Decálogo para Empezar a Escribir Hoy

Una guía fácil y práctica para adquirir el hábito de la escritura

Eduardo Robsy


Decálogo, Manual, Escritura



Prólogo

Si quieres dedicarte a escribir, empieza a hacerlo hoy mismo. No hay otra forma de conseguirlo, y hoy es un día tan bueno como otro cualquiera para empezar. De hecho, es muchísimo mejor que empieces hoy a que lo dejes para mañana.

No me siento capacitado para explicarle a nadie cómo se debe escribir bien, ya que no me considero un escritor, y mucho menos un buen escritor, pero el caso es que sí escribo o, al menos, lo intento. Por eso quiero compartir y explicar las reglas que estoy siguiendo para que sentarme a escribir sea ya un hábito y no una excepción, con la esperanza de que a alguien más le puedan ayudar.

Este sencillo decálogo no pretende hablar del estilo, ni del lenguaje o la estructura. No os voy a explicar qué escribir ni cómo escribirlo, sino que simplemente explicaré las pequeñas normas que me he impuesto para sentarme y escribir a diario. El contenido es cosa vuestra: me limitaré a daros los consejos prácticos que utilizo diariamente y que me están ayudando a perseverar. Hace poco tiempo que he tomado esta decisión y estoy satisfecho con los resultados que he conseguido hasta ahora.

Las técnicas y consejos propuestos son bastante evidentes y no son en absoluto originales. Todo lo que he hecho ha sido recopilar reglas prácticas expuestas por distintos escritores, probarlas de una forma más o menos sistemática, adaptándolas a mis propias necesidades, y quedarme con aquellas que dan mejores resultados. Que funcionen conmigo no quiere decir que vayan a funcionar igual de bien con todo el mundo, pero espero que algunos de los consejos sí puedan ser interesantes y fructíferos para unos cuantos de vosotros.

Habrá quien piense que este planteamiento es demasiado práctico y que le quita romanticismo a la idea de escribir. A quien así opine, solo puedo responderle con una verdad incontestable: para ser escritor hay que escribir. No basta escribir para convertirse en escritor, pero para ser escritor es imprescindible escribir primero. De esto trata este sencillo decálogo: de ponerse a escribir. Todo lo demás, la parte más trascendente, más emotiva, más intelectual, solo podrá darse si estamos escribiendo.

Vamos allá.

1. Para escribir hay que escribir

Sé que puede parecer una obviedad, pero no lo es tanto. Me he pasado años diciéndome a mí mismo que quería escribir, que era a lo que quería dedicarme, y, sin embargo, no escribía ni una línea. Buscaba grandes historias, desarrollaba mentalmente tramas de novelas, cuentos y obras de teatro, pero todo ello sin sentarme y hacer lo único que debería haber hecho: escribir.

Era plenamente consciente de que no escribía y mi talento para la narración salía en mi defensa, proponiendo infinitos argumentos para justificarme: las largas horas de jornada laboral, las preocupaciones familiares, las obligaciones que me dejaban sin energía, la necesidad de organizar primero los temas materiales antes de dedicarme a esta aventura espiritual de la escritura, etcétera. Siempre encontraba excusas, todas ellas válidas, todas ellas creíbles, para no sentarme frente al teclado y empezar, de una vez, a escribir. Nunca encontraba el momento adecuado.

Y, sin embargo, en mis distintos trabajos, la comunicación escrita ha tenido siempre un papel muy importante. Me paso la mayor parte de mi jornada laboral escribiendo informes, respondiendo emails, redactando memorandos o desarrollando argumentarios y otros tipos de textos todavía más especializados. Probablemente, escribir sea la actividad que más haya hecho en mi vida adulta y, sin embargo, no es esta escritura a la que aspiro para sentirme realizado. Es la otra escritura, la creativa, aunque no necesariamente literaria, la que estaba dejando de lado.

Escribía solo puntualmente: una pequeña historia aquí, para compartir en las redes, una carta al director por allá, que me publicaba algún medio local, alguna colaboración esporádica en alguna revista o libro de relatos, diferentes blogs que arrancaba con muchas esperanzas y que abandonaba poco después... Supongo que muchos podrán sentirse identificados con la situación. Llegué incluso a empezar una novela sin haber adquirido antes el hábito de escribir. Como era de esperar, mi producción escrita era desigual en cuanto a calidad e irregular en cuanto a cantidad, por lo que cualquier proyecto literario estaba predestinado al fracaso.

Eso sí: leía mientras tanto todos los libros que conseguía con consejos sobre cómo escribir, las recomendaciones de autores consagrados y de autores noveles, blogs de escritores independientes, y poco a poco me fui haciendo una especie de cultura teórica sobre los procesos de escritura. Recomiendo especialmente "Zen en el Arte de Escribir", de Ray Bradbury. No pretende ser un manual de escritura, sino las confesiones de un hombre enamorado de su trabajo. Bradbury fue un trabajador nato en esto de la escritura: un hombre con muy poca educación formal al que fascinaban los libros. Se encerró voluntariamente durante años en una biblioteca a leer libros y más libros, y al salir, empezó a escribir sin parar. Consiguió subsistir escribiendo, haciéndolo desde la mañana a la noche, con muchísimo tesón y constancia, entendiendo que era el trabajo y no las musas, que eran los textos efectivamente escritos y no el glamour intelectual, lo que marcaba la diferencia entre ser y no ser escritor. Bradbury demostró en toda su obra una sensibilidad hacia los pequeños momentos de la vida y una pasión por la palabra escrita, que hicieron de él más un poeta que un novelista. Bradbury tenía que escribir para vivir, y vivía para escribir. Y lo hacía sin descanso.

Los libros sobre escritura son, en realidad, una categoría propia, que atiende a un nicho de mercado muy fiel y rentable: los aspirantes a escritores que no lo son, como yo mismo. Hay literalmente centenares de títulos cargados de buenos consejos (y otros no tan buenos) sobre cómo escribir y, además, tener éxito. Como es lógico, muchos de ellos comparten terreno común con los libros de autoayuda, pero supongo que es hasta cierto punto comprensible: hace falta mucho entusiasmo para lanzarse a esta aventura.

Tratando de entender retrospectivamente por qué no escribía, creo que fueron dos los motivos principales de mi parálisis creativa: por una parte, que escribir supone un esfuerzo considerable de tiempo y un compromiso real, y siempre hay otras muchas cosas por hacer más fáciles, más divertidas; por otra, reconozco que tenía un cierto miedo a que lo que escribiera no fuese lo suficientemente bueno. Es decir, no escribía para no tenerme que enfrentar a la posibilidad de que quizás no sabría hacerlo o no lo haría bien. En tanto no lo hiciera, cabía la posibilidad de seguir pensando que era potencialmente un gran escritor.

Ahí radicaba mi error: construir unas expectativas totalmente infundadas. Pensaba que de repente, un buen día, me sentaría ante el teclado y escribiría la gran novela de este siglo, así, sin más, inspirado por los cielos. Que llegaría un momento en mi vida en que todo me empujaría a escribir, sin remedio, como una especie de destino cósmico, una imposición divina. Sé que suena terriblemente irreal, que es una pensamiento de una inocencia que me hace sonrojarme, pero me aferraba a él. En tanto alimentaba esta vana esperanza, no escribía, convencido de que un día llegaría la llamada urgente e inaplazable de la inspiración, y en unos pocos días daría forma a mi gran obra, que se disputarían con avidez los editores. Quienes me conocen saben que soy una persona racional y que tiendo a ver el proverbial vaso medio vacío, pero toda mi mente analítica optaba en esta cuestión por ignorar limpiamente la realidad y seguir soñando.

Por fin he entendido lo que decía Bradbury: primero, escribe; después, ya veremos. Es una idea muy sencilla, pero no he sido capaz de interiorizarla hasta hace muy poco tiempo, desgraciadamente. Sin embargo, creo que me queda suficiente tiempo para enmendar mi error y escribir. Escribir mucho. Y, aunque es totalmente irrelevante una vez tomada la decisión, ya veremos si entre todo eso que escribo, aparece quizás algún texto digno de interés.

Ésa es, por tanto, mi primera recomendación: sentarse y escribir. Escribir pase lo que pase, escribir a ultranza. Acostumbrar el cuerpo y la mente a escribir cada día, por poco que sea. Adquirir la disciplina física y mental de la escritura, hacernos conscientes del coste que supone plasmar nuestros pensamientos en forma de palabras, y aún así, seguir adelante. No es fácil, al menos, no para mí. Dejar por escrito una parte de nosotros es algo maravilloso: la capacidad de que nuestras palabras lleguen a otras personas y éstas, por un momento, puedan ver el mundo a través de nuestros ojos, es algo que no deja de fascinarme. Por eso lo hago: no aspiro a más. No necesito ser un escritor consagrado, no me hace falta reconocimiento y cuento con hacer otras muchas cosas para ganarme la vida. Dar por sentado todo esto es lo que me permite escribir, sin ningún tipo de presión, sin nervios, sin expectativas: escribir por escribir, porque me gusta, porque me da sentido, porque me completa.

2. Adquirir el hábito de escribir

La clave es aquí desarrollar el hábito de la escritura. Escribir se tiene que convertir en algo habitual, en algo que se hace de una forma periódica, no en la excepción de un día, no en algo que se hace puntualmente o de forma irregular. Es fundamental que nos sentemos a escribir con regularidad, que hagamos ese esfuerzo inicial de acostumbrarnos a escribir.

Lo que determina el éxito a la hora de adquirir un nuevo hábito es hacerlo siempre de forma progresiva, racional. Esto es verdad en cualquier ámbito de la vida, siempre que se trate de adoptar una nueva conducta. Podemos plantear un ejemplo sencillo: imaginad a alguien que se ha decidido a hacer deporte como parte de sus propósitos de año nuevo, ya sea por salud, por belleza o por ambos motivos, y se matricula en un gimnasio. Va el primer día, entusiasmado, y en un exceso de ímpetu se entrena a máxima intensidad durante dos horas. Al día siguiente, con razón, le duele todo el cuerpo y, probablemente, no volverá a pisar el gimnasio. Todos conocemos algún caso parecido, ¿verdad? Por otra parte, quien va el primer día y, siendo consciente de que no está en forma, hace un entrenamiento más suave, al día siguiente lo notará, si bien es mucho más probable que repita. Pues con el hábito de la escritura pasa exactamente lo mismo: un exceso inicial puede ser totalmente contraproducente a largo plazo.

La constancia es una aspecto primordial, por lo que tenemos que marcarnos unas metas razonables, adquiriendo un compromiso con nosotros mismos para alcanzarlas. Hay quien se plantea estos objetivos en términos de palabras por día, de páginas por día, de escenas o incluso de tiempo dedicado a escribir. Otros prefieren plantearse las mismas metas en cómputo semanal o incluso mensual. Sea cual sea la que elijamos, lo importante es fijar un objetivo que sea cuantitativo, para asegurarnos de que se pueda medir con facilidad y, además, ser razonable, no suponer un sobre esfuerzo que nos lleve al abandono.

Es muy importante que el objetivo nos suponga un cierto desafío: no puede ser demasiado fácil, porque sería una rutina, no un hábito. Pero a la vez, tiene que ser asumible y no suponernos un sacrificio que desequilibre nuestra forma de vida. Obligarnos a escribir ocho horas cada día parece algo difícil de asumir si tenemos además un trabajo y familia. Obligarnos a escribir una sola frase al día, por otra parte, es ridículo. Cada uno tiene que fijar sus metas, y conviene recordar que éstas no son estáticas: si nos resulta difícil alcanzar el objetivo, se puede revisar a la baja, y, por el contrario, si vemos que podemos cumplirlo sin esfuerzo, quizás debamos aumentarlo. Podemos además flexibilizarlo, pero no hasta el punto de eliminar estos objetivos.

Por ilustrar un poco la cuestión con mi propia experiencia, al principio me fijé el objetivo de escribir un mínimo de 1.000 palabras al día. Mi jornada profesional es ahora mismo bastante larga y tengo además otros compromisos, así que me pareció que 1.000 palabras, una extensión que sería más o menos equivalente a tres páginas de un libro, era algo que podría asumir. Haciendo un poco de aritmética y suponiendo que fuera capaz de mantener este compromiso diario durante el resto de mi vida, dada mi edad y esperanza de vida, podría dejar escritas más de 40.000 páginas. Incluso descartando un volumen importante de esta producción, son páginas más que suficientes para albergar alguna obra interesante, pese a no ser un buen escritor. Siempre produce algo de vértigo hacer este tipo de operaciones aritméticas.

Los primeros días, evidentemente, me supuso un esfuerzo, ya que no estaba acostumbrado a escribir: alcanzar ese límite me hacía trasnochar un poco más que de costumbre. Algunos días, por puro cansancio, no fui capaz de alcanzar la cifra establecida, pero me obligué a recuperar las palabras perdidas dentro de la misma semana. Muy pronto descubrí que superaba esta cifra de 1.000 palabras con un esfuerzo menor, y subí el recuento diario hasta 1.200. Poco después, a medida que el hábito se reforzaba, pude llegar a 1.500. Espero ser capaz en breve de llegar a las 2.000 que es una meta bastante ambiciosa para alguien que tiene otras muchas responsabilidades, y que, de conseguirlo, supondría un horizonte previsible de más de 80.000 páginas escritas, lo que no estaría nada mal para alguien que no se dedica a la escritura, sino que simplemente escribe.

Lo más importante es, por lo tanto, elegir una meta adecuada y obligarnos a nosotros mismos a respetarla. De nuevo, es esencial que nos empuje a escribir de forma sostenida, regular, pero que no suponga un esfuerzo inasumible de acuerdo con la vida que llevamos. Tenemos responsabilidades profesionales, laborales y familiares, otras aficiones que no debemos perder y tenemos que ser capaces de seguir disfrutando de tiempo para el ocio. Si escribir se convierte en un sacrificio, si entendemos que hacerlo implica una gran renuncia, es que nos hemos marcado una meta demasiado exigente: es mejor reducirla y reequilibrarlo todo, que seguir con un esfuerzo inasumible que, a la larga, nos llevará a que dejemos de escribir. Se trata de adquirir un hábito, que una vez interiorizado pasará a formar parte de nuestra vida, de nuestro día a día: escribir pasará a ser parte de nosotros.

Además, aunque parezca mentira, escribir puede ser una actividad dura desde el punto de vista físico. Está claro que no supone una gran actividad física, pero sí nos obliga a mantener una posición durante un cierto tiempo, concentrarnos mentalmente y concentrar también la vista, por lo que es fácil que resulte difícil para quien no está acostumbrado. Por ello es mejor siempre empezar con sesiones más cortas para ir habituando también el cuerpo a esta nueva rutina.

La medida que utilizo, las palabras escritas por día, es muy habitual en el mundo anglosajón, tan acostumbrado a medirlo y cuantificarlo todo, pero lo cierto es que funciona bien: da una medida sencilla del grado de avance y se centra en el resultado, por lo que es más significativa que otras, como el tiempo dedicado a escribir, que puede verse muy afectado por nuestro grado de inspiración o por las distracciones. Además, en casi cualquier tratamiento de textos está la opción de recuento automático de palabras, por lo que es muy fácil de calcular. Hay por internet listados de diferentes autores consagrados y su conteo estimado diario de palabras, lo que permite convencerse de que lo más importante es la constancia: muchos de ellos tienen totales diarios bajos y, sin embargo, son escritores prolíficos.

Un autor que me gusta especialmente, Cory Doctorow, que se dedica profesionalmente a la escritura, lo que quiere decir que escribir es su única fuente de ingresos, dice que su objetivo es escribir una página al día, cada día, y que le dedica a ello veinte minutos. Considera que conseguir este plazo razonable de absoluta tranquilidad y aislamiento es algo que todo el mundo puede permitirse, y que a él le basta para mantener un ritmo de producción de más de una novela anual, además de los artículos y columnas que publica periódicamente en distintos medios. Insiste en que la constancia y la regularidad son la clave y por eso escribe cada día, aunque sea en sesiones muy cortas, porque por complicado que sea el día, siempre puede encontrar ese momento para escribir.

Escribir de forma periódica tiene otra ventaja fundamental: como cualquier actividad, mejora con la práctica. Si escribimos regularmente, cada vez nos costará menos y lo haremos mejor. Mejorará nuestra expresión escrita y seremos capaces de escribir cada vez más rápido, lo que nos permitirá objetivos más ambiciosos con una inversión de tiempo menor.

3. Evitar las distracciones

Vivimos en un mundo plagado de distracciones continuas: todo a nuestro alrededor reclama permanentemente nuestra atención y, en general, se la prestamos. Esto se hace especialmente evidente cuando uno se enfrenta a una tarea que requiere de una cierta concentración, de un estado mental muy concreto, que es especialmente frágil ante las interrupciones y distracciones. Estamos en todo momento a un click de distancia de internet y su catálogo infinito de distracciones, tenemos sobre la mesa nuestro teléfono móvil, que, además de poder sonar en cualquier momento, sirve para encauzar un sinfín de avisos de las redes sociales y programas de mensajería instantánea. Nuestro cerebro sabe todo esto y trata de boicotearnos cuando tratamos de hacer un esfuerzo de concentración y abstracción relativamente largo: nos descubrimos mirando la hora, revisando nuestro correo electrónico, confirmando cuantos "me gusta" ha recibido nuestra última publicación y, de repente, acabamos de destruir toda la concentración que tanto nos había costado alcanzar, necesaria para escribir de una forma fluida, y se ha volatilizado para siempre media hora de nuestra vida sin que seamos muy conscientes de cómo ha pasado.

Dejando aparte todas las trampas del mundo digital, es muy fácil que haya ruidos, visitas, conversaciones o llamadas telefónicas, que tienen el mismo efecto devastador sobre el estado mental necesario para escribir. En este mundo moderno, nuestra atención es cada vez más dispersa y conseguir un estado de concentración elevado puede suponer un esfuerzo titánico.

No hay técnicas infalibles para evitar las distracciones, pero sí que se pueden seguir algunas normas básicas para reducirlas e incluso minimizarlas. Y no todo el mundo es igual de susceptible a las distracciones: hay personas capaces de concentrarse en cualquier entorno y circunstancia sin dificultades; otras, como yo, requieren de un entorno relativamente tranquilo y en silencio para trabajar con algunas garantías de éxito.

Para evitar las distracciones tecnológicas y todo lo que tenga que ver con internet, la mejor solución es el aislamiento tecnológico o la desconexión. Trabajar en un ordenador que no tenga conexión a internet o apagar el router antes de empezar a escribir, de ser posible, pueden ser una buena opción. Poner el teléfono móvil en modo avión, o mejor aún, apagarlo para evitar la tentación de las apps, nunca viene mal. No os permitáis aquí excusas o excepciones: las consultas a internet necesarias para escribir pueden resolverse después, al revisar el texto, que es mucho más productivo que hacerlo mientras se escribe, ya que irremisiblemente supondrá una interrupción del tren de pensamiento. Si me hace falta un dato concreto en el relato, es mejor dejar una marca y añadirlo más adelante que romper la concentración para buscarlo.

En cuanto a las distracciones que tienen que ver con el mundo físico en el que vivimos, dependerá un poco de la naturaleza de las mismas, aunque hay una máxima universalmente aceptada: la escritura se practica mejor en solitario. Disponer de un espacio propio en el que podernos encerrar facilita mucho la labor y evita distracciones. En el caso de no tenerlo, existen muchos lugares relativamente tranquilos desde los que trabajar: una biblioteca puede ser una buena opción, si el bibliotecario hace su trabajo y el resto de usuarios son respetuosos, o incluso parques y otros espacios públicos, si el clima acompaña y disponemos de los medios necesarios para hacerlo. Recordad siempre que la postura fija que adoptamos para escribir puede suponer un molestia extra para el cuerpo, así que tratad de estar cómodos, pero no demasiado: debemos permanecer muy atentos a la tarea que tenemos entre manos.

Insistir aquí en la idea de que la diversidad de personalidades y capacidades de las personas hacen que lo que funciona para una sea absolutamente contraproducente para otra, así que investigad y probad hasta que encontréis qué entorno os resulta más propicio para escribir y qué tenéis que hacer para evitar distracciones inútiles. Como decía antes, no hay recetas infalibles.

En mi caso, lo que mejor me funciona es dejar los teléfonos lejos de mi, usar un ordenador que no tenga capacidad para nada más que abrir un tratamiento de textos básico y estar en una habitación pequeña, no muy iluminada y en silencio. Así consigo reducir las distracciones. Otras personas explican que para ellos es imprescindible escuchar música clásica y hay quien jura que es incapaz de escribir una página sin estar en un Starbucks, con su machiatto de medio litro. Lo importante es no engañarse y encontrar lo que nos funcione mejor a cada uno.

4. Elegir las herramientas

Escribir, como todo oficio, requiere de unas herramientas. La tecnología disponible en este sentido es prácticamente ilimitada, aunque no todas las herramientas son igual de prácticas y algunas de ellas pueden tener efectos negativos para la creatividad o incluso la atención. La escritura nace en Mesopotamia, donde con unas cuñas se hacían impresiones en bloques de arcilla fresca, pero afortunadamente para nosotros disponemos hoy de técnicas más cómodas y rápidas para escribir.

Hay quien sigue prefiriendo escribir directamente a mano y en papel, ya sean hojas sueltas o en cuadernos, con lápiz, pluma o bolígrafo. Este método tiene la ventaja principal de que la coordinación mano - cerebro es más intensa, más absorbente, por lo que en general el grado de concentración es mucho mayor. Por contra, es en general una técnica más lenta, más sucia (los zurdos como yo entenderán perfectamente a qué me refiero) y tiene la problemática asociada a la obra física: el manuscrito es único, puede perderse o destruirse y deberá transcribirse de forma previa a su edición. Se asocia en general a una idea mucho más romántica de la escritura que la que estoy exponiendo aquí, que es sin duda mucho más práctica y productiva. Sin embargo, he de reconocer que la poesía me gusta escribirla a mano y en papel, para poder tachar, garabatear y corregir de una forma totalmente analógica: hay algo mucho más emocional en el hecho de escribir a mano, y eso algo es sin duda propicio para un poema, donde en pocas palabras se concentran muchos sentimientos e impresiones.

En el imaginario colectivo, el escritor aparece siempre detrás de una máquina de escribir. Reconozco que son una preciosidad y que hay algo liberador en la idea de golpear el teclado con fuerza y sentir como cede cada tecla, en sentir y ver cómo se transmite el movimiento a través del mecanismo y el tipo marca el papel a través de la cinta. Conservo en casa una máquina de escribir muy antigua, de fabricación suiza, una Patria portátil, y otra más moderna, una Olivetti, mucho más moderna, que me regalaron con motivo de mi primera comunión. Son auténticas preciosidades y como objeto ornamental son insustituibles, pero no nos engañemos: no son nada prácticas. En su día, comparándolas con escribir a mano en papel, supusieron un gran avance y multiplicaron la productividad de los escritores: con un mínimo de práctica, se escribe mucho más rápido con una máquina de escribir que con una pluma. Lope de Vega o Cervantes, con una Olivetti, habrían escrito muchísimas más obras. Permiten, por ejemplo, obtener varias copias a la vez, intercalando entre el papel hojas de papel carbón, pero el proceso sigue siendo engorroso y relativamente lento. La obra resultante, con sus correcciones y tachaduras, tiene mucho más carácter, aunque sufre todas las dificultades de la obra física: no se puede alterar, debe protegerse y conservarse y, para su reproducción posterior es imprescindible volverla a copiar.

Si las máquinas de escribir fueran de verdad prácticas, seguirían en uso y no es así: fueron barridas en menos de una década por los ordenadores personales. Hubo evoluciones previas, como las máquinas de escribir eléctricas e incluso las electrónicas, pero el tratamiento de texto acabó con cualquier otra alternativa en un tiempo récord. Los ordenadores nos permiten escribir, editar, hacer cambios, enviar, compartir, corregir e imprimir textos, e incluso venderlos directamente, sin mancharnos literalmente las manos.

Hay muchas opciones y configuraciones distintas para lograr el mismo objetivo, y lo cierto es que casi cualquier ordenador moderno dispone de multitud de tratamientos de textos con los que escribir con mucha facilidad. Aprovecharé que estoy hablando de las herramientas del oficio para desmontar algunos mitos esenciales: no es imprescindible tener un carísimo portátil Apple para poder escribir, ni hacen falta sofisticados programas de escritura para hacerlo. Si os hace felices usar un Mac, adelante, no hay ningún problema, pero lo cierto es que para escribir nos basta y nos sobra con el ordenador más barato del mercado, portátil o no, y casi cualquier programa.

El rey de los tratamientos de texto desde hace más de dos décadas es, sin duda, Microsoft Word, que forma parte de la suite Office, y que tiene muchísimas funciones, además de servir para editar y dar un formato atractivo a lo que se escribe. Para los que no estén dispuestos a pagar lo que cuesta la licencia de Word, existe una alternativa gratuita a Office que se llama Libre Office, que funciona también muy bien y tiene un tratamiento de textos, Writer, que dispone de la mayoría de herramientas del Word. Ambas herramientas incluyen corrección automática, la posibilidad de deshacer cambios y un sinfín de propiedades más que hacen que escribir sea una delicia.

Los escritores profesionales utilizan herramientas específicas, como Scrivener y otras muchas, que disponen de funciones avanzadas para tomar notas de consulta, fichas de personaje, reorganizar el libro por capítulos o escenas, e incluso la posibilidad de edición colaborativa por parte de varios autores. Son programas muy potentes, que además nos permiten controlar nuestros objetivos de escritura de una forma transparente y preparar gráficas e informes sobre el ritmo de escritura del texto. La parte negativa es que muchas de ellas son de pago, no todas están disponibles en nuestro idioma y, además, requieren de un cierto aprendizaje para entender todas sus funciones.

Por mi parte, escribo en un portátil que tiene ya unos cuantos años, pequeño y ligero, con una batería de larga duración, que me permite escribir con una cierta comodidad esté donde esté y que llevo siempre conmigo. En casa, prefiero utilizar un teclado normal y una pantalla algo más grande, para no castigar tanto los ojos ni las muñecas. Utilizo el sistema operativo Linux, porque no me obliga a actualizar permanentemente el sistema, es gratuito, menos propenso a infecciones víricas y, además, no me distrae con avisos y notificaciones innecesarios. Siguiendo la misma idea de evitar distracciones, utilizo un editor de texto muy sencillo, gedit, equivalente al bloc de notas de Windows, que viene instalado por defecto. No me gusta escribir en editores de texto más potentes, como el Word o el Libre Office Writer, porque tienen demasiada información y funciones a la vista. Prefiero programas que me permitan únicamente escribir y editar, sin opciones de formato, compaginación ni nada parecido. La función más avanzada que tiene es la de contar palabras, que me resulta muy útil. De hecho, no activo ni el corrector lingüístico para evitarme distracciones adicionales. Todo lo que tengo en pantalla es el texto, nada más. Utilizo siempre el formato TXT, texto sin formato, que es compatible con cualquier programa y dispositivo. Una vez que el texto está más o menos terminado, sí que utilizo editores más potentes para darle forma y estilo, y realizar las correcciones que considere oportunas. He descubierto que para el trabajo en bruto de escribir prefiero herramientas pequeñas, sencillas, que me permiten ser más productivo y concentrarme mejor en lo que pretendo hacer: escribir.

Hay quien prefiere utilizar tablets para escribir. Al fin y al cabo, no dejan de ser una especie de ordenadores portátiles. A favor, tienen su portabilidad y que se pueden usar en cualquier sitio, además de tener bastante autonomía. En contra, que sin un teclado separado puede resultar menos cómodo teclear y, además, que el pequeño tamaño de la pantalla fatiga más la vista. Hay cada vez más programas específicos para escribir desde tablets e incluso desde móviles, buena parte de ellos gratuitos. Son una buena opción, especialmente si no se dispone de ordenador portátil, o hay que seguir escribiendo mientras se viaja ligero de equipaje.

Las ventajas de la edición digital son muy claras: es posible imprimir una copia en papel fácilmente, enviar el texto a cualquier persona, se puede editar con facilidad, realizar copias de seguridad, guardar borradores de las distintas versiones del texto, ponerlo a disposición del público o de solo algunas personas a través de internet, editarlo de forma colaborativa, venderlo a través de plataformas como Patreon o como ebook a través de servicios como Amazon, iTunes o de forma independiente, compartir a través de las redes sociales e incluso conseguir copias impresas en formato libro a través de servicios de impresión bajo demanda. Todo lo que necesitamos es tener claro qué queremos hacer con la obra una vez acabada: nunca ha sido más fácil para un escritor distribuir sus textos. Que sea fácil, por otra parte, tiene una lectura en sentido contrario: hay más competencia porque más gente se dedica a ello, por lo que ganar dinero escribiendo no tiene porqué resultar más sencillo.

Quién sabe qué nuevas herramientas nos traerá el futuro. El día que sea posible grabar y reproducir pensamientos, quizás sí nos acerquemos al fin de la escritura creativa como arte. Quizás, en algún futuro próximo, podamos escribir nuestros pensamientos directamente, utilizando algún tipo de traductor automático que interprete nuestras ondas cerebrales y las convierta en palabras, eliminando la necesidad de escribir o teclear. Existen ya aplicaciones que convierten automáticamente la voz en palabra escrita, con un acierto considerable, pero que siguen siendo soluciones poco frecuentes para escritores creativos.

No quiero acabar este apartado sin hacer una advertencia: elegir las herramientas no es un fin en sí mismo, sino un medio. Lo digo porque es habitual perder demasiado tiempo investigando y preparando el entorno perfecto para escribir, leyendo y releyendo opiniones sobre los diferentes programas, análisis de los diferentes equipos y ordenadores, etcétera. Es más importante tener un equipo que funcione a tener el mejor equipo, y la diferencia es nula cuando uno quiere de verdad escribir y pone su empeño en ello. Insisto: lo que es de verdad irremplazable es la voluntad de escribir y la constancia para hacerlo.

Por supuesto, hay otras muchas herramientas necesarias para el acto físico de escribir y que no he citado aquí por su obviedad: una silla cómoda o algo equivalente si escribimos sentados, una mesa adecuada, la iluminación suficiente, un diccionario, ya sea digital o en papel, para consultar de forma rápida una palabra en un momento dado y cualquier otra cosa que resulte imprescindible para escribir y cuya presencia en nuestro entorno de trabajo no sea susceptible de distraernos.

5. Evitar los rituales

En la cultura popular se representa siempre al escritor en una habitación llena de humo, frente a su máquina de escribir, idealmente en camiseta de algodón blanca y barba de varios días, con un voluminoso manuscrito al lado, bajo una lámpara de mesa, con un whiskey o un café a su lado y un cenicero lleno de colillas. Mucha gente que decide escribir se siente obligada a seguir esta representación canónica del escritor o incluso puede llegar a pensar que para escribir es necesaria toda esta parafernalia. Nada más lejos de la realidad: escritor es el que escribe, no el que dice que quiere escribir. Y para escribir hace falta mucho menos: tener un poco de tiempo, tener con qué escribir, tener algo que escribir y ponerse a ello.

Ritualizar o sacralizar la escritura es un error muy habitual. Si no nos ponemos a escribir hasta que se den las circunstancias perfectas para ello, no lo haremos nunca. Si necesito quedarme solo en casa, que sea de noche, que a la mañana siguiente no tenga trabajo y que esté de humor para ello, lo que estoy haciendo en realidad es ponerme excusas para no escribir. Si falla cualquiera de estos ingredientes imprescindibles que he imaginado, no me tomaré siquiera la molestia de sentarme y empezar a hacerlo.

Hay que desmitificar el acto de escribir: lo hacemos a diario todos al escribir un email o enviar un whatsapp. Y si para hacer todo esto no necesito un ritual, ¿por qué iba a necesitarlo para escribir otras cosas? No me estoy refiriendo aquí a que no tratemos de estar cómodos y tranquilos para escribir, sino a que le demos a todo la proporción adecuada: todo lo que vamos a hacer es convertir pensamientos e ideas en palabras escritas. Para mi, el hecho de darle forma a la palabra es algo extraordinario, pero en realidad es algo muy ordinario y que hacemos continuamente en otros muchos ámbitos: no le demos una importancia especial al hecho de sentarnos a escribir, no lo sacralicemos, o nunca llegará a ser un hábito natural en nosotros. Si escribir se convierte en un ritual complejo y que requiere de mucho tiempo de preparación, lo que sucederá es que no escribiremos. Lo único de verdad imprescindible es la voluntad de escribir: no la supeditemos a una serie de requisitos absurdos que nos dificulten hacerlo.

En cuanto aceptemos todo lo anterior resultará más fácil hacer que la escritura fluya. Todos tenemos nuestras preferencias, y reconozco que me gusta más escribir de noche que de día, pero como tengo claro que para mí es más importante escribir que cualquier consideración de horarios, me siento y escribo cuando puedo. Me encanta ponerme a escribir con una taza humeante de café a mi lado, aunque no condicionaré el hecho de sentarme a escribir al hecho de no disponer de algo tan trivial como un café. Creo que se entiende el razonamiento: hay que quedarse con lo importante, que es escribir, y debemos entender que todo lo demás es accesorio y, en muchas ocasiones, una excusa que nos ponemos a nosotros mismos para no hacerlo.

Otro mito habitual es que para escribir hay que fumar, beber o incluso drogarse. Se trata de otro tópico alimentado por Hollywood, que ha sobredimensionado la figura del escritor maldito. No digo que no haya habido escritores fumadores, alcoholizados o drogadictos, pero que no eran los cigarrillos, el whiskey o la heroína lo que hacía de ellos grandes escritores. Eran grandes escritores pese a tener un problema de abusos con estas sustancias. Lo de verdad importante es lo que se tiene que decir y la voluntad que se pone en decirlo. Para muchos de ellos, la escritura fue una salida más a su rabia, a su descontento. La concentración adecuada y el hábito de escribir es lo que nos pone en marcha, no hace ninguna falta buscar la inspiración en el alcohol o las drogas, que serán siempre un obstáculo para nuestra mente, una dificultad adicional que vencer a la hora de escribir. Un Verlaine, un Kerouac, un Bokowski sin alcoholizar habrían dejado sin duda una obra mucho más rica; un De Quincey sin enganchar al opio, un Capote o un Burroughs que no hubieran sido heroinómanos, habrían dejado obras mucho más amplias. Hay que evitar los rituales, especialmente si no son más que imitaciones de lo que creemos que han hecho otros y son tan poco saludables como lo que aquí comentaba. La concentración y el flujo de pensamiento son lo único realmente importante para escribir.

6. Documentarse no es escribir

En muchos casos es imprescindible documentarse o investigar antes de ponerse a escribir. Hay que recopilar datos históricos, geográficos o de cualquier tipo para construir el armazón del texto y los detalles que han de poblarlo. Otros géneros son más laxos y no requieren de tanta investigación previa. Sin embargo, la idea central aquí es que el trabajo documental no puede sustituir ni reemplazar a la escritura en sí. Por lo tanto, incluso aunque tengamos que investigar para poder dar forma al texto, esto no puede ser excusa para no escribir. Se debe reservar un tiempo para documentarse y éste no puede servir de justificación para no escribir: se trata de que la escritura sea un hábito y, por lo tanto, se tiene que practicar con regularidad.

El trabajo documental es, como indicaba, en muchos casos imprescindible, pero en tanto nos documentamos tenemos que seguir manteniendo la pauta de escritura. Podemos avanzar en el texto con partes que no requieran de datos contrastados, o incluso se puede escribir sobre otro asunto que nada tenga que ver en tanto recopilamos la información necesaria. Lo que no se debe hacer es interrumpir el hábito regular de sentarnos a escribir en tanto se investiga. Ambas fases son indispensables, por lo que no pueden substituirse entre sí.

Esta misma separación entre documentación y escritura debe respetarse cuando se está escribiendo. Si en un momento dado surge una duda, un detalle que hay que contrastar o una información que hay que buscar, lo mejor es dejar una marca en el propio texto, indicando dónde hay que incluirla, y seguir tecleando. Si se interrumpe el proceso mental de la escritura, si rompemos la concentración y el flujo de palabras para ir a consultar una pequeña duda, todo se viene abajo. Lo importante, y ésta es la idea central de este texto, es mantener la concentración y evitar distracciones. Además, abrir un momento el navegador para consultar en Google o en la Wikipedia una pequeña cuestión puede dar lugar muy fácilmente a búsquedas subsiguientes, y sorprendernos, media hora después, viendo vídeos de gatitos sin saber muy bien cómo hemos llegado hasta allí.

Para evitar esto, cuando en pleno proceso de escritura me surge una duda o necesito un dato concreto, como una fecha o un nombre, lo que hago es usar un signo poco habitual, como una almohadilla, #, o dejo anotada la cuestión entre corchetes, [fecha], [nombre]. Cuando he alcanzado mi objetivo de palabras diario o de la sesión, localizo fácilmente con el procesador de texto estos símbolos y trato de encontrar la respuesta e incorporarla de forma inmediata al redactado. De esta forma no interrumpo la concentración necesaria para escribir y puedo alcanzar la meta en menos tiempo, evitando distracciones innecesarias.

Como es lógico, una buena documentación previa permite avanzar minimizando las dudas durante la fase de escritura, pero siempre surgen cuestiones de detalle que no se habían previsto y que deben constrastarse. Es mejor hacerlo en bloque, en un momento separado del que se dedica a escribir, para ser más eficientes y avanzar en ambos procesos consumiendo el menor tiempo.

Reconozco que aplicar esta regla me supone un esfuerzo: me encanta resolver las dudas en el mismo momento que se plantean, y leer cuestiones conexas. La sensación de ir saltando de artículo en artículo de la Wikipedia, siguiendo una especie de hilo conductor invisible, aparentemente caótico pero al que le asigno una significación más profunda, es para mí todo un placer. Precisamente porque sé que me gusta es por lo que tengo que evitarlo a toda costa mientras escribo, ya que podría perderme durante horas en este juego de navegar a la deriva por internet. Desde que me he disciplinado para no interrumpir la escritura cuando se me plantean dudas de este tipo, he conseguido aumentar sin esfuerzo mi objetivo diario de recuento de palabras.

7. Escribir primero, revisar después

Se tienen que separar también la fase de escritura de la fase de revisión: son tareas diferentes, que requieren de un tipo de concentración y actitud diferentes. Al escribir, tenemos que mantenernos en un estado mental creativo, acrítico, en un flujo constante que convierte los pensamientos en palabras, eliminando las barreras y filtros que puedan dificultar este proceso. Por el contrario, para revisar tenemos que adoptar una actitud crítica con lo que leemos, más analítica, para identificar problemas de legibilidad o de estructura, excesos de adjetivación o proliferación de adverbios que nada aportan. Cuando escribimos, creamos; cuando revisamos, pulimos. Precisamente porque estas dos tareas en nada se parecen aunque sean imprescindibles, no conviene que las mezclemos. Cuando estamos sentados al teclado, escribiendo, no deberíamos releer una y otra vez cada frase, cada párrafo, para ver si encajan o no. Nuestro objetivo debe ser aquí avanzar, escribir un primer borrador, un material bruto sobre el que trabajar más adelante cuando corrijamos. Si nos detenemos a revisar, que es algo natural y muy frecuente, estamos obligando a nuestra mente a hacer un cambio brusco de perspectiva que interrumpe nuestra concentración y destruye este flujo mágico de palabras. No lo hagáis. Hay que disciplinarse aquí para evitar estas relecturas cuando uno está escribiendo: seguid tecleando, seguid avanzando en el texto sin volver la vista atrás.

Con esto no quiero decir que la revisión sea secundaria: no lo es en absoluto. La revisión es un proceso imprescindible para pulir el texto, para detectar y corregir todo tipo de errores: desde erratas a problemas de coherencia interna del texto. Como correctores, tenemos que ser implacables con nuestra propia obra y exigirnos al máximo. Si una frase no funciona, es mejor borrarla directamente que tratar de corregirla. Sed despiadados, arremeted contra todo lo que moleste. Si a vosotros, que sois los creadores, no os parece bien o pensáis que puede ser difícil de entender, imaginad para el lector final. El proceso de revisión tiene que ser minucioso, detallado. Probablemente no baste con una única revisión y sea oportuno darle unas cuantas vueltas al borrador antes de darlo por bueno, antes de que sea un texto definitivo. Como es lógico, esto supone reservar siempre un tiempo suficiente para este proceso de revisión exhaustivo que, de nuevo, no debería hacerse a costa de dejar de escribir. No me cansaré de insistir en esta idea: no hay que dejar de escribir, por poco que sea, para que este hábito pase a formar parte de nosotros, para que sea algo totalmente natural y habitual en nuestro día a día: es la única forma de lograrlo, de tatuar en nuestra vida esta costumbre.

El proceso de revisión en sí mejora si se separa lo suficiente del proceso de escritura. Una vez que se ha terminado de escribir un texto, es recomendable darle un tiempo de maduración antes de revisarlo. Si la revisión se hace en cuanto acabamos de escribir, es probable que no seamos capaces de detectar algunos errores que unos días o incluso unas horas de reposo habrían hecho evidentes. Todo supone más tiempo, sí, pero recordad que es un tiempo que no se pierde porque lo estaremos dedicando a escribir. Este plazo de tiempo nos permite separarnos emocional e intelectualmente lo suficiente de la fase de escritura como para que al releer el texto podamos identificar los problemas con más facilidad. A veces, unas pocas horas son suficientes. En ocasiones, es mejor dejar que pasen algunos días antes de enfrentarnos al proceso de revisión: dependerá de la complejidad del texto y de lo larga que haya sido su redacción.

Así como el proceso de escritura tiene que ser estrictamente personal, necesariamente individual incluso en obras escritas de forma coral, la fase de revisión sí que puede beneficiarse de la participación de otras personas. De hecho, es conveniente que el texto, una vez corregido por el autor, pase a ser revisado por otra persona, que en el oficio recibe el nombre de editor. Es bueno que el editor sea una persona que haya leído mucho y puede ayudar que sea, a su vez, un escritor. La mirada fresca de otra persona puede descubrir fallos que el autor, por la miopía que produce la cercanía y familiaridad con su obra, haya pasado por alto. El único problema que puede darse aquí es que los autores suelen proteger su obra, que es al final algo íntimo, personal, y han volcado en ella sus emociones, sentimientos y esperanzas. Por lo tanto, una crítica hecha por otra persona puede entenderse fácilmente como una crítica a uno mismo. Debemos ser aquí lo suficientemente maduros como para analizar de forma desapasionada las observaciones que nos haga el editor, aceptando las que consideremos que son un acierto y matizando aquellas que no nos parezcan tan relevantes. Hay que ser humildes a la hora de recibir críticas fundamentadas, hay que aceptar la visión y opiniones de esta persona, que tiene un criterio propio y nos indica lo que funciona y lo que no del texto, no en su propio beneficio, sino en el nuestro. Esta revisión externa puede aportar mucho valor a la obra y ayudar a que el texto final esté mucho más pulido, sea redondo.

Lo importante aquí es elegir a la persona correcta para hacer esta revisión externa. Hay editores profesionales, que trabajan para las editoriales o de forma independiente, y que hacen de este proceso de análisis y valoración su profesión. Cualquier persona con un poco de criterio y que haya leído lo suficiente, debería ser capaz de revisar un texto y aportar valor al mismo. Incluso alguien que no haya leído tanto puede ayudar a mejorar el resultado, porque llega siempre con una visión fresca. Lo único que hay que evitar en esta fase crítica es el amiguismo: si nuestro editor, por amistad, decide callarse las cosas que ha visto para no ofendernos, nos estará haciendo un muy flaco favor. Hay que crear un clima de confianza y respeto para que estas cuestiones, que pueden ser espinosas, se puedan resolver de forma amigable para que el proceso de revisión sea siempre constructivo y redunde en beneficio del texto final.

8. Evitar el bloqueo

La imagen del escritor que sufre un bloqueo es un tópico cinematográfico con mucho arraigo en el imaginario colectivo. Afortunadamente, las situaciones de bloqueo son menos habituales en la realidad cuando uno escribe de forma regular. Estamos tratando aquí de evitar los tópicos que se asocian en la cultura popular con el hecho de escribir. Si uno ha adoptado la costumbre de escribir habitualmente, las palabras fluirán de forma automática en cuanto alcance el estado de concentración oportuno. Se trata de superar el mito de la inspiración, esa especie de maná que cae del cielo y que nos convierte repentinamente en escritores. La realidad es otra: es el trabajo el que nos permite escribir, con sus pautas, con su regularidad, con su disciplina. Si nos aferramos a esa disciplina y respetamos el compromiso que nos hayamos marcado, escribiremos, contra viento y marea, y no se darán estos bloqueos.

Si que pueden darse situaciones en las que uno no consiga dar con la clave para resolver una escena o situación, en las que no pueda plasmar en palabras lo que quiere. En estos casos es mejor no obsesionarse, no permitir la situación de bloqueo, y continuar escribiendo más allá, en otra escena o capítulo, o, caso de no ser posible, incluso pasando a otro texto, aunque suponga empezar algo nuevo, más corto, más ligero. En tanto sigamos escribiendo, nuestra mente no estará dando vueltas en círculos y, si seguimos avanzando por otros caminos, tarde o temprano se nos ocurrirá la solución. Obsesionarnos ante un pequeño inconveniente es siempre contraproducente: si seguimos escribiendo, sea lo que sea, nuestra mente buscará un nuevo camino y hallará, tarde o temprano, la solución. Un ataque frontal a los problemas es siempre una mala estrategia, y más en cuestiones que tienen que ver con la creación.

Que no nos preocupe tener varios proyectos en marcha: este cambio entre diferentes textos nos permite avanzar en el que sea más acorde con nuestro estado de ánimo, con el tiempo disponible o incluso con nuestras preferencias. La mayoría de escritores compaginan la escritura de sus obras con la redacción de otros muchos textos, como columnas periodísticas, artículos, relatos y múltiples colaboraciones. Es algo positivo para la creatividad y permite avanzar en diferentes direcciones a la vez. Esta rotación nos permite estar más frescos cuando retomamos la obra, evitando el cansancio y el hastío que enfrentarse a una única situación puede producir.

Se trata, por encima de todo, de mantener el hábito de la escritura regular, de una forma saludable, para que no se convierta en una carga pesada, que acabaríamos haciendo a disgusto, primero, y abandonando después. No se trata de dividirse infinitamente y abarcar más de lo que estamos en condiciones de hacer, sino de poder avanzar en paralelo en unos pocos proyectos, lo que puede ser algo positivo y redundar en beneficio de todos ellos.

9. Leer mucho, leer bien

Para poder escribir, es imprescindible leer. Leer mucho y leer bien. Ha habido genios, auténticos monstruos de la naturaleza, que sin apenas haber leído han sido capaces de escribir obras conmovedoras. Arthur Rimbaud fue uno de ellos, capaz de escribir lo siguiente con apenas ocho años recién cumplidos:


El sol era todavía caliente; no obstante, apenas aclaraba la tierra; al igual que una antorcha colocada ante las bóvedas gigantescas no les ilumina más que con una débil claridad, así el sol, antorcha terrestre, se extingue dejando escapar de su cuerpo de fuego una última y débil claridad, dejando no obstante ver todavía las hojas verdes de los árboles, las pequeñas flores que se mustian, y la cima gigantesca de los pinos, los álamos y las encinas seculares.


Esto es solo un fragmento de una composición más larga, que denota una insospechada madurez y una visión penetrante del mundo que nada tienen que ver con lo que se espera de un niño de ocho años. Rimbaud pagó muy caro su insólito talento, concentrando toda su obra poética, irrepetible, en una producción frenética entre los dieciséis y los veinte años, edad a la cual dejó de escribir. Castigado como un moderno Prometeo, no volvió jamás a la literatura, aunque su muerte prematura congeló la esperanza de un feliz reencuentro con la literatura en su madurez. Nunca lo sabremos.

Las probabilidades de que tengamos un talento literario innato como el de Rimbaud son pequeñas. Para el resto de mortales, no hay más remedio que leer, y leer mucho, para aprender de una forma natural cómo se expresan por escrito las ideas, qué recursos estilísticos han usado otros autores, qué fórmulas literarias se han intentado, qué temas han preocupado al hombre desde su origen. Es un proceso de aprendizaje difuso, en el que hay que leer muchos libros, muchos géneros, muchos autores de muchas épocas, de todos los estilos, para que lentamente vayan permeando en nosotros todos estos recursos. El dominio del lenguaje, y más del lenguaje escrito, requiere haberse expuesto de forma previa a la expresión de otros. Impregnarse de todas estas influencias es un paso necesario para encontrar cada uno de nosotros una escritura propia, intransferible, que es lo que llamamos estilo. En algunos autores es muy fácil identificar influencias y estilos ajenos; muchos de ellos hacen incluso gala de ello, de escribir como lo han hecho otros antes que ellos. Para mí, un afán de imitación es siempre un error imperdonable: no solo los contenidos deben ser propios, originales, sino también la forma de expresión, que es algo como el ADN de esa persona. La escritura tiene que ser personal, irrepetible, dar una idea sobre el carácter de esa persona, sus inquietudes y sus anhelos.

A esto me refería con la expresión "leer mucho". No se trata aquí de fijar un número de obras, de marcarse un objetivo cuantitativo e ir devorando libros uno tras otro. Puede estar bien, pero de lo que se trata es de no dejar de leer, de mantener viva esta curiosidad, esta necesidad por la palabra escrita, este amor incondicional por los libros.

En cuanto a la segunda parte, "leer bien", es algo todavía más subjetivo. No existe una definición universal y válida de lo que es un buen libro. Y, sin embargo, cuando nos ponemos a leer fácilmente identificamos las buenas obras, las obras de calidad. ¿Dónde radica la calidad? ¿Qué es un buen libro? ¿Hablamos aquí de contenido, de forma, de valor literario? Pues un poco de todo esto y mucho más. Cuando leemos un libro, lo leemos desde nuestro contexto personal: un entorno, una edad, una cultura. Diferentes obras tendrán impacto en nuestra vida en función del momento en que nos crucemos con ellas, por entrar en sintonía o en contradicción con nuestro juego de creencias. Algunas obras reafirmarán lo que sabemos, y ésa será la clave de su impacto; otras, combatirán vivamente lo que creemos, y será ésta su importancia. A todo buen libro debemos exigirle que nos aporte algo y, de ser posible, que vaya un poco más allá del mero entretenimiento. Que nos obligue a pensar, que nos obligue a cuestionarnos aspectos que dábamos por sentados.

Las novedades editoriales son cada vez más variadas, el recorrido de una obra, por buena que sea, es necesariamente más corto en este mercado tan saturado. Los hábitos de lectura son cada vez más diversos y las editoriales responden a estos cambios multiplicando su oferta. Están además las modas que atraviesan de forma cíclica el mundo editorial: novela histórica, novela conspiratoria, novela negra, y las que vendrán. El criterio de permanencia nos puede ayudar a seleccionar los libros que tienen una calidad indiscutible, pero recordemos siempre que la calidad en lo literario es algo subjetivo y, como tal, algo convencional, pactado. Un libro es bueno si un volumen suficiente de personas dice que lo es. De ahí la importancia de la crítica como industria y del trasvase de poder en estos tiempos hacia los influencers de todo tipo, incluyendo al nuevo género de los booktubers, que no hacen en realidad nada más que reseñar libros ajenos en vídeos propios. Todo vale.

Hay que leer a los clásicos: es una obligación para cualquier persona que se plantee seriamente escribir. Son los maestros que han sentado las bases del idioma y los distintos cánones de la escritura, además de tratar temas inherentes al ser humano, atemporales. Las grandes cuestiones que abruman al hombre son las mismas desde la primera obra literaria que se conserva, el poema épico de Gilgamés, hasta hoy. No está de más desempolvar los dinosaurios de distintas épocas y leerlos o releerlos, de una forma consciente, disfrutando de lo que nos cuentan y de cómo nos lo cuentan. Las actitudes pueden estar anticuadas o ser incluso ridículas a nuestros ojos; el idioma nos puede parecer alambicado o arcaico, pero en él está la raíz del que utilizamos hoy.

Leer a los clásicos, aprender a apreciarlos, es un esfuerzo que siempre merece la pena, además de proporcionarnos una cultura literaria inacabable. Con ello no estoy diciendo que tengamos que imitarlos: un Quijote escrito a día de hoy sería rechazado por cualquier editorial sensata. Un texto redactado al estilo de Góngora sería del todo incomprensible para el lector actual. El naturalismo es una corriente que está muy bien enterrada en la historia, e incluso el realismo mágico ha tenido demasiados imitadores como para augurarle un gran futuro.

La ventaja de los clásicos es que son obras perennes, atemporales, y que seguirán siéndolo en tanto la humanidad exista. Además de estar disponibles en cualquier biblioteca, pueden encontrarse con mucha facilidad por internet y forman parte del dominio público, por lo que pueden descargarse de forma gratuita y legal. Para promocionar su lectura, porque estoy convencido de su valor y de lo necesario que es para nuestra sociedad conocer su legado, creé la página textos.info, que no es más que una biblioteca digital abierta para estos textos y cualquier otro cuyo autor quiera distribuir gratuitamente.

Insisto: para escribir bien es necesario leer mucho y leer bien. No hay que hacer distingos y leer también textos de calidades más dudosas, aunque solo sea para ver en qué aciertan y dónde se equivocan. Ser esnob no merece la pena cuando uno lee en privado: es mejor leerlo todo, desde novela romántica a pulp, desde libros de autoayuda a ensayo: en toda lectura tenemos que ser capaces de encontrar algún aprendizaje. Todo lo que hemos leído, aunque lo olvidemos, nos deja una huella característica. De la suma de todas esas impresiones nace nuestra propia escritura, nuestro camino hasta desarrollar un estilo propio, característico. Cuantas más influencias podamos recibir, tanto más rico será nuestro estilo: no escatiméis en lecturas, zambullíos en las bibliotecas y atesorad los libros como una de las expresiones más nobles del espíritu humano.

Para mí, la lectura es un paso previo necesario para la escritura. Hay quien prefiere un aprendizaje más sistemático, más esquematizado, y podrá encontrar diferentes libros sobre técnicas de escritura creativa, así como otros muchos recursos en línea y blogs especializados. Proliferan también los cursos de escritura creativa, variables en cuanto a calidad, precio y contenidos, pero que pueden ser un atajo para aprender algunas técnicas importantes sobre el oficio de escribir. Reconozco que prefiero el enfoque que he planteado, del aprendizaje desorganizado, asistemático, a través de la lectura, pero cada cual tiene que encontrar su propio camino, la solución que mejor le funcione.

Además, talleres literarios, cursos de escritura y clubs de lectura son una forma fantástica de conocer personas con las que se comparte esta afinidad por la palabra, esta inquietud por contar historias. Siempre es grato poder compartir momentos con gente con la que se tiene algo tan fuerte en común, y estos contactos nos pueden ayudar a revisar nuestros propios textos y hacernos sugerencias valiosas, a dar a conocer y difundir nuestra obra, y a construir amistades valiosas y duraderas.

10. Descansar

El último punto de este decálogo improvisado es la referencia necesaria al descanso. Escribir es una actividad intelectual fatigosa, a la que hay que añadir las otras fases que hemos comentado, de documentación y revisión, por lo que puede suponer un esfuerzo considerable que, además, hay que coordinar con el resto de nuestras obligaciones laborales, vitales y familiares. Por eso es importante recalcar la importancia del descanso, del ocio bien entendido. Nuestra mente reclama esos espacios más tranquilos, ese dolce far niente que, a la vez, es cuando le damos a nuestra creatividad un espacio propio para expandirse.

No funcionamos bien sometidos a presión durante largos períodos de tiempo. Una cosa es obligarnos a escribir a diario, por poco que sea, para adquirir el hábito de hacerlo, y otra cosa muy distinta es torturarnos con objetivos de escritura irrealizables. Si creemos que éste es el caso, tenemos que reducir nuestra meta para garantizar que tenemos el suficiente tiempo libre como para descansar oportunamente.

Este descanso del que hablamos no tiene porqué ser necesariamente no hacer nada. De hecho, hay quien entiende el ocio como algo bastante activo y atareado: depende del carácter que cada uno tenga. Para mí, ocio es tanto leer un libro, como hacer algo de deporte, darme un paseo o ver una película interesante. Cada uno sabe perfectamente lo que le funciona bien, a qué tiene que destinar el tiempo libre para sentirse bien, para recuperarse satisfactoriamente del trabajo y de la actividad diaria.

La fatiga es enemiga de la creatividad, y el cansancio crónico es la anulación de la personalidad. Tenemos que ser capaces de coordinar todos los ámbitos de nuestra vida y reordenarlos, si es necesario, para encontrar el tiempo suficiente para escribir y, además, el espacio necesario para descansar. Si escribir es un hobby, como en mi caso, difícilmente le podré dedicar muchas horas al día, salvo quizás durante los fines de semana, pero lo que no puedo permitir es que el tiempo que dedico a esta afición me prive de otros aspectos que son importantes en mi vida. Debemos aprender a fijar límites también para esto, para que sea un hábito natural y saludable, no una obsesión que nos consuma. Es importante escribir si así hemos decidido hacerlo, aunque no debemos hacerlo a costa de todo lo demás.

En la mesura está la virtud. Que no nos asuste hacer cambios sobre nuestra rutina de escritura para adaptarla y que encaje mejor con nuestra vida. Si experimentamos cambios vitales, también es importante que los tengamos en cuanta en nuestra faceta como escritores, para evitar a toda costa que el solapamiento nos deje sin ocio.

Séneca, el gran pensador romano de origen hispano, hace algunas reflexiones muy valiosas en torno al concepto del ocio en su breve tratado conocido como "Consejos para una Vida Plena":


Nada puede ejercitarse bien por un hombre ocupado, ni la elocuencia, ni las artes liberales, pues cuando un espíritu es distraído, no cobija nada muy elevado, sino que todo lo rechaza como si fuese inculcado a la fuerza. De todos, sólo son ociosos quienes tienen tiempo libre para la sabiduría, pues no sólo defienden bien su vida: cualquier tiempo lo añaden al suyo.

Casi veinte siglos después, el genial pensador Bertrand Russell desarrollaba estos mismos argumentos en su "Elogio de la Ociosidad", un sentido alegato a favor del ocio como virtud capital. Os recomiendo el libro, ya que presentado como un ensayo, es realidad una disección en clave humorística del capitalismo y, más de ochenta años tras su publicación, su análisis está hoy más vigente que nunca.


Respetad vuestro descanso y vuestro ocio incluso por encima de vuestro entusiasmo por la escritura. Si de verdad queréis escribir, siempre hallaréis el momento para hacerlo y de una forma que no os pese el tiempo que le dediquéis. Los excesos en este sentido son siempre contraproducentes a largo plazo.

La mente ociosa es la que tiene tiempo para pensar, para crear. Invertid en vuestro propio descanso de una forma consciente y seréis más creativos, más lúcidos, mejores escritores. Escribir debe ser una responsabilidad, una determinación, pero nunca una obligación impuesta.

Epílogo

Estos diez consejos, estas diez ideas, no son en definitiva más que pequeñas técnicas para ayudarnos a escribir de forma regular. Este decálogo, o cualquier otro que se plantee un objetivo semejante, fallará si quien lo lee no se decide a escribir o, al menos, a intentarlo seriamente. Lo único que de verdad hace falta es la determinación para hacerlo y la constancia para mantenerlo. Ningún decálogo puede sustituir a la decisión firme de escribir, al compromiso personal con la palabra escrita. Hacerlo supone un esfuerzo, porque todas las cosas importantes de la vida tienen un coste, aunque no tengan precio. Escribir me aporta mucho más de lo que me cuesta: la sensación de convertir pensamientos en palabras, la idea de que otros puedan ver el mundo a través de mis ojos, es para mi algo único, mágico, irrepetible.

Como comentaba antes, este decálogo recoge las técnicas básicas que estoy utilizando ahora para escribir. Si descubro algún consejo adicional que me ayude a escribir más y mejor, me reservo el derecho a ampliar este decálogo con esas nuevas ideas. No será ya un decálogo, sino una guía, pero en tanto cumpla el cometido de animar a la gente a escribir, habrá merecido la pena el esfuerzo de prepararlo.

Espero de todo corazón que este texto os resulte de alguna ayuda y que os anime a hacer realidad vuestros sueños y escribir de forma regular. Si queréis compartir vuestras experiencias al aplicar estas sencillas técnicas o proponer mejoras y nuevas ideas que hayáis probado y os estén funcionando, no dudéis en contactar conmigo directamente. Estaré encantado de conversar con todos vosotros e intercambiar propuestas y textos.

Os deseo a todos una muy feliz escritura.


22 de enero de 2017.
Maison Carrée, Alayor, Menorca.


Publicado el 22 de mayo de 2018 por Edu Robsy.
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