Nativa

Eduardo Acevedo Díaz


Novela



Capítulo 1. Tiempos viejos

Allá por los años de 1821 a 1824, cuando la nacionalidad oriental aparecía aún incolora casi atrofiada al nacer por rudísimos golpes capaces de producir la parálisis o por lo menos la anemia que se sucede siempre a la postración y al prolongado delirio, —la libertad de la palabra escrita no alcanzaba tal vez el vuelo de una campana, y por el hecho la propaganda tenía límites circunscriptos a un círculo popiliano —estrecha, somera, recelosa, lapidaria, espantadiza como ave zancuda que se abate en una loma en donde no hay para ella alimento, y al pretender remontarse a los aires se arrastra primero azotando el suelo con la punta de las alas y prorrumpiendo en desafinadas notas. Era este un fenómeno natural. Toda resistencia había cesado desde hacía pocos meses, y la robusta sociabilidad que sangrara por cien heridas durante cerca de dos lustros para darse su autonomía propia o recuperar su equilibro primitivo, había sido asimilada por un poder mayor, a título de Estado Cisplatino. Desde luego, esta sociabilidad había sido atacada en sus fundamentos, en sus tradiciones, en sus costumbres, en su idioma, en sus propensiones nativas —sustrayéndosela a la vida solidaria de sus congéneres por la razón de la fuerza y la lógica de la conquista. Explícase así entonces, por qué la libertad del pensamiento no gozaba de más espacio que el que recorre una flecha; cuando a semejanza del ave viajera —sentada apenas la planta— no emigraba con sus intérpretes a mejores climas.

Este estado de cosas se debía en mucho a la política observada por el señor de Pueyrredón y por el Dr. Tagle; quienes, adversarios decididos de don José Gervasio Artigas, hombre de gran influencia personal y política en todas las provincias del litoral uruguayo, y por lo mismo entidad poderosa, habían logrado con astuta diplomacia atraer sobre el territorio oriental una invasión, que fue portuguesa, como pudo ser de otra nacionalidad cualquiera que se hubiese prestado a la aventura, —quizás al solo objeto de quebrar por siempre la prepotencia del caudillo, y no con el de entregar al extranjero la más rica zona del antiguo virreinato.

Al proceder así, el Directorio de Buenos Aires se consideraba débil e incapaz materialmente de dominar con sus elementos propios el exceso de energía de la misma revolución a quien debía su existencia, —exceso encarnado en la personalidad de Artigas, que por entonces desempeñaba una función formidable en su médium propio, por inspiración nativa, como resultado lógico de la ruptura de los vínculos coloniales, sin atingencia tal vez con el ideal de los pensadores y con estricta sujeción a los impulsos instintivos de la masa ajena a los cálculos y convenciones arbitrarias de los gobiernos—. Pero, que la ocupación del territorio oriental por un ejército portugués —compuesto de tropas escogidas que habían luchado con las de Napoleón Bonaparte en la península— no podía ser convencional, temporaria o transitoria, lo constataron bien pronto los hechos por el carácter mismo que revistió la ocupación, por los actos significativos que se sancionaron y por la actitud de resistencia activa asumida por los orientales, cerca de cinco años después de vencido Artigas; actitud que el gobierno argentino se vio en el caso de segundar vencido a su vez en el terreno de los hechos y de las ideas, borrando con el codo de la fuerza bruta lo que había hecho la mano de sus nerviosos diplomáticos. —El señor de Pueyrredón y el doctor Tagle —estadistas de circunstancias— creyeron acaso de buena fe, mirando los hombres y las cosas con el catalejo de su época, no con el lente de que en estos tiempos nos servimos hasta para observar nebulosas, —que la personalidad de Artigas resumía todo lo que ellos consideraban el mal de la época; y que, abatida esta personalidad, la parte dañada del organismo entraría en cicatrización: lo que equivalía a decir que el caudillo se asemejaba en cierto modo a un tumor en el cerebro, que una vez extirpado devolvería con el equilibrio exigible la marcha normal a sus funciones.

De este error serio, que se padeció entonces, provinieron males mayores. Don José Gervasio Artigas —a quien asignóse de esa manera un poder personal dañino absoluto, al punto de considerársele como fuente generadora de desobediencias y rebeldías indomables, o como fuerza extraordinaria de acción y reacción de donde emanaban y a donde refluían todos los extravíos y rabias locales de las multitudes armadas—, no fue producto exclusivo de un molde que debía servir por el contrario de forma a múltiples entidades más o menos influyentes, como que ya estaba preparado y dispuesto en la fragua del cíclope ciego —o por lo menos de un solo ojo— que se llamó coloniaje. Aquellos gobernantes parecieron no tener en cuenta que en la incubación de nacionalidades o en la formación embrionaria de soberanías nuevas, no es el caudillo sea cual fuere su prestigio el que crea los instintos, las propensiones, la idiosincrasia y la índole genial del pueblo en cuyo medio se agita y se impone, sino que es la sociabilidad la que lo educa, lo adoba, lo eleva y lo hace carne viva de sus ideales invencibles y aun de sus brutalidades heroicas, con ayuda del clima y de las costumbres austeras; pues como lo comprueba la historia, atentamente analizada, las pasiones de la masa se condensan siempre en individualidades típicas, que son como sus válvulas de escape, o sus centros de atracción en cuyo redor giran todas las fuerzas activas para modelarse y darse una significación y un poder propios en el tiempo y en el espacio. Por eso, las personalidades típicas surgen ya dominantes y se hacen prepotentes; y por eso aun cuando no hubiese surgido Artigas, la fuerza espontánea que lo abortó habría engendrado otros de su talla por la sencilla razón de que él no era una causa sino un efecto.

Eliminado Artigas de la escena, y a pesar de los desastres terribles que él no habría soportado en parte siquiera si en la vida del conjunto que le seguía no hubiesen palpitado los instintos poderosos de que fue intérprete genuino, aun cuando hubiera abusado de sus facultades de mando; —eliminado decimos, el caudillo, acosado por todas partes por el sable, el plomo, la deslealtad y la traición, dejando detrás un sangriento reguero de nueve años de batallas, teniendo por delante un último combate desigual y más allá el destierro perdurable—, persistieron no obstante las causas verdaderas del conflicto y por evolución natural y ley histórica de segregamiento y recomposición, las tendencias ingénitas de que hablamos, ya en punto de desborde fatal y necesario, comenzaron a destruir hasta en su última pieza el edificio de la colonia, organización vetusta que hasta ese momento había interesado conservar a los que dirigían la marcha de los sucesos para ofrecer un armazón apropiado y conveniente a las ideas monárquicas de que estaban poseídos y a que querían someter sin forma de plebiscito a las muchedumbres altivas.

Aquel ruido pavoroso del año XX pudo ser oído hasta en los confines remotos, como el de una selva virgen devorada por el incendio; y si no podía compararse con el de la diana majestuosa de una victoria preparada por la táctica sesuda y la combinación habilísima del genio y de la experiencia, era al menos el anuncio al mundo de que un pueblo convertía en ruinas el viejo edificio de instituciones que lo habían condenado por tres siglos a la oscuridad y al silencio, para resurgir de entre ellas, reconstruyendo con el sudor de su frente y el solo esfuerzo de sus brazos, resignado al gran dolor de la resurrección por el sacrificio, y fortalecido por la esperanza sublime de las recompensas en el futuro y de la inmortalidad en la historia. —Noble y valiente muchedumbre semi—bárbara, que tuvo el coraje de oponerse a la corriente de las ideas deslumbrantes de cortes y reyes, infiltrando en los mismos organismos privilegiados que eran intérpretes cultos del pensamiento, con un robusto sentimiento de conservación propia— savia inagotable de libertad y de república.

Vencido pues, el caudillo, no acabaron los caudillos —como muerto el león no se extingue la leonera. La leona era la nacionalidad embrionaria, y había sido ella demasiado fecunda para que pudiesen contarse sus fieros engendros. Aún errante con su caudillo de una a otra ribera, cuando era perseguida desde Montevideo al Ayuí sin piedad ni perdón, y desde el Catalán al Sauce entre una borrasca de sangre, había librado con suerte hasta en tierra extraña, pues, a ella debió Ramírez echar melena. Concíbese así cómo con el sentimiento irreductible de la independencia individual subsistiera el de la emancipación de pago, de distrito y de provincia, tanto más exacerbado cuanto mayor era el obstáculo opuesto a la libertad suspirada. Los «tupamaros» que habían sido pródigos de sacrificios años antes consagrando existencia e intereses a la causa suprema de la autonomía local, mantenían intacta su aspiración patriótica en medio de las graves vicisitudes de su tiempo y aguardaban pacientes el día histórico de la insurrección final que había de asegurar por siempre con su éxito la vida libre.

Los acontecimientos en su trabazón lógica habían venido sucediéndose de tal manera que, bajo cierto punto de vista podría afirmarse que ellos habían dado cohesión y firmeza a la obra del patriotismo, iniciada y perseguida en la sombra no obstante todas las perfidias y debilidades de algunos prohombres que se imponían en la escena.

En confirmación de estos juicios recurramos por un momento a la historia sine ira et studio —según la frase de Tácito—, encadenando los hechos que caracterizan en su doble faz social y política el periodo tormentoso a que aludimos.

El reino de Portugal, que en otras épocas de grandeza y poderío había extendido su dominio a las más apartadas regiones del mundo, era por el año 1820 una verdadera dependencia de su colonia en América en donde gobernaba don Juan VI, su rey de derecho divino, arrojado de la patria y de sus lares por la soberbia del vencedor de Austerlitz. A esta condición mísera no podía avenirse fácilmente aquel pueblo emprendedor y altivo, acostumbrado a su gobierno propio, ni consentir podía que su testa coronada administrase justicia a más de dos mil leguas, pues que el rey tenía por asiento y corte la ciudad de Río Janeiro. En medio de tales circunstancias, sintiéronse los portugueses estimulados por el movimiento militar de la Isla de León, e iniciaron uno análogo en la ciudad de Oporto, dándole por base y objetivo la necesidad de la organización de un gobierno constitucional y el regreso a Lisboa de Don Juan VI con toda su familia. Ejército y pueblo confraternizaron, y la aspiración se cumplió. Reuniéronse las Cortes, sus propósitos trascendieron al Brasil, y la simple enunciación de un régimen constitucional encontró formal acogida en la antigua colonia, dando el ejemplo las provincias septentrionales; excepción hecha de la de Pernambuco que en vez de ese régimen quería el de la libertad, y que en recompensa de tan levantado anhelo fue sometida y bañada en sangre. La provincia uruguaya adherida también por la fuerza a las de la corona, y que entre ellas aparecía como una placa de acero soldando las roturas de un oro viejo, siguió el movimiento, a iniciativa de las tropas reales y por sugestión de un coronel Antonio C. Pimentel, quien llegó a imponerse a su jefe el General don Carlos Federico Lecor, obligándolo a hacer causa solidaria con el ejército de Portugal y a presidir un consejo de militares, designados por los mismos regimientos y reparticiones anexos.

En la capital del reino, el pronunciamiento se hacía más difícil por encontrarse allí el monarca, y pesar en mucho la influencia de la corte sobre el espíritu público. Pero, el hecho era fatal, de consecuencias inevitables; y, aun cuando el rey llegó a hacer caso omiso del llamado de las Cortes, que pedían su regreso, lanzando a luz su manifiesto de Febrero de 1821, en el cual anunciaba la intención de enviar como emisario ante ellas al príncipe don Pedro, quien debía consultarlas —acerca de la carta constitucional a jurarse—, el pueblo penetrado por intuición de que era la fórmula liberal la que se resistía, y obedeciendo ya con cierta vehemencia a los secretos impulsos producidos por la conciencia del poder propio, se opuso a esa determinación; y unida una fracción civil considerable a las tropas en una plaza pública, manifestáronse los deseos de que el monarca acogiese sin observación alguna y ordenase el juramento de la constitución que las cortes impusieran al reino. Juan VI tuvo que acceder a la exigencia popular, prescribiendo el juramento a su misma familia, con él a la cabeza; y, en pos de este suceso notable, viose en el caso de volver a Portugal, designando a don Pedro como regente del reino del Brasil hasta que se hiciese efectiva aquella constitución.

Efectuada la vuelta a Europa del asendereado príncipe, el Brasil quedó nuevamente en una posición subalterna, tributario de la antigua metrópoli que, por una singular anomalía había llegado a ser en los últimos tiempos una dependencia de su colonia. Asaltaron entonces a ésta, que acababa de gozar de los honores metropolitanos con la presencia de su monarca, los mismos escrúpulos y susceptibilidades locales que habían influido en el pueblo portugués para convocar a Cortes y exigir el regreso de Juan VI a Lisboa; susceptibilidades y escrúpulos que, aparte de la fuerza moral que les daba el hecho de la posesión de muy ricos y vastos territorios, llegaron a adquirir mayor incremento cuando a raíz de la vuelta del rey, las cortes, en un documento dirigido a los gobiernos europeos, cometieron el error de lamentarse de las franquicias acordadas al Brasil por su soberano con perjuicio del reino de Portugal. En el espíritu público de la grande y opulenta colonia, esta manifestación imprudente produjo el efecto de relajar aún más los vínculos de obediencia y disciplina, revelándolo en el fondo, y predisponiéndolo a resistir con energía toda tendencia que importase recolonizar bajo la base de un sometimiento pasivo. Verdad es que sin esto, el quebrantamiento de los lazos coloniales estaba realizado en la voluntad del pueblo y que sólo era necesaria la forma en que se debía operar el segregamiento, tanto más lógico y fatal, cuanto que la colonia que se consideraba como parte —en el fondo y del punto de vista geográfico, demográfico y político también, en lo que se relacionaba con la vida por venir—, podía decirse que superaba al conjunto o por lo menos a la metrópoli, en la esencia de sus elementos naturales y en el poder incontestable de sus recursos económicos.

Ajeno quizás a la existencia de este peligro inminente que no habría pasado desapercibido a un gobernante hábil, y tomando a lo serio con malicia o sin ella lo que el señor de Pueyrredón y su ministro el doctor Tagle le habían sugerido, al pedirle la ocupación de la provincia oriental, —don Juan VI por una real orden publicada en Montevideo en Junio de 1821, disponía que esta provincia «determinase sobre su suerte y felicidad futura, recibiendo esta prueba de la liberalidad de sus principios políticos y de la justicia de sus sentimientos, y que al efecto se mandase convocar un congreso extraordinario de diputados de los pueblos, que, como representantes de la provincia, fijasen la forma en que habían de ser gobernados, consultando el bien general; y, que los diputados fuesen nombrados libremente— sin sugestión ni violencia

Aunque liberal en la forma como se ve, esta real orden importaba en el fondo una anexión perpetua de la provincia oriental a la corona de Portugal, Brasil y Algarbes; porque gobernándola por entonces el General Lecor, cuya espada valía indudablemente menos que su pericia en la intriga, debía suponerse que a sus arterías diplomáticas quedaba librada la elección de los representantes del pueblo, y más aún robustecía esa creencia en los espíritus sensatos la especial circunstancia de que quienes debieran de convocar el congreso eran los miembros del Cabildo, —hechuras del General Lecor.

Sucedió así, en efecto. Casi todos los diputados que se eligieron con ese motivo o móvil determinante, eran hombres que habían recibido prebendas y distinciones honoríficas de parte del rey, a cuya causa por el hecho estaban obligados, considerándola los más muy por encima de las toscas propensiones y egoísmos de pago, sintetizados en las palabras de «patria» e «independencia», especie de bramidos de jaguareté con que los caudillos semi—bárbaros llenaban las soledades. El 18 de julio —día que se haría memorable cerca de dos lustros después gracias a esos caudillos—, reuniéronse en la sala capitular los miembros del congreso con una compañía de granaderos portugueses a la puerta, como custodia de honor. Esos diputados eran los que debían decidir de la suerte de la provincia; y, previo un discurso que pronunció como suyo el señor Jerónimo Bianchi y cuya paternidad se atribuía a don Nicolás Herrera, votóse la incorporación de la provincia al reino, bajo el nombre de Estado Cisplatino, siendo una de las bases del tratado que el Barón de la Laguna continuaría en el mando del país.

Como era natural, este acto consumado fue objeto de plausibles demostraciones por parte de la prensa de Río Janeiro, que veía realizada por fin, por el libre consentimiento del pueblo oriental, la anexión de su rico territorio a la gran monarquía portuguesa.

El mismo General Lecor se encargaba sin embargo poco después —una nota datada en Enero de 1822 dirigida al ministerio, e inserta en el Diario do Goberno de Lisboa— de dejar consignado para la historia, que «para asegurar el éxito, se sirvió del influjo que tenía sobre los empleados públicos, necesariamente dependientes del gobierno, para inclinar sus votos en favor de la reunión a la monarquía.»

Como se denunciase bajo esta forma por el Barón de la Laguna, el proceder incorrecto de que él mismo se jactaba haber hecho uso para uncir a extraños destinos los de un pueblo infortunado, tan inconsulto al respecto como oprimido por un poder formidable, las cortes portuguesas se creyeron en el caso de no prestar su aquiescencia a esa conducta, por el momento; aun cuando el escrúpulo debía desaparecer casi incontinenti, pues que, sin sancionar los actos del General Lecor, y como si se tratase de bienes de sucesión vacante, tuvieron el intento de entregar el territorio oriental a la España en cambio de la insignificante plaza de Olivenza cedida a aquella por el tratado de 1801; lo que prueba que Portugal se consideraba propietario por el derecho de la fuerza de lo que Fernando VII reclamaba a título de soberano haciendo intervenir en su gestión al congreso de la Santa Alianza. Aun cuando la inicua permuta no se realizó, la prensa brasilera alzó alto su protesta, creyéndola factible, pues que ella no importaba otra cosa que un golpe a cercen a la integridad de un gran reino, que privaría al Brasil de una de sus más envidiables zonas; —lo que prueba también que la colonia portuguesa, con bríos y alientos propios de la mayor edad, tenía ya hechos sus cálculos serios sobre la transcendencia que entrañaba la conservación y plenitud de su dominio en la ribera oriental del Plata.

Este nuevo antecedente, de importancia internacional, vino a aumentar los motivos de descontento entre los brasileros. Las cortes portuguesas habían hecho referencia en su manifiesto a las naciones, invocándola como una de las causas poderosas de decaimiento y atraso para la metrópoli, la libertad de comercio acordada por el príncipe regente a los puertos de la colonia, dentro de los que podían desde entonces echar el ancla los buques de todas las banderas del mundo: consagración de un principio liberal que honraba al gobernante, colocándolo al nivel de las prácticas avanzadas que había de proclamar pronto la teoría revolucionaria dueña ya de los espíritus pensadores y latente en el pueblo; y, aunque no debiera atribuirse a esa razón la decadencia lamentada, sino a causas múltiples y complejas, su enunciación simple, a la vez que indiscreta, y las medidas adoptadas posteriormente en sentido de restringir en absoluto los derechos de la colonia al punto de pretenderse someterla a una existencia precaria, prepararon el desmembramiento y la independencia.

El Brasil, vasta zona maravillosa provista de riquezas incalculables y habitada por un pueblo que había ya recibido muy provechosas lecciones de la experiencia, no podía consentir en la resurrección del viejo sistema, ni tolerar las humillantes pertinacias de un ayo caduco; y así fue cómo, después que las cortes, obedeciendo a un encelamiento peligroso, crearon por ley un todas las provincias brasileras juntas gubernativas independientes de la regencia, con responsabilidad únicamente ante aquéllas, y dictaron decretos imponiendo en uno al príncipe que regresase a Portugal y viajase de incógnito por diversos países a fin de completar su educación política, —en otro suprimiendo los tribunales superiores de justicia y de comercio, así como distintas instituciones creadas bajo el gobierno de don Juan VI; después que modificaron la organización militar de cada provincia, enviando nuevos contingentes de tropas regulares para apoyar sus decisiones, y que declararon írritos y nulos todos los actos realizados por la regencia en beneficio de los pueblos y por iniciativa de éstos, no quedó ya duda alguna a los nativos de que se trataba de arrebatarles hasta la última prerrogativa local y de derecho propio; y, en vísperas de pronunciarse enérgicamente en desobediencia activa— anticipóseles su regente el día siete de Setiembre de 1822 cumpliendo con la aspiración popular, al grito de «independencia o muerte», en los campos de Ipiranga, en donde fue aclamado Emperador constitucional del Brasil.

Estos graves sucesos consiguientemente, tuvieron su inmediata repercusión en el Estado Cisplatino, ocupado por una fuerza militar portuguesa a la sazón de tres mil quinientos hombres, aparte de las tropas auxiliares. Su comandante, en jefe General Lecor, bien penetrado de la trascendencia del hecho consumado en el Brasil, apresuróse a encauzarse en la corriente; pero, hallando oposición seria en muchos elementos de acción que por razón de nacionalidad y espíritu caballeresco querían conservarse fieles y leales a la causa lusitana a la cual siempre habían pertenecido, adoptó por resolución irse a la campaña arrastrando los contingentes que le eran afectos. Con motivo de esta actitud por él asumida, Montevideo sólo conservó como guarnición algo más de un millar de Voluntarios Reales. La salida de Lecor respondía a la conveniencia de ponerse cuanto antes al frente de los elementos brasileros que en los distritos esperaban un jefe, y que contaban ya con el apoyo de los orientales que obedecían las órdenes del Comandante después «Brigadeiro» don Fructuoso Rivera.

En tanto se producían estos conflictos en el Estado Cisplatino, coincidentes con los provocados en las provincias de Marañón, Pará y Bahía, una sociedad secreta de patriotas existente hacía algún tiempo en Montevideo al habla con la mayoría de los miembros de su Cabildo, trataba de sacar utilidad de la emergencia para reiniciar la obra de redención. No había que resolver al respecto ningún problema, porque si alguno hasta entonces había aparecido insoluble, acababa de darle solución el filo de la espada; el Estado Cisplatino no era ya dependencia de Portugal, sino de su antigua colonia, porque aislados los últimos representantes militares del reino dentro del viejo Real de San Felipe quedaban por el hecho heridos de impotencia, sin vínculo de solidaridad alguna con el país dominado por los disidentes, y sin comunicación fácil con la metrópoli, a su vez imposibilitada para protegerlos con eficacia. Guiándose entonces por el espíritu de conservación propia y no ya por el deseo de retener una conquista ilusoria, el general portugués don Alvaro da Costa, cauteloso y prudente, propuso al Cabildo entregarle las llaves de la ciudad y aun dejarle hombres y municiones de guerra para su defensa, siempre que aquél le proporcionase los recursos necesarios para trasladarse con sus tropas a Europa. Esta proposición era tentadora. Los orientales adhirieron, prometiendo emplear todos los medios a su alcance para el logro del objeto, aun cuando alejado el enemigo del recinto, tenían siempre delante el peligro —tal vez más temible, del nuevo Imperio. Recurrieron al gobierno de Buenos Aires, de que formaban parte Don Bernardino Rivadavia y el Doctor Don Manuel F. García— el mismo que había intervenido en la oscura negociación de la ocupación de la Banda Oriental por los portugueses, en la época de Artigas. El gobierno argentino acogió bien al emisario, que lo fue el Coronel don Ventura Vázquez, e indicó a los orientales línea de conducta; con todo, la confianza nacida de esta actitud considerada sincera por los patriotas, debía desvanecerse en la hora decisiva como toda promesa banal de gabinete que tiene de sobra con las preocupaciones domésticas que absorben su actividad. La acogida sin embargo, dispensada al agente confidencial, y la buena dosis de consejos dados por el señor Rivadavia al Cabildo de Montevideo, entre los que resaltaba el de la conveniencia de que la opinión pública se pronunciase allí, antes de que a su vez lo hiciera el gobierno de que él era órgano caracterizado, dieron germen a varias iniciativas importantes no siendo entre ellas la menos digna de mencionarse, la aparición entonces en la capital del Estado Cisplatino de cuatro periódicos y otros impresos sueltos tendentes a levantar el espíritu local, en armonía con las instrucciones o indicaciones amistosas del gobierno de Buenos Aires. Santiago Vázquez, Antonio Díaz, Juan Francisco Giró y Diego Benavente —escritor de nacionalidad chilena—, fueron los encargados de esa misión elevada, conciliando la propaganda periódica con el interés momentáneo de los portugueses que la protegían, y ahondando la discordia entre éstos y los brasileros. Los alistamientos patrióticos comenzaron bajo estos auspicios; el general Costa dioles impulso con un batallón de libertos, y con armas y municiones para otro de cívicos y para un regimiento de caballería, que debía comandar el aguerrido oficial Manuel Oribe llamado a adquirir con él algunos laureles en jornadas parciales; pero, estos esfuerzos según se verá bien luego —estaban condenados a esterilizarse en el vacío y la indiferencia de los mismos que los habían alentado con sus promesas.

Como decíamos al principio, la prensa tuvo su misión y notable en los primeros años de la tercera década del siglo. Por lo menos devolvió al ánimo público su temple enérgico.

Aunque ensayos de gimnasia intelectual de espíritus superiores unos, menguados otros, no pocas de esas propagandas se fundaban en el hecho de una conciencia propia formada en el pueblo por los múltiples esfuerzos anteriores, en sentido de la emancipación absoluta. Eran tiempos de descomposición en el viejo virreinato, a la vez que de persistencia soberbia en la provincia oriental en sentido de los rumbos fatalmente abiertos por la acción revolucionaria. Los heroísmos desgraciados habían cubierto de semillas el surco, y como era fertilísima la tierra había engordado el grano y recomenzaba a cuajar con fuerza.

Francisco de Paula Pérez, periodista de términos medios, no conseguía con su PACÍFICO ORIENTAL satisfacer ni a monarquistas ni a liberales, a pesar de haber colocado al frente de su hoja esta sentencia de Lanjuinais, tan deleitablemente lírica entonces, como ahora: —«Felices de los pueblos y de los que los gobiernan, si sus derechos recíprocos determinados por una sabia constitución cumplida de buena fe, se sirven de mutua garantía y se afirman de año en año por los trabajos de consejos representativos».

La imprenta de Torres —después de los Ayllones— especie de potencia tan temible como poco conocida en la época de que hablamos, lanzaba a intervalos sobre el vecindario aturdido, tan pronto periódicos de lenguaje enigmático aunque comprensible por intuición al instinto popular, como hojas curiosísimas en el idioma fe Camoens que hablaban de la adhesión al rey con un candor admirable.

Antonio Díaz —después Teniente General de la República— el Coronel Santiago Vázquez y el joven patriota Juan Francisco Giró sostenían en LA AURORA la causa vencida, combatiendo las complacencias que se dispensaban a los usurpadores. El impreso llevaba por divisa el pulchum est bene facere rei publicæ de Salustio —viejo sátiro por entonces muy querido de los que hacían estudios de clasicismo.

Eran estos escritores, como los heraldos que golpeaban bajo, en los escudos del palenque desierto anunciando los combates de un porvenir cercano; y que, muerta por consunción su hoja, engendraban luego EL AGUACERO para conservar la llama con meritoria constancia, estampando por lema, ante las tristes veleidades de los coetáneos, estas palabras de Jesús según el evangelio de San Lucas: —«¡Ay de vosotros! que edificáis los sepulcros de los profetas, y vuestros padres los mataron». Y en pos de esta efímera hoja, EL PAMPERO, seguido de una RÁFAGA como suplemento, en cuyo frontis se consignaba este epígrafe sacado del canto tercero de la Araucana: «Nuestra fama, el honor, tierra y haberes a punto están de ser recuperados, —que el tiempo que es el padre del consejo,— en las manos nos pone el aparejo.» ¡Predicción de tiempos de gloria y desagravio que había de cumplirse! Pero, ese impreso cesó pronto también, así como EL CIUDADANO, que en sus cortos días pugnó valiente por alimentar el fuego del patriotismo en el corazón de los criollos.

Por otra parte, y obedeciendo a móviles distintos, el famoso fraile Francisco Castañeda, —primer condenado en un juicio de imprenta en el Plata— lejos de causarle el fallo mayor escozor que la disciplina en carne desnuda, se permitía dar a luz con sus viñetas historiadas aquel singular papel DOÑA MARÍA RETAZOS, «para instrucción y desengaño de los filósofos incrédulos que al descuido y con cuidado nos habían enfederado el año XX», —el doctor Bernardino Bustamente, clérigo avieso oriundo de la península, denunciaba en su Febo Argentino a Rivadavia, a Valentín Gómez, a Manuel García y a Nicolás Herrera como agentes principales de la anexión de la provincia al Portugal;— y, EL DUENDE DE ANTAÑO, por haberse tomado la libertad de escribir en sus columnas la palabra orientales, sinónimo de TUPAMAROS, dejaba en el acto de existir a una simple amenaza del sable de los lagunistas.

¡Tiempos extraños aquellos! Propósitos deliberados, tendencias ciegas, aspiraciones ardientes, patriotismos febriles, defensas de ideas impopulares, apologías de sistemas inicuos, todo esto iba reflejándose en los órganos de publicidad —por orden cronológico— bajo la inspiración de espíritus discrepantes y de caracteres opuestos; siendo de notar que, los que hablaron de «independencia» en un estilo más o menos alegórico —en atención a las medidas restrictivas de la época— eran los que merecían en el fondo la acogida benévola de una opinión pública por entonces pasiva y nada peligrosa en apariencia.

El SEMANARIO POLÍTICO redactado por Manuel Arana, —súbdito portugués, atacaba en 1823 los actos del General Lecor y a la prensa de Río Janeiro— que a su vez seguían el impulso dado al pueblo brasilero desde la aclamación en el campo de Ipiranga. Arana era uno de aquellos escritores de antaño que se creían inconmovibles en su tribuna mientras sostuvieran los derechos del más fuerte; y, como, aparte de esa convicción, contaba él con el apoyo moral del Cabildo, tenía abierta la suscrición de su periódico en la calle del Fuerte, librería de Yáñez, y repartía cien ejemplares de cada impreso a los Voluntarios del Rey —lo que era un lujo extraordinario de propaganda en aquella época de la candileja y de la pajuela. La prédica no salía con todo del circuito amurallado, y fue como un estertor de agonía para la dominación portuguesa, a la que se agregaron bien luego como últimos destellos de una llama que muere las propagandas de EL PUBLICISTA MERCANTIL, y de Costa en LA GACETA.

Lo único de notable que ésta denunciaba, a mediados de 1824, era el hecho de la aparición en el puerto en donde echó anclas, del primer buque a vapor que surcaba las aguas del Plata, trayendo al tope la bandera inglesa; y el otro, insertaba como digno final de sus tareas los oficios de mutua despedida entre el General don Alvaro De Costa Comandante en Jefe de los Voluntarios Reales y el Cabildo de Montevideo. Fuera de esto, nada más puede exprimirse de sustancial en las hojas amarillentas sobre las cuales sudaban parcamente las prensas de la TIPOGRAPHIA DO ESTADO; siendo justo sin embargo, consignar aquí que todos esos periódicos al defender a los portugueses fueron buenos auxiliares de los patriotas, cuya causa patrocinaban, «por conveniencia» y por lealtad. Pero, —los únicos esfuerzos intelectuales que en realidad tuvieron influencia benéfica, porque llegaron a rozar en lo vivo el sentimiento local de los nativos, fueron los de Díaz, Vázquez y Giró, contra todas las tendencias conservadoras de los García, los Obes y los Herrera—, marqueses y barones convencidos de una monarquía ideal. Aquellos periodistas, verdaderos precursores de la prensa libre de doctrina y de combate, conocían indudablemente el terreno en que ejercitaban sus fuerzas mejor que los caballeros sin feudo y apasionados de la heráldica que consideraban al terruño harto pequeño para dividirse por sí solo en señoríos; mas, si bien en su prédica invocaban aspiraciones realmente populares, estaban lejos de sostener el principio de una independencia absoluta que era en el fondo el ideal de los orientales aunque este anhelo constante y ferviente no trascendiese en actos o deliberación pública alguna. Preciso es reconocer que si no lo sostenían en esa forma, no era porque creyesen que con la desaparición de Artigas del teatro de la lucha había cesado la causa de resistencia en los orientales a reincorporarse a Buenos Aires o a cualquier otro país; sino porque así convenía hacerlo, desde que el señor de Pueyrredón y su ministro el doctor Tagle habían sido los primeros en atribuir a la sola voluntad indómita del caudillo lo que atribuir debieron a la voluntad indómita de la masa.

El señor Rivadavia, más perspicaz tal vez, no participó de la opinión de sus antecesores, y por eso las promesas del gobierno de que formaba parte no llegaron a cumplirse, quedando nuevamente los orientales, en el periodo de que hablamos, relegados a su suerte.

Con todo, la prensa contribuyó a los propósitos certeros de la lógica secreta. Verdad que eran pocos los que creían en sus vaticinios patrióticos o en sus visiones proféticas entre la clase pensadora, que nunca tuvo fe en el instinto y en el músculo librados a su sola fiereza.

El espíritu de nacionalidad seguía en incubación lenta; los pasados esfuerzos locales no habían aún dado forma a su obra, que no era una obra sin nombre, pues tenía su significación, sus alcances al porvenir, sus lineamientos claros en lo presente trazados con las puntas del sable y de la lanza tintas en sangre generosa. En el fondo de esa sociabilidad sin iniciativa ostensible, al parecer inerme, persistía no obstante, como hemos dicho, la primitiva tendencia al cambio con la propensión nativa a la rebeldía y a la acción. Estas energías viriles no podían expandirse y difundir de pago en pago la fiebre de la pelea, como en otros días no lejanos, hasta tanto no se reconstituyese la base de resistencia que consistía en la junción de los egoísmos locales a la vez que en la refundición de esfuerzos en sentido de la unidad de familia y de un destino común.

Tras del caudillo sólo había quedado denso polvo en la atmósfera mezclado a la sombra de una gran derrota gloriosa; pero, recordábanse en los hogares algunos nombres que eran como esperanzas risueñas, a la vez que rayos luminosos de los primeros heroísmos a través de aquel polvo de las batallas sin suerte; y aniversario de sacrificios cruentos en defensa del terrón, cuando sólo peleaba un grupo de soldados irregulares contra ejércitos aguerridos, guerrilleros contra maniobristas, oponiendo al número el denuedo, y llevando cargas a fondo sobre la estrategia hábil y el cuadro doble. Así fue cómo se marcaron con sangre desde entonces en el mapa geográfico y en las tablas de los anales, los nombres de India Muerta —de Ibiracoay —de San Borja —de Corumbé —de Aguapey —de Arapey —del Catalán —campos y ríos testigos mudos de una lucha desesperada, apenas alternada por algunas victorias estériles cuyas dianas se perdieron sin eco en el desierto.

Tal era el estado de las cosas y de los espíritus, en el instante histórico y preciso en que comienza nuestro relato, —desarrollo lógico del plan que nos impusimos en nuestro libro anterior, diseñando allí sus primeros lineamientos.

Esta introducción se hacía necesaria para vincular épocas y eslabonar sucesos, y también para dar una idea clara, en sus efectos, de las causas impulsivas y móviles determinantes de los actos, esfuerzos y sacrificios de patriotismo de la generación heroica que no creyó concluida su obra generosa hasta después que declaró a la faz del mundo que su tierra era ya independiente de todo poder extranjero, y que se imponía como forma definitiva de gobierno las instituciones libres; —no para desconocerlas y deshonrarlas— sino para trasmitirlas a la prole nutrida con sangre de valientes y sudores de martirio, a fin de que ella las llevase sin cobardías ni vacilaciones hasta sus últimas consecuencias.

Capítulo 2. El medio ambiente

¡Buenos tiempos aquellos en que la ciudad de San Felipe no era más que un hacinamiento confuso de casas bajas sin revoque, con techos de teja, distribuidas y alineadas en calles muy estrechas sin solado firme llenas de lodo, alumbradas con velas de sebo en faroles de pescante, con plazas en que crecían hierbas y pacían bestias, campanarios al ras de las cumbreras, cementerios dentro del recinto, casernas de granito y negros trozos de muralla, como roto cinturón, dispersos hacia el norte y el levante entre pantanos y malezas! Por entonces la plaza de la Matriz servía de mercado o feria, realizándose allí sobre los cordones de la vereda, junto a postes y cadenas las ventas y compras de legumbres, hortalizas, pasteles, frutas y mazamorra con leche, confundidas todas las clases y razas, blancos, negros, pardos, zambos, cambujos, indios; propietarios, mercaderes, militares y esclavos; con calzones de tres botones unos, de uniformes otros, de chiripaes estos, aquellos de melena y poncho, en tanto una de las charangas lusitanas provista de «chinchín» con adornos de cerdas, lanzaba a los aires sus marciales ecos desde la acera del Cabildo.

Tiempos famosos aquellos de usos y costumbres sencillas, en que los goces y novedades sociales se reducían al cuento y a la intriga en las salas de pesados cortinados, y la virtud era tan austera que por la menor falta se reducía a penitencia una doncella en la casa de ejercicios, bajo la dura regla de la beata mercedaria Sor María de Jesús; en que se llevaba el rapé blanquillo o colorado en cajas con música, usándolo como quien aspira oxígeno puro hasta las mismas ancianas pulcras; en que el recato iba al extremo de no mirar con fijeza a los hombres, y el sentimiento del pudor al punto de no enseñar jamás las vírgenes en sus composturas y modas, ni el nacimiento siquiera de la garganta. ¡Ya están lejos! En tales épocas, la inocencia colonial no había sufrido merma alguna: se conservaba íntegra, atribuyéndose el milagro a la educación de convento. Si una pierna hermosa mostraba la liga, el pecado era grave: prohibido también estaba bajo pena de reclusión el amorío con el rabillo del ojo. Este hecho, no consentido por la autoridad paterna, comprometía seriamente el porvenir de una doncella.

A purgar esas y otras transgresiones de la ley moral, llamaba cada mañana la campana tartajosa de San Francisco. A veces la concurrencia era tan numerosa que el recinto aparecía muy reducido, y tan densa la atmósfera, que se hacía necesario habilitar el atrio para los sermones en días bonancibles. En concepto de algún circunstante campesino, «el aire de adentro podía cortarse en tajadas por lo espeso.»

Limpias las conciencias, bien podía irse al teatro. Cerca éste del Fuerte, con unas puertecicas que obligaban al concurrente a clavar la barba en el pecho al penetrar en un vestíbulo de circo, ofrecía en su interior a la claridad dudosa de un gran disco de candilejas el aspecto de un retablo corregido y aumentado de maese Pedro, dada la perspectiva del escenario, el género del espectáculo y el vestuario pintoresco de los cómicos de la legua que declamaban a asfixiarse, más que en beneficio de la pieza clásica en el interés del aplauso. La asistencia del gobernador y de los jefes superiores en los palcos, así como la de damas principales engalanadas de prendas de oro y brillantes que hacían juego con las presillas, medallas y galones militares, y correspondían al frac y chaleco blanco de raso de los caballeros, daba tono al centro y poderoso estímulo a los personajes que se movían desaforados en las tablas. Mientras en éstas se mutilaba sin piedad a Calderón de la Barca, sorbíase rapé con disimulo y funcionaba el catalejo.

Aparte de este inocente entretenimiento, el bello—sexo tenía también el de bailes y saraos para resarcirse de las largas horas de oratorio y místicas vigilias en rosarios y misas de alba. Desplegaba en esas exhibiciones, no muy frecuentes, en la casa de gobierno o en la capitular, lujo extremo y buen gusto; descollando las cabezas y bustos hermosos con el peinado a lo María—Luisa, los pies pequeños dentro del zapato blanco con flores de oro y los brazos de formas tornátiles, cubiertos a mitad por el guantelete fino. Los rulos naturales y perfumados jugaban al descuido, rozando a la pareja en la contradanza y el minué, y domeñaban suaviter in modo la soberbia del conquistador. De ahí que, al bailarse luego las reposadas cuadrillas, los rostros lusitanos aparecieran encendidos. Este efecto de los «tirabuzones» solía así ser superior al de la mirada y la sonrisa.

Los centros escogidos para los hombres, eran los cafés. En salones estrechos y bien ahumados por el tabaco, reuníanse en las primeras horas de la noche y platicaban sobre los asuntos de interés preferente, con la mesura que las circunstancias exigían. Hacíanse también tertulia en varias casas particulares de españoles viejos y de «lagunistas» decididos, o sea partidarios de la anexión. El pro y el contra en estas reuniones aristocráticas, llegaban a asumir proporciones de disputa de barrio; pues, como en toda época difícil, todos tendían a buscar en la escena su colocación más conveniente.

En la calle denominada más tarde de Treinta y Tres, extendíase hasta una y otra costa del río una línea de casuchas, cobertizos y barracas, —moradas de gente pobre. Olíase en todo ese trayecto a palometa y pescadilla de rey, y exhibíanse a los ojos de los transeúntes remangas, aparejos y redes de jorro, cañas y relingas, piolas y plomadas, así como hombres descalzos cargados de palancas y de peces. Más interesante que todo eso, a no dudarlo, según la tradición, era la abundancia de rostros lindos en la prole femenina; afirman que allí brillaban tantos ojos expresivos y lucíanse tantos gentiles cuerpos, que la galante oficialidad portuguesa afluía en masa al barrio de los pescadores con el intento de bucear en la seguridad de encontrar perlas.

Hacia la parte del mediodía, a poca distancia, la escena cambiaba por completo: chatos edificios dispersos de ladrillo desnudo en callejones tortuosamente delineados, eran madrigueras de negros africanos y de zambos, donde se bailaba a la luz del candil —única que en ciertas noches hendía a trechos las tinieblas después del toque de queda. A este barrio costanero concurría con guitarras el peonaje de carretas del hueco de la Cruz, para mezclar a sus hábitos de campo un poco del placer de poblado, refinando en algo el gusto silvestre con la tosca golosina del suburbio: germinación y principio del tipo híbrido que había de desarrollarse y difundirse paulatinamente en las afueras en el andar del tiempo, sin llegar al nivel del hombre de ciudad ni ponerse a la altura del gaucho altanero. El baile de «candil», debía ser el precedente forzoso del baile de «academia». El tipo primitivo empezaba a derivar por ley de evolución y, como el avestruz macho, incubaba sin saberlo el huevo del «compadrito» al calor del vaho del conventillo y del sensualismo grosero.

En cambio de estas clases que no se alzaban del nivel común por la naturaleza del sistema imperante y la índole misma de su origen, coexistían otras dos sin excluirse ni chocarse; por el contrario, vinculadas sólidamente, mantenían el equilibrio de los intereses económicos y financieros, sustentando con sus robustas fuerzas las situaciones más difíciles, como que eran las que explotaban las fuentes de la producción y el trabajo. Bajo tal forma debían reputarse los comerciantes y ganaderos o hacendados. Los primeros constituían una clase verdaderamente privilegiada, formando con las segundas un rango superior; teniendo como reglas de procederes, viejas leyes y estatutos coloniales que se consideraban en su aplicación como inviolables. El tribunal del Consulado había dado, en su carácter de institución excepcional, seriedad y tono a este gremio; el que, por otra parte se imponía por sí mismo, a partir de la proverbial honradez de sus actos.

Si bien eran limitados los capitales en giro, llenaban por completo las exigencias del mercado; y aún se atesoraba, sin tirantez ni usura. Los estancieros, dueños de la grande propiedad, —no conocida entonces la pequeña sino en reducida escala y, por lo mismo, embrionarias la agricultura e industrias accesorias,— constituían a su vez un factor poderoso, y quizás la piedra angular de la vida económica. De tal modo primaba como industria el pastoreo, que las demás, sin excluir la de transportes tan necesaria a su incremento, nacían y se desarrollaban anémicas, —ya que no se extinguieran en breve tiempo—, como las plantas que brotan a la sombra del «yatay» o del «ahué» legendario.

En esas grandes propiedades, —a veces comarcas enteras,— pacían numerosos ganados, que cuidaban pastores de índole tan bravía como la de los mismos toros indómitos. ¡Las soledades nivelaban los instintos! Sustraíanse por épocas inmensos rebaños; consumían multitud de reses los ejércitos; ocultábase en los montes por falta de rodeo la flor misma de la hacienda vacuna; —pero, todo eso no disminuía de una manera sensible la cantidad enorme de animales útiles esparcidos en abruptas sierras y feraces como una bendición del suelo. La riqueza pecuaria pues, merecía ser calificada de don natural, desde que en nada se hacían sentir por entonces la previsión y el cuidado para su aumento, mejoramiento y cruza. El crecimiento espontáneo suplía el esfuerzo del hombre, y no importaba mucho al grande propietario que un tercio de los novillos gordos se hubiesen hecho cimarrones, y que la lana de sus ovejas fuese ordinaria y tosca, y llevase de adorno mil abrojos y flechillas. ¡Cosas del tiempo, y virtudes del clima!

Por no desautorizar sin embargo, el sentencioso dicho de que el ojo del amo engorda el buey, casi todos los hacendados abandonaban la ciudad en ciertos meses del año, acompañados de sus familias, para ponerse al frente de sus estancias y vigilar de cerca las faenas, tomando en ellas alguna parte activa. Aparte del móvil del interés, cedíase también a un hábito consagrado, cual era el de procurarse el aire libre y los placeres campestres en la estación estival. La atmósfera de Montevideo durante los calores, y la falta de mayores alicientes dentro de la esfera de una existencia rutinaria, agravada por el sistema opresivo de los dominadores, impelía a los nativos a alejarse sin pena en busca de goces más tranquilos. De ahí que los hacendados, aun a riesgo de contrariedades frecuentes por el estado de desasosiego en que se encontraba la campaña, pasasen largas temporadas en sus establecimientos, —invierno y verano, a veces; más dispuestos a sufrir aquellos que a vegetar en una atmósfera, viciada, tolerando en silencio actos depresivos de gobierno y miserias de cortesanos.

¡Siempre se respiraba en los campos un aire puro, y la pluma de ñandú se agitaba al soplo del pampero en la cabeza de los caciques!

Capítulo 3. Los tres ombúes

Denominábase así una estancia situada sobre la margen del río Santa Lucía, hacia sus primeros afluentes; considerada entonces por sus numerosos ganados vacuno y yeguarizo como uno de los mejores establecimientos de campo. Pertenecía al hacendado don Luciano Robledo, criollo opulento y bien querido, sin que esto hubiera sido parte a que en las pasadas guerras, se le hubiese respetado en sus intereses en la medida del aprecio y buena fama de que gozaba.

El casco, «tronco» o casa principal se componía de un rancho de techo de paja brava, «cumbrera» y costaneras de «lapachillo» y «sauce negro», «tijeras» de quebracho, paredes de «cebato» o quincha con entretejidos de ramas de «ñangapiré»; dos ventanillas a la parte del oriente de alfeizares adornadas con macetas de rosas y claveles, puertas bajas y estrechas, pero de buenos cerrojos; y tres habitaciones —dos dormitorios a los costados y en el centro el comedor, sin otro solado que la costra dura y seca, con buen nivel. Paralelo a éste se levantaba a pocos metros otro rancho de dos piezas para peones, una enramada y cocina. Como adherencia, un horno pequeño también de «cebato». En la cocina, durante las primeras horas de la noche, ardían dos candiles, que unidos a las luces del comedor formaban una buena «luminaria», según el capataz. Las de la cocina consistían en dos cucharones ya inválidos llenos de sebo, con dos mechas de trapo por pabilos o núcleos de combustión, cuyos cucharones reposaban en dos marcas de hierro inservibles a su vez, clavadas por los mangos en el suelo a poca distancia del fogón. Extinguida esta «luminaria», quedaba el fuego alimentado por grandes ramas, de manera que en las altas horas, y aun cuando en parte las cubriesen las cenizas, enormes brasas reflejaban al exterior su rojiza lumbre, y servían para una nueva hoguera al despuntar la aurora. En medio del patio formado por los dos compartimientos, se veía el barril de agua sobre su rastra, y en desorden algunos arbolillos, enredaderas agrestes, plantas de saúco, recios higuerones y hermosos laureles. Notábase asco en el conjunto. El piso de tierra dura, limpio de yerbas, tanto en el patio como en las veredas cubiertas en parte por los aleros, se extendía plano por los contornos hasta la entrada de una pequeña huerta llena de legumbres, tronchudas hortalizas, albahacas, matas de sandías y gramíneas en grupo hinchadas de espigas.

La morada no dejaba de ser alegre, pues estaba blanqueada en su exterior y por dentro; las puertas y ventanillas tenían su mano de pintura verde; las plantas crecían airosas por el cuidado asiduo; y todo en sus detalles, revelaba la sencillez de costumbres del tiempo. Verdad que, en muchos sitios, lo negruzco del «cebato» se imponía a la capa de cal, y la madera tosca mal cepillada, al verdegay de la pintura; pero, no era posible exigir más en una estancia de hacendado rico, pues eso mismo era un lujo, el que no privaba a las avecillas y a los insectos que coparticipasen con toda inocencia de sus ventajas. En los extremos de troncos de las «tijeras», los «mangangaes» de fuerte aguijón habían horadado la madera fabricando hondas cuevas, a los bordes de cuyas aberturas circulares formaban excrecencias amarillas los residuos de su miel ardiente, y en ciertas horas veíanse llegar los vellosos insectos color de tabaco con sus presas entre las antenas fornidas, revolotear irritados en redor de las cabezas de los que en el patio estaban, zumbar un momento ante sus cuevas como inmóviles en el aire, al batir rápido de sus alas vidriosas semejantes al hielo de los charcos, y sepultarse al fin en sus tugurios con el dardo temible a la vista móvil y retráctil, por si acaso venía una agresión por retaguardia, —lo que solía ocurrir cuando a alguna traviesa se le antojaba pincharlos con una pajita—. Debajo de los aleros, el movimiento de vida era mayor. Allí, entre la pared de «cebato» y la techumbre de paja brava, como si las aves la considerasen masiega enorme sobre colosal terrón, habían formado golondrinas y «ratoneras» sus nidos primorosos de plumas y ramitas en gran cantidad; de modo que, siendo el periodo de la cría, sentíase al oscurecer y al alumbrar el día un piar confuso y plañidero que llegaba a revestir las proporciones de un coro o de una orquesta de flautas cuando se entraban las pequeñas madres con gusanillos y lombrices de tierra en los picos sacudiendo sobre las nidadas sus alas rumorosas.

El cerco de la huerta era mixto. De un lado, palos de sauce y molles a pique, asegurados por guascas peludas; de otro, exóticos agaves espinosos ya proyectos en su mayor parte, pues con raras excepciones, de cada planta que extendía a todos rumbos sus hojas erizadas de pinchos, se elevaba robusto un pitaco sólo comparable a un tubérculo o a un espárrago gigantesco, provisto de barbas fibrosas de un color negruzco como el del cogollo. Estos frutos o vástagos únicos del agave, que hienden el espacio a gran altura como últimas manifestaciones de la fecundidad y de la energía de la pita que luego se seca y muere, después de haber alimentado con sus hojas carnudas a los grandes bueyes aradores, no surgen ni crecen simultáneamente sino según la edad o grado desarrollo de la planta. Por manera que, de una parte veíase pitacos nacientes, blandos y jugosos en la cúspide, al punto de poder ser allí tronchados a un golpe de cuchillo, con su corteza verde—esmeralda y sa extremidad cónica —así tierna como el casquete de un hongo; y por otra—, liseras fornidas de coraza dura, con sus brazos recios en forma de arcos y sus ramilletes macizos remedando candelabros de antiguos veladores, en cuyas anteras amarillentas venían los colibríes en la hora del crepúsculo a libar su agreste polen. Trepadoras de florecillas moradas se enroscaban desde la raíz al pitaco en ciertos ejemplares, formando espirales de largas guías que en algunas se extendían lejos en pintoresca confusión.

Algo más allá del cerco, copudos y ramosos, se elevaban tres ombúes de amplia circunferencia, troncos gruesos de corteza ya grietada, raíces enormes que serpeaban sobre el nivel hendido, horcaduras en diversos ramales que servían de lechos a los gallináceos caseros, y grandes racimos de frutos verde—mar muy nutridos y compactos. Estos colosos tenían ya la cabeza calva y algunos claros en derredor, por donde penetraban veloces con las alas tendidas en busca de sombra, tordos y urracas bullangueras.

Veíase a poca distancia un corral pequeño para majada del «tronco» circuido de cardos en flor, de torcidos y nudosos postes sujetos con tiras de piel vacana, cerrado en la entrada por maderos entrelazados, de un piso blando y esponjoso en su interior —resultante, de ocho o diez capas de residuos, del que se alzaban efluvios azulados bajo los ardores solares a modo de humareda de ardidos cuyo fuego no se nota, pero que se difunde en el sub—suelo afectando toda la masa combustible. Estos vapores o exhalaciones brumosas cesaban así que la pezuña del enjambre oprimía la inmensa esponja y que nuevos materiales aumentaban su nivel, para continuar al día siguiente en densa niebla, adunadas las humedades del piso con el relente de la noche.

Junto al corral, hacia el bajo de la loma, se alzaba un rancho en ruinas lleno de agujeros con su «quinchado» de paja hecho polvo por las lluvias, paredes de tierra y cañas abiertas por doquiera y mostrando puntas agudas de travesaños y varas, desmoronado en la parte superior del «mojinete», con una puerta transformada en boquerón deforme y un ventanillo hecho ojiva descomunal por la acción del tiempo. De entre la paja disuelta salían «yuyos» y borrajas, así como del que fue pavimento —ahora recorrido por batracios y culebras. El cardo borriqueño con sus largas pencas y alcachofas circunvalaba la ruina en grandes matas, y la cicuta formaba espeso boscaje en un extremo —borrando toda huella de planta humana. En el interior, de una de las «tacuaras» laterales y sujeto a un gancho de asta de venado prendido a su vez en otro de alambre viejo, pendía una lonja de cuero duro, que había sido quizás la codicia constante del «tucu—tucu» y de la comadreja durante largos meses.

Después de estos escombros, la soledad extendíase por delante con su naturaleza selvática llena de accidentes y verdores eternos, murmurios de caudales de agua cristalina y sordos rumores de ganados, que en la puesta del sol se aglomeraban en una meseta a paso tardo entre bramidos, parándose a intervalos para arrojar la tierra por encima de los lomos recalentados o para chocar sus cuernos con ruido seco y estridente. Por esos sitios y a tales horas las perdices en parejas buscaban su yerba favorita o sus gusanillos de tierra; la gama erguía su cabeza airosa a la orilla de algún bañado para lanzarse a la carrera entre los arbustos, encorvado en forma de asa su apéndice caudal; y los ñandúes en grupos subían la ladera a paso mesurado, el cuello tieso, silbando melancólicos en coro extraño con múltiples reptiles.

En el fondo del declive de la alti—llanura que formaban en su nexo las cuchillas, seguían entre breñas su trayectoria culebreando las aguas de un riacho que concluía en plano descendente a espaldas de la huerta. Esta adyacencia de aguas a la tierra ligera de la planicie de capa vegetal mediocre, siempre dominada por el sílice, daba incremento a las malezas, a la mielga y al trébol, acumulando en su ribazo un verdadero boscaje verde y denso. En el borde opuesto, sobre un plano hendido que no era más que un estero, diversas hoyas o charcas por él alimentadas daban vigor y vida a los pajales, a las cardas, a los «ceibos» y a los juncos en enmarañado mapa de masiegas, trozos ramosos, islas de arbustos y prodigiosa masa de rectos bastones que encubrían esas humedades tan queridas de los palmípedos, así como tremedales temibles y «cañadas» silenciosas.

En la hondanada profunda corría el río, orlado de montes en sus dos riberas.

De una a otra escarpa del río, el doble velo o cortina de vegetación, ora tendiéndose amplio a lo largo de las márgenes sin dejar en descubierto claro alguno, ya ocultándose en los recodos bruscos del terreno para reaparecerá lo lejos siempre lozano y verde como un saurio colosal que escondiera en el horizonte la cabeza, presentaba desde la alti—llanura el aspecto de un solo bosque tupido e inaccesible sin permitir seguir a la mirada las sinuosidades y caracoleos caprichosos de la cuenca.

Algo encantaba, sin embargo, estos lugares solitarios; y era la presencia en el pago de las dos hijas del hacendado Don Luciano Robledo, Natalia y Dorila; quienes, huérfanas de madre, le acompañaban siempre en sus excursiones obligadas a la estancia. Ni una ni otra se hacían en ello violencia. Algunos meses de campo no las fatigaban, habituadas desde muy niñas a la vida promiscua de pueblo y campaña. Por otra parte, sus goces habían sido siempre limitados. La educación del tiempo no daba lugar al refinamiento de gustos; y de ahí que don Luciano recordase con frecuencia aquel proverbio «a lo que te criastes», cuando se exigía de él algo que no fuese discreto o no se encuadrase dentro del plan de su economía doméstica.

Si bien Natalia tenía el cabello castaño, llamábanle Nata la rubia, para distinguirla de otra de su mismo nombre pero muy morena que vivía en el campo vecino, y era como la virgen del pago por antigüedad y fama. Nuestra «rubia» superaba en exceso con todo, las gracias de su rival, sin dejar de ser criolla y tan dada como aquella a la vida campestre. Tenía unos ojos garzos grandes con pestañas espesas y cejas admirablemente arqueadas de un color casi dorado, la nariz fina y correcta, el cutis blanco sembrado de rosas frescas, pequeña la boca de labios finos, muy rojos, húmedos y un tanto fruncidos —verdadera flor de carne— que al entreabrirse mostraba una doble fila de dientes tan reducidos en su tamaño, limpios y parejos que bien parecían obra de artificio; la barba recogida hacia adelante con un hoyito en el medio, el óvalo perfecto con esa pelusilla propia de fruta incitante, erguido y saliente el busto, cuanto era de curvo el torso —como de persona que se ha ejercitado siempre en el caballo; y, por último, la mano y el pie armónicos —vale decir— éste de empeine alto y ancho aunque corto, y aquella de dedos regordetes con algunas grietas y punzadas de aguja en las yemas.

Esparcíase por el rostro de esta joven tal aire de dulzura y candidez, que inspiraba simpatía a primera vista, como si en él se retratase toda su vida interna —así cual se reflejan en melancólicas sombras los árboles, las nubes y las aves fugitivas en el remanso tranquilo de un arroyo.

Su hermana Dorila, menor que ella, pues contaba diez y siete años, de estatura media, delgada y flexible como un gajo de membrillo, morocha pálida de ojos par los muy vivos y penetrantes, muchas cejas, fosas hondas y oscuras, nariz de alas abiertas, boca grande de labio inferior carnudo, un lunarcillo sombrío cerca del hoyuelo de la barba, el pabellón de la oreja pequeña bien ajustado al rostro, cabellera negra abundosa cuyas trenzas formaban en sus extremos como penachos de crespas hebras, y pie bien ceñido al zapato —era una joven nerviosa e inquieta a quien parecíale bien hacer siempre su gusto, sin que la libertad de que gozaba impidiera no obstante, que a su corta edad cavilase a ocasiones y cayese en hondas tristezas después de exageradas alegrías.

Alguna vez se había observado, después de una carrera frenética en caballo criollo mal domado de crines a retazos, copete ralo y cola convertida en escoba por los abrojos —ya detrás de la manada arisca, ya en pos de los ñandúes salvajes—, que ella se apeaba junto al río, en la barranca del vado, y largando el cabestro, se sentaba en algún terrón del ribazo con la mano en la mejilla y la mirada fija en el agua dormida, como absorta, sin color en el rostro e inmóvil, al punto de que a su lado abatieran el vuelo los patos picazos y se lanzaran tranquilos al río sacudiendo las alas hasta rociarla con una lluvia de menudas y brillantes gotas.

Dora —que así la conocían— era por otra parte activa y diligente en los quehaceres domésticos, fuerte para la fatiga, hacendosa sin reservas, a extremo de que su hermana mayor hallaba descanso y consuelo en su fortaleza de ánimo.

Una y otra se levantaban con el alba por necesidad y por costumbre; juntas veían transcurrir las horas; y con el mismo hastío esperaban que llegase la del reposo, que era la primera a veces de la noche —con sus balidos de corderos quejumbrosos, sus cantos de gallos regalones y su aullar de mastines somnolientos.

Volvía la aurora a aparecer, y con ella idéntica existencia.

Cuidaban de la huerta y de unas plantas que daban flores olorosas. Cuando aspiraban con ansia sus perfumes se quedaban pensativas. Sobre el borde de un pozo pendían claveles del aire —blancos, anémicos, de un aroma suave— que demoraban muchas lunas sin abrirse, a pesar del rocío de la altura y del vaho frío del abismo; pero que, ya abierto el cáliz, se crecían bajo el calor de las manos y de los labios de las que en silencio buscaban como un placer solitario su dulce veneno.

Solían vagar juntas por el campo hasta la orilla del bosque o la ribera del río en las tardes serenas, sin hablar palabra, con los brazos cruzados sobre el seno y la mirada triste. Cuando marchaban a pie iban muy juntas rozándose la una con la otra, como movidas por el mismo esfuerzo, sonriéndose a ocasiones para cambiar luego algunas frases inconscientes o reírse a carcajadas de súbito por cualquier ocurrencia. Si paseaban a caballo acontecíale a alguna de ellas abstraerse, abandonar las riendas, separarse de su compañera a capricho de la cabalgadura que deteníase a intervalos a triscar las yerbas o a contestar con un relincho inmoderado los lejanos ecos de la «tropilla», en tanto su jinete tenía quietas las manos sobre el recado y los ojos en la línea del bosque o en los fuegos rojizos del poniente. La otra no menos ensimismada, bajábase entonces en algún declive y poníase a arrancar «macachines» o «huevillos de gallo» en la hondanada, que paladeaba luego sin mirarlos, si es que no los retenía en el hueco de la mano para irlos oprimiendo uno a uno entre los dedos y arrojarlos al pasto con un gesto de disgusto. Nata se iba así hasta el linde de la selva —inclinada e indolente— sin importarle al parecer el rumbo ni la distancia; —Dora volvía a montar, andaba algunos pasos, lanzábase nuevamente al suelo por cualquier detalle que lograba atraer su atención—, un «arazá» con frutilla madura o una flor silvestre de aquellas azules o moradas que se ponía con frecuencia en el pelo; y, otra vez en la montura, divagaba por aquí y acullá ora al tranco ora al galope, cuando no escalaba la cuesta a escape para sujetar de improviso en la cima, y quedarse allí contemplando los valles oscuros y lejanos.

Reuníanse a veces al azar, y regresaban maquinalmente sin ninguna impresión nueva que comunicarse mirándose con aire ruboroso, y en ciertos momentos seco y duro. De ello no se daban razón, ni la habían menester. El sello de la soledad impreso en sus semblantes las llenaba de una sombra más densa que la del sol y del viento.

Todo eso no implicaba que las moradoras de la estancia «Tres Ombúes» no tuviesen y se proporcionaran entretenimientos adecuados al medio en que vivían, aun cuando fueran sencillamente inocentes e infantiles. El señor Robledo no gustaba de verlas tristes. Excursiones a caballo, paseos en canoa, giras por las isletas y el monte todo les era permitido a condición de que no suspirasen en su presencia amortiguando su genial alegre. Nata y Dora que tenían cariño a su padre procuraban siempre complacerlo en este sentido, al punto de que cuando él las sorprendía en actitud pesarosa o taciturna, como aisladas y embelesadas, corrían en el acto la una hacia la otra, sonreían y se hablaban combinando en el momento mismo un paseo cualquiera en compañía del capataz o de algún peón de confianza, en hora que concluía la faena; o ya se alejaban del brazo rumbo a las cardas del estero, invitándose a buscar huevos de pata bajo las pencas, aunque luego se fueran mirando con aire distraído y caviloso y esa expresión indefinible que trasmite al semblante el cansancio o desmayo de espíritu a fuerza de pasárselo contemplando las monotonías del campo. Un mes largo llevaban esta vez de estadía, y todas las impresiones gratas que la naturaleza agreste ofrece al devaneo juvenil carecían ya para ellas de novedad; salvo las que, imprevistas y de cierta sensación, ocurrían a intervalo dando otro colorido a las escenas de la pradera y del bosque. Entonces parecían ellas reanimarse por algunos días durándoles el entusiasmo sin declinación sensible; hasta que en hora impensada, Nata volvía a su retraimiento, resistiéndose a las instancias de su compañera para continuar en el ejercicio activo. Tales treguas no podían ser tampoco prolongadas; y las jóvenes reincidían con cualquier pretexto en sus diversiones inocentes. La aguja y el bastidor llegaban a fastidiar también, siendo la traviesa de Dora la primera que se pinchaba un dedo, a trueque de andarse mañana y tarde por la orilla del bañado o del monte persiguiendo «aguaciles», pica—flores y pichones con la negra Guadalupe —a quién le retozaba todo el cuerpo de gusto cada vez que la niña salía atándose un pañuelo en la cabeza y la invitaba a correr por el campo libre; cosa que la esclava hacía como una gata montaraz ágil y resucita a saltos, caídas y zapatetas ruidosas que arrancaban carcajadas a la joven.

Una tarde, Dora invitó a su hermana para un paseo a la orilla del monte; paseo que, por otra parte, hacían con mucha frecuencia. Aceptó Natalia, siempre que se efectuara a pie. La distancia de las casas a la orilla del bosque era corta, y no valía la pena de ensillar los rosillos casi gemelos de que se servían en sus excusiones más apartadas. Dora había visto un día —colgante de una rama de viejo «tala» como un globo de cera virgen— una hermosa «lechiguana» cuyo aspecto incitaba a libar panales aunque fueran de insectos mitad abejas —mitad avispas, según la clasificación hecha por el capataz. «Casilla de miel» —lo llamaba ella. Sentía como un ansia de cogerla; pero, se hacía respetar el aguijón de sus dueños. De todos modos era preciso probar, y conocía ella dos medios de realizar la conquista, por haberlos visto poner en práctica en más de una ocasión a los mocetones del pago. Consistía el uno en rodear con una manta el globo de manera que quedase libre a los insectos la salida hacia el lado opuesto; la fuga se provocaba mediante un continuo golpear con las dos manos en la esfera, por encima de la manta, y a esas sacudidas sin descanso los insectos que abandonaban a grupos el nido se iban aglomerando a pocas varas en la atmósfera desorientados y aturdidos, hasta formar una nube densa casi negra en perpetuo torbellino. El otro, estaba exento de contingencias peligrosas. Era el de la prueba del fuego y del humo. Decidida a emplearlo, Dora se había provisto de los «avíos» de su padre —consistentes en una larga mecha de hongo seco resguardada en su canuto de metal, y en una piedra de chispa para producir la combustión merced al ludimiento recio con el eslabón; diligencia en la que la joven era experta a fuerza de ejercitarla siempre que don Luciano sacaba en su presencia una tagarnina y la ponía entre los labios mascándola en la punta.

Emprendida la travesía, y ya en la orilla del monte, dijo Dorila a su hermana con tono animoso:

—Vas a ayudarme Nata, a juntar esa leña.

—¿Para qué, traviesa?

—¡Verás! Allí en el abra cercana, donde están los espinillos y «talas»; en uno muy alto y resquebrajado que se cae ya de viejo, hay una «lechiguana» enorme…

Esto diciendo —separaba bien las manos, con los ojos muy abiertos y expresivos.

—No quiero nada con las avispas, —contestó Natalia al momento.

—No seas tonta, que nos pondremos a distancia.

—¿Acaso vas a tirar de un «maneador» la «lechiguana»? Se van a venir zumbando por la soga…

—No, no será con lazo…

—¿No ves que te pido juntemos leña?

—Es otra cosa, —repuso Nata comprendiendo.

—Pero, esas ramas tienen espina… Cargará con estos palitos secos y lisos que están lejos del ortigal.

—Carga con los que quieras —que yo les daré fuego con la yesca a los más chicos y fofos.

Las dos jóvenes se pusieron a reunir la leña caída y dispersa al pie de los árboles, en dos hacecillos; y, riéndose de la tentativa, fueron a deponerlos cerca del sitio designado.

Dora envolvióse bien la cabeza y rostro con un «rebozo» de lana que expresamente había llevado, sin descubrir otra cosa que sus ojos lucientes —llenos de vivacidad y malicia.

Después comenzó a acumular pajas secas debajo del «tala» —a cuyo alrededor iba colocando luego gruesos leños a medida que Nata se los aproximaba toda trémula y nerviosa.

El globo colgaba inmóvil —percibiéndose claro un sordo zumbido de enjambre, y en su capa exterior resquebrajada semejante a un hojaldre de harina morena se movían presurosos revoloteando a veces para posarse en seguida, dos o tres insectos que eran los centinelas.

Dora dio al fin fuego, sopló la hojarasca que bien pronto ardió chisporroteando, y ella alejóse unos pasos muy atenta —por si aquella se consumía sin comunicar su llama a las ramas fuertes.

A las primeras volutas de humo, los centinelas se entraron por la única abertura que debajo presentaba aquella pasta parecida al papel fabricada con raspaduras de corteza de sauce tierno mezcladas con saliva; y, a pocos instantes, salían en tropel los porta—aguijones con sus cuatro alas trémulas y sus cuerpecillos amarillos con fajas negras húmedas todavía, para lanzarse en compactos escuadrones sobre el común enemigo.

Natalia, que divisó en el acto la nube, y sintió en la mano un ardor punzante, dio un grito y escapóse.

Dorila —la avispada y avizora— ya se había puesto en salvo corriendo a lo largo de la orilla.

Acababa de sentarse en un troncón caído —encendida y jadeante— a la vez que aturdida y alegre, cuando acertó a pasar al tranco en su zaino oscuro el capataz de la estancia.

Era éste un hombre maduro, muy formal, con su melena canosa caída al descuido sobre los hombros, el barboquejo a mitad de su luenga barba y una cola de cigarro tras de la oreja: firme en los estribos, el mirar de mastín sin dientes, y la nariz en extremo curva hasta rozar casi el boscaje de sus bigotes.

—Vea, don Anacleto —dijo Dora todavía riendo;— por allí se me cayó el «rebozo»… . a causa de mucho correr con esta miedosa de Nata… ¡Hágame el favor de alzarlo, si no va a priesa!

Y le señalaba el punto, con el brazo tendido.

El capataz sofrenó su caballo, y mirando adelante preguntó con voz muy bronca:

—¿Será el mesmo que blanquea, arrimao al abra?

—Ese es, don Anacleto.

El capataz bien tieso, hincó espuelas, y pronto estuvo en el lugar.

En ese momento las abejas salvajes en tumulto se arremolinaban en la atmósfera volteándose hasta el nivel de las hierbas como enloquecidas por el humo espeso de un fuego sin llamas. El paisano viejo y experimentado comprendió el peligro; su caballo azaetado de súbito por los aguijones dio un corcovo y quiso arrancar a escape —cosa que pareció vergonzosa a su jinete— quien, sujetando riendas, azotó el aire con su rebenque; pero, sin haber aún logrado recoger el «rebozo» fue tan furiosa la avalancha de avispas sobre su persona, que don Anacleto barbotando un juramento —que el zaino oscuro acompañó de un ronco bufido, partió como una flecha rumbo a la loma sacudiendo la cabeza y refregándose la nariz, en tanto le columpiaba en la nuca el chambergo dejando su calva al aire libre.

Reía Dora con todas sus fuerzas al observar la escena desde su sitio de descanso; y más aún se le aumentó la risa al incorporársele. Nata —quien le enseñaba compungida la hinchazón de su mano.

—¡Muy rica tu miel, perversa! —exclamaba Natalia resentida. No contenta con esto has metido al pobre don Anacleto en el avispero…

Con las manos juntas por delante de las rodillas, Dora seguía «hamacándose» con deliciosa alegría en su tronco, sin hacer caso de las lamentaciones de su hermana, que concluyó a su vez por contagiarse.

El capataz había desaparecido tras de la loma, sin el intento al parecer de volver grupas.

Bajaba el sol, y las sombras empezaban a difundirse en la orilla del monte.

Proseguía a intervalos el acceso de hilaridad infantil de las jóvenes, cuando Nata creyó oír algunas voces, como de dos personas que hablaban entre los árboles.

Luego, de súbito, dos cabezas aparecieron entre el ramaje; la una, de hombre de barba negra, muy pálido y mirar huraño; la otra, de joven de bozo apenas, tez blanca y ojos de extraño brillo circuidos de sombras.

Las jóvenes oyeron murmurar al de barba negra en un acento dulce que contrastaba con la dureza de sus facciones, algo que se refería a Nata.

Dora cesó de reír, y dijo a su hermana temerosa:

—Vámonos Nata de aquí.

—Sí —respondió ésta sin titubear, toda estremecida.

Sin añadir más palabras, una y otra unidas de la mano, huyeron veloces.

En ese instante de singular sorpresa no se acordaron del «rebozo», ni de la «lechiguana» tan codiciada; y bien pronto traspusieron el grupo de «laureles negros» que adornaba en parte la falda, detrás de la huerta.

Una vez dentro de ésta, detuviéronse recién a respirar junto a la línea de pitas seniles que ofrecían excelentes ladroneras de observación.

Aparte de los del establecimiento, en raras ocasiones se veían hombres en aquella porción del monte, pues el paso o vado estaba lejos de allí. Ni tropas de ganado ni convoyes de carretas cruzaban desde luego por el rincón, dando motivo a vivacs o campamentos. El bosque en tales lugares era muy intrincado y extenso, formando una sola bóveda con la vegetación de las isletas y la selva colindante. Del lado opuesto, en cuanto caía bajo el dominio de la mirada, sólo se distinguía en una loma una casa de negocio, la que era a la vez una especie de fortín con sus enrejados de resguardo y sus troneras bien dispuestas para abocar fusiles o escopetas. Esa casa se encontraba en la dirección del vado, y en la zona que dominaba —de buenos pastos y abrevaderos— pacían siempre las boyadas de las carretas. Desde la alti—llanura de la estancia de Robledo, y a favor de un catalejo a propósito de que hacía uso don Luciano para descubrir el campo, percibíanse claramente todas las novedades y movimientos de las haciendas que refluían al paso —verdadera válvula que daba salida a irrupciones semi—salvajes y a la vez fecundas de ganado— flor, novillos bravos o manadas de potros y yeguas ariscas. Oíanse vibrantes también en las tardes tranquilas las voces y gritos enérgico de los troperos o conductores al azuzar la vacada; y solía verse cómo al azotarse ésta con violencia al río después de resbalar en tropel por la barranca, un cúmulo de cuernos y cabezas se abalanzaba en tumulto entre grandes remolinos de espuma, para arrancarse al fin sobre la escarpa con el redoble del trueno.

Las carretas con sus grandes toldos de cueros, sus culutas rellenas y sus ruedas enormes, cruzaban de noche a veces por los campos de la ribera opuesta, rumbo al vado perturbando la honda calma con el ruido de sus pinas y de sus ejes resecos, y las voces imperativas de los picadores: —«¡Barroso!» —«Anda Yaguané.» —«Huse Chorreado»… —«¡Amoroso!»

Por lo demás, novedades de distinta índole eran raras.

No se explicaban las dos hermanas, cómo otros hombres que no fuesen «matreros» y del género temible, anduviesen en el monte de la estancia —casi encima de las casas. De ahí que se sintieran con miedo, sin que su natural espanto excluyese una curiosidad tan viva como cercana al interés.

—¿Te fijaste cómo te miraba aquel de la barba negra, Nata? —decíale su hermana. Tenía ojos de hombre malo… o de robador de mujeres.

—¡No me aflijas Dios del alma! Si parece que lo veo todavía con su cara de muerto metida entre las ramas y el sombrero sobre la oreja.

—El más joven se quedó callado —repuso Dora con aire reflexivo, puesto el dedo en la boca y atenta la vista en el monte—. ¿No vistes que sus ojos era muy raros?

—¡Qué he de ver aturdida, si me tembló todo el cuerpo lo mismo que si hubiese pisado un escuerzo!

—No era para tanto hija, que al fin nada nos han hecho esos hombres.

—Lo que es para otro «camoatí», no me encuentras, desde ya te lo aseguro. Esta noche pongo los «trastes» contra la puerta.

Dora se echó a reír, y corrió a otro «portillo» para seguir mejor su pesquisa —todavía sofocada y arreglándose el cabello; en tanto que Nata se sacudía los abrojos del ruedo del vestido, y lo levantaba a cierta altura, temerosa quizás de haber enseñado demasiado su hermosa pierna en la fuga.

Nada que inspirase sospecha vio Dora en la orilla del monte. La sombra densa invadía ya a prisa aquellos sitios solitarios, por los que atravesaba de vez en cuando a paso tardo uno que otro animal vagabundo. El sol poniente diluía su luz sobre las copas más altas formando como una franja de oro sobre terciopelo verdi—negro, y denso y tibio el aire no movía hojas ni penachos.

El capataz traía al encierro la pequeña majada del «tronco», al paso, con la diestra sobre el mango del rebenque, entre cien balidos plañideros.

Al divisarle, Dora le hizo con la mano un saludo picaresco.

Don Anacleto llevó por detrás con el dorso la mano al sombrero —que hizo deslizar hasta la nariz, y mientras se lo volvía a encasquetar muy grave, murmuró con sorna:

—¡Corazón ladino! Jugándose con el paisano viejo… ¡Cómo si no supiera yo con qué pican las avispas!…

Capítulo 4. Los secretos del monte

Ya en la mesa, don Luciano Robledo se impuso de lo ocurrido, contado en un estilo pintoresco por Dora.

Era el hacendado un hombre manso, de rostro ancho y tostado, nariz de ventanas muy abiertas, barba cenicienta, bajo de estatura y abdomen pronunciado; siempre con sus piernas cortas embutidas en botas de baqueta, y un cinto de piel de cerdo con monedas de oro prendido flojamente, entre cuyas agujetas sujetaba un puñal de vaina de plata con incrustaciones doradas. Comía con gran apetito, bebía fuerte, fumaba con fruición cigarros gruesos, y nunca se le caía un escarbador de dientes fabricado con el cañón de una pluma de «chajá» —de atrás de la oreja— en donde lo asentaba a modo de tubo de anteojo.

De índole jovial y alegre, tenía él a ciertas horas sus carcajadas sonoras que se oían, de bien lejos, y llevaban el contagio del buen humor. Raro era el día en que don Luciano aparecía en las faenas con el gesto torvo o la mirada aviesa; por manera que en todo encontraba él motivo para bromear sin reservas o dar expansión a su genio festivo. Los peones, y aun las personas extrañas al establecimiento, que en éste solían pasar algunas noches, le conocían a fondo; por eso su prestigio no era limitado y se hablaba de él entre el paisanaje como de un estanciero simpático y liberal. Esto mismo lo hacía más confiado y decidor, persuadido de que mientras cumpliese con los deberes de hospitalidad nadie se atrevería a disgustarle.

Cuando don Luciano hubo oído la relación de Dora, echóse a reír muy socarronamente, y dijo refiriéndose a los desconocidos del monte:

—No tengan miedo. Esa es buena gente que anda a salto de mata perseguida por los milicianos, pero que no hace mal a los vecinos pacíficos… Todo lo más que pueden ingeniarse es carnear una que otra borrega o vaquillona gorda, porque los hombres tienen que comer, y las ganas matan lo ajeno —sin fijarse en la marca. El matrero, el puma, el yaguareté y el perro cimarrón tienen el mismo colmillo, y cuando lo clavan, ni el cuero dejan al dueño…

—Nada de eso que conviene —observó Dora.

—¿Y qué ha de hacérsele? Yo no me puedo quejar, porque peligraría la verdad si afirmase que me han comido una docena de vacas, que yo sepa. Parece que la gente del monte me guarda algunos respetos.

—A pesar de esa confianza, —dijo Nata—, yo voy a asegurar bien la puerta esta noche con todos los«trastes» detrás.

Volvió a reír de buen talante el hacendado, sirviéndose un trozo de grano de pecho que estábale incitando en la fuente del puchero, y añadió:

—Lo que dijo el paisano, en vez de amoscarte debería serte gustoso. Te estuvo mirando y le bailaron al hombre los ojos nada más que por parecerle linda tu cara… . ¿Te crees que ellos no tienen también su gusto como los demás? Medio taimados y ariscos, no le «envidean» a ninguno el olfato y los deseos, mayormente si las mozas tienen el pelo rubio y llegan a enseñar alguna guapeza, porque son tentados, amigos de polleras, capaces de bailar un «pericón» por el ruedo del vestido… sin sacar una hilachita tan sólo en las espuelas. Es preciso mezquinarles hasta la sombra, Nata; porque yo he visto una vez a un «tigrazo» que se iba muy agachado por entre los juntos, siguiendo por la sombra a una borrega, y que al fin, cuando la muy tonta dio la media vuelta y se vino al bajo, el manchado codicioso estiró la manaza y la enganchó de las lanas, —lo que prueba que le faltaba trasquila…

Pero, vamos a ver Dora; ¿tú te asustaste?

—¡Yo no!… ¡Al principio me sorprendí, porque esta Nata es tan melindre!

—¡Sí, mucho de eso! Mira papá, ella me ganó en la carrera…

—En prueba de que no me espanté —objetó Dora— es que puedo decir cómo tenían las caras los dos. Uno, la barba muy negra, renegrida, y un color de difunto; el otro, pelo rubio, con ojos oscuros, y apenas un bocito por bigotes.

—Vean la curiosa, —observó Don Luciano—.¡Cómo se fijó en los pelos!

—Pues que miramos, era natural —dijo Dora toda encendida.

—Así es. Pero, la cosa no tiene importancia y pueden ustedes dormir tranquilas, ésta y todas las noches, porque nada de malo ha de suceder para nosotros al menos…

Otra cosa será al ganado; porque la gente de Lecor muy diferente en sus mañas a las travesuras de esos pobres «matreros» sabe «parar rodeo» sin permiso y apartar al destajo cuantas reses quiere, lo mismo que se tratase de «orejanos». Y eso que es autoridad.

¡La milicia de don Frutos; para qué decir! Sus buenos muchachos «pealan», matan o arrean; no dejan cueros, ni rabos de terneras a ocasiones, y nada más que para comerse una lengua de vaca voltean el animal y lo dejan podrir entero en algún bajo… Hay que tener paciencia, ya que no tiene la cosa remedio… Cuando alguno se queja del manoteo o del destrozo, Lecor afirma al momento que va a castigar como hay Dios al que agarra lo que no es suyo, aunque nunca castigue; don Frutos se pone osco, si algo igual van a soplarle, se moja los dedos y sigue jugando al truco sin sacar los ojos de las onzas. Las amarillas lo enlucernan al comandante…

¿Y a quién más irse con el cuento? ¡Por no pasar por chismosos, los hombres pacíficos se chupan la breva, y santas pascuas!…

Después de esto, se echa el perro muerto a la gente «matrera», como dejada hasta del diablo. Ella es la que hace judiadas de toda laya y carnea por gusto: si aparece una yegua con las costillas al aire o una vaquillona con un costado menos o una oveja despanzurrada o un ñandú sin alones o un hombre sin cabeza y sin cinto, es el «matrero» a la fija el que ha andado cuchillo en mano cortando gañotes y sacando «achuras». Qué indios, ni qué mandingas que se le igualen a este forajido… Vino con mañas desde el vientre de la madre y tiene que ser peor que el «charrúa» a la fuerza…

—¡Entonces tenemos razón de asustarnos! —interrumpióle Nata con los ojos muy fijos, atenta y conmovida— ¿No ves, Dora?…

—¡Quia, muchacha! —prosiguió don Luciano— Ellos dicen eso de los «matreros»; pero no son tan desalmados como los pintan. También hay buenos entre ellos; gente bien nacida que anda por necesidad pidiendo techo a los árboles y para comer se encariña del ganado suelto, sin intención de ofender— ¡como que es la barriga la que les gruñe y cabriolea!… . Hacen como el buey que se lame solo, y que, cuando se acerca como al descuido a un cerco de pitas es capaz de comerse hasta la última hoja si no lo sacan a rigor.

—No son tan mansos esos otros, —dijo Dora;— porque no contentos con matar vacas y borregas se apoderan de los caballos de silla y no los vuelven más…

—¡Oh! Y eso es natural, hija; los hombres no han de andar a pie aunque vivan en el monte. Precisan salir, merodear y correr buscando mejora a su suerte, porque siempre algún escozor los aflige… ¡Vieras cómo enseñan al mancarrón! Si da gusto, y fuerza es perdonarlos. El animal aprende con más facilidad que muchos que no lo parecen, aunque caminen y tengan orejas para escuchar y no entren en la «cuatropea» del diezmo. Se acostumbra al «potrero» del monte, se hace chiquito para pasar por abajo de las ramas, toma agua en la orilla con sólo estirar el hocico, no relincha cuando siente el tropel, conoce la senda en lo oscuro mejor que un «carpincho», no se asusta del «aguará» que se le cruza entre las manos, y también le alarga callado una dentellada al perro cimarrón si se le pone delante… Se hace un animal de más entendimiento, que otros animales de menos pies; con poco rebenque, y con sólo tironearlos del copete.

—Según lo que oímos, —observó Nata—, usted les disculpará todo, aunque hagan uso de lo que le pertenece…

—¡Pues! ¿Por qué he de andarme con ellos de disputa todos los días?… ¡Bien parado iba a salir yo de la rodada! No hay más que dejarlos; y el diablo me lleve, si este ajuste no es el mejor, Natilla. El «matrero» como el «redomón» para venir a suave y menos dañino, quiere más maña que fuerza; y así acontece que, el que les pone cara de malo, amanece un día a la pudre, por bobalías…

El hombre a monte, como iba diciendo, adiestra el caballo a su modo y lo complace de todas formas, pues que es su compañero en la vida triste, el que lo ha de llevar siempre en los lomos y librarlo del peligro, sin que nunca le eche en cara el servicio, aunque pase hambres y reciba a ocasiones uno que otro chuzazo que le enderecen al amo en la refriega o en la disparada. Por servido él, que lo curen, y le den un poco de libertad para reponerse de su flacura y descalabros. El animal, digo, no es de los que se quejan, por condición noble. Pueden desjarretarlo, bolearlo o meterle en los encuentros todos los «cortados» de un trabuco; si la suerte le ayuda para seguir corriendo ha de saltar la zanja, con las narices tan abiertas como dos tubos calentados al fuego que echasen humo, y con el rabo casi tieso como un «marlo», si es que lo han «tusado» por aparejarlo a los rabones y «reyunos» de la tropa portuguesa. No precisa el jinete hincarle la espuela ni bajarle la mano, porque cuando va sobre la rienda parece que quisiera echar todo el bulto adelante y tragarse el viento, sin perder la huella, el ojo que se le salta y el espinazo que se le cimbra abajo del «lomillo» como si quisiera escurrirse lo mismo que una culebra… De esta laya son los caballos de los «matreros», y bien vale el robo la enseñanza. De buena gana les dieran ellos bizcochos, si los tuviesen; pero, en cambio los «desbazan» para que no se estropeen, les sacan el haba, les cortan las crines de que ha hecho presa el abrojo y les quitan el sudor del lomo, todo con el cuchillo, los manosean y los abrazan, y los animales se largan retozones a revolcarse, hinchanse, se sacuden, resuellan, se hartan de gramilla, duermen al raso caiga lluvia o esté helando, y en la primer tardecita aparente ya están listos para una calaverada llevando encima todo el «apero» y al guapo, sin acordarse de las angustias pasadas.

—Pero esos hombres de que hablas papá, no trabajan, y viven sin familia. Parece que a nadie quisieran…

—¿Qué han de trabajar, inocente?… Si pudieran hacerlo serían tan listos para lo bueno, como lo son para lo malo. ¿O te figuras que ellos no tienen placer en ser como los demás hombres? Es que no los dejan, los persiguen y los obligan a huir por último; ya porque no se presten a apoyar a los otros que están con el gobierno, ya porque tienen linda pinta para infantes o para dragones —pues siempre hay remonta en las tropas;— ¿y, para qué decir chus ni mus cuando les echan la mano y los endilgan a la ciudadela, si nadie ha de salir en su defensa, que no sea —para el decir— algún guapetón de esos que se sublevan creyéndose más bravos que Artigas?… ¡Eh! Y si se quiere los «malevos» no son tantos, mirando las cosas por otro lado…

Suele suceder que los hijos de familia encerrados en aquella madriguera con muros y fosos, como para que nadie entre o salga sin que antes dé cuenta de su conducta, se entusiasman de repente, se insubordinan y a pretexto le conocer esta campaña de que oyen hablar, aunque a ese respecto se parezcan ellos mucho a palomas de campanario, ingéniase el medio de escurrirse lo mismo que hacen los pollos en corral ajeno… Al fin se ven fuera de portones y enderezan a los matorrales buscando camino, viendo mucho campo y mucha luz por delante y atragantándose de aire hasta soplar como fuelles de herrería, sueltos de cuerpo y alegres, retozando a modo de «charabones» que comenzasen a querer tender el alón de un costado y a esponjar el plumero de atrás con aire de requiebro… ¡Después principian las penas! Cuando llegan a hacerse fuertes y ágiles, pocos «matreros» los igualan a estos mocitos de ciudad, porque se atreven a más todavía si se les deja criar alas y echar púas… ¡El diablo me lleve si no me refocilo algunas veces en verlos!

—Entonces no hay porqué espantarse tanto de ellos, —dijo Dora mirando a su hermana, que oía muy atenta a su padre— Aprenderán también a cantar versos en la guitarra con una voz linda…

—Y tendrán otros modos —objetó Natalia—; si es que no se vuelven huraños de tanto andar en los montes con las fieras…

—Eso no sé, —ni tampoco si los arañan los gatos tigrinos o los muerden los cimarrones. ¡Allá se las entiendan!… Esto que iba contando, es para que ustedes no se figuren que todos son tan fieros que no se les pueda ni mirar a la cara. Y ahora, voy a disponer lo conveniente por precaución.

El señor Robledo empinóse esto diciendo, un vaso de vino tinto, que paladeó con fruición; y levantándose de su banqueta con toda agilidad salióse al patio, con una tagarnina entre los dientes y el yesquero en la mano.

Ya solas, dijo Dorila:

—Mira Nata, no sé porqué me imagino después de lo que ha dicho papá, que estos hombres del despoblado no son tan perversos como esos vagos de la ciudad que sirven a los portugueses, y andan por las esquinas poniendo miedo… ¿No te parece lo mismo?

Natalia frunció los labios y se encogió de hombros.

—A mí me asustan los hombres que viven en los montes, —contestó trémula—. Andan con los tigres y comen raíces.

Dora echóse a reír con ímpetu, exclamando:

—¡Qué inocente Nata! ¿Te figuras que ellos cuando quieren, no escogen la flor del ganado, y que tienen sus viviendas muy buenas en lo escondido del monte?… Don Anacleto que sabe también esas cosas, me lo ha dicho muchas veces.

—Será así —objetó Nata pensativa.

Después de eso dirigióse a su cuarto, y sentándose en su cama volvióse a quedar meditabunda, jugando con el pie en una piel de tigre que delante del lecho le servía de alfombra.

Cuando se recogió a las nueve, a pesar de su promesa no arrimó los muebles a la puerta. Dorila le hizo por esto alguna burla; pero ella se acostó sin contestar palabra, siempre cavilosa.

Soñó esa noche con el hombre de la «cara de muerto.» Dora se despertó muy temprano desasosegada, y se puso en el acto de pie.

Lucía recién la aurora. Sus grandes fajas azules, rojas y amarillas cuyo esplendor ensanchaban más las brumas tenues del horizonte, alargábanse tras de la loma y del monte como un inmenso chal de fantasía. Todo se movía ya en el campo: aves, peones, ganados y perros.

Los gritos de los loros en los árboles de la barranca y de los horneros sobre sus nidos de lodo, reunidos a las voces de alboroto de los «chajaes» en los próximos pantanos y de los «terus» en la llanura, daban extraña vida vigorosa a los contornos en medio de su misma tristeza montaraz.

Después de recorrer maquinalmente algunos sitios, Dora se dirigió a la huerta con ánimo de escoger legumbres y descubrir nidadas de gallinas entre las grandes matas de las plantas rastreras.

En esa diligencia estaba, cuando sus ojos descubrieron a raíz de una pita envejecida algo como un bulto o atado blanco que en el instante parecióle ser el «rebozo» de lana que ella abandonara el día anterior junto al abra del monte.

—¡Ah! —exclamó en un arranque de alegría infantil—. ¡Si es mi «rebozo»!

Lanzóse sin demora sobre el objeto, y al alargar la mano pareció vacilar en tirar de la manta; pero bien luego se resolvió, y cogiéndola con dos dedos, la hizo rodar por el pasto.

El «rebozo» se desenvolvió al caer, y una cosa redonda resguardada por una capa de hojas verdes y frescas se deslizó hasta sus pies con la docilidad de una bola.

La joven retrocedió recelosa al principio, creyendo todo lo malo; mas de súbito lanzó un pequeño grito y volvió a aproximarse confiada, mirando a todos lados como sorprendida agradablemente.

Las hojas frescas se habían desprendido del objeto redondo, poniendo a la vista chorreando gotas de miel la hermosa «lechiguana» de la víspera.

Dora la recogió, pues no contenía una sola avispa; y fuese a enseñársela callada y pensativa a su hermana, que aún se revolvía en el lecho.

—¡Mira! —exclamó Nata muy admirada—. ¿Quién lo trajo?

—No sé.

Dora acompañó su frase con una mueca.

Las dos se quedaron mirando el gran globo plomizo.

—Quién sabe lo que será esto —dijo Dora de pronto, observando con visible desagrado que tenía untados de miel los dedos.

—Sí, es muy raro —objetó Nata.

Dora se volvió hacia la puerta, diciendo:

—El rebozo también apareció.

Tras de estas palabras tiró al patio la «lechiguana» que al rodar lejos fue esparciendo por aquí y acullá sus hojaldres hasta detenerse en el muro de la cocina, donde rebotó como una cáscara vacía para sepultarse en un hoyo.

Momentos después, Dora se acercó muy grave al ventanillo de don Anacleto, separando sin miramiento alguno las plantas parietarias que se enroscaban delante lujuriosas, dejando apenas un corto espacio para dar cabida a una persona junto a la reja.

La pieza que habitaba el capataz con uno de sus compañeros era espaciosa, y en su arreglo interior bastante pintoresca. Catres fuertes, pieles, banquetas improvisadas con cabezas de bueyes viejos, una mesa de pino blanco, dos guitarras resquebrajadas ya por el tiempo y muy morenas en la caja por el uso, aunque con todas sus cuerdas, «lazos», «maneadores», «tres Marías»,cabestros, bozales, «redomonas», estribos de madera, cueros de zorros y gatos monteses, tijeras de esquila, marcas de hierro, sogas y lonjas para «tientos», recados completos, frenos y riendas, charque en abundancia, rollos de tabaco negro envueltos en «chala», un tercio de «yerba—mate», y otras cosas y utensilios aparecían diseminados en el suelo, paredes y huecos o colgantes de la cumbrera sin orden ni simetría. No faltaban tampoco en medio de esta confusión, resaltantes sobre el muro negro con sus colores vivísimos de sangre de toro y yema de huevo, dos o tres imágenes de santos, el arcángel San Gabriel, San Jorge matando al dragón y otra pintura de ánimas saliendo del purgatorio. Algunos mechones de cerdas de caballo pendían de astas de venado a los flancos. Bajo el ventanillo de cruz de hierro, una olla regular tumbada por falta de un pie servía de depósito a un montón de «garras» y sebo fresco propio para candiles.

Dos o tres clases de enredaderas silvestres, por la parte de afuera, cubrían el ventanillo, llevando sus largas guías hasta más arriba de los aleros; por manera que mezclábanse habas del aire, campánulas azules, hojas canaliculadas en gracioso tumulto formando arcada la siempre verde, —punto de cita de pájaros—moscas, «viudillas» y pica—flores al salir el sol o al caer la tarde. Aovaban también allí algunas de estas avecitas, y de sus huevezuelos daba cuenta con frecuencia Dora para fabricar collares o sartas caprichosas que le duraban lo que una campanilla de parietaria.

Entre estas enredaderas fue donde se metió Dora, sin poner como decíamos, mucha atención en los destrozos que ocasionara a su paso.

Estaba el capataz muy absorbido en la confección de un cabestro, puesta la yema del pulgar izquierdo debajo de la tira de cuero muy tirante sujeta por una presilla con botón en el hierro vertical de la cruz, en tanto que con su mano derecha, tostada y callosa, deslizaba el cuchillo por el borde del cabestro levantando bajo el filo largos rulos de piel seca; cuando asomó en el ventanillo el rostro picaresco de la joven, quien le decía con un acento humilde:

—Esas avispas son como fieras, don Anacleto… Vea usted, yo no tuve la culpa si lo picaron, y vengo a prevenirle que es bueno para eso un poco de sebo de la riñonada, porque suaviza mucho y quita el ardor. ¿No se ha puesto usted?…

El capataz, suspendiendo en el acto su tarea, la miró con un aire de bondad mezclado a taimonía, contestando en tono socarrón:

—La cosa no es para tanto, niña… Ya no me escuecen las picazones, y lo que siento es haberles dejado el «camoatí».

—Si apareció hoy con el «rebozo» en la huerta, don Anacleto, y yo lo he tirado ahí junto a la cocina. ¿No adivina usted quién ha podido traerlo, entonces, si no ha sido usted mismo o Nereo?

—No sé nada —repuso el capataz con sorna—. Yo no lo truje.

—¿Y los peones?

—Pueda ser, niña. Pero, cuasi aseguro que no, porque esa es gente que nunca chupa miel de avispas y se recoge temprano para ganarle la delantera al sueño… La negra habrá andado por el abra, y sin más ni más agarrado el panal aunque los bichos se le prendieran en la trompa.

—¡No! Si Guadalupe no se ha movido ayer de tarde, ni lo habría puesto entre las pitas de la huerta, enterito como estaba…

—Si no hay rastro de hocico, es otra cosa —observó el capataz reflexionando, con la mano en la barba.

—Boca será don Anacleto, pues mi negra no tiene hocico —dijo Dora un poco enfadada.

—Lo mesmo es, niña —respondió el viejo—. Ahora caigo porqué «hullaban» tanto los perros a más de media noche, por junto y parejo, como hacen cuando andan por el campo «aparecidos» o leones hambrientos…

—¿Qué dice usted, don Anacleto?

—Nada digo, sino que algún «matrero» trujo la miel, y a la fija se llevó algún cordero a la vuelta —contestó el capataz, recomenzando su tarea con aire muy serio.

Dora se quedó meditabunda, y apartóse luego del ventanillo.

No impuso a su hermana de esta conversación. Nata sin embargo, hablóla en ese y en el siguiente día, de ciertos ruidos extraños que ella había sentido la noche que se siguió a la aventura; rumores mezclados al ladrido de los perros, que siempre anuncian gente en el campo, y que le robaron el sueño. Dorila se limitó a encogerse de hombros y a reírse de sus preocupaciones.

—Habré soñado —dijo Natalia—; pero yo juraría que hasta sentí voces, así como de quien encariña los mastines y los vuelve mansos, porque al momento no más los perros en vez de ladrar furiosos como al principio rezongaban bajo casi vencidos…

Don Luciano, a quien ninguna de estas cosas cogía de sorpresa, ni podían tomarle otras mayores que él presentía, acompañaba a Dora en sus risas sin abrir comentario alguno sobre las ánimas o los duendes de media noche.

De todas maneras, Nata no volvió a sus paseos entregándose a sus labores, al punto de pasarse horas enteras junto al bastidor bordando sus telas; muy superior en esto de dar entretenimiento a las manos a Dora, quien nunca salía de la bastilla o hilván menudo por animosidad a la aguja más que por el dolor que sintiera en las espaldas de que algunas veces se quejaba, aun cuando en otro género de tareas fuese diligente y animosa.

Nada de ello privaba que ésta siguiese en sus excusiones a pie o a caballo, con la compañera forzada, en reemplazo de Natalia, que era la negra Guadalupe; mocetona verdaderamente corpulenta y guapa con su pelillo en forma de racimos de saúco, sus ojos saltones de un color plomizo, su nariz chata y respingada en la punta con las alas muy abiertas y su boca grande de labios pulposos con dientes tan blancos y parejos, que bien podían compararse a los granos de «mazamorra» con leche que ella sabía preparar los días de fiesta.

Nada de notable ocurrió en estos paseos, que diese lugar a temores o desconfianzas; lo que fue devolviendo la tranquilidad al ánimo de Nata que ya empezaba a echar de menos sus horas de libertad por las tardes, días después de los incidentes relatados; y especialmente su gira casi cuotidiana a la ribera del río, bajo el sauzal de los patos.

Por su parte, y en el interés de la compañía, Dora no dejaba nunca de encarecerle los buenos momentos que pasaba con Guadalupe, cuando se iban en busca de nidos y habas del aire.

Tanto insistió a este respecto, dando a las menores cosas un colorido de sobra interesante, que logró al fin arrancar a su hermana de su retiro, a cuya sombra protectora la piel de su rostro y manos había casi recobrado la prístina blancura. Natalia sonrióse una tarde y se dio por vencida. Fue el de los sauces el sitio encogido, el cual quedaba a poca distancia de las «casas», sobre la escarpa del río.

En esa parte del monte en forma de herradura abríase una picada o sendero angosto, a través de «talas», espinillos y «guayacanes» que concluía en la ribera arenosa, desde cuya playa dominábase el río en todo su ancho; y por un claro espacioso del monte en la orilla opuesta, una gran zona de la campaña, con sus planicies y «cuchillas» matorrales y hondonadas.

Por este sendero, muy conocido se entraron las dos jóvenes, yéndose a sentar en el amplio tronco de un sauce cuyos gajos flexibles en correctos arcos humedecían en las aguas sus extremos, formando un pasaje umbrío —por donde desfilaban en la tarde de uno en fondo nutrias y «macaes».

La corteza blanda aparecía rayada en diversos sitios con un punzón, rayaduras que eran cifras y letras hechas al descuido por la mano de Dora; tan mal inscriptas que debió haber puesto al pie de cada una —ésta es una X, o éste es un 5— a fin de no equivocarse luego ella misma, que llegaba a comparar la primera con una patita de chingolo, y el segundo a un copete de cardenal.

En silencio permanecieron algunos momentos.

Después, como tuviese Dora delante de su vista un trecho o pequeña playa cubierta de ligero musgo, pareció darle tema a la memoria, porque dijo riendo:

—Allí enterrábamos otros años los pollitos que se morían, cuando apenas tenían pelusa… ¿Te acuerdas, Nata?

—Sí, —contestó ésta con aire distraído—. Les poníamos una cruz de ramitas. También a los pobres jilgueros, que tanto queríamos…

—Me acuerdo —añadió Dora— que a los pocos días no podíamos ya resistir, y les sacábamos de encima la tierra para ver lo que había pasado dentro.

—¡Cuántos gusanillos se movían!… Era un hormiguero.

—¡Mira! —dijo Nata señalando a la otra orilla—. Por allí viene gente.

Dora dirigió al sitio indicado sus ojos.

En realidad, un grupo de hombres de caballería que al parecer venían buscando el vado, se habían acercado paso a paso hasta la escarpa del río; y clavando en el terreno húmedo los cuentos de sus lanzas adornadas de banderolas, puéstose a contemplar muy atentos y silenciosos a las dos mujeres del sauce, como a objetos bastante raros.

Parecían haberse olvidado del deber y de la consigna para darse tan extraña tregua deliciosa. Un tanto absortos, pues, con sus greñas secas y polvorientas por encima de las mejillas tostadas, sus barbas espesas hasta el pecho y sus manos afirmadas en los astiles, fijos los ojos melancólicos en un solo blanco —allí estaban inmóviles con las cabezas altas, lo mismo que una banda de ñandúes en presencia de un paño que flota al aire o de un pato que se revuelca en las hierbas.

Nata y Dora se pusieron de pie lentamente, sin saber qué camino seguir, algo turbadas e inquietas.

Al fin, uno de aquellos hombres levantando una pierna que hizo chocar en la carona, exclamó con voz enronquecida aunque perceptible a la distancia:

—¡Se me hace que me llega esencia de «chirimoyo», Cristo bendito!

El resto rió en coro —produciendo esta risa que brotaba de entre nutridos pelos, el efecto de un prolongado rezongo de «carpincho».

Las dos hermanas escaparon corriendo, hasta trasponer el monte.

Cerca ya de las casas, acortaron su carrera fatigadas, riéndose a su vez a pesar de la alarma; y cogiendo Dora a su hermana del brazo, preguntóla jadeante:

—¿No sentiste mucho ruido de ramas, cuando pasamos junto a los ceibos?… A mí me pareció que era un hombre que se escurría…

—Sería algún novillo.

—¡No!

—¿Si vendrán esos soldados en busca de los «matreros»?

—Habrán equivocado el paso, y eso es todo.

—Sí, ¡poco baqueanos son ellos para no dar con él!

—No creas. Esa caballería trae algún intento de este lado del monte…

Una detonación de arma de fuego en la orilla que acababan de abandonar, cortó aquí la frase a Dora. Sucediéronse a ésta dos más, y luego gritos y voces recias que se alejaban.

A poco algunas nubecillas blancas como lana cardada surgían de las flotantes bóvedas del bosque, remontándose en suave remolinos por la atmósfera serena.

Cuando las hermanas se entraban en el patio, salía don Luciano apresuradamente con su catalejo y poníase a descubrir el campo por la parte del monte.

Sin separar el instrumento de la visual, dijo, viéndolas venir:

—No conviene que anden cerca del río… En un derrepente van a morder a estas muchachas en las piernas los perros cimarrones… si no es una bala de tercerola que las alcanza. ¡Don Anacleto! —gritó seguidamente al capataz que se aproximaba—, repunte la tropilla del lado de la loma, y cuide de mi pangaré… . Sería bueno lo metiese temprano en la enramada. Haga arrear también la majadita del «tronco» hasta aquí encima, y que las borregas pellizquen lo que puedan… ¡Diablo de alboroto, caneja! ¡No parece sino que siempre hemos de estar oliendo a pólvora, mil cuernos!… . ¡Allegue las dos lecheras barrosas al palenque, y vea viejo que ese mancarrón macaco no dé con su pelada en lo duro!

—¡Qué ha de dar! —contestó el capataz amoscado—. Dende que me conozco ningún mañero me ha cascao las liendres.

Y en tanto atendía al reclamo, seguido de dos peones, tan viejos como él, don Anacleto refunfuñaba:

—Ya comienzan a los tiros…

Esta noche a la cuenta me chingolean el malacara y me hacen humo el «maneador»… No se enriede en las cuartas, compadre Calderón, y enderece esa tropilla al corral, ¿no ve que viene abriéndose cancha la yegua madrina?

Paisano lerdo el Nereo, con sus lomos grandotes. ¡Mire sino cómo aparta aquella barrosa de la cría y se va encima de las guampas ese hombre condenado!

—¡Oh! y le habrán gustado siempre más que el lado de la cola, compadre Anacleto, —repuso Calderón, entrecerrando un ojo.

—Asina será… ¡Costalee ese animal y véngalo coleando don Nereo, que el becerro viene atrás de la ubre!

Estas voces sobresalían pujantes al ruido del ganado menor y mayor arrollado hacia el corral y el palenque, y al de los galopes alternados con troteos a son de rebenque y rodajas. Una gran nube de polvo envolvía hombres y cuadrúpedos. Balidos y relinchos completaban el concierto, en medio del cual desempeñaban los cencerros una función importante.

Don Luciano seguía dando sus órdenes a pesar del tumulto, y sus viejos servidores obedeciéndolas, aunque no con mucho acierto en todos los momentos, a causa de la confusión, la distancia o la sordera crónica de alguno de los peones —así impropiamente llamados en las estancias, siendo antes que eso, centauros.

En la parte del monte, sin embargo, nada inducía ya a sospecha o temor, después de los tiros y gritos que habían motivado la alarma. El bosque en sus orillas e isletas visibles, aparecía silencioso; ningún hombre había asomado al llano, y las mismas aves de la ribera del río — patos, espátulas y garzas— remontándose o abatiéndose tranquilas entre los juncos y espadañas, indicaban el mayor sosiego en aquellos lugares solitarios.

Las jóvenes, bajo la impresión natural todavía, que les había producido el suceso, fueron encaminando sus pasos maquinalmente hasta la huerta; y habíanse sentado pensativas junto a los pitacos —mirando hacia aquellos árboles inmóviles y mudos, con ese aire de curiosidad y de duda que imprime en el semblante el espectáculo de una escena aislada cualquiera de dramas ignorados.

Luego se pusieron a conversar con vivacidad, nerviosas y excitadas; ora comentando el rumor entre el follaje de los ceibos que Dora había oído al pasar, ya la aproximación a la orilla de aquel grupo de hombres melenudos, ya las detonaciones cerca de los sauces, donde ellas habían estado muy confiadas; y como final de sus coloquios, convinieron en que alguna atingencia tenían con cosas tan raras los desconocidos que las sorprendieron en mitad de sus risas, la tarde en que tentaron apoderarse de la «lechiguana».

—Lo que resulta de todo esto, —concluyó por decir Nata—, es que ya no podremos ir sin temores ni a la isleta de los sauces.

—¡Dejaremos pasar algunos días, por si acaso! —repuso Dora.

—Y volverá a suceder lo mismo. En verdad digo que no me siento con ánimo para andar más sola por allí.

—¡Miedosa! ¿Qué sabes tú si esos hombres son perversos?… No lo demuestran, al menos. Ya tenían tiempo de haber dado alguna prueba, y entre tanto, recuerda lo que papá nos ha dicho.

—Porque él es bueno, y nunca piensa nada malo de los demás.

—Mira: yo creo que la «lechiguana» fue traída aquí por uno de aquellos que vimos… tal vez por el de cabello rubio…

—¿Por qué lo supones?

—No sé… Me parece… lo presiento.

—¡Loquilla! Ya te lo imaginas muy apuesto.

—¡Ya verás! —exclamó Dora, refregándose las manos con cierta ansiedad. Te digo otra vez que no sé porqué me lo figuro; pero… esa cara…

—¿Qué tenía? La habrás visto en sueños, como se ven otras nada lindas.

—¡Quién sabe! Yo pienso que no, Natilla; algo me dice que la he visto en Montevideo, y tú también…

Nata se puso a reír con una gracia adorable.

Luego, dijo:

—¿Será aquel Pedro de Souza, de los Voluntarios Reales, que tanto te persigue?

—¡Qué! —prorrumpió Dorila con ímpetu. Ese tiene el pelo castaño y los ojos verdosos. ¿Y qué iba a andar haciendo dentro de las breñas?… ¡Qué ocurrencia la tuya tan original!

—Entonces, no sé… Tampoco puse mucha atención, con el susto.

—Eso, más bien.

—¿Te acuerdas Dora, cuando Souza te apuntaba el catalejo en el teatro, tieso en su silla, apenas acababan de encender las candilejas?

—Y muy gallardo que me parecía, con su traje de paño, bien abrochado y una media charretera en el hombro, —contestó Dora con un gesto de despecho. Está en Santa Lucía de guarnición.

Pero, no se trata de ese…

Guadalupe interrumpió aquí el diálogo con su presencia, para advertir a las jóvenes que era hora de comer.

Capítulo 5. Los cuentos de Don Anacleto

La comida fue breve, y contra su costumbre, don Luciano se mostró grave, y las jóvenes taciturnas. Poco de nuevo se habló sobre el episodio del día.

Presentábase muy hermosa la noche. Las hermanas se pasearon juntas largo rato en el patio, hasta sentirse fatigadas.

Entonces sacaron del dormitorio unos bancos pequeños que pusieron a tino y otro lado de la puerta del comedor y se sentaron en ellos —con ánimo al parecer de aspirar aire libre buenos momentos. En realidad, corría una aura deliciosa.

Vino el viejo capataz a hacerles compañía, según su hábito antiguo; aunque esta noche, con un ceño de marcada desconfianza y miradas escudriñadoras hacia el monte.

Púsose una colilla de cigarro detrás de la oreja, y callado en cuclillas contra la puerta, observaba a las jóvenes, con las manos juntas entre las rodillas, el sombrero en la nuca y el barboquejo debajo de su nariz de garra —la barba canosa muy revuelta y doblada hacia el pecho y los ojos un tanto asediados por vejigas carnosas, fijos en la zona más oscura.

Dio una tos bronca, y siguió en su silencio.

Las hermanas se miraron, sonriéndose.

—Empiece un cuento don Anacleto, —dijo Nata—. Se va usted haciendo un poco remolón.

—No crea niña Natalia. Es que se nos va el humor a los viejos cada día que pasa, y semos asina como cuerda de guitarra que es fuerza afinar para que suene.

Bueno, yo la afino —repuso Nata con dulzura.

—¡Quién no ha de contar!… Pero yo no caigo en una cosa a gusto que venga a pelo, por complacerla.

—Cuento de amores.

—De amores ha de ser y con abrojos niña —que nunca el hombre es de suerte, por lo mesmo que es engreído.

Cuando le toca la china parece cosa de milagro.

—Nosotras no somos más afortunadas, don Anacleto —dijo Dora simulando la mayor pena.

—A según y conforme, —respondió el capataz, con una tos grave. Cuando yo era mozo tenía muchos amigos, y no conocí a ninguno satisfecho por buena correspondencia o por aquel gusto que él se propuso sentir, eso que eran de chapeado y virolas, muy garifos en sus fletes, y de fama en el pago. Al ñudo se encalabrinaban todo a una, tendiéndole el ala a una moza muy garrida que moraba en una cuesta del valle, entre las toscas de la serranía, lo mesmo que pájaro huido; y no faltaba alguno que se ponía escapulario por alcanzar la gracia. Era de balde. La moza no caía en el lazo de los requiebros, ni en los ardiles de la trova: ni trampa de pie de amigo —ni otra cosa es con guitarra. Ubalda miraba a todos igual, y al mirarlos los consumía como si fuese basilisco; por lo que ya magros de carnes los mozos —unos decían que a la cuenta era hija de bruja, y otros— para peor, que era engendro de murciégalo y de calandria…

—¿Ese es el cuento, don Anacleto? —interrumpióle Dora con aire de mucho interés.

—En el comienzo voy. Para decir verdad, es una historia que pasó, y no invento que se me antoja.

—¡Qué linda debe ser! —dijo Nata—. A mí me gustan las cosas verdaderas.

—Ya estoy ansiosa —añadió Dora sonriendo.

El capataz se recostó bien contra la pared, mirando las estrellas; y luego de acariciarse la barba, prosiguió muy formal:

—Una ocasión cayó al pago un mozo forastero como de veinte o treinta años con la cara hoyosa, los ojos de lechuza medio salidos, nariz que parecía un «bircuyá», paletas grandes y muy dientudo el hombre, con el pelo tieso como crin de chivato, —que se llamaba Nicasio de apelativo;— y junto con el llegar de este forastero fue alboroto, como quiera que la gente del pago era medio tentada de la risa.

Nicasio no se fijó en eso diciendo que cuasi todas las risas, por ser de envidia, se parecían a las roncas del gato: muchos dientes finos, muchos bigotes tiesos y mucho lomo hinchado. Asina feo como era se puso a obsequiar a Ubalda; y con sorpresa grande se vido que ella comenzó a redetirse dende que lo miró.

La hermosura a la fija la tendría por adentro este forastero, lo mesmo que está lo gustoso del «macachín» abajo del amargor; porque de otra laya no acertaban con el tiro los mozos del pago.

Ya se ve —decían todos;— más vale llegar a tiempo que ser convidado.

Noche a noche caía Nicasio al rancho de Ubalda, y se retiraba temprano por no ser cargoso, contento con su buenaventura y hablando siempre de hacerla su mujer. ¡Miren que miel para esa boca! —intrigaban los mozos. Pues no hay más que correrlo al dientudo…

Dora sofocando sus ímpetus de reír, interrumpió aquí al capataz, diciendo con bien fraguada indignación:

—¿Y que tenían ellos que mezclarse en lo que no les importaba? Si Ubaldina quería a Nicasio, esos pretendientes debía irse a sus casas, a tomar «mate» en la cocina…

—¡Ahí está, niña! A los hombres les gustaba mangonear por el gusto de entrometerse en lo ajeno; y para mejor, cuando el padre de Ubalda que andaba «tropeando», cayó en el rancho una tardecita, preguntó qué hacía allí sentado en una Cabeza de Vaca aquel basilisco; y como le contestasen que era el consentido de la moza se puso el viejo a bufar y a quererlo despedir sin más saber del asunto. Las lágrimas le saltaban a Ubaldina, la madre se ponía de su costado y Nicasio hacía empeño por amansarlo.

Todo fue al ñudo.

—¡Que crueldad no oírlo, don Anacleto!

—Asina es. Como campanas de palo son las razones de un pobre…

No hubo que hacer: Nicasio se marchó llevándose el corazón de la moza, y dicen que iba triste esa tarde como el que ha perdido la madre, montado en un «redomón» doradillo, rumbo a un abra de la sierra, en busca de algún matorral grande a la cuenta para esconderse de la mozada zumbona.

Cuando se supo la cosa, el pago se revolvió lo mesmo que nido de «mangangá» en que se ha metido una mosca brava por equivocación. ¡Mordisco aquí y pinchazo allá, no dejaban al forastero ni una nada de pellejo sano; y era de ver cómo miraban a Ubaldina los que ella no había querido!…

La pobre moza era un manantial de llanto; por las mañanitas cuando los pájaros comienzan a picotearse las plumas y anda saltando el ganado retozón y suena el cencerro de la yegua madrina metiendo alboroto en el campo, se le vía junto al palenque como una viuda afligida con los ojos ñublados en el abra aquella en que se hundió Nicasio, siempre firme en que él había de volver, porque no era menos que la piedra que cae del cerro al bajo para juntarse con las otras sin que naide la arrempuje.

Pero, a los pocos días, se corrió que Nicasio había caído de una barranca alta, y que lo había apretado el «redomón» dejándolo muerto en la zanja. Cuasi todos se alegraron del mal del prójimo, cuando un «tropero» trujo la noticia a la casa de negocio del Gavilán, —que era donde la mozada se juntaba para jugar al naipe.

¡Qué breva para el forastero! —habían dicho antes, cuando el padre de Ubalda lo despidió. Ahora dijeron: —¡Consuelo te den los «caranchos», hoyoso!

Ubaldina se escondió en el rancho como si hubiese ganado abajo de la tierra, a llorar a la fija hasta quedarse lo mesmo que un junco. ¿Quién había de enjuagarle los ojos, que no fuese ella mesma? Naide se para a alzar la pobre borrega que anda solita balando por el campo cuando sopla viento frío, —a no ser el dueño; —y naide tampoco le saca a la gama cuando se clava, la espina del dedo, si no es para afirmarle mejor un tiro de bolas. Con Ubalda la ley era pareja…

—¿Y Nicasio? —preguntó Dora roja de risa—. No dice usted si murió de veras, don Anacleto.

—¿Nicasio?

—Sí, —observó Nata—. Yo me intereso por el pobre a quien deja usted en una zanja cerca de los tigres allí…

—No lo comieron niña; aunque no me acuerdo si dije que había tigres allí…

—¡Sí que dijo!

—Será asina —Como resentido y agraviado tenía Nicasio que dar la vuelta, y la dio, como que las cosas no habían pasado sino de la laya siguiente: el que se había golpeado en la barranca no era él, sino el padre mesmo de Ubalda que iba a apartar para tropa en el valle; y quien lo sacó por projimidad de abajo del roano con una canilla rota, fue el chucueco Nicasio en cuerpo y alma; por lo que el viejo dijo que aquello parecía cosa de otro mundo. Dijo más el lisiado: «Este Nicasio no tiene la cara tan fiera, y lo he de servir dándole mujer a su guto.»

El mesmo envidioso que dio una noticia contraria, fue a contar la verdadera a la casa del Gavilán, cuando todavía seguía el chacoteo en la mozada.

Jugaban al truco, retozando. Carmelo, el más ladino y «payador», tironeaba para abajo el naipe apretándolo, por verle la lista, aunque parecía que no quería verla; los otros habían hecho con sus hojas cañutos y se reían o chiflaban, por el gusto de lucirse. Y al tironear al ñudo, Carmelo canturreaba,

Mariquita me dio un ramo,
que le tomase el olor…
Si querés llamarte Rosa
conserváte siempre… flor.

Dijo. Y otro contestó: ¡envido! —Fue en eso que entró el embustero y les indilgó la fresca. Todos dejaron caer las barajas aturdidos, y uno gritó: ¡esa es grilla, cuñao!—

No es grilla aparceros, —respondió él— sino cosa de verdad, y si miento que me parta un rayo ahora mesmo…

—¿Llovía y tronaba en ese momento, don Anacleto?

—No lo sé a la fija; pero el cielo estaba tordillo oscuro, y «refucilaba» fuerte… El caso es que se armó una«tinguitanga» de todos los diablos en el Gavilán, y que poco faltó para que lo «achurasen» al «tropero» mentiroso; lo que hubiera acontecido si no hubiese escapado como un viento.

El caso es que una tardecita caliente, de esas que le gustan al «aguacil» y al chingolo, estaba la moza toda achirlada en la puerta del rancho, cuando vido que se allegaba Nicasio junto con su padre.

Ubalda cuasi se cayó de alegría encima de un paisano viejo, que andaba por consolarla en sus pesares con la ciencia que dan los años.

El «tropero» al llegar le dijo, medio quejoso:

«Ahí está, muchacha. Yo te lo traigo a este «matrerazo» por si te gusta… ¡Decí que no, ladina!… En la barranca maldita de sierra adentro, más dura que pared de iglesia, rodó el roano y me apretó. ¡De nada me valieron el cuerpo y la vista, canejo! Porque el mancarrón se arrolló atrás de mí como un mataco, y en un repeluz me hizo añicos la canilla.»

Sin dejarlo más hablar, lo bajaron al viejo y lo acostaron.

Después, Nicasio dijo que él sabía sanar las heridas, sin poner el ungüento al sereno, ni los trapitos a la luna; nada más que con unas tablas chicas, que había que ajustarle al hueso. Como si fuese brujería, en una semana el «tropero» aseguró que ya podía mover bien la lisiada.

Vean niñas: medio brujo tenía que ser Nicasio, porque el caracú viejo no se pega no más asina…

—¡Pobre don Tropero! —prorrumpió Dora;— ¡Cómo sufriría!

—Indalecio era el apelativo, no Tropero. Yo lo llamo asina porque acarreaba ganado de la sierra; y eran pocos tan baqueanos, para apartar reses gordas entre los pedregales y tirarle las «boleadoras» al novillo serrano que quería ganar los barrancos, con los cuernos como ahujas y…

—¡Oh, don Anacleto! —dijo Nata—. El cuento era de amores…

—Como iba diciendo, niña…

Sin tártago, ni «cambará», ni yerba de las piedras, Nicasio curó al hombre, y lo puso derecho. Entróse entonces a arreglar el casamiento en el pueblito, que estaba a un galope de dos leguas. El padre—cura no vido inconviniente, diciendo que él se alegraría de asujetar las dos almas con el mesmo yugo, porque asina se vían menos en pique de perderse.

Pero, la mozada descontenta no fue de ese parecer, y todos juraron que le habían de jugar a Nicasio una mala partida, por haberles venido a robar la flor del pago.

Y fue que, en la tarde antes del casorio, se juntaron hasta unos cinco o seis entre las piedras grandes del valle, en la cuesta; montado Carmelo en zancos, y todos con mechas ensebadas a modo de candiles, para prenderlos en la noche y salirle con ellos al encuentro al forastero cuando cruzase para el rancho.

Nicasio pasó sin recelo una «cañada» al tranco de su tordillo, y se fue acercando al pedregal. Aunque estaba escuro el cielo, venía el hombre mirando estrellas de puro gusto; y estrellas vido en un redepente en la escuridad, porque al pronto, como luces amarillas de las ánimas en pena, lo cegaron los candiles de la gente emboscada: y una fantasma del grandor de un «canelón» que traía una luminaria en la mano y parecía echar humo negro por la boca se le vino encima a saltos de langosta, gritando: «¡Oingalé al duro, y se duebla! ¡A la uña, aparceros!»

Pero, el forastero que no era ni medio manco, se hizo a un lado sin gran julepe y sacando un gran trabuco, dijo:

—¡No se me allegue el que no quiera morir y abran paso!

Uno de los mozos, viendo que Nicasio hacía uso de armas, sacó otra de fuego; pero ya cuando él bajaba el gatillo, y ponía a Carmelo con los zancos para arriba, como cae la cigüeña que está comiéndose un pescado y recibe un chumbo en la cabeza. En mirando esto, el mozo tiró también, y tan a la fija, que a Nicasio le alcanzó un balín en un ojo, volteándolo por los cuartos en menos que tardó en chispear la piedra.

Asina que Ubalda supo esto, corrió sola al matorral, sin que la gente pudiese privarla de ver muerto a su novio. Esa noche no volvió, y creyeron que se había refugiado en alguna «tapera», a llorar su desgracia. La buscaron por todas partes, sin encontrarla en ninguna como si la hubiese tragado la tierra; sólo hallaron un pañuelo suyo mojado en sangre junto al cuerpo de Nicasio, y con el que a la cuenta le había estado secando la herida al difunto.

Y muchos días y meses pasaron, sin saberse más de Ubaldina, aunque se registraron montes y barrancos, por si en ellos había rastro de la pobre perdida.

Y dicen las mujeres del pago que, por allí junto al matorral del suceso, se vía siempre una fantasma blanca que corría atrás de una lucecita amarilla, después de la media noche; y que, cuando esa linterna se apagaba en la boca mesma de un pozo que cerca de la sierra había, la fantasma se hacía humo negro, hasta perderse entre un monte espeso a donde naide entró nunca.

En este punto iba de su relato don Anacleto, y escuchábanle en parte las jóvenes, tentadas a cada instante de la risa —a pesar de lo trágico del asunto— por el modo que de narrarlo tenía, cuando un jinete sujetando el caballo en la cresta de la vecina loma, dejó a todos en suspenso, con no poca sorpresa y sobresalto.

El primer impulso en las hermanas fue el de entrarse al comedor, y se pusieron de pie en el umbral; pero notando que el jinete se acercaba al trote rumbo a la enramada, sin compañía, y con aire reposado, Dora se apresuró a decir entre riente y temblorosa, deteniendo a Nata del brazo:

—¡Vea don Anacleto que se le ofrece a ese hombre, que de aquí se me está pareciendo mucho a Nicasio!

El capataz se paró, mirando muy atento al que se aproximaba; y como hallase demasiado misterioso y negro al jinete, al punto de no descubrirle ni una pinta blanca en el cuerpo, y que se avanzaba callado cubierto con un sombrero como un hongo, —repuso con aire grave:

—Permítanme niñas, que vaya a buscar el trabuco, porque se me hace que ese que se allega «no es trigo limpio».

Y sin agregar más palabra, fuese precipitadamente a su habitación, acomodándose el cinto sintiendo que se aflojaban las puntas del chiripá, —a consecuencia tal vez, de haber estado tanto tiempo en cuclillas sentado sobre los talones.

Nada agradable fue a las jóvenes el verse solas. Después de titubear un momento, entráronse, llamando a voces a su padre.

Don Luciano, que escribía, muy absorto en sus apuntes, en mangas de camisa por el calor, levantóse en el acto, dejando la pluma, y vino sin pérdida de tiempo al llamado.

— Mira, papá, —dijo Dora;— ¡ahí llega un hombre!

—¿Y es ese motivo de alarma?

—Precisamente no: pero después de lo sucedido esta tarde, creemos que hay razón…

—¿Por qué ha de haberla?… ¡Vamos a ver!

El hacendado salió al patio; y en medio de él se paró, con la camisa abierta en el pecho y las manos en la cintura, la cabeza al aire libre y una actitud desenvuelta y tranquila —propia de hombre muy sano y entero.

Cerca encontrábase sombrero en mano y apostura militar —firme y respetuoso—, un mocetón renegrido, de quien era sin duda un caballo que piafaba, atado al palenque.

Al divisarle y medirle con una ojeada de campero sagaz, don Luciano dijo con autoridad, como si lo conociera:

—¿Cómo te va, negro?

—Muy bien mi señor, para servir a su merced.

—¿Qué andas haciendo?

—Venía hablarle al señor de una cosa de apuro…

—¿A esta hora?

—Crea su merced que es una obra de caridad, y que corre priesa… Mi amo está lastimado y metido ahí en el monte; y como hay que cuidarlo al abrigo, vengo a pedirle permiso para traerlo a ese rancho viejo que hay en el bajo, siquiera por unos días…

—¿Tú tienes amo?

—Como digo, mi señor; aunque él me dio libertad —repuso el negro con acento cariñoso, a la par que humilde.

—¿Y cómo se llama?

—Luis María Berón.

Don Luciano quedóse un instante en silencio, un tanto sorprendido.

Nata y Dora escuchaban todo desde el ventanillo del dormitorio, no menos admiradas que el bueno de Robledo.

El negro, que parecía despejado y resuelto, siguió hablando sin dejar de atender a uno y otro lado a los perros que lo olfateaban formando como una ronda atenta y gruñidora.

—Nosotros moramos en el «potrero» del monte, más arriba de la isleta que su merced conoce, pero todos los días venimos hasta el rincón, y muchas veces espantamos para afuera el ganado alzado por hacer bien a su merced…

—¡Hombre! Por eso he visto esta mañana una punta de «orejanos» arrimada al rodeo.

—Pues para que vea mi señor; a mi amo se le puso entretenerse en esa faena y tanto fue el empeño, que lo cogió en una pierna un novillo bravo, y ahí está medio lisiado, sin poder montar y con fiebre.

—¡No hay entonces más que curarse, demonios!… Malas diversiones son esas de jugarse con los cuernos… ¿Y qué anda buscando tu señor por el monte, a trueque de semejantes caricias? ¡Vaya un gusto, caneja!… Berón… Conozco un apelativo así… En fin, por ahora, Benito…

—Esteban me llamo, para servir a su merced.

—Bueno, Esteban… Por ahora arréglense ahí donde dices, como Dios los ayude, que mañana será otro día, y daré orden al capataz para que los atienda bien. Pero mira negro que en ese rancho viejo hay más sapos y sabandijas que «colas de zorro» en el campo…

Sonrióse Esteban hasta blanquearle los dientes, resaltantes como el globo de sus ojos en la oscuridad.

—Eso no importa, señor. Yo me encargo de espantar los bichos y de «quinchar» un poco el rancho para que no entren el agua y el viento.

—¡Convenido! Te faculto para todo, que si eres tan diestro para esas maniobras como ladino para explicarte, la cosa promete.

—Ya verá su merced. Le voy a arreglar lindo la «tapera»; y no vamos a estar más que unos dos o tres días, hasta que se alivie un poco el enfermo. Después nos vamos a nuestra «casa», allá en el «potrerillo»…

—¡No hay más que hablar! Si precisas algo ahora, no tienes sino pedir, sin pelillos, ni vueltas de capacho.

—Nada, mi señor, a no ser muchos perdones por el atrevimiento…

—Todos los que quieras, bien hablado.

—¡Gracias a su merced!

Esto diciendo, Esteban hizo un cambio de frente para retirarse, viendo que el hacendado se entraba en el comedor; pero, Dora que hacía un instante había vuelto tras corta ausencia al ventanillo, gritóle muy afanosa y comedida:

—¡No se vaya sin llevar esto, que puede servir!

Volvióse el negro solícito, y de las manos de la joven tomó un montón de hilas y unas tiras de género blanco.

Luego saludó muy respetuoso, y se fue, balbuceando algunas frases de agradecimiento.

—¡Qué negro bien criado! —exclamó Dora.

—¿Has visto? —repuso Nata con asombro—. Se me va quitando el miedo. ¿Qué habrá en todo esto, Dorila?

Iba a contestar Dora, cuando la presencia de don Anacleto en el patio, a paso lento y cauteloso, con un trabuco cruzado por delante en la cintura, provocó en ella un acceso repentino de risa, que como siempre, contagió a su hermana.

Los perros ladraban detrás del jinete, que se dirigía a la cuesta cercana al monte, a paso de trote.

—¡Ahí se va el «matrero», don Anacleto!… —gritóle Dora, ahogando en lo posible su hilaridad.

—Cállate Dorila —dijo Nata.

—¡Si esto me divierte, déjame!…

El capataz, con la mano en la culata del trabuco y con aire sigiloso, volvióse apenas, al pasar por delante del ventanillo, para decir con acento bajo:

—Vi que le blanqueaban los ojos al negro, y no hice la atropellada por no disgustar al patrón…

Pero, ya lo filié…

Y siguió hasta el cerco de la huerta, tieso y arrogante.

Nata, al contrario de Dora que reía a sofocarse, púsose cavilosa, y cerró la pequeña hoja del ventanillo, murmurando:

—Ahora que estarán tan cerca de nosotras, siento más confianza… ¡Buenos sustos nos han dado! ¿No te parece que no son tan malos? ¡Piden las cosas con unos modos!

—Yo te lo dije, repuso Dorila, moderando sus risas y enjugándose los ojos con un pañuelo. Tú eres la medrosa, que te negabas a todo viendo duendes hasta en un rayo de sol.

—¡No tanto!… Confieso mi debilidad; pero, no podrás decir que no ha habido causa de miedo. Esta noche cierto es, me encuentro más tranquila, no sé por qué razón.

—Si resultaran ciertas mis sospechas, ¡cómo te haría burla!… ¡Ya verás!

Y al objetar esto Dora, moviendo de arriba abajo la cabeza con los ojos puestos en el techo y los labios fruncidos, a la vez que con un reflejo de raro alborozo en el semblante, lo hacía sentada en la piel de yaguareté, cruzadas las manos por delante de las rodillas —en infantil columpio el gentil cuerpo como si por él corriese azogue.

Capítulo 6. Las nuevas de Guadalupe

Muy avanzado ya el día siguiente, brillando en espacios límpidos un sol abrasador, don Anacleto pudo observar que el rancho viejo se había transformado como por encanto; lo que hubo de llenarlo de asombro, pues si bien él había salido al campo desde antes de amanecer, y en el espacio de tiempo transcurrido bien podía operarse un milagro semejante, ninguna orden ni noticia había recibido respecto a esa «obra nueva». En realidad, la antigua vivienda o ruina existente junto al ribazo del arroyuelo que desembocaba en el río, no presentaba a esa hora el aspecto agreste y desolado que en el día anterior; por el contrario, su techumbre derruida había sido recompuesta con grandes y amarillentos manojos de paja brava, cortadas en las masiegas del estero; y segados a raíz, dentro y fuera, en un trecho considerable, gran número de cardos y cicutas, presentando desde lejos el suelo tal limpieza, que bien se podía jugar «a la taba» en el «playo» sin tropezarse con un solo «rastrojo». Este desbrozamiento formaba un semi—círculo delante de la puerta, o entrada al rancho mejor dicho, pues que aquella consistía en dos pieles de perros cimarrones, unidos y colgantes como un cortinaje; y se dilataba en línea recta al monte a través del cardizal como un caminito de haciendas al abrevadero. Dos o tres caballos pacían cerca, atados a la estaca. Salía humo de fogón, de la parte atrás del «mojinete». La enorme ojiva del ventanillo aparecía cubierta con un cuero de toro, clavado a la pared de «cebato» con estaquillas de laurel negro. A horcajadas en la cumbrera, tal vez dando la última mano al «quinchado», veíase un hombre negro muy afanoso, que al principio el capataz tomó por un mono descomunal —dados sus continuos y nerviosos movimientos.

A fin de cerciorarse, fuese acercando paso a paso hasta la entrada de los cardos, y desde allí púsose la callosa mano a modo de visera en la frente para mirar mejor.

A poco de estar en esa observación concienzuda, muy atento, vio salir del rancho un hombre alto y fornido, color de aceituna, que se sentó en cuclillas contra la pared, a fumar un cigarro con la mayor tranquilidad.

Don Anacleto movió de uno a otro lado la cabeza, diciéndose algo perplejo:

—El negro parece el mesmo… Pero éste, es charrúa, y cacique ha de ser a la fuerza por la poca gana que tiene de trabajar. ¡Indio forzudo y lerdo! Quién lo ve ahí tirado al sol en vez de ayudar al retinto, al igual de un lagarto viejo cuando canta la «chicharra»… Yo te había de dar perezoso si estuvieras conmigo; ladrón de guascas y de mancarrones, a la horita en que todos duermen, y cuando naide puede rayarte las costillas en campo raso… ¡Pero, es atrevimiento ganarse la «tapera» con la mesma facultá que una comadreja o un zorrino; o una viscacha, para el decir, que tanto da indio y negro como cimarrón y salvaje!… ¡Las pobres vaquillonas van a empezar a parar la oreja, y para mí tengo que los «orejanos» les vienen dende hace días sacando el cuerpo a estos mandrias!… .

Interrumpió aquí el soliloquio del capataz, una mirada distraída y vagabunda del hombre en cuclillas; mirada que don Anacleto consideró siniestra y agresiva, por lo que en el acto mismo resolvió dar cuenta de todo a su patrón, volviendo riendas al trote más largo de su rosillo.

Pronto estuvo encima de los agaves de la huerta, y allí fue detenido por Nata y Dora; quienes, cubiertas las cabezas con una especie de turbante para evitar en parte los ardores del mediodía, miraban con viva curiosidad hacia el rancho.

—¿Qué hay, don Anacleto? —preguntó precipitadamente Dora.

El viejo capataz sujetó el rosillo; y con gesto duro de hombre que ha campeado y viene en busca de armas con que arrostrar un peligro serio e imprevisto, contestó a voz en cuello:

—¡Qué ha de haber, niña!… que en el niño de «tucutucus» de allí del «playo», se han metido como unos «cinco o doce» indios, anoche, después de canto de gallo a la fija y hasta me ha parecido ver entre los «yuyales» del costado, un porción de «osamentas» de animal yeguarizo…

—¡No puede ser, don Anacleto! ¿Y cómo no alcanzamos a ver desde aquí esos hombres?

—Andarían por el campo, —agregó Nata, un poco sobresaltada.

El capataz escupió de lado, y dijo:

—El indio, niñas, se agacha siempre y se escuende hasta en el trébol, por lo que ni el mataco que fuese les gana a hacerse una bola… Después tienen un olor que los descubre, cuasi como el zorrino, aunque se unten con chirimoyo… Yo no he visto más que uno, que estaba afilando una flecha junto a la puerta; pero, es seguro que los otros se encuentran en el rancho o tendidos boca arriba entre los pastos comiendo algunos pedazos de carne cruda.

—¿Ni siquiera les vio usted las plumas del copete?

—¡Nada!… Esos mugres se pegan a la tierra como la iguana entre los cardos, y el más baqueano se enquivoca si los encuentra, por parecerse a troncos de sauces caídos…

Voy a avisarle al patrón, antes que se haga más tarde.

Dejáronle ir las jóvenes, un tanto confusas por lo que habían oído, aun cuando les asistía una creencia contraria a lo aseverado por el capataz; creencia que confirmaba, en cierto modo la tranquilidad que reinaba en el campo, no descubriéndose persona alguna en toda la zona visible. Sabían ellas también, que él exageraba algo las cosas por costumbre y por temperamento; y, en esa conciencia, no quisieron comunicarle nada de lo ocurrido en la noche anterior.

—El pobre viejo tiene una cabeza de «chingolo», —dijo Dora incomodada. —¿No se le antoja que en la «tapera» está el cacique Pirú con toda una horda, cuando nada se ve en el bajo, fuera del negro Esteban?… ¡Yo creo que tiene hace mucho a los indios montados en la nariz!

Como don Anacleto la ostentaba muy curva y larga, Natalia se rió de veras de la ocurrencia.

—¡Será eso!… Con todo, no hay que descuidarse.

—¡Yo no lo creo!

Mira. Una vez nos vino con la historia de que había en lo más hondo del «rincón» muerto un tigre, a brazo partido; mientras que, según Nereo, lo que había ultimado era un coatí. Cuando yo le pedí que me trajese el cuero, salió diciéndome que se había pudrido… Después nos trajo el cuento de que encontrándose una tarde a pie en el rodeo ajustando la cincha, lo había atropellado un toro malísimo… y que él, dándose vuelta muy ligero, lo había agarrado de los cuernos tirándolo al suelo como a un cochinillo de leche; y entre tanto, no tardó Calderón en venir a decir que una novilla le había dado en el vientre a don Anacleto, con solo el hocico, y tirádolo rodando de la cuesta abajo…

—Es preciso dispensarlo, Dora —interrumpióle su hermana, riendo—: no ves que ya es viejo, y tiene que inventarlas…

—¡No; si no me importa! Pero ¿por qué nos engaña así?

—Será por vengarse de aquello de las avispas.

Lo mismo que su pelea con los perros cimarrones… en la noche de navidad ¿te acuerdas?… Venía él todo sofocado, osco y bufando, con el pecho al aire y remangado hasta el hombro… Al otro día, en lugar de perros bravos muertos, papá halló junto al pajonal una pobre zorra descuartizada por los mastines de la estancia que él le había «chumado»…

—¡Oye! —exclamó de súbito Nata—. Papá está hablando con don Anacleto.

El dormitorio del señor Robledo tenía un ventanillo que daba a la huerta. Delante de este respiradero o ventilador, que tal parecía por su estrechez y su configuración, se había construido un pequeño cobertizo, a fin de evitar que el sol penetrase en verano. El hacendado, que se levantaba siempre muy de madrugada, hacía su siesta después de mediodía, y dejaba semi—abierto el ventanillo para que corriese el aire —protegido como lo estaba aquel en parte, por el cobertizo. Ya en su lecho, lo había sorprendido el capataz con sus noticias; y sobre la existencia en el bajo, de una horda, departían, cuando Nata hizo callar a Dora.

Las jóvenes se acercaron, en el doble interés de oír algún dato nuevo y de disfrutar de la sombra.

Poco de interesante pudieron escuchar.

Pero, minutos después, vieron con algún asombro que don Anacleto a caballo y Guadalupe a pie, llevando uno y otra provisiones y objetos diversos, se dirigían a las ruinas del estero, en franca y amena conversación.

—¡Mejor! —dijo Dora con viveza, batiendo palmas—. ¡Ahora vamos a saber por Guadalupe todo!

—Así es —añadió Nata— Tú podrás preguntarle a su regreso sobre lo que haya visto, y yo lo haré con don Anacleto, para comparar…

—¡Me gusta! Así sabremos hasta qué extremo dice mentiras… Pero, me acuerdo ahora que la negra se le parece un poco; y si habla con Esteban, peor…

—¡Maliciosa! ¿Qué importaría que conversase con el moreno?

—¡Hum!… Capaz es de entusiasmarse la negrilla…

—Cállate traviesa y vámonos, que el calor se hace insoportable. ¡Ya no puedo más!

Y tras de estas palabras, Natalia fuese a prisa, para atravesar cuanto antes el terreno quemado por el sol.

Dora corrió en pos, con la agilidad de una gama, en medio de risas y parloteos.

No se demoraron mucho tiempo capataz y esclava, en el desempeño de su comisión. Transcurrida media hora apenas, estuvieron de vuelta en las «casas». Sin que la llamasen, Guadalupe entróse en la habitación de las jóvenes, con el rostro bañado en sudor y cierto aire de misterio, arreglándose todavía en la cabeza un pañuelo a cuadros rojos y amarillos que le servía de cofia.

Antes que con la palabra, interrogóla Dora con los ojos, saliéndole al encuentro.

Guadalupe, compañía cotidiana de la joven en el paseo a pie o a caballo, en el baño del manantial vecino y hasta en las fútiles diversiones y recreos campestres, sabía interpretar bien los menores gestos de Dorila; y por eso, se apresuró a decir:

—No hay motivo para miedos, niñas, porque no son más que tres, un indio, un moreno y un…

—¿Y un qué?… ¡Habla, pues!

—¡Si viese que pinta de mozo, niña! Un señorito rubio, que tiene una cara que da gusto el mirarla, y unos ojos azules, que ni el cielo…

—Entonces don Anacleto se engañó, Guadalupe; porque él nos dijo que había por lo menos una horda entera de charrúas en el bajo.

—¡Qué! niña —exclamó la negra con sonrisa burlona;— uno solo, y ese manso; está vestido como la gente, y convidó con un cigarro a don Anacleto… Ni un pasto han dejado en el suelo y parece casa la «tapera», niña, como oye: el techo de nuevo y todas las cuevas tapadas. Como están cerquita del monte, han andado al trajín con los troncos; tienen fuego, mate y «churrasco». ¡Mire que entrusos esos!…

—¿Y el enfermo?

—A lo largo, en un recado. Habló poco, para pedirle a don Anacleto que su merced el amo lo dispensase, y le diera las gracias. Que pronto sanará y vendrá a saludarlo, para irse; porque dijo que no quería abusar, estándose aquí muchos días. Don Anacleto le aseguró que mi amo era gustoso, y que no se afligiese…

—Por supuesto. ¿Qué mal hay en que esté? Así fuesen todos…

—¡Ay, niña! Qué triste parece el mozo. Como que está lastimado en una pierna, dicen, por un toro bravo.

—¡Pobre! ¡Lejos de su familia!

Una pena, niña. El indio y el moreno lo cuidan mucho, como a un señor; le lavan la lastimadura y le ponen la «yerba de la piedra». Muy contentos con las hilachas, y trapitos blancos que mandó la niña, que vinieron bien para el caso, porque estaban rompiendo sus ropas a pedazos… Dijo el herido que había de ser un alma buena, la que eso hacía con un desgraciado.

—¡Mira, Nata, por tan poca cosa!… ¿Y no tiene madre, Guadalupe?

—No sabré decirle, niña Dora, sino que parece marchito; talmente, que al mirarlo se ve lo que sufre. Se llama Luis María; por la figura, alto, mucho pelo rubio y tenía un pañuelo atado en la frente que él se mojaba a cada momento con agua, puesta en una cáscara de «mulita», muy blanca y limpia… El moreno se llama Esteban.

—Sabemos ya eso… ¡Cuándo no te habías de fijar en el retinto, pizpireta!

—Barrunta de buena casa, y se muestra muy agradecido con su merced. Después, aunque es trompudo, se las echa de muy leído… El indio, callado; pero siempre haciendo que se ríe, como si tuviese monos en la cara…

A esta ocurrencia, sonrióse Natalia que oía en silencio; y fuese luego a recostar en su lecho con los ojos bajos, más que por sueño o cansancio, preocupada tal vez por las noticias e informes de la esclava.

Así que ésta se retiró, Dorila hizo lo que su hermana.

Miráronse las dos, con ánimo de comentar minuciosamente las cosas, puestas las manos en las mejillas y reclinadas con natural abandono; pero, cambiadas algunas frases vagas, se quedaron pensativas bien pronto, reconcentradas, casi hurañas —como si una misma emoción de extrañeza hubiese embargado por completo sus cerebros y estremecido de súbito sus corazones.

Quizás a esto contribuía también la hora y la pesadez del día, de tan calor sofocante, capaz de abatir los organismos más fuertes. Por el ventanillo entreabierto, un tanto velado con una gasa verde, penetraba denso un aliento de fuego, a la par que el eco monótono e insistente de las cigarras y el sordo zumbido de los «mangangaes» que iban y venían cargados de polen de manzanilla, batiendo sus vidriosas alas delante de las maderas salientes del alero. Unido al de los abejorros, oíase la música del tábano y de cien insectos gruñones, crujir de élitros y trinar de golondrinas, al reparo, entre palpitaciones de alborozo.

Pocas horas después, don Luciano, que se paseaba a pecho descubierto por el cuadro del cobertizo gozando del vientecillo todavía caldeado que soplaba de la loma, dijo a Guadalupe que no olvidara llevar buena cantidad de yerba y azúcar, —«misionera» la una y «rubia» la otra—, al rancho viejo; y que avisase al capataz repuntase la majada del tronco hacia el mismo sitio, para que «los hombres» apartaran lo que quisiesen comer.

Entre capataz y esclava, solían promediar sus bregas y sus días de bonanza, que duraban períodos casi determinados; y al lleno de las primeras llegaron ese día, pues habían venido disputando a su regreso de la «tapera» con encono y verdadera tenacidad acerca de futilezas. Con todo, la negrilla lo buscó diligente en su tugurio; y no encontrándolo allí se dirigió a la cocina.

Hallólo en cuclillas, con el mate en una mano y la caldera en la otra.

Al entrar, dijo Guadalupe, con tono de autoridad:

—Manda el amo que haga repuntar las ovejas para que carneen los hombres de la «tapera».

Don Anacleto la miró en silencio, volviendo despacio sus pupilas ahumadas de córneas enrojecidas; y siguió sorbiendo su «mate cimarrón» hasta hacer sonar la «bombilla».

—¡Parece sordo! —murmuró la negrilla, sacando el candil del hueso de caracú que, enclavado en un rejón de marca vieja servía de candelero.

Y como viese luego que el capataz, en vez de darse por aludido, dejaba en el suelo el «mate» junto al fogón casi apagado, y sacando su cuchillo de cabo de asta se ponía a cortarse la uña del pulgar, paciente y concienzudamente, añadió más amostazada dándole la espalda, y como gruñendo:

—Don Nereo todavía pase, aunque le conversen con un cuerno; ¡pero éste!…

El capataz levantó la cabeza, y dijo con aire reposado:

—Más aceite da un ladrillo.

¡Venime no más con enflautadas, tizón!… Yo sé porqué te das tanta maña para servir a los del rancho viejo. Ya vide que le guiñabas el ojo al cuervo…

—¡Qué más se quisiera, el cabeza de cebolla! ¡No preciso de regodear a ninguno para merecer, mal hablado; que cuando lo quiera, lo tendré!

—¡Hum!… Cuando hagan pis las gallinas.

—¿Que dice?… ¡Animalito de Dios! ¡Quién lo ve tan viejo y tan zafao, por la virgen María!

—Nunca lo fui; sino hombre de esperencia en estas cosas.

—Por eso te digo eso, que te ha acalambrao tanto.

—¡Ja, ja! Bozal le hace falta —repuso ella saliéndose a toda prisa, irritada.

—Si ya te conozco, Guada—mota —gritóle el capataz, temblándole la borlilla del barboquejo en la punta de su nariz de «ñacurutú». ¡Al ñudo te estás alborotando, alacrán rabón!

La esclava se fue bufando; y detrás de ella, el capataz, a repuntar la majada.

Empezaba la sombra a formar ancha faja bajo el alero y a correr menos caliente el aire, embalsamado por las manzanillas en flor.

El ventanillo del aposento de las jóvenes estaba abierto, y asomada una cabecita que era la de Dora, con su ceño alegre; fresca, lozana y juguetona, alargando a cada instante la mano hacia afuera para coger las mariposas blancas o amarillas que en silencioso aleteo trazaban círculos sobre las enredaderas del frente e iban aturdidas a desfilar por delante de ella.

Nata salió a hacerle compañía, parándose junto al ventanillo. Después reclinó su cabeza en el hombro de su hermana, con la vista fija y como perdida en la extensión del campo.

La presencia de Guadalupe en el patio, con la provisión de yerba—mate para los huéspedes del otro rancho, hizo recaer el pensamiento de una y otra en el interesante asunto, cuyo comentario detenido las dos parecían desear evitar, sin que pudiesen ellas mismas explicarse la naturaleza y el alcance de sus escrúpulos. Dorila tenía sus vehemencias y arrebatos geniales; Natalia sus ensueños y vuelos de imaginación, en parte acrecentados por las esperanzas y los anhelos secretos de la vida solitaria. Encontrábanse en esa edad en que lo más real se encubre para la mujer de cierto poético misterio y se trazan con la mente senderos de luz para llegar a una ilusión suspirada; y cierto era, en la situación de ánimo de una y otra, que la presencia de un extraño en la estancia de las calidades que se atribuían a Berón, prestábase de un modo imperioso a inclinarlas a dulces halagos y cándidos devaneos. ¿Sabían ellas acaso, quién era, ni cuál había sido su existencia en medio de la campaña desierta? No, en verdad. Pero, esa misma atmósfera de lo desconocido que rodeaba al héroe de la aventura, exaltando un poco la fantasía de las jóvenes, siquiera ella no fuese ni muy ardiente ni creadora, incitábalas de hora en hora a pensar y a creer en cosas antes no soñadas. Dolíanse en el fondo algo, de que el asilo no fuese más hospitalario y generoso. Y de ahí secretos impulsos, en parte comprimidos, de endulzarlo y hacerlo más grato a la desgracia.

A la aparición de Guadalupe, quien se disponía a emprender marcha al bajo —desde donde llegaba el rumor del rebaño arreado por el capataz—, las hermanas se miraron como movidas por el mismo deseo.

—¡Pobre el herido! —exclamó Dora.

Guadalupe…

La negra, que se había quedado mirándolas con un gesto picaresco, que indicaba bien a las claras que esperaba órdenes, se apresuró a acercarse.

—¿Vas a la «tapera»? —preguntóle Nata.

—Sí, niña; si algo se ofrece…

Espera —repuso Dora—. Voy a aumentarte el avío.

Desapareció del ventanillo, para volver muy pronto.

Trajo un puñado de hilas que, entre las dos habían hecho ese día, impulsadas por igual sentimiento piadoso como una cosa natural y sencilla, y dos pañuelos blancos impregnados de un aroma suave de flores, sin duda recién arrancadas y esparcidas luego sobre ellos. De todo formó un pequeño lío, y pasóselo callada a Guadalupe.

Recibiólo la negra con una sonrisa, y fuese veloz moviendo la cabeza.

Cuando Nata alzó la vista, notó que su hermana la observaba risueña a su vez, y bastante encendida.

Capítulo 7. Al caer de la tarde

Durante algunos días nada de extraordinario ocurrió en «Tres Ombués», siguiendo las cosas en un estado análogo a lo descripto. Socorrióse a los huéspedes con el celo que al principio; el herido entraba en convalecencia y hacía sus pequeños paseos por la tarde frente a su vivienda; y sus dos compañeros, el indio y el negro, se afanaban en contribuir a las tareas del campo, con una pericia y actividad tales, que habían llenado de sorpresa al señor Robledo.

Al habla con ellos, pudo persuadirse de que el charrúa había perdido en la forma las crudezas primitivas de la tribu, de la que vivía alejado hacía más de quince años; explicándose así su ductilidad para todo género de faenas y los medios ingeniosos de que se valía para simplificar el trabajo. Por otra parte, no tenía malos hábitos; se expresaba bien; y siempre con la sonrisa en los labios, parecía de una índole suave y templada.

En cuanto a Esteban, bien echó él de ver en el acto que había sido educado desde muy pequeño en permanente actividad laboriosa. Tan hábil campero y domador como el indígena Cuaró, puso de relieve al hacendado en breves días la insuficiencia de su peonaje; insuficiencia que en realidad don Luciano no podía hacía tiempo subsanar, a causa de las guerras y persecuciones continuas, y del estado del país. Los mocetones robustos habían emigrado a lejanos pagos de la otra banda; o tenían por única morada el corazón de los bosques. Éstos, que el acaso le había deparado por corto término, y cuyo concurso inesperado debía propiamente a su siembra de buenas acciones, colocáronle el establecimiento en condiciones insuperables para una próspera marcha. Casi todo el ganado arisco y «orejano» fue lanzado del interior del monte, en masa considerable, campeado y sujeto a radio; hiciéronse grandes rodeos y apartes; se domó, diose caza al ñandú, formóse acopio de cerdas y de plumas; trajéronse varias veces a encierro enormes manadas de yeguas, que no conocían la «manguera»; esquilóse una última y pequeña majada; y sujetáronse algunas vacas al palenque. Cierto es que, como por encanto, y a una invitación de Cuaró, surgieron del monte diez o doce mozos de melena y botas de potro; los que, rozagantes y alegres, hablando de «acordarse de sus tiempos» como si éstos muy atrás hubiesen quedado, emprendieron la faena con ahínco, tomándola en cuenta de diversión, para ellos prohibida por el rigor de los dominadores.

Aunque por esos campos el tráfico no era mucho, defendidos por un lado con una valla de bosques, los mocetones volvían a ciertas horas a sus guaridas, evitando en lo posible todo encuentro desventajoso con las partidas brasileras o con las del «Brigadeiro» Frutos que solían cruzar por la carretera, de allí distante dos leguas.

Por entonces, la riqueza pecuaria del país empezaba a ser objeto de latrocinios por parte de los dominadores, en la vasta zona del norte; y si bien no había llegado allí el sistema de la confiscación y del despojo, no debía demorar en hacerse sentir de la manera más irritante e inicua. Era cuestión de tiempo y oportunidad. El desfile de esas partidas importaba una previa exploración.

Si el señor Robledo se sentía contento y satisfecho, no lo estaba menos que el buen criollo, el viejo Don Anacleto. Pocas palabras hallaba en su misma verbosidad y jerga campesina para ponderar el servicio de los mozos; y todo cuanto tenía era poco también para obsequiarlos y tenerlos alegres.

Había cobrado grande afecto a Cuaró y a Esteban, y admiraba en el primero la destreza en el tiro de bolas, diciendo: «nunca vide acollaradas tres Marías que silbasen más lindo y con provecho, de 'retobo' de cuero de lagarto; y hasta el toro mesmo se duebla con sólo la música en las guampas.»

Del negro agregaba que, para echar un «pial» o un nudo «potriador», o para afirmársele en los lomos a un potro de los que muerden el aire o se «costalean» de puro gusto, no había quién pudiera pisarle una hilacha del «cribao».

De esta suerte, la estancia era un centro de jolgorio. Resonaban con frecuencia las guitarras, y aun a veces, en concierto con éstas los acordeones; cántigas patrióticas, trovas y serenatas; muchas voces y risas, ruido constante de espuelas de hierro, con más pinchos que una corona de espinas; trotes y carreras; y en ciertas noches, acentos simpáticos modulando aires de la tierra, a lo lejos en la soledad de los campos. Algunas de esas voces, de un timbre puro y vibrante, atravesaban la distancia como ecos melancólicos de sacrificios ignorados, que adquirían mayor encanto confundidos con los ruidos y estridulaciones misteriosas del desierto. Pero, en otros días, un silencio profundo denunciaba la ausencia de aquel espíritu juvenil y entusiasta, que tenía el don de animar las «casas» y el llano con su savia poderosa de buen humor y de vida.

Estas novedades distraían bastante el ánimo de las dos hermanas, que veían «remozado» a su padre, cuyo nombre pronunciaban todos los «matreros» con cariño y respeto. Por eso, algo echaban de menos en las noches silenciosas.

Don Luciano había ido varias veces al rancho de los asilados, y remitido diversos útiles y objetos a Cuaró. Con todo, nada de nuevo les había dicho, salvo que el herido seguía siempre arribando, sin otros remedios que el lavado sencillo y el vigor exuberante de su juventud. No les era esto suficiente; porque ya la curiosidad del primer día, podía bien calificarse ahora de interés. Los datos que conocían inclinábanlas a pensar, aparte de lo que naturalmente preocupan ciertas proximidades. Al principio se condolieron; después desearon apreciar el objeto de su aflicción más de cerca, mirarle y recrearse en su buena obra. Con instinto propio de mujer, presentían que esto debía sobrevenir; y no se equivocaron en el cálculo.

Jineteaba Estaban una tarde en un redomón de pelaje muy negro; tan negro, que el jinete bien podía decirse que formaba con el solípedo una sola masa, por no asemejarlo a un centauro retinto, no soñado por la fantasía helénica. Tal vez, a esta circunstancia especial o a este detalle poco común, debíase el interés con que le miraban desde las «casas»; pues muy próximo a ellas, en un declive suave y extenso cuyo límite marcaba una «sombra de toro» era dónde el diestro esclavo ponía a prueba su habilidad y sus músculos de acero.

La cincha ajustada al medio, marcaba bien la presión en el vientre del cuadrúpedo, formándole a los lados dos curvas abultadas, por lo que antes de la corveta y el corcovo —el brioso animal insistía a cada instante en el arqueo del lomo para sacudirse la carga con la cabeza entre los remos delanteros, en cuya posición lanzaba relinchos ahogados que parecían estertores de fiera.

El negro estaba descalzo, sin otro estribo que un palito de madera dura colgante horizontalmente de una guasca «sobada», y la espuela sobre el rancajo desnudo. Tenía las riendas en una mano, y en la otra el «maneador». Afirmábase con los dos dedos mayores del pie en su singular estribo, oprimiendo entre ellos la soguilla. Don Anacleto lo ayudaba por detrás, en el castigo, descargando sendos golpes de «lonja» sobre los cuartos del oscuro.

El animal se precipitaba y revolvía sudoroso, cubierto de ampollas de espuma, boca, cuello y corvejones —blancas como algodón— las crines revueltas, las narices dilatadas, el copete húmedo, los ojos enrojecidos de una expresión indómita pero triste, cual si ya se sintiese humillado y a punto de ser vencido. Sus grandes saltos, —elegantes botes de admirable gimnasia, —sus paradas súbitas sobre los pies traseros y manotadas en el vacío, sacudiendo la airosa cabeza A la vez que todo el largo de la médula para lanzar a su tirano; sus gritos casi feroces al aplomarse en ágil columpio y refregar los labios llenos de sanguinolentas burbujas en los pastos duros, al mismo tiempo que levantaba sus miembros posteriores hiriendo con los cascos el aire con increíble rabia, —fueron poco a poco limitándose a ligeros brincos y ahogados ronquidos, cuya expansión hacía forzosa la fatiga. Temblábanle los miembros como si a lo largo de ellos chorrease agua hirviendo, hundíansele y se le ensanchaban los hijares lo mismo que un fuelle de fragua, y solía erguir la cabeza para mirar desesperado hacia la loma en que corría la yeguada en alboroto, lanzando un relincho que en su mitad estrangulaba el estertor. El rebenque del domador parecía remojado, y su espuela nazarena había aglomerado en cada punza buen número de pelos amasados con sudor y sangre. Esta prueba de domesticación, tan distinta a la domadura por el copete, o por método científico, obligaba también al jinete a tomarse alientos semi—aturdido, a pesar de su agilidad y destreza —por los vaivenes y balanceos del potro.

Don Luciano lo observaba todo desde los «ombúes», a cuya sombra agradable se habían agrupado sus hijas con Guadalupe.

Nereo y Calderón, acompañados de otros, de pie junto a la enramada y con los «mates» en las manos, aplaudían a voces los quiebros del negro sobre los lomos, acercándose de vez en cuando para examinar en detalle el cuerpo del oscuro que hipaba sin descanso, y hacer alguna observación pericial acerca del estado del «recado» o de las piernas y la boca mismas del potro, a fin de prevenir «no quedase mañero», ya fuese por «manquera», ya por «blandura».

Al final estaba Esteban de su faena, y muy entretenidos todos en mirarlo, cuando un joven jinete apeándose a un flanco de la huerta, adelantóse con buen talante y aire desenvuelto a saludar a don Luciano; quien, al divisarle, dijo con su proverbial sencillez:

—Ahí viene el amigo Berón.

¿Cómo va esa lisiada?… Ya lo veo caminando firme y de lindo color. Alléguese… Aquí estamos que no perdemos ojo en ese potrillo que jinete a su negro…

Acercóse el joven, sonriéndose, y dio la mano afectuoso al hacendado.

—Cada vez mejor, señor Robledo —contestó—. Agradezco…

—Estas son mis hijas, que usted ve, Natalia y Dorila…

Saludólas Berón con un gesto expresivo, que parecía significar: ya sé, y algo les debo.

Guadalupe puso en blanco los ojos, recostándose en el ancho tronco del segundo ombú. Relamíase los pulposos labios, en silencio.

Las hermanas mostráronse atentas. Bien se vislumbraba sin embargo, que una y otra, —cada una según su temperamento—, había experimentado algo de sorpresa o de emoción, a la vista del forastero.

Hablóse poco, a medias palabras, sobre el incidente de la herida, sobre el ardor de fuego de ese y de otros días, sobre la habilidad de Esteban y sobre lo hermoso que estaba el campo.

Sucedíanse pausas de silencio, por parte de las jóvenes.

Don Luciano conversaba y reía, dirigiéndose a veces a gritos al capataz hacerle para objeto de alguna pulla inofensiva, sabiendo hasta qué extremos iba el amor propio de su viejo servidor. No se quedaba sin la réplica; que en eso, don Anacleto era infalible, aunque contestase una cosa descomunal.

Luis María, colocado a cierta distancia, con la cabeza erguida para recibir mejor las caricias del viento, solía mirar de soslayo el interesante grupo, sin dejar de proseguir con el ganadero sus diálogos, cortados por las ocurrencias de aparte de este último. Su mirar discreto, no carecía de extrañeza; a su vez, parecía sorprendido. Las hermanas, muy sobre sí, con ese aire propio de las mujeres que se interesan en ocultar lo que sienten al propio tiempo que los defectos que constituyen un relieve de su personalidad, tenían los ojos fijos en la pradera; pero, en realidad, lo estaban examinando en todos sus rasgos y perfiles. No privaba eso que entre ellas cambiasen frases sobre cosas indiferentes, medidas y circunspectas. De la observación de Berón, resultaba esto: no son zafias. De la de ellas, esta síntesis: este hombre no es como esos otros. Guadalupe muy tiesa, con su vestido de percal, a pintas moradas y su pañuelo de algodón floreado sobre el pecho, contemplaba con fruición la escena. Quizás sabía a qué atenerse, respecto a estas novedades que rompían por completo con los monotonía de los últimos tiempos.

Luis María Berón era un mancebo de veinte y cuatro años, alto, delgado, de rostro fino, cabello rubio en ondas, frente amplia ojos azules, nariz bien delineada, boca de labios muy rojos con un bigotillo dorado, cuello robusto y pecho saliente. Cualquiera habría supuesto a poco de observar su busto apolino, que aquellas guedejas sedosas y enruladas que le caían hasta los hombros habían crecido por primera vez entre las breñas; que aquellos ojos claros no habían tenido poco antes la mancha violácea que los rodeaba como un disco negro; y que aquel aspecto de dureza que daba rigidez a sus facciones sólo podía atribuirse al influjo de un contacto violento con la vida semi—bárbara. En realidad, todo este organismo, sin apartarse mucho de la corrección de formas de los gauchos, —tipos admirablemente modelados para la lucha y graciosamente embellecidos por el clima—, aventajábales en su naturaleza selecta, en nada afeminada, pero sin perfiles ni detalles roseros. Aunque endurecidas por ejercicios diarios de fuerza, las manos eran pequeñas, como el pie; y realzaba en cierto modo su semblante el rastro casi indeleble dejado por el beso ardiente de esa querida romántica de los seres vagabundos que se llama soledad.

Notábase a primer golpe de vista que este joven, en medio de los azares de su vida errante, cuidaba con singular esmero de su persona. Llevaba bien peinada la cabellera, a través de cuyos mechones lustrosos descubríase la piel blanca del cráneo; no usaba largas las uñas —lo que era un detalle original—, ni adornaban sortijas sus dedos callosos, pero sin vello ni pecas; su cuerpo esbelto cubierto por una camiseta azul, resaltaba más en gentileza con el «vichará» terciado sobre el hombro izquierdo; y un sombrero negro de alas cortas que usaba algo caído sobre el lado derecho, dábanle en conjunto un aspecto de «payador» hermoso de daga y guitarra, en cuyos labios de guinda pareciera tremular la trova melancólica, en tanto se retrataban en sus pupilas los paisajes del desierto. El ceño duro, el velo parpebral algo caído, los labios finos y apretados daban a su semblante una expresión enérgica que se acentuaba aún más en ciertos momentos por la fuerza extraña de sus ojos.

Sus calidades físicas y el aire de distinción de su figura, sus maneras y el modo de expresarse, eran en este sujeto aparecido de súbito, causas suficientes para que las jóvenes se sintieran sorprendidas —como en realidad lo estaban. No les cabía tampoco duda, de que no era otro que aquel cuyo rostro vieron entre el ramaje de «canelones» y «mataojos», la tarde de la aventura de la «lechiguana»; llegando en sus preocupaciones a inferir que el panal había sido enviado por él y puesto en la huerta, a las pocas horas del hecho.

Con todo esto, aventuráronse a interesarse por conocer en sus detalles el incidente desgraciado que había compelido al joven a guardar lecho. Algo dijo él, correspondiendo a ese interés.

El episodio era sencillo; hecha irrupción en un potrero pequeño del monte, por una vacada arisca, que suponían de propiedad del señor Robledo, él y sus compañeros pusieron empeño por lanzarla a campo raso, lo que lograron en mucha parte; pero, encerrado él entre las arboledas y el ganado, que pugnaba por entrarse al corazón del bosque, fue cogido en una pierna por un novillo bravo, y aun su caballo, que recibió heridas mortales. Debía su vida a los compañeros, que acudieron en el acto al socorro…

Escucháronle las dos hermanas con atención, cada vez más admiradas del lenguaje usado en el relato, tan distinto al que estaban acostumbradas a oír a las gentes del campo.

En tanto, Estaban había concluido su faena fatigosa y dura. La tarde avanzaba, y en gigantescos pasos la sombra iba cubriendo la pequeña zona cubierta por «las casas». Don Luciano se manifestaba placentero, las jóvenes reían, y Berón parecía participar del general contento. Los diálogos llegaron a tomar mayor animación; y Dora se permitió indicar que en el declive que daba al estero se respiraba un aire más fresco que el de aquel sitio.

Desasosegada e intranquila, moviéndose de aquí para allá con cualquier pretexto, su proposición lanzada como un mero dicho, fue acogida; y todos se dirigieron a la ladera cercana, a excepción del hacendado, quien, según él —al excusarse— «era viejo para cabrero».

Desde la loma, el espectáculo se presentaba encantador. El cielo estaba azul; pero en el horizonte del poniente, una gruesa valla o barrera de nubes color plomo interrumpía la luz solar, dibujando en el espacio de un lado una cordillera con vistosos picos y morros, y del otro enormes superficies planas o mesetas de vapores inmóviles y nutridos. En una como montaña, la más enhiesta de la aérea cordillera, la refracción formaba en los contornos sinuosos una ancha franja de oro de un brillo incomparable y por detrás se alzaban a varios rumbos diversas fajas o hebras de cabellera no ígnea sino azulada, en tanto caía de la vecina falda, lo mismo que baja serpenteando de las cumbres al valle un gran curso de agua, una cascada de fuego que desaparecía en la boca negra de un abismo. Uno que otro rayo se escapaba a través de aquella masa condensada, casi horizontalmente, y venía a atravesar los montes que festonaban el río convirtiéndose en el pasaje en un diluvio de aristas luminosas.

—¡Mira, que lindo! —exclamó Dora, alborozada—. El sol nos está guiñando un ojo…

Nata se rió, añadiendo:

—Ahora pestañea…

La negra sin preocuparse poco ni mucho del paisaje, se puso a correr como una gama atrás de un chivo que andaba a saltos entre unas piedras del declive.

Berón se mantenía discreto y atento, algo tímido en su actitud y no menos preocupado, al verse solo con aquellas dos primaveras. Causábanle una impresión dulce, halagadora, despertando en su espíritu confusas reminiscencias; sus palabras, sin embargo, al hablar con ellas, carecían de ardor y no denotaban nada de lo que parecía sentir íntimamente.

También las jóvenes se mostraron reservadas.

El momento de recreo fue muy corto; casi de la misma duración que el panorama del poniente.

Cuando regresaban, Nata y Dora venían del brazo, cambiándose miradas, cada vez que lograban fijar alguna en el acompañante que venía al lado —a paso grave y medido.

—Haremos mañana el paseo a la isleta, —decía Dora;— pues, ya no hay motivo… Tengo allí en las acacias tres nidos de jilgueros con cinco pichones. Se les van poniendo negras las cabecitas.

—Sí, iremos —contestaba Natalia, sin fuerzas para negarse en presencia de aquel testigo.

Él por su parte, añadía con reposo:

—Conozco el sitio. Es muy alegre, de mucha sombra, y tiene el canal por delante, —de gran hondura.

—Una vez se ahogaron algunos animales ariscos en el remanso, —proseguía Dora con aire austero. Don Anacleto miraba desde la orilla a caballo, sin saber por dónde bajar…

Nata se llevaba la mano a la boca, con ímpetus de risa al oír ésta y otras ocurrencias irónicas de su hermana; y así llegaron a los «ombúes», paso a paso, cuando ya el sol se había escondido, pero no sin dejar como un rescoldo el suelo y más que tibio el aire.

A las ramas de unos de los «ombúes» habíanse ya trepado las aves caseras, en filas y esponjadas; y un gallo criollo de cresta muy roja y gruesos espolines en sus zanquituertas iba saltando el último, de verruga en verruga del tronco, y de la horcadura central a los gajos, alborotado y cacareando, con la barbada temblorosa y el ojo alerta, por si faltaba alguna de la gran familia. Y, cerciorado de que no, parábase de vez en cuando en alguna rama endeble muy altivo, lanzaba una nota estridente y bamboleándose estiraba bien el ala frotándola en uno de los espolines, ufano y orgulloso.

En presencia del cuadro, Dora sintió como un ansia, y Nata se sonrió. Era que, una de las diversiones predilectas de aquélla, consistía en acechar la oportunidad en que el gallo batía sus alas para cantar; y, en haciéndolo, arrojábale entonces con cualquier objeto inofensivo a la cabeza o al esponjado cuello, a fin de que se «atorase», según su expresión pintoresca, y en vez de un canto, saliese como un grito despavorido cuyo eco repitieran en coro todos los emplumados.

Nata se reía, al pensar que a la presencia de Berón, debía el pobre sultán de los gallináceos el no haber recibido una andanada de Dora en medio de su alborozo.

En cambio, comprimiendo a su vez la risa, y con cierto aire de amenaza, Dorila dijo, con pueril vivacidad:

—¡Engreído el cantor!…

Algunos momentos se detuvieron conversando de cosas campestres bajo los «ombúes»; y de allí se despidió Luis María, manifestando que le sería muy agradable el permiso de venir todos los días a saludarlas, mientras permaneciera en el campo.

Algo oyó el balbucear a las dos, cuyo sentido no pudo alcanzar de un modo claro; pero, debió interpretar la respuesta favorablemente, porque se fue satisfecho y contento.

Perdíase ya en la sombra su silueta, y las dos hermanas seguíanla todavía con mirada atenta, calladas y en suspenso. Después volvieron los ojos, dieron algunos pasos sin objeto, lamentóse Dora de que se le hubiese «escapado el batará de una sorpresa», murmuró Nata palabras vagas; calláronse de nuevo, y por último, se miraron de frente la una a la otra…

Parecieron preguntarse: «¿Quién es?» «¿De dónde viene?».

Tenemos nosotros que decirlo, antes de proseguir el relato. Luis María tenía su odisea interesante, y por lo mismo digna de que la narremos desde su origen. En su corta historia, solo había ensueños e infortunios, —patrimonio de los héroes ignorados.

Capítulo 8. Hogar de antaño

Algunos años antes de que se fundase la escuela gratuita establecida en el Fuerte, bajo los auspicios de la sociedad lancasteriana, y cuando aún primaba en materia de educación el viejo sistema conventual, Luís María oía en San Francisco, sentado cinco horas al día en dura banqueta o banquillo, las lecciones y consejos de los maestros de sandalia y rosario.

Aparte de los rudimentos, inoculados a vigor de disciplinas, los buenos frailes le habían enseñado un poco de latín, poniéndolo en relación aunque lejana y fría como toda la que se entabla con los muertos de otras razas y otros siglos, con Horacio, Ovidio y Virgilio. Educada en esa forma su memoria —porque todo procedimiento era por entonces mnemónico— recitaba él en cualquier momento trozos clásicos enteros, desde el iam quiescebant voces hominumque canumdel poeta melancólico, hasta el arma virumque… del cantor de Dido.

En otro género de estudios, Luis María no era menos adelantado. Había recibido lecciones de Larrañaga sobre botánica y zoología, al punto de serle casi familiar la flora y la fauna rioplatense. De más está el decir que no era lego en teología, siquiera se tratase de las nociones principales; y que había ayudado al servicio divino, cuando la campana del convento era la única que llamaba a misa y se utilizaba hasta el atrio para celebrarla en los días de gran afluencia de fieles. El boqui—rubio de sobrepelliz e incensario en la mano, que difundía aromas al pie del altar, atrayéndose las miradas de las devotas con su aspecto de querubín inocente y sus grandes ojos azules de una precoz tristeza serena, había merecido algunas veces sin embargo, de sus maestros, castigos severos. La letra con sangre entra —se decía entonces. El niño tenía bajo su apariencia dulce e inofensiva un genio duro y fuerte que no doblegaba la penitencia; reacio siempre al castigo, indócil a la reconvención brutal y altivo ante la amenaza disciplinaria.

Los conventuales lo distinguían a pesar de todo, no sólo por sus bellas dotes intelectuales sino también por la respetabilidad social de la familia a que pertenecía.

Tal vez, con conciencia de esto, el niño solía llevar al extremo la violencia de sus arrebatos; y fue así cómo una vez, después de una reprimenda, y hallándose de penitencia en la celda del padre guardián, cogió la caja de carey con incrustaciones de oro y aditamento musical, en que aquel guardaba su polvillo de lujo, y la lanzó contra el muro convirtiéndola en cien fragmentos. Después de este ímpetu colérico, escaló la tapia y se fue.

Contaba ya trece años.

Inútil fue todo esfuerzo por volverlo a la escuela del claustro. Rebelóse contra las prácticas rígidas y austeras de su misma familia; —aquellas prácticas españolas que no permitían la menor réplica u observación a las reglas domésticas, ni a los fueros de la patria potestad—, y hubo que ceder así mismo para evitarse mayores desazones. El mancebo había ya recibido por otra parte, la instrucción necesaria, y convenía emplear su actividad en otras tareas. Dedicósele al comercio, en la misma casa de su padre, que era hombre de negocios y rico propietario; nueva condición a que se sometió el joven sin resistencia alguna, pero sin abandonar sus libros que leía con avidez creciente, como una prueba de que no había sido la falta de amor al estudio lo que lo había inducido a romper con las reglas colegiales del convento, sino sus severísimas prácticas internas, ante las cuales aparecían de color de rosa las costumbres austeras del hogar.

En el seno de su familia, con arreglo a estas austeridades, se profesaba la religión del rey y rendíase culto al derecho divino, no viéndose otra autoridad respetable más allá de su augusta persona; y a partir de esta especie de superstición o fanatismo irreductible, todos y cada uno de los sacudimientos armados de las campañas y la revolución de Mayo en primera línea, constituían rebeldías criminales que debían castigarse de un modo inexorable. Los caudillos se encontraban fuera de toda ley. Prohibido estaba el hablar de Artigas en ningún momento, sino era para celebrar sus desastres. El señor Berón había sido miembro de la logia «Los Empecinados», uno de sus más conspicuos intransigentes, del consejo privado del virrey Elío, y luego del círculo familiar de Vigodet —de cuyas tertulias era personaje obligado para la malilla y el solo, el tresillo, las damas o el ajedrez. En la carpeta o el tablero tenía pocos rivales tratándose de una bola natural o de un jaque—mate de sorpresa; y como era franco, abierto, algo mani—rota, de voz recia y carácter firme, la tertulia se animaba a su sola presencia, cundían los habanos y cajas de rapé y concluíase siempre por reconocer que muy pocos comerciantes llevaban tan bien como él los calzones de tres botones. Sus ideas eran radicales y extremas en toda cuestión. Artigas era un cuatrero con presillas de coronel; y figurábase a los hombres de algún valer que le rodearon, con las piernas desnudas para anclar mejor en los charcos y pantanos, sombreros altos de felpa, fracs con botonadura dorada y «boleadoras» ceñidas a la cintura. —¡Al fin tupamaros! —argüía colérico, como expresión sintética de sus razonamientos de sectario convencido—. Por lo demás, el señor Berón tenía fama de ser un excelente sujeto, amo de bastantes negros, concurrente asiduo a la iglesia del convento y protector de desvalidos.

Su esposa, dama ya madura, de espíritu tolerante y sosegado, pulcra, hacendosa y sencilla, si bien no trataba a Luis María con el aire adusto de su padre, mostrabásele seca por temperamento, aunque como aquél lo amase en el fondo de una manera entrañable. Esta buena señora llevaba consigo en todo tiempo al costado un rosario «bendito» de cuentas de porcelana, y una cajita de plata llena de polvo blanquillo, que sorbía con frecuencia en medio de sus faenas domésticas. El pañuelo de algodón a cuadros rojos y amarillos, era el complemento de estos avíos.

Aunque retraído y sobrio en demostraciones de cariño por la educación recibida y por su dureza de carácter, el hijo tenía siempre para la madre un beso o una sonrisa, y amoldábase casi indiferente a los usos del hogar sin demostrar nunca en sus menores actos que él se apercibiese que se le consideraba niño todavía cuando ya había dejado de serlo.

Ciertas lecturas llegaron a acentuar las predisposiciones naturales de su espíritu, nutriéndolo de ideas nuevas a la vez que exaltaban sus sentimientos en favor de causas extrañas a las viejas preocupaciones sociales y políticas, imperantes en su familia. Al principio oyó decir que los contrabandistas y facinerosos en alianza con los «charrúas» se habían alzado contra la autoridad del rey, y que cometían crímenes sin nombre en las campañas, sin que los tercios pudiesen dar con ellos por junto para exterminarlos completamente. Niño aún, aquellos sucesos no pudieron atraer su atención. Pero, los años pasaron, y la lucha seguía sin tregua. Entonces, a medida que él fue avanzando en edad y en madurez de juicio, empezó a examinar y a formarse en sus adentros un criterio distinto a aquel que dominaba de antaño en el recinto amurallado, y bajo el techo de sus padres. ¿Por qué peleaban con tanto brío aquellos hombres? Parecíanle extraordinarios. A los mismos frailes de San Francisco les había oído decir cosas que ahora se le presentaban claras, al pedir materiales a la memoria; y esos elementos de juicio iluminaban su razón despertando en su corazón virgen los anhelos vagos, al comienzo, después ardientes de coparticipar de las emociones y peligros de los que luchaban más allá del muro artillado; —espacio para él desconocido, lleno del misterioso encanto que le daban las proezas del valor, poblado tal vez de paladines semejantes a los de la leyenda antigua, consagrados por entero a la patria y pródigos en morir. Desde que llegó a sentir estas impresiones —verdaderos asaltos del instinto nativo, —este amor secreto a los criollos sus hermanos, este vértigo por la aventura que solía nublarle el cerebro—, se hizo más reservado, casi óseo, cual si temiese que en su frente se reflejaran los ensueños juveniles con las sombras de un delito.

En ese ensimismamiento fijóse la madre más de una vez, sin lograr satisfacción cumplida. ¿Serían acaso los monótonos hábitos domésticos, aparte de la fatiga del trabajo diario, los que iban cambiando el carácter del joven al punto de arrebatarle toda alegría? Para estas dudas mediaban razones. Luis María salía en muy rara ocasión de su casa. Concluidas sus tareas encerrábase en su cuarto y leía, hasta la hora de la cena. En la mesa se hacía el rezo, comíase frugalmente y antes de levantarse los manteles el hijo pedía la bendición a sus padres y volvíase de nuevo a su retraimiento silencioso y sombrío. Muy de mañana estaba de pie, y en su sitio de labor, que era un escritorio colocado detrás de una compuerta, con banco alto y vistas a la plaza de la Matriz. Desde ese sitio complacíase en los momentos de ocio en ver llegar a los hombres de campo que venían a proveerse en el establecimiento, apearse junto a la vereda resguardada en su cordón por cadenas de hierro sujetas a postes de ñandubay o de algarrobo, echar la manea a sus caballos enjaezados con el mejor «apero» y entrarse luego a la casa balanceándose sobre sus talles, con aire altivo, al ruido de sus espuelas prendidas al rancajo sobre «botas de potro» abiertas en los dedos, camisa limpia con un pañuelo en triángulo sobre el omóplato y anudado al cuello en vez de corbata, chaqueta burda, chiripá de bayeta y calzoncillo de cribo, sombrero de ala blanda al flanco, larga la cabellera flotante sobre los hombros, el poncho de estación a medio caer en el brazo, muchas sortijas raras ensartadas de a cuatro y cinco en los índices y anulares, la cola del cigarro encima del pabellón de la oreja, y el barboquejo trazando un arco a media barba; el mirar desconfiado, la palabra tardía y el regateo en la paga con el codo en el mostrador y los ojos en el pingo coscojero que amenazaba pisar una rienda o hundirse en el lodazal de la calle hasta los corvejones. Luis María abandonaba su escritorio, los observaba con interés, interrogábalos sobre ciertas cosas, complacíalos en algunas de sus exigencias, y concluía por estrecharles fraternalmente la mano cuando ellos se despedían. Después de estas escenas, que eran frecuentes, volvía él a sus meditaciones, fijas las pupilas en aquella plaza desnuda de árboles y en aquellos muros de ladrillo colorado de la Matriz que se alzaban al frente, tristes, con sus mechinales llenos de murciélagos y lechuzas. Al toque de oraciones, íbase a su soledad.

Así fue creciendo, y pasaron meses y años. Diez y siete contaba de edad. En un lapso no muy largo de tiempo, habíanse arriado diversos pabellones en la ciudadela: a los españoles vencidos para siempre, habíanse sucedido los argentinos y luego los orientales o «artiguistas», en pos de combates y disturbios, acontecimientos inesperados, transformaciones violentas, gobiernos de un mes y represalias implacables. Los ánimos habían quedado aturdidos ante aquel drama de acción permanente. Su padre no hablaba ya de política con el ardor de otros días, y vivía recogido en el hogar, en cuyo secreto se permitía él únicamente confiar en que todo volvería a su quicio así que España se reconstituyese; para lo cual con cuatro batallones del Fijo y dos regimientos de Albuera el real de San Felipe quedaría obligado a la vieja lealtad. Acordábase con enojo de la batalla del Cardal en que se encontró; y contaba al hijo como se habían acostado boca abajo los batallones de rifleros ingleses detrás de los maizales —para abrasar viva la columna española a quema—ropa, como en efecto lo hicieron, introduciendo el desorden en las filas; de qué modo huyó el virrey Sobremonte de infeliz memoria, arrastrando la caballería, y en qué forma regresaron los vencidos al Real después de la dura pelea dejando tendidos en el lugar nefasto centenares de valientes. Y luego, la defensa de Montevideo por el noble y pundonoroso Ruiz Huidobro tan digno de mandar como de ser obedecido, soldado de grande aliento y español de la mejor sangre, bajo cuyas órdenes sucumbieron contentos los veteranos junto a sus banquetas y frente a la brecha abierta por la lluvia de hierro de ciento cincuenta cañones, y a cuyas arengas las simples milicias igualaron el heroísmo de los tercios enardecidos por el ejemplo. «¡Si vieras, muchacho —exclamaba el señor Berón en este punto de sus recuerdos— cómo se amontonaba la carne humana delante de la metralla en la brecha! ¡Eso era morir, por Santiago! Aquí en el brazo recibí una onza de plomo, y en la pantorrilla tengo la huella de un casco que me llevó buena cantidad de pulpa.» Repetía después sus historias de la época de Elio y del tiempo de Vigodet, para caer al fin en tristezas profundas. Tenía del General Alvear un concepto muy desfavorable, desde el día de la famosa capitulación. «Con sus charreteras, —decía fosco—, es todavía y será siempre un alférez de carabineros desleal, desequilibrado y travieso, que deberá siempre al acaso sus victorias y a sus farsas de comedia su prestigio efímero.» —Luis María oía todas estas cosas callado, con respeto; pero, en su interior, deducía que su padre soñaba cuando afirmaba, persuadido formalmente, que la vieja metrópoli volvería a recuperar sus dominios.

Respecto a juicios de otra índole, el joven pensaba y con razón en cierto modo, que el anciano era más realista que el rey.

La época no se presentaba a esos cálculos y devaneos. Hora tras hora, los horizontes se ponían más oscuros, frustrando planes y combinaciones, y subvirtiendo por completo el orden de las ideas coloniales.

Cierto día, las pequeñas fuerzas del país que guarnecían la plaza bajo las órdenes del delegado Barreiro, la evacuaron en silencio, para reincorporarse a Artigas. La vieja ciudad fuerte quedóse así sin hombres de armas, como un armazón dentro de una coraza, vacía la ciudadela, sin centinelas las formidables murallas, ni ruidos de tambores en los cuarteles.

Parecía pesar en el ambiente una capa de plomo.

En medio de ese silencio solemne repercutía en los oídos de muchos el eco fatídico de rápidas y ruidosas victorias… eco que era para algunos, el precursor feliz de una paz perpetua y de una prosperidad envidiable.

Y otro día ardiente, a principios del año XVII, echadas a vuelo las campanas, vio entrar Luis María numerosos soldados en compactos regimientos vestidos con trajes azules y amarillos, carteras negras para enseres, correaje blanco en bandas y altos morriones de cono invertido. Estos nuevos tercios armados de carabinas y sables —alfanjes los de a caballo, y los de a pie con fusiles de cazoleta y pedernal, pesados y deformes, luciendo en sus vestuarios el celeste y anaranjado, y chocando con sus bridones de guerra de orejas partidas y rabos desnudos, las lujosas sillas de arzón, porta—pliegos y pistoleras acharoladas de los jefes, capitanes y tenientes, desfilaban por un flanco de la plaza al son de los clarines y trompetas, al aire los estandartes de quinas y bordadas guías, con rumoroso estrépito de armones y piezas de campaña.

Eran las tropas portuguesas —vencedoras de India Muerta— que habían recibido horas antes frente al portón de San Pedro las llaves del viejo Real en bandeja de plata, de manos de los cabildantes; y cuyo jefe, bajo el palio, escoltado por el clero, marchaba al frente muy orgulloso de sus fáciles triunfos.

Aquella columna ordenada con vistosos uniformes, las banderas enhiestas, el choque de los sables, el sordo rodar de los cañones, el paso ruidoso de la caballería, las notas vibrantes de las cornetas y de la charanga, el batir de los badajos y el vocerío confuso de la gente —atraída de una manera vigorosa, allí como en todas partes, por el prestigio del éxito— no aturdieron a Luis María, que experimentó ante semejante espectáculo un sentimiento de repulsión invencible mezclado de desprecio.

No valían más en su concepto los que rodeaban al vencedor, que el vencedor mismo; la «patria» que él se había forjado en sus adentros y cuya imagen rara guardaba como un ensueño dulce y querido, no estaba allí dentro de muros, entre los hombres de negocio que atesoraban tras una larga labor honesta, cierto era, el peso fuerte y el cuartillo, —las negras pasteleras y los pescadores de palancas. Los verdaderos hálitos de vida de esa «patria», los ecos enérgicos de sus sublimes rabias mal domadas venían de afuera, de sitios que no conocía, quizás de campiñas llenas de sol y de pampero cruzadas por escuadrones casi desnudos y deshechos que iban derramando sangre a lo largo del camino, por el placer de verterla en holocausto a una pasión indomable, de cuyos himnos selváticos nadie hablaba, para cuya bandera no había laureles, y de cuyos sacrificios anónimos y héroes ignorados nada diría la historia. Esos hálitos, esos rumores lejanos de oscuros combates a muerte, esos duelos de uno contra ocho tierra adentro junto al bosque, en el llano, en la sierra, sin pólvora, sin balas, a lanza y sable y toque de degüello, sin auxilio ni mano protectora, reemplazándolo todo la bravura del instinto y el fanatismo de pago, eran sucesos y ruidos que llegaban tardíos para desvanecerse al pie de las murallas como últimas ráfagas de un viento tempestuoso. ¡Cuánta abnegación sin embargo, en el fondo de esos amores terribles y de esos odios implacables! Era en ese fondo casi insondable que el joven vislumbraba la débil lumbre que había de alimentar nuevos incendios, mejor tal vez que las brasas cubiertas por la ceniza sobre las cuales y al acaso una mano arroja poderosos combustibles; —fondo preñado de savia como el de la tierra que esconde el germen arrastrado por el huracán, y que ha caído en el hoyo al azar, recubriéndolo el mismo viento de borrasca y librándolo al crecimiento espontáneo de todas las incubaciones misteriosas.

Así pensando, a medida que los hechos le suministraban día a día nuevos elementos de juicio, él no podía mirar con indiferencia la entrada triunfal en Montevideo de las tropas portuguesas; las que, a título de «pacificadoras» habían humedecido y seguían bañando con sangre de criollos el suelo de la provincia.

En confirmación de sus suspicacias sucediéronse bien pronto actos de dominio y de opresión de un significado claro y evidente: impusiéronse diezmos, cambióse la moneda, púsose fuera de la ley a los que luchaban, y hasta arrancóse a la debilidad del Cabildo una fracción de territorio en cambio de un préstamo exiguo de dinero para un faro en las costas del Este. La bandera de las quinas parecía afirmar más su astil en los gloriosos bastiones del recinto; y el prestigio del blasón arrancaba aplausos a quienes debían sellar sus labios. Verdad era que los que de este modo procedían no conocían la clase de huéspedes que habían alojado en su casa, y que cedían casi inconscientes al impulso de la novedad dorada por el éxito. Ésta había herido profundamente los sentidos de una sociabilidad desvinculada y en completo desequilibrio. Nuevos hombres, nuevas banderas, ejército disciplinado, otros programas, esperanzas de orden detrás de la anarquía ¿qué más podía desearse? Hacía poco tiempo que Torgués amenazaba domar la soberbia española con espuelas, como si se dijera, jinetear en el lomo del león y gobernarlo con una mano por la melena; y menos tiempo hacía que se había visto salir de la plaza, al anuncio de grandes derrotas, sin formación, en descompuestos escalones, desgreñados y siniestros, con los dedos del pie encajados en un solo estribo de madera, ciñendo sables rotos y empuñando tercerolas sin pedernal ni baqueta, abollados los sombreros de «panza de burro», luengas las barbas, harapientos, —a unos hombres que se decían soldados o dragones de Artigas. ¿Cómo podían compararse estos dragones que así marchaban en la hora de prueba, silbando entre dientes algún «pericón» salvaje, con aquellas brillantes tropas que vestían de amarillo y celeste y traían colgando al flanco enormes carteras negras, como si cada número encerrase en la suya, el secreto de civilizar y de resolver problemas?

Ante este criterio, Luis María sentía lástima por los creyentes, y admiración por las míseras huestes nativas; porque le era imposible hallar grandeza de ánimo fuera del sacrificio— que es donde el ánimo brilla y se impone, aunque se lleven andrajos y se canten trovas alegres en medio del infortunio, y hasta en la víspera de la pelea sin perdón.

En rigor, no era él solo el que dudaba de las promesas de don Carlos Federico Lecor, aun cuando éste astuto político y soldado procurase convencer por medio de manifiestos que venía a «pacificar», aplicando a su conducta y persona, en descargo, conceptos semejantes a los de los versos de Camõens: Mettido tenho a mam na consciencia, —e non fallo se nom verdades puras.

Algunos querían una patria grande, aunque fuese brasilera.

Otros, y eran estos los más, suspiraban por una patria pequeña, pero libre y rica.

La clase privilegiada en la que brillaba el talento con los títulos académicos, los honores oficiales, las condecoraciones ostentosas y la soberbia de las desigualdades sociales, constituía el apoyo y sostén moral del principio de absorción absoluta y adherencia a la corona; sin que, a pesar de serle exigible la iniciativa como elemento pensador llamado a encaminar las ideas y a domar por medios hábiles las pasiones en lucha, hubiese en ningún momento hecho trascender planes, proyectos o combinaciones de orden político e institucional que denunciasen un propósito fijo y deliberado respecto a la nueva suerte de la tierra nativa, con proyecciones calculadas o ciertas, y un sistema dado de reformas que garantiese su régimen interno y local en lo futuro. De los procederes incorrectos, por no decir incoherentes y desacertados de estos hombres inteligentes, aristócratas por casualidad, inferíase a todas luces que tan sólo el odio a la obra del caudillo era el móvil determinante de su actitud, móvil individualista que los había aunado para buscar más allá de las fronteras el poder fuerte que debía ahogar en su desarrollo embrionario el sentimiento democrático con el de autonomía propia, desviando aunque por breve tiempo de su cauce la corriente natural, a imitación de los prohombres que en la ribera opuesta pugnaban de todos modos por adaptar a la forma monárquica una sociabilidad transformada ya por esos «hijos del pampero» llamados caudillos. Pretendían desde luego, sustraer a la vieja organización del virreinato la zona oriental, rompiendo los vínculos tradicionales y de familia, inyectando otra sangre en sus venas exangües, sustituyendo con otras costumbres y otro idioma el lenguaje y los usos consagrados por los siglos; sin advertir que la historia, la naturaleza, el clima, los instintos peculiares de raza y de índole etnológica, adobados por el hábito constante de la pelea y del sacrificio, hacían inconciliables esos propósitos con el espíritu local y eran fuerzas tan temibles como las de aquel gigante mitológico que las renovaba con mayor vigor en cada caída. Podría pues, esta clase privilegiada representar la inteligencia, la riqueza, la cultura y hasta la «sangre azul»; pero no el buen sentido práctico que al acertar con las soluciones convenientes dirime los conflictos sin herir los grandes intereses vitales de la comunidad, en sus mismos principios conservadores.

La clase humilde, la de los amores profundos al pago y por extensión a la provincia, en cuyas filas oscuras no se distribuían órdenes del Cruzeiro, ni hábitos de Cristo, ni baronatos con terruño, ni grados militares más o menos honoríficos; que soportaba el peso de todos los tributos ominosos, alcabalas, diezmos, servicios obligatorios, trabajo esclavo; que había combatido largos años sin quejarse de su suerte mezclando a los laureles zarzas de martirio, y a sus nobles sufrimientos la gran virtud de la altivez en la derrota, —esa clase no abdicaba de sus pretensiones al predominio absoluto de la tierra que amaba con pasión indígena, representándosela dentro de sus grandes ríos y océano, con sus cerros, sus montes, sus «cuchillas», sus estancias llenas de millones de animales, sus vírgenes florestas y campos de eterno verdor, sus pajonales inmensos con criaderos de tigres, sus arroyos de aguas transparentes y arenas sembradas de chispas de oro, sus valles fértiles poblados de venados y ñandúes, sus praderas de costra mineral luciendo al sol en prismas caprichosos piedras admirables, sus serranías abruptas con enormes morriones de granito y caudales de agua en sus abismos festonados por una vegetación arbórea lujuriante, sus vastos terrenos arables en donde el grano engorda y se yergue maciza la dorada espiga a salvo de huracanes y ciclones, sus puertos privilegiados, y sus riberas bañadas por las olas marinas, —como una tierra tan hermosa y opulenta que bien merecía concluir peleando en ella la vida errante, porque ninguna patria habría después de ella que endulzara siquiera la amargura de perderla. —De esta pasión común a todos los pagos, en todos imperante y ardiente, resultaba un culto rudo y fanático que servía de lazo de unión a los espíritus, reunía a los hombres de distintas zonas con más facilidad que la disciplina social con sus duras reglas, y al difundir en la masa inquieta el soplo del instinto sublevado predisponía al combate permanente la soberanía del número.

Entre los cálculos pues, del talento y la diplomacia, y las suspicacias de la astucia apoyada por las proezas del músculo, oscilaba la suerte de la cisplatina; y era el tiempo el que debería poner en evidencia si la razón estaba o no de parte de los humildes, y sí «los últimos serían los primeros».

Capítulo 9. En pos de la aventura

Tal era el medio—ambiente en la reducida sociedad de su país, cuando Luis María, formada ya su conciencia de hombre, y trabajado por las insinuaciones y ruegos de su madre, propúsose modificar en parte sus hábitos de vida dándose a sí mismo una libertad que nunca había gozado.

Empezó a frecuentar algunos centros con violencia al principio, por predominar en ellos el espíritu de anexión que tanto le mortificaba; violencia que él llegó a reprimir en el interés de imponerse de los trabajos ocultos, aparentemente encauzado en la corriente de las ideas de entonces. Sentía un vivísimo anhelo por oír y orientarse en la cosa pública. Ni el teatro iluminado con candilejas, ni los bailes suntuosos de la casa de gobierno, a los que asistían las mujeres más bellas de la clase aristocrática, atraían su atención. De una gravedad precoz y de un carácter tan estoico y firme, cuanto eran de dúctiles y maleables los de aquellos que primaban en esos centros, el joven rehuía todo entretenimiento fútil, pasaba casi inapercibido para los que se creían hombres de observación y sagacidad, y era inabordable para los necios y los tontos. De ahí que por aquéllos se le mirase por encima del hombro; y por éstos, con esa prevención hija del rencor y nieta de la envidia, así capaz de inventar la calumnia en cualquier momento, como de escupir al mérito por exceso de imbecilidad. Luis María ponía oídos sordos a esas animosidades, buscando siempre informarse en las mejores fuentes acerca de la marcha futura de los sucesos y de la actitud que asumirían ciertos personajes en un instante dado.

Llegó así a enterarse bien de lo que ocurría, corriendo el año de 1823. Una logia de patriotas, en combinación con el General don Alvaro de Costa que mandaba los Voluntarios Reales, venía gestionando el auxilio del gobierno de Buenos Aires, a fin de que éste, a la vez que socorriera con buques suficientes a Costa para trasladarse con sus batallones a Europa, prestase a los criollos apoyo moral y material contra Lecor que vivaqueaba en Canelones, como adicto a Don Pedro I proclamado Emperador, y al frente desde luego de las tropas regulares del Brasil y de las auxiliares orientales que mandaba el «Brigadeiro» don Fructuoso Rivera. El gobierno argentino, a pesar de la opinión que empezaba a formarse en favor de la provincia, rehusóse a un rompimiento con el Imperio, y a cualesquiera iniciativa de hostilidad, hasta tanto no llegase contestación explícita sobre instrucciones enviadas a su representante en la corte fluminense. Viose en esto un pretexto más o menos simulado; y decayendo los buenos en sus esperanzas, resolvieron dirigirse a las provincias del litoral en donde ejercía valimiento el General Mansilla —militar de talentos, hombre culto y corazón americano—, pidiendo apoyo.

El comandante en jefe de las fuerzas portuguesas, no obstante esas y otras negociaciones de un móvil sano y patriótico, había aventurado una sorpresa sobre las tropas del general Lecor en la esperanza de dominar las campañas, obtenido el éxito. Aunque era hábil el plan, no consiguió aquel por circunstancias imprevistas; limitándose en esa su ofensiva a un choque sangriento de vanguardias, cuyo triunfo parcial se debió al denuedo del capitán Don Manuel Oribe.

Los patriotas que en el fondo suspiraban por la independencia y que habían hecho fervientes votos por la victoria completa de los aliados, que les proporcionara la suerte, miraron con pena el regreso de los Voluntarios dentro de murallas.

La desmoralización fue entonces en aumento. El peligro arreciaba, y era difícil el conjurarlo. Portugueses dentro, brasileros en el campo, un rey y un emperador —padre e hijo— disputándose por medio de sus ejércitos la preponderancia exclusiva del país; los orientales divididos entre realistas e imperiales, con proyección de vistas algunos, los otros por conveniencia; el gobierno de Buenos—Aires neutral —pero en realidad al acecho;— falta de recursos, resistencias obstinadas de los pesimistas, vacilaciones en las cabezas directoras: tal era el estado de las cosas y de los espíritus cuando Luis María llegó a darse cuenta exacta de los factores en acción, y a condolerse de la bajeza de unos pocos y de la abnegación estéril de los más.

Entre estos últimos, el bravo criollo Leonardo Álvarez de Olivera en la impaciencia del patriotismo, se había alzado en armas en la zona del Este reuniendo en un solo regimiento aquellos mocetones del Iguá y del Alférez, que doce años antes habían visto partir a sus padres con la hueste de Manuel Francisco Artigas para batirse en las Piedras y tras recias vicisitudes, ir a sembrar con sus huesos los campos de Sipe—Sipe. Desde el primer momento se mostraron ellos dignos de sus progenitores, librando varios combates en los que cedieron a su empuje las fuerzas enemigas, que arrastraron a su vez en el repliegue todas las guarniciones que quedaban aisladas en puestos diversos del distrito, a las órdenes del Coronel Felisberto.

Este incidente o detalle del cuadro de la época, impresionó a Luis María Berón de una manera singular.

¿Sería acaso, porque aquellos hombres se batían solos, sin aliados, aunque los tenían en Montevideo, por la conciencia de su valer y de su derecho a la tierra, lo mismo que lo hicieron un lustro antes bajo las órdenes de otros caudillos? Tal vez. Esos combatientes habían seguido a Frutos hasta el año XX y recogídose a sus hogares después del desastre del Catalán, dónde el rudo y valeroso soldado Andrés de Latorre quemó los últimos cartuchos de la resistencia regular dejando al vencedor dentro de una charca de sangre. Ahora, «Frutos» levantaba su tienda cerca de la de Lecor, fraternizando con los mismos que fueron sus adversarios; y, ellos, lejos de ampararse a su prestigio y a su bandera incolora, peleaban por su cuenta, incluyendo al caudillo en el número de los que «vivían sobre el país».

Entonces, aquel alzamiento parcial era consciente, espontáneo, efecto de propensiones y tendencias propias, cuyo objetivo no se simbolizaba en una personalidad más o menos prepotente, y cuya iniciativa era anónima como las que surgen del conjunto e improvisan jefes por la esencia misma de su virtud… .

Así pensaba Luis María una noche, en que oyó elogios sobre Álvarez de Olivera; a extremo de que, al retirarse para su casa meditabundo, figurábaselo en su imaginación como un adalid de poema; siendo lástima en su sentir que no llevase casco con cimera para poetizar mejor la hermosura de su causa. Estaba peleando. Había vencido dos o tres veces sin contar el número, obligando el resto a la fuga por el escarmiento; y agregaban que todo había sido a botes de lanza con desprecio del plomo, sin aguardar que le buscasen, enderezando al peligro como en los cuentos de los lances caballerescos.

Ante estos sucesos sentía él cierto rubor que le enardecía el rostro, pues que siendo ya un hombre nada había hecho todavía que lo acreditase como tal, cuando otros desde niños llevaban espada a la cintura y se habían distinguido por su decisión y su valor. Forjábase entonces la ilusión de que ese don Leonardo, que tanto de león tenía, bien podía enseñarle a batirse y a merecer los dictados que a otros se daban, a partir de que, como decía su padre haciendo suya una frase de Cervantes «ningún hombre vale más que otro, si no hace más que otro hombre».

Luis María se acostó un poco febril; y soñó esa noche con batallas y matanzas, llenas de ecos de clarines y músicas marciales, percibiendo entre densas humaredas estandartes, penachos y morriones, y bajo sus pies que el suelo temblaba al peso de los regimientos en la carga como empujados por el grande aliento del honor y de la gloria, bajo el sol brillante de su tierra tan bella y tan amada como la madre cariñosa, especialmente en esos días de dolor y de quebranto. Soñó también que él se perdía en el tumulto como uno de tantos, cuando creía haber dado pruebas de heroísmo; y que en medio de la lucha cruenta los más humildes, riendo le decían: «Aún no hiciste tu deber, pobre vanidoso, mira nuestra piel por donde resuellan veinte heridas y sabrás lo que es valor». Y luego, otros que estaban cansados de matar, cubiertos de sangre, clavaban en tierra el cuento de sus lanzas de hojas de tijera, y mirándolo con lástima exclamaban: «¡Llegaste tarde! Ya hicimos por ti y por otros, y harto pagos si agradecen».

Cuando despertó, estaba empapado en sudor; y hubo de tentarse y encender la bujía para persuadirse de que había soñado. Así que llegó a cerciorarse de ello, sintió alivio. Calmóse y se dijo: « Si voy a la guerra alguna vez, trataré que me estimen esos hombres fieros que provocan la muerte y la reciben como un rayo de sol».

El día siguiente, por la noche, Luis María salía de su casa situada en la calle de San Fernando, para seguir por la de San Carlos hasta la de San Benito. Muy oscuro estaba el cielo, y aunque soplaba un sudoeste silbador, habíanse provisto de sus respectivas velas de sebo los faroles de pescante en ciertos sitios, siquiera fuese para evitar a los transeúntes retrasados serias caídas en zanjas y pantanos. Verdad que las fuertes rachas las habían apagado en cerca de un tercio; pero, otras resistían valerosamente dentro de sus recios vidrios, brillando de trecho en trecho en las tinieblas como lamparillas de cementerio rojizas y agonizantes. A pesar de todo, estas luces valían más que el candil y reemplazaban con alguna ventaja las linternas de mano, muy en uso años atrás, cuando cada uno velaba por su persona y andaba Dios por el mundo.

Esas damas de flamantes vestidos de valiosa tela y macizos adornos en orejas, pecho y manos, cuyas enormes piedras preciosas fulguraban en la sombra, peinadas primorosamente de rodete y largos bucles a los lados con su accesorio de flores de borla de oro o de taco de la reina, salían con sus caballeros, padres o esposos del teatro de San Felipe, en cuya escena actuaba una compañía de cómicos de la legua. Luis María, que se había apoyado en un cañón de hierro colocado de poste en la esquina, bajo un farol cuya luz apenas surgía de en medio de una gran pavesa, violas desfilar por su lado, comunicándose en voz alta las impresiones de la comedia.

Una de ellas que se detuvo un instante cerca, y a quien solía encontrar él a su paso sin haberse tomado nunca la pena de averiguar su nombre, le miró con atención marcada.

Ya había la mujer desaparecido con otras en la sombra, cuando ocurriósele a él pensar que era muy hermosa y que estaba en todo el brillo y lozanía de juventud. Un impulso de curiosidad o de amor propio complacido hubo de arrastrarlo a seguir sus pasos; pero, recordando en el acto que tenía un plan resuelto y adoptado, apresuróse a continuar su camino con mayor decisión, que horas antes, de realizar aquel en la medida de sus deseos.

De allí a la calle de San Benito había apenas una cuadra. Traspuso esa distancia en un minuto, y volviendo sobre su izquierda encaminóse hacia la costa. La calle aparecía más negra que un crespón de duelo. La muralla que se alzaba en el fondo de ella alta y maciza, contribuía a hacerla realmente tenebrosa, así como las casuchas y cobertizos de los flancos que se erguían deformes en la oscuridad, sin un ruido y sin una lumbre en su interior. De atrás de la muralla venía el sordo rumor producido por los tumbos de las olas en las peñas, al soplo poderoso de un viento de borrasca.

Luis María se entró en aquella boca con paso firme, sin preocuparse de uno que otro hombre de espada que pasaba por su lado confundido con las tinieblas; y, a poco andar, se detuvo frente a la puerta de una vivienda baja y hendida de techo de teja, llamando a ella con el puño de su bastón fuertemente. Esa casucha era una de tantas propiedades de su padre, que tenía al fondo un buen espacio libre para vehículos de carga y caballerías. Unos y otras estaban al cuidado de varios negros de confianza, buenos carreros y jinetes criollos en su mayor parte, esclavos de «flor y nata», uno de los cuales —Esteban— era propiedad exclusiva del joven Berón.

Como si esperaran su venida, la puerta se abrió inmediatamente, y volvió a cerrarse así que él entró.

Era Esteban el que había abierto. Berón lo detuvo en el corredor oscuro, cogiéndole del brazo; y díjole en voz baja:

—Mañana temprano irás a recoger todos los útiles de «apero» que nos son precisos, sin olvidar ni una pieza.

—Sí, señor.

—También los ponchos de invierno, rebenques y espuelas. En las maletas pondrás lo que convenga; ropa blanca en abundancia. Me esperarás al caer la tarde, con los caballos listos, en la quinta que está de este lado del Cardal…

Ya sabes que desde hoy eres liberto. ¡No lo olvides!

—¡No señor! Conforme amanezca, todo estará listo como su merced manda.

—¡Así espero, y calla!… Hemos crecido juntos, negro; y así como fuistes mi compañero de infancia y de juegos, vas a serlo ahora en otras diversiones más peligrosas. No te acuerdes de los cachetes que te daba, cuando chicos, porque tú también solías aporrearme.

—¡Oh, no era adrede, niño!…

—Vas a ser mi camarada, y deseo de ti la mayor fidelidad si en algo me estimas.

¡Ahora, dame fuego!

El negro dio en el acto lumbre a un yesquero, que presentó todo conmovido a su joven señor.

Encendió éste un cigarro, y sin añadir más palabra, hízose abrir la puerta con una seña, y fuese.

En muy breve tiempo recorrió el trayecto que le separaba de su casa, sin accidente alguno, lo que era raro entonces, pues las calles ofrecían motivos sobrados para ello con sus zanjas y grandes desniveles. Por otra parte, una lluvia menuda que empezaba a caer lo había obligado a precipitar la marcha.

Apenas entró, pudo oír a su padre que hablaba en voz muy alta en el comedor, donde como de costumbre sin duda, había hecho su partida a las damas con la excelente compañera.

Parecía excitado, violento.

Meses hacía que se le habían calmado un poco sus arrebatos geniales, al punto de que sus mismos contrincantes podían escucharlo sin acritud; de ahí que Luis María sintiese cierta desazón al percibir el ronco murmullo que venía del interior, y que denunciaba un arranque apasionado.

Aproximóse al comedor en puntas de pies, y púsose a escuchar, recogiendo entre muchas, pocas frases completas. Su padre decía:

—Se «despañolizan» todos. ¡Ya acabó el amor al rey!… Hace poco la lealtad rayaba en veneración y no se veía honor y reputación bien puesta sino en el respeto a la majestad soberana… Vinieron luego los «fidalgos» con más rumbos que un cuadrante, ellos que tanto a España debían, y se colaron aquí de rondón porque no estaban los tercios por delante; desde entonces la gente de la muy «leal y reconquistadora» se enamoró de la orden del «Cruzeiro» pensionada, y, ¡adiós recuerdos!… Esas quinas famosas ¿que serían sin España? ¡Por Santiago!… Si Morillo no se va a esos malditos llanos de Venezuela nada de esto habríamos presenciado. ¡Gran yerro, yerro increíble!… Mañana entrarán aquí los brasileros, porque no hay que esperar otra cosa; a partir de que ese General De Costa no mira más que a la costa para entregarse aunque sea a los vientos del demonio, con tal de salir de su ratonera. Y verás entonces mujer, cómo vuelve Lecor bajo el palio a caballo, y caminan al nivel de su bota larga y rozándose con sus espuelas los mismos que ahora le hacen fuerza… ¡Ya verás!…

¿Qué ha sido del orden? ¿Qué de la sumisión? ¿Qué de las costumbres severas del antiguo régimen?… Todo se va evaporando. Mira, mujer: hasta nuestro hijo va alzando el gallo y por ahí se anda con sus humos de libertad, el muy mequetrefe, a fuerza de pasarse, de turbio en turbio en la lectura de esos libros franceses que tiene en el estante y que no sé cómo no he echado al fuego antes de ahora.

A esto, algo arguyó la madre en voz baja y dulce, que Luis María aunque atento, no llegó a percibir claro.

Sin duda lo defendía del reproche amargo, porque su padre siguió diciendo, siempre en tono recio:

—¡Bueno!… ¡Todo está bien! Pero tú ignoras esas cosillas de que hablo, esas lecturas continuas, a que quizás lo has sustraído en parte alejándolo siquiera un poco de tus «polleras» y tus mimos… Verdad que se estaba él en la crianza todavía a fuerza de caricias, siempre junto al rescoldo y a las comodidades, sin procurarse fuera con algunas alegrías, algunas penas, para aprender algo de la vida… ¡Ya sabría él lo que era bueno, si hubiese peleado como su padre en la milicia tres días con sus noches sin comer bien y durmiendo peor en la banqueta, cuando los ingleses nos cogieron por traición! Erraron la brecha aquellos malditos y los quemamos vivos a los de 40º regimiento; pero el sueño que es el mayor enemigo del soldado, emborrachó a la gente de la muralla al sud, y por ese sitio se nos metieron antes de rayar el día como una ola en noche de tormenta en que no se siente más que el borbollón y el ruido de la espuma… Las bocas de los rifles formaban como una culebra roja, de arriba a abajo, por el frente, por los flancos, mientras que los fusileros echando a la espalda el peso, maniobraban a cuchillo en las banquetas. Una traidora peladilla me alcanzó en el brazo derecho, haciéndome caer el arma: —¡todo en defensa del Rey y por el nombre de España, canejo!… Dime ahora ¿qué saben de estos sacrificios y de esta causa gloriosa los jóvenes que se forman entre portugueses y brasileros, dividiendo por partes iguales sus afecciones sin acordarse para nada de sus progenitores, de su idioma y de sus tradiciones nacionales? ¿Qué saben? Maldecir y renegar, pordioseando un poco de libertad a los que nunca hicieron nada por ellos y vienen a despojarlos de honra e intereses. ¡Hermosa perspectiva, por Santiago!… ¡Y creerán que eso es digno! ¡En vez de rebelarse y vender cara la vida tan ruin y miserable en estos tiempos, cuanto son ellos de corrompidos!…

Luis María no oyó más, y fuese caviloso a su aposento.

Había escuchado lo bastante.

Las palabras duras de su padre podían aplicársele, pues él nada había hecho en su aislamiento y pasado egoísmo, que mereciese otros epítetos. En esa tierra ardiente en que naciera, y en que se meció su cuna al fragor de los combates, los lustros venían sucediéndose sembrados de batallas; y, recién ahora sentía él el hervor de la sangre, después que tantos la habían derramado sin queja en holocausto a una causa superior a la de los viejos servilismos coloniales. ¡Razón sobraba al honrado peninsular en lo del sacrificio personal, ya que no en lo atingente con la justicia de esa causa! Las ideas que marchan, que perduran, eran los anhelos fervientes de su juventud. Las del pasado se le aparecían pálidas, sin luz clara, a semejanza de antorchas moribundas en las ruinas —compañeras del vacío y del silencio.

Bajo estas y análogas impresiones, el joven se acostó.

Inquieto y desasosegado estuvo temprano de pie, cuando el gallo criollo sacudiendo sus alas en el corral, cantaba alegre al columbrar la aurora.

Casualmente tal vez, la señora de Berón se le había anticipado ese día, y cruzaba el patio ya en sus faenas activas.

Estaba él en la puerta; y al verle, se detuvo ella al pasar para dirigirle una frase de cariño.

Esa madrugada más que otras veces, parecióle a Luis María su madre muy hermosa; y acercándose la besó en la mejilla y en la frente. Llevaba la señora una flor de regadera en la mano que dejó caer, para abrazarle con ternura. Luego sorprendiéndole la expresión del rostro de su hijo, preguntóle con interés:

—¿Qué tienes?

—Nada madre; no he dormido bien…

—Estás enfermo, y me lo ocultas.

—No… Pero te diré con franqueza que necesito pasar uno o dos días en la chacra en donde me entretendré en la caza de perdices… Me acompañará Esteban.

—No me parece mal, hijo, y es muy justo que te des ese descanso. Sin embargo, parece que algo te reservaras…

—Puedes creer que no es así.

—Te prepararé entonces lo necesario. Dime la hora en que piensas salir.

—No lo hagas, madre, pues Esteban te ha ahorrado ya ese trabajo.

¡—Qué sabe el negro! Déjame a mí hacer…

Luis María calló, separándose de su madre después de besarla otra vez.

¿Cómo decirla que él se iba por mucho tiempo?

Se sentía sin fuerzas para hablarla y convencerla de que el suyo era un proyecto madurado, que amaba el peligro y que le era preciso arrancarse a la vida sedentaria que le hacían insufrible sus ensueños patrióticos y sus entusiasmos juveniles. ¿Y su padre? Si se le acercase con ese objeto sobrevendría un conflicto, porque el señor Berón era duro e inflexible. Le escribiría una carta, pidiéndole disculpa por su paso con una bendición absolutoria…

Sin reflexionar más, entróse de nuevo en su aposento y púsose a escribir esa carta a su padre, en términos respetuosos, sin orgullo ni altivez, procurando persuadirlo que seguía su honroso ejemplo al dar este paso en obsequio a sus convicciones y que al proceder de esa manera confiaba en que no dejaría de ser digno de su aprecio y paternal cariño. Suplicábale también que comunicase su resolución a su buena madre y no consintiera que ella dudase de su amor…

Después de escribir así, invirtiendo en ello cerca de una hora, sintió algún consuelo.

Enseguida arreglóse el traje de abrigo —pues se estaba a principios de invierno;— calzóse largas botas de montar, y cubriéndose la cabeza con un chambergo de a la corta, guardóse la carta después de cerrarla y lacrarla y salióse a la calle, dirigiéndose al portón de San Pedro.

Una bruma densa se cernía sobre aquellas murallas, de ocho metros de altura y de quince y veinte pies de espesor según los sitios; obra ciclópea de hábiles ingenieros españoles que emplearon el gneis y el granito de varias canteras para guarecer los tercios de la conquista contra las acechanzas de enemigos temibles sin excluir los avances del charrúa. Ahora no se veían en sus plataformas los centinelas del Fijo con sus largas coletas sobre casaca azul—oscuro, sino los del cuerpo de Voluntarios Reales con vueltas amarillas y morrión de cono invertido.

Ya por esa época los formidables muros, altos y negros, presentaban grandes destrozos en distintos sitios, huecos que aparecían cubiertos de un boscaje de yerbas de vicioso crecimiento, como lo estaban los enormes lienzos de musgo y borraja, de la contra—escarpa a los bordes, llenos de grietas profundas propicias a los hongos, perpetuamente nutridos por una humedad que goteaba a hilos sobre la curva maciza de los cimientos. La ciudadela con sus ángulos y bastiones formaba como un vientre deforme en el medio, hacia el este, con sus dos cúpulas achatadas, verdosas y sombrías —bajo cuyas bóvedas resonaba el redoble de los tambores o el eco de las trompas para recordar en cada hora a las gentes el imperio exclusivo de la ordenanza. El foso de sesenta pies de anchura por cuarenta y cinco de profundidad, aparecía cegado en muchas partes por escombros y residuos, lo mismo que el cauce seco a donde refluyen constantes aluviones; principio de aplanamiento por la mano del tiempo, que en todo el armazón gigante había ya impreso el signo de completa decadencia. Delante de ese foso se extendía el campo, casi desolado a tiro de cañón. El trayecto desde la muralla hasta más allá del Cardal, era del dominio de las balas todavía: los proyectiles se habían enseñoreado de esa porción de tierra y de ese espacio de aire y de luz por la razón brutal de las plazas fuertes: terreno limpio, para la proyección del tiro rápido y la parábola del mortero, y distancia sin obstáculos para las largas del cuarto de culebrina y el falconete. Ya sin embargo, pocas bocas coronaban los baluartes, y esas mismas estaban poco seguras en sus afustes. Empezaba a pasar el tiempo de los fosos, de los puentes levadizos y del cañón de hierro, cuya cureña disparaba produciendo el destrinque de las piezas en los días de fogueo y lanzaba rodando a la explanada artillero, atacador, y taco ardido, como aviso prudente de que era llegado el momento de su reemplazo.

A un flanco de la ciudadela, hacia el norte, existía una arcada estrecha con una puerta pesada en el fondo que daba salida al campo, y cerca una construcción maciza que servía de albergue a un piquete. Muy próximo se alzaba un edificio regular, en donde solían reunirse por la mañana algunos jefes y oficiales de la guarnición para departir sobre los sucesos del día anterior y novedades supervinientes.

Era aquel el portón de San Pedro; y fue ante la entrada de esa casa donde Luis María se detuvo, indagando si se encontraba allí el capitán Don Manuel Oribe.

Como le contestasen afirmativamente, entróse sin vacilar. El oficial que buscaba, así que le vio, vino a su encuentro y estrechóle en silencio la mano, con esa deferencia que se dispensa siempre a la gente bien nacida.

—¿Resolución hecha? —preguntóle con acento breve e incisivo.

—Inquebrantable, señor. Vengo en busca del pase para el comandante Álvarez de Olivera.

—Aquí está, otorgado por el superior.

El oficial sacó con el papel un pliego cerrado, y fijando su mirada fuerte en el joven, añadió:

—También este oficio para el jefe a cuyo encuentro va usted, con recomendación de que no caiga en manos del enemigo.

—Así será, capitán —respondió Berón fríamente, al recibir pase y nota.

—¿Lleva usted baqueano?

—Lo es un negro a quien he dado libertad. Mi padre lo ha ocupado estos últimos años con otros esclavos en las faenas de campo en Maldonado, y conoce bien el distrito.

—La campaña será cruda —observó el oficial; y usted va a exponerse…

Luis María lo miró sereno, sin susceptibilidad herida.

El capitán Manuel Oribe era un joven apuesto y bizarro, nervioso, esbelto, de aire distinguido y modales cultos, ojos pardos de expresión enérgica, cabello negro, cabeza erguida y busto vigoroso, la mano blanca y larga, el vestir correcto desde el corbatín hasta la espuela corta de bronce. Sus hechos valerosos le habían dado justo renombre, y aparte de combates ganados en buena ley —el último de los cuales había sido la derrota de la vanguardia del General Lecor— contábanse de él algunos episodios que acreditaban intrepidez heroica, a la vez que táctica sesuda de militar de escuela. De ahí que el joven le hablara y mirase con respeto.

—Si me expongo, mejor —dijo: —quiero rendir mis pruebas.

—Bien resuelto, aunque el horizonte no aparezca claro. ¡Sea usted feliz!

Luis María, comprendiendo que no te era dado investigar nada, movió la cabeza en silencio, despidióse y se marchó.

Después de lo dicho y oído, no había que pensar en retroceder; era preciso afrontar la aventura con entereza. Se sentía con fuerzas para ello. La idea del peligro ponía su sangre en ebullición, y las esperanzas patrióticas daban temple a su fibra empujándolo hacia adelante sin permitirle tener en cuenta esos afecto; profundos del hogar que perduran, —tan gratos después a la memoria en la hora de prueba, y que en el frío de la soledad producen la ilusión de una dicha verdadera por el hecho de no gozarla. ¿Qué sabía él de eso? Se consideraba útil y capaz; de contribuir con sus esfuerzos a la realización del ensueño de los fuertes, pues que era joven, inteligente y brioso; y no había que vacilar, so pena de pasárselo años enteros en la casa de comercio de su padre midiendo géneros y pesando granos. Fuera de muros, al sol y al aire libre, tenían que ensanchársele los pulmones, endurecérsele los músculos y crecerle recias las barbas, que así darían aspecto más varonil a sus facciones finas. Envidiaba al capitán Oribe la tostadura que produce el calor del vivac y la expresión enérgica que graba en el semblante la costumbre del peligro. Delicado había sido sin duda como él, de ojos melancólicos y epidermis de doncella; pero, ahora tenía los perfiles severos, mucha fuerza en la pupila y el aire duro del soldado de empresa.

Seré soldado también, —se dijo Luis María.

Y siguió su camino con paso firme.

Ya en su casa, el joven hizo sus últimos aprestos, reuniendo todos los objetos que él creía necesarios en unas maletas de cuero. Su buena madre habíale colocado junto al lecho en una mesa diversas cosas, a fin de que nada de conveniente le faltase «en su estadía en la quinta». Agrególas, un tanto emocionado, a su equipaje; el que, sin ser muy abultado, llevaba más de lo preciso. Teniendo en cuenta lo que había reunido Esteban, suprimió algunas piezas, limitándolo a la ropa blanca, camisetas y cobertores.

Una hora después, el negro se hacía cargo de todo, agregando por su parte cuanto pudo ocurrírsele como hombre campero y criollo de vicios. El tabaco, la yerba—mate, la sal en un saquito de lona y la caña en una gran cantimplora de azófar figuraban en su lista particular.

—No olvides alguna cosa de comer, por si acaso —díjole al despedirlo Luis María.

El liberto había guiñado el ojo, y salídose muy taimado.

Durante el almuerzo, el joven mostróse con su padre más afable que otras veces. El señor Berón estuvo comunicativo y afluente, disertando sobre las cosas del día y la gravedad de las circunstancias; aunque, cuando trataba de estos asuntos serios, lo hacía sin mirar a su hijo ni esperar sus aprobaciones, con los ojos en el plato o en el techo, cual si se dirigiese a un auditorio respetable, o a los co—tertulianos del tiempo de Elio y Vigodet.

—¡Ahora están lucidos estos «fidalgos»! —decía riéndose de una manera bronca y estrepitosa. Dentro de la jaula, sin puerta de salida; pues por la parte de la tierra se darían de narices con Lecor, y por la del mar, no cuentan ni un casco viejo que pueda hamacarlos nueve mil millas… Me imagino sin embargo que a la postre, no han de recibir de la otra banda socorro alguno, como quiera que allí no están muy seguros, mientras las armas del Rey sigan maniobrando en el Perú y ganen terreno sus bravos generales… Lo que harán estos en definitiva será entregar las llaves del Real a los de afuera, como que son de la misma camada, y por aquello de que, en tratándose de adjudicar prendas, más cerca está de la carne la camisa que el jubón… ¡No os figuréis, por Santiago! que ellos han de dar Montevideo a otros que no hablen su idioma. ¡Todo ha de quedar en familia! Se Deu non fora Deu, santo Anton sería Deu. Y de ahí no los sacaréis a estos intrusos acaparadores de lo ajeno, capaces de abrumarnos con sus impuestos, pero sin mucho ánimo para salir a arrojar lejos a los imperiales dueños de casi todo el territorio… No podían venir mejor las cosas para la causa del rey. Ya verán pronto lo que es bueno… ¡Si siquiera viniesen aquí con Valdez o con Canterac los batallones aquellos de Burgos o de Gerona y los dragones de Moquehúa, por Dios y en mi ánima!… En pocas horas cesaban estas ignominias. Ordóñez que fuese; aquel Ordóñez de Cancha—Rayada que hubiese ganado después la acción en Maypu si no es una torpeza de Osorío, como Muesas aquí hubiera ganado la del Cerrito si no es una cobarde peladilla que lo derriba en la falda en mitad de la pelea cuando ya tenía cogido el laurel para España; ¿quién de estos baronetes de la Laguna o del Pantano, se le habría puesto al alcance que no lo descalabrara en menos que se dice un responso, y lo llevase hasta la frontera chamuscándole los riñones como a un condenado? ¿Quién? Yo quiero saberlo…

No me habléis de Vigodet, que fue vilmente engañado por ese Alvearzillo que figuró de carabinero allá en la península… El Real no era bocado para él, que antes tenía que echar colmillos de león; y si no, ved que sacáis de limpio de la pringue gruesa y sucia de su parte, después de lo dicho en su manifiesto por Vigodet. ¡Exprimid, y saldrá la felonía a chorros! ¿Así se rinden fortalezas y se hace arriar una bandera sin mancha, para emporcarla luego que desfilan los tercios veteranos con sólo cuatro falconetes y forman en batalla frente al caserío de los negros?… Esos negros habrían sido más leales… ¡Y si no decidme, por Belzebú! ¿Era para rendirse en esas condiciones una plaza fuerte con cinturón de murallas, ciudadela, cubos, flancos, ángulos y bastiones defendidos por cuatrocientas bocas de fuego, sin contar las doscientas de la armada, entre cañones, obuses, morteros, carronadas y todo tubo de hierro y bronce que vomitase metralla —servidos por artillería veterana, y bisoña? ¿Y qué me decís de los seis mil hombres próximamente que se escudaban con el muro inexpugnable, con cerca de cuatrocientos jefes y oficiales a la cabeza —entre los primeros dos mariscales de flor y nata que valían por cuarenta y cinco y más caudillejos insurrectos?… ¡No! Y contad señores míos con el Lorca y el América, capaces de cargar a la bayoneta a diez mil charrúas con sólo mandarles que calasen la de tres canales; y después la infantería de la provincia y la de marina, sufridas y valientes, los dragones y los blandengues, el Madrid, los trozos gloriosos del Sevilla y del Albuera, los jinetes de Chain y los negros fieles… ¡No olvidéis el batallón Distinguidos del Comercio, en cuyas filas yo revistaba en calidad de teniente; bizarro cuerpo, a fe de mi nombre!…

Mientras así se expresaba el señor Berón, levantando en alto el puño con gesto ceñudo y entonación épica, su esposa seguía sirviendo tranquila el puchero, y Luis María pálido unas veces y en otras sonrosado limitábase a mover afirmativamente la cabeza, sin atreverse a desplegar los labios.

Cinco segundos de silencio a lo sumo, ponía entre párrafo y período el viejo peninsular; y, atento al recogimiento del auditorio, sorbía un trago de Jerez legítimo, y continuaba:

—Por encima de lo dicho, poned si gustáis a retaguardia de las filas, en zótanos y casernas, como moco de pavo, diez mil cartuchos de cañón listos a bala y metralla, casi un millón de fusil y tercerola, seiscientos quintales de pólvora, un centenar de embarcaciones de todos tamaños en la rada con poderosa artillería —más de doscientas piezas, repito— provistas de considerables cantidades de artículos de guerra; agregad lo mucho que el parque contenía, el entusiasmo de la milicia, la esperanza de auxilio a la larga, —y decid —vuelvo a preguntar— ¿no era bastante ese poder para reducir a polvo la tropa insurgente con sólo venir a las manos, al grito de Santiago y cierra España?…

¿Qué opinas tú, muchacho?

Al dirigirse a su hijo en esa forma, el señor Betón tenía el rostro encendido y la mirada colérica, y temblábanle las manos bajo una profunda excitación nerviosa. Estas ráfagas eran en él frecuentes.

El joven contestó con calma:

—Nada, padre. Entonces yo era niño.

—Verdad. ¡Qué sabes tú de esas cosas! Tenías la leche todavía en la boca y crecías entre ruidos de cañonazos y escopeteos como un pichón de paloma debajo del campanario…

—Pues, —observó la madre— estudiaba en San Francisco sus latines y religión, ¿no te acuerdas?

—Teología será, mujer; y lo otro, se me antoja que serían latinajos.

—¡Tanto da! —repuso la señora alegremente.

Luis María se sonrió, y sin preocuparse de tales recuerdos, dijo a su padre que lo miraba de soslayo:

—He puesto ya todos los libros de la casa al día, y arreglado bien los cuadernos de apuntes…

—¿Y a qué viene eso?

—Quería que usted lo supiese, porque deseo pasar esta noche y el día de mañana en la quinta del Cardal, si no hay inconveniente…

—No, ninguno. Ya te veo en traje: puedes ir. Pero mucho cuidado con apartarse lejos de aquí, de las Piedras para arriba, si no quieres caer en manos de los imperiales.

El joven se estremeció; más que por ese temor imaginario, a la idea de que el señor Berón algo hubiese sospechado acerca de sus planes.

Bien luego parecióle sin embargo infundada su duda; pues su padre, recapacitando, siguió en su peroración con menos brío a medida que ensartaba en ella todo género de reminiscencias y no encontraba oposición a sus opiniones.

De esta suerte, acontecíale adormecerse en pos de la propia excitación, y en concluir con suspiros o bostezos lo que había empezado con voces estentóreas y salidas de tono, acompañadas de una mímica violenta.

Luis María se levantaba respetuosamente, y la madre proseguía sus quehaceres domésticos, en lucha perpetua con los negrillos y mulatillos que se ocupaban más de sí mismos que de los deberes para con sus amos.

Sucedió igual cosa esta vez; y, cuando el señor Berón se retiró del comedor para prepararse a su siesta ordinaria e ineludible, el joven fuese a su vez a su aposento a dar la última mano a los preparativos de viaje.

Pasóse en él largo rato, concluida esta diligencia. Después echó en una cartera que llevaba sujeta al cinto una buena suma de dinero; y puso sobre la mesa debajo de un libro pequeño, la carta que había escrito para su padre.

Enseguida salió a la calle lleno de resolución; y a los pocos minutos trasponía la puerta de San Pedro, con las manos en las faltriqueras y el aire tranquilo, silbando una «vidalita» al compás de la marcha —entre malezas y barrancos.

Aparte de algunas construcciones dispersas, del horno de Viana, el matadero de Sierra, el cuartel de Blandengues, el de los indios y los corrales de Silva, de Pérez y de Martínez, toda esa zona al frente y lados aparecía agreste e inculta.

Luis María la cruzó a paso rápido en corto espacio de tiempo, sin novedad alguna.

Esperábale Esteban en la quinta del Cardal con los caballos prontos. No faltaba avío alguno a los «recados»; los ponchos de invierno estaban bien ceñidos en rollo con «tientos» en la parte posterior del lomillo, los «lazos» de trenza nueva sujetos en el mismo sitio sobre las ancas, los «mancadores» en el pescuezo y las «maneas» en el «fiador». El bayo de Luis tenía cruzada debajo de la carona una espada, y en una funda de lana que cubría el cojinillo, una pistola de caballería. El liberto había cargado por su parte su cabalgadura con las maletas en forma de árganas; y en cuanto a las armas echádose a la espalda una carabina y prendídose a la cintura un sable—corvo a más de la cuchilla mangorrera.

Apenas hubo llegado al sitio, que estaba a veinte cuadras de las baterías, el joven montó ágilmente en el bayo, y dijo a Esteban:

—Ven junto a mí, y guía por el rumbo de Pan de Azúcar. ¿Conoces bien ese camino?

—Sí, señor. Lo he andado muchas veces, y a ese rumbo está la gente alzada…

—Pues en busca de ella vamos, para ser del número de los que pelean.

—¡Mejor, señor! Ya verá su merced como a campo libre la pólvora hace poca humareda y se alborotan los mancarrones por «sancochos» que sean… Lo que sí que las fatigas son grandes y hay que caminar a ocasiones hasta de noche con ojos de gato.

—Caminaremos, negro. ¿Te asusta, eso?

—¡De donde, señor! He pasado ya muchas «lobas» a lomo pelado y antes se cansó el «matungo»… Ahora tenemos que ir a este costado de donde sale el sol.

Y Esteban tendió el brazo hacia la parte de la costa.

—No ha de faltar «rastrillada» de carretas y encajaduras tamañas como zanjas… A trechos la huella se borra, pero ganada la loma enderezamos a la sierra. En los bajos hay muchos pajonales donde se meten los «matreros» sin que naide pueda dar con la guarida.

—Eso nos conviene. ¡En marcha!

Los dos jinetes se dirigieron al camino al galope, perdiéndose bien pronto de vista detrás de las ondulaciones del terreno.

Capítulo 10. Rulos y nazarenas

El joven voluntario no tenía la práctica constante de los hombres camperos, y desde luego sus recursos ingeniosos para sobrellevar con paciencia los azares y amarguras de la vida de sacrificios. Las horas se hacen tardías y las jornadas abrumadoras, cuando la actividad se ejercita en campo raso y el peligro puede asomar por cualquier horizonte, sin minuto de descanso para el músculo aterido y sin instante de resuello para el caballo fatigado. Esas jornadas suelen ser insufribles al mismo jinete duro, según las contingencias de la marcha.

Durante el día, bajo la lluvia incesante y menuda que destempla las fibras y convierte los campos en un charco, desbordándose arroyos y «cañadas»; o llevando de frente el viento que ha levantado la helada de las vísperas, y que hiere como un látigo las carnes; por la noche, el suelo y la leña húmedos en la «cuchilla» desierta o a la orilla del bosque casi en esqueleto, el hielo que cubre poco a poco con su manto implacable todos los objetos hasta formar sobre ellos una costra dura semejante al vidrio ahumado, el lecho de caronas y de cojinillos tendido sobre la hierba mientras que el hombre en él dormido, bajo el poncho, se agita a cada instante sobresaltado al sentir que tiembla el suelo al tropel de una yeguada arisca, o que gruñen enconados los «carpinchos» disputándose entre el barro de la orilla sus amores.

Después, la aurora pálida con sus nieblas frías o su aura cruel. Cielos plomizos, tierra mojada, soledad siniestra detrás, delante, por todas partes. Y así el ánimo, en cuerpo desfallecido; muchos dolores extraños en el tronco y en los miembros, sed intensa, apetito voraz —efectos de la fatiga que el mismo ejercicio cura con ayuda del oxígeno de los campos, del alimento sano y de las aguas puras, como si el clima modelara o completase el tipo, haciéndolo al fin apto para la lucha sin tregua. Añádanse las vicisitudes de la jornada y las emociones del peligro que al principio dan un tinte sombrío a la aventura, y que al final solazan a las almas fuertes.

Por estos trances rudos debía pasar el joven patriota; y desde las primeras horas empezó a experimentarlos, sin arrepentirse de haberse sometido a las pruebas de los hombres robustos y viriles. ¿Cómo arredrarse ante la odisea que él había soñado?

En la tarde del segundo día de marcha cayó una lluvia fina y helada, cuya impresión bastaban a atenuar apenas los ponchos de paño azul forrados con bayeta roja, cuyas haldas caían hasta cubrir las rodillas y por las que se deslizaba a gruesos hilos el agua sobre las cañas de las botas. Los caballos con la sangre ardiendo confundían con aquella sus sudores y el vapor de sus narices, pegados los extremos del copete y de las crines a la piel lustrosa, y hecha pincel la cola que batía barriosa los corvejones al compás del trote inseguro sobre un terreno resbaladizo.

Luis María, que empezaba a sentir a consecuencia de la fatiga como punzadas de aguja en los omóplatos, opresión al pecho, ardor en los riñones, parálisis en las extremidades y en el semblante un enfriamiento de piedra, pensó en el descanso y el abrigo, y preguntó a Esteban:

—¿En dónde haremos noche?… Ya no puedo más.

—Está al caer, —dijo el negro. —Para acampar es bueno aquel montecito que se ve en el bajo.

—Vamos allí y haremos fuego, porque la sangre se me hace hielo.

—Fogón no conviene, señor. El tizón se ve de lejos y entrega a los hombres dormidos… Si encendemos leña ha de ser abajo de tierra con una capa de troncos por arriba; pero, no hay carne fresca que asar, y es mejor taparse con los ponchos en lo escurito…

—Yo bien sabía que no eras ni medio bozal, negro… ¿Entonces nos acostaremos como los gallos, hasta que llegue el alba?

—Sí, señor, y dormiremos también.

—Pues endereza al sitio.

Empezaba a oscurecer. Seguía cayendo el agua mansa, cuyos velos formaban como una cerrazón en el horizonte, aumentando el tinte sombrío del paisaje y envolviendo en densas telas de niebla el montecillo del declive —verdadera orla de «talas» de la cuenca de un arroyo que crecía por momentos.

Estaban, que se había adelantado al galope, echó pie a tierra junto a los árboles; e incontinenti, después de escoger aquí y allá, cortó una rama larga y gruesa con su cuchilla mangorrera. De esta rama despojada de sus pinchos y dividida por mitad, hizo dos estacas afilándoles los extremos.

—Para asegurar los caballos, —dijo—, aunque este palo sea quebradizo, señor.

—¡Qué hacerle, a falta de otro! —observó Luis María que acababa de apearse con las piernas entumecidas. —¿Y ese tronco?

—Es la maceta para clavar las estacas… Ataremos los caballos en aquel albardón porque aquí no hay más que «cola de zorro».

—¡Bueno, despacha pronto, que estoy yerto!

El activo negro, campero hábil, bajó en un instante los «recados», pasó el lomo de la cuchilla por el de los caballos, desenfrenólos, ciñó al «fiador» de cada uno el respectivo «maneador», hízolos marchar en pos de él; y, tanteando en diversos sitios el terreno más firme de modo que no aflojasen fácilmente las estaquillas, hundiólas al fin distantes doce o quince varas una de la otra, donde la gramilla abundase más que el trébol.

Luis María estuvo observando todas estas diligencias muy atentamente a pesar de los escozores de la jornada; y, concluido el maceteo del liberto, púsose callado a arreglar el duro lecho sobre la tierra mojada, bien cerca de los árboles.

—En esta lomadita es mejor, señor —dijo Esteban. —Unas cuantas ramitas de sauce abajo, y después las caronas encima…

El negro corrió enseguida diligente, trajo las ramas y aderezó a su manera las camas, colocando los lomillos de cabeceras, los cojinillos de colchón, y los ponchos y cobertores de abrigo.

—No hay que hacer ranchos, porque estamos muy al descampado y andamos solos.

—Tampoco llovizna ya, —repuso Berón, metiéndose debajo del poncho. Dame una galleta para entretener estos dientes, que se me están chocando.

El liberto recurrió a las maletas que había guardado cuidadosamente, trajo lo pedido, y sacando el tapón a su cantimplora, la acercó a los labios del joven, diciendo:

—¡Un trago de esto da calor!

Luis María sorbió, y cubrióse la cabeza.

Esteban púsole la pistola junto al lomillo, al alcance de la mano; hizo lo mismo en su lecho con la tercerola y el sable; miró con mucha atención a todos los contornos, por si algo sospechoso se percibía; y, contento de su inspección, empinóse dos veces el botijo, echó una última mirada a los caballos que al triscar las hierbas hacían oír claro su crujir de dientes, y se arrolló bajo el poncho con extrema velocidad, quedándose inmóvil y a poco dormido.

Había cerrado la noche, sin viento ni lluvia, y empezaba a helar.

Al poco tiempo, todo aparecía de un color blanquecino, hierbas, árboles, lomas y declives. Hasta los duros lechos y ponchos cubiertos por la helada, confundíanse, sin saltantes relieves, con los demás objetos del suelo; blancos y tiesos los «maneadores», perdíanse como las estacas entre los pastos cortos, a su vez endurecidos bajo una manta vidriosa. Las ramas inmóviles con sus hojaldres de cristal, especialmente las de las copas semejantes a cabezas calvas, daban a los árboles un aspecto triste y desolado en medio de las tinieblas. Los caballos que habían cesado de pacer, piafaban de vez en cuando como ateridos; el pato salvaje sacudía las alas alborozado a la orilla del arroyo, y el «chajá» autero hería el aire con sus gritos en la laguna como si todo un regimiento hubiese acampado en la loma al toque de clarines.

A las cinco de la mañana, el negro que había dormido intranquilo, se levantó sin pereza, y púsose a examinar los alrededores.

Todo estaba en calma. Aún no soplaba la brisa que había de levantar al hielo en sus alas para rozar con ellas implacable la carne viva.

Llevó los caballos a abrevar al arroyo, aderezó el suyo en breves momentos y despertó a Luis María, diciéndole muy bajo, después de sacudirlo un poco:

—¡Señor! Ya es hora de marchar.

El joven que estaba inmóvil como una piedra, revolvióse en su «recado» pronunciando algunas palabras ininteligibles, encogióse y volvióse a quedar dormido.

Por dos y tres veces volvió el liberto, hasta conseguir al fin que se pusiese de pie.

Al hacerlo de mala voluntad, Luis María sintió doloridos todos sus miembros, empujó con el pie el poncho cubierto por la helada y apartóse del lecho como un sonámbulo, acercándose a traspiés hasta la orilla del monte.

La impresión de un aire extremadamente frío, que acabó de despertarlo de veras, púsolo ágil y activo. Abrigóse con su poncho, cuya bayeta se conservaba casi seca y caliente; y, a fin de dar calor a las manos agarrotadas, propúsose ensillar por sí mismo su caballo. Al efecto, muy listo, aproximóse al «recado», y echó mano a la carona, haciendo saltar todas las prendas que encima estaban, inclusive el lomillo en que había posado la cabeza. En el mismo instante, una culebra verde con pintas rojas que bajo la comba de aquel dormía muy arrollada, puso en juego sus anillos y dio un silbido, arrastrándose veloz hacia el arroyo.

Luis María se quedó quieto con la carona en la mano, siguiendo con la vista el reptil hasta que desapareció entre los juncos del ribazo.

El liberto, que se mordía tentado de la risa su labio de esponja, se apresuró a decir:

—Es mansita, señor; les gusta mucho el rescoldo a esos bichos…

Miróle el joven con cierto aire de asombro, procurando con todo dominar su sorpresa; y, sin pronunciar una palabra acercóse muy lentamente al manso lobuno; mas, al coger el «maneador» duro con el hielo, que había que extirpar con los dedos corriendo en la diestra la soga, renunció a la tentativa mal humorado, diciendo a Esteban:

—¡Ensilla tú, con mil demonios!

En tanto el negro empezaba la operación, y se reía a solas, el joven dirigióse a la orilla y se lavó la cara, —hundiendo sus largas botas en el terreno húmedo hasta más arriba del tobillo.

Recomenzaba a llover; el agua caía en forma de niebla, tan finas eran sus gotas.

No era ésta razón suficiente, para que los pajarillos no gorjearan a su gusto en coro suave y armonioso, saludando el alba; y justo es decir que lo hacían tan bien, en medio de la misma confusión de trinos, píos y quejas, que Luis María no pudo menos de alzar la mirada al ramaje, y murmurar con ironía al sentir cómo se escurría sobre su cabeza y hombros la lluvia mezclada al hielo:

—¡Oh, poetas!… Venid como yo ahora a oír cantar a las castas avecillas en la rama al cuajar el día, y decirse amor besándose con los piquillos al rescoldo del nido. ¡Sí, venid, bardos soñadores que cantáis como esos pájaros!… Aquí está la selva umbría y el arroyo susurrante y la tórtola que arrulla, todos esos eternos idilios de que nos habláis sin lluvias mansas, sin lodos que salpiquen, sin heladas que agarroten, sin suelo húmedo y duro como lecho… ¡Venid a pasar una noche como yo, y ya veréis lo que vale el poema, bellacos!… Os había de preguntar si era bella esta alborada, si grato el concierto de los seres alados, si hospitalaria la sombra de los árboles, si cristalinas y transparentes las gotas que de las hojas caen como menudos topacios, y si muelle el verde césped donde la culebra se agita y busca el calor del que duerme con toda la confianza de una compañera cariñosa… Y habíais de responder, estoy seguro, sin pasar por la experiencia, que este gran sudario que por ahí se extiende era manto de suave armiño y que eran preciosas filigranas de alabastro las agujas de hielo y muy bellas las urracas y calandrias desplumadas y lodosas que saltan de la rama al charco, y manso por extremo el reptil frío de estrías de esmeralda y de coral que en busca de calor se mete en el hueco del lomillo bajo la cabeza del que duerme, y allí se está, hasta que uno se levanta y le da con el pie para que se vaya a su cueva… ¡Ya os diría yo de misas, visionarios!

Esto murmurando, retiró con tanto esfuerzo como enojo sus pies del lodo, secándose el rostro con el anverso de la manga; y encaminóse a su caballo, inquieto con el cierzo, cuyos pelos aparecían erizados afeando de veras su pinta.

Montó con alguna torpeza, porque sentía un dolor mortificante en los muslos y las corvas, así como el del que se ejercita por primera vez en la esgrima del sable. También en otras partes le dolía; y por ello sentía él mucha pena. Con tanta fuerza de voluntad, —se dijo— se pierde sin embargo un equilibrio necesario, y hasta el rumbo, que una navecilla afirma con su timón y un ave con su cola…

—¡Vamos! —agregó luego en voz alta con cólera, descargando el rebenque en las ancas.

El negro adelantóse por un flanco para guiar, muy tranquilo con su carguero y una tagarnina en la boca.

En silencio marcharon por algún tiempo al trote largo, sufriendo el rigor del vientecillo de cara y de la lluvia que a intervalos caía densa.

Dejado habían detrás el empinado morro de Pan de Azúcar, e internádose en un terreno escabroso, cuando Esteban desvióse del rumbo, dirigiéndose a un rancho humilde que en mitad de una ladera dejaba ver únicamente su techumbre de paja brava.

Tomó allí lenguas de una mujer; y supo que el comandante Álvarez de Olivera había pasado por aquellos sitios el día anterior y acampado de allí a dos leguas, según los informes de uno de sus soldados que del rancho había salido esa madrugada para reincorporarse a la fuerza.

Continuaron entonces la marcha largo rato, siempre azotados por el agua y el viento.

Llegados al arroyo, sólo encontraron vestigios de campamento, armazones de ramas, vivacs en cenizas y huesos frescos de animales vacunos. Cinco o seis caballos escuálidos y lastimados en los lomos hasta mostrar la carne viva, y a los cuales hacían compañía algunos tordos voraces parados en los mismos espinazos, sin que ellos tuviesen fuerza en las colas para espantarlos, pacían distantes unos de otros, triscando apenas, como buscando prolongar por unas horas más la vida.

El liberto observó todo con atención; y, luego dijo:

—La fuerza no ha de ir lejos, señor.

—¿Por qué?

—Estos «bichocos» de marcha tienen la «rosa» fresca…

—¿Y que hay con eso?

—Que les han volcado el «apero» cuando más hace una hora… También fíjese el señor que los troncos de los fogones tienen brasas, y se han prendido una nada…

—¿Crees entonces que no irán lejos?

—Sí, señor —repuso el negro, con los ojos fijos en el suelo, y después en la loma, como siguiendo una huella bien perceptible para él.

—¡La «rastrillada» va por allí! —agregó luego, señalando la loma de la derecha. El paso de la caballería está bien marcado en lo blando y hasta hay surcos de resbalones en la cuesta…

—¡Pues adelante! —dijo Luis María.

Abandonaron el sitio a trote firme.

La zona en que habían penetrado era ardua y pedregosa, con uno que otro pequeño llano feraz a los flancos o lagunas rodeadas de espesas masiegas. En los horizontes brumosos de un color de plomo destacábanse hacia el oriente en masas azuladas y compactas, abruptas serranías y riscosos morros cubiertos de mantos de nieblas, de cuyas faldas caían las fuertes corrientes que engrosaban los cauces de los valles hasta rebasar sus niveles. Los arbustos de espinas que buscan su savia en los barrancos y entre las anchas grietas de los peñascos, montaban aquellas faldas y estribaderos en audaces escalones como nutridos regimientos que escalasen atropellándose el desfiladero en pintoresca confusión de guías, penachos y morriones puntiagudos. En los recodos de piedra desnuda alzábanse por las bases las malezas, formando un boscaje verdi—negro matizado de cardos secos, sobre el que desfilaba a chorros espumosos el agua de las mesetas. En lo alto, columpiándose sobre los riscos en lento vuelo y confundiendo con la llovizna vaporosa el color ceniciento de sus alas, las gaviotas y cormoranes dispersos a grupos se dirigían entre roncas notas hacia los litorales del Cabo, sin dejar de abatirse de vez en cuando en los charcos y bañados, alargar el pico y coger la presa para proseguir su rumbo solazándose en las nieblas de la tormenta.

Avanzaba el día sin que asomara el sol, y disponíanse los viajeros a hacer alto junto a unas grandes piedras, cuando de improviso el eco no lejano de un clarín les indicó la proximidad de una fuerza que era sin duda la que buscaban.

El clarín tocaba marcha.

Pusiéronse los dos al galope con ardor.

Traspuestas algunas «cuchillas» y al coronar una loma sujetaron riendas, y pudieron ver entonces una columna de caballería que marchaba al paso por el extremo opuesto del valle sin insignias visibles ni estandarte, de a cinco en fondo y regular formación. Luis María calculó en doscientos el número de aquellos jinetes, pues alcanzaban a cuarenta las filas que culebreaban al marchar de flanco en las ondulaciones y quebradas del terreno. Todos iban de lanza, algunas con banderolas; muchos con sombreros de ala blanda y emponchados, otros sin ellos, con una simple «vincha» o un pañuelo grueso en la cabeza y alguna piel de carnero a las espaldas, ceñida en sus extremos por delante. A retaguardia y a uno de los flancos, varios hombres arreaban las «tropillas» de caballos, que bien pasaban de mil, guardando conveniente distancia de la columna.

—Aquel debe ser Álvarez de Olivera —dijo Berón, apenas observó la tropa.

El negro que había estado muy atento, con la vista en el llano y el cuerpo erguido sobre el recado, con todo el aire curioso y avizor de un avestruz tieso en la altura, movió afirmativamente la cabeza, contestando:

—Sí, señor. Es la gente del Iguá y del Alférez.

Sin añadir palabra más, reiniciaron el galope, alcanzando en pocos momentos la columna, cuando su cabeza penetraba en un vallecico encajonado y estrecho.

Agobiados bajo los ponchos, silenciosos y graves, sin otro ruido que el producido por los cascos de los caballos sobre el suelo húmedo, unos fumando al abrigo de los cuellos con la vista clavada en el crucero de sus cabalgaduras, otros cabeceando somnolientos, pocos pararon en ellos su atención; y de esos pocos, uno dijo, bostezando:

—Ahí se allega un pueblero, con un retinto.

Incorporados ya, Luis María que miraba todo con viva curiosidad, pudo observar que casi todos aquellos hombres iban vestidos con andrajos fuera de los ponchos o de las pieles: chiripaes deshilachados sobre piernas desnudas, botas de potro rotas y enlodadas, espuelas de hierro viejo atadas con «tientos», recados pobres de simple lomillo y carona algunos, un solo estribo de madera y riendas con bocado de «lonja»; muy contados eran los que lucían prendas de valor, y entre estos mismos varios carecían de sombreros, más interesados tal vez en aderezar mejor a sus pingos que a sus personas. En cambio, cubrían sus cabezas y sujetaban sus largas cabelleras con pañuelos de colores atados por detrás, de modo que colgasen las puntas. No faltaban quienes llevasen el poncho o la piel de carnero sobre las carnes, las piernas al aire, las barbas luengas hasta el pecho y los rulos del cabello por abajo de los hombros. En cuanto a las armas, las hojas de tijeras de esquila y los clavos cuadrangulares constituían las moharras de la mayor parte de las lanzas de aquellos caballeros errantes. Algunos las llevaban de acero bruñido en forma acanalada, o serpentina, con media—luna doble o cuádruple según la importancia del rejón y la bizarría de sus dueños. La pistola, el trabuco, la tercerola de piedra de chispa, la daga o facón y el sable—corvo complementaban el arreo ofensivo, produciendo el conjunto en la marcha con las calderas viejas, una que otra olla de cocinar puchero, el roce de las guascas, el trinar de las «lloronas», el ludimiento de las vainas de metal, el resoplido de los redomones, el tascar de las coscojas y el chapoteo de mil cascos en el suelo barrioso un ruido tan singular, siniestro y bravío, que sólo podría compararse con el que hicieran muchas garras en un gran pellejo lleno de viento, clavos y cadenillas de hierro que rodara como una peonza sobre lecho de guijarros.

Advirtió también Luis María que, en medio de aquellas filas, las razas, variedades o sub—géneros estaban todas bien representadas por caracteres típicos, desde el charrúa color bronce oxidado, y el blanco de puro origen y el negro de tez rayada, hasta el zambo fornido y el cambujo color de tabaco de mucho vientre, mejillas mofletudas y manos cortas de dorso negruzco y palmas de roedor. Y a poco que él fue examinando los detalles, caras pálidas, ojos hermosos u ojillos de coatí, cabelleras negras o doradas junto a greñas bastas y racimillos de saúco, narices perfiladas y trompas con hornallas en vez de fosas, bocas cubiertas por bigotes finos y otras muy anchas con tres pelos por adorno y dentadura de niño, cuerpos delgados y flexibles cuanto eran de macizos y rechonchos los que a su lado se agitaban, no pudo menos de preguntarse en medio de su mismo aturdimiento: ¿qué obra extraña saldrá de este montón de instintos?

Como se hubiesen ya aproximado bien a la columna y desfilasen hacia la cabeza, aquellos centauros empezaron a fijarse en ellos; y, uno de chambergo de «panza de burro» agujereado y ya incoloro por el uso, cuyo barboquejo se le perdía por debajo de la nariz entre el boscaje de las barbas, al ver cruzar al liberto con sus maletas repletas, todo de nuevo, y bien plantado en los lomos, sintióse tentado a gritarle con voz ronca:

—¿De adónde venís cuervo, tan cirimonioso?

—¡Veánlo! —exclamó otro—, con las «motas» muy peinadas y las maletas que revientan…

—¡Alcanzá un poco de azúcar, jetudo! —barbató un tercero empinándose en el estribo—, que no ha de ser todo para tu trompa…

Otro, que no poseía sino un «chifle» de media guampa, al observar que el liberto llevaba una cantimplora de azófar, alzó su lanza, vociferando:

—¡Alargá un «taco» de ginebra, fruto de higuerón!

—¡Lindo para sacarle las botas al mono! —agregó un lancero que iba de alpargatas y miraba codicioso el calzado flamante del negro.

—¡Miren al marqués del Mazacote! —arguyó alguno agraviado a retaguardia. ¡Muy de lujo, y púas de bronce!

Una voz formidable dominando todas las otras, se elevó de pronto, rugiendo:

—¡Parate cimarrón y tirame con diez patacas limpias!

El liberto que no había perdido la calma volvió la cabeza a esta voz; y al reconocer a un antiguo compañero, rióse hasta mostrar las muelas, y dijo retozante:

—¡Adiós, hermano!…

Esta réplica cayó en la hueste lo mismo que un moscardón en una colmena. Las últimas filas se agitaron con gran vocinglería; una carcajada homérica retumbó de escalón en escalón, y hasta los mismos que iban durmiéndose tomaron parte en la «loba» sin saber de que se trataba.

Esteban siguió muy tieso en pos de su amo, que marchaba al galope a alcanzar la cabeza de la columna.

Pero, la acogida no había aún terminado para él, puesto que a su flanco izquierdo, por donde arreábase un trozo de «caballada», una criolla bien puesta a horcajadas en un cebruno quisquilloso y saltarín cuyas cerdas nada perdían en la comparación con las guedejas de la que parecía llevar los cascos a la gineta, —gritóle con aire de camorra:

—¡Quién lo ve a Juan Catinga hecho un morro, todo limpio y con carguío!… ¿Donde habrá robado tantas «pilchas», ese hollín?

—¡Calláte comadreja —replicó el negro al pasar—, porque no he de complacerte!…

—¡Oigan al chumbo! Motoso… Rabudo…

Esteban continuó al galope, silbando. Moviánsele las maletas de lienzo como dos alones esponjados, dando idea de su valioso contenido; y a su paso levantábanse nuevos chillidos, semejantes a los que lanza una banda de gavilanes sorprendidos por una presa inesperada.

A todo puso él oídos sordos, y fue a detener su carrera casi encima del frente de la columna, cuando ya Luis María conversaba con el jefe.

Al verle tan bien aderezado y lleno de humillos de asistente de rico, el alférez de la segunda fila, que iba todo andrajoso, mojado hasta los huesos y de mal talante, díjole con rabia:

—¡Apartate, negro… o te bajo de un guantón!

Esteban se sonrió sin muestras de enojo, y golpeó con la diestra por debajo del poncho.

—Emprestáme un poco el «chifle», —añadió entonces el alférez con tono dulce.

El liberto sacó su hermosa cantimplora, llena hasta más de la mitad de anís legítimo; y en tanto los jinetes más cercanos se relamían en silencio los labios, pasósela al oficial, que en el acto extrajo el tapón y se la empinó con deleite.

—¡Linda ubre, moreno: da consuelo! —exclamó al devolvérsela. Cuando acampemos, mongoneá por el fogón que siempre hay «churrascos» gordos…

—Gracias, mi alférez.

—Si te perdés, chiflame… Ofertale a tu patrón hacer rancho juntos… Siempre hay algo: algún asadito con cuero, un guiso de «achuras»…

—Le he de decir, señor.

Y mientras hablaba el alférez, el liberto dio un largo beso a la cantimplora, con gran envidia de muchos de los que lo miraban.

—¡No hacértese vinagre en el gañote! —dijo uno a media voz.

—¡Ganas tengo de ensartarle el botijo en la media—luna!

—¡Tan pelechado el trompudo! —añadió otro con encono.

El negro alcanzó una galleta al alférez muy orondo, y enseguida gritó con imperio:

—¡Callense la boca!…

Los milicianos rompieron a reír estrepitosamente.

En ese instante la columna hizo alto.

El jefe se había apartado algunos pasos con Luis María, y echado pie a tierra junto a unas rocas, para guarecerse un tanto de la lluvia. Parecía interesarle de veras la llegada del joven, pues prestaba mucha atención a sus palabras.

Era el caudillo Leonardo Álvarez un hombre de continente altivo, mucho músculo, igual suma de osadía y espíritu rebelde al freno, como el de todos los hijos del Pampero. Oía con reposo y miraba fuerte. Vestía de chaqueta y «bombachas», botas hasta la rodilla de cuero de lobo, y chambergo de ala corta. Calzaba bien las espuelas y ceñía con gracia el sable. Era fama que con la lanza inspiraba respeto en la pelea; que mataba con su propia mano, al nivel del soldado; y que sólo dirigía la vista atrás para avergonzar a los flojos. Absorbíalo todo, un amor profundo a la tierra; ese amor —tal vez único— que se crece en la lucha y se agiganta en la desgracia como solo ideal perdurable.

Verdad es, que Luis María no vio en él más que un hombre reservado, adusto y duro, de pupilas muy fijas y aire de mando; pero, todo eso denunciaba la fibra del valor. Consolóse en parte, de que el jefe fuese más discreto que la hueste.

Olivera lo había recibido bien, y pedídole le leyese la comunicación de que era portador.

Indicábasele en ella un punto determinado del litoral del Cabo para recibir pertrechos de guerra; y encomiábase su conducta en términos lisonjeros.

Impuesto de esa nota, pidió otras noticias y datos.

El joven se los proporcionó sin omitir detalle, ni exagerar el estado de las cosas. La situación se presentaba muy grave.

—En la ciudad —dijo— el elemento patriota cuenta con el apoyo de los Voluntarios Reales, y el entusiasmo cunde. Pero, en la campaña, Lecor dispone de fuerzas importantes gracias al concurso personal y a la influencia del Brigadier Rivera; siendo usted el único que con su denuedo mantiene la esperanza de un alzamiento considerable…

Don Leonardo con la vista vaga en el horizonte, movió a estas palabras lentamente la cabeza, y luego repuso encogiéndose de hombros:

—Se hace lo que se puede… La cosa no da para más, amigo. Cuánto, cuánto he sacado de sus ranchos a la gente del pago, y ya la hice refregar fuerte, dejando algunos pobres tendidos por el valle… ¡Somos un grupito!… La «muchidumbre» se está quieta, por miedo a Frutos, de la parte allá del Canelón, como si el hombre fuese más que Artigas. Seguiremos… ¡Pelearlos, los voy a pelear! —agregó con firmeza, sacudiéndose y avanzando dos o tres pasos con la vista siempre en las quebradas; —pero, no sé hasta dónde aguantarán los muchachos viéndose solos… ¡Ya veremos!

Un momento de silencio siguióse a estas palabras, dichas con excitación creciente.

Después, bajando el tono, el caudillo encaróse con Luis María, añadiendo:

—En cuanto a usted, venga a mi lado como ayudante. Va a pasar algunas penalidades, pero las partirá conmigo.

—Agradezco mucho ese honor, mi jefe. Venía dispuesto a servir como simple soldado.

—No, mi amigo; todos lo somos cuando llega la hora de ponerse a prueba… ¡Creálo! Lo mismo va a estar usted a la cabeza que a retaguardia, porque en la carga se hace un solo entrevero.

Enseguida, cogióse con la izquierda a las crines de su caballo, y echó una mirada a fondo a la columna.

Algunos, que habíanse desmontado cubriendo las «pilchas» con un halda del poncho, y que comentaban entre risas la acogida hecha a Esteban, se apresuraron a entrar en formación, sin voz de mando, ni toque de clarín.

Olivera montó de un salto, y tras de él Luis María, que en el acto buscó su colocación junto a otros dos ayudantes.

El baqueano, que se encontraba algunas varas a vanguardia rompió la marcha, y en pos se movió la columna, en momentos que la lluvia arreciando caía a plomo como una cascada ruidosa y espumante.

Capítulo 11. Cuaró

La fuerza, efectuando lentamente una contramarcha de flanco, tomó rumbos hacia el litoral del Cabo. La jornada prometía ser muy dura, al trote largo, mientras no se encontrasen escabrosidades al frente.

Sólo obstáculos naturales o imprevistos obligaban a moderar el paso: ya un terreno pedregoso cuyos riscos despeaban a los animales —según la expresión del gaucho, ya un valle cubierto de lagunas y pantanos, tremedales y ciénagas, ahora arroyos salidos de cauce por la fuerza de la creciente y que era preciso atravesar a nado sobre los lomos del caballo, o cogido de las crines sin desnudarse arrollado el poncho al pescuezo; y cuando no sucedía esto había que oblicuar la marcha para despuntarlo en sus nacientes, prolongando desmesuradamente el camino por comarcas donde no existían puentes ni se conocía otros vehículos que las carretas tiradas por bueyes como única manifestación de la industria de transportes, y el caballo considerado como artículo de guerra.

Luis María no se había hecho idea de estas contrariedades y sinsabores, y empezaba su aprendizaje en días aciagos, sin esperanza de triunfo.

Aquella organización rara de la hueste, vestida de andrajos, y la manera más extraña aun de imponer su voluntad el caudillo; la pasión entusiasta del valor en esos hombres, muchos de ellos tan valientes como su jefe, y dóciles al mando en medio de su falta de disciplina de escuela; aquel amor romántico por la aventura y el peligro, olvidados de sus miserias y desnudeces, para exponer viriles la vida en el primer encuentro; ese andar abrumador sobre el caballo horas interminables, cual si fuesen clavados en las monturas, en lucha con los elementos confundidos en una sola cruel inclemencia, alegres, activos, ruidosos a través del desierto; aquella resolución intrépida para arrojarse al agua honda que puede absorberlos en su seno y arrastrarlos en su curso violento, y que ellos salvan ágiles adheridos casi siempre a sus cabalgaduras con las que parecen constituir una sola pieza; ese vigor extraordinario para soportar el hambre y resistir al sueño, y esa facilidad para dormirse sobre los lomos sin perder estribos ni rumbo, como si velase en ellos un sexto sentido vigilante; aquella conformidad triste pero firme con su suerte sin protestas agrias, buscando a cada paso y por cualquier motivo aunque fuese fútil reírse de todo, hasta del dolor reumático o de la llaga viva; esa resistencia dura al cansancio, a veces del naciente al poniente, con el cuerpo tieso apenas inclinado hacia el cuello del caballo, sólo comparable a la de este noble bruto, pequeño con relación al de raza pura, y criado a la intemperie sin celo ni cuidados, pero de un «aguante» incuestionablemente superior; aquella sobriedad por último de limitar sus apetitos durante dos y tres días, cuando es necesario, a algunos «mates cimarrones» —es decir, al simple brebaje de yerba sin azúcar—, a varios cigarros de tabaco fuerte y a pocos tragos de anís o de caña, si la hay, constituían un cúmulo de circunstancias nada comunes y una existencia original tan ruda y agreste que el joven voluntario veía ir en aumento su asombro a medida que el rigor del tiempo, las dolencias y las privaciones descarnaban los instintos y ponían de relieve la fiereza de las almas.

Los mismos detalles insignificantes eran para él motivos de interés, y observábalos con afanosa curiosidad, sintiéndose como se sentía con fuerzas para amoldarse a aquella vida militante extraña, cuya conclusión podía ser tardía. Entonces tenía que serle útil una experiencia que otros desdeñan y que luego echan de menos a solas con las fuerzas de la naturaleza, con el peligro diario en el bosque y la acechanza permanente en el llano.

En medio de paisajes monótonos regados por doquiera, y allá junto a un boscaje sombrío de arbustos espinosos que bordaba riscosos estribaderos, después de una marcha de todo el día, cuando bajaba la sombra envuelta en frías brumas, el escuadrón se debía detener, según la orden que Luis María oyó transmitir al baqueano.

Y allí acampó, sin mayores ruidos ni confusión alguna.

Imposible parecía que en aquel lugar desolado hubiese leña, y que pudieran acomodarse bien para dormir los hombres —en aquel suelo empapado y cubierto a trechos de costras de gneis. Luis María vio sin embargo, en pocos instantes, lucir la llama de algunos fogones, luego de muchos, y agruparse en redor de ellos los soldados y por otra parte, improvisarse «ranchejos» con varas y juncos de una laguna, que se cubrían con ponchos, sin más espacio en su interior que el necesario al cuerpo de un hombre y donde se tendían las piezas del recado útiles para el arreglo del lecho. Al calor vivificante de los vivacs cuyos troncos chisporroteaban difundiendo la alegría a pesar de la llovizna; y de los mates que circulaban de mano en mano transmitiéndolo a los estómagos vacíos, la animación cundió a todos los extremos, coloreáronse los rostros y las risas ruidosas reemplazaron a las frases concisas y apagadas voces de un momento antes. Parecióle entonces al joven que la soledad lúgubre se había transformado en risueña aldea llena de iluminaciones y fogatas como en una noche de San Juan, recordándole las lanzas clavadas en tierra con sus banderolas húmedas y ajadas, los gallardetes en paralelas a los flancos de los arcos de los juegos de sortija. El grueso vapor que se desprendía de las ropas mojadas, el humo espeso de las ramas húmedas a su vez, y del tabaco usado en grandes dosis, formaban una nube sobre cada vivac que clareaba de vez en cuando algún soplo de aire helado. No todos se encontraban junto a la llama. Muchos se habían ya guarecido bajo sus ranchejos o madrigueras a estilo charrúa, escurriéndose a lo largo lo mismo que los zorros en sus cuevas, más ansiosos de ganar algunas horas de sueño aunque fuese sobre una jerga empapada que de estarse entumecidos al amor de una lumbre que producía en las extremidades de los miembros agudos escozores, si no se tenía la paciencia de aproximarlos poco a poco a las brasas para evitar los efectos de una reacción violenta. Entre los que circuían estrechamente los fogones al punto de no dejar claro alguno por donde pudiese penetrar una lagartija, por lo que al mover las cabezas sólo se percibían barbas erizadas y narices color de remolacha entre un resplandor rojizo, uno que otro «churrasco» jugoso y caliente retemplaba los ánimos, alternando con el mate o el jarro pequeño de «lata» provisto de «bombilla», y alguna bota de «caña» o «chifle» de cuerno las libaciones prolongadas de cada grupo. Si por acaso se acercaba a esos centros o tertulias alguno que no se había preocupado de su cocina, con intención de calentarse siquiera los dedos ateridos, cesaba de súbito en el núcleo la plática sabrosa; volvíanse todos para mirar de soslayo al zángano al ruido de sus pasos o de las espuelas, y apretábanse más unos contra otros siempre en círculo medido, de manera que entre ellos no quedase el menor hueco. Guiñábanse los ojos sombreados por el ala del sombrero y lucientes al calor, haciánse los boquituertos retozando en silencio con esas risas que no acaban de estallar bajo los pelos y que tanto se asemejan a gruñidos de mamoncillos, escondían el «mate» bajo el poncho o volcaban la caldera para disculparse con la falta de agua, y al apartarse del sitio el importuno visitante recomenzaba el bullicio sazonado con el comentario, —ora de las vueltas que el hombre dio para meter por una hendija cualquiera las manos, ya del gesto que puso cuando alcanzó a ver que el asador de espinillo no tenía ya más que el rezago del «churrasco», y que la caldera estaba muy tiesa con la boca para abajo. Renovábanse luego las ocurrencias sobre la llegada de Luis María y de Esteban —la novedad del día, —pues el tema se prestaba para ellos a inagotables variantes.

—El macaco se descolgó con botas de vaqueta —decía uno.

—¡Muy tieso chafando a los pobres!

—¡Y con poncho verdevejiga! —argüía otro, a quien le humeaba la lana de piel de carnero echada en parte hacia adelante, para que le llegase bien el calor.

—Muy de celeste el negro, y uno todo rotoso y «bichoco» —murmuraba un paisano algo obeso, al apretar con la uña la brasa del cigarro.

—¡La purita verdad, hermano! — replicábale el vecino, sacándose el barro de la bota de potro con el lomo de la daga. Al que nace barrigón es al ñudo que lo cinchen.

Una hora larga llevaban estos y diálogos parecidos, cuando el clarín sonando de súbito, lanzó tras la de atención, la nota prolongada de silencio, cuyo eco repercutió sonoro a la distancia en el llano y muy próximo en las concavidades de las rocas.

La gente empezó a moverse en torno de los fogones entre voces altisonantes, risas nerviosas y roncos bostezos. Pronto raleáronse los núcleos, buscando cada uno su acomodo para dormir del mejor modo posible: —«a lo sapo» —según unos—, «a lo gallo» —según otros—, a lo «teru—teru»— según el de más allá—. ¿Qué hiciste de mi manta, hermano? —gritaba desde un extremo una voz impaciente—. ¡Preguntáselo a Ciriaco! —respondía sin duda, alguno que no era el interpelado, envolviéndose en su poncho hecho criba. —¡Habló el buey! No te envideo las guampas! —replicaba con voz de trueno y la bayeta en la boca, otro entrometido.

Pocos instantes después, retirábanse los pocos que habían quedado secándose las botas junto a las brasas. Éstas, acosadas sin tregua por la llovizna menuda que en forma de densa bruma seguía cayendo, concluyeron por apagarse antes de cubrirse por la ceniza en parte hecha lodo; y la oscuridad profunda volvió a enseñorearse del sitio en medio de un silencio sólo perturbado por una que otra exclamación de sonámbulos y muy sonoros ronquidos. En la falda de una loma, al amparo de unas piedras y a dos o tres cuadras del campamento, percibíase como un ligero resplandor la luz vacilante del único vivac que persistía, y que era el de la guardia avanzada.

Por su parte, Berón se había encontrado al dejar a su jefe, y muy cerca de su «rancho», con otro amplio y cómodo construido esmeradamente por Esteban con gajos ramosos. Había tenido el liberto la precaución de escoger para ello un lugar abrigado, junto a una enorme peña gastada en forma ovoidal en su centro por los lomos de los toros que en ella venían diariamente a rascarse hasta clarear su pelaje. Brasas de gruesos troncos, a un lado de la entrada, confortaban algo aquella choza de dorso empinado como el de un dromedario.

Luis María escurrióse en el acto, abrigándose bien: pero, apenas lo había efectuado con ansias de dormir, cuando un bulto inclinóse a la entrada del ranchejo y deslizándose ágil a cuatro manos hasta el interior, tomó posición junto a él con mucha confianza.

Boca abajo, y fumando, el intruso díjole con una voz suave y tranquila:

—Mirá, amigo… Tú no has dicho al negro que tenga ojo abierto, porque si lo cierra, de firme te va a hacer humo los maneadores y bozalejos la gente del «Iguá», que es de más maña que el zorro…

El joven, reincorporándose sorprendido, reconoció en quien le hablaba tan familiarmente al teniente Cuaró, ayudante del jefe, con el que había trabado relación por la mañana.

—Pero, estate tranquilo, porque, yo mandé al asistente que bombease por si rondaban los hombres de uña…

—Gracias, compañero —dijo Luis María, pero me asombra que entre amigos suceda eso…

—Son buenos los mozos. No más que roban cojinillos…

También te aviso que hay que dormir poco, por si acaso se le antoja al enemigo meterse en el campo con el lucero.

—Si al lucero esperan, van lucidos teniente, porque nunca vi noche más negra y lluviosa.

—Es temporal —repuso Cuaró—, y se ha de correr si sopla por la mañanita viento del río, como acontece… No te engañés amigo, con estas cosas… ¡Me está chiflando la barriga de frío!

Por ahí cerca está la cantimplora, teniente. Beba un trago de anís.

Cuaró que la había ya cogido, empinósela diciendo:

—Por no hacer desaire…

El beso fue un poco largo. Relamióse los labios, y añadió:

—Muy temprano se ha de carnear, y comiendo la gente se pone alegre.

Después, marchamos.

Nos pondremos en la costa en el día aunque revienten los mancarrones… Yo tengo un caballo lindo que te voy a regalar si se aplasta tu lobuno que está medio «aguachado» con la vida de pueblo… Es un overo nuevito que bolee en la sierra adentro, gordo y de estribar sin recelo, con un capullo blanco en el copete y la cola que barre… Verás que te gusta.

—Así ha de ser, y agradezco mucho… Pero, ¿usted no tiene sueño, teniente?

—Me hormiguea un poco por el cuerpo.

—Pues hay que aprovechar entonces… Si se encuentra usted cómodo puede dormir ahí. ¡Lo que es yo, no puedo más!

—Por no perder la costumbre, voy a descansar un rato, amigo…

Sin decir palabra más diose vuelta sobre su derecha, echándose con indolencia su poncho mojado sobre el vientre y piernas.

Minutos después, uno y otro dormían profundamente.

El teniente Cuaró, de raza indígena pura, era un mocetón de veinte y cinco años, de talla bien conformada y miembros musculosos en extremo, terminados en unos pies pequeños y en unas manos de dedos cortos y duros capaces tal vez de quebrar entre sus falanges un pedazo de hueso sólido y resistente. En su cara ancha, de frente regular y pómulos saltantes, poco vello se veía, apenas algunos pelillos negros, lustrosos, tiesos encima del labio, y en la barba casi angular, dos o tres como único adorno. El cabello corto y cerdudo pero ralo, cubría un cráneo vigoroso de temporales hundidos, occipucio saliente, que caía a plomo sobre el tronco atlético.

Cuando hablaba bajo y suave, animábase este semblante de hombre macizo con la expresión brillante de unos ojos chicos, negros y elongados de velo palpebral caído y casi siempre trémulo como el ala de un murciélago.

Parecióle a Luis María, la primera vez que le vio, que por aquellas pupilas asomaba el reflejo de un borbollón de energías indómitas anidadas en sosiego bajo la índole apática del tipo de raza, apartado hacía mucho tiempo de los toldos, sin haber perdido por eso los instintos del aduar ni la crudeza de la fibra.

Sin darse una idea clara del motivo, cayóle en gracia su compañero color de aceituna. Lo halló grave, circunspecto, reposado, sin penas ni alegrías en la apariencia, obediente y activo al menor mandato de su jefe, y tan bien sentado en el caballo, que el generoso bruto debía sin duda estre mecerse al sentir el roce de sus rodillas o el trino de las espuelas.

Recordó entonces lo que tantas veces oyera decir acerca de los aborígenes, con relación a los informes de viajeros que afirmaron haber examinado concienzudamente los usos y costumbres de la tribu avasalladora, bajo cuya soberbia habían caído «bohanes», «yaroes» y «chanaes».

De los juicios absolutos de esos viajeros, descendiendo a los detalles, tentó escudriñar en el rostro del indígena las huellas de ciertas prácticas bárbaras, que se atribuían a sus congéneres. Aparte de dos o tres líneas irregulares de tinte azul oscuro que enseñaba en la frente y mejillas, hechas sin duda por medio de un punzón de espina, hierro o madera recia, semejantes a las que dejan los granos de pólvora debajo de la piel tras de un disparo sin bala sobre carne viva, ningún otro rastro de las costumbres salvajes se descubría en el rostro de Cuaró. Su labio inferior delgado, casi terso y recogido, no presentaba cicatriz alguna a raíz de los dientes que denunciase haber sido horadado para uso de la «barbota». Verdad era que habían pasado algunos años desde aquel en que Cuaró dejara de usar el moño con plumas de ñandú, el «quiapí» y la aljaba de flechas de «urunday» y «coronilla» para incorporarse a gentes, de mejor vivir que la de los toldos; con todo, a pesar del tiempo transcurrido, hubiese conservado como esa, considerada indeleble. Según las noticias difundidas, el joven creía muy arraigada en los charrúas aquella costumbre cruel, análoga a la de otros indios del continente que empleaban una doble rodela de madera perfectamente circular, no sólo en el labio inferior, sino también en el extremo carnudo del pabellón de la oreja.

En el rostro de Cuaró no vio él ningún indicio de la que, indudablemente, fue costumbre de «Botocudos», indígenas del Brasil; no de charrúas. Cuaró tenía intactos labios y orejas; y, apenas las estrías azuladas hechas a punzón sobre los arcos de las cuencas y debajo de los pómulos, huellas casi borradas, denunciaban el uso primitivo de una tintura desconocida inyectada en la piel para formar rayas o signos, por medios más rudimentarios que los empleados por los marineros para dibujarse navecillas y anclotes, indeleblemente, junto a la arteria humeral. Llegó entonces a que la «barbota» en el charrúa, era una superchería, efecto natural de las suspicacias de los sabios muy dados por lo común a aplicar reglas por analogía, tratándose de razas que difieren por hábitos y origen, aunque concuerden en rasgos físicos y en desnudez. Reservábase sin embargo, confirmar esta opinión en la primera oportunidad. Por el momento, sólo vio en Cuaró un hombre fuerte, sufrido y enérgico como pocos, aun de otras razas, vestido con decencia en medio de las mayores privaciones, y de una índole simpática a pesar de sus resabios y talmonias.

Como ejemplar de raza pura, en estas condiciones, encontró en él un grado de superioridad incuestionable sobre el cambujo y el zambo, en cuanto a raras virtudes de sufrimiento y perseverancia. Ante su actitud grave e impasible y su estoica firmeza para soportar todo género de contrariedades, figuróselo en verdad de una sola pieza. La sangre y el carácter debían hacerlo apto para cualquier empresa ardua, y aun para cualquier esfuerzo constante y riguroso, previa una educación disciplinaria conveniente. Pero, en la vida de la hueste, no sujeta a reglas calculadas y severas para domeñar soberbias y sofocar la expansión de instintos fieros, dándose rumbo cierto al esfuerzo colectivo con la rigidez de la organización sólida y del método, gozaban de las mismas licencias tanto el «tupamaro» o mestizo y el cuarterón, el zambo y el cambujo, como el indio y el negro, confundiéndose así en un solo espíritu de insubordinación y de desorden todas las tendencias morales discrepantes y propensiones más o menos aviesas del número. Una inclinación instintiva irreductible, por decirlo así, mezcla de espíritu independiente y de amor al pago y por extensión, a la tierra común, constituía la cohesión necesaria para la lucha en la masa; a la vez obediente hasta ciertos límites a la autoridad del caudillo, nacida del prestigio individual y del «hechizo del músculo» antes que del asentimiento unánime y consciente de todos los factores en acción. Los vicios propios a cada raza o variedad, o inherentes por lo menos a su estado respectivo de cultura, formaban un compuesto adverso al deber militar, al mismo tiempo que una suma de energías coherentes en el propósito de resistencia obstinada al opresor. Mas, en medio de ese extraño conjunto de fuerzas vivas reacias a la disciplina regular distinguíase el indígena por su conducta siempre igual y su voluntad pasiva trabajada por las influencias del médium, lejos ya de la barbarie cruda de los toldos.

Por eso era que Cuaró, tipo selecto, había despertado desde el primer instante interés tan vivo en el joven.

En aquella reducida caballería de guerra, la única que por entonces se había atrevido a levantar en el país la bandera de insurrección, y que se agitaba de aquí para allá febriciente bajo la lluvia y el hielo, confiada en el poder de sus lanzas y en el denuedo de su caudillo y convencida tal vez de que en sus filas vivía robusto el espíritu de los pagos y brillaba pura la gloria de su tierra, Luis María se había visto delante de un cuadro histórico en pequeño, donde nada faltaba sin embargo, para ofrecer una idea acabada y real de la calidad de los elementos de una sociabilidad singular llamada a reproducirse y perpetuarse en el tiempo y en el espacio, hasta perder en evoluciones sucesivas sus tintes dorados y sombríos de piel de tigre.

De todos los sub—géneros y clases allí reunidos, la que más lo sedujo fue la raza aborigen, que era la menos representada. ¿Por qué? No se lo explicaba él mismo, claramente. Quizás descubrió en sus pocos ejemplares una entereza bravía propia de leyenda, que en algo aventajaba al valor romántico de la prole mestiza, crecida entre vértigos y torbellinos bajo las alas poderosas del Pampero.

Cuaró era un tipo interesante de su raza. También lo era su corta historia, y de ésta algo debemos decir, siquiera sea para dar a conocer el origen y las vicisitudes de la vida del charrúa. Circunstancias extraordinarias rodearon su nacimiento, y otras no menos singulares lo apartaron de los toldos.

Un día de estío ardiente, la tribu indomable levantando su campamento a orillas del Tacuarembó, anduvo errante algunas horas, con sus mujeres y sus carguíos informes, hasta dar con una pradera feraz regada por un arroyo de límpidas aguas que afluían al caudaloso Negro, y en la cual se apacentaban numerosos ganados.

El sitio era bueno. Había gramilla exuberante para los caballos, monte espeso, ramajes flexibles, grandes masiegas de paja brava y carne gorda, formando el campo escogido para el aduar como una herradura inmensa con la curva de los bosques.

Los caciques clavaron en tierra sus lanzas de rejón largo y la tribu se detuvo.

El espectáculo era tan pintoresco como excepcional.

Llevaban casi todos los hombres plumeros de colores en el cráneo, e iban armados de lanzas y aljabas.

En la edad de piedra de esta raza valiente, hace más de tres siglos, cuando el hierro les era desconocido, usaban los charrúas flechas de pedernal en forma de hoja de laurel, rodeada de dientes agudos en dirección opuesta al arpón. Sustituido el pedernal por el hierro, muchos años después, sirviéronse principalmente de arcos de barriles para su uso, fabricando lanzas; las que, con el arco y el carcaj, constituían sus instrumentos de guerra.

En la época en que los exhibimos, pocos eran los que llevaban flechas.

Las mujeres usaban de medios especiales para cargar con su prole; siendo de notar que pecaban por exceso su sentimiento de cariño. El del pudor se revelaba completo en uno y otro sexo, dado el medio ambiente en que vivían. Muchas de las mujeres no se contentaban con el «quiapí» que cubría el cuerpo en gran parte; y fabricaban con un género análogo una especie de camisones sin mangas, con aberturas para los brazos, con los que aparecían vestidas. Los hijos pequeños iban colgados a la espalda dentro de una jerga, cuyas cuatro puntas se ataban por delante; en ésta, como bolsa, metían una o dos criaturas con la cabeza para afuera.

La que tenía tres hijos, había colocado el tercero montado adelante; y la que contaba cuatro, al mayor de ellos en las ancas. Otras, traían los más pequeños pendientes detrás, y los más grandes iban de a dos o tres montados en caballos, que ellas mismas conducían del diestro o ronzal, silenciosas y pacientes. Las plumas de «chajá», de loro y en más abundancia las de ñandú figuraban por mucho en los detalles, sin excluir los cabos de las flechas y la parte inferior de las moharras de las lanzas vistosamente adornadas.

Pocas eran las mujeres que iban cubiertas con jergas sencillas, o «quiapíes» sujetos a la altura del hombro derecho con un nudo grosero; si bien eran muchos los pequeñuelos que arrastraban retazos de telas incoloras o guiñapos de bayeta inservible.

«Gualiche» los había obligado a abandonar la vieja «ranchería», a causa de una fiebre epidémica; proveniente tal vez de las miasmas que exhalaban multitud de despojos y osamentas de animales vacunos y yeguares acumulados poco a poco en las cercanías del aduar, y, aun de reses que los flecheros solían aprovechar únicamente por la parte de arriba, dejando intacta la otra, —costumbre del yaguareté—, por no tomarse la pena de darlas vuelta.

Instalóse la tribu; y, en tanto que las mujeres clavaban ramas en el suelo en forma de arcos y reunían paja para construir sus ranchos de dos o tres varas de largo por una y media de ancho, —los mocetones, sueltos ya sus caballos, agrupábanse alegres siempre, pero sin algazaras ni estrépito alguno, en cierto sitio llano del terreno por ellos escogido expresamente para encajar una estaca de un tercio apenas a flor de tierra, que les sirviese de blanco en el tiro de «boleadoras» de dos ramales, a treinta pasos. Era éste, su juego favorito, y en él vencía el que lograba enredar aquellas en la estaca.

Apostaban todo lo que tenían —«quiapíes», géneros ordinarios, tabaco, jergas y aun los caballos— sin que por éste, u otros motivos, se suscitasen entre ellos reyertas ni pendencias desagradables. En caso de producirse, intervenía uno de los caciques y conciliaba fácilmente todas las pretensiones. Muy rara vez sucedía esto. Los mocetones en grupo, a la distancia prefijada, en silencio aunque risueños, arrojaban uno tras otro sus «boleadoras»; las que, o pasaban por arriba, o daban con una piedra o un ramal en la estaca, o se ceñían a ella. Sólo en este caso se consideraba válido el tiro, lo que era bastante difícil que acaeciera por grande que fuese la habilidad del jugador.

No dejaba de ser curioso el cuadro que presentaban aquellos hombres casi desnudos, de alta estatura y ancho pecho, miembros nervudos y flexibles en todos sus movimientos, descubiertas sus cabezas y ceñidas las frentes con una tira de género cualquiera; que apenas abrían la boca para hablar y para reír, aun cuando se sintiese ruido continuo de carcajadas, —el que producían inflando las mejillas y mostrando un poco sus dientes blancos y pequeños. No eran menos singulares los que se exhibían en detalle, cerca del grupo que se ejercitaba en el manejo del arma arrojadiza. Por una parte, cinco o seis flecheros sentados sobre el pasto crecido de modo que quedaban casi ocultos bajo los penachos de la «cola de zorro», cubiertas sus cabezas con una jerga o con guiñapos de «vichará», procuraban en lo posible absorber toda el humo de los cigarros que tenían encendidos, hasta quedarse atontados: en otro sitio, algunos habían formado rueda dejando el fogón en medio, pasándose de mano en mano como brebaje delicioso un aspa de toro —semejante a un «porongo» o calabaza, lleno de yerba—mate y agua, del que cada uno tomaba un sorbo introduciéndose en la boca la mayor cantidad de yerba, que masticaban incansables como los rumiantes, hasta dejarla sosa e incolora; más allá una vieja curandera aplicaba remedios a dos enfermos engrasando prolijamente las espaldas de uno de ellos y frotándole esa parte enseguida con un pedazo de piel vacuna por el lado del pelaje, a dos manos, y hecho el cuero un rodillo, en tanto pedía se le reservase la ceniza ardiente de un fogón que allí próximo se veía para tender sobre ella al doliente hasta quitarle el daño; y en un terreno llano a que el monte daba alguna sombra, varios mocetones en fila, bien sentados en sus caballos, en pelos como acostumbraban andar, y una sola rienda por único gobierno ceñida a un bocado afirmado a su vez detrás de los molares, se aprestaban —diestrísimos como lo eran— a probar la ligereza de los corceles criollos en carreras de a dos o de a cuatro hasta un límite que marcaban con una rama, a trescientas o más varas del punto de partida.

Pero, de todos estos detalles, el más interesante era sin duda alguna el que presentaba una joven india que no era «guaynita» ni «cuñatay», sino «cuña—caray» como diría un «tape»; la que, arrastrándose apenas por debajo de los árboles parecía buscar un sitio de reposo, lejos de los ranchos y toldos, allí a la sombra de algún «guayabo» o de un «quebracho» corpulento. Primero de pie, y luego de rodillas apoyándose en las manos, habíase ido apartando cierta distancia; hasta que, llegándole a faltar las fuerzas —pues algo de grave la afligía— tendióse bajo un árbol ramoso y sombrío que parecía ofrecer dulce amparo al menesteroso de sosiego.

Al pie de aquel árbol, fuerte y resignada, dio ella a luz un varón, fruto de sus amores con el cacique Naygú.

Después del trance, acometióla un sueño profundo; uno de esos sueños parecidos al sopor o al letargo, de los cuales no fácilmente se despierta…

Las mujeres ancianas recogieron al vástago; y sin tocar a la dormida, se alejaron veloces.

Era que, la pobre madre, no debía ya despertar.

Habíase guarecido del sol ardiente bajo un árbol fatal, el «ahué», o sea el árbol malo, cuya sombra intoxica y mata, según la tradición indígena. Este árbol misterioso, de elevadas proporciones, madera blanca y nutrida y espeso ramaje, —propio del clima del norte, aunque no muy común— ejercía influencia tan maléfica, en concepto de los charrúas, sobre todas las plantas que brotaban en sus contornos que las aniquilaba al nacer al igual del «yatay». Tronco preferido de «Gualiche», los que a su pie dormían no despertaban más en las horas pesadas de la siesta; y los que sobrevivían por acaso, arrancándose—al peligro que en torno esparcía su sombra maldita, era para sufrir por largo tiempo los crueles efectos de su sutil veneno. El indígena creía que era en la corteza del «ahué» donde las víboras untaban sus dientes, y donde el yaguareté afilaba sus garras.

Fue así como, a la sombra del árbol malo, nació Cuaró; lo mismo que un engendro de alimaña, en un ardiente día estival, lanzando sus primeros vagidos junto a su madre muerta y absorbiendo en sus tiernos pulmones todas las inhalaciones selváticas y fuertes efluvios del desierto, de igual modo que todos los de su tribu; entre los que llegó más tarde a distinguirse con el mote de, «Ahué», preferido al de Cuaró por su mismo bravío genitor el cacique Naygú.

Cuaró se hizo hombre creciendo casi desnudo, a caballo sin cesar, con las «boleadoras» a la cintura, la «vincha» en la frente y la lanza en la mano. La tribu no reconocía señor, y andaba de aquí a acullá campando por sus respetos, sin temor a ningún poder en este mundo; porque sus guerreros creyeron en todo tiempo que ellos eran los valientes sin parecido y que solo el número podría doblegarlos y vencerlos.

Pero, estalló de pronto el movimiento revolucionario de 1811, consecuencia del de 25 de Mayo de 1810; y, como aceros atraídos por imán poderoso las huestes charrúas fueron atraídas por la corriente o, tal vez, arrastradas fueron por propio instinto o habitud de pelea de que daban testimonio trescientos años de duras y cruentas guerras.

Vino después un pacto amistoso o alianza ofensiva con Artigas, en 1812; alianza que subsistió hasta la desaparición del caudillo de la escena.

Tenían los charrúas por Artigas un gran respeto adunado a un sentimiento de estimación sincera, nunca desmentido, como si en realidad hubiese llegado hasta ellos la fuerza de su prestigio o la fama de su bravura.

Resueltos pues, a acompañarlo con lealtad en todas sus luchas formidables, sin reservas para su presente y futuro, el cacique principal los reunió un día, hízoles formar en ala, según su costumbre antigua cuando iban a la guerra; y dirigióles con brío su proclama o arenga recordándoles en ella las viejas hazañas de la tribu, y sus propias proezas personales. Mientras él los arengaba y blandía con vigor la lanza, las mujeres escalonadas algunos metros a retaguardia cantaban un himno extraño, y un ruidoso clamoreo recorría la línea como un alarido de reconcentrados odios…

Marcharon animosos.

Durante largos años, junto a las milicias, rodaron como una tromba de extremo a extremo del territorio, siempre montaraces y bravíos, temibles en refriegas y sorpresas, acampando apartados a los flancos de la columna con la mirada atenta al peligro, lo mismo que una manada de pumas errantes, echada en los pajonales al acecho.

Fue entonces cuando Cuaró, ya en su mocedad —extraviado en una de esas marchas de la tribu y herido de bala en un encuentro oscuro—, dio con la división del coronel Andrés de Latorre —quién, descubriendo en el indígena ciertas cualidades sobresalientes le retuvo a su lado, estimulándolo en la carrera con el grado de alférez de caballería.

Cuaró se distinguió en varios combates sangrientos; recibió en Corumbé tres heridas, y una lanzada feroz en Aguapey. Pero, no fueron estas lesiones de mayor importancia para su tronco de hierro.

En el desastre del Catalán, después de una reñida pelea, y cuando ya el enemigo aguerrido y numeroso se avanzaba sobre el grupo que rodeaba como único resto al bravo Latorre, quemando impasible sus últimos cartuchos, —viósele con unos pocos jinetes cargar y «recargar» como un toro a la caballería lusitana, y quedarse luego a retaguardia de su jefe en retirada— siempre agresivo y rugiente, hasta que cerró la noche y con ella acabó la persecución implacable. En esa noche triste fue ascendido a teniente, y enseñaba con orgullo en su tostada piel cinco heridas de lanza y sable.

Tal era el origen, y esa, la breve historia de Cuaró.

Luis María, a pesar de su sueño profundo, lo vio vagar en su fantasía excitada; pero al despertar, no lo sintió ya a su lado.

El clarín tocaba diana.

Capítulo 12. Prole del pampero

Salía Luis María de su «ranchejo» todo mojado y entumecido, con dolores recios en piernas y brazos, cuando Esteban presentósele delante trayendo los caballos del diestro.

Listo estaba ya el suyo, con su carguío correspondiente, y venía a aderezar el de su amo.

A pocos pasos ardía un buen fogón, en el que se calentaba el agua para el «mate», y se doraba un trozo de carne en asador de madera. El vivac incitaba de veras a aproximarse con su llama viva, bajo la atmósfera helada y nebulosa de una mañana cruel.

—Almuerce, señor, que ya van a tocar marcha —dijo el liberto.

—Verdad que me he dormido un poco más de lo necesario. ¡Ensilla pronto!…

El negro se sonrió, echando con rapidez las prendas del recado sobre el lomo del caballo, a medida que las iba extrayendo de la covacha o madriguera; por manera que, antes que el joven hubiese llevado el primer bocado a sus labios, ya su operación estaba al terminar.

—¿Durmió bien el señor? —preguntó a mitad de su diligencia. El suelo está como laguna, y el aire corta…

—Bien!… ¿Y a ti, te ha ido lo mismo?

—Sí, señor. Dormí, y vigilé.

—Dormirías con un ojo.

—Con haber cerrado sólo uno, hallé al levantarme que me faltaba un «bozal» con «maneador».

—No verías por la niebla —repuso Luis María, tentado de la risa. ¡Ya me figuro cómo será tu sueño con un ojo en blanco, negro!… Traeme las espuelas que he dejado ahí, en ese pantano. ¡Todo el cuerpo me humea!

Trajo Esteban las espuelas, y se las puso.

En tanto lo hacía, dijo:

—Esa gente del Iguá, señor, es más despierta que lince… También me han soliviado una libra de azúcar, por lo que su merced tiene que tomar el «mate» cimarrón…

—No te preocupes de eso, y deja que disfruten esos buenos patriotas. Podemos pasarlo sin azúcar uno o dos días. De mi rancho, ¿falta alguna cosa?

—Nada, señor: ¡ni la cantimplora!

Sonrióse el joven, pensando en sus adentros: —Cuaró parece honesto.

Siguió almorzando en silencio, sin poner atención a las murmuraciones del negro que se desfogaba a solas contra los «zorros nocturnos que robaban guascas y azúcar»; y, cuando se incorporaba con la intención de lavarse rostro y manos en algún charquito de agua clara, el clarín tocó a caballo.

Luis María montó en el acto, marchando a incorporarse a su jefe.

Cuaró le salió al encuentro, y reuniéndose con él, a la cabeza de la columna ya en formación, díjole:

—No aclara, teniente.

Miró el indígena hacia arriba, y contestó con indiferencia:

—Iguá. ¡Ahora vamos a los «yatays», amigo, a buscar pólvora; allá, cerca no más!…

Y tendió el brazo hacia una gran loma que se percibía, formando línea con el horizonte del frente.

—Se acabó el «butyhá» —prosiguió muy bajo, y sonriendo—; pero hay lanzas y balas. ¿No sabés, hermano?…

—No sabía.

—Sí, que están en los «yatays»… Después venimos donde los intrusos, y déle…

Cuaró hizo una mueca, produciendo con los labios como un zumbido lúgubre. Luego se rió, mirando al joven con cierta expresión de cariño.

Álvarez de Olivera jinete en un lobuno de alzada, solo, algunas varas delante, con el rostro oculto por el cuello del poncho, movióse en ese momento; y la columna rompió la marcha al trote, en la dirección indicada por Cuaró.

Esta marcha que debía ser firme y sostenida, inicióse entre ruidosas manifestaciones de alegría, propias del miliciano, cuando la lluvia ha cesado de formar cascadas en las haldas de su poncho, y aunque la atmósfera se presente siempre de un tinte amenazador; pero, dado lo duro del trote, a las dos horas de jornada, las voces y las risas habían disminuido —dominando ya casi en absoluto ese ruido monótono que produce en el terreno húmedo el golpear incesante y piafar de la caballería rendida a su vez en parte por la fatiga y la carga.

Algunas leguas se habían recorrido, dejándose unas veces a un flanco sierras escabrosas, a otro valles y bañados, y pasándose a nado fuertes arroyos. La loma que había señalado Cuaró a su compañero, seguía extendiéndose al frente sin mostrar su límite; por lo que díjole él:

—¿No era que los «yatays» estaban cerca, Cuaró?

—Así es. En el bajo están, amigo.

No insistió más Luis María; acomodóse del mejor modo en su «recado», retemplóse con un sorbo del «chifle» que le alcanzó Esteban —que iba muy de camarada con el alférez del primer escalón—, invitó a Cuaró con otro, y se propuso imponerse al cansancio hasta divisar el llano apetecido.

Poco después del medio día, un viento recio y frío empezó a soplar silbando en las quebradas lejanas; la lluvia se renovó formando hilos oblicuos de finas mallas en el espacio; y un rumor sordo, cada vez más creciente que parecía surgir de hondas cavernas, venía con las ráfagas envuelto, percibiéndose al repechar las lomas, como un bramido formidable.

Berón vio pasar algunas aves blancas sobre su cabeza, que hendían aire y agua en enormes columpios, firmes las alas y apéndices para resistir mejor la tempestad de las alturas, lo mismo que pequeñas naves corriendo de bolina un vendaval.

De pronto, Cuaró levantó su brazo al coronar una «cuchilla», y señaló al frente, en silencio.

Encima estaban ya del litoral del Cabo, y batía la columna un sudeste de gran violencia acompañado de lluvia continua. El espectáculo que se ofrecía por delante era de un aspecto soberbio. A lo largo de la costa escarpada y sinuosa extendíanse algunos montes de «yatays» elevados, como legiones de gigantes, cuyas copas sacudía el viento en recio balanceo arrancando los gajos débiles, en medio de roncos mugidos. Detrás de esa vegetación arbórea exuberante percibíase la inmensa masa de aguas del océano; las que, removidas con furia por la tormenta se avanzaban sobre peñas y cantiles en revueltas olas color de tierra, rebasaban los islotes y escollos en deformes montañas y unas tras otras en sucesión imponente venían por fin a estrellarse en la enriscada orilla con espantoso estruendo, elevándose a grande altura en el choque densas columnas de espuma bullidora. Sobre ese olaje enconado desfilaban en nutridos regimientos, uniendo al ruido de las aguas sus graznidos, cormoranes, gaviotas y enormes patos salvajes que se abatían audaces y rozaban sus alas en las temibles crestas, para buscar sus presas en lo revuelto del abismo.

La columna contramarchando de flanco, después de un momento de vacilación, dirigióse al monte.

Veíase a la orilla de éste, a la parte del mar, un «rancho» casi en ruinas, habitado por un hombre solo —de edad avanzada.

En la costa, no muy apartada de esa vivienda miserable, extendíanse algunas dunas que el batir violento del olaje había deprimido hasta reducir a dispersos montones los montecillos de arena, ceñidos en sus bases por una orla de broza y de espuma gruesa cuyas ampollas turbias resistían el choque por largos segundos sin deshacerse, cual si fuesen barbas de medusas. La arena arrastrada por el viento y el agua cubría el campo intermedio co—lindante con el monte, y algunos objetos que aparecían acumulados cerca de los «yatays».

Eran estos diversos pertrechos de guerra allí desembarcados hacía días, remitidos por el General Álvaro da Costa a Leonardo de Olivera, y de cuyo arribo le instruían las comunicaciones de que Berón habían sido portador.

El hombre viejo del «rancho», al habla con el caudillo, díjole que esos bultos contenían según sus datos, sables, moharras de lanzas, pólvora y balas, a más de otros artículos bélicos, y que estaban listos los rejones necesarios a las chuzas.

Inmediatamente, con una actividad febril, los cajones fueron deshechos, distribuidos los cartuchos a los que iban armados de tercerolas o carabinas, los sables a los que sólo llevaban trabucos; y, encajadas las moharras de hierro fundido en sus astiles improvisados, púsose a todos los hombres en condiciones de lucha. Los sables eran muy curvos, casi alfanjes; y los astiles, verdaderos lanzones de caballería indígena.

Gran contento reinaba en las filas. El caudillo parecía alegre. Trajéronse reses, y se comió al reparo de los «yatays», junto a vivacs de grandes troncos, que ardieron vorazmente ayudados con la grasa y el sebo frescos, a pesar del viento y de la lluvia.

En tanto mugía el sudeste y bramaba el mar, aquellos jinetes duros saboreaban su carne asada puesta en sazón con ceniza; consolaban sus estómagos con «mate» amargo, y deleitábanse luego con el humo del cigarro —compañero inseparable de los que hacen de su vida, milicia, y andan en pos de la aventura y del peligro.

Algunas horas de descanso iban ya transcurridas; y, como no cediera el viento en su intensidad ni la menuda lluvia, que las ráfagas convertían en rápidos torbellinos, sólo comparables a los que formaba la espuma de las ondas bravías a lo largo de la costa del levante, —aprestábanse los hombres a construir sus ranchos de ramas, escogiendo sitios de abrigo, cuando el clarín dio el toque de atención, y trasmitióse en el acto de puesto en puesto la orden de enfrenar.

Púsose toda la lírica en movimiento, y en pocos segundos cada cual arregló el bocado a su caballo y compuso sus prendas.

Cuaró se acercó a Luis María, trayendo del cabestro un hermoso overo de remos nerviosos y «un capullo blanco en el copete», según su descripción pintoresca; y, en tanto fumaba callado, volteó el «recado» de los lomos del caballo de Berón, y lo trasladó pieza por pieza a los del overo, apretándole él mismo la cincha con sus fuertes dedos hasta hacerlo gemir. Animal nuevo, parecía algo inquieto. Él lo acarició palmeándolo en el cuello y en las ancas. Ya listo —lo que se realizó con increíble rapidez— dijo al joven que le oprimía la mano con agradecimiento:

—Es manso, y le ha de bajar el calor de la sangre, a poco de andar… Es el overito que te dije. Lo vas a precisar porque vamos lejos, con agua y sin luna.

—¡Amenaza ser espantosa la noche, compeñero!… ¿Pensará andar mucho el comandante?

—¡No dice!… Nunca habla. Verás que se pega al caballo y endereza sin mucha gana de dormir… al rumbo… hasta la mañanita. El caballo duerme y él va fumando.

Eso es ser de fierro, Cuaró.

Miróle impasible el teniente; y volviéndose a Esteban, que estaba detrás achuchado, díjole muy suave:

—Dame licor.

El liberto hizo asomar por la abertura del poncho el cuello de la cantimplora; apoderándose en el acto de ella Cuaró, para tomar un poco. Sacudióse luego al devolverla, de modo que su poncho esparció en redor un verdadero rocío —tan cubierto estaba de gotas de lluvia—, y sus músculos faciales se contrajeron con una expresión de entera complacencia.

Luis María montó; y, al imitarlo su compañero, notó recién que éste tenía las piernas desnudas hasta el muslo.

Igual detalle pudo observar en casi todos los hombres de la hueste, quienes llevaban como Cuaró las botas colgando debajo de los cojinillos —aun aquellos que las usaban de piel de potro.

Manaban agua las suyas y sentía grandes calambres y dolores. Prefirió con todo conservarlas puestas, hasta que concluyese la nueva jornada; pues el frío era tan agudo, que llegó a imponerle de veras.

—Hay que nadar, señor —díjole Esteban, que a su vez se había despojado de sus botas de vaqueta. Los arroyos tienen mucha agua a esta hora…

—Bueno es sacar, hermano, —agregó Cuaró con gravedad;— aunque pique el «saguaypé»… Boyás sin botas, mejor.

Luis María sentía ya a plomo la fatiga, y empezaba a resentirse de tales agitaciones; a pesar de ello, acogió sin alarma estas advertencias.

Tampoco podía disponer de tiempo para imitar a sus compañeros; pues, cuando menos lo esperaba, el baqueano rompió la marcha, y el jefe —echando una mirada atrás, sin pronunciar palabra— picó espuelas, arrancando al trote.

—Vamos, —dijo Cuaró, sencillamente.

Moviéronse, y la columna en pos —sin voz de mando, ni toque de corneta.

Soplaba detrás el sudeste irascible, con sus alas poderosas cargadas de agua batiendo las espaldas de los jinetes, al mismo tiempo que impelía al conjunto, lo mismo que a una nave de velas negras fija en su derrotero a pesar de la tempestad y del escollo. La columna desfilaba en un terreno quebrado, culebreando, bajo un cielo oscuro, cuya espesa capa de vapores entreabría a cada instante el relámpago, recorría el trueno o rasgaba a veces el rayo o la centella en instantáneo zig—zag sobre algún morro que hacía estremecer en sus bases con fragoroso estrépito y caída de peñascos, o en mitad del llano, en cuyo suelo abría un hoyo profundo acumulando en sus bordes enormes masas de barro y yerbas.

Acercábase el crepúsculo. A uno de los flancos, un poco atrás de Álvarez de Olivera, un asistente de largas greñas llevaba la lanza del caudillo, de moharra de acero bruñido en forma de hoja de palma con una media luna afilada al costado y dos virolas de plata en su juntura con el ástil, —de madera fuerte y flexible. El caudillo iba en un caballo pangaré de anchos cuartos y cola atada a los garrones, cerca de los cuales caían en ruedo las haldas de su poncho de paño azul marino. Al otro flanco, muy erguido en un zaino de sobre—paso, marchaba el clarín, con el sombrero en la nuca y su instrumento de bronce a la espalda, lleno de verdín y de abollones. Los ayudantes detrás del jefe, a pocas varas. Luego los escalones, con sus oficiales al frente y a los costados, enseñando apenas doscientos rostros pálidos, entre un grande haz de chuzas llevadas al descuido. Las tropillas de caballos chapoteaban los charcos a retaguardia, arreadas por algunos hombres y mujeres bravías; produciendo el tropel un ruido semejante al de la tronada lejana, en el descenso de los barrancos o en las subidas de las lomas. En la columna se hablaba y reía. Fumábase también con fruición, por la cartera o abertura del poncho, aumentado extraordinariamente su peso por el agua de la lluvia.

Cuando caía ya la noche, algunos se pusieron a cantar. El amor y la patria resaltaban como sentimientos dominantes en el fondo de esas trovas, moduladas con acento alegre o melancólico según el estado de ánimo de cada uno, entre la niebla de la atmósfera, el humo del tabaco y el vapor de los alientos. Reemplazaba a las guitarras la música marcial de las espuelas, el chis chas de los sables en sus vainas y el sonar discortante de ese conjunto de hierros que consigo lleva como un lastre necesario la milicia de caballería. Era una noche lírica, como nunca se la había soñado Berón. Esa gente criolla que parecía vivir a gusto en el seno de la tormenta y solazarse en medio de las tinieblas, pues que reía y cantaba cuando debiera aparecer triste en su marcha a oscuras y al influjo de las crudezas del tiempo, le hizo pensar en aquellos caballeros o jinetes —fantasmas que jamás se desprendían la espada ni abandonaban la rodela y de sol a sol en ruda lid no sentían dolor en los huesos ni escozor en las carnes, ni más ni menos que si fuesen de granito. No bastaba a sus compañeros con el redoble del trueno, el zumbar de la racha y el rugir de las olas cuyos tumbos tremendos en la costas percibíanse todavía sordos e imponentes, sino que era preciso añadir al descomunal concierto la voz de falsete de los trovadores de pago disputando su derecho al «ñacurutú» y la coruja. Y así que la noche sobrevino tenebrosa, ya sin lluvia y con menos viento, pero helada, esas canturrias daban mayor singularidad a lo extraño del conjunto —que seguía moviéndose hacia adelante como una masa negra, deforme y siniestra dejando detrás arroyos, sierras y valles, y como un rumor sordo de monstruo resoplante. Bien luego fueron extinguiéndose todas las voces y las risas, a medida que la fatiga iba trabajando los cuerpos y adormeciendo los espíritus. El sueño apoderábase poco a poco de hombres y cuadrúpedos sin admitir demora ni excepción: los primeros se bamboleaban en sus monturas sin perder los estribos; los segundos bajaban las cabezas y tropezaban a intervalos, resoplando, azorados. Cerca de media noche, el grupo se detuvo para tomar resuello. Acabábase de pasar a nado un arroyo y de salvarse una barranca empinada. Contábanse las filas en la oscuridad y arreglábanse las ropas, que habían sido suspendidas en alto durante el pasaje. El agua de curso rápido, tibia y agradable, no ponía miedo a los jinetes doquiera la encontrasen honda, y cruzaban sobre los lomos o cogidos a las crines cortando la corriente, pero, una vez fuera del caliente raudo, la impresión del aire frío era intensa y dolorosa. Aumentábanla las ropas mojadas por fuera y dentro, y el mismo recado hecho charco. Luis María, en condiciones idénticas a las de sus compañeros, no podía menos de pensar en su interior que esos sufrimientos, eran un medio como cualquier otro «de elaborar la patria» y de adobar la fibra de la nacionalidad naciente. Tinieblas, hielo, inclemencia, detalles conmovedores de miseria y sacrificio, aislamiento pavoroso, lucha desigual, esperanza remota de triunfo, fatigas increíbles —tales eran las perspectivas y los contornos visibles del cuadro, así como los efectos morales de aquella iniciativa impaciente y heroica. ¿Ese grupo de harapientos altivos perseguía como él, un ideal luminoso? Creía que sí…

Halagando iba su espíritu con esos ensueños, en tanto seguía la columna su marcha a través de pantanos y malezas; y, ensueños decimos, porque a cierta hora su cerebro debilitado carecía ya de poder suficiente para profundizar y combinar ideas. Empezaban a sucederse los fenómenos nerviosos peculiares a un estado de excitación extraordinaria, de esa que sobreviene comúnmente de un ejercicio violento y constante sobre el caballo, robando horas al sueño y satisfacciones al apetito. Aterido, en medio de sacudimientos maquinales, buscando por instinto adaptar al trote monótono y abrumador los movimientos de su cuerpo a fin de hacerlos menos bruscos y recios, llegó a notar que su cabeza enfriada en el cráneo sufría a intervalos una especie de vértigo y que sus ojos semi—abiertos veían cosas raras en lo hondo de las tinieblas, como si las penetrase una sutil claridad misteriosa, sin que sus esfuerzos de voluntad consiguieran sobreponerse a esas visiones extravagantes. Unas veces, creía hallarse despierto, en otras, figurábase que dormía y soñaba despropósitos. Escapábansele las ideas; a una muy sensata, seguíase otra propia del delirio; y llegó momento en que no se le ocurrió ninguna discreta, asombrándose de que los flancos de la columna se hubiesen convertido en largas hileras de edificios alumbrados por una fosforescencia singular, en que los caballos que algunos soldados llevaban «enrabados» o sea, atados a la cola de los que montaban, se hubieran transfigurado en elefantes o camellos, y en que el cuerpo mismo del caudillo —bien a plomo en los lomos de su bridón, que se agitaba al frente— permaneciese siempre en el mismo sitio, sin cambiar de actitud, como enclavado por decirlo así en el vacío. De este asombro, difícilmente le era posible salir; pues, a medida que avanzaban las horas, más turbias aparecían las perspectivas. Los compañeros que se movían un poco a retaguardia parecíanle altos fantasmas silenciosos y sombríos, cuando no centauros en grupo, de torsos ciclópeos, que iban cubiertos con cascos y túnicas de hierro, sin rozarse unos con otros, y de cuyas bocas brotaba un vapor tan caliente que diluía el hielo en el aire formando una atmósfera tibia en derredor. Antojábasele también en ciertos instantes, que los pies de las bestias llevaban envolturas de corchos o saquillos de arena; y, en otros, que sus tornátiles corpulencias se transformaban en anchos vientres de bisulcos que no podían estrechar las piernas. El menor resoplido hacíale el efecto de una trompa rumorosa; la voz aislada de algún jinete, un eco entre sueños; el ruido de los hierros, el de cadenas arrastradas sobre lecho de hierbas por un gran monstruo que se suelta y huye olfateando en las sombras, rumbo a las soledades. Perdido un estribo, imaginábase estar suspendido al borde de un antro. Instintivamente cogíase entonces de las crines; despertaba a medias; sorprendíase el overo a su vez levantando con la cabeza los brazos, como si le hubiesen hincado las espuelas en el pecho; y había que recuperar el equilibrio tras una sacudida violenta. Abiertos los ojos, todo trémulo bajo una atmósfera helada, percibía cerca de sí un bulto negro echado sobre el cuello de su cabalgadura, que mantenía el trote inalterable, sin columpios, tieso y firme, sin que se le ocurriese pensar que ese bulto era el de Cuaró. Creíase entre una legión de duendes; volvía a dormitar y a entrever endriagos y dragones, sintiendo de vez en cuando dolores agudos en las extremidades y corrientes gélidas a lo largo de la médula, a contar de las vértebras del cuello, que le sobrecogían y llenaban de estremecimiento. Pero, el sueño primaba como enemigo implacable, y se hacía eterna la noche. A ocasiones, el joven levantaba heroicamente los párpados y se encontraba solo en el campo, sin atinar con la causa de hallarse en tales lugares, lejos de la columna fantástica. Luego veía que el bulto negro que había ido siempre junto a él, y que ahora se le aparecía gigantesco, se le acercaba y cogía el overo del «fiador», y le arrastraba dócil hasta reunirlo al grupo de centauros; y allá en sus adentros, ebrio de sueño, se decía: ¡Cuaró!… Sentía como un hormigueo en los omóplatos y fuertes punzadas en las entrañas nobles, sin que ellas bastasen a despejar su cerebro. La lluvia había cesado y también el viento de tempestad, reemplazando a éste, otro viento, fresco y seco que hacía flotar como banderas en sus astiles ponchos y jergas. La lobreguez disipábase por instantes, y apuntaba bajo una cúpula azul por el oriente una curva de escarlata que servía de diadema al horizonte. Recién entonces la columna se detuvo.

¡Alto!… dijo una voz somnolienta. ¡Alto!… ¡alto!… fueron repitiendo otras —hasta el último escalón. El overo de Luis María, a la par de los otros caballos semi—dormidos y habituados a esas faenas, sentó de golpe sus remos delanteros sin permiso del jinete; y, éste, agradecido quizás a esa maña generosa que le evitaba un esfuerzo, viéndole dar vueltas, como invitando a su amo a aliviarle el peso de los lomos, dejóse llevar por él a un sitio de allí un poco retirado y arrojóse al suelo con su poncho, cayendo de costado lo mismo que un cuerpo muerto. En tanto Esteban, bamboleante en su caballería, se apoderaba del overo, él se quedó inmóvil, en la posición de la caída, durmiendo con la pesadez del plomo.

No pudo saber cuanto tiempo permaneció en ese estado. Cuando despertó, más repuesto, aunque dolorido en todos sus miembros, —pues sin apercibirse de ello se había acostado y dormido sobre una gran piedra plana, —brillaba un sol espléndido en un cielo puro, y el «pampero» potente y mugidor pasaba por llanos y sierras oreando la tierra con un soplo vivificante. Allí cerca, veíase un monte, y en su orilla muchos vivacs aún no hechos ceniza. La tropa, con sus caballos enjaezados, parecía pronta para la marcha. También vio, junto a sí, listo a su overo; y al liberto arrimado a un fogón, en fraternal compañía con Cuaró y el alférez. Levantóse presto e incorporóse a ellos. El «mate» caliente, y el asado chorreando gotas color de oro, con unas galletas frescas todavía, que Esteban extrajo del fondo de su bolsa, constituyeron el almuerzo y le volvieron a la plenitud de sus fuerzas y entusiasmo. Grato le fue conversar con el teniente que había sido —y lo recordaba ahora bien— su espíritu tutelar en la dura marcha nocturna. Reconocía que, en medio del sufrimiento y del peligro, solían nacer amistades en un día más duraderas que las de la infancia; y explicábase así como Cuaró, desde la primera entrevista, lo había tratado con una familiaridad sólo propia de los caracteres acostumbrados a propiciarse simpatías en la lucha, aun cuando en ésta predomine siempre un sentimiento egoísta, especialmente en las milicias no sujetas a rígida regla disciplinaria. De ahí que él considerase a este compañero como una excepción, y sintiese que su afecto crecía por grados, llegando hasta atribuirle calidades superiores. Enorgullecíase de que contase con ejemplares semejantes la raza de aborígenes; y, como le agradeciese sus pruebas de leal compañerismo, Cuaró, que en esa mañana aparecía más callado que otras veces, limitóse a estrechar la mano que le tendía el joven, haciendo un visaje y encogiendo ligeramente los hombros.

Mientras ellos hablaban, y el alférez se despedía para reunirse a su gente —muy satisfecho de ser co—partícipe de aquel fogón— el liberto acomodaba sus utensilios sin olvidar ni una pieza, revisaba su tercerola y apretaba las cinchas a los caballos.

De pronto, Cuaró mirando hacia el vivac del jefe, dijo suave:

—Va a llamar. Vamos, cerquita no más…

Montaron; y, apenas habíanse aproximado, el clarín tocó «a caballo».

Esteban, en vez de incorporarse a su amo, púsose a recorrer el campamento como si buscase alguna cosa de importancia.

La columna se movió al paso; pero, ahora bajo un sol esplendoroso y entre ráfagas que levantaban de la tierra cendales de vapores lo mismo que alientos de fuego, para desvanecerlos a corta altura en medio de rápidos torbellinos.

A dos leguas apenas de jornada, traspuesto el Maldonado, la fuerza se detuvo. Un «chasque» se había acercado a media rienda, por la parte de las lomas del sur, y hablaba con Álvarez de Olivera.

Pensóse al principio que el Coronel Felisberto salía al encuentro, abandonando su actitud inactiva en la vieja ciudad de San Fernando; mas, pronto disipóse esta creencia.

Cuaró trasmitió algunas órdenes del jefe.

Luis María, que estaba próximo, vio que la hueste se agitó al paso de Cuaró, y que todos los que tenían ponchos se lo quitaron para atarlos a los «tientos» en forma de rollos. Mudáronse los caballos de marcha por los de reserva, con una prisa vertiginosa. Algunos voltearon los «recados» asegurando sus prendas con el «cinchón», y subieron en pelos; otros se ataron una «vincha» en la frente para sujetarse la cabellera; los más quedáronse con la sola ropa interior, buscando alivianarse, alegres, lanza en mano; y los menos, se ciñeron en forma de faja sus ponchos a la cintura, de modo que dejasen libre el juego de los brazos y a la vez cubrieran en parte vientre y pecho. El clarín que se contaba en este número, con la diferencia de que él se puso el suyo a modo de banda, sacó la boquilla o embudo a su instrumento, lo sopló dos o tres veces, separólo del cuello en que lo había llevado colgante y echólo al brazo izquierdo. Después, advirtió si su sable salía o no bien de la vaina.

Cuaró regresó pronto montado en un caballo tordillo, en pelos. No traía botas, y solo una espuela de hierro en el rancajo desnudo. Acercándose al liberto, que estaba inmóvil apoyado en la tercerola junto a Berón, díjole con su acento bajo:

—Emprestame el chifle.

Dióselo el negro.

Cogiólo el teniente; y vertió en la palma de la diestra, encogida hasta formar un hoyo y en donde había reducido a polvo algunos granos de pólvora gruesa, un poco del líquido alcohólico. Revolviólo con el dedo, y luego lo sorbió hasta la última gota sin hacer una mueca.

Paladéolo un instante, y dirigiéndose al joven, agregó —sin mirarle:

—¡Mirá amigo de no cortarte ahora!…

Dicho esto, se fue hacia su jefe.

Olivera se había despojado de su abrigo, remangádose el brazo derecho hasta más arriba del codo y tomado su lanza de manos del asistente.

Luis María sintió un poco de espanto. Con todo, examinó su pistola y desnudó su espada, colocándose cerca del caudillo.

La fuerza formó en escalones, simétricamente alineados, en alto las lanzas. Un grupo de tiradores se desprendió al galope, tendido en guerrilla, para reforzar el destacamento de vanguardia, perdiéndose detrás de la «cuchilla» del frente, de donde venía el ruido de detonaciones aisladas.

El caudillo picó espuelas y recorrió la línea, pronunciando una arenga concisa, —apenas oída por los vítores y clamoreos;— y en pos de él, como movidos por el mismo resorte, galoparon Luis María y Cuaró. Apenas volvió riendas, el clarín tocó «paso de trote», y la milicia maniobrando correctamente cambió su frente, corriéndose los escalones a la derecha, en marcha hacia la loma. Observó recién Luis María que la fuerza sólo presentaba un tercio de su efectivo; e indagando, supo que el resto había sido destacado en la noche con rumbo al Río Negro. Contó él apenas setenta hombres, incluidas dos o tres mujerachas diestrísimas en el caballo, armadas con lanzas de clavo.

No había concluido de hacer esta cuenta, cuando las guerrillas asomaron en la cuesta, replegándose en orden, y algunas balas de carabina pasaron silbando sobre las cabezas de los que escalaban aquella, bien formados, y sobre la brida.

En pocos segundos, coronóse la loma; y a la vista del enemigo tendido en ala en el valle, Olivera blandió la lanza, dando una gran voz, y el clarín tocó «carga».

Al principio, todo fue una nube para Luis María. Sintió como una avalancha detrás que rodaba al llano con sin igual estrépito entre relinchos, golpear atronador de cascos, ludimientos de hierros y terribles alaridos; una gran descarga al frente; luego un tropel furioso de jinetes que traspasaban a escape la humareda y veníanse impávidos al choque, bajas las lanzas con banderolas y en alto los sables—corvos. Sin mirar para atrás, al grito de los que habían caído bajo las balas, vio al caudillo con el gesto ceñudo y los labios apretados cruzarse veloz por el flanco y enderezar al núcleo enemigo firme, la rienda en su mano izquierda y en la derecha tieso el rejón con ademán iracundo; después, como, al ir a estrellarse pechos con pechos, las filas se abrieron y se diseminaron los hombres, buscando los claros para hacerse camino —el sable en cuarta o el trabuco en alto— tan hábiles para el manejo de los caballos de pelea cuanto lo eran para vencer con el arranque impetuoso; por último, vio producirse el entrevero, y pasar junto a él, en lucha con su overo alborotado, al clarín rápido como una flecha que arrancaba a medias de su instrumento sones roncos y lúgubres, y a Cuaró echado sobre el cuello de su potro, transfigurado y terrible, que iba gritando: «¡Corumbé!… ¡Catalán!… ¡mata!… ¡mata!.. «La confusión era tan espantosa, que el joven se revolvía por doquiera con la espada de punta, recibiendo de aquí y de allá golpes con los cuentos de las lanzas, estrujones formidables y amagos de muerte, y también gotas de sangre caliente y humeante que le salpicaban rostro y manos —hasta ese momento puras como las de una virgen. En vano pugnaba por arrancarse al círculo de hierros. Apenas se desvanecía un grupo de combatientes, formábase otro con increíble rapidez, y cerrábale la salida, sin que bastase la espuela a domeñar la rebeldía de su caballo que se agitaba a saltos, despavorido en la refriega.

Cuando él menos lo esperaba desprendióse un oficial del núcleo, quien empujado a su vez por los que retrocedían, púsose a su alcance. Este oficial de valor tranquilo, a juzgar por la impasibilidad de su rostro, agitaba en la mano una pistola de arzón; y, viéndose de manos a boca con aquel barbi—lampiño de guedejas doradas, no lo consideró sin embargo enemigo pequeño, por lo que volcando el cañón de su arma le hizo el disparo a quema—ropa. Merced a los saltos violentos del overo, fue éste el que recibió la bala de refilón en el cuello, donde quedó un surco rojo: el noble animal dio una especie de grito rabioso y mordiendo el freno saltó de nuevo azorado, hasta ponerse encima casualmente de su heridor. Luis María, que empezaba a sentir le bullía la sangre, y en cuyos oídos resonaban tremendas las voces de Cuaró, que seguía gritando en el combate en fatídico dúo con el toque de degüello: «¡Arapey!… ¡Aguapey, viejo Artigas!… ¡mata!… ¡mata!… » —viendo tan próximo a su adversario, tendió el brazo, y atravesóle el cuerpo de una estocada. Quizás la vista y el olor de la sangre encendieron en la suya una fiebre de pelea; porque, tras de la caída del oficial, lanzó un grito de cólera y castigando con la misma hoja que tal bautismo recibiera los hijares de su cabalgadura, clavó espuelas y se arrojó intrépido al entrevero.

Cuaró, que se revolvía por todos lados frenético, acertó a pasar por el sitio. Allí sujetó, dando un alarido; y deslizándose veloz de los lomos daga en mano, cogió de la barba al oficial que se agitaba retorciéndose en el suelo —alzando primero por encima de su cabeza el siniestro acero, con cierto lujo de ferocidad.

—¡No mates! —le gritó de súbito una voz vibrante y enérgica, por él muy conocida.

El teniente volvióse en el acto; y a la vista de su compañero boqui—rubio que se le apareció magnífico en su overo ensangrentado, ya sin enemigos en redor, experimentó una sensación de enfriamiento, limitóse a sacudir con un gesto raro, la cabeza del herido, y puso la daga en su vaina. Después rascóse en el hombro y miró callado al joven, con un aire huraño y fiero.

—Ya acabó la pelea, —dijo Berón con acento suave y amistoso.

Y echó pie a tierra, colocándose entre su compañero y el herido, —que era un teniente de la caballería lusitana al servicio del General Lecor.

La refriega había concluido, en realidad. El clarín acababa de tocar a «reunión», y la milicia había formado como una tabla en el llano, con excepción de algunos hombres que se agitaban a pie por diversos sitios y que fueron desmontados en el choque. De los enemigos, los que no habían sido muertos o heridos se encontraban prisioneros. Un gran grupo de éstos, y entre ellos dos oficiales, inmóviles junto a un montón de cadáveres, tenían al flanco la tropa de custodia; algo a vanguardia, solo, erguido en su caballo y, con la lanza tinta en sangre la grimpola, clavada en el suelo, Álvarez de Olivera pasábase un pañuelo por el rostro para secarse el sudor de la jornada; y, en diversos puntos del área dominada por la refriega, algunos heridos se incorporaban vacilantes ayudados por las mujeres de la hueste, y no pocos caballos mutilados por el trabuco o el hierro de media—luna, dábanse vueltas en las yerbas sacudiendo los cascos en el aire. En la ladera veíanse tendidos boca abajo, como habían caído de sus cabalgaduras, cinco o seis lanceros de los que sufrieron la descarga precursora del entrevero. Cerca de estos cuerpos bañados en sangre, se había apeado Esteban, y apoderádose de un tordillo negro herido en el pecho de una lanzada.

Cuando Cuaró, saltando en el suyo, se fue silencioso, Luis María se puso en un galope en la ladera, y gritó, al liberto, colérico:

—¿Qué estás haciendo, negro?

—Nada de malo, señor —respondió Esteban, cuadrándose respetuoso; — sino que, teniendo este «lunanco» puestos, el «bozal» y el «maneador» que me robaron la noche de la tormenta, y habiendo muerto su dueño —que es ese cambujo que está ahí con la cabeza rota—, me parecía justo echarle mano, antes que otro les haga «repeluz» a las prendas…

—Si es así, nada tengo que reprenderte.

¡Concluye pronto!…

Y algo tentado de la risa, a pesar de la solemnidad de la escena, Luis María batió de repelón su overo, y fue a presentarse a su jefe.

Gran parte de la gente se había desmontado, y rodeaba a éste, en medio de vivas demostraciones y comentarios.

El clarín echaba diana.

Esos hombres, que, momentos antes aparecían con los rostros en extremo pálidos, los ojos casi fuera de órbitas y los labios cárdenos con un poco de espuma, —como si por ellos hubiera pasado el aura epiléptica—, mostrábanse ahora alegres y decidores, listos para restañarse por sí solos las heridas, prestar auxilio a los que no podían moverse, y lanzarse a nuevas aventuras peligrosas.

No dejó Berón de asombrarse al observar que, mientras los más honraban en su jefe un triunfo de la patria, el resto se entretenía en despojar hombres caídos y caballos sueltos, y aún se permitía «despenar» a los moribundos como obra piadosa.

Con este motivo, dirigió una mirada alarmado, hacia el lugar en que se encontraba el teniente portugués; pero, hubo de tranquilizarse, pues vio que Esteban apoyado en su tercerola, de pie cerca de él, departía con gran mímica en sabrosa plática sin duda, sirviendo de custodia al herido.

Había sucedido que, cuando el liberto húbose apoderado de las prendas que reconociera por suyas —después de tanto hurgar por ellas—, el lusitano, en conocimiento de que era asistente de su generoso adversario, después del cambio de palabras entre los dos, en el deseo de salvarse de los merodeadores implacables, —gritóle con todas sus fuerzas en buen castellano:

—¡Cabo Pedriño!…

El liberto volvió el rostro, y tirando su caballo del cabestro en tanto que con la otra mano arrastraba del extremo del cañón la tercerola, llegóse en el acto, diciendo todo acalorado todavía, como si viese fogonazos y estuviera oliendo pólvora:

—¡Qué, fregar de latas, portugo rancio!… Por fin se acabó el refriego y la marimba de golpes y chuzazos por arriba y por abajo y por atrás, y la lluvia de rebenques, que parecían cohetes entre yeguada alzada… ¡Yo no me llamo Pedriño, seor funfurriña, sino Esteban Berón de buena casa!

—Ya sé, sargento Esteban… Lo llamaba para regalarle estas espuelas que me incomodan. ¡Coitado de mí! Face el favor de tirarlas sin medo, sargento!

—No acostumbro —dijo el negro. ¡Mañas quiere el vivir!

—Pedro de Souza me llamo, y soy teniente. Procura no me degolhem teus camaradas, y te ficaré agradicido

—¡Rece el credo, no más! —exclamó el liberto con una explosión de risa que se asemejó a un relincho, al punto que su caballo rezongó tascando el freno. —Ahí viene una china «carchadora», más brava que una chinche… con un cuchillo mangorrero…

No pudo el herido menos de estremecerse. La broma era sangrienta. En realidad una mujer color de cobre, desgreñada, obesa, con chiripá en vez de vestido y un sombrero de pajilla sucio y agujereado con barboquejo echado a la nuca, se aproximaba sigilosa, husmeando la presa desde lejos, con el instinto peculiar de la raza felina.

Al observar de más cerca el traje del herido, sin preocuparse de la presencia de Esteban, abalanzóse a saltos con los ojos de coatí febriles y lucientes.

El negro, que muy pronto reconoció en ella a una de las que arreaban las tropillas, al mismo tiempo que una de las que lo habían agraviado de palabra al incorporarse a la gente, —echóse la tercerola a la cara, si bien no tenía carga alguna, y gritó simulando una furiosa ronquera:

—¡Alto ahí! ¿Quién vive?… ¡Si es carpincho—hembra hago fuego, y si es comadreja con barriga, también la afusilo!

La china se volvió por un flanco, con una mueca feroz, y huyó, llamando a otras compañeras que por los contornos vagaban.

Por fortuna, algunos vecinos del pago provistos de herramientas toscas y de un carro, y que habían sido requeridos por Olivera para enterrar los muertos, aparecieron en el sitio; y empezaron por recoger los heridos, atendiéndolos en la medida de sus recursos. Souza bajo la vigilancia siempre del honrado liberto, fue uno de los primeros en merecer esos cuidados. Ante esa misión de caridad, los odios se calmaron, y ya nadie pensó en seguir la obra de exterminio. Los hombres mismos de la hueste trajeron el contingente de sus brazos, hasta que el toque de clarín llamólos a formar.

Cuando se movió la pequeña columna engrosada con los prisioneros, caía la noche, que amenazaba ser muy oscura.

Soplaba un viento que parecía venir de una región de hielo.

¿Adonde se dirigían? Se ignoraba. Tampoco se interesaba en ello la hueste. Indagar respecto a sus marchas una cosa semejante, ya se tratase de la actividad empleada en el día, ya de aquella que se desarrollaba en la noche, era lo mismo que preguntar a dónde iría o cuál sería el rumbo cierto de una ráfaga de «pampero»; de esas que pasan silbando con los silbos de cien reptiles o bramando con los bramidos de cien toros, sacudiendo ramas y cimientos, a la vez que orea las tierras feraces, arrastra lo inútil y estéril en torbellinos y lleva semillas y gérmenes fecundantes en sus alas poderosas, —sin que nadie pueda decir en qué sitio se aligerará de la carga, ni en qué límite ha de dar por concluida su formidable carrera.

Capítulo 13. De la cuchilla al monte

Momentos antes de emprender marcha la milicia revolucionaria, Cuaró preguntó a Luis María con su acento suave y tranquilo:

—¿Porqué gritaste «no matar»?

Referíase al episodio de Souza.

—Ahí verá, teniente: porque fui yo quien lo hirió, y tenía gusto de que nadie tocase a mi vencido… Antes de marchar quisiera averiguar que ha sido de él, y no veo aquí a Esteban.

Sonrióse Cuaró, y dijo:

—Vamos, que yo te llevo donde está el portugués. ¡Pronto venimos!

—Cuando usted quiera.

Picaron los dos espuelas.

Al llegar al bajo, vieron que el herido no se encontraba ya en el sitio de la pelea. Traspusieron entonces la loma, y pusiéronse a recorrer la ladera opuesta, en busca del grupo de vecinos, suponiendo que algunos de éstos lo hubiesen recogido y trasladado al carro. Largo trecho anduvieron sin descubrir el convoy, hasta que tropezaron con el liberto que venía al galope por la orilla de un bañado. Una sombra densa cubría todos los objetos. Cuaró sin embargo conoció al liberto, y lanzó un silbido fino y melancólico, como el del ñandú.

Esteban se vino al rumbo, experto y veloz.

—¿Qué fue del herido? —preguntóle Berón.

—¿Cuál, señor? ¿El teniente Souza que su merced volteó en el bajo de una estocada?

—Ese mismo.

—En el carro va, señor, y muy agradecido. Lo seguí hasta cerca del bañadito que está ahí encima… A causa de eso, venía yo perdido.

—Me alegro por todo ello, de haberme acercado… Ahora podemos volver, teniente.

—¡Es bueno! —dijo Cuaró. La noche viene fiera, y la gente se va…

Volvieron riendas al galope; repasaron la zona recorrida, la cuesta, el declive, el llano de la refriega y allí sujetaron, para guiarse con alguna certeza en las tinieblas. No se percibía un solo rumor.

La hueste había seguido marcha.

—¿Cómo encontrar la huella?

Cuaró anduvo al paso, de aquí para allá, deteniéndose, a veces, para renovar sus pesquisas.

Creyó al fin hallar el rastro, porque dijo:

—Vamos.

Tomó el trote; y tras él, Luis María y Esteban.

Así marcharon durante media hora, siempre en medio de una densa oscuridad.

De pronto, Cuaró se detuvo. Retrocedió; avanzó de nuevo y volvió a pararse, como indeciso. Había perdido el rastro.

Estaban delante de los estribaderos de una sierra, y entre dos valles estrechos, cuyas entradas se probaron con éxito. Uno de esos conducía a la carretera de Minas, y el otro bifurcaba hacia las asperezas del nordeste. El indígena, que cruzaba una zona cien veces recorrida por su tribu, optó por el segundo, sin decir palabra.

Prosiguieron la marcha, desviándose y caracoleando a cada paso, cual si fuesen en lucha con las tinieblas.

Pero, no habían andado mucho, cuando Cuaró se detuvo otra vez, diciendo a Esteban:

—Mirá el lomo de ese mancarrón, que está comiendo allí…

El liberto vio delante, a pocos pasos, un bulto negro casi inmóvil; caballo, sin duda, y transido, que triscaba con desesperación las hierbas. Dirigióse en el acto a él, y por más que se le puso encima, el bulto no se movió, continuando famélico su tarea.

Lo que es éste, ha de tener cuasi las costillas al aire, —se dijo el negro.

Y echóle como una zarpa su mano en el lomo, oprimiéndoselo en el centro, cerca del crucero, de modo que el enero hiciese un pliegue sobre el espinazo.

Recién entonces, al sentir la presión de aquellos dedos hábiles, el matalote se encogió y se hizo un arco, con un resoplido de dolor, y avanzóse tres o cuatro pasos con esfuerzo supremo.

Esteban volvió riendas, exclamando:

—¡Tiene «rosa», esta harpa!…

Cuaró, al oír esto, dijo en voz baja y pausada a Luis María:

—La rastrillada va aquí, hermano.

Y arrancó de nuevo al trote.

Iban encontrando al frente y a los lados, dispersos, quietos, sin alientos para bajar la cabeza al nivel de los pastos, otros animales cansados y heridos, que se paraban a reconocer, para tomar el dato importante de si se les había o no bajado recientemente la montura; y, aun por sus pintas o pelajes, deducir a qué escalón de la hueste pertenecían. Acertando Cuaró las más de las veces, respecto a la verdadera procedencia de estos caballos reducidos a esqueletos, y que él afirmaba no podían ser otros que los que iba dejando sin quilo la guardia a retaguardia, —el pequeño grupo continuaba su marcha entre asperezas, sometido en absoluto a las órdenes del indígena. ¿Era posible hacer otra cosa? Él era el guía inteligente, el compañero bravo, el baqueano que veía en las sombras como el gato montés, señalando el «tembladeral» temible, las piedras encajadas en el valle o los antros abiertos al paso por la fuerza de las vertientes.

Así anduvieron errantes, hasta cerca de media noche.

A esa hora, empezó a difundirse una niebla espesa, aumentando la oscuridad reinante y de por sí profunda.

Encima estaban de un monte. Ni una luz lejana y triste se divisaba en los contornos, que pudiese servirles de auxiliar en su derrotero.

Cuaró se declaró perdido.

Hizo esa manifestación con ánimo sosegado, pidiendo lumbre de su avío al liberto, para encender un cigarro. En su estilo pintoresco, dijo, bostezando:

—El ñandú va a las gambetas más largas que un tiro de bolas, amigo…

Mirá: mejor es dormir.

—Donde quiera, teniente, —contestó Luis María, cuyos ojos se cerraban a pesar suyo.

Recostáronse entonces bien a la orilla del monte; y, luego de caminar al tanteo y dar con la entrada a un potril estrecho, refugiáronse en uno de sus escondrijos, sin mucha voluntad de deliberar acerca de la elección del sitio.

Apuntaba apenas el alba del siguiente día, llena aún de brumas la atmósfera, cuando el blanco, el cobrizo y el negro en noble fraternidad abandonaron el potril, siguiendo el rumbo de la noche anterior.

Ya habían avanzado buen trecho. El sol muy arriba de horizonte, disipando los celajes de las alturas, empezaba a levantar lentamente del valle los vapores en grandes espirales; los que, cogidos bien luego por una brisa fresca que se permitía anunciarse al correr por las abras de la sierra con una música de flautas, ascendían en veloces torbellino para desvanecerse con idéntica rapidez a pocos metros del suelo.

Lucía radiante la mañana, cuando Berón se apercibía que su overo, herido en el cuello, flaqueaba de veras, amenazando dejarlo a pie. La inflamación de la herida, en contacto con un aire helado, las prolongadas marchas nocturnas y la alimentación deficiente, eran causas más que sobradas para rendir al generoso bruto.

En la zona que recorrían sólo se hallaban caballos maltrechos, desensillados el día anterior al parecer, y los que azuzados por el rebenque, apenas salían del paso. Algunos de ellos presentaban los ijares hechos cribas, y una serie de ligeras mataduras en los lomos producidas por la carona y los «bastos». Diversos tordos y pajarillos voraces, saltaban piando del crucero al nacimiento de la cola y se limpiaban los picos a intervalos, muy tranquilos, en el mismo pelaje de sus víctimas.

Hubo que apresurar la marcha, en busca de sitios más poblados, y de un relevo cualquiera.

Los tropiezos del overo iban en aumento. Dábale treguas de resuello su jinete, desmontándose y disminuyendo en algo el peso del «recado», que pasaba a Esteban. Luego, continuaban su camino.

Al pasar por un terreno muy quebrado, hacia el fondo del cual por la parte del oeste veíanse dos grandes prominencias o cerrillos de piedra, Cuaró que iba al frente, echó de súbito mano a las «boleadoras», en el momento mismo en que diez o quince yeguas y redomones arrancaban a escape rumbo al valle sacudiendo cabezas y crines, y con sus apéndices rabones muy parados en forma de abanicos. Al calcular sin duda la distancia, y observar la naturaleza pedregosa y enriscada del terreno, el teniente bajó la mano, sujetó su caballo casi encima de la cuesta, y quedóse allí mirando en dirección a los cerrillos, puesta la diestra en arco sobre las cejas.

Al cabo de un rato, hizo una seña a sus compañeros, dirigiéndose al punto que había sido objeto de su atento examen.

Los cerrillos estaban próximos. Un poco de verdegay en las faldas abruptas, conos truncados, rocas esparcidas desde la base a la cima, como verrugones deformes en parte ennegrecidos o cubiertos de musgo, y breñas espesas revueltas con zarzas y espinas de la cruz: tal era el aspecto de aquellas eminencias, a cuyo pie corría en angosta cuenca un hilo de agua cristalina.

En un trecho reducido de altramuz y cebadilla, junto al cerrillo más empinado, revolcábase fresco y alegre un caballo «lobuno» de regular alzada; el cual, así que se apercibió de la aproximación de los jinetes púsose en el acto de pie, esparciendo al rededor al sacudirse, tierra y briznas de pastos; alzó el hocico con las orejas tiesas, dio un pequeño relincho y movió despacio la cola.

Viose entonces que estaba atado a una estaca, con una guasca peluda ceñida a su cuello por un nudo «potreador».

Al lado opuesto, aparecía una lanza de astil duro y moharra de hierro sin media—luna ni virolas, clavada en el suelo. Dos o tres plumas cortas de ñandú, dispuestas hacia abajo, constituían el adorno de aquella arma tosca de una madera oscura, llena de nudos y lustrosa, como si hubiese resbalado muchas veces en la encallecida mano de su dueño.

En el centro, la tierra removida y un gran montón de piedras sobre la que podía llamarse fosa, indicaban que allí había sido sepultado un cadáver no hacía muchas horas.

Cuaró se echó con indolencia sobre el cuello de su caballo, y dijo:

—Indio muerto… ¡Pasaron los caciques por acá y también «Gualiche»!

Luis María púsose a observar con sumo interés, pie a tierra, aquel cuadro lúgubre…

Indudablemente los charrúas habían cruzado el día antes por aquellas asperezas, y dado sepultura —según la costumbre tradicional— a un miembro de la tribu. Escogían siempre las faldas de los cerros, si no era muy larga la distancia que los separaba del campamento, —para estas ceremonias. La excavación era reducida. Cubrían el cuerpo con piedras, y no habiéndolas, con tierra y ramas: lo bastante para evitar que las alimañas hicieran festín de los restos. Celebrados los funerales con pompa salvaje, los varones parientes del difunto atravesábanse los brazos unos, y los muslos otros, con una vara de guayabo y a falta de esta madera, con otra no menos sólida, larga de una tercia, rasgándose la piel con fuerza y clavando aquella lo más cerca del húmero o del fémur —según el miembro encogido. Hundíanse una, muy aguzada. Las mujeres se clavaban cuatro, y hasta seis —quedándose en una postración profunda. Fuera de eso, la viuda se cortaba la falange de un dedo; y, de aquí que le faltasen tantas como dedos, a algunas que habían perdido cinco maridos. Era el duelo. Buscaban el luto en carne viva, formándolo al fin visible con sangre negra, sin queja y resignadas.

El caballo de guerra del muerto, atado junto a la fosa, debía servirle para el «gran viaje». La lanza, para la defensa en el camino eterno.

Luis María, delante de la sepultura indígena de que hablamos, notó también que encima de las piedras habían sido puestas unas «boleadoras» forradas con piel de iguana, y que sin duda fueron las de uso del finado. Como observase su sorpresa, Cuaró dijo, muy grave:

—Para bolear «baguales», si se cansa el lobuno…

Tras estas palabras se bajó, e hizo un esto, mirando a Esteban.

Comprendió el signo el liberto, y echó al suelo de dos tirones el recado del overo.

—No vas a largar, —murmuró el teniente. ¡Traímelo!

Puso Esteban el caballo herido a su alcance. Echóle entonces la guasca peluda al pescuezo, al propio tiempo que enfrenaba el lobuno, pasándoselo enseguida al liberto para que lo ensillase.

Luego cambió la estaca de sitio, clavándola con una piedra cerca del ribazo del arroyuelo, donde abundaba la gramilla. Allí ató el overo, no lejos de la sepultura. Después volvióse paso a paso murmurando con la vista fija en ella:

—Ese no tiene apuro…

El liberto aprovechóse de aquel alto, una vez aderezado el «lobuno», para hacer un recuento de sus provisiones. Halló las maletas casi exhaustas; la yerba—mate estaba al concluirse. En vano sacudió la cantimplora, pues ni una gota quedaba de anís. Precisamente faltaban las dos cosas que retemplan al soldado de milicia revolucionaria en los días fríos; el brebaje de yerba y el de alcohol. No podía Esteban conformarse con esto, menos cuando su señor, y él mismo, tenían dinero de sobra en sus bolsillos. Traía en cambio, varias costillas fiambres y media docena de galletas, que fue él colocando una a una sobre una roca algo elevada y plana. Las costillas eran enormes y de carne gorda.

Como si los hubiese incitado de veras aquella escena muda del negro y las maletas, Luis María y Cuaró se acercaron, reconociendo recién que tenían necesidad de merendar. Emprendieron en el acto pues, la tarea de satisfacerse, nunca más grata para ellos que en medio de los peligros. Almorzaron con gran apetito.

Mientras lo hacían, lamentábase Esteban en voz alta de que ya carecían de lo más necesario, sin que por la comarca que atravesaban se columbrase una sola casa de negocio.

—No tengás miedo —observó Cuaró, haciendo servir de mondadientes la punta de su cuchillo. «Pulpería» ha de haber, del lado de la sierra…

—¿Muy lejos?

—Un galopito no más…

Envainó el cuchillo, arqueando un poco el dorso escapular y tanteando en los riñones, en busca de la abertura de cuero.

—Después, paramos en Casupá y prendemos fuego para calentar agua:… y dele mate.

Dio el teniente un chasquido con la lengua, y enderezó a su caballo.

Montaron los tres. El «lobuno» resultó manso y diligente, y un tanto piafador. Colocado en el medio, arrancáronse todos al galope corto, —no sin arrojar como una mirada furtiva a la tumba solitaria del charrúa.

Buena distancia llevaban recorrida, cuando llegaron a divisar dos ranchos en la pendiente de una empinada loma; ante cuya aparición repentina al volver un recodo del camino, Cuaró, extendió el brazo, señalando a sus compañeros el rumbo que debían seguir, y él se apartó callado a toda rienda hacia las poblaciones.

Luis María y Esteban moderaron el paso de sus cabalgaduras, a fin de ir dando tiempo al regreso del teniente, en quien supusieron al alejarse una intención útil y provechosa.

Al llegar a los ranchos, en medio de un círculo de perros que enseñaban el colmillo y tiraban mordiscos a las cerdas de la cola o al pecho del caballo, Cuaró no encontró más que una mujer ya entrada en años, ancha, ventruda, de color de café, en chanclos, con un pañuelo de algodón descolorido atado en la cabeza y un cigarro en la boca. Estaba sentada en un cráneo de buey; y al propio tiempo que sorbía en una «bombilla» el líquido verde de la yerba en una calabaza de pico retorcido, arrojaba por las ventanas de su nariz chata dos columnas de humo de tabaco negro.

El teniente se apeó, apartando los mastines con la vaina del sable. Echóse hacia atrás el ala del sombrero, y saludó entre dientes, risueño.

—¡Güenas se las dea Dios y la virgen santísima! —gritó la criolla vieja, como si lo hubiese oído. ¿Cómo le va yendo? Dentre a descansar… y a tomar un mate si es de su gusto…

Cuaró se detuvo a pocos pasos, y después de excusarse, preguntó:

—¿No pasó por el bajo la gente del Iguá, ayer de tardecita, mama?

—Nenguna vide. A la cuenta, si cruzó, jue de noche.

Movió el teniente la cabeza con aire de duda, y miró a todos lados caviloso.

Luego, dijo bajito, rascándose una oreja:

—Mama, si tenés yerba dame un puñado… ¿querés?

—¡Bien haiga el hombre de Dios!… ¡Sinforiana! Traile dos «cebaduras» a este bendito…

Presta y lista anduvo una moza de mucha pulpa, que en el interior se agitaba; y la que, entrándose en la cocina trajo una guampa de vaca que llenó de yerba—mate «misionera» hasta la boca, cubriendo ésta con un pedazo de trapo bien atado.

Luego se la alcanzó al teniente, diciendo con su sequedad criolla:

—¡Que le aproveche!

No pudo menos Cuaró de sonreírse otra vez; acordándose sin duda que, cuando muchacho, tomaba «mate» en la tribu en comunidad, sirviendo de depósito una guampa de regulares proporciones que íbase pasando de mano en mano, hasta que habíase absorbido la última gota del brebaje.

Miróla pues, con cierto aire cariñoso; y a la moza con gratitud. Fuese enseguida al barril del agua, hundió un botijo de barro en el fondo y bebió sin un gorgorito. Limpiése los labios con el reverso de la manga, y dando las gracias saltó en su caballo sin tocar el estribo de palo, y marchóse.

Poco hubo de galopar para reunirse a sus compañeros. Estos, después de un ligero trote habían echado pie a tierra, y esperábanlo fumando junto a unas piedras, al resguardo del viento.

Inmediatamente continuaron la travesía; entrándose en un monte, algunas horas después, en busca del reposo necesario.

Empezaba para Luis María una verdadera odisea, —la vida de aventuras y peligros cuya crudeza no se había imaginado: de las «cuchillas» al bosque, de los bosques a la «cuchilla», marchas forzadas, ejercicio permanente de centauro, acechos y vigilancia continua en el estero, en el bañado, en la loma, en los árboles más altos del monte, en la «picada» siniestra, en el vado secreto, en el potril ignorado, —siempre en movimiento, robándose horas al sueño y satisfacciones al apetito en una lucha constante con los hombres y las fuerzas ciegas de la naturaleza. ¡A todo esto obligaban los tiempos a los patriotas, y preciso era resignarse!

Capítulo 14. Vida cimarrona

En esos años ingratos, los conquistadores se complacían en justificar ese título pesando sobre el país de una manera despiadada, a pesar de las declaraciones honestas y liberales en la forma, del Barón de la Laguna. Decirse puede con rigorosa verdad, que muy pocas invasiones llevaron tan adelante las consecuencias de la lógica de la fuerza, como esta invasión brutal, nefasta y corruptora que se desbordó desde las fronteras hasta Montevideo arrasándolo todo con una masa de cerca de diez mil hombres aguerridos, para suplantar luego las matanzas de la guerra con el despojo, la confiscación inicua, la violación, la persecución a muerte y las prácticas del vasallaje; confiados ya también los que así procedían de que, eliminado el caudillo prepotente, habían desaparecido con los males de actualidad todos los temores de futuro. Ante esa conciencia del estado mísero de la sociabilidad uruguaya —sin alientos para sacudir el enorme peso de extranjeros tan rapaces por instintos como crueles por hábitos licenciosos—, los nuevos tercios dominadores implantaron el sistema de apoderarse de las haciendas de los departamentos limítrofes, arreándolas en grandes cantidades al territorio de Río Grande; de imponer tributos de todo género al pueblo sumiso; y aun de atentar frecuentemente a la paz de los hogares sellando su paso con actos de triste deshonor. Los co—partícipes de este género de vida «sobre el país», que habían recibido títulos y honores, parecían hallar mejor que el de Artigas un gobierno así; los débiles recogidos en la oscuridad y el silencio echaban por el contrario de menos al vencido de Catalán, terrible aun en la derrota, defensor indomable de su tierra; y los valientes buscaban en los bosques o en la ribera opuesta un refugio para agitarse febriles, a la espera de la hora en que se reiniciara la pelea.

Más que los idos, eran sin embargo los que habitaban en los montes desahogando en aventuras y encuentros parciales sus grandes odios patrióticos. Oficiales, soldados, a veces pequeñas partidas de continentales, solían desaparecer en las encrucijadas de las sierras o al vadear de un arroyo, ya a manos de los «matreros», ya tras de un ataque imprevisto de la hueste charrúa; la que como el yaguareté astuto y furtivo enseñaba silenciosa el colmillo entre las matas y masiegas gigantescas a la orilla de los ríos —recordando ser siempre la dueña de las selvas así como eran sus caciques los más astutos baqueanos del terreno. Estos hechos aislados no inquietaban a los dominadores: muy ajenos de pensar que a la lanza ya rota de Artigas debía suceder lógica y fatalmente el sable de Sarandí.

Imperaban así sin desconfianzas ni recelos, aumentando de día en día sus violencias y exacciones; desde la imposición monetaria del «vinten», del «reis» y de la «pataca», hasta la del «diezmo» en las «cuatropeas»; sustituyendo una esclavitud por otras peores en la clase baja, cuya vía crucis comenzaba en los lúgubres patios del «caserío de los negros» para concluir en el fondo de los cuarteles o en los saladeros de Río Grande; e implantando en las campañas por medios inicuos un sistema de tiranía, propio a devastar zona por zona, como si hubiese sido el intento evitar que en esa tierra desolada volviese a crecer más la hierba.

Alejábanse con este motivo de su ciudad natal los hombres de conciencia, quienes desde el sexto año del siglo venían sintiendo cada vez más creciente el ruido de los sables y el tronar de los cañones, aun en los cortos días de paz, como en toda plaza fuerte; y visto también tremolar y alternarse en sus almenas, entre el humo de la pólvora, en medio de músicas marciales y de himnos cantados en idiomas diferentes, banderas españolas, británicas, argentinas, orientales, portuguesas y brasileras como si el viejo real de San Felipe escondiera detrás de su coraza de granito la llave de un Eldorado prodigioso, tesoro de los indomables nativos y codicia de los ejércitos aventureros.

Los que buscaban refugio en los montes no quedaban exentos de peligro.

En cambio de dominadores implacables, de espías y de infidentes, a trueque de persecuciones tenaces, de impuestos excesivos, de vasallaje servil y de contingente de sangre en las milicias auxiliares, otro género de azares y de violentas vicisitudes aguardaban a los hombres de acción en el seno de los bosques.

Las simples perspectivas de la vida errante con su cortejo de miserias, privaciones y tristezas infinitas lejos de todo centro y de todo goce, constituían ya de por sí un grande horizonte negro, tan sólo comparable con el cortinaje de la selva a media noche. Lo incierto de su destino tenía algo de armónico con los dramas ignorados y el misterio del bosque. Entraban en sus recónditos y escondrijos, a través de profundas malezas; sabiendo que al perturbar su soledad salvaje había de bramar celoso el tigre, roncar el puma, gruñir el «carpincho» y acumularse en círculo siniestro los perros montaraces como olfateando buena presa. Sabían también que con esas alimañas hacía vida común otra bestia temible acosada por la insania de los hombres y puesta al nivel de la fiera, como efecto lógico del rigor te la pena y del trabajo esclavo; menos libre que el mono y el coatí, con la piel sajada por el hierro de la afrenta, descalzo y desnudo, sin un rayo de luz bajo su cráneo hendido ni un afecto dulce en su pecho lacerado, el ojo ardiendo al calor de los instintos brutales, las narices como hornallas trémulas y olfateantes lo mismo que las del venado perseguido por los tiros de «laques», y el ánimo avieso, capaz sin embargo del hecho digno y heroico por la existencia libre. Y después del negro cimarrón y de las luchas con la alimaña, el aislamiento dentro, la acechanza fuera, el rastreo a toda llora, la escaramuza permanente; plena actividad malgastada en la plenitud fisiológica y en el vigor de juventud, consecuentes consigo mismos, leales; al instinto, firmes en la acción, bravos en la pelea, duros en la venganza, estoicos en la muerte.

Cuando ese refugio de que hablamos era buscado tras una persecución tenaz de ocho o diez contra uno, y llegaba a cansársele el caballo al perseguido, antes que él hubiese concluido el trayecto a recorrer y puéstose encima del bosque que debía servirle de asilo, el gaucho altive moría en desigual pelea, o continuaba su marcha a pie hasta donde alcanzaban sus fuerzas. El ojo, el brazo y la astucia desempeñaban una función importante. El gaucho que veía languidecer por grados y caérsele las orejas a su cabalgadura, que no salía ya del trote a pesar del rebenque y de la «nazarena», sentía el frío del desaliento si en los contornos que su vista dominaba no distinguía siquiera algún follaje espeso —generoso protector del ave, de la fiera y del hombre desvalido. Habituado desde niño a los lomos equinos, al punto de formar como una parte integrante del corcel que con él voló siempre de una a otra zona en alas del «pampero», érale humillante y penoso encontrarse de improviso a pie. Y, entonces, mucho más que ahora —porque no existían la cerca de alambre, ni el centro agrícola, ni la cabaña de cruzas, ni los transportes perfeccionados, —sino el campo libre sin trabas ni obstáculos, el pastoreo primitivo a la inclemencia, con las procreaciones al acaso, y la «carreta» como único vehículo de transporte. En medio de tales circunstancias, el «pajonal», la sierra o el monte constituían el refugio, —la lucernita del cuento perdida en la noche, —para el que se quedaba sin caballo en las soledades. Aunque reacio para peón, por sus mismos excepcionales hábitos, el gaucho, que había fortalecido sus miembros domando potros, y que al apearse ponía sus piernas en arco para no hincarse con las espuelas, reconocía en su conflicto que ellas no servían solamente para oprimir vigorosas los flancos de un «redomón», sino que eran también bastantes robustas para conducirlo al escondrijo seguro aunque estuviese lejano, lleno de abrojos y de pinchos, y nutrido de alimañas. Caminaba al principio como entumecido, a pesar de haberse quitado las rodajas, colocando aquí y acullá la planta lo mismo que sienta un bisulco enfermo la pezuña; y creíase «boleado» según su expresión pintoresca, al trepar los barrancos y hundirse en las malezas hasta el cuello. Pero, al fin aquellas piernas adquirían flexibilidad y ponían en juego el vigor extraordinario que les había dado la costumbre del caballo; al extremo de que, el gaucho en estas condiciones, derribaba a pie firme a un toro de las astas, o aguardaba sereno «vichará» al brazo y puñal en mano el salto terrible del yaguareté.

Ya en el monte, examinaba día a día atentamente las entradas y salidas, las «picadas» si existían algunas, o los «potreros» en caso de haberlos, las sendas diminutas en su anchura, cuanto serpentales y prolongadas en su largo que bifurcaban y trifurcaban en todas direcciones; sendas no menos trabajadas que las de la hormiga por el capibara, el «aguará», la nutria, el coatí, el «tucutucu» o por diversas aves de monte. De este estudio sagaz y minucioso, no excluía los senderos abiertos por el ganado bravío, que figuraban en el mapa intrincado del bosque como grandes arterias de comunicación, entre la orilla de éste y la ribera o escarpa del río. Tampoco los boscajes infinitos, cubiertos de enormes gusaneras, ni las cuevas hondas de la barranca ocultas por los árboles que pudiesen servir de moradas al tigre o al perro cimarrón. Receloso y previsor, levantaba obstáculos en esos caminos secretos, haciendo uso de los troncos y de las ramas, de manera que llegara a formarse una barrera insuperable por el vicio de la vegetación arbórea ayudada de las plantas parásitas, enredaderas de campánulas azules y claveles del aire. Si era preciso, abría nuevas vías a fuerza de daga o de «facón» o de sable, para desviar o torcer las antiguas según sus planes; ya para proporcionarse él mismo las ventajas que el terreno ofrecía, y acostumbrar su caballo a un rumbo fijo. Herbolario por instinto, observaba pastos y «yuyos», medicinales y alimenticios. Escribía signos especiales en los troncos de árboles determinados, para guiarse; sin hacha ni sierra, derribaba algunos para cruzarlos de ante—mural donde lo creía útil, y con la misma arma que desempeñaba el oficio de aquellas herramientas y el del pico y la azada, cavaba el suelo para encender su fogón.

El «matrero» ingeniábase siempre, en todas las circunstancias difíciles de su existencia azarosa, los medios de proveer a sus necesidades y de resolver sus crisis y conflictos entregado a sus solas fuerzas. Si sufría males internos, suplían bien a ciertos medicamentos la «marcela», la zarzaparrilla, la salvia, la malva, el tártago, el cardo—santo; —si padecía de la vista, curábase con yenda de lagarto. Hacíase el corte del cabello, cuando lo creía conveniente, a filo de cuchillo; en la forma misma empleada para retarcar colas y crines de «fletes» estimados. Aplicaba a las, úlceras la «yerba de la piedra». Los baños en aguas cristalinas, y de cierta virtud medicinal, mantenían su cuerpo en condiciones higiénicas; siendo de admirar frecuentemente en el organismo de estos hombres la fortaleza primero; y, luego, la blancura admirable, casi transparente de su piel. En muchos de ellos, como prueba inconcusa de origen puro, señalabánseles en el tronco las venillas azuladas como vetas de delicado pincel en un jarrón de porcelana. En sus pies pequeños y perfectamente modelados, a pesar del uso de la bota de potro y de las grandes «lloronas», las dolencias pasajeras eran pocos comunes. A su modo, el «matrero» cuidaba bien de su persona, así como de su noble compañero, el caballo. Atendíalo con cariño, ya se tratase de la cojera, de la manquera, del haba, del casco, de las lesiones hechas por el lomillo, de las heridas o de sus males peculiares. Era flebotomiano, cirujano, pedicuro, rapador, saca—muelas, veterinario, todo por instinto, por necesidad o por experiencia; buscando con mano segura en la naturaleza agreste los recursos reclamados en cada caso, sin equivocarse fácilmente en la elección. Aun para las enfermedades que revisten formas y caracteres de cronicidad —procurábase medios eficaces de atenuación empleando el buche de «ñandú», la zarza, la cepa, el «guaycurú» y el «cambará».

En sus ignorados escondrijos, la astucia presidía la vida, imitando en sus menores inventos a veces, la misma aparente ceguedad del topo o del «tucutucu», cuando no la viveza del zorro, la previsión de la nutria o la sagacidad del teru para ocultar el lugar de su nido. Algunos boscajes, dentro de la gran vegetación nutrida y al parecer sin otros senderos que los del «carpincho», el «aguará» y el coatí, servían comúnmente de misteriosas cortinas a la madriguera. Allí construía su pequeño rancho o su tienda compuesta de varas en triángulo revestidas de pieles, próximo al ribazo, de modo que él pudiera escurrirse hasta las aguas y azotarse a nado en caso de peligro con idéntica facilidad a la del «carpincho»; o treparse a los árboles altos y quedarse inmóvil cerca de su copa en la silenciosa posición del «ñacurutú» —todo ojos fosfóricos, y todo orejas.

Conocía así las maderas por su clasificación indígena, y desde luego todos los árboles que le prestaban sombra y amparo; las cortezas, las raíces, las hierbas útiles o nocivas, los pastos convenientes a sus caballos, las «aguadas» buenas, los «tembladerales» de los terrenos bajos adyacentes al río y los frutos silvestres que podrían entretener sus hambres en las horas de angustia.

Encuadrado en la naturaleza virgen del suelo, sin rey ni ley, sin dominar con la mirada más que perspectivas agrestes, este tipo especial de nuestra sociabilidad embrionaria endurecía su fibra bajo el sol del desierto, —que tal era entonces el despoblado—, adquiriendo ante las fuerzas ciegas del médium en que se agitaba esa conciencia de independencia individual y poder propio que desenvolvía en la lucha, tenaz y bravo, sin abdicar jamás en absoluto de lo que él creía su derecho. El clima que nutría el germen del guayabo, del «yatay» y del ombú para alzarlos muy altos de modo que sus copas recibiesen y soportasen el empuje del «pampero», era natural que diera vida también y la misma indómita energía, al hombre que debía ocupar la escena y reemplazar gradualmente con sus soberbias heroicas las proezas salvajes de la tribu. En esa evolución, el chiripá marcaba un punto de progreso sobre el «quiapí». La lanza sustituía la bola charrúa. Los profundos amores del pago más egoístas y conscientes, y una concepción de la patria menos oscura que la pasión sensual por la tierra —fanatismo ciego del bárbaro— establecían una línea divisoria entre las tendencias del aduar o la toldería, y los impulsos definidos de los criollos. Por eso, mientras la tribu salvaje continuaba en el mismo ser a pesar de los siglos transcurridos, limitándose a mudar de campo cuando le convenía, sin preocuparse de la sociabilidad nueva que iba desenvolviéndose a su alrededor, —siempre indómita y cerril—, los criollos, los zambos, los cambujos y aun los negros obluctaban dentro de la misma esfera de actividad hacia el cambio, contaminados por la fiebre revolucionaria y obedeciendo espontáneamente a las corrientes de la nueva vida.

Un ejército aventurero seguía a otro en la posesión del territorio; y, en tanto el cacique charrúa continuaba moviéndose de aquí para allá reacio a toda obediencia pasiva, irritándose únicamente cuando lo amenazaban de cerca, lo mismo que se irrita el toro a quien se pretende castigar fuera del rodeo, —los mestizos o «tupamaros» con una conciencia formada de su poder y de su derecho, refugiábanse en los montes buscando la cohesión por afinidades reales, a la espera de la lucha. Sin embargo de todo esto, la tribu salvaje y la hueste semi—bárbara concurrían por medios diversos a arraigar en el conjunto el mismo sentimiento de independencia individual y local. El del cacique era hijo de la soberanía del desierto; el del caudillo, del prestigio del pago, en consorcio con la soberbia. Y fue del seno de los bosques en los tiempos aciagos, que surgieron los caudillos más valientes, de la propia hechura del «matrero», como exceso de savia de una naturaleza pródiga que daba el valor a los hombres en la misma medida que la audacia, por motivo igual que daba dureza y gigantesca talla al ombú, al guayabo y al «yatay». ¡Eran todos frutos del clima, y prole del «pampero»!

Decíamos que el tipo errante se identificaba en cierto modo con la naturaleza virgen y que era el suyo, propiamente, el aliento de las soledades. Debemos agregar ahora, que, estaba lejos de ser en la mayoría de los casos un «cuatrero», un contrabandista o un delincuente común sujeto a serias responsabilidades penales: hombres honestos y laboriosos veíanse obligados a sobrellevar esa vida, ya porque los odios de pago no les permitían mantenerse en sus hogares, ya porque la persecución oficial colocábalos en el mismo extremo de abandonar por tiempo indefinido familias e intereses, no quedando al fin de sus bienes en la ausencia, casi siempre, sino «taperas» y campos desolados. Estos hombres constituían centros o núcleos en sus asilos agrestes, recibían auxilios y recursos de los vecindarios y proporcionábanse aquellos cortos goces que el principio de asociación podía ofrecerles en su aislamiento. Organizaban hábilmente, como conocedores del terreno, sus empresas y expediciones; todos para uno, agrupábalos valientes el peligro, combatían con espíritu de cuerpo y vencían muchas veces, exponiéndose en luchas desventajosas cuyo éxito dependía de la intrepidez y de la audacia. Las partidas exploradoras sabían no obstante a qué atenerse, aun cuando consiguieran el triunfo en este género de combates oscuros. De ahí que se pasaran largos días tranquilos, en una como existencia contemplativa, endulzándose las horas con el juego, la guitarra, el canto y el baile cuando la oportunidad se ofrecía y no había de apagar los candiles de éste, en alguna población solitaria, el asalto imprevisto de la tropa. A la música ora alegre o melancólica de aquel instrumento hecho nacional, servía de letra en décimas o quintillas la inspiración nativa. El numen poético se excitaba fácilmente ante los cuadros y espectáculos de cada día; la materia prima, la fuente originaria de la trova sentimental o de los asonantes de gracia, estaba en la imaginación ardorosa y vivaz de los que asimilaban, asociaban, comparaban y diluían pensamientos, y aun sentencias verdaderas, en presencia de las fuerzas ciegas y de las pasiones palpitantes del desierto. Por eso, en las cántigas criollas entonadas entre flores de ceibo y de chirimoyo, agrestes y viriles, o nacidas a la sombra del coronilla o del «quebracho rojo» —tales cuales nacen y se elevan las guías del clavel del aire—, nótase algo del concierto de la selva, ecos de cardenal y de calandria confundidos con rumor de hojas. Las cuerdas de la guitarra al gemir, bien simulaban el estridular de élitros. El sentimiento estético del «matrero» bajo esa faz, estaba en relación con las impresiones del medio ambiente; y el vuelo de sus ideales no iba más allá de las parásitas que, después de acariciar las copas de los grandes vegetales, asomaban tímidamente uno que otro extremo de sus guías por encima de aquellas —como una muestra de la feracidad del suelo y de la bondad del clima. Estas estrofas de trovador de pago o de bardo errante, repetidas de monte en monte y de sierra en serrezuela, debían sin embargo dar el tono y el aire original a la poesía patriótica. Cantábase al amor y a la patria por arranque espontáneo, como si esos dos sentimientos elevados se resumiesen en un solo ideal y constituyeran a falta de ideas maduras, la base de la iniciativa y la causa ocasional del esfuerzo en todo sacrificio. Verdad era que los hombres de que hablamos vivían de instintos y de pasiones, llevadas casi siempre al fanatismo; pero, en los tiempos de lucha, son las pasiones y los instintos generosos los que abren el camino a las ideas. Eran también esas propensiones originarias y esos impulsos irreductibles hacia el cambio, los que debían acentuar la índole y el espíritu de una sociabilidad nueva. Poeta y cantor a su manera, el «matrero» con el oído a todos los sones dulces de la floresta, atento al ritmo de las ramas y de las aguas, en constante diálogo con la naturaleza que lo rodeaba por doquiera con sus halagos silvestres, al alzar sus cántigas de regocijo o de tristeza levantaba la nota de sus ensueños, —la expresión de sus anhelos íntimos —en contraste aparente con sus actos de violencia, su vida de aventuras y la crueldad de su valor vencedor en medio de románticos denuedos. Esos desahogos poéticos con la flor en los labios y la mirada errabunda, denunciaban con la pasión por la tierra lo incierto de su destino. Amaban una existencia libre que tuviese alguna semejanza con aquella de los bosques; de ahí sus fierezas, más que desobediencias calculadas.

Reunidos cinco o seis donde la suerte los acercaba, el vínculo de la fraternidad en la desgracia hacía el resto. Establecían un centro común. Daban al albergue el ensanche necesario, subdividiéndolo a veces; dividían con equidad el trabajo, asignándose cada uno por sí mismo las funciones propias a su peculiar destreza; su mesa redonda era un solo vivac, a cuya llama retemplaban sus cuerpos en los días fríos —si vivac pudiera llamarse un hogar encendido debajo de tierra, con espacio suficiente el agujero para contener un buen número de troncos en fragmentos, de modo que sirviese de cocina de estufa. Esa abertura se cubría con ramas gruesas, que a su vez hacían el oficio de trébedes y sustentaban la olla o la caldera, precaviéndose así que el resplandor denunciase desde lejos el lugar del asilo. Estas tertulias se amenizaban con relatos de amoríos y de guerras, alternados con conciertos de guitarra y canto. Allí entre los ceibos de acorchada madera y encendidas flores, espinosos «talas», sombríos «mataojos» y «blanquillos», en cuyas ramas se mantenían inmóviles el lechuzón y la coruja, como atraídos por los acordes y las voces, reproducíanse en toda su originalidad muy diversas escenas de la vida criolla. El mate—cimarrón cerca del fuego, a cualquier hora, en círculo, hasta que la yerba perdía el gusto y el color —pasándose de mano en mano la calabaza como un objeto precioso que encerrase el secreto de la alegría; el asado con cuero, el matambre o el sabroso costillar desnudo ensartado en una baqueta de tercerola o en un tronco aguzado, a un lado del fuego, de modo que goteando se dorase al calor lento sin perder la esencia de su pringue y de su jugo; el «pericón» improvisado, simulándose con los pañuelos la asistencia de las compañeras, a pocos pasos del fogón, adunándose al tañer de las guitarras el chis—chás de las espuelas; el juego, de la «taba» en animado y ruidoso grupo, interesándose con fragmentos de tabaco en rollo o cigarros la partida; el recitado, los cantos de los «payadores», en disputa sobre la mayor o menor habilidad de cada uno para improvisar, fuese por «cifra» o de otra manera; la matanza de la res brava dentro del potril o en la orilla del monte, en su caso, cogida a «lazo» por la cornamenta o a «pial», o con un tiro de «boleadoras»; la domadura de potros en la zona despejada, cuando era amplia, y el adiestramiento de los mismos ya domesticados, para la vida del monte —en cuyos ejercicios sufrían duras lecciones la cabeza, las narices y los lomos de los nobles animales: estos y otros cuadros originales y pintorescos desenvolvíanse y pasaban como en un diorama a través del follaje en el misterio de la selva.

No obstante, no todos los matreros se asociaban en comunidad y construían sus toscas habitaciones, poniendo en juego los recursos de su ingenio. Los había también solitarios, chúcaros y sin hábitos de trabajo, aun para proporcionarse algunas comodidades pasajeras. En esto mismo, el «matrero» de tales aptitudes copiaba a la naturaleza, buscando buenos modelos.

En las selvas de otras regiones más cercanas al trópico, vive un pájaro de un plumaje azul sombrío, de un canto hermoso de diversos tonos, llamado «Morajú»; el cual nunca fabrica nido, ni se preocupa de dar de comer a sus hijuelos. La hembra aova generalmente en los nidos de las «cachilas», si los hay próximos, y si no, en otros de los que se denominan «rastreros». Las piadosas «cachilas» alimentan a los pichones grandes y voraces, aun cuando no han salido de sus huevos, adoptándolos así amantes, como miembros de sus pequeñas familias.

Bajo nuestro clima, críase otra ave de color negro tornasolado, cuyo canto dulce cautiva, y que como el «Morajú» no construye vivienda. Su compañera busca siempre aovar en el nido de las «horneras», sin duda más abrigado y sólido que el de otras avecillas, aunque no tenga su puerta o entrada hacia donde nace el sol. Ese pájaro es el tordo —el «Morajú» de los bosques paraguayos y correntinos. Cuando le es forzoso violar el domicilio y sustentarse en él, no encontrando en las «horneras» la amistosa tolerancia que la viscacha, el zorro y el hurón dispensan a las lechuzas en sus cuevas, hace uso de sus garras y agudo pico hasta usurpar al propietario la pacífica posesión de su domicilio.

Algo parecido hacía el «matrero» de la clase a que nos referimos. No construía. Buscaba en cambio su albergue en sitios a cubierto, preparados por las bestias a fuerza de instinto, de garra y de tesón. Acechaba y perseguía al puma y al tigre, cuyas cuevas o cavernas le interesaban por la situación topográfica y el secreto del escondite. En lucha con una u otra alimaña, y merced al «lazo» o al trabuco, concluía por vencerlas; ocupaba entonces la guarida, mejorándola en parte; y en ella veía transcurrir sus horas solitarias. Este sub—género o variedad del tipo, arisco, indómito, con propensiones naturales al delito por herencia y cuya crueldad de instintos no se diferenciaba mucho de la índole feroz de otros habitantes inferiores del monte, era como el fantasma negro de los vecindarios pacíficos por su perversidad y osadía. Reacio al avenimiento con los «matreros» de buen origen, buscaba sus iguales, o vivía solo en madrigueras desconocidas, en lucha constante con los elementos y los hombres. Verdad que estos montaraces replegábanse como las fieras a lugares muy apartados, convencidos de que los que «por necesidad» llevaban su existencia, eran también sus enemigos y no les toleraban cerca, acosándoles con el mismo rigor que a aquellas. Los «matreros» de esa índole, eran los menos: criminales comunes y desertores de la tropa de línea extranjera, sobre los cuales pesaba una condenación a muerte. Empedernidos e inabordables, la bestialidad de sus actos los hacía odiosos, al punto de que todos se armaban contra ellos —colocándolos al nivel de los perros cimarrones. Dábanles albergue los montes al norte del Negro, inexplorados y siniestros. El «sombra del toro» y el «guabiyú» servían de techo a sus guaridas; hacían sus salidas sigilosas para avanzar las poblaciones por la noche; mataban a veces «por lujo», como una proeza indispensable a su renombre sin fijarse en edad, ni sexo; volteaban las reses al solo objeto en ocasiones de arrancarles las lenguas o de cortar la parte del costillar de arriba, según estilo del salvaje, dejando el resto de las carnes para festín de los pumas; derribaban las palmeras más enhiestas por el solo placer de comerse los cogollos tiernos, y cruzaban luego los troncos por delante de los senderos del interior del monte, a fin de que en ellos se aglomerasen las parásitas en enormes trenzas de guías y cubriesen los claros importunos. No pocos de estos hombres enseñaban en sus cuerpos multitud de cicatrices, huellas indelebles de bala, de lanza, de «facón» y aun de garras de yaguareté —signos inequívocos de su valor y tabla irrecusable de sus anales sombríos. Ya uno, dejado como muerto con seis u ocho heridas, después de un combate desesperado, habíase arrastrado hasta el monte envuelto en un sudario de sangre; ora aquel, había burlado a su enemigo merced al nudo del pañuelo que llevaba ceñido al pescuezo, cuando en la noche oscura y dentro de un pajonal silbando todavía las balas, pasóle rápido el cuchillo por la garganta; ya el otro, que había sido fusilado sin proceso ni sentencia en una tarde de invierno por un destacamento que sólo a eso se detuvo en su marcha precipitada, a la orilla de un barranco, recibiendo en pos de la descarga un culatazo que dio con su cuerpo en el fondo, tuvo en noche cruda por ángel y amparo una mujer que con ayuda de otras lo arrastró hasta su rancho, casi moribundo… ¡Lúgubres historias las de estos seres deformes, que más tarde solían sucumbir como héroes en lucha santa confundidos en la hueste batalladora, sin haber perdido uno solo de sus instintos indomables!

Inicióse para Luis María, ya que no para Cuaró, un nuevo género de aventuras y una existencia —de cuyo fondo y detalles hemos dado una síntesis, poniendo de relieve sus formas más interesantes— en un monte escondido por las asperezas del terreno, flanqueado a intervalos por valles húmedos con su manto de cortaderas y «caraguataes» y sus legiones de pastos salvajes. Una serie de cerrillos coronaba el lado opuesto sirviendo de ante—mural al monte, de cuyas cumbres en medio de sepulcral silencio bajaban rodando a ciertas lloras con estrépito enormes pedruscos basta reunirse con las que en el bajo formaban como una barrera. Las aguas de las vertientes desviándose en parte, corrían a lo largo de aquella cadena de rocas y por hondas sajaduras bordeadas de arbustos espinosos, iban a engrosar el cauce del fuerte arroyo —oculto por grandes festones de vegetación indígena. Hacia el centro, al comienzo de un valle, el monte espeso y nutrido se dilataba en el terreno firme, alejándose un centenar de metros de la cuenca. Dos «picadas» estrechas, obras exclusivas del ganado vacuno, conducían a la orilla, en culebreo entre los «talas», «blanquillos» y «mataojos»; un sitio descubierto encima casi del ribazo, del que apenas lo separaba una línea de árboles juntos y enredados por sus ramas en gruesas redes, constituía como un potril de pastos de engorde, por lo que sin duda los novillos habían abierto un sendero corto, ligándolo con la primera «picada». Allí fue donde creyó Cuaró debían instalarse por algunos días, hasta adquirir noticias. Al efecto, improvisaron con grandes gajos y pieles su alojamiento, poniendo en ello Esteban toda su práctica e ingenio. Los lugares escogidos no podían ser más apropiados para evitar toda sorpresa; y siéndoles muy agradable darse alguna semana de reposo, tomaron posesión del sitio o escondrijo con la mayor tranquilidad de espíritu. En la noche de ese día se durmieron tan profundamente, que sus cuerpos presentaban la inmovilidad de los troncos. Cuando Luis María abrió los ojos, el sol bañaba el «potrero» con intenso resplandor.

Ese y otros días fueron de faena y de excursiones, dándose recién entonces Berón exacta cuenta, de lo que era en todo su colorido la agitada vida del «matrero». Poco sin embargo, habría sido pasar semanas y aun meses, —como llegaron a transcurrir—, sin otra morada que el bosque; si el peligro no hubiese venido a comprometer seriamente más de una vez la situación de sus huéspedes. La vigilancia, desde el principio, llegó a ser para ellos una segunda actividad fatigosa. Durante el día recorrían determinada zona, en los contornos, recogiendo datos en los ranchos, —casi siempre vagos y oscuros. De cuando en cuando los vecinos pacíficos, comúnmente hombres y mujeres viejos, deciánles que habían visto cruzar partidas armadas; y que se precaviesen… Por la noche, alternábanse en el acecho hasta cierta hora, ya en lo alto de un «molle», ya en la intersección de los senderos; y cuidaban de apagar temprano el fogón encendido bajo el nivel del suelo, a media vara de profundidad por lo menos, de modo que su claridad no fuese percibida a la distancia.

A algunas cuadras del monte, y en sitios donde el terreno presentaba menos escabrosidades, y sólo una sucesión de «cuchillas» poco rugosas, existía el rancho de Ladislao, —un «matrero» que lo habitaba por horas, y por días a veces, retirándose luego al bosque con su mujer Mercedes. En oportunidades de encontrarse los dos en aquella choza mísera, —sin otros accesorios que una huerta raquítica, un árbol descuidado y una enramada pequeña en esqueleto—, Luis María y Cuaró se habían acercado y conversado con ellos. Ladislao era un mocetón del pago, y por lo mismo baqueano y experto. De sus reducidos bienes, quedábanle únicamente algunas yeguas ariscas, pocas docenas de ovejas y una piara de cerdos, sueltos y casi cimarrones, por falta de cuidado. Lo demás, había sido consumido o arrebatado por portugueses y brasileros en menos de un año. Contóles Ladislao sus trabajos, y las causas que tenía para buscar con tanta frecuencia refugio en el monte. Había sido de los últimos en dejar a Artigas, y de los primeros en no plegarse a Frutos, cuando éste se adhirió a la causa de los vencedores. Purgaba esta falta hacía tiempo, viviendo a salto de mata; pues, aunque durante meses habían como olvidado aquel pago las partidas, recomenzaban ahora a cruzar sin miedo, echando mano de lo que veían, a su antojo. Según decían, traían también orden de «arrear» con todos los «vagos y matreros» hasta el campamento de Frutos; y, con particularidad, a aquellos que no lo habían seguido.

Como estas entrevistas con Ladislao solían renovarse con bastante frecuencia, supo por él otra tarde Luis María, que don Leonardo de Olivera había disuelto su gente en el río Negro, y sometídose a la autoridad de Lecor; y que esta noticia la tenía por conducto de un portugués Pontecorbo, quien en busca de cueros y cerdas, llegábase muchas veces a su rancho, en camino para la villa de San Pedro. Afirmaba el sujeto ese, que, en marchas forzadas Álvarez de Olivera, rumbos al Negro en busca del revolucionario don Manuel Durán que por esos pagos merodeaba con un grupo de hombres mal armados, había realizado al fin la junción con éste en el Durazno; y, que, después de mantenerse firmes largos días, sin permitir que se apartasen mucho de su campo los destacamentos de Lecor, habían concluido por «largar la gente», dando así lugar a que las partidas pudieran atravesar con seguridad por todos los distritos.

Aunque de origen sospechoso, no dejó de impresionar al joven patriota la noticia. ¿Era posible que hubiera cesado ya toda resistencia, cuando empezaba recién él a pelear y a ungirse en el sacrificio, a probar su amor por la redención de su tierra, y a sufrir los rigores que todo ideal impone a quien le rinde ferviente culto y anhela convertirle en una realidad luminosa? ¡No debía aquello ser cierto!… Salvo que algunos, que no alcanzaban a la talla de los que con él se habían batido, hubiesen entregado la patria al extranjero en cambio de un título de conde o de marqués, ya que no de una orden cualquiera pensionada. En sus puros ensueños de juventud, figurábase todo esto como una monstruosidad. ¡Mientras que él había abandonado con el cariño de los suyos las comodidades del hogar y las esperanzas de un porvenir risueño, para exponer la vida en los combates o arrastrarla luego en tristes peregrinaciones, —sin el pobre consuelo de ser comprendido y estimado—, otros que sólo se agitaban para la adulación cortesana y la intriga, vendían al «vil precio de la necesidad» o de sus febriles ambiciones, con su honra y su prestigio, la gloriosa herencia de una generación valiente! Eso hería sus elevados sentimientos, y no tenía cabida en su criterio lúcido. No sabía cómo pensarían sus compañeros; pero, probablemente sería lo mismo. Por un fenómeno natural en los temperamentos fuertes, nacidos para la lucha, sintióse con más ánimo —aun en medio de la duda— para perseverar en la empresa; solo, sin ayuda de poderosos, con esa fe profunda que no desmaya aun cuando cien hostilidades reunidas se opongan al intento. ¿Qué importaban los triunfos efímeros de las malas causas ante esa fibra que resiste a todos los halagos y seducciones, como una protesta viril contra la cobardía y la traición? Al vibrar en su propio ser, bien sabía él que su dureza era natural en los que habían visto la luz bajo el mismo clima. Entonces su ideal era robusto como un ombú, porque era el ensueño del pago y la aspiración común de su tierra: —la libertad, en hombros de la soberbia nativa. ¡El porvenir pertenecía a los fuertes!

Así pensando, sentado en un tronco caído, la tarde misma en que tales noticias recibiera; mientras Cuaró ensartaba en el asador un trozo de vaquillona, y el liberto reanimaba el fuego arrimándole ramas gruesas, sorprendióle a Berón la aparición de Ladislao en la encrucijada, en donde se apeó.

Después de asegurar su tordillo negro por el cabestro de un árbol, vínose a prisa, llevóse para saludar la mano al sombrero por la nuca dando las «buenas tardes dé Dios»; y, deteniéndose a algunas varas, púsose en cuclillas sobre los talones mirando a otro lado como distraído, y dijo con calma:

—Andan a tiro de bolas los portugos, y muy entonaos… ¡No se descuide!

—¿Tan cerca?

—Parece asina…

Cuaró aproximándose, preguntóle muy grave:

—¿Qué bombeó, aparcero?

—Rabudos— dijo Ladislao, escupiendo con los labios fruncidos. Quieren venirse al humo. Cuenta Cresencio, el mozo de la estancia del Arrayán, que es baquianazo en el pago, que a cosa de la siesta estando él arrocinando un redomón, vido cruzar rumbo a las puntas una partida de lanza… De aquí a las puntas haberá dos leguas cortitas. Cresencio los bicheó de goloso; y como acampasen, se volvió de un tirón a avisarme que cuidase de la osamenta…

Por eso he venido de un galopito.

—Gracias, Ladislao. ¡Trataremos de recibirlos bien!

—Mire, amigo: —añadió el matrero, interrumpiendo a Luis María— dejé sola a la mujer en el rancho; y como quiera que las piedras rodando se juntan, me voy ya a buscarla, y de aquí a un ratito estoy de güelta con el carguero.

—Venite, y los peleamos lindo —repuso Cuaró.

—Ya mesmo. Soy baqueano en toda la costa del arroyo, dende las puntas al río… ¡Cuando enderecemos, ni el rastro! Si se ofrece, con poner cara fiera está todo listo.

Esto diciendo, Ladislao se fue.

Ladislao era un criollo de tez morena, pálido, casi lívido y ojos verdes, bien adornados de cejas y pestañas muy negras. Alto, membrudo, desenvuelto y ágil, tan gran jinete como «matrero», completaba su plenitud fisiológica una astucia de zorro y una osadía que solo da la costumbre del peligro. Mercedes, su compañera, constituía todo su consuelo; era ella quien retemplaba su fibra en la lucha cruda y hacíale amar la existencia. En las horas amargas ¿qué luz más hermosa que su cariño?

Lo duro de su destino reservábale sin embargo, esa misma tarde una prueba dolorosa…

Cuando salió de la picada, avanzaba ya el sol a su ocaso. El valle, las lomas, el monte en todas las lejanas perspectivas que la vista dominaba, aparecían desiertos. Arrimó entonces espuelas, y galopó a lo largo de la costa hacia su rancho solitario.

Capítulo 15. La mujer del martrero

Ese día, más que otras veces, se encontró mayor tiempo sola en el rancho Mercedes. Por aquellos lugares solitarios raro era el transeúnte que al galope de su caballo interrumpía la monotonía salvaje hiriendo los aires con el ruido de los cascos o con los ecos de una canción criolla. Caía el sol tras una empinada loma, al mismo tiempo que la sombra en el bajo de las manzanillas en flor, y comenzaba a elevarse de los pantanos un frío vaho de tierra que trasuda con olor de ciénaga revuelta que parecía estimular a las ranas en su concierto de voces tan semejantes a las de un teclado sonoro bajo dedos de vigorosa pulsación. Un «carancho» trazaba sus anchos círculos sobre la huerta miserable lanzando secos graznidos; algunos gavilanes permanecían inmóviles en los picachos de lodo seco de una «tapera» —como haciendo la guardia a un cordero moribundo que había concluido por caer sobre sus brazuelos junto a un cardizal marchito; y un poco más lejos —hozando vivaces el suelo blando del declive— dos o tres cerdos silvestres de cuerpo enjuto, largas crines, rabo desnudo y olor de fiera, disputábanse con ronco gruñir los deshechos de un «carpincho» y las raíces jugosas de unas matas. Del bosque cercano —casi escondido al pie de la cuchilla— surgía confuso rumor de insectos entre silbos de chingolo y comadrera charla de gallaretas, sin que nada se moviese en el misterio del follaje, ni de sus millones de átomos se descubriera un solo enjambre a lo largo de la orilla.

A esa hora, estando aún sola Mercedes, acertó a pasar por el rancho, o en derechura a él quizás vino, el portugués rubio de otros tiempos, de tránsito para la villa en donde tenía su comercio. Había realizado bastantes compras de cueros ovinos con señal o sin ella, con perjuicio de la propiedad privada y del fisco, en aquella zona de la campaña; y se volvía satisfecho a la población al paso de su cabalgadura, que se asemejaba entre las medias tintas de la tarde, con su gran carga a ambos costados en lento balanceo a un fornido dromedario.

Viendo caída la piel de toro que cubría la entrada al rancho, y a Mercedes al parecer sin compañía, experimentó una sensación fuerte; y dando con su cuerpo en tierra, condujo cerca de la enramada su caballo manco y reyuno, entrándose luego con la mayor confianza en la vivienda de la criolla.

No se sorprendió Mercedes al verle; por el contrario contestó con buenas maneras su saludo.

Ya lista para irse al monte, habíase ceñido un pañuelo de algodón en la cabeza, y unido sus extremos por debajo de la barba.

Su tez morena ligeramente encendida en las mejillas, su boca de labios oscuros pero pequeña, con dientes muy blancos, sus ojos negrillos y lucientes —un tanto provocativos— ornados por pestañas nutridas y cejas arremolinadas negras también, sus formas redondas y pie desnudo delgado y estrecho dentro de una especie de zueco de suela fina—, eran detalles que, reunidos a las circunstancias favorables del momento debían incitar los instintos torpes de Pontecorbo.

—¿No hay «mate» amargo para el forastero? —preguntó en buen castellano el portugués.

—Ya es tarde, —dijo la criolla— y el tiempo me falta. Ladislao está aguardando. De esta vez tiene que disculpar, mozo; que no hay desaire…

—Disculpada siempre está… Pero, alléguese un poco, Mercedes.

—¿Y por qué he de allegarme?… ¡No faltaba otra cosa!

La criolla, esto diciendo, púsose a reunir algunas piezas de ropa blanca y otros objetos en un poncho de «vichará», cuyos extremos ató cuidadosamente.

El mercachifle un tanto pálido e inquieto, abandonó de pronto su asiento de cabeza de buey; y después de arrojar una mirada al campo, dijo con acento meloso:

—No tengas miedo que él nada sabrá…

Mercedes volvióse rápida sin contestar, y se dirigió a la puerta; pero, Pontecorbo la cogió con fuerza de las manos, añadiendo:

—¡No te vas!

La criolla se desprendió enérgicamente, para buscar otra salida. El mercachifle levantó entonces en alto el rebenque, en son de amenaza, y la hizo permanecer inmóvil como rendida.

—¡Por favor! —murmuró Mercedes.

Él pareció ablandarse, y dijo:

Nom seyas mala. Toudo ficará entre nos!

—Procúrese eso en el pueblito. Si mi hombre lo encuentra aquí, ya habrá fandango…

—Contigo quiero bailarlo. Mira este prendedor ¿no te gusta?

Y sacándola del bolsillo, le enseñó una caja abierta.

—Guárdesela, no la preciso —repuso la criolla con desprecio.

—Has de avenirte…

—¡Que no!

Pontecorbo, perdida la paciencia, se avanzó de súbito alargando el brazo, y apretó los dedos como pinzas en el cuerpo de la mujer del «matrero», que estaba toda temblorosa.

Al sentirse asida, Mercedes se sacudió con fuerza y dio con las dos manos abiertas en el rostro de su agresor, lanzando una voz parecida a un ronquido de leona lastimada; y al retroceder, tropezó con una banqueta de madera, cayendo de espaldas en el suelo.

El golpe la dejó aturdida, casi inerte; y cesó de luchar…

Minutos después, Pontecorbo salió del rancho, mirando con temor a todas partes.

No había cerrado aún la noche, y percibíanse claros los objetos a la distancia. Tranquilo de su inspección, montó a caballo, y se marchó, guiñando el ojo hacia la puerta, con ese aire satisfecho del que habla consigo a solas después de realizar un deseo largo tiempo comprimido.

Pasados algunos momentos, Mercedes salió fuera del rancho a pasos tardos, arreglándose el pañuelo en la cabeza un poco desgreñada, con la cara muy encendida, el pecho agitado y el mirar avieso.

Paróse a algunas varas del rancho, cruzándose con violencia los brazos; y púsose a mirar al bosque. Había en su gesto una expresión profunda de humillación y pena.

Salían paso a paso varias bestias de su abrevadero, húmedos y resollantes los hocicos, para detenerse pronto en la falda a triscar las yerbas, levantar las cabezas con aire somnoliento de vez en cuando o echarse las más de lomos con fruición para atenuar las picaduras de tábanos y otros escozores de la jornada. Un perro —cruza de mastín hembra y de puma— tendido junto al cerco de «cina—cina», las observaba atento moviendo a uno y otro lado la cola.

Ladislao impaciente entre tanto, venía apresurando su llegada al rancho. La soledad de Mercedes lo tenía inquieto.

La distancia a recorrer no era larga, y le fue fácil trasponerla en un galope.

Cuando sujetaba su caballo vivo y fogoso, Mercedes que habíase entrado nuevamente en el rancho, salía con su atado de ropas, diciendo en voz muy alta:

—¡No te apees, Ladislao!

—¿Que se ofrece, china? —preguntó éste con acento cariñoso, apoyando sus manos en la encabezada.

—Algo de afligido —contestó Mercedes llorando.

Pontecorbo pasó por aquí…

—¿Y que hay con eso? —interrogó el «matrero» con sobresalto.

—¿Qué hay? Que me hizo caer para atrás sin yo quererlo y me lastimó la cabeza. ¿No ves la sangre, aquí en la mano? Pero eso sería nada… ¡Como yo estaba como muerta!…

Mercedes calló, sofocando un sollozo.

Ladislao se puso muy pálido, y escupió con fuerza.

Después preguntó con acento ronco y breve:

—¿A que lado rumbeó?

—Derecho a aquellos saúcos.

Mercedes extendió el brazo en la dirección indicada, agregando:

—Reciencito se fue en un pampa reyuno. Se me hace que está todavía encima…

El «matrero» sin replicar palabra, volviendo riendas, arrancó a gran galope rumbo a la loma.

Desde la altura con sus ojos de ave de garra, vio al portugués que subía la alda de otra «cuchilla» lejana, al trote más largo de su jamelgo.

Procuró entonces no ser visto a su vez, enderezando el caballo por los sitios más cubiertos o escabrosos.

Así marchó algún tiempo.

Su perseguido ocultábase a intervalos en la sombra de los bajos y demoraba su reaparición en las crestas de las «cuchillas», destacándose entonces sobre el fondo rojizo del horizonte como un bulto de enorme vientre balanceándose al paso del buey.

Una que otra población se avistaba en las lomas apartadas. El terreno por delante aparecía sin pastores ni haciendas. El «matrero» seguía los pasos de Pontecorbo lenta y pacientemente, ocultándose en lo posible, así como el felino que rastrea la presa hasta aplastarse sobre el vientre —el aliento comprimido, las narices dilatadas, el ojo fijo y siniestro. Persecución en despoblado callada y lúgubre, entre las sombras del crepúsculo, con sus pausas breves y sus rodeos sigilosos, debía terminar muy pronto; y así sucedió.

En cierto instante en que Pontecorbo acababa de apearse en lo hondo de un declive, para apretar la cincha, Ladislao arrancó a toda rienda hasta coronar la loma que descendió rápido un largo trecho, antes que el portugués ya a caballo comenzase a subir la empinada falda vecina, desde cuya cumbre divisábase muy lejos el campanario de la villa.

Pontecorbo volvió al ruido la cabeza con recelo, mirando por encima del hombro.

El «matrero» moderando el paso de su caballo, lo puso al trote corto; y mordiendo el barboquejo gritó al fugitivo con el acento más natural del mundo:

—¡Refrene amigo, el «pampa» sucio!… ¿Adónde agarró esos cuerambres?

Pontecorbo que había reconocido en el acto a Ladislao, no pudo menos de estremecerse; con todo, deteniéndose en el bajo, se apresuró a contestar en tono alegre y camandulero:

—En la costa del Yi, y con minha prata compadre.

—¿Compadre? —arguyó Ladislao apretando más fuerte el borboquejo. —¡Ya verás!…

Y se acercó hasta ponerse encima de él, con gesto fiero.

Pontecorbo apercibióse recién del peligro inmediato, echando en el instante mano al mango de un machete que llevaba debajo del cojinillo.

—¿Qué vas a hacer, ladrón? —rugió el «matrero» iracundo.

Y sin darle tiempo para nada, de un golpe con la argolla del rebenque en la cabeza lo derribó al suelo atontado, rodando en el bajo como una mole.

Inmediatamente Ladislao se desmontó de un salto, y echándose sobre él, sujetóle las dos manos bajo sus rodillas, sentado a horcajadas sobre el pecho; y dio principio cuchillo en mano, con pulso firme, serenidad suma y acción veloz a una operación cruenta. La de cortarle las dos… orejas.

Si bien aturdido por el golpe, en cierto momento el mercachifle lanzó un quejido y se encogió tembloroso. En medio de aquellos sitios, sólo los graznidos del carancho o los gritos de los «chajaes» de los esteros cercanos podían responder a su lamento. —Ladislao no se inquietó por la protesta, y apretando más con las rodillas, continuó su faena.

Terminada ésta, reincorporóse envainando el cuchillo después de limpiarlo en la blusa de la víctima; oprimió bien la mano izquierda como si en ella algo encerrase, deslizándose por entre sus dedos al pasto uno o dos hilos de sangre venosa, la sacudió para hacer saltar las últimas gotas —con un gesto de repugnancia—, y dirigiéndose a su caballo saltó tranquilamente en los lomos sin poner el pie en el estribo.

Cuando volvía ya bridas hacia el rancho, Pontecorbo se levantaba tambaleante, desencajado, con parte de sus ropas sueltas y enrojecidas, sin conciencia tal vez de lo que le había ocurrido; y corría derecho al «pampa» como un hombre que ha recibido una pedrada en mitad del cráneo, y vacila como un trompo sobre sus pies, presa del vértigo.

Ladislao siguió impasible su camino, y con las primeras sombras llegó a su morada, a galope firme, sentando los remos su caballo, con gran ruido en el bazo semejante a un hipo violento, junto al cerco de «cina—cina» que resguardaba el frente del rancho.

Mercedes estaba sentada en el umbral, con las dos manos en el rostro, y el atado delante.

A poca distancia de ella, el mastín cruza de puma con color tendido a lo largo parecía entregado al sueño, con el hocico en tierra.

El «matrero» al desmontarse, arrojó algo al perro, sin pronunciar palabra.

Mercedes alzó el semblante y miró con fijeza lo que había rodado por el suelo, y que el mastín saliendo de su sopor, púsose al fin a olfatear. Pareció presa de una gran emoción. Ladislao la observaba, mudo y sombrío, levantada el ala del sombrero y el brazo colgante del cuello de su tordillo.

El perro, que había apartado las narices, las acercó nuevamente, estuvo un instante oliendo, sacó la lengua dos o tres veces sin tocar aquellos objetos, y dando por último un fuerte resoplido, retrocedió arrastrándose sobre sus cuartos —para volver a su interrumpido suelo.

—¡No le gustan! —exclamó Mercedes con una risa casi feroz.

—De adonde, si el perro es delicao —dijo el «matrero» mirándola de soslayo.

Transcurrido un corto silencio, hizo una seña a la criolla.

Ésta cargó con el atado, y aguardó a que Ladislao montase.

Cerraba la noche sin luna todavía, pero con miríadas de estrellas. El «matrero» estúvose un instante con los ojos fijos en el horizonte; luego saltó muy ágil en el recado y fuese de un pequeño brinco hasta el crucero, haciendo a su compañera un lugar a grupas, al mismo tiempo que le alzaba el fardo. El tordillo dio una vuelta sobre sí mismo. Sujetólo él y alargó el brazo: Mercedes puso el pie en el estribo y con toda destreza se sentó detrás. El jinete acomodóse, muy junto con ella, pasóle el atado, y echó a andar.

En tanto caminaban a campo y cielo abiertos sin más compañía que los luceros brillantes arriba y abajo las alimañas y el ganado arisco, mudos, casi desolados, —Mercedes pasó los brazos al cuello de Ladislao, atrajo dulcemente hacia si su rostro, y le dio un beso.

Él pareció estremecerse y detuvo el caballo. Su cabeza había conservado la posición que le diera con su abrazo la criolla, a quien miraba de lado, velados sus ojos grandes de pupila verdosa y fosforescente, por una expresión hondamente triste. Luego la inclinó sobre el pecho, y picó espuelas, hasta arrancar al tordillo un resuello de dolor.

Cuando ya entraban por una «picada» estrecha al monte lleno de rumores, volvióse preguntando:

—¿Trujiste el caldero?

—Aquí viene, —contestó Mercedes con un suspiro.

Volvieron a besarse, siempre de lado, y callados se perdieron en las tinieblas.

Capítulo 16. De monte en monte

Al final de aquella «picada», que no era otra que la del «potrero» en que acampaban Luis María y sus camaradas de fogón, Cuaró vigilante, recibió a Ladislao y Mercedes. Apeáronse éstos para encaminarse por las tortuosidades del sendero oblicuo, llevando el caballo del cabestro, después de cambiar pocas palabras con el teniente.

Esteban, sentado en un gran raigón viejo junto a las brasas, aprestábase a cebar el «mate» con una bolsita llena de yerba, abierta, a la vista. Concienzudamente, sacaba palito por palito de ese saquillo, que iba echando en el fondo de la calabaza como para formar «estiva o camada» que a su vez sirviera de reparo a la «bombilla» previniendo se tupiese de polvo fino al tomarse la infusión. Como sirviente de buena casa, con mucho agasajo acogió a los nuevos huéspedes.

Berón se encontraba en el ribazo entre dos árboles de corta talla, echado sobre las matas silvestres y entretenido al parecer en ver chapuzar y zabullirse entre anchos círculos salpicados de gotas que solían despedir luces brillantes al suave cabrilleo de las aguas, a una media docena de «mbiguáes» hambrientos que hacía poco se habían abatido en el remanso sin graznidos ni aleteos. Apenas el ruido ligero del chapuz, al que se unía el no menos leve del salto de uno que otro pescadillo perseguido, denunciaba la presencia de aquellas aves en el arroyo. Algunos bultos pequeños cruzaban a ratos la superficie; de estos bultos, que al nadar rápidos iban dejando como un surco en la canal, sólo asomaban las cabezas peludas. Parecían haber hecho pacto de fraternidad con los «zaramagullones», pues no se hostilizaban entre sí. Eran «ratas de agua» buenas comadres de barrio que andaban de una a otra escarpa poniendo a prueba sus pies membranosos y sus aptitudes natatorias, en concurrencia con los palmípedos. De vez en cuando aparecía en medio del cauce, nadando «al largo» y gruñendo sordo, un «carpincho»; y entonces, «mbiguáes» y ratas se zabullían, hasta dar tiempo al pasaje del cuadrúpedo anfibio, si es que éste no se sumergía también de pronto hasta el fondo mismo de las aguas. En tal caso, aquellos sempiternos nadadores se replegaban silenciosos a la escarpa, debajo de los árboles, abandonando el teatro de acción al cerdo acuático de afilados dientes y bravas uñas, de modo que, así que reaparecía su estúpida cabeza al rato, dando un ronquido, las aves se escurrían en sentido opuesto como gallardos esquiles, sin preocuparse más de aquel monstruo de hocico porcino, pelaje de león y uñas de topo. A la nocturna escena no faltaba tampoco su acompañamiento musical, como para hacer más sabroso el festín. A intervalos cantaba alguna calandria soñadora desde el fondo de un «tala»; y a sus ecos melodiosos, el «chingolo» melancólico lanzaba sus silbos cual si ya viniese el alba. Estremecíase entonces la coruja en su rama, respondiendo con un chillido lúgubre, propio a advertir que la noche recién daba comienzo.

Aunque con los ojos fijos en el remanso, lejos estaba Luis María de poner mucha atención en esos detalles. Parecía caviloso. Tal vez el recuerdo de sus padres y de su hogar habíase como enclavado en su memoria, después de varios meses de ausencia, de continuas fatigas y sinsabores; quizás trabajaba su espíritu un principio de desaliento por las nuevas recibidas, y pensara que era necesario arrancarse a aquella situación excepcional para él, moverse, buscar la reunión con el mayor número, obtener datos positivos y resolver por último en vista de los sucesos lo que fuere digno y patriótico. Mientras las vicisitudes y emociones de una vida agitada, propias del peligro y de la lucha colectiva dominaron su organismo, adunadas al quebranto físico, a los insomnios y a las privaciones de cada día, su cerebro no se encontró en estado de meditar; y, propiamente, él iba cediendo a una idea tenaz, noble, grande que debía eclipsar en cierto modo ante las deficiencias y exigüidades del medio, el instinto imperioso de la propia conservación. Pero, ahora no eran las mismas las circunstancias: tantos días de reposo habían devuelto sus fuerzas al cuerpo sintiéndose él más robusto y apto para las vertiginosas marchas militares; los dolores y fenómenos nerviosos habían desaparecido con los rigores del invierno; una sangre nueva y ardiente hinchaba sus venas pasando como una ola bajo su cráneo; y al observar la naturaleza toda que lo rodeaba vestirse de hojas y de flores y llenarse de perfumes y armonías, bien pudo él creer que su briosa juventud valía tanto como aquella primavera. ¡Sin embargo, permanecía inactivo! Verdad que el peligro amenazaba por todas partes, y que era forzoso exponer diez veces la vida para trasponer distancias y comarcas en alas de una esperanza por entonces ilusoria. ¿No se hallaba acampado el enemigo en la costa, a poco trecho, y en vísperas acaso de venir a sorprenderlos y exterminarlos en su escondrijo mismo, sin cuartel, con lujo de rigor, tomándolos en cuenta de animales cimarrones? Si eso ocurría, —que bien podía suceder—, el bosque guardaría por largo tiempo o por siempre el secreto, como guardaría ya tantos después de dos lustros de guerras: y si algo se supiese, sería que allí habían sido muertos tras rabiosa pelea cuatro «matreros» temibles, espanto de vecindarios y baldón de su raza. Pero, ni esto había de decirse. Los hombres caían a cada instante y se abrían sepulturas sin tosca cruz que las denunciase; menos favorecidas que las del charrúa, cuyos despojos se arrojaban en sitios que un montón de piedras señalaba al viajero, en prueba de tristes funerales. El monte, amparo y refugio del perseguido, era también como una losa sepulcral: de sus dramas ignorados, pocos hubieran levantado entonces una punta del velo impenetrable.

Más de una vez desde el potril oscuro, Luis María había visto pelear furiosos, chocándose contra los troncos, hundidos hasta los vientres en las breñas, a dos toros del ganado disperso en los claros del bosque. Apenas bramaban, resonando las astas en el encuentro lo mismo que gruesas cañas que estallan en un incendio. Y después de este tremendo combate a solas, apartarse el uno con el cuerno destilando sangre; e ir el otro a tropezones al ribazo, echarse allí en el lecho de arena que enrojecía poco a poco, y morir sin un resuello entre temblores.

¿No revestía acaso una forma análoga la suerte del «matrero»? El grito de su denuedo heroico no pasaba de la bóveda flotante; vencedor, su triunfo por glorioso que fuera sería siempre para los demás un crimen; vencido, su cuerpo mutilado y desnudo, pasto de las fieras y de las aves voraces. La soledad del desierto y el completo olvido: ¡tumba verdadera, entre esos dos grandes silencios!

Luis María oprimió nervioso la culata de la pistola que llevaba al costado, y se puso de pie.

Enseguida, se dirigió a su fogón.

No dejó de ser para él un consuelo la presencia de los nuevos huéspedes. Aumentada la sociedad, hacíase más llevadera aquella vida y menos fatigosa la faena diaria de vigilancia y de adquisición de víveres. Dada la baquía de Ladislao, su actividad y fortaleza de ánimo, presentábase también la ocasión de probar fortuna volviendo a las «cuchillas».

Muy cerca de una hora se la pasó con él en amena plática sobre diversos temas campestres. El «matrero» en toda su conversación, no dio a conocer ni en el gesto lo que sentía en el interior de su alma. Al oírsele, nadie se imaginaría que aquel hombre hubiese pasado pocas horas antes por un trance tan amargo y rudo, como el del episodio dramático de Pontecorbo.

Mercedes, con un aire natural pasivo y resignado, ayudaba eficazmente al liberto en sus tareas de fogón. A veces pasábase la punta del pañuelo que cubría su cabeza por los labios, y miraba al soslayo hacia donde se hallaba Ladislao con una expresión triste.

Luego vino Cuaró a reunírseles. El «mate» siguió todavía circulando por algunos momentos.

Ya era tarde, y como viese Ladislao que el fuego estaba demasiado vivo, advirtió que «sería bueno apagar.» Por única respuesta, Cuaró echó en aquella especie de hornalla, así que separó los tizones gruesos que despedían fuertes gases, varios puñados de tierra arenosa, traída expresamente del ribazo y acumulada allí. El resplandor cesó de súbito.

Tampoco lo necesitaban, pues empezaba a esparcir sus rayos la luna plateando de lado las copas más altas; y era ya hora del descanso.

Buscó cada uno su lugar, a la espera del sueño, que para todos era un consuelo a la par que una necesidad imperiosa. Cuaró fuese a dormir debajo de los «molles» que festonaban la picada, cauteloso y previsor.

Teníanle algo inquieto ciertos «signos» sospechosos, que le había hecho notar Ladislao, como si alguna novedad ocurriese en el campo.

Esos fenómenos nada frecuentes, continuaban de rato en rato.

Primeramente, fijóse que los patos se azotaban de un modo precipitado y violento en el arroyo con mucho ruido de alas y notas roncas, como si hubiesen sido ahuyentados de alguna charca o laguna de los contornos. Luego, confirmóse en que los perros montaraces solían ladrar a lo lejos, con ese ladrido peculiar que denuncia la presencia de gente en el despoblado, —entre amenazante y alborotador, figurándoselos avanzando con los colmillos a la vista y retrocediendo enseguida para irse a esconder en los matorrales. Después, ya en calma perros y gatos salvajes, ajeno al concertante de la serrezuela y del monte, el «chajá» gritaba desde la laguna como un despavorido, al punto de hacer oír a gran distancia sus ecos estridentes.

A pesar de todo lo que eso podía augurar, el indio ladino empezó por el cabeceo —tendióse boca arriba, luchó algo con el sueño, y al fin se quedó dormido.

¿Porqué no hacerlo? Así como el ojo, tenía él muy sutil el oído. Durmióse sin temor, ni importársele que, en la copa de uno de aquellos árboles, un «ñacurutú» estuviese llamando impaciente a la compañera de sus amores.

No disfrutó sin embargo, mucho tiempo de este reposo; porque, a una hora que él no pudo apreciar, una especie de tropel que estremeció el suelo le hizo abrir los ojos.

Parecían jinetes. Por la avalancha sorda, debían venir arreando un gran número de caballos. Percibíanse también choques de armas en vainas de metal.

Aquel piafar y resoplar, propio de caballos que se regocijan al aliviárseles los lomos del peso, y aquel ruido de voces y de sables inusitado, hizo levantar la cabeza a Cuaró; quien, a poco de estarse atento fuese a despertar a Luis María y a Esteban con gran sigilo.

Ladislao estaba ya de pie, escuchando, recostado a un molle en la encrucijada.

Cuaró dijo, con su aire tranquilo:

—Prendete las armas, amigo, y estate quieto… En la orilla hay gente. Miralo a Ladislao bombeando…

Berón y el negro apresuráronse, sin pronunciar palabra, ciñéndose los sables, y preparando bien las de fuego, en tanto el teniente sin turbación alguna ni tropiezo, con ojo seguro y mano firme, aderezaba uno por uno los caballos que un instante hacía pacían en el rincón del «potrerillo.»

A cada momento los mecía de las orejas y pasábales la diestra por las narices. Después proseguía su tarea, sin ajustar mucho las cinchas; metíales los dedos por un lado de la boca, acariciábales las crines, y cuando alguno de ellos barruntaba un resuello fuerte o estornudo intempestivo, ceñíale las fosas nasales con presión de tenazas, —que tal oficio hacían el pulgar y el índice, con ayuda del cordial en caso de refuerzo—, tirándole al mismo tiempo con la izquierda del copete.

En esas diligencias vino Esteban a ayudarle, sin olvidar sus maletas; en las cuales puso y ajustó cuanto él pudo y creyó conveniente, de modo que no produjesen al andar del caballo mayor ruido.

Ladislao había desaparecido a la vista de sus compañeros.

Luis María fue el primero que lo echó de menos, y no dejó de inquietarse.

—Dejalo no más —murmuró Cuaró. ¡Verás que ahora viene!

Efectivamente, apenas transcurridos algunos minutos, sintióse a espaldas del liberto ruido de amas secas y hojarascas, como estrujadas por las enguantadas zarpas de un tigre; viéndose luego brillar fosfóricos dos ojos verdosos y entreabrirse los gajos gruesos, hasta dar paso a un bulto que andaba lento, hecho un arco.

Era Ladislao.

Habíase ido agazapándose por la «picada» hasta la orilla del monte; una vez allí, tendido a lo largo entre la cebadilla que crecía al pie de los troncos, estúvose observando muy atento; después, se había venido arrastrando en cuatro manos y aun sobre el vientre, paralelamente a la «picada», sin perder el rumbo hasta enfrentarse con el «potrero».

Disueltas algunas nubes y brillando clara la luna en mitad del cielo, parecióle así prudente bifurcar su marcha de reptil a fin de no ser descubierto.

A su llegada interrogóle Berón en el acto, —agrupándose los cuatro hasta juntar cabeza con cabeza. Mercedes púsose a oír también, con sus manos puestas en los hombros del «matrero.»

—Hasta diez conté, —decía bajito Ladislao—. Vienen de chuza y sólo dos con tercerolas Han campado arrimadito al monte y juntan leña. No hay sino que piensan dormir aquí…

—¿Son criollos?

—¡De donde! Conversan en portugués… No va a faltar mucho que bajen algunos al arroyo por la «picada» grande en busca de agua.

—Entonces los acometemos sobre la costa misma, —dijo Luis María.

—Dejá… tú no sabés, hermano, —observó juiciosamente Cuaró. No hay que correr «guazubirá».

—Asina que el sueño los aplome, —repuso Ladislao, los agarramos ciegos, lo mesmo que pájaros de laguna. Los hombres llegan aplastados y con ganas de quedarse con la barriga abajo… ¡Vean como meten algazara!

Quedáronse todos silenciosos.

Venían, apagadas por la distancia y la interposición del bosque, voces y risas, a la vez que crujidos secos de chapodar de ramas o varas, y golpeteos de masetas en las estacas de atar caballos.

También percibíase el rumor de gente a pie, del lado de la picada.

Quieren «matear» los hombres, y van por agua.

—¿No nos verán?

—Hay mucho monte por delante, señor —dijo Esteban. Sólo que se entrasen otros por la «picada» de este lado y se topasen con la que viene al «potrero»…

—No han de ser lerdos los maturrangos —interrumpióle Ladislao—, y antes de asomarse por esa puerta que da a lo escuro se dejan cortar las orejas…

Mercedes se estremeció ante esta ocurrencia, que envolvía el recuerdo del reciente drama sangriento.

—Podemos aguardar sin recelo a que se duerman —prosiguió el «matrero»— y entonces los sorprendemos lindo, a paso de zorro… Porque, miren: el arroyo aquí sólo se puede cruzar a nado, y de la otra orilla es guadaloso. Allí se nos empantanaban los mancarrones conforme quisieran arrancar por derecho, el monte es ralito, y aunque fuese tirando por la costa cáibamos en los tembladerales hasta el pescuezo y nos rociaban de puro gusto los mesmos zorrinos…

—Cerrá esa boca, —dijo Cuaró sin perder su tono impasible.

Sentíanse pasos en el sendero próximo.

Volvieron todos a callar.

Pero, como lo había asegurado Ladislao, aquellos pasos cesaron bien pronto a mitad de camino, volviéndose al parecer los que venían.

Esa « picada» era muy oscura, y más estrecha que la otra. Las ramas se reunían por encima casi a la altura de la cabeza, y extendíanse algunas a los costados erizadas de espinas de manera que azotaban como látigos al transeúnte poco baqueano para aventurarse de noche en semejantes callejuelas.

Extinguido el rumor confuso de voces y el ruido de pasos, Ladislao continuó diciendo:

—No hay que hacer, sino aguaitarlos a que se duerman, y dende que el sueño los agarre de firme, los acabamos juntos…

—Mejor sería pelearlos de frente, —observó Luis María.

—Son diez, señor, —apresuróse a decir el liberto, sin que, como antes, nadie le facultara para abrir opinión—: casi tres para uno.

—¿Y a ti qué te importa? ¡Mejor es que calles! —contestóle el joven severamente.

—Importa, —dijo Ladislao con aire de gravedad—. Al «matrero» no le conviene pelear al rayo del sol, sino a lo escurito, sin apartarse mucho de los árboles, cuando los contrarios son más y están bien montados. El murciégalo enseña que se chupa mejor la sangre al dormido que al que no le atormenta la gana… y por ahí andan algunos, que no me dejarán mentir.

Soy del mesmo parecer, —añadió Cuaró.

Luis María se encogió de hombros, murmurando:

—¡No hay que decir más!… Estoy pronto.

Después de este breve diálogo, designóse de común acuerdo a Ladislao para la dirección de la empresa, teniéndose en cuenta sus perfectos conocimientos del terreno. Cuaró fue a colocarse en su «bichadero» de la encrucijada, y Esteban trepóse en lo alto de un «mataojo» para observar los movimientos del campo.

A solas Luis María con Ladislao, llegó a convencerse de que, si bien el instinto de propia conservación aconsejaba no provocar una lucha desigual, en cambio nadie podría darles seguridades de que el peligro inminente desaparecería en breves horas, con el alejamiento de los que estaban acampados en la orilla del monte. Era preciso combatir, y desde luego despejar el campo.

Así fue que, cuando Esteban descendió del árbol, diciendo que todo estaba en silencio, y momentos después vino Cuaró a confirmar este dato—, decidióse acometer, tomándose las precauciones del caso.

Los cuatro debían marchar en fila hasta la orilla del monte en medio de árboles y breñas, cuidando de no producir ruido y de no alejarse mucho unos de otros. Mercedes quedaría en el «potrero» con los caballos del cabestro. Una vez sobre los enemigos se haría uso de las armas de fuego, y luego de las blancas si fuere preciso. Al efecto, Ladislao había puesto una buena carga a su trabuco de cañón de bronce y el liberto a su tercerola. Las pistolas de Luis María y de Cuaró estaban listas. Este último y el «matrero» levaban las dagas cruzadas por delante, en los cintos; Berón y Esteban, los sables desnudos en la mano izquierda.

Pasada media—noche, los cuatro se entraron sigilosos en la espesura, guardando una distancia de cinco o seis varas uno de otro. Mercedes se quedó en el campamento.

Favorecía el avance la naturaleza del terreno. El ruido mismo ocasionado por los rozamientos con las ramas, podía bien confundirse con el que producen los animales montaraces a toda hora, y aun las aves somnolientas al aletear entre el follaje. Por otra parte, los «chajaes» seguían gritando en las lagunas, y los patos y gallaretas graznaban en el arroyo en gran pendencia y alboroto. Los «matreros» adelantaron pues, camino, sin dificultad seria, hasta ponerse en la orilla del monte, siempre obedeciendo a las instrucciones de Ladislao.

Los hombres del destacamento de caballería reposaban confiados en sus lechos de caronas y «cojinillos», a pocos metros del bosque, sobre un suelo pastoso y blando. Varios fogones aún no apagados esparcían apenas en rededor una claridad rojiza llena de humo: los troncos abrasados y cubiertos en un extremo de cenizas, despedían por los anchos poros del otro un hilo gaseoso, que ascendía lento por la serenidad del aire, formando volutas al nivel de los pastos —así como las que producen los tacos ardiendo. Cerca de sus dueños atados a la estaca, pacían a trechos los caballos de marcha con sonoro ruido de molares; y algo más lejos, en una explanada húmeda y verde, otros muchos sueltos de los que venían arreando para relevos. Ningún hombre se veía en pie; todos parecían entregados al suelo, a juzgar por los ronquidos que se oían a lo largo del pequeño campamento. Algunos, sin duda soñadores o sonámbulos, solían hablar en voz alta cosas incoherentes, revolviéndose debajo de los ponchos, para quedarse nuevamente en una inmovilidad completa. La luz de la luna inundaba el valle. Los soldados se encontraban en la sombra que proyectaba el monte, percibiéndose bien con todo sus bultos negros tendidos en fila, con las cabeceras hacia la espesura. Junto a éstas estaban clavadas varias lanzas de moharras en forma de hoja de naranjo, con banderolas triangulares, quietas y en ondas sobre los astiles. El aura era tan mansa, que no agitaba uno solo de sus pliegues. Las respiraciones roncas y el triscar de las hierbas, en original concierto, eran los únicos ruidos que resonaban en el trecho de sombra, alternados a veces por algún resoplido o estornudo difícil de clasificar dada la proximidad y compañía de hombres y de bestias.

Los huéspedes del monte pudieron desde luego llegar sin ser sentidos al lugar designado por Ladislao para realizar la sorpresa, en despliegue de guerrilla, guardando las distancias convenientes y con las armas preparadas. Aun cuando cuatro o cinco animales vacunos ariscos, encontrados al paso entre los árboles cercanos a la orilla, se mostraron inquietos sacudiendo las astas y dando brincos en la maleza, el rumor no trascendió al llano. Todo se resumía en los ecos misteriosos del bosque y no podían estos ecos inspirar recelos a los que lo habían escogido para acampar. En esa confianza, Cuaró no tuvo inconveniente en el tránsito de dar con la culata de su pistola un golpe en el lomo a un «tamandúa» que se le interpuso, al arrastrarse por los pastos, y Esteban un sablazo de plano a un carpincho que le gruñó en las narices al correr hacia el arroyo.

Una vez en el linde del monte, nuestros hombres que se habían quitado desde el primer momento las espuelas, se adelantaron paso a paso en el mayor silencio hasta ponerse encima de otros tantos enemigos.

¡No había ya que titubear!

El trance era duro y decisivo.

Sonaron varias descargas…

Después, algunas voces semejantes a alaridos.

Aquellos bultos se sacudieron e incorporaron como movidos por un solo resorte, arrojando lejos sus ponchos y corriendo hacia sus caballos alborotados. Pero, no fueron todos. Tres habían quedado inmóviles bajo el plomo de los asaltantes; y otros echaron mano a sus armas, a pesar de estar dominados por el sueño. El instinto de la propia conservación, aunque tropezando, casi ciegos, los impelía a la defensa contra un peligro para ellos invisible cuanto era de inesperado. Al ruido de las detonaciones la «caballada» dispersa en el valle arrancó a escape pisoteando entre bufidos de pavor súbito, a un soldado que encargado de cuidarla allí cerca dormía; y a este retemblar del suelo uniéronse los gritos de Cuaró, que acometía daga en mano a los que saltaban en pelos, castigando a golpes de puño sus caballos en el cuello hasta hacer zafar las estacas o reventar los «maneadores». En medio del tumulto, sin recostarse a los árboles, Luis María, que había tenido tiempo de herir o de matar por segunda vez, manteníase quieto con su sable en alto, no poco asombrado de aquel género de tragedia nuevo para él. Como todo lo violento, poco duró. La mitad del destacamento logró escapar dejando sus lanzas en el campo; cinco hombres quedaron tendidos, y bien muertos, pues de que así sucediera se encargó el teniente, que no gustaba ver «penar» a sus enemigos. Cubierto todo de sangre, y ya tranquilo después de su exaltación terrible, con dos heridas ligeras en el tronco a causa de dos botes de lanza blandida a ciegas por uno de los aterrados adversarios, llamó a Esteban para que le ayudase a recoger el botín. El negro que no había dado muerte a ninguno, a pesar de haber descargado su tercerola a quema ropa, apresuróse a ayudarlo en el «carcheo» aun cuando nada de valioso había quedado en el lugar de la sorpresa, a no ser las monturas viejas, ponchos descoloridos, armas de poco precio, ropas casi inservibles, utensilios de vivac, un poco de yerba—mate, algunas libras de «fariña» para hacer «pirón», tabaco negro y tres o cuatro «patacas» en los bolsillos de los muertos.

Ladislao conversaba en tanto con Luis María, con la mayor suma de tranquilidad. Parecía el «matrero» acostumbrado a esos lances y dábase aire con el chambergo, con el mismo gesto natural de un hombre que acaba de correr en tarde calurosa detrás de una manada de redomones.

Convinieron con Berón en que no era prudente la permanencia en aquellos lugares, tanto más cuanto el monte no ofrecía seguridades mayores que las de la «isleta» en que se hallaban. El enemigo podía volver reforzado y hacer la batida hasta con perros cimarrones, —dolido de la sorpresa y de las pérdidas sufridas— pues ni el alférez había escapado de ellas.

Para refugio, quedaban los montes del Río Negro, o los del Santa Lucía en las primeras sinuosidades del cauce.

En esos sitios las madrigueras eran tan seguras como las del tigre, no sólo por lo intrincado de la arboleda, sino también por los boscajes de juncos, «cortaderas» y «totoras», «chilcas» y pajonales que nutrían esteros y bañados a lo largo de las riberas. Entre unos y otros, según Ladislao, los del Santa Lucía eran preferibles, porque la zona era más poblada. Los del Río Negro tenían la vecindad de los toldos de la parte del norte, en que se extendía el país de Pirú, así llamado por ser el nombre del cacique de la hueste: campiñas feraces llenas de ganado vacuno, de potros hermosos, de «guazubiraes» y ñandúes salvajes, en cuya caza ejercitaban siempre los charrúas el tiro de bolas.

Luis María se decidió por los montes del Santa Lucía, por encontrarse más cerca de Montevideo; —pero, antes quiso oír la opinión de Cuaró.

Requerido, el teniente se sonrió encogiéndose de hombros. El sitio, siendo en la campaña, le era indiferente.

—Mandá, hermano —dijo. —¡Verás que voy lejos!

Entráronse todos al monte, y sacaron los caballos.

La luna alumbraba el lugar de la sorpresa y los cuerpos tendidos, dominando ya de lo alto las copas de los árboles, el valle todo y la orilla exterior del monte; oíanse furiosos, como si aún repercutiesen las detonaciones y el tropel de los caballos fugitivos, ladridos de perros a la distancia; aullidos confusos, y gritos de «chajaes» cada vez más frecuentes. Los gatos monteses andaban a saltos por las ramas. Algunas cabezas siniestras se asomaban y escondían de vez en cuando entre las malezas del linde, olfateando en la sombra los despojos; las de perros «tigreros» alzados contra la autoridad de sus amos, y que en la espesura llegaban a adquirir en grado máximo la propia ferocidad del «yaguareté».

Listos ya para partir, y en posesión Mercedes de un bayo regularmente enjaezado, la cabalgata rompió la marcha costeando el arroyo de a dos en fondo, y formando Esteban la retaguardia con su tercerola en la diestra.

Capítulo 17. Azucenas silvestres

Los montes de Santa Lucía, cerca de las cabeceras del río, formaban en aquellos tiempos una intrincada selva no sólo por la espesa vegetación arbórea que cubría totalmente sus bordes, sino también por la de los arroyos que iban a desaguar en su cuenca. Hacia su ensanche y libre curso los dos festones verdes adquirían mayor desenvolvimiento, invadiendo los mismos terrenos de costra arable con sinnúmero de «isletas» pintorescas y frondosas. En treinta leguas próximamente de corriente, —desde los manantiales que brotan junto a los verrugones de uno de los ramales de la Cuchilla Grande—, el río no presentaba bosques más espléndidos, ni más feraces que los que exhibía dominantes en mitad de su cauce. Allí estaban su lujo y sus encantos. Si bien poco elevados los árboles, como todos los que crecen en el país, —en relación a los troncos gigantescos de los trópicos—, eran tan numerosos en una y otra ribera que en realidad debían ser éstos considerados como florestas indígenas, cuyos ramajes ni siquiera había chapodado el hacha del leñador. Grandes praderas de ambos lados, sin asperezas sensibles a sus flancos, hacían resaltar en esa zona la bella perspectiva de boscajes y espesuras cuyas líneas iban a perderse uniformes en el litoral del Plata.

En ciertos lugares, junto a aquellos bosques casi vírgenes donde una que otra vez habían acampado ejércitos y aun las huestes charrúas, sin desflorarlos, el bañado o el estero formaban como manchas en los terrenos bajos. Los juncales y las pajas bravas bordaban sus perímetros, y brotaban viciosos en sus mismos centros, subdividiéndolos en cenagosos pantanos cubiertos por montes de verdura que engañaban al ojo inexperto; pero entre todas las plantas y arbustos acuáticos, las «cortaderas» primaban bajo el sol estival con sus largos, flexibles y elegantes penachos blancos de forma cónica, como otros tantos extremos de «colas de zorros» en posición vertical, sustentadas por varillas rectas. El aire ardiente al deslizarse perezoso doblegaba suave las cúspides en ondulaciones tan leves como plácidos rizos de laguna, sin descubrir un vacío; a tal punto la fecunda tierra daba vida e incremento aun a lo inservible. La manzanilla con sus florecillas color de oro, el «macachín», el trébol, la ortiga brava y el cardo de penacho azul matizaban parte del suelo en los contornos, en abigarrado conjunto de breñas y pastos fuertes. Sobre esos colores y aromas silvestres vagaban zumbones mil insectos, saltaba por todos lados la langosta y corría la lagartija, —el « tiyú» del «tape»—. Zona poco frecuentada a no ser por el peonaje a escape en las recogidas, o en la caza de venados y avestruces, era la más apropósito para dar entrada secreta al monte. La torada había abierto dos o tres boquetes en aquella parte los que conducían a pequeños «potreros» y al río mismo, tras una tortuosa travesía; y de estas obras del animal «matrero» se servían muchos de los que tenían cuentas pendientes con la justicia o eran víctimas de las persecuciones y los odios locales.

Ladislao conocía bien esos parajes, y a ellos guió a sus compañeros.

En un día de sol rajante, penetraron en el campo de Robledo, dirigiéndose sin detenerse al monte. Ganado disperso aquí y acullá en busca de frescura; algunas reses cobijadas bajo el ramaje de las «sombras de toro» con las «picanas» al sol y moviendo inquietos los borlones de las colas para espantar los tábanos y mosquitos que mortificaban su piel; varios ñandúes errantes por el bajo a paso lento y erguido el cuello; y uno que otro ciervo, muy en alto la cornamenta, quieto y prevenido en las próximas alturas, —era todo lo que daba animación y relieve al paisaje.

Los jinetes entráronse por la «picada» del centro.

Aunque rendidos por la jornada a medias, en día tan ardiente, desmontáronse sin desaliento repetidas veces para chapodar ramas, y abrir caminos con dagas y sables haciendo oficio de ingenieros y zapadores, al mismo tiempo que iban estudiando cada uno a su manera la naturaleza del terreno, la calidad del bosque y las medidas necesarias para obstruir después la vía con arreglo al procedimiento práctico observado por los maestros en el arte del escondrijo.

En su instalación conveniente emplearon varios días; consiguiendo al fin, con ayuda de otros huéspedes que ocupaban hacía tiempo otros compartimientos de aquel inmenso falansterio selvático, levantar sus viviendas en lugares escogidos, oscuros, casi impenetrables, y por lo mismo a salvo de toda sorpresa. Los hombres muy baqueanos del pago, únicamente, podían llegar hasta allí sin tropiezo, antes de ser ocupado el sitio; después les habría sido imposible. Se hubiesen encontrado con vías cambiadas, obstáculos imprevistos; tupidas barreras de todo género de plantas agrestes donde ellos dejaron fácil pasaje; troncos acumulados hasta una altura considerable, que ocultaban detrás el peligro; descuajes y desmontes extraordinarios que, al modificar el aspecto y topografía del paraje, borraban toda noción anterior, desconcertando por completo el ánimo del más osado campero.

En tales sitios se establecieron Berón y sus amigos, los que informados por sus nuevos compañeros acerca de las cualidades que distinguían, con sello nativo, al propietario del campo, determinaron evitarle todo daño; y contribuir por el contrario desde lejos a hacerle el bien posible. Este propósito se puso en práctica muy pronto, con motivo de las invasiones de reses «alzadas» a las praderas del monte. Las vacas y novillos cimarrones dirigíanse como de costumbre a los potreros escondidos, donde hacían vida común con las yeguas ariscas; allí hallaban hierbas blandas, sombra apacible, enormes canceles oscuros en la época del celo, y hasta retiros ignorados para rascarse recíprocamente en las paletas y cruceros sin que viniese a atormentarlos el silbido agudo y la arremetida a media rienda del pastor. Pero, en posesión ya de esos lugares, cuya feracidad sólo debían aprovechar sus caballos, los habitantes del monte no podían tolerar semejantes irrupciones sin grave peligro de sí mismos; y, como se quiera que, al arrojar del monte al ganado «orejano» en beneficio propio, —aun cuando de él echasen mano para su alimento—, se lo hacían también al señor Robledo, procedieron en las primeras semanas a la expulsión de una parte; dejando al cuidado del peonaje de la estancia la operación de «entablarlo» tratándose de caballos, o de pastorearlo y aquerenciarlo si se trataba de vacas y de toros.

En una de esas faenas fatigosas a la par que entretenidas, Esteban descubrió a través de lo más enmarañado del bosque una extensa vía o túnel a trechos contorneado, —obra también de la torada—, por el cual se podía avanzar a pie, inclinado el cuerpo o de bruces a veces hasta un boquete transversal que conducía a la ribera. Esta exploración, debida al acaso, dio buenos resultados. Los antiguos «matreros» conocían en parte esta vía; pero de ella no se habían preocupado, ni la habían recorrido desde que tomaron posesión del terreno de la costa, en el cual no fueron nunca perturbados. Cierto es que estaba interrumpida por nuevas vegetaciones, y que para dejarla en algo expedita, el liberto se había visto en el caso de desgajar árboles y destruir gran número de enredaderas. Tal vez a estos detalles, y a la circunstancia de haber sido abandonada por el ganado, —ojeador por instinto inteligente de la línea más corta—, aquéllos no la tuvieron nunca en cuenta.

Así que Ladislao y Cuaró examinaron el boquete, convinieron en que era útil para correrse a lo largo del monte sin necesidad de mostrarse en el campo. Podía suceder que de improviso fueran atacados por ahí, y entonces la salida era casi imposible; y podía ocurrir que se viesen obligados, sin ser acometidos por ese lado, a deslizarse rápidos como culebras por la «picada» en busca de mejor terreno. De acuerdo pues, procedieron a obstruirla parcialmente por medios ingeniosos; de modo que para ellos fuese siempre una salida de escape, y para los extraños, un verdadero laberinto que inutilizara su acción por completo. Al efecto, dieron bifurcación al sendero ligándolo con otros más estrechos —obras del «aguará» y del «tamandúa»; erizáronlo de distancia en distancia de postes comunes, medios postes livianos, estacones reforzados y aun estaquillas puntiagudas —temibles defensas en tales sitios contra el avance a caballo;— y despejaron sin temor el resto, sobre el «abra» misma o hueco del monte a que nos referíamos, y que se distinguía de la «picada» por su anchura y la desnudez del suelo.

Asegurados así contra riesgos posibles, construidas sus cabañas de follaje en un «potrero» espacioso, y con todo género de elementos al alcance, agua, leña, ganado, aves, peces —alternándose en sus fogones la carne de vaca y la de perdiz—martineta, con la del «mangrullo», el «surubí» y la «tararira»— dejaron transcurrir varias semanas en la inacción.

De vez en cuando solamente, Cuaró o algunos de los «tapes» fugitivos de Soriano que con ellos se reunieron desde los primeros días, hacían excursiones para proveerse en la «pulpería» del otro lado del paso, o recoger noticias sobre la marcha de los sucesos. De sus informes vagos, resultaba que ninguna fuerza patriota se había visto por las cercanías; y sí destacamentos portugueses o brasileros, que pasaban de largo, arreando por lo común la flor del ganado en su trayecto.

En uno de esos días, Berón acompañado de Ladislao y un «tape» recorrió el monte hasta la parte en que éste, haciendo una gran curva, enfrentaba con las «casas». Cuaró y Esteban se habían detenido algo más atrás, acechando cerca del linde una familia de «peludos», cuyos miembros grandes y pequeños entrábanse o se salían de su cueva bajo las «talas» en permanente inquietud.

Luis María entreteníase en cortar una rama de «ñapindá» con mucho cuidado, pues defendíase bien ésta con sus bravas «uñas de gato» —que tal forma revisten sus pinchos—, cuando llamó su atención y la de sus compañeros cierto rumor inusitado, en la orilla próxima del monte— figurándose al principio algo así como el aleteo de una paloma que arrulla fatigada.

Grande fue sin embargo su sorpresa al observar que era una mujer joven —la traviesa de Dorila la que, aturdida y casi ahogada por la risa, lo había distraído en la tarea, sentándose en un tronco del que ella hizo hamaca. La llegada inmediata de Natalia, después del pasaje de don Anacleto, aumentó la novedad del episodio.

A la vista de las jóvenes, todos se quedaron en suspenso mirando con gran curiosidad por los claros del follaje. La emoción experimentada por cada uno de ellos fue quizás la misma en el fondo; pero, las manifestaciones se distinguieron, según cada clase y temperamento.

Luis María se sorprendió agradablemente. A su alrededor dentro del monte, veíanse claveles y habas del aire, aromas y bayas de laurel; de aquellas que delante estaban no había otros ejemplares parecidos que las «azucenas del bosque». ¡Quizás porque hacía ya muchos meses que no veía tan cerca de sí reunidas, juventud y hermosura, bajo formas de mujer!

Quedóse mudo y atento…

No así sus compañeros.

—Doman con la vista —dijo Ladislao, asomando su rostro pálido por encima del hombro de Berón.

—« Enderezà—ponà» añadió el «tape», sonriéndose.

Al ruido de ramas y de voces, fue que Nata y Dora huyeron.

Se recordará que, escapando al aguijón de las abejas salvajes de la «lechiguana», habíanse reunido en aquel sitio y sentádose en el viejo tronco.

Seguíales en su fuga con la mirada todavía Berón, cuando aproximándosele Esteban, que acababa de llegar, informóle cómo, casualmente, había presenciado de cerca el episodio de la «lechiguana», o del «camoatí» —según él decía. Después de oírlo en todos sus minuciosos detalles: de cómo acumularon leña las niñas y diole fuego una de ellas, para escaparse enseguida al sentirse el «borbollón de las avispas»; de la llegada de don Anacleto al sitio y de su corrida también, acosado por las «lancetas de los bichos», —Luis María dijo al liberto:

—Si no tienes miedo al aguijón, saca esta noche la «lechiguana» y la pones en aquella huerta. Pero, no has de dejar dentro del panal ni una sola abeja.

Diose maña el negro. Acompañado de Cuaró, hizo uso del poncho de paño: —sistema de atrapar panales que consistía en cubrir bien por uno de los lados el globo, dejando libre la puerta de salida, de manera que los insectos desalojaran el nido y fuesen ocupando el espacio descubierto en espesa nube. Tapado a su vez el liberto, debían sus manos jugar debajo del poncho como sobre un tambor, sacudiendo el esferoide de hojaldres hasta producir la fuga de los porta—aguijones; cosa que él practicó entre grandes risas, haciendo con los dedos lo que sus congéneres africanos en la marímbula, —un verdadero candombe. Resguardada la cabeza tanto como lo estaba el cuerpo todo, tendido el poncho a lo largo, los insectos al salir embotaban sus lancetas en el paño, y alejándose algunas varas, manteníanse en el espacio en espantoso hervidero o torbellino negro. Realizada la operación en esta forma, —lo que no era fácil para el que careciese de la habilidad necesaria—, arrancábase a su asidero el nido, adherido comúnmente a un débil gajo o insignificante ramita, y se le hacía rodar por las hierbas hasta despoblarlo en absoluto.

Tal fue la diligencia de Esteban.

Concluida, cogió el «rebozo» de Dora que había quedado allí cerca, y que don Anacleto no pudo levantar; envolvió primero el nido en unas hojas anchas de «camalote» que Cuaró le trajo, y luego en la manta, con el mayor cuidado; y a hora de madrugada, aproximóse con el teniente a la huerta de Robledo.

Mientras Cuaró se entendía con los mastines, llamándolos con su acento suave y frotándose los dedos, al punto de amansarlos y transformar sus ladridos de amenaza en simples gruñidos sordos, el liberto colocó el bulto en el cerco —en el lugar donde Dorila lo halló poco después.

Pasados algunos días, ya en sus alojamientos, un «tape» que volvía de la orilla opuesta, comunicó a los huéspedes del monte que una partida de caballería se acercaba al «tranco» hacia la citada ribera, y que parecía gente de Frutos.

Venía el jinete con el caballo bañado en sudor, y por su aspecto algo demudado, inferíase a primer golpe de vista que algunas balas habían silbado en sus oídos.

Convínose entonces cambiar por el instante de sitio, como los «terus», a fin de que la fuerza pudiese el rumbo, y en caso de refriega, se efectuase ésta algo lejos del campamento. Listas las armas de fuego, marcharon todos a pie hasta el grupo de sauces que señalaba el linde o línea divisoria entre el río y una frondosa «isleta» —precisamente aquella que Nata y Dora escogían siempre, para sus paseos por la tarde, pocas cuadras distante de las «casas».

El lugar era excelente, una abra o claro espacioso entre dos espesuras que permitía descubrir los menores movimientos en la orilla vecina, tanto más cuanto en el centro casi del cauce un islote cuajado de malezas y arbustos favorecía el espionaje. Entre ese islote y la escarpa del río, las aguas formaban un gran remanso sobre el que los sauces tendían sus largos gajos provistos de verdes e innumerables guedejas. Por ese claro cruzaron Luis María y Cuaró, quedándose los otros en la espesura opuesta.

Ya emboscados, las voces y risas de Dorila y Natalia, que llegaban a los sauces y se sentaban tranquilas en los troncos, junto al remanso, no dejó de contrariarlos. Pudo Barón observarlas bien sin ser visto, oculto como lo estaba entre «mataojos» y «blanquillos» pareciéndole que las dos hijas de don Luciano Robledo, en todo su brillo juvenil, eran frutas demasiado tentadoras para no merecer algunos minutos de contemplación. Felizmente —pensaba él— su padre es querido, y estos «matreros» no pertenecen al número de los peores…

Pronto el destacamento de caballería, cuya proximidad denunciara el «tape», se puso a la vista, avanzando al paso y en grupo, y deteniéndose en los juncales que bordaban la costa del frente. Todos esos hombres venían con la vista atenta, examinando los claros del «abra», los senderos del ganado, los árboles altos, las hierbas en busca de huellas, el suelo blando, el islote; y, al fin, acabaron por fijarse en las jóvenes. Luis María y sus compañeros permanecieron en silencio, tal vez evitando un conflicto que no habían previsto. Así que ellas se alejaron veloces, hasta entrar al campo libre, muy próximo en esa parte, resolviéronse a espantar «los pájaros de paso» —según la frase de Ladislao; e hiciéronles dos o tres disparos de tercerola, que dieron con uno de los jinetes en tierra. Se apresuraron a levantarlo los demás con gran vocerío, contestando algunos con otros tantas descargas a los invisibles enemigos; y, persuadidos sin duda, de que era más fácil «bolear» un ñandú o un «guazubirá» que dar caza a un «matrero», emprendieron en tumulto la retirada atropellándose en el «abra» con no poco azoramiento.

Era este suceso el que había provocado la confusión en las «casas», a la llegada de las dos hermanas, y las medidas precaucionales del bueno de Robledo.

Conoce ya los demás el lector: el incidente de Luis María pocos días después al lanzar el ganado «orejano» al campo en aquellos mismos sitios; la presentación de Esteban una noche en las «casas» en hora en que don Anacleto narraba sus cuentos campesinos, y la traslación del herido a la tapera del bajo —transformada en local habitable por la industria del liberto.

Instruido pues, a este respecto, sobre el origen de Berón y las causas que motivaban su presencia en el pago, pasamos a reanudar aquí el relato interrumpido, desde la tarde aquella en que Luis María se aproximó por vez primera a la estancia de los «Tres Ombúes».

Capítulo 18. El nido de torcaz

En la noche de ese día, Berón no durmió muy tranquilo, sin que ese desasosiego fuese ocasionado por los efectos de una herida ya cicatrizada; ni por la zozobra e incertidumbre en que mantenían su espíritu patriótico los sucesos del país, cuyo verdadero sesgo ignoraba a pesar de todas sus investigaciones y de los datos desfavorables que le había trasmitido don Luciano en sus visitas; ni por el recuerdo de sus padres por más que le mortificara con frecuencia, y a quienes había ya escrito por conducto de un capataz de «tropa», dándoles nuevas de su «excelente salud» y de las esperanzas que abrigaba de volverlos a ver pronto. Lo que lo tuvo inquieto, fue tal vez la impresión agradable recibida en su visita a las «casas», tan diferente a las que durante meses venía experimentando en su existencia errabunda, sometida a rudas pruebas y vicisitudes. Cierto es que él no se quejaba de estos sacrificios, que sentía cierto goce en haber conocido de cerca, casi en la intimidad la crudeza de la masa y cosechado algo de lo mucho que la vida enseña, y que aguardaba conforme y varonil mayores exigencias y amarguras, con la fe inquebrantable del que ama su tierra y profesa principios invencibles. Pero, este nuevo fenómeno sicológico que desviaba un tanto, apenas de producido, las preocupaciones constantes de su alma entusiasta y ardorosa, abriendo por decirlo así otro cauce a sus emociones juveniles, había sacudido todo su temperamento, rompiendo con la monotonía casi salvaje del médium, y ligádose en cierto modo con aquel amor entrañable al suelo. Explicábaselo como una recrudescencia violenta hacia los hábitos sociables, en medio de la naturaleza agreste y de la reversión de los instintos; y, prometióse seguir sus impulsos, en compensación de tantas acritudes de ánimo y soledades de corazón.

Así fue que, al día siguiente por la tarde, con un pretexto cualquiera, presentóse en la estancia vestido con su mejores prendas.

En el acto observó que su presencia no disgustaba, y que se le brindaban halagos que debían al fin empeñar aún más su gratitud.

Nata y Dora mostráronse muy atentas con él, sonriéndose al ofrecerle el «mate», o flores de sus embrollados criaderos de claveles, albahaca y cedrón. Por otra parte, la compostura de cada una, sin diferir mucho en el gusto, denunciaba un cuidado especial de la persona y ciertos rasgos visibles por demás de coquetería de ciudad aun en la sencillez del adorno.

Luis María no pudo menos de tomar nota de este detalle. Sin creerse él gallardo mozo, aunque en realidad lo era, lamentábase en esos momentos que el sol y el aire de las «cuchillas» le hubiesen quemado de sobra la piel, especialmente en la nariz; y que la «vinchuca», el abejorro y el «gegén», más que el uso continuo de los útiles del campero, le hubieran desflorado no poco la de las manos blancas y pequeñas con sus trompas. Quebrada estaba por el aliento de los campos la tersura de su rostro, que habría envidiado una mujer; pero, de ello no se tomaba tanta pena como por lo viejo ya de sus prendas de vestir, siquiera fuesen las de más lujo de sus maletas. Algunos zurcidos tenían, y botones de distintas clases pegados de tal manera por el liberto, que antes que ellos caería a pedazos el género. Junto a unos grandes de acero, otros más pequeños, rota la tela, dejaban ver la hormilla que sobresalía en extremo del canto, a fuerza de afianzar la cadenilla de los «avíos» que guardaba en el bolsillo del pecho.

Dora ponía el ojo escudriñador y vivaz hasta en estas minuciosidades, de las que se permitía hacer luego comentarios; pero, con cierta condolencia mezclada a un sincero interés.

Don Luciano, que había cobrado grande afecto al joven, llegó a suplicarle reiterase sus visitas con la mayor frecuencia posible y viniese a compartir con ellos el puchero y el asado, pues de ese modo platicarían diariamente sobre las cosas de la tierra, y lo podría él informar de algunas novedades de que llegasen a ser portadores los «troperos» y chasques de su relación que solían llegar de paso a las «casas», procedentes de Montevideo.

Mostróse Luis María muy reconocido a estas y otras deferencias, e hizo promesa de satisfacer aquellos deseos, aun cuando su estadía no fuera larga en el pago; pues, asistíale la convicción de que muy pronto volvería a encenderse la guerra en el país, en cuyo caso todos los buenos patriotas estarían obligados a estrechar filas.

Oyéndole expresarse así, con una ingenuidad impetuosa, el señor Robledo, que era paisano viejo y de «callo duro» como él decía, no podía menos de exclamar: «¡vean no más lo que es la fuerza de la sangre, por Dios bendito! ¡Eche hasta que se derrame guapo mozo, que de esa laya ya no van a crecer en esta tierra más que 'quebrachos' colorados!»

Después añadía: «¡Si las cosas pintan bien, ya han de asombrarse cuando miren ponerse de punta hasta los huesos viejos!»

Este arranque de don Luciano era sincero; porque en realidad, desde la partida del general Alvaro da Costa para Portugal con sus Voluntarios Reales, la situación del país se había agravado en exceso, y hasta los espíritus más tolerantes se sentían dominados por una sorda irritación.

La del buen hacendado, con ser personalísima, era la nota dominante en la campaña, como se verá después. De ahí que, en el fondo, él se identificase por completo con las ideas exaltadas del joven patriota; tan dueño sin embargo de sí mismo, como penetrado de los grandes destinos de la generación de su tiempo.

Estas visitas y conversaciones con padre e hijas, periódicas al principio, llegaron a hacerse muy frecuentes.

Aunque reinstalado en su antiguo alojamiento, Luis María venía todas las tardes a la estancia.

Como había adquirido cierto dominio sobre los hombres del monte, e inculcádoles línea de conducta, éstos concurrían a su vez a las «casas» y ayudaban siempre a la faena a toda hora, complacidos de corresponder así a una hospitalidad generosa. El mismo don Luciano, a pesar de las graves responsabilidades que con ello contraía, demostraba un interés vivo y creciente en atraerlos y contentarlos, disculpándoles sus faltas o demasías. «Estos cimarrones precisan que los acaricien —decía él;— al revés de las bestias que son hijas del rigor. ¡Sobran la carne, el agua y la leña, y todos somos hijos de Dios, canejo! ¿Por qué negarles lo que se comen y beben los perros bravos y los tigres sin permiso? ¡No hay que hacerle! Somos una misma familia.»

Berón por su parte, y sin sentirlo, iba encariñándose de las «casas» a medida que pasaban los días, al calor de amistosos afectos que en mucho disipaban sus repentinos desalientos y tristezas.

Estas horas de sociedad singular, hiciéronse imperiosas para él.

Paseos familiares; frases más o menos ardientes; episodios pueriles pero que revestían cierto encanto; reminiscencias lejanas de haberse visto en Montevideo más de una vez; confidencias naturales de sobre—mesa; comentarios a los incidentes ocurridos en el monte antes de entrar en relación —la «lechiguana», los tiros, la presentación de Esteban una noche; todos estos hechos, memorias y nimiedades que servían de tema a los jóvenes, crearon cierto vínculo de estimación que poco a poco fue consolidando el trato continuo y revistiendo de formas poéticas la naturaleza de la escena.

Unas veces en compañía de Guadalupe, perseguían juntos los pichones de patos entre los cardos de la orilla del bañado, cortaban penachos azules para «cuajada», acosaban con jarros de agua a los pica—flores, despojaban a los pitacos de sus ramilletes amarillos; y otras, reuníanse a la sombra de los «ombúes» a tomar «mate», e íbanse luego a pie hasta la orilla del monte en busca de flores de ceibo y de espinillo. Estas proximidades afianzaron el afecto y la confianza. Si se hubiesen suprimido de golpe, habrían ocasionado extrañeza y hasta dolor.

Una tarde, ya casi al ponerse el sol, Nata y Dora se aprestaban a montar a caballo para una excursión a la «isleta» —como ellos denominaban con arreglo al lenguaje de pago una determinada zona de terreno cubierto de árboles, algo apartada del río.

Poco hacía que había llegado Berón, y apeádose allí próximo a la espera de don Luciano, que debía regresar pronto de uno de los «puestos» y con quien a esa hora se reunía siempre.

Las hermanas se decían, conversando bajo:

—Tarde ha llegado hoy… .

—¿Has visto? Y parece triste.

Dorila, subiéndose en un banco de madera que estaba junto a la pared, montóse ágil en su manso rosillo.

Antes de hacer Nata lo mismo, tiró un poco de la rienda al suyo, mirando hacia Berón de soslayo.

Su hermana siguió rápida aquella mirada con otra en que iba envuelta la sorpresa, e hizo andar algunos pasos su caballo, estimulándolo con su voz ronquilla.

Luis María se acercó, estúvose vacilante un momento, y luego avanzando dos pasos rápido, cogió el pie derecho de Nata, y la alzó de un envión, ofreciéndole enseguida el estribo.

Púsose ella muy encendida, estrujando con la mano el vestido y abandonando su lindo pie al joven que lo colocó en su apoyo.

Dijo, después, con la voz algo alterada:

—Yo creo que vamos a volver de noche, Dora… La isleta del talar está lejos.

¡Gracias! —añadió, sin oír la respuesta de su hermana, y mirando con dulzura a Luis María que acababa de apartarse algunos pasos.

Tembláronle a Dora las mejillas, atenta a la escena.

—No creas Natalia, es cosa de un galope —dijo con cierta acritud. —Me gusta la isleta por la cantidad que hay de nidos de cotorra, y de torcaz también, con pichones emplumados. ¡Ya verás cuántos vamos a traer!

—Bueno, —repuso Nata cavilosa.

En ese instante se les incorporaba don Anacleto, quien echó a andar adelante como guía.

Mantúvose Berón en el sitio un largo rato, mirándolos alejarse, hasta que la cabalgata se ocultó detrás de la loma. Habíase puesto pensativo, y sentía en su mano el calor del pie de Nata como si aún lo oprimiese en el estribo.

Luego, cual si hubiese adoptado una resolución, encaminóse con lentitud al cerco de la huerta en donde había dejado su alazán.

Una vez allí, lo acarició en el cuello, aderezólo bien ajustándole la cincha, echóle el brazo por encima del crucero y quedóse inmóvil con el rostro apoyado en la montura. ¡Ni una ni otra se habían atrevido esta vez a invitarlo!

En esa posición se estuvo un buen espacio de tiempo.

Cuando ya el sol se hundía rojo y enorme cruzando con sus últimos rayos débiles las copas de los árboles más altos, montó a caballo y se dirigió paso a paso hacia la loma, echado sobre el estribo izquierdo y modulando en voz muy baja una canción melancólica.

No sabía bien adónde iba, pero lo arrastraba un deseo vago al principio, luego insistente y ardoroso de acercarse como custodia de las hermanas.

Una emoción extraña le había puesto nervioso. En la loma se detuvo; parecía hesitar.

Desde allí descubrían sus ojos la «isleta» en el horizonte en una curva del monte, muy verde y tupida, bajo una atmósfera serena; solitaria, selvática, con sus frondas sombrías y pabellones silenciosos.

Como aflojase las riendas indolente, el alazán brioso tomó el trote largo y después el galope hacia aquel rumbo.

Dejóse llevar…

Nata y Dora, entretanto, se habían desmontado en un pequeño «potrero», reuniendo don Anacleto en un solo grupo los caballos debajo de un árbol.

Por complacer a Dora, el capataz se había trepado a otro y cortaba a golpes de «facón» una rama gruesa a que estaba adherido un gran nido de cotorras de cinco o seis entradas, por los que asomaban coléricas las aves sus cabezas con amenazador ruido de picos, mientras otras entrando y saliendo de su guarida erizada de espinas en loco desorden, agitaban el aire con agudos gritos y vertiginosos revoloteos. Dorila con un gajo en la mano, había tomado posesión de una horcadura, y allí sentada, aguardaba con creciente ansiedad a que se deslizara hasta ella la rama del nidal.

Natalia por su lado, discurriendo sola muy retirada de allí, daba vueltas a un tronco de robusto sauce en cuyo promedio había descubierto un nido de palomas. Lejos de alcanzar con la mano, necesitaba ella por el contrario escalar el tronco hasta su bifurcación, y esta dificultad la tenía perpleja.

De pronto cobró bríos, y pugnó a subir con ese empeño singular que provoca todo obstáculo.

Por dos o tres veces resbalóse suavemente, sin lograr poner la rodilla en la horcadura, lo que la hizo exclamar con pena:

—¡Imposible!…

Tentó por última vez, ayudándose con todas sus fuerzas.

Fue más feliz, y ganada la primera etapa, poco a poco avanzó en su ascensión, hasta encontrarse a algunos pies del suelo con gran asombro de ella misma, que llegó a temer de veras por el descenso. El nido, con dos pichones que al instante abrieron sus picos chillando y sacudiendo las alas sembradas de canutos amarillos, hasta mostrar el fondo del esófago, estaba a una línea de su rostro.

Después de tanto anhelo por cogerlos, no se atrevió a extender el brazo y apartó el semblante con un movimiento de lástima mezclado de disgusto.

Miró dos veces al suelo, y se cogió temblando de las ramas próximas, sobrecogida al parecer por una impresión súbita de espanto. Se había puesto pálida. No veía asidero ni apoyo para la bajada, sin el peligro de una caída recia en las hierbas.

Una paloma de monte, sin duda la madre, sacudió un momento sus alas entre las hojas, cerca del nido; pero la presencia de la joven la impuso, y dando un arrullo o queja lastimera fue a posarse en el árbol más cercano.

La soledad y el silencio de aquel sitio aumentaron la zozobra que se había apoderado de Nata, quien llegó a hacer dúo a la paloma con un lamento ahogado, al mismo tiempo que a cada intento retiraba sus pies del vacío.

Largos minutos iban transcurridos en esa posición difícil para ella, cuando el piafar de un caballo con coscojas le anunció la aproximación de un jinete.

Este jinete, que no era otro que Berón, no tardó en aparecer en el abra en donde se detuvo, echando pie a tierra.

Nata perdió el miedo, pero se quedó quieta y muda.

Luis María la vio desde el primer momento.

Callado a su vez se fue acercando al tronco, ya sin fijar sus ojos en ella, frío y respetuoso, parándose al fin a la sombra del sauce en actitud de quien espera órdenes.

Puesto de lado con los brazos sobre el pecho y el aire humilde, la joven se sintió tentada de hablarle. Haciendo un esfuerzo, dijo trémula:

—Vea usted, no sé como he subido… pues no hallo cómo bajar. Es este un tronco tan liso que parece una tabla…

Luis María se volvió con viveza, contestando:

—Yo ayudaré a usted, Natalia. —Es fácil: pone usted el pie en mi espalda, yo me inclino luego despacio y pronto está en tierra.

Al decir esto, el mancebo, a quien de pronto se le había iluminado el semblante, presentaba sus hombros a la joven encogiéndose de espaldas para recibir su peso.

Nata alargó un pie, y al ir a sentarlo hizo un gesto de angustia y, lo recogió, murmurando afligida:

—Así no quiero…

Dio entonces el frente Luis María y tratando de esconder su rostro poniéndolo de lado contra el tronco, tendió sus dos manos hacia arriba juntas y temblantes. Pensaría él quizás que no se acogerían a ellas; pero pronto sintió un pie tímido, luego otro, enseguida el roce de un vestido en su cabeza y cuello, y fuese inclinando hasta depositar su carga en el suelo, puesto él de rodillas, sudoroso, casi febril, creyendo con sinceridad que no pesaba más que un penacho de gramilla aquella linda mujer. Ya en lo firme, suspiró Nata, y de pálida que estaba un minuto antes tenía ahora el rostro radiante lleno de rosas, los ojos húmedos y los labios como una granada abierta.

Luis María se estremeció oprimiéndola dulcemente; pero, como fuese en incremento el deliquio, ella lo miró severa, y moviendo la cabecita rubia, dijo:

—¡Otra vez no!…

El joven la dejó libre, púsose de pie lentamente y se alejó algunos pasos. Nata hizo lo mismo, hacia el sitio en que se encontraba Dora, sin agitación ni apresuramiento; y al llegar a un recodo del monte, tras del cual debía desaparecer, volvió la cabeza y miró a Luis María con los ojos muy abiertos y una expresión extraña e indefinible.

En seguida se alejó.

Berón montó en su alazán. Sentíase un poco aturdido al acordarse de una media azul que cubría una pierna encantadora, y que él había visto, cuando las ropas se esponjaron indiscretas en el gallardo cuerpo de la joven al descender del árbol. No se daba entera cuenta de lo que le pasaba, llegando a imaginarse que todo lo ocurrido, no había sido más que un atrevimiento de su parte de que tendría que arrepentirse: pues «ella» lo había mirado con ceño de enojo, quizás por primera vez, reprochándole su arrebato de mozo irreflexivo y ligero. Y esa dureza de semblante era natural. ¿Tenía él acaso derecho alguno para permitirse semejantes libertades? ¡Qué pensaría el bueno de don Luciano, su amigo, si supiese esas cosas! Verdad que él no había podido reprimirse; pues aunque las dos hermanas reunían encantos, más que simples atractivos, —Nata parecíale más seductora, de un poder de sentimiento superior al de Dorila, que incitaba a cometer torpezas como aquella en que había incurrido…

Así preocupado, se fue lejos, sin rumbo, hasta que cayó la noche. Quizás sin quererlo miró por dos o tres veces a la altura, echando todo el peso de su cuerpo sobre el estribo derecho y deteniendo al alazán que olfateaba la querencia.

Era una noche sin luna pero de un esplendor maravilloso; una de esas noches cuya majestad se impone en los campos desiertos por las miríadas de luces que titilan en cantidad inmensa como menudo polvo de zafiros y rubíes, y en que la vía láctea blanca y resplandeciente como nunca desenvuelve de confín a confín su cendal vaporoso para hacer más vivos e intensos esos reflejos. Ninguna nube empañaba la atmósfera de admirable diafanidad. Sobre las copas de los árboles en todo el largo de la ribera, que no presentaba más que una línea difusa, aquellos resplandores se diluían en blanquecina fosforescencia, a su vez matizada de millares de luciérnagas y de «tucos», fantástica semblanza en pequeño de la gasa misteriosa de las alturas. Algunos grandes bultos negros se movían en la sombra proyectada por el monte, que eran grupos de ganado; oyéndose el chacarrear de los rumiantes, inmóviles en la ladera, y uno que otro relincho ahogado más lejos que denunciaba los encelamientos del potro, mordiendo tal vez con las orejas en repliegue y la cola recogida, a las potrancas indóciles que se apartaban del núcleo. Venían a intervalos de los esteros roncas notas de palmípedos, que se agitaban sin volar arrastrando por el suelo las puntas de las alas; voces que eran contestadas por el cauno, —imaginaria de los pantanos—, imponiendo orden de sosiego a los emplumados de menor cuantía.

Muy atento parecía Berón a todas estas cosas, aun que en realidad no eran ellas las que absorbían su espíritu, cuando un tropel de caballos a la distancia le hizo suponer y con razón, que don Anacleto volvía con los jóvenes a la estancia; hecho que confirmó bien pronto al percibir el eco de una risa fuerte de Dora, ruidosa y clara en la calma de la noche.

Bien podía él irlos acompañando. ¡Sin embargo, no sucedía así! Se sentía con rubor a la idea de haber descubierto sus deseos por arranques tan bruscos e impropios, y en sitio semejante, tratándose de una joven educada y honesta que sólo le había dado pruebas de dulce y cariñosa amistad, y cuyo padre merecía hasta el respeto de los gauchos malos por sus nobles prendas de hombre afable y hospitalario. ¿En que pensó él cuando eso hizo? Sin duda fue un vértigo, un arrebato ciego, efecto del tibio roce con aquel clavel de carne fresco y lozano en toda su fuerza de juventud; porqué él era bien nacido, con derecho a calzar espuelas y a considerarse por su origen y su rango por encima de los que hacían vida de instintos y de apetitos —sin otras influencias sobre ellos que las del clima y del desierto. De ahí que estimase en su verdadero valor el acto poco digno de que se avergonzaba, y que en sus efectos, venía a descubrirle a él mismo que aquella mujer no le era indiferente, que había estado escondido para ella en el fondo de su corazón un sentimiento entrñ5able de simpatía, y que a eso más que a otra causa, debía su pena las proporciones tal vez exageradas que le daba su conciencia.

Con todo, bajo estos escrúpulos e impresiones de dejo tan amargo, volvió por dos o tres veces las riendas para incorporarse a la cabalgata; pero, otras tantas desistió, agraviado consigo mismo, y por último encaminóse a su alojamiento. No estaba lejos el boquete que bien conocía, y por él se entró echado sobre el cuello del alazán paso ante paso, a su selva oscura.

Capítulo 19. Una carga en dispersión

Dos días después de este episodio y al rayar del último, sentados se encontraban junto a un fogón Cuaró, Esteban y uno de los dos «tapes» que vivían como agregados al vivac; y al rededor de otro, algo más lejos, —encendido al lado de un segundo alojamiento—, Ladislao, Mercedes y la mujer del guaraní ausente a esa hora. Luis María no se había levantado aún. Bajo el follaje y los trinos y gorjeos de mil pajarillos que saludaban la luz, desde el canto de la calandria, del sabiá, del cardenal, del tordo, del jilguero, del dorado, los arrullos de la paloma, los silbos de la perdiz de monte, los gritos estridentes de los horneros y gargantillas, hasta los ronquillos baturrillos filarmónicos de la ratonera, la urraca, la tijereta y el churrinche, al punto de no quedar un solo miembro de la fauna ornitológica sin tomar parte en la embrollada y encantadora sinfonía—, bajo esa atmósfera, decimos, cargada de oxígeno y de músicas aturdidoras, nuestros hombres poniendo oídos sordos a tales conciertos la habían emprendido con el «mate» que circulaba sin cesar, sin perjuicio de atender entre sorbo y sorbo a dos regulares churrascos de carne de novillo que se aderezaban al rescoldo destinados al desayuno. La estimulante infusión preparábales el estómago y llevábales contento al espíritu. Todo ello no les impedía el fumar sus gruesos cigarrillos de tabaco negro picado por ellos mismos sobre la suela de la carona, un trozo cualquiera de madera o en la palma de la mano, con sus grandes cuchillos siempre afilados y de temple, cuyo uso era tan complejo, que de él se servían para esa y diez o doce operaciones distintas.

Con él daban muerte a la res, la desollaban, dividían, cuarteaban; cortaban las pieles para «lazos», «maneas», «maneadores» y simples guascas; fabricaban pacientemente los «tientos»; labraban o bordaban las caronas; trozaban gajos duros para estacas y masetas; defendíanse en las luchas con las fieras o pendencias con los hombres; degollaban con destreza increíble; comían pasando su filo al trozo de carne encima de los mismos labios, sin herirse; cercenaban arbustos y yerbas, pajas bravas y cabezas de enemigos como penachos de cortaderas; y limpia siempre su hoja en la piedra, lustrosa, al pelo, aunque fuese simple cuchilla mangorrera o daga de tres canales o «facón» de dos filos, —servíales también, hasta de monda—dientes.

Arma indispensable del paisano, del pastor, del carrero, del matarife, era en manos del «matrero» un instrumento de utilidad universal.

Una plática amena y fraternal se entabló así que echaron mano de los churrascos y pusieron en actividad sus huesos maseteros, con gran ruido de muelas y colmillos.

—El «chirubichá» duerme —decía el «tape».

—Dejalo al pobre. Bueno es guardarle de lo más lindo —observaba Cuaró, dirigiéndose al liberto.

—Aquí está este pedazo gordo, que es carne flor —respondía Esteban, señalando un trozo expresamente separado. —A mi señor le gusta el grano de pecho en corte delgadito, y a éste le chorrea el jugo.

—« Herú miñangué» Cuaró —voceaba el «tape» en su idioma nativo, alargando el brazo regocijado. Y llevándose luego los dedos al cuello, añadía como si paladeara ya el líquido, en buen castellano:

—Está seco el gañote:

Alcanzábale el teniente su «chifle», en momentos que entraba al «potrero» el otro «tape».

Era un indio de estatura baja, ventrudo y «cambado», de ojillos negros y nariz de hueso hundido: pero joven y fuerte. Traía un chiripá de tela gruesa y sobre éste un «cuyapí» cuya lonja ancha de cuero de «carpincho» caíale por detrás hasta cubrirle el «amboteví» o sean las dos nalgas macizas.

Al verlo, su compañero dijo, antes de empinarse el «chifle», dirigiéndole la palabra en su lengua:

¿«Yacarú», Ñapindá?

—«Yacarucema—cué» —contestó el otro.

—Conversen como cristianos, —observó el liberto— si no quieren que yo haga cosas de negro. ¿Querés «mate», hermano Ñapindá?

—«Yajá al caigüé, cambá».

—Cambá soy y he de morir, sin andar nunca descalzo y con una «nazarena» en el talón; que no parece sino que el pellejo de tus pies es más duro que la bota de potro, hermanito… Allegate al fuego y merendá, que has de venir con las tripas chiflando.

—Vamos al «mate».

Pasóselo cebado su compañero.

Apenas lo probó, hizo un gesto particular de hombre inteligente en la materia, y con una guiñada picaresca, dijo:

—«Llaigüé».

—¡Hum! —exclamó Esteban—. Delicaos andamos. Tomalo no más lavao, que uno sólo no vale la pena de una cebadura nueva.

—¿Qué bombeaste? —dijo Cuaró al recién venido—. Mirá amigo que estamos ganosos…

El «tape» se puso en cuclillas, rascándose el empeine del pie de la espuela con las cinco uñas de la mano izquierda, en tanto que con la derecha se echaba a la nuca un chambergo color ratón agujereado en la copa, al punto de salirse como flechillas hacia arriba por la abertura una o dos de sus mechas cerdudas. Después respondió muy despacio, en voz baja, intercalando una palabra entre sorbo y sorbo de «mate»:

—Los «cambá» vienen arreando vacas, y están cerquita no más… al otro lao, en el monte, con ganas de pasar… Decile al «chirubichá» que no es güeno dormir. Andan matando y robando, con los de Frutos. En la pulpería tomaron «miñangué» en porrón, y lancearon dos matreros juntito al estero chico… ¡«Chaque», hermano, «chaque»!

Luis María que, bien despierto hacía rato, había estado oyendo desde la entrada de su alojamiento por donde asomaba la cabeza ansioso de aura matinal, pidió «mate» a Esteban, diciendo luego sencillamente:

—Que vengan, Ñapindá. Estamos prontos.

Cuaró se frotó las dos manos con una risita de regocijo, púsose de pie, limpióse los labios con el reverso de la manga, y entonando una cántiga baja y bronca, semejante al eco subterráneo del «tucu—tucu», comenzó a ensillar su caballo con una rapidez asombrosa.

Enseguida, listo ya, desapareció con él del cabestro por las tortuosidades de la «picada», haciendo seña a Ñapindá de que lo siguiese.

El «tape» se fue tras de él.

Ladislao, a quien ninguno de estos movimientos cogía de sorpresa, dejó a las mujeres entregadas a sus tareas de arreglos de fogón; e impuesto por Luis María de las nuevas, salió a dar aviso a otros compañeros que habitaban el monte y cuyas guaridas conocía.

Una hora después, regresó con tres mocetones de melenas, armados de trabuco y sable.

Estos hombres, bajo su dirección, enastaron cuchillos en varas gruesas; improvisando en esta forma instrumentos temibles que sin ser lanzas, ni picas, ni chuzas, ni simples garrochas de clavo, participaban de todas ellas.

De las primeras, había dos, escogidas una y otra por Berón y Ladislao entre las que quedaron sobre el campo de la sorpresa en Nico—Pérez, de moharras anchas y medialuna de doble filo.

Luis María dirigió la palabra a los recién llegados, procurando encelarles el valor, aunque de esto no necesitaban ellos, habituados a la pelea incesante; y mandó que Esteban los obsequiase con lo mejor de sus provisiones.

Muy avanzado el día, volvió Cuaró solo. El «tape» se había quedado de bombero entre los altos pajizales que existían a un flanco del vado.

—Hacen un montón, —dijo el teniente— y parecen garzas moras por el vestido. Vienen juntando los animales y echándolos encima del paso…

—Entonces van a cruzar para llevarse también revuelta la hacienda de don Luciano.

—¡Lo mesmito!

—¡Bueno! Así que pasen los cargamos en dispersión por retaguardia, teniente…

—¡Y los entreveramos a punta de chuza con la torada, —interrumpióle Ladislao—, a que mueran a fuerza de guampa los que no salgan por las orejas del mancarrón, caneja!

—Para todos ha de haber hierro y fuego, compañeros, —repuso Luis María con enérgico ademán. ¡Ahora a alistarse!

Cuaró tomo un trago del «chifle»; pestañearon sus ojillos relucientes, y desenvainando la daga, tentóla en el pulgar hasta levantarse la piel callosa. Después llevóse la mano al cuello, trazando con el dedo una línea curva de oreja a oreja, y dio una especie de bramido feroz.

Los mocetones contestaron con otro pujante y bravío.

Esa tarde debía ser también de emociones en las «casas». Pero, antes de referirlas, interesa que narremos lo acaecido desde el momento en que Luis María dejó a Nata y Dora en la «isleta» después de la escena del nido de torcaz.

Así que las dos hermanas regresaron a las «casas», sentáronse a la mesa como fatigadas del paseo, menos alegres que de costumbre.

Las ocurrencias joviales de don Luciano, y una que otra broma picante acerca de las visitas cotidianas de su «joven amigo» —que esa tarde le había jugado con su falta una mala partida—, hicieron renacer en ellas las emociones diversas de la excursión, especialmente en Nata, en quien aquellos conceptos llegaron bien al fondo coincidiendo con el episodio del sauce. Sintió que la sangre le subía a las mejillas, y púsose a reír para ocultar en parte su rubor.

Dora estaba pálida y parecía prevenida. Su hermana no le había comunicado nada de lo ocurrido, ni ella había visto a Berón; pero, la actitud pensativa de Nata al regreso, y la ausencia de aquel de las «casas» que ella notó al momento, envolvieron su ánimo en dudas y sospechas mas o menos vagas y singulares.

Esa noche se recogieron casi silenciosas.

Dora arrojó una flor que tenía en el pecho sobre la mesa al acostarse, ahogando un suspiro.

A altas horas sintió en los labios de Natalia como el murmullo de un rezo, entrecortado; o de un sueño agitado, tal vez…

A medida que pensaba, su insomnio adquiría más pertinacia, haciéndola revolver en el lecho de un modo incesante: ¡bien podía él ser todo de pétalos, pero ay! cuántas espinas mezcladas —pues pinchos agudos se le antojaban que eran sus nervios. Y después de mucho divagar, forjándose las mayores inverosimilitudes, concluyó por plantearse este problema, que hasta el instante mismo había rehuido con miedo: ¿«a cuál de las dos querrá?»

Sobre esto caviló muy largo rato, hasta que el sueño que ya había rendido a Nata, vino piadoso a cerrar sus párpados…

Al día siguiente parecieron más tranquilas, como si una y otra reconocieran que se habían hecho alguna violencia al asumir la actitud de prevención o de reserva, recíprocamente, que las excitara por algunas horas.

Nata quiso entregarse según costumbre a sus quehaceres domésticos predilectos, para los que disponía de una buena cantidad de útiles: mas Dora no se lo permitió, pidiéndola la acompañase en sus diversiones pueriles, de las cuales gozaba en realidad teniéndola a su lado.

Accedió ella gustosa.

Esa tarde corrieron mucho a caballo; visitaron sitios casi nuevos, a donde las condujo don Anacleto, dos de los «puestos» apartados y algunos ranchos de familias pobres que su padre protegía hacía tiempo.

Volvieron satisfechas, casi al oscurecer.

Dos o tres de los compañeros de Berón departían y tocaban la guitarra con Calderón y Nereo debajo de la enramada.

Don Luciano fumaba sentado a la sombra de los ombúes.

Pero, «él» no estaba allí.

No dejó de impresionarlas este vacío.

Acostáronse más preocupadas que pocas horas antes; y al otro día se pusieron de pie casi simultáneamente muy temprano, quizás por la misma causa, acaso ansiosas las dos de arrancarse a la soledad de sus respectivas tristezas.

El sol resplandeciente y el verdegay de los campos hicieron renacer en ellas la alegría. Entretuviéronse largos instantes en la huerta; llegáronse a la «tapera» que había hospedado a Berón; a la orilla del bañado, cubierta de cortaderas; al arroyuelo donde lavaba Guadalupe; al manantial de sus baños —resguardado por un cancel de plantas exóticas como las pitas de la huerta; y, por último, se detuvieron en la enramada en graciosa charla con Calderón, ocupado en esa hora en fabricar botones de «manea».

Al declinar el día, se hallaron juntas fuera del cerco de la huerta, sin idea fija ni plan formado para el paseo. Nata mostrábase reconcentrada, y Dora parecía bajo el peso de sus periódicas y extrañas melancolías; de esos desfallecimientos que solían marchitarla repentinamente y que unas veces pasaban como nubes o vértigos, y en oportunidades le duraban horas, caracterizando bien los pródromos de una enfermedad nerviosa.

Caminaron sin rumbo algunos momentos, en direcciones opuestas, para reunirse luego al azar y quedar separadas,

con la vista atenta en el paisaje. A dos cuadras apenas se encontraba el boquete o «abra» del monte, con sus sauces en el fondo del cuadro, encima de la ribera del Santa Lucía, mojando sus hojas en el remanso.

Siempre fue ese el sitio encogido; y, contemplándolo, Dorila dijo:

—¿Vamos a los sauces, Natalia?

—Sí —respondió ésta, como absorta—; vamos a allí.

Fuéronse a paso lento, atravesaron el terreno despejado y pronto se vieron en la orilla.

El aire puro que venía del río y de sus bosques reanimó a Dora, que lo aspiraba con ansia. Volvióle la alegría y púsose a reír de todo. Recordó lo pasado allí, con cierta gracia burlona; y eslabonando memorias en espiritual asociación de ideas, trajo a colación el episodio de la «lechiguana» y de don Anacleto, —cuyas ocurrencias tanto la divertían.

Nata la acompañaba a reír, con algún esfuerzo; en tanto introducía, muellemente recostada en el sauce, una larga y flexible rama en las aguas del remanso a modo de sonda, para medir su profundidad. El improvisado escandallo parecía no llegar nunca al fondo, pues la joven sumergía hasta la mano en la superficie, y al retirar la rama no traía en la punta lodo, —como ella suponía.

—Es que la vara es muy endeble, —observóle Dora—; y cuando crees que la punta ha llegado al fondo, se ha ido de lado. Voy a traer una vara más gruesa, y verás que llega…

—¡Para qué!… Estate quieta. Hay muchos lagartos por ahí, y te van a dar con la cola si los molestas.

—¡Ah, entonces, no!

Sin darse de ello cuenta, las dos hermanas se habían hermoseado mucho esa tarde. Allí a la ribera del río bajo los sauces, inquieta la una, la otra con sus nubes de tristeza serena, se habían revestido en verdad de ese interés tan cercano al encanto que halaga y seduce.

Nata adornada con cierta coquetería, lucía dos gruesas trenzas que parecían madejones de seda, y pasádoselos adelante por encima de los hombros; de manera que su rostro blanco así circuido bien podía compararse al de una imagen de las pinturas místicas. En los extremos de las trenzas habíase puesto unas moñas pequeñas de color rojo vivo, con una de las cuales jugaba al descuido, acariciándose la mejilla. Parecían absortos en el río sus ojos garzos, tan plácidos como el remanso sereno. En sus labios entreabiertos rodaba una florecilla morada, recogida en el campo al pasar, y agitábase en su seno en parte descubierto, una ramita de cedrón.

Dora en exceso nerviosa, seguía hablando o riendo para quedarse en ciertos momentos distraída. Brillábanle a veces los ojos pardos bajo sus trémulas pestañas crespas, al escudriñar por doquiera aquellos sitios, y eran tan lúcidos sus reflejos, que algún trovador podía compararlos con los del agua inmóvil bajo estrellada noche. Las trenzas de su peinado aparecían más cortas que las de Nata, porque eran más rizadas, y se mecían en su dorso sueltas formando dos grandes borlones en sus puntas. Enorgullecida estaba de su adorno, porque cuando se ponía de pie y se iba de aquí a acullá sin intención ni objeto gustábale sacudirse el vestido y volverse de uno a otro lado para observarse el pelo, mirándose en la sombra, a fin de juzgar del efecto de sus trenzas así vistas a traición o con el rabillo del ojo.

Pero, la soledad haciendo sentir su influencia poderosa en una y otra, concluía por vencer. Extinguía a cada instante las sonrisas y expansiones, e inclinaba el espíritu de las jóvenes a la contemplación muda del espectáculo agreste, en apariencia; y en el fondo, a divagar sobre cosas cuyo secreto no asomaba a sus labios. En esa actitud las sorprendió Calderón, quién presentóse en el abra jinete en una caballería carcamala y trotona.

Sujetando a pocas varas el matalón, díjoles que había «alboroto en el campo», y que era del caso volverse pronto a las «casas» por lo que pudiese suceder; que don Luciano había ido a enterarse de lo que pasaba en el fondo de aquel, que era el «playo» en que se juntaban los animales vacunos, acompañado del capataz; y que él se había quedado con otros dos peones al frente del establecimiento.

—¡Ay! ¿Qué ocurrirá? —exclamó Nata sobresaltada.

—Algo de serio ha de ser, —dijo Dora, no menos sorprendida— desde que papá ha ido al fondo del campo.

—Se me hace que sí, —repuso Calderón rascándose una oreja y dando una tos cavernosa—. El alboroto es grande; y hasta aquí, encima de la enramada, se han venido zumbando las yeguas con las narices coloradas —lo mesino que les hubiesen metido adentro un manojo de paja bravucona.

Acababa recién de decir esto el viejo paisano, cuando acertó a cruzar por delante del abra, ya cansado y casi rendido, cubierto de sudor y de abrojos las crines, un hermoso potro negro con una faja blanca o talabarte que le rodeaba el vientre haciendo resaltar sus tornátiles formas. Traía ceñidas en parte en sus remos posteriores, a la altura de los jarretes, unas «boleadoras» de tres piedras, cuyos golpes y ludimientos le habían desgarrado la piel ensangrentándole hasta los cascos.

Corriendo a saltos, en medio de caídas y arranques violentos, hipeando y bravío, parecía haber escapado a la persecución y dejado lejos al del tiro certero.

—¡Vean! —prorrumpió Calderón—. Ahí cruza un «tubiano» boleao… A la cuenta rodó fiero el gaucho que lo corría.

—Vamos pronto, Dora —dijo Nata—. ¡Ay, Dios! ¡Qué será!

—Sí, vámonos… Me parece que siento temblor en el suelo, como si corriesen juntas todas las haciendas.

Ellas con la mayor agilidad, y Calderón hincando sin cesar su grande espuela de hierro en el cuero de su cebruno lerdo, traspusieron en un instante el trecho que los separaba de las «casas».

Ya en éstas, percibieron claras repetidas detonaciones; disparos de tercerolas u otras armas, y un rumor siniestro, lejano, conjunto de gritos y clamores, corridas y tumultos cual si la torada enfurecida reluchara bramando en el llano, y sobre la piara formidable hiciera fuego un escuadrón tendido en guerrilla.

Dora, acometida de súbito por un espasmo, sintió que algo como una bola le subía del corazón a la garganta; quiso gritar, y no pudo: abrió los brazos y cayó a plomo en el suelo.

Cuando las jóvenes se ausentaron de las casas, el señor Robledo, que se había mostrado inquieto desde temprano, siempre con el catalejo en la diestra escudriñando los horizontes, recibió aviso de que se venía asaltando las propiedades por la misma fuerza pública, y que se acababa de invadir su campo por la parte del vado.

Encargó entonces a Calderón que comunicara a sus hijas lo que sucedía; y él montó a caballo, ordenando al capataz viniese a su lado.

Don Anacleto obedeció en el acto, con la cabeza erguida, las narices muy abiertas, olfateando, y la mirada recelosa —asombrado en extremo, de que su patrón llevase el rebenque como única arma tratándose de una aventura temerosa.

—¡Dale al overo! —gritó el hacendado, tomando el gran galope—. Vamos a ver qué es lo que hay de verdad en este anuncio… ¡Me cuesta creer que roben de tal manera a la luz del sol!

Los perros están a los ladridos, patrón; y a la fija se ha metido una manga de indios en la media suerte del estero… ¡Güeno sería recostarse al monte!

—¡Vamos derecho! —dijo Robledo con acento firme.

—Para mí es lo mesmo, señor; y no le saco el bulto a la chuza, ¡de adónde!… Pero, mire patrón que es más fácil romper un tronco con la calavera que amansar con rilaciones un indio… Son el mesmo mandinga para enderezar al cristiano con la picana, y sacarlo por la cola del mancarrón enterito… ¡Siff!… ¡y patas para arriba con medio costillar rompido! Yo los conozco bien a esos condenaos, que sólo por comerle «la sin hueso» a una vaca la dan contra el suelo…

—No han de ser indios —interrumpióle don Luciano—; porque creo oír toque de corneta.

—Para peor si es tropa, ¡por la desciplina! A son del estrumento, la muerte es con música; y esos no hablan… A mi parecer, patrón, lo mejor sería bicharlos del pajonal que está arrimadito al paso, y cuanto cruzaran, meternos en el monte a esperar refuerzo…

El hacendado, en vez de contestar, apuró el galope.

Gran número de silbidos agudos atravesaban el espacio en todas direcciones, mezclados al mugir y al balar de las reses y a los relinchos de los baguales azorados, cuyos pies en frenéticas carreras hacían estremecer la tierra. Una nube de polvo ancha y espesa ascendía en columna de las proximidades del rodeo, oscureciendo hasta grande altura la atmósfera; y a causa de esta como negra cerrazón que surgía bajo el tropel, no era posible distinguir la calidad ni el número de los invasores. A intervalos solían cruzar junto a los dos jinetes ya un grupo de potros que iban lanzando corcovos al aire o levantando los brazuelos en increíbles corvetas para afirmar más su carrera vertiginosa; ya un toro con el ojo encendido y el borlón de la cola tieso como un dardo; ya una «punta» de novillos mugientes, embistiéndose entre ellos para ganar mayor terreno en su fuga despavorida; y entre los cuadrúpedos irritados, bandas de ñandúes en rápidas gambetas, esponjados los alones como enormes copos de algodón en disputa con la resistencia del aire, y cuya velocidad asombrosa contrastaba con el pesado galope de los bisulcos a los que dejaban muy atrás para perderse en breves segundos en el horizonte.

De pronto, despejóse un poco aquel confuso panorama.

Púdose ver entonces el fondo.

Diversos soldados de un destacamento de caballería regular, corrían de uno a otro lado arreando en masa el ganado, al que azuzaban con los cuentos de las lanzas, entre gritos y silbidos, trotes, galopes, juramentos, ruido de espuelas y rebenques, al que se unían de vez en cuando los ecos sonoros de un clarín.

Don Luciano detuvo su caballo; y al observar aquello dio una gran voz, levantando colérico su crispado puño.

—¡Ladrones! —gritó, con soberbia entonación.

Como si hubiera sido oído, tres o cuatro de los soldados brasileros, —pues pertenecían al ejército de Lecor—, viniéronse sobre él a media rienda, castigando con el extremo de las lanzas.

Don Anacleto se recostó a su patrón, bastante pálido y conmovido; y más llegó a estremecerse, cuando le vio sacudir con brío el mango de su látigo y esperar inmóvil la acometida del grupo.

Pero, en mitad de su carrera, los soldados sujetaron bridas y quisieron retroceder, sorprendidos de improviso.

Había resonado al flanco un alarido de guerra, acompañado de un tumulto estrepitoso.

Diez jinetes armados de lanza, sable y tercerola caían a escape sobre el destacamento.

Eran Luis María y los suyos, que cargaban en dispersión.

Retumbaron incontinente varias descargas, cuyos proyectiles dieron en tierra con dos hombres, dejando a un tercero desmontado.

El clarín tocó a reunión; pero, ya era tarde.

Luis María, seguido de Cuaró, a quién había cedido su lanza, —penetró espada en mano entre el grupo en desorden distribuyendo algunas estocadas certeras; uno de los «tapes» y uno de los mocetones habían caído heridos, otro muerto; en cambio, Ladislao a la cabeza de los otros, lanceaba por la espalda sin piedad al grueso del enemigo.

Esteban mató al clarín de un pistoletazo.

Acosado de cerca Luis María por dos enemigos a sus flancos, lanzóse sobre el que llevaba las insignias de oficial superior hundiéndole su acero en el vientre, al mismo tiempo que él recibía dos sablazos en el cráneo, casi simultáneos, que le hicieron caer sobre las hierbas sin sentido.

Oyóse entonces un grito salvaje, y Cuaró vino al socorro arrancando de un solo bote de su montura al oficial que aun mal herido se mantenía en ella. Blandió en seguida la lanza ensangrentada, enderezándola al otro, que era un alférez; y éste, que amartillaba una pistola, arrancó a gran galope para ganar distancia y fijar la puntería. Era un mancebo de veinte a veinte y un años, apuesto y altivo. Cuando quiso volverse para disparar su bala, vio que su terrible enemigo tenía la moharra de la lanza a una línea de sus riñones; y clavando espuelas echó a correr, sin atinar ya a la defensa. No le dejó sin embargo, el teniente, que iba detrás rugiendo ciego de furor.

El perseguido volteó el brazo, e hizo fuego. El proyectil pasó.

¡Siquiera le hubiese partido el cráneo! —pensó el alférez con pavor.

Y como no fuese así, sintiendo él siempre en pos la carrera de su implacable enemigo, arrojóle la pistola por arriba de su cabeza, dando un grito de espanto. Cuaró se le puso a los alcances, y escurriendo el ástil en su diestra le hirió de muerte, sacándole de la silla, al punto de que el rejón se hizo un arco quebrándose por mitad y dejando el hierro entero en el tronco de la víctima.

Cuaró arrojó el fragmento de ástil sobre el cuerpo inerte y volvió bridas.

Al llegar al sitio de la refriega, todo había concluido.

Los vencedores auxiliaban a sus compañeros caídos; y rumbo a las «casas» marchaba un grupo compuesto de don Luciano, el capataz, Esteban y Ladislao que conducían en cruz sobre dos caballos a Luis María Berón.

Diez o doce muertos veíanse esparcidos acá y allá en el terreno; y por los campos, grandes trozos de ganado, todavía inquieto y receloso, que al menor movimiento emprendía precipitada fuga.

Capítulo 20. Heridas de sable y flecha

Todo aquello fue obra de pocos momentos, al punto que don Luciano y el capataz apartados algunos metros apenas del teatro de la refriega, no tuvieron tiempo de asumir una actitud resuelta cualquiera viéndose en el caso duro de permanecer inmóviles hasta tanto pasara la avalancha que los sorprendiera a su vez, cuando ni pensado habían en la posibilidad de un choque sangriento. Disipada esa ráfaga de huracán, apresuráronse a socorrer a Luis María que yacía con el rostro en tierra bañado en su propia sangre, en una inmovilidad parecida a la rigidez de la muerte. Restañáronle las dos heridas que tenía en la cabeza, y ciñéronsela con dos pañuelos, cargando luego con él.

En la travesía, abrió dos o tres veces los ojos para quedarse de nuevo como aletargado, sin pronunciar palabra alguna. La pérdida de sangre había sido copiosa, sucediéndose a ella una debilidad extrema. Una de las heridas sólo había interesado el cuero cabelludo; pero la otra, más profunda y grave sobre el parietal izquierdo, habíale ofendido el hueso en parte.

Ya en las «casas», laváronle bien las dos, cortáronle el pelo en lo dañado, y acostáronlo en la cama del señor Robledo, —una «marquesa» fuerte de pino con buenas almohadas y colchones.

Ante aquel espectáculo, Natalia y Dorila andaban como sombras, echando de vez en cuando sus brazos al cuello de su padre, para besarle en silencio. Dora estaba pálida y parecía sentir algo extraño en el pecho, porque a cada instante llevaba allí su mano ansiando aspirar el aire con toda la boca abierta.

—¡Vaya, muchachas! —díjoles don Luciano—; todo esto pasará. Estén tranquilas. ¡Demonios!… Ha sido una escaramuza fuerte —un refregón de estos mozos con unos portugueses desalmados que saqueaban mi hacienda. ¡Todo se ha de andar, canejo! y hemos de poner las cosas en claro. ¡Qué atrocidad! ¡Si parece increíble!… Mira Natita… Tu hermana está un poco enferma, mejor es que se acueste. Tú arregla unas hilas y vendajes para el herido. ¡Pobrecito! Le debo todo, hasta estos huesos viejos que ya no sirven. Sí, hay que atenderlo mucho porque lo han golpeado como bárbaros aquellos entrusos cobardes, ¡que mil diablos confundan!… Arregla, hija, eso que te pido. ¡Cuando la madre sepa, se va a morir!… Si alguno de estos viejos—posmas fuese curandero, todavía la pena sería poca…

—Deja, papá —interrumpióle Nata—; nosotras vamos a cuidarlo, y verás como sana. ¡Dios no ha de querer que se muera!…

—Le pondremos las hilas nosotras —añadió Dora—; ¿vez? aquí tengo ya un puñado grande, ¡y estas vendas!… Nata le lavará las heridas, y yo le arreglaré el vendaje; o yo…

Ahogósele la voz a la joven en la garganta; y volvióse confundida, para ocultar su emoción.

—Sí, lo merece; ¡merece todo! —repuso Robledo.

Y pasándose agitado la mano por la frente, prosiguió como si hablase a solas:

—No sé qué consecuencias tendrá esta trifulca, mientras los cimarrones y «caranchos» se amontonan y dan cuenta de esos que han quedado boca arriba, junto al estero… Es lo primerito que van a encontrar cuando crucen el paso los «lagunistas»… ¡Demontre de cosas! De todos modos… ya nos arreglaremos. Ahora, a lo más urgente. ¡Tú Dorita a la cama!

—No papá, ¡si estoy bien! Mírame, y verás que no te engaño. Ya ni me late fuerte el corazón, que hace días estaba lo más malo conmigo… sin duda anunciando estas tristezas que habían de venir. Y ¿cómo has de querer que deje a Nata solita en ese trabajo?

—Déjala papá, que yo la cuidaré también a ella, si se ocurre.

—¡Bueno! Hagan como les parezca, y déjenme ir a atender otras necesidades. Ahí está el negro en el cuarto, para ayudarlos; que las acompañe Guadalupe también.

Fuese el señor Robledo por su lado, esto diciendo; y las jóvenes, al aposento del herido.

Continuaba éste en una especie de sopor, muy pálido y con los ojos cerrados. Esteban le contemplaba de pie desde un extremo, mudo y atento.

Las dos hermanas se acercaron al lecho sin trepidar, y descubrieron la cabeza de Luis María, sin molestarlo, con esa delicadeza propia de la mano de la mujer que se esmera en aliviar sin ser sentida. Lavaron las heridas con agua fresca, que trajo Guadalupe; y cuando esto acabaron de hacer, todas trémulas de emoción, cubrieron con hilas los labios de aquellas sujetándolas suavemente con vendas.

En esta diligencia, hesitaron un instante; hasta que, atreviéndose Nata, cogió con sus dos manos la cabeza del herido, y la levantó un poco de la almohada, diciendo con un acento que parecía un soplo:

—¡Ata!

Dora ató, moviendo sus delgados y nerviosos dedos con extraordinaria destreza. ¡Una hábil enfermera no lo habría hecho mejor!

Después de esto Nata dejó descansar la cabeza del joven, lo miró toda demudada, y apartóse algunos pasos, ceñida al brazo de su hermana tan conmovida como ella.

Berón volvió el rostro de lado y respiró con fuerza.

Ellas se miraron de súbito, con una expresión de íntimo contento. ¡Parecía retornar a la conciencia de la vida!

A poco, entró don Luciano.

El buen criollo acababa de mandar que se enterrase a los muertos en dos o tres hoyas o fosas bien excavadas, y que encima de la tierra que las cubriese, se echaran piedras sueltas en abundancia, o en su defecto ramas gruesas y espinosas de «tala» o de «ñapindá», al uso charrúa, para evitar que los carnívoros del monte sin excluir los yaguaretés que solían cruzar a nado hasta los pajonales espesos del norte, se citasen a un espantoso festín. También previno que se pusieran otras tantas cruces, confeccionadas con troncos de «sombra de toro», a fin de que se viera a su tiempo que se habían cumplido con los deberes cristianos, y en algo se atenuase el rigor de la represalia.

Sin duda alguna, era la adopción de esta medida lo que había esparcido cierto aire de satisfacción en el semblante del hacendado; quien se presentó más tranquilo y desenvuelto en el cuarto del herido.

Aprovechándose de su presencia, y estimuladas por su celo activo, las jóvenes se esmeraron en atender a todo aquello que convenía al mejor cuidado del paciente. Dora trajo una gasa celeste, que colgó doblada a manera de cortinilla o banderola en el ventanillo; y Nata acumuló en una mesa pequeña hilas y vendas muy blancas, un jarrón de barro cocido lleno de agua quitada del frío, y un frasco que contenía la sustancia o extracto de la corteza del «quebracho», reconocida como febrífugo excelente en la campaña, aunque casi nunca cedieran las fiebres a su influjo —o poder virtual.

Guadalupe por su parte, tan agitada como sus amas y como ellas tan lista para acertar en todo, había escogido la mejor gallina entre las que reposaban ya tranquilas en las ramas de uno de los ombúes; y cocinado un puchero que, en su concepto, debía saber muy bien al enfermo, aun cuando al espumarlo hubiese tenido que sostener más de una brega, de paso, con don Anacleto —entonado y crudo como nunca, después de la refriega.

Había acudido también Cuaró, a las «casas». Pero, sin penetrar en el aposento ni cambiar palabra con persona alguna, habíase sentado sobre los talones contra la pared; y en esa actitud, fumando, limitábase a mirar a veces al rostro de los que salían cual si en ellos buscase las nuevas que merecían su interés, sin incomodar a nadie ni ofrecerse tampoco, concentrado y humilde.

Al oscurecer, viósele todavía quieto en el sitio escogido, con el sombrero sobre los ojos, y la mirada en el suelo.

Esa noche, muy satisfechos de no haber hecho nada por la tarde a favor del conflicto, y reinando un calor excesivo, habíanse agrupado en la enramada el capataz, Calderón y Nereo para conversar de las ocurrencias y consumir sendas «cebaduras» de mate—cimarrón, alternando éste con otro brebaje más fuerte y estimulante.

Los dos últimos, atentos estaban y no poco, a la relación de don Anacleto; quien sentado en una cabeza de vaca con el sombrero caído en las espaldas y el barboquejo a modo de «vincha» en la frente, formándole la borlilla como un cuernecico de ternero entre los dos ojos, describía las peripecias y episodios de la jornada en un estilo capaz de preocupar aun los ánimos viriles.

Decía don Anacleto:

—Asina que repechamos la lomadita, se vido que la polvadera la levantaba un ganao como mosca… porque fuera de la hacienda del campo traíban los hombres y habían entreverao el vacuno y yeguarizo de otras marcas, arreando tropillas con yeguas madrinas, lo mesmo que los güeyes de carreta que repuntiaron por delante. La polvadera hacía como una nube de tormenta tapando todo el cielo, y al revolver de las vacas y lamentarse de las crías y chiflar de los soldaos que corrían y boleaban, víamos a ratitos pasar la bagualada cociando al cohete o al toruno que se comía los vientos, si ya no era un güey tropero que iba pisoteando las puntas de la coyunda rompida y metiendo ruido con las pezuñas…

Escupió el capataz de lado, tomó aliento, y prosiguió:

—El patrón quería enderezar a la gurumina; pero yo lo fui asujetando hasta que aclarase, porque desde que los ñandúes al juir iban chiflando a la cuenta les habían meneao plomo y la cosa no era atropellar al escuro… Ya encima del ganao que andaba como mula tahonera cuasi sin ojos ni conescencía, alcanzamos a ver el escuadrón de portugos, vestidos de ceniza y armaos hasta los dientes. En cuanto columbraron que había con quién tratar, unos quince o veinte y cinco abajaron las lanzas y se vinieron al humo tocando el trompa a degüello…

—¡Vea no más si fue fiera la cosa! —exclamó espeluznado Nereo.

—¿Y, después, don Cleto? —preguntó ansioso Calderón.

—El patrón se enredó en la muñeca la azotera del rebenque; y lo que esto vide, sofrené al overo, eché mano al «facón» y me tiré de lao para madrugarlos en la embestida…

—¡Ah, don Cleto listo!

—Sírvase de ese amargo para remojar.

—Pero el arrempujón no llegó, —continuó el capataz, sorbiendo con gran ruido el mate—, porque en un redepente la nieblina cambió de costao; y lo mesmito que una perrada cimarrona, el matreraje largó una ronca y cayó en el sitio a todo lo que daban los fletes, chuzcando al destajo, sin dejar a mi parecer, ni un melico vivo.

—¡Parece cosa de brujería!

—¡Peligra la verdá, canejo!

—Asina fue, y me caiga redondo si digo mentira!… ..

Después de dicho esto con entereza, don Anacleto hizo sonar de un gran sorbo final la «bombilla» y suavizando en lo posible su voz bronca como quien se siente adolorido, prosiguió con tristeza:

—Y vean, aparceros; pasaron cuadros lindos para estilos en este combate fiero. Don Berón volteó de un revés con la espada a un mozo lampiño de ojos de venao, alardeador y vivaracho; y en viéndolo en el suelo, cuasi tieso, un matrero se tiró del pingo con un chafarote en la mano para despenarlo; pero al dir a hacerlo, el mozo le dijo con mucho sentimiento, levantando un brazo:

«No me degüeyes, porque todos somos hermanos. Tengo una madrecita vieja y una novia que va a ser mi mujer, que me aguardan las pobres rezando a la virgen santísima porque yo salga en la guerra sin lisiadura nenguna. Con la que me ha dao ese guapo me sobra para escarmiento, y no preciso de tu incómodo para dirme en sangre. Si querés que la viejita viva y la muchacha no se quede en un desmayo como pájaro tísico, envainá el chafarote y guardate estas patacas para tabaco y yerba, con más las botas y las espuelas.»

El matrero dentró en plática con él, y le contestó de esta laya:

«Mirá, hermanito: yo no puedo hacer lo que me pedís quejoso, porque a mí también me dio una mujer de mamar y otra me espera, y las dos están a los reniegos conmigo porque no las ayudo a causa de los tuyos que se han entrao en el pago sin licencia, arruinando a una gente que no se metía con naide, y que a naide tampoco tenía miedo. Asina, lo que yo haré en tu osequio, es dejarte una nadita de tiempo para que reces el credo; y en cuantito acabés de rezongar, no hay más sino conformarse.»

Iba ya a retrucarle el herido, muy pesaroso, cuando la torada se vino encima asustada con los tiros, y bufó… El matrero montó a caballo, y el ganao comenzó a pasar brincando y muy ceñido por arriba del portugués…

¡Nengún quejido largaba el hombre, y el ganao seguía pasando! La polvadera ponía turbio hasta el ojo; ni las aspas se vían en la disparada, aturdiendo más que mil cencerros el crujir de las chiquizuelas y las pezuñas.

Y seguía pasando el ganao, sin avistarse la cola, como avispas que salen del nidal y se van juntando de a poco, cerquita, en borbollón; o lo mesmo que se alborotan las hormigas cuando un animal yeguarizo mete la mano en el cerrillo, y lo achata de golpe y zumbido.

Y el ganao seguía cruzando…

Interrumpió aquí al capataz la voz de Guadalupe, que lo llamaba desde el patio y tras de ese llamado, la negrilla se apareció en el punto de la reunión, diciendo semi—colérica:

—A ver si viene don Cleto, que lo precisan… Parece que le pesaran los huesos más que a un muerto y que no pudiese con las tabas. ¡Muévase hombre de Dios, tan cargoso!… Todos afligidos en las «casas», y él prendido al mate muy señorón, como buey guampudo que mamase todavía…

Don Anacleto apoyó la cara en la palma de la mano, y mirándola de soslayo, contestó irritado:

—Siempre has de venir a meter tu trompa en la leche, mosca negra. ¡A volar que hay chinches!

Y dio un bufido.

Guadalupe desapareció.

Entonces, don Anacleto dijo:

—Voy a donde el patrón; pero agarren bien el hilo del cuento, por el gusto de acabarlo.

A esa hora las impresiones no eran nada gratas en el cuarto del herido, para aquellos que lo asistían. Habíasele declarado la fiebre en cierta intensidad, y sobrevenídole el delirio.

Ante semejantes manifestaciones, multiplicaban todos sus cuidados apelando hasta el último de los remedios o paliativos domésticos, y oían los consejos y advertencias de algunas vecinas viejas, que habían acudido a recoger informes de don Luciano con motivo del grave suceso de la tarde.

El mal, sin embargo, seguía un natural proceso, y no era la corteza de «quebracho» la que había de modificarlo por el instante, ni en lo sucesivo. La reacción y el restablecimiento del equilibrio perturbado, sólo debían esperarse por efecto del vigor de juventud del paciente.

El hacendado y sus hijas vieron transcurrir las horas en penosa ansiedad.

Ya al amanecer, calmóse algo el herido, quedándose en relativo sosiego.

Don Luciano había mandado al capataz a una de las estancias viejas del pago en busca de un paisano hábil para ciertas «curas», a falta de médico; cuyo paisano conocía el secreto de unas yerbas «infalibles», o por lo menos de una virtud «casi milagrosa» para las fiebres.

Pero, don Anacleto regresó al venir el día, sin haber conseguido encontrar a aquel bendito, ni aun en los ranches de sus comadres.

En cambio, sin que nadie le dijera palabra, Cuaró se apareció con el «tape» Ñapindá, advirtiendo que el hombre se había ocupado mucho tiempo en aliviar y sanar enfermos en Santo Domingo, y que era un curandero muy habilidoso.

Al mirarle la facha, con sus piernas desnudas y su chambergo agujereado en la copa, y un montón de hierbas en las manos, Nata dijo:

—¡Si no será preciso!… Ahora descansa bien.

El «tape» se cuadró militarmente, y contestó con pausa y gravedad:

—Dejámelo mirar, «guaynita»… ¡Verás que yo lo curo!

—Ay, ¿qué hombre es este? —dijo Dora con extrañeza—. Yo no quiero que toquen ahora que duerme, al herido. ¿Tú consentirás, Nata? ¡Tantos yuyos!… ¿Para qué sirve eso?

—Mirá, «cuñatay» —repuso el tape—: cocinando esta yerba se lava al enfermo con el jugo en la mañanita y tarde; y después, abrís estas hojas y las ponés en lo lisiado…

Y enseñaba una planta pequeña de hojas de un verde—claro, angostas, en forma de bayas o de vainillas, comúnmente llamada bálsamo y de aplicación constante a las heridas.

—El agua y las hilas bastan…

—Tampoco él lo consentiría —añadió Nata.

—Esperaremos hasta la tarde, señor curandero —siguió diciendo Dora con acento dulce—. ¿Por qué incomodarlo, cuando recién reposa!… Él va a darle las gracias así que se despierte y que sepa que Vd. ha venido con tan buenas intenciones…

El «tape» no insistió; y como, a pesar de todo, Nata le pidiera las hierbas, dióselas en el acto, y fuese muy contento.

Creía él de buena fe, como todo indígena de reducciones, que merced a aquellas plantas, «andoyara» o sea el diablo, no se llevaría al «chirubichá» tan fácilmente.

Ya pensativas, ya rientes, se quedaron las hermanas; y después de comentar el hecho, opinaron al principio por aplicar el bálsamo al herido, y luego resolvieron esperar a que éste despertase.

Las dos se habían dividido bien el trabajo; de tal modo, que ninguna podía pretender haber hecho méritos de exclusivo agradecimiento; una y otra reunidas o relevándose en el cuidado asiduo, por largas horas, siempre atentas al menor reclamo o movimiento producido por el delirio en el paciente, y en todo instante prontas para acudir a las tareas domésticas, parecían disputarse las frases cariñosas de don Luciano —a cuyo estímulo debían el haberse consagrado sin reservas a tal género de afanes y desvelos. Verdad es que, en el fondo, presidía a la actitud asumida por cada una de ellas una gran fuerza de buena voluntad, y hasta una decisión sospechosa; pero, de revelarla se guardaban, sin descuidar los mismos gestos; tal vez persuadidas, de que una manifestación cualquiera inconveniente de sus sentimientos íntimos respecto al huésped, podría ocasionar un quebranto moral doloroso en una u otra, dado que ambas abrigasen hacia él —como era de inferirse— un vivo afecto de simpatía. A partir de esto, procuraban ellas contentarse sin discrepar en lo mínimo; juntas se iban a su dormitorio; acostábanse a una hora determinada o con diferencia de momentos; conversaban mucho hasta calmar su excitación nerviosa; y caían al fin rendidas, para ponerse de pie muy temprano con más ánimo que nunca.

Al levantarse ese día sintieron gran complacencia, pues el paciente empezaba a reaccionar; y si bien su postración era mucha, la fiebre había disminuido de un modo considerable. Conocía a los que lo rodeaban y hablaba de vez en cuando con aplomo y reposo, mezclando a sus sorpresas palabras de agradecimiento.

Desde ese instante las jóvenes empezaron a su vez a hacer menos frecuentes sus visitas, sin dejar de atender al herido con el mismo celo así que era necesario renovarle los vendajes.

Pero, ni ellas podían menos de verlo dos o tres veces al día, ni él se conformaba de sus ausencias —cuando éstas se repetían mucho. Algo, como un vínculo estrecho de familia, se iba estableciendo entre paciente y enfermeras; vínculo dulce y cariñoso en cuya formación entraban la estimación, la confianza, la gratitud y quizás algún otro sentimiento oculto, que sólo esperaba una causa ocasional cualquiera para revelarse en todo su fervor.

Por algunos días, las cosas siguieron en ese estado, con gran satisfacción de todos y especialmente del señor Robledo, que no había visto producirse en su campo nada de sospechoso o alarmante, después del grave suceso.

El herido seguía mejorando, sin complicaciones de ningún género. Sentíase muy dichoso de encontrarse allí; y una tarde manifestó a Dora que éranle suficientes, cuidados de manos semejantes, para amar mucho la vida…

—Más que ingrato sería si no la quisiera, —díjole Dora.

—¡Me parece más hermosa que nunca! —contestóle él, con acento sincero y ardoroso.

La joven se retiró llena de cierto íntimo regocijo.

Más tarde, se preguntaba a solas: «¿Por qué le parecerá más linda, la vida? ¡Él, que parece desgraciado!»

Poco después, Dora caía en una melancolía extraña y sentía ansias de llorar.

Tan alegre y espiritual, sorprendíase de sí misma, quejándose de una opresión mortificante que abatía con su cuerpo el ánimo y le nublaba la vista. El corazón funcionaba a saltos caprichosos por momentos, y la cabeza parecíale bajo la influencia de un hálito o vaho pesado y letal, que la empujaba a un vacío sin término.

Cuando eso sucedía se quedaba muda, de una palidez casi transparente, con la mirada fija y sin luz, estremecida, fláccida, insegura. Así mismo caminaba un poco, buscando en el ambiente un consuelo; hasta que el desasosiego tomaba incremento, e inducíala a recogerse a tropezones, cogiéndose a las paredes y puertas, como herida en sus centros nerviosos por un golpe súbito.

Reclinábase entonces sin fuerzas, y quedábase inmóvil llena de sudores fríos; una, como grande burbuja esférica o globular ascendiendo rápida, parecía cerrar por completo sus vías respiratorias, hinchábale las venas del cuello, la asfixiaba, y desaparecía luego para dar lugar a un espasmo más o menos prolongado que la dejaba como muerta.

A estos accesos precedía siempre una laxitud de ánimo extraña en ella; una tristeza honda y desesperante que mataba el brillo de sus lindos ojos, la frescura de su piel y doblaba su cuerpo gentil lo mismo que se abate un tallo de flor bajo una ráfaga violenta. Cuando estos y otros síntomas se presentaban, ella misma arreglaba su lecho y arrojábase en él, buscando apoyo con las dos manos trémulas en algún objeto, capaz de resistir sus sacudidas precursoras o contracciones musculares. Los desmayos no tenían mucha duración, ni aparecía en los labios cárdenos esa espuma que mana lenta y desborda como impelida por una ola de amargura. Saliánsele un poco los ojos de las cuencas y quedábansele fijos; y esa fijeza aparecía más dura por la ocultación parcial de los velos parpebrales y una profunda alteración nerviosa.

Restablecíase pronto sin azahar ni éter, tan sólo aspirando el aire del campo y de la ribera. Volvía entonces su frente a serenarse, la luz a sus pupilas y el latido regular a su pobre corazón. Quedábale débil el cerebro, ya pasada lo que ella llamaba «gota coral»; pero, a las pocas horas se reconstituía por los medios y en la forma predichos, reíase, se divertía, paseaba y gozaba bien de sus horas de reposo. Figurábase que todo eso no era más que exageración de su sensibilidad «mimosa» y reprochaba ingenuamente a su organismo que se postrase y se hiciera el muerto cuando estaba tan vivo.

Después de una noche así pasada, y amanecida Dora mejor, Nata que había dormido muy poco, aprovechóse del buen estado de su hermana para visitar un instante al herido —cuyo cuidado había quedado por largas horas a cargo de Esteban y Guadalupe.

Entróse ella con alguna emoción en el aposento.

Luís María estaba solo; y al verla tendió la mano con ansiedad mal reprimida, como llamándola cerca de sí.

Detúvose Nata a mitad de camino, saludándole; y luego dijo algo trémula:

—¿Lo han atendido a usted bien?… ¿Cómo sigue?

—Bastante mejor, Nata, gracias a la bondad de ustedes. Creo que podré levantarme mañana, pues me siento con fuerzas… ..

—¡Tanto me alegro!

—Agradezco mucho… sólo que ahora, una de estas vendas me molesta un poquito, y sin duda será porque… no ha sido usted la que me la ha puesto.

—Ah, por eso no… Pero será fácil remediarlo… Aquí hay otras que podrán reemplazarla en un momento…

—¡Qué buena es usted! Por su mano vendrá el alivio.

Nata acercóse a la mesa, y empezó a escoger el vendaje llena de agitación, sin contestar nada.

Con la cabeza fuera de la almohada, mirábala Luís María de una manera fija e insistente, como aprovechándose de aquella oportunidad feliz para contemplarla a su gusto, sin testigos, con una especie de íntimo deleite o fruición desconocida, nueva para él.

Bien luego halló Nata lo que necesitaba entre el montón de hilas y vendas; y, con no poca turbación, aproximóse a la cabecera del lecho, dulce el ceño y las dos manos por delante. Viola acercarse Berón, conmovido. ¡Ocurriósele recién que era muy bella!

La joven comenzó a desatarle la venda antigua; diligencia en la que hubo de detenerse por varias ocasiones, pues el herido se movía bastante, empecinado en mirarla de frente.

—¡Estése usted quieto! —dijo una vez, con aire resignado.

—Sí, haga usted; me hace mucho bien. ¡Quién no ha de curar así!… ¿Cómo podría corresponder a esta piedad, Nata?

—¡No es para tanto! —murmuró ella temblorosa.

Y cogióle la cabeza, a fin de pasar la venda por debajo, y ceñirla.

A aquel contacto Luís María se irguió un poco, y alargando las suyas enflaquecidas apoderóse de una de las manos de la joven, de un modo tan suave y cariñoso que Nata se la abandonó sin resistencia.

Los ojos de Berón tenían una expresión de ruego blando y humilde, y temblábanle los labios.

Acaso fui torpe —dijo— cuando ofrecí a V. mi ayuda… allá bajo el sauce; pero V. no me guarda rencor ¿verdad? Perdóneme. Fue un arrebato que yo mismo me eché luego en cara como un atrevimiento indigno de mi educación y de mis sentimientos honrados… V. merecía todo mi respeto. ¡Ahora, toda mi gratitud y mi cariño!

Y besó aquella mano con labios febriles, apasionado y vehemente, a la vez que con miedo, cual si temiese una repulsa cruel.

No sucedió así… Nata la retiró lentamente, ocultando con la otra su rostro, sonrojada y silenciosa, sin ánimo para balbucear una respuesta.

Luis María alentóse más ante esa actitud; e incorporándose del todo, atrájola hacia sí sin violencia hasta rozar con el suyo su rostro, añadiendo muy bajo:

—Debo a V. tanto, que no sé cómo pagar la deuda… ¿Será queriéndola a V., por siempre?

Limitóse Nata a mirarle con intensa ternura; y él entonces la besó en el rostro, antes que pudiese desasirse de sus brazos y arrancarse a su silencioso embeleso.

Ojos extraños observaban aquella escena…

Dora, después de ataviarse mucho y de mirarse risueña en el espejillo, que en forma de lente colgaba de la pared, dirigióse presurosa al aposento del herido, a cuya puerta se aproximó en puntas de pies por si aún dormía.

No había nadie en el comedor, pues don Luciano había salido al rayar el alba.

La puerta que daba al aposento estaba entornada.

Supuso que Luís María no estuviese solo; y miró antes por la rendija…

Vio a Nata de pie junto a la cabecera; pudo escuchar algunas frases, anhelante, y observó cómo el joven cogía la mano de su hermana y la cubría de besos.

Era esto ya bastante para desgarrarla. Con asombro vio, sin embargo, que no satisfecho todavía, llegó a oprimir entre sus manos la cabeza de Nata para sellarle con los labios la frente.

Quedóse yerta.

Durante ese día Natalia, ignorante de este detalle, sobre el que su hermana tuvo buen cuidado de hacer la menor referencia en sus conversaciones, mostróse muy sonriente y alegre procurando hacer a todos co—partícipes de su estado de espíritu.

A pesar de esfuerzos evidentes, Dora no pudo con todo sobreponerse a un dolor punzante que la mortificaba sin consuelo y que había venido a favorecer el mal que trabajaba de tiempo atrás su organismo.

Sentóse a la mesa sin apetito, pálida y como aterida, contestando con monosílabos o palabras entrecortadas a todo lo que se le decía.

Después, se fue a reclinar en el lecho.

Zumbábanle los oídos, sentía pesadez en la cabeza y en el corazón, laxitud en los miembros y una angustia en el ánimo fríamente implacable, hondamente penosa.

Nata, que había ido a sentarse a su lado, la besó con cariño.

No se reflejaba ya en su rostro la alegría; por el contrario, aparecía grave y mustia bajo la presión de un sentimiento real de disgusto; y sucedíale esto siempre que a su hermana le acometían aquellos desfallecimientos o quebrantos que la hacían juguete del vértigo.

Dora contestó el beso ciñendo con sus dos manos suavemente el cuello de Natalia, mirándola en silencio, húmedos y casi apagados sus hermosos ojos pardos, y contraídos los labios por un gesto de amargura.

Luego, preguntó:

—¿Sigue bien el herido?

—Mejor cada vez… ¿No lo has visto hoy?

Quedóse callada Dorila, acariciando entre sus dedos el cabello de su hermana; suspiró con fuerza, y al cabo de un rato, dijo muy bajo:

—No… Este mal no me deja; de un día para otro aumenta y me quita todo el ánimo… Discúlpame con él… que me alegro de su mejoría.

—Ahora te pasará, e iremos juntas.

—¡Recién me empieza! Verás que me destronca… Pero, no te ocupes de mí, pues ya sabes que no dura mucho aunque suele repetirse.

—Por lo mismo quiero estar aquí.

—¡Bueno!… Dame agua.

Nata le alcanzó un vaso de la mesita, que ella misma le puso en los labios.

Al beber, los dientes de Dora rechinaron en el vidrio.

Después de eso quedó más tranquila.

—El aire me hace bien —dijo.

—Vamos entonces a caminar un poco.

—Ahora, no. El sol quema… Cuando baje.

Tengo deseos de ir al sauzal, porque allí se me pasa pronto este devaneo.

—De tardecita, si quieres… ..

—Sí —repuso Dora, animándose un poco de pronto—. Esperaremos. Pero, yo no quisiera que por mí dejases de ver cómo va el señor Berón… Mira: ahora me viene el sueño, y en durmiendo, ¡adiós nervios! Ya se me va el vahído, y cuando despierto, ni rastros de ahogos. Así es que puedes ir Natita, yo te lo pido, te vas a distraer más; y en tanto yo descanso lo mismo que un bendito sin moverme en cuatro horas, —¡para envidiarme las piedras… ¡Oh, qué dulce es dormir mucho, mucho!…

Y esto diciendo la joven, a quien se le iban coloreando las mejillas con un tinte vivo, acomodábase bien en la almohada y plegaba los párpados en disposición de entregarse a un sueño prolongado.

Nata lo oía pensativa.

Dora se incorporó de nuevo, expansiva y vivaz, añadiendo:

—¡Mira que es cierto que voy a dormir! Es tiempo, así voy a quedar bien… de lo que me alegro; porque hace días que todo el trabajo es para ti y Guadalupe, y eso no me parece justo. Seguro ha de ser que me llaman regalona…

—¡No tal!

Dora volvió a acostarse sin replicar nada, y cerró los ojos.

Al poco rato su respiración era tan tranquila y su aspecto tan reposado, que Nata la juzgó dormida.

Estúvose ella no obstante atenta algunos minutos más; y luego se fue, sin hacer ruido.

Sola ya, Dora que estaba despierta, lanzó un sollozo llevándose las dos manos al semblante, y gruesas lágrimas saltaron por entre sus dedos… . Gracias a ese lloro, cedió en parte el rigor de su afección.

Capítulo 21. El remanso

Cuando Nata regresó horas después, encontróla llena de buen humor, lúcida, espiritual, dispuesta a uno de aquellos paseos a caballo que tanto la deleitaban y en los que al galope violento o a la carrera desenfrenada, su naturaleza excepcional parecía transformarse y adquirir una energía asombrosa, extraña a su sexo.

—¡Te aguardaba Natita! —dijo contenta, al verla llegar—. Pasearemos a caballo ¿quieres?

—¡Con mucho gusto!

—Pues no hay más que hablar…

Fijando luego sus ojos en los de su hermana, siguió diciendo con la mayor naturalidad:

—Nada me has dicho del estado de nuestro amigo. ¿Cómo sigue? ¡No seas egoísta, Natilla!

Sonrojóse ésta un poco, y contestó:

—Bien, siempre. ¿Por qué me dices eso?

—¡Oh, me conoces y no tienes por qué extrañar estas ocurrencias!… El pobre merece como dice papá todas nuestras atenciones. ¡Me alegro mucho Nata; con toda el alma! Así vamos a pasear más tranquilas como otras veces, a lo que den los rosillos, campo afuera, donde hay mucho aire y mucho verde y gamas y avestruces que escapan espantados al sentir el tropel…

—También me divierten a mí esas cosas; y voy a decirle a don Anacleto que ensille los caballos.

—Bueno, porque yo no he avisado nada…

Que se apronte Guadalupe también. ¡La pobre negra anda sin sombra hace días con todo lo que ocurre!

Así que Nata salió, sonrióse Dora con tristeza.

Lejos de arreglarse el cabello con el esmero de costumbre, recogióselo indolentemente en el coronal, donde lo aseguró, dejando colgar las puntas en desorden en la nuca. Ciñóse después por encima un pañuelo de seda color lila, a manera de cofia; púsose unas flores en el seno, al descuido, tréboles y alhucemas que Guadalupe le colocaba de continuo cerca de la cabecera; especialmente las últimas, cuya esencia alcanforada le hacía bien.

Ya pronta, fuese al patio; recorriólo ágil de extremo a extremo examinándolo todo como cosa nueva para ella; arrancó florecillas silvestres de plantas adheridas a los higuerones, que luego iba arrojando aturdida en todas partes; escogió otras que a poco, sufrían la misma suerte; corrió en pos de los pica—flores que se detenían delante de las campánulas de las enredaderas, o de los «mangangaes» que venían gruñones a entrarse en sus cuevas del alero; y, por último, púsose a perseguir al gallo criollo, que a paso arrogante y con aire prevenido alejábase de su implacable enemiga para cantar a su gusto en algún sitio solitario.

Detrás iba ella cautelosa con un gran racimo de saúco en la mano, atisbando el momento en que se pusiera en posición el cantor para lanzárselo a la cabeza, y convertir en chillido su nota estridente.

Pero, en esa actitud agresiva la sorprendió de improviso Nata, que la buscaba para advertirle que estaban listos los caballos; y como no hubiese ya medio de realizar su travesura infantil, arrojó el racimo riendo sin descanso, protestando abandonar tan solo el propósito «hasta mejor oportunidad.»

La tarde no podía ser más apacible y hermosa. Convidaba de veras a excursiones lejanas, y prometía una noche llena de majestad y pureza, con un lucero de admirable brillo en un espacio límpido y celeste. El sol acababa de esconderse, y de las hierbas brotaba un vaho de suave frescura con inhalaciones aromáticas que hinchaban los pulmones.

Las jóvenes en compañía del capataz, emprendieron desde el principio el galope sin detenerse en sitio alguno, trasponiendo «cuchillas» y bañados, y dándose apenas tiempo para cambiarse algunas frases arrancadas a la emoción producida por el ejercicio y la sucesión de los paisajes.

Parecían gozar realmente en aquellas carreras sin rumbo, por lugares que no ofrecían obstáculos, complaciéndose en hacer chapotear a sus caballos por los bajos húmedos y en levantar bandadas de patos y de chorlos que llegaban a reunirse remolineando en densa nube, y a los que Dora ponía mayor pánico agitando bien alto un junco que llevaba a modo de látigo en la diestra.

Detuviéronse al fin para tomar aliento, algunos minutos; otros tantos emplearon en marchar al trote, aflojando las riendas a sus rosillos sudorosos; y, siempre agitadas por el afán del movimiento renovaron el gran galope haciendo una extensa gira para el regreso.

Pasaron por delante de la isleta de los nidos de loros torcaces, y del boquete de los sauces.

Allí se pararon breves momentos, para mirar al río.

—¡Mi sitio predilecto! —exclamó Dora—. Hace días que no lo visito. Qué lindo es!

—¡Precioso! —dijo Nata—. Pero ya es tarde para apearnos.

—Sigamos —murmuró su hermana, suspirante—. ¡Ya vendremos!

En las «casas» las esperaban con la mesa puesta.

Con tal de que se divirtiese Dora, Guadalupe habíase resistido al paseo, y multiplicado su actividad en la faena doméstica a fin de que todo estuviese en orden así que llegasen sus amas.

Dirigiéronle éstas algunas palabras cariñosas al desmontarse fatigadas; y Dorila llegó a hablarlo con mimos, pasándole dulcemente la mano por el rostro.

Cuando la joven entró al comedor, notó que Nata se —había ido al aposento de Berón. Encontrábase allí también su padre. Oiánse claros los diálogos y las risas, y mezclado a aquellos una que otra vez su nombre, pronunciado con afecto por Luis María.

La voz del convalesciente parecía haber recobrado ya su timbre claro y su vigor.

Dora se había sentado cerca de la puerta de comunicación, apoyada la cabeza en la pared, con ese abandono propio de un cuerpo que se siente cansado, o al que ha invadido una repentina languidez. En apariencia indiferente a lo que cerca de ella ocurría, trabajaba sin embargo su espíritu el pesar profundo. Quizás el esfuerzo hecho para ocultarlo hasta en el paseo, la rendía ahora abatiendo todas sus fibras.

Consideróse sin ánimo para presentarse ante el herido, y aun para seguir escuchando lo que se hablaba en su estancia. ¿No sabía ya lo bastante? Nada debía esperar, después de aquella escena que ella había presenciado casualmente y cuyo secreto guardaba en el fondo de su pecho. Luis María amaba a su hermana y era correspondida… ¡Qué dichosos!

Mientras que así pensaba, vino Nata presurosa al comedor toda sonrosada y risueña, en busca de agua para el enfermo.

Tan feliz parecía, que no paró atención en la presencia de Dora, poniéndose a dar brillo muy afanosa al vaso en que debía verter el líquido.

—¡Cómo lo cuidas! —murmuró aquella con acento duro, y un gestillo irónico.

Nata se estremeció, alzando recién la vista y notando que no estaba sola. Aquel eco inesperado le llegó a lo hondo, como una queja herida.

No contestó, limitándose a mirar a su hermana con un aire triste.

El entusiasmo de un minuto antes la abandonó de súbito, para ser reemplazado por una expresión de pena y de humildad; y en tanto llenaba el vaso, temblorosa, nubláronsele las pupilas con un velo de lágrimas.

Alzó el vaso y volvióse siempre callada al aposento.

Dora se levantó y fuese tambaleante a su lecho, en el que se arrojó ocultando el rostro entre sus manos. Recorría todo su cuerpo un temblor convulsivo.

A pesar de los halagos e insinuaciones de don Luciano, que fue a verla, Dorita no se presentó en el comedor, ni probó bocado; pero, pasó esa noche en una tranquilidad relativa.

El sueño tuvo compasión de ella, y la acompañó algunas horas. Durmió sin excitaciones ni sobresaltos; y cuando despertó, observó que ya su hermana había abandonado el lecho.

Al contrario de ella, Nata no había podido dormir. Dos preocupaciones la dominaron en la sombra y el silencio: el estado de salud de Dora, y su reproche amargo…

Al ruido de los pájaros —que ansiaba con el alba— púsose de pie, menos inquieta respecto a lo primero; si bien lo segundo persistía dilacerante en su corazón, velando sus ensueños venturosos.

Fue este íntimo dolor el que la indujo a buscar alguna distracción cuando todo se mueve y alegra, hasta el gusano, bajo la luz de la mañana.

Anduvo; vagó mucho…

Más de una vez se enjugó lágrimas que venían del fondo y saltaban de sus ojos sin ella quererlo; pero este llanto suave, silencioso como el de las hojas y las flores venía envuelto en el aroma de un sentimiento apasionado y ardiente que en parte atenuaba el escozor de la pena doméstica.

¿Tenía ella acaso la culpa de haber sido preferida?

Juntas conoció él a los dos; tratáronle al mismo tiempo y lo cuidaron ellas juntas en su desgracia, poniendo cada una por su parte todo el empeño posible para ser querida… Él escogió. ¿Cómo convencerse la una o la otra de que no existía pecado que pudiese imputarse a cualquiera de las dos? El egoísmo en la pasión era natural; y ella, amaba. Explicábase recién lo irresistible del lenguaje de las afinidades sexuales y sentíase dominada en absoluto por la atracción del amor; mezclando a los encantos de su espíritu impresionado hasta el recuerdo pueril de las aves canoras, a quienes ella había visto desplegar todo el lujo de su belleza y toda la melodía de sus gorjeos para hacerse querer de sus humildes compañeras. ¡Algo parecido había hecho él con un arte encantador!

Ahora que la afligía esta pena, hallaba un consuelo en su deliquio íntimo; y por eso, cada vez que pasaba por delante del aposento de Luis María experimentaba como un ansia de verle.

En cierto momento no pudo al fin resistir.

Su padre, que dormía en el comedor en cama improvisada, era hombre a quien no sorprendía la alborada y tiempo hacía que se había ido a sus tareas en su caballo ruano de sobre—paso, en compañía de don Anacleto y Calderón. Esteban buscaba algo en la huerta para el almuerzo, en ayuda de Guadalupe.

Nata llegóse a la puerta del aposento, y llamó quedo.

Abrióse ésta de pronto, con gran sorpresa de ella; pues quien la había abierto era el mismo Berón.

El joven sintiéndose con algunas fuerzas, encontrábase de pie desde muy temprano, con el ventanillo sin gasa, como para que entrase a raudales el aire puro.

Al verle así arreglado y gallardo, aunque marchito y pálido, Nata no pudo contener una exclamación.

—¡Qué guapo!

—Ya ve V. —dijo Luís María, entrándose al comedor—. Los cuidados tiernos hacen revivir cuando vienen de ángeles como V… . ¡Pobre de mí, sin su piedad!

—¡Oh, no! Algo hice, que no vale el esmero de todos…

—Para mí, sí —repuso el joven cogiéndola de la mano con afecto cariñoso. En estos días lo que no podía hacer mi juventud ansiosa de vida, lo hizo la imagen de una mujer constante siempre ante mis ojos… ¡Gracias a V.!

Nata se sintió turbada, pero en el fondo dichosa.

Sentáronse los dos en un banco, juntos y apoyados en la pared, de modo que podían leerse en las pupilas, sin acordarse de nada —embebecidos en un solo y común deliquio.

—¡Me apena la idea de verme sano! —dijo el joven con emoción.

—¿Por qué?

—Porque, cuando ya lo esté, tendremos que separarnos…

—¡Ay, no!

—Será preciso; pero, nos veremos en Montevideo para no apartarnos más… Acabo de escribir a mi madre, que ha de sufrir por mi silencio… Le digo lo que he encontrado en medio de mis aventuras, le hablo de usted y le ruego que la ame como yo.

—¡Ah! ¿Sí?

—¡Verdad! ¡Qué más podría decirle?

Y estrechando la muy corta distancia que los separaba añadió en voz baja y dulce:

—Me quieres ¿no es cierto?

—¡Sí!

—¿Así como yo, con toda el alma?

Ahogósele la frase en la garganta a Nata, que apoyó su rostro en el hombro de Luis María, mirando con terror hacia la puerta de su dormitorio.

Él sin preocuparse de nada, la atrajo hacia sí vehemente y la besó en los labios.

Al sentir el calor de su boca, sacudió Nata la cabeza, desprendiéndose de sus brazos —y empujándole con las dos manos, tremulante— murmuró con angustia:

—Todo me quema… ¡Que no nos vean, Dios mío!

—Los ojos que viesen lo hallarán todo santo.

—¡Quién sabe!… Sea más juicioso.

Y reprimiéndole de nuevo en sus arranques apasionados, levantóse Nata encendida, con una de sus trenzas suelta y húmedos los ojos, alejándose hacia el patio a paso lento.

Poco después, Dorila se encontraba con su hermana junto a los higuerones, y decíale que había experimentado verdadero placer en saludar a Berón a la salida de su aposento; que lo había hallado muy repuesto y bizarro, aun cuando ella creía que necesitaba todavía algunos días de calma.

Mientras así hablaba, no separaba la vista de unas tintas o manchas róseas que Nata exhibía en una de sus mejillas, y que eran otros tantas huellas de aquel fuego que ella había sentido tan de cerca.

Nata comprendió la intención de aquella mirada fija y tenaz, y dolióse de su dureza. No era natural en Dora, y algo de grave debía pasar por ella. Tal vez había observado alguna de sus escenas de amor…

Viendo cómo se encendía todo su semblante, Dora cesó de mirarla; fuese rápida a uno de los higuerones de la enramada bajo cuyos torcidos brazos vivían frescos varios claveles del aire, y arrancando uno blanco mojado aún por gotas de relente, vino a colocárselo en el seno a su hermana, hablándola afable y riente, aun cuando era la suya una risa mezclada de llanto.

—Con esta flor que no es del suelo, quedarás bien con él —díjole—. ¡Debe gustarle, Natita! Verás que te lo agradece, por el buen gusto siquiera.

¡Ya quisieran ser así mis pobres alhucemas! —agregaba, oprimiendo las que tenía en el pecho y aspirando con ansia su acre aroma.

Luego, sin esperar la contestación de Nata, echó a correr como una aturdida detrás de un pajarillo que, recién emplumado surgía del alero, procurando ensayar sus alas.

Guadalupe, que miraba desde la puerta de la cocina, sintióse tentada a retozar y remangóse de súbito la «pollera», partiendo con la velocidad de una cabra montés en pos de Dorila.

Esta siguió corriendo alguna distancia en el campo, hasta que sintiéndose cansada dejóse caer sobre las hierbas.

La negra incorporósele resollante, con un pie sin chanclo perdido en la carrera y desprendido el pañuelo de algodón que llevaba en la cabeza.

Tendióse a su vez boca abajo, entreteniéndose en arrancar a puñados los pastos y en arrojárselos a su cráneo, de manera que bien pronto se vio cubierta de verde hasta los hombros.

—Si estuviese aquí Don Anacleto —decía la negrilla— diría al ver este pasto lindo, niña «¡quién juera güey pa pastiar!»

Y al expresarse así, intentaba remedar al capataz arqueando las cejas y removiendo los labios pulposos.

Dora reía a sofocarse.

Y como la negra se levantase e intentara volverse, exclamaba:

—¡No te vayas Lupa, todavía!

—Sí, niña. Se me va cortar el puchero. Voy a espumarlo… …

Volviéndose a recoger el vestido, hasta enseñar las dos piernas con las medias caídas, emprendió de nuevo a saltos la carrera, ni más ni menos que una ternera que brinca retozando.

Otro ímpetu de risa dejó a Dora sin fuerzas, al verle por detrás la figura.

Enjugóse aquellas lágrimas de alegría, suspirando; y se quedó en muda contemplación con la vista perdida en las campiñas…

Al espirar ese día, Dora salió a pie de las «casas», dejando a su padre y a Nata en el cuarto de Berón.

Cerca de la huerta, Esteban le alcanzó un poco de agua, que ella tomó estremeciéndose.

En las pasadas horas había experimentado vértigos, a veces simples desvanecimientos.

Dolíale un poco el corazón. Caminaba casi sin firmeza, como llevada por un vahído continuado, o en alas de un viento fuerte. Parecíale a ella misma que había disminuido de peso y que le faltaba el aplomo natural. Con todo, nada de alarmante se manifestaba en su organismo; pues, aunque débil y destroncada, ese estado era en ella muy frecuente y de angustia pasajera.

Recorrió el trayecto sin tropiezo, hasta llegar a los sauces que mojaban en el remanso los extremos de sus gajos; pero, lo anduvo de un modo maquinal, como una sonámbula, ligera, callada, lo mismo que una sombra.

Cuaró y Ñapindá, que por aquella parte del monte se agitaban la vieron con extrañeza pasar sola por el abra, e ir a sentarse en el tronco del sauce que derivaba hacia el remanso ansioso de humedad, retorcido y tenaz, hasta hundir parte de su corteza en el río.

Y se quedaron atentos, con alguna sorpresa. La hora era avanzada. Venía la noche sin celajes negros, silenciosa y apacible; pero, noche al fin. ¿Qué iba a hacer allí, aquella joven?

En aquel sitio, la arenilla blanda y lisa del ribazo formaba un manto ceniciento cuajado de chispas luminosas; un poco más allá de ese acceso suave perdíase el pie, y caíase en lo hondo —especie de hoya circuida por plantas de largas raíces, cuyas anchas hojas asomaban verdes y lozanas en la superficie. Un leve escarceo producido en las aguas por un vientecillo suave acumulaba algunas ampollas espumosas, que se deshacían sin ruido en la ribera; rielaba en el plano terso una luz tranquila sin cabrilleos, ni escamas fosforescentes; y sobre este plateado manto que cubría el dorso del abismo, deslizábanse lentos dejando en pos fugaz estela, cisnes y patos viajeros. En el cuadro de luna formado entre acacias y laureles negros, a la derecha, una lechuza errabunda y solitaria agitaba chistando sus alas color de greda, de un modo fijo y persistente —como enclavada en un punto del espacio. Bajo otra situación de ánimo, quizás habría impuesto a Dora la soledad de este paisaje; pero, en el momento a que nos referimos no parecía ella prestar mucha atención a lo que la rodeaba. Abstraída, con los ojos fijos hacia adelante cual si siguiese una visión o fantasma misteriosa que sin alejarse mucho de ella, guardara siempre una distancia regular, erguía su busto gentil todo lo que era posible sobre el tronco que le servía de asiento, atenta al centro del río, como si encima de la canal correntosa flotara en forma de niebla su ensueño.

Tenía los pies colgando en el vacío, y solía cruzarlos y columpiarlos con la regularidad de un péndulo, siguiendo tal vez el ritmo del viento y los follajes; acaso el compás de alguna música triste que ella percibía en el extraño mundo de sus sentidos lesionados.

La verdad es que su afección cerebral no le permitía pensar con la lucidez de antes, aun después de extinguida momentáneamente; recuerdos e imágenes, ideas, cariños todo surgía incompleto, a fragmentos, en confusión en su cabeza; y cuando apoderábase de alguno de esos elementos de juicio no lo abandonaba hasta haberlo desmenuzado en íntimo deleite con la fruición con que un hambriento deslíe algo de muy delicado y dulce bajo el paladar.

Y así, a solas en ese paraje —en otros tiempos escena de sus puerilidades y alegrías— vio vagar en medio de súbitos desvanecimientos la imagen que vivía en su mente desde el primer día, y que ya no le era dado contemplar sino en la sombra como una esfumación tenue, casi incolora, de una ilusión querida.

A causa de sus accesos continuos, había descuidado ya sus trenzas, y mal ceñido su cabello enredado caíale en descompuestas guedejas sobre las sienes y los ojos, sin que ella se tomase la pena de apartarlos para despejar siquiera el campo de su visual. Tenía el cutis marchito, casi lívido, y grandes líneas oscuras bajo los párpados inferiores; la respiración irregular, el pulso inseguro, el labio tremulante, y en toda la figura esparcido un aire de indolencia profunda, de tal abandono de sí misma, que al observarla hubiera inspirado pena al más indiferente.

Suspiraba alguna vez, cuando de improviso un sacudimiento cualquiera, violento, epileptiforme, de contracción o recogimiento nervioso la conmovía toda, haciéndola cogerse con las uñas crispadas a la corteza del sauce.

Pasada la impresión, quedábase muy quieta, con las pupilas clavadas en el remanso sereno.

Llegó un momento en que sintió ansias de llanto, y una especie de vapor que empezaba a sofocarla interiormente.

Sobrecogióla el terror e hizo esfuerzos por separarse del tronco, volviendo sus pies hacia el suelo firme.

Dieron un giro lento y buscaron apoyo, a pocas líneas de la tierra, rozando las hierbas; pero, el cuerpo se dobló hacia atrás como un junco contorneando el sauce con los brazos tendidos y la cabellera suelta; quiso gritar mas no pudo; y poco a poco se fue deslizando ya sin sentido, hasta sepultarse suavemente en el remanso.

Cuaró alcanzó a percibir este chapuz de ave moribunda, y dijo a Ñapindá:

—¡Vení al río, amigo!

Los dos saltaron a manera de tigres, por encima de las malezas.

Apenas distinguíanse algunos círculos concéntricos en la superficie del remanso, que se alejaban hacia las plantas acuáticas, lo mismo que los que forma la caída de una piedra y desvanece pronto el propio equilibrio de las aguas profundas. Los patos y cisnes seguían bogando serenos por el cauce, sordos quizás al ruido misterioso de un minuto antes junto al ribazo.

Cuaró arrancóse de un tirón el «cuyapí»: el chiripá quedóse tendido en el suelo como una manta.

A medio desvestir, el teniente alargó sus dos brazos nervudos hacia el centro del remanso, arqueó su tronco atlético dando un brinco sólo comparable a la corveta de un potro herido por la espuela, y se hundió de cabeza en el río.

Saltó el agua revuelta hasta mojar el rostro de Ñapindá, espumeó y formó luego un gran remolino negro.

Las aves volaron, graznando.

Los remolinos se sucedieron aquí y allá por algunos segundos, como si en lo hondo se agitara algo monstruoso, rebasando las aguas en ligeras raudas las anchas matas y «camalotes» que flotaban en la superficie.

El «tape» que iba de uno a otro lado siguiendo las ondulaciones y burbujeos con ojo de «ñacurutú», obstinado en no perder la pista, había empezado a inquietarse y tirado su sombrero, cuando un resuello semejante al ronquido del «capivara» que ha rastreado mucho los fondos sonó entre las plantas acuáticas y la cabeza de Cuaró surgió arrojando dos gruesos chorros por las narices, toda sembrada de raíces y largas guías que había destrozado con brazos y hombros en hercúleas sacudidas.

A pesar de esos forcejeos formidables debajo del agua propios de un «yacaré» herido, no había largado su presa, pues traía a Dora apretada contra su robusto pecho, envuelta de la cabellera a la cintura con aquellos gajos verdes que a modo de serpientes aparecían como enroscadas en ella.

Ñapindá entró en el agua por esa parte, hasta el pecho, y le ayudó a salir con su carga, que juntos depositaron sobre las hierbas en el claro de luna.

Inclináronse los dos para mirarla bien en el rostro y notándola inmóvil y tiesa, con la boca y los ojos abiertos, el «tape» púsole sobre el corazón su callosa mano, que mantuvo allí algunos instantes.

Después le frotó fuerte las sienes y la frente con un pedazo de bayeta; y volvió a pulsar…

En seguida se puso a arrancarle gajos y guías, y dijo:

—Pobre la «guaynita»… Omanó.

Con todo, colocó el cuerpo boca abajo, agregando:

—«Yopuy—janié»,Cuaró.

Ambos hicieron entonces presión con las manos en las espaldas.

Salió un poco de agua por entre los labios descoloridos y yertos; pero, ni un suspiro, ni un movimiento de vida.

Las formas tenían ya el aspecto de rigidez.

Cuaró dio un resoplido ahogado, y se puso a vestir silencioso.

Lo hizo en un instante.

Luego se encaminó despacio hacia el cuerpo de Dora, levantándolo en sus dos brazos dulcemente, como si se tratase de un niño dormido; y echó andar rumbo a las «casas».

Por dos o tres veces quiso Ñapindá en el tránsito, rezongando, dividir con su compañero la carga, tendiendo las manos hacia el bulto de la pobre muerta; pero, él se detuvo una ocasión, y dijo con su acento bajo e incisivo:

—Dejála hermano, a la «guaynita»…

Y siguió su camino.

El «tape» lo hizo también detrás callado, a tropezones en la sombra.

Cerca de la huerta, oyeron muchos ladridos lejanos que parecían venir del otro lado del paso, furiosos y constantes.

Los dos se pararon; y el «tape» se acostó, poniendo el oído en el suelo.

—El «yaguá» grita en el « cagüipe» —murmuró.

Encogióse el teniente de hombros, y continuando la marcha, entróse en la enramada.

Violos Nata penetrar allí con aquel bulto inerme, y adivinando tal vez lo que ocurría, lanzó un grito agudo y corrió a ellos.

El viejo Robledo siguió sus pasos desalado.

Capítulo 22. Sombra

Atónitos quedaron largo rato hermana y padre examinando y contemplando el cuerpo de Dora, en la esperanza de que aún viviese, sacudiéndola, llamándola tiernamente primero —luego a grito herido, arrodillados junto a ella.

Cuaró y el «tape» presenciaban todo silenciosos apoyados en los puntales como dos fantasmas.

El capataz se quejaba lo mismo que un niño yendo de un lado para otro sin tino, y redoblaba sus lamentos a cada sollozo que su patrón lanzaba mezclado a algún juramento viril. Algo más lejos, Guadalupe se revolcaba en las hierbas rodeada de mastines que, con la cola baja olfateaban de vez en cuando con aire triste y gruñían sordamente. Los peones viejos formaban grupo, inmóviles, encogidos, con las barbas en el pecho bajo el peso del desastre.

Casi todos la habían visto crecer desde muy pequeñita, llevádola en sus brazos, enseñádole a jinetear y soportádole sin enojo sus bromas y travesuras inocentes. La querían como a la luz del pago; pues era rayo de sol que se entraba por todas las rendijas y escondrijos siempre alegre y riendo, espanto de la índole taciturna del paisano, incansable perseguidora de avecillas y «mangangaes», terror cotidiano del gallo criollo de empinada cresta, rapazuela sagaz de nidos, alborotadora ruidosa del bañado y del estero, sombra terrible de los lagartos de la «tapera» que acosaba de continuo con Guadalupe, deleitándose en verlos huir con las colas muy tiesas, y a la negra cogerse a veces a ellas para quedarse al fin con un trozo en las manos y caer de espaldas con los pies para arriba.

¡Ahora los bichos podían holgarse! Sin cuidado vendrían ya hasta las «casas» los centinelas perdidos de los venados y los ñandúes, y aovarían los patos bajo los cardos, y los pica—flores se cernerían sobre las enredaderas, y los abejorros se posarían sin miedo de una agresión en las entradas de sus cuevas. ¡La linda traviesa se había ido para siempre!

Por encima de todo, desaparecía con ella de las «casas» el ruido de la alegría; un ruido que no era el del cencerro —según decía don Anacleto, a quien el lloro había enrojecido la punta de su curva nariz—, ni el de las abejas y avispas, ni el de las ranas majaderas, ni el del grillo y la «chicharra»; sino el de todos los pájaros juntitos, cuando en la mañanita se iba para arriba un olor de tierra, y bajaba el arrebol a mesturarse con lo escuro.

Y era así verdad. Con Dora se extinguía la música matinal y el alegre rumor vespertino en las poblaciones, la sonrisa perenne, el aura loca de juventud comunicativa, entusiasta que hacía sonar como harpas invisibles en el silencio y la monotonía, todas las notas de la dicha y del regocijo del hogar doméstico.

De ahí el hondo duelo.

En mitad de su quebranto, el viejo Robledo levantó una y otra vez al cielo el puño crispado, y otras tantas colgóse Nata de su brazo, tapándole con la mano la boca…

Ya en calma, cargóse con el cuerpo de Dorila, y se le llevó al comedor. Quitáronle las ropas mojadas, que reemplazaron con el mejor de sus trajes, y le cerraron los ojos. Las pestañas muy negras, antes vibrátiles y llenas de brillo, realzaban el rostro lívido como dos listas de terciopelo en fondo de marfil, y contrastaban con la blancura de los dientes iguales y pequeños, cuyos arcos ponían de manifiesto los labios entreabiertos y recogidos por una última contracción de dolor.

En tanto Guadalupe cubríala de florecillas olorosas y la besaba en las manos sin consuelo, Nata peinábala extrayendo de la cabellera hojas y raíces de plantas acuáticas, e interrumpíase a cada movimiento para posar sus labios febriles en los del cadáver largos segundos, como si quisiese trasmitirle el calor de su vida.

El capataz ayudado por los peones unía algunas tablas en forma de ataúd en la pieza vecina a la enramada; y el sordo golpeteo sobre los clavos con un mazo, era el único ruido que perturbaba la calma de los contornos.

Producíanse sin embargo a lo lejos confusos rumores.

Movíase el ganado en el campo; los perros de la estancia se habían apartado de sus sitios de reposo, y el esquilón de la «tropilla» solía sonar detrás de la loma en inquieto va y ven.

Podían compararse esos ruidos nocturnos, al de un viento fuerte que atravesara las campiñas y se quebrase en la barrera de los montes con estrépito de ramas.

Cuaró y el «tape» habían desaparecido.

Era que el «yaguá» seguía ladrando con redoblada furia en el «cagüipe» como decía Ñapindá y algo de siniestro se acercaba por la parte del vado.

En la hora en que el tape y el charrúa se retiraban de las casas, un fuerte destacamento de caballería de línea venía recorriendo la costa opuesta del río en busca del paso.

Frecuentes paradas hacía en su marcha, tan irregular como las curvas interminables del monte.

Avanzaba terreno examinando todos los parajes sospechosos prolijamente, con gran ruido de armas y voces de mando, al punto de alborotar de veras la perrada cimarrona que rompió a ladrar enfurecida sin salirse fuera de las breñas.

Los soldados echaban pie a tierra a cada momento, delante de cada encrucijada, matorral o boquete; escudriñaban, internándose hasta cierta distancia; volvían, se consultaban y proseguían la marcha con una fila de flanqueadores del lado del monte y una partida a vanguardia con las tercerolas listas. A veces se hacían altos prolongados; destacábanse grupos en distintas direcciones, los que se reincorporaban al núcleo poco a poco, con partes sin novedad; establecíase el servicio de exploradores aislados y bomberos, distribuyéndolos según la topografía y la importancia de los lugares, —y se mandaba quitar los frenos para que la caballería transida pellizcase un poco de gramilla.

En todo esto se entretuvo largo rato el destacamento. Ya, a altas horas, decidióse a pasar el río; y traspuso al fin el vado —ocupada previamente por su gran guardia, la orilla del espeso pajonal que se extendía a la derecha.

La tropa se corrió a lo largo del monte.

A medida que los baqueanos señalaban una «picada» o boquete, colocábase allí un pelotón con instrucciones severas; y en esa forma se adelantó camino, hasta que se dio orden de acampar.

Desde el momento en que se invadió el campo el ganado empezó a agitarse a todos los rumbos, y a introducir desde luego hasta en los llanos apartados la inquietud, que al fin convirtió en pavor el ladrido constante de los perros.

Fueron éstos los inusitados rumores que habían llamado la atención de Cuaró y Ñapindá cuando conducían a las «casas» el cuerpo de Dora; y que siguieron produciéndose hasta muy tarde de la noche, sin ser percibidos por los viejos peones de la estancia.

Venía al frente de la tropa invasora el teniente Pedro de Souza —el mismo que Luis María Berón había herido en la refriega de Maldonado, y salvado luego de las iras de Cuaró, y a quien Esteban custodiara hasta fuera del campo ocasionando con este motivo el extravío del grupo.

Souza, oficial de los Voluntarios Reales, separado como otros muchos del general Costa para acompañar a Lecor cuando éste estableció su cuartel en Canelones, plegándose al Brasil, era uno de los que merecían su confianza. Efectuada la salida de Costa de Montevideo en Febrero de 1824 y la entrada de Lecor en la capital, en Marzo siguiente, Souza repuesto de sus heridas, había sido destacado con su escuadrón a Canelones, bajo las órdenes del «brigadeiro» don Fructuoso Rivera, comandante general de la campaña, —aunque ésta su autoridad sobre las tropas regulares extranjeras, fuera solo nominal.

Meses después de habérsele asignado como punto de guarnición la villa de Guadalupe; y, pasados algunos días sobre el sangriento suceso en la estancia de «Tres Ombúes» el teniente Souza recibió orden de trasladarse al sitio con un grueso destacamento, purgar los montes de «matreros» en esa parte, ocupar el campo, y remitir a Montevideo bajo severa custodia al propietario del mismo y a sus peones.

El teniente Souza conocía a la familia de Robledo, y tenía por ella especial estimación. Tal vez fuese egoísta, la causa verdadera de este afecto.

Sabía él que la familia se encontraba en la estancia, y no queriendo confiar a un subalterno implacable su delicada misión, resolvióse ir en persona a fin de hacerla menos dura e imponer el respeto necesario a sus soldados exaltados por la muerte de sus compañeros.

Tampoco ignoraba que en el monte se guarecían los matreros en gran número, y matreros terribles, a juzgar por el resultado de la refriega: gente aguerrida y de audacia que era necesario sorprender y exterminar en sus propios escondrijos con labor paciente, ya fuese atacándola en esos parajes oscuros, ya obligándola a rendirse por medio de un sitio riguroso y de una vigilancia extrema.

De ahí las medidas adoptadas durante la marcha, y la ocupación de la entrada de los boquetes por la tropa.

Pudo hacerse todo eso, y acamparse sin recelo; pues nadie se opuso a ello, ni se presentó tampoco hombre alguno a protestar contra los que así procedían.

Los habitantes del monte se encerraron en sepulcral silencio.

Esa quietud profunda, perturbada solamente por el ladrido de los perros, tenía sin embargo en zozobra al destacamento, que pisaba un terreno desconocido, hacía pocos días teñido con la sangre de camaradas cuyo exterminio venía a vengar. Temía y resguardábase de una sorpresa posible.

La noche no obstante, pasó tranquila.

Salvo el alboroto del ganado y los aullidos de los cimarrones nada ocurrió de notable, ni percibirse pudo ruido alguno que denunciase la presencia de gentes en el interior del bosque.

El teniente Souza llegó a tranquilizarse a este respecto, y hasta hubo de convencerse que los matreros debían haber cambiado de guarida por espíritu de conservación propia.

Al siguiente día, después de inspeccionar por sí mismo todos los puestos y de redoblar las guardias en «picadas» e isletas, púsose en marcha a las poblaciones de «Tres Ombúes» con un piquete de diez hombres.

Recorrió al paso la distancia larga que separaba aquellas del vado; y era ya muy entrada la mañana, casi el medio—día, cuando a una o dos cuadras de la huerta un acompañamiento extraño—, fúnebre al parecer—, llamóle la atención.

Dio la voz de alto a su gente; y poniendo espuelas a su caballo reyuno bien enjaezado, con pistolas de arzón, aproximóse al grupo al gran galope seguido de dos soldados.

El grupo se detuvo al verle venir.

Cuatro hombres que llevaban sobre sus hombros un cajón, depositáronlo cuidadosamente en el suelo.

El acompañamiento se reducía a ocho personas, entre las cuales se contaban don Luciano, Luis María y Esteban. Los demás eran peones del establecimiento con don Anacleto a su cabeza. Éstos llevaban un pico y una azada; y Guadalupe que hacía parte del grupo, un gran montón de flores agrestes apretadas contra el pecho.

El cajón contenía los restos de Dora.

Souza reprimió el galope de su caballo, y al reconocer a Robledo y Berón saludó cortésmente, echando pie a tierra.

Algo turbado sintióse al avanzar, si bien la dureza militar se revelase en todos sus gestos y movimientos. Impúsole la naturaleza del espectáculo, tanto como el continente grave y adolorido del hacendado.

Al acercarse preguntó que a quién se iba a sepultar, fijando al mismo tiempo una mirada escudriñadora en el grupo.

Enterado, pareció experimentar una viva sorpresa; adelantóse unos pasos hacia el féretro, volviendo a fijar sus ojos en todos los semblantes; pero, no exigió que se descubriera el cajón, ni pidió mayores explicaciones.

El rostro de Robledo confirmaba bien a las claras la veracidad del dicho, con su expresión adusta y sombría. También en los de los demás se reflejaba elocuente la congoja del duelo, a la vez que una extrañeza mezclada a inquietud ante la visita inesperada.

Después de oír la respuesta de don Luciano, el oficial se quitó el morrión y acercándose a él, le oprimió en silencio la mano. Al divisar a Luis María, una sonrisa afectuosa suavizó su ceño, y tendióle también la diestra sin repugnancia con el brazo muy estirado, cuadrándose bizarramente.

Berón correspondió al saludo.

—¡Pueden ustedes seguir! —dijo el teniente Souza en buen castellano.

Y sin cubrirse, colocóse a un flanco del cortejo, marchando junto al ataúd.

Ninguno contestó una palabra; todos continuaron el camino emprendido hacia el declive de la loma, a espaldas de la huerta, sin impaciencias ni sobresaltos visibles.

El único que iba débil, extenuado, vacilante era Luis María. Devorábale tina intensa fiebre ocasionada por la reapertura de una de sus heridas mal cicatrizadas, durante una noche de vela.

Don Luciano, que había ido a buscar junto a su lecho un desahogo a su dolor, inmediatamente después de trasladar a la pieza del centro el cadáver de Dora, no pudo conseguir que el joven permaneciera en reposo. A pesar de sentirse casi sin fuerza para la velada habíase puesto en el acto de pie, desoyendo las amistosas advertencias de Robledo, y pasado a la estancia mortuoria. Recién al rayar el día, vencido por la fiebre que en parte había aumentado una cavilación penosa delante del cuerpo inanimado de Dora, echóse en su lecho —al que llegara tambeleando lleno de zumbidos y desfallecimientos. Varias horas se había conservado inmóvil sacudido de vez en cuando por las agitaciones de un sueño cercano al delirio; hasta que haciéndose superior a su flaqueza se resolvió a reunirse al acompañamiento.

Una vez en el sitio escogido detrás de la huerta abrióse una fosa colocándose en ella el féretro, que fue cubierto cuidadosamente con una gran capa de tierra.

Guadalupe esparció sus flores por encima, y clavó una cruz hecha de ramas de laurel negro en un extremo de la sepultura.

Después, cuando todos se retiraron, la pobre esclava se sentó en el suelo y quedóse inmóvil como una idiota con las manos juntas y los ojos fijos en la tierra recientemente removida.

Cerca de las casas y ya de vuelta, Berón sufrió un vértigo y hubo de apoyarse en el brazo de Don Luciano, quien con ayuda de Esteban lo condujo a su lecho en un estado de completa postración.

Souza, que iba examinándolo todo en sus menores detalles, apercibióse de los heridas que Luis tenía en la cabeza, envuelta en vendajes; y dedujo que ellos no podían provenir sino de la refriega reciente.

Nada indagó sin embargo, para confirmar su sospecha. Un sentimiento de gratitud sellaba sus labios.

Robledo, comprendiendo que la venida del oficial con su tropa no debía tener otro objeto que el de apoderarse de su persona y de sus peones, dado el sistema de persecuciones implantado en la campaña, encaróse con aquél en el patio resueltamente, diciéndole:

—¿Viene V. a prenderme? Prevéngole que estoy listo.

—Esa misión traigo, señor Robledo.

—¡Quedo a sus órdenes! Pero, voy a hacer a V. una súplica; y es la de que sea V. menos riguroso por ahora con ese joven que está imposibilitado de marchar a causa de una fiebre que lo consume…

—Ese joven y su asistente —interrumpióle Souza— quedarán aquí bajo custodia, y aseguro a V. que serán respetados… Siento sí, haber llegado a su estancia en horas de duelo para V.; mas, un suceso muy grave ocurrido no hace mucho en este campo ha determinado la medida que no quería yo ejecutase otro, en el deseo de hacerla menos dura…

—Gracias. Advierto a V. con todo, que tengo la conciencia tranquila y que era yo el que podría reclamar con derecho. Pero, me resigno. Casualmente tenía resuelto bajar de un día para otro a Montevideo a fin de presentar mis protestas y esto viene a precipitar en buena hora esa determinación, pues la desgracia que tanto lamento me haría insoportable en estos días la permanencia en la estancia… Algunas cosillas quedaban aún por hacer; pero ya ni gusto tendría para ello, ni valen tampoco la pena, desde que la propiedad es del primero que se le antoja echarle la mano. ¡Qué diablos! Es preciso conformarse con los sucesos y tomarlos como vienen, que ni ellos son nunca como debieran ser, ni uno es onza de peso justo para que todos lo quieran… Por lo demás amigo Souza, Vd. está en su casa y mande lo que guste, que yo voy a disponer se arregle mi volanta vieja para el viaje con lo que queda de mi familia.

Nada contestó el oficial.

En su rostro se reflejaba viva una expresión de condolencia que no se esforzaba él tampoco de disimular; y viendo alejarse a don Luciano, encaminóse a su vez callado hacia la enramada.

La tropa había formado a espaldas de ésta.

Don Anacleto, Nereo y Calderón se encontraban entre sus filas en calidad de presos. Esteban también figuraba como tal, en primera línea.

Souza estúvose observando breves instantes a aquellos hombres, y considerándolos sin duda muy viejos y casi inofensivos, tal vez inocentes —como en realidad lo eran— del delito que se les imputaba, pareció hesitar, y luego ordenó al sargento del piquete que les diese soltura.

Así lo hizo el sargento.

Los tres peones sorprendidos saludaron al teniente y juntos dirigiéronse hacia el monte sin tino y al trote menudo, volviendo las cabezas sin cesar para ver si algún pelotón de tiradores les estaba apuntando a las espaldas. No notaron en medio de su pasmo, que la soldadesca se reía.

Entráronse al monte aturdidos y atropellándose en el abra para ganar el escondite, ni más ni menos que tres lagartos viejos acosados por las avispas que quisieran entrarse al mismo tiempo en un agujero.

Pedro de Souza llamó después a Esteban, y díjole:

—Así como tu amo, te portaste bien conmigo en aquella refriega… Ya ves que me acuerdo. Tu amo está enfermo y necesita que lo asista un buen servidor; tú te quedarás a cuidarlo, y yo daré orden a la tropa que queda también para que sean auxiliados en todo… Mi deber era fusilarte, pero soy agradecido. ¡Procura no caer en otra!

El negro se cuadró y saludó militarmente.

Nata que presenciaba todo aquello desde el ventanillo, apresuróse a salir de su aposento, hechos ya los últimos preparativos de viaje.

A la palidez profunda de su rostro uníase una expresión de encono y de dureza —reflejo fiel de contrariedades violentas mezcladas a un gran dolor íntimo.

¡Cuántos sucesos y amarguras en tan pocos días!…

Zumbábanle las sienes y sentía una punzada cruel en el pecho.

Salió como alelada.

Al pasar vio entreabierta la puerta del aposento de Luis María, y entróse sin detenerse impulsada por una fuerza superior a sus escrúpulos.

Verdad que ella andaba como una sombra.

—Nos llevan —dijo con voz trémula—. Pero… a ti te dejan.

El joven, devorado por la fiebre, incorporóse en su lecho, y tendióle los brazos.

Nata fuese a él, preguntando:

—Debo ir ¿verdad?… Esos hombres esperan.

—¡Sí! Acompaña a tu padre.

—Voy con él. ¡Cómo había de dejarle!… ¿Irás pronto a Montevideo?

Estrechóla Luis en sus brazos, y contestó balbuciente:

—Prometo estar allí en cuanto cure. ¡Esto pasará!…

—Quiera Dios que sea así —repuso ella uniendo al del joven su rostro—. Llevo pesar al irme… Está tu cara ardiendo.

Sin apartarse cogió el vaso lleno del brebaje de corteza de quebracho y se lo puso en los labios. Él tomó y dijo:

—Mañana acabará la fiebre… Cuando estés allá, ¡no te olvides de mí!

Estrechóle Nata en un arranque poco común en ella, y le besó en silencio dos y tres veces, con los ojos llenos de lágrimas.

Fuele duro el desprenderse.

Así que salió, no sin volver a cada paso la cabeza más hermosa y atrayente que nunca en medio de las intensas tribulaciones de su espíritu, Luis María ya sin fuerzas se desplomó en su almohada.

Pocos minutos después, cuando en realidad su fiebre había llegado a un grado alarmante, sintió la voz clara y enérgica de don Luciano que se despedía de él, y le oprimía con gran fuerza la mano.

No entendió bien lo que le dijo, pues el delirio empezaba a apoderarse de su cerebro; pero, bien luego sintió el rodar de un carruaje y pisadas fuertes de caballos, cada vez menos perceptibles a medida que se alejaban…

Era la comitiva que partía rumbo a Montevideo.

Capítulo 23. Una diana

Durante muchos días el paciente no ofreció mejoría sensible, sufriendo frecuentes ataques de fiebre.

Esteban en compañía de don Anacleto y los otros peones, que habían regresado a las poblaciones al día siguiente de la partida de don Luciano, de Nata y de Guadalupe, tranquilos ya respecto a la actitud asumida por la tropa que vivaqueaba en el campo, pusieron el mayor celo en el cuidado del herido. A ese empeño debióse en mucha parte que la reacción se operase al fin, y empezara en la tercera semana la convalecencia.

El tacto exquisito de la mujer faltó al enfermo, y más que esa solicitud seguramente el encanto que en su rededor esparcía la bella enfermera haciéndole más grata la estancia y más deliciosa la atmósfera que respiraba; con todo sea dicho en honor de Esteban, que a su cariño extremoso debíase en primera línea el restablecimiento completo.

Luis María llegó a ponerse de pie y a sentirse fuerte.

A pesar de ello, para su ánimo abatido y sus tristezas prolongadas no había realmente compensaciones: el recuerdo dulce de Nata y los ensueños de la patria bastaban apenas a neutralizar los efectos de la amargura, entreabriendo su espíritu a la esperanza.

Aislóse por completo…

Encerrado en aquella morada silenciosa en que un día brilló la dicha por él quizás perturbada en mala hora, movíase de una a otra habitación como un sonámbulo, sintiendo ansias a veces de escapar y de correr sin rumbo a través de los campos respirando mucho aire puro bajo un sol ardiente, en la creencia de encontrar a su paso escuadrones armados que le cediesen siquiera el último lugar en sus filas.

En otros momentos, su imaginación herida por el recuerdo, borraba las sombras de la soledad, y exhibíale mirajes de ventura y de adorable paz junto a aquella mujer que había endulzado sus penas cuando él no abrigaba ni quería abrigar en su pecho otro culto que el del patriotismo con todos sus ideales seductores, sus ilusiones blancas, sus vírgenes laureles; pero, bien pronto se sucedían a estos vuelos de candorosa fe las caídas melancólicas del desaliento, tan semejantes a los fríos que brotaban del pequeño valle desolado así que el sol se escondía.

Creía sin embargo que la lucha sobrevendría pronto, y que su solo rumor mataría sus impaciencias. La lucha debía sobrevenir.

¿Cómo dudar de ello?

¿Cómo dudar de la tendencia ingénita de los criollos que habían empezado por aprender la libertad natural muy cerca de las tribus, a admirarla en el salvaje, en la bestia indómita, en el ave corredora; a formarse una idea sobre la personalidad propia y sobre el derecho de dominio a la tierra, tan absoluto e invencible, que entrañaba como derivado lógico la incubación de un espíritu exclusivo, de un carácter típico y de una sociabilidad nueva?

Lo cierto era que las guerras sostenidas por Artigas en vez de debilitar estas tendencias, habíanles dado auge por el contrario, vinculándolas así a sacrificios de sangre que debían recordarse poco después como tradiciones incorporadas a la tierra y orígenes gloriosos de una joven historia.

Cada vez que ahondaba así el problema, crecía un grado su fe.

La índole de los hechos producidos durante esas guerras fueren cuales hubieren sido sus causas determinantes, interesaba poco tratándose del fenómeno sociológico de transformación étnica que venía operándose por evolución rápida en todos los grandes núcleos de la que fue enorme colonia. Buenos o malos aparentemente o en realidad, por su forma y naturaleza, esos hechos precipitaban los fenómenos del cambio, mas no lo producían propiamente: la transformación étnica —fenómeno natural— creaba nacionalidades independientemente de las fórmulas políticas, en armonía con las condiciones de cada región y clima, las diversas influencias de razas y las costumbres locales.

Así iban sufriendo en vastísimas comarcas, sobre las cuales sólo un despotismo recio pudo ejercer por algún tiempo una acción unitaria, argentinos, orientales, paraguayos y bolivianos. Las influencias de razas y de costumbres habían contribuido en primera línea, y también las condiciones de zona: el pampa, el araucano, el charrúa, el guaraní y el colla no pertenecían al mismo centro. Esparcidos a todas los rumbos del cuadrante, miraron desde el principio bajo prismas muy distintos los horizontes. En sus rozamientos con los criollos se originaron diferencias y se establecieron distancias que hacían imposible la acción de toda metrópoli.

Dada pues la naturaleza del terreno respectivamente, y la calidad de la semilla, el desarrollo y crecimiento de ésta dependía de circunstancias. Podía malograrse la obra, como hubo de suceder desde sus comienzos; pero la garantía del éxito estaba en la energía de la raza.

A esta energía propia obedecería a no dudarlo el movimiento futuro…

En medio a su sombría meditación, el joven se alborozaba a la sola idea que saldría al fin del círculo de los combates oscuros para entrar de lleno en la iluminada escena de las batallas en que las nacionalidades incipientes para afianzarse, llevan con denuedo heroicas cargas a fondo sobre enemigos cuyo número no cuentan, y cuyos ideales y banderas no se parecen a la bandera y al ideal de sus soberbias nativas.

Vencido por un deseo violento de romper con las monotonías del encierro y sus tristezas inherentes, dijo una noche a Esteban que aderezase su caballo para el día próximo al rayar el alba, pues era a esa hora que quería realizar su paseo.

Cuando el alba apuntaba agitándose aún él semi—dormido en el lecho, parecióle como cosa de entre—sueños que un clarín sonaba tocando diana, —una de esas dianas entusiastas y viriles que se oyen después de una victoria y cuyos ecos no se borran nunca en el oído del soldado que ha cumplido con su deber.

En vano frotóse los ojos e incorporóse en el lecho para persuadirse de que estaba en error, o que aquello era una ilusión blanca —último fenómeno sicológico de sus pasados delirios.

El hecho era cierto: el clarín sonaba vibrante llenando el espacio todo con las notas de la diana soberbia, y a esas notas se unían vigorosos los gritos de muchos hombres que parecían sufrir iracundos de la tierra estremecida.

Luis se arrojó de un salto de la cama, y corrió al ventanillo.

Por allí nada se veía; llegaban más perceptibles sin embargo los sones del clarín y las voces formidables del lado opuesto, alzándose la de Cuaró sobre las otras como se eleva sobre el estruendo sordo de las olas el silbido agudo del huracán.

Si hasta ese momento se había resistido a creer, ya no le quedaba duda. Aquel alarido del charrúa noble dominando el estrépito, anunciábale un acontecimiento extraordinario.

¿Cual podría ser?

Algunos días antes había oído decir que la tropa brasilera había perseguido sin éxito al capitán patriota José Casas que andaba reuniendo caballos «con un fin sospechoso» y bien luego supo que la campaña toda estaba tranquila, sin que hecho alguno autorizara a creer que se madurasen empresas de trascendencia.

Aquellos ruidos inesperados pues, de armas y clarines, al propio tiempo que lo llenaban de sorpresa, introducían en su ánimo indecible júbilo. En alas de sus anhelos patrióticos, y del ideal que de su tierra se había formado, presentía un gran suceso —de esos que se incuban en el seno de las increíbles osadías y temeridades y que prepara como en las reacciones químicas— el principio activo y enérgico, que en toda sociabilidad robusta mantiene el impulso poderoso y da dirección casi inflexible a las tendencias que en su hora histórica arrastra hombres y muchedumbres al cumplimiento de sus destinos.

De dónde venía ese esfuerzo, no podía adivinarlo; pero, por el instante, sentía bien claros en la atmósfera sus hálitos de fuego y sus bramidos.

Oía diana, y toques de llamada. ¿Qué más? No había que trepidar. A pocos pasos de allí parecía que se estaban batiendo, aun cuando los gritos eran de triunfo, sin complemento de detonaciones y choque de hierros.

Desde luego, él había hecho bien en no rendirse al desaliento.

Empezaba a cosechar los frutos de su perseverancia, rara virtud madre de todas las iniciativas y origen de todos los cambios, que él poseía en alto grado con el espíritu de empresa aun cuando recién entraba a las agitaciones de una lucha, decirse puede —sin término ni medida.

Aprestábase agitado y febril para lanzarse fuera, cuando Ladislao, trayendo en la diestra un sable desnudo, entróse en su aposento precipitadamente, gritando con acento enronquecido:

—¡Todos los pagos revueltos, desde el Arenal Grande aquí!… ¡Volvemos a la pelea de otras ocasiones! La gente toda anda como ganado arisco de pago en pago, y en esta hora mesma acaba de meterse en el campo una partida que ha tomado prisionera la fuerza portuguesa que nos bombeaba hace días, sin dejar escapar ni uno solo…

—Me explico así que usted haya podido salir del monte… ¡Viva la patria! —gritó Luis María, transformado de súbito, como si una fuerza extraña hubiese conmovido todo su organismo trasmitiéndole un vigor asombroso.

—¡Y viva Lavalleja! —contestó el «matrero» con otra voz igual a un rugido.

Aquellos dos hombres se arrojaron el uno hacia el otro y se abrazaron, en un fuerte y estrecho abrazo…

El uno, culto, delicado, lleno de ensueños hermosos, representante casi ignorado de la clase civil honesta, heraldo de luchas de aliento, apóstol desconocido de ideas levantadas, intérprete de pasiones generosas; el otro, tipo agreste y rudo, músculo brutal poderoso, instinto fiero de licencia, órgano caracterizado de las armonías y conflictos del desierto; los dos, miembros de una misma familia personificando respectivamente, ya las costumbres de la ciudad con sus reglas y prácticas disciplinarias, las propensiones al orden, el respeto a los principios y deberes morales, los sentimientos del hogar y de la patria iluminados por la inteligencia y la instrucción; ya las crudezas del bosque y la llanura, las tendencias a la anarquía, el desprecio al poder y al peligro, la pasión por el pago y la existencia errabunda, y la soberbia de origen en toda su plenitud imponente. Así Berón y Ladislao, al estrecharse de un modo fraternal sin preocuparse de escrúpulos o de resabios, sellaban el pacto de la cultura y de la semi—barbarie en holocausto a la grandeza de la causa de que ambos eran fieles defensores.

¡Como proyecciones al futuro, quizás los ideales del uno y los instintos del otro diseñasen los lineamientos de una honda división en la familia que debía operarse con el tiempo, partiendo en dos el mismo tronco y esterilizando en gran porción su savia próvida y fecunda!

Después de aquel abrazo en que se habían confundido todas las aspiraciones patrióticas y los ímpetus del valor, los dos hombres se precipitaron fuera.

La escena presentaba un aspecto lleno de vigor local.

Veíase a lo largo del declive una doble fila de jinetes con sus lanzas en alto, prontos para la marcha. Lucían banderolas tricolores, blancas azules y rojas. A retaguardia teniendo detrás una custodia de hombres de tercerola, encontrábanse desarmados y en grupos los soldados del destacamento brasilero, con excepción de algunos que habían perecido en la sorpresa y cuyos cuerpos yacían tendidos en diversos sitios. Berón pudo distinguir a la cabeza a Cuaró, a Esteban y a sus compañeros del bosque inclusos los tapes fieles de Soriano, a don Anacleto empuñando una lanza de clavo y a Nereo y Calderón con algunas mujeres, entre ellas Mercedes, cuidando de las tropillas de caballos reunidos a un flanco.

A juzgar por las aclamaciones reiteradas, las voces roncas, las risas estruendosas y los gritos aislados pero atronadores que se unían a los ecos del clarín en bélico consorcio, todas las vehemencias y arrebatos imaginables se habían conglobado allí para una expansión capaz de aterrar a los mismos habitantes de la selva. Y al observar cómo algunos de aquellos hombres corrían frenéticos arma en mano tendidos sobre el cuello de sus caballos de guerra cual si quisieran dividir en trozos el aire, cruzándose por detrás y por delante en siniestro torbellino, los prisioneros acompañaban con sus estremecimientos el ritmo de las hojas y del aura, y la hueste parecía experimentar en su incorrecta línea la emoción que suscita un viento de tempestad.

En la atmósfera rojizo polvo, el ganado huyendo, el sol asomando apenas su disco en el horizonte detrás de la cuchilla enhiesta envuelto en bruma como en un velo sangriento, el vocerío cada vez más siniestro, el clarín ya sin concierto como una trompa salvaje que agitara el espacio con aullidos de fieras, el golpear incesante de la caballería, los perros ladrando con furor, los vítores a la libertad y la independencia repetidos por los ecos lejanos con los demás rumores del tumulto —todo en su conjunto y menores detalles, daba al cuadro que se desarrollaba al frente un colorido vivísimo de emoción intensa y violenta, pues que eran las pasiones desencadenadas del elemento de fuerza las que se exhibían desnudas y temibles, como la lanza que el jefe blandía airado dirigiendo su hierro hacia la luz del levante.

Este jefe, era el capitán de blandengues Ismael Velarde.

Ante aquel desorden Luis María se cruzó de brazos y pareció conmovido, fijos sus ojos en el espectáculo. Después montó a caballo murmurando bajo estas palabras, que parecían la expresión final de un soliloquio profundo:

—Instintos indomables y músculos de acero: de vosotros es la obra.

¡Ya empieza a amanecer!


FIN

Glosario

Achura —Las entrañas del animal vacuno u ovino, como los riñones, el corazón, el intestino, el hígado. El penúltimo si es delgado, denomínase «chinchulín»; y suele constituir el primer bocado del campero antes del almuerzo, asado a fuego vivo, con premura —como para satisfacer cuanto antes un apetito desordenado.

AguacilesEntomogr.— Libélulas. Estos insectos pululan y desfilan en largas columnas en los zanjones en días nublados, y anuncian viento o lluvia. De ahí su nombre vulgar. Véseles también en gran número dispersos por los campos bajos y cardas, en cuyas flores se posan para chupar el jugo.

AguaráFauna indíg.— Zorro grande que sigue siempre el rastro del tigre o del puma; se mantiene de sus despojos. Especie indígena, como su nombre, va ya en camino de su extinción completa, siendo muy raros sus ejemplares al norte del Negro. —Su nombre proviene del guaraní: AGUARACHAY, (canis Azara). Del género de los zorros —chacales, tiene la cara blanca, las orejas y la garganta amarillas, y negros el bigote y el extremo del hocico, lo que, unido a la calidad del pelaje en parte lanoso y en parte cerdudo, lo singulariza entre los de su especie.

ApereáFauna indíg.— Ratón agreste —«cavia australis»— el más común del orden de los roedores. Carece de apéndice caudal. Hace su nido entre las masiegas y al borde de las lagunas, y vive en agrupaciones más o menos considerables. Su tamaño es superior al del ratón urbano o doméstico.

Apero —El conjunto de las piezas o prendas que constituyen el «recado» de los hombres de campo, desde el bozalejo hasta la rienda, y desde el sobre—puesto de cuero hasta la carona y la bajera, sin excluir el pretal, maneador y lazo.

Bagual —Caballo nuevo que no ha sufrido domadura, y por único manoseo, el corte de las cerdas —Vésele siempre incorporado a las grandes manadas de yeguas ariscas.

BlanquilloBot.— Especie de las euforbiáceas, árbol de talla mediana cuyo nombre proviene del color de su madera, útil para construcciones.

Bichoco —El mancarrón maseta o rodilludo, que ha entrado en la clase de los inservibles como elemento de movilidad en la guerra, o en las faenas de campo: «dos veces chueco», o sea, defecto de la chueca en las coyunturas de las rodillas o de los pies.

BiricuyáFlo. indíg.— La pasiflora— o Mburucuia—, del guaraní. —Fruto de un arbustillo trepador del tamaño de una bergamota color anaranjado cuando maduro, de poco cuerpo y semillas purpurinas, que abierto destila un zumo azucarado y princoso, y gustado repugna por su dulzor excesivo y agreste. La planta busca siempre apoyo en los troncos, y si no los hay, en las hojas de los agaves o en los pitacos. —Es la conocida en botánica con el nombre de pasiflora, granadilla o pasionaria, siendo también este último el de su flor de un tinte azul—violeta. —Biricuyá, ponemos al principio, porque así la llamaba el gaucho corrompiendo el vocablo verdadero: «murucuyá».

Bombacha —De bomba, por su esfericidad. Calzones amplios de merino u otro género de mucho vuelo, que, suplantando al pantalón o al chiripá, dejan libre el movimiento de las piernas, con las ventajas de uno y otro en el ejercicio continuo del caballo. Es de uso muy general en el campo, actualmente, y denuncia un grado de progreso sobre las costumbres primitivas como reemplazante del chiripá, que a su vez lo fue del chepi.

Bota de potro —Calzado del gaucho de antaño. Como lo indica su nombre, fabricábase con la piel de potro bien sobada y distendida, —muchas veces hasta adquirir la flexibilidad de la cabritilla—. Extraíase comúnmente de los remos del animal. Estas botas estaban abiertas en sus extremos, para dar salida a los dedos; y, aunque blandas, requeríase para su uso cierto cuidado y baquía a fin de no desollarse la epidermis. De ahí la locución local: «no es para todos la bota de potro». El progreso de las costumbres las ha desterrado con las grandes «nazarenas»; y difícilmente se hallaría hoy un campero que las llevase ni en los valles más solitarios de la sierra de los Tambores.

BohanesEtnog.— Agrupación de indígenas que habitaba a la orilla oriental del Uruguay, en la zona norte del Negro, y cuyos orígenes son poco conocidos; pues como otras tribus errantes no han dejado tradiciones ni recuerdos. Algunos creen que los bohanes, a la vez que los charrúas, chanaes y yaroes, tenían un lenguaje peculiar, hablándolo distinto cada una de las cuatro parcialidades; otros suponen que todas esas tribus eran sencillamente porciones separadas de la gran familia guaraní que —como se sabe— se extendía a vastísimas comarcas en esta región de América. Casi autorizaría a esa hipótesis, la circunstancia muy especial de pertenecer al idioma guaraní en la zona uruguaya, desde el gran río hasta las costas del Océano, la mayor parte de los nombres locales. Sea de ello lo que fuere, ni una sola de esas tribus dispersas dejó rastros de su idioma, sobreviviendo a su extinción el de los «tapes», cuyas pequeñas poblaciones al sur del Negro contaban muchos años de existencia antes de la desaparición por el hierro y el fuego de la parcialidad charrúa. —Fue ésta la que, como a los yaroes y a los chanaes, exterminó a los bohanes, quedando dueña del territorio en mucha parte— hasta la matanza de la Cueva del Tigre.

ButyháFl. indíg.— Nombre que los charrúas daban al fruto del árbol llamado «yathay» sub—género de palmera no muy común en nuestro clima, pero de la que existen bastantes ejemplares cerca de la costa del océano y en las riberas del Uruguay. Es elevado, con el tronco cubierto de pedúnculos, y da una savia próvida a la menor sangría. Su fruto, de un sabor agradable aunque áspero y silvestre, se produce apiñado en grandes racimos. —A la sombra del «yatay» perece toda vegetación, como si no bastase a sus raíces la fecundidad de la tierra toda que lo circunda. Los indígenas y los gauchos errantes solían derribar los más hermosos, cortándolos por el tronco casi al nivel del suelo, al solo objeto de aprovechar de sus «cachos» sabrosos; de la misma manera que daban muerte a una vaca con el solo fin de cortarle la lengua o el sobre—costillar que quedaba a la vista, abandonando el resto de la res a las alimañas.

Caballada —Gran número, de miles a veces de caballos, que se arrean a retaguardia o al flanco de los ejércitos en las guerras, como reservas para el relevo; o que se trasladan en venta a los territorios limítrofes.

CambaráFl. indíg.— Planta medicinal a la que se atribuye singular virtud sobre las enfermedades del pecho, y que como tal se recomienda bajo la clasificación científica de «moquinia polymorpha.»

CañadaHidrogr.— En la forma en que empleamos este vocablo no ha de entenderse ninguna de sus múltiples acepciones, según el diccionario de la lengua: ni el espacio comprendido entre dos montes o alturas poco distantes entre sí, o sea una garganta, ni la tierra señalada para que los ganados merinos o trashumantes pasen de sierra a extremos, ni cierta medida de vino usada en algunas provincias de España, ni toda la caña o tuétano de un hueso de animal vacuno; —sino una pequeña corriente de agua que tiene comúnmente su origen en los arroyos y esteros, y cuya extensión es tan limitada como los vallecicos y terrenos hendidos que recorre merced a cuencas reducidas trabajadas por las aguas pluviales en el suelo blando—. En Cuba el vocablo tiene también esta significación.

Carancho —Ave de rapiña muy común en los campos. De un tamaño regular, ojos avizores rodeados en la córnea por un disco amarilloso, pico ganchudo y recio, miembros fornidos y duras garras, de un plumaje gris oscuro sembrado de estrías blanquecinas especialmente en las extremidades de las alas, que tiende con cierta majestad en los aires—, esta ave hace presa de los polluelos y arranca los ojos a los corderos moribundos. —Ornit.— CARACARA—VULGAR.

Carchar —Despojar al vencido de sus prendas, vestidos, o arreo durante la pelea, en medio de la carga o después de aquélla.

Carguero —Carguío. En la vida militar lo que lleva una bestia de tiro, consistente en palo y lienzo de carpa o tienda de campaña, maletas y útiles de vivac.

CarpinchoCapivara o Cabiay. Fauna indíg.— El «capivardo» del Dicc.— Mamífero que abunda a la orilla de los ríos y arroyos —el más grande del orden de los roedores— alcanzando casi en sus proporciones al tamaño de un cerdo de dos años. Se alimenta especialmente de peces, de semillas, raíces y aun de frutas. Pesca con las uñas zambulléndose a las mayores profundidades, en las que suele permanecer largos instantes en caso de acecho o peligro. Pocas veces se aparta de las riberas a causa de su torpeza para la fuga rápida, proviniendo aquella de la estructura original de sus pies largos y chatos que imposibilitan sus movimientos. La piel de este animal curioso sirve para varios objetos de industria; con ella suelen fabricarse buenos correajes para fornituras militares y sillas de caballo.

Sin duda, a causa de sus condiciones de anfibio, en el Paraguay la gente de los campos le llama capiiguá —de capí— pasto, de ï— agua, y de iguá— cielo, significándose así de un modo pintoresco que el carpincho es un ser que vive del pasto, del agua y del aire.

CarpinteroOrnit.— Defínelo el Dicc. de Domínguez, en su suplemento al Nacional, diciendo que «es el nombre de un pajarillo de la Isla de Santo Domingo, tan grande como una alondra, el cual penetra con el pico en el corazón de las palmeras y les saca el meollo.» — Debemos añadir aquí que ese pajarillo existe en nuestros bosques; y que, si saca el meollo a ciertos árboles, —el sauce entre ellos—, es ante todo para construir su nido taladrando en forma de ángulo recto la madera.

Cebadura —La cantidad determinada de yerba—mate que regularmente se pone en la calabaza para ser tomada en infusión por medio de una cánula de metal que termina en flor y a que se llama «bombilla». La cebadura se renueva después de sorbidos algunos «mates».

Cebato —Llamábase así a la pared que se construía con terrones llenos de raíces fuertes, las que una vez secas daban consistencia al conjunto, y aun cubrían de un tapiz verde el exterior por la fuerza de su savia—. Ninguna identidad existe pues, entre el cebato a que nos referimos y, la planta arábiga, cuyo tronco tiene según se afirma, el don de asimilarse los objetos que se le acercan. —El cebato por otra parte, se diferencia del adobe, en que éste es ladrillo sin cocer —secado a la sombra— y el primero no es más que tierra extraída a golpe de pala y superpuesta a trozos más o menos iguales y simétricos.

Cola de zorro —Hierba que ya seca e inservible para el ganado, remata sus extremidades en un penacho blanco de la misma forma cónica del apéndice del zorro.

Cortados —Llamábanse así los pedacitos de plomo de balas de tercerola o de fusil, puntas y cabezas de clavos, y aun pequeños fragmentos de hierro con que se cargaban los trabucos en defecto de balines u otros proyectiles conocidos.

CoronillaFlora indíg.— Familia de las ramnáceas, madera de construcción bastante dura y de ramas espinosas.

Costaneras —Paredes de los lados en un rancho—. En su acepción castiza, según el Dicc. —son las vigas que cargan sobre las que forma el caballete de un edificio.

Cuatropea—Derecho de alcabala o diezmo que se pagaba en cada venta de cuadrúpedos y de granos, bajo la dominación portuguesa y brasilera (1817 — 1828).

Cuchilla —Esta palabra tan aplicable al instrumento de hierro acerado de un solo corte o filo que sirve a la industria del encuadernador y del zapatero, como a la espada o segur de la justicia, y a la vela triangular o a la trapezoide en marina, —en su significación local y orográfica es una loma o colina más o menos elevada— ondulación o accidente natural del terreno, que viene a constituir como una última verruga de un sistema de montañas.

Cumbrera —Viga central que reposa sobre dos grandes horquetas u horcaduras en los «ranchos» y a su vez sustenta las que constituyen el caballete.

Cuñatay —Voc. guaraní— Señorita.

Cuyapí —Voc. guaraní.— Culero, en lenguaje vulgar; o sea, un «tirador» o cinto sujeto con agujetas o hebillas con un cuero colgando sobre el chiripá, por detrás; y cuyo principal objeto era, tanto resguardar las ropas, como atenuar el ludimiento del lazo o hacer más suave el asiento y aun el lomo del caballo.

Chacra —Porción de terreno o costra arable cultivada, donde se cosechan el trigo, la cebada, el maíz y aun legumbres. —El Dicc. de la lengua dice que la voz significa habitación rústica, ranchería o sitio en donde se guarecen bajo chozas o cobertizos que construyen los indios salvajes, refiriéndose sin duda a países donde el vocablo tendrá tan extraña latitud.

Chala —«En Méjico, la hoja que cubre la mazorca del maíz» (Dicc.) —Tiene entre nosotros la misma significación, y se utiliza como envoltura de cigarros de tabaco negro a más de otras aplicaciones.

Chafarote —La daga larga o el «facón», fabricado con hoja de espada, sable o machete, con punta y doble filo. Llevábanlo conjuntamente con el cuchillo a la cintura, casi todos los hombres de campo.

ChajáOrnit.— El cauna—chavaría. Ave indígena de la familia de los uncirostros —habitante paciente de los lugares húmedos. Es de gran tamaño, ojos de córnea purpurina, fuertes alas provistas en su medio de dos púas oseas temibles, zanquituertas recias y encarnadas, el pico corto y el plumaje gris ceniciento. Anuncia con sus gritos poderosos la proximidad de las aves de rapiña y da el alerta al menor ruido sin levantar el vuelo hasta que el peligro arrecia—. Su nombre guaraní, no es más que una imitación fiel de su grito peculiar.

ChanaesEtnog.— Tribu que ocupaba las principales islas del Uruguay, hasta que fue vencida por los charrúas que dispersaron por siempre sus restos en la otra banda.

CharabónOrnit.— El avestruz o ñandú pequeño que se alimenta y campea solo.

Chifle —La cantimplora de cuerno de animal vacuno aserrado por el medio, cubierto en su base y agujereado en la punta, como para gorgorotear el líquido a dosis o cantidad determinada.

Churrasco —La carne de animal vacuno u ovino apenas asada sobre las brasas o la ceniza caliente, de modo que quede un tanto cruda y jugosa. Constituye un alimento en extremo sano y nutritivo.

Desbasar —Extraer a filo de cuchillo las excrecencias de la mano o del pie de los caballos para que no tropiecen y se estropeen, y aun extirpar del fondo las callosidades o cuerpos extraños que les impiden a veces sentar los cascos con firmeza.

Fariña —Harina de mandioca. Desde que el producto pasó la frontera brasilera se corrompió el vocablo farinha, adaptándose el del mote. —En la provincia de Río Grande y en determinadas poblaciones, la fariña es preferida al pan, envolviéndose en la sustancia cruda el bolo alimenticio. Entre nosotros se cuece en caldo o en agua caliente, formándose lo que se llama «pirón», con una salsa especial como condimento.

Fiador —La argolla de hierro o bronce que pende del extremo inferior del bozal, a la altura de la barbada del caballo; y de la cual se cuelga la manea, la caldera u otro utensilio, y a veces un trozo de carne cuando se emprenden largas marchas.

Flete —Caballo escogido, airoso, rápido, propio para paseo o para excursiones determinadas; adorno en las fiestas y juegos de sortija o de carreras, y «reserva» que se ensilla en toda urgencia —confiándose el éxito a la bondad de sus calidades.

Garras —Pezuñas, orejas, vergajos, colas de animales vacunos. En los saladeros se guardan estos restos, que luego se utilizan en la industria. Llámase al local en que se les coloca, depósito de «garras o fardos de marlos».

GuabiyúFlora indíg.— Mirtácea. Árbol de corta talla, pero frondoso, que produce una fruta morada mayor que la fresa, de un zumo dulce y grato al paladar. Su madera algo semejante a la del guayabo, es fuerte como leña y se consume mucho en los buques a vapor que hacen la carrera del litoral. — Guabiró, decían los guaraníes.

Gualiche —Nombre que los indios charrúas daban a un espíritu adverso o demoníaco a quien atribuían todas las contrariedades y desgracias y al que no se representaban bajo forma típica externa alguna; lo que induce a pensar que, a partir de esta creencia supersticiosa, era probable que profesasen un culto cualquiera, desde que no se concibe la idea del mal sin su correlativa del bien. Ningún vestigio ha quedado sin embargo, de sus posibles idolatrías. De esa superstición participaban también los indios de las pampas argentinas.

Guaynita —Voz guaraní: «niñita».

GuaycurúFlora indíg.— Planta de propiedades medicinales, preconizada en la farmacopea como de aplicación a distintas dolencias.

Guazu—biráFauna indíg.— Del guaraní: ciervo grande, arisco y silvestre que habitaba siempre en los bosques, y de cuya caza como de la del ñandú se ocupaban siempre los naturales. Su pelaje en la parte superior del cuerpo y miembros se asemeja al color que, hablándose de caballos, denomínase alazán; en el vientre es blanquecino. —Esta especie está ya casi extinguida.

Huevos de galloFlora indíg.— Planta silvestre trepadora que se ve frecuentemente en los barrancos, o en su defecto, en las zanjas y en los cercos, de hojas menudas de un color verde esmeralda, y que produce un fruto del tamaño de un huevecillo de pica—flor —color perla cuando maduro—, de sabor agradable y aromado.

LapachilloFl. indíg.— Llamado también «Ipée», de la familia del lapacho. Su madera tiene diversas aplicaciones en la industria, utilizándose para vigas y ruedas. El «Ipée» echa sus flores antes que el follaje y los retoños.

Laurel negroFl. indíg.— Lauráceas. —Vegetal de alguna corpulencia y madera apreciable por su peso y solidez, al punto de emplearse en obras especiales por el carpintero.

LechiguanaFauna indíg.— «Nectarina mellífica». —Panal de abejas salvajes. Es un nido formado en su exterior por una pasta especial que los insectos fabrican con cortezas de maderas blandas desleídas y mezcladas a un humor que despiden. Compónese de múltiples hojaldres parecidos al papel tosco y basto, y de celdas simétricamente agrupadas como las de las abejas domésticas; siendo de notar que estas viviendas globulares no se asientan en el suelo firme siempre, sino que aparecen colgantes de las ramas bajas, adheridas por lo común a un pequeño nudo, tronco o excrecencia insignificante, o entre las plantas rastreras a modo de capullos gigantescos.

Sábese que los insectos que las elaboran pertenecen a la familia de los himenópteros y tribu de los melíferos, y que están comprendidos por consiguiente entre los «amantes de los flores». Büchner en su «Vida de los animales», hace de ellos alguna referencia, al hablar de abejas y avispas. Sin ser ni una ni otra cosa, coparticipan sin embargo de las cualidades esenciales de las dos especies y producen una miel silvestre, menos empalagosa que la de las primeras. Como queda dicho, el nido puede pender de las ramas bajas y ser igualmente fabricado entre las malezas.Leche de iguana, se dice, (y de ahí «lechiguana») porque este reptil gusta mucho de sus panales, y se los procura por todos los medios. Años atrás tuvimos oportunidad de ver en un valle de la sierra de Minas, aproximarse una iguana a un nido, darle un fuerte golpe con la cola de manera que penetrase bien al interior, e irse luego chupándose ésta con el mayor deleite —toda untada de miel.

Lazo —De una piel de animal vacuno comúnmente por ser la que más resiste se saca a corte de cuchillo una larga tira de ocho o diez brazas, que luego de sobada perfectamente y subdividida se trenza y se enseba o engrasa para que adquiera flexibilidad y consistencia. En uno de los extremos se asegura con un botón fabricado a punzón y «tiento» un grueso aro o argolla de bronce o hierro que sirve a éste que se llama «lazo», para escurrirse presto una vez hecho el tiro, para lo cual se arrolla en círculos graduales y concéntricos y se revolea por encima de la cabeza. En el extremo opuesto, una gruesa presilla une el «lazo», a la argolla de la cincha. Utensilio de importancia en las faenas de campo el «lazo» fue siempre un arma tan terrible como las «boleadoras» en manos del gaucho bravo, del miliciano y del «matrero». Los charrúas lo manejaban con extraordinaria destreza, así como los «laques», de una piedra al principio, y luego de tres.

Loba —En la caballería de milicias o en la hueste propiamente dicho, designábase con esta palabra cualquier incidente producido en la columna en marcha, ya fuese que un soldado rodara con su cabalgadura, ya que un «redomón» se apartase de aquella corcoveando con su jinete.

Lomillo —Aparejo de cuero algo hueco y en comba, en proporción al lomo del caballo o mula, que constituye la base o asiento del recado.

Lunanco —Caballo defectuoso en alguno de los miembros posteriores por lesión en el cuadril, y a causa de la que su espina dorsal presenta una comba o curva pronunciada en forma de media—luna de donde proviene el vocablo. Es inútil por lo mismo, para las marchas rápidas. —Derrengado, descuadrillado.

MacáOrnit.— Ave que se alimenta de pececillos, especialmente de bagres pequeños y mojarritas. El cañón de sus plumas es tan duro como el del pájaro—niño y véndese a buen precio su piel en los puertos del alto litoral. Su carne suele ser tan excesivamente gorda, que repugna; pero es sabrosa y se le desea entre la clase pobre. El macá vuela poco y se arrastra apoyado en la cola —su fuerte timón— aova sobre las hierbas a la orilla de los ríos, arroyos y lagunas, y nada entre dos aguas con el mismo vigor que el mbiguá o zaramagullón. —Su nombre es originario del guaraní.

MacachínFlora indíg.— Planta de muy cortas dimensiones de tallo como una hebra, que da florecillas amarillosas de tres pétalos, y cuya raíz la constituye un bulbo de color blanquecino y carnoso, de un sabor dulce. Brota con fuerza en los terrenos bajos y en las adyacencias de los bañados. Es una de las especies del «bibí» de los indígenas.

Manea —La definición que de este vocablo hace el Diccionario de la lengua, no corresponde al de la manea tal como entre nosotros se usa por la gente del campo. Tampoco la de maniota, propiamente. Ni es «una cuerda», ni las patas del animal se traban por medio de ella en la forma que el Diccionario indica emplearse en otras partes; pues el gaucho o el simple campero no atan con soga o cabestro sino por accidente los remos delanteros de sus cabalgaduras, y no usan cadenillas de metal, candado y llave con tal objeto. La manea consiste en dos lonjas de cuero bien sobadas y reforzadas con botones y ojales, ceñidos fuertemente a una argolla que las separa, y con las cuales se traba los dos miembros delanteros o traseros del animal permitiéndole moverlos o golpear los cascos piafando con holgura ya que no andar sino a saltos y muy breve distancia. Como el «lazo», el «maneador», las riendas, la encabezada, el bozal o «bozalejo», las «boleadoras», el «cinchón», las «botas de potro», y aun el rebenque de manija y «azotera», entre otros útiles, la «manea» suele ser obra exclusiva de la industriosa habilidad del paisano.

Maneador —Cabestro, en su acepción menos lata. Lleva sin embargo ese nombre una lonja angosta, larga y sobada de cuero vacuno, con la cual se asegura el caballo a una estaca en campo raso, y muy útil especialmente para los que hacen vivac en donde les toma la noche, en marchas forzadas.

Mangangá —Clase de los arócnidos.— El abejorro. Fabrica su nido en los troncos viejos y en los puntales y travesaños de las enramadas depositando en la cueva la miel ardiente que ha de alimentar sus larvas.

MangrulloIctiol.— Bagre—sapo de los arroyos, color de lodo, asqueroso a la vista; pero de una carne apetecible, bien condimentada.

Marlo —La espiga de maíz desprovista de granos. —En el lenguaje pintoresco del hombre de campo, se aplica al rabo de los «baguales» cuya cerda ha sido completamente cortada o «tusada», y que estos paran y enderezan con gracia en sentido vertical al lomo cuando huyen a escape por las «cuchillas» al menor avance o asomo de peligro.

MataojoFl. indíg.— Árbol muy común con el blanquillo y el canelón, hacia el centro del país. Su madera blanca, aunque no muy consistente, sirve para construcciones.

Matrero —El hombre perseguido por delitos comunes, o el vecino honesto por odios o venganzas, o el patriota por la dura ley de la necesidad —que buscaban asilo y refugio en los montes como único recurso de salvación contra la ley implacable, o las acechanzas de muerte.

Matungo —Caballo en completa decadencia, rocino, lerdo y desmedrado.

MbiguáOrnit.— El mbiguá o zaramagullón es una ave acuática que se mantiene de pescados de regular tamaño, y que abunda mucho en todas las grandes corrientes y lagunas hondas. Por su magnitud y color se asemeja a la bandurria; parecen espinas sus venas por la dureza y tensión; y cocinado, su sabor es casi el mismo de los peces que le sirven de alimento. —El vocablo proviene del guaraní, y significa «cuervo de agua».

Mojinete —Frontón de un rancho.

MorajúOrnit.— Pájaro de los bosques del alto Uruguay de un plumaje negro azulado de torna—sol, que canta en diferentes tonos, de una manera suave y melodiosa. Jamás hace nido, ni se ocupa de dar de comer a sus hijuelos. La hembra aova generalmente en los nidos de las «cachilas», donde los hay, y en caso contrario, en cualquier otro nido de los que se llaman rastreros. Las pequeñas «cachilas», —poéticos ejemplares de madres amorosas—, se encargan de la crianza de los pichones que no han salido de sus huevos, y que no sólo las aventajan en volumen, sino que también las sobrepujan en apetito voraz—. El «morajú» no es otra cosa que el tordo de nuestros climas, el cual aova comúnmente sin fabricar nunca vivienda, en los nidos de barro de los «horneros» —avecillas indígenas cuyo nombre proviene de la misma configuración arquitectónica de sus viviendas.

Naco —Palabra con que el campero denomina un fragmento pequeño de tabaco negro enrollado, que él mismo pica con el cuchillo en la palma de la mano, o sobre un pedazo de madera o sobre la carona, para armar su cigarrillo. El «naco», como el dinero, entra en el juego de la «taba» entre los paisanos, y aun en el de los naipes —corriendo parejas los dos vicios.

Nazarena —La corona de grandes punzas de hierro de la espuela, propia para jinetear, a veces de seis pulgadas de circunferencia, que usaban los gauchos de otro tiempo. Llevábanla con la gemela ceñida al rancajo sobre la «bota de potro», y con ser tan enormes, no les molestaban al andar. La costumbre de usarlas deformaba comúnmente sus piernas, al punto de que aun fornidas y vigorosas, aparecían siempre en comba con las puntas de los pies casi en contacto, en tanto era corta la distancia para separar bien los talones por más que los apartasen uno de otro. El ruido de estas rodajas se oía de lejos, como el que produce un arrastre de cadenillas pesadas. Tales espuelas servían para la domadura; por rutina las llevaba el jinete sobre el caballo manso; y eran a ocasiones defensas terribles en el suelo, en las luchas brazo a brazo o a zancadilla, —garras de centauro—, no inferior en esto a la alimaña indomable. —Asemejábanse por su forma al nimbus y a la corona de Jesús: de ahí su nombre.

ÑandúOrnit.— Voc. guaraní. —Avestruz indígena menos corpulento que el de África, y del que difiere además en tener tres dedos en cada pie, mientras que aquel sólo tiene dos. —Orden de las corredoras: rhea americana.

ÑacurutúOrnit.— Orden de las rapaces. Ave orejuda de un plumaje blanqui—negro cuyo alimento principal se reduce a insectos. Compañero de las corujas y de otras especies de insectívoras, este búho abunda en los montes del norte cuyas espesuras anima con sus gritos en la soledad de la noche. —Su nombre es originario del guaraní.

Orejano —El animal que carece de «marca» o señal a hierro ardiendo que acredite la propiedad. —«Yerra» se denomina el acto de la marcación—. En las primeras décadas del siglo cuando existían inmensos bosques vírgenes, rincones y potreros casi inexplorados, el ganado nuevo y montaraz rebelde a los pastores y a los perros se guarecía en la selva, y llegaba a hacerse imposible el «repunte» o «parada de rodeo» de estas reses ariscas. Con ese motivo se contaban por millares los «orejanos».

Parar rodeo —Hacer la recogida o reunión del ganado vacuno en un sitio dado, donde comúnmente vese la huella de la pezuña del enjambre.

Pataca —Moneda portuguesa de diez y seis vintenes.

Payador —El gancho de índole poética, capaz de improvisar y de contestar en verso al son de la guitarra.

Pialar —Arrojar el «lazo» a las patas de las bestias vacunas o yeguarizas para trabarlas de uno o más miembros y sujetarlas de a pie, a objeto de alguna operación de «yerra», castración o corte de cerdas.

Pericón —Baile criollo pausado y airoso, en cuadrilla.

Picada —Paso estrecho o boquete a través de un monte, que conduce al río o arroyo.

Potrero —No es el potril o terreno destinado a los potros, precisamente. Puede serlo de «caballada» mansa con pastos escogidos o de engorde, con cerco o sin él; y también con espacio descubierto dentro del monte de hierbas selectas, sólo utilizable para los caballos de los «matreros» o aprovechado por las reses alzadas.

QuebrachoFl. indíg.— Árbol de madera resistente, quequiebra hachas; de la familia de las apocináceas, útil en la curtiduría por la calidad de su savia, y en medicina por su corteza, considerada febrífuga.

Quinche —V. Cebato.

Quiapí —Voz guaraní— Vestimenta de jerga o cuero que usaban los charrúas, aunque no todos, en el rigor mismo del invierno. Consistía en una manta que cubría gran parte del cuerpo, de jerga entera o de pedazos unidos de géneros ordinarios o de pieles de alimañas. Las mujeres se cubrían la cintura y pechos con esa manta, ligando sus extremos sobre el hombro derecho. Los hombres llevaban la cabeza descubierta, ciñéndose la frente con un trapo en forma de vincha. Algunos se ataban el pelo con un «tiento». De la cintura a los muslos hacían uso del CHEPI (voc. guaraní, que significa «mi cuero»), y que era una especie de pampanilla o tonelete, comúnmente de piel de ciervo, de aguará o de yaguareté.

Rastrillada —En la acepción criolla, no es todo lo que se barre de una vez con el rastrillo o «rastro». Para los gauchos de buena ley este instrumento era desconocido; y llamaban «rastrillada» al surco o huella más o menos visible que en el suelo firme y sobre el pasto dejaban los cascos de los caballos o las ruedas de los vehículos en zonas poco frecuentadas o caminos poco recorridos.

Rastrojos —Los surcos y raíces secas que quedan en un terreno donde ha habido siembra de cereales o plantíos de maíz, dejándose a flor de tierra después del corte de éste una pequeña parte de los troncos. El rastrojo hállase en sitios que no han vuelto a ser cultivados durante algún tiempo, y suele servir de punto de reunión a las perdices.

Redomón —Caballo que ha sufrido las primeras domaduras, pero que aún conserva resabios de su fiereza primitiva: —mañas viejas—, según la frase del campero.

Redomonas —Las espuelas grandes de domar.

Refucilo —Relampagueo, comprendiéndose en la acepción la misma caída de la chispa eléctrica.

Reyuno —El animal señalado en la oreja, como los que usaba la caballería del rey, de donde viene el nombre. Esa señal indicaba la propiedad del Estado.

Por una razón análoga se decía el Real cuando se trataba de un centro determinado de las posesiones coloniales, —como el Real de San Felipe, el Real de San Carlos, u otros.

Rosa —Lesión más o menos considerable o «matadura» producida en el lomo del caballo por el roce constante del «recado» o defecto de la carona o del «lomillo». Como debajo de éste van los «bastos», de ahí la denominación de «basteras» dada a las huellas dejadas por las heridas, cuando cicatrizadas, las ha recubierto un pelaje claro o canoso.

Sancocho —El caballo defectuoso en la boca, muy duro o muy blando de riendas, cuyo gobierno por lo tanto es inseguro, a causa de resabios incurables de domadura.

Sombra de toroFl. indíg.— Arbusto alto de madera recia utilizable para formar el cuadrilongo de las carretas, o sean las cuatro limones, así como los yugos. —Generalmente los toros se refugian bajo las ramas de este arbusto en los días calurosos, y de ahí su denominación vulgar—. Conócesele en botánica con el nombre de «iodina rhombifolia» y pertenece a la familia de las aquifoliáceas.

Surubí —o ZURUBÍ— Ict. indíg. —Pez de los ríos y arroyos de gran tamaño. Tiene la piel plateada con pintas negras. Su carne es sabrosa, sólida y de un color amarillento, de alguno semejanza con la del dorado. —Voc. guaraní.

Taco —Un trago o sorbo de caña o aguardiente, tomado de la cantimplora o el chifle de asta.

Tacuara —Caña de solidez y espesor, de utilidad en las construcciones de ranchos y enramadas, y aun para picas o «picanas» de conductores de carretas, colocándosele un aguijón en uno de sus extremos para azuzarlos bueyes. —El vocablo proviene del guaraní.

TalaFl. indíg.— Celtidácea. Árbol de mediana talla y madera de construcción, aunque quebradiza; ramoso, de hojas pequeñas y duras, erizado por do quiera de pinchos. Abunda mucho en las orillas de los ríos y arroyos.

TamandúaFauna indíg.— Especie de oso pequeño que se nutre en los hormigueros y de utilidad incuestionable. Su piel de un color gris ceniciento con dos grandes fajas negras paralelas a la médula, es muy apreciada, y de ahí una persecución constante que va extinguiendo esta especie típica con la mulita y el peludo, del orden de los dendentados. —El vocablo es guaraní.

Tape —Indio guaraní de las reducciones del norte, cuya tribu amalgamose en mucha parte con la población oriental después de la destrucción de sus pueblos, y de ahí su influencia civilizadora. Llamaban ellos tape a cada uno de esos pueblos o ciudades, y por eso su denominación propia de indios tapes, así como el vocablo subsiguiente que se refiere a ciudad en escombros.

Tapera —Denomínase así una construcción cualquiera en ruinas, especialmente las de un rancho o enramada, cuyos restos suelen reducirse a algunos picachos de barro seco mezclado a la paja brava y a las totoras. En los primeros lustros del siglo existían muchas de éstas que fueron habitaciones humanas, como signos elocuentes de las guerras implacables. Solían servir de apoyo a los destacamentos aislados que recorrían la campaña, así como de refugio a los contrabandistas y «matreros» a quienes sorprendían las noches tormentosas en sus audaces travesías. La voz «tapera», guaraní, significa «ruina», propiamente.

Tiento —Filamento de piel de yegua o de vaca desprovisto del pelaje, descarnado y seco. Sus tirillas sirven para la confección de muy variados útiles de campo, y constituyen el «hilo» de la costura para ligar «lonjas», fabricar presillas, riendas, botones, rosetas y manijas, ribetear ojales de cabezadas y mancas con el empleo del punzón. —«Maletas, o poncho a los tientos.» —Significase con esto que unas y otro van o están atados a los hilos que cuelgan dobles a ambos costados de la comba posterior del lomillo.

Tinguitanga —Desorden, conflicto, gran barahúnda de voces y de golpes en medio de un baile o de una jugada.

Tres Marías —Las boleadoras, o sean las tres piedras envueltas en cuero y unidas por otras tantas ramales de trenza, de los cuales el corto corresponde a la piedra más pequeña que sirve de asidero para lanzarlas a los miembros anteriores o posteriores del animal que se persigue a media rienda, según la habilidad del jinete.

Tronco —En su acepción lata, el casco del establecimiento rural—. —Majada el tronco: —la que se encierra en el corral de las casas.

Tropilla —Grupo más o menos considerable de caballos de montar.

Tucu—tucuFauna indíg.— Orden de los roedores. —Gran ratón de campo que se nutre con los tallos subterráneos de los helechos, socavando el suelo arenoso en distintas direcciones. Su nombre proviene de su grito peculiar.

Tupamaros —Denominación irónica aplicada por los españoles de la época de Sobremonte a los nativos, aunque estos fuesen tan blancos como ellos, y hubiesen heredado toda la pureza de la raza caucásica. La palabra era un derivado del nombre del infortunado caudillo indígena TUPAC—AMARÚ.

Tusar —Retacear las crines y el copete del caballo, así como el pelo basto y grueso que le cría cerca de los cascos. Cuando se trata de las cerdas de la cola, se dice rabonear.

Vidalita —Aire criollo que se acompaña con la guitarra, como el «cielito» comúnmente melancólico, sencillo y suave, a la vez que de poético encanto. Ejemplo de la letra de una de ellas, ya que no sea descriptible su original melodía, es el siguiente: «Palomita mía —eleva tu vuelo; —y a ese cruel ingrato, —dile que me muero. —No hay rama en el campo —que florida esté; —todos son despojos —desde que él se fue.»

YaribáFl. indíg.— Palmera enhiesta cuya altura suele pasar de ocho metros, de tronco liso que remata en un quita—sol airoso, y madera recia. Adquiere gran desarrollo en los bosques de los ríos del norte, como su congénere el yatay.

Yaguareté —Voz guaraní. De yaguá—perro y reté —feroz, carnicero. Tigre.

Yguá —Vocablo guaraní. Significa agua —cielo— «Color de agua», por firmamento.

Yatay —V. Buthyá.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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