Descargar PDF «La Obra», de Émile Zola

Por la mañana, Claude abrió los ojos y parpadeó. Era muy tarde, el sol entraba a raudales por el ventanal. Una de sus teorías era que los jóvenes pintores del plein air debían alquilar los estudios que no querían los pintores académicos, aquellos que el sol visitaba con la viva llama de sus rayos. Pero una primera sensación de asombro le hizo sentarse con las piernas al aire. ¿Por qué diablos estaba acostado en su diván? Y paseaba alrededor sus ojos aún soñolientos cuando vio, medio oculto por el biombo, un montón de basquiñas. ¡Ah, sí, esa muchacha, ahora lo recordaba! Prestó oídos, oyó una respiración prolongada y regular, que revelaba un bienestar infantil. ¡Bueno! Ella seguía durmiendo tan tranquila que habría sido una pena despertarla. Seguía atontado, se rascaba las piernas, molesto por aquella aventura en la que reincidía y que le haría perder la mañana de trabajo. Estaba indignado por su buen corazón, lo mejor sería zarandearla para que se largase cuanto antes. Sin embargo, se puso lentamente los pantalones, se calzó unas zapatillas y anduvo de puntillas.