De Carne y Hueso

Eduardo Zamacois


Cuento



INTRODUCCIÓN

Los astrónomos, al lanzar una mirada escrutadora á las profundidades del espacio, vieron que la Divinidad se empequeñecía y reculaba indefinidamente ante el poderoso objetivo de los telescopios, como los histólogos, analizando los elementos atómicos de los tejidos, desesperaron de poner jamás al alcance de sus escalpelos el espíritu humano: los astrónomos dudaron de Dios cuando el telescopio fracasó en el cielo, y los médicos dudaron del alma cuando el microscopio descompuso el nervio sin descubrir la X devorante de la vida; y es que el alma es la eterna quimera del individuo, como Dios es la quimera irresoluble del Cosmos.

Si es verdad, como dice Moleschott, que la inteligencia es un movimiento de la materia y que el hombre, como ser pensante, es producto de sus sentidos; y si es cierto, como afirma Taine, que «el pensamiento y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar,» ¿qué resta del espíritu, esa inmortal mariposuela voladora que la consoladora filosofía mística supone aleteando á través de las inmensidades siderales, en busca de su castigo ó de su salvación perdurable, después del último convulsivo estertor de la carne agonizante?...

Nada...

El alma no está en el vientre, como suponían los cartesianos, ni en la sangre, ni en el cerebro, y los que antiguamente se denominaron fenómenos psíquicos, son manifestaciones de la materia; vibraciones magnéticas de la carne omnipotente que ama, que desea, que sufre...

Eso es lo que la ciencia halló en el hombre: huesos que se mueven obedeciendo á órdenes musculares, y músculos que se contraen bajo el imperio de los nervios, que vibran sensaciones... ¡Materia, en fin, por todas partes! Materia que impresiona, materia que vibra, que se contrae y que obedece con la pasividad de lo inerte...

Y eso son los hombres: figurillas de barro; tristes polichinelas de carne y hueso, galvanizados unas veces por el amor, que les une; otras por el odio, que les separa; ó por la codicia, que les consume, ó por sus ilusiones ó sus desesperanzas... pero rindiendo siempre pleito vasallaje á la sensación, el inexplicable resorte propulsor de la vida.

Por eso titulo esta colección de artículos, así: De carne y hueso.

En estos cuentos, escritos al correr de la pluma en noches de trabajo mortal, he procurado describir matices diversos del complicado ramillete de las pasiones, y siempre, aun en el fondo de lo más metafísico y conceptuoso, encontré la huella de la sensación omnipotente, uniendo al espíritu y á la materia con cadena de eslabones inrompibles. Por todas partes ví lo mismo: huesos, sangre, carne y nervios... Pero el alma, la feliz mariposuela de la inmortalidad, no la he visto nunca...

¡Ah!... ¡Y si yo pudiese expresar cuánto he sufrido al convencerme de que sólo hay en nosotros carne y huesos...

ODIO MORTAL

—No seas testaruda, Julia, y satisface mi curiosidad sin ambajes ni pleguerías retóricas importunas. ¿Por qué tus cartas las secas con ceniza y no con arenilla azul ó roja, que es el color emblemático de las pasiones ardientes?...

Ella se encogió de hombros.

—Es un capricho.

—Capricho del cual debes corregirte—repuso Daniel Montoro entre seriote y risueño;—porque yo hago con tus cartas lo que Werther con las de Carlota; besarlas... y me hace poquísima gracia mancharme los labios de ceniza. ¿Por qué ensucias con esa basura los pliegues de tus billetitos perfumados?...

Hubo un momento de silencio; Julia, apoltronada en su butaca, miraba al amado sin responder.

—No sé cómo explicar ese humorismo de tu temperamento artístico—añadió él:—á veces creo que con esa ceniza quieres expresar el fuego devorador de tu cariño, que todo lo calcina; otras, que te mofas de tus propios juramentos espolvoreando ceniza sobre ellos, como significándome, con ese recato delicioso de las mujeres ladinas, que tu pasión es antojo vano, fingimiento... humo y cenizas...

—Te engañas; ese capricho mío no obedece á los enrevesados intríngulis psicológicos que supones; es... una venganza. ¿Tú has odiado alguna vez?...

—Nunca—contestó Daniel Montoro, admirado;—imagino que es mucho más fácil amar que odiar.

—Tan difícil y tan exquisitamente agradable es lo uno como lo otro. Amar es vivir en el ser amado, discurriendo con su cerebro, sintiendo con su carne; en él hallamos lo mejor: las zarzas nos parecen flores, fausto la miseria y, bajo los mayores rigores de la suerte, nuestra alma goza paz y quietud dulcísimas... ¡Pero odiar!... Es no poder soportar la presencia ni el recuerdo torcedor del ser odiado, que nos roba el aire y empozoña el agua que bebemos... Créeme; ¡hay venganzas crueles que regocijan hasta los tuétanos como si fuesen un deleite!...

Movida por la exaltación de su discurso, se había incorporado mirando á su amante con ojos grandes y negros de apasionada; luego añadió, un poco más serena:

—No maldigas de esas cenizas con que seco mis cartas, pues envuelven un amuleto misterioso que asegura la firmeza de mi amor hacia ti...

—No comprendo, habla...

—¿Y si después de saber este secreto trágico no me quieres? Me has sorprendido en uno de esos instantes de femenil debilidad en que no puedo rehusarte nada. Pero temo hablar y que me desprecies; los que odian como yo se exponen á ser odiados de igual manera. Mi secreto es algo satánico, inaudito, casi repugnante... Daniel, amado de mi alma, no me arranques esta confesión sin antes jurar que me quieres mucho, que me querrás siempre...

 

Estaban sentados junto á la ventana: ella en una butaca de elevado respaldar; él á sus pies, sobre una silla baja, medio arrodillado, acariciando y besando las blancas manos de la adorada.

Era una tarde lluviosa de invierno; por el cielo gris pasaban grandes masas de nubes exprimiendo una llovizna compacta y menudita que caía sin ruido; los faroles de la calle, agitados por el viento, lanzaban haces de luz rojiza que penetraban por la ventana tiñendo los objetos de la habitación con reflejos sanguinolentos. Las puertas de aquel gabinete espacioso y bien alfombrado estaban cubiertas por opulentos cortinajes de terciopelo negro; sobre el fondo obscuro de las paredes rielaban los cristales de algunos armarios y perfiles marmóreos de estatuas que se bocetaban tímidamente en la penumbra, como espíritus livianos de personas muertas; los clavos dorados de la sillería salpicaban la obscuridad de puntos metalescentes; sobre la mesa colocada en medio de la habitación, un magnífico estuche de oro cincelado, terso y pulido, parecía brillar con luz propia.

Los cuerpos de Julia y de Daniel Montoro, colocados delante de la luz, se recortaban sobre el techo con perfiles monstruosos, deformados según las leyes de la óptica; cabezas puntiagudas, narices gigantescas, brazos largos terminados en manos que huían moviendo los dedos, cual si fuesen arañas enormes.

En el comedio de la habitación, silenciosa y anegada en tinieblas, el soberbio estuche de oro cincelado brillaba con reflejos glaucos de sol poniente...

 

—Las cenizas con que seco mis cartas—dijo Julia,—las tengo encerradas ahí, en ese estuche de oro...

Una ráfaga misteriosa de viento atravesó el gabinete lanzando un quejido agónico semejante al aleteo de un pájaro nocturno. Julia continuó:

—Voy á confesártelo todo, concisamente y de plano, porque estos secretos tan íntimos se dicen pronto ó no se dicen nunca. Ya sabes que me casé á los veinte años, y que á los veintisiete enviudé; pero ignoras cuán funesto fué aquel hombre para mí. Eso no lo sabe nadie, pues la sociedad condena á la mujer á honrar el apellido del esposo que la vejó y afrentó, como exige al condenado á muerte bese la mano del verdugo que va á ejecutarle.

Su voz temblaba de emoción y por su semblante pálido de hembra nerviosa, rodaron dos lágrimas.

—¡Oh, Daniel—añadió, he sufrido tanto... tanto!... Yo, cuando le conocí, era una niña sin mancilla, con el corazón abierto á todos los seductores mirajes de la pasión... Él ajó mi juventud, desvaneció mis ensueños de opio y secó los fecundos raudales afectivos de mi alma con sus intransigencias y sus celos de macho brutal; yo servía de dócil recreo á sus caprichos; siempre me tenía encerrada creyendo que iba á traicionarle; me obligaba á jurar todas las noches que le amaba, que no le engañaría nunca, y como mi carácter altanero se rebela contra semejantes complacencias, el miserable me maltrataba...

Creo que me quería, pero á su modo; con pasión rabiosa de fiera que me hizo sufrir infinitamente. El ruido de sus pasos me daba frío de cuartana: en cuanto llegaba me cogía por las muñecas para interrogarme: «¿Quién ha venido? ¿Por qué estás tan peinada?...» Miraba debajo de las camas, detrás de las puertas: me olfateaba los labios, creyendo que olían á tabaco; examinaba mis dedos para ver si los tenía manchados de tinta... Como recuerdo haberte referido en otras ocasiones, él padecía ataques epilépticos que le dejaban exánime durante dos y tres días... El temor de ser enterrado vivo le obligó á recomendarme que, después de muerto, le incinerasen... y yo satisfice su deseo...

Daniel Montoro tembló violentamente; acababa de comprender.

—Luego esas cenizas...—murmuró.

—Sí, acertaste, son las suyas... las guardo en ese estuche de oro...

Hubo otra pausa: la cabeza de la joven se dibujaba en el techo de la habitación con un perfil quimérico, y otra vez murmuró por la estancia el quejido del viento, tenue como el aleteo de un pájaro herido.

—Por eso le odio tanto—añadió ella incorporándose,—y me vengo del muerto, ya que mi débil constitución de mujer me impidió vengarme del vivo. Yo le odiaba con ardor sin límites; no sólo aborrecí aquellas manos y aquellos labios groseros que me insultaron, sino que cifré en cada uno de los miembros de su cuerpo un odio particular: odié sus ojos, su frente... ¡odié sus cabellos, uno por uno!... Artemisa amó tanto á Mausoleo que se bebió sus cenizas; yo, en cambio, gozo secando con las cenizas de aquella vil armazón de materia las cartas que te escribo, y con que tú las insultes también llevándotelas á los labios...

Luego prosiguió:

—Es una venganza cruelísima, superior á cuantas ejecutan los ángeles precitos en los círculos del infierno dantesco. Si es cierto que tras esta vida efimera hay otra y que los muertos tienen la capacidad de espiar á los vivos... la venganza que ahora tomo de él, es digna secuela del martirio que de él recibí. Gozo imaginando que su alma vaga en torno mío, que se asoma por encima de mi hombro para leer las cartas que te escribo, que llora entre los pliegues del mosquitero que abriga el lecho donde me entrego á ti... Sí, odié todo su cuerpo, miembro por miembro, átomo por átomo... y ahora el polvo de sus huesos calcinados lo empleo en secar las cartas donde te cito, llamándote «luz de mis ojos... sangre de mi sangre...»

Calló,..

Daniel Montoro se puso de pie, horrorizado; ella también se levantó y sus dos cuerpos abrazados se recortaron sobre el fondo iluminado de la ventana.

—No me odies por eso—murmuró Julia muy quedo y cubriendo á su amante bajo una mirada de inextinguible pasión;—la mujer que odia como yo, también sabe amar infinitamente.

AGONIA

Les había visto juntos muchas veces y siempre me inspiraron esta curiosidad que enciende la intuición de los grandes secretos.

El, blandengue y ahilado, con los débiles hombros muy altos, el tórax deprimido, la mirada cobarde de los enfermos de la médula y la frente angosta de los tontos sobre quienes la imbecilidad descargó su primer mazazo. Su mirada era fría; sus ademanes desmañados, sus piernas caminaban con paso incierto, cual si avanzasen por un terreno húmedo...

Ella, su mujer, era alta y hermosa, con esa hermosura mate de los temperamentos ardientes; el talle largo y esbelto, el semblante vivificado por la expresión inolvidable de sus ojos: ojos de calenturienta, con mucho negro y mucha luz en la pupila...

Al principio parecióme inverosímil que aquel macho débil fuese dueño de hembra tan poderosa: después fuí muy amigo de los dos: él logró conmoverme con su melancólico empaque de niño enfermo; ella, por el contrario, me sugestionó con sus apasionamientos y sus criminales ardores de hermosa bestia encelada; terrible como Pandora y, como ésta, fuerte y adorable.

 

—No, no le quiero—me dijo con voz vibrante de rencor;—pocos días después de casarnos, ya no le quería. Es insignificante, es débil, es vulgar... y mi temperamento salvaje de artista odia lo pequeño. Yo anhelaba un esposo como Nana-Saib, no un habitante del Liliput...

Me había recibido en el despacho, para que mi presencia no fuese sospechosa á la servidumbre, y desde el sitio donde me hallaba veía claramente su rostro pálido iluminado por la luz del quinqué colocado sobre la mesa.

Yo estaba sentado en un sillón; ella delante de mí, devorándome con sus rasgados ojazos negros en los que bullía el turbulento silabario de los amores ardientes.

—Le odio—continuó;—á su lado siento frío, ese frío repulsivo que inspiran los anfibios; y cuando sus labios me besan ó sus manos yertas me acarician, mi cuerpo vibra como si sobre él se deslizase un caracol...

Tras un momento de silencio, agregó:

—Di, ¿me crees?

Habia tanta ansiedad en su interrogación, que depuse toda reserva.

—Sí, te creo—dije—porque necesito creerte para vivir. Necesito saber que eres mía en cuerpo y alma, que vives para mí, que te engalanas tanto, para gustarme más, que soy el amante de tus pesadillas...

Sugestionada por las zozobras que en mi corazón producían los tormentos del suyo, manifestóse tal cual era, revelándome el gran secreto, el misterio criminal de su existencia de mujer casada; y lo dijo deprisa y con extraños barboteos, cual si una mano invisible la apretase fuertemente el cuello.

—Quiero ser tuya completamente—prosiguió;—para ello necesito enviudar... y, créeme... enviudaré muy pronto...

Y como yo hiciese un gesto de horror, exclamó sonriendo con su espantosa risa adorable de sirena:

—No te figures que soy una de esas criminales adocenadas que emplean el cuchillo ó el veneno. ¡Nunca! ¡yo no soy vulgo!... El beleño por mí empleado no cabe en ninguna fórmula química; es intangente. El morirá y morirá entre mis brazos, sus yertos labios apoyados sobre los míos, bendiciéndome... ¡Morirá de amor!... Todas las noches, aunque no quiera, le sirvo una buena dosis de dulce veneno. La muerte viene á pequeñas jornadas, pero viene... y ten por cierto que del tremendo drama no quedarán rastros...

Así habló ella, la adorable fiera sobre cuyo seno iba quedando exangüe aquel horriblemente bufo polichinela del matrimonio...

 

Otro día conversé con él...

Tan débil, tan lacio, con sus labios anémicos, su mirada incierta y su cráneo desdibujado de idiota. Me habló de ella.

—Me quiere mucho—dijo;—durante el día, no bien estamos solos, acude á sentarse sobre mis rodillas, me estrecha la cabeza entre sus manos, me adormece con las palabras más suaves, me besuquea en los labios... ¡Oh, unos besos muy fuertes, muy duraderos, que si bien me hacen muy feliz, también me causan infinito daño!...

Calló para destoser con esa tosecilla seca, entrecortada, de los tísicos; luego continuó:

—Por las noches su cariño se exacerba más aún. Ahora, como estoy tan delicado, no voy al teatro casi nunca; además, si alguna vez me acomete el antojo de ir al café, ella me lo quita de la cabeza. Pues bien; ella es quien me da el brazo para ir desde el comedor al dormitorio, quien me desnuda, quien me tibia el lecho acostándose antes que yo... Y ya ensabanados, ¡con qué esmero me abriga y sube el embozo, echándome los brazos al cuello y cosiéndose á mi como niña miedosa!... ¡Ay! ¿Qué quieres? Reconozco que estos excesos de cariño me son fatales, pero ella me quiere tanto que no sabe reprimirse... y yo tampoco acierto á regatearla mi amor.

La voz doliente de aquella pobre víctima explicando y disculpando las crueldades de su verdugo, era altamente conmovedora.

—Y tú, ¿la quieres?—pregunté.

—¿Yo? ¡Con toda mi alma! No tengo padres, ni hijos; mi único bien es ella. Si ella me faltase, me moriría...

Habló de sus proyectos, de sus ambiciones. En cuanto llegase el verano iría á baños; luego, si lograba restablecer un poco los descalabros de su salud, emprendería algún negocio.

—Y esas expediciones, ¿las harás con ella?

—¿Cómo no—repuso,—si ella es mi cielo y mi tierra... todo?...

Aquellos diálogos no pueden borrarse de mi memoria. La temible catástrofe no ha ocurrido aún, pero puede suceder hoy, mañana... cualquier día. El decae visiblemente; sus piernas se arrastran por el suelo; sus ojos se cierran, la fiebre estremece sus labios descoloridos... Ella, en cambio, es la hembra alta y poderosa de siempre, con su rostro marfileño y sus ojos fulgurantes de loca: nunca le deja y á todas partes le lleva trabado del brazo.

¡Oh, la quiero mucho, mucho!... Con una de esas pasiones bravías que sólo saben inspirar los malos; mas, no obstante, me repugnan su crimen y la estúpida candidez del mártir, y me acometen tentaciones de descubrir á éste el peligro que corre.

Pero, ¿para qué? Es inútil; la sentencia que le condena á morir es irrevocable: sin ella, le mataría la pesadumbre; con ella, le matará el deleite...

Que siga, pues, así.

¡Es tan dulce morir soñando!

AGUAFUERTE

La embarcación rompía suavemente el agua dejando tras sí una estela brillante como reguero de menudos cristales; las primeras sombras crepusculares invadían el espacio; sobre el mar inmenso, el lucero vespertino derramaba su resplandor frío; las olas, que encrespó la caricia del viento, se hundían al llegar junto al frágil esquife que pasaba sobre ellas como una caricia, amasándolas; las gaviotas huían enderezando hacia la playa el vuelo.

Federico y Daniel, sentados el uno delante del otro, remaban á compás; se habían quitado la camisa, y bajo sus elegantes camisetas de seda temblaban los músculos pectorales, los biceps vigorosos y ágiles, y toda su enérgica complexión de aristócratas aficionados á los duros ejercicios de la gimnasia y de la esgrima.

Desde popa, donde iba llevando las cuerdas del timón, Elisa Dantín envolvía á los dos hombres en una mirada extraña. Representaba veinte años: tenía el rostro pálido y un dejo de vaga pesadumbre embellecía sus labios; sus ojos negros eran crueles y fríos; bajo el talle esbelto, sus caderas amplias de mujer sensual dibujaban una doble curva firme y armoniosa.

—¿Quieres que emprendamos el regreso?—preguntó Federico.

—No—repuso ella,—sigamos; el tiempo es muy hermoso.

El bote continuó avanzando hacia alta mar, moviendo sus remos que hendían las olas sin ruído, como un gigantesco insecto de cuatro patas. Las costas, ya distantes, recortaban bajo el cielo una silueta negra y borrosa; las luces palidecían en la niebla rodeadas de un nimbo glauco; allá, los mástiles de los buques anclados formaban una especie de bosque escueto y triste; las estrellas iban encendiéndose poco á poco, y su luz bruñía la blanca cresta de las olas. Elisa Dantín miraba á los remeros.

Aborrecía á Federico, su marido, que la adoraba. Elisa no era responsable de aquel odio que vanamente procuró domeñar; que los cariños y los desvíos son como plantas parásitas que nacen donde quiera, sin necesidad de que la mano cuidadosa del jardinero las siembre ni agasaje. ¡Y qué tormento aquel de vivir unida á un hombre cuyo trato iba siéndola insoportable de día en día! Fingiéndole amor, complaciendo sus deseos, ofreciendo sus labios á sus besos, acariciando lo que hubiese querido herir... Y así siempre, una noche y otra, para luego, á la mañana siguiente, volver á representar ante el mundo el papel, tristemente cómico, de una felicidad perfecta.

—¿Hay nada más horrible—pensaba Elisa—que ser amada por un hombre odiado?

Y hubo, en el callado curso de sus meditaciones, una pausa que parecía responder al silencio augusto del mar y de los cielos en calma. Daniel preguntó:

—Elisa... ¿quiere usted que volvamos á tierra?

Ella le miró duramente, con rencor; después, hablando en voz muy baja, como soñando, repuso:

—No, no... sigamos, sigamos...

La embarcación continuó en línea recta, rompiendo las olas. A la izquierda se erguía el faro, con su luz triste, bienhechora como la sombra de los eucaliptos; más allá estaba el Océano, negro, impenetrable, reposando sobre abismos donde nunca penetró el sol. Elisa Dantín reanudó su soliloquio.

Sí, hay algo peor que ser amada por quien se aborrece—pensó,—y es querer á un ingrato...

Miró á Daniel, tan joven, tan apuesto, tan falaz, que parecía esquivar el relampagueo de sus ojos mirando á otra parte... Daniel y Federico se querían como hermanos; le conoció poco después de su matrimonio; él regresaba de una larga excursión por Oriente; volvía alegre, sediento de emociones, codicioso de referir las aventuras que corrió por aquellos lejanos países del sol. Daniel fué enamorándola con atenciones y palabras: después la declaró su pasión, que ella rechazó indignada; pero su protesta era tardía; cuando quiso olvidarle ya no pudo y fué suya... Meses después Daniel la olvidaba por otra mujer.

Bajo el calor bochornoso de aquella tarde de Junio, Elisa Dantín sentía que todas sus malas pasiones se exasperaban. Veía á Daniel decidor, impúdico, riendo feliz entre los brazos de sus nuevas queridas, y el odio que encienden los celos nublaba el pensamiento de la desdeñada. Por él traicionó á su marido, y burlándose supo aborrecerle; por él aprendió el camino del adulterio y de la mancebía. ¿Y para qué?...

—Le odio tanto como á Federico, acaso más... pues me quitó el consuelo de ser honrada...

Elisa comprendía que su pobre espíritu estaba sometido á las dos grandes torturas, límite de todos los sufrimientos pasionales: querer al que desprecia, odiar al que nos ama... Ella, por tanto, padecía toda suerte de sufrimientos: el amor que negaba á Federico, nadie lo quería; su honor era como rosa marchita, caída en un camino; ¿qué podría disculpar su adulterio?... Una idea que hasta allí anduvo vagando por los más ocultos escondrijos y desvanes de su pensamiento, surgió de pronto aterradora, fría, centelleante, como el zig-zag de una arma blanca.

—¿Y si yo me deshiciese de los dos?

Tembló y procuró pensar en otra cosa; pero la idea terrible resurgía tentadora, irresistible... Aquellos hombres estaban á merced suya; en ella convergieron los voraces apetitos de los dos; aquel deseo podía convertirse instantáneamente en odio; bastaba un gesto... una sola palabra de sus labios... para precipitar al uno sobre el otro y obligarles á reñir hasta despedazarse, ¿Para qué sufrir? ¿Acaso no valía la muerte del amante la vida del marido?... Muertos ambos, ella quedaba libre: la destrucción es santa; no se puede edificar donde hay ruínas; la piqueta debe preparar el campo á la paleta y á la plomada... ¡Y tanto bien, podría alcanzarlo con sólo querer!...

Elisa Dantín sonrió satisfecha, como reirían los viejos tiranos. Federico preguntó:

—¿Volvemos?

Ella repuso distraída:

—Me es indiferente; como queráis...

Ellos viraron la embarcación; Elisa Dantín volvió á pensar:

—¡Si yo hablase!...

Pronto, antes de una hora, llegarían á tierra; la tierra era para ella la esclavitud, el disimulo, el secreto martirio de todas sus horas... ¿Por qué no hablar?

—Una frase... menos aún, una palabra... una sola palabra mía... bastaba...—repitió Elisa.

Miraba á Federico y á Daniel para aumentar el caudal de su odio; evocó recuerdos crueles: su caída, sus remordimientos, sus celos, su abandono; recompuso escenas repugnantes... La medida estaba bien colmada; aun tuvo vagos titubeos; luego habló; fué como una basca...

—Daniel—dijo,—¿me quieres?...

Y sus ojos soportaron impasibles el choque de las miradas atónitas que sobre ella lanzaron los dos hombres: los remos quedaron suspendidos en el aire, goteando.

—¿Qué decía usted?—preguntó Daniel.

—¡Oh, no disimules!—repuso la joven, cuyo cuerpo parecía haber adquirido súbitamente la rigidez de las estatuas; estoy cansada de fingir; te quiero... y tenía ganas de decirlo así... en voz alta.

Federico lanzó un grito y se puso de pie.

—¡Elisa... Elisa!... ¿Qué... qué has dicho?...

Ella, siempre inmóvil, replicó lentamente, como presa de un vértigo tranquilo:

—¡Bah!... Dije... lo que saben muchos; que Daniel es mi amante...

Este, fuera de sí, se había levantado, murmurando:

—¡Ah, miserables!... Sin duda urdisteis este plan para asesinarme...

Bajo los nerviosos pies de los dos hombres, la lancha comenzó á oscilar violentamente. Aquel inesperado desbordamiento de cólera fué como uno de esos rayos que durante los calurosos crepúsculos estivales rasgan la extensión del espacio azul.

Federico vacilaba, pasándose por la frente sus manos de remero, morenas y duras. De pronto exclamó, cual si la luz hubiese brotado repentinamente en su cerebro:

—¡No, yo no!... ¡Vosotros!... ¡Miserables, vosotros, que me engañábais!...

Abrió los brazos precipitándose sobre Daniel, que le esperaba con los suyos abiertos, y se estrecharon frenéticamente, magullándose, con las caras y los pechos juntos. Elisa Dantín, sin dejar su asiento, les contemplaba con la mirada impasible de las esfinges. Federico, más bajo que su enemigo, tras una finta hábil logró afianzarle por la cintura y levantarle en alto, pero Daniel le cogió fuertemente el cuello entre los dientes y pudo desasirse, cayendo de pie: el bote retembló y un golpe de mar lo salpicó de agua.

Súbitamente Elisa tuvo miedo, miedo á que uno de los dos sobreviviese á la lucha; ella anhelaba la libertad, la dulce libertad absoluta; ni amar ni ser amada...

Casi ahogado, como en un rugido, Daniel murmuró:

—Ven.

Asió á su rival por las piernas y quiso lanzarle por la proa; Federico, ya en el aire, puso un pie sobre una borda, la embarcación osciló y Daniel, perdiendo el equilibrio, cayó hacia atrás, en el mar, arrastrando á Federico. Sobre aquellos dos cuerpos las aguas se cerraron formando grandes círculos concéntricos; un turbión de burbujas ascendió á la superficie. Elisa Dantín, aterrada de su obra, se había levantado, mirando al abismo: transcurrieron pocos segundos... Los dos luchadores reaparecieron abrazados, mordiéndose, queriendo arrancarse algunos instantes de vida que ya no merecían el trabajo de ser defendidos: sus cabellos mojados colgaban sobre sus frentes; tornaron á hundirse... La joven esperó; las olas seguían pasando unas tras otras, enarcando sus lomos sobre la tumba recién abierta...

Transcurría el tiempo; la luna ya iba muy alta; Elisa miró á su alrededor: las barcas pescadoras se hallaban lejos y sus tripulantes nada podían haber visto; el faro, luciendo en la serenidad de los cielos, mostraba el camino de la salvación y de la paz; el pasado, el horrible ayer, quedaba sepultado allí, bajo el misterio impenetrable de las olas. Satisfecha de sí misma y del porvenir, Elisa cogió los remos y bogó lentamente.

LA MUERTA

Aquella caseta de peones camineros fué puesta por orden de la Compañía al borde de un torrente seco, especie de cicatriz negra y profunda, abierta por una convulsión geológica entre dos cerros graníticos muy altos. En verano las agrias laderas de los montes colindantes se cubrían de verdura, y en el fondo de la cañada, bajo los jarales, los grillos cantaban: arriba, en la región azul, bañada por el sol, las águilas volaban pausadamente sumergiendo su mirada zahorí en las resquebrajaduras del planeta; pero el invierno desnudaba los cerros de molleja y apagaba el canto de los grillos, y la nieve caía silenciosamente sobre el cauce del torrente; cauce demasiado profundo, adonde las sonoras embestidas del viento no llegaban...

Allí vivía Martina, la mujer de Juan, el maquinista, llevando siempre en la mano el banderín verde que da á los trenes paso franco, y los ojos fijos en los túneles abiertos en las vertientes de los dos cerros fronteros...

Por aquellos agujeros, que en invierno aparecían sobre el fondo blanco del paisaje nevado como las cuencas orbitarias de un enorme esqueleto soterrado, entraba y salía continuamente, y como á borbotones, un flujo inagotable de vida que las locomotoras, en su eterno pasar y repasar, traían y llevaban de hora en hora.

Desde muy lejos, rompiendo el silencio de la angosta cañada dormida como una serpiente bajo la nieve, se oía el afanoso trepidar de los trenes que atravesaban los túneles. Entonces Martina dejaba su labor, cogía el banderín de señales y acudía á colocarse junto á los rieles. El cerro vibraba con un estremecimiento sordo, íntimo, como un hervor: era un gemido gigante de dolor que crecía, anunciando un parto monstruoso; hasta que del fondo del negro agujero, de aquella cuenca orbitaria perteneciente á un esqueleto ciclópeo perdido, aparecía el tren, avanzando en desaforada carrera: la locomotora, incontrastable y fatal como el Destino, se acercaba jadeando, arrastrando un largo rosario de vagones, paseando su panza ardiente sobre las llanuras heladas; y un minuto después desaparecía por el túnel del lado opuesto, con un estertor que menguaba, como algo moribundo que se despide hundiéndose...

La uniformidad de estas impresiones machacaban el espíritu de Martina: los trenes mixtos, con sus series interminables de vagones cerrados, no la emocionaban; eran coches mudos, sin alma, cargados de objetos muertos: en cambio, los expresos la impresionaban fuertemente, entristeciéndola: por las ventanillas de los coches veía cabezas que la miraban con curiosidad; cabezas siempre diferentes, que formaban legión y dejaban en su ánimo el recuerdo mareante de las multitudes. Otras veces, de noche, las ventanillas solían estar vacías; pero en cambio veía sombras fantásticas que se recortaban sobre los techos iluminados de los vagones. Una voz estaba segura de haber sorprendido las siluetas de una mujer y un hombre abrazados.

El tren que Juan conducía, Martina lo esperaba con más impaciencia. En cuanto la locomotora salía del túnel, el maquinista echaba el busto fuera de la plataforma para ver á su esposa desde lejos, y ella reía feliz. Era una ilusión fantástica, inapresable, de aquelarre.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

La velocidad del tren no permitía otro saludo más expresivo, y Juan llegaba y se iba como una sombra: al principio parecía ser él quien arrastraba y regía la marcha de los vagones; luego diríase que el tren le empujaba... Y Martina, alta, fuerte, con su rostro moreno y sus grandes ojos pensativos de murciana, le veía alejarse permaneciendo inmóvil como una estatua de bronce, en medio de la nieve.

Aquel sempiterno tragín de trenes en marcha, aquel ir y venir de individuos avanzando siempre, más allá, más allá, hacia el horizonte, aquellas siluetas de amantes que se abrazaban sobre los blandos asientos de los vagones reservados, despertaron en la guardavía el deseo de lo desconocido, de lo lejano, del misterio que las leyes castigan... Y pensó que ella no merecía vivir así, sepultada en el fondo de aquel torrente, siguiendo en verano el vuelo sereno de las águilas bañadas por el sol, recibiendo sobre sus hombros en invierno los copos de nieve desprendidos del cielo gris.

Y por eso, una noche de soledad y de supremo aburrimiento, Martina oyó embelesada las palabras de Pedro, el fogonero que acompañaba á Juan en sus viajes, y que siempre, al pasar, la arrojaba desde el tamdem una mirada de hambriento deseo. Pedro la ponderó su amor, aquel amor criminal que había de hallar satisfacción cumplida cuando ella se determinara á fugarse, siguiéndole á una ciudad lejana... Y Martina le creyó y le quiso...

Desdo aquel día el exprés tuvo para ella un doble encanto: cuando Juan la saludaba, Pedro saludaba también, y su alma se estremecía con inquieto gozo viendo sobre el atezado semblante del fogonero, sus dientes que desnudaba la risa; aquellos dientes agudos y blancos que la habían mordido...

Pasaron muchos meses, y el ansiado día de la emancipación y de la fuga no llegaba; Pedro, aburrido de la guardavía, dejaba de verla alegando motivos y ocupaciones que nunca tuvo, y tan evidentes fueron las pruebas de su ingratitud, que Martina llegó á comprender...

Un remordimiento íntimo, creciente, devorador, como la carrera trepidante de los trenes bajo el túnel, se apoderó de la abandonada. Hasta allí la había servido de consuelo la conciencia de su virtud; pero al saberse burlada se apreció más sola, más triste, más insignificante que nunca, como bagazo humano despreciable arrojado junto á la vía por aquellas multitudes honradas que llevan los trenes.

Con la llegada del exprés siempre venía el saludo de Juan, que la miraba echando el cuerpo fuera del tandem:

—¡Adiós!

—¡Adiós!...

Pedro ya no saludaba, sonreía... con esa sonrisilla burlona con que suelen corresponder los hombres al saludo de las mujeres que engañaron.

Viéndose sola, completamente sola, con la soledad de los astros muertos que ruedan por el vacío, reconociéndose despreciada del amante é indigna del esposo, atormentada por la voz de su conciencia que murmuraba á todas horas en sus oídos un reproche interminable, atraída siniestramente por la perspectiva de los trenes que se acercaban ofreciéndola un medio instantáneo de liberación y de descanso, Martina pensó morir.

Y lo hizo como lo pensó.

Fué una tarde, á la puesta del sol. De pie, junto á la vía, con el banderín verde en la mano, la joven escuchaba el lejano fragor de trueno del exprés. Ella, que conocía muy bien todos los ruidos, sabía que el tren iba pasando un puente, situado más allá del cerro; luego comprendió que había entrado en la montaña; el estrépito, que al principio tornóse sordo y como opaco, fué creciendo, más, más... hasta convertirse en alarido formidable. La guardavía, inmóvil, inconsciente como una sonámbula, esperaba, los ojos fijos en el túnel, que mostraba su bocaza negra sobre el fondo blanco del monte nevado. De pronto apareció la locomotora. Juan, según costumbre, asomaba la cabeza para saludar. Martina le miró y miró al cielo, despidiéndose; luego, instantáneamente, se arrojó de bruces sobre los rieles, tapándose los oídos para no oir... y el tren pasó...

 

Una cruz de piedra indica el sitio donde murió la guardavía. Alguien dijo que se había suicidado por celos y que su marido fué un mal hombre. Los maquinistas, cuando pasan por aquel sitio, se descubren siempre.

DISCRETEOS

Jacinta.—Te aseguro que Enrique me gusta. Es bueno, es rico... es amable...

Adriana.—¡Oh, gustarte, gustarte!... Eso es muy vago, porque no hay hombre que sea absolutamente antipático.

J.—Es verdad.

A.—Te gusta Enrique como á mí me agrada Luis: un poco.

J.—No, mucho.

A.—Ea, pues mucho. Pero entre querer mucho y querer locamente, hay un pantano, donde naufragan las mejores ilusiones de la juventud soñadora. Antes de resolvernos á vivir con un hombre toda la vida, debíamos cerciorarnos de si le amamos con toda el alma.

J.—Dices bien.

A.—¡Mira que renunciar á la humanidad masculina por un esposo que, dos ó tres años después de la boda, puede parecernos el más insignificante de los hombres!...

J.—Es absurdo.

A.—Es horrible entregar toda nuestra hermosura á un feo sin talento.

J.—Sí, horrible y ridículo. No obstante, importa casarse. El mundo es vulgar, hipócrita... y conviene sacrificarse al buen parecer y satisfacernos con una modesta medianía.

A.—¿Luego, no quieres á Enrique?

J.—¡Oh!... Sí le quiero.

A.—¿Un poco?

J.-Como tú á Luis.

A.—Y como quieren á sus novios las tres cuartas partes de las mujeres que se casan. Porque ya conocerás algunos hombres mejores que tu futuro esposo...

J.—¡Conozco muchos!

A.—Yo, también: casi estaba por decir que mi novio es de los muchachos menos simpáticos que me han cortejado. Pero, en fin; urge decidirse y nosotras somos dos mujercitas discretas que saben poner los puntos sobre las íes y arreglar su porvenir. Enrique y Luis tienen sobre los demás hombres la inmensa ventaja de ser galanes propicios al casorio. ¡Cuán lejos están ellos de presumir que al otorgarles nuestra mano consumamos una venta! Porque, fíjate: la inacabable comedia del amor convierte á la sociedad en un gran mercado: los hombres compran; las mujeres se venden. Todas nos vendemos, todas... Las meretrices, por dinero; las honradas, por una bendición...

J.—Eres muy mordaz.

A.—No, soy muy justa. Nosotras, que dada nuestra posición social no osaríamos tener un amante, nos entregamos sin protesta á cualquier advenedizo que se case, cediéndole cuanto poseemos á trueque de su apellido. ¿Comprendes?... El matrimonio es el mercado donde se tasan y se venden las mujeres honradas.

J.—(Con tristeza) Es cierto.

A.—Y lo más famoso es que nosotras somos las principales autoras de nuestra desgracia: nacimos cobardes, tenemos demasiada prisa en casarnos, temiendo quedar solteras, y en vez de luchar por rendir la voluntad de esos calaveras contumaces que tanto gustan, nos abandonamos fríamente entre los brazos de cualquier individuo adocenado que se case. Queremos ser felices en seguida, sin combate, sin afanes, y la felicidad que no cuesta trabajos y lágrimas, no puede ser larga ni valedera. Pongamos un ejemplo. ¿Tú serías dichosa con Juanito Pantoja?

J.—¡Oh! ya lo creo.

A.—Lo reune todo: la gentileza, la donosura de entendimiento, la verbosidad apasionada de los hombres ardientes. Podrá mentir cuando habla de amor, seguramente miente... pero, ¡qué bien lo hace!... Es el suyo un embuste bellísimo que vale una realidad.

J.—(Reflexiva.) Cierta noche me dijo que se moría por mí.

A.—También á mí me juró algo igual. Es un hombre encantador, que se muere por todas. Confieso que me agrada infinitamente más que Luis.

J.—¡Toma!... Y también vale mucho más que Enrique.

A.—Ahí tienes. Comprendo que una mujer resbale y caiga con hombres como Juanito Pantoja; pero no concibo que ninguna se pierda ni por Enrique ni por Luis.

J.—Yo tampoco.

A.—¿Cualquier novio sirve para marido?

J.—Cualquiera.

A.—Pero ¡qué pocos novios merecen ascender á la categoría de amantes!

(Pausa).

J.—Pantoja es un conversador irresistible.

A.—Sí: ¡cuánto habla y qué bien lo dice todo!

J.—La mujer que logre rendirle será feliz.

A.—¡Oh, sí!... ¡Muy dichosa!...

J.—Debo de ser altamente halagador eso de poder decir: mi marido es el más gentil, el más valiente, el más ingenioso, el más seductor de los hombres... Y en sus mocedades fué una mala cabeza, un gran perdido, que burló á muchas incautas y que yo sólo pude rendir...

A. (Suspirando).—Sí... la fábula de doña Inés inocente, rindiendo al Tenorio libertino, es el bello ideal de todas nosotras. ¡Y pensar que dentro de algunos meses nos casaremos con Enrique y con Luis!...

(Las dos amigas permanecen pensativas, acariciando mentalmente la dulce quimera de su felicidad fugitiva.) J.—Aunque estoy cierta de que Pantoja es un botarate, creo que siempre me saluda con especial cariño.

A.—Y á mí.

J.—Recuerdo que su declaración la formuló en términos tan apasionados, tan vehementes...

A.—A mí también me dijo algo que no he olvidado... (Pensativa.)

(Pausa).

J.—(De pronto.) Vaya, vaya... Juanito es un hombre diabólico que sólo sirve para amante.

A.—Y en esos galanes tan seductores, tan apuestos, que sólo sirven para amantes...

J.—No hay que pensar.

A.—Es lo mejor.

J.—(Riendo.) Hasta después que estemos casadas.

GLUCK, EL INIMITABLE

—Desengáñate, pobre Gluck, yo no puedo deslumbrarme con las hiperbólicas ofertas de un hombre vulgar... La mujer que, como yo, levanta nueve arrobas con los dientes, no se apasiona por ningún calzafraque sin corazón. El dueño y señor de mi albedrío será más fuerte que yo, más valiente que yo.

—¡Adriana!—murmuró el payaso ruborizándose.

—No me supliques... tus súplicas me exasperan rebajándote á mis ojos, porque toda súplica reboza una debilidad. De los tres menguados que más decididos parecéis á molestarme con vuestras serenatas de amor, no quiero á ninguno. Nemo, el domador de leones, es valiente, pero tiene menos fuerza que yo y su apocamiento me disgusta... Parece un niño atrevido á quien podemos vapulear á telón alzado, si nos molesta. Los brazos de Alsini, el rey del trapecio, reconozco que son más vigorosos que los míos, pero Alsini es una bestia de carga, sumisa y cobarde. Le desprecio... En cuanto á ti, que pasaste la vida diciendo chistes, y que no tienes la fuerza del uno, ni diste muestras de atesorar la bravura del otro... A ti, mi pobre Gluck no quiero juzgarte... Adiós.

Así habló Adriana Carmezza, la orgullosa italiana que recibía sobre las espaldas una bala de cañón de treinta kilos arrojada desde una gran altura, y levantaba nueve arrobas entre sus dientecillos de osezno, pequeñines y blancos. Y Gluck, el Inimitable, permaneció de pie, los brazos cruzados sobre su robusto pechazo de atleta y los ojos muy abiertos, para no llorar.

Hasta los cuartos de los artistas llegaban los murmullos amenazadores del público que iba invadiendo las galerías: aquella noche Adriana Carmezza celebraba su beneficio y, como en obsequio á la beneficiada la empresa organizó un programa magnífico, la concurrencia era enorme. Cuando resonaron los primeros acordes de la orquesta, los artistas refluyeron hasta el callejón que conducía á la pista: la representación iba á empezar...

El único que, abstraído en sus imaginaciones, permanecía ajeno á todo aquel movimiento, era el payaso Gluck; Gluck el Inimitable... Estaba disfrazado de salvaje, la cabeza adornada por un vistoso penacho de plumas, las caderas ceñidas con un faldellín salpicado de relucientes lentejuelas, y las piernas y los brazos embadurnados de negro y adornados con sendos anillos de oro... Inmóvil, fuerte y mudo, como un picacho basáltico.

Casi todos los artistas que por allí pasaban, maravillados de su actitud, le dirigían alguna burleta ó le daban en el hombro un amistoso golpecito.

—¿En qué piensas, Gluck?... Gluck, ¿qué tienes?

Y Gluck, el Inimitable, les miraba sin responder. Luego, cuando vió pasar al atlético Alsini balanceándose sobre sus membrudas piernas de jayán, y á Nemo, aquel héroe que había puesto el pie sobre el lomo de tantos leones amansados, el payaso sintió que los celos le mordían el corazón y que sus mejillas echaban fuego. Después pasó Adriana.

—Adiós, Gluck—dijo.

En aquel momento el público aplaudía un ejercicio y todos los acróbatas se agolparon en un extremo del corredor, junto á la pista. Gluck y Adriana se hallaban en la sombra, tras unos bastidores. Ella vestía de negro: sobre el escote del corpiño se insinuaba el seno opulento y de marmóreas dureza y blancura; el cuello era grueso, el rostro expresivo, con una belleza varonil de amazona espartana; los ojos alegres y dominadores. El payaso se acercó á ella y cogiéndola fuertemente por una muñeca, la atrajo hacia sí.

—Adriana—repitió,—Adriana... ¡quiéreme!...

Lo dijo de golpe, sin preámbulos, con ese laconismo brutal de las pasiones supremas; laconismo que daba severidad y valimiento á su sencillo disfraz de salvaje. Ella sonrió desdeñosa.

—¿Otra vez?

—¡Cómo no... si eres mi vida, si cuando te alejas de mí parece que me arrancan el alma!... ¡Adriana, dame una esperanza y no consigas con esos desvíos que sea célebre esta noche de tu beneficio!... ¡Adriana, que me pierdes!...

Ella, irritada por la orden que envolvía aquella súplica, le rechazó vigorosamente.

—¡No!—dijo.

El payaso exhaló un grito agónico y llevóse ambas manos á la cabeza con ademán de trágica desesperación; pero Adriana, furiosa, no satisfecha con desesperanzarle, le insultaba.

—¡No me satisfaces!... Eres cobarde, eres débil. Los fuertes no mendigan lo que pueden obtener por sus puños, y tú suplicas... ¿Lo comprendes ahora? Me repugnas; me repugnas y te odio. Vete, vete, que no me sirves...

Sus palabras caían como mazos de batán sobre la cabeza de Gluck, que gemía sordamente. Después, cuando ya le juzgó bastante castigado y maltrecho, dió media vuelta y se alejó titubeando aquellas caderas amplias y firmes que parecían destinadas á engendrar una raza superior; Gluck, el Inimitable, quedó apoyado contra la pared, la cabeza sobre el pecho y flaqueándole las piernas, en la actitud de un salvaje herido.

Momentos después, cuando Adriana Carmezza salía á la pista pagando con sonrisas amables los aplausos del público, Nemo y Alsini reaparecieron, trayendo cada uno de ellos un gran ramo de flores. Al verles, volvió á resonar en los oídos de Gluck el apóstrofe de Adriana: «Vete, que no me sirves...» y, enloquecido, les cerró el paso.

—¿Para quién son esas flores?—exclamó con voz que el coraje tremolaba siniestramente:

—Para Adriana—repuso Nemo sin inmutarse.

Los tres hombres se miraron sañudamente: todos se odiaban desde que el Destino permitió que una misma mujer sirviese de norte á sus deseos, y en aquel momento casi se holgaron de tener un pretexto á qué asirse para dar vado á su antiguo rencor. Estaban en un carrejo obscuro abierto entre dos bastidores altos...

—A esa mujer—dijo Gluck,—nadie la obsequia más que yo.

—Quita, payaso—contestó Nemo subrayando la frase con dañina intención.

Pero Gluck, el Inimitable, se precipitó sobre él y arrebatándole el ramo de flores lo arrojó al suelo, despedazado.

—¡¡Al que dé un paso—gritó,—le parto el alma!!

Ni Nemo, el domador de leones, ni Alsini, podían luchar con Gluck, porque al primero le faltaba la fuerza y al segundo el valor; mas en aquel momento la furiosa acometividad del payaso les indujo á unirse en formidable alianza.

—Retírate, bruto—dijo Nemo.

—¡Atrás!—agregó Alsini á quien vigorizaba el esfuerzo temerario del domador.

Pero Gluck, fuera de sí, arremetióles sin contestar; su primer golpe fué para Nemo, el segundo para Alsini; dos puñetazos de titán celoso que resonaron con un sordo crujido de huesos. Entonces comenzó una lucha terrible: Nemo había caído al suelo, pero levantóse enseguida y arremetió al payaso; éste ladeó el cuerpo hurtando un golpe de su rival, contestó con otro y Nemo volvió á caer... Mientras, Alsini descargaba sobre la cabeza de Gluck su brazo de hierro. Era una lucha de colosos; la lucha formidable por la posesión de la hembra, de que habló Darwin.

Y entretanto, sofocando el seco estallido de aquellos golpes furibundos, llegaban hasta los combatientes, como ráfagas huracanadas de entusiasmo, los aplausos con que el público premiaba los ejercicios de Adriana Carmezza.

En momentos tales, Gluck el Inimitable, se revolvía con la agilidad y el denuedo del jabalí que hace frente á la jauría. Unas veces se agachaba prestamente para coger á su enemigo por la cintura y voltearle; ó se recrecía para herir desde arriba, ó brincaba para evitar un golpe, mientras su brazo, aquel brazo vengativo, negro y musculoso como el de un cíclope, giraba infatigable, machacando cráneos. Enardecido hasta el paroxismo por el furor de la pelea, Gluck el Inimitable valía por ciento: según los casos, ciaba, se cubría, se retrepaba, defendiéndose ó atacando, pero siempre incansable y terco, magullando á sus enemigos con recios golpes, y exasperándoles y aturdiéndoles con denuestos. Cada puñada, era un tiro; cada insulto, un salivazo.

De pronto Alsini y Nemo coincidieron en sus ataques y Gluck vaciló: por la nariz y por los oídos derramaba borbotones de sangre. En aquel momento Alsini cogió un martillo; Nemo un puñal; Gluck un formón.

Entonces la lucha fué breve: al primer choque Alsini rodó por tierra, moribundo, y Nemo y Gluck quedaron solos, retándose con la mirada:

—¡Sobra uno de los dos!—murmuraba el payaso;—¡uno, uno!...

—¡Tú!—repuso Nemo.

Y se acometieron: Gluck paró la cuchillada de su rival con el brazo; Nemo la paró con el corazón, y cayó muerto.

Horrorizado de sí mismo, Gluck el Inimitable, echó á correr; iba con los ojos fuera de las órbitas, anhelante de fatiga, chorreando sangre, y aquellos hilillos rojizos se coagulaban formando sobre su pecho y sus hombros desnudos, extraños arabescos. Al llegar al corredor, todos los artistas que por allí andaban retrocedieron espantados, mientras Gluck les miraba estúpidamente, buscando un rostro que no hallaba. En aquel momento reapareció Adriana, que volvía de la pista sonriente y cargada de flores: Gluck, al verla, corrió hacia ella lanzando un grito de macho vencedor. Adriana palideció hasta la lividez, y bajo la acróbata viril que levantaba nueve arrobas con los dientes, reapareció la hembra, dulce y tímida.

—¡Sólo mía!...—exclamo Gluck;—¡más valiente que Nemo, más fuerte que Alsini!...

Y repitió varias veces:

—¡Sólo mía!...

Después, sujetando á Adriana fuertemente por las muñecas, murmuró con ese acento de rencorosa satisfacción del hombre que puede vengarse devolviendo ojo por ojo.

—Ahora, dime; ¿sirvo?...

La herencia de un gran hombre

Ella le amaba mucho, locamente, con ese cariño sumiso, idolátrico, que las mujeres sencillas profesan á los hombres de genio.

El matrimonio fué para Luisa una negación de sí misma; Pablo la empequeñecía y eclipsaba como el sol obscurece el brillo de los planetas que de él reciben luz y calor: cuantas personas visitaban su casa preguntaban por él... de ella nadie se acordaba: ella sólo era la mujer del gran hombre, una cifra sin valor, una compañera fiel que, después de introducir á los visitantes en el despacho de su marido, se retiraba discretamente cerrando la puerta. Y, sin embargo, aquella negación, aquel olvido, constituían, sus mayores orgullos, pareciéndola que su infinitesimal pequeñez era lo que mejor acreditaba la pasmosa altitud y endiosamiento del esposo.

Tan idolátrico fué aquel amor, que Luisa nunca sintió su pobreza; pues conviene advertir que su marido era muy pobre, con pobreza tan supina, tan solemne, como su mismo genio. Pablo tenía humorismos de loco: á veces el dinero que guardaba para gastos indispensables lo invertía en comprar un cuadro ó cualquier otro objeto artístico, pero inútil; ó bien regalaba á su mujer un traje de seda, sin acordarse de que no tenía zapatos. Mas á pesar de estos desequilibrios que solían ponerles en extremados aprietos, Luisa era feliz, con esa felicidad rotunda de los espíritus cándidos.

Así vivieron hasta que Pablo publicó un artículo violentísimo contra cierto crítico que le había censurado rudamente: aquel artículo provocó otros varios, y todos un desafío en el que Pablo recibió una estocada mortal.

Luisa, de pronto, se encontró viuda y sin otro cariño que el de un hijo pequeño. La muerte de Pablo fué tan repentina que ni siquiera tuvo el consuelo de poder llorarle; su pena no la arrancó ni un solo grito y sus lágrimas corrieron por dentro mientras sus ojos permanecían tristes y enjutos: fué un dolor mudo como el de los pajarillos á quienes el vendaval dejó sin nido en la época mejor de sus amores.

Al principio la joven fué lanzada en el torbellino de una existencia febril que no daba espacio á la reflexión: en pocos días recibió centenares de telegramas que había de contestar inmediatamente, y hallóse solicitada y perseguida por individuos que acudían á darla el pésame, y por periodistas que deseaban publicar el retrato y la biografía del ilustre finado: los actores la hablaban del último drama que estaban ensayando; los editores de la última novela: todos querían algo, todos pedían algo... y Luisa les veía pasar creyendo que aquella grave y ceremoniosa procesión de sombras enlutadas, no concluiría nunca.

Esta solicitud, no obstante, fué disminuyendo, la casa del gran artista iba sumiéndose en el silencio tétrico de las cosas olvidadas, y al fin Luisa se encontró sola en un hogar pobrísimo cuya frialdad y desnudez no había reparado hasta entonces.

Así permaneció varios meses: por la mañana le enseñaba á leer á su hijo en una novela de su padre, y leyendo aquellas páginas que ella vió escribir, lloraba copiosamente; por las tardes permanecía brazo sobre brazo, no sabiendo cómo emplearse ni qué hacer para conjurar la miseria.

Ella había vivido tan ajena á toda suerte de negocios y Pablo dejó sus asuntos tan embrollados, que la joven no pudo cobrar nada de los libros ni de los dramas de su marido: los editores decían que ninguna de aquellas obras estaba registrada y el abogado que se ofreció á poner en claro todo aquel laberinto, empezó exigiendo algunos centenares de pesetas para sufragio de los primeros gastos.

Luisa, acobardada, renunció á todo y vendió algunos manuscritos de Pablo para seguir viviendo; y entretanto, el prestigio del gran hombre muerto menguaba mucho más de lo que Luisa creía.

Llegó momento en que la pobre viuda, vendidos todos sus muebles y empeñadas todas sus alhajas, cayó en una situación precaria. En la cajita donde guardaba sus secretillos de esposa feliz, conservaba todavía un artículo de Pablo: ¡el último artículo!

Luisa dudó mucho antes de resolverse á vender aquel manojito de queridas cuartillas: era un cuento muy bonito, muy tierno, que había leído muchas veces. Pero era preciso decidirse y se decidió, constreñida por el apremio brutal de la necesidad.

Aquella misma noche, vestida con un modesto trajecillo negro y llevando á su hijo de la mano, la viuda se encaminó á la redacción del periódico que su marido dirigió algunos años y, durante el trayecto, pensaba en aquellas cuartillas que oprimía nerviosamente contra su seno dolorido, dándolas un romántico adiós, apasionado y mudo. Cuando subía las escaleras de la redacción, un ordenanza le salió al encuentro.

—¿El señor director?—preguntó Luisa.

Está ocupado.

—Dígale que la viuda de don Pablo de Tal... desea verle.

El ordenanza se fué y luego reapareció murmurando:

—Pase usted.

Luisa penetró en un despacho decorado con elegante sobriedad: la sillería era de cuero, el piso estaba alfombrado y los huecos de las ventanas disimulados por densos cortinajes de color obscuro. Ante una mesa había un individuo que escribía febrilmente, con el pálido semblante bañado en la penumbra melancólica de un quinqué con pantalla verde. Al ver á Luisa, aquel caballero se levantó con afectada solicitud y la ofreció una silla. Después hablaron un poco del ilustre muerto; los ojos de Luisa se humedecieron; su interlocutor también pareció muy conmovido; luego la invitó á que explicara el objeto de su visita...

—Le traigo á usted un artículo.

—¿Un artículo?

—Sí, señor; de Pablo...

—¿Para qué?

Luisa se detuvo dolorosamente, sorprendida por la pregunta del que fué antiguo compañero de su marido.

—Por si lo quiere usted—repuso tras una breve pausa;—no puedo cobrar nada de lo que empresarios y editores me deben, y ahora tengo compromisos...

Sus mejillas echaban fuego; no podía hablar.

—¡Oh!... Comprendo; pero, ahora, un artículo de Pablo... no tiene oportunidad... ¡Si hubiera sido cuando él murió!...

Luisa rompió á llorar.

—Tiene usted razón—murmuró;—pero éste es su último artículo, el último... y yo no quería venderlo.

—Vaya, no se aflija usted, aquello pasó... Siento que el periódico no pueda pagar lo mucho que valdrán esas cuartillas; pero, en fin, ¿cuánto quiere usted?

Lo que ella deseaba era concluir pronto y escapar de allí; el precio ya no la importaba.

—¿Pondremos... cuarenta pesetas?

—Bien, bien...

Aquello era un suplicio inacabable; una especie de limosna que la ofrecían bajo recibo... Después, mientras salía de la redacción, escuchando el argentino tintineo de las monedas que llevaba en el bolsillo, pensaba en la bancarrota suprema de todas sus ilusiones. ¿Qué quedaba de los ruidosos triunfos de Pablo? De tantos aplausos, de tantas brillantes polémicas, de tantos ensueños ambiciosos, ¿qué quedó?... Sus amigos le habían olvidado; sus discípulos ya no le respetaban: era un maestro enterrado, un ídolo caído...

—¿Dónde fué aquel mundo de doradas quimeras?—pensaba Luisa;—¿qué resta de todo aquel glorioso poderío que me deslumbró?...

Y las monedas recién cobradas, tintineando en su faltriquera, parecían responder:

—«Cuarenta pesetas; la herencia de un gran hombre...»

A OBSCURAS

Mercedes, una amiga que ignoraba los lazos de cariño habidos, desde muy antiguo, entre la hermosa cortesana y el célebre poeta, les presentó mutuamente.

—Don Pedro Equis... Antonia, mi mejor amiga.

Ella y él se inclinaron ceremoniosos, aparentando no conocerse, sintiendo que aquella inocente superchería les hermanaba en la penumbra del disimulo.

Sentáronse en el mismo sofá, cuidando inconscientemente de que sus rodillas no tropezasen, distrayendo sus miradas con los cuadros de alegres y pujantes colorines, las plantas y los disecados pajarillos que adornaban las paredes y ángulos del saloncito. Mercedes dijo jovialmente:

—Pues, sí: aquí tienes á mi amigo don Pedro, el gran cantor de los amores, cuyos versos no hay hombre, medianamente ilustrado que, en los momentos de borrachera sentimental, no sepa repetir de memoria.

—Así es.

—Bien recuerdo—prosiguió Mercedes riendo por la franqueza de la mujer que sabe tener la boca bonita—que cierto actor, conocido de todos, me sedujo recitándome versos de nuestro poeta.

...Y el poeta, escuchando la evocación de aquellas deliciosas locuras, sonreía melancólico, reconociendo que la misión de los pobres artistas que de nada disfrutan y que todo lo cantan, es triste como la de los sacerdotes, obligados á bendecir los placeres de un amor vedado á ellos eternamente. Mercedes, que salió un instante, volvió mostrando un telegrama que acababan de traer y la forzaba á marchar á la calle.

—Quedan ustedes en su casa—dijo;—empero no dudo sabrán ser juiciosos y tratarse con respeto.

Al verse solos, Antonia y el poeta volvieron los ojos al pasado.

—¿Te acuerdas?

—¡Cómo no!—repuso ella;—¿y quién pensara que íbamos á tropezamos aquí, después de tanto tiempo?...

Más de quince años fueron pasados desde entonces, y, en la neblina de la distancia, el recuerdo de aquellos amores castos, nacidos en edad demasiado temprana, pintaba un ramalazo de alegre y suave color.

—¿He cambiado mucho?—preguntó él.

Ella no hubiese querido disgustarle, pero la realidad se imponía con tal fuerza, que su generoso sentimiento quedó vencido.

—Bastante—murmuró.

Aunque colocada en los linderos últimos de la segunda juventud, se conservaba hermosa y por todo extremo fresca y deseable, habiendo pasado la vida por ella como la brisa sobre las flores, sin marchitarla; para él, en cambio, la exístencia fué huracán fortísimo que apagó la lumbre de sus ojos y aró su frente y quebrantó los resortes de la ya desgobernada voluntad. Y aquel desvalimiento lo revelaban el arco desilusionado de sus labios y su mirada fría, como la de los viejos que presenciaron la desaparición de todo lo amado.

—Aquellos tiempos—exclamó Pedro cerrando los ojos para mejor rendir su espíritu al dulce columpio del recuerdo,—forman en mi memoria una acuarela de sencilla composición y regocijados tonos.

Antonia suspiró.

—A pesar de los años transcurridos—dijo,—no he podido olvidarte y, siempre que leía tu nombre, el ayer renacía...

Le contemplaba atentamente, doliéndose de hallarle tan viejo, tan caído, tan feo... con su calvo cráneo limado por el insomnio, su semblante que marchitó el hastío, sus labios cansados de besar y de mentir pasiones...

Dos días después, en la misma casa, tornaron á verse; y tras aquel encuentro vino una cita, y luego otra... Citas honestas de amigos, de verdaderos amigos, que hallan, charlando juntos, sabroso pasatiempo.

—¿Cómo estoy?—preguntaba ella.

—Mejor que antes, más mujer, más hecha: diríase que los años te perfeccionaron, trazando curvas, puliendo angulosidades, corrigiendo, en fin, gallardamente, lo que la impaciente juventud dejó mal concluído.

Mientras el poeta hablaba, la gentil cortesana se estremecía mordida por un capricho; raro capricho que iba definiéndose, sojuzgando su ánimo bajo una fuerza invasora incontestable. Sin saberlo, adoraba á Pedro; le admiraba, hubiese querido pasar la vida pendiente de sus labios elocuentes... y pertenecerle, para ahuyentar sus penas.

—Su alma es hermosa—pensaba Antonia, exaltándose.

Mas inmediatamente después, la voz implacable de su buen sentido, respondía:

—¡Pero es tan feo!... ¡Tan feo!...

Y para escucharle, miraba al suelo, hallando grato aquel apartamiento de la realidad desconsoladora.

...Fué otra tarde en aquel mismo coquetón saloncillo. Pedro callaba, considerando imposible la reconquista de su antigua amada, que languidecía en el silencio; silencio augusto, cargado de recuerdos que desbordaban su amor. Mercedes había salido.

—¿Por qué ese mutismo?—preguntó Antonia.

—¿Qué puedo decir?... ¡Estás tan lejos de mí! ¡Tan lejos!...

—¡Oh!... No lo creas. Vivo muy cerca de ti, tan cerca como antes, acaso más vecina que nunca... Porque mi espíritu, instruído por la experiencia, comprende mejor los raros méritos del tuyo. ¡Háblame... háblame!

—¿De qué?

—¡Ah, no sé!... No sabría decírtelo... Pero, habla... la corrección de tu discurso y tu voz, que nubló la tristeza, aturden mi razón dulcemente, como el vaho aromoso de los pebeteros. Sí, por lo más santo... no me niegues el favor de escucharte. Háblame de amor... evoca lo pretérito; jura, como sólo tú sabes hacerlo, que no me has olvidado todavía... ¡Habla!

Y él habló... friamente al principio, como viejo actor que representa; después con fuego, sintiendo caldearse sus nervios bajo la viril sacudida de su propia inspiración.

—Antonia... ¿te acuerdas?...

Hablaba cogiéndola las manos, envolviéndola en una mirada ardiente, dejando que su aliento acariciase la frente de la amada. Y reconociéndose elocuente, se entregaba contento á este juego de gestos y de palabras, con la doble alegría del amante y del artista que espera ser aplaudido. Y proseguía:

—En vano intentas sustraerte á ti misma; me quieres, lo sé, me consta... Si así no fuese, ¿á qué esa turbación? ¿A qué ese humillar la cabeza y bajar los ojos?... Oyeme, soy yo... tu Pedro... quien te llama; soy tu pasado, tu juventud primera, que vuelven conmigo.

Ella balbuceaba, entregándose al hechizo de la ficción.

—¡Pedro mío!... ¡Pedro!...

—Antonia, mi Antonia... adorada de mi alma... ¿Es posible que después de separación tan dilatada, volvamos á estar juntos?... Hace mucho tiempo, juré amarte, y mi fe cumplió lo jurado sin que ni la distancia ni los frívolos placeres mundanos quebrantasen el hierro fortísimo de mi juramento. Te conocí siendo niña, nos amamos: yo entonces ganaba lo suficiente para no morir, pero estudiaba sin desmayos, sabiendo que el estudio y el trabajo son las únicas carabelas que pueden conducirnos derechamente á las playas de la dicha, y en aquellas playas remotas tú esperabas.

Trastornada por el fuego de esta romántica peroración, la joven abrió los ojos que hasta allí tuvo cerrados, queriendo gustar la contemplación del hombre que tantas y tan lindas cosas decía, y no pudo; vió su frente sombría que arrugaron los años, su boca triste, su tez marchita, su cuerpo encorvado, sus ojos sin luz... ¡Y no pudo!... El beso se heló en sus labios y volvió á cerrar los ojos. ¡Era tan feo!...

—Lo pasado ha vuelto... ¡oh, Antonia!... No dejes que esta felicidad torne al pasado otra vez.

Ella, sintiendo que en la obscuridad su ilusión renacía, contestaba, sin abrir los párpados, meciéndose nuevamente en la música de aquel fingimiento adormecedor:

—Pedro mío, yo te amo, pero mi historia, sembrada de errores, imposibilita nuestra unión; yo soy una desgraciada; tú, en cambio, puedes ser feliz aún.

—¡Yo! ¡Yo dichoso!... ¿Sin tí?... Nunca. Ahora mi nombre llena tu memoria y esa convicción, acaso presuntuosa, me consuela. Pero más adelante, cuando nos separemos, cuando no te vea, cuando la casualidad que acaba de unirnos no exista... y mi recuerdo vaya empequeñeciéndose en tu espíritu con el tiempo, como la imagen de todo lo que pasa, de todo lo que huye... Entonces, ¿quién se acordará de mí... del vencido?...

—Me sofocas como sofocan las pesadillas.

Contestó sin abrir los ojos, pareciéndola que en aquella obscuridad la voz cariñosa del poeta venía de muy lejos. Pedro prosiguió:

—Es el ayer, que te ahoga. Tú pasarás también, Antonia, y tu ocaso será muy triste...

—¡Sigue, sigue!...

—Será muy triste; y entonces, ¿quién te amparará? ¿Quién podrá consolarte del bien perdido?... Mientras que, viviendo juntos, no padecerías el tormento de la soledad, y tus últimos años serían dulces y tibios como los crepúsculos estivales...

Hubo otra pausa. Antonia, con la cabeza caída hacia atrás y los hermosos ojos cerrados, preguntó:

—¿Quieres apagar la luz?

—¿Para qué?...—repuso el poeta.

Y sin sospechar la triste razón que justificaba el capricho de su amiga, dijo:

—Estamos mejor así.

Luego continuó:

—Nos veo viejecitos, examinando juntos y sin pena el panorama de lo vivido, confortando con mi aliento tus manos trémulas, espantando con mis besos los pesares de tu vieja frente... ¡Antonia, mi Antonia!...

La emoción ahogó la voz de su garganta. Ella murmuró:

—Apaga la luz.

—No... necesito verte... déjame...

—Pedro...

—¡Eres tan hermosa!... Ven, más cerca, así... tus manos en mis manos... nuestros pechos muy juntos, más...

—¡Oh, adorado mío!... ¡Qué dulzura, qué persuación la de tus palabras!...

Iba á abrir los párpados, pero recordó con miedo las trazas lamentables de su amador, y volvió á cerrarlos.

—Antonia—el poeta repetía,—¿me quieres?

Como eco de la callada habitación, la joven contestó:

—Mucho.

—¿Con toda tu alma?

—Sí... con toda mi alma.

—¡Oh, placer!... Dilo, dilo otra vez para consuelo mio... ¡Repítelo muy alto!...

—Te quiero... te quiero... ¡Y nada me consolará de los años que viví sin amarte!

Otra vez sus ojos se abrian, poseídos del ansia de mirar, pero se contuvo. Pedro, murmuraba:

—Ven...

Ella sintió sobre la fresa de sus labios, los labios calenturientos del poeta, y su aliento, cálido como el jadeo de las fieras. Entonces se levantó y sin entreabrir los cerrados párpados, se dirigió á tientas hacia la mesa y apagó el quinqué; la habitación quedó á obscuras, en las tinieblas los objetos perdieron su forma; el hechizo de la conversación estaba salvado.

—¿Qué haces?—preguntó Pedro sorprendido.

Ella repuso:

—Acercarme á tí...

LA OCASIÓN

ESCENA PRIMERA

(Gabinete bien amueblado, con diván, marquesitas, etc. Al fondo, la puerta del dormitorio. A la izquierda del actor, otra puerta. A la derecha, una ventana. Es de noche.)

Casta.—(En traje de calle y asomando la cabeza por la puerta de la izquierda, que estará entornada). ¡Granuja, granuja!... ¡Poca vergüenza!... (Pausa, como si alguien contestase á sus palabras desde dentro.) ¿Qué dices? (Pausa.) ¡Me tiene sin cuidado! (Gritando furiosa.) Puedes venir cuando gustes, ó no venir... me es indiferente. Si quieres, pasa la noche donde pasaste la de ayer, y la otra... ¡y la otra!... (Cerrando la puerta, como temiendo que su amenaza llegue á oídos del esposo, que se va.) Pero no te admires, si, en llegando la ocasión... hago lo que tenga por conveniente. Eso es, ni más ni menos: lo que me dé la gana, mi real gana; aquello que ordene mi gusto... (se quita el sombrero y va y vuelve por el escenario, dando señales de agitación y despecho vivisimos.) ¡Linda conducta la de mi esposo!... Está cincuenta y tantas horas sin venir por aquí, metido... ¡sabe Dios dónde!... Y hoy reaparece, después de almorzar, con las manos y los dientes muy limpios y su cara de Pascua, repitiéndome la viejísima historia del amigo que, saliendo del teatro, enfermó repentinamente, y á quien fué necesario subir á un coche, llevarle á su casa, meterle entre colchas, darle tisanas... etcétera. Yo fingí dar crédito á todo aquel hilvanamiento de burdas mentiras, y repuse:—Bueno, ¿quieres llevarme esta noche al teatro?—¿Por qué no?—dijo. Mi señor marido es un caballero que no tiene palabra mala ni hecho bueno. Como le conozco, insistí.—Conque, ¿me llevarás?—Sí, mujer.—¿De verdad?—De verdad.—¿No vendrás á última hora con alguna de las tuyas?... ¡Cómo se puso el muy hipócrita! ¡Qué protestas, qué extremos de cariño!... Era preciso creerle. Total: me dejó convencida y se marchó. ¡Es que las mujeres nacimos tontas!... (Pausa.) Por eso, mucho antes de cenar ya estaba yo vestida. Y dan las siete de la tarde, y las ocho... ¡y Mariano sin venir! (Pausa.) Cené sola, con el alma dada á todos los diablos, comprendiendo que, al fin, me quedaría compuesta y en casa. ¡Así fué!... A los postres reapareció mi señor; volvía para buscar dinero y decirme que tenía un asunto urgente... un negocio de minas... ¡No quiero recordarlo! (Furiosa.) ¡Pillo, granujón!... ¡Si supiera que otros adoran lo que él desprecia!... Su amigo Ricardo, por ejemplo, me corteja desde que empezó el verano: ¡y es tan dulce, tan insinuante, tan delicado... tan guapo!... (Suena un timbre.) ¡Cómo! ¿Gente á estas horas? (Pausa.) ¿Quién será?...

ESCENA II

Casta, luego Susana

Susana.—(Desde fuera.) ¿Se puede?

Casta.—Adelante.

S.—¿Cómo?... ¿Estás sola?

C.—Sí.

S.—¡Yo que no me atrevía á entrar, temiendo hallarte!...

C.—¿Dónde?

S.—En brazos del esposo.

C.—No me hables de Mariano.

S.—¿Está en casa?

C.—No.

S.—¡Me alegro! ¿Cuándo vendrá?

C.—Ni el diablo lo sabe. Mañana... pasado... ¡Ni me importa!...

S.—Mejor. Entonces...

C.—¿Qué?

S.—Vente conmigo.

C.—¡Chiquilla!

S.—Vente.

C.—¿Dónde?

S.—A la Bombilla.

C.—¡A la Bombilla! (Horrorizada.)

S.—Sí.

C.—¿Solas?

S.—¡Quiá!

C.—¿Con quién?

S.—Con mi amigo; ya le conoces... Federico...

C.—¿Estás loca?

S.—Sí, loca; loca y borracha, ¡pero no de vino, sino de alegría, de ilusión, de juventud!...

C.—¿Y tu marido?

S.—En Puente-Viesco, desde ayer, curándose el reúma. Vamos, ¿qué piensas?... Federico aguarda en la esquina.

C.—Imposible, no voy.

S.—¿Por qué? ¿Quién iba á enterarse?

C.—(Pensativa y dudosa.) Nadie...

S.—Entonces...

O.—Dudo, tengo miedo.

S.—¿A quién?

C.—No sé.

S.—¿No estás vestida?

C.—Sí.

S.—Pues, necia... sígueme. ¿A qué esperas?

C.—Sin embargo...

S.—¿Qué?

C.—¡Bonito papel representaría yo en vuestro dúo de amor!

S.—¡Psch!... Regular... (Ríe.)

C.—Si yo tuviese...

S.—¿Un amigo?

C.—Eso es...

S.—¡Naturalmente; un amigo! ¡Lo que tantas veces te aconsejé que debes procurarte!... Porque, mira: con los hombres debe hacerse lo que con los trajes: hay uno nuevo, para salir de día, ir al teatro, exhibirse en público... este es el marido. El amante es el traje modesto conque salimos de noche, por calles solitarias... ó al campo, para tendernos libremente sobre la hierba..!

C.—(pensativa.) ¡Si Ricardito supiera!...

S.—(con gran interés.) Oye, á propósito: ¿qué hay de eso?

C.—Nada nuevo.

S.—¿Te escribe?

C.—Todos los días... y me sigue... y no me deja á sol ni á sombra.

S.-¿Y tú?

C.—Desdeñándole.

S.—¿Y tu marido?

C.—Como los maridos de Bocaccio: en la higuera.

S.—¡Pobre Ricardo!

C.—Si leyeses su última carta...

S.—(Con alegría.) ¡A ver, á ver!...

C.—(Sacando un papel del seno.) Lee; me llama su cielo...

S.—(leyendo, pero sin coger la carta.) Y... su vida... Y te pide una cita...

C.—Sí.

S.—¡Pobrecillo!

C.—Mira, cómo se despide: «Te beso en los labios...»

S.—(Leyendo.) «En la nuca...»

C.—(Leyendo.) «Donde tú quieras..»

S.—¡Excelente muchacho!

C.—¿Te parece?

S.—Yo le protegeré.

Pausa. Las dos interlocutores meditan.

S.—Conque, ¿vienes?

C.—No me atrevo.

S.—Cobarde.

C.—No, no soy cobarde... pero, reconoce que la caída de las mujeres depende, más que del deseo...

S.—Sí, de la ocasión.

C.—Tú lo digiste.

S.—Del cuarto de hora...

C.—Y esa ocasión, ese cuarto de hora, faltan... faltando Ricardo.

S.—(Resignándose.) Bien; entonces, adiós, no quiero perder más tiempo.

C.—(Besándola.) Adiós, que seas muy feliz.

S.—Lo seré; no lo dudes.

C.—Yo en cambio...

S.—Encerrada y sola... y condenada á marido perpetuo. Adiós, feísima, adiós... (Váse: Casta la acompaña. La escena queda un instante sola.)

ESCENA III

Casta

(Cerrando la puerta con llave.)

Cuando la ocasión no llega todo falta. Mi esposo me abandona, mi amiga se marcha también tras su alegría... ¡Bueno va!... Me acostaré; ¿qué remedio? (Empieza á desnudarse poco á poco y hasta donde las buenas costumbres consientan.) Hace calor, el ambiente perfumado de este gabinete es asfixiante... asfixiante como un abrazo muy estrecho. ¡Uf, me ahogo!... Todo me habla de amor: el silencio... los muebles... el lecho mullido donde dormiré sola... Abriré la ventana (Pausa.) ¡Oh, qué noche tan hermosa! ¡Cuánta paz en la tierra! En los cielos... ¡cuánta electricidad y cuánta luz!... Desfallezco; algo misterioso me besa sobre los labios. (Asomándose á la ventana.) ¿Qué es eso?... Una orquesta ambulante; ¡sólo faltaba la música para concluir de trastornarme!... (Dentro algunos violines ejecutan un vals.) ¡Ah, ese vals!... (En éxtasis.) Lo he bailado tantas veces siendo soltera, cuando era inocente... cuando soñaba... Me veo girando por los salones, la cabeza caída hacia atrás y sintiendo sobre los riñones la presión de un brazo enamorado... ¡Oh, aquellos tiempos! (Continúa desnudándose.) La música, llamando á mis recuerdos, trastorna mi espíritu; el calor muerde mis nervios y mi carne. ¡Amado!... ¿Dónde está?... ¡Estas noches húmedas de Septiembre roban al cielo tantas vírgenes!... (Pausa.) Hace pocos momentos decía que faltaba la ocasión y, no obstante, el cuarto de hora de los supremos vencimientos, está aquí; la hora azul del pecado, es ésta. (Pausa. Cesa la música. Luego suena un timbre; llaman á la puerta. Casta despertando de su embelesamiento.) ¿Quién va? ¿Quién es?...

Voz.—(Desde fuera.) Abra usted, señora.

C.—(Aterrada.) ¡Voy!... (Aparte.) ¿Qué es esto?... ¡Voy!... (Siempre aparte.) ¿Qué pasa por mí?... ¡Voy, voy!...

(Se viste apresuradamente una bata y abre.)

ESCENA IV

Casta y su Doncella

Doncella.—El señorito Ricardo... está ahí.

Casta.—¡Ricardo! (Retrocede asustada.)

D.—Sí.

C.—¿Cómo?

D.—Quiere hablar con usted.

C.—¡A estas horas!

D.—Los hombres enamorados son terribles, está loco por usted... y como yo le dije que el señor no vendría hasta mañana... (Ríe mirando al público.)

C.—¡Ah, está bien!... Te vendiste al ladrón...

D.—(Humilde.) Señora...

C.—Desde este momento quedas despedida.

D.—(Sonriendo.) Creo que la señora cambiará de opinión hablando con el señorito Ricardo.

C.—¡Miserable! (Exaltándose.)

D.—Lo dije sin intención... (Humilde y burlona.)

C.—(Cayendo desfallecida sobre el diván.) ¡Todo se conjura contra mí!... El desprecio de mi marido, los consejos de Susana... mi desnudez... la música, el calor húmedo de esta noche diabólica...

D.—El señorito Ricardo espera.

C.—¡Ay de mí!... ¿Qué me sucede?... ¿Qué siento?

D.—¿Qué le digo?

C.—El destino le trae y yo no puedo luchar contra lo invencible.

D.—¿Señora?

C.—Aguarda. (Pausa.)

D.—Es que...

C.—¡Un momento!... (Suplicante.)

D.—(Mirando hacia la puerta.) ¿El señorito Ricardo...?

C.—Espera...

D.—¿Qué le digo? (Apremiante.)

(Pausa.)

C.—(Como desvanecida.) Me muero...

D.—¿Qué le digo?

(Pausa.)

C.—(Suspirando.) Que pase...

Telón

LA HIJA DEL SOL

Lo mismo la alborotada juventud, tan fácil á la hipérbole, como las envidiosas mujeres, inclinadas á discutir y morder el ajeno mérito, coincidían en proclamar á Carmen, la gitana, como el tipo femenino más perfecto de la pujante flamenquería sevillana.

Carmen nació en el campo: era hija de segadores y su madre la dió á luz una tarde de Agosto, tumbada entre los altos trigales, bajo el ancho espacio azul, abrasador y deslumbrador como la entrada de una fragua: de pronto resonó en los ámbitos de la planicie adormecida por el bochorno de la siesta, un grito, el grito selvático que lanzan las hembras cuando el último desgarro las convierte en madres; y nació Carmen... El viento de aquella tarde, un viento cálido como un bostezo del desierto, agitó los negros cabellos de la niña y la luz que caía á raudales tostó sus mejillas y su frente... Desde entonces, á Carmen la llamaron la Hija del Sol.

Todo en ella, efectivamente, concurría á mantener la exactitud y legitimidad de aquel apodo: su talle esbelto y ágil, su cuello grueso, su tez cobriza, su cabeza algo grande, su boca de carnosos y encendidos labios, amargados por el gesto, casi doloroso, de sed, que contrae la boca insaciable de los libertinos; y luego su carácter... su carácter reconcentrado, á veces sumiso, con sumisiones de esclava, indomable y fiero á ratos, pero siempre taciturno y perezoso, de mujer oriental; mujeres supersticiosas y ardientes que adoran al Sol.

Carmen profesaba al astro magnífico un culto idolátrico, casi sensual, de fetiquista. En la germinación y desarrollo de esta pasión debió de influir, amén de su idiosincrasia andaluza, la novela de su nacimiento, aquel nacer pintoresco, consumado durante las abrasadas horas de una tarde estival, en medio de la vasta planicie, convertida, bajo los rayos del sol, en inmensa charca de fuego y de luz... Las primeras sombras crepusculares ponían en su ánimo nostalgia y miedo inexplicables: se acostaba temprano para no ver la luna, la eterna muerta, tan triste, tan pálida, velando con su resplandor frío el reposo inquietante de las tumbas y de las ruinas; y madrugaba con el sol, que iba á sorprenderla en su lecho, espantando sus malos ensueños, derramando por sus venas una briosa corriente de vida. Los días de verano iba con sus padres á la siega, y allí, echada al pie de un árbol ó á la sombra de un bardal, abismaba sus ojos en el paisaje. Los pajarillos habían enmudecido, las cigarras, borrachas de calor, callaban bajo el rastrojo; la atmósfera ardía, el suelo exhalaba por sus poros un vaho abrasador, irrespirable, las golondrinas que intentaron atravesar volando la planicie, cayeron asfixiadas; en los confines del horizonte, tierra y cielo, borrados en la misma catarata luminosa, simulaban un incendio con oleadas de oro y nubes de púrpura; perdidos entre el trigo, con las recias espaldas y las frentes cubiertos de sudor, los segadores, estimulados por el orgulloso prurito de no quedarse retrasados en la faena, trabajaban sin descanso.

Carmen, sumida en un emperezamiento invencible, miraba al cielo, cegándose bajo aquella intensísima reverberación solar. El mismo sol, que tanto excitaba con sus ardores la carne de la virgen gitana, reprimía con su luz la explosión de sus pasiones: Carmen, que sentía en la obscuridad los vergonzosos bostezos del pecado, hubiera tenido empacho de desnudarse ante una ventana abierta: el sol, brillando majestuoso en el cenit de los espacios, represaba sus malos deseos y fortalecía su voluntad y su virtud, y á él volvía los entornados ojos en las horas azules de dulce y peligroso quebranto, como las vírgenes frágiles, al ir á perderse, miran el retrato de su padre colgado á la cabecera del lecho fatal, como pidiéndole ayuda ó perdón. ¡No, ella no sería mala, mientras hubiese Sol!...

 

Antoñico el gitano, un mercader de potros que gozaba de gran fortuna y prestigio en las ferias de Sevilla y Mairena, había puesto estrecho cerco á la virtud de Carmen; persiguiéndola en la iglesia los domingos por la mañana, durante la misa; por las noches, rondando su reja, al pie de la cual su musa triste de amador desdeñado entonaba sentidos cantares; y en la siega, sentándose junto á Carmen, que le oía distraída, mirando á los segadores cuyas cabezas oscilaban entre las doradas mieses como puntos negros.

Según el mozo extremaba sus agasajos, la joven fortalecía su resistencia, y hubo entre ambos disputas y luchas terribles, de las cuales la virtud de Carmen libró incólume. El, porfiaba, sin darse por vencido.

—¿Por qué me desprecias?—decía.

—Déjame—replicaba Carmen,—me aburres y te cansas en vano. Yo no puedo amarte; había de querer... ¡y no podría!... Hay algo en mí que te rechaza, que no transige contigo, aunque fueses el mejor de los hombres... Una especie de hipo, que te echa fuera de mi alma...

El, herido en su pasión y en su orgullo, replicaba:

—Tú caerás. Esto, al fin, ha de ser como yo quiera...

Ella, segura de si misma, reía provocándole al combate. ¿Para qué temerle?... De noche, la defendían los mismos hierros de su reja; de día, la guardaba su padre, el Sol...

Una tarde, Carmen y Antonio se encontraron en uno de los callejones más solitarios y excéntricos del barrio, delante de una tiendecilla de vinos.

—Oye—dijo él,—¿aceptas una cañita de manzanilla?

—No—repuso ella,—déjame en paz.

Entonces él la cogió por los sobacos y en volandas la metió en la taberna y luego en una habitación interior, donde un lecho, con sobrecama roja, parecía esperar... El ambiente del dormitorio era frío; las paredes, resquebrajadas por la humedad, ofrecían grandes manchas verduzcas; por la ventana penetraban los últimos reflejos crepusculares.

—Ya estamos solos—exclamó Antonio cerrando la puerta;—¡por fin!...

En sus labios vagaba la risa petulante y procaz de los triunfadores; su manos ardían; sus ojos voraces de gitano llameaban en la sombra... Carmen no supo defenderse; un frío mortal helaba su sangre; no podía respirar; la obscuridad de aquel cuarto siniestro gravitaba sobre sus párpados obligándola á cerrarlos; sus brazos permanecieron inactivos, sus piernas flaquearon y echó la cabeza hacia atrás, entregando su garganta al deseo... Fué una caída inconsciente en cuyo lamentable desenlace la noche ejerció poderosa y decisiva tercería.

De aquella casa salió Carmen como de un letargo, y cuando más tarde supo que iba á ser madre, se rindió á su suerte, aceptando al hombre que hasta allí nunca había logrado poseerla pacíficamente, sino por sorpresa y á zarpazos, como se aman las fieras. Obligada á vivir en un cuarto interior con su hija y sin otro recreo que el cuidado de las flores que adornaban los hierros de su ventana, la joven tornóse más huraña, más triste, según el odio hacia su amante aumentaba. Aquel hombre se lo había quitado todo: el cariño de sus padres, la estimación de sí misma, su belleza sin mácula, su libertad; y además la había robado el Sol, aquel dios resplandeciente que abrasaba su sangre y anegaba sus pupilas en luz, enseñándola el culto á la Naturaleza y á la vida... Pensando en esto y comparando su salvaje independencia de antaño con su monótona existencia actual, Carmen, la gitana, lloraba hilo á hilo lágrimas ardientes que agrandaron sus ojos. ¡Sí, odiaba á Antonio, funesto para ella como la sombra del manzanillo; y le aborrecía con ese aborrecimiento intenso que no retrocede ante el crimen!...

 

Fué otra tarde: una tarde de Agosto.

Carmen y Antonio habían merendado en el campo; su hija les acompañaba. El almuerzo fué alegre; los tres comieron mucho y bebieron copiosamente; luego Antonio, mareado por los vapores de la digestión y del vino, tumbóse en el suelo y con la cabera apoyada sobre el regazo de la joven se quedó dormido. Carmen, inmóvil, contemplaba el horizonte con ojos pensativos: el aire quemaba, la tierra ardía, del cielo azul caían sobre los campos oleadas mareantes de fuego; á un lado aparecían altos ribazos coronados de chumberas, luego una carretera que se alejaba blanqueando como un reguero de ceniza, y más allá planicies inacabables sembradas de trigo, con sus gavillas de segadores que avanzaban desplegados en ala, cual náufragos perdidos en un lago de oro líquido... En medio del campo, dominada por el silencio augusto de la siesta y mordida por los besos ardientes del Sol, Carmen sentía renacer sus orgullosas energías de antaño; su sangre hervía, crispando sus dedos, y una borrachera extraña, borrachera orientalesca de calor y de luz, turbaba su cerebro. Instintivamente miró á Antonio, el hombre que la había arrebatado tanto bien y que yacía dormido sobre sus rodillas, á merced suya, y sus miradas repararon con criminal ensañamiento en su cuello grueso y sanguíneo, de violador.

Aquello pasó y Carmen tornó á fijarse en los pintorescos ribazos ceñidos de chumberas siempre verdes, y en los campos de trigo, con sus gavillas de segadores... Pero la tentación homicida volvía, cada vez más terrible y pujante... Antonio roncaba tranquilo; el calor había congestionado sus mejillas; bajo la piel se acentuaban las venas repletas de sangre... ¡Oh, aquel hombre las había causado, á ella y á su hija, un daño infinito!... ¡Por él estaban así, alejadas del mundo, sin cariño de madre, sin blanduras de abuela, condenadas á vivir perpetuamente en la sombra... Y Carmen pensó que la muerte de Antonio sería la felicidad recobrada, la liberación definitiva...

Un último sacudimiento de su conciencia la obligó á levantar los ojos; en aquel momento sus pupilas, nidal de malos pensamientos, parecían más negras, más duras... Carmen prosiguió acariciando el cuello de su amante con una mirada fría y sutil como el filo de una daga. Era imposible resistir la implacable tentación. A la borrachera del vino se aunaba la del sol... Y el sol hablaba, empujándola al crimen.

«¡Mátale!...—decía;—él te robó cuanto de más hermoso tenías, regalándote, á cambio de tu sacrificio, una hija que habrá de avergonzarse de ti eternamente. ¡Mátale antes de que despierte y te vuelva á su cárcel! Recuerda aquella habitación obscura que jamás mereció el beneficio de mis rayos; aquellas paredes que agrietó la humedad, aquel lecho donde tiritas de frío... ¡Mata! Sé fuerte como yo, inspirador de todos los heroísmos, afrodisíaco despertador de todas las voluptuosidades, anda, no vaciles; sigue los consejos de tu padre el Sol... ¡Mata á ese hombre!...»

Carmen, estremeciéndose, miró á su alrededor: no había nadie; la soledad, encubridora de los grandes crímenes, también la empujaba. ¿Por qué no recobrar su hermosa libertad perdida?... A veces, una vena que se corta es una cadena que se quiebra...

Por entre la faja de Antonio asomaba tentador el mango de un cuchillo. Carmen quiso apartar de él los ojos, y ya no pudo; miraba, alargando el cuello, y su mano derecha se crispaba, calculando la violencia del golpe...

En aquel instante la niña, como instrumento elegido por el Destino para precipitar la venganza de la madre, cogió el mango del cuchillo y la hoja salió de la vaina, con relampagueo deslumbrador. Aquel zig-zag trágico, arrancado al acero por el sol, cegó á Carmen, y el gitano rodó por el suelo, pasando sin estremecimiento de un sueño á otro. Quedó tumbado boca arriba, mirando al Sol que le había matado. La tierra, sedienta, empapó su sangre...

IDOLOS CAIDOS

Era de noche. Nos hallábamos en una espaciosa habitación, con los altos techos envigados según antigua costumbre provinciana, las ventanas huérfanas de visillos, cortinajes y demás vistosos paramentos del buen tono, y las paredes sin otro adorno que algunos clavos de donde pendían varias viejas prendas de vestir con esa gravedad soñolienta de las cosas inertes.

Mi amigo estaba acostado en una cama, yo en otra, y ambos conversábamos pausadamente esperando la sorpresa del sueño. Sobre un taburete chisporroteaba la mortecina luz de una lamparilla de aceite; toda la casa yacía en el silencio solemne que envuelve á los pueblos pequeños, y únicamente revoltijeando en el ámbito del dormitorio vibraba el pertinaz y amenazador zumbido de algunos mosquitos hambrientos.

—Pues, mañana—dijo Joaquín,—antes de que el sol caliente, iremos á El Robledal, que es de los mejores y más pintorescos cortijos que posee mi cuñado por estas cercanías: luego visitaremos la iglesia, que tiene una capillita gótica muy notable; y si estamos de humor y la tarde da de sí para tanto, subiremos á Peña-Ramiro, cerro elevadísimo desde cuya cumbre se abarca un grandioso panorama: al fondo del valle, el pueblecito, con su centenar de casitas blancas parecidas á un rebaño de ovejas; después el riachuelo de Guadelzar, en cuyo cauce blanquea un chorrito de plata líquida, semejante al hilillo baboso que hubiera dejado al pasar por allí un caracol gigantesco; y más allá, en los brumosos confines del paisaje, un largo rosario de montañas, enderezando al cielo sus panzas ciclópeas coronadas de nieve...

—¿Y después, por la noche?

—Por la noche—repuso,—iremos á casa de Higinio, un muchacho comerciante que puntea la guitarra y con quien suelen reunirse algunas mozas vecinas y tres ó cuatro de los chicos más galanes y mejor templados del pueblo.

Añadió interrumpiéndose para requerir la almohada y colocarse mejor:

—¡Hombre!... A quien deseo presentarte es al tío Baltasar, el tipo más notable de la provincia. Es un viejo muy corrido que en sus mocedades fué pendenciero temible y sempiterno y afortunado cortejador de doncellas; un don Juan rural, caballeresco y galán á su modo. Nació aquí y de estos contornos nunca salió si no fué para el presidio de Cartagena, á donde le llevaron por dar muerte á un marido que quiso meterse á «médico de su honra»...

Joaquín, vencido por el sueño, articulaba lenta y trabajosamente; yo, empezanado por aquel inseguro balbuceo, cerré los ojos. Luego exclamé haciendo esfuerzos para no dormirme:

—¡Es raro que ese Baltasar haya llegado á viejo!

—¿Por qué?

—Porque... lo que el adagio enseña: el buen vino y los hombres guapos, duran poco...

Pronunciábamos las palabras lentamente y separando unas sílabas de otras: era una conversación lánguida, incoherente, como un diálogo de sonámbulos.

—Pues, por esta vez, falló el refrán... porque Baltasar fué de los majos que tosió más fuerte entre los barateros de mejor resuello. Una noche, y esta anécdota te servirá para conocer la calidad y buen temple de su ánimo... detuvo él solo, trabuco en mano y por apuesta, á la diligencia de Almería.

No dijo más, ó si continuó yo no le oí, rindiéndome al sopor que me infundieron la tarda exposición de aquellos romancescos disparates y el rítmico sonsonete de los mosquitos volanderos.

 

Al día siguiente me levanté tarde; y como Joaquín se hubiese marchado de jira con varios amigos y yo no tuviera otro asunto de más bulto y provecho en qué emplearme, salí á dar un paseo por el pueblo.

En un villorrio tan incivil y menguado como aquel, la presencia de un forastero es motivo poderoso de curiosidad y de fisgoneo; por todas partes veía chiquillos que se quedaban embelesados y boquiabiertos mirándome pasar, cual si yo fuese un ente raro oriundo de lejanos planetas, y ojos femeninos que me avizoraban por entre las hendiduras de las persianas; y tanto llegó á molestarme aquella impolítica curiosidad, y tan feo me pareció el lugar con sus retorcidos callejones desempedrados y su pobrísimo caserío, que renuncié al paseo. Di, pues, media vuelta, y aventurándome por un angosto pasadizo abierto entre los bardales de dos huertas, anduve un buen trecho y llegué á la plaza: triste, polvorienta, rodeada de casuchas irregulares, con la iglesia á un lado y una fuentecilla á la que prestaban sombra escasa algunos arbolillos. Permanecí inmóvil largo rato, examinando el aspecto de aquel paraje que reconcentraba las vidas comercial, religiosa y hasta elegante de la población, puesto que allí concurrían á coquetear por las tardes los muchachos y mocitas casaderas.

Eran las doce; el sol caía perpendicularmente, y aquellos torrentes de luz cenital, sumados á la intensa reverberación del suelo, producían una especie de peplo luminoso que esfumaba el contorno de los objetos; un remusgo cálido agitaba los toldos multicolores extendidos sobre la puerta de algunas tiendas, y la torre de la iglesia, altiva y robusta como el torreón aspillerado de un castillo medioeval, proyectaba sobre el suelo polvoriento una sombra gigante. Sentado en un poyo junto á la fuentecilla, había un viejo, al cual gritaban y silbaban hasta una docena de deslenguados arrapiezos.

—¡Que baile el tío Baltasar!—gritaban aquellos indígenas.

—¡No!, que no baile...—decían otros,—es mejor que cante...

Y entonces todos empezaron á pedir rítmicamente y con cierta cadencia:

—¡Que cante el tío Baltasar, que cante, que cante!...

Algunos individuos, sentados en el suelo y á la hila de las paredes, atisbaban la escena sonriendo; el tío Baltasar, por su parte, únicamente amenazaba á los chicuelos más atrevidos que se le acercaban demasiado y con la poca caritativa intención de colgarle algún ahimelollevas. Sofocado por el calor y deseando ver la capillita gótica de que Joaquín me había hablado, crucé la plaza en derechura á la iglesia. Al pasar junto á la fuentecilla, molestado por el griterío de los chicos, no pude abstenerme de espantarles á voces y de repartir varios pescozones entre los más indómitos.

—¡Déjeles usted estar, señorito, pues no me incomodan!—exclamó el viejo.

Volvíme para mirar á quien tan mal agradecía mi protección y ayuda, y era un hombre setentón, con grandes patillas cortadas según la usanza de la clásica flamenquería y majeza andaluzas: los ojos nobles y fieros, la boca desdeñosa, la nariz aguileña y enérgica, el busto de complexión elegante y recia... y comprendí hallarme delante del célebre Baltasar, de quien tantas lindezas refería mi amigo.

—Celebro conocerle dije entonces;—aunque recién llegado aquí, ya me han dicho mucho bien de usted. Si la fama no miente, usted fué, allá en sus mocedades, un buen gallo...

—Hombre... sí, señor—repuso con esa modesta mansedumbre de los héroes encanecidos;—cuando lleva uno en las venas mucha sangre y muy caliente, comete muchas tonterías.

—¿Y ahora?

—¿Ahora?... ¿Qué quiere usted que haga, más que tomar el sol ó la sombra, según la estación?

Los chicos se habían retirado y nos contemplaban desde lejos. Baltasar y yo continuamos charlando, cautivándome él por sus espontáneas caballerosidad y bizarría.

—Ogaño estoy mandado retirar por inútil—decía;—pues los gallos sin pico ni espolones no sirven para el reñidero ni para el corral... Pero antes... ¡ja, ja!... antes no hubo en toda la provincia otro majo que cantase más alto que yo...

Según hablaba, los recuerdos iban exaltando las energías de su espíritu y tenía frases y gestos autoritarios que recordaban sus ya lejanos extremos de sultán dictador... Y había algo solemne en el ocaso de aquel ídolo caído.

Luego Baltasar, como quien va á decir un gran secreto, púsose de pie acortando la distancia que nos separaba.

—Yo, señorito—añadió bajando la voz,—he sido el cogollito y la espuma de esta tierra... el esposo de todas las mujeres bonitas y el coco de todos los maridos... A ellas las quiero, pobrecitas, por agradecimiento, porque fueron buenas para mí; pero á ellos les desprecio, á todos, por cobardes y por... ¿Comprende usted?... Los muy... cuando éramos jóvenes, no tenían coraje para desafiarme y yo les afrentaba á mi antojo; si eran solteros, les quitaba la novia; si casados, les robaba la mujer... Y ellos, nada, tragando hieles... Ahora parecen vengarse de mí echándome sus hijos para que me chillen y atormenten; no me enfado, no puedo enfadarme, porque la voz de la sangre... ¿sabe usted, señorito?... Entre esos niños ¡habrá tantos hijos míos, tantos!...

Miré á Baltasar, el antiguo recluso de Cartagena, admirando aquella frase tan obscena en la forma y que envolvía, no obstante, un dulce sentimiento paternal. Aquella frase era para la humanidad una puñalada terrible; ¡una puñalada de presidiario!

LA ABUELA

La abuela Francisca se quitó los gafas, restañó las lágrimas que arrancó de sus ojos el penoso esfuerzo de una lectura demasiado larga, y el periódico resbaló de sus rodillas al suelo. Aquel periódico relataba los últimos momentos de Pelo-Rojo: una bailarina que había muerto en su hotel de París debiendo trescientos mil francos, y por la que cierto marqués millonario dejó, á sus hijos sin pan.

—¡Para esas mujeres es el mundo!—pensó la abuela Francisca.

Discurría así, melancólicamente, junto á la ventana, sobre cuyos cristales la lluvia rimaba su canción, la dulce canción hermana del sueño: la habitación estaba á obscuras, sin otra luz que el pobrísimo resplandor crepuscular que caía del cielo; todo callaba en aquel gabinete apercibido ya á los rigores del invierno; con su suelo alfombrado y sus cortinajes de pesado terciopelo, cerrando el paso al frío. Allá lejos, en las profundidades de la casa, resonaban el chirrido alegre del aceite que hervía en las sartenes, y el ruido de platos y voces infantiles...

¿Quién hubiera creído que en el corazón de aquel confortable hogar burgués y tras la santa y castísima frente de la abuela Francisca, la muerte de Pelo-Rojo despertaría un recuerdo tenaz?...

Y, no obstante, así era: Francisca, ligando los datos biográficos que de la bailarina aparecieron desperdigados por la prensa, durante aquellos días, imaginaba conocer su historia exactamente: la veía saliendo de España, llegando á París, donde las locuras de un sportman, que se mató por ella la pusieron en moda; y luego en Londres, disputando á las cortesanas inglesas el oro de sus amantes; después en Monte-Carlo y Niza, donde corrió el Carnaval con una carroza cuajada de rosas valencianas... Y más tarde, en París otra vez, siempre pródiga, caprichosa, indócil, dejando las comodidades de su hotel por los estudios de Montmartre. A Pelo-Rojo la conocían en todas las delegaciones: se embriagaba y reñía con otras mujeres; adoraba á los hombres de arrestos que no saben amenazar sin herir; la gran pasión de su juventud fué Luis, un pintor de mucho talento que la pegaba porpelo todo y que una noche la castigó dejándola dormir en la escalera de su taller.

—¡Y que hombres ricos y de talento pierdan el seso por mujeres así!—murmuró la anciana.

En su honrado pensamiento, monstruosidad semejante no hallaba cabida y, sin embargo, reconocía que en el viejo mundo pagano, como en el nuestro, la juventud, la felicidad y el dinero, siempre fueron satélites de la diosa Locura. Tan hermosa como Pelo-Rojo fué ella, la abuela Francisca, cuarenta años antes, y á querer... Pero no se atrevió; era buena y el ejemplo de su madre, primero, y la educación de su hija, después, apartaron de su voluntad todo deshonesto impulso.

Tan cuerdo discurrir no impedía que la anciana sintiese un desvío secreto, una especie de inexplicable envidia hacia la aventurera que había fallecido, casi repentinamente, bajo una bata de encajes y en un hotel suntuoso que el talento de algunos y el dinero de muchos, convirtieron en museo... Porque á esas grandes perdidas, enemigas adoradas de todo el mundo, se las solicita, se las aplaude, se las adula; mientras que de las mujeres honradas, que vivieron para el hogar, ¿quién se acuerda?...

Allá adentro, en los profundos de la casa, el aceite chirriaba bullicioso sobre las cacerolas puestas al fuego, y las criadas aderezaban la mesa, dejando chocar los platos unos contra otros; en los cristales de la ventana, la lluvia repetía su serenata de ensueño; en el piso inferior, acompañando los acordes de un piano, varias voces infantiles cantaban:

«Mambrú se fué á la guerra,
mire usted, mire usted qué pena...»

Eran las niñas que habían vuelto del colegio y jugaban felices, esperando la cena, con la despreocupación de la inocencia que ignora ser el pan de cada día algo muy triste, porque se gana difícilmente... La canción volvía, trepando hacía los cuartos superiores de la casa, invadiéndola, alegre y pujante:

«Mambrú se fué á la guerra,
no sé cuando vendrá...»

Por la imaginación de la abuela Francisca, pasaron en incongruente aquelarre las remembranzas de su juventud, ya muy lejana. Se vió niña, yendo al colegio con un aya inglesa que la llamaba «señorita»; levantándose en invierno muy tarde, corriendo feliz tras su aro en las luminosas mañanas primaverales, bajo la bóveda esmeráldica que tejieron las hojas tempranas de los árboles en flor... Luego recordó su primer vestido largo, su primer novio, su matrimonio que, trayéndola una hija, la llenó de cuidados; cuidados que alejaron su niñez, empujándola allá, muy lejos...

La vida de la abuela Francisca fué algo callado, perfectamente uniforme, sin notas alegres ni brochazos de color, como esos paisajes septentrionales dormidos y borrados bajo la niebla. Su matrimonio con don Alejandro fué su primera decepción, porque aquellas relaciones no trajeron luchas novelescas, ni lágrimas, ni traza alguna de esos accidentes que, mortificando el ánimo, embellecen la vida; sino que todo ello fué deslizándose suavemente, con la mansedumbre de las aguas que corren bajo tierra. Después llegaron esos innúmeros quehaceres de la existencia conyugal, donde la mujer, aunque pasiva, se asocia á todos los combates del marido, y luego la educación de su hija, cada día mayor y más hermosa, según la vida de la pobre madre iba retirándose.

Sólo un hecho sencillo pintaba un oasis riente en el horrible desierto de aquellos cuarenta años.

Fué una tarde, después del almuerzo; su hija había ido al colegio, don Alejandro á sus quehaceres; las criadas también habían salido. Francisca cruzaba el recibimiento cuando llamaron á la puerta de la escalera; la joven abrió: era Enrique, el amigo y consocio de don Alejandro.

—Mi esposo no está—dijo Francisca.

—Ya lo sabía—repuso Enrique.

—¡Ah!

—¡Sí, lo sabía; por eso he venido!

Aquella contestación extraña desconcertó á Francisca, que adivinaba en Enrique un enemigo. Este, tras un breve preámbulo, declaró á la joven su amor loco, hincándose de rodillas ante ella, cubriendo de besos ardientes sus lindas manos.

—¡La adoro á usted!—repetía.

Sus labios se cubrían de espuma; sus ojos llameaban; estaba hermoso y repugnante á la vez. Pero Francisca permaneció impasible, y hubo tal tristeza en sus palabras y tanta dignidad en su repulsa, que Enrique, humillado y corrido, salió de la habitación á reculones y huyó, sin atreverse á levantar los ojos. No pasó más.

Esta aventura era el único recuerdo pintoresco, y, ¿cabe decirlo?... la única alegría de la abuela Francisca.

Durante muchos años recordó la escena: el salón cuadrangular, con su piano y su sillería de yute obscuro; y á Enrique de rodillas, devorándola con los ojos, mientras ella, orgullosa como una reina, le indicaba la puerta con un gesto frío... Recordaba estos pormenores porque aquella declaración fué la sola bocanada de pasión impetuosa, desbordante, genuinamente criminal, que el vicio lanzó sobre ella; la única vez que se reconoció hembra, hembra deseable, apetecible, con ese apetito pujante que allana los hogares, que conduce al asesinato y á la bancarrota y al suicidio... y que ha sido, una vez por lo menos, el ideal de la mujer más santa.

Recordando á Enrique, la abuela comprendía las salvajes pasiones que Pelo-Rojo encendió, y dolíase secretamente de que su destino hubiera sido tan obscuro y diferente del de la célebre bailarina. Mas ¿á qué evocar aquello tan distante, tan empujado por el tiempo hacia los remotos linderos de lo irremediablemente perdido?

En el piso de abajo, los niños cantaban á voz en cuello la epopeya del guerrero Mambrú:

«No sé cuando vendrá...»

La abuela Francisca pensaba:

—Para las perdidas del arroyo son las alegrías tumultuosas, las aventuras, la popularidad, el lujo... para las honradas, la soledad aburrida del hogar, la paz, el silencio... Pelo-Rojo murió joven: ¿y qué?... ¿Acaso hay en toda mi vida los placeres que ella amontonaba en una siesta?...

Las cenas en fondas y parajes de dudoso prestigio; los bailes de máscaras, esos viajes improvisados que parecen fugas... todo cruzó su cerebro en confusa visión cinematográfica; y por primera vez, después de haber consagrado toda su vida al bien, creyó sentir que hay en los hogares honrados y en la virtud algo seco que ahoga.

Pasaban los minutos; la habitación, con sus cortinajes y su severo mobiliario, naufragaba en la sombra; la lluvia repetía sobre el zinc de la ventana su canción de ensueño. De pronto se abrió una puerta, recortando en la alfombra del gabinete un rectángulo luminoso, y dos niñas de ocho á diez años penetraron corriendo, dejando flotar sobre sus hombros, llenos de gracia, sus cabellos rubios como el oro y limpios y brillantes como el sol.

—¡Abuela, abuela!—gritaron alegremente:—¡la cena está en la mesa! ¡A cenar!...

—Ya voy... ya voy—murmuró la anciana estremeciéndose.

Hablaba sin abrir los párpados.

—¿Tienes sueño, abuela?—preguntó una de las niñas.

Y la otra añadió imperativa:

—Corre, ven con nosotras; ¡anda!... ¡No te duermas, abuela!... Ven; luego nos contarás un cuento.

La abuela Francisca se dejó llevar; en el comedor la esperaban, como siempre, su yerno, su hija, don Alejandro; todos tranquilos, sentados alrededor de la mesa bajo la luz inmóvil y blanca del quinqué. La anciana ocupó su asiento. Don Alejandro preguntó:

—Tienes los ojos enrojecidos...

Y su hija agregó, llena de interés:

—¿Has llorado, mamá?... ¿Tienes pena? ¿Estás mala? Di, ¿qué te pasa?

Hubo varios momentos de expectación, durante los cuales las cucharas quedaron suspendidas entre el plato y la boca. Pero la abuela Francisca hizo un gesto negativo y empezó á comer, venciendo valerosamente el apretado nudo que el dolor la echaba al cuello. Prefirió callar; ¿cómo explicar su pena? ¿Quién hubiera podido comprender la tragedia que estaba desencadenándose bajo la nieve de sus cabellos?...

Aquel incidente se olvidó; la sopa estaba muy buena, el vino llenaba las copas, las niñas, de rodillas en sus asientos, reían. La abuela Francisca pensaba, tragándose sus lágrimas:

—¡No haber sido mala!... ¡Ni una vez!...

ENTRE ELLAS

Mariana: treinta y cuatro años; viuda.—Luisa: dieciocho años; soltera. Aparecen sentadas en dos cómodos silloncitos enanos y con los pies sobre los morillos de la chimenea encendida.

Mariana.—A todas las mujeres nos sucede lo mismo. Primero luchamos por conquistar un novio, luego batallamos por enloquecerle y rendirle á nuestro talante; las inquietudes que nos atormentaron durante el noviazgo se recrudecen la semana anterior á la boda y después...

(Pausa.)

Luisa.—¿Después?

M.—¡Qué sé yo!... Diríase que la misma intensidad de las emociones relaja la tonicidad de los nervios y apenas comprendemos lo que sucede.

L.—Pero, ¿es cierto que el matrimonio es la triaca del veneno del amor?

M.—¡Oh! ¡Quién sabe!... A veces parece que queremos al marido más que al novio: otras diríase que el cariño muere á manos de la costumbre.

(Pausa.)

L.—Dime; ¿qué secretos, qué misterios, qué locuras hay en la intimidad del matrimonio?

(Mariana ríe burlona.)

L.—(Amostazándose.) ¡Bah! ¿Te ríes de mi pregunta?

M.—Sí, me río... ¿Cómo no?

L.—Ninguna de mis amigas casadas quiso decírmelo.

M.—¡Naturalmente! La mujer, al contrario del hombre, es gran avara de sensaciones; sin duda porque en los lances del amor desempeña un papel pasivo, y esta pasividad implica caída, vencimiento, vergüenza...

L.—No comprendo.

M.—¿Cómo así?... Todo ello es bien claro. Daniel, por ejemplo, ¿no ha intentado besarte la mano?

L.—Sí.

M.—Pues si él reclamó ese pequeño favor y tú se lo concediste, créeme; la vencida fuiste tú. Conque imagina que muy pronto te unirás á él, esto es, le pertenecerás completamente; no tendrás derecho á regatearle tus caricias, ni á poner coto á sus exigencias; y el marido ya no querrá besarte la punta de tus dedos enguantados, sino que te estrechará entre sus brazos y dispondrá de ti á su antojo... y tú le dejarás hacer... ¿Quién será la vencida? No lo dudes. En el mundo sólo hay vencedores y vencidos, y el Destino quiso que el último papel lo representásemos nosotras.

(Nueva pausa, durante la cual la joven se frota las manos nerviosamente.)

M.—¿En qué piensas?

L.—En todo eso... ¡Es extraño! Voy á casarme y no experimento regocijo intenso.

M.—¿No quieres á Daniel?

L.—Sí, pero...

M.—¡Cómo! ¿Es posible que ese hombre ya tenga peros para ti?

L.—Te diré... si acierto á explicar mi pensamiento. Le encuentro tímido, demasiado respetuoso, comedido en demasía...

M.—Ya... Te gustaría verle más animoso, hablándote con más calor, propasándose, tal vez, á darte un abrazo sin pedirte consejo...

L.—¡Mariana!

M.—Fuera hipocresías... estamos solas.

L.—Pues bien, sí... El dice que me quiere mucho, que me adora, que está loco por mí... No le creo; quien está loco, hace locuras... y él, cuando estuvo á solas conmigo, no las hizo...

M.—(Suspirando.) Tampoco mi marido.

L.—¿Sí? Y tal vez pensabas entonces como yo pienso ahora.

M.—Lo mismo. (Con tristeza.)

L.—(Con arrebato.) No comprendo que un hombre pueda respetar tanto á la mujer á quien ama... ¡No lo comprendo! En nuestras largas conversaciones, Daniel dice que mis ojos le emborrachan, que mi cariño es sol de su alma, que soy su ilusión única... Pero advierto que está más pendiente de quienes nos ven que de mi persona; la canción de su amor me la recita demasiado bien, con ampulosidades gongorinas que aburren, con atildamientos académicos que empachan... Habla, en fin, esa oratoria fría y correcta de los salones; no el lenguaje atropellado, incorrecto y ardiente que, á mi entender, debe hablarse en las alcobas.

M.—¡Luisa!

L.—¿Qué, te asusto?

M.—Soy viuda y no puedo asustarme de nada, pero... sabes demasiado.

L.—Nada sé, pues nada he aprendido: todo esto lo adivino, lo presiento... Por eso me disgusta Daniel.

M.—Haces mal: Daniel te respeta porque es hombre educado, incapaz de abusar...

L.—(Interrumpiéndola y con despecho.) ¡Malhaya la educación que hiela el alma; malhaya el respeto que mata el cariño!...

M:—¡Pobre soñadora!

L.—Sí, dices bien, ¡pobre de mi!... Porque es muy difícil la felicidad en brazos de un marido así. El hombre que yo imaginaba cuando empecé á sentir los primeros cosquilleos del sentimiento, era muy distinto. Nunca pensé en que fuese rubio, ni moreno, ni guapo, ni feo... me era indiferente; sólo me preocupaba su carácter, su alma... Yo queria un corazón de fuego; un hombre que se mirase en mis ojos, que bebiese la vida en mis labios, que tuviese todos los desplantes y los brutales arrebatos de los temperamentos ardientes, y que me amase mucho, mucho... Me imaginaba hablando con él y le veía sumiso, sin atreverse, casi, á poner sus deseos en mí... Y también me le representaba enloquecido, atropellando miramientos, cogiéndome entre sus brazos y sin curarse de nadie...

M.—¡Luisa, Luisa... si te oyese Daniel!...

L.—¿Y qué?... Entonces me conocería y tal vez cambiase...

M.—(Con hipocresía.) Debemos hacernos respetar.

L.—Convenido; pero concede también que los hombres no deben pujar su respeto tan lejos; porque si ellos lo hacen todo, ¿qué haremos nosotras?... Si ellos no suplican, ni atacan, ¿cómo podremos defendernos? Dime, ¿es cierto que no hay nada tan aburrido, tan estúpido, como un hombre siempre respetuoso?

(Daniel y el anciano vizconde de Marimón se acercan lentamente al salón donde están Luisa y Mariana.)

Daniel.—Luisa es una mujer excepcional.

Vizconde.—Seguramente.

D.—Cándida, sin la menor idea del amor...

V.—No afirmaría yo tanto.

D.—Usted es un escéptico sistemático.

V.—Usted un niño sin experiencia...

D.—¡Bah! tengo bastante mando para saber que Luisa me ama con frenesí.

V.—¿En qué lo conoce usted?

D.—En sus ojos, que no mienten.

V.—¿Eso es todo?

D.—En sus miradas.

V.—¿Nada más?

D.—¿Qué más puede conceder una mujer inocente?

V.—Una mujer inocente... conforme; pero una mujer enamorada... suele otorgar muchísimo más.

(Entran en el salón.)

D.—¡Hola, señoras mias! ¿De qué hablaban ustedes?

M.—De música.

L.—De perfumes de flores... Yo le decía á Mariana que la mejor esencia es el Chipre... Ella prefiere la violeta de Parma.

V.—(Al paño.) ¿Eh? ¿Qué tal? La música... los perfumes... las flores... los enemigos capitales de la virtud.

D.—(Contestando al vizconde, pero dirigiéndose á las damas.) ¿Con que charlando de perfumes, de flores y de música? ¡Qué candor!... ¡No hablarían de otra cosa los ángeles!...

GERMINAL

Los seminaristas llegaron al bosquecillo de cuatro en fondo, y repentinamente, obedeciendo á una voz del ayo ó dómine que les conducía, rompieron filas, dándose á correr como corzos, los unos en seguimiento de los otros, ó improvisando divertimientos varios, según sus edades y aficiones. Unos empezaron á jugar al toro y á piola; los más juiciosos buscaron el brazo de un amigo con quien repasar las últimas lecciones ó discutir algún punto difícil y obscuro de Teodicea.

EL día declinaba; era una tarde de Junio, hermosa y ardiente; sobre los viciosos herbazales matizados de margaritas, amapolas y otras florecillas silvestres, los rayos del sol poniente, filtrándose á través del follaje, dibujaban círculos luminosos que temblequeaban con indecisos aleteos de abeja; el aire era perfumado y tíbio; los insectos, agazapados en las resquebrajaduras del suelo, entonaban la somnífera cantinela de sus élitros; del cielo azul caía una catarata bochornosa de calor; las plantas trepadoras parecían asirse voluptuosamente al tronco de los árboles y por sus tallos flexibles la savia subía como una oleada irrefrenable de vida... Todo era paz, contento y vigor en aquella naturaleza á quien los lúbricos cosquilleos primaverales despertaban, y había algo elocuente en el contraste ofrecido por aquel paisaje desbordante de calor y de luz, y el fúnebre grupo de seminaristas ensotanados, con sus rostros pálidos y sus lánguidos ojos de convalecientes corriendo de un lado á otro, obedeciendo á la odiosa ordenanza que lo mismo prescribía sus horas de aplicación que sus ratos de divertimiento; blandengues, melancólicos, semejantes á pajarillos enfermos que saltasen sobre la hierba...

Echado en el suelo, Pedro meditaba con la Imitación de Cristo sobre las rodillas. Estaba triste, como avergonzado de su traje y de su destino en medio de aquella naturaleza prepotente que se desbordaba con sus perfumes, sus matices y sus entrañas rebosando zumos prolíficos.

La semana anterior, yendo de pasea Pedro vió el rostro de una mujer que le atisbaba por entre unas persianas, y desde entonces el seminarista no pudo sustraerse al hechizo de aquel semblante expresivo, con su nariz aguileña, sus labios burlones y sus ojos negros y tranquilos de hebrea: en todas partes la veía, turbando el casto reposo de sus noches, reflejándose en la superficie de los espejos, modelándose sobre las figuras geométricas de sus libros de estudio... Y por eso el joven, sintiendo rota la cristiana ecuanimidad de su espíritu, se dió con redoblado ardor al estudio, al ayuno y á las meditaciones piadosas, abstrayéndose en la lectura de Kempis, ese talentoso visionario que tantas voluntades ha roto.

Aquella tarde, mientras sus compañeros jugaban, Pedro, tumbado en el suelo como un filósofo peripatético, leía y meditaba. Kempis decía:

«El que busca algo fuera de Dios y la salvación de su alma, sólo hallará tribulación y dolor. No puede vivir mucho tiempo en paz quien no procura ser el menor y el más sujeto á todos...»

¿Conque importa ser pequeño y sumiso y esclavo de las ajenas voluntades si queremos ser acreedores á la redención perdurable?... ¿Conque nada positivo hay fuera de Dios; y la gloria, el amor y los placeres que la belleza y el dinero allegan son tentaciones nefandas, de las cuales, los puros de corazón, deben apartar prestamente los no mancillados ojos...

Bajo el soberbio manto azul del cielo, la tierra, flagelada por los fecundantes abrazos del sol, entonaba un germinal glorioso; el viento arrastraba los acres perfumes de las florecillas silvestres; las enredaderas ceñían el tronco de los árboles con afición lúbrica; los insectos encelados cantaban un epitalamio bajo la hierba; entre el follaje, los pajarillos se picoteaban pensando en sus nidos...

Pedro, inmóvil, permanecía con los ojos muy abiertos, viendo imaginarios rostros femeninos que le guiñaban desde lejos, sintiendo que la brisa escarabajeaba su piel, precipitando el curso de su sangre, musitando en sus oídos las ardientes estrofas del eterno poema de los deseos...

—¿Entonces, para qué nací?—pensaba el seminarista.

Se reconocía humillado dentro de su sotana, que le condenaba á esterilidad perpetua, y nunca le parecieron más tristes y más dignos de lástima sus compañeros, corriendo entre el verde vestidos de negro...

Maquinalmente tornó á coger el libro que sobre las rodillas tenía, lo abrió por cualquiera parte, y leyó:

«¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa lo presente, sin cuidado de lo porvenir!..»

Y más adelante:

«Cuando fuese de mañana, piensa que no llegarás á la noche; y cuando fuese de noche, no te oses prometer la mañana...»

—¿Para qué nacimos?—decíase Pedro,—¿es posible que esta juventud y esta sangre bullente que hormiguea por mis miembros, y todas estas varoniles energías deben languidecer en el tedio y emplearse únicamente en la contemplación de la muerte?... ¿Para que viajar, si el mundo es un lugar de condenación que el espíritu infernal llenó de trampantojos y asechanzas?... ¿Para qué anhelar la gloria, si todo es humo y de nuestro paso por el mundo no quedará recuerdo? ¿Para qué amar, si nuestra carne está maldita y Dios castiga por toda una eternidad en nuestros hijos la falta imborrable de nuestros primeros padres?...

El sol declinaba rápidamente y las sombras crepusculares iban invadiendo los campos: la brisa susurraba entre el follaje, los insectos se perseguían bajo la hierba; allá lejos, un ruiseñor entonaba la canción de sus amores...

—No—murmuró Pedro con voz sorda,—Kempis tiene razón; el mundo es malo, pues siempre, á despecho de todas las ficciones, la muerte concluye triunfando de la vida...

A despecho de estas ascéticas reflexiones, Pedro continuaba absorto, viendo un rostro pálido de mujer que le sonreía desde lejos...

De pronto aparecieron, á corta distancia de allí, un hombre y una mujer joven y muy bella; caminaban lentamente, cogidos del brazo y tan cosidos el uno al otro, que casi se besaban hablando. Pedro se incorporó bruscamente, avergonzado, sintiendo que toda su sangre afluía á sus mejillas. Los amantes iban acercándose; ella hizo un esguince burlesco, indefinible, señalando á los seminaristas; él dijo algo y ambos se echaron á reir. Pedro bajó los ojos...

En su imaginación continuó viendo á los dos amantes: él, joven, caminando con la orgullosa petulancia de los mozalbetes que van acompañados de una mujer guapa; ella vestida con un trajecillo claro, bajo el cual se vislumbraban las curvas opulentas de su cuerpo, nalgueando con impúdica majestad, mostrando una doble hilera de blancos dientecillos entre dos labios rojos que la felicidad de vivir entreabría... Luego oyó Pedro el ruido cadencioso de sus pies que avanzaban resbalando sobre la menuda arenilla del camino... Y el seminarista, sin saber por qué, bajó la cabeza con esa vergonzosa tribulación que deben de sentir los eunucos ante las mujeres hermosas. Al pasar junto á él, Pedro oyó que la joven murmuraba:

—¡Qué triste está!... ¡Pobrecillo!...

Y sintió que sus párpados se llenaban de lágrimas. Después levantó la frente para verles marchar. Proseguían su camino indiferentes á cuanto les rodeaba; ella, titubeando las caderas, feliz bajo la vigorosa caricia del brazo varonil que la oprimía. Aquello era algo muy hermoso; un poema pasional recitado á través de los campos; el prólogo de una posesión, el amor omnipotente que pasaba empujando á sus elegidos hacia los lugares secretos...

Pedro continuaba persiguiéndoles con los ojos: la brisa soplaba mansamente, los pajarillos se arrullaban entre el boscaje, de la tierra ascendía un vaho afrodisíaco que excitaba los nervios. ¡No, Kempis, al proclamar el triunfo de la muerte, no tuvo razón!

De pronto, Pedro volvió en sí: el libro había resbalado de sus rodillas y yacía en el suelo; con los ojos abiertos y los dientes apretados convulsivamente, Pedro, inmóvil, yerto y pálido como la imagen del dolor, se retorcía las manos con desesperación, renegando de su destino, y lloraba... lloraba...

LA CADENA

—Soy fatalista—prosiguió Enrique,—y creo que cuanto el Destino escribió en el libro que rige el porvenir de los hombres y de los mundos, se cumple aquí abajo, sin que nada, ni aun la misma muerte, pueda evitarlo...

—¿Y qué?—preguntó Gabriela, clavando en los ojos del joven los suyos, penetrantes como la punta de un bisturí.

—Que nuestra separación estaba prevista desde há tiempo en el índice de los destinos, y que la hora de la emancipación ha llegado.

—¿Serás capaz de abandonarme?

—Sí.

—¿Sin dolor?

—¡No!... Con gran dolor y quebranto gravísimo de mi alma. ¡Pero te dejo!...

—¿Para siempre?

Le miraba fijamente, traspasándole con una de esas miradas desesperadas con que los moribundos se despiden de la luz: él, al principio, sostuvo aquel mudo escrutinio; luego, desconcertado, bajó los ojos. Después, haciendo sobre sí mismo un gran esfuerzo, murmuró:

—Sí, para siempre...

Ella lanzó un grito estridente, cual si la arrancasen á túrdigas las entrañas, y se desplomó en una silla, echándose de bruces sobre una mesa, ocultando el rostro entre las manos. Escenas como aquella ocurrieron muchas veces, pero nunca, hasta entonces, tuvo la visión neta, desgarradora, de que la separación iba á cumplirse. El quedó en pie, las manos metidas en los bolsillos, inmóvil y rígido dentro de su gabán abrochado. Hubo un largo silencio. Hasta aquella pobre boardilla suspendida en el espacio bajo el declive de un tejado, los ruidos de la calle ascendían confusamente: el viento gemebundeaba en la chimenea; de las paredes enjalbegadas pendían cromos y viejos retratos de parientes muertos; sobre la cabeza despeinada de la mujer jadeante de dolor, un quinqué vertía á raudales su luz fría... Todo ello hablaba á la imaginación del amador, con la voz dulcemente conmovedora de los recuerdos: la cómoda, en cuyos cajones las ropas de ella y las suyas yacieron reunidas varios años, los retratos de todas aquellas personas muertas, cuya sencilla historia de gente plebeya él conocía; el ramo de flores secas suspendido en el ángulo de un espejo y que recordaba un día feliz... Y revivió las dulces noches de invierno pasadas bajo la luz serena del quinqué, leyendo el mismo libro de amor con las cabezas juntas, enajenando sus almas en el mismo deseo... Entre las cuatro paredes de aquella casa y á trueque del corazón que le dieron, Enrique reconocía haber dejado el suyo en rehenes; sin embargo, urgía destruir de una vez el vergonzoso pasado, crearse una posición respetable, echar los cimientos de un porvenir tranquilo y decoroso: para lograr tanto, iba á casarse con una linda joven, algo patricia, que le traía en dote medio millón de pesetas.

—Me voy—repitió Enrique;—hora es ya de romper la cadena que nos une: devuélveme mi retrato y mis cartas.

Gabriela levantó la cabeza mirándole con ojos brillantes, inyectados en sangre, que la rabia y el dolor inmovilizaban.

—Mañana te los daré.

—¡No; ahora mismo!... Los necesito ahora, en el acto.

Reclamaba lo suyo tan perentoriamente, comprendiendo que, si volvía, ya no sabría marcharse: ella, sospechándolo así, procuró traerle de nuevo á su casa, para aprisionarle en el hechizo de aquellas paredes y de aquellos buenos muebles familiares, y vencerle.

—¿Temes volver?—preguntó Gabriela.

—¿Temor? ¿Y á qué?... Además, no pienso volver. Todo lo que pido puedes enviarlo á mi casa.

Ella comprendió que la cobardía de su amante le quitaba el último refugio, la última esperanza, y sus ojos se anegaron en lágrimas.

—Bien está—dijo:—todo se hará según tu deseo.

—Pues... adiós.

—Adiós.

Sin sacar las manos de los bolsillos para despedirse, atravesó la habitación con paso tácito, hundiéndose en la obscuridad de una puerta: ella le siguió con los ojos asombrados del morfimano que asiste al mudo desfile de un cortejo fantástico... Enrique llegó al recibimiento, abrió la puerta y salió cerrando tras sí. Al ruido que hizo la puerta, contestó la abandonada con un grito agudo...

Ya en la calle, Enrique echó á andar camino de su casa: en su atolondrado pensamiento sólo esta idea se agitaba:

«Mi pasado ha muerto: ella no me llamará; yo tampoco puedo ir á verla. ¡Todo ha concluído!...»

Y mientras andaba, aquella frase, horriblemente desoladora, volvía á sus labios:

«¡Todo ha concluído!...»

Hay una memoria, que los psicólogos llaman sensitiva, en virtud de la cual, los músculos, obedeciendo el impulso primero de la voluntad, nos llevan adonde pensamos, aun cuando la cascabelera imaginación esté preocupada y distraída con otras fantasías. En Enrique, la intensidad de su preocupación y de su dolor, borraron hasta las últimas manifestaciones de esta memoria orgánica, y concluyó por no saber adónde iba ni por dónde andaba...

—¿Qué barrios son estos?—pensó;—¿qué vengo á buscar aquí?...

Y, sin embargo, andaba, andaba... con perfecta inconsciencia de tiempo y de la distancia, arrastrando la cadena que creyó rota.

Ya era muy tarde; los transeuntes escaseaban, los tranvías habían dejado de circular; en los quicios de algunas puertas insinuábase la silueta borrosa de un sereno dormido: al atravesar una plaza desconocida, Enrique oyó la voz de una mujer que vendía café caliente.

—Debe de estar amaneciendo—pensó.

Prosiguió andando lentamente, á través de la inmensa ciudad dormida bajo un manto de nieblas... El recuerdo de Gabriela llenaba su memoria, enloqueciéndole: «Ella me quiere, yo la adoro... y no obstante... ¡todo ha concluído entre nosotros!... ¡Todo!...»

Empezaba á clarear. De pronto Enrique se halló en una calle que conocía y delante de una casa que le era muy familiar y muy querida: la casa de Gabriela: sus piernas, que le condujeron allí tantas veces, le habían llevado una vez más. Era algo fatal, como el concierto de los astros... El sereno acudió á abrirle la puerta.

—Buena madrugada, señorito. Hoy se retira usted muy tarde... La señorita estará impaciente.

Enrique, sin responder, cruzó el zaguán, subió las escaleras y llegó al cuarto de Gabriela. Ella, que había reconocido sus pasos, salió á abrir sin darle tiempo á llamar: en su semblante la desesperación y la alegría pintaban una máscara extraña.

—¿A qué vienes?—preguntó.

Rendido á la Fatalidad, poderosa como la muerte, Enrique, con la voz velada de los sonámbulos, repuso:

—¿No lo ves?... Como siempre... A dormir contigo...

POR UNA ERRATA

Desde muy joven su imaginación soñó amores difíciles: las novelas del viejo Lamartine, los versos de Otello, las cartas de Werther, deslizaron en la sangre de Julio Riego su ponzoña suicida; cualquiera mujer le apasionaba con pasión loca que no hubiese dudado ante el atropello ó violación de lo más santo; tenía el doble anhelo de lo sublime y de lo raro y envidiaba á Safo más que á Paón; á Safo amante, ganando la inmortalidad con la trágica elipse que describiera arrojándose al mar desde el promontorio Léucades.

—¡Morir!—pensaba Julio,—¿qué importa morir, si muriendo perpetuamos nuestro recuerdo en la memoria del ser desdeñoso y adorado?

Tal era su credo: los desaires de la fortuna robustecieron su opinión; iba cruzando por el mundo como en éxtasis, el busto rígido, los ojos esclavizados en la ilusión paradisíaca del supremo amor, alzándose despreciativamente de hombros bajo la befa de la humanidad miserable que puede olvidar.

El no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe; antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre los escombros del templo: sólo así lograría la veneración de aquellos escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico. La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante, la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria, como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la garganta, parecía venir de muy lejos ó de muy hondo.

Pasados tres ó cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reir á carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la desesperación y los celos, llegó á serla intolerable y decidió romper con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á recobrar su libertad antigua; reñirían para siempre: sus palabras tendrían autoridad inapelable.

Algo desusado hubo de sugerir á Julio Riego la certidumbre cruel de quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara á la pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba; alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían; Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta, con el sombrero en la mano, dispuesto ya á marcharse, Julio repuso con su voz enturbiada por la pena:

—No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de mi herida correrá eternamente.

Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar á ser libre endurecían su corazón.

—Puedes hacer tu gusto—murmuró;—cada cual obra según su criterio.

 

Se despidieron: él iba resuelto á matarse; lo había prometido y los hombres no deben renegar de su palabra: además, aquel era el único medio de castigar á la ingrata, lanzando sobre su frívolo vivir la noche ineluctable del remordimiento. Mariana quedó tranquila, segura de que Julio Riego no cumpliría su amenaza. Aquella noche, sin embargo, la joven leyó los diarios atentamente, buscando alguna noticia relacionada con su amante. No halló nada.

—¡Bien decía yo!—murmuró.

Y de pronto sintióse un poco triste, humillada y como pesarosa de que aquel hombre no la hubiese amado lo bastante para matarse por ella.

Pasó otro día; Mariana Paredes iba adormeciéndose en la confianza de la impunidad; aquella era una historia casi olvidada. Por la noche, de vuelta del teatro, se acostó y cogió un periódico; el sueño comenzaba á pesar sobre sus párpados; no obstante ojeó los telegramas, una Crónica de bastidores, otra de política general...

En la sección de noticias, vió la siguiente:

«Ayer se suicidó, disparándose un tiro en el pecho, un joven decentemente vestido, llamado Julio Pérez.»

No pudo seguir leyendo; el cansancio cerraba sus ojos; el periódico resbaló de la cama al suelo.

No sucedió más.

Por una errata deslizada en aquel apellido, el sacrificio del pobre muerto no tendrá historia; las noches de Mariana Paredes no tendrán pesadillas...

¡Más vale así!

CREPÚSCULO

Cae la tarde; un vientecillo suave arrastra por el suelo húmedo las primeras hojas secas; las lejanías del paisaje desaparecen tras el vaho neblinoso que enceniza el cielo; los árboles, de donde huye la vida, levantan sus ramas con desesperado ademán y su gesto simula responder á la conciencia que tienen de que la muerte llegará fatalmente para ellos con la paralización de la savia; los herbazales que visten los recuestos también están tristes, amarilleando entre el lodo; á lo largo de las tapias algunas enredaderas alargan sus ramas escuetas; bajo el espacio triste la tierra toda se estremece en una convulsión agónica.

Personajes: Ella; treinta años. Avanza rápidamente, mirando á todas partes con los hermosos ojos muy abiertos por la impaciencia de ver pronto al amado, que la espera. Viste sombrero redondo de fieltro y un gabán varonil, con cuello Imperio y doble hilera de botones, que la llega á los pies: es alta, elegante y lamida de formas como una amazona inglesa.

El: treinta y cuatro años; gallardo y simpático; su delicado temperamento de sentimental lo reflejan la mirada distraída de sus ojos, ensombrecidos por el insomnio; su frente, abrillantada por el nimbo indefinible de los ensueños; la línea de sus labios que, habiendo gustado los amargores de la vida, quedaron algo tristes.

Eulalia.—(Viendo, de pronto, al galán que entretiene su fastidio leyendo un periódico.) ¡Niño, ya estoy aquí...!

Fernando.—(Vivamente emocionado.) ¡Ah, qué impaciencia tan cruel!... Si yo estudiase metafísica, para representarme el concepto de eternidad evocaría la duración de las horas que vivo sin ti.

(Se dan las manos.)

E.—(Mirando á todas partes.) No hay nadie.

F.—(Mirando también.) Nadie.

E.—Toma mis labios.

(Se besan y caminan silenciosos bajo los árboles del paseo. Van cogidos del brazo, los hombros juntos; sus pies moviéndose acompasadamente, imprimen á sus cuerpos enamorados el mismo ritmo.)

F.—(Despertando bajo el recuerdo de la realidad, amenazadora siempre.) ¿Y tu marido?

E.—En la Audiencia.

F.—¡Batallando, según costumbre, por enviar gente á presidio!

E.—No sé. Damián es un hombre terrible que, como las cadenas, parece fabricado exclusivamente para sujetar... para oprimir... Dominar es su ley; el deber frío y anguloso, su Dios: por vencerlo todo, creo que ha sofocado el natural amor á sí mismo; ¡no se ama!... (Con volubilidad.) Después de almorzar me fingí enferma, para quedarme sola.—«Bien—replicó él;—te acompañaré.» Fué morir; Pasaban las horas lentamente; yo pensaba en ti, en nuestra cita de esta tarde, que iba á fracasar... ¡Qué martirio! (Fernando escucha acariciando entre sus manos una de las enguantadas manecitas de la joven. Ella continúa.) De pronto salí del gabinete y momentos después reaparecí diciendo que hallándome mejor, necesitaba salir.—¿Dónde?—preguntó mi tirano.—A hacer algunas compras—repuse;—no hay manteles; además, á la doncella le prometí ayer una blusa y debo cumplir lo ofrecido.—Mejor sería—contestó,—que te vistieras bien y fueses á visitar á la vizcondesita Matilde, que está enferma. ¡Debemos cumplir con todo el mundo!... Acepté la proposición haciendo grandes esfuerzos para disimular mi alegría: aquel era un feliz pretexto que me facilitaba una hora más de libertad que dedicarte, mejor y más hermosa para mí, que un rayo de luz. En un santiamén me puse mi mejor traje y volví al gabinete; Damián, al verme se levantó.—«Vaya—dijo,—hoy, para mí, es día de asueto; te acompaño.» ¿Cómo rechazarle? Humillé la cabeza y eché á andar con la sombría resignación del que camina hacia el patíbulo. Cuando llegábamos al recibimiento, vibró el timbre de la escalera; abro la puerta... ¡Era un ordenanza que traía... no sé qué papelotes de la Audiencia! Un asunto urgentísimo.

F.—La causa de algún desgraciado á quién el Código tendrá deseos de apretar el cuello...

E.—Probablemente. Mas... ¡en fin!... gracias á eso, sea lo que fuere, estoy aquí. Es una entrevista que tal vez cueste una libertad, cuando no una cabeza.

(Vuelven á besarse. Caminan pausadamente, cambiando saludos distraídos con algunos obreros que vuelven del trabajo. En la línea sinuosa y más distante del paisaje aparece Madrid, recortándose bajo el cielo entristecido por los reflejos crepusculares.)

F.—Te quiero.

E.—No más que yo á ti.

F.—(Enternecido.) ¡Carne de mi alma!

E.—(Con arrebato.) ¡Alma de mi cuerpo!...

F.—Dame tus labios otra vez.

E.—Tómalos. ¿No son tuyos?... ¿A qué me los pides?...

F.—(Rodeándola el talle con un brazo.) ¡Oh!... ¡qué adormecedora, qué dulce es la canción de los amores!... ¡Cómo pesa sobre los párpados, con qué arpegios de ensueño roza los oídos!... Y simultáneamente penetra hasta mis tuétanos y calofría mi espalda con la suave caricia del terciopelo.

E.—¡Fernando... (Entorna los párpados y su cabeza mareada por la rara espuma del contento, busca sobre el hombro del amante un punto de apoyo.)

F.—Habla... necesito oirte... dí algo... arrúllame...

E.—(Sin abrir los ojos.) ¿Qué quieres que diga?

Sus cuerpos, estrechamente unidos, tropiezan al andar, produciéndoles una á modo de trepidación carnal que les calofría de pies á cabeza. Caminan lánguidamente; diríase que la tierra benévola les atrae, incitándoles á caer de rodillas; al llegar á cierto paraje solitario, bajo un grupo de árboles, Eulalia y Fernando se detienen.

F.—¿Quieres?... (En voz muy baja.)

E.—¿Aquí?

F.—Sí. Sentémonos.

E.—¡Oh, es imposible!

F.—¿Por qué?... Estamos solos.

E.—Sí, pero... ¿y mi traje?

F.—Extenderé sobre el suelo mi pañuelo para que no te manches.

E.—No basta. Y, mira... el piso está enfangado.

F.—(Pensativo.) Es cierto.

E.—Seamos juiciosos.

F.—¿Qué remedio?...

(Se contemplan mezclando sus alientos, mirándose á los ojos ávidamente, con el vientre y las rodillas y los pies unidos.)

E.—(Deseando tranquilizar á su amante.) Mira, cómo vengo.

(Le enseña sus botas de tafilete, su magnífico traje de seda color salmón, su largo gabán de finísimo paño.)

F.—(Extasiado.) ¡Como una reina! (Pausa.) Y, sin embargo... perder estos instantes... es un crimen.

E.—Ya lo sé, rey; pero, ¿qué quieres?... La fatalidad...

F.—¿Me amas?

E.—Más que á nadie.

F.—¿Eres muy feliz entre mis brazos?... (Empujándola.) Entonces... ¿Qué importa lo demás?...

E.—(Resistiendo.) Pero... ¿no comprendes?... Estamos en un lodazal.

F.—A tu marido le dices que te caiste; un accidente... un coche que pasaba... cualquiera cosa.

E.—Eso es lo de menos; un pretexto se busca fácilmente.

F.—Entonces...

E.—Es mi traje, mi sombrero, que representan un capital.

F.—(Alzándose de hombros.) ¿Qué vale todo eso, comparado con lo otro?... Un vestido que se mancha ó que se rompe, puede ser substituído; ¿pero quién recobrará el rato de felicidad que se pierde?

E.—No me vuelvas loca.

F.—Pronto nos separaremos y... ¿quién podrá consolarnos mañana de la hora feliz que hoy desaprovechamos?...

E.—(Languideciendo.) Déjame.

F.—El peinado que se deshace, como el sombrero ó el traje que se ensucian, constituyen pequeñas desgracias, fácilmente remediables; pero, ¿cuándo ni dónde rescataremos las dulzuras de un feliz momento perdido?... Dime; ¿en qué bazar podrían los pobres viejos desencantados, comprar los millares de horas negras en que no amaron?... Ven, ven... el placer como la alegría, duran poco.

 

Han pasado treinta años; Fernando ha muerto. Eulalia que, como todos los viejos, comprende mejor que antes el gran valimiento de la vida, conserva entre sus más preciosos recuerdos la imagen de aquella tarde otoñal, húmeda y callada, en que dió noventa duros por un rato de amor. ¡El amor!... Lo que no se compra...

LO HORRIBLE

Beltrán empujó la puerta suavemente y entró: era un mozo membrudo, con las manos y el rostro atezados por el calor de la fragua; vestía blusa azul y pantalón de pana; las botas eran de punta cuadrada, grandes y sólidas; tenía la mandíbula inferior ancha, el cuello grueso; bajo las cejas, sus ojos duros de perdonavidas miraban con insolencia y desvío.

Al oirle Matilde, su hermana, que parecía meditar junto á la mesa, á la luz de un quinqué, volvió la cabeza. Beltrán preguntó:

—¿Quién ha venido?

—Don José.

—¡Don José!... ¿Qué quería?

—Nada... saber cómo estaba padre: ni siquiera se sentó; no pasó de la puerta.

Beltrán clavó en la joven una larga mirada desconfiada y cruel; luego dijo:

—¿Y padre?

—Peor; apenas puede respirar.

El mozo levantó la cortinilla que cubría una puerta y quedóse inmóvil, abismando sus ojos en un dormitorio estrecho y obscuro dentro del cual resonaba rítmicamente el angustioso jadeo de un hombre que se ahogaba.

—¿Qué dice el médico? ¿Tiene esperanzas?

—No. Asegura que recurrimos á él demasiado tarde.

Beltrán se mordía los labios; Matilde lloraba en silencio, sin parpadear, como lloran las mujeres acostumbradas á sufrir: tenía el rostro inteligente y pálido, el pelo y los ojos negrísimos: era uno de esos nerviosos tipos meridionales, esclavos de la impresión y del momento, en quienes los ángeles del bien y del mal parecen luchar á brazo partido sobre un puente muy angosto.

—¿Recetó algo?—preguntó el herrero.

—Sí... mira.

Sacó del bolsillo un papel sembrado de signos que Beltrán leyó y releyó sin comprender.

—¿Cuánto costarán estas medicinas?

—Unas... cuatro pesetas.

—¡Cuatro pesetas!...

—¿De dónde sacarlas, hermano?

Y Matilde miraba á su alrededor; las paredes y los suelos desnudos, la casa toda, en fin, ahogándose de miseria y dolor bajo el declive rápido de los techos aboardillados Beltrán miró también, murmurando:

—No sé, no sé...

—Esas medicinas, sin embargo, hay que comprarlas en seguida, á todo trance.

Aquella receta era para ellos algo santo y precioso, como una promesa. Pero ¿dónde hallar dinero?... Matilde y Beltrán estaban sin trabajo y la enfermedad de su padre agotó sus pequeños ahorros; en pocas semanas todo fué saliendo camino de la prendería ó de la casa de préstamos; fué una venta infamante, vergonzosa, triste, como la venta de huesos humanos.

Beltrán alzóse de hombros; todas las puertas estaban bien cerradas; la miseria había tomado todos los caminos.

—¿Qué piensas?—exclamó Matilde;—¿se te ocurre algo?

—No... nada... ¿y á ti?

—Tampoco, pero es preciso discurrir... pronto... pronto... ¡padre se muere!

—Ya lo sé... ya lo sé... Espera.

Por su memoria desfilaban precipitadamente nombres de vecinos y de amigos: con ninguno debían contar; eran pobres, tan pobres como ellos, y los mejores ya les habían socorrido en diferentes ocasiones. El único que podía ampararles era don José, el propietario, quien, por amor á Matilde, no les presentaba los recibos de inquilinato desde hacía dos meses. Beltrán conocía aquella pasión; y la vergüenza de sus favores, aceptados por él bajo la presión feroz de la miseria, enrojecían su frente. Una idea negra, una especie de noche, nublaba el pensamiento de los hermanos, que veían pasar por entre sombras el hambre y el crimen: Beltrán y Matilde sabían que en los momentos de supremo desamparo los hombres roban, las mujeres se venden...

La joven, más franca que su hermano, preguntó:

—Si recurriésemos á don José...

Beltrán se acercó á ella temblando violentamente, como potro picado del tábano.

—¿Qué has dicho?—gritó;—¿recurrir á don José? ¿Qué es eso?... ¿Has perdido el sentido ó perdiste el honor?... La sola idea de que le hayas insinuado algo me vuelve loco...

La había cogido por un brazo, apretándoselo entre sus dedos como en un torno.

Matilde bajó sus ojos anegados en lágrimas; en el silencio resonaba el isócrono jadeo del moribundo; aquella respiración anhelante de viajero que va muy cansado. Beltrán callaba, comprendiendo que era necesario optar entre el presidio y la mancebía. De pronto se decidió.

—¡Bien está!—dijo;—ya sé qué he de hacer; venga la receta... no perdamos tiempo.

—¿Tardarás?—preguntó Matilde.

—No... volveré pronto... antes de una hora...

Salió precipitadamente, palpándose debajo de la blusa, cerciorándose de que la navaja estaba en su sitio.

 

Beltrán anduvo largo rato buscando las calles solitarias; ya no dudaba: robaría, pues era preciso, y hasta se hallaba propicio á hacerlo sin vergüenza ni empacho.

El herrero, recatado en la sombra de una puerta, esperó... esperó...

Los transeúntes eran escasos: todas las circunstancias parecían favorecerle; la calle estaba desierta, los portales cerrados, el sereno dormía en un punto distante.

Al principio, Beltrán juzgaba la lucha inevitable; el asaltado se defendería, pediría socorro y sería necesario taparle la boca, arrojarle al suelo, matarle, tal vez... Luego, según iba apreciando el valimiento y legitimidad de los móviles que le arrastraban á perpetrar aquel despojo, llegó á creer que su conducta era irreprochable y que el primer caballero á quien se dirigiese, no bien supiera de qué se trataba, se apresuraría á favorecerle: todo aquello se le antojaba á Beltrán tan natural, tan noble, tan conmovedor...

De pronto apareció un individuo solo, bien vestido; llevaba botas de charol, iba embozado y caminaba lentamente. Beltrán salió á su encuentro, cruzando la calle: el desconocido se detuvo y miró al herrero, desconfiando.

—Caballero—dijo Beltrán, haciendo con la cabeza un leve saludo;—perdone usted mi atrevimiento... pero... mi padre está agonizando.

El interpelado, ya repuesto, murmuró:

—Dios le ampare, no llevo nada.

Beltrán le miró confuso, y sus mejillas, coloreadas hasta entonces por la vergüenza, palidecieron: había dicho lo más grave, lo más grande, lo más terrible que puede confesar un hijo; que su padre se muere... y el individuo que le oía, lejos de asociarse á su dolor, le escuchaba impasible, encogiéndose de hombros... La ira cegó sus ojos.

—No—gritó,—yo no pido limosna.

—¿Entonces?...

—Quiero que me de usted cinco pesetas que necesito para pagar una receta... ¡Lo quiero... son para salvar á mi padre!

Hablando así, zarandeaba á su interlocutor agarrándole por el embozo; el agredido, irritado por una exigencia que juzgó intolerable, le rechazó vigorosamente.

—¡Ladrón!—murmuró.

Entonces Beltrán se abalanzó sobre su enemigo, procurando derribarle; mas el otro, que era mozo y valiente, le echó los brazos al cuello, mientras procuraba sacar un revólver que sin duda llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Espoleadas por el coraje, las fuerzas de Beltrán se centuplicaron, y cogiendo al desconocido por la cintura, le arrastró hacia un callejón vecino.

—¡Miserable, miserable!—repetía.

El asaltado, viéndose perdido, quiso gritar, pero Beltrán le tapó la boca, y, asiéndole por el cuello, le derribó en tierra: cayó de bruces, los brazos presos bajo los pliegues de la capa. En aquel momento Beltrán oyó ruido de pasos; sin duda venían á prenderle... ¿Qué hacer?... Si huía, su enemigo correría tras él pidiendo socorro... y se vió atado codo con codo, y á su padre muerto, y á su hermana, bonita y en la calle... Fuera de sí, requirió la navaja, y asestó un golpe á su víctima en la nuca, después otro y otro... muchos... para que no hablase; luego registró precipitadamente los bolsillos de su chaleco, cogió una moneda, un duro... ¡uno solo!... y echó á correr desalado.

En el fondo de la calle resonaban voces extrañas que repetían:

—¡A ese... á ese!...

Beltrán corrió mucho tiempo; cuando penetró en una botica llevaba los labios lívidos y cubiertos de espuma; el terror y el cansancio de la lucha y de la fuga, dilataban sus ojos.

—A ver—murmuró;—despácheme usted, en seguida... en seguida...

El boticario dejó el periódico que estaba leyendo y se acercó al mostrador tranquilamente.

—¿Qué es ello?

—Tome usted.

El farmacéutico cogió la receta y la leyó poco á poco, informándose bien del nombre de las medicinas.

—¿Tardará usted en despacharme?—preguntó Beltrán suplicante;—el caso es gravísimo.

Le aterraba la idea de que le prendiesen antes de ver á su padre.

No—repuso el boticario,—estas medicinas están, hechas.

Marchóse y volvió trayendo dos frasquitos.

—¿Qué valen?—preguntó Beltrán.

—Cuatro pesetas con cincuenta céntimos.

—Cóbrese.

Y arrojó el duro sobre el mármol del mostrador.

El boticario cogió la moneda, la miró atentamente, la hizo resbalar entre sus dedos, volvió á sonarla...

—Este duro—dijo—es falso...

MARCELA

Desde el quicio de su puerta, Juan Antonio avizoraba todas las tardes á Marcela, que volvía de la fuente con el pesado cántaro sobre la cabeza, erguido el talle, las manos en los cuadriles, aumentando con su corto y menudo andar el picante titubeo de sus caderas poderosas. Juan Antonio reía embelesado viéndola acercarse: ella pasaba indiferente, plegando los rojos labios con un depresivo mohín desdeñoso, como si las sonrisas y las ardientes miradas y todo el apasionado embobamiento del mozo no fuesen otras tantas pruebas de amor quemadas, á guisa de incienso, en honor de su perfecta gentileza y bizarría; y cuando se alejaba orgullosa, inaccesible, pisando corto, y diciendo no, no... con las caderas, los ojos de Juan Antonio chispeaban de rencor, un estremecimiento doloroso mordía su carne, y el pliegue trágico de las venganzas cortaba su frente.

Una tarde, Juan Antonio, no pudiendo dominar las furiosas acometidas de su pasión, salió del pueblo y fué á sentarse junto á unos bardales por donde Marcela solía pasar de vuelta de la fuente. La conversación fué breve, decisiva, como las conversaciones que preparan los duelos á muerte. Ella empezó diciendo que no le quería y que jamás podría traicionar á Fermín, su esposo, á quien estaba unida por los vínculos del cariño y del deber; Fermín era su Dios, su rey; á él se lo debía todo: la casa que habitaba, las ropas que cubrían su cuerpo...

Y agregó:

—¿Y ahora quiés deshacer el lecho que yo toas las mañanas tiendo y mullo pa él? ¿Y quiés gozar del cuerpo que él viste y alimenta y agasaja con tóo lo que tiene?... ¡Vamos, Juan Antonio, que no me conoces!... No sólo no te quiero, sino que te odio... ¡ya ves!... Que eres mu chico, mu ruin... ¿sabes?... y que tiés el alma mu fría, cuando no entiendes lo que digo...

Poco á poco, á tropezones, sofocado por la pasión que le extrangulaba, Juan Antonio procuró explicar sus celos y los tormentos de aquellas luchas íntimas que fueron enajenándole hasta obligarle á exigir de Marcela una explicación definitiva. El no era malo, ni ruin, ni tenía aquella frialdad de corazón que ella tan injustamente le reprochaba.

—Mi única desgracia consiste—dijo—en haberte conocío mu tarde, cuando tu libertad y tu corazón y tu cuerpo amadísimo, eran de otro...

Ella le escuchaba impasible, frunciendo el sobrecejo con aire aburrido. Luego repuso, dando media vuelta y poniéndose otra vez en jarras, dispuesta á marchar.

—Tóo es inútil, Juan Antonio; yo no quiero, y no hay poderes en el mundo capaces de torcer mi voluntad... Y no me persigas, no me aburras; porque si la gente advierte tu cariño y da en murmurar, soy capaz de contárselo tóo á Fermín, pues antes que deshonrao, quieo verle andando camino de la horca ó del presidio. No digo más.

 

Las primeras horas de aquella noche las pasó Juan Antonio entre los matorrales de un altozano, desde donde se atalayaba un extenso paisaje. La luna trepaba hacia el cenit anegando las silenciosas extensiones siderales con los efluvios de su luz plateada: una paz augusta descendía del cielo sobre los campos dormidos; en el valle blanqueaban las casas del pueblo, con sus paredes irregulares y sus ventanas, por algunas de las cuales se filtraba un hilillo de luz; varios caminos vecinales seguían direcciones diversas, retorciéndose como sarmientos á través de los campos de labranza, subiendo, bajando, según los altibajos del terreno; y cerrando el horizonte, casi perdidos en las sombras de la noche, ondulaba una larga serie de cerros, con sus panzas enormes y sus altísimas crestas, semejantes á abortos monstruosos de una quimera geológica.

Juan Antonio, casi echado en el suelo, no apartaba los ojos de la casa de Marcela, situada mucho más allá, junto al río. Un proyecto diabólico le había conducido allí. Fermín, que era guardabosque, salía de ojeo todas las noches entre doce y una de la madrugada, y aquella ocasión era la por Juan Antonio espiada para deslizarse sin peligro hasta Marcela; las consecuencias anexas al logro de sus propósitos, no le interesaban. Durante largo rato permaneció inmóvil, mirando, mirando... con la mirada angustiosa y fija de los que murieron ahogados. Luego se estremeció, oyendo resonar en la serena extensión de los campos las doce campanadas de un reloj lejano.

Entretanto Fermín, sentado sobre un viejo taburete, se calzaba sus recias botas de campo, disponiéndose á salir.

Marcela le observaba desde el lecho con ojos que el sueño va cerrando.

—¿Te vas?—preguntó.

—Sí.

—No tardes mucho... la noche está fría.

—Ya lo sé. No haré más que llegar al cementerio y volver.

Se había ceñido la cartuchera; después embozóse en una manta, se caló su ancho sombrero de guardabosque y salió terciándose el fusil á la bandolera. La llave de su hogar la dejó, según costumbre, junto al quicio, debajo de la puerta, en previsión de que Marcela quisiera salir hallándose él ausente; y esta circunstancia era la que había de facilitar á Juan Antonio el triunfo de sus deseos.

Marcela se había quedado profundamente dormida; de pronto sintió que abrían la puerta y entre sueños supuso que era su marido quien volvía: luego oyó unos pasos quedos que se acercaban y entreabrió los párpados; la obscuridad era completa y tornó á cerrar los ojos.

—Fermín... murmuró.

El lecho crujía: Marcela, medio despierta, repitió balbuceando sin miedo.

—¿Eres... tú?...

Al sentir que unos brazos la estrechaban por el talle, agregó.

—¡Qué frío vienes!...

El repetido contacto de unos labios que oprimían los suyos y la presión de unas manos que la sobajeaban con ansia brutal, concluyeron de despertarla.

—¡Fermín, Fermín!...

Entonces sintió que la dejaban; alguien saltó del lecho y resonaron los pasos precipitados, inseguros, de un hombre que huía. Marcela se incorporó en la cama, impulsada por un presentimiento horrible.

—¡Juan Antonio!—gritó.

Y se ratificó en esta creencia al oir que el fugitivo deslizaba suavemente la llave bajo la puerta, como para borrar con aquella precaución el rastro de su delito.

Largo rato Marcela permaneció alelada, temblando de rabia y de miedo; después sintió que abrían la puerta.

—Fermín... ¿eres tú?—preguntó.

—Sí, yo soy...

Mientras él se desnudaba, ella añadió:

—¿Has venido antes?

—¿Cuándo?

—Después de marcharte.

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada; me había parecido...

Al día siguiente, domingo, Marcela y Juan Antonio se encontraron en la iglesia, junto á la pila del agua bendita: ella le miró de hito en hito, los ojos retadores, como desafiándole á hablar; él se acercó con aire insolente y satisfecho, murmurando:

—¿Me encontraste frío anoche?...

Marcela no pudo responderle y se marchó llorando. Aquel día y los sucesivos los pasó acongojadísima, no sabiendo si devorar su humillación ó pedir á su esposo el justo castigo de tamaña ofensa; unas veces pensaba vengarse por sí misma, dando la muerte como ella había recibido la deshonra, á traición; otras temía que lenguas extrañas enterasen de lo ocurrido á Fermín, y que éste, interpretando mal el silencio de su mujer, juzgase criminal complacencia lo que fué sorpresa y forzamiento...

Al fin optó por confesarse á su marido, refiriéndoselo todo... ¡todo!... Pues como ella decía: «antes que en ridículo, quieo verle andando camino de la horca ó del presidio...»

 

Aquella tarde Fermín y Juan Antonio se vieron en un claro del bosque.

—Estaba esperándote—dijo Fermín.

—¿Pa qué?

—¿No lo presumes? ¿No está diciéndotelo ese corazón que quieo arrancarte á mordiscos?...

Fermín era ágil, fuerte y más alto que su enemigo, pero Juan Antonio era recio de cuerpo y tenía hombros cuadrados y brazos membrudos. Los dos hombres se miraron friamente, midiéndose con los ojos, buscando un sitio en donde herir: luego, simultáneamente, sin detenerse á sobreexcitar su enojo con vanas palabras, se arremetieron. Durante algunos momentos lucharon rabiosamente, sin que las piernas de ninguno de ellos flaqueasen; luego se separaron y antes de que Juan Antonio pudiese hurtar el golpe, Fermín se abalanzaba sobre él, traspasándole el cuello con una faca. El mozo giró sobre sí mismo, dió algunos pasos vacilantes, y cayó al suelo de bruces, muerto...

Fermín, fuera de sí, echó á correr hacia su casa: Marcela; al verle entrar demudado y con las manos teñidas de sangre, lanzó un grito y corrió á su encuentro, mirándole con ojos donde había una pregunta desesperada.

—Sí—repuso el guardabosque:—le he matao.

Y añadió extendiendo el brazo con gesto trágico:

—Allí está; allí le tienes, frío... ¡Más frío que nunca!... ¡Frío pa siempre!...

EL BUEN PARECER

La noticia circuló rápidamente por los cafés y las tertulias que cómicos y autores forman en los saloncillos de los teatros.

A Felisa la Loba la habían matado. Los testigos de la escena aseguraban haber visto á Felisa bajar de un coche en la calle Peligros, delante de Fornos; entonces brotó del hueco de una puerta la sombra de un hombre que, sin duda, estuvo en acecho, esperándola, y que instantáneamente se arrojó sobre ella; la joven lanzó un grito y cayó hacia atrás, abriendo los brazos: el matador huyó velozmente, revelando en la fuga la audacia y el vigor sobrehumanos que demostró en la agresión, y segundos después los que le vieron herir sólo percibieron su silueta cobarde esfumándose como un capricho antropomórfico en las sombras de la noche bajo la rojiza luz incierta de los faroles...

Desde luego se trataba de un crimen pasional. Al principio creyóse que el asesino era un organillero; luego, por lo que varias amigas de Felisa dijeron, se supo que era un estudiante...

Enrique y la Loba se conocieron en el arroyo una noche de invierno muy cruda, muy triste, en que el aburrimiento de ella y la melancolía y desamparo de él los sugirió, simultáneamente, el capricho de pernoctar juntos; ella le quiso porque se parecía á un amante que la dejó por otra: él porque estaba muy solo, muy pobre, y en las horas de desvalimiento los temperamentos sentimentales padecen, más que el hambre, la necesidad de la mujer que abriga, que consuela, hablando de recuerdos dulces y frívolos... Ella era una chula, una verdadera hembra, apasionada y bravía, enamorada de la fuerza y del valor masculino, de los machos crudos que parecen ir por el mundo caminando siempre de cara al presidio: él, mesurado en las palabras y firme en la acción, era también un valiente persuadido de que cuando dos hombres riñen, uno de ellos, el más débil, tiene pena la vida.

—¿Tú serías capaz de pegarme en la cara?—solía preguntarle Felisa.

—No—contestaba Enrique;—en la cara note pegaré nunca; si alguna vez me engañases te rompería el corazón. A las mujeres, los hombres de honor no deben pegarlas más que una vez...

Pero Felisa no cuidó de tales amenazas y le engañó: y el estudiante, que había puesto en aquella mujer toda su alma, cumplió lo ofrecido...

Y allí quedó la Loba, tumbada en el arroyo, inmóvil. Los ojos cerrados, mostrando entre sus labios entreabiertos los dientes menudos y blancos que crispó la agonía, y por los pliegues de su pañuelo manchado de sangre, aquella garganta blanca y mórbida que se había ofrecido al deseo tantas veces...

A última hora, en los corrillos del Casino de Madrid, La Peña y otros Círculos aristocráticos, los padres de la patria, los generales retirados, los príncipes de la banca, los valetudinarios representantes de las familias más nobles, comentaban en voz baja, con aire indiferente y cansado, la trágica muerte de Felisa.

El intenso calor de las estufas de gas quedaba preso en los poros de las alfombras; sobre la superficie inmóvil de los espejos, las lámparas eléctricas vertían luz lechosa; alrededor de las mesas de tresillo, junto á la chimenea adornada por un reloj de bronce, ó reclinados perezosamente sobre los divanes, los concurrentes habituales del Círculo comentaban el crimen; y lo hacían poco á poco, con lentitud hipócrita, entre grandes bocanadas de humo.

—¿Ha oído usted hablar, marqués, del crimen de esta noche?—preguntaba el veterano general X.

—No; los periódicos nada dicen. Además, no leo la crónica de sucesos; es una sección repugnante.

—Los periódicos no relatan el hecho porque éste ocurrió entre ocho y nueve de la noche.

—¡Ah!... ¿Se refiere usted al crimen de la calle de Peligros?

—Sí.

—Algo oí decir. Creo que la víctima fué una muchacha de vida airada...

—Eso me contaron también... no sé donde—añadió el vizconde Z.

Otros dos graves caballeros que ostentaban en el ojal de sus levitas una cinta roja, hicieron un vago signo afirmativo, demostrando hallarse al tanto de lo ocurrido.

Bajo la luz fría de las lamparillas eléctricas, sobre el respaldo rojo de los divanes, aquellas cinco cabezas envejecidas por el tiempo y las luchas asoladoras de la ambición y del vicio, formaban un cenáculo extraño de caretas fúnebres.

—¿Y quién era esa desdichada?—preguntó K. al marqués.

—Felisa.

—¿Felisa?... ¡No recuerdo!

—Sí... una moza alta, no mal parecida... á quien llamaban la Loba...

—¿Pero usted la conocía, marqués?—interrogó el general.

Y todos los circunstantes, sorprendidos, miraron al marqués, cuya vida de orgías no era un misterio para nadie.

—No—repuso el interpelado;—yo no la conocí; supondrán ustedes que mi posición me prohibe tratar á cierta clase de mujeres... Pero he oído hablar mucho de ella á mi primo Claudio, que fué un gran libertino.

—Dicen que era muy guapa.

—¡Mucho!

—¿Morena?

—Creo que sí; tenía los ojos expresivos, la boca un poquito grande, pero de labios frescos y rojos.

—¡Acierta usted!... Ahora recuerdo haberla visto varias veces.

—Si es la que sospecho, también la conocía yo, así... de vista.

Siguieron hablando, procurando recomponer entre todos la terrible escena. Uno de ellos preguntó:

—¿Y quién es el criminal?

—Dicen que un organillero.

—A mí me han asegurado que el matador fué un estudiante.

—¿Le prendieron?

—No.

El vizconde de N., que pasaba por la calle de Peligros á tiempo que el asesino huía, añadió á la información interesantes detalles. El matador era un muchacho de regular estatura, decentemente vestido; representaba tener veinticuatro años.

—¡Pobre inocente!...—exclamaron varios;—¿á quién se le ocurre perderse por una mujer así?...

Hasta el saloncillo alfombrado, caldeado por las estufas de gas, el recuerdo de aquel hombre huyendo á través de la noche y de la pobre muerta con sus carnes yertas anegadas en sangre, penetró como una corriente de aire frío...

 

Era una tarde de invierno; sobre las orillas del Manzanares la noche derramaba tristeza infinita, los árboles enderezaban sus ramas escuetas hacia el cielo gris; por una parte, cerrando el horizonte, aparecían la Puerta de Toledo y Madrid, con sus millares de cúpulas y de tejados perdidos bajo la niebla; en el silencio de los campos, como voz misteriosa de aquella naturaleza agonizante, resonaban las vibraciones lentas de una campana.

A la izquierda del puente, junto á un camino húmedo por donde los chirriones pasan dejando surcos profundos, está el Depósito de cadáveres: una casita blanca muy triste, con paredes renegridas por el polvo y la lluvia, que huelen á muerto.

Aquella tarde, casi á la misma hora, llegaron al Depósito dos coches con portezuelas blasonadas; después, otros dos, luego otro... Y de aquellos vehículos bajaban caballeros graves, metidos en largas levitas abrochadas: el general X., el vizconde Z. y el barón K...

—¡Usted por aquí... don Juan!

—¡Y usted, don Luis!... ¡Qué casualidad!

—¡Hola, general!

—¿Viene usted á ver á la pobre Felisa?

—Sí... la curiosidad...

—Pues, entremos.

—Pase usted.

—No, usted.

—¡Oh, muchas gracias; es igual!...

Y, con el sombrero en la mano, todos aquellos viejos libertinos, hipócritas, iban entrando, andando de puntillas, alargando el cuello, reconcentrando una mirada estúpida de terror sobre aquel cuerpo que habían ungido con sus besos, recordando con cierta vergüenza que toda aquella pobre carne había pasado bajo sus labios...

Felisa, echada boca arriba sobre una mesa de mármol, mostrando su cuello ensangrentado, parecía escucharles. La luz que caía de un alto ventanal, bañaba su rostro lívido, proyectando sobre la pared húmeda, cubierta de verdina, un perfil inmóvil...

REMORDIMIENTO

—¿Saldrás esta noche?—preguntó Matilde secamente.

—Sí—repuso Adolfo Latorre con aire distraído;—debo ir al Círculo; necesitamos elegir nuevo presidente y varios amigos presentarán mi candidatura...

—¿Y luego, dónde vas?

—Al café.

—¿Y después?

—¡Qué sé yo!

La conversación desmayaba. Matilde, despechada y celosa, miró á su amante de hito en hito, queriendo ofenderle, deseando reñir; y Adolfo, en virtud de misteriosos magnetismos, sentía la intención agresiva de aquellas miradas. El también experimentaba deseos de disputar, por pasar el rato. Hay momentos en que los amantes antiguos no tienen nada nuevo que decirse, y el mutismo y las miradas interrogadoras del uno, parecen acusaciones dirigidas á la discreción y cariño del otro; entonces conviene hablar para romper el encanto siniestro del silencio: en amor hay silencios más ofensivos que una bofetada.

Estaban concluyendo de cenar; la criada acababa de marcharse después de servir el café; la lámpara suspendida en el comedio de la habitación recortaba un círculo luminoso sobre la mesa, con sus botellas de vino á medio vaciar, sus platos sucios y sus copas que los labios mancharon de grasa. Adolfo y Matilde continuaron hablando, excitándose mutuamente á la pelea, poniendo cada vez más acrimonia y torcida intención en sus palabras: con la diferencia que ella disputaba de buena fe, y él frívolamente, por decir algo y no aburrirse.

—¿Por qué—preguntó Matilde,—cuando salgas del Círculo no vuelves aquí?

—Porque saldré muy tarde y á esas horas no hay tranvías. Supongo que no querrás traerme á pie...

—Hace dos años venías todas las noches, sin que la distancia, ni el frío, ni la nieve, te importasen un ardite.

—¡Tú lo has dicho!—exclamó Latorre riendo;—¡hace dos años!

Ella levantó la cabeza bruscamente; sus mejillas palidecieron hasta la lividez; en sus ojos grandes y negros chispeaba el rencor. Adolfo Latorre sostuvo impasible aquella mirada, lancinante y fría como un saetazo. De pronto la joven, obedeciendo á un indomable movimiento impulsivo de todos sus nervios, se levantó, derribando su taza de café.

—Según eso—gritó,—creo que debemos concluir.

Estaba erguida, con una mano apoyada sobre la mesa y el ceño adusto, en la actitud de una reina absoluta que da órdenes. Adolfo, molestado por aquella acometividad, repuso fríamente:

—Como gustes.

—¿No te importa reñir conmigo?

—Sí, me importa... y hasta lo siento. Pero no olvides que, cuando más, lo siento tanto como tú.

—¿Qué quieres decir?

—Que si tienes valor para despedirme... ¿cómo han de faltarme bríos para dejarte?

—Acaso no tardes en arrepentirte de haber hablado así.

—¡Oh!, si no retiras tus desdenes, yo... ¡créelo!... no retiro los míos.

Matilde sintió que el dolor y la ira arrasaban sus ojos en lágrimas y dió media vuelta para marcharse.

—Adiós—dijo.

—Adiós—repuso Latorre;—¿hasta cuándo?

Ella tuvo un momento de vacilación: luego murmuró:

—Hasta nunca.

Y se fué.

Adolfo permaneció inmóvil, estrujando nerviosamente una servilleta entre sus manos, reconociendo que las palabras de Matilde habían mortificado bastante su amor propio de hombre que se cree muy querido. Después se levantó, salió del comedor y fué al recibimiento en busca de su sombrero. Al pasar por delante del dormitorio de Matilde, oyó llorar á ésta. La puerta de la habitación estaba cerrada; Adolfo acercó los labios á la cerradura.

—Me voy...—dijo.—¿Quieres que hagamos las paces?...

Ella replicó colérica, dando firmeza á su, voz:

—No, hemos concluído. ¡Vete!

—¿Para siempre?

—Sí, para siempre... ¡Adiós!...

—¡Tú lo quisiste!—repuso Latorre;—acaso no pueda vivir sin ti, pero, no importa; adiós... ¡hasta nunca!...

Después mientras bajaba la escalera encendiendo un cigarrillo con aire tranquilo, pensó:

—¡Bah, cosas de mujeres! Estoy seguro de que mañana viene á buscarme para que almorcemos juntos...

Aquella noche de Agosto la pasó Adolfo Latorre muy alegremente: primero en los jardines del Buen Retiro, después en Fornos, cenando con amigos de buen humor. Volvió á su casa á las tres de la madrugada. Entretanto la pobre Matilde, transida de dolor, le había escrito una carta que empezaba diciendo:

«Perdona mis arrebatos; estoy loca, no puedo vivir sin ti...»

Al llegar á su casa, Adolfo Latorre se puso en mangas de camisa y salió al balcón: el calor era sofocante; bajo un cielo acribillado de estrellas, Madrid dormía el sueño letárgico de las noches estivales: en el fondo de la calle que avanzaba en zig-zag, algunos faroles parpadeaban, ejerciendo sobre Latorre atracción siniestra. Era inexplicable el hechizo que tenían las piedras del regajo, vistas desde la altura de aquel piso tercero. Adolfo, algo mareado por los vapores de la cena, permanecía acodado sobre la barandilla del balcón, é inconscientemente iba adelantando el busto más y más... como atraído por un imán diabólico. De pronto perdió el equilibrio y cayó al espacio, haciendo una contorsión trágica. Su cuerpo fué á estrellarse sobre las piedras de la acera con un ruido seco; el sereno y algunos transeúntes que acudieron á socorrerle le hallaron inmóvil, con el cráneo deshecho...

Al día siguiente los periódicos publicaron el sangriento fin de Adolfo Latorre bajo el epígrafe: El suicidio de anoche. Para el público aquella noticia no tenía importancia y la olvidó pronto; Latorre era uno de tantos desdichados que se suicidan sin decir por qué...

La desesperación, en cambio, de Matilde, no tuvo limites.

—«¡Yo le maté!...»—pensó.

Un remordimiento sombrío embargó su alma; horrorizada de sí misma renunció al mundo, vistió de luto y gastó su hacienda en obras caritativas.

Pasaron veinte años.

Un día los guardas del cementerio la encontraron muerta, sobre la tumba de Adolfo Latorre, con un ramito de flores en la mano...

NOCHE

La locomotora lanzó un silbido autoritario y el tren echó á rodar cachazudamente, estremeciéndose con un sacudimiento lento y suave, como un desperezo; luego aceleró su marcha, los coches pasaron veloces unos tras otros, con sus ventanillas iluminadas, por las cuales se abocetaban perfiles borrosos de viajeros, y al fin el expreso desapareció en su vuelta del camino derramando esa tristeza indefinible que deja tras sí todo lo que huye...

Allá lejos, sepultada en la inmensidad tenebrosa de la noche, quedaba la estación con sus cuatro paredes renegridas por el humo de las máquinas, su flaca techumbre de pizarra y su miserable andén de apeadero provinciano, iluminado por una linterna colgada junto á un reloj.

Dentro, en el saloncillo destinado á la carga y descarga de los equipajes, había un hombre y una mujer. Ella, acurrucada contra el muro, entre un maletín de viaje y un lío de ropas, permanecía inmóvil, el rostro inclinado sobre el pecho, procurando conciliar el sueño: él, menos fatigado ó más impaciente, paseaba de un extremo á otro, con las manos metidas en los bolsillos de un viejo gabán que casi le llegaba á los talones. Al otro extremo del salón, un empleado dormitaba embozado en su bufanda. Fuera resonaban los silbidos del viento y el murmujeo de los árboles que agitaban en la sombra sus ramas escuetas.

De pronto el individuo del gabán interrumpió sus paseos parándose delante de la mujer que dormía.

—¿Sabe usted—dijo—á qué hora pasa la diligencia para Almería?

Ella levantó la cabeza: era una vieja con un semblante que acaso fué hermoso, pero que los años estropearon, dejándolo marchito y enjuto como un bagazo.

—Creo—repuso—que sale de aquí á las cinco. La diligencia que yo he de tomar parte á la misma hora.

El no contestó y reanudó su paseo, andando á largas zancadas, pisando recio para ahuyentar el frío que le atería los pies. Era un viejo de mediana estatura, con rostro simpático y un continente imperativo y desembarazado de gran señor, que parecían protestar de la horrible estrechez que acusaban la raridad y el mal pelaje de sus vestidos.

Pasaron algunos minutos y el desconocido tornó á prender la hebra con la viajera. Hablaban lentamente, como á la fuerza, cual si de todos los males que sufrían el de la conversación fuese el menor. El iba á Lucainena de las Torres; ella á Lubrín.

—¿De dónde viene usted?—preguntó la vieja.

—De Buenos Aires.

—Allí he vivido yo algunos años... Ahora vengo de Madrid... He viajado mucho...

—Yo, también.

Hablando, hablando, vinieron en conocimiento de que la suerte les había llevado casi por los mismos derroteros: los dos estuvieron en París, en Londres y en América... y aquellas coincidencias provocaron entre ellos una repentina corriente simpática.

—En la fecha á que usted se refiere—decía él—yo trabajaba en el teatro Español con don José Roldán.

Ella lanzó un grito de sorpresa.

—¡Cómo!—exclamó—¿usted conocía á Pepe?

—Muchísimo; fué mi maestro.

—¿Y á Rosario Molina?

—También. ¡Pobrecita!... Murió estando yo en París...

La viajera se había levantado y miraba á su interlocutor azorada.

—Claro es—dijo tras una breve pausa,—que si conoció usted á Rosario, conocería también á su íntimo amigo Daniel Santana, el pintor...

—¿Cómo no?...—interrumpió el anciano admirado de que aquella vieja tan mal traída por la suerte le hablase de tantas personalidades ilustres;—Daniel y yo nos quisimos como hermanos...

Contempláronse perplejos, agradeciéndose el inesperado bienestar y suave contento que mútuamente se proporcionaban.

—Indudablemente—exclamó ella,—nosotros nos conocemos; usted se llama...

—Mariano Guzmán.

—¡Mariano Guzmán!—repitió la anciana cruzando las manos;—¡oh, sí!... Hemos hablado muchas veces en el estudio de Daniel... Mas... ¿cómo conocerle á usted después de tantos años?

Le miraba maravillándose de encontrarle en aquel sitio y tan viejo, con su gabán raído y salpicado de manchas, sus zapatos desgobernados y su rostro de hombre muy vivido, macilento y triste... El la observaba también adivinando sus pensamientos.

—¿Y usted—preguntó—quién es?...

—Elisa Marcial, la modelo que tuvo Daniel para sus cuadros Safo y Venus dormida, premiados con medalla de oro en la Exposición de París...

Poseído de verdadera emoción, Mariano Guzmán se aproximó á su interlocutora para examinarla mejor.

—¡Elisa, Elisa!—repetía;—¡ah, que cambiada está usted!... ¡Usted es la mujer más hermosa que he conocido!...

Hablando así la cogió familiarmente por los hombros, admirado de verla tan vieja, con su frente rugosa, sus ojos hundidos y su semblante alargado y marchito por el sufrimiento...

—No hable usted, Mariano—repuso ella en voz baja,—de mi antigua belleza, ya que ahora sólo soy la caricatura lamentable de lo que fuí: los años crueles trocaron mi gentileza en fealdad, mis ilusiones en desencantos, y en miseria mi fastuosa opulencia de otros tiempos. ¡Oh!... de Elisa Marcial ya no resta nada, nada... ¡Ni el recuerdo!

El viejo actor alzó los hombros.

—¡Ni un recuerdo!—murmuró;—dice usted bien... ¡Tampoco se acuerda nadie de mí!...

Continuaron hablando, repitiendo nombres de camaradas muertos y evocando sus efímeros triunfos de viejos ídolos abandonados.

Sin hogar, sin familia, sin otra esperanza que la de hallar en sus pueblos algún pariente que les amparase hasta que viniese para su desvalida vejez la hora del eterno descanso, olvidaban su porvenir hambriento y desnudo para mejor evocar aquel pasado luminoso, tan fértil en aventuras y en ilusiones, que llenaba su vida.

Mariano Guzmán, cuyo nombre figuró en las páginas más brillantes de nuestro teatro, era una especie de dios caído. Hubo un tiempo en que la fortuna le acarició y encumbró como á hijo predilecto; los mejores dramas fueron estrenados por él; los actores imitaban sus actitudes, su voz, sus gestos, y rindió á muchas mujeres prendadas de su gallarda apostura y altos merecimientos artísticos... Después, la estrella de sus aventuras empezó á eclipsarse: vinieron los disgustos con compañeros poderosos que le envidiaban, las malas contratas, las excursiones provincianas que tanto gastan y achabacanan á los buenos artistas, los viajes á América, los amores desgraciados que exprimen el alma... Insensiblemente fué quedándose sin figura, sin memoria y sin voz; ya no hallaba aquellas exaltaciones trágicas, aquellos gestos sublimes conque antaño vencía la silenciosa hostilidad de las muchedumbres; su genio declinaba. Cuando regresó á Madrid, el público no quiso reconocerle y tuvo que marcharse. Desde entonces, la vida fué para Mariano Guzmán el descenso humillante de un Calvario interminable; siempre rodando de un lado á otro, siempre bajando; hoy un poquito, mañana un poco más... Y al fin, cansado de tan largo combate, sin dinero, sin hijos, volvía al miserable pueblecillo de donde cincuenta años antes le sacó su ambición, con la vaga esperanza de hallar un hermano labrador á quien nunca había escrito...

Mientras el anciano hablaba, su interlocutora hacía con la cabeza signos melancólicos de asentimiento.

Ella también había luchado y contribuído eficazmente á la elaboración de muchas preclaras reputaciones artísticas.

Elisa Marcial fué una de las mujeres más hermosas de su época: la copia de los cuadros que su guapeza inspiró se vendieron á millares, y no hubo aficionado para quien el cuerpo de la célebre modelo tuviese secretos: arrogante y esbelta como la Duval, de Gérome; voluptuosa y sensual como aquella Adriana, que el genio de Rallí ha legado desnuda á la posteridad: con sus hombros redondos, sus pechos duros de virgen salvaje, su talle anillado y sus caderas amplias y mórbidas de mujer ardiente... Elisa recorrió las principales ciudades europeas, luego fué á América, en brazos de un millonario brasileño, y cuando regresó á Madrid, muchos años después, comprendió que la brillante novela de sus triunfos terminaba.

Había menos luz en sus ojos cansados, menos frescura en sus labios, menos gallardía en su cuerpo. Varios de sus amantes eran muertos; otros la trataban con cierto aire de compasiva protección, como á una vieja amiga con quien sólo puede hablarse de lo pasado; algunos, cuando la encontraban en la calle, miraban á otra parte, esquivando el trabajo inútil de saludar á una mujer fea...

—El tiempo—agregó Elisa Marcial—había dispersado la alegre comparsa de mis amigos y era inútil querer reconquistarles. En ese Madrid, testigo de mis triunfos gloriosos, quise morir; pero la miseria no me permite satisfacer este último capricho y regreso á mi pueblo, donde me espera una sobrina de quien guardo algunas cartas...

No dijo más y aquellos dos náufragos ilustres á quien el espantoso vendaval de la vida arrojaba sobre la misma playa, se contemplaron en silencio; un silencio elocuente, lleno de confesiones. Después, él preguntó:

—¿No tiene usted hijos?

—No.

—Yo tampoco...

Sus amores, como sus triunfos artísticos, fueron estériles. Aquello parecía una maldición.

—No nos queda nada—agregó Guzmán;—nada... ¡Ni siquiera un hijo que nos recuerde!

Permanecieron mudos, pensando en aquel Madrid lejano que aplaudió sus victorias y encumbramientos, y que al verles viejos les arrojaba lejos de sí. Los escritores pueden holgarse de haber compuesto un libro que perpetúe su nombre; pero, ¿qué resta de los actores muertos, y qué de las modelos á quienes el tiempo privó de encantos?

—Todo ha concluído para nosotros—murmuró Guzmán.

—¡Todo—repitió Elisa!

Hablando así, aquella mujer á quien un millonario brasileño sedujo en París envolviéndola en pieles de marta, tiritaba bajo sus viejos vestidos agujereados. De repente se oyó ruido de caballos y de coches que se acercaban.

—Ahí están las diligencias—dijo el actor,—vámonos.

Y salieron. En la penumbra indecisa del amanecer aparecía la carretera que se alejaba serpeando hacia el horizonte neblinoso. A la izquierda quedaba la vía férrea sepultada entre dos ribazos, semejante al cauce de un enorme torrente seco. Las diligencias sólo se detenían allí algunos instantes, los indispensables para recoger las cartas que hubiese. Los dos ancianos se contemplaron con angustia, deplorando separarse después de haber reverdecido tantos recuerdos. Sin embargo, era preciso.

—Adiós, Mariano—dijo ella,—hasta otra vez...

Sus ojos brillaban cubiertos por un velo de lágrimas. El apretó convulsivamente entre sus manos la mano flaca y yerta de su interlocutora y se alejó sin responder, avergonzado de que le viesen llorar. Cada uno parecía llevarse el pasado del otro. Cuando las diligencias partieron en opuestas direcciones, los dos viejecitos, asomados á las ventanillas de sus vehículos, agitaron sus pañuelos dándose el último adiós, dejando tras sí esa melancolía inexplicable de todo lo que huye...

LO INCONFESABLE

Fué una de esas conversaciones inolvidables, vibrantes, casi trágicas, que la emoción parece grabar en la memoria á golpe de martillo y de cincel.

Hablaban de amor; de los que se casan por cariño ó por interés, de los hombres que traicionan á sus mujeres, de las esposas que burlan á sus maridos... Esta última variante del diálogo sugestionó la atención de Luis; su turbulento corazón enamorado y celoso fué exaltándose, y tras algunas pleguerías y circunloquios retóricos, que procuraron velar la salvaje vehemencia de los sentimientos, exclamó:

—Dime, ¿tú serías capaz de engañarme?

Ella, riendo, le echó los brazos al cuello.

—¡Yo! ¿Engañarte yo?...—exclamó;—¿has perdido el juicio?...

Luis hizo un gesto vago de hombre experto á quien el mundo enseñó a dudar de todo.

—¡Oh, no te rías!—dijo—la vida ofrece miríadas de peligros que una locuela como tú no puede prever, y lazos y añagazas sin número... No creas que pongo puertas á tu virtud... Pero advierte que si alambicásemos la historia íntima de los mejores matrimonios, acaso hallásemos en todos algún secreto horrible; un capitulo inconfesable, una de esas páginas que no pueden leerse sin rubor... No, Fernanda, todo no se sabe... Hay muchos adulterios que se conocen, pero también hay otros que quedan ignorados perpetuamente, crímenes fortuitos, sin poesía y sin fecha, cuyo afrentoso secreto baja al sepulcro con los criminales.

Y agregó, anhelando obtener un juramento, una promesa, algo, en fin, que aquietase aquella roedora comezón de su espíritu.

—Responde, Fernanda: si andando los años la fatalidad te colocase en una de esas situaciones supremas en que el deber perece á manos de la fuerza, ¿me lo dirías? ¿Tendrías valor para decírmelo?...

Hubo una pausa; la joven, cuyo espíritu inocente se mecía muy lejos de los siniestros linderos de lo inconfesable, murmuró con ese valor temerario de los niños:

—Sí, lo diré todo... ¿Por qué no?... Te lo juro.

 

Mucho tiempo después, Fernanda llegaba al apogeo de su vida y de su belleza: alta, gruesa y majestuosa como una deidad pagana, con pomposas caderas desarrolladas por la maternidad y grandes ojos ardientes.

Hasta entonces Fernanda, tanto por cariño como por costumbre, no tuvo secretos para su marido; había hecho de él su madre, su confesor, hasta que una vez... conoció lo incomunicable, lo que no puede decirse.

Felipa Godoy, la mejor amiga de Fernanda, tenía un amante á quien sólo veía de tarde en tardo y á trueque de innúmeros peligros, y necesitaba una compañera que la sirviese ante su familia de pretexto ó escudo de salidas. Aquel asunto los dos amantes lo discutieron minuciosamente, y convinieron en que Fernanda era la única mujer que, por su reserva y varonil discreción, podía ayudarles.

—Tú la confiesas nuestro secreto sin ambajes—dijo él,—y conmuévela describiendo la inmensidad de nuestro cariño, los obstáculos que nos separan, tus sufrimientos... Di también que lo único que solicitamos de su amistad es que te acompañe alguna que otra vez...

Prosiguió sonriendo con gesto burlón.

—Más adelante y á fin de que estos paseos no la aburran, buscaré algún muchacho que la acompañe.

Felipa Godoy, que conocía la virtud austera y sin mácula de la joven, protestó:

—No digas tonterías, no la conoces; Fernanda es incapaz.

—¡Oh, quién sabe!...

—Quiere mucho á su marido.

Pero él continuó refutando victoriosamente aquellas objeciones: era preciso ser egoísta para triunfar: Fernanda podía cansarse de ayudarles ó reñir con ellos, en cuyo caso quedaban á merced suya: convenía, por tanto, tenderla un lazo; así las dos lucharían juntas, movidas por el mismo interés y el cuerpo de la una garantizaría la salud de la otra.

Felipa Godoy empezó á ejecutar hábilmente todo aquel plan: refirió á su amiga los secretos pormenores de su pasión, se apoderó de su alma, la conmovió, la hizo llorar.., y obtuvo cuanto guiso. Fernanda se ofreció á protegerla: realmente, ella también deseaba estudiar por sí misma aquel mundo de los amores criminales que sólo conocía de referencias. Luego vió al amante de Felipa y le pareció simpático y muy galán... Y de este modo, la inocente casada fué abandonándose por la pendiente seductora de lo prohibido.

Pocos meses bastaron para que los tres fuesen muy buenos compañeros, y entre tanto Luis no sabía nada, porque Fernanda no quiso amargar aquellas escapatorias rompiendo el hechizo del misterio.

El desenlace de aquel enredo, preparado con tanta calma y tan diestramente, llegó de pronto.

—Mañana por la tarde—dijo Felipa Godoy á su amiga,—Claudio y yo merendaremos en la Bombilla; probablemente nos acompañará un amigo suyo y, como supondrás, me aburriré horrorosamente, ¿Quieres venir?...

Fernanda vacilaba.

—No seas perezosa—insistió Felipa;—reiremos mucho, bailaremos y luego, al atardecer, á casita. ¿Qué te detiene?

Aquello, en efecto, dicho así, no era grave; Fernanda prometió ir... Y fué...

Julián, el amigo de Claudio, era muy ladino, habilísimo conversador, buen bailarín; hablaron mucho, bebieron copiosamente... Desde los primeros momentos Fernanda sintió que algo invisible agarrotaba sus manos y sus pies, y empezó á perder la confianza en sí misma... Se ahogaba: en aquel gabinetito tan perversamente aparejado para el amor, no había bastante aire respirable... A los postres Felipa y Claudio se besaban sin reserva, y Julián, sentado junto á Fernanda, la hablaba de amor apasionadamente. Esta, entontecida por los primeros vahos de la borrachera, se arrojó entre los brazos de su amiga:

—Por Dios—decía sollozando,—no me abandones, no me dejes sola, sácame de aquí...

Claudio la miró guiñando un ojo picarescamente.

—¿Qué tienes?—preguntó besándola.

—No sé...

—¿Estás enferma?

—No, pero me ahogo... tengo miedo, mucho miedo de quedarme sola... Vámonos...

Ella ignoraba que las mejores páginas de las novelas amorosas las escribe el Destino así, muy deprisa. Luego Fernanda y Julián salieron al patio, á bailar; el aire cálido de aquella tarde de Junio y los rayos caliginosos del sol, concluyeron de trastornarla. El, entretanto, la requebraba de amores; ella, con la enloquecida cabeza apoyada en su hombro, le escuchaba sin comprender...

Cuando volvieron al gabinete, la joven apenas podía moverse; estaba idiotizada.

—Quédense ustedes aquí—dijo Felipa;—Claudio y yo vamos á bailar...

Fernanda hizo un gesto desesperado, llamando á su amiga; pero Julián cerró violentamente la puerta y ella quedó á merced de aquella bestia encelada, terrible, que hablaba de amor...

 

¡No, jamás tornó á ver al hombre que en un momento de embriaguez la robó la honra y el sosiego! Pero aunque fué frágil, contra su deseo y la fuerza disculpaba su caída, Fernanda, batallando á solas con su remordimiento, no podía disculparse.

¡Ya no era la misma! Había ocurrido algo enorme, lo ignorado, ¡lo inconfesable!... Recordando la promesa que un día hizo de decírselo todo á su marido, quiso revelarle también aquello para dar treguas á su delirante obsesión, y no pudo; un frío mortal paralizaba su lengua: los conceptos se cristalizaban en el cerebro... Estaba delante de lo incomunicable, de lo que no puede decirse, de lo que nadie sabe decir...

Y muchos años después, cuando las tres únicas personas poseedoras de aquel secreto habían muerto, Fernanda, ya vieja, aun no estaba curada de su remordimiento. La costumbre de fingir la tornó pusilánime, suspicaz y recelosa; temía que algún accidente imprevisto revelase el criminal misterio de su vida, y cuando su marido la miraba fijamente, ó cuando veía á su hija engalanarse para ir al baile, la pobre madre, condenada voluntariamente al obscuro papel de hembra pasiva, bajaba los ojos confusa, avergonzada, murmurando:

—¡Dios mío... si lo supieran!...

EL AMIGO

Norberto Brito fué paladín esforzado de la libertad: defendióla en la prensa, desde la tribuna y, más de una vez, á mano armada, blandiendo un garrote ó tremolando una bandera á la cabeza de los motines populares, y por ella vió confiscados sus bienes y padeció injusticias, destierros, persecuciones y otros fieros reveses y malandanzas.

A consecuencia de un violentísimo artículo publicado en el tercer número del semanario El Terremoto, Norberto Brito fué detenido y llevado en una cuerda de presos, como salteador de caminos ó solapado hurtador de relojes, á la Cárcel Celular de Madrid. Al día siguiente, Paulina, su mujer, y los ocho amigos que con él fundaron y redactaron El Terremoto, acudieron á verle. Brito ocupaba en el departamento de los políticos la letra K. Era una celda rectangular, con las paredes estucadas y un amplio portalón abierto sobre una galería bien soleada por donde iban y venían, la cabeza baja y las manos cruzadas atrás, otros dos reclusos; el mobiliario lo componían un lecho y un lavabo de hierro, una mesita y un sólido butacón canongil de elevados brazos y ancho respaldo.

Allí estaba Brito, de pie, las manos metidas en los bolsillos del pantalón: á través de la ventana abarrotada del locutorio, aparecía su silueta elevada, triste y enjuta; rígido dentro de su largo chaquet como un signo admirativo: los negros cabellos cubrían la frente, llorando sobre el rostro cetrino, aviejado por la desilusión.

Norberto besó las mejillas de su mujer por entre dos barrotes; luego estrechó las manos de sus compañeros, Daniel Bala, Pedro Rico, Jaime, Antonio... todos estaban allí mirándole con ojos dilatados por el interés y la curiosidad. Los más ingenuos quisieron consolarle, exhortándole á tener resignación y buen ánimo.

Brito, afectando cierta insensibilidad artística, que juzgó del mejor tono, procuró demostrarles que jamás había estado tan bien. Para el hombre vulgar, la prisión es un martirio; para el inteligente, para el pensador, es un refugio. Allí, en la paz del siniestro edificio donde los reclusos viven como los microbios en los poros de los cuerpos muertos, el espíritu puede reconcentrarse, el entendimiento y la imaginación se exaltan, se trabaja mucho mejor, se lee con más provecho...

—En esta celda—añadió,—prometo escribir dos libros por lo menos.

Aquellas afirmaciones que, á no ser falsas, acusaban un espíritu varonil, inaccesible al dolor, fueron recibidas de distinto modo; algunos admiraron la fortaleza de Norberto, otros sonreían incrédulos; Paulina y Pedro Rico escuchaban amablemente, pues de algo necesitaban hablar, pero sin emoción, sabiendo cuánto artificio había en el fondo de todo aquello.

A la tarde siguiente, ocurrió lo mismo; Brito habló del día de su excarcelación como de algo problemático y remoto; los amigos le embromaron delicadamente, recordándole su estado de forzosa viudez; Pedro Rico miró á Paulina mordiéndose los labios: ella reía impávida: era una mujer delgada y pequeña, con unos ojos glaucos y fríos, de una frialdad cínica. Norberto, manteniendo su empeño de parecer raro y fuerte, tornó á asegurar que jamás sospechara la cárcel tan hospitalaria y agradable. Esta escena, con ligerísimas variantes, se repetía diariamente: Brito siempre aparecía impasible, moviéndose tras los barrotes de la ventana como un pájaro extraño; su cuerpo, sin embargo, sufría la doble acción debilitante de la quietud y de la sombra, y sus manos iban resfriándose: las manos, por el contrario, de sus compañeros, que gozaban la vida de la libertad y del sol, estaban calientes.

La cárcel ocupa en el plano de Madrid una situación excéntrica, y los caminos que á ella conducen, no obstante ser hermosos y bien soleados, padecen la huella ó impresión de algo triste. Lentamente, los amigos de Norberto comenzaron á cansarse de visitarle todos los días: primero faltó Antonio, quien achacaba su alejamiento á perentorios quehaceres; luego Jaime...

Ante aquella deserción, Brito, siempre estoico y magnánimo, se cruzaba de brazos; la humanidad es ingrata.

—Lo raro sería—agregaba parodiando á Heine,—que los amigos nos acompañasen en la desgracia.

Pasó el verano y el otoño iba ya de vencida; el viento era frío, las nubes encharcaron las calles; la cárcel, vista desde arriba, con su enorme mole obscura, debía de parecer un galápago gigantesco, muerto sobre el barro.

Los presos políticos pueden ser visitados todas las tardes hasta las cuatro. Dos redactores de El Terremoto que aun iban diariamente á cambiar con Brito un apretón de manos, se aburrían de aquel dilatado homenaje amistoso: la celda, con su locutorio atravesado por un largo banco de vieja gutapercha, llegó á parecerles una oficina donde nada inesperado ni agradable podía aguardarles. Siempre experimentaban impresiones idénticas; sus pisadas resonaban bulliciosas bajo la altiva rotonda de la escalera; los espesos muros trasudaban hielo y pesadumbre; los empleados de la penitenciaría examinaban á los visitantes de extraño modo como maravillándose de que aun tuvieran valor y constancia para ir hasta allí, aconsejándoles también con aquella mirada, que no sostuvieran tal empeño, pues todo sacrificio era inútil.

Arriba, en el locutorio K, las conversaciones no variaban: Brito, siempre recibía á sus compañeros del mismo modo: en pie, agarrado á los barrotes de la ventana, aparentando una entereza de ánimo que la flacidez y tristura de su rostro desmentían. A veces hablaban de los amigos que ya no concurrían allí tildándoles de ingratos; pero todos, íntimamente, les envidiaban, admirando su despreocupación para emanciparse de aquel vano y enojoso deber social.

Una tarde de Diciembre salían de la cárcel Paulina, Daniel y Pedro Rico.

—¡Qué pocos vamos quedando!—exclamó Pedro;—el mal tiempo y la distancia han reducido los amigos de Norberto á monos de la mitad.

—Así es—repuso Daniel.

Luego se despidió, subiendo precipitadamente á un tranvía que pasaba. Paulina y Pedro Rico continuaron andando lentamente, callados, la vista fija en el suelo, como se sigue á los muertos. Sobre las calles húmedas, desde el cielo sembrado de nubecillas blancas, un sol de invierno vertía su luz amarilla.

—Estoy triste—dijo ella;—¿quiere usted acompañarme á dar un paseo?

El repuso estremeciéndose:

—Vamos por donde usted guste.

La adoraba en silencio; con los ojos se lo dijo muchas veces; ella lo sabía y también le amaba. Fué aquel un paseo muy dulce, lleno de voluptuosidades exquisitas y nuevas. Paulina habló de Norberto: era un hombre frío que la acarreó con su humillante despego disgustos innúmeros; ella necesitaba cariño y reverdecer su juventud, procurándose una pasión, una gran pasión que saciase las ambiciones del codicioso pensamiento. Pedro asentía acercándose á ella, disfrutando la vecindad de aquel cuerpo fácil. Tan agradable paseo lo repitieron en los días sucesivos; las tardes eran tibias, el sol caía á plomo sobre los caminos poblados de chiquillos y niñeras, con delantales blancos. Daniel Bala había escrito á Norberto asegurándole hallarse enfermo de cuidado y rogándole imputase á esto, que no á indiferencia ó censurable olvido, su ausencia y eclipsamiento.

Ella apretó más las ligaduras que ya unían á Pedro Rico con el preso: Norberto reconocía que su compañero era un hombre de corazón y un camarada excelente, ya que en el hospital y en la cárcel, según el adagio, es donde se conocen los amigos buenos. De esto habló con su mujer varias veces; la joven afirmaba levemente moviendo la cabeza, pensando que si los otros se marcharon fué porque ella no les retuvo.

Todos los días, al salir de la cárcel, Pedro y Paulina, seguros de su impunidad, paseaban los campo de la Moncloa. Una tarde regresaron á Madrid casi de noche, y él estaba muy pálido y ella muy roja... y con los cabellos manchados de tierra. La primavera volvía; los árboles comenzaban á cubrirse de brotes nuevos; de pronto, en la lejanía del nebuloso horizonte, apareció la cárcel, imponente tras sus altos murallones de ladrillo.

—Allí está—murmuró la joven.

Rico repuso:

—No mires, déjale...

Y siguieron adelante, oprimiéndose las manos.

Aquel íntimo enredo de amor pasó; Norberto Brito nada supo, y cuando habla de Pedro, la emoción más sincera nubla su voz.

—Jamás olvidaré sus favores—dice;—cuando estuve preso, no dejó de ir á verme ni un solo día. Es mi mejor amigo.

EN PRESIDIO

El acusado, sentado en el fatal banquillo por donde pasan los que un arrebato de codicia ó de cólera puso fuera de la ley, escuchaba el terrible informe acusatorio del fiscal con los ojos fijos en la tierra, que le atraía como reclamando ya la inmediata posesión de aquella pobre carne condenada al patíbulo. Era un mozo de veintiocho á treinta años, moreno, con cejas fuertes y pupilas brillantes y sangrientas como brasas; la cabeza cuadrada y terca, los hombros anchos, las manos cortas y gruesas de matador que no tiembla al herir...

El fiscal terminaba su discurso pidiendo para Gerardo López la pena capital. El crimen del acusado era una de esas terribles hazañas que, de cuando en cuando, rompen la uniformidad de la vida diaria, calofriando la sociedad con un estremecimiento de horror. La tarde del crimen, Gerardo llegó á su casa inopinadamente, cuando todos le creían en la fábrica; la puerta estaba entornada; aquello le sorprendió... Dentro, en la pequeña habitación que servía simultáneamente de gabinete y comedor, resonaban las confusas voces de un hombre y una mujer. El marido avanzó cautelosamente sobre la punta de los pies, conteniendo el aliento... Al llegar al término del pasillo, reconoció á los que con tanta vehemencia y misterio discutían: eran su mujer y don Cleto, el casero, á quien adeudaban tres meses de alquiler: él, sofocado por el torvo deseo carnal que le oprimía la garganta, jadeaba asegurando que todo aquello tendría fácil arreglo si ella era complaciente... La esposa le rechazaba enérgicamente, sintiendo que aquella innoble proposición flagelaba su rostro como un látigo. Entonces don Cleto arremetió á la joven empujándola hacia un sofá. Este fué el momento elegido por Gerardo López para perpetrar su crimen: sin pensar que á la generosidad de su víctima debía haber dormido bajo techado aquellos tres últimos meses, cayó sobre ella derribándola al primer mazazo de sus manos hercúleas; luego le cogió por el cuello, arrastrándole, magullando su ensangrentada cabeza contra los muebles y, finalmente, le mató arrojándole á la calle desde la altura de un cuarto piso...

El fiscal allegaba y zurcía malévolamente cuantos puntos eran más ó menos hostiles al acusado; pues Gerardo estaba seguro de la fidelidad de su mujer, sus celos no tenían disculpa ni explicación legítima: López, en vez de ceder á la ira, debió limitarse á despedir al casero y presentar contra él la oportuna denuncia; para algo vivimos en una sociedad civilizada y bajo el amparo de códigos sabiamente compuestos...

El abogado defensor comenzó su discurso coronándolo con párrafos brillantes y ampulosos enderezados á conmover la honrada sensibilidad del Jurado.

Gerardo López no era un criminal, sí un hombre de arrestos y de honor: examinó sus antecedentes sin tacha y su existencia metódica, consagrada al trabajo y al cariño de aquella mujer que era todo su bien, su familia, su consuelo y su esperanza; y luego pintaba con frases cortadas y duras, como golpes de escoplo, el trágico cuadro de la lucha: al propietario, crapuloso y obsceno, invocando, para vencer la honrada resistencia de la pobre obrera, sus títulos de acreedor, y cayendo después bajo los puños de Gerardo López, que defendía lo suyo, la mujer que era para él deleite y arrimo, compañera santa en sus fieros combates por el pan, consoladora como un amigo, bondadosa como una madre...

Al llegar cierto momento en que el abogado invocaba el derecho indiscutible que su defendido tenía para hacer lo que hizo sin acordarse del Código que, como todo lo reglamentado, es muerto y frío, Gerardo López, fuera de sí, le interrumpió para exclamar:

—¡Sobre todo, antes que hombres civilizados... somos... hombres!

No supo decir otra cosa, pero él se entendía; su defensor también le comprendió y aquella interrupción le sugirió una improvisación elocuente. Gerardo, sin más luz que la de su buen instinto, había dado en el hito: «antes que hombres civilizados... somos... hombres;» seres que saben sentir intensamente, y querer hasta el sacrificio heroico y odiar hasta el crimen; de poco sirven los códigos cuando la pasión se revuelve y estalla. En los trances supremos, el instinto independiente y dominador del macho primitivo despierta; ¿qué hombre, viendo amenazados el honor ó la vida de su madre ó de su esposa, podría reprimir el impulso vengativo de todos sus nervios para invocar fríamente el socorro de la ley?...

El fiscal se levantó á ratificar; su despiadada inspiración tuvo párrafos de terrible y abrumadora elocuencia; el Jurado se declaraba en su favor; Gerardo López fué condenado á cadena perpetua.

 

Pasaron muchos años; don Víctor, el fiscal que envió á Gerardo á presidio, se había retirado del foro para casarse y dar á los últimos años de su vida algún reposo.

A pesar de sus cincuenta y cuatro años, don Víctor se conservaba fuerte y erguido dentro de su levita negra, amplia y larga; vivía en un hotelito, cerca del Hipódromo, en medio de su vasto jardín con callejas enarenadas y frutales que la primavera cubría de flores; Joaquina, su mujer, que apenas contaba veinte mayos, parecía adorarle y su temprana juventud le prometía herederos robustos que, por ciertos indicios inequívocos, no tardarían en llegar.

Muchas noches don Víctor, sentado ante su mesa de trabajo y rodeado de estantes atiborrados de libros, recordaba aquel pasado de luchas que iba alejándose, como algo que se hunde en una noche sin fin; á veces Joaquina le acompañaba, leyendo una novela bajo la luz del quinqué. Don Víctor, sumido en delicioso emperezamiento, comparaba su existencia actual, tranquila y feliz, con las luchas de otros días. A su alrededor, dormidos en la penumbra de los estantes, reposaban los centenares de volúmenes que guardaban cuanto acerca de las injusticias y derechos humanos se ha escrito, y en los cuales él aprendió el ingrato arte de mandar gente á presidio ó al patíbulo: á ratos, evocando los bizarros extremos de su verbo brillante y frío como la cuchilla de una guillotina, le asaltaba el temor de haber sido cruel, y reconstituía escenas: el reo sentado en el banquillo, con la cabeza caída sobre el pecho, cual si la oratoria implacable del fiscal le patease el cráneo; y él en pie, empujando sañudamente hacia el castigo la conciencia de los jueces. Pero no; él siempre fué justo; él nada legisló; se había circunscripto á ser el representante de la legalidad, la encarnación del Código, la voz temerosa de aquellos libros cerrados. Sí; él fué justo y bueno: sin esto no se concebía que el Destino recompensase sus afanes pretéritos rodeándole ogaño de tantos agasajos: aquella mujer joven, dulce y bonita, aquel hotel que en las noches estivales dormía bajo la luz blanca de la luna, entre un bosque de frutales y sobre un odorante tapiz de flores era el condigno premio á sus esfuerzos en pro de la humanidad honrada.

Y don Víctor creía que su felicidad sería eterna, como el suplicio de los condenados á cadena perpetua.

Transcurrieron doce años; el anciano fiscal, embebecido en el cariño de su mujer y la crianza de su hijo único, no visitaba á sus viejos compañeros, que también le habían olvidado; su antiguo prestigio era agua pasada.

Un día, al regresar á su hotel á hora desusada, le impresionó dolorosarnente oir en su gabinete un murmullo indefinible de conversaciones y de risas: don Víctor subió las escaleras de puntillas; Joaquina hablaba con un hombre á quien el fiscal procuró inútilmente reconocer por la voz: don Víctor se deslizaba lo largo del pasillo, y al llegar á la puerta de su despacho se detuvo y aplicó el oído... Oyó una frase amor, luego otra... y sus mejillas ardieron con el incendio de la vergüenza y de la ira. Fuera de si allanó la habitación, babeando, agitando los brazos, como un oso herido que zarpea. El amante cobarde huyó, saltando por la ventana, Joaquina, abnegada y heroica, protegió su fuga, colocándose tras él, defendiéndole con su cuerpo. Don Víctor, se arrojó sobre ella, la derribó al suelo, pateó su vientre, sus entrañas traidoras, oprimió su garganta hasta estrangularla. Después se levantó aturdido, pero satisfecho de sí mismo, pareciéndole respirar mejor, y paseó en torno suyo una mirada estúpida, sin comprender el mudo lenguaje de aquellos centenares de volúmenes que le acusaban recordándole que la venganza de todas las afrentas, como él tantas veces había dicho, no estaba nunca entre las manos del ofendido, sino en los tribunales de justicia... Pero, pasados algunos minutos, don Víctor creyó oir aquella voz que llenaba su juventud, y por primera vez el anciano fiscal tembló, reconociéndose injusto y frió y cruel...

Don Víctor fué preso; sus antiguas relaciones no le favorecieron; el día de la sentencia el representante de la ley le atacó furiosamente y la defensa fué mala. Don Víctor fué condenado á tres años de presidio.

La noche en que el viejo fiscal llegó á la penitenciaría, le impresionó un semblante moreno, de ojos ardientes y grandes y poderosas cejas, al que estaba seguro de haber visto otra vez...

—¿Es usted Gerardo López?—preguntó.

—Sí, señor.

El antiguo recluso, á su vez, reconoció en aquel viejecillo á quien la fatalidad parecía haber encorvado repentinamente, al fiscal que le condenó.

—Y usted—dijo,—¿es don Víctor?...

Don Víctor comprendía entonces lo que jamás pudo entender; y las palabras con que el obscuro presidiario había querido defenderse volvieron á su memoria.

—Aquí estamos los dos—exclamó el viejo magistrado;—tenía usted razón al decir que, antes que hombres civilizados... somos... hombres. Sí, fuí injusto con usted; no me guarde por ello rencor. Deme usted la mano...

LA CARTA

La anciana penetró en el despacho caminando ágilmente, con paso infantil, alocado y ligero.

—Esta era la habitación favorita de mi pobre esposo—dijo;—todo está según él lo dejó: la mesa de escribir, los estantes cargados de libros que nadie ha vuelto á manosear desde entonces, la chimenea ante la cual solía sentarse cuando ya estaba enfermo, á calentarse los pies; el sillón Voltaire donde dormía las siestas, y la panoplia con las espadas y los floretes que el generoso Ricardo descolgó tantas veces para defender propios y ajenos errores. ¡Oh, no puedo recordar sin pánico aquellas mañanas en que, tras una noche de ausencia; le veía llegar muy pálido y con los puños de la camisa salpicados de sangre!...

En el testero principal de la habitación, y sobre un diván, había un retrato al óleo de Ricardo Valdés. La pátina del tiempo había obscurecido la pintura, y la cabeza, de color terroso, surgía del fondo negro, con su frente ancha, su nariz aguileña, su bigote donjuanesco, retorcido y largo, como los que cortan el rostro de los guerreros de Velázquez; los ojos grandes, desencantados y burlones... Aquel retrato recordaba al turbulento aventurero de antaño, procaz, enamorado, vagabundo, que después de casarse huyó de Madrid poniendo el porvenir de sus hijos y la felicidad de su mujer á los pies de una bailarina... Rápidamente pasó por mi memoria la silueta de aquel hombre cuya historia fué unida á la mía durante muchos años, y luego imaginé sus últimos momentos terribles de cardíaco, pasados allí, bajo el rayo de sol que ahora calentaba inútilmente el sillón vacío, junto á la esposa que presenciaba la catástrofe desesperada, jadeante de dolor, después de perdonarle todas sus culpas.

—Sí, fué bueno—dijo Teresa, que sin duda iba leyendo en mis ojos mis pensamientos;—¡pobre mío!... Nunca podré absolverme de los remordimientos que, bien involuntariamente, le causé... Ricardo, con sus locuras, me atormentó mucho, pero también mis penas le herían de soslayo, y estos sufrimientos que al fin le restituyeron á mis brazos, aceleraron su muerte...

Después añadió con el atolondrado regocijo del niño que va á enseñarnos una caja de juguetes nuevos:

—Venga usted: aquí, en esta gaveta, conservo varios recuerdos suyos: retratos, pañuelos y una carta... carta deliciosa, que me escribió desde París, poco antes de volver á España, herido ya mortalmente por la enfermedad que había de robármele. Nadie sería capaz de quitarme este papel; en sus renglones vive el alma de Ricardo, á veces impetuosa, sentimental á ratos, siempre generosa y noble. ¿Quiere usted leer?...

Y me alargaba un pliego de papel escrito con una tinta que ya pardeaba: carta dulce y triste, de arrepentimiento y de amor, que había recibido muchos besos y sobre la cual se derramaron muchas lágrimas...

Decía así:

París, Mayo 18...

«Pronto hará cinco años que nos separamos, y durante este largo espacio de tiempo, apenas si se han cruzado entre nosotros una docena de cartas.

«¡Oh mía, mía!... ¿Crees que te he olvidado?...

¡No!... En medio de mis viajes y del abominable catálogo de mis locuras, tu recuerdo vivía en mí inspirándome la dulce confianza de que hay entre nosotros algo muy grande, indestructible, que nada, ni aun el mismo Destino, puede romper. ¡Ah!... ¿Por qué no decírtelo, cuando estas verdades crueles pueden servirte de infinita consolación?... ¡Sí, quiero que lo sepas!... Siempre había en la voz de mis queridas una inflexión que recordaba la tuya: ésta tenía tus ojos, ardientes y melancólicos de abandonada; aquélla tus cabellos negrísimos, estotra tus labios y tus dientes; y por las noches, cuando me hallaba á solas en mi lecho después de gozar una alegría que siempre tuvo algo de postizo, tu imagen amadísima volvía á mi memoria poco á poco, acariciándome con el suave perfume de tiempos lejanos, como una de esas sencillas oraciones que aprendímos siendo niños y que nunca se olvidan... Y aquella oración decía que tú me amabas también, que tus labios y tus brazos siempre estaban abiertos para mí...

»¿Me engañaré? ¿Será posible que el recuerdo de las horas felices que disfrutamos juntos haya muerto en tu alma? Estoy enfermo, mía; el corazón me duele mucho; me ahogo... ¡Déjame volver á ti!...

»Te escribo desde un café del boulevard; son las diez de la mañana y estoy solo; por la puerta entornada penetran ráfagas de aire tibio, bocanadas alegres, vigorizadoras, de la primavera que vuelve; el sol de Mayo ha disipado las nubes, convirtiendo el suelo en un charco de añil.

»¡Te quiero, mía!... Este último invierno, con sus días de nieve y sus bacanales nocturnas, pasadas en los comedores reservados de las fondas, dejó en mi memoria una impresión tristísima: recuerdo las mesas, con sus manteles salpicados de vino, la silueta de los camareros silenciosos, que salían llevándose los platos sucios y cerrando la puerta con el pie, y las figuras de mis amigos: ellas tumbadas sobre los divanes, con los corpiños entreabiertos y los cabellos desrizados, caídos sobre la frente; ellos muy blancos, muy pálidos, con esa palidez cadavérica que agranda los ojos, levantando en alto sus copas de champagne, brindando y riendo, con alegría fúnebre de Pierrot... todo ello moviéndose en el nimbo gris de las pesadillas.

»Pero aquéllo pasó, la primavera está ahí, y con la nueva sangre torna á circular por mis venas el ardiente deseo de volver á ti: deseo tu alma, hermana gemela de la mía, y codicio tu cuerpo, que á través de los años y de la distancia, surge otra vez ofreciéndome el hechizo de las ilusiones insaciables.

»¡Mía... deja que te llame así!... Necesito acariciar la esperanza de volver á retratarme en tus ojos y que éstos sabrán mirarme sin tristeza ni reproches; que tus manos jugarán con mis cabellos, que tus labios húmedos espantarán de mi frente los malos pensamientos, que sentiré sobre mi rodilla el peso y el dulce calor de tu cuerpo amadísimo; ¡oh, la muerte no me asustará si, cuando llegue, me encuentra dormido entre tus brazos!

»Adiós, mía; perdona el mal que te hice y ámame. Tengo sed de ti.»

Cerré la carta doblándola por los mismos antiguos dobleces que ya tenía, y se la devolví á Teresa. Ella dijo:

—Separada de mis hijos por la distancia y de mi marido por la muerte, esta carta constituye mi única consolación, la flor de mi juventud, la voz adormecedora del ayer, el amuleto con que Ricardo borró todo el daño que me hizo...

Mientras hablaba, los ojos de la pobre anciana brillaban en el fondo de sus cuencas iluminados por un regocijo extraño; y yo la veía animarse, sonreir desde el desamparado invierno de su vejez á la lozana juventud perdida.

—¿No es cierto—añadió,—que esta carta es muy hermosa?

—Sí—repuse,—muy hermosa; consérvela usted...

 

Sólo yo conozco el secreto de aquella carta que quince años antes Ricardo Valdés había escrito delante de mí.

Aquella mañana Ricardo redactó dos cartas; una cariñosa y ardiente, para la bailarina amada de su alma; y otra correcta, fría, plagada de lugares comunes, para su esposa. Luego incurrió en la distracción, harto frecuente, de cambiar los sobres. Yo, que había sorprendido el engaño, se lo advertí.

—De todos modos—contestó Ricardo sonriendo,—ninguna de las interesadas hubiese podido sospechar mi equivocación, pues acostumbro á no llamarlas nunca por sus nombres...

—En tal caso—exclamé—no deshagas el engaño; deja que la casualidad realice sus planes. De todo esto puede resultar un gran bien.

Hubo una pausa.

—¡Quién sabe!—murmuró Ricardo pensativo;—¡acaso tengas razón!...

Y el trueque quedó hecho.

¡Pobre Teresa! Si ella hubiese sabido...

DECLARACION

Noche primaveral. Sobre el velador hay un elegante quinqué de mármol, vestido por amplia pantalla de muselina azul; de las paredes cuelgan tapices estilo Watteau, con pastores y emperifolladas princesitas que se enamoran sobre un fondo gris: los muebles son de felpa, bajos y muelles; sutil esterilla de junco cubre el suelo; en el comedio de la habitación, suspendidos del techo por invisibles cabellos rubios, varios pájaros disecados parecen sostenerse sobre sus alas extendidas; desde el balcón abierto se abarca un ancho trozo de mar, mar calmoso cuyas olas fosforean con vago y melancólico cabrilleo bajo la luz lunar. Del horizonte asciende el gemido inmenso de la marea; suspiro doloroso que llena el espacio remontándose hasta la región inaccesible de las estrellas inmóviles.

Personajes:

Elisa.—Treinta años, viuda. Regular estatura, pelo y ojos negrísimos, labios tristes, frente distraída, más que reflexiva. Ocupa una mecedora junto al balcón.

Claudio.—Cuarenta años; elevada estatura, semblante de Greco, largo y seco; uno de esos rostros ascéticos que las ideas fijas empalidecen. Sus miradas curiosean el espacio.

Elisa.—¿En qué piensa usted?

Claudio.—No sé... oía...

E.—¿Qué?

C.—Al mar.

E.—Las olas hablan, ¿no es cierto?

C.—A ratos; esos diálogos que el hombre sostiene con la Naturaleza dependen del observador, de sus nervios, del momento psicológico que atraviese... A veces los pajarillos, el viento, las nubes, dicen cosas agradables, sin trascendencia, que hacen amable la vida; otras, de noche especialmente, el mar y los cielos parecen revelarse á nosotros cual si, temerosos de quedar eternamente ignorados, pretendiesen descubrirnos el secreto de lo incognoscible, de lo que nunca podrá saberse...

E.—¿Y ahora?... ¿Qué dicen las olas?...

C.—¡Oh!... ¿Cómo quiere usted que yo reduzca á palabras lo que apenas cabe en la amplitud de mi pensamiento? El mar y los astros que sobre él se reflejan, son para mí imagen ó fiel trasunto del amor, ideal supremo del espíritu. Todos los hombres de imaginación llevamos un prototipo femenino que provoca y presido la germinación de nuestros amores; cada cual tiene su Julieta, su Beatriz... ¿De dónde surgió esa mujer, arquetipo fantástico de toda belleza y de toda virtud?... ¡Quién sabe! Probablemente nació con nosotros, y luego adquirió forma con la lectura del libro de versos que hojeamos una noche de fiebre, ó con el retrato de la diosa desnuda que vimos en la biblioteca de nuestro padre siendo niños... Más tarde, el recuerdo de ese ideal nos acosa, nos sigue á todas partes y creemos verlo en cuantas mujeres tropezamos, porque á todas ellas alcanza su luz. «¡Esta es!»... Decimos llenos de júbilo y no sosegamos hasta obtener su amor; y después, desvanecida la ofuscación del primer momento, el alma desolada murmura: «¡No, no era ella!... ¿Comprende usted? La pasión siempre es única; sólo varia la forma ó el objeto en que dicha pasión se complace, así vemos brillar en todas las olas la luz del mismo astro; mas como no hay en ellas nada estable ni sólido, su mentiroso cristal varía y la ilusión huye, y con ella la serena luz robada á los cielos.

E.—De modo que las mujeres son para usted... olas...

C.—Esto es, olas del mar humano; olas poderosas que acarician, que suelen llevarnos muy lejos y que, como las del Océano, pueden darnos ó quitarnos la vida.

E.—Olas que pasan...

C.—Que pasan llenándonos de amargura el alma, pues sólo reflejan fugitivamente la luz del astro que nuestra generosa imaginación colgó muy alto, en la serena región donde los huracanes pasionales no llegan. (Pausa.)

E.—¡Pobre Claudio! ¡Usted es un náufrago! (El la mira sorprendido, ella prosigue.) Un náufrago que bracea desesperadamente contra el turbión que le arrastra.

C.—(Con tristeza.) ¡Tal vez!

E.—¿Qué edad tiene usted?

C.—Más de cuarenta años.

E.—¡Cuarenta años!... A esa edad todavía el corazón y los músculos conservan su vigor, pero la ilusión y la fe, brújulas ó divinos orientes del espíritu ya se han apagado, y el horizonte obscuro es una amenaza, una promesa siniestra. ¡Si usted hallase un leño, un salvavidas á que unirse!...

C.—(Mirándola sorprendido, como despertando de un sueño.) Ya le he hallado.

E.—(Con súbita alegría.) ¿Es posible?

C.—Sí.

E.—¿Quién?

C.—¡Oh!... (La mira de modo singular, y luego baja los ojos avergonzado.)

E.—(Tristemente.) ¡Bah! ¿Para qué saberlo? Esa mujer... será una de tantas; reflejo que se extingue, ola que pasa...

C.—No, Elisa; se engaña usted; á mi edad la fantasía, domada por los desengaños, no forja ilusiones. La mujer de que hablo... es la soñada, el ideal, la estrella que yo coloqué muy alto, allá arriba... en el cielo, donde nos esperan todos los seres queridos que ya han callado... (Pausa.)

E.—¿Y ella, le quiere á usted?...

C.—(Vacilando.) No sé.

E.—¿Nunca la descubrió usted su pasión?

C.—Nunca.

E.—¿Y ella, sabe que usted la ama?

C.—(Con firmeza.) Sí.

E.—¡Es raro!...

(Le mira de hito en hito; él desvía los ojos, confuso.)

E.—¿Hace mucho tiempo que la trata usted?

C.—Dos años.

E.—¡Lo mismo que á mí!

C.—(Ruborizándose, temiendo haber dicho demasiado.) Precisamente.

E.—(Sondeándole astutamente.) Pues... pasión que tanto se oculta y recata, no puede ser firme.

C.—Al contrario.

E.—¿Cómo?

C.—Porque ese amor es una esperanza... ¡mi última esperanza!... y el temor de perderla me aterra. Soy como jugador que malgastó un capital, como padre que perdió muchos hijos: la desgracia me acobarda, el recelo de que esa ilusión se convierta en desengaño y no en realidad, refrena mi impaciencia: ella es mi último duro, el último hijo que puedo perder...

E.—(Pensativa.) Comprendo su pensamiento. No obstante, yo, en su caso, no sabría esperar; ¡es tan cruel la incertidumbre!...

(Pausa. En el silencio el rugido del mar llena los horizontes como eco apocalíptico de una voz lejana.)

E.—Hable usted, Claudio, sea franco conmigo.

C.—¿Qué más puedo decir?

E.—¿Conozco yo á esa mujer?

C.—(Titubeando.) Sí.

E.—¡Ah!... ¿Quién es?

C.—Elisa, perdóneme usted, no puedo decirlo...

E.—Basta. ¿Cómo es? ¿Se parece á mi?

C.—Sí... (Con arrebato.) ¡Oh sí!... ¡Mucho!

E.—¿Tiene mi estatura?

C.—Sí.

E.—¿Y el pelo?

C.—Como usted.

E.—¿Y los ojos?

C.—Como usted.

E.—(Fingiendo admirarse.) ¡Es extraño!... ¡Dijérase que soy yo misma. (Pausa. Las mejillas de Claudio echan fuego.) ¿Y en el carácter también se parece á mí?

C.—También.

E.—¿Su nombre?... (El la mira suplicante.) ¡Tiene usted razón!... Había olvidado que debo saberlo.

C.—(Tragando saliva.) Por ahora no; mañana...

E.—¿Mañana, sí?

C.—Sí.

E.—(Riendo.) ¡Es usted un hombre original!

C.—No se burle usted de mi cortedad; es que así, de sopetón... no podría... no sabría decírselo...

E.—¿Y mañana?

C.—Mañana... le enviaré á usted su retrato.

E.—¡Ah!... (Sorprendida.) ¿Tiene usted su retrato?

C.—No.

E.—Entonces...

C.—Es decir... (Tartamudeando.) Es... ¿cómo explicarme?... es un retrato que... sólo usted puede ver.

E.—No comprendo.

C.—Ni yo acierto á expresarme mejor. (Levantándose.) Adiós. Elisa.

E.—¿Quedamos, pues, en que mañana quedará despejada la incógnita?

C.—(Con firmeza.) Sí.

E.—¿Palabra de honor?

C.—Palabra de honor.

(Se despiden estrechándose las manos largamente.)

Al día siguiente Elisa recibió el retrato prometido. Venía dentro de un estuche. Era un espejito de mano.

UN CUENTO RARO

Yo dirigía, por aquella fecha, un periódico diario de gran circulación. Era una madrugada de Enero: me hallaba en mi despacho, escribiendo á vuela pluma la última hora. Los suelos estaban alfombrados, los cortinajes de las ventanas corridos; en el hogar ardía un buen fuego de tuero y encina; el quinqué con pantalla verde puesto sobre mi mesa de trabajo, proyectaba á su alrededor un cono luminoso: las manecillas de un grave reloj de bronce colocado en la chimenea, bajo un almanaque de pared, marcaban las tres de la madrugada.

La puerta del despacho abrióse lentamente y un ordenanza anunció la llegada de un caballero que deseaba hablar conmigo.

—¿Quién es?—pregunté.

—No sé; no quiso decir su nombre. Asegura que necesita verle á usted para un asunto urgentísimo y de mucha importancia...

—Está bien; que pase.

Permanecí mirando impaciente á la puerta, irritándome contra el desconocido importuno que venía á interrumpir mi trabajo. Luego mi mal humor cesó, trocándose en un sentimiento de curiosidad que había de ir en aumento. El recién llegado era un hombre alto, extraordinariamente delgado, preso en un gabán azul. Representaba cuarenta años: tenía la frente grande, el rostro enjuto, la barba canosa y mal cuidada, la nariz aguileña, los labios desencantados y finos; sus ojos miraban con esa expresión penetrante y fría de los marinos viejos acostumbrados á interrogar el horizonte...

Saludóme con una leve inclinación de cabeza, y sin más ambages se acercó presentándome una docena de cuartillas.

—Tome usted—dijo,—es un cuento, acaso una historia... que acabo de escribir.

—¡Un cuento!—repetí admirado de que viniesen á ofrecerme á tales horas un retazo de amena literatura.

—Sí—añadió mi interlocutor sin inmutarse,—un cuento precioso, originalísimo, que debe publicarse en el número de mañana.

—¡Usted está loco!—exclamé riendo, más sorprendido que irritado de aquella exigencia;—á hora tan avanzada de la noche los periódicos diarios sólo pueden admitir telegramas y noticias de gran actualidad é interés general.

—Es que mi cuento tiene actualidad...

—En ese caso...

Alargué la mano y cogí las cuartillas que el desconocido continuaba ofreciéndome. Le dí aquella contestación ambigua que á nada me comprometía, para que se fuese y quedarme tranquilo. El así lo comprendió, porque repuso:

—¿Cumplirá usted su palabra?...

Y me miraba, registrándome con los ojos el pensamiento. Yo, creyendo realmente habérmelas con un loco, contesté:

—Sí.

—¿Lo promete usted por su fe de caballero?

—Lo prometo... siempre que el artículo sea bueno.

—Entonces me voy tranquilo; el artículo es bueno; se publicará...

Dió algunos pasos para marcharse; de pronto se detuvo dándose una palmada en la frente, recordando algo muy importante:

—Mi cuento—dijo,—no está concluído, pero no importa... voy á terminarlo dentro de un momento; falta sólo una cuartilla, la última. Cuartilla que traerán, caso de que yo no pudiese volver, antes de media hora.

Y sin darme tiempo á contestar, saludó y salió del despacho como una sombra, sin ruido.

—Decididamente—pensé—ese hombre está loco.

No obstante, cogí su artículo y empecé á leer. Era un cuento autobiográfico muy raro, escrito con estilo enérgico y fácil, salpicado de incongruencias deslumbrantes, que esclavizaron mi atención. Lo leí rápidamente, de un tirón. Se trataba de un viejo libertino que, la noche del último día de Diciembre, había querido epilogar la larga historia de sus azarosos amores y romper definitivamente con todo su pasado. Para ello colocó sobre la mesa de su despacho el baulito donde desde hacía muchos años, venía guardando los trofeos que de sus diferentes mujeres iba conquistando; retratos, pelo, guantes, cintas; flores marchitas, restos melancólicos de primaveras remotas, zapatitos de seda que recordaban algún baile de máscaras... El desengañado burlador quería conservar cuanto perteneció á la amada muerta, á la inolvidable, y romper el resto. De pronto, su mano febril tropezó con la arquilla, ésta cayó al suelo y los recuerdos de aquellos viejos amores quedaron confundidos y revueltos en galimatías inexplicable. ¿Cómo descubrir entre los numerosos rizos de diferentes cabelleras morenas y rubias los que pertenecieron á la muy amada? ¿Cómo guardar el pelo de una mujer que no quiso? ¿Cómo tirar al arroyo los cabellos de la que amó?... Y el burlador sentía la desesperación trágica, desgarradora como un zarpazo, del fanático que ve caer á sus pies y saltar en pedazos una imagen bendita.

«Desde hace tres días—añadía el autor del cuento—vivo en una incertidumbre cruelísima que trastorna el concierto de mis ideas. ¿Dónde estarán los cabellos de la muerta?... La silueta macabra del suicidio bailotea ante mis ojos y sonríe, mostrándome sobre su semblante de ébano unos dientes muy blancos y unos labios muy rojos, que convidan con el último beso...»

No pude seguir; el regente de la imprenta llegaba pidiendo original.

—¿Cuántas columnas faltan para completar el número?—pregunté.

—Tres.

—Toma ese cuento y que vayan componiéndolo; falta una cuartilla que irá en seguida...

Permanecí solo, el ceño fruncido bajo la impresión poderosa de aquellas cuartillas extrañas, recordando el semblante lívido y enjuto de su autor, y sus ojos inmóviles que parecían inspeccionar lo definitivo... Después volví á la realidad, abismándome en el examen prosaico de los telegramas que iban llegando. Eran las cuatro de la madrugada. Pasó otra media hora. El regente reapareció pidiendo la última cuartilla del cuento... Me quedé perplejo, no sabiendo qué hacer; el desconocido no había vuelto; la tirada del periódico iba á retrasarse por una tontería...

En aquel momento llegó el reporter, que venía del Juzgado de guardia con las últimas noticias.

—¿Qué hay?—pregunté.

—Poca cosa; un incendio en la calle de... y el suicidio de un caballero.

—¿Un hombre de cuarenta años, alto, delgado, vestido con un gabán azul?...

—Sí; ¿cómo sabe usted?...

Entonces lo comprendí todo; yo mismo redacté la noticia; aquella cuartilla era la que faltaba. El hombre raro no me había engañado: su cuento estaba hecho.

LA COMEDIANTA

Echado afanosamente sobre la barandilla del palco, con los ojos muy abiertos y la mirada inmóvil del desdichado que siente la angustiosa atracción de los abismos, Claudio Roldán espiaba las movimientos de Matilde, la actriz prodigiosa en quien hallaban eco todas las notas de la gama sentimental: el cariño y el odio, la duda y la fe, los arrebatos del deseo y el amor reservado y discreto de las vírgenes...

Matilde estaba en la plenitud de sus facultades y en el apogeo de su belleza. Su voz, clara y dulce, resonaba en el teatro con inflexiones suaves, resbalando cariciosa sobre la cabeza de los espectadores atentos; luego, en los recitados, la tiple se metamorfoseaba en verdadera actriz; el genio hermoseaba sus ojos; una sonrisa dulce, como promesa de amor, embellecía sus labios; su rostro brillaba bajo el casco de sus cabellos rizosos y sus ademanes adquirían elegancia y desenfado encantadores... Y mientras Matilde representaba, Claudio Roldán, fascinado, iba acercándose á la barandilla del palco, adelantando el busto, alargando el cuello con un embeleso en que había algo fatal.

Aquella pasión fué creciendo, ponzoñosa y devoradora como un cáncer, y Claudio ya no pudo resistir la tentación de conocer personalmente á Matilde. Un actor amigo suyo se ofreció á presentarle, y aquella misma noche, durante un entreacto, Roldán fué al cuarto de la actriz. Era un gabinete monísimo, tapizado de azul, sobre cuyas paredes la luz de una lamparilla eléctrica vertía suave resplandor nimbado.

La presentación fué breve y expresiva:

—Aquí tiene usted á Claudio Roldán, escritor de gran corazón, buen amigo y buen artista...

Claudio encomió la hermosura y el talento de la actriz; ella respondía sonriendo, halagada, entornando los párpados modestamente; y estaba seductora con sus ojos perversos de mujer muy vivida, que todo lo sabe, su entrecejo pensativo, su traviesa naricilla de artista y sus labios finos, alegres y dulces, como un epitalamio...

Aquella primera entrevista sirvió de prólogo á otras muchas, y lo que en un principio fué afición discreta y suave, trocóse bien pronto en furioso deseo. Claudio amó á Matilde con pasión frenética: amó sus ojos negrísimos, sus labios que, á pesar del fuego calcinante de las pasiones, se mantenían purpurinos y frescos como los de una virgen que nunca ha besado; la dulce expresión de su rostro, siempre propicio á la risa; su cuello oculto bajo la brillante cascada de sus cabellos negros; su cuerpo prodigioso, ramillete de femeniles hechizos... Claudio amó todo esto en Matilde, y contribuyó á fortalecer su pasión la perfecta identidad moral y física que halló entre la actriz y la mujer que inspiró sus primeros amores y que murió llevándose á la tumba la dorada primera juventud de Claudio Roldán. La presencia de Matilde retrotraía á la memoria del escritor los años pasados; volvió á sentirse mozo y á reconocerse capaz de vencer la corriente fatal de las cosas, tornando á vivir lo ya vivido, si, como suponía, Matilde se prestaba á ayudarle.

Durante varias noches consecutivas, Claudio Roldán fué al cuarto de la actriz resuelto á descubrir el misterio de su cariño; pero nunca se atrevió, acobardado bajo la mirada zahorí de aquella mujer en cuya historia no se insinuaba el recuerdo de ninguna pasión, y que siempre parecía recibirle con cierto agasajo desdeñoso y burlón. Al fin, convencido de que no sabía hablarla, resolvió escribirla: fué una carta admirable que compendiaba todo un drama de amor. En ella se advertían contradicciones encantadoras. Temiendo la posibilidad de que la actriz contestase á su declaración con una negativa rotunda, el tímido amante disimulaba el verdadero alcance de sus deseos con una modesta petición.

«Yo, pobre y obscuro, ¿cómo he de abandonarme á la ilusión de llegar á usted, rica, feliz y envuelta en el nimbo glorioso de sus triunfos artísticos?... No, Matilde, yo no aspiro á tanto: mis ambiciones se reducen á conversar con usted algunas horas; no en su cuarto, donde nunca faltan visitantes importunos que me molestan, sino por ahí, á solas, donde pueda yo dar libre curso al flujo tempestuoso de mis pensamientos.

»No desoiga usted mi ruego, Matilde; usted es artista y los artistas se deben al público; y, pues usted procura agradar y divertir á los espectadores que acuden al teatro, ¿por qué no había usted de resignarse á divertirme á mí solo algunos momentos?... Aparte de que usted no será para mí necio divertimiento ni pasatiempo vano, sino preciosísimo rayo de luz, de cuyo benéfico calor quedarán en las yertas lobregueces de mi vida imperecedero recuerdo...»

Continuaba hablando de su melancólica existencia de artista pobre, de sus ambiciosos ensueños, no realizados aún, y agregaba:

«Necesito que pasemos una tarde juntos, como si fuésemos amantes: yo la esperaré en un coche de alquiler que nos llevará á un café de los arrabales. Ya sé que tiene usted coche propio, mas no puedo subir á él; porque ese coche lo compró usted con el dinero que ganó divertiendo al público, y estoy celoso de esas ráfagas de deseo que palpitan en el aplauso de las multitudes: creo que en ese vehiculo, sobre cuyos muelles asientos usted se adormece cuando sale del teatro, yo me ahogaría... Durante esas tres ó cuatro horas que su bondad me otorgue, hablaré libremente... es decir, hablaremos; porque también necesito que usted me trate como á un viejo amigo, y nos tutearemos, si su condescendencia para conmigo llega á tanto... Y si durante esta conversación soy tan menguado que no acierte á decir á usted nada que la interese, tiene usted derecho para despedirme...»

Cuando aquella noche Claudio Roldán se presentó en el cuarto de Matilde, ésta le recibió sonriendo:

—He leído su carta—dijo;—es usted un hombre original.

—¿Y accede usted á mi deseo?

—Sí... ¿por qué no?... Los artistas, como usted advierte muy discretamente, nos debemos al público.

Roldán no supo qué responder, estremeciéndose de cabeza á pies con un sacudimiento delicioso, cual si acabase de recibir en la espalda una ducha de felicidad. Luego, queriendo cerciorarse de que sus oídos no le habían engañado, preguntó:

—¿Cuándo nos vemos?

Ella frunció el lindo entrecejo, dudando.

—Espere usted... Mañana, no tengo ensayo; pues... mañana mismo.

—¿Dónde?

—En la plaza del Rey, á las dos de la tarde.

Lo dijo con afabilidad desdeñosa, como quien no da importancia á lo que dice.

Al día siguiente, en efecto, se vieron. El esperaba desde hacía largo rato cuando ella llegó; iba ataviada con elegancia y sencillez, como una burguesita de buen gusto.

—Esto—dijo, estrechando cordialmente la mano que Claudio le ofrecía,—viene á ser algo así como una función de tarde.

El la miró receloso y feliz: después subieron al coche. Durante el paseo, Claudio estuvo conversador, apasionado, elocuente...

—Tú eres—decía,—el ideal que yo perseguí tantos años, y si tuve relaciones con otras mujeres, fué porque en ellas creía hallarte. Todas tenían algo tuyo: unas, tus ojos, brillantes y agudos; otras, tu ingenio picante, de variados recursos, ó tu frente pequeña, bombeada, embellecida por el arco pensativo de tus cejas; ó tu boca de rojos y cariñosos labios, llenos de piedad, ó tus manos, entre cuyos dedos infantiles algún hechicero puso el difícil secreto de todas las voluptuosidades... Por eso te quiero tanto, Matilde, porque tú sola, con ser tan pequeña, comprendías cuanto de hermoso y adorable mi experiencia fué hallando en las demás mujeres.

Ella le escuchaba sonriendo, y en la penumbra del coche sus ojos parpadeaban con expresión indescifrable, desesperante... De pronto Claudio creyó que la actriz le engañaba, y exclamó:

—Pero... ¿oyes lo que digo? ¿Es cierto que me quieres?

—Sí.

—¿Es cierto que mis palabras despiertan en tu alma un eco simpático?

—Sí.

La miró de hito en hito, temiendo haberse franqueado tanto con aquella mujer que nunca había querido. En el café, Claudio Roldán estuvo más sereno y su conversación fué menos arrebatada, más íntima. Hablaba en voz baja, oprimiendo entre sus manos las manos de la actriz; luego intentó una caricia algo más atrevida: la joven le contuvo suavemente:

—¡Ambicioso!—dijo,—¿no estás contento aún?

Claudio la miró con ojos bañados en lágrimas de agradecimiento infinito.

—¡Tienes razón!—murmuró;—me has hecho muy feliz; el recuerdo de esta cita durará lo que dure mi vida...

Quedó silencioso, la cabeza caída sobre el respaldo del diván, mirando al techo.

—Hablemos—dijo Matilde.

—No—repuso Claudio,—mejor estamos así; hay estados de alma intraducibles, estados que se sienten, pero que no se oyen... Déjame...

Ella le miró sonriendo, con risa compasiva. Luego dijo:

—¿Vámonos?

Roldán levantó la cabeza bruscamente, atónito, como quien despierta de un sueño profundo.

—¿Ya?—dijo.

—Sí, son las siete.

El se encogió de hombros.

—Bien—murmuró;—como quieras...

Tornaron á subir en el coche, que les esperaba á la puerta del café, y Matilde dió al cochero las señas de su casa.

—¿Cuándo volveremos á vernos?—preguntó Claudio.

El rostro de la actriz expresó una sorpresa perfectamente estudiada.

—¡Cómo!—dijo;—¿vernos, como hoy, á solas?

—Sí.

—¡Ah, eso... nunca!...

Claudio la miró con ojos inmóviles, brillantes; ojos de loco que no pestañea; sus labios lívidos temblaban. Matilde continuó:

—Yo me he limitado á complacerle en todo cuanto usted ha solicitado de mí...

—De suerte que esto ha sido...

—Una comedia.

—¡Una... comedia!

—Sí.

Claudio Roldán, anonadado, no supo qué responder. La joven agregó:

—Usted me decía en su carta que «los artistas nos debemos al público...» y yo, como actriz, accedí á su deseo. Usted era para mí... un espectador; un espectador á quien aprecio mucho, y para cuyo recreo he representado la comedia del amor durante algunas horas.

Y añadió tras una breve pausa:

—Separémonos, Claudio. El telón ha bajado ya; la representación ha concluído.

 

Barcelona.—Noviembre, 1899.

 

FIN


Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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