Mirando Atrás Desde 2000 a 1887

Edward Bellamy


Novela


Prefacio del autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
El Dr. Leete había sugerido que deberíamos dedicar la mañana siguiente a una inspección de las escuelas y universidades de la ciudad, con un intento por su parte de explicar el sistema educativo del siglo veinte.

"Verá" dijo, mientras partíamos tras el desayuno, "muchas y muy importantes diferencias entre nuestros métodos de educación y los suyos, pero la principal diferencia es que hoy en día todas las personas tienen igualmente aquellas oportunidades de educación superior que en su época sólo disfrutaba una porción infinitesimal de la población. Nosotros creeríamos que no habíamos ganado nada de lo que mereciese la pena hablar, igualando la comodidad física de la humanidad, sin esta igualdad en la educación."

"El coste debe de haber sido muy grande," dije.

"Si costase la mitad de los ingresos de la nación, nadie lo escatimaría," replicó el Dr. Leete, "ni incluso si costase el total, nadie ahorraría la más mísera cantidad. Pero en verdad el gasto de educar diez mil jóvenes no es ni diez ni cinco veces lo que cuesta educar a mil. El principio que hace que todas las operaciones a gran escala sean más baratas que a pequeña escala se cumple también en lo que a educación se refiere."

"La educación universitaria era terriblemente cara en mi época," dije.

"Si no me he informado mal por medio de nuestros historiadores," respondió el Dr. Leete, "no era la educación universitaria sino el despilfarro y la extravagancia universitaria lo que tenía tan alto coste. El gasto real de sus universidades parece haber sido muy bajo, y habría sido mucho más bajo si su patronazgo hubiese sido mayor. La educación superior hoy en día es tan barata como la inferior, porque todos los grados de maestros, como todos los demás trabajadores, reciben el mismo soporte. Nosotros hemos añadido sencillamente al sistema común escolar de educación obligatoria, en boga en Massachussets hace cien años, media docena de grados superiores, llevando a la juventud hasta la edad de veintiún años y dándoles lo que ustedes solían llamar la educación de un caballero, en vez de dejarlos sueltos a los catorce o quince años sin más equipamiento mental que la lectura, la escritura y la tabla de multiplicar."

"Dejando a un lado el coste efectivo de estos años adicionales de educación," repliqué, "habríamos pensado que no podíamos permitirnos la pérdida de tiempo en cuanto a los objetivos industriales. Los muchachos de las clases pobres habitualmente empezaban a trabajar a los dieciséis años o más jóvenes, y conocían su oficio a los veinte."

"No creeríamos que ustedes obtuviesen ninguna ganancia incluso en producto material mediante ese plan," replicó el Dr. Leete. "La mayor eficiencia que la educación da a toda clase de trabajos, excepto a los más rudos, se construye en un corto período para el tiempo perdido en adquirirlo."

"También habríamos temido," dije, "que una educación superior, aunque adapta a las personas a las profesiones, las dispone contra el trabajo manual de todo tipo."

"Ese era el efecto de la educación superior en su época, he leído," replicó el doctor; "y no hay que asombrarse, porque el trabajo manual significa asociación con una clase de gente ruda, tosca, e ignorante. No existe tal clase ahora. Era inevitable que tal sentimiento existiese entonces, por la sencilla razón además de que todos los hombres que recibían una educación superior se entendía que estaban destinados para las profesiones o para la ociosidad de la riqueza, y una educación tal en alguien que ni fuese rico ni profesional era prueba de aspiraciones frustradas, una evidencia de fracaso, un signo de inferioridad en vez de superioridad. Hoy en día, desde luego, cuando la más alta educación se considera necesaria para que sencillamente un hombre pueda ser capaz de vivir, sin ninguna referencia a la clase de trabajo que pueda hacer, su posesión no tiene tal implicación."

"Después de todo," hice la observación, "ninguna cuantía de educación puede curar la estupidez natural o compensar las deficiencias mentales. A menos que la capacidad mental media de los seres humanos esté muy por encima del nivel que tenía en mi época, una educación superior debe de estar bastante fuera del alcance de un amplio segmento de la población. Éramos de la opinión que una mente requiere cierta cuantía de susceptibilidad a las influencias educativas para que merezca la pena cultivarla, justo como un suelo requiere cierta fertilidad natural si debe compensar su labranza."

"Ah," dijo el Dr. Leete, "me alegro de que haya usado esa ilustración, porque es justo la que yo habría escogido para explicar el moderno punto de vista sobre la educación. Dice usted que una tierra tan pobre que el producto no compense el trabajo de labrarlo no se cultiva. Sin embargo, en su época, como en la nuestra, se cultivó mucha tierra que nunca compensa su labranza mediante su producto. Me refiero a jardines, parques, céspedes, y, en general, a trozos de tierra ubicados de tal modo que, si se dejasen crecer malas hierbas y brezo, serían cosas que ofenden a la vista y causan inconvenientes a su alrededor. Por tanto están cultivados, y aunque su producto es pequeño, aun así no hay tierra que, en un amplio sentido, compense mejor su cultivo. Así ocurre con los hombres y mujeres con quienes nos relacionamos socialmente, cuyas voces están siempre en nuestros oídos, cuyo comportamiento afecta nuestro disfrute de innumerables maneras—quienes son, de hecho, tan condicionantes de nuestras vidas como el aire que respiramos, o cualquiera de los elementos físicos de los que dependemos. Si, de hecho, no pudiésemos permitirnos educar a todo el mundo, deberíamos escoger a los más bastos y torpes por naturaleza, en vez de a los brillantes, para recibir la educación que pudiésemos dar. Los refinados e intelectuales por naturaleza pueden prescindir mejor de ayudas a la cultura que aquellos menos afortunados en dotes naturales.

"Para tomar prestada una frase que a menudo se usaba en su época, no deberíamos considerar que la vida merece la pena vivirse si tuviésemos que vernos rodeados por una población de hombres y mujeres ignorantes, groseros, bastos, completamente incultos, como eran las condiciones en las que se veían los pocos que tenían educación en su época. ¿Un ser humano se siente satisfecho, meramente porque esté perfumado, si se mezcla con una muchedumbre maloliente? ¿Podría sentirse satisfecho más que de un modo muy limitado, incluso en un apartamento suntuoso, si las ventanas diesen a establos por los cuatro costados? Y aun así justo esa era la situación de aquellos considerados más afortunados en cuanto a cultura y refinamiento en su época. Sé que los pobres e ignorantes envidiaban a los ricos y cultos en aquel entonces; pero a nosotros, éstos, viviendo como lo hacían, rodeados de inmundicia y brutalidad, nos parecen poco más afortunados que aquellos. La persona culta de su época eran como alguien hundido hasta el cuello en una ciénaga nauseabunda aliviándose con un frasco de perfume. Ya ve usted, quizá, ahora, cómo contemplamos esta cuestión de la educación superior universal. No hay cosa tan importante para cada ser humano como tener por vecinos a personas inteligentes, sociables. No hay nada, por tanto, que la nación pueda hacer por él que mejore tanto su propia felicidad como educar a sus vecinos. Cuando fracasa en hacerlo, el valor de su propia educación para él se reduce a la mitad, y muchos de los gustos que ha cultivado se vuelven auténticas fuentes de sufrimiento.

"Educar a algunos hasta el más alto grado, y dejar a la masa completamente inculta, como hacían ustedes, creó una fisura entre ellos casi como la que hay entre diferentes especies, que no tienen medios de comunicarse. ¡Qué podría ser más inhumano que esta consecuencia del disfrute parcial de la educación! Su disfrute universal e igual deja, de hecho, las diferencias entre seres humanos reducidas a sus dotes naturales tan marcadas como en un estado de naturaleza, pero el nivel del más bajo se eleva enormemente. La brutalidad es eliminada. Todos tienen alguna noción de humanidades, valoran de algún modo las cosas de la mente, y tienen alguna admiración por la aún más elevada cultura que no han sido capaces de alcanzar. Se han convertido en capaces de recibir e impartir, en diversos grados, pero todos en alguna medida, los placeres e inspiraciones de una vida social refinada. La sociedad culta del siglo diecinueve— ¿en qué consistía sino en aquí y allí unos pocos y microscópicos oasis en medio de un vasto desierto ininterrumpido? La proporción de individuos capaces de simpatizar intelectualmente o tener relaciones refinadas, sobre la masa de sus contemporáneos, era tan infinitesimal como para que apenas mereciese la pena mencionarla en una visión general de la humanidad. Una única generación del mundo actual representa un mayor volumen de vida intelectual que cualesquiera cinco siglos anteriores.

"Todavía hay otro punto que debería mencionar para explicar los fundamentos sobre los cuales nada menos que la universalidad de la mejor educación podría ahora ser tolerada," continuó el Dr. Leete, "y se trata del interés de la generación siguiente en tener unos padres educados. Para exponer el asunto en pocas palabras, hay tres fundamentos principales sobre los cuales descansa el sistema educativo: primero, el derecho de cada ser humano a la más completa educación que la nación pueda darle por cuenta propia de ésta, como necesaria para el propio disfrute de aquel; segundo, el derecho de sus propios conciudadanos a que lo eduquen, como necesario para el disfrute que ellos tendrán a causa de la sociabilidad de él; tercero, el derecho de los no nacidos a que se les garanticen unos padres inteligentes y refinados."

No describiré en detalle lo que vi en las escuelas ese día. Habiendo tenido escaso interés en asuntos de educación en mi vida anterior, pocas comparaciones de interés podría ofrecer. Junto al hecho de la universalidad tanto de la educación superior como de la inferior, quedé muy impactado por la importancia dada a la cultura física, y al hecho de que la pericia en logros atléticos y juegos, además de en erudición, tuviese un lugar en la evaluación de los jóvenes.

"La facultad de la educación," explicó el Dr. Leete, "se contempla al mismo nivel de responsabilidad para los cuerpos como para las mentes de quienes la reciben. El más alto desarrollo físico y mental de cada uno es el doble objeto de un curriculum que va desde la edad de seis años hasta los veintiuno."

La magnífica salud de los jóvenes en las escuelas me impresionó contundentemente. Mis observaciones previas, no sólo de las notables dotes personales de la familia de mi anfitrión, sino de la gente que había visto en mis paseos por el exterior, ya me habían sugerido la idea de que debía de haber algo como una mejora general del estándar físico de la humanidad desde mi época, y ahora, según comparaba estos fornidos jóvenes muchachos, y frescas, vigorosas doncellas, con los jóvenes que había visto en las escuelas del siglo diecinueve, me sentí animado a dar a conocer lo que pensaba al Dr. Leete. Él escuchó con gran interés lo que dije.

"Su testimonio sobre este punto," declaró, "es de un valor incalculable. Nosotros creemos que ha habido una mejora tal como la que dice usted, pero desde luego para nosotros era una mera teoría. Dada la circunstancia de su posición única, sólo usted en el mundo de hoy puede hablar con autoridad sobre este punto. Su opinión, cuando la explique públicamente, le aseguro que causará una profunda sensación. Por lo demás, habría sido extraño, ciertamente, si la humanidad no hubiese mostrado una mejora. En su época, los ricos corrompían una clase con la ociosidad de la mente y el cuerpo, mientras que la pobreza minaba la vitalidad de las masas por trabajo en exceso, mala comida, y hogares pestilentes. El trabajo requerido de niños, y las cargas impuestas a las mujeres, debilitaban las auténticas fuentes de la vida. En vez de estas maléficas circunstancias, ahora todos disfrutan de las más favorables condiciones de vida física; los jóvenes son cuidadosamente alimentados y se cuida de ellos con esmero; el trabajo que es requerido de todos está limitado al período del mayor vigor corporal, y nunca es excesivo; el desvelo para uno mismo y la familia de uno, la ansiedad en cuanto al medio de vida, el esfuerzo de una incesante batalla por la vida— todas estas influencias, que una vez hicieron tanto para destrozar las mentes y los cuerpos de los hombres y mujeres, ya no se conocen. Ciertamente, una mejora de la especie debería seguir a tal cambio. En ciertos aspectos específicos conocemos, de hecho, que la mejora ha tenido lugar. La locura, por ejemplo, que en el siglo diecinueve era tan terrible producto habitual de su loco modo de vida, casi ha desaparecido, con su alternativa, el suicidio."

Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 28
Capítulo 28

Prefacio del autor

Sección Histórica del Shawmut College, Boston, 26 de diciembre de 2000


Viviendo como vivimos en el año que cierra el siglo veinte, disfrutando de las bendiciones de un orden social a la vez tan sencillo y lógico que no parece sino el triunfo del sentido común, no hay duda de que es difícil comprender, para aquellos cuyos estudios no han sido en gran parte históricos, que la presente organización de la sociedad tiene, en su plenitud, menos de un siglo de edad. No hay hecho histórico, sin embargo, mejor establecido, que hasta casi el final del siglo diecinueve era creencia general que el antiguo sistema industrial, con todas sus espantosas consecuencias sociales, estaba destinado a perdurar, posiblemente con algún pequeño remiendo, hasta el fin de los tiempos. ¡Qué extraño y casi increíble parece que una tan prodigiosa transformación moral y material como la que ha tenido lugar desde entonces haya podido ser llevada a cabo en un intervalo tan breve! La presteza con la cual los hombres se acostumbran, como a algo natural, a las mejoras en su condición, que, cuando fueron anticipadas, parecían no dejar lugar a desear nada más, no podría ser ilustrada de forma más notable. ¡Qué reflexión podría ser mejor calculada para presidir el entusiasmo de los reformadores que cuentan para su recompensa con la entusiasta gratitud de las edades futuras!

El propósito de este volumen es ayudar a las personas que, mientras desean adquirir una idea más definida acerca de los contrastes sociales entre el siglo diecinueve y el veinte, se ven intimidados por el aspecto formal de las historias que tratan sobre dicho asunto. Alertados por la experiencia de un maestro, de que el aprender es considerado una fatiga para el cuerpo, el autor ha buscado aliviar el carácter instructivo del libro moldeándolo en forma de una narrativa romántica, que estaría gustoso de imaginar no completamente carente de interés para sí mismo.

El lector, para quien las instituciones sociales modernas y sus principios subyacentes son algo natural, puede encontrar a veces que las explicaciones del Dr. Leete acerca de ellas son bastante manidas, pero debe recordarse que para el invitado del Dr. Leete no eran algo natural, y que este libro está escrito con el expreso propósito de inducir al lector a olvidar por un momento que así lo son. Una cosa más. El tema casi universal de los escritores y oradores que han celebrado esta época bimilenaria ha sido el futuro en vez del pasado, no el avance que se ha producido, sino el progreso que se producirá, siempre hacia adelante y hacia arriba, hasta que el curso de los tiempos alcance su inefable destino. Esto está bien, absolutamente bien, pero me parece que en ninguna parte podemos encontrar una base más sólida para audaces predicciones del desarrollo humano durante los próximos mil años, que "Mirando Atrás", al progreso de los últimos cien.

Que este volumen sea tan afortunado que encuentre lectores cuyo interés en el asunto los incline a pasar por alto las deficiencias en el tratamiento es la esperanza con la que el autor se hace a un lado y deja que el Sr. Julian West hable por sí mismo.

Capítulo 1

Vi la luz por primera vez en la ciudad de Boston en el año 1857. "¿Qué?" dirás, "¿mil ochocientos cincuenta y siete? Este es un curioso desliz. Quiere decir mil novecientos cincuenta y siete, desde luego". Pido disculpas, pero no hay error. Eran alrededor de las cuatro de la tarde del 26 de diciembre, un día después de Navidad, del año 1857, no 1957, cuando respiré por primera vez el viento de levante de Boston, que, aseguro al lector, en aquel remoto período se distinguía por la misma penetrante cualidad que lo caracteriza en el presente año de gracia, 2000.

Estas afirmaciones parecen tan absurdas en su apariencia, especialmente si añado que soy un joven que aparenta alrededor de treinta años, que nadie puede ser culpado por rehusar leer una palabra más de lo que promete ser una mera imposición sobre su credulidad. Sin embargo aseguro de todo corazón al lector que no hay pretensión alguna de imposición, y me encargaré, si me presta atención durante unas páginas, de convencerle de esto por completo. Si puedo, entonces, suponer provisionalmente, con el compromiso de justificar la suposición, que conozco mejor que el lector cuándo he nacido, proseguiré con mi narrativa. Como todo colegial sabe, en la última parte del siglo diecinueve la civilización de hoy en día, o cualquier cosa semejante, no existía, aunque los elementos que iban a desarrollarla ya estaban en fermentación. Sin embargo, nada ha ocurrido para modificar la secular división de la sociedad en cuatro clases, o naciones, como podría llamárselas más adecuadamente, puesto que las diferencias entre ellas eran mucho mayores que las que hay entre las naciones actualmente, de los ricos y los pobres, de los educados y los ignorantes. Yo mismo era rico y también educado, y poseía, por consiguiente, todos los elementos de felicidad que disfrutaban los más afortunados de aquella época. Viviendo en el lujo, y ocupado únicamente en la prosecución de los placeres y refinamientos de la vida, derivaba los medios de mi manutención del trabajo de otros, no prestándoles ningún servicio a cambio. Mis padres y abuelos habían vivido de la misma manera, y yo esperaba que mis descendientes, si los tuviese, disfrutarían de una análoga fácil existencia.

Pero ¿cómo podía yo vivir sin dar servicio al mundo? preguntarás. ¿Por qué debería el mundo haber sustentado en absoluta ociosidad a uno que era capaz de dar servicio? La respuesta es que mi bisabuelo había acumulado una suma de dinero de la cual han vivido sus descendientes desde entonces. La suma, inferirás naturalmente, debe haber sido muy grande para no haberse agotado en la manutención de tres generaciones en la ociosidad. Este, sin embargo, no era el caso. La suma no había sido originalmente grande en absoluto. Era, de hecho, mucho mayor ahora que tres generaciones habían sido mantenidas en la ociosidad gracias a ella, que lo que era en un principio. Este misterio de uso sin consumición, de calentamiento sin combustión, parece magia, pero era meramente una ingeniosa aplicación del arte ahora felizmente perdido pero llevado a una gran perfección por tus antepasados, de desplazar la carga de la propia manutención para ponerla sobre los hombros de otros. Del hombre que había conseguido esto, y era el fin perseguido, se decía que vivía de las rentas de sus inversiones. Explicar llegados a este punto cómo los antiguos métodos de la industria hicieron esto posible nos retrasaría demasiado. Sólo me detendré ahora para decir que el interés sobre las inversiones era una especie de impuesto a perpetuidad sobre el producto de aquellos ocupados en la industria, que una persona que poseía o heredaba dinero era capaz de recaudar. No debe suponerse que una organización que parece tan antinatural y disparatada conforme a las nociones modernas nunca fue criticada por tus antepasados. Hubo un esfuerzo de legisladores y profetas de las primeras épocas para abolir el interés, o al menos para limitarlo a las tasas más pequeñas posibles. Todos estos esfuerzos, sin embargo, fracasaron como necesariamente debían hacerlo, en la medida en que las antiguas organizaciones sociales prevalecieron. En la época de la cual escribo, la última parte del siglo diecinueve, los gobiernos se habían en general dado por vencidos de intentar regular el asunto en modo alguno.

Como un intento de dar al lector alguna impresión general del modo en que la gente convivía en aquellos días, y especialmente de las relaciones entre los ricos y los pobres, quizá lo mejor que puedo hacer es comparar la sociedad como era entonces con un carruaje prodigioso al que las masas de la humanidad estuviesen unidas con arreos y del que tirasen laboriosamente a lo largo de un camino muy montañoso y arenoso. El conductor estaba hambriento y no permitía que nadie se quedase rezagado, aunque el paso era necesariamente muy lento. A pesar de la absoluta dificultad de tirar del carruaje a lo largo de un camino tan difícil, la parte superior del carruaje estaba cubierta con pasajeros que nunca bajaban, ni siquiera en las subidas más pronunciadas. En estos asientos de la parte superior se notaba una brisa muy suave y eran muy cómodos. Bien elevados por encima del polvo, sus ocupantes podían disfrutar del paisaje a su placer, o discutir críticamente los méritos del equipo que se esforzaba. Naturalmente tales plazas estaban muy solicitadas y la competición por ellas era intensa, cada uno perseguía como primer objetivo en la vida el asegurarse un asiento en el carruaje para sí mismo y dejárselo a su hijo después de él. Por la regla del carruaje, un hombre podía dejar su asiento a quien él quisiese, pero por otra parte había muchos accidentes por los cuales podía perderse por completo. A pesar de que eran tan cómodos, los asientos eran muy inseguros, y en cada sacudida imprevista del carruaje había personas que se resbalaban fuera de ellos y se caían al suelo, donde eran instantáneamente obligados a agarrar la cuerda y ayudar a arrastrar el carruaje sobre el cual habían anteriormente ido montados tan placenteramente. Naturalmente perder el asiento se consideraba una desgracia terrible, y la aprensión de que esto pudiese sucederles a ellos o a sus amigos era una nube constante sobre la felicidad de aquellos que iban montados.

Pero ¿pensaban solamente en sí mismos? preguntarás. ¿Su mero lujo no se tornaba intolerable para ellos por comparación con la suerte de sus hermanos y hermanas que estaban con los arreos, y el conocimiento de que su propio peso se añadía a su duro trabajo? ¿No tenían compasión por sus semejantes de quienes solamente la fortuna les diferenciaba? Oh, sí; la conmiseración era expresada frecuentemente por aquellos que iban montados, hacia aquellos que tenían que tirar del carruaje, especialmente cuando el vehículo llegaba a un mal lugar en el camino, como ocurría constantemente, o a una colina particularmente escarpada. En tales momentos, el desesperado esfuerzo del equipo, sus agonizantes saltos y caídas bajo el despiadado azote del hambre, los muchos que desfallecían en la cuerda, y eran pisoteados en el fango, formaban un espectáculo inquietante, que a menudo provocaba manifestaciones de sentimientos sumamente creíbles, en lo alto del carruaje. En tales momentos, los pasajeros habrían regañado alentadoramente a los que trabajaban duro en la cuerda, exhortándolos a que tuviesen paciencia y mantuviesen las esperanzas de una posible compensación en otro mundo a cambio de la crudeza de su suerte, mientras otros contribuían a comprar ungüentos y linimentos para los lisiados y heridos. Se estaba de acuerdo en que era una enorme lástima que tuviese que ser tan duro tirar del carruaje, y había un sentido de alivio general cuando la parte del camino especialmente mala era sobrepasada. Este alivio no era, de hecho, completamente a cuenta del equipo, porque en esas partes malas había siempre algún peligro de vuelco general en el que todos perderían sus asientos.

Debe en verdad admitirse que el principal efecto del espectáculo de la miseria de los que trabajaban duramente en la cuerda era acentuar el sentido que los pasajeros tenían del valor de sus asientos en el carruaje, y causaba que se aferrasen a ellos con mayor desesperación que antes. Si los pasajeros pudiesen simplemente haberse sentido seguros de que ni ellos ni sus amigos se caerían nunca de lo alto, es probable que, más allá de contribuir a los fondos para linimentos y vendas, se hubiesen preocupado extremadamente poco por aquellos que arrastraban el carruaje.

Soy bien consciente de que esto parecerá una increíble atrocidad a los hombres y mujeres del siglo veinte, pero hay dos hechos, ambos muy curiosos, que lo explican parcialmente. En primer lugar, se creía firme y sinceramente que no había otra manera en la que la Sociedad pudiese progresar, excepto si muchos tiraban de la cuerda y unos pocos iban montados, y no sólo esto, sino que incluso ninguna mejora muy radical era posible, ya fuera en los arreos, el carruaje, la carretera, o la distribución de la faena. Siempre había sido como era, y siempre sería así. Era una lástima, pero no se podía evitar, y la filosofía prohibía despilfarrar compasión en lo que estaba más allá del remedio.

El otro hecho es todavía más curioso, consiste en una extraña alucinación que aquellos que estaban en lo alto del carruaje compartían generalmente, de que ellos no eran exactamente como los hermanos y hermanas que tiraban de la cuerda, sino de un barro más fino, perteneciendo en algún sentido a un orden superior de seres que podrían con razón esperar que tirasen de ellos. Esto parece inexplicable, pero, como una vez fui de los que iba montado en este carruaje y compartí esta alucinación, debería ser creído. La cosa más extraña en relación con esta alucinación era que aquellos que acababan de trepar desde el suelo, antes de que las marcas de las cuerdas les hubiesen desaparecido de las manos, empezaban a caer bajo su influencia. En cuanto a aquellos cuyos padres y abuelos, antes que ellos, habían sido tan afortunados como para mantener sus asientos en lo alto, la convicción que ellos llevaban en el corazón acerca de la esencial diferencia entre su clase de humanidad y la del común de los mortales era absoluta. El efecto de una ilusión para moderar los sentimientos de mutuo entendimiento hacia los sufrimientos de la muchedumbre de seres humanos, transformándolos en una distante y filosófica compasión es obvio. A ello me refiero como la única extenuación que puedo ofrecer por la indiferencia que, en el periodo del que escribo, marcó mi propia actitud hacia la miseria de mis hermanos.

En 1887 llegué a mi trigésimo año. Aunque todavía soltero, estaba comprometido para casarme con Edith Bartlett. Ella, al igual que yo, iba montada en lo alto del carruaje. Es decir, para no sobrecargarnos más con una ilustración que ha servido, espero, para el propósito de dar al lector una impresión general de cómo vivíamos entonces, su familia era rica. En aquella época, cuando por sí solo el dinero dominaba todo lo que era agradable y refinado en la vida, era suficiente para una mujer el ser rica para tener pretendientes; pero Edith Bartlett era también hermosa y grácil.

Mis señoras lectoras, soy consciente, protestarán por esto. "Hermosa pudiera haber sido", las oigo decir, "pero grácil nunca, con los trajes que estaban de moda en aquella época, cuando la cabeza se cubría con una estructura de 30 cm de altura que daba mareo, y la casi increíble extensión de la falda por detrás por medio de unos dispositivos artificiales que deshumanizaban las formas más a conciencia que ningún dispositivo anterior de los modistos. ¡Imagina cualquier gracilidad en semejante traje!" Dan ciertamente bien en el clavo, y solamente puedo replicar que mientras las señoras del siglo veinte son encantadoras demostraciones del efecto que un ropaje adecuado tiene sobre la acentuación de las gracias femeninas, mis recuerdos de sus bisabuelas me permiten mantener que ninguna deformidad del vestido puede camuflarlas por completo.

Nuestro matrimonio esperaba tan solo que se terminase la casa que estaba construyendo para que la ocupásemos, en una de las partes más apetecibles de la ciudad, es decir, una parte principalmente habitada por los ricos. Porque debe comprenderse que la deseabilidad comparativa de las diferentes partes de Boston para residir en ellas dependía entonces, no de aspectos naturales, sino del carácter de la población de la vecindad. Cada clase o nación vivía por su cuenta, en barrios propios. Un rico viviendo entre los pobres, un educado entre los no educados, era como uno que viviese aislado en medio de una raza extraña y celosa. Cuando la casa se había comenzado, se esperaba terminarla para el invierno de 1886. En la primavera del año siguiente la encontré, sin embargo, todavía incompleta, y mi matrimonio era todavía cosa del futuro. La causa de un retraso calculado para ser particularmente exasperante para un ardiente enamorado era una serie de huelgas, es decir, pactos para negarse a trabajar, por parte de los albañiles, carpinteros, pintores, fontaneros, y otros sindicatos implicados en la construcción. No recuerdo cuáles eran las causas específicas de estas huelgas. Las huelgas se habían convertido en algo tan común en aquel periodo que la gente había dejado de preguntar acerca de sus motivos concretos. En un departamento de la industria o en otro, habían sido casi incesantes desde la gran crisis de los negocios de 1873. De hecho había llegado a ser una cosa excepcional ver a cualquier clase de trabajadores estar en sus quehaceres sin interrupción durante más de unos pocos meses cada vez.

El lector que observe las fechas aludidas, por supuesto reconocerá en estas alteraciones de la industria la primera e incoherente fase del gran movimiento que terminó en el establecimiento del sistema industrial moderno con todas sus consecuencias sociales. Esto es tan claro en retrospectiva, que un niño podría entenderlo, pero no siendo profetas, los que vivíamos entonces no teníamos una clara idea de lo que nos estaba ocurriendo. Lo que veíamos era que, industrialmente, el país estaba en una muy extraña senda. La relación entre los trabajadores y quienes los empleaban, entre trabajo y capital, parecía haberse dislocado de una manera inexplicable. Las clases trabajadoras se habían infectado de pronto y de un modo muy generalizado con un profundo descontento con su condición, y una idea de que podía ser ampliamente mejorada si tan sólo supiesen como hacerlo. Por todas partes, de común acuerdo, preferían las demandas de pagas más elevadas, menos horas, mejores viviendas, mejores ventajas educativas, y una participación en los refinamientos y lujos de la vida, demandas que era imposible ver el modo de concederlas a no ser que el mundo se hiciese mucho más rico de lo que era entonces. Aunque sabían algo de lo que querían, no sabían nada sobre cómo conseguirlo, y el ardiente entusiasmo con el que se agolpaban alrededor de cualquiera que pareciese probable que les arrojase cualquier luz sobre el asunto, otorgaba repentina reputación a muchos aspirantes a líder, algunos de los cuales tenían bastante poca luz que arrojar. Por muy quiméricas que las aspiraciones de las clases trabajadoras pudiesen ser consideradas, la dedicación con la que se apoyaban unos a otros en las huelgas, lo cual era su principal arma, y los sacrificios que tuvieron que padecer para llevarlas a cabo no dejaban duda de su extrema seriedad.

En cuanto al resultado final de los conflictos laborales, que era la frase con la que el movimiento que he descrito era referenciado, las opiniones de la gente de mi clase diferían conforme al temperamento individual. El sanguíneo argumentaba muy violentamente que en la mismísima naturaleza de las cosas estaba la imposibilidad de que las nuevas esperanzas de los trabajadores pudiesen ser satisfechas, por la sencilla razón de que el mundo no tenía los medios para satisfacerlas. Únicamente gracias a que las masas trabajaban muy duro y vivían con raciones escasas, la humanidad no moría de hambre completamente, y no era posible una mejora considerable de su condición mientras el mundo, en su conjunto, siguiese siendo tan pobre. No eran los capitalistas contra quienes los trabajadores estaban contendiendo, sostenían, sino contra el férreo entorno de la humanidad, y era meramente una cuestión del espesor de sus cráneos el que descubrieran este hecho y decidieran sobrellevar lo que no pueden remediar.

Los menos sanguíneos admitían todo esto. Desde luego que las aspiraciones de los trabajadores eran imposibles de satisfacer, por razones naturales, pero había fundamentos para temer que no descubrirían este hecho hasta que hubiesen hecho de la sociedad un lío lamentable. Tenían los votos y el poder para hacerlo si querían, y sus líderes decían que lo harían. Algunos de estos desalentadores observadores fueron tan lejos que predijeron un inminente cataclismo social. La humanidad, argumentaban, habiendo trepado a lo más alto de la escala de la civilización, estaba a punto de caer de cabeza en el caos, tras lo cual sería dudoso que pudiese levantarse, dar la vuelta, y comenzar a trepar otra vez. Repetidas experiencias de esta clase en tiempos históricos y prehistóricos daban cuenta posiblemente de tumbos que habían roto el cráneo de la humanidad. La historia humana, como todos los grandes movimientos, era cíclica, y volvía al punto de partida. La idea de progreso indefinido en línea recta era una quimera de la imaginación, sin analogía en la naturaleza. La parábola de un cometa era quizá la mejor ilustración de la carrera de la humanidad. Tendiendo hacia arriba y hacia el sol desde el afelio del barbarismo, la humanidad alcanzaba el perihelio de la civilización únicamente para zambullirse una vez más hacia el fondo de su destino inferior en las regiones del caos.

Esto, por supuesto, era una opinión extrema, pero recuerdo a hombres serios entre mis conocidos que, discutiendo de los signos de los tiempos, adoptaban un tono muy similar. No había duda de que la opinión más común entre los hombres más juiciosos era que la sociedad se aproximaba a un período crítico que podría resultar en grandes cambios. Los conflictos laborales, sus causas, curso, y remedio, preponderaban sobre el resto de asuntos en la prensa pública, y en las conversaciones serias.

La tensión nerviosa del pensamiento público no podría haber sido ilustrada de un modo más notorio que como lo era a causa de la alarma resultante de las habladurías de una banda reducida de hombres que se llamaban a sí mismos anarquistas, y proponían aterrorizar al pueblo americano adoptando sus ideas mediante amenazas de violencia, como si una nación poderosa que acababa de aniquilar una rebelión de la mitad de sus habitantes, para mantener su sistema político, fuese propensa a adoptar un nuevo sistema social basado en el terror.

Como uno de los acaudalados, con una gran participación en el existente orden de las cosas, naturalmente compartía las aprensiones de mi clase. La particular queja que tenía contra las clases trabajadoras en aquel tiempo del que escribo, a cuenta de los efectos de sus huelgas en la postergación de mi dicha matrimonial, sin duda alentaba una especial animosidad de mis sentimientos hacia ellos.

Capítulo 2

El treinta de mayo de 1887 cayó en lunes. Era una de las fiestas anuales de la nación en el último tercio del siglo diecinueve, estando caracterizada por el nombre de "Decoration Day", para hacer honor a la memoria de los soldados del Norte que tomaron parte en la guerra para la preservación de la unión de los Estados. Los supervivientes de la guerra, escoltados por desfiles civiles y militares y bandas de música, solían con esta ocasión visitar los cementerios y poner coronas de flores sobre las tumbas de sus camaradas muertos, siendo una ceremonia muy solemne y conmovedora. El hermano mayor de Edith Bartlett había caído en la guerra, y en el "Decoration Day" la familia tenía costumbre hacer una visita al Monte Auburn, donde yace.

Pedí permiso para formar parte del grupo, y, a nuestro regreso a la ciudad a la caída de la tarde, me quedé a cenar con la familia de mi prometida. En el vestíbulo, después de cenar, recogí un periódico de la tarde y leí algo sobre una reciente huelga en los sindicatos de la construcción, que probablemente retrasaría todavía más la terminación de mi desafortunada casa. Recuerdo claramente cuánto me exasperó esto, y las maldiciones, tan enérgicas como la presencia de las señoras lo permitía, que eché en abundancia sobre los trabajadores en general, y estos huelguistas en particular. Tuve abundante apoyo de los que estaban a mi alrededor, y los comentarios hechos en la divagante conversación que siguió, sobre la conducta sin principios de los agitadores laborales, estaban calculados para que les zumbasen los oídos a esos caballeros. Estuvimos de acuerdo en que las cosas iban de mal en peor muy deprisa, y que no había vaticinio de dónde iríamos a parar dentro de poco. "Lo peor de esto," recuerdo que dijo la señora Bartlett, "es que las clases trabajadoras de todo el mundo parece que se están volviendo locas a la vez. En Europa es mucho peor incluso que aquí. Estoy segura de que no me atrevería a vivir allí en absoluto. El otro día le pregunté al señor Bartlett adónde emigraríamos si tuviesen lugar todas las terribles cosas con que amenazan esos socialistas. Dijo que no conocía ningún lugar hoy día donde la sociedad pueda ser llamada estable excepto Groenlandia, la Patagonia, y el Imperio Chino." "Esos chinos sabían lo que se hacían," añadió alguien, "cuando se negaron a dejar entrar nuestra civilización occidental. Sabían adónde conduciría mejor que nosotros. Vieron que no era otra cosa que dinamita enmascarada."

Después de esto, recuerdo que me llevé a Edith aparte y traté de persuadirla de que sería mejor que nos casásemos de inmediato sin esperar a que terminasen la casa, y que pasásemos el tiempo viajando hasta que nuestra casa estuviese lista para nosotros. Ella estaba notablemente elegante esa noche, el vestido de luto que llevaba en reconocimiento del día realzaba sobremanera la pureza de su tez. Puedo verla incluso ahora, con mi imaginación, tal y como aquella noche. Cuando me fui, me siguió hasta el recibidor y la besé para despedirme como de costumbre. No había ninguna circunstancia fuera de lo común que diferenciase esta partida de las ocasiones previas en que nos habíamos dicho adiós por una noche o un día. No había absolutamente ninguna premonición en mi pensamiento, y estoy seguro de que en el de ella tampoco, de que esta era algo más que una separación corriente.

En fin, ¡qué le vamos a hacer!

La hora a la que había dejado a mi prometida era bastante temprana para un enamorado, pero el hecho no era un reflejo de mi fidelidad. Yo era un insomne empedernido, y de no ser por esto habría estado perfectamente bien, pero ese día había terminado completamente exhausto a cuenta de haber dormido muy poco las dos noches anteriores. Edith sabía esto y había insistido en mandarme a casa a las nueve en punto, con órdenes estrictas de irme a la cama inmediatamente.

La casa en que vivía había sido ocupada por tres generaciones de mi familia de la cual yo era el único representante vivo en línea directa. Era una mansión grande, de madera envejecida, muy elegante al estilo tradicional en su interior, pero situada en un barrio que hacía tiempo que se había convertido en no deseable para residir en él, desde que fue invadido por casas de pisos y fábricas de manufacturas. No era una casa a la que yo pudiese pensar traer a una recién casada, mucho menos a una como Edith Bartlett. Había puesto anuncios para venderla, y mientras la usaba meramente para dormir, cenando en mi club. Un sirviente, un fiel hombre de color con el nombre de Sawyer, vivía conmigo y atendía mis pocas necesidades. Esperaba echar de menos sobremanera una característica de la casa cuando la dejase, y esta era el dormitorio que había hecho construir bajo los cimientos. No podría haber dormido en la ciudad en absoluto, con sus incesantes ruidos nocturnos, si me hubiesen obligado a usar las habitaciones de arriba. Pero hasta esta habitación subterránea nunca penetraba ni un murmullo del mundo que había por encima. Cuando entraba y cerraba la puerta, estaba rodeado por el silencio de una tumba. Para evitar que la humedad del subsuelo penetrase en la habitación, los muros habían sido construidos con cemento hidráulico y eran muy espesos, y el suelo estaba igualmente protegido. Para que la habitación pudiese servir también como una cámara acorazada igualmente a prueba de violencia y llamas, para el almacenamiento de objetos de valor, le había puesto un techo de losas de piedra herméticamente selladas, y la puerta exterior era de hierro con una espesa capa de asbesto. Una pequeña tubería, que comunicaba con un molino de viento en lo alto de la casa, aseguraba la renovación del aire.

Podría parecer que el inquilino de tal habitación debería ser capaz de comandar el sueño, pero era raro que durmiese bien, incluso allí, dos noches seguidas. Estaba tan acostumbrado a la vigilia que poco me importaba la pérdida del descanso de una noche. Una segunda noche, sin embargo, pasada en mi sillón de lectura en vez de en la cama, me fatigaba, y yo no me permitía ir más allá sin haber dormido, por temor al desorden nervioso. De esta afirmación puede inferirse que tenía a mi disposición algunos medios artificiales, como último recurso, para inducir el sueño, y de hecho los tenía. Si después de dos noches sin dormir me encontraba aproximándome a una tercera sin sensación alguna de ganas de dormir, mandaba llamar al Dr. Pillsbury.

Era doctor por cortesía únicamente, lo que en aquellos días se llamaba un doctor "irregular" o "curandero". Él se llamaba a sí mismo "Profesor de Magnetismo Animal". Lo había encontrado durante el curso de unas investigaciones de aficionado sobre el fenómeno del magnetismo animal. No creo que él supiese nada de medicina, pero era ciertamente un eminente hipnotizador. Yo solía mandar que lo llamasen, con el propósito de que me indujese el sueño mediante sus manipulaciones, si veía que era inminente una tercera noche de insomnio. Por grande que fuese mi excitación nerviosa o mi preocupación mental, el Dr. Pillsbury nunca fallaba, trascurrido muy poco tiempo me sumía en un profundo sueño, que continuaba hasta que era despertado por el proceso hipnótico inverso. El proceso para despertar al durmiente era mucho más simple que para ponerlo a dormir, y por conveniencia, había hecho que el Dr. Pillsbury le eseñase a Sawyer cómo se hacía.

Sólo mi fiel sirviente sabía para qué propósito me visitaba el Dr. Pillsbury, o incluso que me hubiese visitado. Por supuesto, cuando Edith fuese mi esposa, yo debería contarle a ella mis secretos. Hasta ahora no se lo había contado, porque había incuestionablemente un ligero riesgo en el sueño hipnótico, y sabía que ella podría oponerse a mi práctica. El riesgo, desde luego, era que podía llegar a ser demasiado profundo y pasar a ser un trance más allá de los poderes que el hipnotizador tenía para poder romperlo, resultando en la muerte. Repetidos experimentos me habían convencido de que el riesgo era casi nulo si se ejercían las razonables precauciones, y de esto tenía la esperanza, aunque con mis dudas, de convencer a Edith. Me fui a casa directamente después de dejarla, e inmediatamente mandé a Sawyer que trajese al Dr. Pillsbury. Mientras tanto, fui en pos de mi dormitorio subterráneo, y quitándome el traje para ponerme un cómodo batín, me senté a leer las cartas del correo de la tarde que Sawyer había dejado en mi mesa de lectura.

Una de ellas era del constructor de mi nueva casa, y confirmaba lo que yo había deducido del artículo del periódico. Los nuevos huelguistas, dijo, han pospuesto indefinidamente la consumación del contrato, y ni los maestros ni los obreros cederían en el motivo de la discusión sin un largo forcejeo. El deseo de Calígula era que los romanos sencillamente tuviesen un cuello que él pudiese cercenar, y mientras leía esta carta me temo que por un momento fui capaz de desear lo mismo en relación a las clases trabajadoras de América. El regreso de Sawyer con el doctor interrumpió mis tenebrosas meditaciones.

Parece que había sido difícil conseguir sus servicios, porque se estaba preparando para dejar la ciudad esa misma noche. El doctor me explicó que desde que me había visto la última vez, se había enterado de que un excelente profesional iba a comenzar a ejercer en una ciudad lejana, y decidió tomar puntual ventaja de ello. Al preguntarle, con cierto pánico, cómo iba a hacer yo para que alguien me indujese el sueño, me dio los nombres de varios hipnotizadores de Boston que, me aseguró, tenían tan magníficos poderes como él.

Algo aliviado por esto, di instrucciones a Sawyer para que me despertase al día siguiente a las nueve de la mañana, y, echándome en la cama vestido con mi batín, adopté una postura cómoda, y me rendí a las manipulaciones del hipnotizador. Debido, quizá, a mi inusual estado de nervios, tardé más de lo habitual en perder la consciencia, pero finalmente una deliciosa somnolencia se adueñó de mi.

Capítulo 3

"Va a abrir los ojos. Más vale que primero sólo vea a uno de nosotros."

"Prométeme, entonces, que no se lo dirás."

La primera voz era de un hombre, la segunda de una mujer, y ambos hablaban en voz baja.

"Veré qué impresión me da," replicó el hombre.

"No, no, prométemelo," insistió la otra.

"Déjala que se salga con la suya," susurró una tercera voz, también una mujer.

"Bueno, bueno, lo prometo, entonces," contestó el hombre. "¡Rápido, marchaos! ¡Está volviendo en sí!"

Hubo un sonido de roce de vestidos y abrí los ojos. Un hombre bien parecido, de quizá sesenta años estaba inclinado sobre mi, en sus facciones una expresión de mucha benevolencia mezclada con gran curiosidad. Era un completo extraño. Me incorporé sobre un hombro y miré alrededor. La habitación estaba vacía. Ciertamente no había estado en ella antes, ni en ninguna amueblada como ella. Miré de nuevo a mi acompañante. Sonrió.

"¿Cómo se encuentra?" inquirió.

"¿Dónde estoy? requerí.

"Está usted en mi casa," fue la contestación.

"¿Cómo he llegado aquí?

"Hablaremos de ello cuando esté más fuerte. Mientras tanto, le ruego que no sienta ansiedad. Está entre amigos y en buenas manos. ¿Cómo se encuentra?"

"Un poco raro," contesté, "pero estoy bien, supongo. ¿Me dirá usted cómo he llegado a estar en deuda por su hospitalidad? ¿Qué me ha sucedido? ¿Cómo he llegado aquí? Me dormí en mi propia casa."

"Habrá tiempo de sobra para explicaciones más tarde," replicó mi desconocido anfitrión, con una tranquilizadora sonrisa. "Será mejor evitar charlas inquietantes hasta que usted sea un poco más usted mismo. ¿Me haría usted el favor de tomarse un par de sorbos de esta preparación? Le hará bien. Soy médico."

Rechacé el vaso con la mano y me erguí hasta quedar sentado en el sofá, aunque con esfuerzo, porque mi cabeza estaba extrañamente ligera.

"Insisto en saber de inmediato dónde estoy y qué me han estado haciendo," dije.

"Mi estimado señor," respondió mi acompañante, "permítame rogarle que no se ponga nervioso. Preferiría que no insistiese en pedir explicaciones tan pronto, pero si insiste, trataré de satisfacerle, a condición de que primero se tome esta dosis, que le fortalecerá un poco."

Al momento bebí lo que me ofrecía. Entonces dijo, "Contarle cómo llegó aquí no es una cuestión tan sencilla como evidentemente supone. Usted puede decirme a mi tanto sobre la cuestión como yo puedo decirle usted. Acaba usted de despertarse de un profundo sueño, o, más propiamente, un trance. Esto es todo lo que puedo decirle. Dice usted que estaba en su propia casa cuando cayó en ese sueño. ¿Puedo preguntarle cuándo fue eso?"

"¿Cuándo?" repliqué, "¿cuándo? Vaya, anoche, por supuesto, hacia las diez en punto. Dejé órdenes a mi criado Sawyer para que me llamase a las nueve en punto. ¿Qué ha sido de Sawyer?"

"Eso precisamente no puedo decirselo," respondió mi acompañante, mirándome con una expresión curiosa, "pero estoy seguro de que podemos excusarle por no estar aquí. ¿Y ahora puede decirme de un modo un poco más explícito cuándo fue que cayó usted en ese sueño, la fecha, me refiero?

"Vaya, anoche, por supuesto; así lo he dicho, ¿no? Es decir, a no ser que haya dormido todo un día entero. ¡Cielo santo! Eso no puede ser posible; y aun así tengo una extraña sensación de haber dormido durante mucho tiempo. Era el "Decoration Day" cuando me fui a dormir."

"¿Decoration Day?"

"Sí, el lunes 30."

"Discúlpeme, ¿el 30 de qué?"

"Vaya, de este mes, por supuesto, a no ser que haya dormido hasta Junio, pero no puede ser."

"Este mes es septiembre."

"¡Septiembre! No querrá decir que he dormido desde mayo! ¡Dios del cielo! Vaya, es increíble."

"Vamos a ver," replicó mi acompañante; "¿dice que era 30 de mayo cuando se fue a dormir?"

"Sí."

"¿Puedo preguntar de qué año?"

Le miré fijamente sin expresión, incapaz de hablar, durante unos instantes.

"¿De qué año?" repetí débilmente al fin.

"Sí, ¿de qué año, por favor? Después de que me haya dicho eso, podré decirle durante cuánto tiempo ha dormido usted."

"Era el año 1887," dije.

Mi acompañante insistió en que yo debería tomar otro sorbo del vaso, y me tomó el pulso.

"Mi estimado señor," dijo, "sus modales indican que es usted un hombre de cultura, que soy consciente de que en sus tiempos de ningún modo era algo natural como es ahora. Sin duda, entonces, habrá observado por sí mismo que de nada en este mundo puede decirse con propiedad que es más asombroso que cualquier otra cosa. Las causas de todos los fenómenos son igualmente adecuadas, y los resultados igualmente algo natural. Es de esperar que usted debería sobresaltarse por lo que le contaré; pero confío en que no permitirá que esto afecte su ecuanimidad indebidamente. Su apariencia es la de un hombre de apenas treinta años, y su condición física no parece ser muy diferente de la de alguien que acaba de despertarse de un sueño algo largo y profundo, y aun así estamos a diez de septiembre del año 2000, y usted ha dormido exactamente ciento trece años, tres meses y once días."

Sintiéndome parcialmente aturdido, bebí una copa de alguna clase de extracto a sugerencia de mi acompañante, e inmediatamente después me entró mucho sueño y me quedé profundamente dormido.

Cuando desperté, la luz del día llenaba por completo la habitación, que había esta iluminada artificialmente cuando estuve despierto la vez anterior. Mi misterioso anfitrión estaba sentado cerca. No estaba mirándome cuando abrí los ojos, y tuve una buena oportunidad para estudiarlo y meditar sobre mi insólita situación, antes de que observase que estaba despierto. Mi mareo se había ido del todo, y mi mente estaba perfectamente clara. La historia de que había estado dormido ciento trece años, que, en mi anterior desfallecimiento y desorientación, había aceptado incuestionablemente, resurgió ante mi ahora únicamente para ser rechazada como un disparatado intento de engaño, cuyo motivo era imposible de suponer ni remotamente.

Algo extraordinario había ocurrido ciertamente a considerar por el hecho de que había despertado en esta casa desconocida con este acompañante desconocido, pero mi imaginación era absolutamente incapaz de sugerir más que las más descabelladas conjeturas sobre lo que ese algo podría haber sido. ¿Podría ser que fuese víctima de algún tipo de conspiración? Lo consideré, ciertamente; y aun así, si las facciones de un hombre alguna vez fueron auténtica evidencia, era cierto que este hombre que había a mi lado, con un rostro tan refinado e inocente, no formaba parte de ninguna trama de delito o ultraje. Entonces se me ocurrió preguntarme si no podría ser yo el objeto de alguna elaborada broma pesada por parte de amigos que se habían enterado de algún modo del secreto de mi cámara subterránea y habían decidido impresionarme de esta manera con los peligros de los experimentos hipnóticos. Había muchas dificultades con esta teoría; Sawyer nunca me habría traicionado, ni tenía yo en absoluto ningún amigo capaz de acometer una empresa tal; sin embargo, la suposición de que era víctima de una broma pesada parecía en general la única sostenible. Medio esperando vislumbrar algún rostro conocido riéndose burlonamente tras un sillón o cortina, miré cuidadosamente alrededor de la habitación. Cuando mis ojos volvieron a posarse en mi acompañante, éste me estaba mirando.

"Se ha echado una buena siesta de doce horas," dijo enérgicamente, "y puedo ver que le ha sentado bien. Tiene mucho mejor aspecto. Su color es bueno y sus ojos brillan. ¿Cómo se encuentra?"

"Nunca me he encontrado mejor," dije, incorporándome para sentarme.

"¿Recuerda, sin duda, cuando despertó la primera vez," prosiguió, "y su sorpresa cuando le dije cuánto había estado dormido?"

"Dijo usted, creo, que había dormido ciento trece años."

"Exactamente."

"Admitirá," dije, con una irónica sonrisa, "que tal historia era bastante improbable."

"Extraordinaria, lo admito," respondió, "pero dadas las condiciones adecuadas, no improbable ni inconsistente con lo que sabemos del estado de trance. Cuando es completo, como en su caso, las funciones vitales están absolutamente suspendidas, y no hay desgaste de tejidos. No hay límite para la posible duración de un trance cuando las condiciones externas protegen el cuerpo de daños físicos. Este trance suyo es de hecho el más largo de los que haya precedente documentado, pero no hay razón conocida por la cual si no se le hubiese descubierto y si la cámara en la que le encontramos hubiese continuado intacta, no pudiera usted haber permanecido en un estado de animación suspendida hasta que, al final de eras indefinidas, la gradual refrigeración de la tierra hubiese destruido los tejidos corporales y puesto el espíritu en libertad."

Tuve que admitir que, si fuese de hecho la víctima de una broma pesada, sus autores habían escogido un agente admirable para llevar a cabo su engaño. Los impresionantes e incluso elocuentes modales de este hombre habrían dado dignidad a una argumentación sobre que la luna está hecha de queso. La sonrisa con la que le había mirado según avanzaba en su hipótesis acerca del trance no parecía confundirle en lo más mínimo.

"Quizá," dije, "continuará usted y me regale con algunos particulares en cuanto a las circunstancias bajo las que descubrió esta cámara de la que usted habla, y su contenido. Disfruto de la buena ficción."

"En este caso," fue la seria respuesta, "ninguna ficción podría ser tan extraña como la verdad. Debe saber que estos muchos años he estado acariciando la idea de construir un laboratorio en el amplio jardín que hay junto a esta casa, para experimentos químicos, a los que soy aficionado. El jueves pasado comenzó por fin la excavación para el sótano. Estuvo terminada por la noche, y el viernes los albañiles iban a haber venido. El jueves por la noche tuvimos una inundación a causa de la lluvia, y el viernes por la mañana encontré mi sótano echo un estanque de ranas y las paredes completamente arrastradas por el agua. Mi hija, que había salido para presenciar el desastre conmigo, llamó mi atención sobre una esquina de mampostería que había quedado al descubierto por el desmoronamiento de uno de los muros. Le quité un poco la tierra que tenía, y, viendo que parecía parte de una gran masa, decidí investigarlo. Los trabajadores que mandé llamar desenterraron una bóveda oblonga a unos dos metros y medio bajo la superficie, en cuya esquina habían estado evidentemente los muros que cimentaron una antigua casa. Una capa de cenizas y carbón vegetal en la parte superior de la bóveda mostraban que la casa había sucumbido por un incendio. La bóveda en sí estaba perfectamente intacta, con el cemento en tan buen estado como cuando lo aplicaron por primera vez. Tenía una puerta, pero no pudimos forzarla, y me abrí paso hacia el interior removiendo una de las losas que formaban el techo. El aire que subió estaba estancado pero puro, seco y no frío. Descendiendo con una linterna, me encontré en un aposento decorado como un dormitorio al estilo del siglo diecinueve. Sobre la cama yacía un joven. Naturalmente se daba por sentado que estaba muerto y debía de llevar muerto un siglo; pero el extraordinario estado de conservación del cuerpo me impresionó a mi y a los colegas médicos que había emplazado con asombro. No nos habríamos creído que se hubiese conocido nunca el arte de un embalsamamiento tal como este, y aun este parecía el testimonio concluyente de que nuestros antepasados lo habían poseído. Mis colegas médicos, cuya curiosidad estaba enormemente excitada, estuvieron de inmediato a favor de llevar a cabo experimentos para probar la naturaleza del proceso empleado, pero yo los contuve. Mi motivo para así hacerlo, al menos el único motivo del que ahora necesito hablar, era el recuerdo de algo que una vez había leído sobre la extensión con la que sus contemporáneos habían cultivado el tema del magnetismo animal. Se me había ocurrido como concebible el que usted pudiese estar en un trance, y que el secreto de sus integridad física después de tan largo tiempo no era la habilidad de un embalsamador, sino la vida. Tan fantástica me pareció esta idea, incluso a mi, que no me arriesgué a hacer el ridículo mencionándolo ante mis colegas médicos, sino que di alguna otra razón para posponer sus experimentos. Sin embargo, tan pronto como ellos se marcharon, puse marcha un intento sistemático de resucitación, del cual usted conoce el resultado."

Si este tema hubiese sido aun más increíble, las circunstancias de esta narración, así como los impresionantes modales y personalidad del narrador, podrían haber hecho titubear al oyente, y me había empezado a notar muy raro, cuando, según se acercó, tuve oportunidad de vislumbrar mi reflejo en un espejo que colgaba de la pared de la habitación. Me puse en pie y fui hacia él. El rostro que vi fue el rostro a la facción y el cabello y ni un día más viejo del que había visto mientras me ataba la corbata antes de ir a casa de Edith aquel "Decoration Day", que, según este hombre me había hecho creer, se había celebrado ciento trece años antes. En esto, el colosal carácter del fraude del que estaban intentando hacerme víctima, vino sobre mi de nuevo. La indignación se adueñó de mi mente mientras comprendía la ultrajante libertad que se habían tomado conmigo.

"Está usted sorprendido probablemente," dijo mi acompañante, "de ver que, aunque es usted un siglo mayor que cuando se acostó a dormir en la cámara subterránea, su aspecto no ha cambiado. Esto no debería asombrarle. Usted ha sobrevivido durante este largo período de tiempo en virtud de la total paralización de las funciones vitales. Si su cuerpo hubiese podido sufrir algún cambio durante su trance, hace tiempo que se habría disuelto."

"Señor," contesté, volviéndome hacia él, "soy absolutamente incapaz de adivinar cuáles puedan ser sus motivos para recitarme este notable fárrago con un rostro serio; pero usted mismo será demasiado inteligente para suponer que nadie salvo un imbécil podría ser engañado con él. Ahórreme el resto de esta elaborada tontería y de una vez por todas dígame si se niega a darme una explicación inteligible de dónde estoy y cómo he llegado aquí. Y si es así, procederé a averiguar mi paradero por mi mismo, no importa quién pueda ponerme trabas."

"¿No se cree, entonces, que este es el año 2000?"

"¿De verdad cree necesario preguntármelo?" contesté.

"Muy bien," replicó mi extraordinario anfitrión. "Ya que no puedo convencerle, se convencerá por sí mismo. ¿Se encuentra lo suficientemente fuerte para acompañarme escaleras arriba?"

"Estoy tan fuerte como siempre he estado," respondí airadamente, "como puedo tener que demostrar si esta guasa es llevada más lejos."

"Le ruego, señor," fue la respuesta de mi acompañante, "que no se deje persuadir demasiado a fondo de que es usted víctima de un embaucamiento, no sea que la reacción, cuando se convenza de la verdad de mis afirmaciones, sea demasiado grande."

El tono de preocupación, entremezclado con compasión, con el cual dijo esto, y la total ausencia de cualquier signo de resentimiento ante mis acaloradas palabras, me intimidaron de modo extraño, y le seguí por la habitación con una extraordinaria mezcla de emociones. Me condujo arriba dos tramos de escalera y luego otro más corto, que nos llevaron a un mirador en el tejado. "Deléitese mirando a su alrededor," dijo, mientras llegaba a la plataforma, "y dígame si este es el Boston del siglo diecinueve."

A mis pies había una gran ciudad. Kilómetros de calles anchas, a la sombra de árboles, donde se alineaban excelentes edificios, en su mayor parte no estaban en bloques continuos sino en mayores o menores manzanas, que se extendían en todas direcciones. Cada barrio contenía amplias plazas abiertas llenas de árboles, en medio de las cuales refulgían estatuas y centelleaban fuentes al sol del atardecer. Edificios públicos de un tamaño colosal y de una grandeza arquitectónica sin parangón en mis tiempos alzaban sus majestuosos pilares a cada lado. Seguramente nunca antes había visto esta ciudad ni ninguna comparable a ella. Alzando mis ojos al fin hacia el horizonte, miré hacia el oeste. Esa cinta azul serpenteando a lo lejos hacia el sol poniente, ¿no era el sinuoso Charles? Miré hacia el este; el puerto de Boston se extendía ante mi por el interior de las puntas de tierra, sin faltar ni uno sólo de sus verdes islotes.

Supe entonces que me habían dicho la verdad respecto a la cosa prodigiosa que me había sucedido.

Capítulo 4

No perdí el sentido, pero el esfuerzo de comprender mi situación me dejó muy mareado, y recuerdo que tuve que apoyarme en el fuerte brazo de mi acompañante según me condujo desde el tejado a un espacioso aposento en el piso superior de la casa, donde insistió en que bebiese un vaso o dos de buen vino y tomase una comida ligera.

"Creo que ahora va a estar usted bien," dijo jovialmente. "No habría usado un medio tan abrupto para convencerlo de su situación si su reacción, aunque perfectamente excusable dadas las circunstancias, no me hubiese más bien obligado a hacerlo. Confieso," añadió riéndose, "que estaba yo un poco temeroso en algún momento de sufrir lo que creo que solía llamarse en el siglo diecinueve un fuera de combate, si no actuaba bastante rápido. Recordé que los bostonianos de sus tiempos eran famosos púgiles, y pensé que era mejor no perder tiempo. Considero que está listo para exculparme del cargo de engañarle."

"Si me hubiera dicho," repliqué, profundamente abrumado, "que habían pasado mil años en vez de cien desde que vi por última vez esta ciudad, ahora le creería."

"Sólo un siglo ha pasado," respondió, "pero muchos milenios de la historia del mundo han visto cambios menos extraordinarios."

"Y ahora," añadió, extendiendo su mano con un aire de irresistible amabilidad, "déjeme darle la cordial bienvenida al Boston del siglo veinte y a esta casa. Me llamo Leete, Dr. Leete me llaman."

"Mi nombre," dije mientras le estrechaba la mano, "es Julian West."

"Estoy muy contento de conocerle, Sr. West," respondió. "Viendo que esta casa está construída en el emplazamiento de la suya propia, espero que le resultará sencillo sentirse como en casa."

Tras el refrigerio, el Dr. Leete me ofreció bañarme y cambiarme de ropa, lo cual aproveché gustosamente.

No parecía que ninguna revolución sorprendente en el atuendo masculino se encontrase entre los grandes cambios de los cuales mi anfitrión me había hablado, porque, excepto algunos detalles, mi nueva vestimenta no me desconcertó en absoluto.

Físicamente, volvía a ser yo mismo. Pero el lector se preguntará sin duda cómo me encontraba mentalmente. Desearía saber cuáles eran mis sensaciones intelectuales al encontrarme tan de repente abandonado como si estuviese en un nuevo mundo. En respuesta, déjeme pedirle que suponga que él mismo, de repente, en un parpadeo, se viese transportado de la tierra, digamos, al Paraíso o al Hades. ¿Cómo imagina que sería su propia experiencia? ¿Volverían sus pensamientos de inmediato a la tierra que acababa de dejar, o, tras la primera conmoción, casi olvidaría su vida anterior por un momento, aunque más tarde la recordase, en aras del interés suscitado por su nuevo entorno? Todo lo que puedo decir es que si su experiencia fuese tal como la mía en la transición que estoy describiendo, la segunda hipótesis sería la correcta. Las impresiones de asombro y curiosidad que mi nuevo entorno me producía ocupaban mi mente, tras la primera conmoción, hasta el punto de excluir cualquier otro pensamiento. Por el momento, la memoria de mi vida anterior estaba, como estuvo, en suspensión.

Tan pronto como me encontré físicamente rehabilitado por los amables oficios de mi anfitrión, me sentí ansioso por volver al tejado; e inmediatamente estuvimos allí en unas tumbonas, con la ciudad bajo nosotros y a nuestro alrededor. Después de que el Dr. Leete había respondido a numerosas preguntas por mi parte, sobre los antiguos hitos que echaba de menos y los nuevos que los habían reemplazado, me preguntó qué punto del contraste entre la nueva y la vieja ciudad me llamaba la atención con más fuerza.

"Para hablar de las pequeñas cosas antes de las grandes," respondí, "creo realmente que el detalle que primero me ha impresionado es la total ausencia de chimeneas y el humo correspondiente."

"¡Ah!" exclamó mi acompañante con aire de mucho interés, "había olvidado las chimeneas, hace tanto tiempo que quedaron en desuso. Hace casi un siglo desde que el rudimentario método de combustión del que ustedes dependían para calentarse quedó obsoleto."

"En general," dije, "lo que más me impresiona de la ciudad es la prosperidad material por parte de la gente, que esta magnificencia implica."

"Daría mucho por echar un simple vistazo al Boston de su época," replicó el Dr. Leete. "Sin duda, como usted apunta, las ciudades de aquel periodo eran bastante sórdidas. Si hubiesen tenido el gusto para hacerlas espléndidas, lo que no sería tan descortés como para poner en entredicho, la pobreza general resultante de su extraordinario sistema industrial no les habría dado los medios. Además, el excesivo individualismo que prevalecía entonces era inconsistente con el espíritu público. Qué pequeña fortuna parece que han gastado casi por completo en lujos privados. Hoy en día, por contra, no hay destino para el superávit de riqueza que sea tan popular como el ornamento de la ciudad, que todos disfrutamos en igual medida."

El sol se estaba poniendo cuando volvimos al tejado, y mientras hablábamos la noche descendió sobre la ciudad.

"Está oscureciendo," dijo el Dr. Leete. "Vamos abajo, entremos en casa; quiero presentarle a mi mujer y a mi hija."

Sus palabras me recordaron las voces femeninas que había oído hablar en voz baja a mi alrededor mientras volvía a la vida consciente; y, con mucha curiosidad por conocer como eran las señoras del año 2000, accedí con presteza a la proposición. El aposento en el que encontramos a la mujer y a la hija de mi anfitrión, así como todo el interior de la casa, estaba lleno de una suave luz, que sabía que tenía que ser artificial, aunque no podía descubrir la fuente desde la que se difundía. La señora Leete era una mujer de aspecto excepcionalmente refinado y bien conservada de aproximadamente la edad de su marido, mientras que la hija, que estaba en su primera juventud, era la chica más hermosa que había visto nunca. Su rostro era tan fascinante como sus profundos ojos azules, tez delicadamente sonrojada y facciones perfectas podían hacerlo, pero incluso si su semblante hubiese estado desprovisto de encantos especiales, la impecable exuberancia de su figura le habría dado su lugar como una belleza entre las mujeres del siglo diecinueve. Suavidad femenina y delicadeza estaban en esta encantadora criatura deliciosamente combinadas con una apariencia de salud y abundante vitalidad física que tan a menudo les falta a las doncellas con quienes solamente yo podía compararla. Era una coincidencia trivial en comparación con la rareza general de la situación, pero no obstante impactante, que su nombre fuese Edith.

La noche que siguió fue ciertamente única en la historia de las relaciones sociales, pero suponer que nuestra conversación era peculiarmente forzada o difícil habría sido un gran error. De hecho, creo que entraría dentro de lo que puede llamarse circunstancias no naturales, en el sentido de extraordinarias, cuando la gente se comporta del modo más natural, sin duda porque tales circunstancias destierran la artificialidad. De todos modos sé que mi conversación de esa noche con estos representantes de otra era y mundo estuvo marcada por una inocente sinceridad y franqueza como en una culminada larga amistad de las que no abundan. Sin duda el exquisito tacto de mis anfitriones tuvo mucho que ver con esto. Desde luego no había nada de lo que pudiesemos hablar sino de la extraña experiencia por virtud de la cual estaba yo allí, pero hablaron de ello con un interés tan ingenuo y directo en sus expresiones como para aliviar la cuestión en buen grado del elemento extraño y misterioso que podría tan facilmente haber sido predominante. Uno podría haber supuesto que estaban bastante habituados a ser anfitriones de personas sin hogar de otro siglo, tan perfecto era su tacto.

Por mi parte, nunca recuerdo que el funcionamiento de mi mente haya estado más alerta y aguzado que esa noche, ni mis sensibilidades intelectuales más ágiles. Naturalmente no quiero decir que la consciencia de mi asombrosa situación estaba por un momento fuera de mi pensamiento, pero su principal efecto hasta ese momento era producir una euforia febril, una especie de intoxicación mental.

Para explicar este estado mental debe recordarse que, excepto por el asunto de nuestras conversaciones, no había en mi entorno casi nada que sugiriese lo que me había ocurrido. A menos de un bloque de distancia de mi hogar en el antiguo Boston podría haber encontrado círculos sociales mucho más extraños para mi. El modo de hablar de los bostonianos del siglo veinte difiere del de sus antepasados educados del siglo diecinueve incluso menos que difería el del estos últimos del modo de hablar de Washington o Franklin, mientras las diferencias entre el estilo de vestir y de los muebles de las dos épocas no son más marcadas que lo que he conocido que la moda ha hecho en el tiempo de una generación.

Edith Leete intervino poco en la conversación, pero cuando varias veces el magnetismo de su belleza atrajo mi mirada hacia su rostro, encontré sus ojos fijos en mi con absorta intensidad, casi como fascinación. Era evidente que había despertado su interés hasta un extremo excepcional, como era de esperar, suponiendo que era una chica de gran imaginación. Aunque supuse que la curiosidad era el principal motivo de su interés, no pudo sino afectarme como no lo habría hecho si ella hubiese sido menos hermosa.

El Dr. Leete, así como las señoras, parecían muy interesados en mi narración de las circunstancias bajo las cuales me había ido a dormir a la cámara subterránea. Todos tenían sugerencias que ofrecer para explicar que me hubiesen dejado allí olvidado, y la teoría que finalmente estuvimos de acuerdo que ofrecía al menos una explicación plausible, aunque si era en sus detalles la auténtica, nadie, desde luego, nunca lo sabrá. La capa de cenizas encontrada sobre la cámara indicaba que la casa se había quemado por completo. Supongase que el incendio hubiese tenido lugar la noche en que me quedé dormido. Únicamente queda suponer que Sawyer perdió la vida en el incendio o por algún accidente conectado con él, y el resto se sigue de un modo bastante natural. Nadie excepto él y el Dr. Pillsbury sabía ni de la existencia de la cámara ni que yo estaba allí dentro, y el Dr. Pillsbury, que se había ido esa noche a Nueva Orleans, nunca habría oído hablar del incendio en absoluto. La conclusión de mis amigos, y la del público, debe haber sido que yo había perecido entre las llamas. Una excavación de las ruinas, de no ser minuciosa, no habría puesto al descubierto el nicho en los muros de los cimientos que comunicaba con mi cámara. Sin duda, si se hubiese construído de nuevo sobre el emplazamiento, al menos inmediatamente, tal excavación habría sido necesaria, pero los turbulentos tiempos y el tratarse de un vecindario nada apetecible, podrían perfectamente haber evitado que se volviese a edificar en aquél lugar. El tamaño de los árboles del jardín que ahora ocupan el sitio indicaba, dijo el Dr. Leete, que al menos durante más de medio siglo había sido un terreno al descubierto.

Capítulo 5

Cuando en el transcurso de la noche las señoras se retiraron, dejándonos a solas al Dr. Leete y a mi, me sondeó acerca de mi disposición para irme dormir, diciendo que si tenía ganas mi cama estaba lista; pero si estaba inclinado a permanecer en vela nada le complacería más que estar en mi compañía. "Soy ave nocturna," dijo, "sin ánimo de adulación, puedo decir que apenas puedo imaginar una compañía más interesante que la suya. Sin duda no es frecuente que uno tenga la oportunidad de conversar con un hombre del siglo diecinueve."

Había estado toda la noche a la expectativa, algo temeroso del momento en el que debería quedarme solo, en mi retiro nocturno. Rodeado por estos amistosísimos desconocidos, estimulado y apoyado por su comprensivo interés, había sido capaz de mantener mi equilibrio mental. Incluso entonces, sin embargo, durante las pausas en la conversación había tenido atisbos, vívidos como destellos de relámpago, del horror de lo extraño que esperaba ser afrontado cuando ya no pudiese alargar la distracción. Sabía que no podría dormir esa noche, y en cuanto a estar acostado despierto y pensando, no es cobardía, estoy seguro, confesar que me atemorizaba. Cuando en respuesta a la pregunta de mi anfitrión, le dije esto con franqueza, me contestó que sería extraño si no me sintiese precisamente así, pero que no tenía que sentir inquietud sobre irme a dormir; en el momento que quisiese irme a la cama, me daría una dosis que me aseguraría una saludable noche de sueño con total garantía. A la mañana siguiente, sin duda, me despertaría sintiéndome como un ciudadano veterano.

"Antes de tomármelo," repliqué, "debo saber un poco más acerca de la clase de Boston al que he vuelto. Me dijo usted cuando estábamos arriba en el tejado que aunque solamente había pasado un siglo desde que me quedé dormido, había estado marcado por mayores cambios en las condiciones de la humanidad que en muchos milenios anteriores. Con la ciudad ante me podría creerlo perfectamente, pero siento mucha curiosidad por saber cuáles han sido algunos de los cambios. Para empezar por alguna parte, porque el asunto es amplio sin duda, ¿qué solución, si la ha habido, han encontrado para la cuestión laboral? Era el enigma de la Esfinge del siglo diecinueve, y cuando me dormí la Esfinge amenazaba con devorar la sociedad, porque la respuesta no estaba a la vista. Bien merece la pena dormir durante cien años para conocer cuál era la respuesta correcta, si, de hecho, ya la han encontrado."

"En tanto que no se conoce en nuestros días una cosa tal como la cuestión laboral," replicó el Dr. Leete, "y no hay modo en que pudiese surgir, supongo que podemos afirmar que la hemos resuelto. La sociedad de hecho habría merecido totalmente ser devorada si hubiese fracasado en dar respuesta a un enigma tan absolutamente simple. De hecho, para decirlo al pie de la letra, no era necesario que la sociedad resolviese el enigma en absoluto. Puede decirse que se ha resuelto por sí mismo. La solución vino como resultado de un proceso de evolución industrial que no podría haber terminado de otro modo. Todo lo que la sociedad tuvo que hacer fue reconocer y cooperar con esa evolución, cuando su tendencia se había hecho inconfundible.

"Sólo puedo decir," respondí, "que en la época en que me quedé dormido no se había reconocido tal evolución."

"Fue en 1887 cuando se quedó dormido, creo que dijo."

"Sí, el 30 de mayo de 1887."

Mi acompañante me miró meditando durante unos instantes. Entonces hizo la siguiente observación: "¿Y me dice que entonces no había reconocimiento general de la naturaleza de la crisis hacia la que la sociedad se aproximaba? Desde luego, creo completamente en su afirmación. La singular ceguera de sus contemporáneos para los signos de los tiempos es un fenómeno que ha sido comentado por muchos de nuestros historiadores, pero pocos hechos de la historia son más difíciles de comprender para nosotros, tan obvios e inconfundibles como contemplamos en retrospectiva las indicaciones, que también a usted deben haberle saltado a la vista, acerca de la transformación que estaba a punto de ocurrir. Sería interesante, Sr. West, si me diese una idea un poco más definida de la visión que usted y la gente de su nivel intelectual tenían del estado y perspectivas de la sociedad en 1887. Debe, al menos, haber comprendido que la amplitud de las tribulaciones sociales e industriales, y la insatisfacción subyacente de todas las clases en relación con las desigualdades de la sociedad, y la miseria general de la humanidad, eran presagio de algún tipo de gran cambio."

"De hecho, lo comprendíamos completamente," repliqué. "Notábamos que la sociedad estaba arrastrando el ancla y en peligro de ir a la deriva. Nadie podía decir si se iría al garete, pero todos temíamos los escollos."

"Sin embargo," dijo el Dr. Leete, "la dirección de la corriente era perfectamente perceptible si se hubiesen tomado la molestia de observarla, y no era hacia los escollos, sino hacia un canal más profundo."

"Teníamos el dicho popular," repliqué, "de que 'la visión retrospectiva es mejor que la previsión', cuya fuerza apreciaré, sin duda, ahora más plenamente que nunca. Todo lo que puedo decir es que, cuando caí en este largo sueño, la perspectiva era tal, que no me habría sorprendido si hoy hubiese mirado desde el tejado y hubiese visto un montón de ruinas calcinadas y cubiertas de musgo en vez de esta gloriosa ciudad."

El Dr. Leete me había escuchado con minuciosa atención y movió la cabeza con aire pensativo cuando terminé de hablar. "Lo que ha dicho," observó, "será considerado como una muy valiosa reivindicacion de Storiot, cuyas explicaciones sobre la época de usted han sido generalmente consideradas exageradas en su retrato de la oscuridad y confusión en el pensamiento de la humanidad. Que un período de transición como ese estuviese lleno de excitación y agitación era de esperar, de hecho; pero viendo lo clara que era la tendencia de las fuerzas que operaban, era natural creer que la esperanza en vez del temor habría sido el estado de ánimo predominante en la mentalidad popular."

"No me ha dicho todavía cuál fue la respuesta que ustedes encontraron al Enigma," dije. "Estoy impaciente por conocer por qué contradicción de la secuencia natural la paz y la prosperidad que ahora parecen disfrutar pudo haber sido el resultado de una era como la mía."

"Disculpeme," replicó mi anfitrión, "pero ¿fuma usted?" Hasta que nuestros puros no estuvieron encendidos y tirando bien, no prosiguió. "Ya que su ánimo es más de hablar que de dormir, como el mío, quizá lo mejor que puedo hacer es intentar darle una idea suficiente de nuestro moderno sistema industrial para disipar al menos la impresión de que hay algún misterio acerca del proceso de su evolución. Los bostonianos de sus tiempos tenían la reputación de ser magníficos preguntadores, y voy a mostrarle mis orígenes haciéndole una pregunta para comenzar. ¿Cuál diría que era el rasgo más prominente de los problemas laborales de su época?

"Bueno, las huelgas, desde luego," contesté.

"Exactamente; pero ¿qué hizo que las huelgas fuese tan formidables?"

"Las grandes organizaciones de trabajadores."

"¿Y cuáles eran los motivos de tales grandes organizaciones?"

"Los trabajadores reclamaban que tenían que organizarse para conseguir sus derechos ante las grandes corporaciones," repliqué.

"Eso es," dijo el Dr. Leete; "las organizaciones laborales y las huelgas eran un efecto, meramente, de la concentración de capital en masas superiores a las que nunca antes se habían conocido. Antes de que comenzase esta concentración, mientras todavía el comercio y la industria estaban conducidos por innumerables intereses insignificantes con un capital pequeño, en vez de un pequeño número de grandes intereses con vastos capitales, el trabajador individual era relativamente importante e independiente en sus relaciones con el empleador. Además, con un pequeño capital o una nueva idea era suficiente para que una persona iniciase un negocio por sí misma, los trabajadores estaban constantemente haciendose empleadores y no había una línea rígida y estable entre las dos clases. Las uniones laborales eran innecesarias entonces, y las huelgas generales eran impensables. Pero cuando la era de los pequeños intereses con pequeños capitales fue sucedida por la de las grandes sumas de capital, todo esto cambió. El trabajador individual, que había sido relativamente importante para el pequeño empleador, fue reducido a la insignificancia y la debilidad frente a las grandes corporaciones, mientras al mismo tiempo el camino hacia arriba para convertirse en empleador se cerró para él. La defensa propia le condujo a la unión con sus semejantes.

"Los registros de ese período muestran que el clamor contra la concentración del capital era furiosa. La gente creía que ello amenazaba la sociedad con la forma de tiranía más aborrecible que jamás se hubiese padecido. Creían que las grandes corporaciones estaban preparando para ellos el yugo de la servidumbre más ruin que jamás se había infligido a la humanidad, servidumbre no a los hombres sino a máquinas desprovistas de alma, incapaces de otro motivo que no fuese la insaciable avaricia. Mirando atrás, no podemos asombrarnos de su desesperación, porque ciertamente la humanidad nunca estuvo confrontada con un destino más sórdido y horrendo que el de la era de la tiranía corporativa que pronosticaban.

"Mientras tanto, sin ser detenida en el más mínimo grado por el clamor contra ella, la absorción de negocios por todos los grandes monopolios continuaba. En los Estados Unidos no había, al comienzo del último cuarto del siglo, ninguna oportunidad, cualquiera que fuese, para la iniciativa individual en ningún campo importante de la industria, a no ser que estuviese respaldado por un gran capital. Durante la última década del siglo, los pequeños negocios de este tipo que todavía quedaban eran supervivientes de una época pasada que fracasaban rápidamente o meros parásitos de las grandes corporaciones, o si no, existían en campos demasiado pequeños para atraer a los grandes capitalistas. Los pequeños negocios que todavía seguían existiendo, fueron reducidos a ratas y ratones, viviendo en agujeros y rincones, y contando con evitar darse cuenta para poder disfrutar de la existencia. Los ferrocarriles habían seguido fusionándose hasta que unos pocos grandes consorcios controlaban todos los ferrocarriles del país. En las fábricas de manufacturas, todo producto importante estaba controlado por un consorcio. Estos consorcios, uniones, coaliciones, o cualquiera que fuese su nombre, fijaban precios y aplastaban cualquier competencia excepto cuando surgían uniones tan vastas como las suyas propias. Entonces se suscitaba una lucha que resultaba en una consolidación a mayor escala. El gran mercado de la ciudad aplastó a sus rivales del campo con establecimientos subsidiarios, y en la ciudad misma absorbió los pequeños rivales hasta que el negocio de un barrio entero estaba concentrado bajo un único techo, con un centenar de los que anteriormente habían sido propietarios de tiendas sirviendo como dependientes. No teniendo negocio de su propiedad donde poner su dinero, el pequeño capitalista, a la vez que entró al servicio de la corporación, no encontró otra inversión para su dinero sino los bonos y acciones de aquella, haciéndose doblemente dependiente de ella.

"El hecho de que la desesperada oposición popular a la consolidación de los negocios en unas pocas y poderosas manos no tenía efecto para detenerla demuestra que debe haber habido una poderosa razón económica para ello. Los pequeños capitalistas, con sus innumerables pequeñas preocupaciones, habían rendido el campo a las grandes sumas de capital, porque pertenecían a los tiempos de las cosas pequeñas y eran totalmente incompetentes para las demandas de la era del vapor y los telégrafos y la gigantesca escala de sus empresas. Restaurar el anterior orden de las cosas, incluso si hubiese sido posible, habría implicado volver a los tiempos de las diligencias. Opresivo e intolerable como era el régimen de las grandes consolidaciones de capital, incluso sus víctimas, mientras lo maldecían, estaban forzadas a admitir el prodigioso incremento de la eficiencia que había sido impartido a las industrias nacionales, que las vastas economías efectuaron por concentración de gestión y unidad de organización, y confesar que desde que el nuevo sistema había tomado el lugar del antiguo la riqueza del mundo se había incrementado a una velocidad nunca antes soñada. Sin duda este vasto incremento había servido principalmente para que los ricos fuesen más ricos, incrementando la brecha entre ellos y los pobres; pero el hecho seguía siendo que, como un medio meramente para producir riqueza, el capital había demostrado ser eficiente en proporción a su consolidación. La restauración del viejo sistema con la subdivisión del capital, si hubiese sido posible, habría de hecho traído de nuevo una mayor igualdad de condiciones, con más dignidad y libertad individuales, pero el precio sería la carestía general y la detención del progreso material.

"¿No había, entonces, modo alguno de gobernar los servicios del poderoso principio productor de riqueza del capital consolidado sin doblegarse a una plutocracia como la de Cartago? Tan pronto como la gente empezó a hacerse estas preguntas, encontraron que la respuesta estaba preparada para ellos. El movimiento hacia la dirección de los negocios por cada vez mayores sumas de capital, la tendencia hacia los monopolios, contra la que se había opuesto tan desesperada y vana resistencia, fue reconocida al final, en su auténtico significado, como un proceso que únicamente necesitaba completar su lógica evolución para abrir un futuro dorado para la humanidad.

"Al principio de estos últimos cien años la evolución fue completada por la consolidación final de todo el capital de la nación. La industria y el comercio del país, dejando de estar gobernados por un conjunto de corporaciones irresponsables y consorcios de personas privadas, a su capricho y para su beneficio, fueron encomendadas a un único consorcio representante del pueblo, para ser conducido en interés común para el beneficio común. Es decir, la nación, organizada como la única gran corporación de negocios por la cual todas las demás corporaciones fueron absorbidas, llegó a ser el único capitalista en vez de todos los demás capitalistas, el único empleador, el monopolio final por el cual todos los previos y menores monopolios fueron engullidos, un monopolio en los beneficios y las economías que todos los ciudadanos compartieron. La época de los consorcios había terminado en El Gran Consorcio. En una palabra, el pueblo de los Estados Unidos terminó por asumir el gobierno de sus propios asuntos, tal como unos cien años antes había asumido el autogobierno, organizándose ahora con propósitos industriales sobre precisamente las mismas bases que se había organizado con propósitos políticos. Al fin, extrañamente tarde en la historia del mundo, se percibió el hecho obvio de que ningún asunto era tan esencialmente asunto público como la industria y el comercio de los cuales dependía el sustento de la gente, y que delegarlo para que lo manejen personas privadas para el beneficio privado es una locura similar en categoría, pero vastamente mayor en magnitud, que la de entregar las funciones de gobierno político a reyes y nobles para que las conduzcan para su glorificación personal."

"Un cambio tan estupendo como describe," dije, "no tuvo lugar, por supuesto, sin un gran baño de sangre y terribles convulsiones."

"Al contrario," replicó el Dr. Leete, "no hubo violencia en absoluto. El cambio había sido largo tiempo previsto. La opinión pública había madurado completamente para ello, y la masa del pueblo al completo lo respaldaba. No había más posibilidad de oponerse por la fuerza que por argumento. Por otra parte, el sentimiento popular hacia las grandes corporaciones y aquellos identificados con ellas había cesado de ser de rencor, pues llegaron a comprender su necesidad como un eslabón, una fase de transición, en la evolución del auténtico sistema industrial. Los más violentos adversarios de los grandes monopolios privados se vieron ahora forzados a reconocer lo valioso e indispensable que había sido su oficio educando al pueblo hasta el punto de asumir el control de sus propios asuntos. Cincuenta años antes, la consolidación de las industrias del país bajo el control nacional habría parecido un experimento muy atrevido hasta para el más optimista. Pero por una serie de ejemplos prácticos, vistos y estudiados por todas las personas, las grandes corporaciones habían enseñado al pueblo un conjunto de ideas totalmente nuevas sobre este asunto. Habían visto durante muchos años a los consorcios manejando ganancias mayores que las de los estados, y dirigiendo el trabajo de cientos de miles de personas con una eficiencia y economía inalcanzable en pequeñas operaciones. Se había llegado a reconocer como axioma que cuanto mayor era el negocio, más sencillos eran los principios que podían aplicársele; que, como la máquina es más precisa que la mano, así el sistema, que en un gran negocio hace las veces de ojo del dueño en un pequeño negocio, da resultados más precisos. De este modo ocurrió que, gracias a las corporaciones mismas, cuando se propuso que la nación debería asumir sus funciones, la sugerencia no implicó nada que pareciese impracticable ni a los más tímidos. Sin duda era un paso más allá de cualquiera ya dado, una generalización más amplia, pero el mero hecho de que la nación sería la única corporación sobre el terreno sería un alivio, como se vio, a la hora de abordar las muchas dificultados contra las que los monopolios parciales habían contendido."

Capítulo 6

El Dr. Leete dejó de hablar, y permanecí en silencio, esforzándome en formarme una idea general de los cambios en el orden social implicados en la tremenda revolución que me había descrito.

Finalmente dije, "La idea de tal expansión de las funciones de gobierno es, para decirlo brevemente, bastante sobrecogedora."

"¡Expansión!" repitió, "¿dónde está la expansión?"

"En mis tiempos," repliqué, "se consideraba que las funciones propias del gobierno, estrictamente hablando, estaban limitadas a mantener la paz y defender a la gente del enemigo público, esto es, a los poderes militar y policial."

"Y, en el nombre del cielo, ¿quiénes son los enemigos públicos?" exclamó el Dr. Leete. "¿Son Francia, Inglaterra, Alemania, o el hambre, el frío, y la desnudez? En sus tiempos, ante el más leve malentendido internacional, los gobiernos estaban acostumbrados a incautarse de los cuerpos de los ciudadanos y entregarlos por cientos de miles a la muerte y la mutilación, despilfarrando sus tesoros entretanto como si fuesen agua; y todo esto a menudo sin ningún beneficio imaginable para las víctimas. Ahora no tenemos guerras, y nuestros gobiernos no tienen poderes de guerra, pero para proteger a cada ciudadano contra el hambre, el frío, y la desnudez, y proveer todas sus necesidades físicas y mentales, es asumida la función de dirigir su industria por un período de años. No, Sr. West, estoy seguro de que si reflexiona se percatará de que era en su época, no en la nuestra, cuando la expansión de las funciones de los gobiernos era extraordinaria. Ni si quiera para el mejor de los fines permitiría ahora la gente que sus gobiernos tuviesen poderes tales como los que entonces fueron usados para lo más maléfico."

"Dejando las comparaciones aparte," dije, "la demagogia y la corrupción de las personas públicas habrían sido consideradas, en mis tiempos, objeciones insuperables para que ningún gobierno se hiciese cargo de las industrias nacionales. Habríamos pensado que ningún orden puede ser peor que el de confiar a los políticos el control de la maquinaria de producir la riqueza del país. Sus intereses materiales eran con mucho el rugby de los partidos políticos, de hecho."

"No hay duda de que estaban en lo cierto," replicó el Dr. Leete, "pero todo eso ha cambiado ahora. No tenemos partidos políticos ni políticos, y en cuanto a la demagogia y la corrupción, son palabras que sólo tienen un significado en la historia."

"La naturaleza humana en sí misma debe de haber cambiado muy mucho," dije.

"En absoluto," fue la réplica del Dr. Leete, "pero las condiciones de la vida humana han cambiado, y con ellas los motivos de los actos humanos. La organización de la sociedad en la época de usted era tal que los funcionarios estaban bajo la constante tentación de hacer mal uso de su poder en beneficio propio o de otros. Bajo tales circunstancias parece casi extraño que se atreviesen ustedes a confiarles cualquiera de sus asuntos. Hoy en día, por el contrario, la sociedad está constituída de tal modo que no hay absolutamente ninguna manera de que un funcionario, aun siendo un malintencionado, tuviese la posibilidad de obtener ningún beneficio para sí mismo o cualquier otro mediante el mal uso de su poder. Aunque fuese un funcionario tan malvado como usted desee suponer, no puede ser un corrupto. No hay motivo para serlo. El sistema social ya no ofrece un resarcimiento por la deshonestidad. Pero estos son asuntos que podrá entender únicamente según vaya, con el tiempo, conociéndonos mejor."

"Pero todavía no me ha dicho cómo han solucionado el problema laboral. Hemos estado discutiendo del problema del capital," dije. "Después de que la nación hubo asumido el gobierno de las fábricas, la maquinaria, los ferrocarriles, las granjas, las minas, y el capital en general del país, quedaba todavía la cuestión laboral. Asumiendo las responsabilidades del capital de la nación, había asumido las dificultades de la posición del capitalista."

"En el momento en que la nación asumió las responsabilidades del capital, esas dificultades se desvanecieron," replicó el Dr. Leete. "La organización nacional del trabajo bajo una única dirección fue la completa solución para lo que, en sus tiempos y bajo su sistema, era contemplado llanamente como el insoluble problema laboral. Cuando la nación se convirtió en el único empleador, todos los ciudadanos, en virtud de su ciudadanía, se hicieron empleados, para ser distribuídos conforme a las necesidades de la industria."

"Es decir," sugerí, "ustedes sencillamente han aplicado a la cuestión laboral el principio del servicio militar universal como se entendía en mis tiempos."

"Sí, dijo el Dr. Leete, "resultó como algo natural tan pronto como la nación se hubo convertido en el único capitalista. La gente ya estaba acostumbrada a la idea de que la obligación de todo ciudadano, que no estuviese impedido físicamente, a contribuir con su servicio militar a la defensa de la nación era igual y absoluta. Era igualmente evidente que era igualmente el deber de cada ciudadano contribuir con su cuota de servicios industriales o intelectuales al mantenimiento de la nación, aunque hasta que la nación no se convirtió en el empleador, los ciudadanos no pudieron dar esta clase de servicio con alguna pretensión de universalidad o igualdad. Ninguna organización del trabajo era posible cuando el poder para dar empleo estaba dividido entre cientos o miles de individuos y corporaciones, entre los cuales ningún tipo de concertación era deseada, ni de hecho factible. Entonces lo que sucedía continuamente era que un gran número de los que buscaban trabajo no podía encontrar una oportunidad, y por otro lado, aquellos que deseaban evadirse de parte de sus obligaciones o de todas, podían hacerlo facilmente."

"El servicio, ahora, supongo, es obligatorio por encima de todo," sugerí.

"Es más bien algo natural en vez de una obligación," replicó el Dr. Leete. "Se contempla como tan absolutamente natural y razonable que ha dejado de tenerse la idea de que sea obligatorio. Se consideraría que es una persona increíblemente vil quien necesitase una obligación en un caso así. Sin embargo, hablar de que el servicio es obligatorio sería una manera pobre de expresar su absoluta inevitabilidad. Nuestro sistema social al completo está tan enteramente basado en ello y derivado de ello que si fuese concebible que una persona pudiese escapar de él, se quedaría sin medios posibles para subsistir. Se habría excluído a sí mismo del mundo, se habría separado de la humanidad, en una palabra, habría cometido un suicidio."

"¿La duración del servicio en este ejército industrial es de por vida?"

"Oh, no; empieza más tarde y termina más pronto que el promedio del período laboral de su época. Sus lugares de trabajo estaban llenos de niños y personas de edad avanzada, pero nosotros consagramos el período de la juventud a la educación, y el período de la madurez, cuando las fuerzas físicas comienzan a flaquear, igualmente lo consagramos a la relajación tranquila y agradable. El período del servicio industrial es de veinticuatro años, comenzando cuando termina la educación a la edad de veintiun años y terminando a la edad de cuarenta y cinco. Después de los cuarenta y cinco, aunque liberado de trabajar, el ciudadano todavía continúa siendo susceptible de recibir llamamientos especiales, en caso de emergencias causadas por una repentina gran demanda de trabajo, hasta que alcanza la edad de cincuenta y cinco, pero tales llamamientos ocurren rara vez, de hecho casi nunca. El día quince de octubre de cada año es lo que llamamos el Día de Revista, porque aquellos que han alcanzado la edad de veintiun años son enrolados en el servicio industrial, y al mismo tiempo aquellos que, tras veinticuatro años de servicio, han alcanzado la edad de cuarenta y cinco, son licenciados honorablemente. Es nuestro gran día del año, a partir del cual llevamos la cuenta de todos los demás eventos, nuestra Olimpiada, salvo que es anual."

Capítulo 7

"Me parece que después de que se enrolan al servicio de su ejército industrial," dije, "cabe esperar que surja la principal dificultad, porque entonces debe terminar la analogía con un ejército militar. Los soldados tienen todos una misma cosa, y una cosa muy sencilla, que hacer, a saber, practicar el reglamento, marchar, y hacer guardias. Pero el ejército industrial debe aprender y seguir doscientos o trescientos oficios y ocupaciones diversas. ¿Qué talento administrativo puede ser el que determine sabiamente de qué oficio o asunto se ocupará cada individuo en una gran nación?

"La administración no tiene nada que ver con determinar tal extremo."

"¿Quién lo determina, entonces? Pregunté.

"Cada persona por sí misma conforme a su aptitud natural, siendo lo más difícil hacer posible que averigüe cuál es realmente su aptitud natural. El principio sobre el que se organiza nuestro ejército industrial es que las capacidades naturales de la persona, mentales y físicas, determinan en lo que ésta puede trabajar de una manera más provechosa para la nación y más satisfactoria para sí misma. Mientras no se vaya a evadir la obligación de alguna forma de servicio, la elección voluntaria, sujeta únicamente a la necesaria regulación, se tiene en cuenta para determinar la clase particular de servicio que va a prestar cada individuo. Mientras la satisfacción de un individuo durante el período de servicio depende de que tenga una ocupación de su gusto, los padres y maestros observan los indicios de las aptitudes particulares en los niños desde su temprana edad. Un concienzudo estudio del sistema industrial Nacional, con la historia y rudimentos de todos los grandes oficios, es una parte esencial de nuestro sistema educativo. Aunque no está permitido que el entrenamiento manual quite tiempo de la cultura intelectual general a la cual nuestras escuelas se dedican, se lleva lo suficientemente lejos como para dar a nuestra juventud, además de los conocimientos teóricos de las industrias nacionales, mecánicas y agrícolas, una cierta familiaridad con sus herramientas y métodos. Nuestras escuelas están continuamente visitando nuestros lugares de trabajo, y a menudo son llevados en largas excursiones para inspeccionar particulares empresas industriales. En su época, una persona no se avergonzaba de ser flagrantemente ignorante de todos los oficios excepto el suyo propio, pero tal ignorancia no sería consistente con nuestra idea de colocar a cada uno en una posición adecuada para seleccionar inteligentemente la ocupación que más le gusta. Normalmente mucho antes de que se enrole en el servicio, un joven ha encontrado la actividad que quiere seguir, ha adquirido mucho conocimiento sobre ella, y está esperando impacientemente el momento en que pueda alistarse en sus filas."

"Seguramente," dije, "difícilmente puede ocurrir que el número de voluntarios para cada oficio coincida exactamente con el número de los que se necesitan en ese oficio. Debe estar generalmente o por encima o por debajo de la demanda."

"Siempre se espera que el suministro de voluntarios sea completamente igual a la demanda," replicó el Dr. Leete. "Es problema de la administración procurar que este sea el caso. La proporción de voluntariado para cada oficio se vigila de cerca. Si hay un exceso notablemente mayor de voluntarios sobre las personas necesitadas en cualquier oficio, se infiere que este oficio ofrece mayores atractivos que los otros. Por otra parte, si el número de voluntarios para un oficio tiende a caer por debajo de la demanda, se infiere que es considerado más arduo. Es problema de la administración buscar constantemente la ecualización de la atracción de los oficios, en lo que a las condiciones de trabajo en ellos se refiere, para que todos los oficios sean igualmente atractivos para las personas que tienen un gusto natural por ellos. Esto se consigue haciendo que las horas de trabajo en los diferentes oficios difieran conforme a su dureza. Los oficios más ligeros, llevados a cabo bajo las circunstancias más agradables, tienen de este modo las horas más prolongadas, mientras que un trabajo arduo, tal como en una mina, tiene muy pocas horas. No hay teoría, ni regla a priori, mediante la cual se determine el respectivo atractivo de las industrias. La administración, quitando las cargas de una clase de trabajadores y añadiéndoselas a otras clases, simplemente sigue las fluctuaciones de opinión entre los mismos trabajadores, como indica la proporción de voluntariado. El principio es que el trabajo de ningún individuo debería ser, en su conjunto, más duro para él que para cualquier otra persona el suyo, siendo los propios trabajadores los jueces. No hay límites en la aplicación de esta regla. Si cualquier ocupación particular es en sí misma tan ardua o tan opresiva que, para atraer voluntarios, el trabajo del día en ella ha de ser reducido a diez minutos, se hará. Si, incluso entonces, ninguna persona está dispuesta a hacerlo, quedará sin hacer. Pero desde luego, de hecho, una moderada reducción de las horas de trabajo, o la adición de otros privilegios, es suficiente para asegurar todos los voluntarios que se necesitan para cualquier ocupación necesaria para la humanidad. Si, de hecho, las inevitables dificultades y peligros de tal necesaria actividad fuesen tan grandes que ningún incentivo de ventajas compensatorias venciese la repugnancia de la persona hacia ella, la administración únicamente tendría que quitarla de la lista común de ocupaciones declarándola 'superarriesgada', y declarando a aquellos que se ocupasen de ella especialmente merecedores de la gratitud nacional, para que rebose de voluntarios. Nuestros jóvenes son muy codiciosos de honor, y no dejan escapar tales oportunidades. Desde luego verá usted que la dependencia de la opción puramente voluntaria de las ocupaciones conlleva la abolición por completo de cualquier cosa como condiciones antihigiénicas o especial peligro para la vida o los miembros. La salud y la seguridad son condiciones comunes a todas las industrias. La nación no mutila ni masacra a sus trabajadores por miles, como hacía el capitalismo privado y las corporaciones de su época."

"Cuando hay más personas que quieren entrar en un oficio particular que el sitio que hay para ellas, ¿cómo se decide entre los aspirantes?" pregunté.

"La preferencia se otorga a los que han adquirido mayor conocimiento del oficio que desean seguir. Sin embargo, a ninguna persona que a través de los años persista en su deseo de mostrar que puede hacer un oficio en particular, cualquiera que sea, se le niega finalmente una oportunidad. Mientras tanto, si una persona no puede entrar en un principio en la ocupación que prefiere, tiene habitualmente una o más preferencias alternativas, ocupaciones para las que tiene algún grado de aptitud, aunque no en máximo grado. Se espera, de hecho, que cada uno estudie sus aptitudes para tener no sólo una primera opción de ocupación, sino una segunda o una tercera, para que si, tanto al comienzo de su carrera o subsiguientemente, debido al progreso de los inventos o cambios en la demanda, no es capaz de seguir su primera vocación, pueda todavía encontrar razonablemente un empleo con el que congenie. Este principio de opciones secundarias como ocupación es bastante importante en nuestro sistema. Debería añadir, en referencia a la posibilidad de alguna falta repentina de voluntarios en un oficio particular, o alguna necesidad repentina de incrementar alguna fuerza, que la administración, mientras depende como norma del sistema de voluntarios para cubrir las vacantes en los oficios, se reserva siempre el poder de convocar voluntarios especiales, o reclutar cualquier fuerza que se necesite de cualquier parte. Generalmente, sin embargo, todas las necesidades de esta clase pueden satisfacerse mediante destacamentos de la clase de trabajadores comunes o no cualificados."

"¿Cómo se recluta esta clase de trabajadores comunes?" Pregunté. "Seguramente nadie entra en ella voluntariamente."

"Es el grado al que pertenecen todos los nuevos reclutas durante los primeros tres años de su servicio. Hasta después de este período, durante el cual son asignables a cualquier trabajo a discreción de sus superiores, no se permite que los jóvenes elijan una ocupación particular. Nadie está exento de estos tres años de estricta disciplina, y nuestros jóvenes están muy contentos de pasar de esta severa escuela a la comparativa libertad de sus oficios. Si una persona fuese tan estúpida como para no tener una opción de ocupación, sencillamente permanecería como trabajador común; pero tales casos, como puede suponer, no son comunes."

"Una vez elegido y comenzado el oficio o la ocupación," observé, "supongo que uno ha de dedicarse a ello durante el resto de su vida."

"No necesariamente," replicó el Dr. Leete; "mientras que los cambios de ocupación frecuentes y meramente caprichosos no se recomiendan ni incluso están permitidos, a cada trabajador se le permite, desde luego bajo ciertas regulaciones y conforme a las exigencias del servicio, ser voluntario de otra industria que crea que puede ser más adecuada para él que su primera opción. En este caso su solicitud se recibe como si fuese voluntario por primera vez, y en los mismos términos. No sólo esto, sino que un trabajador puede igualmente, bajo adecuadas regulaciones y no con demasiada frecuencia, ser transferido a un establecimiento de la misma industria en otra parte del país que por cualquier razón pueda preferir. Bajo el sistema de ustedes, una persona descontenta podía incluso dejar sus trabajo a voluntad, pero abandonaba su medio de subsistencia al mismo tiempo, y arriesgaba sus posibilidades de sustento futuro. Resulta que el número de personas que desearían abandonar una ocupación a la que están acostumbrados, para ocuparse de una nueva, y abandonar los viejos amigos y asociaciones por otros extraños, es bajo. Únicamente la clase de trabajadores más deficientes es la que desea cambiar incluso tan frecuentemente como nuestras regulaciones lo permiten. Desde luego los traslados o liberaciones, cuando la salud los demanda, son siempre concedidos."

"Como sistema industrial, debería pensarse que es un sistema extremadamente eficiente," dije, "pero no veo que haga ningún aprovisionamiento para las clases profesionales, las personas que sirven a la nación con el cerebro en vez de con las manos. Desde luego no puede ir adelante sin los que trabajan con la mente. ¿Cómo, entonces, son seleccionados de entre aquellos que han de servir como granjeros o mecánicos? Se diría que esto debe de requerir una clase de proceso de tamizado muy delicado."

"Así es," replicó el Dr. Leete; "aquí se requiere el test más delicado posible, y así dejamos que la cuestión de si una persona será un trabajador con la mente o con las manos la establezca completamente la persona. Y al final del plazo de tres años, en el que cada persona debe servir como trabajador común, debe escoger, conforme a su gusto natural, si encajará en un arte o profesión, o será granjero o mecánico. Si siente que puede hacer mejor trabajo con su mente que con sus músculos, encuentra todas las facilidades previstas para probar la realidad de su supuesta aptitud, para cultivarla, y si encaja, para ejercerla como su ocupación. Las escuelas de tecnología, de medicina, de arte, de música, de teatro, y de aprendizajes liberales superiores están siempre abiertas a aspirantes, sin ninguna condición."

"¿No están las escuelas desbordadas por jóvenes cuyo único motivo es evitar trabajar?"

El Dr. Leete sonrió un poco adustamente.

"No es probable que nadie en absoluto entre en una escuela profesional con el propósito de evitar trabajar, se lo aseguro," dijo. "Están dirigidas a aquellos que tienen aptitudes particulares para las especialidades que se enseñan, y a cualquiera que no las tenga le resultaría más fácil duplicar las horas en su oficio que intentar seguir las clases. Desde luego que muchos honestamente confunden su vocación, y, viendo que no cumplen los requerimientos de las escuelas, las dejan y vuelven al servicio industrial; ningún descrédito es atribuído a tales personas, ya que la política pública es animar a todos a desarrollar los supuestos talentos que únicamente con pruebas reales puede demostrarse si son reales. Las escuelas profesionales y científicas de su época dependían del patronazgo de sus pupilos para su sustento, y parece que fue práctica común el otorgar diplomas a personas no aptas, quienes después se abrían camino en las profesiones. Nuestras escuelas son instituciones nacionales, y pasar sus tests es una prueba de especiales habilidades que no se cuestionan.

"Esta oportunidad de entrenamiento profesional," continuó el doctor, "permanece abierta para toda persona hasta que alcanza la edad de treinta años, tras lo cual no se reciben más estudiantes, ya que quedaría un periodo demasiado breve para servir a la nación en sus profesiones antes de la edad de licenciarse. En sus tiempos, los jóvenes tenían que escoger sus profesiones siendo muy jóvenes, y por consiguiente, en una gran proporción de casos, erraban por completo en sus vocaciones. Hoy en día se reconoce que las aptitudes naturales de algunos tardan más en desarrollarse que las de otros, y por consiguiente, mientras que la elección de profesión puede hacerse tan pronto se cumplen los 24 años, la posibilidad permanece abierta durante seis años más."

Una pregunta que había tenido muchas veces en mis labios anteriormente, encontró ahora su articulación, una pregunta tocante a lo que, en mis tiempos, había sido considerado como la dificultad más vital en el camino hacia cualquier solución definitiva del problema industrial. "Es algo extraordinario," dije, "que no haya dicho usted una palabra sobre el método para ajustar los sueldos. Puesto que la nación es el único empleador, el gobierno debe fijar la tarifa de los salarios y determinar cuánto debe ganar cada uno, desde los doctores a los excavadores. Todo lo que puedo decir es que este plan nunca habría funcionado en mi época, y no veo cómo puede puede hacerlo ahora, a no ser que la naturaleza humana haya cambiado. En mi época, nadie estaba satisfecho con su sueldo o salario. Incluso si le parecía que recibía suficiente, estaba seguro de que su vecino tenía demasiado, lo que era igualmente malo. Si el descontento universal sobre este asunto, en vez de disiparse en maldiciones y huelgas dirigidas contra innumerables empleadores, pudiera haberse concentrado contra uno sólo, y siendo éste el gobierno, el más fuerte que se pueda concebir no habría visto dos días de paga."

El Dr. Leete se rió con entusiasmo.

"Muy, muy, muy cierto," dijo, "una huelga general habría sido con toda probabilidad la consecuencia del primer día de paga, y una huelga dirigida contra el gobierno es una revolución."

"¿Cómo, entonces, evitan una revolución cada día de paga?" pregunté. "¿Ha ideado algún filósofo prodigioso un nuevo sistema de cálculo satisfactorio para todos, para determinar el valor exacto y comparativo de todas las clases de servicio, sea mediante músculo o cerebro, mediante la mano o la voz, mediante el oído o la vista? ¿O ha cambiado la naturaleza humana en sí misma, de modo que ninguna persona mira por lo suyo sino que 'cada uno mira por las cosas de su vecino'? Uno de estos dos acontecimientos debe ser la explicación."

"Ninguno de los dos, sin embargo, lo es," fue la respuesta de mi anfitrión, riéndose. "Y ahora, Sr. West," continuó, "debe recordar que es usted mi paciente además de mi invitado, y permitame que le prescriba que se vaya a dormir antes de que tengamos más conversación. Son más de las tres."

"La prescripción es, sin duda, sabia," dije; "sólo espero poder cumplirla."

"Me encargaré de ello," replicó el doctor, y así fue, porque me dio un vaso de vino con algo que me hizo dormir tan pronto como mi cabeza tocó la almohada.

Capítulo 8

Cuando desperté me sentí muy recuperado, y estuve tumbado un tiempo considerable medio dormido, disfrutando de la sensación de bienestar corporal. Las experiencias del día anterior, despertarme encontrándome en el año 2000, la visión del nuevo Boston, mi anfitrión y su familia, y las cosas maravillosas que había oído, eran lagunas en mi memoria. Pensé que estaba en casa en mi dormitorio, y las ideas que medio soñando, medio despierto, me pasaban por el pensamiento estaban relacionadas con los incidentes y experiencias de mi vida anterior. En sueños repasé los incidentes del "Decoration Day", mi viaje en compañía de Edith y sus padres a Monte Auburn, y mi cena con ellos al volver a la ciudad. Recordé el aspecto tan extremadamente agradable de Edith, y de ahí pasé a pensar en nuestra boda; pero apenas mi imaginación había comenzado a desarrollar este delicioso tema, mi ensueño se vio interrumpido por el recuerdo de la carta que había recibido la noche anterior, de parte del constructor, anunciándome que las nuevas huelgas podían posponer indefinidamente la terminación de mi nueva casa. El disgusto que este recuerdo trajo consigo tuvo el efecto de despertarme. Recordé que tenía una cita con el constructor a las once en punto, para discutir de la huelga, y al abrir los ojos, miré al reloj que hay a los pies de mi cama para ver qué hora era. Pero al mirar no encontré ningún reloj, y lo que es más, al instante percibí que no estaba en mi habitación. Levantándome de mi lecho, miré frenéticamente a todo mi alrededor en aquella extraña estancia.

Creo que debí de estar muchos segundos sentado de este modo en la cama, mirando fijamente a mi alrededor, sin ser capaz de recuperar la pista de mi identidad personal. No era más capaz de distinguirme de la pura existencia durante aquellos momentos, que lo que podemos suponer que lo es el borrador de un alma antes de ser marcada, de recibir los toques individualizantes que la convierten en persona. ¡Qué extraño que el sentido de esta incapacidad supusiese tanta angustia! pero así estamos constituídos. No hay palabras para la tortura mental que soporté durante este impotente tanteo a ciegas por mi mismo en un vacío sin límites. Ninguna otra experiencia de la mente resulta en nada como el sentido de la absoluta detención del intelecto a causa de la pérdida de un punto de apoyo mental, un punto de arranque para el pensamiento, que ocurre durante un momentáneo oscurecimiento del sentido de la propia identidad como este. Confío en que no volveré a saber lo que es.

No sé cuánto duró esta condición—pareció un tiempo interminable—cuando, como un relámpago, el recuerdo de todo volvió a mi. Recordé quién era y dónde estaba, y cómo había llegado aquí, y que estas escenas de la vida de ayer que habían estado pasandome por el pensamiento eran concernientes a una generación que había vuelto al polvo hace mucho, mucho tiempo. Dando un brinco desde la cama, me puse de pie en medio de la habitación sujetándome las sienes con todas mis fuerzas entre mis manos para evitar que estallasen. Entonces caí boca abajo en el lecho, y, hundiendo mi cabeza en la almohada, yací inmóvil. La reacción que era inevitable, a partir de la euforia mental, la fiebre del intelecto que había sido el primer efecto de mi tremenda experiencia, había llegado. La crisis emocional que había esperado la completa comprensión de mi situación actual, y todo lo que implicaba, estaba sobre mi, y con los dientes apretados y el pecho funcionando con dificultad, agarrado a la cama con frenética fuerza, yací allí y luché por mi cordura. En mi mente, todo se había desencajado, sentimientos habituales, asociaciones de ideas, pensamientos sobre personas y cosas, todo se había disuelto y había perdido coherencia y estaba hirviendo junto en un aparentemente irrecuperable caos. No había puntos de concentración, nada se quedó estable. Sólo permaneció la voluntad, y ¿era alguna voluntad humana lo suficientemente fuerte como para decir a semejante mar agitada, "Paz, apaciguate"? No me atrevo a creerlo. Todo esfuerzo para razonar sobre lo que me había sucedido, y comprender lo que implicaba, ponía mi cerebro a dar vueltas de un modo intolerable. La idea de que yo era dos personas, que mi identidad era doble, comenzó a fascinarme con su simple solución para mi experiencia.

Sabía que estaba al borde de perder mi equilibrio mental. Si me quedaba allí tumbado pensando, estaba condenado. Debía procurarme alguna clase de distracción, al menos la distracción del ejercicio físico. Di un salto, y, vistiéndome apresuradamente, abrí la puerta de mi habitación y bajé las escaleras. Era temprano, casi no había luz suficiente todavía, y no encontré a nadie en la parte inferior de la casa. Había un sombrero en el vestíbulo, y, abriendo la puerta principal, que estaba sujeta endeblemente indicando que el robo no estaba entre los peligros del Boston moderno, me encontré en la calle. Durante dos horas caminé o corrí por las calles de la ciudad, visitando muchos barrios de la parte peninsular de la ciudad. Nadie excepto un anticuario que conociese algo del contraste entre el Boston de hoy y el Boston del siglo diecinueve podría empezar a apreciar qué serie de desconcertantes sorpresas experimenté durante ese tiempo. Vista desde el tejado de la casa el día anterior, la ciudad me había parecido extraña de hecho, pero aquello fue únicamente en su aspecto general. Ahora que caminaba por las calles, empezaba a comprender cuán completo había sido el cambio. Los pocos antiguos puntos de referencia que todavía quedaban tan sólo intensificaban este efecto, porque sin ellos podría haber imaginado que estaba en una ciudad del extranjero. Un hombre puede dejar su ciudad natal durante la niñez, y volver cincuenta años después, quizá, para encontrarla transformada en muchos sentidos. Se asombra, pero no se desconcierta. Es consciente del gran lapso de tiempo, y de los cambios igualmente ocurridos en él mismo mientras tanto. Apenas recuerda la ciudad como la conoció cuando era niño. Pero recordad que yo no había sentido ningún lapso de tiempo en mi. En lo que a mi consciencia concernía, no había sido sino ayer, unas horas antes, cuando había caminado por estas calles en las que apenas nada había escapado a una completa metamorfosis. La imagen mental de la antigua ciudad estaba tan fresca y fuerte que no cedía a la impresión de la ciudad actual, sino que competía con ella, así que primero era una y luego la otra la que parecía ser la más irreal. No había nada que viese que no se hiciese borroso de esta manera, como los rostros de fotografías superpuestas.

Por último, me hallé otra vez ante la puerta de la casa de la que había salido. Mis pies debieron de haberme llevado instintivamente de vuelta al lugar de mi antigua casa, porque no tenía una idea clara de haber emprendido el regreso hacia ella. No era más parecida a mi hogar que cualquier otro punto de esta ciudad de una generación extraña, ni eran sus residentes menos completa y necesariamente extraños que todos los demás hombres y mujeres que había ahora sobre la tierra. Si la puerta de la casa hubiese estado cerrada con llave, me lo habría recordado su resistencia, que no tenía yo intención de romper, y me habría ido, pero cedió a mi mano, y avanzando con pasos dubitativos a través del vestíbulo, entré en una de las estancias accesible desde éste. Dejándome caer en un sillón, cubrí mis ardientes globos oculares con mis manos, para apagar el horror de la extrañeza. Mi confusión mental era tan intensa como para producir una auténtica náusea. La angustia de aquellos momentos, durante los cuales mi cerebro parecía fundirse, o la abyección de mi sentido de indefensión, ¿cómo puedo describirlos? En mi desesperación gemí en voz alta. Comencé a sentir que, a menos que algún auxilio acudiera, estaba a punto de perder la razón. Y justo entonces acudió. Su hermoso rostro estaba lleno de la más conmovedora compasión.

"Oh, ¿qué ocurre, Sr. West?" dijo. "Estaba aquí cuando ha llegado. He visto su aspecto tan horrorosamente angustiado, y cuando le he oído gemir, no he podido permanecer callada. ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde ha estado? ¿Puedo hacer algo por usted?

Quizá involuntariamente tomó mis manos en un gesto de compasión mientras hablaba. En cualquier caso yo había tomado las suyas y me estaba aferrando a ellas con un impulso tan instintivo como el que compele a un hombre que se está ahogando a aferrarse y asirse a la cuerda que le es arrojada mientras se hunde por última vez. Mientras miraba su rostro compasivo y sus ojos humedecidos por la piedad, mi cerebro cesó de dar vueltas. La tierna compasión humana que se estremecía en la suave presión de sus dedos me había aportado el apoyo que necesitaba. Su efecto para calmar y apaciguar era como el de un elixir maravilloso.

"Dios te bendiga," dije, tras unos momentos. "Él debe haberte enviado a mi, precisamente ahora. Creo que estaba en peligro de volverme loco si no hubieses venido." En esto, las lágrimas brotaron de sus ojos.

"¡Oh, Sr. West!" gritó. "¡Cuán carentes de corazón debe habernos considerado! ¡Cómo pudimos dejarlo solo tanto tiempo! Pero se acabó, ¿no? Seguramente se encuentra mejor."

"Sí," dije, "gracias a ti. Si no te vas todavía, pronto volveré a ser yo mismo."

"De hecho no me iré," dijo, con un pequeño temblor en su rostro, más expresivo de su compasión que un montón de palabras. "No debe considerarnos tan carentes de corazón como pudimos parecer al dejarlo tan solo. Apenas dormí anoche, pensando lo extraño que sería su despertar esta mañana; pero mi padre dijo que dormiría usted hasta tarde. Dijo que sería mejor no demostrarle demasiada compasión al principio, sino tratar de distraer sus pensamientos y hacerle sentir que estaba entre amigos."

"De hecho así me has hecho sentir," respondí. "Pero ya ves que caerse de hace cien años resulta una gran conmoción, y aunque no parecía sentirme mucho así anoche, esta mañana he tenido sensaciones muy extrañas." Mientras sostenía sus manos y mantenía mi mirada en su rostro, incluso pude ya bromear un poco en mi difícil situación.

"Nadie pensó en una cosa semejante mientras andaba usted solo por la ciudad esta mañana tan temprano", continuó. "Oh, Sr. West, ¿dónde ha estado?"

"Entonces le conté mi experiencia de esa mañana, desde el primer despertar hasta el momento que había buscado ver sus ojos ante mi, justo como le había dicho aquí. Ella se vio anonadada por una angustiosa piedad durante mi relato, y, aunque había soltado una de sus manos, no intentó liberar la otra de mi mano, viendo, sin duda, cuánto bien me hacía tenerla. "Puedo hacerme una ligera idea de cómo ha debido ser este sentimiento," dijo. "Debe haber sido terrible. ¡Y pensar que se vio solo para luchar contra él! ¿Podrá perdonarnos alguna vez?"

"Pero ahora se ha ido. Tú lo has mandado bastante lejos de momento," dije.

"No deje que vuelva otra vez," solicitó ella con ansiedad.

"No puedo decirlo del todo," repliqué. "Podría ser demasiado pronto para decirlo, considerando cuán extraño es todo para mi todavía."

"Pero no intente luchar contra ello usted solo otra vez, al menos," insistió, "prometame que acudirá a nosotros, y nos dejará compartir el dolor con usted, e intentar ayudarle. Quizá no podamos hacer mucho, pero seguramente será mejor que intentar soportar tales sentimientos solo."

"Acudiré a ti si me lo permites," dije.

"Oh sí, sí, le ruego que lo haga," dijo con entusiasmo. "Haría cualquier cosa que pudiese para ayudarle."

"Todo lo que necesitas hacer es apenarte por mi, como ahora pareces hacerlo," repliqué.

"Se entiende, entonces," dijo, sonriendo con los ojos humedecidos, "que la próxima vez vendrá y me contará, y no se irá a recorrer todo Boston entre extraños."

Este dar por supuesto que nosotros no éramos extraños apenas parecía extraño, tan cercano a esos pocos minutos que mi aflicción y sus compasivas lágrimas nos habían traído.

"Prometo, que cuando acuda a mi," añadió, con una expresión de encantadora travesura, pasando, a medida que proseguía, a ser de entusiasmo, "le pareceré tan apenada como desea, pero no suponga ni por un momento que en realidad estoy apenada por usted en absoluto, o que usted estará apenado por mucho tiempo. Sé, porque sé que el mundo ahora es el cielo comparado con lo que era en su época, que el único sentimiento que tendrá dentro de poco será el de agradecimiento a Dios porque su vida en aquella época fuese interrumpida de un modo tan extraño, para serle devuelta en ésta."

Capítulo 9

El Dr. Leete y su esposa, cuando acto seguido aparecieron, evidentemente se sorprendieron mucho de que hubiese estado por toda la ciudad yo solo esa mañana, y era palpable que les sorprendió agradablemente el ver que parecía tan poco alterado tras la experiencia.

"Su paseo seguramente no podía dejar de ser muy interesante," dijo la Sra. Leete, según nos sentábamos a la mesa poco después. "Debe de haber visto muchísimas cosas nuevas."

"Vi muy poco que no fuese nuevo," repliqué. "Pero creo que lo que me sorprendió sobre todo fue el no encontrar ninguno de los almacenes de la calle Washington, ni ningún banco en la calle State. ¿Qué han hecho con los comerciantes y banqueros? ¿Los han colgado a todos, quizá, como los anarquistas querían hacer en mi época?"

"Nada tan malo como eso", replicó el Dr. Leete. "Les hemos dado dispensa. Sus funciones están obsoletas en el mundo moderno."

"¿Quién les vende las cosas cuando quieren comprarlas?" Pregunté.

"Hoy en día no hay nadie vendiendo ni comprando; la distribución de los bienes se efectúa de otro modo. En cuanto a los banqueros, no teniendo dinero no tenemos empleo para esos señores."

"Señorita Leete," dije, volviendome hacia Edith, "me temo que tu padre se divierte conmigo. No le culpo, porque la tentación que ofrece mi inocencia debe de ser extraordinaria. Pero, de verdad, hay límites para mi credulidad en lo que a las alteraciones en el sistema social se refiere."

"Mi padre no tiene ni idea de bromear, estoy segura," replicó, con una sonrisa tranquilizadora.

Entonces la conversación dio un giro, al ser sacado a colación el tema de la moda de las señoras en el siglo diecinueve, si mal no recuerdo, por la Sra. Leete, y el Dr. Leete no volvió sobre el asunto hasta después del desayuno, cuando el doctor me había invitado a subir al tejado, que parecía ser uno de sus los lugares preferidos.

"Se sorprendió usted," dijo, "cuando dije que nos las apañamos sin dinero ni comercio, pero un momento de reflexión le mostrará que el comercio existía y el dinero se necesitaba en su época sencillamente porque el negocio de la producción estaba en manos privadas, y que, consecuentemente, ahora son superfluos."

"A bote pronto no veo como se puede deducir eso," repliqué.

"Es muy sencillo," dijo el Dr. Leete. "Cuando innumerables personas diferentes e independientes producían las diversas cosas necesarias para la vida y el bienestar, los intercambios sin fin entre individuos eran requisito para que pudiesen abastecerse de lo que deseaban. Estos intercambios constituían el comercio, y el dinero era esencial para su soporte. Pero tan pronto como la nación se convirtió en el único productor de todas las clases de artículos, no hubo necesidad de intercambios entre los individuos para conseguir lo que precisaban. Todo era obtenible de una única fuente, y nada podía obtenerse en ninguna otra parte. Un sistema de distribución directa desde los almacenes nacionales tomó el lugar del comercio, y por esto el dinero fue innecesario."

"¿Cómo se gestiona esta distribución?" pregunté.

"En base al plan más sencillo," replicó el Dr. Leete. "A cada ciudadano se le da un crédito correspondiente a su parte en el producto anual de la nación, mediante anotación en los libros públicos al principio de cada año, y con su tarjeta de crédito se aprovisiona en los almacenes públicos, que se encuentran en cada comunidad, de lo que desee cuando lo desee. Este orden de cosas, como verá, elimina totalmente la necesidad de transacciones de negocios de ninguna clase entre individuos y consumidores. Quizá le gustaría ver cómo son nuestras tarjetas de crédito.

"Observe," prosiguió mientras yo examinaba con curiosidad la pieza de cartón que me dio, "que esta tarjeta se emite por un cierto número de dólares. Hemos conservado la antigua palabra, pero no la sustancia. El término, tal como lo usamos, no responde a nada real, sino que sirve meramente de símbolo algebraico para comparar los valores de los productos entre sí. Con este propósito a todo se le pone un precio en dólares y centavos, como en su época. El valor de lo que obtengo con esta tarjeta es deducido por el dependiente, quien pincha en estas filas de cuadrados para sustraer el precio de lo que pido."

"Si quisiese comprar algo de su vecino, ¿podría transferirle parte de su crédito como consideración?" pregunté.

"En primer lugar," replicó el Dr. Leete, "nuestros vecinos no tienen nada que vendernos, pero en cualquier caso nuestro crédito no sería transferible, siendo estrictamente personal. Si pensase igualmente en elogiar ante la nación cualquier transferencia del tipo que menciona, sería necesario investigar en las circunstancias de la transacción, para ser capaz de garantizar su absoluta equidad. Habría sido razón suficiente, de no haber habido otra, para abolir el dinero, que su posesión no era indicativa del derecho a él. En las manos del hombre que lo ha robado o que ha asesinado por él, era tan bueno como en las de aquellos que lo habían ganado trabajando. La gente hoy en día intercambia regalos y favores por amistad, pero comprar y vender se considera absolutamente inconsistente con el mutuo altruismo y el desinterés que debería prevalecer entre los ciudadanos y el sentido de comunidad de intereses sobre el que se apoya nuestro sistema social. Conforme a nuestras ideas, comprar y vender es esencialmente antisocial en todas sus tendencias. Es una educación en la búsqueda del propio interés a expensas de los demás, y ninguna sociedad cuyos ciudadanos estén educados en tal escuela tiene la posibilidad de alcanzar sino un muy bajo grado de civilización."

"¿Y si tiene que gastar más de lo que le permite su tarjeta en un año?" pregunté.

"La provisión es tan holgada que es más probable que no se gaste todo," replicó el Dr. Leete. "Pero si se agotase por gastos extraordinarios, podríamos obtener un adelanto limitado sobre el crédito del año siguiente, aunque esta práctica no se recomienda, y se grava con un fuerte descuento para contenerla. Desde luego si una persona demuestra ser un derrochador imprudente recibirá su asignación mensualmente o semanalmente, en vez de anualmente, o si es necesario, no se le permitirá manejarla en absoluto."

"¿Y si no gasta su asignación?, supongo que se acumula."

"Eso también está permitido hasta cierto punto cuando se prevé un desembolso especial. Pero a no ser que se avise de lo contrario, se supone que el ciudadano que no ha gastado por completo su crédito no tuvo ocasión de hacerlo, y el balance se devuelve al excedente general."

"Tal sistema no alienta los hábitos de ahorro por parte de los ciudadanos," dije.

"No se pretende," fue la respuesta. "La nación es rica, y no desea que la gente se prive de ninguna cosa buena. En su época, la gente estaba obligada a almacenar bienes y dinero para prevenir una futura falta de medios para sustentarse y para sus hijos. Esta necesidad hizo de la parsimonia una virtud. Pero ahora no habría tal laudable objetivo, y, habiendo perdido su utilidad, ha cesado de ser considerada una virtud. Ya nadie tiene ninguna preocupación por el mañana, sea el propio o el de sus hijos, porque la nación garantiza la nutrición, la educación, y la cómoda manutención de cada ciudadano desde la cuna hasta la sepultura."

"¡Esa es una arrolladora garantía!" dije. "¿Qué certeza puede haber de que el valor del trabajo de un hombre compensará a la nación por su desembolso para él? En general, la sociedad puede ser capaz de sustentar a todos sus miembros, pero algunos deben ganar menos que lo suficiente para su sustento, y otros más; y esto nos lleva una vez más a la cuestión de los salarios, sobre la que usted no ha dicho nada hasta ahora. Fue justo en este punto, si recuerda, cuando nuestra conversación terminó anoche; y vuelvo a decir, como dije entonces, que aquí suponía yo que un sistema industrial nacional como el suyo encontraría su principal dificultad. ¿Cómo, vuelvo a preguntar, pueden ustedes ajustar satisfactoriamente los salarios comparativos o la remuneración de la multitud de ocupaciones, tan diferentes y tan inconmensurables, que son necesarias para el servicio de la sociedad? En mi época las tarifas del mercado determinaban el precio del trabajo de todo tipo, así como el de los bienes. El empleador pagaba tan poco como podía, y el trabajador conseguía tanto como podía. No era un buen sistema éticamente, lo admito; pero al menos nos dio una improvisada fórmula para solucionar una cuestión que debe ser solucionada diez mil veces al día si queremos que el mundo progrese. Nos parecía que no había otro modo practicable de hacerlo."

"Sí," replicó el Dr. Leete, "era el único modo practicable bajo un sistema que hizo que el interés de cada individuo fuese contrario al de los demás; pero habría sido una pena si la humanidad nunca hubiese podido idear un plan mejor, porque el suyo era sencillamente la aplicación de las relaciones mutuas entre las persona según la máxima del diablo, 'tu necesidad es mi oportunidad'. La recompensa de cualquier servicio no dependía de su dificultad, peligro, o dureza, porque en el mundo entero parecía que los trabajos más peligrosos, severos, y repulsivos estaban hechos por las clases peor pagadas; sino únicamente de los apuros de aquellos que necesitaban el servicio."

"Lo admito," dije. "Pero, con todos sus defectos, el plan de establecer los precios mediante la tarifa de mercado era un plan práctico; y no puedo concebir qué sustituto satisfactorio pueden ustedes haber ideado para ello. Siendo el gobierno el único posible empleador, por supuesto que no hay mercado de trabajo o tarifa de mercado. Los salarios de todas clases deben de ser fijados arbitrariamente por el gobierno. No puedo imaginar una función más complicada y delicada que la que esa debe de ser, o una, como quiera que se lleve a cabo, más segura para engendrar la insatisfacción universal."

"Le ruego me disculpe," replicó el Dr. Leete, "pero creo que exagera la dificultad. Suponga que un consejo de hombres medianamente sensatos estuviese a cargo de establecer los salarios de todas las clases de oficios bajo un sistema que, como el nuestro, garantizase el empleo para todos, mientras permite la elección de ocupación. ¿No ve usted que, no importa lo insatisfactorio que el primer ajuste pudiera ser, los errores se autocorregirían enseguida? Los oficios favorecidos tendrían demasiados voluntarios, y aquellos oficios que se viesen discriminados tendrían falta de ellos hasta que los errores se corrigiesen. Pero esto está fuera de propósito, porque aunque este plan, si se imagina, sería suficientemente practicable, no es parte de nuestro sistema."

"¿Cómo, entonces, regulan los salarios?" pregunté una vez más.

El Dr. Leete no respondió sino después de unos momentos de meditativo silencio. "Sé, desde luego," dijo finalmente, "bastante del antiguo orden de cosas para comprender lo que quiere decir con esa pregunta; y aun así el presente orden es tan absolutamente diferente en este punto que estoy un poco perdido en cuanto a cómo responderle del mejor modo. Me pregunta que cómo regulamos los salarios; solamente puedo contestarle que en la economía social moderna no existe en absoluto la idea que corresponde con lo que se quería decir en su época mediante la palabra salario."

"Supongo que se refiere a que no existe el dinero que paga los salarios," dije. "Pero el crédito dado a los trabajadores en los almacenes del gobierno responde al concepto que teníamos de salario. ¿Cómo se determina la cantidad de crédito dado respectivamente a los trabajadores de diferentes especialidades? ¿A título de qué reclama cada individuo su cuota particular? ¿Cuál es la base de reparto?"

"El título," replicó el Dr. Leete," es por pertenecer a la humanidad. Las bases de su reclamación es el hecho de que es un ser humano."

"¡El hecho de que es un ser humano!" repetí, con incredulidad. "¿Quizá quiere decir que todos tienen la misma parte?"

"Sin duda alguna."

Los lectores de este libro, no habiendo conocido en la práctica otro orden, o quizá considerado con mucho cuidado las narraciones históricas de épocas anteriores en las cuales prevalecía un sistema muy diferente, no puede esperarse que aprecien el estupor del asombro en el que me sumió la sencilla afirmación del Dr. Leete.

"Ya ve," dijo, sonriendo, "que no es simplemente que no exista el dinero para pagar los salarios, sino, como dije, que no hay nada que responda a su idea de salarios."

Para entonces ya me había calmado lo suficiente para articular alguna de las críticas que, como hombre del siglo diecinueve que era, vinieron por encima de todo a mi pensamiento, ante este para mi asombroso arreglo. "¡Algunos hacen el doble de trabajo que otros!" exclamé. "¿Están contentos los trabajadores inteligentes con un plan que los clasifica junto a los indiferentes?"

"No dejamos posible lugar para ninguna reclamación por injusticia," replicó el Dr. Leete, "requiriendo de todos precisamente la misma medida de servicio."

"¿Cómo pueden hacerlo, me gustaría saber, cuando no hay dos personas que tengan la misma capacidad?"

"Nada puede ser más sencillo," fue la respuesta del Dr. Leete. "Requerimos de cada cual que haga el mismo esfuerzo; es decir, le pedimos el mejor servicio que es capaz de dar."

"Y suponiendo que todos hacen lo mejor que pueden," respondí, "la cuantía del producto resultante es el doble de grande viniendo de una persona que de otra."

"Muy cierto," replicó el Dr. Leete; "pero la cuantía del producto resultante no tiene nada que ver en absoluto con la cuestion, que es una cuestión de mérito. El mérito es una cuestión moral, y la cuantía del producto una cantidad material. Sería un tipo extraordinario de lógica la que tratase de determinar una cuestión moral mediante una norma material. La cuantía del esfuerzo por sí sola es pertinente para la cuestión del mérito. Todos los seres humanos que hacen lo mejor que pueden, hacen lo mismo. Las capacidades de un ser humano, aun a semejanza de Dios, sencillamente fijan la medida de su deber. La persona con grandes dotes que no hace todo lo que puede, aunque pueda hacer más que otra persona con pocas dotes que hace lo mejor que puede, se considera que es un trabajador que merece menos que este último, y fallece siendo un deudor de sus semejantes. El Creador establece las tareas de los seres humanos mediante las facultades que les otorga; nosotros sencillamente exigimos su cumplimiento."

"No hay duda de que es una hermosa filosofía," dije; "sin embargo parece difícil que la persona que produce el doble que otra, incluso si ambos dan lo mejor de sí mismos, deba tener solamente la misma parte."

"¿Se lo parece así, de hecho?" respondió el Dr. Leete. "Entonces, ¿sabe lo que me resulta muy curioso? El modo en que la gente de hoy en día piensa es que un hombre que pueda producir el doble que otro con el mismo esfuerzo, en vez de ser recompensado por hacerlo así, debería ser castigado si no lo hiciese así. En el siglo diecinueve, cuando un caballo tiraba de una carga más pesada que una cabra, se supone que lo recompensaban. Ahora, le hubiésemos azotado sonoramente si no hubiese tirado, en base a que, siendo mucho mayor, debería hacerlo. Es singular cómo cambian los estándares éticos." El doctor dijo esto con un centelleo tal en sus ojos que me vi obligado a reir.

"Supongo," dije, "que la auténtica razón de que recompensemos a las personas por sus dotes, aunque consideremos aquello de los caballos y las cabras sencillamente como fijar el servicio que severamente se requerirá de ellos, era que los animales, no siendo seres dotados de raciocinio, naturalmente hicieron lo mejor que podían, mientras que las personas solamente podrían ser inducidas a hacerlo recompensándolas conforme a la cuantía de su producto. Esto me lleva a preguntar por qué, a no ser que la naturaleza humana haya cambiado enormemente en cien años, no se encuentran ustedes en la misma necesidad."

"Lo estamos," replicó el Dr. Leete. "No creo que haya ocurrido ningún cambio en la naturaleza humana a ese respecto desde su época. Todavía está tan establecido que los incentivos especiales en forma de precios, y ventajas que pueden ganarse, son un requisito para movilizar los mejores esfuerzos del hombre corriente en cualquier dirección."

"Pero ¿qué incentivo," pregunté, "puede tener un hombre que pone su mejor esfuerzo cuando, no importa cuán mucho o cuán poco realice, sus ingresos seguirán siendo los mismos? Las personas de altos ideales pueden ser movidas por devoción al bienestar común bajo un sistema tal, pero ¿no tenderán las personas corrientes a descansar junto a su remo, razonando que de nada sirve hacer un esfuerzo especial, ya que esforzarse no incrementará sus ingresos, ni refrenarse los disminuirá?"

"¿Entonces realmente le parece," respondió mi acompañante, "que la naturaleza humana es insensible a cualquier motivo salvo el miedo a la necesidad y el amor al lujo, que debería esperarse seguridad e igualdad de sustento dejándolos sin posibles incentivos al esfuerzo? Sus contemporáneos no pensaban realmente así, aunque pudiesen imaginar que así lo hacían. Cuando se trataba del mayor esfuerzo, del más absoluto sacrificio propio, se dependía de otros incentivos completamente diferentes. No los salarios más altos, sino el honor y la esperanza en la gratitud de la humanidad, el patriotismo y la inspiración del deber, eran los motivos que se ponían ante los soldados cuando era cuestión de morir por la nación, y nunca hubo una época en el mundo en la cual esos motivos no movilizasen lo que hay de mejor y más noble en los seres humanos. Y no sólo eso, sino que cuando nos ponemos a analizar el amor por el dinero, que era el impulso general para el esfuerzo en su época, encontramos que el temor a la necesidad y el deseo de lujo eran unos de entre los varios motivos que la búsqueda de dinero representaba; los otros, y con mucho los más influyentes, eran el deseo de poder, de posición social, y de reputación por la capacidad y el éxito. Ya ve que aunque hemos abolido la pobreza y el miedo a ella, y el lujo desmesurado con esa esperanza, no hemos tocado la mayor parte de los motivos que eran subyacentes al amor al dinero en tiempos pasados, o cualquiera de aquellos que incitaban a las más supremas clases de esfuerzo. Los más zafios motivos, que ya no nos mueven, han sido reemplazados por más altos motivos completamente desconocidos para los meros ganadores de sueldo de su época. Ahora que la industria de cualquier clase no es ya un servicio propio, sino un servicio de la nación, el patriotismo, la pasión por la humanidad, impelen al trabajador como en su época lo hicieron con el soldado. El ejército de la industria es un ejército, no solo en virtud de su perfecta organización, sino en razón también del ardor del sacrificio propio que anima a sus miembros.

"Pero como ustedes solian suplementar los motivos del patriotismo con el amor a la gloria, para estimular el valor de sus soldados, también nosotros. Basado como está nuestro sistema industrial sobre el principio de requerir la misma unidad de esfuerzo de cada persona, esto es, lo mejor que pueda hacer, verá que los medios por los que incitamos a los trabajadores a dar lo mejor, deben ser una parte esencial de nuestro esquema. Con nosotros, la diligencia en el servicio nacional es el único y cierto camino hacia la reputación pública, la distinción social, y el poder oficial. El valor de los servicios de una persona a la sociedad fija su rango en ella. Comparado con el efecto de nuestra ordenación social para impulsar a las personas a ser afanosas en sus ocupaciones, estimamos la perfecta demostración de mordiente pobreza y lujo disoluto del que ustedes dependían como un instrumento tan débil e incierto como salvaje. El deseo de honor incluso en su sórdida época impulsaba notoriamente a los hombres a un esfuerzo más desesperado que al que podría impulsarles el amor al dinero.

"Sería extremadamente interesante," dije, "conocer algo de este orden social."

"El esquema en sus detalles," replicó el doctor, "es desde luego muy elaborado, porque subyace la entera organización del ejército industrial; pero unas pocas palabras le darán una idea general de él".

En este momento nuestra charla fue encantadoramente interrumpida por la aparición de Edith Leete ante la plataforma aérea donde estábamos sentados. Estaba vestida de calle, y había venido a hablar con su padre sobre algún encargo que iba a hacer para él.

"Por cierto, Edith," exclamó, mientras ella estaba a punto de dejarnos solos, "me pregunto si el Sr. West no estaría interesado en visitar el almacén contigo. Le he estado contando algo sobre nuestro sistema de distribución, y quizá le gustaría verlo en una operación práctica."

"Mi hija," añadió, volviéndose hacia mi, "es una compradora infatigable, y puede contarle más sobre los almacenes que yo."

La proposición me resultó naturalmente muy agradable, y siendo Edith lo suficientemente buena para decir que estaría muy contenta de contar con mi compañía, dejamos la casa juntos.

Capítulo 10

"Si voy a explicarle el modo en que compramos," dijo mi acompañante, mientras caminábamos por la calle, "debe explicarme la manera en que usted lo hace. Nunca he sido capaz de entenderlo con todo lo que he leído sobre el asunto. Por ejemplo, cuando tenían tan vasto número de tiendas, cada una con su diferente surtido, ¿cómo podía una señora decidirse ante cualquier compra hasta que hubiese visitado todas las tiendas? porque, hasta que no las hubiese visitado, no podría saber qué había para escoger."

"Era como supones; era la única manera en que podía saberlo," repliqué.

"Mi padre me llama compradora infatigable, pero pronto sería una compradora muy fatigada si tuviese que hacer lo que ellas hacían," fue el hilarante comentario de Edith.

"La pérdida de tiempo al ir de tienda en tienda era desde luego un despilfarro del que la gente ocupada se quejaba agriamente," dije; "pero en cuanto a las señoras de la clase ociosa, aunque también se quejaban, creo que el sistema era realmente una bendición de Dios que les proporcionaba un instrumento para matar el tiempo."

"Pero digamos que había mil tiendas en la ciudad, cientos, quizá, del mismo tipo, ¿cómo podían incluso las ociosas encontrar tiempo para hacer sus recorridos?"

"En realidad no podían visitar todas, por supuesto," repliqué. "Las que compraban mucho, aprendían con el tiempo dónde podían esperar encontrar lo que querían. Esta clase había hecho una ciencia de las especialidades de las tiendas, y compraba con ventaja, consiguiendo siempre lo máximo y mejor por el mínimo dinero. Requería, sin embargo, larga experiencia adquirir este conocimiento. Las que estaban demasiado ocupadas, o compraban demasiado poco para adquirirlo, se arriesgaban y eran generalmente desafortunadas, consiguiendo lo mínimo y lo peor por el máximo dinero. Era por pura suerte si las personas no experimentadas en comprar recibían el valor de su dinero.

"Pero ¿por qué soportaban semejante orden de cosas tan inconveniente y estremecedor cuando veían sus fallos con tanta claridad?" me preguntó Edith.

"Era como todo nuestro orden social," repliqué. "Apenas puedes ver sus fallos con mayor claridad que nosotros, pero no veíamos remedio para ellos."

"Ya hemos llegado al almacén de nuestro barrio," dijo Edith, mientras girábamos hacia un gran portal de uno de los magníficos edificios públicos que había observado en mi paseo matutino. No había nada en el aspecto exterior del edificio que sugiriese una tienda para un representante del siglo diecinueve. No había escaparates donde se mostrasen los productos, ni ningún dispositivo para hacer publicidad de las mercancías, o atraer al cliente. Ni había ningún tipo de señal o letrero en la fachada del edificio para indicar el carácter de los asuntos a los cuales se procedía allí dentro, sino en su lugar, sobre el portal, sobresaliendo de la fachada del edificio, un majestuoso estatuario de tamaño natural, cuya figura central era una alegoría femenina de la Abundancia, con su cornucopia. A juzgar por la composición de la multitud que entraba y salía, se obtenía aproximadamente la misma proporción de cada sexo entre los compradores que se obtendría en el siglo diecinueve. Según entrábamos, Edith dijo que aquel era uno de los grandes establecimientos distribuidores que hay en cada barrio de la ciudad, de modo que ningún residente estaba a más de cinco o diez minutos de alguno de ellos yendo a pie. Era el primer interior de un edificio público del siglo veinte que había contemplado jamás, y el espectáculo por supuesto me impresionó profundamente. Estaba en un vasto pabellón lleno de luz, que no solamente provenía de las ventanas que había en todos los laterales, sino de la cúpula, cuya cúspide estaba a treinta metros sobre nosotros. Bajo ella, en el centro del pabellón, una magnífica fuente jugueteaba, refrescando la atmósfera dándole un delicioso frescor con su aspersor. Los muros y el techo estaban pintados al fresco en tintes suaves, calculados para suavizar, sin absorber, la luz que llenaba el interior. Alrededor de la fuente había un espacio ocupado con sillas y sofás, en los que estaban sentadas muchas personas conversando. Letreros en los muros por todo el pabellón indicaban a qué clase de artículos estaban dedicados los mostradores que había debajo. Edith dirigió sus pasos hacia uno de ellos, donde estaba expuestas muestras de percal de una pasmosa variedad, y procedió a inspeccionarlas.

"¿Dónde está el dependiente?" pregunté, porque no había nadie detrás del mostrador, y nadie parecía venir a atender a la clientela.

"Todavía no necesito al dependiente," dijo Edith; "no he elegido."

"En mi época, la principal ocupación de los dependientes era ayudar a la gente a elegir", repliqué.

"¡Qué! ¿Decirle a la gente lo que quiere?"

"Sí; y a más a menudo inducirles a comprar lo que no querían."

"¿Pero las señoras no lo encontraban muy impertinente?" preguntó Edith, con sorpresa. "¿Qué podía preocuparles a los dependientes si la gente compraba o no?"

"Era su única preocupación," respondí. "Estaban contratados con el propósito de deshacerse de los artículos, y se esperaba que hiciesen lo máximo, salvo el uso de la fuerza, para lograr ese fin."

"¡Ah, sí! ¡Qué tonta soy por olvidarme!" dijo Edith. "En su época, el tendero y sus empleados dependían para su subsistencia de vender los artículos. Por supuesto, esto es completamente diferente ahora. Los artículos son de la nación. Están aquí para aquellos que los quieran, y es asunto de los dependientes esperar a la gente y tomar sus pedidos; pero no es interés del dependiente o de la nación disponer un metro o un kilo de nada para alguien que no lo quiera." Sonrió mientras añadía, "¡Cuán extremadamente singular debe de haber sido tener dependientes para inducirla a una a llevarse lo que una no quería, o dudaba en llevarse!".

"Pero incluso un dependiente del siglo veinte debe hacerse útil dándote información sobre los artículos, aunque no te induzca a comprarlos," sugerí.

"No," dijo Edith, "ese no es asunto del dependiente. Estas tarjetas impresas, que son responsabilidad de las autoridades gubernamentales, nos dan toda la información que podamos necesitar."

Vi que ligada a cada muestra había una tarjeta que contenía de forma sucinta una completa declaración del tipo y materiales de los artículos y todas sus características, así como el precio, no dejando absolutamente ningún punto que pudiese dar pie a una pregunta.

"¿Entonces, el dependiente no tiene nada que decir sobre los artículos que vende?" dije.

"Nada en absoluto. No es necesario que tenga que saber o profesar conocimiento acerca de nada de ellos. La cortesía y la precisión al tomar las órdenes es todo lo que se requiere de él."

"¡Qué prodigiosa cuantía de mentiras ahorra este sencillo orden de cosas!" exclamé.

"¿Quiere decir que en su época todos los dependientes daban una impresión tergiversada de sus artículos?" preguntó Edith.

"¡Dios me libre de decir tal cosa!" repliqué, "porque había muchos que no lo hacían, y eran merecedores de especial credibilidad, porque cuando el sustento de uno y el de su mujer y sus niños depende de la cuantía de artículos que pueda despachar, la tentación de engañar al cliente—o dejar que se engañe a sí mismo— era casi abrumadora. Pero, señorita Leete, estoy distrayéndote de tu tarea con mi charla."

"En absoluto. Ya he elegido." A esto, tocó un botón, y al momento apareció un dependiente. Tomó nota del pedido con un lápiz en un block que hizo dos copias, una de las cuales se la dio a ella, y la otra la encerró en un pequeño receptáculo, que introdujo en un tubo de transmisión.

"El duplicado del pedido," dijo Edith mientras se alejaba del mostrador, después de que el dependiente hubiese pinchado, para sustraer el valor de su compra, la tarjeta de crédito que ella le dio, "se da al comprador, para que cualquier error al dispensarlo pueda ser fácilmente rastreado y rectificado."

"Has elegido muy rápido," dije. "¿Puedo preguntarte cómo sabías que no podrías haber encontrado algo que te viniese mejor en alguno de los otros almacenes? Aunque probablemente estés obligada a comprar en tu propio distrito."

"Oh, no," replicó. "Compramos donde nos place, aunque, naturalmente, más a menudo cerca de casa. Pero no habría ganado nada visitando otros almacenes. El surtido en todos es exactamente el mismo, presentando como lo hace en cada caso muestras de todas las variedades producidas o importadas por los Estados Unidos. Por eso una puede decidirse rápidamente, y nunca visitar dos almacenes.

"¿Y este es meramente un almacén de muestras? No veo dependientes cortando los artículos o empaquetando."

"Todos nuestros almacenes son almacenes de muestras, excepto para unos pocos tipos de artículos. Los artículos, con estas excepciones, están todos en el gran almacén central de la ciudad, al cual son directamente expedidos desde los productores. Hacemos el pedido a partir de la muestra y la declaración impresa con la textura, tipo, y características. Los pedidos son enviados al almacén central, y los artículos son distribuídos desde allí."

"Eso debe suponer una tremenda reducción de la manipulación," dije. "Mediante nuestro sistema, el fabricante vendía al mayorista, el mayorista a detallista, el detallista al consumidor, y los artículos tenían que ser manipulados cada vez. Vosotros evitáis una manipulación de los artículos y elimináis al detallista a la vez, con su gran ganancia y el ejército de dependientes que debe sustentar. Vaya, señorita Leete, este almacén es meramente el departamento de pedidos de un mayorista, con tan sólo un complemento de dependientes de mayorista. Bajo nuestro sistema de manipulación de artículos, persuadiendo al cliente para comprarlos, cortándolos y empaquetándolos, diez dependientes no podrían hacer lo que ahora hace uno. El ahorro debe de ser enorme."

"Supongo," dijo Edith, "pero desde luego nunca hemos conocido ninguna otra manera. Pero, Sr. West, no debe olvidarse de pedir a mi padre que le lleve un día al almacén central, donde reciben los pedidos de las diferentes casas de muestras de toda la ciudad y reparten y envían los artículos a sus destinos. A mi me llevó no hace mucho, y fue una visión fascinante. El sistema es ciertamente perfecto; por ejemplo, allá en esa especie de jaula está el dependiente que cursa los pedidos. Los pedidos, según son tomados por los diferentes departamentos del almacén, le son enviados mediante los transmisores. Sus auxiliares los ordenan y encierran cada clase en un estuche transportador. El dependiente que cursa los pedidos tiene una docena de transmisores neumáticos ante él que responden en general a clases de artículos, cada uno comunicando con el correspondiente departamento del almacén central. Él mete los estuches con los pedidos en el tubo requerido y unos momentos más tarde aparece en el adecuado mostrador del almacén central, junto con todos los demás pedidos del mismo tipo de los otros almacenes de muestras. Los pedidos son leídos, grabados, y enviados para ser cumplidos, como un rayo. El cómo se cumplen creo que es la parte más interesante. En unos ejes se colocan fardos de tela que van dando vueltas mediante una maquinaria, y el cortador, quien también tiene una máquina, trabaja fardo por fardo hasta que se agotan, y entonces otra persona toma su lugar; y ocurre lo mismo con los que cumplimentan los pedidos de cualquier otro artículo. Entonces los paquetes se entregan en los distritos de la ciudad mediante tubos más grandes, y de allí son distribuídos a las casas. Puede comprender con cuánta rapidez se hace todo cuando le digo que mi pedido estará probablemente en casa más pronto que si hubiese podido llevarmelo desde aquí."

"¿Cómo se las apañan en los pequeños asentamientos rurales?" pregunté.

"El sistema es el mismo," explicó Edith; "las tiendas de muestras del pueblo están conectadas mediante transmisores con el almacén central del distrito rural, que puede estar a treinta kilómetros de distancia. La transmisión es tan rápida, sin embargo, que el tiempo perdido en el camino es insignificante. Pero, para ahorrar gastos, en muchos distritos rurales un mismo conjunto de tubos conecta varios pueblos con el almacén central, y entonces hay una pérdida de tiempo esperando unos por otros. A veces pasan dos o tres horas antes de que se reciban los artículos pedidos. Así ocurría donde estuve el verano pasado, y lo encontré muy incómodo."

Desde que lo dicho aquí arriba está en imprenta, he sido informado de que esta falta de perfección en el servicio de distribución en alguno de los distritos rurales se va a solucionar, y que pronto cada pueblo tendrá su propio juego de tubos.

"Debe de haber muchos otros aspectos también, sin duda, en los cuales los almacenes rurales son inferiores a los de la ciudad," sugerí.

"No," respondió Edith, "al contrario, son exactamente igual de buenos. La tienda de muestras del pueblo más pequeño, igual que este, le da opción a todas las variedades de artículos que tiene la nación, porque el almacén rural se nutre de la misma fuente que el almacén de la ciudad."

Mientras caminábamos hacia casa comenté la gran variedad en el tamaño y coste de las casas. "¿Cómo puede ser," pregunté, "consistente esta diferencia con el hecho de que todos los ciudadanos tienen los mismos ingresos?"

"Porque," explicó Edith, "aunque los ingresos son los mismos, el gusto personal determina cómo los gastará cada individuo. A algunas personas les gustan los caballos excelentes; otras, como yo, preferimos los vestidos bonitos; y otras quieren una mesa elaborada. Las rentas que la nación recibe por estas casas varían, conforme a su tamaño, elegancia y ubicación para que las familias puedan encontrar algo que les vaya. Las casas mayores están habitualmente ocupadas por familias grandes, en las que hay varios que contribuyen a la renta; mientras que las familias pequeñas, como la nuestra, encuentran más convenientes y económicas las casas más pequeñas. Es una cuestión de gusto y conveniencia totalmente. He leído que en los viejos tiempos la gente a menudo mantenía casas y hacía otras cosas que no podían permitirse, por ostentación, para que la gente pensase que eran más ricos de lo que eran. ¿Era así de verdad, Sr. West?"

"Debo admitir que así era," repliqué.

"Bueno, ya ve, no podría ser así hoy en día; porque los ingresos de cada uno son conocidos, y ya se sabe que lo que se gasta por un lado, debe ser ahorrado por otro."

Capítulo 11

Cuando llegamos a casa, el Dr. Leete no había vuelto todavía, y la Sra. Leete no estaba a la vista. "¿Es aficionado a la música, Sr. West?" preguntó Edith.

Le aseguré que era media vida, conforme a mi modo de pensar.

"Debería disculparme por preguntar," dijo. "No es una pregunta que nos hagamos los unos a los otros hoy en día; pero he leído que en su época, incluso entre la clase culta, había algunos a los que no les importaba la música."

"Debes recordar, como excusa," dije, "que teníamos algunos tipos de música bastante absurdos."

"Sí,", dijo, "lo sé; me temo que no todo eran imaginaciones mías. ¿Le gustaría oir ahora algo de nuestra música, Sr. West?"

"Nada me deleitaría tanto como escucharte," dije.

"¡A mi!" exclamó, riendo. "¿Creía que iba a tocar o cantar para usted?"

"Así lo esperaba, ciertamente," repliqué.

Viendo que estaba un poco avergonzado, redujo su hilaridad y se explicó. "Desde luego, todos cantamos hoy en día como cosa natural en el entrenamiento de la voz, y algunos aprenden a tocar instrumentos para divertirse en privado; pero la música profesional es tanto más grandiosa y más perfecta que cualquier interpretación nuestra, y podemos acceder a ella de un modo tan sencillo cuando queremos oirla, que no pensamos en absoluto en cantar o interpretar música nosotros. Todos los cantantes e intérpretes realmente excelentes están en el servicio musical, y el resto de nosotros nos estamos quietos la mayoría. Pero ¿le gustaría de verdad oir algo de música?"

Le aseguré una vez más que sí.

"Venga, entonces, a la habitación de la música," dijo, y la seguí al interior de una estancia acabada en madera, con las paredes desnudas, y el piso de madera pulimentada. Yo estaba preparado para nuevos dispositivos en lo que a instrumentos musicales se refiere, pero no vi nada en la habitación que por cualquier exageración de la imaginación pudiese ser concebido como tal. Era evidente que mi aspecto de desconcierto estaba proporcionando una intensa diversión a Edith.

"Por favor mire en música de hoy," dijo, entregándome una tarjeta, "y dígame que preferiría. Recordará que ahora son las cinco en punto."

La tarjeta tenía fecha de 12 de septiembre de 2000, y contenía el más largo programa de música que jamás había visto. Era tan variado como largo, incluyendo un muy extraordinario rango de solos vocales e instrumentales, duetos, cuartetos, y varias combinaciones orquestales. Me quedé desconcertado por la prodigiosa lista hasta que la punta del rosado dedo de Edith indicó una sección particular de ella, donde varias opciones tenían entre paréntesis las palabras "5 P.M." junto a ellas; entonces observé que este prodigioso programa era el de todo un día, dividido en veinticuatro secciones correspondientes a las horas. No había sino unas pocas piezas de música en la sección "5 P.M.", e indiqué una pieza de órgano como mi preferencia.

"Estoy muy contenta de que le guste el órgano," dijo. "Creo que apenas hay ninguna música que concuerde más a menudo con mi estado de ánimo."

Me hizo sentar cómodamente, y, cruzando la habitación, hasta donde pude ver, sencillamente tocó uno o dos tornillos, e inmediatamente la habitación se llenó con la música de un magnífico himno al órgano; se llenó, no se desbordó, porque, por algún medio, el volumen de la melodía se había graduado perfectamente para el tamaño de la estancia. Escuché, apenas sin respirar, con extrema atención. Nunca hubiese esperado oir semejante música, tan perfectamente interpretada.

"¡Grandioso!" grité, mientras la última onda de magnífico sonido rompía y decaía en el silencio. "Bach debe de estar al teclado de este órgano; pero ¿dónde está el órgano?"

"Espere un momento, por favor," dijo Edith; "quiero que escuche este vals antes de que pregunte más. Creo que es absolutamente encantador"; y mientras hablaba, el sonido de unos violines llenó la habitación con el embrujo de una noche de verano. Cuando estos también hubieron cesado, dijo: "No hay ni el más mínimo misterio acerca de esta música, como parece que imagina usted. No está hecha por hadas ni duendes, sino por buenas, honradas, y en extremo virtuosas manos humanas. Sencillamente hemos llevado la idea de ahorro de trabajo por cooperación a nuestro servicio musical como a todo lo demás. Hay un número de salas de música en la ciudad, perfectamente adaptadas acústicamente para las diferentes clases de música. Estas salas están conectadas por teléfono con todas las casas de la ciudad cuya gente se preocupa de pagar una pequeña tarifa, y no hay nadie, puede estar seguro, que no lo haga. El cuerpo de músicos adjunto a cada sala es tan grande que, aunque ningún intérprete o grupo de intérpretes tiene más que una parte breve, el programa de cada día dura las veinticuatro horas. En la tarjeta de hoy, como verá si observa detenidamente, hay distintos programas de cuatro de estos conciertos, cada uno corresponde a una petición musical diferente de las otras, y que están siendo interpretadas ahora simultáneamente, y cada una de las cuatro piezas que ahora se interpretan, la que usted prefiera, puede oirla sencillamente apretando el botón que conectará el cableado de su casa con la sala donde se está interpretando. Los programas están tan coordinados que las piezas que se interpretan en cualquier momento simultáneamente en las diferentes salas ofrecen habitualmente opciones, no sólo entre instrumental y vocal, y entre diferentes clases de instrumentos, sino también entre diferentes motivos, desde serios a alegres, para que todos los gustos y estados de ánimo puedan ser satisfechos."

"Me parece, señorita Leete," dije, "que si pudiésemos haber ideado un orden de cosas para proveer de música a todos en sus casas, con calidad perfecta, en cantidad ilimitada, adecuada para cada estado de ánimo, y comenzando y cesando a voluntad, deberíamos haber considerado el límite de la felicidad humana alcanzado, y cesado de afanarnos en ulteriores mejoras."

"Estoy segura de que nunca pude imaginar cómo aquellos de entre ustedes que dependían por completo de la música se las apañaban para sobrellevar el anticuado sistema mediante el cual se accedía a ella," replicó Edith. "La música que de verdad merece la pena oir debe de haber estado, supongo, totalmente fuera del alcance de las masas, y sólo ocasionalmente alcanzable por los más favorecidos, con gran dificultad, prodigioso desembolso, y por tanto por breves períodos, arbitrariamente fijados por terceras personas, y en conexión con toda clase de circunstancias indeseables. ¡Sus conciertos, por ejemplo, y óperas! ¡Cuán absolutamente exasperante debe de haber sido, por una o dos piezas de música que le gustaban, haber tenido que estar sentado durante horas escuchando lo que no le interesaba! O sea, en una cena uno puede saltarse lo que a uno no le interesa. ¿Quién cenaría, no importa lo hambriento que estuviese, si se requiriese comer todo lo que se fuese trayendo a la mesa? Y estoy segura de que el oído de una persona es tan sensible como su gusto. Supongo que fueron esas dificultades en el modo de acceder a la auténtica buena música, lo que hizo que perdurase tanto la costumbre de interpretar y cantar en sus hogares entre la gente que poseía sólo los rudimentos del arte."

"Sí," repliqué, "era ese tipo de música o ninguna, para la mayoría de nosotros."

"En fin," suspiró Edith, "cuando una lo considera propiamente, no es tan extraño que a la gente, en aquellos días, a menudo no le importase la música. Me atrevo a decir que yo también la habría detestado."

"¿Te he entendido bien," pregunté, "que este programa musical cubre por completo las veinticuatro horas? Parece que sí en esta tarjeta, ciertamente; pero quién va a escuchar música entre digamos medianoche y el alba?"

"Oh, muchos," replicó Edith. "Entre nosotros hay gente en pie a todas horas; pero si la música no fuese emitida desde la medianoche al alba para nadie más, aún lo sería para los insomnes, los enfermos, y los agonizantes. Todos nuestros dormitorios tienen un accesorio telefónico en la cabecera de la cama mediante el cual cualquier persona que pueda estar insomne pueda hacer una petición musical a placer, de la clase más acorde con el estado de ánimo."

"¿Hay algo semejante en la habitación que tengo asignada?"

"Vaya, ciertamente; y ¡qué tonta, qué tontísima, he sido por no pensar que tenía que decírselo anoche! Mi padre le mostrará el funcionamiento antes de que se vaya usted a la cama esta noche, en todo caso; y con el receptor en su oído, estoy segura de que podrá chasquear los dedos ante toda clase de asombrosos sentimientos si le vuelven a turbar."

Esa noche, el Dr. Leete nos preguntó por nuestra visita al almacén, y en el curso de la divagante comparación de los modos del siglo diecinueve y del veinte, que siguió, algo hizo surgir la cuestión de la herencia. "Supongo," dije, "que ahora la herencia de la propiedad no está permitida."

"Al contrario," replicó el Dr. Leete, "no hay interferencia con ella. De hecho, encontrará usted, Sr. West, a medida que nos conozca, que hay mucha menos interferencia de cualquier tipo con la libertad personal hoy en día que a la que estaba usted acostumbrado. Requerimos, de hecho, por ley, que toda persona sirva a la nación por un período fijo, en vez de, como hacían ustedes, dejar que elija entre trabajar, robar, o morirse de hambre. Con la excepción de esta ley fundamental, que es, de hecho, meramente una codificación de la ley de la naturaleza—el edicto del Edén—por el cual se hace igual en su presión sobre los hombres, nuestro sistema no depende de una legislación particular, sino que es enteramente voluntario, el resultado lógico de la operación de la naturaleza humana bajo condiciones racionales. Esta cuestión de la herencia ilustra justo este punto. El hecho de que la nación sea el único capitalista y propietario de la tierra por supuesto restringe las posesiones del individuo a su crédito anual, y a las pertenencias personales y de la casa, que haya podido adquirir con él. Su crédito, como una renta vitalicia de su época, cesa con su fallecimiento, con una asignación de una suma fija para gastos de funeral. Sus otras posesiones las deja como le plazca."

"¿Qué tienen para evitar que, con el transcurso del tiempo, los artículos valiosos y los enseres se acumulen de tal modo en las manos de los individuos que pudiesen interferir seriamente con la igualdad en las circunstancias de los ciudadanos?" pregunté.

"Ese asunto se ordena por sí mismo de un modo muy sencillo," fue la respuesta. "Bajo la presente organización de la sociedad, las acumulaciones de propiedad personal son meramente onerosas en el momento en que exceden lo que contribuye a la auténtica comodidad. En su época, si un hombre tenía una casa atiborrada por completo de oro y plata, porcelana exótica, muebles caros, y cosas así, se consideraba rico, porque esas cosas representaban dinero, y podían en cualquier momento ser convertidas en dinero. Hoy en día, un hombre a quien el legado de cien parientes que falleciesen simultaneamente, le colocase en una posición similar, sería considerado muy desafortunado. Los artículos, no siendo vendibles, no serían de valor para él excepto para su uso efectivo o el disfrute de su belleza. Por otra parte, permaneciendo inalterados sus ingresos, tendría que agotar su crédito para alquilar casas para almacenar los artículos en ellas, y todavía más para pagar por el servicio de los que cuidarían de ellos. Puede estar muy seguro de que tal hombre no perdería el tiempo y distribuiría entre sus amigos las posesiones que sólo le harían más pobre, y ninguno de sus amigos aceptaría más que aquello para lo que pudiese fácilmente hacer sitio y tuviese tiempo para atender. Ya ve, entonces, que prohibir la herencia de la propiedad personal con vistas a evitar grandes acumulaciones sería una precaución superflua para la nación. Se puede confiar que el ciudadano individual se cuidará de no sobrecargarse. Tan cuidadoso es a este respecto, que los parientes habitualmente renuncian a reclamar la mayoría de los efectos de los difuntos, reservando sólo objetos particulares. La nación se hace cargo de los enseres de los que han renunciado, y devuelve los que son de valor al almacén general una vez más."

"Habla usted de pagar por el servicio para cuidar sus casas," dije; "eso sugiere una cuestión que he estado a punto de preguntar varias veces. ¿Cómo han dispuesto el problema del servicio doméstico? ¿Quién va a querer ser un sirviente doméstico en una comunidad donde todos son socialmente iguales? Para nuestras señoras era bastante difícil encontrarlos incluso cuando había poca pretensión de igualdad social."

"Precisamente porque somos socialmente iguales cuya igualdad nada puede comprometer, y porque el servicio es honorable en una sociedad cuyo principio fundamental es que todos deben servir al resto a su vez, podríamos fácilmente proporcionar un cuerpo de sirvientes domésticos tal como ustedes nunca soñaron, si los necesitásemos," replicó el Dr. Leete. "Pero no los necesitamos."

"¿Quién hace el trabajo doméstico, entonces? pregunté.

"No hay nadie que lo haga," dijo la señora Leete, a quien había dirigido esta pregunta. "Lavamos nuestra ropa en lavanderías públicas a tarifas extremadamente baratas, y cocinamos en cocinas públicas. La confección y reparación de todo lo que vestimos se hace en tiendas públicas. La electricidad, por supuesto, ha reemplazado al fuego en la iluminación. Elegimos nuestras casas no mayores de lo que necesitamos, y las amueblamos de modo que impliquen los mínimos problemas para mantenerlas en orden. No necesitamos sirvientes domésticos."

"El hecho," dijo el Dr. Leete, "de que ustedes tuviesen en las clases más pobres un suministro sin límite de siervos a los cuales pudiesen imponer toda clase de tareas penosas y desagradables, les hizo indiferentes a los dispositivos que evitasen la necesidad de ellos. Pero ahora que todos tienen que hacer a su vez cualquier trabajo que se haga para la sociedad, cada individuo de la nación tiene el mismo interés, y un interés personal, en los dispositivos que aligeren la carga. Este hecho ha dado un prodigioso impulso a los inventos que ahorran trabajo en todo tipo de ocupación, de lo cual uno de los primeros resultados fue la combinación de la máxima comodidad y el mínimo de dificultades en el orden doméstico."

"En caso de especiales emergencias domésticas," prosiguió el Dr. Leete, "tales como limpieza extensiva o renovación, o enfermedad en la familia, siempre podemos asegurar la asistencia de la fuerza industrial."

"¿Pero cómo recompensan a los asistentes, ya que no tienen dinero?"

"No les pagamos nosotros, desde luego, sino la nación. Sus servicios pueden obtenerse por solicitud en la agencia adecuada, y su valor es deducido de la tarjeta del solicitante."

"¡Qué paraíso para las mujeres debe de ser el mundo ahora!" exclamé. "En mi época, incluso los sirvientes saludables y sin limitaciones no daban franquicia a sus amos para los cuidados de la casa, mientras que las mujeres de los adinerados y de las clases más pobres vivían y morían mártires de ellos."

"Sí," dijo la Sra. Leete, "He leído algo de eso; suficiente para convencerme de que, tan pésimamente como vivían aquellos hombres en su época, eran más afortunados que sus madres y esposas."

"Los anchos hombros de la nación," dijo el Dr. Leete, "soportan ahora como una pluma la carga que quebró las espaldas de las mujeres de su época. Su miseria vino, como todas las demás miserias, de esa incapacidad para la cooperación que provenía del individualismo sobre el que se fundaba su sistema social, de su incapacidad para percibir que podían hacer diez veces más beneficio con sus semejantes uniéndose a ellos que compitiendo contra ellos. El portento es, no que no viviesen ustedes más cómodamente, sino que fuesen ustedes capaces de vivir juntos, estando declaradamente dedicados a hacerse esclavos unos de otros, y asegurarse los unos la posesión de los bienes de los otros.

"Calma, calma, padre, si eres tan vehemente, el Sr. West pensará que le estás regañando," terció Edith riéndose.

"Cuando quieres un doctor," pregunté, "¿simplemente haces la solicitud en la agencia adecuada y recibes a cualquiera que te puedan enviar?"

"Esa regla no funcionaría bien en el caso de los médicos," replicó el Dr. Leete. "El bien que un médico puede hacer a un paciente depende en gran medida del conocimiento que aquél tiene de las propensiones constitutivas y la condición de éste. El paciente debe poder, por tanto, llamar a un doctor en particular, y hacer justo lo que los pacientes hacían en su época. La única diferencia es que, en vez de cobrar sus honorarios por sí mismo, el doctor lo cobra de la nación pinchando la tarjeta de crédito del paciente para descontar la cuantía, conforme a una escala regular para la atención médica."

"Puedo imaginar," dije, "que si la cuantía es siempre la misma, y un doctor no puede rechazar pacientes, como supongo que no puede, los buenos doctores son llamados constantemente y los malos doctores se quedan ociosos."

"En primer lugar, si pasa por alto la aparente pedantería del comentario de un médico retirado," replicó el Dr. Leete, con una sonrisa, "no tenemos malos doctores. Cualquiera a quien le plazca adquirir unos mínimos fundamentos de los términos médicos no está ahora en libertad de practicar con los cuerpos de los ciudadanos, como en su época. A nadie sino a los estudiantes que han pasado las rigurosas pruebas de las escuelas, y demostraron claramente su vocación, se le permite la práctica. Entonces, también, observará que hoy en día los doctores no intentan acrecentar su práctica a expensas de otros doctores. No habría motivo para ello. Por lo demás, los doctores tienen que presentar informes rutinarios de su trabajo para el departamento médico, y si no está razonablemente bien ocupado, se le encuentra trabajo."

Capítulo 12

Siendo interminable lo que necesitaba preguntar antes de que pudiese adquirir incluso un esbozo de conocimiento de las instituciones del siglo veinte, y siéndolo el buen carácter del Dr. Leete también, nos sentamos a hablar durante varias horas después de que las señoras nos dejaron. Recordándole a mi anfitrión el punto en el que nuestra charla se había interrumpido por la mañana, expresé mi curiosidad por saber cómo había hecho la organización del ejército industrial para ofrecer un estímulo suficiente a la diligencia ante la falta de cualquier ansiedad por parte del trabajador en lo que concierne a su sustento.

"En primer lugar debe comprender," replicó el doctor, "que el suministro de incentivos al esfuerzo no es sino uno de los objetivos perseguidos en la organización que hemos adoptado para el ejército. La otra, e igualmente importante, es asegurar para los puestos de jefes de fila y capitanes de la fuerza, y los grandes oficiales de la nación, personas de acreditadas capacidades, quienes dieron su palabra por sus propias carreras de mantener a sus seguidores a su máximo estándar de rendimiento y no permitir rezagados. El ejército industrial se organiza con vistas a esos dos fines. Primero está el grado no clasificado de trabajadores comunes, personas para toda clase de trabajo, al cual pertenecen todos los reclutas durante sus primeros tres años. Este grado es una especie de escuela, una muy estricta, en la cual a los jóvenes se les enseñan hábitos de obediencia, subordinación y dedicación al deber. Mientras la naturaleza miscelánea del trabajo hecho por esta fuerza evita el sistemático ascenso de los trabajadores que más adelante es posible, aun así se guardan registros individuales, y la excelencia recibe distinción así como la negligencia recibe castigo. No es, sin embargo, nuestra política, permitir que la juvenil imprudencia o indiscreción, cuando no se trata de culpas graves, sea un obstáculo para las futuras carreras de los jóvenes, y todos los que han pasado por el grado no clasificado sin graves deshonores tienen iguales oportunidades para escoger el empleo de su vida que más les guste. Habiendo elegido éste, se incorporan a él como aprendices. La duración de su aprendizaje depende naturalmente de las distintas ocupaciones. Al final de su aprendizaje se convierten en trabajadores plenos, y miembros de su profesión o gremio. Entonces no sólo se guardan registros individuales de los aprendices por su capacidad y laboriosidad, y se distingue la excelencia adecuadamente, sino que el estatus que se da al aprendiz entre los trabajadores plenos en una de esas profesiones o gremios depende del promedio del registro durante su aprendizaje.

"Mientras las organizaciones internas de las diferentes industrias, mecánicas y agrícolas, difieren conforme a sus condiciones peculiares, concuerdan en una división general de sus trabajadores en primero, segundo y tercer grado, conforme a su capacidad, y estos grados están en muchos casos subdivididos en primera y segunda clase. Según su estatus como aprendiz, a un joven se le asigna su lugar como trabajador de primero, segundo o tercer grado. Desde luego únicamente las personas de inusual capacidad pasan directamente del aprendizaje al primer grado de trabajadores. La mayoría pasan a los grados inferiores, ascendiendo a medida que crece su experiencia, y las reclasificaciones periódicas. Estas reclasificaciones tienen lugar en cada industria a intervalos correspondientes a la longitud del aprendizaje para esa industria, para que el mérito nunca tenga que esperar mucho para ascender, ni pueda haber ninguna inercia basada en logros anteriores so pena de descender a un rango inferior. Una de las ventajas notables de una alta graduación es el privilegio que da al trabajador para elegir en cuál de las diversas ramas o procesos de su industria se incorporará por considerar que es la de su especialidad. Desde luego que no se pretende que ninguno de estos procesos sea desproporcionadamente arduo, pero a menudo hay mucha diferencia entre ellos, y el privilegio de poder elegir es consecuentemente muy apreciado. En lo posible, de hecho, las preferencias incluso de los peores trabajadores son consideradas para asignarles su línea de trabajo, porque de este modo no solo se incrementa su felicidad sino su utilidad. Sin embargo, aunque el deseo de la persona del grado inferior es consultado, únicamente es tenido en cuenta después de que las personas del grado superior han sido atendidas, y a menudo tiene que resignarse con una segunda o tercera opción, o incluso con una asignación arbitraria cuando se necesita ayuda. Este privilegio de poder elegir tiene en cuenta la revisiones de grado, y cuando alguien pierde su grado se arriesga también a tener que cambiar la clase de trabajo que le agrada por otra menos de su gusto. Los resultados de cada revisión de grado, dado el estatus de cada uno en su industria, son publicados en una gaceta impresa, y aquellos que han ganado una promoción desde el última revisión de grado reciben el agradecimiento de la nación y son públicamente investidos con el distintivo de su nuevo rango."

"¿Cómo es este distintivo?" pregunté.

"Cada industria tiene su dispositivo emblemático," replicó el Dr. Leete, "y este, en forma de una insignia metálica tan pequeña que no podrías verla a menos que supieses dónde mirar, es toda la condecoración que llevan puesta las personas del ejército, excepto cuando la conveniencia pública exige un uniforme distintivo. Esta insignia tiene la misma forma para todos los grados de la industria, pero mientras la insignia del tercer grado es de hierro, la del segundo es de plata, y la del primero es en oro.

"Aparte del gran incentivo al esfuerzo que ofrece el hecho de que los altos puestos de la nación están abiertos únicamente a las personas de la clase más alta, y el rango en el ejército constituye el único modo de distinción social para la vasta mayoría que no son aspirantes en arte, literatura, y las profesiones, varios incentivos de una clase menor, pero quizá igualmente efectiva, se suministran en forma de privilegios especiales e inmunidades en el procedimiento disciplinario, que las clases superiores disfrutan. Estos privilegios, aunque se intenta que sean tan poco susceptibles de provocar la envidia de los menos afortunados como sea posible, tienen el efecto de mantener constantemente en el pensamiento de cada uno lo muy deseable que resulta alcanzar el grado siguiente que está por encima del propio."

"Es obviamente importante que no sólo los buenos, sino también los indiferentes y los malos trabajadores puedan acariciar la ambición de ascender. De hecho, siendo el número de estos últimos mucho mayor, es incluso más esencial que el sistema de clasificación no opere en el sentido de desalentarlos mientras que estimula a los otros. Con este propósito los grados están divididos en clases. Como tanto los grados como las clases son hechas numéricamente iguales en cada revisión de grado, en todo momento no hay, contando los oficiales y los grados de aprendizaje no clasificados, por encima de un noveno del ejército industrial en las clases inferiores, y la mayoría de este número son aprendices noveles, que esperen ascender. Aquellos que permanecen durante toda la duración del servicio en la clase inferior no son sino una fracción insignificante del ejército industrial, y probablemente son tan deficientes en su sensibilidad hacia su posición como en su capacidad para mejorarla.

"Incluso no es necesario que un trabajador gane una promoción a un grado superior para al menos saborear la gloria. Mientras la promoción requiere una excelencia general en el expediente como trabajador, en las diversas industrias se concede mención honorífica y varias clases de premios a la excelencia insuficientes para la promoción, y también por especiales logros y rendimientos individuales. Hay muchas distinciones menores de estatus, no sólo en los grados sino también en las clases, cada una de los cuales actúa como un acicate para los esfuerzos de un grupo. Se pretende que ninguna forma de mérito quede completamente falta de reconocimiento.

"En cuanto al flagrante incumplimiento del trabajo, el absolutamente mal trabajo, u otra ostensible negligencia por parte de personas incapaces de generosas motivaciones, la disciplina del ejército industrial es extremadamente estricta con la tolerancia de cualquier cosa de este tipo. Una persona capacitada para el servicio, y que persistentemente se niegue, es sentenciado a confinamiento solitario a pan y agua hasta que consienta.

"El grado inferior de los oficiales del ejército industrial, el de los auxiliares de contramaestre o tenientes, es destinado a las personas que han mantenido su puesto durante dos años en la primera clase del primer grado. Donde esto deje un rango demasiado largo para hacer la selección, únicamente son elegibles los primeros del grupo de esa clase. De este modo nadie alcanza el punto de tener mando sobre las personas hasta que tiene unos treinta años. Después de que una persona llega a ser un oficial, su evaluación por supuesto ya no depende de la eficiencia en su propio trabajo, sino en el de sus hombres. Los contramaestres se nombran de entre los auxiliares de contramaestre, mediante el mismo ejercicio de discreción limitado a clases con elección reducida. En los nombramientos para los grados todavía más altos, se introduce otro principio, que llevaría mucho tiempo explicar ahora.

"Desde luego tal sistema de graduación tal como lo he descrito habría sido impracticable, aplicado a las pequeñas incumbencias industriales de su época, en algunas de las cuales apenas había empleados para haber dejado sitio a la clasificación por clases. Debe recordar que, bajo la organización nacional del trabajo, todas las industrias son mantenidas por un gran número de personas, combinando en una a muchas de sus granjas o talleres. Es también debido únicamente a la vasta escala a la que se organiza cada industria, con establecimientos coordinados a lo largo y ancho de todo el país, como somos capaces de intercambios y traslados para acomodar a cada persona de un modo tan próximo a la clase de trabajo que mejor puede hacer.

"Y ahora, Sr. West, dejo para usted, en base al escueto esbozo de características que le he hecho, si es posible que aquellos que necesitan especiales incentivos para dar lo mejor de sí, los echan en falta bajo nuestro sistema. ¿No le parece que quienes se sienten obligados, lo quieran o no, a trabajar, se verían bajo tal sistema fuertemente impulsados a dar lo mejor de sí?"

Repliqué que me parecía que los incentivos ofrecidos eran, si algo se pudiese objetar, demasiado fuertes; que el ritmo impuesto por los jóvenes era demasiado fervoroso; y esto, de hecho, añado con deferencia, sigue siendo mi opinión, ahora que por una más prolongada residencia entre ustedes me voy familiarizando mejor con todo el asunto.

El Dr. Leete, sin embargo, deseaba que reflexionase, y estoy dispuesto a decir que es quizá una respuesta suficiente a mi objeción acerca de que el sustento de un trabajador no es de ningún modo dependiente de su rango, y la ansiedad a causa de ello nunca amarga sus decepciones; que las horas de trabajo son pocas, las vacaciones se tienen con regularidad, y que toda emulación cesa a los cuarenta y cinco, al alcanzar la mitad de la vida.

"Hay otros dos o tres puntos a los que debería referirme," añadió, "para evitar que se lleve una impresión equivocada. En primer lugar, debe entender que este sistema de ascenso concedido a los trabajadores más eficientes sobre los menos eficientes, en ningún modo contraviene la idea fundamental de nuestro sistema social, de que todos los que dan lo mejor de sí, merecen lo mismo, tanto si lo mejor es grande como si es pequeño. Le he mostrado que el sistema está organizado para alentar a los débiles y también a los fuertes con la esperanza de ascender, aunque el hecho de que los fuertes sean seleccionados para el liderazgo no es de ningún modo hacer de menos a los débiles, sino que es en interés del bienestar común.

"Tampoco imagine que, dado que bajo nuestro sistema la emulación juega con entera libertad como un incentivo, la consideramos una motivación susceptible de apelar a la clase más noble de personas, o que la consideramos digna de ellas. Esta clase de personas, encuentra sus motivaciones en su interior, no fuera, y mide su obligación por sus propios talentos, no por los de otros. En tanto que sus logros son proporcionales a sus capacidades, considerarían absurdo esperar elogio o reproche porque sus logros fuesen grandes o pequeños. A tales naturalezas, la emulación les parece filosóficamente absurda, e indigna en un aspecto moral porque sustituye la envidia por la admiración, y la exultación por el lamento, en la actitud de uno hacia los éxitos y los fracasos de los otros.

"Pero no todos, incluso en el último año del siglo veinte, pertenecen a este orden elevado, y los incentivos al esfuerzo, requisito para aquellos que no pertenecen, deben ser adaptados de algún modo a sus inferiores naturalezas. A estos, entonces, se les presenta la más entusiasta emulación como un estímulo constante. Aquellos que necesitan esta motivación la sentirán. Aquellos que están por encima de su influencia, no la necesitan.

"No debo dejar de mencionar," resumió el doctor, "que para aquellos cuya fuerza mental o corporal no es suficiente para que sean ascendidos en justicia junto al cuerpo principal de los trabajadores, tenemos un grado separado, no conectado con los otros,—una especie de cuerpo minusválido, a cuyos miembros se les da una clase de tareas ligeras ajustadas a su fuerza. Todos nuestros enfermos de mente o cuerpo, todos nuestros sordos y mudos, y cojos y ciegos y lisiados, e incluso los locos, pertenecen a este cuerpo minusválido, y llevan su insignia. Los más fuertes a menudo hacen casi el trabajo de una persona, los más débiles, desde luego, nada; pero nadie que pueda hacer algo está dispuesto a darse por vencido. En sus intervalos lúcidos, incluso nuestros locos están ansiosos por hacer lo que puedan."

"Esto del cuerpo de minusválidos es una bonita idea," dije. "Incluso un bárbaro del siglo diecinueve puede apreciarlo. Es un modo muy elegante de disfrazar la caridad, y los sentimientos de sus receptores deben de ser de gratitud."

"¡Caridad!" repitió el Dr. Leete. "¿Ha supuesto que consideramos objeto de caridad a la clase de incapacitados de los que estamos hablando?"

"Vaya, naturalmente," dije, "en tanto en cuanto son incapaces de su propio sustento."

Pero aquí el doctor me respondió rápidamente.

"¿Quién es capaz de su propio sustento? reclamó. "No hay tal cosa en una sociedad civilizada como el propio sustento. En un estado de sociedad tan bárbaro como para ni siquiera conocer la cooperación familiar, cada individuo puede posiblemente darse su propio sustento, aunque incluso en ese caso, sólo durante una parte de su vida; pero desde el momento en que las personas comienzan a vivir juntas, y constituyen incluso el tipo más rudimentario de sociedad, el sustento propio se hace imposible. A medida que los hombres se hacen más civilizados, y se lleva a cabo la subdivisión de ocupaciones y servicios, una compleja dependencia mutua se hace regla universal. Cada hombre, por muy solitaria que pueda parecer su ocupación, es un miembro de una vasta colectividad industrial, tan grande como la nación, tan grande como la humanidad. La necesidad de la mutua dependencia debería implicar el deber y la garantía del mutuo sustento; y el que no lo implicase en su época constituyó la esencial crueldad y la sinrazón de su sistema."

"Puede que sea totalmente así," repliqué, "pero no viene al caso de aquellos que no son capaces de contribuir con nada al producto de la industria."

"Seguramente le dije esta mañana, al menos creí que le había dicho," replicó el Dr. Leete, "que el derecho de una persona a la manutención a costa de la nación depende del hecho de que es un ser humano, y no de la cuantía de salud y fuerza que pueda tener, en tanto que dé lo mejor de sí."

"Lo dijo," respondí, "pero supuse que la regla aplicaba únicamente a los trabajadores de diferente capacidad. ¿También es válida para aquellos que no pueden hacer nada en absoluto?"

"¿No son seres humanos también?"

"¿Debo entender, entonces, que los cojos, los ciegos, los enfermos, y los incapacitados, son también completamente considerados como el más eficiente y tienen los mismos ingresos?"

"Ciertamente," fue la respuesta.

"La idea de caridad a una escala semejante," respondió, "habría dejado boquiabiertos a nuestros más entusiastas filántropos."

"Si tuviese usted un hermano enfermo en casa," replicó el Dr. Leete, "incapaz de trabajar, ¿lo alimentaría con peor comida y le daría un alojamiento y vestidos más pobres que los de usted? Mucho más probablemente, le daría la preferencia; ni pensaría en llamarlo caridad. En relación con esto, ¿no le llenaría el mundo de indignación?"

"Desde luego," repliqué; "pero los casos no son paralelos. Hay un sentido, sin duda, en el que todos los hombres son hermanos; pero esta clase general de hermandad no es comparable, excepto con propósito retórico, a la hermandad de sangre, ya sea con el sentimiento o con sus obligaciones."

"¡Ahí habla el siglo diecinueve!" exclamó el Dr. Leete. "Ah, Sr. West, no hay duda de la extensión del tiempo que estuvo durmiendo. Si debiese darle, en una frase, una clave para lo que pueden parecer los misterios de nuestra civilización comparado con algo de su época, diría que es el hecho de que la solidaridad de la humanidad y la hermandad entre los hombres, que para usted no eran sino hermosas frases, son, para nuestro modo de pensar y sentir, lazos tan reales y vitales como la fraternidad física.

"Pero incluso dejando al lado esa consideración, no veo por qué le sorprende así que a aquellos que no pueden trabajar se les conceda pleno derecho a vivir en base al producto de aquellos que pueden. Incluso en su época, el deber del servicio militar para la protección de la nación, que corresponde a nuestro servicio industrial, aunque obligatorio para aquellos que estaban capacitados para prestarlo, no privaba de sus privilegios de ciudadano a aquellos que no estaban capacitados. Éstos se quedaban en casa y eran protegidos por los que luchaban, y nadie cuestionaba su derecho a serlo, o pensó nada de ellos. Así, entonces, el requerimiento del servicio industrial de aquellos capacitados para prestarlo no priva de privilegios al ciudadano, lo cual entonces implica el mantenimiento del ciudadano que no pueda trabajar. El trabajador no es un ciudadano porque trabaja, sino que trabaja porque es un ciudadano. Así como se reconoce el deber de los fuertes para luchar por los débiles, nosotros, ahora que las guerras han pasado, reconocemos su deber de trabajar por él.

"Una solución que deja un residuo que no es tenido en cuenta, no es solución en absoluto; y nuestra solución del problema de la sociedad humana habría sido completamente nula si hubiese dejado a los cojos, los enfermos y los ciegos afuera con las bestias, para que se las apañasen como pudiesen. Mucho mejor haber dejado desprovistos a los fuertes y sanos que a estos atribulados, hacia quienes todo corazón debe sentir ternura, y a quienes debe proporcionarse paz mental y corporal, más que a nadie. Por tanto, como dije esta mañana, el derecho de cada hombre, mujer y niño a los medios de subsistencia no descansa en otra base más clara, amplia, y sencilla que el hecho de que son miembros de un mismo género de individuos de una única familia humana. La única moneda en curso es la imagen de Dios, y es buena para todo lo que tenemos.

"Creo que no hay rasgo de la civilización de su época tan repugnante para las ideas modernas como la negligencia con la que trataban a sus clases dependientes. Incluso si no tenían piedad, ni sentimiento de hermandad, ¿cómo podía ser que no viesen que estaban robando a las clases incapacitadas su pleno derecho al dejarles desprovistos de sustento?"

"Ahí ya no estoy del todo de acuerdo," dije. "Admito que esta clase exija nuestra piedad, pero ¿cómo podrían quienes no producen nada, exigir una parte del producto, como derecho?"

"¿Cómo podía ocurrir," fue la réplica del Dr. Leete, "que sus trabajadores fuesen capaces de producir más de lo que tantos salvajes habrían hecho? ¿No era totalmente a cuenta de la herencia del conocimiento y logros del pasado de la humanidad, la maquinaria de la sociedad, miles de años ideando, como usted se lo encontraba ya hecho, al alcance de su mano? ¿Cómo llegaron a ser poseedores de este conocimiento y esta maquinaria, que representa nueve partes contra una contribuída por usted mismo en el valor de su producto? Lo heredó, ¿no? ¿Y no eran estos otros, estos hermanos infortunados y lisiados a quienes descartaron, herederos paritarios, coherederos con ustedes? ¿Qué hicieron ustedes con su parte? ¿No les robaron al apartarlos con rechazo, a ellos que tenían derecho a sentarse con los herederos, y no añadieron insulto al robo cuando llamaron caridad a su rechazo?

"Ah, Sr. West," continuó el Dr. Leete, ya que no respondí, "lo que no entiendo, dejando a un lado todas las consideraciones ya sean de justicia o de sentimiento de hermandad hacia los lisiados y deficientes, es cómo los trabajadores de su época pudieron haber tenido ningún ánimo para su trabajo, sabiendo que sus hijos o nietos, si fuesen desafortunados, serían despojados de las comodidades e incluso de lo necesario para vivir. Es un misterio cómo las personas con hijos podían favorecer un sistema bajo el cual podían ser recompensados más allá de aquellos menos dotados de fuerza corporal o potencia mental. Porque por la misma discriminación por la cual el padre obtenía beneficio, el hijo, por quien él daría su vida, siendo quizá más débil que otros, podía se reducido a la mendicidad y al rechazo. Nunca he sido capaz de entender cómo los hombres se atrevieron a dejar niños tras de sí."

Nota.—Aunque en su charla de la noche anterior el Dr. Leete había enfatizado el esmero con el que se procuraba que toda persona fuese capaz de averiguar y seguir su inclinación natural al escoger una ocupación, hasta que no supe que los ingresos del trabajador eran los mismos en todas las ocupaciones no comprendí cuán absolutamente podía el trabajador tenerlo en cuenta, y de este modo, mediante la elección del arnés que le resultase más ligero para sí, encontrar aquél con el que pudiese tirar mejor. El fracaso de mi época en poner en práctica cualquier modo sistemático o efectivo de desarrollar y utilizar las aptitudes naturales de las personas para las industrias y las ocupaciones intelectuales era una de las grandes pérdidas, y también una de las causas más comunes de infelicidad en aquel tiempo. La vasta mayoría de mis contemporáneos, aunque nominalmente libres de hacerlo, nunca escogieron en realidad sus ocupaciones, en absoluto, sino que eran forzados por las circunstancias a elegir un trabajo para el cual eran relativamente ineficientes, porque no eran aptos para él por naturaleza. Los ricos, a este respecto, tenían poca ventaja sobre los pobres. Éstos, de hecho, siendo privados generalmente de educación, no tenían oportunidad siquiera de averiguar las aptitudes naturales que pudiesen tener, y a causa de su pobreza eran incapaces de desarrollarlas cultivándolas, incluso cuando las averiguaban. Las profesiones técnicas y liberales, excepto por accidente favorable, estaban cerradas para ellos, para su propia gran pérdida y la de la nación. Por otro lado, los adinerados, aunque podían controlar la educación y las oportunidades, apenas eran menos obstaculizados por el prejuicio social, que les prohibía dedicarse a ocupaciones manuales, incluso cuando fuesen aptos para ellas, y los destinaba, tanto si eran aptos como si no, a las profesiones, de este modo echando a perder muchos excelentes artesanos. Consideraciones mercenarias, tentando a los hombres a dedicarse a ocupaciones lucrativas para las cuales no eran aptos, en vez de empleos menos rentables para los que eran aptos, eran las responsables de otra vasta perversion de talento. Todas estas cosas han cambiado ahora. Igual educación y oportunidad debe necesariamente sacar a la luz cualesquiera aptitudes que tenga una persona, y ni los prejuicios sociales ni las consideraciones mercenarias la obstaculizan al elegir el trabajo de su vida.

Capítulo 13

Como Edith había prometido que haría, el Dr. Leete me acompañó a mi dormitorio cuando me retiré, para darme las instrucciones para el ajuste del teléfono musical. Me mostró como, girando un tornillo, se podía hacer que el volumen de la música llenase la habitación, o se desvaneciera en un eco tan débil y lejano que uno apenas podría estar seguro de si lo oía o lo imaginaba. Si, de dos personas una al lado de la otra, una desease escuchar música y la otra dormir, podría hacerse audible para la una e inaudible para la otra.

"Le recomendaría firmemente que durmiese esta noche si puede, Sr. West, preferiblemente en vez de escuchar las más hermosas melodías del mundo," dijo el doctor, tras explicarme estos puntos. "En la difícil experiencia por la que ahora está atravesando, dormir es un tónico para los nervios para el cual no hay sustituto."

Consciente de lo que me había pasado esa misma mañana, prometí hacer caso de su consejo.

"Muy bien," dijo, "entonces pondré el teléfono a las ocho en punto."

"¿Qué quiere decir?" pregunté.

Me explicó que, mediante una combinación de mecanismo de relojería, una persona podía disponer ser despertado por la música a cualquier hora.

Empezó a evidenciarse, como se ha demostrado desde entonces que es el caso, que había dejado atrás mi tendencia al insomnio, junto con las otras incomodidades de la existencia en el siglo diecinueve; porque aunque esta vez no tomé dosis alguna para dormir, aun así, como la noche anterior, no tan pronto había tocado la almohada me quedé dormido.

Soñé que me sentaba en el trono de los Abencerrajes en el salón de banquetes de la Alhambra, agasajando a mis señores y generales, quienes al día siguiente iban a seguir el creciente contra los perros Cristianos de España. El aire, refrescado por la aspersión de las fuentes, era denso con el perfume de las flores. Un grupo de bayaderas, de miembros rollizos y labios sensuales, danzaba con voluptuosa gracia al son de la música de instrumentos metálicos y de cuerda. Alzando la vista hacia las galerías enrejadas, de vez en cuando uno capturaba el destello de un ojo de alguna belleza del harén real, mirando la reunión de la flor de la caballería Mora que había aquí abajo. Cuanto más y más fuerte chocaban los címbalos, más y más salvaje se hacía la tensión, hasta que la sangre de la raza del desierto ya no pudo resistir el delirio marcial, y los nobles de morena complexión brincaron sobre sus pies; mil cimitarras quedaron al descubierto, y el grito, "¡Alá il Alá!" sacudió el salón y me despertó, para encontrarme a plena luz del día, y la habitación tintineando con la música electrizante de la "Turkish Reveille."

En la mesa del desayuno, cuando conté a mi anfitrión mi experiencia matutina, supe que no fue por mera casualidad que la pieza musical que me despertó fuese un toque de diana. Los aires interpretados de modo unificado en las salas durante las horas de la mañana en que la gente se despierta eran siempre de una clase inspiradora.

"Por cierto," dije, "no he pensado preguntarle nada sobre el estado de Europa. ¿También han sido remodeladas las sociedades del Viejo Mundo?"

"Sí," replicó el Dr. Leete, "las grandes naciones de Europa, y también Australia, Méjico, y partes de Sudamérica, están ahora organizadas industrialmente como los Estados Unidos, que fue el pionero de la revolución. Las pacíficas relaciones de estas naciones están aseguradas por una forma aproximada de unión federal a escala mundial. Un concejo internacional regula las mutuas relaciones y el comercio de los miembros de la unión y su política conjunta hacia las razas más atrasadas, que están siendo educadas gradualmente por instituciones civilizadas. Cada nación disfruta de completa autonomía dentro de sus propios límites".

"¿Cómo proceden con el comercio sin dinero?" dije. "Comerciando con otras naciones, debe usarse alguna clase de moneda, aunque no se disponga de ella en los asuntos internos de la nación."

"Oh, no; el dinero es tan superfluo en nuestras relaciones exteriores como en las interiores. Cuando el comercio exterior era conducido por la empresa privada, el dinero era necesario para ajustar dicho comercio a cuenta de la múltiple complejidad de las transacciones; pero hoy en día es una función de las naciones como unidades. Hay de este modo sólo una docena o así de comerciantes en el mundo, y siendo supervisados sus negocios por un concejo internacional, un sistema sencillo de libros contables sirve perfectamente para regular sus tratos. Los aranceles aduaneros de cualquier tipo son por supuesto superfluos. Una nación sencillamente no importa lo que su gobierno no considera necesario para el interés general. Cada nación tiene una oficina de intercambio exterior, que gestiona su comercio. Por ejemplo, la oficina americana, estimando tales y cuales cantidades de bienes franceses que América necesita en un año dado, envía el pedido a la oficina francesa, que a su vez envía su pedido a nuestra oficina. Lo mismo hacen mutuamente todas las naciones."

"Pero ¿cómo se establecen los precios de los bienes exteriores, dado que no hay competencia?"

"El precio al cual una nación suministra los bienes a otra," replicó el Dr. Leete, "debe ser al cual se lo suministra a sus propios ciudadanos. Así que ya ve que no hay peligro de malentendido. Desde luego ninguna nación está obligada teóricamente a suministrar a otra el producto de su propio trabajo, pero por el interés de todos se intercambian algunos artículos. Si una nación suministra regularmente ciertos artículos a otra, se requiere una notificación de cualquier cambio importante en la relación por cualquiera de las partes."

"Pero ¿y si una nación, que tenga un monopolio sobre algún producto natural, se negase a suministrarlo a las otras, o a una de ellas?"

"Tal caso no ha ocurrido nunca, y no podría sin que la parte que se niega fuese en gran medida más dañada que las otras," replicó el Dr. Leete. "En primer lugar, no podría mostrarse ningún favoritismo que fuese legal. La ley requiere que cada nación haga tratos con las demás, en todos los sentidos, sobre la misma base. Un proceso tal como el que sugiere usted, separaría a la nación que lo adoptase del resto de la tierra para cualquier propósito fuese cual fuese. Una eventualidad tal no es preciso que nos cause mucho desasosiego."

"¿Pero," dije, "suponiendo que una nación, teniendo el monopolio natural de algún producto del que exporta más de lo que consume, elevase mucho el precio, y de este modo, sin cortar el suministro, obtuviese una ganancia a costa de las necesidades de sus vecinos? Sus propios ciudadanos naturalmente tendrían que pagar un mayor precio por ese artículo, pero en conjunto sacarían tanto más de los extranjeros que para ellos mismos sería un desembolso menor."

"Cuando llegue a conocer cómo se determinan hoy en día los precios de todos los artículos, se percatará de cuán imposible es que puedan ser alterados, excepto con referencia a la cuantía o lo arduo del trabajo requerido respectivamente para producirlos," fue la réplica del Dr. Leete. "Este principio es una garantía internacional y nacional, pero incluso sin él el sentido de la comunidad de interés, internacional y nacional, y la condena de la locura del egoísmo, son demasiado profundos hoy en día como para hacer posible tal ejemplo de práctica sin escrúpulos que usted teme. Debe comprender que todos esperamos con ilusión una unificación final del mundo como una única nación. Esa, sin duda, será la forma definitiva de sociedad, y hará realidad ciertas ventajas económicas sobre el presente sistema federal de naciones autónomas. Mientras tanto, sin embargo, el presente sistema funciona de una forma tan cercana a la perfección que estamos completamente satisfechos de dejar que la posteridad complete el esquema. Hay algunos, de hecho, que sostienen que nunca será completado, en base a que el plan federal no es meramente una solución provisional del problema de la sociedad humana, sino la mejor solución definitiva."

"¿Cómo se las apañan," pregunté, "cuando los libros de cualesquiera dos naciones no cuadran? Suponga que importamos más de Francia que lo que les exportamos."

"Al final de cada año," replicó el doctor, "los libros de cada nación son examinados. Si Francia se encuentra en nuestro debe, probablemente estamos en el debe de alguna nación que debe a Francia, y así sucesivamente con todas las naciones. Los descuadres que quedan después de que las cuentas han sido puestas en claro por el concejo internacional no deberían ser grandes bajo nuestro sistema. Cualesquiera que puedan ser, el concejo requiere que sean liquidados cada pocos años, y puede requerir su liquidación en cualquier momento si están haciéndose demasiado grandes; porque se procura que ninguna nación adquiera una gran deuda con otra, para que no se engendren sentimientos desfavorables a la amistad. Para estar más en guardia contra esto, el concejo internacional inspecciona los artículos intercambiados por las naciones, para comprobar que su calidad es perfecta."

"Pero ¿con qué se cuadran finalmente los balances, teniendo en cuenta que no tienen dinero?"

"Con productos nacionales de primera necesidad; una base de acuerdo sobre qué productos de primera necesidad serán aceptados, y en qué proporción, para el cuadre de las cuentas, siendo un preliminar de las relaciones comerciales."

"La emigración es otro punto sobre el que quiero preguntarle," dije. "Con cada nación organizada como una estrecha asociación industrial, monopolizando todos los medios de producción del país, el emigrante, incluso si se le permitiese entrar, moriría de hambre. Supongo que no hay emigración hoy en día."

"Al contrario, hay una constante emigración, estoy suponiendo que usted se refiere a irse a otros países para residir en ellos permanentemente," replicó el Dr. Leete. "Se ordena en base a una sencilla configuración de indemnizaciones. Por ejemplo, si una persona emigra a los veintiún años de Inglaterra a América, Inglaterra pierde todo el coste de su manutención y educación, y América consigue un trabajador a cambio de nada. América consecuentemente hace a Inglaterra una bonificación. El mismo principio, variando para ajustarse al caso, aplica en general. Si la persona está cerca de finalizar su período de trabajo cuando emigra, el país que lo recibe obtiene la bonificación. En cuanto a los deficientes mentales, se estima que es mejor que cada nación se responsabilice de los suyos, y la emigración de éstos debe estar bajo total garantía de manutención por su propia nación. Sujeto a estas regulaciones, el derecho de cualquier persona a emigrar en cualquier momento no tiene restricciones."

"Pero ¿qué pasa con los viajes por mero placer, los viajes turísticos? ¿Cómo puede viajar un extranjero a un país cuya gente no recibe dinero, y a ellos mismos se les suministran los medios de vida en base a algo que no puede hacerse extensivo a él? Su propia tarjeta de crédito no puede, por supuesto, ser válida en otros países. ¿Cómo paga?"

"Una tarjeta de crédito americana," replicó el Dr. Leete, "es tan buena en Europa como en América solía serlo el oro, y precisamente en las mismas condiciones, a saber, que puede ser cambiada por la divisa del país al que viaja. Un americano en Berlín lleva su tarjeta de crédito a la oficina local del concejo internacional, y recibe a cambio, por el total o por una parte de ella, una tarjeta de crédito alemana, cargándose la cuantía a los Estados Unidos en favor de Alemania en la contabilidad internacional."

"Quizá al Sr. West le gustaría cenar hoy en el Elefante," dijo Edith, según nos levantábamos de la mesa.

"Es el nombre que damos al pabellón de comidas general de nuestro barrio," explicó su padre. "No sólo cocinamos en cocinas públicas, como le dije anoche, sino que el servicio y la calidad de las comidas son mucho más satisfactorios si se toman en el pabellón de comidas. Las dos comidas menores del día se toman habitualmente en casa, ya que no merece la pena salir; pero es común salir a cenar. No lo hemos hecho desde que está usted con nosotros, conceptuando que sería mejor esperar hasta que se hubiese familiarizado un poco más con nuestras costumbres. ¿Qué le parece? ¿Cenamos hoy en el pabellón de comidas?

Dije que me agradaría mucho hacerlo.

No mucho después, Edith vino donde yo estába, sonriendo, y dijo:

"Anoche, mientras pensaba qué podría hacer para que usted se sintiese como en casa hasta que se habituase un poco más a nosotros y nuestras costumbres, se me ocurrió una idea. ¿Qué diría si le presentase a algunas personas de su época muy simpáticas, con quienes estoy segura que solía congeniar bien?

Repliqué, de forma bastante vaga, que sería ciertamente muy agradable, pero que no veía cómo iba a arreglárselas.

"Venga conmigo," fue su sonriente réplica, "y vea si no soy tan buena como mi palabra."

Mi susceptibilidad para la sorpresa se había agotado casi por completo tras las numerosas conmociones que había sufrido, pero la seguí con cierto asombro hasta una habitación en la cual no había entrado antes. Era una acogedora estancia, pequeña, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros.

"Aquí están sus amigos," dijo Edith, señalando una de las estanterías, y mientras mis ojos echaban un vistazo a los nombres que había en el lomo de los volúmenes, Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Dickens, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving, y una veintena de otros grandes escritores de mi tiempo y de todos los tiempos, comprendí lo que ella quería decir. Había hecho buena su promesa en un sentido, comparado con el cual su literal cumplimiento habría sido una decepción. Me había presentado a un círculo de amigos para quienes el siglo que había pasado desde que conversé con ellos por última vez los había envejecido tan poco como a mi mismo. Su espíritu era tan elevado, su ingenio tan agudo, sus risas y sus lágrimas tan contagiosas, como cuando su discurso había amenizado las horas de un siglo anterior. No estaba solo, y ya no podría estarlo, con esta considerable compañía, no importa cuán ancho fuese el golfo de los años que se abría entre mi vida anterior y yo.

"Se alegra de que le haya traído aquí," exclamó Edith, radiante, mientras leía en mi rostro el éxito de su experimento. "Ha sido una buena idea, ¿no, Sr. West? ¡Qué tonta he sido al no pensar en ello antes! Ahora le dejo con sus viejos amigos, porque sé que ahora mismo no habrá compañía para usted como la de ellos; ¡pero recuerde que no debe dejar que sus viejos amigos le hagan olvidarse por completo de los nuevos!" y con esa sonriente advertencia se fue.

Atraído por los nombres más familiares que tenía ante mi, extendí mi mano sobre un volumen de Dickens, y me senté a leer. Había sido mi favorito con mucho entre los escritores del siglo,—quiero decir del siglo diecinueve,—y rara vez pasaba una semana de mi vida durante la cual no hubiese retomado algún volumen de sus obras para amenizar una hora ociosa. Cualquier volumen con el cual hubiese estado familiarizado habría producido una extraordinaria impresión, leído en mis circunstancias actuales, pero mi excepcional familiaridad con Dickens, y su consecuente poder para evocar los recuerdos de mi vida anterior, daba a sus escritos un efecto que ningún otro podía haber tenido, para intensificar, por la fuerza del contraste, mi percepción de lo extraño de mi entorno actual. Por muy nuevo y asombroso que sea lo que a uno le rodea, la tendencia es a convertirse en parte de ello tan pronto, que, casi desde el primer momento, la capacidad para verlo objetivamente y medir su peculiaridad al completo, se pierde. Esa capacidad, ya mitigada en mi caso, fue restaurada por las páginas de Dickens al llevarme de regreso a través de sus asociaciones de ideas al punto de vista de mi vida anterior.

Con una claridad que no había sido capaz de alcanzar con anterioridad, vi ahora el pasado y el presente, como contrastando fotografías poniéndolas una al lado de la otra.

El genio del gran novelista del siglo diecinueve, como el de Homero, podría de hecho desafiar al tiempo; pero la ambientación de sus relatos patéticos, la miseria de los pobres, la maldad del poder, la crueldad sin piedad del sistema de la sociedad, se han ido tan absolutamente como Circe y las sirenas, Caribdis y los Cíclopes.

Durante la hora o dos horas que estuve sentado con Dickens abierto ante mi, no leí de hecho más que un par de páginas. Cada párrafo, cada frase, me traía a colación algún nuevo aspecto de la transformación que había tenido lugar en el mundo, y llevaba mis pensamientos a largas y ampliamente ramificadas excursiones. Mientras meditaba de este modo en la biblioteca del Dr. Leete alcancé gradualmente una idea más clara y coherente del prodigioso espectáculo que de una manera tan extraña había sido posible para mi contemplar, me llené de una admiración, que se hacía más profunda, ante el aparente capricho del destino que había dado a quien tan poco lo merecía, o parecía en cualquier modo tan poco apropiado para ello, el exclusivo poder entre sus contemporáneos para estar en pie sobre la tierra en este presente día. Nunca había previsto el nuevo mundo ni me había afanado por él, como muchos a mi alrededor lo habían hecho sin tener en cuenta el desprecio de los tontos o la mala interpretación de los buenos. Seguramente habría estado más en concordancia con la conveniencia de las cosas si a una de aquellas proféticas y extenuantes almas le hubiese sido posible ver el afán de su alma y verse así satisfecha; aquel que, por ejemplo, mil veces más que yo, habiendo contemplado en una visión el mundo que yo he contemplado, cantó de él en palabras que una y otra vez, durante estos últimos y maravillosos días, habían sonado en mi mente:

Porque me adentré en el futuro, tan lejos como el ojo humano podía ver,

Tuve la visión del mundo, y todas las maravillas que serían;...

Hasta que los tambores de guerra dejaron de latir, y los estandartes de batalla fueron plegados.

En el Parlamento de la humanidad, la Federación del mundo.

Entonces el sentido común de la mayoría refrenará un reino neurótico que sentirá respeto reverencial,

Y la bondadosa tierra dormitará, envuelta en la ley universal...

Porque no dudo que a traves de las épocas un propósito va en aumento,

Y los pensamientos de la humanidad se ensanchan con el curso de los soles

Qué importa, si en sus viejos tiempos, perdió momentáneamente la fe en su propia predicción, como los profetas en sus horas de depresión y duda generalmente hacen; las palabras han seguido siendo eterno testimonio del profético corazón de un poeta, de la lucidez que es dada a la fe.

Todavía estaba en la biblioteca cuando unas horas después el Dr. Leete me fue a buscar allí. "Edith me ha hablado de su idea," dijo, "y he pensado que era excelente. Siento un poco de curiosidad por saber hacia qué escritor ha dirigido su atención en primer lugar. ¡Ah, Dickens! ¡Lo admiraba usted, entonces! Aquí es donde nosotros en la actualidad coincidimos con usted. Juzgado mediante nuestros estándares, descolla sobre todos los escritores de su época, no porque su genio literario fuese el más alto, sino porque su gran corazón latía por los pobres, porque hizo causa de las víctimas de la sociedad de su tiempo, y dedicó su pluma a dar a conocer sus crueldades y sus hipocresías. Ningún hombre de su tiempo hizo tanto como él para dirigir la atención de las mentes de los hombres hacia el mal y la abyección del viejo orden de cosas, y abrir sus ojos a la necesidad del gran cambio que estaba viniendo, aunque él mismo no lo previó claramente."

Capítulo 14

Durante el día llovió a cántaros, y llegué a la conclusión de que la condición de las calles sería tal que mis anfitriones tendrían que abandonar la idea de salir a cenar, aunque según tenía entendido el pabellón de comidas estaba bastante cerca. Quedé muy sorprendido cuando a la hora de cenar las señoras aparecieron preparadas para salir, pero sin cubiertas de caucho en los zapatos ni paraguas.

El misterio quedó explicado cuando salimos a la calle, porque una cubierta continua a prueba de agua había sido tendida de modo que la acera quedaba bajo ella y se transformaba en un corredor bien iluminado y perfectamente seco, que estaba lleno de damas y caballeros vestidos para cenar. En las esquinas todo el espacio abierto estaba entoldado de modo similar. Edith Leete, con quien yo caminaba, parecía muy interesada en conocer lo que parecía ser totalmente nuevo para ella, que cuando el tiempo era tormentoso las calles del Boston de mi época habían sido intransitables, excepto para personas protegidas por paraguas, botas, y ropa de abrigo. "¿No había ninguna costumbre de cubrir las aceras?" preguntó. Se solía hacer, expliqué, pero de un modo disperso y absolutamente no sistemático, siendo iniciativas privadas. Me dijo que en el momento actual todas las calles estaban provistas de protección contra las inclemencias del tiempo de la manera que yo había visto, los aparatos estaban enrollados cuando no eran necesarios. Dio a entender que se consideraría una imbecilidad extraordinaria el permitir que el tiempo tuviese algún efecto sobre los movimientos sociales de la gente.

El Dr. Leete, que caminaba delante, alcanzando a oir algo de nuestra charla, se giró para decir que la diferencia entre la era del individualismo y la de la concertación estaba bien caracterizada por el hecho de que, en el siglo diecinueve, cuando llovía, la gente de Boston ponía trescientos mil paraguas sobre otras tantas cabezas, y en el siglo veinte ponían un paraguas sobre todas las cabezas.

Mientras seguíamos andando, Edith dijo, "El paraguas privado es la figura favorita de mi padre para ilustrar las viejas costumbres cuando cada cual vivía para sí mismo y su familia. Hay una pintura del siglo diecinueve en la Galería de Arte que representa una muchedumbre de gente bajo la lluvia, cada uno llevando su paraguas sobre sí y su mujer, y mojando a sus vecinos con el agua que gotea, que él aduce que debe de haber sido hecha por el artista como una sátira de su época."

Entrábamos ahora en un gran edificio al cual acudía la gente a raudales. No podía ver la fachada, debido al toldo, pero, si estaba en correspondencia con el interior, que era incluso más refinado que el almacén que visité el día anterior, debía de ser magnífica. Mi acompañante dijo que el grupo escultórico que había sobre la entrada era especialmente admirado. Subiendo una gran escalera caminamos un trecho a lo largo de un amplio corredor sobre el que se abrían muchas puertas. En una de estas, que tenía el nombre de mi anfitrión, giramos para entrar, y me encontré en un salón comedor con una mesa para cuatro. Las ventanas se abrían sobre un claustro donde una fuente se recreaba a gran altura y la música hacía que el ambiente fuese eléctrico.

"Aquí uno se siente como en casa," dije, mientras nos sentábamos a la mesa, y el Dr. Leete tocaba un timbre.

"Esto es, de hecho, una parte de nuestra casa, ligeramente separada del resto," replicó. "Cada familia del barrio tiene una habitación separada en este gran edificio para su permanente y exclusivo uso por una renta anual pequeña. Para invitados e individuos en tránsito hay acomodo en otro piso. Si vamos a cenar aquí, hacemos nuestros pedidos la noche anterior, seleccionando entre lo que haya en el mercado, conforme a los informes diarios en la prensa. La comida es tan cara o tan sencilla como queramos, aunque desde luego todo es inmensamente más barato y mejor que lo sería preparándolo en casa. De hecho no hay nada en lo que nuestra gente ponga más interés que en la perfección del abastecimiento de comida y la cocina hecha para ella, y admito que presumimos un poco del éxito que ha sido alcanzado por esta rama del servicio. Ah, mi querido Sr. West, aunque otros aspectos de su civilización fueron más trágicos, no puedo imaginar ninguno que pudiese haber sido más deprimente que las pobres comidas que tenían que comer, esto es, todos aquellos de ustedes que no tenían una gran fortuna."

"No habría encontrado a ninguno de nosotros dispuesto a estar en desacuerdo con usted en este punto," dije.

El camarero, un individuo joven de aspecto agradable, vistiendo un uniforme ligeramente distintivo, hacía ahora su aparición. Lo observé detenidamente, como si fuese la primera vez que hubiese sido capaz de estudiar particularmente el porte de uno de los miembros alistados en el ejército industrial. Este joven, supe por lo que me habían contado, debía de tener una elevada educación, y era un igual, socialmente y en todos los sentidos, de aquellos a los que servía. Pero era perfectamente evidente que de ningún modo la situación era embarazosa en lo más mínimo. El Dr. Leete se dirigía al joven en un tono carente, desde luego, como haría cualquier caballero, de arrogancia, pero al mismo tiempo en ningún modo despreciativo, mientras que los modales del joven eran sencillamente los de una persona intentando desempeñar correctamente la tarea para la cual había sido empleado, igualmente sin familiaridades ni servilismos. Eran, de hecho, los modales de un soldado cumpliendo con su obligación, pero sin la rigidez militar. Según salía de la habitación el joven, dije, "no puedo superar mi admiración viendo a un joven como ese sirviendo con tanta satisfacción en una posición servil."

"¿Qué es esa palabra 'servil'? Nunca la he oído," dijo Edith.

"Está obsoleta ahora," subrayó su padre. "Si la entiendo correctamente, se aplicaba a personas que realizaban tareas para otros, particularmente desagradables e ingratas, y conllevaba una implicación de desprecio. ¿No era así, Sr. West?"

"Así era," dije. "El servicio personal, como servir mesas, era considerado servil, y tenido en tal desprecio, en mi época, que las personas de cultura y refinamiento sufrirían tribulaciones antes de pasar por ello."

"Qué idea tan extrañamente artificial," exclamó la Sra. Leete sorpresivamente.

"Y aun así estos servicios han de ser dados," dijo Edith.

"Desde luego," repliqué. "Pero nosotros los imponíamos sobre los pobres y aquellos que no tenían otra alternativa salvo morirse de hambre."

"E incrementando la carga que imponían sobre ellos añadiendo el desprecio," subrayó el Dr. Leete.

"Creo que no lo entiendo con claridad," dijo Edith. "¿Quiere decir que ustedes permitían que algunos hiciesen cosas para ustedes, que ustedes los despreciaban por hacerlas, o que ustedes aceptaban servicios de ellos que no estarían dispuestos a darles? Seguro que no quiere decir eso, ¿Sr. West?"

Me vi obligado a decir que los hechos eran justo como ella había dicho. El Dr. Leete, sin embargo, acudió en mi ayuda.

"Para comprender por qué Edith está sorprendida," dijo, "debe saber que hoy en día es un axioma de la ética que aceptar el servicio de otro que no estaríamos dispuestos a devolver en especie, si fuese necesario, es como pedir prestado con la intención de no devolver lo pedido, mientras que forzar tal servicio tomando ventaja de la pobreza o necesidad de una persona habría sido un ultraje como un robo por la fuerza. Lo peor de cualquier sistema que divida la humanidad o permita que se divida, en clases y castas, es que debilita el sentido de una humanidad común. La desigual distribución de la riqueza, y, aún de un modo más efectivo, las desiguales oportunidades de educación y cultura, dividieron la sociedad de su época en clases que en muchos aspectos se contemplaban entre sí como razas diferentes. No hay, después de todo, tal diferencia como podría parecer entre nuestras maneras de considerar la cuestión del servicio. Las damas y los caballeros de la clase culta de su época no habrían permitido que personas de su propia clase les dieran los servicios que ellos habrían despreciado dar a cambio, más de lo que nosotros permitiríamos que nadie lo hiciera. Los pobres e incultos, sin embargo, consideraban que ellos mismos eran de otra clase. La igual riqueza e iguales oportunidades de cultura que todas las personas ahora disfrutan nos han hecho a todos sencillamente miembros de una clase, que corresponde a la clase más afortunada de su época. Hasta que esta igualdad de condición no hubiese llegado a ocurrir, la idea de solidaridad con la humanidad, la hermandad de todas las personas, nunca podría haber llegado a ser la auténtica convicción y principio práctico de acción que es hoy en día. En su día se usaban de hecho las mismas frases, pero eran meramente frases."

"¿También hay camareros voluntarios?"

"No," replicó el Dr. Leete. "Los camareros son jóvenes en el grado no clasificado del ejército industrial que son asignables a toda clase de ocupaciones misceláneas que no requieren especiales habilidades. Servir mesas es una de estas, y a cada joven recluta se le da a probar. Yo mismo serví como camarero durante varios meses en este mismo pabellón de comidas hace unos cuarenta años. Una vez más debe recordar que no se reconoce ninguna clase de diferencia entre la dignidad de las diferentes clases de trabajos requeridos por la nación. El individuo nunca es contemplado, ni se contempla a sí mismo, como el sirviente de aquellos a los que sirve, ni es en ningún modo dependiente de ellos. A quien sirve siempre es a la nación. No se reconoce diferencia entre las funciones de un camarero y aquellas de cualquier otro trabajador. El hecho de que el suyo es un servicio personal es indiferente desde nuestro punto de vista. Así es el de un doctor. Debería igualmente esperar que nuestro camarero hoy me despreciase porque le serví como doctor, que pensar en despreciarle porque me sirve como camarero."

Después de cenar, mis anfitriones me guiaron alrededor del edificio, cuya extensión, magnífica arquitectura y riqueza de embellecimiento, me asombró. Parecía que no era un mero pabellón de comidas, sino que parecía una gran casa de placer y citas sociales del barrio, y no parecía carecer de ningún accesorio de entretenimiento o recreación.

"Aquí ve ilustrado," dijo el Dr. Leete, cuando hube expresado mi admiración, "lo que le dije en nuestra primera conversación, cuando estaba contemplando la ciudad desde arriba, acerca del esplendor de la vida pública y común comparada con la sencillez de nuestra vida privada y en el hogar, y el contraste que hay, a este respecto, entre el siglo diecinueve y el veinte. Para evitarnos cargas inútiles, tenemos tan pocos enseres a nuestro alrededor en el hogar como sea consistente con la comodidad, pero el lado social de nuestra vida es ornamentado y lujoso más allá de cualquier cosa que el mundo haya conocido anteriormente. Todas las cofradías profesionales e industriales tienen clubes tan extensos como este, así como casas en el campo, la montaña y la costa para practicar deportes y descansar en vacaciones."

NOTA. En la última parte del siglo diecinueve llegó a ser una práctica por parte de jóvenes necesitados en algunas universidades del país ganar un poco de dinero para pagarse el curso, sirviendo como camareros en las mesas de los hoteles durante las vacaciones de verano. Se pretendía, en réplica a las críticas que expresaban los prejuicios de la época sosteniendo que personas que seguían voluntariamente tales ocupaciones no podían ser caballeros, que tenían derecho a reivindicar, mediante su ejemplo, la dignidad de todo trabajo honrado y necesario. La utilización de este argumento ilustra una equivocación común en el modo de pensar de parte de mis antiguos contemporáneos. La ocupación de servir mesas no necesitaba más defensa que la mayoría de los otros modos de ganarse la vida en aquella época, sino que hablar de dignidad ligada al trabajo de cualquier tipo, bajo el sistema que prevalecía entonces, era absurdo. No hay manera mediante la cual el vender trabajo por el más alto precio que pueda sacarse sea más digno que vender artículos por lo que se pueda conseguir. Ambas eran transacciones comerciales para ser juzgadas por el estándard comercial. Poniendo al servicio un precio en dinero, el trabajador aceptaba medirlo en dinero, y renunciaba a toda clara pretensión de ser juzgado por otro medio. La sórdida deshonra que esta necesidad impartía a las más nobles y elevadas clases de servicio era amargamente resentida por las almas generosas, pero no había escapatoria. No había exención, por más transcendente que fuese la calidad del servicio que uno prestaba, de la necesidad de regateo de su precio en el mercado. El médico debe vender su cura y el apóstol su sermón, como el resto. El profeta, que ha averiguado el sentido de Dios, debe regatear el precio de la revelación, y el poeta vende casa por casa sus visiones en líneas impresas. Si me preguntasen el nombre de la felicidad más distintiva de esta época, comparada con la de aquella en la que vi la luz por primera vez, debería decir que a mi parecer consiste en la dignidad que han conferido al trabajo rehusando ponerle un precio y aboliendo el mercado para siempre. Requiriendo de cada persona lo mejor de sí, han hecho de Dios su capataz, y haciendo del honor la única recompensa para los logros, han impartido a todo servicio la distinción que en mi época era característica de los soldados.

Capítulo 15

Cuando, durante el transcurso de nuestra visita de reconocimiento, llegamos a la biblioteca, sucumbimos a la tentación de los lujosos sillones de cuero que la amueblaban, y nos sentamos en uno de los rincones cubiertos de libros alineados, para descansar y charlar un rato.

No puedo celebrar suficientemente la gloriosa libertad que reina en las bibliotecas públicas del siglo veinte comparado con la intolerable gestión de las del siglo diecinueve, en la cual los libros estaban celosamente a buen recaudo apartados de la gente, y solamente eran obtenibles a un coste de tiempo y burocracia que desanimaba a cualquier gusto común por la literatura.

"Me dice Edith que ha estado usted en la biblioteca toda la mañana," dijo la Sra. Leete. "Sabe, me parece a mi, Sr. West, que es usted el más envidiable de los mortales."

"Me gustaría saber por qué," repliqué.

"Porque los libros de los últimos cien años serán nuevos para usted," respondió. "Tendrá tanto que leer, de la más absorbente literatura, como para dejarle apenas tiempo para comer, durante estos próximos cinco años. Ah, qué daría si no hubiese leído todavía las novelas de Berrian."

"O de Nesmyth, mamá," añadió Edith.

"Sí, o los poemas de Oates, o 'Pasado y Presente', o 'En el Principio', o— oh, podría mencionar docenas de libros, cada uno merecedor de un año de la vida de uno," declaró la Sra. Edith con entusiasmo.

"Juzgo, entonces, que se ha producido alguna notable literatura en este siglo."

"Sí," dijo el Dr. Leete. "Ha sido una era de esplendor intelectual sin precedentes. Probablemente la humanidad nunca antes ha pasado por una evolución moral y material, a la vez tan vasta en su alcance y breve en su tiempo de realización, como la del viejo orden al nuevo en los primeros tiempos de este siglo. Cuando la humanidad llegó a comprender la grandeza de la felicidad que les había sucedido, y que el cambio por el que habían pasado no era meramente una mejora en los detalles de su condición, sino la elevación de la humanidad a un nuevo plano de existencia con una ilimitada perspectiva de progreso, sus mentes se vieron afectadas en todas sus facultades con un estímulo, del cual la drástica transición del medievo al renacimiento ofrece tan sólo una pálida insinuación. Sobrevino una era de invenciones mecánicas, descubrimientos científicos, producción artística, musical y literaria tal que ninguna era anterior del mundo ofrece nada comparable."

"Por cierto," dije, "hablando de literatura, ¿cómo se publican los libros ahora? ¿También lo hace la nación?"

"Ciertamente."

"¿Pero cómo se las apañan? ¿El gobierno publica todo lo que le llevan, como algo natural, a expensas del público, o ejerce una censura e imprime solamente lo que aprueba?"

"Ni lo uno ni lo otro. El departamento de imprenta no tiene poderes de censura. Se dedica a imprimir todo lo que le ofrecen, pero imprime únicamente a condición de que el autor sufrague de su crédito el primer coste. Debe pagar por el privilegio del oído público, y si tiene algún mensaje que merezca la pena ser oído consideramos que se alegrará de pagar. Desde luego, si los ingresos fuesen desiguales, como en los viejos tiempos, esta regla solamente permitiría que los ricos fuesen autores, pero siendo iguales los recursos de los ciudadanos, simplemente mide la fuerza de los motivos del autor. El coste de una edición de un libro medio puede salir del ahorro de un año de crédito, economizando y con algunos sacrificios. El libro, al publicarse, es puesto a la venta por la nación."

"El autor recibe una comisión sobre las ventas como en mi época, supongo," sugerí.

"No como en su época, ciertamente," replicó el Dr. Leete, "pero sí de una manera. El precio de cada libro se calcula a partir del coste de su publicación con una comisión para el autor. El autor fija esta comisión en cualquier cifra que le plazca. Desde luego, si la pone irrazonablemente alta es una pérdida para él, porque el libro no se venderá. La cuantía de esta comisión se ingresa en su crédito y se le releva de otro servicio a la nación por un período tan prolongado como dicho crédito sea suficiente para sustentarle a él en proporción a la asignación para el sustento de los ciudadanos. Si su libro tiene un éxito moderado, tiene de este modo un permiso de varios meses, un año, dos o tres años, y si entre medias produce otro trabajo de éxito, el descargo de servicio se extiende tanto como las ventas puedan justificar. Un autor de mucha aceptación logra sustentarse mediante su pluma durante todo el periodo de servicio, y el grado de habilidad literaria de cualquier escritor, determinado por la voz popular, es de este modo la medida de la oportunidad que se le da para dedicar su tiempo a la literatura. A este respecto, los resultados de nuestro sistema no son muy diferentes a los del suyo, pero hay dos diferencias notables. En primer lugar, el universalmente alto nivel de educación hoy en día da al veredicto popular una irrevocabilidad sobre el auténtico mérito de un trabajo literario que en su época estaba muy lejos de tenerse. En segundo lugar, ahora no hay nada parecido al favoritismo de ningún tipo que interfiera con el reconocimiento del auténtico mérito. Cada autor tiene precisamente las mismas facilidades para llevar su trabajo ante el tribunal popular. A juzgar por las quejas de los escritores de su época, esta absoluta igualdad de oportunidades habría sido apreciada en gran medida."

"En el reconocimiento del mérito en otros campos del genio original, tal como la música, el arte, la invención, el diseño," dije, "supongo que siguen un principio similar."

"Sí," replicó, "aunque los detalles difieren. En arte, por ejemplo, como en literatura, la gente es el único juez. La gente vota la aceptación de estatuas y pinturas para los edificios públicos, y su veredicto favorable lleva consigo el descargo del artista de otras tareas, para dedicarse a su vocación. Poniendo a disposición copias de su trabajo, también se derivan para él las mismas ventajas que para el escritor de las ventas de sus libros. En todas las líneas del genio original el plan que se sigue es el mismo para ofrecer un campo libre para los aspirantes, y tan pronto como su talento excepcional es reconocido, para liberarlo de toda atadura y dejar que siga un rumbo libre. El descargo de otro servicio en estos casos no se pretende que sea un regalo o una recompensa, sino el medio de obtener más y más alto servicio. Desde luego hay varios institutos literarios, de arte y científicos de los cuales se hacen miembros los famosos y los premiados en gran medida. El más alto de todos los honores de la nación, más alto que la presidencia, que requiere meramente buen sentido y dedicación, es la condecoración con la cinta roja por el voto de la gente a los grandes escritores, artistas, ingenieros, físicos, e inventores de la generación. No más que un cierto número la lleva en un momento dado, aunque todo joven brillante del país pierde innumerables noches de sueño soñando con ella. Incluso yo lo hice."

"Como si mamá y yo hubiésemos pensado que eras más con ella," exclamó Edith; "no que no sea, desde luego, una cosa muy hermosa para tener."

"No tenías elección, querida, sino tomar a tu padre como lo encontraste y hacer lo posible," replicó el Dr. Leete; "pero en cuanto a tu madre, ahí, nunca me habría tenido si no le hubiese asegurado que estaba determinado a conseguir la cinta roja o al menos la azul."

A esta extravagancia, el único comentario de la Sra. Leete fue una sonrisa.

"¿Y qué me dicen de los periódicos y las publicaciones?" dije. "No negaré que su sistema de publicación de libros supone una mejora considerable respecto al nuestro, tanto en su tendencia para alentar una vocación literaria auténtica, como, igualmente importante, para desalentar a los meros emborronadores de cuartillas; pero no veo cómo puede aplicarse a las revistas y los periódicos. Está muy bien hacer pagar a una persona por publicar un libro, porque el gasto será únicamente ocasional; pero nadie puede permitirse el coste de publicar un periódico cada día del año. Les costaba lo suyo hacerlo a nuestros capitalistas privados, y a menudo se quedaban sin fondos antes incluso de que tuviesen beneficios. Si es que tienen ustedes periódicos, éstos, imagino, deben de ser publicados por el gobierno a costa del gasto público, con editores del gobierno, que reflejan las opiniones del gobierno. Entonces, si su sistema es tan perfecto que nunca hay nada que criticar sobre cómo se llevan los asuntos, este orden de cosas es la respuesta. En otro caso, debería pensar que la falta de un medio no oficial independiente para la expresión de la opinión pública tendría resultados desafortunados. Reconozca, Dr. Leete, que una libre impresión de periódicos, con todo lo que ello implica, era una circunstancia que redime al viejo sistema, cuando el capital estaba en manos privadas, y que deben ustedes descontar esa pérdida, de sus ganancias en otros aspectos."

"Me temo que no puedo darle ese consuelo tampoco," replicó el Dr. Leete, riendo. "En primer lugar, Sr. West, la impresión de periódicos no es de ningún modo el único o, según nosotros lo vemos, el mejor vehículo para la crítica seria de los asuntos públicos. Para nosotros, las opiniones de sus periódicos acerca de tales temas parecían generalmente haber sido burdas y frívolas, y marcadamente teñidas de prejuicios y acritud. En tanto en cuanto puedan ser tomadas como la expresión de la opinión pública, dan una desfavorable impresión de la inteligencia popular, mientras que en tanto en cuanto puedan haber formado la opinión pública, no puede felicitarse a la nación. Hoy en día, cuando un ciudadano desea influir seriamente en el público en relación a cualquier aspecto de los asuntos públicos, lo hace a través de un libro o panfleto, publicado igual que los demás libros. Pero esto no es porque carezcamos de periódicos y revistas, o porque éstos carezcan de la más absoluta libertad. La impresión de periódicos está organizada para ser una expresión más perfecta de la opinión pública que lo que posiblemente podía ser en su época, cuando el capital privado la controlaba y gestionaba en primer lugar como un negocio lucrativo, y en segundo lugar sólo como una suplantación de la voz pueblo."

"Pero," dije, "si el gobierno imprime los periódicos a costa del gasto público, ¿cómo va a dejar de controlar su orientación? ¿Quién designa a los editores, sino el gobierno?

"El gobierno no paga el coste de los periódicos, ni designa sus editores, ni en ningún modo ejerce la más mínima influencia sobre su orientación," replicó el Dr. Leete. "La gente que se lleva el periódico paga el coste de su publicación, escoge su editor, y lo destituye cuando es insatisfactorio. Apenas puede decirse, creo, que tal impresión de periódicos no sea un libre órgano de la opinión pública."

"Indudablemente no puedo decirlo," repliqué, "¿pero cómo puede ser esto factible?"

"Nada podría ser más sencillo. Suponga que alguno de mis vecinos o yo mismo pensamos que deberíamos tener un periódico que refleje nuestras opiniones, y que esté dedicado especialmente a nuestra localidad, ocupación, o profesión. Lo propagamos entre la gente hasta que conseguimos los nombres de un número tal que sus suscripciones anuales cubrirían el coste del periódico, que es poco o mucho conforme a su tamaño. La cuantía de las suscripciones descontada de los créditos de los ciudadanos da garantía a la nación contra pérdidas en la publicación del periódico, siendo su asunto, como comprenderá usted, puramente el de un editor, sin opción a rechazar el deber requerido. Los suscriptores del periódico eligen entonces a alguien como editor, quien, si acepta el oficio, es descargado de otro servicio durante su responsabilidad. En vez de pagarle un salario, como en su época, los suscriptores pagan a la nación una indemnización igual al coste de su sustento por tenerle alejado del servicio general. Él gestiona el periódico como lo hacía uno de los editores de su época, excepto que no tiene departamento de contabilidad al que obedecer, ni tiene que defender intereses de capital privado contrarios al bien público. Al final del primer año, los suscriptores para el siguiente o bien reeligen al anterior editor o escogen a cualquier otro para ocupar su lugar. Un editor competente, desde luego, mantiene su puesto indefinidamente. A medida que crece la lista de suscriptores, los fondos del periódico se incrementan, y éste mejora al asegurarse más y mejores colaboradores, justo como ocurría en los periódicos de su época."

"¿Cómo se recompensa a los colaboradores, ya que no pueden ser pagados con dinero?"

"El editor establece con ellos el precio de sus productos. La cuantía se transfiere a sus créditos individuales a partir del crédito de garantía del periódico, y se concede al colaborador un descargo del servicio por un tiempo cuya duración corresponde a la cuantía del crédito que se le da, sencillamente como a otros autores. En cuanto a las revistas, el sistema es el mismo. Aquellos interesados en el proyecto de una nueva publicación periódica consiguen el compromiso de suficientes suscripciones para ponerlo en marcha durante un año; eligen su editor, que recompensa a los que hacen contribuciones igual que en el otro caso, la oficina de impresión proporciona la fuerza y material necesarios para la publicación, como algo natural. Cuando los servicios de un editor ya no son deseados, si no puede ganar el derecho para su tiempo mediante otro trabajo de tipo literario, simplemente reasume su lugar en el ejército industrial. Debo añadir que, aunque de ordinario el editor es elegido únicamente al finalizar el año, y por lo regular suele continuar en el oficio durante años, en caso de cualquier cambio súbito que diese al tono del periódico, se prevé llamar la atención de los suscriptores para su destitución en cualquier momento."

"Por más que una persona pueda anhelar fervientemente estar ocioso con el propósito de estudiar o meditar," hice notar, "no puede zafarse del arnés, si le he entendido correctamente, excepto en estos dos casos que ha mencionado. O bien mediante la productividad literaria, artística o inventiva, debe indemnizar a la nación por la pérdida de sus servicios, o bien debe conseguir un número suficiente de personas para contribuir a tal indemnización."

"Es muy cierto," replicó el Dr. Leete, "que hoy en día ninguna persona capacitada físicamente puede evadir su participación en el trabajo y vivir del trabajo de los demás, tanto si se llama a sí mismo con el buen nombre de estudiante como si admite ser simplemente un holgazán. Al mismo tiempo nuestro sistema es lo suficientemente elástico para dar juego libre a cada instinto de la naturaleza humana que no esté dirigido a dominar a otros o vivir del fruto del trabajo de otros. No sólo existe la remisión por indemnización, sino también la remisión por abnegación. Cualquier persona cuando cumple los treinta y tres años, cuando su período de servicio se ha cumplido a la mitad, puede obtener ser dado de baja del ejército honorablemente, siempre y cuando acepte para el resto de su vida para su sustento la mitad de la cuota que reciben los demás. Es totalmente posible vivir con esa cuantía, aunque uno debe prescindir de los lujos y elegancias de la vida, además de, quizá, algunas de sus comodidades."

Cuando las señoras se retiraron esa noche, Edith me trajo un libro y dijo:

"Si estuviese desvelado esta noche, Sr. West, podría estar interesado en leer este relato de Berrian. Se considera su obra maestra, y al menos le dará una idea de cómo son los relatos hoy en día."

Me senté en mi habitación esa noche para leer "Pentesilea" hasta que comenzó a clarear por el este, y no lo dejé hasta que lo terminé. Y aun así, que ningún admirador del gran escritor del siglo veinte se resienta si digo que en la primera lectura lo que más me impresionó no fue tanto lo que estaba en el libro como lo que no estaba. Los escritores de relatos de mi época habrían estimado el hacer ladrillos sin paja una tarea ligera comparada con la construcción de una novela de la cual se debiesen excluir todos los efectos derivados de los contrastes entre la riqueza y la pobreza, la educación y la ignorancia, la tosquedad y el refinamiento, lo elevado y lo bajo, todos los motivos derivados del orgullo social y la ambición, el deseo de ser más rico o el miedo a ser más pobre, junto con las sórdidas ansiedades de cualquier tipo respecto a uno mismo o a los demás; una novela en la cual, de hecho, debiera haber abundancia de amor, pero amor sin la corrosión de las barreras artificiales creadas por la diferencia de estatus o posesiones, no obedeciendo otra ley que la del corazón. La lectura de "Pentesilea" fue de más valor que lo habría sido casi cualquier cantidad de explicaciones para darme algo como una impresión general del aspecto social del siglo veinte. La información que el Dr. Leete me había suministrado era de hecho extensiva en cuanto a los hechos, pero éstos han afectado mi mente en impresiones tan separadas, que yo hasta ahora no había tenido éxito sino de modo imperfecto para que me resultasen coherentes. Berrian los puso juntos para mi en un cuadro.

Capítulo 16

A la mañana siguiente me levanté algo antes de la hora del desayuno. Según bajaba por las escaleras, Edith entró en el vestíbulo saliendo de la habitación donde había tenido lugar la escena de la entrevista matutina descrita hace unos capítulos.

"¡Ah!" exclamó, con una expresión encantadoramente traviesa, "pensaba escabullirse silenciosamente sin que nadie lo supiera, para irse a dar otra de esas solitarias caminatas matutinas que tienen esos agradables efectos sobre usted. Pero ya ve que me he levantado demasiado pronto para usted esta vez. Le han pillado, claramente."

"Desacreditas la eficacia de tus propias curas," dije, "suponiendo que darme tal caminata traiga ahora malas consecuencias."

"Me alegro mucho de oir eso", dijo. "Estaba aquí colocando unas flores para la mesa del desayuno cuando he oído que bajaba, y he imaginado que había detectado algo subrepticio en sus pasos sobre los peldaños de la escalera."

"No me has hecho justicia," repliqué. "No se me había pasado por la cabeza salir, en absoluto."

A pesar de sus esfuerzos para dar una impresión de que mi interceptación era puramente accidental, tuve a la vez una vaga sospecha de lo que después supe que era el caso, a saber, que esta dulce criatura, en su prosecución de su autoasumida custodia de mi persona, se había levantado durante los últimos dos o tres días a una hora inaudita, para asegurarse de que no hubiese posibilidad de que yo saliese a deambular por ahí solo, en caso de que me viese afectado como en la anterior ocasión. Recibiendo permiso para ayudarla en la confección del ramo de flores para el desayuno, la seguí a la habitación de la que había emergido.

"¿Está seguro," preguntó, "de que se le han pasado del todo aquellas terribles sensaciones que tuvo aquella mañana?"

"No puedo decir que no tenga a veces sensaciones decididamente raras," repliqué, "momentos en los que mi identidad personal parece una cuestión abierta. Después de mi experiencia, esperar no tener tales sensaciones ocasionalmente sería esperar demasiado, pero en cuanto a ser arrastrado por completo fuera de mi, como estuve a punto de serlo aquella mañana, creo que el peligro ha pasado."

"Nunca olvidaré el aspecto que tenía aquella mañana," dijo.

"Si meramente me hubieses salvado la vida," continué, "podría, quizá, encontrar palabras para expresar mi gratitud, pero fue mi razón lo que salvaste, y no hay palabras que no resten importancia a mi deuda contigo." Hablé con emoción, y sus ojos se humedecieron repentinamente.

"Todo esto es demasiado para creerlo," dijo, "pero es muy encantador oirte decir eso. Lo que hice fue muy poco. Estaba angustiadísima por ti, lo sé. Mi padre siempre piensa que nada debería asombrarnos cuando puede ser explicado científicamente, como supongo que este largo sueño tuyo puede serlo, pero incluso imaginarme a mi misma en tu lugar me hace tambalear la cabeza. Sé que yo no lo habría aguantado en absoluto."

"Eso dependería," repliqué, "de si un ángel hubiese venido a apoyarte con su compasión en tu estado de crisis, al igual que uno vino en mi ayuda." Si mi rostro es siquiera capaz de expresar los sentimientos que tenía derecho a tener hacia esta dulce y encantadora joven, que había jugado un papel tan angelical hacia mi, mi expresión debió de haber sido muy fervorosa justo entonces. La expresión o las palabras, o ambas a la vez, causaron que ahora ella dejase caer su mirada con un encantador rubor.

"Por eso," dije, "si tu experiencia no ha sido tan sorprendente como la mía, debe de haber sido bastante abrumador ver a un hombre que pertenece a un extraño siglo, y que lleva aparentemente muerto cien años, volver a la vida."

"De hecho, al principio parecía extraño más allá de cualquier descripción," dijo, "pero cuando comenzamos a ponernos en tu lugar, y a comprender cuán extraño debía de parecerte a ti, creo que olvidamos bastante nuestros propios sentimientos, al menos sé que yo lo hice. Entonces no pareció tan asombroso como interesante y conmovedor más allá de todo lo que jamás había oído."

"Pero, ¿no te resulta asombroso sentarte a la mesa conmigo, viendo quien soy?"

"Debes recordar que no nos pareces tan extraño como nosotros debemos parecertelo a ti," respondió. "Pertenecemos a un futuro del cual no podías formarte una idea, una generación de la cual no sabías nada hasta que nos viste. Pero tú perteneces a una generación de la cual nuestros antepasados formaban parte. Sabemos todo acerca de ella; los nombres de muchos de sus miembros son palabras familiares para nosotros. Hemos hecho un estudio de vuestros modos de vida y de pensar; nada de lo que digas o hagas nos sorprende, mientras que nosotros no decimos ni hacemos nada que a ti no te parezca extraño. Así que ya ves, Sr. West, que si te parece que con el tiempo vas a poder acostumbrarte a nosotros, no debe sorprenderte que desde el principio apenas nos hayas resultado extraño en absoluto."

"No había pensado en ello de ese modo," repliqué. "De hecho hay mucho de verdad en lo que dices. Uno puede mirar atrás cien años más fácilmente que cincuenta hacia delante. Un siglo no es tan largo en retrospectiva. Podría haber conocido a tus bisabuelos. Posiblemente lo hice. ¿Vivían en Boston?"

"Eso creo."

"¿Entonces no estás segura?"

"Sí," replicó. "Ahora creo que sí."

"Yo tenía un círculo de amistades muy grande en la ciudad," dije. "No es improbable que los conociese o supiese de alguno de ellos. Quizá pude haberlos conocido bien. ¿No sería interesante si tuviese la fortuna de poder decirte todo acerca de tu bisabuelo, por ejemplo?"

"Muy interesante."

"¿Sabes tu genealogía lo suficientemente bien para decirme quienes eran tus antepasados en el Boston de mi época?

"Oh, sí."

"Entonces, quizá me dirás alguna vez cuáles eran algunos de sus nombres."

Ella estaba absorta en aderezar un problemático ramillete verde, y no me respondió enseguida. Unos pasos por las escaleras indicaban que los otros miembros de la familia estaban bajando.

"Quizá alguna vez," dijo.

Después del desayuno, el Dr. Leete sugirió llevarme a inspeccionar el almacén central y observar la maquinaria de distribución verdaderamente en operación, lo cual Edith me había descrito. Mientras nos alejábamos de la casa andando, dije, "Ya hace varios días que vivo en su familia en la posición más extraordinaria, o más bien en ninguna en absoluto. No he hablado de este aspecto de mi posición antes porque había tantos otros aspectos todavía más extraordinarios. Pero ahora que estoy comenzando un poco a sentir mis pies debajo de mi, y a comprender que, como quiera que haya venido aquí, aquí estoy, y debo tomarlo lo mejor posible, debo hablarle sobre este punto."

"En cuanto a que sea un invitado en mi casa," replicó el Dr. Leete, "le suplico que no comience a sentirse incómodo por ello, porque quiero que se quede mucho tiempo todavía. Con toda su modestia, usted no puede sino comprender que un invitado tal como usted es una adquisición de la que uno no está dispuesto a desprenderse."

"Gracias, doctor," dije. "Sería absurdo para mi, ciertamente, herir cualquier hipersensibilidad acerca de aceptar la hospitalidad temporal de alguien a quien debo el no estar todavía esperando el fin del mundo en una tumba viviente. Pero si voy a ser un ciudadano permanente de este siglo debo tener estatus en él. O sea, en mi época una persona más o menos que entrase en el mundo, como quiera que entrase, no sería percibida en medio de la muchedumbre desorganizada de la humanidad, y podría hacerse un lugar para sí misma en cualquier parte que eligiese si fuese lo suficientemente fuerte. Pero hoy en día todos son parte de un sistema en el que tienen un lugar y función definidos. Yo estoy fuera del sistema, y no veo cómo puedo entrar; no parece haber manera de entrar, excepto naciendo en él o viniendo como emigrante desde alguno de los otros sistemas."

El Dr. Leete se rió con ganas.

"Admito," dijo, "que nuestro sistema es defectuoso por falta de previsión para casos como el suyo, pero ya ve que nadie previó incorporaciones al mundo excepto por el proceso habitual. Es necesario, sin embargo, que no tenga miedo de que no seamos capaces de encontrarle un lugar y una ocupación a su debido tiempo. Hasta ahora ha sido puesto en contacto únicamente con los miembros de mi familia, pero no debe suponer que he guardado su secreto. Al contrario, su caso, incluso antes de su resucitación, e inmensamente más desde entonces, ha despertado el más profundo interés de la nación. En vista de su precaria condición nerviosa, pensé que era lo mejor que me ocupase en exclusiva de usted en un principio, y que usted, a través de mi y mi familia, recibiría una idea general de la clase de mundo al que había regresado, antes de que comenzase a presentarle al resto de sus habitantes. En cuanto a encontrarle una función en la sociedad, no había duda respecto a cuál sería. Pocos de nosotros tenemos en nuestro poder el dispensar tan gran servicio a la nación como el que usted podrá dispensar cuando deje de estar bajo mi techo, lo cual, sin embargo, no debe pensar en hacer todavía durante una buena temporada."

"¿Qué podría hacer yo?" pregunté. "Quizá imagina usted que tengo algún oficio, o arte, o habilidad especial. Le aseguro que no tengo nada de eso. Nunca gané un dólar en mi vida, ni hice ni una hora de trabajo. Soy fuerte, y podría ser un trabajador común, pero nada más."

"Si ese fuese el servicio más eficiente que usted fuese capaz de dar a la nación, encontraría que esa ocupación es considerada tan respetable como cualquier otra," replicó el Dr. Leete; "pero usted puede hacer algo mejor. Con mucho, es usted el maestro de todos nuestros historiadores, sobre cuestiones relacionadas con la condición social de la última parte del siglo diecinueve, para nosotros uno de los periodos más absorbentemente interesantes de la historia: y cuando a su debido tiempo se haya familiarizado suficientemente con nuestras instituciones, y esté dispuesto a enseñarnos algo concerniente a las de su tiempo, encontrará que un puesto de conferenciante en una de nuestras universidades le está esperando."

"¡Qué bien! Requetebien de hecho," dije, muy aliviado por tan práctica sugerencia sobre un punto que había comenzado a turbarme. "Si su gente está realmente tan interesada en el siglo diecinueve, será de hecho una ocupación hecha para mi. No creo que haya otra cosa con la cual pudiese ganarme mi salario, pero ciertamente puedo aducir sin vanidad que tengo algunas cualidades especiales para un puesto tal como el que usted describe."

Capítulo 17

Encontré los procesos del almacén tan interesantes como Edith los había descrito, y hasta me volví un entusiasta de la verdaderamente notable ilustración que allí se ve de la eficiencia prodigiosamente multiplicada que la perfecta organización puede dar al trabajo. Es como un molino gigante, en cuya tolva los artículos están siendo constantemente vertidos por el cargamento de trenes y barcos, para expedir por el otro extremo paquetes de kilos y gramos, metros y centímetros, litros y centímetros cúbicos, correspondiendo a la infinidad de complejas necesidades personales de medio millón de personas. El Dr. Leete, con la ayuda de datos que yo le suministré acerca del modo en que los artículos eran vendidos en mi época, calculó algunos resultados asombrosos sobre los ahorros conseguidos mediante el moderno sistema.

Según nos marchábamos a casa, dije: "Después de lo que he visto hoy, junto con lo que me ha dicho usted, y lo que he aprendido bajo la tutela de la señorita Leete en el almacén de muestras, tengo una idea tolerablemente clara de su sistema de distribución, y de cómo son capaces de hacer las entregas con los medios de reparto. Pero me gustaría muchísimo saber algo más acerca de su sistema de producción. Me dijo usted en términos generales cómo se recluta y organiza su ejército industrial, pero ¿quién dirige sus esfuerzos? ¿Qué suprema autoridad determina qué se hará en cada departamento, para que se produzca suficiente de todo y aun así no se derroche trabajo? Me parece a mi que esta debe de ser una función maravillosamente compleja y difícil, que requiere capacidades muy poco habituales."

"¿Así se lo parece a usted de veras?" respondió el Dr. Leete. "Le aseguro que no es nada de ese estilo, sino todo lo contrario, tan sencillo, y dependiendo de principios tan obvios y fácilmente aplicados, que los funcionarios de Washington a quienes se les confía no requieren ser más que personas de aceptables capacidades como para realizarla a la entera satisfacción de la nación. La máquina que ellos dirigen es vasta de hecho, pero tan lógica en sus principios y directa y sencilla en su trabajo, que todo funciona de por sí; y nadie sino un loco podría alterarlo, como creo que estará usted de acuerdo después de unas palabras de explicación. Dado que ya tiene usted una idea bastante buena de cómo funciona el sistema distributivo, comencemos por el final. Incluso en su época los estadísticos eran capaces de decirle el número de metros de algodón, terciopelo, lana, el número de barriles de harina, patatas, mantequilla, el número de pares de zapatos, sombreros y paraguas consumidos anualmente por la nación. Debido al hecho de que la producción estaba en manos privadas, y que no había forma de conseguir estadísticas de la distribución real, estas cifras no eran exactas, pero casi lo eran. Ahora que se registra cada alfiler que sale de un almacén nacional, por supuesto que las cifras de consumo de cada semana, mes o año, que están en posesión del departamento de distribución al final de ese período, son exactas. En base a esas cifras, permitiendo que las tendencias aumenten o disminuyan y por cualesquiera causas especiales sea probable que afecten a la demanda, se establecen las estimaciones, digamos a un año vista. Estas estimaciones, con un margen adecuado por seguridad, una vez son aceptadas por la administración general, dejan de ser responsabilidad del departamento de distribución hasta que los artículos son derivados hacia él. Hablo de las estimaciones que son proporcionadas con vistas a todo un año, pero en realidad cubren tanto tiempo únicamente en caso de grandes artículos de primera necesidad para los cuales la demanda puede calcularse como estable. En la gran mayoría de las pequeñas industrias para cuyos productos el gusto popular fluctúa, y se requiere a menudo la novedad, la producción apenas se mantiene por delante del consumo, suministrando el departamento de distribución estimaciones frecuentes basadas en el estado semanal de la demanda.

"Ahora todo el campo la industria productiva y constructiva está dividido en diez grandes departamentos, representando cada uno un grupo de industrias aliadas, cada industria particular está a su vez representada por una oficina subordinada, que tiene un completo registro de la planta y fuerza bajo su control, del producto actual, y los medios para incrementarlo. Las estimaciones del departamento distributivo, tras ser adoptadas por la administración, se envian como mandatos a los diez grandes departamentos, que los asignan a las oficinas subordinadas que representan a las industrias particulares, y estos ponen a las personas a trabajar. Cada oficina es responsable de la tarea que se le da, y esta responsabilidad es reforzada por la supervisión departamental y la de la administración; el departamento distributivo tampoco acepta el producto sin su propia inspección; mientras, igualmente, si en las manos del consumidor un artículo resulta no apto, el sistema hace posible seguirle la pista al defecto hasta el trabajador original. La producción de artículos para el consumo público en sí, de ningún modo requiere, desde luego, toda la fuerza nacional de trabajadores. Después de que los contingentes necesarios han sido detallados por las diversas industrias, la cuantía de trabajo que queda para otros trabajos se emplea en crear capital fijo, tal como edificios, maquinaria, trabajos de ingeniería, y así sucesivamente."

"Se me ocurre un punto," dije, "sobre el que pienso que podría haber insatisfacción. Donde no hay oportunidad para la empresa privada, ¿cómo se asegura que las demandas de las pequeñas minorías para que se produzcan artículos para los cuales no hay amplia demanda, serán respetadas? Un decreto oficial en cualquier momento puede privarles de los medios para gratificar algún gusto particular, meramente porque la mayoría no lo comparte."

"De hecho eso sería tiranía," replicó el Dr. Leete, "y puede estar usted muy seguro de que eso no sucede entre nosotros, para quienes la libertad es tan estimada como la igualdad o la fraternidad. Según llegue a conocer mejor nuestro sistema, verá que nuestros oficiales son de hecho, y no meramente de nombre, los agentes y servidores del pueblo. La administración no tiene poder de parar la producción de ningún artículo para el cual continúe habiendo demanda. Suponga que la demanda de cualquier artículo desciende hasta tal punto que su producción se hace muy costosa. El precio tiene que subirse en proporción, desde luego, pero en tanto el consumidor se ocupe de pagarlo, la producción continúa. De nuevo, suponga que se demanda un artículo que antes no se había producido. Si la administración duda de la realidad de la demanda, una petición popular que garantice una cierta base de consumo la obligará a producir el artículo deseado. Un gobierno, o una mayoría, que se encargase de decirle a la gente, o a una minoría, lo que deben comer, beber, o vestir, como creo que los gobiernos de América hacían en su época, se consideraría de hecho un curioso anacronismo. Posiblemente tuviesen ustedes razones para tolerar estas vulneraciones de la independencia personal, pero nosotros no las consideraríamos soportables. Me alegro de que haya planteado este punto, porque me ha dado la oportunidad de mostrarle cuánto más directo y eficiente es el control sobre la producción ejercido por el ciudadano individual ahora que en su época, cuando prevalecía lo que ustedes llamaban iniciativa privada, aunque tendría que haberse llamado iniciativa capitalista, porque el ciudadano privado corriente bastante poca parte tenía en ella.

"Habla usted de subir los precios de los artículos costosos," dije. "¿Cómo pueden ser regulados los precios en un país donde no hay competencia entre compradores o vendedores?"

"Tal y como lo eran en su tiempo" replicó el Dr. Leete. "Usted piensa que necesita explicación," añadió, mientras yo miraba incrédulo, "pero la explicación no necesita ser larga; el coste del trabajo para producir un artículo era reconocido en su época como la base legítima del precio éste, y lo es en nuestra época también. En su época, era la diferencia de salarios lo que marcaba la diferencia en el coste del trabajo; ahora es el número relativo de horas que constituyen el trabajo de un día en los diferentes gremios, siendo igual el mantenimiento del trabajador en todos los casos. El coste del trabajo de una persona en un gremio tan difícil que para atraer voluntarios las horas han de fijarse en cuatro al día es el doble de grande que en un gremio donde las personas trabajen ocho horas. El resultado en lo que al coste del trabajo se refiere, como ve, es justo el mismo que si las personas que trabajan cuatro horas fuesen pagadas, bajo el sistema de su época, con el doble de sueldo que los otros. Este cálculo aplicado al trabajo empleado en los diversos procesos de un artículo manufacturado da su precio en relación a los otros artículos. Además del coste de la producción y transporte, el factor de escasez afecta a los precios de algunos artículos. En cuanto a los grandes artículos de primera necesidad, de cuya abundancia podemos siempre estar seguros, la escasez queda eliminada como factor. Siempre hay un amplio excedente mantenido al alcance de la mano, a partir del cual pueden corregirse cualesquiera fluctuaciones de la demanda o del suministro, incluso en muchos casos de malas cosechas. Los precios de los artículos de primera necesidad crecen menos año tras año, pero rara vez, si acaso, se elevan. Hay, sin embargo, ciertas clases de artículos permanentemente, y otros temporalmente, que no son iguales a la demanda, como, por ejemplo, el pescado fresco o los productos diarios, entre los temporales, y los productos de alta cualificación y materiales raros entre los permanentes. Todo lo que puede hacerse aquí es equilibrar el inconveniente de la escasez. Esto se hace elevando temporalmente el precio si la escasez es temporal, o fijandolo en un valor elevado si es permanente. Los altos precios de su época significaban que los artículos afectados quedaban restringidos a los ricos, pero hoy en día, cuando los medios de todos son los mismos, el efecto es únicamente que aquellos a quienes el artículo les parece más deseable son los que lo compran. Desde luego, la nación, como le debe pasar a cualquier otro abastecedor de las necesidades públicas, se queda frecuentemente con pequeños lotes de artículos en sus manos debido a cambios de gustos, tiempo inapropiado para la estación, y otras varias causas. Ha de afrontarlas con un sacrificio, exactamente como los mercaderes hacían en su época, cargando la pérdida a los gastos del negocio. Debido, sin embargo, al vasto cuerpo de consumidores a los cuales pueden ofrecerse simultaneamente esos lotes, raramente hay alguna dificultad para deshacerse de ellos con una pérdida trivial. Le acabo de dar una noción general de nuestro sistema de producción; y también del de distribución. ¿Lo encuentra tan complejo como esperaba?"

Admití que nada podría ser más sencillo.

"Estoy seguro," dijo el Dr. Leete, "de que se atiene a la verdad decir que el director de uno de los miles de negocios privados de su época, que tenía que mantener insomne vigilancia contra las fluctuaciones del mercado, las maquinaciones de sus rivales, y la morosidad de sus deudores, tenía una mucho más ardua tarea que el grupo de personas de Washington que hoy en día dirigen las industrias de toda la nación. Todo esto muestra sencillamente, mi querido colega, cuánto más fácil es hacer las cosas bien que hacerlas mal. Es más fácil para un general subido en un globo, con perfecta visión sobre el campo, maniobrar un millón de hombres y llevarlos a la victoria, que para un sargento manejar un pelotón en un matorral."

"El general de este ejército, que incluye la flor y nata de la humanidad de la nación, debe de ser la persona más prominente del país, realmente más grande incluso que el Presidente de los Estados Unidos," dije.

"Es el Presidente de los Estados Unidos," replicó el Dr. Leete, "o más bien la función más importante de la presidencia es la dirección del ejército industrial."

"¿Cómo es elegido?" pregunté.

"Se lo expliqué anteriormente," replicó el Dr. Leete, "cuando estuve describiéndole la fuerza de la motivación de la emulación entre todos los grados del ejército industrial, que la línea de promoción para los meritorios discurre por tres grados hacia el grado de oficial, y después sube por los grados de teniente hacia el de capitán o contramaestre, y superintendente o rango de coronel. A continuación, con un grado intermedio en alguno de los gremios más amplios viene el general de la cofradía, bajo cuyo inmediato control son conducidas todas las operaciones del gremio. Este oficial dirige la oficina nacional que representa a su gremio, y es responsable de su trabajo para la administración. El general de esta cofradía tiene una espléndida posición, y que ampliamente satisface la ambición de muchas personas, pero por encima de este rango, que puede compararse—para seguir con las analogías militares que le son familiares—con el de un general de división o general mayor, está el de los jefes de los diez grandes departamentos, o grupos de gremios aliados. Los jefes de estas diez grandes divisiones del ejército industrial pueden ser comparados a sus comandantes del cuerpo del ejército de su época, o tenientes generales, teniendo cada uno de una docena a una veintena de generales de distintas cofradías reportándole. Por encima de estos diez grandes oficiales, que forman su consejo, está el general en jefe, que es el Presidente de los Estados Unidos.

"El general en jefe del ejército industrial debe haber pasado por todos los grados por debajo de él, desde el de trabajador común hacia arriba. Veamos cómo asciende. Como le dije, es simplemente por excelencia de su expediente como trabajador como uno asciende por los grados de los soldados y se convierte en candidato para ser teniente. A través de los grados de teniente asciende a los de coronel, o a la posición de superintendente, por designación desde arriba, estrictamente limitada a los candidatos con los mejores expedientes. El general de la cofradía designa a los rangos que hay por debajo de él, pero él mismo no es designado, sino elegido por sufragio."

"¡Por sufragio!" exclamé. "¿No es eso ruinoso para la disciplina de la cofradía, por tentar a los candidatos a intrigar para que les apoyen los trabajadores que tienen por debajo de ellos?"

"Así podría ser, sin duda," replicó el Dr. Leete, "si los trabajadores tuviesen algún sufragio que ejercitar, o cualquier cosa que decir sobre la elección. Pero no tienen nada. Justo aquí llega la peculiaridad de nuestro sistema. El general de la cofradía es elegido de entre los superintendentes mediante voto de los miembros honorarios de la cofradía, esto es, de aquellos que han servido con su tiempo en la cofradía y han recibido su jubilación. Como sabe, a los cuarenta y cinco años somos relevados del ejército industrial, y tenemos el resto de la vida para la prosecución de nuestra mejora y recreación. Desde luego, sin embargo, las asociaciones de nuestra vida activa retienen un poder sobre nosotros. Las camaraderías que formamos entonces continúan siendo nuestras camaraderías hasta el fin de la vida. Siempre seguimos siendo miembros honorarios de nuestras antiguas cofradías, y retenemos el más agudo y más celoso interés en su bienestar y reputación en las manos de la siguiente generación. En los clubes mantenidos por los miembros honorarios de las diversas cofradías, en los que nos reunimos socialmente, no hay tópicos de conversación más comunes que los que se relacionan con estos asuntos, y los jóvenes aspirantes al liderazgo de la cofradía que puedan superar la crítica que hacemos nosotros los viejos colegas, es probable que estén bastante bien preparados. Reconociendo este hecho, la nación confía a los miembros honorarios de cada cofradía la elección de su general, y me aventuro a afirmar que ninguna forma anterior de sociedad pudo haber desarrollado un cuerpo de electores tan idealmente adaptados a su oficio, en cuanto a su absoluta imparcialidad, conocimiento de las cualidades especiales y expediente de los candidatos, afán por el mejor resultado, y completa ausencia de egoísmo.

"Cada uno de los diez tenientes generales o directores de departamento son elegidos de entre los generales de las cofradías agrupadas bajo un departamento, mediante voto de los miembros honorarios de las cofradías de este modo agrupadas. Desde luego hay una tendencia por parte de cada cofradía a votar por su propio general, pero ninguna cofradía de ningún grupo tiene suficientes votos ni de lejos para que salga elegida una persona que no esté apoyada por la mayoría de las otras. Le aseguro a usted que estas elecciones son en extremo animadas."

"El Presidente, supongo, es seleccionado de entre los diez directores de los grandes departamentos," sugerí.

"Precisamente, pero los directores de los departamentos no son elegibles para la presidencia hasta que han estado un cierto número de años fuera de oficio. Es raro que una persona pase por todos los grados hasta la jefatura de un departamento mucho antes de cumplir los cuarenta, y al final de un período de cinco años cumple habitualmente los cuarenta y cinco. Si más, todavía está de servicio, y si menos, nunca es retirado del ejército industrial a su terminación. No valdría para él volver a las filas. El intervalo antes de que sea candidato a la presidencia está diseñado para darle tiempo a reconocer por completo que ha vuelto a la masa general de la nación, y se identifica con ello en vez de con el ejército industrial. Además, se espera que empleará este período en el estudio de la condición general del ejército, en vez de la del grupo específico de cofradías que dirigía. De entre los anteriores directores de departamento que pueden ser elegidos en ese momento, el Presidente es elegido por voto de todas las personas de la nación que no estén conectadas con el ejército industrial."

"¿Al ejército no se le permite votar al Presidente?"

"Ciertamente no. Eso sería peligroso para su disciplina, que es asunto del Presidente mantenerse como el representante de la nación en general. Su mano derecha para este propósito es el cuerpo de inspección, un departamento sumamente importante de nuestro sistema; al cuerpo de inspección llegan todas las quejas o información sobre defectos en artículos, insolencia o ineficiencia de oficiales, o abandono de cualquier tipo de servicio público. El cuerpo de inspección, sin embargo, no espera a que lleguen las quejas. No sólo está alerta para detectar y tamizar todo rumor de fallo en el servicio, sino que es asunto suyo, mediante una sistemática y constante supervisión e inspección de cada rama del ejército, averiguar qué va mal antes de que nadie lo averigüe. El Presidente habitualmente no está lejos de los cincuenta cuando es elegido, y sirve durante cinco años, constituyendo una honorable excepción a la regla del retiro a los cuarenta y cinco. Al final del período de su oficio, se convoca un Congreso nacional para recibir su informe y aprobarlo o condenarlo. Si es aprobado, el Congreso lo elige habitualmente para representar a la nación por cinco años más en el consejo internacional. El Congreso, debo decir también, repasa los informes de los directores de departamento salientes, y una desaprobación hace que cualquiera de ellos sea inelegible como Presidente. Pero es raro, de hecho, que la nación tenga ocasión para otros sentimientos que los de gratitud hacia sus altos oficiales. En cuanto a su capacidad, haber ascendido desde las filas, mediante pruebas tan diversas y severas, hasta su posición, es prueba en sí misma de cualidades extraordinarias, mientras que en cuanto a fidelidad, nuestro sistema social les deja absolutamente sin ningún otro motivo que el de ganar la estimación de sus conciudadanos. La corrupción es imposible en una sociedad donde no hay ni pobreza que sobornar ni riqueza que soborne, mientras que en cuanto a demagogia o intriga por el puesto, las condiciones de promoción las hacen imposibles."

"Un punto que no termino de entender," dije. "¿Los miembros de las profesiones liberales son elegibles para la presidencia? y si es así, ¿cómo son clasificados con aquellos que propiamente trabajan en las industrias?

"No tienen clasificación," replicó el Dr. Leete. "Los miembros de las profesiones técnicas, tales como ingenieros y arquitectos, tienen una graduación con las confradías de la construcción; pero los miembros de las profesiones liberales, los doctores y maestros, y los artistas y hombres de letras que obtienen descargo del servicio industrial, no pertenecen al ejército industrial. Sobre esta base, votan a Presidente, pero no son elegibles para este oficio. Siendo uno de sus principales deberes el control y la disciplina del ejército industrial, es esencial que el Presidente haya pasado por todos los grados para entender su profesión."

"Eso es razonable," dije; "pero si los doctores y maestros no saben lo suficiente de la industria para ser Presidente, diría yo que tampoco el Presidente puede saber suficiente de medicina y educación para controlar esos departamentos."

"No lo sabe," fue la réplica. "Excepto del modo general en que es responsable del refuerzo de las leyes de toda clase, el Presidente no tiene nada que ver con las facultades de medicina y la educación, que están controladas por juntas de regentes propias, en las cuales el Presidente es presidente de oficio, y tiene el voto decisorio. Estos regentes, quienes, por supuesto, son responsables ante el Congreso, son elegidos por los miembros honorarios de las cofradías de educación y medicina, los maestros y doctores del país que están retirados."

"Sabe," dije, "el método de elegir oficiales mediante los votos de los miembros retirados de las cofradías, no es nada más que la aplicación a una escala nacional del plan de gobierno por los alumnos, que usábamos a pequeña escala ocasionalmente en la gestión de nuestras instituciones de educación superior."

"¿Lo usaron de verdad?" exclamó el Dr. Leete, con brío. "Eso es totalmente nuevo para mi, e imagino que lo será para la mayoría de nosotros, y de mucho interés también. Ha habido una gran discusión sobre el germen de la idea, e imaginábamos que por una vez había algo nuevo bajo el sol. ¡Bueno! ¡bueno! ¡En sus instituciones de educación superior! eso es interesante de verdad. Tiene que contarme más sobre ello."

"En realidad, hay muy poco más que contar aparte de lo que ya le he contado," repliqué. "Si teníamos el germen de su idea, no era sino un germen."

Capítulo 18

Esa noche estuve sentado durante un tiempo, después de que las señoras se hubieron retirado, hablando con el Dr. Leete sobre el efecto del plan de eximir a las personas de su servicio a la nación después de la edad de cuarenta y cinco años, un punto puesto sobre el tapete por su explicación acerca de cómo participan los ciudadanos retirados en el gobierno.

"A los cuarenta y cinco", dije, "una persona todavía tiene en sí mismo diez años de buen trabajo manual, y el doble de buen servicio intelectual. Ser jubilado a esa edad y puesto en el estante debe de ser considerado más bien una adversidad que un favor, para las personas de disposición energética."

"Mi querido Sr. West," exclamó el Dr. Leete, sonriéndome con placer, "no puede hacerse una idea del interés que las ideas de su siglo diecinueve tienen para nosotros los de hoy en día, la rara curiosidad de su efecto. Sepa, Oh hijo de otra humanidad y aun así la misma, que el trabajo que tenemos que aportar como nuestra parte para asegurar a la nación los medios de una existencia física confortable, no es de ningún modo considerado como lo más importante, lo más interesante, o el uso más digno de nuestras capacidades. Lo contemplamos como un deber necesario que hay que cumplir antes de que podamos dedicarnos por completo al más alto ejercicio de nuestras facultades, la prosecución y el disfrute intelectual y espiritual que por sí solos significan vida. De hecho se hace todo lo posible mediante la justa distribución de cargas, y mediante toda clase de actractivos e incentivos especiales para aliviar nuestro trabajo de fastidios, y, excepto en un sentido comparativo, no es habitualmente fastidioso, y es a menudo inspirador. Pero no es nuestro trabajo, sino las más elevadas y prolongadas actividades, para lo que la realización de nuestra tarea nos dejará libres para dedicarnos, actividades que son consideradas el principal asunto de la existencia.

"Desde luego no todos, ni la mayoría, tienen esos intereses científicos, artísticos, literarios, o académicos, que hacen del ocio la única cosa de valor para quienes lo poseen. Muchos contemplan la segunda mitad de la vida principalmente como un período para el disfrute de otro tipo; para viajar, para la relajación social en compañía de sus amigos de toda la vida; un tiempo para el cultivo de todas las formas de idiosincrasias y gustos especiales, y la prosecución de toda imaginable forma de entretenimiento; en una palabra, un tiempo para la apreciación ociosa e inperturbada de las buenas cosas del mundo que han ayudado a crear. Pero, cualesquiera que sean las diferencias entre nuestros gustos individuales sobre el uso que haremos de nuestro ocio, estamos todos de acuerdo en esperar con ilusión la fecha de nuestra jubilación como el momento en el que tomaremos posesión del completo disfrute de nuestro derecho adquirido al nacer, el período en que alcanzaremos por primera vez nuestra mayoría y seremos liberados de la disciplina y el control, con los honorarios de nuestras vidas conferidos a nosotros mismos. Como los muchachos ávidos de su época esperaban con ilusión cumplir veintiún años, así las personas de hoy en día esperan con ilusión cumplir los cuarenta y cinco. A los veintiuno nos hacemos adultos, pero a los cuarenta y cinco renovamos la juventud. La edad media y lo que habría llamado usted la tercera edad son consideradas, en vez de la juventud, el envidiable momento de la vida. Gracias a las mejores condiciones de la existencia de hoy en día, y sobre todo de la gratuidad de los cuidados para todos, la tercera edad se alcanza muchos años más tarde y tiene un aspecto mucho más benigno que en tiempos pasados. Las personas de constitución corriente habitualmente viven hasta los ochenta y cinco o noventa, y a los cuarenta y cinco son física y mentalmente más jóvenes, imagino, que lo que era usted a los treinta y cinco. Se hace extraño considerar que a los cuarenta y cinco, cuando estamos justo tomando posesión del período de la vida que más puede disfrutarse, ustedes ya empezaban a pensar en envejecer y mirar atrás. Con ustedes era la mañana, con nosotros la tarde, lo que es la mitad más brillante de la vida.

Tras esto recuerdo que nuestra charla derivó al asunto de los deportes populares y las recreaciones del presente comparadas con las del siglo diecinueve.

"A este respecto," dijo el Dr. Leete, "hay una marcada diferencia. En cuanto a los deportistas profesionales, que eran una característica tan curiosa de su época, no tenemos nada que responda a ellos, ni los premios por los que nuestros atletas compiten son premios en dinero, como en su época. Nuestras competiciones son siempre únicamente por la gloria. La generosa rivalidad existente entre los diversos gremios, y la lealtad de cada trabajador al suyo, ofrece un constante estímulo para toda clase de juegos y encuentros por tierra y mar, en los que los jóvenes tienen apenas más interes que los honorables miembros de los gremios que han prestado su tiempo de servicio. Las carreras de yates de los gremios, de Marblehead, tienen lugar la próxima semana, y podrá juzgar por usted mismo el entusiasmo popular con el que tales eventos movilizan a la gente hoy en día comparado con su época. La demanda de 'panem et circenses' preferida por el populacho Romano se reconoce hoy en día como completamente razonable. Si el pan es la primera necesidad de la vida, la recreación es la segunda, muy próxima, y la nación abastece de las dos. Los americanos del siglo diecinueve eran desafortunados tanto por carecer de una adecuada provisión para una clase de necesidad como para la otra. Incluso si la gente de ese período hubiese disfrutado de un mayor tiempo de ocio, habría estado a menudo, imagino, indecisa sobre cómo pasarlo agradablemente. Nosotros nunca nos vemos en ese apuro."

Capítulo 19

En el transcurso de un saludable paseo matutino visité Charlestown. Entre los cambios, demasiado numerosos para intentar indicarlos, que marcan el lapso de un siglo en dicho barrio, noté particularmente la total desaparición de la vieja prisión del estado.

"Eso fue antes de que yo naciese, pero recuerdo haber oído algo acerca de ello," dijo el Dr. Leete, cuando aludí al hecho en la mesa del desayuno. "No tenemos prisiones hoy en día. Todas las clases de atavismos son tratadas en los hospitales."

"¡De atavismos!" Exclamé, mirando fijamente.

"Vaya, sí," replicó el Dr. Leete. "La idea de tratar punitivamente a esos desafortunados fue abandonada al menos hace cincuenta años, y creo que más."

"No termino de entenderle," dije. "Atavismo en mi época era una palabra aplicada a los casos de personas en quienes algún rasgo de un remoto ancestro reaparecía de una manera notable. ¿Debo entender que los crímenes son contemplados hoy en día como una reaparición de un rasgo ancestral?"

"Le ruego me perdone," dijo el Dr. Leete con una sonrisa medio humorística, medio despectiva, "pero ya que ha hecho la pregunta de un modo tan explícito, me veo forzado a decir que el hecho es precisamente ese."

Después de lo que ya había conocido de los contrastes morales entre el siglo diecinueve y el veinte, era indudablemente absurdo en mi, comenzar a desarrollar sensibilidad sobre el asunto, y probablemente si el Dr. Leete no hubiese hablado con ese aire apologético y la Sra. Leete y Edith no hubiesen mostrado un correspondiente azoramiento, no me hubiese ruborizado, como soy consciente que lo hice.

"No corría mucho peligro de pecar de inmodesto hablando de mi generación de otros tiempos," dije; "pero, realmente—"

"Esta es tu generación, Sr. West," interpuso Edith. "Es la generación en la que estás viviendo, sabes, y es únicamente porque estamos vivos ahora por lo que la llamamos nuestra."

"Gracias. Trataré de pensar en ello así," dije, y mientras mis ojos se encontraban con los suyos su expresión curó por completo mi sensibilidad sin sentido. "Después de todo," dije, riéndome, "fui educado como Calvinista, y no debería sobresaltarme por oir hablar del crimen como un rasgo ancestral."

"En realidad," dijo el Dr. Leete, "nuestro uso de la palabra no es un reproche en absoluto a su generación, si, rogando que Edith me perdone, podemos llamarla suya, en tanto que parezca implicar que pensamos, aparte de nuestras circunstancias, que estamos mejor de lo que ustedes estaban. En su época, diecinueve de cada veinte crímenes, usando la palabra en sentido general para incluir toda clase de delitos, resultaban de la desigualdad en las posesiones de los individuos; la necesidad tentaba al pobre, el ansia de mayores ganancias o el deseo de preservar anteriores ganancias tentaba a los adinerados. Directa o indirectamente, el deseo de dinero, que entonces significaba todas las cosas buenas, era el motivo de todo este crimen, la raíz principal de una vasta expansión de veneno, que la maquinaria de la ley, tribunales, y policía apenas podía evitar que ahogase su civilización completamente. Cuando hicimos a la nación el único fideicomisario de la riqueza del pueblo, y garantizamos para todos un sustento abundante, por una parte aboliendo la necesidad, y por otra parte inspeccionando la acumulación de los ricos, cortamos esto de raíz, y el árbol venenoso que ensombrecía su sociedad se marchitó, como la calabaza de Jonás, en un día. En cuanto a la clase comparativamente pequeña de crímenes violentos contra las personas, desconectados de cualquier idea de ganancia, quedaban circunscritos casi por completo, incluso en su época, a los ignorantes y bestiales; y en estos días, cuando la educación y los buenos modales no son el monopolio de unos pocos, sino universales, apenas se oye de tales atrocidades. Ahora ve usted porqué la palabra 'atavismo' es usada en vez de crimen. Es porque casi todas las formas de crimen conocidas por ustedes carecen ahora de motivo, y cuando aparecen, solamente pueden ser explicadas como el afloramiento de rasgos ancestrales. Solían ustedes llamar a las personas que roban evidentemente sin ningún motivo racional, cleptómanos, y cuando el caso era claro les parecía absurdo castigarlas como ladrones. Su actitud hacia el auténtico cleptómano es precisamente la nuestra hacia la víctima de atavismo, una actitud de compasión y firme aunque gentil comedimiento."

"Sus tribunales lo deben de tener fácil por ello," observé. "Sin propiedad privada de la que hablar, sin disputas entre ciudadanos por relaciones de negocios, sin bienes raíces para dividir o deudas que recaudar, no debe de haber absolutamente ningún asunto civil para ellos; y sin ofensas contra la propiedad, y poquísimas de cualquier clase para proveer casos criminales, creo que casi podrían ustedes prescindir de jueces y abogados."

"Prescindimos de abogados, ciertamente," fue la réplica del Dr. Leete. "No nos parecería razonable, en un caso donde el único interés de la nación es averiguar la verdad, que tomasen parte en los procedimientos personas que tuviesen un motivo reconocido para distorsionarlos."

"Pero ¿quién defiende al acusado?"

"Si es un criminal no necesita defensa, porque alega culpabilidad en muchos casos," replicó el Dr. Leete. "La alegación del acusado no es una mera formalidad en nuestra época, como lo era en la suya. Es normalmente la finalización del caso."

"No querrá decir que a la persona que alega inocente se le retiran los cargos acto seguido.

"No, no quiero decir eso. No se le acusa en base a ligeros fundamentos, y si niega su culpabilidad, debe aún ser juzgado. Pero en muchos casos el culpable alega culpabilidad. Cuando hace una falsa alegación y se ha probado que es claramente culpable, su castigo es doble. La falsedad es, sin embargo, tan despreciada entre nosotros que pocos delincuentes mentirían para salvarse."

"Eso es la cosa más asombrosa que me ha dicho usted hasta ahora," exclamé. "Si mentir se ha pasado de moda, esto es de hecho el 'los nuevos cielos y la nueva tierra en donde moraba la rectitud,' que predijo el profeta."

"Tal es, de hecho, la creencia de algunas personas hoy en día," fue la respuesta del doctor. "Sostienen que hemos comenzado el milenio, y la teoría desde su punto de vista no está falta de plausibilidad. Pero en cuanto a su asombro al encontrar que el mundo ha superado la mentira, no hay realmente fundamento para él. La falsedad, incluso en su época, no era común entre los caballeros y las damas, socialmente iguales. La mentira por miedo era el refugio de la cobardía, y la mentira por fraude el artificio del estafador. Las desigualdades entre las personas y el ansia por la adquisición ofrecía un premio constante a la mentira en aquellos tiempos. Y aun así incluso entonces, las personas que ni temían al otro ni deseaban defraudarlo despreciaban la falsedad. Debido a que ahora somos socialmente iguales, y ninguna persona tiene nada que temer de otra ni puede ganar nada engañándola, el desprecio por la falsedad es tan universal que es raro, como le dije, que incluso un criminal en otros aspectos pueda encontrarse dispuesto a mentir. Cuando, sin embargo, se produce una declaración de inocente, el juez cita a dos colegas para establecer las partes opuestas del caso. Cuán lejos estas personas están de ser como sus fiscales y abogados contratados, determinados a condenar o absolver, puede saberse del hecho de que a no ser que ambos estén de acuerdo en que el veredicto encontrado es justo, el caso es sobreseído, mientras cualquier cosa como un sesgo en el tono de cualquiera de los jueces al enunciar el caso sería un escándalo impactante."

"¿Entiendo," dije, "que es un juez quien enuncia cada parte del caso y un juez quien lo escucha?"

"Ciertamente. Los jueces hacen turnos para servir en el banquillo y en el tribunal, y se espera que mantengan el temperamento judicial igualmente al enunciar que al decidir un caso. El sistema es de hecho en efecto el de juicio con tres jueces ocupando diferentes puntos de vista sobre el caso. Cuando se ponen de acuerdo sobre un veredicto, creemos que está tan cerca de la verdad absoluta como los seres humanos pueden estar."

"Entonces, ¿han abandonado el sistema de jurado?"

"Estaba bastante bien como un correctivo en los días de los abogados contratados, y un banquillo a veces sobornable, y a menudo con una interinidad que lo hacía dependiente, pero no es necesario ahora. Ningún motivo concebible puede impulsar a nuestros jueces salvo la justicia.

"¿Cómo son seleccionados estos magistrados?"

"Son una honorable excepción a la regla que descarga a todas las personas del servicio a los cuarenta y cinco años. El Presidente de la nación nombra los jueces necesarios año tras año de entre la clase que alcanza esa edad. El número de nombramientos es, desde luego, en extremo escaso, y el honor tan alto que se considera una compensación para el tiempo adicional de servicio que conlleva, y aunque el nombramiento de un juez puede declinarse, raramente se declina. El período es de cinco años, sin eligibilidad para renovar el nombramiento. Los miembros del Tribunal Supremo, que es el guardián de la constitución, se eligen de entre los jueces inferiores. Cuando hay una vacante en ese tribunal, aquellos de los jueces inferiores cuyos períodos expiran ese año eligen, como su último acto oficial, a aquel de entre sus colegas que van a seguir en activo que consideren más apto para ocuparla."

"No hay profesión legal que sirva como escuela de jueces," dije, "deben, desde luego, venir directamente desde la escuela de leyes al tribunal."

"No tenemos cosas tales como escuelas de leyes," replicó el doctor sonriendo. "La ley como ciencia especial está obsoleta. Era un sistema de casuística que la elaborada artificialidad del viejo orden de la sociedad requería absolutamente para interpretarlo, pero solamente unas pocas de las más claras y sencillas máximas legales tienen alguna aplicación en el estado actual del mundo. Todo lo tocante a las relaciones entre las personas es ahora más sencillo, sin comparación posible, que en su época. No encontraríamos ningún tipo de utilidad para los demasiado sutiles expertos que presidían y discutían en sus tribunales. No debe imaginar, sin embargo, que tenemos ninguna falta de respeto para aquellas antiguas dignas personas porque no encontremos utilidad para ellos. Al contrario, guardamos un sincero respeto, casi equivalente a un temor reverencial, hacia las personas que en solitario entendieron y fueron capaces de dilucidar la interminable complejidad de los derechos de propiedad, y las relaciones de dependencia personal y comercial implicadas en su sistema. Qué podría probablemente dar de hecho una impresión más poderosa de lo intrincado y artificial de aquel sistema que el hecho de que era necesario apartar de otras ocupaciones a la crema del intelecto de cada generación para proporcionar un cuerpo de expertos capaces de hacerlo incluso vagamente inteligible para aquellos cuyos destinos determinaba. Los tratados de sus grandes legisladores, los trabajos de Blackstone y Chitty, de Story y Parsons, están en nuestros museos, al lado de los tomos de Duns Scoto y sus colegas escolásticos, como curioso monumento de sutileza intelectual dedicada a asuntos igualmente remotos para los intereses de la humanidad moderna. Nuestros jueces son simplemente personas de edad madura, informadas extensamente, juiciosas y discretas.

"No debería dejar de hablarle de una importante función de los jueces menores," añadió el Dr. Leete. "Esta es la adjudicación de todos los casos donde un soldado del ejército industrial hace una queja por falta de equidad contra un oficial. Todas esas cuestiones son oídas y establecidas sin apelación por un juez único, tres jueces se requieren solamente en casos más graves. La eficiencia de la industria requiere la más estricta disciplina en el ejército laboral, pero la exigencia de los trabajadores de un tratamiento justo y considerado está respaldada por el poder de la nación al completo. El oficial ordena y el soldado obedece, pero no hay oficial tan alto que se atreva a hacer gala de modales autoritarios hacia un trabajador de la clase inferior. En cuanto a la mala educación o la rudeza por parte de un oficial de cualquier tipo, en sus relaciones con el público, ninguna entre las ofensas menores es más seguro tenga un presto castigo que esta. No sólo la justicia, sino también la urbanidad es hecha cumplir por nuestros jueces en todo tipo de relaciones. Ningún valor del servicio se acepta como excusa que autorice modales groseros u ofensivos."

Se me ocurrió, mientras el Dr. Leete estaba hablando, que en toda su charla había oído mucho acerca de la nación y nada acerca de los gobiernos de los estados. ¿Había la organización de la nación como unidad industrial abolido los estados? Lo pregunté.

"Necesariamente," replicó. "Los gobiernos de los estados habrían interferido con el control y disciplina del ejército industrial, que, desde luego, requería ser central y uniforme. Incluso si los gobiernos de los estados no se hubiesen hecho inconvenientes por otras razones, se hubiesen vuelto superfluos mediante la prodigiosa simplificación de la tarea de gobierno desde su época. Ahora, casi la única función de la administración es la de dirigir las industrias del país. La mayoría de los propósitos para los cuales los gobiernos existieron anteriormente ya no existen para ser servidos. No tenemos ejército ni armada, ni organización militar. No tenemos departamentos de estado o del tesoro, ni impuestos sobre el consumo ni servicio de renta, ni impuestos ni recaudadores de impuestos. La única función propia del gobierno que todavía permanece como usted la conoció es el sistema jurídico y policial. Ya le he explicado lo simple que es nuestro sistema judicial comparado con la máquina enorme y compleja de su época. Desde luego la misma ausencia de crimen y tentación para él, que hace las obligaciones de los jueces tan ligeras, reduce el número y obligaciones de la policía a un mínimo."

"Pero sin legislaturas del estado, y con el Congreso reuniéndose solamente una vez cada cinco años, ¿cómo consiguen hacer su legislación?"

"No tenemos legislación," replicó el Dr. Leete, "esto es, casi ninguna. Es raro que el Congreso, incluso cuando se reúne, considere alguna nueva ley de consecuencia, y entonces únicamente tiene poder para encomendarselas al siguiente Congreso, por miedo a que algo se haga precipitadamente. Si lo considera un momento, Sr. West, verá que no tenemos nada sobre lo que hacer leyes. Los principios fundamentales sobre los cuales está fundada nuestra sociedad resuelven para siempre las disputas y malentendidos que en su época exigían legislación.

"El noventa y nueve por ciento de las leyes de esa época tenían que ver con la definición y protección de la propiedad privada y las relaciones de compradores y vendedores. Ahora no hay ni propiedad privada, más allá de las pertenencias personales, ni compra ni venta, y por tanto la ocasión de casi toda la legislación anteriormente necesaria ha pasado a mejor vida. Anteriormente, la sociedad era una pirámide en equilibrio sobre su ápice. Todas las gravitaciones de naturaleza humana estaban constantemente tendiendo a volcarla, y podía mantenerse derecha, o más bien del revés (si se me perdona la ocurrencia algo floja), mediante un elaborado sistema, renovado constantemente, de soportes, contrafuertes y tirantes, en forma de leyes. Un Congreso central y cuarenta legislaturas de estado, produciendo unas veinte mil leyes al año, no podría fabricar nuevos soportes con la rapidez suficiente para ponerlos en el lugar de los que constantemente se rompían o se volvían ineficaces por un desplazamiento de la tensión. Ahora la sociedad descansa sobre su base, y tiene tan poca necesidad de soportes artificiales como las eternas colinas."

"Pero ¿tienen al menos gobiernos municipales además de una autoridad central?"

"Ciertamente, y tienen importantes y extensas funciones prestando atención a la comodidad y recreación públicas, y a la mejora y el embellecimiento de los pueblos y ciudades."

"Pero no teniendo control sobre el trabajo de su gente, o medios para contratarla, ¿cómo pueden hacer nada?"

"A cada pueblo o ciudad se le concede el derecho a retener, para sus propios trabajos públicos, una cierta proporción de la cuota de trabajo con la que sus ciudadanos contribuyen a la nación. Esta proporción, siendo asignada como una cantidad determinada de crédito, puede aplicarse en cualquier modo deseado."

Capítulo 20

Esa tarde Edith preguntó de pasada si yo había vuelto a visitar la cámara subterránea del jardín, en la cual había sido encontrado.

"Todavía no," repliqué. "Para ser franco, hasta ahora me he echado atrás de hacerlo, por miedo a que la visita pudiese revivir viejas asociaciones de ideas de una forma más bien demasiado fuerte para mi equilibrio mental."

"¡Ah, sí!" dijo, "puedo imaginar que has hecho bien manteniendote a distancia. Debía haberlo pensado."

"No," dije, "me alegro de que hables de ello. El peligro, si había alguno, existió únicamente durante el primer día o los dos primeros días. Gracias a ti, principalmente y siempre, siento que mi posición es tan firme en este nuevo mundo, que si vienes conmigo para mantener a los fantasmas alejados, realmente me gustaría visitar el lugar esta tarde."

Edith puso reparos al principio, pero, dándose cuenta de que iba en serio, consintió en acompañarme. La muralla de tierra extraída de la excavación era visible entre los árboles desde la casa, y unos pocos pasos nos llevaron al lugar. Todo permanecía como si estuviese en el punto en el cual el trabajo fue interrumpido por el descubrimiento del inquilino de la casa, salvo porque la puerta había sido abierta y la losa del tejado reemplazada. Descendiendo la pendiente de los laterales de la excavación, entramos por la puerta y nos quedamos de pie dentro de la tenuemente iluminada habitación.

Todo está justo como yo lo había visto por última vez aquella noche hace ciento trece años, justo antes de cerrar mis ojos para aquel largo sueño. Me quedé de pie durante algún tiempo mirando en silencio a mi alrededor. Vi que mi acompañante me estaba mirando furtivamente con una expresión de asombro y comprensiva curiosidad. Tendí mi mano hacia ella y ella puso la suya en la mía, sus suaves dedos respondieron con una tranquilizadora presión cuando la agarré. Finalmente susurró, "¿no sería mejor que saliésemos ahora? No debes ponerte demasiado a prueba. ¡Oh, cuán extraño debe de ser para tí!"

"Al contrario," repliqué, "no parece extraño; eso es lo extraño."

"¿No parece extraño?" repitió.

"Exactamente," repliqué. "Las emociones que evidentemente supones que tengo, y que preví que me vendrían en esta visita, sencillamente no las siento. Comprendo todo lo que esto que nos rodea sugiere, pero sin la agitación que esperaba. No puedes estar ni de lejos tan sorprendida por esto como yo mismo lo estoy. Desde aquella terrible mañana que viniste a ayudarme, he tratado de evitar pensar en mi vida anterior, justo como he evitado venir aquí, por miedo a los efectos perturbadores. Soy para todo el mundo un hombre que ha permitido que un miembro herido permanezca inmóvil bajo la impresión de que es exquisitamente sensitivo, y al tratar de moverlo descubre que está paralizado."

"¿Quieres decir que tus recuerdos se han ido?"

"En absoluto. Recuerdo todo lo conectado con mi vida anterior, pero con una total falta de sensación penetrante. Recuerdo con una claridad como si no hubiese pasado sino un día desde entonces, pero mis sentimientos acerca de lo que recuerdo son tan débiles como si para mi consciencia hubiesen pasado cien años, como así es de hecho. Quizá sea posible explicar esto también. El efecto del cambio en lo que me rodea es como el del lapso de tiempo que hace que el pasado parezca remoto. Cuando desperté por primera vez de aquel trance, mi vida anterior parecía haber sido ayer, pero ahora, desde que he conocido lo que me rodea, y he comprendido los prodigiosos cambios que han transformado el mundo, ya no me resulta tan difícil, sino muy fácil, comprender que he dormido un siglo. ¿Puedes concebir algo semejante a vivir cien años en cuatro días? Realmente me parece que he hecho eso precisamente, y que es esta experiencia lo que ha dado una apariencia tan remota e irreal a mi vida anterior. ¿Puedes imaginarte cómo podría ser una cosa así?"

"Puedo concebirlo," replicó Edith, meditativamente, "y creo que todos deberíamos estar agradecidos de que sea así, porque te ahorrará mucho sufrimiento, estoy segura."

"Imagina," dije, en un esfuerzo por explicar, tanto a mi mismo como a ella, la extrañeza de mi condición mental, "que un hombre se entera por primera vez de la muerte de un pariente, muchos, muchos años, media vida quizá, después de que el suceso ocurra. Me imagino que quizá sentiría algo como yo. Cuando pienso en mis amigos que estaban en el mundo de aquél tiempo pasado, y la aflicción que deben de haber sentido por mi, lo hago con una pena y una tristeza, en vez de una intensa angustia, como de una amargura que terminó hace mucho, mucho tiempo."

"No nos has dicho nada de tus amigos todavía," dijo Edith. "¿Tenías muchos que llorasen por ti?"

"Gracias a Dios, tenía muy pocos parientes, ninguno más cercano que mis primos," repliqué. "Pero había una, no un pariente, pero más querida para mi que cualquier parentesco sanguíneo. Ella tenía tu nombre. Ella iba a haber sido pronto mi esposa. ¡Ay de mi!"

"¡Ay de mi!" suspiró Edith a mi lado. "Piensa en la angustia que ella debió de sentir."

Algo en el sentimiento profundo de esta dulce muchacha tocó una cuerda en mi yerto corazón. Mis ojos, antes tan secos, se desbordaron en lágrimas que hasta ahora se habían negado a brotar. Cuando recuperé mi compostura, vi que también ella había estado llorando sin reprimirse.

"Dios bendiga tu tierno corazón," dije. "¿Te gustaría ver su retrato?"

Un pequeño estuche con el retrato de Edith Bartlett, asegurado alrededor de mi cuello con una cadena de oro, había yacido sobre mi pecho a lo largo de todo aquel largo sueño, y retirando ésta lo abrí y se lo di a mi acompañante. Ella lo tomó con ansia, y tras estudiar minuciosamente el dulce rostro durante un buen rato, acarició el retrato con sus labios.

"Sé que ella era lo suficientemente buena y encantadora como para merecer tus lágrimas," dijo; "pero recuerda que su angustia terminó hace mucho tiempo, y que ha estado en el cielo durante casi un siglo."

Así era de hecho. Cualquiera que hubiese sido su amargura una vez, ella había cesado de llorar durante casi un siglo, y, mi repentina pasión se agotó, mis propias lágrimas se secaron. La había amado mucho en mi otra vida, ¡pero fue hace cien años! No sé si alguien puede encontrar en esta confesión una evidencia de falta de sentimientos, pero creo que, quizá, nadie puede tener una experiencia lo bastante parecida a la mía como para que me pueda juzgar. Cuando estábamos a punto de salir de la cámara, mis ojos se posaron sobre la gran caja fuerte de hierro que había en el rincón. Llamando la atención de mi acompañante, dije:

"Esta era mi cámara acorazada además de mi dormitorio. En aquella caja fuerte hay varios miles de dólares en oro, y una cantidad de títulos. Si hubiese sabido cuando me fui a dormir aquella noche cuánto tiempo duraría mi siesta, todavía habría pensado que el oro era un provisión segura para mis necesidades en cualquier país o cualquier siglo, no importa cuán distante. Habría considerado como la más loca de las ideas el que hubiese jamás llegado un tiempo en el que perdería su poder de adquisición. Sin embargo, me despierto aquí para encontrarme una gente a quienes una carreta llena de oro no les aprovisionaría ni de una barra de pan."

Como era de esperar, no tuve éxito en dar la impresión a Edith de que había algo notable en este hecho. "¿Por qué razón debería?" preguntó sencillamente.

El Dr. Leete había sugerido que deberíamos dedicar la mañana siguiente a una inspección de las escuelas y universidades de la ciudad, con un intento por su parte de explicar el sistema educativo del siglo veinte.

"Verá" dijo, mientras partíamos tras el desayuno, "muchas y muy importantes diferencias entre nuestros métodos de educación y los suyos, pero la principal diferencia es que hoy en día todas las personas tienen igualmente aquellas oportunidades de educación superior que en su época sólo disfrutaba una porción infinitesimal de la población. Nosotros creeríamos que no habíamos ganado nada de lo que mereciese la pena hablar, igualando la comodidad física de la humanidad, sin esta igualdad en la educación."

"El coste debe de haber sido muy grande," dije.

"Si costase la mitad de los ingresos de la nación, nadie lo escatimaría," replicó el Dr. Leete, "ni incluso si costase el total, nadie ahorraría la más mísera cantidad. Pero en verdad el gasto de educar diez mil jóvenes no es ni diez ni cinco veces lo que cuesta educar a mil. El principio que hace que todas las operaciones a gran escala sean más baratas que a pequeña escala se cumple también en lo que a educación se refiere."

"La educación universitaria era terriblemente cara en mi época," dije.

"Si no me he informado mal por medio de nuestros historiadores," respondió el Dr. Leete, "no era la educación universitaria sino el despilfarro y la extravagancia universitaria lo que tenía tan alto coste. El gasto real de sus universidades parece haber sido muy bajo, y habría sido mucho más bajo si su patronazgo hubiese sido mayor. La educación superior hoy en día es tan barata como la inferior, porque todos los grados de maestros, como todos los demás trabajadores, reciben el mismo soporte. Nosotros hemos añadido sencillamente al sistema común escolar de educación obligatoria, en boga en Massachussets hace cien años, media docena de grados superiores, llevando a la juventud hasta la edad de veintiún años y dándoles lo que ustedes solían llamar la educación de un caballero, en vez de dejarlos sueltos a los catorce o quince años sin más equipamiento mental que la lectura, la escritura y la tabla de multiplicar."

"Dejando a un lado el coste efectivo de estos años adicionales de educación," repliqué, "habríamos pensado que no podíamos permitirnos la pérdida de tiempo en cuanto a los objetivos industriales. Los muchachos de las clases pobres habitualmente empezaban a trabajar a los dieciséis años o más jóvenes, y conocían su oficio a los veinte."

"No creeríamos que ustedes obtuviesen ninguna ganancia incluso en producto material mediante ese plan," replicó el Dr. Leete. "La mayor eficiencia que la educación da a toda clase de trabajos, excepto a los más rudos, se construye en un corto período para el tiempo perdido en adquirirlo."

"También habríamos temido," dije, "que una educación superior, aunque adapta a las personas a las profesiones, las dispone contra el trabajo manual de todo tipo."

"Ese era el efecto de la educación superior en su época, he leído," replicó el doctor; "y no hay que asombrarse, porque el trabajo manual significa asociación con una clase de gente ruda, tosca, e ignorante. No existe tal clase ahora. Era inevitable que tal sentimiento existiese entonces, por la sencilla razón además de que todos los hombres que recibían una educación superior se entendía que estaban destinados para las profesiones o para la ociosidad de la riqueza, y una educación tal en alguien que ni fuese rico ni profesional era prueba de aspiraciones frustradas, una evidencia de fracaso, un signo de inferioridad en vez de superioridad. Hoy en día, desde luego, cuando la más alta educación se considera necesaria para que sencillamente un hombre pueda ser capaz de vivir, sin ninguna referencia a la clase de trabajo que pueda hacer, su posesión no tiene tal implicación."

"Después de todo," hice la observación, "ninguna cuantía de educación puede curar la estupidez natural o compensar las deficiencias mentales. A menos que la capacidad mental media de los seres humanos esté muy por encima del nivel que tenía en mi época, una educación superior debe de estar bastante fuera del alcance de un amplio segmento de la población. Éramos de la opinión que una mente requiere cierta cuantía de susceptibilidad a las influencias educativas para que merezca la pena cultivarla, justo como un suelo requiere cierta fertilidad natural si debe compensar su labranza."

"Ah," dijo el Dr. Leete, "me alegro de que haya usado esa ilustración, porque es justo la que yo habría escogido para explicar el moderno punto de vista sobre la educación. Dice usted que una tierra tan pobre que el producto no compense el trabajo de labrarlo no se cultiva. Sin embargo, en su época, como en la nuestra, se cultivó mucha tierra que nunca compensa su labranza mediante su producto. Me refiero a jardines, parques, céspedes, y, en general, a trozos de tierra ubicados de tal modo que, si se dejasen crecer malas hierbas y brezo, serían cosas que ofenden a la vista y causan inconvenientes a su alrededor. Por tanto están cultivados, y aunque su producto es pequeño, aun así no hay tierra que, en un amplio sentido, compense mejor su cultivo. Así ocurre con los hombres y mujeres con quienes nos relacionamos socialmente, cuyas voces están siempre en nuestros oídos, cuyo comportamiento afecta nuestro disfrute de innumerables maneras—quienes son, de hecho, tan condicionantes de nuestras vidas como el aire que respiramos, o cualquiera de los elementos físicos de los que dependemos. Si, de hecho, no pudiésemos permitirnos educar a todo el mundo, deberíamos escoger a los más bastos y torpes por naturaleza, en vez de a los brillantes, para recibir la educación que pudiésemos dar. Los refinados e intelectuales por naturaleza pueden prescindir mejor de ayudas a la cultura que aquellos menos afortunados en dotes naturales.

"Para tomar prestada una frase que a menudo se usaba en su época, no deberíamos considerar que la vida merece la pena vivirse si tuviésemos que vernos rodeados por una población de hombres y mujeres ignorantes, groseros, bastos, completamente incultos, como eran las condiciones en las que se veían los pocos que tenían educación en su época. ¿Un ser humano se siente satisfecho, meramente porque esté perfumado, si se mezcla con una muchedumbre maloliente? ¿Podría sentirse satisfecho más que de un modo muy limitado, incluso en un apartamento suntuoso, si las ventanas diesen a establos por los cuatro costados? Y aun así justo esa era la situación de aquellos considerados más afortunados en cuanto a cultura y refinamiento en su época. Sé que los pobres e ignorantes envidiaban a los ricos y cultos en aquel entonces; pero a nosotros, éstos, viviendo como lo hacían, rodeados de inmundicia y brutalidad, nos parecen poco más afortunados que aquellos. La persona culta de su época eran como alguien hundido hasta el cuello en una ciénaga nauseabunda aliviándose con un frasco de perfume. Ya ve usted, quizá, ahora, cómo contemplamos esta cuestión de la educación superior universal. No hay cosa tan importante para cada ser humano como tener por vecinos a personas inteligentes, sociables. No hay nada, por tanto, que la nación pueda hacer por él que mejore tanto su propia felicidad como educar a sus vecinos. Cuando fracasa en hacerlo, el valor de su propia educación para él se reduce a la mitad, y muchos de los gustos que ha cultivado se vuelven auténticas fuentes de sufrimiento.

"Educar a algunos hasta el más alto grado, y dejar a la masa completamente inculta, como hacían ustedes, creó una fisura entre ellos casi como la que hay entre diferentes especies, que no tienen medios de comunicarse. ¡Qué podría ser más inhumano que esta consecuencia del disfrute parcial de la educación! Su disfrute universal e igual deja, de hecho, las diferencias entre seres humanos reducidas a sus dotes naturales tan marcadas como en un estado de naturaleza, pero el nivel del más bajo se eleva enormemente. La brutalidad es eliminada. Todos tienen alguna noción de humanidades, valoran de algún modo las cosas de la mente, y tienen alguna admiración por la aún más elevada cultura que no han sido capaces de alcanzar. Se han convertido en capaces de recibir e impartir, en diversos grados, pero todos en alguna medida, los placeres e inspiraciones de una vida social refinada. La sociedad culta del siglo diecinueve— ¿en qué consistía sino en aquí y allí unos pocos y microscópicos oasis en medio de un vasto desierto ininterrumpido? La proporción de individuos capaces de simpatizar intelectualmente o tener relaciones refinadas, sobre la masa de sus contemporáneos, era tan infinitesimal como para que apenas mereciese la pena mencionarla en una visión general de la humanidad. Una única generación del mundo actual representa un mayor volumen de vida intelectual que cualesquiera cinco siglos anteriores.

"Todavía hay otro punto que debería mencionar para explicar los fundamentos sobre los cuales nada menos que la universalidad de la mejor educación podría ahora ser tolerada," continuó el Dr. Leete, "y se trata del interés de la generación siguiente en tener unos padres educados. Para exponer el asunto en pocas palabras, hay tres fundamentos principales sobre los cuales descansa el sistema educativo: primero, el derecho de cada ser humano a la más completa educación que la nación pueda darle por cuenta propia de ésta, como necesaria para el propio disfrute de aquel; segundo, el derecho de sus propios conciudadanos a que lo eduquen, como necesario para el disfrute que ellos tendrán a causa de la sociabilidad de él; tercero, el derecho de los no nacidos a que se les garanticen unos padres inteligentes y refinados."

No describiré en detalle lo que vi en las escuelas ese día. Habiendo tenido escaso interés en asuntos de educación en mi vida anterior, pocas comparaciones de interés podría ofrecer. Junto al hecho de la universalidad tanto de la educación superior como de la inferior, quedé muy impactado por la importancia dada a la cultura física, y al hecho de que la pericia en logros atléticos y juegos, además de en erudición, tuviese un lugar en la evaluación de los jóvenes.

"La facultad de la educación," explicó el Dr. Leete, "se contempla al mismo nivel de responsabilidad para los cuerpos como para las mentes de quienes la reciben. El más alto desarrollo físico y mental de cada uno es el doble objeto de un curriculum que va desde la edad de seis años hasta los veintiuno."

La magnífica salud de los jóvenes en las escuelas me impresionó contundentemente. Mis observaciones previas, no sólo de las notables dotes personales de la familia de mi anfitrión, sino de la gente que había visto en mis paseos por el exterior, ya me habían sugerido la idea de que debía de haber algo como una mejora general del estándar físico de la humanidad desde mi época, y ahora, según comparaba estos fornidos jóvenes muchachos, y frescas, vigorosas doncellas, con los jóvenes que había visto en las escuelas del siglo diecinueve, me sentí animado a dar a conocer lo que pensaba al Dr. Leete. Él escuchó con gran interés lo que dije.

"Su testimonio sobre este punto," declaró, "es de un valor incalculable. Nosotros creemos que ha habido una mejora tal como la que dice usted, pero desde luego para nosotros era una mera teoría. Dada la circunstancia de su posición única, sólo usted en el mundo de hoy puede hablar con autoridad sobre este punto. Su opinión, cuando la explique públicamente, le aseguro que causará una profunda sensación. Por lo demás, habría sido extraño, ciertamente, si la humanidad no hubiese mostrado una mejora. En su época, los ricos corrompían una clase con la ociosidad de la mente y el cuerpo, mientras que la pobreza minaba la vitalidad de las masas por trabajo en exceso, mala comida, y hogares pestilentes. El trabajo requerido de niños, y las cargas impuestas a las mujeres, debilitaban las auténticas fuentes de la vida. En vez de estas maléficas circunstancias, ahora todos disfrutan de las más favorables condiciones de vida física; los jóvenes son cuidadosamente alimentados y se cuida de ellos con esmero; el trabajo que es requerido de todos está limitado al período del mayor vigor corporal, y nunca es excesivo; el desvelo para uno mismo y la familia de uno, la ansiedad en cuanto al medio de vida, el esfuerzo de una incesante batalla por la vida— todas estas influencias, que una vez hicieron tanto para destrozar las mentes y los cuerpos de los hombres y mujeres, ya no se conocen. Ciertamente, una mejora de la especie debería seguir a tal cambio. En ciertos aspectos específicos conocemos, de hecho, que la mejora ha tenido lugar. La locura, por ejemplo, que en el siglo diecinueve era tan terrible producto habitual de su loco modo de vida, casi ha desaparecido, con su alternativa, el suicidio."

Capítulo 22

Nos habíamos citado para encontrarnos con las señoras en el pabellón de comidas para cenar, tras lo cual, teniendo algún compromiso, nos dejaron allí sentados a la mesa, discutiendo nuestro vino y cigarros con una multitud de otros asuntos.

"Doctor," dije, en el transcurso de nuestra charla, "moralmente hablando, su sistema social es tal, que sería insensato no admirarlo en comparación con cualquiera que hubiese estado anteriormente en boga en el mundo, y especialmente con el de mi desafortunadísimo siglo. Si esta noche cayese en un sueño hipnótico, tan duradero como el otro, y mientras tanto el transcurso del tiempo fuese hacia atrás en vez de hacia delante y me despertase otra vez en el siglo diecinueve, cuando dijese a mis amigos lo que había visto, todos y cada uno admitirían que el mundo de ustedes es un paraíso de orden, equidad, y felicidad. Pero mis contemporáneos eran gente muy práctica, y tras expresar su admiración por la belleza moral y el esplendor material del sistema, al poco tiempo empezarían a hacer cálculos y preguntar cómo consiguieron ustedes el dinero para hacer a todos tan felices; porque ciertamente, mantener a toda la nación en un grado de comodidad, e incluso lujo, tal como el que veo a mi alrededor, debe implicar una riqueza inmensamente mayor que la que producía la nación en mi época. O sea, mientras podría explicarles con bastante aproximación todas las demás características del sistema de ustedes, fracasaría por completo en responder a esta pregunta, y fallando ahí, me dirían, porque eran personas que calculaban minuciosamente, que había estado soñando; y ya no creerían nada más. En mi época, sé que el producto total anual de la nación, aunque pudiera haber sido dividido con absoluta igualdad, no habría llegado a más de trescientos o cuatrocientos dólares per cápita, no mucho más que lo necesario para suplir las necesidades de la vida con poco o nada de sus comodidades. ¿Cómo es que tienen ustedes muchísimo más?"

"Es una pregunta muy pertinente, Sr. West," replicó el Dr. Leete, "y no debería culpar a sus amigos, en el caso que ha supuesto, si dijesen que su relato es todo sandeces, si usted fracasase en dar una respuesta satisfactoria. Es una pregunta que no puedo responder exhaustivamente en el tiempo que dura una de nuestras charlas, y en cuanto a las estadísticas exactas que corroboran mis afirmaciones generales, le daré referencias de libros de mi biblioteca, pero sería ciertamente una lástima dejar que sus antiguas amistades le lleven a confusión, en el caso de la contingencia de la que habla, por falta de unas pocas sugerencias.

"Empecemos con un número de pequeños detalles en donde economizamos riqueza en comparación con su época. No tenemos deuda nacional, estatal, provincial, o municipal, o pagos a su cuenta. No tenemos gastos militares o navales para hombres o material, ni ejército, armada o milicia. No tenemos fisco, ni una horda de asesores de impuestos y recaudadores. En lo que respecta a nuestros jueces, policías, alguaciles, y carceleros, la fuerza que Massachussets por sí solo mantenía en pie en su época, ahora es mucho más que suficiente para toda la nación. No tenemos clase criminal haciendo presa sobre la riqueza de la sociedad, como tenían ustedes. El número de personas que la fuerza de trabajadores perdía más o menos definitivamente a causa de su discapacidad física, los cojos, enfermos y debilitados, que constituían una carga sobre los capacitados de su época, ahora que todos viven bajo condiciones de salud y comodidad, se ha reducido a proporciones apenas perceptibles, y con cada generación su eliminación es más completa.

"Otro detalle en donde ahorramos es en el desuso del dinero y las miles de ocupaciones conectadas con operaciones financieras de toda clase, por medio de las cuales un ejército de personas era antaño apartado de las ocupaciones útiles. Tenga en cuenta también que el despilfarro de los muy ricos de su época en lujo personal desmesurado ha cesado, aunque, de hecho, este detalle pudiera ser sobreestimado. Una vez más, tenga en cuenta que ahora no hay ociosos, ricos o pobres— no hay zánganos.

"Una causa muy importante de la pobreza de antaño era el inmenso despilfarro de trabajo y material que resultaba del lavado y cocinado doméstico, y la realización por separado de otras innumerables tareas a las cuales nosotros aplicamos el plan cooperativo.

"Un mayor ahorro que cualquiera de estos—sí, que todos juntos— se efectúa mediante la organización de nuestro sistema distributivo, mediante el cual el trabajo que antaño hacían los mercaderes, comerciantes, almacenistas, con sus diversos grados de intermediarios, mayoristas, detallistas, agentes, viajantes, y comisionistas de todas clases, con un excesivo gasto de energía en innecesarios trasportes e interminables manipulaciones, ahora es llevado a cabo por una décima parte del número de manos y por ni un giro innecesario de ninguna rueda. Ya conoce algo de cómo es nuestro sistema de distribución. Nuestros estadísticos calculan que basta una octogésima parte de trabajadores para llevar a cabo todos los procesos de distribución que en la época de usted requerían una octava parte de la población, que era apartada de la fuerza implicada en labores productivas."

"Empiezo a ver," dije, "de dónde sacan su gran riqueza."

"Le ruego me perdone," replicó el Dr. Leete, "pero apenas lo ve todavía. Lo que he mencionado hasta ahora como economizado, en total, considerando el trabajo que se ahorraría directa e indirectamente mediante el ahorro de material, pudiera posiblemente ser equivalente a una vez y media la suma de la producción anual de riqueza de su época. Estos detalles, sin embargo, apenas merece la pena mencionarlos en comparación con otros prodigiosos despilfarros, ahora economizados, que resultaban inevitablemente de dejar las industrias de la nación a la empresa privada. No importa cuán grande pudiese haber sido el ahorro ideado por sus contemporáneos en el consumo de productos, y no importa cuán maravilloso fuese el progreso de la invención mecánica, nunca podrían haber salido del atolladero de la pobreza en tanto se mantuviesen en aquel sistema.

"No podría haberse ideado un modo más derrochador de utilizar la energía, y en pro de la buena reputación del intelecto humano debería ser recordado que el sistema nunca fue ideado, sino que era meramente una supervivencia de las eras primitivas cuando la falta de organización social hacía imposible cualquier tipo de cooperación."

"Admitiré de buena gana," dije, "que nuestro sistema industrial era éticamente muy malo, pero como una mera máquina de producir riqueza, aparte de aspectos morales, nos parecía admirable."

"Como he dicho," respondió el doctor, "el asunto es demasiado largo para discutirlo ahora en profundidad, pero si está realmente interesado en conocer las principales críticas que nosotros los modernos hacemos de su sistema industrial al compararlo con el nuestro, puedo mencionar brevemente alguna de ellas.

"Los despilfarros que resultaban de dejar la conducción de la industria a individuos irresponsables, completamente sin mutuo entendimiento o concierto, eran principalmente cuatro: primero, el despilfarro por emprender tareas equivocadas; segundo, el despilfarro por la competencia y la mutua hostilidad de aquellos que realizaban actividades industriales; tercero, el despilfarro por saturaciones y crisis periódicas, con las consiguientes interrupciones de la industria; cuarto, el despilfarro debido al capital y fuerza laboral ociosos, en todo momento. Cualquiera de estas cuatro fugas, aunque las otras cesasen, bastaría para marcar la diferencia entre la riqueza y la pobreza de una nación.

"Tomemos el despilfarro por emprender tareas equivocadas, para comenzar. En su época, como la producción y distribución de artículos se hacía sin concierto ni organización, no había medio de saber qué demanda había para cualquier tipo de producto, o cuál era la velocidad de suministro. Por tanto, cualquier iniciativa de capitalistas privados era siempre un dudoso experimento. El promotor, no teniendo una visión general del campo de la industria y el consumo, tal como tiene nuestro gobierno, no podía nunca estar seguro ni de lo que la gente quería, ni de qué medidas estaban siendo tomadas por otros capitalistas para dar suministro a dicha gente. En vista de esto, no nos sorprende saber que se consideraba que las oportunidades eran de varias a una en favor del fracaso de cualquier negocio dado que se emprendiera, y que para las personas que al final tenían éxito en dar en el clavo era común haber fracasado repetidamente. Si un zapatero, para cada par de zapatos que completase con éxito, echase a perder el cuero de cuatro o cinco pares, además de perder el tiempo empleado en ellos, tendría la misma probabilidad de hacerse rico como los contemporáneos de usted las tenían con su sistema de empresas privadas, y su promedio de cuatro o cinco fracasos por cada éxito.

"El siguiente de los grandes despilfarros era el de la competencia. El campo de la industria era un campo de batalla tan amplio como el mundo, en el cual los trabajadores, arremetiendo unos contra otros, despilfarraban energías que, si se hubiesen gastado en esfuerzo concertado, como hoy, habrían enriquecido a todos. En cuanto a la clemencia o el cuartel en esta guerra, no había absolutamente ni atisbo de ellos. Entrar deliberadamente en un campo de negocio y destruir las empresas de los que lo habían ocupado anteriormente, para plantar la propia empresa sobre sus ruinas, era una hazaña que nunca dejaba de atraer la admiración popular. No es ningún ejercicio de la imaginación comparar esta clase de lucha con una guerra de verdad, en tanto en cuanto atañe a la agonía mental y al sufrimiento físico que concurrían en la lucha, y a la miseria que abrumaba a los derrotados y a los que dependían de ellos. Ahora no hay nada relacionado con su época que sea, a primera vista, más asombroso para un ser humano de los tiempos modernos que el hecho de que los seres humanos involucrados en la misma industria, en vez de confraternizar como camaradas y colaboradores para un fin común, se contemplasen unos a otros como rivales y enemigos a extrangular y abatir. Esto ciertamente parece una pura locura, una escena de manicomio. Pero contemplado más de cerca, se ve que no es tal cosa. Sus contemporáneos, con sus mutuos cortes de cuello, sabían muy bien lo que hacían. Los productores del siglo diecinueve no estaban, como nosotros, trabajando juntos por el mantenimiento de la comunidad, sino cada uno únicamente para su propio mantenimiento a expensas de la comunidad. Si, trabajando para este fin, incrementaban al mismo tiempo la riqueza conjunta, era meramente casual. Sencillamente resultaba así de factible y de común incrementar lo que uno acumulaba mediante prácticas dañinas para el bienestar general. Los peores enemigos de uno eran necesariamente los de su propio negocio, porque, bajo el plan que tenían ustedes de hacer del beneficio privado el motivo de la producción, lo que cada productor particular deseaba era la escasez del artículo que producía. Su interés era que no se produjese más de su producto que lo que él podía producir. Asegurar esta consumación hasta el punto que las circunstancias lo permitiesen, exterminando y desalentando a aquellos que estaban involucrados en su línea industrial, era su constante esfuerzo. Cuando había exterminado a todos los que podía, su política era aliarse con los que no había podido exterminar, y convertir su guerra mutua en una guerra contra el público en general, acaparando el mercado, como creo que solían llamarlo ustedes, y subiendo los precios al más alto nivel que la gente pudiese soportar antes de irse sin los productos. El ensueño del productor del siglo diecinueve era conseguir el absoluto control del suministro de algún producto necesario para la vida, para poder mantener al público al borde de la hambruna, y controlar siempre la carestía de los precios de lo que suministraba. Esto, Sr. West, es lo que se llamaba en el siglo diecinueve un sistema de producción. A usted le dejo el considerar si esto no parece mucho más, en alguno de sus aspectos, un sistema para evitar la producción. Alguna vez cuando tengamos tiempo libre de sobra, voy a pedirle que se siente conmigo y trate de hacerme comprender, ya que hasta ahora no he podido, aunque he estudiado mucho el asunto, cómo unos individuos tan sagaces como sus contemporáneos parecen haber sido en muchos aspectos, pudieron jamás confiar la responsabilidad del negocio de abastecer a la comunidad, a una clase cuyo interés era matarlos de hambre. Le aseguro que nuestro asombro no es que el mundo no se enriqueciese bajo tal sistema, sino que no pereciese lisa y llanamente de pobreza extrema. Este asombro se incrementa a medida que seguimos considerando alguno de los otros prodigiosos despilfarros que lo caracterizaban.

"Aparte del despilfarro de trabajo y capital por una industria descarriada, y la constante sangría de su guerra industrial, su sistema era susceptible de periódicas convulsiones, que agobiaban por igual a los sensatos y a los insensatos, a los exitosos cortadores de cuellos y a sus víctimas. Me refiero a las crisis de negocios que ocurrían a intervalos de entre cinco y diez años, que destrozaban las industrias de la nación, abatiendo todas las empresas débiles y lisiando las más fuertes, y que eran seguidas de largos períodos, a menudo de muchos años, llamados tiempos de poca animación, durante los cuales los capitalistas reagrupaban su disipada fuerza mientras las clases trabajadoras se morían de hambre y se revolvían. Después seguía otra breve temporada de prosperidad, seguida a su vez por otra crisis y los consiguientes años de extenuación. Según se desarrollaba el comercio, haciendo a las naciones mutuamente dependientes, estas crisis llegaban a ser mundiales, mientras el pertinaz consiguiente estado de colapso se incrementaba con el área afectada por las convulsiones, y la consiguiente falta de centros de recuperación. En proporción a la multiplicación de industrias en el mundo y a medida que se hacían más complejas, y se incrementaba el volumen del capital involucrado, estos cataclismos en los negocios se hacían más frecuentes, hasta que, en la última parte del siglo diecinueve, hubo dos años de malos tiempos por cada uno de buenos, y el sistema de la industria, nunca antes tan extendido o tan imponente, parecía en peligro de colapsarse por su propio peso. Tras interminables discusiones, sus economistas parecían por aquel entonces haberse instalado en la desesperada conclusión de que no había más posibilidad de prevenir o controlar estas crisis que si hubiesen sido sequías o huracanes. Sólo quedaba resistirlas como males necesarios, y cuando hubiesen pasado, reconstruir la estructura hecha pedazos de la industria, como los habitantes de un país de terremotos continúan reconstruyendo sus ciudades en el mismo sitio.

"En cuanto a considerar que las causas del problema eran inherentes a su sistema industrial, sus contemporáneos estaban en lo cierto sin lugar a dudas. Las causas estaban en su misma base, y debían necesariamente hacerse más y más maléficas según la estructura de los negocios crecía en tamaño y complejidad. Una de estas causas era la falta de cualquier control en común de las diferentes industrias, y la consiguiente imposibilidad de su desarrollo ordenado y coordinado. De esta falta, resultaba inevitablemente el que estuviesen continuamente desacompasandose unas respecto a otras y respecto a la relación con la demanda.

"De esta última no había un criterio tal como el que nos da la distribución organizada, y la primera noticia de que se había excedido en cualquier grupo de industrias era el desplome de los precios, la bancarrota de los productores, la paralización de la producción, la reducción de los salarios, o el despido de trabajadores. Este proceso ocurría constantemente en muchas industrias, incluso en los que se llamaban buenos tiempos, pero la crisis tenía lugar únicamente cuando las industrias afectadas eran extensivas. Los mercados entonces se saturaban de artículos de los que nadie quería más que lo suficiente a cualquier precio. Los salarios y ganancias de quienes hacían la clase de artículos que saturaban el mercado se reducían o cesaban por completo, el poder de compra que ellos tenían como consumidores de otras clases de productos, de los cuales no había saturación natural, les era arrebatado, y, como consecuencia, los bienes de los que no había saturación natural saturaban artificialmente el mercado, hasta que sus precios también se venían abajo y sus fabricantes eran puestos fuera de operación y privados de ingresos. En ese momento, la crisis estaba claramente en curso, y nada podía detenerla hasta que el rescate de una nación hubiese sido despilfarrado.

"Una causa, también inherente a su sistema, que a menudo producía crisis, y siempre terriblemente agravadas, era la maquinaria del dinero y el crédito. El dinero era esencial cuando la producción estaba en manos privadas, y comprar y vender era necesario para asegurarse lo que uno quería. Estaba, sin embargo, abierto a obvias objeciones por sustituir la comida, el vestido, y otras cosas por un mero representante convencional de ellas. La confusión mental que esto favorecía, entre los artículos y su representante, allanó el camino al sistema de crédito y sus prodigiosas ilusiones. Una vez acostumbrados a aceptar dinero en vez de artículos, a continuación la gente aceptó promesas en vez de dinero, y dejó totalmente de mirar la cosa representada que había tras el representante. El dinero era un símbolo de los auténticos artículos, pero el crédito era tan solo el símbolo de un símbolo. Había un límite natural para el oro y la plata, ese límite era el dinero propiamente dicho, pero no había ningún límite para el crédito, y el resultado era que el volumen de crédito, esto es, las promesas de dinero, dejaban de ser soporte de cualquier cantidad comprobable de dinero, menos aún de artículos, que existieran realmente. Bajo tal sistema, las crisis frecuentes y periódicas ocurrían necesariamente por una ley tan absoluta como la que tira por tierra una estructura que se sale de su centro de gravedad. Una de las ficciones de su época era que sólo el gobierno y los bancos autorizados por él emitían dinero; pero todo el que diese un dólar de crédito emitía dinero en esa extensión, dinero que era tan bueno como cualquier otro para aumentar la circulación hasta la siguiente crisis. La gran extensión del sistema de crédito era una característica de la última parte del siglo diecinueve, y explica ampliamente las casi incesantes crisis que marcaron ese período. Tan peligroso como era el crédito, no podía acabarse con su uso, porque, a falta de cualquier organización, nacional o de otro tipo, del capital del país, era el único medio que tenían para concentrarlo y dirigirlo sobre las empresas industriales. Era de este modo un potentísimo medio de agigantar el principal peligro del sistema de la empresa privada industrial, haciendo capaces a ciertas industrias de absorber desproporcionadas cuantías del capital disponible del país, y de este modo preparar el desastre. Las empresas de negocios estaban siempre inmensamente en deuda por los adelantos de crédito, tanto entre ellas como con los bancos y capitalistas, y la pronta retirada de este crédito a la primera señal de una crisis era generalmente la causa que la precipitaba.

"El infortunio de sus contemporáneos era que tenían que cimentar la estructura de sus negocios con un material que un accidente podría en cualquier momento convertir en un explosivo. Se veían en el mismo aprieto que un hombre que construyese una casa usando dinamita como argamasa, porque el crédito no puede compararse con nada más.

"Si usted quisiese ver cuán innecesarias eran estas convulsiones de los negocios de las cuales le he estado hablando, y cuán íntegramente resultaban de dejar la industria a la gestión privada y desorganizada, tan sólo considere el funcionamiento de nuestro sistema. La sobreproducción en líneas especiales, que era el duende maligno de su época, es imposible ahora, porque debido a la conexión que hay entre distribución y producción, el suministro es engranado a la demanda como un motor al controlador que regula su velocidad. Incluso suponga que por un error de estimación haya una excesiva producción de algún artículo. La consecuente reducción o cesación de la producción en tal línea no arroja a nadie a quedarse sin empleo. A los trabajadores suspendidos se les encuentra ocupación de inmediato en algún otro departamento de los inmensos talleres y solamente pierden el tiempo empleado en el cambio, mientras, en cuanto al exceso, el negocio de la nación es suficientemente amplio como para cargar cualquier cuantía de producto manufacturado en exceso sobre la demanda hasta que esta última la alcanza. En un caso tal de sobreproducción, como el que he supuesto, no tenemos, como ustedes, ninguna maquinaria compleja que pueda averiarse y magnificar mil veces el error original. Desde luego, no teniendo dinero, menos tenemos crédito. Todas las estimaciones tratan directamente con las cosas reales, harina, hierro, madera, lana, y trabajo, de las cuales el dinero y el crédito eran para ustedes los auténticos desorientadores representantes. En nuestro cálculo del coste no puede haber errores. Del producto anual se toma lo necesario para el sustento de la gente, y se determina el trabajo requerido para producir el consumo del año siguiente. El resto del material y trabajo representa lo que puede gastarse con seguridad en mejoras. Si las cosechas son malas, el excedente para ese año es menor que lo habitual, eso es todo. Excepto por leves efectos ocasionales de causas naturales, no hay fluctuaciones de negocio; la prosperidad material de la nación fluye ininterrumpidamente de generación en generación, como un río que siempre se hace más ancho y más profundo.

"Sus crisis de negocios, Sr. West," continuó el doctor, "como cualquiera de los despilfarros que he mencionado antes, bastaban por sí solas para que nadie hubiese levantado nunca la vista de su trabajo; pero tengo que hablar todavía de otra gran causa de su pobreza, y dicha causa era la ociosidad de una gran parte de su capital y trabajo. En nuestra época, la administración se ocupa de mantener en constante empleo cada gramo de capital y trabajo disponible en el país. En su época no había control general ni de capital ni de trabajo, y una gran parte de ambos no conseguía encontrar empleo. 'El capital', solían ustedes decir, 'es tímido por naturaleza', y hubiera sido ciertamente imprudente si no hubiese sido tímido en una época donde había una amplia preponderancia de posibilidades de que cualquier riesgo empresarial particular terminase en fracaso. No había ocasión en la cual, si la seguridad pudiese haberlo garantizado, la cuantía de capital dedicado a industria productiva no pudiese haber sido incrementada en gran medida. La proporción de él así empleado sufría constantes y extraordinarias fluctuaciones, conforme al mayor o menor sentimiento de incertidumbre en cuanto a la estabilidad de la situación industrial, así que la producción de las industrias nacionales variaba en gran medida en años diferentes. Pero por la misma razón que la cuantía de capital empleado en momentos de especial inseguridad era mucho menos que en momentos de alguna mayor seguridad, nunca se empleaba en absoluto una proporción muy grande de dinero, porque el peligro de los negocios era siempre muy grande en el mejor de los momentos.

"También debería señalarse que la magnífica cuantía de capital que siempre estaba buscando emplearse allí donde una tolerable seguridad pudiese estar garantizada, amargaba terriblemente la competencia entre capitalistas cuando una vacante prometedora se les presentaba. La ociosidad del capital, resultante de su timidez, desde luego significaba la ociosidad del trabajo en correspondiente grado. Además, cada cambio en los ajustes del negocio, cada mínima alteración de las condiciones del comercio o las fábricas, por no hablar de los innumerables fracasos de negocios que tenían lugar anualmente, incluso en el mejor de los momentos, estaban constantemente lanzando a una multitud de personas fuera de su empleo por períodos de semanas o meses, o incluso años. Un gran número de estos buscadores de empleo estaba continuamente cruzando el país, convirtiéndose con el tiempo en vagabundos profesionales, y luego en criminales. '¡Dadnos trabajo!' era el grito de un ejército de desempleados en casi todas las temporadas, y en temporadas de poca animación en los negocios, este ejército crecía hasta hacerse una multitud tan grande como para amenazar la estabilidad del gobierno. ¿Podría concebirse que hubiera una demostración más concluyente de la imbecilidad del sistema de empresa privada como método para enriquecer a una nación que el hecho de que, en una época de semejante pobreza general y necesidad de todo, los capitalistas tenían que estrangularse unos a otros para encontrar una oportunidad segura para invertir su capital y los trabajadores se revolvían y se consumían porque no podían encontrar trabajo?

"Ahora bien, Sr. West," continuó el Dr. Leete, "quiero que recuerde que estos puntos de los que le he estado hablando indican sólo en sentido negativo las ventajas de la organización nacional de la industria, al mostrar ciertos defectos fatales y prodigiosas imbecilidades de los sistemas de empresa privada, que no se encuentran en dicha organización nacional. Estos puntos por sí solos, debe admitir, explicarían bastante bien por qué la nación es muchísimo más rica que en su época. Pero de la parte mayor de nuestra ventaja sobre ustedes, de la parte positiva, apenas le he hablado. Suponga que el sistema de la empresa privada en la industria estuviese libre de las grandes fugas que he mencionado; que no hubiese despilfarro a cuenta de esfuerzos mal encaminados surgiendo de errores en cuanto a la demanda, e incapacidad para tener una visión general del campo industrial. Suponga, también, que no hubiese despilfarro por pánico y crisis en los negocios a través de bancarrotas y prolongadas interrupciones de la industria, y tampoco ningún despilfarro proveniente de la ociosidad del capital y el trabajo. Suponiendo que estos males, que son esenciales a la conducta industrial cuando el capital está en manos privadas, pudiesen todos evitarse milagrosamente, y aun así se mantuviese el sistema, incluso entonces la superioridad de los resultados alcanzados por el moderno sistema industrial de control nacional seguiría siendo apabullante.

"Tenían ustedes algunos establecimientos de manufacturas textiles bastante grandes, incluso en su época, aunque no eran comparables con los nuestros. Sin duda habrá visitado en su época estas grandes fábricas, que cubrían hectáreas de terreno, empleando a miles de trabajadores, y combinando bajo un mismo techo, bajo un mismo control, los cientos de procesos diferentes entre, digamos, la bala de algodón y la bala de relucientes percales. Habrá admirado usted el enorme ahorro de trabajo y de fuerza mecánica resultante del perfecto trabajo en común con el resto de engranajes y trabajadores. Sin duda habrá reflexionado sobre cuánto menos lograría la misma fuerza de trabajadores empleados en esa fábrica si estuviesen desperdigados, cada uno trabajando independientemente. ¿Creería usted que es exagerado decir que el producto superior de esos trabajadores, trabajando separados de este modo, no importa cuán amigables pudiesen ser sus relaciones, se incrementó no meramente en un porcentaje, sino muchas veces, cuando sus esfuerzos fueron organizados bajo un mismo control? Bueno, entonces, Sr. West, la organización de la industria de la nación bajo un control único, para que todos sus procesos se entrelacen, ha multiplicado el producto total por encima de lo máximo que se podía hacer bajo el antiguo sistema, incluso sin contar los cuatro grandes despilfarros mencionados, en la misma proporción que el producto de aquellos trabajadores de las fábricas se incrementó mediante la cooperación. La efectividad de la fuerza de trabajo de una nación, bajo el liderazgo del capital privado con varios miles de cabezas, incluso si los líderes no fuesen mutuamente enemigos, en comparación con lo que se alcanza bajo una única cabeza, puede asemejarse a la eficiencia militar de una muchedumbre, o una horda de bárbaros con mil jefes mezquinos, comparada con la de un ejército disciplinado bajo un único general—tal máquina de luchar, por ejemplo, como el ejército alemán en tiempos de Von Moltke."

"Después de lo que me ha dicho," dije, "no me asombro tanto de que la nación sea más rica ahora que entonces, sino de que no son todos ustedes unos Cresos."

"Bueno," replicó el Dr. Leete, "estamos bastante acomodados. El régimen al cual vivimos es tan lujoso como podríamos desear. La rivalidad de ostentación, que en su día condujo a una extravagancia de ningún modo conducente a la comodidad, no encuentra lugar, desde luego, en una sociedad de gente absolutamente igual en recursos, y nuestra ambición se detiene en los aledaños que satisfacen el disfrute de la vida. Podríamos, de hecho, tener mucho mayores ingresos, individualmente, si optásemos por usar el excedente de nuestro producto, pero preferimos gastarlo en trabajos públicos y placeres que todos compartimos, en pabellones y edificios, galerías de arte, puentes, estatuas, medios de transporte, y las conveniencias para nuestras ciudades, grandes exhibiciones musicales y teatrales, y en proveer recreación para la gente a una vasta escala. Todavía no ha comenzado a ver cómo vivimos, Sr. West. En casa tenemos comodidad, pero el esplendor de nuestra vida es, en su lado social, lo que compartimos con nuestros semejantes. Cuando usted conozca más de ello verá adónde va a parar el dinero, como solían ustedes decir, y creo que estará de acuerdo conmigo en que hacemos bien en gastarlo así."

"Supongo," observó el Dr. Leete, mientras paseábamos de regreso a casa desde el pabellón de comidas, "que ninguna reflexión habría sido tan agudamente incisiva para las personas de su siglo adorador de la riqueza, que la sugerencia de que no sabían como ganar dinero. Sin embargo ese es precisamente el veredicto que la historia ha emitido sobre ellos. Su sistema de industrias desorganizadas y antagonistas era tan absurdo economicamente como moralmente abominable. El egoísmo era su única ciencia, y en producción industrial el egoísmo es un suicidio. La competencia, que es el instinto del egoísmo, es otra palabra para la disipación de energía, mientras que la combinación es el secreto de la producción eficiente; y hasta que la idea de incrementar el acervo individual no cede su lugar a la idea de incrementar las existencias comunes, no puede realizarse la combinación industrial, y comenzar realmente la adquisición de riqueza. Incluso si el principio de compartir y compartir por igual entre toda la humanidad no fuese la única base racional y humanitaria para una sociedad, deberíamos todavía forzarla como económicamente conveniente, viendo que hasta que no se suprima la influencia desintegradora del egoísmo, no es posible un auténtico concierto en la industria."

Capítulo 23

Esa tarde, mientras estaba sentado con Edith en la habitación de la música, escuchando algunas piezas del programa de ese día que habían llamado mi atención, me aproveché de un descanso en la música para decir, "Tengo algo que preguntarte que me temo que es bastante indiscreto."

"Estoy completamente segura de que no lo es", contestó ella, alentadoramente.

"Me encuentro en la situación de alguien que escucha a escondidas," continué, "quien, habiendo oído por casualidad un poco de un asunto que no se pretendía que escuchase, aunque parecía concernirle, tiene el atrevimiento de dirigirse a quien hablaba, en relación con lo que quedase por hablar."

"¡Alguien que escucha a escondidas!, repitió, mirando desconcertada.

"Sí," dije, "pero alguien excusable, como creo que admitirás."

"Esto es muy misterioso," replicó.

"Sí," dije, "tan misterioso que a menudo he dudado de si realmente oí por casualidad lo que voy a preguntarte, o sólo lo he soñado. Quiero que me lo digas tú. El asunto es: Cuando estaba saliendo de aquel sueño de un siglo, la primera impresión de la cual fui consciente fue de las voces que hablaban a mi alrededor, voces que después he reconocido como la de tu padre, la de tu madre, y la tuya propia. Primero, recuerdo la voz de tu padre diciendo "Va a abrir los ojos. Más vale que primero sólo vea una persona." Entonces tú dijiste, si no lo he soñado, "Prometeme, entonces, que no se lo dirás." Tu padre pareció dudar acerca de prometertelo, pero insististe, y tu madre intervino, y él al final lo prometió, y cuando abrí los ojos le vi sólo a él."

Hablaba totalmente en serio cuando dije que no estaba seguro de no haber soñado la conversación que imaginaba que había oído por casualidad, tan incomprensible era que estas personas supiesen algo de mi, un contemporáneo de sus bisabuelos, que yo mismo no supiese. Pero cuando vi el efecto de mis palabras sobre Edith, supe que no era un sueño, sino otro misterio, y más desconcertante que cualquiera de los misterios con los que me había topado antes. Porque desde el momento que el trasfondo de mi pregunta se hizo evidente, ella dio muestras del más agudo azaramiento. Sus ojos, siempre tan francos y directos en su expresión, miraban hacia abajo a causa del pánico ante los míos, mientras su rostro enrojecía desde el cuello hasta la frente.

"Disculpame," dije, tan pronto como me recuperé del desconcierto ante el extraordinario efecto de mis palabras. "Parece, entonces, que no fue un sueño. Hay algún secreto, algo sobre mi, que me estéis ocultando. Realmente, ¿no parece un poco duro que a una persona en mi situación no se le dé toda la información posible que le atañe?

"No te atañe—o sea, no directamente. No es acerca de ti exactamente," replicó ella, apenas audiblemente.

"Pero me atañe de algún modo," insistí. "Debe de ser algo que sería de mi interés."

"Ni siquiera lo sé," replicó, aventurando una momentánea mirada a mi rostro, furiosamente enrojecida, y aun así con una curiosa sonrisa titilando en sus labios que traicionaba una cierta percepción de humor en la situación a pesar de lo embarazosa,—"No estoy segura de que ni siquiera fuese de tu interés."

"Tu padre me lo habría dicho," insistí, con un acento de reproche. "Has sido tú quien se lo has prohibido. Él pensaba que debía decirmelo."

Ella no replicó. Estaba tan completamente encantadora en su confusión que me sentí entonces inducido, tanto por el deseo de prolongar la situación como por mi curiosidad original, a importunarla más.

"¿No lo voy a saber nunca? ¿Nunca me lo vas a decir?" dije.

"Depende," respondió, tras una larga pausa.

"¿De qué?" insistí.

"Ah, preguntas demasiado," replicó. Entonces, alzando hacia mi un rostro que combinaba inescrutables ojos, mejillas ruborizadas, y sonrientes labios, que lo hacían completamente hechizador, añadió, "¿Qué pensarías si digo que depende de—ti mismo?"

"¿De mi mismo?", repetí. "¿Cómo puede ser eso posible?"

"Sr. West, estamos perdiéndonos una música encantadora," fue su única réplica a esto, y volviéndose hacia el teléfono, con un toque de su dedo puso la melodía a mecerse al ritmo de un adagio. Después de eso, se cuidó muy bien de que la música no dejase oportunidad para la conversación. Mantuvo su rostro apartado de mi, y fingió estar absorta en la melodía, pero aquello era un mero fingimiento que la marea carmesí que estaba fluyendo por sus mejillas traicionaba suficientemente.

Cuando a la larga sugirió que pudiera haber oído yo todo lo que me interesaba por el momento, y nos levantamos para abandonar la habitación, vino directamente a mi y dijo, sin alzar sus ojos, "Sr. West, dices que he sido buena contigo. No lo he sido especialmente, pero si tú crees que sí, quiero que me prometas que no intentarás de nuevo hacerme decir esta cosa por la que me has preguntado esta noche, y que no intentarás averiguarla por medio de nadie más,— mi padre o mi madre, por ejemplo."

Para tal solicitud no había más que una respuesta posible. "Perdóname por afligirte. Por supuesto lo prometo," dije. "Nunca te habría preguntado si hubiese imaginado que podría afligirte. Pero ¿me culpas por ser curioso?"

"No te culpo en absoluto."

"Y alguna vez," añadí, "si no te molesta, puedes decirmelo por tu propia voluntad. ¿Puedo esperar que así sea?"

"Quizá," susurró.

"¿Sólo quizá?"

Alzando su vista, ella leyó mi rostro con una mirada rápida y profunda. "Sí," dijo, "creo que puedo decirtelo—alguna vez". Y así terminó nuestra conversación, porque no me dió la oportunidad de decir nada más.

Aquella noche no creo que ni el Dr. Pillsbury podría haberme puesto a dormir, hasta por lo menos por la mañana. Los misterios habían sido mi comida habitual durante días, pero hasta entonces no había afrontado ninguno que fuese a la vez tan misterioso y tan fascinante como este, cuya solución Edith Leete me había prohibido incluso buscar. Era un doble misterio. ¿Cómo, en primer lugar, era concebible que ella supiese algún secreto acerca de mi, un extraño de una época extraña? En segundo lugar, incluso si ella supiese tal secreto, ¿cómo explicar el efecto perturbador que el conocimiento de él parecía tener sobre ella? Hay rompecabezas tan difíciles que uno no puede ni siquiera ir más allá de una conjetura en cuanto a su solución, y este parecía uno de ellos. Habitualmente tengo un sentido demasiado práctico como para perder el tiempo en semejantes acertijos; pero la dificultad de un acertijo encarnado en una hermosa joven no le quita méritos a la fascinación por él. En general, sin duda, puede suponerse con seguridad que los rubores de las doncellas cuentan la misma historia a los hombres jóvenes de todas las épocas y razas, pero dar esa interpretación a las mejillas sonrojadas de Edith, considerando mi posición y el tiempo que hacía que la conocía, y aún más el hecho de que este misterio data de antes de que la conociese, habría sido una solemne estupidez. Y aun así ella era un ángel, y yo no habría sido un hombre joven si la razón y el sentido común hubiesen sido totalmente capaces de desterrar de mis sueños un tinte rosado, aquella noche.

Capítulo 24

Por la mañana bajé por las escaleras temprano con la esperanza de ver a Edith a solas. En esto, sin embargo, me vi decepcionado. No encontrándola en la casa, la busqué por el jardín, pero no estaba allí. En el trascurso de mi peregrinación, visité la cámara subterránea, y me senté allí para descansar. Sobre la mesa de lectura de la cámara había varios periódicos y publicaciones, y pensando que el Dr. Leete pudiera estar interesado en echar un vistazo a un diario de Boston de 1887, me llevé uno de los periódicos a la casa cuando regresé.

En el desayuno vi a Edith. Se ruborizó cuando me saludó, pero era perfectamente dueña de sí misma. Al sentarnos a la mesa, el Dr. Leete se divirtió inspeccionando el periódico que yo había traído. Había en éste, como en todos los periódicos de aquellas fechas, mucho acerca de los problemas laborales, huelgas, cierres patronales, boicoteos, los programas de los partidos de los trabajadores, y las salvajes amenazas de los anarquistas.

"Por cierto," dije, mientras el doctor nos leía en voz alta algunos de estos artículos, "¿qué parte tuvieron los seguidores de la bandera roja en el establecimiento del nuevo orden de cosas? Lo último que recuerdo es que estaban haciendo un ruido considerable."

"No tuvieron nada que ver excepto para dificultarlo, por supuesto," replicó el Dr. Leete. "Lo hicieron muy eficazmente mientras duraron, porque su charla repugnaba tanto a la gente como para quitar audiencia a los proyectos de reforma social mejor considerados. Subvencionar a estos individuos era una de las maniobras más taimadas de los opositores a la reforma."

"¡Subvencionarlos!" exclamé con estupor.

"Ciertamente," replicó el Dr. Leete. "No hay autoridad histórica hoy en día que dude de que estaban pagados por los grandes monopolios para ondear la bandera roja y hablar acerca de quemar, saquear, y hacer volar a la gente por los aires, para, alarmando a los tímidos, evitar cualquier reforma real. Lo que más me deja pasmado es que ustedes cayeran en la trampa sin sospechar nada."

"¿En qué se basa para sospechar que el partido de la bandera roja estaba subvencionado?" pregunté.

"Vaya, simplemente porque ellos deberían haber visto que por esos derroteros estaban haciendo miles de enemigos contra su profesada causa, por cada amigo. El no suponer que estaban contratados para dicho trabajo es atribuirles una inconcebible locura. En los Estados Unidos, entre todos los países, ningún partido podía esperar inteligentemente que sus tesis triunfaran sin antes ganar para sus ideas a una mayoría de la nación, como el partido nacional hizo con el tiempo."

Debo admitir por completo la dificultad de explicar los derroteros de los anarquistas bajo cualquier otra teoría que no sea que estaban subvencionados por los capitalistas, pero al mismo tiempo, no hay duda de que la teoría es completamente errónea. Ciertamente no era mantenida en su época por nadie, aunque pueda parecer tan obvia en retrospectiva.

"¡El partido nacional!" exclamé. "Debe de haber surgido después de mi época. Supongo que era uno de los partidos de los trabajadores."

"¡Oh no!", replicó el doctor. "Los partidos de los trabajadores, como tales, nunca podrían haber logrado nada a gran o permanente escala. A efectos de su alcance nacional, sus bases en tanto que meras organizaciones de clase, eran demasiado limitadas. Hasta que no se reconoció que una reordenación del sistema industrial y social sobre unas bases éticas más elevadas, y para una más eficiente producción de riqueza, era el interés no de una clase, sino igualmente de todas las clases, ricos y pobres, cultos e ignorantes, viejos y jóvenes, débiles y fuertes, hombres y mujeres, no hubo ninguna perspectiva de que pudiese lograrse. Entonces, el partido nacional surgió para llevarlo a cabo mediante métodos políticos. Probablemente tomó su nombre porque su objetivo era nacionalizar las funciones de producción y distribución. De hecho, no podía adecuadamente haber tenido ningún otro nombre, porque sus propósitos eran hacer realidad la idea de la nación con una grandiosidad y plenitud nunca antes concebida, no como una asociación de personas para ciertas funciones meramente políticas que afectasen a su felicidad sólo remotamente y superficialmente, sino como una familia, una unión vital, una vida en común, un poderoso árbol que tocase el cielo, cuyas hojas son su gente, alimentados por su savia, y alimentándolo a su vez. El más patriótico de todos los partidos posibles, buscaba justificar el patriotismo y lo elevó de ser un instinto a ser una devoción racional, haciendo que la tierra nativa fuese auténticamente una tierra paterna, un padre que mantuviese vivo al pueblo y no fuese meramente un ídolo por el cual se esperaba que muriesen."

Capítulo 25

La personalidad de Edith Leete me había impresionado con fuerza de un modo natural desde que había llegado a ser, de tan extraña manera, un inquilino de la casa de su padre, y era de esperar que después de lo ocurrido la noche anterior, yo debería estar más preocupado que nunca reflexionando sobre ella. Desde el principio, me había impactado su característico aire de serena franqueza e ingenuo modo de ser tan directo, más como el de un noble e inocente muchacho que como el de cualquier chica que hubiese conocido jamás. Tenía curiosidad por saber en qué medida esta encantadora cualidad pudiera ser una peculiaridad suya, y en qué medida un posible resultado de las alteraciones en la posición social de la mujer que pudieran haber tenido lugar desde mi época. Viendo una oportunidad ese día, estando a solas con el Dr. Leete, di un giro a la conversación en esa dirección.

"Supongo," dije, "que hoy en día las mujeres, habiendo sido liberadas de la carga de los trabajos domésticos, no tienen ningún empleo salvo el cultivo de sus encantos y gracias."

"En tanto a lo que concierne a los hombres," replicó el Dr. Leete, "deberíamos considerar que costearían sus gastos ampliamente, para usar una de sus formas de expresión, si se circunscribiesen a esa ocupación, pero puede estar muy seguro de que tienen demasiado espíritu para consentir ser meras beneficiarias de la sociedad, incluso a cambio de ornamentarla. De hecho, dieron su bienvenida a su liberación del trabajo doméstico, porque no sólo era excepcionalmente erosionador en sí mismo, sino también en extremo despilfarrador de energía comparado con el plan cooperativo; pero aceptaron ser liberadas de esa clase de trabajo únicamente si podían contribuir de otros y más eficaces y agradables modos al bienestar común. Nuestras mujeres, así como nuestros hombres, son miembros del ejército industrial, y únicamente lo abandonan cuando los deberes maternales las reclaman. El resultado es que la mayoría de las mujeres, en un momento u otro de sus vidas, sirven industrialmente unos cinco, diez o quince años, mientras aquellas que no tienen hijos completan todo el período."

"Entonces, ¿una mujer no deja necesariamente el servicio industrial cuando se casa?" pregunté.

"No más que un hombre," replicó el doctor. "¿Por qué razón debería hacerlo? Ahora las mujeres casadas no tienen responsabilidades de trabajo doméstico, sabe, y un marido no es un bebé al que haya que cuidar."

"El que requiriésemos tanta faena de las mujeres, se consideraba una de las cosas más penosas que caracterizaba nuestra civilización," dije; "pero me parece a mi que ustedes consiguen más de ellas que lo que conseguimos nosotros."

El Dr. Leete se rio. "De hecho lo conseguimos, justo igual que lo conseguimos de nuestros hombres. Y aun así las mujeres de esta época son muy felices, y aquellas del siglo diecinueve, salvo que las referencias contemporáneas nos hayan desorientado en gran medida, eran muy desdichadas. La razón de que hoy en día las mujeres sean tanto más eficientes colaboradoras con el hombre, y al mismo tiempo tan felices, es que, con respecto a su trabajo y al de los hombres, seguimos el principio de dar a cada uno la clase de ocupación al cual él o ella está mejor adaptado o adaptada. Siendo las mujeres inferiores en fuerza a los hombres, y además no cualificadas industrialmente en algunos casos especiales, las ocupaciones reservadas para ellas, y las condiciones bajo las cuales las llevan a cabo, tienen referencia a estos hechos. Las clases más pesadas de trabajo están reservadas siempre para los hombres, las ocupaciones más ligeras para las mujeres. Bajo ninguna circunstancia se le permite a una mujer ningún empleo que no esté perfectamente adaptado, tanto en tipo como en grado de trabajo, para su sexo. Además, las horas de trabajo de las mujeres son considerablemente más cortas que las de los hombres, se les conceden vacaciones más a menudo, y se hace la más cuidadosa provisión para lo restante cuando es necesario. Los hombres de hoy también aprecian que deben a la belleza y gracia de las mujeres el principal entusiasmo de sus vidas y su principal incentivo para el esfuerzo, que ellos las permiten trabajar únicamente porque se entiende completamente que un cierto requerimiento habitual de trabajo, del tipo adaptado a sus fuerzas, está bien para el cuerpo y la mente, durante el período de máximo vigor físico. Creemos que la magnífica salud que distingue a nuestras mujeres de las de su época, quienes parecen haber sido tan generalmente enfermizas, es debida en gran medida al hecho de que todas por igual están provistas de una ocupación saludable e inspiradora."

"Entiendo de lo que usted dice," dije, "que las mujeres trabajadoras pertenecen al ejército industrial, pero ¿cómo pueden estar bajo el mismo sistema de rango y disciplina con los hombres, cuando las condiciones de sus trabajos son tan diferentes?"

"Están bajo una disciplina enteramente diferente," replicó el Dr. Leete, "y constituyen más bien una fuerza aliada que una parte integral del ejército de los hombres. Ellas tienen una mujer general en jefe y están bajo régimen exclusivamente femenino. Esta general, como también las altas oficiales, es elegida por el cuerpo de mujeres que han pasado el tiempo de servicio, en correspondencia con la manera en la cual los jefes del ejército masculino y el Presidente de la nación son elegidos. El general del ejército de las mujeres se sienta en el gabinete del Presidente y tiene veto sobre las medidas que respectan al trabajo de las mujeres, tramitando apelaciones al Congreso. Debería haber dicho, al hablar de los juicios, que tenemos mujeres en los tribunales, nombradas por el general de las mujeres, al igual que hombres. Las causas en las cuales ambas partes son mujeres son determinadas por mujeres jueces, y cuando un hombre y una mujer son partes en un caso, un juez de cada sexo debe dar el sí al veredicto.

"La condición femenina parece estar organizada como una clase de imperium in imperio en el sistema de ustedes," dije.

"Hasta cierto punto," replicó el Dr. Leete; "pero el imperium interior es un imperio del cual no se admitiría la probabilidad de que suponga mucho peligro para la nación. La falta de tal reconocimiento de la distinta individualidad de los sexos fue uno de los innumerables defectos de su sociedad. La atracción pasional entre hombres y mujeres de cada sexo ha evitado a menudo una percepción de las profundas diferencias que hacen a los miembros de cada sexo extraños entre sí en muchas cosas, y capaces de simpatizar únicamente con su sexo. Dando completo juego a las diferencias de sexo en vez de buscar borrarlas, como fue el esfuerzo evidente de algunos reformadores de su época, el disfrute de cada uno por sí mismo y la chispa que tiene un sexo para el otro, son del mismo modo realzados. En su época no había carreras para las mujeres excepto en una antinatural rivalidad con los hombres. Nosotros les hemos dado un mundo propio, con sus emulaciones, ambiciones, y carreras, y le aseguro que ellas son muy felices en él. Nos parece que las mujeres eran más que ninguna otra clase, las víctimas de la civilización de ustedes. Hay algo que, incluso a esta distancia en el tiempo, le llega a uno muy adentro con patetismo, ante el espectáculo de sus aburridas vidas sin desarrollar, atrofiadas al casarse, sus estrechos horizontes, tan a menudo confinadas físicamente por las cuatro paredes del hogar, y moralmente por un considerable círculo de intereses personales. No hablo ahora de las clases más pobres, que estuvieron generalmente trabajando hasta la muerte, sino también de las adineradas y ricas. Desde las grandes aflicciones, así como los considerables enojos de la vida, ellas no tenían refugio en la brisa del mundo exterior de los asuntos humanos, ni ningún interés salvo aquellos de la familia. Una existencia tal, habría ablandado los sesos de los hombres o les habría vuelto locos. Hoy todo eso ha cambiado. Hoy no se oye a ninguna mujer deseando ser un hombre, ni los padres desean tener un chico en vez de una chica. Nuestras chicas están tan llenas de ambición por sus carreras como nuestros chicos. El matrimonio, cuando llega, no significa la encarcelación para ellas, ni las separa de ningún modo del mayor interés de la sociedad, la bulliciosa vida del mundo. Sólo cuando la maternidad llena la mente de una mujer con nuevos intereses ella se retira del mundo por un tiempo. Después, y en cualquier momento, ella puede volver a su lugar entre sus camaradas, no necesitando nunca perder el contacto con ellas. Las mujeres son un género muy feliz hoy en día, comparado con lo que jamás fueron anteriormente en la historia del mundo, y su poder de dar felicidad a los hombres ha sido desde luego incrementado en proporción."

"Debería imaginar que es posible," dije, "que el interés que las chicas tienen en sus carreras como miembros del ejército industrial y candidatas para las distinciones de éste, pudiera tener el efecto de disuadirlas del matrimonio."

El Dr. Leete sonrió. "Que no le cause ansiedad este punto, Sr. West," replicó. "El creador tuvo muy buen cuidado de que cualesquiera otras modificaciones que las inclinaciones de hombres y mujeres pudiesen sufrir con el tiempo, su atracción mutua permanecería constante. El mero hecho de que en una época como la de usted, cuando la lucha por la existencia debería haber dejado a la gente poco tiempo para otros pensamientos, y el futuro era tan incierto que asumir responsabilidades paternales debía parecer a menudo como un riesgo criminal, había quien tomaba esposa y quien era dada en matrimonio, debería ser concluyente sobre este punto. En cuanto al amor hoy en día, uno de nuestros autores dice que el vacío dejado en las mentes de hombres y mujeres por la ausencia de la preocupación por el pan de cada día ha sido enteramente llenado por la tierna pasión. Eso, sin embargo, le ruego que me crea, es un poco exagerado. Por lo demás, está tan lejos el matrimonio de ser una interferencia con la carrera de una mujer, que las más altas posiciones en el ejército industrial femenino son confiadas únicamente a mujeres que han sido a la vez esposas y madres, ya que solamente ellas representan por completo a su sexo."

"¿Se emiten tarjetas de crédito para las mujeres igual que para los hombres?"

"Naturalmente."

"Los créditos de las mujeres, supongo, son por sumas menores, debido a la frecuente suspensión de su trabajo a cuenta de las responsabilidades familiares."

"¡Menores!" exclamó el Dr. Leete, "¡oh, no! El mantenimiento de toda nuestra gente es el mismo. No hay excepciones a esa regla, pero si alguna diferencia hubiera que hacer a cuenta de las interrupciones de las que habla, sería haciendo mayor el crédito de la mujer, no menor. ¿Puede usted pensar en algún servicio que represente una exigencia más fuerte de la gratitud de la nación que dar a luz y amamantar a los niños de la nación? Conforme a nuestro punto de vista, nadie merece tanto bien del mundo como los buenos padres. No hay tarea tan desinteresada, tan necesariamente sin rédito, aunque el corazón sea bien recompensado, como la crianza de los niños que van a hacer el mundo los unos para los otros, cuando nos hayamos ido."

"Parece que de lo que ha dicho se seguiría que las esposas no son de ningún modo dependientes de sus maridos para el mantenimiento."

"Por supuesto que no lo son," replicó el Dr. Leete, "ni los niños de sus padres tampoco, esto es, para medios de sustento, aunque desde luego lo son para los oficios del afecto. El trabajo del niño, cuando crece, irá a incrementar las existencias comunes, no las de sus padres, quienes estarán muertos, y por tanto se le alimenta de las existencias comunes. La cuenta de toda persona, hombre, mujer, y niño, debe entender usted, que es siempre con la nación directamente, y nunca a través de ningún intermediario, excepto, por supuesto, que los padres, hasta cierto punto, actúan para los niños como sus tutores. Ya ve que por virtud de la relación de los individuos con la nación, de la cual son miembros, ellos tienen derecho al sustento; y este derecho no está de ningún modo conectado con, o afectado por, sus relaciones con otros individuos que son sus compañeros miembros de la nación con ellos. Que cualquier persona fuese dependiente de otra para los medios de sustento sería un escándalo para el sentido moral e indefendible en cualquier teoría social racional. ¿Qué sería de la libertad y la dignidad personal, bajo un orden semejante? Soy consciente de que ustedes se llamaban a sí mismos libres en el siglo diecinueve. El sentido de la palabra no podría entonces, sin embargo, haber sido en absoluto lo que es en el presente, o ciertamente no lo habrían aplicado a la sociedad en la cual casi todos sus miembros estaban en una posición de irritante dependencia personal de otros en cuanto a los meros medios de vida, los pobres de los ricos, los empleados de los empleadores, las mujeres de los hombres, los niños de sus padres. En vez de distribuir el producto de la nación directamente a sus miembros, lo cual parecería el método más natural y más obvio, de hecho parecería que ustedes habían dedicado sus mentes a idear un plan de distribución de mano en mano, que involucraba el máximo de humillación personal para todas las clases de receptores.

"En lo que respecta a la dependencia de las mujeres de los hombres para su sustento, lo cual entonces era habitual, por supuesto, la atracción natural en caso de matrimonios por amor podía a menudo haberla hecho soportable, aunque para mujeres llenas de energía imagino que debe haber sido humillante siempre. ¿Cómo, entonces, debe haber sido en los innumerables casos donde la mujer, con o sin la forma del matrimonio, tenían que venderse a hombres para conseguir su sustento? Incluso sus contemporáneos, insensibles como eran a la mayoría de los aspectos nauseabundos de su sociedad, parecen haber tenido una idea de que esto no era en absoluto como debería ser; pero, aún así, deploraban el sino de las mujeres únicamente por piedad. No se les ocurría que era un robo y una crueldad el hecho de que los hombres agarrasen para sí el producto completo del mundo y dejasen a las mujeres pidiendo y engatusando para obtener su parte. Vaya—Dios me bendiga, Sr. West, estoy realmente rodando a una notable velocidad, justo como si el robo, la aflicción, y la vergüenza que aquellas pobres mujeres soportaban no hubiese terminado hace un siglo, o como si usted fuese responsable de lo que no dudo deplora tanto como yo."

"Debo asumir mi parte de responsabilidad por como era el mundo," repliqué. "Todo lo que puedo decir como atenuante es que hasta que la nación no estuvo madura para el sistema actual de producción y distribución organizada, no era posible ninguna mejora radical en la posición de la mujer. La raíz de su incapacidad, como dice, era su dependencia personal del hombre para su sustento, y no puedo imaginar otro modo de organización social que no sea el que han adoptado ustedes, que hubiese liberado a la mujer del hombre a la vez que liberase a unos hombres de los otros. Supongo, por cierto, que un cambio tan completo en la posición de la mujer no puede haber tenido lugar sin afectar notablemente a las relaciones sociales de los sexos. Ese será un estudio muy interesante para mi."

"El cambio que observará," dijo el Dr. Leete, "será principalmente, pienso yo, la completa franqueza y la falta de restricciones que ahora caracteriza esas relaciones, en comparación con la artificialidad que parece haberlas marcado en su época. Los sexos ahora se reúnen con la facilidad de perfectos iguales, pretendientes los unos de los otros para ninguna otra cosa excepto el amor. En su época, el hecho de que las mujeres fuesen dependientes para su sustento de los hombres hizo a las mujeres en realidad las únicas beneficiadas por el matrimonio. Este hecho, en tanto que podemos juzgar de los registros contemporáneos, parece haber sido bastante poco observado en las clases inferiores, mientras que entre los más educados era tratado superficialmente por un sistema de elaborados convencionalismos cuyo objetivo era implicar precisamente el significado opuesto, a saber, que el hombre era la parte principalmente beneficiada. Para continuar con esta convención era esencial que él pareciese siempre el pretendiente. Por tanto, nada era considerado más escandaloso para el decoro que una mujer dejase traslucir su debilidad por un hombre antes de que él hubiese indicado un deseo de casarse con ella. Vaya, de hecho tenemos libros en nuestras bibliotecas, de autores de su época, no escritos con ningún otro propósito salvo discutir la cuestión de si, bajo alguna circunstancia concebible, una mujer pudiese, sin descrédito para su sexo, revelar un amor no solicitado. Todo esto nos parece exquisitamente absurdo, y aun así sabemos que, dadas las circunstancias de ustedes, el problema pudiera tener una vertiente grave. Cuando, para una mujer, sugerir su amor a un hombre era en efecto invitarle a asumir la carga de su sustento, es fácil ver que el orgullo y la delicadeza bien pudieran haber detenido los impulsos del corazón. Cuando entre en nuestra sociedad, Sr. West, debe estar preparado para ser a menudo preguntado en detalle sobre este punto por nuestros jóvenes, quienes están naturalmente muy interesados en este aspecto de aquellas costumbres pasadas de moda."

Puedo decir que el aviso del Dr. Leete ha sido justificado por completo por mi experiencia. La cuantía y la intensidad de diversión que la gente joven de hoy día, y especialmente las jóvenes, son capaces de extraer de lo que se complacen en llamar rarezas de galanteo del siglo diecinueve, parece ilimitada.

"Y entonces, las chicas del siglo veinte declaran su amor."

"Si optan por ello," replicó el Dr. Leete. "No hay mayor pretensión de ocultar un sentimiento por su parte que por la parte de sus enamorados. La coquetería sería tan de despreciar en una chica como en un hombre. La frialdad afectada, que en su época rara vez decepcionaba a un enamorado, le decepcionaría ahora por completo, porque nadie piensa en practicarla."

"Puedo deducir una de las consecuencias de la independencia de las mujeres," dije. "Ahora no es posible que haya matrimonios excepto aquellos por disposición natural."

"Es algo natural," replicó el Dr. Leete.

"¡Pensar en un mundo en el cual no hay nada sino emparejamientos por puro amor! ¡Ay de mi, Dr. Leete, qué lejos está usted de ser capaz de entender qué fenómeno tan asombroso le parece semejante mundo a un hombre del siglo diecinueve!"

"Sin embargo, puedo imaginarlo hasta cierto punto," replicó el doctor. "Pero el hecho que usted celebra, el que no hay nada salvo emparejamientos por amor, significa todavía más, quizá, de lo que probablemente llegue a comprender usted en principio. Significa que por primera vez en la historia humana el principio de la selección sexual, con su tendencia a preservar y transmitir los mejores tipos del género, y desprenderse de los inferiores, opera sin impedimentos. Las necesidades de la pobreza, la necesidad de tener un hogar, ya no tientan a las mujeres para aceptar como padres de sus hijos a hombres a los que ni pueden amar ni respetar. La riqueza y el rango ya no apartan la atención de las cualidades personales. El oro ya no 'dora la estrechada frente de los tontos.' Los dones de la persona, mente y disposición; belleza, ingenio, elocuencia, bondad, generosidad, simpatía, valentía, es seguro que serán transmitidos a la posteridad. Cada generación es tamizada a través de una pequeña malla más final que la anterior. Los atributos que la naturaleza humana admira son preservados, aquellos que repele son dejados atrás. Hay, por supuesto, muchísimas mujeres que con el amor deben combinar la admiración, y buscan casarse con grandeza, pero éstas no dejan de obedecer a la misma ley, porque ahora casarse con grandeza no es casarse con hombres de fortuna o título, sino con aquellos que se han alzado sobre sus semejantes por la solidez o brillantez de sus servicios a la humanidad. Estos forman hoy en día la única aristocracia con la cual la alianza es distinción.

"Hablaba usted, hace uno o dos días, de la superioridad física de nuestro pueblo con respecto a sus contemporáneos. Quizá más importante que cualquiera de las causas mencionadas entonces como tendentes a la purificación de la especie ha sido el efecto de la selección sexual sin trabas sobe las cualidades de dos o tres generaciones sucesivas. Creo que cuando haya hecho usted un estudio más completo de nuestra gente, encontrará usted en ella no sólo una mejora física, sino mental y moral. Sería extraño se no fuese así, porque ahora no sólo una de las grandes leyes de la naturaleza está desarrollando en libertad la salvación de la especie, sino que un profundo sentimiento moral ha venido en su apoyo. El individualismo, que en su época era la idea que animaba la sociedad, no sólo era fatal para cualquier sentimiento vital de hermandad e interés común entre las personas vivas, sino igualmente para cualquier comprensión de la responsabilidad de éstas respecto a la siguiente generación. Hoy este sentido de responsabilidad, prácticamente no reconocido en ninguna de las épocas anteriores, se ha convertido en una de las grandes ideas éticas de la humanidad, reforzando, con un intenso sentido del deber, el natural impulso para buscar en el matrimonio lo mejor y más noble del otro sexo. El resultado es que no todos los estímulos e incentivos de todo tipo que hemos proporcionado para desarrollar la industria, el talento, la genialidad, la excelencia de cualquier clase, son comparables en su efecto sobre nuestros hombres jóvenes con el hecho de que nuestras mujeres se sientan en lo alto como jueces de la humanidad y se reservan a sí mismas para recompensar a los ganadores. De todos los látigos, y espuelas, y cebos, y premios, no hay ninguno como el pensar en los radiantes rostros que los vagos encontrarán esquivos.

"Hoy en día los solteros son casi invariablemente hombres que han fracasado en adquirir credibilidad en el trabajo de su vida. La mujer a quien la compasión por uno de estos desafortunados llevaría a desafiar la opinión de su generación—porque por otra parte ella es libre—hasta el punto de aceptarlo como marido, debe de ser valiente, con una maléfica clase de valor, también. Debería añadir que, más arduo y difícil de resistir que cualquier otro elemento en esa opinión, encontraría ella el sentimiento de su propio sexo. Nuestras mujeres se han elevado a la altura completa de su responsabilidad como guardianas del mundo por venir, a cuya custodia se han confiado las llaves del futuro. Su sentimiento del deber a este respecto equivale a un sentido de consagración religiosa. Es un culto en el cual ellas educan a sus hijas desde la infancia."

Después de irme a mi habitación esa noche, me senté hasta tarde para leer una novela de Berrian, que el Dr. Leete me había entregado, cuyo argumento trataba de una situación sugerida por sus últimas palabras, concernientes al moderno punto de vista de la responsabilidad de los padres. Una situación similar habría sido tratada casi con toda certeza por un escritor del siglo diecinueve excitando la simpatía morbosa del lector con el egoísmo sentimental de los amantes, y su resentimiento hacia las leyes no escritas que ellos ultrajaban. No necesito describir— porque ¿quién no ha leído "Ruth Elton"?—cuán diferente es el rumbo que Berrian toma, y con qué tremendo efecto refuerza el principio que él establece: "Sobre los no nacidos nuestro poder es el de Dios, y nuestra responsabilidad como la Suya hacia nosotros. Conforme a nuestro comportamiento hacia ellos, así nos trate Él."

Capítulo 26

Creo que si se pudiese disculpar alguna vez a una persona por perder la noción de los días de la semana, se me podía disculpar a mi dadas las circunstancias. De hecho, si me hubiesen dicho que el método para medir el tiempo había cambiado por completo y que los días se contaban ahora en lotes de cinco, diez, o quince, en vez de siete, no me hubiera sorprendido de ningún modo, después de lo que ya había visto y oído en el siglo veinte. La primera vez que me pregunté sobre los días de la semana fue la mañana siguiente a la conversación relatada en el capítulo anterior. En la mesa del desayuno el Dr. Leete me preguntó si me importaría oir un sermón.

"Entonces ¿es domingo?" exclamé.

"Sí," replicó. "Fue en viernes, ya ve, cuando hicimos el afortunado descubrimiento de la cámara enterrada, al cual debemos su compañía esta mañana. Era sábado de madrugada, poco después de medianoche, cuando despertó la primera vez, y domingo por la tarde cuando despertó la segunda vez con sus facultades completamente recuperadas."

"Así que todavía hay domingos y sermones," dije. "Teníamos profetas que predijeron que mucho antes de esta época el mundo habría acabado con ambos. Tengo mucha curiosidad por saber cómo encajan los sistemas eclesiásticos en el resto de su orden social. Supongo que tienen una especie de iglesia nacional con clérigos oficiales."

El Dr. Leete se rio, y la Sra. Leete y Edith parecían divertirse de lo lindo.

"Vaya, Sr. West," dijo Edith, "qué gente tan rara nos consideras. ¿Vosotros habíais acabado completamente con la instituciones religiosas nacionales en el siglo diecinueve, y te imaginas que hemos vuelto a ellas?"

"Pero ¿cómo pueden las iglesias voluntarias y una profesión no oficial de clérigo reconciliarse con la propiedad nacional de todos los edificios, y el servicio industrial requerido de todas las personas?" respondí.

"Las prácticas religiosas de la gente han cambiado considerablemente de modo natural en un siglo," replicó el Dr. Leete; "pero suponiendo que hubiesen permanecido inmutables, nuestro sistema social las hubiese dado acomodo perfectamente. La nación suministra edificios a cualquier persona o grupo de personas con el aval del alquiler, y permanecen como inquilinos mientras paguen. En cuanto a los clérigos, si un número de personas desea los servicios de un individuo para cualquier fin específico, aparte del servicio general de la nación, pueden asegurárselo, con el consentimiento de ese individuo, por supuesto, justo como nos aseguramos el servicio de nuestros editores, contribuyendo con sus tarjetas de crédito a una indemnización para la nación por la pérdida de su servicio en la industria general. Esta indemnización pagada a la nación por el individuo, responde al salario pagado en su época al individuo mismo; y las varias aplicaciones de este principio dan a la iniciativa privada completa libertad en todos los detalles para los cuales el control nacional no es aplicable. Entonces, en cuanto a oir hoy un sermón, si así desea hacerlo, puede o bien ir a oirlo a la iglesia o bien quedarse en casa."

"¿Cómo voy a oirlo si me quedo en casa?"

"Simplemente acompañándonos a la habitación de la música a la hora adecuada y eligiendo un asiento cómodo. Hay algunos que todavía prefieren oir los sermones en la iglesia, pero la mayoría de nuestros sermones, como nuestras interpretaciones musicales, no son en público, sino dados en cámaras acústicamente preparadas, conectadas por cable con las casas de los suscriptores. Si prefiere usted ir a una iglesia me será grato acompañarle, pero realmente no creo que sea probable que escuche usted en ninguna parte un discurso mejor que el que escuchará en casa. Veo por el periódico que el Sr. Barton va a dar el sermón esta mañana, y él da los sermones sólo por teléfono, y para audiencias que a menudo alcanzan un número de 150.000 personas."

"La novedad de la experiencia de oir un sermón bajo tales circunstancias me inclinaría a ser uno de los oyentes del Sr. Barton, si no hubiese otra razón," dije.

Una o dos horas más tarde, mientras estaba sentado en la biblioteca leyendo, Edith vino por mi, y la seguí a la habitación de la música, donde el Dr. y la Sra. Leete estaban esperando. Tan pronto como nos hubimos sentado cómodamente, se oyó el tintineo de una campanilla, y unos instantes después la voz de un hombre, con el tono de una conversación normal, se dirigió a nosotros, el efecto era como si procediese de una persona invisible que hubiese en la habitación. Esto fue lo que la voz dijo:

SERMÓN DEL SR. BARTON

"Hemos tenido entre nosotros, durante la semana pasada, un crítico del siglo diecinueve, un representante vivo de la época de nuestros bisabuelos. Sería extraño si un hecho tan extraordinario no hubiese afectado fuertemente nuestra imaginación de algún modo. Quizá la mayoría de nosotros nos hemos visto estimulados para realizar un esfuerzo para comprender la sociedad de hace un siglo, y figurarnos cómo debe de haber sido vivir en aquel entonces. Al invitaros ahora a considerar ciertas reflexiones que se me han ocurrido sobre este asunto, supongo que más bien seguiré el rumbo de vuestos propios pensamientos, en vez de desviarme."

Edith susurró algo a su padre en ese momento, a lo cual él asintió con la cabeza y se giró hacia mi.

"Sr. West," dijo, "Edith sugiere que puede resultarle a usted ligeramente embarazoso escuchar un discurso en la línea que está formulando el Sr. Barton, y si es así, no es necesario que se sienta burlado a costa de un sermón. Ella nos conectará con la sala donde habla el Sr. Sweetser si así nos lo indica, y aún puedo prometerle un muy buen discurso."

"No, no," dije. "Creame, preferiría mucho más oir lo que el Sr. Barton tenga que decir."

"Como guste," replicó mi anfitrión.

Mientras su padre hablaba conmigo, Edith había tocado un tornillo, y la voz del Sr. Barton había cesado abruptamente. Ahora, a otro toque, la habitación se llenó una vez más con los tonos llenos de entusiasmo y simpatía que ya me habían impresionado de la manera más favorable.

"Me aventuro a suponer que se ha producido un efecto común entre todos nosotros como resultado de este esfuerzo retrospectivo, y que dicho efecto ha sido dejarnos asombrados más que nunca con el estupendo cambio que un breve siglo ha producido en las condiciones materiales y morales de la humanidad.

"Aun así, en lo que respecta al contraste entre la pobreza de la nación y del mundo en el siglo diecinueve y la riqueza actual, no es mayor, posiblemente, que lo que se haya visto antes en la historia de la humanidad, quiza no mayor, por ejemplo, que entre la pobreza de este país durante el más temprano período colonial del siglo diecisiete y la relativamente gran riqueza que alcanzó al final del siglo diecinueve, o entre la Inglaterra de Guillermo el Conquistador y la de Victoria. Aunque la suma de las riquezas de una nación no proporcionaba entonces, como ahora, ningún criterio de precisión acerca de la masa de su pueblo, no obstante casos como estos proporcionan paralelismos parciales por el lado meramente material del contraste entre el siglo diecinueve y el veinte. Cuando contemplamos el aspecto moral de ese contraste, nos encontramos en presencia de un fenómeno para el cual la historia no ofrece precedente, no importa cuán atrás podamos echar nuestra vista. Pudiera casi ser disculpado quien exclamase, '¡Aquí, seguramente, ha ocurrido algo semejante a un milagro!' Sin embargo, cuando abandonamos el asombro ocioso, y comenzamos a examinar críticamente el aparente prodigio, no encontramos prodigio alguno, mucho menos un milagro. No es preciso suponer un renacimiento moral de la humanidad, o una destrucción al por mayor de los malvados y una supervivencia de los buenos, para explicar el hecho que tenemos ante nosotros. Encuentra su sencilla y obvia explicación en la reacción de la naturaleza humana ante un entorno que ha cambiado. Significa meramente que una forma de sociedad que fue fundada sobre el pseudo interés propio del egoísmo, y que apeló únicamente al lado antisocial y brutal de la naturaleza humana, ha sido reemplazada por instituciones basadas en el verdadero interés propio de un racional altruísmo, y que apelan a los instintos sociales y generosos del hombre.

"Amigos míos, si quisieseis ver a los hombres de nuevo como las bestias de presa que parecían en el siglo diecinueve, todo lo que tenéis que hacer es restaurar el viejo sistema social e industrial, que les enseñó a ver su presa natural en sus semejantes, y encontrar sus ganancias en las pérdidas de los demás. Si duda os parece que ninguna necesidad, no importa cuán horrenda, os habría tentado a subsistir en base a la superior habilidad o fuerza que os permitiese arrebatar lo que fuese a otros igualmente necesitados. Pero suponed que no fuese meramente vuestra propia vida de lo que fueseis responsables. Sé muy bien que debe haber habido muchos casos de hombres entre nuestros antepasados que, si hubiese sido meramente una cuestión de su propia vida, habrían desistido antes que alimentarse de pan arrebatado a otros. Pero no se les permitía hacer esto. Tenían vidas amadas que dependían de ellos. Los hombres amaban a las mujeres en aquellos días, como ahora. Dios sabe cuánto osaban ser padres, pero tenían bebés tan dulces para ellos, sin duda, como los nuestros para nosotros, a quienes debían alimentar, vestir, educar. Las criaturas más pacíficas son fieras cuando tienen jóvenes a quienes alimentar, y en aquella sociedad de lobos la lucha por el pan adquiría una peculiar desesperación partiendo de los más tiernos sentimientos. A causa de aquellos que dependían de él, un hombre no podía elegir, sino precipitarse a la inmunda lucha—estafar, no tener escrúpulos, desbancar, defraudar, comprar por debajo del valor y vender por encima, destruir el negocio mediante el cual su vecino alimentaba a sus hijos, tentar a la gente a que comprase lo que no debería y vendiese lo que no debería, machacar a sus trabajadores, hacer sudar a sus deudores, engañar a sus acreedores. Aunque un hombre lo buscase cuidadosamente y entre lágrimas, era difícil encontrar un modo mediante el cual pudiese ganarse la vida y alimentar a su familia excepto presionando a un rival más débil y quitándole la comida de la boca. Incluso los ministros de la religión no estaban exentos de esta necesidad cruel. Mientras advertían a su grey en contra del amor al dinero, la consideración por sus familias les obligaba a mantener una perspectiva sobre los premios pecuniarios de sus vocaciones. Pobres hombres, la de ellos era de hecho una árdua ocupación, predicando a los hombres una generosidad y altruísmo que ellos y todo el mundo sabían que, en el estado de cosas existente en el mundo, reduciría a la pobreza a aquellos que los practicasen, fijando leyes de conducta que la ley de supervivencia obligaba a los hombres a romper. Considerando el espectáculo inhumano de la sociedad, estos hombres dignos se lamentaban amargamente de la depravación de la naturaleza humana; ¡como si la naturaleza angelical no hubiese sido depravada en semejante escuela del diablo! Ay, amigos míos, creedme, no es ahora en esta era feliz cuando los seres humanos están demostrando lo divino que hay dentro de ellos. Era más bien en aquellos días maléficos cuando ni siquiera la lucha de unos con otros por la vida, la lucha por la mera existencia, en la cual la clemencia era una locura, podía desterrar por completo de la tierra la generosidad y la bondad.

"No es difícil comprender la desesperación con la cual los hombres y las mujeres, que bajo otras condiciones habrían estado llenos de generosidad y verdad, luchaban y se desgarraban unos contra otros en la pugna por el oro, cuando nos damos cuenta de lo que significaba perderlo, de lo que la pobreza era en aquella época. Para el cuerpo era el hambre y la sed, el tormento por el calor y las heladas, el abandono en la enfermedad, en la salud la incesante tarea; para la naturaleza moral significaba opresión, desprecio, y soportar pacientemente la indignidad, brutales pensamientos adquiridos en la infancia, la pérdida de toda la inocencia de la niñez, de la gracia de la condición femenina, de la dignidad de la masculina; para la mente significaba la muerte resultante de la ignorancia, el entumecimiento de todas aquellas facultades que nos distinguen de las bestias, la reducción de la vida a un ciclo de funciones corporales.

"Ay, amigos míos, si semejante destino os fuese ofrecido a vosotros y a vuestros hijos como la única alternativa al éxito en la acumulación de riqueza, ¿cuánto tiempo imagináis que tardaríais en hundiros hasta el nivel moral de vuestros antepasados?

"Hace unos dos o tres siglos un acto de barbarie fue cometido en la India, en el cual, aunque el número de vidas destruídas no fue sino de unas pocas veintenas, concurrieron tan peculiares horrores que su memoria probablemente sea perpetua. Un número de prisioneros ingleses fue encerrado en una habitación que no contenía aire suficiente para la décima parte de ellos. Los infortunados eran hombres galantes, devotos camaradas en servicio, pero, cuando las agonías de la asfixia comenzaron a hacer presa en ellos, olvidaron todo lo demás, y se vieron envueltos en una abominable lucha, cada uno a favor de sí mismo, y en contra de los demás, para forzar un camino hacia una de las pequeñas aberturas de la prisión en las cuales era donde únicamente se podía conseguir una inhalación de aire. Fue una lucha en la cual los hombres se volvieron bestias, y el relato de sus horrores por los pocos supervivientes conmocionó tanto a nuestros antepasados que a lo largo de todo el siglo que siguió encontramos una referencia continua en su literatura como una típica ilustración de los posibles extremos de la miseria humana, tan estremecedor en su aspecto moral como físico. Apenas podían haber anticipado que a nosotros, el Agujero Negro de Calcuta, con su amontonamiento de hombres enloquecidos, desgarrandose y pisoteandose unos a otros en la pugna por ganar un lugar junto a los agujeros para respirar, nos parecería un notable modelo de la sociedad de su época. Le faltaba algo para ser un modelo completo, sin embargo, porque en el Agujero Negro de Calcuta no había tiernas mujeres, ni niños pequeños u hombres y mujeres mayores, ni lisiados. Al menos quienes sufrieron eran todos hombres, fuertes para aguantar.

"Cuando reflexionamos sobre que el antiguo orden del cual hemos estado hablando prevaleció hasta el final del siglo diecinueve, aunque para nosotros el nuevo orden que lo sucedió nos parece ya antiguo, incluso no habiendo nuestros padres conocido otro, no podemos por menos que asombrarnos de la rapidez con la cual una transición tan profunda más allá de toda experiencia previa de la humanidad debe haber sido efectuada. Una observación del estado de la mente de las personas durante el último cuarto del siglo diecinueve, sin embargo, disipará, en gran medida, este asombro. Aunque la inteligencia general en el sentido moderno no podría decirse que existiera en ninguna comunidad en aquella época, aun así, comparada con generaciones anteriores, la generación de aquella época era inteligente. La consecuencia inevitable de incluso este grado comparativo de inteligencia fue una percepción de los males de la sociedad, tan general como nunca antes lo había sido. Es completamente cierto que estos males habían sido incluso peores, mucho peores, en épocas anteriores. Fue la incrementada inteligencia de las masas lo que marcó la diferencia, como el amanecer revela la mugre del entorno que en la oscuridad puede haber parecido tolerable. El tono de la literatura del período fue de compasión por los pobres e infortunados, y de indignado clamor contra el fracaso de la maquinaria social en mejorar las miserias de la humanidad. De este despliegue emocional está claro que la atrocidad moral del espectáculo que había a su alrededor era, al menos por destellos, comprendida completamente por los mejores hombres de aquel tiempo, y que de ellos, aquellos que tenían el corazón más sensitivo y generoso vieron su vida convertida en algo casi insoportable por la intensidad de su conmiseración.

"Aunque la idea de la unidad vital de la familia de la humanidad, la realidad de la hermandad humana, estaba muy lejos de ser entendida por ellos como el axioma moral que a nosotros nos parece, aun así es un error suponer que no había ningún sentimiento que correspondiese con ella. Podría leeros pasajes de gran belleza de algunos de sus escritores que muestran que el concepto fue claramente alcanzado por unos pocos, y sin duda vagamente por muchos más. Además, no debe olvidarse que el siglo diecinueve era cristiano de nombre, y el hecho de que todo el marco comercial e industrial de la sociedad fuese la encarnación del espíritu anticristiano debe haber tenido algún peso, aunque admito que fue extrañamente poco, en los seguidores nominales de Jesucristo.

"Cuando preguntamos por qué no tuvo más, por qué, en general, mucho después de que una vasta mayoría de personas estuvo de acuerdo en relación a los manifiestos abusos del orden social existente, todavía lo toleraron, o se contentaron hablando de reformas intranscendentes, nos encontramos con un hecho extraordinario. Era la sincera creencia de incluso los mejores hombres de aquella época que los únicos elementos estables de la naturaleza humana, sobre los cuales podía ser fundado con seguridad un sistema social, eran sus peores inclinaciones. Les habían enseñado y creían que ser ambicioso e interesado era todo lo que mantenía unida a la humanidad, y que todas las asociaciones humanas se harían pedazos si se hiciese algo para desafilar el filo de estos motivos o refrenar su operación. En una palabra, creían—incluso aquellos que anhelaban creer otra cosa—exactamente lo contrario de lo que a nosotros nos parece evidente en sí mismo; esto es, creían que las cualidades antisociales del hombre, y no sus cualidades sociales, eran las que proporcionaban la fuerza cohesiva de la sociedad. Les parecía razonable que las personas viviesen juntas únicamente con el propósito de hacer tratos sin escrúpulos y oprimirse unos a otros, y para sufrir la falta de escrúpulos y la opresión, y que mientras pudiese perdurar una sociedad que diese total campo de acción a esos instintos, había pocas oportunidades para una sociedad basada en la idea de cooperación para el beneficio de todos. Parece absurdo esperar que nadie crea que convicciones como esas fueron seriamente mantenidas por los seres humanos; pero que no solamente fueron mantenidas por nuestros bisabuelos, sino que fueron responsables del largo retraso en eliminar el antiguo orden, después de que se hiciese general la convicción sobre sus intolerables abusos, está tan bien establecido como puede estarlo un hecho en la historia. Justo aquí encontraréis la explicación del profundo pesimismo de la literatura del último cuarto del siglo diecinueve, la nota de melancolía en su poesía, y el cinismo de su humor.

"Sintiendo que el estado de la humanidad era insoportable, no tenían una clara esperanza en nada mejor. Creían que la evolución de la humanidad había dado como resultado el llevarla a un callejón sin salida, y que no había manera de avanzar. El estado de ánimo de las personas en aquella época está notablemente ilustrado por los tratados que han llegado hasta nosotros, y que pueden incluso ser consultados en nuestras bibliotecas por los curiosos, en los cuales se siguen laboriosos argumentos para demostrar que a pesar de la malévola y difícil condición de la humanidad, la vida, mediante una leve preponderancia de consideraciones, merecía más la pena vivirla que abandonarla. Despreciándose a sí mismos, despreciaban al Creador. Hubo un declive general de las creencias religiosas. Destellos pálidos y diluídos, de cielos espesamente velados por la duda y el temor, encendieron por sí solos el caos de la tierra. Que los hombres dudasen de Él, cuyo aliento estaba en sus fosas nasales, o temiesen las manos que los moldearon, nos parece de hecho una locura digna de compasión; pero debemos recordar que los niños que son valientes durante el día a veces tienen estúpidos temores durante la noche. Desde entonces, ha llegado el amanecer. Es muy fácil creer en la paternidad de Dios en el siglo veinte.

"En pocas palabras, como es preciso en un discurso de estas características, he aludido a algunas de las causas que prepararon las mentes de los hombres para el cambio del antiguo orden al nuevo, así como algunas causas del conservadurismo de la desesperación que durante un tiempo lo retrasó aun cuando el momento propicio ya había llegado. Maravillarse de la rapidez con la cual se completó el cambio después de que su posibilidad fue sopesada por primera vez, es olvidar el efecto embriagador de la esperanza sobre las mentes largo tiempo acostumbradas a la desesperación. La aparición repentina de los rayos de sol, después de tan larga y oscura noche, debe necesariamente haber tenido un efecto deslumbrante. Desde el momento en que los hombres se permitieron creer que la humanidad después de todo no estaba destinada a ser un enano, cuya achaparrada estatura no era la medida de su posible crecimiento, sino que estaba al borde de una fase de desarrollo sin límites, la reacción debió necesariamente ser abrumadora. Es evidente que nada fue capaz de oponer resistencia contra el entusiasmo que la nueva fe inspiraba.

"Aquí, al fin los hombres deben haber sentido que había una causa comparada con la cual las más grandes causas históricas habían sido triviales. Sin duda porque podía haber requerido millones de mártires, ninguno fue necesario. El cambio de una dinastía en un reino mezquino del mundo antiguo a menudo costó más vidas que la revolución, que encaminó los pasos del género humano al fin por el camino correcto.

"Sin duda ello difícilmente se adecúa a quien la buena fortuna de la vida en nuestra resplandeciente época le ha concedido desear que su destino sea diferente, y aun así he pensado a menudo que de buena gana cambiaría mi parte en este sereno y dorado día, por un lugar en aquella tormentosa época de transición, cuando los héroes reventaron la enrejada puerta del futuro y revelaron a la encendida mirada de una humanidad sin esperanza, en vez del muro vacío que había cerrado su camino, una perspectiva de progreso cuyo final, por el mero exceso de luz, todavía nos deslumbra. ¡Ay, amigos míos! ¿quién dirá que haber vivido entonces, cuando la más débil influencia fue una palanca a cuyo tacto temblaron los siglos, no merecía dicha parte incluso en esta era de fruición?

"Conocéis la historia de la última, más grande, y más carente de sangre, de todas las revoluciones. En el tiempo de una generación los hombres dejaron a un lado las tradiciones sociales y las prácticas de los bárbaros, y asumieron un orden social, digno de seres racionales y humanos. Al dejar de ser depredadores en sus hábitos, se hicieron colaboradores, y encontraron en la fraternidad, de inmediato, la ciencia de la salud y la felicidad. '¿Qué comeré y beberé, y con qué me vestiré?' enunciado como un problema que comienza y termina en sí mismo, había causado ansiedad y era un problema sin final. Pero una vez fue concebido, no desde el individuo, sino desde el punto de vista fraternal, las dificultades del '¿Qué comeré y beberé, y con qué me vestiré?' se desvanecieron.

"La pobreza con servidumbre había sido el resultado, para la masa de la humanidad, de intentar resolver el problema del sustento desde el punto de vista del individuo, pero tan pronto la nación llegó a ser el único capitalista y empleador no sólo la abundancia reemplazó a la pobreza, sino que el último vestigio de servidumbre del hombre hacia el hombre desapareció de la tierra. La esclavitud humana, tan a menudo en vano frustrada, al fin fue eliminada. Los medios de subsistencia ya no fueron dosificados a las mujeres por los hombres, a los empleados por los empleadores, a los pobres por los ricos, fueron distribuídos partiendo de un almacenamiento común como entre los niños sentados a la mesa del padre. Fue imposible para un hombre usar nunca más a sus semejantes como herramientas para su propio beneficio. Su estima fue la única clase de ganancia que pudo obtener desde entonces. No hubo más arrogancia o servilismo en las relaciones entre los seres humanos. Por primera vez desde la creación, cada hombre se mantuvo erguido ante Dios. El temor a la necesidad y el deseo de ganancia se hicieron motivaciones extintas cuando la abundancia fue asegurada para todos y las descomedidas posesiones se hicieron imposibles de alcanzar. No hubo más mendigos ni asistentes sociales. La equidad dejó a la caridad sin ocupación. Los diez mandamientos se hicieron casi obsoletos en un mundo donde no había tentación de robar, ni ocasión para mentir fuera por miedo o favor, ni lugar para la envidia donde todos eran iguales, y poca provocación a la violencia donde los hombres estaban desarmados de poder para hacerse daño los unos a los otros. El antiguo sueño de la humanidad, de libertad, igualdad, fraternidad, burlado durante tántas épocas, al fin se hizo realidad.

"Como en la vieja sociedad los generosos, los justos, los tiernos de corazón habían estado en desventaja poseyendo estas cualidades, así en la nueva sociedad los fríos de corazón, los ambiciosos, y los egoístas se encontraron desvinculados del mundo. Ahora que las condiciones de vida por primera vez dejaron de operar como un proceso que fuerza al desarrollo de las cualidades brutales de la naturaleza humana, y el premio que anteriormente había alentado el egoísmo fue no solamente eliminado, sino dado conforme al altruismo, fue posible ver por primera vez cómo era realmente la naturaleza humana no pervertida. Las tendencias depravadas, que habían crecido por doquier y oscurecido en tan larga medida a las mejores, ahora se marchitaban como hongos de un sótano al aire libre, y las más nobles cualidades mostraron una repentina exuberancia que transformó a los cínicos en panegiristas y por primera vez en la historia humana tentó a la humanidad a enamorarse de sí misma. Pronto fue completamente revelado lo que los eclesiásticos y filósofos del viejo mundo nunca habrían creído, que la naturaleza humana en sus cualidades esenciales es buena, no mala, que los hombres por su natural intención y estructura son generosos, no egoístas, compasivos, no crueles, comprensivos, no arrogantes, parecidos a Dios en sus aspiraciones, cuyo instinto posee los más divinos impulsos de ternura y autosacrificio, imágenes de Dios de hecho, no las parodias de Él que habían sido. La constante presión, a través de innumerables generaciones, de condiciones de vida que podrían haber pervertido a los ángeles, no había sido capaz de alterar esencialmente la natural nobleza de la humanidad, y una vez que estas condiciones fueron eliminadas, como en un árbol doblado, volvió a su normal rectitud.

"Para exponer todo el asunto en la brevedad de una parábola, permitidme que compare la humanidad de la antigüedad con un rosal plantado en un pantano, regado con aguas negras, respirando miasmáticas nieblas por el día, y enfriado con rocíos envenenados por la noche. Innumerables generaciones de jardineros habían dado lo mejor de sí para hacerlo florecer, pero más allá de una medio-apertura ocasional de un capullo con un gusano en su interior, sus esfuerzos habían sido infructuosos. Muchos, de hecho, pretendían que el arbusto no era un rosal en absoluto, sino un matojo nocivo, que sólo valía para ser arrancado de raíz y quemado. Los jardineros, en su mayor parte, sin embargo, mantenían que el arbusto pertenecía a la familia de la rosa, pero tenía algún defecto inextirpable, que evitaba que los capullos saliesen, y que explicaba su condición enfermiza general. Había unos pocos, de hecho, que mantenían que la raza era suficientemente buena, que el problema estaba en el pantano, y que bajo condiciones más favorables podría esperarse que a la planta le iría mejor. Pero estas personas no eran jardineros habituales, y siendo condenados por éstos como meros teóricos y soñadores, eran, en su mayor parte, considerados así por la gente. Además, exhortados algunos eminentes filósofos morales, incluso concediendo en pro de la discusión que al arbusto pudiese posiblemente irle mejor en otra parte, era una disciplina más valiosa para los capullos el tratar de florecer en una ciénaga que lo que sería bajo unas más favorables condiciones. Los capullos que lograban abrirse pudieran de hecho ser muy raros, y las flores pálidas y sin olor, pero representaban muchísimo más el esfuerzo moral que si hubiesen florecido espontáneamente en un jardín.

"Los jardineros habituales y los filósofos morales se salieron con la suya. El arbusto permaneció enraizado en el pantano, y su tratamiento continuó por los mismos derroteros de siempre. Continuamente se aplicaban a las raíces nuevas variedades de mejunjes fortalecedores, e innumerables recetas, cada una declarada por sus defensores como la mejor y la única preparación adecuada, fueron utilizadas para matar los bichos y quitar el moho. Así se continuó durante muchísimo tiempo. Ocasionalmente algunos pretendían observar una leve mejora en la apariencia del arbusto, pero había otros tantos que declaraban que no tenía tan buen aspecto como el que solía tener. En general no podía decirse que hubiese ningún cambio notable. Finalmente, durante un período de general desaliento en cuanto a las perspectivas del arbusto si seguía donde estaba, la idea de transplantarlo fue planteada una vez más, y esta vez encontró favor. 'Intentemoslo,' fue la voz general. 'Quizá pueda prosperar mejor en otra parte, y aquí es ciertamente dudoso si merecerá la pena cultivar durante más tiempo.' Así aconteció que el rosal de la humanidad fue transplantado, y puesto en una tierra, dulce, cálida, seca, donde el sol lo bañaba, las estrellas lo cortejaban, y el viento del sur lo acariciaba. Entonces se hizo visible que era de hecho un rosal. Los bichos y el moho desaparecieron, y el arbusto se cubrió de las más hermosas rosas rojas, cuya fragancia llenó el mundo.

"Es una promesa del destino señalado para nosotros que el Creador ha puesto en nuestros corazones un estándar infinito de realización, juzgado por el cual nuestros pasados logros parecen siempre insignificantes, y el objetivo nunca cercano. Si nuestros antepasados hubiesen concebido un estado de sociedad en el cual los hombres viviesen juntos como hermanos en unidad, sin antagonismos ni envidias, violencia ni desmesuras, y donde, al precio de un trabajo no mayor de lo que demanda la salud, en ocupaciones que eligiesen, se habrían liberado por completo de la preocupación por el mañana y no estarían más preocupados por su sustento que árboles que fuesen regados por ríos inagotables,—si hubiesen concebido tal situación, yo digo que les habría parecido nada menos que el paraíso. La habrían confundido con su idea del cielo, o soñado que podría estar mucho más allá de cualquier cosa deseable o por la que esforzarse.

"Pero ¿cómo nos va nosotros que estamos a esta altura que ellos miraron? Ya casi hemos olvidado, excepto cuando viene especialmente a nuestras mentes en alguna ocasión como la presente, que no siempre le fue a la humanidad como le va ahora. Supone un esfuerzo de nuestra imaginación el concebir el orden social de nuestros inmediatos antepasados. Lo encontramos grotesco. La solución del problema del mantenimiento físico hasta desterrar la preocupación y el crimen, que hasta ahora nos parece un logro definitivo, nos surge a la vista como un preliminar a cualquier progreso humano real. Nos hemos simplemente librado de un hostigamiento impertinente e innecesario que impedía a nuestros antepasados acometer los fines auténticos de la existencia. Somos la humanidad desnuda; nada más. Somos como un niño que acaba de aprender a sostenerse de pie y caminar. Es un gran acontecimiento, desde el punto de vista del niño, cuando anda por primera vez. Quizá se imagina que poco puede haber más allá de este logro, pero un año después ha olvidado que no siempre supo andar. Su horizonte se ensanchó cuando se alzó, y se alargó cuando se movió. Un gran acontecimiento, de hecho, en un sentido, fue su primer paso, pero únicamente como un comienzo, no como un final. Su verdadera carrera acababa de empezar. La liberación de la humanidad en el último siglo, del ensimismamiento mental y físico en trabajar y elucubrar para las meras necesidades corporales, puede considerarse como una especie de segundo nacimiento de la humanidad, sin el cual su primer nacimiento a una existencia que era una carga, habría permanecido por siempre injustificado, pero gracias al cual es ahora abundantemente justificado. Desde entonces, la humanidad ha comenzado una nueva fase de desarrollo espiritual, una evolución de más elevadas facultades, la existencia de las cuales en la naturaleza humana apenas sospecharon nuestros antepasados. En lugar de la lúgubre desesperanza del siglo diecinueve, su profundo pesimismo en lo que respecta al futuro de la humanidad, la idea que anima la época presente es una concepción entusiasta de las oportunidades de nuestra existencia terrenal, y las posibilidades sin límites de la naturaleza humana. La mejora de la humanidad de generación en generación, física, mental, moralmente, es reconocida como uno de los grandes objetivos que supremamente merecen un esfuerzo y un sacrificio. Creemos que la humanidad por primera vez ha comenzado a comprender el ideal que Dios tiene acerca de ella, y cada generación debe ahora estar un paso más arriba.

"¿Preguntáis qué buscamos cuando innumerables generaciones hayan pasado? Yo respondo, el camino se expande a lo lejos ante nosotros, pero el final está perdido en la luz. Porque doble es el retorno del hombre a Dios 'que es nuestro hogar,' el retorno del individuo por el camino de la muerte, y el retorno de la humanidad por la consumación de la evolución, cuando el divino secreto escondido en el germen se desarrolle perfectamente. Con una lágrima para el oscuro pasado, encaminémonos luego hacia el deslumbrante futuro, y, cubriendo nuestros ojos, esforcémonos en seguir hacia delante. El largo y fatigoso invierno de la humanidad ha finalizado. Su verano ha comenzado. La humanidad ha reventado la crisálida. Los cielos están ante ella."

Capítulo 28

Nunca pude decir por qué, pero durante toda mi vida el domingo por la tarde había sido un tiempo en el que estuve peculiarmente sujeto a la melancolía, cuando el color inexplicablemente se desvanecía de todos los aspectos de la vida, y todo aparecía patéticamente falto de interés. Las horas, que en general estaba acostumbrado a que me llevasen tranquilamente sobre sus alas, perdían el poder de volar, y hacia el final del día descendiendo completamente a tierra, tenía casi que ser arrastrado por tracción directa. Quizá debido parcialmente a que tenía establecida esta asociación de ideas, a pesar del absoluto cambio en mis circunstancias, caí en un estado de profunda depresión en la tarde de este mi primer domingo en el siglo veinte.

No era, sin embargo, en la presente ocasión una depresión con causa específica, la mera vaga melancolía de la que he hablado, sino un sentimiento sugerido y ciertamente del todo justificado por mi situación. El sermón del Sr. Barton, con su constante implicación de la vasta brecha moral entre el siglo al que yo pertenecía y este en el cual me encuentro, había tenido un efecto contundente para acentuar mi sentido de soledad. Del modo considerado y filosófico que él había hablado, sus palabras apenas podrían haber evitado dejar sobre mi mente una fuerte impresión de la mezcla de piedad, curiosidad, y aversión que yo, como representante de una época aborrecida, debo de despertar en todos los que me rodean.

La extraordinaria amabilidad con la cual he sido tratado por el Dr. Leete y su familia, y especialmente la bondad de Edith, habían impedido hasta ahora que me percatase por completo de que su auténtico sentimiento hacia mi debe de ser necesariamente el de toda la generación a la que pertenecen. El reconocimiento de esto, en lo que respecta al Dr. Leete y a su amable esposa, no importa cuán doloroso fuese, podría haberlo soportado, pero la convicción de que Edith debe de compartir ese sentimiento era más de lo que yo podía soportar.

El aplastante efecto con el cual esta tardía percepción de un hecho tan obvio vino a mi me abrió los ojos por completo a algo que quizá el lector ya había sospechado,—yo amaba a Edith.

¿Era extraño que la amase? La conmovedora ocasión en la cual nuestra intimidad había comenzado, cuando sus manos me habían sacado del torbellino de locura; el hecho de que su compasión era el aliento vital que me había establecido en esta nueva vida y me había hecho capaz de soportarla; mi costumbre de mirarla como la mediadora entre yo y el mundo que me rodea, en un sentido en el cual incluso su padre no lo era,— estas eran circunstancias que habían predeterminado un resultado que el notable encanto que ella tenía, como persona y en su actitud, lo habría explicado por sí solo. Era totalmente inevitable que ella haya llegado a parecerme, en un sentido completamente diferente de la habitual experiencia de los enamorados, la única mujer que hay en este mundo. Ahora que había llegado a ser repentinamente sensato en cuanto a la fatuidad de las esperanzas que había comenzado a acariciar, sufría no meramente lo que sufriría otro enamorado, sino además una desconsolada soledad, una absoluta y triste soledad, como ningún otro enamorado, no importa cuán infeliz, pudiera haber sentido.

Mis anfitriones evidentemente veían que estaba deprimido en espíritu, e hicieron todo lo que pudieron para distraerme. Edith especialmente, yo podía verlo, estaba angustiada por mi, pero conforme a la habitual perversidad de los enamorados, habiendo una vez sido tan loco como para soñar recibir algo más de ella, ya no había para mi ninguna virtud en una amabilidad que yo sabía que era únicamente compasión.

Al anochecer, tras haber estado recluído en mi habitación la mayor parte de la tarde, me fui al jardín a dar una vuelta. El día estaba nublado, con una esencia otoñal en el cálido, inmóvil aire. Encontrándome cerca de la excavación, entré en la cámara subterránea y me senté allí. "Esto," murmuré para mi, "es el único hogar que tengo. Dejad que me quede aquí, y que ya no salga." Buscando ayuda en mi familiar entorno, me esforcé por encontrar una triste clase de consuelo al revivir el pasado e invocar las formas y rostros que estuvieron a mi alrededor en mi anterior vida. Fue en vano. Ya no había ninguna vida en ellos. Durante casi cien años las estrellas habían contemplado desde arriba la tumba de Edith Bartlett, y las tumbas de toda mi generación.

El pasado estaba muerto, aplastado bajo el peso de un siglo, y del presente yo quedaba excluído. No había lugar para mi en ninguna parte. No estaba ni muerto ni propiamente vivo.

"Perdóname por seguirte."

Alcé la mirada. Edith estaba en la puerta de la habitación subterránea, mirándome con una sonrisa, pero con ojos llenos de compasiva aflicción.

"Échame si te estoy molestando," dijo; "pero hemos visto que estabas deprimido, y ya sabes que prometiste que en tal caso me lo harias saber. No has mantenido tu palabra."

Me alcé y fui hacia la puerta, intentando sonreir, pero haciendo, imagino, un trabajo bastante penoso, porque la visión de su encanto me hizo entender del modo más conmovedor la causa de mi miseria.

"Me estaba sintiendo un poco solo, eso es todo," dije. "¿Nunca se te ha ocurrido que mi situación es tan absolutamente más solitaria de lo que jamás fue la de ningún ser humano, que realmente se necesita un nuevo mundo para describirlo?"

"¡Oh, no debes hablar así—no debes permitir esos sentimientos—no debes!" exclamó ella, con los ojos humedecidos. "¿No somos tus amigos? Es culpa tuya si no nos dejas serlo. No es preciso que estés solo."

"Sois buenos conmigo más allá de mi capacidad de entendimiento," dije, "pero no supongáis que no sé que se trata meramente de piedad, dulce piedad, pero sólo piedad. Sería un tonto si no supiese que no puedo pareceros lo mismo que otro hombre de vuestra generación, sino un ser extraño y misterioso, una criatura varada procedente de un mar desconocido, cuya solitaria tristeza conmueve vuestra compasión a pesar de lo grotesco. He sido tan bobo, vosotros tan amables, como para casi olvidar que esto debe de ser así necesariamente, e imaginar que pudiera con el tiempo llegar a naturalizarme, como solíamos decir nosotros, en esta época, de manera que me sintiese uno de vosotros y os pareciese como los otros hombres de vuestro entorno. Pero el sermón del Sr. Barton me ha enseñado cuán vana es tal fantasía, cuán grande debe de parecerte el golfo que hay entre nosotros."

"¡Oh, ese miserable sermón!" exclamó ella, ahora gritando claramente en su compasión, "yo no quería que lo escuchases. ¿Qué sabe él de ti? Ha leído viejos libros mohosos que hablaban de tu época, eso es todo. ¿Qué te importa él, para dejarte amargar por nada de lo que él diga? ¿No significa nada para ti, que nosotros sepamos que tú sientes de un modo diferente? ¿No te importa más lo que nosotros pensemos de ti que lo que piense él, que nunca te ha visto? ¡Oh, Sr. West! no sabes, no puedes imaginarte, cómo me hace sentir el verte tan solitariamente triste. No puedo soportarlo. ¿Qué puedo decirte? ¿Cómo puedo convencerte de cuán diferentes son nuestros sentimientos hacia ti de lo que tú crees?"

Como en aquella otra crisis de mi destino cuando ella vino a mi, extendió sus manos hacia mi en un gesto de ayuda, y, como entonces, las prendí y sostuve entre las mías; su pecho suspiró con fuerte emoción, y los pequeños temblores en los dedos que yo sujetaba enfatizaron la profundidad de su sentimiento. En su rostro, la piedad se batía en una especie de divino despecho contra los obstáculos que la reducían a la impotencia. La compasión femenina seguramente nunca se vistió con una apariencia más encantadora.

Tal belleza y tal bondad me enternecieron por completo, y me pareció que la única respuesta adecuada que podía dar era decirle justo la verdad. Desde luego no tenía ni una chispa de esperanza, pero por otro lado no tenía miedo de que ella se enfadase. Ella era demasiado compasiva para eso. Así que inmediatamente dije, "Es muy ingrato por mi parte no sentirme satisfecho con una amabilidad tal como la que has venido demostrándome, y ahora me demuestras. Pero ¿estás tan ciega como para no ver por qué ellos no bastan para hacerme feliz? ¿No ves que es porque he sido lo suficientemente loco como para amarte?".

A mis últimas palabras ella se sonrojó profundamente y sus ojos cayeron ante los míos, pero no hizo esfuerzo para retirar sus manos de las mías. Durante unos momentos estuvo así, un poco jadeante. Después, sonrojándose más profundamente que nunca, pero con una deslumbradora sonrisa, alzó su mirada.

"¿Estás seguro de que no eres tú el que está ciego?" dijo.

Eso fue todo, pero fue suficiente, porque ello me dijo que, inexplicable, increíble como era, esta radiante hija de una era dorada me había otorgado no sólo su piedad, sino su amor. Inmóvil, yo creía a medias que debía de estar bajo alguna feliz alucinación incluso mientras la abrazaba. "Si estoy loco," grité, "déjame seguir así."

"Soy yo la que tú debes creer que está loca," jadeó, escapando de mis brazos cuando apenas había probado la dulzura de sus labios. "¡Oh! ¡oh! ¿qué debes de pensar de mi que casi me he arrojado a los brazos de alguien que sólo hace una semana que conozco? No quise decir que deberías averiguarlo tan pronto, pero estaba tan apenada por ti que olvidé lo que estaba diciendo. No, no; no debes tocarme otra vez hasta que sepas quién soy. Después de eso, señor, me pedirás disculpas muy humildemente por pensar, como sé que lo piensas, que he sido demasiado rápida en enamorarme de ti. Después de que sepas quién soy, estarás obligado a confesar que no era nada menos que mi deber enamorarme de ti a primera vista, y que ninguna chica de adecuados sentimientos podría hacer otra cosa en mi lugar."

Como puede suponerse, me habría alegrado muchísimo de renunciar a las explicaciones, pero Edith estaba resuelta a que no hubiera más besos hasta que hubiese sido exculpada de toda sospecha de precipitación en la concesión de sus afectos, y yo estaba dispuesto a seguir al encantador enigma hasta la casa. Habiendo llegado hasta donde estaba su madre, susurró ruborizada algo a su oído y salió corriendo, dejándonos juntos.

Entonces se puso en evidencia que, extraña como mi experiencia había sido, no era el primero en conocer lo que quizá era su característica más extraña. Por la Sra. Leete supe que Edith era la biznieta de no otra que mi amor perdido, Edith Bartlett. Después de guardarme luto durante catorce años, había hecho un casamiento no por amor, y había dejado un hijo que había sido el padre de la Sra. Leete. La Sra. Leete nunca había visto a su abuela, pero había oído hablar mucho de ella, y, cuando nació su hija, le dio el nombre de Edith. Este hecho debió de haber tendido a incrementar el interés que la niña adquirió, según fue creciendo, por todo lo concerniente a su antepasada, y especialmente por la trágica historia de la supuesta muerte de su enamorado, de quien esperaba ser esposa, en el incendio de su casa. Era un relato bien calculado para conmover la compasión de una chica romántica, y el hecho de que la sangre de la infortunada heroína corría por sus venas naturalmente elevó el interés de Edith en ello. Un retrato de Edith Bartlett y algunos de sus papeles, incluyendo un paquete de mis propias cartas, estaban entre las reliquias de la familia. El retrato representaba una muy hermosa mujer joven sobre quien era fácil imaginar toda clase de cosas tiernas y románticas. Mis cartas dieron a Edith algún material para formarse una idea clara de mi personalidad, y ambas juntas bastaron para convertir la triste vieja historia en algo muy real para ella. Ella solía decir a sus padres, medio en broma, que nunca se casaría hasta que encontrase un amor como Julian West, y no había ninguno semejante hoy en día.

Pero todo esto, desde luego, era meramente el ensueño de una chica cuya mente nunca había estado absorta en un asunto amoroso propio, y no habría tenido serias consecuencias a no ser por el descubrimiento aquella mañana de la cámara acorazada enterrada en el jardín de su padre y la revelación de la identidad de su inquilino. Porque cuando la forma aparentemente sin vida fue llevada a la casa, el rostro que había en el relicario que encontraron sobre su pecho fue reconocido al instante como el de Edith Bartlett, y por ese hecho, puesto en conexión con las otras circunstancias, ellos supieron que yo no era otro sino Julian West. Incluso si no hubiese habido pensamiento alguno, como no lo hubo en un principio, de resucitarme, la Sra. Leete dijo que ella creía que este acontecimiento habría afectado a su hija de un modo crítico y de por vida. La presunción de alguna sutil ordenación del destino, involucrando el de ella con el mío, habría poseído bajo toda circunstancia una irresistible fascinación para casi cualquier mujer.

Si tras haber a la vida unas horas después, y parecer desde el principio que acudía a ella con una peculiar dependencia, encontrando un especial consuelo en su compañía, ella había sido demasiado rápida dándome su amor a la primera señal del mío, ahora podía, dijo su madre, juzgarlo por mi mismo. Si así lo pensé, debo recordar que este, después de todo, era el siglo veinte y no el diecinueve, y el amor era ahora, sin duda, más rápido en crecimiento, así como más franco en declaración que entonces.

Dejando a la Sra. Leete me fui a buscar a Edith. Cuando la encontré, lo primero fue tomarla por ambas manos y permanecer mucho tiempo en éxtasis contemplando su rostro. Mientras la miraba fijamente, el recuerdo de aquella otra Edith, que había sido afectada como con una conmoción insensibilizadora por la tremenda experiencia que nos había separado, revivió, y mi corazón se desvaneció con tiernas y conmovedoras emociones, pero también muy dichosas. Porque la que me hizo ver de un modo tan conmovedor el sentido de mi pérdida iba a hacer buena esa pérdida. Era como si desde sus ojos Edith Barlett mirase al interior de los míos, y me sonriese con consuelo mi. Mi destino era no sólo el más extraño, sino el más afortunado que jamás le sobrevino a un hombre. Un doble milagro había sido forjado para mi. No había encallado en la costa de este extraño mundo para encontrarme solo y sin compañía. Mi amor, a quien había soñado haber perdido, había sido reencarnado para mi consuelo. Cuando al fin, en un éxtasis de gratitud y ternura, plegué a la encantadora chica entre mis brazos, las dos Ediths estaban combinadas en mi pensamiento, y desde entonces no las he distinguido con claridad. No tardé en averiguar que por parte de Edith había una correspondiente confusión de identidades. Nunca, seguramente, hubo entre enamorados recientemente unidos una conversación más extraña que la nuestra de aquella tarde. Ella parecía más deseosa de que le hablase de Edith Bartlett que de ella misma, de cómo la había amado en vez de como la amaba a ella misma, recompensando mis cariñosas palabras concernientes a otra mujer con lágrimas y tiernas sonrisas y apretándome la mano.

"No debes amarme demasiado por mi misma," dijo. "Estaré muy celosa en nombre de ella. No te dejaré olvidarla. Voy a decirte algo que puedes pensar que es extraño. ¿No crees que los espíritus a veces vuelven al mundo para consumar algún trabajo que está cerca de su corazón? Qué pasaría si yo te dijera que a veces he pensado que su espíritu vive en mi—que Edith Bartlett, no Edith Leete, es mi verdadero nombre. No puedo saberlo; desde luego ninguno de nosotros puede saber quién es realmente; pero puedo sentirlo. Puedes asombrarte de que tenga tales sentimientos, viendo cómo mi vida fue afectada por ella y por ti, incluso antes de que vinieses. Ya ves que no necesitas molestarte en amarme en absoluto, si únicamente eres fiel a ella. No será probable que yo esté celosa."

El Dr. Leete había salido aquella tarde, y no tenía una entrevista con el hasta después. No le pillé, en apariencia, completamente desprevenido con la información que le transmití, y estrechó mi mano enérgicamente.

"Bajo cualesquiera circunstancias normales, Sr. West, debería decir que este paso ha sido dado en base a una relación muy breve; pero estas son indudablemente circunstancias nada normales. En justicia, quizá debería decirle," añadió sonriente, "que aunque doy mi consentimiento con alegría al arreglo propuesto, no debe sentirse demasiado en deuda conmigo, ya que juzgo que mi consentimiento es una mera formalidad. Desde el momento que el secreto del relicario fue desvelado, tenía que serlo, imagino. Vaya, Dios me bendiga, si Edith no hubiese estado allí para salvar la promesa de su bisabuela, realmente comprendo que la lealtad de la Sra. Leete hacia mi habría sufrido una severa revisión."

Aquella noche el jardín estaba bañado por la luz de la luna, y hasta medianoche Edith y yo vagamos de un lado para otro, tratando de acostumbrarnos a nuestra felicidad.

"¿Qué habría hecho yo si yo no te hubiese importado?" exclamó. "Tenía miedo de que así fuera. ¡Qué habría hecho yo entonces, cuando sentía que estaba consagrada a ti! Tan pronto como volviste a la vida, estaba segura, como si ella me lo hubiese dicho, de que yo iba a ser para ti lo que ella no pudo ser, pero que sólo podría serlo si tu me dejabas serlo. Oh, cómo quería decirte aquella mañana, cuando te sentiste tan terriblemente extraño entre nosotros, quién era yo, pero no me atrevía a abrir los labios sobre eso, o dejar que mi padre o mi madre——"

"¡Eso debe haber sido lo que no dejabas que tu padre me dijera!" exclamé, refiriéndome a la conversación que había oído por casualidad mientras volvía de mi trance.

"Por supuesto que lo era," Edith rio. "¿Solamente has adivinado eso? siendo mi padre tan sólo un hombre, pensó que le haría sentirse entre amigos el decirle quienes éramos nosotros. No pensó en mi en absoluto. Pero mi madre sabía lo que yo trataba de decir, y me salí con la mía. Nunca podría haberte mirado a la cara si tú hubieses sabido quién era yo. Hubiera sido imponerme a ti con demasiado atrevimiento. Me temo que piensas que así lo hice hoy, como así fue. Estoy segura de que no era mi intención, porque sé que en tu época se esperaba que las chicas ocultasen sus sentimientos, y estaba horriblemente asustada de conmocionarte. Ay de mi, qué duro habría sido para ellas tener que haber ocultado siempre su amor como una culpa. ¿Por qué pensaban que era semejante vergüenza el amar a alguien, hasta que les hubiesen dado permiso? Es tan extraño pensar en esperar el permiso para enamorarse. ¿Era porque los hombres de aquella época se enfadaban cuando las chicas les amaban? Esta no es la manera en que las chicas sentirían, estoy segura, ni los hombres, creo, ahora. No lo entiendo en absoluto. Esa será una de las cosas curiosas acerca de las mujeres de aquella época que tendrás que explicarme. No creo que Edith Bartlett fuese tan boba como las otras."

Tras varios intentos ineficaces de separarnos, ella finalmente insistió en que debíamos decir buenas noches. Estaba a punto de imprimir sobre sus labios el absolutamente último beso, cuando ella dijo, con un indescriptible espíritu de travesura:

"Me preocupa una cosa. ¿Estás seguro de que perdonas por completo a Edith Bartlett por casarse con otro? Los libros de tu época que han llegado hasta nosotros presentan a los enamorados de tu época más celosos que cariñosos, y eso es lo que me hace preguntar. Sería un gran alivio para mi si pudiese estar segura de que no estás celoso de mi bisabuelo en lo más mínimo por casarse con tu novia. ¿Puedo decirle al retrato de mi bisabuela cuando me vaya a mi habitación que la perdonas completamente por haber demostrado ser falsa contigo?"

Crealo el lector, esta coqueta burla, si la propia oradora tuviese idea de ello o no, realmente conmovió y con ésto curó un absurdo dolor de algo parecido a los celos, de los cuales yo había sido vagamente consciente desde que la Sra. Leete me había hablado del casamiento de Edith Bartlett. Incluso mientras había tenido a la biznieta de Edith Bartlett entre mis brazos, no había, comprendido con claridad hasta ese momento, tan ilógicos son algunos de nuestros sentimientos, que a no ser por ese casamiento, no habría podido tenerla así. Lo absurdo de este estado de ánimo sólo podía ser igualado por lo abruptamente que se disolvió cuando la pícara pregunta de Edith despejó la niebla de mis percepciones. Me reí y la besé.

"Puedes asegurarle que la perdono totalmente," dije, "aunque si se hubiese casado con otro hombre en vez de con tu bisabuelo, habría sido una cuestión completamente diferente."

Al llegar a mi habitación aquella noche no abrí el teléfono musical, que pudiera haberme arrullado para dormir con canciones tranquilizantes, como se había convertido en mi costumbre. Por una vez mis pensamientos hacían mejor música que la racionalidad de las orquestas del siglo veinte, y me mantuvieron encantado hasta bien entrada la madrugada, cuando me quedé dormido.

Capítulo 28

"Es un poco más tarde de la hora que me dijo para despertarle, señor. No ha salido tan deprisa como de costumbre, señor."

La voz era la voz de mi criado Sawyer. Di un respingo y me puse completamente erguido en la cama y miré fijamente a mi alrededor. Estaba en mi cámara subterránea. La suave luz de la lámpara que estaba siempre encendida en la habitación cuando la ocupaba iluminaba las familiares paredes y muebles. Al lado de mi cama, con el vaso de Jerez en la mano que el Dr. Pillsbury prescribía al primer despertar de un sueño hipnótico, para despertar las aletargadas funciones físicas, estaba Sawyer.

"Mejor tome esto inmediatamente, señor," dijo, mientras yo le clavaba la vista con la mirada vacía. "Parece así como enrojecido, señor, y lo necesita."

Me tomé el licor de un trago y empecé a comprender lo que me había ocurrido. Estaba, desde luego, muy claro. Todo aquello del siglo veinte había sido un sueño. Tan sólo había soñado con aquella humanidad ilustrada y libre de preocupaciones y sus ingeniosamente sencillas instituciones, con el glorioso nuevo Boston con sus cúpulas y pináculos, sus jardines y fuentes, y su reino universal del bienestar. La amable familia que había llegado a conocer tan bien, mi genial anfitrión y Mentor, el Dr. Leete, su esposa, y su hija, la segunda y más bella Edith, mi novia —estas, también, habían sido sólo ficciones de una visión.

Durante un tiempo considerable permanecí en la actitud en la cual este convencimiento me había invadido, sentado en la cama mirando fijamente al vacío, absorto en recordar las escenas e incidentes de mi fantástica experiencia. Sawyer, alarmado por mis miradas, estaba mientras tanto preguntándome angustiado qué me pasaba. Siendo capaz de reconocer finalmente lo que me rodeaba, gracias a sus impertinencias, me sobrepuse con un esfuerzo y aseguré a mi fiel compañero que me encontraba perfectamente bien. "He tenido un sueño extraordinario, eso es todo, Sawyer," dije, "un muy-extra-ordi-nario-sueño."

Me vestí de manera mecánica, sintiéndome aturdido y extrañamente inseguro de mi mismo, y me senté ante el café y los bollos que Sawyer tenía por costumbre ofrecerme como alimento antes de que yo saliese de casa. El periódico de la mañana estaba en la bandeja. Lo tomé, y mi vista se fijó en la fecha, 31 de mayo de 1887. Había sabido, desde luego, desde el momento en que abrí los ojos que mi larga y detallada experiencia en otro siglo había sido un sueño, y aun así era sorprendente tener la demostración tan concluyente de que el mundo era tan sólo unas pocas horas más viejo que cuando me eché a dormir.

Mirando el sumario en la portada del periódico, que revisaba las noticias de la mañana, leí lo siguiente:

ASUNTOS EXTERIORES.— La inminente guerra entre Francia y Alemania. Las Cámaras francesas han pedido nuevos créditos militares para ajustarse al incremento del ejército de Alemania. Probabilidad de que toda Europa se vea involucrada en caso de guerra.—Gran sufrimiento entre los desempleados de Londres. Exigen trabajo. Se prepara una inmensa manifestación. Las autoridades intranquilas.—Grandes huelgas en Bélgica. El gobierno se prepara para reprimir las revueltas. Hechos estremecedores en relación con el empleo de chicas en las minas de carbón en Bélgica.—Desaucios al por mayor en Irlanda.

"ASUNTOS NACIONALES.— La epidemia de fraude desenfrenado. Desfalco de medio millón en Nueva York.—Apropiación indebida de un fondo fiduciario por sus albaceas. Los huérfanos se quedan sin un céntimo.—Astuto sistema de hurto llevado a cabo por un contable; 50.000 dólares se han esfumado.—Los barones del carbón deciden subir el precio del carbón y reducir la producción.— Los especuladores ingenian un gran acopio de trigo en Chicago.—Una camarilla fuerza la subida del precio del café.— Enormes expropiaciones de terrenos de consorcios del oeste.—Revelaciones de escandalosa corrupción entre funcionarios de Chicago. Cohecho sistemático.—Los juicios de los concejales Boodle continúan en Nueva York.—Grandes fracasos de compañias de negocios. Temores de una crisis de negocios.— Una gran cantidad de robos en casas y hurtos mayores.—Una mujer asesinada a sangre fría en New Haven para robarle el dinero.—Un cabeza de familia tiroteado por un ladrón de casas anoche en esta ciudad.—Un hombre se pega un tiro en Worcester porque no podía encontrar trabajo. Una familia numerosa queda desamparada.—Una pareja de ancianos de Nueva Jersey comete suicidio en vez de ir a un albergue de beneficencia.— Lastimosa indigencia entre las mujeres asalariadas en las grandes ciudades.—Alarmante incremento del analfabetismo en Massachussets.—Se necesitan más manicomios.—Discursos del Decoration Day. Discurso solemne del profesor Brown sobre la grandeza moral de la civilización del siglo diecinueve."

Era de hecho en el siglo diecinueve donde me había despertado; no podía haber duda sobre eso. Su completo microcosmos había sido presentado por este resumen de las noticias del día, incluso hasta ese último toque inconfundible de fatua auto-complacencia. Viniendo a continuación de un acta semejante de acusación irrecusable de la época como aquella crónica de un día de derramamiento de sangre, avaricia, y tiranía por todo el mundo, era un poco de cinismo digno de Mefistófeles, y aun así de todos aquellos con cuyos ojos se había encontrado el periódico esta mañana, yo era, quizá, el único que percibía el cinismo, y tan sólo ayer no lo habría percibido más que los demás. Ese extraño sueño era lo que había marcado la diferencia. Porque no sé durante cuánto tiempo después de esto me olvidé de lo que me rodeaba, y estuve otra vez en mi imaginación moviéndome por ese vívido mundo de ensueño, en esa gloriosa ciudad, con sus hogares de sencillo bienestar y sus magníficos palacios públicos. A mi alrededor había de nuevo rostros no deteriorados por la arrogancia o la servidumbre, por la envidia o la avaricia, por la angustiosa preocupación o la enfebrecida ambición, y majestuosas formas de hombres y mujeres que nunca habían conocido el temor a los semejantes o dependido de su favor, sino que siempre, según las palabras de aquel sermón que todavía resonaba en mis oídos, se habían "mantenido erguidos ante Dios."

Con un profundo suspiro y un sentido de pérdida irreparable, no menos conmovedora porque fuese una pérdida de lo que nunca había sido realmente, desperté al fin de mi ensueño, y poco después salí de casa.

Una docena de veces entre mi puerta y la calle Washington tuve que pararme y controlarme, tal poder había tenido aquella visión del Boston del futuro como para hacer extraño el Boston real. La miseria y el mal olor de la ciudad me resultaron contundentes, desde el momento en que puse el pie en la calle, como hechos que nunca antes hubiese observado. Pero ayer, además, me habría parecido algo natural que algunos de mis conciudadanos vistiese de seda, y otros de harapos, que algunos pareciesen bien alimentados, y otros hambrientos. Ahora por el contrario, las manifiestas disparidades en el vestir y la condición de los hombres y mujeres que pasaban rozando unos junto a otros por las aceras me impactaban a cada paso, y aún más la total indiferencia que los prósperos mostraban ante la difícil condición de los infortunados. ¿Eran éstos seres humanos, quienes podían contemplar la miseria de sus semejantes sin inmutarseles el rostro? Y aun así, todo el tiempo, bien sabía que era yo quien había cambiado, y no mis contemporáneos. Había soñado con una ciudad a cuya gente le iba como a los niños en una familia y eran custodios unos de otros para todas las cosas.

Otra característica del Boston real, que producía un extraordinario efecto de extrañeza como cuando las cosas familiares son vistas bajo una nueva luz, era el predominio de la publicidad. No había habido publicidad personal en el Boston del siglo veinte, porque no había necesidad de ninguna, pero aquí las paredes de los edificios, las ventanas, las páginas completas de cada lado en los periódicos, las mismas aceras, de hecho todo lo que estuviese a la vista, salvo el cielo, estaba cubierto con los llamamientos de individuos que buscaban, bajo innumerables pretextos, atraer las contribuciones de otros a su sustento. No importa cómo pudiese variar la redacción, el tenor de todos esos llamamientos era el mismo:

"Ayuda a John Jones. No importan los demás. Son un fraude. Yo, John Jones, soy el adecuado. Cómpreme a mi. Empléeme. Visíteme. Óigame a mi, a John Jones. Míreme. No cometa un error, John Jones es el hombre y nadie más. Deje que el resto se muera de hambre, pero ¡por Dios, recuerde a John Jones!"

Tan repentinamente convertido en un extraño en mi propia ciudad, no sé si me impresionó más el patetismo o la repulsa moral del espectáculo. Me vi conmovido hasta llorar, ¡miserables, que, porque no aprenden a ayudarse unos a otros, están condenados a ser mendigos unos de otros desde los más pequeños a los más grandes! Esta horrible babel de desvergonzada conducta agresiva y mutuo desprecio, este pasmoso clamor de vanaglorias en conflicto, llamamientos, y abjuraciones, este asombroso sistema de descarada mendicidad, ¡qué era todo ello sino la necesidad de una sociedad en la cual había que luchar por la oportunidad para servir al mundo conforme a tus dones, en vez de estar asegurado para cada hombre como primer objetivo de la organización social!

Alcancé la calle Washington en el punto de más ajetreo, y allí me quedé y me reí en voz alta, para escándalo de los transeúntes. Por mi vida que no podía evitarlo, con el loco sentido del humor que me provocó la visión de las interminables filas de tiendas a cada lado, calle arriba y calle abajo tan lejos como me alcanzaba la vista—para hacer el espectáculo más completamente ridículo, montones de ellas a tiro de piedra dedicadas a vender la misma clase de artículos. ¡Tiendas! ¡Tiendas! ¡Tiendas! ¡Kilómetros de tiendas! Diez mil tiendas para distribuir los artículos que necesita esta ciudad, que en mi sueño habían sido suministrados con todas las demás cosas desde un único almacén, según habían sido encargadas a través de un gran almacén en cada barrio, donde el comprador, sin perder el tiempo o el trabajo, encontraba bajo un único techo el surtido mundial de cualquier línea de artículos que desease. Allí el trabajo de distribución había sido tan pequeño como para no incrementar salvo en una fracción apenas perceptible el coste de los artículos para el usuario. El coste de producción era virtualmente todo lo que éste pagaba. Pero aquí la mera distribución de los bienes, su sola manipulación, añadía un cuarto, un tercio, la mitad y más, al coste. Todas estas diez mil plantas deben ser pagadas, su alquiler, su personal de superintendencia, sus pelotones de vendedores, sus diez mil equipos de contables, intermediarios, y dependientes de negocio, con todo lo que gastan en publicidad de ellos mismos y en contra los unos de los otros, y los consumidores son los que deben pagar. ¡Qué método más excelente para empobrecer a una nación!

¿Eran estos hombres serios que veía a mi alrededor, o niños, quienes hacían sus negocios bajo semejante plan? ¿Podían ser seres que razonaban, quienes no veían la locura por la cual, cuando el producto está hecho y listo para usarse, se despilfarra tanto en llevárselo al usuario? Si la gente come con una cuchara que deja escapar la mitad de su contenido entre el tazón y los labios, ¿no es probable que pasen hambre?

Había pasado por la calle Washington miles de veces y visto los métodos de los que venden mercaderías, pero mi curiosidad era como si nunca hubiese pasado por delante de ellos. Asombrado, tomé nota de los escaparates de las tiendas, llenos de artículos colocados con una cantidad ingente de esmero y dispositivos artísticos para atraer la vista. Vi la multitud de señoras mirándolos, y a los propietarios entusiasmados mirando el efecto del cebo. Entré y observé al encargado con ojos de halcón acechando en busca de negocio, caminando por la planta, supervisando a los dependientes, para que estuviesen a su tarea de inducir a los clientes a comprar, comprar, comprar, con efectivo si lo tenían, a crédito si no lo tenían, comprar lo que no querían, más de lo que querían, lo que no se podían permitir. A veces perdía la pista momentáneamente y la vista me confundía. ¿Por qué este esfuerzo para inducir a la gente a comprar? Seguramente aquello no tenía nada que ver con la legítima ocupación de distribuir los productos a aquellos que los necesitan. Seguramente era el más puro despilfarro para forzar a la gente a lo que no quería, sino a lo que pudiera ser util para otro. La nación se empobrecía tanto más por cada uno de tales logros. ¿En qué estaban pensando estos dependientes? Entonces recordé que no estaban actuando como distribuidores, como aquellos del almacén que había visitado en el Boston de mi sueño. No estaban sirviendo al interés público, sino a su inmediato interés personal, y no significaba nada para ellos lo que pudiera ser el efecto final de su modo de proceder sobre la prosperidad general, con tal que incrementasen su propia provisión, porque esos bienes eran suyos, y cuanto más vendiesen y más consiguiesen por ellos, mayor sería su ganancia. Cuanto más despilfarradora era la gente, tantos más artículos que no quería era inducida a comprar, tanto mejor para los vendedores. Alentar el despilfarro era el objetivo expreso de las diez mil tiendas de Boston.

Y estos encargados de tienda y dependientes no eran ni una pizca peores personas que las demás personas de Boston. Tenían que ganarse la vida y sustentar a sus familias, y ¿cómo iban a encontrar un oficio para hacerlo mediante el cual no necesitasen colocar sus intereses individuales por delante de los de otros y de los de todos? No podría pedírseles que se muriesen de hambre mientras esperaban un orden de cosas tal como el que yo había visto en mi sueño, en el cual el interés de cada uno y el de todos eran idénticos. Pero, ¡Dios del cielo! ¡qué asombroso, bajo un sistema tal como este que había a mi alrededor—qué asombroso que la ciudad estaba tan zarrapastrosa, y la gente tan míseramente vestida, y tantos de ellos andrajosos y hambrientos!

Algo después de esto, fui a parar al sur de Boston y me encontré en medio de los establecimientos manufactureros. Había estado en este barrio de la ciudad cientos de veces, como lo había estado en la calle Washington, pero aquí, tal como allí, primero percibí el verdadero significado de lo que estaba siendo testigo. Anteriormente me había sentido orgulloso por el hecho de que, contándolos, Boston tenía unos cuatro mil establecimientos manufactureros independientes; pero en esta misma multiplicidad e independencia reconocía ahora el secreto del insignificante producto total de su industria.

Si la calle Washington hubiese sido como una vereda en Bedlam, este era un espectáculo tanto más melancólico cuanto la producción es una función más vital que la distribución. Porque no sólo estos cuatro mil establecimientos no estaban trabajando coordinadamente, y sólo por eso operando en prodigiosa desventaja, sino que, como si esto no implicase una suficientemente desastrosa pérdida de energía, cada uno estaba utilizando sus máximas habilidades para frustrar los esfuerzos de los demás, cada uno rezando por la noche y trabajando por el día para la destrucción de las demás empresas.

El rugido y el traqueteo de las ruedas y martillos resonando por todas partes no era el zumbido de una industria apacible, sino el estruendo de espadas esgrimidas por enemigos. Estas fábricas y tiendas eran otras tantas fortalezas, cada una bajo su propia bandera, con sus armas apuntando a las fábricas y tiendas que hay a su alrededor, y sus zapadores ocupados por debajo, socavándolas.

En cada una de esas fortalezas se persistía en la más estricta organización industrial; las desunidas bandas trabajaban bajo una autoridad central particular. No se permitía interferencia ni duplicación de trabajo. Cada una tenía su tarea adjudicada, y nadie estaba ocioso. Mediante qué hiato en la facultad lógica, mediante qué eslabón perdido del razonamiento, se explica, entonces, el fracaso en reconocer la necesidad de aplicar el mismo principio a la organización de las industrias nacionales en su totalidad, en ver que si la falta de organización podía deteriorar la eficiencia de una tienda, debe de tener efectos tanto más desastrosos inhabilitando las industrias de la nación en general cuanto éstas sean más vastas en volumen y más complejas en las relaciones de sus partes.

La gente enseguida se prestaría a ridiculizar un ejército en el cual no hubiese ni compañías, ni batallones, ni regimientos, ni brigadas, ni divisiones, ni cuerpos del ejército—sin una unidad de organización que fuese de hecho mayor que el escuadrón bajo las órdenes de un cabo, sin otro oficial más alto que un cabo, y todos los cabos iguales en autoridad. Y aun así, justo semejante ejército eran las industrias manufactureras del siglo diecinueve en Boston, un ejército de cuatro mil escuadrones independientes conducidos por cuatro mil cabos independientes, cada uno con un plan independiente de campaña.

Grupos de hombres ociosos se veían aquí y allí, por todas partes, algunos ociosos porque no podían encontrar trabajo a ningún precio, otros porque no podían conseguir lo que consideraban un precio justo. Abordé a algunos de éstos últimos, y me contaron sus tribulaciones. Muy poco podía yo confortarlos. "Lo siento por ustedes," dije. "No consiguen lo suficiente, ciertamente, y aun así me asombro, no de que las industrias dirigidas como lo están estas no les paguen el salario mínimo, sino de que tengan capacidad para pagarles un salario."

Continuando mi camino, tras esto, hacia la parte peninsular de la ciudad, hacia las tres en punto estaba en la calle State, mirando fijamente, como si nunca antes los hubiese visto, los bancos y las agencias de bolsa, y otras instituciones financieras, de las cuales no había vestigio en la calle State de mi visión. Hombres de negocios, empleados de confianza, y chicos de los recados, entraban y salian a montones de los bancos, porque faltaban tan sólo unos minutos para la hora de cerrar. Frente a mi, estaba el banco donde hacía mis negocios, e inmediatamente crucé la calle, y, entrando con la muchedumbre, me quedé en un nicho de la pared, mirando al ejército de empleados que manejaba el dinero, y a los titulares de cuenta que hacían cola en las ventanillas de los cajeros. Un caballero de edad, a quien conocía, un director del banco, pasando junto a mi y observando mi actitud contemplativa, se detuvo un momento.

"Interesante vista, no es así, Sr. West," dijo. "Maravilloso mecanismo; así lo veo yo también. A veces me gusta pararme y contemplarlo justo como lo está haciendo usted. Es un poema, señor, un poema, así lo llamo yo. ¿Ha pensado alguna vez, Sr. West, que el banco es el corazón del sistema de negocios? Desde él y a él, en flujo y reflujo sin fin, va la sangre de la vida. Ahora está fluyendo. Fluirá otra vez por la mañana"; y complacido con su pequeña vanidad, el anciano siguió su camino sonriente.

Ayer habría considerado la sonrisa bastante adecuada, pero desde entonces había visitado un mundo incomparablemente más opulento que este, en el cual el dinero era desconocido y sin uso concebible. Había aprendido que únicamente tenía un uso en el mundo que me rodeaba porque el trabajo para producir el sustento de la nación, en vez de ser contemplado como el más estrictamente público y común de todos los intereses, y como tal dirigido por la nación, estaba abandonado a los esfuerzos asistemáticos de individuos. Este original error necesitaba de intercambios sin fin para dar lugar a cualquier tipo de distribución general de productos. Estos intercambios efectuados con dinero—cuán equitativamente, pudiera ser visto en un paseo por las casas de vecindad de los distritos de Back Bay—al coste de un ejército de hombres apartados del trabajo productivo para dirigirlo, con constantes interrupciones ruinosas de su maquinaria, y una influencia generalmente corruptora sobre la humanidad que había justificado su descripción, desde tiempos antiguos, como "la raíz de todo mal."

¡Ay del pobre director anciano del banco con su poema! Había confundido el pálpito de un absceso con un latido del corazón. Lo que él llamaba "un maravilloso mecanismo" era un imperfecto dispositivo para remediar un defecto innecesario, la torpe muleta de un lisiado de fabricación propia.

Después de que los bancos hubieron cerrado, vagué a la deriva por el distrito de los negocios durante una hora o dos, y más tarde me senté un rato en uno de los bancos del Common, me resultaba interesante la mera observación de la muchedumbre que pasaba, como al estudiar la población de una ciudad extranjera, tan extraños desde ayer mis conciudadanos y su forma de ser se han hecho para mi. Durante treinta años había vivido entre ellos, y aun así me parecía que nunca antes había notado cuán ahogados y ansiosos eran sus rostros, los de los ricos y los de los pobres, los refinados y agudos rostros de los educados así como las obtusas máscaras de los ignorantes. Y bien pudiera ser así, porque ahora veía, como nunca antes había visto tan claramente, que cada uno, mientras caminaba, constantemente trataba de discernir los susurros de un fantasma que había en su oído, el fantasma de la Incertidumbre. "Hagas tu trabajo tan bien como nunca," susurraba el fantasma—"te levantes temprano y trabajes duro hasta tarde, robes astutamente o sirvas fielmente, nunca conocerás la seguridad. Puedes ser rico ahora y todavía llegar a la pobreza al final. Por más riqueza que legues a tus hijos, no puedes comprar la seguridad de que tu hijo no pueda ser el sirviente de tu sirviente, o que tu hija no tenga que venderse a sí misma por pan."

Un hombre que pasaba me puso una papeleta de publicidad en la mano, la cual explicaba los méritos de un nuevo plan de seguros de vida. El incidente me recordó el único instrumento, patético por admitir la necesidad universal que tan pobremente suplía, que ofrecía a estos cansados y asustados hombres y mujeres incluso una parcial protección contra la incertidumbre. Por este sistema, aquellos ya adinerados, recordé, podrían comprar una precaria confianza en que después de su muerte sus seres queridos, al menos durante un tiempo, no serían pisoteados bajo los pies de los hombres. Pero esto era todo, y esto era únicamente para aquellos que podían pagar bien por ello. Qué idea era posible para estos infelices moradores de la tierra de Ismael, donde la mano de todo hombre estaba contra cada una y cada una contra la de todos los demás, de un verdadero seguro de vida como el que yo había visto entre las personas de aquella tierra de mi sueño, cada una de las cuales, por virtud meramente de su pertenencia a la familia nacional, estaba asegurada contra la necesidad de cualquier tipo, mediante una póliza suscrita por cien millones de compatriotas.

Fue algún tiempo después de esto cuando recuerdo una visión momentánea de mi mismo en los peldaños de un edificio de la calle Tremon, mirando un desfile militar. Pasaba un regimiento. Era la primera visión de aquél sombrío día que me había inspirado emociones que no fueran compasión y asombro, y estupor. Aquí al fin estaban el orden y la razón, una exhibición de lo que la cooperación inteligente puede lograr. La gente que estaba mirando con rostros enardecidos,—¿podría ser que la visión no tuviera para ellos sino un interés por lo espectacular? ¿Podrían dejar de ver que era su perfecta coordinación de acción, su organización bajo un único control, lo que hacía de estos hombres la tremenda máquina que eran, capaz de vencer una muchedumbre alborotada diez veces más numerosa? Viendo esto tan claramente, ¿podrían dejar de comparar la manera científica en la cual la nación iba a la guerra con la manera acientífica en que iba a trabajar? ¿No se preguntarían desde cuándo matar hombres había sido una tarea tanto más importante que alimentarlos y vestirlos, que un ejército entrenado debería parecer sólo adecuado para aquello, mientras que ésto se dejaba a una muchedumbre alborotada?

Ahora iba a anochecer, y las calles estaban atestadas con los trabajadores de los almacenes, las tiendas, y las fábricas. Arrastrado con la parte más fuerte de la corriente, me encontré, mientras empezaba a oscurecer, en medio de una escena de miseria y degradación humana tal como únicamente el distrito de casas de vecinos de South Cove podía presentar. Había visto el loco despilfarro de trabajo humano; aquí veía en la forma más horrenda la necesidad que el despilfarro había engendrado.

Desde los negros portales y ventanas de las viviendas desvencijadas y atestadas que había por todas partes llegaban bocanadas de aire fétido. Las calles y callejones apestaban como efluvios de las entrecubiertas de un barco de esclavos. Según pasaba tuve visiones momentáneas de su interior, de bebés pálidos jadeando sus vidas en medio de bochornosos hedores, de mujeres con rostros sin esperanza, deformadas por las tribulaciones, no conservando traza de su condición femenina salvo la debilidad, mientras desde las ventanas apartaban la vista muchachas con frente de bronce. Como las hambrientas bandas de perros callejeros que infestan las calles de las ciudades Musulmanas, enjambres de niños brutalizados y a medio vestir llenaban el aire con sus chillidos y carreras según luchaban y se tiraban en medio de la basura que ensuciaba los patios de vecinos.

No había nada en todo esto que fuese nuevo para mi. A menudo había pasado por esta parte de la ciudad y había sido testigo de estas visiones y sentido asco mezclado con un cierto asombro filosófico de los extremos que los mortales soportan y aun así se aferran a la vida. Pero no sólo en lo que respecta a las locuras económicas de esta época, sino igualmente en lo tocante a sus abominaciones morales, a mis ojos las escalas han cambiado desde que tuve aquella visión de otro siglo. Ya no miraba a los infortunados moradores de este Infierno con insensible curiosidad como criaturas apenas humanas. Los veía como mis hermanos y hermanas, mis padres, mis hijos, carne de mi carne, sangre de mi sangre. La supurante masa de miseria humana que había a mi alrededor no ofendía ahora meramente mis sentidos, sino que me perforaba el corazón como un cuchillo, así que no podía reprimir suspiros y gemidos. No veía únicamente, sino sentía en mi cuerpo todo lo que veía.

Inmediatamente, tambien, mientras observaba atentamente a los desventurados seres que había a mi alrededor, percibí que estaban todos totalmente muertos. Sus cuerpos eran otros tantos sepulcros vivientes. En cada brutal frente estaba claramente escrito el epitafio de un alma muerta en su interior.

Golpeado por el horror, mientras miraba de una cabeza de muerto a otra, me vi afectado por una singular alucinación. Como un rostro de un vacilante espíritu traslúcido superpuesto sobre cada una de estas máscaras brutales vi el ideal, el posible rostro que habría sido el real si mente y alma hubiesen vivido. Hasta que no me di cuenta de estos rostros fantasmales, y del reproche que no podía negarse que había en sus ojos, no me fue revelado el completo patetismo de la ruina que había sido forjada. Me vi conmovido con contricción como con una fuerte agonía, porque había sido uno de aquellos que habían tolerado que estas cosas ocurriesen. Había sido uno de aquellos que, sabiendo bien que ocurrían, no había deseado oír o ser obligado a pensar mucho en ellas, sino que había seguido como si no ocurriesen, procurando mi propio placer y beneficio. Por tanto, ahora encontraba sobre mi vestimenta la sangre de esta gran multitud de almas estranguladas de mis hermanos. La voz de su sangre me gritaba desde el suelo. Cada piedra de las apestosas aceras, cada ladrillo de las pestilentes viviendas desvencijadas y atestadas, encontraba una lengua e imploraba mi nombre según huía: ¿Qué has hecho con tu hermano Abel?

No tengo un recuerdo claro de nada después de esto hasta que me encontré en los esculpidos peldaños de piedra del magnífico hogar de mi prometida en la avenida Commonwealth. En medio del tumulto de mis pensamientos de ese día, apenas había pensado una vez en ella, pero ahora, obedeciendo algún inconsciente impulso, mis pies habían encontrado el familiar camino hasta su puerta. Me dijeron que la familia estaba cenando, pero habían dejado dicho que me uniese a ellos a la mesa. Además de la familia, encontré que estaban presentes varios invitados, todos ellos me eran conocidos. La mesa brillaba intensamente con plata y costosa porcelana china. Las señoras estaban suntuosamente vestidas y llevaban las joyas de una reina. La escena era de elegancia cara y lujo fastuoso. La compañía tenía un ánimo excelente, y había risas en abundancia y las bromas eran contínuas.

Para mi era como si, vagando por el lugar del juicio final, con mi sangre transformada en lágrimas por su visión, y estándo mi espíritu en consonancia con la amargura, piedad, y desesperación, me hubiese encontrado en algún claro con una alegre fiesta de juerguistas. Me senté en silencio hasta que Edith empezó a bromear conmigo sobre mi sombrío aspecto, ¿qué me afligía? Los otros presentes se unieron al juguetón asalto, y me transformé en el blanco de sarcasmos y bromas. ¿Dónde había estado, y qué había visto para haberme dejado hecho un tipo tan apagado?

"He estado en el Gólgota," respondí por fin. "¡He visto a la Humanidad colgando en una cruz! ¿No conoce ninguno de ustedes lo que el sol y las estrellas ven cuando miran esta ciudad, que pueden pensar y hablar de otra cosa? ¿No saben que cerca de sus puertas una gran multitud de hombres y mujeres, carne de su carne, vive una vida que es una agonía desde que nacen hasta que mueren? ¡Escuchen! sus casas están tan cerca que si dejan de reirse oiran sus lastimosas voces, los patéticos llantos de los pequeños que maman pobreza, las roncas maldiciones de hombres embrutecidos en la miseria que se han vuelto medio bestias, el regateo de un ejército de mujeres que se venden por pan. ¿Con qué se han tapado los oídos que no oyen estos dolientes sonidos? Porque yo no puedo oir otra cosa."

El silencio siguió a mis palabras. Una pasión de piedad me había sacudido mientras hablaba, pero cuando miré a mi alrededor a mi compañía, vi que, lejos de estar agitados como yo lo estaba, sus rostros expresaban una fría y dura estupefacción, mezclada en Edith con extrema mortificación, en su padre con ira. Las señoras estaban intercambiando miradas escandalizadas, mientras uno de los caballeros se había puesto el monóculo y me estaba estudiando con un aire de curiosidad científica. Cuando vi que las cosas que para mi eran tan intolerables no les conmovían en absoluto, que las palabras que derretían mi corazón al hablar, únicamente les habían hecho sentirse molestos con el que las dijo, primero me quedé conmocionado y luego fui vencido por una desesperante indisposición y debilidad en mi corazón. ¡Qué esperanza había para los desventurados, para el mundo, si hombres juiciosos y tiernas mujeres no se sentían conmovidos por cosas como estas! Entonces sopesé que debía de ser porque no había hablado acertadamente. Sin duda había expuesto el caso pésimamente. Estaban enfadados porque pensaban que estaba recriminándoles, cuando Dios sabe que estaba meramente pensando en el horror del hecho sin intentar de ningún modo asignar la responsabilidad de ello.

Atemperé mi pasión, e intenté hablar con calma y con lógica de modo que pudiese corregir esta impresión. Les dije que no había intentado acusarles, como si ellos, o los ricos en general, fuesen los responsables de la miseria del mundo. Cierto era de hecho, que la superfluidez con la cual despilfarraban podría, impartida de otro modo, aliviar mucho amargo sufrimiento. Estas costosas viandas, estos ricos vinos, estos primorosos tejidos y resplandecientes joyas representaban el rescate de muchas vidas. Verdaderamente no carecían de la culpa de quienes despilfarran en un país golpeado por la hambruna. Sin embargo, todo el despilfarro de los ricos, si se ahorrase, de poco serviría para curar la pobreza del mundo. Había tan poco para dividir que incluso si los ricos repartiesen por igual con los pobres, no resultaría sino una comida común a base de mendrugos, aunque resultaría muy dulce entonces debido al amor fraternal.

La locura de los hombres, no la dureza de su corazón, era la gran causa de la pobreza del mundo. No era el crimen de un hombre, ni de ninguna clase de hombres, lo que hizo a la humanidad tan mísera, sino un horrendo, espantoso error, un colosal disparate que oscureció el mundo. Y entonces les mostré cómo cuatro quintas partes del trabajo de los hombres eran absolutamente despilfarradas por el mutuo estado de guerra, la falta de organización y concierto entre los trabajadores. Buscando exponer el asunto muy claramente, puse el caso de los países áridos donde el suelo producía los medios de vida únicamente mediante un cuidadoso uso de los canales de irrigación. Les mostré cómo en tales países se tenía como la función más importante del gobierno el vigilar que el agua no fuese despilfarrada por el egoísmo y la ignorancia de individuos, ya que de otro modo habría hambruna. A este fin su uso estaba estrictamente regulado y sistematizado, y no se les permitía a los individuos que por capricho la contuvieran o desviasen, o la manipularan de ningún modo.

El trabajo de los hombres, expliqué, era la corriente fertilizante que por sí sola hacía que la tierra fuese habitable. A lo sumo era una exigua corriente, y su uso requería ser regulado por un sistema que expende cada gota al máximo provecho, si el mundo fuese a ser mantenido en la abundancia. Pero ¡qué lejos de ningún sistema estaba la práctica vigente! Cada hombre despilfarraba el precioso fuído como quería, movido únicamente por iguales motivos de salvar su propia cosecha y echar a perder la de su vecino, de modo que la suya pudiese tener la mejor venta. Ya con avaricia, ya con rencor, algunos campos estaban inundados mientras otros estaban deshidratados, y la mitad del agua corría completamente desperdiciada. En tal país, aunque unos pocos por la fuerza o la astucia pudieran ganar los medios del lujo, el destino de la gran masa debe ser la pobreza, y el de los débiles e ignorantes la amarga necesidad y la hambruna perenne.

Pero asuma la nación golpeada por la hambruna la función que había desatendido, y regule para el bien común el curso de las corrientes que dan vida, y la tierra florecerá como un jardín, y ninguno de sus hijos carecerá de ninguna cosa buena. Describí la felicidad física, la ilustración mental, y la elevación moral que acompañaría las vidas de todos los hombres. Hablé con fervor de ese nuevo mundo, bendecido con la abundancia, purificado por la justicia y dulcificado por la bondad y la hermandad, el mundo con el cual de hecho había tan solo soñado, pero que podría tan fácilmente ser hecho realidad. Pero cuando esperaba que ya seguramente los rostros que había a mi alrededor se iba a iluminar con emociones semejantes a las mías, se volvieron todavía más oscuros, enfadados, y despreciativos. En vez de entusiasmo, las señoras mostraron únicamente aversión y horror, mientras que los hombres me interrumpieron con gritos de reprobación y desafío. "¡Loco!" "¡Infame!" "¡Fanático!" "¡Enemigo de la sociedad!" fueron algunos de sus gritos, y el que se había puesto antes el monóculo exclamó, "Dice que ya no va a haber pobres. ¡Ja! ¡Ja!"

"¡Echen a este tipo!" exclamó el padre de mi prometida, y a la señal, los hombres saltaron de sus sillas y avanzaron sobre mi.

Me pareció que el corazón me iba a estallar por la angustia de hallar que lo que era tan claro para mi y tan importante, para ellos no tenía el menor sentido, y que estaba imposibilitado para que fuera de otro modo. Tan ardiente había estado mi corazón que había pensado derretir un iceberg con su fulgor, pero únicamente hallé al final un dominante escalofrío apoderándose de mis propios órganos vitales. No era enemistad lo que había sentido hacia ellos mientras me apresaban, sino lástima únicamente, por ellos y por el mundo.

Aunque desesperado, no podía ceder. Inmóvil, forcejeé con ellos. Las lágrimas se derramaban de mis ojos. En mi vehemencia me volví inarticulado. Jadeé, sollocé, gemí, e inmediatamente después me encontré sentado en la cama de mi habitación de la casa del Dr. Leete, y el sol de la mañana brillando en mis ojos a través de la ventana abierta. Estaba sin aliento. Las lágrimas estaban chorreando por mi rostro, y cada uno de mis nervios se estremecía.

Como un convicto fugado que sueña que ha sido vuelto a capturar y llevado de regreso a su oscura y apestosa mazmorra, y abre los ojos para ver la bóveda celeste extenderse por encima de él, así me encontraba yo, mientras comprendía que mi regreso al siglo diecinueve había sido el sueño, y mi presencia en el siglo veinte la realidad.

Las crueles visiones de las que había sido testigo en mi sueño, y que podía confirmar tan bien en base a la experiencia de mi vida anterior, aunque habían ¡ay! ocurrido una vez, y deben en retrospectiva hasta el fin de los tiempos conmover a los compasivos hasta llorar, se habían ido, gracias a Dios, para siempre. Hace tiempo que opresor y oprimido, profeta y escarnecedor, se habían convertido en polvo. Durante generaciones, rico y pobre habían sido palabras olvidadas.

Pero en ese momento, mientras todavía meditaba con inenarrable agradecimiento por la grandeza de la salvación del mundo y mi privilegio de contemplarlo, repentinamente me atravesó como un cuchillo una punzada de vergüenza, remordimiento, y asombroso auto-reproche, que dobló mi cabeza sobre mi pecho y me hizo desear que la tumba me hubiese ocultado del sol con mis semejantes. Porque yo había sido un hombre de aquél tiempo anterior. ¿Qué había hecho yo para ayudar a la liberación de la cual ahora se suponía que disfrutaba? Yo que había vivido en aquellos días crueles e insensatos, ¿qué había hecho para ponerles fin? Había sido completamente indiferente a la miseria de mis hermanos, tan cínicamente incrédulo de cosas mejores, tan entontecido adorador del Caos y la Antigua Noche, como cualquiera de mis semejantes. En lo que respecta a lo que fue mi influencia personal, había sido ejercida más bien para impedir que para ayudar a acometer la liberación de la humanidad que incluso entonces se estaba preparando. ¿Qué derecho tenía yo para aclamar una salvación que me hacía objeto de reproche, para disfrutar en un día de cuyo amanecer me había mofado?

"Mejor para ti, mejor para ti," sonaba una voz dentro de mi, "si este maléfico sueño hubiese sido la realidad, y esta hermosa realidad el sueño; mejor papel harías suplicando por una humanidad crucificada en medio de una generación que se mofaba, que aquí, bebiendo de pozos que no excavaste, y comiendo de los árboles cuyos agricultores apedreaste"; y mi espíritu respondió, "Mejor, verdaderamente."

Cuando finalmente alcé mi cabeza y miré por la ventana, Edith, fresca como la mañana, había salido al jardín y estaba recogiendo flores. Me apresuré a bajar hasta donde ella estaba. Arrodillándome ante ella, con mi rostro en el polvo, confesé con lágrimas cuán poco merecedor era de respirar el aire de este siglo dorado, y cuán infinitamente menos para llevar sobre mi pecho su consumada flor. Afortunado es aquel que, con un caso tan desesperado como el mío, encuentra un juez tan misericordioso.


Publicado el 15 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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