Hijas y Esposas

Elizabeth Gaskell


Novela


I. El amanecer de un día de fiesta
II. Una novicia entre gente importante
III. La infancia de Molly Gibson
IV. Los vecinos del señor Gibson
V. Amor Juvenil
VI. Molly en casa de los Hamley
VII. Se vislumbran los peligros del amor
VII. Directo al peligro
VII. La viuda y el viudo
VII. Crisis
XI. Nuevas Amistades
XII. Preparativos de Boda
XIII. Los nuevos amigos de Molly Gibson
XIV. Molly encuentra protectores
XV. La Nueva Mamá
XVI. La esposa en su hogar
XVII. Revuelo en Hamley Hall
XVIII. El secreto del señor Osborne
XIX. La llegada de Cynthia
XX. Las visitas de la señora Gibson
XXI. Las medio hermanas
XXII. Los apuros del señor hidalgo
XXIII. Osborne Hamley analiza su situación
XXIV. Una cena en casa de la señora Gibson
XXV. Agitación en Hollingford
XXVI. Un baile benéfico
XXVII. Padre e Hijos
XXVIII. Rivalidad
XXIX. Guerra de guerrillas
XXX. Lo viejo y lo nuevo
XXXI. Una coqueta pasiva
XXXII. Sucesos inminentes
XXXIII. Brillantes perspectivas
XXXIV. El error de un enamorado
XXXV. La maniobra de la madre
XXXVI. Diplomacia doméstica
XXXVII. Una casualidad, y sus consecuencias
XXXVIII. El señor Kirkpatrick, consejero de la reina
XXXIX. Afloran pensamientos secretos
XL. Molly Gibson se siente libre
XLI. Nubes de tormenta
XLII. Estalla la tormenta
XLIII. La confesión de Cynthia
XLIV. Molly Gibson al rescate
XLV. Confidencias
XLVI. Chismorreos en Hollingford
XLVII. El escándalo y sus victimas
XLVIII. Culpabilidad inocente
XLIX. Molly Gibson encuentra un paladín
L. Cynthia a raya
LI. «Las desgracias nunca vienen solas».
LII. La aflicción del señor Hamley
LIII. Llegadas imprevistas
LIV. Se descubren las grandes cualidades de Molly Gibson
LV. Regresa un enamorado ausente
LVI. Viejos y nuevos amores
LVII. Visitas y despedidas nupciales
LVIII. Nuevas esperanzas y halagüeñas perspectivas
LIX. Molly Gibson en Hamley Hall
LX. La confesión de Roger Hamley

I. El amanecer de un día de fiesta

Permitan comenzar con ese viejo galimatías infantil. En un país había un condado, y en el condado había un pueblo, y en el pueblo había una casa, y en la casa una habitación, y en la habitación había una cama, y en la cama estaba echada una niña; completamente despierta y con ganas de levantarse, pero no se atrevía a hacerlo por temor al poder invisible de la habitación de al lado: una tal Betty, cuyo sueño no debía perturbarse hasta que dieran las seis, momento en que se levantaría «como si le hubieran dado cuerda» y se encargaría de alborotar la paz de aquella casa. Era una mañana de junio y, aunque era muy temprano, el dormitorio estaba lleno de sol, de luz, de calor.

Sobre la cajonera que había delante de la pequeña cama con cubierta de bombasí blanco que ocupaba Molly Gibson, se veía una especie de perchero primitivo para capotas, del que colgaba una meticulosamente protegida del polvo por un gran pañuelo de algodón, de una textura tan tupida y resistente que, si lo que había debajo hubiese sido un fino tejido de gasa, encaje y flores, habría quedado «hecho un zarrio» (por utilizar una de las expresiones de Betty). Pero el gorro era de dura paja, y su único adorno era una sencilla cinta blanca colocada sobre la copa, atada en un lazo. Sin embargo, había una pequeña tela encañonada en el interior, cuyos pliegues Molly conocía a la perfección, pues ¿acaso no los había hecho ella la noche antes con grandes esfuerzos? ¿Y no había un lacillo azul en esa tela, que superaba en elegancia a todos los que Molly había llevado hasta ahora?

¡Las seis por fin! El brusco y agradable repiqueteo de las campanas de la iglesia lo proclamó; convocando a todos a su trabajo diario, como llevaban haciendo cientos de años. Molly se levantó de un salto y corrió descalza por la habitación, y levantó el pañuelo y vio de nuevo la capota, símbolo de aquel hermoso

Fin del extracto del texto

Publicado el 16 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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