Acevedo cuenta un episodio histórico de su país, cuando el presidente Rivera tendió una trampa a la hueste charrúa para eliminarla.
Los supervivientes de la matanza de la Cueva del Tigre organizaron su venganza, dando muerte a sus verdugos en una nueva emboscada, para desaparecer después para siempre.
Con sus brazos y piernas desnudos y fornidos, sus “cuya-pies" de piel
de yaguareté o sus "chepies” de aguará, sus greñas cerdunas recogidas
en parte y en parte sueltas al viento como crines llenas de abrojos,
coronadas en mitad del cráneo por un pulmón de loro, de ñandú o de
chajá, sus ojillos semi cerrados de una fosforescencia felina y sus
pechos salientes como enormes bustos de bronce oxidado, seguidos de
mujeres capaces de ahuyentar a un muermoso, de perros tigreros
confundidos en el enjambre y de matalotes cargados con racimos de
rapazuelos color cobre, los indómitos charrúas provocaban fácilmente el
pavor apenas los denunciaba una ráfaga de viento. “No es necesario ser
perro —decían los estancieros— para olfatear a media legua a estos
demonios.” Precedíalos en verdad cierto olor de fiera que era como
trasudor de sus instintos. Sus rostros rayados con pedernal, hierro o
espina de mangrullo humedecidos en alguna savia o pringue especial,
dábales un aspecto imponente.
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Publicado el 10 de agosto de 2024 por Edu Robsy.
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