El Primer Suplicio

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Fue en el sitio de 1870.

Lo recuerdo bien. Todo se grabó en mi pupila y luego indeleble en el fondo de mi memoria.

La mañana en que el condenado debía marchar al suplicio era muy hermosa, tibia, llena de vivos reflejos, ceñida en el alto del naciente con la diadema deslumbradora de la grandeza estival.

El reo pertenecía a la raza negra; joven, veinticuatro años apenas, en toda su plenitud fisiológica, alto, robusto, cuello de toro, musculatura de hierro, dorso escapular de luchador, pecho saliente, el frontal achatado como la nariz, colmillos de lobo, mirar siniestro. Un bigote con ranuras cubríale el labio a medias. Tenía envuelto en bandas el brazo derecho, y sujetas las piernas por los grillos.

La herida del brazo, ancha y dolorosa, le había sido causada por un bote de lanza de hoja de palma y medias lunas.

Ramón Montiel —que así se llamaba— era un soldado bravío capaz de la acción heroica como del crimen alevoso.

Tres días antes —en tal lapso de tiempo se instruyó el proceso y falló el consejo de guerra— Montiel había cometido un grave delito.

A causa de un desorden en la esquina del cuartel, el oficial comandante del Cuerpo de Guardia le intimó personalmente que volviese a su campo. Del Cuerpo de Guardia al sitio del desorden, había más de veinticinco pasos. Montiel, que estaba excitado, se negó a obedecer, arguyendo con gran energía que el oficial no podía desempeñar esas ni otras funciones sino dentro de una distancia prefijada por las ordenanzas, tratándose de las que en ese momento estaban encomendadas a su celo.

El oficial, que era joven y resuelto, avanzó entonces sobre él con ánimo de compelerlo a la línea del deber. Esperolo tranquilo el soldado, daga en mano y trabada una lucha breve, apenas de segundos, el teniente Torres caía sin vida en la vereda partido el corazón por una puñalada.

Ramón Montiel levantó el brazo con el acero teñido en sangre caliente, y dijo iracundo que se allegase otro.

Un nuevo contendor, oficial también, reemplaza al teniente en la pelea. Otros hombres de armas se agrupan, en aquel círculo popiliano, lanzando voces enérgicas. Montiel brinca y ruge como estimulado por el vapor de la sangre que tiñó las piedras; se lanza veloz sobre su segundo adversario, lo hiere y lo derriba.

Se estrecha entonces el circulo en medio de estrujones y alaridos; se oprime al matador que doquiera ve rostros amenazantes y oye gritos poderosos.

El león negro se dispone a romper el cerco mostrando los dientes, el ojo encendido y alta la daga en su diestra formidable; silba el plomo a su lado sin rozarlo; y ya va a esgrimir por tercera vez su hoja temible, cuando otro oficial que se ha apoderado de una lanza la blande colérico desde lejos, la hunde a dos manos en su brazo hasta encajarle las medias lunas y le obliga a abandonar el hierro homicida.

Precipítanse sobre él varios hombres y le sujetan. Mientras le ataban, bramaba. La sangre le corría de la espantosa desgarradura a borbotones, y una contracción de rabia habíale transformado el semblante en una máscara de simio enloquecido.

Su jefe le dijo airado, mostrándole el puño:

—¿Qué has hecho, Ramón?

Pareció él recién darse cuenta de su arrebato, descorriose el velo de sus ojos y quedose mudo removiendo los gruesos labios trémulos, ni más ni menos que la fiera después de haber hundido una y otra vez los colmillos en la carne de su víctima, al escuchar el terrible grito del domador.

Sesenta horas más tarde estaba condenado a muerte.

Era necesario moralizar. La indignación bullía en las tropas como una espuma de borrasca. Aquella vida no valía más que la de un gusano, y había que extinguirla bajo una descarga, para ejemplo.

En la noche última de capilla, a altas horas, el fiero negro se puso pensativo. Quedose como abismado ante el misterio de la muerte.

Estando yo cerca de él, me preguntó en una corta ausencia del sacerdote que le prestaba sus auxilios espirituales:

—¿Es verdad que abajo de tierra no hay más que gusanos? Esto digo porque muerto el perro se acabó la rabia.

Algo le contesté que pesó en su ánimo.

El repuso:

—He de morir como soldado.

Un rato después, cuando sin duda trabajó su cerebro la suprema angustia de la jornada final, levantose de la banqueta como herido por un golpe eléctrico, arrojose al suelo con todo el peso de su cuerpo y de sus hierros y se echó a rodar como una peonza elástica de la puerta al altar y del altar a la puerta entre gruñidos y lúgubres choques de grilletes.

El centinela enderezó la bayoneta: pero se quedó inmóvil por algunos segundos cual una figura de piedra. Después echó el arma al hombro, dando un ronquido.

Como efecto de los retorcimientos y convulsiones, la congestión del brazo herido de Montiel fue horrible: formósele allí como una bola enorme de una dureza de granito.

A poco se sosegó. Recobró una fría tranquilidad.

Parecía ya haberse habituado a la idea de la muerte.

—Mi jefe estará sentido con razón —dijo con mucha calma.

Aludía al coronel Belisario Estomba, bizarro militar que mandaba el Cuerpo de Infantería en cuyas filas había revistado el reo, y a quien había impresionado profundamente el suceso.

Parecía quererle y respetarle, Montiel, porque añadió en seguida siempre sereno:

—Justo será que él mande el cuadro.

Así era.

Al pronunciar esas palabras, el reo revelaba cierta fruición, algo como orgullo de soldado.

Una sonrisa natural daba a su rostro una expresión resignada, afable, atrayente sin signo alguno de debilidad o tristeza.

Sólo al romper de la mañana al ruido marcial de los clarines y tambores que llegó a sus oídos como un eco lejano de la disciplina y del deber, sintió una conmoción, irguió altivo la cabeza y se estuvo atento largos instantes, ansioso de no perder una nota de aquellas fanfarrias que concitaban sus instintos bravíos a la acción y la pelea.

Ni más ni menos fue su sacudida nerviosa que la de una fiera encerrada en la jaula al sentir la nota de un ave vagabunda, el graznido de un pájaro de las soledades que le renovase las sensaciones del desierto a modo de himno de vida y de libertad salvaje.

Cuando fueron a buscarlo para conducirlo al suplicio, lo encontraron sonriendo.

Entonces era la suya una sonrisa dura, sardónica, durable como la que contrae los músculos faciales de los eterizados. Hablaba con la mayor entereza, sonriendo siempre.

Pidió hacer testamento, y se labró sobre un tambor. Dejaba a su compañera diez y siete pesos que le adeudaba por servicios domésticos el coronel Goyeneche.

Este militar, que pertenecía a la plaza sitiada y era un perfecto caballero, recibió las últimas voluntades de Ramón Montiel, y las cumplió religiosamente.

Hecho su testamento, Ramón dijo que estaba listo; pero que le cortasen hasta el hombro la manga derecha de la casaquilla, a fin de que ella pudiera ser prendida a la muñeca por un botón, y permitiese así que se desahogara su brazo hecho una criba.

Cortose la manga.

—¡Gracias! —dijo.

Después de esto marchó con paso firme, cual si no llevase grillos.

En la puerta aclamó con voz robusta a su general y la revolución. De la muchedumbre de gente de armas reunida en la calle, no salió un eco: pero los gritos del fiero negro lo tuvieron en los ámbitos más apartados a manera de imponentes rugidos.

El cuadro estaba formado en una explanada verde y espaciosa, en las proximidades de la plaza de toros.

Ramón Montiel atravesó la explanada con reposado continente; y oyendo circular por filas la voz de "pena de la vida al que pida por el reo", se volvió para dominar con aire altanero todos los costados del cuadro, y dirigiéndose al digno capellán que lo exhortaba a bien morir, murmuró lentamente:

—No siga entonces, padre, porque si saben que está rezando por mí, lo van a fusilar también.

Ya en el sitio fatal, agregó con honda ironía:

—Está bueno de padrenuestros, señor cura. Con uno más no hemos de sacar mayor ganancia.

Y a mi, que iba cerca de él, me dijo muy bajo, dulcemente:

—Es el primer delito que cometo éste, porque me matan. Que no fui un malvado, dígalo alguna vez por favor.

Tenía yo entonces diez y nueve años y era ayudante secretario del fiscal militar. Pasados veintitrés, la edad de Ramón, menos uno, cumplo sus deseos.

Puesto de rodillas se leyó al reo la sentencia.

Una vez leída el condenado dijo:

—Pido licencia para dirigir la palabra a mis camaradas.

Se le otorgó.

Entonces con acento pujante y viril, recomendoles que se inspirasen en su ejemplo y dioles un sentido adiós.

Luego como última gracia, suplicó que no lo vendasen, pues hasta el gusano tenía derecho a la luz del sol en la hora de morir.

Se denegó la gracia.

Mientras le ponían la venda, avanzó sigiloso el pelotón con las armas preparadas.

A la señal convenida los soldados apuntaron. Tenían lívidos los rostros y trémulas las manos. Los rezos del capellán pronunciados a media voz eran el único rumor perceptible en el instante solemne.

De pronto resonó la descarga.

Montiel, como impelido por un viento huracanado, se arqueó y tambaleó hacia atrás. Luego, cual si fuese atraído por una fuerza contraria, vínose hacia adelante, firme sobre sus rodillas, se sacudió, y cayó al fin de costado entre roncos gruñidos.

La sangre salió a borbotones del pecho. Pero aún vivía.

Una nueva bala en el cráneo, tras de la oreja derecha, lo dejó al fin inmóvil

La pólvora y el taco ardiendo pusieron fuego a la venda, que se desprendió y cayó sobre el pasto, humeando; y entonces se vieron enormes los ojos de Montiel, fijos en el cielo, y en su semblante lívido el ceño terrible con que lo halló la muerte.

La infantería desfiló en silencio delante del cadáver.

Pero de la caballería brotaron frases brutales.

—¡A nadie vas a sacar ya los ojos!

—¡Clavaste el pico, cuervo!

Era la oración fúnebre, que daba la medida de la educación moral y de los instintos de la masa cruda, indisciplinada, agresiva por hábito, irrespetuosa por inconciencia.

Fue éste el primer reo que vi pasar por las armas. Algunos hombres he visto morir después, mas ninguno con la estoica entereza de aquel fiero negro.


Publicado el 6 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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