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  Novela.
325 págs. / 9 horas, 28 minutos / 445 KB.
20 de diciembre de 2016.


Fragmento de El Misterio de un Hombre Pequeñito

Aquella tarde de Mayo llovió como en los días peores del invierno. En la lejanía plomiza, las montañas y las nubes se emborronaban; un relámpago que fingió piruetear de un cerro á otro, bañó el espacio en vivísimo resplandor, y casi simultáneamente la voz abracadabra del trueno tableteó horrísona en los arcanos serrinos; los ecos se devolvían aquel atabaleo trágico que resonaba de valle en valle, de gollizo en cañada, como el gorgoteo de un intestino lapidario. Enojóse el Malamula con el aguacero, y su musiteo tornóse rumor de amenaza. El viento dormía y en las calles desiertas, lavadas, escurridizas y pendientes, sólo vibraba el acorde monorrítmico del chaparrón semejante á un siseo continuado, á una orden de silencio. El agua salióse de los alcorques, y desbordándose de las canales caía ruidosamente sobre las aceras; grandes manchas de humedad oscurecían las fachadas; por las viejas troneras, por las grietas de los arruinados paredones, la lluvia torrencial filtrábase bordando brillantes arabescos. Desde los anchos balcones, de renegrida horconadura, y á través de los cristales, mujeres de mejillas flacas color cera y de ojos intensos y negrísimos, mujeres de labios finos y cabellos lustrosos peinados simétricamente sobre la frente, mujeres resignadas de Castilla, hacían labores que, á intervalos, interrumpían para signarse y mirar al espacio. Ni un transeunte, ni un pregón, ni un ruido; únicamente el susurro de hervor del tenaz y caudal aguacero respondiendo al sollozo profundo del río. Hasta el martillo de don Ignacio, el veterinario, reposaba. Feas, aturdidas, caladas, tristes, muchas gallinas se habían buscado un refugio en el quicio de las puertas, contra los batientes cerrados. Por las calles mejores y más aun por los pasadizos dispuestos, para mayor comodidad de los viandantes, en forma de escalera, el agua descendía impetuosa, espumeante, cobrando rumores de torrente al despedazarse contra los guardacantones de las esquinas. A poco levantóse el viento y su furia arrancó á las encrucijadas temerosas estridencias; la lluvia convirtióse en granizo y una nueva melancolía aceleró la rapidez gris del crepúsculo; bajo tan densa brumazón el caserío de Puertopomares, con la plateresca disonancia de sus espaciosos aleros, de sus balcones largos y saledizos, capaces de ensombrecer una fachada, y de sus calles tortuosas y sin gente, tenía la muda desolación de una aldea abandonada.


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