Pero la nieve es la verdadera hermana de la muerte, y, de
consiguiente, su símbolo más exacto. La frialdad de los cadáveres, esa
frialdad penetrante, indescriptible, que nunca olvida quien la sintió,
sólo a la frigidez agudísima de la nieve es comparable. También las
mejillas muertas, las mejillas sin sangre, tienen color de nieve.
La quietud llama a la muerte, y la nieve es quietud. El sol deshace
pronto a los cadáveres: los pudre, los llena de gusanos y, reducidos a
polvo, los vuelve al torrente de la vida universal. La nieve, en cambio,
adora a los muertos y durante años respeta su forma y hasta el último
gesto de su agonía. A los pastores que en una noche de invierno
equivocaron el camino y cayeron por un tajo, la nieve les recibió en su
colchón de vellones blanquísimos, les cubrió, se adhirió bien a sus
miembros, inmovilizó blandamente sus corazones, cerró sus párpados y dió
a sus labios una expresión risueña. Dos, tres, cinco meses más tarde,
cuando la primavera comenzó el deshielo y la voz de los torrentes
resurgió gruñidora del fondo de los cauces, los cadáveres sonreían
aún...
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