoot—. ¿Por qué se une o se deja unir a esta pobre borracha? Está fuera del alcance de mi comprensión. La debe de haber sacado la noche que miss Lane vino aquí. ¿Dónde puede estar en este momento? Prefiero no saberlo.

Dick había expuesto ya su opinión respecto a este asunto. Pensaba que la mujer, probablemente, no era su esposa.

Hervey Lyne invariablemente ponía un anuncio pidiendo marido y mujer. Para conseguir su admisión en la casa, Binny no se hubiera arredrado por alquilar una mujer con este objeto. Esta teoría estaba casi corroborada por el hecho de que Binny ocupaba un pequeño cuarto separado. El que ella podía haber sido una amenaza para el asesino no era probable. Los testimonios de los comerciantes eran de que ella, invariablemente, se encontraba en estado de alcoholismo y que Binny guisaba él mismo.

Capítulo veinticuatro

La silla de inválido en que el viejo había sido encontrado muerto estaba debajo de las escaleras, y, con sorpresa de Dick, el detective dio órdenes de que la sacaran al cuarto de estudio.

Surefoot había tenido siempre el presentimiento de que no había dedicado a la silla toda la atención necesaria. Lo que había sabido en estos últimos días hacía esencial un nuevo examen.

Inmediatamente opuesto a la puerta del estudio había un entrante en la pared del pasillo, y comprendió ahora que esto tenía un uso indicado. Claramente se veía que Lyne tenía costumbre de sentarse en la silla de inválido en el estudio. En el marco de la puerta, y a la altura del cubo de las ruedas, había varias rozaduras y dentelladas donde el cubo había rozado la madera; pero, a no ser por la circunstancia de la situación del nicho, hubiera sido difícil entrar o sacar la silla del cuarto. Surefoot puso un detective en la silla e hizo el experimento de sacarle hasta la calle. La anchura de la silla era solamente pocas pulgadas menor que la anchura de la puerta de entrada, y de nuevo encontró señales en la madera de la puerta, allí donde los cubos habían tocado. Sin ayuda, sacó la silla hasta la calle. Las ruedas encajaban en los pequeños carriles que Lyne había colocado con tal objeto. La pendiente era tan suave, que resultaba fácil empujar la cargada silla para subirla de nuevo a la casa.

El experimento le dijo muy poco. El día del asesinato había examinado cada pulgada cuadrada del vehículo. Ordenó volverlo al sitio donde lo habían encontrado y continuó el registro y examen de la casa.

—¿Qué espera usted encontrar? —preguntó Dick.

Surefoot replicó secamente:

—Ese pájaro no es tonto. Tiene un sitio donde esconderse en alguna parte. Desearía saber dónde buscarle.

Consultó su reloj.

—Veré si persuado a miss Lane de que venga.

Dick Allenby tomó un taxi hasta el hotel, un poco dudoso de que después de la excitación de la noche se encontrase lo suficientemente bien y con deseos de ir a aquella casa de tristeza.

La encontró en el salón, sin mostrar señales de los estragos de la noche anterior.

Su primera pregunta fue acerca de Binny.

—No. No le hemos encontrado —dijo Dick.

Su voz era temblorosa.

—Estoy hondamente preocupado por usted, Mary. No se detendrá ante nada.

Movió ella la cabeza.

—No creo que me moleste de nuevo —dijo—. Mister Smith tiene razón. Binny no se arriesgará por nada que no le sea provechoso. Mientras él pensó que podía quitarme el balance del Banco o impedir que hablase y contase lo que había descubierto acerca de los cheques, creo que he debido de estar en tremendo peligro.

—¿Cómo sabía él que estaba usted haciendo investigaciones?

—Lo supo cuando le envié al Norte —dijo ella—. Era un plan un poco burdo, ¿verdad? No tuve en cuenta su inteligencia; y debió de asegurarse cuando yo visitaba a los comerciantes. Me pareció verle una vez. Fue el día que fui a Maidstone.

No mostró repugnancia ante la idea de acompañar a Dick hasta la casa. Durante el camino le dijo que había visto a Leo Moran por la noche y que estaba fuera de peligro. Hubo momentos en que los doctores dudaron si se salvaría.

Llegaron a la casa. Surefoot estaba en el pequeño patio de la parte de atrás. Mary siguió a Dick, bajando los pocos escalones que conducían a la cocina. Se estremeció al recordar su visita de medianoche a este pequeño departamento siniestro. Aun ahora, a la luz del día, tenía una atmósfera repelente, debida, se dijo a sí misma, más a su imaginación que a desagradables recuerdos. Allí estaba la puerta del armario completamente abierta, y la pequeña puerta en la cual había encajado la copia de la llave de plata. La cocina y la adjunta despensa le parecían extraordinariamente pequeñas. Comprendió que esto era debido a que sus recuerdos de la casa pertenecían a la niñez, cuando los cuartos pequeños parecen grandes y los muebles bajos extraordinariamente altos.

Surefoot entró al tiempo que ella miraba alrededor, y la saludó con la cabeza.

—¿Recuerda esto, miss Lane?

—Sí —señaló ella la cocina, de aspecto muy moderno, con sus ladrillos de porcelana blanca—. Eso es nuevo —dijo, y entró.

El sitio la intrigaba. Faltaba algo, y, por más que trataba de recordar, no sabía qué. Faltaba algún detalle del cuarto, según ella lo recordaba. No mencionó sus dudas, pensando que su memoria le jugaba una mala pasada.

—¿Sabe usted lo que es esto? —preguntó Smith.

Lo había encontrado en un cajón de la cocina. Era un raro y curioso instrumento, parecido a una bomba de jardín. Un tubo largo con una copa de goma en uno de sus extremos.

—Con esto se hace el vacío —explicó Surefoot Smith.

Humedeció el borde de la goma, lo apoyó contra la mesa, y sacando el émbolo, levantó la mesa por uno de sus extremos.

—¿Qué objeto tiene esto? ¿Lo ha visto usted antes?

Movió ella la cabeza.

Surefoot había encontrado otras cosas. Un pequeño tarro de pintura verde oscuro y una endurecida masa envuelta en grasientos papeles de periódico.

—Masilla —explicó—. La vi cuando estuve aquí la otra vez. ¿Sabe usted para qué la han usado?

Le hizo una seña, y ella le siguió por el oscuro pasadizo.

La lámpara que había sido encendida daba muy poca luz; pero Smith sacó de su bolsillo una poderosa linterna eléctrica, y, caminando hacia la puerta, se detuvo y dirigió la brillante luz a lo largo del grueso marco de la puerta, y dijo:

—¿Ve usted eso, y eso?

Vio una profunda y circular hendidura que estaba llena de masilla y pintada encima.

—Creía que era un nudo de la madera, hasta que empecé a quitarle la masilla.

—¿Qué es? —preguntó ella, sin comprender.

—Es la señal hecha por una bala La bala que mató a Hervey Lyne. Fue asesinado en este pasadizo.

Capítulo veinticinco

—Hasta aquí todo está basado en deducciones —dijo Surefoot—; pero es una clase de deducciones por la cual yo me atrevería a apostar, y esto es decir mucho. Yo no tiro el dinero. Binny sabía hace tiempo que el viejo sospechaba de él, y la situación se hacía desesperada. Tenía que hacer algo y hacerlo pronto; el viejo tenía sospechas acerca de su cuenta del Banco. No podía sospechar de Binny, porque, si no, no hubiera mandado llamar a Moran. Lyne odiaba a los banqueros, y nunca tenía una entrevista con ellos, a no ser que no hubiera otro remedio. Cuando Binny supo que había enviado por el director del Banco, vio que estaba cogido. No podía hacer nada, sino conseguir un cómplice que se hiciera pasar por el director del Banco, y este cómplice fue…

—Mike Hennessey —dijo Dick.

Surefoot asintió.

—No tenga dudas acerca de eso. Cuando registramos las ropas de Hennessey encontramos un papel con las mismas cifras que estaban en el balance; esto no significa otra cosa sino que Binny le había proporcionado las cifras y que Mike tenía que aprendérselas de memoria para el caso de que el viejo le interrogase. Claramente se ve que el papel había sido manoseado. Estaba muy sucio y había sido doblado muchas veces.

Se encontraba en la cocina, y, providencialmente, Surefoot encontró una gran hoja de papel secante, que colocó sobre la mesa, y sobre la cual explicó su teoría según hablaba.

—Moran nunca fue notificado ni rogado que viniese. No estaba en su oficina el día de la entrevista: estaba consultando con los agentes de la Cassari Oils. A la hora marcada para la entrevista llegó Mike.

Hervey Lyne no había visto nunca al director, y, aunque le hubiese visto, no le hubiera reconocido, porque estaba casi ciego. Debió de decir o hacer algo que no satisfizo al viejo. Lyne era muy astuto. Una de sus manías era el imaginarse cómo podrían robarle, y es posible que tuviera dudas de que el hombre que le había venido a ver fuese Moran. No podremos saber nunca lo que hizo para que estas sospechas se convirtiesen en certeza Puede ser que fuera algo que oyó en la cocina. Había veces en que Binny y su supuesta mujer tenían peleas. Sé esto por los criados de la otra casa. Cogió el primer pedazo de papel que pudo encontrar, que resultó ser el balance del Banco, y escribió el mensaje para usted —indicó a Mary—. No creo que haya dudas en cuanto a que estaba seguro de que el hombre que le había visitado esta mañana no era Moran y de que sospechaba que Binny era el traidor de la farsa, y por eso pedía que llevaran a la Policía. Binny llegó a saber esto. En cuanto a que el viejo le acusara en el último momento o le dijera algo, lo sabremos solamente si Binny dice la verdad antes de ser ahorcado. Binny debió de hacer sus planes en el impulso de un momento. Después que vistió al viejo para sacarle, se colocó detrás de él y le disparó con una pistola; he extraído la bala de la puerta. Es posible que no tuviera intención de sacarle a la calle; pero después que vio que había muy poca sangre y sin señales de herida, se decidió a correr el riesgo. Los lentes azules que usaba mister Lyne ocultaban sus ojos. Generalmente, estaba medio dormido cuando le sacaban al parque. A Binny le salió bien, y aún se atrevió a pedir a un policía que parara el tráfico para que la silla pasara.

Surefoot Smith suspiró y movió su cabeza con admiración.

—¡Imagínese! Él, sentado allí, muerto, y Binny, tan impasible como un pepino, leyéndole las noticias al cadáver.

—¿Hay alguna posibilidad de que Binny pueda salir de Inglaterra? —preguntó Dick.

Surefoot se rascó la nariz pensativamente.

—Teóricamente…, no. Pero este hombre es un actor, con perdón de usted, miss Lane. No creo en criminales que se disfrazan, pero este hombre no es un criminal ordinario. En estos momentos está en Londres, viviendo, probablemente, en un piso que ha alquilado bajo otro nombre. Puede tener dos o tres. Es de la clase de hombres que cuidan mucho los preparativos para la huida. Tiene montones de dinero, un par de pistolas automáticas y el lazo corredizo enfrente de él. No será fácil cogerle.

—No acabo de comprenderle —dijo Dick, moviendo la cabeza—. ¿A qué venían aquellas fiestas teatrales? ¿Por qué ha de ser mister Washington Wirth?

—Tenía que tener la apariencia de un hombre elegante. Ya le hablaré acerca de estas fiestas uno de estos días. Nunca consiguió la gente apropiada, con todo el debido respeto para usted, miss Lane. Quería señoras engalanadas con brillantes por valor de miles de libras. Trabajó eso en Chicago; dio una gran fiesta y las robó. Pero no cayó bien en Londres, y nunca atrajo el dinero. Además, hay que achacar algo a su vanidad. Quería aparentar ser algo grande, aunque fuese entre gente pequeña. De nuevo, con todos los respetos para usted, miss Lane.

Recogió otra vez la bomba de vacío y la examinó.

—Me gustaría saber para qué es esto. Creo que me la llevo conmigo.

Se la metió en el bolsillo. Salieron después de cerrar todas las puertas; Dick y la muchacha, hacia el hotel, y el incansable mister Smith, a su casa de Haidmarket.

Pasó una hora. No se sentía el menor ruido ni movimiento, hasta que un espacio cuadrado de pared empezó a abrirse como una puerta, y Binny, calzado en chanclas, entró cautelosamente en la cocina revólver en mano. Escuchó, y fue rápidamente y sin ruido al pasadizo; subió las escaleras y pasó de cuarto en cuarto antes de volver a bajar a la puerta de entrada y correr el cerrojo. Volvió a la cocina, dejó el revólver sobre la mesa y se pasó la mano por su rostro sin afeitar; su cara, poco atrayente, se arrugó en una sonrisa desagradable.

—¡Vanidad!, ¿eh? —dijo.

Era la única cosa de las que el detective había dicho que le había molestado.

Binny permaneció al lado de la mesa con la cabeza baja, sumido en meditación, jugando sus dedos mecánicamente con la pistola automática, que estaba cerca de su mano.

Odiaba a Surefoot Smith. Desde la primera vez que le vio había reconocido en este hombre calmoso, corpulento y de apariencia poco inteligente, una amenaza para su propia vida.

De todo lo que se pudiera decir de este hombre asombroso, su cariño por el teatro era verdadero. Su relación con la gente de tablas era tan necesaria para él como el aire para sus pulmones. Sus primeros desfalcos fueron hechos con objeto de proporcionar el dinero para una obra que duró sólo una semana. Él mismo no era mal actor. Necesitaría de toda su inteligencia y genio para escapar de la red que le estaba envolviendo. Pasó a través de la pequeña puerta a un cuarto que era aún más pequeño que la ordinaria celda de una cárcel. Era estrecho y largo. En el suelo se veía un colchón, donde había dormido. Al pie del lecho había una pequeña mesa, debajo de la cual se hallaban dos maletas. Sacó una de éstas y la abrió. Encima de todo se veía un sobre que contenía tres pasaportes, que llevó a la cocina. Acercando una silla a la mesa, los examinó uno por uno cuidadosamente. Había hecho bien sus preparativos. Los pasaportes estaban a nombres que Surefoot nunca oyera, y no existía parecido alguno con él en las tres fotografías pegadas a cada pasaporte. Unido a uno de ellos con una tira de goma había un pequeño paquete con billetes de ferrocarril. Con uno de ellos podría ir a Hook (Holanda); con otro, a Italia. Podría cambiar de identidad tres veces durante el viaje.

De un abultado bolsillo de su pantalón sacó un grueso rollo de billetes de Banco franceses, ingleses y alemanes. Sacó otro rollo de un oculto bolsillo de su americana y después un tercero, y hasta un cuarto, hasta que hubo un gran montón de dinero sobre la mesa.

Durante un cuarto de hora estuvo sentado contemplando su riqueza pensativamente. Después, entrando de nuevo en el escondite, sacó un espejo y útiles de afeitar, y comenzó cuidadosamente a hacer sus preparativos.

Las pinturas ordinarias, por muy convincentes que aparezcan desde el escenario, no sirven a la luz del día. Echó un poco de adrit en un platillo, diluyó y se frotó la cara cuidadosamente, empleando un espejo cóncavo para observar el efecto.

Durante dos horas trabajó en su cara y cabeza. Después, desnudándose hasta quedarse en ropas menores, comenzó a vestirse de nuevo, habiendo primeramente depositado su dinero en saquitos unidos a un cinturón que colocó alrededor de su cintura. Volcó el contenido de las dos maletas, que había examinado cuidadosamente el día anterior. No podía llevar otro bagaje que las dos pistolas automáticas y media docena de cargadores de repuesto, que ocultó sobre su persona.

Escogió para salir la hora de la merienda, y después de un largo escrutinio de la calle hecho desde la ventana del estudio. Los criados podrían verle; pero probablemente estarían preparando o sirviendo la comida a sus amos o a sí mismos. Era también la hora en que los vendedores no hacen entregas. El único peligro era que Surefoot Smith hubiese dejado alguien vigilando la casa, y éste había de correrlo.

Descorrió el cerrojo de la puerta, dio vuelta al manillar y salió. Al llegar al Outer Circle vio algo que le hizo apretar los dientes: una mujer de aspecto astroso caminaba zigzagueante por la acera de enfrente de la calle. Reconoció en ella a su miserable compañera de los últimos cuatro años, la medio atontada borracha, que había compartido con él la cocina. Ella no le reconoció, e importaba poco que Surefoot la viese. La había echado a la calle el día antes con instrucciones de que se fuese a Wiltshire, donde la había encontrado, después de darle dinero suficiente para vivir un año.

Siguió adelante, mirando hacia atrás de cuando en cuando, para ver si alguien le seguía. No se atrevió a tomar un autobús: un taxi sería casi tan peligroso; conducir un coche con el disfraz sería atraer la atención.

En Fichley Road había una manzana de casas cuyo piso bajo eran tiendas; sobre éstas, departamentos ocupados por inquilinos de la clase media; la esquina del edificio, sin embargo, estaba reservada para oficinas y tenía un ascensor automático privado.

Binny entró en el estrecho pasadizo sin que nadie lo notara. Apretó el botón del ascensor y llegó hasta el tercer piso. Casi enfrente, en un ángulo de la pared, había una puerta con una inscripción: Nuevo Sindicato Teatral.

Abrió esta puerta y entró. La oficina consistía en una habitación de mediano tamaño y un pequeño guardarropa. Estaba amueblada sencillamente y tenía el aspecto de ser usada muy rara vez. Excepto por un escritorio y una mesa, no daba señales de su carácter de agencia de negocios.

Corrió un pequeño pasador en la puerta, se quitó el largo abrigo que llevaba y se sentó en una cómoda silla. En uno de los cajones de la mesa había un pequeño cazo eléctrico, que llenó en el lavabo; se hizo una taza de café, y esto, con algunas galletas que encontró en una caja de lata que se hallaba en un segundo cajón, le sirvió de merienda.

La huida iba a ser muy sencilla. Su verdadero equipaje estaba en la consigna de Liverpool Street. Todo era sencillo, y, sin embargo…

Binny podía haber escrito un libro sobre la psicología de los criminales. Era un asesino de sangre fría y razonador, que nunca cometía los estúpidos errores de otros criminales. Era una gran lástima que hubiese cometido él el tremendo de volver a buscar la llave, atrayendo así la atención de la muchacha. A no ser por eso, Leo Moran hubiese muerto, y no hubiera habido pruebas de que la confesión que Binny había escrito tan afanosamente no fuera cierta en todos sus detalles. Lo había planeado todo muy cuidadosamente. Había pensado dejar caer la llave dentro del cuarto cerrado; pero se la metió en el bolsillo y la olvidó. Un pequeño desliz que había trastornado todo su trágico plan. La razón que determinó todas sus acciones le decía que saliera de Londres calladamente esa noche y confiara para su seguridad en su nativo instinto. Pero ese no sé qué que forma parte de la constitución mental de las inteligencias criminales necesitaba algo espectacular. Sería un gran golpe el salir de Londres con una hazaña que le hiciera tema de todas las conversaciones. En su fantasía veía los epígrafes de los periódicos: «Surefoot Smith, muerto. El asesino huye. Surefoot Smith, el gran aprehensor de criminales, aprehendido».

Estas fantasías se apoderaron de él. Su imaginación empezó a trabajar, no hacia su seguridad, sino en dirección al sensacionalismo, sin darse cuenta de que la acusación de vanidoso, que tanto le molestaba, se justificaba en cada paso que diera hacia la venganza.

Capítulo veintiséis

Dick Allenby y Mary tomaban el lunch en el Cartón y hablaban sobre cosas que de ordinario los hubieran absorbido.

—No está usted escuchando —la acusó él, y ella se sobresaltó.

—¿No estaba? —preguntó arrepentida—. Estaba pensando en otra cosa, querido. ¿No es ésta una terrible confesión? Me figuro que ninguna otra muchacha ha oído una propuesta de matrimonio con el pensamiento puesto en la vieja cocina de una desagradable casa.

Rió él:

—Si puede usted atraer su pensamiento de las prosaicas realidades a las idílicas posibilidades, me consideraré un hombre muy dichoso.

Después, con curiosidad, añadió:

—¿Se refiere usted a la casa de Hervey Lyne? ¿Qué es lo que la preocupa?

—La cocina —dijo ella prontamente—. Había algo allí, Dick, que no puedo precisar lo que es, algo que no encuentro, y es lo que me preocupa. Tengo un débil recuerdo de que el pobre viejo me dijo que iba a arreglar la cocina. Le recuerdo diciéndome la gran persona que era Binny porque vigilaba los trabajos y le ahorraba dinero —se acarició la barbilla, concentrando su pensamiento—. Había allí un lavabo —dijo—; por descontado, eso ha desaparecido. Y un pequeño y feo fregadero de barro oscuro, y… —Enmudeció de repente y se quedó contemplando a Dick con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡La despensa! —exclamó—. Esto era lo que me faltaba. Había allí una despensa y una puerta en la pared que comunicaba con ella. ¿Qué ha sido de la despensa?

Movió Dick la cabeza desconcertado.

—Nunca me han interesado grandemente las despensas —comenzó a decir, pero no siguió su broma.

—¿No recuerda usted que mister Smith dijo, cuando salíamos de la casa, que estaba seguro de que Binny tenía un escondite por alguna parte? Estoy segura de que es ése… A mano derecha, según se entra…

Dick Allenby se echó a reír.

—A mano derecha, según se entra en la cocina, hay una sólida pared de ladrillos —dijo.

Mary negó con un gesto, y agregó:

—Estoy segura de que hay algo detrás. Ahora recuerdo que cuando fui al patio para probar la llave noté que no había habido ningún cambio en el exterior. Tiene que haber allí un espacio oculto. Dick, la Providencia está con nosotros.

Mirando hacia la entrada del salón en que merendaban, descubrió a Surefoot Smith, que estaba allí con aspecto desconsolado. La vio él y la saludó con la cabeza. Sin ningún género de duda, podía asegurarse que no era ella la persona que él quería ver, porque continuó buscando por el salón. Se volvieron a encontrar sus miradas, y Mary le llamó. Surefoot Smith se acercó a ellos con desgana y preguntó:

—¿Han visto ustedes al ayudante del comisario? Almuerzo con él: me convida, y me dijo que a la una y media… —consultó su reloj—. Son cerca de las dos… Por cierto, hemos arrestado a la mujer de Binny. Uno de nuestros agentes la detuvo en Outer Circle; pero no tiene nada que decir.

—He encontrado el escondite —dijo Mary de repente.

Surefoot Smith se puso alerta, y preguntó rápidamente.

—¿De Binny? ¿En la casa, quiere usted decir?

Mary le contó, sin respirar, la historia de su descubrimiento.

Surefoot Smith, según estaba sentado, se dio una palmada en la rodilla y exclamó:

—¡Tiene usted razón! ¡Seguro!… La bomba… No podía imaginarme para qué la emplearía. Sí, allí había una puerta… Es un trabajo muy fácil hacer una puerta en una pared de azulejos. No podía tener picaporte, ¿eh? La única manera de poder abrirla sería aplicando la bomba de vacío en la superficie de los azulejos para poder tirar de ella. Tengo la bomba en la oficina… El ayudante del comisario puede esperar…

Y salió del comedor… Media hora más tarde, la pequeña casa de Hervey Lyne estaba rodeada por agentes.

Surefoot entró en el hall con la pistola en la mano. Fue rápidamente a la cocina y examinó la blanca pared. No había allí señales de puerta. Apoyó la bomba sobre la lisa superficie y tiró; pero, con gran desencanto suyo, nada sucedió. La fuerza de dos detectives no bastó para mover la puerta. Cambió la posición de la bomba de cuando en cuando, y al quinto intento tuvo éxito: un ligero tirón sacó un ladrillo de la pared, sujeto a un marco de acero con bisagras, que lo dejaban caer hacia adelante, descubriendo una abertura cuadrada. Metió por aquí la mano y encontró una manivela de metal, le dio vuelta y tiró. La puerta giró, y se encontró en el escondite de Binny. El desordenado montón de ropas en el suelo y el espejo arrojado sobre la cama le revelaron lo sucedido. Tenía más importancia, sin embargo, el platillo encontrado en el lavabo. Aún estaba amarillento con el colorete que Binny había usado.

Surefoot Smith lo contempló durante largo rato, y después dijo:

—Creo que va a pasar algo serio.

Surefoot Smith revolvió apresuradamente las ropas y otros objetos que habían sido sacados de las maletas, sin encontrar nada que le proporcionase la más pequeña pista sobre las intenciones de Binny. Una sola cosa era segura: había estado en este escondite y había oído todo lo que sucedió aquella mañana. Surefoot hizo cerrar la puerta y escuchó él mismo la conversación en la cocina, y, aunque no pudo oír todas las palabras, se convenció de que Binny había oído lo suficiente.

El platillo de colorete era una pista muy pequeña y posiblemente sin utilidad. Le indicaba éste que había que buscar a un hombre de cara amarillenta, lo que podría o no servir de guía para los investigadores.

El fugitivo no había dejado rastro detrás de él. Surefoot registró diligentemente. Arrastrándose por el piso con los ojos pegados a la madera, buscaba el más pequeño signo de pelo de peluca, esperando que este asesino, apasionado aficionado al teatro, hubiese empleado algún disfraz teatral; pero su registro no reveló nada que le pudiera indicar cuál podría ser este disfraz. La única señal acusatoria que Binny había dejado tras de sí era el cargado peine de una pistola automática y, dado que éste no podía haber sido olvidado, el detective dedujo que el cargador había sido abandonado porque se llevaba tantos como cómodamente podía llevarse.

Otro descubrimiento, que en otra época hubiera sido importante, era su sucio guante blanco; sin duda alguna, la pareja del que Surefoot había encontrado en el cuarto de mister Washington Wirth.

—No se puede despreciar nada —dijo Surefoot, dándole el guante a su subordinado—. Los jurados se vuelven locos algunas veces, y una pequeña cosa como ésta puede convencerlos… Guárdelo.

La despensa había sido, indudablemente, usada como cuarto de dormir. A pesar de que la cama estaba en el suelo y de que el cuarto mismo estaba desnudo, Binny frecuentemente había encontrado en él un conveniente escondite. Muy poca luz llegaba a través de la ventana, colocada cerca del techo, y, al parecer, la había tenido cerrada la mayor parte del tiempo. Estaba cubierta con un pedazo cuadrado de hule.

Antes de irse, Surefoot hizo la prueba de meter las ropas en una maleta, encontrando, como esperaba, que sólo había las suficientes para llenar una. Se convenció también de que algunas de las ropas que encontró se las había quitado Binny recientemente; y la conclusión a que llegó fue que una de las maletas había contenido el disfraz que el asesino llevaba seguramente cuando salió de la casa.

Envió a sus hombres para hacer investigaciones a lo largo de la calle, pero nadie había visto salir a Binny… Éste había escogido bien la hora. Más tarde ensanchó el círculo de sus investigaciones, pero de nuevo sin resultado…

Surefoot Smith volvió a Carlton y encontró a Mary Lane y a su prometido esperándole pacientemente en uno de los salones, y les contó sus descubrimientos.

—¡Si me hubiera acordado de ello antes!… —dijo Mary con pena.

Surefoot Smith dijo con agradable sonrisa:

—Usted, yo y todos nosotros hubiéramos muerto. Ese pájaro lleva encima un pequeño arsenal. La mala memoria, probablemente, nos ha evitado una desgracia.

—¿Cree usted que estaba allí?

Él asintió y dijo:

—No hay duda de ello.

—Entonces…, ¿se escapará? —preguntó Dick.

Surefoot Smith se rascó la barbilla, irritado, y respondió:

—No sé si será una buena o mala cosa. Puede ser que trate de marcharse hoy… Todos los puertos están vigilados y todos los pasajeros bajo inspección. La única persona que puede pasar a un barco que deje estas costas esta noche es un niño de pecho… y aun a éste le registraríamos.

Acercó su silla a la mesa, se inclinó hacia adelante y, bajando la voz, agregó en tono muy serio:

—Señora, ¿sabe usted lo que hacen las ratas cuando están acorraladas?… Muerden. Si este hombre no puede salir de Inglaterra, disfrazado o abriéndose paso a tiros, volverá a buscar a sus enemigos…; yo soy uno y usted es otro. ¿Sabe usted dónde me gustaría ponerla?

Movió ella la cabeza, incapaz de hablar por el momento. Se encontraba asombrada y un poco asustada. Binny la ponía más nerviosa de lo que hubiera querido admitir. Sentía su corazón golpear un poco más deprisa, y cuando habló, lo hizo entrecortadamente.

—Realmente, ¿piensa usted eso? —añadió con una sonrisa forzada—. ¿Dónde me pondría usted para que no me pasara nada?

—En la prisión de Halloway —respondió Surefoot Smith—. Es el sitio más seguro de Londres para una mujer soltera que vive en hoteles y pensiones, y si pudiera encontrar un pretexto para meterla allí por siete días, lo haría.

—¿Habla usted en serio? —dijo Dick.

Surefoot asintió:

—Nunca he estado más serio en mi vida. Puede ser que se vaya del país, pero me parece imposible que lo consiga. Si miss Lane no hubiese encontrado la despensa, yo no hubiese tomado las precauciones que voy a tomar esta noche. Las puertas de Inglaterra están cerradas y atrancadas, y no podría salir a no ser que tome una lancha de motor en la costa Este, y creo que no lo hará —y añadió bruscamente—: ¿Dónde va usted a pasar la noche?

Mary respondió, con un gesto de duda:

—No lo sé. Pensaba hacerlo en el hotel.

—No puede usted quedarse allí —dijo con tono autoritario Surefoot—. Sé de otro sitio donde puede usted estar. No tendrá usted las comodidades de un hotel, pero sí una cama decente y seguridad… Se trata de un nuevo cuartel de Policía en la parte noroeste de Londres, que tiene habitaciones para agentes casados, y una de éstas está ocupada por una mujer cuyo marido, un sargento de detectives, ha ido al Canadá en busca de un fugitivo de la Justicia. Yo conozco a esa mujer: es muy decente, y le dará a usted una cama, si no le importa dormir allí.

Consintió dócilmente. Aún más: sentía como un descanso con una solución tan fácil.

Surefoot Smith tenía como un raro sexto sentido del peligro. Había estado acorralado en muchos casos de asesinato; había tenido que ver con muchos hombres desesperados que no hubieran dudado en matarle si hubiesen tenido la oportunidad. Había conocido hombres sagaces y unos cuantos criminales inteligentes; pero Binny era de un tipo muy singular y poco frecuente: un criminal sin respeto alguno a la vida humana. El asesinato, para él, no era el último recurso; formaba parte de su método ordinario.

Hubo una larga conferencia en Scotland Yard y se enviaron nuevos y urgentes telegramas a todas partes del país, insistiendo sobre el peligroso carácter del hombre buscado. Ordinariamente, la Policía inglesa no lleva armas de fuego, pero en este caso, según los mensajes prevenían, hubiese sido un acto de suicidio el acercarse al hombre que buscaban sin que el agente de Policía que hubiera de cumplir el deber de prenderle no fuese preparado para disparar. En Scotland Yard había una lista de todas las próximas salidas de barcos, y ni de Liverpool ni de Greenock había ninguno que saliese en las siguientes treinta y seis horas.

La puerta de escape de Binny debía de ser el continente. Fuertes destacamentos del CID fueron enviados para reforzar a los vigilantes en Harwich Southampton y en los dos puertos del Canal, y aun después de dar fin a estos preparativos, Surefoot Smith tenía el presentimiento de su poco valor y su futilidad.

Binny estaba en Londres, y era lo suficientemente inteligente para no pensar en marcharse, a no ser que no supiese que su escondite había sido descubierto, y no había razón para creer que tal acontecimiento le fuese ya conocido, ya que era casi imposible que tuviese un cómplice…

Pero Surefoot vio algo que le exasperó. A las cinco de la tarde, precisamente, paseando por Whitehall, leyó en un periódico que compró el siguiente epígrafe, impreso en caracteres muy llamativos: El escondite del asesino, descubierto. Habitación secreta en la casa de Hervey Lyne.

Surefoot Smith soltó un juramento en voz baja y siguió leyendo:

«Esta tarde, el inspector Smith, de Scotland Yard, acompañado de detectives, hizo un nuevo registro en la casa de Hervey Lyne, la víctima del asesinato de Regent’s Park. La Policía permaneció en la casa por algún tiempo. Se sabe que en el curso de las investigaciones descubrieron y entraron en un cuarto pequeño que anteriormente había pasado inadvertido. Se cree con evidencia inconfundible que este cuarto secreto fue usado como escondite por Binny, al que la Policía sigue buscando…».

Surefoot Smith no leyó más; era perder el tiempo al tratar de averiguar quién había proporcionado la información a la Prensa. Posiblemente algún joven detective que había tomado parte en el registro y estaba ansioso de divulgar este sensacional descubrimiento. El buscar al indiscreto era cuestión que debía dejarse para más tarde. Entre tanto, Binny se habría enterado, si leía los periódicos… Y, caso curioso: Binny no había visto el epígrafe, pero había ya tomado su resolución acerca de lo que iba a hacer. A las ocho en punto llegó aquella noche Surefoot al hotel de Mary Lane y la acompañó al modesto, pero confortable, alojamiento que le había preparado.

La recomendó al inspector de servicio, pero no le pidió guardia; allí estaba segura. Binny hubiera sido demasiado atrevido si se mostrase en público, y seguramente no entraría en un cuartel de Policía.

A las nueve y media de aquella noche, Surefoot volvió a Scotland Yard y leyó los informes que habían llegado. El tren de embarque de Liverpool Street había sido registrado cuidadosamente; no se encontraron señales de Binny ni de nadie que se le pareciese; todos los viajeros habían sido revisados antes de la salida del tren, y, como medida de precaución, el andén de la estación se había dejado libre de las personas que habían ido a despedir a los viajeros, antes de que el jefe de estación diera la señal de partida.

Un procedimiento análogo se seguía en Waterloo, donde la Policía vigilaba y registraba los trenes para El Havre. Era muy temprano para recibir los informes de los puertos.

Binny era un experto chófer, y no se podía presumir que si intentaba salir de Londres lo hiciese por el ferrocarril.

Capítulo veintisiete

El detective salió de Scotland Yard pocos minutos después de las once, y, volviendo a la izquierda, se dirigió hacia Blackfriars. Para Surefoot Smith, la larga cinta de pavimento que va sin interrupción desde Scotland Yard hasta Savoy Hill era su lugar predilecto de meditación. En el cuartel central, alguien con imaginación fantástica le había bautizado con el nombre de Bulevar de las Meditaciones. En verano o en invierno, con lluvia o sol, Surefoot Smith encontraba allí la solución de todos sus problemas. En el curso de sus noctámbulas reflexiones, Surefoot Smith había ahorcado a algunos, enviado a prisión a falsificadores, y muchos acontecimientos ordinarios habían alcanzado siniestra importancia, y, por contraste, hombres y mujeres, al parecer culpables, habían probado su inocencia.

Había pocos peatones a estas horas de la noche. Las parejas, por alguna extraña razón, escogían la parte del camino que da al río, que está mejor iluminada. Los coches pasaban veloces de cuando en cuando; a largos intervalos pasaban los tranvías, y raramente algún pordiosero de los que sólo son visibles de noche caminaba a lo largo de las aceras en busca de una colilla.

Próximo a una de las entradas del Embankment Gardens, cerca de la acera, se hallaba parado un coche cerrado. Echando una ojeada a su interior, más por costumbre que por curiosidad, Surefoot vio la figura de una mujer sentada en él.

Siguió andando, dándole vueltas en su cabeza al asunto de Binny. El problema ya estaba resuelto, pero el más peligroso y delicado negocio de prenderle tenía aún que ser llevado a cabo. Estaba intranquilo, lo que no era frecuente en él. Surefoot Smith era un gran soñador. Hacía visible en su imaginación las más fantásticas posibilidades, y por permitir que sus pensamientos vagaran por el más amplio campo de las suposiciones había conseguido más éxitos que muchos de sus compañeros. Porque de este fantasear se deducen las posibilidades más ordinarias, y éstas son en las que los detectives se fundan.

Volvió sobre sus pasos en Savoy Hill y caminó de vuelta, despacio, hacia el Yard. Para estas horas, los informes de la costa estarían llegando. Aunque aún era un poco pronto, a no ser para los de Southampton, donde se llevaba a cabo una vigilancia extraordinaria. Un transatlántico germano-americano, que debía llegar a este puerto por la noche, tomaba allí pasajeros para Hamburgo, y este hecho había obligado a enviar un segundo grupo de vigilancia al puerto.

Vio el coche, que seguía parado a uno de los lados del camino; no estaba a gran distancia de la Oficina de Objetos perdidos, y era probable que la señora hubiese enviado a su chófer a buscar algo que hubiese dejado olvidado en algún taxi durante el transcurso del día. Al acercarse, vio que la mujer estaba de pie al lado de la puerta abierta del coche… Era una señora de mediana edad, según pudo deducir por su aspecto.

Con sorpresa suya, la señora se dirigió a él con una voz aguda:

—¿Podría usted buscarme un policía?

Era una petición como para sorprender al ser recibida por uno de los jefes de Scotland Yard.

—¿Qué sucede? —preguntó Surefoot Smith.

Se apartó ella a uno de los lados de la puerta y dijo, señalando:

—Mi chófer, que ha vuelto un poco borracho y no puedo sacarle del coche.

Un chófer borracho es como un insulto para todo buen policía. Surefoot abrió más la puerta y miró hacia dentro.

No vio nada, no oyó nada, no sintió nada…

Su consciencia de la vida se fue debilitando como se va consumiendo la luz de un candil.

Capítulo veintiocho

Le dolía la cabeza terriblemente. Trató de mover sus manos y encontró que no podía. Durante largo rato no pudo explicarse por qué. El coche corría a gran velocidad, mucho mayor que el límite legal. No había luces. Por el ruido de las ruedas, se imaginó que estaba en un camino nuevo. Era raro que este hecho se le apareciese como de gran importancia. No se acordaba de nada. No sabía nada, sino que estaba tirado, encogido, en el suelo de un coche, que se movía rápida y blandamente. Dejó de pensar por largo tiempo y se alegró de su falla de conocimiento, que le libraba de su espantoso dolor de cabeza.

El coche saltaba ahora sobre una superficie desigual. Fue esto lo que le hizo volver en sí; abrió los ojos y trató de levantarse. Se palpó las muñecas y reconoció la forma de las esposas. Sus propias esposas. Siempre llevaba un par de esposas desautorizadas en un bolsillo de su chaqueta. Desautorizadas, porque no eran del tipo oficial. Eran esposas americanas, que son mucho más fáciles de poner: un golpecito en la muñeca, y la D se cierra suave y rápidamente.

Alguien le había esposado. Alguien le había atado las piernas juntas con una bufanda de seda. Lo sentía, pero no podía alcanzar el nudo. Recordó entonces la mujer, el coche y el chófer borracho, que no estaba allí.

El coche daba barquinazos dolorosos; parecía que pasaba sobre tierras laborables, o, cuando menos, un camino de carro. Comprobó que era esto último cuando el coche se detuvo. Un poco más tarde abrieron la puerta. Vio la silueta de la mujer y conoció exactamente quién era ella.

A pocos metros de distancia había una casita de campo. Una de esas monstruosas casitas de ladrillo rojo que desfiguran el campo desde después de la guerra.

Fue cogido por el cuello del abrigo y de un tirón sacado al camino, donde cayó de rodillas.

—¡Levántese!… —chilló una voz.

Lo que siguió no era para oídos femeninos.

Fue llevado medio a rastras, medio a empellones, hacia la casita. La puerta se abrió de un empujón, y él fue arrojado a su oscuro interior. Olía a mortero de cal y a madera nueva. Sospechó que estaba sin amueblar. Esperó durante un rato. La puerta fue cerrada desde dentro, y de nuevo le empujaron hacia adelante al interior de un cuarto tan completamente a oscuras, que comprendió tenía cerrada la ventana. Cayó al suelo. Era asombroso que pudiera andar con las piernas atadas como las tenía con la bufanda de seda.

Mientras estaba tirado en el suelo, una cerilla chisporroteó. Encendieron una lámpara de petróleo que estaba en la chimenea, y a poco el cuarto quedó iluminado por el suave resplandor de su luz opaca, Los únicos muebles que existían en el cuarto eran dos sofás, una silla y una mesa de cocina. Contraventanas de madera cubrían la ventana.

Como había sospechado. No había colgaduras ni cortinas de ninguna clase y la mesa no tenía paño alguno.

Su raptor cogió una silla y se sentó, con las manos sobre sus rodillas, contemplándole.

Surefoot nunca hubiera reconocido a esta mujer vieja, de cara amarillenta, con peluca gris y un largo abrigo de pieles. La peluca estaba ahora ligeramente torcida, lo que le daba un aspecto un poco cómico, pero terrible. Tenía miedo del ridículo, y se quitó la peluca y el sombrero con un movimiento de la mano, y apareció aún más grotesco, con su cabeza calva y su cara amarilla…

—¡Le pesqué! —dijo Binny roncamente. Se sonreía, pero no había alegría en su sonrisa. Siguió—: Al fin y al cabo, mister Surefoot Smith no está tan seguro en su piel como su nombre indica.

La broma parecía divertirle; pero después, como consciente de la actitud que la situación requería, asumió el afectado y suave tono que había pertenecido a mister Washington Wirth, y dijo:

—Edifiqué esta pequeña casa hace un par de años. Pensé que podría ser útil. Pero no he estado aquí hace mucho tiempo. Voy a dejar el país. Quizá quisiera usted comprármela. Es un excelente retiro para un profesional que desea quietud, y usted va a estar muy quieto.

De su bolsillo sacó una pistola automática y la colocó sobre la mesa, cerca de él. Agachándose, levantó a Surefoot y le sentó en una de las esquinas del cuarto. Se inclinó y desató la bufanda de seda colocada alrededor de sus tobillos; le quitó los zapatos y los arrojó a otra de las esquinas del cuarto. Dudó un segundo y desabrochó el cuello de Surefoot.

—No está usted herido, mi querido mister Smith —le hizo notar—. Una porra de goma aplicada a la nuca no mata; es, sin embargo, lo admito, muy desagradable. Hubo un policía en Cincinnati que intentó este tratamiento conmigo; pasaron dos meses antes que yo estuviera lo suficientemente bien para matarle… No sabía usted de mi pequeño retiro, ¿eh?

Surefoot tenía la boca seca; su cabeza le daba vueltas; pero no tenía miedo alguno, aunque comprendía que su situación era desesperada.

—¡Oh, sí! Lo sabía, Binny —dijo—. Este lugar está a unos cien metros de Bath Road, cerca de Taplow: Usted compró el terreno hace cuatro años y pagó por él ciento cincuenta libras.

Por un segundo, Binny se encontró desconcertado.

Surefoot Smith continuó:

—Esta casa fue registrada por mis agentes la semana pasada, y está ahora bajo la vigilancia de la Policía de Buckinghamshire. Usted tiene otra casita del mismo estilo en Wiltshire.

—¡Oh! ¿Sí? —respondió Binny, que fue cogido completamente de sorpresa, y estaba también molesto.

Surefoot le observó y trató de ganar mayor ventaja, diciendo:

—¿Qué saca de bueno en seguir siendo un loco? No tenemos prueba alguna en contra suya por asesinato. La única prueba es que usted ha falsificado cheques de Hervey Lyne, y lo más que puede suceder, si no existen otras complicaciones, es una condena de siete años.

De nuevo tocó el punto de la gran duda que embargaba al hombre, y siguió:

—Podrán cargarle un año más por esto —dijo Surefoot—. Pero ¿qué es un año? Tráigame un poco de agua. Hay una cocina precisamente detrás de este cuarto. Deje el grifo correr. El agua estaba sucia cuando yo estuve aquí la semana pasada. En la mesa tiene un vaso de metal.

El instinto de obediencia es más grande aún que el instinto de matar.

Binny salió y volvió a poco con el vaso de metal, que acercó a los labios del detective, que le ordenó:

—Y ahora quíteme estas esposas y hablaremos un poco… ¿Por qué no trajo usted aquí a Mike Hennessey, en vez de…?

Tan pronto como pronunció estas palabras comprendió el detective el colosal error que acababa de cometer.

Binny dio un paso hacia atrás con un rugido y díjole:

—No me buscaba usted por asesinato, ¿eh? ¡Farsante! Voy a explicarle para qué le quiero yo a usted.

La mano de Binny se movió hacia la pistola que estaba sobre la mesa.

La cogió, la examinó cuidadosamente y dijo al detective:

—Siempre he deseado poder decirle hasta dónde llegaría usted, Smith.

—Su deseo se ha realizado —dijo Surefoot fríamente—; pero mejor será que se dé usted prisa.

—Me daré toda la prisa que sea necesaria —contestó sombríamente Binny.

Se metió la pistola en el bolsillo, recogió la bufanda y volvió a atar los tobillos del prisionero. Se quitó después su abrigo de pieles y se despojó de sus ropas de mujer. De un baúl de teatro sacó un viejo traje, que se puso.

Surefoot Smith le observaba con interés, y dijo:

—Infiero que tiene usted un trabajo fuerte que hacer…

—Bastante duro —contestó Binny, y añadió significativamente—: El suelo aquí es bastante blando. Pero no se llega a la roca hasta que se ha profundizado unos pies.

Esperaba atemorizar a su cautivo, pero tuvo un desencanto.

—¿Por qué no dejarme que lo haga yo? —preguntó Smith—. Usted está grueso y falto de facultades. Cavar mi propia fosa es un juego favorito mío.

Durante un minuto, Binny pareció estar considerando esta proposición.

—No; yo lo haré —dijo—, esté gordo o no.

—¿Para qué molestarse? —La voz de Surefoot era casi alegre—. Tan pronto como me echen de menos, me buscarán aquí y en Wiltshire. Creo que su objeto será no dejar rastro. Usted no está seguro de que le podamos condenar por asesinato, ¿verdad? Si usted mata a un agente de Policía es seguro que le ahorcan. Cada agente de Scotland Yard se echará a la calle en busca de pruebas en contra suya, y aun gente que esté durmiendo en su cama jurará que le vieron asesinarme. Usted puede ser que se libre de lo de Hennessey y de lo del viejo Lyne y Tickler; pero seguramente no se libraría de lo mío. Vendrán y registrarán el terreno, que, si no recuerdo mal, está cubierto de hierba, y a no ser que haga usted un trabajo muy artístico me encontrarán, y esto será su fin.

Binny se detuvo en la puerta y se volvió con una fea mueca en su cara.

—Conocí a un policía que hablaba como usted, y su charla le llevó al infierno. ¿Comprende?

Salió y cerró la puerta detrás de él. Surefoot Smith se sentó pensando concentradamente.

Hizo un esfuerzo para romper el eslabón que mantenía unidas las dos esposas. Era, ciertamente, un procedimiento muy doloroso y probablemente imposible. Levantando sus piernas y separándolas por las rodillas podía alcanzar la bufanda de seda, tres veces anudada. Resultaba difícil, pero, al fin, consiguió soltar un nudo. Trabajaba procurando soltar el segundo cuando oyó al hombre volver a lo largo de las desnudas paredes del pasadizo.

Binny encontró su trabajo más difícil de lo que se había figurado. Su cara estaba mojada de sudor. Rebuscó en el baúl y sacó una botella de whisky. La destapó y tomó un largo trago.

—¿Es valor o fuerzas lo que usted busca? —preguntó Surefoot.

—Usted lo verá —gruñó Binny, lanzando una mirada maliciosa al indefenso hombre.

Los extremos de dos pistolas automáticas sobresalían de los bolsillos del pantalón de Binny. Surefoot las contemplaba con ojos de deseo.

Binny estaba a mitad del camino de la puerta cuando se le ocurrió una idea, y, dando la vuelta, examinó los nudos de la bufanda.

—¡Oh! ¿Ha sacado usted uno? Ya arreglaremos eso.

De nuevo registró el baúl y encontró un pedazo de cuerda. La pasó por el eslabón de las esposas y la ató firmemente por detrás del cuello del detective, de tal manera que sus manos quedaron casi a la altura de la barbilla.

—Está usted gracioso. Casi como si estuviera usted rezando —dijo Binny—. No le haré esperar mucho.

Salió del cuarto después de esta promesa.

Tirado allí, indefenso, oía los ruidos de los coches que pasaban.

Sabía que estaba a unos diez metros del camino principal, y era éste un camino a lo largo del cual, día y noche, pasaba el tráfico sin interrupción.

La posibilidad de que la Policía de Buckinghamshire registrase esta casa de campo era muy remota, a no ser que alguien en Scotland Yard tuviese la inspiración de que éste era el sitio más probable a que podía ser llevado. Pero Scotland Yard pudiera no darse cuenta de que faltaba. Era un hombre errático, y cuando estaba empeñado en un caso importante se ausentaba de la oficina principal durante días enteros, dejando a sus jefes rabiando. El registro no comenzaría hasta que Binny estuviera fuera del país.

Contempló la humeante lámpara de petróleo; la llama había sido puesta muy alta y uno de los lados del tubo del quinqué estaba ahumado.

Binny hacía los preparativos para escaparse. No dejaría pista. Ni siquiera el asesinato sería cometido en la casa. Media hora, una hora pasó y oyó los pesados pies del hombre que venía por él. Comprendió que la hora había llegado.

Capítulo veintinueve

Scotland Yard se había dado cuenta de la ausencia de Surefoot Smith, porque los negativos informes que habían llegado a su despacho no habían sido leídos ni atendidos.

El hecho de que éstos fuesen negativos hubiera servido de justificación al oficial de servicio para aceptar la situación, a no ser por el afán de cumplimiento del deber en un joven policía que denunció al puesto de Cannon Row, anejo a Scotland Yard, que un coche azul, cerrado, conducido por una mujer, por mano contraria, no había obedecido su señal de parada en la unión de Westminster Bridge y el Embankment. Cuando le mandó parar desobedeció, y entonces tomó su número.

Ordinariamente, el asunto de una falta de este carácter hubiese sido dejado hasta la mañana siguiente; pero mientras él estaba haciendo el informe llegó al puesto un miembro del Parlamento, para denunciar la pérdida de un coche cerrado azul, que había sido robado enfrente de su club, en Pall Mall. Estuvo parado en un apartadero contra todas las leyes del tráfico, y él había sido un testigo ocular del robo.

—Era un hombre vestido de mujer —fue su asombrosa conclusión.

—¿Qué es lo que le hace a usted creer eso, señor? —preguntó el inspector de guardia.

—Al entrar él, el techo del coche, que tenía una carrocería muy baja, le quitó el sombrero. Era un hombre calvo, con cara muy amarillenta, como si padeciese ictericia.

El inspector se irguió en su silla. Toda Inglaterra buscaba a un hombre calvo con cara amarillenta, y en pocos momentos los alambres del telégrafo vibraban.

De nuevo fue un policía del tráfico el que proporcionó otra información. Y de nuevo fue la ansiedad de Binny por escapar de Londres la que le delató. Había sido detenido cerca de Henston, donde una línea de tranvías cruza el camino principal. Por milagro se libró de chocar con el tranvía, y el coche patinó. El policía cruzó el camino para examinar la licencia del conductor, cuyo motor se había parado. El policía vio claramente una gruesa mujer conduciendo; pero antes que pudiera hacer una pregunta, el motor volvió a funcionar y el coche siguió. Esto debió de haber sucedido cuando Surefoot perdió el conocimiento por segunda vez.

Fue hora y media después que las investigaciones hubieran comenzado cuando llegó este informe del policía de tráfico. Para estas horas la orden de buscar a Surefoot no había dado resultado alguno. Además de esto, había dejado sobre su mesa de Scotland Yard un montón de notas sin terminar.

Surefoot nunca, ni en ninguna circunstancia, dejaba sus notas abandonadas. Otro hecho significativo era que no había entregado la llave de su despacho al oficial de la puerta, cosa que siempre hacía, por muy rápida que fuese su salida.

Su costumbre de pasear era conocida por todos. Había sido visto caminando hacia Savoy Hill. El policía de guardia al pie del cerro también le había visto dar la vuelta. Alguien recordó el coche azul que había estado parado a un lado de la calle. Cuando todas estas investigaciones terminaron, todos los detectives de Scotland Yard se habían reunido, según las instrucciones del jefe, que había sido llamado apresuradamente.

—Debe de dirigirse hacia la costa. Lo más probable es que esté en camino de una de sus casas —dijo el jefe—. Llame por teléfono a la Policía de Buckinghamshire y Salisbury, y, para estar completamente seguros, que salgan inmediatamente coches para estos dos sitios.

Uno de los primeros en ser interrogados fue Dick Allenby. Se sabía que Surefoot era amigo suyo, y un inveterado charlatán, que le gustaba más que nada sentarse hasta las tres de la mañana con un amigo y simpático oyente.

La llegada a Scotland Yard de Dick Allenby coincidió con la salida del primer coche para Salisbury.

—Quizá andemos a la caza de rayos de luna —dijo el jefe—. Muy posiblemente, el viejo Surefoot aparecerá dentro de un cuarto de hora. Pero no quiero correr riesgos innecesarios.

—No se dejará engañar —dijo Dick desdeñosamente.

El jefe movió la cabeza.

—No lo sé. Este pájaro ha tenido una gran experiencia en América y no será la primera persona que se ha llevado para un ride en este país.

De una cosa estaba seguro… Que la amenaza de un revólver no hubiera obligado a Surefoot a entrar en el coche.

Miró su reloj. Era la una y media. Moviendo la cabeza, dijo:

—Desearía que la noche se hubiera acabado.

Por esta sentencia comprendió Dick todo lo que los otros temían.

* * *

Surefoot Smith tenía menos de medio minuto para pensar y escocer, uno por uno, de una docena de planes, la mayor parte de ellos impracticables, que daban vueltas en su cabeza.

La puerta se abrió lentamente y Binny entró. Se limpió la frente con un gran pañuelo que sacó de su bolsillo y se sentó.

—Me acompañará a dar un pequeño paseo, amigo mío —dijo amablemente.

Cogió la botella de la mesa. Tragó un abundante sorbo y se limpió la boca. Agachándose, desató la bufanda enrollada a los tobillos de Surefoot y de un tirón le puso en pie.

Surefoot Smith se levantó vacilante. Su cabeza daba vueltas; pero lo terrible del momento le hizo recobrarse instantáneamente.

Binny estaba de pie, al lado de la puerta, jugando con su pistola. Había colocado al final del cañón un objeto en forma de huevo, del que Surefoot nunca había visto nada parecido, que le hizo preguntarse cómo Dick Allenby, que estaba interesado en silenciadores y que había asegurado frecuentemente que un silenciador no podía ser usado en una automática debido al retroceso, reconciliaría sus teorías con este hecho.

Surefoot anduvo hasta la mesa y se quedó de pie, apoyando sus manos esposadas sobre su superficie.

—¿Rezando o algo así? —se burló Binny.

—Usted no quiere que nadie sepa que yo he estado aquí, ¿verdad? No quiere usted dejar ninguna señal y por eso no me mata en el cuarto, ¿no?

—Eso es —dijo el otro alegremente.

—Si llegaran un centenar de personas y empezaran a hacer preguntas, le estropearían su plan, ¿verdad?

Los ojos de Binny se entornaron.

—¿Qué es lo que usted pretende? —preguntó.

Dio un paso hacia su prisionero; al mismo tiempo, Surefoot levantó la lámpara y la arrojó contra el abierto baúl. Se sintió un chasquido al romperse el vidrio del depósito, la luz tembló, y después una gran llama saltó hacia el techo.

Binny se quedó paralizado, y en el mismo instante Surefoot se arrojó sobre él.

Amagó directamente a la cara de Binny con sus puños cerrados; éste esquivó y el golpe no le alcanzó. Algo estalló en la cara del detective. Sintió el olor de la pólvora y el ruido metálico de un cartucho al chocar contra la pared.

Golpeó de nuevo, tratando de dar con las esposas de acero sobre la cabeza del hombre. Binny se echó hacia un lado, pero no consiguió esquivar el choque del golpe. La pistola se le cayó de la mano al suelo.

El cuarto era ahora una masa de llamas; el fuego había consumido la pequeña costra de cal de la pared y la madera ardía como papel; la atmósfera estaba cargada de acre humo; el calor era ya realmente intolerable.

De nuevo Surefoot golpeó y de nuevo esquivó Binny. De un puntapié había arrojado la pistola fuera del alcance, lanzándola sobre la masa de llamas que salían del fondo del baúl. La puerta estaba abierta, y Binny, de un salto, salió del cuarto, tratando de cerrar detrás de él; pero los hombros de Surefoot se lo impidieron. Abriendo más la puerta medio cayó al pasadizo y se arrojó de nuevo contra el asesino.

La única esperanza era mantenerse unido a él.

Binny tenía otra pistola. La tenía casi fuera de su bolsillo cuando Surefoot le apretó contra la caliente pared y, apoyándose sobre sus pies, usó de toda su fuerza para aplastarle. En esta posición era imposible golpearle. En la media luz vio que Binny trataba de ir hacia la puerta de enfrente y le empujó hacia ella para facilitar su propósito.

Al abrirse la puerta de par en par y entrar el aire de golpe, el murmullo del fuego se convirtió en rugido. Las llamas saltaban hacia arriba como banderas rojas azotadas por el viento.

Binny trataba de librarse de las manos que le sujetaban por el cuello, intentando desesperadamente sacar su segunda pistola. Su respiración era un agudo silbido. Estaba asustado y había perdido toda su reserva de valor. Se revolvía desesperadamente para escapar a la presión de la pesada figura que se apretaba contra él, y, por fin, con un sobrehumano esfuerzo lo consiguió y salió corriendo por la puerta, perseguido por Surefoot. Binny había sacado su pistola y disparó. El detective se arrojó sobre su presa y le tiró al suelo. Binny se levantó en un segundo y echó a correr hacia detrás de la casa.

La zona, en un radio de más de cien metros, estaba tan iluminada como de día. Surefoot, aun esposado como estaba, salió en su persecución, y de pronto Binny se revolvió, y esta vez apuntó con cuidado. Surefoot sabía que ahora no había esperanzas. El hombre que le apuntaba era un certero tirador, y estaba a media docena de pasos de él. En su desesperación saltó hacia adelante, sus pies en el aire, y se sintió caer, caer, caer…

Oyó el disparo, sospechó vagamente que esto era la muerte, y sólo comprendió que seguía vivo por el golpe de su cuerpo contra el fondo del agujero dentro del cual había caído.

Se dio cuenta en seguida de lo que había sucedido. Binny había estado ocupado toda la noche cavando el hoyo donde esconder su crimen. Pero no había previsto que valiera a la presunta víctima para esquivar el disparo dejándose caer dentro del agujero.

Con esfuerzo, se puso en pie, lastimado y dolorido. Oyó el segundo tiro y miró hacia arriba. Sonaron un tercero y un cuarto; luego, una autoritaria voz que daba el alto a alguien; después oyó gritos pronunciando su propio nombre.

La cara de un hombre apareció sobre el borde del agujero: era su sargento.

Le sacaron de la fosa.

—No se escapará —dijo el detective, al que Surefoot preguntó ansiosamente:

—¿Por dónde se ha ido? ¿Dónde está su coche?

Estaba cansado, dolorido de la cabeza a los pies, golpeado y arañado; pero por el momento no pensaba en cuidarse. Ordenó:

—Busque en mi bolsillo de atrás. Creo que he dejado en él la llave de las esposas.

Abrieron éstas, se las quitaron y se frotó las magulladas muñecas.

—¿Han encontrado su coche? —preguntó.

El coche de Binny no había sido hallado. La última vez que Surefoot le había visto estaba a la puerta de la casa; pero, evidentemente, aprovechando alguna de sus ausencias, lo había llevado a un escondite. Había un pequeño garaje unido a la casita, una pequeña barraca, pero estaba desocupada.

A la luz de la casa ardiendo vieron las huellas del coche. Las rodadas cruzaban el campo a la izquierda de la casa y pasaban por el mismo sitio donde Binny había cavado la fosa. De allí en adelante era difícil seguirlas; pero, indudablemente, seguían a través del campo, la misma dirección que el hombre había tomado. Un cuarto de hora más tarde encontraron inconfundibles señales de que el coche había estado parado en un camino de secundaria importancia, pues las rodadas del coche eran más visibles en la húmeda y blanda tierra. No se había dirigido de nuevo al camino principal, sino que dio la vuelta hacia el camino de Cookham, donde el tráfico prácticamente no existía en aquella hora de la noche y podría pasar sin ser visto. La barrera estaba completamente abierta, y el único oficial de servicio en Cookham vio pasar el coche, pero no observó al conductor. Había dado la vuelta hacia el puente de pago, que a esta hora de la noche tiene su entrada abierta.

La Policía de Bourne End había visto pasar varios coches, sin fijarse especialmente en ninguno de ellos. Podía haber tomado el camino de Oxford por el paso a nivel del ferrocarril o haber seguido el río hasta Marlow.

Surefoot Smith rechazó la suposición de que se fuera a casa y descansara, dejando su caza al escuadrón volante de la Policía de Buckinghamshire, y dijo violentamente:

—No puede ir lejos vestido como está, en camiseta y pantalones; le arranqué casi toda la camisa. Asaltará a alguien o robará en una casa para conseguir un nuevo traje. ¿Comprenden ustedes qué clase de hombre es éste? Está educado en los procedimientos de los gangs; no se detendrá ante el asesinato. No estamos tratando con un vulgar criminal inglés.

No esperaron mucho para comprobar esto. Decidiéndose por el camino de Marlow, por ser el que probablemente ofrecía mayores oportunidades al desesperado, encontraron a un policía montado en bicicleta. Llovía fuertemente, y su gorra y abrigo chorreaban agua.

—¿…?

—Un coche azul pasó por aquí hace cinco minutos —respondió el ciclista.

El coche de la Policía prosiguió veloz. Justamente fuera de Marlow encontraron el coche que buscaban. Estaba vacío.

A las tres en punto de la mañana, un coche que pasaba en dirección a Oxford fue parado por un policía que estaba en medio del camino con los brazos extendidos. Conduciendo el coche iba un acomodado campesino de Oxford, que se sintió molesto por esta parada.

—Siento molestarle —dijo el oficial de Policía; pero estamos buscando a un asesino fugado y desearía que usted me llevase hasta el otro lado de High Wycombe.

El campesino, un poco intrigado y no del todo disgustado, probablemente orgulloso de encontrarse como partícipe en la caza de un hombre, rogó al policía que se sentara en el poco confortable asiento de atrás del coche, y siguió su camino a través de Wycombe.

—Le diré dónde ha de dejarme —dijo el agente—. Al otro lado de High Wycombe hay un camino que se dirige a Princes Risborough. Vaya usted por ahí.

El conductor quiso excusarse. Tenía que volver a Oxford.

—Dé la vuelta ahí —dijo el agente de Policía, al tiempo que algo frío rozaba la nuca del campesino—. Haga lo que le mando.

La voz del policía era autoritaria. El revólver que tenía en su sucia mano era elocuente. El campesino casi saltó fuera de su sitio, lleno de asombro. No le faltaba valor, pero estaba desarmado y no podía hacer nada.

—¿Qué es lo que pretende? —preguntó.

No se había dado cuenta aún de que el hombre colocado detrás de él era cualquier cosa menos un policía, y objetó:

—No le está a usted permitido hacer esto…

—Quítese de la cabeza la idea de que yo sea un policía —dijo Binny—. El hombre al que pertenecían las ropas que aquí ve, era un agente, y está tendido en la cuneta con la cabeza rota. Condúzcame a donde le digo y se evitará muchas discusiones.

El conductor volvió el coche en la dirección indicada. Siguieron a lo largo de un camino nuevo, parte del cual estaba en construcción. Había luces rojas y el fuego que había encendido un guarda. Vagamente comprendió el campesino que el hombre que llevaba era el asesino fugitivo, y esto le hizo sentir escalofríos. Estaban en una comarca que aun a las doce del día está un poco solitaria, y ahora era un silencioso desierto. Continuamente, Binny observaba a derecha e izquierda, buscando un sitio a propósito para su proyecto. A poco pasaron por delante de un edificio de madera con aspecto de pajar, situado a un lado del camino, y ordenó al conductor que parase y diese media vuelta.

Estaba abierta la verja, a un lado, y entraron a través de ella.

—Pare aquí —dijo Binny. Abrió la puerta del coche y ordenó—: Y ahora bájese.

Sacó la pequeña lámpara eléctrica que había formado parte del equipo del infortunado policía y alumbró la puerta del pajar. No estaba asegurada con candado.

Empujó, abriéndola con una mano y apuntando al prisionero con la otra.

—Entre —le dijo, y le siguió.

Media hora más tarde salió de nuevo vestido con el traje del campesino y su chaqueta de agua de alto cuello. Escuchó durante un segundo desde la puerta antes de cerrarla. Entró en el coche y salió de nuevo al camino.

Corría aún considerable peligro de ser detenido. Un hombre solo conduciendo un coche sería sospechoso, con cualquier ropa que llevase, y la presente solución de sus dificultades no era más que una medida provisional.

Si pudiese encontrar uno de esos camiones que por la noche se dirigen de Londres a las provincias, sería mucho mejor. Estos camiones expresos llevan dos y a veces hasta tres hombres. Tenía que confiarse a la suerte.

Le detendrían seguramente si tomaba una dirección que le alejase de Londres. En las pocas horas que quedaban antes del amanecer tenía que encontrar la manera de regresar a Londres.

Pasó a través de Aylesbury y le salió bien. Tenía un extraordinario conocimiento de la topografía y trataba de llegar a Great North Road y acercarse a Londres desde esa dirección.

Al pasar a través de un pueblo, un policía salió de la sombra y le mandó parar levantando la mano. Durante un segundo Binny dudó. Su primer impulso fue seguir, pero no estaba muy seguro de la localidad y todas las probabilidades eran de que si no paraba ahora encontraría una barrera unos kilómetros más adelante.

Binny había estudiado la organización de la Policía muy cuidadosamente. Sabía que ésta podía encerrar Londres en un anillo con establecer estas barreras, y que estaba expuesto, en cualquier momento, a llegar a un sitio en que un camión de la Policía estuviera cruzado en el camino. Conocía también las bandas de lona con gruesos clavos que ponían a través del camino, con desastrosas consecuencias para el motorista que no paraba.

Quitó el pie del acelerador e hizo parar el coche.

—Enséñeme su licencia —dijo el policía.

Binny se irguió. Había quitado a su víctima todo lo que tenía encima, pero la licencia no estaba entre sus papeles. Los conductores tenían la costumbre de llevar tan importante documento en la bolsa de la puerta.

Sacó sigilosamente su revólver del bolsillo y lo colocó sobre el asiento antes de levantar la cartera de la bolsa y registrarla. Su corazón dio un salto al tocar la forma familiar de la licencia.

Se la alargó, y el policía la examinó a la luz de la linterna.

—¿Es Dornby o Domby? —preguntó el oficial.

—Dornby —dijo prontamente.

Era tan posible que fuera lo uno como lo otro, y el oficial le devolvió la licencia sin una palabra.

—¿Ha visto usted a alguien conduciendo un coche azul? ¿Un hombre vestido en camiseta y pantalones?

Binny se echó a reír.

—No podría decirle el color del coche y menos cómo iba vestido el conductor. ¿Por qué? ¿Buscan ustedes a alguien?

—Se ha cometido un asesinato —dijo el policía vagamente—. Tenemos solamente una ligera idea de por qué ha sido dada la orden de arresto y detención. Buenas noches, mister Dornby.

Binny siguió adelante. El policía no se había fijado en su cara amarillenta; pero el siguiente podía hacerlo. «Son muy astutos en Scotland Yard», se dijo, y quedó pensando por qué habrían sido notificados estos puestos aislados.

Leyó la licencia. El nombre era John Henry Domby, de la granja Wellfield. Se aprendió esto de memoria, guardó la licencia en su bolsillo y siguió.

Estaba ahora en un sitio en el que debía evitar los pueblos, porque pronto llegaría al North Road, donde estarían establecidas las más eficaces barreras, especialmente en la jurisdicción de la Policía metropolitana.

Llegó, por fin, al largo y ondulante camino que va de Londres, a través de Doncaster, hacia el Norte. ¿A la izquierda o a la derecha? Éste era el problema.

Desembocó en la carretera a través de un pequeño camino de altos terraplenes. Estaba cerca de una vuelta del mismo cuando oyó el ruido del motor de un coche, vio el resplandor de los faros y se volvió rápidamente hacia la izquierda; el coche, que tomaba la vuelta, iba por la parte izquierda del camino; el conductor vio el auto de Binny muy tarde para evitar la colisión. Se echó bruscamente hacia la derecha. El coche patinó en la resbaladiza carretera, dio media vuelta, chocando una de sus ruedas contra el poste del telégrafo, y quedó inclinado peligrosamente sobre una de las cunetas.

Binny paró de repente para evitar una segunda colisión, porque el destrozado auto se hallaba ahora enfrente de él, y solamente con un frenazo rápido consiguió parar su coche a pocos centímetros del otro. Oyó al chófer gritar. La puerta fue abierta de un empujón y una mujer salió a gatas ante la luz de los faros.

Binny se quedó con los ojos abiertos, resistiéndose a creer lo que tenía ante sí. La mujer que estaba enfrente de él, bajo la lluvia, ¡era Mary Lane!

Capítulo treinta

La tranquilidad puede ser muy aburrida, especialmente cuando va unida a una cama dura y un cuarto mal ventilado. La mujer del sargento le había dado el mejor dormitorio, que era, según la apreciación corriente, muy cómodo. Mary se sentía enormemente cansada cuando apagó la luz; pero en el momento de poner su cabeza sobre la almohada, todo su cansancio y ganas de dormir desaparecieron. Permaneció durante media hora contando ovejas e imaginando cuentos, haciendo cálculos de compras; pero cada vez se despabilaba más. Por fin se levantó, encendió la luz y se puso una bata.

Pensó que el acto de levantarse le atraería el sueño, pero se equivocó; se encontró acometida por el deseo de irse a su cuarto del hotel y empezó a vestirse.

Fácilmente encontraría una excusa para la mujer del sargento, que había salido aquella noche y no volvería hasta después de las doce. No tenía teléfono la habitación, pero Surefoot Smith le había dado permiso para andar por todo el cuartel, y sabía que solamente tenía que bajar y hablar con el inspector de noche y éste la pondría en comunicación con el detective.

Comprendía que era una ingrata; pero por lo que a ella tocaba, se había dejado conducir a este seguro retiro sin ningún entusiasmo. El peligro por parte de Binny era probablemente exagerado. El mismo Surefoot le había dicho que aquél no podría tener interés por ella ahora que la alarma ya había sido dada.

Escribió una nota para su ocasional patrona, nota en la que había más débiles excusas por su excentricidad que las que eran necesarias; se puso su abrigo y bajó al puesto de Policía.

El inspector al que fue presentada había salido a visitar las patrullas; y como no había recomendado al sargento de guardia la necesidad de vigilar a la visitante, éste acogió su deseo de volver al hotel con cortés interés, hasta que ella mencionó el nombre de Surefoot Smith, y entonces se volvió muy atento.

—No está en la estación, miss. En realidad, ha sucedido algo. Hemos recibido una orden especial para buscarle.

Mary abrió los ojos con asombro.

—¿Buscarle? —Y añadió rápidamente—: ¿Ha desaparecido?

El sargento no se olvidó de que la discreción es la primera cualidad de un agente de Policía, y se hizo el desentendido.

—¿Es algo que tenga que ver con Binny? —insistió ella.

—Pues bien: sí —respondió el sargento, que dudó antes de hacerse más comunicativo—. Es el hombre que buscan por el asesinato del viejo en Regent’s Park. Sí, tienen la idea en la oficina de que Binny se lo ha llevado a alguna parte… Es una idea bastante rara que un asesino pueda llevarse a un inspector del CID… Pero no podemos hacer nada por nuestra parte.

Se dio cuenta ella, aun sin comprenderlo, de la eterna, aunque amistosa, rivalidad existente entre las uniformadas y no uniformadas ramas de la Policía metropolitana.

El sargento continuó:

—¿Cómo es posible engañar a un inspector para llevárselo? Parece una tontería, ¿verdad? Personalmente creo que esto es necio… Pero ¿qué quiere usted que hagamos? Estamos alerta, buscando a los dos.

Mary le rogó que le buscase un taxi y de nuevo él mostró mala gana. Los sargentos encargados de puestos de Policía no tienen tiempo para buscar taxi a los visitantes; pero ella era, evidentemente, amiga de Surefoot Smith, y esto contó en su favor. Telefoneó a una parada de autos y cinco minutos más tarde era conducida, bajo la lluvia, hacia Scotland Yard.

Llegó en el momento que los coches salían en busca de Surefoot, e interrogó al inspector jefe. Éste le proporcionó muy pocos detalles y, en cambio, muchos consejos paternales para que se fuera a la cama. Evidentemente, no sabía nada acerca de los planes de Surefoot para protegerla, y se encontró un poco embarazado cuando ella le preguntó si podría quedarse en Scotland Yard hasta que llegaran algunas noticias.

—Si yo fuera usted, miss Lane, no me preocuparía —dijo—. Tenemos barreras policíacas por todos los caminos en treinta kilómetros alrededor de Londres, y estoy completamente seguro de que Surefoot aparecerá. Es un poco errabundo y no me sorprendería verle entrar en cualquier momento.

A pesar de todo, como ella estaba decidida a quedarse, la hizo conducir a la habitación de Surefoot.

Era un cuarto tranquilo, y ahora que la primera excitación de la noche había pasado, se daba cuenta de lo cansada que estaba y de lo tonta que había sido al dejar su cómoda cama.

Se sentó a la mesa, descansando su cabeza sobre la palma de la mano, cabeceando y cayendo al poco tiempo en ese estado semiconsciente que es casi el sueño.

Se despertó de repente cuando el inspector jefe entró para decirle:

—Señorita, váyase a su casa; hemos encontrado a Surefoot y, según las noticias, no está malherido… —le contó brevemente lo que había sucedido—: Binny se ha escapado. La teoría de Surefoot es que trata de ir al Norte. ¿Ha notado usted que todos los fugitivos de la Justicia invariablemente se dirigen al Norte? Es seguro, o, al menos, casi seguro. Y ahora, váyase a casa, miss Lane. Le mandaré un agente a su hotel mañana con las últimas noticias.

—¿Vuelve él a Londres? —preguntó Mary Lane—. Quiero decir mister Smith…

El jefe sonrió.

—No; hemos constituido una especie de barrera principal a este lado de Welwyn. El inspector jefe, Roose, está al frente, y Surefoot va allí para una consulta. Él está bien. Su amigo mister Allenby está con él.

Hizo llamar un taxi y se dirigió a su hotel. Debió de estar dormida durante dos horas, según dedujo al pasar por Big Ben y sonar las dos. Estaba ahora mucho más despierta de lo que lo había estado antes en cualquier hora de la noche.

El portero que la recibió buscaba si había alguna carta para ella cuando Mary le interrumpió:

—¿Hay algún sitio donde pueda alquilar un coche? —preguntó.

La miró asombrado y respondió el portero:

—Sí, señorita. ¿Quiere usted uno para esta noche?

Dudó qué decir.

Por su parte, el jefe de Policía le había dicho que Surefoot y Dick se encontraban en Welwyn, sin más referencia; pero supuso que se habrían acomodado en el cuartel local de Policía.

Desconocía lo que significaba una barrera, si bien sospechaba que era policía apostada en determinados puntos estratégicos de las vías y caminos con la misión de detener a los coches e investigarlos; y en ese caso, a tales agentes se dirigía para que le indicasen dónde poder encontrar a sus amigos.

El porqué tenía que ir ella misma en su busca, no podía explicárselo por sí misma. Solamente podía justificarlo el deseo que sentía de estar presente en estos acontecimientos, que tan íntimamente afectaban a su vida, y de ver con sus propios ojos el desenlace de una historia en la cual había sido parte muy principal, y quién sabe lo que le estaría reservado aún.

Para no hacerlo así podría haber hallado muchas excusas, pero ninguna le hubiera resultado satisfactoria.

—Sí, tráigame un coche. Dígale que venga lo antes posible —resolvió al fin Mary.

Le entregó la llave de su cuarto al portero, que a poco subió, llevándole un café que él mismo había hecho, porque durante la noche no solamente era guardia, sino el cocinero.

Leo Moran había sido trasladado a su propia casa, según le dijo el portero, que hablaba mucho y sentía cierto orgullo por ello y por codearse con los periodistas que entraban y salían desde el descubrimiento del banquero medio asfixiado.

Apenas tuvo tiempo Mary de terminar su café antes de la llegada del coche, y vistiéndose ropas de más abrigo bajó y dio instrucciones al chófer.

Al salir el coche de los suburbios a campo abierto, la fuga de Binny se le apareció con nuevo significado. No lo sentía por él, y si estaba un poco asustada era al pensar en la gran máquina que su cerebro había puesto en movimiento. En el instante en que tuvo conocimiento de la escritura garrapateada en el reverso del cheque, resolvió el misterio de las falsificaciones de Binny, y cuando supo que todas las falsificaciones estaban fechadas el diecisiete de cada mes, día en que el viejo Hervey, invariablemente, pagaba las cuentas de sus proveedores, quedó plenamente convencida de la culpabilidad del criado.

Y después, porque ella se acordó de la forma y aspecto de la llave de la puerta de la cocina y porque relacionó los cheques y la llave, dieciocho mil policías londinenses buscaban a ese hombre calvo.

De eso era de lo que tenía que asustarse. No de Binny y de su amenaza, sino del espectáculo de esa gran máquina de inmensas ruedas moviéndose para aplastar al malhechor. Para Mary Lane, Binny no era un individuo: era una fuerza.

Advirtió que el coche corría un poco peligrosamente sobre la carretera húmeda. Sintió un patinazo y se agarró nerviosamente al brazo del asiento para no caer.

Estarían a unos cuantos kilómetros de Welwyn cuando, al dar una vuelta, vio un coche que entraba en la carretera delante de ellos, y se quedó fría, porque comprendió que, a la velocidad que llevaban, era casi imposible evitar el choque. Su coche se echó hacia un lado y dio media vuelta. Oyó el golpe, y fue violentamente arrojada de rodillas, al tiempo que el coche se inclinaba hacia adelante.

Se levantó hacia la puerta, y con grandes esfuerzos la empujó abriéndola, y, medio arrastrándose, salió a la mojada carretera.

El chófer ya estaba de pie, al lado del motor, mirando escépticamente el coche.

—Lo siento mucho, señorita —dijo roncamente—. Tendré que telefonear a la ciudad para que manden otro coche. Quizá este caballero pueda llevarla a Welwyn.

El segundo coche, por evadir al cual el accidente había ocurrido, estaba detrás de ellos. Al dirigirse Mary hacia él, su conductor bajó del asiento. El cuello de su gabán estaba levantado, y Mary no pudo verle la cara.

—¿Han tenido un accidente? —preguntó hurañamente.

El chófer se adelantó y preguntó:

—¿Quiere usted llevarnos a Welwyn? Se ha destrozado una de mis ruedas delanteras.

—Es mejor que espere usted con el coche. Llevaré a la señorita. Faltan sólo un par de kilómetros. Vamos, señorita. Suba. La dejaré en el pueblo y enviaré un remolque para trasladar el coche.

Aparentemente, este arreglo le pareció bien al chófer, y Mary siguió al del coche ileso, y cuando éste abrió la puerta entró sin ninguna desconfianza. Dio la vuelta él por detrás del coche, entró por la otra puerta y se sentó a su lado. Mary no podía ver su cara; el cuello de su gabán seguía levantado todavía.

Al tiempo que él ponía en marcha el motor y empezaba a andar, le pareció oírle reír, y trató de imaginarse qué había de divertido en esta situación.

—Es usted muy amable al llevarme —dijo ella—. Creo que el accidente ha sido, en realidad, por culpa nuestra.

No replicó él en el momento, pero después añadió:

—Los accidentes tienen que suceder —dijo sentenciosamente.

Siguieron la carretera durante una distancia de doscientos o trescientos metros, y de repente el coche se volvió hacia la izquierda.

Conocía ella aproximadamente la situación de Welwyn. De cualquier modo, la conocía lo suficientemente bien para comprender que se alejaban de la población.

—¿No se ha equivocado usted? —preguntó con cierta inquietud.

—No —fue su brusca y lacónica respuesta.

Pero ésta no produjo en la muchacha más que cierto resentimiento.

De este segundo caminó pasaron a un tercero. Una estrecha calzada que corría casi paralela al camino principal bordeaba una gran posesión. Altos árboles flanqueaban uno de los lados de la calzada y una verja de alambre separaba la finca del camino.

Después disminuyó la velocidad del coche, y al llegar frente a una portilla blanca se detuvo. El conductor colocó el coche de tal manera que sus faros iluminaron la portilla y revelaron su débil naturaleza. Sin dudarlo, echó el coche hacia adelante, rompiendo uno de los faros en el encontronazo y haciendo astillas la portilla.

Al otro lado de ésta había un camino de grava bastante bueno, y por éste lanzó el coche a toda velocidad.

—¿Adónde vamos?

La muchacha sentía escalofríos. El comprender el peligro en que se hallaba la hizo temblar de pies a cabeza.

Binny no contestó hasta que llevaban andados unos cien metros. Había un espacio libre, entre los árboles a su derecha, y metió el coche en esa dirección por espacio de otros cincuenta metros. Luego paró el motor.

—¿Qué significa todo esto? —volvió a preguntar Mary.

—Es usted muy simpática, señorita. Muy agradable. Estoy encantado de haberla encontrado en tan romántica situación…

Al oír tan meliflua y afectada voz, casi se desvaneció Mary, exclamando:

—¡Binny!

Y se dio cuenta de todo el horror de su descubrimiento al proseguir él:

—Amiga de mister Allenby… Prometida de él, ¿verdad?, y amiga de mi querido amigo mister Surefoot Smith, ¿no?

Mary alargó la mano a la manilla de la puerta y trató de levantarse; pero él la arrojó hacia atrás y añadió:

—Se me habían ocurrido muchas cosas con respecto a usted. La primera, que nadie me pararía si me vieran en el coche con una señorita. Después se me ocurrió que era demasiado optimista. El segundo pensamiento que se me ha ocurrido, querida mía, es que podría usted servirme de gran ayuda, y el tercero, mi encantadora jovencita, es que, si lo peor ocurriese, no le pueden ahorcar a uno más que una vez por muchos crímenes que haya cometido. No quiere decir esto que vayan a ahorcarme a mí —siguió rápidamente—. Soy demasiado inteligente para ello. Y ahora nos apearemos y veremos dónde estamos.

Se inclinó sobre ella, empujó la puerta, abriéndola, y cogiéndola por el brazo la ayudó solícito a apearse.

Pocos momentos antes de salir del hotel, el portero le entregó un montón de cartas. Había puesto un anuncio buscando una doncella y dado la dirección del hotel. Esas cartas eran algunas de las contestaciones al anuncio, y las llevaba en el bolsillo. Al apearse del coche se acordó de ellas. Sacó una y la dejó caer en el suelo.

Binny había conservado la lámpara que le quitó al policía y con la ayuda de ésta encontraron el camino a través de la plantación, y dijo:

—Encontraremos otro coche…

Hablaba en un tono agradable Binny, y Mary, aun en su terror, se preguntaba admirada cómo podría Binny recuperar su carácter de Washington Wirth. Era grotesco e increíble como una pertinaz pesadilla.

—Yo soy un hombre de infinitos recursos —prosiguió él sin soltar el brazo de Mary—. Durante cien años hablarán de Binny como hoy hablan de Jack Sheppard, y lo maravilloso acerca de todo esto es que terminaré mi vida tranquilamente como un miembro respetable de la sociedad. Posiblemente llegaré a ser concejal mayor en una ciudad colonial. Un agradable porvenir y un papel que sabré representar.

En este momento dejó caer ella la tercera carta. Tenía que marcar sus huellas, y la reserva de cartas no era inagotable. Dejó caer la cuarta cuando cruzaban la esquina de un campo.

Durante todo el tiempo continuó él charlando incesantemente:

—No tenga usted miedo, mi querida señorita. Nada le ha de suceder… por el momento. Mientras usted viva, yo vivo. Usted es un rehén… Ésta es la verdadera palabra, ¿no?

Mary no contestó. El primer momento de pánico había pasado; solamente podía conjeturar lo que sucedería al final, cuando este hombre desesperado se encontrase acorralado y ella por entero a su merced.

Delante de ellos se dibujaba, cortando el cielo de la noche, la silueta de una gran casa. Llegaron hasta un jardín rodeado de una verja de hierro, y, andando paralelamente a éste, tropezaron con una puerta abierta que daba a un patio.

Por una o dos veces concedió como un descanso en su monólogo. Se había callado para escuchar. Era una noche muy tranquila; el ruido distante de los trenes y el zumbido de los automóviles que pasaban a lo largo de la carretera llegaban hasta ellos claramente. Al parecer, estaba satisfecho, porque no hizo comentario alguno. Ahora, al entrar en el patio empedrado, se detuvo de nuevo, volviendo su cabeza hacia atrás, para escuchar. Al hacer esto, vio durante un segundo el relámpago de la luz de una lámpara que después desapareció. Parecía venir de la plantación que acababan de abandonar. ¿Había dejado los faros del coche encendidos? ¿Sería de éstos? Se movió unos cuantos pasos a la derecha y a la izquierda, pero no volvió a ver la luz en cuestión.

La posibilidad de que hubiese guardabosques en el campo se le ocurrió ahora. Era, indudablemente, un coto de alguna clase. La parte de la verja era de alambre enrejado.

Ni una vez siquiera aflojó la presión sobre el brazo de la muchacha. Sentía ésta la tensión del momento y contenía su aliento. Después, sin decir una palabra, la guió hacia el patio, y Mary observó que ahora usaba la lámpara con mayor precaución. Había allí cuadras. Dos de los cuarterones de sus puertas estaban abiertos completamente y colgaban de bisagras rotas. No había necesidad de hacer más investigaciones. La casa a la que estaban unidos los establos estaba desocupada.

Llegaron a lo que era, evidentemente, la puerta de la cocina, y encontraron un aviso deteriorado por el tiempo:

«Las llaves se encuentran en casa de los señores Thurlow, Welwyn».

Había una gran ventana en la parte de atrás de la casa. Binny rompió los cristales con el cañón de su pistola, buscó a tientas el cierre y, cuando dio con él, lo abrió.

—Entre… —comenzaba a decir cuando se vio dentro de un círculo de cegadora luz. De alguno de los rincones del patio, una lámpara estaba dirigida contra él, y oyó una voz que odiaba, decir:

—No se mueva, Binny.

Era la de Surefoot Smith.

Durante un segundo se quedó paralizado. Su mano oprimía a la muchacha. De repente, de un tirón la puso delante de él. Su brazo alrededor de su cintura.

—Si da usted un paso para acercarse, disparo —dijo Binny.

Y sintió ella el frío del cañón del revólver correr a lo largo de su cuello.

—¿Qué puede traerle de bueno el ser tonto, Binny? —le decía Surefoot con voz entre acuciante y acariciadora.

No podía verle en el resplandor de la luz que él o algún otro sostenía.

Surefoot le insistió:

—Sométase a causa como un hombre. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que no tendremos motivo para hacerle nada.

—Conque no tienen motivo, ¿eh? —gritó Binny—. A otro perro con ese hueso, Smith. Llame a sus hombres y sáquenos de este lío. Deme una hora, y yo dejaré a esta señorita sin hacerle daño. Acérquese un paso más y volaré su cabeza, y entonces sí tendría algo en contra mía y no será ciertamente un cincuenta por ciento.

Hubo una larga pausa, y la muchacha oyó a los hombres hablando en voz baja.

—Está bien —dijo Surefoot, por fin—. Le doy una hora, pero usted entrega a la muchacha en seguida.

Binny se echó a reír roncamente.

—¿Soy acaso un niño? La dejaré cuando esté a salvo. Vuélvanse por donde han venido y…

Esto fue todo lo que dijo. El agente que, silenciosamente, se había deslizado por detrás de él, le golpeó rápidamente con una porra de goma…

La muchacha sólo tuvo tiempo de saltar hacia un lado antes que él se doblara y cayese.

* * *

El chófer del destrozado coche tuvo suerte. Apenas había perdido de vista a Binny cuando apareció otro coche y suplicó que le llevaran a Welwyn. A menos de un kilómetro a lo largo del camino encontraron una barrera de Policía, y contó su historia. Sus noticias fueron muy valiosas, porque había visto las luces del coche de Binny al salir del camino.

—Prácticamente, no le hemos perdido de vista desde que salió usted de la plantación —dijo Surefoot—. La portilla destrozada le denunció, y dejo, además, las luces de su coche encendidas. Fue muy fácil descubrirle, aun sin el rastro de cartas que usted dejó… Muy científico, pero no las vimos…

El arresto y confesión de Binny tuvo un efecto desmoralizador sobre Surefoot Smith. El día que este asesino al por mayor estuvo de pie sobre la trampa en la prisión de Pentonville, Surefoot se olvidó de la norma de toda su vida, rehusó la cerveza y bebió licor, porque, según explico a Dick Allenby:

—Si algún día había que ponerse alegre, ¡éste era el día!


Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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