Ismael

Eduardo Acevedo Díaz


Novela



Capítulo 1

La ciudad de Montevideo, plaza fuerte destinada a ser el punto de apoyo y resistencia del sistema colonial en esta zona de América, por su posición geográfica, su favorable topografía y sus sólidas almenas, registra en la historia de los tres primeros lustros del siglo páginas notables.

Encerrada en sus murallas de piedra erizadas de centenares de cañones, como la cabeza de un guerrero de la edad media dentro del casco de hierro con visera de encaje y plumero de combate, ella hizo sentir el peso de su influencia y de sus armas en los sucesos de aquella vida tormentosa que precedió al desarrollo fecundo de la idea revolucionaria.

Dentro de su armadura, limitado por las mismas piezas defensivas, cual una reconcentración de fuerza y de energía que no debía expandirse ni cercenarse en medio del general tumulto, persistía casi intacto el espíritu del viejo régimen, la regla del hábito invariable, la costumbre hereditaria pugnando por sofocar la tendencia al cambio, al pretender más de una vez destruir las fuerzas divergentes con su mano de plomo.

Asemejábase en el período de gestación, y de deshecha borrasca luego, a un enorme crustáceo que, bien adherido a la roca, resistía impávido y sereno el rudo embate de la corriente que arrastraba preocupaciones y errores, brozas y despojos para reservarse descubrir y alargar las pinzas sobre la presa, así que el exceso desbordado de energía revolucionaria se diera treguas en la obra de implacable destrucción.

Esa corriente, con ser poderosa, no podía detenerse a romper su coraza, y pasaba de largo ante el muro sombrío rozándolo en vano con su bullente espuma.

El recinto amurallado, verdadero cinturón volcánico, no abría sus colosales portones ni tendía el puente levadizo, sino para arrojar falanges disciplinadas y valerosas, con la consigna severa de triunfar o de morir por el rey.

Fue así como un día, de aquellos tan grandes en proezas legendarias, la pequeña ciudad irritada ante un salto de sorpresa del fiero leopardo inglés sobre su hermana, la heroica Buenos Aires, arma sus legiones y coadyuva en primera línea a su inmortal victoria: y así fue como, celosa de la lealtad caballeresca y del honor militar rechaza con hierro la metralla de Popham, sacrifica en el Cardal la flor de sus soldados y sólo rinde el baluarte a los ejércitos aventureros, cuando delante de la ancha brecha yacían sin vida sus mejores capitanes.

Por un instante entonces en su epopeya gloriosa, cesó de flotar en lo alto de las almenas el pendón ibérico: la espada vencedora había cortado al casco la cimera, y, vuelta a la vaina sin deshonra, cedido a una política liberal la palabra para desarticular sin violencia los huesos al «esqueleto de un gigante». Bradford diluyó sobre los vencidos palabras misteriosas y proféticas; ¡Montevideo vio brillar la primera en América latina una estrella luminosa, Southern star, que enseñaba el rumbo a la mirada inquieta del pueblo, para ocultarse bien pronto entre las densas nubes de la tormenta!

El ligero resplandor, parecido a un fuego de bengala, pasó sin ruido en la atmósfera extraña de aquel tiempo; el esfuerzo heroico desalojó de la capital del virreinato a la fuerte raza conquistadora; Montevideo recibió la recompensa de su abnegado denuedo, y el león recobró su guarida.

Volvieron los portones a cerrarse con rumor de cadenas: reinstaláronse las guardias en baterías, flancos, ángulos y cubos; absorbieron en su ancho vientre las casernas de granito, pólvora y balas; lució el soldado del Fijo su sombrero elástico con coleta en la plataforma de los baluartes: y, en pos de las borrascas parciales y de las batallas gloriosas… siguiose la vida antigua, la eterna velada colonial.

La ciudad, como toda plaza fuerte, en que ha de reservarse más espacio a un cañón con cureña que a una casa de familia, y mayor terreno a un cuartel o a un parque de armas, que a un colegio o instituto científico, no poseía a principios del siglo ningún palacio o edificio notable.

Dominaban el recinto las construcciones militares, las murallas de colosal fábrica de piedra, la sombría ciudadela, las casernas ciclópeas a prueba de bomba, las macizas ramplas costaneras y los cubos formidables. La artillería de hierro y bronce, aquellas piezas de pesado montaje cuya ánima frotaba de continuo el escobillón, asomaban sus bocas negras a lo largo de los muros y ochavas de los torreones por doquiera que se mirase este erizo de metal fundido, desde las quebradas, matorrales y espesos boscajes que circuían la línea de defensa y las proximidades de los fosos.

Este asilo de Marte, presentaba en su interior un aspecto extraño: calles angostas y fangosas, verdaderas vías para la marcha de los tercios en columna, entre paralelas de casas bajas con techos de tejas; una plaza sin adornos en que crecía la yerba, en cuyo ángulo a la parte del oeste se elevaba la obra de la Matriz de ladrillo desnudo, teniendo a su frente la mole gris del Cabildo; algo hacia el norte, el convento de San Francisco con sus grandes tapias resguardando el huerto y el cementerio, su plazoleta enrejada, su campanario sin elevación como un nido de cuervos, y sus frailes de capucha y sandalia vagabundos en la sombra; luego, el caserío monótono de techumbre roja, y encima de la ribera arenosa, unas bóvedas cenicientas semejantes a templos orientales que eran casernas de depósito con su cuerpo de guardia de pardos granaderos.

Desde allí, dominando el anfiteatro y la bahía en que echaban el ancla las fragatas, divisábase la fortaleza del cerro como el morrión negro de un gigante, aislada, muda, siniestra, verdadera imagen del sistema colonial con un frente a la vasta zona marina vigilando el paso de las escuadras, cuyo derrotero trasmitía su telégrafo de señales, y con otro hacia el desierto al acecho del peligro jamás conjurado de la tierra del charrúa.

Al mediodía, un torreón recién construido, se avanzaba sobre los peñascos de la costa, a poca distancia de la cortina en que hizo brecha el cañón inglés; seguíanse las baterías de San Sebastián y de San Diego con sus merlones reconstruidos; y, a lo largo de las murallas extendíase en singular trama una red de callejuelas torcidas, estrechas y solitarias de viviendas lóbregas, sin plazuelas, en desigual hacinamiento.

En este barrio reinaba una soledad profunda, al toque de queda. No eran más alegres otros barrios a esta hora en que hería el aire la campaña melancólica, y resonaban en los ámbitos apartados el tambor y la trompa.

Elevábase triste, en sitio que entonces era centro de la ciudad, sin revoque, deforme y oscuro el edificio del Fuerte, en que habitaba el gobernador, y dónde las bandas militares solían hacer oír sus marchas sonoras.

A sus inmediaciones, existía el teatro de San Felipe —construcción colonial también, con su tejado ruinoso, su fachada humilde de cómico vergonzante, su puerta baja sin arco y su vestíbulo de circo. Era el coliseo de la época. Concurría a él lo más escogido de la sociedad. Representábanse comedias y dramas de la antigua escuela española, lo que seguramente era una novedad para nuestros antepasados, desde que en estos tiempos todavía se ensayan con idéntica pretensión por los artistas de talento. Pero, los actores de antaño salvo una que otra excepción —como la de un Cubas de que hablaban complacidos nuestros abuelos— eran de calidad indefinible, cómicos de montera con plumas de flamenco, botas de campana, talabarte de oropel, jubón de terciopelo viejo, guanteletes verde lagarto y sable de miliciano, cuyos modales ruborizaban a las pulcras doncellonas de educación austera, que no iban a reírse sino a admirar a Calderón de la Barca y a Lope de Vega.

Mirábase en aquel tiempo con un ojo, lo que importa decir que se hacia uso del catalejo de un solo vidrio. Esto mismo era una desventaja, pues la sala estaba iluminada con candilejas de un resplandor tan dudoso, como la pureza del aceite que daba alimento a la llama. Un disco que subía o bajaba por medio de una cuerda y que contenía regular número de esas candilejas, difundía desde el centro sus claridades a todos los puntos extremos del recinto, ayudados por los que ardían en el palco escénico y en la fila de los bajos, balcones y cazuela.

Estas lámparas y el anteojo de un solo vidrio, dan una idea del alcance de la visual, ¡en aquellos tiempos arduos del embrión luminoso!

Aparte de esto, la sociedad carecía de goces. El ejercicio de las armas y la función de guerra, casi permanente, habían creado hábitos severos: poca diferencia mediaba entre la rigidez del collarín militar, y la dureza del carácter. Profesábase sin reservas, la religión del rey.

Hacíanse tertulias en los cafés del centro. Aquel culto adquiría creces, siempre que venían nuevas y contingentes de la metrópoli, en cruda guerra entonces con las legiones de Bonaparte. En esos focos de reunión amena, la clase acomodada y los oficiales de la guarnición departían sobre los asuntos graves, que a veces tenían su origen en Buenos Aires. La reconquista de esta capital, fue preparada en las conferencias populares de los cafés, por individuos de la marina mercante y los voluntarios de Montevideo.

La fidelidad ciega a la monarquía, explicábase sin embargo en el vecindario, más por la costumbre de la obediencia que por la espontaneidad del instinto. El hábito disciplinario regía las corrientes de la opinión. Nos referimos a los nativos o criollos. La educación colonial, semejante al botín de hierro de los asiáticos, había dado forma única en su género a las ideas y sentimientos del pueblo; y, para vencer de una manera lógica y gradual, las fuertes resistencias de esta segunda naturaleza, era necesaria una serie de reacciones morales que desvistiesen al imperfecto organismo de su ropaje tradicional operando la descomposición del conjunto, así como sucede en las misteriosas combinaciones de la química. Adúnese a este hecho sociológico, el del vuelo menguado del espíritu y del pensamiento innovador dentro de una ciudad fortificada, sin prensa, sin tribunas, sin escuelas, donde se enseñaba a adorar al rey y se imponía el sacrificio como regla invariable del honor, con el apoyo de millares de soldados y centenares de cañones, en medio de un círculo asfixiante de murallas y baterías —lo mismo que en una cárcel de granito forrado en hierro— a la sombra de una bandera que flameaba más altiva y soberbia, cada vez que rompía su astil la metralla; agréguese todo esto a la educación impuesta por el sistema, y se inferirá porqué los tupamaros, aún abrigando los instintos enérgicos de una raza que va alejándose día a día por hechos que no trascienden de su fuente originaria, y favoreciendo sus propensiones de rebelión contra la costumbre en la vida del despoblado, veíanse en el caso de sofocar esos arranques viriles y de adormecer los anhelos vagos y desconocidos hacia una existencia nueva, que el misterio y el peligro hacían más adorable.

Por eso en los campos, en las escenas de la vida de pastoreo y en los aduares mismos de la tribu errante, estos instintos y anhelos eran más acentuados e indómitos que en la ciudad. Dentro de los baluartes estaba la represión inmediata, la justicia preventiva, el rigor de la ordenanza; pero, fuera del círculo de piedra —sepulcro de una generación en vida empezaba la libertad del desierto, esa libertad salvaje que engendra la prepotencia personal, y que en sentir del poeta, plumajea airada en la frente de los caciques.

Así surgió en la soledad, el caudillo, como el rey que en la leyenda latina amamantó una loba; sin títulos formales, pero con resabios hereditarios. Puma valeroso, bien armado para la lucha, fue el engendro natural de los amores del león ibérico en el desierto que él mismo se hizo al rededor de su guarida, para campear solitario, nostálgico y rujiente. El clima, el sentimiento del poder propio, la guerra enconada, completaron la variedad. El engendro creció en la misma sombra en que había nacido desenvolviendo de un modo prodigioso, lo único que sus fieros genitores le habían dado con su sangre: la bravura y la audacia. Desde los hatos de Colombia hasta las estancias del Uruguay, esta fue la herencia. Solamente las ciudades que concentraban en su seno las escasas luces de la época junto al poder central, gozaron del privilegio de asimilarse algunas de las teorías reformadoras que las grandes revoluciones sociales y políticas hacían llegar palpitantes a estas riberas, como átomos luminosos que arrastran las olas de un mar fosforescente. De ahí, una escena extraña y turbulenta de ideas nuevas y preocupaciones tradicionales, sentimientos y antagonismos profundos, tentativas abortadas, formidables esfuerzos contra la corriente invasora, expansión de ideales hermosos dentro de la misma obra de tres siglos de silencio, relámpagos intensos bañando los recónditos de la vida conventual, resabios en pie terribles y amenazadores y fanatismos ciegos minando en su topera el suelo firme de la sociabilidad futura; pero, teatro al fin, para los tribunos, asamblea para la opinión y la protesta, aunque fuera la del ágora, taller de improvisaciones fecundas en que cien manos febriles fabricaban y deshacían obras y moldes en afán incesante sudando ideas y energías, hasta concluir por destrozar todas las formas viejas de retroceso y de barbarie para cincelar en carne viva el tipo robusto de la democracia americana. Mens agitat molem.

Montevideo carecía de este cerebro. No era un foco de ideas, sino de fuerzas. Imponía el mandato con la espada, y en caso de impotencia, recogíase en su coraza, irascible y siniestra. Era el crustáceo enorme en mitad de la corriente. En su recinto, las deliberaciones públicas tenían su punto inicial en el poder, y a él convergían como radios de un mismo centro. La unidad de acción, salvó así de la derrota o la ignominia a más de uno de sus gobernantes rudos, en los días de angustioso conflicto.

Enorgullecida por los títulos y honores de que hacía alarde, pues no los había merecido iguales ninguna otra ciudad de América, Montevideo confirmaba así el dictado de «muy fiel y reconquistadora» que confiriole por cédula el monarca después de la rendición del ejército británico en Buenos Aires, y su derecho al uso de la distinción de «Maceros». En materia de heráldica, sus blasones constituían un honor indisputable. Acordósele el privilegio de unir a su escudo la palma y la espada, los pendones ingleses —trofeos de la victoria— y una guirnalda de oliva entrelazada con la corona de las reales armas, sobre la cúspide del cerro, símbolos todos de las virtudes y de la gloria militar. Tales honras mantenían incólumes su constancia, su lealtad y su valor: una sola aspiración sensible al cambio, habría sido para ella un cruel sufrimiento y una mancha indeleble.

Capítulo 2

En la época a que nos referimos, Montevideo, de ochenta y dos años de fundación, y once mil moradores dentro de murallas, era gobernada por D. Francisco Javier de Elío, militar de escaso criterio, hombre de pasiones destempladas, y carácter violento e inaccesible al debate sereno, de cuyo desequilibrio psico—fisiológico resultaba una personalidad perpetuamente reñida con todo lo que era adverso a la causa del rey, y, decirse puede, consigo misma, en los frecuentes arrebatos y extravíos de sus pasiones. La irritabilidad de su temperamento y la acritud de su genio díscolo, jactancioso y camorrista, parecían haber acrecido sensiblemente, en concepto de sus coetáneos, desde su choque desgraciado con Pack en la Colonia, que para él había sido como un golpe con la espada de plano en las espaldas. Su amor a la institución monárquica, era algo semejante a un cariño sensual; y su odio a los nativos, crónico e incurable. Apoyado por el partido español, que era fuerte en la ciudad de su mando, y por el que en la capital del virreinato, acaudillaba el viril peninsular D. Martín Alzaga, había llegado a desconocer resueltamente la autoridad de D. Santiago Liniers, en quién él veía un instrumento de la política napoleónica desde la misión desastrosa de Sassenay, o, por lo menos, un gobernante susceptible de ceder a las sugestiones subversivas de los nativos que manifestaban en sus actos contradictorios desde algún tiempo atrás, la inquietud propia de los enclaustrados a cuyas celdas llega el calor de un grande y voraz incendio.

Elío, esclavo de la monarquía absoluta en primer término, y de la intemperancia de sus pasiones en segunda línea, violaba así la regla de la obediencia pasiva, de que era exigente, erigiéndose en única potestad suprema en esta zona colonial hasta tanto no se modificara la situación política de la península.

Explicábase así el hecho ruidoso, acaecido en el Fuerte, entre el gobernador y el capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena, nombrado por el virrey Liniers para el relevo, el día antes de aquel en que lo presentamos en escena; suceso que se comentaba en los grupos con ardor por su origen, índole y consecuencias graves. A causa de ellas, Montevideo aunque nominalmente, venía a constituirse en cabeza del virreinato; pero, en el fondo, esta rebelión consumada dentro de sus muros, de sus hábitos de obediencia y respeto, levantándola de su rango de segundo orden a la categoría suprema, y formando una conciencia pública de poder y responsabilidad moral y política, falsa en cierto modo, ¡la segregaba del gran núcleo, y por siempre!

El brusco piloto separó la nave del resto de la armada; como se verá, sin embargo, no cambió el rumbo, marchando sin saberlo ni desearlo, en líneas paralelas. La unidad colonial con ese golpe a cercén, dado por el sable de un soldado turbulento, perdió un eslabón, que no pudo luego reatar el esfuerzo libre: la fórmula en cambio, del rompimiento, marcó en el orden cronológico y político el derrotero común a las hermanas separadas por antagonismo de circunstancias, y no por rivalidad histórica.

Los vínculos y conexiones naturales que este movimiento tenía con el poderoso partido europeo que se agitaba en Buenos Aires, con idénticos propósitos y fines, quitábanle todo carácter de simple rebelión local, revistiéndolo de otro más complejo, vasto y complicado, en sus planes de absorción e intransigencia a la sombra de las banderas del rey.

Era por eso, que, en las plazas y calles de Montevideo se reunían preocupados y nerviosos los vecinos, al declinar el primer día primaveral del año 1808.

En la plazoleta de San Francisco —uno de los sitios donde hacía poco tiempo habíase jurado solemnemente al rey Fernando VII—, un grupo considerable en que figuraban varios oficiales del regimiento de los Verdes, departía con calor sobre el Cabildo abierto, y la elección de junta efectuada en ese día, previo rechazo del gobernador impuesto por el virrey Liniers.

En el pórtico del convento, Fray Francisco Carballo, padre guardián, mantenía animada plática con dos sujetos, ampliando datos con aire concienzudo, como que él había sido uno de los principales actores en aquellos dos hechos importantes, y sin ejemplo hasta entonces en el vasto dominio colonial.

Con la capucha caída y las manos ocultas en las boca—mangas, en las que se entraban o de las que se salían inquietas, según el grado de vehemencia del diálogo, el religioso paseábase de vez en cuando frente al pórtico, agitado y aturdido aún, por las fuertes impresiones de la jornada.

Con ser el día, el primero de la estación de las flores, parecía el invierno haberlo hecho su presa al retirarse ceñudo, pues dejaba esa tarde en pos como excelente guardia a retaguardia, un cierzo penetrante que obligaba de veras al abrigo.

De ahí que, uno de los sujetos de que hablamos, llevase bien abrochado hasta el alza—cuello un capote azul con esclavinas. Lucía cintillo en el ojal. Tanto él como su compañero, a estilo de la época, usaban trenza con moño en el extremo.

Este otro personaje, insensible al parecer a la crueldad de la atmósfera, en vez del capote con esclavinas, vestía sencillamente una casaquilla de oficial de Blandengues.

Representaba cuarenta años. De estatura regular y complexión fuerte, nada existía en su persona que llamase a primera vista el interés de un observador. Era un hombre de un físico agradable, blanca epidermis —aunque algo razada por el sol y el viento de los campos—, cuello recto sobre un tronco firme, cabellera de ondas recogida en trenza de un color casi rubio, y miembros robustos conformados a su pecho saliente, y al dorso fornido.

Podíase notar no obstante, en aquella cabeza, ciertos rasgos que denunciaban nobleza de raza y voluntad enérgica. El ángulo facial, bien media el grado máximum exigible en la estatuaria antigua.

Su cráneo semejaba una cúpula espaciosa, el coronal enhiesto, la frente amplia como una zona, el conjunto de las piezas correcto, formando una bóveda soberbia. La notable curvatura de su nariz, acentuaba vigorosamente los dos arcos del frontal sobre las cuencas, como un pico de cóndor, dando al rostro una expresión severa y varonil; y en su boca de labios poco abultados dóciles siempre a una sonrisa leve y fría, las comisuras formaban dos ángulos casi oblicuos por una tracción natural de los músculos. Sin poseer toda la pureza del color, sus ojos eran azules, de pupila honda e iris circuido de estrías oscuras, de mirar penetrante y escudriñador, comúnmente de flanco; nutridas las cejas, en perpetuo motín entre las dos fosas ojivales, bigote espartano, barba de ralas hebras, pómulos pronunciados, perfecto el óvalo del rostro.

De temperamento bilioso, esparcíase por la fisonomía cuyos perfiles delincamos como un reflejo de cordiales sentimientos, o de índole suave y amable, que contrastaba singularmente con el vigor de esos perfiles. La misma mirada pensativa, y vaga a veces, al contraerse la pupila al influjo de una absorción pasajera del ánimo, tenía una expresión amable y benigna —la que puede transmitir la experiencia de una vida ya desvanecida de azares y tormentas. Si el oficial de Blandengues los había sufrido, no lo denunciaban manchas, cicatrices o mordeduras en sus facciones; era su tez pálida, pero no marchita; no era tersa, pero tampoco hoyosa ni sajada. De las aventuras de juventud, sólo en su frente abierta y extensa había quedado algún surco; más bien formado, antes que por los males físicos— por el pensar consciente de lo que la vida enseña.

Al contrario de su compañero, no le afectaban los nervios en el curso del diálogo. Permanecía sereno e impasible, si bien escuchando con atención marcada lo que se decía, y concediendo una que otra ligera sonrisa al comentario de los hechos. De maneras sencillas, sus gestos, movimientos y ademanes mesurados se avenían con aquella tranquilidad glacial de su espíritu. Era parco en el hablar. Cuando lo hacía por acto espontáneo, u obligado por el giro de la conversación, vertía despacio y sin alterarse sus palabras, manteniéndose en lo moderado y discreto. No demostraba en sus raciocinios serenos mayor grado de cultura e ilustración, pero sí inteligencia natural, astucia y observación sagaz. Esta peculiaridad de su criterio, solía detener a sus dos interlocutores, dejándolos suspensos y en silencio en mitad de su debate.

Tales condiciones de carácter, le hacían aparecer tolerante y modesto, para los que no le conocían de cerca; para aquellos con quienes hablaba, era simplemente un hombre llamado a vida de orden y sosiego, después de algunos años borrascosos; servicial, enérgico y valiente, capaz de cumplir con su deber y de conducir sus empresas al último grado de la audacia y del arrojo. Quizás alguno adivinó sin embargo, en el fondo de su naturaleza admirablemente modelada en las formas, un orden fisiológico—moral correlativo, aún cuando sólo fuera presidido por luces vivas de talento inculto: —secretas aspiraciones y tendencias ordenadas con sistema, y la fibra de la perseverancia dura y vibrante como una cuerda de acero, bajo aquella máscara fría.

En verdad que, para estos escasos observadores, el oficial de Blandengues era por su hoja de servicios algo semejante a un león de melena sedosa que él había arrastrado por las malezas de la soledad y cubierto de abrojos en otro tiempo; cuyo ojo somnoliento y vago ahora, podía dilatar su pupila de improviso por la fiebre de la lucha, y tornar en rojos sus azulados reflejos.

Los tres personajes que presentamos en escena, habían iniciado su conversación animada sobre el hecho de la noche anterior ocurrido en el Fuerte.

Fray Francisco Carballo, contestando al sujeto de capote con esclavina, decía —haciendo el relato de la llegada del capitán de fragata Don Juan Ángel Michelena:

—El gobernador negábase a la recepción del candidato del virrey. Entonces éste, buscando fuerzas en sus bríos de soldado, ya que carecía de los de diplomático, se presentó en el Fuerte pidiendo una entrevista. Recibido por Elío, puso de manifiesto su misión… El gobernador le increpó severamente su conducta. —No es éste el proceder de un servidor leal —díjole. Bonaparte humilla a España, y Liniers es francés.

La venida de Sassenay descubre al traidor. —Vengo a que se me haga entrega del mando —respondió Michelena— y no a que se dude de mi lealtad. Resistirse a ello, sí que es conducta vituperable. —Haya más comedimiento en el lenguaje —repuso Elío irritado, dando con el puño en la mesa— ¡o de no, pongo el remedio en el acto, señor capitán sin nave!

Michelena se encolerizó a su vez, replicando: Al fin no la perdí yo, y la que ha de naufragar es ésta, con un piloto tan inhábil. ¿Entrega V. o no, el mando? —El gobernador hizo explosión. ¡Basta ya, y fuera de aquí mal español! —Y al pronunciar esta frase, alargó iracundo el puño al rostro de Michelena. —El capitán retrocedió dos pasos, e hizo armas—. Cuidado, porque hago lo que no pudo Pack, ¡quemarle a V. el mascarón!— Llevó rápido la mano a la pistola. —¡Santiago, y cierra España! rugió el gobernador con furia extrema, y cayó sobre el postulante como un toro, rodando los dos por el suelo.

Después de esto —prosiguió el padre guardián—, fácil era preveer lo que había de ocurrir. Michelena se marchó hoy, al rayar el alba; —anoche mismo un grupo considerable del vecindario llevando a su cabeza la banda militar del regimiento de Milicias, concurrió al Fuerte aclamando al gobernador y pidiendo Cabildo abierto…

—¡Vive Dios, que todo eso es nuevo! —interrumpiole bruscamente el del capote azul. Cabildo abierto en ciudad cerrada, junta de gobierno en oposición con la autoridad del virrey; —¡es grave, padre guardián!

—Lo mismo pienso yo, capitán Pacheco. Pero, había que seguir la corriente… Sin perjuicio de ocurrir en consulta a la junta Suprema, el gobernador presidirá… Con todo, presiento que algunos peligros serios nos amagan por dentro y fuera. ¡El ejemplo puede ser pernicioso!

Así diciendo, Fray Francisco echose con mano nerviosa la capucha sobre el casquete, y dirigiéndose al oficial de Blandengues, preguntole sin detenerse:

—¿No opina V. así teniente?

El interpelado mirole arriba de la cabeza de un modo vago al parecer; y contestó con su voz baja y lenta:

—Recién llegué con el capitán del campo, y no puedo apreciar con certeza estas cosas… Pero, por lo que oigo, en mi entender la medida es buena, aunque por ahora nada cambia.

—No comprendo, objetó el capitán Pacheco.

—Eso digo, porque, si es bueno que el vecindario aprenda a gobernarse, él no se gobernará, mientras tenga el bastón el Coronel Elío.

—¿Y si el virrey quiere guerrear?

El teniente volvió a un lado la cabeza, y repuso:

—Las murallas son fuertes.

Fray Francisco estuvo mirándolo un instante con fijeza. Luego repitió, como hablando mentalmente:

—Por ahora, nada cambia la medida…

—Sí. La campaña, seguirá siendo la misma. No le llega el Cabildo abierto; pero, más tarde puede ella ensayar sola, estas novedades.

—¿Contra la autoridad del monarca?

En las pupilas profundas del blandengue lució, un destello, tan rápido como imperceptible, al oír esta pregunta. Su rostro permaneció inalterable, cual si no hubiera golpeado a su cerebro alguna convicción atrevida, de esas que dejan caer visiblemente en otros semblantes el velo de la cautela y el disimulo; y, dijo, calmoso, mirando de soslayo indiferente:

—Esto matará al rey.

La frase hizo efecto. El padre guardián y el capitán Pacheco, quedáronse en silencio por algunos momentos.

—¡Imposible! —exclamó al fin Fray Francisco, moviendo a uno y otro lado con energía la cabeza.

—¡Habría antes que abatir las murallas! —observó Pacheco, fijando sus ojos de mirar fuerte en el oficial.

—La España no puede suicidarse. La Junta solo está llamada a salvar su decoro, y cesará cuando se arroje al francés. Esta es obra de poco tiempo para el heroísmo. ¿Cómo creer, por otra parte, que pueda echar raíces una institución efímera?

—Y, sin clavar los cañones ¿quién arría la bandera? prosiguió el capitán, concluyendo su anterior pensamiento.

—El conflicto estriba en esto —dijo Fray Francisco—, ¿aceptará la junta Suprema nuestra solución? Del virrey no hay que esperar aquiescencia, y me temo mucho que ardamos en familia, sino viene Dios en auxilio. Tratándose de hermanos y de intereses idénticos, esta rivalidad me recuerda una leyenda de la edad media. Ella cuenta que en cierta orden de frailes, suscitose una disputa agria y enconada acerca de la forma de hábito que debería adoptarse por los individuos de la comunidad. Unos deseaban y proponían, que la capucha terminase en punta; otros, que la capucha concluyera en forma de media naranja. La disputa siguió agriándose y tomó creces, hasta que sobrevino la brega y se echó mano a las armas. Por días y meses y aún años, la sangre corrió en abundancia; pero, como la cólera al fin se aplaca y los brazos se fatigan, arribaron al siguiente avenimiento: —que unos llevarían la capucha de media naranja, y los otros… la capucha puntiaguda, ¡en buena paz de Dios!

—Algo peor ha de suceder, padre guardián —repuso Pacheco, que era soldado rudo.

—¿Aun cediendo a uno de los beligerantes ad perpetuam, la capucha puntiaguda?

—Con todo —respondió el teniente de Blandengues, que hasta entonces había permanecido callado. A primera vista, cae el cuento bien al caso, como un hábito, padre; pero, allá en la otra orilla donde son más fuertes, falta saber si no aprovechan mejor estas cosas…

—Por cierto —arguyó el capitán Pacheco, abriendo bien sus ojos ante aquel raciocinio. El padre guardián ha olvidado discurrir sobre eso.

—La desavenencia tiene que ser momentánea.

—No —dijo Pacheco con voz atronadora— después de un divorcio por sevicia, ¡sólo Lucifer receta matrimonio!

Sonriose el teniente, y mostró su blanca dentadura el fraile, en risa franca y jovial.

—En ese instante, la cabeza encapuchada del hermano refitolero asomó en la puerta, y oyosele decir con voz ronca:

—Empieza a caer niebla, y el refectorio aguarda.

—Entremos —dijo Fray Francisco, con solicitud afectuosa.

Dejose oír el tañido de una campana.

El teniente movió negativamente la cabeza, dio las gracias de una manera afable, y fuese, después de un cordial saludo.

Deseos tuvo el padre guardián de retenerle; pero, algún escrúpulo, de que él mismo no se daba cuenta, lo contuvo.

El capitán Pacheco investigó su semblante.

Fray Francisco con la mano en la barba, permanecía inmóvil y pensativo, siguiendo con la vista al oficial de Blandengues, que se hundía en la niebla.

Empezaba a oscurecer.

—¡Misterioso y suspicaz! —exclamó de pronto. ¡Extraño temple!

—Lo conozco bien —dijo Pacheco con aire concienzudo—, como le conoce la campaña toda. Del año noventa, al noventa y seis, cuando él era mancebo, hizo salir bastantes veces en vano mi espadón de la vaina. Del noventa y siete a acá, todo ha cambiado y valen sus títulos…

—Se educó en este convento —susurró el fraile interrumpiéndolo, siempre con su gesto caviloso. Dicen que hay austeridad en su vida.

—¡Una cosa afirmo yo, sin ofender a nadie! Añadió el capitán con entonación de brusca franqueza.

—¿Y, es?

—Que no bebe, ni juega.

—Verdad que son raras virtudes… No lo parece, pero es altivo.

—Como un tronco. Hay que cortarlo, para bajarle la copa.

Fray Francisco Carballo vio perderse en la sombra la figura del blandengue, en aquel momento más melancólico y atrayente al desvanecerse poco a poco como un fantasma ante sus ojos allá en el fondo de la bruma; y volviéndose de súbito con rapidez, lo mismo que el que sale de un abismamiento mental, cogió el brazo al capitán don Jorge Pacheco, y se hizo preceder. Entrose él detrás, murmurando a modo de rezo secreto:

—¡Esto matará al rey!

Pacheco detúvose en la oscuridad del pórtico, diciendo con voz recia:

—No entro, ¡si es hora del rosario!

—No es eso, capitán… Me hace hablar sólo un peón entrado en dama que no dejó parar pieza en tablero, anoche en una partida de ajedrez con Fray Joaquín Pose…

—Sólo conozco el movimiento del caballo, y si no, ¡que lo diga el teniente de Blandengues!

—Así es, capitán… Se explica de esa manera el centauro… ¡y el caudillo!

Estas últimas palabras expiraron en los labios de Fray Francisco como fórmula de un pensamiento negro que se agitaba bajo su cráneo, informe y grotesco, con la tenacidad de la sospecha grave que se acerca al grado de certidumbre.

Capítulo 3

Una hora después, concluido un ligero rezo, y ya de sobremesa, el padre guardián pidió al capitán Pacheco que invitase para el siguiente día al oficial del cuerpo veterano de Blandengues, pues le sería muy agradable su compañía.

—Imposible —contestó el capitán.

Al despuntar la aurora se marcha al valle del Aiguá.

—¿No se hizo para él la fatiga?

—¡Quiá! Echado hacia adelante en la montura, al trote firme, ha visto cien veces amanecer. Quince años hace, vi un día detrás de él ponerse el sol, y siendo yo jinete duro, me detuve y mandé acampar… Pues lo tuve encima a media noche, y de él me salvó la sombra, hasta que me enseñó el rumbo el lucero del alba.

—Duerme sobre estribos.

—No sé si duerme, padre; pero si lo hace, será con los ojos abiertos. Primero que él ha de caer el caballo. Una vez corriose en noventa horas la frontera, volvió sobre sus pasos con increíble rapidez para engañar la tropa portuguesa que le salía al frente, y en su segunda contramarcha de flanco al venir el día a orillas de una laguna, cayó sobre Juca Ferro como un condenado, acosándolo a lanza hasta tierra extranjera.

—Esa vida tan activa y azarosa, se explica solo en un organismo de hierro, capitán.

—¡Muy distinta a ésta tan sosegada, por cierto! —exclamó Pacheco lanzando una carcajada homérica—. El blandengue ese parece de metal, y basta a su sustento agua y carne asada con ceniza por sal, cuando se mueve con sus hombres en misión de vigilancia.

Quince o dieciséis años atrás, las partidas tranquilizadoras no dormían tranquilas, aunque fuera su principal objeto, que todos hicieran lo mismo… Lo cierto es, padre, que en la guerra, el que cierra los dos ojos queda dos veces a oscuras comúnmente, porque a enemigo dormido, moharra en las entrañas.

—¡Qué enormidad!

—Hay que hacerlo, padre, antes que otros le apliquen a uno la receta de despertar sin sentirlo en otro mundo. La disciplina traba un poco, pero todos hacen lo mismo…

—¡Es sanguinario y cruel! El derecho de gentes prescribe lo humano, y la misericordia, el temor de Dios…

—No entiendo de tologías. El rosario está bueno sólo en la cruz del espadón.

Siguiose a este diálogo animado y curioso entre el soldado y, el fraile, un ligero instante de silencio.

Algunos conventuales cruzaban por el refectorio hacia el patio, callados, a paso lento, con sus capuchas caídas y la vista baja —en desfile de sombras grises. Del interior del monasterio llegaban ecos de cánticos monótonos, a veces confundidos con las voces vibrantes de la campana del corredor. En los semblantes de los frailes mustios y graves en apariencia, podían notarse sin embargo reflejos de las impresiones del día, como si las cosas mundanas lejos de serles indiferentes, hubieran sido objeto y tema preferido de sus pláticas y controversias secretas en el fondo de las celdas. Solían mirarse unos a otros, detenerse y hablarse por encima del hombro, para seguir vagando entre la semi—oscuridad de los claustros sin ruido alguno al roce de sus sandalias. Otros, encontrábanse de pie, apoyados en el muro, inmóviles y meditabundos; los menos, distinguíanse en la penumbra de los extremos, encogidos en sus asientos, como absortos en la oración mental.

—¿No le parece a V. capitán Pacheco, —preguntó de súbito Fray Francisco— que el teniente de blandengues, nuestro conocido, tiene algo de raro?

El capitán le miró, y recogiose en breve meditación, como quién tiene mucho que decir, y elige con su mente a solas.

Luego, encogiose de hombros, y respondió con cierta displicencia:

—¡Padre, nadie sabe cómo tiene el alma nadie!

—También es verdad —murmuró el fraile con los ojos fijos en el suelo, y las dos manos cruzadas sobre el pecho.

Otro, que estaba sentado en el extremo más próximo del refectorio jugando con el cordón que llevaba a la cintura, sonriose con aire de malicia al oír la respuesta de Pacheco.

Ese hermano se distinguía en la vida conventual por su seriedad, cultura y circunspección; por lo que, apercibido de su gesto, apresurose a decir el padre guardián:

—Algo preocupa a Fray Benito.

—No así, hermano —contestó muy suavemente el nombrado, que era un hombre de buenas facciones, ojos inteligentes y frente serena—. Apreciaba la ocurrencia del capitán como una idea feliz.

Restregose las manos Pacheco, riendo con fruición y la franqueza propia del soldado, las piernas tendidas a lo largo y la cabeza echada hacia atrás en el respaldo del sillón de baqueta.

—Sí… feliz —susurró Fray Francisco meditabundo.

—Cuántos hombres y cuántos acontecimientos —pensaba tal vez Fray Benito— habrán sido juzgados y condenados en la historia sin examen previo y crítica sesuda de las causas determinantes, tanto de los actos personales como de los hechos colectivos. Difícil fuera desvanecer un cúmulo de errores, una vez viciada la fuente de la verdad. Tratándose de personajes aislados, con mayor razón de ellos queda comúnmente un retrato de la máscara exterior, antes que de la fisonomía interna; vale decir: las variantes de su ingenio, no el secreto del problema de su vida.

Y esto arguyendo a solas, siguió jugando con el cordón.

El padre guardián apoyó tosiendo, su barba en la mano, y púsose a mirar el techo.

Pasaron algunos minutos de recogimiento, en que ambos frailes parecían hacer oraciones, antes que cálculos sobre las cosas profanas. —El capitán solía mirarlos al rostro, callado y seco.

De pronto, Fray Benito aventuró esta frase:

—Respecto a los sucesos de estas horas, mucho habría que decir sobre las responsabilidades.

—Con arreglo a ese criterio —preguntó el padre guardián con voz grave—, ¿qué llegará a opinar la Audiencia, sobre nuestra junta?

—Quizás piense que es precedente peligroso…

Al decir esto Fray Benito, partía de la creencia de que, la junta de Sevilla no importaba en el orden político más que un accidente de circunstancias, una improvisación surgida del conflicto, insólita y ficticia; la monarquía subsistía aún sin el rey, y lo que allá podía aparecer necesario, tolerable o fatal, aquí era sencillamente sedicioso. La autoridad del monarca, aunque el monarca no reinase, no había sido menoscabada en las colonias regidas por virreyes, y libres hasta entonces de la agresión de Bonaparte. La creación pues, de una junta, concebible en la metrópoli, iba aquí de golpe contra la regla del hábito y despertaba instintos que no existían en España… Era una novedad que podía herir de muerte a la costumbre, lo mismo que cambiaría las reglas conventuales, cualquier reforma que tendiese a relajar la disciplina y destruir la unidad de conducta.

—Creo —argüía el fraile— que la Audiencia desapruebe este paso; el cual si no da hoy preeminencia al todo sobre la parte, puesto que la Junta es presidida por el gobernador, puede ser mañana el principio de un desorden difícil de dominar en sus efectos ulteriores.

—Eso mismo quería decir el teniente, —observó el capitán Pacheco mirando a Fray Francisco con aire muy significativo y serio.

Este volviose hacia Fray Benito con alguna agitación en el ánimo y dijo:

—El monarca subsiste.

—Pero no gobierna. Heredarlo, es tentativa ardua y grave.

—No veo claro el peligro, hermano.

—Así sucede en toda enfermedad que empieza, padre guardián. Los síntomas no siempre son ciertos, ni la gravedad trasciende de súbito. La obra del tiempo es la temible. Los que nos hemos educado en este convento podemos y debemos ver más claro que los demás, que sólo saben lo poco que les hemos enseñado. En cambio ellos, han hecho ganar a los instintos naturales, lo que nosotros a nuestra humilde inteligencia. De ahí que ellos constituyan el nervio de la acción, y lleguen acaso a ser como grandes olas desbordadas en un día de tormenta.

—¡Lejano ha de estar!

—¿Quién lo sabe? ¡Dénse a las muchedumbres cabezas que dirijan, y líbrenos el Señor de la marea!

—Hay rocas más fuertes que las olas.

Fray Benito volvió a sonreírse.

—La marca humana no tiene orillas, —murmuró suavemente.

Capítulo 4

El padre guardián recogiose de nuevo en sí mismo, pálido y caviloso. Con los párpados caídos y la mano en los labios, deslizó a poco estas palabras, por entre sus dedos:

—Nadie sabe el porvenir… Por lo que a nosotros ocurre, me persuado que no es fácil a los que nos sucedan, escribir con entera rectitud sobre lo pasado.

—Es lo que decía hace un momento: de los personajes considerados aisladamente, desligados de la escena en que vivieron, de los hábitos, educación y preocupaciones de que fueron esclavos, suelen quedarnos caricaturas.

Los hombres públicos son, de esta suerte, como estatuas de relieve en los frontispicios de viejas construcciones. Separarlos del muro a que están adheridos, embelleciendo y completando el conjunto del edificio, es cercenar a éste, y mutilar a aquellos. Se les arranca de su marco natural.

Tal pudiera suceder mañana, al juzgarse de las consecuencias posibles de este conflicto en el virreinato.

—La fidelidad se salvará. Queda el documento escrito.

—Falsea a veces, ocultando el móvil verdadero.

—Entonces, la tradición y el testimonio de los hombres.

Fray Benito movió negativamente la cabeza.

Para él, la primera nunca estaba en el medio, como lo está la verdad; el segundo, hallábase comúnmente en los extremos. En rigor, parecíale necesaria en la historia una luz superior a nuestra lógica, como medio eficiente para mantener el equilibrio del espíritu, y el criterio de certidumbre con aplomo en la recta. —La verdad completa, ya que no absoluta, no la ofrece el documento solo, ni la sola tradición, ni el testimonio más o menos honorable: la proporcionan las tres cosas reunidas en un haz, por el vínculo que crea el talento de ser justo, despojado de toda preocupación, y que por lo mismo participa de una doble vista, una para el pasado y otra para el porvenir, asentándose en el presente con el pie de la rectitud.— No siendo posible esa lógica superior, ¡había que estarse a lo menos malo de la flaqueza humana!

El pasado era para el estudioso fraile, cofrade digno de Larrañaga —algo parecido a un cuerpo sin cabeza que se alumbra a sí mismo, y al sitio ideal en que se encuentra, de una manera pálida y dudosa, sirviéndole de linterna su propio cerebro, como ciertos condenados en la Divina Comedia—. El espíritu que se lanza en las sombras en busca de esto que se asemeja a fuego fatuo, corre las contingencias del que se hunde en profundidades desconocidas para arrancará la tierra el brillante de sus entrañas. ¡Puede o no hallarlo!

Como él repitiese la frase antigua de que la verdad está en un pozo, el capitán Pacheco dijo con mucha calma y somnoliento:

—Eche pues la sonda, el hermano Benito, a ver qué encuentra.

—Y bien —continuó el fraile tranquilamente—. Encuentro que en todo esto, se trabaja para otros.

¿Es que, al lanzar esta frase, estaba en realidad convencido Fray Benito que los hombres de su época invocando su fidelidad al monarca, habían trabajado de un modo ingenuo por una reacción contra la monarquía, al advertir a un pueblo joven y brioso, que él algo valía, puesto que era digno del gobierno propio; y que, dado este paso por exceso de celo, no sólo se habían relajado los vínculos del sistema de la tutela legítima, sino que también se había señalado la hora histórica de los tiempos de descomposición en estas vastas colonias? Quizás.

El hecho es que, en oyendo las palabras del fraile, fuésele el sueño de súbito al capitán Pacheco, quién incorporándose en el sillón en cuyo brazo derecho descargó con fuerza el puño, dijo con voz de trueno:

—¡Vaya una pesca la que ha hecho en el pozo, el hermano Benito!

El padre guardián con el rostro encendido, arreglose agitado la capucha con el dorso, removiéndose en su asiento.

Acaso, eso sentase como verdad innegable, mediando el hueco de un siglo el criterio de los postreros, al lanzarse en la vida oscura de los tiempos transcurridos, —¡tentando!— más confiado en el tacto y en el instinto que en la tradición que el error amengua o exagera así como el que avanza en las tinieblas buscando el apoyo firme con las dos manos por delante.— Antes que los efectos, son las causas las que constituyen la médula de la historia.— Lo demás es momia.— En los sucesos que se comentaban, las causas serían: la una mediata o sea la emulación establecida entre las dos ciudades desde los hechos gloriosos contra las invasiones inglesas, y, la otra ostensible o sea la nacionalidad francesa del virrey, estando ocupada la península por los ejércitos de Bonaparte. De aquella había nacido la rivalidad; de ésta, la desconfianza y la antipatía instintiva. Siendo tales las razones de los sucesos, podía creerse que el lazo de unión con Buenos Aires, subsistiera, ni aún que volviese fácilmente a reanudarse? Debía creerse que no. Agréguese el ejemplo que se daba con el Cabildo abierto, y la Junta de propio gobierno a las otras colonias; y habría que convenir en que, no convenciéndose los pueblos sin disputa, ni aleccionándose sin dolor, lo futuro sería un semillero de conflictos.

—Me gustaría una zaragata en forma —dijo el capitán Pacheco, un poco alarmado sin embargo, ante los asertos de Fray Benito.

Fray Francisco, limitose a negar con la cabeza, cual si no diera mayor importancia a esos juicios.

Volvió a reinar un breve silencio.

Al extremo opuesto del refectorio, Fray Joaquín Pose mantenía con vigor una partida de ajedrez con otro fraile, si bien llevaba dos piezas de desventaja. —El interés puesto en el tablero por los jugadores, los tenía abstraídos por completo, al punto de no preocuparse un solo instante ni de las voces atronadoras del capitán Pacheco.

Sobre una fuente de platino, en la mesa, veíanse algunas copas llenas de licor color granate.

El padre guardián invitó cortésmente, pero sin desplegar los labios, a sus dos compañeros; y reservando para sí una copa, dijo luego:

—¡A la salud del rey, la gloria ibérica y la paz de las colonias!

—¡Trinidad coeterna! —exclamó el capitán, apurando el contenido.

Fray Benito humedeció los labios, y volvió a colocar su copa en la fuente sin pronunciar una palabra. Su rostro de facciones delicadas, había permanecido impasible.

—¡Jaque perpetuo! —decía con acento alegre y lleno de satisfacción en el otro ámbito, Fray Joaquín Pose.

Fray Benito miró de una manera dulce al padre guardián, murmurando bajo, y sonriente:

—¡Posición crítica, la de Fernando VII!

En ese momento oyéronse tañidos lentos de campana, desde el interior del edificio, y rumores de rezo. —Un reloj daba las diez.

Los frailes cogieron sus rosarios, prosternándose los unos en el pavimento, quedando inmóviles los menos.— Siguiose un silencio solemne; después difundiéronse por la sala confusos murmullos.

El capitán Pacheco púsose una mano bajo la solapa de su capote, e inclinó la cabeza, en instantes que el hermano refitolero de pie en el umbral, tras un gesto muy visible, hacíase en la boca la señal de la cruz para ahuyentar al espíritu maligno.

Capítulo 5

Transcurridos algunos instantes de religiosa calma, reincorporáronse los que se habían puesto de rodillas, persignándose rápidamente; una tos general siguiose al recogimiento; varios frailes viejos y ventrudos con sus ojos sin brillo fijos en los rincones, sorbieron sus polvos de rapé en beatífica actitud; y, a poco, fueron uno a uno desfilando hacia las celdas, encogidos, mudos, somnolientos, arrebujados en sus hábitos, en tanto Fray Joaquín Pose y su adversario preparaban nerviosos las piezas en el tablero, para emprender una tercera y última partida de honor.

El capitán Pacheco se compuso la garganta, y restregose las manos, diciendo:

—Mal sesgo ve tomar a las cosas el reverendo padre, y juro que si no las sueña, ojea muy lejos de un modo asustador.

—Fray Benito tiene sus visiones, nada luminosas a veces —observó el padre guardián con cierta entonación irónica.

Sonriose el fraile apaciblemente, y repuso:

—Suele suceder eso, en realidad —con este motivo debo traer ahora a cuento un hecho dramático, acaecido el penúltimo día del sitio puesto a esta ciudad por los ingleses—. Aún no distamos de él dos años. Lo vi en sueños, un mes antes…

—Si huele a pólvora, el cuento promete —dijo el capitán Pacheco.

—Ya se verá. Paréceme que es un suceso excepcional y único en su género, aunque ya conocido de todos…

Fray Benito contó su ensueño.

No había sido Montevideo agredido todavía; y lo que es más raro, con nadie mantenía guerra. En uno de esos días serenos, una doncella vino al templo a hacer confesión auricular, y Fray Benito se la recibió. Iba a contraer matrimonio con un joven cadete de artillería, oriundo del que fue reino de León, casi un niño, pues apenas le apuntaba el bozo. Pareciole ella tranquila y feliz, como toda criatura que recién abre su espíritu al mundo. En pos de sus candores deslizados a su oído sin la menor sombra de pecado, fuese alegre y sonriendo, complacida tal vez de una absolución sin reserva alguna. Ocurriosele pensar al mirarla, en aquellas vírgenes de los primeros tiempos, destinadas al sacrificio; pero, bien pronto disipose en su espíritu hasta el último detalle de accidente tan natural y común como el de una confesión…

Una noche, sin embargo, ya olvidado todo, soñó que la niña había muerto en las vísperas de sus nupcias.

—¡Y de qué manera, Dios piadoso! —decía Fray Benito.

—Sin duda, sucumbió de amor la desdichada —objetó gravemente el capitán.

—No, por cierto, pues era bien correspondida… Véase ahí cómo, por un sino fatal, en el arma a que servía su amante estaba el secreto de su fin… Vi aquella noche en sueños agitarse su tronco sin cabeza, y tendidos sus brazos hacia el novio que la miraba mudo de terror, en tanto se removía en el suelo junto a la mesa del banquete, a un paso de sus deudos petrificados por el exceso del espanto, su cráneo hermoso y juvenil reducido a una masa sangrienta…

—¡Fue una pesadilla tétrica que tardó en borrarse de mi mente muy largas horas!

—¡Cifra negra en la historia de la prole de Magariños! —murmuró el padre guardián con voz apenas perceptible.

Siguió el fraile su historia.

El tiempo pasó, y vino el asedio por el ejército británico. Los cañones de la batería levantada frente al bastión del Sur, y los de poderosas fragatas acoderadas en la bahía, batían la muralla sin tregua, arrasando parapetos, merlones y explanadas. El bastión estaba en ruinas con sólo una pieza útil, desmontadas las otras, muertos todos los artilleros veteranos, abierto el muro del flanco a pocas decenas de metros, destrozada la tropa de milicia, y los últimos defensores llenos de sed, de hambre y de sueño se arrastraban al pie de las banquetas, aullando de desesperación… De aquella cólera espantosa, y de aquella atmósfera de llamas, todos tenían memoria. El orgullo nacional y el odio de raza, aparte de la justicia de la defensa, centuplicaban el vigor de la lucha. En uno de esos días legendarios, Andrés Durán, herido en la brecha, decía triste en una ambulancia improvisada: «Rugen bien el león y el leopardo… mas, ¡el primero tiene ya rota una garra!».

Pero, que ellos luchasen, era natural, y que muriesen también como buenos, en la batalla cruenta.

A los débiles, a los inocentes sin embargo, a los que creían en las venturas de este mundo, debía alcanzarles idéntico premio. La visión de Fray Benito iba a realizarse en uno de esos seres angelicales; en el ser mismo que la causó; en cierta hora de tregua y de reposo, como si el ánima de los cañones hubiese sentido profunda angustia ante los sublimes dolores del heroísmo…

La familia estaba reunida en el comedor, contenta y feliz, a pesar del conflicto. La costumbre del peligro, dejaba sonreír a las almas buenas. En medio de un turbión apocalíptico, ¡un festín en el hogar! El cadete, que acababa de limpiarse el sudor del combate, dichoso en sus cortos momentos de licencia, sentábase a la mesa. La novia lozana y fresca, coloreadas sus mejillas por el dulce calor de la ilusión —¡extraña rosa que se abría entre el fuego del incendio!— estaba cerca de la cabecera, con los ojos en su amado. La madre hacendosa iba a distribuir el pan y la sal a los que habían nacido para quererse, y era justo que allí cayese como bálsamo dulce la bendición del cielo. Cariños concentrados, anhelosas solicitudes, atenciones exquisitas y amables, todo sincero y profundo por la misma ansiedad en que se vivía en tiempos tan borrascosos, en aquella intimidad lucía, un minuto antes del duelo y del quebranto.

¡Crueles vísperas las de estas bodas de hierro y sangre!

La artillería hizo oír de súbito su ronco estruendo de la parte del mar, y salieron de la fortaleza cercana notas sonoras de una música guerrera, que acompañaba el ruido de las descargas en las almenas. El clarín vibraba en los ámbitos lejanos, y batía la tambora como un paso de ataque. Los comensales que llevaban ya el alimento a la boca, quedaron inmóviles, en suspenso.

—El enemigo renueva sus fuegos —dijo el cadete, en actitud de levantarse.

En ese instante, la pared del salón en que se celebraba el festín humilde, donde ninguna mano fatídica pudo trazar los caracteres del profeta bíblico, se abrió en su centro para dar paso a un grueso proyectil que hiriendo víctima noble, fue a sepultarse en la opuesta entre una nube de polvo.

Al silencio, siguiéronse gritos de horror; y viose en la semi—oscuridad, apagadas casi todas las luces de los candelabros por el viento de muerte, un tronco sin cabeza que saltaba de su asiento lanzando hacia arriba un chorro de sangre tibia y humeante…

¡Era la novia!

Fray Benito, hecho este relato a su manera, quedó callado, removiéndose sus labios con lentitud, cual si por ellos hubiese pasado un ácido amargo o deletéreo.

Fray Francisco y el capitán Pacheco agitáronse en sus sillones tosiendo, para ocultar alguna emoción de pena. Púsose el uno a pasar entre los dedos los nudos de su cordón blanco; y el otro a mirar el techo, silbando entre dientes un toque de guerrilla.

Capítulo 6

El semblante de Fray Benito fue luego animándose poco a poco. A sus facciones dulces volvió el tinte risueño, y a la humedad de sus pupilas sucediose el brillo que el pensamiento trasmite a la visual cuando cambian de giro las ideas. Levantó la frente con afable gesto, y dijo:

—Ahora, me permito aventurar otra creencia, a mérito de un nuevo sueño, muy raro, que me sobresaltó anoche, obligándome a prolongada vigilia. El libro de Rousseau, sobre cuyas teorías hemos departido tantas veces con el padre guardián, sirviome de distracción. La aurora me sorprendió en el primer capítulo del tema sobre el contrato social, que el audaz filósofo imagina celebrado por los hombres que vivían en estado de naturaleza…

—¡Paradoja absurda! —susurró Fray Francisco.

—Por eso fue verdadera teoría armada, repuso Fray Benito, muy tranquilamente.

Opinaba él que para mover las muchedumbres contenidas por el dogma del derecho absoluto de los reyes, el filósofo ideó un sofisma atrevido, pensando tal vez que, no pudiendo las nociones de lo exacto y de lo justo penetrar en la conciencia popular, esclava de la costumbre de doce siglos, sino como la gota de agua en la piedra, era preferible anticiparse por los medios violentos a la obra de los años, haciendo volar con un barreno las bases del viejo edificio.

—Mina, llamamos nosotros a esa cavidad subterránea —le observó el capitán Pacheco con aplomo de perito.

—Sea, hermano.

Me detengo en el detalle del libro ruidoso, pues sus doctrinas tienen alguna atingencia con la visión o sueño de que hablaré enseguida.

Estas ideas francesas a que aludía el fraile que habían venido rodando a nuestras playas como despojos de un gran naufragio de instituciones y de extravíos del criterio humano, habían hallado acogida en nuestra reducida juventud ilustrada, dispersa ya en parte por circunstancias diversas. Se conocía a Mirabeau y a Robespierre, y sus utopías terribles preocupaban los cerebros entusiastas, antes que la hoja periódica de Auchmuty divulgase en Montevideo opiniones subversivas del orden colonial. Bien que, dentro de las murallas no hubiese temor al cambio, y se conservase intacta la fidelidad al rey; pero, no había de suceder quizás lo mismo en la cabeza del virreinato, donde la juventud era numerosa e iba elevándose por ayuda propia, después de batir los ejércitos ingleses.

En posesión de estas cosas, es que Fray Benito se atrevió a decir: —Allí puede darse barreno…

—¿A qué? —interrumpiole el padre guardián con aire socarrón.

—Ya se verá —prosiguió Fray Benito, recalcando en su frase favorita.

Y después de recogerse un instante, dijo como pesando en su ánimo algunas verdades que mortificaban su cerebro:

—Este cabildo abierto y esta junta de gobierno propio constituyen una fórmula nueva, apenas un trasunto de lo que el fondo de la temible teoría entraña. Si la juventud de Buenos Aires llegara a aplicársela en una hora de delirio, ¿qué sería del sistema? El gobierno en la plaza pública concluiría con el derecho divino; entraríamos en plena democracia griega…

El padre guardián echose a reír.

—¿Por ahí viene la visión? —preguntó.

—Viene por ahí —repuso Fray Benito con unción profética.

Ocurríasele acaso que de Montevideo había partido un ejemplo tentador, y que debía tenerse en cuenta que las teorías revolucionarias latentes avanzaban esta idea peligrosa: nada sino Dios, está por encima de los pueblos…

Las mismas pasiones —u otras análogas por lo menos— que habían hecho explosión en el siglo último, podrían obrar también aquí en carne y hueso; pues que era sobre la naturaleza humana que se trabajaba.

Fray Francisco, que había asumido una actitud seria, se apresuró a decir:

—Divaga el hermano Benito. Esas ideas monstruosas, como él mismo lo ha reconocido, no viven sino en algunas cabezas calenturientas. El sofista Rousseau no hallará nunca eco en las campañas; su paradoja sería un enigma para las gentes del pastoreo.

—Precisamente —repuso el fraile— véase ahí la materia de mi sueño.

Aquí está escrito —añadió mostrando un papel. Desconfiando de mi memoria tracé estos renglones que voy a leer y lo hice con un lápiz a la primera luz del día.

El fraile, agitado y nervioso leyó lo siguiente:

«… L'homme sauvage se dibujó primero en mi mente bajo la forma de un solitario de las cavernas; luego, de un centauro fiero; después, de un gaucho vagabundo… Soñé que todo se había trastornado en el orden social y político, hombres y cosas, y que 'los últimos eran los primeros'». El rey había muerto, sin que se gritara, ¡Viva el rey! Ni se juraba obediencia, ni se abrían medallas, ni el cabildo había vuelto a cerrarse, ni el mandato supremo era cumplido. Las muchedumbres se agitaban iracundas, y las pasiones de que hablaba, ya sin freno, todo lo hacían temblar en sus cimientos. Yo mismo, —y como yo otros religiosos, fui arrastrado por la onda— y en ese tránsito ideal del templo al campamento, de la celda al vivac, entre mil rumores discordantes y llamas de incendio, vi en los aires una luz nueva, y escuché a mi alrededor grandes voces que decían: ¡los tiempos han cambiado!

El acento del fraile, al leer estas líneas, era grave y solemne.

El padre guardián llegó a sentir un estremecimiento.

Pacheco miró a la puerta con recelo, cual si en sus umbrales pudiese aparecer irritado el gobernador Elío.

—¡Mal sueño, padre, mal sueño! —dijo inquieto y confundido.

«Y así era —continuó leyendo Fray Benito, sin prestar atención a estos signos de inquietud—. No vivíamos como ahora, sino aprisa, de una manera vertiginosa, derribando con creciente frenesí cuanto había constituido nuestro orgullo actual, escombrando los caminos llenos de espantosa fiebre entre nuevos combates, otros himnos, otras banderas; los humildes todos eran obreros y soldados, los audaces y fuertes, soberbios capitanes, los estudiosos políticos y escritores, y de la masa nativa, como de una materia fermentada, salían explosiones enérgicas y relámpagos de coraje y odio, envolviendo la escena con la pesada atmósfera formada por el polvo de las ruinas. No se crea que había hora de reposo. Esa generación terrible de mi sueño, todo lo destrozaba e invertía, cual si quisiera crearse un teatro distinto y borrar hasta el menor vestigio del tiempo que fue, a un toque continuo de rebato que llamaba de apartados extremos las muchedumbres, no para apagar el voraz incendio, sino para aumentarlo con nuevos despojos y reliquias… Hermanos, así fue mi visión. Cuando desperté, ¡llegué a pensar que la tempestad estaba cerca! Venía el alba. Junto a mi lecho, al alcance de la mano, tenía el libro de Rousseau. Al principio le miré con terror, pero después le cogí y púseme a hojearlo con luz de aurora. A este resplandor indeciso, pareciome una mancha negra en mis manos; y, ¿por qué no decirlo? Bien luego el tinte de negrura transformose en el de acero bruñido. Asemejóseme el libro a una máquina de destrucción, pequeña, pero de una potencia descomunal. Brotaba de él como una inspiración diabólica con fulgor de báratro, capaz de hacer caer en el gran pecado de los apetitos salvajes a los que viven maldiciendo: la sociedad es un contrato cuyo texto primitivo se perdió en la noche de las edades; no hay más derecho que el humano. ¡Sursum corda! Hermanos míos: estas ideas así condensadas, más que una espada que corta, pareciéronme una lima formidable de morder cadenas. El eterno Espartaco cruzó por mi vista con el grillete roto, pero esta vez erguido y dominador, llevando en su frente el signo luminoso de nuevos destinos, y en la mano un cetro extraño que no se parecía al de los reyes. Murmuré: ¡Salve al Redentor del mundo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad: el verbo va a hacerse carne!… ».

—¡Silencio hermano! —dijo Fray Francisco despavorido.

—¡Si se hace carne habrá que acuchillarlo! —exclamó el capitán Pacheco, golpeando con la diestra en la cruz de su espadón.

Fray Benito dirigió a uno y otro la mirada plácida y serena, respondiendo con su voz más dulce:

—Cuento un sueño…

¿Llegará acaso a realizarse?

¡No es fácil saberlo!

Luego terminó así su lectura:

Hay que pensar que un pueblo que descubre poder gobernarse a sí propio, ha dejado ya de ser pupilo ipso facto; y que, de este paso casi autonómico a la descomposición del organismo colonial, no aquí, sino donde el ejemplo y la chispa halle alimento, puede sólo mediar una línea… ¡aunque ésta sea del ancho de un río!».

Estas últimas palabras, como un —e pur si muove— fueron pronunciadas de un modo flébil por el fraile, cuyos labios vibraron cual si en ellos se hubieran quedado temblando.

«Y aquí —prosiguió con el rostro iluminado— aquí… el hombre de Rousseau, más completo, por la campiña desierta vaga, tan desligado ya del armazón de la colonia, como del árbol generador puede estarlo la semilla que aparta lejos el viento y cuaja sola entre las breñas. ¡Guay del día de un conjuro a sus instintos!».

Concluida su lectura, Fray Benito dijo risueño:

—Hermanos: para hacerse realidad el sueño de la novia que narré, necesario fue que transcurriera el tiempo.

¡Dejemos ahora al mismo árbitro, que confirme o desvanezca mi visión!

Y rompió enseguida en menudos fragmentos el papel.

Capítulo 7

El tiempo en realidad, debía confirmar bien pronto estos juicios y predicciones.

La revolución que sobrevino, preparada de una manera lenta y laboriosa por los sucesos, empezó por adoptar la fórmula del cabildo abierto y de la junta provisoría; pero, como manifestación en el fondo, de un esfuerzo propio, y conjuntamente, de una tendencia incontrastable al cambio, en cuya obra demoledora era necesario el concurso de todos los elementos que actuaban en el teatro antes pacífico, y entonces revuelto del virreinato.

Dos factores principales se destacaron en la escena frente a frente, incubados por la educación y el hábito colonial, cuando estalló el gran movimiento: los hombres de las ciudades, más o menos bien preparados para señalarle rumbos o abrirle ancho cauce, pero irresolutos y llenos de vacilaciones y dudas en los primeros años de lucha; y las masas campesinas, de propensiones acentuadas a la acción violenta, rápida y aniquiladora con todo el vigor de la rudeza nativa, y el ímpetu casi ciego de los instintos conflagrados.

La cultura relativa de la época y las teorías francesas constituían el capital intelectual del elemento inteligente, que a su vez debía dar de sí y aún excederse al nivel moral y político de su tiempo, a influencia del mismo rigor de las circunstancias y de la enormidad del peligro.

La vida del aislamiento formó en las muchedumbres de los campos el «carácter local», el círculo estrecho de la patria al alcance de la mirada, el egoísmo fiero del pago y del distrito, germen de la descentralización futura, y a su vez, arranque originario de una vida independiente y soberana, en la oscura fuente de las soberbias cerriles.

De este punto de vista, la masa campesina tenía que ser el agente más eficaz de demolición, a la par que el ariete incontrastable que había de abatir el «imperio de la costumbre», enemigo el más fuerte del espíritu de nacionalidad que nacía débil y vacilante en medio de conflictos dolorosos.

Bullía en el fondo de esa masa una exuberancia de fuerza indómita, que inevitablemente tenía que derramarse de una manera formidable —como desechos volcánicos— una vez abierta la válvula por el trabajo sordo y continuado de las ideas.

Ni era lógico prescindir de este factor —ni era posible adaptarlo a los ideales luminosos, o planes más o menos extraviados del otro concurrente— sin pretenderse encerrar en un molde convencional todo un desorden revolucionario.

Hecho el llamamiento a las pasiones y a las fuerzas del desierto, —a toque de clarín— era forzoso aceptarlas tales cuales ellas eran, como un fenómeno sociológico resultante de causas complejas y profundas. Natural era suponer que de una obra de siglos, ¡ellas hicieron un montón de escombros!

Contra una hipótesis infundada de la junta, el despertamiento en el año XI de las masas uruguayas puso en evidencia, que no había sido «una fidelidad absoluta al Rey, sino un sentimiento local —acentuado hasta por la configuración geográfica—, la causa del silencio y de la inercia de esas poblaciones en los primeros meses del estallido. Ese silencio y esa inercia desaparecieron, así que los gauchos orientales fueron citados al combate por sus caudillos las encarnaciones típicas de sus terribles «amores locales».

Y llegaría día en que todos estos elementos de vitalidad extraordinaria, como que eran la médula del organismo político, se revolverían enconados contra la autoridad central de la junta —constituida en poder omnímodo; —reversión que debía operarse fatalmente, sin perderse el instinto de la nacionalidad, como un efecto final de la misma difusión de la energía revolucionaria en todas las partes de aquel organismo.

En esa borrasca de polvo y sangre había de suceder en definitiva que las pasiones «locales» sirvieran a arrasar por completo como hemos dicho, hasta el último vestigio de la vieja organización de la colonia, y a impeler de un modo inflexible a las mismas fuerzas inteligentes por el camino tan rehuido de la democracia y de la forma federativa.

Así, después del estrago, observose al fin que el terreno estaba preparado para una nuestra vida, con elementos armónicos de raza, porque las divergencias sólo eran de segregación parcial, y en el fondo de esta destrucción y de esta ruina eran coherentes las propensiones ingénitas de las masas campesinas con la idea de absoluta independencia que predominó sobre todas las estériles combinaciones del tiempo.

Fácil es levantar un dique que detenga la inundación al llano, allá sobre las vertientes o el ojo de agua que brota de la entraña escondida, como un chorro de savia cuajada de células fecundas; —pero, opóngase el obstáculo en lo grueso del cauce y de la corriente, cuando el río poderoso marcha de carrera a perderse en el océano— y rebasarán sus aguas, o desviando el curso por distintas cuencas, irán por otras tantas bocas a vomitar torrentes en el abismo.

Algo semejante ocurrió en la revolución de Mayo, cuando aquella irreductible fuerza divergente, pero no reaccionaria, rompió el viejo molde de la colonia y echó en los surcos abiertos por desoladoras guerras la semilla de una nacionalidad briosa e indomable.

Al principio de este alumbramiento difícil; a los primeros pasos y escenas de una generación heroica que todo lo libró al empuje del brazo y a la bravura del instinto, es que vamos a asistir ahora.

El gaucho va a ocupar la escena, a llenarla con sus pasiones primitivas, sus odios y sus amores, sus celos obstinados, sus aventuras de leyenda; pero el gaucho que sólo vive ya en la historia, el engendro maduro de los desiertos y el tipo altivo y errante de un tiempo de transición y transformación étnica.

Capítulo 8

Caía una tarde de Febrero del año 1811, cuando trasponiendo los oteros y collados que ondulan a las márgenes del Río Negro, a algunas leguas del paso de Ramírez, un jinete teniendo sobre la rienda su caballo piafador de gran alzada, cabeza pequeña y narices bien abiertas, rojas y espirando vapor por el esfuerzo de la carrera, se dirigía a la selva profunda, que como un festón enorme de verde irisado bordando el horizonte azul se erguía en el valle majestuoso e imponente.

En la última pequeña eminencia, el jinete tiró a dos manos de las riendas, echando su cuerpo atrás, deteniendo a su brioso alazán, que alargó el cuello espumeante de sudor, llenos de fuego los ojos y de sanguinolentas burbujas la boca, gobernada por un bocado sin camas, barbada ni coscojas, de esos con que el que está habituado a andar desde los primeros años en los lomos equinos, avasalla y doma la fiereza del potro. Dobló luego, hacia arriba, el ala de su sombrero, y volviéndose de lado con destreza, miró el terreno que quedaba a sus espaldas, escudriñando a lo lejos todo el semi—círculo que formaban las lomas o cuchillas. Ningún ser humano se veía, cerca o lejos, en aquel espacio desierto. Voces, gritos, balidos, rumores extraños llenaban las soledades; y del bosque enmarañado y espeso que los rayos del sol poniente teñían de oro, surgían confusas las notas de la creación alada que elevaba en todo el largo de la selva sus himnos del crepúsculo.

El ojo poco avizor, nada habría podido percibir de sospechoso en el espacio recorrido; pero, el jinete a juzgar por un gesto expresivo que dilató sus labios en forma de sonrisa irónica, algo alcanzó a divisar en el horizonte a su derecha. Fija tuvo en ese punto su mirada algunos momentos, y enseguida echó pie a tierra, manteniendo el caballo del cabestro con su mano izquierda. La diestra, rápida y hábil, desprendió la cincha que sujetaba el lomillo, y volvió a oprimir el vientre empapado de su alazán, con sus fuertes dedos y colmillos no menos vigorosos, hasta unir los aros férreos de la cincha de cuero. Ajustada nuevamente, a su vez, la piel ovina sin vellones, que le servía de cojinillo, acarició el cuello y crines retaceadas del caballo algo inquieto, con suavidad, palmeándole en el pecho cubierto de espuma; y poniendo el pie en el estribo de madera sentose con la mayor presteza, haciendo sonar sus espuelas de grandes rodajas, en cuyos pinchos se confundían pelos, lodo y sangre. A buen paso, dirigiose enseguida, hacia un punto determinado de la selva, con ademán tranquilo y resuelto continente.

Era este jinete, un gaucho joven. Representaba apenas veintidós años, y solo un bozo ligero sombreaba su labio grueso y encendido. El cabello castaño y ensortijado, caíale sobre los hombros en forma de melena. Sus facciones tostadas por el sol y el viento de los campos, ofrecían sin embargo, esa gracia y viril hermosura que acentúa más la vida azarosa y errante, trasmitiendo a sus rasgos prominentes como una expresión perenne de las melancolías y tristezas del desierto. En los ojos pardos de mirar firme y sereno, parecía despedir de vez en cuando sus destellos el sentimiento enérgico de la independencia individual. Había en su frente ancha, horizonte para los profundos anhelos y sombríos ideales de la libertad salvaje: sobre ella flotaba el ala del sombrero, como la de un pájaro selvático que se agitase siempre en el aire, desconfiando de las acechanzas del suelo.

Vestía de la manera característica y habitual del tipo criollo, en aquellos tiempos postreros de la vida del coloniaje. Este joven gaucho difería mucho, en sus hábitos y gustos, como todos los de su época, de los que al presente tienen escuelas primarias para educar su prole y ven pasar ante sus moradas solitarias la veloz locomotora con su imponente tren cargado de riquezas, y los hilos eléctricos por donde se desliza el pensamiento con la celeridad de la luz. Llevaba en su persona los signos inequívocos de una sociabilidad embrionaria, de una raza que vive adherida a la costumbre, bajo la regla estrecha del hábito, aun cuando por entonces las aspiraciones al cambio —preludios vagos de progreso,— empezaban a nacer con desarrollo lento, del mismo modo que, —como decía Fray Benito— brotan en crecimiento laborioso en un terreno de breñas y zarzales los granos fecundos que el viento eleva, agita y arrastra en sus remolinos tempestuosos para dejarlos caer allí donde acaba la energía de sus corrientes.

Sobre una camisa de lienzo, llevaba el jinete un poncho de género sencillo, a listas, colorante, recogido sobre el hombro izquierdo; un pañuelo de seda al cuello, anudado con desaliño; sobre el cinto que sujetaba los extremos de un chiripá de lanilla azul, enrolladas a su cintura, lasboleadoras de piedras, forradas con piel de carpincho; una daga de mango de metal detrás, bien al alcance de la diestra; y una pistola de pedernal cerca del arzón con la culata hacia adentro, sujeta al apero, sin funda ni cargas de repuesto. Calzaba botas de piel de potro, y lucía en el calcañar, como hemos dicho, gran espuela de hierro armada de agudas punzas.

Con el chambergo inclinado sobre la oreja, sujeto por un barboquejo concluido por dos barbillas negras que simulaban perilla bajo su labio inferior, —el poncho arrollado con gracia sobre el hombro, y una mano apoyada en el mango del rebenque— el bizarro mozo, con su aire de atrevimiento y dureza de ceño, bien sentado en su caballería briosa y piafadora, representaba fielmente a esa clase errante que en otros tiempos desconocía las dulzuras del hogar doméstico, compañero del animal montaraz en los bosques, fuerte ante el peligro, sombra siniestra del llano, la sierra y la selva, cuyas planicies, desfiladeros o escondrijos recorría y utilizaba en sus excursiones de centauro indómito, desafiando las iras de los prebostes y abriendo camino al intercambio de productos, sin pago de derechos.

Severa imagen de la época, vástago fiero de la familia hispano— colonial, arquetipo sencillo y agreste de la primera generación, aquel mozo lujurioso, arisco, altivo en su alazán poderoso, con su ropaje primitivo y su flotante melena, simbolizaba bien el espíritu rebelde al principio de autoridad, y la fuerza de los instintos ocultos, que en una hora histórica, como un exceso potente de energía, rompen con toda obediencia y hacen irrupción, en la medida misma en que han sido comprimidos y sofocados por la tiranía del hábito.

En el ojo, al parecer vago y melancólico, lleno de los reflejos del desierto; en el aspecto de la cabeza echada hacia atrás, tal como debe ofrecerlo el puma que asoma en la altura, al lejano ladrido de los perros cimarrones; en el aire reconcentrado y caviloso de este hombre cerril, cada vez que se detenía para volver la mirada escudriñadora al lontananza, en todas direcciones; en sus movimientos desenvueltos y osados y la tranquila firmeza con que, ora lanzaba hacia delante o a los flancos su caballo, ora reprimía con diestra mano sus impulsos, ora se arrojaba de sus lomos y se tendía sobre la yerba para recoger en el suelo firme con oído atento los rumores, descubríase al agente temible fuera de la ley, objeto constante de las persecuciones implacables, a la vez que al baqueano astuto y sagaz que encamina sus pasos por sitios inexplorados, sin dejar huellas; cual si sus pies como las enguantadas zarpas del tigre al sepultarse en lo más intrincado de los bosques, no ajasen las yerbas bajo su fina piel de potro, ni deprimiesen el suelo inseguro de los pantanos.

El jinete venía perseguido por un destacamento de caballería.

La jornada había sido dura, de largas leguas, sin tiempo para beber algunos sorbos de agua en los arroyos del tránsito, que atenuase una sed ardiente y febril. Si sudorosa estaba la frente del amo, bañado en espuma hasta los corvejones, en donde el lazo de trenza con su última vuelta o anillo había formado con el roce gruesas ampollas blancas, estaba su fiel compañero, levantada la una oreja, el copete goteando sobre los ojos encendidos, las narices dilatadas y enrojecidas por el hervor de la sangre caldeada en la carrera.

Ya en la orilla de la selva, el jinete moderó el paso, recorriéndola alguna distancia, como buscando la abertura casi invisible de una picada secreta; algo así, como un túnel tortuoso y oscuro bajo las espesas bóvedas flotantes que atravesara todo lo profundo del bosque hasta la ribera del río, escondido entre dos inmensas paralelas de troncos y follajes cual una veta de plata a flor de tierra.

Allí donde, otros menos expertos nada habrían visto, el jinete se detuvo.

Cubierta ligeramente por las ramas hojosas de molles y guayacanes, había una abertura o entrada muy estrecha, por la que sólo podía penetrar de frente un jinete.

El fugitivo apartó los ramajes con cuidado, y su alazán, cual si reconociera el sitio, entrose por aquel túnel contorneado de arborescencias, quebrando los gajos tiernos con el pecho y haciendo crujir bajo sus cascos los viejos troncos esparcidos a trechos en la sombría senda. Refrenole su dueño con vigor; y desde ese instante, empezó a avanzar paso a paso, caracoleando en prolongada serpental, y deteniéndose a veces ante el obstáculo opuesto por recientes invasiones de la vegetación arbórea, o ante curiosas empalizadas que los habitantes desconocidos del bosque levantaban en ciertos lugares, para torcer la marcha de una partida o columna en desfile.

Estas obras de matrero no carecían de ingenio. Menos prolijas, recordaban no obstante las del topo. En los sitios donde existía el obstáculo, el sendero se dividía en línea trifurcada, siendo dos de los ramales más reducidos y angostos, —como obra de carpincho y otros moradores de la selva— viniendo a constituir la barrera artificial el vértice de dos ángulos agudos. Los senderos de los flancos, llevaban lejos: los que en ellos se aventuraban, se perdían en lo intrincado del monte. En cambio, traspuesto el obstáculo de la línea media, que era la recta, arribábase a la otra ribera, después de una lenta y complicada travesía. El empalme de estas vías tenebrosas, sólo era conocido por el contrabandista o el matrero, a quienes bastaba separar los troncos y el boscaje formado por nutridas lianas y ñapindaas dóciles y rastreros, que al enroscarse en los árboles circunvecinos alargaban sus guías enormes por doquiera, para abrirse paso y continuar la ruta, después de recubrir el paraje cuidadosamente.

Estos senderos secretos se extendían larga distancia bajo un cielo verde en caprichosos giros ora en ascenso, ya en declive, según las ondulaciones y accidentes del terreno sembrado de hojas y de raíces, en medio de paisajes encantados, de helechos y nutridos brezos sobre los que zumbaba sordamente todo un mundo de átomos alados.

Rara vez la planta humana hollaba aquellos sitios, verdaderos asilos ignorados del gaucho errante; y diríase ante su salvaje pompa y virgen soledad, la smarrita via, en la selva oscura del poeta. Troncos gigantes enlazados por graciosas guirnaldas, de lianas y tacyos, hasta formar tupidas redes en las bóvedas de las copas confundidas; palmeras enhiestas asomando sus cabezas en el espacio, a manera de colosales quitasoles del oriente; robustos yatáhis y guayabos en estrecha alianza con las indígenas yedras trepadoras, molles y laureles agrupados en tumulto: añososquebrachos y atrevidos ñangapirées elevando sus cúpulas en desorden, junto al duro espinillo y al tala espinoso, verdadero erizo vegetal que hiere y desgarra como un dragón que guardara el secreto de la floresta; columnatas singulares, airosos capiteles, variadas volutas, elegantes cimborios simulados por miriadas de hojas y tupidas florescencias; y en la pradera sombría, como asaltando las bases y troncos de aquella hermosa vegetación secular, innúmeras legiones de plantas selváticas irguiéndose con audacia para concluir en esbeltos tallos y trémulos penachos de vivos matices, o retorciéndose por el suelo cual prodigiosa nidada de serpientes.

Por medio mismo de estos paisajes, divididos por el angosto sendero, empezó el jinete su travesía.

Marchaba el sol a su ocaso, y sus rayos que bañaban las alturas del bosque diluían apenas en su interior a través de pequeños claros verticales, algunos chorros color de oro muerto o ligera lluvia de aristas luminosas que solían ornar con fantásticas fajas o talabartes las gusaneras de un negro y rojo de terciopelo que se remontaban en formas piramidales desde el suelo hasta la bóveda, adheridas a las gruesas guías de las enredaderas. Mundo pequeño, inmóvil, silencioso formando de millares de seres un solo cuerpo, en apretados lazos de familia; república extraña y fraternal conjunción de organismos de sangre blanca, que así apiñados sin luchas ni conflictos, ¡parecían buscar en la unión estrecha y en el común contacto el calor fecundo de la vida! El jinete rozaba casi al pasar estas gusaneras, sentía sobre su cabeza el aleteo de la torcaz o del tordo que cambiaban de rama, veía cruzar por delante y esconderse en la yerba la perdiz de monte, y replegarse cauteloso hacia la entrada de su cueva al pie de algún tronco al lagarto de múltiples colores. El zorzal y el jilguero confundían sus notas con las del tordo y la calandria en singular concertante, despidiendo al día con encelados gorjeos; los colibríes zumbaban ante las flores, lanzando al detenerse en los lugares iluminados por los rayos moribundos, esos metálicos reflejos de azul y esmeralda que el pincel más diestro jamás reproduce en todo su esplendor; al parloteo de los loros uníanse las medidas frases del cardenal y los arrullos de las palomas de monte, en la hora precursora del sueño; en tanto que, del fondo de la selva, como un toque de oración para los demás seres, y para ellos de despertar al primer asomo de las sombras, el ñacurutúy la coruja mezclaban de vez en cuando al concierto sus monótonas quejas.

El jinete, que ya había penetrado muy adentro en aquellos velados lugares, seguía su marcha al paso, la cabeza hacia adelante y ese aire de laxitud e indiferencia que sucede a la actividad febril de una jornada fatigosa; cuando, de súbito, el ruido producido por un tropel de caballos, que venía del exterior del bosque, a sus espaldas, le hizo volver el rostro, sin que en él se reflejara, sin embargo, la menor inquietud o zozobra.

El confuso rumor creció por instantes, para disiparse bien luego, como si un grupo de jinetes buscara en las orillas del monte el paso o entrada secreta.

El mozo de la melena se encogió de hombros, y se detuvo.

Corría en aquella parte un hilo de agua fresca, por una canaleta festonada de gramillas.

Echó aquel pie a tierra, y tendiéndose boca abajo con la mayor tranquilidad, bebió del agua pura hasta saciar su sed. Reincorporose enseguida, pasando la manga por sus labios, sin preocuparse del ruido de sus espuelas; y, tirando del cabestro, hizo tender el cuello al alazán, sin quitarle el bocado. Sumergiose el hocico con delicia en la suave corriente, como para restañar las grietas ensangrentadas de sus bordes; y por algunos momentos, el agua en gruesa cantidad, hinchó el esófago del noble bruto. A un leve movimiento, de atracción del amo, el alazán levantó la cabeza y tendió el pescuezo, dejando caer agua de su boca, que entreabriose a un ligero relincho de placer, sofocado por la mano del gaucho al posarse cariñosa en sus narices.

En ese instante la concha de una mulita dejose ver entre fragmentos de vegetales descompuestos, a una orilla del sendero. Buscaba sin duda, su manjar de la tarde.

El mozo dio un salto de jaguar, sin abandonar el cabestro; y colocándose delante del tímido acorazado, descargó un golpe con el rebenque, volviéndolo de espaldas. Desnuda la daga, practicó con rapidez una incisión en el cuello de su víctima, que alzó del apéndice una vez que se hubo desangrado, contemplándola con ojos alegres.

Renovose el lejano rumor de caballería, a intervalos desiguales, fuera siempre del monte.

El de la melena se sonrió con aire de mofa, y púsose a abrir la mulita, y a extraerle lo superfluo. Concluida esta tarea con extrema celeridad, limpió la daga en la yerba hasta dejarla resplandeciente, volviola a su vaina de cuero con anillos de bronce, y ató con calma imperturbable el sabroso desdentado en la delantera del lomillo, con un tiento de piel de yegua. Este remedo diminuto del extinto gliptodón, ofrecía por su aspecto buen bocado al apetito.

Hecho todo así, de un modo concienzudo, el mozo enjugose la frente con el pañuelo que llevaba al cuello, arreglose el chiripá, y sin poner el pie en el estribo sentose de un salto en su alazán, emprendiendo de nuevo paso a paso su camino oscuro.

Capítulo 9

Las tinieblas empezaban a difundirse, densas, aumentadas por la espesura del follaje en aquellos lugares imponentes. Había cesado la música de los pájaros, y otros ruidos muy distintos turbaban a intervalos el silencio de la selva. De apartados sitios, tal vez de los juncales de la opuesta margen llegaba ronca la querella del puma con color, irritado por el celo; y entre los seibos gruñía el carpincho sordamente al abandonar tras la reacia compañera el fondo de las aguas. Al pie de negros arrayanes solía agitarse algo de invisible y temeroso, que el jinete ahuyentaba a su paso, lanzando un agudo silbido; el coatí se escurría gruñendo, el hurón volvíase a su cueva diligente, y el lagarto se deslizaba entre las yerbas con la rapidez de una saeta. A veces, presentábase de improviso un claro en la tupida bóveda y el manso fulgor de las estrellas se esparcía como una gasa blanquecina y transparente sobre el verde de las cúpulas, para desaparecer bien pronto con su girón de cielo, al penetrarse bajo nuevas y lóbregas techumbres. En estos senos oscuros brillaban infinitas fosforescencias, ojos luminosos entre las ramas, ejércitos desordenados de lampíridos que se esparcían en todo el largo del sendero cubriendo el ambiente de fantásticos resplandores. Diríase una banda de crespón, cuajada de lentejuelas de oro. En los grupos de guayacanes al final de este sendero, el ñacurutú lanzaba sus gritos tristes.

El jinete volvió a detenerse para observar el sitio, que parecía conocer en sus menores detalles.

Los guayacanes formaban una isleta rodeada de arenas al frente, y el sendero, un recodo. Por allí venía un aura fresca, trayendo el eco sonoro de agua que corre en cauce considerable.

Era el río.

El fugitivo avanzó con sigilo, reprimiendo la impaciencia de su caballo que tropezó en algunos troncos de palmeras que obstruían la senda; magníficos ejemplares derribados por el facón o la sierra, al solo objeto de poner el rico cogollo al alcance de la mano. Pronto respiró el jinete el aire libre, y viose en la ribera arenosa, exhibiéndose a su frente un vado de pocos metros de anchura, y más allá, como alto muro negro, la selva secular que resguardaba con sus grandes y enmarañadas espesuras el otro borde del río. Acercó la espuela a los ijares, y recogiendo las piernas casi al nivel del lomillo, se entró sin vacilación en el agua. El alazán sumergiose hasta el pecho, resoplando. El paso estaba a volapié. Bien presto, entre bullente espuma, el caballo alcanzó la pequeña barranca y salvó el arenal, sepultándose nuevamente bajo la diestra de su jinete, en un camino estrecho y tenebroso, semejante al recorrido.

Empezaba la segunda marcha, entre arboledas, lianas y malezas, bajo profunda sombra sembrada de luciérnagas y coleópteros zumbadores. Esta parte de la selva era más tupida y opaca, difundiéndose su lobreguez a largas distancias. El sendero bifurcado aquí hubiera hecho titubear en pleno día a un caminante osado; en medio de la densa noche, sin embargo, guiado por el instinto el alazán o por el amor de una querencia, sintiendo floja la rienda, enderezose por el ramal izquierdo de aquella enorme y griega trazada bajo el cielo del bosque por el pie de la alimaña, antes que por la planta del hombre. Su cuerpo rozaba las columnatas arbóreas, y la cabeza del jinete solía tocar el tejido de enredaderas, que tapizaban la bóveda, agitando en su tránsito todo un mundo invisible.

Trascurridos algunos minutos de marcha, el camino hizo una curva sensible, y empezó a ensancharse, presentando en la bóveda frecuentes claros. Próxima estaba una pradera. A esa altura, el alazán dio un relincho, y sacudió el cuello con alborozo.

El mozo de la melena llevó la mano a los labios en forma de bocina, y, a su vez, lanzó un grito especial.

Contestole un silbido.

Siguió entonces avanzando; y penetró en la pradera.

En este espacio, a trechos despejado, el mata—ojo, el sarandí colorado y el guabiroba formaban islas, y en su suelo arenoso y caliente, preferido de los ofidios, hacía oír su silbo agudo y penetrante la víbora de la cruz. El jinete lo atravesó a paso rápido, y llegado que hubo a una nueva aspereza en que crecían el coronilla, el timbó y la «rama negra», desmontose, siguiendo a pie con el caballo del cabestro, ya inclinándose para abrirse camino por pequeñas abras, ya evitando las espinas del tala o del aromo, ya retrocediendo a ocasiones, para hacer diversos rodeos o dejar paso libre a algún animal selvático sorprendido lejos de su madriguera.

Esta marcha no duró mucho.

Encontrose de pronto en un sitio descubierto tapizado de césped en el que solo se alzaban las «sombras de toro» hacia al fondo, junto a unas piedras, y apacentaban varios caballos vigorosos.

La selva ceñía esta pequeña pradera como un cinturón, sustrayéndola por completo a toda mirada investigadora. Era un asilo secreto, una guarida inaccesible, un potrero en el monte, fresco y fértil, circunvalado de acacias, higuerones, plumerillos y laureles blancos a que daba riego un brazo pequeño del río, y en donde ofrecíanse al alcance de la mano, como próvidos dones de un oasis salvaje, los agrestes frutos del guayabo, el arazá y el pitanga, y líquenes sabrosos, hongos blancos y morados en los troncos del quebracho o del canelón fornido.

Hasta diez hombres se encontraban junto a los árboles, de pie unos, otros sentados, percibiéndoseles desde la entrada a la pradera, a la pálida claridad de los astros y al resplandor indeciso de las brasas de un fogón construido bajo de tierra. Oíanse rasgueos de guitarras, y una voz que preludiaba una canción.

El mozo de la melena llegábase a su vez cantando un aire de la tierra en décima glosada, cuando uno de aquellos hombres apostado a vanguardia junto a un tronco, le interrogó con energía, puesta la mano en la culata de un trabuco.

—¡Tupamaro! —contestó el recién venido con voz vibrante.

Ayéguese, hermano. ¿Lo trujieron mal?

—Quemándome los lomos.

Suerte que al alazán le criaron alas.

—Al pelo me fío —dijo aproximándose, el que hacía de escucha o imaginaria—. Alazán tostao primero muerto que aplastao.

Ansina y todo, le metí las nazarenas

Pa que vea si jué trance de apuro, Esmael. ¿Y Aldama?

—Prisionero. Pa cá del Vera le estiraron el roano viejo, y enredao en los yuyos con las «lloronas», le cayeron en montón, cuando andaba yo en entrevero con la melicia. —«¡Tuya hermano!» me gritó el hombre. Y me tendí, ganando el repecho.— Dos melicianos rodaron en el bajo, y los otros seencimaron, misturándose en el cañadón.

—¡Bien aiga la zanja amiga!

—Me acorrió. El alazán ganó campo, tieso como venao.

Durante este diálogo, dos de los hombres que se encontraban agrupados junto a las «sombras de toro» se habían ido acercando al sitio; y uno de ellos, recogiendo las últimas palabras de Ismael, preguntó con acento breve:

—¿Qué jué de Aldama?

—En la trampa.

—¿Y la partida?

—Junto al monte.

El que había interrogado, y que era el comandante, volviose hacia su compañero, para que trasmitiese a la gente la orden de ensillar las reservas. Dirigiéndose luego a Ismael, agregó:

Si habrá rezao Aldama el credo cimarrón?

—Lo traiban con guardia, de fijo pá aserlo descobrir la guarida; pero ante lo enchipan… Este oficio me entriegó Perico el Bailarín.

El jefe se apoderó de la carta que el mozo había extraído del cinto, entrándose enseguida por un claro del monte.

Ismael púsose a aflojar la cincha de su alazán, tiró el recado en montón al suelo, palmeó el caballo que fuese a la pradera retozando, y él echose boca abajo en las yerbas, derrengado y somnoliento.

Capítulo 10

Ismael Velarde era un gauchito sin hogar.

La existencia azarosa, en medio de cuyos conflictos lo presentamos, no fue sin embargo la de sus primeros años de juventud. Aunque errante e indolente, por inclinación y por hábito, cumpliéndose en él y en casi todos los de su época de una manera fatal la ley de la herencia, tenía cierto cariño al trabajo rudo que pone a prueba el músculo y nutre al organismo con jugo salvaje. Sentía pasión por la vida libre, indisciplinada, licenciosa; pero le era también agradable por orgullo de raza que se fiasen de él, cuando hacía promesa de sudar en la labor honesta. Esta conciencia de su responsabilidad moral, impresa en su semblante, abríale sin sospechas depresivas el camino del trabajo. Los que lo oían, creían desde el principio de buena fe, que él sería capaz de cumplir con su deber. Pobre, solo, inculto, desamparado, realizábase en el joven gaucho el proverbio oriental: el hombre fuerte y el agua que corre, labran su propio sendero.

Fue así como, presentándose un día en el establecimiento de campo que la viuda de don Alvar Fuentes poseía en Canelones, sobre el río Santa Lucia, su mayordomo Jorge Almagro lo aceptase a su servicio para las faenas pastoriles.

La estancia de Fuentes como todas las de aquella época apartada, componíase de tres o cuatro construcciones de barro seco, que servía de revoque a las varillas o el ramaje de las paredes, techo de paja brava, y grandes troncos sujetos en horquetas; edificios que aparecían separados unos de otros algunos metros, con pocos árboles, una enramada espaciosa al norte, una huerta muy pequeña a espaldas del rancho principal, y una tahona que no funcionaba hacía tiempo, distante de aquel medio tiro de pistola.

Las «casas» o poblaciones de fábrica sólida, cal, ladrillo o piedra eran muy raros, aún tratándose de propietarios acaudalados. El rancho, algo más cómodo y mejor repartido que la choza primitiva, constituía el tipo arquitectónico agreste, con sus puertas bajas y sus ventanillas estrechas, piso de tierra dura, y patios sin desmonte ni acequias.

El depósito de agua potable, era un barril asentado de vientre sobre un armazón de troncos con cuatro o con dos ruedas toscas, que servían para arrastrarlo hasta el arroyo con un jamelgo manso, rodilludo y maltrecho.

Una especie de cabaña que había al fondo para guardar cueros y cerdas, y la tahona a que hemos hecho referencia, tenían por puertas pieles de toro sujetas fuertemente en maderos rústicos que a manera de marcos encajaban en las poternas. El corral, chiquero o redil —que de todo esto tenía algo— próximo a los ranchos, componíase de palos nudosos y retorcidos a pique, de tala y espinillo, unidos por guascas peludas de cuero vacuno.

El campo era muy extenso y feraz, y en él pacían varias majadas de ovejas, numerosas manadas de yeguas y más de cuatro mil vacas.

A la posesión exclusiva de estos bienes respondían todos los procederes de Jorge Almagro, el mayordomo, desde años atrás; la única heredera había llegado a la pubertad, y él había empezado ya sus maniobras.

Era este sujeto oriundo de Aragón, vinculado a la familia de Fuentes, y primo de Felisa, única nieta que la viuda conservaba a su lado, a quién Jorge creía una presa segura.

Tenía él la frente deprimida, los ojos verdosos, redondos y saltones, la nariz aplastada en el vómer, el bigote escaso y cerdudo, en partes chamuscado por la brasa del cigarro, la cabellera corta y rala enseñando ranuras aquí y acullá en el cráneo, grande la oreja, en forma de concha marina, labio inferior grueso, de esos que se apartan de la encía y se estiran como una trompa para dar salida a la voz, la espalda ancha, y piernas en arco por la costumbre de la espuela. Por lo demás, robusto y fornido. Hacía más repelente esta figura, un carácter avieso y tosco propio para la lidia con la hacienda brava. Los peones lo soportaban sencillamente; pocos le querían.

Era ella en cambio, una morena de ojos oscuros de espesas pestañas negras, abundosa cabellera que lucía en largas trenzas, afilada nariz y boca algo grande, pero roja y fresca con un arco dentario seductor. En sus pupilas brillantes, y en sus labios casi siempre entreabiertos, retozaban dieciocho primaveras.

Era nieta de un gallego, capitán de milicias; pero, como buena criolla, tenía toda ella el sabor de la tierra, y los resabios de la taimonia local, que la escasa educación de aquellos tiempos favorecía más bien que extirpaba.

Su origen como se verá, no era oscuro; y merece consignarse un detalle histórico.

Contábase de su abuelo un episodio glorioso.

En el asalto de Montevideo por los cuerpos veteranos del general Anchmuty, en 1807, la artillería británica abrió con verdadero éxito sus fuegos bien cerca de la muralla por la puerta del sur, que servía de junción a las obras de la costa. Era el lado más débil: un lienzo sin terraplenes interiores, sin fosos ni contraescarpas. Abrir brecha, fue el intento. Bajo un fuego terrible, en pocos días, el proyectil del cañón inglés vomitado constantemente sobre el muro, desde la batería de la costa y los poderosos buques de la escuadra alineados frente al cubo, horadó el granito, abriendo ancho hueco.

Por entonces, ya las balas habían destrozado los revestimientos, parapetos y explanadas del próximo bastión. No se postró por eso, el ánimo esforzado de la defensa. Era preciso suplir el lienzo de muralla que había saltado en mil fragmentos, y por cuya abertura o boquerón siniestro llovía la metralla entre espantosos ruidos. ¿Cómo hacerlo? Por allí iba a precipitarse la columna de ataque, como una onda irresistible que al destrozar el dique sembraría por doquiera la desolación y el espanto… Una voz valiente mandó cubrir la brecha en cierto instante solemne. —Los defensores se miraron con desesperación—. La artillería inglesa seguía rugiendo furiosa; un viento de muerte soplaba de la parte del mar; el granito volaba en trizas por los aires entre un torbellino de polvo y arenas; y revueltos los soldados en las banquetas de los flancos mordían con rabia el cartucho, ya sin orden ni disciplina ante aquel huracán formidable que llevaba en sus alas ardiente plomo, ensangrentados guijarros y trozos de carne viva. En medio de escena tan pavorosa, otra voz robusta y potente gritó, dominando el tumulto: «¡barriquemos con cueros!». Era nuestro capitán de milicias quién había hablado a la tempestad de balas. Pero, ¿quién alzaría la carga y llegaría a plantarse en mitad de la brecha por donde se deslizaba exterminador el torbellino de mortíferos cascos?…

El bravo capitán dio el ejemplo. Lanzose rápido a una barraca cercana y volvió al antro infernal, con una pila de pieles secas sobre sus hombros. La noche avanzaba lúgubre y oscura; un obús colocado en posición oblicua enviaba en sordo ronquido sin cesar a las alturas en parabólicas trayectorias sus bombas y metrallas, que el cañón sitiador retribuía sin tregua a su vez con andanadas de hierro. La figura atlética del capitán de milicias dibujose de improviso ante el boquerón, agobiadas las espaldas bajo el peso de la carga, volteola con fuerza en medio de la brecha, y alentando entre enérgicos juramentos a sus soldados, corrió de nuevo al depósito y volvió a regresar con su dorso abrumado, semejante en la oscuridad a la carcoma de una acémila que se rebela irritada a la aproximación de una tromba. Por algunos momentos siguiose aquella faena homérica… El sitio estaba sembrado de escombros y cadáveres. A pesar de la borrasca de plomo y fuego, las pilas de cueros coronaban ya la brecha en más de un metro de altura. Sentíase en el exterior sordo rebote de balas. El capitán, libre por quinta vez de su carga, retrocedía con el rostro al peligro, altivo y fiero, chorreando sudor heroico, jadeante el pecho descubierto, paso a paso, casi ebrio con el humo de la pólvora… De pronto, oyose un choque seco: el titán se bamboleó con los brazos en alto, y tras aquella recia sacudida, desplomose frente al parapeto sin lanzar un gemido el bravo capitán gallego. Una bala enorme le había atravesado el cuerpo.

Horas después, a manera de colosal salva de cañones en épicos funerales, las bocas todas de esa parte de la muralla debían bramar a un tiempo con horrísono estampido, dirigiendo sus fuegos convergentes sobre la columna inglesa de ataque que entre profundas tinieblas erraba la brecha; y abrasarse con Browne el cuadragésimo regimiento bajo ese chorro espantoso de fuego; y caer Remy extinto al montar la pila, que el denodado capitán de milicias cubriera el primero con admirable esfuerzo.

Capítulo 11

Esto contaba una tradición muy fresca del hogar. Mas, ese ejemplo de fidelidad a la monarquía por parte de uno de sus abuelos, no privaba a Felisa, de seguir sus impulsos de criolla y de ser ella misma como hemos dicho, un producto indígena o engendro del clima. También estaba en el rango de los tupamaros.

Tenía un genio un poco bullicioso, con sus barruntos de insubordinada y de altanera. Se había hecho mujer en el campo, y no conocía otra sociedad que la de los ganaderos y gente cerril.

Verdadera fruta del país, era un tipo correcto de la criolla en los tiempos del gusto colonial. Las monotonías naturales del campo, estaban lejos de serlo para ella; la vida dentro del recinto fortificado, entre ruidos de tambores y clarines, movimientos de batallones y estruendos de artillería, cual si palpitase siempre en el aire el germen de la guerra, antojábasele que era vida de prisión o de convento. Sus propensiones agrestes la hacían feliz. A las callejuelas estrechas y lodosas del recinto, dentro del cual había nacido y pasado sus primeros años, prefería las asperezas de la campaña; montar a caballo para andarse a media rienda, chapucear en el río y las lagunas, bailar cielitos y oír las cántigas de los gauchos al son de la guitarra.

Todo esto era nativo, y se encuadraba en su naturaleza.

No había experimentado por lo demás, todavía, otro género de sensualismos. Contentábase con aquellos gustos vulgares sin apetecer otros mejores, pues que su criterio, muy semejante al de la mayoría de las mujeres sin espíritu, no iba más allá del círculo de sus afecciones.

El mundo para esta clase de seres, se reducía a las dimensiones del pago, como si dijéramos, al ruedo de su vestido. De esta forma, podía ella considerarse dichosa.

La persistencia de Almagro la incomodaba. Desairábale de continuo; y concluyó por tenerle miedo. Los ojillos redondos y saltones del mayordomo la perseguían por todas partes, con un mirar fijo de reflejos amarillentos. Ojos de basilico, decía ella.

Ismael, con su aire de profunda indolencia, solía cruzarse por casualidad en sus paseos, a mitad del campo. Algunas veces le arreglaba el recado flojo y la subía al caballo de un envión sin mirarla, callado y adusto; y se iba a sus faenas sin demostrar tampoco interés en saludarla.

Al principio Felisa halló aquello muy natural, sin importársele nada la conducta del mozo.

Empero, una tarde en que Ismael le acortaba la estribera con mucha calma, fijose por primera vez que el gauchito no se parecía a los otros, que tenía una cara linda, y era airoso en el vestir.

Desde entonces, siempre que andaba por las cercanas lomas, procuraba verle. Cuando esto no acontecía, experimentaba una especie de contrariedad.

Las proximidades, dado su empeño en provocarlas, se hicieron más frecuentes. El gaucho de rizos blondos y ojos pardos, con una boca de cereza, comenzó por su parte a mirar de lado con la cabeza baja, huraño y triste.

Después ella se apercibió que Ismael tocaba más a menudo la guitarra, en la enramada o en la tahona, cantando décimas que nunca le había oído.

Otros días, él parecía ocultarse por largas horas, y al regreso no se acercaba a ella, yéndose a echar a la sombra sobre alguna manta de vichará boca abajo en cuya perezosa posición se pasaba el tiempo libre. Felisa se puso de allí en adelante concentrada y cavilosa, empezándole cierto desgane para montar a caballo, y para bailar en los ranchos de las cercanías donde solían juntarse las mozas del pago.

Una vez se encontró con Ismael que salía de la cocina, y lo miró con enojo, pasando a su lado sin darle los buenos días. Él tampoco la miró, ni la habló; puso el pie en el estribo, saltó sobre su bayo, y fuese paso a paso hacia el campo, tarareando un «pericón».

Estos casos se sucedían con frecuencia.

En otra oportunidad, Felisa le arrancó de las manos la vasija de barro que él le había tomado para sacarle el agua del barril; y lo hizo con mal modo y peor ceño.

Velarde se alejó callado, arreglándose el chiripá por detrás, y chiflando con su aire de costumbre algún «triste» monótono.

Días después, lo vio recostado en la pared del rancho, todo mojado por la lluvia, con la vista en el suelo y el poncho colgándole del hombro hasta tocar la tierra hecha fango. Alargó el brazo por la ventanilla, y le alcanzó un mate, dejando ver tan solo la mitad del rostro. Ismael lo tomó, saboreolo hasta hacer sonar la «bombilla» y lo devolvió a su dueña sin decir palabra.

A poco, se fue despacio, hundiendo las espuelas en el barro; y cuando se hubo apartado bastante, bajose más sobre los ojos el ala del sombrero y se volvió de lado para mirar arisco. La criolla se puso a reír, y movió la cabeza de arriba abajo con aire burlón.

Velarde siguió atufado su camino.

El monte del Santa Lucia no estaba lejos de allí. Esa vez, como otras, fuese él a caballo a vagar por sus orillas; galopó bajo el agua hasta la calera de García Zúñiga, reuniose allí con varios aparceros, y como era día domingo, pasáronse la noche de baile en diversos ranchos.

Al día siguiente muy temprano, apareciose en la cocina de la estancia con las ropas bien húmedas, el pelo mojado, las botas de potro salpicadas de barro, ojeroso y somnoliento. Ardía un buen fuego. Felisa, madrugadora como el gallo criollo que cantaba en el ombú al asomar la mañana, lo vio apearse; y ocurriósele entonces que tenía que ir por agua caliente a la cocina.

Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael sentado cerca del fogón en una cabeza de vaca.

Felisa entró apartando la cara; púsose en cuclillas y echó mano a una caldera.

Él cogió un tizón para encender el cigarro, y en esta diligencia se estuvo un rato. Tirole luego en el fuego, y entró a atizar éste, moviendo los troncos y separando con uno de ellos la ceniza del centro, con la que formó una capa lisa delante.

Después, cogió un palito y comenzó a trazar rayas muy en sosiego, el brazo sobre la rótula y la mano colgante, sin cuidarse de la presencia de la criolla.

Esta a quién el humo hacía lagrimear, alzó del asa la caldera y saliose; pero, al trasponer la puerta, dijo con su voz ronquilla y un ceño de malicia: ¡Mirá! el baile jué velorio.

Ismael, que era de un temperamento linfático nervioso sintió la pulla, infláronsele las ventanas de la nariz, echó una gran bocanada de humo, salió tras de Felisa y marchose sin volver ni una vez el rostro, a la tahona.

A uno y otro, este agriamiento los tenía ya bien inquietos.

Tratábanse mal a cada paso; y la acrimonia subía de punto. Todo ello no obstaba a que Ismael se peinase con algún cuidado los rulos, cosa que antes no le preocupaba mucho, y que comenzara a ponerse en los días festivos un chiripá de lanilla azul que le venía muy bien, y un pañuelo de seda colorante en el pescuezo que le caía en triángulo recto sobre el dorso escapular, con un nudillo encima del pecho. Poníase también a ocasiones una florecilla en la boca, cuyo tronco convertía en hilachas bajo los dientes con solo mirar la «pollera» de Felisa, bastante corta para enseñar el tobillo y el nacimiento de una pierna torneada y maciza.

La criolla por su parte, había agregado a las trenzas un moño de colores vivos, no se ataba ya un pañuelo chillón en la cabeza, hacía raya al medio a su cabellera undosa, sujetándola con una cinta cuyos extremos unía en la nuca, y, así como Velarde se quebraba al andar haciendo volteos de flancos siempre que la distinguía de cerca o de lejos, ella había dado en el flaco del sandungueo de caderas con esa gracia criolla o sabor de pago que desarma al gaucho duro.

Una tarde en que Ismael se encontraba en la enramada tendido de vientre como de costumbre, con otros compañeros, conversando a medias palabras sobre los incidentes de la última esquila, pudo ver bajo el corredor de techo de paja que daba sombra a la puerta y ventanillas del ranchoprincipal, al mayordomo que hablaba con Felisa con mucha viveza.

Ella, sin dejar de mirar de lado y con rapidez a la enramada, parecía reírse con ganas y jugaba con el «delantal» a dos manos, como si espantara moscas.

Almagro se le ponía bien cerca, y hasta llegó a ver Ismael que él quería agarrarla la mano, y hacerla cosquillas en el pecho.

Los ojos envelados de Ismael se animaron un poco quedándose fijos en el grupo, como atraídos por una cosa rara.

Al cabo de un rato bajó la cabeza que había erguido, como el mastín de raza que huele pendencia; dejola caer de cara sobre sus brazos cruzados refregola en ellos perezoso y plegando los párpados en pesada modorra, murmuró bajo algunas palabras a modo de rezongo.

A poco volvió a levantar la cabeza con los ojos medios cerrados para cerciorarse de si aún estaban allí; y no viéndolos, la abatió de nuevo, y quedose dormido.

Poco tiempo después, Almagro pasó cerca de él y echole una mirada torcida.

El mayordomo, como todos los peninsulares de su época, tenía un concepto despreciable de los tupamaros. Tratándose de un gauchito como Velarde, Jorge empezaba a adunar al desprecio el rencor, sin que él mismo se explicase porqué lo malquería, aún cuando no podía verle sin que a su impresión de desagrado se sucediese como un complemento lógico el recuerdo de Felisa.

Naturaleza modelada sobre duros instintos, le era fácil cualquier extremo; y éste tenía al fin que tocarse con otro distinto, pero no menos temible, si se tiene en cuenta que Ismael era a su vez un organismo fundido en el molde de la rudeza agreste.

Capítulo 12

Este odio se acentuó a causa de un accidente común en la existencia semi salvaje del pastoreo.

Un día, hallábase Ismael en la enramada aderezando su caballo, tras breves momentos de descanso. Aldama, su mejor compañero, azuzando los perros de campo, hacía salir del monte parte del ganado arisco habituado a la espesura. Las reses con aspecto siniestro, se lanzaban acá y acullá fuera del bosque rompiendo ramas y estrujando malezas, entre sordos bramidos, para emprender por los campos su furiosa carrera.

Algunos se detenían temblantes y feroces, escarbando la tierra que arrojaban por detrás a grande altura, para volverse iracundos hacia el sitio en que se oía el ladrido de los perros; hasta que, con la cabeza erguida y bramando se abalanzaban en pos de los otros, llenos de abrojos los borlones de sus colas tendidas al viento como gruesos dardos.

Uno de estos toros de guedeja descubierta, agilísimo y fornido, que traía sobre la vista enfurecida fibras vegetales enredadas en sus cuernos y el hocico cubierto de sangre por los dientes de algún perro, salvó el cerco endeble que circuía una pequeña huerta a espaldas de la casa; y precipitose al corredor del frente, abatiéndolo todo a su paso con la fuerza de un ariete.

Junto a una empalizada encontrábase Almagro en ese momento de pié; la criolla, que atravesaba el patio, lanzó un grito y sin fuerzas para huir cayó a lo largo a pocos pasos de la puerta. La embestida había sido rápida, y en su ímpetu el toro revolviose hacia Felisa despreciando un ademán agresivo de Jorge.

El trance era serio.

Almagro revoleó el rebenque por encima de su cabeza, lanzando una especie de alarido sin separarse de la empalizada.

El toro se paró de súbito a pocas varas de Felisa, resoplando; embistió por un instante a Jorge hiriendo el aire con sus agudos cuernos, y con la misma rapidez, como atraído por el vivo color rojo de un pañuelo que la criolla llevaba cruzado sobre el seno, arrojó tierra con una de sus pezuñas al rostro de Almagro y lanzose con el asta baja sobre el bulto que se revolvía en el suelo.

En ese segundo crítico, Ismael que había clavado espuelas a su caballo, salvando la distancia intermedia en dos botes prodigiosos, cayó como una tromba de flanco sobre la bestia, y al empuje de los poderosos encuentros de su bayo de trabajo, revolcose por el polvo la res, lanzando un ronco bufido.

Produjo el terrible choque un ruido semejante al de una marmita de hierro que se rompe, sentose el caballo sobre el toro con sus remos delanteros y por un momento formaron una masa informe en medio de la polvareda, jinete, toro y bridón, entre voces enérgicas, salvajes bramidos, sordos golpes y ruido de espuelas.

Cuando el caballo resoplando con esfuerzo, roto el pretal y temblorosa la piel saltó sobre la bestia bravía, e incorporose ésta haciendo en el suelo ancho surco con el cuerno; Felisa ya no estaba allí, y Almagro aparecía jinete en un tordillo.

Estaba pálido y ceñudo.

Ismael picó su cabalgadura sin darle tiempo, y recostándose al toro, lo acodilló con violencia y fuele azotando largo espacio para abandonarle en el declive de una loma.

Almagro se le reunió en breve; y sin mirarle, con aire taimado, díjole estas solas palabras:

—¡Caíste a tiempo!

Ismael, oprimiendo el barboquejo entre sus labios de mujer, miró con vaguedad al horizonte, y limitose a contestar con su modo seco y desabrido:

—Morrudo el orejano.

Desde este suceso, Jorge había ido acumulando mayor hiel contra el mozo.

Felisa solía mirarle con fijeza, delante de él, en ciertas oportunidades; y estas manifestaciones lo encelaban de un modo siniestro, ocurriéndosele pensar al fin que Felisa debía querer al de las chascas.

Poco tiempo después del lance, en una noche oscura y calurosa, Ismael cantaba a media voz, rascando la guitarra cerca de la cocina; de la que salía, extendiéndose algo hacia afuera, un resplandor rojo entre humaredas de carne «churrasqueada».

Era ya un poco tarde, y los peones se iban recogiendo a medida que cenaban: oíanse acá y acullá algunos bostezos sonoros, y un chic—chac de rodajas que disminuía por instantes.

Felisa llegó a percibir la voz clara de Ismael, salió de su pieza, parándose un momento en el umbral.

Enseguida se dirigió a la huerta pequeña de que hemos hablado; y allí, entre las coles y cebollines, el apio y el orégano que servían para el puchero diario había dos matas de claveles sin flor, y un cedrón que ya envejecía. Arrancole ella un gajo de la parte más tierna y verde, y lo tuvo bajo la nariz un rato; refregolo luego entre sus dedos, con la vista como enclavada en la tierra, y no tardó en volverse.

Pero en vez de entrarse a su habitación, llegose maquinalmente hasta el sitio en que se encontraba Velarde; púsose en jarras, y diole la espalda, con el gajito entre los labios.

Al principio, al verla, Ismael se calló, sin cesar de rascar las cuerdas; y después, siguió su cantinela en voz bajita, concertando el falsete con el tañido de la prima y la bordona.

Tenía tan cerca a Felisa, que él comenzó a revolverse de pronto, un poco desasosegado. Diose ella entonces vuelta, y dejó caer el gajito como distraída encima de la guitarra.

Hecho esto, se fue.

Velarde pasó su mano callosa por la caja del instrumento, sin apartar los ojos del bulto que se alejaba, tropezó con el cedrón que se había metido en el hueco, y lo olfateó con ruido de fosas, pareciéndole que «olía a mujer».

Almagro fue testigo de esta escena, allí próximo en la oscuridad, sin ser visto.

Capítulo 13

Al rayar el alba, dijo a Ismael:

—Hay que trabajar hoy todo el día en el campo con el ganado alzado. Tú vas a apostarte en la orilla del monte, donde está el juncal grande de la barra, y allí se te irá a juntar Aldama.

El español dijo esto con un gesto torvo, de noche mal dormida.

Ismael montó a caballo en silencio, y dirigiose al juncal.

Este sitio era selvático, profundamente solitario: un vallecito cubierto al principio de chircas y flores azules, altas cañas con nutrido ropaje de verdor, enseguida, y más allá, un juncal espeso que se extendía a lo largo del monte sobre un suelo húmedo y esponjoso. Llenaba aquellos lugares con su agreste aroma la flor del chirimoyo, y movíase sobre las yerbas crecidas todo un enjambre de libélulas.

Ismael no conocía bien esta parte del extenso campo, que estaba a muy larga distancia de las «casas», en un extremo poco frecuentado por la hacienda vacuna.

Al penetrar en el vallecito, encontró a su paso una res muerta, que presentaba profundas desgarraduras en el cuello y pecho. La sangre había escapado en abundancia por una de ellas, y aglomerádose en negros coágulos en redor.

—Uña de puma… o de tigre, se dijo Ismael, observando los despojos.

Y fijando luego más su atención en los contornos del sitio en que se había detenido, alcanzó a percibir entre la yerba un fragmento de papel quemado y ennegrecido por la pólvora, que había servido sin duda de taco a una pistola.

¿Será del mayordomo? —preguntose interiormente Ismael.

Y quedose un poco caviloso.

Cerca del cañaveral veíase un árbol aislado.

Encaminose a él, y echando pie a tierra, ató por el cabestro a una de las ramas bajas su caballo.

Enseguida, dándose con suavidad en las piernas con el rebenque, dirigiose al cañaveral, donde penetró, escudriñando su espesura con sigilo. Reinaba allí profunda soledad. Avanzaba la mañana, pesada y ardiente, sin brisas consoladoras. Un hálito de frescura alimentado por el rocío que bañaba las hojas, hacía sin embargo, agradable la estadía bajo las cañas, Ismael tendió el poncho que llevaba arrollado a la cintura, y arrojose sobre el césped boca abajo, según su hábito indolente.

En esa actitud le sorprendieron las horas, sin que llegase Aldama, ni apuntase por los alrededores el ganado bravío.

El sol lanzaba ya casi verticales sus fuegos, e Ismael con la barba apoyada en los brazos en cruz y sirviéndose del sombrero con las alas extendidas sobre su cráneo, a modo de quitasol, permanecía inmóvil.

Dormía.

Cuando se despertó, pareciole que había soñado. Su blusa tenía olor a cedrón. Acordose entonces de Felisa, cuya cara se le calcó de súbito en las pupilas y se le antojó que se le asomaba allí, mostrando los dientes, lo mismo que en el agua quieta de un remanso.

El labio sensual de Ismael removiose trémulo.

Volvió a bajar la cabeza y a esconderla entre los brazos para librarse de los mosquitos que zumbaban por todas partes; y en esta posición, en medio de esa laxitud física que domina a ciertas horas los organismos habituados al trabajo muscular, no llegó a apercibirse de un ligero roce entre las cañas, ni menos de los pasos de unos pies afelpados que se deslizaban rápidos sobre las yerbas…

De súbito sintió que le cogían del cinto, y lo levantaban con suavidad, poniendo a prueba la resistencia de las agujetas.

Ismael, sin perder el ánimo, comprendió bien pronto que aquella no era una mano de hombre, y sí una zarpa formidable, cuyas garras se extendían y cerraban con fuerza oprimiendo su cinto y ropas para arrastrarle lejos del sitio.

Un olor acre y nauseabundo, confirmó su creencia de que tenía al lado una fiera.

El espíritu de propia conservación le obligó a estarse inmóvil por el instante. La bestia feroz había venido al rumbo, y en vez de destrozarle, al verle quieto —dormido o muerto— tentaba llevárselo al fondo del juncal. Convenía la inmovilidad absoluta.

El menor signo de vida, caído e indefenso, traería en pos el rugido y la obra terrible del colmillo y de la garra.

La zarpa levantó dos o tres veces su presa, arrastrándolo algunas varas con extraordinario vigor, sin inferirle daño.

Ismael seguía boca abajo, conteniendo su aliento, cerrados los ojos y bien ceñidos los brazos, resguardando en parte el cuello: en medio de su tribulación, indicole el instinto que algo detenía a la fiera. No era ella seguramente la hambrienta, sino los cachorros; ni se explicaba él de otro modo tan corteses modales.

De pronto, la bestia largó su presa, y alejose veloz algunos pasos.

—Ismael respiró, volviendo un poco el rostro, hasta poder mirar de soslayo por debajo del a la del sombrero.

No pudo menos de estremecerse.

La fiera, dándole el flanco, con su enorme cabeza inclinada hacia el suelo, parecía escuchar. Era un jaguareté hembra de espléndido pelaje blanquecino con manchas negras a los costados, miembros cortos y robustos, y contextura poderosa, tan grande como el tigre de raza. Con la cola en forma de aro, las orejas inhiestas, parecía decíamos, recoger los rumores del campo o del monte, desconfiada e indecisa, cual si presintiera un peligro cercano.

—Ismael intentó echar mano a la daga cuyo mango asomaba a su costado, sin volverse, aprovechando aquel minuto de tregua a su fuerte zozobra pero, hubo de reprimirse en el instante mismo, porque el jaguareté aproximándose de nuevo, tornó a asirle del cinto, sacudiéndole en el aire, para dejarle caer con lentitud y posar la zarpa en su dorso.

Luego, acercó la boca a la nuca, y olfateó ruidosamente.

Ismael sintió en su cuello el aliento húmedo y fétido, en la espalda el roce de las garras, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. —Creyó perdida toda esperanza.— Se esforzó en recordar entonces alguna oración trunca, si alguna le enseñaron cuando chicuelo; pero, de pronto se dilató su corazón con desesperado brío, y sintió un ansia grande de vivir.

En ese instante en que se resolvía a echar de nuevo mano a la daga, la fiera dio un pequeño salto, apartose regular trecho, y púsose de nuevo a escuchar los ruidos de afuera.

Era que se oían lejanos y confusos ladridos, los mismos que sin duda la habían hecho vacilar al principio, aunque sólo perceptibles para su sentido sutil. El amor de madre, más intenso que el del celo, aún en el corazón de la fiera salvaba a Ismael.

La tigre temía por sus cachorros, que había dejado solos en el juncal.

Vaciló algunos momentos, yendo y viniendo, y pasando la lengua por sus labios negros y babosos. Los ladridos se percibían más claros y vibrantes del lado del monte.

Ismael pensó en Aldama.

La fiera se revolvió de improviso, lanzando un pequeño rugido; y desapareció entre las cañas, arrastrándose sobre el vientre como un yacaré.

—¡Me cayó la china! —exclamó Ismael, respirando con fuerza, al incorporarse— Mal aiga el godo, ¡más fiero que la tigra!

Y salió del cañaveral apresuradamente, para encaminarse al árbol en que había dejado su caballo de faena pastoril.

El fiel amigo estaba allí tranquilo, pero acompañado. Echado a la sombra, junto al bayo, con la lengua de fuera enlodada, sudoroso y resollante, veíase uno de los grandes mastines de pelaje leonado y cuello blanco habituados a la lucha con la res bravía, que, sin duda extraviado en algún sendero del monte, había salido por el estero del juncal, abandonando a Aldama. La presencia del caballo de Ismael, bastó a detenerle. Allí había amos. El asta aguda de los toros había hecho ligeras lesiones en la piel del perro, adornándola de bandas rojizas; y sus fauces bien abiertas aparecían llenas de espuma y sangre.

Ismael montó a caballo, y alzando el rebenque con ademán brusco señaló el juncal espeso diciendo como si fuera comprendido por el mastín:

Criadero de tigres, Blandengue. Movéte a matar cachorros.

Blandengue se levantó de un salto, y echó a andar en pos del jinete que se dirigió al monte, a paso de trote. Por allí cerca, bajo unos «sarandíes» que formaban isleta, encontrabanse dos gauchos vagabundos armados de trabucos. Velarde se les juntó, convidándolos a pitar, y con su bota de caña.

En las horas que se subsiguieron, ningún peón de la estancia vio a Ismael en el campo. Parecía haberse hundido en la espesura del monte o en el juncal siniestro como una alimaña.

En los ranchos no faltaba quién extrañase su demora. Acostumbraba él a encontrarse en la enramada al caer el sol, y ya era noche profunda.

Felisa había rondado alguna vez cerca de ella, sin decir palabra. Aldama al verla, habíase dicho:

—Anda abiriguando.

Él también no dejaba de sentirse algo inquieto por la falta de Ismael, y para ello le asistían sus razones.

Almagro, en cuyos labios gruñían en cada frase las pasiones groseras, tuvo en sus encuentros casuales con la criolla algunas torpezas que decirla, que ella devolvió con sus peculiares visajes de ironía y desprecio.

El semblante de Jorge tenía mucho de raro esa noche; y esa su expresión de cruda taimonía, resaltaba más a la luz de un fogón, próximo al cual se había puesto a conversar con Aldama sobre las ocurrencias del día.

—El Blandengue se cortó en el monte —decía éste—, pa yá del juncal; y a la cuenta los jaguaretés lo arañaron…

Los ojos de Almagro se encendieron en su fulgor felino. Afectando reposo, preguntó:

—¿Y qué es de Ismael? Ya debía estar aquí.

—Cuando juí al cañizal, ni rastro dél —repuso Aldama con extrañeza—. El ganao no enderezó a los huncos de la barra; y mi Esmael se dentró al monte atrás de los auyidos de Blandengue.

El mayordomo quedose pensativo, en tanto Aldama encendía un cigarro de tabaco negro y papel grueso.

—El rincón ese es fiero —añadió, despidiendo humo por las narices. La tigrada anda ronzando siempre carne de cristiano.

Jorge experimentó una emoción fuerte, y refregose despacio las manos.

En ese momento ladraron los perros; y Blandengue lleno de sangre y lodo, entrose inesperadamente en la enramada.

Traía rasgada en diversas partes la piel del hocico, y la del cuello abierta en un costado, hasta mostrar la pulpa.

Mayordomo y peón se miraron.

—¡ que vea no más! —dijo Aldama, cogiendo al perro con las dos manos de la cabeza. ¿Y aónde quedó Esmaél, Blandengue?

—Aquí anda, contestó una voz tranquila en las tinieblas.

Ismael, que acababa de apearse a corto trecho, adelantose con una carga sobre los hombros.

¡Güenas noches les déa Dios! —dijo con su aire de indolencia. Y arrojó al suelo el bulto.

—¿Qué es eso? —preguntó Almagro acremente.

Ismael detuvo en su semblante sus ojos pardos, esta vez muy abiertos, y colgando el rebenque en el mango de la daga, respondió con la mayor calma:

—El cuero de una tigra.

Capítulo 14

Pasaron algunos días.

Jorge Almagro seguía reconcentrado y bilioso. Buscaba ocasiones para zaherir a Ismael. Una vez le reprendió por haberse alejado dos horas del lugar de la faena; otro día le lanzó una palabra deprimente. Ismael le miró osco, en silencio, y diole la espalda.

—Este tupamaro busca el rigor, —había dicho el mayordomo, viéndolo alejarse. Aldama recogió la frase, y la trasmitió a Ismael. Éste había fruncido el ceño, y contestado algunas palabras ininteligibles; con las que, según Aldama, había querido significar que en todo caso, haría él de repente con el mayordomo lo que se hacía con un toro para reducirlo a güey.

Cierta tarde, se apartaban del rodeo o gran núcleo de ganado, algunas reses para saladeros. Todo el personal del establecimiento estaba ocupado en la faena. El sol diluía su fuego en la atmósfera haciendo sofocante el ambiente, y el polvo levantado por los cascos de los caballos enceguecía a los jinetes, en medio de una labor ímproba y dura en que la destreza está a cada momento desafiando el peligro, y en que la fuerza muscular del hombre entra en prodigiosa competencia con el brío del ganado mayor.

A esta tarea, habían concurrido numerosos hombres de campo de otros distritos; y entre ellos, un gaucho bizarro, que estaba al frente de la invernada del Rincón del Rey.

Bulliciosa animación sentíase en esa parte de la comarca.

El tropel de los caballos en sus frecuentes galopes, los roncos bramidos y las voces enérgicas de los jinetes, llevaban sus ecos a gran distancia, en los campos. En medio de aquel cuadro de robusto colorido, que de lejos pareciera entre su niebla de polvo, torneo de toros y centauros embistiéndose y reluchando con furor, destacábase Jorge Almagro con un gran grupo de peninsulares interesados en la compra de novillos propios para la faena de saladero.

A su alrededor la vacada se revolvía en gruesa espiral de astas en perpetuo roce, resoplando azorada y oprimida dentro del círculo impuesto por hombres y perros.

Alguna vez, este cerco era roto con fiereza, y algún toro bramando se abría paso para desaparecer bien pronto en la hondonada, cuando los agudos colmillos de Blandengue u otro fuerte mastín no le sujetaban de la nariz aplacando sus ímpetus de una manera instantánea y compeliéndole a retroceder en su impotente furia.

A intervalos, bien unidos, como formando un solo cuerpo informe de ocho pies y dos cabezas, caballo y novillo, castigados por la espuela o el rebenque, sudorosos, en rápida avalancha, descendían las parejas de la meseta a incorporarse al grupo del segundo rodeo; y solía suceder que, volviendo sobre uno de los flancos la res acodillada huía veloz al campo abierto, y era entonces cuando los más esforzados pastores se disputaban en ágil carrera poner el lazo de trenza en la cornamenta, o a rodeabrazo paralizar los miembros de la res con un tiro de boleadoras.

Ocurrido uno de estos casos, Jorge Almagro habituado a los ejercicios del campo y celoso de su fama de fuerte y hábil jinete, lanzó su lazada a la cabeza de un novillo que rompía el círculo, después de arrojar ensangrentado por los aires uno de los grandes perros.

El tiro falló.

El gaucho de la invernada del Rincón del Rey, se puso a reír con ironía.

Los tupamaros en gran número, se miraron con sorna unos a otros, haciendo serpear sus lazos armados en el suelo, con intención de probar fortuna.

De pronto, Ismael que se había conservado impasible, hizo arrancar su caballo con marcial estridor de estribos, y ganado lo suficiente del campo sobre la res, aventuró su tiro de bolas, las que atravesaron silbando sobre el novillo, para caer por delante como una culebra de tres cabezas y trabar sus miembros en apretados anillos, al punto de obligarle a doblarlos y hundir sus cuernos en tierra.

Un grito de aplauso escapó al pecho de los circunstantes, aclamando al diestro «tirador».

Jorge se mordió los labios, hasta hacerse sangre.

—¡Ya te cruzaste! —prorrumpió con ira reconcentrada, fijos sus ojos de jaguar en Ismael.

—¡Guapo el criollo! —dijo en voz alta el gaucho de la invernada, siguiendo atentamente los movimientos de Almagro.

Éste se volvió, dirigiéndole una mirada colérica. El gaucho apretó a la montura las piernas, lanzó su caballo de lujoso arreo hacia Jorge, y tras este salto de amenaza, exclamó con mal ceño:

—¿Se ha pensao que va hacer carona del cuero del tupamaro?

Almagro no replicó.

Pocos momentos después, dirigiéndose a un negro de chiripá rojo que hacía jadear su cabalgadura en continuo vaivén con las reses, preguntole imperioso:

—¿Quién es ese, retinto?

—Fernando Torgués —dijo el negro, alargando su boca pulposa como una trompa de tapir.

—¡Ah, el gaucho díscolo! —repuso Almagro.

Capítulo 15

La ardua tarea seguía en tanto, y aun debía durar una hora. Circulaba como una atmósfera de fiebre en el rodeo; el calor no cedía, el polvo en perpetuas sacudidas se arremolinaba en torno de los grupos, los caballos jadeantes alargaban sus cuellos buscando en el ambiente denso una ráfaga de aire fresco, y el ganado se agolpaba rumoroso, haciendo temblar el suelo bajo frenéticas corridas.

De improviso, un novillo de imponente aspecto atropelló el cerco, hiriendo uno de los caballos, y bajando la cuesta con la violencia de una mole desprendida de la cumbre.

Almagro se precipitó sobre la res lleno de despecho, para unirle a la paleta la de su zaino de gran alzada. El amor propio lastimado le hizo, hundir la rodaja en los hijares con cruel rigor; en su brío, brincó el caballo en vivísimo arranque, y mordiendo el freno enarcó el pescuezo, lanzándose al declive con pasmosa rapidez.

Pero, casi al final de la cuesta, aflojáronsele los brazuelos, dobló los corvejones y cayó de costado, rodando hasta el pie de la loma, después de haber arrojado a su jinete a algunas varas de distancia.

Perseguía a Almagro la mala suerte.

Un nuevo murmullo compuesto de voces y risas burlonas, siguiose a esta caída, atrayendo al sitio gran número de los concurrentes. Los amigos de Jorge rodearon a éste, que se hallaba un tanto aturdido en el suelo.

—¡Había sido parador el hombre! —exclamaba Fernando Torgués entre carcajadas ruidosas—. ¡Vea no más el diablo, como lo hizo oviyo entre la yerba!

Así diciendo, mientras Jorge se reincorporaba, el gaucho de gran talla y arrogante continente, barba castaña y ojos celestes de mirar ceñudo, hacía ensayar corvetas a su caballo, domeñándolo con fuerte brazo en cada rebeldía.

Los hombres de campo se le aproximaban, silenciosamente, y empezaban a mirarle con interés o cierta fascinación suscitada por el prestigio de la fuerza física, de la hermosura varonil, de la audacia y resolución que revelaban la mirada, la acción y el gesto, cuando a un simple ademán o grito bronco hacía volver azorada una res al núcleo, o a un bote impetuoso de su cabalgadura hacía bramar de cólera a un toro. —Aquel mismo interés manifestado por Ismael, en sus pendencias con Almagro, le había atraído las simpatías de todos sus compañeros, dada la fama que Jorge había logrado conquistarse por sus actos de cruel severidad en aquellos contornos.— Fernando Torgués conocía esa fama del peninsular, y la acción del tupamaro le había seducido. Hacíale acordar a un Jesús de las estampas, el gauchito de los rulos y de los ojos de mujer.

¡Se me hizo güeno el partido —vociferaba— cuando lo vide con su carita de hembra pelirrubia tirando las bolas por las guampas del animal!

Los criollos le habían hecho círculo, y le celebraban las ocurrencias, especialmente los del distrito del Pantanoso que habían venido con él.

Era que, de aquella personalidad fuerte se desprendía como una esencia acre y contagiosa de soberbia y de bravura, que halagaba las propensiones e instintos de sus congéneres, atrayéndolos por sugestión irresistible.

Aumentaban este prestigio personal, ciertas aventuras locales o de pago, de la primera juventud de Torgués. —Prodigios del músculo— luego; rara habilidad para domar al potro, correr al ñandú, cazar al tigre y vencer en la pelea a sus contrarios, completaban el renombre. Este gaucho de presa era temido, si bien su fama no salía del círculo estrecho de la vida de pastoreo. Ya era algo entre la gente nacida en asperezas, en lucha de todas las horas con las bestias, un hombre que derribaba a un toro de las astas, con la misma intrepidez con que vencía a puñal a un enemigo.

El éxito feliz en los lances individuales, en los duelos tenebrosos, cuyos hilos secretos no alcanzaba a descubrir siempre la justicia del rey, incubaba estas prepotencias en la oscuridad —informes larvas de caudillos, que la ley de la evolución tenía fatalmente en el andar del tiempo que arrojar desmelenados e iracundos a la escena—. El valor cruel y las proezas del músculo, los colocaban en medio a su existencia sombría de tribu hispano colonial, al nivel de aquellos héroes primitivos de leyenda que lactaron cuando niños lobas y panteras. Frutos maduros de un sistema de fuerza, se imponían entre ellos mismos la ley, del más fuerte, para aplicarla después implacables y unidos al adversario común.

A esta familia de centauros reacios a la obediencia pasiva que iba creciendo y agigantándose en la soledad, como los «ombúes» en el desierto, pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la invernada del Rincón del Rey.

De hablar recio y ademanes rudos, llamaba la atención a la distancia, sin que él se preocupara del alcance de sus frases, ni de los efectos de su atrevimiento. El hábito de lidiar con los «bicórneos» según decía, no le dejaba lugar para «lindezas».

Sus carcajadas sonoras, hicieron aproximar al núcleo a un hombre de formas atléticas que venía montado en un rosillo entero. Pertenecía al grupo de los peninsulares, y acababa de separarse de Almagro.

Por su aspecto, reconocíase al primer golpe de vista al hombre campero, ágil y sufrido. Traía daga cruzada por delante, pantalón y bota de baqueta.

De mirar duro y oblicuo, con un cigarro en la boca, púsose a escuchar en silencio, escupiendo de vez en cuando de lado, sin mover la cabeza ni apartar la tagarnina de los labios, casi invisibles entre el espeso boscaje de su barba.

Ninguno puso atención en él. El círculo se había estrechado en redor de Fernando, quien en ese instante mantenía vivo el interés de los oyentes relatando un episodio de sensación ocurrido a orillas de Santa Lucía.

Un jefe de partida de celadores, que así se llamaban los soldados del preboste, había martirizado a un criollo muy mancebo todavía, por sospechas de hurto. La indignación era grande en el distrito, porque fuera de ser la víctima inocente, se había defendido solo contra toda la fuerza de la Hermandad, cayendo al fin abrumado por el número. Según Torgués, añadía, el mozo hizo «mueca al peligro» con una media—luna de cortar jarretes, y con ella desjarretó dos godos como para hacerlos andar en cuatro pies.

Una voz que venía de fuera del círculo formado por el grupo, interrumpió aquí a Fernando, diciendo:

—¡Te vas en lengua, voceador!

Torgués se empinó en los estribos, y echándose atrás el sombrero, contestó:

—¡Nunca le criaron pelos, y lo que dice lo sostiene el brazo, señorón de estampa!

—Falta verse, matamoros.

Y el jinete de formas atléticas, que no era otro que el dueño del campo en que ocurriera el suceso, levantó en alto su rebenque de cabo y pasadores de plata, con aire agresivo.

—¡Abran cancha! —gritó Torgués rugiente. Voy a señalar a ese godo en la oreja.

—¡Y yo a tarjarte la lengua!

El círculo se abrió de súbito, entrándose al medio el del rosillo; y volvió a cerrarse en violento remolino, a impulsos de una emoción extraordinaria.

Los dos hombres echaron veloces pie a tierra, y las dagas relumbraron.

Arroyáte no más el tartán, y cuidá de tu alma —dijo Torgués, oprimiendo con furia el barboquejo, entre sus dientes.

—Así ha de ser —repuso en voz breve, lívido y descompuesto el del rosillo, envolviéndose con giro rápido en el brazo izquierdo una especie de chal de vicuña que había traído a modo de banda sobre el cojinillo de su montura.

Y sin hablar más, temiendo se les escapara la fuerza con la voz, se fueron al encuentro encorvados a largos pasos de felino; hasta que, acortada la distancia y caídos en guardia a su manera, torcido el cuerpo y cambadas las piernas, miráronse un momento en las pupilas como si en ellas estuvieran las puntas de las dagas.

En el grupo no se oía el más leve murmullo reinaba ese silencio profundo que impone, entre fuertes ansiedades, un duelo a muerte. Todos los ojos estaban fijos: pálidos los semblantes y mudas las bocas.

Capítulo 16

Las dagas se cruzaron despidiendo chispas en el choque, para separarse, ondular, recogerse y alargarse de nuevo como víboras rabiosas. Sus filos solían encontrarse en las tendidas a fondo cerca de los extremos agudos; y los dos combatientes, comprimiendo sus respiraciones, apretando el labio y bien abiertos los ojos, cual si los párpados se hubiesen recogido en el fondo de las cuencas, parecían hacer reposar sus troncos sobre elásticos de goma o muelles de acero al saltar de frente o balancearse con la flexibilidad del tigre.

El tartán del hombre atlético estaba a los pocos momentos hendido a tajos, sirviéndole de resguardo de brazo y pecho; Torgués sangraba por pequeñas heridas en el cuerpo, cuyo escozor apenas advertía en la fiebre de la pelea.

Los golpes empezaron a sucederse torpes, entre falsas paradas e inseguros ataques, exacerbado el encono, perdida ya la serenidad de la vista y la firmeza del brazo por el esfuerzo y la fatiga.

Chorreaban sudor los rostros, los pies armados de espuelas con sus calcañares en ángulo tropezaban a intervalos, y las dagas huían con frecuencia de las manos ateridas hasta tocar el suelo en el furor de la brega.

Llegó pronto un momento que aumentó la ansiedad, precipitando el desenlace.

Los contendientes habían estrechado el espacio de separación, y con el puño que oprimía el arma sobre la rodilla derecha, se dieron ligera tregua, mirándose torvos y jadeantes. Tras estos segundos de descanso, el hombre de la barba espesa se tiró a fondo con un movimiento rápido y violento, a punto de perder su guardia e irse sobre el adversario como una pesada mole.

El golpe habría sido mortal, si aquel no salta de flanco librando el pecho, y ofreciendo sólo su brazo izquierdo a la punta del arma. Al sentirse lastimado, Torgués levantó la daga, barbotando con ronca voz:

—¡Vale tarja!

Su brazo volteose con la fuerza de un barrote de hierro, y la daga cayó abriendo ancha herida en el robusto cuello de su enemigo, que abandonó el acero ensartado en el brazo de Fernando, para rodar por tierra a la manera del potro que recibe un golpe de garrote en el testuz.

El grupo ya muy numeroso y compacto, se arremolinó con el rumor de la marea. Todas las bocas respiraron ruidosamente. El vencedor al arrancarse la daga de la herida y al arrojarla lejos, enrojecida con su sangre, dijo con su acento fiero

—¡Vean si está bien muerto!

Los jinetes en tumulto, aproximáronse más al cuerpo del vencido que yacía de costado entre un gran charco sangriento, y se quedaron mirándole en silencio. Difícil hubiera sido reconocer en aquellos rostros si el sentimiento que en ese instante predominaba, era el del interés que inspira la desgracia del guapo, o el de la compasión que despierta la muerte de un hombre. El hecho era que, a la voz de Fernando, todos se habían movido como por un resorte. El gaucho bravo tenía en los ojos una fuerza avasalladora; ninguno se acordaba en aquel momento de la justicia del rey.

Sabido es que la costumbre de ver sangre, aunque fuere la de las bestias, cebaba y subyugaba a los que habían nacido en los hogares del desierto y contemplado desde la edad más tierna cómo palpitaban las entrañas de la res abierta en canal, segundos después que el cuchillo había dividido las arterias del cuello. Este vapor de sangre que se aspiraba en la infancia endurecía el instinto, y adobaba la fibra.

Entonces, en el período de la adolescencia, depravada la sensibilidad moral, llegábase a asistir con deleite a las luchas mortales de los hombres y las hazañas cruentas del valor. —Este espectáculo, en los lances singulares, embriagaba y suspendía: una atracción irresistible encadenaba los espíritus agrestes a la escena del drama, hasta que declarada la victoria, la superioridad del triunfador los hacía esclavos de su prestigio, de su fuerza y de su imperio—. El caudillaje, por lo mismo, no fue nunca otra cosa que un cautiverio de voluntades por la coerción decisiva de la audacia, de la intrepidez y del éxito, en la soledad de los campos, en medio de las tinieblas de la ignorancia y del error, lejos de la influencia eficaz de las autoridades, allí donde la libertad indómita tenía por vehículo al potro, por refugio el seno de los bosques, y por tipo genérico al primitivo gaucho de la leyenda heroica.

Escenas como ésta a que nos referimos, de tiempos ya lejanos, —tiempos de la primera generación, en que la raza empezaba a sentir el hervor de los instintos hasta entonces reprimidos, y a desprenderse apenas de su corteza de barbarie —de su piel charrúa, si se nos permite la imagen— animando la escena con la variedad pintoresca del tupamaro, eran escenas propias de la índole genial del pueblo, frecuentes y trágicas, sin represión inmediata, en que se adiestraba el músculo, dándose desarrollo increíble a las pasiones con abandono absoluto del cultivo de la inteligencia y del sentido moral. La ley de la herencia ejercía todo su imperio en la vida tormentosa del embrión. El menor episodio de guerra o lucha de familia se caracterizaba por una propensión irreductible de los instintos ciegos, más que por la fuerza del cálculo o la malicia de la idea. Se vivía de sensaciones; y, el odio o la venganza las ofrecían a cada hora en nuestra edad del centauro y del hierro.

La escena que dejamos relatada, había removido las pasiones del grupo por un momento. Después había sobrevenido algo como una calma indiferente. Uno de los campeones estaba en el suelo, ¡extinta para siempre su fiereza!

Jorge Almagro se encontraba en el extremo opuesto del rodeo, apresurando la conclusión del aparte de novillos, cuando el negro de chiripá rojo azuzando sin descanso a su rucio rodado que no salía ya de un pesado trote, con una sola espuela de rueda enorme, ceñida a su pie desnudo y calloso, se le acercó para decirle que el hacendado Tristán Hermosa acababa de caer malherido en lucha con el capataz de la invernada del Rincón del Rey.

—¿Y él? —preguntó entre tartajoso e iracundo el mayordomo.

Cribao y manco, señó.

Almagro picó espuelas, seguido del grupo, ordenando que se largase el ganado.

A mitad de su galope, alcanzó a divisar hacia la izquierda muchos jinetes que se alejaban a buen paso del sitio de la tragedia.

—¡Que se cure la manquera! —murmuró con sorda rabia. ¡A su tiempo, conmigo ha de ser!

En el lugar de la lucha, sólo se veían dos hombres: Aldama e Ismael.

Tres de los grandes mastines, echados junto al cuerpo inmóvil, alargaban sus hocicos oliendo la sangre que empapaba las yerbas.

Así que Almagro llegó, lanzose rápido del caballo, y dando con el mango del rebenque en la cabeza de uno de los perros que arrastró en su fuga a los otros, sacudió con fuerte brazo el cuerpo de Hermosa, hasta volverle de rostro; y púsose a contemplarle, pálido y mudo.

Ismael salivó a un lado con displicencia, y dijo sencillamente:

Dijunto.

Aurita no más jipeó, con un gorgorito —añadió Aldama.

Almagro levantó la cabeza gestudo, mirándoles por debajo de las cejas. Enseguida quitose un gran pañuelo a cuadros que llevaba en el cuello, y rodeó con él el de Tristán Hermosa, cuya herida era ancha y profunda. La daga había ofendido venas y arteria, sucediéndose una hemorragia mortal.

Vendada la herida, Almagro hizo una seña al negro del chiripá rojo que había ya mudado de caballo, diciendo:

—Acerca, Pitanga. Lo cruzaremos adelante.

Y dirigiéndose a Ismael y Aldama, agregó bruscamente:

—¡Ayuden a levantar!

El cuerpo fue colocado sobre la encabezada del lomillo, manteniendo el equilibrio el negro con las dos manos sobre el pecho; y el fúnebre acompañamiento echó a andar hacia la casa cuando cerraba ya el crepúsculo.

Capítulo 17

A aquella hora notábase en la estancia, recogimiento y soledad. Dos individuos del peonaje acababan de retirarse a un galpón pequeño, a cuya entrada ardía un buen fuego, después de encerrar en el corral una majada de ovejas que llenaban el espacio con sus balidos plañideros. Una campana de hierro, que pendía del techo del corredor, había sonado como de costumbre anunciando la hora de la cena, sin que a su llamado hubiese aún comparecido Almagro con el numeroso personal de trabajo del establecimiento.

Atribuíase esta demora a las dificultades de la elección y del aparte de las reses.

La viuda de Fuentes se entretenía a la luz de una lamparilla, en embeber puntos en calcetas, a favor de una calabaza pequeña, muy absorta en sus menguados, como en tarea concienzuda, con su vieja peluca de bucles castaños bien puesta en el rugoso cráneo, y su rosario de cuentas amarillas prendido al cinturón.

Felisa, sentada junto al ventanillo que daba al campo, conservaba todavía entre sus manos el mate de yerba que poco antes había servido con leche a la abuela, sorbiendo cavilosa su bombilla de vez en cuando.

Parecía echar de menos algo y sus ojos no cesaban de dirigirse a la campana, que íbase por grados cubriendo de sombras. Esa noche, Felisa, experimentaba un desasosiego completo. Iba y venía; tornaba a salir, recorría el patio, la enramada, aventurándose un poco hacia el campo; y volvía al rancho, para mostrarse inquieta dentro de su habitación, sin que nada la distrajese. Ella misma no se daba una idea clara de lo que le ocurría, aún cuando en medio de sus impaciencias creía ella ver entre una nube de polvo una imagen de rostro pálido y flotante cabellera, que no quería mirarla ni sonreírla, y por la que ella a su vez sentía enojo y afecto juntamente, y hubiera si pudiese, arañado o besado, según la ocasión.

En ciertos momentos quedábase encogida, con la vista en el suelo.

Pensaba acaso que su abuela, después de rezar sus oraciones en un viejo sillón de baqueta con clavos de bronce del tiempo de don Bruno de Zabala, que le servía de asiento favorito, íbase a las nueve a dormir; que Almagro lo hacía a las diez en el extremo opuesto del rancho, en donde tenía su catre, cuando no lo trasladaba al galpón destinado a la lana y cerdas para gozar mejor del fresco de la noche; y que, el otro, se refugiaba en la enramada con Aldama, haciendo antes de entregarse al sueño, música de «tristes», con la guitarra…

Verdad también que ese otro, en determinadas noches, solía meterse en un cuartito que daba entrada a la tahona, de allí distante treinta varas, con ventanillo sin rejas.

Y, calculando quizás estas cosas, volvía la vista a la abuela, sintiéndose como tentada de preguntarle porqué era que había hombres tan huraños, que fuera preciso a una muchacha encariñarlos mucho con los ojos antes de hacerlos mansos y seguidores; pero, ¿qué diría la «vieja» si ella le preguntase semejante zafaduría?

Lo cierto es que aquel corazón, en el mismo estado que una calandria en lo espeso del ramaje ceñida de las alas, se encontraba bajo ansias desconocidas.

El gauchito de boca de clavel, le andaba a Felisa por los ojos. Tenía herido en lo vivo el sensorio, y esta herida exasperada por el capricho duro y voluntarioso, la rebelaba ante la idea de que Almagro pudiese ser «su hombre».

En el momento en que volvemos a encontrarla, un mal humor manifiesto comenzaba a contraer su ceño. Agraciaba aún más su linda cara morena una cinta roja con que había ceñido su pelo negro y crespillo, el cual le caía por detrás en grandes trenzas sobre un vestido de zaraza, corto y esponjado por el almidón y la plancha caliente. Ceñía su cuello una pañoleta de algodón floreado, cuyas extremidades al resbalar en su pecho ponían mejor de relieve los encantos que por entonces, no tenía ella en mucha cuenta, a pesar de los groseros avances de Jorge. Este traje dominguero no dejaba de sorprender a la abuela, quién la miraba por encima de sus gafas, como indagando la razón de tanta compostura; pues comúnmente Felisa andaba de «trapillo» sin muchos miramientos.

Pero a ella se le había antojado no hablar en ese día, y la vieja viuda tuvo que limitarse a sus ojeadas cortas de pupila ahumada y mortecina.

Después de un largo rato de silencio, la nieta dijo con mal modo, de repente:

—¡Ya es hora de cenar, agüela!

La viuda sin levantar la vista de sus menguados, ni abandonar la aguja que temblaba como la de la brújula en sus dedos descarnados y amarillentos, concretose a responder con mucho reposo

—Jorge no ha de tardar.

Felisa se levantó con enfado y fue a colocar el mate en una mesita.

Dirigiose luego al ventanillo del fondo, donde puso sus dos manos, sin decir palabra, y quedose mirando con su aire de encono los cardizales secos que se extendían al frente.

No habían pasado cinco minutos, cuando ella atisbó algo desde su ladronera, que llegó a disipar en parte su gesto de disgusto.

Un jinete acababa de atravesar solo, hacia la tahona, si no sufría engaño su vista en medio de la oscuridad que rodeaba todos los objetos; y ese jinete por su postura indolente en el caballo y el sombrero doblado de un ala hacia arriba, le era bien conocido.

La cabalgata al aproximarse a la estancia, hizo un rodeo, encaminándose a la cabaña de techo de paja, dónde se depositó el cadáver con el objeto le velarle esa noche.

La viuda y Felisa se encontraban ya a la mesa, cuando vino Almagro a ocupar su banqueta, limpiándose con el brazo el sudor del rostro.

Mientras se servía el asado y la carbonada criolla, y preparaba él su estómago con una buena dosis le vino carlón, bebido en vaso de azófar, relató con frases entrecortadas las peripecias de la faena, sin excluir el episodio de Hermosa y Torgués, y algunos juramentos groseros, que acompañó con un golpe de puño en la mesa.

Condoliéronse abuela y nieta del suceso, alarmándose aún más la primera al saber que de allí a pocas horas llegaría la gente del preboste, para las informaciones necesarias. Tranquilizola Jorge a este respecto, no insistiendo mucho sobre el asunto.

Pudo observar Felisa que a su primo se le desarrugaba el ceño, y ponía en ella sus ojos con una expresión blanda y afable.

Es que Jorge la hallaba más compuesta e incitante que de costumbre; y hasta llegó a imaginarse que fuera él tal vez, el origen de este atildamiento inesperado. Para confirmarse en la creencia, tentó con los pies por debajo de la mesa, hasta encontrar los de la criolla, que aprisionó muy audazmente entre los suyos.

Felisa se estuvo quieta, y se sonrió, sin mirarlo.

La abuela, a quién las novedades extraordinarias del día tenían bastante conturbada, inquería a cada momento de Jorge mayores detalles, que éste le trasmitía entre bocado y bocado, sin apartar la vista de la criolla.

Pocas veces había estado Almagro tan alegre y obsequioso con la viuda y con su prima. Juro por el ánima de mi padre —exclamaba— ¡que hoy soy capaz de perdonar! Y mientras esto decía, alguna nueva libertad llegó a permitirse, porque Felisa lo miró con los ojos muy severos, y separó sus pies.

No se resintió él por eso; y pasados pocos segundos volvió a comenzar.

Antes de tocar la cena a su término, la vieja viuda se levantó para pasar a la pieza que servía de dormitorio, tanto a ella como a su nieta.

Así que hubo salido, Jorge detuvo a Felisa que se marchaba detrás, con las mejillas encendidas, y ese aire suspicaz y altanero propio de una mujer que ha tolerado demasiado. La detuvo con la intención de darla un beso. Ella lo burló, rechachazándolo callada, con energía…

La abuela pudo sentir entonces desde su cuarto ciertos choques o estrujones contra las banquetas y la puerta, que se cerró con violencia, y volvió a abrirse; y cuando venía ella a averiguar lo que ocurría, tropezó en la oscuridad con Felisa, que a su pregunta, respondió con la voz un poco desfigurada:

—Nada, agüela.

Y pasó adelante con los ojos cuajados de lágrimas, llevándose la mano al seno, como si allí hubiesen dejado escozor doloroso unos dedos brutales. La viejecita se volvió más tranquila, dando un bostezo.

Felisa fue a sentarse junto a su ventanillo, silenciosa, con la barba apoyada en la palma de la mano, las orejas ardiendo y la mirada colérica.

Capítulo 18

En tanto que esto ocurría en las habitaciones de la viuda de Fuentes, otras escenas se preparaban en el extremo opuesto.

Hemos dicho que la cabalgata se había detenido en la cabaña de techo pajizo, en dónde se depositó el cadáver de Hermosa.

Ismael se apartó del grupo, una vez en aquel sitio.

Toy cavilando en cosas fieras —le había dicho Aldama al separarse, con aire aprensivo. —Los perros principian a auyar

el ánima del difunto, hermano…

—No creiba. A canto de gayo, ante la mañanita, vide en el cielo una estreya con cola, de la parte ayá del bañao. ¿No piensa que aiga agüero?

—A la cuenta se enmarida una bruja.

Y al decir esto Ismael, encogiéndose de hombros imperturbable, habíase dirigido a la tahona.

Cuando pasó por delante de la ventanilla de Felisa, miró de soslayo. La sombra de la criolla se dibujaba en el fondo…

Ismael se apeó a la puerta de la tahona, y ató su caballo a un arbusto, sin bajarle el recado.

Entrose luego a la pieza de que hablábamos, y sentose en una mesa colocada junto al ventanillo, apoyando la cabeza con indolencia en la pared del fondo. Quedose mirando el cielo oscuro como embebido. Su cuerpo, lleno de cansancio y laxitud, no salió en muy largo tiempo de esta inmovilidad.

La habitación no tenía más mueble que la mesa, y un cráneo de vaca por único asiento, en un extremo. Sobre este despojo blanco y lustroso, perfectamente aseado por el sol, la lluvia y el viento, veíase una guitarra cuyas clavijas estaban adornadas con pequeños moños rojos y amarillos.

Las noches estivales transcurren veloces.

Cerca de las once, Ismael sin sueño aún, algo inquieto y febril en medio de las mismas fatigas de la jornada, por la excitación de sus nervios, cogió la guitarra, y volviendo a su asiento, púsose a templar las cuerdas.

La oscuridad y el silencio rodeaban el edificio principal.

En la cabaña de techo pajizo entraban o salían algunos hombres, que parecían relevarse en la vela del cadáver. La puerta abierta permitía verle de cuerpo entero dentro de un mal féretro, fabricado con viejas maderas, a la luz roja y oscilante de varias bujías de sebo, cuya humaza formaba como una niebla espesa en el interior.

Aldama, un poco agitado por extrañas preocupaciones, merodeaba cerca de la tahona.

Allí, próxima, elevábase una gran pila de huesos y osamentas de animales vacunos y yeguarizos.

Apeose junto a estos despojos, diciéndose a media voz:

Esmael tá cantando…

Se sorprendió de que no le hubiese aflojado la cincha al pangaré.

Tras esta observación, y siempre bajo el influjo de sus presentimientos, practicó con su caballo esa diligencia y apartándolo del sitio, lo ató a una estaca, sin quitarle el bocado. Dirigiose enseguida al cercano arbusto, dónde había visto el caballo de Ismael, e hizo lo mismo, después de conducirlo al terreno en que asegurara el suyo. Los bocados, sin camas ni coscojas, les permitían saborearse con el trébol.

Aprestábase en pos de esto a platicar algunos momentos con su compañero, cuando algo de extraño y sospechoso en las sombras, lo detuvo.

Alguien avanzaba sigilosamente hacia la tahona, y pareciole a Aldama bulto de mujer.

El pensar que fuera Felisa no le causó asombro, porque él estaba enterado de las cosas de Ismael; pero sí, inquietud. En aquella noche Aldama se sentía más supersticioso que nunca, y recordaba sin saber por qué el gesto de Jorge Almagro.

¡No había de ser bruja la que se enmaridase! Allí había un muerto; la noche estaba negra; al mayordomo le comía un gusano el corazón; Ismael cantaba como un pájaro en la rama y la hembra venía revoloteando… ¡Y aquellos diantres de perros que no dejaban de llorar!

Aldama se agazapó detrás de la pirámide de huesos.

La sombra pasó cerca, cautelosa. Las dudas se desvanecieron en el espíritu del gaucho.

—¡Vea no más, con qué noche! este riesgo grande, es juerza que ya no puedan vivir sin verse. La calandria ciega se va al rumbo de la canturria… ¡y allí cerquita, está gritando la corneja por los ojos del dijunto!

Felisa —pues ella era— siguió sin ruido alguno hasta el ventanillo, al que acercó su rostro.

Ismael que en ese instante cantaba una trova con una voz baja, si bien afinada y casi musical, calló de súbito ante aquella aparición, quedando presas en sus uñas las cuerdas de la guitarra.

Miráronse los dos, callados algunos momentos.

Felisa cogiose del tosco marco del ventanillo, y púsose a columpiarse, apartando la vista de Ismael, para dirigirla a uno y otro lado, como si algún temor la perturbase. Mirábalo luego a él, y, volvía a darle el perfil, deteniendo su ligero columpio, para escuchar mejor los ruidos de las «casas».

Blandengue, que por allí vagaba, llegose de pronto olfateando y posó su enorme cabeza en el muslo de la garrida moza, meneando despacio la cola.

Ella le dio un golpecito con la mano, y lo empujó con el pié. Blandengue dio un resoplido, y fuese paso a paso.

Ismael se había bajado de la mesa, y aparecido en el umbral de su puerta baja y estrecha, con la guitarra en la mano.

Felisa le hizo un mohín de menosprecio, y presentole la espalda. Después simuló alejarse con los brazos cruzados y el aire muy indiferente, «sandungueando» su pollera corta y sacudiendo sus trenzas en gracioso meneo.

Vení, dijo Ismael con tono arisco.

Sin hacer caso a este llamado, Felisa caminó un ligero espacio, y volvió luego al rumbo, como quien pasea al aire fresco.

Ismael la tomó de la muñeca bruscamente, apretándosela.

Dejáme, prorrumpió ella con acento seco.

Él tiró sin embargo, sin ninguna disposición de largar.

Felisa hizo hincapié en una de las paredes de adobe de la tahona, que presentaba bastantes grietas y aberturas en su base; y así se sostuvo por breves segundos, sin dejar de mirar para afuera.

Pronto perdió esa última posición, y de improviso, sin que se apercibiese que algo había puesto ella de su parte, viose en el interior del cuartito a oscuras, acordándose recién que quién la tenía cogida era peligroso.

Desprendiose de él, y fuese de nuevo a la puerta.

Escudriñó en la sombra…

Ismael que se había quedado osco e inmóvil, preguntó:

—¿Anda ai el gato montés?

Felisa se estremeció en la oscuridad, y dominando la impresión causada por esas palabras, dijo

—¿Le tenés miedo?

Los ojos oscuros de Ismael centellearon.

—¡Ladeao! contestó con desprecio, mirando hacia la cabaña.

Y yéndose a ella, volvió a asirla nervioso.

Cedió Felisa, esta vez.

Velarde conservaba la guitarra en la mano izquierda.

Ella le empujó del brazo, diciendo:

—¡Tocá no más!…

Ismael sintió arderse; y púsose a pulsar el instrumento sin saber lo que hacía, arrancándole sones desacordes.

—¡Ansi no!… —exclamó la criolla con dureza.

Y deslizó sus dedos en las cuerdas, para concluir posándolos en la mano ardorosa del tañedor, que al contacto quedose quieta…

Después, Ismael se echó el sombrero a la nuca, y la guitarra cayó al suelo, gimiendo al choque como un ave que se cae dormida de las ramas. Las dos bocas se acercaron, y por un instante estuvo la del cantor prendida entre temblores al clavel de carne.

Luego se apartaron el uno del otro, sucediéndose el silencio.

Capítulo 19

Ismael alargó las manos temblorosas, y empezó a tantear. Ella dejó hacer. Mirole y sonriole, con los ojos húmedos y brillantes. Alguna vez pasó sus dos manos sobre las de él, no para reprimirles sus nerviosos tanteos, sino para acariciarlas. Sentíase feliz. Los alientos del varón le encendían la sangre, quemándole todo el cuerpo, y se abandonaba sin resistencias, acercando y retirando su cabeza del pecho de su amante, con esos movimientos bruscos al principio, pausados luego, de una voluntad que se rinde. En cierto momento él la estrujó en un arrebato enérgico. Suspiró Felisa, acercole otra vez su boca ardiendo, e hízole presa el labio con los dientes. Quiso él desasirse por un segundo, echando atrás el rostro; más ella le cogió suave con las dos manos de los rulos, y volvió a beber fuego en aquella boca sombreada por un bigotillo negro, con la tenacidad de una abeja en un pétalo de flor lujuriosa.

Entonces él se apoyó en la mesa, y la atrajo, con ímpetu rudo, callado, entre las sombras; y cuando Felisa quiso decir algo, que se quedó atravesado como un nudo en su garganta, ya era tarde… El gaucho vigoroso que domaba potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo habían hecho, un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero.

Al sentir la presión de sus manos, como tenazas, ella se abandonó con cierto deleite dejando caer la cabeza en su hombro…

Transcurrieron algunos momentos.

Al cabo de ellos, una sombra negra apareció en el umbral sin que de ella se apercibiera ninguno de los dos.

Con acento débil, y balbuciente, decía Felisa:

—Yo me voy…

¿Quién era la sombra interpuesta en el umbral?

El mayordomo acosado por el celo había pasado del rancho en que se velaba el cuerpo de Tristán Hermosa, al de la familia de Fuentes. La vieja viuda dormía y el lecho de Felisa parecía solitario.

Jorge estuvo escudriñando algún tiempo. Después se dirigió a la cocina y supo por una negra que allí fumaba su «cachimbo» junto al fogón apagado, que la criolla se andaba por el campo, atrás de los bichos de luz.

Almagro fuese; descalzose detrás del rancho las espuelas que dejó allí tiradas, y encaminose derecho a la tahona, probando primero si el filo de su daga estaba al pelo.

Aldama, escondido en el montón de huesos, lo vio pasar como agazapándose en las sombras; pero, no tuvo tiempo de prevenir a Ismael, porque el mayordomo estaba ya a pocos pasos de la puerta, cuando él ante esta aventura, volvió a acordarse del aullido de los perros y de la «estrella con cola».

Jorge escurriose hasta el ventanillo; y escuchó.

Como le pareciese oír resuellos o respiraciones ahogadas de dos personas, la sangre se le subió a la cabeza; y con la cautela y la agilidad de un felino, introdújose sin ruido en la tahona.

En ese momento, Felisa pronunciaba las palabras que dejamos consignadas, y disponíase a desasirse de su amante, cuando sintió que una mano áspera y ruda cogía sus trenzas, y helósele la sangre. Esa mano o zarpa le rozó la nuca; oyéndose luego un crujido singular —el que hacer pudiera el filo de un cuchillo al cortar la cabellera de un solo golpe— en tanto barbotaba esta frase, una voz ronca e irascible:

—¡Te habías de dar al más ruin, perdida!

Escapó al pecho de la criolla un grito casi ahogado, al reconocer el acento del español. Dejose caer de rodillas; y cogiéndose con las dos manos la cabeza despojada de sus trenzas, lanzose enseguida sobre él, y clavole las uñas en el rostro.

Jorge la rechazó con brutalidad, arrojándola fuera de un empellón, que acompañó de un terno sangriento.

Ismael rechinó los dientes, y saltó como una fiera.

Dejose oír tan solo ruido de rodajas, en aquel brinco siniestro.

Los ojos de Almagro, redondos y fosfóricos como los del ñacurutú brillaban fijos en las tinieblas; estaba él encorvado, con las piernas en comba, junto a la puerta, conteniendo la respiración, para eludir el encuentro al primer choque, arrastrándose hacia afuera. Su afilada daga, tendida en guardia baja, oscilante como un péndulo en el crispado puño, despedía blancos reflejos.

Ismael dio un segundo bote ciego de rabia, y melláronse las dagas, echando chispas, al chocar en la sombra.

El pie de Jorge, al asentarse con la pesadez del plomo, tropezó en la caja de la guitarra caída en tierra; y las cuerdas estrujadas dieron rumbo cierto a Ismael, que dirigió rápido al sitio la punta de su arma.

Un relámpago de luz verdosa surcó le atmósfera, inundando la escena del drama. A esta instantánea iluminación Ismael pudo percibir a Aldama, de pie a algunas varas de la puerta, inmóvil, y cuchillo en mano; y a su enemigo a un metro apenas de distancia con la cabeza hundida en las espaldas en actitud de arrastrarse hacia el campo.

El momento era decisivo.

Siguiose una lucha sorda, cuerpo a cuerpo, en la que hasta la cabeza de vaca rodó por el suelo, junto con la mesa; después… el ruido de una masa que se desploma, y de una hoja de hierro que escapa a una mano ya sin vigor. Luego una ronquera bestial, algo como un resoplido feroz, sucediéndose a la caída en las tinieblas.

Por último, un silencio de muerte.

Un hombre saltó afuera.

Aldama reconoció a Ismael que acababa de pasar por encima del cuerpo de Jorge, a quien dejaba por extinto con una puñalada hasta el mango en el tronco.

Ismael se reunió a su compañero, limpiándose la sangre que le había empapado el brazo, y palpándose enseguida una pequeña herida de punta en el hombro izquierdo, en la que la daga de Almagro llegó a tocar el hueso.

La criolla, auxiliada por Aldama, habíase alejado veloz.

En aquel instante, alarmados sin duda por las voces y extraños rumores de la tahona, varios hombres salían en tumulto de la cabaña. Oíase tropel de caballos y chocar de sables.

—¡A ganar la loma! —dijo Aldama, tirando del brazo de su compañero.

No opuso éste resistencia; y los dos desaparecieron tras la gran pirámide de huesos, llevando por guía, una especie de duende negro que se deslizaba fugaz, deteniéndose a veces a uno u otro flanco, para lanzar sordos gruñidos a cada nuevo rumor. Era Blandengue.

Capítulo 20

La campaña, del paso de la Arena adelante, ofrecía un aspecto lleno de salvaje colorido. Mar ondulante de enormes pastizales, cuchillas enhiestas, faldas abruptas, cañadones fangosos orlados de espesas maciegas o arroyos de ribazos sombríos.

Las estancias o poblaciones veíanse diseminadas a grandes distancias, con sus ranchos circuidos los unos por cardales, los otros de escasos árboles sin fruto. A veces, por dos o tres «ombúes» corpulentos, ramosos y librados al crecimiento espontáneo, con gajos salientes y formidables retoños. Próximos a esas estancias, corrales de postes torcidos para el encierro del ganado; y de cuyo suelo blando y esponjoso compuesto de dos o tres capas de guano, salía y descubríase a lo lejos, un vaho húmedo y azulado en constante evaporación.

En el horizonte del nordeste, por encima de la línea verde de los bosques, dibujábanse en masas azules y compactas los picachos y crestas de las serranías pedregosas de las «Ánimas».

El panorama al frente tenía el tinte cerril del desierto, sólo animado de vez en cuando por la carrera frenética del potro encelado con la cola barriendo el suelo y los cascos casi ocultos por mechones de pelo basto y sucio, arremolinando por delante, entre broncos relinchos, la yeguada arisca.

En alguna planicie los toros chocaban sus cuernos con ruido estridente entre sordos bramidos, recalentados por el celo y los ardores del sol; otros se frotaban con fuerza los lomos en las concavidades de las grandes piedras, alzada la cabeza, arqueado el cuerpo y tiesos los miembros inferiores; mientras el resto se revolvía entre la vacada, disputándose a punta de asta la junción sexual.

Salía de los pequeños valles como un rumor bravío y feroz, a la hora de la siesta.

Pocas carreteras, por estos sitios: muchas malezas y boscajes sobre las corrientes de agua, pasos tortuosos, picadas oscuras, ni una huella de arado cerca de las poblaciones, ningún gaucho en movimiento que indicase el trabajo y la faena pastoril.

Era la hora de la laxitud y de la modorra, el sueño del mediodía bajo las enramadas o a la sombra de los árboles, entre una nube de mosquitos y una atmósfera de fuego. Cantaba la chicharra.

Por estos sitios, y otros idénticos, cada vez más solitarios a medida que avanzaban al trote largo y firme de sus caballos, iban atravesando Ismael y Aldama al día siguiente del lance de la tahona.

Habían marchado toda la noche y traspuesto una gran distancia entre ellos y sus perseguidores, extraviándoseles el Blandengue en la ruta.

Somnolientos y sudorosos, necesitaban reparar sus fuerzas, e hicieron un alto del otro lado del paso del Rey, en el Yi.

Una pequeña pradera en el interior del monte les sirvió de asilo.

Algunas horas después, emprendían de nuevo la marcha hacia el río Negro.

Caía la tarde. El aire estaba denso. El calor seguía sofocante.

De repente, Ismael se detuvo y echó pie a tierra.

Aldama se paró a su vez, cruzando la pierna encima del recado.

Ismael apretó la cincha, y desprendió el «lazo», que preparó con mano ágil y lista.

Volviendo a montar, arreglose de un tirón el chiripá, y dirigió una mirada al llano.

Un trozo de ganado vacuno que salía de abrevar en el ribazo, se había aglomerado en aquel sitio. Las reses inmóviles, con las cabezas levantadas, observaban con cierta curiosidad mezclada de recelo a los dos jinetes. Las madres con cría se habían adelantado un poco, refregaban ligeramente con el hocico a sus becerros y dirigían luego sus ojos inquietos a Ismael y Aldama.

Los novillos movían a ambos lados la cornamenta y sacudían las colas, con aire agresivo.

Una vaquillona «chorreada» de cuernos cortos y orejas partidas dio de pronto un salto o brinco juguetón, enseñando una picana maciza y suculenta; y vino a colocarse a vanguardia de todas, con mucho atrevimiento.

—Está gorda —dijo Aldama sin sacarse el barboquejo de la boca, con el que entretenía el hambre. Afírmesele a la «chorreada» aparcero.

Ismael se echó el chambergo a la nuca, en silencio, puso espuelas arrancando con viveza, y revolcó el «lazo».

El ganado se volvió rápido haciéndose un montón para emprender la fuga, y la vaquillona se quedó a retaguardia, metiendo en todas partes la cabeza en su empeño de abrirse camino; pero, en uno de los instantes que la alzó para acelerar la carrera, despejado el terreno por su frente, silbó el «lazo», y fue cogida por el cuello.

Ismael escurrió la lazada con presteza, hasta ceñirla bien; y sujetando su caballo, volvió bridas.

La res saltó con increíble agilidad, balando, y rodó por el pasto como una bola.

Antes que pudiese reincorporarse, casi asfixiada por la opresión de la trenza y la argolla, tuvo en el pescuezo la bota de potro de Aldama; quién, con sin igual destreza, apretando allí en esa forma, y con la rodilla derecha en el vientre de la res, desenvainó la daga, que introdujo veloz en la garganta, y revolvió en la herida, hasta cortar la arteria.

El animal baló tristemente; saltó un chorro de sangre negra, y sobrevino muy pronto la muerte entre gorgoritos y temblores.

Aldama limpió la daga, pasola por la caña de la bota, tentola con el pulgar hasta levantarse la piel, e inclinándose, dio un gran tajo en el costillar de la vaquillona rozando la paletilla, del lomo al vientre, y otros tres, en direcciones respectivamente paralelas. Enseguida cogió uno de los extremos de aquel rectángulo, introdujo el acero bien al ras de las costillas y lo desprendió de ellas a golpes de filo, arrojando a un lado el enorme trozo de carne con pelo, y más de media pulgada de grasa, aquella caliente y todavía palpitante.

Todo esto, fue obra de un momento.

Tragó saliva, echose más atrás el sombrero, pasó y repasó nuevamente la daga en el pelo de la ternera, y volviéndose hacia Ismael que desnudaba a su vez la suya, dijo con aire concienzudo:

—No ha que achurar. De la güelta.

Y limpiose con la manga recogida el sudor del rostro.

Ismael cogió la res de una trasera y otra delantera, mientras sujetaba la daga con los dientes, y la volvió de lado haciendo palanca de la rodilla.

En tanto él separaba el costillar con piel, Aldama acometía la picana, trozando el rabo en su nacimiento.

Este trabajo fue practicado con actividad nerviosa, chorreando sudor sobre la carne viva que se estremecía en los huesos al descubierto de la res, y alzándose a cada segundo la cabeza para dirigir a todos rumbos una mirada escudriñadora.

El animal tenía marca. Pero ellos tenían que comer. Cuando se andaba a monte, todos los bienes eran comunes.

Concluida la tarea ataron a los tientos la carne con cuero, secáronse otra vez el sudor, y echáronse de brazos por algunos instantes en los recados para tomar aliento, con las manos llenas de sangre, los rostros de polvo y desgreñadas las largas cabelleras.

Enseguida montaron, y emprendieron el trote.

Sólo quedaba en el sitio, como un trasunto de la «chorreada», con las costillas al aire, sin lengua y sin cola, cual si dos jaguares hubiesen cebado en sus carnes colmillos y garras.

Capítulo 21

Los fugitivos, antes que cayera la noche, devoraron al galope una distancia considerable.

Tenían por delante la inmensa extensión desierta, arroyos, ríos y selvas.

Aldama era el baqueano en la zona que recorrían, y conocía en ella según él afirmaba, con aire chocarrero, entre las sombras de la noche, los campos, por el gusto de las yerbas, y la hacienda gorda, por el ruido de las pezuñas.

Caía el crepúsculo, cuando ellos resolvieron guarecerse en los montes del Río Negro, cuajados entonces de matreros.

Denominábanse así, no sólo los delincuentes y contrabandistas que la Hermandad perseguía sin tregua, sino también a los que, sin tener cuentas con la justicia del Rey, eludían el servicio de las armas resignándose a una vida montaraz de perpetua zozobra.

Esta tenía múltiples faces pintorescas y dramáticas.

Los días se pasaban en la espesura, donde el sol deslizaba uno que otro hilo de luz.

Se hacía existencia común con los «carpinchos», las zorras, los perros cimarrones y aún con el jaguareté. La costumbre genesíaca era para ellos una realidad. Las fuerzas ciegas de la naturaleza les formaban un círculo infranqueable.

Domaban el potro y le enseñaban a vivir en potriles tenebrosos, a recorrer los senderos más estrechos y torcidos, a pastar en las praderas sombrías, a abrevar en el cauce oculto del río, y hasta a reprimir sus relinchos en presencia de sus congéneres. El caballo así adiestrado, era un amigo inestimable, leal, inteligente y dócil.

De esta manera, el hombre, como los seres inferiores que se arrastran, tomaba parte en el concierto de la selva; se arrastraba también al pie de las mismas gusaneras erigidas sobre pedestal de helechos bajo las bóvedas, comía a veces como el tipo primitivo el ave que cogía en la rama, el cogollo de palma, la raíz jugosa o la fruta silvestre, y rendíale el sueño en el ramaje, donde arreglaba su lecho, o en el suelo mismo cuando no se veía rastro de alimaña, en medio de un coro de extrañas notas, estridulaciones, gritos, vagidos, silbos, gorjeos, gruñidos y rumores siniestros, a que concluía por habituarse en su condición miserable.

Las barbas y el cabello hacían de la cabeza un matorral.

Cuando las ropas caían a fragmentos deshechas por el uso y la intemperie, se reemplazaban por otras idénticas, si era eso posible, en las excursiones sigilosas: de lo contrario, se suplían con pieles de novillo o de carnero, se fabricaban chiripáes peludos, aunque sobados, y gorros de manga, a cuchillo y lezna, y por hilo, tientos de cuero yeguarizo.

En los casos de enfermedades, la «marcela» macho y hembra y la infundía de lagarto, servían de drogas. Esos organismos dados a la fatiga, de nalgas de hierro y piernas domadoras, rara vez necesitaban sin embargo, de diuréticos, de emplastos y de astringentes. Cuando lograban entrarse al monte mal heridos en una refriega, lastimados en la entraña como el toro en la pelea, ganaban arrastrándose las anfractuosidades más oscuras, y agotadas ya todas las fuerzas, allí morían en soledad profunda, sin que nadie oyera sus maldiciones o lamentos.

Las salidas furtivas en busca de ganado, se efectuaban en ciertas horas, cuando se presentía algún peligro cercano: al rayar el día o al cerrar la noche, pues aún en medio de las tinieblas, el campero sagaz descubre y escoge los animales gordos, cuyo peso bruto, como decía Aldama, denuncia «el ruido de las pezuñas». Un oído experto distingue en la oscuridad los pasos de un niño de los de un hombre; y del mismo modo el gaucho astuto clasifica la res de carnes sólidas entre otras de menos valía.

A ocasiones, veía el matrero trascurrir semanas en sus escondrijos sin tentar aventuras; y sucedía esto siempre que conseguía reunirse a otros compañeros en la tupida red del monte, y que una punta de hacienda arisca se guarecía en los fértiles prados de su interior. Convertíanse entonces en pastores de aquella dehesa salvaje, dividíanse con el puma con color y el jaguareté las vaquillonas tiernas y rellenas, hasta que el ganado abandonaba el sitio un día, rompiendo ramajes, arrastrando lianas añosas y hundiéndose en lo profundo de la selva.

Las entradas y senderos, eran muy estrechos como caminos de coatíes; se bifurcaban y trifurcaban, atravesándoseles a trechos con gruesos troncos, que bien pronto bordaban las enredaderas silvestres en frondosos belvederes. Estas sendas parecían guiar a los escondites y guaridas, cuando en realidad llevaban lejos de ellos al explorador osado.

Hay un ave en los campos que al menor peligro corre entre las yerbas en silencio, levanta el vuelo y va a cantar muy lejos, irritada, aleteando en redor del transeúnte, como si su nido y sus huevos se encontrasen en el círculo que traza con su vuelo, y no en aquel que poco antes abandonó rápida y cautelosa. El gaucho errante que copiaba la naturaleza, aguzando su ingenio y sus instintos, observaba en lo interior de los montes la astuta maña del «teru» y comúnmente su asilo seguro estaba a la inversa de las sendas y caminillos de «carpinchos», en lugares extraviados y hondas espesuras.

Semejante a esos cerdos acuáticos, el matrero se deslizaba por debajo de los ramajes, escurríase por entre las lianas, volvía y se revolvía en los matorrales y salvaba la cuenca del río para perderse en caso necesario en el monte de la orilla opuesta. Cuando era preciso, su cuchillo o sufacón servíanle de hacha para trozar brazos de árboles o para tender muerto al imprudente adversario que caía en aquellas redes enmarañadas.

Pero, su guarida era rara vez descubierta. Como la araña que al esconderse en su cueva cierra la entrada con una puertecilla de tierra dura; como la culebra que no habita la galería curva que abre en el subsuelo, y si en el hueco de una de sus paredes laterales en donde se arrolla y enrosca; como el lechuzón que horada la tierra en espiral, hincha la costra y construye diversas puertas y ventanas a todos los vientos, para entrarse por una y aparecer por otra; como la nutria, la viscacha, el zorro cuyas industriosas viviendas sugerían al instinto del hombre sus artimañas para la mayor seguridad del escondrijo, el gaucho selvático buscaba su sitio de reposo allí donde fuera difícil todo acceso a la planta humana, tapizado de malezas y espeso cortinaje de hojarascas, con salidas a algún potril oscuro propio para apacentar su caballo, no lejos de la corriente de agua.

De semejantes sitios escabrosos sólo salía apremiado por las necesidades, aunque hubiese peligro; hacía el merodeo en las sombras, gateaba entre las maciegas de paja brava a la orilla del monte para examinar los contornos, antes de sacar su caballo, y si el peligro no era inmediato, encaminábase a rumbos conocidos por campos quebrados que facilitasen luego su fuga; proveíase de lo necesario en ciertos ranchos de gente aparcera, o en alguna pulpería solitaria de ventanilla y mostrador reforzados con rejas de hierro, y aún con troneras en el muro endeble, a manera de fortín para abocar escopetas o trabucos en caso de asalto.

Ya en posesión de aguardiente, tabaco, yerba, y alguna pieza de lienzo, tenía tiempo todavía para platicar con el pulpero mientras tomaba su cañita, y de averiguarle qué gente andaba por el pago, a quién habían lonjeao ese día o metido chuza por los riñones.

Impuesto de todo por el pulpero, a quién convenía estar a partir una galleta con el gaucho bravo, si el riesgo había desaparecido determinábase entonces a dar un galope hasta el rancho de la «china», y aún a robar a ésta si era su consentida, para lo que no era preciso cencia sino juerza en los puños y resolvencia, según la lógica del matrero.

Y entraba a robarla. Bien montado, se acercaba de noche al rancho, apeábase a poca distancia asegurando el «pingo» en el palenque o al pie de un «ombú»; ladino y sagaz aguardaba que la muchacha se entrase a la cocina, y después arremetía allí haciendo sonar las espuelas, la mano en el mango del facón y el gesto iracundo.

Las campesinas viejas se quedaban acurrucadas entre las guascas y cueros peludos, atónitas ante el gaucho malo y por miedo a una tunda a rebenque; pero la «china», como era frecuente en estos casos, no hacia mucha resistencia y se dejaba levantar del suelo, con chancletas o sin ellas, al aire las piernas percudidas, las greñas sueltas, sin desmayos ni cosas semejantes; y él la conducía así hasta su caballo, la enancaba bien, si es que por la premura a veces no la hacía montar a «lo hombre», y partía a la carrera muy contento con su presa.

A ocasiones solía sacarla de la misma cama, y aún tenía que reñir de veras con el padre o con algún gaucho forastero que la andaba requebrando en su ausencia.

Entonces, una vez ganado el monte procuraba salir lo menos posible en los primeros días del suceso por evitar encuentros con las partidas de la Hermandad, y para holgarse mejor de su luna de miel en lo más salvaje de la floresta.

Capítulo 22

Las gentes del preboste solían establecerse en puntos estratégicos; y entonces la reclusión era obligada. De lo alto de una palmera que los más ágiles escalaban, después de practicar escisiones que sirviesen de puntos de apoyo al pie desnudo, los matreros dominaban el paisaje, desde el fondo del bosque, y seguían todos los movimientos de la Hermandad, o en su caso, de la caballería reglada. El vigía no podía encontrar mejor atalaya; y lo cierto es que el monte estaba atalayado, con sus palmas a intervalos, en vez de ladroneras. A cualquier rumbo se escudriñaba sin inquietud alguna. De la línea verde del bosque solo sobresalían las copas de los palmares, simulando caprichosos quita—soles, de modo que el vigía ascendía hasta donde era prudente, sin ser visto de las altas lomas. Encubríalo el follaje por completo.

Si movido el campamento, algún «celador» quedaba rezagado por exceso de sueño o con ánimo de refocilarse en el rancho en que unos ojos oscuros le hirieron el sensorio, al día siguiente una cruz grosera allí clavada por la piedad campesina, marcaba el sitio en que fuera inmolado a los odios del perseguido.

Cuenta la leyenda de los campos, en su lenguaje sencillo e ingenuo, que en noche lóbrega y lluviosa detúvose en una ladera pelada un pequeño destacamento de dragones.

Los soldados venían sin comer, y habían marchado todo el día bajo el agua. Desolláronse dos ovejas de la majada única de un viejo achacoso, para satisfacer el hambre de la tropa; pero faltaba leña.

Los residuos del ganado no ardían. La lluvia los había convertido en negras esponjas llenas, y las chispas del eslabón y la mecha ardiendo chisporroteaban al contacto, para apagarse de súbito.

La tropa se deshacía en juramentos.

Resolviose ir a un monte de allí distante tres cuadras, por leña; mas el monte maldito estaba plagado de marteros; razón por la cual el alférez, que era cauto y discreto, no había querido hacer el descanso allí, por el número reducido de sus hombres que alcanzaban a siete, y por el estado pésimo de las cabalgaduras.

Tres de los dragones, un cabo entre ellos, vagaban en las sombras tanteando el terreno, por doquiera húmedo y resbaladizo; hasta que, el cabo, más feliz que sus compañeros, dio con unas grandes piedras que en lo empinado de la ladera había.

Recordó él entonces que al pasar por el sitio el destacamento, y a la última luz del día, se alcanzaron a ver sobre esas rocas dos cajones de difuntos.

Alargó el brazo, y palpó.

Sus dedos tropezaron con uno de los ataúdes de aquel cementerio colgante, de que estaban llenas las soledades; vaciló un momento, y al fin venciendo su repugnancia, cogiolo con ambas manos, y lo derribó.

La caída hizo saltar la tapa en fragmentos, pues el ataúd se componía de tablas mal unidas. El olfato denunció al cabo, por si no hubiese bastado el peso, que ellos contenían un cuerpo fresco; mas él, sin preocuparse de la fuerza terrible de los gases, ni de si la mortaja estaba abierta por delante, volcó el féretro, y sobrecogido recién de espanto, echoselo al hombro, y diose a correr como un condenado, sin apercibirse que el cadáver había dejado la mortaja flotante, adherida como ella estaba al fondo del cajón por una junción súbita de las maderas, al desencajarse con el golpe.

Y añade la leyenda que, muy inclinado el ataúd sobre los ojos, privó al cabo divisar a sus compañeros, por cuyo motivo pasó a algunas varas de ellos con la velocidad de una centella arrastrando aquel sudario; y, que al ver tan grande fantasma negro con una cabeza así espantosa, y largo velo blanco que le colgaba de un lado lo mismo que vestimenta de ánima de purgatorio, ¡el alférez mandó a caballo! con ronca voz, y el destacamento se precipitó despavorido al llano tenebroso en frenética carrera.

En la soledad de los campos, toda aquella noche, de cerca y lejos, en fuga sin rumbo peleando con las tinieblas, furioso y desesperado, el violador de tumbas lanzó gritos horribles y angustiosos lamentos, que escucharon tal vez los matreros desde el fondo de sus guaridas e hicieron bramar al tigre en los juncales.

El hecho es que al día siguiente cuando el viejecito achacoso acercose en su rocín para recoger las pieles de sus ovejas, cuyas carnes habían despedazado los pumas, observó cerca del monte un cuerpo humano con la cabeza separada del tronco a filo de cuchillo, y al derredor de ese tronco con los hocicos ensangrentados, en las postrimerías de su festín lúgubre, una banda de perros cimarrones.

El paisano se hizo la señal de la cruz, y sacando fuerzas de flaqueza, volvió riendas, castigando a dos lados su rocín.

De análogas tragedias, eran mudos testimonios las numerosas cruces que por aquellos tiempos se veían a lo largo de los montes del Río Negro.

El abigeato, la industria del cuatrero, el contrabando, delitos previstos y castigados implacablemente por una severísima legislación penal, constituían sin embargo los hechos más frecuentes de los que «vivían sobre el país».

La justicia del Rey tenía que habérselas con centenares de centauros errantes, e igual número de contrabandistas; hasta que Don José Gervasio Artigas a quien hemos exhibido al principio de este libro en compañía del capitán Pacheco —tantas veces vencido por él en las duras refriegas del contrabando— produjo una crisis purgadora.

El teniente de Blandengues depuró bien pronto fronteras y campañas, al estremo de merecer honores y recompensas excepcionales en su época. Los audaces merodeadores y filibusteros portugueses, que tenían sus razones para conocerle, concluyeron por temblar en su presencia, y desaparecer de un teatro sembrado de crueles hazañas.

En el andar de los tiempos, y especialmente en aquellos cuyas escenas venimos relatando, Artigas ya en clase de capitán, después de su gresca con el General Muesas, gobernador español de la Colonia, a cuyas órdenes servía, se había separado del viejo orden de cosas, y pasado a Buenos Aires a ofrecer a los patriotas de Mayo el concurso de su brazo y de su prestigio.

Por esto, en los pródromos de la sacudida en esta banda, insurrección que venía preparando el mismo espíritu local estimulado por nuevas ideas, y por el ejemplo de la revolución argentina, operábase en la campaña una resistencia de hostilidad manifiesta contra las autoridades realistas; y de ahí que, relajado ya el lazo de la disciplina colonial, la actitud agresiva empezara por renovarse en montes y fronteras.

Corrían auras de guerra, y revelábanse las impaciencias en los lances sangrientos de cada día.

Explícase así que un gran número de matreros perteneciesen a la clase honesta y laboriosa, a la espera en los bosques del grito de libertad.

A esa cantidad selecta, se había unido también el elemento no menos considerable de la gente bravía, con foja nutrida de episodios terribles.

De muchos de estos hombres cerriles, sin embargo, se hizo más tarde bizarros veteranos, laureados en cien batallas gloriosas.

Capítulo 23

Los montes extensos del Río Negro, asilaban como hemos dicho, el mayor número de matreros; que ora vivían aislados, y en grupos de dos o tres en parajes desconocidos, ora en bandas de treinta y cuarenta, allí donde eran más apropiados los claros o potriles de la selva.

El observador que no estuviese en el secreto de las astucias y estratagemas usadas por los habitantes de las malezas, difícilmente podría descubrir huella o signo de vida en el mismo centro de sus maniobras; aún en el caso, inverosímil, de que él se hubiese aventurado hasta allí, sin recibir antes un golpe de facón o una descarga de trabuco a quemarropa.

Sus únicos refugios contra el hielo, el rigor de los inviernos, las lluvias torrenciales y la crudeza de los vientos, consistían en las espesuras del follaje o en los zarzos hechos con ramas flexibles en forma de ranchos que cubrían y recubrían con cueros vacunos y aún de carneros por todas partes, dejando apenas espacio para removerse ellos en sus camas duras de caronas y cojinillos.

Trataban siempre de improvisar estas viviendas en terrenos altos, para evitar que las aguas corriesen por debajo. Preservados así de la humedad, el calor de los cuerpos, el humo del cigarro y la proximidad del fogón a un lado de la puerta o abertura, por la que era preciso entrarse a cuatro manos mantenían en el interior un ambiente tibio y agradable que estimulaba los hábitos de holganza y de indolencia, especialmente en los días sin sol y en las largas noches de junio, mezcla de heladas, de tinieblas y de constante lluvia.

En el interior de esas viviendas, los matreros colgaban sus guascas y utensilios más rudimentarios, tocaban la guitarra, jugaban a la baraja, y concertaban sus golpes de mano y estratagemas nocturnas, respetándose recíprocamente, al menos los que tenían el mismo poder de garra y deronca, así como se respetan las fieras aún tratándose de la prioridad en los despojos.

Si alguna vez, por un avance atrevido de los agentes de vigilancia, sus guaridas eran descubiertas, no volvían ya ellos a esos sitios, y hacían otras en lugares más distantes e intrincados, con mayores precauciones, sin miedo al tigre y al yacaré, por más que el primero tuviese por allí su madriguera y el segundo incubase sus huevos en la arena del ribazo.

Por la noche, los fogones ardían, casi invisibles a pocas varas de distancia.

La leña se echaba en hoyos a propósito, remedos de taperas, de modo que la llama se expandiese en las anfractuosidades de la excavación, lamiendo arena y greda; y en abertura regularmente ancha se colocaba la caldera sobre trébedes de troncos, que se reemplazaban así que el fuego los consumía.

De igual manera quedaba encubierto el resplandor de esos hornos especiales, cuando se asaba la carne; los asadores circuían la boca, y todo quedaba en la penumbra, o claridad dudosa de un crepúsculo.

De día no se encendían estos fuegos, porque el humo los denunciaba a la distancia.

En realidad no dejaba de presentar un aspecto imponente el cuadro original formado por un grupo de matreros en rededor de un fogón, tomando mate en las altas horas de la noche; especialmente si contra toda costumbre, ese fogón había sido encendido al ras del suelo con grandes troncos secos y trozos de estiércol vacuno.

Los árboles negros y tupidos, la soledad selvática, las señas misteriosas del espía o «bombero» colocado a la entrada del monte entre algunos «talas» o «sarandíes», el sordo bramar de las alimañas a lo lejos, el ruido de algún caballo al azotarse al río con su jinete en el interior de la selva, la rotura imprevista de las ramas al empuje de un novillo «alzado» que luego se volvía estrujándolo todo sobrecogido por la sorpresa o por el grito gutural de uno de los matreros, el resplandor rojizo del fuego en los rostros pálidos y barbudos del grupo, las voces bajas de los que hablaban de alguna hazaña lúgubre o hacían alguna historia de ataque o salteo, la inmovilidad de los cuerpos con las piernas cruzadas en el suelo, envueltos en sus ponchos oscuros abuchados hacia atrás por la culata del trabuco o el mango del facón, la mirada torva y el taimado gesto de los semblantes, las manos de peludos dedos saliéndose a cada momento del abrigo para coger el mate o sacar los puchos de atrás de la oreja, alguna risa bronca a labios cerrados, algún terno rudo, alguna ironía sangrienta escapándose como un tiro de bola de una boca escondida entre un montón de pelos erizados; todo esto, era bastante para estremecer a un observador trasladado de súbito a semejantes lugares, y mayormente aún, si llegaba a escuchar cómo este robó un cinto lleno de onzas de oro a un «tropero» empujándolo luego al fondo de un barranco, cómo éste otro dio muerte a dos soldados de un trabucazo por el ventanillo de una cocina al caer de una noche, cómo aquel desnucó a un capataz con la marca de hierro un día que estaban solos junto al corral de las yeguas, y cómo el de más allá sacó una tarde a su «china» de un rancho en que se bailaba, después de abrirle el vientre con una cuchilla mangorrera al «cantor», que le había roto la guitarra en la cabeza «blanqueándosela» de astillas…

Vería el observador al apuntar el día, cómo el aislamiento agreste había impreso su sello duro y áspero en aquellas figuras, y cómo el interior de sus almas se transparentaba en los rostros con la cruda altivez del macho que no ha conocido el freno; algo como una carnadura de hombre primitivo en esos seres siempre agitados bajo el ala del «pampero», en crecimiento y connubio con las fuerzas de la naturaleza, algo de modelo escultural y de belleza protea en sus cráneos cabelludos, en sus pechos salientes, en sus cuellos robustos, en sus miembros admirablemente conformados, en la trabazón férrea de sus músculos, en las formas correctas de sus caras varoniles, en la flexibilidad de sus talles y la plenitud fisiológica de sus troncos de centauros, habituados al columpio de los potros y a la embestida de la hacienda brava.

Y al contemplarlos ágiles y airosos sobre el caballo arrancar a escape por las cuestas y sofrenar en la loma, altaneros y arrogantes, para mirar al horizonte; o revolear en su diestra las boleadoras, arma temible que ellos tomaron del charrúa perfeccionándola de una en tres bolas anudadas, con el pintoresco nombre de las tres Marías; o agitar el lazo de trenza sobre sus cabezas en un día de combate para coger infantes y maturrangos dentro o fuera del entrevero; o pelear a cuchillo en alguna pulpería y abrirse paso por en medio de las gentes del preboste derribando hombres aquí y acullá con los encuentros de sus caballos, para golpearse luego las bocas en son de burla a la orilla del monte; convendría entonces el que los observase, que todo en ellos era instinto y fuerza, materia prima del valor heroico, sin otra noción moral de la patria que el fanatismo del pago, ni otra idea de Dios que una creencia fría, vaga y casi indiferente.

Por eso —fuerzas e instintos— aveníanse bien con la vida montaraz.

¡Extraña vida, y escenas de vigoroso colorido las de la odisea gaucha en los montes!

En las altas horas, el tañido de la guitarra y algún canto melancólico interrumpían el silencio. A menudo se oía el peicón alegre, o el cielito cadencioso, en cuyo éter a fuer de cielo en miniatura, deberían vagar al rayo de la luna ángeles de trenza y tez morena, perseguidos por silfos de luengas melenas, hermosos y apasionados, que calzaban «domadoras», en vez de coturnos con alas transparentes.

Estas tertulias, amenizadas a veces con la presencia de garridas criollas, capaces de sujetar un bagual en el declive de una loma, constituían el acto sociable por excelencia en el falansterio de la floresta. El concierto cotidiano de las aves, al rayar el alba, y el de las alimañas a media noche por filo, suplían otro género de distracciones; si bien el primero era para sus oídos como gotear de lluvia, y el segundo se iniciaba en mitad de un sueño profundo, sólo perturbado por algún sonámbulo, de grito más penetrante que el de los zorros pendencieros.

Cuando no había probabilidad alguna de ataque o sorpresa en campo raso, los matreros pasaban largas horas en los ranchos, en bailes o velorios de «angelitos», reposando en la lealtad de los vecindarios, que les advertían la hora conveniente del repliegue, así que vislumbraban algo de sospechoso en el horizonte.

Si llegaban a ser sorprendidos hacían causa común, y se batían con bravura, en la firme convicción de un fin desastroso, en caso de caer prisioneros.

Más de una vez, un solo matrero ha hecho frente a un destacamento, y aún salvádose por su arrojo de entre los sables y lanzas.

A un instinto poderoso de existencia libre, se unía en ellos un coraje indómito. Verdaderos hijos del clima, como Artigas, poseían la tendencia irreductible hacia las pasiones primitivas, y la crudeza del vigor local. Peleaban sin contar el número, y caían con resignación heroica.

No deja de ofrecer también originalidad cierta faz psicológica por decirlo así del matrero, y que lo presenta con un tinte simpático e interesante en medio de los azares y extravíos de su existencia semi—bárbara; y es la de muy acentuados sentimientos de gratitud y nobleza en determinadas ocasiones, los que revelaban en sus actos como una prenda segura de lealtad nativa.

Un sencillo episodio pondrá mejor de relieve esas cualidades del gaucho errante.

Sobre la costa del Río Negro, en la época a que nos referimos, vivía solo un paisano viejo, hospitalario y decidor, en un pequeño rancho por él construido, y que era el «tronco» de su «campito» en que pastoreaba algunas vacas y yeguas.

Las partidas del Preboste y los dragones de vigilancia solían acampar cerca del rancho del paisano Ramón, por encontrarse en aquellos sitios una de las picadas de salida de los matreros a campo raso, y ser por consiguiente más a propósito para seguir el rastro a los que vivían sin rey ni ley.

Siempre que esto acaecía, el paisano Ramón se guardaba bien de ir por leña al monte, por miedo de que la polecia lo tomase por aparcero de la jente «alzada»; pero en cambio, caída la noche, encendía algunas leñas de reserva en la cocina, y se estaba allí tomando mate con los soldados de la guardia hasta primer canto de gallo.

Los matreros sabían que el viejo se acostaba al escurecer, y que cuando se estaba hasta tan tarde en la cocina había «godos» en el campo; cosa que ellos observaban desde los árboles altos, manteniéndose entonces en el monte mientras durara el peligro o efectuando sus salidas por otras picadas secretas. Si en la noche siguiente la cocina estaba a escuras, los matreros decían:

Siá costao oi con las gayinas, el paisano Ramón.

Y salían sin cuidado.

Siempre que aquel veía en desgracia algún celador de las partidas, ya acosado por un enemigo fuerte, ya caído y con la pierna rota por efectos de una rodadura, ya inquiriendo rumbos y noticias por el pago, pudiendo él socorrerlo o encaminarlo en uno u otro caso, para salvarle la vida en el primero o evitar su muerte en el segundo, pasaba de largo como si nada observase u oyese, mirando al monte y haciendo un guiño de ojo muy significativo, aunque nadie se ocupase de parar en él su atención en ese momento.

En cambio, si el paisano Ramón encontraba por acaso entre algún zarzal o entre los «talas» espinosos alguna yegua arisca y bellaca, presa por la cola y las crines en los pinchos, al punto de no poderse mover, y estarse quieta desgarrada y temblando, él detenía su galope, se apeaba compasivo, cortaba ramas y espinas con paciencia y ponía en libertad al animal que de puro grato al servicio, solía enviarle a distancia sacudiendo rabioso la cabeza dos o tres coces furibundas.

Luego él decía, al hacer el cuento de la yegua, que la había «desenredao por projimidá».

Un día, tuvo necesidad el viejo de hacer un viaje a Montevideo; y, sin que nadie lo notase se salió del pago.

Los matreros se extrañaron una semana después, de ver abandonado el rancho y las pocas yeguas y vacas, de las que ellos nunca carneaban.

El paisano Ramón al irse, había cerrado la puerta y las dos ventanillas, dejando dentro sus pobres muebles, sin esperanza alguna de encontrarlos al regreso.

Los matreros sin embargo, pasaban siempre cerca del rancho, y jamás intentaron abrir su endeble puerta de un empellón. Tenían cierto cariño al buen gaucho que los había salvado más de una vez de la muerte, y respetaban su propiedad, no permitiendo que nadie se acercase a ella. Sabían también que el paisano Ramón era muy pobre, y que no guardaba en su vivienda ningún tesoro, ni siquiera un «cinto» de cuero de nutria con botones de plata.

Cruzaban pues, por sus cercanías sin intención del menor daño, y cómo siempre se guarecían en el monte, hacia cuyos bordes daban las ventanas del rancho.

Una tarde cayó el viejo al pago sin que ser viviente alguno lo viera, y no pudo menos de admirarse al detener su «manso» frente a la puerta, de que todo se conservase como él lo dejó, pues que aquella continuaba cerrada con llave, según pudo confirmarlo empujándola despacio de a caballo.

—Pá que vea no más… —dijo en voz alta. No es tan mala la gente del monte, que ai güen lao en la mesma entraña fiera.

Pero, apenas acababa de hacerse este raciocinio, cuando las ventanas que daban a la parte del monte, y que de allí no podía ver, cayeron con estruendo, como si hubiesen sido forzadas con un tronco de «lapacho» entero.

El paisano Ramón sin asustarse, y en voz fuerte para que lo oyesen los ladrones, exclamó con muy buen talante:

—Juntito con el ablar me tapiaron la boca, ¡mosos!

Y se echó a reír, con esa risa socarrona, simpática y contagiosa del gaucho comadrero e inofensivo.

Creía él matreros los intrusos; pero nadie le contestó.

En cambio sintió dentro del rancho un gran ruido, caídas de bancos y mesas que se chocaban con estrépito.

¡Ehu, mosos!… gritó jovial, ¡pilchéen lo que quieran; pero no ruempan el almario y la consola vieja!

El barullo seguía en el rancho.

Todo venía por el suelo; un mueble dio contra la puerta, y otros se estrellaban entre sí y en la pared, con increíble violencia.

Por su parte, él seguía gritando a voz en cuello:

—No regüelvan el cofre de abajo e la cama que no ai que escapolarios de ña Simona, y un crocifijo de gampa… que jué de la dijunta, por Dios bendito.

Y en acabando de hablar, el paisano viejo se sonreía con humildad, por si asomaba por allí algún trabuco.

Ni una voz le respondía.

El estruendo iba en aumento: los bancos parecían pelearse con la mesa, el armario de pino con la cama, el cofre con una cabeza de vaca; y aunque sucediese a intervalos el silencio, la batahola se renovaba con furia como si allí hubiese entrado el diablo.

El paisano Ramón empezó a parar la oreja.

Y viendo que nadie le contestaba dio vuelta al rancho en su caballo, paso ante paso, se sacó el sombrero nuevo de «panza de burro» que había comprado en el «pueblo», y antes de enfrentarse a una de las ventanas abiertas, iba diciendo a voces.

—¡Toito es de ostedes, mosos!… ¡pero no quiebren el mobilario que es enocente, Cristo padre!…

Con el sombrero en la mano, y sin apearse, se echó sobre el pescuezo del caballo para asomar la cabeza por el ventanillo; y en ese instante, uno de dos enormes jaguaretées que estaban dentro, lamiéndose los bigotes, lo saludó con un bramido.

¡Miá! —dijo el paisano Ramón, muy azorado, y dio vuelta con la rapidez del rayo, metiéndose en el brazo por el barbijo el sombrero.

Ruido de espuelas y rebenque, y arranque a escape del mancarrón, fue lo único que se sintió en un segundo.

El paisano viejo corrió en un soplo cinco cuadras, y el quíntuple habría seguido corriendo desaforado, si un encuentro imprevisto con una partida de matreros no lo hubiese compelido a sujetar riendas en un bajo.

Eran cinco mocetones de largas guedejas, que se pararon a mirarle con su ceño arisco y sombrío, cambiándose entre ellos algunas palabras.

El paisano se acercó todo arrollado en los lomos de su cebruno, al que aún le temblaban los corvejones, y dijo con una risita insegura:

¡Güenas tardesitas, mosos!

¿Quieren pitar?

Aquí traibo unas tagarninas del «pueblo». ¡Es güen tabaco!…

Los matreros le contestaron el saludo y le aceptaron los cigarros.

El viejo desató entonces la lengua y contó la causa de su fuga.

—Es el mesmo —dijo uno de ellos, mirándolo atentamente. ¿Diaonde sale, paisano Ramón?

—De Montivideu —respondió éste, todavía espantado.

Y que vea: juntito que me ayegué al rancho, no parecía sino que el mesmo demonio se abia colao por la chiminea… Qué cocear adentro del mobilario, ¡Cristo bendito!

—¿Son petisos los juagares, ñó Ramón?

—Se me asen más grandes que un toruno; y macho y embra an de ser porque de adentro venía un jedor recalentao que volteó el osico al mancarrón.

Los matreros rieron y se miraron.

—No tengás cuidao, viejito —dijo uno. Aurita vamos a desoyarlos pá que no güelvan a aser cría en la cama del paisano Ramón.

Todos cinco arrancaron tras estas palabras, a gran galope, armando uno los lazos y revisando otros los trabucos.

El viejo se quedó por allí más de media hora, caminando de acá para acullá, un poco temeroso; y cuando hubo él calculado que la cosa debía estar ya en punto, encaminose al rancho con un trotecito menudo.

Uno de los tigres había sido muerto, y estaba extendida su piel sobre las yerbas, como un presente de la gente montaraz.

Si bien todo se veía revuelto en el rancho, no faltaba absolutamente nada, y por el contrario los banquitos, la mesa y la consola, por que tanto se afligía el paisano, habían sido levantados y puestos en montón en el centro de su vivienda.

Los matreros habían desaparecido, dejando encima de la cama del gaucho viejo, muy bien acomodados los signos del jaguareté hembra, que parecía haber sido la víctima como más débil.

Capítulo 24

Entre hombres de esta entraña, buscaron refugió Aldama e Ismael. La selva era una patria libre.

Cuando al trote de sus caballos se aproximaban al monte al declinar un día caluroso, vieron en un claro hasta cuatro hombres que echaron pie a tierra, obligando a hacer lo mismo a un soldado del cuerpo de Dragones, mozo de buena planta que vendía salud por lo rollizo y fuerte.

El dragón estaba sin armas; los gauchos tenían facones o chafarotes de una longitud asustadora.

Estos gauchos eran matreros. A la distancia, por sus largas barbas y cabellos, sus chiripáes y botas peludas, sus sombreros gachos y boleadores anudadas en la cintura, descubríaseles la índole selvática.

Se les veía apenas la nariz y un dedo de frente entre el boscaje de pelos.

Uno de ellos desnudó el facón de pronto, y tentó la punta con el dedo.

Enseguida hizo hincar al soldado, tironeándolo con fuerza, lo mismo que si agarrara a un redomón bellaco de la oreja para bajarle el testuz. El soldado cedió al manotón brutal, poniéndose de rodillas sin protesta alguna.

El sitio era una especie de encrucijada tupida de malezas. No se oían voces en aquel grupo siniestro.

Tres de los matreros salieron al encuentro de Ismael y Aldama que ya estaban encima y venían canturreando; y no suscitándoles sospechas, se volvieron, diciendo uno con acento bronco:

—¡Rezá pronto el credo cimarrón, melico!

Aurá no ai tutia —añadió otro—. ¡Estirá el gañote!

Aquellos rostros respiraban fiereza.

El que tenía cogido al prisionero lo sacudió del pelo con la mano izquierda, y sin decir palabra, le hundió de golpe con la derecha el facón en un costado.

Al sentirse herido y empujado, y al ver pintada en el rostro de su matador una expresión de placer salvaje, el hombre trató de zafarse en un arranque convulsivo, y gritó en su impotencia entre estertores:

—¡No me degüeye por su madre!

Pero el gaucho siempre callado e implacable dio dos o tres brincos forcejeando, lo derribó de espaldas y púsole la bota de potro con su enorme rodaja en el pecho como pudiera sentar la zarpa un animal feroz; y cogiéndole de la barba echole para atrás la cabeza, introdújole la punta del acero a un lado del pescuezo y se lo cortó de oreja a oreja hasta hacer saltar la traquea hacia afuera como un resorte elástico.

De la carótida partida saltó un chorro de sangre caliente entre ronquidos de fuelle, el cuerpo se sacudió y retorció levantándose sobre los hombros en espantosas convulsiones, al punto de que la cabeza se sangoloteó prendida por solo la nuca al tronco como la espiga que cuelga por una arista en su tallo, empañáronse los ojos enormemente abiertos, torciose la boca con una última contracción muscular hasta fijar en la comisura una mueca de máscara, encogiéronse en arco los brazos entre temblores con los dedos crispados y también las piernas a la altura de las rodillas. En el cuello solo quedó un gran cuajarón de sangre venosa.

¡Güen corbatin! prorrumpió Aldama, acomodándose en el recado.

El gaucho limpió el facón en la ropa del muerto; y todos seis quedaron mirándole en silencio, un breve rato.

El que había degollado, envainó su acero, y dijo con fría saña, echando al cuerpo una última ojeada:

—No vas a volver a lonjear matreros, apestao.

Después de esta oración fúnebre pusiéronse a desnudarlo, y a dividirse las pilchas, empezando por las botas y espuelas.

Cuando le despojaban de la casaquilla sucia y con algunos botones de menos, un gaucho exclamó:

Fijáte si en las junturas ai tropa de lomos coloraos; questos melicos saben tener más criaderos que cueva de comadreja.

mí, la blusa camina —agregó un segundo. ¡Pucha que jedor de chivo!

—¡Gaucho zafao!… Déme un taco.

Diole el uno al otro la bota de «caña», y éste volviéndose a Ismael y Aldama que se habían apeado, díjoles:

Ayéguense, mosos. ¡Rodando las piedras se topan y se juntan!

Y los invitó con un trago de aguardiente, que los dos paladearon con fruición.

Entraron entonces ellos a enterarlos de un choque que habían tenido horas antes con unos soldados sueltos, del que resultó coger prisionero al que acababan de matar, hombre a quién siempre se tuvo hincha por madrugador de matreros; y convidando después a los recién venidos a entrarse en el monte, se marcharon juntos del sitio, en el que sólo quedó el cadáver entre un gran charco de sangre para pasto del coatí y del cimarrón.

Aquel despojo lívido no llegó a merecer más que una mirada oblicua de los gauchos, al retirarse.

Dirigíanse al tranco hacia la picada oscura, cuando de súbito saltó entre las yerbas pisada por uno de los caballos en la cola una culebra gruesa, cabeza chata y color de un pardo sucio, que al apartarse de la ruta retorcía sus anillos y abría la boca de anchas fauces enloquecida por el dolor.

El que había dado muerte al dragón, la siguió de cerca, e inclinándose bien sobre el estribo, levantó el mango del rebenque para descargarlo sobre ella.

En ese momento, Ismael, que apenas había despegado los labios desde que se incorporó al grupo, sin experimentar ninguna emoción ante el degüello —gritó con enojo:

—¡No matar!

Este grito fue tan enérgico e imperativo, que el matrero suspendió el golpe, y quedose mirándolo.

Todos hicieron lo mismo, y se pararon.

Ismael tenía en la cara un ceño terrible.

En medio de una palidez profunda, sus ojos centelleaban coléricos.

En el acto espoleó él su caballo hasta ponerse encima de la culebra, y se tiró al suelo veloz.

El reptil se alejaba, volviendo en alto a cada instante la cabeza.

Velarde se acercó a grandes pasos, alargó la mano que introdujo por debajo del vientre de la culebra y la agarró, levantándola a la altura de su rostro, mientras que con la otra mano la acariciaba suavemente a lo largo del lomo.

El reptil se aquietó, refregándose en su pescuezo, e introduciéndole su feo hocico por las ropas.

La dejó él hacer; y poco a poco, como halagada por el calor de sus carnes, la culebra fuese escurriendo en el pecho del gaucho, sin temblores ni contorsiones.

Ismael volvió a montar, mirando todavía con mal ojo al matrero.

¡Güeno! —dijo éste encogiéndose de hombros.

—Y si no ai güeno, es lo mesmo —respondió Ismael, muy encrespado y prevenido—. El culebrón no ase mal a naide.

El gaucho se calló. Todos se miraron en silencio, y siguieron su camino. Aldama se iba riendo socarronamente, y daba fuego a los avíos para encender un pucho.

Velarde se había puesto esta vez delante; y de cuando en cuando, encariñaba a la culebra, que solía asomar la cabeza por la abertura del saco muy mansa y tranquila.

Como muchos de los hombres de su índole, que no temían a Dios, ni sabían orar y sí apenas hacerse en la boca la señal de la cruz; que no poseían de la vida humana un concepto muy superior al de la de sus caballos, tratándose de enemigos, y a quienes incendiaba la propia el olor de la sangre vertida, como el mejor aroma de adobe para sus naturalezas; —sin vínculos de familia y de hogar, al calor de cuyos afectos la conciencia se forma y relampaguea una noción de la justicia y de la verdad, ni otros recuerdos en la memoria que una niñez vagabunda y una persecución constante— Ismael tenía por ciertos bichos, como él los llamaba, un respeto supersticioso y un cariño salvaje sin que nunca hallase de ello una razón clara en las oscuridades de su cerebro.

Los quería, y eso era todo. Así como al pasar por la noche delante de algún rancho abandonado, dónde habían dejado uno o más muertos los matreros, se descubría ante un fuego fatuo que vagaba en las tinieblas y que al agitarse el aire parecía perseguirle, oscilar y detenerse lo mismo que si fuese el alma del difunto, sublevábasele la sangre cuando en su presencia se mataban culebras de la especie de su predilección, y a las que él hacía inofensivas con sólo prepararles nido en su pecho, dócil al cosquilleo de las escamas.

Los gauchos que no participaban de estas preocupaciones, aún poseyendo análoga índole idiosincrásica, las miraban con respeto, sin contrariarlas ni escarnecerlas. La tolerancia en esta materia, fue siempre el carácter distintivo de la entereza criolla.

Por eso, los nuevos compañeros de Ismael se mantuvieron silenciosos y prudentes, cuando él estalló en cólera en defensa de una culebra. ¿Qué no haría en defensa del pago, y de su vida misma?

Este principio de tolerancia en materia de creencias íntimas distinguíase en el matrero mismo, en medio de sus apetitos desordenados y feroces.

Veía orar con gravedad y silencio, a las mujeres en los ranchos, encender velas a las estampas de las vírgenes y persignarse al estallido del trueno; y él mismo cuando la tormenta lo sorprendía al galope, tiraba de las riendas y se acordaba de Santa Bárbara, pareciéndole que se le escurrían dentro del cuerpo los rejucilos, como llamaba a los relámpagos, y que en el aire andaba «el daño» con olor a «mixto».

Si entraba por casualidad a alguna capilla, se mantenía muy quieto y manso, con el sombrero en la mano, y hacía como que oía la misa, sin entender de ella la media, extrañándose que el cura comiera costras de pan y tomase vino delante de la gente.

Poco habituado a este culto y a una idea superior acerca de lo divino, limitado a lo humano y a la fiereza del sentimiento de independencia individual, que adobaba bien la cruda vida del desierto, el gaucho errante tuvo que subordinar su sentido moral a ciertas preocupaciones y supercherías que daban halago a sus instintos, adquirían engorde en su ignorancia y ofrecían excusa o pretexto a sus arranques geniales y a sus caprichos crueles.

De allí las supersticiones torpes, que a la vez que deprimían su conciencia moral, endurecían la fibra, y lo arrastraban a la acción trágica y al romántico denuedo.

Los gauchos a que se habían reunido Ismael y Aldama pertenecían al género bravío, y a una temible banda de cuarenta individuos de distintas razas y clases vinculados por la misma desgracia y un destino común.

Este grupo acampaba en un prado fresco y pastoso, casi encima del cauce del Negro, cuya comunicación con el exterior sólo podía establecerse por medio de la picada larga, tortuosa y estrecha —verdadero túnel de arborescencias— que hemos descrito en uno de los anteriores capítulos, en circunstancias en que Aldama e Ismaél, de regreso del pago de Viera, como se verá bien luego, eran vivamente acosados cayendo aquel en poder de las partidas del Preboste.

La banda obedecía y se guiaba por las inspiraciones de un campero influyente ex—cabo de caballería le milicias, llamado Venancio Benavides.

Este hombre de acción encaminaba los desertores y los gauchos errantes a aquella guarida; hasta que llegó a formar una partida gruesa, que más adelante se complementó con algunos vecinos sublevados en su distrito, para iniciar en Asencio con Pedro José Viera la gloriosa campaña del año XI.

Ismael y Aldama, por muchos días, hicieron vida de clausura en el monte, resignándose a esperar con paciencia que el país ardiese en guerra, como se ansiaba, y sentíase palpitar en la atmósfera inflamada de aquel tiempo.

Una noche de Febrero presentose en la picada Venancio Benavides, y reuniéndolos a todos en la pradera, les dijo que era ya llegado el momento de alzarse contra los «godos» que oprimían la tierra, para lo cual se precisaba dar hasta la vida; pero que antes de empuñar las chuzas convenía preparar a los muchachos del pago de Capilla Nueva, y a su compañero Perico el Bailarín con quién estaba en arreglos, y el que «por puro amor a la libertad» se había propuesto levantarse en armas, según él mismo se lo declaró en su última entrevista. Que la guerra sería a muerte, y que en ella habían de ser ayudados por Buenos Aires con hombres, pólvora y balas.

Los gauchos escucharon con mucha atención y silencio las palabras de Venancio, y cuando él hubo concluido, echarónse atrás los sombreros, e hicieron juramento de pelear hasta morir, inflamados ya a la idea de la refriega, con una expresión de odio profundo en los ojos —puertas en que asomaban envelados en sangre los instintos indómitos y los deseos vehementes de la venganza.

Siguiéronse pronto entre ellos, las confidencias sobre persecuciones y animosidades de otros tiempos, y los agravios a vengar sin perdón.

Toda esa noche se agitó el grupo, y se rasguearon las guitarras cantándose aires de la tierra y décimas belicosas.

Venancio tomó sus medidas; y escogiendo por emisarios seguros a los dos fugitivos de la estancia de Fuentes, cuyas cualidades conocía, los envió a Pedro José Viera para que se informasen del «estado de los asuntos», del día y paraje de la reunión, y combinar en definitiva el plan de guerra, así como la designación de los distritos que no debían desampararse.

Cuando Aldama y Esmaél —como llamaban a Velarde sus compañeros— se disponían a la marcha, al rayar el día ya en campo raso, Venancio, dijo:

Alviertan a Perico que ya es tiempo de sulevarse. Si a la güelta se topan con los «godos», primero enchipaosque «cantores», muchachos.

De juramente, repuso Ismael con calma.

Y los dos gauchos partieron a media rienda.

Capítulo 25

Aquel día, penúltimo de Febrero, era de jolgorio en la estancia de Capilla Nueva. Se paraba rodeo para «aparte» de reses, y con ese motivo habíanse reunido en el campo más de sesenta hombres bien montados, tan dispuestos a contribuir sin interés pecuniario a la faena, como a participar del suculento festín al raso con que brindaba a la riunión el bizarro capataz Pedro José Viera.

Tres novillos con más grasa que músculo, en cuya piel podía pasarse la uña, sin tropezarse en el hueso, buenos rimeros de pasteles o tortas que se freían en grande olla de tres pies en el centro de la cocina, y mate cimarrón en cinco o seis calabazas que iban y venían con sus bombillas de lata, constituían con un regular número de botas de «caña» los manjares y brebajes del banquete campestre.

La gente de chiripá se sentía contenta y vocinglera, concluida la faena.

Los últimos que llegaban del rodeo desensillaban y largaban sus pinos sudorosos, dándoles un golpecito con las riendas en los cuartos, después de acariciarles con dos o tres palmadas el cuello, y de pasarles de la cruz a la cola el lomo del cuchillo para refrescar la traspiración espumosa bien señalada por los bastos, las bajeras y la carona.

Tendían luego las piezas de sus recados en los palos de una enramada, colgaban los frenos en los ganchos de madera, y con los rebenques cogidos de los extremos o colgantes por las manijas de las muñecas, confundíanse a otros grupos retozando como ganado en el llano, o tendiéndose entre ellos en aptitud de brega a cuchillo, o chiflando un aire de la tierra con la borlilla del barboquejo por flauta, o removiéndose con pasos de pericón entre los yuyos con el gesto ladino del que tiene una hembra delante.

Junto a un corral de palo a pique se jugaba a la taba.

En la cocina, entre el humo, y cerca de los pasteles que se iban extrayendo con dos palillos de la olla en donde saltaban dorados bajo el hervor de la grasa, se hacían partidas al truco, llevándose la cuenta con palitos de yerba misionera.

El capataz ensartaba en grandes asadores la carne de los novillos; y los colocaba enseguida junto a dos grandes fogones, encendidos a pocos pasos de un «ombú» gigantesco.

Bajo de este árbol indígena, dos guitarristas de uñas como garras y enruladas melenas templaban sus instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y a su frente, agitándose en círculos, o deteniéndose de súbito para volver a jadear, canturreando décimas, se refregaban algunos mancebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de hacer trinar las lloronas.

Oíase como un ruido de alborozo en la enramada, donde un cantor unía las notas de su voz bronca a las de la prima y la bordona, atrayendo al sitio algunas mozas de trenza y pollera corta, y no pocas comadres de edad madura.

Fuera de uno que otro gaucho de mirar receloso o taimado, todos los semblantes expresaban alegría. El mate circulaba por doquiera; se picaba tabaco en la mano con el cuchillo; se hacían comentarios sobre la hacienda vendida y el trompón que un orejano dio al zaino del tropero y la «rodada» con suerte del paisano Ramón y la malaventura de Basilio al tirar el «lazo» a una vaca barrosa, y la caída «fiera» de Serapio por las ancas al repuntar el ciñuelo.

Después de estos diálogos pintorescos entre resuello y resuello del cantor, volvíase a poner atención al cielito; y era de verse entonces con qué aire serio lanzaba el tañedor sus trovas, trémula la mano callosa sobre la caja del instrumento, con la cabeza inclinada y lánguidos los ojos hacia las hembras al entonar el ¡ay! de la calandria hermosa, y tendida a lo largo una de las piernas, cubierta en parte por la bota de potro, de cuya extremidad surgían los dedos amoratados por el roce constante del estribo.

De repente estallaba una cuerda, enmudecía el trovador de súbito lo mismo que un gallo sorprendido en mitad de su canto por un golpe en la cabeza, y había que esperar con paciencia a que se echase el ñudo y se afinara el estrumento.

Capítulo 26

El capataz se movía en tanto de un lado a otro, con una actividad vertiginosa apresurando la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y los peones los asados, a los que daban las últimas vueltas en las brasas, ya bien en punto y goteando grasa color de oro.

En una de esas inspecciones, el capataz cogió un asador y lo tendió para que una moza arremangada, y de brazo tan tostado como la carne con pelo, echase la salmuera; chupose luego los dedos, y dijo:

—¡Lindo no más! Ayasito se ha de yantar.

Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú.

Pedro José Viera era oriundo de Porto—Alegre, Brasil, colonia entonces de Portugal.

Había cobrado verdadero cariño al suelo en que vivía; y sus raras prendas personales creáronle en el transcurso del tiempo un prestigio real entre los hombres del pago. Amaba la libertad por instinto, a su manera, y venían rozando sus oídos hacía meses, como voces extrañas de una vida nueva, los ecos simpáticos del movimiento inicial de Mayo.

Una de sus habilidades era de bailar en zancos; habilidad que debía él ejecutar por última vez acaso, el día en que lo exhibimos.

Cuando Perico, como le llamaban los paisanos, cogía sus zancos e iniciaba sus vueltas y quiebros en el patio con pasmosa destreza, era ésta la señal de «armarse el baile»; y los tupamaros, indios y cambujos en pintoresca amalgama de castas y razas coincidían en el mismo gusto, lanzándose a un pericón entusiasta, al son de la tradicional vihuela, cual si ese baile criollo constituyera el primer vínculo o lazo de unión de propensiones e instintos comunes, una faz risueña de la idiosincrasia nativa y de un espíritu nacional incipiente, tan distinto de la jota y de lapetenera, como de la raza madre la variedad o sub—género que constituía el tipo de nuestra primera generación.

Perico el bailarín, aunque brasilero, hablaba sin dificultad el idioma de los criollos, bien que comúnmente le hacía gracia expresarse en una jerga especial, mezclando en sus dichos y conversaciones vocablos portugueses. Los paisanos celebraban sus ocurrencias, y le querían, porque era un buen compañero, servicial y hospitalario, a la vez que amigo de fandangos y velorios.

Como perneador en el baile, pocos le igualaban. Su fama pues, tenía un fundamento sólido.

En la edad del gaucho, —tiempos que ya se van alejando de nosotros—, la sencillez ruda, semi—bárbara de la vida se resumía en la danza, en la música —ambas primitivas— y en la proeza del músculo.

La fuerza brutal, desde luego, la destreza, la astucia, la habelidá para tañer, para bailar, cantar, domar, pelear y vencer, eran cualidades y condiciones sobresalientes. Los que las poseían ejercían insensiblemente cierta superioridad avasalladora en sus pagos, influían sobre el número y lo atraían por el ejemplo y la magia de las costumbres varoniles. Como el semental arisco de crines llenas de abrojos, repuntaban la grey con alaridos de feroz independencia personal, sin perjuicio de mostrarse siempre sufridos, callados y pacientes en su existencia original de taimonias y resabios.

La ley del hábito los retenía en el lazo de una disciplina social, que no se conciliaba con la deficiencia de los medios. En la época de que hablamos, pocos eran los que no habían revistado en blandengues y en caballería de milicias, y experimentado los deseos sensuales del mando, tan en armonía con las tendencias del fondo del carácter hispano—colonial, refractario a la obediencia y rebelde al servilismo.

Pedro José Viera se había asimilado las energías de su pago. Su prestigio se esparcía por todo el distrito de Capilla Nueva, y estaba en relación con algunos hombres de valer.

Explícase así, entonces, por qué había él logrado reunir tantos vecinos en el establecimiento de Cayetano Almagro, el día a que nos referimos.

Brillaba el sol de las diez, puro y, radiante, cuando Perico clavó el primer asador a la sombra del «ombú», gritando a un mulato de cabellera crespa, negra y espesa como un matorral, que revolvía en sus manos un sobre—costillar jugoso y caliente:

—¡Eh, muleque! ¿Trujiste el panbazo? ¡Mové esas tabas, muleque!

El apostrofado corrió hacia la cocina.

Perico invitó seguidamente a yantar a la concurrencia, que hizo círculo en torno de los asadores, cuchillos y dagas en mano, en tanto él decía con voz bronca y alegre, refiriéndose al muleque:

—Este diavo foi parido d'una zanja… ¡Presto, Macario!…

Y luego, dirigiéndose a los del círculo que se repartían con suma velocidad granos de pecho y enormes tajadas con pelo hecho carbón, añadía dominando el conjunto:

—¡Desemulen el ruido de tripas, mozos!… Metan diente al destajo… La picana pá mi compadre Fulgencio, que le gusta el rabo. Esta achurita pá Basilio que yerró el tiro a la barrosa…

—¿Ainda izo chegaste, Macario?…

Serapio, prendete a ese riñón por la parada de lomos, en el ciñuelo. ¡Tuitita tu sabeduría se jué por el trasero del mancarrón, flojonazo!

La mozada reía.

A Serapio se le coloreó un tanto el rostro; pero estaba muy entretenido con un buen trozo de carne de pecho, para perder el tiempo en contestar.

Y no era él solo. Movíanse todas las mandíbulas con fruición; chorreaban sabroso jugo los dedos; los cuchillos con los filos para arriba pasaban el bocado a los labios antes de dar el último tajo; las botas de «caña» circulaban de mano en mano para rociar las gargantas; las galletas duras y el panbazo que las mozas y Macario echaron en el pasto, se zabullían en las lagunillas de grasa caliente que al despegar la carne se formaban en el cuero, y crujían luego bajo los caninos blancos y lustrosos.

Al cabo de algunos minutos, siguiose la conversación sobre bueyes perdidos, y subieron de punto las bromas y la algazara y los planazos y las corridas; hasta que Perico poniéndose de pie con arrogancia, pidió los zancos.

Capítulo 27

El bullicio entonces, tomó creces.

Perico iba a bailar, y la fiesta sería completa. La «caña» de las botas, libada en abundancia, había enardecido todos los cerebros. Se reía, se vivaba, se corría, se «escarceaba» y ensayábanse figuras y pasos con castañeteo de dedos y trinar de espuelas, en tanto los guitarristas a la voz de prevención se reunían bajo el «ombú» probando las cuerdas y armonizando los tonos, con sus sombreros de «panza de burro» en la nuca y el barboquejo en la nariz, los rostros húmedos, brillantes los ojos, entreabiertos los labios al tarareo de los aires criollos, todo bajo una atmósfera de luz y un cielo apacible apenas moteado aquí y acullá por pequeñas nubes de blancura intensa.

Las mozas se habían arreglado al cuello las pañoletas, y en singular confusión, rubias, mulatas y «chanáes» de trenza cerduda y pie descalzo agrupábanse en el centro, al tañido de rasgueos alegres, aguardando el momento del quiebro y el sandungueo. Aunque la brisa que corría era fresca y agradable, imperaba en la riunión un buen grado de calentura.

Cuando Perico empezó a ejecutar su juego de zancos, el entusiasmo se convirtió en aplauso y vocerío.

Los dos maderos en rápidos giros, sin tropezarse nunca, recorrían de extremo a extremo el sitio de la zambra, manteniendo el zanco su equilibrio con notable destreza en cada avance o volteo, sin zafarse de la horquilla, y agitando en su brazo derecho la chapona de lienzo en forma de alón esponjado de un colosal ñandú.

Las exclamaciones se sucedían sin tregua en derredor del bailarín.

Apriende Serapio a ginetiar en patas de arañal —decía uno, zampándose todavía buenos bocados de carne asada.

—¡Véanlo al mulita! —argüía el aludido. Muentá vos esa langosta con eso me reigo!

Aijuna, ¡las canillas de cigüeña! Asujetá Perico, que están crojiendo.

Juertes se me hacen, cuñao, lo mesmo que garrón de avestruz… ¡Qui an de erojir!

—¡A un lao la bajera, aparcero Ramón, que no refale esa pata de enválido, qui anda mosquiando!…

Al cabo de algunos minutos, Perico se detuvo sonriente y jadeante, sus musculosos brazos tendidos, y gritó con voz de trueno:

—¡A danzar, agora, aparceros!… ¡A manhan danzaremos melhor!

Saludó estas palabras un gran clamoreo, en que se mezclaron alaridos de fiereza y juramentos enérgicos, cual si una ráfaga misteriosa de combate hubiese acariciado todas las frentes.

Las guitarras rompieron en rasgueos más unísonos y alegres.

El pericón, —y no se trata aquí del caballo de bastos del juego de quinolas—, puso en facha a sus ecos, múltiples parejas.

De una parte, polleras y enaguas un tanto morenas sacudidas, dejando ver pantorrillas bien torneadas cuando no tiesas cachilas enfundadas en medias de algodón crudo, o gruesas gambas desnudas a la vez que arqueadas en vaivén sostenido y airoso; de la otra parte, chiripáes flotantes, pieles de potro rascando el suelo, zancajos al descubierto con espuelas de grandes rodajas que sembraban rayuelas en la tierra, cuerpos flexibles adornados de cintos cuyas monedas de plata o botones de bronce difundían ruidos de cascabeles, y largas melenas azotando los rostros trasudantes.

El conjunto, bizarro y pintoresco. Roces, cosquilleos, visajes, amoricones, posturas provocativas, volteos de domadores, quiebros de mojiganga, risas y fraseos dominando el tañido de las guitarras.

Corría en el enjambre como un aura epiléptica. Perico en zuecos, se había agregado al gran grupo y hacía chás chás con los talones, acompariándose de manos y repartiendo chicoleos; y unas chinas viejas, con los brazos en jarras, atraídas por el bullicio y el tumulto, comenzaron algo distantes de la zambra a menudear sus pies cortos y regordetes, citando a prueba a los camastrones y mauleros.

Fue en ese instante que, sin que nadie se apercibiera de su llegada, Ismael y Aldama echaron pie a tierra junto a la enramada; y que, mientras el primero se recostaba en el palenque, taimado, arisco y sombrío, el segundo se desprendía del cuello un pañuelo de seda y sacudiéndolo en alto se acercaba a saltos al grupo alegre, afirmábase sobre las corvas como si en ellas hinchase el lomo un redomón, y hacía sonar las nazarenas con ruido mayor que el de las vihuelas.

En cambio, Perico, apenas divisó a Ismael con todos los signos de haber hecho una larga jornada, separose rápidamente del baile y dirigiéndose a él, cogiole del brazo y apresurose a entrarse con el joven gaucho en el rancho.

En una de sus piezas interiores permanecieron por espacio de media hora.

Cuando salieron, Viera le puso la mano en el hombro, y díjole con aire grave algunas frases al oído.

Ismael, de ánimo reconcentrado y caviloso, era sobrio de palabras.

Pasó junto al lugar de la fiesta, dirigiendo apenas al conjunto una ojeada por debajo del a la del sombrero, y encaminándose a la enramada, comenzó a bajar prenda por prenda su recao de los lomos del bayo, que al sentirse alivianado alargaba con alborozo el cuello barruntando relinchos.

El mismo Perico trájole por el cabestro un alazán, que era un animal de crucero alto y remos delgados, uno de sus caballos de confianza, educado para los escondrijos y matorrales en los tiempos de persecuciones.

La campaña toda estaba llena de matreros, y era considerable el número de caballos, —sus compañeros inseparables—, adiestrados desde potrillos, a la vida azarosa y aventurera de los amos.

El alazán quedó bien pronto enjaezado; y en tanto Aldama cambiaba también de caballo, gruñendo, Ismael púsose a merendar junto al palenque, rociando sus bocanadas con algunos sorbos de «caña».

Aldama no tardó en imitarlo, después de ceñirse a gusto el chiripá y el cinto, y de asegurarse las espuelas.

Pedro José Viera se paseaba contento, ya clareadas por el cansancio las filas del pericón, escarbándose con la punta de la daga los dientes.

Brillaba en su semblante tostado, franco y abierto como un reflejo de gozo íntimo, y conocíase a primer golpe de vista que aquel hombre rústico, enérgico y viril acariciaba en sus adentros un proyecto de seria importancia.

Revelábase también cierta impaciencia en sus gestos y ademanes, al observar la cachaza y la flema de Ismael, quién, concluido su almuerzo, se había dejado estar en cuclillas, dándose golpecitos de plano con su daga en la bota.

Perico se acercó al fin rezongando, con cierto aire jovial, y dijo en buen acento criollo:

—¡A sacudir la potra, que el día se va, aparceros!

Sonriose Ismael, incorporándose despacio; y levantando los brazos bien en alto, desperezose. Aldama le acompañó con un gran bostezo. Pero, los dos se alistaron de buen talante, porque eran jinetes duros.

Viera les estrechó las manos en señal de compañerismo, y enseguida dioles una carta para Benavides, hablándoles de algo muy interesante en voz muy baja. Centellaron de súbito los ojos de los dos emisarios, que saltaron incontinenti en sus caballos, y dando un adiós partieron a gran galope.

Perico los siguió con la mirada atenta hasta que desaparecieron detrás de las próximas cuchillas entre una nube de polvo.

Luego volviose a paso lento a las casas, sacándose un pucho de cigarro que tenía detrás de la oreja, el cual se detuvo a encender con el eslabón y la yesca, muy concienzudamente, atizando la brasa con la uña del pulgar, y despidiendo con ruido una gruesa espiral de humo.

Desde esa hora, hasta la noche, anduvo inquieto.

Todos menos él, durmieron larga siesta, como anticipo compensador de una noche fatigosa.

Capítulo 28

A intervalos, por la tarde, habían ido llegando a la población grupos de tres, cinco y, más hombres bien montados, y algunos de ellos armados de varas con medias lunas, de las que servían para cortar jarretes.

Todos estos hombres eran mocetones robustos, negros cimarrones, zambos de indio, y aún «tapes» de chiripá y boleadoras, con vinchas en la frente para sujetar las greñas cerdosas. Varios perros enormes los seguían.

También al oscurecer, se había encerrado en la manguera, algo distante de las casas, una tropilla de caballos y no pocos redomones, a las que más de un jinete había hecho bufar en la cuesta saltándolos «en pelos», por segunda domadura. Aquellos animales briosos, habituados al campo libre, metían alboroto de relinchos, cada vez que sentían próximo el tropel de las yeguas que erraban azoradas por los alrededores.

Los negros, munidos de cuchillejas mangorreras, se entretenían en cortar y sobar tiras de cuero vacuno en la cocina, a la rojiza claridad de mechas envueltas en sebo fresco que despedían una humaza espesa y nauseabunda.

Improvisaban riendas, estriberas, cabestros y maneadores, en silenciosa actividad, y con cierto aire cerril y despavorido.

Aquellos rostros retintos llenos de sajaduras, con los cráneos hundidos, las narices aplastadas de enormes hornallas y los labios de esponja salientes como chatos higos maduros, ropajes miserables, piernas al aire, brazos sin mangas y cintas de cuero de «carpincho», aparecían imponentes, entre la atmósfera color de incendio en que se agitaban febriles, cual si el amor a la libertad y la esperanza de adquirirla a hierro y fuego, les hubiese devuelto el brío montaraz que abatiera la esclavitud.

En una tapera de allí apartada cien metros, podía percibirse en medio de la oscuridad un grupo numeroso de caballos, y de hombres a pie, que iban y venían en preparativos sigilosos, sin dejar de hablar en voz baja y de reír de una manera sonora de vez en cuando.

Las mozas cuchicheaban asomadas a la puerta y al ventanillo de la pieza principal en que se habían reunido, como las viscachas en las entradas de sus cuevas, y callaban de improviso, así que sentían los pasos o la voz bronca de Perico el bailarín.

El bizarro capataz, lo era y de veras. Su presencia infundía respeto.

Pasada media noche, algunas de las que aún se conservaban curiosas e inquietas en el ventanillo, le vieron con gran asombro atravesar con su gran faca cruzada por detrás, botas, poncho, sombrero de paja y un trabuco en la diestra.

Él volviose de mal talante, y dio un grito.

Todas desaparecieron como por encanto.

Perico siguió su camino, refunfuñando, y entrose en otro rancho pequeño que servía de depósito de marcas, guascas y trebejos.

En la puerta baja y estrecha estaban tres hombres, que le siguieron al interior, alumbrado apenas por un candilejo cuya mecha tenía una pulgada de pavesa. Uno de aquellos hombres lo despabiló con los dedos. Púdose entonces distinguir mejor los objetos.

Viera registró con la mano izquierda detrás de un fardo; y extrayendo de allí un arma de fuego, pasósela a uno de los circunstantes, diciéndole:

voltear «godos». Serapio —esa garabina.

La tal arma era una tercerola llena de orín, de piedra de chispa, con la cazoleta descompuesta y la caja resquebrajada.

Serapio la miró con mucha calma, balanceola como para calcular su peso, y dijo a su vez, encogiéndose de hombros:

—Más juego da un cañuto.

Perico siguió manipulando, y a poco sacó del escondrijo una pistola de caballería, pesada y larga, cañón de bronce fundido, también de chispa; y se la alcanzó a Basilio, quién al tomarla murmuró:

¡Ansina se cuede roncar!

Viera extrajo, por último, un sable sin vaina y con parte de la empuñadura rota, mellado en más de un tercio de su hoja, que sin duda había servido para partir leña; y dióselo a un negro cimarrón que aguardaba su turno, muy tieso y silencioso.

—¡Güen serrucho! Hasele filo en la piedra, Macachin.

Los tres hombres salieron, seguidos de Perico quién les dijo con toda seguridad que muy pronto tendrían mejores armas, enviadas de Buenos Aires, donde por entonces se encontraba don José Artigas.

Algunos pasos más adelante, Viera tropezó con el domador Ramón, que venía en busca de un arma cualquiera para bregar con los «godos».

El capataz le dio su trabuco, con un saquillo de pólvora y otro de balines, «cortados» y clavos que llevaba en los huecos del cinto.

Debajo del «ombú», rodeando su ancho tronco en forma de pabellón, se habían colocado varias lanzas de moharra triangular las unas, obra de un herrero de Mercedes, de hojas de tijeras de esquila, medias lunas de desjarretar y largos clavos cuadrangulares las otras, enastados en cañas duras o en recias varas de guayabos, ostentando algunas banderolas tricolores a fajas rojas, blancas y azules.

Cerca de estas armas había un grupo, como haciendo su vela; y de este grupo se desprendían sombras de vez en cuando que se deslizaban por debajo del ventanillo, y que las mozas detenían al pasar, abriendo y cerrando aquel a cada momento al menor ruido, para proseguir sabrosas pláticas en voz baja, y permitir que las encariñasen los héroes de aquella temerosa aventura.

Galanteos cerriles de una hora con la florcilla agreste en los labios y besos sonoros en las carnes tostadas y macizas, de pocas palabras y muchos manotones y golpes de zarpa, saltos de gato «montés» y verdadero sipizape de encelamientos, hasta que la aproximación del bailarín de zancos ponía en desbande toda la hueste amorosa.

Lucían las últimas estrellas en un cielo límpido y tranquilo, y comenzaba el alba a tender sus blanquecinos velos en el horizonte con sus orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento acompañado de confusos rumores se operó alrededor de las «casas».

Los hombres montaban a caballo, entre chasquidos de rebenques, fragor de armas, escarceos de piafadores redomones y choques de jinetes que buscaban entrar en las filas en orden de marcha, a un flanco de la enramada.

La voz de Pedro José Viera retumbaba atronadora a la cabeza de la columna hablando de libertad e independencia, y un grito formidable lanzado por cien bocas respondía a su corta y viril arenga, entre los brincos y bufidos de los potros alborotados por la espuela y el vocerío.

Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del ombú, arrebujadas apenas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas, desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se ofrecía a su vista.

¡Parecía soplar un viento de tormenta!

Las medias tintas crepusculares cedían su puesto a los resplandores de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia.

La columna negra no se había aún movido: las lanzas en alto se agitaban nerviosas, en pintoresca confusión de moharras, medias—lunas, tijeras, clavos y banderolas; los trabucos enmohecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin baquetas, los sables viejos, las dagas de canales, las bolas retobadas con piel de lagarto de los zambos, los picas toscas de los «tapes», —todo se movía y levantaba con los brazos robustos, para jurar la guerra al opresor.

Los instintos guerreros bramaban iracundos en aquella gran manada de pumas.

Y las mujeres vieron de repente, como aquel conjunto de andrajos y de desechos que encubrían cuerpos vigorosos, de razas y de castas arrastradas por la misma idea y el mismo sentimiento, de cambujos bravíos y de negros de aspecto feroz, de bizarros tupamaros con luengas barbas y rostros blancos, desarmados algunos, pero entusiastas y resueltos; vieron, como aquel conjunto de fierezas, cóleras y rabias tanto tiempo contenidas, se movía como una tromba entre torbellinos de polvo e imponente alarido, —y alzaron entonces sus manos y agitaron los pañuelos en el aire—, hasta que la tromba desapareció en el horizonte dejando en pos de sí una niebla parda en el ambiente, semejante a las espumas que el huracán arrebata a la cresta de la ola fragorosa y disuelve en el espacio.

Capítulo 29

El regreso de su excursión, fue cuando Ismael y su amigo se vieron atacados y perseguidos por una partida avanzada del Preboste, cayendo prisionero Aldama, y refugiándose Velarde en los montes del Río Negro.

Se recordará desde luego, que, impuesto Benavides del suceso por boca del emisario, y de la carta de que fue portador, mandó que su gente ensillase los caballos de reserva, para ponerse en movimiento a la madrugada y es aquí donde pasamos a reanudar el hilo de nuestro relato, y a desenvolver en su orden cronológico los episodios del drama.

A cuarenta alcanzaba el número de los hombres de que disponía Benavides, diseminados en grupos en distintos lugares del bosque, pero muy próximos al potril donde acampaba el grueso de la fuerza.

Los tupamaros figuraban en primera línea; y, sabido es que bajo ese dictado irónico era como distinguían a los criollos o nativos los dominadores, comparándolos con los adeptos del animoso cuanto infortunado Tupac—Amarú, dividido en pedazos al furioso arranque de cuatro potros; y aún a los innumerables próceres de la independencia de Sud—América, —sin excluir a sabios ilustres, que sufrieron otro género de suplicio—, el de arcabuceo por la espalda.

A esos tupamaros que sumaban las dos terceras partes del grupo, uníanse algunos zambos y negros cimarrones, vestidos de andrajos, que vagaban desde hacía tiempo en compañía de las fieras, menos crueles con ellos que sus amos.

Esta sufrida raza sobre la que habían refluido bajo otra forma de labor inicua el tributo real, el obraje, la mita y todas las cargas abrumadoras del sistema, era un continente estimable, vinculado al movimiento por el derecho a la libertad y a la vida; y en aquellos tiempos legendarios no es menos luminosa que la de los criollos, la ruta que los batallones negros sembraron de proezas inmortales.

Tres o cuatro indígenas completaban la partida, los más de ellos con vestimenta primitiva, muy diferente a los trapiches y guiñapos de los negros. El quillapí de venado y la camiseta de piel, constituían todo su ropaje. Habían reemplazado por lanzas largas sus aljabas de flechas cortas, y llevaban a la cintura boleadoras y cuchillos.

Con siglos de existencia esta raza indomable no debía salir de su edad de piedra. No obstante, ella era como el nervio del desierto, en perpetua vibración. Por reiteradas veces en combates parciales, españoles y portugueses habían sentido el rigor de sus venganzas; los yaros y los bohanes les rindieron tributo de la vida; y ahora, reducidos ya a un número pequeño de guerreros, persistían errantes en el suelo de sus mayores, sin ideales ni creencias, sin otro vínculo de familia que la junción sexual, ni otra pasión por la tierra que el instinto fiero y duro que crean y agigantan el desierto y el clima. La tribu se conservaba arisca y soberbia, no reconociendo más ley que la de sus caciques, y en sus marchas vagabundas hacía pesar sobre el país ya poblado la fuerza de sus hábitos desoladores.

Algunos, sin embargo, se apartaron del aduar al primer grito de guerra, y se reunieron con los matreros. Fueron estos, mocetones que habían crecido en trato frecuente con los tupamaros, y cuya costumbre llegó al fin a modificarse en ese roce, en sentido de suavizar la crudeza de su barbarie. Servían para la pelea, eran ágiles y baqueanos. Afianzaba su lealtad, un odio inveterado y profundo a los conquistadores. Por eso se les veía en una u otra partida revolucionaria, de a dos o tres, como dispersas y estériles semillas de una raza condenada a desaparecer con su oscura etnología, formando con los mestizos, negros y cambujos esa mezcla caprichosa de «piel de tigre», que en los grandes años del valor heroico se fundió en la masa de que había de surgir un pueblo nuevo.

Entre aquellos de que hablamos, apartados de la tribu, la que al fin había de entrar también por su cuenta en la lucha, distinguíase Aperiá, por sus calidades de sabueso.

Poseía este indígena todas las que eran características o típicas de su raza, en grado notable.

Buena talla, cabeza erguida, frente abierta, perfiles regulares, ojos pequeños, negros, relucientes, de extraordinario poder visual, dentadura blanca y vigorosa, cabello cerdudo, miembros robustos, pie corto y bien conformado como la mano, algunos pelos lustrosos y gruesos sobre el labio, la piel negruzca, el oído fino y sutil, y un olor acre de bestia feroz.

El efluvio charrúa tenía en realidad mucho de felino: denunciábase a la distancia como emanación de caverna o de guarida, por el unto de los cuerpos con grasa de alimañas o de potro, que usaban quizás como preservativo contra la crudeza del aire.

Aperiá, sin ser una excepción, solía bañarse en los días de gran calor, rompiendo con los hábitos de indolencia de su tribu. Y cuando él salía del cauce en que se había zabullido como un «carpincho», y saltaba al ribazo, algún criollo decía al persignarse, desnudo, para bañarse a su vez:¡Dejá que corra la agua al remanse, qui a quedao overa!

La fuerza así compuesta por elementos tan heterogéneos, obedecía como hemos dicho a Venancio Benavides, ex—clase de caballería de milicias y oriundo de Soriano; hombre de grande estatura, músculos de acero, gesto adusto y caviloso de taimonia soberbia, forrado en pasiones e instintos, y predestinado a agitarse y a morir en la acción, que empezó para el patriota en una mañana de gloria y acabó entre las sombras, bajo las banderas del rey.

Venancio tenía que incorporarse a Viera el día último de Febrero en el paso Dénis del arroyo de Asencio, para lanzar unidos el grito de independencia; y forzábale a ese paso la premura del tiempo, así como la necesidad de levantar algunos parciales, ya prevenidos de su tránsito por el distrito.

En prosecusión de este plan, puso al indígena en campaña, librando a su sagacidad el descubrir la posición exacta del fuerte destacamento de caballería que vigilaba las orillas del monte, y en cuyo poder había caído Aldama en la tarde anterior.

Aperiá montó en pelos su overo, cogió la lanza, y escurriose por la picada, cuando ya se iban alejando las sombras de la noche.

La columna empezó a su vez el desfile, uno en fondo, abriendo la marcha Ismael.

Había tenido éste tiempo para asar su «mulita», de la que iba saboreando una pierna con deleite. Otro trozo con concha, pendía del «fiador», en previsión de las emergencias posibles.

Aperiá franqueó cauteloso la picada, después de inspeccionar a pie las proximidades de la salida. Su vista viva y penetrante había sondado bien la sombra. La naturaleza que ha concedido a ciertos seres a más de la pupila una luz fosforescente para guiar su marcha y descubrir la presa, no había sido menos próvida con él, pues que podía con su ojo pequeño y brillante competir en las asperezas del rastro con el del gato montés en acecho.

Fuese recorriendo los contornos al paso, echado sobre el cuello de su caballo, con cuya crin cubríase una parte del rostro. Por algunos instantes se enderezó, y estuvo mirando a todos los vientos, y no percibiendo nada, continuó su avance hasta un barranco que remataba el declive de una loma enhiesta.

Allí, el overo fue acortando el paso, piafó bajo y sordamente dos veces, y se detuvo con el hocico estirado y las orejas tiesas.

La mano de su amo acariciole la frente y la nariz, y bajole con suavidad la cabeza.

El overo quedose sosegado.

Capítulo 30

El charrúa se desmontó, y púsole manea.

Echose luego en tierra sobre el vientre, y fuese arrastrando entre las matas, evitando en lo posible todo ruido.

Las rótulas y los codos a manera de rodillo, impulsaban vigorosamente su cuerpo, que al deslizarse en la espesura parecía desarticulado o elástico.

Esa marcha de jaguar y de reptil tuvo sus pausas.

Deteníase el indígena por momentos, apoyábase en las manos arqueando los brazos y levantaba poco a poco la cabeza, hasta dominar con su visual el mar de las yerbas. Enseguida, satisfecho de su observación, renovaba sus esfuerzos, procurando dominar la cuchilla —verdadero punto de mira para el logro de su pesquisa. Nada había visto hasta entonces que le inspirara sospechas. El campo parecía desierto.

Sin embargo, después de arrastrarse breves momentos, ya próximo a la cresta de la loma, el charrúa aplicó el oído al suelo, y estúvose escuchando inmóvil por algunos minutos.

Hecha esta experiencia, siguió avanzando con mayor cautela, y esa lentitud propia de la alimaña que ha husmeado su presa, alzada la frente, fijos los ojillos negros en la sombra y hundido el cuerpo en la maleza sin descubrir el dorso.

Pronto llegó a la cresta, apartó con las mejillas el pastizal seco, y púsose a escudriñar la ladera…

Cinco o seis hombres, dos de ellos a caballo, y los demás sentados en derredor de un fogón reducido a brasas, distinguíanse en el declive.

Allá en el fondo, a tres o más cuadras de distancia, veíanse otros fogones casi apagados y un considerable número de sombras que iban y venían, de hombres que recorrían tal vez los vivacs, y de caballos que giraban en torno de sus estacas, pellizcando las yerbas.

Aperiá se estuvo quieto.

Luego que hubo observado, púsose boca arriba para tomar resuello, arreglose el quillapí, y rascose las espaldas en las raíces, al igual de un mastín de estancia que ha corrido todo el día detrás de la hacienda arisca.

Bien necesitaba de ese refriegamiento, pues que en su tronco embadurnado los insectos habían hundido sus aguijones, en tanto él los había ido espantando de sus sitios de reposo.

Siempre echado, giró luego sobre sus vértebras dorsales como un trompo, y empezó a retirarse en la misma forma en que había avanzado, deteniéndose y aplastándose bien a la tierra lo mismo que un gusano retráctil y sutil, toda vez que percibía el más leve rumor.

Cuando llegó al lugar escabroso en que se encontraba su caballo, comenzaba a elevarse en tenues velos del suelo una niebla cenicienta, que hacía juego armonioso con los primeros indecisos resplandores del alba en las alturas.

Aperiá se incorporó, y llegose a su cabalgadura —que al reconocerle resopló con las narices bien abiertas—, y desprendiendo un pedazo de cuerno o chifle, con tapón de madera, del lomillo, bebiose un buen trago de aguardiente con la mayor tranquilidad.

La partida en tanto, había seguido avanzando hasta el barranco a marcha lenta y pausada, tendida en línea de combate; y llegó a reunirse con el charrúa antes que éste hubiese andado diez varas al paso de su overo.

Aperiá se acercó a Benavides, cuya figura corpulenta se destacaba al extremo derecho del ala; y, levantando el brazo, señaló con firmeza el rumbo…

La hueste se detuvo un instante, en medio de profundo silencio, apenas interrumpido por algún escarceo impaciente o el roce de las rodajas. Las lanzas y los sables en posición horizontal, se agitaban a intervalos, entre esas voces bajas o ruidos sordos que tanto se asemejan al resuello del tigre en la oscuridad. Pocos pasos a retaguardia, quince o más hombres formados en escalón constituían la reserva, también con las armas bajas, en actitud de pelea.

A poco prosiguió el avance con el sigilo posible entre la niebla.

Pero, antes de coronar la hueste la cuchilla, resonó un estampido; y una bala de tercero la pasó silbando por un claro de la fila, hiriendo a un hombre de la reserva.

A esta detonación, sucediose un alarido formidable.

Y la hueste se lanzó a toda rienda, salvando la loma y la ladera con la celeridad de una manada de potros, hasta caer sobre la tropa acampada en el llano, en momentos en que buscaba su formación entre espantoso desorden.

Fue aquello como un choque de hierros que se rompen.

Voces enérgicas, gritos salvajes, sordas caídas, chasquidos de rebenques, rotura de astiles, desenfrenadas carreras, ahogados lamentos, relinchos despavoridos, fogonazos, blasfemias, maldiciones, y después… un tropel prolongado de fuga, negros fantasmas alejándose del lugar de la sorpresa como en alas del viento, botes de lanza en el suelo, siniestros golpes de sable sobre cuerpos que se revolvían bajo los caballos derribados, pavoroso torbellino de hombres y cuadrúpedos en la tierra estremecida bajo los cascos con el redoble del trueno.

La gente del preboste había sido deshecha y dispersa con una sola carga, en las que cien rabiosos gritos de guerra hicieron el efecto de otros tantos clarines. Cinco minutos después, había rendido la vida el que no se había librado a la fuga.

Yacían por tierra hombres de uno y otro bando.

En cierto sitio, un grupo despenaba a dos o tres moribundos con golpes de gracia; en otro, los negros cimarrones despojaban los muertos de sus prendas; y en círculo más extenso perseguíanse algunos caballos enjaezados que vagaban sin ginetes por las alturas, con las riendas destrozadas y los aperos revueltos.

Esta refriega oscura duró lo que una tromba.

Benavides cruzó el campo, haciendo recoger a su paso las armas blancas y tercerolas de pedernal esparcidas por las yerbas, que debían servir a los que en defecto de lanzas habían cargado a cuchillo; y llegose hasta una tapera, resto de un ranchejo de paredes de tierra y ramas que alzaba sus picachos de lodo seco junto a un pedregal riscoso.

Allí se detuvo a esperar el regreso de los compañeros que habían seguido la persecución fuera del campo, en banda dispersa, o a grupos aislados.

El charrúa rastreador que iba junto a él, enrollándose en el brazo un poncho de vichará habido en buena brega, díjole muy pronto con su voz muy queda, señalando al interior de las ruinas, donde sus ojos parecieron descubrir algo sospechoso:

—¡Mirá, amigo!

Venancio volvió el rostro, y dirigiose con la lanza baja al sitio, preguntando con acento ronco y fiero:

—¿Quién se regüelve en la tapera?

—Hombre güeno ha de ser —contestó una voz varonil. Desenrrie de este pié de amigo, comendante, que aquí Aldama dende ayer, todito amarrao.

Benavides lanzó una exclamación de agradable sorpresa unida a un terno enérgico, y clavando en tierra la lanza, se arrojó del caballo.

Pero, no tan presto, que ya Aperiá no se le hubiese anticipado, y estuviera cortando con mano diestra las ligaduras de nudo potreador que imposibilitaban al prisionero el uso de sus miembros.

Creibamos que ayer no más te hubieran despachao, muchacho —dijo Venancio alegremente, al oprimirle la mano con ese aire de protección propio de un cabo de milicias convertido en caudillo.

—¡Cuasi jué ansina, por Cristo!…

Arrimate, enfiel, que me caigo de escaldao y emprestame tu chifle pá darle un beso.

Aperiá sacó su cuerno retaceado, en el que Aldama sorbió algunos tragos.

Ya más entonado y contento, volviolo a su dueño, diciendo:

¡Jiede a indio, pero da calor! ¿Y qué es de Esmaél?

—Atrás de los «godos» —dijo Benavides—. A la cuenta no lanceó a gusto aquí en el bajo… ¡Ya güelven los muchachos!

Aldama saliose tambaleando de la tapera; en tanto el charrúa montado ya en su overo, lanzábase a escape sobre un caballo ensillado —cuyo dueño quedara sobre el campo—. Un tiro certero de boleadoras le sujetó de los corvejones, a pocas varas del sitio.

Momentos después, el caballo sentía en su cuello húmedo la mano de Aldama, quién no satisfecho de su alzada y contextura le motejaba de «mancarrón bichoco», y decía riéndose a Aperiá:

Ayudáme a volear la lisiada, ¡enfiel!

Iban en tanto llegando al campo de la sorpresa los hombres que de él se habían apartado en la fiebre de la pelea. Recogíanse los despojos, vendábanse con tiras de ropas las heridas, y a la voz imperiosa de Benavides se entraba en formación para emprender la marcha hasta el pago de Viera.

Antes que abriese el día, moviose a gran trote el escuadrón, devorando en pocas horas largas distancias, y recogiendo al paso nuevos contijentes.

En el arroyo de Asencio, donde esperaba el refuerzo Pedro José Viera, hizo alto, confundiéndose en una aclamación unánime y, vibrante los gritos de todos los pechos: ¡«independencia o muerte»!

Esta hueste debía iniciar ese mismo día con la toma de Mercedes, la serie de sus triunfos.

Cuando a mitad de la jornada se dio en la marcha de que hablamos una tregua al escuadrón, notó recién Benavides que Ismael faltaba de las filas.

Esta ausencia al parecer inexplicable, debíase a un accidente serio, ocurrido en la persecución.

Ismael, ardiendo por desagraviarse de la que había sufrido con Aldama, disipado el entrevero y producido el desbande de los enemigos, lanzose sobre los dispersos con todo el arranque de su alazán; y fue así como su lanza logró alcanzar por la espalda a más de uno de los fugitivos que derribó en medio de las tinieblas, sin detenerse en su osada carrera.

Capítulo 31

A media legua del lugar de la sorpresa, y llevando siempre su caballo a gran galope, Ismael no pudo apercibirse sino cuando era tarde, que se había entrado en un estero peligroso.

La tierra se ahondaba bajo los cascos.

El sufrido alazán de Viera luchaba a saltos, para hundirse cada vez más en los tembladerales o sea tremedales, de que estaba sembrado el suelo.

Al principio encajose hasta las rodillas en el lodo, arrancándose con brío en cada hundimiento; pero, luego llegole la masa viscosa al pecho, y los esfuerzos potentes fueron creciendo, al punto de alzarse sobre los remos delanteros desesperado, sepultando en aquella gelatina negra y espesa sus ancas por completo.

Todavía pugnó, hacia adelante, sin obedecer ya la brida.

En sus supremos arranques desviose de la recta, pisó firme, se abalanzó torpe y asustado, volvió a hundirse en otra ciénaga traidora, zafose nuevamente esparciendo en su redor una lluvia de barro; y al resoplar de contento y orgullo, dio un brinco, y tornó a perder pie en una hoya gelatinosa donde se sacudió en vano breves instantes con las crines pegadas al cuero, para quedarse al fin inmóvil, trémulo y rendido.

Aquella sima blanda y correosa, parecía absorberlo.

—¡Fíate en la virgen! —murmuró Ismael con sorda rabia.

Y sondó el fondo con su lanza.

Había más de un metro, y así mismo ese fondo no era muy sólido y consistente, a juzgar por la facilidad con que penetraba el cuento del astil al más pequeño empuje.

Ismael se quedó indeciso, casi hincado sobre el lomillo.

El alazán no daba señales de vida, inerme en su sepultura de lodo.

Había cesado todo ruido de persecución en los contornos.

Solo el volido de los patos salvajes, que cruzaban en bandas sobre la cabeza de Ismael, transformado en estatua ecuestre de barro, interrumpía a intervalos la profunda calma de la atmósfera.

En aquella posición difícil, era forzoso esperar el día que no tardaría ya en aparecer.

Resignábase a ello Ismael, tras un nuevo esfuerzo de su parte, que solo hizo hipar su cabalgadura sin conseguir moverla del cieno, cuando llegó a vislumbrar un bulto que se arrastraba lentamente a uno de los flancos, como quién evita perder la costra firme o lengüeta de tierra sólida que serpentea en los tremedales sirviéndoles de línea divisoria.

Un olor particular hirió su olfato, e imaginose al principio que le rondaba una fiera, atraída por sus juramentos enérgicos y por las violentas sacudidas del alazán al chapuzarse en las cuencas traidoras.

Pero, pronto modificó su creencia, así que el viento trajo a sus narices un efluvio de grasa o pella de «peludo», y díjose:

Indio se me ase.

El bulto se detuvo a mitad de su marcha, y Velarde quedó con su vista fija en él, y la lanza cruzada por delante del rostro y el pecho, verticalmente, en previsión de una flecha corta o de un golpe de bola.

Apenas la aurora dilató sus luces por el espacio e hiciéronse algo distintos los objetos, Ismael bajó la lanza, y sin dejar de mirar con fijeza su fantasma, dio una gran voz al reconocerle:

—¡Tacuabé!

El bulto que se escurría sobre el verde, era en verdad uno de los indios amigos de la partida de Venancio, así llamado, que a impulsos del instinto del carcheo, había llegado hasta allí en la persecución, y husmeaba a la distancia una presa, creyendo que el que se debatía en las ciénagas era un soldado de la fuerza dispersa.

Con su oído sutil y su mirada perspicaz, se había venido al rumbo, atando antes su caballo a una «sombra de toro» de las que cubrían a trechos el llano, y puéstose a atisbar los movimientos desesperados del jinete, avanzándose al fin con el cuchillo en la boca por el terreno firme y angosto que formaba como itsmos en aquella red de pantanos.

Al grito de Ismael, el indio levantó la cabeza, y púsose de pie. Lo que él creyó presa segura, era blanco amigo. Pronunció en voz baja y en su idioma algunas palabras, y fuese acercando muelle y lentamente.

Ayudó, mudo e impasible a Ismael, haciéndole saltar en seco, a dos varas apenas del sitio en que se hundiera el alazán; y, después, siempre sin decir palabra, cogiole la bota de cuero de nutria que llevaba atada a la cintura, y se la empinó en la boca, trasegando largos sorbos de aguardiente.

Dio un ligero chasquido con la lengua y los labios, y púsose a mirar el horizonte.

Ismael sacó un trozo de tabaco negro del cinto, cortó con su cuchillo un pedazo y dioselo a Tacuabé, diciendo con todo su aire calmoso:

Pá mascar.

El indio cogió el tabaco, lo mordió despacio arrancándole un fragmento con sus dientes blancos, pequeños y cortantes como cuchillas, y comenzó a revolverlo en la cavidad bucal sin un solo visaje.

Ismael entretanto, tiraba del cabestro, y azuzaba al alazán con el rebenque para que abandonase la hoya de lodo pútrido; lo que consiguió después de ruda faena, arrastrando al animal casi entumecido por la costra sólida, iluminada ya por el sol naciente.

Tacuabé seguíale silencioso, reuniendo en la boca buena cantidad de zumo de tabaco, para confundirlo y tragarlo luego con un buche de alcohol.

Abandonaban aquellos sitios atormentados por el tábano y la mosca brava, cubiertos de barro y de abrojos.

Lejos de ellos, Ismael echó pie a tierra junto a una cañada de aguas transparentes; desensilló su caballo, tendiendo al sol las piezas de su «recado», después de lavarlas, y desnudose a su vez, para hacer lo mismo con sus ropas.

Enseguida obligó a entrar al agua al alazán, y le roció bien los lomos.

Concluida esta diligencia, condújolo a un trecho de pasto alto, en donde bien pronto el caballo se revolcó hipando.

Después, quedose él con la vista en el agua.

Descalzose las espuelas y las botas, que frotó con los dedos en la corriente hasta limpiarlas del lodo, y tirándolas sobre la yerba, dijo, resollante:

—A sacar la mugre.

Y se entró en la cuenca, donde se zabulló, resurgiendo a poco con la cabellera de mujer negra y lustrosa, distendida a lo largo del cráneo y de la espalda, cuya blancura hacía contraste con su cuello tostado y enrojecido.

Tacuabé, lejos de imitarle, dejó pastar a su caballo sin bajarle la dura carona, ni extraerle el bocado que le servía de gobierno.

Por su parte, él se echó en el suelo boca abajo, masticando ahora un trozo de la «mulita» de Ismael que habíase atrapado por rapaz instinto; y contemplábale en sus chapuces, con un gesto de glacial indiferencia, caídas las greñas sobre los hombros y rozando las yerbas, en las que se escondía su cuerpo lleno de untos, tierra y costurones.

Una hora más tarde, alejábanse a buen trote de este lugar.

En la imposibilidad de seguir la columna de Benavides, que debía haber emprendido marchas forzadas por rumbos desconocidos, Ismael se determinó a sepultarse de nuevo en los montes del Río Negro.

La existencia azarosa del matrero reiniciose para él por algunos días; hasta que al caer de una tarde, Tacuabé, que había desaparecido desde muchas horas antes, entrose al monte con la nueva de que andaban «amigos» en el campo.

El indio no se había equivocado.

Una fuerza revolucionaria campeaba entre los dos ríos, llamando a sus filas a los hombres valerosos, al grito de «independencia».

Ismael y Tacuabé ocuparon en ese nuevo escuadrón su puesto de combate.

Capítulo 32

Aquella fuerza a que se había incorporado Ismael, se componía de los contingentes reunidos de la zona comprendida entre los ríos Yí y Negro; y venía comandada por Félix Rivera, vecino de excelente fama y prestigio, a la sazón quebrantado por una dolencia que debía concluir con él a las pocas jornadas.

Félix, como todos los tenientes que sirvieron al principio de la lucha era un jefe improvisado, si bien hubiese figurado en calidad de oficial de milicias bajo el régimen colonial.

Patriota y resuelto, su gruesa partida le seguía con fe, mal armada, pero llena de entusiasmo y de denuedo. Aquel nuevo escuadrón buscaba a través de las grandes distancias, lo que por otros rumbos lejanos venían intentando otras huestes, —su unión con el núcleo principal, o con los grupos ya organizados en cuerpos compactos— a manera de esas ondas rumorosas que en las playas de Maldonado se van sucediendo en escalones para refundir al fin sus bramidos en un solo y colosal estruendo.

Algunos indígenas, expertos y durísimos jinetes, acompañaban esta columna, también, guiándola uno de ellos como baqueano por esteros y montes, cuyas entradas y vados descubría con certeza entre las sombras mismas de la noche.

La tropa revolucionaria forzando sus marchas entrose en las serranías de Minas, escurriose por sus valles prolongados y estrechos, engrosándose aquí y acullá con distintos grupos.

En una de esas marchas ocurrió un suceso interesante.

Llamaba la atención en el campamento un gauchito conversador y simpático.

Veíasele de fogón en fogón, echando su cuarto a espadas en todas las cuestiones de bregas y carreras que en ellos se departían; cuando no en juegos de manos o de rebenque con otros compañeros, canchando con estrépito; o en disputa acalorada sobre de quién era la trampa en una partida de taba; y no pocas veces apoderándose del mate y aún de la caldera ajena, para servirse a su gusto del brebaje mientras durase el agua caliente.

Al principio, esto ocasionaba pendencias y altercados; pero, como el mozo era hermano del jefe le la partida, tolerábasele con frecuencia su espíritu de travesura.

Por otra parte, hacía él uso de chistes y gracejos que acogían bien los paisanos, y le daban lugar de preferencia en los fogones. Ciertas cualidades externas por decirlo así, recomendáronle también desde el principio.

Diestro para el caballo, siempre en continuo movimiento, campero sagaz, rastreador certero, su actividad y osadía tenían pocos ejemplares.

No obstaban estos méritos a que él gastase bromas de mal género con sus camaradas.

Reíase luego de los reclamos y protestas. Decidor, insinuante, socarrón y liberal en sus hábitos, daba lo propio sin reservas, así como echaba mano de lo que no era suyo por una propensión casi ingénita, a semejanza del zorro y de la urraca. Tenía en los ojos una mirada constante de pilluelo, y en los labios alguna ocurrencia picante y sabrosa que desarmaba casi de súbito, como un golpe de lanceta en la sangría.

Jovial, quiebra, comadrero, entraba a un pericón con los brazos abiertos, la cabeza echada atrás, el vientre en giro de peonza y las piernas encogidas, embrollando o aturdiendo a las criollas, que concluían por aficionársele, y dar lugar a alguna gresca de sable y daga.

Las chinas y el juego le sacaban de quicio.

Sus sensualismos rayaban en extremos; por manera que, siendo su organismo vigoroso, la saciedad era difícil.

Después de un baile o una orgía grotesca en los ranchos, montaba a caballo contento, y aún cuando fuera nocturna la marcha, de crepúsculo; crepúsculo, él amanecía tieso y firme, cual si formara parte integrante de su cabalgadura.

Sin monedas en su «cinto», transformábase en taimado y taciturno, adquiriendo entonces una movilidad increíble su natural inquieto, hasta conseguir la satisfacción de su apetito insaciable.

La pasión del juego le subyugaba por entero y por esta circunstancia traía alborotado el campamento, en cada uno de cuyos vivacs dejaba lenguas ganase o perdiese. Esa pasión lo había hecho su siervo, al igual que una viciosa llena de encanto al mancebo ardiente que consume en sus brazos. Jugaba pues sin escrúpulos por tendencia irreductible, sin importársele nada del juicio o la censura de los otros. Esta propensión tomó desarrollo incremento en su vida errante, y en su roce familiar con los matreros, entre los cuales había buscado refugio al alejarse de la casa paterna.

De esta existencia errática pasó a la no menos agitada del campamento revolucionario, en el vigor de su juventud, perfectamente conformado para la lucha, física y moralmente, a la vez que lleno de resabios y de instintos indomables.

Era centauro, guerrillero, gauchi—político, bailarín, tahúr, mani—rota, tramposo, camorrista; y en el desenvolvimiento gradual de estas calidades, los paisanos concluyeron por mirarle con interés. Como buen engendro del clima, él poseía, —y ellos se apercibieron del fenómeno—, algo del puma, del zorro y del ñandú.

Tenía la faz morena, nariz bien delineada, frente de regular amplitud, boca de labio inferior carnudo, el torso erguido, garboso el continente. Cierto aire indígena le llenaba de originalidad y colorido. El viento, el sol, el aroma sensual de las soledades habían oscurecido más aún su tez, y nutrido sus pulmones.

Los paisanos conocíanle bajo el nombre de Frutos, corrupción del de Fructuoso.

Al principio chocó él con Ismael; pero, muy pronto, descubriéndole Frutos la dureza de la fibra, hízose su amigo, con esa viveza peculiar que debía caracterizarle en lo futuro para conocer y sondar los hombres.

El joven gaucho de cara de mujer y entraña de valiente, fue desde entonces su camarada de fogón y de aventuras.

Un día que jugaban al naipe, sorprendió a Frutos el aviso de que su hermano Félix se encontraba moribundo en su tienda de ramaje, y que deseaba hablarle.

Algunos de los hombres del comando subalterno, alféreces y sargentos, se habían reunido ya en la tienda, cuando Frutos llegó apresuradamente.

Félix dirigió entonces la palabra a la reunión, manifestando que, próximo a su fin por la agravación sobrevenida en su dolencia interesaba a la causa que se designase cuanto antes la persona que debía sucederle en el mando de la fuerza, hasta tanto D. José Artigas resolviese sobre la efectividad del nombramiento; que al efecto, indicaba él a su hermano Fructuoso, como su reemplazante, y pedía a todos sus compañeros de armas le prestasen respeto y obediencia.

Esta expresión de última voluntad de un hombre patriota, fue acatada en el acto. Así también lo imponía la fuerza de la costumbre.

Producido el fallecimiento poco después, Frutos fue reconocido en su nuevo carácter por la milicia.

El travieso campero sintió entonces por primera vez quizás, una impresión profunda de halago e íntimo goce. ¡Mandaba una hueste!

Recién se apercibía que en medio de las borrascosas pasiones de sus veinte años, existía una, absorbente y despótica, verdadero acicate de su genio activo, díscolo y enredador, la ambición de mando, que había de arrastrarlo desde la escena de terribles vorágines, al fausto y a la pompa de la vida regalada.

Frutos empezó a crecerse, y supo hacerse obedecer. Era dominante, y tenía todo el instinto de absorción que singulariza al régulo.

El caudillo surgía de su agreste envoltura, en los albores de juventud, encelado y brioso, lo mismo que el semental que se larga del potril rumbo a la dehesa, con las crines revueltas y el ojo hecho ascua.

Todos los gustos sensuales y las ambiciones ardientes rebosaban en el fuerte temperamento de Frutos, sin que en su cerebro mermase nunca el fósforo de la astucia; y en su nueva posición, caudillo y obedecido, señor de lanza y banderola, comenzó a campar con altiva osadía.

Este tipo criollo, fundido como se ve en molde nada común, debía ser en el andar de los tiempos un candidato seguro a la admiración de las huestes indisciplinadas, a la vez que a los altos puestos y honores.

Debía serlo…

Como todos los hombres que hacen gesto enérgico al destino, presintiendo quizás dentro de sí mismos la mayor suma de audacia y de vigor, no se preocupaba seriamente del futuro. Tenía fe en las circunstancias en medio de las cuales había surgido, en la corriente del tiempo en que se embarcaba, sin dejar en pos más que recuerdos tristes de juventud turbulenta.

Cuando el mocetón de una tribu ya diezmada y abatida se resolvía a abandonar el toldo, a las márgenes de los grandes ríos, en busca de más profundas soledades, ahuecaba groseramente un tronco, fabricaba una pala y se abandonaba osado a la aventura, enhiesta la pluma de ñandú en su cráneo, el carcaj al flanco, y una sonrisa de desafío en sus labios.

Ese camino andaba, y le llevaría lejos.

Las revoluciones son, en cierta manera, caminos que andan; y Frutos se lanzó a sus olas, solo, pobre, licencioso, sin miedo al contraste, anhelante de impresiones, resuelto, con muecas de desprecio al pasado y mirada de halcón al porvenir, en cuyos senos oscuros se elevarían pedestales a la prepotencia personal.

¿No llegaría él a imponerse algún día?…

Se creía apto para arrastrar masas, a fuer de arrojado, dúctil, sagaz, maleable, vicioso, pendenciero. El ingenio se anidaba bajo sus párpados, y en sus manos estaban presas todas las mañas.

Jinete duro, marchador infatigable, hablador locuaz, camarada libertino dentro y fuera de su tienda, con rasgos de generosidad y nobleza en medio de su misma disipación —conocía el secreto de seducir y de imperar sobre la hueste, cuidando de no hacerla conocer nunca el rigor de la disciplina ni la regla del orden; pues, no poseyendo él mismo escuela militar, sabía bien que el prestigio se cimentaba sobre la abolición absoluta de la ordenanza y de la pena.

Podría comparársele a caballo, en sus marchas vertiginosas, al ser biforme que abatiera la maza de Hércules, porque era en realidad un ágil centauro lleno de fuerza y de osadía.

En este tronco extraño sin fondo moral —único tal vez en su género— la savia producía como hemos dicho, buenos y malos frutos; por manera que se mezclaban en él las más toscas vulgaridades, con las inspiraciones y arranques de un espíritu inteligente. Parecía llamado a improvisar en todos sus conflictos actitudes singulares, cediendo sin esfuerzos o ensamblándose en las situaciones críticas como la madera fina sobre la gruesa. En su vida de campamento dio a la astucia lugar preferente, sin perjuicio de la iniciativa en la acción; semejante al metal que se extiende bajo el martillo, o en hilos delgados —casi impalpables— se doblegaba o escurría, y ponía miedo a sus propios bríos, con la misma asombrosa facilidad con que los exasperaba y embravecía en hora oportuna.

Capítulo 33

En la época en que lo presentamos, Frutos era muy joven.

Sus veintitrés años no cumplidos, que desbordaban savia, se envanecieron en los primeros días con los honores del mando.

Tenía él una hueste para pelear y vencer a los «godos», y era preciso mostrarse jefe.

El fuero del caudillo principió a regir; organizó la gente a su manera, y el movimiento ordinario de la mesnada llegó a convertirse a veces en torbellino.

Las marchas y contramarchas se sucedían con velocidad extrema; considerables «caballadas» recogidas por doquiera, precipitábanse en ruidoso tropel a retaguardia y a los flancos de la columna; acampábase en sitios donde abundara la hacienda «flor», o sea gorda y selecta, para voltear reses cuya carne hiciese olvidar al soldado sus fatigas; dormíase pocas horas por la noche y quedaba desierto el campamento antes de romper la aurora, cuando no se hacía camino de tarde al alba, y sueño a la luz del día; aumentábanse las filas con desertores y matreros, algunos de ellos acompañados de chinas crudas pero jóvenes, y no pocas agraciadas, que eran el regocijo del comandante; fabricábanse lanzas en las herrerías del trayecto, y se perseguía a los destacamentos aislados que refluían hacia la capital para formar núcleos y resistir la embestida.

Todo aquello, a no dudarlo, traía alarmados a los defensores del sistema secular. Parecía estrecharse su círculo de acción, reducirse a un espacio sin holgura, pues de todos los vientos llegaban los siniestros voceríos de la gente sublevada.

Era que al grito de independencia, extraño, nuevo, seductor, hiriendo en lo vivo los instintos y halagando vagos anhelos, iba en repercusiones vibrantes extendiéndose por comarcas y desiertos.

A sus ecos, los criollos respondían lanzándose a las armas; y hasta el salvaje en sus toldos levantaba la cabeza, para arrojar un alarido de guerra.

En medio de sus correrías y rápidos zigzags por sierras y montes, supo Frutos que los vecinos de Maldonado se habían adherido al movimiento bajo las órdenes de Manuel Francisco Artigas; y en el deseo de presentarse ante el jefe superior que debía ya pisar el suelo de su país, con un contingente considerable, resolvió invitar a la reunión con las suyas, aquellas milicias, para emprender enseguida la marcha a través del territorio.

Ismael ofreciose como emisario. Continuaba su odisea borrascosa.

Habíase apoderado de él un afán insaciable de movilidad.

Aparte de sus hábitos de vida errante, parecía haberle trasmitido algo de su fluido vertiginoso la vorágine del tiempo.

Su natural indolente gozábase en las emociones de la aventura y del peligro, como si ellas le hicieran olvidar alguna pena negra.

Halagábale la posibilidad de volver a las riberas del Santa—Lucía con una partida gruesa de hombres guapos, y de campar por allí a punta de hierro, dejando solo a Dios que perdonase.

La travesía pues a Maldonado, le cautivó, en la esperanza de encontrar entre las gentes de los esteros y valles, quienes se resolvieran a entrarse en el riñón del país.

Esta vez como se verá, Ismael estuvo certero.

Frutos diole cinco hombres, entre los cuáles se distinguía por su cuerpo macizo nuestro indio Tacuabé.

Y dijo a Velarde, al despedirlo, señalándole al charrúa:

—Es de los pocos mansos. Hacelo rastrear el rumbo.

Tacuabé se había puesto delante, montado en un «oscuro» de planta vigorosa.

Ismael siguió sus pasos, mirando de soslayo la robusta contextura de su camarada del estero.

Pertenecía en realidad a la misma raza indómita, cuyos últimos guerreros al escapar chorreando sangre de la matanza de la Cueva del Tigre, veinte años después, habían de decir al caudillo impasible, y entonces prepotente: ¡Mira Frutos, matando amigos! —para perderse en las selvas del norte y librar el último combate a muerte, en el que su último cacique como trofeo de expiatoria hecatombe debía enastar en el hierro de su lanza las venas de Bernabé— uno de los orientales más bravos que haya abortado la leonera de los caudillos.

Capítulo 34

En tanto ocurrían estos hechos en la zona del levante, hacia el centro del país tomaba proporciones el hervor revolucionario, venciendo resistencias y arrastrando a los hombres en su tumultuosa corriente.

Sacudíase todo el armazón de la colonia como una coraza vieja en el tronco de un esqueleto, al soplo de un «pampero» de borrasca.

Los gauchos de los ribazos del Arroyo Grande, habían seguido el ejemplo de sus compañeros de otros distritos, reuniéndose en gran grupo a las órdenes de dos paraguayos, Baltasar y Marcos Vargas, vecinos de Porongos.

El grupo era compuesto de hombres de entraña, avezados al encuentro, aguerridos en la pelea oscura, confundiéndose en las mismas filas los soldados de la antigua milicia, con los gauchos errantes.

Balta —como llamaban al mayor de los hermanos sus compañeros—, era un tipo de empresa y de aventura, decidido y valeroso, que años después, perdido el rumbo en la furiosa oleada de aquellos tiempos, debía caer bajo las garras del primer tirano de su patria.

Cualquier terreno era adecuado para la pelea, entonces, en que un profundo sentimiento americano vinculaba estrechamente los espíritus varoniles. Concíbese así que Balta, oriundo del Paraguay, hiciera suya la causa de los orientales, y le siguiesen numerosos adeptos.

En esta partida terrible, figuraban cuatro hembras de un valor nada común.

No eran precisamente de esos seres que hacen sobrellevar con resignación sus fatigas al soldado, o que se consagran a restañar sus heridas una vez retirados del fuego.

Ni vivanderas, ni enfermeras, en la acepción más noble de estos vocablos.

Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en el manejo del caballo y de la lanza o el sable, vestidas de hombre, y capaces de ejecutar en las horas de prueba los mismos actos de un esforzado varón.

En el escuadrón volante gozaban de esa fama, y una de ellas había merecido las jinetas de sargento. Esta cruda amazona, llamábase Sinforosa. Con su boca de labios finos y dentadura de loba, su nariz chata y sus ojillos de coatí, podía ser confundida con un cacique de raza, de esos que tenían tres pelillos por bigotes y algún perigallo en el cuello. Se imponía en la pelea, a la par de sus tres compañeras de aventuras.

Esta curiosa cuaternidad intrigaba el campamento.

Tenían ellas el capricho de darse a los que más habían sobresalido en el combate, sin distinción de clases, porque poseían la pasión del valor.

Eran como la zanga, la cascarela, el cinquillo y el renegado de un cuatrillo heroico.

Si descubría su hilacha o fibra floja un cobarde en las filas, le miraban con desprecio, y le enseñaban alguno de sus pechos recogidos y enjutos, como indicándole que precisaba mamar en aquella ubre leche de fiera para mejorar su sangre de gallina.

En cambio, los valientes las subyugaban, y complacíanse ellas en colocárseles al lado en la carga y en el entrevero, recogiendo sus ternos y juramentos de coraje para repetirlos luego en los fogones.

Los gauchos indolentes, desidiosos, de tez pálida y ensortijados cabellos, mirar osco, delgados, esbeltos, que peleaban a cuchillo cuando se les rompía el astil de la lanza y no dejaban con vida al adversario en rabiosa lucha por el suelo, las tenían siempre detrás, para reemplazarlos en la brega, así que eran muertos o heridos, y salir ellas mismas con la piel desgarrada por el puñal o el sable, orgullosas de haber sentido las fuertes emociones del sangriento choque.

El humo de la pólvora y las notas del clarín, producían en ellas efectos semejantes a los de los caballos ariscos. Inflamábanseles los ojos y las narices; y en vez de hablar, resoplaban, sintiendo entre sus piernas la nerviosa agitación de sus cabalgaduras, y dentro del pecho las sacudidas sordas de su entraña llena de fiereza.

No pocos dispersos o rezagados morían a sus manos.

Concluido un combate, en que la faena había sido dura, se las veía entre los cadáveres y despojos, las piltrajas y la sangre caliente rodeadas de mastines, dando vuelta a los que habían caído de rostro para reconocerlos y hacer también su botín, que reducíase a veces a escapularios en los cuerpos despojados ya por los vencedores de sus mejores prendas.

Si notaban en las orejas de los muertos algún zarcillo de plata u oro, de los que usaban entonces no pocos militares, no perdían el tiempo en abrir el resorte, y cortaban lisa y llanamente de un tajo la parte aquella del pabellón; pues en ese carcheo había que andar aprisa. Tratándose de sortijas, se cortaba el dedo.

Carchar, o sea despojar a los vencidos, muertos en leal pelea, o en mitad de su fuga por la caballería de reserva, era el complemento necesario del triunfo. Los criollos eran pobres, combatían casi desnudos y se apoderaban luego de las prendas de sus adversarios, con razón más justificada que los ejércitos de línea, siempre mejor provistos y atendidos. En aquella edad del hierro y del heroísmo no había recompensas halagadoras, fuera del ascenso y del carcheo, Los brazos no se ocupaban en otra faena que en esgrimir las armas, o en afilarlas, y eso fue obra de más dedos lustros. La vida marcial desterró por diez años —lapso precisamente del ostracismo griego— el arado y el pico. Sangre y no sudor, regaba la tierra.

Una segunda naturaleza, un carácter nuevo con todas las asperezas de una formación tosca, se fundía en el viejo molde de la familia colonial, que se iba rompiendo con estruendo en todas sus piezas, abortando el tipo derivado y confundiendo las castas en una lucha común, sin rumbos bien definidos, ni aspiraciones subordinadas a un ideal fijo y luminoso.

Blancos, negros, mestizos, bronceados formaban en las mismas filas. Las mujeres de raza alternaban con los hombres de pelea; y de esta junción, de esta fraternidad del valor y de la audacia, de esta existencia azarosa y turbulenta que iba dejando, dispersas sus semillas en un terreno removido sin cesar por los escuadrones en tropel, formábase paulatinamente aquel «espíritu nuevo» de que hablaba Fray Benito, cuyo germen cuajaba al azar, librado a las fuerzas de la naturaleza y calentado luego por los instintos locales, lo mismo que un huevo de anfibio poderoso al calor de las arenas.

Las indias semi—civilizadas, los zambos de indios, los cambujos constituían una hueste numerosa en la nacionalidad que se fundía. Los tupamaros de la clase inferior cruzaban con ellos su sangre, y brotaban engendros con desviación más acentuada del tipo originario; sólo en los focos de población importante se conservaba la prístina pureza, y hasta el hábito de antaño, de orgulloso predominio.

Así como el aduar del guerrero indígena era también el de la familia, había su mezcla singular de hogar y de vivac en los primeros ejércitos de la independencia.

Odios santos, sensualismos y amores, todo en ellos se refundía.

Las costumbres del desierto se ataban con el nudo de heroísmo. Los párvulos solían nacer al ruido de los clarines, o a poca distancia del estridor de la pelea, como engendros de guerra; y era su bautismo el humo de la pólvora.

Sinforosa resumía las propensiones idiosincrásicas del tipo nativo. No quería su tierra y sus campiñas sino para los criollos, y transformábase en furiosa amazona en el campo de la acción, con un sable a la cintura y una lanza de moharra curva en la diestra.

Despreciaba las armas de fuego, porque el pedernal fallaba a cada instante. Con el hierro se medía bien el bulto y el golpe era más certero.

Mascaba tabaco y se entonaba con aguardiente. Joven y robusta, no la rendía la fatiga, ni la abrumaban las largas marchas a caballo por la noche; marchas comúnmente llenas de inquietudes y peripecias, de avances y retrocesos, sorpresas y combates parciales, en los que se requiere vigor físico, valor y presencia de ánimo para imponerse a la aventura y al peligro.

Tenía sus liviandades y sus grescas de fogón, como sus compañeras; entonces, a semejanza de Aquiles cambiaba de tienda, y aún se escondía de noche en alguna cañada seca cubierta de pajizales, para burlar al trompa del escuadrón, su preferido.

Allí se mantenía arisca como un coatí, hasta la hora de diana.

Capítulo 35

Ese su galán, se llamaba Casimiro Alcoba, y era un zambo de indio morrudo y alegre, color de cacao, ojos pequeños muy brillantes, boca grande con dientes de criatura, ancho de espaldas, y pie tan breve como el de una muchacha impúbera.

De un pie semejante, era por donde Sinforosa había comenzado por enamorarse, en cuanto al detalle; pues la primera causal de su pasión, había sido la bravura con que el trompa la librara de la muerte en un entrevero.

Casimiro era el único clarín de aquella tropa de centauros. Había servido en un regimiento de milicias con Benavides, entonces cabo, bajo el dominio español; y en aquella época, aún no lejana, había ensayado la trompa con éxito y también revistado en una banda lisa.

El instrumento bélico, lisiado o inválido en varias partes del tubo, había sido sustraído de un cuerpo de guardia de San José en donde estaba arrumbado, por el mismo cambujo en la noche de su deserción.

Las soldaduras de estaño le quitaron luego el aspecto de flauta que ofrecía su cuello de bronce, y cuando Casimiro ponía sus anchos labios en la embocadura, el instrumento parecía arrojar notas más agudas que en sus buenas épocas.

En las refriegas a sable corvo y lanzas de medialuna, Sinforosa a horcajadas en un cebruno entero solía gritar al cambujo en medio del choque de armas y caballos:

¡Camero!… ¡Meté las pulpas en el tubo, mandria!

El bravo cambujo, a quien su hembra motejaba con el nombre de Camero acercaba a la embocadura sus gruesos labios, que era como refundir una trompa en otra trompa, y salían entonces del retorcido bronce esas notas que convierten en furor el denuedo del soldado, y que los caballos contestan con enérgicos relinchos, trémulos, con el ojo encendido, los molares como engarzados en el freno y las crines sacudidas bajo el hervor de la sangre generosa.

Él se vengaba de las demasías de aquella vivandera formidable, llamándola Sinfora, y echándole en el botijo de «caña» fuerte, con que brindaba a los soldados del escuadrón, todo un cartucho de pólvora gruesa, de la que se usaba para carga de las tercerolas de chispa.

Verdad que él mismo se aplicaba frecuentemente la pena, echando un trago de aquel líquido abrasador en su garganta y que aún lo extrañaba de veras momentos antes de entrar en pelea. Lo que es a Sínfora, el licor le sabía siempre bien.

Los tres gustos de Casimiro se resumían pues, en estas tres cosas:

Sinfora, caña y pólvora.

Y era a mérito del primero, que él se había permitido poner a prueba la fecundidad de la amazona terrible, para que no se extinguiese «la casta». Tenía ella que dar buenos dragones. De ahí que Sinforosa hubiese engruesado notablemente, y esto había tenido su principio mucho antes de que Perico el Bailarín y Venancio dieran el grito de libertad en Asencio.

A la sazón, Sinforosa se iba en bulto, y parecía a caballo con su cara chata, sus pechos salientes y su gran vientre una peonza con ojillos y verruga.

No demoró ella en disimular su obesidad falsa ciñéndose una faja; y se cinchó sin piedad, hasta disminuir casi en dos tercios el volumen.

Esto apresuró el suceso, y las caderas empezaron a resentirse seriamente. Con todo, ella seguía en sus tareas habituales de campamento, recogía leña en el monte para su fogón, desollaba ovejas, iba al arroyo por agua, ataba los caballos a la estaca, ponía la carne en el asador, y, aún se permitía algún solaz con los pujantes dragones, sin casco ni coraza, de Baltasar Vargas.

En cierto día, del alba al meridiano, el escuadrón hizo una jornada de diez leguas, a trote firme con ligeras treguas, al solo objeto de dar resuello a las cabalgaduras.

Cuando se mandó acampar, Sinforosa que venía acosada por los dolores, siguió a prisa su marcha hacia unos árboles pequeños que hacían isleta junto al arroyo.

Casimiro, que aún no se había apeado, díjola al pasar:

—¿Aónde vas juyendo Sínfora?

Ella, que iba mascando tabaco, escupió con un visaje iracundo, desprendiose el botijo de aguardiente, que a manera de cantimplora llevaba atado a la cintura, lo dejó caer en el pasto, y contestó:

—¡Mi apura er guachito, sarnoso!

El clarín se echó a reír.

Ella prosiguió su marcha a trote largo, mostrando el puño.

Más adelante, dejó caer el sable corvo y la caldera y una calabaza de pico enorme y un pedazo de tabaco negro. Las angustias aumentaban.

Capítulo 36

Sinforosa no perdió por eso el ánimo.

La fiera amazona no podía arredrarse ante un fenómeno natural como el que sentía operarse en sus entrañas de indígena bravía.

Arrojose sin ayuda del caballo, en un trecho de verde y abundante gramilla, casi encima del borde del arroyo, al reparo de los arrayanes en grupo; levantose la pollera corta, hasta enseñar por encima de las rodillas dos piernas fornidas, algo cambadas, color de cobre; echose en las yerbas dando una especie de rugido, ahogado por la energía indómita, y sacudió los brazos bajo su cabeza cubierta de greñas, con las manos bien abiertas y temblantes, buscando dónde cogerse. La acometía un dolor agudo en las caderas.

Al fin, sus dedos tropezaron con un tronco de arrayán, y se afirmaron en él como dos tenazas.

El cuerpo de Sinforosa se agitaba y encogía a uno y otro lado en contorsiones violentas: pero ella pugnaba por dominar el trance; y, con los ojos cerrados, había como hundido en su labio inferior sus dientes pequeños, blancos y filosos, para sofocar el quejido y aumentar el esfuerzo.

Por dos veces creyó triunfar, y otras tantas se retorció.

Algunos minutos quedose inmóvil, como muerta. Luego se estremeció, arrancose la vincha entre temblores, volvió a aferrarse al tronco hasta hacerse un arco, y de pronto, lanzó un grito, echando a un lado la cabeza. Algo se removía al alcance de su brazo en medio de vagidos; más, Sinforosa, dejose estar quieta por largos momentos. Sabía ella bien que lo que allí se movía era un criollito berrendo en negro.

Solamente abrió los ojos al graznar de un cuervo de cabeza calva, que intentó abatirse sobre el grupo.

Entonces, ella se puso sobre los codos, apretó los labios colérica, y escupió hacia arriba.

El cuervo pasó con las alas tendidas, mirando abajo, entreabierto el curvo pico, como si hubiese atisbado desde muy alto una presa segura.

Sinforosa se acomodó despacio maniobrando a su manera; incorporose en parte, irguiendo el cuello; echó su zarpa corta y gorda a la criatura; fuela atrayendo poco a poco hasta colocarla a un lado y la cubrió con el girón de poncho o bayeta.

Después de este esfuerzo, quedose boca arriba, y se durmió.

Despertáronla al cabo de dos horas, las notas del clarín.

Sinforosa sintió quebranto y un gran calor.

Los tábanos zumbaban por doquiera, y uno de ellos se le había prendido en la frente, en donde aún se solazaba su trompa, Sinforosa se dio un manotón con ira en la parte dañada, y el tábano cayó muerto, dejando en aquella un coágulo de sangre roja.

Enseguida, este puma hembra alargó el brazo hasta el borde del arroyo que como hemos dicho, estaba muy próximo; hundió la mano en el agua, y como satisfecha de su grado de templanza, cogió el párvulo, arrastrose un poco hacia el ribazo, y, tendida siempre de lado, empezó a bañarlo por entero.

Sin hacer caso de sus gritos plañideros, lo sumergió dos veces en el arroyo, y frotole el cuerpecito color de tabaco, con la misma bayeta que le había servido de envoltorio.

Cubriolo luego con el lienzo con que ella semanas antes se fajara el vientre, y lo arrojó en el pasto donde rodó como un gusano de parra.

Después, ella se arrojó al arroyo y se bañó.

Casimiro en tanto, se había acercado a un rancho o puesto, de allí distante una milla, en procura de alguna espiga de maíz o de un poco de yerba—mate con que proveer a su mísero vivac.

Una vez allí, sólo pudo aplacar la sed en un piporro o botijo de barro sin asa, pues en el rancho, habitado por dos mujeres y tres o cuatro chicuelos descalzos que andaban mezclados con los mastines, no había más yerba en ese día que para una cebadura.

Una de las mujeres dijo al cambujo que «su hombre», a la sazón ausente, traería provisiones en esa tarde, y que si él quería volver para entonces, no le faltaría con qué merendar.

Casimiro agradeció; y, ya se iba, cuando vínosele algo a la memoria.

Llamó aparte a la mujer, rascose entre la melena lacia y polvorienta, echose el clarín a la espalda, y por fin díjole algo a media voz señalando el grupo de arrayanes, cuyas copas se divisaban sobre la línea de una lomada baja.

Repuso la paisana, al oírle:

—Por projimidá se ha de hacer. ¿En el playo, dice?

Mesmito. Y Dios se lo pague, doña.

El combujo regresó enseguida al campamento.

Media hora después, Casimiro se embocaba el clarín viejo para tocar marcha.

Soplando con todo el vigor de sus pulmones junto a su jefe, en movimiento ya el escuadrón, echó una última mirada al grupo de arrayanes.

Sinforosa, que después del baño se había tendido en el pasto, sintió el toque de marcha, como todos los de clarín, por ella bien conocido.

A sus ecos marciales se incorporó de súbito y púsose a temblar, tendiendo el brazo con el puño crispado como amenazando a un enemigo invisible.

Y a medida que los sones se alejaban para cesar bien luego, y que sintió estremecerse el suelo bajo los cascos de aquel trozo de caballería guerrera, de jinetes de vincha y brazo arremangado, espesas barbas y revueltas melenas, cuyas enormes espuelas al trotar en la pendiente hacían una música feroz, enderezose, hasta quedar sentada; arrancó furiosa con ambas manos la yerba que arrojó, haciendo una mueca de máscara hacia el rumbo del escuadrón, y dejose caer desvanecida en su lecho de tréboles y gramillas.

Capítulo 37

Dejamos a Ismael y sus compañeros camino de Maldonado, en busca de las milicias sublevadas.

En sus largas horas de marcha, Velarde encorvado en su cabalgadura, mantúvose silencioso con la mirada vaga perdida en el verdegay de las cuchillas.

Sin dejar de ser brusco, sensual y atrevido, el joven gaucho tenía la imaginación ardiente y la índole un tanto apasionada. No olvidaba los afectos, ni los odios.

Todo ello era propio de su raza y de sus hábitos; se lo habían dado el origen y el clima, la vida errante y la soledad triste.

Reconcentrado y arisco, tenía muy vivo en la memoria el recuerdo de los sucesos de la estancia de Fuentes. Acordábase de aquellos tiempos de sus amores, cuando cruzaba el campo a media rienda entre los gritos del chajá y los silbidos del ñandú, para sofrenar en la enramada al caer la noche; o cuando contra toda costumbre recorría a pié algún arenal caliente, clavándose espinas de la cruz más duras que espuelas de domar, para coger un camuatí o lechiguana nueva, que colgar en la cocina, sin decir palabra; o cuando acosado por el celo y la rabia se metía en el monte e iba arrancando al paso habas del aire para tirárselas en montón a algún «carpincho» lerdo…

Y también recordaba que a la vuelta, después de las horas robadas en siestas al trabajo se arreglaba con primor el pañuelo al cuello, terciaba el ala del chambergo para lucir la melena, hacía con gracia un nudo en la cola del «pingo», y para ponerle airoso lo lanzaba a un rigor de las «lloronas» sobre algún gamo como él vagabundo que alzaba sus cuernos a la orilla del bañado…

Veníansele después otras cosas a la memoria. La noche aquella en que Felisa fue a la tahona y él comenzó a preludiar, sin saber por qué —como un pájaro que oye cerca el aleteo de la hembra, cayéndosele la guitarra de las manos y «entrando a encariciar a la moza» con toda la fuerza del querer, hasta que vino el mayordomo a quemarle la sangre «en mitad del gusto».

De todo esto y mucho más se iba acordando Ismael, y, preguntábase qué habría sido de la pobre china, después de su brega con Almagro, a quién él tendiera en el suelo de una puñalada.

De aquel rumbo, pocos venían. García de Zúñiga y Fernando Torgués no habían dejado más que viejos e inválidos en los ranchos y «pueblitos» de ese pago. Por eso mismo Ismael anhelaba incorporarse a una fuerza cualquiera que se dirigiese a allí; lo trabajaba algo como un disgusto de ausencia, una nostalgia de pago cada día en aumento.

Los males del cuerpo tenían a veces sus remedios; y valían contra «el daño» la zarza y la cepa, la «marcela» y el «tártago». El «guaycurú» ofrecía alivios, el «cambará» consuelos, la yerba de las piedras era como un aliento de ánima bendita en los labios de las úlceras.

Pero, aquel ansia casi brutal que él sentía al recordarse del goce ¿qué güena bruja lo aliviara?

Las aventuras, los riesgos, los ruidos de la guerra que de todos lados le llegaban en su travesía azarosa, encargábanse de contestar esta pregunta.

Todo parecía conmovido en los distritos de la costa.

En esos días habíase producido efectivamente el alzamiento de las milicias del éste, las que, obedeciendo al impulso incontrastable de la iniciativa revolucionaria, habían entrado a la acción sin pérdida de tiempo, apoderándose de Maldonado, —la vieja ciudad colonial, asentada entre áridos arenales, como símbolo exacto y fiel del sistema.

Esta sacudida había sido el resultado de los trabajos emprendidos por Manuel Francisco Artigas, hermano del jefe de blandengues, segundado en sus propósitos por algunos hombres influyentes de aquella jurisdicción. Entre estos resueltos auxiliares debe mencionarse a Machado, Pimienta, Pérez y Bustamante, —quienes, como los demás vecinos de importancia de otros puntos del territorio que habían cooperado a las insurrecciones parciales con sus personas y dineros, abrigaban fe en el prestigio y en la autoridad que ejercía en el país D. José Gervasio Artigas.

Capítulo 38

Después de largas marchas pausadas, Ismael y sus compañeros penetraron en lo arduo de la región montañosa regada por hondos canales y lagos, cubierta de morros y crestas, valles profundos, esteros y ciénagas interminables, eslabones y estribaderos erizados de riscos, por cuyas sajaduras y barrancos rodaban gruesos caudales entre espumas mugidoras.

Varias veces perdieron el rumbo, en medio de aquellos conos azules, escarpados cerros y red de vertientes; y tuvieron que desandar el camino, para extraviarse de nuevo en una mañana brumosa cerca de las ásperas faldas de Pan de Azúcar.

Resolviose hacer allí alto, en tanto Tacuabé descubría el terreno en el flanco que aparecía despejado, y por el que, según pronto lo advirtieron, cruzaba la carretera o camino real.

La niebla era muy densa, y no permitía descubrir los objetos sino a breves pasos. Unida a las brumas naturales del suelo peñascoso, formaba una de esas capas nutridas que a veces sólo la fuerza del sol de meridiano puede deshacer. El viento parecía dormido.

Tacuabé fuese adelantando con lentitud por el llano, echado sobre el cuello de su «oscuro».

En esa posición, recorrió más de doscientas varas sin tropiezo alguno, por un suelo que iba perdiendo sus asperezas, y debía extenderse al frente en suaves ondulaciones, a juzgar por el trayecto andado.

De improviso, el indio sujetó su caballo, que había parado las orejas en perfectas paralelas volviendo el pabellón a vanguardia, y dado un soplo fuerte con las narices.

Deslizose en el acto del lomo con la agilidad de un gato, y tendido sobre el vientre, miró adelante.

Al ras de la tierra, la niebla un tanto elevada permitía distinguir a pequeña distancia los extremos inferiores de los objetos, troncos de arbustos, y aún cascos de caballos.

Estos cascos no eran pocos y se perdían allá en lo denso de la niebla, regularmente alineados, y movíanse impacientes, como si soportasen el doble peso de monturas y jinetes.

Si Tacuabé hubiera sabido contar o calcular con claridad y precisión, habría estimado en veinticinco o treinta el número de caballerías, allí quietas.

Otra circunstancia interesante pasó desapercibida para el rastreador; y era la de que estas caballerías estaban divididas en escalones sobre una lomada, cayendo las últimas líneas en el declive como en un plano inclinado, cual si se hubiese querido así ocultar el grueso de la fuerza.

Tacuabé puso el oído en tierra.

Llegó a percibir roce de sables en sus vainas de metal.

Desvanecidas así sus dudas, saltó en el «oscuro», y volviose a la falda abrupta.

Las piedras que iban reapareciendo a su paso de retroceso, encamináronle con leve desviación al punto de partida.

Ismael y sus compañeros se encontraban ya a caballo, aguardando su regreso.

El indio cogió callado su lanza clavada en el suelo, púsole en la moharra con los dedos que se metió en la boca, un poco de saliva, y señaló enseguida la dirección del peligro.

Ismael comprendió. Pero se mantuvo quieto.

Comenzaba a soplar en ese momento una brisa fresca del este, que introdujo sus alas en la niebla, y como un vértigo de torbellinos y volutas.

La bruma se arrancó en espirales, y clareó a trechos.

Allá, en el fondo del valle, percibiose entonces por un instante un trozo o ala de caballería, con uniforme realista, —visión que ocultose de súbito tras la sábana de niebla; y de esta parte, en la loma, por encima del blanco sudario que se distendía por segundos al roce de la brisa, llegáronse a ver como fantásticos gallardetes o banderolas de lanzas, que flotaban en una zona ya límpida a manera de porta—guiones de un escuadrón aéreo.

Luego corriose, menos densa, la cortina de vapores; y a poco enroscáronse unas con otras las volutas en caprichosos giros, levantándose dos varas del suelo, quedando a la vista las colas y ancas de ocho caballos en fila, que era la última de la hueste en escalones.

Cubrió el velo otra vez, cuerpos y moharras; revoloteó en las cabezas ya convertido en tul transparente; y remontose al fin en largos cendales, hasta dejar en descubierto la masa de hombres y cabalgaduras.

Cual si hubiesen cedido a un impulso eléctrico, Ismael y sus cinco compañeros formaron fila, y fueron a colocarse a retaguardia de la partida de independientes, cuya procedencia ignoraban.

Abriose apenas en el valle la bruma, rasgándose en anchos girones, cuando un clarín lanzó la nota aguda de «atención», y en pos de ella el toque de «carga».

A esa señal, el destacamento se arrojó sobre el enemigo formado en el llano; y prodújose un choque sostenido y sangriento.

Los escalones deshechos en la carga, rehiciéronse en pocos minutos a retaguardia de la fuerza realista poniendo en fuga su reserva; y a media brida volvieron cara, cargando de nuevo sobre el grueso, en tremenda confusión de lanzas y sables, encuentros y volteos.

El clarín sonaba ronco en medio de los gritos de rabia y del crujir de los aceros.

Tacuabé rodaba por las yerbas a brazo partido con un soldado de casaca azul, cuyos botones blancos le habían llamado la atención; Ismael, desmontado por una rodadura de su alazán en el declive, defendíase con la lanza en rápidos molinetes contra un grupo de adversarios tenaces, que habíanle ya teñido de sangre el cuerpo en varias partes; cerca de él, yacían rígidos dos de sus compañeros, con hondas heridas en el pecho, y las bocas entreabiertas todavía, como si no hubiese concluido de escapar a ellas el último grito del coraje; y en el centro de la pelea, revueltos en deforme montón hombres y, caballos, hacían retemblar el suelo del valle, arrancando profundos ecos a las concavidades de la sierra.

Ismael, rendido y jadeante, sintió de repente quebrarse en sus manos la lanza.

Empuñó el fragmento armado del hierro, y tentó entonces abrirse paso precipitándose sobre el más próximo de sus enemigos; pero éste, evitando el encuentro con un salto de su caballo, asestole un golpe en el brazo con tal violencia que el sable cayó de lomo, haciendo escapar el rejón ensangrentado de la mano de Velarde.

La rueda se estrechó en el acto, y todas las moharras se dirigieron a su pecho.

En aquel instante, un jinete rompió impetuosamente el círculo formado por el grupo de lanceros, derribando a uno de estos mal herido.

El resto se arremolinó indeciso.

El nuevo combatiente, mocetón fornido, de ancho dorso, piernas vigorosas bien ceñidas al recado, brazo corto y nervudo, mirar bravío bajo pobladas cejas, curvo sable, aire impávido de feroz denuedo, arremetió al grupo revolviéndose con su bridón.

A un golpe de su sable un cráneo fue hendido, cayendo el adversario por las ancas sin soltar la lanza hasta rodar por tierra; los demás retrocedieron confundiéndose en breve con el grupo.

El jinete sujetó su caballo, y dio una carcajada homérica, bajando con el sable su brazo desnudo, cubierto de sangre y polvo. Pasolo así por la frente sudorosa, dejando en ella rojizo surco, y dijo como embriagado por el tufo de la matanza:

Despená esos godos… ¡En el bajo arroyan!

Ismael se precipitó daga en mano sobre uno de los heridos que se había levantado, sepultándosela dos y tres veces en el cuerpo hasta rendirlo sin vida; y cayendo en el acto sobre el otro, sin darle tiempo a incorporarse le cortó el pescuezo como a un carnero. Saltó enseguida en un caballo que el jinete había logrado coger del cabestro, apoderose de una lanza de los caídos, y arrancándole la banderola realista, preguntó con acento ronco:

—¿Cómo es su apelativo?

—Juan Antonio Lavalleja —respondió el jinete, con aire de simplote campesino.

Ismael se le juntó callado, y los dos arrimaron espuelas.

En ese momento la partida enemiga huía dispersa, tirando sus armas en el camino; y el trompa de los independientes tocaba «a degüello».

Capítulo 39

Hacia el rumbo a que se encaminaba Balta, alzábase como un clamor confuso de guerra. Otros escuadrones y otros caudillos buscaban la cohesión en los distritos del centro, que era donde el enemigo mantenía tropas regladas y se aprestaba al combate. Fuerte corriente de viriles entusiasmos cruzaba el territorio, hiriendo en lo vivo la fibra popular. Y así como habían adherido entre otros a la insurrección, el capitán Jorge Pacheco en Paysandú, Vázquez en San José, Ojeda en Tacuarembó, Pintos y Laguna en Belén, Delgado en Cerro—Largo, Márquez y Zúñiga en Canelones, Torgués en el Pantanoso, Basualdo en Lunarejo, Manuel Artigas había a su vez reunido todos los mocetones de la zona del nordeste, armándolos con cuchillos enastados en varas toscas, algunos trabucos y tercerolas que, con ser armas más reforzadas que la carabina, sólo servían para hacer renegar a los milicianos de la invención de la pólvora. Bajo las órdenes de ese arrojado teniente, la partida había abandonado en los primeros días de Abril las márgenes del Casupá, corriéndose más hacia el centro y propagando a su paso la fiebre de lucha.

A la puerta de cada rancho, los hombres, ya a caballo, se despedían de sus mujeres y volvían riendas sin escuchar sus ruegos para lanzarse al galope hacia aquel punto del horizonte donde la polvareda, como un guión flotante en el espacio, indicaba a lo lejos el paso precipitado de la hueste.

De los montes que bordaban arroyos y ríos, surgían de improviso centauros de espesas greñas, altos y morrudos, que en ardorosa carrera iban a engrosar la columna entre gritos de fraternal regocijo.

Los paisanos viejos sentían en su sangre como una llamarada de juventud, y saludaban la milicia a su tránsito, dirigiendo a todos rumbos sus ojos, azorados ante aquella sulevación imponente.

A grupos solían pasar cantando algún aire de la tierra gauchitos imberbes, por delante de las mujerachas angustiadas, que fuera de sus ranchos contemplaban el tropel; y a la vista de esos voluntarios que apenas podían con las lanzas, cuyos cuentos arrastraban por el suelo, levantaban sus manos juntas con una invocación a la «virgen santísima», que iba a confundirse con el himno semi—salvaje de aquella prole dispersa atraída por el estrépito de las armas cuando recién empezaba a vivir.

En gran parte de esos distritos quedaban los ganados sin pastores, las estancias sin caballos y las mozas sin «requiebros». Los más bizarros mancebos del pago se iban en busca de aventuras guerreras, sin acordarse de sus alegres beiles, pericones y cielitos, ni pensar tampoco que la pelea, salvo algunas treguas reducidas, debía durar cerca de diez años a sangre y fuego, como en los cuentos de brujas y gigantes. Remolones y valientes, matreros y hacendados, todos formaban en las mismas filas, y sentíanse animosos ante la actitud resuelta de su capitán.

Manuel Artigas, ayudante del general Belgrano en las tristes jornadas de Tacuarí y Paraguarí, y primo del futuro jefe de las huestes, era un oficial distinguido y culto que tenía, a más de su coraje, el prestigio del apellido, pronunciado por todas las bocas en aquellos años tumultuosos, desde las costas del Plata hasta las más lejanas fronteras, como el de un hombre activo capaz de las empresas más audaces.

Su milicia, que iba engrosándose a medida que salvaba las distancias, dejando en pos de sí como un rumor de marea, debía encontrarse pronto con la tropa de Balta. Esta, en unión con la de Benavides que acababa de rendir el Colla, venía en marcha hacia el centro.

Por algunos días rodó esta columna sin hallar aliciente a su fiereza, hasta que una mañana de Abril al cruzar el río San José, encontrose con una fuerza realista tendida en batalla frente al paso del Rey.

Una bala de cañón, que pasó gruñendo por un flanco sin producir estrago alguno, recibió a la hueste. La pieza que la había vomitado estaba sostenida por un trozo de infantería reglada al mando de los oficiales superiores Gayón Bustamante, Sampiére y Herrera, que el general Elío había destacado de Montevideo para evitar que tomara proporciones el alzamiento de las milicias.

Las lanzas se levantaron por encima de las cabezas como respuesta al saludo del cañón; rompieron fuego las tercerolas en guerrilla, y a un toque de Casimiro, tendiéronse en alas los escuadrones.

Los Voluntarios de Madrid por su parte, abrieron fuego por hileras, la pieza de artillería escupió algunas metrallas, las balas de fusil hicieron diversos claros en el centro; pero a un amago de carga a fondo de la hueste, agitáronse los guías y la tropa española emprendió en orden hacia la villa su retirada.

El clarín de Balta tocó paso de trote. La línea se movió entre roncas aclamaciones. Un escuadrón de tiradores en despliegue picaba la retaguardia al comando de Diego Herrera, cuyos soldados mordían tranquilamente el cartucho, hacían sus disparos y continuaban la marcha.

Así batiéndose, los Voluntarios de Madrid penetraron en la villa de San José; y en su plaza y azoteas se prepararon a la resistencia. La fuerza de los independientes rodeó los parapetos.

Por dos días con sus noches se oyeron detonaciones y tumultos, sin que el destacamento del tercio circuido por un cinturón de lanzas, manifestase signos de cejar.

Pero en la última tarde, tras una marcha forzada, Manuel Artigas, al frente de su caballería cayó al asedio; y, cambiadas algunas frases concisas y enérgicas con los otros dos capitanes, resolviose el ataque a primera luz de la mañana.

Al llegar el día, efectuase el avance hacia la plaza por las calles paralelas, y dase principio a un combate que debía durar cuatro horas. La hueste no se arredra ante el fuego graneado; y los huecos en las filas se recubren con otros combatientes.

Una compañía desplegada en cazadores detrás de la plaza, quema con sus descargas al escuadrón de Balta: de las peladillas que cruzan roza una el pómulo saliente de Casimiro, dejando allí un surco rojo, en momentos en que el amante de Sinfora lanzaba la nota de «atención».

El trompa «mosquea».

La pieza de artillería da un ronquido, silba con ruido estridente un tarro de metralla haciéndose cien fragmentos al rozar en un muro, y derriba por el suelo ensangrentado a Manuel Artigas.

La hueste se arremolina, se inquieta, vocea iracunda, los caballos ariscos se encabritan y algunos hombres son lanzados de los lomos en medio de un granizo de balas.

Tocá degüeyo —dijo Balta.

Capítulo 40

Camero, como le llamaba Sinforosa, lleva el clarín a la boca e hincha la pulpa; pero al arrancar al instrumento los terribles sones de la matanza, una bala se lo troza por el cuello y en el choque le quiebra dos dientes.

El escuadrón con todo, se había movido impetuoso.

Casimiro tira el fragmento de la trompa que quedaba en su mano, desnuda la daga y con la sola espuela que tenía en el pie desnudo aguijonea su caballo que se abalanza despavorido en la humareda.

Ya encima del cerco, el clarín descubre a un lado la pieza y a un artillero con la mecha encendida: la hueste cargaba en nutrido montón, y la descarga iba a sembrar la calle de sangrientos despojos.

Camero no trepida; e iba ya a arrojarse al suelo, cuando su caballo recibe un proyectil en la cabeza que lo derrumba inerte. El clarín rueda junto al cerco como una peonza.

La carga flaquea, y los primeros escalones vuelven bridas.

De uno de ellos se desprende sin embargo, un jinete macizo y algo rechoncho montado en un tordillo de arranque; quién en vez de seguir el ejemplo, se precipita al cerco con la lanza enristrada, sepulta el hierro en el vientre de un soldado que iba a destrozar con la culata de su fusil el cráneo de Casimiro, y en su ímpetu se estrella contra el obstáculo cayendo con su cabalgadura al lado del cambujo.

Este había recibido un hachazo en las cejas y colgábale la piel sobre los ojos como un velo de carne negra.

El acero brillaba en su puño, moviéndose siniestro en el vacío. Habíase mojado dos veces en alguna entraña.

El del tordillo se puso de pie, tentando recoger su lanza, que no era más que una caña con una hoja de tijera de esquila.

Alzola con la mano izquierda, y alargando crispada la diestra hacia el cantón barbotó un grito de rabia.

Casimiro pasose los dedos por los ojos, cuyas pestañas había pegado un cuajarón de sangre, revolviéndose en el suelo como un jaguar herido en el codillo.

Sonó una descarga.

El compañero del clarín dio una vuelta sobre sus talones, llevose la mano al pecho, y se desplomó de boca encima de él, resoplando.

Ciego y aturdido, con aquel peso sobre su vientre, Camero cesó de moverse.

En su tronco al descubierto por delante, pues que sólo lo resguardaban una camisa y una blusa sin botones, sintió él que de aquel cuerpo le caía y bañaba un licor caliente, como la sangre que diluía a coágulos de sus ojos la cuchillada feroz.

El plomo seguía silbando a todos los rumbos y a intervalos el cañón mezclaba su voz al fragor del combate. Camero tenía el oído como atrofiado por el golpe; pero así mismo percibía furiosos galopes en medio del tiroteo, y los ecos del trompa de Benavides que parecía contestar a lo lejos los redobles del tambor de la defensa.

Nadie se había acercado al sitio en que él y el «otro» estaban tendidos, y, sin duda los creerían muertos. Las gotas calientes, aunque ya menos abundantes, seguían cayéndole en las carnes; por lo que él llegó a inferir que su bravo compañero se habría guardado una metralla entera en los riñones.

De repente apercibiose que el fuego se había apagado en los dos campos; y que a este silencio se sucedía un tropel de caballos, cuyo ruido aumentaba por momentos, hasta cesar a poca distancia del cerco.

Un clarín había dado el toque de «alto».

—Los «godos» no trujieron trompa, —se dijo Camero.

Acababa de hacer esta observación mental, cuando el cuerpo asentado a plomo sobre su pecho, dio una sacudida retorciéndose con fuerza, y tras ella lanzó un estertor, siguiéndose el hipo de la muerte. Al esfuerzo, escapose de la herida un chorro de sangre espesa y negra que hizo llegar a las narices del trompa un vapor cálido, empapándolo hasta el vientre; y luego se quedó inmóvil.

El silencio continuaba.

De pronto los tambores tocaron «a formar», y el clarín revolucionario lanzó a pocos pasos de Camero el toque de diana, y luego el de marcha entre vítores ruidosos.

Era que la fuerza del tercio realista, con sus jefes y oficiales a la cabeza, se rendía a discreción, y la caballería de Benavides y Quinteros procedían al desarme de la tropa española.

Casimiro se incorporó violentamente, apartando el cadáver que le oprimía el esternón, al que hizo rodar hasta sus pies. Una vez sentado, y siempre con un gran zumbido en las sienes y orejas, metiose los dedos en la boca en cuyas encías sentía también un dolor agudo; mojolos en la saliva sanguinolenta, y púsose a humedecerse los ojos, has a limpiarlos de los coágulos que habían como soldado sus párpados y pestañas. Los abrió y cerró varias veces, pugnando por suavizar el ardor de la inflamación; y, cuando ya pudo ver un poco claro a través de un velo rojizo, su primer mirada fue para el compañero de pelea, que estaba allí, tieso, con los ojos y la boca muy abiertos, desprendido un pedazo de poncho vichará que le había servido de abrigo y al aire una camisa andrajosa, con parte del pecho bañado en sangre.

Al mirar aquel cuerpo, el clarín dio un salto y restregose de nuevo los párpados, como si su vista le hubiese engañado.

Después se arrastró en cuatro manos hasta el cadáver, a cuyo rostro frío y lívido que conservaba en el labio torcido una última expresión de soberbia, acercó bien el suyo, espantosamente desfigurado por el sablazo; y como olfateando en la boca del muerto un resto de vida, exclamó lleno de profundo asombro:

—¡Sinfora!

Y se quedó mirándola con aire estúpido.

Capítulo 41

Aquel cadáver era el de Sinfora, en efecto. Un proyectil le había entrado por el seno derecho rompiéndole una vértebra dorsal a su salida; y en el extremo de su mamaria inflada y fecunda asomaban algunas gotas de jugo lechoso casi mezcladas con el cuajarón sanguinolento.

¿A qué circunstancias se debía la presencia de Sinforosa en el combate, y cómo había conseguido ella incorporarse a la hueste después del suceso en el montecillo de arrayanes?

Es lo que pasamos a explicar.

Quince días habían trascurrido, desde aquel en que el escuadrón de Balta se moviera de las alturas del Arroyo Grande, en busca de su cohesión con la milicia de Manuel Artigas, cuyo movimiento en Casupá y Santa Lucía llegó a noticia de Vargas en la tarde a que hacemos referencia.

Antes de caer el sol de ese día ardiente, las pobres mujeres del rancho a que se había acercado Casimiro se hicieron cargo de Sinfora y de su hijo, acomodándola en una cocina de paredes negras y techo de paja agujereado por las goteras.

Sinfora halló todo muy bien, y pareció conformarse durante unos días con esa vida de reposo, tratando a su «cachorro» con el desapego propio de su espíritu bravío. Una de aquellas mujeres, que acababa de perder su «angelito», miraba con estupor el desabrimiento de Sinforosa, y solía dar su pecho al vástago de Casimiro cuando la madre se obstinaba en no complacerlo.

Una mañana pasaron por allí tres gauchos, y pidieron permiso para asar un costillar que traían, en la cocina.

Después que merendaron, Sinfora oyó que uno de ellos hablaba de Balta, añadiendo que buscaban incorporarse a su fuerza, lo que sería posible de allí a dos días. —Ella fuese a ensillar en silencio su caballo, que apartó del corral en que estaba encerrada una pequeña manada de yeguas; y regresando al rancho, dijo a los gauchos que se ponía en marcha también, porque en el escuadrón de Balta iba «su hombre», que era el clarín Camero—. Los hombres melenudos riéronse con sorna, y aceptaron la compañía. Sinfora enastó entonces en una caña una hoja de tijera de esquilar, que con otros trebejos estaba arrumbada en un rincón de la cocina, ciñéndola fuertemente con largos tientos de piel vacuna. Los gauchos, que vieron esto, miráronse unos a otros con aire serio, y a la china hombruna con cierto respeto. Encargó ella su indiecito a la mujer que solía lactarlo, —que Dios se lo tendría en cuenta—; y antes que el sol quemase, desapareció del sitio con la gente vagabunda.

A los tres días de marcha, el grupo tropezó con la hueste de Manuel Artigas, que venía a trote y galope al ruido del escopeteo y del cañón en San José, y siguiendo su retaguardia, a lo lejos, penetraron por la noche a altas horas en la línea del asedio.

Era la intención de Sinfora «pelear» rudamente a Camero; pero, en las cortas horas que promediaron entre su llegada y el ataque, no tuvo ella ocasión de ponerse encima de «su hombre».

Pasose al escuadrón de Balta al rayar el día, y desde la sexta fila vio a Camero a la cabeza, y cómo le maltrataban las «gruñidoras», hasta romperle la trompa en su trompa misma. Y cuando, antes que eso ocurriera, el cambujo tocó a degüello y se lanzó luego al cerco por delante del escuadrón bramando de coraje, Sinfora prorrumpió en un alarido y se abrió paso entre los escalones en desorden en el amago de carga, atropellando caballos y jinetes, hasta ir a estrellarse en las cadenas del cerco que ella no vio por el humo de la pólvora.

Ahora, estaba allí muerta en buena lid, como había caído el brillante y culto oficial Manuel Artigas; arrastrada por la pasión del valor, con su camisa hecha hilachas y el chiripá lleno de abrojos, polvorientas las greñas y destrozado el pecho, casi al pie mismo del cañón enemigo. Era ella como la imagen de la casta intermedia, ¡el tipo del elemento crudo que ungía con el sacrificio heroico la existencia nueva que se abría a mejores destinos!

Camero seguía mirándola con su gesto de idiota.

Un jinete acercose al grupo, clavó su lanza en tierra y desmontose rápido. Quedose contemplando un instante el cuerpo de Sinfora cuyas ropas acomodó con aire compasivo; y mordiendo el barboquejo como para reprimir un sentimiento de pena, exclamó enérgico:

¡Ai júna chína brava!

Aquel miliciano, era Aldama, el aparcero de Ismael.

El clarín alzó la cabeza con su colgajo sangriento sobre los ojos, los que clavó en el recién llegado; y púsose de pie, sin decir palabra.

Después, volvió a dirigir aquellos al cadáver.

Sinfora tenía atada a la cintura una calabaza larga y angosta, a modo de cantimplora, llena de «caña» fuerte.

Aldama se desprendió el pañuelo del cuello, y se lo ciñó bien en la frente al cambujo, diciendo:

—¡Más de alma jué el trompa!

Camero dejó hacer. Aldama se inclinó enseguida, desprendiendo la calabaza de la cintura de la muerta. Echose luego en la palma de la mano un poco del líquido alcohólico, y humedeció con él el vendaje, por encima.

Tosió un poco, se empinó el pico de la calabaza y saboreó el trago con alguna carraspera, murmurando:

—Pobre Sinfora, era güena mujer.

Camero tomó la bota de mate y contemplola triste.

Pasose la manga por los ojos, y volviendo la espalda —sin duda para que no le viesen aquellos de Sinfora, pequeños y antes tan vivarachos como los del coatí— volcó a su vez la calabaza en su boca; y, aún cuando parecieron arder sus encías lastimadas al contacto de la «caña», la gorgoratada fue completa sin burbujear ni un momento.

Capítulo 42

Días después de estos sucesos, de la milicia de Manuel Francisco Artigas que a trote firme devoraba las distancias una mañana de mayo, a una orden de su hermano en marcha sobre la columna del capitán de fragata D. José de Posadas, desprendiose a la altura de Pando un jinete armado de lanza y sable que con el sombrero en la nuca batido por el viento y bajo una lluvia menuda, tomaba luego a gran galope el rumbo de la calera de Zúñiga, sobre el Santa Lucía.

Llevaba este jinete vendada la frente con un pañuelo, y parecía ocuparse poco de la inclemencia del tiempo, arrastrando su lanza de hierro retorcido en espiral y banderola, con el cuerpo echado sobre el cuello de su cabalgadura, como aquel que ha hecho un largo trayecto sin tregua alguna ni descanso.

Galopaba sin rodeos, cortando campos, y yéndose sin vacilar hacia los vados de los «cañadones» que rebasaban sus bordes engrosados por una lluvia de dos días consecutivos. Solía acompañarse en la marcha con alguna cántiga alegre y trunca; en tanto la tronada recia recorría la atmósfera y nuevos aguaceros deslizaban como una cascada de gotas por las haldas de su poncho de invierno.

Muy largo rato duró su carrera; y por fin fue a detenerse cerca de unos ranchos que aparecían solitarios a poca distancia del río, sin un signo que revelase en sus contornos la animación del trabajo. —Aquellas poblaciones eran las de la estancia de la viuda de Fuentes.

El jinete fuese aproximando al trote, con la vista fija en ciertos sitios como si ellos le recordaran sucesos imborrables.

Su observación se detuvo especialmente en tres cajones de difuntos que había encima de unas piedras del declive…

Ningún ser viviente se distinguía en los alrededores. El corral estaba desierto, y en la manguera no se revolvía la manada arisca. El ruido de los cascos de su caballo en la cuesta era lo único que interrumpía el silencio casi sepulcral que rodeaba aquellas viviendas envueltas en ese instante por el velo de nieblas, en que convertía las gotas de lluvia el sudeste.

Halló a su paso el miliciano una tahona y volvió riendas, parándose enfrente de su puerta baja y estrecha. Allí estuvo inmóvil algunos momentos, con la lanza hundida en tierra, el rostro apoyado en el astil, y la mirada torva clavada en el interior, cual si de él brotase algún eco misterioso que evocara en su memoria cosas de otro tiempo. Y, cuando ya iba a continuar su camino, enderezándose en el recado con un gesto de altivez ceñuda, un gran perro apareciose de pronto en el umbral, el que dando dos saltos al verle gruñó de contento, y quedose moviendo la cola con la cabeza erguida y el ojo alegre puesto en el jinete.

—¡Blandengue! —dijo él, como hablando consigo mismo.

Dejó caer enseguida la barba sobre el pecho, y encaminose al rancho paso a paso seguido del mastín, que a intervalos se alzaba hasta el estribo para olerle con aire concienzudo la bota de potro.

En la cocina, junto al fogón, muy encogidos y silenciosos, se encontraban un hombre viejo y una negra esclava, —únicos moradores al parecer de la estancia—: el antiguo domador Melchor, a quién los peones llamaban Tata—Melcho, y la cocinera Gertrudis, negra baja y obesa que andaba con las medias al garrón las pocas veces que las usaba, dormía sobre pellones, y era afecta a la carne de comadreja. Los gauchos la motejaban con el apodo de Garrapata.

Estos dos seres, huyendo del frío y de la lluvia, entreteníanse en asar y comer achuras de oveja, a la espera sin duda de que entrase en hervor el agua de una caldera para emprenderla con el mate hasta la entrada de la noche.

El jinete recostó la lanza en la pared, y echó pie a tierra. Sin demora desprendió el cinchón, separó de los bastos el «sobrepuesto», el cojinillo y las maletas, y arrojolos dentro sin largar la punta del cabestro. Puso luego manea al caballo, que dio los cuartos al viento y al agua; y él se entró en la cocina a grandes pasos mesurados y como al rimo del chis—chas del sable y las rodajas.

Tata—Melcho, sin moverse de su sitio, exclamó al verle entrar con aire de atontamiento:

¡Esmaél!

Güenas tardes —dijo éste, secándose el semblante con el dorso de la manga, y sacudiendo hacia atrás la mojada melena.

Sin esperar que le invitasen sentose derrengado, muy pálido cerca del fuego, a cuya viva llama aproximó las manos ateridas; y por mucho rato los tres guardaron silencio.

Blandengue, relamiéndose el hocico, había venido a echarse sobre sus patas traseras al lado de Ismael, y a treguas, movía su enorme cabeza sin dejar de mirar al gaucho con un aspecto arrogante.

Este comenzó a mirar de soslayo a la negra y al viejo domador; y después de tomar el mate cimarrón que le alargaba la primera, preguntó, sacudiendo una halda del chiripá empapado por la lluvia:

—¿Qué jué de Felisa?

Tata—Melcho lanzó su tos de viejo. La negra estirose con los dedos la pulpa de sus labios. Pero, ni uno ni otra respondieron palabra.

Ismael siguió sorbiendo el mate con apresuramiento, como para calentarse el estómago, hasta hacer sonar de un modo ruidoso la «bombilla». Devolvió en silencio el mate a Gertrudis, y enseguida se puso a picar con la daga un trozo de tabaco negro, deshaciendo los fragmentos en la palma de la mano.

Sacó luego del «cinto» un papel de hilo, doblado y comido en partes por la humedad, cortó una tira pequeña y envolvió en ella la picadura, haciendo un cigarrillo grueso. Escogió en el fogón un tronco con la punta hecha brasa, encendió despacio en él el cigarro, y al tirarlo entre la llama, miró esta vez fuerte al domador, diciendo recio:

—¡Decí Tata—Melcho!

El viejo habló entonces, y también Gertrudis.

Narraron a su manera en su parte sustancial, lo que nosotros pasamos a referir, acaecido en la estancia de Fuentes después de la ida de Aldama y de Velarde.

En esos meses de ausencia, según Tata—Melcho, las cosas habían ido como el diablo, que había mesturao su pezuña en el guiso, y amontonao osamentas en menos que se hace de un bagual sotreta y de un toro güey. Hasta el ganao se había ido campo ajuera, aparte de algún animal yeguarizo que de puro bellaco, antes «patea al juego que asujetarlo el mesmo diablo».

Capítulo 43

La puñalada en la tahona no llegó a ser fatal para Jorge. Aunque grave la herida que le infiriera Ismael, pudo más que el estrago del acero la crudeza de su organismo. Ocho días estuvo su vida en peligro; pero al fin la dolencia hizo crisis, y la terrible puñalada empezó a cicatrizar sin complicación de ningún género, dejándolo en condiciones de levantarse al cabo de un mes.

En este intervalo, Felisa se escondió en su rancho, no viéndosela sino raras veces.

La peonada tuvo materia de plática para muchos días con motivo del hecho sangriento, que se comentaba bajo todas formas y maneras, mezclándose siempre en el cuento interminable, los nombres de Esmael y Aldama. Los gauchitos del pago no perdonaban fácilmente a Velarde su buenaventura; y esta murmuración de «mangangáes», mordaz y enconosa, adquirió creces en la ausencia, afeándosele su acción con los colores más subidos.

Felisa no conversaba con nadie, ni parecía tomar interés en saber lo que se decía entre la mozada.

La morena no tenía ya en su semblante la expresión ladina de otros tiempos; ésta había sido reemplazada por una dureza de ceño, que se hacía más sombría, así que ella se alisaba ante un tosco espejuelo su pelo corto, antes tan abundante y hermoso. Contraía sus labios, en esos momentos, una sonrisa amarga, nublaba su lacrimal alguna gota hervida en la rabia, que nunca llegaba a caer, y concluía por sentarse en una banqueta casi al nivel del suelo con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en las manos, cavilosa y huraña.

A ocasiones, maquinalmente, asomábase al ventanillo para mirar a la tahona; y, apercibida de esto, apartábase de allí con los ojos muy abiertos y la boca apretada.

También solía canturrear alguno de los aires que había oído a Ismael, con su voz ronquilla, sin conciencia de lo que hacía; y, callaba de súbito, para quedarse taciturna.

Tata—Melcho la encontraba niervosa desde que se fue el gauchito de los rulos.

La abuela, a partir de la noche del lance en la tahona, se había puesto lela, y caminaba hacia su fin en medio de un atontamiento profundo, sin ráfagas ni arranques de cariño. No comprendía nada de lo que ocurría a su alrededor; en sus ojos de córnea nublada y enrojecida rara vez brillaba un destello que revelase una sensación cualquiera. A su esqueleto deshecho bastaba un soplo para tumbarle, y esa oportunidad debía sobrevenir muy pronto.

Felisa llegó a experimentar algo semejante al pavor, cuando supo que Almagro había dejado la cama.

Luego, el pulso de Maél, como llamaba ella a su amante, no estuvo firme la noche que la enlucernó; pues que el mayordomo se levantaba como de la tierra que debía comerle los ojos, después de haber caído con el pecho abierto y revolcádose en un charco de sangre lo mismo que un gorrino en la enramada.

Ahora que su abuela se moría, él se ponía enlozanado en la convalescencia, aprestándose tal vez para pasarlo sólo con ella…

Estas cavilaciones concluían por agobiarla, por enflaquecer su cuerpo y concentrarla en una tristeza selvática, de sensación dolorosa y aguda. Debajo de sus ojos negros con cejas y pestañas de terciopelo, las manchas oscuras eran mayores; el retraimiento hundía sus carnes en alianza con el escozor de la pena, del anhelo y del despecho; pero nunca se quejaba.

Algunas veces hablaba con Gertrudis, la negra semi—bozal y gruñidora; y en una de estas oportunidades, después de ver cómo se consumía la abuela en su sillón de baqueta sin abrir jamás la boca, preguntó a la negra con acento bajo y desolado, si no había visto a Maél galopando por la loma. Gertrudis contestó que no.

Felisa fuese tropezando, y por tercera o cuarta vez la ahogó un ímpetu rabioso.

Almagro, ya restablecido, entrose una mañana en el rancho de la viuda.

Felisa le sintió, sin levantar la vista del suelo. Condoliose él del estado de la tía y mostrose atento con su prima, sin avanzar una palabra acerca de los hechos acaecidos, y ni aún sobre su propia enfermedad. Pocos momentos duró su visita, y al retirarse no manifestaba en su cara disgusto alguno.

De allí en adelante, siempre venía.

Felisa contestaba sus frases con monosílabos, sin perder el ceño duro que había robado la gracia a sus facciones, ni la terquedad y, soberbia nativa que respiraba todo su ser. Jorge no parecía hacer alto en esto; pero al irse, tenía una mirada penetrante y sondadora en la vieja viuda, cuya vida seguía extinguiéndose a prisa por anemia, al igual del candil que alumbraba la triste estancia.

La criolla comprendía la intención y callaba.

Seis días después murió la viuda de Fuentes en el asiento favorito en que se pasaba inmóvil largas horas.

Felisa, ante el cadáver, sintió el vacío y lloró, ocurriéndosele en ese instante pensar otra vez en lo que sería de ella ahora que se quedaba sola. Después pareció conformarse, y hasta consintió que Jorge se avanzase un poco.

El cajón que encerraba el cuerpo de la abuela fue puesto sobre las grandes piedras que había en el declive de la loma, según era de uso entre la gente del campo. Los cementerios estaban en las cimas o en las ramas altas, como los nidos de los cuervos.

En varios días Almagro no apareció por el rancho, y Felisa no pudo menos de extrañar esta conducta del mayordomo. En medio de su aburrimiento, llegó hasta creer que podía quererlo; pero cuando se acordaba que le había cortado la trenza, que era feo y que tenía un olor fuerte de carne de peludo cuando soplaba por las narices, hacía un gesto de asco y le venía a la memoria la carita con pocos pelos, blanca y sin arrugas de Maél.

Por otra parte, su primo no sabía enardecerla, y lo que buscaba era quedarse con sus ganados y sus ranchos. Si viniese Maél, ella estaría contenta y se iría en ancas, dejándoselo todo para que se hartase el «godo» a su gusto. El gauchito era «su hombre» y sabía encariñarla sin hablar mucho, chúcaro como era, con su boca de guinda y sus ojazos tristes. En otro pago vivirían bien, lejos del «muermoso» que andaba siempre gruñendo, pellizcándola en los brazos y las piernas con sus uñas «mochas» de zorro viejo.

Transcurridos esos días, Felisa salió algunas veces del rancho, anduvo por el campo, la enramada y la tahona, y echó de menos a Blandengue; el que según informes de Tata Melcho se había huido de la estancia dende que Esmaél se desgració.

Allí próximo a un palenque, el hijo de Tata Melcho, que desde chico había probado entender el oficio como cosa de herencia, domaba un «doradillo» morrudo, de mucha crin y cabeza fina; y aunque el espectáculo era demasiado visto sin mayores atractivos para la gente campera, el domador tenía su círculo de espectadores.

Felisa se puso a mirar al muchacho, que seguía muy tieso en los lomos los movimientos y sacudidas del potro, hincándole a intervalos entre los brazuelos los pinchos de sus grandes «nazarenas», y levantándolo con el escozor del suelo a rápidos saltos y corvetas.

Se amansaba aquel potro para el mayordomo, y él estaba también allí observando la maniobra.

El animal anduvo recorriendo largos trechos con la cabeza metida entre las piernas, y vino a pararse tembloroso y resollante junto al palenque, la mirada todavía encendida, espumosa la boca y goteando sudor del lomo al bazo. Las domadoras no hacían ya impresión en sus ijares ensangrentados, pero se obstinaba en tascar el bocado con furia.

Su jinete probó entonces hincarlo de nuevo entre los brazuelos, y alargando las piernas, sentó con fuerza los armados zancajos en esa parte sensible.

El «doradillo» se encabritó y lanzó algunos corcovos, sin separarse muchas varas del palenque; y después vino al sitio a pasos irregulares y vacilantes, para quedarse de nuevo quieto.

Almagro había notado algún interés por el padrillo en Felisa; y, aproximándose, díjola que aquel lindo potro era para ella.

—Cuando hayas de montarlo —agregó el español, estará ya como badana.

Nada contestó la criolla; y encogiéndose de hombros con aire despreciativo, diose vuelta y se fue.

Todos vieron esto.

Jorge se sintió profundamente herido; y deseando descargar en alguno su rabia dio un terrible rebencazo a un mastín que había venido hasta allí refregándose en los pastos el hocico, bañado por el licor acre y pestilente de un zorrino, con el cual acababa sin duda de mantener combate en campo abierto.

Después de esto, la criolla volvió a su ceño adusto y a su aire desconfiado.

El instinto la ponía suspicaz; antes de echarse en su cama a primeras horas de la noche, cerraba bien la puerta. Allí sobre el colchón se sentía miedosa; no se atrevía a apagar el candil que ardía delante de la grosera estampa de una virgen que llevaba en los brazos un niño Jesús. El chisporroteo de la mecha, las paredes negras, los pequeños ruidos de adentro la hacían incorporarse a cada rato; y cuando venían de afuera, al tropel lejano de las yeguas, al son de algún cencerro o al ladrido de los mastines, enderezaba la cabeza y ponía el oído, esperando que alguna buena bruja encaminase por allí, pues que era su querencia, al bayo de Maél.

Cuando se extinguía la mecha, veía en la sombra a la pobre agüela con sus ojos opacos y la peluca ladeada, y detrás la cabeza de Almagro, mirándola por encima del hombro con sus ojos de luz verdosa de gato montés. Espantábasele el sueño.

La claridad del día le devolvía el reposo.

Una de esas madrugadas abrió el ventanillo con fuerza, y tendió la mirada ansiosa por los cardizales y las cuchillas en la esperanza de columbrar en el fondo de las lomas la figura de un gaucho vagabundo moviéndose al galope con el chambergo sobre la oreja y la mano apoyada en el rebenque de puntal en la encimera.

Alguno llegó a distinguir, pero ninguno era el que ella quería.

En cambio vio entrar a Blandengue en la enramada donde se echó, todo lleno de barro y con la lengua de fuera. La criolla tuvo un arranque de alegría y llegó a acordarse que el mastín de sujetar toros, rondaba por la tahona la noche aquella… y, que después no lo volvió a ver más.

¿No habría seguido a Maél y Aldama?

La suposición era exacta, como sabemos; pero lo que Felisa ignoraba era que Blandengue se había apartado de los fugitivos en uno de los días de marcha, y que este extravío se debía a un encuentro con una banda de perros cimarrones, a los que se reunió acosado por el hambre y en cuya compañía se mantuvo por largo tiempo, hasta que husmeó la querencia.

La criolla hízole señas, sin obtener que Blandengue, rendido por el cansancio, se moviera de su sitio.

Retirose del ventanillo con enfado. Ya no estaba él allí, como cuando la salvó del toro.

Esa misma mañana vino Jorge, y dirigiola algunas palabras, sentándose a horcajadas en un banquillo cerca de ella, que estaba de pie, dándole el perfil.

Alguna conformidad observó sin duda en sus respuestas, porque al irse se atrevió a agarrarla de la mano y de la cintura, perdiendo toda paciencia.

Felisa se arrancó despacio, en silencio y se fue al patio.

Púsose Jorge trémulo de ira.

—¡Al «otro» lo dejaste, deslavada! —dijo—. Yo te he de bajar el copete.

Y, haciendo un gesto de amenaza, salió detrás de ella, para irse a sus faenas.

La criolla se encogió de hombros y torciole la vista con frío desdén. Luego que él estuvo lejos, respiró fuerte, murmurando:

—¡Potroso!

No habían pasado muchas horas, cuando Almagro volvió a entrar en el rancho aprisa.

La criolla tenía el mate en la mano y se dirigía en ese momento a la puerta. Jorge la agarró de un brazo con sus dedos de hierro, bien encajados en las carnes, y la atrajo con aire colérico; el mate cayó al suelo; y siguiose una lucha sorda, callados y jadeantes los dos.

El cuerpo de la criolla fue una y otra vez levantado como una paja, para caer luego sobre sus pies a plomo, obluctando con energía. En cierto instante ella bajó la cabeza y mordió a Jorge en la mano, zafándose de sus brazos brutales y escurriéndose afuera.

Tata Melcho que por allí andaba, pudo ver como el mayordomo saltó detrás lo mesmo qui un gato, y le hincó las uñas, arrastrándola de nuevo al interior del rancho. Cuando salió Almagro lleno de furia, el domador vio que la moza lloraba sentada en el suelo, con la cara entre las manos.

Capítulo 44

Por esos días, la campaña empezaba a conmoverse. Corrían voces extrañas de sublevación de las milicias; las partidas se cruzaban en todos los rumbos arreando caballos y haciendas vacunas.

De la estancia de Fuentes se habían ido a los montes muchos de los peones, quedándose sólo en ella los que eran amigos de los «godos».

En la calera de Zúñiga se hacían reuniones sospechosas; en todo el pago del Canelón el paisanaje andaba revuelto; Fernando Torgués salía de su madriguera del Rincón del Rey con un montón de gauchos bravos; Benavides aumentaba su hueste en las asperezas de la Colonia y Vázquez excitaba los maragatos al alzamiento en los campos de San José de Mayo: este «pampero» se acercaba rugiendo para estrellarse como un grito salvaje de las soledades en las murallas y bastiones del Real de San Felipe.

El virrey Elío, bastante alarmado, mandó que se retirasen dentro de muros todos los hombres de armas llevar, así como la mayor cantidad posible de víveres y ganados. Esta orden se hizo extensiva a las familias de los distritos más próximos a la ciudad, todo ello bajo las penas severas que los tercios del rey se encargarían de aplicar.

Jorge Almagro se apresuró por su parte a cumplir las prescripciones del bando, como buen español.

La hacienda del establecimiento era numerosa.

Todos los intereses allí reunidos pertenecían a Felisa, única y universal heredera de la viuda de Fuentes; pero esto ¿qué importaba al mayordomo? El desorden de los tiempos no permitía que imperase otra ley que la fuerza.

Tampoco la criolla se entendía en esas cosas; dejaba hacer sin pedir cuentas, y sólo vivía del aire y del sol del pago.

Los últimos actos de Jorge la habían reducido a la inercia, aún cuando en el fondo de su naturaleza se rebullese enconada la crudeza nativa. Lo observaba todo con aire indolente y casi de idiotez, descuidada de sí misma, hundida en la soledad de su rancho, como un ser que no se echa de menos, granuja de los campos sin voluntad ni voz que en definitiva era tratada lo mismo que las reses.

El día que se arreaba el ganado rumbo a Montevideo, había en la estancia un regular número de hombres, entre criollos y europeos.

Estos hombres debían marchar a su vez con Almagro a la plaza, para ser agregados allí al cuerpo de caballería irregular que se estaba organizando a tiro de cañón de la ciudadela.

La afluencia de gente picó la curiosidad de Felisa que salió al campo, parándose junto a la enramada, de dónde se puso a observar los movimientos y el arreo de la hacienda.

Tata Melcho la impuso de lo que ocurría.

Ella se limitó a un visaje de indiferencia, no comprendiendo el alcance de la medida que se ejecutaba aprisa y en desorden.

Tuito si mistura —decía Tata Melcho con una tos cavernosa—; el toruno i la egua arisca.

Felisa estaba callada.

De súbito, pensando tal vez que todo aquello le pertenecía, se sintió inquieta, irascible. Mordiose una uña y miró de una manera irritada al viejo domador, con los ojos llenos de un llanto que debía resumirse pronto.

—Tata Melcho —dijo al cabo de un rato—; agárrame el pangaré.

El viejo se volvió sobre su dorso arqueado, y le echó una ojeada de mastín sin dientes.

Después, fuese asentando todavía con firmeza en el pasto sus plantas desnudas y endurecidas.

Al cuarto de hora regresó con el caballo listo.

Era un pangaré de regular crucero, un poco brioso, ágil y de arranque, en el cual acostumbraba a andar la criolla hasta la Calera, en otro tiempo.

Meses hacía que el animal no sentía la cincha, llevándose vida de engorde en la manada; por manera que de vez en cuando hinchaba el lomo y sacudía las orejas, piafaba y mudaba de sitio, batiendo con fuerza los cascos.

Así que lo vio llegar, Felisa se anudó bien el pañuelo que llevaba en la cabeza por debajo de la barba, pidió a Tata Melcho el rebenque que él tenía colgando del mango del cuchillo, y a paso lento se puso del lado de montar, haciendo caricias al pangaré en el pescuezo.

Capítulo 45

Quedose luego en suspenso, marchita y triste, con los ojos vagos en el espacio lejano.

Después de algunos segundos, se volvió a Tata Melcho y levantó un pie, sin decir palabra. El viejo tomó el cabestro, y la ayudó a subir, encajándole la punta del pie en el estribo de madera.

Mientras el caballo se removía en círculo piafando y sacudiendo la cola, ella se acomodó el vestido corto, empuñó bien las riendas y echó a andar al trotecito hacia el campo desierto.

¿Adónde se encaminaba? No lo sabía ella misma.

Se iba vagabunda.

Con todo, no quería mirar para atrás, y nunca le había sucedido que la sangre le bullera tanto en el pecho, como aquella tarde. Allí sentía golpes a saltos, y como una bola que parecía subírsele a la boca.

Una rabia concentrada y silenciosa solía arrancarle algún hipo que al salir le dejaba la entraña doliendo; y al ruido de sus resuellos que le estremecían todo el cuerpo, su vivaz caballo levantaba la cabeza resoplando.

Blandengue, —abandonado el rodeo— la había visto desde lejos, y venía en pos con la lengua al viento.

Al ruido de sus estornudos, Felisa tuvo un temblor; más al enterarse de la causa de su sensación, cerró los ojos y se mordió los labios, cayéndole de aquellos dos o tres gotas ardientes que no cuidó de limpiar en las mejillas.

Lejos estaba ya de las «casas».

El sol descendía. La línea verde del bosque se dibujaba delante; y a trechos en los claros, cual tersos planos de cristales amarillentos, las aguas del río bañadas de resplandores. No llegaban a esos lugares los ecos de la faena pastoril, y sólo perturbadas parecían por un concierto de ronquidos de patos y gallinetas. Ocho o diez ñandúes en despliegue de guerrilla y uno de otro a tiro de pistola, habían alzado sus largos cuellos en la loma y miraban al jinete que caía al bajo con mucha atención.

Felisa se paró en la orilla, frente a un remanso que ella conocía, sin apearse. Quedose allí como abismada por largos momentos. Sentía como un deseo vago de hundirse en aquella agua, donde ella vio un día ahogarse a un potro enredado en los caraguatáes.

Blandengue que seguía con sus ojos su mirada, se arrojó de un salto al remanso, mordió las hojas anchas color de esmeralda de un camalote, y volviose al ribazo arenoso en donde se revolcó un momento, para repetir la diligencia sobre las yerbas.

Felisa permanecía inmóvil. Una gran palidez le llenaba la cara haciendo resaltar el rojo encendido de su boca, y el pecho solía hinchársele para dar salida a esas espiraciones roncas que se confunden con la queja, aunque sólo sean desahogos de la rabia impotente.

En semejante actitud, oyó de pronto un galope furioso que venía de allá atrás de las cuchillas.

Blandengue se afirmó bien sobre sus patas, y alzó el hocico negro, abriendo las narices.

La criolla tuvo que contener su caballo alborotado, y echose luego a andar por la ribera del Santa Lucía sin rumbo, ni resolución alguna.

Estaba como atontada.

Presentía sin embargo quién podía ser el del galope, y su ansiedad fue en aumento al paso que iba disminuyendo distancias el jinete.

No tardó éste en aparecer en la cuesta vecina, dónde sofrenó dirigiendo su rostro a todos lados.

Era el mayordomo.

Así que vio a Felisa en el bajo, picó espuelas lanzando un terno bestial; y vínose a ella a media rienda sin miedo a una rodada.

La criolla se quedó quieta.

Almagro sujetó a dos puños su tordillo; y al verle pintada en su cara de tigre una mueca feroz, y llevar con ademán brusco la diestra a la daga —tal vez para afirmarla en el «cinto», y no con otro móvil—, ella abandonó las riendas, encogiose en la montura y refregándose una con otra sus manos, gritó entre medrosa e irritada:

—¡No me mates!

El brioso pangaré, que había caminado en tanto algunos pasos sin sentir el gobierno, mordió el freno de improviso, abalanzose en rápidas corvetas sin librar sus lomos, y arrancó por fin a escape derecho a la loma, con las riendas colgantes y la crin revuelta.

Felisa era «de a caballo», tanto como el mejor jinete; y por eso, aunque sacudida de todas maneras en el recado, conservó la posición sin perder el ánimo, y hasta se inclinó dos veces para coger las riendas, en medio de la veloz carrera.

Jorge se deslizaba a un flanco como una sombra tendido sobre el pescuezo de su tordillo, desenredando las boleadoras; y Blandengue volaba furioso dirigiendo dentelladas a los garrones del pangaré —que al sentirse acosado redoblaba sus esfuerzos con ímpetu terrible.

—¡Blandengue!… , gritó Almagro revolcando las boleadoras.

Este grito fue como un rugido.

En ese momento el pangaré pisó una rienda, cayendo de golpe sobre sus rodillas, y Felisa dominada en parte por el vértigo fue lanzada de costado, quedándosele encajado el pie en el estribo.

El caballo se incorporó en el acto dando un corcovo, cuando silbaban las boleadoras que encontraron el vacío, y de las que una piedra dio en la cabeza de la criolla con la violencia de una bala.

El pangaré arrancó de nuevo azorado con Blandengue prendido al pecho, arrastrando a Felisa por el flanco; y, este grupo informe rodó por los declives y subió las cuestas entre espantosos estrujones, revolviéndose varias veces por el suelo el mastín, para levantarse y prenderse otras tantas a las carnes del mancarrón convertido en potro por el pánico.

Merced a esta circunstancia, Almagro se le puso encima y pudo descargarle en la cabeza el mango del rebenque. Al golpe, el pangaré se desplomó resollando como un fuelle.

Todo esto fue rápido, obra de algunos minutos.

El mayordomo se arrojó al suelo y precipitose a Felisa, que estaba inmóvil boca abajo, con las ropas destrozadas y el pelo lleno de pastos y abrojos, formando una sola masa con la sangre en cuajarones.

Diola vuelta trémulo, y vio que el rostro estaba todo lleno de manchas color violeta, el cráneo hundido por el golpe de la bola, los ojos cubiertos de tierra, semi—cerrados y fijos, las narices rotas por las coces, y el pecho sin latidos.

Estaba muerta.

Almagro prorrumpió en un grito felino, y viendo al mastín que allí cerca alargaba la cabeza hacia el cadáver, desnudó iracundo la daga, y le tiró con toda la fuerza del brazo una puñalada para abrir en canal.

Blandengue esquivó el golpe, se alejó alguna distancia, desde dónde se puso a mirarle entre sordos gruñidos, y fuese con la cola baja a esconderse en el monte.

Capítulo 46

No marchó ya Almagro aquella tarde con sus compañeros, reuniéndose todos en las «casas» para velar el cuerpo de Felisa. Sólo allí se oía algún ruido. El campo había quedado desierto en casi toda su extensión, concluido el arreo de las haciendas; y fuera de algunas yeguas potras que vagaban lejos, por los juncales de la barra, y de los novillos «alzados» en el monte del Santa Lucía, en sociedad común con los tigres y perros cimarrones, nada quedaba de la valiosa dehesa, a no ser los corrales de la sucesión Fuentes y un pequeño grupo de ovejas ruines e inútiles para la marcha.

Por la noche, encendiéronse tres o cuatro candiles en la pieza que habitaron abuela y nieta, y en la que se depositó el cadáver de la criolla, dentro de un cajón improvisado por Tata—Melcho con tablas viejas de la tahona.

La gente campera, agrupada en su mayor parte en la cocina, comentaba el suceso —en tanto dos mates recorrían el círculo, y varios costillares de vaca se derretían cerca de la llama en los asadores.

La muerta estaba sola.

El mismo Blandengue no había venido a echarse como otras veces en el umbral de la puertecica del rancho, con el hocico en tierra y los ojos somnolientos.

La habían puesto en el cajón con las ropas que tenía al morir, hechas trizas, sin lavarle el rostro ni cerrarle los ojos, cuyas pupilas cubría una capa de tierra. En su negro cabello enredado, los abrojos y flechillas que recogiera en el campo formábanle como una corona salpicada de sangre muy roja.

Tata—Melcho y la negra Gertrudis, se acercaban de vez en cuando al ventanillo para mirarla un momento, y después se iban persignándose llenos de asombros.

Al hacer su relato en jerga campesina, el viejo domador decía que esa noche ya a canto de gallo, por abajo de los «ombúes» dónde estaban la abuela y Tristán Hermosa, se enlucernó la sombra con las «ánimas benditas», y que del fondo del campo por atrás de las cuchillas que caían al monte, venían los aullidos de un animal extraño, que se acercaba y se alejaba, como si no se atreviese a llegar a las «casas».

La negra imbécil añadía que era «un ánima» con cabeza de perro, grande como un buey, la que ella vio desde la enramada.

El mayordomo no fue ni una vez al cuarto de la muerta; y estuvo tomando «caña» toda la noche, hasta dejar vacías dos botas llenas de ese líquido. Tenía los ojos muy hinchados y rojizos; conversaba a medias palabras, y en lo poco que decía hablaba de degollar a Blandengue.

Al otro día, taparon el cajón, y lo condujeron al cementerio de piedra, colocándolo junto al de la viuda de Fuentes, encima de dos rocas planas y más bajas separadas, por cuya hendidura o canaleta corría saltando el agua de las lluvias.

Estuviéronse a la vuelta algunas horas en las «casas», y después se marcharon a Montevideo, arreando las haciendas agenas que encontraban a los lados del camino.

Tal fue en el fondo la relación que hicieron a Ismael los moradores de la estancia de Fuentes, en su estilo llano y la franqueza propia de los caracteres rudos.

Ismael oyó todo sin despegar los labios.

Con la cabeza sobre el pecho, osco, reconcentrado, no apartó la mirada del fuego, ni expresó en su semblante pálido de líneas rígidas una sola impresión violenta.

Estaba frío como una piedra.

Mucho tiempo estuvieron los tres callados. Ismael se secaba las botas acercando las piernas al fogón, a la vez que con el lomo de la daga les escurría el lodo del camino.

Después dirigía sus ojos a Blandengue único ser que él parecía mirar allí de frente; y a quien una vez le pasó el brazo por el pescuezo, atrayéndolo hasta juntar su cabeza con su rostro. El mastín se lo lamió, y volviose a su sitio dando un resuello.

El poncho colgado al rescoldo en dos maderos clavados en la pared, había humedecido el suelo con una cascada de gotas, y desprendía vapores que podían confundirse con el humo.

Pasole también Ismael a lo largo el lomo de su daga, como para exprimirlo; sacose el sombrero cuyas alas había abatido la lluvia, y aproximolo al fuego; en tanto se alisaba la melena, sacudiendo los bucles sobre los hombros. Todo, en silencio.

Tata—Melcho, por su parte, concluyó de desensilarle su zaino oscuro, que dejó libre; y volvió a aparecer para invitarlo con un trago de su cantimplora de cuero. Ismael se mojó las labios, y la devolvió sin decir palabra.

En seguida fue a sentarse de nuevo al lado del fogón, atizándolo nervioso, y sirviéndose él mismo del mate que conservaba en una mano, en tanto de la otra tenía suspendida por el asa la caldera.

Sorbía aprisa, por lo que llenaba a cada instante la calabaza, que no era grande ni pequeña.

Mientras esto hacía, de un modo maquinal, por hábito rutinario, el sabor o el aroma de la yerba parecía estimular el trabajo de su mente; porque en sus ojos pardos, siempre vagos, solían lucir ahora algunos reflejos vivos como de quien conversa a solas, pico a pico con el instinto sublevado.

Una hora larga se pasó él allí, después de esto, encogido y quieto.

Gertrudis y Tata—Melcho entraban y salían; Blandengue también; pero Velarde no paraba atención en ello. Sólo cuando el mastín se le ponía delante, refregándose en sus rodillas, vibrábanle los párpados y contraíase su boca con un gesto amargo.

¡Leal Blandengue! Le había ayudado a matar la tigre, cuando el godo lo mandó a los juncos de la barra; y había sido el único amigo de Felisa…

Ismael se levantó y salió al patio.

El viento había calmado un poco, pero seguía lloviendo con fuerza.

Púsose él a observar aquellos sitios, recostado en la pared, muy próximo al lugar en que un día pechó con su bayo de labor al orejano miró con aire tranquilo el rancho, la enramada, las lomas cercanas, y concluyó por advertir que allí mismo, dónde él estaba parado, había caído cierta noche «un gajito de cedrón» encima de la guitarra cuyas cuerdas él tañía.

Recién sintió que una opresión le sofocaba el pecho, y que quería salírsele de un salto la entraña; y se paseó con la boca abierta como para que el aire le entrase de golpe en los pulmones.

Enseguida volvió bajo de techo, inclinose en cuclillas y quedose contemplando el fogón hecho ascuas, con el pucho apagado entre los dedos.

Al cabo de un rato, cuando ya oscurecía bajo un cielo de tormenta, Ismael reincorporose y descolgó el poncho de paño burdo, ya casi seco; y formando un lío del lomillo, la carona y demás enseres de su recado, tornó a salir recogiendo de paso su lanza.

Encaminose de allí a la tahona a paso rápido, y guareciose en el cuartito del flanco —antigua escena de sus amores y de sus odios, en donde había gustado un goce inolvidable, y dónde él creyó un tiempo haber dejado al mayordomo con el riñón partido.

Capítulo 47

Al verse allí, no pudo menos de estarse quieto con el sombrero en la nuca y el freno arrollado en la mano, moviendo a uno y otro lado la cabeza entre visajes de fiera ironía.

Tiró el freno con ímpetu en un rincón.

Pasose la mano por el pañuelo que le encubría la herida de la frente, que era la que había demorado más en cicatrizar entre otras leves, de las que recibiera en el choque de la carretera de Maldonado; y a poco, recuperó su calma habitual, poniéndose a tender en el piso los aperos que debían servirle de cama.

La mesa vieja y la cabeza de vaca habían desaparecido del zaquizamí o chiribitil aquel; y un trebejo todo lleno de polvo y telas de araña era lo único que se veía allí, arrumbado en un rincón.

Velarde lo estuvo mirando atento; y al fin, reconociéndolo sin duda en la semi—oscuridad que lo envelaba, fuese a él y lo alzó con un movimiento de sorpresa.

Era su guitarra; pero maltrecha con resquebrajos y abollones, y una cuerda de menos. Las demás a excepción de la cantarela, estaban rotas.

Contemplola él con cariño.

En ella puso el pie Almagro la noche de la brega, y allí se notaba «el surco» en la caja hendida. Pero, antes la había hecho sonar la pobre «china», y nunca sonó mejor.

Ismael empezó a reatar las cuerdas y a mover las clavijas, tentando a veces con el meñique; y, sin que él de ello se apercibiera llegó a templar a medias el instrumento.

Con los ojos abismados en las sombras de aquella tarde triste, cual si en ellas buscase otra de mujer, que en su imaginación veía, rompió de pronto a cantar con una voz dulce y simpática un «estilo»; y, cuando su último eco se hubo extinguido en medio de un gran silencio pareciole al gaucho que todo el frío de la soledad se le entraba en el alma.

Calló. Pero sus dedos continuaron rozando las cuerdas, con cambio de aire y tono por largos momentos.

Blandengue, echado junto a la puerta, se puso a aullar.

Ismael dejó la guitarra y empezó a descalzarse con pereza las espuelas.

Había cerrado la noche. Seguía cayendo un agua mansa en menudas gotas y soplaba de nuevo el viento frío.

Velarde cubriose con el poncho, y se acostó en su recado boca abajo, sin quitarse las ropas.

Pasados algunos minutos en esa posición de inmovilidad completa, recorriole todo el cuerpo un temblor convulsivo. Después murmuró palabras confusas, puso la cara de lado, y no volvió a agitarse más. Cerca de veinticinco leguas de jornada, al paso de trote, en la columna de Manuel Francisco Artigas, habían aplomado su cuerpo; y no tardó en rendirlo al sueño la fatiga.

Su descanso fue sin embargo corto.

Antes del alba se levantó y fuese a la cocina; hizo fuego, cebose él mismo el mate y asó un poco de charque de un trozo que pendía del techo, expuesto al humo hacía tiempo. Cuando acabó su sobria merienda, asomaba un día sin nubes.

Tata Melcho, con la cabeza escondida entre los hombros, tembleque sobre sus zanquituertas y la greña canosa y sucia cubriéndole el pescuezo, chapoteaba barro con los pies descalzos, sobando una guasca en el palenque, como imbuido en una ocupación muy grave.

Gertrudis se entraba y salía de la cocina, amorrada y brusca, sin haber dado a Ismael los «buenos días»: con un trapo incoloro sobre su casco lanudo, y haciendo sonar los chanclos de madera en los talones encallecidos.

Velarde se levantó impasible, y dirigiose al campo con el freno en la mano, en busca de su caballo.

Así que lo hubo, paciendo cerca, saltolo en pelos, y fuese al paso a la tahona.

Allí ensilló despacio, alistose, y a breve rato de vagar a pie sin objeto por el sitio por él tan conocido en que se elevaba la piráme —como decía Aldama— de astas y huesos, encaminose de súbito al zaino, montó y cogiendo la lanza clavada en el suelo, se marchó al trote.

Al pasar junto al viejo domador que seguía muy afanado su guasqueo, lo saludó sin mirarlo.

Tata Melcho volvió la cara, con un adió bronco, y quedose moviendo la cabeza con su gesto de estúpido, murmurando:

¡Naide creería!

Ismael así que se hubo alejado de las «casas» un trecho regular, se detuvo; y dando un giro rápido en el recado apoyándose en el pie izquierdo sobre el estribo, sentó la pierna derecha en la encabezada del lomillo, y púsose a mirar aquellos lugares que alumbraba ya el sol y que nunca quizás volvería a ver.

A un flanco, en el declive de la loma, se alzaban las peñas del «cementerio» con sus cajones colgantes, bañados de luz y cubiertos con el boscaje de agrestes arbustos y yerbas parietarias; pero él, al continuar su marcha a paso lento, cruzó a algunas varas de distancia sin sujetar su zaino, mirando de reojo con la cabeza baja aquellos ataúdes sobre los cuales había estado golpeando toda la noche el agua del cielo.

Iba con el barboquejo entre los dientes y la pupila mojada, agobiado, en columpio sobre los lomos, y floja la rienda.

Así caminó más de una legua, con Blandengue al flanco, rumbo a Pando.

Ningún ser viviente se había atravesado en su trayecto; los campos estaban solos, las poblaciones sin vida, la carretera silenciosa.

En el horizonte se dibujó en cierto instante una silueta negra, que era una tropa de ganado yeguarizo, arreada a gran galope por alguna partida de las milicias. Ese grupo se dirigía hacia el Sauce, y llamó la atención de Velarde.

Cambió entonces de rumbo, desconfiando que se hubiese movido la columna de caballería del punto en que él la dejó.

Avanzaba la mañana con un sol radiante: girones de vapores flotaban en los bajos y ascendían lentos para desvanecerse pronto, presagiando un día puro y sereno.

Ismael no había cambiado el paso de su cabalgadura, ni la posición de su cuerpo, y arrastraba la lanza cogida del envase de la moharra sin apartar su vista del suelo.

De improviso un rumor sordo que venía del lontananza, le hizo levantar la cabeza y pararse en la cresta de una loma.

A ese ruido siguiose un corto silencio, y después una serie de retumbos sonoros que se extendían como truenos en la atmósfera.

El zaino alzó las orejas, bufando.

Ismael se estuvo todavía un instante atento; púsose derecho en la montura, relampagueó su rostro y clavó por fin espuelas, de golpe, arrancando a media brida.

Blandengue saltó detrás.

Retumbaba más ronco en los aires un lejano cañoneo.

Capítulo 48

Mientras que sus bizarros tenientes tomaban en la forma que hemos visto la iniciativa de la acción sangrienta, por él dirigidos; y en tanto que Pedro José Viera con su milicia provista del armamento y municiones de que careciera al principio, sublevaba el distrito de Paysandú con el apoyo eficaz del capitán Bicudo, D. José Artigas, a quién la junta de Buenos Aires había conferido el grado de Teniente Coronel de Blandengues, y que desde muchos días atrás había pisado tierra en las Huérfanas, asumía el mando superior provisorio de todas las milicias de caballería organizadas al sur del Río Negro, de los blandengues y de las compañías de infantería del regimiento de patricios, que debían constituir con dos pequeñas piezas de campaña la base de su columna.

En los primeros días de Mayo el movimiento insurreccional llegó a su período álgido, y en las vastas comarcas entonces habitadas apenas por setenta mil almas, todos los hombres útiles vivían en los campamentos atraídos por el prestigio de la causa revolucionaria y agitados por la pasión local, que en rigor constituía el fondo de la desobediencia, y la fuente inagotable de las rebeldías heroicas; pues que, dividido ya el campo entre europeos y tupamaros, estos últimos negaban la existencia de todo vínculo social o político con sus antiguos dominadores, considerándose una familia distinta como si dijésemos, una entidad etnológica en pugna con la raza de la vieja colonia, y reclamaban para sí la posesión y tranquilo goce de las soledades en que se habían formado y desenvuelto sus instintos, que en verdad como tales, eran fuerzas más vivas y enérgicas que las ideas y por lo mismo de acción más rápida para demoler hasta en sus cimientos el edificio vetusto, sin dejar piedra sobre piedra.

El amor de la tierra virgen en la masa inculta, fue el punto de arranque de la conflagración. Sin este amor local o encariñamiento tenaz y fanático por el terrón, por el pago, por el distrito, por la provincia; sin este espíritu indomable de localismo que levantaba con viril denuedo a los imperfectos elementos de sociabilidad dispersos en el desierto, y los movía en la lucha sin amalgamarlos jamás con los extraños en un choque permanente de medios, intereses y fines, el movimiento inicial habría sufrido en esta banda serios contrastes, y aun habría sido sofocado al empuje de un poder incontrastable. Para esa grande idea inicial, eran fatalmente necesarias estas violentas pasiones. Incubada en los fondos misteriosos y desconocidos de la evolución natural que trastorna el orden de las cosas y eleva nuevas civilizaciones sobre las ruinas de las viejas o caducas, germinaba en un medium perfectamente preparado para un desborde de energía concentrada, pues que el terreno en tres siglos de abono colonial entrañaba el más fecundo semillero de conflictos.

El elemento culto de la revolución había gozado de las ventajas de los centros, del estudio sesudo en meditación fría y sosegada, y establecida la corriente de ideas entre los cerebros pensadores, como síntoma precursor de la lucha, fuese formando una serie de compensaciones a la vida de inercia; esa actividad laboriosa y secreta del espíritu neutralizaba la monotonía del hábito tradicional, y en proporción lo odioso del régimen no recaía tanto sobre la clase inteligente como sobre la masa sumisa, dócil al tributo vejatorio y a todas las fórmulas consagradas del sistema.

Este elemento culto, imbuido en la teoría, sin las previsiones de la experiencia, no tenía en cuenta los medios, ni la condición sociológica del conjunto.

La masa obedecía inconsciente, pues el hombre de la colonia era algo como el hombre—estatua de Condillac; la regla del servilismo lo inhabilitaba para el examen y la deliberación, sin dejar por eso de aparecer como el elemento activo e indispensable en la economía colonial.

En defecto de ideas definidas y de propósitos ocultos elevados, los instintos y las pasiones compelidas al retraimiento por la represión penal, ganaban en intensidad y fiereza lo que la baja sociedad perdía en cultura; y habíase acumulado de este modo en las clases ignorantes la mayor suma de egoísmos locales y de rencores profundos, materia explosiva que debía estallar al menor rozamiento, sea cual fuere la grandeza de la causa que las reuniese a la sombra de sus banderas.

Si es cierto que toda revolución política y social es un estallido de pasiones y un aborto prodigioso de ideas, suprimidas aquellas se quiebra la fibra y no se encauzan las últimas en la corriente del tiempo. Para que las aguas de los grandes ríos se presenten puras y tranquilas a la mitad de su curso natural y forzoso es que antes se estrellen en los peñascos al rodar por las vertientes, y que resbalen luego en revuelto y espumoso torbellino confundidas con la broza y el lodo de sus oscuros orígenes.

Co—existían en esta forma cerca el uno del otro, el elemento político pensador con sus privilegios y sus derechos a la iniciativa, medianamente preparado con nociones revolucionarias recogidas lejos de las academias y de la disciplina escolástica; y el instinto comprimido —«el fondo de amarguras siniestras»— formado lenta y paulatinamente debajo de la llaga social.

En esas condiciones morales y sociológicas, y antes que causas ocasionales provocaran el momento histórico de la sacudida del enjambre, a nadie era dado preveer la proyección y el alcance del impulso inicial traída a concurrencia forzosa e ineludible la masa irritada; tan cierto es que en las horas del conflicto solemne la soberanía del número acelera el movimiento, desnaturalizando el objetivo a mitad de la jornada o desgarrando la propia bandera en el tumulto, porque la colisión de elementos de una misma raza, el encuentro de los instintos indómitos con las ideas agrupadas en plan, rebeldes los unos a toda autoridad que no emane de la propia naturaleza que los engendra y conserva, reacias las otras a declinar una superioridad que las faculta para abrir y señalar rumbos, es un fenómeno moral propio de toda época de formación embrionaria.

Buenos Aires, relativamente a Lima y a Méjico, era la tercera ciudad. El virreinato fuera de no ser una forma de organización política permanente, era inmenso del punto de vista geográfico; demasiado, para que el principio de autoridad hiciera sentir hasta en los últimos extremos la acción directa y eficaz de su influencia, una vez rota la regla disciplinaria que sofocaba como dentro de una armadura de bronce los impulsos y pasiones nativas. No pudiendo pues, ella, por sí sola, a pesar de sus asombrosos esfuerzos domeñar el conjunto, porque carecía de medios suficientes para imponerse y constituir una hegemonía especial, la desmembración, por las extremidades al menos, tenía que sobrevenir de una manera inevitable.

El Uruguay, —con una ciudad fuerte de primer orden— el Paraguay y Bolivia, llegaron a confirmarlo.

No parece lógico, desde luego, buscar el origen de estos cambios en sucesos simples, en prepotencias aisladas o en hechos transitorios; la causa estaba en el sentimiento vigoroso del egoísmo local, como punto de arranque, y en las proporciones desmesuradas del armazón de la colonia, como base y teatro de acción.

Explícase así la doble tendencia divergente y convergente que más tarde presentó esta acción de las fuerzas vivas encontradas; sin dejar de chocar entre ellas, se revolverían siempre persiguiendo un propósito idéntico contra el enemigo común.

Como era natural, esas fuerzas libres de la traba de la disciplina y exaltadas por el sentimiento local debían agruparse en huestes formidables detrás de los hombres fuertes —de aquellos que eran capaces de encarnar sus propensiones colectivas, después de haber cautivado la misma fiereza de la masa con el encanto de las proezas personales y el «hechizo» del músculo, en las rudas vicisitudes de la vida del desierto.

La atmósfera estaba así preñada de gérmenes de descomposición e iba hacerse la ruina por doquiera para levantar sobre los despojos la obra de la vida moderna, en medio de combates que debían durar cerca de tres lustros, como aquellos de los cantos del Ariosto.

A la alteza del objetivo, uníase pues, la rudeza del medio.

La muchedumbre campesina, de fiera catadura, era capaz de poner miedos al ideal. Pero, bajo esa costra de una edad de piedra y detrás de esos instintos tenaces, bajo esa corteza tosca y melenuda que hacía de las milicias irregulares vigorosas semblanzas de las huestes de los Brenos, latía con la entraña una aspiración noble que debía devolver, después de cruentos sacrificios, su autonomía propia a una agrupación humana y su dignidad al hombre, aún cuando rompiese con la unidad del esfuerzo y escapase al gran centro absorbente con un reto de soberbia.

Esas multitudes, en todas partes, no se movían al principio por la conciencia clara y evidente de la verdad y del derecho, sino por la conciencia de la fuerza, adquirida por su intervención paulatina y progresiva en todos los sucesos, grandes y pequeños, que venían perturbando desde años atrás el equilibrio colonial.

Concíbense de este modo las sacudidas turbulentas de la masa, que al agitarse al ruido de las batallas que se libraban con suerte varia en las fronteras remotas del virreinato, surgía a la escena arrastrando todas sus miserias y desnudeces, a semejanza de esos anfibios poderosos, que al surgir en la superficie de las aguas traen consigo el limo del fondo, rebulléndose con estruendo en medio del cauce para enturbiarlo por algún tiempo.

Capítulo 49

Este «exceso de energía» del movimiento, no previsto ni susceptible de ser dominado, asignaba por la fuerza misma de las cosas un sitio de preferencia en la escena a la prepotencia personal.

Del pago salió la partida, con su teniente; y de todos los pagos surgió la hueste, con el caudillo. El país quedó así resumido en un guarismo imponente, una unidad de voluntades dóciles a su vez a la inspiración de uno sólo: —todas las resistencias locales rindiéndose al prestigio del renombre, todas las desobediencias activas identificándose al fin en el solo sentimiento de la independencia individual— como un haz de dardos enconados bajo una mano de hierro, que al ser distribuidos en el combate a impulso de los resabios de herencia, tenían fatalmente que producir la más sangrienta crisis purgadora.

La tierra de Artigas, donde existían murallas de granito erizadas de cañones, era precisamente uno de los teatros destinados a esas peleas crudas y a esas explosiones casi atávicas que un sistema de fuerza prepara y fomenta por la misma severidad de su rigor.

El aislamiento en que se había dejado la extensa campaña del territorio, al punto de que la acción de la autoridad llegó a ser nula en absoluto hasta que Artigas echó sobre sí a fines del pasado siglo, la ardua tarea de limpiar inexorable las comarcas, contribuyó a formar en el ánimo de la gente agreste la convicción firme de que los campos solitarios, con sus ríos y selvas, montañas, valles y rancherías era suelo de tupamaros y no de godos.

El mismo idioma se desfiguró en boca de los criollos.

Las diferencias morales y sociales se hicieron profundas, y bajo el influjo de estas circunstancias, reagravadas por el sistema político— administrativo de absorción y monopolio exclusivo, el espíritu de pago y de independencia individual tomó creces, mirándose con odio todo lo que se encerraba dentro de los muros y bastiones del famoso Real de San Felipe.

La autoridad de un hombre, era la única que se había hecho sentir con vigor en las campañas cuando ellas sufrían las consecuencias del abandono a que las condenaran las estrechas prácticas del régimen; y ese hombre, era precisamente la personalidad típica o sea el caudillo que la pasión local adhería a sus intereses de distrito como un apoyo fuerte, sostén y valimiento de todos los egoísmos parciales, cuya resultante tenía que ser la autonomía provincial propia o la soberanía independiente.

Los principios de un orden moral, y aún político elevado, no influían directamente en los espíritus, extraños como lo eran estos a los planes preconcebidos de un núcleo determinado de hombres inteligentes; las propensiones ingénitas a la emancipación y a la vida libre, sólo quedaron de relieve cuando las entidades fuertes surgidas del seno de la misma muchedumbre las encarnaron y prohijaron, llevando a ellos la convicción de que la «autonomía del pago» quedaría afianzada por su propia cohesión con el movimiento.

Así, para todos los criollos capaces de empuñar las armas, en el período histórico de que hablamos, en la personalidad de José Artigas de suya dominante, estaba la garantía del éxito; y, aún cuando bajo la presión dura e inflexible del viejo régimen hubiesen halagado ilusiones ardientes hacia el cambio de cosas, su persuasión era la de que sin un hombre de esas aptitudes en el teatro, que él solo podía entonces animar y transformar con su iniciativa de archi—caudillo, habría sido difícil la conmoción y el alzamiento de las campañas.

Cuando Artigas se presentó en Buenos Aires después de su disgusto con el Brigadier Muesas, gobernador de la Colonia, obtuvo una acogida benévola.

Frío y reservado por temperamento, duro y fuerte por carácter, aunque llevaba «el pelo de la dehesa», mereció una consideración que hacían exigible sus propios méritos. La junta lo apreció como el hombre de aptitudes necesarias para sublevar las campañas de su provincia. Él no hizo ruegos ni súplicas; sobrio en el decir, expuso sencillamente su objeto, y esperó, con esa firmeza propia del que ya se ha juzgado a sí mismo y adquirido la conciencia de su valer y su prestigio.

La junta lo aceptó y otorgole un ascenso en su carrera, sin disgustarse por la rigidez y la aspereza del nuevo héroe que se presentaba en la escena, y que bajo ese aspecto mismo denunciaba un hombre de iniciativa y de lucha.

Artigas regresó, y desde el campamento de Belgrano puso en juego sus recursos, robusteciendo moral y materialmente la iniciativa revolucionaria de Viera y Benavides.

Las campañas se alzaron en armas.

Aquella impasibilidad y conciencia de su valer de que había dado indicios en sus cortas relaciones con la junta, no se desmintió en el campo de Capilla Nueva: igual sobriedad de conceptos e idéntica perseverancia en los propósitos, sin un solo acto contradictorio que descubriese en su espíritu reconcentrado tendencias discrepantes, y desde luego de proyecciones distintas a las del ideal común, sin que esto importe decir que él cediese sólo a una ambición impersonal.

Aún con haberse presentado pues, con su corteza selvática a la junta, compuesta de hombres avizores y bastante sagaces para penetrar el espesor de esa corteza, asignósele así un puesto en el gran teatro valorándose sus alcances por su influjo sobre sus comprovincianos.

Él acreditó ese influjo.

Su presencia en el país difundió la confianza y levantó la fibra.

De ahí la espontaneidad en la acción y en la cohesión de esfuerzos por parte de sus tenientes, en el momento en que volvemos a encontrarlo en la escena al frente de una división de las tres armas, y en marcha hacia el enemigo.

El que hallamos de nuevo asumiendo una iniciativa vigorosa, es el mismo sujeto que en las primeras páginas de nuestro relato presentamos en el atrio del convento de San Francisco, cuando era simple teniente de blandengues, en cordial conversación sobre el cabildo abierto y la formación de junta, con el padre guardián y el capitán D. Jorge Pacheco.

La fría gravedad que él mantenía en sus discretos diálogos con los hombres de mérito, transformábase en simpático espíritu comunicativo cuando se dirigía al soldado y al miliciano, antes o después del combate.

La sobriedad de costumbres y la sencillez de hábitos privados chocaban a primera vista en este personaje agigantado por el prestigio, cuya juventud se había desenvuelto en los desiertos.

Era sin embargo, austero, y no alteró nunca esa educación que él mismo se diera, a pesar de su contacto casi continuo con los elementos crudos de aquel tiempo de reversiones y borrascas.

Con un espíritu superior, y apto a domeñar el enjambre bravío, Artigas era todo un caudillo.

No bebía, ni jugaba. Su alimento ordinario aún en medio de los azares de la existencia activa, era la carne asada, o el churrasco puesto en sazón en la ceniza ardiente.

Vestía traje sencillo; chaqueta y pantalón de paño fino, botas altas, poncho o capote en el invierno. La misma sencillez en el recado, de buena calidad, pero sin trena, ni lujo.

En este organismo, admirablemente dotado para sobrevivir a muchos de los hombres jóvenes de su tiempo, había vigor de cerebro e inteligencia lúcida —de esas que saben adónde van, en medio mismo del tumulto— astutas, sagaces, previsoras, y a las que sirve de apoyo consistente un carácter firme e indómito, propio para no perder la calma ante los excesos del desborde, y fundido para sobrellevar impasible el rigor de las derrotas.

Él mismo no era más que «un exceso de energía» del movimiento inicial revolucionario.

Había que aceptar tal como surgía a este «hijo del clima» o a esta encarnación típica de la sociabilidad hispano—colonial de cuya esencia fue el engendro; porqué, representante nato de todos los anhelos y aún de todas las soberbias de una masa poderosa, su inmixtión era fatal en los formidables sucesos de la época.

La revolución necesitaba desvanecer el gran peligro permanente del dominio español en Montevideo; o por lo menos aislarlo, sublevando las campañas y dirigiendo las muchedumbres armadas hacia esa plaza fuerte —que llegó a contener dentro de sus muros ciclópeos seis mil soldados, cuatrocientos oficiales, seiscientas piezas de artillería, un inmenso parque de pertrechos y cien embarcaciones en la rada.

Esa empresa, que parecía ardua, casi imposible al principio, por los sentimientos de lealtad al rey de que se suponía animados los espíritus en esta banda, fue acometida por el caudillo después de su incidente con el brigadier Muesas, con tan hábiles maniobras que en menos de cincuenta días, como hemos visto, propagose hasta la más lejana zona el fuego de la insurrección.

Capítulo 50

Por eso le volvemos a encontrar ahora al frente de una división militar confiada a su valor y a sus aptitudes de caudillo por la autoridad suprema; y con la que alcanzaría en breve una victoria fecunda que había de dar por resultado el dominio absoluto de las campañas, la suspensión de las negociaciones sobre armisticio, y la evacuación de la Colonia del Sacramento —centinela avanzada de los ríos.

Componían esa columna doscientos cincuenta hombres del regimiento de patricios y noventa y seis blandengues, a las órdenes del teniente coronel Benito Álvarez y del capitán Ventura Vázquez; trescientos cincuenta caballos, y dos piezas de a dos.

En la víspera del combate, la división se reforzó con la caballería de Maldonado y Minas, hasta completar mil combatientes; y de esa milicia se destinó una fracción a la infantería, que sumó entonces cuatrocientas bayonetas.

Este conjunto caprichoso de soldados de uniforme, fusileros con andrajos, casaquillas incoloras, sombreros de altas copas, gorros de cilindro, chiripáes haraposos, enormes espuelas, lanzas de cuchillas y cañoncicos que parecían cerbatanas para soplar bodoques —pero todo bien organizado y dispuesto— habíase avanzado hasta Canelones en marcha al campo enemigo.

Estaba éste situado en la villa de las Piedras, a cuatro leguas de Montevideo.

Durante tres días y medio un cierzo helado y el agua que caía copiosa de las nubes acosaron persistentes la división en marcha, inundando los terrenos bajos y compeliendo la tropa a acampar en las lomas donde era casi imposible el vivac bajo tan ruda inclemencia.

El frío recrudecía, y patricios y blandengues calados hasta la piel, desprovistos muchos de ponchos de paño, y algunos del abrigo más modesto, anhelaban la hora del nuevo día por si asomaba el sol —la capa de los pobres— que debía calentar sus músculos y retemplar sus ánimos para el momento de prueba.

Sus rayos disiparon los vapores después de las diez; pero en ese día Manuel Francisco Artigas comunicó desde Pando que una columna enemiga marchaba en son de ataque a su encuentro, y pedía refuerzos para hacer pie firme.

Artigas resolvió entonces cortar la columna destacada, y reservándose el mando inmediato del centro compuesto de blandengues y patricios, con las dos piezas de artillería, dio al capitán León el del ala izquierda, al capitán Pérez el de la derecha, y a Tomás García de Zúñiga el de la reserva.

Cubiertos así los flancos, rompiose la marcha en columna en la hora del ocaso; y sobrevino la noche en las puntas del Canelón, paralizando el movimiento de las fuerzas.

Rayó un alba tormentosa.

Una lluvia densa que sacó de cuencas las más pequeñas corrientes de agua y el arroyo del Sauce, arremolinose con una ventisca frígida sobre el campamento por algunas horas.

Esa tarde, la milicia de Manuel Francisco Artigas compuesta de trescientos jinetes, se puso a la vista y efectuó su junción, haciéndose innecesario el movimiento estratégico de flanco emprendido por las tropas regladas.

La víctima de la excursión de la fuerza realista, que pudo sentir a tiempo el movimiento, lo fue en sus valiosos intereses el respetable sujeto don Martín José Artigas —padre de los dos caudillos— a quién se asaltó en medio de las tinieblas su propiedad rural y sus dehesas sustrayéndole cerca de mil cabezas de ganado para la plaza.

El día asomó sin nubes —un sol de Mayo— decían los patricios: algunas detonaciones lejanas anunciaban ya la aproximación del enemigo, y las partidas exploradoras hacían paso a paso su repliegue.

Artigas no esperó que se acercasen los tercios españoles, y moviendo su columna de cuatrocientos infantes y seiscientos caballos avanzose al encuentro con denuedo, trabándose el fuego de guerrilla, salpicado con las descargas del cañón.

Capítulo 51

Cuando Ismael se separaba de la división de Manuel Francisco Artigas para dirigirse a la estancia de Fuentes, su compañero Aldama de quién estaba apartado desde el día del regreso del pago de Viera, desprendíase con una partida de la fuerza de Venancio Benavides destacada en la Colonia, y se incorporaba en la tarde al grueso de la columna en las puntas del Canelón.

Esa noche era necesario transmitir órdenes a la caballería de Maldonado, acampada en Pando, que tenía en jaque al enemigo por el flanco y cuyo jefe pedía auxilio, amagado al fin como era de esperarse, por una fuerza considerable.

La crudeza de un aire helado unido a una lluvia copiosa, la oscuridad intensa de la noche y el desborde de arroyos y cañadas se hacía muy difícil la cruzada para el que no fuese hábil baqueano en aquellos matorrales imponentes a tan altas horas.

Con todo, Aldama, que conocía muy bien esos sitios entonces incultos, se ofreció para llevar la comunicación, la que le fue confiada, partiendo en el acto hacia el campo de Manuel.

La travesía fue feliz, salvo los accidentes en las zanjas llenas de agua y en los pantanos cenagosos.

La división no se había movido de su campo y estaba alerta, a pesar de los rigores del tiempo, sin fogones ni tiendas. Los hombres en su mayor parte se encontraban montados, bien cubiertos con sus ponchos. Otros daban descanso a sus caballos, manteniéndose de pie apoyados en el recado que cubrían con el embozo, y algunos escudaban el pecho y la espalda con pieles de carnero en defecto de otro abrigo, en cuclillas junto a sus caballerías en grupo.

Cuando Velarde y sus compañeros llegaron a encontrarse en Pan de Azúcar con la partida suelta de Juan Antonio Lavalleja, la columna de Maldonado y Minas venía en marcha buscando la incorporación de Artigas.

La cohesión con la hueste de Frutos se hacía pues ya imposible, a partir de que la orden recibida era la de salvar distancias a trote largo sin más demoras que las treguas de resuello. Ismael se agregó a la columna.

Ésta siguió sus marchas forzadas hasta ponerse al habla con Artigas; y ya hemos visto cómo a la altura de Pando desprendiose Velarde rumbo al río Santa Lucía y calera de Zúñiga.

La división de Maldonado hizo alto cerca de la villa, bajo una lluvia densa acompañada de una de esas ventolinas otoñales que nada desmerecen de las borrascas del invierno.

Las tropas españolas se habían movido en tanto fuera de muros, y avanzádose hasta las Piedras, en número próximamente de setecientos infantes incluso la dotación de piezas, cuatrocientos caballos, dos obuses de a treinta y dos, y dos o tres piezas de a cuatro, servida cada una por dieciséis artilleros.

El virrey Elío justamente alarmado por el levantamiento de las milicias de campaña y el giro extraordinario de los sucesos, resolviose tentar este esfuerzo, lamentándose en el fondo que el Brigadier Muesas —por otra parte militar meritorio— hubiese dado motivo a Artigas para alejarse de su campo y cuerpo de Blandengues e ir a ofrecer el concurso de su prestigio a la junta de Buenos Aires.

Elío atribuía así, como se ve, a los simples efectos de un desagrado personal con su teniente, la actitud actual y resuelta de Artigas, confundiendo la causa de ocasión o aparente, con otra más profunda en rigor de lógica; ya se considere al futuro caudillo animado de un patriotismo puro, ya bajo el influjo de las pasiones que sirvieron más tarde de nervio de resistencia a la emancipación local.

El hecho es que el virrey escogió sus mejores tropas para afrontar esta aventura, confiándolas a oficiales valientes y experimentados.

Excepto un trozo de milicia —y esta misma de primer orden— a las del capitán D. Jaime Illa, la casi totalidad era infantería veterana de rígida disciplina, bajo el comando superior del capitán de fragata D. José de Posadas, y subalterno de los tenientes Borras y Cañiso, entre otros, y de los alféreces de navío Argandoñe, Montaño, Castillos y Soler.

Entre la caballería compuesta de criollos afectos momentáneamente al sistema, figuraban en porción regular los peninsulares con Jorge Almagro a la cabeza.

El mayordomo de la estancia de Fuentes había llevado un buen concurso a la plaza, en hombres adictos y haciendas; y lo que constituía el tronco de la milicia organizada se confió a su celo y decidida adhesión a la causa del rey.

El escuadrón parecía dispuesto a quebrar lanzas.

Su primer movimiento ofensivo a vanguardia de una columna volante, se dirigió a la caballería de Maldonado, cuyos hombres en su mayoría estaban armados como los de Artigas de varas con cuchillos enastados.

Con todo, no se llevó el ataque.

La columna de los independientes la noche de la llegada de Aldama, corriose un poco sobre uno de sus flancos, destacando algunas partidas exploradoras.

Aldama al frente de una de ellas cruzó en medio del agua y las tinieblas parte del distrito; y pudo observar que la caballería enemiga cambiando de rumbo, penetraba al campo de D. Martín José Artigas y emprendía el arreo de las haciendas.

En un terreno resbaladizo y entre las sombras, al favor de la lluvia y la tronada fragorosa, el gaucho bravo cayó sobre una guardia avanzada que destrozó, cogiendo dos prisioneros.

Por estos supo que quién había entrado al campo de Artigas, era Jorge Almagro con su escuadrón. Enseguida se replegó a la columna.

La noticia le había sorprendido.

El mayordomo estaba vivo, ¡y nada sabía él de Ismael!

Durante la marcha, Aldama llegó a reconocer en uno de los prisioneros para colmo de sorpresa a un peón del establecimiento de Fuentes, antiguo compañero suyo y de Velarde en las faenas pastoriles. Éste como otros del pago, había seguido a Jorge a Montevideo, por un exceso natural de servil respeto a los fuertes. Aldama le hizo hablar, enterándose de todo lo acaecido en la estancia de la viuda, desde el día de su ausencia.

Cuando el prisionero hubo concluido, él le preguntó por qué no había amparado a la pobre moza en sus pesares siquiera por lealtad al aparcero; y oída la respuesta evasiva del preso, el gaucho se le acercó mucho, mirándolo con ojos feroces, y dijo lleno de rabia echando mano al cuchillo:

—¡En tuavia te voy a degoyar, maula!

El miliciano se apartó de un salto por un tirón brusco de riendas; Aldama hizo chasquear la lonja en la carona, y siguió su camino gruñendo.

Pero uno de sus compañeros, que marchaba en pos, al notar el movimiento brusco e inesperado del prisionero creyó que intentaba la fuga al favor de las sombras, y enristrando su lanza de clavo se la hundió en las espaldas, arrancándolo con terrible empuje de los lomos.

Otro de los soldados, que no esperaba sino eso al parecer, estimulado por el ejemplo y el instinto, echó pie a tierra, y montándose en el cuerpo que se revolvía en el pasto lodoso, desenvainó el cuchillo, y lo pasó por la garganta de la víctima con asombrosa rapidez.

Esta dio un ronquido, sacudiéndose un momento; y antes que el soldado hubiese concluido de montar a caballo, el caído se quedó rígido y tieso.

—¡No sea bárbaro, canejo! —exclamó el que lo había herido con la lanza—. El chuzazo era de sobra.

—Le parece —replicó el otro fríamente—. Este jué poyo negro que salió de güevo blanco, como consuelo de cuervo.

Aldama, que marchaba algunos pasos adelante, no se apercibió siquiera de lo que había ocurrido detrás.

Toda esa noche se estuvieron sucediendo fríos aguaceros, y amaneció el día con negro cortinado de nubes que descargaban copiosos raudales.

La columna movió su campo, y a poco andar se detuvo en una ladera, hasta que pasó la violencia de la lluvia.

Al pie de la loma se acampó, y tocose a carnear. Volteáronse en media hora algunas reses gordas, cuyas carnes convirtiéronse bien pronto en asados y churrascos que saboreó con deleite la milicia, condenada a la abstinencia día y medio, no habiendo hecho otra cosa en ese lapso de tiempo que churrupear el aguardiente de las cantimploras y entretenerse con el humo del tabaco negro.

Saciada el hambre y fortalecido el cuerpo del soldado, el clarín sonó a intervalos, y por último tocó «a caballo», y «en marcha». La columna se puso en movimiento entre un espeso velo de llovizna, y caracoleó por el terreno quebrado subiendo y bajando cuestas, rumbos a las puntas del Canelón.

De este punto había salido Aldama la noche anterior, y allí se encontraba Artigas acampado, cuando la división llegó a ocupar su sitio en el cuartel general.

Casi todos los soldados, con las piernas desnudas, se ocupaban en secar los zapatos o las botas, y en limpiar las armas oxidadas por la humedad, especialmente los pesados fusiles de piedra de chispa y los dos pequeños cañones de a dos que constituían toda la artillería.

Presumíase que el día siguiente amanecería sereno, y que habría combate. Se ansiaba por el sol y por la gloria. Las dos cosas debían obtenerse en todo ese día tan suspirado.

Capítulo 52

Llegó, por fin, tranquilo y radiante.

En sus primeras horas, el comandante en jefe español que, como Artigas, había intentado algunos movimientos para «batir en detalle», tomó la ofensiva resueltamente; y dejando en las Piedras una gran guardia con un cañón cargado a metralla, dirigiose con cerca de mil hombres de las tres armas y cuatro piezas, al encuentro de Artigas, quién a su vez venía ya en marcha con ánimo de no ceder un palmo de terreno a su infantería veterana.

Ya frente a frente, aunque separados todavía por un trecho regular, los obuses de calibre treinta y dos empezaron sus descargas, que fueron aumentando por momentos hasta trabarse la pelea.

Las fuerzas realistas, apartadas dos leguas de la villa, tomaron posición en unas alturas llenas de pedregales a un flanco de la carretera, y engrosaron poco a poco sus guerrillas en despliegue al frente sobre una loma paralela.

La aglomeración allí, llegó a ser considerable.

Artigas puso entonces en movimiento su ala derecha, ordenando a su jefe, el capitán Pérez, que practicase una diversión encima mismo del enemigo, aunque eludiendo los fuegos de artillería, hasta obligarlo a salir de su campo.

Cumpliose la orden, y viendo a Pérez ponerse en retirada, la tropa realista creyendo habérselas con simple caballería, salió en su alcance, siendo ésta la señal del comienzo de la pelea.

Artigas arenga sus tropas, «que juran morir por la patria»; avanza en línea a paso firme, confiando su ala izquierda al intrépido teniente Valdenegro; lanza la caballería de Maldonado a cortar la retirada del enemigo; ordena echar pie a tierra ya encima de los tercios a toda su infantería, y ante un repliegue falso sostenido por el fuego de los obuses, manda cargar la columna, arrollándola y arrojándola sobre la loma en que el grueso tendido en batalla con su artillería de gran calibre al centro y dos cañones a los extremos, empeña la acción con nutridas descargas.

En este ataque recio, que barrió el declive como una ola fragorosa, el teniente Prieto de patricios lleva en sus espaldas un cajón de municiones en defecto de mulas de carga; el sargento Rivadeneira empuja con sus manos las ruedas de una pieza entre las balas con impávido denuedo; los presbíteros Valentín Gómezy Santiago Figueredo con sus negras vestiduras se adelantan por el centro de la línea, alentando en medio a la humareda los batallones a la victoria; y los jinetes de las alas precipitan por la ladera a punta de lanza la milicia urbana en desorden.

El combate llevaba recién hora y media de empeñado, y debía durar hasta la puesta del sol.

Rehechas las líneas, la artillería inicia su serie de explosiones, y los fuegos de los centros se prolongan de allí a tres horas.

Eran estos los sordos truenos que a lo lejos había sentido Ismael, cuando abandonaba en esa mañana luminosa los desolados campos de Fuentes.

Capítulo 53

Mantenido a pie firme con ardoroso empeño el terreno ganado en el primer empuje, los veteranos de Posadas con el apoyo de sus cañones enclaváronse a su vez en la loma, conservando vivo el fuego graneado e inflexible la tensión de su línea.

Con todo, y a pesar de la superioridad en calidad y número de esas tropas, así como de su artillería de campaña manejada por peritos marinos de guerra, la resistencia no podía durar muchas horas.

La división revolucionaria cada vez más enardecida, redobló sus descargas.

Entonces, la fuerte brigada de la loma sale de su posición en buen orden al paso de marcha ordinaria, mordiendo el cartucho, y comienza su repliegue hacia las Piedras, sostenida siempre por el fuego de los obuses.

Un escuadrón de caballería de los independientes, a una voz de Valdenegro, se avanza sobre una de las dos alas en retirada, y sujeta sus redomones casi en la cresta de la colina.

Por esa parte se arrastra una pieza, con un carro de municiones.

Un jinete se desprende con impetuoso arranque de la mesnada vocinglera, y cae a lanza sobre el grupo derribando dos artilleros, uno de los cuales estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro.

Los demás arrojaron escobillón y mecha, y fueron a confundirse con el grueso del ala que se alejaba, todavía con aire fiero.

El gaucho —que era Ismael— clavó el cuento de su lanza junto al cañón, y quedose allí inmóvil, con la vista fija en la caballería enemiga como si algo buscase en su bien ordenada formación en escalones, un poco a retaguardia de los fusileros.

Jorge Almagro se agitaba a la cabeza en un caballo tordillo negro, y Velarde pudo verle a través de la humaza blanquecina sembrada de fogonazos que se extendía al frente de la línea.

Entonces movió el brazo con ira, y volvió riendas para ocupar su sitio en el escuadrón, en momentos que se ordenaba cargar vigorosamente por los flancos.

Ismael había entrado al campo de batalla en el momento en que los tercios españoles efectuaban su repliegue hacia la loma enhiesta.

Aunque apurado su caballo por la rodaja y el rebenque, venía brioso y entero.

El gaucho ocupó en el segundo escalón de uno de los flancos su puesto de combate, escudriñando con vivo interés la línea enemiga.

A la primera voz de mando, le hemos visto desprenderse de la formación y abalanzarse él solo sobre el grupo enemigo que pugnaba por arrastrar la pieza de artillería hasta el pie del declive; y retirarse luego de divisar a Jorge para entrar en la carga a fondo.

El mozo parecía querer provocar por todos los medios un encuentro con el mayordomo, y manifestaba en sus movimientos audaces un gran desprecio por el peligro.

Habíase alivianado de sus ropas, quedándose con una camiseta de lanilla, cuya manga derecha veíase recogida hasta más arriba del codo. Las boleadoras y el «lazo» ensebado —el que usaba para coger novillos y aún jaguaretées— de fina argolla y fuerte trenza, aparecían apenas ceñidos al recado, como para disponer de unas y otro en todo instante sin dilación alguna.

Tal vez precisase de esas armas, tan temibles en sus manos, en la carga decisiva sobre la caballería realista a que citaba el clarín de León.

Se hallaba el grueso realista en una posición desventajosa al final del declive de la loma, cuando la caballería de Maldonado se interpuso a gran galope, cortando su retirada a las Piedras, y la de las alas cargó como un huracán llevándose por delante los escuadrones en tumulto.

De estos, sólo uno que se componía de peninsulares voluntarios consiguió rehacerse tras el vértigo del entrevero; y el que arrastrado por Almagro con viril arrojo, formó a retaguardia de la infantería.

Los otros, dispersos a todos los rumbos, sin excluir el de Montevideo adonde llevaron la infausta nueva del desastre, no volvieron más al campo de batalla; y hasta pusieron en el caso de retroceder y guarecerse dentro de muros a un refuerzo de quinientos infantes que venían en auxilio de Posadas, suponiendo a éste el virrey Elío fortificado ya en la villa de las Piedras, en cuyo punto como es sabido había dejado una gran guardia con una pieza de a cuatro.

Los efectos brillantes de la carga de las milicias, el destrozo hecho en los cuadros veteranos, la pérdida de una parte de su artillería en el descenso fatal de la loma, el encierro a hierro y fuego de sus tropas inmediatamente después del desbande del vidrioso elemento de a caballo con que él contaba para reprimir los avances de las huestes de Manuel, de Pérez y de León, no abatieron el valor sereno del capitán de fragata y de sus pundonorosos tenientes, y dando cara al peligro en la hondonada, propúsose allí vender a alto precio la victoria.

Dentro de aquel cerco de aceros, en que se batía con denuedo, a la caída de la tarde percibíanse apenas en medio a las volutas espesas de la fusilería y del cañón los morriones de sus soldados aguerridos, y los celestes penachos de los patricios que adelantaban terreno paso a paso a la voz ronca ya de sus capitanes.

Una masa de caballería se movió de repente con estrépito, en la falda de una de las colinas ásperas del ala izquierda, y se vino al choque con la de Jorge Almagro que buscaba romper el cerco desesperado, a lanza y sable.

Aquel enjambre de centauros se revuelve un instante tumultuario y, ruidoso, entre feroces aullidos, descargas de trabucos a quema ropa, refregones de lanzas, ludimientos de caballos y de sables, volteos y reencuentros a toda rienda, sin formación y sin orden, saltándose por encima de los muertos y heridos que los redomones azorados pisotean y estrujan; y entre el polvo, el humo, el tufo de la carnicería van a estrellarse dos jinetes, cuando uno de ellos refrena de súbito los saltos de su lobuno, gritando con bronca voz:

¡Esmaél!

Quien había hablado, era Aldama.

Ismael le mira lívido y mudo, y pasa a su lado como una saeta tendido sobre el zaino, cuyos ijares desgarran las espuelas, con la lanza en la diestra, sin sombrero y el vendaje en la frente, que sírvele a la vez de vincha para sujetar su larga melena sacudida en rizos sobre los hombros.

El zaino corría con las narices abiertas y la boca ensangrentada, muy erguida la cabeza, cual si en medio de sus pavores lo impulsara sin embargo adelante el furor de la refriega.

A su lado se deslizaba Blandengue veloz, con la lengua colgante llena de espuma, y el que al primer arranque de los escuadrones había tomado parte también en la carga, todo conmovido y tembloroso, el ojo sangriento y los colmillos a la vista, ladrando con furor, cual si se viese acosado por una manada de potros.

Capítulo 54

¿A quién perseguía Ismael en su frenética carrera?

La línea enemiga estaba cerca, y los jinetes de Almagro en fuga desordenada iban a refugiarse detrás de una pieza, que sostenía el ángulo del flanco con fuegos convergentes.

En las postrimerías ya de su esfuerzo, los tercios menudeaban desde el bajo sus proyectiles de grueso calibre, y veíase el atacador en movimiento entrando y saliendo del ánima con febril actividad, sin darse otra tregua que la descarga.

Aldama se lanzó en pos de Ismael, que parecía irse derecho a la boca del cañón.

Velarde había distinguido a Jorge en el entrevero; luego le vio huir, con el caballo al parecer herido por una bala de pistola.

Creyó entonces que podía ponérsele encima antes que se amparase al piquete de artillería; y abriéndose camino con su hierro tinto en sangre, bajó la cabeza como el toro encelado que embiste y carga ciego, precipitándose hacia el lugar en que barbotaba denuestos el temible mayordomo convertido en caudillo.

Vio Aldama, que él sin pararse sino a medias en su galope furioso, clavó la lanza de hoja retorcida y media—luna con banderola azul y roja a un costado de la línea; y que disipada la humareda de una descarga, reaparecía en la ladera del flanco castigando al zaino a rebenque doblado con la mano izquierda.

Silbaban a esa altura un enjambre de boleadoras.

No pocos jinetes realistas habían caído en poder de la caballería patriota, a los tiros del arma charrúa, admirablemente manejada por los ágiles centauros; y cuando fue necesaria, vino en ayuda de ella la otra arma arrojadiza, el «lazo», para arrastrar fuera de los fuegos a los heridos y prisioneros.

La confusión sucedida al choque aumentaba por momentos, lo mismo que en un rodeo de hacienda brava que rompe el cerco y se desbanda entre galopes y caídas, tiros de «lazos» y «bolas», silbidos y clamoreos, con la diferencia de que goteaba sangre en esta brega y se magullaban carnes y huesos, despenándose sin cuartel y haciéndose acopio de despojos.

Ismael con la misma agilidad que en un rodeo de novillos alborotados, revoleaba por encima de su cabeza en ancha espiral el lazo de trenza, seguido siempre del mastín.

Jorge con su tordillo rendido apuraba su fuga a retaguardia de los dispersos, airado el gesto, en su impotencia de rehacer los escalones que llevaban el desorden a la línea; y volvía el rostro afirmándose en su deshecha cabalgadura para librar con el astil de su lanza de los tiros de bolas los corvejones, cuando el lazo de Ismael zumbó a pocas varas de distancia, ciñéndosele al cuerpo como un aro de hierro.

Jorge reconoció a Velarde, y al sentirse cogido a la manera de una bestia montaraz abandonó la lanza, echó mano al cuchillo en rápido movimiento y tentó cortar la presilla de la trenza, vomitando injurias.

Ismael sin embargo, no le dio tiempo para zafarse; y al verle él torcer riendas callado, implacable e hincar las grandes rodajas en el vientre de su zaino brioso, amartilló una pistola, y se asió con la mano izquierda a las crines del tordillo prorrumpiendo en un grito de rabia.

Sólo un puñado de cerdas quedó entre sus dedos crispados; porque de súbito, con irresistible violencia, tras una recia sacudida que le hizo perder con los estribos el ánimo, fue arrancado de la montura.

Así mismo, caído boca abajo entre los pastos, alzó la cabeza, apuntó a su enemigo e hizo fuego.

La bala acertó a rozar la mejilla de Ismael dejando en ella una línea roja.

Almagro se puso de pie tambaleante, hincándose en los pies con sus propias espuelas; y volvió a caer de costado, después de arrojar con pavor su pistola a la cabeza del gaucho.

Aldama que llegaba al sitio en ese momento, gritó a Ismael:

—¡Guardia al cañón!

La pieza del flanco escupió un tarro de metralla, que chocando en un pedregal próximo esparció una lluvia de cascos sobre el grupo.

La lanza de Aldama se hizo pedazos en su diestra, y el jinete mismo dobló el cuerpo hacia atrás herido en el pecho, y se precipitó a plomo por las ancas.

El gaucho bravo se puso en cuatro manos, chorreando sangre, y barbotó jadeante

¡Cinche, hermano!

Ismael arrancó con ímpetu, arrojando una mirada a Aldama, que se desplomaba en los pastos con las manos crispadas sobre el pecho.

Silbaban todavía por aquella ladera las boleadoras.

En cambio iban apagándose los fuegos de la línea realista, exhausta de municiones.

Pudo presenciarse entonces un cuadro lúgubre en la zona despejada del flanco, delante de los escuadrones que habían vuelto a su formación, perdida en la carga.

El cuerpo de Jorge rebotó algunos instantes en la falda de la loma, lo mismo que una peonza elástica lanzada de la cresta por un brazo poderoso.

El cañón tronó por última vez, salpicando pedazos de granada en derredor de Ismael que recogía su lanza por un segundo su zaino dobló en el declive los remos delanteros —enrojecidos los ijares, tendidas las orejas al toque de corneta— y reincorporándose en el acto volvió a arrancar con un relincho arrastrando a Almagro que se cogía a las yerbas y pedregales con los dedos desollados y las uñas rotas.

Durante el fugaz segundo en que el caballo de Velarde flaqueó, Jorge logró ponerse de rodillas moviendo sus brazos en espantosa angustia: Ismael le miró con los dientes apretados, pálido, bravío; y Blandengue, tomando sin duda aquel bulto por una res rebelde hendida ya en los jarretes por la media luna, saltó sobre él, y le hundió el colmillo en la garganta.

Velarde siguió azuzando su caballo con indescriptible furia; y esta carrera desenfrenada por el campo que los combatientes habían sembrado con cerca de doscientos muertos y heridos, duró algunos momentos.

El cuerpo de Almagro sacudido en infernal agonía, machucado al fin en las piedras del terreno, hecho una bola sangrienta, pasó rodando sobre los despojos del combate, y al llegar a la línea no era ya más que un montón repugnante de carnes y huesos.

El gaucho se desmontó, sin apuro.

Llegose al cuerpo, y lo estuvo mirando un rato con una expresión fría y sañuda, de odio aún no extinguido.

Tenía el rostro desencajado, y sucio de pólvora; una de sus greñas largas se había como pegado por el extremo en la desgarradura hecha en la piel por la bala.

¡Sarnoso! —murmuró, torciendo el labio.

Luego le desprendió la trenza que se había hundido en las carnes por debajo de los brazos, y lo apartó con el pie. El cadáver al rodar produjo un ruido semejante al de una bolsa de huesos o de semillas secas.

Blandengue alargó el hocico, olfateando la pulpa triturada, algo así como carne de matadero; dio un resoplido, y se echó resollante junto al zaino oscuro.

Artigas, a caballo en el extremo del ala izquierda, vio cruzar a Ismael, arrastrando aquella masa informe.

—¿Qué es eso? —preguntó con frialdad.

—Un prisionero cogido detrás de las piezas, y a quién ese mastín degolló de una dentellada en el declive —contestó el teniente Valdenegro.

Artigas apartó de allí impasible sus ojos de verdosos reflejos para fijarlos en el campo enemigo: habíanse apagado todos los fuegos, rompían clarines y tambores en ruidosas dianas y las tropas españolas abatiendo armas y banderas, se rendían a discreción.

Capítulo 55

Desde sus claustros de San Francisco, en donde un proseguían sus tertulias cada vez más animadas a medida que aumentaban los ardores políticos del tiempo, los frailes nuestros antiguos conocidos, oyeron anhelantes los ruidos lejanos de la artillería.

Contaminados por el espíritu entusiasta de la época, que iba penetrando insensiblemente en los centros más reacios a la innovación, y depositarios exclusivos decirse puede, de la escasa ciencia y conocimientos político—filosóficos de su tiempo, los conventuales entre los cuales había jóvenes de hermoso talento siguieron afanosos los progresos del movimiento revolucionario, comentando paso a paso los hechos que se producían y que hasta ese instante eran coherentes con los ideales acariciados por todo el elemento criollo.

No bastaba eso a sus fervores profanos.

Desde el principio de la lucha, ellos procuraron por medios sigilosos ponerse en contacto con los jefes del movimiento, coparticipar a la distancia de las emociones del triunfo o del contraste, y aún trasmitirá Artigas especialmente los datos y nuevas que juzgaban interesantes a la causa revolucionaria.

En la soledad de los claustros, la ansiedad era así más honda y afligente.

En cambio se miraban con sensatez las cosas y los hombres, y por intuición lúcida se descubrían en parte los velos del porvenir.

Fray Benito era un apóstol convencido, tan manso y culto de carácter como inteligente y sagaz de espíritu; estudioso por hábito, asimilador de verdades y principios nuevos, elocuente y persuasivo en el diálogo y en la controversia, ajeno a las intolerancias hirientes, apto por lo mismo para marchar con las ideas sin infringir la regla disciplinaria, y aunque joven, acreedor al respeto de sus cofrades que le oían siempre con interés marcado.

El joven fraile les comunicaba sin gran esfuerzo el fuego de sus creencias y su fe en el futuro, sintiendo en su naturaleza el ardimiento generoso de las aspiraciones nativas, y los grandes anhelos a una vida más conforme con el ideal humano, cuya fórmula dio Jesús, cuando lo bestial pesaba sobre el alma, y la fuerza del derecho no ejercía su vigor moral en la conciencia de los pueblos.

En las tertulias nocturnas de la celda, el eco de su voz era el que persistía en todos los oídos. Se hablaba quedo, pero con provecho y unción patriótica.

El rumor del combate, casi a las puertas del Real, los tenía pues con razón en extremo inquietos.

Parecían aspirar desde sus celdas el olor de la humareda, y aguardaban impacientes el desenlace de aquella batalla, de cuyo resultado dependía la suerte de las campanas.

Parte de ese día se pasó en zozobra.

Lo que ocurría era extraordinario y solemne.

En la celda de Fray Benito se había agrupado un regular número de religiosos, para oír un relato que hacía Fray Joaquín Pose, quién acababa de entrar de la calle después de haber cumplido con los deberes de su ministerio ayudando a bien morir dos heridos graves de caballería que habían logrado retirarse del campo de batalla en las primeras horas de fuego.

Según Fray Joaquín, Posadas estaba irremisiblemente perdido. Sus informes eran de abrumante exactitud.

Parte de la artillería abandonada, la caballería destruida, el parque en poder de Artigas, los cuerpos veteranos acosados de cerca, y ya sin municiones: el desastre a esa hora era inminente.

Una llamarada de júbilo iluminaba todos los rostros.

Los frailes callados, con la vista fija en el narrador, no perdían una sola de sus palabras.

Volvían a cada instante las cabezas apartándose con mano nerviosa la capucha para escuchar los rumores del convento, llevábanse los dedos a los labios cuando sentían ecos sospechosos, y en algún intervalo de silencio salían al patio quedándose atentos a las explosiones lejanas.

Continuaban los retumbos.

Volvíanse a entrar en la celda agitados y febriles, y proseguía el cuchicheo, casi juntas las bocas en estrecho círculo de miradas y de alientos, rozándose los cuerpos y, las manos trémulas bajo la presión de una ansiedad profunda.

Este grupo de frailes, inspirados por Fray Benito era el que se distinguía en los claustros, por sus opiniones favorables a la causa de los independientes; y de estas tendencias conventuales estaba enterado el virrey Elío por otros religiosos de la orden tan realistas como él.

De ahí que ellos procedieran en los últimos días con el mayor sigilo en todos sus actos y conversaciones íntimas, evitando en lo posible avanzar una sola frase que pusiera de relieve sus móviles, delante del padre guardián o de alguno de los fervorosos adeptos del viejo régimen.

—He notado agitación y movimiento en la ciudadela —decía Fray Joaquín.

Al pasar por la calle de San Carlos vi parado en columna un cuerpo de la marina, en actitud de marcha.

—¿Irá de refuerzo?

—Tal vez. La cabeza de la columna miraba al Portón de San Pedro.

Oí decir que se reunían a prisa todos los caballos de los carreros en el Hueco de la Cruz…

Dos carros de munición y alguna tropa salieron por el puente levadizo a las doce.

Fray Benito, reconcentrado en sí mismo, con la barba apoyada en la mano, meditó un momento.

Luego dijo:

—Al trote y galope de un mal caballo se recorren más pronto que las tropas, tres leguas…

—¿Y bien? —preguntaron casi a un tiempo sus colegas excitados e impacientes.

—En el Hueco de la Cruz, en una tienda de cueros, está José nuestro mensajero que tiene su caballejo de cargar carne en la costa del norte; y ahí cerca de las casernas debe encontrarse ahora el viejo pescador Pascual, en su canoa, echando el jorro a las mojarras…

—Cierto es…

—Fray Pedro López podría entonces sin pérdida de tiempo llegarse al Hueco de la Cruz, y poner en actividad a José para que avise a Artigas la salida del refuerzo.

José es un muchacho de doce años, Pascual un viejo inofensivo; la canoa puede conducirlo cómo antes de ahora a la playa del norte, en pocos minutos, y de allí con su caballejo correrse por la costa y los campos en que es baqueano.

—Voy al momento —dijo Fray Pedro López.

Pero, quién sabe si Josecillo se atreve…

—Es servicial y animoso.

—El padre ha servido con Artigas en las luchas del contrabando —observó Fray Joaquín.

—El aviso puede ser muy oportuno, y ningún agente más seguro que José…

—¡Veremos!

Fray Pedro López salió apresuradamente.

Era ya la una de la tarde.

Los redobles del tambor se sucedían a cada instante en la ciudadela, y parecía sentirse en la atmósfera el olor de la pólvora de las Piedras como un anuncio aciago de derrota.

Los conventuales siguieron desasosegados muy envueltos en sus capuchas, como en un manto de dudas e incertidumbres, vagando por los claustros, para concluir por congregarse de nuevo en alguna celda solitaria.

Los demás no se encontraban en mejor situación de ánimo; susurrábanse cosas graves y comentarios ardientes, a manera de rezos.

Fray Benito razonaba sobre los efectos probables del combate.

—En caso de triunfo por Artigas —decía— el desaliento va a cundir en el recinto.

Pero, Elío tiene mucha entraña; y los muros muchas bocas de fuego. ¡Contra esta coraza terrible va a estrellarse todo empuje!

—¿Y qué importa, si las campañas están en armas?

Sobrevendrá el asedio.

—Cierto es. La revolución ha armado a los instintos, y ellos van a demolerlo todo con una premura asombrosa, quizás sin tregua ni cuartel, porque destruir es la obra con la fuerza del torrente.

¿Qué puede de lo viejo quedar en pie, que no sea una mole en mitad del camino de la nueva vida?

Es preciso cambiar de sangre y de formas, aun cuando cada esfuerzo sea un sacrificio, y cada abnegación un martirio.

¡Los tiempos han cambiado!

Del dique…

Fray Benito se interrumpió aquí.

Desfilaron por su memoria los cuadros que en ella habían diseñado las recientes lecturas de la revolución francesa, las doctrinas de Robespierre y de Dantón, «el hombre forrado en pieles y fierezas» de Juan Jacobo, y hasta los actos de cruel severidad con que el movimiento inicial de Mayo había marcado el rumbo a la ardiente y poderosa generación del tiempo.

Figurose quizás una victoria completa del nuevo derecho sobre la fuerza, y una sociabilidad dispersa, pero llena de anhelos desbordados, en frente de leyes y de costumbres tradicionales que eran enemigos más peligrosos que los ejércitos vencidos en los campos de batalla; sistemas, organizaciones, fórmulas, ensayos violentos en pos de la obra de la espada, tribunos impacientes por avanzarse al tiempo, muchedumbres ebrias exhibiendo todas sus llagas y, armando todas sus cóleras para prolongar en los años el estridor de la pelea y el delirio de la venganza, hiriendo en propia carne, como para hacer saltar por las heridas la sangre negra que formó el mal de herencia.

¿Veía ya él acaso aparecer en la escena el nuevo elemento de acción y, reacción; el elemento móvil, activo, indomable que venía del fondo de las soledades, como los leones en sus crisis de fiebre, desmelenados e iracundos, a coadyuvar con todas sus fuerzas al ideal común de la absoluta emancipación, y a pedir en el teatro de la lucha un sitio de preferencia en nombre del robusto sentimiento local, so pena de ganarse él sólo posiciones a hierro y fuego entre olajes de sangre y, de despojos; al punto de trucidar el vínculo férreo de la vieja colonia y hacer perder el eslabón en la cuenca más profunda del Plata?

Bien pudiera ser: porque Fray Benito, fijando sus ojos expresivos en el semblante del hermano que le había argüido, agregaba como hablando consigo mismo:

—El dique, al torrente. Ese es el problema…

Imaginábase el fraile un pueblo que viene a la vida, al día siguiente de un trabajo de destrucción y de exterminio.

Todavía arden las venas, bulle el cerebro, el suelo está empapado, fresco está el olor de los cuerpos muertos, la pasión del valor aún palpita fogosa, el sensualismo de mando se acrece e increpa, los nuevos prestigios, las prepotencias que han surgido en los campos como los árboles indígenas, con raíces profundas, las huestes insubordinadas que se creen con alientos de legiones, la audacia agreste que se alza al nivel de la superioridad moral, los antagonismos crudos formados al calor de la emulación y, de la gloria, el celo del pago convertido en fanatismo social y político —en célula latente de repúblicas forjadas a botes de lanza— todo se agolpa y recrudece, se exagera y desarrolla en formas más siniestras a los últimos resplandores del incendio, subdividiendo el principio de autoridad entre los fuertes y reemplazando con las prácticas licenciosas la regla de obediencia, ¡que aparece entonces como ley de odiosa tiranía!

El sistema imperante había hecho refluir a las extremidades los elementos indóciles, en su impotencia para utilizarlos en vastas zonas despobladas, y estos elementos o fuerzas perdidas de la economía social, sin otro vínculo entre sí que el que ata a los seres de escala inferior que viven en república por instinto de propia conservación, habían llegado a crearse una atmósfera de extraña independencia, que favorecía de día en día la impunidad de los hechos, y al favor de la que los excesos se multiplicaban en proporción al desarrollo de los instintos feroces.

¡Sólo guerras sin cuartel, implacables luchas a cuchillo, podrían debilitar o destruir ese vínculo formado en los desiertos por la licencia del gaucho errante y la barbarie charrúa!

Como una tromba que comienza a formarse atrayendo desperdicios y desechos a su centro de vorágine para rodar en seguida por toda una zona inmensa, hinchada a su paso incontrastable con los despojos del desastre, ocurríasele al fraile que él distinguía en el horizonte —allá donde hervían las irritaciones nativas— una columna espesa de polvo y chispas que levantaban los cascos de los potros, sacudida por un viento caliente de tormenta, y que venía avanzándose desde los aduares solitarios entre siniestros rumores.

De ahí que Fray Benito abatiera a cada instante su pensamiento reflexivo al terreno práctico, y al sondar sus escabrosidades se detuviese abismado en lo que él llamaba el problema, verdadera esfinge que se erguía al final de la jornada o del camino, tal vez bajo las formas de un tipo selecto de raza caucásica, de ojos semi—azulados y cabellera casi rubia, torso de Alcestes, bien sentado en los lomos de un bridón de guerra, inmóvil entre las ruinas, como observando el sitio por donde debía abrirse paso al porvenir, banderas en alto y paso de victoria, la viril generación de la epopeya.

Después de esos diálogos breves y cortados, los frailes volvían al silencio y a la ansiedad, pareciéndoles que aquel día era demasiado largo; y que, dada la persistencia de los lejanos retumbos, en vez de doscientos debían haberse hecho ya los combatientes, dos mil disparos de cañón.

—Todos quedarán muertos antes de la noche, decía con mucha gravedad Fray Joaquín.

¡Cómo truena esa artillería del infierno!

Pero, las horas transcurrían.

A las cinco, Fray Pedro López trajo la nueva de que Josecillo había partido antes de las dos; y de que entraban a grandes grupos en la ciudadela los dispersos de la batalla.

—Todos son de caballería —decía.

El cañoneo ha cesado, y se supone prisionero a Posadas con sus cuadros veteranos.

Pero mucho sigilo, hermanos —añadió.

Un empecinado ha seguido mis pasos.

Ante estos informes, aumentó entre los conventuales el grado de excitación; y al cerrar la noche, ya no quedó duda del triunfo completo de Artigas.

Esparciose por todo el Real como una voz de alarma.

Infantería y artillería habían caído en poder del enemigo con sus planas mayores, piezas y banderas —y los independientes venían en marcha triunfal a tender sus líneas a tiro de cañón de la ciudadela.

Capítulo 56

Antes de la victoria, los nativos se sentían azorados dentro de muros.

La intransigencia de los europeos llegó por entonces al fanatismo.

Montevideo, plaza fuerte de primer orden, y desde luego centro importante de arribo, refugio y resistencia del punto de vista estratégico, revestía bajo otro aspecto todas las formas características de una gran aldea rodeada de murallas, donde la vida social por su raquitis y atrofia no trascendía en sus mayores expansiones más allá del foso y de los baluartes.

Verdadero villorrio militar, fundado en condiciones análogas y con iguales objetos que la Colonia del Sacramento, sus pobres edificios y callejuelas no servían más que para encaje de un molde de piedra y hierro; de modo que bien podía compararse a uno de esos enormes moluscos de fornida caparazón que asombran por su magnitud y su coraza defensiva, pero que, desprovistos de ella, presentan luego un organismo invertebrado, frágil e inconsistente.

La única manifestación intelectual de aquel tiempo la constituía la «Gaceta de Montevideo», periódico que salía por la imprenta enviada por la princesa Carlota, y que llevaba el escudo de armas de la ciudad al frontis, con las banderas británicas abatidas, con arreglo a la real cédula que le acordó ese honor a mérito, de su iniciativa en la reconquista de Buenos Aires, en cuya gloriosa acción fueron cogidos esos trofeos.

Emitían opiniones en esa hoja, el abogado de los reales consejos de la audiencia de Lima Mateo de la Portilla y Cuadra, que en punto a grado de erudición corría parejas con cualesquiera letrado menesteroso; y el religioso fray Cirilo de la Alameda y Brea, quién sin materia prima para notables cosas, llegó después a ser grande de España, arzobispo de Burgos, General de la orden de San Francisco y Cardenal, con influencia omnímoda en Fernando VII y en otros personajes de alto valimiento en la corte.

Predominaba un espíritu de extremo celo, retrógrado, avieso, implacable que a su vez engendraba la intriga, el chisme, el espionaje, la persecución aislando entre sí las familias y haciendo difícil y hasta imposible la formación de vínculos solidarios.

No pocas de esas familias simpatizaban con los independientes; y ya hemos visto cómo hasta entre los mismos conventuales de San Francisco tenía ardientes afecciones la causa revolucionaria.

Desde el primer momento, no pasó desapercibido este peligro interno, doméstico, digámoslo así, a los partidarios exaltados del sistema colonial, quienes, para prevenirlo en sus efectos y desahogar sus odios contra los nativos, constituyeron una sociedad o club político bajo la denominación de Los Empecinados.

Este título tenía por origen el que se había dado en España a un célebre guerrillero, que aún en los días de mayor infortunio para aquella heroica nación, persistió en su duelo a muerte con las aguerridas tropas de Bonaparte.

La sociedad, compuesta al principio de diez o doce miembros, aumentó bien pronto sus filas, y en progresión geométrica crecieron entonces sus pretensiones y exigencias, al punto de alarmar al mismo virrey Elío, que tenía el genio violento y la mano de plomo.

Con tan celosos guardianes de la causa del rey, los conventuales de San Francisco tenían ojos que los vigilasen, y en los días de que hablamos con mayor motivo.

Varias familias honorables, entre ellas la de Artigas, habían sido expulsadas de la plaza tres días después de la victoria de las Piedras; y este era ya un aviso serio que debía poner sobre sí a los entusiastas reclusos.

En una de esas noches, después de solemne fiesta religiosa, Fray Benito se agitaba en su celda.

Los graves sucesos ocurridos en la campaña en menos de dos meses, el estado actual de los espíritus dentro de murallas, el peligro de nuevas expediciones de ultramar, la energía demoledora de la Junta porteña, el desarrollo asombroso de la acción revolucionaria; todo esto surgía revuelto y rodaba por su cerebro, y veía al fin desenvolverse ante sus ojos aquellos tiempos alumbrados con luz de incendio de sus pasados ensueños —tiempos de perturbación profunda, de ideales soberbios, de instintos y de pasiones poderosas que iban preparando las luchas formidables de organización definitiva.

Luego, volvía a caer su pensamiento a plomo con pertinacia en el medium aislado en que se vivía, y en las fuerzas sin trabazón ni ligadura disciplinaria que se alzaban en los campos gritando guerra…

Insistía esa noche en figurarse a esas fuerzas vencedoras, libres de la tutela severísima, con el desierto por delante, dueñas ya del terreno y de los beneficios del cambio, de una crudeza virgen en el arranque, en la iniciativa y en la acción, abriéndose rumbos por instinto o por un odio incurable a todo poder absorbente; figurábaselos con sus caudillos a la cabeza en medio de una descomposición profunda, recién sacudidas, con la conciencia de su poder y de su libertad, frente a frente de las viejas costumbres desafiando las tendencias unitarias, pero todavía sin planes fijos en una época en que no los habían madurado los mismos cerebros pensadores; y espantábase a la idea de que a una lucha santa se sucediese la guerra social con todo su cortejo de discordias, segregando porciones distintas de la antigua familia hispano colonial.

Esos hombres extraordinarios que aparecían acaudillando masas, improvisados en capitanes por el acaso, la osadía, el talento y el valor, fascinadores en su prestigio, sin otra escuela que la imitación y el ejemplo, ni otro teatro que las soledades, llenos de resabios y de temibles pertinacias, ardiendo en los deseos de una vida nueva y de un destino mejor, bien pudieran ser los genitores de esas largas anarquías en que se resolvían según la historia los arduos temas de las formas políticas de los pueblos.

Estas cavilaciones eran a cada paso interrumpidas por la entrada de algunos de sus colegas a la celda, los que, no menos sobrexcitados por las cosas del día, buscaban encontrarse juntos a cada hora en el interés de compartir las emociones violentas, las esperanzas y aún las dudas que les sugerían los sucesos pasados y la crisis del presente.

Fray Joaquín Pose creyó sin embargo discreto, que esa noche, como en la anterior, se hiciese tertulia en el refectorio, y se departiese con mucho tino sobre las ocurrencias profanas.

Los demás acogieron bien esta indicación como si presintiesen un peligro, y fuéronse todos a reunirse poco a poco en el local designado.

Fray Benito fue el último en entrar, y al hacerlo notó al primer golpe de vista que en el refectorio no había otros conventuales, que Fray Joaquín, Fray Pedro y cinco hermanos más.

—Extraño es —dijo en voz baja— que a esta hora sólo estemos aquí reunidos ocho…

—Eso mismo observábamos nosotros en este momento —repuso Fray Pedro en el mismo tono. Creo hermano, que algo se trama.

Fray Benito movió la cabeza y sentose en un sillón de baqueta.

—No nos cogería de sorpresa.

El virrey está colérico, y los empecinados nos señalan con el dedo.

—El ruido del escopeteo en la línea debe exasperarles más; pues todo ha podido preveer Elío, desde que Buenos Aires adoptó su fórmula del año ocho: Cabildo abierto y Junta de gobierno; menos que fuere el entonces teniente de Blandengues quien venciera sus mejores tropas y estrechara el asedio.

—Así es —afirmó Fray Benito, cuya mirada se iluminó de súbito.

Y como recogiendo materiales en su memoria, añadió de allí a poco:

—Cuando un día aventuré yo aquí un juicio, diciendo que la iniciativa de Elfo era como el primer germen de una idea revolucionaria, y fui redargüido, dejé al tiempo que lo confirmase…

En ese tiempo estamos, hermanos.

Es su fórmula aceptada como tal, con otras tendencias y fines, la que ha armado ejércitos, y lo ha encerrado en esta jaula de piedra.

—De la que difícilmente saldrá victorioso, —dijo Fray Joaquín.

Se marcha a tambor batiente, y las cosas parecen tocar a su término.

—Que se rinda Montevideo es lo poco probable —repuso Fray Benito con aire de duda— y mientras se mantenga firme Elío, la junta de España ha de pugnar por robustecer su acción.

Esta ciudad ofrece a las expediciones militares y a las escuadras un punto de apoyo inestimable, por su posición geográfica, su puerto, sus cañones y murallas.

En tanto sea conservada bajo el dominio, la madre patria puede acariciar la ilusión de que sus esfuerzos no serán estériles o aventurados por lo menos, desde que tiene abierta una puerta en América para el paso de sus ejércitos hacia el interior, y un arsenal poderoso con qué proveerlos en todo tiempo sin dificultades ni peligros.

Perderla, o facilitar su acceso a los independientes que conocen su importancia, sería una prueba de impericia de que no creo capaces a los generales españoles.

En esta región, su fuerza está aquí.

Rendida la plaza, desaparecería con ella el centro de su actividad militar y el nervio de resistencia.

—Los franceses arrecian por allá.

—También cargan los agredidos, y puede cambiarse de repente la fortuna…

Mi afecto decidido por la causa de América, y mi amor por el país en que hemos nacido, no me arrastran hasta el punto de desconocer en la nación que nos ha dado su idioma y sus hábitos buenos y malos, esa virilidad patriótica y esa pasión guerrera perseverante de que ha ofrecido tantas veces, y está dando ahora mismo ejemplos al mundo.

La guerra podrá ser más o menos larga y sangrienta en la península, y una sucesión de contrastes y derrotas podrá también hacer sospechar un éxito desastroso; pero, la fibra ha de resistir y triunfar también sobre las combinaciones deleznables de un gran capitán afortunado.

Una prueba elocuente de ese vigor de raza, y de esa fe en sus destinos, la tenemos en la persistencia obstinada con que sostiene en América sus pretensiones de dominación absoluta…

En esto, Fray Luis Faramiñán que cruzaba por un corredor, entrose de improviso en el refectorio con el dedo en la boca y el semblante demudado, diciendo muy quedo:

—¡Silencio!…

Los frailes quedáronse mudos, arrebujándose aprisa en las capuchas.

Uno se hincó en un extremo, de espaldas a la puerta, murmurando entre dientes una oración.

Otro desprendiose rápido el rosario y púsose a pasar las cuentas entre sus dedos; y Fray Benito que tenía el mate en la mano lo colocó a prisa en la mesa, para coger un breviario que allí estaba abierto.

Los demás permanecieron quietos, presintiendo un peligro grave, o la aparición en el refectorio del mismo virrey Elío, con su cabeza deforme y asustadora, móvil sobre un cuello corto y morrudo, sus ojos redondos y saltones, sus pelos erizados, su gesto de arrebato implacable y su zarpa fornida de soldado atleta en perpetua amenaza sobre el puño del espadón.

Fray Luis, por su parte, comenzó un paseo lento con los brazos en cruz y la mirada en el suelo.

Sentíase en el corredor el ruido de una espada.

Después oyose claramente el que hacían las culatas de varios fusiles, al descansarse en el piso con violencia.

Los religiosos que se habían quedado en sus asientos, formaron círculo, y comenzaron un rezo a media voz…

Un oficial de infantería apareció en la puerta que Fray Luis dejó entornada, y que el recién venido abrió del todo con un golpe de puño.

Los frailes no se movieron de sus sitios; y solo Fray Benito levantó la cabeza con serena y mística expresión.

—¡Los seráficos! —prorrumpió rudamente el oficial, sin sacarse el morrión.

Ya pueden irse levantando para venir conmigo, ¡de orden del señor virrey!

A estas palabras, pronunciadas con irreverente imperio, los conventuales se estremecieron y cesaron en su rezo, para balbucear protestas.

Puestos todos de pie, como heridos por una misma conmoción, Fray Benito se adelantó un paso, y dijo:

—No sabemos a qué atribuir, señor teniente…

—¡No tengo nada que oír! —le interrumpió el oficial con bronca voz.

Y en seguida, asomándose a la puerta, gritó:

—Avancen.

Oyose en el acto el sordo compás del paso del pelotón.

Los frailes se miraron.

No había nada que hacer, pues que la orden era terminante.

—¿Nos será entonces permitido proveernos de lo más necesario? —se atrevió a preguntar Fray Benito.

—Están ustedes bien con lo puesto —repuso el teniente con impaciencia.

¡En marcha!

Los frailes desfilaron cubriéndose bien; inquietos, pero callados y humildes.

El oficial se colocó a un flanco, y el pelotón detrás con los fusiles terciados.

Pronto estuvieron en la calle.

La noche estaba húmeda y fría.

Sentíanse a intervalos algunas detonaciones en la línea del asedio, que distaba media legua apenas de la muralla del este.

El grupo de religiosos y soldados recorrió una parte de la calle de San Francisco desierta a esa hora, y dobló por la de San Pedro, profundamente oscura.

El trayecto hasta el portón de la ciudadela que llevaba el mismo nombre de esa calle, se hizo en silencio, lo que permitió a los frailes reconcentrarse para hacer cálculos sobre la suerte que se les reservaba.

No tuvieron tiempo, sin embargo, para concluir sus soliloquios, a este respecto; porque, traspuesta la poterna, sintieron girar sobre sus goznes el gran portón de salida al campo.

Una vez fuera de sus umbrales de piedra herrumbrosa, el teniente señaló con la espada el terreno solitario y negro que se extendía delante, cubierto de boscajes y matorrales, exclamando con dureza:

—¡Ahora pueden irse con sus matreros!

Los religiosos inclinaron las cabezas, siempre callados; cerrose la enorme puerta, alertaron en ese instante los centinelas del Fijo en todo lo largo de los bastiones, y ellos alzándose los hábitos echaron a andar hacia el cuartel general de Artigas, a paso rápido, como para alejarse cuánto antes de aquel cinturón de granito y de cañones.

Fray Benito que encabezaba el grupo, llevaba sus ojos puestos en el fondo de las tinieblas, cual si allí se bosquejase la imagen de un destino a misterioso, de un porvenir preñado de tormentas, con lineamientos confusos y fugaces relámpagos, ¡bajo cuyo negro dosel aún tardaría mucho en lucir una aurora de paz y de ventura!

En el horizonte cercano, dibujábase un arco rojizo formado por el resplandor de los fogones de una intensidad muy viva, con una corona de brumas.

El fraile alargó el brazo, y dijo:

—¡Sangre!

Fray Joaquín Pose abarcó el horizonte, con sus ojos muy abiertos, murmurando:

—¡Sí!…

¿Y por que siempre sangre?

—Se dice que la vida es risa y drama —repuso Fray Benito sin detener su paso mesurado—. Con todo, es en medio de la risa que se han degollado más a gusto los hombres.

¡Oh!… ¡la sangre abona y fecundiza!

—¿De manera que ese, es el extremo fatal?

—Así creo.

La historia prueba que hubo sangre antes de Cristo, en Cristo, y después del sublime apóstol; y ella seguirá derramándose en los tiempos, ya en nombre del odio nunca satisfecho, ya en nombre del ideal nunca alcanzado…

La naturaleza humana necesita para perpetuarse, de su propia esencia.

—Pero, aquí vamos llegando al fin —observó Fray Pedro, estremeciéndose al ruido de una descarga, que en ese momento resonaba a lo lejos.

—En apariencia, hermano —repuso Fray Benito, sin perder su serenidad habitual.

La fibra de los que se han rebelado es demasiado fuerte, para que el triunfo mismo suavice su fiereza. Es de un temple ya raro, y por eso temible.

Conquistada la independencia, la sangre correrá en los años, hasta que todo vuelva a su centro, y aún después…

¡Esa es la ley!


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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