El Misterio de un Hombre Pequeñito

Eduardo Zamacois


Novela



I

Mediaba la tarde cuando empezó á llover. La misma violencia inicial del aguacero, engañó á los vecinos; creían todos que el chaparrón, como de Mayo, amainaría pronto; pero no fué así, y la voz gradualmente más fuerte y cercana del trueno, y ciertas nubes grises, semejantes á columnas de humo, que velaban la crestería de los montes mayores, aseguraron la persistencia del mal tiempo.

Es Puertopomares un lugarejo salmantino de seis mil habitantes, situado en las ondulaciones menos ariscas de la fragosa sierra de Gredos. Hállase enclavado sobre el lomo de un altozano estrecho y largo, circuído por una breve campiña que, muy luego, arrepentida de su humildad apacible, trepa veloz y ambiciosa por todos lados hasta ser orgullosa montaña; y así el pueblo queda hundido en el centro de un anfiteatro ciclópeo alrededor del cual los altos cerros coronados de castañares, de alisos, de copudos tejos, de nogales y de chopos, componen fabulosas graderías. En aquel escenario abrupto, puesto á cerca de mil metros sobre el nivel del mar, los accidentes atmosféricos tienen energía extraordinaria: las nevadas son terribles, el calor asfixiante, las lluvias torrenciales y furiosas, y los vientos y el trueno suscitan en las concavidades graníticas de la cordillera ululeos y resonancias imponentes.

Y como la región, son sus habitantes: acaso un tanto imaginativos y movedizos en sus ideas, determinaciones y afectos; pero, llegado el caso, duros de voluntad, exaltados en sus deseos, en ofrecer y cumplir lo ofrecido, generosos é hidalgos, y, finalmente, nobles, sufridos y bravos, cual corresponde á la tradición, tantas veces centenaria, de la ejemplar Castilla.

La historia de Puertopomares es dilatadísima. Sus fundadores, gentes dedicadas al pastoreo y poco belicosas, quizás construyeron las primeras viviendas junto al río Malamula, que en todo tiempo corre cristalino como un llanto perpetuo de la sierra, y así parece indicarlo la vejez secular de aquellas edificaciones que hoy componen el arrabal ó extremo más miserable del pueblo. Después los aborígenes, hostilizados por tribus enemigas, debieron de sentir la utilidad defensiva del monte y á él subieron pidiéndole favor contra la desamparada mansedumbre de la llanura. Inconscientemente los siervos de la gleba buscaban un amo. Varios siglos pasaron. Dominando la parte más altiva hiciéronse al fin los muros aspillerados de un castillo románico, cuyos salones sirven ogaño de Casa Consistorial y de cuartel, y cuyas ruinas, fuertes todavía, constituyen la armazón ó esqueleto de todo el villorrio. Examinando su recia disposición, surgen á montones huellas de civilizaciones distintas. Los cimientos de la llamada Puerta del Acoso, y el formidable aparejo de la muralla que domina la parte Norte, son romanos. Algunos torreoncitos saledizos que interrumpen la sucesión de los merlones y de las almenas, señalan el paso de la época gótica. Más adelante la fábrica aborigen trocóse en alcazaba y los árabes dejaron en el remate de algunas barbacanas la gracia espiritual de su arquitectura. Posteriormente el feudalismo grabó el sello de su rudeza guerrera y sensual en la amplitud ecoica de las escaleras y de las cámaras. Todo allí interesa: cada piedra tiene una historia, cada puñado de argamasa una gota de sangre; el polvo que ensucia las botas del viajero, es ceniza de héroes.

Una piedra gerarca defiende todavía la memoria del caballero leonés don Fadrique Ballesteros de Guzmán, señor de Cantagallos y de Fuenfría, quien, bajo el tempestuoso reinado de Alfonso onceno, ganó el castillo de Puertopomares á la morisma. El escudo que ennoblece la Puerta del Acoso explica el recio temple de aquel hombre y los misterios de su linaje. Es tajado el escudo, y acreditan bastardía tanto el resalto de la línea transversal como la disposición del yelmo que lo cubre y se halla vuelto hacia la izquierda y con la visera baja, cual si quienes habían de llevarlo se avergonzasen de su origen. Un roble y un lobo empinante aseveran la elevación de ideas y el temerario coraje de don Fadrique, así como una mano dice su liberalidad hidalga, y las líneas verticales y horizontales que se entrecruzan en el cuartel inferior, su ascético silencio y la contenida aflicción de su ánimo.

De Ballesteros de Guzmán nada escribieron los cronistas de la época; quizás sucumbió oscuramente en la batalla del Salado, y otro señor, de nombre desconocido, le arrebató su feudo. La guerra contra la Media Luna proseguía implacable. Por tres veces, en menos de una centuria, los moros fronterizos recobraron el castillo, que por lo estratégico era muy codiciado, y otras tantas lo perdieron. Dos hermanos, don Jaime y don Siro, emparentados por la rama cognática con uno de los principales linajes de Aragón, aparecen allí más tarde, y sus crueldades, violaciones y rapiñas, siembran el espanto en la región. Menos sanguinarios son sus halcones. Huyen furiosos y cobardes los pecheros á otras tierras, y los señores bajan al pueblo libremente y cuentan por cientos sus barraganas. Una ola insultante de bastardía parece descender de la montaña.

Siglos después, la miseria que ocasionaron la expulsión de los judíos y la conquista de América, las invasiones extranjeras, las contiendas civiles, los años de paz con su abandono más funesto para las edificaciones marciales que la misma guerra, fueron arrancando piedras, resquebrajando bóvedas y arruinando poco á poco los muros hasta dar con varios de ellos en el suelo. Entonces fué cuando la gente pobre, los menesterosos del llano, se acercaron al titán, y perdiéndole el miedo comenzaron á quitarle lo que necesitaban para sus viviendas. Este llevábase unos sillares, aquél unos horcones ó unos azulejos, ó levantaba su casa afirmándola contra las adarajas de algún murallón; esotro pastor acotaba el extremo de una galería y en ella encerraba de noche su ganado. En invierno, muchos hampones se detenían allí y, sin reverencia, para calentarse, encendían hogueras. Había en esta expoliación pacífica una especie de aborrecimiento subconsciente, de odio atávico; el odio que dedican al recuerdo del amo, incendiario y violador, los hijos del siervo.

Por esta causa la vieja alcazaba subsiste mezclada á la vida de Puertopomares de manera tal, que imposible sería demoler una casa sin tropezar en ella con algún macho ó lienzo de pared, perteneciente al coloso. Hay zaguanes, verbigracia, de techumbre abovedada surcada por las nervaduras sencillas y escuetas de la primitiva arquitectura ojival; y cocinas, tiendas de comestibles y almacenes, cuyos artesonados exagonales conservan intactos los follajes y adornos del Renacimiento. Un salmer sirve de base á una escalera moderna. Una línea de dovelas, da á una bodega acceso suntuario. Subsisten arcos románicos enormes, tendidos á traves de cuatro y cinco casas. A veces, empotradas en una vulgar pared de ladrillo, grisean un trozo de arquitrave y algo del capitel de una columna hundida allí hace siglos. Insensiblemente la fábrica primitiva experimentó mutaciones incontables: la iglesia que comenzaron á levantar adosada á una muralla, se apoderó de un bastión mudéjar y con ciertos aditamentos lo cambió en torre; un primer reducto fué convertido más tarde en cárcel; un arbotante en el arrimo principal del edificio destinado á Casino, la crujía en callejón, la saetera en ventana, el foso en atajo, el temido ergástulo en bodega, y en desabrigada plazoleta pública la severidad del antiguo patio de armas. Los enormes sillares que el tiempo y los asaltos precipitaron desde los baluartes soberbios á las márgenes humildes del río, fueron aprovechados luego en la construcción de puentes, fábricas y represas. El cadáver del titán conserva todavía piedra suficiente para construir un segundo pueblo, y el de Puertopomares continúa robándole cuanta necesita. También le debe su fuerza centrípeta, la virtud coercitiva que parece sujetar inexorablemente sus casas unas á otras; á veces, registrando la secreta estructura de varias viviendas, la observación descubre, bajo una máscara reciente de cal y ladrillo, un trozo de bastión ó acitara que, semejante á un nervio, las sujeta á todas.

Las mudanzas de las civilizaciones y del tiempo, dieron al cerro de Puertopomares dos fisonomías perfectamente distintas. La parte Sur, que enfrenta la estación del ferrocarril, es más apacible; hay menos peñascales y los bosques de castaños y de fresnos muéstranse lozanos y tupidos; la hierba tiende su magia saludable por las laderas de los montes, y entre el silencio de la espesura virgiliana blanquean risueñas viviendas. Arriba, en las tardes de buen sol, el fenestraje arde con refulgencias cegadoras, las persianas verdean como pámpanos y los tejados son más rojos. Abajo, en el llano, los rieles del tren, abrillantados por el uso, ondulan con flexible gracia de serpiente ó de látigo; en las vías de descarga, vagones oscuros y herméticos, irradian la melancolía de su quietud. La estación es pequeña, tranquila y tiene un andén de arena, sombreado por algunos chopos, y una techumbre salediza. Desde allí al pueblo, á través de la umbría del bosque, cigzaguea un camino. Al pie del monte un túnel abre la tiniebla de su medio círculo, y luego, doblándose como un alfanje, pasa al otro lado; toda la pesadumbre, por tanto, del arruinado castillo, gravita sobre él. Los trenes que van á Salamanca cruzan el túnel, salvan el río por un puente muy alto de hierro y madera, y describiendo una curva se hunden en la sierra. Al desaparecer, súbitamente su estrépito se apaga.

Este lado Norte de Puertopomares, acaso por la mayor cólera de los vientos, es fosco, batallador, de una acritud estéril, hirsuta y primitiva. La tierra allí hízose roca. Abundan los yacimientos graníticos cortados á tajo y todo tiene el color oscuro de la piedra. Como la vertiente es rapidísima, el desmoronamiento y caída de los nobles muros belicosos debió de ser terrible. Muchos sillares, arrancados de los propugnáculos derruídos por el tiempo y las gestas, rodaron con tal ímpetu que pasaron el río y en la opuesta orilla se afincaron; algunos quedaron en medio del cauce y contra ellos el agua murmurante se rompe desde hace siglos; otros, detenidos milagrosamente en una quiebra de la ladera, permanecen inclinados sobre el abismo y todavía amenazan. Aquí y allá, en grupos, cual guerrilleros lanzados á la conquista de la gloriosa fortaleza, crecen frondosos árboles, y en el amplísimo telón verde de la pendiente numerosas casas, construídas tal vez en los mismos cimientos de alguna barbacana rota, ó sobre la sólida anchura de un adarve, levantan su alegría de hogar.

Arriba, en el fastigio ó acirate, y de Levante á Poniente, el lugarejo muestra la rusticidad abigarrada y guerrera de sus techumbres; entre todas componen un perfil jiboso, un lomo de camello. La calle Larga, donde estaban los principales comercios, la botica, el Casino y la Casa Correos, siguiendo el eje longitudinal del monte atraviesa el pueblo de Este á Oeste y constituye su espinazo; va desde la Puerta del Acoso á la Glorieta del Parque, cerca de mil metros mide y ocupa la parte culminante. Otras tres calles, las de Amor de Dios y Pozo de Don Ramiro, por la vertiente septentrional, y la del Sacramento, por el mediodía, le son paralelas, pero hállanse en niveles tan desiguales, que varias casas de planta baja de la calle Larga, en la de Amor de Dios tienen tres y aun cuatro pisos. Análoga desproporción existe entre la de Amor de Dios y Pozo de Don Ramiro, construída á trechos sobre los bloques antemurales más avanzados del castillo, por cuanto estas vías se encuentran, unas con respecto á otras, como los bancales en las laderas de los oteros y colinas. Las demás callejas son pequeñas y fueron abiertas de Sur á Norte, perpendicularmente á las ya citadas. La parte menos alta la integran las casucas edificadas fuera de la Puerta del Acoso, las cuales arraciman, barajan y confunden sus paredes y tejados cual si algún furioso terremoto las hubiese dislocado y revuelto. Son las más humildes, las más viejas, y señalan el camino por donde la gente de la tierra baja trepó á la montaña. Surgen después á intervalos algunos largos retales de la antigua muralla, todos tiznados por el tiempo y cubiertos de muérdago y de hiedra; y á continuación, interpolado pintorescamente á las reliquias del muerto castillo, el pueblo: un caserío original de contextura arbitraria, de balconajes volados y grandes como galerías, de espadañas tristes y sutiles, de hostigos cubiertos de tejas, de fachadas arlequinescas ensuciadas por la ventisca y las nieves, que le dan un aspecto triste, una tonalidad severa y medioeval nunca comparable, ni aun en los limpios días del verano, á la pinturería reverberante de las ciudades andaluzas.

Aquella tarde de Mayo llovió como en los días peores del invierno. En la lejanía plomiza, las montañas y las nubes se emborronaban; un relámpago que fingió piruetear de un cerro á otro, bañó el espacio en vivísimo resplandor, y casi simultáneamente la voz abracadabra del trueno tableteó horrísona en los arcanos serrinos; los ecos se devolvían aquel atabaleo trágico que resonaba de valle en valle, de gollizo en cañada, como el gorgoteo de un intestino lapidario. Enojóse el Malamula con el aguacero, y su musiteo tornóse rumor de amenaza. El viento dormía y en las calles desiertas, lavadas, escurridizas y pendientes, sólo vibraba el acorde monorrítmico del chaparrón semejante á un siseo continuado, á una orden de silencio. El agua salióse de los alcorques, y desbordándose de las canales caía ruidosamente sobre las aceras; grandes manchas de humedad oscurecían las fachadas; por las viejas troneras, por las grietas de los arruinados paredones, la lluvia torrencial filtrábase bordando brillantes arabescos. Desde los anchos balcones, de renegrida horconadura, y á través de los cristales, mujeres de mejillas flacas color cera y de ojos intensos y negrísimos, mujeres de labios finos y cabellos lustrosos peinados simétricamente sobre la frente, mujeres resignadas de Castilla, hacían labores que, á intervalos, interrumpían para signarse y mirar al espacio. Ni un transeunte, ni un pregón, ni un ruido; únicamente el susurro de hervor del tenaz y caudal aguacero respondiendo al sollozo profundo del río. Hasta el martillo de don Ignacio, el veterinario, reposaba. Feas, aturdidas, caladas, tristes, muchas gallinas se habían buscado un refugio en el quicio de las puertas, contra los batientes cerrados. Por las calles mejores y más aun por los pasadizos dispuestos, para mayor comodidad de los viandantes, en forma de escalera, el agua descendía impetuosa, espumeante, cobrando rumores de torrente al despedazarse contra los guardacantones de las esquinas. A poco levantóse el viento y su furia arrancó á las encrucijadas temerosas estridencias; la lluvia convirtióse en granizo y una nueva melancolía aceleró la rapidez gris del crepúsculo; bajo tan densa brumazón el caserío de Puertopomares, con la plateresca disonancia de sus espaciosos aleros, de sus balcones largos y saledizos, capaces de ensombrecer una fachada, y de sus calles tortuosas y sin gente, tenía la muda desolación de una aldea abandonada.

Sólo una voz implorante y sin timbre rompía de cuándo en cuándo la quietud de la calle Amor de Dios. Era la del tonto Juan Ramos, llamado Ramitas, que lloraba porque la dueña del Café de la Amistad no le había permitido entrar en su establecimiento. Ramitas, hemiplégico del lado izquierdo, arrastraba una pierna al andar y tenía un brazo encogido y con el codo vuelto hacia afuera. Iba sin sombrero. Su rostro joven, mojado por la lluvia y las lágrimas, chorreaba mugre. Desde los zaguanes algunos chiquillos gritábanle burlones y crueles:

—¡Tonto Ramitas!... ¡Eh!... ¿Te han pegado?...

El idiota volvía la cabeza. Acaso comprendía su abandono, su desgracia que á nadie inspiraba piedad, y prorrumpía en llanto amarguísimo. Mojado hasta los huesos, intentaba refugiarse en cuantos almacenes de comestibles y tabernas hallaba al paso, pero de todas partes le despedían.

—¡Tú, Ramitas!... ¡Fuera de aquí!...

Le tenían asco. El seguía adelante. Lloraba y andaba. Su treno ronco, doliente, iba alejándose, arrastrándose á lo largo de las calles, como el lamento de un animal herido.

A las cinco de la tarde, diez minutos antes de la llegada del expreso de Madrid, los vecinos de la Glorieta del Parque oyeron pasar, hacia la Estación, el coche de la Fonda del Toro Blanco. Fragor de cristales y de colleras. Luego, nada. El silencio otra vez; el denso silencio aldeaniego empapado en la doble tristeza de la lluvia y de la noche.

II

A la misma hora, Teodoro, el camarero del Casino, encendió las luces y frotó cuidadosamente, con la blancura de su delantal, el mármol de los veladores. Era un joven de razonable estatura, rubio, servicial y agradable, que mantenía relaciones con Dominga, la sobrina de don Valentín Olmedilla, propietario de la Fonda del Toro Blanco. El día de la boda estaba cercano, y esta proximidad, origen de impaciencias y acaso de zozobras, daba al rostro humilde y bueno de Teodoro una ansiedad y una melancolía.

Las mesas de tresillo y las de billar, hallábanse ocupadas, y las voces de los jugadores y el ruido de los tacos, al golpear la madera del suelo, producían regocijo.

El Casino, por su amplitud, ornato y afortunada disposición, merecía serlo de una capital provinciana. Ocupaba en el accidentado perímetro de la población un sitio muy alto, y un lienzo de muralla prestábale cimiento. Constaba de dos cámaras espaciosas y de mucho puntal; las ventanas de una de ellas abocaban á una plazuela lamentable, de fachadas torcidas, de piso herboso y desigual, como dislocado por algún terremoto, y entristecida bajo la umbría de unos soportales. El otro salón se destinaba exclusivamente á bailes, y lo rodeaban largas banquetas de pañete azul. Espejos de dorado marco, envueltos en gasas para mayor pulcritud y conservación, adornaban los muros pintados al temple. Contiguo á este salón había una galería abierta al Sur, sobre un panorama magnífico. Su fenestraje, que visto desde el valle, parecía arder con el sol, dominaba la estación del ferrocarril oprimida bajo su techumbre de pizarra fregada por los aguaceros, la serenidad esmeralda de algunos huertos, la reciedumbre y frondosidad saludable de los viciosos castañares que sombreaban toda aquella parte, y la altivez de los lejanos montes, ceñidos de nubes, semejantes á volcanes humosos. Entre aquel inmenso verdor gambeteaba, apareciendo y ocultándose alternativamente con una inquietud de parpadeo, el camino que conducía á la ermita de San Fernando, semejante á una piedra, por lo pequeña, y desde cuyo atrio todos los años, y con notable concurrencia y zambra de romeros, un sacerdote, en el mes más propicio á la vida, bendecía los campos. Las otras habitaciones ó dependencias del Casino eran la alcoba de Teodoro, la cocina que se encendía rara vez, pues casi ningún socio almorzaba ni comía allí, la sala de juego y la habitación destinada á biblioteca; un cuarto desabrigado y minúsculo, ocupado por un largo pupitre y varios estantes con libros. No llegarían éstos á trescientos. En lugar bien visible y preferente, había dos retratos al óleo: el del señor don Filiberto Pérez y el del alcalde señor Martínez Rodríguez. Ambos fueron puertopomarenses ilustres, y la amplitud de sus cuellos y la estrechez de sus levitas con trencilla señalaban una época distante. Don Filiberto tenía los cabellos cortados al rape, la frente oscura y el bigote rubio y caído; el señor Martínez Rodríguez estaba afeitado y en su rostro plebeyo y trivial fulgían unos ojos chiquitos, negros y redondos, como gotas de tinta. Nadie recordaba la historia abnegada, llena, sin duda, de iniciativas, filantropía, sacrificios y nobles desvelos, de aquellos dos varones preclaros. Su obra se había perdido. Toda la buena sociedad puertopomarense les conocía de verles allí, en la biblioteca del Casino, y nada más. A sus nombres vulgares no iba unido el recuerdo de ninguna hazaña capaz de imponerse á la ingratitud del tiempo. Don Filiberto Pérez había sido notario y murió soltero; Martínez Rodríguez fué alcalde, restauró á sus espensas la torre de la iglesia y tuvo varios telares. A esto reducíase la vida de ambos próceres. Sin embargo, cuando algún forastero visitaba el Casino, las personas que le acompañasen nunca dejaban de mostrarle la biblioteca. Aquellos trescientos volúmenes polvorientos, que nadie leía, eran el orgullo del vecindario, su más limpio timbre de progreso.

—Hasta ahora—decían—no hemos conseguido hacer más. Esto debemos reformarlo. Nuestro pueblo necesita cultura... ¡mucha cultura!... En fin, más adelante... poco á poco... ¡ya veremos! Luchamos contra dos enemigos terribles: la ignorancia y la falta de dinero. ¿Quiere usted creer que se pasan los años sin que á ninguno de los doscientos y pico de socios que nos reunimos aquí, se le ocurra pedir un libro?

Tampoco dejaban de tributar á los retratos un elogio breve y ferviente:

—El señor Martínez Rodríguez; el señor don Filiberto Pérez; dos conterráneos insignes...

En estas palabras vibraba siempre cierto énfasis; un orgullo de campanario, una vanidad lugareña que utilizaba aquel momento para ponerse de puntillas. El forastero se inclinaba cortés ante aquellas figuras que lo recogido del sitio y la tizne de los años mejoraban, y su rostro expresaba devoción y melancolía, cual si realmente lamentase no haber conocido á dos personas de tanto mérito.

A pesar de sus comodidades y holgura, el Casino arrastraba una existencia pobre. Años atrás, se celebraban allí todos los domingos bailes, á los que concurría lo más granadito de la población. De estas reuniones resultaron algunas bodas, como la de don Elías Fernández Parreño, que acababa de licenciarse médico en Salamanca, con Presentacioncita Tejas, la heredera más rica de la localidad. Luego, sin causa ostensible, el celo de tales divertimientos fué apagándose; el pianillo de manubrio, al que en las noches de holgorio desembarazaban de su funda gris, sonaba inútilmente; huyendo de las mujeres los hombres se refugiaban en la sala de juego ó asaltaban las mesas de tresillo, y las muchachas no tenían con quien bailar. Las más alegres valsaban unas con otras, como para afear á los galanes su huraña descortesía. Poco á poco los bailes, semejantes á una fruta que fuera secándose, redujéronse á dos mensuales; más tarde, á uno; finalmente se suprimieron, y las mujeres, haciendo de su orgullo resignación, no demostraron sentirlo. Teodoro achacaba esta decadencia á los hombres. La juventud masculina veía en el baile un riesgo, una peligrosa ocasión de galantería y coqueteo que acaso pudiera trocarse después en grave amor; no son buenos juegos los que terminan ciñéndose coronas de responsabilidades y obligaciones, ni cómodos los labios femeninos que, para besar, exigen la previa sanción del cura y del juez, y así, el miedo al matrimonio echó del Casino al genio celestinesco del baile.

En Puertopomares, el número de solteros era enorme; había muchos individuos ricos, independientes y de juveniles costumbres, que llegaron á los cuarenta años sin noviar con nadie. Estos refinados egoístas satisfacían sus apetitos en las infelices habitantes de una mancebía miserable, situada fuera del pueblo, sobre el tajo del río, en un repliegue del terreno denominado Barranco del Zorro, y no pedían más; los que necesitaban dar á sus licenciosos gustos mayores libertad y lujo, se iban á Salamanca. «Amor sin amor—pensaban—amor pagado inmediatamente, fué siempre el más barato y el más cómodo». Las mozas casables estaban desesperadas; padres y maestros las recomendaron el recogimiento, el pudor, la mesura más escrupulosa en sus acciones y palabras. ¡Oh!... ¿Para qué?... ¿Quién agradecería su sacrificio vestal?... Millares de entre ellas llegaron á la vejez solteras, afeadas, marchitadas, por las brasas del deseo insatisfecho y perdurable. Y había en la lenta consunción de aquellos azahares inútiles, en la sempiterna agonía interior de tantas vírgenes estériles, el dolor infinito, el espanto de tragedia, de una abominable injusticia social.

Generalmente al Casino los socios sólo concurrían de nueve á doce de la noche; pero aquella tarde, muchos de ellos, sorprendidos en el campo ó en la calle por la tempestad, acudieron á guarecerse allí.

En la galería, sentadas alrededor de una mesa, varias personas miraban hacia el paisaje sobre el cual la lluvia y la agonía crepuscular desgranaban fugaces temblores amarillos y violetas. Era la contemplación profunda, el éxtasis religioso, de los labriegos para quienes encierra algo místico el fenómeno fecundante de la lluvia. Los relámpagos pintaban en el espacio fuliginoso grietas terribles, ágiles como víboras. El aire olía á tierra húmeda. Del valle subía el rumor, hondo, interminable—lamento de mar—del viento, entre los árboles. Muy lejos, la corriente del Malamula gruñía rencorosa.

Formaban la tertulia don Juan Manuel Rubio, al que sus muchas haciendas y relaciones habían consagrado diputado á través de todas las legislaturas; don Elías, el médico; don Ignacio Martínez, el veterinario; el juez municipal, don Niceto Olmedilla, hermano de don Valentín, el amo de la fonda; don Isidro Peinado, alcalde y dueño de una ferretería de la calle Larga, y otros dos individuos. Don Juan Manuel y don Ignacio, bebían coñac; los demás, cerveza. Durante mucho rato todos hablaron del tiempo, y cada cual, cachazudamente, aportó á la conversación un dato interesante.

—Dicen—exclamó don Elías—que en Nava de Pomares llueve desde anoche torrencialmente. Los viejos no recuerdan aguacero igual.

—¿Cómo lo sabe usted?—preguntó don Niceto.

—Porque esta mañana fué Luisito Cruz á decirme que su madre había amanecido peor, y él vive en la Nava...

—Tiene usted razón; hoy le vi en la fonda, hablando con mi hermano.

Callaron. Unos momentos todos miraron hacia el campo; diríase que la afirmación, «en Nava de Pomares está lloviendo mucho», era tan grande, tan trascendente, que congestionaba los cerebros. Al cabo, la voz ruda—voz de mando—de don Ignacio Martínez, deshizo el encanto.

—En Candelario, esta madrugada diluviaba; me consta por un mozo de allí, que me ha traído á herrar dos caballerías.

—Pues si diluvia en Candelario—observó don Isidro—habrá llovido también en Cantagallos y en La Olla y en Palomares... pues siempre fué así, y conocida la disposición de la sierra no puede ser de otro modo.

—Yo creo que esta vez hubo agua de sobra—replicó el médico—; lo malo es que nunca llueve á gusto de todos. El chubasco, por ejemplo, que favorece al centeno, acaso perjudica al trigo; lo que en este bancal es beneficio, es muerte en aquel predio.

Agotada la conversación, reducido el tema de los cambios admosféricos á reseco y desjugado bagazo, apuntadas y discutidas todas las posibilidades con esa machaconería minuciosa de que sólo la gente rústica es capaz, el diálogo orientóse hacia otros rumbos. Alguien habló del vidriero Jesús Ochoa, fallecido aquella tarde. De la sórdida avaricia y misérrimo fin de aquel hombre referíanse escenas inverosímiles. Ochoa moría septuagenario; nunca quiso casarse y no tenía herederos; los días de su mezquina vida los pasó en una tienducha lóbrega, especie de fétido chiscón situado detrás de la iglesia y en un plano inferior al nivel de la calle. Hasta sus últimos instantes el anciano vidriero demostró un valor y una clarividencia que, á no emplearse en la más torpe codicia, hubiesen sido admirables.

En Puertopomares, al igual que en otros pueblos salmantinos, los parientes del difunto alquilan, para lujo y vistosidad del entierro, un determinado número de cirios, que deben lucir durante todo el transcurso de la ceremonia. Estos cirios se pesan antes de ser encendidos; luego, á la salida del camposanto, vuelven á pesarse, y la diferencia entre ambas pesadas, que señala la cantidad de cera consumida, es lo que se paga. Ochoa, que carecía de familia y que, á tenerla, probablemente no se hubiese fiado de ella, discutió por sí mismo el precio de la cera que había de arder en sus funerales. Hasta el postrer momento sintió la audacia y el sibaritismo de regatear, de defender su dinero, único goce de su vida.

—En la botica de don Artemio lo referían esta mañana unos amigachos del difunto—dijo don Isidro—; creo que Teobaldo, el amo de la Funeraria, estaba asombrado de tanta fortaleza de ánimo. ¡Es increíble ese valor en un viejo de más de setenta años!...

Los entierros eran de dos categorías. En los mejores, denominados «con salida», el clero acompañaba al cadáver desde la iglesia hasta la Glorieta del Parque; en los de segunda clase, ó «sin salida», los curas rezaban el último responso bajo el pórtico del templo; que tan lejos alcanza la virtud del oro que hasta la oración, lo inefable, se rindió mercenariamente á su poder. Don Niceto preguntó si el entierro de Ochoa sería de segunda clase.

—¡Naturalmente!—interrumpió el médico—; pues, ¿cómo pensaba usted que fuese?... Y, gracias á que llegó á una avenencia con Teobaldo; pues de no ponerle éste la cera al precio que él exigía, capaz es de seguir viviendo. Conozco á los avaros; hasta para morirse buscan el momento más económico.

El acre humorismo de Fernández Parreño fué saludado con una carcajada general. Este pequeño éxito empurpuró las mejillas de don Elías y obligóle á bajar los párpados. Era un hombre corpulento, de miembros bien trabados, de aspecto ecuánime y simpático, á quien, como á todo miope, la necesidad de acercarse mucho á los objetos para distinguirlos, había encorvado cortesmente hacia adelante. Tenía los ojos zarcos y el bigote blanco y pulcro. El temblor de unos lentes de oro daban á las expresiones de su rostro cierta noble quietud. Hablaba despacio y nunca sin anteponer á sus palabras la importancia de un breve silencio. Sus cincuenta años y la decorativa hinchazón de sus diagnósticos habíanle granjeado mucho crédito. En todos aquellos lugarejos comarcanos tenía clientes, y hasta de Salamanca, según testigos, le llamaron una vez. Este fué el mayor orgullo de su vida.

Don Juan Manuel le burlaba frecuentemente, asegurando que la ciencia de Fernández Parreño reducíase á repetir, como papagayo, los anuncios que con gran acopio de nombres técnicos publican los vendedores de específicos en la cuarta plana de los periódicos. Algo de esto había, efectivamente: don Elías, poco accesible á las fiebres de la curiosidad científica, apenas terminó su carrera cerró los libros, pero con tal fe y sincera decisión, que no volvió á tocarlos. Era pobre y ni su misma penuria decidíale al trabajo. Su tarda voluntad encomendábase á la rutina. «Más sabe un practicón que cien doctores»—pensaba—. Por el momento bastábale con ser buen mozo. Afortunadamente, Presentación, la unigénita del opulento cacique don Ladislao Tejas, enamoróse de él, y los dos millones de reales que aportó al matrimonio añadieron á su gallarda figura y á su título de médico los debidos prestigios. Otro, en su lugar hubiérase echado á la vida bartola. Don Elías, más quisquilloso, más caballero, quiso trabajar para no avergonzarse de su riqueza, y la misma holgura de su posición le captó en seguida clientela abundante y selecta. Siete, ocho y hasta diez mil pesetas, afanaba anualmente, que unidas á su amable trato y á la pacificadora labor del tiempo, ayudaron á desvanecer, ó cuando menos á suavizar, el recuerdo de que Fernández Parreño, según cierta frase cruel, muchas veces repetida, á imitación de las cortesanas había ganado su fortuna de noche...

Comentada suficientemente la muerte de Jesús Ochoa, se habló de mujeres, tópico alegre en que las opiniones, aun de los hombres más desemejantes y rivales, aconsonantan en seguida; y apenas comenzó el diálogo, tomó, con gran gusto, sus riendas don Juan Manuel Rubio. Don Niceto había dicho que el domingo anterior, al salir de la iglesia, sorprendió á Romualdo Pérez, gerente del tejar La Honradez, hablando con doña Quintina. Hallábanse cerca de un confesionario y vueltos de espaldas al público, como si no quisieran ser vistos.

—Yo, por lo mismo, me fuí á ellos derechito—continuó don Niceto—, saludé á Quintina y á Romualdo le pregunté por Micaela, la hija mayor de doña Virtudes.

—¿Y qué respondió?

—Psch... nada... hizo lo posible por mostrarse afable y quedar bien; pero la cara se le puso como una cereza.

Don Juan Manuel interrumpió á Olmedilla.

—Amigo mío, preguntar al hombre que hallamos acompañado de una mujer por otra mujer, aunque ésta sea la suya legítima, es una indiscreción; porque usted no sabe si él, con la señora que tiene delante, presume de soltero. Además, acordarnos de una mujer teniendo á nuestro lado otra, implica siempre hacia la segunda cierta descortesía.

—¡Muy finamente sentido y muy bien expresado!—exclamó Martínez, sirviéndose un coñac—; esa carambola se la apunta don Juan.

El juez municipal se desconcertó.

—Hombre... yo creí...

—¡Nada, nada—repitió el albeitar—; esa carambola se la apunta don Juan Manuel!...

El diputado, que padecía ciertas inclinaciones oratorias, prosiguió:

—Otro tanto podría razonarse de la feísima costumbre, bien generalizada, ciertamente, de decir á la persona á quien saludamos: «Ayer le vi á usted en tal sitio»; ó... «anoche le vieron á usted por cual parte»... La indiscreción de estas palabras es evidente. ¿Qué nos proponemos con ellas? ¿Molestar á nuestro interlocutor significándole que conocemos ó vamos en camino de conocer sus secretos...? Habremos incurrido en una grosería y vulnerado el santo derecho que todo ciudadano tiene de ir adonde le parezca. ¿Lo hicimos sin malicia y sólo por el gusto de hablar?... Pues seremos responsables de un notorio delito de tontería. Voy, á propósito de esto, á referir á ustedes una anécdota...

Disertaba don Juan Manuel Rubio con aquella lentitud y autoridad que le conferían su urbana distinción de hombre que vivía en Madrid la mayor parte del año, y la indulgencia chancera de sus costumbres. Frisaba en los cincuenta años, aun cuando él, siempre que á su presencia se suscitaba tan impertinente cuestión, declarase muchos menos. Nunca quiso casarse. Era de mediana estatura y grueso; y de su lucia cogullada abacial, de la curva feliz de su vientre, del invariable optimismo de sus palabras y de sus ojos, que le bailaban de relucientes y traviesos, desprendíase una regocijadora emoción de salud. Su mucha hacienda, puesta al servicio de su evangélico y munífico corazón, había remediado bastantes dolores. Estas virtudes hacíanle simpático y servían de alivio á sus defectos, que eran de los comprendidos entre los siete pecados mayores. A don Juan Manuel la opinión pública toleraba lo que no hubiera consentido á ningún otro vecino de Puertopomares: una querida. El diputado no vivía con ella, pero iba á visitarla diariamente y sin guardarse de nadie, y esta pequeña irregularidad de costumbres, que rompía el ambiente pacato del lugar, antes le mejoraba que le perdía en el concepto de las mujeres.

Las ideas que el diputado acababa de exponer, contestando á don Niceto, merecieron la alborozada adhesión y caluroso entusiasmo de don Ignacio Martínez. El veterinario no olvidaba que la única vez que engañó á su Fabiana, ésta lo supo justamente por una de aquellas indiscreciones que con tanto donaire glosaba don Juan. El hecho ocurrió á los cinco meses y un día cabales de su matrimonio, y ni un detalle había palidecido en el espejo, cruelmente fiel, de su memoria.

Don Ignacio y su mujer salían del Café de la Amistad, situado en la calle Amor de Dios, cuando un individuo que se acercó á saludarles, le dijo: «Anoche, ya tarde, le vieron á usted en Candelario». Y como Martínez, para disimular su emoción, tratara de mostrarse sorprendido, el indiscreto agregó bromeando: «Sí, señor; á eso de las once; no lo niegue usted...» Con lo que doña Fabiana, que andaba picada por el tábano de los celos, no necesitó más. Esta escena sirvió de prólogo á vanos días terribles. Diez años transcurrieron desde entonces y, sin embargo, don Ignacio, que seguía enamoradísimo de su mujer, todavía apretaba los puños.

—Afortunadamente—prosiguió—tuve la suerte de tropezarme con el correveidile que así, en mis propias narices, le fué á Fabiana con el soplo. Necio ó malintencionado, se llevó buen castigo. Ya le conocéis: Pedro Sáez, cuñado de José, el de la zapatería. A puñetazos le puse la cara como un tambor; quince días estuvo sin salir á la calle.

En los pueblos donde la vida colectiva carece de misterios, le es muy difícil á nadie contar nada nuevo; lo que el narrador empieza á referir para distraer el fastidio de la tertulia, podría decirlo también cualquiera de sus oyentes, y así el diálogo se reduce á una rumiación ó comentario de hechos notorios, caídos en el dominio público y recalentados mil veces. Apenas alguien habla, los circunstantes, enterados de cuanto van á oir, afirman. Lo propio sucedía con la historia que don Ignacio trajo á colación. Hasta el tonto Ramitas, el tipo más infeliz de Puertopomares, hubiera sabido repetirla de memoria. Por esta razón tal vez, para que las gallardías del albeitar no cayesen en la descortesía y frialdad del silencio, Fernández Parreño creyóse obligado á esbozar una observación.

—Creo, amigo Martínez, que á Pedro Sáez le tiró usted al suelo.

—Sí, señor.

—Y cuando el pobre hombre estaba así, tripa arriba y sin poder valerse...

El veterinario sintió el placer vengativo de concluir la frase, y se la arrebató á don Elías de los labios.

—Precisamente, sí, señor; cuando cayó á mis pies le puse los tacones de mis botas en la cara hasta cansarme, que fué mucho después de perder él los sentidos. El adagio lo dice: á borrica arrodillada doblarla la carga.

Don Juan Manuel, que acababa de encender un buen cigarro puro, miró á Martínez con repulsión.

—¡Hombre!... Lo que acaba usted de contarnos es una barbaridad.

Don Ignacio, muy rojo y adelantando el cuerpo, como para reñir, repuso:

—Eso es llamarme bárbaro, pero no me ofendo. Soy así... ¡y que nadie toque á los míos, ni les dé el menor disgusto, porque me lo como!

Miró á don Niceto y á don Isidro, y añadió:

—Ya ven ustedes que no me guardo de nadie; estoy hablando precisamente delante del juez y del señor alcalde; por más que ya sabemos: can que madre tiene en villa, nunca buena ladrida...

Olmedilla, que se llevaba su bock á los labios, aparentó no haber oído. Don Isidro sonrió. Las últimas palabras, un poco desafiadoras y petulantes, del albeitar, no fueron comentadas. El diputado y los otros contertulios miraban al paisaje; don Elías había sacado de su cartera una tijerita de bolsillo. En realidad á don Ignacio, peleador, sanguíneo y cerrado de entendimiento, todos le temían. Era ancho de mandíbulas y de espaldas, y muy cejudo: tenía los ojos vivos, la nariz corta, el canoso bigote bien poblado, los cabellos rucios y cortados á máquina, y sembrada de blancas cicatrices la cabeza terca y redonda. Además de su afición á los refranes, especialmente á los que citaban nombres de animales—«refranes de veterinario» los llamaba él—sus amigos le conocían un gesto, un «tic» inconsciente, que revelaba la disposición exacta de sus nervios. En los momentos de inquietud, de impaciencia ó de cólera, Martínez se mordía las uñas; pero la uña elegida variaba según el grado de sobresalto de su espíritu. Esta concomitancia psiquico-física nunca fallaba. Si su agitación era muy violenta, la uña mordida correspondía á cualquiera de ambos pulgares; si muy grave, á los índices; y sucesivamente, conforme se apagaba, iba recorriendo los dedos mayor y anular hasta detenerse en los meñiques. La vinculación entre estos ademanes y los diversos matices del sentimiento que los producía, era lógica: la ira mordisqueaba preferentemente los pulgares por ser estos los dedos que más pronto se acercan á la boca; para morder los otros precisaba colocar la mano de cierto modo, lo que implica una pausa, un movimiento semivoluntario, una reflexión que, sea cual fuese su brevedad, había de contradecir, de enfriar, la furia del impulso. Roerse la uña de un meñique constituía para don Ignacio un pasatiempo, casi una coquetería. Sus uñas, de consiguiente, formaban una especie de columna barométrica, dividida en cinco grados, de los cuales el primero, el del dedo pulgar, correspondía á la temperatura moral más alta y temible, mientras los dedos pequeños estaban muy cerca de la ecuanimidad y de la sonrisa; los pulgares significaban la tempestad, la espada; los meñiques, el ramo de oliva. Martínez era alborotado, fuerte, bajo y macizo. A propósito del espesor ó densidad de su figura, y de las hostilidades de su carácter, don Juan Manuel Rubio tuvo cierta noche una frase feliz.

—Ese hombre—había dicho—grueso, inquieto y chiquito, me da la sensación de un dedo pulgar.

Don Niceto se puso en pie y comenzó á frotarse las piernas hacia abajo, para estirarse bien el pantalón. Luego acercóse al mirador y unos instantes su cabeza lívida y flaca, de enfermo del pecho, emergiendo de un cuello de camisa mugriento, roído y excesivamente ancho, perfilóse sobre las últimas penumbras taciturnas de la tarde. Aparentaba treinta y cinco años. Era débil, enteco de hombros y bajo el bigote ralo los labios salivosos se abrían con un gesto de ahogo. Sus manos huesudas y exangües, de uñas cuadradas y sucias, tenían, como su pescuezo, la amarillez de las retamas.

—¿Se marcha usted, amigo Olmedilla?—preguntó Rubio.

El juez municipal examinaba el cielo.

—Sí, señor; aprovecharemos esta pequeña tregua que nos da el mal tiempo.

—¿Llueve todavía?

—Muy poco.

Para cerciorarse sacó el brazo derecho fuera de la ventana, la mano bien abierta y con la palma hacia abajo, como si fuese á jurar. Don Ignacio copió aquel gesto.

—Algo chispea todavía—dijo—, pero es la ocasión de irse.

—Creo que nos vamos todos—repuso don Isidro levantándose.

Don Juan Manuel llamó á Teodoro para que le restituyese el impermeable y los chanclos que le entregó al llegar. Los contertulios se habían agrupado cerca de la ventana, y aspiraban con fruición rústica el olor de la tierra y de los bosques húmedos. En la oscuridad los entintados montes componían una especie de oleaje inmóvil. Acullá, lejos, bajo el silencio negro, griseaba el andén de la estación.

—¿Saldrá usted después de cenar, don Juan?—interrogó el médico.

—No es probable; esta noche no debo moverme de casa; necesito escribir varias cartas urgentes.

Martínez interpeló á don Elías y á don Isidro.

—¿Ustedes tienen luego algo que hacer?

—Nada—respondieron.

—¿Y usted, don Niceto?

El juez negó lenta y tristemente con la cabeza. Tampoco Olmedilla tenía nada que hacer.

—Entonces—repuso el veterinario—podemos reunirnos aquí esta noche. Echaremos una partida de tresillo. Tengo ganas de darle un buen julepe al doctor.

Agregó dirigiéndose á los otros dos individuos que, durante el transcurso de la tarde, apenas habían hablado.

—¿Ustedes vendrán?

—Bueno—contestó el más alto.

—¿Y usted?

—También.

—Perfectamente—exclamó Martínez;—me gustan las tertulias grandes; siempre á más gente hay más alegría.

Verdaderamente ninguno de los circunstantes, ni siquiera el mismo don Ignacio, tenía interés en volver al Casino aquella noche. Ir ó no ir... ¿no era igual?... El fastidio y la costumbre se repartían equitativamente la dirección y dominio de aquellos espíritus anodinos. El aburrimiento que les echaba de sus hogares, les restituía á ellos horas después. Bostezaban en sus casas, al lado de sus hijos; bostezaban en el Casino, con los naipes en la mano ó ante las mesas de billar. ¿Qué esperaban? En lo futuro, ni una emoción, ni una sorpresa, como no fuese la de la muerte. ¿Mirar hacia el porvenir, no equivalía exactamente á rememorar y escrutar lo vivido? En aquellas pobres almas que llevaban consigo, desde la niñez, la aridez del desierto, el inenarrable horror de las cosas eternamente inmóviles y semejantes á sí mismas, ¿no se perpetuaba el espanto anacrónico de que lo futuro fuese algo sabido, familiar y trillado, como un recuerdo? En la horrible monotonía de los pueblos, ¿cuántas veces resbala el pensamiento por los mismos surcos? Allí, donde no hay emociones; ¿quién contaría los millares de momentos—tantos como días que cada individuo vivió y tornó á vivir, su propia vida? Cotidianamente marchan los pies por idénticos caminos y el cerebro recibe impresiones iguales, y de esta monotonía se desprende un vaho adormecedor de opio, de indiferencia, de abulia; y así en cada una de esas almas—y sin que ellas, por fortuna suya, lo adviertan—se repite, de padres á hijos, el suplicio interior, el horroroso drama, no escrito aún, del hombre que nunca tuvo «á dónde ir»...

Esta era la situación de ánimo de don Juan Manuel Rubio, de Fernández Parreño, de don Isidro Peinado, de don Niceto y de don Ignacio, cuando, parados ante el ventanal abierto, hablaban de marcharse. El mismo trabajo que momentos antes tuvieron para reunirse, les costaba ahora separarse; en ellos, el hábito de esperar había matado la alegría de la acción. Además, convencidos tácitamente de que todo era igual, adivinaban la inutilidad de moverse. Cuanto á su alrededor pudiese ocurrir, lo tenían previsto. Este cálculo alcanzaba aún á los detalles menores. Verbigracia: Martínez sabía que, á su paso habitual, tardaba exactamente tres minutos y medio en ir desde el Casino á su casa, y cuatro minutos si este camino lo recorría en sentido inverso, porque era cuesta arriba. El médico, con aquella miopía que parecía obligarle á dedicar á cada idea ú objeto una atención mayor, pujaba su minuciosidad bastante más lejos. Fernández Parreño llevaba en la memoria cifras absolutamente exactas de las distancias. Desde su domicilio al Casino, por ejemplo, había mil doscientos ocho metros; desde el Casino á la botica de don Artemio, trescientos veinticuatro, y medio kilómetro justo separaba su casa de la de su antigua cliente doña Amelia Ruiz, viuda de Guijosa, la mujer más gorda de Puertopomares. Estos números los había descubierto con la ayuda del tiempo y á fuerza de repetir cotidianamente el mismo itinerario.

Al cabo, la figura blandengue de don Niceto, girando sobre sus talones, lanzó la señal de marcha.

—¿Vámonos, señores?

—Vámonos, sí.

Reposadamente todos caminaron hacia la puerta. Don Ignacio exclamó, mirando su reloj.

—¿Qué hora será?...

Fernández Parreño consultó el suyo, que levantó á la altura de la nariz.

—Las siete.

—Yo—repuso Martínez—tengo las siete menos diez.

Con esa costumbre irrazonada que obliga á todas las personas á tener más confianza en el reloj del prójimo que en el suyo, añadió:

—Debo de ir atrasado...

Y, sin vacilar, rectificó la hora. Don Juan Manuel dijo un donaire versallesco:

—Hace usted mal en eso; vea usted: mi reloj, con respecto al de don Elías, también atrasa, y no lo toco. Para conservar nuestros relojes, al revés que para conservar á nuestras mujeres, debemos tocarlos lo menos posible. ¡Por algo ellas, en nuestra vida, fueron siempre el desorden!...

Al salir del Casino vieron pasar al otro lado de la plaza, bajo la umbría de los soportales, un hombre silencioso, pequeñito, intensamente amarillo; un hombrecito, de color de miel, vestido de negro.

Martínez exclamó dirigiéndose al médico:

—Ahí va don Gil Tomás. Tenía usted razón. Deben ser, efectivamente, las siete en punto.

III

Los dos hermanos comieron en silencio, irritados por la ausencia de Frasquito Miguel, quien, según costumbre, volvería borracho. Terminada la cena, Rita Paredes levantó el mantel, y, á falta de café, Toribio dióle un largo tiento al porrón del vino, la rapada cabeza echada hacia atrás y los ojos puestos en las vigas del techo. Luego, mientras con una mano dejaba suavemente el porrón en el suelo, con el dorso de la otra se restregó y secó los labios. Cuarentón ya, mostraba el pelo canoso, el rostro rasurado, flaco y de líneas salientes, los ojos carniceros, redondos y de color almagre, la boca fina y oscura, circundada por manojos de pliegues sutiles. Era sobrado de estatura y cenceño, con esa flexibilidad y aridez de carnes que da á sus habitantes el solar castellano. Hablaba poco y mirando al suelo. Tenía algo de mastín. Una vieja cicatriz endurecíale el rostro. Levantóse, y acercándose á una ventana examinó el cielo, estrellado, límpido, transparente, después del furibundo aguacero de aquella tarde. Bostezó malhumorado.

—Buenas noches.

—¿Ya vas á dormir?

—Necesito madrugar. Mañana hay mucha faena. A las cinco me llamas.

Fatigadamente, los brazos caídos, el paso largo, grave el rostro, desapareció en la oscuridad de un aposento inmediato.

Rita, con notables disposición y rapidez, sacudió el mantel bajo la campana del hogar, fregó los platos, enlució los cubiertos, y lo sobrante del guisote familiar lo colocó en un pucherito junto al rescoldo, para que Frasquito Miguel lo encontrase caliente. Sentóse después á coser, y sobre la blancura de las ropas sus manos morenas, flacas y de articulaciones nudosas, tenían una impaciencia agresiva. La herencia había dejado en ambos hermanos una notoria comunidad de rasgos. Como los ojos de Toribio, los de Rita abríanse pequeños y bermejos, y sus labios delgados, circuídos de pequeñas arrugas, adquirían al cerrarse, expresión cruel. Era alta, enjuta, y de apariencias varoniles. Sus treinta y cinco años, los trabajos, la miseria y la epiléptica violencia de sus instintos, habían destruído en ella las blandas curvas de la femineidad; y coronando aquel corpachón anguloso de hombre, una cabeza pequeña, de perfil corvo, de mejillas pecosas, de cabellos rútilos y lisos, recogidos atrás. En el pueblo á los Paredes les llamaban los Rojos, y sus costumbres y combativas apariencias les hacían temibles.

La mujerona suspendió su labor para escuchar al sereno, que cantaba una hora: las diez: pero inmediatamente reanudó el trabajo, y había en su diligencia una especie de cólera. Todo á su alrededor era silencio; únicamente fuera, en la paz nocturnal, el Malamula, hinchado por el copiosísimo llanto de las montañas y de las nubes, gemía clamoroso.

Varios años hacía que Rita habitaba aquella casuca de planta baja, construída entre los cimientos de un baluarte, sobre la pendiente del río y en la línea de ruinas que deslindan y separan el barrio pobre del resto de la población. Fuese á vivir allí poco antes de que su amante Vicente López, apodado el Charro, á quien conoció en un lupanar de Cáceres, la abandonase para irse á Salamanca con otra mujer. De aquel amor, que fué muy grande, le quedó á Rita un hijo. Viéndose sola abrió un tabernucho al amparo del cual recobró sus hábitos de manceba. Este tráfico, durante las semanas que tardó su cuerpo en ser conocido, produjo dinero; luego, no.

Por entonces llegó casualmente á Puertopomares Toribio, que ejercía de pueblo en pueblo el oficio de bujero. Años hacía que los dos hermanos no se abrazaban, y su asombro rivalizó con el contento de volver á verse. Ni una carta se habían escrito en todo aquel tiempo. Se separaron casi niños y el azar tornaba á reunirles cuando ambos llevaban sobre la frente el dolor de las primeras canas. En la historia de Toribio había inconexiones, paréntesis misteriosos, que Rita, necesitadísima también de indulgencia, no intentó esclarecer. A los diecisiete años Toribio Paredes se alistó voluntario para la guerra de Cuba y asistió á la acción de Peralejo, donde fué herido. Le licenciaron. En la Habana, primero, y luego en otras ciudades de la Isla, ejerció diversos empleos. Estuvo en Puerto Rico y en Méjico. Después regresó á España y en Cádiz, á los pocos días de desembarcar, hirió mortalmente al dueño de un garito. En la pelea no hubo traición, pero la justicia sentenció al homicida á ocho años de presidio. En el de Ceuta expió su condena. Al salir dedicóse sucesivamente, como en Cuba, á distintos oficios. Cuando llegaba ocasión, ejercía el suyo primitivo, de carpintero; después, vendió baratijas por las ferias, fué leñador, aplicóse al chalaneo y á la recova y montó un Tío-Vivo. Finalmente deshízose de él y recobró su profesión de gorgotero ó bujero, cuyo ejercicio reclamaba pocos desembolsos y hallábase muy en armonía con sus inclinaciones vagabundas.

A las confesiones de Toribio correspondió Rita con las suyas. Habló de su primer amante, el amo de una fábrica de corsés, donde ella trabajaba. Al conocer su embarazo el burlador la despidió. ¡Miserable! Poco después, cayó enferma. Hubiera muerto de hambre en mitad de la calle, si no la llevan al hospital. Allí dió á luz y el niño fué á la Cuna. No había vuelto á saber de él. Después entró á servir en una casa de donde la echaron cuando supieron su aventura con el dueño de la fábrica de corsés. Una vecina les fué á sus amos con el soplo. Al verse de nuevo sin albergue, rostro á rostro con la miseria, la mujerona pensó: «Esta noche yo como y duermo bajo techado». Y esperó á que su delatora, cuyo domicilio conocía, saliese á la calle. La sangre que encerró á Toribio en Ceuta, hervía en ella. No tenía armas, pero tampoco las necesitaba; sus dientes y sus uñas bastaban á su cólera. Fué una escena horrible. Rita cayó sobre su presa, la tiró al suelo y teniéndola sujeta bajo las rodillas comenzó á despedazarla; matarla hubiera sido poco. A puñados la mesaba el pelo, y á mordiscos la arrancó una oreja y la desfiguró bárbaramente la nariz y las cejas; el labio inferior de la víctima desapareció, y como nadie pudo hallarlo, los testigos de la pelea supusieron que la agresora, en un rapto de antropofagia, se lo había tragado. Rita Paredes fué condenada á tres años de reclusión en el penal de Alcalá. Allí riñó con otra reclusa, á quien maltrató ferozmente, y por ello sufrió dos años más de encierro. Desde Alcalá se trasladó á Madrid, donde una alcahueta que andaba en peligrosas cuentas con la justicia, por corrupción de menores, la propuso ir á Cáceres...

Al llegar á este capítulo, el más sucio, quizás, de su negra historia, la mujerona vacilaba: también en su vida, como en la de su hermano, del monstruoso ayuntamiento de la ignorancia con el infortunio, nacieron páginas tiznadas, abyecciones inconfesables. Ninguno de los dos tenían qué recriminarse; del mismo vientre nacieron, y á su tiempo ambos rodaron hacia el dolor; si ella se había prostituído, él había robado; los dos malditos, los dos iguales.

Finalmente, Rita explicó sus relaciones con el Charro, y cómo éste la abandonó y no se preocupaba de su hijo, que ya tenía cinco años.

—Podías quedarte aquí, conmigo—añadió—; estando juntos viviríamos mejor.

Toribio aprobó; rato hacía que en aquello mismo estaba él pensando. A pesar de haber permanecido alejados tanto tiempo el uno del otro, volvían á sentirse muy cerca, muy identificados por el misterio augusto de la raza, y tan unidos en sus pensamientos, codicias y deseos, como si nunca se hubiesen separado. La miseria eneanchó y afirmó la obra de la herencia: ella fué mala por las razones mismas que él no pudo ser bueno; causas análogas les pusieron lejos de la ley; de una parte el hambre, de otra, el instinto; y así, al término de varios años, perdonáronse mutuamente sus yerros, maravillados de comprenderse tan bien y de seguir tan juntos.

Toribio relató á su hermana la constitución íntima de sus negocios: él, que continuaba en la pobreza, había llegado á Puertopomares con su socio capitalista; un tal Frasquito Miguel, andaluz, de quien no le convenía separarse. Como Paredes, Frasquito Miguel tenía una historia nebulosa. En Madrid, siendo mozo, ejerció la profesión de trapero. Más adelante, de acuerdo con otros individuos, abrió una carnicería destinada á sucursal ó principal despacho de un matadero clandestino. Las ganancias comenzaron siendo excelentes, pero el asunto no tardó en echarlo á perder la policía; fué un mal negocio que dió con sus iniciadores en la cárcel. Al recobrar la libertad Frasquito Miguel trasladóse á Málaga, y en arriscados lances de contrabando vió medrar su hacienda. Otras oscuridades y lagunas había en su vida. Él y Toribio se conocieron en la feria de Badajoz, y aparejados desde hacía dos años por el interés, más que por la simpatía, operaban juntos: unas veces vendían paños, otras, juguetes y baratijas de similor. Dónde guardaba el señor Frasquito los fondos de la sociedad, arcano fué que Toribio Paredes no consiguió esclarecer nunca; pero era lo cierto que el antiguo trapero siempre llevaba consigo los billetes de Banco necesarios para no dejar perder ningún buen negocio. Tras una lucrativa excursión por diferentes pueblos de la serranía salmantina, llegaron ambos á Puertopomares y en la Fonda del Toro Blanco pidieron dos habitaciones, pues Frasquito quería absolutamente dormir solo.

—Son datos en que debes fijarte—decía el narrador á su hermana.

Mientras Toribio Paredes hablaba, ella mirábale fijamente, y sus ojos, rodeados de pestañas bermejas, se abrían y cerraban, revelando con aquel seguido guiñar un agudo esfuerzo de comprensión. En sus labios, finos y oscuros, la codicia acababa de dibujar un gesto de sed.

Toribio concluyó:

—Los días que estemos aquí, Frasquito puede pasarlos con nosotros; ó, al menos, almorzar y cenar en nuestra compañía. ¿No te parece? Tú, procura esmerarte en la comida. El es buena persona y solterón... y con el tiempo... ¡quién sabe!... llevándonos todos bien...

Sus cábalas fueron cumpliéndose una á una. Frasquito, receloso al principio, acabó enamorándose de Rita. De estas relaciones nació un niño, á quién bautizaron con el nombre de José y los apellidos de su madre, pues el señor Frasquito, cauto siempre y amigo de andar con los ojos bien puestos en el porvenir, no quiso precipitarse á reconocerle. Aquel muchacho añadió nuevos vínculos á los lazos de interés y amistad que unían á los dos hombres, y así decidieron establecerse juntos. Frasquito hubiera preferido vivir aparte con su mujer; pero tan irreductible oposición halló en ésta y en su hermano, que desistió. Ya reunidos todos, acordaron recogerle un poco las riendas á la vida y aquietarse, y hacer de Puertopomares una especie de centro de residencia ó de «cuartel general», de donde saldrían á recorrer, periódicamente, los otros pueblos de la provincia.

La casuca que cobijó los amores de Rita con el Charro y que ella transformó luego en taberna y disimulada mancebía, el señor Frasquito Miguel y su cuñado, dando muestras de su mucha industria, la aderezaron, ensancharon y dispusieron de manera que sirviese de vivienda y de almacén. Para hallarse más separados y con mayor honestidad, levantaron un tabique que hizo de la cocina primitiva dos habitaciones; la despensa, que era espaciosa, después de bien enjalbegada y solada, sirvió de dormitorio, y cuando quedaron celosamente revistas y tapadas las goteras del pajar, éste ofreció á su vez condiciones excelentes de seguridad.

Pero las principales reformas se verificaron en el corral, que hasta entonces sólo aprovechó para gallinero y pudridero de basuras. Allí un viejo chopo levantaba, muy por encima de los bardales, la gracia verde de su copa recogida, sensible al viento. Este árbol fué en tiempos atrás como un gesto de orgía, como una cimera ó penacho de escándalo, alzado sobre la vulgaridad de la humilde vivienda. La casa de Rita, la barragana de tantos, se distinguía y señalaba entre todas por aquel chopo esbelto. Era su reclamo, su anuncio, su clarín. Desde muy lejos se divisaba. La gente rústica que se acercaba á Puertopomares por el lado opuesto del río, lo conocía bien; los mozos se lo mostraban unos á otros, extendiendo un brazo:

—Es allí...—decían.

Y hasta hubo quien aseguraba que Rita, muy avisadamente, llegó á adornarlo en las noches sabatinas con farolillos de colores, y cómo tales luces, balanceándose en la oscuridad á impulsos del aire, ejercían sobre los hombres, á una distancia de varios kilómetros, irresistible atracción. Apropósito de aquel árbol popular y de las trazas hombrunas de su dueña, alguien había dicho: «Eres, Rita, como el chopo: alta y grande, pero de mala sombra». La frase gustó y vivió muchos años.

Toribio y Frasquito talaron aquel chopo lupanario, igualaron y limpiaron el suelo, y luego, utilizando como paredes maestras los dos acirates más largos del corralón, improvisaron á la izquierda un amplio departamento de mampostería, seco, claro y sólido, bueno para depósito de mercaderías; y á la derecha, un soportal ó cobertizo de tejas, sostenido por pilares de ladrillo, destinado á caballeriza.

Asombraban por igual, la previsora astucia, la alegre voluntad y la rapidez con que los dos hombres realizaron tan ardua tarea, y el feliz remate que dieron á todo. En su mañera traza y ágil disposición claramente echábase de ver la complejidad pícara de sus vidas. Ningún oficio les era extraño: lo mismo aplomaban una pared, que techaban una habitación, ó disponían los batientes de una puerta, modelaban á yunque y martillo una reja, componían una cerradura, herraban un caballo ó compraban animales que sabían vender luego á mejor precio. Este abigarramiento de aptitudes resplandecía también en la diversidad plateresca de su industria. Con todo traficaban. Los objetos de quincalla, los racimos de zapatos y las pirámides de sombreros y otros artículos de poco peso, eran subidos al desván; lo mejor, lo más caro, los paños, mantas, tapetes y piezas de ropa blanca, ocupaban el nuevo almacén, con su suelo de ladrillo aislado de la humedad por una capa de carbón. Una yegua y una mula, servíanles para transportar sus mercancías. A veces salían de Puertopomares al despuntar la aurora, otras á prima noche, según la estación y la longitud del itinerario que hubiesen de recorrer; generalmente estas expediciones eran fructuosas, y al término de ellas el señor Frasquito y Toribio reaparecían con las caballerías muy aligeradas y en el rostro reflejado el codicioso contento de los buenos negocios.

Tan activo tráfico duró varios años, en los cuales Frasquito Miguel y su coima hubieron dos hijos más: María Luisa y Francisco. No obstante estas novedades, la disposición sentimental de aquellas tres personas nada había variado. La sonriente bonanza de sus negocios les enriquecía sin acercarles. Rita y Toribio Paredes continuaban estrechamente unidos por sus instintos de crueldad y de rapiña: la homogeneidad de los ambientes donde desenvolvieron sus vidas les impidió diversificarse: una y otro eran egoístas, violentos y sórdidos, cual si sobre ellos gravitase una herencia de rapacidad y bandolerismo. Entre ambos hermanos, Frasquito Miguel, á pesar de sus tres hijos, de su labor inteligente y del dinero con que porfiadas veces coadyuvó al bienestar común, siempre sería un advenedizo, un extraño, casi un enemigo. El, receloso y astuto, debía de comprenderlo así y sentir la traición que le acechaba, por cuanto constantemente de todos se retraía y guardaba un poco.

Los vecinos del barrio, que recordaban el licencioso comercio á que Rita se había dedicado, demostraban á los Paredes cierta hostilidad. Ateniéndose á la indudable semejanza habida entre cada individuo y las personas de su afecto y predilección, razonaban que Toribio sería, en punto á rigidez de costumbres, como su hermana, y que Frasquito Miguel tampoco debía de tener muy severa moral cuando tan bien hallado parecía en aquel ambiente. La figura hombruna de Rita, el semblante frío y torvo del bujero, y la cara cetrina, cazurra, llena de vulpejerías y disimulos, de Frasquito, afirmaban esta creencia y ensombrecían el lar. El famoso chopo del corralón, cuyo perfil fálico recordaba á los mozos del campo el misterio de Eléusis, había desaparecido, pero su leyenda golosa perduraba. La casa de los Paredes, llamada por muchos «la casa del chopo», donde, según los viejos, quince ó veinte años antes, fué asesinado un hombre, parecía irradiar una pavura carcelaria, un enigma de antro. La honesta labor á que sus actuales moradores se aplicaban, no lograba purificarla; las aguas lustrales del trabajo corrían sin conseguir llevarse de aquellos muros el olor del burdel. La fachada, á pesar de su blancura reverberante y de sus dos balcones cargados de bien florecidas macetas, era triste; las mujeres que deseaban hablar con Rita ó comprar algo, raras veces se decidían á trasponer el quicio de la puerta, colocada medio metro bajo el nivel de la calle, y si alguna pareja de la Guardia civil pasaba por allí, nunca lo hacía sin inmergir una mirada fiscal en el zaguán húmedo, lóbrego y sumido, como una vieja boca. El vecindario siempre esperaba una emoción: que á los Paredes, verbigracia, les llevasen presos. Realmente, el aspecto y la historia de la casa y los tricornios de la Guardia civil, rimaban muy bien.

Al término de algunos años, los graves achaques del señor Frasquito contribuyeron á ensanchar la distancia que le separaba de Rita y de su hermano. Agravóse el frío de aquellas relaciones preparadas por la codicia y el cálculo. El antiguo trapero, que ya contaba más de cincuenta años, enfermó de reuma: comenzó á padecer en las articulaciones dolores agudísimos; se le inflamaron las rodillas, retorciéronsele y trastornáronsele como sarmientos los dedos de las manos, y vióse obligado á renunciar, casi completamente, al trabajo. Aquel invierno Toribio Paredes salió solo á vender; su cuñado, medio paralítico, quedábase en casa y á intervalos los gritos que así la cólera de su inutilidad como el mucho sufrir de sus huesos, por igual le arrancaban, rompían lúgubremente la paz de la calle.

El desvalimiento del señor Frasquito, que, con la enfermedad, en pocos meses parecía haber envejecido varios años, empeoró su situación moral. Rita, que no había olvidado á Vicente López, ni podía hablar de él sin verter lágrimas, y acaso por obra de los poéticos mirajes del tiempo le amaba más que nunca, empezó á aborrecer á Frasquito. Al principio de sus relaciones, le aceptó con gusto, por codicia; luego le fué indiferente; después esta indiferencia amistosa perdió cuanto pudiese haber de simpatía, se enfrió y fué desdén; últimamente, el desdén se mudó en desprecio y el desprecio en odio. La antigua ramera comenzó á sentir hacia su último amante, feo, viejo y tullido, inutilizado para el amor y el trabajo, un aborrecimiento de fiera. Aquel ex hombre, á quien muchas mañanas era necesario vestir y dar de comer, porque sus brazos anquilosados y trémulos no le obedecían, era una carga. ¿Qué necesidad tenía ella de ir por el mundo con tan terrible cruz acuestas? A veces una voz noble, voz generosa de caridad, dictaba á su conciencia palabras de Evangelio; pero inmediatamente el egoísmo y la sordidez tronaban con espantoso griterío. ¿Qué hubiese hecho el señor Frasquito á ser ella la inútil? Probablemente echarla á la calle, ó marcharse, y si la suerte permitió que el enfermo fuese él, ¿por qué no imitarle dejándole?...

De sus cuatro hijos á la mujerona sólo la interesaba realmente Deogracias, el primero, en quien revivía la figura del Charro. Los hijos de Frasquito, Pepe, María Luisa y Francisco, la servían únicamente de estorbo y para exacerbar su odio hacia el padre. De esto hablaban frecuentemente ambos hermanos, y por igual reconocían la utilidad de deshacerse de aquel perdulario y de los chiquillos que trajo al mundo; pero al llegar á cierto extremo difícil de su conversación, los dos callaban apenados porque en la realidad los hechos no se sucedan y devanen con la facilidad que en el pensamiento, y el recuerdo de la justicia, unido á las torvas memorias de sus años carcelarios, dejaba en sus almas oscuras un frío.

El motivo principal del acerbo rencor que los Paredes alimentaban contra Frasquito, era la rapacidad, el cuidado avaro, la esmeradísima avidez, la habilidad omnisciente, con que el enfermo sabía esconder su dinero. ¿Dónde lo guardaba? ¿A qué prodigios de escamoteo, á qué recursos de nigromante apelaba para ocultarlo de manera tan maravillosa que su desaparición no dejase rastro?...

Antes de afincarse en Puertopomares Toribio creyó siempre que su socio depositaba sus ahorros en algún Banco de Salamanca, de Badajoz ó de Madrid, y únicamente llevaba consigo las seis ó siete mil pesetas indispensables á las modestas transacciones de su negocio. Cuando ya todos vivieron juntos, Rita, para comprobar aquella suposición, dedicóse á leer cuantas cartas el señor Frasquito recibía: á tal fin las colocaba unos instantes sobre la boca de una olla donde hubiese agua hirviendo, y el vapor desprendía la nema del sobre tan limpiamente, que luego de repegada era imposible conocer la traición. Este acecho, minucioso y perseverante, de varios meses, demostró que el pañero no mantenía relaciones con ninguna casa de banca, ni recibía otra correspondencia que las de los fabricantes ó almacenistas al por mayor, de quienes él y Toribio se proveían; de donde los hermanos Paredes concluyeron que, según una rancia costumbre española, heredada quizás de los judíos y de los árabes, Frasquito Miguel debía de recatar sus ganancias en una ó varias orzas escondidas, probablemente, á muchos metros bajo tierra.

Esta segunda parte de la cuestión fué también objeto de investigaciones y atisbos prolijos. Durante sus excursiones por diversos lugares y villas, Toribio, que jamás perdía de vista á su adjunto, y de noche utilizaba múltiples é ingeniosos ardides para saber si salía de su habitación, llegó á convencerse de que Frasquito no tenía fuera de Puertopomares ningún tapujo, ni sitio, encrucijada ó mesón, que le mereciesen preferencia. Luego, si no en el campo, era en su propia casa donde el ladino viejo escondía «su tesoro»; que á tan preeminente y codiciable categoría remontaba la imaginación de los Paredes la fortuna de aquél.

Relacionando diversos datos y pormenores cazados hábilmente en el transcurso de dos ó tres años, la mujerona y su hermano dedujeron que el señor Frasquito tenía soterrado su dinero en el corralón, bajo la raigambre del chopo desaparecido; y confirmaba esta sospecha la frecuencia con que iba al retrete, situado al fondo del patio, y su empeño en ocuparse de la limpieza de las caballerizas y pesebreras, cual si por todos los medios procurara no alejarse de aquel sitio. Esta pista enardeció la codicia de los Paredes, y agravó su avariento sobresalto la consideración de que las orzas ó pucheros donde Frasquito Miguel fué servido de meter sus ahorros, empujados por las raíces, vivas aún, del árbol, iban hundiéndose más y más, de suerte que si transcurría mucho tiempo llegaría á ser muy difícil dar con ellas.

Atormentado por este recelo, Toribio una noche, hallándose los tres de sobremesa, expuso la conveniencia de solar el patio, para lo cual creía necesario remover bien la tierra y arrancar las raíces que endurecían y arrugaban el piso. El efecto que tales palabras, dichas con ahinco y decisión, produjeron en Frasquito Miguel, fué terrible. Quedóse pálido, luego lívido; hasta que su corazón reaccionó y su rostro cetrino se llenó de sangre; después aquel aborrachado color empezó á debilitarse y sus mejillas y su frente tuvieron la blancura de los cadáveres. Su sorpresa mudábase en cólera. Frunció las cejas, bajó la cabeza, tiró nerviosamente contra su plato el cuchillo con que iba á cortar una rebanada de pan, y apenas lo hizo lo recobró afanoso cual si acabase de sentir la necesidad de tener un arma.

—El patio-gritó—no se toca.

Su fiero y destemplado acento, expresaba una resolución irrevocable. Los hermanos Paredes cambiaron una mirada de inteligencia, de alegría feroz, de sordidez ardiente próxima á saciarse, y unos momentos, bajo el apacible claror plata de la lámpara, aquellas dos cabezas fraternales, cabezas de presidio donde otra veces el deleite de matar se había pintado, adquirieron una expresión patética. Toribio quiso argüir algo, pero su cuñado le atajó.

—¡He dicho que el patio se deja según está: lo dispuse así y no consiento que se toque en él ni á un, jaramago!

Toribio repuso cazurro:

—Bueno, hombre; no hay motivos para incomodarse tanto; no haremos nada, descuida. ¡Qué aspavientos!... ¡Cualquiera creería que íbamos á robarte un tesoro!...

El tono zumbón y la reticencia con que estas palabras fueron dichas, desconcertaron al señor Frasquito, quien trató de enmendar su yerro y la aspereza de su actitud con algún donaire ó frase oportuna. Pero la explosión de cólera que acababa de experimentar había sido demasiado violenta, los músculos faciales hallábanse endurecidos aún, y ni supo dar gracia á sus palabras, ni cordialidad y simpatía á su rostro. Desde aquel momento los Paredes adquirieron la convicción, la certidumbre irrevocable, de que el astuto viejo, cumpliendo resabios de raza, tenía enterrado su dinero en el corral.

Con la llegada de la primavera le volvieron las fuerzas al enfermo y hallóse de nuevo en situación de volver al trabajo; esto, al menos, creyeron todos, lo que les produjo buen consuelo y alivio. Pronto, sin embargo, echó de ver Toribio que su socio ya no era el hombre de antes; así porque sus piernas le obedecían mal, como porque con las energías musculares se le fueron también las lucrativas capacidades y oportunos ardides de la voluntad. Frasquito Miguel renqueaba bastante y hablaba mucho menos; desaparecieron sus trujamanerías y gitanas zangamangas de mercader; ya no sabia engañar vendiendo como oro el similor y por nuevo lo usado. No convencía, no alucinaba; perdió la gracia; fué un arruinamiento general que abrió en la suma de los ingresos un déficit considerable.

Poco á poco el señor Frasquito llegó á reconocer también su inutilidad, y como esta humillación le hiriese en lo más altivo y sensible de su alma, para olvidarla se dedicó á la bebida. El momentáneo bienestar que ésta le producía incitóle á seguir bebiendo, y lo que empezó siendo arrimo y recurso, creció rápidamente y fué pasión. Toribio Paredes, maldecía de él: en las ferias no le servía de nada, pues tardaba en emborracharse el tiempo que empleasen en alzar su tienda; luego se echaba á dormir debajo del mostrador, y por los caminos iba cantando, bamboleándose como un polichinela y agarrado á la cola de la última caballería. La gente hacía escarnio de él. Una vez Toribio regresó á Puertopomares y entró en su casa llevando al señor Frasquito atravesado en la yegua. El viejo, que había perdido los sentidos, iba con el vientre sobre la cruz del animal, y las piernas de un lado, y los brazos y la cabeza de otro, colgaban como alforjas. Entre los dos hermanos le cogieron y metieron en el zaguán, á presencia de un grupo de vecinos que, pensando ver á Frasquito Miguel herido ó muerto, acudieron consternados, y cuando tuvieron noticia de la inverosímil cantidad de vino que traía en el cuerpo, empezaron á reir y á burlarle. Aquella madrugada, dominando la unisonancia del Malamula, resonaron en «la casa del chopo» grandes porrazos, á cada uno de los cuales respondía un lamento flébil y expirante, como de persona del otro mundo; después los quejidos cesaron y siguieron los golpes, y al día siguiente revoló de puerta en puerta la noticia de que los Paredes, con objeto de volver al señor Frasquito á la virtud de la sobriedad, le habían administrado una muy gentil paliza.

Frasquito Miguel no volvió á salir con su cuñado; ayudábale á enjaezar y disponer la carga de las caballerías, pero luego Toribio se marchaba solo. La vergüenza de verse preterido, la amarguísima pena de su inutilidad, concluyeron de aburrirle y desganarle de todo. La bebida continuó y exacerbó la obra del artritismo. El desdichado empezó á hincharse, amortiguóse su mirada y bajo los ojos la piel formó hondas bolsas triangulares. Hablaba poco y sus ademanes y palabras tenían la indecisión de la somnolencia. Los únicos sitios que frecuentaba eran el merendero de Luis, situado cerca del río, al pie del cementerio viejo, y el café de La Amistad, vulgarmente llamado «café de la Coja». Todas las mañanas madrugaba, pues continuaba siendo muy rezador y amigo de los santos; de día quedábase en casa, unas veces en el zaguán, otras junto á la caballeriza, cual si su oscurecido pensamiento alimentase la invencible obsesión de no alejarse de allí; y entre tanto empleábase en reponer asientos á las sillas ó arreglar el calzado viejo ó cortarles calzones y baberos á los muchachos, que para estos y otros diversos menesteres y oficios sus manos industriosas supieron siempre darse buena traza. En la mesa apenas dirigía la palabra á sus familiares, ni regañaba á los niños, ni levantaba del plato los ojos, y con el último bocado de la cena en la boca, se iba á la calle. Cuando volvía, lo que nunca sucedía antes de muy pasada la media noche, siempre era borracho.

Esta abominable costumbre y más aún, la particularidad de que el señor Frasquito, que hacía tiempo no ganaba dinero, llevara siempre tres ó cuatro pesetas en el bolsillo, exasperaban los desapoderados odios de Rita y de su hermano. Frasquito Miguel representaba en aquella casa el papel de zángano; vivía y no trabajaba. ¿Por qué no se marchaba de una vez con sus hijos? Y si no quería irse, ¿por qué no le despedían ellos? ¿Qué ley ó documento les obligaba á seguir juntos?... Los Paredes, sin embargo, no se atrevían á desahuciarle; y era la codicia, la ilusión avara de dar con el tesoro del viejo, lo que les detenía.

IV

Bajo el claror lechoso de la lámpara, Rita seguía cosiendo, y el choque de la luz con la sombra extremaba las angulosidades tercas de su rostro, la curvatura de la nariz, la demacración de los pómulos, la fortaleza carnicera de la mandíbula. Deseos homicidas cruzaban su frente. Aquella tarde Frasquito Miguel, acobardado quizás por la tormenta, no había ido á cenar.

—¡Si no volviese!—pensaba la mujerona.

Un recuerdo la obligó á mirar á su alrededor, como si en la blancura de aquellas paredes estuviese escrita su historia. Suspiró: se acordaba de Vicente y esto guió sus ojos hacia la puerta del aposento donde dormían, Deogracias, el hijo del Charro, y los tres vástagos de Frasquito Miguel. A éstos les aborrecía. Rita tiró su labor y por dos veces sus manos nerviosas, inconscientes, alisaron sus cabellos, ocres, tensos y planchados, sobre la redondez pequeña de la cabeza. En sus pupilas la cólera, durante segundos, encendió una luz.

—Podían morirse—murmuró—y ni ellos ni yo perderíamos nada.

Recobró su costura. La habitación donde se hallaba abocaba á la calle; tenía el suelo de ladrillo y el techo de vigas nudosas, bajo y renegrido densamente por el humo del fogón. Viejos cromos que decían los amores del Cid con Jimena, adornaban los muros. Las sillas, la mesa, el arcón de la ropa, el armario que servía de alacena, eran de pino blanco. Cubrían las puertas de los dormitorios, cortinillas de yute rojo y azul.

Poco á poco, en el doble silencio de la noche lunada y del campo, el rumor del Malamula iba acallándose. El sereno cantó otra hora; las once. Luego, nada dentro de la casa dormida: la lámpara vertiendo monótonamente su claridad de plata, las cortinas de yute quietas sobre el vano de las puertas, los muebles arrojando perfiles largos, absurdos é inmóviles, con inmovilidad cabalística, contra la albura de las paredes.

Rita, de súbito, alzó la cabeza y un frío extraño y rápido, á un temblor á flor de piel, pareció deslizarse por entre la raigambre de sus cabellos: hubiese jurado que una sombra fantasmal, una especie de inquietud amarilla, acababa de cruzar la habitación en línea recta desde la ventana al aposento donde dormía Toribio. La mujerona abrió bien los ojos, reconcentrando en ellos toda su conciencia para mirar mejor, y ya no vió nada. Aquel fenómeno, fuese impresión real ó alucinación vacua de sus sentidos, apenas duró un segundo, y no obstante, había sacudido sus nervios con la violencia de una descarga eléctrica. Ni el más tenue ruidito á su alrededor; nada tampoco sobre la uniformidad de la pared blanca. Levantóse, sin embargo, dócil á un raro terror supersticioso, y fué á cerciorarse de que los dos cerrojos que afirmaban la puerta de la calle estaban echados. Miró hacia la ventana, cuyos cristales, llenos de luna, mostrábanse apacibles; y luego á las cortinas, muertas, sin un temblor. Rita permanecía suspensa, asustándose del roce de sus vestidos y hasta de las sombras que su cuerpo, de armazón descarnada y varonil, aplastaba contra los muros. El crugido de un mueble arrancó á sus labios, descoloridos por el miedo á lo invisible, una interjección soez. Volvió á sentarse, y la idea de que Frasquito Miguel hubiese muerto y su alma estuviera allí, hirióla, de improviso. Tembló y ya iba á levantarse cuando su razón y su valerosa voluntad reaccionaron: indudablemente, ella no pudo ver nada; todo habría sido un guiño ó intermitencia de la luz, ó la levísima sombra de un parpadeo. A pesar de estas reflexiones continuaba teniendo miedo: aquella ficción rapidísima, aquella especie de vapor amarillo, no la hubiesen impresionado tal vez en una noche de huracán y de lluvia; pero en la quietud y el silencio, los accidentes más pequeños se desquitan de su insignificancia y parecen enormes. Al cabo, tranquilizados sus nervios, Rita Paredes siguió cosiendo.

Las doce eran dadas cuando Toribio comenzó á soñar en alta voz. A través de la cortina, las palabras que el dormido balbuceaba filtrábanse inconexas y turbias. Su hermana, al principio, no hizo caso, porque aquel fenómeno repetíase casi diariamente. Luego demostró preocuparse: la pesadilla debía de ser muy fuerte, pues Toribio se rebullía mucho, articulaba dificultosamente y su voz era destemplada y agoniosa, cual si algo muy pesado le oprimiera el pecho. Inútilmente trató Rita de comprender lo que su hermano decía. Otra vez la mujerona tuvo miedo. Aunque nada ó muy poco, de cuanto la brizomancia explica sea cierto, siempre envolverán las pesadillas un intenso pavor, un acre misterio. ¿El verdadero origen de los sueños es exclusivamente fisiológico, ó á esos accidentes circulatorios y digestivos á que la medicina los atribuye, va mezclada alguna sutil levadura metafísica?... Un ensueño se reduce, tal vez, á un dinamismo incompleto y pasajero del aparato cerebral. Sin embargo, el admirable instinto del vulgo adivinó en ellos mucho más. ¡Oh, la terrible, la abracadabra emoción, la sugestión fascinante, que anima las actitudes de quien sueña en voz alta! Aquellos ojos que ven, no obstante hallarse cerrados; aquellas expresiones, de alegría, de sorpresa, de cólera, que correspondiendo á imágenes venidas del más allá estremecen su rostro; aquellas voces que nadie oye y á las que él, empero, responde... ¿No serán los ensueños, hermanos de la Noche y de la Luna, como ventanas abiertas sobre el silencio aterciopelado de otra vida? ¿No constituirán un nexo entre la realidad sensible y el mundo oscuro por donde ambulan los muertos y vibran los magnetismos de cuantas personas—aborrecidas ó deseadas—viven lejos de nosotros?...

Rita llamó, por dos veces:

—¡Toribio... Toribio!...

El dormido exclamó levantando mucho la voz y con perfecta claridad:

—¡No puede ser!... Comprenda usted que eso no puede ser.

Su dicción volvió á emborronarse; no fraseaba; las sílabas se confundían.

—No puede ser... no... pue... de... ser...

Esta negativa la repitió hasta que dentro de su boca las palabras mal pronunciadas formaron un murmullo, un carraspeo de gárgara; parecía que iba á ahogarse. Su hermana le gritó:

—¡Toribio!... ¿No oyes?... ¡Despierta!... ¡Estás soñando!... Dí... ¿no oyes?...

A poco, en la puerta de la alcoba, bajo la cortina que recogía con una mano, presentóse Paredes. Hallábase en ropas menores, y la inmovilidad de sus facciones y el reposo idiota de su mirar, decían claramente que estaba sonámbulo. Unos segundos permaneció boquiabierto, como sorprendido y detenido por la luz; guiñó los párpados, sacudió la cabeza; quería despertar. Después avanzó y la cortina, al caer otra vez, sirvió de fondo á su figura. La mujerona se levantó y empuñó unas tijeras: su imaginación relacionaba la sombra amarillenta, entrevista momentos antes, con la pesadilla de su hermano, y un supersticioso terror la invadió.

—¿Dónde vas?...

Toribio la miraba fijamente, pero alelado; sus ojos dilatados no se apartaban de ella y el conocimiento, sin embargo, no se producía.

—¿Dónde vas?—repitió Rita.

Cautamente habíase colocado detrás de la mesa, en actitud defensiva. Su hermano la oyó y repuso marcando con lentitud las palabras.

—Voy con él.

—¿Con él?... ¿Quién es él?...

—Ese... don Gil Tomás... Me voy con don Gil Tomás.

Palideció Rita.

—¿Qué dices? No entiendo; ¿dónde te espera don Gil?

—¡Ahí, ahí!... Viene á buscarme.

Extendía un brazo hacia la puerta de la calle. De súbito comenzó á restregarse los ojos con ambas manos. La mujerona agregó:

—¿Ha dicho él que te espera?

—Sí... sí...

—¿Cuándo?...

—No; no me lo ha dicho... Es que conversábamos... Don Gil ha salido...

Por momentos hablaba con mayor limpieza, dió algunos pasos hacia adelante y despertó. Su cara entonces cubrióse de sorpresa; tuvo conciencia plena de sí mismo. Estaba medio desnudo, descalzo...

—¿Qué significa esto?—balbuceó.

En el sonámbulo fantasmal resucitaba el hombre de siempre. Ahora sus ojos, sus ademanes, su voz, eran los de costumbre. Tranquilizada súbitamente, Rita volvió á sentarse.

—Estabas soñando—dijo—y á no ser por mí te echas á la calle según te ves.

Muy despacio, porque no concluía de recobrar la posesión de sí mismo, Toribio Paredes repuso:

—Hablaba con don Gil Tomás.

—Eso me dijiste, y querías marcharte con él.

—¡Es cierto!... Quise marcharme con él. Miró á la mujerona.

—¿Tú le viste salir?

—¿Que si yo vi salir á don Gil?... ¿Y de dónde?...

—De ahí, de mi cuarto... y por delante de ti ha debido pasar.

La voz del bujero vibraba tranquila, consciente, clara; indudablemente hallábase bien despierto y su juicio, no obstante, titubeaba ante la sugestión de lo soñado. De nuevo el terror, esa pavura glacial que seca los labios y pone las azucenas de la muerte en las mejillas, cubrió el rostro huesudo y macho de Rita.

—¿Estás dormido aún—exclamó—ó perdiste el seso?... Dí... ¿Quieres explicarte de una vez?...

Toribio, sin responder, la frente preocupada, cogió una silla y se sentó. De su camiseta burda, color tabaco, emergía el cuello cenceño y nervudo, curtido por la intemperie y terminado en una cabeza deprimida, rojiza y pequeña. Los calzoncillos, largos y de dudosa limpieza, se sujetaban con cintas á las piernas peludas; los pies, endurecidos sobre los caminos por donde muchos años anduvieron descalzos, eran grandes, angulosos, oscuros; parecían de bronce ó de tierra. Un rato estúvose callado, los codos en las rodillas, el cuerpo recogido, el semblante taciturno y perplejo; y, según el curso de sus cavilaciones, sus miradas iban unas veces á la ventana, otras al dormitorio, ó hacia la puerta. A ratos parecíale, efectivamente, haber soñado: pero apenas lo creía cuando con renovado sobresalto dudaba de hallarse despierto, que tales eran la exactitud, la impoluta nitidez, el avasallante vigor de realidad, con que las imágenes de su pesadilla resucitaban y apremiaban su memoria. Contornos, colorido, plasticidad, voz... todo lo aunaban aquellas ficciones; hubiesen tenido existencia objetiva, y no le hubieran impresionado con mayor fuerza que cuando nacieron en su propio espíritu.

Toribio, ya completamente despavilado y sobre sí, no sabía aún si lo sucedido era una verdad tan espantosa que parecía sueño, ó una pesadilla de tal bulto y relieve que pudiera equipararse con la realidad. Estérilmente buscaba en su interior; la meditación, lejos de esclarecer su conciencia, la embarullaba. Estaba cierto de haber hablado allí mismo con don Gil Tomás: le vió, oyó su voz, sintió en su mano ruda el frío de la suya, blanda y suave...; y Rita, sin embargo, le aseguraba que todo aquello, al parecer tan irreductible, tan terminante, tan vivaz, había sido sueño. ¿Pero era posible que los cinco sentidos de un hombre, aplicados simultaneamente al conocimiento del mismo objeto, se equivoquen así?...

Intrigada por los enigmáticos ojeos de su hermano, la mujerona exclamó:

—¿Qué haces?... Me das miedo. ¿Quieres hablar?

Toribio Paredes tardó en responder. Meditaba. Repentinamente se levantó y de un salto desapareció en la alcoba. Iba á vestirse. Necesitaba penetrarse de la certidumbre ó mentira de lo sucedido; de lo contrario parecíale que la zozobra le volvería el juicio. En un santiamén se puso el pantalón, se endosó la chaqueta y, sin calzarse, para ganar tiempo, regresó al comedor. En su rostro flotaba una vaguedad de locura, un miedo de superstición. Ella le preguntó:

—¿Dónde vas?

Su hermano arqueó las cejas y se llevó un índice á los labios.

—¡Chist!... Luego te lo diré; aguarda...

Abrió la puerta y salió á la calle, y en el silencio Rita oyó la carrera sorda, vertiginosa, de sus pies desnudos. La mujerona le esperó, acurrucada en un escabel, las manos de gruesos artejos cruzadas delante de las rodillas. En el reloj de la iglesia sonaron las doce: la hora de la bruja. Transcurridos pocos minutos volvió Toribio; jadeaba y el cansancio le descoloría los labios; en cada una de las profundas arrugas de su frente el sudor ponía un hilo de plata. Ella interrogó:

—¿Qué traes? ¿Viste algo?

El se desplomó sobre una silla. Luego, acercando mucho las cabezas, los dos hermanos empezaron á hablar. Toribio procuró explicar su alucinación: era algo muy raro.

—Yo—dijo—acababa de acostarme y sin duda dormía. Sólo recuerdo que me circundaba una oscuridad profunda. De pronto, pienso: «Ahí viene don Gil Tomás». No le veía aún, pero estaba cierto de que se hallaba aquí. Después fué como si el alma se me hubiese salido del cuerpo para acudir á recibirle; porque yo sabía que mi cuerpo se quedaba allá, en la alcoba, y, sin embargo, yo, es decir, mi conciencia, mi pensamiento, se personaron en esta habitación, y todo lo apreciaban y reconocían según ahora lo veo: la lámpara encendida, los muebles, los cuadros, tú cosiendo al lado de la mesa... «Mi hermana—discurrí—no puede verme; me cree dormido...»

Se interrumpió y de nuevo sus manos acariciaron lentamente su frente absorta y estrecha. Su concepción tenía una diafanidad y sus palabras una elocuencia compendiosa y justa, que impresionaron á la mujerona. Diríase que en el oscuro cerebro de Toribio vibraba aún la luz de otro entendimiento más sutil. El bujero continuó subrayando y fijando bien las palabras con el ademán:

—Yo estaba ahí, en semejante sitio y de cara á la ventana, cuando apareció por ella don Gil. En su mirada comprendí que necesitaba anunciarme algo grave y secreto, y sin detenernos subintramos en la alcoba, donde mi alma, no sé cómo, volvió á meterse dentro de mi cuerpo. Todo lo que cuento tardaría en ocurrir segundos nada más. Al llegar este momento hay una sombra; el sueño parece interrumpirse; luego se reanuda del siguiente modo: Yo me hallaba acostado, boca arriba, y don Gil sentado al borde de la cama, la cabeza vuelta hacia mí; y como es tan pequeñito, los pies no le llegaban, ni con mucho, al suelo. Entonces hablamos...

Calló Toribio unos segundos y después su voz fué más débil y tuvo una emoción punzante de confesión y de drama.

—¿Sabes lo que me aconsejaba don Gil?...

Ella le interrumpió, anhelante:

—No, pero sí lo que tú contestabas. Tu decías: «No puede ser; eso no puede ser».

—Así le repliqué, en efecto... porque don Gil pretendía que entre tú y yo matásemos á Frasquito. Porfió mucho. «Yo me encargo—añadía—de que nadie lo sepa; pues si el juez sospechase de vosotros, yo iría por las noches á su cama, y en hallándole dormido, le quitaría esa idea...»

En el supremo interés de un silencio, Rita Paredes dejó caer estas palabras terribles:

—También á mí muchas veces, en sueños, don Gil Tomás me aconsejó lo mismo. Dice que Frasquito Miguel tiene mucho dinero.

La cabeza roja de Toribio palideció, y en su repentina lividez las pecas bermejas de las mejillas se acentuaron y dieron al rostro insana expresión.

—¡Ah!... ¡Tú lo sabías!...

—Dice que el dinero lo esconde en el patio.

—¿Entre las raíces del chopo?

—Eso es; y que lo tiene metido en tres grandes orzas.

—En tres grandes orzas verdes.

—Justo, hermano; ¡hasta el color!...

Cuchicheaban presurosos, arrebatándose mutuamente las palabras de los labios, trémulos de codicia. Rita habló de aquel temblor amarillo y amorfo que momentos antes vió ir desde la ventana al cuarto de Toribio, y éste ratificó sus declaraciones. Sus ojos volvíanse automáticamente hacia la puerta de salida.

—Al marcharse don Gil—exclamó—quise preguntarle algo que ahora no recuerdo, y para alcanzarle me tiré de la cama. Fué entonces cuando tú me detuviste, preguntándome adónde iba y si estaba soñando. Dormido me hallaba, efectivamente: pero despierto y bien despierto y con toda la luz del sol encima, considero imposible ver las cosas mejor de cómo yo las veía; y así, aun después de reconocer que toda mi conversación con ese hombre fué obra de embeleco y pesadilla, para cerciorarme más de ello salí á la calle. Llegué hasta la casa de don Gil, y anduve examinando los balcones por si en alguno de ellos había luz. Mas todos estaban oscuros y la verja del jardín cerrada con llave, como siempre...

De la maravillosa avenencia y exactitud de sus ensueños dedujeron ambos hermanos la existencia incuestionable de un tesoro; y que dicha fortuna, que debía de ser cuantiosa, el señor Frasquito la guardaba allí mismo, metida en tres magníficas orzas verdes, bajo las raíces del chopo legendario. Ni un momento detuviéronse á pensar que el motivo probable de aquella comunidad de alucinaciones fuese la ardiente fe que los dos tenían en la riqueza del señor Frasquito; tampoco les alarmó el interés, al parecer injustificado, de don Gil, en despojar al antiguo contrabandista de sus riquezas y hasta de la vida, para beneficiarles á ellos. Su avaricia desbridada de súbito por la proximidad del oro, todo lo juzgaba llano y fácil. Viejo y medio baldado Frasquito Miguel, ¿para qué iba á vivir más? Y, considerando su innoble afición al alcohol, vicio que, día por día, exaltaba su degradación y embrutecimiento, desembarazarle de la existencia era un crimen tan oportuno, tan de justicia, que casi tenía el perfil de una caridad.

Los dos hermanos seguían agitando en silencio la hórrida tiniebla de sus instintos, y sus torvos magines caminaban tan paralelamente, que cada cual veía reflejarse sus propias ideas en los ojos crueles del otro. Asesinar á Frasquito, pero de modo que nadie lo supiese, robarle y en seguida huir del pueblo. ¿No dibujaban estas tres afirmaciones una línea recta, fácil y de absoluta lógica?... Nuevamente Rita y Toribio Paredes volvían á reunirse en el espanto de los mismos propósitos, concatenados siempre, á despecho del sexo y de los años que anduvieron separados, por el genio sanguinario de su infame raza. Allí estaba el estigma, la herencia, que convierte al pasado en futuro, y lo instituye inmortal. En la realidad, como en el mundo de lo soñado, sus espíritus marchaban sobre los mismos fangales. ¡Oh!... ¿Por qué el Azar no les habría permitido aliarse un poco antes?...

El rumor de unos pasos inseguros y tardos, que acababan de sonar en la calle, delante de la ventana, interrumpió la conversación. Llamaron á la puerta y Rita salió á abrir. Era Frasquito Miguel. Representaba cincuenta y tantos años: era de mediana estatura, el busto delgado y ancho, las piernas débiles; sobre el tinte bronce de la piel, sus viejos cabellos tenían una albura brillante de plata. El rostro afeitado, expresaba cobardía y humildad.

—Buenas noches—murmuró.

Según costumbre, el señor Frasquito iba borracho. Sin mirar á sus familiares, muy rígido, para guardar mejor el equilibrio, el paso corto, el sombrero sobre las cejas, dirigióse hacia su habitación. Como nadie contestase á su saludo, repitió:

—Buenas noches.

—Buenas noches—dijo Toribio entre dientes.

—¿No cenas?—preguntó Rita.

El repuso balbuceando:

—No.... no..., no tengo ganas..., gracias. Buenas noches...

Si Frasquito Miguel hubiese visto la mirada roja, implacable, que los hermanos Paredes cambiaron, no habría podido dormir.

V

Don Gil Tomás, el hombre más chiquito de Puertopomares, vivía en un hotelito de su propiedad situado en el Paseo de los Mirlos, á dos pasos de la Glorieta del Parque. Frisaba en los cuarenta y cinco años, y tenía un metro treinta y nueve centímetros de estatura. Amén de ser el vecino más pequeño era también el más original, lo que le infundía á despecho de su hurañoso retraimiento, notoriedad indiscutible. Sin cultivar la amistad de los ricos ni fraternizar demasiado con los pobres, sin militar en ningún partido político, ni exhibirse, ni hacer nada que pudiese atraer la pública atención, aquel individuo minúsculo ejercía sobre sus conterráneos un raro dominio, una especie de fascinación á distancia. Comía de sus rentas, hablaba poco, gustaba de pasear solo y en su casa, donde le acompañaban dos criadas, que eran también sus mancebas, nunca recibía visitas. Una indefinible emoción de silencio le precedía, le acompañaba y quedaba flotando tras él. Cuando iba por la calle los ociosos que tertuliaban delante de la botica de don Artemio y de la Fonda del Toro Blanco, interrumpían sus diálogos al verle acercarse, le cedían la acera y le saludaban con un comedimiento que parecía encubrir un temor; luego que había pasado, todos, á la vez, se quedaban mirándole. Si llegaba al Casino de noche, lo que ocurría pocas veces, instalábase aparte y ojeaba los periódicos. No buscaba relaciones, pero tampoco negaba á nadie su saludo; ni amiguero ni misántropo, mostrábase cuidadoso de no rebasar nunca los límites vulgares; y, sin embargo, todos le atisbaban, le espiaban y añadían á su equilibrada conducta interminables apostillas. Aquel hombrecito que, para subirse á los divanes necesitaba ponerse de puntillas y ayudarse con las manos, y cuyos pies, una vez sentado, quedaban colgando como los de un pelele, tenía una capacidad centrípeta enorme.

Buena parte de este poder provenía evidentemente de la fuerte extravagancia de su figura.

Tenía don Gil los hombros angostos y caídos, lo que entristecía su empaque, y una de esas cabezas voluminosas, estrechas de occipucio y muy bombeadas y crecidas de frontal, sobre las cuales los sombreros nunca ajustan bien. Su rostro afeitado, largo y huesudo, iluminado por la expresión metálica de los ojos, era de color miel, de color de fideo, de esa tonalidad aceitosa que fluctúa entre el ocre caliente del azafrán y la enferma amarillez del pus. Aquel semblante digno, por sus proporciones, de un individuo alto, absorbía toda la vida de don Gil Tomás y causaba, efectivamente, en cuantos le veían, impresión anormal y durable. El resto del raquítico cuerpo, vestido en todo tiempo de negro, con sus calcetines blancos, sus zapatos de becerro y aquellas camisas de cuyos cuellos, siempre un poco anchos, el pescuezo ahilado y pajizo emergía con la tristeza de un lamento, era nimio y despreciable; lo mismo que los pies, diminutos como los de un niño, y las manos blandas, suaves y frías. La cara, en cambio, irradiaba un vigor truculento, alucinador, de pesadilla; la frente cavilosa, la nariz aguileña, las pupilas de color de cobre, las orejas delgadas y erectas, los labios bermejos, finos y crueles, como los bordes de una cuchillada por donde toda la sangre de las mejillas se hubiese vertido. ¡Contraste terrible! Sobre aquel cuerpecillo negro, aquella cabeza grande y gualda, tenía la expresión lívida, la expresión de eternidad, de una cabeza trunca.

Por esto, á pesar de su parvedad, la silueta de don Gil antes era grave que ridícula. Si, á primera vista solía mover á burla, luego de examinada unos instantes, imponía seriedad. El observador adivinaba tras ella un misterio. Descolorida, impasible, con una inalterabilidad de ausencia, poseía el vigor sigiloso del enigma. Atraía, obsesionaba, y la emoción de su silencio se clavaba en las almas como un rehilete.

Contribuía á robustecer esta expresión la tristeza absoluta, jamás interrumpida por ningún accidente ó donaire, de don Gil. Nadie, ni siquiera don Juan Manuel Rubio, el diputado, que gozaba fama de gracioso, podía jactarse de haberle visto los dientes. Los labios, poco platicadores de don Gil, ignoraban la simpatía de la risa; movíanse para conversar, para bostezar, para besar tal vez; pero desconocían la hilaridad. Si estaba muy contento, sus ojos metálicos brillaban un poco más que de ordinario; eso era todo; su mejor humor no pasaba de ahí. Aquel enano amarillo y pequeño, no había reído nunca.

Cuando don Gil Tomás llegó á Puertopomares, seis ó siete años antes, la expresión estática y punzadora de su rostro astral, atrajo la curiosidad de cuantos ociosos había en el andén. Todos miraban sorprendidos aquella cabeza robusta sembrada sobre un tórax raquítico que apenas alcanzaba á la ventanilla del vagón, y creyeron pertenecía á un individuo excesivamente alto y flaco, que iba sentado; la general expectación trocóse en estupor y sonrisa, al abrirse la portezuela y resultar que la persona á quien tan descomunal cabeza correspondía, estaba de pie. Sin embargo, ni aun entonces la figura del hombrecillo fué objeto de mofa. Algo magnético le nimbaba y defendía como una armadura, y todos los vecinos, tácitamente, experimentaron su imperio. Con don Gil caminaba un enigma, y su mirar helado, turbio, sin parpadeos, como el de los ojos de cristal, descendía á lo más hondo. ¿Hubo nunca nada más sospechoso, más inquietante, que un hombre serio y pequeñito?...

Meses después, el forastero compró un hotelito en el Paseo de los Mirlos, esquina á la Glorieta del Parque, y ello esclareció su nombre y sirvióle de recomendación. Quien más, quien menos, todos procuraban abordarle, y á excitar este deseo contribuía el mismo perezoso interés que él demostraba en rodearse de amigos. Al cabo, don Gil fué una de las personalidades más notorias de la población: su aire reservado, sus rentas, que le permitían vivir holgadamente mano sobre mano, la circunstancia de no tener deudos y aquella facilidad con que, cual por arte de embeleco ó sugestión, supo convertir en coimas á las dos lindas mozas que tomó á su servicio, sirvieron á su alfeñicada figurilla de plataforma. Al contrario de lo que sucede á muchas personas, que se desprestigian según de más cerca se las trata y conoce, aquel hombre pequeñito y hermético, enaltecía sus méritos cuanto mejor se mostraba. Sus sombreros hongos, muy encajados sobre el occipital y siempre estrechos para cubrir el hinchado desarrollo de la frente, el secreto de los labios sutiles, la delgadez dantesca de la nariz, la distracción perpetua de los ojos que parecían constantemente abiertos sobre el panorama de otra vida, la frialdad de sus actitudes, lo apaciguado de su caminar, rasgos y perfiles excelentísimos eran capaces de resistir el más descontentadizo análisis. Las gentes, sin razón ninguna, le admiraban, y por instinto le temían. Gracias á esta alabanciosa unidad de criterios, llegó á ser «una de las cosas» más notables de Puertopomares; se hablaba de él como de algo peregrino y selecto; se le celebraba, se aseguraba que su carácter y condiciones eran dignos de estudio, y todas sus palabras revestían importancia. Su fama igualó y hasta nubló un poco la del viejo castillo. Cuando algún forastero llegaba al pueblo, sus acompañantes le decían:

—Antes de que se marche usted queremos presentarle á don Gil Tomás. Seguramente no ha visto usted otro tipo tan raro. Es un hombre pequeñito, de color de boj, que no ha reído nunca...

A propósito de él é inspirándose en la brevedad de su nombre, don Juan Manuel tuvo una frase feliz:

—Me da la impresión—había dicho el diputado—de un monosílabo.

Esa inevitable concatenación entre los rasgos anatómicos y morales de cada individuo, resplandecía acentuadamente en don Gil, quien, dócil á la ley común, sumaba á su extravagante complexión y amarillez, otra anomalía de orden metafísico. Aquel hombre pequeñito escondía un misterio brujo y pavoroso; un enigma cuya virtud teúrgica el vulgo sagaz, aunque sin comprenderla, había adivinado.

Don Gil Tomás era natural de Puertopomares, de donde salió muy niño, y su madre, muriendo al darle á luz, pareció imprimir á su vida un sesgo trágico. Dos años más tarde su padre sucumbió á mano airada, sin que nadie pudiese averiguar quiénes fueron sus matadores, pues del número y clase de heridas que recibió la víctima dedujeron los peritos que debían los asesinos de ser dos, cuando menos. Al lado de su abuelo materno primero, y de un hermano de su padre después, pasó don Gil su adolescencia. Para ofrecer á la vanidad de sus deudos un título académico, cursó en Salamanca la carrera de Derecho, pero considerando la insignificancia cómica de su figura, no quiso abrir bufete ni casarse, y dedicóse con resignación y humildad ejemplares al cuido de su hacienda.

Esta vida de concentración y retraimiento, sirvió para dotar á su espíritu de estupendos y hechiceros vigores. Ya en los términos de la segunda juventud y sin motivo ostensible ninguno, experimentó su actividad cerebral una desviación peregrina. Apenas dormido, á su idiosincrasia cotidiana, apacible é isócrona, sucedía otra voluntad aventurera, peleadora y errante. Separada del cuerpo, su alma sabática corría libremente, multiplicando á capricho sus amoríos y sus viajes. Todos los furores sexuales represados por la insignificancia bufa de su figura en las horas de vigilia, reproducíanse con exasperadas vehemencias bajo la generosa égida del sueño. Entonces su espíritu ardía, tostábase y devorábase á sí mismo, como en una llama. Una clarividencia superhumana inundaba de luz sus potencias más nobles. Todo lo veía con mayor nitidez, y su facilidad para inmergirse en lo pasado, permitíale luego aventurarse y predecir con rara exactitud lo futuro. Dormido don Gil era inteligentísimo, elocuente, impulsivo, insaciable en sus determinaciones y apetitos, y no había diques, ni cerrados lugares, ni voluntad capaces de resistir á las apremiantes sugestiones de su deseo: en sueños el discutía con los hombres, les arrancaba sus secretos más ocultos, les dirigía, les imponía sus propósitos, y si le eran agradables les inspiraba ideas que más adelante, en el transcurso de los días vulgares, parecían surgir naturalmente del limo de sus cerebraciones inconscientes para convertirse en acción y provecho; él, finalmente, hallábase presente á todas las conversaciones, y horro de escrúpulos deslizábase lascivo y sultán en el lecho de cuantas mujeres hermosas, casadas ó doncellas, vió y apeteció en la calle.

Resucitaba don Gil la leyenda de los terribles vampiros, siempre prepotentes, sombras de muertos que, según la cosmogonía egipcia, acudían á disfrutar carnalmente de los vivos. Era el sabat, la epilepsia sexual que alimentaba el frenesí de la misa negra, la encarnación del deseo inmortal, del dios Deseo, insatisfecho perpetuamente. Era el brujo, que reía en el espanto de la Edad Media, y en su cuerpo mezquino vibraba, semejante á un imperativo específico inexorable, los millones de amores fracasados, de apetitos incumplidos, de sus progenitores. A tanto abarcaba el nocturno ambular de don Gil: y, á la mañana siguiente, nada: la inacción otra vez, la somnolencia de un vivir ocioso, la fealdad de su cuerpecillo enano, sobre cuyo semblante absorto, el cansancio de lo soñado iba añadiendo, día por día, una amarillez nueva...

Esta doble vida de la que, al despertar, no tenía conciencia, este agudizado instinto de lo arcano que le erigía en gnomo del misterio, permitiéronle descubrir los pormenores que rodearon el sangriento fin de su padre. La revelación, venida inesperadamente del mundo de las sombras, del mar sin orillas del eterno enigma, donde aguarda la muerte, realizóse durante el hórrido filar de una pesadilla.

Las denominadas ideas-imágenes ofrecíanse en el curso de aquel ensueño con espantosa limpidez: paisajes, figuras, conversaciones, hasta los pensamientos que no llegaron á traducirse en ademanes, ni siquiera en palabras, todo adquiría en la imaginación del dormido perfiles terminantes.

Soñó, pues, don Gil, que una tarde, su padre regresaba á Salamanca llevando consigo una fuerte suma ganada en el juego, vicio al cual el buen don Alonso rindió siempre pleitesía apasionada. Iba el pobre caballero, que á la sazón frisaba en los cincuenta años, gineteando una mula de muy rebelde y alborotadiza condición. El dormido dábase cuenta precisa de la hora crepuscular en que acaeció el lance: la color del cielo, el aspecto del campo, las ondulaciones del camino solitario, abierto entre boscajes de copudos castañares y de alisos. En un recodo umbrío, al lado de una fuente, Frasquito Miguel y su hermano Antonio esperaban á don Alonso con propósito de robarle y, por consiguiente, de asesinarle, pues no era el castellano hombre que mansamente se dejase desposeer de lo suyo. Al verle llegar, Frasquito Miguel, que le conocía mucho, salióle al encuentro, saludándole con señalada reverencia, y so pretexto de preguntarle el domicilio de cierta persona amiga de entrambos. Amablemente don Alonso detuvo su cabalgadura, y como fuese un poco fatigado, desestribó el pie izquierdo y sentóse á mujeriegas, la pierna de aquel lado puesta sobre el arzón delantero de la silla. En tal instante Antonio, que se había escondido tras unos árboles, disparó su escopeta contra el descuidado caballero, quien gravemente herido en la nuca cayó al suelo, donde Frasquito Miguel le remató á cuchilladas y desfigurándole de manera que costó después gran trabajo identificar el cadáver. Despojada la víctima de su dinero, los matadores huyeron, internándose en Portugal y sin dejar rastro de su fechoría.

Varias noches consecutivas soñó don Gil la misma escena, pero su intensidad era tan penetrante y dolorosa y removía con tal fuerza sus nervios que le despertaba, y así la truculenta película quedaba rota. Hasta que la repetición casi cotidiana de aquella pesadilla, desimpresionándole un poco, permitióle seguir adelante. Acompañó á los foragidos en su éxodo, vióles repartirse lo robado y emprender, unas veces en Portugal, otras en España, diversos negocios. Falleció Antonio Miguel de muerte natural en Coimbra, y su hermano Frasquito quedó sujeto á la vigilancia vengativa de don Gil. El alma del hombre pequeñito le sugirió, para perderle, el proyecto del matadero clandestino; luego iba á visitarle á la cárcel, atormentándole con infernales pesadillas, y más tarde asistió á los lances de contrabando, en los cuales, bien á despecho de su invisible enemigo, el señor Frasquito acrecentó su fortuna. Durante años, á lo largo de los caminos unas veces, otras en los dormitorios de las posadas, el esforzado espíritu del hijo de don Alonso, acompañó al criminal. El bujero llegó á sentir en torno suyo la presencia de algo adverso, y tuvo miedo; comprendíase expiado y adquirió la certidumbre de que el magnetismo de una voluntad enemiga le envolvía; de esto nació aquella costumbre de encerrarse con llave para dormir, de que Toribio y Rita Paredes diversas veces habían hablado.

La acción demoledora del tiempo, con alcanzar á tanto, no gastaba los caudales de odio que don Gil Tomás llevaba consigo; y á este rencor, estéril pues que no rebasaba los límites de lo subconsciente, obedecía la palidez alimonada de sus mejillas, el estupor constante y la expresión de frialdad y lejanía de sus ojos, la sobriedad esquiva de su trato, su aire siempre distraído y toda aquella emoción de pesadumbre y silencio, en fin, semejante á un vaho, que irradiaba su diminuta persona.

Tantas tempestades secretas no fueron, sin embargo, infructuosas: algo trascendió de ellas, algo dejó aquel hondo oleaje de rencores en las playas tranquilas de la conciencia; y fué que don Gil, sin conocer personalmente al señor Frasquito, experimentaba la necesidad de no separarse de él. Todos sus traslados y mudanzas respondían á esta causa ignorada. Así, mientras Frasquito Miguel estuvo en Badajoz, allí vivió don Gil; y cuando el bujero alzó su tienda bohemia para trasladarse á Avila, don Gil, sin saber por qué, comenzó á aburrirse en Badajoz y á pensar que en la ciudad de Avila viviría mejor. Sus amigos, sorprendidos de aquellas aficiones vagabundas, solían preguntarle:

—¿Por qué viaja usted tanto?...

El hombre pequeñito lo ignoraba.

—Es que me canso—decía—de ver siempre los mismos objetos: necesito variar...

Pero esta inquietud, esta avidez espiritual, no existían. En realidad era la atracción del señor Frasquito, lo que tiraba de él.

La aparición de don Gil en Puertopomares, acaecida un año después de instalarse allí Frasquito Miguel con los hermanos Paredes, señaló en la vida moral más íntima del vecindario un grave trastorno. La figura del enanito, vestido de negro, con su cabeza amarilla y sus calcetines blancos asomando entre el zapato y la fimbria del pantalón, impresionaba fuertemente á las mujeres, de día, y luego las acompañaba de noche en su alcoba. En amor, lo horrible y lo hermoso suscitan emociones análogas, y acaso por hallarse el espasmo sexual tan cerca de la alegría de la Vida como del horror de la Muerte, lo muy bello puede inspirar ideas de castidad, y el asco, en cambio, trocarse en tumultuosa lujuria.

La historia de los íncubos demuestra que éstos suelen revestir las trazas ó apariencias más repugnantes: mendigos, epilépticos, leprosos, viejos absurdos cubiertos de llagas, animales extraños, mitad hombres, mitad fieras, estremecidos por todos los instintos y las muecas y las delirantes piruetas del Diablo.

Jamás estudió la teratología monstruos ni prodigios semejantes á los fantaseados por el espíritu masoquista de la mujer, para quien las espumas y quintas esencias mejores del amor residen, antes que en la natural y sana voluptuosidad de la caída, en el sufrimiento ó castigo que frecuentemente acompaña á la posesión. Como las hembras de todas las especies, la mujer espera á ser tomada, y constituyen legión las que, llevadas de una humildad morbosa, prefieren el golpe á la caricia. Las mujeres raras veces descubren el cenit de la locura carnal sin el acicate del dolor físico; diríase que el tormento de la desfloración perdura en ellas como un rito, y que en su alma dócil, reducida de madres á hijas á ineluctable esclavitud, las emociones de martirio y de voluptuosidad se confunden. Sufrió la hembra la primera vez que el deseo del esposo se detuvo en ella; sufrió cuantas veces el egoísmo varonil la tomó y fatigado luego, la dejó sin curarse de su placer; padeció más tarde cuando sus hijos, concebidos acaso en la sed de un deleite vanamente esperado, se agarraron voraces á su seno. Ella nunca se queja; con su sexo recibió el culto al dios dolor, la terrible divinidad ardiente, tan vecina del misticismo como del desenfreno, que tiene para los flancos de sus siervas disciplinas de llamas.

Esta necesidad de tortura explica la inclinación de la fantasía femenina á revestir de apariencias llenas de suciedad ó de horror, los espíritus viciosos que de noche van á visitarla. Un íncubo bello y joven no satisface plenamente las exigencias de su carne, acostumbrada al martirio; el íncubo preferido será aborrecible, viscoso y se adueñará de ella por fuerza: unas noches tendrá la forma de una araña de patas peludas y tenazas palpitantes; otras será un mono cornudo y con hocico de pescado; otras un lobo con cabeza de viejo, ó un hampón erisipeloso, ó un lagarto frío, que apoyará sobre el vientre y entre los senos de la dormida, el espanto de su cabeza verde...

La complexión de la mujer, halla en el dolor y en el suplicio del miedo, las espuelas ó complementos más eminentes de la emoción sexual; y también el sutil trampantojo excusador de la caída. Esta malsana derivación hacia lo odioso, hacia lo feo, explica el dominio que sobre el mujerío de Puertopomares comenzó á ejercer, desde los primeros momentos, el hombre pequeñito. Por eso, nada más: porque era amarillo y su rostro tenía la rigidez enloquecedora de las carátulas; porque sus pies eran minúsculos y sus manos muelles y blanquísimas; por la tortura de aquella frente socrática, la mezquindad de aquellos hombros resbaladizos y el vaivén cómico que, al andar, sus perneras repetían sobre la blancura de los calcetines; por la fuerza extravagante y el presentido enigma, en fin, de su vida, todas las mujeres dieron en la habituación de soñar con él. La misma pesadilla, dulce y horrible por igual, rodaba de alcoba en alcoba, y ni aun las casadas, dormidas al lado de sus esposos, se libraban de ella. Don Gil aparecía en los dormitorios, tan pronto por una ventana como por la puerta, sin hablar adelantábase hacia sus amadas, las tomaba y se iba. Esta alucinación, que robó á muchas caras virginales su color y entristeció precozmente el mirar de algunas niñas, fué como una de aquellas epidemias de ninfomanía que los obispos medioevales combatían con el fuego y el agua bendita.

Favorecido por el misoginismo de los mozos, tiempo brevísimo necesitó el enano para imponer su extraño amor á cuantas mujeres bonitas veía, y era tal la diligencia de sus propósitos, que en una misma noche, según luego se supo, asaltó varias alcobas. Mancebas suyas fueron Anita y Raimunda, hijas del médico don Elías Fernández Parreño; doña Evarista Garrido, la protegida de don Juan Manuel Rubio; Micaela y Enriqueta, hijas de la austera y severísima señora doña Virtudes, viuda de Castro, á quien también, á pesar de sus años y sólo quizás por humorismo y donaire, visitó el íncubo; Rosario, la coja rubia, dueña del café de «La Amistad», y otras muchas. Ricas, como doña Quintina, ó plebeyas y cargadas de hijos, como Aurora, la mujer de Eustasio, el tonelero, á todas se atrevía y su apasionado celo á hermosas y á feas alcanzaba y beneficiaba por igual. Su salacidad siempre encendida y casi ubicua, ni siquiera perdonó á la viuda de Guijosa, doña Amelia Ruiz, la mujer más gorda de Puertopomares. Esta perenne donación de amor era como una galantería, acaso como una caridad, que don Gil derramaba muníficamente. Su gusto, no obstante, tenía distinciones y preferencias; especies de hostales donde, en aquel larguísimo viaje hacia Citeres, su deseo se complacía con satisfacción y reposo mayores: tales, María Jacinta, de veinte años, hija única de don Artemio Morón, el boticario, y su prima Flora. La primera, especialmente, hallóse durante varios meses tan acosada, tan furiosamente sujeta y poseída, que perdió el apetito, cubriéronse sus ojos de sombras violetas y dió en enflaquecer de manera que todos juzgaron comprometida su salud.

Ninguna de estas vergonzosas intimidades cayó en los libérrimos campos de la pública murmuración hasta pasado cierto tiempo, pues las muchachas, aun las más solicitadas por don Gil, absteníanse celosamente de declararlas. Al cabo, las luces de la santa verdad resplandecieron, aunque siguiendo los marañosos caminos á que la hipocresía las obligaba. Fueron Micaela de Castro y María Jacinta Morón, las que antes hablaron: Micaela refirió á su hermana la esclavitud sexual á que el enano del Paseo de los Mirlos la tenía sujeta; lo propio hizo María Jacinta con su prima Florita. Tanto ésta como Enriqueta conocían por personal experiencia el sabor, simultáneamente regalado y acerbo, de tales posesiones, lo que no las impidió admirarse y aun ruborizarse taimadamente de cuanto oían, cual si nada supiesen; pero, por lo mismo que ambas tuvieron la voluntad necesaria para callar sus vergüenzas, faltólas tiempo y virtud para encubrir las ajenas, y así fueron sus labios los primeros en divulgar el goloso secreto de don Gil.

Con el mayor sigilo y bajo juramento de no comunicárselo á nadie, Enriqueta de Castro decía á sus amigas:

—¿Sabéis lo que me ha confesado mi hermana?...

Florita, por su lado, hacía lo mismo:

—¿Queréis saber por qué está quedándose tan anémica María Jacinta?

Estas indiscreciones provocaban otras de análoga índole y atrevimiento. En los pueblos pequeños todo se descubre y conoce, cual si hasta los muros más densos tuvieran la diafanidad del cristal. Doña Quintina sabía por Raimunda, la primogénita de Fernández Parreño, que á su hermana Anita la visitaba don Gil, y á doña Evarista la había informado doña Fabiana, la mujer de Martínez, el veterinario, que á idénticos peligros hallábase expuesta la mirlada castidad de doña Virtudes; esto último se averiguó por una indiscreción del cura don Martín, pues la tribulación y el pánico que la excelente señora tenía á morir en pecado mortal eran tales, que atropellando toda guisa de femeniles miramientos llevó su cuita al confesionario...

En mucho tiempo las amigas íntimas no supieron hablar de otro asunto, aunque conservando siempre el hipócrita cuidado de referir á una tercera persona sus particulares sensaciones. Su voraz curiosidad removía hasta los detalles más arriesgados, enardecíanse sus imaginaciones y la evocación de sus lupercales solitarias derramaban por sus ojos desfallecimientos de harén. Aquellas cabezas femeninas, unas rubias y ondulantes, otras negras y lisas, apretujándose para charlar en voz baja con el interés acre de las conversaciones prohibidas, componían ramilletes de flores extrañas sobre las cuales el recuerdo de don Gil zumbaba semejante á un moscardón cabalístico.

VI

¿Cuántos hechos similares fueron necesarios para que el vulgo reconociese que una especie de mortal maleficio iba unido á la presencia de aquel hombre pequeño y amarillo?... Muchos debieron ser, pues el distraído espíritu popular no se fija y concreta sin una abundante síntesis de fenómenos iguales: de suerte que cuando la opinión comenzó á decir que don Gil era brujo, fué porque de súbito creyó ver en él numerosísimos rasgos y momentos que lo atestiguaban así.

Dos episodios verdaderamente impresionantes, acaecidos casi á continuación el uno del otro, y que dictados parecían por un mismo criterio de venganza, sirvieron de coyuntura ó motivo para que este supersticioso juicio se afirmase.

A los tres años de vivir don Gil en Puertopomares, tuvo la desgracia de enamorarse de Ursula Izquierdo, sobrina del rico hacendado don Rogelio Pérez Izquierdo, y una de las muchachas más lindas de la provincia. Tan urgentes, tan cegadores, fueron los deseos que su buen palmito y mucho donaire atizaron en don Gil, que no pudo éste retenerlos ocultos, y así, desoyendo las voces de su modestia, aventuróse á dejar que la cuita de su corazón le subiese á los labios festar (?) su cuita poniendo en los labios su corazón. Como era de suponer, conocidas las mezquinas trazas del galán, aquel amor no obtuvo correspondencia, y don Gil sintió germinar en sus profundos, hacia la ingrata, un rencor infinito.

Transcurrieron varios meses. Una mañana Ursula Izquierdo se levantó muy triste. Sus padres la acosaban á preguntas impresionados por aquella lividez.

—¿Qué tienes?...

—Nada; pena... ¡Nada!...

A la hora del almuerzo no quiso comer. Tenía frío, calor y, sobre todo, miedo... un miedo horrible á algo que, según ella, estaba á su lado y nadie veía. Por la tarde, en una tertulia de amigas íntimas, declaró la razón de su angustia. Pesaba sobre ella la sugestión de una pesadilla vitanda. Había soñado hallarse en un jardín con varias muchachas; todas reían, danzaban y estaban muy alegres, cuando por entre las hiedras de un cenador apareció la Muerte, embozada en un peplo blanquísimo y con las apariencias esqueléticas que le atribuyen los pintores. La Fría quedóse observando atentamente á las jóvenes, como si buscase entre ellas una víctima; todas habíanse vuelto de espaldas y procuraban esconder su rostro en el seno de una compañera. Cesaron las risas y un soplo helado atravesó el jardín; amortiguóse la luz en el espacio; palidecieron las rosas. La Muerte continuaba mirando, adelantaba el cuello y su frontal amarillo brillaba siniestro bajo la claridad de la tarde; sin duda quería ver...

A su lado, de improviso, surgió don Gil Tomás, vestido de negro y llevando sobre sus hombros tallados en forma de acento circunflejo, la enormidad de su cara color de limón. El hombre pequeñito mostrábase aliado de la Lívida; hasta la protegía.

—¿Qué quieres?—la preguntó.

Repuso la Muerte:

—No hallo lo que busco.

Y don Gil:

—Yo sé á quién buscas. ¿Era á ésta?...

Adelantóse hacia Ursula Izquierdo. La joven esperimentó una angustia indecible; quiso gritar y los músculos de su garganta, pasmados y mudos, no la obedecieron; castañetearon sus dientes; sus sienes humedeciéronse con el mador de las agonías. Procuró entonces ovillarse más, acuclillarse mejor, tapándose con las haldas de sus compañeras. Pero el enano no la perdonaba: le oyó acercarse y sintió en la nuca el contacto de su mano fría y parva.

—No te escondas—dijo don Gil—, es á ti, á quien busca la Muerte.

Tiró de ella con fuerza, obligándola á levantarse, y como Ursula, aun á despecho de su voluntad, alzase los ojos para mirar, recibió en ellos el maleficio que irradiaban las cuencas vacías de la Flaca y el desencanto nevado de su risa.

—¿Era ésta tu elegida?—insistió don Gil.

La Muerte repuso, sin aproximarse:

—Esa es.

Volvióse el hombre pequeñito hacia la víctima:

—Ya lo sabes; ahora te advierto que, para arreglar los asuntos de tu conciencia y despedirte de los tuyos, dispones de tres días.

Con esto desvanecióse la pesadilla, y la descripción que de ella hizo Ursula á sus amigas no las impresionó mayormente. La alucinación, sin duda, era interesante, estaba desenvuelta con lógica y testimoniaba el odio que roía el hermético corazón del enano; ¿pero cuántas extravagancias peores disponen y trenzan á cada instante los espíritus absurdos del sueño?... Ursula Izquierdo, sin embargo, no podía hurtarse á la emoción de una escena que vió y oyó y estremeció su ánimo, con el vigor de la verdad. Su pesadilla ocurrió en la noche de un jueves, y la joven, aunque aparentaba haberla olvidado, iba contando uno á uno los momentos de aquellos tres días que don Gil puso de término á su vida. El sábado despertóse muy contenta y por la tarde asistió á un bautizo. El lunes, sorprendidos sus familiares de no verla levantada á la hora de costumbre, fueron á su dormitorio y la encontraron muerta. El cuerpo estaba ya rígido, y la serenidad del semblante revelaba que en sus postrimeros instantes no hubo dolor. Entonces fué cuando el ensueño de Ursula Izquierdo se divulgó: las mujeres se lo referían sintiendo frío en la espalda, y cuando se tropezaban con el hombre pequeñito en la calle, se signaban, ó miraban á otra parte, esquivando la jettatura ó mal hechizo de sus pupilas color de cobre, ó procuraban agarrarse á una reja, para con el contacto del hierro evitar el aojo.

El otro hecho que ayudó á consolidar el tablado de nigromancia ó brujería en que don Gil Tomás iba colocándose, ofreció también significativa originalidad.

A pesar de la templanza que don Gil ponía en todas sus palabras y acciones, y del retraimiento y silencio en que su timidez gustaba recatarse, no faltó quien, intemperante y mal educado, le buscase camorra. Iba el hombre pequeñito por la calle Larga, en dirección al Casino. Al enfrentar la casa Correos, como fuese distraído, tropezó con un borrico bien cargado de cazuelas, botijos, pucheros, macetas y otros cachivaches quebradizos y de mucho bulto; asustóse el animal, acaso más que de la fortaleza del encontrón, que no pudo ser grande dado el poco peso de don Gil, de la extravagante figura de éste, y metiéndose alborotadamente en la acera y aculándose contra la pared rompió varios cacharros. Pateaba el bruto sobre los añicos, y con el ruido más se empavorecía y mayores eran los destrozos que sus esguinces y corcovas producían en la ancheta. El hombre pequeñito, avergonzado de su mala obra, no sabía qué hacer. En estas apareció el dueño del burro, quien trabándolo por el ronzal y administrándole algunos puntapiés en los hijares, fácilmente lo redujo á obediencia y quietud. Luego, ya enfurecido, revolvióse contra don Gil, insultándole y propasándose á tirarle de los cabezones. Varias personas, testigos de la escena, intervinieron, librándole de tanta humillación. El hombre pequeñito, convencido de su debilidad, no había intentado defenderse; ni siquiera habló; pero su ira, su rencor, su impotencia, le subieron al rostro como una ola lívida. Sus labios, sus ojos, hasta sus cejas, emborronáronse en la misma nube blanca; su biliosa amarillez hízose nieve; estaba horrible, epiléptico, fantasmal, y los transeuntes mirábanle asustados: hallaban imposible que aquel hombre, en cuya cabeza no parecía haber quedado ni una gota de sangre, estuviese vivo.

El amo del pollino se llamaba Manuel Ayala, y vivía con su mujer y cuatro hijos en una casuca de la Bajada de la Fuente. Al volver por la noche á su domicilio, refirió su disgusto con don Gil, y los incidentes del lance sirvieron, durante la colación, de asunto de plática. La mujer, no obstante, reía poco; estaba preocupada; á ella, aquel hombrecito descolorido y minúsculo la inspiraba miedo.

—Hiciste mal en provocarle—murmuró—; porque, según dicen, ese don Gil es brujo.

Noches después, Manuel Ayala se acostó recomendando mucho á su mujer que le despertase temprano, pues á las cinco de la mañana pensaba marcharse á Candelario, donde había feria. Pero, aunque dormilón, no necesitó que al otro día nadie le vocease ni rebullese, porque él mismo, expontáneamente, se levantó el primero. Y como su cónyuge se maravillase de verle tan despavilado, Ayala repuso:

—¿Y á que no sabes tú quién me ha despertado?... Pues, don Gil Tomás.

Palideció la mujer y él agregó, un tanto sorprendido de la coincidencia:

—Yo dormía profundamente... ¡como que del lado que caí anoche he amanecido hoy!... Cuando, de pronto, aparece don Gil, pero tranquilo, como si nada molesto hubiese pasado entrambos, y me dice: «Manuel, que tu mujer se ha dormido y son las cuatro y media. ¿No tenías que ir á Candelario?...» El pasmo de verle así, á dos pasos de mi cama, según estoy viéndote á ti ahora, me despertó. Me tiro al suelo, miro el reloj... y, exacto: las cuatro y media. ¿Tú lo comprendes?...

Tras un breve silencio, la esposa murmuró profética:

—Yo, en tu lugar, no iba á Candelario.

No prestó atención Manuel Ayala á estas palabras, concluyó de vestirse, aparejó el burro y fuese despidiéndose de los suyos hasta la noche. Alegre y por su pie se marchó, y muerto y atravesado en una caballería le volvieron al tramontar del sol, que en dura pelea un gitano, á quien acaso ayudaba el maleficio de don Gil, de una fiera cuchillada le partió el corazón.

De estos y otros parecidos sucesos que, apenas averiguados, iban con velocidad eléctrica de hogar en hogar, derivóse el taladrante prestigio fascinador de don Gil. Como su poder alcanzase á todos los vecinos, llegó á ser para la vida colectiva de Puertopomares como una argamasa de superstición y de dolor. Los hombres recelaban de él y la mayoría de las mujeres, que de noche sintieron sobre sus flancos el contacto de sus brazos raquíticos, le estaban sometidas por la horrible voluptuosidad del miedo y del asco.

¿Cómo explicar el origen de los ensueños plenamente y de un modo que por igual complazca á la ciencia y á la fantasía? ¿Cómo desenmarañar los linderos que separan la vida orgánica, de aquellos miríficos donde campea la conciencia?...

Para el materialismo, la actividad mental es una secreción encefálica; para el espiritualismo, el alma y el cuerpo son entidades rotundamente diferentes y hasta antagónicas, pero entre las cuales, y mientras dura el fenómeno de la vida, persisten relaciones análogas á las del jinete con su caballo, ó á las del inquilino con la casa que habita. Si la casa se derrumba, el inquilino se va; si el caballo fatigado se niega á seguir andando, el jinete desmonta y continúa solo su camino; cuando el cuerpo, sujeto á todas las lacerías y dolamas de la arcilla cobarde, envejece y retorna á la interminable pudrición de la tierra, el espíritu abre hacia la increada luz sus alas inmortales.

Pero, así como la primera de estas escuelas filosóficas deja inexplicadas las maravillas de la telepatía, los presentimientos, los sueños proféticos, las visiones á distancia y otras sutiles y multiplicadas emociones que nos rozan á cada paso como ráfagas tenues ó sigilosos latidos de un mundo que procura revelarse á nosotros, de igual modo la segunda carece de verdadera trabazón científica: pues si la materia se divorciase de la fuerza, se dividiría y subdividiría más allá del átomo; su disgregación sería infinita; y entre tanto la fuerza, por sí sola, la fuerza aislada, la fuerza «pura», ¿cómo ejercitaría su actividad si sus mismas limpieza y abstracción la incapacitaban para todo contacto físico?...

De ello dedúcese, que preferible sería colocarse en un sincretista término medio, y adoptar un criterio que hermanase esas dos orientaciones seculares del pensamiento. A saber: despojar al espíritu de sus cualidades de indivisibilidad y perpetuidad, y considerarlo como una función ó producto de la materia; pero, al mismo tiempo, atribuirle una substancia más delicada, inteligente y sutil, que la puesta al alcance de nuestros sentidos; algo, no bien estudiado aún, que participe por igual de los elementos físico y moral, y asegure, si no la inmortalidad, al menos una limitada continuación ó persistencia de la conciencia después de la muerte.

Únicamente aceptando esta hipótesis podría aclararse el enigma de los sueños, cuya pavorosa preeminencia campea en la historia de las civilizaciones antiguas y en los textos sagrados.

Para los médicos, los diversos estados del ensueño responden á ideas-imágenes producidas por cerebraciones inconscientes. Fisiólogos esclarecidos aseguran que nunca, ni aun en las horas de reposo profundo, el cerebro descansa completamente; la sangre, si bien con muchísima mayor lentitud que durante la vigilia, continúa circulando por él, lo que mantiene alerta el dinamismo de algunas células y de consiguiente cierto tragín mental. Cuando esta actividad nerviosa es muy pequeña, sus imágenes son inconexas, rudimentarias y reflejan una actitud ó momento puramente físico. Ejemplo: el brazo que un individuo, al dormirse, dejó doblado sobre su pecho, puede sugerirle después la alucinación de ir subiendo una montaña y de hallarse fatigadísimo; la persona que se acostó sedienta, no es difícil que sueñe naufragios ó imagine estar bañándose en un río; una hiperestesia hepática determinará en el sujeto ideas truculentas...

Estos casos, por sus inconexiones y su frecuencia casi cotidiana, constituyen los «estados inferiores» del sueño. Mas hay otros en que es el alma quien toma todas las iniciativas, y á veces su alboroto es tan intenso, tan radiante, que bajo su acción el dormido habla, improvisa versos y traduce libros impresos en extraños idiomas, con una rapidez y una luminosidad intelectual de que él mismo luego se pasma y admira. Tal sucede con cuantos fenómenos abarcan los interesantes capítulos del sonambulismo y de la epilepsia. A juicio de unos profesores, el sonámbulo «ve» los objetos: la puerta que se dispone á abrir, los peldaños de la escalera que bajará después; y, si le hablan, «oirá» efectivamente las palabras que tamborilearon sobre sus tímpanos y responderá á ellas. Según otros, el sensorio del sonámbulo permanece apagado y á oscuras, y, de consiguiente, su alma no «siente», sino que «recuerda», por cuanto lo que parecía sensación es obra ó fenómeno de memoria.

¿Cuál de ambas hipótesis se avecina más á la verdad?... Probablemente ésta no fraterniza con ninguna de ellas, y así, uniéndose las dos, acaso dieran la solución del misterio, porque la naturaleza esencialmente armónica, comprensiva y sintética, aborrece la estridente grosería de los radicalismos. Sin duda el sonámbulo percibe directamente la realidad objetiva, al propio tiempo que su bien despabilada energía interior rememora, imagina, discurre y apetece, exactamente como en la vigilia, pues entre todos los momentos de su alucinación hay un nexo lógico. ¿Qué importa que al despertar el individuo no recuerde nada de lo que dijo ó hizo mientras dormía? ¿Bastará esto á denegar la certidumbre de esa vida cerebral devanada bajo el misterio de la noche y á la cual el reposo del cuerpo confiere la inmóvil majestad de la muerte?...

A tan sutiles honduras psicológicas urgía acogerse para explicar la bien delineada separación entre la carne y el alma de don Gil, y aquella increíble y jocunda autonomía de su voluntad.

El hombre pequeñito no era sonámbulo; su cuerpo enano jamás salió de su hotelito del Paseo de los Mirlos, ni siquiera de su alcoba; pero, en cambio, su espíritu bordonero y licencioso, condenado parecía á la sed de Tántalo.

Esta aptitud giróvaga obra fué indudablemente de una larguísima gestación, y no comenzó á manifestarse hasta que motivos especiales de despecho y venganza, sacudiéndole terriblemente, lleváronle á disponer el temprano fin de Ursula Izquierdo y de Manuel Ayala. Desde aquel momento su alma adquirió una independencia casi absoluta, una elasticidad vencedora de cuantos obstáculos la separaban del mundo objetivo, y entonces se hizo íncubo y aclaró las sombras que tantos años ocultaron el asesinato del infortunado don Alonso. Despierto, don Gil Tomás no sabía nada, no se acordaba de nada, y su cuerpo amarillo vejetaba pacíficamente en la paz lugareña; pero, apenas dormido, su imaginación recobraba las riendas de sus desbocados apetitos, y furores corsarios de venganza y lujuria le escandecían. En la misma noche el vampiro visitaba á María Jacinta, su favorita; á Enriqueta de Castro, otra de sus predilectas, y á tres ó cuatro mozas más; y luego iba á casa de los Paredes, en quienes acuciaba, por diferentes medios, su todavía vago deseo de asesinar y robar al señor Frasquito. Para esto don Gil, que conocía las orzas verdes que el antiguo contrabandista ocultaba bajo la raigambre del chopo, le hablaba á Toribio de ellas continuamente, y así exacerbaba su codicia; á su hermana también la enaltecía la magnitud de tales tesoros, y describíala los aburrimientos de su vida, que pudiendo ser divertidísima era abominable por la blandura y apagamiento de su voluntad. Finalmente, y reconociendo la necesidad de buscarse un aliado, plantábase en Salamanca y en el domicilio de Vicente López, á quien hablaba de volver á reunirse con Rita, y de la cuantiosa fortuna que ésta iba á heredar.

La influencia de don Gil debilitábase mucho con la vigilia, pero nunca llegaba á perderse completamente. Al abrir los ojos á la luz de la mañana, algunas personas, en particular las mujeres, recordaban bien su ensueño de la víspera; otras lo recomponían borrosamente; otras, en fin, no hubiesen podido afirmar si soñaron ó no; pero, aun en éstas, las emociones de la olvidada pesadilla jamás fracasaban del todo, é iban á sumarse á ese légamo de celebraciones imprecisas, de deseos fracasados, de ideas deshechas, donde el sentido íntimo hunde sus raíces.

El mundo psíquico de cada hombre tiene profundidades incalculables, y así, lo que le sucede al individuo con el diccionario de su idioma nativo, del que sólo conoce un exiguo número de palabras, le acontece, pero en una proporción infinitamente mayor, con su vida mental. ¿Cuántos fenómenos ocurren dentro y fuera de nosotros que no vemos? Palabras y melodías, que llegaron á los oídos y no los conmovieron; tonalidades, panoramas, puestas de sol, que resbalaron inadvertidas sobre las pupilas; rebabas de deseos, de imágenes, de entusiasmos, de recuerdos, que un instante vibraron en el espíritu, pero de modo tan somero que la conciencia no los advirtió. ¿Acaso esto no rellena y colma las tres cuartas partes de nuestra zona ética? De donde dedúcese que la notoria poquedad y miopía del sentido íntimo acorta, en más de la mitad, la angustiosa rapidez de nuestra vida, pues á las horas que descuida durmiendo deben añadirse los millares de momentos por entre los cuales, sin sospecharlo, va filando el espíritu.

Los elementos subconscientes representan, dentro del individuo, las ideas de rebaño, de multitud. En una nación las capacidades directoras, los principios inteligentes y activos, están reducidos á unos cuantos cerebros: ellos marcan la orientación, el rumbo, del alma colectiva. El resto lo constituye la muchedumbre, el poder bárbaro del número; son «los ceros», los infinitos ceros, puestos á la derecha de la cifra provista de valor sustantivo. Así las imágenes y determinaciones en nuestro carácter: cada pasión, cada fanatismo, cada capricho, cada antojo detenidos un instante, como mariposa, sobre nuestras cejas; lo más inestable, lo más fugitivo y á ras de piel, por el hecho único de ser consciente, ó, lo que es igual, de vivir en la luz, supone llevar detrás, á modo de oscuro convoy, ejércitos de sensaciones y de ideas eternamente perdidas en lo tenebroso, como los cimientos bajo la tierra. En la vida moral todo es complejísimo, y lo que parecía más sencillo muéstrase luego esclavo de ramificaciones infinitas, pues cada sentimiento, como cada organismo, alimenta millones de sentimientos parasitarios que viven de él, cual los infusorios en la gota de agua. ¿Qué taumaturgo sabría dónde y cuándo comenzó á formarse el daño que, á lo largo del tiempo, ha de herirnos? ¿No es la herencia, quizás, el vehículo mejor de la muerte? Y de igual manera; ¿quién podría enumerar todos los gérmenes que justifican una lágrima ó una alegría?...

En la existencia colectiva de Puertopomares, el brujo del Paseo de los Mirlos, como muchos llamaban á don Gil Tomás, significaba la personificación ó expresión material del arcano inconsciente. Más ó menos de soslayo, su vida enigmática afectaba á la de la comunidad, porque su imagen medrosa había vibrado, siquiera un instante, en todas las memorias. Se le apreciaba, se le temía; el vulgo adivinaba en aquel cuerpecillo blandengue y en aquella cara, que no sabía reir, mociones y potencias teúrgicas de las que nadie era capaz.

Muchas veces, de noche, hallándonos en nuestra habitación sumidos apaciblemente en la lectura de un libro, experimentamos en el dorso de las manos, sobre el cuello ó á lo largo de la espalda, puntos los más agudizados de la sensibilidad tactil, un roce extraño; la presencia de algo objetivo; una emoción innegable, que positivamente viene de afuera. Sorprendidos miramos á nuestro alrededor y nada vemos, pero el débil contacto suele repetirse, distrae nuestra atención y concluye imponiéndonos la certidumbre de que no estamos solos. Imposible dudar. Alguien se ha sentado enfrente de nosotros, alguien nos mira desde la puerta que quedó entornada. ¿Quién nos acompaña? ¿Qué humanos efluvios rozan nuestra piel?... Aun la ciencia no supo decirlo: acaso almas de difuntos, vinculadas á nosotros por recuerdos de aborrecimiento ó de amistad; tal vez espíritus de personas no muertas, sino dormidas, que acuden á conocer nuestro hogar y á informarse de lo que hacemos.

Al cabo de cierto tiempo, la escuálida figurilla de don Gil, fortalecida por los casos de envolvimiento y sortilegio que se le atribuían, llegó á rendir la imaginación pública con tan vertical y absorbente tenacidad, que si alguien recibía esas, que pudieran llamarse «emociones epidérmicas de la soledad», inmediatamente se acordaba de él. Las mujeres no podían olvidarle. En el misterio de los dormitorios, era el dueño, el marido de todas, el sultán. Daba miedo. Cuando iba por la calle, su cuerpecito expandía esa emoción de oscuridad, de silencio, que dejan los entierros.

Las dos criadas, Pilar y Maximina, que compartían la intimidad del hombre pequeñito, padecían la sugestión de su rostro amarillo. Pilar era morena; Maximina, rubia. Por cobardía, más que por inclinación carnal, una tras otra le pertenecieron y continuaban bajo su dominio. Del hotelito del Paseo de los Mirlos, cuya fachada sombreaban dos copudos castaños de India, no salían casi nunca; á las ventanas, siempre celosamente cerradas, rara vez se asomaban, y, sin embargo, parecían contentas. ¿Cómo su belleza y su juventud aceptaban aquel encierro? ¿Era interesado cálculo de no separarse de don Gil, hasta su muerte, para heredarle? ¿Era amor ó sumisión carnal á su insaciable ginecomanía?

Evidentemente, en el redaño de aquella humildad había un miedo. Ni Maximina ni Pilar podían experimentar simpatía hacia el enano. Cuando éste, después de cenar, reclamaba en su alcoba la asistencia de cualquiera de ellas, la elegida le seguía sin manifiesta repugnancia, pero también sin regocijo; y apenas le dejaba dormido cuando bonitamente se escurría fuera del lecho. La idea de que don Gil Tomás era brujo y podía aojarlas, las obsesionaba, y á su lado no hubieran podido conciliar el sueño.

Además, tanto Maximina como Pilar habían comprobado que, no bien cerraba los párpados, el hombre pequeñito se quedaba frío...

VII

No eran aún las nueve cuando don Gil subía las escaleras del Casino. Teodoro, que estaba barriendo el zaguán, caminó tras él, para servirle. Iba en mangas de camisa; llevaba un plumero en el sobaco izquierdo y sobre el flaco pestorejo y á modo de bufanda, un trapo de sacudir el polvo.

—Voy con usted, don Gil—dijo—, porque supongo que querrá usted tomar algo.

—Sí; tomaré un ajenjo.

El hombre pequeñito cruzó el salón de baile, que rápidamente iba llenándose de sol, y en la galería buscó una mesa desde donde atalayar la esplendidez majestuosa del vasto panorama, verde, plata y azul. Sobre el intensísimo añil celeste, las montañas, cubiertas de tupidos bosques, se recortaban magníficamente. En la blanda lozanía vernal de la vega albeaban numerosas casitas; enfrente de la estación había detenido un tren de mercancías, y el humo de la locomotora elevábase verticalmente en la atmósfera tibia y quieta. Don Gil ocupó una silla y se quitó el sombrero, que colocó cuidadosamente en un velador próximo.

Tuvo entonces un suspiro largo, entrecortado y gozoso, de descanso. Apoyó los pies sobre el travesaño delantero de la silla y con un pañuelo enjugóse el sudor de su frente pálida. Su cabeza era tan grande para la parvedad del enlutado cuerpecito, que las orejas y los hombros casi se hallaban en la misma línea perpendicular.

Teodoro se le acercaba con el servicio del ajenjo.

—Mucho ha madrugado usted hoy, don Gil.

—Me eché á la calle muy antes de que saliera el sol. Más de tres leguas llevo andadas.

—¿De paseo, verdad?

—De paseo: ir á Torres de la Encina y volver.

—Hace usted bien; el ejercicio es el mejor médico. A don Juan Manuel también le gusta levantarse temprano. ¿No le ha visto usted hoy?

—No.

—Va mucho por ahí, porque en el término de Torres de la Encina tiene un olivar.

—A quien he saludado en el Camino Bajo de la Estación, es al señor Frasquito Miguel.

—Iría á Navahonda.

—No lo sé.

—¿Llevaba el carro?... Pues entonces iba á Navahonda, por leña. Va todas las semanas.

Don Gil aderezó su ajenjo y pidió los periódicos del día. Trájoselos Teodoro y seguidamente marchóse á proseguir el barrido y buena limpieza del local. Un gran silencio llenaba el Casino. En el ambiente blanco de la galería, el hombre pequeñito, amarillento, encogido y trajeado de negro, parecía un niño enfermo. Absorto en la lectura de El Adelantado, diario conservador de Salamanca, don Gil no vió á un hombre que, habiéndole observado unos instantes desde la puerta del salón, se retiró sin ruido. A intervalos prudentes el enano suspendía su lectura, empuñaba la botella del agua y vertía algo de su contenido sobre el terrón de azúcar puesto en un tenedor colocado sobre los bordes de la copa. El agua, filtrándose á través del azúcar, caía gota á gota, y abajo, en el fondo del vaso, el verdor del ajenjo insensiblemente palidecía. La figura inmóvil de don Gil daba á la sencilla operación una expresión medrosa y rara, un enigma de maleficio.

Terminada su faena, Teodoro reapareció y fué á sentarse al extremo opuesto de la galería. Encendió un cigarro. Sus ojos azules, dóciles, buenos, iban de un lado á otro, con la satisfacción de la labor realizada, y á ratos se detenían en don Gil. Desde allí sólo podía verle la mitad inferior de las piernas; el cuerpo se disimulaba tras el periódico abierto.

Teodoro pensaba:

—Verdaderamente, el pobre es muy pequeñito...

Luego, su ánimo siempre fiel al cumplimiento de sus deberes, examinaba lo hecho: la escalera y el portal ya estaban barridos; había fregado los espejos y cepillado el paño de las mesas de billar; únicamente le quedaban por sacudir la cocina y la sala de juego. Este honrado monólogo interior lo interrumpía de vez en vez don Gil, quien, para continuar leyendo, daba á El Adelantado un nuevo doblez.

Entonces Teodoro volvía á decirse:

—¡Pero qué chiquito es!...

A media mañana don Gil Tomás, que había concluido de beber su ajenjo, dejó los periódicos, se puso el sombrero y se deslizó de la silla abajo. Primero apoyó en el suelo un pie, después el otro.

Teodoro también se levantó, servicial y reverente.

—¿Ya se marcha usted?

—Sí; me voy á casa. Hasta luego.

—Hasta luego ó hasta mañana.

—Adiós, Teodoro.

Salió y caminó por la calle Larga. La convicción de que era ridículo le cohibía y no miraba á nadie. Cerca de la Fonda del Toro Blanco, en el portal de la ferretería de don Isidro Peinado, vió á María Jacinta, la hija del boticario, y á otras dos muchachas. Saludólas tocándose con una mano el ala del sombrero.

—Buenos días.

—Buenos días, don Gil...

De rubor, como amapolas, se pusieron las tres.

VIII

Serían las siete de la mañana cuando en el vano de la ancha puerta, llena de sol, perfilóse la encorvada figura de Frasquito Miguel. Llevaba del ronzal una mula.

—Buenos días, don Ignacio.

—¡Hola, hombre, buenos días! ¡Adelante!

Los dos individuos que trabajaban en la fragua, interrumpieron su faena para saludar.

—Buen día nos dé Dios.

Cojeaba el señor Frasquito, cojeaba la caballería. El veterinario exclamó:

—¿Qué te trae por aquí?

—Pues, una desgracia que me sucedió ayer.

Los ojos del chalán pasearon por todas partes una mirada furtiva y segura. El local donde don Ignacio tenía su clínica era espacioso, el suelo de tierra, cubierto de boñigas y de estiércol, el techo bajo y envigado, renegrido densamente por el humo de la fragua. Al fondo, adosada al testero más oscuro, veíase una larga pesebrera: colgadas de las sucias paredes y en ringlera había abundante número de herraduras, y sobre los entrepaños de un armario, martillos, pinzas, un trabón inglés, especie de pulsera con que se sujeta á los caballos para castrarlos, una carátula almohadillada y otros enseres. En el espeso colchón de basura que cubría el pavimento y cedía muellemente bajo los pies, en la cálida y pestilente fermentación de tantos abonos corrompidos, bullía, semejante á una devoradora comezón, la inquietud sanguinaria de las garrapatas, de las hormigas y de las pulgas. Los escarabajos hacían su agosto; zumbaban las moscas y los tábanos. El ambiente conservaba el inconfundible olor áspero del casco quemado.

Don Ignacio Martínez, pequeño, sólido, esparrancado sobre el estiércol, en mangas de camisa y con ambos pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, callaba esperando á que su interlocutor se explicase. Mascaba una tagarnina, que con un impaciente guiño de labios se trasladaba á cada momento de un lado á otro de la boca: tenía cargados de sueño los ojos, y el ancho rostro, que aun no había tenido tiempo de lavarse, macilento y de pocos amigos.

El albeitar hablaba siempre por estilo sucinto y conminatorio, y, salvo á quince ó veinte personas de calidad, tuteaba á todo el mundo. El señor Frasquito adelantóse algunos pasos y deslizando una mano bajo las crecidas haldas de su sombrero, comenzó á rascarse el cogote, como si aquella rascadura ayudase al nacimiento y composición de sus ideas.

—Pues, ya está usted viendo cómo viene la mula.

Mostraba el desdichado animal, que apenas podía moverse, el lado derecho cubierto desde el anca á la cruz, por una bermeja, cruel y ardentísima llaga. Tratábase de una horrible quemadura y con tan furiosa voracidad las llamas mordieron en la carne, que royéndola toda dejaron al aire los costillares. Según Frasquito Miguel explicó, el accidente había ocurrido en el camino de Navahonda á Puertopomares. Iba él durmiendo en lo alto de su carro cargado de leña. El tiro lo componían tres mulas; de julo llevaba un pollino. De súbito despertó medio asfixiado por densísimos remolinos de humo, sin que ni entonces ni luego pudiera comprender la causa del siniestro; el convoy ardía, crepitaba, hecho un volcán. Afortunadamente el señor Frasquito se recobró á tiempo, y con la inesperada agilidad que le dió el peligro saltó á tierra. El burro y las dos caballerías delanteras sacaron de su pánico fuerzas para romper los tirantes y ponerse en salvo; la mula zaguera, presa entre las lanzas del vehículo, no pudo imitarlas. Fué una escena terrible: el animal, hostilizado por el calor y los lampazos del incendio, realizaba esfuerzos supremos para zafarse; luego, cuando las llamas le chamuscaron los quijotes, su pánico trocóse en desesperación y locura, y tales fueron sus brincos y corcovas, que volcó el carro. De entre las varas de éste logró sacarlo Frasquito Miguel tras no pocos esfuerzos, tirándole á dos manos de la brida, y luego de cortar á cuchillo cuantos arreos y guarniciones lo sujetaban; pero á pesar de su caritativa diligencia, cuando lo consiguió ya las llamas hambrientas habían mordido mucho en él.

Pasados unos instantes de meditación, el veterinario exclamó:

—No comprendo cómo ocurrió el accidente que acabas de contarme. ¿Tú fumas?

—No, señor.

—¿Ni sueles llevar cerillas?

—Nunca. ¿A qué fin, si no fumo?... Pero, bien pudo suceder que á cualquiera de los mozos que ayudaron á cargar el carro se le cayese una caja de fósforos entre los haces de leña, inflamáronse aquellos después con el sol y la carga empezó á arder.

Calló, miró al suelo y sus labios apuntaron una sonrisa.

—Por cierto que ayer á poco de salir de casa me crucé en el Camino Bajo de la estación con don Gil, de quien tantas historias se cuentan, y me dije: «Mala sombra.» ¡Palabra de honor que lo pensé así!...

—¡Déjate de pataratas!—interrumpió Martínez con brusca exaltación y mordiéndose la uña del anular—; si hubieras ido andando, según era deber tuyo, no hay fuego; pero como queréis ir por atún y á ver al duque... ¡esas son las consecuencias! Bonito negocio has hecho: bien dicen que por un clavo se pierde una herradura.

Repuso el señor Frasquito:

—Tiene usted razón; pero es imposible preverlo todo, y, además, hay días en que la fatiga no le deja á uno ni tirar de los pies. En fin, ahora lo necesario es que la mula sane pronto.

Replicó don Ignacio:

—Sanará en seguida si cuidáis de que no la piquen las moscas. Tú mismo puedes curarla; todo se reduce á que la laves diariamente con ácido pícrico. ¿Has comprendido?

—Sí, señor.

—¿Quieres la receta por escrito?

—No, no hace falta: ¿ácido pícrico dijo usted?

—Eso es: ácido pícrico, al cincuenta por ciento. Ve á la botica de don Artemio y te servirán bien. Después del lavaje, y pasado un rato, cubres toda la quemadura con glicerina; más adelante, si la llaga sigue cicatrizándose, bastará secarla con polvos de almidón ó de arroz.

El animal, á quien el señor Frasquito tenía del cabestro, conservábase inmóvil, el ollar casi pegado al suelo, entornados los ojos, en una actitud de sufrimiento y pasividad. Martínez llegóse á él, frunciendo las cejas, y sus dedos tactaron inteligentes los bordes negruzcos de la herida; en la rojura de la llaga vaheante los costillares blanqueaban, con una blancura de risa. El bruto, como si despertase, realizó un esquince y alzó la cabeza; un extravío de cólera abrasó sus pupilas.

—No me detengo á curarlo—dijo don Ignacio—, porque dispongo de poco tiempo. Hoy cumple años Fabiana y tenemos invitados á comer, y luego baile. Además, ya sabes: ácido pícrico al cincuenta por ciento, es lo mejor...

Saludó Frasquito Miguel con humildad y agradecimiento, y volvióse hacia la calle, llevando el ramal de la mula por encima de un hombro. Dócilmente la bestia le siguió. Entonces don Ignacio se acordó de decir:

—¿Y en tu casa?

Detúvose el interpelado, escorzándose un poco para contestar, pero sin volver la cabeza:

—Bien todos, muchas gracias.

—¿Y tu mujer?

—Allí, la pobre, con los chicos; rabiando...

—¿Y Toribio?

—Por esos mundos, ganándose el pan. En Torres de la Encina, debe de hallarse ahora.

—Bueno, hombre; dales recuerdos.

—Gracias, don Ignacio, y á mandar... ¡Arre, Pascuala!... ¡Arre, Pascualita!...

Nuevamente la caballería caminó en pos de su amo. Este, con la anquilosis de sus piernecillas flacas, muy sobradas de horcajadura, su tórax ancho y aplastado, encorvado hacia adelante, y sus labios entreabiertos y como idiotas en la oscuridad cobreña del rostro, parecía sufrir un dolor de ijada. El lastimado animal apenas podía seguirle. Una tras otra, sus figuras tristes recortáronse en el rectángulo soleado de la puerta: cojeaba el hombre, cojeaba la mula. Desaparecieron...

Sobre el yunque, el martillo de la fragua volvió á cantar.

IX

Inmediatamente Martínez dirigióse al fondo de la clínica, empujó una puertecilla y salió á un patio rectangular, bastante grande, con solado de hormigón y dos testeros enverdecidos por la frondosidad invasora de una hiedra. Los otros lados, adonde abocaban las habitaciones del piso principal, estaban coronados por balcones muy saledizos, verdaderas galerías encristaladas apoyadas sobre pilares de ladrillo. Allí encontró á Fabiana, su mujer, y á su hija, ocupadas en sacudir las paredes y traer los sillones donde los concurrentes al baile de aquella noche habían de reposarse. Don Ignacio llegóse á ellas y las oprimió contra su pecho, besando á la niña y pellizcando sabrosamente á la madre en las posaderas. Después, informado de que las criadas habían sabido comprar todo lo necesario para la cena, añadió:

—¿Cuántos invitados tenemos?

—Ocho; y si llega don Niceto seremos nueve.

—Pues dispón otros tres cubiertos porque esta mañana doña Virtudes me envió recado de que vendría con sus pimpollos.

Martínez, más chiquito que su mujer, gordo, saludable, lleno de impaciencias sanguíneas, era un esposo modelo que guardaba intactas, á pesar de la costumbre, las brasas del sagrado deseo nupcial. Doña Fabiana preguntó:

—¿No tenías que ver hoy el caballo de don Juan Manuel?

—Sí, más tarde.

Charló largo rato, hallando en aquellos diálogos familiares una dulce, sencilla y confortadora alegría. Estimulado por la actividad de la madre y de la hija, cogió un martillo y, encaramándose sobre un taburete, fijó varios clavos. Acomodóse luego en una mecedora, apoyó el tarso de una pierna sobre la rodilla de la otra, se aflojó comodonamente el cinturón, dejó ir el cuerpo hacia atrás y encendió un cigarro. A sus ojos todo ofrecíase ordenado y remozado por el glacis sin rival de la limpieza: el hormigón, recién fregado, brillaba á la luz; sobre la celosa albura de las encaladas paredes, la verdosidad húmeda de la hiedra parecía mayor; desde sus jaulas, colgadas del techo de la galería, varios jilgueros y canarios trinaban en ensordecedora competencia; las mecedoras de rejilla, los veladores cubiertos por sutiles tapetes de malla y croché, y los policromos festones de papel con que el gusto sencillo de la dueña de la casa unió unas pilastras á otras, tenían en la penumbra del patio suaves ligereza y frescura.

Rato hacía que Martínez se marchó y aun la decoradora faena se prolongaba con perseverante fervor: Antoñita entraba y salía de las habitaciones contiguas, acarreando plantas y cachivaches que las ágiles y muy discretas manos de su madre distribuían luego con acierto vistoso.

Doña Fabiana Vázquez llegaba, con los treinta años, al lucido apogeo de su belleza: tenía de ébano los undosos cabellos, morenas la bien calzada frente y las carnosas mejillas, los labios creciditos y rojos, almendrados los dientes, los ojos negros y pajareros, y una evidente expresión de sanidad en toda su matronil persona. Lástima que no hubiese crecido un poco más, con lo que hubiera alcanzado á esa línea de donde arranca en las mujeres la gallardía; de lamentar también que sus brazos fuesen demasiado carnosos, y el seno con exceso turgente, y que la redonda cintura no se recogiera y anillase mejor sobre la bien soplada magnificencia de las caderas. Todo ello la obligaba á caminar con cierta lentitud y un anadeo que descubría, bajo la holgura de sus batas bermejas, la disposición maciza de las piernas. No obstante, la hermosura árabe de los ojos, la gracia traviesa de la boca y la seductora ingenuidad de sus actitudes y palabras, suplían con exceso los errores de la línea. Era buena, era simpática, emotiva, dulce; una de esas almas maternales á cuyo lado los desgraciados y los tímidos, especialmente, se encuentran bien.

Antoñita, su hija, tenía once años, el perfil delicado y los cabellos encendidos como las mazorcas. La delgadez de sus piernas y de sus brazos, y la longitud ducal de sus manos, profetizaban que iba á ser alta. En sus pupilas azules había una indecisión que las agrandaba y embellecía. Ninguno de sus progenitores, cuellicortos y redondos, influyó en la grácil y espigada complexión de la chiquilla. Antoñita parecía destinada á servir de origen ó troquel á un tipo nuevo; las razas de los Martínez y de los Vázquez habían entroncado con tal brusquedad que se anularon mutuamente, fundiéndose y como diluyéndose apasionadamente en su retoño. Antoñita era Antoñita y perdería el tiempo quien rebuscase entre sus tataradeudos paternos ó cognáticos una figura que justificase la suya ante las leyes de la herencia. ¿Se afearía más tarde? Cuando la niñez se resolviese en juventud y pues el ambiente rudo de los pueblos no favorece á las bellezas delicadas, ¿resucitaría en ella la gordura que en plena mocedad afligió á doña Fabiana? Nada parecía señalarlo así, y Antoñita marcaba en su hogar una pincelada inconfundible, noble y rara, semejante á esas plantas que alzan de pronto un penacho verde, en la aridez de un viejo murallón.

A la tarde, pasadas las siete y media, comenzaron á llegar los invitados al banquete. Don Ignacio, que estaba en la puerta de la calle tomando el fresco, les acogía con sinceras demostraciones de regocijo, dábales conversación unos instantes y les despachaba hacia dentro, diciéndoles:

—Si quieren ustedes ver á Fabiana, pueden pasar...

Ellos cruzaban la cuadra, fétida, oscurecida por el crepúsculo y cubierta de estiércol; los pies se hundían en la hedionda majada donde pululaban millares de insectos sanguinarios: por miedo á las cucarachas las mujeres se arregazaban hasta media pierna. Después, empujando la puertecilla que se abría al fondo del local, salían al patio. Allí les aguardaban doña Fabiana y su hija, muy bien peinadas, ostentosamente enjoyadas y vestidas de blanco. Un murmullo agasajador de besos, de parabienes y de risas femeninas, llenaba el silencio; un silencio grato, limpio, que olía á macetas recién regadas.

Los más puntuales en acudir á la fiesta fueron don Elías y doña Presentación, con sus hijas Raimunda y Anita; luego llegó don Artemio Morón con María Jacinta y su sobrina Flora; y tras ellos doña Evarista, la amante de don Juan Manuel Rubio, la cual, así por el honesto aislamiento de sus costumbres como por el considerable mérito político, dinero y personales simpatías, de su protector, era en todos lados bien recibida. La tertulia iba formándose en el patio, mientras llegaba la hora de cenar. Las mujeres, á quienes la conversación excita y aturde como el vino, se balanceaban en las mecedoras, abanicándose nerviosamente y charlando todas muy alto y á la vez. Don Elías y don Artemio, esquivando el ensordecedor rebullicio, comenzaron á pasearse con andar cadencioso y las manos cruzadas atrás. Discurrían ramplonamente:

—¿Se ha enterado usted del pedrisco que cayó anoche en Navahonda?

—Esta tarde me lo dijeron.

Don Elías miró al espacio, aljofarado de estrellas parpadeantes.

—Como no llueva pronto, pero recio, una cantidad de agua que valga la pena, vamos á tener mucha miseria este año.

El recuerdo de sus obligaciones profesionales le arrancó un suspiro.

—Yo debía haber ido esta tarde á casa de la viuda de Guijosa; pero las niñas se empeñaron en que las trajese aquí...

—¿Cómo sigue doña Amelia?

—Peor, siempre peor; cada día más gorda, hasta que la grasa la ahogue. Morirá del corazón.

—Diga usted—interrumpió el farmacéutico—¿es cierto que no puede salir de la habitación donde está?

—Ciertísimo. Hace años, á raíz del fallecimiento de Guijosa, la pobre mujer se metió en su casa, y como las pesadumbres lo mismo se convierten en tejido adiposo que nos enflaquecen y dejan en los santos huesos, á ella el dolor la dió por engordar, y cuando á instancias mías determinó hacer un poco de ejercicio, tenía las nalgas y el vientre tan enormes, que ni de perfil cabía por las puertas. Actualmente mide cincuenta centímetros de cuello. ¡Un monstruo! El caso de doña Amelia á un extranjero le parecería inverosímil, pero á nosotros no debe asombrarnos: ya sabe usted que nuestras mujeres cifran la mitad de su virtud en las tres negaciones siguientes: no lavarse, no apretarse el corsé y no poner los pies en la calle.

La brusquedad de sus propias palabras enardeció á Fernández Parreño. El diálogo adquirió un sesgo social. Don Elías comenzó á perorar cálidamente contra el quietismo de la intelectualidad hispana y á buscar el origen de todos los males nacionales en el abandono de las escuelas. Nación donde la enseñanza no es obligatoria, nación perdida. Don Artemio hacía signos de asentimiento. El médico prosiguió:

—Aquí malgastamos la vida protestando, sin advertir que las costumbres no se destruyen con palabras bonitas. La semana anterior, por ejemplo, hubo en Salamanca una importante reunión «contra la blasfemia»: se pronunciaron discursos frondosos, se lucieron varios oradores, muchas señoras se darían el gustazo de estrenar sombrero, y al cabo todos salieron del mitin como fueron á él; es decir: convencidos de que no se debe blasfemar. Indudablemente esta es también la opinión de todos los carreteros de España, aunque jamás se les haya ocurrido protestar de su mala lengua. ¡Sí, ya lo saben! Ofender á los santos no está bien... Sin embargo, ¡no quiera usted oir lo que dirán por esos caminos apenas se les atasque el carro ó las mulas no tiren como deben!... Y es porque el hábito execrable de blasfemar y de emporcar nuestras conversaciones con palabras soeces, nace en la escuela. Las costumbres se corrigen implantando otras, no con bambollas retóricas; la destrucción es buena á condición de edificar inmediatamente, porque la Naturaleza tiene horror al vacío; y tales evoluciones sólo se obtienen con el favor del tiempo y dragando en los estratos más arcanos del alma nacional.

Muy satisfecho de la callada atención del boticario, Fernández Parreño continuó:

—¡Guerra á la blasfemia, sí, señor! ¡Guerra también á toda clase de feas interjecciones, especialmente á nuestra puerca, innoble, fementida y abominable costumbre de citar á cada momento los órganos genitales, para vergüenza de nuestras mujeres, escándalo de extranjeros y mengua y baldón de la española cortesía!... Luchemos contra ese fango que, antes de macular los labios ensució los pensamientos. Pero esto no se obtiene con discursos musicales, sino con buenos colegios de primera enseñanza. Un maestro deja en el espíritu colectivo más hondo surco que cien oradores. Eduquemos al pueblo. Educar es refinar el entendimiento, ponerle guiones á la voluntad, darle elegancias á la conciencia. El hombre «elegante por dentro», aunque carezca de ideas religiosas no blasfema, pues el torpe juramento repugna á su gusto delicado; ni incurre en otros delitos de grosería, porque la cultura así enfrena los ademanes del cuerpo, como las ideas y propósitos, ademanes del alma. Según desaparecieron el miriñaque y el calzón corto, así desaparecerá la blasfemia; pero, más adelante: cuando un juramento produzca en nuestros oídos el efecto de una disonancia.

Don Artemio interrumpió al médico:

—A propósito: ¿conoce usted al maestro de Cantagallos?

—¿Don Joaquín Blanco?... ¡Mucho!

—Ayer, precisamente, sus dos hijas mayores se fueron á Madrid con idea de ponerse á servir. Las pobrecillas, en su casa, pasaban días enteros sin comer.

Don Elías lanzó una interjección que desentonaba bastante con sus conceptos relativos á la limpieza del lenguaje:

—¿Ve usted?—exclamó—; ¿cómo vamos á lamentarnos de que blasfemen los carreteros de un país cuyos maestros tienen hijas fregando platos?...

La llegada de la señora viuda de Castro, con sus dos hijas, atajó la peroración de don Elías. Era doña Virtudes una mujer cincuentona, alta y cenceña de cuerpo, y muy chupada y cetrina de rostro. Vestía de negro en toda estación, más que por reverencia al perdido esposo por melancolía y sequedad de carácter, y bajo el luto de su cofia la blancura triste de sus cabellos parecía mayor. Sobre la delgadez de los labios herméticos, la nariz larga, fina y severa, daba á sus menores palabras irrevocable autoridad. El mirar buído de sus ojos simiescos, pequeños y muy juntos, se resistía difícilmente. Delante de ella, ataviadas de blanco, como potros llevados de la brida, caminaban Micaela y Enriqueta.

Adelantáronse doña Fabiana y Antoñita á recibirlas, y entre cordiales aspavientos de amistad fueron besándolas en las mejillas. Doña Virtudes las besó también, dió su flaca mano á la esposa y á las hijas de Fernández Parreño, á María Jacinta y á Flora, y ofreció á doña Evarista un saludo imperceptible.

Don Artemio y don Elías reanudaron sus paseos; las mujeres, cumpliendo dictados de la edad, se fraccionaron en dos grupos: doña Fabiana, doña Presentación y la señora viuda de Castro, á un lado; en el otro, doña Evarista y la gente joven. Las muchachas reían y se sacudían las faldas.

—¿Verdad que hay muchas pulgas?—preguntaba María Jacinta.

—Muchísimas.

—Yo tengo una metida entre los dedos del pie izquierdo. La maldita trae hambre atrasada, ¡porque está dándose un banquete!... Seguramente las hemos recogido al entrar, de entre el estiércol.

Un ademán algo deshonesto de Micaela, abrasó en relámpagos de ira las pupilas negrísimas de doña Virtudes.

—¡Niña!

—¿Qué, mamá?

—¿Qué gestos son esos, en una casa extraña?

—¡Ay, no es nada!... ¿Quiere usted callarse?... ¡Que me pican mucho las pulgas!...

Doña Fabiana sonreía indulgente, segura de que las muchachas no exageraban. Había, efectivamente, muchas pulgas; al pobre Ignacio le traían martirizado, especialmente de noche; pero, ¿cómo acabar con ellas?

—¡Yo no resisto más!—exclamó Raimunda levantándose.

Corrieron todas en tropel hacia un aposento paredaño del comedor, cuya puerta cerraron. Se las oyó retozar y reir. El semblante cetrino de doña Virtudes expresaba acre contrariedad. Cuando las muchachas reaparecieron, doña Fabiana hizo girar las llaves de la luz eléctrica y el patio se iluminó. Algunas lamparillas oportunamente distribuídas entre la lozana fronda de la hiedra, dieron á la escena vistosidad teatral. En la galería, sobre la blancura de la pared, cobraron poderoso relieve los cromos clavados por don Ignacio; las pilastras arrojaron contra el muro largas sombras decorativas, y en la inquietud de las livianas mecedoras los cuerpos femeninos, vestidos de blanco, de rosa, de azul, adquirieron una ligereza nueva. Despabilados por el regocijo de las luces y la copiosa verbosidad y ornitológica algarabía de las mujeres, los pájaros rompieron á cantar.

Don Elías y el boticario se acercaron á la dueña de la casa.

—¿A quien esperamos?—preguntó Morón.

—A don Niceto.

La señora de Martínez llamó á su hija.

—Ve á buscar á papá; dile que estamos aguardándole.

Creyóse obligada á explicar la ausencia, un tanto descortés, de su marido, y agregó:

—Ignacio, si le dan conversación, es capaz de charlar tres días seguidos. No sabe despedir á nadie.

En aquel momento aparecieron Martínez y el juez municipal. Esta fué la señal para trasladarse al comedor. Por consideración y respeto á las señoras, don Ignacio, que tenía la costumbre de ir siempre en mangas de camisa, fué á vestirse una americanilla de alpaca. Alrededor de la mesa el avisado consejo de doña Fabiana distribuyó á los invitados, según su edad, con lo que se formaron dos grupos á los cuales parecía separar el gran frutero, cargado de bruñidas manzanas y aterciopelados melocotones, que adornaba el centro del mantel. La esposa de Martínez, como motivo que era de la fiesta, y más aún por sus pocos años y juvenil ufanía de carácter, ocupó, entre las muchachas, la cabecera principal de la mesa: á su derecha estaban su hija, María Jacinta y Flora; á su izquierda, doña Evarista, Raimunda y Anita. A continuación de Flora y de Anita, respectivamente, se colocaron don Artemio y el médico; al lado de éste, don Niceto, y luego las señoras de mayor gravedad y empaque: doña Presentación y doña Virtudes. Entre ambas, llenando con su pequeña, alborotada y robusta persona, la cabecera opuesta, se sentó don Ignacio.

Empezó la comida: las muchachas se obsequiaban con anchoas, pepinillos y rajitas de salchichón, y la fuga de una aceituna que rodó por el mantel, como huyendo del tenedor de María Jacinta, suscitó grandes risas. Los platos, de dorada cenefa, rielaban á la luz. El vino ponía en la transparencia de las copas su encendida alegría. Dos azafatas, con alpargatas blancas y limpios delantales, cuidaban diligentes del servicio.

El regocijo consiguiente al buen comer y al ameno charlar, iba alterando la expresión de los rostros. En las mejillas, perversamente descoloridas, de María Jacinta, comenzaba á extenderse una leve evaporación rosa, y en sus ojos garzos chispeaba á intervalos un fulgor. A Flora, más gruesa que su prima, el calor de las libaciones la había abultado y acarminado los labios, por cuanto su fuerte dentadura parecía más blanca. A Antoñita su madre la prohibió beber más. Anita y su hermana también estaban muy contentas, y entre la rubicundez ondulante de sus cabellos y la albura de las blusas estiradas sobre la juvenil plenitud de los senos, sus semblantes redondos, ligeramente oscurecidos por el sol, triunfaban con caliente y saludable lozanía. Eran las dos de buena estatura, sólidas y esbeltas á la vez, y sus caderas turgentes sobresalían y se desbordaban de las sillas como en una provocación carnal. La belleza treintañal de doña Evarista era menos petulante, menos ostentosa, como dulzurada por la suave fatiga de la experiencia, pero sus actitudes y ademanes tenían una corrección urbana por todo extremo educada y simpática. La señora de Martínez parlaba con todas y sus ojos negros, blandos y cálidos, sus magníficos ojos de terciopelo y azabache, iban amorosamente de unas en otras.

Fernández Parreño, á quien la pulcritud de su bigote blanco, su miopía y el brillo prócer de sus gafas de oro, daban cierta elegancia, presidía la conversación secundado por el juez. Don Ignacio le replicaba y casi siempre para contradecirle. Doña Presentación, gorda, sencilla y de buen color, y doña Virtudes, cetrina y adusta, se limitaban á oir. Don Artemio también hablaba poco.

Había en esta segunda mitad de la mesa una especie de sombra; cual si la lámpara, no obstante hallarse suspendida en el comedio de la estancia, alumbrase en aquella parte un poco menos. Era una oscuridad triste, emanada, tanto del silencio y mayor edad y compostura de las personas, como del severo color de sus vestidos.

Fernández Parreño, cuyas disposiciones satíricas necesitaban una víctima, complacíase en hacer hito ó blanco de sus burlas al boticario, mientras don Ignacio recogía una á una aquellas ironías y exornadas con nuevos aditamentos y donaires tornaba á echarlas sobre el mantel. De este modo la conversación, salvo ligeros comentarios de la gente joven, describía una especie de triángulo en el cual cuanto don Elías iba diciendo rebotaba en don Artemio y era inmediatamente glosado y soplado por Martínez.

Acodado familiarmente en la mesa, distraído y buenazo, el farmacéutico oponía á las mordacidades y venenosos dichetes de su amigo una sonrisa imperturbable. Tenía cincuenta años, había enviudado siendo mozo aún y como, acaso por pereza, no quiso volver á casarse, la costumbre de vivir solo contribuyó á ratificar la significación tímida y ausente de sus actitudes. En don Artemio, por excepción la conciencia acompañaba al cuerpo; ó, lo que es igual: rarísimas veces movíase y hablaba conforme á lo que sus sentidos iban diciéndole, lo cual le daba un gesto cómico de constante indecisión. Las largas dimensiones de sus piernas y brazos, bien claramente revelaban la buena lozanía de sus años adolescentes, pero una caída, partiéndole la espina dorsal á la altura de los omoplatos, dejó en su espalda una caricaturesca joroba. Roto ya el equilibrio entre las extremidades y el busto, lo único recomendable de su persona era la cabeza, monda y circundada por una noble guedeja blanca; y en ella, los ojos grandes, la nariz fuerte y de varonil volumen, y el moreno rostro solemnizado por una barba oriental, cuadrada y abundante.

Y no era este desconcierto de huesos el menor daño que afligía al boticario, aunque él así lo creyese, sino que con la joroba física salióle otra muy gravísima corcova en el alma, y fué la de la tacañería. Sus muchas relaciones y la respetabilidad de su oficio favorecieron grandemente el desapoderado incremento de esta inclinación. Como conocía á todos los modestos propietarios de la comarca y estaba al tanto de sus apuros, solía facilitarles dinero mediante hipotecas terribles. Cumplido el plazo señalado para el reintegro ó devolución de la suma prestada, don Artemio procedía á raja tabla y gozosamente al embargo de los bienes hipotecados, y por este cobarde y criminal procedimiento cuadruplicó sus heredades. Pocos años le bastaron para enriquecerse. En Puertopomares la gente á la vez le quería y le odiaba, pues mientras unos decían horrores de él, otros aseguraban que, fuera de su ominosa fiebre de acaparar dinero, era un hombre discreto y de campechano y bonísimo trato. Los que le conocieron mozo, aseguraban que antaño no era así.

—A no haberse jorobado—decían—hoy no sería usurero.

Para Fernández Parreño, que solía abrazarle pensando en que los corcovados evitan la mala sombra, don Artemio Morón, con su gran cabeza sakespeana calva y barbuda, puesta sobre la ridiculez de su joroba, era un símbolo: el símbolo exacto de la Vida, donde el sainete y la tragedia, lo grave y lo ridículo, lo más noble y preexcelente y lo más ruin, marcharon siempre unidos.

La cena iba transcurriendo apaciblemente. Las muchachas empezaban á dolerse de la exigua representación que el elemento masculino tenía allí; Raimunda lamentábase de la ausencia de Epifanio, su novio, y Anita preguntó á don Niceto por su hermano Luis. Micaela también echaba de menos á Romualdo. Doña Fabiana las tranquilizó; aludió á su marido con un gesto.

—Nosotros—dijo—hubiésemos querido invitarles á comer; pero, como veis, la mesa es pequeña para tantas personas. Nadie, sin embargo, pase apuros, porque esos señores están invitados y á la hora del baile les tendremos aquí.

Raimunda, la primogénita de los Fernández Parreño, cuchicheaba con doña Evarista.

—¿Ya no le pican á usted las pulgas?

—Martirizada me traen, hija mía.

—Yo tengo una terrible aquí debajo... ¿usted comprende?... La pícara pudo irse á otro sitio, pero sin duda tenía mucha hambre y eligió el plato mayor y mejor servido...

La protegida de don Juan Manuel reía oyendo estas ligerezas, y la hilaridad humedecía voluptuosamente sus bellos ojos.

Adelantando un poco el busto la señora de Martínez inquirió la causa de aquel regocijo.

—¿Qué dice Raimunda?

—Nos quejamos de las pulgas.

Idéntico daño afligía á María Jacinta y á Flora, y esto acuciaba en todas el deseo de bailar. Informado de lo que sucedía, Fernández Parreño improvisó un elogio del mosquito.

Según don Elías, el mosquito posée cualidades estéticas que le hacen infinitamente superior á la pulga: es artista porque habiendo sabido hermanar el hambre con la música, adorna sus picotazos cantando, y á semejanza de las mariposas ama la luz y frecuentemente en ella perece; y también porque su voracidad es menos cruel y su caza menos fatigosa. A un mosquito se le inutiliza delicadamente, sin más que quemarle las alas con un fósforo; mientras á las pulgas es necesario descender á buscarlas en los escondrijos del traje ó del lecho donde se ocultan. Además, la pulga es esencialmente sanguinaria; muchas veces pica sin apetito, sólo por el gusto de fastidiar al hombre y robarle la sangre. Si estamos de visita, nos devorará el cuello; si vamos de paseo, se nos meterá dentro de una bota. ¿Sabe nadie las ideas de desesperación y hasta de suicidio que pueden inspirarnos las agresiones de una pulga escondida debajo de nuestro sombrero?...

Como lograse terminar su disertación con notable fortuna, don Elías, excitado al calor de sus propias agudezas, comenzó á probar nuevamente la buena paciencia de don Artemio.

Morón vivía á la entrada de la Glorieta del Parque, frontero á la Fonda del Toro Blanco, y, según Fernández Parreño, la distancia que separaba la botica del Casino servía á don Artemio para someter á cálculos, casi matemáticos, los grados de afecto que cada uno de sus amigos le dedicaba.

—¡No haya cuidado—aseguraba el médico—que este hombre por nadie se moleste! En cambio, halla natural que todos se incomoden y molesten por él. ¿Es cierto no?...

El interpelado sonreía modesto, ocultando la satisfacción de verse comentado y objeto de la curiosidad general. Aquel discreteo, no obstante su rápida trivialidad, equivalía á un polvillo de éxito, á un rocío de gloria, que cayese sobre él.

Las festeras palabras de don Elías eran recibidas con francos borbollones de hilaridad porque apostillaban hechos menudos y conocidos. A don Artemio Morón, verbigracia, le gustaba muchísimo charlar. Sincretista y desocupado, amaba la conversación por ella misma, por «su ruido», que no por estudiosa curiosidad espiritual ó inteligente prurito de discutir. Así, ni la alcurnia mental de su interlocutor ni el asunto del diálogo, le interesaban mayormente. ¿Se comentaban las últimas corridas de toros? Bueno. ¿Hablaban de política? Adelante. ¿Debía charlar de agricultura y quejarse del tiempo? Muy bien. Todos los asuntos parecíanle igualmente oportunos para no dejar á su lengua ni á sus oídos en la ociosidad.

Con este cuidado don Artemio, que iba todas las noches al Casino, procuraba no salir nunca solo de allí. Si á la hora de él marcharse sus contertulios hallábanse enzarzados en alguna partida de ajedrez, de tresillo ó de dominó, atardaba su retirada para esperarles. Ellos, conociéndole, se hacían los remolones. Les aburría. El boticario, parsimonioso en sus actitudes, amén de caminar muy despacio, tenía la molestísima costumbre de pararse al hablar. Mientras oía andaba, pero no bien abría la boca se detenía, cual si los dinamismos de sus labios y de sus pies fueran rivales.

—A propósito de eso que ha contado usted—decía—voy á referirle lo siguiente...

Y se paraba. Replicaba su acompañante, que sabedor de sus tretas procuraba llevar las riendas del diálogo; pero había de tenerlas muy cogidas, pues Morón se las quitaba en seguida, y como hallaba especial contento en escucharse no era fácil arrebatárselas después.

A esta lentitud y aburrida templanza de ademanes, añadía el hábito de ir subrayando sus palabras con líneas que la contera de su bastón trazaba sobre la acera ó en la fachada de las casas.

—La liebre—explicaba—se había escondido aquí, bajo unas matas; yo venía por acá. Al ver al animal mis perros describieron un semicírculo en esta forma...

Todo lo corpóreo, lo susceptible de expresión gráfica, le obsesionaba; don Artemio no sabía zurcir dos ideas si á medida que germinaban en su caletre no las pintaba.

—El toro estaba allí; el picador se acercaba por este lado... ¿Comprende usted?...

Mientras la contera infatigable de su bastón peregrinaba sobre las losas del pavimento; ora trazando una recta, ya una curva graciosa, ó golpeándolas sonoramente, para mejor imbuir en el ánimo del oyente la convicción de que determinado objeto ó persona ocupaba un sitio fijo, preciso, rotundo. Comprender bien á don Artemio suponía, por tanto, escucharle á pie quieto y sin apartar de su bastón los ojos.

Todo esto daba tan fastidiosa monotonía á su trato, que sus amigos del Casino le huían. Algunos, sin embargo, solían acompañarle, ó por desocupación y deseo moceril de trasnochar, ó porque sus domicilios se hallasen en el mismo rumbo ó dirección de la botica.

Las personas de quienes don Artemio recibía tan meritísimos testimonios de paciencia y afecto, eran el gerente de La Honradez, don Romualdo Pérez; Epifanio Rodríguez, estanquillero y corresponsal de periódicos; don Valentín Olmedilla, dueño de la fonda del Toro Blanco, y don Gil Tomás. A todos ellos teníales clasificados según el tiempo que le daban escolta, y establecía relaciones directas entre la amistad de sus acompañantes y la longitud del camino. A más camino, mayor amistad. Así, el peor de ellos era Epifanio, quien, so pretexto de madrugar, le dejaba en la Bajada de la Fuente, á cincuenta pasos mal contados del Casino. Romualdo, que nunca se acostaba sin echar un vistazo á las severísimas rejas de doña Virtudes, le acompañaba hasta el callejón del Misionero. De allí á la farmacia la distancia era breve. Unicamente su vecino don Valentín y don Gil Tomás, que necesitaba cruzar la Glorieta del Parque para entrarse en el Paseo de los Mirlos, iban con él hasta su casa.

—El refinado egoísmo de don Artemio—decía don Elías—tiene clasificados á sus amigos en tres grupos: malos, medianos y excelentes.

Para excitar la hilaridad del mujerío, parodiaba con su cuchillo, sobre el mantel, los geroglíficos que el boticario hacía en las aceras con su bastón.

—Supongamos—continuó—que se trata de un termómetro inventado por Morón para medir la temperatura afectiva ó sentimental de sus conocidos. La ampolla ó depósito del aparato lo constituye el Casino; la columna termométrica es la calle Larga, eje máximo ó espina dorsal del pueblo que va, como todos sabemos, desde el Casino á la Glorieta del Parque; y el mercurio que sube y baja por el tubo capilar, las personas de quiénes don Artemio se acompaña egoístamente y con el exclusivo objeto de no aburrirse. El cero, en esta rara escala del calor amistoso, lo señala, por ejemplo, la Bajada de la Fuente, donde le deja Epifanio. ¿No es eso?... Los veinte grados, podemos calcular que corresponden al callejón del Misionero, por donde Romualdo ha de pasar todas las noches; y, solamente, don Valentín, don Gil y algún otro, llegan á la Glorieta del Parque, que representa los cien grados, la ebullición, la muerte de todos los gérmenes ingratos, la exaltación ó frenesí de la amistad. Anoche, alrededor de las doce, le vi á usted acarreando por la columna mercurial á don Juan Manuel. ¿Consiguió usted que subiera mucho?...

Fernández Parreño miraba á doña Evarista, que lucía risueñamente el prodigio blanco de su dentadura. Don Artemio siguió la broma.

—No crea usted—repuso—que la temperatura afectuosa sube en don Juan Manuel fácilmente.

—¿Pasó de la Bajada de la Fuente?

—¡Eso, sí! Podemos decir que conseguí hacerle «romper el hielo»; pero se quedó á la altura de Correos: no fué mucho; algo equivalente á diez ó doce grados...

Según adelantaba la comida, la conversación iba generalizándose y cobrando mayores vivacidad y regocijo. Los vapores sinceros del vino desnudaban los caracteres que florecían en atrevimientos y expresiones nuevas. La señora de Fernández Parreño, admirada del fértil y ameno ingenio de su esposo, reía sus donaires con una complacencia parecida á un orto de amor; doña Virtudes, ocupada siempre en corregir con fulminantes miradas los dichetes de sus hijas, no disponía de la ecuanimidad necesaria para rendirse al buen humor, y conservaba, dentro de la más impecable corrección, una actitud fiscal; María Jacinta y Flora, charlaban aparte; las hijas del médico, doña Evarista y la señora de Martínez, conversaban con gran alborozo y todas á un tiempo.

Servían el café, cuando llegaron Epifanio y Romualdo, muy currutacos, oliendo á esencias y con las solapas florecidas. Los dos eran jóvenes, delgados y de gentil presencia; usaban bigote y llevaban sombreros redondos de paja. Epifanio lucía un «completo» gris y una corbata encarnada; Romualdo vestía un traje azul marino con rayitas blancas y zapatos de piel de Rusia. Su aparición fué aplaudida y señaló el momento de dejar la mesa. Todos se levantaron; el baile iba á empezar. Cuatro músicos, sentados en un ángulo del patio, junto á la enredadera, preludiaron una mazurka. El fragor con que las sillas eran arrastradas de un lugar á otro ahogaron aquellos primeros compases. Los circunstantes iban sentándose en semicírculo y según su gusto: unos, al aire libre, entre la humedad fragante de las macetas; otros, en la galería, donde era más áspera la claridad. Y de nuevo, exasperados, enloquecidos, por la greguería de la música y de tantas voces, los jilgueros y los canarios rompieron á cantar.

Muy sensible al calor don Ignacio había resuelto ponerse en mangas de camisa. Pequeño, redondo, el rostro sudoroso, el pestorejo ancho y peludo, las piernas cortas, pero gruesas como las de Atlante, el señor Martínez dió dos recias palmadas. Sus manos cortas, cubiertas de negro vello hasta las uñas, sonaron como tablas.

—¡Señores, á bailar!...

¡Oh, y qué blandas, qué suaves, acariciadoras y alcahuetas, vibraron aquellas palabras!... Fué un soplo de paganía, un estremecimiento sabático. Epifanio ofreció su brazo á Raimunda; Romualdo dió el suyo á Micaela. La joven se levantó, el rostro bañado en felicidad y alisándose con ambas manos los cabellos. Al dejar la silla, sus caderas tuvieron un vaivén voluptuoso. Doña Virtudes la llamó y en voz muy baja, sibilante...

—Estás fuera de ti; haz el favor de comportarte decentemente...

Micaela se encogió de hombros.

—Por Dios, mamá...

Fernández Parreño quiso danzar con doña Evarista, quien se excusó finamente cimentando en su edad su negativa, y el médico invitó á Flora. Don Ignacio, contento y ágil como un muchacho, bailaba á María Jacinta; y, á pesar de su corcova, don Artemio brindó galantemente su brazo á doña Fabiana.

La corrección de don Elías y su juvenil esmero en acicalarse, impresionaron al veterinario. ¿No iba don Elías demasiado currutaco para sus años? ¡Y luego, aquella flor roja que adornaba su ojal!...

—¡A rocin viejo, cabezadas nuevas!—gritó Martínez.

Antoñita dormía acurrucada en un sillón. Doña Virtudes, doña Presentación, Anita y don Niceto, que no sabía bailar, se sentaron en grupo. Para oirse necesitaban hablar á gritos; al fin, ensordecidos por la música y el canto, cada vez más rabioso, de los pájaros, decidieron callar. Unas en pos de otras, las parejas danzantes voltijeaban infatigables, y bajo la generosidad lechosa de las luces, se multiplicaban sus perfiles. Según el trozo de patio que sirviese de fondo á las figuras, éstas perdían ó ganaban en nitidez: así, sobre las iluminadas paredes de la galería, los cuerpos de María Jacinta y de Micaela, vestidas de blanco, se emborronaban, mientras los negros cabellos de la señora de Martínez exaltaban la solemnidad de su ébano; y, por el contrario, ante la oscuridad de la hiedra, los trajes claros y los semblantes se recortaban intensamente, en tanto las cabelleras se desvanecían. La exactitud de tales contrastes podía seguirse mejor atisbando las evoluciones de Epifanio y de Romualdo: el gerente de La Honradez, vestido de azul, era el bailarín de la luz y de los muros encalados; Epifanio, en cambio, por lo mismo que palidecía bajo las lamparillas eléctricas, dentro de su terno gris, medraba notablemente en la penumbra de la hiedra.

A las once tocaba la fiesta á su apogeo. Habían llegado doña Quintina, una jamona, alegre y apretada de carnes, á quien don Artemio no podía mirar sin que se le encandilasen los ojos; y Luis Olmedilla, el prometido de Anita, á cuya sola presencia los labios hasta allí amustiados de la moza, recobraron su locuacidad y encendido color.

En Luis Olmedilla, bien plantado, desocupado y alegre, todas las muchachas de Puertopomares, cuál más, cuál menos, había pensado alguna vez. Socapa de estudiar Derecho vivió en Madrid varios años, y allí aprendió á tocar la guitarra y otras majezas. Aunque pobre, sus costumbres holgazanas y su mediana ilustración le separaban del bajo pueblo, en cuyo trato y comercio, no obstante, se complacía. Era faldero y amigo de trifulcas. La influencia del juez, su hermano, tras salvarle de quintas, había agravado sus fueros de perdonavidas. Desde que ahorcó los libros, vivía en la fonda del Toro Blanco y á expensas de don Valentín, y sin mejor ocupación que retozarle las criadas y beberle los mejores caldos de la bodega. Con estos y otros no menos arlequinescos pormenores que de él se contaban, las mujeres, enemigas inconscientes de la moral, se perecían por gustarle, y ello estimulaba la pasión en que la menor de las hijas del médico se derretía.

Al terminar el vals, don Artemio invitó á Olmedilla á pulsar la guitarra; aceptó en seguida el mozo, que rabiaba por coquetear y lucirse, y apenas vibró la suave pesadumbre de las primeras coplas, cuando Martínez, que con las frecuentes libaciones sentíase enternecido y más enamorado de su mujer que de costumbre, determinó obsequiar á sus invitados con unas botellas de champagne.

A media noche los ojos de doña Presentación y de doña Virtudes empezaron á cerrarse de sueño, pero las muchachas tenían los suyos por momentos más pajareros y luminosos. La danza pedía vino, y el vino, danza; multiplicábanse las conversaciones y las risas; los hombres hablaban á gritos y rivalizaban en decir donaires. Salieron á colación varios cuentos: don Elías refirió uno, otro don Artemio, y Luis Olmedilla empezó una historia de tan sutil y quebradiza moralidad, que María Jacinta, Flora y las señoritas de Fernández Parreño, comprendiéronse obligadas á taparse los oídos. Doña Evarista acudió en socorro de las escandalizadas doncellas.

—Luis, las atrocidades están prohibidas; hay demasiada gente...

—Pues, por eso, porque hay mucha gente, tienen mis ligerezas menos gravedad.

—¡Al contrario! Particularmente, cualquiera de nosotras oiría eso... y más. En público, no. La vergüenza femenina es un fenómeno de conjunto que sólo se produce con la aparición de una «tercera persona». Como en el Paraiso, exactamente...

Don Elías propuso un juego de prendas, pero su opinión fué rechazada. La juventud prefería bailar. Las mejillas cubiertas de mador de las muchachas ofrecían una tersura brillante y nacarina. Las hijas de Fernández Parreño, hermosas y encendidas, estaban como lujuriantes amapolas. Los rostros de Flora y de las señoritas de Castro, también ardían, y aquel aborrachado color mejoraba su belleza. En los breves instantes de silencio que dejaban las conversaciones, vibraba el nervioso abrir y cerrar de los abanicos. Hasta las ojeras profundas y los labios viciosos de María Jacinta tenían arreboles de salud.

Los músicos requerían de nuevo sus instrumentos, y Anita, que llevaba agilidades de pájaro en los pies, pidió á voces un vals. La mayoría protestó: deseaban algo más lento, más sensual...

Doña Fabiana llamó la atención de su marido.

—Me parece que ha sonado el aldabón de la puerta de la calle.

Martínez hizo un gesto de duda.

—¿A estas horas? No es probable.

Fernández Parreño ratificó lo dicho por la señora de Martínez: él también estaba cierto de que habían llamado. Don Ignacio se encogió de hombros.

—Quien sea—dijo—puede entrar, porque la puerta quedó entornada.

Acababan de ser dichas estas palabras, cuando la puertecilla que relacionaba el patio con la cuadra se abrió lentamente y, sobre su oscuridad, apareció don Gil.

La llegada insólita del hombre pequeñito y astral, determinó en todas las mujeres idéntica emoción de frío. Miráronle con miedo, con rubor; con ese rubor que hay en las pupilas de las recién casadas. De emoción María Jacinta, la favorita de don Gil, quedóse lívida. Cesaron las risas. La entrada de un Sultán en su serrallo, no produciría otro efecto. Era el amo, el Deseo, que, de noche, se hacía hombre; el íncubo...

En medio de aquel silencio repentino, silencio de sorpresa, don Gil Tomás, el hombrecito color de paja, el hombrecito que no había reído nunca, avanzó insinuando un saludo amable...

X

Pilar y Maximina charlaban en voz queda mientras cosían á la luz de la lámpara. Pilar era regordetilla y tenía los cabellos negros, crespos y lustrosos, de las cíngaras; Maximina, por el contrario, era rubia, alta, pálida y señoril. Cuando momentos antes Pilar, un poco despeinada y con ojos de tristeza, penetró en la estancia, su compañera la interrogó:

—¿Ya se ha dormido?

—Sí.

—¡Pronto le llegó el sueño esta noche!...

—Afortunadamente...

Y ya no hablaron más del hombre pequeñito. Pusiéronse ambas á zurcir porque aquella faena, dando ocupación á sus manos, distraía de soslayo su pensamiento y con la distracción iba el alivio. Todas las prendas que repasaban pertenecían á don Gil: eran calcetinitos, calzoncillitos, camisitas, elásticas, de inverosímil parvedad. En el silencio nocturno, lejos, al otro lado de la Glorieta del Parque, resonaba acompasadamente el martillo del veterinario. Vibró la voz del sereno:

—¡Las once... y nublado!

—Las once ya—repitió Pilar.

—Pues don Ignacio trabaja todavía.

—Sin duda por ser mañana jueves, día de feria.

—Es verdad.

Hablaron de las faenas menudas de la casa.

—¿Quién va á lavar esta semana?—preguntó Maximina.

—Me corresponde lavar á mí.

—¿Hay jabón?

—Me parece que no.

Se interrumpieron para contar las once campanadas del reloj del comedor; latían límpidas, argentinas, debilitadas por la distancia.

—El amo ha dicho que quiere almorzar mañana paella—continuó Maximina.

—Bueno: sacrificaremos el pollo blanco; es el más grande y el más peleador; á sus hermanos no los deja vivir.

Fuera de la casa susurraba un rumor pertinaz de marea, una inquietud de agua corriente, producida por el viento entre los árboles.

—Mañana tendremos mal tiempo—observó Pilar.

—Creo lo mismo.

Callaron las dos azafatas y á la vez levantaron la cabeza, y sus miradas quedaron fijas en un punto del muro. Inmediatamente sus ojos se buscaron.

—¿Has visto?

—Sí.

Examinaron la lámpara.

—¿Habrá sido un temblequeo de la luz?

—No, sé.

Era un vapor tenue, una especie de mancha amarilla levísima, la que un segundo—sólo un segundo—imaginaron ver resbalar por la blancura de la pared. Las pestañas, en el abrir y cerrar automático de los párpados, suelen echar sobre las pupilas una sombra así. Lo extraño, lo alarmante, fué que, simultáneamente, idéntico fenómeno se hubiese producido en las dos.

Maximina, con un movimiento nervioso, tiró su costura al suelo, como disponiéndose á huir.

—Tengo miedo—dijo—; eso es el amo, que se ha marchado.

A Pilar, las manos, de terror, se la habían puesto frías y blancas.

—¿Dices que es el amo?

—Estoy segura. Vé á ver.

—¿A dónde quieres que vaya?

—A su cuarto.

—Yo, no me atrevo.

Maximina, cuyo miedo, por instantes, se convertía en curiosidad y valor, se levantó.

—Vamos las dos.

Cogió á su compañera de un brazo, queriendo llevarla consigo. Pilar la rechazó fácilmente; su pánico habíase trocado en fuerza hercúlea.

—¡Yo, no voy... yo no me muevo de aquí!

Levantaba la voz como si, verdaderamente, se hubiesen quedado solas. Por nada se atrevería á penetrar en el dormitorio de don Gil. Maximina la miró con odio y desdén:

—¡Cobarde!... Iré yo sola.

Dirigióse hacia la habitación del enano, que estaba contigua, empujó suavemente la puerta y, sin entrar, miró. La cabeza, grande y amarilla, de don Gil, reposaba sobre las almohadas.

Pilar, reanimada por el bizarro ejemplo de su compañera, la había seguido. Preguntó:

—¿Está?...

Maximina volvió á cerrar la puerta y, muy pálida, se retiraba de puntillas.

—Sí... está...—balbuceó.

Hizo un gesto y bajando mucho la voz:

—Como estar... ¡sí que está!... Y, sin embargo, no está. ¿Tú comprendes?...

XI

La ociosidad y regocijo del vecindario puertopomarense tenían, aparte el pequeño festival organizado en la plaza, todos los domingos, á la hora de misa mayor, cuatro manifestaciones principales: el Casino, la Fonda del Toro Blanco, el café de la Amistad, vulgarmente llamado «de la Coja», por serlo su dueña, y la estación del ferrocarril. De estos lugares, los tres primeros pertenecían exclusivamente al elemento masculino; allí se congregaba para hablar de toros, de sementeras y de política; jugar al dominó ó echar un rato á carambolas. Como fatigado de la calle, el hombre, si intenta divertirse, necesita hallarse sentado y entre paredes. En cambio, la mujer, que vive recluída y en perpetua inquietud de ensueño, prefiere caminar, sentir el aletazo de las cosas que violentamente llegan y huyen, y se va á la estación.

El Casino era el lugar predilecto de lo más conspicuo y benemérito de la población; lo que constituía la nata, penacho ó cogollo de la mejor sociedad, acudía allí. El patio de la Fonda del Toro Blanco, gracias á las cortesanas marrullerías y buen unto de don Valentín, era visitado también por la gente de pro, pero señalaba, dentro de la distinción, un matiz más familiar, menos etiquetero y mirlado. Siempre que las personas de viso sentían la pereza de vestirse con toda pulcritud; cuando don Elías, por ejemplo, estaba con los pies doloridos de andar y sin ánimos para calzarse las botas nuevas; ó don Artemio se había ensuciado los puños de la camisa con el mortero y no tenía ganas de mudárselos; ó don Juan Manuel Rubio, gordo y comodón, no quería aplicarse el tormento de un cuello almidonado, iban á la fonda de Olmedilla. La concurrencia, de consiguiente, era selecta, pero mostraba en su indumentaria y actitudes cierto desaliño familiar. Se hablaba más alto y las discusiones adquirían fragosidades tempestuosas; el individuo que en el Casino le hubiese pedido á Teodoro te ó café, en el Toro Blanco, bajo el lozano dosel de la parra que cubría el patio, bebía aguardiente; los jugadores de dominó porraceaban con bullicioso ímpetu el mármol de las mesas, y á nadie le parecía mal; allí los cuellos anchos, deshilachados y cubiertos de suarda, de don Niceto, no atraían la murmuración, y don Ignacio hubiera podido quedarse impunemente en mangas de camisa.

El café de la Amistad pertenecía al pueblo. Hallábase situado en el cruce de las calles Bajada de la Fuente y Amor de Dios. Era un local amplísimo, con suelo oscuro, de madera, y paredes blancas. Las luces tremaban suciamente en la turbieza de los espejos metidos en gasas. Varias columnas de hierro aguantaban la pesadumbre del techo, que un pintor, para darle apariencias celestes, revocó de azul y adornó con una lamentable bandada de golondrinas; el guión llevaba en el pico un ramo de vid. Había tres mesas de billar, que casi nunca estaban ociosas, y ocupaban el resto del salón numerosos veladores con pies de madera y piedra de mármol. El mostrador hallábase inmediato á la puerta que conducía al interior del establecimiento, y ante un elevado estante, bien repleto de botellas polícromas y exornado en su remate por un reloj de cuco.

En el café de la Amistad no había camareros; Rosario, la dueña, servía por su mano á su clientela, y ello significaba el mejor sostén ó razón del negocio. Era una rubia de veinticuatro años, desde el amanecer muy bien peinada, empolvada y compuesta, tetuda, ancha de omoplatos y con las restantes partes de su saludable persona tentadoramente apretadas y rollizas. Para mayor provocación, siendo niña habíase roto la pierna derecha á la altura de la rodilla, y como los huesos no se soldaron bien, aquella extremidad quedó más corta, lo que la constreñía, al caminar, á mover las nalgas de un modo que suspendía la atención de los hombres. Más de un jugador de dominó, por mirárselas, se distrajo y neciamente perdió la partida.

Entre los contertulios asiduos del café de la Coja, estaba Frasquito Miguel. Iba solo y á prima noche y procuraba instalarse cerca de la puerta, con la obsesión de embriagarse y de no llamar la atención al salir. El señor Frasquito se emborrachaba con aguardiente. «Me gustan—decía—las armas blancas...» De media en media hora pedía un vaso grande, que bebía á sorbos caudales y lentos, para que el deleite de su boca sedienta fuese mayor. Durante toda la velada, su figura cetrina, inmóvil, apoyada de codos en la mesa, perfilábase sobre la blancura de la pared. No hablaba, no sonreía, y si alguien le dirigía la palabra, replicaba con monosílabos. Entre tanto, sus mejillas iban congestionándose, desmayábase su labio inferior y sus ojos mortecinos miraban idiotizados á la concurrencia. Si le invitaban á jugar una partida de naipes, se excusaba moviendo la cabeza. No sentía la necesidad inteligente de comunicarse con nadie. Su placer, el placer que llenaba gozosamente el silencio de aquellas horas, era interior, reconcentrado, hermético. El señor Frasquito pensaba en la coja; por verla cojear, el busto inclinado como en una reverencia y las caderas en alto, iba allí. Admirándola tan carnosa, tan blanca, tan limpia, tan pechugona, pensaba en su coima, la fiera mujerona, cenceña, huesuda y desapacible, y aunque hacía tiempo no ponía en ella las manos, harto recordaba la aridez de su cuerpo triste, anquiseco y hombruno. «¡Si se pareciese á «la Coja!...»—pensaba. Luego, ya tarde, llamaba á Rosario; sin mirarla, con una especie de pudor amoroso, la preguntaba el importe de su gasto, pagaba y muy erguido, rígidas las piernas, mesurado el paso, como equilibrista que avanzase por una maroma, se dirigía hacia la puerta.

Toribio Paredes, el tonelero Eustasio García, Luis Olmedilla, que gustaba de alternar con la plebe, y otros individuos sobranceros y de sueltas costumbres, frecuentaban puntualmente el café de la Amistad sólo por complacer sus ojos en la hermosura de la dueña y, particularmente, en las opulencias que su cojera, acompasadamente y tan á gusto de todos, salpresaba y ponía de manifiesto. Este brusco vaivén exasperaba la voluptuosidad colectiva: Rosario hubiese dejado de ser coja, y, como por ensalmo, habrían disminuído sus ganancias; desde el punto de vista económico, aquel «buen pie», que otros industriales la envidiaban, era precisamente su pierna rota. De todo ello estaba bien convencida la hermosa mujer, y aunque tenía un don Cuyo, de quien parecía muy enamorada, fuese por interés ó por pinturería y femenil vanidad, ó por ambas causas, complacíase en recorrer la sala, yendo de mesa en mesa y repartiendo entre su clientela palabras de agasajo y estudiadas sonrisas.

Eran muchos los mozos, trabajadores de los tejares y gañanes, que se la comían con los ojos, y este represado apetito descubríase en el ardor con que, mientras la miraban, dentro de sus alpargatas los dedos de sus pies, desnudos, se retorcían. Toribio, especialmente, perecíase por ella, y tanto creció su afición, que necesitó echarla del pecho. Su hacienda, su mano de esposo, cuanto significaba y tenía, púsolo á merced de la adorada. Rosario le escuchó indulgente y con frases cordiales le desesperanzó y persuadió de la inutilidad de sus deseos: ella tenía á quién querer, y este amor grande, amor de muchos años, excluía de su corazón cualquier otro afecto. Llegaba tarde. Entre ambos, sin embargo, podía haber amistad, una buena amistad... y no era poco. El sincero acento de sus palabras convenció á Toribio: estaba bien; nunca más, aunque llegase á centenario, volvería á importunarla con sus ruegos. No obstante, bajo la vertical decisión de la voluntad, el deseo embravecido persistía inexorable. Por adueñarse de «la Coja», Toribio Paredes hubiese llegado al crimen: rendirla, estrujarla entre sus brazos durante una noche, y luego quedarse ciego, cubrirse de lepra ó entregar la garganta al verdugo... ¿qué importa?... El, nada decía; antes le hubieran hecho picadillo, que arrancarle del cuerpo otra frase alusiva al infierno de su corazón; pero cuando veía á Rosario, decolorábanse sus labios, apretaba los dientes, y sus orejas, repentinamente blanqueadas por la emoción del deseo, parecían adherirse al cráneo como las de las fieras cuando van á reñir.

Al Casino, por las mañanas, iba poca gente; algunos jugadores de billar y nada más. A mediodía llegaban los devotos del vermouth: don Elías, don Isidro, don Juan Manuel, don Ignacio... Por las tardes, especialmente desde las cuatro en adelante, la afluencia de socios acrecía, y los salones ecoicos temblaban con el alboroto de las tacadas y de las apuestas. De noche, la animación era aún mayor. Los contertulios se repartían: los más jóvenes, luchaban inclinados sobre las mesas de billar; otros, acudían á la sala de juego, ó fraccionados en grupos, se abandonaban á las sorpresas del dominó ó del tute.

Entre los concurrentes más tenaces estaba don Elías, quien diariamente, á lo largo de su vida, le disputaba á don Artemio Morón el campeonato del ajedrez. Tres años hacía que, todas las noches, aquel empeñado torneo se reanudaba: ni claudicaba el médico, ni el boticario se rendía: si Fernández Parreño perdía, don Artemio le invitaba á desquitarse; si, por el contrario, el vencido y deshecho era don Artemio, don Elías se apresuraba á desafiarle nuevamente y agasajarle así con la perspectiva de una victoria.

Esta tenacidad servía de argamasa ó basamento á una tertulia formada por el juez don Niceto Olmedilla, Romualdo Pérez, Epifanio Rodríguez y don Pepe Erato, uno de los vecinos más insignificantes y más buenos de la población. Don Juan Manuel, que adoraba las ásperas emociones del «treinta y cuarenta» llegaba después, y siempre, hubiese ganado ó perdido, su hablar cultipicaño, abundante y sobrado de amables paradojas, imprimía á la conversación rumboso incremento.

Don Ignacio Martínez, favorecido por don Dimas, el médico, don Isidro Peinado y otros, constituía reunión aparte: el veterinario era vanidosillo y celoso de su personalidad, y no quería sentarse á la mesa donde otros prestigios—los de don Juan Manuel y Fernández Parreño, verbigracia—pudiesen igualar el suyo cuando no oscurecerlo. Establecida esta separación y satisfecho de su independencia y hegemonía, Martínez ya no hallaba reparo en interpelar á sus amigos de otras tertulias con razones y dichetes, y obtener así para la suya algunas migajas de la alacridad que generalmente sobraba en la del diputado.

Varias figuras, comunes á la mayoría de las ciudades pequeñas, descollaban allí.

Don Ignacio, por ejemplo, era ese individuo que en los casinos de todos los pueblos lee la prensa en voz alta. Adquirió este hábito á poco de terminar su carrera, porque, según decía, con el mucho estudiar se le había fatigado el cerebro y de resultas dispersado y tullido la atención, de manera que no acertaba á comprender claramente lo que leía si al mismo tiempo que por los ojos las palabras impresas no iban metiéndosele en el alma por los oídos. Un sentido ayudaba al otro. El público había aceptado aquella costumbre. A veces, si alguien, acuciado por el interés de algún acontecimiento taurino, ó de cualquier incidente parlamentario ruidoso, proponía: «Veamos lo que dice el periódico». Sus oyentes le contestaban enseguida: «¿Qué prisa hay? Esperemos á que venga don Ignacio; él lo leerá». Tácitamente no reconocían otro lector: en sus labios las noticias tenían mejor aderezo; estaban habituados á sus ademanes, á su manera de frasear, á sus apostillas un poco anárquicas. De bonísimo grado Martínez ejercitaba aquel cargo honorífico. Fiado en la adhesión incondicional de su auditorio, apenas llegaba al Casino desdoblaba la prensa, venida de Salamanca ó de Madrid, instalábase debajo de una luz y poníase á leer de modo que todos le oyesen. Era un lector constante, entusiasta y gratuito, cuya voz dura y violenta, como su carácter, llenaba el salón. Egoístamente, sin curarse de nadie, don Ignacio leía el artículo «de fondo», los telegramas, la crónica negra, la sección de teatros... Los circunstantes le atendían unas veces, otras no; generalmente sólo le escuchaban el tiempo que Teodoro tardaba en traerles la caja del dominó ó la del ajedrez; luego se abismaban en el juego y olvidados de Martínez disputaban y reían. Don Ignacio, sin embargo, continuaba leyendo: primero, leía para todos; después para Teodoro, que sentado á su lado y codicioso de saber lo que acaecía en el mundo, miraba al albeitar como á un oráculo; pero estas devociones siempre eran cortas, porque sus obligaciones de camarero le obligaban á ir incesantemente de un sitio á otro. Entonces don Ignacio, impertérrito, sin curarse ya de nadie, continuaba leyendo para sí mismo, y la obstinada fe que en ello ponía era la del estudiante que, en víspera de examen, estuviera aprendiéndose una página de memoria.

Diversos concurrentes al Casino se particularizaban y distinguían por otros rasgos ó costumbres especiales.

Así don Artemio Morón era el individuo más madrugador de Puertopomares y, por lo mismo, el mejor informado de cuantos enredijos amenizaban la vida secreta del vecindario. Fuese invierno ó verano, apenas empezaba á clarear, su alto perfil, zancudo y jiboso, destacábase en la puerta de la farmacia: esparrancado, las manos metidas en las faltriqueras del pantalón, la inquisitiva mirada puesta en las calles mojadas aún de rocío. Desde su observatorio atalayaba un buen trozo de la calle Larga, casi toda la Glorieta del Parque y las primeras casas del umbroso Paseo de los Mirlos. Sin su implacable curiosidad, despabilada no bien amanecía, muchos pecados hubiesen quedado ocultos. Morón, que veía salir muy de mañana á don Juan Manuel del domicilio de doña Evarista, llevaba cuenta de las noches que el diputado distraía en casa de su amiga, avizoraba también á cuantos mozos volvían de pernoctar en el burdel de la Casilda, y si pasaba algún tipo desconocido, de su traza y del rumbo que llevase deducía quién fuese. En años anteriores, la virtud, muy propensa á quebrarse, de doña Amparito, la esposa de don Pepe Erato, proporcionó al boticario golosos atisbos, y no era lo peor que descubriese la falta, sino el criminal regocijo que ponía en contarla. Por él, finalmente, se supo que á horas avanzadas de la noche Romualdo rondaba las rejas de doña Virtudes, y que en aquella donde Micaela asomaba la gentil travesura de su rostro, el joven gerente de La Honradez se agarraba y cosía.

Los matuteros, y más aún los amantes clandestinos, recelaban la centinela inexorable de don Artemio. A la hora del alba, la de más hondo y sabroso dormir, todas las mujeres que sufrían la angustia de alguna pasión prohibida, removían al amante feliz y cansado. Con zarandeos y palabras de alerta, espantaban su modorra.

—Levántate—decían—y vete, antes de que don Artemio abra la botica.

Bajo el recuerdo de aquel nombre, ellos obedecían asustados, como huyen los malos intentos ante la razón. En la vida de Puertopomares, don Artemio, vigilante y acusador, simbolizaba la conciencia.

Don José Erato, en punto á vigilancia, era el reverso de don Artemio. Por no fiscalizar lo que á su alrededor sucedía, ni siquiera en la vida de su mujer se entrometió nunca, y así fueron de libérrimas las costumbres de doña Amparito. Don Pepe, aunque de familia acomodada, no pudo seguir ninguna carrera porque «se dormía» leyendo. Todo lo contrario de Martínez. Los médicos, achacando aquella modorra á una lesión cerebral, le prohibieron el estudio. Vivía, pues, de sus rentas que, si bien modestas, bastaban á sus necesidades, y el dulce sueño que le causaban los libros, cerrándole también bondadosamente los párpados para ciertas vergüenzas de su existencia conyugal, mantuvo la dulce ecuanimidad de su espíritu. Los mejor pensados aseguraban que don Pepe, aislado realmente de todo por esa conflagración de silencio y de sombras que el mundo teje alrededor de los maridos engañados, no sospechó jamás los platos de adulterio que á espaldas suyas se guisaban; pero otros, le suponían al corriente de todo, añadiendo que era tal el imperio de doña Amparito sobre su esposo, y tan fuerte el amor de éste hacia ella, que por no perderla renunciaba á sus fueros de marido y su pasión resolvíase en cobarde humildad.

Al fin estos errores juveniles pasaron. Hacía tiempo que los dos eran viejos: ella tenía cincuenta años, él rondaba ya los sesenta. Vivían en una casita de su propiedad situada en el Camino Alto de la estación, y, diariamente, al declinar el sol, sus vecinos les veían asomados, entre floridas macetas, á una ventana del piso bajo. Algunos saludaban:

—Buenas tardes, doña Amparo y don José.

—Buenas tardes...

El padecía del estómago y su semblante descolorido expresaba tristeza; doña Amparito, en cambio, era alegre y sus ojos derramaban desenfado y salud. No obstante, sus dos figuras rimaban bien; se completaban. Don Pepe, que seguramente conocía todo el ridículo de su historia, nunca se había quejado: era bueno, dulce, afable, paternal, indulgente; un espíritu ecléctico, de limpia raigambre cristiana; un evangélico sin hiel y sin rencor, que, convencido de la feroz tiranía que sobre ciertos temperamentos ejerce el deseo, pasó su mansa existencia «haciéndose cargo». Por lo mismo doña Amparito, ya en los umbrales de la ancianidad, comenzó á quererle. Menos aquél, todos los hombres á quienes neciamente se dió la habian olvidado. Entonces su ánimo tornóse hacia el pobre compañero sumiso, de manos frías y cabellos blancos, que siempre perdonó; y, por ensalmo, su desprecio hacia él evolucionó y fué simpatía, y la aburrida costumbre de vivir juntos, poco á poco floreció en rosas de agradecimiento y de suave amor. Contribuyó á esta reconciliación sin palabras, obra de arte del tiempo, la pérdida de un hijo que, suicidándose á los veinte años por una mujer, debió de enseñarles á entrambos el hondo horror de las pasiones fuertes. Esto abrevió el otoño sentimental de doña Amparito; dentro de su cuerpo, todavía garrido, su alma flaqueaba y se cubría de arrugas, y cuando hastiada, revolvió los andariegos ojos hacia don Pepe, acaso se maravilló de hallarse tan cerca de él y de quererle tanto. Fatalmente su cansado corazón y la moral se ponían de acuerdo.

Acerca de este arrepentimiento, tan dulce quizás por ser tan tardío, tuvo don Juan Manuel una frase volteriana:

—Ha vuelto á el—dijo—á esa edad en que la virtud deja de ser para nosotros un estorbo.

Así era, en efecto. ¡Pobre don Pepe! Pero, después de la virtud que nace del amor, la nacida del desengaño y de la fatiga, ¿no es la más segura?...

La Fonda del Toro Blanco tenía sobre el Casino la indiscutible ventaja de que en ella se podía comer. Según la estación, el público se congregaba en el comedor ó al aire libre, que para tales y aun mayores esparcimientos ofrecía la casa comodidades y anchura. Durante la estación estival las mesas de billar y tresillo eran sacadas al patio que, en testimonio y alabanza de su frescura y sanidad, los concurrentes llamaban «la playa». Era un amplio espacio cuadrangular enlosado de mármol y circuído en lo alto por una galería que sustentaban columnas de hierro. Una vieja parra muy umbrosa y lozana, le servía de dosel y las luces eléctricas distribuídas equilibradamente entre la fronda, daban á las hojas más próximas alegrías de corindón. En el nimbo plata de cada lamparilla, las arañas, silenciosas, tejían su traición. A un lado, negra, redonda, la boca de un viejo pozo de musgoso brocal, refrescaba el ambiente con su aliento húmedo. Aquel pozo tenía una historia: á su abismo, Luis Olmedilla, una noche, había querido tirar á una criada.

En invierno la tertulia se trasladaba al comedor, vastísimo local con suelo de madera, paredes estucadas y cinco ó más ventanas á una huerta. La única singularidad digna de recordación que allí había, era el retrato de don Valentín con que el testero principal del salón se adornaba. Cuando algún forastero, curioso, inquería el origen de aquella obra de arte, don Valentín Olmedilla, como hombre que tiene clasificada la gloria entre las mayores pequeñeces humanas, modestamente bajaba los ojos. En esta actitud, que evocaba una historia, había un remordimiento: él, tan bueno siempre, tan blando para sus clientes morosos, tan desprendido, una vez fué cruel con un desdichado pintor vagabundo que le adeudaba dos meses de pupilaje; la trampa del artista ascendía á doscientas pesetas.

—Pues si no tiene usted dinero—había dicho don Valentín—va usted á pagarme haciéndome un retrato.

Y como era compasivo, añadió:

—Los días que emplee usted en concluirlo puede vivirlos aquí; no le costarán nada.

Valido de esta autorización misericordiosa el pintor no se dió prisa en pagar. Invocando ambagiosas razones de luz, sólo trabajaba por las tardes, durante una ó dos horas: la señora de Olmedilla, sus hijas, Serafina y Mercedes, y Dominga, la sobrina de don Valentín, agrupadas tras él, sonrientes, suspensas y calladas, maravillábanse al ver cómo la figura del amo de la casa iba surgiendo lentamente. Don Valentín era pequeño, viejo y feo, pero en sus ojos había una expresión de bondad que pronto se mudaba en simpatía, ganadora de voluntades. Este gesto dócil y servicial lo recogió bien el pintor, dando con él mérito á su obra. Don Valentín aparecía retratado hasta algo más abajo de las rodillas y en actitud de caminar; vestido de negro, el rostro amable, ligeramente perfilado y levantado, el bigote bien puesto, una servilleta al hombro y un plato de langostinos en la mano. Aquella servilleta blanquísima, signo de servidumbre, y aquellas pupilas acogedoras, determinaban, á la vez, la psicología y la figura del hostelero: más que una cabeza, el pintor había compuesto una biografía.

Satisfechísimo de aquel retrato que había de sobrevivirle y le aseguraba una especie de pequeña inmortalidad, don Valentín dispuso colocarlo en el comedor, sobre el aparato del teléfono. Era un medio infalible de exhibición. Durante el día, á las horas de comer, y por las noches, cuando mayor era la afluencia de parroquianos, si repicaba el timbre telefónico, las miradas todas convergían hacia él y, de consiguiente, tropezaban con el retrato del dueño de la casa; la cabeza perfilada y en alto, el semblante risueño, presentando con gracia, solicitud y desenvoltura, un plato de langostinos. Aquel timbre vibrando bajo las rodillas de don Valentín, era, por efecto de una sencilla asociación de ideas, la voz del amo.

La urbanidad y paciencia de Olmedilla, su conciliadora maestría en el dificilísimo arte de sufrir exigencias, licenciar rencillas, olvidar indiscreciones y llevarlo todo por caminos de paz, mantenía floreciente la popularidad del Toro Blanco. Era una fonda grande, económica, limpia y bien situada, que todos los viajantes de comercio conocían. En tiempo de feria, cuantos toreros y comediantes llegaban á Puertopomares, se alojaban allí.

El isocronismo de la existencia pueblerina imponía á las tertulias del Toro Blanco, como á las del Casino y á las otras más plebeyas, del Café de la Coja, igual sello de aburrimiento. En la identidad y vulgaridad de los días, las imaginaciones se apagaban y el fastidio servía de sedante á los nervios. La paz ambiente quitaba á las almas su fluidez y las saturaba de suave modorra. Con la carencia de emociones, las inteligencias se adormilaban y su propia inacción las entumecía. Como jamás sucedía nada original, digno verdaderamente de mención, los espíritus no podían rebasar su nivel, ni sentir la divina espuela de la inquietud, y dedicábanse á comentar lo insignificante, lo cotidiano, adobándolo, vistiéndolo y aderezándolo de mil prolijas maneras. Así, la muerte de un vecino, con ser accidente poco agradable, distraía lisonjeramente la atención pública: ver al finado en su caja, informarse de cómo lo habían vestido y de las personas que acudieron á velar el cadáver, constituía, efectivamente, un pequeño espectáculo, un asunto de conversación con cuyos detalles los desocupados, luego, se relamerían de gusto.

Don Juan Manuel Rubio, á fuer de espíritu cultivado y forastero, era la única persona que con la independencia de sus costumbres, pasquinadas y donaires, remozaba las tertulias. Su generosidad sabía mostrarse á tiempo y algunas noches invitaba á don Elías, al boticario, al juez y á otras personas de su afecto y confianza, á cenar en casa de doña Evarista; quien tanto por bien aprendida urbanidad, como por deseo de complacer al diputado, rivalizaba con él en la tarea de obsequiar á sus huéspedes. Con estos agasajos el cacique daba riendas prudentes á su humor juvenil y divirtiéndose alimentaba su influencia política.

Fuera de sus quehaceres cotidianos los hombres no tenían otras distracciones: los plebeyos, el Café de la Coja; los señores, el Casino, la Fonda del Toro Blanco ó los ágapes familiares de don Juan Manuel; y á intervalos largos, y antes por manifestarse rumbosos que por deseos leales de divertirse, una escapatoria de cuatro ó cinco días á Salamanca ó á Madrid. Luego, á la quieta charca del fastidio aldeaniego otra vez, á embaucar á los amigos refiriéndoles con exagerados aditamentos lo hecho ó dándoles también por sucedido lo que acaso ni siquiera intentaron hacer; á criticar, á mentir, á ver egoístamente secarse la bonitura de las vírgenes en el suplicio de una eterna espera.

No todo reposaba, sin embargo, en la población. Bajo aquellas techumbres pardas, de anchos aleros y empinado caballete, tras aquellas ventanas herméticas, las imaginaciones femeninas llameaban y en su mismo aislamiento se consumían cual lámparas votivas. Esta doncella borda, otra recose las ropas que va sacando de un cuévano, aquella estudia nerviosamente su lección de piano; y mientras, á intervalos, todas recuerdan que, un poco más tarde, será hora de reunirse para ir á ver el tren. Como en todos los pueblos, en Puertopomares, durante los meses vernales y de estío, y aun en los comienzos del otoño, el andén era el Casino de las mujeres.

De cuantos trenes cruzaban por allí, el más interesante era el correo. El expreso huía de largo, y su afán parecia implicar un desdén; los mixtos llegaban á horas intempestivas y arrastrando vagones cerrados, y sin inexpresión. El correo, que conducía siempre muchos viajeros y pasaba á las siete y minutos de la tarde, era el mejor. Las hermanas Fernández Parreño, las hijas de doña Virtudes, María Jacinta y su prima Flora, todas las muchachas, se citaban diariamente para salir á recibirlo. Buscábanse unas veces en casa del médico, otras delante de la botica ó en la Glorieta del Parque, bajo los árboles, y vestidas de gayos colores y algunas con flores en la cabeza, acudían á la estación. Marchaban en pequeños grupos y cogidas del brazo hacia el llano. Sus caderas retozonas movíanse á compás, y el murmurio de sus risas y de su frívolo charlar flotaba tras ellas semejante á un polvillo juvenil. El viejo camino que empapó sangre de romanos y de moros, el legendario camino, triste como una arruga de la tierra, se alegraba con el rumor y la inquietud de tantas haldas.

Abajo, en la planicie, vibraba de regocijo el minúsculo andén: las mozas conversaban en alta voz, formaban corros bullangueros ó se paseaban. Un gran zumbido de colmena llenaba la estación. ¿Por qué tanta alegría? Había en este regocijo inclasificable una emoción de ensueño, un nervioso deseo de romancescas sorpresas, hiladas, bordadas, durante horas interminables de soledad. El tren que esperaban impacientes, como á un Rey Mago, jamás faltó á la cita. Un silbido lanzado tras un boscaje de castaños lo anunciaba, y de súbito aparecía negro, fragoroso y humeante. Pasaba la máquina jadeando, chorreando agua hirviendo; rechinaban sus frenos y, cual por ensalmo, deteníase el convoy. Las ventanillas de los vagones se llenaban de caras curiosas; algunos viajeros requebraban á las vírgenes lugareñas que les miraban sonriendo, á la vez, alegres y tristes, sin saber por qué. Una voz gritaba:

—¡Puertopomares... un minuto!...

Silencio. Inmediatamente sonaban tres campanadas y el tren seguía, disminuyendo en la distancia crepuscular hasta perderse bajo el túnel. Las muchachas, contentas como si volviesen de hablar con un novio, emprendían cuesta arriba el retorno al pueblo. Raimunda y Anita, las de los cabellos rubios, y María Jacinta la del rostro sin color, y Micaela y Enriqueta, las de las caderas y hombros estatuarios, acariciaban el mismo pensamiento:

«Mañana lo veremos también...»

Y no pedían más.

La felicidad constituye algo tan fortísimo, supereminente y precioso, que la partícula más nimia caída de su divino manto, puede hacer al hombre dichoso; en lo cual se parece á la belleza, cuyas migajas son de tan egregia condición, que la menor de todas bastaría á la inmortalidad de un artista. Y así, con «aquel minuto» que el correo hizo alto ante el andén, cuantas doncellas acudieron á recibirlo se juzgaban pagadas. Aguardar, durante veinticuatro horas, la llegada de un minuto, ¿no será espera excesiva?... Acaso no, pues es tan intensa y deliciosa la fragancia de ese instante, que impregna de su aroma todo el día. Más aún: no había de llegar, y el regocijo con que los corazones se prepararon á recibirlo bastaría á hacerlos dichosos. Imagen de la humana felicidad es ese tren que todas las mozas lugareñas aguardan. ¿No son también las almas como estaciones por donde el convoy de la ilusión ha de pasar?... Y si pasó, en efecto, y un instante se detuvo, ¿quién será tan ambicioso ó insensato que se crea defraudado?... Además: ¿no hubo y seguirá habiendo, millares de seres que murieron felices precisamente porque murieron esperándole?...

El correo se detendría más de un minuto, y perdería algo de su interés; la dicha se retardaría unos segundos más en el corazón, y tal vez pareciese menos apetecible. Las mujeres adoran los trenes porque son bellos, y lo son, porque apenas llegan, se van, y lo que se va es recuerdo... ¡y sólo el recuerdo, por ser tristeza, es poesía!...

Como en el tren, en la vida nada es definitivo, nada cristaliza, todo sirve de pretexto para ir adelante. Esta expresión de la eterna mudanza y de la universal melancolía, la adivinaban las vírgenes de Puertopomares, quienes, sin motivo concreto, al dejar la estación, sentían de pronto ganas de llorar.

XII

La tragedia que por las noches, á vuelta de numerosos y crueles ensueños, iba devanándose en la casa del chopo, continuaba su curso.

Tan fuerte y constante era la sugestión de don Gil sobre los hermanos Paredes, que estos empezaron á confundir las fantasías de sus horas de descanso con las pertinaces y homicidas meditaciones de sus vigilias, hasta no saber distinguir entre lo soñado y lo mucho malo que discurrían con los ojos abiertos. El propósito de deshacerse del señor Frasquito ofrecíase á la estrechez de sus magines por momentos más llano, razonado y viable. Unas veces suponían que la constancia de tal obsesión motivaba las pesadillas con que el hombre pequeñito les atormentaba, cual si éstas no fuesen más que simulación ó resultado de aquélla; otras admitían la existencia objetiva del alma de don Gil, creían que, efectivamente, el espíritu del enano iba á visitarles y, de consiguiente, que, cuanto sus oscuros cerebros maquinasen despiertos, era reflejo, comentario ó consecuencia naturales de lo que aquél les hubiese dicho en el terrible hilar de sus noches. La idea criminal no cejaba. Rita, en su casa, mientras cosía, ó junto al fogón, ó delante del lavadero, conforme sus manos nervudas manejaban las ropas chorreantes de agua enjabonada, retorciéndolas como si fuesen cuellos, repetía abstraída:

«Hay que matarle...»

A lo largo de los caminos á Toribio Paredes, en tanto seguía el paso lento de sus mulas cargadas, sucedíale lo propio.

«Hay que matar á Frasquito»—pensaba.

Era un imperativo que ya resonaba dentro de él, bajo su cráneo, cual eco ó voz de su cerebro; ora vibraba á su lado, junto á sus oídos, bisbisado por la platicadora brisa. Menudearon tanto las visitas de don Gil Tomás, que perdieron su misterio amedrentador y llegaron á ser familiares. Muchas veces, desde sus camas respectivas, los dos hermanos hablaban de don Gil, que aparecíase á ellos no bien sus espíritus conciliaban el sueño. En el silencio de las alcobas, separadas por un sutil tabique, todo vibraba claramente.

—Rita—murmuraba Toribio.

—¿Qué?

—¿Me oyes bien?

—Te oigo.

—¡Si supieses lo que me ha dicho!...

Ella se incorporaba suavemente, para no despertar al señor Frasquito que dormía á su lado; estiraba el cuello y en la oscuridad, la fiebre de escuchar, contraía sus labios.

—¿Qué ha sido?... dí...

Pero Toribio callaba siempre. Eran tan horrorosos sus pensamientos, que el concertarlos y reducirlos á palabras ponía espanto en su corazón.

Sólo es secreto lo que nunca bajó de la frente á la boca. Fiel á este criterio, el bujero musitaba evasivas.

—Es largo de contar; ya lo sabrás mañana.

Con esta suprema taimería de mostrarle al hombre la ruta del crimen lucrativa y expedita, al par que acrecentaba en la mujer la codicia y los deseos de independencia, don Gil iba acercándose poco á poco al desenlace de su venganza.

Una tarde Toribio Paredes, volviendo de la estación, tropezóse en la Glorieta del Parque con Maximina, la más joven de las dos criadas que servían á don Gil. Contaría veinte años. Era rubia, de buen talle, pulcra en el vestir y muy alindada de manos y de rostro. Hacía tiempo que el Rojo clavó en ella la intención, y aunque feo y talludo consiguió llevar sus afanes tan adelante, que, ni aun casándose, hubiera podido ir más lejos. El descubrimiento y divulgación de esta historia se debió á don Artemio, quien, una madrugada, mucho antes de que asomase el sol, desde la puerta de su farmacia vió á Toribio salir furtivamente del domicilio de don Gil y alejarse volviendo la cabeza, mientras Maximina le sonreía desde una ventana.

En medio de la Glorieta, bajo las miradas de los transeuntes y con estudiada llaneza amistosa, Paredes interpeló á la muchacha. La noche antes había soñado con don Gil, y tuvo su alucinación una evidencia tan avasalladora, un relieve tan manifiesto y al alcance de sus ojos y de sus manos, que al desvanecerse dudó de si fuese el espíritu de don Gil ó el mismísimo don Gil, en carne mortal, quien durante largo rato estuvo al pie de su cama entreteniéndole con terribles propósitos. El bujero quería cotejar horas para salir de dudas; necesitaba saber si había soñado ó si, efectivamente, había visto...

A sus preguntas respondió Maximina con perfecta seguridad y negativamente. A la una de la madrugada, hora en que Paredes, guiándose por aquélla en que despertó de su pesadilla, decía haber visto al hombre pequeñito en la calle Larga, don Gil hallábase acostado y apaciblemente dormido.

—Anoche, precisamente—agregó la azafata—, el amo no salió; estuvo leyendo un rato, de sobremesa, y se acostó temprano.

—¿A qué hora?

—Serían las diez.

Por la mezquina frente de Toribio cruzaron, casi á la vez, una vacilación y una malicia.

—¿Y cómo sabes que á la una don Gil dormía?...

Maximina titubeó, no queriendo decir la verdad, demasiado áspera para confiada así, á tenazón, en oídos amantes. Mintió un poquito.

—Porque cuando Pilar y yo nos retirábamos á nuestra alcoba, fuí á la del amo á informarme de si necesitaba algo, y le oí roncar.

Toribio no preguntó más. El sincronismo de su pesadilla con el sueño de don Gil, demostrábale que podía ser, efectivamente, el alma del enano, y no la obsesión de su recuerdo, lo que tantas noches iba á turbarle. Así convencido, despidióse de su coima hasta la madrugada, y por la tarde, como se dirigiese al Café de la Coja, la muñidora casualidad púsole frente á frente de don Gil.

Según costumbre, el hombre pequeñito iba solo y despacio, vestido de negro, casi inmóviles los brazos colgantes, los menudos pies descubriéndose y ocultándose, al andar, bajo las perneras, el hongo de duro fieltro echado hacia atrás, vencido por la exuberancia del frontal bombeado y amarillo. Toribio experimentó un vehemente deseo de hablarle, de acercarse un poco al misterio, interrogándole habilidosamente. La hora y la soledad del sitio le eran propicios; don Gil, además, no le negaba á nadie su saludo. Las diferencias, sin embargo, de educación, abolengo y riqueza, que entre ambos había, represaban al pañero. Al cabo, el venenoso aguijón de la curiosidad, el bien justificado ahinco de saber por qué don Gil solicitaba el inmediato exterminio del señor Frasquito, vencieron su reserva. Con pretexto de ofrecerle unas mercaderías recién llegadas, le abordó: hízolo cohibido y destocándose torpemente, mientras con un pie se rascaba la corva de la pierna que le servía de apoyo.

El hombre pequeñito correspondió al ofrecimiento de Paredes con frases sucintas y urbanas, asegurándole que, por el momento, nada apetecía. Preguntóle luego por su familia, cuyo requerimiento permitió á Toribio llevar el diálogo á donde lo reclamaba su interés.

Rita y sus hijos marchaban regularmente; quien estaba muy mal era Frasquito. Hipócrita y sagaz, para mejor asegurarse del odio de don Gil hacia el enfermo, Toribio arqueó las cejas, suspiró tan ruidosamente como si fuera á rompérsele el pecho, y dió otras muestras de atroz pesadumbre.

—El pobrecito—dijo—empeora de día en día. Le agarró el reuma y tomóle tal cariño que no quiere dejarle. ¡Con la voluntad de mi cuñado para el trabajo! Porque Frasquito tendrá sus defectos, pero á buscavidas pocos le ganan. Yo le compadezco. ¡Lo que rabiará viéndose imposibilitado de acompañarme! El infeliz sufre en sus huesos que, según dice, le duelen como si fueran á partírsele y sufre en su carácter, que jamás supo estarse quieto.

Don Gil recomendó á su interlocutor los salicilatos. Sonrió Toribio.

—¿Usted sabe las pesetas que llevo gastadas en salicilatos? Don Artemio puede decirlo mejor que yo.

—¿Y el yoduro?...

—Igual.

—Creo que el yoduro realiza milagros...

—No importa, señor Tomás. En este caso lo peor no es la enfermedad; lo peor es que mi cuñado tiene una debilidad: la bebida. Ya se lo habrán dicho... Yo calculo que bebe, sólo de aguardiente, de dos cuartillos y medio á tres cuartillos diarios. Y el alcohol es muy malo para los reumáticos.

Aunque el pañero orientaba sus investigaciones por diferentes caminos, nada observó en don Gil adverso al señor Frasquito; antes sus palabras y miradas decían su deseo sincero, cordial, de verle pronto remediado para servicio y contento de los suyos.

«No le odia»—pensaba Toribio.

Ya se despedía don Gil, cuando Paredes abordó bruscamente el secreto que le obsesionaba. Ladino comenzó á reir, dando tiempo á que su buen humor sirviese de exordio ó preparación á sus palabras. Luego mostróse obligado á razonar su hilaridad.

—Me reía de los disparates que se sueñan...

Interrumpióse avizorando la emoción que hubiesen determinado estas palabras. El hombre pequeñito le miraba impasible y su mirar expectante equivalía á una declaración de inocencia.

—Figúrese usted, don Gil—prosiguió—que anoche, á poco de acostarme, las doce y media ó la una de la madrugada serían, soñé con usted. Le vi entrar en mi cuarto, sentarse á los pies de mi cama y decirme como si estuviese usted muy informado de cuanto mi cuñado, con su enfermedad y sus borracheras, me hace sufrir: «¿Por qué no le matas?...» Yo le respondí: «Don Gil, siendo usted tan cristiano viejo, ¿cómo me aconseja una atrocidad así?...» Y usted: «Por tu bien: yo te aseguro que si matases al señor Frasquito nadie lo sabría.»

Aun puso el hermano de Rita á estas explicaciones nuevas añadiduras y apostillas, y según hablaba, el semblante alimonado del hombre pequeñito iba avasallando su imaginación: otra vez padecía el imperio jorguín de sus pupilas cobreñas, de sus labios, rojos y herméticos, que nunca habían reído, y el asco y miedoso poder de toda su exigua persona; y tan idénticos eran aquel don Gil Tomás que tenía delante y el don Gil de sus pesadillas, que unos momentos ambas imágenes se ayuntaron y superpusieron, y creyó soñar.

Nada, sin embargo, sacó Toribio en limpio de sus diestras trapacerías y embozadas pesquisas, pues los ojos de su interlocutor no delataron la menor turbación; antes expresaban la desgana con que don Gil, cediendo sólo á dictados de su buena crianza y comedimiento, aveníase á escuchar tan necias historias. Era, pues, indudable, que de cuanto concernía á la vida noctámbula de su espíritu, el enano del Paseo de los Mirlos estaba inocente.

XIII

En efecto, era así. El hombre pequeñito observaba la existencia recogida que sus rentas le permitían, al par que el aislamiento más compatible con la ridícula insignificancia de su persona. Durante las horas diurnas era un normal, lívido y grave, á quien la fecunda murmuración pueblerina nada concreto podía reprochar. Su vida extraordinaria empezaba de noche, con el sueño. Entonces su alma huía alborozada, como estudiante que corre al baile, y su ginecomanía ejercitábase insaciable en diversas alcobas.

Semejante á Don Juan, aquel hombre pequeñito tenía un fuerte cariño, una de esas hondas pasiones que, completando los espíritus, los saturan y aquietan; y luego, ora por ironía, ya por mera curiosidad y desocupación espiritual, varios amoríos ó caprichos con que se distraía y aliviaba de las crueles pesadumbres de aquel otro gran sentimiento no correspondido.

En todo tiempo los fenómenos misteriosos del sueño interesaron al vulgo y á los sabios. La India, la Persia, el Egipto, los hebreos más tarde, los temibles arúspices de Grecia y de Roma, concedieron igualmente á los ensueños la virtud profética; y la Edad Media repite esta creencia. La madre de Confucio se siente embarazada en sueños por un rayo de sol, y de preñez tan extraordinaria nace el reformador del pueblo chino; Baltasar recibe, mientras duerme, la revelación de que su imperio ha concluído; José explica á Faraón el sueño de las siete vacas flacas y de las siete vacas gordas; Bruto, apenas cierra los párpados, oye la voz de su destino; una vieja sueña que Julio César morirá asesinado y cuando le ve dirigirse al Senado se prosterna ante él y besándole la toga se lo advierte; á Fernando IV de Aragón, las sombras de los nobles Carvajales, á quienes mandó despeñar, se le aparecieron para anunciarle su próximo fin; á Enrique IV, una gitana le dijo que moriría asesinado, sentencia que días después ejecutaba Ravaillac...

Estas y otras muchas alucinaciones proféticas, sumadas á los extraordinarios fenómenos telepáticos que estudia la fisiología actual y á los maravillosos adelantos de la química y de la física, inducen á suponer una vida subconsciente, exclusivamente espiritual, que alterna con la de las horas de vigilia y se desenvuelve paralelamente á ella. La verdad exterior, el mundo sensible, resplandecen ante el sujeto y bañan en luz la periferia ó corteza de su espíritu. Esta parte iluminada, muy pequeña ciertamente, constituye algo somero, liviano, epidérmico: son las sensaciones del momento, los gestos últimos de la voluntad, los recuerdos más flamantes, las ideas, cábalas, inclinaciones y fantasías más nuevas. Tales elementos son conscientes y el individuo ha de ellos conocimiento pleno. Pero esto, que aparenta ser todo el espíritu, es, en realidad, la cascara del espíritu. Como el sol, que únicamente alumbra la superficie del Océano, de parecida manera la conciencia sólo ilumina la envoltura ó parte exterior del yo íntimo: el resto, cuanto el hombre ha vivido, todos los enormes almacenes de su experiencia y de su memoria, sus estudios, sus creencias, sus pasiones, abonos poderosos de su carácter, yacen silenciosos, quietos, perdidos en la caudal tiniebla de lo olvidado. No obstante ellos, desde la oscuridad, gobiernan al individuo y alimentan su ánimo, como las savias de la tierra nutren al árbol. El sujeto que siente bullir á su alrededor la vida del momento, no suele percatarse de esos influjos interiores á los que, fatalmente, obedece. Lo inconsciente es lo pasado, ¿y no tiene cada hombre el timón de su vida en su pasado?...

Con el sueño, este mundo pretérito, reducido y acorralado en lo más arcano por el vigor absorbente de las sensaciones, recobra su preeminencia y explica la nitidez, frescura y lozanía, que ofrecen en las pesadillas los recuerdos, y las extraordinarias capacidades de inducción de ciertos temperamentos para discernir rectamente lo peligroso de lo favorable y adentrarse en lo futuro. Es un estado de alma más comprensivo que el de la vigilia y, por lo mismo, capaz de mayores visiones y de síntesis más fuertes. Nada sobrehumano existe en él. Sus apariencias maravillosas no son reflejo de ningún poder oculto, diabólico ó divino, ajeno al hombre, sino eterizada frutación nacida de los hondos entresijos y preciosísimas enjundias de su propia alma.

Claro es que el mecanismo fisiológico del sueño modifica directamente tan delicado desdoblamiento espiritual. La llegada de aquel es motivada por una disminución ó aquietamiento paulatino de la circulación cerebral. En este caso, más que en otro alguno, los sistemas vascular y nervioso se influyen mutuamente: la escasez de sangre acarrea un reposo mental, y á su vez éste, pacificando su dinamismo, reclama menos la colaboración fecundante de aquélla. El sueño tuvo siempre las mejillas pálidas. Conforme la dulce catalepsia se avecina, el corazón y la respiración van tranquilizándose y la temperatura general del cuerpo decrece. El individuo siente disminuir su personalidad: ha cerrado los párpados; los ruidos exteriores parecen, por instantes, llegar á él de más lejos; lentamente sus pies, sus manos, su mandíbula, que entreabre la fatiga, dejan de pertenecerle. Si en tal momento le preguntasen su nombre, dónde está, qué piensa hacer al día siguiente, tardaría en responder. Su conciencia, cada vez más pequeña, es como fruta que fuera secándose, hasta aquel segundo en que vencida la luz pensante para extinguirse lanza un resplandor, igual á la última contorsión de una flama de aceite en la tiniebla de una alcoba. Después el sueño, imagen de la Muerte, caricatura de la Nada...

Este descaecimiento fisiológico señala en la vida espiritual dos momentos. El alma, que no es una fuerza pura y sí una especie de entelequia material, y de consiguiente mortal, aunque menos tangible y grosera que la puesta al alcance de los sentidos, vive dentro del cerebro como un telegrafista en su oficina: mientras ésta funcione, mientras sus hilos vibren recibiendo las comunicaciones del exterior, aunque sean escasas, el empleado no debe marcharse. Así el espíritu, que en tanto la carne duerme no halla ocasión de emanciparse completamente, pues raras veces el descanso de aquélla es absoluto. Por mucho que la eficacia circulatoria haya disminuído, casi siempre subsiste la necesaria para mantener en vago alerta los centros de la memoria, de la imaginación, del entendimiento y aun de la voluntad. Entumecidas las células cerebrales, funcionan torpemente, pero no callan, y los esfuerzos del espíritu por reducirlas á silencio ó despabilarlas de una vez, fracasan: son como teclas de un piano roto, sobre las cuales los dedos del ejecutante más hábil se crisparán en vano. Requeridos por aquél, los recuerdos acuden á medio vestir, descoloridos, emborronados; la fantasía, coja también, los sopla y retuerce, y con tantos añicos de imágenes traza ideaciones bárbaras. De esto proviene la horrorosa teratología de los sueños.

En las ensoñaciones cotidianas y vulgares, acuérdese ó no el individuo al despertar de lo que soñó, el espíritu nunca consigue separarse totalmente del cuerpo, y su vida, de consiguiente, queda circunscripta á la rememoración ó rumiación de sus propias ideas; y si algo extraordinario concibe ó le sucede, no es porque salga á buscarlo, sino merced á la presencia de alguna otra alma amiga ó rival, que le visite, pues él se halla en la situación de un prisionero asomado al ventanuco de su celda. Unicamente cuando el cerebro apaga todas sus luces, en los sueños profundos, en la catalepsia, remedo solemne de la muerte, y también en el sonambulismo, parodia admirable de la vida, el espíritu queda libre y dueño de acudir al sabat.

Tal era la rara disposición psíquica de don Gil, y lo que le permitía vivir una vida intensa y aparte. Poco á poco su alma, demasiado fuerte para su cuerpecillo, había ido independizándose, y apenas el cansancio físico lo postraba, desataba sus ligaduras y, como esencia que se evapora, huía de él. Lo que al principio era casualidad y suponía trabajo, hízose luego fácil costumbre. Entonces todas las imágenes de su mundo íntimo resucitaban; sus fervores y apetitos se desentumecían; era alegre, enamorado, violento, emprendedor, audaz. Esta diligencia, que en ocasiones arrastró al cuerpo y sonámbulo lo llevó por las calles, sólo podía ejercitarse en las personas dormidas y duraba hasta el amanecer. Con el canto de los primeros gallos, todo concluía. Don Gil, en realidad, únicamente estaba despierto de noche. De día, que parecía despierto, estaba dormido.

El número de sus queridas era considerable; nunca bajaba de ocho ó diez y á todas su salacidad entretenía con igual devoción.

A doña Amelia la frecuentaba por humorismo y afición graciosa á lo extravagante. También la quería por misericordia, condolido de verla tan obesa.

Mucho tiempo hacía que la viuda de Guijosa, tanto por pereza como por desilusión y empacho de todo, ni usaba corsé, ni salía á la calle.

En la juventud de esta mujer se escondía una historia. Doña Amelia, antes de casarse, tuvo un amante. Era un prestidigitador genovés, aventurero y galán, que llegó á Puertopomares con una compañía de acróbatas. Alucinada, en un rapto de locura la moza se dió á él. Fué algo irresistible y fulminante, como una caída á plomo. Durante varios días los enamorados se reunieron en una casa de las afueras, á la terminación del Paseo de los Mirlos. Mediaba el invierno y la celeridad de los crepúsculos favorecía las entrevistas. Cierta tarde, en que nevaba mucho, la joven, volviendo de una cita, resbaló y se quebró una pierna. Con el dolor perdió los sentidos, y cuando brazos piadosos la recogieron del suelo y transportaron á su casa, unas cartas que llevaba dentro del corsé descubrieron su pecado. En el pueblo decían que su madre falleció del disgusto.

También Amelia sufrió mucho; el hueso roto no acababa de soldarse; sobrevinieron complicaciones y los médicos juzgaron necesario cortar la pierna. Convaleciente todavía fué recluída, por decisión de su padre, en un convento de monjas capuchinas, de Salamanca. Allí permaneció dos años. Ya huérfana regresó á Puertopomares, y al poco tiempo un labrador rico, llamado Guijosa, desoyendo consejos malsanos, la tomó por esposa. Ella supo agradecer esta generosidad: amaba á su marido y llegó á quererle entrañablemente: era buena, fiel, económica, alegre y dócil. Vivía para él y había en este caudal derramamiento de ternura, como un deseo de borrar el pasado. La opinión, empero, nunca llegó á indultarla completamente, y cuando los vecinos que la conocieron soltera, oían resonar en las desiertas calles, ó en la iglesia, su pierna de palo, se acordaban del prestidigitador genovés. A lo largo de los años, la nieve producía en ellos igual evocación.

—Una nevada como ésta—decían—cayó la tarde en que Amelia, la mujer de Guijosa, se rompió la pierna.

Y, sonriendo, contaban las historia.

El temprano fallecimiento de Guijosa, llenó de lutos el corazón de doña Amelia, y como no tenía hijos, su pena fué mayor. No salía ni siquiera á misa; no hablaba con nadie. Hízose silencio su dolor, y su pesadumbre y su quietud se resolvieron en obesidad. Comenzó á engordar y en menos de un año su antigua belleza rubia, que fue grande y picante, se arruinó. Creció la carne alrededor de los ojos, los carrillos se hincharon, la línea, antes grácil, de la garganta, naufragó en la flacidez de una papada bovina; desvanecióse el cuello y la cabeza quedó asentada sobre la convexidad rojiza, siempre sudorosa, de la espalda. Los brazos rollizos, el pechazo abultadísimo y temblón, el vientre pomposo como una cúpula, las caderas enormes, los muslos semejantes á troncos de un viejo bosque sagrado, componían un bloque recio y amorfo. Cuando se quedaba dormida en su sillón, las babas que hilo á hilo fluían de la rota granada de su boca, anegaban la hendidura profunda de los senos. Doña Amelia, á los treinta y cinco años, llegó á pesar ciento sesenta kilos, y de tan infortunada manera habíase desenvuelto su carnaza, que, cuando quiso salir del aposento donde á raíz de la muerte de Guijosa permaneció encerrada varios meses, no cupo por la puerta. Sus familiares, para libertarla, decidieron arrancar los batientes y aun demoler el tabique, si era necesario; mas ella no lo consintió, recelando las habladurías irónicas del público, y sostenida también por la secreta esperanza de adelgazar.

Doña Amelia pasaba las tardes en su balcón, sentada de espaldas á la calle. Un día vió al hombre pequeñito, don Gil la miró y aquella noche soñó con él. Fué una alucinación libertina de la que la viuda de Guijosa, cuyos nervios olvidaron el amor hacía tiempo, despertó avergonzada. ¿Cómo pudo producirse tan goloso quebranto? Y sus mejillas honestas se acaloraban cual si alguien la hubiese sorprendido desnuda. Sin embargo, la dulce ensoñación se repitió otra y muchas veces; y no merced á esas ideaciones difíciles que la lujuria de las personas dormidas compone, sino del modo más hacedero y corriente. Era ella que, obligada por la sofocante opresión de su obesidad, dormía pecho arriba, y don Gil que aparecía de pronto y, como esposo, sin otros requerimientos, avisos ni preámbulos, se acostaba á su lado. Doña Amelia veía su cabeza lívida junto á la suya, y su alucinación era tan precisa que reiteradamente llegó á sentir á la altura de sus rodillas, el contacto de los pies, generalmente fríos, del enano. Habiéndose habituado á estas visitas, llegó á desearlas. La noche en que don Gil no se presentaba, la viuda de Guijosa dormía mal y á la mañana siguiente estaba triste.

Otro de los hogares predilectos de don Gil Tomás, era el de doña Virtudes. Conoció á sus hijas Enriqueta y Micaela en el bautizo de un niño de don Valentín, habló con ellas y aquel diálogo le encendió el espíritu y sirvió de simiente á su amoroso antojo. Efectivamente había motivos para que la casita limpia y recogida del callejón del Misionero brindase á su laboriosa curiosidad puntos de vista interesantes.

Una honda tristeza—tristeza de almas—llenaba aquel hogar. Esta emoción fluía del carácter y austero empaque de su dueña. Como su cuerpo, alto, rectilíneo y avellanado, era su espíritu, y así su gravedad no significaba dulzura, cordialidad y templada melancolía, sino concisión, acritud, cortesía fingida y hostil. ¡Doña Virtudes! Jamás en nadie rimaron tan bien el carácter y el nombre. Cuantas personas la conocieron joven, aseguraban que la viuda del notario Castro siempre había sido igual. Todo en ella, por tanto, era lógica, consecuencia y armonía. Si nunca faltó á sus deberes conyugales, ni descuidó sus hijos ni su hacienda, tampoco en ningún momento rompieron la anquilosis de su alma, ni la gracia de una frivolidad ni la poesía de un capricho. Era limpia hasta la exageración, económica al extremo de vivir más cerca de la pobreza que de la confortable holgura que sus rentas la permitían, ordenada y minuciosa con un acompasamiento cotidiano y sin misericordia. Bajo su aspecto tranquilo doña Virtudes, que dió á su vida el isocronismo de un aparato de relojería, era una pobre mujer enormemente desgraciada. Su desgracia provenía de que no amaba; doña Virtudes no quería, no sabía querer; sus buenas acciones y el cariño que, sinceramente, pensaba dedicar á sus hijas y á otras personas, eran otros tantos reflejos ó variantes de la absorbente y acendradísima devoción que se profesaba á sí misma. Por eso cuanto la circuía sufría la aridez lapidaria de su voluntad, la dureza fiscal de su corazón que envejeció sin conocer las mieles inefables de la transigencia, del olvido y de la risa. Aquella honda tristeza que irradiaba su alma, como castigo y maldición del cielo á su alma volvía.

Tenía la viuda de Castro un perro pequeñín, al que con sus habilísimas manos fabricó una capa ó chaleco de paño negro adornado por un cordoncillo rojo; lo único que no le puso á tan pintoresca prenda, acaso por falta de tela á propósito, fueron bolsillos. El pobre «Tarara», que así se llamaba el can, era esclavo de aquella prenda ridícula que le endosaban todas las mañanas para mayor pulcritud y ornato de la casa, y tal vez por un alarde de honestidad. Ya vestido, «Tarara» no debía rascarse, ni echarse á dormir, como no fuese en la yacija que la previsión de su ama le tenía dispuesta debajo del fregadero, ni revolcarse entre la hierba del jardín. Tampoco podía ladrar ni brincar sin exponerse á severísimos latigazos. Correrías y distracciones de otra índole, ni por pienso. El desdén que á doña Virtudes la inspiraban los hombres, quería que «Tarara» lo aplicase á las perras. De tanta castidad y de tan riguroso encierro, el animalito enfermó; no acababa de morirse, pero nunca tenía salud: llevaba el rabo caído, los ojos mustios y en los días húmedos su cuerpo miserable se agitaba con el temblor de la perlesía. A los ocho años aun guardaba intacto su recato: era, dentro de su noble raza, una especie de San Luis Gonzaga, dicho sea sin resquicio de burla y estimando igualmente las buenas cualidades que tuviese el santo y que tuviera el perro.

Este régimen inflexible que afligía á «Tarara», alcanzaba á cuantos animales, chicos y grandes, vivían con él. Bajo la sedante penumbra conventual de las habitaciones, los pájaros cantaban á horas fijas y siempre á media voz. En la huerta, las gallinas y las palomas también estaban alicaídas. Los conejos, habituados á una alimentación absolutamente reglamentada, habían acompasado sus movimientos y expansiones. Hasta el pececillo que nadaba dentro de un globo de cristal, sobre la mesa del comedor, parecía aburrirse.

Rigores semejantes experimentaban todos los individuos y objetos de aquel hogar: la severidad, el orden más estricto, derramaban por las paredes una frialdad dura. A través del tiempo y de los acontecimientos, prósperos ó adversos, más trascendentales, los muebles y hasta los cachivaches nimios, ocupaban invariablemente los sitios en que, al comprarlos, fueron colocados. Había un lugar para cada objeto, y una hora, siempre la misma, para cada acción: la hora de tomar el desayuno, de lavarse, de almorzar; la hora de salir al jardín, de encender la luz, de tocar el piano. Nada rompía aquella disciplina entumecedora. El único hijo varón de doña Virtudes, que vivía en el extranjero dedicado al comercio, después de ocho años de ausencia, regresó unos días al lado de su madre y de sus hermanas. Micaela y Enriqueta lloraban de júbilo. Doña Virtudes, muy contenta también, abrazó y besuqueó al mozo con toda la ternura de que su carácter entonado y vertical era susceptible. Transcurridos los primeros momentos, el forastero pensó en asearse y pidió un cepillo.

—¿Dónde lo dejaste, cuando te fuiste de aquí?—preguntó la anciana.

Quedóse el interpelado atónito; luego frunció las cejas; reflexionaba y las viejas imágenes de su infancia vivida entre aquellos muros firmes, inmutables, como los muros de las cárceles, resucitaban sobresaltadas en su memoria. De pronto, vió claro.

—¡Como no esté en el hueco de la ventana del gabinete!...

Su madre sonrió contenta de que aquellas primeras impresiones perseverasen en él, no obstante los viajes y el tiempo.

—Vé—repuso—que allí lo encontrarás.

Esta fanática regularidad de costumbres trascendió y fué célebre en Puertopomares; los vecinos la glosaban y era motivo tan pronto de compasión como de risa. La casita del callejón del Misionero, con sus dos ventanas enrejadas, su ancha puerta siempre cerrada y su tejaroz muy saledizo, tenía el frontispicio melancólico y umbroso de un convento ó de una prisión, el aspecto amustiado del lugar donde está cumpliéndose una injusticia ó un dolor. Ante ella los mendigos pasaban de largo. El pueblo, con su gracia y su admirable buen sentido, designaba aquel hogar inflexible donde todo parecía cumplirse militarmente y á toque de corneta, «la Casa-Cuartel de doña Virtudes».

Esta inhumana aspereza de costumbres determinó en Enriqueta y Micaela una intensa reconcentración de caracteres, una superabundancia de vida interior. Hablaban poco y eran muy comedidas en sus ademanes y modo de vestir, pero la jovialidad y avispada brillantez de sus ojos claramente designaban el íntimo alboroto de sus pensamientos y apetitos.

Un interesantísimo drama psicológico separaba á las dos hermanas; una gesta entre sus deseos y deberes respectivos, que era también un duelo de vanidades.

Enriqueta, la más joven, vencía á la primogénita en belleza, estatura y señoril presencia: tenía el mirar seguro y dominador, la boca impertinente, grave el carácter, los cabellos de ébano, las actitudes teatrales. Con su hermosura corría parejas su elación. Por egolatría, Enriqueta de Castro apenas tuvo novios, y entre éstos ninguno hubiera podido vanagloriarse de haberla hurtado el más leve favor. Sin embargo, su irreductible castidad no era convicción ética, sino orgullo. Reconocíase muy bella, muy alta y sin necesidad, por tanto, de atizar el infierno de las concupiscencias masculinas con coqueterías y miradas; á su juicio, mostrándose sólo hacía bastante. Dar la mano, sonreir, interesarse en alguna conversación, constituían otros tintos sacrificios para su altivo ánimo. Se adoraba y nunca sintió amor por nadie. Su moral, todo su carácter, habían cristalizado en un gesto soberbio.

Micaela, rubia y nacarina como una muñeca, era linda también, pero brillaba menos: la perjudicaban la tacañería de su estatura, la línea irregular de su nariz y la amplitud demasiado carnosa de su espalda. Al lado de su hermana, en todas partes solicitada y preferida, Micaela sufrió muchas humillaciones. Sin embargo, los galanes que cortejaban á Enriqueta, concluían enamorándose de Micaela. Esta era la lucha íntima, el terrible torneo sin palabras que separaba á las hermanas. Los hombres que procuraban inútilmente emocionar la sensibilidad de Enriqueta, sin advertirlo quizás, iban acercándose á la primogénita y buscando en ella un refugio, un consuelo, un alivio. Micaela brillaba menos, pero era más humana, más mujer. Su emotividad acaso fuese una disposición de temperamento, tal vez un cálculo. Ella comprendía que á la pasión que ruje y lo exige todo, conviene, á prudentes intervalos, concederla algo para enardecerla y obligarla á seguir pidiendo, pues, flaco y muy para poco es el deseo que sintiéndose correspondido con redoblados ahincos no suplica y procura. La devoción que á primera vista no alcanzaba su belleza, la obtenían luego sus dádivas. La actitud soplada, el cuello erguido, el entrecejo duro, de Enriqueta, parecían decir:

«Soy más hermosa que tú...»

A cuya afirmación rotunda, un poquito cruel, los ojos azules y la boca encendida y festera de su hermana, respondían:

«No me importa; todos tus adoradores lo serán míos, cuando yo quiera...»

Y así era, en efecto, pues los hombres, generalmente más sensuales que artistas, más devotos de la carne pecadora que del mármol, prefieren á la venustidad inabordable las dulzuras de la fragilidad.

El espíritu galán de don Gil advirtió en seguida esta interesante contienda moral y luego de estudiar bien á las dos mozas, para mejor conocerlas, tomó de ellas posesión sabrosa.

Al revés de lo que le hubiese acaecido de correr aquella doble aventura dentro de su verdadera forma corporal, don Gil halló más emociones y mayores motivos de curiosidad en Enriqueta que en su hermana. Para Micaela, que antes de conocer á Romualdo había tenido un amante, las salaces asiduidades del hombre pequeñito no podían ofrecer un interés excepcional: recibiólas, de consiguiente, sin sorpresa, sin humillación, y apenas recordaba de ellas cuando al otro día se miró al espejo. Para Enriqueta, en cambio, fueron un latigazo de llamas, una trepidación hondísima que removió y escandalizó su virginidad.

Conocía de vista á don Gil y parecíale feo y ridículo; sin embargo, cuando soñó hallarse entre sus brazos, no quiso defenderse, ó, más exactamente, la caliente acometida del sátiro fue tan inesperada y tan dulce, que no pudo rechazarla. ¿De dónde venían aquel estremecimiento inefable, aquella suavísima congoja, que, cubriéndola de mador las sienes, tan rudamente alborotaban sus sentidos y el latir de su corazón? Y cuando la misma violencia de su voluptuosidad la despertó, ¿por qué sentía vergüenza?... Poco á poco, intentó explicarse aquellas alucinaciones; pero así como nadie logró determinar la línea en que la vigilia y el sueño se funden, tampoco pudo ella saber la manera y momento en que la impura emoción se producía. Únicamente precisaba los hechos. Su espíritu dormía; de pronto, su conciencia experimentaba la noción de hallarse inmergida en una densa sombra; á su alrededor todo callaba, todo era negro. Luego, por un lado, aquella fortísima tiniebla palidecía, y sus ojos, esos ojos con que las almas ven aunque los párpados estén cerrados, vislumbraban una mancha glauca y amorfa, un temblor indeciso, una especie de nimbo espectral. Acompañaba á este fenómeno un miedo raro de amante que espera la hora de la cita; un miedo dulce, que más tenía de voluptuosidad que de angustia. Hasta que, súbitamente, aparecía don Gil, y Enriqueta, tiritando de horror, contemplaba sobre el terciopelo rosa y blanco de sus senos el espanto de aquella cabeza amarilla.

Resentida su salud y atropellada en su orgullo, la joven procuró desvanecer el sucio sortilegio. Sentíase vejada, asqueada, irritadísima consigo misma. ¿Cómo suprimir estos desvaríos que ella, recordando ciertas lecturas, achacaba á una turbación medular? También la encolerizaba su predilección por lo feo. ¿Por qué no ligaba sus ensueños á cualquiera de los buenos mozos que conocía y gustaban de ella; á Luis Olmedilla, por ejemplo, ó al mismo don Juan Manuel, que, aunque viejo, era gracioso, limpio y galán, y no al descolorido, caricaturesco y misterioso don Gil?...

Su decisión fué tan firme, que varias noches consecutivas resistió al sueño. Se acostaba, encendía una luz y leyendo esperaba la salida del sol. Pero otro día, no bien cedió al cansancio, el hombre pequeñito reapareció y tornó á lograrla, tan prestamente como si paso á paso hubiese acechado el dulce momento. Esta lucha con la virgen orgullosa y rebelde, encantaba á don Gil.

Sin embargo, María Jacinta, la unigénita de don Artemio Morón, interesábale infinitamente más, y no porque aquella delgada y frágil criatura, con sus ojos distraídos y dulces y sus mejillas eucarísticas, se acercase á la saludable belleza de Enriqueta de Castro, sino porque la acuidad de su sensorio y los refinamientos malsanos de su imaginación, le allanaban la tarea. La conquista de María Jacinta no le costó trabajo; la señorita Morón era una neurótica expuesta á frecuentes crisis de ninfomanía. Los primeros responsables de estos desarreglos y perversiones eran Luis Olmedilla, Romualdo y otros individuos de buen humor que todas las noches, á última hora, concurrían á la Fonda del Toro Blanco. A estas tertulias iba muchas veces don Artemio, y como siempre pecó de distraído, sus amigos le deslizaban furtivamente en los bolsillos del gabán láminas y libros pornográficos, con la miserable intención de que luego María Jacinta los viese. Así sucedía, efectivamente: en la quietud de la botica la virgen curiosa releía aquellas páginas infames, y se abrasaba en la contemplación de los grabados obscenos. De este modo conoció todos los momentos, todos los desvaríos, del dulce secreto. Una noche, hallándose dormida, sintió en su vientre la presión de un cuerpo, y sobre los riñones la caricia de unas manos, y entreabriendo los párpados creyó ver á don Gil. El hombrecito de color de miel no necesitó esforzarse para ir tan lejos; cuando llegó, la seducción de la doncella, gracias á la labor preparatoria de los ociosos del Toro Blanco, estaba hecha.

Con ser tan abundante el tragín seductor de sus noches, aun quedábanle tiempo y ganas á don Gil para nuevos devaneos, y así, de cuándo en cuándo, visitaba á Flora, la prima de María Jacinta, que también era muy guapa; á las hijas de don Valentín, Serafina y Mercedes; á las señoritas de Fernández Parreño, y aun se atrevió á turbar diferentes veces el reposo de doña Evarista, tan desengañada y separada del amor por lo mismo que siempre vivió de él.

Dentro de esta existencia, colmada aparentemente de satisfacciones, don Gil Tomás no era feliz. De día su carácter mostrábase reservón, callado, ecuánime y un poco triste. Cuando el solitario del Paseo de los Mirlos se autoinspeccionaba, refería su tristeza al aislamiento de su vida y á su aburrido holgar. Su pena, sin motivo, sin término, sin nombre, parecía derivarse de su inacción.

—¡Si yo pudiese trabajar en algo!—meditaba.

En realidad, su melancolía era el reflejo ó la sombra que irradiaba sobre sus vigilias el grave misterio de su vida nocturna. Don Gil era desgraciado de día porque también lo era de noche, y esta congoja noctámbula enfermaba sus nervios. El hombre pequeñito estaba enamorado, á perder, de doña Fabiana, la esposa del albeitar. Apenas cerraba los párpados, su alma retorcíase, como sobre un potro, en el ardientísimo deseo que aquella mujer, gruesa, trigueña, con su húmeda y encendida boca y sus hermosos ojos aterciopelados y maternales, le sugería.

Pero á semejanza de lo que hubiese ocurrido en la realidad diurna, tangible y soleada, en el mundo de los sueños don Ignacio Martínez defendía á su consorte. Sorprende el paralelismo, la armonía casi perfecta, con que el sujeto desenvuelve su actividad en ambos estados: trepidan los nervios, la inteligencia conoce, mide y calcula la razón, ordena la voluntad, y todas las facultades, todas las ideas, todos los recursos, vehemencias, astucias, fintas y disimulos del ánimo, entran en juego como si el individuo estuviese despierto.

Generalmente el espíritu de don Gil ignoraba dónde pudiera hallarse el de doña Fabiana, aunque presumía, conocidas su apacibilidad y virtud, que no se alejaría mucho de su cuerpo. En averiguarlo, el hombre pequeñito, cuya alma espiaba desde lejos cuanto hacía la de don Ignacio, empleaba horas interminables. La esperanza de poder acercarse á Fabiana un momento le sostenía. Unas veces vigilaba desde el taller del veterinario, resistiendo el hedor del piso cubierto de estiércol; otras escondíase en el despacho ó se aventuraba rampante á la hila de los muros tapizados de hiedra, del jardín: dormían los pájaros en sus jaulas; bajo la luna, las columnas de las galerías pintaban largas sombras oblicuas en el limpio solado; goteaba misteriosamente la fuente... Cierta noche consiguió llegar al dormitorio de doña Fabiana y verla en su lecho, al lado de su esposo y de su hija; la niña ocupaba una cuna.

Con esa portentosa facilidad—rapidez de luz—de los espíritus, don Gil lo apreció todo: la amplitud del aposento, la distribución de los muebles y de las puertas. También comprendió que el alma tranquila y feliz—alma sin deseos—de doña Fabiana, estaba allí, acurcullada dentro de su cuerpo dormido. Vibraba el hombre pequeñito de lascivia y pavura. ¡Oh! ¡Si hubiera podido abordarla y sigilosamente dejar en ella, como un veneno, el recuerdo de su posesión!... Pero pronto finaron sus cábalas, porque el alma del veterinario volvía, y tuvo que escapar.

Don Ignacio, efectivamente, parecía recelar algo; en sueños, su voluntad conservaba el impulso y la exaltación agresiva de cuando estaba despierto; tenía celos y no sabía de quien. Era un caso interesante de adivinación magnética. Muchas noches su mujer le despertaba, asustada de oirle barbotar palabras de cólera y amenaza, y rechinar los dientes.

—¿Qué tienes?—le decía—; oye... ¿Me oyes?... ¡Estás soñando!...

El abría los ojos; destosía; se incorporaba.

—Sí—repetía—es verdad... estaba soñando...

Pero en aquel instante, por suerte del hombre pequeñito, todas las rudas imágenes que trastornaban el alma de Martínez se habían borrado. Algo, sin embargo, semejante á un légamo de mal humor, dejaban en él estas pesadillas. Al día siguiente su carácter agriado padecía tempestades terribles de cólera, que él achacaba á un exceso de bilis. Todo le irritaba entonces, la emprendía á puntapiés con los muebles, no soportaba que nadie le contradijese y se mordía todas las uñas. Era un prurito de reñir, de romper.

Por las mañanas, Antoñita, que era muy avispada y graciosa, conocía si su padre estaba ó no de buen humor por la cola de «Bock», el fosterrier que dormía en la alcoba familiar.

Salir «Bock» del aposento con el rabo entre piernas, era señal infalible de tempestad; le habían pegado; el amo estaba furioso, quería pelea. En cambio, si el animal llevaba el rabo en alto, podía asegurarse que don Ignacio se levantaba contento. Esta ingeniosa observación de la niña la comprobó su madre; la asociación y sincronismo de ambos hechos llegó á ser evidente y constante; la presión moral de Martínez se reflejaba, como sobre un barómetro, en la cola del perro.

Don Gil y don Ignacio salían juntos algunas noches del Casino, unas veces con don Valentín, otras solos, y en el silencio de la calle Larga las pisadas seguras del veterinario sonaban marciales; los pies diminutos de don Gil, por el contrario, caminaban sin ruido. Martínez hablaba alto, tosía, gesticulaba levantando los brazos y con los puños apretados. El enano, impasible y amarillento, se limitaba á oir. En la Glorieta del Parque se despedían, y el hombre pequeñito seguía hacia su casa.

Su figura, su palidez, el misterio de su cara que nunca había reído, el cenobítico retraimiento de sus costumbres, la emoción de asco y miedo que todas las mujeres, unidas á él por un concubinaje absurdo, experimentaban al verle en la calle, eran pormenores que lentamente iban afianzando sus prestigios de brujo. El pueblo recordaba siempre la muerte de Manuel Ayala y el sueño profético de Ursula Izquierdo, y la imaginación fértil de los comentaristas empeoraba los hechos. A pesar de no haber causado mal á nadie, al menos de un modo fehaciente y preciso, sus convecinos, supersticiosamente, se apartaban de él. Era el brujo, el morabito jorguín portador de la mala sombra; el jettatore cuyos ojos impasibles, color de cobre, al mirar, repartían el mal hechizo.

XIV

En sus peregrinaciones nocturnas don Gil saludaba muchas almas que, como la suya, iban y venían sabrosamente, horras de la dura sujeción carcelaria del cuerpo. Con los espíritus de las personas dormidas, entremezclábanse los de las ya difuntas, y entre todos componían multitudes numerosísimas, que viajaban, se relacionaban y tenían quehaceres, como si revestidos se hallasen de carne mortal. Los finados disfrutaban de esta segunda vida de noche y de día, sin preferir la luna al sol, como cree el vulgo; los dormidos sólo gozaban de ella de noche, cuando el sueño les restituía su libertad. Llegaban á lo invisible por montones, en grupos alegres, cual viajeros que se apeasen de un tren, é inmediatamente trasladábanse de un lado á otro con la misma vertiginosa velocidad de su deseo. Porque el alma, toda el alma, es deseo, y así su ligereza es la del pensamiento y corre parejas con la del tiempo, que jamás se detuvo. La agilidad de los espíritus, sólo á la de los marconigramas puede compararse, y aun es superior la de aquéllos. Las pesadillas más dilatadas, más complejas, duran instantes; una alma, para volar sobre todos los mares y dar la vuelta al mundo, con la décima parte de un minuto tiene suficiente.

Reintegrado cada espíritu á su cuerpo en el momento del despertar, raras veces consigue acordarse de lo soñado; cree haber dormido profundamente y que en su reposo no hubo imágenes. Error. Dormir es soñar, y soñar equivale á vivir la vida de los muertos. Pero sucede que esas ideas-imágenes que estremecen al espíritu durante sus horas de libres, por su tenuidad, rapidez y selección carecen de la grosería material necesaria para conmover los centros nerviosos. Inútilmente llaman á éstos; entre ellas y el aparato receptor, no hay proporción ni equilibrio. Su esfuerzo se pierde como el del niño que quisiera mover una palanca ó hacer sonar un timbre cuyos dinamismos requiriesen la energía de un hombre.

De esta suerte los movimientos de la vigilia y del sueño hállanse casi totalmente separados: la vigilia del alma es el reposo del cuerpo; en cambio, todas las mañanas, cuando la carne te levanta, el alma se echa á dormir.

Una noche don Gil Tomás soñó que su espíritu y el de Manolo Peinado, sobrino de don Isidro, el alcalde, se saludaban. Manolo abrazó al hombre pequeñito con una emoción que lo mismo podía ser de zozobra que de alegría.

—¿Sabe usted—le dijo—que mañana me muero?

La noticia sorprendió á don Gil. Manuel Peinado era un mocetón treintañal, que parecía derramar optimismo y salud. El enano repuso:

—¿Y de qué muere usted?

—Del corazón.

—¡Ah!...

—Sí, tengo un aneurisma; moriré de repente. Hace tiempo lo veo formarse y la agitación de mis costumbres lo empeora. Yo monto á caballo y juego á la pelota casi todos los días, y ambos ejercicios me son fatales. He procurado advertir á mi cuerpo del peligro y obligarle á un régimen más sedentario, pero nada he conseguido; no me oye... ¡Lo lamento porque el mundo de los sentidos todavía me parece bonito!...

El suspiro que Manuel Peinado añadió á esta exclamación acrecentó la compasiva emoción de don Gil. Las dos almas paseaban sobre los tejados de Puertopomares, envueltas en la luz rubia de la Luna. Sorprendía la magnificencia tranquila del paisaje; la blancura de los bardales y la canción del río, rimaban apaciblemente; una especie de llovizna argentina plateaba la fronda de los castañares lejanos; á ratos, en la sombra, pasaba susurrante el aletazo aterciopelado de las lechuzas.

Preguntó don Gil:

—¿Ha hablado usted de esto con Fernández Parreño?

—Diferentes veces; pero cuanto me sucede con mi cuerpo le ocurre exactamente á él con el suyo, y al despertar no se acuerda, ni palabra, de nuestras conversaciones.

Agregó:

—Empero, más que morirme, deploro el mal rato que Elvira va á pasar. Porque, precisamente, «está escrito» que muera en su casa.

—¿La visita usted todas las noches?

—Todas las noches, mientras su marido anda de viaje. Ahora Elvira se halla velando á una tía suya enferma; por eso me ve usted aquí. Pero mañana, á las doce de la noche iré á visitarla, y á la una en punto, en su cama, me quedaré muerto. ¡Imagínese usted el miedo, primero, y luego el dolor y la vergüenza que la infeliz va á sufrir!... ¡Y no sé cómo prevenirla, no hay medio de evitar el drama!...

Mientras la sombra de Manolo Peinado se expresaba así, el hombre pequeñito, que sentía hacia doña Elvira una muy segura y fraternal amistad, discurría en el modo de impedir aquella última cita.

Doña Elvira Ferrer vivía en el camino de La Olla y á dos kilómetros de Puertopomares. Rodeaba su casa un vasto y bien arbolado jardín. Era joven y bella y salió del colegio para casarse con un inglés riquísimo. Ernesto Wollingen tenía acciones de distintos ferrocarriles, negociaba en minas y en frutas, y ganaba anualmente muchos miles de francos. Sin embargo, al lado de aquel hombre casi viejo, que desdeñaba la poesía del reposo, doña Elvira se aburría, y al cabo su fastidio cristalizó y se hizo adulterio. Cuando Wollingen se iba de viaje, Manuel Peinado ocupaba su puesto.

Aquella noche, después de cenar, doña Elvira Ferrer se quedó dormida. Fue un sueño brusco, que la sorprendió y venció cuando se disponía á tomar el café. En tal instante llegaba don Gil.

—¿A quién espera usted esta noche?—preguntó el enano.

La joven pensó que sus mejillas se empurpuraban de vergüenza y quiso huir. Don Gil la detuvo:

—No finja usted. Yo sé que tiene usted un amante y vengo á rogarla que no le reciba. Cuando venga, recurriendo á un ardid cualquiera, despídale usted.

Doña Elvira, como por ensalmo, pareció llena de tranquilidad y confianza.

—¿Por qué me dice usted eso?

—Por su bien.

—¿Me amenaza algún peligro?

—Sí; uno muy grande.

—¿Vendrá mi marido?

—No. Míster Wollingen se encuentra muy lejos de aquí.

—¿Qué debo temer entonces?...

Los ojos metálicos del hombre pequeñito mudaron de expresión; una ternura húmeda suavizó su brillo.

—Elvira—repuso don Gil poniendo en cada una de sus palabras una firmeza paternal—, yo, que la quiero á usted bien y deseo ahorrarla el mayor disgusto de su vida, la aconsejo no recibir á Manuel Peinado esta noche.

—Pero... ¿por qué?

Don Gil comprendió que sus reticencias no servirían de nada; era preciso hablar.

—Porque Manuel Peinado está enfermo.

Como un eco, ella repitió:

—Enfermo...

—Sí.

—¿De qué?

—Del corazón. Manuel Peinado viene á morir aquí; se morirá esta misma noche, á la una en punto.

Doña Elvira lanzó un agudísimo grito, tan estridente, que la despertó. Abrió los párpados y temblando miró á su alrededor. Don Gil había desaparecido.

—He soñado...—pensó.

Esta reflexión la ayudó á recobrarse. De un sorbo apuró el café, que estaba ya frío. Dos criadas entraban y salían del comedor, levantando la mesa. Terminada su faena se retiraron. Doña Elvira abrió un libro, que empezó á leer aquella tarde. Bajo la luz de la lámpara, su cabeza rubia tenía el brillo mate y noble de las viejas onzas.

A las doce, como otras veces, un silbido lejano la previno de que su amante estaba allí. Salió á recibirle. Luego, ella y él, los brazos entrelazados, sosteniéndose mutuamente por la cintura, penetraron en la alcoba. Se acostaron. Mientras cambiaban besos voraces y callados, ella murmuró:

—¡He tenido mucho miedo!

—¿Por qué?...

—Pues... lo que nunca me sucede: cuando terminé de cenar me quedé dormida y soñé con don Gil...

El recuerdo del enano volvía á estremecerla, y se tapó los ojos.

—¡Qué miedo! No quisiera acordarme... ¡Qué miedo!...

Y seguidamente, cambiando de tono:

—¿A ti no te duele el corazón?

—Nunca.

—¿No estás enfermo de nada?

El afirmó petulante.

—Tengo una salud de toro. ¿No lo sabes?...

Bromearon y rieron mucho. Ella, sin embargo, de cuándo en cuándo se quedaba triste y le miraba con aterradas pupilas. Las terribles palabras agoreras de don Gil, martirizaban su memoria: «Manuel Peinado morirá esta noche, á la una en punto...»

Interrogó supersticiosa:

—¿Te irás temprano?

—No, como siempre. ¿A qué viene eso?

—No sé; pero... tengo miedo. Presiento algo malo. Es mejor que te marches.

El la oprimió contra su pecho, y habiendo sido muy feliz, abandonóse al quebranto del deseo cumplido y cerró los párpados. Su respiración tornóse tranquila. Doña Elvira le llamó suplicante:

—Tengo miedo; abre los ojos, Manuel... ¿Oyes?... Abre los ojos. Cuando los cierras me parece que me quedo sola.

Peinado hizo un ademán de impaciencia:

—Déjame, mujer; déjame dormir. Estoy cansado.

Pero ella, por momentos más inquieta, le daba golpecitos en las mejillas para despabilarle, y con los dedos suavemente trataba de obligarle á levantar los párpados.

—No te dejo dormir; necesito verte los ojos... Si no quieres hablar, no hables, pero necesito verte los ojos.

No contestó él, ni por su semblante pasó gesto alguno. De pronto ella sintió que los brazos con que su amante la tenía sujeta, se aflojaban. Doña Elvira exclamó, conteniendo un grito:

—¡Manuel!...

Peinado no respondió; tenía los labios entreabiertos y por su cara acababa de extenderse una rara palidez. La joven repitió:

—Manuel...

Se incorporó y le palpó la frente; bajo su mano aquella carne, por instantes, parecía enfriarse. La cabeza de Manuel Peinado, perdiendo el equilibrio, resbaló inerte por la almohada. Doña Elvira, fuera de sí, le auscultó el pecho; el corazón no latía; le buscó los pulsos y no los halló. Rápidamente, los brazos, el cuello, la cara de aquel hombre, iban helándose. La joven cruzó las manos, como si rezase. Dentro de ella una voz murmuraba:

«Ha muerto... Está muerto...»

Sin hablar, con una extraña energía, brincó al suelo, se envolvió en una bata y salió al gabinete, donde una luz había quedado ardiendo. Sobre la chimenea, dentro de un fanal, brillaba un viejo reloj de bronce, estilo Imperio, y en el silencio aquel reloj, parado desde tiempo inmemorial, vibró una vez. Las manecillas, sin embargo, señalaban otra hora. Devorada por el enigma, doña Elvira, en vez de huir, se precipitó hacia él, para convencerse de si andaba. Pero nada oyó; el reloj, como siempre, permanecía callado, inmóvil, semejante á un muerto. Nadie penetraría su misterio; nadie sabría por qué cantó su campana.

Escapó doña Elvira de la habitación; más que su miedo al cadáver la impulsaba el deseo de poner su reputación al abrigo de murmuraciones. Era necesario desvanecer el rastro de su delito, evitar el escándalo, salvarse. Llegó al aposento donde sus azafatas dormían, y yendo desatentada de un lecho á otro, las despertó:

—Margarita... Lorenza... Margarita... pronto...

En un santiamén estuvieron en pie y medio vestidas.

—¿Qué sucede?...

—Venid conmigo, venid...

Asustadas y restregándose los ojos, siguieron á su ama.

—¿Qué sucede?

—Silencio; hablad bajo...

—¿Se ha puesto enfermo don Manuel?

—No sé; quizás esté difunto; no sé. Tenéis que ayudarme á sacarle de aquí.

Lorenza y Margarita, con ese valor peculiar de las mujeres en los grandes peligros, replicaron:

—Lo que usted disponga, eso haremos.

Entre las tres vistieron al muerto, y, casi arrastras, le llevaron al jardín. Después, bajo el pavor de la noche sin luna, todas, en grupo, caminaron jadeantes largo rato por la carretera. Era una visión bíblica; la visión del Santo Entierro. A lo lejos los perros aullaban.

A la mañana siguiente, á menos de un kilómetro de Puertopomares, unos arrieros encontraron el cadáver de Manuel Peinado al pie de un árbol. Y meses después la opinión pública comenzó á decir que no fué en medio del campo, sino en la alcoba y en la cama misma de doña Elvira, donde falleció, y que su muerte la había vaticinado don Gil Tomás.

XV

Hacía mucho tiempo, cerca de un año, que los Paredes, obligados por su codicia y los consejos infames de don Gil, decidieron asesinar á Frasquito Miguel. Pero, ¿á qué sutilísimo ardid recurrir para que su homicidio no dejase acusadores vestigios? Matar al pobre paralítico, indefenso y confiado, no ofrecía dificultad ni riesgo; lo peligroso empezaba más tarde. El vecindario preguntaría por él. ¿Cómo justificar su desaparición? ¿Dónde inhumar el cadáver?...

Casi á diario, en voz muy baja, mientras comían, Toribio y su hermana hablaban de esto: era un propósito que volvía á ellos cotidianamente con la oscuridad de los crepúsculos, y que sus espíritus, tan aireados y sueltos de intenciones como herméticos de mollera, no sabían llevar á termino.

Empeoraba la criminal disposición de sus ánimos la enfermedad del señor Frasquito, de día en día más inútil. Apenas salía del lecho, y cuando lo dejaba era aprovechando los momentos en que Rita y Toribio se hallaban ausentes: entonces, arrastrando los torpes pies, apoyándose en los muebles, dedicábase á buscar la botella del aguardiente, y aunque sus familiares la escondían, su instinto zahorí de borracho siempre daba con ella, unas veces en la cocina, otras en el arcón de la ropa, ó en la cuadra, bajo el pienso de las pesebreras. La empuñaba y alborozadamente se la ponía en los labios: bebía con sed febril, bebía con rabia; aquel alcohol era el olvido, la paz, un alto en el dolor de sus huesos torturados. Luego, si podía, regresaba á su cuarto; pero, generalmente, le hallaban en el suelo, caído en la doble inmovilidad de la embriaguez y de la anquilosis. Sin esto era necesario tomarle en brazos á cada momento, ora para vestirle, ya para incorporarle en la cama y darle de comer; y como los colchones estaban siempre empapados en orines, el aposento adquirió una pestilencia nauseabunda. Aquel hedor, aquella miseria, aquella lenta pudrición, exasperaban á los Paredes; cuidaban del enfermo, pero bajo su aparente misericordia, sólo había asco y rencor. ¡Si se muriese! ¡Si una mañana, al entrar en su cuarto, le hallasen frío!... Este deseo infundía á todos sus ademanes una cruel aspereza, y cuando vestían al señor Frasquito ó le sentaban en una silla mientras le aderezaban y mullían el lecho, hacíanlo violentamente, á tirones y á golpes, con la torva esperanza de que estos malos tratos algo habían de contribuir á acortarle la vida. Frasquito Miguel, comprendiendo la inhumana crueldad de aquella familia pegadiza y de aluvión, dolíase amargamente de su mala fortuna, y á veces su pena era tan grande que se afeminaba y resolvía en llanto copiosísimo. A intervalos, según el hipar de su congoja se lo permitía, les improperaba:

—¡Asesinos... ladrones!... ¡Si tenéis peores entrañas que las fieras!... ¡Leche de tigres debió de daros á mamar vuestra madre!...

Ellos, por no oirle y perder la paciencia y con ésta el miedo á la justicia, salíanse de la habitación. La ira extendía por sus rostros el livor trágico, y sus ojos brillaban aceradamente. Temblaban, sin color, los labios.

—¿Eh?—rezongaban—¿qué te parece? ¡Vamos! ¡Que es muy duro dejarse insultar así!...

Una noche Toribio Paredes volvió á su casa de negrisimo humor; había perdido al tute, en el café de la Coja, ocho pesetas. Sin saludar á nadie, los ojos bajos, la estrecha frente cubierta de sombras de amenaza, tiró el sombrero á un rincón, y acercando con el pie un taburete á la mesa, se dispuso á cenar. Los niños, sentados enfrente de él, medrosos y hambrientos, le observaban. Rita había traído una cazuela abastada de un bien oliente guiso de carne, patatas y arroz. Toribio se sirvió una generosa ración, porque en él la cólera no excluía el apetito, y empezó á comer. No se acordó de los muchachos. Estos, sintiéndose olvidados, no sabían qué hacer. Francisco, el más pequeño, empezó á golpear temerariamente con su cuchara en su plato. Deogracias, María Luisa y Pepe, observaban una actitud neutral. De pronto Deogracias, el mayor, adoptó una resolución: levantóse y empuñó el cucharón, pero al retirarlo de la cazuela, como lo sacase muy colmado, volcó un poco de salsa sobre el pan. Furioso su tío le dió una bofetada que le tiró de la silla. Empezó á dolerse el muchacho con lastimeros ayes, boca arriba, según cayó, y las manos puestas en los riñones, ni más ni menos que si se los hubiera roto; y María Luisa, que era muy traviesa y aborrecía á Deogracias por primogénito, empezó á reir; con cuya discordancia Toribio Paredes se exasperó de modo que comenzó á repartir puñetazos y coces entre los chiquillos; los cuatro, revueltos como guiñapos, rodaron por el suelo.

El señor Frasquito, sentado á duras penas en su camastro, denostó agriamente á Rita que se le acercaba á darle de comer.

—¿Pero no oyes lo que el animal de tu hermano está haciendo con los niños? ¿Por qué les pega?

La mujerona se alzó de hombros. En aquel momento no se acordaba de Deogracias, el preferido, sino de los otros, los hijos de Frasquito, á quienes aborrecía casi tanto como á su padre.

—¡Mira—repuso—qué bien!... ¡Si acabase con todos!...

El enfermo no contestó; no podía apartar su atención de lo que sucedía en el comedor; la cólera, la espantosa cólera inútil de los paralíticos, le trastornaba el rostro en ráfagas alternativamente lívidas y rojas. Empezó á gritar:

—¡Toribio!... ¡Ladrón, más que ladrón!... ¡Déjales!... ¡Deja á los muchachos ó te doy un tiro!...

Rita procuró acallarle presentándole el plato de la comida.

—Vamos, toma y cállate ya...

Frasquito Miguel siguió vociferando:

—¡Toribio!... ¡Canalla!... ¡Asesino! ¡Maldito sea tu corazón! ¡Malditas tu sangre y la leche que te dieron á beber, y la luz que te entra por los ojos!... ¿Quieres no pegarle más á los niños?... ¡Así te quedes ciego... así el pan que comes, en la boca se te vuelva gusanos!...

Los insultos, gárrulos, sucios y coloristas, manaban de sus labios trémulos á borbollones, como el agua de una atarjea. En el aposento contiguo, los ruegos, gritos y sollozos de la chiquillería vapuleada, retumbaban desoladores.

—¡Tío, por Dios, por amor de Dios, no me pegue usted más!... ¡No me pegue usted más!...

Y el estrépito de las sillas removidas, de los golpes y de los cuerpos que huían, se entrechocaban y caían al suelo, daba una impresión de lucha. ¿Hasta cuándo iba á durar el tormento? El señor Frasquito, á pesar de sus dolores, intentó levantarse. Bramaba de coraje. Quería buscar su revólver.

—A ese miserable—repetía—le mato; ahora mismo le mato; no espero más: ¡Le mato!...

Su barragana, asiéndole por un brazo, le detuvo:

—Pero, ¿á dónde vas tú, semicadáver? ¿A dónde vas tú?... Toma, come y calla...

Le presentaba el plato. Pero el señor Frasquito, con un gesto soberbio, arrebatándoselo de las manos, lo estrelló contra el suelo. Las salpicaduras del caldo denso y oscuro del guisote, pintaron un ancho borrón sobre la pared encalada. Entonces fué Rita, la mujerona de los ojos pequeños y bermejos y de la boca saliente como hocico de lobo, la que, tremante de furor, empezó á gritar:

—¡Canalla, marrano, grandísimo cochino!... Después que no se puede aguantar la peste que echas!... ¡Cabrón!... ¿Así agradeces el pan que te damos, sin merecerlo, y cuanto estamos haciendo por ti?... ¡Si debíamos quemarte los ojos!...

El señor Frasquito pugnaba por levantarse, luchando con Rita que le tenía asido por los hombros. Aquellos esfuerzos y el daño que mutuamente se causaban enardecieron á los dos. Ella descargó sobre el enfermo varias bofetadas, á las que Frasquito contestó magullándola la nariz de un seguro y rectilíneo puñetazo.

—¿Creías que no podía defenderme?—barbotaba el pañero—; pues vas á echar los sesos por los oídos.

Y como la tuviese bien sujeta con una mano, con la otra la dió varios certeros golpes en el vientre y en los senos. Inclinada según estaba sobre el lecho, Rita comenzó á sangrar. Su valor flaqueaba.

En tan crítica sazón Toribio apareció; llegaba furioso. Así, al ver la escena, no se detuvo á inquerir sus motivos, ni siquiera á librar pacíficamente á su hermana, sino que, abalanzándose sobre Frasquito, comenzó á apuñearle con todas sus fuerzas, que eran muy grandes. Una idea absorbente, inexorable, la idea de matar, que tanto tiempo había acariciado su obtuso cerebro, en aquel decisivo momento frutecía y á la par le nublaba la conciencia y los ojos. A cada nuevo golpe de sus brazos, cuyo vigor cuadruplicaba el frenesí bárbaro de la cólera, Toribio Paredes murmuraba, los labios espumeantes:

—Toma... toma... toma...

El señor Frasquito, derribado pecho arriba, no se defendía; su rostro se amorataba y la almohada donde yacía su molida y ensangrentada cabeza, iba tiñéndose de púrpura. A los golpes salvajes de su cuñado, el infeliz respondía con ayes desgarradores. Rita permanecía suspensa, lívida, los brazos recogidos, las nudosas manos crispadas sobre su cabeza minúscula, de cabellos bermejos y alisados. Su voluntad desfalleció. Acababa de ver pasar la tragedia; comprendía que iba á cometerse un crimen, que nadie podría evitarlo, que la última hora del señor Frasquito había sonado. Entonces sintió miedo, frío; miedo á que las gentes que transitaban por la calle oyesen los lamentos del supliciado, y por ellos viniesen en averiguación y conocimiento de lo que sucedía; y entonces, en un repentino alarde de refinadísima hipocresía, empezó á gritar con compasivo y maternal acento:

—¡Vamos, Frasquito Miguel, no te quejes así, que eso no es nada! ¡No te apures, hijo mío, no te apures, pobrecito, ten paciencia, que el dolor te pasará pronto... ¡Déjate dar la untura!... ¡Déjate dar la untura, hombre!... ¡Aguanta un poco!...

Cegado por la cólera, Toribio Paredes, de súbito, ya no se satisfizo con golpear: quiso asesinar, destruir, cerrar aquellos ojos que le miraban á la vez empavorecidos y rencorosos, ahogar el treno de aquella boca que empezaba á torcer el dolor. Entonces se palpó los bolsillos, buscando un arma, y como no la hallase miró á su alrededor con una doble expresión de rabia y de loca angustia: necesitaba un puñal, un martillo, una hacha, una piedra... algo que le preparase á la muerte un fácil camino. Rita entendió á su hermano, pero no pudo auxiliarle; su cerebro estaba vacío y el terror se agarraba á sus pies como un grillete. Este diálogo brevísimo, diálogo sin palabras, duró el relámpago de una mirada. Toribio iba á coger al señor Frasquito por el cuello, que bríos sobrados tenía para arrancarle así, con las manos, su miserable vida; pero según se disponía á ello, recordó que la extrangulación deja señales precisas en la víctima, y el temor á la justicia le detuvo. Por su alma truculenta las ideas galopaban sin brida, y de refilón, en meditaciones breves como fracciones de segundo, la razón iba midiéndolas todas. Al fin, de un salto, trepó á la cama, y, cual si pisase uvas en un lagar, comenzó á patear sobre el derrengado cuerpo de su enemigo.

—¡Socorro!... ¡Que me matan!... ¡No puedo más!... ¡Me matan!... ¡Socorro!...—imploraba el infeliz.

A sus voces, Rita, que había cerrado la puerta del dormitorio temerosa de que los niños se asomasen á ella, respondía con otras mayores, de gran zalamería y piedad:

—¡Frasquito, no te pongas así!... ¡Ten paciencia..., ten paciencia!... ¡Ya verás cómo, con lo que estamos haciéndote, pasado un ratito no te duele nada!...

Sus palabras disimulaban una ironía horrible. Toribio, enloquecido, convulso, semejante á los brujos que danzaban en la epilepsia de los aquelarres medioevales ahincaba sus pies en las entrañas del caído. Un quinqué de petróleo, puesto sobre una cómoda, alumbraba la inaudita escena, y su luz arrojaba contra las paredes las extrañas contorsiones del asesino: las sombras de aquellas piernas inquietas y de aquellos brazos que alternativamente se abrían y cerraban para mantener el equilibrio del cuerpo, corrían por el suelo ó escalaban los muros como arañas. El lecho, que era endeble y de hierro, gemía bajo tan fiero trajín, y las doradas perinolas de sus pilares tintineaban marcando un ritmo. Era un cuadro de pesadilla.

—¡Que me matan!... No puedo más... me matan... ¡Socorro!...

Gemía desmayadamente el señor Frasquito. Y á la vez, consolando su pena, Rita gritaba:

—¡Eso no es nada, pobrecito! Ten valor... ¡Ya verás cómo luego te quedas dormido!...

La voz de la víctima, rápidamente, iba debilitándose, alejándose. Luego, por obra de los golpes que había recibido en el vientre, su boca se llenó de sangre. Desesperado movió la cabeza á un lado y otro, batallando contra la asfixia que la hemorragia le causaba, y sus palabras dejaron de ser inteligibles. Entre sus dientes su lengua se retorcía. De pronto, aquel barboteo cesó también y las manos se crisparon agoreras sobre las mantas. El señor Frasquito acababa de perder el conocimiento.

En el silencio que se produjo los dos hermanos miráronse aterrados. La mujerona susurró:

—Ya está.

Pensaba que Frasquito Miguel había muerto. Toribio saltó de la cama al suelo, y el ruido que produjeron sus pies al caer, le asustó. Llevóse un índice á los labios, significando á Rita que callase, y unos momentos permanecieron así, los ojos muy abiertos, atentos á los menores ruidos. En la calle vibraron los pasos de un transeunte; iban acercándose. Cuando sonaron al otro lado del muro, delante de la ventana, los Paredes experimentaron un nuevo acceso de terror; recelaban que aquel viandante, por las rendijas de los batientes, pudiese verles. Pero los pasos se alejaron isócronos, amortiguándose en la distancia. Luego, nada; el silencio otra vez; y en el silencio el lejano murmurio de las aguas del río. Rita hizo un gesto negativo.

—No es nadie...

Toribio acercó su cabeza lívida al rostro ensangrentado, horriblemente amoratado y torcido, del señor Frasquito, y así permaneció hasta convencerse de que respiraba. Su hermana interrogó ansiosa:

—¿Ha muerto?

Toribio repuso incorporándose:

—No; respira...

Esta idea les serenó, produciéndoles un brusco é inefable contentamiento; fué una calma parecida á la que los marinos obtienen vertiendo aceite sobre las olas aborrascadas. Todavía no eran criminales, todavía la ley podía indultarles. Pero esta noción consoladora duró un instante.

—Hay que rematarle—dijo Toribio.

Ella afirmó con la cabeza; él agregó:

—Porque si no le rematamos, nos acusará y somos perdidos.

—Es verdad.

—Empezamos á comernos el melón, y debemos concluirlo...

La idea imperiosa, apremiante, de borrar su mala acción, la idea que enloquece á los criminales y les obliga á las crueldades peores, se aferraba á sus frentes estrechas.

Quedáronse unos minutos inmóviles delante del lecho, las miradas fijas en la víctima, prontos á lanzarse sobre ella para detener en su garganta el menor quejido. El quinqué, sin pantalla, ardía serenamente. Ahora, con el reposo de los cuerpos, las sombras habían desaparecido, y en la habitación de paredes encaladas todo era blanco.

—Si le matamos antes de que despierte—balbuceó Rita—de aquí al amanecer podemos abrir un hoyo en el patio y enterrarle...

Sus ojos pequeños y rojizos, que el cansancio de la emoción había hundido en el fondo de sus cuencas, se volvieron hacia Frasquito. Hubo en ella como una piedad.

—Quién sabe—dijo—si no tendremos que rematarle; acaso se muera él solo...

Paredes tuvo un corajoso ademán de impaciencia.

—Pero si ahogarle ahora, como se ahoga un pollo, es lo de menos. Lo grave es la segunda parte. ¿Dónde escondemos el cadáver? En el patio no puede ser, ¿no comprendes?

—Tienes razón...

—Sacarle de aquí tampoco es difícil: le metemos en un saco, le ponemos á lomos de la mula... ¡y andando! Luego, á dos ó tres leguas, en lo más cerrado de la sierra, se le deja. Pero es que su desaparición picará la curiosidad de los vecinos, que nos preguntarían por él y llegarían á sospechar de nosotros. ¡Si fuese antes, que salía solo á vender!... Pero se trata de un hombre paralítico, que no iba por su pie á ninguna parte.

Demudado el semblante, los ojos idiotizados por el terror y fijos en el herido, la mujerona repetía:

—Es verdad... es verdad...

Era el negro laberinto, el terrible callejón sin escape, donde los muertos encierran, acosan y pierden á los vivos. Transcurridos unos instantes, los labios blancos de Toribio temblaron y su cara resplandeció en una histérica contracción de júbilo. Retrocedió varios pasos, cruzando las manos sobre el pecho, alebrándose como el cazador que acecha ó que busca una pista en el suelo.

—Ya sé—musitó—, ya sé...

Sacudió á su hermana por una muñeca y señalando al señor Frasquito con el ademán:

—Vámonos... ven... antes de que vuelva en sí. Ya sé lo que debemos hacer con él; me lo dijo don Gil anoche...

Uno tras otro, andando de puntillas, salieron del aposento, cuya puerta suavemente cerraron y aseguraron con llave. Luego, para cerciorarse de que Frasquito Miguel no les había oído marchar, Toribio atisbó por el hueco de la cerradura el interior de la habitación, silenciosa y bañada en luz blanca.

—Acuesta á los niños—murmuró.

Con el sueño del hambre y el rudo molimiento de la azotaina recibida, los cuatro chiquillos dormían profundamente: Deogracias, sobre un banco; los otros en el suelo, á la hila de los muros. En un santiamén y con mayor suavidad que nunca, para no despertarles, la mujerona fué trasladándoles á sus camas, donde les dejó vestidos, y hasta besó á Paquito, el más chiquitín, que al sentirse removido entreabrió los párpados. Inmediatamente, con un andar rápido de furia, volvió al lado de su hermano. Este comenzó á hablarla al oído y con nerviosa vehemencia; su boca, alargada por la emoción, parecía un hocico.

—Ahora mismo vamos á coger un trozo de madera, de aquellos que empleamos como vigas para techar la cuadra, y lo tallamos en forma de maza... ¿Comprendes?...

Rita Paredes, la nariz aguileña, los fieros ojos parpadeantes y bruñidos, los pómulos lívidos más salientes que nunca, aprobó:

—Sí... ¿y qué?

—Lo soñé anoche—prosiguió Toribio—, me lo dijo don Gil, y cuando él hablaba, yo le oía y veía según ahora mismo te oigo y te veo á ti.

La mujerona, hipnotizada, frunciendo los párpados como quien en la oscuridad de una noche sin luna vislumbra un camino, repitió:

—Sí, sí...

Continuó el bujero:

—Luego le quitamos á la mula una herradura y la clavamos en la parte más gruesa de la maza, que así preparada nos servirá de rompecabezas. Con ella, de un solo golpe, le parto yo la frente á Frasquito, y la gente, cuando vea la herida, pensará que se trata de una coz.

Su rostro anguloso resplandecía con la fiebre de una espantosa inspiración. A descompuestas zancadas dirigióse hacia el patio.

—Ven... ¡pronto!...

A pesar de no haberle comprendido bien, su hermana le siguió. A oscuras, para no atraer la atención chismera de los vecinos, salieron al patio, sobre el cual el cielo estrellado vertía un casi imperceptible claror. Los muros blanqueaban en la sombra borrosamente. A la izquierda, la puerta del almacén aparecía cerrada; á la derecha, bajo la techumbre de la cuadra, los animales, medio dormidos, piafaban y sacudían sus cabezales. Al fondo, un mogote de retamas, tablas y trozos de viejos horcones, destinados al fuego, levantaban una mancha informe en la limpieza de la pared. Allí los dos hermanos inclinados hacia adelante, como sobre un rastrojo, empezaron á buscar. Rita era la más impaciente; casi sin interrupción, no bien sus ávidas manos tropezaban un zoquete, interrogaba.

—¿Sirve este?

Toribio, tasándolo con una mirada, repetía lacónico.

—No.

—¿Y este?

—Tampoco.

Ella volvía á preguntar:

—¿Y este?

Tenía la obsesión de que el señor Frasquito iba á levantarse, y á cada momento alzaba la cabeza creyendo oir su voz que pedía socorro en la calle.

Toribio fué quien halló el trozo de leña, largo como de un metro, recto y macizo, que necesitaban, y con él regresaron ambos á la cocina. Tenían trastornada la color de los rostros; el frío de la cruda emoción que les dominaba, unido al de la noche, les hacía temblar. El bujero miró al reloj de pesas que latía en un ángulo de la estancia: iban á ser las once.

—A las doce—dijo—la primera parte de la faena debe estar concluída.

Descolgó una hachuela corta y bien afilada, con la que certeramente empezó á modelar el tarugo, dejándole en uno de sus extremos todo su volumen, y reduciendo y adelgazando el opuesto de modo de poder empuñarlo fácilmente. Pronto el zoquete, que era de encina, quedó transformado en maza; un enorme as de bastos parecía. Satisfecho, Toribio lo agarró por su parte flaca y levantándolo en alto hízolo girar sobre su cabeza. Las virutas que arrancó de él, Rita había tenido la asotilada precaución de arrojarlas al fuego, y así, cuando la faena concluyó, el suelo estaba limpio. Toribio preguntó:

—¿Quedó bien cerrada la puerta de la calle?

Rita fué á asesorarse. Efectivamente los dos cerrojos que la defendían estaban echados, y para que nadie, desde fuera, pudiese espiarles, la mujerona tapó con una miga de pan el hueco de la cerradura.

Entonces los Rojos volvieron al patio. El propósito de desherrar la mula ofrecía dificultades y hasta peligros, tanto por la arisca condición del animal como porque necesitaban maniobrar á oscuras y callando.

—¿Por qué no desherramos al burro?—insinuó la mujer.

Y él, imperativo:

—No; tú, cállate; yo sé lo que digo: la mula es mejor.

Penetraron bajo el cobertizo de la cuadra. Toribio marchaba delante; llevaba en la mano unas tenazas de las que usan los veterinarios en su oficio; se acercó á la mula y comenzó á acariciarla el cuello y las ancas. Procuró dar á su voz, destemplada por la vesánica tensión de sus nervios, una inflexión dulce:

—Pascuala, Pascualita... ¿qué tiene Pascualita?...

El bruto, cuya alborotadiza condición había empeorado desde que estuvo en riesgo de quemarse, amusgaba las orejas y miraba á su amo con ojos brillantes de recelo. Toribio le echó por la cabeza un acial que sujetó á una argolla. Rita se había quedado un poco atrás.

—Yo no veo nada—dijo—; preciso será traer luz.

El consintió. Marchóse la mujerona y tardó bastante en traer bajo el delantal un farolillo de aceite que puso en el suelo y tras unos serones, para amortiguar su claridad. Sobre el estiércol, un temeroso enjambre de arañas, garrapatas, escarabajos, cucarachas y hormigas, huía de la luz. La mula comenzó á titubear los secos cuadriles con inquietud.

—Tú la levantas una de las patas—ordenó Toribio—y la sujetas bien; no tengas miedo.

—¿Y por qué no la desherramos una mano? Es más fácil.

—Es más fácil, pero luego sería peor; yo me entiendo. ¡Anda!

Ella, que no medía toda la sutilidad infernal del plan que su hermano iba devanando, repuso:

—También podríamos clavar en la maza una herradura nueva, pues que todas, nuevas y viejas, son del mismo tamaño, y ahorraríamos tiempo y faena. ¿No te parece?...

El vaciló, vencido momentáneamente por la lógica de aquella sencilla observación. Añadió, Rita:

—Así concluiríamos antes.

Pero al momento Paredes se rehizo y su reacción tuvo la violencia de una fe inquebrantable.

—¡No... no! ¡De ninguna manera! ¡Lo haremos todo según me lo ha dicho don Gil!...

La intervención bruja del hombre pequeñito en el curso de aquel drama, decidió á Rita. Sin decir palabra cogió un trozo de cuerda que, dispuesto en forma de nudo corredizo, enlazó á la pata derecha de la mula. Asustada ésta empezó á moverse, piafando y dando furiosos tirones del acial. Fue preciso dejarla. Toribio, de nuevo, empezó á tranquilizarla con la voz:

—Pascualita... Pascuala... rica; no tengas miedo...

Cuando la comprendieron más sosegada, Rita volvió á trabarla de la pata, que levantó y sujetó debajo de su brazo derecho, de modo que la rótula ó babilla quedaba detrás y á la altura de su hombro. Sobre su muslo, y vuelto hacia arriba, descansaba el casco. La mujerona, de espaldas á la bestia, resistía vigorosamente sus impacientes sacudidas; con el esfuerzo sus manos hombrunas estaban rojas y crispadas.

Hábilmente Toribio Paredes procedió á quitar la herradura. Con las tenazas agarraba bien la cabeza del clavo, tiraba hacia abajo y lo extraía con un chirrido breve.

—Fíjate—dijo á su hermana—en que falta un clavo aquí, á la izquierda.

—Bueno...

—Acuérdate de cual es, luego, para dejar el hueco.

—Bien, bien...

Mataron la luz y regresaron á la cocina. Arrodillado en el suelo, Toribio procedió á clavar la herradura en la parte más gruesa del zoquete y de modo que la lumbre quedase hacia abajo, para que la huella, del mazazo revistiera todas las apariencias de una coz. Asimismo tuvo la precaución de no poner el clavo que echó de menos al desherrar la mula. Juzgando su obra bien concluída, murmuró:

—Estamos listos.

Miró el reloj; las doce y media eran pasadas. Casi de un brinco púsose en pie:

—Vamos...

Su figura crecida y angulosa, y su brazo derecha armado y desnudo hasta el codo, rimaban siniestramente. Avanzó algunos pasos y se detuvo:

—Lleva una toalla para taparle la boca, si gritase...

XVI

Rato hacía que Frasquito Miguel, recobrado de su desmayo, pugnaba por levantarse. Su conciencia había encendido todas las luces y sostenía un pavoroso monólogo. Recordaba los incidentes que concitaron contra él los desatados furores de sus familiares, la homicida vehemencia de Toribio al apuñearle y patearle, y la terrible hipocresía de su hermana. Aquellas frases, cariñosas, aquellas exclamaciones de misericordia y emoción gritadas por la mujerona para que los vecinos que hubiesen oído los lamentos del supliciado los atribuyesen, no á un castigo, sino á una cura dolorosa, empavorecían al señor Frasquito. Acababa de comprender á los Paredes capaces de todo, hasta del crimen, y así, no obstante la coyuntura de postración y flaqueza en que le habían dejado, á todo trance quería huir. Sentíase inerme, débil como un niño, y á merced de dos fieras.

—Les estorbo—pensó—; quieren acabar conmigo, para robarme...

El silencio de la habitación, la blancura de los muros, el frío de la almohada que mojaron la sangre de sus heridas y el sudor de sus ansias, hasta la misma luz apacible del quinqué sin pantalla, acrecentaban su terror. Levantando la cabeza procuró espiar los ruidos de la casa. Oyó en el patio murmullo de conversaciones y de golpes; en la cuadra, los animales parecían inquietos. Después hubo un silencio; luego reconoció los pasos de Rita y de su hermano que iban y venían. Tuvo el señor Frasquito la visión neta, horrible, de que estaban abriendo una zanja para enterrarle.

—Temen que mañana les acuse, y piensan hacerme desaparecer...

Esta idea acució sus deseos de fuga: por la ventana enrejada no era posible escapar; de consiguiente, había de salir á la calle por la puerta, aprovechando un descuido de los que, indudablemente, le vigilaban. Merced á un titánico esfuerzo consiguió incorporarse; la cama producíale espanto; que le matasen, bueno, pero hallándose él de pie; acostado, no.

En aquel momento, por dos veces, chirrió la cerradura y abrióse la puerta. Los hermanos Paredes entraron. Toribio iba delante y con los brazos cruzados atrás, como si ocultase algo. Rita llevaba al hombro una toalla. Aquel trapo blanco asocióse instantáneamente en el espíritu del señor Frasquito á una idea de crimen, á una visión de sangre derramada, de sangre suya, que sería necesario limpiar. El desdichado quiso defenderse. No pudo. Sin decirle palabra, Rita brincó sobre él y, cubriéndole la boca con la toalla, plegada en forma de zurriago, le sujetó fuertemente. Luego, tirando de ambos extremos de la mordaza, como de una brida, sacó á la víctima arrastras del lecho. Cayó Frasquito Miguel pecho arriba, los brazos inertes, las flacas piernas extendidas y lacias.

Toribio entonces, parado delante de él, inclinado el cuerpo en la actitud reverente de los segadores, por dos veces bajó y subió la maza que esgrimía á dos manos sobre la cabeza del caído: aseguraba el golpe. Rita, arrodillada junto á Frasquito para impedirle todo movimiento, volvía la cara esquivando las probables y nauseabundas salpicaduras del sacrificio. Toribio, de pronto, se decidió á herir; un estremecimiento asesino sacudió su cuerpo; al unísono sus músculos enjutos vibraron; la contracción de los maseteros apretó convulsivamente sus mandíbulas y desnudó los dientes; puso las piernas en flexión, sus lomos tremaron, sus manos crispáronse frenéticas sobre la empuñadura de la maza que descendió irresistible, semejante á un martillo de fragua. La muerte del señor Frasquito fue instantánea; el porrazo le deshizo el ojo y el pómulo izquierdo, y revuelta con la sangre la materia encefálica comenzó á salir. Sobre el arco superciliar horriblemente hundido, los hombros de la herradura grabaron un medio círculo que primero fue rojo y luego negro.

—Vamos con él—masculló Toribio—, vamos pronto, antes de que se manche más el suelo...

—Pero hay que vestirle—observó Rita.

—¿Para qué? No hace falta. Mejor está así.

Le cogió por los sobacos y ella de los pies, y salieron de la habitación; pesaba muy poco; su rota cabeza pendía hacia atrás; llevaba los brazos extendidos y las manos inertes rozaban el suelo; el muerto cuerpo unas veces se encogía y otras se estiraba, según los que le llevaban se acercasen entre sí más ó menos. De este modo el fúnebre convoy llegó á la cuadra. El cadáver, sin otra ropa que una camiseta y el calzoncillo, y con los pies desnudos, fue depositado sobre el estiércol. Inmediatamente los Paredes regresaron á la cocina: ella, á encender nuevamente el farolillo; él, á quitar la herradura de la maza y reponerla en su sitio. Aquel agitadísimo trajín les tenía desemblantados y con las sienes empapadas en frío sudor. Toribio miró al reloj y sorprendióle que aun faltasen minutos para la una; los instantes que siguieron al asesinato del señor Frasquito habían tenido en su espíritu inacabable duración; él hubiese jurado que estaba amaneciendo.

Los dos criminales volvieron á la cuadra, dejaron la luz donde antes y procedieron á reherrar la mula. Esta vez trabajaban con más desembarazo y diligencia, porque la decisión que les impelía era mayor. Rita sujetaba al animal, y Toribio manejaba el martillo con raro tino; los martillazos sonaban poco; los redoblones, enderezados previamente, entraban sin dificultad en sus claveras. De pronto, la lividez del Rojo aumentó; su hermana creyó que iba á perder los sentidos; el miserable palidecía de miedo; recordaba que la herradura tenía todos sus redoblones, menos uno, y no sabía cuál.

—El primero de la izquierda—repuso Rita.

—¿Estás segura?—balbuceó él—Fíjate bien: hay que dejar la clavera libre; de lo contrario, podría descubrirle el engaño. Fíjate. Nos va en ello la vida...

Pero la mujerona no titubeaba:

—Sé lo que digo; el clavo que faltaba era el primero del hombro izquierdo; corresponde á la izquierda tuya... ¿no comprendes?...

El rememoraba la escena del desherraje, y cómo puso en la maza la herradura. Al fin, las imágenes emborronadas se diafanizaron; vió limpio y alentó satisfecho; aquel último detalle le aseguraba la inmunidad.

—¡Tenías razón!—exclamó.

En un santiamén la operación quedó concluída.

Después cogieron el cuerpo de Frasquito y lo acostaron boca arriba, junto á las patas traseras de la mula. La obsesión de Toribio Paredes era poder justificar, ante el público, las magulladuras que sus manos y sus pies iracundos causaron en la víctima; para esto era indispensable que la mula patease bien sobre el cadáver. Con su cuchillo Toribio empezó á hostigar á la bestia en los hijares. Rita presenciaba el odioso drama sin quitar los ojos del muerto, cuya cabeza, amoratada, comenzaba á hincharse horriblemente. Paredes continuaba acosando al animal, que volvía la cabeza para mirar á Frasquito Miguel, á quien demasiado conocía. Extrañaba, sin embargo, su actitud y su inmovilidad, y acrecentándose esta extrañeza pronto se exacerbó y fué pavura. Quiso huir y, tropezando con la pesebrera, ladeó el cuerpo; retrocedió luego y pisó el cadáver; sus cascos hundiéronse muchas veces en el pecho y en el vientre del muerto. Por la boca lívida, desquijarada, del señor Frasquito, manaba un hilo de sangre negra.

Toribio murmuró:

—Todo ha salido bien; ahora, vámonos á dormir.

De súbito, hizo un gesto alegre; el gesto del pintor que ha visto una pincelada maestra, y añadió:

—Espera aquí...

Marchóse para traer la botella del aguardiente, cuyo contenido derramó en el suelo; la botella, casi vacía, la dejó cerca del cadáver. Este ardid induciría á las gentes á creer que el señor Frasquito, cuando la mula le mató, estaba borracho. Después, siempre medio á oscuras y con gran sigilo, abrieron un hoyo en el patio para esconder la maza; disimularon la tierra removida bajo un montón de palos, ladrillos y trozos de cascote; después borraron escrupulosamente las manchas de sangre diseminadas por el dormitorio y en la cocina, y según fregaban iban restañando la humedad de lo limpiado. Últimamente pisaban sobre aquellas señales de pulcritud que dejó la aljofifa, ensuciándolas de modo que no se conociesen. En seguida se lavaron las manos, deteniéndose en quitarse los bordes rojos de las uñas. Terminada, en fin, la operación, mal concluída casi siempre, de desvanecer esos incontables rastros que el criminal va olvidando tras sí, los Paredes se retiraron á sus alcobas respectivas. Los niños dormían sosegadamente. En el recogimiento de la casa, el drama parecía no haber dejado huella.

Antes de separarse, Toribio cogió á su hermana por un brazo, atenaceándoselo como si aquel dolor contribuyese á grabar sus palabras en el remiso discernimiento de la mujerona.

—Mañana—dijo—, apenas te levantes, sales al patio, ¿entiendes?... sales al patio, entras en la cuadra é inmediatamente empiezas á gritar y á pedir socorro de manera que todos los vecinos te oigan.

Ella hizo con la cabeza un signo negativo. El inquirió:

—¿Por qué?

Tenía su insistencia una vehemencia de amenaza. Rita continuaba negando. Ahora, después de cometido el crimen, la horrorizaba la idea de ver á la luz del sol la cabeza violácea y tumefacta, del señor Frasquito. Seguramente no podría resistir tan espantosa emoción.

—Es mejor—se atrevió á decir—que te levantes tú primero.

—¿Para qué?

—Tengo miedo...

—¡Qué miedo ni qué porra!—masculló el pañero—¡Te mato como á él si no haces lo que mando! Siempre, en todas las casas, las mujeres son las que más madrugan. Por eso mañana, como de costumbre, te levantas la primera. Luego, á tus voces, saldré yo.

No replicó la mujerona, y se separaron. Ya acostados, las horas transcurrían sin que ni ella ni él pudiesen dormir. La hiperestesia de sus nervios daba mayor sonoridad á todos los ruidos. El murmullo del río parecía más fuerte. Empezaron á cantar los gallos. En el silencio, cada vez que oían removerse á la mula, pensaban en el cadáver tirado sobre el estiércol, magullado bárbaramente bajo las patas del arisco animal. Rita, lívida de terror, se tapaba la cabeza con las mantas.

Pero amaneció y con la llegada de la luz solar, de la luz franca, rotunda y enemigas de fantasmas, de la luz que nunca tuvo miedo, los dos hermanos recobraron su serenidad.

Ya dueña de sí la mujerona, á la hora de costumbre, brincó del lecho, fue al patio y apenas entró en la cuadra prorrumpió en estridentes y atronadores alaridos. Sus estentóreos gritos desgarraban el azul.

—¡Frasquito Miguel!... ¡Frasquito Miguel!... ¡Frasquito de mi alma!... ¡Virgen Santísima... mi Frasquito ha muerto!... ¡Socorro, socorro!... ¡¡Socorro!!...

Desmelenada, los brazos en alto, al aire los senos, trastornados los ojos, escapó hacia la calle, solitaria y bañada ufanamente en el claror blanco de la mañana. Allí sus voces y aspavientos redoblaron.

—¡A mi Frasquito le han matado! ¡Han matado á mi Frasquito Miguel!... ¡Socorro!... ¡Socorro!... ¡Han matado á mi Frasquito Miguel!...

Casi á la vez varias puertas se abrieron; tras los cristales de las ventanas aparecían semblantes curiosos y atónitos, ojos deslumbrados, cargados aún de sueño. Mujeres y hombres, á medio vestir, todos compadecidos y solícitos, salieron á la calle en tropel y rodearon á Rita.

—¿Qué pasa, qué sucede?—preguntaban.

Ella no respondía y desparramaba sus miradas á un lado y á otro, como si la desesperación la enloqueciese. Ninguna actriz, ni aun la más ilustre, hubiese podido representar mejor su papel. ¿De dónde aquella mala hembra, inculta y torpe, podía sacar tan perfectos recursos? ¿Qué increíble inspiración de comedianta se los dictaba? El sol doraba sus cabellos enmarañados. Sobre su pecho árido, bajo la chambra entreabierta, los senos flácidos colgaban tristes y parecían resbalar como lágrimas. Su elevada estatura sobresalía en medio del grupo de curiosos. Fuera de sí, comenzó á mesarse los cabellos, á torturarse los brazos, y llegó á morderse los labios tan sinceramente que la sangre brotó.

En aquel momento, desnudo de medio cuerpo arriba, descalzo y ajustándose los calzones, apareció Toribio.

—¿Qué sucede—decía—, qué sucede?...

Su cabeza roja y minúscula estaba nimbada de espanto. También el miserable era un soberbio actor. La mujerona le abrazó llorando.

—Frasquito ha muerto... ha muerto...

—¿Cómo?... ¿Que ha muerto Frasquito?

—Sí... le ha matado la mula...

Toribio ensanchaba los ojos; no comprendía; su frente demudada tenía la blancura del papel.

—¿La mula le ha matado?... ¡No es posible!...

—Sí, le ha matado. En la cuadra está... yo le he visto..., le he visto... ¡le he visto!...

Gradualmente bajaba la voz y se inclinaba hacia el suelo, enarcando las cejas horrorizadas, cual si aun tuviese el cadáver delante. Toribio corrió hacia la casa, todos le imitaron y en nervioso tropel llegaron al patio. Rita, á quien las mujeres sostenían porque estuvo á punto de sufrir una congoja, tambaleándose les siguió también. Sus hijos, despertados por el tumulto, acudieron á ella; los mayores, adivinando una desgracia, se agarraron á sus faldas, llorando.

—Mamá... ¿qué ha sucedido?... ¿Por qué lloras, mamá?

Rita les miraba sin responder; hipaba y tenía en la lividez de sus mejillas dos manchitas rojas. Sus ojos carecían absolutamente de expresión; diríase que el miedo y el dolor habían limpiado su espíritu de ideas, de recuerdos y hasta de palabras. Una vecina se apresuró, con franqueza brutal, á informar á los niños de su infortunio.

—Es que vuestro padre ha muerto; ya lo sabéis. Ahora, marcharos, por ahí...

Los muchachos, á coro, rompieron á llorar.

En el patio los vecinos se detuvieron; eran muchos y á cada momento, en grupos, llegaban más; apenas podían rebullirse. Los que primero acudieron permanecían inmóviles ante el cobertizo de la cuadra, contenidos por un sentimiento de terror, y con sus espaldas resistían el avance de los que estaban detrás y para ver se ponían de puntillas. Únicamente Toribio Paredes tuvo valor para arrojarse sobre el cadáver de su cuñado y sacarle de entre las patas del animal. La mula, asustada por la presencia de tanta gente, volvía la cabeza donde sus ojos negrísimos fulgían de espanto. El cuerpo del señor Frasquito quedó tendido pecho arriba, la cabeza hacia el muro y mostrando así las plantas, endurecidas por el trabajo, de sus pies.

Abriéndose camino por entre la concurrencia, Rita se acercaba; la sangre que manaba de su labio mordido, la había manchado el corpiño; su menton rojo formaba con la amarillez hipocrática de los pómulos y de la frente, una disonancia de pesadilla. Al ver el cadáver empezó á gritar:

—¡Frasquito de mi alma, Frasquito de mi alma!...

Demostró perder el conocimiento. Cayó hacia atrás, rígida, y su cabeza pequeña rebotó contra el suelo. Varias personas caritativas la empuñaron por los brazos y arrastras la llevaron hacia el interior de la casa. Las mujeres gritaban:

—¡Dadla á oler un pañuelo empapado en vinagre!

Y otras:

—¡Mejor es ponerla una llave sobre el corazón!...

—También es bueno tirarla del dedo mayor, de la mano izquierda...

Los chiquillos contemplaban á su padre, fluctuando entre la pena, el cariño filial y el miedo supersticioso que les inspiraba aquel cuerpo rígido. Solamente Deogracias se atrevió á arrodillarse delante de él.

Los circunstantes no cesaban de hablar; charlaban todos á la vez esforzándose en explicarse mutuamente aquella desgracia. Sin atreverse á tocar al difunto, muchos le reconocían la cabeza, donde debió de recibir, según todas las apariencias acreditaban, el golpe que le quitó la vida. La sucinta indumentaria del cadáver y la posición en que fue encontrado, decían que el señor Frasquito hubo de levantarse de noche para ir á la cuadra, y al pasar junto á la muía, ésta le dió una coz.

Una vecina manifestó que la víspera, á última hora de la tarde, había oído quejarse desesperadamente al señor Frasquito, y á Rita prodigarle frases de maternal consuelo. Y agregó:

—Yo pasaba por la calle y me detuve á escuchar. Desde luego supuse que al pobrecillo estarían curándole.

Toribio Paredes ratificó las palabras de aquella mujer. Su cuñado, que estaba enfermo de gota, se había agravado y fué necesario friccionarle el vientre y las rodillas con alcohol; aquel masaje le produjo dolores desacostumbrados y le arrancó ayes terribles.

Con notable naturalidad añadió:

—Esta madrugada, entre sueños, me pareció oir ruido en la cocina; pensé que era mi hermana y ni siquiera abrí los ojos; pero debía de ser él, que iba á la cuadra.

Nadie dudaba; las explicaciones aportadas por unos y otros, parecían á todos muy concertadas y en su punto. Pero, ¿qué pudo ir á buscar á la caballeriza, á tales horas, el señor Frasquito?

—Yo creía—insinuó un vecino—que el pobre, reumático como estaba, no podía moverse.

Toribio replicó:

—No; mi cuñado caminaba mal; andaba con trabajo, agarrándose á las paredes, como los niños pequeños, pero andaba...

—¿Y qué supone usted que fuese á hacer en la cuadra?...

El pañero se encogía de hombros; sus ojos divagaban; todas sus actitudes eran las del individuo que naufraga en un mar de conjeturas y vacilaciones. Largo rato, desoyendo la garrulería de tantos diálogos, permaneció absorto. Hubo momentos en los cuales pareció que, no obstante su entereza, iba á llorar. Pasados unos minutos, Toribio juzgó llegada la ocasión de fijarse en la botella del aguardiente, que, por una casualidad favorable, la mula había roto. Cogió uno de los añicos, el más grande, y con aire inquisitivo se lo acercó á la nariz.

—Esto—dijo—huele á aguardiente.

Los que le oyeron, repitieron preguntando:

—¿Huele á aguardiente?...

—Sí...

Su cara se iluminó.

—¡Ya sé, ya me explico lo sucedido!...

Como todos sabían, el señor Frasquito se emborrachaba; bebía sin freno, hasta caer. Diferentes veces se había levantado á media noche para beberse el vino ó el aguardiente ó el coñac, que hubiere en la despensa. Tanto Rita como su hermano, por consejo del médico procuraban que el enfermo no ingiriese ni un sorbo de alcohol. Para conseguirlo, todas las noches ocultaban las botellas del aguardiente y del vino, unas veces debajo de la cómoda, otras en la caballeriza, entre la paja de los pesebres. Este último lugar, como más distante, era indudablemente el más seguro. Pero Frasquito Miguel, á quien su pasión inspiraba adivinaciones extraordinarias, poco á poco, en fuerza de registrar todos los rincones de la casa, descubrió también aquellos escondrijos. Toribio relacionaba unos hechos á otros. Evidentemente su cuñado, que con el masaje de aquella tarde había sufrido mucho, llegada la noche experimentó, más intensamente que nunca, el deseo de beber, para adormecerse y descansar. Con este propósito registraría la casa, y no hallando lo que quería fué á buscarlo á la cuadra. Frasquito Miguel, aunque muy torpe de piernas, siempre realizaba estas excursiones á oscuras, por miedo á ser visto. El desdichado se acercaría al pesebre y cogió la botella; quizás allí mismo, en pie, poniéndosela sobre los labios, agotó su contenido, lo que turbándole la cabeza empeoró la inseguridad de sus movimientos. Luego, al retirarse, tropezaría entre el estiércol, para no caer se agarraría á la mula, y ésta, que era muy espantadiza, le dió una coz que Frasquito, por su desgracia, recibió en la frente...

Toribio se interrumpió; en aquel momento la Pascuala movía la cabeza para mirarle, y el miserable, que con tanta habilidad y discreción iba desenredando su mentira, palideció: tuvo miedo, un miedo supersticioso; se acordó de aquella burra que habla en la Biblia, y creyó que la bestia, testigo único de su crimen, iba á desmentirle.

Los circunstantes, que habían seguido atentamente las explicaciones del bujero, las hallaron muy lógicas. Ni un instante la sospecha de un asesinato removió sus cerebros ingenuos. Ahora, que conocían las causas del drama, la muerte del señor Frasquito les parecía menos triste. Alguien dijo, con mal encubierta ironía.

—En fin, si cuando el pobre recibió la coz estaba ya borracho... ¡tanto mejor!... porque sufriría menos...

Estas palabras inspiraron al auditorio ideas optimistas; los semblantes se aclararon y hubo en ellos un temblor de hilaridad.

A poco llegó el Juzgado, compuesto del señor juez, el señor secretario y tres alguaciles.

Don Niceto Olmedilla, después de tomar á los presentes declaraciones minuciosas, ordenó el levantamiento del cadáver. Casi á la vez aparecieron don Isidro, el alcalde, Fernández Parreño, don Dimas Narro y el veterinario. Don Elías supo lo ocurrido en la botica; á don Ignacio fueron á decírselo á su casa. Entonces don Niceto, para esquivar trámites y ganar tiempo, refirióles cómo había sucedido la desgracia, y les invitó á reconocer el cadáver y añadir sus dictámenes á las diligencias sumariales que habían de incoarse. Ellos asintieron. Los alguaciles, unas veces con palabras corteses, otras á empellones, despejaron el patio de curiosos. Luego trajeron una mesa, sobre la cual depositaron al muerto. Toribio, á cada momento, escupía y se llevaba las manos á los ojos.

—Yo le quería mucho—balbuceaba—yo le quería mucho. Me había acostumbrado á él. ¡Era muy bueno!...

Todos, advirtiendo sus esfuerzos para contener el llanto, le compadecían, admiraban su buen corazón y sentían hacia él una simpatía nueva. Refiriéndose á su cuñado, el bujero preguntó:

—¿Debo desnudarle?

Don Niceto repuso:

—No lo creo necesario; pero eso los señores peritos han de decirlo.

Alrededor de la mesa, el juez, el secretario del Juzgado, don Isidro, Martínez, Fernández Parreño, don Dimas y Toribio Paredes, se agrupaban vibrantes de interés y de emoción. En don Ignacio la idea de alternar mano á mano con dos médicos en una cuestión profesional, producíale cierta escondida vanidad. El cuerpo del señor Frasquito fué colocado en actitud supina, y como no cabía en la mesa, sus piernas, ya rígidas, quedaron en el aire.

Los peritos examinaron primero la cabeza, tumefacta, monstruosa, descompuesta por la hinchazón que siguió al golpe. La sangre se había coagulado, deteniendo con su sequedad la salida de la sustancia cerebral. Sobre el pómulo izquierdo aparecía clara, terminante, la huella curva de la herradura. Los bordes del hierro habían grabado un perfil inconfundible. Todos callaban consternados.

—¡Qué golpe!—exclamó don Dimas.

No pudo contener un gesto de repugnancia. Don Ignacio añadió:

—La coz que, como ve usted, está ligeramente inclinada hacia afuera, debe habérsela dado el animal con la pata derecha.

La cabeza pálida y mal afeitada de don Niceto asintió. En el medio círculo de la herradura, las señales más hondas que dejaron los clavos atestiguaban la formidable violencia de la percusión. Fernández Parreño empezó á contarlos.

—¡Aquí falta uno!

Repuso Martínez:

—Es cierto: pues por ese detalle sabremos si la coz fué dada con la pata derecha, según yo creo, ó con la izquierda. Veámoslo.

Toribio luchaba por no dejar traslucir su alegría. ¡Qué certeramente supo disponer todos los detalles! Al cabo, la prueba inconcusa, irrebatible, que había de ponerle á salvo de sospechas, estaba allí. Acercóse á la mula con muchas precauciones. Pascuala empezó á encabritarse; en su oscuro instinto la escena de aquella noche parecía haber dejado un terror.

—¡Qué mala bestia!—repetía Martínez—; cuando se quemó hubieran hecho ustedes muy bien en darla un tiro.

Con astucia, para aumentar la fuerza de aquella comprobación decisiva, Toribio levantó primero la pata izquierda del animal. Sobre el acero, bruñido por el uso, de la herradura, los circunstantes contaron los clavos: estaban todos.

—Lo que yo dije—exclamó Martínez satisfecho—la coz ha sido dada con la otra pata. Ande usted, Toribio: cerciorémonos de una vez.

El bujero obedeció. Efectivamente, allí faltaba un clavo.

—¿Ven ustedes?—insistió Martínez triunfante—fué con la pata derecha.

Examinando de cerca el casco homicida, comprobaron que todo él estaba manchado de sangre. Volvieron al lado del cadáver. En los sitios más profundos de la herida, los ojos sagaces de don Ignacio descubrieron partículas de estiércol.

—¡Qué atrocidad!—repetían los médicos—; ¡qué fuerza la de ese animal!...

Despojaron al difunto de sus vestidos, manchados de basura y de sangre. Todo el cuerpo que, durante horas, pateó la mula, hallábase horriblemente mutilado: el vientre aparecía inflado por unas partes y por otras deshecho; las costillas, rotas, habían desgarrado la carne y blanqueaban sobre la piel, ennegrecida por la sangre seca. Hubo en todos los allí presentes un movimiento de asco.

Don Niceto se volvió hacia Toribio y, á la vez compadecido y grave, le estrechó la mano. Después aludió al cadáver.

—Echenle ustedes una sábana por encima, y el entierro cuanto antes sea, mejor.

Cuando el Juzgado se retiraba, Olmedilla vió á Rita, á quién varias mujeres fortalecían con tisanas y discretos consejos, y quiso tomarla declaración. La mujerona lentamente y entre visajes de pena y espanto, ratificó cuanto su hermano había dicho, y apenas terminó de hablar cerró los ojos y dejó ir la cabeza hacia atrás, inerte y fría como si de nuevo hubiese perdido los sentidos.

Durante la tarde los Paredes observaron idéntica actitud de dolor. No almorzaron y la debilidad les enflaquecía el rostro. Ella parecía idiotizada; dejaba transcurrir largos intervalos con los ojos inmóviles y no respondía á las reflexiones consoladoras de sus vecinas. Algunas de éstas procuraban soliviar tanta pena examinando el acelerado fin del señor Frasquito desde un punto de vista práctico. Se trataba de un organismo arruinado, de un pobre hombre incapaz de ganarse el pan. ¿Qué hubiesen adelantado con tenerle en una cama durante años y años? Indudablemente su muerte, aparte el natural dolor de perderle, constituía un bien para todos; Dios sabe siempre darle á sus hijos lo que más les conviene...

A estas juiciosas y pacifistas vulgaridades, la mujerona respondía con exclamaciones de emocionante sinceridad. Suspiraba, desplomaba los hombros.

—¡Estaba tan hecha á él!—decía—; ¡era tan trabajador, tan bueno!...

Toribio, sentado en un rincón, los codos en las rodillas y la pequeña cabeza oculta entre las manos, demostraba también su tribulación con frecuentes y acongojados suspirones. Unicamente al anochecer, cediendo á amistosas invitaciones, fué á la taberna, donde volvió á explicar la fiera muerte de su cuñado y las circunstancias que, á su juicio, debieron de rodearla.

Al día siguiente, muy temprano, dieron tierra á los restos del señor Frasquito. Componía el acompañamiento una veintena de personas. El ataud iba llevado á hombros de Toribio Paredes y de tres vecinos de buena voluntad. Cuando éstos se cansaban otros les sustituían, pues para tan cristiano empleo brazos misericordiosos no faltaban, honrándose con ello. El Rojo era quien más resistía, y á todos sorprendía su fortaleza, nacida evidentemente de su cariño al difunto. Bajaba el luctuoso cortejo por el camino Alto de la Estación, y Toribio, ya fatigado, acababa de ceder su puesto á un amigo, cuando vió á don Gil Tomás que, pausadamente, regresaba al pueblo. La presencia del hombre pequeñito, en aquellas circunstancias, emocionó y acobardó á Paredes. Creeríase que el brujo madrugaba para asistir á su obra. En el júbilo rosa y azul de la mañana, y sobre la gran franja gris, llena de luz, de la carretera, su cuerpo minúsculo, vestido de negro, echaba un borroncillo impertinente. Toribio sintió que toda su sangre, hecha hielo, le subía á la garganta y luego le tamborileaba en las sienes. No obstante rehízose pronto y saludó, concediendo á la mayor categoría social de Tomás el respeto debido.

—Buenos días, don Gil.

—Buenos días, Toribio.

Ante el féretro el hombre pequeñito se había descubierto. Su rostro, de color de miel, no delataba emoción ninguna. Evidentemente no sabía quién iba allí. Sus ojos, sus labios, estaban tranquilos. Sobre su frontal lívido y bombeado, el sombrero, demasiado prieto, dibujó un jabeque rojo.

«¡Luego no se acuerda de lo que me dijo noches atrás!...»—pensaba Paredes.

Y á continuación:

«Y, si no se acuerda, ¿cómo está aquí él, que se levanta siempre tarde?...»

Don Gil le interpeló:

—¿Quién ha muerto?

Con voz casi imperceptible, el bujero repuso:

—Mi cuñado.

—¿Su cuñado?... ¿El señor Frasquito?

—Sí, señor.

—¡Oh!... ¡Qué sorpresa!... ¿Cuándo?...

—Anteanoche. Ayer, por la mañana, le encontramos muerto en la cuadra. La mula que tenemos le había matado de una coz.

Se interrumpió bruscamente; parecíale estar diciendo palabras ociosas. ¿No era don Gil su cómplice?

—Pero, ¿es cierto que no sabía usted nada?—agregó.

—Nada, se lo aseguro; no había oído decir nada... ¡Qué desgracia!...

Estaba conmovido. No obstante, casi al mismo tiempo, su compasión se trocó en curiosidad; pero en una curiosidad tan viva, tan impaciente, tan retozona y llena de preguntas, que parecía una alegría. ¿Cómo brotó en su alma aquella suave alacridad?...

—Cuénteme, amigo Toribio—exclamó—, cuénteme cómo esa espantosa desgracia ha sucedido.

—¿Cómo? Muy sencillo; verá usted...

Estirando las piernecillas cuanto podía, para no rezagarse, el hombre pequeñito siguió al muerto.

XVII

Teodoro entreabrió la ventana.

—¿Está bien así, don Juan Manuel?

El diputado aprobó con un gesto. Había pedido la botella del ron y llevaba trasegado de su contenido cerca de la mitad. Sus amigos decían que don Juan Manuel iba aficionándose á la bebida con exceso. Ello perjudicaba á su talento y le quitaba elocuencia en las Cortes. Había engruesado notablemente, y sus mejillas se acaloraban con facilidad. Nunca, sin embargo, su carácter revelóse más expansivo, más fecundo en dicacidades y agudezas; y en sus ojos zarcos, saltones, acuosos, acostumbrados á entornarse voluptuosamente, titilaba una luz optimista.

Aquella tarde de Abril el calor apretaba y la atmósfera del Casino, llena de humo y de sol, llegó á ser irrespirable. Don Juan Manuel, sofocado en el espacio, breve para su vientre, que separaba el diván de la mesa, ordenó á Teodoro abrir la ventana más próxima, y una corriente de aire cruzó el salón como una ráfaga de salud.

Componían la tertulia del diputado, Fernández Parreño, don Niceto y don Luis Olmedilla, don José Erato y don Artemio. Acababan de terminar su partida de tresillo y los lances del juego, por lo mismo que les interesaron y sacudieron mucho, les habían fatigado. Al recogerse en sí todos halláronse amustiados y sin ideas; cesó con el trajín de los naipes el regocijo de la reunión; el tedio de la ociosidad, el tormento sigiloso, mil veces renovado, de no saber á dónde ir, renacía. Antes de marcharse á cenar aun necesitaban esperar, cuando menos, una hora. ¿Qué hacer hasta entonces?... Y á esta pregunta, en cada alma, respondía el silencio.

Todos habían cambiado de actitud y miraban hacia los balcones, invadidos de cruda claridad. El Casino, á la sazón, estaba callado. Unicamente resonaban las voces de Romualdo y de otros dos individuos que jugaban al billar.

Don Juan Manuel Rubio sacó su petaca y ofreció tabaco á la reunión; todos aceptaron, menos don Niceto.

—Gracias, don Juan; ya sabe usted que no fumo ni bebo alcoholes más que de noche.

La observación era rigurosamente cierta; el juez no bebía ni fumaba mientras el sol alumbrase el horizonte. ¿Por qué alterar aquella costumbre de tantos años? El diputado no insistió.

Dijo don Artemio:

—¿Saben ustedes que el veterinario se ha comprado una corbata?

—Yo, sí—repuso don Elías.

—Yo, también—agregó Luis—; una corbata encarnada...

—La misma; ¿le han visto ustedes?

—No le he visto—replicó Olmedilla—, pero me la dijeron hoy, á medio día, en el Café de la Coja.

—Yo lo supe anoche—añadió el médico—, me lo contaron en la fonda.

—Se la habrá comprado su mujer, ¿verdad?

—No lo creo; su mujer tiene mejor gusto.

De unos labios á otros, en el curso de aquellos dos días la corbata de don Ignacio Martínez había estremecido la opinión.

El sustantivo «fonda», dicho por Fernández Parreño, trajo á la distraída memoria del señor Erato, un recuerdo.

—Diga usted, don Luis, ¿es cierto que esta mañana, un comisionista alemán, dió un escándalo en el Toro Blanco?...

La pregunta interesó mucho á los circunstantes, que ignoraban el hecho.

Luis Olmedilla, siempre presumido y valentón, repuso irguiéndose en su asiento y entornando los ojos con aire jaque:

—Hombre... tanto como un escándalo, no señor; porque si mi hermano Valentín es como es, un manso y lo aguanta, yo, no lo aguanto. Lo que hubo fueron palabras gruesas, pero no conmigo, que yo, en aquel momento, no estaba allí. El hecho es muy sencillo. Ese comisionista alemán vino esta mañana de Salamanca, en el primer tren, y apenas llegó á la fonda, pidió un baño. La criada que sirve en el piso principal y se expresa muy bien porque está acostumbrada á tratar con buena gente, le manifestó que en casa no había baño, pero que podía buscarle un barreño si, por casualidad, necesitaba lavarse los pies. ¡Me parece que la mujer no dijo ningún disparate!...

Todos asintieron. Parsimoniosamente, escuchándose un poco, Luis Olmedilla continuó:

—¡Pues, para qué quiso oir más el alemán!... Empezó á decir que él no necesitaba lavarse los pies, porque los llevaba siempre muy limpios; que los necesitados de limpieza somos nosotros, los españoles; que si pedía un baño era por gusto, porque en su país la gente, según parece, se baña todos los días. ¡Ganas de presumir, claro es!... Como hablaba á voces y manoteando, la muchacha se asustó y fué á llamar á su ama, porque Valentín estaba en la peluquería, afeitándose. Mi cuñada procuró apaciguar al alemán diciéndole que ni en Puertopomares, ni en otros pueblos de más categoría, las fondas tienen cuarto de baño, por la sencilla razón de que nadie se baña, y mucho manos ahora, en primavera, lo que no impide que gocemos de buena salud. Eso fué todo. Pero como el extranjero gritaba y decía en su lengua palabras incomprensibles, los criados pensaron que les estaba insultando, y á no llegar mi hermano nadie sabe lo que hubiese sucedido.

Exceptuando don Juan Manuel, que se reservó su opinión, todos los circunstantes, incluso Fernández Parreño, declaráronse en contra del alemán. El médico afirmó que los baños, fuera de los meses de Junio, Julio y Agosto, constituyen un reverendo disparate. ¿A quién, que no esté loco, se le ocurre bañarse, por ejemplo, en Abril?...

Luis Olmedilla dijo que su hermano, sin embargo, para complacer á los extranjeros, pensaba instalar una ducha. ¡Lástima de dinero!

—Dile á Valentín—exclamó el boticario—que si las pesetas le hacen cosquillas las emplee en ensancharnos el saloncito de tresillo, y se lo agradeceremos todos.

Don Juan Manuel preguntó á don Niceto el resultado de la querella que don Arístides, propietario del tejar La Honradez, tenía entablada contra Juanito, el Manchego.

—Hoy se ha celebrado el juicio—repuso el juez—, pero no hubo sentencia porque las circunstancias en que el demandante apoya su denuncia no están bien probadas. Ya le conocemos; por pleitear pleitearía con un árbol. Dice don Arístides que á una yegua inglesa, muy buena, que tiene, la acaballó un potro de Juanito el Manchego hallándose la yegua sudada; que el Manchego la echó el potro para dañarla, pues, según parece, él y don Arístides se llevan mal, y la yegua hubo de asustarse y con la impresión se la cortó el sudor y desde entonces está enferma. Por daños y perjuicios pide seis mil pesetas. Claro es que Juanito se defiende diciendo que si la yegua se escapó y vino á buscar al potro, ó si éste rompió el acial y se fué en busca de la yegua, él no tiene culpa, pues son accidentes inevitables y fortuitos. También asegura que la yegua no está enferma de pasmo, sino de alguna mala hierba que ha comido. Martínez, como perito, habrá de decirlo.

Este diálogo trajo al espíritu de Fernández Parreño el recuerdo de las dos potrancas que aquel año deseaba llevar á la cubrición. Don Juan Manuel poseía en su finca «La Evarista», así llamada para rendir público testimonio de adhesión y fineza hacia Evarista Garrido, su amante y heredera, una excelente monta con magníficos caballos padres y burros garañones andaluces de lozana estampa y extremado poder, que anualmente, desde que comenzaba la cubrición á primeros de Marzo, hasta fines de Junio, allá por San Juan, producíanle muy generosos rendimientos.

—¿Cuándo quiere usted que lleve las potras á cubrir?—preguntó don Elías.

—Cuando usted guste. ¿Están en sazón?

—Desde hace tres días. Pero, ya sabe usted que, por ser mis yeguas primerizas, tengo derecho á elegir semental...

Mientras se servía otra copa de ron, don Juan Manuel tuvo un gesto de desprendimiento y elegancia.

—Le asiste á usted, amigo don Elías, efectivamente, ese derecho de elección; pero aunque así no fuese, por ser usted quien es y por nuestra buena amistad, en mis tierras de ese y de cuantos fueros y pragmáticas necesite puede usar.

Agradeció Fernández Parreño tan generoso ofrecimiento, y prometió enviar al día siguiente las dos potrancas á la parada. Convenía aprovechar la bonanza del tiempo, pues la experiencia habíale demostrado que los días nublados no son propicios á la cubrición.

—¿Usted irá?—preguntó el diputado.

—Seguramente.

—Si quiere usted, puedo llevarle en mi tartanita; iríamos juntos y le enseñaría el último garañón que he comprado. ¡Merece verse!...

Esta conversación, tanto por la misma salsa picante de su asunto, como por el interés que estos episodios de la existencia rústica inspiran á cuantas personas viven del campo ó muy cerca de él, apasionó á los circunstantes. Para los vecinos de las aldeas, la noticia de un pedrisco, la época de la jifería, el júbilo verde de los bancales enlucidos con los primeros brotes de la cosecha próxima, la preñez de las ovejas ó el alumbramiento de una vaca, revistieron siempre importancia excepcional.

Don Elías explicó las condiciones de sus yeguas, su complexión, su edad y el empleo que daría á las crías. En relación con todo esto, quería para la potranca negra á «Temerario», garañón alazán; y, para la potranca rodada, á «Pensativo», soberbio ejemplar de ruchos cordobeses.

Don Juan Manuel sonreía petulante.

—Este doctor sabe escojer. Si entendiese de medicina como de animales, podíamos cerrar el cementerio.

El ejemplo de Fernández Parreño suscitó en los oyentes ideas de codicia. Don Artemio Morón tenía una pollina joven, ociosa desde hacía dos años. Don Niceto habló de su yegua.

—Pues anímense ustedes—exclamó el diputado—y vénganse mañana temprano con nosotros. Pasaremos un buen rato. Además, ahora la cubrición está en su apogeo, y á ustedes les conviene que la monta se realice antes de que los machos empiecen á cansarse.

Por burla, Luis Olmedilla dijo que aquella invitación se la dictaba á don Juan Manuel el interés. Cobraba el diputado las cubriciones á setenta y aun á ochenta reales, y como á su acaballadero acudían todas las yeguas y pollinas de los alrededores, las ganancias de la faena reproductora alcanzaban á mucho. Así, la parada de La Evarista constituía una especie de mancebía, de la que don Juan Manuel Rubio era amo y alcahuete. El dudoso gusto de la broma no hizo mella en aquél, que la arrostró bravamente, salpresándola con atrevidos donaires y uniendo sus risas á las de todos.

A la hora de cenar la reunión se disolvió, marchándose cada cual á su casa, pero prometiendo volver á entrevistarse luego en el Casino, para determinar bien el sitio y momento en que á la siguiente mañana habían de reunirse.

De esto trataban á última hora, cuando don Gil Tomás, que después de pasar la velada en un ángulo del salón y leyendo periódicos, se restituía á su domicilio, se acercó á la tertulia.

—Buenas noches, señores...

—Buenas noches, don Gil.

Hicieron ademán de brindarle una silla.

—Muchas gracias. Voy ya de retirada.

Bajo la claridad de las lámparas y entre la blancura del mármol de las mesas, parecía un pelele con su cabeza de amarillez azafranosa y su cuerpo de hombros caídos y estrechos. Fernández Parreño le explicó de qué se trataba y don Gil mostróse propicio á conocer lo que, por falta de ocasión, nunca había visto, mas no consintió en que nadie se molestase yéndole á buscar. El, con mucho gusto, concurriría puntualmente adonde le dijesen. Discutieron el sitio mejor para citarse: unos proponían el Casino, otros la farmacia. Al cabo quedó concertado que don Juan Manuel iría, en su coche, á recoger al médico, que don Niceto y su hermano saldrían por su camino y á la hora que les pareciese, y que don Artemio aguardaría á don Gil en la botica, pero maniobrando todos activamente de manera de reunirse en La Evarista entre ocho y nueve de la mañana. En esta conformidad se separaron.

El acaballadero de La Evarista hallábase á poco más de tres kilómetros de la población, inmediato al camino de Puertopomares á Torres de la Encina, y en el hondón formado por dos alcores sembrados de olivos. Era un vasto corralón circuído por densas acitaras de mampostería, altas como de dos metros, donde se apoyaba un cobertizo bajo del cual los gañanes ponían las carretas y otros aperos de labranza al resguardo de la lluvia. Junto á una piedra redonda, de las empleadas en las aceñas, y que con industria fué convertida en pesebre, relinchaba furioso el caballo «catador», destinado únicamente á examinar si las hembras que iban llegando estaban ó no en sazón de ser cubiertas. El pobre animal, los ojos alocados, los belfos espumeantes, erizada la crín, trepidante de un furor genésico exacerbado á cada nueva cata y siempre insatisfecho, atabaleaba el suelo y corajudo se mordía los ijares.

Los caballos y pollinos sementales estaban aparte, en lugar bien cerrado y separados unos de otros, porque el aislamiento, según el experimentado saber de don Juan Manuel, aviva en los machos el deseo reproductor. Así, cada garañón ocupaba un departamento, una especie de celda, de la que salía para cumplir la función sexual y á la que era restituído inmediatamente después. En aquel pequeño local cubierto de estiércol y flanqueado por los cuartos donde los sementales esperaban, atronaba la polifonía de los graves rebuznos, la estridencia bélica de los relinchos, el golpear de los aciales sacudidos, la temible impaciencia con que los brutos rijosos pateaban el suelo. A veces, un semental, de un par de coces, abría la puerta de su encierro, haciendo saltar la cerradura.

Don Gil Tomás y el boticario, que salieron de Puertopomares á paso de tropa, alcanzaron en el camino á don Niceto Olmedilla y á su hermano. Don Artemio llevaba á su pollina del ronzal; el juez, más comodón, había recorrido el trayecto montado en su yegua. Continuaron andando los cuatro, y á poco se reunieron con Fernández Parreño y don Juan Manuel que les esperaban á la entrada de La Evarista porque el coche no podía seguir adelante. Ya juntos, prosiguieron la ruta á pie, entre la alegría de los olivos y de los campos donde empezaban á lozanear los primeros brotes de la cosecha próxima. Un zagalillo, que llevaba del ramal á las dos potrancas del médico, les precedía. El cielo era azul, tibio el aire; las glebas, que paralelamente levantó el arado, rojeaban bajo el sol. Un júbilo afrodisíaco, excitador, un saludable aroma de sarpullos tempranos y de savias y resinas nupciales, saturaba el paisaje.

Interesó la atención de don Gil el que, tanto la burra del boticario como la yegua de don Niceto, ya cerca de la parada empezasen á dar muestras de contento y, sin que nadie las estimulase á ello, se pusieran al trote.

—Es que adivinan á dónde vamos—decía don Artemio riendo—; vea usted, en cambio, las dos potrancas de don Elías: como son doncellas no malician nada.

En las inmediaciones del acaballadero había bastante rebullicio. Mujeres y zagales acudían allí, como á una fiesta dionisiaca, llevando del ronzal á las hembras en quienes la rigurosa ley de la reproducción había de cumplirse. Los animales, alborozados, brincaban delante de sus dueños. Novias parecían. Era un cuadro pagano donde, á la picardía de las escenas, aunábase la avaricia campesina, el codicioso deseo de que las hembras quedasen fecundadas.

Ya en el acaballadero, los hombres franqueaban la puerta del corralón; las mozas, vacilando entre su femenil recato y su vicioso prurito de ver, no entraban, pero se encaramaban á los muros y sentadas sobre el cobertizo, destacaban sus rostros traviesos, llenos de risas, del gran fondo alegre del cielo y del campo. Don Gil, curioso y lascivo, lo observaba todo.

A recibir á don Juan Manuel acudió Luciano, el encargado de la parada. Venía en mangas de camisa y llevaba chaleco y calzones de pana. Era viejo, recio y alto. Una boina negra cubría su cráneo rapado y de líneas seguras. Sus ojos pequeños y sin luz, y sus labios, renegridos por el tabaco, daban al rostro afeitado una expresión bestial. Saludó:

—Buenos días, don Juan Manuel y la compaña...

Luciano informó á su amo de cómo aquellas últimas mañanas habían sido de trabajo incesante. Designó con un gesto á las yeguas que esperaban en el corral. Llevaba despachadas otras ocho, y aunque tenía cuidado de no debilitar á los sementales dándoles á comer hierba fresca, no comprendía cómo éstos podían resistir tanto trabajo.

Preguntó don Juan Manuel si «Temerario» y «Pensativo» se hallaban bien dispuestos, y como las respuestas de Luciano fuesen afirmativas, don Elías no disimuló su contento.

—Si todo sale bien—dijo—le haré á usted un buen regalo.

Luciano, sonriendo, prometió esmerarse, tanto por respeto y cariño á don Juan Manuel, como por corresponder á las dadivosas intenciones del médico.

—Ya sabrá usted—repuso—que tiene derecho á que cada una de sus yeguas sea cubierta catorce veces, distribuidas en la siguiente forma. Después de los cinco ayuntamientos primeros, las dejaremos descansar nueve días; luego, con intervalos de veinticuatro horas, recibirán otros cuatro; nueve días después, tres más, y, finalmente, transcurrida una semana, otros dos...

Al saber que don Elías quería para su yegua negra al alazán «Temerario», y para la rodada á «Pensativo», Luciano movió la cabeza y su semblante se nubló. A despecho de su rusticidad, parecía un bonzo, uno de aquellos sacerdotes antiguos, crueles y sensuales, cuyas preces poseían el don terrible de hacer correr ó de secar las fuentes del deseo.

—Veremos—exclamó—; no crean ustedes que los animales me obedecen siempre. Los animales, con perdón sea dicho, tienen sus preferencias, como las personas. Los caballos gustan de unas yeguas más que de otras, y á las yeguas las sucede lo propio. Lo mismo ocurre con los burros: el asno que haya tenido comercio con una yegua, es muy difícil que luego acepte á una pollina.

Mientras Luciano disertaba, don Gil, Luis Olmedilla y don Artemio, que á pesar de sus años y de su jorobada figura se perecía por las faldas, observaban descocadamente á las mozas. Ellas, avergonzadas de la curiosidad que las había llevado allí, enrojecían, y, para disimular su turbación, volvíanse de espaldas y miraban al campo.

La faena de la cubrición fué rápida. Desatado el potro «catador», abalanzóse sobre las yeguas que le ofrecían; pero apenas sujetaba á una entre sus patas, Luciano, tirándole violentamente del ronzal, lo derribaba al suelo. De este modo el animal se ayuntó con todas, pero con una rapidez que, por no satisfacerlas, las dejaba en la mejor disposición y apetito. Inmediatamente las hembras fueron llevadas al departamento donde los garañones, que habían olfateado el banquete sexual, relinchaban glotones, y allí las ataron las patas, para que no coceasen. Los sementales, al salir de su departamento, apenas veían la yegua que les estaba destinada, apasionadamente arremetían con ella. El médico, el boticario, don Gil, don Niceto Olmedilla, su hermano y don Juan Manuel, presenciaban la escena conturbados por la mirada dulce, sumisa, perfectamente femenina, de las hembras. Una vaga inquietad genésica les removía. Unicamente Luciano, los calzones sujetos por una faja negra, la boina echada sobre el cogote, al aire los antebrazos velludos, presidía los ayuntamientos ordenándolos con castidad perfecta.

Cuando don Juan Manuel y sus amigos salieron de la parada, el hombre pequeñito iba densamente pálido. Varias mozas, que en sueños le tuvieron entre los brazos, sintieron deslizarse por su carne supersticiosa un calofrío de miedo.

Ya iban llegando á la población, cuando don Gil se despidió de sus acompañantes invocando un quehacer perentorio, y por un atajo caminó hacia su casa. Su presencia por aquellos andurriales llamó la atención. Algunos hombres le saludaron respetuosamente, con ese acatamiento que en los pueblos, más que en las ciudades, inspiran los ricos; los ojos de las mujeres le seguían largo rato, inquietos y atentos, como si vieran alejarse un peligro; únicamente los muchachos, hallándole pequeño, casi de su tamaño, le miraban de igual á igual.

XVIII

Poseía don Artemio, si no el don precioso, por lo llano, de la simpatía, los recursos, no menos envidiables de parecer útil y de inspirar confianza. Su corcova, el poco garbo de sus piernas, la severidad de su barba rucia y de su calva de color pergamino, y cierta adustez en la mirada y en la voz, pormenores eran que infundían respeto y hasta temor en las gentes sencillas.

Muchos rústicos comarcanos, tanto por motivos de economía como porque la ciencia de don Artemio les mereciese verdadero crédito, le preferían al médico ó al albeitar, y muy de mañana iban á consultarle so pretexto de comprar cinco céntimos de vaselina ó una botella de agua purgante. El farmacéutico poseía un memorión formidable y conocía palmo á palmo todas las villas de en seis leguas á la redonda. Esto le daba gran prestigio. Además tuteaba á sus clientes en señal de dominio, ciencia y señorío, y tenía el llamado «ojo clínico», es decir: la intuición del médico, el presentimiento de las enfermedades, orientación ó guía suprema del arte de curar.

Morón recibía á su parroquia en la puerta de la botica. Allí empezaba la consulta. Metido en una especie de bata ó cubrepolvo de crudillo que le alcanzaba á los pies, las manos en las faltriqueras del pantalón y un gorro de terciopelo morado sobre la nuca, don Artemio correspondía al saludo humilde de sus visitantes con una interrogación:

—¿Tú eres de Navahonda, verdad?

—Sí, señor.

Había una breve pausa. Morón inquiría, hilvanaba recuerdos...

—¿Eres de Navahonda ó de Torres de la Encina?

—Verá usted: soy de Torres de la Encina, pero vivo en Navahonda.

Don Artemio dejaba escapar un gruñido.

—¡Ya me parecía!... Bueno; al boticario debe decírsele siempre la verdad. ¿Qué te trae por aquí?...

El páparo vacilaba, no sabía reducir su idea á palabras.

—Verá usted...

Se rascaba las corvas, la cabeza, hacía con las cejas extraños visajes. Morón iba en su auxilio.

—Tú tienes calenturas.

—Sí, señor...

—Digieres mal y por las noches, en cuanto te acuestas, las sienes te echan fuego.

—Sí, señor...

—Te duelen las articulaciones, ¡todas las articulaciones!

—Sí, señor, y después...

—No digas más: sé lo que tienes. Ahora, en Navahonda, hay muchas fiebres. Entra.

Generalmente la conversación terminaba allí mismo, delante del mostrador, con una caja de sellos de quinina ó una poción de agua purgante, que don Artemio vendía añadiendo por la consulta, al valor de la droga, un modesto cinco por ciento. En los casos de mayor gravedad, Morón llevaba á sus enfermos á la rebotica, donde, tendiéndoles en un sofá, les reconocía. Estos manejos y diversos específicos compuestos por él mismo para curar los males de estómago y de garganta, engordar ó enflaquecer á voluntad, limpiar y conservar el cabello, quitar el dolor de muelas, combatir las lombrices y la anemia, y otras drogas, tinturas, zarzaparrillas y ungüentos de las más diversas y pintorescas aplicaciones, remozaban de año en año su popularidad y producíanle notables rendimientos.

En verano, al anochecer, sus amigos reuníanse á charlar delante de la botica. Los diálogos se aderezaban con murmuraciones y cuentos de subido color. Algunas veces, después de cenar, Luis Olmedilla llevaba á la reunión la alegría de su guitarra, y la tertulia entonces se prolongaba hasta tarde. El sitio era muy á propósito para gozar del fresco, porque allí la calle Larga se ensanchaba y los árboles de la vecina Glorieta del Parque diluían en la atmósfera una humedad de jardín. Don Valentín llegó á sentir celos de aquellas reuniones, rivales de las del Toro Blanco.

Una noche, alguien habló de brujas, y este asunto, al que el silencio aldeano fué siempre propicio, recordó á la reunión la muerte súbita acaecida días atrás en una casa de la calle Pozo de Don Ramiro. Desde el primer momento, por instinto, la imaginación popular había venteado en el hecho aquél, empero su sencillez aparente, un enigma de maleficio. Fué á la hora del yantar. Wenceslao, el carpintero, su mujer y sus tres hijas, ya mozas, acababan de sentarse á la mesa. Todos los operarios del taller se habían marchado, y á excepción del comedor, el resto de la casa hallábase á obscuras. Un incidente trivial preparó al drama el camino. En la mesa no había servilletas.

—Yo iré á buscarlas—dijo Juanita, la hija menor.

Se levantó y salió al pasillo. Su madre, como si hubiese tenido un mal presentimiento, exclamó:

—Ya sabes que las servilletas están en el arcón, á la derecha. ¡No vayas á tropezar! ¡Enciende una luz!

La muchacha repuso:

—No hace falta.

A la vez su padre y sus hermanas dejaron de comer; adoptaron una actitud expectante; parecían temer algo: un peligro. Oyeron los pasos de Juanita que se alejaba en la oscuridad. Wenceslao iba á seguirla y, sin saber por qué, no lo hizo. Un chirrido de goznes indicó que Juana había llegado al gabinete y empujaba la puerta. Coincidiendo con este ruido resonaron un grito, un horrible grito, y la percusión de un cuerpo contra el suelo.

La madre, de un salto, se puso en pie, los cabellos erizados:

—¡Mi hija!...

Salieron todos al pasillo y avanzaron atropellándose, removidos por sacudidas de venganza y de miedo. Wenceslao iba delante y sus manos buscaban febriles en la tiniebla de la pared las llaves de la luz. Juanita yacía sobre el pavimento, y la opinión aseguraba que la chiquilla había muerto de miedo.

—Los doctores Narro y Fernández Parreño—dijo Erato—hicieron la autopsia del cadáver, y han certificado que la hija de Wenceslao tenía una angina de pecho.

Los circunstantes callaban. Todos, cual más cual menos, presentían un misterio. La causa «inmediata» de aquella muerte sería la angina de que hablaban los médicos. Pero, ¿por qué el mal hirió á la víctima precisamente cuando ésta se hallaba sola? ¿Por qué no lo hizo un minuto antes ó un minuto después? ¿Detrás de la causa más próxima y visible no habría otra?

De esta opinión participaba el boticario.

—¡Déjenme ustedes de anginas!—exclamó—; en la vida ocurren sucesos inexplicables; cosas que vienen de la sombra; cosas que hacen los muertos. La hija de Wenceslao murió de un susto; créanme ustedes; murió de miedo, porque al abrir la puerta de la habitación vió algo...

Y, bajando la voz, como para contar una picardía:

—Hay fenómenos raros, tan raros, que obra parecen de aojo y milagro.

Miró á su alrededor, y con la mano hizo á los presentes señal de acercarse.

—Ya conocéis á Epifanio Rodríguez. Es un muchacho sencillo y buenazo á carta cabal, pero, como diría Martínez, un tanto arrimado á la cola. Sacándole del estanco, no sirve para nada. Hace dos ó tres mañanas vino á contarme su desgracia; al pobre se le ahoga con un hilo, y el caso no es para menos. Epifanio tiene relaciones con una vecinita de la calle del Sacramento.

Un indiscreto atajó al narrador.

—¿La hija de López?

—¿Qué López?

—Teobaldo López, el notario.

—Precisamente; pero no es hija, sino sobrina. Pues, Epifanio, que quizás no pensaba casarse con ella, quería... lo que todos, y la muchacha, que es un poco loquilla, accedió. Entonces concertaron que él fuese á verla una tarde, á las seis, hora en que Teobaldo está en el Casino. Como supondrán ustedes, Epifanio no faltó á la cita.

Hubo sonrisas y maliciosos comentarios:

—¡Cómo que la chiquilla es preciosa!

—¡Tiene un cuerpo!

—¿El cuerpo?... ¿Y los ojos?... ¿Dónde me deja usted los ojos?

Prosiguió don Artemio:

—Pues ninguno de esos aperitivos, capaces de despertarle y aderezarle el paladar á un difunto, sirvieron. Cuando Epifanio entraba en la calle del Sacramento se cruzó con don Gil, á quien saludó, y en el acto, sin razón, tuvo miedo... ¿Comprenden ustedes?... Miedo de no poder conseguir su deseo. Así fué. La preocupación heló su carne y le inutilizó, pero tan completamente que los azahares de la moza nunca, como en aquella ocasión, estuvieron más seguros. Y no fué ésto lo peor; sino que la desairadísima escena se repitió varias veces, porque Epifanio no podía echar de su ánimo la imagen de don Gil. Cuando el pobre muchacho acudió á pedirme socorro contra su repentina debilidad, parecía loco; tan pronto hablaba de suicidarse, tan pronto quería asesinar á don Gil; ¡daba lástima! Es un caso de sugestión muy raro, por su persistencia. Yo le recomendé que procurase distraerse, tranquilizarse, sujetar y disciplinar sus nervios; pero él decía: «No puedo, don Artemio; todo eso que usted aconseja me lo he repetido yo mil veces, y no puedo; ¡no puedo!...» Y seguramente no ha pasado de ahí, porque ahora, según cuentan, quiere casarse.

Los circunstantes guardaron silencio. Reflexionaban. Inconscientemente hallaban una concatenación secreta, una relación manida y oscura, entre el fracaso de Epifanio y la muerte de Juanita, la hija de Wenceslao. El boticario tuvo para aquel estado de opinión, una afirmación categórica:

—Señores, yo creo en los embrujamientos. Lo que ahora llamamos telepatía ó sugestión, es lo que en la Edad Media se denominaba mal de ojo. Sólo las palabras han variado: en el fondo, el terrible misterio es el mismo.

XIX

Desde el asesinato de Frasquito Miguel, el solitario del Paseo de los Mirlos se hallaba mejor. Sin conocer el motivo de aquél íntimo y seguro bienestar experimentaba ese regocijo, esos deseos de cantar y de moverse, que inspira la realización cercana de una esperanza. Los vecinos observaron que las persianas, obstinadamente cerradas durante años, del hotelito de don Gil Tomás, eran abiertas muchas mañanas, y que el hombre pequeñito salía á los balcones á gozar del sol. Su cabezota de color de miel, con el menton apoyado sobre el barandaje, inspiraba risas.

Don Gil, sorprendido de su propia alegría, se preguntaba:

—¿Por qué estoy contento?...

Pero las pesquisas que discretamente realizaba en la oscuridad de su mundo interior eran infructuosas. Repartido, como andaba su ánimo entre el sueño y la vigilia, las impresiones de ésta resonaban en aquél de idéntica manera á como sus ensoñaciones se proyectaban sobre su vida real, y así, el júbilo confortador de que se reconocía acompañado era la satisfacción subconsciente de la cruelísima venganza que, hallándose dormido, tomó en la persona del señor Frasquito. El regocijo, de consiguiente, que le poseía y le sacaba á los balcones de su casa en las mañanas de buen sol, era un perfume de homicidio, una especie de olor á sangre.

Esta satisfacción, asesorada y ratificada por el arribo de la primavera, exacerbó la ginecomanía de don Gil. Jamás su actividad nocturna fué mayor; como lámpara milagrosa su impulso lascivo se encendía no bien cerraba los párpados y alerta continuaba hasta el amanecer; las jocundas savias vernales eran fuego en sus venas.

A desencerrar su lujuria cooperaba asimismo su insatisfecha pasión por doña Fabiana. La suave complacencia que, hallándose despierto, le producían el sortilegio acariciador de su voz, el reposo cálido y negro de sus ojos aterciopelados, las provocativas exuberancias de su matronil, hermosura y cierta tristeza otoñal que infundía á sus movimientos una dejadez de aristocracia, se exasperaba con el sueño y convertíanse en furibundo frenesí. Pero, ¿cómo alcanzarla si el marido, desconfiado y hostil, estaba allí siempre?...

Sólo una vez el hombre pequeñito casi llegó al sabrosísimo término de su afán.

Generalmente Martínez no soñaba; fatigado su espíritu, de la diaria labor, no se alejaba del cuerpo y permanecía acurrucado bajo las mantas del lecho conyugal. Pero aquella noche don Gil acertó á presentarse en la alcoba del veterinario en ocasión que el alma de éste hallábase en el acaballadero de La Evarista, examinando unos burros enfermos de que don Juan Manuel le había hablado la víspera. Tan dichoso azar suspendió al enano y le tuvo irresoluto unos instantes, pues como el mucho peligro las felicidades extremas suelen acobardar á los hombres; y fueron aquellos segundos desperdiciados, precisamente, los que para la victoria necesitó después...

El íncubo examinó la disposición y moblaje del aposento: en el lecho de bronceados pilares y entre la limpieza de las almohadas y del embozo, las cabezas de doña Fabiana y de don Ignacio descansaban: la de ella, apacible, pálida, como nimbada de luz lunar; la de Martínez, cetrina, ancha, peluda, cubiertos los carrillos por una densa barba mal afeitada y fuerte. Antoñita dormía en su cuna de barrotes dorados. Alrededor de la estancia, un armario ropero, las sillas de madera sin pintar y asiento de anea, la cómoda con su espejo y sus floreros, y otros enseres antiguos y sencillos peculiares de las casas lugareñas. El ambiente era tibio. Por las rendijas de la ventana filtrábase, semejante á una humareda, un ligerísimo claror estelar. El lejano murmurio del río parecía agrandarse en los ángulos de la callada y cerrada habitación.

Vibrante de deseo, avanzó don Gil; su alma rijosa temblaba, se retorcía, como aquellas larvas infernales que rodeaban el lecho de Paracelso, y su influencia magnética turbó á doña Fabiana. La excelente señora, en cuyas alucinaciones nocturnas nunca hubo voluptuosidad, empezó á soñar. Era un hilvanamiento de escenas absurdo, pero fácil, rápido, sabrosamente ilógico, como el de las películas cinematográficas. Doña Fabiana gozaba de esa levedad física, de esa suave y vagarosa multiplicación de imágenes con que la morfina y el opio, los divinos emisarios de la otra vida, eternizan su imperio. Según en las comedias de magia acontece, alrededor de la durmiente todo era posible.

Hallábase doña Fabiana asomada á un balcón de su casa, cuando por la parte más alta de la calle apareció don Gil: veía su cara de color de fideo, sus manecitas enanas, que marcaban el ritmo del cuerpo al andar, su figurilla vestida de negro y la línea blanca de los calcetines entre los zapatos y las perneras, algo cortas, del pantalón. Por lo parvo, por lo ruin, parecía un humillo que saliese del suelo. La calle mostrábase desierta, muda, vacía, con esa total soledad que las pesadillas dan á sus paisajes. Todas las ventanas, todas las puertas, estaban cerradas, y por añadidura comprendíase que tras ellas no había nadie. Las casas, más que realidades tangibles, parecían imágenes sin expresión, imágenes muertas, grotescas, pintadas sobre un lienzo que cubriese cielo y tierra. La naturaleza, de súbito, se había inmovilizado; los objetos perdieron su relieve y todo, por arte de ensalmo, hízose trapo y silencio. Doña Fabiana reconocía la calle Larga, la Fonda del Toro Blanco, la Glorieta del Parque, los primeros árboles del Paseo de los Mirlos, y, sin embargo, comprendía que todo, á pesar de no haber cambiado, era diferente. La incontrovertible evidencia de este contrasentido, llenaba su ánimo de estupor.

—En Puertopomares no hay nadie—pensó—; no queda nadie, más que don Gil Tomás.

El hombre pequeñito era lo único vivo. Entonces tuvo miedo de hallarse con él, y su congoja crecía según don Gil iba acercándose. Dentro de la atribulada conciencia de doña Fabiana, una voz musitó.

—Estás tan sola porque tu marido se ha marchado. Si él estuviese aquí, las calles te parecería que rebosaban gente. Las personas que nos aman son las únicas que, verdaderamente, nos hacen compañía.

Don Gil habíase detenido debajo del balcón.

—¿Subo?...—preguntó.

Y cambiando seguidamente su interrogación en afirmación inflexible y tranquila, repitió:

—Subo.

En la amarillez asiática de su rostro, sus ojos, también amarillos, adquirieron la inmovilidad y la frialdad del cristal, y refulgían como topacios.

Al mismo tiempo la esposa de Martínez advirtió que, sin graduaciones ni matices, su miedo transmutábase en suavísimo quebranto sexual. Adivinóse codiciada, sintió el calor del deseo que iba á pasar sobre su carne como una llamarada, y sus flancos tremaron lascivos. Su alma, honesta hasta entonces, conoció la lujuria; y contribuía á la exaltación de este pecaminoso desmayo, el horror, mezclado de asco, que el enfermizo color y la enana ridiculez del hominicaco la producían.

Don Gil cruzaba la calle. Doña Fabiana, inclinándose un poco sobre la barandilla del balcón, murmuró:

—No puede usted subir.

Don Gil Tomás levantó la cabeza.

—¿Por qué?

—La niña está durmiendo y si le ve á usted se asustará.

—La niña—repuso el íncubo—no oirá nada.

Ella hubiera podido defenderse cerrando la puerta de la habitación, pero no lo hizo. Tenía miedo, un miedo intenso que helaba sus huesos, y á la vez un inmenso afán de ser poseída. Por su sangre, los diablos incendiarios y libertinos de la juventud y de la primavera, corrían como centauros. De pronto, el hombre pequeñito estuvo á su lado. La tuteaba.

—Te quiero; hace mucho tiempo que te quiero. ¿No lo sabías?

Ella replicó:

—Sí, lo sabía.

—¿Y por qué no te dabas á mí?

Y doña Fabiana, suspirando:

—Porque me daba usted mucho miedo.

Su pavor, efectivamente, en aquellos instantes, no tenía límites: un pavor que era asco; un asco que era, á su vez, violento deseo de entrega y capitulación. Luego, sin haber seguido camino ninguno, hallóse en su cama, los brazos arriba y atrás, bajo la nuca, el bello cuerpo á merced del íncubo, por momentos más exaltado y apremiante. Con los ojos del espíritu veía á su derecha á Antoñita dormida, y á su izquierda á don Ignacio, dormido también. Mirándole, pensó:

—Se ha ido; su alma se ha ido; si estuviese aquí me salvaría...

Y según en la complejidad incalculable de la vida mental los pensamientos más antagónicos coexisten ó turnan en el gobierno del ánimo, así la atribulada señora quería que su marido oportunamente acudiese á salvarla del adulterio, como deseaba que la hórrida violación se consumase. Después sintió sobre la encendida fresa de sus labios entreabiertos por la congoja de su corazón, los labios de don Gil. Sus mejillas recibieron el roce de su aliento inflamado. En sus senos, duros y erectos, no obstante las fatigas de la maternidad, en sus senos de pagana turgencia, los dedos del íncubo se crisparon. Experimentó entonces una repugnancia mayor; aquellas manecitas frías, alimonadas, suaves, blandas, de una blandura cartilaginosa, produjéronle la aversión que inspira el contacto de un reptil. Y, sin embargo, su voluptuosa enervación iba en aumento: la sintió en su vientre, sobre sus flancos; una especie de ardientísimo vapor la envolvía; todo su cuerpo temblaba cual si una corriente eléctrica lo sacudiese...

De súbito las imágenes se emborronaron, desaparecieron; fue como un choque. Doña Fabiana lanzó un grito, entreabrió los párpados y hallóse al lado de don Ignacio. Asustada, se estrechó contra él. El veterinario despertó.

—Estás soñando—dijo—; ¿verdad?... Estabas soñando...

Ella temblaba aún bajo el recuerdo vitando de su pesadilla.

—¿De dónde vienes?—preguntó.

—¿Cómo, de dónde vengo?... ¡Despierta, mujer!... ¿Acaso me he movido de aquí?...

Y, recogiendo sus ideas:

—Yo, en este momento, también soñaba. Me hallaba en La Evarista examinando unos machos de que don Juan Manuel me habló anoche. ¿Sabes quién me acompañaba?... El boticario. Nos habíamos enredado en una discusión. Don Artemio sostenía que uno de aquellos animales tenía muermo; yo decía que no. En éstas tuve el presentimiento de que iba á sucederte una desgracia; me pareció que gritabas... y eché á correr. Fué cuando desperté.

Doña Fabiana, temblando, murmuró:

—Abrázame...

Cuando se sintió bien sujeta entre los brazos musculosos y peludos de Martínez, le refirió su pesadilla, aunque guardándose de decir las dulces ansias porque ella misma, á pesar de su recato y de la poco amable figura de don Gil, había pasado. Describió la escena con todo el acre relieve de que su fantasía, caldeada aún por la violencia de las imágenes, era capaz. Explicó cómo el hombre pequeñito la interpeló desde la calle, cómo llegó á deslizarse en su lecho, cómo la besó, cómo sus manos de enano la palparon...

Sin advertirlo, ponía en la rememoración de estos detalles una minuciosidad malsana. No obstante tratarse de un sueño, don Ignacio sintió su tempestuoso corazón hincharse de celos.

—¿Quieres no contar más desatinos?—exclamó—, porque mañana, si me tropiezo con don Gil y me acuerdo de lo que acabas de decirme, no respondo de darle una pateadura.

XX

Frustrada aquella ocasión de victoria, el alma del hombre pequeñito comenzó á recocerse en nuevas y violentísimas llamas de deseo. Así, aquel año, la primavera encendió en las mozas de Puertopomares—ellas atribuían el fenómeno á la primavera—inquietudes extraordinarias. La obesa doña Amelia gozó de turbaciones desconocidas y tuvo sofocos y palpitaciones de corazón: las hijas de Fernández Parreño y las de doña Virtudes, perdieron con la serenidad casta de sus noches, la alegría rosada de sus mejillas. Daño análogo marchitaba á las niñas de don Valentín. En la mayoría de las mujeres, aun de las casadas, los hombres advirtieron una gran laxitud de ademanes: hablaban y reían menos que antes, y cuando por las tardes iban á la estación, á ver el tren, caminaban más despacio.

—Siempre en esta época—pensaban los padres—la clorósis y la anemia hacen estragos en las muchachas.

Don Elías, poco inclinado á remover la parte moral de sus enfermos, atribuía sus enervamientos á atonía circulatoria ó á pereza estomacal, y recetaba hierro á todo pasto, y don Artemio agotaba las emulsiones, las kolas y los glicero-fosfatos de su botica.

En sus conversaciones más íntimas, las doncellas solían confiarse aquellos ensueños de los cuales todas conservaban impresión ingrata. Ellas sabían que el esposo de tales nupcias era don Gil, porque á intervalos, á través de las nebulosidades de la pesadilla, alcanzaban á vislumbrar su rostro amarillo como la corteza de las naranjas que empiezan á secarse; pero ordinariamente el íncubo adoptaba, al presentarse, las máscaras más horripilantes y absurdas: tan pronto era una vieja leprosa, como un sapo, como una araña de patas aterciopeladas, ó una serpiente de verdosos anillos, ó un animal con cabeza de macho cabrío y cuerpo de gusano, largo, silencioso, que se arrastraba por el suelo semejante á la cola de un vestido de baile.

De estas nauseabundas apariencias el hombre pequeñito no tenía culpa; antes bien, de hallarse capacitado para adoptar forma á su gusto, seguramente hubiese escogido la de un elegante y jarifo mancebo, por ese naturalísimo prurito de agradar común á todas las personas, sin excepción de sexo, edad ni social categoría. No estando en sus facultades hacerlo, mostrábase según la ciega y cruel naturaleza le hizo: pajizo, ridículo, insignificante, esquelético y frío, como un niño enfermo de consunción. Lo que después sucedía era que las muchachas á quienes acosaba, por obra de la imperfección con que trabajan los centros cerebrales durante el sueño, no conseguían distinguir claramente la figura del íncubo, y la entremezclaban con las imágenes que, por una ú otra razón, más las hubiesen impresionado en el curso del día.

Por las tardes, en el aislamiento conventual de la rebotica, mientras hacían labores, cortaban una blusa ó se probaban un vestido, María Jacinta, la hija de don Artemio, su prima Florita, y las dos amigas de su mayor intimidad, Anita Fernández Parreño y Micaela, la primogénita de doña Virtudes, se decían sus terrores nocturnos. Instaladas en sillitas bajas ante la ventana y entre la alegría de los cuévanos rebosantes de ropa y de los bastidores donde el trajín de las agujas iba pintando flores y caprichos, el abundante y sigiloso cuchicheo de las vírgenes levantaba un murmullo de oración. Las cabezas pelinegras ó rubias, adornadas con lacitos de colores, se agrupaban ó separaban según crecía ó menguaba el deshonesto interés de las confesiones. Las nucas blancas, las nucas por cuya piel, en el eléctrico tremar de los nervios, corren los estremecimientos de la voluptuosidad, se ofrecían tentadoras bajo la luz. Anita había dicho á su padre que dormía muy mal, pero sin declararle la causa de su inquietud, y exclamaba riendo:

—¡Me ha recetado un purgante!...

Micaela, que era muy devota, solía persignarse escuchando los secretos de sus amigas. La frecuencia de aquellas apariciones significaba para su misticismo una amenaza del infierno.

—Estamos embrujadas—repetía—: yo creo que debemos confesárselo todo al cura y pedirle que nos exorcise.

Estas palabras causaron impresión.

—Yo—dijo Flora—desde hoy prometo regar mi cama con agua bendita.

—Yo—agregó Anita—no volveré á quitarme los escapularios, y de aquí en adelante dormiré con los brazos en cruz.

Micaela insistía:

—Hay que decírselo al cura; creedme: debemos decírselo toda al cura...

Sus palabras devotas producían momentáneamente una emoción grave. Luego esta seriedad se desvanecía, se aclaraban las frentes y los labios rompían á reir. A coro, entre carcajadas, todas exclamaban:

—Pero, ¿quién tendrá la desvergüenza de confesar esos desatinos?...

Micaela empezó á describir su última pesadilla.

—Soñé que en mi cama había muchos caracoles... ¡Muchos!... Yo los sentía voltijear á mi alrededor y algunos me rozaban con sus cuernecillos. Aquellos bichos gelatinosos me producían un asco horrible...

Flora interrumpió el relato con una observación:

—Esos caracoles ¿estaban encima ó debajo de las mantas?...

—Debajo; ¿no digo que me hacían cosquillas en la piel?... Y, sin embargo, los veía. Repentinamente todos se convirtieron en un solo caracol; un caracol enorme, del tamaño de un gato; yo no quería mirarlo porque sabía que era la cabeza de don Gil. Aquel bicho empezó á colocarse sobre mí. Para defenderme, me puse de lado, pero él dió la vuelta. Caminaba rampando como si fuese por un muro, y según avanzaba iba creciendo. Lo sentía en mi vientre, y llegó á cubrirme desde las rodillas á la garganta. Al principio era frío, luego quemaba... Yo no podía gritar... Reconocía hallarme soñando y quería despertar, y al mismo tiempo deseaba seguir hasta el final del sueño... Aquello era bueno y era horrible á la vez...

Concluyó:

—La explicación de mi pesadilla está en que la víspera mi hermana y yo fuimos á la huerta de don Arístides á coger caracoles.

Como el hombre pequeñito se ofrecía, generalmente, á sus concubinas, era en forma de araña. María Jacinta casi siempre le veía así. Flora y Micaela experimentaban con frecuencia angustias semejantes. Muchas veces, sin perder la idea de su personalidad, sin olvidarse de su nombre, soñaban que eran moscas. ¡Qué alegría, qué turbulencia, qué dulce locura! Volaban sobre las flores, trepaban á los árboles, se bañaban en sol. De pronto, al realizar una pirueta, caían en una red de araña. Los terribles hilos de traición pintados de violeta, de anaranjado, de azul, de verde, por la luz, se enredaban á sus miembros. Luchando por desasirse un temblor de afrodisia las turbaba. La araña, oculta hasta entonces, las acometía sanguinaria. Era don Gil. La red felona se hacía lecho. Ellas, sin comprender nada, volvían á ser mujeres. En parte estas alucinaciones provenían del crecido número de arañas que había en el camino de la Estación. Entre los huecos de las piedras ó al abrigo de las raices de los viejos árboles, abundaban las tarántulas. Las muchachas que, por las tardes, iban á ver pasar el correo, solían detenerse á mirarlas. La ferocidad de la araña, su nerviosidad vibrante, su actitud de emboscada, su inmovilidad absoluta, llena, sin embargo, de vibraciones de impaciencia, interesaban á las mujeres. Con avidez y espanto las mocitas se detenían á examinarlas; el horror, el asco, la voluptuosidad insana de lo feo, el acre magnetismo de lo viscoso, de lo sucio, las retenía allí. Pensaban en el suplicio de los bichos que murieron agarrotados entre los filamentos de aquellas redes arteras. El miedo de que el insecto pudiese picarlas un dedo, lo sentían como un golpe en la nuca: no era precisamente miedo á la picadura, menos dolorosa que el lancetazo de un mosquito, ni al veneno, que destila al morder la tarántula; sino á su aspecto, á las patas que circundan su caparazón, á toda su horrible fealdad brincando, de súbito... Estos instantes de observación morbosa eran cortos; las arañas, sintiéndose expiadas, con un movimiento rapidísimo desaparecían en sus escondites; el cubil de la pequeña fiera quedaba vacío, negro, amenazador, y las mujeres se iban llevándose en la memoria la figura del animal. Por la noche aquellas arañas, lujuriosas y sádicas, tenían la cara de don Gil.

Este recuerdo añadió nuevas palideces al semblante, cera y violeta, de María Jacinta. La hija de don Artemio cruzó las manos con devoción y susto.

—Creo—dijo—que estoy embrujada. Don Gil es malo, es un espíritu de las tinieblas. Mi padre, que no peca de beato, habla de esto muchas veces. Yo opino como Micaela: aunque pasemos un rato de vergüenza, debemos confesárselo todo al cura.

Calló y quedóse triste, apagada, muda, como un líquido que, estando hirviendo, fuese retirado de la lumbre. Tenía miedo. A través de los siglos los misterios eleusíacos del alma femenina, las inquietudes, mitad religiosas, mitad sexuales, de la mujer abandonada en la soledad de su hogar á las tentaciones del Diablo, se repetían. La mujer, que adora el pecado, se abraza, sin embargo, á la Iglesia. En vano quiere ser casta; inútilmente levanta alrededor de su virginidad votos y rejas, y fortalece su ascetismo con el miedo á las hogueras infernales. La naturaleza prolífica, enemiga de la esterilidad, avasalla los más fuertes juramentos; bajo el pie desnudo de María, la serpiente inmortal silba de deseo.

Flora, María Jacinta, Micaela y Anita, discutieron qué cura recibiría más benévolamente sus confesiones.

—Don Leopoldo—dijo la hija de Fernández Parreño—es demasiado joven.

—Y don Emilio—agregó Flora—tiene muy mal genio.

Todas recordaban los odios bíblicos, las improperaciones virulentas con que algunos domingos tronaba, desde el púlpito, la exaltada inspiración de don Emilio. Reconocieron al fin que, para lance tan íntimo y desusado, nadie mejor que don Antolín, el cura más viejo de Puertopomares. Entre el lino de sus cabellos abullonados sobre las sienes como los de un anciano abate, sus orejas, ventanas de perdón abiertas siempre á las confesiones del pecado, sabían escuchar resignadamente. Una observación picaresca de Anita hizo prorrumpir en carcajadas á sus amigas. Por enfriado y hecho á oir desatinos que don Antolín estuviese, ¿podría resistir, cuatro veces seguidas, la historia de la araña?...

Solamente María Jacinta, cuyas alucinaciones nocturnas llegaron, por su repetición y frecuencia, á ser dolorosas, no reía. En la soledad de su dormitorio la pobre niña se extenuaba; alrededor de su lecho la clorosis, la ninfomanía, la neurastenia, la tisis, la locura, parecían repetir, cogidas de las manos, un aquelarre mortal. Aquella araña la bebía la sangre: el contacto aterciopelado y húmedo de su cuerpo lo sentía entre los muslos y sobre el vientre, y sus patas tamborileaban sobre sus flancos. Una noche en que quiso mirarla, el miedo casi la privó de conocimiento. La araña negra, de un negro musgoso, tenía la cara amarilla de don Gil, y la actitud reconcentrada, expectante y terrible, de las tarántulas que acechaban entre las piedras del camino de la Estación. Desde entonces, María Jacinta se abandonaba á ella cerrando los ojos. No quería irritar á la fiera, cuyo aliento subía, como un vaho de horno, hasta su garganta. La crisis voluptuosa hízose calambre y tortura. El vampiro, inmóvil sobre su víctima, clavaba en ella un extraño aguijón.

Pensando en su desgracia la hija de don Artemio se afligió hasta echarse á llorar. Sus amigas también se habían quedado tristes. Aquellos amores solitarios dejaban en todas una ingrata laxitud, una especie de humillación ó de redolor moral, parecido á un remordimiento. Cuando se quejaban ante el médico de sus mejillas sin color, de sus sueños agitados, de la facilidad ridícula que tenían para convertir en risa el llanto y viceversa, de sus pies que se enfriaban repentinamente, de sus palpitaciones cardíacas y de otros síntomas de histeria, don Elías las miraba entre burlón y compasivo. Ellas se indignaban. ¡Si hubieran podido hablarle de la araña!... A sus preguntas Fernández Parreño contestaba siempre del mismo modo trivial: todo aquello desaparecería cuando se casasen. ¡Siempre el matrimonio! El matrimonio erigido en panacea de la mujer, en mixtura para aliviar los dolores de su cuerpo y de su alma, defender su honestidad y asegurar su vida; el matrimonio, que unas veces será rango social, y otras medicina y otras ilusión... Sin duda don Elías acertaba; evidentemente nada mejor que un esposo para conjurar el sortilegio vitando de la araña negra. ¡Pero si en Puertopomares nadie se casaba! ¡Si entre tanto mozo soltero eran contados los que manifestaban vocación de marido!... De todo esto se aprovechaba infamemente don Gil y las mujeres habrían de satisfacerse con él de grado ó por fuerza. Don Gil era el señor, el sultán. El misoginismo cobarde de la mayoría aseguraba su imperio y dictadura.

Dos hechos removieron aquel verano la atención dormida del vecindario, y arrojaron una alegría en las soporíferas tertulias del Casino, del Café de la Coja y de la Fonda del Toro Blanco. Uno de ellos fué la probada intimidad de las relaciones de Romualdo Pérez con la hija mayor de doña Virtudes; el otro, la trágica muerte del señor Eustasio, el tonelero.

Micaela, efectivamente, cansada de vivir bajo la dominación del hombre pequeñito, decidió conceder á su novio la sabrosas preeminencias de amante: vería ella entonces cuál de ambos maridos era más fuerte.

El primero en percatarse de este secreto y divulgarlo, fué don Artemio Morón, que continuaba siendo el vecino más madrugador de Puertopomares. Los conspicuos del Casino, especialmente, saborearon y relamieron la noticia como un caramelo. El boticario les explicó su descubrimiento. De tiempo atrás espiaba á Romualdo, y su olfato, en asuntos de este jaez, era muy fino. Varias noches consecutivas él y Romualdo salieron juntos, y en llegando al callejón del Misionero, se separaban: Pérez íbase á charlar con su novia, y don Artemio seguía hacia su farmacia. Aquel noviazgo no era un misterio para nadie: cuantas personas transitaban á media noche por la calle Larga, estaban acostumbradas á percibir en la oscuridad la silueta del galán agarrado y como pegado á una de las rejas de la «Casa-Cuartel» de doña Virtudes.

El azar puso á Morón sobre la verdadera pista de lo que, sin motivo y sólo por holganza mental, tan ahincadamente codiciaba saber.

Una madrugada, el sereno del callejón del Misionero, á la hora de retirarse, fué á la farmacia á comprar un sinapismo para su mujer, que tenía dolor de costado. Estremecido por un presentimiento, don Artemio le preguntó por Romualdo. El sereno le había visto aquella noche, como otras muchas, en la reja de su novia.

—Por cierto—dijo deslizando en su observación un poco de malicia—que no sé el camino que luego habrá seguido para ir á su casa.

Morón aseguró que por la calle Larga no había pasado. Precisamente aquella mañana abrió su farmacia más temprano que nunca, y no se había movido de la puerta. La idea de que Romualdo hubiese allanado la severísima «Casa-Cuartel» de la viuda de Castro, le sacudió y fué á recogerse alegremente en su corazón. Inmediatamente determinó comprobar su sospecha; pero no para indignarse contra las malas costumbres y retirar á la descarriada Micaela su estimación, sino para regodearse con la salpimienta y buena gracia de la aventura, y referirla á sus amigos.

Noche tras noche don Artemio espió á Romualdo, y su animoso afán traía tal regocijo á su espíritu, que daba por bien perdidas sus horas mejores de sueño. Con la topografía del sitio ocupado por la casa de doña Virtudes, había compuesto don Artemio una especie de inexorable silogismo; y era: que si el callejón del Misionero constituía un tránsito ó pasadizo cerrado entre la calle Larga y la del Sacramento, quien entrase en él, de no salir por una esquina había de hacerlo por la otra, como algún zaguán misericordioso no le acogiera y ocultase.

La labor del viejo Morón fué ruda. Según costumbre, procuraba salir del Casino con Romualdo, despedíase de éste frente al callejón del Misionero, y continuaba su ruta. A veces los huéspedes de la Fonda del Toro Blanco le veían llegar, abrir la puerta de su farmacia y asegurarla después con llaves y cerrojos.

—Deben de ser las doce—pensaban.

Y aquel fragor de hierros parecía arrojar un nuevo silencio sobre la vecina Glorieta del Parque. Transcurridas dos horas, don Artemio reaparecía, calzado con sigilosas alpargatas, y liviano como una sombra deslizábase por la acera más oscura; su perfil fugitivo desvanecíase á intervalos bajo las sombras oblicuas de los viejos balcones volados y los frontis salientes. En la esquina del callejón del Misionero se detenía, y asomando un ojo nada más, miraba hacia el fondo pendiente y oscuro del pasadizo. La silueta de Romualdo, en pie y como cosido á la reja de sus amores, producíale indecible consuelo. El cuchicheo de los novios llegaba á él como un murmullo de fontana. Todo el pueblo, bañado en luna, dormía; y en su quietud, la canción del río, el silbido lejano de un tren, el grito vigilante de un sereno que cantaba una hora. La casa de doña Virtudes ocupaba el comedio de la callejuela; por esta circunstancia Morón sabía que Romualdo no podía sorprenderle, pues si enderezaba sus pisos hacia donde él acechaba, tiempo sobrado tenía de alejarse lo suficiente para no ser visto.

Pegado á la esquina que le servía de observatorio, el farmacéutico únicamente sacaba fuera de ella, y á intervalos, la mitad del rostro. Así, aterido bajo los rigores del relente, perdió varias noches. Al cabo, logró su objeto. Una madrugada, ya muy tarde, al hundir su mirada en las oscuridades profundas del callejón, advirtió que Romualdo no estaba. ¿Era posible? Para desvanecer dudas, dirigióse hacia la calle del Sacramento. Allí, sentado en el quicio de una puerta, encontró al sereno, quien demostró pasmarse mucho de ver á don Artemio en alpargatas y á tales horas.

—¿Ha pasado por aquí Romualdo?—preguntó Morón.

—No, señor; no es hora todavía; se retira siempre más tarde.

El boticario, alto y flaco, con su joroba y su cabeza cubierta por una boina, se frotaba las manos alborozadamente. Ya el misterio era suyo. Si Romualdo había desaparecido del callejón del Misionero sin salir de él ni por la calle Larga ni por la del Sacramento, claro es que se hallaba en casa de doña Virtudes.

Don Artemio concluyó declarando el júbilo que le producía el esclarecimiento de aquel enredo.

—Es indispensable—prosiguió—que esta misma noche los naipes queden boca arriba. ¡Nada de tapujos! Me revientan los hipócritas. Quien la hace, que la pague. ¿Cuándo dejas tú el servicio?

Repuso el sereno que á las cinco; pero que las últimas horas de la madrugada solía pasarlas durmiendo en un zaguán.

—Pues hoy no se duerme—ordenó el boticario, cuyo acento fluctuaba entre el tono amistoso y el dominador que le daban su edad, su profesión y su autoridad en el Ayuntamiento—; hoy no se duerme. ¿Entiendes bien? Necesitamos cazar á ese hombre. A las cinco, si no le has visto, le esperas; no te importe que sean las seis, ni las siete. La cuestión es cogerle. Cuando pase, le das los «buenos días» y nada más; con eso tiene bastante. Yo, en la otra esquina, haré lo mismo.

No le fué difícil á Morón captarse la alianza del sereno, que para las acciones villanas más que para las nobles, las gentes se conciertan en seguida, y ya puestos de acuerdo los dos hombres montaron una celosa guardia. Mientras duró el acecho, ninguno tuvo frío, ni sueño. Desde su observatorio, don Artemio veía brillar en el término más hondo del callejón el farol del sereno; como éste vislumbraba, en la esquina de la calle Larga, el perfil alerta del boticario. Varias veces los gallos cantaron. Palidecían las estrellas. Iba invadiendo el firmamento un claror indeciso, una blancura indefinible de plata. En el reloj de la torre de la iglesia, en aquella torre donde el tiempo, al pasar, parecía enredarse, sonaron las tres... las tres y media...

A las cuatro y minutos, en el hondo sosiego del callejón vibró, casi imperceptible, el ruido de una cerradura, y en la puerta de la casa de doña Virtudes apareció Romualdo. El galán iba á seguir su camino de siempre, pero al ver al sereno plantado en la calle del Sacramento volvió sobre sus pasos. Su andar tenía una ligereza de fuga. Don Artemio, en lugar de ocultarse, decidió esperarle, cachazudamente recostado detrás de la esquina. Al doblar ésta y encontrarse con el boticario, Romualdo tembló. Imposible retroceder; había caído en la trampa. El mozo quiso disimular su ira con palabras de chanza y salutación.

—Bien se madruga, don Artemio.

—Es verdad; pero hoy á usted tampoco se le han pegado al cuerpo las sábanas.

—Hasta mañana, don Artemio.

—Hasta mañana, Romualdo.

El boticario volvió á su farmacia reventando de risa. «Sabe que yo lo sé todo y va hecho un tigre»—pensaba.

Romualdo dejó transcurrir varios días sin ir al Casino, ni á la Fonda del Toro Blanco. Corrió la noticia de que se hallaba enfermo. Cuando reapareció, Morón, Fernández Parreño, don Juan Manuel, don Isidro Peinado, don Niceto... cuantos á costa de su aventura más habían reído, le preguntaron con evidente cariño y ceremonia por su salud, y no volvieron á mirarle en toda la noche.

El interés de este lance palideció á la semana siguiente con el trágico fin del señor Eustasio García, el tonelero de la calle Arcos de la Cárcel. A su muerte, por un azar que no pasó inadvertido á los glosadores del suceso, iba ligado fatídicamente el nombre de don Gil.

El señor Eustasio era uno de los tipos más notables, simpáticos, alegres, laboriosos y aficionados á repartir limosnas, del pueblo. No creía en los mendigos de oficio, pues más trabajo cuesta extender la mano que cerrarla bien sobre el mango de una herramienta para ganarse el pan sin humillaciones. De aquí, su inagotable caridad.

—El que pordiosea—decía—es porque no puede hacer otra cosa...

Cuando alguien iba á su casa preguntando por él, la cara de la mujer que tenía establecido en el zaguán un despacho de bebidas, resplandecía con una sonrisita de satisfacción.

—¿El señor Eustasio?... Sí, aquí es: al otro lado del patio.

Y aquella sonrisa, era como un recuerdo cariñoso ofrendado al inquilino más antiguo y mejor de la finca.

El señor Eustasio, siempre en mangas de camisa, alto, barrigudo y contento dentro de sus holgados calzones de pana y sobre la ufanía resonante de sus zapatones claveteados, trabajaba y cantaba todo el día, á la intemperie, bajo el retal de cielo, unas veces riente y azul, otras plomizo y lluvioso, del patio. Estaba casado y tenía cinco hijos, el mayor de diez años. Aquella chiquillería constituía la obsesión torturadora, y también el esperanzado regocijo, del tonelero. Ciertamente necesitaba atrafagarse mucho para mantener á tantos; pero luego, cuando hasta los más pequeñines estuviesen criados, ¡qué paz interior, qué regocijo, qué noble orgullo patriarcal sentiría viendo asegurada su raza!... Por eso la actividad clamorosa de su martillo no cesaba nunca; aquel rudo batanear parecía la voz de la casa, una voz saludable y fecunda. Apenas el barril estaba concluído, el señor Eustasio, de un puntapié, lo enviaba rodando, al otro extremo del patio. El barril giraba, alejándose con balanceos graciosos. ¡Qué bonitos eran aquellos toneles, qué elegantes, qué sólidos!... Sus movimientos tenían un regocijo especial; un regocijo de hombre gordo... ¡Verdaderamente en pocas capitales de provincia se fabricaban otros iguales!...

Pensando así el señor Eustasio, satisfecho de su obra y vanidoso como un artista, se esparrancaba, echaba la cabeza hacia atrás y encendía una pipa.

¿Por qué aquel hombre excelente, dulce, incapaz de matar un gorrión, sentía una afición tartarinesca á las armas de fuego? ¿Era esto una previsión discreta? ¿Era un atavismo, ó una vanidad parecida á la de los niños cuando sus madres, en carnaval, les visten de soldados?... Lo cierto es que, como otros hombres tienen un bastón, una sortija ó un perro, el señor Eustasio tenía un revólver. Para justificar este capricho bélico el tonelero solía decir:

—Conviene vivir prevenidos. En los pueblos, más aún que en las ciudades grandes, ningún hombre honrado debe salir á la calle con las manos vacías.

Aquel revólver era la ventana romántica por donde su dueño, pacífico, metódico y abrumado de trabajo y de familia, se asomaba á las regiones de lo novelesco y hazañoso. El individuo que tiene un revólver puede, en caso necesario, llegar á ser un héroe. Así, cuando se encargaba un pantalón, lo primero que el señor Eustasio pedía al sastre era un bolsillo atrás, sobre las caderas.

—Porque yo—decía—siempre voy armado.

Aquel chisme pesado é inútil le molestaba bastante, mas no por ello dejaba de llevarlo consigo á todas partes. Algunas veces salía de su casa y, al doblar la primera esquina, lo echaba de menos. Entonces, apresuradamente, desandaba el camino. Su mujer le preguntaba:

—¿Se te ha olvidado algo?

Y él respondía, un poco misterioso:

—Sí; el revólver...

Aquel viejo revólver, grande, negro, colgado de un clavo á la cabecera del lecho marital, infundía á los niños un temor religioso.

—¡El revólver de papá!...—decían.

Lo miraban, sí, pero á distancia y respetuosamente; ninguno se atrevía á tocarlo; el trueno de pólvora de sus entrañas, les empavorecía; allí dormía la muerte; desde que nacieron estaban viéndolo y, sin embargo, no habían llegado á familiarizarse con él. La esposa también lo respetaba. Era una especie de dios penate, á la vez bondadoso y terrible, que defendía el hogar y velaba por la salud de todos.

Transcurrieron los años: cinco, ocho, diez...; y llegó la catástrofe con la fuerza inexorable de lo preestablecido.

Una tarde, el tonelero, como siempre, trabajaba en el patio; sus manos iban y volvían diligentes por la panza pulida del barril que estaba construyendo; el atabaleo fecundo y saludable de su martillo rompía ufanamente la quietud de la casa. De pronto, al agacharse, resbaló y cayó al suelo, disparósele el revólver y el infeliz recibió de abajo arriba, en el pecho, un balazo mortal. ¡Revólver maldito! ¿Por qué lo compraría el señor Eustasio? ¿Por qué, para morir así, lo llevó con dolor de sus riñones tantos años consigo?...

La muerte del barrilero preocupó mucho á la opinión. El señor Eustasio no tenía enemigos. Era laborioso, honrado, servicial, caritativo; y luego, ¡aquel hogar sin defensor, aquellos cinco hijos sin padre!... Varios centenares de personas acudieron á su entierro y para socorrer á la viuda el diputado don Juan Manuel Rubio encabezó con veinte duros una suscripción cuya suma total ascendió pronto á un millar de pesetas.

El perito armero llamado por don Niceto para examinar el revólver del señor Eustasio, certificó que tenía el seguro roto. Durante algunas semanas este suceso sirvió de asunto á todas las conversaciones. Era deplorable, también era cómico, el fin de aquel hombre pacífico empeñado en no separarse, ni aun en su casa, de un revólver que, la única vez que disparó, fué contra su amo.

Alguien dijo que, días antes de ocurrir la desgracia, el tonelero tuvo un disgusto con don Gil Tomás, á propósito de dos barriles que éste le había encargado. La cuestión, según sus comentaristas, fué bastante seria; el señor Eustasio, á pesar de su bonísimo carácter, creyendo atropellados sus intereses llegó á amenazar al hombre pequeñito, y á no impedírselo las criadas de éste, le hubiese golpeado. Por referirse al solitario del Paseo de los Mirlos, esta historia ó conseja interesó grandemente al vecindario, y de unos en otros, con las alas sigilosas de la superstición, dió la vuelta al pueblo en seguida. En el Casino, en el Café de la Coja, en la Fonda del Toro Blanco, en los comercios prósperos de la calle Larga, como en los oscuros atajos, rincones y marañosos pasadizos inmediatos á la Puerta del Acoso, nobles y plebeyos glosaron largamente el lance. Los más viejos recordaban el sueño fatal de Ursula Izquierdo, y la muerte del cosario Manuel Ayala.

Estas evocaciones contribuyeron á reforzar las sombras de brujería con que, desde antiguo, la certera imaginación popular rodeaba la enmelada y tacaña figura de don Gil. En su rostro sin risas, con sus ojos fríos y su piel de color de luna, acechaba el misterio. Cuando iba por la calle, tal vez porque sus pies diminutos fuesen demasiado livianos, le circundaba una sensación de silencio; aquel silencio le seguía y le anunciaba; era un halo de enigma extendido á su alrededor. ¿De qué fuerzas teúrgicas, de qué recursos hechiceros y terribles dispondría aquel hombrecito para vengarse?... Las mujeres, que conocían bien sus perversidades, aseguraban en la mesa familiar que don Gil, de noche, vivía una existencia intensa y aparte. Las esposas hablaban á sus maridos de las posesiones disparatadas á que el enano las sometía, y éstos la comentaban después entre sí. Los hombres llegaron á mirarle como á un rival. Un odio criminal germinó contra él. Era el brujo aliado del Diablo; el hierofante árbitro de todos los recursos de la lecanomancia y de la brizomancia; el íncubo sádico para quien ningún cuerpo de mujer bonita guardaba secretos; el vampiro que marchitaba en las mejillas de las vírgenes las rosas de la salud, mordisqueaba sus senos y las enseñaba las láminas lascivas del Libro del Pecado; el iniciador astuto por quien las niñas permitían á los muchachos que, jugando, las cogían del talle, á deslizar sus manos más abajo...

Cuando don Artemio supo el disgusto habido entre don Gil y el señor Eustasio, su alma impresionable también cayó del lado de la superstición.

—¡Ahora me explico su muerte!—exclamó.

Estas palabras, dichas por un hombre de ciencia, delante de ocho ó diez personas, tuvieron la virtud terrible de una sentencia. Había que matar á don Gil; ó, cuando menos, obligarle á salir del pueblo.

XXI

Más de un año necesitaron los Paredes para decidirse á buscar el tesoro que, según creencia suya, el señor Frasquito dejó escondido bajo las raíces del chopo. En sus frentes criminales, en sus cráneos pequeños, puntiagudos y rojos, reinaba la prudencia. La fortuna les causaba miedo; el brillo petulante del dinero podía delatarles; ellos habían oído decir muchas veces que ningún asesinato queda impune, pues siempre, tarde ó temprano, la casualidad descubre el rastro de todos los crímenes, cual si los muertos, valiéndose de recursos sobrehumanos, volviesen del otro mundo á contarles la verdad á los vivos y á pedirles justicia.

Enfrenados por este recelo, durante meses no se apartaron en un ápice de su existencia ordinaria. Según costumbre y acaso con mayor tesón que antes, Rita cuidaba del hogar y de los niños, y Toribio todas las madrugadas, apenas despuntaba el día, aparejaba el burro, cargábalo bien de paños, mantas y percales, y salía á recorrer los pueblos comarcanos. Su itinerario variaba según la estación: unas veces iba á Nava de Pomares, otras á Torres de la Encina, ó á La Olla; otras á Candelario, donde el dinero corría abundante desde Noviembre á Febrero, meses destinados á la matanza. Por todos aquellos alrededores la figura crecida y enjuta de Toribio Paredes, con su paso largo y su cabeza minúscula y bermeja, era popular. Sin embargo, nadie le quería. A pesar de su cuidado en mostrarse amable, sus ojos buidos y sus pómulos salientes y pecosos, irradiaban frialdad. Su mandíbula descarnada era cruel; sus manos huesudas, cubiertas por un vello azafranado, escondían una amenaza. Daba la sensación de un hombre que huye. En el campo, al cruzarse con él las mozas apretaban el paso; tenían miedo á su mirada tenaz, á su boca recogida y sedienta. Algo extraño, una especie de invisible sombra, parecía marchar á su lado por los caminos.

Nunca fué simpático Toribio Paredes. Años atrás los suburbanos de la Puerta del Acoso, habíanle tildado secretamente de mantener relaciones con Rita. Nadie se sorprendió. Eran los tiempos en que la mujerona, de noche, ponía un farol en la sumidad del chopo del patio. Lujuriosos, abyectos, tiranizados por la más repugnante animalidad, los dos hermanos se buscaron. Su pasión maldita tuvo refinamientos abominables; se emborrachaban y su satiriasis urdía escenas brutales. La murmuración decía que una tarde, en el bosque, Rita se abalanzó sobre una zagala, sujetándola por detrás mientras Toribio la violaba.

La aparición de Frasquito Miguel desvaneció aquellas nubes incestuosas; Toribio recobró su puesto de hermano; el farol del chopo no volvió á encenderse; nacieron Pepe, María Luisa y Francisco, y en las ventanas de la antigua mancebía hubo ropas infantiles tendidas á secar. Ante la puerta, ahora cerrada, los romeros del deseo pasaban de largo.

Muerto Frasquito, la gente reverdeció la historia incestuosa de los Paredes. Nada, sin embargo, parecía acusarles. Eran laboriosos y callados, y mostrábanse tristes, más tristes que nunca, como si el dramático fin del señor Frasquito hubiese dejado en ambos un dolor sin consuelo. Las vecinas estaban al corriente de todo, y, á su pesar, sus deducciones eran favorables á los hermanos. Toribio tenía su alcoba; Rita dormía en otra habitación con los niños. La mujerona ya no se perfumaba con agua de Colonia, ni se apretaba el corsé como antes. El pañero, después de cenar iba un rato al Café de la Coja, pero se retiraba temprano; no bebía ni jugaba; también había renunciado á su enredo con Maximina, la criada de don Gil. Sus ademanes adquirieron, casi de súbito, una laxitud de fatiga. En poco tiempo se avejentó. Muchas noches, al volver á su casa, mientras abría la puerta de la calle, los vecinos le oían suspirar...

Abroquelados en esta actitud de prudencia y de melancolía, los dos hermanos dejaban transcurrir el tiempo; el tiempo, tan pronto enemigo como aliado del hombre, que indistintamente se lleva las cosas buenas y las malas. A lo largo de los meses, Rita y Toribio espiaban la ocasión de cobrar su crimen, pero el miedo á delatarse les entumecía la voluntad y paralizaba indefinidamente su acción. Dentro de sus conciencias tenebrosas, una voz cobarde murmuraba invariable:

«Todavía es pronto...»

Y esta observación, que no subía á sus labios, producía en sus carnes la sensación del hielo.

Tanto ella como él tenían determinado, no bien desenterrasen el tesoro, trasladarse á otra calle mejor, donde establecerían un comercio. Mientras, su temor á infundir sospechas les vedó alterar en nada la disposición de su casa; los muebles ocupaban los lugares de costumbre, y en la mesa el sitio del señor Frasquito continuaba vacío, como esperándole. Esta quietud triste parecía una ofrenda dedicada al muerto.

A Toribio, sin embargo, le molestaba un retrato de Frasquito Miguel que había sobre la cómoda, en la misma alcoba donde le mataron. La fotografía, hecha en Salamanca muchos años atrás, empezaba á palidecer. Siempre que Paredes entraba en la habitación, los ojos del retrato, misteriosamente, le salían al encuentro. A Rita también la preocupaba aquella imagen cubierta de tristeza por la acción decolorante de la humedad y de la luz. Un día la mujerona agarró impetuosamente la cartulina, regresó con ella al comedor, y allí, á la vista de su hermano, la partió en cuatro pedazos.

—¡Así habremos desterrado la mala sombra!—exclamó.

Y tiró los añicos sobre la mesa. Su propósito, no obstante, falló. En uno de aquellos trozos la cara de Frasquito Miguel se había librado intacta. Toribio, con miedo, con rabia, cogió el pedazo y lo rompió en dos; pero, al quebrarse el cartón, fué de manera que también esta vez la cabeza se salvó. ¿Por qué es tan difícil romper un retrato? ¿Por qué tienen todas las fotografías, especialmente las de los muertos, algo metafísico que las defiende?... Los dedos de Toribio desmenuzaron la imagen: borráronse la nariz y la boca; luego la frente; sólo los ojos, resignados, tristes, acusadores, resistían aún, salvándose como de milagro, de unos pedazos en otros, y siempre por pequeños que éstos fuesen, cabían los dos. Toribio llegó á morderlos. Al cabo, desaparecieron también.

El trabajo que hubieron en destruir aquel retrato contribuyó á acobardarles y atardar la fecha de buscar el tesoro. Los dos miserables sentíanse espiados, oprimidos, por algo invisible. Tenían miedo á moverse. A todas horas parecíales que una pupila ardiente, asomada á las cerraduras, les vigilaba. Tampoco se atrevían á hablar, cual si detrás de cada puerta acechase el oído de un policía.

En diferentes ocasiones Toribio manifestó á sus vecinos deseos de vaciar y solar el patio. Según él, hallábase en malísimas condiciones, porque la tierra se reblandecía con las lluvias y esta humedad dificultaba la buena conservación de las mercaderías en el almacén. Todas las personas á quienes explicaba su propósito, lo aprobaban. Una mañana se detuvieron ante la casa de los Rojos, dos chirriones cargados de ladrillos, que fueron transportados al fondo del corral. Allí, hacinados contra el muro, permanecieron ociosos mucho tiempo, tanto, que con la llegada de la buena estación los más expuestos á la intemperie comenzaron á cubrirse de verdina. Los vecinos, conocedores de la diligencia y resuelta voluntad para el trabajo del pañero, se asombraban de que no diese pronto empleo á aquellos materiales. Rita le disculpaba diciendo que la operación era grave, pues necesitaban arrancar las raíces del chopo, porque luego, con la humedad, podían hincharse y romper el piso; además, Toribio, desde la muerte de Frasquito Miguel, á quien quiso mucho, ya no era el mismo; sin duda, la pena acansina y muda el carácter más que los años. Toribio, que antes andaba diariamente tres y cuatro leguas sin fatiga, ahora, cuando volvía de vender, ni alientos para cenar le quedaban. El buhonero, con la misantropía de su actitud, procuraba corroborar estas palabras indultadoras. Chuzón y ladino, buscaba que las gentes fuesen habituándose á la idea de que el patio, tarde ó temprano, había de solarse, para que así no se sorprendiesen de verlo una mañana desmenuzado y removido.

Al fin, sosegados un poco todos los escrúpulos y resquemores de su prudencia, los dos hermanos decidiéronse á exhumar aquellas tres orzas, repletas de oro, en las que tantas veces, ya despiertos, ya dormidos, habían pensado.

Resueltos á tentar la aventura, sus codiciosas voluntades recobraron sus fueros y halláronse repentinamente en posesión de abundantes energías. Instintivos, violentos, unilaterales en el desarrollo de sus capacidades interiores, el rasgo culminante de sus caracteres era la acción.

La noche que eligieron para la faena, no había luna. Temerosos de que alguien, desde algún postigo ó buharda distantes, pudiera observarles, pensaban trabajar sin luz; con el vago claror estelar tendrían suficiente, y adonde los ojos no alcanzasen llegaría la sutileza tactil de sus manos y de sus pies descalzos; que á esto redúcense muchas veces los medios de conocimiento que ayudan al minero en la tiniebla del filón.

A Rita, como á Toribio, el hombre pequeñito les había dicho:

«La orza más grande se halla al término del patio, no lejos del pozo. Allí es, de consiguiente, donde debéis empezar á cavar.»

La operación, digna de cíclopes, fué desde el primer momento dura y angustiosa. Tanto la misma rudeza del trabajo, como el miedo á la maliciosa atención del vecindario, sembraban en el espíritu de ambos hermanos zozobras y quebrantos mortales. Finaba Mayo, y no obstante la templanza del ambiente la mujerona y el pañero tenían los rostros cubiertos de sudor; sus cabellos de rútilo se adherían á sus frentes encendidas por el esfuerzo; sobre sus lomos el cansancio corría hecho agua. Toribio, que empezó á trabajar en mangas de camisa, no tardó en desnudarse de medio cuerpo arriba, y bajo el impreciso resplandor astral su torso blanco, de musculatura ágil, enjuta y tremante, se removía con flexibilidades tigrescas.

En dos horas de faena, la zanja que iban abriendo alcanzó cerca de tres metros de largo por uno de profundidad. No habían perdido el tiempo. Pero el suelo era calizo, duro, compacto, y las viejas raíces, torcidas y nudosas, arracimándose aquí y allá, como disciplinas, daban á la tierra increíble y desesperante cohesión. Peleaba el hombre con ella sin desmayos, bien esparrancado, apretados los dientes, la nariz dilatada, las manos rabiosamente crispadas sobre el mango del azadón. Levantaba la herramienta en el aire y luego la hundía, con todo el fervoroso empuje de sus lomos y de sus brazos, en el suelo hostil, y apenas la arrancaba cuando tornaba á izarla sobre su cabeza. El azadón, agudo, bruñido, dotado de una expresión hambrienta, semejante á un colmillo de acero, mordía la tierra, destrizándola. En el silencio, sus percusiones resonaban acompasadas, inquietantes, profundas, y parecían venir de abajo como un temblor sísmico.

La mujerona, acurrucada cerca de su hermano, le favorecía unas veces apartando y recogiendo con sus propias manos la tierra, otras esgrimiendo una pala. A media noche, Toribio, extenuado de cuerpo, desalentado de espíritu, tiró el azadón y dejóse caer sobre un borde de la zanja. Sudaba de tal modo, que Rita acudió á secarle con sus faldas el cuerpo y el rostro, y luego le echó una chaqueta por los hombros. El buhonero no podía más; la sospecha de que las orzas, soñadas tantas veces, no existían, acababa de quitarle los últimos alientos; como herida del rayo, su voluntad quedó ovillada, pulverizada, muerta.

—Creo—suspiró—que estamos perdiendo el tiempo.

Rita, en cuclillas á su lado, murmuró:

—Pero si «él» lo ha dicho.

Se refería á don Gil.

—Sí—repuso Paredes;—«él» lo dijo; pero, ya ves...

Rita, suavemente, le reprochó su cobardía. Si se tratase de un sueño, de un sueño sólo, ella desconfiaría. Pero la pesadilla del tesoro escondido por Frasquito habíase repetido muchas, muchísimas veces, y siempre con idéntico acopio de indicaciones y detalles. Eran tres orzas de tamaños diferentes; ambos las habían visto, y describían su forma y color del mismo modo. ¿No bastaba esto? Además, don Gil, que con tan resuelta decisión les hablaba de aquella fortuna, ¿qué empeño tendría en engañarles?... ¡No, ella era terca! Para convencerse de que debajo de aquella tierra no había nada, necesitaba vaciar todo el patio, arrancar una á una todas las raíces, y en esta faena emplearía una noche, dos, tres, cuantas fuesen precisas. ¿No serían ellos capaces de cavar tan hondo como cavó Frasquito Miguel?

Con estas razones, las fuerzas de la esperanza tornaron al corazón de Toribio Paredes; la quimera volvió á pasar ante sus ojos deslumbrante. Levantóse resuelto, tiró al suelo la chaqueta que le abrigaba, y empuñó el azadón. La mujerona asió la pala. A veces la punta de aquél mordía con estridencia acre la dureza de una raíz, otras se clavaba hasta la cruz en el suelo mollar; mientras, la lengua brillante de la pala, empujada por el pie de Rita, recogía con agrio chirrido la tierra arenosa. Así, callados y como á porfía, continuaron los dos.

De pronto recibieron una emoción alegre, vivaz y penetrante, que, suspendiéndoles el aliento y paralizándoles el corazón, á durar algo más hubiérase convertido en mortal congoja y desmayo. En un plano muy superior al del fondo de la zanja acababan de ver la panza de una orza. Milagrosamente el diente del azadón, al pasar impetuoso junto á ella, no la rompió. Su cuerpo esférico, lucio, hinchado probablemente de oro, asomaba orondo en la pared del tajo, y era grande y verde, según Toribio y Rita la vieron en sueños.

—Mírala—balbuceó la mujerona conteniendo un grito.

Y su hermano, temblando, repitió:

—Mírala...

Ciertamente, para esconder su tesoro el señor Frasquito no se había molestado mucho, pues lo dejó á medio metro bajo el nivel del suelo, sabedor de que nada guarda ni aleja tanto las cosas como la ignorancia del sitio donde están. La orza yacía entre un puñado de raíces, lacias, retorcidas, semejantes á las patas de un pulpo; y aquellas raíces eran como los dedos de una mano fantástica que bruscamente saliese de la tierra á ofrecer á los dos asesinos la fortuna.

Toribio dejó el azadón y, arañando en la tierra y rompiendo las raíces que habían tejido alrededor de su presa una especie de red, cobró la vasija, que pesaba muy poco. Esto le contrarió y nubó el rostro de densa palidez.

—¿Está vacía?—balbuceó Rita.

—Parece que sí...

La contemplaba con expresión idiota. Después la sacudió en el aire, acercándosela al oído, para escuchar; dentro de ella percibió un rumor vagaroso, un tenue roce de papeles. Rita, avisada y siempre optimista, dedujo inmediatamente que el capital del difunto Frasquito estaba en billetes de Banco. Tras una breve deliberación acordaron cerciorarse de lo que la orza contenía, y remitir la busca de las otras dos á la noche siguiente. Así lo hicieron, y volviendo la tierra á la zanja y apretándola luego con los pies para disimular un poco lo hecho, regresaron á la casa. Las tres de la madrugada eran pasadas y los gallos volvían á cantar. Toribio no quiso perder tiempo en vestirse; no tenía frío, ni siquiera percatábase del dolor de sus brazos entumecidos por el relente. Una fiebre de oro abrasaba su sangre.

Sobre la mesa del comedor, bajo la luz rojiza del quinqué, los Paredes rompieron la orza, cuya boca había sido cuidadosamente lacrada. La vasija contenía doce mil reales justos en billetes de veinticinco, cincuenta y cien pesetas. La mujerona, que presenció impávida el asesinato de Frasquito, ahora, con el júbilo de su codicia, sentía sus piernas desfallecer y tuvo que sentarse. Toribio, inmóvil, encueros de cintura arriba, con su cráneo bermejo y puntiagudo y sus manos trémulas de sordidez, estaba repugnante. Los dos hermanos no se cansaban de palpar aquellos billetes: unas veces los cogían á puñados, por la satisfacción de sentir sus manos llenas de oro; otras los acariciaban y desarrugaban delicadamente entre sus dedos, ó acercándolos al quinqué los examinaban al traslúz, cerciorándose de que todos eran legítimos. Luego procedieron á dividirse las ganancias; á cada uno de ellos correspondían mil quinientas pesetas.

—Es tonto andar en particiones—dijo Toribio—pues que hemos de seguir viviendo juntos.

—No importa—objetó Rita;—con el dinero no se juega, por aquello de que «cuenta y razón conservan amistad». Además, que, si como tenemos pensado, abrimos una tienda, haciendo ahora lo que yo digo, cada cual sabrá exactamente cuánto aportó al negocio.

Transigió Toribio, y ya el reparto iba á quedar hecho, cuando la dudosa validez de un billete de cincuenta pesetas suscitó entre ambos hermanos una disputa.

—¡Es falso!—exclamó Rita;—¿no conoces la moneda, ó quieres engañarme? Sobre todo, si te gusta, quédate con el y dame otro.

El gorgotero estaba cierto de que el billete era bueno. Sin embargo, las aseveraciones de la mujerona llevaron la indecisión á su ánimo.

—No seas imbécil—dijo—si todos son iguales. ¿No ves que todos son iguales?

—Pues no quiero ese. Cámbiamelo.

Ninguno cedía, y llegaron á mirarse con ojos de amenaza. Para solucionar amigablemente la cuestión, Toribio propuso recurrir á la suerte. Aunque de mal talante la mujerona accedió, y él lanzó al aire una moneda, exclamando:

—¡Cruz!...

La moneda tintineó alborozadamente contra la mesa.

—Cara—murmuró Rita riendo;—me alegro; has perdido.

Su hermano, rezongando una interjección, recogió el billete sospechoso, y seguros ambos de que los niños no habían despertado, se fueron á dormir.

A la noche siguiente, ya mejor orientados, reanudaron sus pesquisas, cuyo fruto fué el hallazgo de dos vasijas más, una con cuatrocientos y otra con ciento veinte duros, que, sumados á los seiscientos de la primera orza, arrojaban un total de cinco mil seiscientas pesetas. Conseguido esto ya no buscaron más. Estaban satisfechos. El hombre pequeñito no había mentido.

Disimulados y suspicaces, perseguidos continuamente por el temor á ser descubiertos, aquella misma mañana los Paredes emprendieron la faena de solar el patio. Dos días tardaron en concluirla, y al colocar sobre aquella tierra el último ladrillo, experimentaron un inefable bienestar. Por las noches, disponían tranquilamente los horizontes de su porvenir. Nadie debía extrañarse de que dejasen «la casa del chopo», foco para ellos, desde la muerte de Frasquito Miguel, de negros recuerdos. En cuanto al nuevo local que buscasen, estaban de acuerdo en elegirlo amplio y céntrico. Rita había visto un cuarto, bueno para almacén, en la Glorieta del Parque, contiguo á la Fonda del Toro Blanco. Toribio, calculador y reflexivo, rechazó aquella proposición: él conocía un local mucho mejor en la calle Larga, la más frecuentada de Puertopomares y, por lo mismo, la más comercial. Tenía tres huecos ó puertas, de las cuales dos, revestidas de cristales, servirían de escaparates. Era espacioso, con habitaciones cómodas, sótanos ventilados y secos, muy idóneos para guardar mercancías, y un patio, solado de cemento, que, en caso de necesidad, podía ser fácilmente techado.

La mujerona, que tenía gran fe en las iniciativas de su hermano, se dejó convencer, y de allí á pocos días Toribio Paredes se entrevistó con el propietario de la nueva finca, la que, previos los obligados regateos, tomó en arrendamiento por cincuenta pesetas mensuales.

Desde entonces, al antiguo gorgotero nadie volvió á encontrarle por los caminos. La vida regalona de aquellos últimos meses había aristocratizado sus gustos y enfriado su devoción al trabajo. Las gentes hallaban la explicación de esta bonanza en la muerte del señor Frasquito.

—El pobre hombre—decían—, con sus borracheras, traía arruinada á su familia; Dios hizo bien en llevársele...

Una tarde el comercio de Toribio, situado en el promedio de la calle Larga, casi enfrente de la Casa Correos, abrió sus puertas al público. Hubo música, para mayor lujo y animación de la fiesta, y los Rojos obsequiaron á sus amigos con dulces secos, licores y cerveza.

Sobre el frontis del establecimiento un gran rótulo declaraba, en caracteres negros: «Paredes, Hermanos». Y explicando estas palabras, que parecían la consagración de dos existencias dedicadas al trabajo, y en letras más pequeñas: «Mercería. Juguetería. Mantas». Las estridencias broncíneas de la murga duraron hasta media noche, y dieron ocasión para que mozas y mozos bailasen. En la oscuridad de la calle las luces del flamante bazar proyectaban un gran resplandor blanco. Los socios del Casino, al pasar por allí, deteníanse á ver el alegre rebullicio. La chiquillería, codiciosa de juguetes, se apretujaba contra los escaparates. Las mujeres, desde la acera, á través de los cristales, observaban atentamente la limpieza, capacidad y buena disposición de la tienda. En una de las vidrieras había un maniquí de mujer. Sus ojos negrísimos, entornados voluptuosamente, y su boquirrita color de sangre, sugestionaban la atención de los hombres. Era guapa y miraba al suelo como avergonzada. Tenía los blanquísimos brazos al aire, y las pantorrillas de impecable perfil vestidas con medias transparentes de seda. Los páparos sonreían glotones ante aquella figura que estaba en pantalones y lucía un corsé rojo muy largo.

—¡Si respirase!—pensaban.

Al fondo del local, y de un extremo á otro, estaban las anaquelerías, que alcanzaban al techo, y donde todo aparecía cuidadosamente ordenado. Los artículos más diversos fraternizaban allí. Pendientes de perchas había boinas, sombreros, mantas de cama y viaje, zamarras, bufandas, tapetes de mesa, cortinas y otros efectos. Los percales, las panas, las piezas de jerga, vicuña y cheviot, yacían superpuestas en los entrepaños laterales. Del techo colgaban racimos de muñecas, cromos de colores arlequinescos metidos en marcos dorados, cubos, jarros, palanganeros, sierras, haces de martillos y muchos enseres más de ferretería. La quincalla y la mercería ocupaban anaqueles especiales: sobre cajitas de cartón ó cosidos á pequeños envoltorios de papel azul, las muestras de botones, de dedales, de tijeras, de sacacorchos, de tenedores y cucharas, clavos y tornillos, limas y alicates, barrenas y escoplos, brillaban con petulante júbilo bajo la luz. Tras el mostrador, los hermanos Paredes sonreían obsequiosos á sus parroquianos, y con su amabilidad parecían rogarles que, en lo sucesivo, no se olvidasen de ir á comprar allí. Los invitados mostrábanse contentos. Ya nadie recordaba los antecedentes oscuros del buhonero, ni la licenciosa juventud de su hermana; su rápido advenimiento á la fortuna, prueba inconcusa de su afición al trabajo, sorprendiendo al pueblo había sido para ellos una especie de agua lustral.

Transcurrió otro año y los negocios de la razón comercial «Paredes, Hermanos», se desenvolvían prósperamente. Deogracias, el primogénito de la mujerona, ayudaba á su madre y á su tío en el servicio de la tienda. Pepe, el segundón, iba al colegio, y su figurilla enclenque, cetrina y juiciosa, empezaba á recordar la de su padre, el difunto señor Frasquito. Rita, con su actividad incansable y su vigor hombruno, tenía tiempo para atender así al gobierno y limpieza de la casa, como al negocio. Toribio, menos codicioso, se permitía cotidianamente algunas horas de suave holganza. Después de cenar íbase á jugar al dominó á la Fonda del Toro Blanco, centro predilecto de la mesocracia; ó al Café de la Coja, la hermosa Rosario, cuyas carnes exuberantes y lascivos anadeos, siempre tenían la virtud de encandilarle los ojos. Estaba más grueso y la redondez incipiente de su abdomen, al obligarle á retreparse un poco, daba engreimiento á su persona. Del pasado los hermanos Paredes no hablaban casi nunca, y menos del crimen que les había llevado á tan envidiable situación. Todo aquello, en la torva anquilosis de sus conciencias, parecíales lontano y natural. Tampoco comentaban la intervención que en el asesinato de Frasquito Miguel tuvo don Gil, ni la incondicional alianza y resuelto favor del hombre pequeñito. Ambos reconocíanse amados y protegidos misteriosamente por él, y nunca sus espíritus tardos, incapaces de una introinspección inteligente, detuviéronse á existimar la razón de aquel enigma. ¿Ni para qué, si á su juicio, los acontecimientos, por el mero hecho de haber derivado en el curso del tiempo, perdieron toda su importancia?...

XXII

Una noche, de vuelta del café, Toribio entró en el dormitorio de su hermana.

—¿A que no sabes—dijo—con quién he estado hablando hace un momento?... ¡No puedes figurártelo!...

Hizo ella un signo negativo. Paredes, el rostro un poco demudado, agregó:

—Voy á decírtelo porque, aunque estuvieses pensando en ello dos meses seguidos, no lo adivinarías: con Vicente López.

La mujerona se incorporó en el lecho, removida hasta los tuétanos por una emoción que así era de agudísimo pasmo, como de alegría. El terrible amor de su juventud, la pasión furibunda en que su carne se requemó como sobre brasas, resucitaba ante ella.

—¡Vicente!... ¿Te preguntó por mí?

—Apenas me vió.

Parecía contrariado; sin duda recelaba que el súbito advenimiento del Charro fuese á trastornar el lozano curso de sus negocios. Agregó:

—Se hospeda en casa de don Valentín. Yo pasaba por delante de la fonda, cuando veo en la puerta un hombre alto, grueso, afeitado, un poco canoso... y me digo: «¡Si parece Vicente López!...» Y en esto, él que se viene á mí, exclamando: «¿Toribio, no me conoces?...» Con que nos abrazamos y charlamos un rato. Llegó hoy, á mediodía, de Salamanca. Mañana vendrá á verte.

Rita callaba. Paredes se retiró á su habitación, se desnudó y mató la luz. Transcurridos unos minutos y como buscando una contestación al hilo de sus malas cavilaciones, exclamó:

—Supongo que ahora, con los cuarenta años que tienes sobre el lomo, no volverás á enamorarte de él, ¿verdad?

La mujerona no contestó. Añadió el buhonero:

—¡Tendría gracia!... Además, si ese hombre viene á buscarte, no será por tu cara, sino por tu dinero, pues quien te dejó de moza, hallándote vieja no va á cargar contigo. ¿Oyes?... Andate con cuidado. Yo conozco á Vicente. Es un sinvergüenza. Te lo advierto á tiempo para que luego no vayamos á tener disgustos.

La idea de que la imprevista reaparición del Charro, con sus antiguos fueros de amante y de padre, pudiese nublar la serenidad de su vida, levantaba olas de odio en su impulsivo corazón.

—Y aunque esta casa sea tuya y mía—continuó—, yo soy el hombre, y no consiento que ningún otro hombre usurpe, ni siquiera menoscabe, mis derechos.

Sus instintos homicidas despertaban. Aludió á Frasquito:

—Tú ya sabes cómo soy: que no venga Vicente con monsergas ni bravatas porque le hago lo que al otro.

A estas palabras de amenaza la mujerona tampoco respondió. De dichosa, sentíase fuera de sí. Ni un instante se acordó de sus hijos. Su alegría era indiferencia, olvido de los ingratos quehaceres cotidianos, deseo de revivir los años líricos de la mocedad.

«Voy á verle»—pensaba.

Y luego:

«¿Cómo me encontrará?... Y él... ¿habrá cambiado mucho?...»

Amanecía cuando Rita se levantó. No había dormido y, sin embargo, no estaba cansada. Más ágil que nunca, en un santiamén barrió la tienda y dispuso el desayuno. Desde sus camas, los niños se asombraron de oirla cantar.

La entrevista que los dos antiguos amantes celebraron por la tarde, en la tienda, empezó desabridamente. Cohibidos ante la actitud atisbadora de Toribio y por los ocho ó nueve años que vivieron ajenos el uno al otro, no acertaban á zurcir bien la conversación. Los hermanos Paredes permanecían detrás del mostrador. Vicente se había sentado en un taburete. El y Rita se miraban con desconfianza, con pena; sobre todo, con pena, cual si en aquel momento, lleno de evocaciones, echasen de menos el tiempo que estuvieron separados. A grandes rasgos, deseaban explicarse las cumbres ó hechos más eminentes de sus historias respectivas.

—Frasquito Miguel, murió—dijo Rita.

—Ya lo sé.

—¿Cómo lo supiste?

—Por un vecino de Puertopomares, que fué á Salamanca. Conque, apenas me dieron la noticia, pensé: «Pues voy á verles á Rita y á su hermano, por si se acuerdan de mí».

Agradeció Toribio la fineza de aquellas palabras con un leve movimiento de cabeza. Vicente López continuó:

—¿Te dejó muchos hijos Frasquito?

—Tres.

—¡Tres!... ¡Vaya por Dios! Ya son bastantes.

—Dos varones y una hembra.

Vicente repitió, apagando la voz, como si dialogase consigo mismo:

—¡Ya son bastantes!...

Transcurridos unos segundos, agregó:

—Nuestro Deogracias estará hecho un hombrecito.

La mujerona suspiró:

—Tú lo has dicho: un hombre.

Asomóse á la puerta de la trastienda y con voz mordicante, destemplada por la emoción, llamó:

—¡Deogracias!... ¡Deogracias!...

Acudió el muchacho. Era ágil, simpático y tenía el perfil aguileño y la color broncinea de su padre.

—Ese señor—dijo Rita—, quiere darte un beso. Ve...

El chiquillo brincó el mostrador y con amable desenfado se acercó á Vicente. Éste le colocó entre sus rodillas y rodeándole el talle con un brazo le cubrió de sonoros besos las mejillas y la frente. Según le tenía así, recostado contra su pecho, preguntó.

—¿Sabe quién soy yo?...

La madre hizo un gesto negativo, cuyo elocuente misterio el niño, por la posición en que se hallaba, no pudo ver. Vicente López parecía sinceramente emocionado:

—¡Pobrecito!—exclamó—tal vez, por ahora, sea mejor así.

El Charro explicó á sus amigos la marcha de sus negocios. Como siempre, continuaba dedicándose á la compra y reventa de animales, pero este tráfico, cada vez estaba peor; las ferias, de año en año, iban desanimándose; escaseaba el dinero y la emigración acarreaba, camino de América, lo mejor de cada pueblo. Suspiró. Realmente, no podía quejarse de la fortuna; trabajaba bastante y había tenido la discreción de no casarse. Sin embargo, él necesitaba y merecía más; hasta entonces había vivido al día, pero el hombre, en cuanto pasa la cuarentena, debe preocuparse de su porvenir.

—Más de una vez—agregó—he determinado marcharme á la Argentina; pero, lo que sucede; ya sabéis: la patria siempre tira de uno, y, por indiferentes que seamos, á última hora nos falta la decisión de irnos.

Rita no le quitaba ojo; hallábale buen mozo todavía y quedamente, en su alma, los viejos recuerdos iban cubriéndose de nuevos verdores. ¡Le había querido tanto! Al eco de la voz adorada sentía renacer lances y mirajes insensatos de pasión. Sus manos, especialmente, sus manos de chalán, fuertes y velludas, que tantas veces cayeron sobre ella iracundas, la producían singular emoción. En los ojos grises de la mujerona, el pasado, convertido bruscamente en deseo carnal, encendió una luz; su alma vehemente, su alma criminal, parecía alebrarse y ondular de lujuria, como una pantera.

A cada momento la puerta del comercio se abría y entraba un comprador; Rita ó su hermano le atendían y apenas se iba, López reanudaba su plática. Toribio comenzaba á aburrirse de aquella visita cuya finalidad le inquietaba. A la sobretarde, no pudiendo contener su impaciencia, alegó un pretexto para irse á la calle. Dió la mano á Vicente.

—¿Cuándo piensas volver á Salamanca?

—A punto fijo, no lo sé; ello depende de la resolución, más ó menos pronta, de los asuntos que aquí me han traído; de todos modos, nunca será antes de cuatro ó cinco días.

—Entonces, ya nos veremos; y si vas esta noche al Café de la Coja, de nueve en adelante, allí estoy.

No bien Toribio Paredes salió, el Charro, casi de un salto, se acercó al mostrador, y cogiendo á Rita por los hombros la atrajo hacia sí y en los labios y en los ojos la dió muchos y ardorosos besos.

—¡Te quiero!—balbuceaba—¡Si ni un sólo día dejé de acordarme de ti, y ahora, que vuelvo á verte, pienso quererte más que nunca!...

Agradecida, dócil, trémula de emoción, la mujerona no respondió, pero sus párpados se enrojecieron y mojaron en llanto. Prosiguió Vicente, con miedo y prisa:

—Necesito hablarte despacio. Quiero que volvamos á vivir juntos; á mi hijo yo debo criarle.

Sobrecogida por estas declaraciones, Rita se había echado hacia atrás y miraba á su antiguo dueño con ojos relucientes de asombro y de alegría. ¿No deliraba? ¿Era Vicente, por quien tanto había llorado, el que hablaba así?...

Tras una pausa, aquél añadió:

—Si quieres nos casamos, ¿oyes?... Lo pasado, pasado... ¡y nos casamos!... A Toribio no se lo he dicho, pero yo pienso irme á América contigo y con nuestro Deogracias.

Hizo una transición.

—¿De quién es esta tienda?

—Mía y de mi hermano.

—¿La pusísteis á medias?

—Sí, á medias; porque yo, para que lo sepas, tenía un dinero...

El amor dispone del don precioso de infantilizar á los adultos, especialmente á las mujeres. Una jamona, en cuanto se enamora, se vuelve niña. Bajo la mirada zahorí de Vicente, Rita Paredes balbuceaba, se embrollaba, dominada por un repentino deseo de decir la verdad. Afortunadamente el Charro la interrumpió:

—No necesito saber cómo ganaste ese dinero ó quién te lo dió; supongo que sería el señor Frasquito. Ya te dije que lo pasado queda atrás y no debe tocarse. ¿A cuánto asciende ese dinero?

—A dos mil ochocientas pesetas.

—¿Nada más?

—Nada más. ¿Por qué?...

Su voz fue suplicante; imploraba perdón. Súbitamente, ante el hombre amado, había sentido el remordimiento de ser tan pobre.

—¿Y en esa cantidad—prosiguió él—incluyes los géneros que hay en la tienda?

—Sí, todo...

Por sus cejas, violentamente contraídas hacia arriba, pasó una terrible ansiedad. Vicente hizo una mueca de disgusto.

—¡Es poco dinero!... ¡Muy poco dinero!...

Luego, con repentina decisión:

—¡No importa! Con eso y lo mío, tenemos bastante. Iremos á América. Yo no me separo más del chiquillo.

Entre dientes, con humildad de esclava, la mujerona interrogó:

—¿Y mis otros tres hijos?

La respuesta del chalán fue categórica, terminante, como un hachazo.

—¡Ah! ¡Esos no vienen con nosotros! ¡De ninguna manera! ¡Esos se quedan aquí, con su tío!... Comprende que entre nosotros no debe existir nada que nos recuerde lo que yo he sido y lo que tú hayas podido ser.

Aun hablaron más, pero como no les pareciese bastante, para comunicarse con mayor espacio y reposo, acordaron reunirse al día siguiente, á la hora del anochecer, dentro del túnel, por la parte más inmediata al río.

Aquella noche, en sueños, la mujerona habló con don Gil. Dormía tranquilamente cuando comenzó á sentir una inquietud semejante á la producida por el inmediato arribo de una visita; al mismo tiempo vislumbraba dentro de sí una especie de resplandor tenue. Sin lograrlo, varias veces quiso abrir sus párpados soñolientos; al conseguirlo, en pie delante de su cama vió al hombre pequeñito. No le distinguía aún y sabía, sin embargo, que estaba allí. Parecióle más descolorido y minúsculo que otras veces. Un diálogo breve se entabló: imperioso y dictatorial por parte de él; suave, humilde, lleno de condescendencias y vasallaje, por parte de ella.

—Ya sé que Vicente López ha venido á verte.

—Sí, señor.

—Le mandé yo venir.

—¡Ah! No me dijo nada.

—Es que no lo sabe: él cree haber venido por su gusto, pero fue porque yo lo dispuse así.

Rita asintió. ¿Cómo discutir las palabras de su bienhechor? El rostro del hominicaco aparecía ante ella pálido, indeciso, emborronado, al igual de esas viejas fotografías roídas por la luz. Un claror alechigado le envolvía. No pestañeaba. Sus labios, como los labios de las caretas, no se movían al hablar. Prosiguió:

—Vicente López, á quien tanto has amado, quiere llevaros, á ti y á su hijo, á América.

—Sí, señor don Gil.

—Es preciso que le obedezcas. ¿Le obedecerás?

—Sí, don Gil.

—No te ocupes de la tienda: con el dinero que él tiene y los billetes que tú guardas detrás del ropero, lleváis lo necesario para el viaje.

—Bueno, don Gil; lo que usted disponga.

La mujerona experimentó un terror frío, tan agudo, que heló á sus huesos. Por obra de un inexplicable fenómeno telepático, Rita iba adelantándose al pensamiento de su interlocutor de modo que éste aun no articulaba una frase cuando ella, misteriosamente, ya la había oído. Rita sintió que sobre las cabezas inocentes de Pepe, María Luisa y Francisco, el hombre pequeñito echaba una sentencia terrible, y las palabras del enano tenían para ella la fuerza apremiante y sin evasivas, de la fatalidad.

—Para seguir á Vicente—habló don Gil—abandonarás á los tres hijos de Frasquito Miguel. ¿Lo harás?...

Dentro de la madre algo sobrehumano se atrevió á protestar, aunque tímidamente.

—¿Y no les veré ya nunca?

—Nunca.

La torturada gimió, doblegándose; su rebeldía expiró bajo la orden inflexible.

—Bien, don Gil.

Volvió á temblar; el acento sibilino del brujo se debilitaba, parecía venir de lo arcano; su turbia imagen no se había movido de allí, y su voz, sin embargo, llegaba de muy lejos, del horizonte, del fondo de la tierra. Los labios inmóviles dispusieron:

—A tus hijos no les dejarás. Es mejor que les mates.

Sollozó la mujerona, y no contestó.

—Yo odiaba á Frasquito Miguel—prosiguió don Gil Tomás—y mi odio no se satisface con su muerte: quiero secar también esos tres retoños de aquel árbol maldito. Además, es mejor matar que abandonar, porque los abandonados sufren, mientras los muertos no sólo no sufren si no que descansan. Rita, ¿obedecerás?...

Ella gimoteaba y se removía convulsivamente. Un instante creyó soñar, pensó que se había acostado del lado izquierdo y que con ambas manos se oprimía el corazón. Pero esta sospecha menos duró que un relámpago. No soñaba, no: el hombre pequeñito, inexorable, inquisidor, continuaba allí.

—Si no me obedeces—agregó Tomás—te perderé, te pondré en manos de la justicia, les diré á los jueces que fuiste tú quien asesinó á Frasquito Miguel.

Después de un silencio, la voz remota, más terrible cuanto más remota, preguntó:

—¿Cumplirás mi mandato?

Rita se ahogaba; algo pesado, duro, frío, como una piedra, oprimía su garganta. Cuando pudo hablar:

—Sí, don Gil—murmuró.

—¿Matarás á tus hijos, Rita?

—Sí, don Gil.

—Pronto, ¿verdad?

—Sí, don Gil.

—¿Y les matarás sin que Vicente lo sepa?

—Sí, don Gil...

La imagen del hombre pequeñito desapareció. La mujerona continuó durmiendo; fué como si el cristal de alguna linterna mágica y espantosa se hubiese apagado.

XXIII

Al siguiente día y á la hora señalada, Rita y el Charro acudieron al túnel. Describía éste un semicírculo que oradaba de Norte á Sur el cerro donde Puertopomares fué edificado. Correspondía la entrada meridional á la estación del ferrocarril, al sereno panorama de los vastos bosques de castañares y acebos, cuya esquiva frondosidad alejábase ondulando al compás de las montañas anebladas y pintadas de azul por la distancia; y la boca norteña, abierta á veinticinco ó treinta metros del puente tendido sobre el Malamula, á la parte más abrupta, encrespada y fragosa. Allí el viento encajonado entre altísimas laderas de granito y basalto, recogía fielmente todos los murmullos del río y de los árboles, los exaltaba en las sonoridades de las rocas, y tableteaba amenazador en la oquedad renegrida del túnel. Sus ráfagas violentísimas, cargadas de estridencias lapidarias, producían bajo la bóveda ecoica fragores idénticos á los de un tren en marcha.

Fué allí donde la mujerona y su amante se vieron, y más de una vez, engañados por los ululeos del aire, se apartaron de la vía y se estrecharon contra las paredes, tiznadas de carbón y rezumantes de agua, creyendo que el correo de Salamanca trasponía el puente.

Comenzó Vicente López la conversación exponiendo los planes que, de tiempo atrás, tenía bien madurados y dispuestos. Si ella estaba resuelta á seguirle no debían desaprovechar momento, pues todo el dinero que gastasen en el transcurso de aquellos días ociosos lo necesitarían luego para el viaje: él regresaría inmediatamente á Salamanca, para retirar los fondos que guardaba en un Banco y concluir algunos asuntos pendientes. Rita, con su hijo, iría á buscarle á La Coruña, donde embarcarían los tres para Buenos Aires.

—Cuando yo salga de Salamanca—agregó—te escribiré dos letras, diciéndotelo. Estáte prevenida porque en todo esto podemos emplear, á lo sumo, un par de semanas.

Llamó la atención de Vicente la mansa prontitud con que su amante aceptaba sus órdenes. Pensaba tener que avasallar graves resistencias y sorprendíale que los deseos de la mujerona se orientasen sin lucha tan á su talante y favor. Repentinamente la duda le mordió. Su espíritu de trujamán, educado en las lides y tretas del engaño, receló de aquella obediencia.

—¿Es que aparentas transigir—exclamó—para alejarme de tu lado sin riñas y luego hacer tu gusto?... Pues te juro que no habías de reirte de mí: por primera providencia, te quitaba el niño; después... ¡ya veríamos!...

La había cogido por los brazos rudamente, como para explicarla con la tortura de su carne la dureza y decisión de su voluntad. Rita Paredes entornó los ojos; hervía su sangre; aquellas manos crueles tenían para ella la voz de fuego del recuerdo.

—No pienso engañarte—repuso—; es que te quiero, Vicente; es que no puedo vivir sin ti; soy tu esclava; es que me dirías «ven», y te seguiría aun que tuviera que ir descalza y pisando sobre brasas...

Toda la ciega vehemencia de su temperamento criminal; todo el odio con que asistió al martirio del señor Frasquito y la perversidad de aquellas exclamaciones caritativas con que embrollaba y explicaba los lamentos de la víctima; todo el execrable horror de su alma egoísta y codiciosa, mudábanse en desapoderada locura sexual. Tremaron sus nervios; su carne lasciva, pareció quemarse, agrietarse, cual si dentro de ella hubiese un incendio; y toda su figura, alta, seca, vibrante, con su rostro lívido nimbado por el halo rútilo de sus cabellos, parecía una llama. El escenario daba al bárbaro abrazo de los amantes un misterio infernal: la enorme tiniebla del sitio, tiznado densamente por el humo de las locomotoras; los rieles bruñidos bajo el vaivén de los trenes, alejándose á ras de tierra en la oscuridad; los gemebundeos del viento; el latir de las gotas de agua desprendidas de la bóveda de la cripta, y que resonaban en el silencio como pisadas duendes...

A las siete menos minutos resonó prepotente, al lado opuesto del río, el silbido del correo que llegaba de Salamanca. Como siempre, la máquina avisaba que iba á hundirse en el monte. El convoy cruzó el puente y se lanzó jadeante por la boca del túnel. Retembló el suelo. Abermejáronse los rieles. Crepitaron los cimientos milenarios del antro con la ráfaga—hierro y fuego—del tren, y ante la linterna roja de la locomotora las tinieblas huían y los muros negros, grietosos, empapados en agua, se tiñeron de sangre. Un instante, desde la altura del ténder y en el huracán de las volutas de humo desesperadamente retorcidas, los maquinistas vislumbraron una mujer y un hombre caídos en la suciedad de hollín de una de las cunetas. No pudieron reconocerles. El tren siguió adelante. Un momento después, amparados bajo la oscuridad de la noche, Vicente y Rita, las manos y los trajes horriblemente manchados de carbón, consumado el pecado original salían del túnel como de un paraíso.

Regresó la mujerona á su casa muy tarde; para no llamar la atención de las personas que la conociesen, al separarse de Vicente había ido al río á lavarse las ropas, y en esta faena empleó cerca de una hora. Sonaban las nueve en el reloj de la iglesia cuando terminó. Su hermano, maliciando lo ocurrido, recibióla con cara y voces de vinagre. El y los niños ya habían cenado.

—¿Piensas volver á las andadas?—gritó—¡Pues no estoy dispuesto á consentirlo! Aquí se hace lo que yo mando.

Rita le miró con frío desdén.

—Esta casa—repuso—es de los dos, y en ella mandamos los dos por igual: ni tú más que yo, ni yo más que tú. Con que... ¡haya paz y callemos todos! Guárdate las uñas si no quieres que yo saque las mías...

Dicho esto con dejo reposado y bravucón, sentóse á cenar; y apenas quedó sola, su cólera se deshizo, como licuada, en una recóndita, inefable y sedante emoción amorosa. Comía maquinalmente. Las imágenes de los ardientes momentos recién vividos, producíanse con tal vigor de verdad en su espíritu, que creía pasar de nuevo por ellos. Vicente López se hallaba á su lado, reconocía diáfanamente el timbre de su voz, y con los ojos del alma veía sus gestos. Según las diversas mutaciones de aquel diálogo interior, la mujer sonreía ó su rostro se revestía de gravedad. A veces, afirmaba; á veces, parecía dudar; á intervalos, también, sentía sobre sus labios los besos y en su carne las manos violentas del Charro. ¡Oh! ¡Cómo había querido á aquel hombre, y cómo le quería aún!... Era el sultán, el dueño. Ella, fuerte y rebelde como un macho, é incapaz de conceder á nadie jefatura sobre su albedrío, reconocía el imperio de Vicente. Ante aquella voluntad, la suya claudicaba. Aunque la despreciase, aunque transcurriesen los años sin saber de él, para su enamorado corazón Vicente López siempre sería «el amo». Terminada su colación, la mujerona se acostó, y, de un tirón, como cuando niña, durmió toda la noche.

Este gratísimo contento duró varios días. Sentada detrás del mostrador, dejaba transcurrir las horas mirando distraídamente hacia la calle. Su espíritu no estaba allí. A ratos asociaba un nombre á las figuras que pasaban de largo ante las vidrieras del comercio, ó se detenían á examinar los escaparates.

—Ahí va don Ignacio—pensaba.

O bien:

—Es don Elías, que vuelve del Casino...

Pero estas ideas según se producían se eclipsaban, y la mujerona tornaba á inmergirse en el recuerdo de su amor, como en un baño. A su lado Toribio y Deogracias se afanaban en servir á los compradores que llegaban, registrando debajo del mostrador, subiéndose por una escalera á los entrepaños superiores de la anaquelería ó descolgando, con auxilio de una percha, los objetos suspendidos del techo.

En el ininterrumpido filar de su soliloquio, Rita Paredes fatalmente volvía una vez y otra á la misma obsesión criminal:

«A los hijos de Frasquito Miguel, necesito matarles. Lo que hice con el padre debo hacer con ellos»...

En la negrura de su discurso estas dos ideas se asociaban fuertemente; no era posible separarlas; el primer crimen explicaba el segundo y hasta lo exigía. A las empresas, para que reditúen los debidos beneficios, es necesario llevarlas á su término y rematarlas bien y sin miedo. ¿Habría conseguido algo el arquitecto que, después de construir una casa, empapelarla, solarla y estucarla, no la techase? Nada, porque un hogar sin techo no es hogar. Y, del mismo modo: ella, que asesinó al señor Frasquito para robarle y vivir cómodamente del producto de lo robado, ¿no perdería el valor ó recompensa de su trabajo si aquel dinero iban comiéndoselo poco á poco los hijos del muerto?...

Perseguida por esta decisión, cada vez más resuelta, Rita procuraba ver á los niños lo menos posible. Cuando alguno se agarraba á sus faldas, la mujerona palidecía y miraba á otro lado; la dulzura de aquellos ojos inocentes, tan candorosos, que parecían asustados, era horrible. Rita Paredes recordaba las órdenes verticales de don Gil; el hombre pequeñito razonaba bien: urgía deshacerse de aquellas criaturas que, más adelante, la importunarían. Don Gil aconsejaba: «Los abandonados sufren, los muertos no». ¡Era cierto! ¿Cómo no reconoció ella antes la certidumbre de tales palabras?... A este pensamiento servía de abono y arrimo la amenaza del brujo: «Si no me obedeces—había dicho don Gil—te llevaré á los Tribunales y los jueces sabrán que tú fuiste quien asesinó á Frasquito Miguel». Hallábase, de consiguiente, colocada en el entronque ó bifurcación de dos caminos: uno, el camino de América, de la vida libre, al lado de su hijo mayor y del único hombre que había amado; el otro era la ruta que guiaba á la perdición, al presidio, quizás á la muerte. ¿Cómo dudar entre ambos?...

La mujerona repetía:

—Esos chiquillos son una maldición para mí; ó ellos ó yo; no hay otro remedio...

Discurriendo así sentía que, hora tras hora, las fuentes, nunca muy caudalosas, de su amor maternal iban secándose, y que todo el odio que profesó al señor Frasquito resurgía ahora con fatales verdores hacia sus hijos.

Cumpliendo disposiciones de don Gil Tomás, Rita nada de esto dijo á su cómplice; el hombre pequeñito lo decretó así, tanto porque de los asuntos graves conviene hablar poco, cuanto de miedo á que López, esquivando las derivaciones ó responsabilidades criminales que tal empresa pudiera ocasionarle, desistiese de ella.

Según don Gil manifestó á Rita, la inesperada reaparición de Vicente en Puertopomares obedecía á insinuaciones suyas. Esta labor, realizada únicamente durante las horas de descanso, fué lenta. En Salamanca los asuntos de López marchaban de mal en peor; de año en año los negocios iban escaseando y las transacciones eran más difíciles. ¿Cómo vivir en un país esquilmado por el fisco y la usura, y donde todos son á vender y nadie compra?... Entonces surgió en el Charro la idea de buscar fuera de su patria la fortuna. Con esta alarma interior, tan propicia á toda suerte de mudanzas, derroteros y aventuras, coincidieron las sigilosas instigaciones del hombre pequeñito. Don Gil, implacable, necesitaba destruir el hogar de los hermanos Paredes y con él la raza del señor Frasquito, pues el odio es tan recia pasión que sólo se aplaca satisfaciéndose en los hijos de la persona aborrecida. Para llevar pronto y á buen desenlace este plan, don Gil solicitó y á corto esfuerzo obtuvo la alianza del Charro.

Varias semanas hacía que éste, allá en la posada salmantina donde tenía su albergue, descansaba mal. Visiones deshilvanadas, heteróclitas, que huían de su memoria apenas despertaba y parecían episodios ó fragmentos de algún gran miraje interior, le desazonaban. Aunque rudo de alcances, el chalán comprendía que una grave adivinación ó presentimiento germinaba en los subsuelos de su espíritu. Como esas enfermedades que, antes de perfilarse claramente, se anuncian con erráticos y variables dolores, de igual manera aquel hondo misterio aparecía y desaparecía tras un torbellino de imágenes inconcluídas y vagabundas. Empero, por estos ocultos caminos, la revelación, laboriosamente, iba preparándose.

Una noche Vicente López soñó con su antigua amante Rita Paredes: la halló más fea, más seca, pero el dolor de sus ojos—dolor de olvido—le impresionó favorablemente. Hablaron: ella lloró mucho, le explicó sus penas, sus errores, y él concluyó acusándose de haberla abandonado. Al despertar, Vicente, dominado aún por el recuerdo de su pesadilla, estaba triste. Las noches sucesivas también soñó con Rita, y tan gayamente renacían los episodios de este viejo amor, que sintió, como un remordimiento, el haberlo perdido. ¿Por qué aquella figura, largo tiempo olvidada, resucitaba así? ¿Qué extraño poder la sacó de la sombra?...

Con zozobra, el Charro pensó:

«¿Habrá muerto Rita?...»

Otra noche soñó que quien había fallecido era Frasquito Miguel, y que Rita Paredes le heredó y estaba rica. Apesar de tal cambio, la voz musitadora de las pesadillas aseguraba á Vicente que su antigua manceba no era feliz y se acordaba siempre de él. Estas figuraciones se repitieron y con los ojos del alma, el Charro vió la tienda de los hermanos Paredes, y á Rita detrás del mostrador, en la actitud grave y triste, actitud de arrepentimiento, de la mujer para quien la vida de las aventuras ha pasado. López comprendió que Rita, asomada al mostrador de su tienda, como á una ventana, le esperaba todavía. Entonces sus propósitos de expatriarse cobraron repentinos bríos, y á ellos se asociaba el deseo de conocer á su hijo. Una idea de lucro, una esperanza de negocio, ligábase solapadamente á esta resurrección sentimental; los apuros económicos con que el Charro tropezaba en su oficio, el genio bondadoso de los sueños los solucionaba, con arte mágico, por las noches: Rita Paredes era rica, y todo aquel dinero, cuyo origen á él no debía importunarle, podía ser suyo.

Tanto creció esta obsesión y en tales gasas de lógica y de entrañable afecto se envolvía, que la conciencia de Vicente barajó y llegó á mezclar las imágenes de sus vigilias con las de sus sueños, explicando las unas por las otras, viviendo como si soñase y tomando sus fantasmagorías por realidades, hasta que determinó trasladarse á Puertopomares y hablar con Rita.

Cuando el Charro enfrontó el comercio de los hermanos Paredes y examinó su puerta de cristales y sus dos vidrieras guarnecidas de juguetes y de ropas, no se sorprendió.

«Todo esto—pensó—lo he visto ya»...

Efectivamente, aquel momento de tiempo y de espacio que tenía delante, lo conocía por haberlo soñado muchas veces. De noche, sin duda, su alma recorrió el mismo itinerario: llegó á la Fonda del Toro Blanco, paseó la calle Larga y se detuvo emocionada, cual si acudiese á una cita, ante el bazar de los Paredes. Tampoco le sorprendieron el aspecto de las anaquelerías, repletas de géneros, ni el maniquí que arrancaba al tonto Ramitas gritos de entusiasmo, ni los objetos que, semejantes á estalactitas, pendían del techo envigado, ni la silueta de su antigua barragana, lívida y rígida, detrás del mostrador. Su conversación con ella y todo lo que luego acaeció, pareciéronle también hechos naturales; y así, cuando después de firmemente unidos y concertados regresó á Salamanca, ni un momento dudó de que Rita Paredes dejara de seguirle.

XXIV

Una tarde, de las últimas de Octubre, llegó á Puertopomares la carta donde Vicente López daba orden á su amante de ponerse en camino.

«Me voy á Coruña esta noche—decía—y en el vapor Carolina, que zarpa de allí el sábado próximo, retendré tres pasajes. No malgastemos tiempo. Recoge tu dinero y para no llamar la atención, sin equipaje, como si fueses á dar un paseo, te vas con el niño á la estación y subes al correo que llega ahí á las siete y cuarenta».

Firmaba el Charro sólo con la inicial de su nombre; y debajo añadía previsoramente:

«Rompe este papel.»

La mujerona leyó y releyó la misiva, escrita en caracteres irregulares y grandes, y dócil al consejo de su amante la rasgó en cuatro pedazos; pero al mismo tiempo cambió de parecer, y entreabriéndose el corpiño guardóse los fragmentos en el pecho. Eran las nueve de la mañana cuando esto ocurría. Toribio no pudo sospechar nada; ni siquiera vió al cartero. Los niños estaban en el colegio. Un alegre sol de otoño llenaba la tienda, bruñía el ancho cristal de los escaparates, coloreaba las mejillas del maniquí, rielaba sobre los objetos de metal—tijeras, cortaplumas, sacacorchos, dedales, cucharas, martillos—puestos en ordenadas ringleras sobre los entrepaños de las anaquelerías. Siempre que un comprador empujaba la puerta vibraba un timbre, y su tantán jocundo, nuncio de ganancias, parecía convertirse en luz. Luego, dentro del cajón donde los Paredes iban echando el importe de la venta del día, las monedas se entrechocaban bulliciosamente y su canción parecía una risa.

A mediodía Toribio necesitó ir á la Estación, á retirar unas mercancías. Esta oportunidad la aprovechó Rita para entrar en su dormitorio y coger los billetes de Banco que escondidos tenía detrás del ropero. En seguida volvió á la tienda. La mujerona desarrollaba un plan absurdo y siniestro que su estrechez mental, empero, juzgaba perfectamente urdido: consistía en deshacerse de los tres hijos del señor Frasquito arrojándoles al paso de un tren, y huir luego con Deogracias. La miserable no vacilaba; la impunidad de su primer crimen la impelía á cometer el segundo, y hasta vislumbraba una especie de venganza, de espantoso símbolo, en que, sobre los mismos rieles donde los vástagos del señor Frasquito quedasen destrozados, huyese ella después, como por una ruta de sangre, en busca de «su hombre» y con el hijo único de «su hombre»...

El tempestuoso curso de estas cavilaciones llevó los ojos de Rita hacia el almanaque colocado junto á la puertecilla de la trastienda. Era martes, día de agorerías y maleficios.

—Martes—repitió mentalmente la Roja—; de aquí al sábado, hay tiempo para todo.

Un impulso ciego, una obsesión infernal, la dominaban. A la puesta del sol, Rita, que durante la tarde estuvo quejándose de dolor de cabeza, invitó á los niños á dar un paseo; aceptaron todos con alardes extremados de alborozo, y ella, cariñosa, les peinó y vistió pulcramente; en los undosos cabellos claros de María Luisa prendió un lindo lazo de seda azul, y accedió á que Paquito, el más pequeño de los tres, estrenase unos zapatitos de charol blanco. La infame cuidaba estos detalles de amor maternal que luego podían defenderla eficazmente, si, contra lo que don Gil había asegurado, necesitaba andar en dimes y diretes con la justicia. Deogracias quiso acompañar á sus hermanos; tenía celos de ellos.

—¿Voy contigo, mamá?

—No; tú te quedas al cuidado de la casa; á tu tío puede ocurrírsele salir y la tienda no debe quedarse sola.

En la calle Larga, Rita Paredes, envuelta en su mantón alfombrado, llevando de la mano á María Luisa y precedida de Pepe y de Francisco, atrajo las miradas de varias vecinas. Algunas, por donaire, la interpelaron:

—¿Va usted á poner escuela, señora Rita?

La mujerona reía con naturalidad.

—Salgo porque me conviene andar; desde esta mañana tengo una jaqueca horrible; quizás me alivie con el ejercicio y el aire.

Y añadía, designando á los niños:

—Los pobrecitos nunca salen y aprovecho la ocasión para darles un buen paseo. Ahora vamos á la Estación y, luego, si hay tiempo, llegaremos al río.

—¿Irá usted por el túnel?

—Eso pensaba.

—Tenga usted cuidado con los trenes.

—Ya lo sé; á ciertas horas no hay peligro.

Al pasar por delante de la botica, don Artemio, que había conocido á Rita cuando ésta encendía en el chopo de su casa el farol de los sucios deseos, sonrió bonachón á la mujerona y obsequió á los chiquillos con caramelos, azúcar cande y pastillas de goma. De bonísima gana hubiese tuteado á Rita, mas no lo hizo porque los ojos, rebosantes de precoz travesura, de Pepe, no cesaban de mirarle. Limitóse á exclamar:

—Mucho cambian los tiempos, Rita.

—Mucho, don Artemio.

—¿Quién iba á decírnoslo entonces, ¿verdad?... Usted, convertida en madre de familia y con una tienda; yo, hecho un carcamal. ¡Cómo ha de ser!...

La mujerona siguió adelante, enfrentó la hostería de don Valentín, y por la Glorieta del Parque tomó el camino Alto de la Estación. El sol, próximo á esconderse, iluminaba de soslayo el paisaje: la torre de la iglesia parecía de oro; los cristales de muchas ventanas rutilaban, como diamantes; una ligera bruma ascendía del valle, lleno de rumores vesperales; bajo la umbría de los árboles y entre los repechos pedregosos y oscuros, la tierra húmeda del camino tenía una amarillez de hoja seca.

Rita avanzaba sola; ante ella, alegres como gozques, corrían los niños. La mujerona iba pensando:

«Son mi maldición; son mi cadena; pero dentro de unos momentos esas cadenas quedarán rotas... y seré libre...»

Personas que volvían de la Estación, la saludaban.

—Buenas tardes, señora Rita.

—Buenas tardes...

Eran Teodoro, el camarero del Casino, y Fermín, el tartanero de la Fonda del Toro Blanco. Luego un grupo de muchachas la alcanzó: iban en él las hijas de doña Virtudes, María Jacinta y su prima Flora.

—¿De paseo, eh, señora Rita?

—De paseo, sí... para que los niños respiren un poco de aire.

—¡Muy bien, hasta luego!...

—Hasta después, adiós...

Las mozas marchaban contentas, presurosas, estremecidas por el ambiente friolero de la tarde. Se encaminaban, según costumbre, á la Estación, á ver pasar el tren. Sus siluetas gráciles, envueltas en telas claras, vibraban armoniosamente en la penumbra crepuscular; y Rita, la miserable, la incestuosa, mientras las veía alejarse, pensaba:

«Todas éstas, si hiciese falta, declararían en mi favor.»

A poco, en vez de llegar á la Estación, Rita Paredes se internó entre los árboles y por un ribazo ella y sus hijos descendieron á la vía del ferrocarril, esquiva y profunda en todo aquel paraje como una torrentera. A un lado bermejeaba la casita de ladrillos de la Estación; al otro aparecía el túnel; delante alzábase el cerro coronado por el caserío, bañado en sol, de Puertopomares; detrás, el bosque cerrado, enigmático, como la noche. Los ojos escrutadores de Rita no vieron á nadie; á su alrededor crecían el silencio, el desamparo, la frialdad, todas las incontables melancolías de la tarde muriente; á lo lejos, dispersos entre la niebla, resonaban gritos de gañanes, ladridos de mastines, vibrar de esquilas. Faltarían minutos para las siete. Acababan de encenderse las luces del andén.

La mujerona llamó á sus hijos.

—¿Queréis que atravesemos el túnel y vayamos al río?...

La proposición de penetrar en aquel orificio negro, muerto, que veían al pie de la montaña, intimidó á los niños. Su primer gesto fue de defensa. Pero en seguida cambiaron de opinión y comenzaron á palmotear. El riesgo atrae á la infancia.

—¡Sí, sí; vamos á verlo, vamos á verlo!—exclamaron á coro.

El túnel era una especie de «coco» para los muchachos de Puertopomares; cuando salían al campo todos recibían de sus madres idéntica recomendación: «No entréis en el túnel, no os acerquéis al túnel...» Como si en aquel agujero, por donde únicamente las máquinas se atrevían á pasar, se hospedase la muerte. Por lo mismo, la ilusión vanidosa de describirlo al día siguiente, en el colegio, enardeció á los chiquillos. Al amparo de su madre nada malo les sucedería; desde el momento en que ésta, tan regañona y dispuesta siempre á contrariar sus gustos, les había dicho: «Vamos por el túnel», es que podían ir. Además, no temían á los trenes; temían á la oscuridad, al silencio de la tierra; y ellos sabían que el silencio no mata y que al otro lado de la montaña volvía á haber luz.

Discurriendo así penetraron bajo la bóveda del antro, fuerte, imponente, como la arcada de un viejo templo. Cogidos de las manos Pepe y Francisco iban de vanguardia; María Luisa caminaba agarrada á las faldas de su madre, primero con una manecita, después con las dos. Lo misterioso del lugar, el latir de las gotas de agua, la tiniebla creciente y el ruido de sus pasos bajo la resonante oquedad de la bóveda, impresionaron y deprimieron el optimismo de los niños, que hablaban alto y se esforzaban en reir, para quitarse el miedo. A cada momento se detenían á mirar hacia atrás, y el semicírculo, bañado en claridad, de la entrada del túnel, les confortaba. Poco á poco, según decrecía la luz, la verbosidad de todos iba menguando; en sus labios el pánico helaba las palabras, y cuando callaban el trajín de sus piececitos sobre la arena les parecía más grande y temeroso. Ya, apenas se veían unos á otros. Paquito, el más chico, experimentó una fuerte congoja; sus piernecillas se agarrotaban.

—Mamá... mamá...—balbuceó.

Su madre repuso:

—Adelante, no tengáis miedo, que voy yo aquí.

Paquito demostró resignarse. Después fué Pepe, el mayor, quien sintiendo en su mano temblar y helarse la de su hermanito, pidió auxilio:

—Mamá, tengo miedo...

Replicó ella con aspereza:

—¡Vamos! Tener miedo... ¡Un hombre! ¿No te da vergüenza? Seguid, seguid adelante, que falta poco.

En aquellos momentos la expresión de Rita Paredes, fatal y vengativa como Medea, era espantosa. Horribles visajes, que la oscuridad impedía ver, desfiguraban su rostro huesudo, torcían sus labios, abrasaban en cólera sus ojos fríos. La miserable pensaba en el tren que, de un instante á otro, debía llegar; según sus cálculos estaba ya muy próximo y esperaba oir su silbido como un grito de alianza. Sus instintos sanguinarios comenzaban á desatarse. Había entrado en el túnel resuelta á salir libre de él, y nada torcería su propósito. Si el tren se retrasaba, ella era capaz de coger á los tres niños y, entre sus brazos y contra su corazón, retenerles á la fuerza, hasta que la muerte pasase.

Continuaron todos andando. Algunos metros más allá la galería se curvaba, y de súbito la oscuridad fué completa. María Luisa rompió á llorar.

—¡Tengo miedo, mamá!... ¡Mamaíta!... ¡Madrecita de mi alma!... ¡Tengo mucho miedo!...

Había en la voz implorante de la niña como un presentimiento de lo que iba á ocurrir. Rita sintió que Pepe y Francisco, á quienes apenas veía, se agarraban empavorecidos á sus rodillas. Entonces la mujerona consideró que aquel paraje fuese quizás el mejor para realizar su intento, y poniendose en cuclillas, de espaldas contra el muro, recogió entre sus brazos á los tres niños. Ante ella, á menos de un metro, los rieles griseaban vagamente. Los muchachos temblaban de frío, de miedo, bajo el enigma de la enorme tiniebla. Apenas podían hablar. Al cabo, Pepe preguntó:

—¿A qué esperamos aquí, mamá?

—A que pase el tren.

—¿Por qué no seguimos? ¿No es mejor seguir?...

—No; porque más adelante el camino se estrecha mucho.

Transcurridos unos instantes habló Paquito:

—Mamá... mamá...

—¿Qué?

—¿Tardará mucho el tren?

—No; tardará poco...

Rita, sin querer, apretaba los dientes.

María Luisa, aliviada en su cuita al sentir sobre las mejillas el calor del pecho materno, había interrumpido su llanto. Los tres hermanos, consolados repentinamente, parecían tranquilos. Francisco volvió á interrogar:

—Mamá... ¿tardará mucho el tren?...

—No, vendrá pronto.

—Bueno...

Aturdida por la oscuridad, María Luisa había perdido la noción del tiempo.

—Cuando salgamos de aquí—dijo—ya será de noche.

Volvieron á callar, penetrados, entumecidos, por la tiniebla húmeda del antro. De pronto, lejos, resonó un silbido agudísimo, y el fragor creciente de algo pesado y tremendo pobló la bóveda de medrosos rumores. Era el correo de Salamanca. Rita, siempre en cuclillas, levantaba la cabeza, los ojos fijos, desorbitados. El tren trasponía el puente con jadeos espantosos. Volvió á silbar; iba á meterse en el túnel. Los niños temblaban, se encogían, mudos de pavor. Unicamente José pudo gritar:

—¡Mamá!... ¡Madrecita!...

Sus brazos buscaban el cuello de la mujerona. Esta, fuera de sí, los labios espumeantes, le mordió en la cara con tal furia, que el muchacho, de miedo y de dolor, perdió los sentidos. En el fondo fuliginoso apareció la roja luz de la locomotora; sobre la inmensidad negra el convoy, negro también, no se distinguía aún. Hubo un tableteo horrísono, una agitación de caos, una especie de epilepsia telúrica: temblaba el suelo, trepidaban, con ensordecedores gemebundeos, los muros; pareció resquebrajarse y saltar en añicos la montaña.

La infanticida entonces, epiléptica y terrible, comenzó á gritar:

—¡Socorro!... ¡¡Socorro!!...

Y empuñando á sus hijos, á los tres, simultáneamente, revueltos unos con otros, les precipitó sobre la vía.

Pasaba el tren, y los cuerpecillos cayeron bajo el espanto de las ruedas. De rodillas, los brazos en alto, en previsión de que algún viajero pudiese reconocerla, la mujerona continuaba pidiendo:

—¡Socorro!... ¡¡Socorro!!...

Luego, sin mantón, los cabellos despeinados, tiznadas las manos, Rita Paredes escapaba del túnel, por el lado del río. Momentos después, su figura seca, alta, desgarbada, recorría la calle Larga. Los vecinos la miraban atónitos. Rita tenía la expresión idiota; sus brazos gesticulaban sin concierto; erraban sus miradas; parecía loca...

Varios transeúntes la detuvieron:

—¿Qué la sucede á usted? ¿Por qué va usted así?...

Ella había vuelto á encontrar aquel gesto, aquel admirable gesto de estupidez y de dolor, con que una mañana estuvo contemplando el cadáver del señor Frasquito.

—Los he perdido—sollozaba—los he perdido...

—¿A quién ha perdido usted, Rita?...

—A mis hijos...

Y seguía adelante, hacia su casa. Sus labios, sin color, repetían automáticamente:

—He perdido á mis hijos... he perdido á mis hijos...

A su alrededor el número de curiosos aumentaba. Todos, ávidos de saber y compasivos, se estrechaban contra ella. El ruido de tantas pisadas llenó la calle, y la noticia de que acababa de ocurrir una desgracia penetró en los hogares. En las ventanas y las puertas asomaron rostros interrogantes. Don Artemio y don Juan Manuel, que salían del Casino, se acercaron á la mujerona.

—¿Qué dice usted, Rita? ¿Se ha vuelto usted loca? ¿Ha perdido usted á sus hijos?... ¡No es posible!...

—Sí; á los tres.

—¿Cómo?... ¿Ahora?

—Sí... ahora...

—¿Dónde?

—Abajo... allí...

Con un gesto, señalaba hacia la tierra.

—Los he perdido abajo, en el túnel; abajo... los ha matado el tren.

XXV

En los tres días consecutivos á la catástrofe del túnel, el bazar «Paredes, Hermanos», permaneció cerrado. Toribio, que ignoraba la horrible verdad de lo acaecido, estaba furioso, aunque secretamente se felicitase de haberse aligerado así, tan de cuajo, de los gastos anejos á la crianza y educación de tres niños pequeños. Molestaban, sin embargo, á su egoísmo, las visitas al Juzgado, adonde fué varias veces á declarar; los gastos del entierro, al que asistieron en conmovedora manifestación de duelo y simpatía todos los parvulillos de Puertopomares; la expectación de que era objeto y la avidez con que la pública curiosidad le pedía nuevos detalles del truculento lance; y, finalmente, el dinero que le obligaba á perder la inexorable obstinación de Rita en no abrir la tienda.

Considerando esto, el antiguo buhonero prorrumpía en maldiciones terribles y descargaba sobre las mesas del Toro Blanco puñetazos furibundos.

—Esa mujer—aludía á su hermana—tiene menos discernimiento que un asno; ¿cómo si no hubiese cometido la animalada de meterse en el túnel con los niños justamente minutos antes de pasar el tren?... ¿No merece, por imbécil, que la tundan á palos?...

Aun reconociendo la justicia de los lamentos y razones de Toribio, la opinión general compadecía á la madre. El inaudito dolor que pesaba sobre ella, determinó en su favor una cristiana y unánime corriente de cariño. Cuantas personas la vieron la tarde del suceso, describían emocionadas el amor y el esmero con que llevaba á sus hijos de paseo. Repetían sus palabras:

«Los pobrecitos—había dicho Rita—no salen nunca y necesitan tomar un poco de aire».

La curiosidad y fisgona destreza de las vecinas, supo percatarse hasta de los menores detalles. Recordaban, verbigracia, que Paquito iba con zapatitos flamantes de charol blanco, y que María Luisa llevaba en los cabellos una cinta azul. Tampoco olvidaron que Rita se quejaba de dolor de cabeza. Don Artemio Morón, con la vanidad del hombre que vivió unos segundos cerca de la tragedia de que se habla, no cesaba de repetir á cuantas personas llegaban á la botica:

—Por aquí pasaron los cuatro; yo, casualmente, acababa de asomarme á la puerta y estuve charlando con Rita. A los muchachos les llené los bolsillos de golosinas; iban contentísimos.

La Roja, entre tanto, permanecía recluída en su casa; ni siquiera salía de su habitación. No hablaba. Apenas probaba alimento. Sus ojos pequeños y azules, de un azul gris, tenían una fijeza imbécil. El rostro anguloso, descolorido, cobarde, expresaba la angustia de la bestia que se siente morir.

Al día siguiente del crimen la mujerona pensaba fugarse á Salamanca, para desde allí ir á reunirse con Vicente en La Coruña: pero no bien el asesinato se consumó, experimentó una dispersión total de ideas, un desastre y absoluto aniquilamiento de propósitos. Como por arte de brujería, toda su desorbitada y caliente vida interior desapareció. Acaso el esfuerzo que hizo para arrojar á sus hijos bajo las ruedas del tren, agotó las energías feroces de su voluntad; acaso las almas de los niños sacrificados y la de su padre, el señor Frasquito, sugestionaban á la criminal y la producían aquel invencible desfallecimiento; quizás también el espíritu del hombre pequeñito, satisfecha su venganza, había renunciado á seguir protegiendo á su cómplice.

Ello fué que, de repente, la mujerona hallóse desposeída del propio dominio y como desterrada de sí misma. Oía menos, veía menos y sus manos perdieron la noción justa de los objetos y de las distancias. Una temerosa quietud, un hondísimo silencio de tumba, parecía desprenderse de su alma y cubrirla bajo un nimbo aciago. Quería moverse y cual si entre el espíritu y el cuerpo toda comunicación se hubiese interrumpido, los músculos manteníanse ociosos. Sabía que Vicente López la esperaba, y no podía correr á buscarle: una fuerza suprema, un obstáculo invencible, atravesado delante de ella como un muro, la detenía. En tan rigurosa soledad, el tiempo adquiría proporciones absurdas: una hora equivalía á un mes, y de este modo, en las nieblas idiotas de su razón, Rita pensaba que, desde que salió del túnel, habían transcurrido muchos años. A intervalos, la miserable experimentaba una sensación de vacío; la emoción de que alguien acababa de marcharse de su lado de puntillas. Entonces pensaba:

«¿Por qué don Gil no vendrá á verme?...»

La idea, por momentos más firme, de que el hombre pequeñito había desertado, acrecentaba sus zozobras, y llegó á sentir el miedo, un miedo que era hielo, del criminal que huyese, cubierto de sangre, por un camino.

El jueves de aquella misma semana recibió una carta del Charro, fechada en La Coruña, y al día siguiente, otra, concisa, imperativa, apremiante como un telegrama. Decía:

«Ya no podemos embarcar en el Carolina, que sale de aquí mañana. ¿Qué sucede? ¿Por qué no vienes? ¿Te has arrepentido? ¿Es que ya no me quieres?...»

Estas misivas sorprendieron un poco á Rita. Con asombro y pena se cercioró de que el nombre de Vicente López no suscitaba en ella ninguna emoción simpática. No recomponía bien la significación de aquel hombre en su vida; ni siquiera estaba cierta de haberle amado. ¡Vicente López... el padre de Deogracias!... ¿Y qué?... Además, ¡aquel pasado se hallaba tan lejos!... Como por un cristal la luz, así la imagen del Charro cruzó por su alma sin detenerse. ¡Vicente!... ¿Para qué molestarse en unir su porvenir al suyo, si comprendía que siempre, mientras viviese, estaría triste? Y no porque se arrepintiese de lo hecho; es que no deseaba nada, es que todo, de pronto, la parecía igual.

—¡Vicente!—murmuraba Rita buscando en las vaguedades de su desorganizada memoria—; ¡Vicente!... ¡Es raro!... ¿Por qué estoy así? ¡No me acuerdo bien de él!

Otra razón, de índole muy distinta, agravaba su marasmo: era la seguridad de que su vitando crimen no quedaría impune, de que se hallaba perdida irremisiblemente, porque la justicia, de un momento á otro, iba á saberlo todo. Invadíala entonces una laxitud sobrehumana, un deseo miserable de entregarse, de caer de rodillas. Tal vez, confesándose, echaría fuera de sí aquella inquietud.

Pensaba:

«¡Hablar!... ¡Eso quizás fuese lo mejor!...»

En estas incertidumbres perdió dos semanas. Vicente López había dejado de escribir. El comercio «Paredes, Hermanos» volvió á abrirse, y Toribio, detrás del mostrador, recobró su vida.

Un día, casi de madrugada, varios tenderos de la calle Larga vieron pasar á Rita, en dirección á Correos, con una carta en la mano. Iba descalza y á medio vestir; con una colcha se abrigaba los hombros; sus cabellos bermejos y revueltos la cubrían los ojos; unos ojos estáticos, inexpresivos, de sonámbula. Algunos la llamaron:

—¡Señora Rita!... ¡Señora Rita!...

Pero ella caminaba impasible, la mirada en alto, como si la calle estuviese vacía. Cuando llegó á la Casa-Correos, sin vacilar, echó la carta al buzón. En aquel instante, una vecina que corría tras ella la tocó en el hombro:

—Señora Rita...

La mujerona volvió la cabeza, pareció examinar á quien le hablaba y no contestó. Tenía la actitud de un demente. Su interlocutora, un poco asustada, repitió:

—Señora Rita...

Otros transeuntes se habían acercado. Los ojos de la mujerona empezaban á parpadear y adquirían expresión. Al cabo, tras algunas degluciones penosas, pudo responder:

—¿Qué?...

Su voz sonaba raramente. La preguntaron:

—¿Está usted dormida?

—¿Dormida?—repitió.

—Sí; está usted dormida. ¿Por qué ha salido usted á la calle en ese traje?

—¿Yo?... ¿En la calle?... ¿Qué calle?...

El número de curiosos aumentaba. Rita Paredes entreabrió la colcha con que se envolvía. Bruscos estremecimientos de asombro, de susto, pasaban intermitentes y rápidos, como ráfagas nerviosas, por su rostro.

—Rita—la decían—, Rita...

—¿Qué?... ¿Quién me llama?...

De pronto sus miradas tuvieron fijeza y expresión; renació la conciencia. Vióse medio desnuda y en la calle, y su terror fué inmenso, como el de una bruja sorprendida por el sol antes de volver del aquelarre. Empezó á tiritar.

—¿Cómo me hallo aquí?... ¿Cómo he venido hasta aquí?...

Estaba repugnante, sabática, con su pelambrera rojiza, mezquina y salpicada de cabellos blancos; sus ojuelos de lobo, amustiados por el miedo entre la miseria de los párpados sin pestañas; la piel seca, rugosa, vieja, sobre la dureza saliente de los pómulos; el semblante espectral, amarillo como el releje de sus dientes. Un transeunte caritativo la puso su bufanda alrededor del cuello, y unas vecinas, no teniendo á mano nada mejor, la cubrieron las piernas con una cortina. Temblaba de frío en medio del grupo, compasivo y fisgón; Rita Paredes, enjuta, gigantesca y vestida de manera tan desusada, parecía un espantapájaros. Todos murmuraban:

—Ha perdido la razón. Está loca. ¡Pobre mujer!...

La noticia corría de puerta en puerta, y su virtud expansiva era tal, que cuando llegaba á la Puerta del Acoso ya se sabía también en la Glorieta del Parque. El boticario y don Valentín, en cuanto tuvieron de ella conocimiento, salieron á buscar detalles. Un muchacho había ido á despertar á Toribio. Rita, entretanto, permanecía de pie, apoyada contra la pared de la Casa-Correos.

—¿Por qué estoy aquí?—balbuceaba—¿Qué vine á hacer aquí?...

Fruncía las cejas y, á ratos, con sus dedos esqueléticos, de uñas agudas, se palpaba la frente, como buscando en ella un recuerdo.

—¿Qué vine á hacer aquí?...

Sin embargo, no quería marcharse; esperaba algo.

La mujer que primero la vió, dijo:

—Usted, hace un momento, salió de su casa para echar una carta al buzón.

Rita, murmuró:

—¿Una carta?

—Sí, señora. La llevaba usted en la mano y la depositó usted ahí.

Señaló con un gesto al buzón; Rita siguió aquel movimiento; después se miró los dedos. Su interlocutora explicó á los circunstantes:

—¡Pobre mujer! Está buscando la carta. No sabe lo que hizo de ella...

En seguida, dirigiéndose á Rita:

—La carta la puso usted ahí. ¿Comprende? Ahí...

La mujerona volvió á mirar al buzón, que era la máscara, en mármol, de un león con la boca abierta. Aquella imagen mordía en su memoria y la despabilaba. Lentamente sus ideas iban aclarándose, y este amanecer interior hacía filar por su rostro una sucesión interminable de penumbras, muecas y rapidísimos temblores. Sentíase perdida, arrastrada, hacia un abismo.

—¿A quién escribió usted?—la preguntaron.

—No sé.

—¿Cómo? ¿Ha olvidado usted el nombre de la persona á quien ha escrito?

Rita movía la cabeza afirmativamente. La expresión de sus ojuelos era mortecina, idiota; en ellos, no obstante, fulguraba el esfuerzo, el torturador trajín, de la evocación. La imagen de Vicente López cruzó su memoria. Vaciló unos segundos y luego:

—No... no es á él—balbuceó—á quien he escrito...

Después:

—Ya me acuerdo... es verdad... ya me acuerdo...

Muchas caras se adelantaron hacia ella, curiosas.

—¿Sabe usted para quién era la carta?

—Sí.

—¿Se acuerda usted de la persona?

—Sí; he escrito al juez.

Estas palabras sibilinas, que parecían envolver un enigma, produjeron en el auditorio acre emoción.

—¿Ha escrito usted al juez?

—Sí.

—¿A don Niceto?

—Sí...

—¿Y para qué ha escrito usted al juez, Rita?...

—Para... para decirle... para decirle...

No concluyó. Acababa de recobrar la razón y al comprenderse perdida, lanzó un grito, un horrísono grito, y cayó de bruces contra el suelo. Su cabeza lívida, al rebotar contra las piedras, se magulló y cubrió de sangre.

XXVI

Semejante á un temblor de tierra, aquella noche rodó por las tertulias del Casino, del Toro Blanco y del Café de la Coja, la noticia de que don Niceto, acompañado de su secretario y de dos números de la Guardia civil, había procedido á la detención de los hermanos Paredes y que éstos hallábanse presos é incomunicados en los sótanos de la cárcel.

Suceso tan inverosímil puso en nerviosa conmoción al vecindario. Muchos curiosos fueron á la tienda de los supuestos detenidos, en busca de informes, pero la encontraron cerrada, y esta clausura acrecentó la general espectación. Todos acudieron entonces á la fonda, y don Valentín se halló acosado y vencido á preguntas. Don Juan Manuel Rubio, don Elías, don Artemio, don Ignacio y otras personas, le cercaron.

—¿Qué sabe usted?... ¿Y Niceto?... ¿Dónde está Niceto?...

Desgraciadamente ni don Valentín ni sus hijas podían contestar á nada, porque nada sabían. Desde la víspera, don Valentín no veía á su hermano. Asimismo, cual si les hubiera tragado la tierra, el secretario del Ayuntamiento y los dos guardias que dieron escolta al juez habían desaparecido. Según en los períodos febriles la sangre se precipita con mayor ímpetu por las arterias, de igual modo, en las crisis colectivas las muchedumbres adquieren un dinamismo violento y morboso. Por las callejas de Puertopomares, impelidos por la calentura de la curiosidad, agitados, insomnes, alegres, los vecinos corrían á caza de detalles.

Como don Niceto no había ido á cenar á su casa ni estaba en el Juzgado, ni era fácil, de consiguiente, dar con él, Rubio, Fernández Parreño, don Artemio y el veterinario, resueltos á salir de dudas, se personaron en la cárcel.

Esta, que fué construída aprovechando los restos de un torreón centenario, era una casuca alta, estrecha y de paredes circulares. Las gloriosas saeteras fueron rasgadas y convertidas en ventanas guarnecidas de espesos hierros. La puerta, que acaso en otros tiempos lo fué de algún patio de armas, mostrábase en un plano inferior al de la calle y como aplastada bajo la pesantez de un arco granítico.

Respondiendo á los clamorosos aldabonazos que en ella dieron el médico y sus acompañantes, un ventanuco, defendido también por densos hierros, se abrió misterioso. Desde el interior oscuro una voz preguntó:

—¿Quién va?...

En ella don Elías adivinó á Luis, el carcelero.

—Yo soy, Luis, abre.

El interpelado, á su vez, reconoció al médico; su acento tornóse más humilde; era el acento del hombre que desea servir; pero en aquella misma melosidad presintió Fernández Parreño una negativa.

—Dispense usted, don Elías; no puedo complacerle. He recibido orden de no abrir á nadie.

Fernández Parreño, usando de esa llaneza con que en los pueblos, donde todos se conocen, se tratan los asuntos más reservados, replicó:

—Abre, hombre; esa orden, por severa que sea, no reza conmigo, ni alcanza á las personas que me acompañan.

Luis se excusó:

—Imposible, don Elías: la orden que me han dado es terminante.

Don Juan Manuel quiso utilizar su influencia de diputado.

—¡Déjate de bobadas, Luis! Si don Niceto te reprendiese por haberle desobedecido, le dices que me lo cuente á mí. ¡Abre!...

Su acento era decisivo, conminatorio. Pero la voz dócil no cedía:

—Lo siento, don Juan Manuel; perdóneme usted. Tengo orden absoluta de no recibir á nadie.

—Pero, al menos—interrumpió don Artemio—podrás responder á una pregunta.

—Según...

—Necesitamos saber si es cierto que los hermanos Paredes están aquí.

Luis no contestó. Vacilaba.

—¿También te han prohibido decir lo que ya se murmura en todo el pueblo?—agregó el boticario exaltándose.

La voz, replicó:

—Sí, señor; pero no pretendan ustedes saber más: los hermanos Paredes están aquí desde esta tarde.

Tras estas palabras, dichas con una dulcedumbre que no excluía cierta sequedad, se cerró el ventanillo, y del viejo portalón carcelario pareció desprenderse, semejante á un aroma, un hondo silencio.

Derrotados los indiscretos visitantes regresaron al Casino. Eran las once. Para distraerse organizaron una partida de tresillo. Después llegó Romualdo Pérez que se sentó aparte. El gerente de La Honradez se había casado hacía dos meses con Micaela, y estaba en vísperas de ser padre. Don Elías le preguntó por su mujer, á quien el embarazo mortificaba.

—La pobre sigue mal—repuso Romualdo—; los vómitos no la dejan. Creo que debía usted ir á darla un vistazo.

El boticario invitó á Romualdo á jugar al dominó. Pérez aceptó. Durante largo tiempo alimentó una sorda cólera contra don Artemio, por ser éste quien descubrió y divulgó el secreto de sus relaciones con Micaela; pero luego el matrimonio había esclarecido aquellas nubes, y el viejo rencor quedó olvidado.

A hora muy avanzada de la noche, Teodoro, el camarero, acercóse corriendo á don Juan Manuel y á don Elías para decirles que don Niceto subía las escaleras del Casino. El juez entró en el salón. Su figurilla esmirriada y mal vestida, su rostro ojeroso y sin afeitar, su pescuezo flaco asomando por un cuello poco limpio y demasiado ancho, expresaban fatiga. Al verle, todos se levantaron, y saliéndole al encuentro le agasajaron con palabras afectuosas y cordiales golpecitos en la espalda. Don Juan Manuel le echó un brazo por el hombro, y le ofreció un lugar á su lado, en el diván. Don Niceto, poseído de su importancia y satisfecho de aquellas demostraciones de simpatía, entornaba los ojos.

—El día de hoy—declaró—no lo olvidaré nunca: ha sido la jornada más terrible, más llena de emociones, de mi carrera.

Ante las preguntas vehementísimas de sus amigos, adoptó una actitud reservada: no podía hablar, no debía hablar; el asunto que iba á ventilarse revestía caracteres de gravedad y trascendencia excepcionales.

—Se trata—añadió—de un antiguo error judicial. Yo, lo confieso, fuí entonces el primer engañado. Nos aguardan sorpresas inauditas, sorpresas terribles, sorpresas de folletín. ¡Ya lo verán ustedes!... De no reducirse todo á la declaración sin sentido de una loca, en el proceso que va á incoarse danzarán varias personas: usted el primero, don Ignacio; y usted también, don Elías...

Con estas palabras, casi amenazadoras, exacerbóse de manera tal la curiosidad de unos y otros, y tan desaforada avalancha de preguntas cayó sobre la exigua y alimonada cabeza de Olmedilla, que éste accedió á descorrer un poquito el velo del misterio.

Aquel medio día, hallándose almorzando, recibió don Niceto una carta suscrita por Rita Paredes, donde ésta manifestaba que, espontáneamente y para aligerar su alma de remordimientos, declarábase responsable única de la muerte de sus tres hijos, y coautores, ella y su hermano, de la de Frasquito Miguel; añadiendo que el móvil de este crimen fué el robo, y que la maza con que asesinaron al señor Frasquito había sido enterrada en el patio de la llamada «casa del chopo».

—Se conoce—prosiguió el juez—que Rita escribió su carta en un rapto de fiebre ó de sonambulismo, y luego, sin darse cuenta, fue á echarla á Correos, donde esta mañana temprano, según he oído decir, varios vecinos la encontraron alelada y casi encueros. Tan pronto recibí esa carta que, por sus terribles acusaciones, más que obra de un vivo parece dictada por el espíritu vengativo de un muerto, me personé, acompañado de mi secretario y de dos números de la Guardia civil, en casa de los Paredes, y á quemarropa, para estimar mejor el efecto de mis palabras, les notifiqué su detención. La impresión que en uno y otro hermano causó la noticia, corroboró plenamente la sospecha que la misiva reveladora, apenas la leí, me produjo. Evidentemente me hallaba sobre la pista de un crimen. Al recibir mi orden, Rita, que en aquel momento salía de la trastienda, no mudó de color; parecía aguardarme y bajó los párpados resignadamente. Toribio, en cambio, se quedó lívido, con una lividez tal, que desvaneció en la blancura del rostro la línea de los labios. Esto, tratándose de un trujamán tan valentón y experimentado como él, significa mucho. ¡Si le hubiesen ustedes visto!... Se le afiló la nariz, se le hundieron los ojos; hízose penosa su respiración; no podía echar el habla del cuerpo. Adelantándome á la posibilidad de que, transcurrido el primer momento de pánico, sus nervios tuviesen una reacción furiosa, mandé que le atasen las manos. No opuso resistencia, y su mansedumbre constituye, á mi juicio, un nuevo indicio de culpabilidad. Mientras le amarraban, murmuró:

«¿Por qué me prenden? Yo no he hecho daño á nadie».

Le atajé:

«Si es usted ó no responsable de algo malo, lo sabremos más tarde. Yo, por el momento, cumplo un deber deteniéndole á usted.»

Rita se limitó á decir:

«¿Y mi hijo?... ¿Qué será de él?...»

Como comprenderán ustedes, su pregunta es muy elocuente, pues descubre la seguridad que Rita Paredes tiene de no ver á su hijo nunca más. Esa interrogación envuelve un adiós, una despedida.

Yo la contesté:

«No la inquiete la suerte del niño. Yo me encargo de él. Deogracias permanecerá en mi casa todo el tiempo preciso.»

Enternecida me alargó una mano, que, como es natural, rehusé. Entonces murmuró:

«Gracias, don Niceto; muchas gracias. Ya no tengo miedo.»

Olmedilla apuró su café, que se había quedado frío. Después, engreído, apersonado, enigmático, se puso de pie; era el protagonista, el dueño, casi omnímodo, del drama policíaco que iba á desarrollarse. Con la importancia que tan extraordinaria situación le confería, su alfeñicada figurilla parecía más noble y más alta.

Don Juan Manuel intentó dirigirle una nueva pregunta, pero antes de que la primera palabra subiese á sus labios, don Niceto le atajó con un ademán. Había recobrado su aspecto impenetrable, severo, casi hostil, de hombre en quien la sociedad resignó la administración de los castigos.

—No pretendan ustedes saber más—dijo—; sería inútil. Todas las habitaciones del domicilio de los Paredes han quedado cerradas y selladas. Mañana tomaré minuciosa declaración á los detenidos y seguidamente comenzaré á instruir las diligencias preliminares. Luego... ¡ya veremos qué resulta!...

Dicho esto saludó y se fué, orondo, inquieto y ufano á la vez, como un autor en vísperas de un gran estreno.

Don Elías, don Juan Manuel, don Artemio y don Ignacio, prolongaron su tertulia hasta muy tarde. En resumen, hallábanse tan descaminados y á oscuras como antes. La inverosímil confesión de la mujerona no echaba sobre el misterio luz ninguna. ¿Cómo Rita, que, mal ó bien, á través de sus años de miseria siempre cuidó de sus hijos, hubiera querido, precisamente cuando sus negocios marchaban mejor, desembarazarse de ellos? Lo que no hizo de moza perdida, ¿iba á hacerlo en los umbrales de una vejez laboriosa y honesta? Y, sobre todo, ¿dónde estaba la causa razonada, el motivo lógico, de tan abominable crimen?... En cuanto á que el señor Frasquito muriese de un mazazo en la cabeza, ¿quién admitiría semejante patraña? ¿No se comprobó entonces que el pañero falleció de la coz que le dió una mula? Don Elías, don Ignacio Martínez y los dos médicos titulares que reconocieron el cadáver, ¿no vieron en éste dibujada claramente la herradura del animal?...

Discutidos estos extremos, convinieron todos en que la carta de Rita Paredes era, sencillamente, la obra de una perturbada, y de consiguiente que don Niceto, poniendo bajo hierros á los hermanos Paredes sin más razones ni otros indicios que los apuntados, había procedido con notoria y punible ligereza.

Rozados en su vanidad profesional, Fernández Parreño y don Ignacio Martínez afirmaban que el dictamen por ellos suscrito respecto al accidente que privó de vida al señor Frasquito, era rigurosamente cierto. De lo que examinaron y juzgaron por sus propios ojos, no podían dudar. Don Ignacio recordaba la forma, dimensiones y aspecto de la herida, como si acabase de verla. A don Elías sucedíale lo mismo. Para mayor demostración, ambos estaban seguros de que en la señal que sobre la frente de la víctima dejó la herradura, faltaba la huella de un clavo.

—Aquel, precisamente—añadió Martínez—que faltaba en la pata derecha del animal.

Las razones aportadas por el veterinario y el médico, resplandecían incontrovertibles; don Juan Manuel y don Artemio lo reconocieron y demostraban su asentimiento con leales movimientos de cabeza y de párpados.

—Pues si la historia del asesinato de Frasquito Miguel es mentira—exclamó don Elías—, ¿por qué no sería mentira también el asesinato de los niños en el túnel?... Yo pienso, señores, que nuestro amigo don Niceto se ha puesto en ridículo. El prurito de figurar, el deseo de que los diarios de Salamanca hablen de él, le llevan demasiado lejos. Rita Paredes es una loca; una pobre loca cuya manía consiste en creerse criminal, como otras se dicen reinas ó actrices ó millonarias. Y, si no... ¡al tiempo!...

—Estamos de acuerdo—interrumpió Martínez—; don Niceto quiere lucirse y se precipita: «aun no ensillamos y ya cabalgamos». De ahí nace su ofuscación.

Este criterio mantenido por los prohombres del Casino fué, durante la mañana del día siguiente, el de todo el vecindario, y tantos detalles aportaban unos y otros en favor de los Paredes, que hasta el mismo don Valentín, que asistía á las discusiones de sus clientes, llegó á temer que Niceto, mareado por repentinas ansias de notoriedad, hubiese cometido una gravísima equivocación.

Así la sorpresa de todos fué mayor cuando, á la sobretarde, corrió la noticia de que Rita Paredes había ratificado y ampliado ante el juez las declaraciones de su carta, añadiendo pormenores que no daban lugar á vacilación ninguna; y, finalmente, que el Juzgado se presentó en la «casa del chopo», habitada á la sazón por unos trajinantes riojanos, y que en el patio, y en el lugar mismo señalado por Rita, había aparecido una maza, como de tres palmos de longitud, cuya parte más voluminosa conservaba la señal evidente de un herradura.

El vecindario tornó á estremecerse; el alma sencilla y violenta de las muchedumbres, se enardecía, vibraba de emoción, temblaba de cólera. Cada sexo dirigía su odio contra uno de los asesinos: los hombres aborrecían á Toribio; las mujeres á Rita. Ahora todos se explicaban el rápido encumbramiento de los dos hermanos: su bazar de la calle Larga, era fruto de un crimen; las telas, los juguetes, que allí vendían, destilaban sangre. Evidentemente Toribio era un miserable, digno de la horca; pero Rita le aventajaba en perfidia. ¡Matar así, en su propio lecho y á mansalva, al hombre con quien había vivido tantos años, y asesinar luego á los hijos de sus entrañas tirándoles, en racimo, bajo las ruedas de un tren!... ¿Es posible que haya madres capaces de dar lecciones de ferocidad á las hienas?...

Poseída de belicosa excitación, la gente preguntaba:

—¿Y Toribio? ¿Qué dice Toribio?... ¿Ha confesado algo?...

Estas interrogaciones iban y venían desde el Casino á la Fonda del Toro Blanco, y desde allí al Café de la Coja. En la botica, en el taller de don Ignacio, en la Estación, nadie hablaba de otro asunto. Delante de los comercios de la calle Larga, no bien se reunían tres personas, la obsesionadora y terrible actualidad renacía. Según las últimas referencias, el buhonero no había declarado nada; á las palabras de don Niceto opuso un inquebrantable silencio; pero, según decían, terminado el interrogatorio hubieron de esposarle porque, en un acceso de furiosa locura, intentó degollarse con un cristal.

Estas noticias, más que sabidas, adivinadas, venteadas por el instinto de la multitud, exasperaban la atención general. A prima noche, los comentarios que revolaban de corrillo en tertulia desde los paradores y tabernas de la Glorieta del Parque á las casucas de la Puerta del Acoso, arreciaron al extremo de revestir formas hostiles. Una veintena de mujeres y hombres se habían congregado delante de Correos y miraban hacia el bazar de los Paredes. Aquel grupo exaltado rumiaba una venganza.

De pronto, una voz turbia y gangosa, la voz del tonto Ramitas, gritó:

—¡Vamos á quemar la casa!...

Instantáneamente todos se aprestaron á cumplir aquella iniciativa. De un zaguán sacaron un jergón, que varias mujeres rociaron de petróleo. Segundos después aquel montón de paja ardía, y sus llamas, disciplinadas por el viento, iluminaron trágicamente la calle oscura. Lampazos infernales de oro y púrpura corrieron por las fachadas de los edificios. La multitud gesticulaba, rugía, satisfecha de su obra. El escándalo se convertía en motín. Las puertas de la tienda empezaron á arder. Entonces varios empleados de Correos acudieron resueltos á conjurar el daño. Entre ellos y los incendiarios hubo una corta y sañuda rebatiña, insultos, golpes; al cabo, la oportuna intervención de dos guardias, que llegaban sable en mano, dispersó á los revoltosos. El fuego quedó extinguido. Luego los alborotadores, siguiendo rumbos diferentes, tornaron á reunirse delante de la cárcel, contra cuyas ventanas arrojaron muchas piedras. Las mujeres prorrumpían en gritos ensordecedores de amenaza. La indignación popular no cedía, y en tan críticos momentos los muros de la prisión fueron para los dos acusados, más que castigo, garantía y defensa. Finalmente, el cansancio de todos, antes que las frases sincretistas de don Isidro, el alcalde, devolvió al vecindario su sosiego. Hasta los menos razonables se apaciguaron. Renació el silencio. Aquella noche, en la muda tiniebla de la calle Larga, el frontis del comercio «Paredes, Hermanos», horriblemente chamuscado por el incendio, tenía una expresión de cosa abandonada, trágica y maldita.

XXVII

El proceso que el Juzgado de Puertopomares había empezado á incoar para esclarecer la muerte de Frasquito Miguel y la de sus hijos, duró cinco ó seis semanas, durante las cuales el vecindario conoció una vida de emoción completamente nueva para él. Iban los ánimos de sorpresa en sorpresa, y tanto menudearon los sobresaltos, que determinaron en la multitud una nerviosidad enfermiza. A esta exaltación contribuían los diarios salmantinos, que, bajo el epígrafe «El crimen de Puertopomares», insertaban informaciones prolijas del suceso. El escándalo rebasó los límites modestos de la provincia y llegó á Madrid; una revista cortesana, de gran circulación, publicó los retratos de los hermanos Paredes y del «digno juez que instruía la causa», lo que dió á éste envidiable importancia. En pocos días don Niceto Olmedilla había adelgazado; su perfil de convaleciente empeoró; parecía más pequeño, más descolorido; las gentes, por burla, empezaban á encontrarle ciertas semejanzas con don Gil; en realidad, el pobre hombre, tanto por pundonor profesional como por vanidad y ansias de exhibición, había trabajado mucho.

El proceso, merced á las rotundas explicaciones de Rita, derivaba derechamente hacia el final. La mujerona acusaba sin miramientos, y su palabra era hilo de oro, rayo admirable de luz á través de las tinieblas que, sobre la prudencia de los culpables, fueron acumulando el tiempo y el olvido. Vencido, trastornado, por las declaraciones de su hermana, Toribio confesó también. En el momento de hacerlo, su semblante se descompuso cual si la fiera lucha que se libraba en su interior le destrozase el pecho. Para tranquilizarle le ofrecieron un vaso de agua con coñac, que el miserable bebió con avidez. Don Niceto, paternal y severo, le decía:

—Hable usted, Toribio; es lo mejor. La Justicia, el día de la sentencia, teniendo presente la franqueza de usted, le será más benigna.

Estas palabras, de firmeza y dulzura, fueron muy comentadas luego y nimbaron la figura de don Niceto de prestigio. El buhonero, al fin, engañado ó abúlico, habló, y sus declaraciones añadieron á la escena del asesinato nuevas y espantosas sombras. Aclarado este punto, procedióse á la exhumación del cadáver del señor Frasquito, pero el examen pericial no dió resultado, por hallarse aquel en completo estado de descomposición. Don Elías, don Ignacio, don Isidro Peinado y otras muchas personas, fueron llamadas á declarar, y sobre las mesas del Juzgado las resmas de papel de oficio iban amontonándose. Agobiado por tan ruda labor, don Niceto ni tenía ganas de comer ni dormía á derechas. Empero su actividad no declinaba. Resuelto á sujetar bien todos los cabos de la maraña, envió un exhorto á la Audiencia de La Coruña pidiendo la detención de Vicente López, y éste fué preso. Ello aportó al escándalo un inesperado interés, y la figura de aquel hombre, autor moral quizás del asesinato de los hijos de Rita, echó sobre la desalmada madre mayores tinieblas.

La vista de la causa debía celebrarse meses después en Salamanca, y allí, de consiguiente, era indispensable trasladar á los Paredes. Su conducción, desde la cárcel de Puertopomares á la Estación del ferrocarril, ofrecía serias dificultades, porque el vecindario seguramente intentaría agredirles. Comprendiéndolo así don Niceto y no disponiendo de las fuerzas necesarias para domeñar un conflicto de orden público, pidió á sus compañeros los jueces de Campanario, Cantagallos, Torres de la Encina y La Olla, le enviasen toda la Guardia civil que tuvieran, y de este modo, entre individuos de «la benemérita» y municipales, formó un pelotón de quince hombres.

Los presos debían ser sacados de la cárcel al filo de la media noche y con todo sigilo; mas no faltó quien lo supiese, y la noticia, volando eléctricamente de unos en otros, puso en belicosa conmoción al vecindario. A la hora señalada, por todas partes un extraño y amenazador murmullo de pasos, rompió el silencio. Misteriosamente las ventanas se iluminaban; una especie de temblor estremecía las casas: era que sus habitantes, informados de lo que iba á suceder, dejaban el lecho para vestirse y salir. Las puertas se abrían con chirriar impaciente de cerraduras, y en el rectángulo negro de los zaguanes aparecían hombres provistos de garrotes y embozados en mantas. Pocos minutos bastaron para que más de doscientas personas se congregasen ante la plazoleta, pedregosa y herbada como un solar, que enfrontaba la cárcel, cuya puerta custodiaban dos guardias civiles: sus tricornios charolados, el correaje amarillo de su armamento y los cañones de sus mausers, lucían marciales en la oscuridad.

Al fondo de la plazuela la muchedumbre se arremolinaba y el murmullo de los diálogos se convertía en rugido. Algunas piedras, disparadas al azar, chocaron contra el frontis de la cárcel. Estos preludios de batalla enardecieron los ánimos. Voces varoniles, voces de gesta, gritaban:

—¡Hay que arrastrarles! ¡No tenemos vergüenza si les dejamos salir vivos de aquí!...

Y las pedradas volvían á sonar, ahora una, luego otra, como granizos escapados de una tempestad en formación.

Intimidado por la desafiadora actitud del pueblo, don Niceto mandó recado á su hermano Valentín de que le enviase el coche. Era una vieja tartanilla, con ventanas de bulliciosos cristales y muelles lastimeros, que dos caballejos, uno rucio y otro blanco, arrastraban. Al ver llegar el vehículo la irritación de la multitud aumentó. Los manifestantes silbaban y arrojaban piedras. Un nutrido grupo de mujeres, entre las que iba el tonto Ramitas, se puso al frente de los amotinados: casi todas eran vecinas de la Puerta del Acoso, hembras de armas tomar, familiarizadas con la sucia historia de «la casa del chopo». Sus pelambreras hirsutas, sus bocas improperadoras, sus brazos nervudos hechos á pelear con la tierra, agitándose furibundos, imponían miedo. Todas, á coro, voceaban:

—¡Que no se escapen! ¡Desenganchar los caballos!...

Avanzaban provocativas, seguras de que los mausers no harían fuego contra ellas. Animados por su ejemplo los hombres las siguieron.

En aquel instante la puerta de la cárcel se abrió y surgió don Niceto seguido de varios guardias civiles. A la luz débil de los faroles, la figura minúscula y asustada del juez parecía una mancha amarilla. Luego, entre bayonetas, salieron Rita y Toribio Paredes. La muchedumbre, á quien la presencia del juez durante segundos impuso respeto, reconoció á los criminales. La furia volvió á los corazones. En los espíritus las ideas de justicia y venganza se confundían. Las mujeres se desgañitaban:

—¡Mueran los asesinos!... ¡Mueran los asesinos!...

Llovieron las piedras y un guardia, herido en la cara, vaciló y fué retirado á la enfermería.

—¡Mueran los asesinos!—repetía la turba ganando terreno.

Los hermanos Paredes subieron al coche y tras ellos don Niceto Olmedilla, medroso, pero esclavo de su deber, y dos municipales. Los caballos partieron al paso. Alrededor del vehículo, firmes, estoicos, con ganas de tirar sobre el populacho, los guardias avanzaron. A intervalos, desde el pescante, Fermín, el mayoral, arengaba á los amotinados:

—¡Animales, no tiréis!... ¿No veis que vamos aquí nosotros y no tenemos culpa de nada?...

En pocos instantes los cristales de la tartana quedaron hechos añicos, y heridos, aunque ligeramente, las cinco personas que iban en ella. Rita lloraba; su hermano, callado, lívido, sin mover ni siquiera los párpados, parecía una estatua. En medio de aquel espantoso griterío recorrió el convoy toda la calle Larga. Fermín, que tenía magullado el cuerpo á pedradas, optó por ovillarse en el suelo del pescante; los guardias, perdida la paciencia, se defendían á culatazos; varios paisanos resultaron contusos. Al pasar por delante de la fonda, don Valentín, don Elías, don Juan Manuel, don Artemio, don Isidro, el alcalde y otras personas de significación, salieron valerosamente á la calle, exhortando á las turbas á retirarse, pero viéndose amenazados desistieron de su empeño. Por segundos la furia popular crecía. Algunas mujeres llegaron á querer detener el coche agarrándose á las ruedas. Un vecino de la calle del Sacramento trató de asestarle á Toribio una cuchillada en la espalda.

Cuando los fugitivos llegaron á la Glorieta del Parque Fermín fustigó vigorosamente á los caballos, que partieron al galope, mientras los guardias, desplegados en ala, resistían el choque de los acosadores. En la refriega, sostenida cuerpo á cuerpo, uno de los guardias recibió un navajazo en el vientre. Sus compañeros entonces, á quemarropa, hicieron fuego, y dos paisanos se desplomaron moribundos. A la desbandada las turbas huyeron.

De este modo, dejando tras sí un reguero de sangre, salieron los hermanos Paredes de Puertomares.

XXVIII

Consumada su venganza, don Gil, que vivía completamente ajeno á las peripecias de su vida nocturna, experimentó un bienestar inesperado. Nunca, desde la muerte del señor Frasquito, había sentido mayor plétora de salud. Dormía nueve horas, tenía ganas de pasear, de ir al Casino y hasta sus labios hubieron una vez un conato ó intento de sonrisa. Era una satisfacción íntima, analéptica, remozadora, que el hombre pequeñito no sabía á qué ocultos motivos referir.

«Estoy contento—solía decirse—; estoy muy contento, y, sin embargo, nada bueno me ha sucedido»...

Durante años, semejante á un escultor, su alma misteriosa había preparado y burilado su venganza. El deseo de castigar el asesinato de su padre, dió perseverancias sobrehumanas á su voluntad: él indujo á Frasquito Miguel á echarse en los brazos de Rita; él dispuso su muerte y la de sus hijos. Del odiado gorgotero no quedaría nada, ni aun la amante, que, según cábalas y previsiones de don Gil, en plazo no lejano rendiría su cabeza al verdugo. Realizado su plan, el brujo cruzóse de brazos, cansado y orondo.

Estas vacaciones proporcionaron á su alma un mayor enardecimiento amoroso, y, sobre todo, efervorizaron temerariamente aquel deseo que le empujaba hacia doña Fabiana. Como hombre que de todos los placeres terrenales sólo apetece uno, don Gil, en sueños, meditaba:

«No me importaría morir si esa mujer fuese mía... siquiera una vez...»

Mas, ¿cómo separarla de su marido? ¿Cómo preparar á su virtud una emboscada cierta?... Esto suponía que la señora de Martínez estuviese dormida y despierto don Ignacio, pues alejados entonces por el abismo que separa la vigilia del sueño, el veterinario no podría socorrer á su esposa. Desgraciadamente para don Gil, doña Fabiana se acostaba siempre después de su marido.

Una noche, alrededor de las diez, Fermín dormitaba en el zaguán de la Fonda del Toro Blanco, sentado en una silla, cuando la voz y la presencia de don Gil le despertaron. El hominicaco, evitando asustarle, le llamaba suavemente:

—Fermín..., Fermín...

Era un bisbiseo leve y blando. Abrió el tartanero los ojos, y reconociendo á su interlocutor, se levantó solícito.

—Mande usted, don Gil...

—Vengo á decirte que luego, á las doce en punto, estés con tu coche delante del portal de don Ignacio.

—Muy bien, don Gil.

—Procura ser exacto.

—¿Es que el señor Martínez va de viaje?

—Lo ignoro. Sólo te encargo que acudas donde digo á la primera campanada de las doce.

—Pierda usted cuidado; y, por lo que después pueda suceder, voy á echarles á los caballos un pienso.

En tanto hablaba, el tartanero miraba con cierto asombro á su interlocutor: parecíale más diminuto, más amarillo, que otras veces; como si fuese la imagen de don Gil y no su persona, en carne mortal, la que tenía delante.

Fuese el enano y Fermín, malhumorado y soñoliento, empezó á renegar de su raída fortuna. Pedro, el cocinero de la fonda, quiso saber el motivo de aquel enojo.

—¡Una friolera!—replicó Fermín—A los pobres todo nos sale del revés. Hoy pensaba acostarme en seguida, porque esta mañana me levanté cuando aun había estrellas, y acaban de decirme que vaya á media noche con la tartana á casa de don Ignacio.

—¿Para qué?

—No sé; me pareció imprudente preguntarlo.

—¿Cuándo te lo han dicho?

—Ahora mismo.

—¿Ahora mismo?... ¿Quién trajo el recado?

—Don Gil.

Pedro se asombró y, sin transición, su pasmo convirtióse en desdén y risa.

—¡Chico!... ¡Tú andas mal de la cabeza! Eso que cuentas lo has soñado. ¡Si hace quince ó veinte minutos que yo estoy ahí, en la puerta, y no he visto á nadie!...

—¿A don Gil Tomás, tampoco?

—Tampoco; no, señor...

Fermín se alzó de hombros:

—¡Déjame de historias! El dormido ó el borracho serás tú. ¿O es que yo no conozco á las personas ni entiendo lo que veo?... Don Gil Tomás ha estado aquí, hablando conmigo...

Incrédulo y alegre, Pedro prorrumpió en carcajadas:

—¡Tú has bebido, Fermín!... ¡Tú estás peneque, Fermín!...

El tartanero, furioso, le volvió la espalda y se marchó rezongando injurias.

XXIX

Hacía rato que el sereno de la calle Larga cantó las once y media. Puertopomares reposaba en el crespón fresco, lleno de enigma, de una noche sin luna. Las pisadas de los trasnochadores resonaban en el silencio limpiamente; sus sombras se alargaban oscilantes bajo la luz de los faroles.

Doña Fabiana que, contra su costumbre, se había acostado temprano, creyó despertar y abrió los ojos. En pie, delante de ella, vió á don Gil. A la hermosa mujer no la extrañó que el hombre pequeñito hubiese penetrado hasta allí y á tales horas. Sin sobresalto, le preguntó:

—¿Ocurre algo, don Gil?...

—Sí, señora; su esposo se halla en mi casa y desea verla á usted.

Presa de repentino pánico, doña Fabiana miró hacia atrás, buscando en la cama á don Ignacio, y no le halló.

—¿Cómo; está enfermo mi marido?...

Don Gil hizo con la cabeza un gesto ambiguo, á la vez que se llevaba un índice á los labios. Sus ojos de color de cobre, sus ojos muertos, fríos, sin expresión, como los de los peces, señalaban hacia la niña.

—¡Chist!... hable usted bajo—musitó—; Antoñita podría despertar.

Doña Fabiana repuso, sollozante:

—Confiéseme usted la verdad, don Gil: ¿está enfermo Ignacio?...

Con la curiosidad de saber adelantó un poco el cuerpo, y los encajes de su camisa de dormir se entreabrieron un instante sobre el opulento tesoro del seno. Las mejillas de don Gil, temblaron.

—Don Ignacio—dijo—está un poco enfermo. Vaya usted á verle cuanto antes. Fermín la llevará á usted en su coche; le avisé hace un rato y está ahí...

Quiso retirarse. Ella se incorporó, bebiéndose las lágrimas:

—Espere usted, don Gil; espere usted; nos iremos juntos.

El hombre pequeñito hizo un ademán negativo, de silencio y misterio.

—No—dijo—no; yo saldré antes.

Y, mirando á la niña:

—No haga usted ruido...

Desapareció fantasmal. Inmediatamente doña Fabiana saltó del lecho, halló á tientas sus zapatillas, arropóse en una bata, se echó por los hombros un mantón y, á oscuras, buscó la salida del dormitorio. Iba ahogándose, como si una mano de gigante la oprimiese el corazón; pero el temor de despertar á Antoñita, la impedía llorar. Rápidamente cruzó el patio y empujó la puerta del taller. Sus pies se hundieron en el estiércol cálido.

En aquel instante don Ignacio, obedeciendo á un presentimiento indefinible, salía de su despacho. Durante varias horas estuvo examinando en sus libros de estudio el tratamiento de una operación que á la mañana siguiente debía realizar. Había trabajado férvidamente, sin que ni su voluntad ni su atención desmayasen un punto; apenas el interés de lo que estudiaba le permitió fumar. Y empero, de pronto, sin motivo, experimentaba un desasosiego íntimo, un deseo invencible de salir fuera de la habitación donde se hallaba. De un salto se levantó y abrió la puerta. La luz encendida sobre la mesa del despacho atravesó la longitud del taller pintando en la suciedad del suelo un rectángulo blanco. Martínez miró á todas partes; olfateaba un peligro. Cuando vió á Fabiana, un calofrío nervioso sacudió su carne. ¿A dónde iba su mujer? Avanzó hacia ella.

—¿Qué buscas aquí?...

Doña Fabiana demostró no reparar en él; sus grandes ojos negros estaban inmóviles; parecían mirar á lo lejos. Comprendió, sin embargo, lo que la preguntaban, y repuso acorde:

—Voy á la calle; que no se despierte la niña...

Entendió don Ignacio que su mujer se hallaba sonámbula, y la habló dulcemente.

—¿Vas á la calle?

—Voy á casa de don Gil.

—¿A casa de don Gil? ¿Para qué?...

—Porque mi marido está allí; está enfermo; don Gil ha venido á decírmelo. ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

Hablaba con don Ignacio sin verle, cual si la voz del albeitar naciera y resonase dentro de ella misma. Su actitud rígida, hierática, era la del éxtasis. Intentó avanzar. Delicadamente Martínez la detuvo por un brazo.

—Tu Ignacio está bueno y sano.

—¡No! ¿Cómo? No es verdad. Está enfermo. Me lo ha dicho don Gil.

—Don Gil no ha podido decirte nada. Tu marido soy yo; estás en tu casa, hablando con él. Mírame, mírame á la cara...

La cogió por la barbilla, procurando que detuviese en él los ojos.

—¡Mírame!...

Aquel contacto, un poco brusco, porque las manos de Martínez hasta cuando acariciaban eran impacientes, comenzó á desvanecer el sonambulismo de doña Fabiana. Su alucinación flaqueaba, perdía color, se desleía en la realidad como en un vaso de agua un pedazo de azúcar. Sin embargo, aun tuvo fuerzas para repetir:

—Don Gil me lo ha dicho... me lo ha dicho...

Don Ignacio agarró á su mujer por los hombros, y sacudiéndola de delante á atrás:

—Despierta, Fabiana, despierta. Estás soñando. ¡Oye!...

—¿Estoy soñando, verdad?

—Sí, sí. ¡Oyeme!...

—¿Verdad?... Estoy soñando...

Su voz adquiría una inflexión alegre de alivio y esperanza. Al cabo, de súbito, sus pupilas adquirieron movilidad; su rostro, hasta entonces impasible, como el de las estatuas, se contrajo, vivió; la emoción arreboló ligeramente el mármol de las mejillas. Miró en torno suyo con espanto: reconoció el local, reconoció á don Ignacio...

—¿Cómo estoy aquí?...

—Venías soñando—repuso Martínez.

Ella respiró mejor y abrazó á su marido. Sentía tranquilizarse la angustia y fatiga de su corazón.

—He tenido una pesadilla horrible—murmuró—; don Gil vino á decirme que te habías puesto enfermo en su casa...

Empezó á temblar. A su nerviosidad se añadía el frío que recogió al cruzar el patio. Sus piernas, sin medias, tiritaban; castañeteaba los dientes; se cruzó de brazos para abrigarse el pecho, mientras sus manos yertas buscaban la tibieza suave de las axilas.

Don Ignacio, diligente y con una emoción donde á la inclinación sexual del marido se mezclaba un afecto casto de padre, arropó á su mujer en la manta que él tenía en su despacho para abrigarse las piernas, y llevándola cogida por el talle y bien apretada contra el calor de su cuerpo, la ayudó á repasar el patio.

Apenas en su dormitorio, doña Fabiana se zambulló en el lecho. No se atrevía á moverse; el contacta frígido de las sábanas la causaba horror.

—Acuéstate—dijo á don Ignacio—; ya es muy tarde.

—Estoy concluyendo de tomar unas notas—repuso él.

—Déjalas para mañana. Ven. Si me quedo sola tengo miedo de que vuelva don Gil.

Don Ignacio, resistía, esclavo de su deber.

—Lo que traigo entre manos no admite espera. Pero no te apures: acabo en seguida; antes de quince minutos...

Para consolarla la palpó por encima de las mantas, y sobre los labios y en las mejillas la dió muchos besos.

Dos aldabonazos resonaron en la puerta de la calle.

—Han llamado—exclamó doña Fabiana palideciendo.

Don Ignacio advirtió su miedo y replicó zumbón:

—¿Si será don Gil?...

Absorta, ella repitió:

—¡Si será don Gil!...

Y hubo en su acento tal misterio que, bien á su pesar, Martínez sintió descender un estremecimiento de terror por su espalda.

—Veamos—dijo recobrándose—quién puede llamar á estas horas.

Sacó del cajón de la mesilla de noche su revólver y salió al patio. Dos veces, sin motivo, miró hacia atrás. Una inquietud supersticiosa le envolvía. Parecíale que á su lado, silenciosamente, como sobre unos pies de terciopelo, caminaba una sombra.

Al abrir la puerta el veterinario se encontró con Fermín. También reconoció el coche, cuyas luces de aceite abrillantaban los secos cuadriles de los caballos. El tartanero se destocó, respetuoso.

—Buenas noches, don Ignacio.

—Hola, Fermín. ¿Qué hay?...

—Nada, don Ignacio; dispense usted si llamándole le he molestado...

—No, hombre.

—Pero, yo me dije: «No sea que don Ignacio no me haya sentido llegar». ¡Pues, desde las doce estoy aquí!...

—No... no te había oído—repuso Martínez con aire maquinal.

—Pues... ¡no tenga usted prisa! Acabe usted lo que esté haciendo con todo sosiego; yo aquí le aguardo.

Don Ignacio no comprendía.

—¿Pero, tú qué buscas?... ¿Tú qué necesitas ó qué quieres?...

Estas preguntas, formuladas con cierta destemplanza colérica, llenaron de estupefacción el semblante carrilludo y cetrino de Fermín.

—¡Yo no quiero ni busco nada, don Ignacio!...

—¿Entonces, qué?... ¿A qué has venido?

—Yo he venido cumpliendo el recado que me dieron.

—¿Un recado? ¿Te han dado á ti un recado?

—Sí, señor.

—¿De parte de quién? ¡Que me maten si entiendo!

—¡Qué gracia! ¡De parte de usted!...

—¡De parte mía!...

Don Ignacio sintió en todo su cuerpo un frío intenso, sutil, que llegaba á sus huesos y él atribuyó á la corriente de aire establecida entre la calle y el patio. Para guardarse de ella salió á la acera, cerrando tras sí la puerta. En las palabras del tartanero Martínez empezaba á vislumbrar un misterio inexplicable, una sombra bruja.

—Dí, Fermín: ¿cuándo te llevaron ese recado?

—Poco después de las diez. Estaba yo en el portal de la Fonda, sentado así, en semejante posición, el respaldo de la silla apoyado contra la pared. Por más señas, que acababa de quedarme dormido, cuando apareció don Gil Tomás y me dijo: «Fermín: vengo á decirte que luego, á las doce en punto, estés con el coche en casa de don Ignacio».

Al oir el nombre del enano, Martínez se desemblantó y turbó hasta la lividez. Fermín lo advirtió.

—Pero, ¿no es verdad?

—No, no es verdad—repitió Martínez—; yo no he visto á don Gil.

De pronto, rehaciéndose, porque su animosa voluntad se doblegaba trabajosamente al miedo:

—Pero, ¿tú has hablado con don Gil?

—Sí, señor.

—¿Tú estás seguro de haber hablado con él?

—Sí, señor... ¡ya lo creo!... Tan cierto estoy de eso como de que tengo que morir. Es más: yo le pregunté, un tanto extrañado del aviso: «¿Es que el señor Martínez va de viaje?...» A lo que respondió: «No sé; pero procura acudir puntualmente adonde te he dicho»...

Fermín se dió una palmada en la frente; acababa de recordar las palabras de Pedro.

—¿Lo habré soñado?—exclamó.

Refirió la escena detalladamente y cómo después que don Gil Tomás se hubo marchado, al lamentarse él de tener que enganchar los caballos, Pedro, el cocinero, empezó á embromarle, asegurándole que aquello eran invenciones suyas, puesto que el hombre pequeñito no había estado allí.

—¿Si lo habré soñado?—repetía Fermín—; diga usted, don Ignacio, ¿seré yo sonámbulo? Porque es muy extraño que, hallándome dormido y Pedro despierto, y muy cerca el uno del otro, yo viese á don Gil y mi compañero no le viese. ¿Habrá escondido en alguna brujería?...

El veterinario no contestó. Fermín se signó cristianamente y prosiguió hablando, porque esto le aliviaba de su emoción. Don Ignacio pensaba:

«El hecho de que este mastuerzo haya soñado con don Gil, y de que la intensidad de la alucinación haya determinado en él una crisis de sonambulismo, no me extraña. Pero, ¿y Fabiana? ¿Cómo Fabiana ha soñado también con él?...»

A este pensamiento sucedió otro:

«Evidentemente hay una relación entre ambos sueños: el de Fermín casi explica el de Fabiana; diríase que se trata de un rapto. ¿Estará don Gil enamorado de mi mujer?...»

Preguntó:

—¿Y no te dijo don Gil á dónde habías de ir después?

—No, señor; y si me lo dijo... ¡no lo recuerdo!

Continuó devanándose los sesos por explicarse la ocurrido, hasta que don Ignacio, con el pensamiento de que su mujer estaba aguardándole, le interrumpió:

—Bueno, Fermín: no caviles más en eso porque vas á perder el juicio. Todo ha sido un sueño. ¡Ea, hasta mañana!...

Fermín saludó:

—Será como usted dice, don Ignacio: lo habré soñado. Buenas noches... y dispensar...

Subió al pescante, requirió las riendas y la tartana, oscilando sobre el pavimento desigual, se alejó lentamente. Una estela de silencio quedaba tras ella.

Don Ignacio entró en su casa y cerró la puerta. Tenía frío. Miró á su alrededor. La lámpara del despacho recortaba en el suelo un largo rectángulo luminoso; sobre los muros renegridos las herraduras, puestas en ordenadas ringleras, brillaban como cráneos. Martínez volvió á preguntarse:

«¿Cómo ha venido el coche? ¿Por qué Fabiana quería marcharse?... ¿Qué misterio se esconde en todo esto?...»

Sobre sus mejillas, curtidas por el sol, sus barbas mal afeitadas se erizaron. No veía á nadie y estaba cierto, sin embargo, de no hallarse solo. Tembló. Fue aquella la primera vez que don Ignacio, recio de músculos y arrebatado de corazón, sintió el miedo.

XXX

Las últimas semanas de aquel invierno iban desfalleciendo apacibles en la misma suave sinfonía, glauca y oro, del paisaje y del sol. La temperatura era agradable. A intervalos cerrábase el horizonte y caía una grupada que mojando los edificios los oscurecía, lavaba las calles pendientes y gorgoteaba risueña en los alcorques; pero, luego, el cielo parecía más límpido y más alto, y mayor la luz. En los árboles, desnudos aún, la mirada zahorí de los agricultores atisbaba, sin embargo, indicios de una pronta resurrección; en los troncos advertíanse manchitas verdes, diminutas como lunares, que con la bonanza del tiempo se convertirían en sarpullos, y el color negro de las ramas escuetas era menos rotundo. Los montes, quemados por la escarcha, ofrecían en sus laderas grandes extensiones desprovistas de tierra vegetal, que de noche blanqueaban espectrales como osamentas. En la sierra y en el valle, á falta de otros colores más blandos y alegres, el paisaje se cubría de tonos violentos. En las torrenteras, lo que no era piedra simulaba metal; al lado del cobre, el basalto; junto al brochazo caliente del ocre, el negro rebruñido del azabache; sobre un estrato de plata, uno de plomo, y luego otro, profundo, tenebroso, como una veta de carbón, y más arriba preduzcos enormes vestidos de cinabrio; todas las muecas, en fin, del mundo inorgánico, toda la policromía adusta, llena de severa aridez, de la química mineral, toda la gama multicolor de los sulfuros y de los sulfatos, del granito y del plomo, del cuarzo y del yeso, del feldespato y de la arcilla. Y sobre aquel panorama, cuyo acorde predominante ó fundamental eran el negro, el berilo y el añil muy oscuro, la crestería cana de la sierra; y encima el espacio azul, de un azul pálido, frío, triste, como un convaleciente...

En toda aquella época del año, desde primeros de Noviembre á mediados de Marzo, la voz del Malamula parecía más fuerte, y el paisaje cobraba resonancias poderosas. Desprovisto de herbazales el valle, sin frondosidad el bosque, muertos los matorrales bajo el abrazo de la escarcha, limpios los gollizos y los tajos serrinos de plantas rampantes, de líquenes y hasta de musgo, el silbido de los trenes y las voces de la tempestad, no hallando blanduras sobre que apagarse desmayadamente y como entre terciopelos, repercutían mejor. Era la sonoridad de una casa de donde se hubiesen llevado las cortinas y las alfombras.

Los rigores atmosféricos fomentaban la vida del Casino. Todo, dentro de sus paredes, seguía igual. El tiempo, el terrible anarquizante que á las almas, como á los edificios, lleva siempre principios de disgregación, olvido y renovamiento, cambiando allí de táctica, sirvió de argamasa, y con ungüento de rutina, más coercitivo que el cemento romano, aseguró la marcha de aquel sedentario organismo. Teodoro, tras un noviazgo de veinte años, casó con Dominga, la sobrina de don Valentín; pero como sus economías no le bastaban á establecerse, seguía desempeñando sus funciones de camarero con aquella discreción que estereotipó en su semblante triste y flaco—semblante de dispéptico—una sonrisa servicial. Entre los parroquianos más antiguos notábanse algunas deserciones. Ejemplos: Romualdo Pérez, cuyo humor parecía haberse anubarrado con las cargas matrimoniales, y sólo iba al Casino los domingos y fiestas de guardar; y Luis Olmedilla, que corregido de sus libertinas mañas y formalmente enamorado de Anita Fernández Parreño, apenas salía á la calle de noche. También su hermano don Niceto, el juez, y don Pepe Erato, valetudinario y amenazado de parálisis, observaban vida muy apartada.

En cambio, la tertulia de don Juan Manuel Rubio, don Elías, don Isidro Peinado, el ferretero de la calle Larga, don Ignacio Martínez y don Artemio, continuaba inmutable. A ella habíanse agregado otros elementos: tales don Dimas Narro, médico joven y de mérito, que en breve tiempo supo ganarse una clientela; y don Belisario López, el dueño de la imprenta. Pero estas voluntades, advenedizas ó forasteras, no aportaron al espíritu arcaico de la reunión ninguna ráfaga pinturera ó extravagante. Todos hablaban de lo mismo. Eran siempre los hechos cotidianos y vulgares, explicados de igual manera y con idénticas palabras triviales. Por obra de la desocupación y del fastidio, lo más baladí se glosaba hasta la saciedad y era durante días motivo de conversación.

La vejez que las ruinas del viejo castillo infundió á los edificios, trascendió á los caracteres. En aquel ambiente inmóvil todo era ruin y oscuro; todo rimaba: la avaricia de don Artemio y los crímenes de Rita, el misoginismo de los hombres y las orgías de don Gil, la idiotez de Ramitas y la chismorrería, pobreza y falta de aseo, de la comunidad. El alma de Puertopomares era llana, supersticiosa, triste; alma de Castilla, sin ecos ni colores.

Unicamente los jueves, días de mercado, traían al Casino cierto regocijo. El resultado de las transacciones realizadas por la mañana, bajo los árboles de la Glorieta del Parque, se apreciaba allí perfectamente.

El dinero estimulaba la codicia de todos. Los jueves, por la noche, la raqueta del banquero sonaba más.

A don Juan Manuel y á don Elías les gustaba jugar, especialmente al primero, de quien se decía que en el Casino de Madrid llegó á perder cincuenta mil pesetas de una asentada. Era un jugador elegante, lleno siempre de buen humor, al que las zancadillas de la mala fortuna no entristecían. Don Artemio también solía arriesgar algún dinerillo al vaivén cauteloso de los naipes; la maravillosa mesa verde le fascinaba y producíale cosquilleos recónditos; su circulación se aceleraba; pero como era muy avaro, jugaba poco. Sus ganancias, como sus pérdidas, nunca excedieron de un duro. Todo lo contrario de don Ignacio Martínez. El albeitar era un jugador tempestuoso: si ganaba, como si perdía, doblaba las posturas; en ambos casos su codicia y su violento carácter se desataban. El banquero le miraba siempre con recelo: don Ignacio, anchicorto, rollizo y resoplante, le hostilizaba con miradas, con gruñidos, con los crugidos de la silla que ocupaba y donde se rebullía como si le pinchasen alfileres. Fuésele la suerte propicia ó adversa, el señor Martínez simbolizaba el descontento, el desasosiego, la rebelión.

Aquella noche, después de jugar un rato, la mayoría del público regresó al salón del tresillo. A cada momento la puertecilla, disimulada tras un espejo, del «cuarto verde», se abría y aparecían más socios. Displicentes ocupaban las mesas. Sonaban palmadas. Teodoro corría solícito, de un lado á otro.

Don Juan Manuel Rubio examinó su cartera: había perdido cien pesetas.

—De las cuales—contestó don Elías—han llegado á mis manos la mitad, justamente. He ganado diez duros.

Don Artemio Morón no había cobrado ni perdido, y estaba contento. Con lo que se divirtió tenía bastante. Don Isidro y don Dimas también perdieron, en su refriega con la suerte, algunos reales.

—Entonces—exclamó don Elías liberalmente—invito á ustedes. El dinero del juego es alegre. Llamen á Teodoro y pidan lo que gusten.

El diálogo recayó sobre las operaciones realizadas aquel día en el mercado. La arroba de carne de cerdo se había vendido á setenta reales, y á veinte pesetas la de vaca. Hubo vaca de veinticinco arrobas, y marranos de doce. Don Juan Manuel hacía signos de asentimiento; él tenía en «La Evarista» varios cerdos que seguramente pesaban bastante más; lo lamentable era la epidemia de erisipela, ó mal rojo, que aquel año afligía á los puercos.

—A don Ignacio le he hablado de esto diferentes veces, y no hace caso. No sé qué le sucede; ¿no le encuentran ustedes distraído?...

—Pues, en su negocio—repuso don Isidro—, no debe de irle mal. Tiene todo el trabajo que quiere.

—Yo creo que bebe—insinuó malévolamente don Artemio, bajando la voz.

Todos callaron y miraron hacia la sala de juego, de donde en aquel instante salía Martínez. Don Ignacio, el paso firme, se acercó á la tertulia y cogiendo una silla dejóse caer en ella con ímpetu. Su semblante moreno, ancho y peludo, y sus ojos negros, más enardecidos que nunca bajo la fosquedad de las cejas, rebosaban despecho. Había perdido cuarenta y dos pesetas. A última hora necesitaba un cuatro de bastos para desquitarse, y el banquero tiró una sota...

—¡De bonísima gana—exclamó—le hubiese dado un puñetazo en la cabeza!... ¡Así!...

Y su brazo corto y musculoso se encogía, se estiraba, describiendo la trayectoria del golpe.

Las crisis de mal humor del veterinario producían en don Juan Manuel reacciones placenteras; lo que en don Ignacio era cólera, minutos después en el diputado se hacía risa. Aquellos dos caracteres, igualmente fuertes, se equilibraban: la hilaridad del uno daba la medida de la furia del otro; si éste se deprimía aquél se exaltaba, y de su constante oposición derivábase una atmósfera espiritual muy grata.

El señor Martínez aquella noche estaba de malísimo temple porque el forjador de su taller se le había marchado á Salamanca, y no tenía con quién reemplazarle. Era un buen obrero, voluntarioso para el trabajo y de pocas palabras.

—Por lo mismo—agregó—, cuando esta mañana, de repente, me dijo que se iba, no sé cómo no le di con el martillo.

Los circunstantes permanecieron serios; se colocaban en el lugar del señor Martínez y comprendían su contrariedad, y el perjuicio que aquel accidente le irrogaba. Únicamente don Juan Manuel se echó á reir.

—¡Este don Ignacio tiene para todos los males la misma receta! Que está jugando y el banquero le tira una sota... ¡Puñetazo al banquero! Que se le va un empleado y no tiene con quién sustituirle... ¡Puñetazo al empleado! ¿Pero usted cree que las voluntades se arreglan á golpes, como las herraduras? «A caballo corredor, cabestro corto», amigo Martínez.

—En muchos casos, sí, señor.

—Pero en otros muchos casos, no, señor; y en todos es preferible pecar de tímido que de bárbaro. «Burrilla mansa, á su madre y á la ajena mama»... ¡Y no me guarde rencor porque cite refranes de los que á usted le gustan!...

Chancero y buen conversador, el diputado, amigo siempre, como un filósofo epicúreo, de la moza temprana y del vino añejo, sustentaba afirmaciones que, si no convencer, al menos suspendían y regocijaban amenamente á la reunión. Don Juan Manuel, que probaba su fino ingenio dialéctico cultivando la paradoja, era bueno y alegre porque sabía perdonar, y perdonaba fácilmente porque todo le parecía bien. Había una lógica fuerte, una perfecta unisonancia, entre su modo de expresarse y su historia; sus palabras y sus acciones iban paralelamente; el optimismo fragante de su corazón perfumaba su discurso, y recíprocamente, su lógica daba á sus costumbres aplomo simpático. Alto, grueso, carirredondo, los ojos saltones y brillantes, los labios fáciles á la dicacidad y á la risa, todo armonizaba en él; el dichete agudo, lo subrayaba la línea oronda del abdomen.

En las discusiones que emprendía contra todos, don Juan Manuel, solterón y sin hijos, representaba la extrema izquierda: la inconstancia, el olvido, la indulgencia frívola, el perdón hacia cuanto siempre se creyó imperdonable.

—Creemos—decía—que en moral hemos llegado á la perfección, que son inamovibles los fundamentos que dimos á las nociones de «deber» y «bondad», y reconocemos, sin embargo, que la historia, la arqueología, la medicina, la biología, la mecánica y la estadística, continúan progresando. ¿No existe entre ambas afirmaciones contradicción?... Yo creo que sí; pues si la moral constituye el cogollo ó sumidad del humano saber, y, por lo mismo, la síntesis, resultado ó abreviatura de todas las ciencias, mientras éstas no lleguen á los límites, lejanos todavía, de lo cognoscible, la última palabra de la ética no podrá ser escrita. Nosotros no sabemos aún, definitivamente, dónde está la virtud. La humanidad evoluciona, investiga, se renueva y su inquietud, de día en día, abre nuevos cauces. Lo que aplaudimos hoy, acaso nos indigne mañana. La moral no vive sola, la moral no se inventa, sino que paulatinamente va formándose en los talleres, en las fábricas, en los laboratorios, según las necesidades materiales y el nivel cultural de cada época. La aparición de un fósil desconocido, el descubrimiento de una fibrilla nerviosa, influyen en ella. La ética, señores, es el aroma de muchas rosas enormes que aun están abriéndose...

Don Juan Manuel Rubio, que allá, en Madrid, bajo la rotonda ecoica del Parlamento, raras veces se atrevía á hablar, entre un grupo de amigos era un terrible polemista. A don Ignacio le indignaban tanta palabrería, tanto argumento desorbitado y capcioso.

—De modo—replicaba el veterinario, que, para discutir, necesitaba objetivar las ideas—que si un marido descubre la infidelidad de su compañera debe estarse quietecito hasta que las ciencias le aconsejen lo que debe hacer...

—Perfectamente; y mientras el consejo llega ó nó puede perdonarla y seguir á su lado, ó separarse de ella. Todo menos creerse autorizado á asesinar cobardemente á una pobre mujer que, después de amarle... y acaso sin dejar de amarle... amó á otro.

—¿Usted lo haría, usted perdonaría?

—Sin vacilar.

—¡Bah!... Usted habla así porque es soltero.

—Y si me hubiese casado pensaría lo mismo. Además, ¿no lo estoy?... Evarista, con quien tengo relaciones hace doce ó trece años, como ustedes saben, es para mí una esposa. Yo, al menos, me fastidio á su lado como si fuese mi mujer. Pues mi gran satisfacción consiste en saber que Evarista me quiere «porque sí», y no me engaña porque me respeta lo suficiente para no engañarme, no porque carezca en su casa de completa libertad. Esta alegre confianza mía los celosos la ignoran. Un celoso debe pensar que la fidelidad de su mujer no es legítimo amor, sino miedo. Creer en la virtud de la esposa constantemente encerrada y vigilada, es una fe tan absurda como la del director de presidio que creyese que sus reclusos no se fugaban por no separarse de él. En cambio, yo, estoy tranquilo: la mujer que, como Evarista, tiene abiertas de par en par las puertas de su jaula, si no se marcha es porque no quiere irse...

Don Juan Manuel disertó amenamente acerca del amor y del modo, un poco libertino, que él tenía de sentirlo.

—Para ser muy amados por las mujeres, no necesitamos amarlas con sinceridad, pero sí aparentar ó fingir magistralmente que las amamos; pues las pobrecitas son tan humildes en el apetecer ó tan esquisitamente frívolas, que se contentan y satisfacen con la ficción. Cabalmente porque nunca las quise mucho, fué por lo que ellas, casi todas, me quisieron bastante. Ustedes acaso crean advertir disonancias entre mis teorías y mis costumbres. Yo, verbigracia, defiendo el olvido, la renovación frecuente de nuestros horizontes sentimentales; y, sin embargo, quiero á Evarista y probablemente no me separaré de ella. Es cierto. Pero conviene consignar aquí que á todas las pasiones de mi vida, aun á las mayores, fué ligada siempre una abundante dosis de pereza. Yo no suelo serles fiel á las mujeres por cariño; mi constancia no es constancia legítima, si no abandono; y, aunque sin gusto, por abandono sigo á su lado, como frecuentemente hallándonos encamados, tenemos sed, y no nos levantamos á beber por no molestarnos en cambiar de actitud. ¡Anomalía extraña! La costumbre, que mata al amor, es, no obstante, lo que mejor conserva y defiende las apariencias del amor.

Fernández Parreño aprovechó la pausa que en este momento de su discurso hizo el diputado, para sentar la opinión de que don Juan Manuel, ó por pereza, como él creía, ó por nobleza, gratitud y perseverancia de corazón, si llegara á casarse sería un marido modelo.

Don Juan Manuel sonrió y movió la cabeza, en señal de duda.

—No sé, mi querido amigo—repuso—; no sé qué decirle, pues tengo poquísima confianza en mí. Sucede con los amores lo que con las citas. Si una persona nos cita en la calle, procuramos ser puntuales. «No es correcto hacerla esperar al aire libre»—pensamos—. Lo mismo ocurre en los amores ilegales. En cambio, dentro del matrimonio, por mucho que nos retrasemos, siempre acudiremos á tiempo. Nuestra esposa no nos aguarda en la calle; mientras llegamos, puede tocar el piano, comer, acostarse. El matrimonio, disponiendo de todas las horas de nuestra vida, equivale á una cita en un lugar cerrado; y creo que en esas entrevistas tan cómodas, nunca sería exacto...

Se interrumpió, tuvo una sonrisita desdeñosa, aplastó lentamente la blanca ceniza de su cigarro contra el borde de su taza de café:

—Muchas veces me aseguraron que yo no he amado porque nunca sentí celos. ¡Pobres cerebros pequeños, cerebros oscuros!... A veces les compadezco, á ratos les execro. Ellos ignoran que yo sufro más que nadie de ese mal, porque mi ambicioso corazón tiene celos simultáneamente de millares de mujeres, de todas esas mujeres hermosas, elegantes, ricas, que llenan los teatros de Madrid y no son mias.

Hizo un mohín irónico.

—Claro es que de tan descosida afición amorosa un hombre discreto se alivia fácilmente. Eso hago yo. Todos, en alguna ocasión, nos hemos dirigido la siguiente pregunta: «¿A quién pertenecen esas mujeres tan bellas que vemos en la calle? ¿A qué venturoso galán rindieron la intimidad perfumada de sus noches?...» Pero no debemos desesperarnos, pues igual interrogación se propondrán los dueños de tales hermosuras con respecto de nuestras esposas. Es la triste condición humana; basta que una cosa no sea nuestra para que nos parezca mejor. El deseo no se detuvo nunca; no bien llega y alcanza, cuando se fastidia de haber triunfado y reanuda su marcha. Dos sentidos le guían y ayudan en su camino: la vista y el tacto. Pero diríase que aquella tiene vergüenza de que su aliado, mucho más tardo y grosero, la empareje; y así, apenas nuestras manos se apoderan de una mujer, cuando ya los ojos, eternamente ingratos y peregrinos, miran á otra. Ello me anima á dar á ustedes el siguiente consejo: cuando alguien desee mucho á una mujer casada y cegado por su deseo se torture y piense que únicamente á su lado sería feliz, acuérdese de que, junto á ella, su esposo, más de una noche, se aburrirá horrorosamente. Esta reflexión ha de producirle gran alivio...

Como el despabilado conversar del diputado sobrepujase el nivel intelectual de la tertulia, en cuanto don Juan Manuel calló la conversación siguió rumbos más fáciles.

Don Isidro dijo que por la tarde él y su cuñado salieron á dar un paseo, y que estuvieron divirtiéndose en tirar piedras contra un poste del telégrafo.

—En ese mismo poste—agregó—, siendo yo niño, grabé con un cortaplumas las iniciales de mi nombre; hoy las busqué y allí están todavía.

Estas palabras vulgares y tristes, como mojadas en la infinita tristeza del vivir pueblerino, arrancó un suspiro á don Artemio. También suspiró don Elías. Las cosas quedan, los hombres se van pronto; hasta lo más pequeño durará más que ellos.

Hablaron de dos turistas ingleses, padre é hijo, que llegaron al pueblo la víspera, procedentes de Madrid, y continuaban su viaje á Salamanca al día siguiente.

—Entre ayer y hoy—exclamó don Artemio—han recorrido, no sólo la población, sino todos los alrededores. Nadie como los ingleses para aprovechar el tiempo. Estuvieron primero en la Glorieta del Parque bebiendo cerveza á la puerta del parador del Sol, y retrataron á unos trajinantes gitanos que estaban allí con sus caballerías. Después, por el Paseo de los Mirlos, bajaron al río y visitaron la fábrica de tejidos de Pepe González.

Don Isidro, que aborrecía á González por rivalidades de oficio, tuvo una mueca desdeñosa.

—¿Y quién les llevó á casa de González?—interrumpió.

—No lo sé.

—Siempre sería el mentecato de su sobrino Juan, el marido de la Manca...

Don Isidro miró á los circunstantes con el aire jaque y satisfecho del hombre acostumbrado á acertar.

—Lo comprendí—agregó—en cuanto dijo usted que esos forasteros habían estado refrescando en el parador del Sol; porque Juan, el de la Manca, no sale de allí. Ya saben ustedes que la mujer de Juan lo es también de Felipe Ortiz, el dueño del parador. ¡Esposa de la mano izquierda, se entiende! ¡No tiene otra!...

Celoso del honor que la visita de los ingleses hubiese podido dar á González, su enemigo, añadió:

—¡Pues, valiente telar han ido á enseñarles! Apuesto la cabeza á que no hay trabajando allí ni cincuenta obreros. ¡Si les hubiesen llevado á la hilandería de mi suegro!...

—También la visitaron—repuso el boticario—; y retrataron á todo el personal. Después repasaron el río y triscando como cabras subieron hasta el cementerio y recorrieron todas las callejuelas del barrio pobre. De la Puerta del Acoso obtuvieron varias fotografías; decían que la piedra nobiliaria con que el arco se adorna, es de gran mérito. En seguida pidieron autorización para visitar el cuartel; estuvieron en la torre y bajaron á los calabozos del castillo por un pozo que hace muchos años, lo menos treinta, estaba cerrado. También celebraron con entusiasmo los frescos de la bóveda de la enfermería. Pero lo que más les ha gustado, según don Valentín, es el balcón de la calle Amor de Dios.

—¿El de casa de doña Francisca?—preguntó Martínez.

—Eso es. ¿Lo sabía usted?

—Me lo dijeron anoche.

—¿Sí?... ¿Dónde?

—En la peluquería de Lucas. Puertopomares no es Madrid, ni siquiera Salamanca; aquí en seguida se sabe todo.

Comentaron abundantemente cuanto los forasteros habían hecho y dicho. No llevaban sortijas, ni en sus corbatas alfileres costosos; pero la excelente calidad de sus trajes, y su modo imperativo y desembarazado de mirar, de hablar, de moverse, descubrían el rango de sus personas. Los dos se parecían extraordinariamente; eran altos, musculosos, sueltos de movimientos y rubios; caminaban á zancadas largas y usaban monóculo. Lo que más pasmaba á la reunión era la actividad infatigable de aquellos trotatierras.

—De ayer á hoy—observó don Artemio—han cambiado de calzado lo menos cinco veces.

Agotado el tema, don Dimas interpeló á su colega don Elías.

—¡Me debe usted una merienda!...

Entre risas, explicó lo ocurrido. Acababa de sentarse á tomar un piscolabis, cuando se produjo en la calle un alboroto.

—Tiré la servilleta y corrí al balcón á informarme de lo que sucedía; era la jaca de nuestro amigo Fernández Parreño, que no quería andar. El animal reculaba y se metía en la acera. Al fin, el hombre que lo llevaba consiguió dominarlo. Pero cuando yo volví á la mesa me encontré con que el gato se había llevado mi merienda.

—Al taller fueron á decirme—exclamó don Ignacio—que en la calle Larga se espantó esta tarde un caballo, pero ignoraba que fuese el de don Elías.

Y agregó doctoral, dirigiéndose al médico:

—Le advierto á usted que esa jaca está medio loca y antes de un año será preciso matarla. Si halla usted ocasión de venderla, hágalo. Es un buen consejo.

Don Juan Manuel preguntó al veterinario lo que convendría hacer con los bueyes que tenía enfermos. El señor Martínez hizo un ademán impaciente.

—Esos animales—replicó con hostil vivacidad—están tuberculosos. Ya se lo he dicho á usted. Yo no me equivoco. Usted cree que la inflamación de la articulación fémororrotuliana es producida por un exceso de trabajo... ¡Pues, no señor! Usted, para curarlos, habrá empleado vesicantes... ó les habrá aplicado inyecciones de adrenalina, ¿verdad?

—Justamente.

—¿Y no ha conseguido usted nada?

—Hasta ahora, nada.

—¡Es claro! Porque esa inflamación de la sinovial no proviene de ningún esfuerzo, ni es de origen artrítico, sino de origen tuberculoso. Esos bueyes, vuelvo á repetir, no le sirven á usted y debe usted matarlos cuanto antes para evitar el contagio de la enfermedad.

—Mañana mismo pasarán á mejor vida—repuso tranquilamente don Juan Manuel.

Con esta promesa, que era una satisfacción y tributo rendidos á la practica, saber y buena amistad, del señor Martínez, éste se dió por contento, y suavizó su humor.

Don Artemio pensaba castrar una vaca que dos semanas antes compró en Candelario.

—¿Tiene furor uterino?—interrogó don Ignacio.—Entonces, es lo mejor que puede usted hacer; porque, estirpándola los ovarios, rendirá mucha más leche. Transcurridos dos ó tres años, quedará inútil, ya lo sabe usted; pero entonces puede usted engordarla para el matadero y cobrar por ella lo que haya podido costarle ó más...

—Necesito castrar un potro—dijo don Elías.

—Cuando usted guste.

—Esta semana. Todavía es añal.

—Mejor. Así la operación ofrece menos peligros. Después, el tratamiento es sencillo. Se reduce á lavar bien la herida con agua sublimada ó fenicada, y á tener al animal, durante los ocho primeros días, atado corto al pesebre, para que no se eche.

De pronto el señor Martínez se revolvió contra el boticario; su belicosa voluntad acababa de sentir una crisis de cólera.

—¡Ahora que me acuerdo!... Usted, en lo sucesivo ha de hacernos el favor de no meterse á recetar. Usted no es quién, para recetar. Yo hablo muy claro. Usted, si quiere cumplir su obligación, ha de limitarse á servir las recetas que le lleven.

La acometida fué tan á quemarropa, que don Artemio, á pesar de su flema, se ruborizó.

—¡Caramba..., don Ignacio!... Usted es un salvaje. ¿A qué viene eso?...

—Bien lo sabe usted. Ya se ha puesto usted colorado: «quien del alacrán está picado, la sombra le espanta».

—Repito que no le entiendo á usted. ¿A qué responde ese exabrupto?

—Viene á cuento—replicó el señor Martínez clavando sus ojos tempestuosos en los del boticario—de que muchas personas, unas del pueblo, otras del campo, van á la farmacia de usted y, para ahorrarse el dinero del médico ó del veterinario, le consultan las dolencias que ellos, ó sus animales, padecen. Y usted... ¡claro!... les atiende; y si había de cobrar por las medicinas dos, verbigracia, cobra dos y cuartillo, sin advertir que, aquí, en Puertopomares, hay ocho médicos y dos veterinarios, y ninguno, que yo sepa, vive de sus rentas. A usted hay que hablarle así, porque «el buey ruin en cuerno crece»...

Aunque acobardado por la marcial actitud de Martínez, el boticario se creyó obligado á oponer un alarde rotundo y viril á la acusación de que era objeto. La presencia de dos médicos en la tertulia acrecentaba la gravedad y ridiculez de su situación. Apretó bien los puños bajo la mesa. Los circunstantes le miraban, exigiendo de él una bizarría. Hasta don Juan Manuel, se había quedado grave.

—¿Y eso lo dice usted en serio?—interrogó don Artemio, templándose para la pelea.

—En serio, sí, señor. Yo soy así. Yo hablo siempre en serio y digo las verdades en la cara.

—Pues... ¡miente usted!...

—¿Que yo miento?... ¿Ha dicho usted que yo miento?...

Levantóse con una agilidad de mono, y cogiendo su silla por el respaldo y esgrimiéndola á manera de maza, la descargó sobre la cabeza del boticario. Resonó un crac, angustioso, y el frontal shackespeano, mondo y turgente, de don Artemio, tiñóse de sangre. El agredido vaciló, pero recobrándose quiso arremeter á su rival, cuando éste, poniéndole los puños unas veces en el pecho y otras en el rostro, le desconcertó y zarandeó hasta dar con él de lomos en el suelo. Alzáronse todos, acudiendo á represar con manos y razones la desbridada furia de don Ignacio, quien, ronco de coraje y fuera de sí, pretendía subirse encima del caído y patearle y exprimirle como á uva en lagar.—«¡Al capón que se hace gallo, azotallo!»—gritaba el albeitar, que, ni aun en tan dramático momento, perdía su culto á los refranes.

Don Juan Manuel, don Isidro, Teodoro y otras personas que habían acudido al ruido de la trifulca, rodearon á Martínez, llevándole, casi á rastras, al hueco de un balcón. Fernández Parreño y don Dimas favorecían á Morón, ayudándole á enmendar el desorden de su traje y á limpiárselo con una servilleta. Había en su solicitud una especie de solidaridad, una protesta tácita contra la baratería del agresor. Muy pálido, la voz agitada aún por el miedo y la fatiga, el boticario balbuceaba:

—¡Farsante!... ¡Calumniador!... ¡Decir que yo receto!...

En medio de su tribulación el pobre hombre, con su elevada estatura, su joroba y sus piernas flacas y largas, estaba grotesco. Automáticamente se palpaba la frente con un pañuelo, y al ver que éste se cubría de púrpura, volvía á restañarse la herida. Entre su enorme cráneo rojo y sus barbas rucias, cortadas en punta, sus mejillas tenían una lividez cadavérica y sus amedrentados ojos parecían mayores. Todo su corpachón, débil y cobarde, temblaba.

—¡Decir que yo receto!... ¡Embustero!... ¡Y acometerme hallándome desprevenido!... ¡Claro es que esto no queda así!... ¡Yo sabré lo que debo hacer!...

Dolíase en voz baja y sin usar palabras ofensivas, porque, á través de la distancia y de las personas que le defendían, las venenosas pupilas de Martínez le buscaban furibundas y se clavaban en él como saetas.

Trémulo de cólera, con algo de jabalí acosado, en la expresión de los enrojecidos ojos, don Ignacio repetía:

—Ese viejo usurero vive porque están ustedes aquí. Pero yo, un día, le mato; le abro la cabeza de un garrotazo...

También se revolvió lesivo contra una observación de don Juan Manuel.

—¡No, señor!—gritó—yo no soy un intemperante; yo soy un hombre que dice en voz alta lo que piensan muchos. ¡Ni más ni menos! Los ocho médicos de Puertopomares saben, lo mismo que yo, que ese hombre nos roba; pero ellos se callan y yo no puedo callarme...; ¡ó no me da la gana de callarme!... ¡Bastante prudente he sido!... Este escándalo debí darlo hace tiempo...

Como la furia del señor Martínez no amainaba, don Dimas y don Isidro decidieron llevarse á don Artemio del Casino. El boticario, que esperaba una ocasión discreta para poner pies en polvorosa, agradeció sinceramente aquella intervención, y lanzando á su contrario una mirada de desafío, insinuó hacia la puerta del salón una retirada elegante. Salió con andar lento y ajustándose bien el sombrero sobre sus melenas despeinadas. En medio de su espalda, señalando la cresta más saliente de su joroba, griseaba una mancha de polvo.

Don Ignacio le gritó implacable:

—¡Ya nos veremos!...

Al mismo tiempo que golpeándose, por dos veces, el antebrazo izquierdo con la mano derecha, ponía á su advertencia un comentario obsceno.

Cuando don Artemio se marchó, el señor Martínez, y cuantos con él estaban, volvieron á sentarse. Los ánimos se apaciguaban. La opinión, que hasta allí habíase mostrado indecisa, reaccionó en favor del veterinario. La mayoría admiraba la crudeza de sus palabras y la excelente puntería y diligencia de sus puños. Reconocían que el silletazo que derribó á don Artemio fué magistral. Verdaderamente, don Ignacio estuvo muy bien, y Fernández Parreño le testimonió su adhesión dándole palmaditas en el hombro. Empezaron los comentarios, adversos todos para don Artemio, y con ellos las risas. Un ambiente cruel y cobarde rodeaba al vencedor y le tributaba pleitesía.

Don Juan Manuel lanzó una carcajada.

—Realmente, hasta que no le he visto á usted boxear, amigo Martínez, no comprendía yo que se le pudiesen dar á un hombre tantas bofetadas en tan poco tiempo...

XXXI

—Advierto desde hace tiempo—había dicho don Valentín—que don Ignacio no se muerde más que las uñas de los dedos pulgares...

La observación era rigurosamente cierta. Varios meses hacía que el señor Martínez, apenas se hallaba solo, empezaba á comerse vorazmente las uñas de sus pulgares, y este rasgo de autopofagia acusaba en él una impaciente y colérica preocupación. Su inquietud provenía de la noche en que doña Fabiana se levantó sonámbula para ir á casa del hombre amarillo y pequeñito. Consideradas separadamente, ni la pesadilla de su mujer, ni la de Fermín, el tartanero, revestian verdadera importancia, pues son frecuentes los ensueños que sugestionan á las personas dormidas al extremo de obligarlas á la acción. Lo inexplicable eran el sincronismo y la absoluta concordancia de ambos fenómenos. Don Gil había dicho al tartanero:

«A las doce en punto estarás con tu coche delante de la puerta de don Ignacio.»

Y á doña Fabiana:

«Su marido está enfermo. Vaya usted á verle. Fermín la llevará á usted...»

El veterinario se recomía los sesos escudriñando los vínculos que pudiera haber entre estas alucinaciones, y aunque materialista acérrimo y refractario, de consiguiente, á admitir que las almas campasen solas, bien echaba de ver que el fondo de aquel asunto escapaba á toda cábala científica. Allí había un secreto, un enigma, demasiado complejo para achacarlo á la casualidad. De esto don Ignacio no hablaba con nadie; el recelo de parecer asustadizo y de que las gentes empezasen á decir que don Gil Tomás gustaba de doña Fabiana, le contenían. Su reserva y las supersticiosas tribulaciones de su mujer, agravaban su preocupación. Como él, doña Fabiana advertía á su alrededor, especialmente de noche, un peligro; la presencia de algo invisible y fuerte que la espiaba. En otra ocasión, Martínez hubiese achacado aquel sobresalto á un principio de neurastenia; pero, contra esta suposición tranquilizadora, alzábase el recuerdo de aquella cita inexplicable, tendida, como un lazo, á la virtud de su mujer.

—¿Tú no crees—preguntaba Martínez á doña Fabiana—que don Gil esté enamorado de ti?

—No lo creo.

—Una noche, sin embargo, soñaste con él; quería abrazarte; tú me lo dijiste.

—¿Qué importa? Eso no vale ni significa nada. Todos los sueños son tonterías.

Don Ignacio desconfiaba; temía que su mujer, conociendo las violencias de su carácter, no quisiera confesarle la verdad; pero ella juraba no ocultarle nada, y tal acento de convicción y nobleza tenían sus palabras, que el veterinario se tranquilizaba. Doña Fabiana era sincera; el hito del misterio, por consiguiente, estaba en otra parte.

Además, la señora de Martínez no había vuelto á soñar con don Gil, y si alguna vez le vió en sueños, fué tan ligeramente, que su imagen no dejó rastro malo ni bueno en su memoria. Acerca de esto don Ignacio no sabía interrogarla y se informaba torpemente. Algo honesto, muy caballeresco, muy pulcro, le impedía formular preguntas infames. Doña Fabiana, sin embargo, le respondía explícitamente. Demasiado comprendía las curiosidades de su marido cuáles eran y por dónde iban orientadas.

—Puedes creer—le decía—que después de esa noche de que ya hemos hablado, no he visto á don Gil.

Con cuya misericordiosa afirmación Martínez sentía apaciguarse la agresiva tirantez de sus nervios y aliviado su corazón de una sofocante pesadumbre.

Terminadas las vacaciones carnavalescas, comenzó á celebrarse en Salamanca la vista del proceso instruído contra los hermanos Paredes. La noticia produjo en Puertopomares indecible emoción y devolvió á los Rojos todo su repugnante interés criminal. Los detalles de la causa, un poco olvidados en el somnífero transcurso de aquel año, readquirieron llamativos verdores. La gente, al pasar por delante de la llamada siempre «casa del chopo», miraba recelosa hacia la puerta; aquella puertecilla sórdida, oscura, colocada en un nivel inferior al de la calle, por donde el cadáver del señor Frasquito salió una mañana llevándose á la tierra el secreto de su agonía. Nada faltaba en el negro horror de tan inaudita tragedia policíaca: las relaciones incestuosas de Rita con su hermano; la horrible sagacidad que ambos pusieron en el planteamiento y realización de su crimen; el hallazgo de las tres orzas, llenas de dinero, detalle que enardecía la imaginación popular inclinada á creer, por motivos de raza, en tesoros ocultos. Luego el desarrollo de tan ominosa película ofrecía un intervalo de sosiego, de paz hipócrita: el comercio establecido por los Paredes en la calle Larga; la existencia honrada, fértil y sin penumbras, vivida serenamente ante los ojos de todo el vecindario: el hombre que no bebe, ni juega y se acuesta temprano; la mujer, casera, dedicada absolutamente á la crianza de sus hijos, como si quisiera ir borrando con la santidad de aquel amor las torpezas escandalosas de su juventud. Hasta que, de súbito, sin razón ostensible, el espectro del crimen reaparece para arrojar á tres niños bajo las ruedas de un tren. ¿Por qué aquel triple infanticidio? ¿Qué espíritu infernal necesitaba, para encalmarse y ser propicio, la ofrenda de aquella sangre inocente? ¿Asesinando á sus hijos cumpliría Rita Paredes algún voto?...

Durante las primeras sesiones, los procesados se mantuvieron inflexibles en las posiciones que cada cual había elegido. Rita ratificaba puntualmente sus declaraciones y acusaba sin piedad á su hermano. En cambio, Toribio lo negaba todo; pero como en sus careos con la mujerona se aturrullaba y contradecía, su situación era, por momentos, más falsa. Vicente López se disculpaba diciendo que, efectivamente, él quiso llevarse á Buenos Aires á su hijo Deogracias y á Rita, pero que no comprendía por qué ésta asesinó á sus otros hijos, ni cómo pudo llegar á tan desaforado extremo de sevicia.

Fernández Parreño y su colega don Dimas Narro, don Ignacio, don Isidro Peinado, alcalde de Puertopomares cuando ocurrió la muerte del señor Frasquito, y otros muchos vecinos, fueron reclamados como testigos por la Audiencia de Salamanca. Sus declaraciones no aportaron luz ninguna al proceso, pero sirvieron para exacerbar la pública inquietud. Los comentarios se multiplicaban hasta lo infinito; á Epifanio Rodríguez, el estanquillero, le arrebataban los periódicos de las manos.

En el Casino, en la Fonda del Toro Blanco, alrededor de las mesas del Café de la Coja, bajo el emparrado tendido, á modo de visera, ante el Parador del Sol, en los bancos de la Glorieta del Parque, donde se reuniesen cuatro ó cinco personas, siempre había una dispuesta á leer en alta voz las largas informaciones que cotidianamente la Prensa salmantina consagraba al crimen de los Paredes. Las tertulias tenían un interés nuevo; los circunstantes revisaban todos los incidentes de la vista, glosaban las declaraciones de Rita, elogiaban las argucias, emboscadas y ágiles taimerías del fiscal. En el Casino, donde, según costumbre, Martínez era el encargado de leer los periódicos, reinaba expectación indescriptible. Cuando el veterinario se colocaba las gafas sobre la nariz y cogía la Prensa, apagábanse todos los murmullos del salón, las conversaciones cesaban, los jugadores de billar dejaban sus tacos. Rodeando la mesa que ocupaban don Ignacio, don Juan Manuel, Fernández Parreño y otros amigos, los oyentes se oprimían. Cada cual cogía una silla y se aproximaba procurando no hacer ruido. Sobre el fondo claro de los muros, bajo la luz alechigada de las lamparillas eléctricas, únicamente Teodoro, rígido y vestido de negro, las manos atrás y la servilleta al hombro, permanecía de pie. Su cabeza pálida, cubierta de cabellos erectos y rubios, cortados según la moda francesa, parecía de oro.

Los diarios de aquella noche publicaban los incidentes de la cuarta sesión. Don Ignacio Martínez, que acababa de beber una copita de coñac, se limpió los labios con la mano, paseó por su auditorio una mirada satisfecha, y empezó á leer:

«A las dos en punto comienza la sesión. La tribuna pública rebosa gente; los curiosos se oprimen, se lastiman y con el ahinco de ver se ponen de puntillas y estiran el cuello. La temperatura es sofocante; el señor presidente manda abrir una ventana y la orden es recibida con murmullos aprobativos. Suena una campanilla y el silencio se restablece. Por una puerta y entre guardias aparecen los procesados: primero, Rita Paredes; luego su hermano, Toribio Paredes; detrás, Vicente López. Los tres ocupan el banquillo de los acusados. Rita pide la quiten las esposas, á lo que el señor presidente del Tribunal accede. Lo mismo hacen con Vicente y Toribio. Este no dice nada; hállase muy abatido y no levanta los ojos de la alfombra. Vicente López, en cambio, mira al público con descaro y sonríe á los periodistas.

»Empieza el interrogatorio. A una invitación del señor presidente, Rita Paredes se levanta. Parece más alta, más flaca, más angulosa, que nunca. Sus brazos descarnados forman, con la línea de los hombros, un ángulo recto.

»Fiscal.—Veamos, Rita: el Tribunal está muy satisfecho de usted porque, desde los primeros momentos, usted se ha manifestado decidida á ayudarle en sus pesquisas. Pero, aun no hemos llegado al fin. Entre las declaraciones de usted y las de su hermano, hay divergencias que la Justicia necesita precisar y aclarar. Debemos, pues, insistir sobre ciertos puntos ya discutidos. Usted ha dicho que á Frasquito Miguel le mataron entre usted y su hermano Toribio. ¿Es esto verdad?

»Rita.—Sí, señor.

»—¿En la comisión del asesinato no les ayudó nadie? ¿No tenían ustedes algún cómplice?

»—No, señor, ninguno.

»—Su hermano Toribio dice que la noche de autos, cuando él regresó del Café de la Coja, ya de madrugada, vió á un hombre que salía corriendo de casa de ustedes, y que en aquel individuo creyó reconocer á Vicente López, el Charro, antiguo amante de usted.

»—Es mentira.

»—Fíjese usted bien. Acerca de este punto, el Tribunal necesita hallarse perfectamente informado. Mida usted bien sus palabras. Echaría usted sobre su conciencia una responsabilidad gravísima, si, por favorecer á la persona que ama, acusase usted á un inocente.

»—He dicho la verdad.

»—Usted, con sus palabras, no ha sabido infundirnos esa convicción. Nadie comprende que Toribio Paredes, quien, según declaración de diversos testigos, parecía profesar á su cuñado morganático sincero afecto, de pronto se concertase con usted para asesinarle. En cambio, hallo muy verosímil que usted y Vicente López, el padre de su primer hijo y, según indicios, el hombre á quien usted ha querido más, decidiesen matar á Frasquito Miguel para robarle y con su dinero huir á Buenos Aires. El tiempo que dejaron ustedes transcurrir entre la perpetración del delito y el día de la fuga, no significa nada, ni pesa nada en el criterio del Tribunal; es, sencillamente, un ardid empleado por ustedes para eludir sospechas.

»(Hay un silencio. Toribio Paredes permanece inerte, la barbilla sobre el pecho, los ojos apagados. Parece sordo. Vicente López se rebulle en su asiento y hace con la cabeza enérgicos ademanes negativos. Uno de los guardias que le custodian le toca en la espalda y por señas le ordena que observe más circunspección y mesura. El Charro suspira y se encoje de hombros).

»Fiscal.—¿Qué responde usted, Rita, á lo que acabo de decir?

»Rita.—Ya lo sabe usted. Mi hermano miente. La noche del crimen Toribio no salió á la calle, y de consiguiente nadie pudo penetrar en casa á hurtadillas suyas. Además, en aquella época Vicente López no vivía en Puertopomares.

»—¿Dónde estaba?

»—No lo sé; no nos escribíamos. Habíamos reñido y hacía años que yo no tenía noticias de él.

»(El abogado de Toribio Paredes pide autorización para dirigir á la acusada una pregunta. El Tribunal consiente).

»El señor García Pérez.—¿Cómo explica entonces la acusada que, apenas asesinado el señor Frasquito Miguel, resucitase en Vicente López el cariño hacia ella? Yo invito á la Sala á fijarse en la extraña concatenación de estos hechos. Hay entre ambos una derivación perfectamente lógica. A mi juicio, si Vicente López no es el ejecutor del crimen, fué, cuando menos, el agente moral, el inspirador; su repentino amor á la acusada sólo se explica por el deseo de apoderarse del dinero de la víctima. Es cuanto tenía que decir.

»El señor Bastín, defensor de Vicente López, exclama:

»—Esa observación carece de sentido.

»El señor García Pérez, que no ha oído:

»—¿Cómo?

»—El señor Bastín.—Se quiere, porque sí, y los amores que parecían muertos resucitan también «porque sí». Esto sucede todos los días. Decir lo contrario es hablar como lo haría un chiquillo sin experiencia.

»(Risas. Los dos letrados entablan un tiroteo de frases bastante vivo. El señor presidente se cree obligado á intervenir):

»—¡Orden, señores!...

»(El señor García Pérez se sienta, un poco sofocado, y al hacerlo deja caer unos papeles que revuelan como mariposas y se esparcen sobre la alfombra. El señor García Pérez hace un guiño de contrariedad. Más risas).

»Fiscal.—¿No obstante lo afirmado por el señor García Pérez, la acusada mantiene sus declaraciones?

»Rita.—Sí, señor.

»—¿Su hermano Toribio es el único autor material y moral del asesinato cometido en la persona de Frasquito Miguel?

»—¿Cómo, moral? ¿Qué quiere decir eso?...

»—Pregunto que si fuera de Toribio no hubo nadie, Vicente López, por ejemplo, ú otra persona cualquiera, que les aconsejase, tanto á usted como á su hermano, desembarazarse del señor Frasquito.

»(Hay una pausa. Rita parece vacilar. El señor fiscal insiste):

»—Díganos la verdad: ¿Nadie indujo á ustedes al asesinato del señor Frasquito?

»—Sí, señor.

»—¿Cómo? ¿Alguien ha aconsejado á ustedes matar á Frasquito Miguel?

»—Sí, señor.

»—De ello, sin embargo, nada había usted dicho hasta ahora...

»—No, señor.

»—¿Por qué?...

»—No me había acordado.

»(Las palabras de Rita Paredes despiertan extraordinaria emoción. La mujerona, larguirucha y fantasmal, parece sonámbula. Toribio Paredes levanta precipitadamente la cabeza y mira á su hermana. Su rostro refleja una ansiedad y una alegría).

»Fiscal.—Supongo que no intentará usted descarrilar la acción de la justicia inventando patrañas cuya falsedad no tardaríamos en comprobar.

»—No, señor; juro decir verdad.

»—Entonces, hable usted sin miedo. ¿Quién aconsejó á usted y á su hermano asesinar á Frasquito Miguel?...

«(Prodúcese en la Sala un silencio absoluto; silencio de camposanto. Centenares de ojos, bruñidos por la curiosidad, se clavan en Rita. Esta duda, mira al Tribunal, á los letrados y al público, con expresión idiota. Por dos veces se lleva las manos á la frente y, automáticamente, se alisa los cabellos).

»—Lo que voy á decir esconde un misterio; un misterio que no comprendo y, de consiguiente, que no sabré explicar...

»—Hable usted como mejor sepa, Rita; aquí estamos todos dispuestos á ayudarla.

»(La voz del señor fiscal se ha almibarado notablemente: es la seductora dulzura paternal conque la experiencia le ha demostrado que debe hablarse á los acusados para empujarles á la sinceridad y á la confesión. Toribio Paredes no cesa de mirar á su hermana. En la cara de Vicente López hay asombro).

»Rita.—La persona que, tanto á mi hermano como á mí, nos ha dicho que debíamos matar á Frasquito Miguel para robarle, es don Gil Tomás.

»—¿Quién es don Gil Tomás?

»—Un señor que nosotros conocemos.

»—¿Dónde vive?

»—En Puertopomares, á la entrada del Paseo de los Mirlos.

»—¿Sigue viviendo allí?

»—Sí, señor.

»—¿Y qué interés cree usted que podía tener ese don Gil Tomás en el asesinato del señor Frasquito?

»—Lo ignoro.

»—¿Habló usted muchas veces con él?

»—Sí, señor.

»—¿Y su hermano?

»—También.

»(Toribio Paredes hace, con gran energía, ademanes afirmativos. Una ola de sangre arrebola su rostro; tiene las mejillas encendidas y la estrecha frente cubierta de sudor. Vicente López guarda la actitud reconcentrada y absorta del hombre que busca un recuerdo muy olvidado, muy hundido, en el subsuelo de su conciencia).

»Fiscal.—¿Dónde veía usted á ese don Gil Tomás?

»—En mi casa. Es decir: yo no le veía en ninguna parte. Yo le veía y hablaba con él, pero era en sueños».

Al llegar á este punto don Ignacio Martínez, que, no bien leyó el nombre de don Gil, había comenzado á dar muestras de agitación, tiró el periódico sobre la mesa y empezó á morderse el pulgar derecho. En su rostro, crispado por una terrible emoción, los ojos pequeños y redondos ardían y quemaban como brasas. Los circunstantes se miraban atónitos. Con ser enorme la sorpresa que les produjo la acusación lanzada por Rita Paredes contra don Gil, no era tan fuerte como la que acababa de sugerirles la insólita actitud del señor Martínez.

Don Juan Manuel le interpeló:

—¿Qué le sucede á usted? ¿Está usted enfermo?...

Fernández Parreño miraba al veterinario fijamente, recelando ver en su semblante síntomas de congestión. Varias personas se habían puesto de pie, y la cabeza rubia de Teodoro adquirió repentinamente la blancura del miedo. Hubo un silencio lleno de interés, de emoción, de solicitud. Don Ignacio, callado, continuaba mordisqueándose las uñas con tan sañudo ahinco, que era milagroso que la sangre no hubiese corrido ya. ¿Por qué aquel furor caníbal? Algunos recordaron la fiel observación de don Valentín: «Hace mucho tiempo que don Ignacio no se muerde otras uñas que la de sus pulgares...»

Don Elías tocó ligeramente en un brazo al señor Martínez.

—¿Qué ha sido eso?... ¿Un mareo, verdad? ¿Quiere usted beber un sorbo de agua?

Don Ignacio pareció recobrarse:

—No—dijo—, no es nada; muchas gracias.

Don Elías se volvió hacia la reunión:

—Ha sido un desvanecimiento producido por la lectura. Leer en alta voz aturde; he tenido ocasión de comprobarlo personalmente más de una vez.

—No es eso—contestaba Martínez—; no es eso...

¿Cómo explicar en pocas palabras el efecto que la revelación de Rita Paredes le había producido? ¿Cómo decir que, asociando las sugestiones á que la mujerona se refería con las alucinaciones de doña Fabiana y de Fermín, acababa de tener la convicción vertical, irreductible, de que el hombre pequeñito era un espíritu sabático?...

Para excusar explicaciones, el señor Martínez se levantó:

—Señores, ustedes van á permitirme que me retire...

Fernández Parreño, don Juan Manuel, don Dimas y don Isidro, quisieron acompañarle.

—Iremos con usted hasta su casa—decían.

—No, no; muchas gracias; no es preciso. Créanme ustedes: estoy bien, completamente bien. Hasta mañana...

Y se fué dejando á todos asombrados. Hubo algunos comentarios. Después don Elías se puso sus gafas y cogió el periódico.

—Entonces, si ustedes quieren, leeré yo. ¿Dónde estábamos?... ¡Ah, sí! Aquí: Rita había dicho que veía y conversaba con don Gil Tomás en sueños.

«Fiscal.—¿Cómo se explica usted eso?...»

Prosiguió leyendo. Su voz caía, como lluvia benéfica, sobre la curiosidad de la tertulia; una curiosidad quemante, parecida á una sed...

XXXII

El proceso instruído contra los hermanos Paredes tomó, de pronto, un sesgo inesperado. Como las preguntas del fiscal y de los defensores, las contestaciones de los reos tenían una orientación telepática, un picante aliño abracadabro. En Puertopomares la curiosidad pública, aguijoneada diariamente por los periódicos, tocaba á las cumbres de una excitación morbosa. La multitud estaba dispuesta á amotinarse contra don Gil Tomás, y hacía una semana que el hombre pequeñito, tildado de asesino y de duende por la opinión, no se atrevía á salir á la calle.

De este criterio parecía participar también la Prensa salmantina. Un médico de mucha notoriedad y prestigio en la ciudad del Tormes, publicó una crónica explicando las relaciones entre el sueño y la vigilia, y cómo la voz teúrgica de las pesadillas puede dejarse oir en la realidad. Aquel artículo produjo impresión y animó á su autor á escribir otros. Un publicista spenceriano le contestó, rebatiéndole. Surgió una polémica. La conciencia colectiva, sacudida por tan punzantes novedades, se enardecía y flameaba como una bandera.

Apenas Rita Paredes se acordó de acusar á don Gil Tomás de la muerte del señor Frasquito y de sus hijos, el aspecto de los interrogatorios cambió. Toribio, á su vez, se declaró autor del asesinato del buhonero y confirmó puntualmente las palabras de su hermana.

«Yo no hubiese pensado nunca en matar á Frasquito Miguel—dijo—si don Gil Tomás, en sueños, no me lo hubiese aconsejado y ordenado; añadiendo que, si yo le complacía, él sabría arreglárselas de manera que el crimen no se descubriese.»

El Tribunal parecía impresionado. Había en las declaraciones de los hermanos Paredes una armonía absoluta, una categórica uniformidad de detalles. A porfía Rita y Toribio citaban frases, conversaciones, pormenores, que evidenciaban la sugestión criminal del hombre pequeñito. Los dos demostraban haber obrado bajo el imperio de un vigor oculto, inexplicable y fatal. Fue don Gil quien les aseguró que el señor Frasquito tenía su dinero escondido en tres orzas pintadas de verde; y quien explicó á Toribio el ardid de clavar una herradura en la maza con que había de matar, para que ante los ojos de la opinión el mazazo se convirtiese en coz; y quien, finalmente, obligó á Rita á desembarazarse de sus hijos, amenazándola con delatarla á la Justicia si no lo hacía. Los jueces estaban pasmados. Una luz nueva, un resplandor astral y extravagante, caía sobre el proceso y lo aclaraba. Lo que permanecía inexplicable era el motivo que pudo impelir á don Gil á exterminar de tan excéntrico y cruelísimo modo á Frasquito Miguel y á sus descendientes. El proceso salíase de sus moldes habituales y perdía su carácter contemporáneo para convertirse en una de aquellas causas por brujería, que apasionaron á la Edad Media.

Tan serio interés y alboroto acentuóse más aún cuando las declaraciones de Vicente López confirmaron, en cierto modo, la verosimilitud de cuanto últimamente los hermanos Paredes habían dicho. A su vez el Charro recordaba haber soñado diferentes veces con un hombre amarillo y pequeño, á quien no conocía, que porfiadamente le hablaba de que Rita tenía buenos ahorros y le aconsejaba volver á reunirse con ella. Ahora que sabía, aunque sólo de referencias, las trazas de don Gil, no dudaba de que fuese éste el individuo de sus pesadillas. Con claro desparpajo explicaba aquel reverdecimiento de su amor hacia Rita. Muchos años vivió sin acordarse ni de la mujerona ni de su hijo; otras mujeres y otros afanes ocupaban su corazón. Tampoco sufría remordimientos por haberla abandonado; el tiempo se había llevado su imagen muy atrás. Una vez, sin embargo, soñó con ella, y cuando despertó estaba triste. Varias noches consecutivas aquel ensueño se repitió. ¿Por qué? Vicente López llegó á preguntarse: «¿Habrá muerto?...» Durante todo el día una pesadumbre indefinible le acompañó, semejante á una sombra. ¿Es que las veleidades y alegrías de la juventud, vuelven en la vejez convertidas en lágrimas? Lo que en los años verdes fué risa, ¿será después, bajo la nieve de los cabellos, sollozo y dolor?... A estas preguntas respondió un hombrecito estrafalario. Aquel individuo exhortaba á Vicente López á reunirse con Rita. «Esa mujer te quiere como nadie te quiso—le decía—; con ella y tu hijo aun puedes ser dichoso». Sus palabras iban derritiendo poco á poco los hielos ingratos que sobre su corazón fué echando el tiempo. Y el Charro pensó: «¿Por qué no soplar y avivar el rescoldo? ¿Por qué no sentarse otra vez al calor de la vieja hoguera?...» A esta resurrección sentimental servía de poderoso abono el mal curso de sus negocios. Vicente López estaba arruinado, desprestigiado, y el dinero de su antigua amante constituía para él una salvación. Por eso se informó del paradero de Rita y con ansias, que igual podían ser de amor que de lucro, fué á buscarla; pero ni sabía que el señor Frasquito hubiese muerto asesinado, ni tuvo participación alguna en el execrable infanticidio del túnel.

La novelesca unanimidad de todas estas deposiciones pesó en el ánimo de los jueces y les determinó á reclamar la presencia de don Gil.

Apenas el mandato judicial llegó á Puertopomares, don Niceto Olmedilla se apresuró á cumplirlo. Sin perder instante, acompañado de su secretario y de dos alguaciles, personóse en el domicilio del enano. Al verle, el hombre pequeñito se inmutó, y la sorpresa acreció el livor de sus mejillas.

—¿Viene usted á detenerme, amigo don Niceto?

—Sí, señor. Es la orden que la Audiencia de Salamanca acaba de transmitirme. Usted sabrá, por los periódicos, que los Paredes le acusan del asesinato de Frasquito Miguel.

—Efectivamente; pero su afirmación es gratuita, descabellada... ¡carece de todo sentido común!...

En la expresión de sus ojos glaucos había una fuerte, indiscutible y sugestiva sinceridad. Don Niceto Olmedilla sintió el leal imperio de aquella protesta, y sus manos tuvieron un gesto de conciliación y disculpa.

—Lo comprendo—repuso—pero la humana justicia procede así, y en casos como éste, el deseo de descubrir la verdad la obliga á toda clase de tanteos y pesquisas.

La escena se desarrollaba en el comedor. Caía la tarde. Delante de la ventana abierta sobre el jardín, en la blanda palidez azulina del espacio, negreaba misterioso el ramaje cónico de un ciprés. Don Gil iba y volvía por la estancia, el andar lento, las manos metidas en los bolsillos del pantalón: más que inquieto, manifestábase humillado y enfurecido por aquel contratiempo que, á barrisco, irrumpía en su vida y la desordenaba. Con un esfuerzo de voluntad, demostró serenarse. Miró al reloj, pendiente del muro, entre viejos platos de Talavera y de Manises. Eran las seis.

—¿Cuándo hemos de marcharnos?—preguntó.

—El tren de las seis y cuarenta es el mejor. Nos conviene salir de aquí antes de que la noticia de hallarse usted requerido por la Audiencia se divulgue. Ya recordará usted lo que sucedió cuando nos llevamos á los hermanos Paredes á Salamanca.

—¡Es cierto!...

En un rapto de cólera, don Gil levantó los brazos sobre su cabeza; entre los puños de su camisa, sus muñecas débiles y sus manecitas blancas, impotentes, minúsculas, parecían las de un niño.

—¡Qué contrariedad, qué trastorno! Este incidente me obligará, tarde ó temprano, á marcharme de aquí. ¡Ya lo verán ustedes!...

Asomóse á un balcón y llamó á sus criadas, que platicaban en la calle con unos vecinos á quienes había alarmado la llegada del juez. Obedientes á la voz del amo las dos muchachas acudieron, y don Gil díjolas brevemente lo que debían hacer durante su ausencia. Pidió luego le colocasen en un maletín sus enseres de tocador, y sin otras dilaciones, marchando entre don Niceto y su secretario, y, seguido por los alguaciles, salió á la calle. Noticiosas de su detención muchas personas le miraban con recelo y asombro. En la Glorieta del Parque, delante del Parador del Sol y á la entrada de la calle Larga, la gente se detenía para verle pasar.

Con este nuevo aliño de brujería y ocultismo, tan del gusto popular, el interés de la causa aumentó. Los nuevos interrogatorios á que el fiscal sometió á los acusados, y los tenaces y enardecidos careos de éstos con el hombre pequeñito, tenían una orientación cabalística, un aroma de otra vida, que exasperaban la curiosidad.

XXXIII

La presencia de don Gil en la Sala donde se celebraba la vista, produjo, así en el público como en las personas del Tribunal, emoción fortísima. Jueces, letrados, periodistas, ujieres, todos admiraban la minúscula figura de aquel hombrecito sobre quien, á porfía, los tres procesados declinaban las peores responsabilidades. También advirtieron la expresión cerrada, preocupadora, de su rostro amarillo.

Don Gil Tomás afrontó aquel momento con bizarría. Traspuso sereno la barandilla que limitaba el espacio destinado al público, y subió los dos peldaños que facilitaban el acceso al estrado. La inverosímil pequeñez de su cuerpecillo, vestido de negro, la brevedad infantil de sus manos y de sus pies, y más aún la quietud de su cabeza, lívida y grave, dábanle las apariencias de un muñeco. Hubo un largo murmullo. Don Gil miró á su alrededor. Todo era rojo: la alfombra, el papel que revestía los altos muros, el dosel que daba á la mesa del Tribunal severo paramento, el ovalado respaldo de los sillones donde, semejantes á hojas otoñales, amarilleaban de vejez y fastidio las caras de los jueces. Suelo, paredes, muebles, naufragaban en la misma ola púrpura; un miraje alucinante, sanguinario, enloquecedor, sobre el cual las cabezas de los magistrados flotaban exangües y como truncas...

Después de responder á las generales de la ley, don Gil esperó cruzado de brazos. Iban á carearle con Rita. Su aspecto, su respiración, la mirada límpida de sus ojos, decían su inocencia. Apareció la mujerona. Desde el primer instante el fiscal encauzó el interrogatorio diestramente y sin divagaciones.

—Como usted sabe—empezó diciendo el representante de la ley—, aquí se han lanzado contra usted acusaciones gravísimas. Dos de los tres individuos complicados en el asesinato de Frasquito Miguel, dicen ser usted quien, con razones y consejos, excitando en ellos unas veces la codicia y otras su odio al difunto, les determinó y condujo al crimen. ¿Es cierto?

—No, señor. Todas esas aseveraciones son absurdas, y tomarlas en consideración me parece ridículo.

La réplica ardorosa y cortante, de don Gil, tuvo la virtud de endurecer un poco las cejas del señor fiscal.

—No debe el testigo—dijo—discutir los medios de que el Tribunal se sirve para esclarecer la verdad de los hechos. Nadie ha solicitado su opinión acerca de esto. Limítese, por consiguiente, á contestar.

Don Gil se inclinó, demostrando acatamiento y reverencia. Continuó el fiscal.

—¿Conocía el testigo al difunto Frasquito Miguel?

—Sí, señor.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Desde hace ocho ó nueve años. No sabría precisar ahora cuántos.

—¿Fueron ustedes muy amigos?

—No, señor. Nos saludábamos en la calle y nada más. Puedo decir que sólo le conocía de vista, como conozco á todos los vecinos del pueblo.

—¿No alimentaba usted contra él ningún motivo de resentimiento?

—Absolutamente ninguno.

—¿Los padres de usted conocieron al interfecto?

—Lo ignoro. Supongo que no.

—¿Dónde estaba usted la noche de autos?...

—En mi casa, probablemente, porque casi nunca salgo á la calle después de cenar.

—¿Qué impresión le produjo la muerte del señor Frasquito?

—Una impresión de piedad. Le creía un hombre inofensivo y bueno. Recuerdo que al siguiente día tropecé con su entierro y me uní á su comitiva.

—¿Por qué?...

Esta pregunta, que en otra ocasión cualquiera habría parecido ociosa, interesó á la Sala. También sorprendió á don Gil, que se alzó de hombros.

—Porque sí—repuso. Su voz era tranquila.

El fiscal continuó:

—No comprendo entonces la participación activísima que Rita Paredes y su hermano le atribuyen á usted en el asesinato del señor Frasquito. Ambos afirman que tan coautor como ellos es usted de esa muerte.

—Tampoco yo lo comprendo, señor fiscal.

—¿Frecuentaba usted el trato de Rita?

—No. Con quien he hablado algunas veces es con su hermano. A ella la conocía de vista, sabía su historia y nada más.

El fiscal invitó á Rita Paredes á levantarse.

—¿Es cierto—preguntó—como diferentes veces ha manifestado usted, que el testigo la indujo á matar á Frasquito Miguel?

—Sí, señor.

—Hable usted.

Con leal vehemencia, la mujerona dirigió sus miradas y sus ademanes hacia el hombre pequeñito. Un gran cimiento de lógica, un fondo de verdad, de sinceridad, daba maravillosa trabazón á sus palabras, al parecer incoherentes. Don Gil la convenció de que debía asesinar al señor Frasquito, la dijo dónde éste guardaba sus ahorros y la aseguró que de aquel crímen la Justicia nunca sabría nada. Agregó.

—No había noche en que don Gil ó su alma... ¡ó lo que fuese!... no compareciese en la alcoba donde mi hermano y yo dormíamos, y unas veces á él, otras á mí, siempre nos decía lo mismo: «Que Frasquito Miguel no servía para nada, y que si le matábamos podíamos tener dinero y ser dichosos...»

Las palabras de la mujerona indignaron al hombre pequeñito, que empezó á gritar:

—¡Esa criatura está loca! ¡Sus palabras carecen de sindéresis!... Pero, ¿no lo comprende así la Sala?

Rita le increpó con una cólera que el respeto de las frases no bastaba á encubrir:

—No, señor, no estoy loca. Cuento lo sucedido. Yo desconozco los motivos que usted tendría para odiar á Frasquito Miguel y desearle la muerte; pero lo cierto es que eran muy raras las noches que usted dejaba transcurrir si recomendarnos que le matásemos.

—¡Falta usted á la verdad! Usted y yo no hemos hablado nunca: ni despiertos, ni dormidos, ni de ninguna forma.

—¿Que no, señor don Gil?

—No, señora.

—¿Y de la hecatombe del túnel, no tiene usted la culpa?

—¿Yo?... ¿Yo?...

—¿Usted no me ordenó que, antes de irme con Vicente López, matase á mis hijos, pues de no hacerlo diría usted á la Justicia que entre mi hermano y yo asesinamos á Frasquito Miguel?

A estas acusaciones replicaba don Gil Tomás con negativas rotundas y llevándose escandalizado entrambas manos á la cabeza. Cuanto Rita decía, punto por punto lo negaba el enano. Ni una sola vez consiguieron ponerse de acuerdo, y el careo, por tanto, á pesar de la excelente discreción y pericia del fiscal, no trajo luz ninguna al sumario.

Otro tanto sucedió en el careo verificado al día siguiente entre el hombre pequeñito y Toribio Paredes, lo que restó algún interés á la vista. Toribio exponía lo sucedido y explicaba la complicidad de don Gil en términos idénticos á los empleados por su hermana. Asimismo don Gil se obstinaba en una negativa intransigente, total y sin resquicios. El público empezaba á aburrirse.

En cambio, la declaración de Vicente López trajo una variante muy amena. Al ver á don Gil, el Charro tuvo un ademán de asombro; después aquella sorpresa fué convirtiéndose en miedo y supersticioso terror. Temblaba su voz ligeramente. Sus pesadillas acababan de objetivarse y de hacerse carne; carne real, viva...

—Con este hombre—dijo—yo he hablado en sueños muchas veces.

Las palabras de Vicente López causaron enorme emoción: eran sencillas, reveladoras, implacables. El fiscal preguntó á Vicente:

—¿Reconoce usted bien al testigo?

—Perfectamente, señor fiscal.

—¿Y por la voz, le hubiese usted reconocido también?

—No lo creo: ya sabe usted que en las pesadillas la voz de las personas que hablan con nosotros vibra en nuestro interior y no en nuestros oídos; quiero decir, que no suena realmente.

Las declaraciones de Vicente López y de los hermanos Paredes, ajustándose y completándose admirablemente unas á otras, constituían un terrible bloque acusador para don Gil. Indudablemente en los oscuros entresijos de aquel asunto había un secreto telepático. Si Toribio y Rita hubiesen acusado á don Gil desde el primer momento, hubiera podido creerse en un complot tramado por ambos para suavizar la gravedad de los cargos dirigidos contra ellos. Pero aquel rumbo que las indagaciones judiciales tomaron por los trigales del misterio, surgía de pronto, cuando los procesados llevaban más de veinte días de rigurosa incomunicación.

Las primeras frases en que Rita Paredes se acordó de presentar á don Gil como coautor del asesinato de Frasquito Miguel y de sus tres hijos, parecieron bañar en una nueva luz la conciencia de los otros dos acusados. Espontáneamente y con el franco ímpetu que inspira la verdad, Toribio y Vicente renunciaron á las posiciones en que precavidamente se habían encastillado: Toribio aceptó la parte de culpa que le correspondía en el crimen, y el Charro vió surgir del olvidado horizonte de sus recuerdos la imágen de un hombrecillo que, usando palabras insinuantes de amorosa emoción y melancolía, le aconsejaba buscar á Rita. La armonía de estas declaraciones era rotunda. Entre las de Toribio y su hermana, especialmente, ni una vaguedad, ni una contradicción, ni siquiera una leve discrepancia. En sus espíritus, la impresión de aquellos sueños criminales subsistía intacta. Ambos, por igual, habían experimentado las influencias telepáticas de don Gil, los dos evocaban con exactitud abrumadora, casi documental, el modo cómo aquellas alucinaciones nocturnas se producían, las palabras del sugestionador, su rostro, su traje, sus actitudes, el silencio con que se presentaba y se iba. Al par de Toribio, Rita citaba momentos, miradas, fechas y otros detalles terminantes.

Era imposible que los hermanos Paredes se hubiesen aunado para mantener semejante patraña; esto requería una memoria, un vigor de entendimiento y una sagacidad para la mentira, de que tanto ella como él, eran absolutamente incapaces. Por consiguiente, no se trataba de nada inventado: sus confesiones envolvían un misterio real, acaso un arcano problema científico. A saber: ¿Pueden los espíritus separarse de sus cuerpos durante el sueño? Y en caso afirmativo: ¿Pueden las almas conversar unas con otras y sugestionarse al extremo de realizar despiertas lo que determinaron hacer hallándose dormidas?... Para mayor asombro, las últimas declaraciones de Vicente López ratificaban las de los Paredes, y eran como una firma más estampada al pie de aquella especie de alegato en favor de la existencia de un mundo invisible.

Pero estas arriesgadas presunciones fracasaban ante los ademanes y las miradas, de vertical inocencia, de don Gil. El hombre pequeñito no sabía nada, no comprendía nada, de cuanto le decían. Todas aquellas imputaciones parecíanle calumnias odiosas, tretas abominables inventadas por la astucia de los criminales y que la incultura colectiva acogía con regocijo insano. Él apenas había tratado al señor Frasquito; él apenas salía á la calle de noche; su vida era transparente; vida sin viajes, sin recobecos, sin negocios, deslizada pacíficamente bajo las miradas de sus vecinos. ¿Quién podía reprocharle ninguna mala acción? ¿A quién había engañado? ¿Con quién había reñido? Para honrarle ¿no estaba allí su historia límpida, clara, impoluta, semejante á un cristal bañado en sol?...

Don Gil no mentía, y como las agitaciones de su vida nocturna huían de su espíritu con la vigilia, este olvido daba á sus protestas un acento irresistible de verdad. Si fuertes y leales eran las acusaciones que contra él dirigían los procesados, no eran menos enérgicos los gestos y las frases con que el hombrecillo se defendía; y esta indomable sinceridad hacíase temblor colérico en sus manos y fuego vengativo en sus ojos. Escuchando desapasionadamente á unos y otros, la Sala llegó á convencerse de que nadie mentía. Eran francos los hermanos Paredes, lo era Vicente López, lo era también don Gil. Mas, ¿cómo vincular la vida real á la fantástica? ¿Cómo conceder capacidad criminal y, de consiguiente, valimiento jurídico, á un sueño? Los Paredes y Vicente López aseguraban haber soñado muchas veces con don Gil, pero éste lo negaba. La certidumbre de tales pesadillas era indudable, y no obstante don Gil podía ser ajeno á ellas. Los fisiólogos no han conseguido medir aún el alcance de los sueños. Pudo la voluntad de don Gil presentarse una vez y muchas á los acusados y ejercer presión en ellos; pudieron éstos asimismo, soñar con don Gil, en cuyo caso la imagen del hombre pequeñito cesaba de tener sustantividad objetiva para ser un producto ó visión de la fantasía de los durmientes. Y en esta enmarañada selva de suposiciones gratuitas y resbaladizas apariencias, ¿dónde hallar la verdad?...

Al cabo, con muy sano acuerdo, los señores jueces decidieron atenerse á los hechos comprobados y renunciar á toda laya de pesquisiciones metafísicas; y pues la presencia de don Gil tuvo la virtud de arrancar á Toribio Paredes la confesión de su crimen, no quisieron obtener más de él y restituyeron al hombre pequeñito su libertad.

No obstante, estos interrogatorios y careos dejaron una estela fatal para el enano. Sus discusiones con Vicente López y los Paredes ante la Mesa del Tribunal, y los formidables cargos lanzados contra él, ratificaron en el vecindario de Puertopomares la antigua creencia de que don Gil Tomás, si no capacidades de hechicero, precisamente, tenía, cuando menos, ciertos dones extraños, poderes telepaticos, virtudes hipnóticas, que le permitian ejercer, á distancia, influencia sobre las personas. La opinión elogiaba la hábil cautela con que la Audiencia salmantina desdeñó el aura de brujería en que los tres acusados trataron de envolver al hombrecillo, pero reservábase el derecho de seguir creyéndole un empecatado y temible jorguín.

Como el tonto Ramitas que, de año en año, arrastraba por las calles su gruñido idiota, don Gil llegó á ser un tipo representativo. Ramitas personificaba la ignorancia ambiente; don Gil, la incultura, gofería y atraso de todos. En su cuerpecillo los fanatismos religiosos peores, las supersticiones, la fe en la virtud de las cosas ocultas, cristalizaron.

También parecía tener el rostro de la Muerte.

A nuestro alrededor, día y noche, en todos nuestros actos, en todas las conversaciones, en el agua demasiado fría que bebimos á destiempo, en el rayo de sol que calentó demasiado nuestra nuca, en el negocio que emprendemos, acecha la muerte. Su imperio aciago nos rodea. Es horrible considerar que la casa donde moriremos seguramente ya está edificada, que hay una escalera cuyos peldaños bajaremos en hombros, que la madera de nuestro ataúd existe ya. «¿Cuál es esa casa?—pensamos—¿Qué árbol, entre los millares de árboles que vi cruzando un bosque en tren, dará la madera de mi ataúd? ¿Qué sastre hará mi último vestido? ¿Cuáles serán el último teatro, la última ciudad, el último paisaje, que miren mis ojos? Y, de cuantas manos estrecharon la mía, ¿cuál cerrará mis párpados?»... Estas ideas el pueblo las asociaba al hominicaco del Paseo de los Mirlos. Don Gil Tomás, con su actitud, que destilaba silencio, y sus labios sin risas, debía de poseer la clave de tan terribles preguntas.

Prodújose contra él una reacción bárbara. Los vecinos más pacíficos pedían su destierro. En una taberna de la Puerta del Acoso, varios gitanos habían jurado matarle. Los hombres, que conocían por sus mujeres las grandes venturas nocturnas del enano, tenían celos de él. Los labriegos le hacían responsable de los pedriscos, de las escarchas y de los animales perdidos. Un rehalero aseguraba que una noche de tormenta, á la hora cabalística de las doce, vió á don Gil rondando la majada, y habiéndole arrojado con certera puntería una piedra, instantáneamente cesó de verle, de donde dedujo que no era su cuerpo mortal, sino su espíritu, el que por allí andaba.

La historia tenebrosa del hombrecito color de limón, florecía de nuevo en las tertulias del Toro Blanco y del Casino, y en los corrillos de la Glorieta. Don Ignacio Martínez, que nunca había hablado de la noche en que su mujer, sonámbula, quiso ir á buscarle á casa de don Gil, apremiado por la curiosidad de sus amigos, que tenían noticias de aquel suceso por Fermín, lo describió circunstanciadamente, y su narración produjo emociones rayanas en el terror cerval.

—Ahora comprenderán ustedes—decía el veterinario—por qué al leer que los hermanos Paredes acusaban á ese hombre de la muerte del señor Frasquito, tiré el periódico. Tuve miedo, lo confieso, un miedo que era frío y me llegaba á los tuétanos; miedo á lo sobrenatural, á los muertos... ¡no sé!...

A granel iban acumulándose contra don Gil Tomás recuerdos y detalles. La memoria benedictina de unos, la imaginación hiperbólica de otros y la ignorancia y malevolencia de todos, realizaban este infame milagro. Se recordaron el accidente que privó de la vida á Eustasio, el tonelero; la pesadilla profética de Ursula Izquierdo; el fin de Manuel Ayala, muerto en riña al día siguiente de tener una disputa con don Gil; el fallecimiento repentino de Juanita, la hija del carpintero Wenceslao; y los últimos momentos de Manolo Peinado, expirando en el silencio de una cita. Hasta las buenas acciones de don Gil, consistentes en señalar á las personas de su agrado qué asuntos debían emprender ó de cuáles les convenía guardarse, se revolvían en contra suya.

Acobardado por la hostilidad del ambiente, el hombre pequeñito se refugió en su casa, de la que salía apenas. Una tarde dos mujeres, que volvían de lavar, le encontraron tendido sin conocimiento entre unos matorrales, cerca del Malamula, y compadecidas de él le condujeron á su domicilio. Mientras le llevaban, reían y decían maliciosos donaires. ¡Pesaba tan poco!...

Meses tardó don Gil en reponerse de sus heridas. Durante este tiempo nadie se interesó por su salud. Luego se supo que fueron Luis Olmedilla, recién casado con Anita Fernández Parreño, y Romualdo Pérez, los autores de tan gentil paliza.

XXXIV

Llegada la noche, que era fría, y no bien terminaron de cenar, don Ignacio y su mujer se acostaron. Serían las nueve.

—¿Quién ha preguntado por mí esta tarde?—decía Martínez—; ¿Vino el jardinero? ¿Envió don Valentín las veinte pesetas que me debe?...

Doña Fabiana contestaba brevemente, los negros ojos medio cerrados. Tenía sueño. Entre el blanco embozo de las mantas y la escrupulosa albura de las almohadas, aparecían las cabezas del matrimonio: ella, saludable, carrilluda, opulenta, el hermoso rostro enmarcado por el ébano regio de sus cabellos; él, moreno, atlético, bigotudo, con algunos hilos de plata en el pelo áspero, cortado al rape sobre la frente estrecha, plana y llena de impulsos. Cerca del amplio tálamo y dentro de una camita muy linda y compuesta bajo un transparente balanquino de gasa azul, dormía Antoñita.

Gradualmente el interrogatorio de don Ignacio iba apaciguándose. También él tenía sueño y tiró á un rincón el chicote que estaba fumando. Doña Fabiana bostezó.

—¿Dormimos?—dijo.

—Bueno.

—Hasta mañana, entonces.

—Hasta mañana...

Cambiaron un beso. Ella dió media vuelta, buscando una actitud cómoda, y sus macizas caderas levantaron en el centro de la cama una hinchazón apetecible. Don Ignacio echó fuera del embozo un brazo faunesco, velloso y cobrizo, y apagó la luz. Por los resquicios de una ventana la claridad rubia de la luna tendía en la oscuridad del dormitorio hilos fantasmales. Aún doña Fabiana, la lengua entorpecida por el sueño, interrogó:

—¿A qué hora he de llamarte?

—A las siete, en punto.

Silencio. Casi inmediatamente los dos empezaron á roncar. Transcurrió mucho tiempo. Los gallos habían cantado ya varias veces. Eran más de las cuatro. De súbito, en la quietud del caserón, la voz atiplada de la niña vibró imperiosa, apremiante; su acento expresaba terror:

—¡Mamá... mamá!...

En el lecho de sus padres, sus oídos, hiperestesiados por el miedo, percibían balbuceos de angustia y rebullos extraños de lucha. Volvió á llamar:

—¡Mamá!... ¡Mamá!...

—¿Qué?... Voy...

Respondía doña Fabiana entre dientes. Antonia repitió incorporándose y con la garganta llena de lágrimas:

—¡¡Mamá!!...

La señora de Martínez despertó; respiraba difícilmente y tenía la frente y el cuello bañados en copiosísimo sudor.

—¿Qué es?—exclamó extendiendo una mano hasta palpar á su hija—; ¿qué es?... ¿Sucede algo?

Y la niña:

—¿Por qué gritabas, mamá? Me has asustado; ahora siento mucho miedo.

—¿He gritado, dices?...

—Sí; diste un grito horrible. ¿Soñabas?

Tardó en responder.

—Sí, creo que sí...

—¿En qué soñabas?

—No sé, no me acuerdo. Ea, duerme.

Destosió, se frotó los ojos, procurando entrar en posesión de sí misma. Antoñita decía bien: había soñado. Tenía los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, lo que produce pesadillas.

—Sí—repitió—estaba soñando... ¡Gracias á Dios, todo es mentira!...

Don Ignacio también comenzó á removerse; forcejeaba y por entre sus dientes se escapaban palabras inarticuladas y resoplidos de coraje. A su vez, doña Fabiana tuvo miedo de aquella voz que parecía venir de otra vida. Encendió luz.

—¡Ignacio!...

Volvióse hacia él, tocándole en la cara nerviosamente.

—¡Ignacio!... ¿No oyes?... ¡Ignacio!... ¡Ignacio!...

Antoñita, de rodillas en su cama, los brazos extendidos y suplicantes, las cejas llenas de aflicción, repetía:

—¿Qué tiene papá?... ¿Qué le sucede?...

El veterinario tardó en recobrarse. Al cabo abrió los párpados, y había en su rostro la angustia del náufrago que vuelve á flor de agua tras de una larga inmersión. Estaba fatigadísimo y alentaba con trabajo; la violencia de las palpitaciones de su corazón le sofocaban. Sus manos, apretadas una contra otra, parecían oprimir algo...

Doña Fabiana repetía:

—Ignacio, tienes una pesadilla... ¿Oyes?... Tienen una pesadilla... ¡Despierta!...

Suspiró el señor Martínez y demostró haber hallado su conciencia.

—¡Sí...—dijo—qué horror!... Es verdad... ¡Estaba soñando!...

La voz de la niña vibraba implorante y llorosa:

—No sueñes, papá; me das miedo.

—No, hija mía...

—Me das mucho miedo; me parece que te has muerto y después de morirte hablas.

—Tranquilízate: es que me había acostado del lado izquierdo. ¡Ya todo pasó!... Ea, duerme. Hasta mañana.

Antoñita se acostó, hundió en las blanduras de la almohada su cabecita rubia y, ganada por el grato calorcillo del lecho, tornó á dormirse. Doña Fabiana apagó la luz. Hubo un largo silencio. Luego, muy quedamente, llamó don Ignacio.

—Fabiana...

—¿Qué?

—¿Tienes sueño?

—No. Habla bajo, no despierte la niña.

—Oye...

Ella, despacio, muy despacio, para no hacer ruido, volvióse de cara á su marido. Agradecíale aquel ratito de conversación, pues tenía miedo. Le abrazó bajo la suave tibieza de las mantas. El prosiguió, hablando casi con el aliento:

—Acabo de pasar un rato malísimo. ¿Sabes lo que soñaba?... Pues que don Gil Tomás, enamorado de ti y creyéndome ausente, había entrado en este cuarto á seducirte.

Precipitadamente doña Fabiana hubo de meterse un trozo de sábana en la boca para sofocar un grito.

—¡Ignacio!—balbuceó la mujer, empavorecida—Ignacio... ¿Qué es esto?... Yo he soñado lo mismo.

El señor Martínez empezó á temblar.

—¿Es posible?

—Sí.

En un reloj lontano sonaron las cinco. El veterinario sintió que algo viscoso, frío, como una mano muerta, recorría su espalda. Efectivamente, había en aquella coincidencia un soplo sobrenatural, un estremecimiento de otra vida. Prosiguió:

—Nosotros nos hallábamos acostados aquí, tú á mi derecha, según estamos ahora, cuando ese hombre llegó. Le encontré un poco raro: el semblante más flaco, más amarillo; el resto del cuerpo no se distinguía bien... parecía borroso... ¿Le soñaste tú así?...

—Lo mismo—repuso doña Fabiana, persignándose—; lo mismo...

—Entró deslizándose por entre ambos batientes de la puerta...

—Eso es.

—Y avanzó por detrás de la butaca...

—Exacto.

—Hasta detenerse á los pies del lecho de la niña...

—Exacto, justo—repetía doña Fabiana que sentía helarse su carne de pavura.

Continuó don Ignacio:

—No dijo palabra don Gil, ni yo me incomodé en preguntarle á qué venía, pues en su frente, como en un libro, leí su intención. De un brinco le salí al encuentro; recuerdo que por ese lado, por la derecha, y me abalancé sobre él.

—Es verdad. Yo le había hecho señas de que se fuera, para que tú no le vieses, pero no me entendió.

—Luchando á brazo partido caimos los dos al suelo; mas él quedó debajo, y yo, teniéndole bien sujeto con mis rodillas, empecé á estrangularle. ¡Ah, qué placer, cuando le cogí por el cuello, sintieron mis manos!... El perneaba, quería morderme, luego me pareció que vidriaba los ojos...

Doña Fabiana interrumpió á su marido.

—Sí, sí... ¡qué espanto! Todo eso lo he visto yo... ¡lo juro!... lo he visto... ¡lo he visto, como si realmente hubiese sucedido!... Entonces fué cuando di un grito y la niña me despertó.

—Indudablemente—repuso don Ignacio—porque yo oí ese grito y tu figura empezó á desdibujarse hasta desaparecer.

—¿Dejaste de verme?

—Completamente; y entonces oí tu voz y desperté.

La señora de Martínez, devotamente, tornó á persignarse.

—¡Ay, Ignacio!... Tengo un miedo horrible. Yo juraría que, hace unos instantes, el alma de don Gil Tomás ha entrado aquí.

—Creo lo mismo.

—¿Estará ese hombre enamorado de mí? Hay en todo esto como una brujería.

—¡Quién sabe!... Tal vez...

No hablaron más y durmieron sosegadamente hasta el otro día.

A la mañana siguiente corrió por el pueblo la noticia de que el hombre pequeñito había muerto. Sus criadas, cuando fueron á llevarle el desayuno, le hallaron tendido en su cama, frío y blanco. Los médicos á quienes el juez, don Niceto Olmedilla, encargó reconocer el cadáver, no hallando en éste nada anormal, certificaron que don Gil había fallecido de un derrame seroso. El parte facultativo añadía que la muerte debió de ocurrir aquella madrugada, entre cuatro y cinco...

Madrid, Junio 1914.


Publicado el 20 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.
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